CAPÍTULO 9

A pesar del frío que atenazaba mis piernas, fui dando pasos firmes que dejaron una huella indeleble sobre el manto blanco que se había formado sobre la acera. Cuando salí a Piazza Vittorio Veneto, me sentí minúscula, vulnerable a los elementos y a mi propio destino. Al fondo se veía la Gran Madre de Dios, impertérrita y desafiante. Me provocaba el mismo temor que el primer día que llegué a Turín para comenzar esta aventura, sin embargo no podía parar; nada me hubiera echado atrás.

Las doce menos cinco y no se veía un alma por los alrededores. Crucé el puente hasta llegar a los pies de la escalinata. Miré a uno y otro lado, esperando la llegada de una figura embozada que reclamara el precio del rescate. Tiritaba de frío, quizá también de miedo. Era una inconsciente, pero no sentía un peligro real. Mi inquietud se ceñía a Francesco y a poder volver a verlo sano y salvo. Cuando sonaron las doce, continuaba sola bajo una sutil cortina de nieve que se iba depositando en mi pelo. Volví a mirar nerviosa y por fin hallé la respuesta que esperaba.

—Doctora Prato… —Oí una voz grave que me llamaba desde mi espalda.

Me giré y vi a alguien envuelto en un abrigo de paño oscuro que descendía por la escalinata. No pude reconocerle hasta que no estuvo frente a mí. Era un hombre de unos sesenta años con cara de pocos amigos, adusta y surcada por una marcada cicatriz. Parecía corpulento y sus cabellos canosos se levantaron con la primera ráfaga de aire que se cruzó entre nosotros, helándome la sangre.

—¿Ha traído el diario? —preguntó sin preámbulos.

—Sí. ¿Dónde está Francesco?

—No se preocupe. En el momento que nos entregue el diario se lo devolveremos.

—¡Quiero verlo! —repliqué—. ¿Cómo sé que esto no es un engaño?

—No creo que esté en condiciones de exigir nada.

—Si no veo a mi marido, arrojo el diario al río —dije sin pensar en las consecuencias que ello podría traer.

—Está bien, doctora.

A una indicación suya, salió de las sombras un compinche sujetando a mi exmarido. No pude verlo con claridad, pero su silueta inconfundible me tranquilizó.

—De acuerdo, aquí está el diario. Ahora suéltelo —le dije mientras lo sacaba del bolso y alargando la mano, lo depositaba en la suya.

—No tan deprisa, doctora… Primero tengo que ver si se trata del manuscrito original o de una falsificación. Retírese hasta el otro lado del puente y espere.

No podía hacer otra cosa. Le había entregado lo único que tenía para negociar y me giré pausadamente para encaminarme hacia la otra margen del río.

—Una cosa más... —me dijo—. No se moleste en acudir a la policía, nadie iba a creerla. Ya nos hemos encargado de que no queden flecos sueltos.

Continué andando hasta llegar al otro lado. Desde allí observé cómo la silueta de aquel mafioso se confundía con las sombras hasta desaparecer. Había parado de nevar y el silencio se había adueñado de la zona. Nada, ni un coche, ni un transeúnte despistado. Parecía como si la ciudad entera se hubiera puesto de acuerdo con aquellos tipos para ofrecerles impunidad. Sentí frío, mucho frío. Ya estaba hecho y solo me quedaba esperar a que, por el puente, apareciera Francesco. Entonces sentí miedo. Los segundos se eternizaron y estuve tentada de volver a los pies del templo, pero aguardé allí sin moverme.

Por fin, después de una angustiosa espera, vi aparecer, desde el otro lado, a Francesco. A pesar de no ver con claridad, sabía que era él. Lo hubiera reconocido entre un millón, o así me lo decía el corazón. Corrí a su encuentro sin dudarlo. Solo esperaba poder abrazarlo, saber que se encontraba bien, que había valido la pena todo aquello.

Cuando por fin pude verle la cara, un disparo se multiplicó con su eco rebotando en los edificios cercanos. Ambos nos paramos a escasos metros el uno del otro, yo no sabía qué hacer. De pronto, Francesco cayó sobre sus rodillas, mientras un hilo de sangre asomaba por su boca.

—¡Francesco! —grité con todas mis fuerzas, como si mi voz pudiera revertir la situación.

Me abalancé sobre él, justo para tomarlo entre mis brazos, evitando que cayera sobre el manto blanco de la nieve, que comenzó a teñirse de rojo a su alrededor. Lo tendí sobre el suelo y al descubrir la terrible herida por la cual se le escapaba la vida, intenté taponarla poniendo mi mano sobre ella, pero todo fue en vano. Francesco balbuceó unas palabras que no entendí.

