CAPÍTULO 5
A las siete en punto sonó la alarma del teléfono de Francesco y en ese momento me di cuenta de que estaba abrazada a él.
—Me alegro de que todavía me eches de menos —me dijo satisfecho cuando, avergonzada, me despegué de su pecho.
No quise darle más importancia, para que no se creciera con aquella muestra de debilidad que yo achaqué a la inquietante conversación que mantuve con Rackoczy. Francesco se comportaba como si nada hubiera cambiado, como si todavía estuviéramos casados. Salió completamente desnudo de la ducha y yo lo miré por el rabillo del ojo como si fuera la primera vez, aunque reconozco que no sentí nada. Pensé que mi libido se había muerto o al menos estaba aletargada por el empastillamiento al que me había sometido para superar el trauma. Dado que tendría que convivir con el que todavía, sobre el papel, era mi marido, decidí que no tenía sentido seguir tomándolas e intenté superar por mí misma aquella situación. ¿Qué podía perder? Seguramente alargaría innecesariamente mi recuperación, pero ahora tenía algo de qué ocuparme. Después de hablar la noche anterior con mi antagonista en el proyecto, reconozco que consiguió intrigarme lo suficiente como para que me levantara con ganas de volver a San Donato.
Después de vestirnos convenientemente para una jornada de trabajo, bajamos al salón, donde nos esperaban nuestros colegas. Estaba a punto de amanecer y el paso de la tormenta había dejado una mañana fresca, pero se intuía que aquel sería un día agradable.
Habían llegado los dueños del establecimiento y comenzaron a preparar un contundente desayuno que todos agradecimos. Me sentía reconfortada y preparada para trabajar, hacía tiempo que no me levantaba tan positiva. Mientras devoraba unas tostadas, estuve observando a Rackoczy, que saboreaba una humeante taza de té. No le vi probar bocado alguno y, a pesar de no parecer cansado, daba la impresión de que no hubiera dormido en toda la noche —llevaba la misma ropa que el día anterior—. A pesar de comprender un poco mejor su tarea, no acababa de fiarme, pues había algo misterioso en él que no comprendía y eso me hacía recelar.
Dejamos al matrimonio trabajando en la cocina, preparando la comida de todo el día y salimos rumbo a la iglesia. Tuve previsión de ponerme un calzado mucho más adecuado, pero todos acabamos con las suelas llenas de barro cuando accedimos a San Donato. Había que inspeccionar la cripta antes de pedir ayuda, pero estábamos seguros de que, entre cuatro, conseguiríamos encontrar a algún tipo de pasadizo o entrada secreta, aunque tuviéramos que remover entera la piedra del altar.
Bajamos las escaleras, encendimos el grupo electrógeno y esperamos a que el serbio diera las pautas sobre lo que había que hacer. Se tomó su tiempo, mientras nosotros departíamos con el profesor Renzo sobre lo que le parecía aquel templo, arquitectónicamente hablando.
—Tengo que estar seguro de lo que hay detrás de estos muros pero, con lo que he visto, creo que el mundo del arte no habrá perdido ninguna joya si sacamos a la luz los restos románicos, sobre todo si, como afirma Di Pietro y sostiene usted, querido Francesco, todavía lucen en sus muros unos frescos que harían palidecer al propio Ghioto. A fin de cuentas, nunca me han interesado demasiado los edificios que, por cuestión de modas, intentan camuflar su verdadero origen.
—Se lo agradezco, profesor Renzo. Siempre es una garantía si una eminencia en su campo deja vía libre para rescatar elementos del pasado que, en mi modesta opinión, pueden ser mucho más interesantes —contestó Francesco.
—De todas maneras —añadió el profesor—. Habrá que esperar a encontrar las evidencias. No nos adelantemos, no sea que, al final, nos quedemos con las ganas y prefiramos dejar las cosas como están.
En aquel momento, Rackoczy nos interrumpió y acudimos con ganas de ser sorprendidos. ¿Habría encontrado la manera de acceder al otro lado?
—Acérquense, por favor… ¿Ven que el altar está unido a la pared que hay detrás? En realidad son una única pieza, que no tiene nada que ver con el resto. Seguramente, si hacemos fuerza los cuatro a la vez, consigamos moverlo.
Siguiendo sus indicaciones, nos colocamos todos en un lado y empujamos con todas nuestras fuerzas hacia el contrario. Creí que no íbamos a conseguir nada; yo no era una mujer fuerte y me estaba empleando a fondo. Apreté tanto los dientes que pensé que iban a saltarme los empastes pero, al fin, logramos, después de un chirrido que nos supo a gloria, mover un poco el altar que, como había predicho Rackoczy, se desplazó todo de una pieza y una leve corriente, procedente del estrecho resquicio que abrimos, se dejó sentir por toda la sala. Solo teníamos que insistir con nuestra fuerza bruta, pero ahora estábamos seguros de que nos aguardaba la recompensa al otro lado.
