CAPITULO
66
Mi carrera de bribón elegante evolucionaba hacia territorios mucho más sofisticados; me había convertido en un sibarita de la trampa. Disfrutaba de cada reto que me trazaba; era una escalada sin límite que me producía una excitación que superaba a la de un orgasmo. Mi adrenalina alcanzaba un nivel tan alto que, si me hubiesen hecho una prueba de sangre en ese momento, la noradrenalina hubiese salido disparada.
Se me volvió imposible vivir de una manera normal: no estaba preparado para la rutina de una existencia sin emociones. Cada obra que planeaba era analizada al milímetro, con sus beneficios y sus riesgos; cuanto más altos, más me gustaban.
Me había comprado una casa en El Rocío, junto a la ermita, con una imponente vista que daba a las Marismas, y como era de esperar, dada mi vehemente devoción por la Virgen, no faltaba ni un año a la Romería. Tenía la carroza más sobria y aristocrática de Sevilla: el coche, un grand break inglés de caza del siglo XVIII, que gracias a sus ruedas originales y a la fuerza de sus cinco caballos —sementales de pura raza española que clavaban sus cascos hasta las cañas, tirando hasta la extenuación— «araban» las arenas. Iban adornados con cascabeles y dobles collares relucientes, que a la luz del sol destellaban como el oro. El coche se remataba con una elaborada cesta de mimbre, repleta del mejor catering, para que no faltara de nada en el camino. Y si algo volvía loca a Morgana eran los preparativos. Que si los trajes, que si los zarcillos, que si las pulseras, que si los invitados, que si… Eran unas fechas en las cuales yo descansaba de sus malos humores y sus maldades. Un tiempo en el que nos dábamos una tregua y hasta nos creíamos que conformábamos una pareja casi perfecta.
Para mí, más que las frívolas fantasías que se montaba mi mujer alrededor de la Romería —con eso no quiero decir que yo no las disfrutara de manera infame—, lo más importante era la oportunidad que veía de exprimirla y sacarle todo el provecho, ya que cada Rocío me regalaba víctimas frescas para merendármelas en mis asuntos.
Y aunque mis negocios inmobiliarios iban mejor que nunca, me aburría soberanamente. Por eso se me ocurrió montar algo que diera mucho que hablar y que, obviamente, siguiendo mi depurado estilo, me sirviera para lucrarme de manera fehaciente. Se trataba de que todos los que tuvieran dinero para invertir se creyeran lo que yo les vendía y desearan participar porque quien no lo hiciera quedaría ante los demás como un tonto.
La estafa que monté con meses de antelación —algo que me había tenido deliciosamente ocupado— estaba avalada por unas pormenorizadas memorias que incluían gráficos, estadísticas, estudio de la competencia, riesgos y unos atractivos planos del colosal proyecto, para que nadie, absolutamente nadie, pudiera resistirse a la tentación de pertenecer a él. Quienes lo hicieran iban a recibir el setenta por ciento más que los intereses que ofrecían los bancos y cajas de ahorros. La gran respuesta iba a generarse a través de la codicia, y bien sabéis que esta es un caramelo que muy pocos rechazan. Los que iban a caer serían los más golosos.
Las inversiones que proponía se iban a realizar en países emergentes: Rusia, China, India y… Latinoamérica. Un mercado que, visto desde aquí, llevaba el éxito asegurado.
Y así como la religión se vanagloriaba de tener sus espléndidas Catedrales y los bancos sus grandes edificios, yo iba a impresionar a todos patrocinando la iluminación de grandes monumentos de España, que incluían museos, puentes, construcciones emblemáticas, plazas de toros, parques, acueductos romanos, pueblos perdidos, esculturas y cuanto me llevara a promocionar mi proyecto para captar más incautos y que mi nombre estuviera expuesto sobre inmensas telas. Para los codiciosos inversores, aquella sería la inversión de su vida, creada y promovida por el más valiente: el Iluminado. Un negocio que venía cargado de luz.
