CAPÍTULO 15
Tomamos dos coches para acercarnos hasta Via Lessona. En uno subimos Giuseppe y yo con Freiherr, mientras, en el otro vehículo, dos esbirros del austríaco controlaban a Rackoczy y Renzo.
El lugar no estaba lejos. De hecho era un barrio residencial que no distaba demasiado del centro de Turín. En tiempos de Nostradamus, la Morozzo era una preciosa villa a las afueras. En una ciudad como aquella, en el paso alpino que permitía la entrada de cualquier potencia enemiga hacia el valle del Po, cualquier sistema que permitiera una rápida fuga o un seguro escape hacia la protección que ofrecía la urbe, tenía que estar previsto. Eso debió pensar su dueño cuando ideó un largo y bien construido sistema de túneles que la comunicaran con la capital sabauda. Así al menos nos fue explicando Giuseppe mientras nos acercábamos al principio de la calle.
Bajamos todos y entramos en el garaje de la casa, seguidos bien de cerca por los inexpresivos hombres de Freiherr. Por fin, nos hallábamos frente a la dichosa puerta que apenas se distinguía del oscuro rincón del aparcamiento. Era una hoja de hierro, tan oxidada, que parecía hecha de acero Cor-ten. Estaba allí desde antes de haber construido el edificio, pero jamás hubiéramos reparado en ella si nuestras vidas no dependieran de poder abrirla.
A un chasquido de sus dedos, los sicarios tomaron una palanqueta del coche y con unos cuantos movimientos, que sus voluminosos cuerpos nos impidieron ver, consiguieron, tras un estruendo, forzar la puerta. Luego, nos entregaron unas sencillas linternas para facilitar el paso por lo que se adivinaba un largo y oscuro pasadizo.
Nadie repartió los papeles de cómo entrar, pero todos dimos por sentado que Giuseppe debía ser el primero; parecía saberlo todo a cerca del túnel, aunque fuera la primera vez que entraba en él. Tampoco sé por qué a mí me tocó ser la segunda, pero estaba claro que ambos formábamos un «pack» indivisible. Muy de cerca me seguía Freiherr, pero en ningún momento esgrimió ningún arma que pudiera intimidarnos. Sus hombres sí las llevaban, cerrando la comitiva detrás de nuestros compañeros.
El primer descenso dio paso, tras algunos metros, a un tramo llano que parecía no tener fin. Sin más referencia que las paredes y la persona que llevábamos delante, se hacía casi imposible determinar la distancia que habíamos recorrido. El silencio y la humedad se iban apoderando de mi ánimo y la soledad de nuestros pasos sordos solo se rompía cuando Renzo mascullaba alguna maldición que apenas se podía oír, siempre cortada a tiempo por un cauto Rackoczy, cuya emoción también pude percibir a mis espaldas.
Por fin, una zona amplia nos dio un pequeño respiro. Parecía una sala destinada a que varios caminos se bifurcasen, pero no había pasadizos contiguos. Más adelante seguía aquel camino que nos prometía la solución. Descansamos un rato, la falta de oxígeno se hacía patente y el que más parecía sufrirla era Freiherr. No hacía falta deducir que padecía algún tipo de problema respiratorio y entonces comprendí su extraña obsesión por aquellas dichosas tiras de Papel de Armenia, un antiguo remedio para aliviar los bronquios que, a pesar de su dudosa efectividad, parecía tranquilizarlo. Una tos seca y unas respiraciones más rápidas de lo normal, le recordaron que se le había terminado su suministro, pero no estaba dispuesto a dejar que se notara su desfallecimiento.
Una vez recuperados de la caminata, Freiherr nos indicó que reanudáramos la marcha en el mismo orden que íbamos. En aquel momento, Renzo no pudo reprimir su lengua y soltó una pregunta de malas maneras.
—¿Se puede saber a dónde coño va este maldito túnel? Esto parece llevar al mismísimo infierno y ya estoy harto de andar. ¿Alguien puede decirme si queda mucho?
—Tranquilo, profesor —contestó Giuseppe—, queda ya muy poco para alcanzar la Piazza Statuto.
Aquello pareció tranquilizar a todos, no solo a Renzo que, a sus años, jamás se le hubiera pasado por la cabeza vivir una aventura tan desagradable. Unos metros más y por fin nos dimos de bruces con lo que parecía una puerta que, indudablemente, también estaba cerrada.
—Otto, Fritz… —dijo Freiherr, indicando lo que debían hacer sus chicos.
Estos se adelantaron y realizaron la misma operación que con la primera puerta. No pareció costarles demasiado, solo se trataba de una puerta de madera, gruesa por otra parte que, a unos tipos tan robustos, les duró un par de minutos. Por fin estábamos en lo que debía ser el sanctasanctórum y las linternas empezaron a moverse en todas las direcciones, como los haces de luz de un estreno hollywoodiense.
