CAPÍTULO 17

—Estás actuando de manera un tanto peculiar y me quedo corto con la descripción ¿Qué demonios te pasa, Ross?

Sus músculos quedaron paralizados. Ni él mismo sabía lo que le estaba ocurriendo salvo que sentía fuego líquido recorrer sus venas. Esto tenía que parar. Aquí y ahora.

—Nada, pecoso, en serio. Simplemente me preocupas.

—¿Yo? —Clive bufó y enseñó los dientes, como un crío pequeño y travieso provocando un bote en su jodido corazón—. Si soy indestructible como nuestra reina, pero sin corona ni moño. Siendo pelirrojo no me pegan.

Sonrío al escuchar a su mejor amigo porque otra reacción no era viable.

—Si te prometo que en cuanto pueda me haré unos anteojos, ¿dejarás de actuar como una estricta y gruñona niñera?

Las rojizas cejas bailotearon provocadoras logrando lo que buscaba. Una segunda sonrisa acompañada de algo de relajación en Ross.

—Trato hecho, pecoso.

La fuerte y curtida mano de Clive se extendió en su dirección y quedó quieta, abierta hasta que Ross se dio cuenta de que su intención era sellar el trato con un apretón de manos. Lo hizo maldiciendo en su interior la zozobra que ese contacto le causaba. Un tirón en el brazo lo sacó de su ensimismamiento.

—Vamos. Estarán tomando declaración a Cudler en la sala del fondo y no quiero perderme el glorioso momento.

Lo siguió con la intención de asegurarse que todo discurría como debía y marchar de seguido hacia la zona del desastre para prestar ayuda. Necesitarían todas las manos disponibles. Se aproximaron por el largo pasillo pero sintió extrañeza al no escuchar un solo ruido filtrarse por la fina puerta que bloqueaba la entrada a una de las salas de interrogatorios. El sonido y los murmullos siempre la atravesaban. No dispuso de tiempo para dar la alerta. Y aunque hubiera podido, casi todos los hombres estaban de camino a la prisión. Alcanzó a poner la mano en el hombro de Clive justo antes de que abriera de golpe la maldita puerta pero llegó tarde. Llegaron tarde. La imagen que enfrentó su mirada fue sorpresiva. Dos de sus agentes se encontraban tirados en el frío suelo, muertos, otro estaba en pie a un lado al mismo tiempo que otro apuntaba con un arma en dirección a la cabeza de Adam Cudler y parecía presto a apretar el jodido gatillo. Su irrupción en la sala lo impidió.

El movimiento fue increíblemente veloz. Cambió la trayectoria de la pistola hasta orientarla en dirección a ellos. Dejó de pensar liberando los músculos de su cuerpo, dejándolos reaccionar. Libres. Empujó hacia un lado a Clive haciendo que trastabillara apartándole de la trayectoria del disparo. Sonó el estallido y saltaron esquirlas de madera del marco de la puerta que rozaron su mejilla izquierda.

Infiltrados. En comisaría. Una pequeña parte de él lo esperaba ya que le habían llegado noticias de que los clanes conocían de antemano sus movimientos y las redadas programadas. Fijó la vista en los condenados traidores y maldijo en voz alta. No eran nuevos en el cuerpo sino que llevaban meses trabajando bajo sus órdenes.

Su cuerpo reaccionó cogiendo por sorpresa al agente, atravesando con su cuchillo el antebrazo del hombre que había vuelto de nuevo el arma para rematar a Cudler. Para asegurar su maldito cometido. Parte de su atención permanecía en la pelea que se desarrollaba en el fondo de la habitación en la que Clive estaba dejando volar su mal humor y frustraciones.

Dos pasos fueron suficientes para alcanzar al hombre que se apretaba el brazo contra su pecho tras dejar caer el arma. Cudler tragaba bocanadas de aire, de forma errática. A su espalda el rápido escarceo entre el pecoso y el hombre que restaba se había silenciado al dejarlo inconsciente Clive de un potente puñetazo.

Debía apaciguarse antes de... Al diablo. Agarró del cabello al agente y lo sentó bruscamente en la silla contraria a aquella en la que permanecía Cudler, petrificado. No sintió lástima, ni tuvo cuidado con el jodido traidor. Aferró el mango del cuchillo que aún atravesaba el brazo y lo extrajo, sin darle tiempo a pensar o suplicar. El aullido reverberó entre las cuatro paredes al tiempo que limpiaba la hoja con la rasgada manga del uniforme del traidor, agarraba su herido brazo y lo colocaba de golpe sobre la mesa, a la vista de todos. Sangraba pero no a borbotones. Perfecto para sonsacar la información que necesitaban.

—¿Quién os ha comprado?

Los vidriosos ojos del hombre lo miraron llenos de dolor, en el momento exacto en que Clive tomaba asiento junto a Cudler, dejando al otro agente a la vista y desplomado en el duro suelo. Algo en la mirada del hombre al posarse en Clive le agitó las entrañas.

—¿Por qué lo miras de esa manera?

—No lo hago.

Con toda la intención apretó la herida, manchándose de sangre. Una fina capa de sudor cubrió el rostro del agente y tembló incontrolablemente.

—Ross...

La suave voz de Clive quedó grabada en su memoria pero lo ignoró. Si querían información de inmediato uno de ellos no podía apiadarse del hombre y la tarea era suya. El pecoso no podría hacerlo. Él sí.

—No repetiré la pregunta.

Presionó de nuevo.

—¡Está bien! Está... bien. Trabajamos para...

—Sabemos para quién trabajáis y que la orden era matar a Cudler. Lo que quiero saber ahora es por qué has reaccionado al ver al superintendente Stevens. Tienes diez segundos antes de que pierda la poca paciencia que me queda.

Pese a la extrema palidez el arrugado rostro del agente enrojeció, bajando la cara como si se sintiera de repente avergonzado.

—Era nuestro objetivo.

—¿A qué te refieres?

—Los Bray lo han marcado.

Se sintió perdido. Enfurecido y rabioso. Marcado por los hermanos. Una maldita condena a muerte que significaba que cada uno de los miembros de la familia Bray buscaría la manera de matar al pecoso para escalar puestos en la jerarquía familiar. Respiró lentamente tras escuchar la brusca aspiración de Clive y Cudler.

—¿Por qué?

—Ha llegado a incomodarles y...

—¿Qué más?

—Rupert Bray personalmente ha dado la orden.

Maldita sea. Sintió movimiento a su derecha hasta sentir la calidez del cuerpo de Clive acercarse y ubicarse a su lado. No comprendía cómo podía estar tan calmado.

—¿Cuáles eran tus órdenes?

El hombre apretó los labios.

—Me matarán si hablo...

—Lo harán aunque no hables...-respondió suavemente Clive-...porque carecen de principios pero eso ya lo sabes, ¿no es cierto?

