CAPÍTULO IV
Alb se dejó caer en un diván, al tiempo que ella, riendo, decía:
—Voy a preparar café.
—Espera.
La cogió un brazo y tiró con fuerza, pero suavemente, hasta obligarla a sentarse sobre sus rodillas.
Entonces le cogió la cara con las dos manos y la besó en la boca. Ella pareció que fuera a rechazarlo. Pero de pronto no sólo permaneció quieta, sino que su cuerpo se hizo más blando.
Con la cara hacia arriba, la cabellera casi tocando el suelo, entornó los ojos y musitó:
—Otro beso, muchacho.
Alb obedeció. De pronto ella le puso una mano sobre un hombro, empujándolo.
—¿Qué llevas ahí?
—Una automática…
—¡Qué horror! —Y se levantó, como verdaderamente espantada, cubriéndose el rostro con las dos manos.
—¿Tanto te asustan las armas de fuego?
—¡Mucho! ¡Desde que una vez vi cómo un hombre era acribillado! ¡Esconde ese chisme!
—Está bien. Lo dejaré bajo aquel almohadón.
Ella esperó a que escondiera el arma. Cuando Alb volvió a sentarse en el diván, Rina se marchó a la cocina.
Cuando unos minutos más tarde asomó, Alb parecía dormido. Enseguida se retiró. Apareció diez minutos más tarde, con una bandeja.
—Perdona que haya tardado tanto… No encontraba las cosas. Alb simuló que se despertaba.
—¿Hace mucho que me dejaste?
—Casi un cuarto de hora. Aquí está el café.
Dejó la bandeja sobre una mesita. Había dos tazas. Rina cogió una y se sentó en un sillón que había frente a Alb.
—La verdad es que no me apetece el café a estas horas —dijo el periodista—. Pero ya está hecho.
Se levantó, tropezó con un mueble y fue a apoyar las manos en la bandeja. La taza se volcó.
Dentro de la bandeja quedó el café. Rina se había levantado con tanta violencia, que parte del café que tenía en la taza saltó, manchándole el vestido.
—¡Estás borracho! —gritó Rina, encolerizada.
—Algo —contestó suavemente Alb—. Pero nada se ha perdido… El café no me apetecía y ha quedado en la bandeja. El tuyo ha hecho más perjuicios —y señaló la mancha en el vestido.
—¡Por tu culpa!
—Ya sé, muñeca. Pero debes disculparme…
Le quitó la taza de las manos y le pasó un brazo por la cintura.
—¡Luego! —Y Rina lo empujó—. Voy a llenarle otra taza.
—¿Para qué? Me mantendré despierto sin necesidad del café… Mírame. —Alb se frotó la cara con las dos manos y apareció un gesto risueño, lleno de picardía—. ¿Te das cuenta? Ya soy otro.
Efectivamente, Alb parecía transfigurado. De nuevo era el hombre que pisaba firme, preparado para toda sorpresa.
En los ojos de Rina asomó el miedo. Instintivamente miró hacia la puerta. Vio que el pestillo estaba pasado, cuando ella estaba segura de haberlo dejado descorrido.
Alb se acercó a ella. Rina, riendo, retrocedió varios pasos hasta parecer que tropezaba con un sillón. Era precisamente el que tenía el almohadón bajo el cual Alb dejó la automática.
Al sentarse metió la mano bajo el cojín, buscando.
—¿No te horrorizan las armas de fuego? —preguntó Alb. Ella saltó, sobrecogida.
—¡Oh, sí!
Alb la cogió de los brazos y la atrajo con fuerza. Mientras la besaba, sus manos recorrían el cuerpo de Rina.
—Ahora, nena… la lección de amor… Vamos arriba.
—¡No!
—¿Por qué no? Aquí hay demasiados ventanales que dan al jardín. ¿Quién nos garantiza que no nos están espiando?
Era lo que ella temía. Y si estaban espiándoles, no quería parecer que ella se sometía demasiado pronto.
