CAPITULO 3

Ese 17 de julio, Sevilla amaneció oliendo a madera recién pulida. Como si un bosque entero hubiese sido talado durante la noche, el perfume se expandía en bocanadas espesas y oscuras; greda pegajosa y malintencionada sobre los tejados de Los Remedios. Un amanecer teñido de púrpura y grises fúnebres ungía la ciudad con su corona de espinas. Abrí la ventana para acabar de manchar mis ojos con la primera pincelada de sol y, al hacerlo, una ventisca se levantó de pronto disparándome a bocajarro millares de virutas que revoloteaban enloquecidas. Se metían por los rincones de la casa, entre sábanas y almohadas, cómodas y alfombras, martillando las paredes y las puertas como si fuesen un enjambre enloquecido de abejas hambrientas en busca de miel. Me herían las mejillas. Un presentimiento negro me nubló el corazón.

Había matado la noche a punta de pensamientos y recuerdos recién nacidos. Alegrías que me sonaban a campanas de fiesta y tristeza, todas revueltas. Tantos años muertos, convertida en la mujer que todos querían ver. La esposa devota, la inmaculada madre, la intachable y pulcra mujer de la que nadie podía decir nada, ni siquiera las lenguas más viperinas. La que acudía a misa todos los domingos y fiestas de guardar; la de la triste mantilla presenciando en el palco de honor —entre pañuelos blancos, olés y ovaciones— largas tardes de toros con olor a sangre y muerte. La del dolor de la frustración manchado en su pecho. La que, sin que nadie lo sospechara, había sido absolutamente feliz durante una tarde. Una sola tarde por treinta años de tristeza.

No podía dormir, como cada noche, como siempre, pero peor. ¿Cuántas cajas habían fabricado? ¿Cien, doscientas? ¿Trescientas? ¿Cuántos ataúdes para acoger el cuerpo de mi amado?

Entonces, sin que nadie me lo hubiera dicho, tuve la certeza de que había muerto.

Mi amor, mi luz, mi sueño frustrado, mis ansias escondidas; mi adolescencia, mi dolor, mi dicha; aquel ser por el que cada día me despertaba y vivía; por el que mi vida, aunque nadie lo supiera, tenía sentido. El motor que me hacía estar, no estaba.

Francisco, mi Francisco, el del Parque, el tímido, el silencioso, el de las mejillas coloradas, el niño que cada vez que pasaba por su lado silbaba imitando a un jilguero. El que me regalaba piedrecitas de colores, el bueno, el que me había querido con sus ojos; el que nunca, nunca, nunca había dormido en mi regazo; el que todos adulaban. El mujeriego, el estafador, el dios y el diablo. Mi Francisco, el verdadero, el desconocido por todos, nunca volvería a mirarme con sus ojos aceitunos.

¿Qué sentido tiene ahora mi vida?

Mi marido duerme. Necesito llorar, pero no puedo. No quiero que se me note el dolor. Aprieto mis párpados, me niego a derramar la primera lágrima. Entro en la ducha, perdida, desolada, no puedo compartir con nadie esta pena, y antes de que caiga el agua las lágrimas me bañan. Me diluyo en llanto. Una cascada cae despacio por mi cuello, se desliza entre mis senos marchitos, se mete en mi pubis y moja mi sexo… Mi sexo dormido, que guarda entre sus pliegues una tarde de dicha; una única tarde que jamás se repetirá, porque mis presentimientos, para mi desgracia, nunca me han traicionado.

Francisco ha muerto. ¡¡¡Me quiero morir!!!