La grisácea mirada no se apartaba del rostro del agente, cuyo labio inferior comenzó a temblar. Clive continuó.

—En tu interior eres policía así que actúa como tal. Ayúdanos a pararles.

El agente se derrumbó como una criatura ante sus ojos. En un instante, con unas pocas palabras elegidas y que reavivaron los pocos escrúpulos que ese hombre aún guardaba en su interior.

—No quise...

—Ya no importan las razones ni el tiempo o las consecuencias. En el fondo es tan sencillo como hacer lo correcto y no mirar atrás. Cumplir la promesa que hiciste el día que te convertiste en policía y juraste proteger y servir así que...-la profunda voz no dudaba-...hazlo.

Un ronco sollozo brotó de la garganta del agente mientras con un hilillo de voz y aferrado a su sangrante antebrazo comenzaba a hablar entre temblores. Debían asesinar a Cudler contando con que la comisaría quedara diezmada en número al acudir todos sus agentes a la zona de las explosiones. No debían permitir que declarara. Después las órdenes consistían en matar al superintendente Stevens, llevando el cuerpo ante Bray o secuestrar a otro hombre. A un joven inspector y llevarlo al lugar indicado. A ese no debían tocarlo o herirlo. Antes de que prosiguiera Ross supo a quién se refería. Rob Norris. Lo que no imaginaron jamás era lo que pretendía el otro hermano Bray. A quién pretendía. Lo que relató el traidor les impactó.

Dejaron a Cudler bajo la custodia de tres agentes que el traidor identificó como limpios y sin mirar atrás, salieron de las dependencias policiales en dirección a la mansión Brandon. Debían llegar a tiempo o perderían a Julia para siempre.

* * *

Los pasos hicieron crujir la madera del último escalón. Conocía perfectamente el sonido. Tan cercano al dormitorio donde descansaba su pequeña que los latidos de su pecho enloquecieron. Notaba los sentidos tan alertas y tensos que le daba igual que alguien se acercara provocando esa enfermiza sonrisa en el rostro de Emma. Sólo le preocupaba su pequeña y que no recordaran que estaba allí, acurrucada. Tan indefensa. Por favor, que no despertara.

—Ya llega. Viene a buscarme para llevarme con él —Emma permanecía con la extraviada mirada clavada en la puerta de la habitación, ansiosa—. Puede que no te mate aunque en alguna ocasión te ha mencionado, ¿sabías eso? —soltó una espeluznante risilla—. No, claro... ¿Cómo ibas a saberlo? Creo que, en el fondo, le haces gracia.

No quería admitirlo pero presentía quién se acercaba.

—¿Vale la pena, Emma? Tanto dolor, perder a tu familia, a tu hermana.

La furia ardió en esos ojos que desbordaban obsesión.

—¡No lo entiendes! Él vino por Bridget pero en cuanto posó sus ojos en mí, olvidó a todas las demás. Me ama y cuando se entere de la noticia querrá casarse conmigo. Estoy segura de ello, en cuanto lo sepa.

¿Cómo era posible que nadie hubiera apreciado la locura que invadía a Emma? La escasa luz que les permitía distinguir las formas disminuyó. La corpulenta figura se perfiló con el contorno de la suave luz que se filtraba desde el amplio corredor obstaculizándola. Era alto, musculoso y reconocible. El recuerdo de su imagen lo tenía tan reciente de la reunión celebrada hacía unos días con Ross Torchwell y Clive. Lo asociaba a la cocina de su casa y a Bridget pero no a Emma. Jamás a ésta. Era el mismo hombre que le causó desazón. El hombre que asesinó a su indefenso padre.

La invadió tanto odio que la respiración se le tornó entrecortada y agitada, la vista fija en el hombre que permanecía a contraluz con el rostro oculto en la sombra.

—Creí que no vendrías a por mí, Roland. Por un momento me preocupaste.

Julia aguantó la respiración. Era él.

—Hiciste bien, querida.

Emma se relajó visiblemente.

—Lo sé. Cumplí a rajatabla lo que pediste porque me quieres, ¿verdad?

El fino vello que cubría los antebrazos de Julia se erizó. Parecía que hablara una criatura reclamando el beneplácito de un progenitor. Bray entró en la habitación, empequeñeciéndola con su tamaño hasta acercarse a Emma y retirarle con una de sus manos el arma, mientras con la otra le acariciaba la suave mejilla. Lentamente.

—No, querida. Me entendiste mal —la sonrisa que apareció en su faz era fría, sin sentimiento alguno. Dura—. Hiciste bien en preocuparte.

Escuchó la brusca aspiración de aire y el incontenible lamentó femenino pero no esperó ni miró atrás. No podía. No con Rose en la otra habitación. Se lanzó en dirección a la puerta y corrió. Tan rápido como se lo permitió la rigidez de su propio cuerpo. Resbaló en el pasillo. Tres pasos y conseguiría entrar a por su pequeña. Dos pasos más, tan sólo un paso. Por favor...

Si él le bloqueaba la entrada la habitación no disponía de otra salida y quedaría atrapada en el cuarto pero la destrozaría dejar atrás a su bebé. No podía hacerlo. Desesperada agarró al pequeño y cálido bulto que pareció comprender su miedo ya que abrió esos maravillosos ojitos pero no emitió ni un pequeño sonido. Como si ella también sintiera el peligro que desprendía la figura que de un momento a otro...

Con el corazón en la garganta se volvió con presteza hacia la puerta y se asomó porque no disponía de otra posibilidad. Si él estaba ahí... Se tragó como buenamente pudo el terror y los gritos que pugnaban por salir pero un ahogado sollozo se le escapó. No miró. Prefirió no mirar y acudir veloz en busca de ayuda. Quizá Emma mintió para asustarla. Quizá Marsden o Burrowers permanecían alerta y podrían ayudarlas. Socorrerlas. Descendió los escalones, lentamente pese a la necesidad que sentía de correr, de volar escaleras abajo pero no quería llamar su atención. No podía atraer la atención de ese hombre hacia ellas.

—Julia...

El golpeteo del pecho se incrementó con violencia. Le seguía y parecía disfrutarlo. Angustiada se adentró en la cocina y los vio. Uno de los hombres aún permanecía sentado a la mesa. Los platos con su contenido todavía humeantes. Los demás estaban desmayados en el suelo, como si se hubieran dado cuenta brevemente de lo que ocurría pero hubieran carecido del tiempo suficiente para reaccionar antes de perder el sentido. Los vasos, medio vacíos.

—Julia...

¡Cállate! Llevó su propia mano hacia su boca. En su mente el grito había retumbado tan alto, con tal brusquedad y pavor que temió por un instante haberlo voceado.

—No podrás escapar de la casa, querida. Las salidas están trabadas.

