CAPÍTULO 4
Cuando sonó el despertador me levanté feliz, como hacía tiempo no lo había hecho. Aquella noche no necesité somníferos para conciliar el sueño como una niña.
Recogí mi pequeña maleta y me dirigí al punto de encuentro. Ese día me arreglé como si tuviera una reunión al máximo nivel, quería dejar claro que, si iba a dirigir aquello, yo era la jefa y no iba a permitirme ni un fallo en lo tocante a mi aspecto.
Llegué la primera, a diferencia del día anterior, y me tomé un cappuccino en la cafetería de al lado. No tardó en aparecer Francesco antes que los demás y me acompañó en el desayuno.
—¿Qué tal has dormido esta noche? —me preguntó.
—Hacía tiempo que no estaba tan relajada.
—Creo que sigo haciéndote falta.
Se sonrió mientras me miraba, convencido de que la conversación que mantuvimos el día anterior había surtido el efecto deseado, pero yo no estaba por la labor de ser presa fácil.
—Estás muy seguro de ti mismo —le dije—. El hecho de que te haya dado una oportunidad como compañero, no quiere decir que volvamos. Es mejor que continuemos como hasta ahora —añadí de forma contundente.
—Está bien, como quieras… Por cierto, cambiando de tema, ¿qué te parece ese «brujo» serbio?
—Creo que fui muy clara en la reunión. Respeto todo tipo de creencias, pero esto se aleja mucho de lo que debería ser una investigación científica, ¿no te parece?
—Andrea… Perdón, Di Pietro, por lo que he podido deducir, en lo que verdaderamente está interesado es en encontrar esos libros. Lo de la restauración de San Donato es algo secundario para ellos, pero necesitan dar pasos en firme después de la desilusión que supuso no encontrarlos donde se suponía que debían estar, en la tumba de Carlotta. Esta vez han buscado a especialistas que puedan ofrecerles respuestas claras.
—¿Qué interés real podrían tener en reunir una biblioteca de esas características? Por Dios, estamos en el siglo XXI, no son sino supercherías baratas.
—No estoy seguro, pero creo que detrás de todo esto hay alguien mucho más poderoso que Di Pietro. La TIC solo sería una tapadera, una intermediaria para hacerse con los libros y ese alguien es el que ha impuesto a Rackoczy. Yo hice las mismas objeciones que tú cuando me enteré de qué iba todo esto y noté que Andrea tampoco se sentía muy cómodo con este personaje.
—Has vuelto a llamarlo por su nombre de pila. ¿Cómo lo conociste?
—Eres muy insistente… Está bien, te lo diré. Un buen día apareció por la Academia. Yo estaba, como siempre, encaramado al andamio. Trabajaba sobre un cuadro de Bellini cuando preguntaron por mí. No sé cómo, pero me dejé enredar. La verdad es que el proyecto era interesante. Me habló de los frescos medievales de la abadía de San Donato y no me pude resistir.
—Es un hombre muy atractivo. Tal vez, si no se dedicara al mundo de las finanzas, estaría paseando sus impecables trajes en la pasarela de Milán.
—Reconozco que eso también influyó. Tiene un magnetismo personal que me sedujo nada más hablarme del tema, pero no, no he tenido ninguna relación con él más allá de la estrictamente profesional.
—No sé si creerte… Eres un gran embustero. De todas formas, ahora ya da igual.
En aquel momento llegó Di Pietro para interrumpirnos. Ya estaban todos esperando en la puerta y a nosotros se nos había ido el santo al cielo. No tuvo que decir nada, nos levantamos y le seguimos. Tenía que llevarnos hasta Val di Verna y los demás ya habían cargado sus equipajes en el amplio maletero de su BMV todoterreno. Francesco y yo colocamos nuestras pequeñas maletas en el vehículo y saludamos a los compañeros con un escueto «buenos días».
—Muy bien, si ya están preparados, podemos salir —dijo Di Pietro.
