CAPÍTULO 17

Dejé que pasaran las fiestas de Año Nuevo para volver a la oficina. No hubo grandes muestras de alegría entre los empleados, es posible que todavía recordaran cómo me marché y no les culpaba por ello.

Utilicé aquella semana para ponerme al día y revisar todo mi correo, lo que no me llevó demasiado tiempo gracias al trabajo de mi querida Giulia, la secretaria fiel y eficiente que cualquier director desearía tener a su servicio. Era la víspera de la Epifanía y todos se afanaban por ultimar las compras, en especial los regalos para los más pequeños, que esperaban con ansia la llegada de Befana, así que permití a todos que adelantaran su salida y me quedé sola para trabajar. Tuve que emplearme a fondo para que Giulia, una empedernida soltera y cuya familia más cercana residía en Puglia, también se marchara.

No tenía ganas de fiestas y mucho menos de volver a una casa que se me caía encima, además, a la semana siguiente, había una importante reunión en Bolonia de la Superintendencia Nacional y tenía que repasar los aspectos más importantes de la misma, no quería que el tiempo que llevaba fuera, mermara mi buena fama como responsable.

Eran casi las seis de la tarde y la lluvia empezó a repiquetear en la ventana que había a mi espalda. Había oscurecido, pero yo no necesitaba más luz que la que suministraba mi lámpara de banquero, una de esas de pie de bronce y pantalla de cristal verde. A lo lejos puede oír el chirrido del carro de Rosa, la mujer de la limpieza que, a esas horas, se afanaba por dejar en condiciones los despachos de mi planta. Instintivamente, abrí el cajón de mi mesa para comprobar que todavía estaba allí la pequeña Beretta que compré cuando regresé a Milán. Después de la muerte de Francesco, decidí tomar precauciones por si algún amigo de Freiherr se le ocurría asomar las narices por mi vida. No me gustaban las armas, pero me hacían sentir mucho más segura y volví a cerrar el cajón, centrándome en el voluminoso dossier que tenía sobre la mesa.

Habría pasado más o menos una hora y el rumor de la limpiadora hacía rato que había dejado de oírse, hasta hacerse tan patente el silencio que me distraje de la lectura. Volví a bajar la vista sobre los papeles, cuando oí el estruendo de una puerta al cerrarse. No le di mayor importancia, pensé que sería Rosa, que ya se marchaba. Después escuché el inconfundible sonido de unos zapatos subiendo a paso constante por la escalera que comunicaba mi planta con el resto del edificio. No parecían los zuecos de una limpiadora, ni su ritmo el de una mujer de sesenta años, aun así la llamé.

—Rosa… Rosa… ¿Eres tú?

No obtuve respuesta y entonces me asusté. Nadie debía estar ya en el edificio, ni siquiera el vigilante que terminaba su turno a las siete. Tenía llaves y normalmente cerraba yo misma cuando me quedaba hasta tarde, así que sabía que estaba sola a esas horas, excepto por la presencia de Rosa y esta no daba ya señales de vida.

Abrí de nuevo el cajón y puse la pistola en mi bolsillo. Otro nuevo ruido de puertas cerrándose y me levanté como si quemara el asiento de mi silla. Cayeron la mitad de los folios de mi dossier sobre el suelo, pero ni reparé en ellos cuando los pisé con sigilo para no hacer ruido. Avancé hacia la puerta abierta de mi despacho. Desde allí se podía divisar el largo y mal iluminado pasillo y el acceso a la escalera; no se veía a nadie. Me aventuré hasta el final, incluso abrí alguna puerta en mi insensatez, para comprobar que me encontraba totalmente sola. Tal vez mi paranoia me hacía ver cosas raras y tan solo se trataba de ruidos casuales: una corriente de aire que empuja una puerta, alguien rezagado que abandonaba el edificio tras recuperar horas de oficina… ¡Qué sé yo! Últimamente tenía los nervios a flor de piel y no descartaba tener que volver a tomar pastillas.

Al regresar, casi se me heló la sangre. Alguien estaba asomado a la puerta de mi despacho. No podía distinguirlo, estaba de espaldas y en aquel momento no supe que hacer. No podía gritar para llamar su atención, ni tampoco podía correr. Un miedo atroz me tenía paralizada, a pesar de tener la escalera a escasos metros, pero había olvidado las llaves sobre la mesa. Recordé lo que llevaba en el bolsillo y saqué mi arma con cuidado. Cuando lo tuve encañonado le hablé.

—¿Quién es usted? Sepa que le estoy apuntando con una pistola. Gírese muy despacio.

