CAPITULO
25
Y no me quiero desviar.
En la vida de los seres humanos a veces suceden episodios que, no importa la edad que tengas cuando ocurren, se te convierten en paisajes que te marcan y persiguen hasta la muerte. Como cuando pones en la mañana la radio mientras te duchas y escuchas la primera canción. La melodía, al haber entrado en tu cerebro limpio y descansado, queda grabada y sigue cantando día y noche hasta que la maldices. Y si sueñas, la melodía está ahí; y si te levantas, y si caminas, y si vas en el coche, y si estás en silencio y si hablas y si te acuestas… la maldita te persigue hasta enloquecerte. Eso fue lo que me ocurrió con el episodio que viví la mañana en que vi la cara pletórica de Beltrán.
Su timidez y poquedad habían cedido, y todo él transpiraba entusiasmo y felicidad. Le pregunté en el recreo qué demonios le pasaba para estar tan eufórico, pues su pesimismo hacía parte de sus nostálgicos versos y de su andar cabizbajo y pausado —por cierto, rasgos de los que me había aprovechado para ser su amigo y entrar en ese mundo tan exclusivo y excluyente—. Como siempre hacía, partió la mitad de su bocadillo. Me miró con unos ojos que ese día le brillaban como si toda la noche y sus estrellas se hubiesen condensado en ellos y me dijo entregándomelo: «Toma, es de jamón de Jabugo», y bajó su mirada, pero su expresión era de júbilo.
—¿Qué te pasa? —insistí—. Te encuentro un poco raro; me ocultas algo.
—Tengo… tengo novia.
—¿Novia… tú? —le pregunté incrédulo, sospechando que debía de ser alguna mentira que me soltaba para hacerse el importante conmigo—. No me hagas reír.
—La más bella y buena de Sevilla —me dijo, pegando el primer mordisco al crujiente bollo de pan que escurría aceite.
—¿Dónde te la buscaste? —le pregunté curioso.
—Tú no sabes de eso, Curro. Nosotros no tenemos que buscar novia; nos la encuentran nuestros padres… y la mayoría de las veces salimos ganando.
—¿O sea, que no te enamoraste de ella y estás dispuesto a comerte un plato que no te gusta?
—¡Pero qué estupidez dices! Es la muchacha más bella de Sevilla… ¡Y será mía, Curro, mía!
—Mía, mía… —le dije burlándome—. ¿Y se puede saber quién es esa hermosura?
—No la conoces. Tú no puedes acceder a esas alturas. Es Alma Zurita y González. La hija de los dueños de los aceites Zurita y González.
Cuando oí su nombre, me dieron ganas de vomitar. De devolver todo lo que había comido y bebido desde la primera leche que había mamado en el instante de nacer. Corrí al baño apretando mi boca con mi mano para que no se me escapara la vida, y él salió tras de mí.
—¿Te pasa algo, Curro? —gritaba el pobre inocente, persiguiéndome.
¿Cómo podía explicarle que lo que me pasaba era que me estaba muriendo por dentro?
Tras devolver hasta mi apellido y el apellido de mis tatarabuelos, Beltrán quedó convencido de que el bocadillo me había hecho mucho daño y que debía hablar con su madre para que se ocupara de decirles a las sirvientas que cambiaran la merienda.
Ese día, ese fatídico día, mi futura vida de hombre de bien se fue al traste. Decidí volverme malo con alevosía. Yo, el don Nadie, el que escuchaba sin pestañear, iba a ser el don Todo.
Me explicó que sus padres habían organizado una cena formal en donde harían las presentaciones de rigor. Me contó con excitación y lujo de detalles (como quien cuenta la mejor película que ha visto en su vida) cómo habían llegado padre, madre y Alma a su casa. El protocolo y los vestuarios. La antesala: «¿Qué tal el tiempo?… Hace frío, ¿no? Dejad los abrigos aquí. Vicente, por favor, guárdalos en el ropero. Vamos a tomar el aperitivo en el salón».