—¿Dónde están? —preguntó Freiherr indignado—. ¡Aquí no hay nada!
El austríaco, nervioso, comenzó a recorrer la estancia tocando sus paredes, que rezumaban agua por todos los lados. Parecía atisbar, incrédulo, el último desengaño.
—¡Un momento! —exclamó Rackoczy, mientras se arrodillaba sobre el suelo e intentaba limpiar lo que parecía una lápida de mármol que comenzaba a exhibirse en toda su desnuda blancura—. ¡Aquí hay algo!
—Ipse Venena Bibas. Otra vez esa maldita inscripción… —dijo Renzo cuando vio las letras que asomaban.
—¿Qué es esto? ¿Qué significa? —preguntó emocionado Freiherr, después de volver a confiar en que habían dado con algo.
—«Bebe de tu propio veneno». Es el mismo texto que figuraba en la supuesta tumba de Carlotta de Landerel, en San Donato.
—¿Y?
—Eso fue lo que escribió Rosa Vercellana, la esposa de Vittorio Emanuele II, cuando decidió deshacerse de Carlotta. Digamos que fue un guiño, una pequeña venganza final. Si lo que buscamos está en alguna parte, este parece ser el lugar adecuado —confirmó Rackoczy.
La cara de Freiherr pareció iluminarse al sonido de aquellas palabras, incluso creí verle babear cuando se arrodilló junto a Borislav para tocar la lápida. Volvió a pronunciar los nombres de sus gorilas, que no necesitaron más órdenes para saber qué tenían que hacer. Afortunadamente, el mármol tenía unas argollas que lo salvaron de acabar destruido por los envites de aquellos osos teutones. Tampoco les costó demasiado correrla con el consiguiente chirrido al que ya estábamos acostumbrados. Ya había perdido la cuenta de las tumbas que habíamos profanado desde que empezamos con esto.
Tras iluminar el agujero que se abría a nuestros pies, pudimos contemplar diversos arcones de madera que sin duda albergaban el tesoro. Nuevamente, los sufridos Otto y Fritz se deslizaron al fondo de aquella falsa tumba en la que cabían de pie y, con su fuerza bruta, auparon el primero de los baúles, que nosotros ayudamos a subir. Freiherr no podía esperar, tenía que ser el primero en abrirlos. ¿Cuál sería el primer misterio en ser desvelado? ¿Qué joya brillaría primero en sus manos? Se puso manos a la obra, destrozando a golpes una endeble cerradura que saltó por los aires al primer envite de su palanca.
Allí estaba el Libro de la Magia Sagrada de Abramelín el Mago, el primero que tomó entre sus manos, acariciándolo como si tratara de un bebé. Tras él, fueron apareciendo el Grimorio de San Cipriano y el Daemonum de praestigiis. Todos respiramos con cierto alivio, todos menos Rackoczy, que sintió que su gran secreto se había revelado a demasiadas personas a la vez. Personas que no tenían ni idea de cómo utilizarlos o cuyos fines pervertirían su verdadera utilidad.
Yo tampoco pude resistir la tentación de tomar uno. Quería saber, de primera mano, si realmente todo aquello valía la pena, si la muerte de Francesco no fue en vano, y dejé fluir a la bibliotecaria y restauradora que había en mí. Sus ásperas páginas de pergamino, algunas de la cuales eran palimpsestos con restos de textos muchos más antiguos, se revelaron a mis ojos. Recordé cuántas veces trabajé para recuperar piezas como estas, utilizando Tintura de Giobert, y la alegría que me daba ser la primera en poder leer aquellas palabras que se creían perdidas bajo nuevos repintes y raspaduras.
A pesar de la aparente falta de cuidados, todavía se mantenían en óptimo estado, con las típicas manchas, fruto de diversos hongos que proliferan en ciertos ambientes, pero mi mente no podía ir más allá del aspecto técnico de su conservación. Quizá estaba condicionada, pero realmente no creía en su poder: listas de conjuros que debían recitarse bajo estrictas medidas y con ciertos objetos que actuaban como catalizadores.
De pronto, unos gritos procedentes del agujero y proferidos en alemán, vinieron a sacarnos de nuestra contemplación. ¿Qué habían encontrado los esbirros de Freiherr? Al final de todos aquellos arcones, se encontraban unas cajas de plomo mucho más intrigantes. ¿Serían las famosas arcas que contenían las auténticas reliquias que había insinuado Rackoczy? Todos dejamos lo que teníamos entre manos. Aquello era infinitamente más valioso y lo extraño es que nadie de nosotros le había echado cuenta antes. Después de haber visto los libros, yo al menos, estaba dispuesta a dar por verdaderos aquellos objetos y un escalofrío me recorrió todo el cuerpo.
