CAPÍTULO V
Lawford despertó sobresaltado.
Y le pareció que el gemido se repetía.
Saltó de la cama, colocando los pies en las babuchas.
Iba a encender la luz, pero se contuvo y cambió de idea, tomando la pistola que había dejado al alcance de la mano.
Oyó entonces el joven arquitecto como si arañasen la puerta de su apartamiento de soltero. Y siguió otro gemido.
Vino después el ruido de un cuerpo que se desliza hasta caer de rodillas.
Y Charles sintió que se le erizaba el cabello. Le había parecido reconocer a la rabia Nancy Gray, que le había llamado con voz débil, angustiada.
Temiendo lo peor, ajustó un silenciador a su pistola y se dispuso a salir.
Recordó lo que había dicho aquel atardecer a Nancy cuando ambos salían de la redacción del Pacific Star: «Con los “gangsters” hay que emplear procedimientos de “gángster”».
Ellos empleaban a la rubia Nancy como cebo para capturarlo.
Estaba seguro de que lo estarían aguardando.
Sus enemigos habrían calculado que él aprovecharía la oscuridad para apoderarse de la joven y entrarla en su apartamiento.
Y entonces podrían tirar a mansalva, cayese quien cayese.
El joven arquitecto descorrió los cerrojos para dejar la puerta libre, e inmediatamente, desde el interior, pulsó el conmutador que encendía las tres luces correspondientes a aquella parte de la escalera.
Y abrió inmediatamente, quedando él casi en la sombra, mientras los que le estuviesen aguardando quedarían bajo la buena iluminación que había producido.
Tal como había imaginado, había bastante gente aguardándole.
Lo que no esperaba era que los principales de sus enemigos parecían ser los fotógrafos.
Pero tanto éstos, que eran dos, como los dos «gorilas» que les servían de protección, estaban desconcertados.
Reaccionaron, no obstante, cuando vieron que Lawford, en su rápida aparición atrapaba a Nancy, que estaba desmayada, y la entraba con inesperada rapidez.
Dispararon los fotógrafos sus placas y la respuesta fue inmediata.
Sendos disparos del arquitecto destrozaron las máquinas fotográficas, hiriendo una de las balas a uno de los fotógrafos.
Los «gorilas» se aprestaron a tirar también y en aquella ocasión Charles actuó sin contemplaciones, disparando a matar.
La cabeza de uno de los pistoleros dio la impresión de que hacía explosión al ser alcanzada por uno de los proyectiles.
Y el hombre cayó tras girar un cuarto de vuelta.
Otro balazo alcanzó al otro pistolero en el instante en que disparaba. Le dio en medio del pecho y salió lanzado hacia atrás, mientras que su bala se estrellaba contra el techo.
Los dos fotógrafos, perdidos sus instrumentos de trabajo, sin protección y herido uno de ellos, se lanzaron alocadamente escaleras abajo.
Lawford se disponía a cerrar; pero oyó aún que los hombres caían rodando por la escalera en su precipitada huida.
Se apresuró a cerrar, asegurando bien la puerta por dentro otra vez, para que no le pudiesen sorprender.
E inmediatamente, tomó a Nancy en sus brazos, llevándola hasta la cama.
La linda rubia estaba muy pálida, frías, muy frías las extremidades y la nariz, helor que le iba ganando el resto del cuerpo.
Y en un momento en que abrió los ojos, pudo observar Charles que tenía las pupilas muy dilatadas.
Estaba claro que la habían intoxicado, dándole una dosis excesiva de algún calmante.
Se apresuró a entibiar agua.
Mientras realizaba tal operación, se aseguró de que no la habían inyectado.
Se sintió satisfecho al comprobar que la rubia no presentaba señal alguna de aguja hipodérmica.
Le dio a beber el agua tibia; e inmediatamente se produjo el vómito, no vacilando en meterle dos dedos en la garganta.
Repitió la operación de darle más agua y provocarle un nuevo vómito.
Entre las dos veces pudo contar hasta un total de veinticuatro grajeas de calmante, las cuales estaban a medio disolver aún.
La linda rubia comenzó a temblar de frío y el joven la arropó bien, colocándole, además, dos almohadillas eléctricas.