Cómo él, escondido tras la puerta, antes de las presentaciones formales había oído la conversación que le resolvía la vida. Lo que los respectivos padres habían acordado y que a él le parecía fantástico porque, como yo sabía, había nacido sin fuerza para tomar decisiones por sí mismo.
La cena había sido perfecta. La mesa larga, vestida con mantelería bordada, cubertería de plata, porcelanas y cristales de Bohemia, desbordaba platos exquisitos que eran acompañados por magníficos vinos. Y todos en sus asientos representando sus papeles. Morgana al lado de Alma, aguantando y sonriendo sin probar bocado porque la odiaba, y ese día que para su hermano era un día de gloria, para ella era de absoluta desgracia. Los sirvientes con sus bandejas, la mirada pletórica de los padres, las sonrisas medidas de las respectivas madres, el rostro tímido de Alma; su palidez nívea, la hermosura de su futura esposa.
Y bla bla bla… de un momento a otro su boca se movía y yo no podía oír nada. Dejé de escuchar todo lo que me explicaba con su euforia ridícula y una fuerza interior me convirtió en sordo y me obligó a huir.
Esa tarde, al regresar del colegio me encerré en mi habitación (si es que a esa pocilga se le podía llamar así) y durante tres días no salí. Escribí, grité, taché, rompí, maldije, lloré y hasta me oriné sobre mis propios escritos de la rabia y frustración que me produjo la noticia. Pero al final redacté la carta más sentida y verdadera que jamás hice en toda mi vida.
Las palabras tienen un poder supremo; son capaces de limpiarte, aunque a veces salgan como escupitajos. Mi carta era una carta que lloraba y disparaba. La maldecía y bendecía al mismo tiempo. En ella vacié mis lágrimas y mi corazón. Ese día decidí que ese músculo no me servía para nada y traté de arrancármelo con mis dedos, y casi lo consigo. Pero mi madre, como todas las madres del mundo se preocupó, y al ver que no salía ni a hacer mis necesidades, a punta de martillazos tiró la puerta abajo y logró entrar. Me encontró acurrucado en un charco de sangre, desnudo y helado, pero vivo.
Fui un cobarde.
Y es que no podemos olvidar que somos humanos y todo lo que sentimos, nuestras emociones más íntimas, provocan reacciones del todo absurdas. Ahí no entra la razón. La pasión, aquella que nos lleva a amar, es la misma que nos incita a matar. En ese momento, al ver que yo no podía morir, quise matar a Alma. Sí, matarla, pero que quedara viva por si acaso; mejor dicho y para ser más claros, malviviendo. ¡Qué sentimiento más contradictorio! Porque si no iba a ser mía, no quería que fuera de nadie. Pero no pude, porque seguía queriendo que fuese mía. Mi deseo me contuvo y aquella espera tan sin futuro se convirtió en mi alimento y mi enfermedad. Y no me considero un hombre herido, aunque pueda parecerlo, ni quisiera generar compasión de nadie. La supervivencia es así. Nos agarra por donde puede y nos somete. En los momentos más duros de nuestra vida, cuando hemos palpado la frustración y la impotencia, nos sale de improviso la omnipotencia y la fuerza… o la indiferencia.
¡Qué poco sabemos de nosotros mismos! Quizá mi destino fuese tener que vivir este dolor para convertirme en este ser repugnantemente seductor. ¿De quién es la culpa?
Había quedado hechizado, en un estado de enamoramiento maldito, una especie de hipnosis fallida que me condenaba al desvarío y a la eterna búsqueda de lo perdido para siempre.
Un beso. ¡Qué cosa más ridícula!
Toda mi vida la gasté sin haberle dado un solo beso a Alma, salvo en mis sueños. Hasta la tarde antes de mi muerte.
¡Ahhhh! La gloria. Por esa tarde, por esa sola tarde, valió la pena haber vivido.