CAPITULO
73
Llegué a mi casa y al abrir la puerta Beltrán me recibió muy alterado; en su rostro se reflejaba la angustia.
—¿Dónde te habías metido? Hace horas que trato de localizarte; ha ocurrido una desgracia. Francisco ha sufrido algo grave en el corazón, el médico dice que es una disección aórtica y que debe ser operado de urgencia.
Me quedé estatuada, sin poder reaccionar. ¿Francisco? ¿Disección aórtica?… ¿qué diablos era eso? El corazón se me cayó al suelo. La cabeza me daba vueltas y sentí que me moría. Veía que los labios de Beltrán me hablaban, pero estaba aturdida. Traté de entender, mientras mi interior repetía: no puede ser, no puede ser, no puede ser…
—Se lo han llevado al Sagrado Corazón. Han llamado a tu amigo, el doctor Cequier; su equipo se va a ocupar. Está en buenas manos. Alma… ¿me escuchas? Te he dicho que Francisco está grave.
Reaccioné como pude y, sin esperar, abrí la puerta y salí corriendo.
—¡ALMAAAA!… ¿Qué haces? ¿Adónde vas?
Me subí al coche impulsada por una fuerza sobrenatural, como si fuese yo quien debiera salvarlo. Mientras trataba de serenarme, en el camino al hospital llamé a Cequier. Me dijo que habían logrado estabilizarlo, que el problema cardíaco era grave y necesitaba ser operado de urgencia. En la evaluación postraumática le realizaron una ecocardiografía y en ella descubrieron que además de la disección aórtica, que requería un inminente cambio de válvula, Francisco tenía un fibroelastoma endocárdico que debía ser extraído cuanto antes. En ese momento estaba en la UVI y lo operarían en tres horas. Le rogué que me dejara entrar al quirófano y, tras mucho suplicarle, me dijo que trataría de organizarlo para que pudiera asistir como observadora. No entendía el porqué de mi insistencia.
Llegué en quince minutos y aparqué como pude. En urgencias pregunté por mi amigo, quien autorizó mi acceso. Corrí por los pasillos de la UVI hasta llegar a la habitación donde tenían a Francisco. En la puerta me esperaba Cequier, quien al ver mi desesperación trató de preguntarme algo, pero yo lo silencié.
—No me preguntes nada, Ángel, por favor. No puedo explicártelo. Sé que me entiendes. Necesito estar presente en su operación.
—De acuerdo —me dijo comprensivo—. Te advierto que es una cirugía que impresiona, hay mucha sangre, puedes marearte y acabar en el suelo; podría durar más de seis horas. Tú decides. ¿Te ves con fuerza?
No sabía si estaba preparada. Lo único que tenía claro era que debía estar ahí, acompañándolo. Asentí. Me quedé sola delante de su habitación; ignoraba si me iba a encontrar con Morgana, pero no me importó. Abrí la puerta; no había nadie. Lo vi en la semipenumbra, tendido en la cama. Su perfil se marcaba nítido, como si fuese un dibujo al carboncillo que destacaba en sombras su cabello desordenado, sus pronunciados pómulos y sus mejillas hundidas por el agotamiento de lo sufrido. Sus párpados cerrados le daban un aire de escultura griega. Entre las sábanas su cuerpo parecía más pequeño.
El monitor con aquel sonido frío marcaba los latidos acompasados de su corazón; ese corazón que yo tanto amaba. Me inspiró una infinita ternura verlo así, desmadejado, a la suerte de lo que la vida quisiera decidir qué hacer con él. Toda su magnificencia quedaba reducida a una nada. No había pulsos ni ansias por alcanzar la gloria… Volvía a ser el niño de la Glorieta de Bécquer. ¿Cómo podía no amarlo, si él era lo más bello que me había regalado la vida?
Viéndolo en aquella indefensión, le perdoné todo.
Me acerqué al lecho y acaricié su pelo ensortijado; nunca había podido tocarlo. Besé su frente, sus mejillas y sus ojos: estaba sólo para mí. Cogí su desmadejada mano, la llevé a mis labios y lloré como jamás lo había hecho; eran lágrimas que liberaban. Pensé cuán estúpidos éramos los seres humanos. Frente a la inminencia de la muerte, nos convertíamos en insulsas marionetas cuyos hilos se rompían; se había acabado la función. Huesos y músculos, sin sentimientos ni fuerza para representar ningún papel… ni un grito ni un silencio… ni indignación ni consuelo… Un saco de serrín que se desploma sobre un escenario vacío… no hay máscaras ni aplausos. El rostro se repliega y se somete, como un servil esclavo, al desamparo de lo que viene.
—Amor mío —le dije—. Te esperé hasta muy tarde en nuestro Parque… ¡No te imaginas cómo estaba de bello! Los pájaros revoloteaban preparando nuestro encuentro, como cuando éramos niños. Tus fresias exhalaban aquel perfume suave… No llegaste; pero estabas ahí, como yo estoy aquí, ahora… como siempre hemos estado.
Acerqué una silla y permanecí cogida de su mano en un duermevela, hasta que llegó una enfermera y me anunció que en quince minutos se lo llevarían al quirófano. Al poco tiempo apareció Cequier y me explicó lo que haríamos. Después de que la camilla viniera a buscar a Francisco, un ayudante pasaría por mí y me prepararía para asistir a la intervención.