CAPITULO
58
Muchas veces, cuando algo te duele mucho, acabas construyendo un mecanismo que actúa sobre tu cerebro y tu corazón de forma perfecta, y viene a protegerte. Aparentemente viene porque quiere salvaguardarte, pero no nos engañemos: si no te das cuenta, termina devorándote. Todas las personas creemos que con nuestros actos estamos alcanzando la dimensión del universo y que ello, a la larga, nos hará omnipotentes e inmortales; seres capaces de controlarlo todo. Los demás se convierten en entes débiles e insulsos y tú en el dios salvador. En verdad, es una lucha sin cuartel contra la vida y contra nosotros mismos… aunque creamos que va a favor de ella y que nos llevará a la gloria.
Mi corazón se había convertido en un bloque de mármol, un animal disecado, herido por la desposesión, que miraba sin ver y sin sentir nada de nada en su pétreo papel de estatua. Todo había dejado de dolerme. Los demás ignoran que en algún rincón de ese bloque hay una fisura y que un golpe certero puede acabar desmoronándote; y no se trata de aclararles dónde deben poner el martillo que provoque tu destrucción.
Yo acabé fabricando mi supervivencia de manera magistral y, a pesar de saberme poderoso en muchas cosas, me había convertido en un ser mezquino; y lo peor era que no podía evitarlo. Mientras esto ocurría, otros vivían la correspondencia del amor; su verdadero deseo era satisfecho por la persona a la que amaban y, después de saberse correspondidos, podían dormir a sus anchas abrazados al ser amado.
Recuerdo que una noche, estando en una taberna, enloquecido por el remordimiento que alguna vez sentía y por las sombras de la noche que siempre acababan iluminando mis vacíos, vi a una chica de una belleza lánguida. Parecía una escultura de aquellas con las que me había extasiado hacía años paseando por el salón del Ottocento de la Accademia di Belle Arti di Firenze.
Su perfil, meticulosamente lineal, me sugirió que su sangre no era fría, aunque en el exterior las calles helaran. Pidió un gin-tonic y yo al oírla le dije al camarero que me sirviera lo mismo. Me miró con sus ojos violeta, y me sonrió.
—¿Tienes sed? —me preguntó.
—Siempre hay sed… aunque haga frío —le contesté.
Hablaba con acento extranjero y deduje que era una turista sin plan.
—¿Vives aquí? —volvió a preguntarme.
—Vivo, a secas, independiente de dónde sea… o, por lo menos, trato de hacerlo. La vida está donde pongas tus sentidos.
—Así que eres de los que les gustan los diálogos profundos…
Me quedé mirándola; su belleza grave y altiva, que se multiplicaba en su boca, me sugirió una mano: mi mano descendiendo por esa cabellera desconsolada que se despeñaba por sus hombros desnudos.
—¿Por qué no nos vamos y nos ahogamos en la noche? —me sugirió, como si estuviera perdida.
Se puso de pie, retiró su abrigo y le dio unas monedas al camarero.
Salimos y aunque no os lo creáis no hice nada más que mirar las estrellas y hablar sobre las incongruencias del destino. La llevé a orillas del río y estuvimos conversando de lo difícil que era sobrevivir cuando esperabas tanto de la vida. Su juventud y sus ansias de saber me excitaban, no lo que os imagináis, sino las neuronas. ¡Y mira que era bella! Mientras observábamos las ventanas de las casas de la calle Betis —algunas de ellas todavía iluminadas—, y nos recreábamos imaginando lo que dentro podía estar pasando, me di cuenta de que estaba perdiéndome todo por estar enamorado de un viejo sueño imposible. ¿Podía ella imaginar el dolor que se escondía en mi alma?
—¿Estás sola?
—Todos lo estamos —me contestó—, es la condición del ser humano. Estar solos, aunque vivamos acompañados.
—Larguémonos de aquí —volvió a sugerirme, impulsiva.
—¿Adónde quieres que vayamos? —le pregunté.
—Al aeropuerto.
—A esta hora, todos los aviones duermen.
—Qué importa. Esperamos hasta que amanezca. Al final, la vida siempre despierta a alguna hora.
—Está bien. Me dejaré guiar por ti.
—Tomaremos el primer avión que salga.
