CAPITULO IV
Max Baker fue a su mesa favorita. La que siempre le guardaba algún compinche, en el supuesto de que algún forastero, por ignorancia, intentase ocuparla.
Había de ser por ignorancia, pues nadie a sabiendas se atrevería a disgustar a Max, sino por él, por la tropa de pistoleros que pululaba siempre a su alrededor.
Claro que el papel de Max Baker había bajado bastante en los últimos días. Primero, por el jaleo que armaron los vaqueros de “Las Arcadas", precisamente en aquel “saloon”, contestando de manera bastante contundente a las burlas de los secuaces de Max.
Por último, la forma como habían sido “arreados” los enviados de Max Baker a “Las Arcadas”. En Howland se conocía con detalles lo ocurrido en el rancho de Enid. Naturalmente, fueron vaqueros de “Las Arcadas” los que esparcieron la noticia, para desquitarse de los malos tiempos en que pareció que los de Max los tenían acogotados.
Cuando Max vio regresar al abogado con los dos muertos, creyó que el suelo se abría bajo sus pies. La repulsa no había podido ser más rotunda.
¿Qué significaba aquello? La pasividad de Enid Cowan le había hecho abrigar esperanzas de que su propósito de cansarla a fuerza de incidentes resultaría fácil, y al final malvendería tres cuartas parte de la hacienda, sino toda.
Y había de ser él, Max Baker, quien compraría. Odiaba a los Cowan. Era un odio viejo, de cuando los primeros colonos.
Los Cowan habían sido siempre los más fuertes, los de más entereza. Ante ellos no había habido más remedio que doblegarme. Por fin, el último descendiente, una mujer, claudicaba.
Cuando más felices se las prometía Max, se produjo el incidente de los vaqueros. Por varios motivos no podía dejar pasar aquello y esperó el regreso de Enid para presentar las reclamaciones en debida forma.
La respuesta habían sido dos hombres muertos, de los tres que fueron a la entrevista.
Durante varias horas Max Baker no supo qué le ocurría.
Pero aquella noche, en que entró en el “saloon” más tarde que de costumbre, lo hizo más contento que nunca. Tras de él, como siempre, iban dos pistoleros de absoluta confianza.
En su mesa favorita estaba el abogado Reuben Bitner. El abogado muy raras veces aparecía por el “saloon”, pero aquella noche lo hizo porque su jefe le había citado allí.
—¡Bueno, “leguleyo”, tendré que excusarme por algunos de los reproches que le dirigí ayer! —Así empezó Max, transpirando satisfacción.
Era un individuo de unos cuarenta años, algo grueso, de aire rudo. Aparecía con el traje lleno de polvo y sudado, denotando que había hecho largas cabalgadas.
El abogado y otros dos individuos que había en la mesa se le quedaron mirando extrañados de aquella alegría inesperada que experimentaba el jefe, precisamente cuando esperaban verle echando rayos por la boca.
—Sí, Bitner. Muchas de las cosas que le dije ayer, considérelas por no dichas. Su embajada a “Las Arcadas” surtió efecto. ¡Vaya si ha surtido efecto! —Se sentó en la silla de preferencia y que nadie se había atrevido a ocupar antes, destapó una botella de “whisky”, llenó un vaso, se lo bebió sin hacer siquiera el ademán de invitar a nadie, soltó un bufido y, echando el cuerpo hacia atrás, dijo muy alto, para que le oyeran cuantos había en las mesas inmediatas—: El rancho de los Cowan se va quedando así: —Puso una mano abierta, indicando que el mayor rancho de la región de Howland no tenía más allá de un palmo.
—No entiendo, señor Baker —murmuró el abogado.
Max agradeció esta objeción, pues ello le permitía dar unas explicaciones que le interesaba que muchos oyeran.
—Esta mañana, cuando mis muchachos me han dado la noticia, no he querido creerlo. He mandado ensillar y he salido hacia mi rancho. Me lie pasado todo el día cabalgando, observando lo que ocurría en el rancho Cowan. ¿Quieren saber lo que ocurre, señores?
Max Baker paseó una mirada de triunfo, antes de decir qué ocurría. Entonces reparó en un joven de esbelta figura, rostro moreno, que, a muy pocos pasos le escuchaba sonriendo.
Como todos los que acompañaban a Max miraban al mandamás, porque les interesaba lo que decía y porque sabían que atendiendo al jefe se sentiría más a sus anchas, tuvo que ser Baker el primero que reparara en el sonriente espectador.
Y Max Baker quedó con la boca abierta. Sus ojos grises giraron en todos sentidos. El color fue desapareciendo de su cara.
—¡Tú! —profirió, medio ahogándose, y su mirada se dirigió a la puerta de entrada.
—Siga, Baker. ¿Qué es lo que ocurre en “Las Arcadas”? —le invitó Harry Huskey.