Aquel tipo levantó las manos. Llevaba algo que no puede distinguir e hice que lo tirara. Lentamente se volvió y me acerqué para verle la cara. Cuando pude verlo bien, casi me desmayo. No lo podía creer, era Giuseppe. ¿Qué hacía allí?

—¡Giuseppe! —grité su nombre mientras bajaba la pistola y me llevaba la mano libre a la boca.

—¿No pensarás matarme? —preguntó aliviado al ver que no era mi intención—. Quería darte una sorpresa y, al final, has acabado por dármela tú.

Me eché a llorar. Había estado a punto de matar a Giuseppe presa de mis paranoias. Estaba loca de remate. Él me abrazó y yo dejé caer el arma al suelo.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté cuando pude recuperarme de la sorpresa—. ¿Por qué no me avisaste de que venías?

—Ya te he dicho que quería darte una sorpresa. Vi a la mujer de la limpieza y me dejó entrar; le dije que era tu amigo… Y como supuse que no recibirías ningún regalo por ser una «niña buena», venía a entregarte en mano lo que la vieja Befana había dejado para ti, aunque no sé si podríamos decir que has sido lo que se entiende por «buena»…

—Lo siento… Compré la pistola por si la necesitaba…

—Freiherr murió y no creo que su fantasma vuelva para atormentarnos… ¿Podemos pasar al despacho? Creo que nos vendría bien sentarnos. Veo que siguen temblándote las piernas.

Entramos y nos sentamos en las sillas que había delante de la mesa y Giuseppe me tomó las manos entre las suyas. Yo no sabía qué decir, estaba avergonzada, pero la penumbra evitaba que viera el rubor en mis mejillas.

—No he querido llamarte desde que nos despedimos en el hospital. He intentado respetar tu espacio, darte tiempo para reflexionar tal como me pediste… Pero he de decirte algo, por eso he venido. No sé cuál será tu decisión y te prometo que la respetaré, sea cual sea, pero quiero que sepas que yo… que yo sigo queriéndote y no he podido apartarte de mis pensamientos. Ha sido muy duro no poder hablar contigo estas Navidades. Me hubiera gustado tanto pasar estos días contigo… Muchas veces he estado tentado de llamarte, pero me decía que, tal vez, no estuvieras preparada, que todavía estaba todo muy reciente… Simona, no puedo vivir sin ti.

—Yo… —otra vez se me trababa la lengua—. Desde que me fui de Turín, tampoco he encontrado la paz que buscaba. El mismo Rackoczy trató de advertirme antes de que me fuera…

—¡Rackoczy! ¿Qué ha sido de él?

—¿No lo has visto?

—No, no he vuelto a saber nada de ese tipo. Es curioso, pero cuando estábamos en aquellos túneles, consiguió sacar algo de mí. No sé cómo lo hizo, pero logró que, rebuscando en lo más recóndito de mis sentimientos, encontrara la intuición que nos llevó hasta lo que buscábamos… Me dio una confianza en mí que me ha cambiado de alguna manera, por eso me decidí a venir. Estoy seguro de que no será en balde… ¿No te parece?

—¿Tú crees que puedo hacerte feliz? ¿Que podré superar lo que me ha pasado y empezar una nueva vida?

—Si no lo creyera, no habría venido.

—Luego está mi trabajo… He sacrificado tanto en mi vida, que pienso que no podría superar dejarlo.

—Por eso no te preocupes. No quiero que lo dejes. Eres muy buena en lo tuyo y el mundo se perdería a una gran mujer en un puesto tan relevante. Precisamente de eso iba el regalo que te había traído que, por cierto, se ha quedado en el suelo, en la puerta de tu despacho.

—Por favor, tráelo.

Giuseppe se levantó y recogió el paquete que le había obligado a tirar. Lo puso en mis manos y yo, como si fuera una niña, rompí el envoltorio con nerviosismo.

—Pero si es Réflexions nouvelles sur les femmes, de Madame de Lambert —dije con sorpresa.

—Es la edición de 1729, impreso en La Haya.

—Te habrá costado una fortuna.

—Valía la pena. Tal vez este tratado sobre las mujeres, de una adelantada a su tiempo, te ayude a reflexionar. Sobre lo del trabajo, solo te diré que he vendido la librería.

—¿La librería? Estás loco, si era tu mundo, tu pasión… Tu vida.

—Te equivocas, mi vida eres tú. Si no estás en ella, tampoco merece la pena todo lo demás… Ya está decidido. Si no quieres, me iré y no volveré a molestarte jamás. Empezaré en otro lugar, aunque nada será lo mismo.

No tuve que contestar. Me levanté y abalanzándome sobre él, lo besé. Lo besé tan apasionadamente que caímos juntos al suelo. Nos abrazamos, retozando sobre los restos del dossier que alfombraban el suelo y me hizo el amor tan salvajemente como era mi deseo por él.