—¡Tendrás que llevarme a la fuerza! Alb se quedó mirándola, sonriendo.
—Ya entiendo… Eres de esas mujeres de fuego «rápido», pero que pronto se enfrían. A mí me ocurre lo contrario. Soy llama lenta, pero que cada vez toma más fuerza. Me has traído aquí porque te interesaba saber cómo una muchacha difícil de contentar, como era «Ojos de Miel», podía estar entusiasmada conmigo. Lo vas a saber —extendió un brazo, señalando—. Sube esa escalera.
—¡No! —Y Rina se puso enhiesta.
—Está bien.
Antes de que ella pudiera prevenirse, Alb se le acercó deprisa un poco inclinado, hizo que se doblara sobre uno de sus hombros y emprendió la escalera.
La cabellera se enredaba con las manos de Rina, cuando le golpeaba en la espalda. Tal como iba no podía darse cuenta que la mano que Alb mantenía libre sostenía la automática.
El periodista no estaba seguro de que dentro de la casa no hubiera alguien. Ya arriba, la primera puerta que le salió al paso la abrió con el pie.
Era un dormitorio. Tiró su carga sobre el lecho y cerró la puerta.
Rina se incorporó, quedando sentada en el borde del lecho, las piernas al aire, el escote dejando entrever parte del busto.
Alb ya se había guardado la pistola cuando se volvió de cara a ella. Un brillo de embriaguez asomó en los ojos negros de Rina.
—¡Sospechas una trampa! —dijo ella, con voz renca. Alb se encogió de hombros.
—¿Por qué?
—¡Desde el primer momento… has estado fingiendo! ¡Tu embriaguez era falsa!
—Es posible…
Rina empezó a arreglarse el cabello, sin dejar de mirarlo.
—Eres valiente,… Y si me besas… no me resistiré. Mientras Alb avanzaba hacia ella, dijo:
—Resistiéndote sólo conseguirás que la llama tuviera más fuerza.
Ya a un paso de ella, Alb tiró la pistola sobre un sillón que quedaba lejos. Ella comprendió que todo era inútil. Por otro lado, la excitaba el sentirse acariciada por un hombre que pronto dejaría de existir.
Y salió al encuentro de los labios de Alb, estrechándose contra él, mientras pensaba con demoníaca alegría que alguien muy poderoso en aquellos momentos estaría rugiendo de celos…
* * *
Lo primero que Alb tizo fue recobrar la pistola y enfilarla en la sobaquera. Rina siguió inmóvil, como adormilada.
Pero no perdía de vista a Alb.
—¿Decepcionada? —preguntó él.
Ella abrió los ojos, todavía muy brillantes, y sonrió.
—Sabes muy bien que no. ¡Lástima que no nos conociéramos antes!
—¿No eres libre?
—Demasiado sabes que no.
—Yo sólo sé que no eras amiga de Mary.
Ella se incorporó, quedando sentada, sin más cobertura sobre el pecho que la negra cabellera.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Mary no ha podido decir a nadie que había un hombre que la entusiasmaba por su forma de acariciarla. Mary sentía horror a las caricias… Era una enferma. A mí me lo confesó cuando me gané su confianza. Y entre ella y yo nunca hubo nada más que una buena amistad.
—¡Tú le has dicho a Wolf que el cuerpo de Mary no tenía secretos para ti! —prorrumpió Rina, súbitamente encolerizada.
—Me refería a su alma, pero a Wolf le dije el cuerpo… para que se asustara. Un palo de ciego que ha dado resultado.
Rina saltó como una tigresa. Primero quiso cubrirse. Pero optó por atacar a Alb, en el momento en que éste se ponía de lado.
Llegó a tocarle el cuello con las uñas. Alb hizo un hábil movimiento, empujándola y se volvió.
Una mano de él chascó contra el rostro de Rina.
—Has cometido demasiados errores… En el club saliste de tu camerino en el momento que yo cerraba la puerta del despacho. ¿Estabas escuchando lo que hablamos?
