CAPÍTULO II

En Vientiane, se encontraba el cuartel general norteamericano. Hacía meses que las familias de los oficiales habían sido evacuadas a Bangkok. De un momento a otro, aquella lucha de guerrillas podía convertirse en una hoguera peor aún que la de Corea.

Había en la selva y en las zonas distantes, agentes de la C. I. A., la Oficina Central de Inteligencia de los Estados Unidos. Los oficiales vestían de paisano y muchos constaban como «retirados». Debido a esto, los antiguos compañeros de armas de Kev Burgan no creían que estuviese efectivamente separado del Ejército.

Cuando lo vieron aparecer en el bar, donde solían reunirse, lo saludaron como a un viejo camarada que se incorpora a la unidad después de un largo permiso.

—Estáis equivocados. Ahora soy periodista.

—¡Desde luego! ¡Tío Sam tiene muchos recursos! Yo estoy aquí como «botánico» —dijo uno de los oficiales, riendo.

No creyeron a Kev. Ni siquiera cuando uno lo señaló como autor de los reportajes que estaban apareciendo en distintos periódicos, hablando del Asia Sudoriental, con la firma de «KEBUR».

—Tío Sam hace bien las cosas —comentaron los que se pasaban de listos.

Esto que le sucedía con los que fueron sus compañeros de armas, le ocurrió con Eida Raybel.

Al día siguiente de haber llegado a la capital, ella lo abordó, en plena calle.

—Capitán Burgan…

Le sonreía y le tendía una mano.

—Quedamos en que no pertenecía al Ejército —replicó Kev.

Ella entornó los ojos, haciendo un gesto de malicia.

—Desde luego. Bien… Mi director ha quedado en que enviaría un «jeep» de buena mañana, para trasladarme al sector donde se encuentra el coronel Cowan. Allí está el resto del equipo. ¿Por qué no me lleva usted?

—¿Persiste en la idea de salir en esa absurda expedición?

—¿Y por qué no? Mi trabajo es interpretar ante la cámara, y ahora la película se desarrolla en estas selvas.

—¿Ya han contratado los elefantes?

—Seguramente. ¿Por qué?

Kev mostró un recorte de periódico.

—Otro error.

Se lo dio a ella, señalándole las líneas que debía leer.

«Míster Wesler busca el color local, pero a la hora de viajar, deja los elefantes y coge el “jeep”».

Pero eso no era lo que Kev quería que leyera, sino unas líneas más abajo. Y Eida fijó la atención en lo que él deseaba.

«Ésta es la tierra del amor, y la hermosa Eida Raybel se dispone a vivir sus más apasionadas horas bajo el dosel de la selva».

Eida estaba roja de ira. Leyó la firma: «KEBUR».

—¡Esto!…

—Lo he recibido en el correo de esta mañana —contestó Kev.

—¡Esto… le costará… el peor disgustó de su vida!…

Volvió a levantar la mano, como en la terraza del hotel de Honolulú. Pero esta vez no tuvo éxito. Kev se la cogió cuando se disponía a pegarle, dio un fuerte tirón, y ella cayó en sus brazos.

La enlazó por la cintura, luego subió las manos, las aplicó a la espalda y cuando ella quedó rígida, con la cara levantada, la besó fuertemente en la boca.

La soltó, sin parecer reparar en que ella palidecía, por el estupor, más que por la cólera.

—¡Miserable!…

Muchos occidentales les miraban, todos igualmente desconcertados.

Un «jeep» se acercaba, a marcha lenta. Lo conducía el sargento Kessel, el eterno renegón, cuya cara tenía una flexibilidad que era un verdadero prodigio.

Cuando sufría un acceso de ira, su nariz se ponía al rojo vivo, y se le arremangaba de tal forma, que parecía que la punta fuera a alcanzar el entrecejo.

Pero era en las orejas donde tenía la cualidad más sorprendente. En un momento dado se convertían en las aletas de un pez.

Ahora mismo, al ver al que fue su capitán besando en plena calle a la bella Eida Raybel, las orejas empezaron a moverse, como si de esta forma fuera a compensar la poca marcha del «jeep».

—¡Que me aspen si Kev no está loco! —empezó a gruñir.