Hubo una pequeña confusión acerca de dónde debíamos sentarnos, pero Francesco, más avispado, se montó en el asiento del copiloto, al lado del director y a mí me tocó compartir la parte trasera con el resto. Al ser mujer y un poco más delgada, me resigné a ocupar el asiento central y pronto me vi rodeada por aquellos carcamales con los que no tenía nada de qué hablar. Menos mal que nuestro anfitrión sacó tema de conversación para evitar que aquella media hora de camino se convirtiera en una situación embarazosa.
—La TIC ha reservado un alojamiento rural llamado Il Cervo, una villa cercana a la iglesia. Estarán solos, aunque los dueños se ocuparán de la comida y la cena, pero no tendrán que verlos si no quieren. Queremos que se sientan cómodos y que puedan trabajar sin ninguna interrupción. Yo me quedaré hasta enseñarles la iglesia y luego regresaré a Turín. La doctora Prato, como coordinadora del grupo, será mi contacto con ustedes. Me dará puntualmente, una vez al día, los detalles de su progreso.
Afortunadamente, no tardamos en llegar. Val di Verna era un pueblecito encantador, situado en mitad de un valle rodeado de escarpadas montañas y conformado por pintorescas casas y granjas, que carecía de lo que podríamos llamar un casco urbano. Al llegar a lo que constituía el núcleo más importante, donde se situaba el Ayuntamiento, nos desviamos por un pequeño camino hasta llegar al apartado hotel rural, flanqueado por hayas que habían perdido gran parte de su follaje y una frondosa vegetación que se situaba al pie de una ladera. Era una construcción de madera y piedra que parecía bastante confortable, aunque yo jamás la hubiera escogido como destino de vacaciones. Se asemejaba demasiado a una vieja mansión victoriana, de las que sirven como telón de fondo a las novelas de terror.
Entramos con nuestros ligeros equipajes y los dejamos en la recepción. Los dueños, un simpático matrimonio de cincuentones, nos ofrecieron un tentempié como señal de bienvenida, pero Di Pietro tenía prisa por terminar su cometido, así que nos urgió para que emprendiéramos el camino de San Donato.
—No se preocupen por las maletas —nos dijo—. Los dueños se encargarán de subirlas a sus habitaciones. Ahora, si lo desean, podemos acercarnos a la iglesia.
No tuvimos más remedio que seguirle. Salimos por un pequeño sendero camuflado entre la maleza. Entonces maldije la idea de haberme arreglado tanto y, sobre todo, de elegir un calzado tan inapropiado como unos zapatos de tacón. En un par de minutos alcanzamos un extenso prado que antaño ocupaba el complejo del monasterio, del que solo quedaban algunos vestigios inconexos y un pequeño estanque para abrevar el ganado, ahora inservible.
El templo tenía algo de singular. Allí, en mitad de la nada, se erguía como un vestigio decadente y algo siniestro, observándonos desde los siglos con la advertencia de no acercarnos. Afortunadamente no era supersticiosa y, al igual que mis compañeros, no tuvimos ningún reparo en llegar hasta la puerta, enmarcada entre pilastras jónicas y rematadas por un tímpano decorado con un triángulo, que contenía con un ojo llameante.
Por fin, Di Pietro abrió la puerta con la inmensa llave que nos permitió entrar mientras chirriaban sus gruesas hojas de madera. Era una iglesia de una sola nave y la tenue luz de un día nublado se colaba por las ventanas abiertas en las capillas laterales. Su aspecto era desolador: sin asientos ni altares, ni nada que recordase que, alguna vez, aquel fue un lugar sagrado. Solo sus muros desnudos, llenos de desconchones y su falsa bóveda de cañón, con una escasa decoración de volutas vegetales, nos dieron la bienvenida, pero aquello no justificaba, ni de lejos, la presencia de unos especialistas como nosotros.
Inspeccionamos el lugar, cada uno por su cuenta. Yo no tenía mucho que mirar, pero el profesor Renzo y Francesco se adentraron entre los contrafuertes, buscando algún detalle que al resto nos habría pasado desapercibido. Me giré hacia la puerta y vi a Rackoczy alargando sus esqueléticos brazos hacia arriba con los ojos cerrados. Parecía haber entrado en éxtasis, como si estuviera recibiendo instrucciones del más allá y en aquel momento me arrepentí de haber aceptado el encargo, pero no podía echarme atrás, así que permanecí en mitad del templo, esperando a que todos terminaran su reconocimiento.
