CAPITULO 51

Sabía que eso la alteraría; sin embargo, no lo hacía con esa intención. Sencillamente era mi regalo: el regalo de boda que quería hacerle a Alma antes de llegar a la recepción que se daría en los Reales Alcázares.

Para sorpresa de todos, la carroza escoltada por un escuadrón de caballos negros montados por guardias que yo había hecho vestir de riguroso blanco —recordaréis que todo lo que tenía que ver con la armonía y la estética era mi perdición— tomó la avenida de la Constitución, giró por el Paseo de Cristina donde la gente se peleaba por obtener las mejores vistas, alcanzó el Paseo de las Delicias y finalmente subió por la avenida de María Luisa, donde yo personalmente había hecho colocar cañones que a nuestro paso lanzaban pétalos azules, hasta que finalmente nos pusimos delante de la plaza de España para iniciar el paseíllo por el Parque.

Iniciamos el recorrido en un silencio ceremonioso. Escuchando el canto de los pájaros y el sonido de los acompasados cascos de los caballos sobre el camino. Una tenue brisa hacía tiritar las hojas de los árboles y despeinaba el cabello de Alma. El sol aparecía y desaparecía por entre las ramas jugando a claroscuros y el olor a humedad verde evaporada me llevó a revivir los momentos vividos en aquel Parque, cuando mi joven corazón se moría de gozo viendo pasar a aquella niña que me había robado el alma. Ajena a mis pensamientos, Morgana reclinó su cabeza en mi hombro y aunque me molestaba sobremanera no la rechacé para no alterar el paseo. Del mismo modo, entusiasmado con el momento, vi como el brazo de Beltrán rodeaba los hombros de Alma y la atraía hacia su cuerpo sin que ella opusiera ninguna resistencia. Sin embargo, en la intimidad de su vestido nuestras manos continuaban inmóviles, apretadas como si fuesen una, y he de admitir que ese solo roce —algo tan ínfimo frente a la magnitud de los hechos consumados— me hacía sentir el hombre más feliz de la Tierra.

Cuando los caballos se detuvieron frente a la glorieta, Beltrán y Morgana me miraron extrañados. Alma, en cambio, apretó mi mano y de su boca escapó un suspiro. Aquellos ojos que tanto amaba me miraron con desesperación, cuestionándome. Rompí el silencio.

—¿Sabéis que en este lugar las novias que creen en el amor dejan sus ramos? ¿No pretenderéis entregarlos donde lo hacen todas? Os he traído hasta aquí porque es un lugar sagrado. Aquí pasé los instantes más bellos de mi niñez y presencié el inicio de un gran amor. Ellos eran dos niños que no sabían nada de la vida, pero lo que vi se me quedó grabado para siempre.

Morgana me miró extrañada y soltó una fingida carcajada.

—¡Qué romántico! No te imagino emocionándote por algo así. Eso no va contigo, querido. Te resta fuerza. La verdad, diciéndolo quedas un poco cursi. Además, qué podía hacer un pobre y harapiento niño en este lugar… —Se cubrió la boca, sonrió y continuó—. Uy, perdona, se me ha escapado. No es que quiera hablar de tus orígenes…

—Morgana —interrumpió Beltrán—, no sigas.

—Déjala, Beltrán —añadí disfrutando de su cinismo; ya tendría tiempo de vengarme—. No me molesta en absoluto; es más, hasta lo disfruto.

Ella continuó.

—Bueno, cariño, no me malinterpretes. Es que realmente no te imagino paseando por este lugar. ¿Qué hacías por aquí? Estos no eran tus barrios… me desconciertas.

—Es la premisa de mi vida: desconcertar, querida. Prefiero desconcertar a ser previsible o ignorado. Te has casado con una caja de sorpresas.

Bajamos y, aunque no quería soltar la mano de Alma, nos separamos. Ella se acercó al monumento, me miró a los ojos con aquella mirada de cuando éramos niños y depositó su ramo de fresias y azahares sobre la escultura yacente que simbolizaba «El amor herido», para que me quedara bien claro que a ella le dolía todo lo que estaba sucediendo.