Hacía una hora que había dejado al coronel Cowan echando pestes contra Kev Burgan. El director Barry Wesler le había dado una versión bien irritante de lo que habían publicado algunos periódicos sobre Eida. Por si eso no bastaba, Wesler había referido el incidente del hotel y los comentarios despectivos que Kev había hecho de su antiguo jefe.

El sargento había oído parte de las maldiciones que el coronel soltó contra su ex subordinado.

—¿La señorita Raybel? —preguntó el sargento, deteniendo el «jeep» junto a la artista.

Ella se volvió, ahora roja de ira.

—¡Sí! ¿Qué desea?…

—De parte del coronel Cowan… He estado en el hotel y me han dicho que había salido… Vengo por usted —el sargento se trababa, a causa de la belleza y agresividad que veía en la cara de Eida, y porque no sabía qué actitud adoptar ante su ex superior.

Kev le facilitó el camino. Apenas ella saltó al «jeep», dijo:

—Hola, sargento. Lleve cuidado con la «carga»…

—Sí, señor.

—Dele recuerdos al «jefe».

—Lo haré, señor.

—Déjese de «señor». Llámeme Kev a secas —señaló, riendo.

Ella había estado escuchando atentamente.

—¡Ya es tarde para disimular! —prorrumpió Eida—. ¡Él lo reconoce como a un superior!… ¡Prefiero que sea así! ¡Veremos qué dice el coronel!… ¡En marcha!…

—¿No pasamos por el hotel, señorita? —preguntó el sargento.

—¡Nada tengo que recoger! ¡Todo se lo llevaron los que salieron primero!

Al arrancar el «jeep», el sargento movió las orejas, a modo de saludo.

—No olvide mis recuerdos al «jefe» —gritó Kev.

Una hora más tarde, Kev Burgan era visitado en el hotel por un inspector de la C. I. A. Se conocían de mucho tiempo, y después de saludarse familiarmente, el inspector Howland dijo:

—Es un poco extraño lo que usted hace, precisamente en Vientiane. Fue precisamente aquí donde, por un asunto de faldas, estuvo usted a punto de verse ante un consejo de guerra.

—¡No me lo recuerde!… Fue la última faenita del coronel Cowan. Nunca ha resistido el que le pisaran la raya, y como él ya había fracasado con la mujer que resultaba ser amable con otros, me escogió como cabeza de turco. Sí, fue eso, inspector. Ya procuró él que se armara escándalo, estando yo en medio… Bueno, pero eso es agua pasada. ¿A qué viene ahora sacarlo a relucir?

El inspector apenas podía contener la risa.

—¿Lo que hace un rato ha ocurrido en la calle con la artista, es también algo que le han preparado?

Kev sacó de una carpeta varios recortes de periódicos, donde había párrafos marcados en rojo.

—Lea esto.

El inspector lo hizo. Su cara expresó gran estupor. Todo lo que había señalado en rojo eran sarcasmos a la belleza y a la conducta de Eida Raybel.

—¡Diablo!… ¡Aquí hay cosas muy fuertes!…

—¡Y con mi Arma! —exclamó Kev.

—Y bien… —El inspector le miró interrogativamente.

—Yo no he escrito eso. He pedido explicaciones a la agencia en San Francisco, y la respuesta es que siguen llegando informaciones que yo no envío… ¿Explicación? Muy clara: hay interés en que esa monada de criatura y yo vayamos a trompicones.

—¡Si no se explica mejor!

—Es bien sencillo: cuando, estando en San Francisco, me enteré de que Barry Wesler se disponía a venir aquí para filmar una película, dije en la agencia que me ofrecería al grupo como guía, y que iban a recibir reportajes verdaderamente sensacionales. No sé qué demonios entendieron, y al recibir las primeras informaciones debieron parecerles demasiado blandas, y han puesto mostaza…

El inspector de la C. I. A. había entornado los ojos, sin dejar un momento de mirar a Kev.

—¿Sigue usted al grupo desde San Francisco?

—A ella, sí.

—¿Por qué?

—¡Demonio! ¡Porque me gusta! ¡Desde la primera película que le vi, tengo su imagen aquí! —se dio en la frente—, y aquí… —Se dio en el pecho, con un puño. El inspector lo miraba con ironía.

—¿Qué hay tras todo esto, Kev?

—¿Qué le pasa? ¿Es que no me cree?

—Claro que no.

—¡Esa muchacha es divina!