Vi a Di Pietro en una de las capillas y me acerqué hasta él. Admiraba la única escultura que todavía permanecía allí. Representaba un ángel apoyado sobre una columna, escondiendo su rostro compungido en actitud doliente. Estaba esculpido en un estupendo mármol gris de Bardiglio, un poco sucio por el paso del tiempo y la falta de limpieza.
—Esta es la tumba de Carlotta —me dijo—. La marquesa de Val di Verna.
—Solo se trata de una figura. ¿Dónde se supone que está el mausoleo? —le pregunté.
—¿Ve la losa en el suelo, con la palabra Landerel escrita en ella? Esa es la entrada a la tumba.
—O sea, que hay una cripta debajo…
—Formaba parte de la antigua abadía y los Landerel aprovecharon para convertirla en su panteón.
—Pero todavía pertenecerá a la familia. ¿Qué dirán si se enteran de que estamos profanando los restos de sus antepasados?
—Veo que no se ha leído el informe que le entregué. La familia se extinguió con Carlotta, la última Landerel en hacerse enterrar aquí. Sus restos no han sido encontrados todavía, pero no hemos perdido la esperanza de hallar lo que buscamos en algún lugar de esta iglesia.
—¿Podríamos ver la cripta?
—Claro, aunque necesitaremos ayuda para poder mover esta pesada losa.
Di Pietro llamó al resto del grupo y después de pasar una gruesa barra de hierro por las argollas que adornaban la piedra, forzaron la entrada de la tumba. El comienzo de las escaleras parecía llevar directamente hasta el mismísimo infierno profundo y negro. Bajamos con cuidado, iluminados con unas linternas hasta llegar al final: una sala abovedada de sillares que parecía ser el único vestigio de la antigua abadía. En los laterales, al iluminarlas con una luz tan exigua, parecieron cobrar vida las esculturas mortuorias de los miembros de la extinta casa Landerel.
—Aquí está —exclamó Di Pietro, mientras ponía en marcha el grupo electrógeno que hizo la luz en el mausoleo.
—¿Dónde? —pregunté, intentando divisar alguna escultura romántica que cuadrara con la imagen que me había trazado de la última marquesa de Val di Verna.
—Es aquella —dijo Di Pietro, señalando una sencilla lápida de mármol blanco a los pies mismos del altar.
Me acerqué hasta la sepultura, en cuya superficie se podía leer claramente una frase en latín.
Ipse Venena Bibas
—Bebe tu propio veneno… —traduje en voz alta—. ¿Qué significa esta frase? ¿Por qué no figura su nombre y la fecha de la muerte?
—Es el final de una frase más larga, una frase que, con frecuencia, se utilizaba para los exorcismos —intervino Rackoczy—. Crux sancta sit mihi lux, non draco sit mihi dux. Vade retro satana. Numquam suade mihi vana sunt mala quae libas, ipse venena bibas, es decir: La santa cruz sea mi luz, no sea el dragón mi señor. ¡Apártate Satanás! Nunca me atraigas con engaños, maldad es tu carnada, bebe tu propio veneno.
—Puedo traducir perfectamente el latín —le contesté con un cierto mohín de suficiencia, subrayando que no necesitaba su ayuda—. Lo que todavía no entiendo es por qué está escrito sobre su tumba.
—Es obvio —continuó, seguro de poder descubrirme algo nuevo y justificando así su presencia—. El que mandó colocar esas palabras estaba convencido de que Carlotta de Landerel era una concubina de Satanás; una bruja. Se aseguró de que, aún después de muerta, no pudiera causar ningún mal.
—¿Y por qué no puso la frase entera si se trataba de un exorcismo?
—Le debió parecer suficiente con el final… Sin duda, quien lo hizo era una mujer.
—¿Cómo ha llegado a esa conclusión? ¿Acaso se lo han revelado sus espíritus? —dije molesta.
—No hay que ser muy sagaz para notar la ironía de la frase «Bebe tu veneno». Solo una mujer sería tan retorcida para escribir algo así, quizá se tratara de su rival.