Después de más de un siglo sin que la piedra fuese removida, su reticencia a la inmovilidad fue vencida con tesón. Quedó expedito el camino hacia el estrecho túnel al que tuvimos que acceder, agachándonos para pasar por la oquedad que se abría ante nosotros. Francesco, el más joven de todos, tomó la iniciativa. Era curioso y arriesgado, pero todavía estaba más ansioso por encontrar algo que justificase su presencia. Yo esperé a que todos entrasen, no me gustaban los lugares estrechos y mal ventilados y la sorpresa no era lo que más me motivaba. Cuando pudimos ponernos erguidos, todo fue mucho más fácil. Un desagradable olor a humedad hizo que me tapase la nariz, aunque pronto accedimos a una especie de sala bastante amplia que me hizo más soportable estar allí. Francesco iluminó con su linterna el techo y yo respondí con un grito. Una cara diabólica nos miraba desde las alturas. Las otras linternas acudieron al unísono, mostrando la variedad de escenas que componían un magnífico fresco que decoraba la bóveda de aquella cripta oculta. Fuimos descubriendo, poco a poco, la magnitud de las pinturas y dedujimos que se trataba de alguna alegoría sobre el Juicio Final, aunque fuera muy precipitado afirmarlo por la parcialidad de la observación. Hacía falta luz, no obstante, al comprobar que había varios sepulcros de religiosos, tuvimos la certeza de que se trataba de la sepultura de los antiguos abades del monasterio.
Aquello, por sí mismo, ya significaba un hallazgo fascinante, pero todavía nos movía el interés por descubrir el lugar donde se encontraban los restos de Carlotta. Rackoczy insistió, así lo sentía y seguimos buscando. Coordinamos las linternas para seguir un orden en las paredes, intentando descubrir alguna anomalía que nos indicase que allí podía estar el cuerpo de la marquesa. Por fin, una cruz pintada toscamente sobre la pared nos dio la pista que necesitábamos. Era un muro de mampostería con aparejo de ladrillos, que evidenciaba su colocación posterior al resto de la construcción.
—Es aquí —afirmó tajante, colocando sus manos sobre la superficie.
Rackoczy las quitó de inmediato, lanzando un grito que nos dejó helados. Fue como si se quemara al acercarlas al fuego. Empezó a soplar sus palmas y nosotros preguntamos asustados qué era lo que le había pasado.
—Fuego... —dijo sin dudar—. Me he quemado las manos al acercarlas al muro.
Inconscientemente, todos quisimos comprobarlo y también pusimos nuestras palmas sobre aquella superficie, pero no notamos nada extraño, solo una superficie fría y rugosa, como se esperaría de un lugar así.
—Quizá deberíamos traer el grupo electrógeno hasta aquí —sugirió Francesco..
Mi mente me pedía regresar al albergue y dejar aquello para otro día, pero eso nos hubiera retrasado innecesariamente y no tuve más remedio que callarme. Todos parecieron entender la petición y se sumaron a ello. Regresamos a la primera cripta y recogimos los bártulos que, gracias al largo cable, nos permitió desplazar los focos hasta este nuevo cubículo. No nos costó demasiado montarlo y, gracias a eso, pudimos admirar la sala en todo su esplendor; una joya del arte románico hecho fresco. Efectivamente, era toda una alegoría apocalíptica. Una legión de demonios en franca retirada por el empuje de seres alados, dirigidos por el príncipe de las huestes angélicas, ante la atenta mirada de un Pantocrátor envuelto en su mandorla, sentenciando sobre su trono a los condenados que eran arrebatados por los secuaces de Lucifer hasta inmensos lagos de fuego. Así, a bote pronto, definió Francesco aquel relato casi naif de los tormentos del último día.
A pesar del impacto, todo aquello pasó a un segundo plano. Salvo Francesco, que seguía cautivado por su tan anhelado descubrimiento y sobre el que se proyectaba retocando sus desperfectos, el resto buscamos la manera de echar abajo el muro. No sé de dónde salieron unos martillos pero, sin darnos tiempo a analizar lo que estábamos haciendo, nos vimos destrozando a golpes la pared. La humedad había dejado el mortero reblandecido y no nos costó trabajo que todo se viniera abajo con gran estrépito, dejando a la vista un cuchitril que servía de improvisado sarcófago a un cadáver del que tan solo quedaban los huesos y restos de lo que debió ser su mortaja. Me llamó poderosamente la atención que, a su lado, se encontrara un cirio de gran longitud que no se había consumido, como si se hubiera utilizado una sola vez. Me agaché para cogerlo, pero la voz de Rackoczy me lo impidió.
—¡No lo toque!
—¿Qué sucede? Solo se trata de un cirio —respondí.
—Está cargado de negatividad, es un cirio de excomunión... De la misma manera que se enciende uno cuando ingresamos en la Iglesia por el bautismo, uno se apaga cuando somos apartados de ella… No es algo que debiera tocar con sus manos.
