CAPITULO 21

Mi historia con el director merecía un capítulo aparte. Fue de lo más grotesca y, valga la pena subrayarlo, viciosa. Aunque soy mujer de gustos exquisitos y durante años me consideré una mojigata perdida, aprendí con él, sí, con él (un tipo tan ordinario y barriobajero), que en la cama lo de ser de alta cuna sirve para muy poco; mejor dicho, para lo único que sirve es para perderse lo mejor.

Siempre había considerado que un encuentro sexual debía llevar obligatoriamente un previo ritual de escrupulosa limpieza: baño con sales y jabones perfumados, cremas exfoliantes y aceites suavizantes y, obviamente, una larga y concienzuda selección de finísima lencería. Jamás se me habría ocurrido dar un beso sin antes haberme cepillado los dientes cuarenta veces arriba y cuarenta abajo, y haberle dado, como mínimo, veinte cepilladas a mi lengua.

¡Mi madre me inculcó tantas manías! Debían verme en todo momento como una «niña buena». Suavidad, pulcritud, chifones y sedas… Caída de ojos, las manos siempre limpias, las piernas cruzadas en el punto justo. Más allá de la rodilla, la pierna debe ir siempre cubierta: «mejor sugerir que exhibir». Copa de champán para desinhibirte «sólo un tris», y en el «acto», un meticuloso tira y afloja que debía ir acompañado de quejidos contenidos, «ni muy muy ni tan tan». «Que no se noten las ganas, hija», recalcaba mi madre. Rechazo a caricias en zonas intocables por «impuras», y a obscenos susurros «para que no te confundan con las mujeres malas».

Pensé que jamás iba a ser capaz de besar una boca sucia ni unas axilas ajolientas y encebolladas; ni comerme un descomunal sexo exhalando aquel olor ácido de macho embravecido a punto de reventar de esperma… Y de pronto, este animal montuno acabó convirtiéndome en la mujer más exquisita, puta y loca de Sevilla. Excitándome sólo con verle aquellas ásperas manazas de obrero curtido. ¡Es increíble!; en estos asuntos no valen ni el pudor ni la decencia. Eso hay que dejárselo a las que quieren morir Vírgenes, sentadas sobre su tesoro; pero ese, definitivamente, hace muchos años dejó de ser mi caso.

La primera cita la tuvimos en su propio despacho. Una habitación lúgubre y escueta, de paredes que muchos años atrás debían haber sido azulonas, pero que la humedad había desconchado y convertido en un viejo lienzo de mapas desconocidos —algo muy esnob, que sólo había visto en locales muy exclusivos de Nueva York y Londres; una moda underground para tener en cuenta a la hora de decorar un sitio—. Del techo colgaba un cable rojo del que florecía una luz cetrina, una escueta bombilla, que a mí me produjo el primer rechazo; rechazo que pronto, al pensar en Nueva York y en las últimas novedades que había visto en el SoHo, se convirtió en mi primer goce, pues el solo hecho de imaginarme a mí misma en aquel lugar tan sórdido y a la vez tan vanguardista me excitó. Y yo fui la primera sorprendida, ya que había vivido siempre entre el lujo y la exquisitez (es increíble lo que la novedad puede llegar a producir en las hormonas). Además, se trataba de mentir y ese era mi pasatiempo favorito. Mentir del todo, no a medias, porque cuando se miente a medias la acción deja de tener su morboso valor. La verdadera mentira, la que se enseña totalmente, es muchísimo más excitante, porque te obliga a darlo todo; a disimular y a actuar hasta el límite para que no te descubran… y es entonces cuando dejas de ser tú misma y te conviertes en un ser libre, sin prejuicios. Quizá sea la denigración de ti misma o no… todo depende del cristal con que lo mires. Allí me sentía la fleur d’élégance… una elegancia que por primera vez bajaba de las alturas a mezclarse con el pueblo: l’omnipotence versus la ordinariez.

Me recibió con ademanes pseudoexquisitos, y no hay peor cosa que un ordinario fingiendo ser un gran señor. Creía que haciéndose el fino me iba a gustar más. No se había dado cuenta de que de estos tipejos estaba hasta el moño y que prefería que fuese auténtico, aunque acabara de embalsamarse en el agua de colonia más barata que nunca en mi vida había olido.

Me besó la mano con aires de marqués ceremonioso, pero yo me le planté delante descarada y le ofrecí mi boca para que entendiera que no estábamos para perder el tiempo. Al quitarme el abrigo, su sorpresa fue mayúscula, pues para este encuentro yo había planeado no llevar ropa alguna, salvo un maravilloso sujetador rojo sin copas —que dejaba los pechos desbocados—, con su braguita y su liguero a juego —que sabía que a algunos hombres les volvía locos y además imaginaba que, dada su condición, le fascinarían—. Sin embargo, y a pesar de todos los supuestos, el muy jodido no me besó. No quería que yo lo dominara (algo típico en ese tipo de especímenes). Me agarró de las manos hasta inmovilizarme y con su nariz de catador de perfumes vulgares fue olisqueando mi escote; subió hasta el cuello y, como si hubiese sido poseído por un animal rabioso, clavó sus dientes. Mientras lo hacía, reventó el sujetador y me apretó los senos, buscando arrancarles sangre o leche… no sé. Me dolió mucho pero me gustó, para qué negarlo. Era algo que jamás había experimentado. Algo que me obligaba a aullar de dolor y placer. Incrustó su lengua en mi oreja y me dijo en secreto la obscenidad más grande que jamás había escuchado. Ni siquiera hoy soy capaz de repetirla. Era una porquería tal que, de sólo oírla, la entrepierna me palpitó y salió volando.