Rina no contestó. Pero se advirtió que se estremecía, por la sorpresa.
—Aquí, cuando te has encerrado en la cocina, has comunicado con alguien por teléfono. ¿Pusiste un somnífero en mi café?
Rina soltó una risa que quería ser de burla, pero que contenía mucha rabia.
—¡Qué estupidez! ¡Eres más infantil que la policía! Ahora di que la casa está llena de enemigos, o que hay escondidos micrófonos…
—No creo que haya nadie más en la casa. Y en cuanto a los micrófonos, podrá haberlos en cualquier parte menos en esta habitación.
—¡No estés tan seguro!
—En el caso de que en esta habitación los hubiera, tú serías la primera sorprendida.
—¿Yo, por qué?
—Desde que nos tratamos… la única «sinceridad» que ha habido en ti se ha producido en esta habitación, contestando a mis caricias.
Porque era cierto, porque ella era quien más sabía hasta qué extremo se había dejado llevar por su apasionado temperamento, porque todavía quedaba en su piel, y en su sangre, parte del fuego en que conscientemente se había envuelto, se irguió, con los ojos relampagueantes.
—¡Tus horas están contadas!
—¿Y las tuyas?
—¿Qué puede ocurrirme a mí? Yo he cumplido trayéndote aquí… Si los demás han fallado, no es culpa mía. Si alguien había espiándonos desde el jardín, ha podido ver que yo me resistía.
—Es de suponer que todos los teléfonos de la casa estarán desconectados, excepto el de la cocina.
—¡Incluso el de la cocina!
—Bien. Aquí no es mal sitio para pasar la noche. Y cuando salgamos, ya habrá suficientes transeúntes por los alrededores para que nadie se atreva a atacarme. Y aunque alguien lo intentara, tú te encargarías de ahuyentarlo, porque la perjudicada ibas a ser tú. Saldremos de aquí tan juntos, que nadie podrá darse cuenta que tengo ayudado en tu cintura el cañón de mi pistola…
Rina palideció. En silencio empezó a vestirse.
* * *
Alb hacía rato que permanecía sentado en el sillón, con los brazos cruzados, las piernas extendidas.
Rina, vestida, se hallaba echada sobre el lecho. Ya había transcurrido mucho tiempo desde qué cruzaron la última palabra.
—¡No puedo más! —exclamó ella, poniéndose de pie—. ¡Esta quietud y silencio me agobian!
Se acercó a la puerta y la abrió.
—No me obligues a emplear la violencia —advirtió Alb—. Permanece aquí hasta que amanezca.
—Voy a beber algo.
—Está bien —y Alb se incorporó.
Empezaron a descender la escalera. Abajo seguían las luces encendidas. Cuando Rina estaba llegando a los últimos peldaños, Alb dijo:
—Cruza corriendo el área que domina el ventanal.
Ella volvió la cabeza, y con un gesto de burla comentó:
—¡A que resulta que eres tú el asustado!
—No digo que no. Pero me parece que tú corres tanto peligro como yo. Rina se echó a reír.
—¿Por qué?
—¿Qué comunicaste por teléfono?
—Es cuenta mía.
—Yo te lo diré. Tú estabas en el «Crystal» para controlar a Wolf. Apenas entré en el despacho, él me indicó por señas que había un micrófono sobre la mesa y que ciertas cosas no debía plantearlas.
Surtió efecto. Rina contrajo el rostro, en un acceso de ira.
—¡Ese maldito traidor…! Pero de poco le valdrá escabullirse. Siguió descendiendo la escalera.
—¡Espera, Rina!
Alb ya había calculado los movimientos que debía hacer para llegar al conmutador de la luz. Pasó junto a ella, empujándola hacia atrás.
—¡Corres tanto peligro como yo! —dijo Alb, corriendo agachado hacia la puerta. Rina soltó una carcajada y siguió descendiendo, mientras decía:
—Pareces una rata asustada.
En ese momento los cristales del ventanal estallaron bajo el fuego de una metralleta.