—¿A cualquier parte?
—Sí, iremos a donde nos quiera llevar.
Me pareció una idea morbosamente romántica. Mi vida estaba perdida hacía tanto que perderme en cualquier lugar era un destino muy atractivo.
Llegamos al aeropuerto con lo puesto. No había avisado a casa de que no volvería; sabía que a nadie le importaba. En realidad me esperaba lo mismo de siempre: Morgana con sus reproches y sus ironías; los hijos pidiendo y pidiendo… y yo dando y dando.
Los mostradores estaban vacíos; salvo unos cuantos hombres que limpiaban los suelos en la penumbra, todas las salas estaban a oscuras. Me sorprendió verme con una mujer tan bella sin haberle rozado ni un dedo, y eso me gustó. Pensé que algo estaba cambiando dentro de mí… pero sólo fue un espejismo. Nos sentamos a esperar, en esa soledad helada de la noche, y de pronto me di cuenta de que no sabía ni su nombre.
—¿Cómo te llamas?
—Qué más da. ¿Crees que si te lo digo, eso nos acercará más, nos hará más amigos? Los nombres sólo sirven para identificar y yo nunca me identifiqué con el mío. No me gusta, no lo elegí yo. Creo que es algo suficientemente importante en tu vida como para que te lo decidan otros; deberías escogerlo tú mismo cuando tienes edad para darte cuenta de que así te llamarán toda tu vida. Ponme el que más te guste, si eso te satisface… si es que lo necesitas para algo… A mí no me hace falta.
—No importa. En realidad, no tiene ninguna importancia.
—Tengo que ir al baño, ¿me acompañas?
Me fascinaban los baños; me había convertido en un asiduo de ellos cuando quería hacerle el amor a alguna mujer. Era un lugar aséptico e impersonal, que ejercía sobre mí una increíble atracción. Entramos sin que ella me provocara en nada.
—Entra —me sugirió abriendo una de las puertas—. Quiero que me veas.
Se bajó el vaquero y no llevaba bragas; su pubis imberbe, inmaculado, apareció de golpe.
—No se te ocurra tocarme. Sólo quiero que me mires, ¿de acuerdo?
No era yo. Era la primera vez que una mujer me daba órdenes; decidí obedecerla y fui consciente de que haciéndolo también me excitaba.
—¡Los hombres sois tan ingenuos! Creéis que lo domináis todo y no os dais cuenta de que somos nosotras las que lo hacemos. Vuestro gran problema reside en tener el cerebro en la punta de vuestro sexo.
—¿Y si yo te dijera que quiero que creas que me dominas?
—Te diría que te engañas. Ya había pensado en eso.
Acabó de orinar, se limpió mirándome con ojos morbosamente ingenuos y volvió a subirse el pantalón. Al pasar por mi lado me dio un casto beso en la mejilla.
—Me gustas —me susurró infantil.
Olía a lo que huele el musgo húmedo. No era un olor que perteneciera a ningún perfume; era algo que le venía de dentro. Quise abrazarla, pero no me podía dar el lujo de ser rechazado por nadie.
Al salir, nos encontramos con un mostrador que abría. El primer vuelo saldría en una hora y el destino era Ginebra. Compré los billetes y, tras seguir con nuestra interesante charla, embarcamos.
Cuando llegamos, siempre dejándome guiar por ella, cogimos un antiguo tren que nos llevó a Gstaad. Me di cuenta de que ella era de allí, a pesar de que no me hubiese desvelado su origen.
El paisaje era una lujuria vegetal que se abría ante nosotros como una voluptuosa Virgen. Tras bordear el lago Lemán, empezamos un romántico ascenso a los Alpes. Se quedó dormida y apoyó su cabeza en mi hombro, y me dieron ganas de abrazar el abandono de su sueño, pero me contuve. Quizá fue la segunda vez en que hubiera podido enamorarme de no haber sido porque mi vida, aunque no tuviese ningún sentido, ya la había entregado a Alma.
Cuando el tren se detuvo en la estación, volvió sus ojos a mí, extrañada de encontrarse reclinada en mi pecho, y me dijo:
—Ya ves que no sé tu nombre ni a qué te dedicas, y me tiene sin cuidado. Sólo quiero tu compañía… ¿Esquías?