Lo solté como si estuviera cargado de electricidad y, al volverme a agachar, pude ver lo que parecía una especie de cuaderno que asomaba entre los restos del hábito de Carlotta. No dije nada, todos estaban emocionados con las explicaciones de Rackoczy y lo metí como pude debajo de mi jersey en un acto instintivo. Estaba moralmente mal no compartir con mis colegas aquel descubrimiento, pero no pude reprimirme. Nunca había hecho algo así.
Con la excusa de un repentino mareo, abandoné la cripta, dejando a los demás hurgando entre los despojos de la marquesa. Les dije que me sentía indispuesta y que necesitaba retirarme al hotel para descansar. Todo era una burda mentira para poder ojear el libro; necesitaba conocer de primera mano lo que allí estaba escrito. A nadie pareció importarle que me fuera, a fin de cuentas eran hombres y podrían sobrevivir sin mi presencia, tenían otros entretenimientos que los mantendrían ocupados durante el resto del día y la verdad es que yo no podía aportar demasiado en aquel estado de cosas. No me acababa de fiar de nadie y recelé de todos cuando tuve el libro entre mis manos. Seguramente Rackoczy se hubiera apropiado de él o, todavía peor, habría informado a Di Pietro, obligándome a entregarlo sin poder analizarlo en profundidad. «¿Quién mejor que yo para hacerlo?», pensé, pero quería estar segura de que contenía los secretos que revelaban el verdadero propósito de Carlotta de Landerel.
Antes de subir a mi habitación para encerrarme en ella, me pasé por la cocina en busca de algo que llevarme a la boca; tenía hambre y pensé que con una manzana podría aguantar hasta la hora de comer. En vez de eso, tropecé con la dueña y se me cayó el diario al suelo. Ella se agachó amablemente para recogerlo y se quedó mirándolo de una manera extraña.
—Lo siento, he sido muy torpe —le dije, mientras le arrebataba el cuaderno.
Ella se sonrió y me preguntó si deseaba comer alguna cosa, pero no quise permanecer por más tiempo en la cocina, no fuera a ocurrírsele preguntar por el libro, que estreché contra mi pecho instintivamente. Le dije que no me encontraba muy bien y que prefería echarme un rato en mi habitación, añadiendo que, con toda probabilidad, los necesitara para que me buscaran un transporte que me llevara a Turín. Aquello pareció convencerla y al cabo de un rato pude oír la puerta cuando los dueños abandonaron el hotel.
Me tumbé sobre la cama con el libro entre mis manos. No era la manera más ortodoxa de tratar un manuscrito de más de un siglo y temía que se fuera a deshacer nada más abrirlo, aun así me arriesgué, debía conocer su contenido.
Por su forma me pareció un diario personal, lo que aumentó mi interés. Era un cuaderno con tapas de cuero, un tanto enmohecidas por el paso del tiempo y en el que todavía se adivinaban delicados adornos hechos con pan de oro, además de una pequeña cerradura que había sido forzada. Por fortuna, había resistido el paso del tiempo y pese a las típicas manchas, todavía podía leerse sin ninguna dificultad. Estaba escrito en francés, algo natural entre la aristocracia del siglo XIX. Entonces, el diario se abrió por la mitad y me reveló el primero de sus secretos.
«Hoy lo he conocido. Él vino a mí, arrogante y seguro. Se presentó como monsieur Surmont, cautivándome desde el primer momento. A pesar de haber oído rumores en la corte sobre sus orígenes transilvanos, él aseguró pertenecer a la más rancia aristocracia francesa. Estaba convencida de que por fin resolvería todas mis dudas acerca de los misterios a los que yo no había podido acceder; no en vano le precedía un halo de prestigio entre los círculos sensitivos que comenzaban a proliferar en Francia y Alemania y cuya fama mediúmnica había llegado hasta Turín.
Lo primero que ha hecho ha sido preguntar por la Biblioteca y yo, encantada, lo he acompañado hasta ella. Hemos utilizado los pasadizos que unen el Palacio Real con el de Madama, donde ha acomodado su sede el nuevo parlamento de la nación, pero nuestra cita con lo arcano se encuentra más abajo de los pies de los notables del reino, en las catacumbas del viejo castillo, en las que todavía puede olerse el aroma de la antigua Roma.
Monsieur Surmont se ha quedado maravillado cuando ha visto la colección. Le he mostrado estas joyas, pero de algunas no ha hecho ni caso. Se refirió a la “Pseudomomarchia Daemonum” como un divertido entretenimiento, a pesar de la devoción que yo tenía por ese libro. En cambio, cuando tuvo en sus manos la “Clavis Salomonis”, un antiguo grimorio que siempre se me resistió y cuyos secretos tal vez sea capaz de revelarme, parecía que el mundo se había parado a su alrededor. Lo ha abierto con veneración y ha pasado sus manos sobre él como si se tratara de una mujer. Mientras observaba sus grabados, me ha asegurado que era el texto original. Decía haber poseído distintas copias, pero de este manuscrito no le cabía la menor duda de su autenticidad. Luego le he mostrado el resto, entre los que se encuentran libros antiquísimos, algunos de los cuales, por desconocer su lengua, no he podido consultar: Le poulé noir, el Daemonum de praestigiis, el Grimorio de San Cipriano, el Liber Juratis Grimorium Honorii Magni, el Grimorio Secreto de Turie, el Antipalus Maleficorum Comprehensus, el Galdrabók, un libro islandés del siglo XVI. Hubo uno al que prestó mucha atención, casi tanta como a la Clave Mayor de Salomón: el Libro de la Magia Sagrada de Abramelín el Mago, escrito en el siglo XV por Abraham de Worms, el cual escribió a raíz de un viaje a Egipto, donde le fue revelada toda la magia antigua. Me habló de todos ellos con una familiaridad tal, que se diría que los hubiera escrito él.