El abogado, que se encentraba de espaldas a Harry, al oír su voz pareció que los muelles sobre los que daba la sensación de hallarse sentado fueran a desplegarse y lanzarlo al aire. Luego, lo contrario: parecieron ceder y la larga figura del abogado fue encogiéndose más y más.
Los dos pistoleros de confianza, uno a cada lado de Max, se levantaron. Pero al hacer ademán de acercar la mano a las pistoleras, advirtieron un relámpago en los ojos de Harry.
—Vengo solo. Pero a la menor tontería de alguno de vosotros, se armará aquí la del diablo. Baker, usted y yo debemos hablar. Si al final no llegamos a un acuerdo, siempre quedará tiempo para el zafarrancho. Diga a esos monigotes que se alejen.
Llamar monigotes a sus dos mejores revólveres era algo que sólo podía hacer quien se encontrase en situación de absoluta superioridad.
Los dos pistoleros tensaron el rostro al oír la burla y otra vez hicieron ademán de acercar las manos a las pistoleras, pero otra vez, a mitad del trayecto, se quedaron agarrotados al ver el centelleo que se producía en los ojos de Harry.
—¡Conque vienes solo! —barbotó Max, queriendo adoptar un tono de burla. Pero el miedo y la cólera se lo impidieron.
—Le doy palabra de que vengo solo —dijo Harry, con gravedad.
En la sala no se veía a ningún vaquero de “Las Arcadas”. Max, entonces, cuchicheó a sus hombres unas órdenes. Dos debían averiguar si en la calle había gente al acecho. Otros dos debían situarse en la puerta, en la parte de adentro.
Al marcharse sus hombres, Max dijo:
—Has apuntado la posibilidad de que lleguemos a un acuerdo.
—Sí. El interés puede hacernos razonables —respondió Harry.
—¿El interés de quién? —Chispearon los ojos de Max al reparar en que Harry tenía una agradable figura, parecía un chico despierto y la dueña de “Las Arcadas” era bonita, joven y soltera—. Veamos. Empieza a gustarme.
Harry iba a sentarse, cuando reparó en el abogado.
—Este hombre ¿es de absoluta confianza?
—¡Oh, muchacho! ¡No te preocupes! —rió Max, cada vez más convencido de que Harry iba a proponerle algo que conviniera a ambos.
—Si por mí no me preocupo, Baker. Es por usted. Lo que voy a decirle, quizá usted no quiera que lo oigan oídos extraños... y menos los de un abogado. Es sobre los títulos de propiedad de algunos acres recayentes en la parte sur del rancho Cowan. La señorita Enid cree que usted solicitó el registro de esas tierras, las cuales usufructúan indebidamente dos generaciones de Cowans y dos generaciones de Bakers.
Una mano de Max Baker cayó sobre el tablero de la mesa.
—¡Cállate! —Había desaparecido de su cara la expresión de burla. El abogado miraba a Harry muy interesado—. Márchese, Bitner. Nada tiene usted que hacer aquí.
—Quizá yo pueda asesorarle en algo, señor Baker. Este hombre es de los que envuelven a uno cuando menos se espera —objetó el abogado, no resignándose a perderse aquella conversación.
—¡Márchese! —respondió Max.
Se veía que temía los oídos del abogado tanto como los revólveres de Harry.
—Como quiera, señor Baker. —Y Reuben Bitner se levantó. En su mirada había un brillo nuevo—. ¿Debo sentarme en otra mesa o marcharme? Usted me citó aquí.
—¡Déjeme en paz! —profirió Max.
Harry hacía como que no se daba cuenta de la exasperación de Baker y de la malicia que fulgía en los ojos del abogado, pero su sonrisa burlona se acentuaba, como si estuviera comprobando que lo mejor de su plan al provocar aquella entrevista se estaba realizando.
Había ido a tratar aquel asunto con Max Baker porque entendía que en aquel conflicto él debía ser el único del rancho de Enid que corriera el posible riesgo. La habilidad estaba en barajar los triunfos y que pintaran siempre a su favor, mientras que en el bando contrario se destruían ellos mismos.
La recelosa mirada que Max dirigía a su abogado era ya un buen principio. Reuben había oído algo que a Max le importaba que nadie supiera.
—¿Por qué no has esperado a que se fuera? —empezó Max, así que el abogado se alejó camino de la puerta.
En la calle sonó un estampido. En seguida, varios, verdaderas descargas. El abogado, que ya se encontraba en la puerta, retrocedió tambaleándose, empujado por los dos pistoleros que, arma en mano, el gesto iracundo, entraron en tromba mirando hacia la mesa donde estaba Harry.