Preparó rápidamente un café muy cargado, que le hizo tomar muy caliente, a pesar de que ella se resistió en principio.
—Vamos, jovencita, no será nada. Te advertí que nos exponíamos a lo peor. Y los muy granujas no han tardado en darme la razón.
Había comenzado a producirse en Nancy una reacción favorable. Intentó hablar ella, pero Charles cortó:
—Si no es muy necesario que hables, es mejor que duermas. Por el momento la situación está salvada, según creo, aunque de todas maneras voy a llamar a un médico. No te preocupes, es un buen amigo.
—Creí que me moría… Me obligaron a tomarlo, a la fuerza…
—Está bien. Descansa…
—Espera… Ellos llamaron por teléfono, diciendo que te habían llevado al hospital en grave estado. Fingieron que era la policía…
A una pregunta de Charles, dio el nombre del producto que la habían obligado a tomar.
—De acuerdo. Duerme. Te hará bien.
—No puedo. Me sucede algo extraño. No puedo hablar y, sin embargo, no soy capaz de estarme quieta…
—Yo estaré aquí, no me moveré. Cierra los ojos…
Llamó al médico, el cual, informado de lo que sucedía, se apresuró a prometer que iría.
—Ten cuidado. Si llevas un arma contigo, puede que no te estorbe. Aunque yo estaré esperando dispuesto a protegerte.
—No te preocupes por mí. Ya sabes que soy capaz de protegerme solo. Cuida a la chica.
—Tal vez encuentres un par de cadáveres en la escalera…
—Bien, estamos habituados los médicos. Y yo digo: un cadáver o dos más, ¿qué importan al mundo?
Terminada la conversación, vio Charles que la linda rubia, vencida por el agotamiento, pasada en parte la crisis nerviosa, dormía, aunque su sueño no era muy tranquilo.
Charles se dirigió a la puerta, tras la cual se puso a escuchar.
Se sentía gente en el lugar donde habían caído los dos pistoleros, aunque se movían con tanto sigilo que, a no estar advertido de lo que sucedía, habrían podido pasar desapercibidos.
Lawford contaba los minutos, calculando con la natural inquietud el tiempo que tardaría su amigo en llegar.
Cuando consideró que faltarían unos cinco minutos, encendió las mismas luces con que había sorprendido a los que le habían atacado a él.
Notó entonces que el movimiento exterior se producía con mayor celeridad, sin que, al parecer, les preocupase excesivamente el ruido, el cual cesó cuando no habían transcurrido aún los cinco minutos.
Unos momentos más tarde de los previstos por Lawford, llegó su amigo.
El arquitecto, manteniendo la pistola en la mano, abrió.
Sonrió el médico, que dijo:
—Tranquilidad absoluta. Ni huellas de cadáveres. Tal vez no los mataste. Te falta, para eso, la práctica que nos sobra a nosotros —añadió, festivamente, el recién llegado.
—Se los han llevado. He oído el ruido…
—Está todo demasiado limpio. Lo cual hace pensar que han borrado toda huella…
Asomó Lawford, que señaló para el desconchado que había hecho en él techo la bala disparada por el pistolero en el momento que caía muerto.
—Como verás, no ha sido un sueño… Aunque han quitado también los fragmentos de yeso que cayeron. Más que verlos, los sentí, por la posición que yo ocupaba.
—Está claro que han querido borrar todo vestigio. Y hasta habrían reparado el techo a no ser porque no les habrás dado ocasión…
Habían entrado, cerrando una vez dentro los dos.
—¿Y la chica?
—Parece que ha reaccionado bien. Está dormida o medio dormida.
—Mejor…
Cuando Charles le dijo el nombre del producto que habían obligado a ingerir a Nancy y el número de grajeas que había contado, dijo el recién llegado, tras examinar rápidamente a la atractiva rubia.
—Le has salvado la vida. Y te has librado de un lío espantoso.
—¿Crees que hubiese muerto? —preguntó Lawford.
—Personas de más peso que ella han muerto con una dosis semejante y aún más corta.
El médico inyectó vitaminas que debían contrarrestar los efectos de los barbitúricos que había asimilado el organismo de Nancy y prescribió luego lo que debía ir tomando para irla reanimando.