Según Borislav, no podían existir por separado, así que estábamos a punto de ver y tocar con nuestras manos la corona de espinas, los clavos de Cristo, la lanza, incluso la verdadera sábana que envolvió su cuerpo. Pero, ¿qué pasaría después de constatar que se trataba de los verdaderos vestigios de la crucifixión? ¿Realizaría con ellos un hechizo como había prometido? Un temor reverencial nos invadió mientras sujetábamos el arca de plomo que, sin embargo, nos pareció de lo más liviana.
Freiherr nos apartó de inmediato. Quería ser él, el único que tocara su contenido por primera vez en muchos siglos. Masculló en voz baja algunas palabras en alemán que sonaron a emoción, pero mi vista se fue instintivamente hacia Rackoczy. ¿Qué estaría sintiendo el inescrutable Borislav? Su aspecto no dejaba trascender nerviosismo, pero sabía que lo estaba pasando mal. Si su historia era verdadera, de nada habrían servido los siglos que había pasado intentando preservar todo esto para que no cayera en malas manos y que solo la búsqueda del austríaco había conseguido sacar del anonimato.
Freiherr se arrodilló para abrir el arca. Fue muy fácil, y cuando tuvo ante sí todos aquellos objetos, tuvo la tentación de tocarlos, pero la excitación del momento hizo que se desencadenara una de sus crisis asmáticas. Comenzó a toser, llevándose las manos a la garganta y sus respiraciones se hicieron entrecortadas; necesitaba su remedio.
—¿Qué le pasa, Freiherr? —preguntó Rackoczy, aparentemente calmado y frío.
El nazi no pudo contestar, preocupado por no poder soportar la situación que le sobrepasaba.
—¿No tiene a mano su Papel de Armenia? Veo que no. No se preocupe, creo que yo tengo algún librito a mano.
—Por favor… Se lo agradeceré.
—Entonces, ¿no nos matará?
—¡Qué cosas tiene, querido amigo! —dijo mientras se le iluminaba la cara al coger el librito de manos de Rackoczy—. En un momento como este, no deberíamos de hablar de esto… Hoy me siento magnánimo.
Con su último aliento y antes de encenderse una de las tiras de papel, Freiherr, colocó junto a los libros todas las reliquias que había sacado de la desvencijada arca de plomo. Encendió la primera y tomó una bocanada del primer humo balsámico que salió de ella. Por fin recobraba las fuerzas y se sentía poderoso para podernos hablar con claridad.
—Oh, amigos... Este es un día glorioso para el futuro Reich, que volverá a regir los destinos de Europa y del mundo. Toda mi vida se ve recompensada ahora. Por fin acaba mi búsqueda. Pronto estaremos en disposición de poner en marcha el mayor ejército que ha conocido la humanidad. Todos los secretos que conseguimos esconder en los confines de la tierra helada se pondrán a disposición de la nueva raza que está destinada a gobernar.
—¡Decididamente está chalado! —replicó Renzo, al ver los aspavientos que muy teatralmente acompañaban sus pomposas palabras.
—¿No creerá en serio que dejaremos que se salga con la suya? —añadió Giuseppe, indignado por el cariz que tomaban las cosas.
—Querido Verdi… No estropeemos este momento. Sabe que tengo métodos muy expeditivos para conseguirlo, incluso creo que van a tener que ayudarme a sacar todo esto. Comprenderá que mis hombres, a pesar de ser fuertes, no puedan con todo este material…
Sus hombres, que habían salido del agujero, miraban reverencialmente a su jefe, esperando cualquier indicación suya, incluso un leve pestañeo, para actuar con prontitud. En aquel momento y por sorpresa, Giuseppe se hizo con la barra que habían utilizado como palanca y profiriendo un fuerte grito, blandió el hierro sobre los sorprendidos esbirros, que cayeron precipitadamente en el agujero, víctimas, uno del golpe en la cabeza y el otro al caerle su compañero encima. No hubo momento para explicaciones. Renzo y Rackoczy actuaron a tiempo, como si se hubieran coordinado y corrieron, no sin fatigas, la pesada losa de mármol sobre aquellos desalmados. El que todavía permanecía consciente tuvo tiempo de forcejear, impidiendo que se cerrase del todo la tapa. Luchó denodadamente por encaramarse al borde de la fosa, pero yo también participé en el motín, pisando sin piedad sus dedos que intentaban asirse.
La piedra seguía resistiéndose al movimiento y tras unos momentos tensos y varios gritos, un disparo. El sonido de la deflagración coincidió con el encaje de la piedra, que selló la tumba con sus dos nuevos ocupantes. Hubo un momento de confusión tras el esfuerzo, para poder comprobar que no habíamos salido indemnes de aquello. De pronto, vi a Giuseppe tirado en el suelo con su ropa empapada en sangre.
—¡Giuseppe! —grité desesperada.