Le temblaban las manos o ¿era su cuerpo entero? No importaba. Debía centrarse en lo primordial. Huir. Debía escapar con su pequeña. Tiró del pomo de la recia puerta de la cocina que daba al patio lateral exterior pero no giraba ni conseguía moverlo. Lo sacudía pero se resistía. La necesidad de llorar la asaltó con tremenda fuerza. Los pasos se acercaban a ella. Incansables, acortando distancias. Ya estaba al otro lado de la entrada de acceso a la cocina.

Esconderse. Debía esconder a su pequeña. Agachada, acarició suavemente la mejilla de su niña mientras aguantaba la respiración. No emitir ni un ruido.

—Querida, no tenemos demasiado tiempo y nos esperan en casa.

Por Dios ¡De qué rábanos hablaba ese hombre!

—Dime, querida, ¿sientes afecto por lo que tienes en brazos?

Se le heló la respiración.

—¿Lo tienes?

Se mantuvo paralizada bajo el mantel que cubría la mesa de la cocina, con la mirada clavada en los lustrosos zapatos negros que habían aparecido junto a esta. No tenían salida.

—Dispones de cinco segundos para decidirte, querida mía. Sales de debajo de esa mesa voluntariamente salvando con ello la vida de lo que proteges con tanta desesperación o te saco yo y ese pedacito de carne inservible que tratas de ocultar, no saldrá jamás respirando de esta cocina.

Por primera vez su pequeña emitió un suave gorjeo, tan suave que creyó haberlo imaginado hasta que con la nublada mirada se dio cuenta de que la causa había sido su propia lágrima rodando por la carita de su Rose, tras caer sobre ella. Si algo le ocurriera a su hija...

—Dos segundos.

Se arrastró hacia el otro lado de la mesa y emergió, tras borrarse con la manga del vestido esas lágrimas. No permitiría que ese hombre la viera derrumbarse. Nunca. Debía velar por la vida de su pequeña y haría cuanto fuera necesario para salvaguardarla.

—Me gusta tu capacidad de apreciar lo importante, Julia. Esa es una de las razones...

Alto, apuesto y tan frío que provocó en ella un instantáneo rechazo. Sus ojos carecían de vida y calidez. Helados. Retorcidos.

—¿Qué quieres de mí?

Una sonrisa, que la estremeció de pura repulsa, apareció en los labios masculinos.

—Todo. Lo quiero todo de ti.

—¿Eras tú?

Las oscuras cejas masculinas se elevaron, interrogando.

—En mi cuarto, por las noches. Al otro lado de la puerta ¿Eras tú?

No terminaba de entenderlo. Esa obsesión.

—Lo era. Te observaba de cerca y te elegí hace tiempo, Julia ¿No te alegras?

Por favor. Ni queriendo podría contestar lo que el hombre deseaba.

—Haré lo que quieras pero antes...

Las palabras se le quedaron atascadas en la laringe. Si no cumplía su palabra en relación a su bebé pelearía como una leona por ella y él lo tenía que intuir al mirarla. Su expresión y su cuerpo hablaban por ella.

—Sin juegos.

Julia asintió temblorosa y se acercó al cuerpo tendido en el suelo de la Sra. Pitt. Se agachó lentamente y con delicadeza dejó al pequeño bultito que adoraba junto al calor que desprendía la generosa y dulce mujer. Protegida. Su pequeña seguía sin emitir un solo sonido como si entendiera lo que arriesgaban en ese momento. Tan callada... Se decía que los recién nacidos no ven hasta pasado un tiempo pero no era así. No lo era. Su bebé la miró fijamente y sonrió. La sonrisa más hermosa del mundo para ella, para una madre que la ha de dejar atrás para salvarla.

Te veré pronto, mi amor... Una última caricia en esa preciosa cabecita fue lo que logró antes de sentir un doloroso tirón en su recogido cabello obligándola a levantarse y la grave voz de Roland Bray susurrar junto a su oído un Suficiente, llegó la hora.

* * *

Caminaba sin rumbo tras recorrer los jodidos laberintos que conformaban el edificio. Ningún camino tenía salida. Se topaba con paredes reventadas o corredores derrumbados. Todo cubierto por una fina capa de polvo y muerte. Olía a muerte.

Se lo habían llevado. Ante sus propios ojos y no había sido capaz de protegerle, de cumplir la palabra que hizo ante el mismo hombre que se lo había llevado. Las ganas de llorar como un crío casi reventaron en su pecho. La necesidad de soltar lo que llevaba dentro. Era tan idiota. Ni un sencillo mapa del edificio. Había acudido a la desesperada, sin preparación, sin protección y un mínimo de precaución. Como simples novatos sin experiencia. Nunca se lo perdonaría y tampoco lo merecía.

—¿Brandon?

En toda su vida olvidaría la expresión en los claros ojos de Rob. Grabada a fuego en su mente como lo estaban sus cicatrices en su espalda. Dios, se lo merecía todo.

—¡Brandon!

Lo escuchó en la lejanía, al igual que la otra voz, la que gritaba su nombre de pila pero no disponía de tiempo. No se dejaría entretener ya que debía encontrarlo, debía... Una pesada mano se colocó en su hombro sin permiso, por lo que agarró la fuerte muñeca para afianzar a quien se atrevía a demorarle pero por una vez, su distracción le hizo fallar y sintió un empujón que únicamente sirvió para que no liquidara de un golpe al que se había atrevido a pararle. El giro lo enfrentó a la otra persona y reconoció de inmediato los ojos verde azulados y la cabeza rapada. Sorenson. Codo con codo junto a Liam. El mundo se había vuelto loco y él se encontraba justo en medio.

—Y ¿Rob?

Su mundo se hundió. Sin remedio. Se apoyó contra un muro medio derruido con una de sus manos e intentó contestar pero no surgían las palabras. Escuchaba los ruidos, las voces, los gritos pero no los sentía. No sentía nada.

Liam se colocó a su lado, silencioso, como si intuyera lo que había ocurrido. Sorenson desviaba la avispada mirada del uno al otro. Liam insistió.

—Peter, ¿dónde está Rob?

Cargó su peso en la pared porque en caso contrario...

—Se lo llevaron.

Liam abrió la boca pero la cerró de nuevo, mirándolo con fijeza.

—Saxton. Se lo llevó Saxton.

Habló con precisión y rapidez hasta que tras barrer el lugar con la mirada apreció que su hermano mayor no estaba con su mejor amigo. Doyle, al menos, había seguido sus instintos. La clara mirada de Liam se pegó a la suya.

—¿Dónde han llevado a Rob?

—No lo sé. Traté de seguirles pero no había salida. Me provocó. Me esperaba. Creo que nos esperaban a los dos. De alguna forma sabían que íbamos a venir y lo disfrutó.

—¿Cómo?