Rina empezó a oscilar.
—¡A tierra! —gritó Alb, al tiempo que apagaba la luz.
Quedó encendida solamente la de la cocina, y las de arriba. Los disparos de metralleta empezaron a puntear la puerta, y a hacer estallar los cristales del otro ventanal.
Ambos ventanales estaban defendidos por rejas. Yendo agachado, Alb se situó junto a una reja. Se puso en pie y aguardó a que se produjera otra rociada.
Surgió un chorro de fuego, de nuevo contra la puerta. Alb apretó el gatillo dos veces. Y el que empuñaba la metralleta retrocedió, disparando a lo alto.
Al momento se oyó el arma dando contra el suelo. Enseguida, el cuerpo del individuo.
No muy lejos un coche puso en marcha el motor. Con los faros apagados hizo un pequeño trayecto.
Al encender los faros enfilando un cruce de caminos, brotaron varios haces de luz, acompañados de descargas de fusil ametrallador.
Al momento el coche quedaba envuelto en llamas.
Alb sólo advirtió el estruendo de armas. Apenas derribar al que disparaba contra la puerta corrió al lado de Rina.
En la penumbra vio sus ojos negros, muy abiertos. Todavía alentaba. Levantó una mano, rosando con la punta de los dedos el rostro de Alb.
—¡Gran… muchacho! ¡Huye…!
—¿A quién pertenece esta casa?
—Está… a mi nombre…
—Eso no interesa. ¿Quién está tras de ti?
—No podrás… con él… ¡Huye!
—¿Quién está?
Rina cogió a Alb de la barbilla, atrayéndolo, como pidiéndole que la besara. Ya rozándose los labios, ella musitó:
—Connally…
Levantó un poco la cabeza, para tocar con los suyos los labios de Alb. El hundió las manos en la cabellera, mientras la besaba. Notó cómo el pulso se detenía definitivamente.
En la puerta sonaron golpes.
—¡Abran a la policía! ¡Llama el teniente Huston! ¿Me oye, Kerley?
Alb separó las manos de la cabeza de Rina y se incorporó. Caminaba como un autómata.
—¡Voy a abrir, teniente!
Había reconocido su voz. Antes de descorrer el pestillo, tocó el conmutador de la luz.
Entonces se vio lleno de sangre. Pero toda no procedía de las heridas de Rina.
Un proyectil de metralleta le había mordido en el costado izquierdo.
La policía entró en tromba, todos con las armas preparadas. El teniente se encargó de Alb.
—¡Testarudo del demonio…! ¡Hemos estado horas vigilando esta casa! ¡Luces aquí abajo! ¡Luces arriba…! ¿Lo has pasado bien?
Alb se miraba la herida en el costado. Con la cabeza inclinada contestó:
—No puedo quejarme…
Determinado perfume le hizo levantar la cabeza. Vio ante sí a la muchacha que aquella mañana lo abordó en la finca de Bagwell. Ella le miraba con dureza.
—¿Qué hace usted aquí? ¿Acaso es policía? —preguntó Alb.
—¡No soy policía! ¡Ni ganas!
—Voy a ver si encuentro utensilios de cura —dijo Alb, echando a andar hacia la cocina.
—Quédese ahí sentado. Ahora lo atenderán —dijo el teniente.
La muchacha se había acercado a donde estaba el cuerpo de Rina.
—¿Quién es? —preguntó Alb.
—Ya se lo dirá ella… Vino a mi despacho para pedir que un agente la acompañara al «Crystal». Ella ya estaba allí cuando usted llegó. La muchacha está furiosa por la facilidad con que usted mordió el anzuelo.
—¿Usted la ha visto? —preguntó Alb, forzando un tono humorístico. El teniente miró hacia la muerta.
—No he llegado a verla viva…
—Pues según ella me ha dicho, ésta es la tercera noche que actuaba en el «Crystal». El teniente movió la cabeza, negando.
—Tengo un agente desde anteanoche en el club, y esta noche es la primera vez que ha aparecido en público. Y esta casa hace meses que estaba deshabitada…
—Averigüe a nombre de quién está.