¡Cómo odiaba al serbio! Su aire de suficiencia me sacaba de quicio, pero no le faltaba razón. Como conjetura parecía razonable y sentía rabia de que alguien así fuera tan agudo en las deducciones. Di Pietro notó aquel pique e intentó cambiar de tema para no enconar todavía más nuestra mutua antipatía.
—Frases al margen, la verdad es que no se ha encontrado el cuerpo, ni nada que justifique esta tumba. Es algo que nos tiene desconcertados.
—Eso es porque, sin duda, el cuerpo está en otro sitio... —apostilló el profesor Renzo.
—Eso es evidente… —contesté.
—No me ha dejado terminar, doctora Prato. Era normal que, si se sospechaba de conductas contrarias a la religión, al finado no se le enterrara en lugar sagrado o se ejerciera algún tipo de castigo post mortem. En el caso de Carlotta de Landerel, al ser una aristócrata, debió suavizarse ese castigo, permitiendo su tumba en la cripta familiar, aunque, discretamente, se enterrase su cuerpo en otro lado.
—Sí, pero ¿dónde? —preguntó Di Pietro.
—Tal vez su cuerpo fue colocado entre estos mismos muros… —sugirió Francesco que, hasta ahora, había permanecido callado, disfrutando de nuestra elucubraciones—. Recuerdo casos similares… La condesa húngara Elizabeth Bathory fue emparedada en vida, acusada de prácticas vampíricas. Se decía que se bañaba en la sangre de doncellas vírgenes.
—El problema es que estos gruesos sillares no parecen tener puertas selladas ni nada que sugiera que se haya levantado ningún tapial sobre ellos —comentó el profesor Renzo—. Es posible que esté en otro lugar.
—No, no lo creo… —intervino de nuevo Rackoczy—. Su presencia parece muy fuerte aquí.
Francesco me miró fijamente y yo entendí que no debía abrir la boca, añadiendo un comentario fuera de lugar. Rackoczy fue moviéndose por la cripta, como describiendo una extraña danza con los brazos abiertos, intentando captar las emanaciones del espíritu de Carlotta. Todos nos quedamos inmóviles y callados, a la espera de que aquel personaje diera con el lugar donde se encontraba su cuerpo.
De pronto, se acercó al altar y se quedó clavado sobre la piedra desnuda. Bajó la cabeza y puso su mejilla sobre ella, como si esta fuera a decirle algo.
—Aquí esta —dijo rotundo—. Detrás del altar.
No daba crédito a lo que estaba viendo, al igual que el resto. Nos miramos incrédulos, pero no teníamos más argumentos para rebatir los de aquel psíquico, que parecía muy seguro de lo que hacía. Nos acercamos hasta donde estaba e, instintivamente, intentamos buscar resquicios o resortes secretos para mover el altar, pero fue infructuoso, aquello estaba sólidamente asentado y decidimos dejarlo para otro momento.
Di Pietro nos sugirió que volviéramos al albergue. Tenía que regresar a Turín y ya se había demorado demasiado, pero estaba seguro de que estábamos en el buen camino. Se despidió en la misma puerta de Il Cervo y nos dio la última instrucción.
—Si necesitan alguna cuadrilla de obreros para que les ayuden a mover objetos o tirar algún muro, no duden en hablar con el dueño del hotel, él se encargará de todo. A usted, doctora Prato, la dejo al mando, llámeme cuando lo crea conveniente y no deje de mantenerme informado de sus avances.
—No se preocupe, creo que no tendré ningún problema —le contesté.
El tiempo había empeorado y unas ráfagas de aire helado comenzaron a silbar entre las ramas desnudas del hayedo; el cielo se oscureció amenazando tormenta. Cerramos la puerta y entramos en el salón, donde un confortable fuego crepitaba en el interior de la estupenda chimenea que presidía la estancia. Predominaba la decoración rústica, con muebles de roble macizo y unas cornamentas de ciervos colgando de las paredes, como si fuera un pabellón de caza. Nos acomodamos en los sillones que rodeaban el hogar. Estábamos solos y el olor a comida recién hecha se colaba desde la contigua cocina. De pronto sentí un aroma penetrante, algo avainillado, que no logré identificar.