Luego le he expuesto el motivo de hacerlo venir y me ha asegurado que es posible acabar de una vez por todas con esa puta de la Mandria, pero que costaría tiempo. Le he hecho ver que, precisamente, el tiempo es la única cosa de la que carecemos. No teníamos demasiado, ya que la delicada salud de la Reina me hace temer lo peor. Me ha hablado del conjuro de…»
En aquel momento tuve que dejar de leer, habían arrancado algunas de las hojas siguientes. Faltaba un buen trozo del manuscrito y entonces empezaron a asaltarme las dudas y los remordimientos. Había demostrado ser muy poco profesional por haber sustraído el libro, pero el mal ya estaba hecho y yo estaba cautivada por la historia. No sabía cuánto tiempo tardarían en regresar mis compañeros y no quería que me pillaran con las manos en la masa. Solo tuve el tiempo justo de esconderlo en el bolsillo interior de mi maleta antes de que apareciera el grupo.
—¡Simona, Simona! —Me llamó un excitado Francesco desde la entrada del albergue—. ¡Ven, por favor!
Cuando bajé, estaban entretenidos con un objeto que habían depositado sobre la mesa del comedor.
—¿Qué es esto? —pregunté extrañada.
—Algunas de las cosas que hemos rescatado de la «tumba» de Carlotta… Por cierto, ¿ya te encuentras mejor?
—Sí, sí, solo fue un pequeño mareo provocado por la falta de aire… Mostradme lo que habéis encontrado.
Se trataba de la calavera de la marquesa, aunque encontré impropio de seres civilizados que anduvieran con ella como si tal cosa. La habían envuelto en un paño que, al desenvolverlo, mostró la ingrata cara de la muerte riéndose desde el más allá y que a todos nos iguala con su macabra sonrisa.
—Diga, doctora Prato… ¿Qué encuentra de raro en ella? —me preguntó Rackoczy.
Examiné la cabeza descarnada. Por fin tenía ante mí a la autora de aquel manuscrito que tan solo había empezado a leer, pero que ya sentía como parte de mi vida. Un escalofrío me recorrió la espalda. Aquella calavera me desafiaba con fuerza desde su silencio. Sus órbitas vacías me arrastraban hasta una profundidad de tinieblas y miedo, tanto, que me mareé, aun así intenté disimular y seguí observando detenidamente el cráneo. De pronto, algo cayó de su interior, era una especie de clavo.
—¿Qué es esto? —pregunté atónita.
—El motivo de la muerte de Carlotta —contestó el profesor Renzo.
—¿No había muerto de apoplejía?
—Está claro que quisieron que lo pareciese.
—Entonces, alguien le clavó esto en la cabeza… —dije asombrada.
—Es lo suficientemente fino para que pasara desapercibido. Debió de ser una muerte fulminante... Por otra parte, esta era una práctica muy extendida para acabar con los vampiros, sobre todo en Hungría y Rumanía... —apostilló Rackoczy.
—¿Realmente creen ustedes que Carlotta fuera una vampira? Yo no aprecio unos colmillos más grandes de lo normal. Para ser una «chupasangres», tenía una dentadura bastante deteriorada para la época y su estatus social…
—Es evidente que no, doctora, pero tal vez quien la mató si lo creyera… —contestó el profesor Renzo—. De todas maneras, fuera lo que fuera, se llevó su secreto a la tumba. Tan solo hemos encontrado la bula de excomunión y poco más; nada que hable de dónde se encuentra la supuesta Biblioteca Negra, aunque los hallazgos artísticos pueden compensar más que suficientemente esta investigación, ¿no cree?
—No sé si eso le bastará a Di Pietro. Si me permiten, me acercaré hasta Turín para hablar con él y contarle el resultado de nuestro trabajo. Yo poco puedo hacer aquí. Mientras, ustedes pueden continuar, por si aquella cripta todavía puede desvelarnos alguna sorpresa.
Nadie pareció oponerse. Renzo y Francesco tenían mucho trabajo por delante y decidieron regresar a San Donato, solo Rackoczy parecía dudar de mis verdaderas intenciones. Cuando se marcharon, el serbio me asaltó en mi habitación antes de que pudiera hacer el equipaje. Su presencia me sobresaltó, parecía conocer el secreto que tan celosamente guardaba.