—¿Así pues, han querido asesinarla? —preguntó Charles.
—Sí. Y han tratado de envolverte a ti en su muerte. ¿Imaginas lo que habría supuesto para ti?
—Sí…
—Con pruebas de fotografías y todo…
—Sí. Me habría tenido que someter a un chantaje continuo o se habría dado el escándalo —dijo Charles.
—Exactamente. ¿Con qué fin? —preguntó el médico.
—Hay un terrible embrollo en todo esto. Un enredo en el que juegan muchos intereses. En principio, pensé que podía ser una cosa personal dirigida contra el padre de Nancy.
—¿Es Nancy Gray? —preguntó el médico.
—La misma…
—Una chica valiente. He leído su libro…
—Cuando oí que llamaba a mi puerta, pensé que la empleaban como cebo para asesinarme. Luego, al descubrir a los fotógrafos, pensé solamente en el escándalo… ¿Imaginas a Nancy Gray, intoxicada, recogida por mí a la puerta de mi apartamiento?
—Sí… Era más que suficiente para hundiros. Pero parece que no les bastaba. Necesitaban complicarte en una muerte. Lo otro, en lo que a ti se refería, se hubiese considerado una simple calaverada de soltero.
Tras observar una reacción favorable en la joven, se despidió el médico.
—Sigue fielmente las instrucciones que he dejado escritas y verás cómo mejora rápidamente. Si observases alguna anomalía, me llamas a la hora que sea. Dejaré dicho en dónde me puedes encontrar, si me viese obligado a salir.
—Gracias, Glenn.
—Duerme tú también tranquilamente. Empeñado en esa dura lucha, lo necesitas más que nadie… Y cuenta conmigo también, si te ves en un apuro y hay que repartir leña a destajo.
Glenn Meyer, de la misma edad que Lawford, que había destacado también en la Universidad como atleta, estrechó la mano de su amigo y le deseó suerte.
* * *
Budy Graame, «el Sonado» no había conciliado el sueño con tranquilidad ni en una sola ocasión, desde que Charles Lawford le había zurrado, dejándolo fuera de combate.
Su obsesión era volver a enfrentarse con el joven arquitecto, seguro de machacarlo.
Pero no dejaban enfriar su furia las repetidas noticias recibidas sobre las violencias del joven en respuesta a los ataques.
«Mandíbula Cuadrada» aseguraba que le había sorprendido. No era muy creíble, tras haber presenciado cómo le había zurrado a él.
Había pegado ignominiosamente al director del periódico y a su redactor jefe, que eran jóvenes y corpulentos.
Pero lo que le ponía más en cuidado era que había hecho frente a dos hombres armados, matando a uno de un golpe, para, horas más tarde, hacer frente a los fotógrafos y sus guardaespaldas, a los cuales había liquidado.
Era la última noticia la que más le inquietaba.
Entre sueños, pues estaba de guardia, oyó el repiquetear del timbre telefónico.
Tomó el aparato y, apenas había preguntado quién llamaba, le dieron la contraseña correspondiente, diciendo luego:
—Que se ponga Herbert al aparato.
—En seguida…
Llamó Budy al jefe del grupo de acción, al cual conocían por Herbert, «el Tranquilo».
Respondió a la contraseña que le dieron, cuando tomó el aparato, e inmediatamente recibió órdenes:
—Herbert, muchacho. Hay una denuncia contra Cecil Morton y van a hacerle una visita. Él está avisado ya y lo está poniendo todo en orden.
—Bien. Adelante.
—Hay que sacar de allí a Howard…
—Ese tipo está dando demasiado trabajo, patrón…
—Es lo que hemos pensado por aquí. Os lo lleváis para protegerlo… Y no quisiera volverlo a ver. Al menos, vivo.
—Okay, patrón. ¿Qué hacemos con ella?
—Ella ha encontrado un buen agujero y se ha retirado de la circulación. Podemos dejarla en paz, por el momento.
—Como diga, patrón. Pero no me gusta dejar cabos sueltos…
—El fulano está estrechamente vigilado. No hay cuidado, por el momento. Ahora quedará en ridículo, porque ha sido él, precisamente, quien ha denunciado a Morton. No perdáis tiempo…
—Vamos enseguida, patrón.