—Lo desconozco, Liam, pero Saxton lo sabía. Estoy completamente seguro. Tengo que matarle antes de que...

Se atragantaba. No podía pensar en lo que Rob estaría pasando porque si lo hacía sería incapaz de razonar. La respiración se le disparó. Simplemente con pronunciar el odiado nombre, le hervía la sangre. El corpachón del irlandés se enderezó, se acercó y rodeó su tenso rostro con ambas manos hasta obligarle a cruzar miradas.

—Está bien, muchacho. Está bien. Lo encontraremos. Vayamos en busca de Doyle y...

—Y yo reuniré a todos los hombres de los que dispongo para que se lancen en busca de información. Un grupo numeroso desplazándose y alejándose como ratas del desastre, no pasará desapercibido y menos en esta ciudad.

Dios, Sorenson era rápido. Un gesto fue suficiente para poner en marcha todo un entramado de actividad. En voz queda y segura transmitió una serie de órdenes a uno de sus hombres que no se apartaba de su lado. Desde ese momento hasta encaminarse a su hogar, en un amplio carruaje propiedad del hombre al que agradecería toda su vida el apoyo prestado, apenas transcurrió un cuarto de hora.

* * *

Doyle no conseguía acallar el miedo que le invadía. Discurría en sentido contrario a las oleadas de personas que cargados con mantas y otros utensilios se acercaban desinteresadamente a auxiliar. Casi atropelló a una pareja pero siguió adelante.

No podía parar. Percibía lamentos pero debía seguir adelante. La lluvia arreció empapándole. Llevaba razón. Todo se había torcido en unas pocas horas. Saltó del caballo tras traspasar la verja de entrada que estaba abierta y ninguno de sus hombres a la vista. Con el frío y la humedad recubriéndolo todo, él sentía calor, tanto calor. La sangre le circulaba a gran velocidad por el cuerpo, ensordeciéndole.

Demasiado silencio... Rodeó la casa tan rápido que hubiera jurado que la había circundado en dos ocasiones. La inmensa puerta de la entrada estaba cerrada a cal y canto pero al igual que la verja exterior, la entrada lateral aparecía entreabierta, con una suave luz alumbrando el interior de la cocina y colándose por la estrecha rendija. Aferró con desesperación el arma que no había soltado desde que se dio cuenta que algo no iba bien y en la otra empuñó uno de los cuchillos forjados por Pete. Traspasó la puerta y apretó los puños. La casa permanecía en silencio y a oscuras. Un mutismo desquiciante roto únicamente por el chisporroteo del fuego que permanecía ardiendo en la amplia chimenea y las calmas respiraciones de su personal, tirados sobre las baldosas del suelo pero también otro sonido que reconocería en cualquier parte. En cualquier lugar. El suave lamento de su pequeña.

Ansioso recorrió con avidez la cocina, sus esquinas, los lugares más sombríos, las figuras que permanecían caídas en el suelo pero estas eran demasiado voluminosas, demasiado... Sonó de nuevo al otro lado del caído cuerpo de la Sra. Pitt. Un arrullo. Se acercó precipitadamente y sobrepasó de un salto la forma que le impedía ver más allá. No le importaba nada más, salvo llegar a ella y protegerla. El cuerpo se le agarrotó. Su pequeña permanecía despierta cerca del calor que le brindaba el redondeado cuerpo de la Sra. Pitt pero ella no estaba. Su Julia no estaba con su bebé y jamás la hubiera abandonado por voluntad propia. Con sus manos rodeó el cuerpecito y la pelona cabeza, apretándola con ansia contra su pecho. Con desesperanza.

—Tranquila, mi pequeña. Ya he llegado, mi amor.

Ni siquiera se dio cuenta del momento en que comenzó a tararear la tonta nana a trompicones. Apenas surgía debido al nudo en su cuello.

—La encontraremos, cielo, encontraremos a tu madre.

Con su pequeña en brazos tomó el pulso a la mujer que había estado a su servicio tantos años que sintió que había fallado al protegerla. Marsden y Burrowers y dos de sus hombres permanecían igualmente inconscientes pero vivos. Ascendió el pequeño escalón que daba a la recepción de la casa en el instante en que escuchó ruido de pisadas a su espalda, en la impenetrable oscuridad. Un susurro llegó a sus oídos.

—Somos nosotros, Brandon.

Respiró profundamente ¡Dios! Clive y Torchwell. No tenía tiempo de hablar. No ahora, desconociendo si su mujer permanecía dentro de la casa. Si algo le había ocurrido... No. No podía pensar en eso. Las había dejado atrás creyéndolas a salvo. Sus piernas casi flaquearon. Clive comenzó a hablar junto a él, con Torchwell parado a su lado.

—Ha sido Roland Bray, Doyle. Está obsesionado con Julia.

Su cerebro no había podido filtrar correctamente la frase. No era posible. Stevens continuó.

—Se aprovechó de la muchacha Bridget para infiltrarse en el hogar de Julia y poder vigilar a su padre. Su intención era localizar a George Hamilton a través de Brears pero se fijó en tu mujer y dejó a un lado sus planes. Al menos temporalmente.

La explicación se detuvo y él necesitaba saber. Debía conocer a lo que se enfrentaba.

—Sigue.

—El hombre que lo ha delatado no sabe la razón por la que mataron a Andrew Brears y a su mujer pero está convencido que fue Roland Bray y yo estoy de acuerdo. Sólo alguien desde el interior pudo hacerlo. Sin forzar la entrada, ni gritos, ni forcejeo alguno. Es la única explicación.

—¿Y el maletín?

—Quizá nunca lo sepamos.

—¿A dónde se la han podido llevar?

—No lo sé, amigo.

—No puedo...-miró al pequeño bultito que se estaba durmiendo entre sus brazos-... no podemos perderla. No puedo.

—La encontraremos.

—No puedo dejarla en manos de ese demente pero dónde buscar...

Una firme manaza cayó en su hombro y unos ojos grises le miraron con intranquilidad.

—Quizá Sorenson haya recibido algún chivatazo, alguien ha tenido que ver algo. Puede que sigan en la casa.

Paró al escuchar la frase. No. Su Julia no estaba en la casa. Sus ojos se posaron en su adormilada pequeña.

—Jamás hubiera dejado abandonada a nuestra pequeña.

No necesitó dar más explicaciones.

—Conviene revisar la mansión. Alguien dejó inconsciente al personal sin emplear violencia —propuso Clive antes de volverse hacia Doyle—. ¿Quién más estaba en la mansión?

Maldita sea. Las hermanastras.

—Protégela con... tu... vida.

