CAPITULO
65
Tras el nacimiento de Macarena, Francisco y yo entramos en una velada competencia de hijos que iban viniendo al ritmo de nuestras mutuas frustraciones.
Nació mi primogénito. Beltrán y yo coincidimos en llamarlo Francisco, un nombre que ninguno de los hijos de Morgana, aunque su marido lo deseaba, pudo tener; sobre todo porque en esas lides ella mandaba; creo que con eso buscaba vengarse.
El primer ramo que recibí en la clínica fue de él. Cien rosas rojas que portaban una tarjeta con un poema que Beltrán no entendió y asumió como una de las excentricidades de su amigo. La leí:
Quiero mandarte la pura rosa.
La que no tiene símbolo ni signo.
La que no pese porque recuerda un recuerdo.
La que sea su nacimiento puro…
La que no diga: «Me quieres», ni «Te quiero»…
La que diga tan sólo: «Soy mis pétalos,
mi color, mi forma, soy la rosa…».
Me quedé con el mensaje en la mano, y para mi desazón y rabia se me escurrieron las lágrimas; hubiera preferido no llorar porque me encontraba ante un hecho trascendente: me había convertido en madre. Un ser increíblemente frágil estaba entre mis brazos, dependía de mí y de mi fuerza para salir adelante, y en ese instante yo, su madre, me sentía más indefensa y débil que él. Yo, la que debía dar, sólo quería recibir. Mi marido me miró con amor y me abrazó diciendo:
—Este Francisco tiene comportamientos que no logro entender. ¿Qué querrá decir con ese poema, querida?
Me sobrepuse y le contesté:
—Debemos quedarnos con su gesto. Seguramente deseaba acompañar las rosas con algún escrito bello; ya lo conoces. Siempre quiere demostrarnos su erudición.
—«La que no pese porque recuerda un recuerdo»… ¿qué sentido tiene?
—No le des más vueltas; forma parte del verso. Es de Pedro Salinas. Ya sabes cuánto le gustan a él los poetas.
Al poco tiempo, Morgana volvió a quedar encinta y yo, tres meses después, también. Y así fuimos pariendo hijos cada uno por su lado. Pienso que, más que desearlos de verdad, nos movía la rabia de no poder concebir los nuestros. Hasta que entre las dos parejas hicimos catorce. Siete eran de Morgana y siete míos. Y por más increíble que parezca, así como las respectivas madres no nos tragábamos, los niños se convirtieron en hermanos. No había tarde en que no se reunieran a jugar. Eran una sola familia con cuatro padres.
Una noche, estando juntos, mientras Beltrán y Morgana se encontraban hablando con amigos, Francisco se me acercó.
—¿Vas a seguir con este juego? —me dijo, preocupado.
—¿Con cuál? —le pregunté, sin entender su pregunta.
—El de seguir teniendo hijos.
—Tú lo empezaste —le dije.
—Porque me obligas.
—Yo no te obligo a nada.
—¿Paramos?
Y así, decidimos no procrear más.
Lo que vino después fue algo que quisimos evitar a toda costa, pero se desbocó. Nuestros primogénitos siempre deseaban estar juntos. Macarena y Francisco se hicieron inseparables. Eran unos niños maravillosos. En mi hijo lo veía a él, y en Macarena, a mí. Jugaban en el Parque y se hicieron asiduos de la Glorieta de Bécquer, como nosotros lo habíamos sido en nuestra niñez. Sin ningún tipo de explicación. Verlos era recordar nuestra infancia. Se peleaban por nosotros. Macarena defendía a su padre y Francisco a mí. Beltrán y Morgana empleaban todo lo que estaba a su alcance para frenar aquel amor imposible por incestuoso, pero era más fuerte que ellos. A mí, personalmente, me tenía sin cuidado. Quería que fueran felices; lo que nosotros no habíamos conseguido.
Se crearon unas luchas intestinas. Las parejas estábamos divididas; mientras Francisco y yo apoyábamos su relación, y Morgana y Beltrán se oponían como fieras, ellos decidieron seguir amándose a escondidas. Mi hijo me lo contaba todo, sin que se enterara de nada su padre, y yo le aconsejaba en lo que podía. No quería otra frustración y dolor en la familia. Suficiente había sido mi tristeza para que él, a quien adoraba, la repitiera.
Era un ser alado, con una dignidad a prueba de todo. Estoy convencida de que siempre supo de mi amor secreto aunque nunca me dijera nada, porque el respeto que me tenía era inmenso y la lealtad hacia su padre, más. Su comprensión me regaló las alegrías que la vida no me dio. Teníamos unas charlas profundas sobre las injusticias, el ser humano y los deseos frustrados. Sabía que en el fondo de mí había un profundo desengaño y quería verme feliz; pero una madre antes que nada siempre es primero madre, y eso, los hijos, por más que traten de entenderlo no lo ven.
Había empezado a estudiar Filosofía, y yo me maravillaba escuchándole. Era un ser que no pertenecía a este mundo. Me leía inteligentes disertaciones que hacía sobre el ser humano y la infructuosa búsqueda por encontrar su sentido, con los que me identificaba plenamente. Tenía el ímpetu de la juventud, de creer que con sus escritos cambiaría el mundo; su clarividencia me llenaba de valentía. A su vez, Macarena era una chica limpia de alma, con una sensibilidad extraordinaria, que estudiaba diseño, pero que lo que en verdad portaba en su sangre era un arte que no le cabía en el cuerpo. Mientras su madre se perdía en frivolidades, ella buscaba la esencia de la vida en sus pinceles. La quería como si fuese mi propia hija, y todas las tardes iba a mi casa buscando la comprensión no encontraba en la suya.
Se hicieron novios, a pesar de todo lo que los demás pensaban. Ella era el calco de Francisco, y mi hijo, el mío. Su amor era fresco y limpio, una bocanada de aire puro en mi vida.
Sin que nadie lo supiera, les conseguí un rincón secreto para que se encontraran y dieran rienda suelta a su amor y a sus proyectos de estudiantes. Empezaron a construir libros que elaboraban artesanalmente; Francisco creaba sus poemas y Macarena los ilustraba. Parecía que en aquella historia se estuviera plasmando mi vida entera.
Es posible que mi deseo de que colmaran su sueño se confundiera con mi amor perdido; de cualquier manera, eso me llevó a vivir una euforia que me ayudaba a despertar. Se convirtió en mi gran objetivo. Ya que yo no había podido ser feliz, debía hacer todo para que al menos ellos lo fueran.