—No lo discuto. Pero ¿qué busca usted?… He seguido su labor de periodista y he comprobado que su verdadera carrera está en el periodismo. Sobre todo, para tratar temas de Extremo Oriente. Sé de más de un político que se ha inspirado en sus artículos, para adoptar una posición en la política a seguir en el Asia Sudoriental…

—Muy honrado —dijo Kev, sonriendo.

—Usted sabe que es cierto. Tiene usted una visión muy clara de la situación… Por eso resulta inconcebible que, por una muchacha de más o menos belleza, deje usted de ocuparse de asuntos verdaderamente serios. Usted no ignora que esto es un polvorín.

—Algo peor.

—¿Y besuqueándose en plena calle es como va a contribuir para remediarlo?

Kev se puso serio.

—¿Su reproche tiene carácter particular, o lleva el sello oficial?

—Entiéndame, Kev. El momento es muy crítico. Aquí estamos para dar ejemplo… Alguien ha venido a quejarse…

Kev soltó la carcajada.

—¡En esta tierra donde existen las concubinas como en la mía los hongos!…

—¡Por favor, Kev! Me han pedido que le «invite» a salir del país…

Kev enrojeció de ira.

—¿Quién?

—No puedo decírselo.

—¿El coronel Cowan? ¿Barry Wesler? —lo preguntaba como hablando solo—. ¡O tal vez los mismos que me achacan informaciones que yo no he escrito!… ¡Luego, voy por buen camino! ¡Yo estorbo!…

De pronto se calló, mirando al inspector como arrepentido de haber dicho demasiado.

—Tampoco yo iba por camino equivocado al pensar que usted utiliza a esa bella muchacha como pretexto, para cubrir un propósito serio.

—¡No, no, inspector!… ¡Eida me tiene loco!…. ¡Y no estoy dispuesto a consentir que un déspota, que un loco como es Barry Wesler, la destruya!…

El inspector lo miraba con sorna.

—¿No quiere decirme lo que hay detrás de toda esa alharaca, Kev? Sepa que estoy de su lado y que le ayudaré.

—Oh, no, inspector. Si me prestara ayuda, todo se iría al traste. —Admito que busco algo más que galantear a esa preciosa mujer. Pero eso que busco es todavía muy vago… Se trata de un presentimiento. Verá.

Arrastró un sillón y se sentó frente al inspector.

—¿Usted conoce la carrera de Barry Wesler? ¡Un genio del cine, eso no se puede discutir!… Pero ¿qué ha ocurrido últimamente? Sus dos últimas películas han sido un fracaso. Él tenía invertido en ellas mucho dinero, y ahora está arruinado. Los productores no han querido saber nada de él en estos últimos meses. Le huían como al demonio… Y de pronto…

Se interrumpió para encender el cigarrillo que el inspector acababa de darle.

—De pronto, «alguien» se ha prestado a financiar la película, sobre un guión absurdo.

—¿Es que conoce usted el guión?

—¡Como que lo he escrito yo! Pero Wesler no lo sabe… Fue escrito por encargo. Desde Los Ángeles me escribió un amigo, ofreciéndome ese trabajo a condición de que no lo firmara, y de que lo tuviera listo en unes días… Esa prisa, y el que tuviera que desarrollarse precisamente en Laos, me chocaron. Sabía que el director iba a ser Barry Wesler. Él nunca ha dirigido películas de selva… ¿Quién financia esto?

El inspector Howland se rascó un lado de la cabeza, 4 tratando de hacer un gesto malicioso.

—Quizá algún admirador de Eida…

—¿Y dónde está? En el grupo sólo van técnicos y actores. ¿Cómo no va en el grupo y deja que la diosa de sus sueños se arriesgue en la selva?…

Siguió un silencio. El inspector expulsó la ceniza que se le había adherido a las rodillas.

—¿Y qué piensa usted… sobre el que financia la película?

—Es todavía muy vago, inspector. No puedo decir más que, tan pronto sepa algo que valga la pena, usted será el primero en conocerlo. A cambio de eso quiero su influencia.

—En lo que yo pueda…

—Están al llegar unos altos jefes militares y un senador, para presenciar unas maniobras de las fuerzas laosianas en el sector del coronel Cowan.

El inspector, después de un gesto de sorpresa, exclamó:

—¡No se le escapa nada, Kev! La llegada de esos personajes se mantenía en secreto.