Max Baker se dejó caer, mientras Harry se ponía en pie y, sin mediar palabra, pues sabía muy bien que no había tiempo para nada, tal vez ni siquiera para desenfundar, hizo el movimiento más hábil de su vida, el de mayor serenidad, para hacer frente a una situación que no acababa de explicarse, pues había creído sinceramente que Max estaba dispuesto a escucharle.
Preguntándose cómo había podido caer en aquel engaño, se levantó, pero sus manos no permanecieron indecisas ni una fracción de segundo. De manera que cuando Max, mucho más lento en las reacciones, decidió echarse al suelo para dejar campo libre a los pistoleros, Harry ya se encontraba en pie, con un “Colt” en cada mano, escupiendo fuego y plomo.
Del lado contrario brotaron dos llamaradas, pero ya los pistoleros se tambaleaban. La trayectoria de los proyectiles era buena desde el punto de vista del adversario, pues iba en busca de la cabeza de Harry. Hubiera sido mejor de no haberse anticipado Harry el tiempo que se tarda en parpadear, al hacer los disparos.
Una bala le rozó un hombro. La otra pasó por encima de su cabeza. Los dos pistoleros cayeron de bruces en medio de la sala...
Toda la gente se había hecho a los lados, pensando: “Esta vez va a ser más gorda que la otra”.
En la calle el tiroteo era cada vez más nutrido. Al darse cuenta, Harry se desconcertó. Miró a Max, quien seguía en el suelo, las manos separadas de las pistoleras, mirando con miedo y al mismo tiempo con burla a Harry.
—Me habías dado palabra... de que venías solo.
—¡Le juro que venía sola! ¿Qué es lo que piensa? ¡Ese tiroteo de ahí fuera es cosa preparada por usted! ¡Levántese! ¡Vamos a comprobarlo!
Lo asió del pecho y de un tirón lo puso en pie. Le quitó las armas y las tiró a un rincón.
Cuando se encontraban en mitad de la sala, irrumpieron dos vaqueros con los que Harry estuvo en el “Peñascal”.
—¡Har! ¡Ahora podremos escapar! ¡Van a venir más! —dijo uno de ellos.
—¡Qué hacéis aquí? —gritó Harry, loco de ira, yendo a su encuentro.
—¡Ya te explicaremos! ¡Vamos! ¡De todas las tabernas sale gente de Baker!
Harry se volvió.
—¡Nada tengo que ver en esto, Max.
Pero Max Baker había desaparecido por la misma puerta que en otra ocasión le había servido ya para escapar. Por algo se sentaba siempre en la misma mesa. Tenía la puerta a dos pasos, y la dueña del local, una rubia de rostro ajado y cuerpo con redondeces bastante firmes, se encargaba, siempre que se producía una situación tensa, de descorrer el pestillo por la otra parte para facilitarle a Max la retirada.
—¡Steele está muy mal herido! —apremió uno de los vaqueros.
Harry mordió una maldición y se decidió a salir. Ni siquiera reparó en que el abogado permanecía encogido, en un sitio en que no había espectadores ni muebles que pudieran cubrirle.
Steele era el vaquero que Harry tiró a la alberca. En la calle, los disparos se producían algo más lejos y con pausas.
Agachados, estuvieron unos momentos estudiando la situación. De los soportales salían los fogonazos, pero cada vez en un sitio distinto.
—¿Cuántos habéis venido? —preguntó Harry.
—Todo el equipo.
—¿Quién os ha enviado?
—Cahill te lo dirá.
Había que darse prisa. Tal como se producían los disparos, se advertía que en la mayoría de las tabernas de Howland había gente afecta a Max.
—¿Dónde tenéis los caballos?
—En las afueras.
—Allí está el mío. Voy a cambiar de sitio unas cuantas veces, disparando al buen tuntún. Vosotros, sin haceros notar, buscad la salida. Sólo cuando os encontréis en las afueras haréis todos una descarga.
—¿Y tú?
—No os preocupéis. Sé por dónde salir.
A los pocos minutos de sostener el tiroteo del enemigo, en un extremo de la calle se oyó una descarga. Entonces Harry retrocedió al “saloon” donde se produjo el incidente.
Allí permanecían todos en la misma actitud que los dejó. Harry no se entretuvo en hablar con nadie, ni a mirarles siquiera.
En cuatro zancadas fue a la puerta por donde había desaparecido Max. Pero estaba cerrada. Tomó una mesa, y bastó un golpe para hacer saltar el pestillo.
Apareció un largo corredor iluminado. En mitad del pasillo había una mujer que emitió un grito de terror.
—¡Yo... yo no tomo partido por nadie, vaquero! ¡Max es un cliente... me paga por que le deje salir por aquí! Pero ya es inútil que lo busques. Se ha ido.
Harry la tomó de un brazo. Notó que temblaba y la soltó:
—Indícame el camino. Quiero salir como él.
La rubia se apresuró a obedecer. Por una escalerilla descendieron a un almacén. Abrió un postigo.