—Lo ha encontrado, ¿verdad?
—¿Encontrar? No sé de qué me habla —contesté haciéndome la tonta.
—Vamos, doctora, no tiene por qué disimular conmigo... No hay que ser un vidente para ver que está especialmente inquieta, sobre todo desde que hemos encontrado la tumba de Carlotta. Además, ese repentino interés por reunirse con Di Pietro…
—¿Qué insinúa? —dije ofendida.
—Ya le dije que esta historia la atraparía… Por favor, no sea inconsciente. Está jugando con algo que no conoce y que puede ser peligroso en manos inexpertas. Si ha encontrado algún tipo de manuscrito, debería entregármelo. Tiene que confiar en mí, solo yo puedo protegerla.
El tono de sus insinuaciones me resultaba amenazante, pero yo no podía revelar lo que había hecho; me hubiera desacreditado ante los demás y volví a negar la mayor. Rackoczy no insistió y me dejó marchar.
Llamé a los dueños del albergue, que no tardaron en llegar con una especie de taxi que me llevó a Turín. Durante el trayecto me invadió una sensación de angustia, como si hubiera cometido un delito. Mi relación con Francesco había pasado a un segundo plano y ya no ocupaba más que cortos instantes de mi pensamiento, ahora llenos de Carlotta y su extraño diario, que esperaba leer nada más llegar.
Le pedí a mi improvisado chófer que me acercara al mismo hotel donde me había alojado a mi llegada. Tuve suerte, todavía quedaban habitaciones y despedí al hombre dándole una generosa propina. Al día siguiente, después de hablar con Di Pietro, alquilaría un vehículo para regresar, no me gustaba depender de nadie para desplazarme, me hacía sentir incómoda.
Subí hasta mi habitación y ni siquiera deshice el equipaje. Me quité los zapatos y me tendí sobre la cama con el libro, como hacía de pequeña cuando leía esas novelas románticas que no podía dejar hasta el final.
Esta vez intenté comenzar desde el principio; no quería perderme nada de lo que la había motivado a comenzar esa guerra que, al final, le costó la vida.
«La reina me ha mandado llamar. Estoy muy excitada, y a la vez preocupada por cómo voy a poder ayudarla. Sé que pasaré mucho tiempo en Palacio, así me lo han dicho, y que me voy a ocupar de los jóvenes príncipes, pero no es por eso por lo que me quiere a su lado. Es por culpa de la puta, esa Bela Rosin de la que todo el mundo habla y que tiene escandalizada a la Corte.
Me consta que las malas lenguas hablan de mí; menudos ignorantes. Creen que saber de cosas que desconocen es signo inequívoco de practicar la brujería. Jamás he hecho pacto alguno con Satán y la sola idea de algo así me hace estremecer. Soy depositaria de una vieja ciencia que se remonta a antiguos alquimistas y no me es desconocido el arte de contactar con los espíritus, que me han guiado en el conocimiento de lo antiguo, revelándome misterios que harían palidecer al más versado en las ciencias físicas.»
Leer aquello de su propia mano me dejaba un poco más tranquila sobre sus verdaderas intenciones. Al menos no era una bruja, ni había nada satánico en su afán, a pesar de que pudiera parecerlo. Lo que estaba claro es que iba a poner al servicio de la reina todo su saber para perjudicar a su rival y esa parte era la que despertaba toda mi curiosidad, así que seguí leyendo.
«Hoy me ha recibido Su Majestad. Es un ser delicado y sensible. La extrema palidez de su piel la vuelve casi transparente e intuyo su delicada salud y la evidente melancolía que la invade. Me habla, pero he de leer entre líneas. Jamás me sugeriría perjudicar a nadie, pues de su boca solo brota bondad. Sé que no puedo exponerle mis pensamientos pero, a cambio, me ha prometido libertad para hacer lo que crea conveniente. A través de su edecán he sabido que se ha dispuesto en los subterráneos del Palacio Madama todo lo necesario para que desarrolle mis artes y me ha permitido reunir distintos manuscritos que se encuentran desperdigados por distintas residencias y bibliotecas, de los que tenía un somero conocimiento y que en mi vida habría podido soñar contemplar.
También hoy he conocido a los príncipes, en especial a la deliciosa princesita María Pía, una bendición de Dios, que me ha cautivado nada más verla, pues se le ve algo grande en la mirada. A pesar de ser tan pequeños, ya saben el significado de su condición y sé que me va a ser muy fácil llevar su educación, para ello cuento con las más prestigiosas institutrices del reino. Estoy convencida de que podré desempeñar fielmente mis dos cometidos.»
Me parecía increíble que Carlotta apareciera en su diario como una dama candorosa llena de virtudes. Estaba deseando avanzar en la lectura hasta descubrir cuándo se torcía todo, sobre todo, saber qué había intentado con la Vercellana, a la que tan despectivamente calificaba como «la puta». Lamentablemente, el manuscrito estaba incompleto en algunos puntos, pero esperaba que, en lo sustancial, me llegara a mostrar cómo era su verdadera personalidad.
