CAPITULO
17
¡Cómo no sentir este dolor!
Yo amaba a Francisco con toda mi alma, pero mis padres, que en los temas del corazón eran unos completos ignorantes y vivían ahogados en linajes, tradiciones, apariencias y habladurías, ya habían decidido por mí. Desde antes de que alcanzara esa cosa estúpida llamada «uso de razón», mi marido sería Beltrán Romero de Hinestrosa.
A partir de mi nacimiento aprendí a sobrevivir sin aire. Relamiendo como una limosnera las orillas de la realidad, no la que ellos me vendían, sino la de verdad.
Vivía una mentira que todos se creían y que a mí, como a mis primos, me inyectaron en vena nada más nacer. Como si fuera la magistral vacuna contra ese virus letal —para tantas personas inalcanzable— llamado libertad. No cuestionarse, no mirar, no dudar, no buscar, no soñar. Obedecer, asentir, saludar, hablar de lo que hablan los demás. Callar. Simple y llanamente hacer lo que se espera de ti, sin saltarte ni una sola regla, porque si te la saltas, si haces lo que el mundo no aprueba y da por normal, podrían calificarte de loca y no hay que ser muy inteligente para saber lo que opina el mundo de los que van a contracorriente de lo establecido: el que está loco, apesta.
Mi vida era una especie de teatro en el que todos los actores sabían su papel de memoria y ni por equivocación osaban cambiar. Yo lo observaba todo sin entender muy bien por qué debíamos seguir tantas y tantas reglas. Por qué cada mañana, sin que se modificara ningún acto, se abría el telón al levantarse y se cerraba cuando los ojos dormían. Por eso me volví tartamuda. Para no tener que decir lo que no quería.
Mis padres me lo arrebataron todo y a cambio me dieron un pseudooxígeno para que me creyera que de verdad vivía. Era una prisionera de mi rango, de todos los adornos y las obligaciones que llevaba a cuestas mi familia. Unas cadenas ajenas que me tocó arrastrar sólo por haber sido engendrada por dos personas que vivían en una magnífica prisión que, a pesar de no tener barrotes, era tanto o más que la de Ranilla, donde encerraron a Francisco.
Lo de que mi reino no era de este mundo lo supe desde el principio, cuando todos los amigos de mis padres se acercaron a mi cuna, con esa curiosidad malsana y melindrosa, a conocer el engendrito. En una estúpida y ridícula romería buscaban en mi pobre y magullada cara —producto de mi reticencia a nacer, como si de un mal y acertado presentimiento se tratara— los nobles rasgos de los Zurita y González. Ya desde ese instante, y gracias a mi desconcierto de haber caído de bruces en esta vida, desarrollé una capacidad asombrosa para escuchar y entender no sólo una conversación, sino varias en simultáneo. Por eso mis oídos no daban crédito a todas las sandeces que escuchaba. Me daba cuenta de las críticas y de la falsedad de cada uno de ellos. De sus muecas estudiadísimas donde quedaba claro que nada de lo que decían era verdad. Que sólo hablaban para llenar los minutos y que quedara constancia de que sus cuerpos habían pasado por ahí. Porque el que no dijera nada, el que osara permanecer con la boca cerrada, era como si no hubiera asistido. El silencio era sinónimo de inexistente. Quedaba en la categoría de los invisibles. El hacer acto de presencia en ese acontecimiento era un hecho tan importante como firmar en el libro de condolencias de un muerto.
Sus voces se entremezclaban con sus caras empolvadas y sus dientes mentirosos. Besos con olor a bolitas de naftalina y halitosis. Caras que se me acercaban con sus labios encerados y sus babas colgantes. Y yo sin poder huir.
Voces chillonas afirmando y discutiendo: «Se parece a…», «¡No, no y no! ¡Esta nariz es la de…!», «El color de su pelo es idéntico al de…». Susurros y maledicencias: «Pobrecita, es fea como los…, aunque hay constancia de que los que son feos de pequeños, al hacerse mayores son guapísimos. Mira a… ¡qué cambio! De patito feo pasó a ser un cisne», y etcétera, etcétera.
Tengo la absoluta seguridad de que aunque no me hubiera parecido a ningún familiar, aunque mi padre no hubiese sido mi padre —porque de que mi madre lo era no tengo la menor duda, agarrada como estuve a su cordón umbilical—, todos hubiesen encontrado en mi carita los rasgos de él, así hubiera sido en la planta del pie o en la vuelta de la oreja. Que yo fuera Zurita y González de pura cepa era lo más importante.
Además, como les resulté hija única a la fuerza —no porque en verdad lo hubiese sido, sino por designios de Dios—, y no tenían en quién más depositar sus equivocaciones, vinieron a descargar en mis delicados hombros la carga de ser su hija… ¡Cuánto pesan a veces los apellidos!
Mi madre, tan delgadita y fina, de salud tan frágil, antes de mí tuvo tres abortos —debo aclarar para decepción de las malas lenguas que todos fueron involuntarios—, y un niño, Tristán, que vivió sólo tres meses. Se murió del susto, espantado por un mal sueño mientras dormía. Tal vez ese sueño le mostró en una noche la realidad de lo que sería su vida y al verla decidió apearse cuanto antes. La pena es que eso nunca se sabrá; es una simple deducción que hago, visto lo vivido por mí hasta la fecha.