—Ya ve que no. Bien. Yo quiero asistir a esas maniobras. Usted debe llevarme en calidad de invitado. Así el coronel se quedará con las ganas de ponerme la zancadilla.

—¿Tanto le interesan las maniobras?

—En cierto aspecto, sí. Sé lo que el coronel habrá hecho con los pobres muchachos que están bajo su mando. Todos se moverán con la impecable exactitud de los cadetes de West Point. Otra cosa será cuando haya que maniobrar bajo un fuego de «veras»… Conozco el estilo del coronel Cowan…

—Imagino que, después de presenciar las maniobras, saldrá usted dando latigazos con sus reportajes.

—No. Quiero ir al sector del coronel Cowan para ver si existe alguna oportunidad para que él y yo pactemos una tregua… Necesito acompañar al grupo de cineastas. Presiento graves riesgos para teda la expedición, pero es la muchacha lo que me importa. ¿Cuento con su ayuda?

—Tan pronto vayamos a salir, le avisaré.

—Conforme. Yo voy a estar unos días en Bangkok. Le dejaré mi dirección. Puede avisarme en clave.

Una semana más tarde, Kev Burgan recibió la consigna para regresar a Vientiane. Llegó con el tiempo justo para agregarse a la comitiva.

Cuando los altos jefes y el senador se apearon de los «jeeps», el coronel Cowan estaba pasando por un mal momento, debido a algo que habían captado por la emisora del puesto.

No podía interrumpir las maniobras porque no se trataba de un hecho de guerra. Ni siquiera sabía si el mensaje captado a medias por el radio del puesto era auténtico.

Por si era poco el aturdimiento del coronel Cowan en el momento en que llegaron los personajes, vio que de uno de los «jeeps» se apeaba el que durante mucho tiempo fue su pesadilla: Kev Burgan.

Allí lo tenía, con su cara de guasa, mirándole provocativamente: «¿Qué, jefazo, sudas lo tuyo? A ver cómo os portáis. Vengo como crítico de teatro…». Esto entendió el coronel que decía la mirada de Kev.

Lo conocía demasiado bien y sabía cómo opinaba acerca de su tendencia a la exactitud en los movimientos y corrección en la indumentaria.

Kev presintió que algo ocurría. El sargento Kessel le hizo una seña para que se quedara rezagado del grupo.

Le extrañó ver al sargento con equipo de marcha, rodeado por un pelotón de laosianos, algunos de los cuales estuvieron a las órdenes de Kev, y sabía que eran buenos soldados.

El coronel y los personajes se marcharon al campo de instrucción.

—¿Qué ocurre? —preguntó Kev.

—¡Salimos en busca del grupo! ¡Se ha recibido como una llamada de socorro! ¡Ya tengo dos «jeeps» dispuestos! ¡El coronel no quiere que se sepa que sucede algo!…

Kev había palidecido, apretando las mandíbulas. ¡Si fuese demasiado tarde!…

—¡Iré con usted aunque no quiera!…

—Gracias, capitán —contestó el sargento—. Estaba seguro de que lo haría… Es usted el jefe que necesitamos. ¿Quiere revisar el equipo?

—Aunque estoy seguro de que estará bien, quiero cerciorarme.

Todo estaba en orden. Kev se metió en la barraca de comunicaciones y pidió detalles de la llamada.

—Se oía como si discutieran entre ellos. Uno decía: «¡Soy yo quien manda, no lo olvide!». Me pareció la voz del señor Wesler… A continuación, alguien maldijo, e inició lo que yo interpreto como una llamada de socorro… Pero no llegó a terminar. Se oyó como si le golpearan…

—¿Qué gente salió con el grupo? —preguntó Kev, dirigiéndose al sargento.

—Porteadores indígenas.

—¿Hace mucho que salieron?

—Cinco días… El coronel quiso ofrecerles custodia, pero el señor Wesler contestó que ellos se bastaban. Llevaban armas en los paquetes y todos sabían disparar, incluyendo a la señorita Raybel y a otra actriz que va en el grupo.

Kev escribió una esquela y se la entregó al radiotelegrafista.

—Cuando regresen del campo de instrucción, haga lo posible porque esta nota llegue a manos del inspector Howland. Va en el grupo.

Lo escrito por Kev decía:

«Inspector: Influya para que no me ponga trabas el coronel Cowan. Ya es bastante la maraña de la selva… Tan pronto sepa algo, usted será el primero…».