No dudó ni se planteó dejar que otro se le adelantará. Con extrema suavidad dejó a su pequeña entre los rígidos brazos de Clive quién incapaz de reaccionar a tiempo, los extendió por reflejo aferrando al pequeño bultito con increíble torpeza y farfullando entre dientes que ni se les ocurriera dejarlo sólo con ella, que nunca, jamás en su vida había sujetado una cosa, o sea, una personita tan pequeña y que le temblequeaban un poco las piernas. Que no era, para nada, buena idea dejarle a cargo de...

A Clive se le atascaron las siguientes palabras al enfrentar las miradas que le lanzaron los dos hombres que a la par comenzaron a ascender los amplios escalones. Lo dejaron atrás, con su frágil carga, susurrando un gangoso y enternecedor hola, pequeña, soy yo, es decir, ejem... el tío Clive. Pero, mira qué pucheros más... ¡Anda!... no tienes dientes.

Al lado de Doyle brotó un bufido de Torchwell mientras sacudía la cabeza con gesto de resignación y alzaba los ojos al techo. No tardó en recuperar la concentración. En cuanto sus cabezas asomaron a lo alto de la escalinata se habían convertido en cazadores. El pasillo mostraba el aspecto de siempre salvo por las torcidas alfombras que cubrían el suelo, desplazadas de su lugar. Alguien había tratado de huir.

Con un gesto de entendimiento se separaron. Cada uno recorrería una hilera de habitaciones. Cuatro a cada lado y una última al fondo. Sin contar las que no estaban habitadas. Por primera vez en su vida se lamentó por el hecho de no residir en una casita de un piso y dos habitaciones a lo sumo, sin sombras o recovecos que facilitaran el esconderse y emboscar.

Su habitación estaba al otro lado y Torchwell se ocuparía. Las dos primeras que repasó presentaban el mismo aspecto que el que había dejado atrás ese mismo día. No perdió más tiempo del necesario. Al salir desvió la mirada hacia el fondo del corredor, hacia las habitaciones que ocupaban las hermanastras y su instinto le compelió a encaminarse hasta allí. La puerta estaba entreabierta por lo que con la punta del pie la empujó pero algo atoraba la pesada puerta desde el interior. A su mente le vino la imagen de su mujer, tendida en el suelo. Apretó los labios, el arma que asía con fuerza y se coló por el hueco hacia el interior.

Su pecho dio un horrible vuelco al fijar los ojos en la figura caída en el suelo. Con la oscuridad creyó reconocer la cabellera de su mujer y el mundo se paró a su alrededor. Completamente. Su propio miedo confundía su visión. Latió de nuevo, lentamente, recuperando su paso al filtrarse una suave luz desde el pasillo. Ross habría iluminado uno de los candelabros. Sólo entonces la maldita imaginación dio paso a la realidad. Era Emma. Emma Brears y la mancha cuyos bordes mostraban un tono algo más oscuro no engañaba. La habían apuñalado en el vientre y en el costado. Dolorosa manera de morir. Quién lo había hecho había actuado con saña para abandonarla después a su suerte. A su espalda penetró Torchwell en la habitación.

—Hay una mujer muerta en la segunda habitación, de un disparo en el pecho.

No era Julia. Lo habría sabido. Muy hondo lo habría notado. Se sentía incapaz de verificarlo por sí mismo. Jamás imaginó que algo llegara a aterrarle. No a él. Había estado tan equivocado. Antes de preguntar aquello que lo mataría de haber ocurrido y no haber podido evitar, el hombre que rodeaba el cuerpo de Emma y se arrodillaba junto a ella, habló.

—No es tu mujer, amigo. No lo es. Si no me equivoco es una de sus hermanastras... —enfocó la dispar mirada en el femenino cuerpo desmadejado a sus pies-... y ésta es la otra.

¿Qué demonios había ocurrido? Torchwell ya se estaba haciendo una clara idea y la compartió.

—El disparo ha sido a bocajarro por lo que sólo ha podido ser alguien cercano del que no esperaba un ataque sorpresivo y me inclino por su propia hermana.

—Pero, ¿por qué?

Los sorprendió a ambos. La agónica aspiración de aire y el doloroso gemido. Pero sobre todo les inquietaron las palabras que surgieron de los labios ensangrentados.

—Necesito... verle ¿Dónde...?

Se acercó para colocarse junto con Ross, al lado de Emma y presionaron las heridas que sangraban lentamente. Tan despacio. No serviría de nada salvo retrasar unos segundos o escasos minutos su muerte y ambos lo sabían pero no podían quedarse quietos y no hacer algo. Simplemente no podían.

—¿Quién ha sido, Emma?

Los turbios y moribundos iris se clavaron en su rostro.

—Creí que me quería y que amaría a mi bebé pero...

La tos la interrumpió. Dios, estaba sufriendo.

—¿Dónde está Julia?

Lo miró nuevamente y por un instante una mirada de inmenso odio se reflejó en su mirada.

—Ella me lo... quitó. Ella. Le iba a dar mi regalo a él pero no tuve... tiempo.

Joder, la mujer estaba perdiendo las fuerzas y necesitaban saber. Necesitaba encontrar a su mujer y el único lazo del que disponía estaba comenzando a desvariar.

—Se lo quité a padre para entregárselo a él y no... lo sabe —una extraña mirada de súplica inundó esos ojos obsesionados—. ¿Se lo daréis, lo haréis si os digo a dónde lo escondí? Si padre no hubiese descubierto... nosotros...

Dios, estaba perdiendo la vida ante sus propios ojos.

—Lo haré. Pero dime dónde está.

La mujer trató de elevar una de sus manos pero fue incapaz.

—En... mi... habitación.

¡De qué diablos hablaba! Le estaba a punto de dar un ataque de nervios. Sintió un peso en su brazo, pidiéndole cautela y puede que algo de paciencia. Torchwell ¡No lo entendía! ¡Tenían a su mujer!

—El... maletín. En... mi... habitación.

—Se lo llevaremos, Emma pero debemos saber a dónde. Le diremos que es tu regalo. Para él.

La suave voz de Torchwell pareció funcionar. Emma ralentizó su respiración y fue a hablar pero su pecho se elevó, tosió e intentó hablar forzando el debilitado cuerpo que apenas le respondía. Como si no decir lo que se le atoraba llevando al límite sus destrozados pulmones, fuera impensable.

—Muelle... viejo. Muelle...

Parpadeó una y otra vez hasta que le faltaron fuerzas para abrir una última vez los ojos. Muerta. Había muerto ante sus propios ojos. Y su mujer permanecía desaparecida.

* * *

Lo que creía una noche sin fuste se estaba convirtiendo a pasos descomunales en un maldito problema. Todo había rodado como la seda durante la primera hora. En el carro la habían entretenido con sus juegos de palabras y ácido humor. Disfrutaba tanto de sus historias y anécdotas que el rato se le había pasado sin apenas darse cuenta. Las doce millas que habían viajado hasta la zona sureste de la ciudad en la que hacía una década descargaban la inmensa mayoría de la mercancía como consecuencia del mayor calado en esa zona del Támesis, habían estado plagados de un constante y ameno cotorreo. Para que luego dijeran que las mujeres eran las chismosas.