—No quiero un fallo más, Herbert.
—Tranquilo, patrón. Anoche me hubiera gustado ir, porque a mí no se me hubiese escapado. Pero uno no puede estar en todos sitios.
—Tranquilo, muchacho. Y suerte…
Estaban identificados y cortaron la comunicación por ambas partes casi en el mismo instante.
* * *
ra muy temprano aún cuando Herbert, «el Tranquilo», al cual acompañaban Budy, «el Sonado» y Kirk, «Cremallera», llegaron a la villa que, rodeada de un vasto parque-jardín, servía a Cecil Morton como domicilio propio de la pretendida Asociación de Buenas Costumbres, de la secta de la cual se hacía llamar profeta, y de otras actividades inconfesables que se cubrían con las primeras.
Howard, el desleal capataz, aguardaba vestido y con un pequeño maletín, en el cual llevaba alguna ropa y sus útiles de aseo personal.
Kirk y Budy quedaron en el automóvil, un potente «Lincoln» negro y cerrado, mientras que «el Tranquilo» llegó hasta el hall de la villa, en donde Howard escuchaba las exhortaciones de Cecil Morton en su papel de profeta.
«El Tranquilo» apenas saludó, dirigiéndose a Howard:
—Así me gusta, muchacho, la puntualidad. Vamos, y no hagas demasiado caso a ese hipócrita.
No protestó Morton, a quien «el Tranquilo» no le resultaba simpático. Pero, mentalmente, le deseó un rápido y mal final.
«El Tranquilo», bien en su papel, preguntó a Howard cuando hubieron dejado a Morton:
—¿Tienes adónde ir, muchacho?
—No. Yo creí…
—El patrón ha dado libertad para que te llevemos adonde tú quieras. O que te busquemos un buen alojamiento, si no tienes ninguno.
—Si tuviera un buen agujero en donde meterme, no me habría refugiado en casa del fulano este. Creí que era otra cosa.
—Es un redomado hipócrita. Y no ha querido enseñarte lo bueno que tiene ahí, por miedo a que te vayas de la lengua…
Se dirigió a sus dos subordinados, a los que preguntó:
—¿Verdad, muchachos?
Los ojos de Budy destellaron de alegre picardía y el hombre afirmó enérgicamente con la cabeza, chasqueando al propio tiempo la lengua.
El «Cremallera» se limitó a afirmar con un gruñido nasal, manteniendo la boca, que tenía grande, muy juntos los labios como si estuviesen unidos por una cremallera.
Era, precisamente, el «Cremallera» quien iba al volante. Y «el Tranquilo» le ordenó:
—Nos vas a llevar a la tasca de Dorothy…
Gruñó el «Cremallera», dando su aprobación. E inmediatamente puso el «Lincoln» en marcha.
«El Tranquilo» dijo a Howard, en tono festivo:
—La tasca de Dorothy no tiene la apariencia de esa villa de Morton. ¡Pero allí sí que se divierte uno sin miedo! A veces hasta salen planes con las chicas que pasan camino de Las Vegas. Y mejor aún con las que vienen, con sobra de bebida y sin dinero.
Le dio una palmada en la espalda y exclamó:
—¡Eres un fulano de suerte! Y más de uno quisiera estar en tu piel. Pero el cochino trabajo nos obliga a danzar de un lado para otro, ¿comprendes?
A varias millas ya de Los Ángeles, Budy exhaló un suspiro de alivio y se dirigió a su jefe.
—Creí que nos seguían. Pero han tomado por otra carretera. Por si acaso, he tomado matrícula y modelo… Si vuelven a aparecer, habrá que ir a preguntarles cómo se llaman…
No volvieron a ver el automóvil.
Faltaban tres millas para llegar a destino, cuando vieron pasar por encima de ellos un helicóptero biplaza, particular.
El hecho no les preocupó en absoluto, pues los del aparato no dieron la impresión de fijarse siquiera en ellos, y para mayor tranquilidad, desapareció rápidamente de la vista.
«El Tranquilo» pensó que Howard tenía una cabeza buena para hacerla volar de un par de tiros.