Lo que vino a continuación me produjo tal desquicie que todavía hoy, y mira que han pasado unos cuantos años, me sigue alterando.

Tenía una especie de sala donde debían interrogar a los presos (eso imaginé al verla). Una precaria mesa de madera gastada y recia, como de leñador, y un par de sillas más duras que la pobreza. Pero lo que más llamó mi atención fue la pared de ladrillo visto en la que colgaban unas oxidadas cadenas con sus grilletes abiertos. Al ver aquello, sentí una frenética mezcla de pavor y excitación.

Primero me puso de espaldas a la mesa, arrancó mis bragas e introdujo su enorme sexo hasta hacerme pegar un desgarrador alarido. Ninguna preparación: una violación en toda regla y con mi absoluta aquiescencia. Y aunque en el fondo sabía que debía decirle que no, lo que salía de mis labios era un ¡más! Luego me colocó de cara a la pared, como cuando me castigaban en el colegio, cerró los grilletes en mis muñecas, se tragó la llave y volvió a embestirme como un toro de pura casta. Una y una y una, y otra y otra y otra y otra… tantas veces hasta que de tanto sentir, perdí el sentido. Cuando volví en mí, el toro se había convertido en un manso gatito. Mi cuerpo ya no colgaba de la pared; se encontraba tendido en la escuálida mesa de leñador y mi verdugo derramaba sobre él, gota a gota, burbuja a burbuja, una botella de champagne —nada menos que la que le había enviado en mi último regalo.

Se lo iba bebiendo con suaves lamidas. Su delicada lengua, el paliativo que necesitaba, contrastaba con la violencia anterior. Era el ser más dulce y delicado que había conocido. De pronto, lo más pavoroso se convertía en lo más conmovedor.

Mi rostro, impecablemente maquillado, había dejado su máscara en la pared. En una fracción de segundo olvidé quién era y me convertí en agua salada. Por mis mejillas corrían lágrimas; en ellas mi nombre se diluía. Un charco negro.

Las cicatrices de mi alma cayeron y como serpientes huérfanas se arrastraron y desintegraron en el suelo.

¡Cuánta liberación! ¡Cuánto placer! Y… ¡cuánta soledad!

Pero eso no acabó ese día. Nos vimos algunas veces más; hasta que mi estómago empezó a mostrar serios signos de hastío y mi garganta a sentir una descomunal repugnancia.

¡Quién lo dijera! Pero la vida es así. ¡Los humanos somos tan impredecibles! Quizá eso nos haga más enigmáticos o nos regale ese punto de excentricidad. Al final acabamos cansándonos de casi todo. Lo cierto es que no pude más del húmedo y ácido olor de aquella sala, de la violencia de ese bruto, de mi propia denigración…

Tras esa… no sé cómo llamarla… ¿repugnante?, ¿excitante?, ¿aberrante?, experiencia sexual, tuve que aislarme durante cuatro semanas en una clínica de desintoxicación sensorial en un pueblo de Suiza para curarme de las terribles secuelas que me dejó. Allí me gasté un dineral, pues haber pasado por todas esas me enfermó.

Vivía encerrada en la ducha, enjabonándome compulsivamente hasta que mi piel sangraba, porque tenía el firme convencimiento de que con aquellos encuentros se me había contagiado su olor, su sudor, su aliento y ordinariez. Pasaba horas y horas sumergida en la bañera, cubierta de sales y plantas medicinales curativas y salvadoras, cuanto recomendaban en los centros de herboristería y en los más afamados laboratorios. Una mezcla de mejunjes carísimos que me devolvieran mi pureza y elegancia. Además, sufría un verdadero síndrome de persecución lingual. No podía ver mi imagen reflejada en ningún espejo o cristal, ya que cada vez que lo hacía veía también su babosa y gigantesca lengua pegada a mi piel. Lamiéndome, como si fuese un perro, mi cara, mis ojos, mi cuello, mis pechos, mi pubis, mis muslos…, y eso me llevaba a un estado de shock e histeria, un asco que me paralizaba todos los músculos y que me obligó más de una vez a ser atendida de urgencia.

Y lo malo fue que de nada me sirvió tanta humillación porque al final, y todavía no me explico de qué manera, a pesar de estar preso y aislado Francisco consiguió quedar libre y sin cargos. Claro que los meses que pasó allí no se los quita nadie, ni a mí el disfrute de saberlo encerrado.