—Cálmate, mi amor… —le dije nerviosa—. No hagas esfuerzos. Pronto vendrá la ayuda… —Entonces empecé a gritar.

—Es inútil, Simona… Me muero.

—No digas eso, te pondrás bien.

—Escucha, Simona… Yo, yo… —prosiguió sin fuerzas—. Te he traicionado… Ellos querían el diario…

—¿Quién?

—Vuelve a Milán… Vete de aquí, es muy peligroso…

Francesco cerró los ojos y comenzó a respirar con dificultad. Sabía que con cada palabra se iba consumiendo y no intenté forzarle más. Miré a mi alrededor y grité con más fuerza; alguien tenía que oírme. ¡Dios! Estaba sola y Francesco se moría entre mis brazos. Volví a gritar, hasta que noté su vano intento por llenar los pulmones. Dos respiraciones más y por fin exhaló por última vez ante mi mirada atónita. Se había muerto y no pude hacer nada por evitarlo.

Me eché sobre él para llorar. Lo mecí y estreché entre mis brazos como una autómata. No sé cuánto rato estuve así hasta que apareció alguien a mí alrededor, aunque ya no necesitaba a nadie. Poco a poco me vi rodeada de piernas que intentaban decirme algo que no oía. Alguien debió llamar a la Policía, cuando sus inconfundibles luces intermitentes llenaron el puente.

—Señora… Señora… —me llamó un agente, intentando que me levantara del suelo.

—¿Qué ha sucedido? —me preguntó.

Yo no podía articular palabra, estaba aturdida. El policía, al verme tiritando, intentó arroparme con una manta. Me abracé a ella para sentir el calor que me faltaba, tenía congelada hasta el alma. Cuando volví en mí, me percaté del revuelo que había a mí alrededor y solo pude pronunciar el nombre de Francesco mientras veía cómo se lo llevaban en una especie de camilla y lo introducían en una ambulancia.

—¿Cómo se llama? —volvió a preguntar el policía.

—Simona… Simona Prato.

—Por favor, acompáñenos… —Me sugirió, mientras me tomaba del brazo para dirigirme hasta el coche.

No sé a qué comisaría me llevaron, pero fueron muy amables conmigo. Me introdujeron en un despacho y me ofrecieron una taza de café para reanimarme. Un agente permaneció todo el rato conmigo. Era joven y esperó lo suficiente para que me recuperara, no quisieron atosigarme para hacerme las inevitables preguntas. En aquel momento, recordé las palabras de aquel canalla que había asesinado a Francesco: «No intente contar lo sucedido a la policía, no la creerían». Sabía que estaba sola en esto y que cualquier referencia a la historia del diario solo hubiera añadido un problema más para mí.

—¿Está mejor? —me preguntó.

—Sí, sí, gracias.

—Sé que es un momento muy duro, pero necesitamos saber qué ha sucedido.

—Lo comprendo… Se trata de mi marido. Él… él… —estallé en un llanto.

El policía me acercó un pañuelo que pronto humedecí con mis lágrimas; no podía hablar de él en pasado. Cuando conseguí calmarme, intenté proseguir.

—Alguien nos disparó cuando estábamos en el puente Vittorio Emanuele… Intenté pedir auxilio, pero nadie nos oyó y… y murió entre mis brazos.

—¿Qué hacían a esas horas por la calle?

No tenía respuestas para aquella pregunta. Qué demonios haría una pareja paseando por aquella zona con la nieve cayendo intempestivamente sobre Turín, pero tuve que improvisar algo rápido.

—Habíamos ido a cenar a casa de un amigo… Cuando regresábamos al hotel, Francesco se empeñó en dar una vuelta por los alrededores, le encantaba ver nevar. Yo le insistí en que volviéramos, pero él quiso llegar hasta la Gran Madre de Dios. Cuando estábamos llegando, vimos acercarse a unos tipos con un aspecto extraño. Temimos que fueran ladrones e intentamos volver por nuestros pasos, pero fue inútil. Nos alcanzaron y nos pidieron que les diéramos todo lo que llevábamos. Francesco se revolvió contra ellos y forcejearon. Intentamos escapar corriendo, pero antes de llegar a la otra orilla nos dispararon, alcanzando a mi marido por la espalda.

—¿Pudo verles la cara?

—Fue todo muy rápido… No, no recuerdo cómo eran.

—Está bien, señora Prato… No quiero cansarla más esta noche. Volveremos a hablar. ¿Puede darnos su dirección?

—No soy de aquí. Estoy alojada en el hotel Principi di Piemonte, pero ahora no sería capaz de volver allí sola.

—¿Quiere que avisemos a alguien?

—No hace falta, llamaré a un amigo...

—¿Con el que estuvieron cenando?

