CAPITULO
62
Las mudas promesas que ingenuamente creí que me había hecho Francisco en la boda resultaron erróneas; eso me causó un terrible dolor. Tras la ceremonia, desapareció de mi vida. Lo veía con frecuencia en los eventos familiares —siempre del brazo de Morgana—, pero evitaba mirarme. Yo sabía que su espíritu estaba convulso y que no se hallaba, pero no sabía ayudarle ya que al mío le pasaba exactamente lo mismo. El destino se había ordenado de tal forma que nos obligaba a vivir nuestros caminos separados y nos forzaba a enterarnos de lo que cada uno vivía en esas soledades acompañadas. A pesar de no sentirme tan fuerte para asumirlo, no sé de dónde me llegaba cada día la energía y la comprensión suficiente para aceptarlo.
Con el paso de los días, él se fue distanciando de Beltrán, quien lentamente entendió su actuación porque si algo tiene mi marido es un alma noble y limpia. Pienso que en el fondo se había dado cuenta de que Francisco lo había utilizado para alcanzar sus fines; sin embargo, nunca lo juzgó, porque la admiración que le tenía en aquel entonces seguía siendo grande y su cariño más.
Sus caminos se abrieron. Beltrán se dedicó a la escritura, que a pesar de lo que dijera Morgana se le daba muy bien, y a gestionar los negocios de su padre, quien sufría un alzhéimer progresivo que lo había ido alejando de la vida mundana. Me mimaba y me daba todos los gustos. Quería que tuviéramos hijos pronto y cada noche insistía, para mi tristeza y desazón, en conseguirlo. No lograba sentir ningún tipo de pasión por él, aunque hacía todos los esfuerzos y en el fondo le tuviera un gran cariño. Fingía y aguantaba lo que podía, pero me costaba mucho hacer el amor, a pesar de que él se esforzaba en tratar de darme placer. Era considerado y os puedo asegurar que jamás me forzó a nada; más bien era yo la que en agradecimiento acababa cediendo a sus requerimientos sexuales porque sabía que todo lo que me solicitaba lo hacía desde el infinito amor y el respeto que me tenía.
Mis episodios de tartamudeo desaparecieron por completo y lentamente adquirí una extraordinaria fuerza y solvencia en todo lo que se refería a mi papel de esposa y ama de casa. Los padres de Beltrán me admiraban cada día más y para desgracia de Morgana continuaban poniéndome de ejemplo. En cuanto a los míos, a los dos meses de la boda nos regalaron una casa en Carmona sembrada de antiguos olivos, donde pasábamos los fines de semana buscando una tranquilidad imposible, pues como era de esperar, junto a la nuestra, al poco tiempo Francisco adquirió una mucho mayor. Un extenso cortijo que además de tener una casa de patios cubiertos de espléndidos mosaicos —con suntuosas habitaciones para los muchos invitados— y de poseer su capilla privada, él aprovechó para llenar de caballos de pura raza española. Allí hacía unas fiestas monumentales a las que siempre asistían gentes que de alguna u otra forma le podían servir para sus fines y en las que, acompañado de los mejores grupos de flamenco, aprovechaba para lucir su magnífica voz. Creo que en el fondo todos sus comportamientos obedecían a querer demostrar que era alguien importante, y eso debía cansarle mucho.
A los ocho meses de habernos casado los cuatro, nació la primera hija de Francisco y Morgana, y yo, como concuñada que era, fui a conocerla. Era una niña preciosa, de ojos vivos y cara angelical, que hubiera deseado que fuera mía y de él, y que aterrizaba en este mundo, como todos, sin tener culpa de nada. Lo vi emocionado, a pesar de que ya nos había comentado que deseaba que fuese hombre. La trajo una enfermera y al acercar la cuna se adelantó, la cogió en sus brazos y me miró.
—¿Habéis visto que niña más bella? Es una Valiente de pura cepa. Mi madre estaría orgullosa de ella. —Le dio un sonoro beso y la miró—. Te llamarás Macarena —le dijo—. Alma, ¿qué te parece…, te gusta el nombre?
Morgana lo interrumpió.
—¿Por qué no me lo preguntas a mí, no soy yo la madre?
—Querida, claro que eres la madre, pero está bien que la familia opine.
No quise entrar en la discusión. Con mi dolor en carne viva los felicité, me agarré al brazo de Beltrán y le pedí que nos fuéramos.
—No te vayas, Alma —me imploró Francisco—. Este es uno de los días más grandes de mi vida y quiero compartirlo con vosotros. Beltrán, amigo, dile a tu mujer que no tenga prisa.
Me quedé. Beltrán se acercó a Morgana y yo salí de la habitación seguida de Francisco.
—Alma mía —me dijo—. Ya sabes lo que yo habría deseado que esta hija fuera tuya…, todo es por tu culpa.
—Déjame en paz…
—Tú me has forzado a desviar mi camino. Nada de lo que hago ahora lo hubiera hecho si tú…
Lo interrumpí llorando.
—Ya es suficiente lo que vivimos para que ahondes en eso. Bastante tengo con lo que veo. ¿O es que te parece poco lo que vas haciendo delante de mis narices? Hazte responsable de tus actos y olvídame. Una cosa te digo: yo también tendré hijos… y no serán tuyos. ¿Te gusta la idea? No me pidas más.
Me fui sin esperar a Beltrán. Esa noche me quedé embarazada.