«… y he estado informándome acerca de la Puta. Sinceramente, no sé qué ha visto Mi Señor en ella. No parece gran cosa y, por lo que me han contado, es prácticamente analfabeta. Carece de todas las virtudes que adornan a la Reina pero, sin duda, lo satisface tanto en la cama que anula su voluntad. Incluso le ha dado dos bastardos a los que trata con más cariño que a sus propios hijos. Si Él no fuera de su condición, parecerían una familia de burgueses retirados en su villa campestre. ¡Hasta cuándo durará este tormento!
He intentado hacerme con los favores de sus criados, que no son muchos, pero se han negado a comprometer a sus dueños, alegando que ellos solo se deben a su señora y a su Majestad el Rey, y que los señores no les han dado venia para venir hasta la Corte. Me será más difícil poder acceder a sus secretos, pero creo que al final lo lograré.»
«… la Reina está nuevamente encinta y su salud ha menguado notablemente. Los médicos se lo desaconsejaron vivamente, pero su Augusto esposo necesita más príncipes para asegurar su política dinástica, aunque eso le cueste la muerte a mi adorada Señora. Hoy ha vuelto a desmayarse y ya no creo que se levante de la cama. Parece que mis remedios no surten efecto ante la debilidad de su cuerpecito y han mandado recado al Primado de Turín para que le administre los santos óleos.»
«…Milagrosamente parece haberse recuperado, sin duda los beneficios de la Santa Madre Iglesia han tenido algo que ver, pero tengo que darme prisa si quiero que mi Señora pueda ver la caída de esa mujer antes de que muera.»
«…He conseguido pelos del peine de la puta. Los he pagado a precio de oro y me he puesto enseguida a fabricar una imagen suya de cera que he hecho depositar bajo su cama, siguiendo los dictados de uno de esos libros farragosos escritos en latín. Me divertí mientras lo hacía, le puse unas grandes posaderas, pues me han asegurado que ha perdido su porte y la cintura que tanto enloquecía a Mi Señor, aun así no ha dejado de amarla. Sería mucho más fácil si tuviera acceso al castillo de la Mandria, pero espero que no me la juegue una de sus nuevas doncellas, a la que he hecho rica gracias a su traición.»
«…He sabido que la regia “concubina” ha enfermado, pero dada su incontinencia a la hora de comer, es posible que no se trate más que de un cólico causado por ello. Si no consigo acabar con la Vercellana, al menos el Rey tendrá que dormir en otra alcoba. Seguiré intentándolo.»
Estaba absorta, aunque pasé de puntillas por aquellos aspectos domésticos que menos me interesaban del relato. Su escritura era pulcra y sin borrones, en un estilo copperlate italiano inconfundible, la caligrafía típica de las damas de buena educación, y eso facilitaba la lectura, pero se había hecho bastante tarde y todavía no había llamado a Di Pietro, ni había probado bocado.
Dejé el libro sobre la cama y busqué mi teléfono. Por suerte, todavía estaba aquella «Barbie» en la oficina y puede concertar una cita para el día siguiente; tenían orden de priorizar mi llamada sobre todas las demás. Ahora debía bajar a cenar. Pensé en hacerlo en el mismo hotel, pero necesitaba despejarme y enseguida se me ocurrió volver al mismo restaurante que había frecuentado desde mi llegada a Turín, tal vez estuviera aquel joven que me rescató de mi lamentable estado. Me arreglé; estaba eufórica, con un objetivo por primera vez en muchos meses y eso me hacía sentir bien. Antes de salir tuve un pálpito y, en el último momento, metí instintivamente el diario dentro del bolso.
Fui dando un paseo y cuando llegaba al Chambers, recibí una llamada, era Francesco. Daba la impresión de que olía mis intenciones, pero no podía rechazarlo, a fin de cuentas era un colega y presupuse que me llamaba por algún motivo relacionado con el trabajo.
—Dime, Francesco. ¿Qué tal todo por ahí?
—Hace un rato que acabamos de llegar Renzo y yo. Ha sido un día agotador, pero ha valido la pena. La cripta es un descubrimiento fantástico, una verdadera Capilla Sixtina del románico.
—¿Habéis descubierto algo más de Carlotta? —Era lo único que me preocupaba en aquel momento.
—No. Ya viste lo que trajimos al albergue… Parece que a los únicos que os interesa es a Rackoczy y a ti… Bueno, ¿qué haces?
—Me disponía a cenar. Mañana he quedado con Di Pietro para hablar de lo que hemos descubierto.
—Me gustaría estar contigo ahora… ¿Sabes?, voy a echarte de menos esta noche.
—Seguro que no. Te conozco y ahora, con los frescos, vas a sentirte plenamente realizado. Menos mal que amas las pinturas más que a mí.
—Sabes que en mi corazón hay hueco para más de un amor…
—No me cabe la menor duda, ya me has dado bastantes muestras de tu capacidad amatoria… Bien, tengo que colgarte. Ya os llamaré mañana.