Asentí con la cabeza. Tomamos un taxi que nos trasladó al hotel Palace y, al llegar a la habitación —como siempre hacía cuando me vestía de conquista—, le confesé que era un hombre malo, un infiel por naturaleza que había hecho sufrir a muchas mujeres y que no me había comportado nada bien con mi esposa. Le conté que una noche ella me había sorprendido llamando a una prostituta de lujo y había acabado lanzándome por la ventana mis trajes y mis mejores zapatos, los que más quería.
Una vez más, mi técnica funcionó. Mi divina desconocida pensó que me redimiría: yo era el reo que cualquier mujer hubiese deseado salvar en la antesala del corredor de la muerte; aquella estrategia nunca fallaba. Entonces se dedicó a aconsejarme y de pronto todo cambió. Dejó de hablarme de cosas interesantes y se convirtió en una mujer como todas las demás.
No esquiamos ni salimos de la habitación durante tres largos e insoportables días, en los que me dio a beber todo el vodka que quiso y a comer todo el caviar que tenía el hotel, pues yo, de ingenuo, me dejé atar a los barrotes de la cama con los cinturones de los albornoces pensando que era un dulce juego, y aquello acabó siendo mi peor pesadilla.
Me hizo el amor de manera salvaje y cruel, entre trago de vodka que me tiraba y cucharadas de caviar que ponía en su sexo para que yo me lo comiera. En sus manos era un pobre desvalido… hasta que ya no pude más. El hastío era tal que sólo deseaba huir y vomitar. Acabé asqueado de aquel cuerpo que se había convertido en mi peor castigo.
Me enteré de que había ido a Sevilla persiguiendo a un novio que se escondía de ella, y pronto entendí el porqué de su huida. Era una ninfómana perdida y yo, su nueva víctima.
Os puedo contar cómo me lo hacía; quizá a vosotros os excite. En verdad, salvo la primera escena en la puerta del armario donde la desnudé y la lamí entera con mis dedos, mi lengua y mi sexo, poco más hay que decir.
Me engañó con su filosofía, tal como yo engañaba a muchas con mis frases robadas de otros. Todavía me queda la duda de haber sido yo quien lo estropeó todo. Lo cierto es que jamás vi cuerpo más perfecto ni rostro más angelical… ni desesperación más grande en mí. Nunca supe si tenía alma, esa donde anida el amor, donde residen el ser y los sentimientos… porque el alma, si no logras succionarla desde la boca del ser que tienes entre tus brazos, no la puedes poseer. Y como yo no besaba a nadie…
Si todavía queréis que os lo cuente, posiblemente me diréis que me repito. Pues al final, posición tras posición, escenario tras escenario, vestuario tras vestuario, si no existe amor todo acaba siendo como una película porno que, una vez has visto las cuatro primeras escenas, está visto todo.
¿Que cómo logré salir de ahí?
Ella me dejó cuando vio que de mí ya no podía sacar nada más. Huyó con mi cartera y mi Rolex de oro, dejándome atado a los barrotes de aquella cama.
A la mañana siguiente me encontró la mujer de la limpieza; una grotesca y grasienta bigotuda que, al verme, en lugar de desatarme, regresó con otra peor. Hablaban entre ellas en una especie de dialecto que, a pesar de saber tantos idiomas, no logré entender. Y entre carcajadas, se sentaron sobre mí y me obligaron a follarlas a cambio de mi libertad. Se me rifaban y turnaban; mientras una ponía su cochino sexo en mi boca, la otra lamía el mío y se sentaba sobre él. Hasta que, cerrando los ojos para no presenciar aquellos monstruos, me dejé ir en un sueño y me desmayé. Cuando abrí los ojos me encontré tendido en la cama, sin rastro de violencia, y con un médico que me auscultaba. A su lado, el director del hotel me sonreía. Yo se lo agradecí; entonces me dijo:
—Señor Valiente, no es a mí a quien debe agradecer, si no a estas buenas señoras que lo encontraron inconsciente y me avisaron.
Miré al fondo y vi a las dos bigotudas. Estaban detrás y sonreían con beatífica dulzura.
Y es que, como decía mi madre, «al que no quiere una taza, se le dan dos».
A pesar de lo sucedido, no escarmenté.