—Los dueños han debido preparar alguna sorpresa para agasajarnos, quizá sea el postre... —comenté.
—Siento decepcionarla, pero lo que usted está oliendo no ha salido de los fogones de esta casa —contestó Rackoczy—. Acabo de encender una tira de Papel de Armenia…
—¿Papel de Armenia? —pregunté extrañada.
—Sí, es un exquisito y barato ambientador natural. Se trata de un papel impregnado de resina de Benjuí que, al quemarse, deja un agradable olor. Se utilizó durante mucho tiempo como desinfectante y remedio contra las afecciones pulmonares. Además, sirve para limpiar el ambiente de las malas vibraciones.
—No me extraña —dije yo—. Tanta cornamenta colgada de las paredes no resulta lo más adecuado para pasar unos días en el campo. ¡En fin! —suspiré—. ¿Qué les parece si comemos?
Los dueños habían dejado también preparada la cena; solo teníamos que calentarla, así que estaríamos solos el resto del día y atacamos sin piedad el Bollito Misto, un cocido piamontés, contundente y sabroso, que nos sentó de maravilla, lo que nos permitió alargar la sobremesa hasta muy tarde.
La tormenta se había situado sobre nuestras cabezas y comenzó a descargar un fuerte aguacero que hizo parpadear las luces a cada relámpago que se anunciaba con su potente tronar. El profesor Renzo fue el primero en abandonarnos, con la excusa de descansar en su habitación. Estaba claro que no regresaríamos a la iglesia con aquel diluvio y nos dispusimos a tomar el primer día con calma.
Al cabo de un momento, aprovechando que se había marchado la luz y antes de que oscureciera más, todos hicimos el mismo camino, en busca de la habitación que nos había tocado en suerte. Supuestamente, nuestros equipajes estarían sobre las camas y yo me volví loca buscando el mío. De repente, cuando vi mi maleta junto a la suya, me di cuenta de que daban por seguro que Francesco y yo tendríamos que compartir habitación.
—¿Esto ha sido idea tuya? —le pregunté.
—Te juro, Simona, que no he tenido nada que ver en el reparto de las habitaciones. Andrea debió pensar que todavía éramos un matrimonio.
—¿Pero no le explicaste lo que pasaba?
—No del todo… Solo le dije que atravesábamos por un momento difícil. Seguramente creyó que así podríamos superar las dificultades por el bien de la expedición.
—¡Ni hablar! —dije cabreada—. Ahora mismo llamo a los dueños para que me busquen otra habitación.
—Por favor, recapacita. Si lo haces, serás la comidilla de los demás. ¿Qué necesidad tienes de que hablen de nosotros? Solo serán unos días y te prometo que me comportaré como un caballero.
Aquello me olía a encerrona, pero tenía razón. No me interesaba destacarme por algo que no fuera la investigación que llevábamos a cabo.
—Está bien. No me importa compartir una cama tan amplia contigo, pero eso no cambia nada de lo nuestro. Si descubro que esto ha sido una jugarreta tuya, abandono inmediatamente el pueblo, aunque tenga que regresar andando a Turín.
Francesco no añadió nada más y nos dedicamos a colgar nuestra ropa en el armario. En principio íbamos a estar una semana, tal vez solo unos días, dependiendo de cómo fueran las cosas. La luz no volvía y pensé en bajar a la cocina para buscar unas velas para pasar la noche. Por suerte, encontré todo un surtido de ellas, capaz de improvisar un ambiente íntimo y agradable.
Después de cenar, nos marchamos a dormir, excepto Rackoczy, que se disculpó con la excusa de meditar. La verdad es que estaba cansada, pero quizá la tormenta me inquietó lo suficiente para impedir que conciliara el sueño. Francesco se durmió enseguida; nunca había tenido problemas para hacerlo y muchas veces me quedaba mirándole, indolente y confiado, tendida a su lado. Pasaba horas así, pero ahora me parecía un despropósito, no podía permitirme caer tan bajo. Tenía que salir de aquella habitación para relajarme, quizá todavía quedaran rescoldos en la chimenea. Bajé a oscuras, los rayos iluminaban la escalera a ráfagas, lo suficiente para no tropezar. Cuando entré en el salón, confiada en estar sola, me acerqué al hogar, el fuego todavía estaba vivo. Iba a sentarme en el sillón, cuando un relámpago hizo evidente la figura de Rackoczy y mi grito coincidió con el estallido del trueno.