¡Qué presuntuoso! Se sentía tan seguro de sí mismo que estaba convencida de que habría pensado que salí de Val di Verna por no pasar una noche a su lado. La verdad es que todo este asunto me había venido bien para distanciarme mentalmente de aquel tormento que me crispaba los nervios. Carlotta iba ocupando el lugar que hasta ahora era exclusivo de Francesco, pero no sabía si aquello sería la solución. Ya me había advertido suficientemente el endemoniado serbio de que esto también acabaría pasándome factura.
Entré en el restaurante y ocupé la mesa que últimamente se había convertido en mi sitio fijo, aunque esta vez esperaba poder gozar de una cena más tranquila. El dueño me reconoció enseguida y vino a saludarme. Fue encantador. Me preguntó qué tal me encontraba y si esa noche no estaba acompañada. Menos mal que no insistió demasiado con sus preguntas y se tomó nota de los platos. No tenía demasiadas ganas de dar explicaciones y, por supuesto, me apetecía regresar cuanto antes al hotel para proseguir con la lectura.
Estaba dando fin a un exquisito plato de caracoles cuando alguien se me acercó por detrás, poniéndome la mano sobre el hombro.
—Discúlpeme… —me dijo para que me girase.
No lo reconocí, aunque su cara me resultaba familiar y ante mi extrañeza se presentó.
—Soy la persona que la acompañó hasta el hotel la otra noche, ¿recuerda?
Me pareció increíble tanta casualidad. Por fin mi deseo se veía cumplido y además con creces. Me miró desde sus ojos verdes y, al sonreírme, pensé que me iba a marear de nuevo. ¡Qué guapo! No quise que se me notara lo que pensaba y le invité a sentarse conmigo, se lo debía. La verdad es que no estaba segura de lo que hacía y, además, no tenía ni idea de qué podríamos hablar pero, ante todo, me resultaba muy embarazoso tener que recordar lo del otro día.
—Me gustaría invitarle a cenar y así agradecerle lo que hizo por mí —le dije.
—No hace falta, pero la verdad es que he venido solo y siempre es agradable poder conversar mientras se cena.
—Verá, señor…
—Discúlpeme, no me he presentado. Mi nombre es Giuseppe… Giuseppe Verdi y no, no tengo nada que ver con el compositor. ¡Qué más quisiera!
Aquello me hizo mucha gracia y enseguida comprendí la reticencia a dar su nombre. Imaginaba la cantidad de equívocos y risas maliciosas que ello le podía ocasionar.
—Fue una ocurrencia de mi padre —prosiguió un tanto avergonzado—. Aprovechó nuestro apellido para hacer de mí alguien singular, pero me temo que le he defraudado. Nunca antes se atrevieron a poner ese nombre en la familia para evitar la confusión y, como era de esperar, la música no se encuentra entre mis fuertes, al menos la composición.
—Muy bien, señor Verdi, aclarado este punto, creo que le debo una explicación sobre lo que me sucedió el otro día… Resulta que había tomado unas pastillas para dormir, pero no hicieron su efecto hasta que, cenando, tomé un poco de vino… Por lo visto fue una mala elección.
—Pero, ahora se encuentra bien, ¿no?
—Por favor, puedes tutearme… Sí, hoy no he tomado ninguna píldora. Espero no volver a hacer el ridículo.
—¿Te parece pues que pidamos un buen vino para celebrarlo? Es posible que el de la otra noche resultara un tanto «cabezón».
Giuseppe me recomendó una botella de Barbaresco y, a pesar de intentar beber con moderación, no pude evitar que se desatara mi lengua más de lo que debiera, contando cosas sobre mi vida.
—Entonces, ¿eres un alto cargo de la Superintendencia de Bienes Culturales? ¿Y antes de eso? ¿A qué te dedicabas?
—Era restauradora de libros.
—¡Qué interesante! ¿Sabías que yo también me dedico al mundo de los libros? Regento una modesta librería de viejo.
—Sí, me lo dijo el dueño del restaurante cuando pregunté por ti al día siguiente… Me gustaría visitarla, me encantan los libros antiguos. He pasado muchas horas en ese tipo de librerías.
—¿Por qué no vamos ahora? No está muy lejos… Es posible que encuentres algo que te interese.
Después de tomar café decidimos acercarnos dando un pequeño paseo. Me sentía tan a gusto que no me importó alargar la velada. Lo miré por el rabillo del ojo y me pareció tan apuesto, que casi me da un patatús. Tenía una nariz un poco grande pero, lejos de afearle, le daba mucha personalidad. Llevaba una barba perfectamente recortada, pero su pelo lucía largo con cierto aire bohemio. En cierta manera me recordaba algo a Francesco, pero con un toque mucho más cálido.
Francesco, siempre Francesco. No había nada de lo que hiciese que no me recordara a él, me había acostumbrado tanto, que me resultaba imposible no hacerlo. Intenté apartarlo de mis pensamientos, esperando que Giuseppe fuera lo suficientemente discreto para no preguntarme por mi estado civil.