Transcurrida la siguiente media hora tras dar un paseo a pie por la descuidada y abandona zona, el ambiente que se respiraba había dado un giro brusco. La marea estaba subiendo y a la luz de la luna comenzaba a perfilarse el fangoso fondo, en el que sobresalían los restos de barcos de mediano tamaño que en otra época pertenecieron a pescadores que seguramente dejaron su vida y sus sueños entre los podridos maderos cubiertos de verdín.

Su olfato no la había engañado. Desde hacía un par de días circulaba el extraño rumor de que alguien adinerado se había apropiado de las parcelas que ocupaban la orilla sur del río y los viejos embarcaderos en los que nadie paraba ya. Si únicamente se hubiera tratado de una de las inservibles parcelas, no le hubiera llamado la atención pero se trataba de toda la zona que circundaba el viejo muelle, de camino a Greenwich y eso se salía de lo normal.

Marcus. Frunció el suave ceño. Ni siquiera la había permitido explicarse. Hasta en tres ocasiones había intentado hablar con él del tema pero de nada había servido. Absolutamente de nada. Se sintió tan ignorada y lo que jamás hubiera imaginado que le ocurriría con ese hombre. Se sintió despreciada. Miró sus propias manos y aflojó el agarre sobre la húmeda roca que los separaban del destartalado embarcadero contra el que estaba amarrado un pequeño barco de vapor, semejante a los que surcaban el río trasladando trabajadores de las pequeñas localidades situadas al este de Londres hacia el mismo centro de la ciudad.

Habían permanecido a la espera un rato porque ella se había empeñado. Después de unos minutos quietos y ateridos de frío los hombres habían comenzado a refunfuñar diciendo que el idiota que les había adelantado el soplo se las vería con ellos por hacerles perder su valioso tiempo. Cada medio minuto surgía un nuevo quejido debido a la humedad o sus cansados huesos hasta que les había pegado un sonoro bufido. A buena hora. Diez minutos más tarde habían tenido que esconderse apresuradamente con la llegada del barco. Tras amarrar en el destrozado muelle con extrema suavidad, el silencio había invadido la noche.

Poco después los acontecimientos se habían precipitado. Dos carruajes que tenían todo el aspecto de haberse adquirido recientemente pararon y de ellos surgieron siete hombres. Dos rondando la treintena e incluso a esa distancia se apreciaba que eran apuestos, un tercero que se parecía demasiado a uno de los anteriores como para no estar emparentados y un anciano que pese a su pesado andar desprendía autoridad o quizá lo que provocaba fuera miedo. Los demás eran puro músculo. Pero no fue eso lo que acicateó su preocupación e hizo que las alarmas de su cerebro tintinearan desesperadas. Del interior del segundo coche de caballos sacaron dos bultos. Uno vestía faldas y el otro pantalón. Una pareja y por la forma en que los cargaban estaban inconscientes. Al diablo con pasar una noche tranquila y esperar que nada fuera de lo normal enturbiara su ya despejado buen humor.

—Jefa, creo que son los hermanos Bray.

Pensándolo mejor puede que la noche hubiera mejorado a pasos agigantados. Dio gracias a quien escuchara, allá a lo lejos, sus palabras. Quizá su hermana velara por ellos. Había caído del cielo en medio de su regazo la oportunidad de parar a esos animales y con ello su oportunidad de vengarse de los hombres que mataron sin un asomo de piedad a su hermana gemela. Por su mente pasó fugaz la imagen del hombre que hubiera deseado tener a su lado y las de sus niños, protegidos entre los amorosos brazos de sus abuelos. No se podía tener siempre todo lo que uno deseaba y la vida se lo había demostrado a baquetazos. En demasiadas ocasiones como para esperar que ocurriera lo imposible. Suspiró suavemente antes de hablar.

—Muy bien. Esto es lo que vamos a hacer...

—Jefa, ocurre algo.

Asomó la cabeza con precaución por el borde superior de la roca. Los hombres salían del barco, andando con cuidado por el destartalado embarcadero. Todos menos el anciano y uno de los hombres quienes seguramente se habrían quedado vigilando. El resto montó en los coches y enfilaron de nuevo el camino que los había traído al lugar que ahora abandonaban.

—¿Qué diablos está pasando?

Ojalá lo supiera.

—No importa ahora. Debemos ayudar a ese hombre y a la mujer.

—¡Cómo! Sólo somos tres.

Buena y precisa pregunta pero en su mente ya se estaba configurando un buen plan.

—Poned las armas a punto.

—Jefa, no es... buena... idea —murmujeó el viejo Lucas al tiempo que fruncía las blanquecinas cejas—. El jefe se enfadará y mucho.

—Ya se le pasará.

—No jefa. Se le pasará contigo pero a nosotros nos despellejará vivos por no haberte impedido hacer lo que sea que está planeando esa imaginativa mente. Y el jefe tiene muy mal genio.

Mientras hablaba, Sampson asentía de tal forma que parecía que se le iban a descoyuntar las vértebras del cuello.

—¿Y si nada hacemos y esas dos personas mueren o se las llevan, como ocurrió... con ella?

Los dos pares de viejos y enternecidos ojillos de los dos ancianos y curtidos marineros a los que quería como si fueran unos tíos tan cercanos que más se asemejaban a figuras paternas, se posaron en ella. No necesitaron preguntar para saber a quién se refería. La habían visto sufrir y apagarse a lo largo de los años con la angustiosa búsqueda de su hermana como para no saber a quién se refería.

—¿Qué quieres que hagamos, niña?

Les sonrió.

—Gracias, viejos.

Las medio desdentadas sonrisas que recibió en respuesta aliviaron un poco la inquietud y la aprensión que la invadían.

—Eso sí, niña. Promete que intercederás por nosotros con el jefe.

—Prometido.

* * *

Oscuridad y un suave balanceo que le estaba descomponiendo el estómago era lo único que se le ocurría como descripción detallada de su... lo que fuera. Estado. Malestar. Apuro. La peor situación en la que se había encontrado inmersa. Bueno, quizá no la peor pero sin duda nefasta y para colmo, se ponía a divagar. También se escuchaba un desconcertante y constante crujir y el olor. Ese olor húmedo al que no estaba acostumbrada. Y cierto regustillo a... pescado crudo ¿Estaría en una lonja dedicada a la salazón?

Le habían cubierto la cabeza con una capucha y rodeado con un abrigo que le quedaba inmenso y sobraba por todos los lados. Atada de pies y manos y firmemente amordazada. Trataba de gritar con los músculos del cuello y garganta pero se asemejaba a una vaca parturienta jadeante y agotada del supremo esfuerzo. Amordazada y haciendo el ridículo. Propio de ella.