—¿Le haces caso? —le dijo Morgana a Alma al ver lo que hacía—. De verdad que eres ingenua. Ya sabes dónde tienen que dejarse los ramos de las novias que pertenecen a nuestra clase. No se me ocurriría dejar el mío aquí, ¡por Dios! Qué ocurrencia. Francisco, de verdad, me parece una absoluta tontería que estemos perdiendo el tiempo en este lugar tan anodino cuando tenemos más de mil invitados que nos esperan. No le encuentro ningún sentido.

De repente, tal y como lo tenía previsto, de la parte de atrás del monumento emergió un hombre de otra época, con una barba larga y un traje anacrónico de color blanco. Se puso delante de nosotros y empezó a recitar mientras un violín escondido le acompañaba.

Asomaba a sus ojos una lágrima

y a mi labio una frase de perdón;

habló el orgullo y se enjugó su llanto,

y la frase en mis labios expiró.

Yo voy por un camino; ella, por otro;

pero, al pensar en nuestro mutuo amor,

yo digo aún: ¿Por qué callé aquel día?

Y ella dirá: ¿Por qué no lloré yo?

Mientras Beltrán y Morgana se decían algo entre ellos, vi como Alma se acercaba al lugar por donde el viejo acababa de desaparecer. Caminaba como poseída por un sueño, ajena a todo cuanto la rodeaba. El ruido de la seda de su largo vestido acariciando las piedras y sus inciertos pasos se escuchaban como si fueran las cuerdas de una lánguida guitarra que algún músico callejero había decidido rasgar. Su rostro pálido se veía ausente. Me acerqué a ella y le pregunté si se encontraba bien, pero me di cuenta de que su cuerpo estaba solo. Que ella se había ido a un lugar donde no podía alcanzarla. Se sentó en el banco del monumento, junto a la estatua de Cupido y permaneció en silencio con los ojos cerrados mientras Beltrán la llamaba y Morgana hacía sus comentarios ridículos.

—¡Dejadla! Está loca —dijo Morgana y se dirigió a su hermano—. Te dije que no te convenía casarte con ella, hermanito. Siempre fue una persona extraña. Desde pequeña hacía cosas raras; sólo hay que ver todo lo que me contaba de su hermano Tristán. ¿Y qué me dices de su tartamudeo? Es una enferma mental.

—Haz el favor de callarte inmediatamente si no quieres que esto acabe mal. Y no vuelvas a mencionar su problema de tartamudez. A mi mujer la respetas —le dijo Beltrán, y a continuación se dirigió a mí—: Francisco, ahora te toca a ti silenciarla. Pobre amigo mío, no sabes bien con quién te has casado. Tendrás que domesticarle la lengua… Quizá lo que no logró mi padre lo consigas tú. Pero no te asustes, en el fondo es buena chica… sólo que se la comen los celos, ¿verdad, hermanita? —miró a Morgana, que ignoró su comentario y se alejó—. Sé lo que le pasa a Alma; es muy sensible y este lugar seguramente la conmueve. Necesita estar así un rato.

Beltrán se acercó a Alma y le acarició una mejilla, mientras yo me sentaba a su lado deseando cogerla entre mis brazos y besarla con ternura. Observé a Morgana que impaciente daba vueltas alrededor del monumento y miraba el reloj.

—¿Por qué no nos vamos? No entiendo qué estamos haciendo en este lugar —dijo contrariada—. Es estúpido estar perdiendo el tiempo aquí. Tengo ganas de celebrarlo. Nos estamos perdiendo lo mejor. Si os queréis quedar, quedaos. Yo me voy. ¡Cochero!

—Tú te quedas aquí hasta que yo lo diga, ¿lo has entendido? Ya está bien de mandar —le repliqué autoritario y vi cómo sus ínfulas bajaron.

Alma se puso en pie y caminó hasta el antiguo banco donde de niños tantas tardes nos habíamos encontrado. Antes de llegar me miró con unos ojos volados que atravesaban el tiempo y señalando el lugar me anunció con voz profética:

—¿Los ves? Son ellos. Están aquí… Al menos siguen felices.

Al decirlo, noté que en sus labios se dibujaba una sonrisa.