Mientras tanto, en el camino del Rocío las juergas se sucedían en cadena. Las mujeres, con sus trajes de gitana a cual más bello se paseaban con sus flores en la cabeza, sus caras empolvadas y sus sonrisas de caricia, bebiendo rebujitos y finitos entre carcajadas, flirteos y exuberancias. Y heme aquí que yo, ni corto ni perezoso, estaba atento a satisfacer todos sus deseos. «La ocasión hace al ladrón», decía mi madre, y yo lo aplicaba al pie de la letra. No tenía que hacer absolutamente nada para conquistarlas. Venían a mí como abejas al panal, a dejar todas sus mieles en mi entrepierna y en mi boca. Como anécdota sin importancia os cuento que en un solo día alcancé a beberme las dulzuras de cuatro, y eso me ponía al rojo vivo. Saber que mientras libaba el néctar de una, tres horas después me esperaba el de otra, y otra y otra, en lugar de agotarme hacía que mi producción se incrementara y mi hombría alcanzara cotas inimaginables. A todas adulaba y engolosinaba con palabras y promesas —que nacían y morían al ritmo de mi pelvis— que ellas se creían a pies juntillas. Algunas, sin embargo, lo hacían por el simple reto de acostarse con el marido de la que consideraban su mejor amiga, algo más común de lo que os imagináis. Otras por comprobar que lo que se decía de mis hazañas como amante era cierto. Y las más ingenuas, muchas de ellas separadas, porque estaban convencidas de que abandonaría a mi mujer, me reconvertirían en un futuro esposo abnegado y conmigo fundarían una nueva familia —y es que el tema de los divorcios en edades que rozan los cuarenta está a la orden del día.
Descubrí que muchas de las que realizaban el camino a pie no llevaban bragas bajo sus enaguas; afirmaban que lo hacían por comodidad, ya que con aquellos trajes, orinar se hacía aparatoso y del todo incómodo. Bonitas y feas, jóvenes y viejas acababan en medio del monte, levantándose las faldas y desocupando sus vejigas, las unas frente a las otras, sin ningún tipo de pudor y en absoluta camaradería. Y yo, que todavía conservaba en perfecto estado mi infantil y solitario vicio de voyeur —que, aunque a muchos pudiese parecer una obscenidad, a mí me seguía produciendo un increíble morbo—, me dediqué a la observación, y entre aquellos racimos de mujeres acuclilladas encontré exóticas y hermosas frutas.
A la guapa que le echaba el ojo haciéndolo, más adelante la llenaba de halagos y acabábamos detrás de cualquier pinar, contra el tronco más recio que se atravesara en nuestro camino: ella con los volantes alborotados y yo con mi bragueta abajo y mi fuerza arriba, clavándola a la encina. Acompañando nuestro improvisado baile por el canto de alguna plegaria rociera, que más que distraernos nos llevaba a acariciar el cielo. Como si un coro de ángeles y arcángeles nos congraciara con sus voces.
En una de las paradas del camino, casi llegando a Palacio, me lo hice con dos hermanas: eran unas gemelas viciosas que se propusieron enloquecerme de placer. Como sabéis, a los hombres nos vuelve locos ver a dos mujeres que se quieren y nos brindan sus encantos; las vi amarse delante de mí, tocarse y besarse con hambre; sus senos restregándose, piel contra piel, las lenguas de sus bocas peleándose por devorarse con delicadeza y una voluptuosa feminidad ávida de goce. Me dejé hacer lo que quisieron; se peleaban por lamer mi sexo, succionar mi aliento y hacerme feliz. A las dos satisfice, porque yo era Francisco Valiente y me sobraba de todo para darles.
Al llegar al final, cuando el Simpecao —estandarte de mi Hermandad de Triana— hacía su entrada triunfal a la aldea y todas las euforias mezcladas con alcohol habían dado sus frutos, en mi casa concluyó el gran convite.
Yo venía cubierto del polvo del camino y de los otros «polvos» y había recogido lo que necesitaba para mi estafa piramidal. Pero, por estar distraído en tantos juegos amorosos, cometí un imperdonable descuido del que me faltó vida para arrepentirme. Se me pasó por alto que entre los inversionistas que se sumaban a mi negocio inmobiliario había un abogado, íntimo de un amigo, a quien conocía muy poco, y resultó ser más listo que yo.
Aquello creció y creció, los monumentos se iluminaron, mi nombre aparecía en toda España, los inversores aumentaban y el dinero caía y caía en cascadas hasta que, de repente, el negocio se desbocó y se me fue de las manos. Y los primeros dejaron de recibir lo prometido, porque los segundos y terceros que se sumaban a la euforia y de los que me valía para ir pagando los intereses, dejaron de venir. Y así, como si nada, aquel castillo de naipes que tan bien había armado se desplomó en cadena delante de mis narices. Uno tras otro, y tras otro, y tras otro, hasta que le llegó el turno de no recibir sus intereses al famoso abogado. Entonces supe que aquello me pasaría factura; se puso como un energúmeno y me denunció, y a esa denuncia se sumaron muchas y me lincharon.
Acabé en la cárcel.