Por fin había comprendido cuánto lo quería y no deseaba que aquello terminara. Nunca me separaría de él. Mis miedos, mis dudas y ansiedades habían desaparecido para siempre. La vida me daba una segunda oportunidad sin tener que sacrificar nada. Giuseppe se me ofrecía limpio y desprendido, para que no tuviera que elegir y yo no estaba acostumbrada a recibir algo sin nada a cambio. Tendría que aprender a dejarme querer.

Mientras me recomponía e intentaba recoger el despacho, Giuseppe me miraba embelesado.

—¿En qué piensas? —le pregunté intrigada.

—Que es tarde, no tengo donde pasar la noche y todavía no sé qué has decidido.

—¿Crees que tengo que darte una respuesta? Está bien, vámonos a casa. A nuestra casa. No querrás que te invite a cenar vestidos así.

Tomamos un taxi, tenía prisa por llegar. Nunca me había sentido así de feliz. Por fin alguien se había molestado en conquistarme y había rendido la fortaleza incondicionalmente y para siempre. Giuseppe me agarraba bien fuerte por la cintura, como si no quisiera que me escapara, pero yo agradecí que casi no me dejara respirar. Al abrir la puerta, miré el buzón como hacía a diario. Publicidad y alguna factura del banco y entre esa correspondencia, un extraño sobre sin remitente.

—¿Qué será esto? —pregunté sin pretender respuesta.

Rasgué el sobre para ver su contenido y de pronto aparecieron unas cuartillas que parecían arrancadas. Eran antiguas y pronto reconocí su caligrafía.

—¡Son las hojas que le faltaban al diario de Carlotta! Ese maldito Rackoczy... —dije mientras las observaba incrédula y sorprendida.

Busqué en el interior del sobre alguna nota y por fin la hallé.

Querida Simona:

Entre los libros encontré las piezas que faltaban en el «rompecabezas» de Carlotta. Ahora que todo está de nuevo en orden, he pensado que, tal vez, te pudieran interesar y de paso cerrar una etapa de tu vida, ahora que has decidido darte otra oportunidad.

Saluda de paso a Giuseppe. Os deseo de todo corazón la máxima felicidad. Tal vez nos volvamos a encontrar, hasta entonces, solo te pido que confíes en tus emociones y recuerda que la intuición también forma parte de la razón.

Borislav.

Junto a la nota había un librito de Papel de Armenia, que tomé en mis manos y lo acerqué a la nariz para olerlo. Aquel aroma me retrotrajo a las experiencias vividas en Turín, pero ya no me sentía afectada por sus recuerdos, tan solo me produjo una especie de paz.

Giuseppe parecía abducido por aquellas hojas de papel, que repasaba una a una sin entender nada. Cuando entramos en casa, cerré la puerta tras de mí y le pedí los papeles.

—Dame esas hojas —le requerí.

—¿Es que no vas a leerlas? Es posible que guarden algún secreto importante.

—Ya no quiero más secretos en mi vida.

—¿Qué piensas hacer con esto?

—Voy a quemarlo.

—¿En serio? ¿No tienes ni siquiera curiosidad?

—La única curiosidad que tengo esta noche es saber qué vamos a cenar.

—Está bien, como quieras… Haz con ellas lo que te plazca.

Tomé las cuartillas y fui con ellas a la cocina. Saqué una vieja olla y las lancé en su interior, encendí una cerilla y les prendí fuego. Pronto, las llamas comenzaron a salir crepitando, mientras sentía que se consumía una parte de mi pasado que intentaba olvidar. Eché por último, a la improvisada pira, el librito de Papel de Armenia y comenzó a salir un humo denso y aromático que invadió la cocina. Giuseppe me abrazó por detrás y me preguntó.

—¿Estás segura de lo que has hecho?

—Nunca he estado más segura de algo en mi vida. De eso y de ti. Ahora sé que ningún fantasma se interpondrá entre nosotros. Rackoczy me dijo el mismo día que nos despedimos, que lo importante no era el tesoro, sino su búsqueda. Ahora sé que ya he encontrado lo que buscaba, que he llegado al final del camino. Ya no me importa Carlotta, ni los libros, ni la magia que atesoraban. Lo importante somos tú y yo.

Giuseppe me besó, mientras el humo del pasado nos envolvía en una espesa nube.

—¿Nos vamos a cenar? —pregunté a Giuseppe.

—Creo que antes deberíamos cambiarnos, vamos a oler a humo.

—Yo solo huelo a Papel de Armenia. Vámonos, se hace tarde.

FIN