—Disculpe si la he asustado, doctora. Soy persona de poco dormir y prefería estar junto al fuego, me resulta más agradable.
—Lo siento… Yo tampoco podía dormir y tuve la misma idea. No esperaba que hubiera nadie.
—Por favor, siéntese conmigo —me pidió amablemente.
Me puse a su lado mientras intentaba calmarme. De haberlo sabido, no hubiera bajado, pero ahora no podía permitirme ser grosera. Los dos nos quedamos mirando al fuego, sin hablar, hasta que aquel ser enigmático rompió el silencio.
—No le gusto, ¿verdad? No se lo reprocho. Represento todo aquello que provoca los miedos más básicos en la gente, lo desconocido.
—No se lo tome a mal, pero tengo mis reservas acerca de su «ciencia». Normalmente, hay una explicación racional para todo.
—No intento convencer a nadie, a pesar de verlo todo con una claridad meridiana. Solo hay que mirar un poco más allá de la realidad aparente. Hay todo un mundo mucho más revelador.
—¿Sí? Ilústreme. Tiene una oportunidad para sorprenderme.
—Usted, por ejemplo... En estos momentos está en una encrucijada. Se siente sola y perdida. Acaba de sufrir un desengaño y ha aceptado este trabajo como un intento para salir del atolladero en el que se encuentra. No cree en este proyecto, aunque eso es evidente por sus constantes reparos, pero acabará por verse tan involucrada, que su vida cambiará por completo, incluso la manera de ver las cosas.
—Creo que mis intimidades no son de su incumbencia. Soy una profesional y, a pesar de no ver claramente esta investigación, no dude que llevaré a cabo mi cometido.
—Siento si la he ofendido... Jamás he querido poner en duda su competencia.
Rackoczy había dado en el clavo, aunque lo que me dijo no se le habría escapado a alguien observador. Si conocía mi matrimonio con Francesco, solo tenía que atar cabos. De todas maneras, intenté cambiar de tercio, no quería que la conversación transcurriera por los derroteros de lo personal, así que le pregunté abiertamente por el caso que nos ocupaba, Carlotta de Landerel.
—Señor Rackoczy, no deseo hacer una guerra de esto, así que voy a confiar en usted. Le prometo que tomaré en cuenta sus intuiciones. Si lo desea, me gustaría que me explicara lo que sabe de Carlotta. Me faltan datos para comprender el alcance de todo esto.
—Gracias, doctora… Todo se desencadenó por la rivalidad de dos mujeres por el amor del mismo hombre; un hombre poderoso. Es una historia de dignidades y vanidades, revestido con el negro velo de la venganza y de la magia. Vittorio Emanuele II se casó con su prima, Mª Adelaida de Habsburgo-Lorena. Casi al mismo tiempo conoce a Rosa Vercellana, la hija de un militar que dirigía el presidio del castillo de Racconigi. En ese momento la hace su amante, aunque tan solo contaba con catorce años y con quien, a la muerte de su esposa, se casaría mediante un matrimonio morganático que no la convirtió automáticamente en reina. A pesar de haber tenido ocho hijos con el rey, Mª Adelaida siempre se sintió despechada e intentó, por todos los medios, dar al traste con esa relación y es aquí cuando entra en escena Carlotta de Landerel. Alguien las puso en contacto, gracias a la fama de ocultista de la marquesa, una fama que, a mi modesto entender, le venía un poco grande. Gracias a las ausencias del monarca, Carlotta fue ganando terreno en la corte de Turín y nada se hacía sin su supervisión directa. Se dice que la misma reina era un títere en sus manos y las intrigas palaciegas se hicieron insoportables; hasta se sospechaba que trabajó como espía para potencias enemigas. Era una época convulsa, mientras se fraguaba la unificación italiana. Carlotta fue la que reunió la Gran Biblioteca Negra, como se conocía aquella colección de libros de magia y congregó en sus salones a toda clase de videntes, médiums y alquimistas de dudosa eficacia. Estuvo a punto de encontrar el hechizo que acabara definitivamente con los amoríos reales y colocar en el trono al primogénito del rey, bajo la regencia de Mª Adelaida y su consejo áulico, pero todo salió mal. La temprana muerte de la reina echó por los suelos todo aquel empeño. A pesar de ello, siguió conservando su poder en la corte, no en vano se ocupaba de la educación de los príncipes y nada se movía en el Palacio Real sin su consentimiento. Así fue hasta que apareció muerta en vísperas del traslado de la corte a Florencia.
