CAPITULO
41
—¡Qué maravilla! Hoy es uno de los días más felices de mi vida, mi amor —me dijo Beltrán tras oír el discurso de su padre, y me abrazó—. ¿Te imaginas casarnos los cuatro el mismo día?
Claro que me lo imaginaba y no podía soportarlo. Sin embargo, puse todo mi empeño en que no se me notara. Me mordí la lengua para detener lo que pudiera emitir mi garganta. Miré a Morgana y me sonrió con esa mueca falsa que yo conocía de memoria.
—No le importará que compartamos juntos este día, ¿verdad Alma? —me preguntó Francisco haciéndose el educado, pero yo sabía que detrás de esa frase estaba la alargada sombra de su cinismo.
—¿Por qué no tuteas a mi novia, Francisco?
—No sé si ella quiera —contestó él, clavándome sus ojos con ese fondo amarillo azufrado—. ¿Quieres?
Me quedé en un silencio largo, tratando de ordenar las letras para construir la frase adecuada… a… b… c… d… e… f… g… h… el abecedario desfilaba en mi hermética boca; cada letra que mi lengua trataba de atrapar huía garganta abajo y desaparecía ahogada en mi estómago, pero no salió nada y finalmente acabé asintiendo con la cabeza, porque el miedo a tartamudear me había robado las palabras.
—Claro que quieres, ¿verdad cariño? —contestó Beltrán saliendo a mi rescate—. ¡Es que la noticia es magnífica! Tanto que nos hemos quedado sin palabras. No sólo no nos importa en absoluto que nos vayamos a casar el mismo día; es la mejor idea que habéis tenido. —Beltrán se acercó y besó mi frente—. Estamos tan felices como no os imagináis. Precisamente antes de que llegarais lo comentábamos. Hemos de hablar de los preparativos; os llevamos cierta ventaja… —Sonrió guiñándole el ojo a su hermana—. Y desde luego, podéis contar con nosotros. Sugiero que se pongan de acuerdo las mujeres.
Miré al demonio de Morgana que acariciaba el pelo de Francisco mientras con su boca me decía sin voz (para que yo lo leyera en sus labios): TARTAMUDA.
De soslayo observé a Beltrán, buscando descubrir si había presenciado lo que ella me acababa de decir, pero se había girado y saludaba con un gesto a un conocido.
—¿Qué tal si cenamos mañana los cuatro y lo hablamos? —dijo Francisco, mirándome sin verme—. ¿Te parece, Alma?
—Así está mejor —apuntó Beltrán al ver que su amigo me tuteaba—. Ya era hora. Muy pronto seréis como hermanos.
En la mesa de al lado, un hombre movía una gran copa balón y daba explicaciones a los invitados que compartían mantel sobre las características del vino que acababa de servirle el sommelier.
Morgana se dio cuenta de la ceremonia de cata, se colgó del brazo de su prometido y le dijo.
—Ven, cariño, quiero presentarte al duque de Merlot; tiene las bodegas de vinos más exquisitos que te puedas imaginar. Sólo sus más allegados pueden paladearlos.
Me quedé junto a Beltrán, estacionada como un árbol seco que ve pasar el río del que hace tiempo dejó de beber. Como si estuviera en la otra orilla de la vida, donde permanecen los observadores que llegaron tarde a la repartición de papeles de esa ridícula obra de teatro llamada existencia. Convertida en el perfecto relleno que cubriría los agujeros del primer acto, del segundo y…
—¿Te pasa algo, amor? ¿Me escuchas? Te preguntaba qué día quieres que quedemos con Francisco y Morgana… —Pero la voz de Beltrán me confirmó muy a mi pesar que hacía parte del guión, y aunque no quisiera actuar era hora de salir al escenario. Miré mi agenda y le di dos fechas, al tiempo que observaba de lejos cómo los dedos de Francisco se deslizaban sutilmente por la espalda desnuda de la enigmática mujer que acompañaba al duque de Merlot. Nadie pareció darse cuenta y menos Morgana, quien ajena a lo que hacía la mano derecha de su flamante novio permaneció colgada de su brazo izquierdo.
Mientras Francisco entablaba con el duque una amena conversación sobre las virtudes del vino y sus dedos continuaban bajando suavemente por la columna de la mujer como si estuviera tocando un arpa, ella giró su mano y depositó algo en la de él.
Más tarde, aprovechando que su novia se divertía escuchando al duque y que el grupo había entrado en el juego de cata que él había iniciado, lo vi escabullirse. Caminaba sigiloso entre las sombras de las jacarandas florecidas, mirando continuamente hacia atrás como si temiera ser observado o seguido por alguien. Sobre el ocre atardecer rayado de luna, la silueta de su cuerpo se recortaba nítida —sombra china de un lobo al acecho—. Acababa de tomar el camino que conducía al invernadero, donde la madre de Morgana cultivaba orquídeas traídas de todo el mundo; un lugar mágico que yo conocía de memoria por ser el sitio perfecto donde me escondía cuando jugaba con Morgana.
A lo lejos, entre las lágrimas de humedad vegetal que se deslizaban por las paredes acristaladas y aquella atmósfera verde en permanente floración, me pareció ver un cuerpo de mujer. Intrigada y simulando que iba a por una copa, me separé de Beltrán y tomé el atajo secreto que me llevaba al lugar. Me descalcé y caminé sobre la húmeda alfombra de flores caídas, procurando hacer el menor ruido posible, hasta que mi visión fue clara. Pegué mi cara al cristal, tapé mi boca —porque sabía que si no lo hacía, de un momento a otro mi corazón saldría desbocado— y me dediqué a observar. Un cuerpo de mujer se paseaba altivo entre pasillos cuajados de medallones de exóticas y lujuriosas orquídeas a cual más bella. Sus dedos ingrávidos acariciaban los pistilos de las flores que al sentirse acariciadas lanzaban sutiles y femeninos quejidos.
Era la hermosa acompañante del duque quien esperaba a Francisco. Salvo por los zapatos y la copa que sostenía en una de sus manos, la mujer estaba completamente desnuda.