Por fin llegamos a la puerta de su librería. No parecía gran cosa, más bien pequeña, pero me equivocaba. Después de entrar, un largo corredor, repleto de estanterías con libros asomados a ellas, llevaba a una zona más amplia, una especie de trastienda, que permitía perderse entre pasillos delimitados por viejas mesas de madera con cientos de ejemplares apilados sobre su superficie y aspiré con profundidad el aroma a papel viejo que me traía recuerdos olvidados. El áspero tacto de los libros, con polvo acumulado entre las hojas, evocó los primeros impulsos que me llevaron a introducirme en este mundo.
Giuseppe estaba observándome desde el mostrador, detrás de una torre de libros encuadernados en piel y sonreía complacido. Seguramente le parecí una niña rebuscando, y entonces me acerqué a él.
—Te gustan, ¿verdad? —me preguntó.
—Mucho. Hacía tiempo que no tenía un contacto tan íntimo con estas pequeñas joyas… Bueno, no tanto. Ahora estoy leyendo un manuscrito de algo más de un siglo que me ha devuelto la pasión por los libros.
—¿Ah, sí? ¿De qué se trata?
—No sé si debería contarte nada, pero solo te diré que es un diario escrito por la dama de la última reina de Cerdeña.
—¿Mª Adelaida de Habsburgo?…
—¿Conoces su vida?
—No mucho… Le tocó vivir una época convulsa, sobre todo en lo personal, teniendo como rival a la Bela Rosin, cuya fama llegó a eclipsarla. En fin, sé lo que recogen los libros de historia y ciertas leyendas que corren por algunos círculos.
—¿Qué clase de historias?
—Bobadas, cosas que nunca se han verificado… Se habló de cierta colección de libros «raros» que, supuestamente, se han perdido. También he oído que los nazis estuvieron buscándolos.
—Y si te dijera que es posible que existiera dicha biblioteca…
—¿No estarás hablando en serio?
—No debería decirlo, pero ahora estoy trabajando en un proyecto para intentar localizarla.
Giuseppe se quedó sin habla, impactado por mi revelación. Supuse que, para un librero, hablar de viejos manuscritos, era como mentarle el santo grial de la bibliografía y por fin se atrevió a decirme algo.
—Me gustaría ayudarte a encontrarla.
—Me temo que no es posible, ya tenemos un equipo que se encarga de todo. De todas formas, ¿qué sabes de ese tipo de «literatura»?, si es que podemos llamarla así.
—De vez en cuando se descuelga alguien preguntando por este tipo de libros. Ya sabes la fama que tiene Turín: magia, ocultismo, reliquias… De hecho he tenido algún ejemplar, burdas copias sin ningún valor, pero que han durado poco tiempo en mis estanterías. Hay un cierto imán que los hace muy deseados por gente que se dedica a este tipo de negocios. Supongo que esperan encontrar algún hechizo que remedie sus males, cosa que raramente ocurre, ¿no te parece?
En aquel momento me di cuenta de que sus ojos habían cambiado de expresión y me miraban de una manera muy distinta a como lo hacían antes. Yo era «perra vieja» en estas cosas y no era la primera vez que había visto este tipo de miradas en un interlocutor masculino, justo cuando la conversación dejaba de interesarles y pretendían continuar por otros derroteros, así que intenté cortar por lo sano.
—Creo que se está haciendo tarde… Debería marcharme al hotel —insinué.
—¿Te alojas en el mismo sitio?
—Sí, pero mañana tengo una reunión muy importante y después debo regresar a Val di Verna, donde me esperan mis colegas.
—Lástima. Iba a invitarte a tomar una copa… Quizá en otro momento.
—Me encantaría. Ahora, si me disculpas, debo marcharme.
—Te acompañaré si no te importa. No me gustaría que te sucediera nada de camino al hotel.
Giuseppe me acompañó hasta la misma puerta y, a pesar de ser yo misma quien había dado fin a una velada estupenda, más por miedo que por ganas, estaba encantada de tenerlo a mi lado. Era tan galante, que por un momento me olvidé de todo lo demás, pero no era una ingenua y sabía que aquello eran «habas contadas». La vida real me esperaba al día siguiente y tenía que resolver con Di Pietro por dónde deberíamos llevar las investigaciones.
No pude evitar que, antes de despedirnos, me diera su teléfono, quizá con la esperanza de reanudar, más pronto que tarde, aquella incipiente relación. No quise ser descortés y guardé su teléfono, por supuesto no le di el mío, no era tan infeliz. Lo dejé delante de la puerta y me dirigí hacia los ascensores sin mirar atrás.
Abrí la puerta de mi habitación y enseguida noté un olor peculiar que no me era del todo desconocido. Era ese aroma suave y avainillado que al momento asocié con Rackoczy. Al encender la luz no podía creer lo que estaba viendo: la habitación revuelta, mi ropa por el suelo y enseguida supe lo que había pasado.