—¿Cree que alguien pudo asesinarla?
—Oficialmente se dijo que fue una apoplejía. Algo muy socorrido en un tiempo en el que no se practicaban autopsias habitualmente y menos entre los miembros de la aristocracia. Rosa, la mujer del rey, se quitó un problema de encima, por supuesto no iba a consentir que siguiera conspirando en su contra, ahora que el gobierno se iba a trasladar a la Toscana. Nunca más se supo. El transcurso de la guerra con el papado y el fin de la unificación del reino dejó en silencio este episodio. Pero estoy convencido de que no fue una muerte natural y sí el gran triunfo de la «puta» del Rey, como era conocida la Vercellana. Tal vez, si encontramos el cuerpo, este nos diga lo que pasó realmente.
—Es una historia apasionante pero, como mucho, serviría como argumento de una novela romántica. Sigo sin entender para qué les pueden servir los dichosos libros a una corporación financiera del siglo XXI.
—Los libros… Los libros y algo más.
—No le comprendo, profesor.
—Hay una persona muy interesada en poseer la Biblioteca Negra y estaría utilizando a la TIC como intermediaria para conseguirlos.
—Algo de eso me dijo Francesco…
—Los libros, por sí mismos, no tienen gran valor, pero los conjuros que atesoran, junto a ciertas reliquias necesarias para que surtan su efecto, sí podrían ser decisivos.
—¿Decisivos para qué?
—Es evidente… El poder, doctora, el poder. La pulsión por la que todos los magnates de la Tierra han peleado siempre.
—¿De qué reliquias estaríamos hablando?
—Las que tienen que ver con la Pasión de Cristo.
—El Santo Sudario está en Turín, eso es obvio, aunque hayan ciertas dudas sobre su autenticidad. En cambio, de las otras nada se sabe.
—Existe una teoría que dice que donde esté una de estas reliquias, estarán todas las otras. Sabemos que la Sábana Santa tiene ciertos visos de ser auténtica, por tanto, el resto se encontraría también en Turín. Hay quien dice que las figuras que aparecen en el templo de la Gran Madre de Dios indican dónde se encontrarían, solo habría que interpretarlo correctamente.
—Y, según usted, ¿quién sería esa persona que estaría tan chiflada por estos objetos? No creo que Di Pietro fuera a darnos ese nombre.
—Lo he visto un par de veces y, por el momento, no puedo revelarle su nombre. Es curioso, pero de él solo me trasciende una maldad absoluta. Algo siniestro y escalofriante mueve su deseo.
—Pero, indirectamente, le estaríamos ayudando a conseguirlo, ¿no?
—No, si puedo impedirlo, pero, para ello, necesitamos encontrar antes que él lo que busca. Es la única manera de evitar un desastre. Solo por esa razón acepté el trabajo… Como verá, todos tenemos un motivo para estar aquí.
Me quedé muy impactada con aquella conversación. Seguramente sería el ambiente que nos rodeaba, la oscuridad y la tormenta, pero empezaba a inquietarme nuestra investigación, ahora que sabía más sobre lo que buscábamos. Era muy tarde y al día siguiente tendríamos que regresar a la iglesia, así que me despedí de Rackoczy y regresé a la cama. Un escalofrío me recorrió la espalda cuando subía por la escalera, menos mal que iba a dormir acompañada.