No podía soportar que volviera a repetirse la misma historia. ¡Giuseppe no, por favor! No entraba en mis esquemas que, ahora que habíamos conseguido darle la vuelta a la situación, uno de nosotros cayera de aquella manera. Temblando, puse mi mano sobre lo que intuí era la herida, pero todo se me hizo oscuro, ni siquiera se me ocurrió pedir ayuda. ¿A quién? debajo de metros de tierra y asfalto. Cuando me di cuenta de lo que sucedía, vi a Freiherr empuñando un arma: una pequeña pistola de corto calibre, pero lo suficiente para tomar la iniciativa.
—¿Ven lo que han conseguido utilizando la violencia? Solo tenían que haber esperado, ya les dije que hoy me sentía generoso… Ahora tendré que matarles. Dentro de poco podrán reunirse con su amigo Verdi, al pobre no le queda demasiado tiempo…
—¡Asesino! —grité desesperada.
—Lo siento, doctora Prato… Si es verdad que existe un más allá, y yo así lo creo, le será muy difícil decidirse con quién va a pasar la eternidad: si con el «invertido» de su marido o con este estúpido aprendiz de Indiana Jones… ¿No le parece divertido? —dijo riéndose.
Freiherr se sentó encima de uno de los arcones, mientras no paraba de encañonarnos. Parecía estar disfrutando con la situación y ni siquiera se inmutó al saber que sus hombres estaban bajo kilos de mármol. Sabía que, tarde o temprano, acabaríamos por sucumbir a sus deseos y les liberaríamos o, una vez muertos, lo intentaría él mismo. Estaba tan seguro de que se saldría con la suya que, confiado, sacó del bolsillo de su chaqueta el librito de Papel de Armenia para encender una nueva tira. Se tomó su tiempo para quemarla mientras seguía hablando, aunque yo había dejado de prestarle oídos.
—¿Alguien quiere ser el primero en morir? —nos preguntó—. Parece maquiavélico, pero les prometo que, una vez convertidos en espíritus, ustedes tendrán el dudoso honor de probar el poder que atesoran estos libros. Gracias a ustedes he podido conseguirlos, así que es de justicia que, si invocamos a los muertos, tengan el privilegio de ser preguntados sobre cómo se vive al «otro lado».
—¿Quién le dice que no será usted quien nos preceda? —le preguntó Rackoczy.
—Muy gracioso… Pero hoy no tenía previsto hacer un viaje tan largo. Creo que un traidor como usted pude ser mi primer candidato, ¿no le parece?
—No tengo miedo.
—Bravo, bravo… Me gusta la gente valiente.
En aquel momento encendió una cerilla para prender la tira de Papel de Armenia y, de pronto, un fogonazo iluminó la estancia. Una llamarada salió del pequeño pedazo de papel y con él se quemó con gran fuerza el resto del librito. Todo comenzó a arder: los libros, incluso la tela que supusimos era del Santo Sudario. Freiherr se vio envuelto de un fuego increíblemente voraz que también se cebó con su ropa. Comenzó a moverse con espasmos, intentando apagar las llamas pero, a cada intento, aquello parecía tomar más fuerza. En unos segundos, aquel idiota se había convertido en una tea humana, cuyos gritos horripilantes nos helaron la sangre. Todo por lo que había luchado se estaba quemando en el mismo fuego que le consumía y nos apartamos para no ser alcanzados por la destrucción.
Yo cerré los ojos para no ver más, hasta que cesaron los gritos y Freiherr cayó muerto ante nosotros.
—¡Rápido! —gritó Renzo—. Tenemos que sacar a Giuseppe. Todavía respira, aunque con dificultad. Ayúdenos Borislav.
Entre los tres pusimos en pie a un inconsciente Giuseppe, al que cargaron pasándole los brazos sobre sus hombros. Yo, incapaz de pensar claramente, les seguí hasta que alcanzamos la salida. Me pareció interminable el tiempo que tardamos, debido a la dificultad del recorrido pero, al ponerlo sobre el suelo del garaje, Rackoczy colocó sus manos sobre él durante unos breves segundos, para exclamar acto seguido.
—Vivirá… Ahora llamen a una ambulancia. No se preocupe —dijo dirigiéndose a mí—. Todo saldrá bien.
Nada más pronunciar esas palabras, se levantó para volver hacia el túnel.
—¿Dónde va, amigo? —le preguntó Renzo.
—Todavía tengo que resolver un asunto… Volveremos a vernos.
Yo no podía preocuparme por las intenciones de Rackoczy. En aquellos momentos, solo me interesaba Giuseppe y no quería que la historia volviera a repetirse. Renzo salió como alma que lleva el diablo para pedir ayuda, mientras yo rezaba entre dientes para que el hálito de la vida continuara atrapado en su cuerpo.