CAPITULO 32

No existe edad para la soledad. Es una bestia que ataca en cualquier momento.

Esto lo afirmo ahora, mientras observo el descomunal gentío que se acerca al féretro donde yace mi Francisco.

Me sorprende esta capacidad de aislarme que de repente me ha brotado de no sé qué lugar. En los momentos más trágicos suelen suceder este tipo de reacciones del todo inadecuadas. Somos capaces de volvernos indiferentes y hasta fríos y analíticos, cuando en realidad lo que querríamos sería lanzar un desgarrador grito que nos liberara del amasijo de lágrimas atascadas y del desconcierto sin salida en el que nos encontramos.

En medio de este inconsolable dolor, soy capaz de reflexionar y pensar en cosas que seguramente no debería. Quizá sólo sea un mecanismo de defensa para evadir este aterrador instante. ¡Quién sabe! Se me vienen a la cabeza cosas nimias, ridículas; como que olvidé decirle a la chica que estuviera pendiente porque hoy el jardinero iría a plantar en el invernadero las orquídeas venidas de Colombia y hasta le gasto el tiempo a recordar su nombre: Cattleya trianae. Y me doy pena y vergüenza y me recrimino, pero sigo distrayéndome. Me miro los zapatos y descubro que en uno de ellos hay un rayón que no sé dónde me lo hice y pienso en la penúltima vez que me los puse y me acuerdo de que fue en una estúpida cena de compromiso donde todos reían mientras saboreaban ostras Guillardeau del calibre tres, y me veo limpiándome el zapato con mi saliva y mi dedo (tratando de disimular) mientras los demás continúan riendo en el velorio y ni se enteran de la ordinariez que acabo de hacer. Y de allí doy un salto mortal del pasado al presente y me dedico a observar los atuendos de las mujeres que pasan por delante del féretro… porque hace rato me he convertido en esfinge y ha dejado de importarme todo. Ni siquiera reacciono cuando Morgana finge su desmayo y monta su ridículo numerito.

Muchos de los presentes afirman haber venido para acompañar a Francisco en su último viaje, pero es la mentira más grande que alguien pueda llegar a creerse. Hoy está solo, más solo de lo que siempre estuvo… a pesar de ir siempre acompañado. Y aunque me duele reconocerlo, mientras lo miro no sé por qué me viene a la mente la impresionante imagen de aquel soberbio gatopardo disecado que me observaba con sus ojos de hielo desde la vitrina del loco taxidermista de la calle Descalzos, cada tarde al regresar de mis clases de baile. Lo miraba y lo miraba fijamente, esperando el momento en que sus pulmones respiraran y le rescataran al fin de su sueño; porque lo que yo quería era verlo saltar, verle un soplo de vida y que lanzara a los vientos un furioso rugido, aunque atacara.

Es lo que siento en este momento.

Preferiría ver a Francisco pavoneándose… de pava en pava, a pesar de ser un espectáculo tan grotesco y triste para mí. Preferiría verlo riendo y haciéndose el importante y poderoso; con su bilis cargada de ego y prepotencia —convencido de que haciendo eso me hería, ¡pobrecito mío!, cuando en verdad a quien estaba hiriendo era a él mismo—. Sí, preferiría mil veces verlo así que en esa impávida quietud.

Su cuerpo, su solitario cuerpo, está expuesto a un público distante y frío, más frío que él mismo. Personas que no tienen ni idea de lo que es el dolor de la pérdida ajena y que tanto les da lo que hay en aquella caja, porque de un momento a otro dejarán de pensar en el inerte amasijo de carne y huesos. Ya que este velatorio es un evento social como cualquier otro, que sirve para dejarse ver y que los demás tomen conciencia de que, a diferencia del difunto, ellos todavía están vivos («¡¡Ufff, qué descanso!!», suspiran por dentro), y aún pueden beber, charlar, reír, comer, hacer el amor… Entonces, para dar fe de lo que sienten, saldrán al jardín donde como en el mejor de los banquetes se encontrarán con decenas de camareros que se pasean enguantados con sus uniformes de gala y sus bandejas de plata, ofreciendo el aperitivo que les reafirmará que están vivos y servirá para espantarles la sombra del miedo; de imaginarse metidos en el cajón como el muerto que reposa en el salón. Y para tranquilizarse del todo tomarán algún vinito hasta ponerse alegrones, picarán dos croquetas, cinco pinchitos de tortilla y siete cortes de jamón. Y comentarán las últimas noticias y…

«El muerto al hoyo y el vivo al bollo».

No hace falta morirse para saber que uno nace solo y muere solo. El acto de la muerte es un acto tan solitario… sin duda el más solitario de nuestra existencia. Y reconozco sin un ápice de temor que en este momento me gustaría estar metida en el ataúd, abrazada a él; porque ahora, a pesar de tener mis hijos y de saber que me necesitan, no le encuentro a mi vida ningún sentido. Desearía, ya que no pude vivir, al menos que me hubieran dejado morir con él. Pasar juntos este último trance. Y que de nuestras soledades vividas esta fuera la última soledad acompañada.

Aprovecho el desmayo de Morgana y todo el enredo que se genera a su alrededor y desvía la atención, y me acerco a Francisco. Vuelvo a sentir ese vacío en la boca de mi estómago, como si me hubieran arrancado todos mis órganos y sólo quedara la cáscara de lo que un día fui. ¿Adónde habrán ido a parar su alma y el amor que guardaba por mí?

Nunca, nunca lo había visto tan bello y sereno. ¡Nunca! Ni siquiera el día en que volví a verlo años después, cuando ya estábamos en plenos preparativos de boda con Beltrán y me lo presentaron. Se acercó a mí, con su camisa azul intenso, sus pantalones beige de raya impecable y una helada soberanía en sus ojos. Tomó mi mano y en un gesto protocolario la acercó hasta su boca, pero no la besó. La soltó y, como si no me hubiera visto en su vida, lanzó una frase mecánica que había oído muchas veces en muchos labios: «Es un placer conocerla. Beltrán me habla maravillas de usted. Está muy enamorado. Por cierto, felicidades. Sé que la boda es inminente».

Se había convertido en todo un hombre: el hombre más hermoso de Sevilla… y también en el prometido de Morgana.

Aquel día sentí por segunda vez la muerte.