—¿Qué espera conseguir con eso? Perderíamos el tiempo. Hay demasiados testaferros en Miami para impedir que se llegue al verdadero propietario.
Un agente se acercó, con utensilios de cura.
—Ha tenido suerte —dijo el que lo curaba—. Sólo una rozadura.
—¡Qué lástima! —rechinó el teniente—. Lo que daría por verlo amarrado a la cama durante meses. ¿Piensa decirme si ha conseguido averiguar algo que merezca ser tenido en cuenta?
—Sólo he averiguado que esa mujer podía ser la condenación del hombre más frío, como ella se lo propusiera. ¡Qué manera de besar…!
—¡Está bien, Kerley! —lo interrumpió el teniente, irritado—. Usted no olvida que no quise atenderle cuando me pidió protección para Mary Dolgin.
—¿Por qué tenía que guardarle rencor? Usted tiene sus puntos de vista. Mientras una persona no es aplastada no hay por qué pensar que corre peligro.
Huston contrajo el rostro y apretó las mandíbulas.
—¡Le dije que no estaba tan sobrado de hombres para dedicar a uno de ellos a seguir a una muchacha bonita!
—Repito que no le guardo rencor por eso. Pero sí me reprocho haber dejado que su punto de vista me contagiara. Pensé que mi asiduidad al club podía ser contraproducente y durante varias noches no aparecí por el «Crystal». ¡Eso no me lo perdonaré nunca! —Y por primera vez desde que entraron los policías, Alb permaneció sombrío.
La bella muchacha se había acercado a ellos. Hizo un gesto al teniente y éste dijo:
—Luego hablaremos.
A partir de este momento los policías parecieron olvidarse de Alb y la bella joven, que acababa de sentarse frente al periodista.
—En cierto modo mi papá tiene razón cuando asegura que usted tiene la tozudez de…
No se atrevió a seguir. Lo hizo Alb.
—… De una mula. Y bien, ¿quién es su papá? Ella se quedó mirándolo con ironía.
—¿No lo sabe?
Alb, muy afectado, empezó a asentir con movimientos de cabeza.
—¡Sí…! ¡La pequeña Eslie…! Por algo me decía su cara que yo la había visto… Por fotografía, desde luego. Su hermano llevaba unas cuentas encima. Incluso tenía una pegada en el coche, como mascota.
Los ojos de Eslie se llenaron de lágrimas.
—¡Y le di suerte…!
—También podía yo culparme de su mal fin. Nada se podía hacer con Wil. Él era el primero en saberlo. Y el «accidente» es muy posible que fuera provocado por él mismo.
—¡No! —Fue un quejido, mientras Eslie se cubría el rostro con las manos.
—A mí me duele tanto como a usted, Eslie. Aunque su padre le haya dicho lo contrario, yo estimaba a su hermano. Y no recuerdo día más gris que cuando presencié cómo lo sacaban de los restos del coche.
Eslie se descubrió el rostro. Súbitamente apareció serena.
—Esta tarde he tenido una larga conversación con mi padre. Le he descubierto mi juego… Yo hace tiempo que persigo vengar de alguna manera a mi hermano. En casa y fuera de ella, he procurado relacionarme con gente, sin más fin que divertirme. Pero he ido clasificando tipos. Los hay siniestros, con máscara de inofensivos. Los hay hipócritas, traicioneros…
—¿Figuro yo en su lista?
—Desde que llegué a Miami, conozco todos sus pasos. En el primer momento pensé que sus reportajes no perseguían otra cosa que conseguir dinero.
—Y acertó.
—No. Conozco bien sus ingresos. Puede que papá esté en lo cierto al decir que usted tiene la ambición del vanidoso. Alternar con mujeres bonitas, meterse en asuntos peligrosos, para que se hable de usted…
—Exacto —admitió Alb, mordaz—. El sentido de la Justicia, el desenmascarar a los que pudren la sociedad, para los tontos. ¡Muy listos los Bagwell! Por eso, cuando me he dado cuenta que habían descubierto mi juego, he provocado una trifulca con su padre para separarme del periódico.