—Gracias. Algún día se te pagarán los daños de la otra noche —pronosticó Harry.
Apareció el campo.
Siguiendo a toda velocidad la línea de casas, llegó al extremo del pueblo, torció entonces a la izquierda y fue a campo traviesa un buen trecho, hasta llegar a un grupo de árboles. Allí tenía su caballo.
* * *
Entró en “Las Arcadas” ya muy de madrugada, al frente del grupo. El estado del herido más grave, el que verdaderamente constituía un motivo de cólera y pesar para Harry, les obligaba a una marcha lenta. Porque había otros dos heridos, pero apenas tenían importancia.
Steele era el vaquero a quien le había tocado la china, como también le tocó el remojón en la alberca.
En vano Harry les increpó, les rogó incluso para que le dijeran qué les llevó a desobedecer sus órdenes, pues cuando él salió del rancho la orden general era que nadie abandonara su trabajo.
Lee Cahill, el capataz del equipo, se deshacía en explicaciones vagas.
—Nos dio en la nariz que te ibas a meter en un lío y nos dijimos: “Si la otra noche la armamos juntos... ¿por qué no la hemos de continuar juntos?” Y fuimos en tu busca.
—¡Para estropearlo todo! —rugió Harry—. Porque eso es lo que habéis hecho. Estropear mi plan, dejarme como un cochino ante un cerdo como Baker... y al pobre Steele... ¡veremos! ¡Yo galleando de que iba solo, cuando tenía a toda esta cuadrilla de cretinos siguiendo mis pasos!
Cerca del rancho, Harry tuvo un nuevo acceso de ira. Agarró del pecho a Lee Cahill y lo zarandeó.
—¡Mientes al decir que os dio en la nariz que yo salía! ¡Solamente lo sabía Burr! ¿Es él quién os ha dicho que iba al pueblo?
Tan apurado se vio Lee Cahill, que asintió con movimientos de cabeza. Y luego, por si quedaba alguna duda, afirmó con la voz:
—¡Sí, fue Burr!
Después de todo, Lee Cahill, capataz de un reducido equipo, siempre había mirado con cierta prevención al capataz general. “Que lo pague él, que tiene buenas espaldas”.
Y dentro del rancho, mientras acomodaban a Steele, Harry fue al pabellón donde dormía el capataz. Lo despertó tirando la ropa del lecho al suelo y sacudiendo a Burr, que dormía a pierna suelta:
—¡Usted es un bocazas! ¡Y ahora va a oírme a mí! ¡Cuando yo digo que no quiero que nadie se meta en mis asuntos!...
—¿Eh? ¿Cómo? ¿Qué ocurre?
Burr se habla sentado en el lecho, se agarraba la cabeza, la sacudía, miraba a Harry, entornaba los ojos, volvía a sacudir la cabeza.
—¡Que es usted el individuo más!... —se contuvo, impresionado por el aturdimiento que revelaba la cara de Burr—. ¿A quién ha dicho que iba al pueblo?
—¡Sólo a tu mujer!
—¿Cómo ha dicho? —saltó Harry.
—¡Oye, Har! Quiero decir... Me refería a la señorita Cowan...
Pero Harry ya no podía oírle, porque a todo correr había salido del pabellón. Los otros vaqueros ya hablan saltado de sus lechos.
Todas las dependencias se volcaban al mayor trajín. Unicamente Burr Linley, el capataz general de "Las Arcadas”, seguía encogido sobre el camastro, sin ropa que le cubriera, meditando. “Ella, que no olvide que es el ama. El, que si soy esto y que si soy lo otro. Pero, ¿a mí quién demonios me manda soportar a este par de locos? ¡Se acabó! ¡Yo lío el petate!”
Y entonces saltó del lecho, dispuesto a cantársela al primero que se le pusiera por delante.
Salió del pabellón con deseos de que se hiciese de día cuanto antes, para enfrentarse con el ama y despedirse sin necesidad de que ella le “recompensara” como acostumbraba cuando quería tomar una reprimenda.
Pero al llegar al pabellón donde estaba Steele y saber lo que había ocurrido en el pueblo, Burr perdió toda su entereza.
—Y en verdad... yo he tenido la culpa —dijo en voz alta.
—Fue la señorita Cowan quien vino a decirnos que si teníamos orgullo, no debíamos dejar que Har se desenvolviera solo... frente a Max Baker —explicó Lee Cahill, extrañado de que Burr no le diera un trompazo por haber dicho que era él.
—Sí, ya supongo que fue ella a buscaros. Pero nada hubiera ocurrido, si yo hubiera sabido contenerme para no decirle adónde había ido su marido.
—¿Qué marido? —preguntó Lee.
Burr se dio cuenta de que todos le miraban. Hizo una mueca y les soltó, al tiempo que les volvía la espalda:
—¡Cretinos!