—Sí.

Intenté apartarme para marcar el número de Giuseppe. Empezaba a sentirme agobiada por la presencia del policía, sobre todo después de haber tenido que mentirle.

—Simona… —contestó preocupado Giuseppe.

—Francesco ha muerto… —le espeté entre sollozos.

—¿Qué? ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estás?

—Estoy en la… —tuve que mirar al policía para que me ayudara—. En la Questura, en Via Vinzagli. —dije mientras me apuntaba la dirección en voz baja.

—Voy para allá. No te muevas.

—Giuseppe… —le susurré mientras volvía a apartarme—. Les he dicho que estuvimos cenando contigo.

—Comprendo… No te preocupes, ahora mismo te recojo.

No tardó en aparecer por la puerta de la Questura, fundiéndonos en un abrazo mientras intentaba consolarme en vano. Llené su abrigo de lágrimas, pero no se atrevió a pronunciar palabra alguna hasta que me tranquilicé. Entonces, él retiró suavemente el pelo de mi cara y me acarició enjugándome los ojos con la yema de los dedos.

—Tranquila, Simona… Ya ha pasado todo. Ven, te llevaré a casa.

Me puso el abrigo encima y me abrazó fuerte para sacarme de allí, pero el policía que me había atendido se interpuso entre nosotros y la puerta.

—Discúlpeme, soy el teniente Rossini. Usted debe ser el amigo del matrimonio Prato, ¿no?

—Sí. Me llamo Verdi… Giuseppe Verdi.

—Vaya, como el famoso Verdi… ¿No será usted…?

—No, no tengo nada que ver con el compositor. Simple azar y… una broma de mis padres. Por cierto, su apellido también está relacionado con la lírica. ¿No le parece curioso?

—Cierto. ¿Se va a hacer cargo de la señora Prato?

—Sí. No creo que esté en condiciones de pasar la noche sola.

—¿Sería tan amable de facilitarnos su dirección y teléfono? Tal vez tengamos que ponernos en contacto con usted. Es un puro trámite.

—Comprendo. No hay ningún problema. Estoy a su disposición.

Giuseppe les dio los datos que le pidieron y luego me volvió a coger por los hombros hasta llevarme fuera. Dimos un paseo hasta llegar a casa a pesar del frío; pensó que el aire cortante de la noche me devolvería a la realidad.

—¿Qué ha sucedido, Simona?

—Todo fue muy confuso. Todavía estoy preguntándome por qué han tenido que matarlo… Les había entregado el libro y… y solo tenía que esperar al otro lado del puente a que lo dejaran libre.

—¿Quién fue?

—No lo sé, no lo vi bien. Estaba oscuro y nevaba. Todo iba bien hasta que, a mitad del puente, cuando estaba a punto de recuperarlo, alguien le disparó por la espalda… Fue horrible.

—¿Pudo decirte algo antes de morir? No sé, algún detalle de sus captores…

—No mucho, solo entendí algunas palabras. Dijo que me había traicionado y que regresara a Milán, que esto era muy peligroso.

—Tal vez tuviera razón… Esta gente, a pesar de haber conseguido lo que quería, no dudó en apretar el gatillo.

—No sé qué pensar, pero lo que más me intriga es que dijera que me había traicionado. ¿Tú qué opinas?

—Realmente no lo sé. Quizá se refiriera al engaño de tu matrimonio.

—No, no. Él no lo veía así. Estuvimos hablando de esto hace unos días y no vi un amago de arrepentimiento en sus palabras. Es otra cosa.

—Quizá no era tan ajeno al tema del diario de Carlotta.

—¿Qué insinúas?

—Que tal vez estuviera en la trama y algo salió mal.

—¿Por qué iba a hacer de cebo para luego dejarse matar tan vilmente? No, no… Me niego a creerlo. Es absurdo.

—Solo es una conjetura pero, ¿y si el tiro iba dirigido a ti? ¿Y si se interpuso para que nada malo te sucediera? Tal vez había llegado demasiado lejos y se arrepintió en el último momento.

De todos los rocambolescos porqués que rondaban en mi cabeza, aquel se abrió paso en mi mente con una fuerza inusitada. Por fin cobraba sentido aquel sinsentido, pero estaba tan agotada que no quería seguir pensando. De pronto me callé y Giuseppe lo entendió. Ya habíamos llegado a su casa y nada más entrar, hurgué en mi bolso hasta encontrar las famosas pastillas que utilicé la primera vez que me encontré con él. Fue tomarlas y caer rendida. Acabé, también como el día en que lo conocí, metida entre las sábanas de la cama sin ser consciente, pero esta vez me encontraba al amparo de alguien que velaría por mí durante toda la noche.