Ella lo miró sonriendo.
—¿Escuece?
—La estupidez me saca de quicio, muñeca… Vuelva a su casa y déjeme en paz.
Iba a levantarse, pero enseguida hizo un gesto de dolor. A medida que iba enfriándose la herida, le dolía más.
—Puede que usted ame la Justicia… Indudablemente usted siente aversión hacia los individuos que se escudan en la legalidad para cometer toda clase de delitos… Pero no puede negar que goza del ruido en sus reportajes. Como también es indudable que siempre hay a su alrededor alguna muchacha bonita.
—¿Y por qué tenían que ser feas? En los medios en que se desenvuelven estos asuntos, las feas tienen poco que hacer.
En ese momento estaban sacando el cadáver de Rina. Alb quedó serio mirando hacia la puerta llena de impactos.
—¿La mataron… porque no sabían contra quién tiraban? —preguntó Eslie.
—No. Había luz cuando soltaron la primera ráfaga.
—¿Cómo se explica entonces…?
—La misión de Rina era endosarme un somnífero y abrir la puerta. En lugar de eso, los que aguardaban vieron…
Se interrumpió, mirando a Eslie como a una chiquilla demasiado preguntona.
—¿Qué vieron?
—No es para oídos de niña.
Eslie se levantó, como si él la hubiese insultado.
—¡Voy a cumplir los diecinueve! ¡Y aunque tuviera menos años, nada podría asustarme! En el colegio no estamos tan aisladas. ¿Qué vieron? ¿Que le trataba… como a una persona grata?
—¡Eso no le concierne! ¿Por qué no se va a casa?
—Porque usted ha de acompañarme —contestó Eslie, con toda tranquilidad—. Y se quedará allí. Lo tengo convenido con el teniente.
—Ah, ¿sí?
—Escuche, hace días que sospecho de alguien de casa… Hoy lo he comprobado. El criado que usted golpeó esta mañana se comunica con alguien.
—¿Sobre qué?
—Sobre las actividades de mi padre… Sobre la discusión que usted tuvo con él esta mañana.
—En su casa había esta mañana mucha gente…
—Hasta el anochecer hemos tenido invitados.
Mientras hablaba, Alb iba pensando deprisa sobre la proposición que Eslie le acababa de hacer.
—¿Qué se propone teniéndome en su casa?
—Dar la sensación de que usted y papá se han reconciliado. Y ahora que por fortuna está herido…
—¿Por fortuna?
—Para mi plan, sí. Así podremos tender una trampa al criado… Alb empezó a sonreír, admirando a Eslie.
—Es usted tan lista como… Bueno, ya tenemos otro jaleo en que figura una mujer bonita. ¿Tengo yo la culpa?
—No. Ni yo tampoco… si es que soy yo esa mujer bonita.
—¡Como que usted no lo sabe! En la piscina esta mañana todos los hombres estaban pendientes de usted…
—¿Todos? Alguien me mandó a paseo, cuando le pedí fuego —replicó ella, sonriendo con malicia.
—Veía trampa.
—¿Y con la que le ha traído aquí, no?
—Con Rina el juego era distinto; con ella era a perder… o ganarlo todo. Con usted, algo me advirtió que el único resultado sería perder, aunque ganara.
—¡No le entiendo!
—¿De veras?
La cogió de los hombres y la besó en la boca. El rostro de Eslie se puso muy encamado. Levantó una mano, para frotarse los labios.
—¿Qué ha hecho?
—¿Ve? Ahora puede entenderlo… Con chicas como usted, siempre se pierde. En la puerta estaba el teniente Huston.
—Confiemos en que un día salga la muchacha que le rompa la cabeza, Kerley —dijo el policía.
—Ahora sólo se trataba de dar una explicación… Ni usted ni Eslie deben pensar otra cosa.