Sobre su cabeza crujió la madera al compás de los pasos de alguien pesado pero cerca sonó un ruido tan extraño como el que ella acababa de emitir solo que del otro género. Masculino. A unos cinco metros, frente al lugar que ocupaba aposentada sobre su mullido trasero. Afinó el oído. Definitivamente masculino y... resollando. Mugió con la garganta, desesperada. Le contestó otro ruido indefinible y próximo a ella. Repitió el suyo y le devolvieron, una vez más, el saludo. Se detuvo un instante ¡Por favor!... ¡Era lo más ridículo que había hecho en su accidentada vida! ¿Y si se trataba realmente de un animal y estaba perdiendo fuerzas en conversar con un atontado buey?

Trató de tensar las muñecas como le había enseñado Marsden. El truco era la presión firme y constante, le había informado. Lo que había pasado por alto era el doloroso roce y escozor.

—¿Homa?

Detuvo al momento el funcionamiento de todo músculo corporal. El buey acababa de decir algo.

—¿Hay alguien ahí?

No se lo podía creer. Otra persona. El alivio fue tal que pasó por alto el evidente y defectuoso habla. Puede que quien intentaba hablar tuviera adormecida la lengua con el constante balanceo. Sonó un chasquido de lengua. Había acertado con el diagnóstico. El hombre tenía la lengua mareada. Otro ruido desconocido como de taconeo y un segundo chasquido bocal.

—¿Hay alguien ahí?

Su corazón bombeo a tal ritmo que pensó que estallaba allí mismo. Reconocería esa hermosa voz en cualquier rincón ¡Era Rob! Estalló como una boba atolondrada y se puso a llorar logrando que brotaran de su persona los sonidos más humillantes de toda su vida.

—¿Es usted humano?

¡Sí! Intentó con todas sus fuerzas contestar, hacerse entender, proyectar sus pensamientos pero lo único que consiguió en respuesta de Rob fue un joder, es una vaca.

* * *

Lanzó una maldición que se hubo de escuchar en toda la casa y por el grito de Clive que llegó desde el piso bajo preguntando si todo iba bien, así fue. El condenado maletín había estado todo el tiempo bajo su techo. Delante de sus narices.

—No podías saberlo, Brandon.

Lo sabía. Sabía eso pero el hecho de que podrían no haber llegado al punto en que se encontraban ahora de haber empleado toda la información que tenían entre sus manos, le pudría por dentro.

—Con esto podremos mandarlos a la cárcel de por vida, incluso al infierno.

Se escuchaban murmullos de conversaciones que llegaban del piso bajo. Estaban recobrando la conciencia. Entregó todos los papeles que agarraba entre sus manos a Torchwell, quien los introdujo en el desgastado maletín, antes de dirigirse a él.

—Eran amantes.

—¿De qué hablas?

—De Emma Brears y Roland Bray.

—¿Por qué lo dices?

—No lo digo yo sino que lo hizo ella, antes de morir. El padre los descubrió. Creo que Andrew Brears descubrió que eran amantes y la dio un ultimátum. Déjale o... Lo que el padre no imaginó fue que eligiera al amante por encima de su familia.

Doyle continuó.

—...y esa fue la razón por la que los asesinó. No podía permitir que lo descubrieran e indagáramos en el motivo por el que se había infiltrado en la casa. No podía permitir que las preguntas se centraran en el hombre que buscaba, George Hamilton y en lo que sabía de su organización.

—Los asesinatos fueron una manera de desviar la atención de la policía y de que George Hamilton saliera del agujero en el que estaba escondido.

—Y funcionó.

—Sí. Una jodida jugada maestra —la mirada dispar de Torchwell, brilló—. Bray es un hombre peligroso y lo que es peor, extremadamente inteligente.

—Y tiene a mi mujer.

La frase surgió apagada. Torchwell avanzó dos pasos en su dirección.

—Vayamos abajo. Mandaremos a alguien en busca de Marcus Sorenson. Ese hombre lleva demasiado tiempo tras los Bray como para no estar al tanto de lo que ocurre en su organización.

Antes de llegar a la jamba de la puerta, le llegó la grave voz del superintendente.

—¿Qué hacemos con ellas?

—No irán a ningún lado y en estos momentos he de recuperar a mi mujer. El tiempo corre en nuestra contra.

—Está bien. Yo me encargaré.

Observó con agradecimiento a Ross Torchwell. Llevaban recorrida media escalinata cuando la puerta de entrada se abrió de golpe golpeando la pared de uno de los lados. Maldita sea. Peter cruzaba la entrada cubierto de mugre y el rostro retorcido de pura angustia, seguido a corta distancia por Liam. La maldita cicatriz le daba un aspecto inhumano y la mirada... esa mirada le recordó la de un animal enjaulado y envuelto en pura desesperación. Los negros ojos recorrieron la estancia y se pararon en él.

—Se lo han llevado, hermano.

Sin necesidad de que hablara más Doyle supo lo que significaba. Saxton lo había logrado. Todo encajó. Absolutamente todo. Una maldita trampa desde el principio para que acudieran a prisión. Saxton los conocía y sabía que acudirían a ayudar dejando sus hogares desprotegidos. De esa manera podrían llevarse a su Julia. La otra finalidad también la habían logrado. Había capturado a Rob. Desde el mismo momento en que se enteraron de que los Bray y Saxton se traían algo entre manos debieron... debieron... ¡Joder! Debieron pararse y no reaccionar en cuanto Cudler les pegó el chivatazo. Pero el hombre fue sincero, de eso no había duda. Maldita sea, no les traicionó porqué fue Cudler el engañado por los Bray. Lo emplearon de cebo y todos cayeron en sus redes como recién nacidos. Al estallar las explosiones esa misma noche, sorprendiéndoles, todo se aceleró empujando el instinto arraigado en ellos de proteger, de cuidar. Rob y Peter cayeron en la encerrona y él se apartó de su mujer y su pequeña dejando vía libre al hombre que se la había arrebatado y lo que era todavía peor, había recibido y dado la bienvenida voluntariamente en su hogar al traidor. A Emma. Se sintió estúpido, furioso, dolido y engañado pero ante todo estaba aterrado de no encontrarla, de no verla de nuevo. Unos fuertes brazos los envolvieron en un duro abrazo. Peter.

—¿Qué podemos hacer?