Era rubio y transparente, como si hubiese llevado desde el nacimiento el miedo a vivir. Decía mi madre que se le veía correr por sus venas la sangre, que evidentemente era azul, y latir su corazón, aurículas y ventrículos, sístole y diástole; y que en su piel se podía leer el futuro, pues cuando lo bañaban solían aparecer en su pecho palabras proféticas, de una nitidez extraordinaria, que hablaban de lo que vendría y entre las que apareció mi nombre. Por eso me bautizaron Alma.
Después, llegó lo importante: hacer de mí una niña «de bien». Fue en este menester en el que pusieron todo su empeño. Mi futuro ya estaba decidido. Todo lo planeado lo llevarían a cabo con el único fin de que las fortunas no se menguaran en caso de equivocación marital. Es decir, en caso de que me enamorara del bolsillo equivocado. Por eso, desde mi cuna concertaron la boda con Beltrán. Fue la primera de las muchas conversaciones que se me quedarían grabadas. Parecía que negociaran un cortijo, cabezas de ganado o miles de hectáreas de tierras. «Si yo te doy esto, ¿cuánto me das por aquello?». Hacían números en mi tierna presencia, creyendo que nadie les oía. Y todo, ¿para qué? ¡Para nada! Mi padre se fue una tarde de primavera, sentado en su mecedora de mimbre y con el gato entre sus manos mientras las palomas cagaban a diestra y siniestra. Viendo cómo florecían los jazmines en el patio. No llegó a darse cuenta de que su gran negocio, aquel en el que la gran perjudicada era su hija, o sea yo, resultó ser un estrepitoso fracaso.
Tantos planes y vidas frustradas, tantas argucias y marrulladas para llegar a lo que nadie se esperaba: que el gran Raimundo Romero de Hinestrosa acabara arruinado, viviendo de las, eso sí hay que admitirlo, generosas limosnas de su yerno. Y yo, pobre de mí, todos los años de mi vida aguantándome sin decir ni pío a la retorcida hermana de Beltrán.
Primero, los sanguinarios mordiscos que me prodigaba con sus afilados dientes de hiena —que tenía de nacimiento, pues había llegado al mundo con la dentadura completica y perfectamente alineada— cuando éramos apenas unos bebés y nos dejaban solas jugando y gateando mientras nuestras madres tomaban el té y despellejaban a media Sevilla. Moretones circulares que nadie veía, pues mi niñera, que era más lista que el hambre, para no ser regañada por mi madre los disimulaba a la perfección con su maquillaje. Y yo, dándome cuenta de todo y sin saber hablar.
Amiga a la fuerza de ese monstruo. Sí, porque ni me lo preguntaron ni tuve elección. Amiga, ¡maldita sea mi suerte!, y compañera de pupitre y recreos, y de trabajos manuales y gimnasia, y de rosarios y misas, y de solfeo y ballet, y de todo lo habido y por haber. Pero yo sabía que me odiaba tanto como yo a ella —y me duele decirlo, porque sentir odio es de las cosas que más he odiado en mi vida—. En sus ojos podía ver esa caldera hirviendo que vomitaba azufre maloliente cada vez que me miraba.
Me hacía todas las maldades que puede llegar a concebir la mente de una niña perversa: imitaba mi tartamudez y mis gestos, enganchaba en mi pelo enormes bolas de chicle masticado, manchaba mis trabajos, escondía mis libros, me ridiculizaba delante de mis compañeras pegándome en la espalda, sin que yo lo notara, papeles con frases como «soy burra», «me estoy meando», «como mocos»… y todo sin que mis padres creyeran nada de lo que yo trataba de contarles en mis compulsivos y terroríficos tartamudeos.
Me faltó carácter, fuerza, envalentonarme y mandar a todos p’al carajo… no sé. Fui tan tan bondadosa, tan comprensiva y obediente, tan ridícula y decente —cuando ya la decencia está en franca decadencia— que daba vergüenza ajena.
¡Me harté de tanta miel y tantos halagos que sólo favorecían a los demás y a mí me dejaban arrinconada en la esquina del «ahí te pudras»!
Sólo ahora que tengo cincuenta y dos años soy consciente de lo increíblemente tonta, buenaza y estúpida que llegué a ser.
Tuvo que pasar una vida entera, medio siglo, para darme cuenta de que mi existencia hubiera podido ser absolutamente diferente si desde el comienzo hubiera cogido las riendas de mi vida y no se las hubiera dejado a nadie. Si me hubiese enfrentado a mis padres y hubiera luchado con uñas y dientes por conseguir vivir mi vida a mi manera y no la que ellos planificaron para mí; si simple y llanamente me hubiese enfrentado a todos sin miedo.
Pero eso, tan aparentemente obvio, no lo venden en ninguna tienda, supermercado o almacén de lujo. Eso, tan codiciado para algunos, llamado autoestima o seguridad en uno mismo —la pócima mágica que tratan de vender psicólogos, psiquiatras, gurús e iluminados, a precios de oro—, eso que te van robando de a poquito extraños, e incluso de lo que se nutren los más allegados desde tu infancia, sólo logras recuperarla el día menos pensado. Cuando a lo peor ya no hay nada que hacer. Cuando algo muy fuerte te sacude las entrañas. Justo lo que hoy, día del velorio de mi Francisco, me ha sucedido.