CAPITULO
18
Eran las dos y diecisiete minutos de la tarde y Sevilla continuaba sumida en la más absoluta oscuridad. En el sopor de la desgracia, nada se movía; ni siquiera una hoja. Sólo una luna repentina vestida de tules se desplazaba rezongona por el cielo, como si fuese la gran diva de una ópera sin ensayar en esa inesperada y desorientada noche.
Tras la intervención de la hija de Francisco, el regio salón donde se velaba su cuerpo permanecía ahogado en un silencio sepulcral. En esa hipócrita solemnidad, cada visitante representaba magistralmente su papel.
Las palabras de Macarena disculpando los desatinos de su madre, en lugar de haber servido para restarle importancia a la estrafalaria escena de celos y reproches conyugales, la había agitado. El público esperaba ansioso el segundo acto. Se abrió el telón en la boca de Morgana.
—Nunca… —empezó a decir en voz baja.
—Nunca… —volvió a repetir, subiendo la voz.
—NUNCA… —le gritó a Alma, mirándola a los ojos—, dejaré que me humilles, ¡zorra!
Pero Alma no se dio por aludida. Imperturbable y distante como una esfinge, continuó acariciando con sus largos dedos el iridiscente copete del pavo real que se había acercado a defenderla, como si se tratase de un cachorro. Haber revelado sus sentimientos ante todos le otorgaba una especie de fuerza divina que la convertía en una Turandot capaz de desafiar o ignorar al mundo. Esa era la Libertad.
—Es contigo —le increpó Morgana acercándose amenazadora, mientras su hija, tragándose el llanto, trataba inútilmente de calmarla. Junto a ella, Beltrán, en trance de ausencia supina, parecía ignorarlo todo. Su cuerpo se mantenía rígido, estatuado y lejano. No oía, no veía, no sentía. Ni el más ínfimo gesto le delataba. La vergüenza vivida por el comportamiento de su mujer lo había desvinculado del presente.
Un taconeo lento se desprendió del tumulto y dio la cara. Envuelta en humos bordados, una altiva y refinada mujer preguntó con su voz rota.
—¿Os lo estáis rifando?… ¿De verdad os peleáis por él? —Y a continuación soltó una sonora carcajada—. ¡Qué ingenuas! No perdáis más el tiempo. ¿Por qué sufrir por algo que no os pertenece? ¡Francisco era mío!
Un murmullo general convirtió el lugar en un concierto de voces disonantes; agudos y graves interpretaban el «despelleje del difunto» en do re mi, hasta que se alzó otra voz en un solo sostenido en Fa.
—¿Tuyo? —Era una mujer que iba emperifollada como si de una marquesa venida a menos se tratara; cubierta de joyas como un árbol de Navidad barato, arrastraba a dos gemelos que miraban impávidos a la muchedumbre—. ¿De quién creéis que son estos querubines? ¡Miradlos!… —A continuación los colocó delante de todos—. Niños, dejaos ver bien. —Mientras hablaba, peinó con sus dedos sus renegridos rizos—. ¿No lo veis? ¡Son el vivo retrato de su padre!
—Pero ¿qué estupidez decís? —exclamó Mariana La Bailaora, haciendo sonar sus dedos como dos castañuelas, mientras se separaba de la multitud y se plantaba junto al féretro—. Si lo nuestro era un secreto a voces. —Sus pies empezaron un virtuoso zapateado circular alrededor de la caja que hizo estremecer el suelo. Las palabras que pronunciaba parecían acompañar una música muda que la llevaba a mover su cuerpo al compás de sus recuerdos—. ¡Yo fui su gran y único amor! —Sus tacones martillaban magistralmente el final de cada frase—. ¡Ay, si pudieras hablar, Hermoso! Si de tu boquita saliera uno de esos suspiros que exclamabas por culpa de mis manos. —Dio un chasqueado de dedos que finalizó con ocho palmas y un punteado ligero—. ¡Pobrecito mío! Se aprovechan de tu silencio para calumniarte —le dijo a la cara al muerto.
De repente, el pavo real que acariciaba Alma sacudió su plumaje y con un alarido casi humano silenció a los asistentes. Entonces, sin que nadie pudiera evitarlo, empezó a sobrevolar el salón en alocados círculos. Sus plumas, aquellos hermosos ocelos, fueron cayendo sobre todos como alargados copos de nieve azulados. Decenas de ojos índigos que observaban y sentenciaban con levedad etérea todo cuanto veían.
—¡¡¡Por el amor de Dios, debería daros vergüenza!!! Un hombre tan honorable como don Francisco no merece un espectáculo tan deplorable.
Quien así hablaba era el excelentísimo señor don Ramón Viesca de Uruñuela, alcalde de la ciudad, que debía todos sus títulos al velado apoyo financiero que Francisco, en una de sus espectaculares e insomnes juergas, le había ofrecido y él se había encargado de ordeñar a cambio de dejar impoluto el nombre de su benefactor, tras los espesos escándalos que lo habían llevado a la cárcel.
En el mismo momento en que el alcalde hablaba, al otro extremo de la sala se oyó un golpe seco sobre el mármol. El cuerpo de Morgana acababa de caer desplomado entre sus sedas rojas.