Detrás de la figura de su hermano apareció la inmensa figura de Sorenson. Imperturbable pero se le notaba cabreado. Por alguna extraña razón, percibió que su enfado era intenso y profundo. A su lado, algo atrasado, emergió de la cocina la figura de Clive quien no parecía dispuesto a soltar a su pequeña, mientras tarareaba una curiosa melodía y tras él, Marsden con el rostro algo descompuesto. Peter les relató lo vivido en ese infierno, paso a paso, con el rostro tenso y el sufrimiento reflejado en el hermoso rostro. Lo que había sentido al ver cómo le arrebataban a Rob, la provocación enfermiza de Saxton. Lo dicho por sus hombres, la presencia de Rupert Bray y la del viejo Drake.

—Repite eso.

La ronca y repentina voz de Sorenson los desconcertó. La urgencia se reflejaba en el sonido y en su súbita postura tensa. Todos se giraron hacía él.

—Repite... las últimas... palabras.

Joder, el hombre era peligroso pero Peter no reaccionó ante una amenaza sino ante un compañero. Se acercó dos pasos percibiendo la importancia de la pregunta.

—El hombre dijo que la marea no tardaría en descender por lo que debían apresurarse. Con esas exactas palabras.

Peter aguantó la respiración. Presentía que Sorenson había olfateado un rastro. No sabía cómo pero podría asegurarlo.

—¡Condenada mujer!

Eso no se lo esperaba nadie. La tremenda explosión de ira. Las miradas se dirigieron enfiladas y sorprendidas hacia el hombre que había comenzado a pasearse por el espacio que la presencia de los demás le permitía. Se pasaba las manos por la sombreada cabeza una y otra vez.

—Elora. Esa mujer va a terminar conmigo cualquiera de estos días. ¿Veis esto? —apuntaba a su cráneo—. Si tuviera pelo o lo dejara crecer estaría canoso en su totalidad de la preocupación que me causa esa endemoniada, desobediente y metete mujer.

—¿Tu mujer?

Los ojos verde azulados se abrieron alucinados.

—¡Mi mano derecha!

Dios, no había quien siguiera el curso del pensamiento del hombre. ¿Elora Robbins era su mano derecha? Doyle se lanzó a preguntar.

—¿De qué estás...?

—Sé dónde los han llevado.

Su pecho se expandió como un muelle, rodeado de exclamaciones. La estrangulada voz de Peter no se hizo esperar.

—¿Dónde?

—El viejo muelle al oeste de Greenwich, en la orilla sur del río —los observó a todos—. No hay tiempo para explicaciones ahora. Necesito que confiéis en mí —las cautelosas miradas se clavaron el él—. No sólo arriesgáis vosotros. También yo.

Clive se adelantó un paso.

—Esa mujer...

Sorenson sencillamente asintió antes de proseguir.

—Debemos salir cuanto antes.

Todos formaron un círculo. Torchwell, Sorenson, Pete, Liam y él. Clive se escurrió hasta colocarse junto a Ross. Todas las miradas se centraron en el hermoso y dormido bebé que todavía abrazaba como si de un tesoro se tratara. Era un buen hombre. Lentamente Doyle se le aproximó y con tanta suavidad como pudo emplear para no despertar a su pequeña, la sujetó bajo la cabecita como le había enseñado su mujer y la apretó contra su pecho. Peter le acarició la sonrosada mejilla.

—Debemos apresurarnos. La marea ya estará subiendo.

Deshizo el círculo y se acercó al lugar que ocupaban sin emitir un sonido Burrowers, Marsden y la Sra. Pitt. Detrás se ubicaban el resto de sus hombres. Estaban avergonzados y no había razón para ello.

—Lo sentimos tanto, señor. Fue culpa nuestra que se llevaran a nuestra señora. No supimos protegerla.

No dijo nada, tras escuchar lo confesado por Burrowers. No contestó. Las acciones hablaban más alto y claro que las propias palabras. Se posicionó frente a la Sra. Pitt y le entregó suavemente a su hija, tras posar un beso en la pelona cabecita.

—Confió en todos y cada uno de ustedes...-los recorrió con la mirada, uno tras otro-...con mi vida, con la mi familia, con la de mi hija. Siempre lo hice y no he dejado de confiar.

No apartaba la vista de los bondadosos ojos de la mujer que casi lo había criado y que se llenaron de lágrimas, al coger entre sus maternales brazos a la pequeña. Los demás formaron un protector círculo alrededor de las dos mujeres. Acarició de nuevo esa carita y le dio la espalda mientras Sorenson impartía órdenes. Uno de los hombres debía apresurarse y acudir a una dirección en concreto y relatar a la gente allí reunida lo que había ocurrido. Que ellos sabrían qué hacer y cómo actuar pero que no olvidara decirles que llevaran al Stella May con la tripulación al completo al muelle principal de Rotherhithe. Que una vez trasladadas las indicaciones, simplemente les siguiera la corriente. En cuanto terminó salieron por la puerta en busca de las personas que trataban de arrebatar de su lado. Lo pelearían a muerte.

* * *

—Al jefe no le gustará...

Había perdido la cuenta de las veces en que había escuchado las... mismas... palabras.

—Ya. Pero el jefe no está aquí.

—Pero no tardará, jefa.

—¡Eso no lo sabemos!

Diantre, se le estaba agotando la paciencia y eso jamás le pasaba a ella.

—Sí lo sabemos, jefa. En cuanto Sampson de la alarma, mandará a todo el ejército al rescate.

—Eso no ocurrirá, Lucas. Saldremos de ésta sin necesidad de ayuda si actuamos con lógica y astucia.

—Sí, jefa.

—Muy bien.

—No, jefa. Me refiero a que ocurrirá. El jefe se pondrá fu... ri... o... so.

Se puso en jarras. Diminuta frente al viejo y curtido marinero.

—No tenemos tiempo de debatir, Lucas. La marea está subiendo y mis tripas me dicen que debemos rescatarlos ya.

Los vívidos ojillos se dirigieron a su vientre y suspiró rendido. El esfuerzo para camuflar la desvergonzada sonrisilla al saberse ganadora de la discusión, resultó agotador.

—Tenemos a dos hombres del bando contrario dentro del barco.

Desde la distancia a la que se mantenía se apreciaba claramente que el que era pura masa muscular iba y venía por cubierta, siguiendo un mismo y lento andar constante. El anciano no estaba a la vista.

—Vamos.

El juramento a su espalda le llegó nítido al igual que los pasos siguiéndola. Se aproximaron aprovechando cualquier objeto que sirviera para resguardarse. Escuchó el choque de algo metálico contra una roca. Lucas había sacado las armas. Ella deslizó la pequeña mano dentro del bolsillo que siempre ocultaban sus faldas y asió la pequeña pistola. En el otro lado el bulto que formaba el puñal la reconfortó. En más de una ocasión le habían servido para escapar de un buen embrollo. Giró el rostro oteando los alrededores y avanzó con ánimo hacia los rotos tablones que los llevarían hasta el barco de vapor y hacia las personas a las que se proponían ayudar. No cabía la derrota.