CAPITULO
30
¡No me lo puedo creer! Me había olvidado de ti, Casto Robledo. Estaba convencido de que ya habías muerto. ¿Así que todavía andas por aquí? ¿Cómo es que te dejaron libre?
Qué regalito más bonito te he dejado, Morgana querida. Ya me dirás cómo te lo sacas de encima.
Vamos a ver, Casto, ¿cómo puedo explicarte que yo no tuve nada que ver con tu condena? La culpa de que fueras tan ingenuo y te creyeras el negocio que en aquel entonces te propuse fue sólo tuya. Yo siempre tuve especial cuidado de leerme con pelos y señales todo lo que me ponían delante antes de echarle mi firma.
¿No pensarás que te iba a adoctrinar en los posibles riesgos que había al construir en aquel terreno fangoso? Todo el mundo sabía que esas hectáreas eran un moridero en donde no irían a pastar las vacas aunque estuvieran muriéndose de hambre. Tú quisiste financiar aquello y luego firmaste todo lo que te iban poniendo por delante sin leértelo. Por principio, siempre hay que desconfiar de los paraísos que te venden (de eso tan bueno no dan tanto, amigo), pero, como comprenderás, no era a mí a quien le tocaba advertírtelo. Te podías haber asesorado bien. ¡Ay! Casto, Casto… confiaste demasiado en mí. Invertiste todo el dinero que tenías. Me acuerdo que hasta trajiste los ahorros que guardabas en Suiza, y eso que yo no te obligué a que los pusieras. Fuiste tú mismo quien se entusiasmó y en tu ambiciosa euforia me confesaste que tenías escondidos esos dineritos allá y que para hacerlo más grande lo mejor era meterlos en el negocio. Yo sólo ponía la idea, ya sabes. Luego el proyecto se hizo inmenso y la gente se fue ilusionando. Porque se vive de ilusiones, amigo, pero hay ilusiones de ilusiones. Yo sólo te vendí una ilusión —envenenada eso sí— y tú picaste.
Ese sería el maravilloso sueño de las clases medias. Cuatro mil viviendas rodeadas de verde, tres lagos con su Club de golf, sus restaurantes, sus gimnasios con spa, salones y piscinas cubiertas. Varios supermercados, dos hoteles cinco estrellas. Todos los que se sumaron creían que lo que tú financiabas saldría adelante. En realidad, creían en ti, Casto. Fuiste tú el que les defraudaste. Luego vinieron los problemas de alcantarillado, de agua, los eléctricos, la falta de dinero, la obra con todos persiguiéndote.
¿O es que no te acuerdas del juicio?
Ya sabes cómo se mueve la justicia.
Tú me acusaste ante el juez y me llamaron, pero en un juicio lo único que tiene valor es LA PRUEBA; eso deberías saberlo de memoria teniendo una abogada como mujer. Por cierto, aquí entre nos, la pobre Julia tenía una manera de hacer el amor un poco aburrida, ¿no estás de acuerdo? Podías haberle enseñado y que no fuera tan tímida y estrecha en según qué cosas; y mira que traté de emborracharla alguna vez para sacarle más salero, pero siempre iba medida (que esto no, que lo otro tampoco, que por detrás no porque me duele, que así no porque me da cistitis). Aunque también es cierto que si no hubiera sido por ella no me hubiera embolsillado tanto dinero; no el tuyo, claro está, sino el que vino después, el de los demás inversores.
Como te decía, LA PRUEBA es lo único que culpabiliza al inocente o presunto inocente. Y yo desde muy pequeño aprendí a no dejar huella, quizá porque lo había visto en las películas o por pura meticulosidad. Con decirte que ya cuando robé mi primer cáliz me puse los guantes blancos de mi primera comunión, y lo seguí haciendo hasta que se me quedaron pequeños y me convertí en un profesional. Es lo que tiene ser autodidacta, que se aprende haciendo; se trata de ensayar, y si el ensayo funciona, pues a repetir.
Bueno, lo de no dejar huella es un decir. Corrijo: si se trata de que has hecho una buena acción —algo que quieres que la demás gente se entere, un acto de caridad que seguramente puede llegar a servirte como escudo protector en un momento en que se te ha girado la tortilla—, entonces cobra vital importancia dejar todas las huellas posibles.
Sí, mi querido Casto, en la vida todo hay que cogerlo con guantes… y con pinzas, por si acaso. No hay más que ver a la policía científica con sus zapatos cubiertos, sus bolsas y sus guantes blancos recogiendo pelos, huellas, residuos de ADN, restos de lo que sea, buscando pruebas, porque todo habla. Y eso por no mencionar a los médicos forenses, maestros en encontrar lo inencontrable; cuando no hay pruebas fuera las buscan dentro. Escarban en el cuerpo del que en vida tal vez gozara de prestigio pero por culpa de la muerte se ha convertido en un amasijo de huesos, órganos, vísceras y músculos cercenados. Todo a su servicio. Lo que un día pudo casi matarte de placer, ahora son trozos de carne sueltos que no sienten nada mientras son analizados milímetro a milímetro. Muchos aprenden cortando y analizando el cuerpo ajeno, pero como no es el de ellos… A mí de sólo pensarlo me dan ganas de salir corriendo.
Por eso, porque les tengo manía —aunque no dudo de que en muchos casos policiales sean francamente necesarios—, dejé por escrito ante notario y con todas las firmas posibles, que a mí no me tocaran ni un pelo.
¡Faltaría más ser manoseado sin que uno se entere!
En eso debo agradecer la amistad que tengo, bueno, que tuve (todavía no me acostumbro a hablar en pasado), con mi apreciado Plácido Buenaventura, a quien finalmente y dada su fidelidad demostrada con creces convertí en mi albacea. Si no fuera por él —que por cierto bastante dinero me tocó dejarle para que se comprometiera en serio a hacer respetar mi voluntad—, ahora quién sabe qué funeral me hubiera hecho la retorcida de mi mujer.