CAPITULO 2

Pero no siempre fui así, ¡no!, lo juro por Dios y por mi Virgen predilecta, la del Rocío: la Blanca Paloma.

Recuerdo mis primeros pinitos amorosos. Siempre, siempre, siempre creí en el amor. Hasta decidí guardar mi tesoro virginal para la mujer que un día colmara mis sueños. Era mi gran sacrificio. Me inmolaba por amor. Mientras mis amigos se vanagloriaban de haber pasado por… la piedra, ya me entendéis, yo continuaba con mi joya intacta. La comparaba con los demás cuando íbamos al baño, delante de los urinarios, y de sobra les ganaba. La tenía grande, según lo han confirmado todas. Sin embargo, en aquel entonces, por no usarla era el hazmerreír del barrio y del colegio y de Sevilla. El tonto, el santo, el iluso, el raro, el mari… eso, del que no se podía hablar según qué cosas en su presencia.

Pasaba las horas imaginando mi vida soñada, la de los libros que leía mi madre, Austen, Flaubert, Brontë…, desgarradas historias de amor rebosantes de suspiros, lágrimas e imposibles, mientras mis amigos se la pelaban a destajo; los muy ordinarios. «¡Paco, Paco, ven aquí! ¡Mira qué tetas, las de Enriqueta… Paco!», me gritaban asomados a la ventana de la vecina, pero yo no me inmutaba. Mi mundo se movía en una dimensión elegante y honrosa. Quería estar cuando mi Alma pasara por el Parque. Ella era lo único que me motivaba. Verla desfilar cogida de la mano de sus amigas; riendo con esa risa fresca de cascada loca que el Guadalquivir hubiera querido para sí. Tenía aquella cabellera desbocada de potra salvaje que acariciaba su cintura, al ritmo de un flamenco mudo, a cada paso que daba. Mis ojos tarareaban sus andares hasta perderla en el giro final de la última esquina. No me atrevía a mirarla de frente ni ella tampoco, pero aprendimos a saber que nos gustábamos por el mutuo rubor de las mejillas. Era como si me hubiesen pegado dos inmensas cachetadas que no dolían pero quedan marcadas hasta la hora de la cena, temido momento en que mi padre gritaba: «Manuelaaaa, ¿has visto a Currito?… Este niño ha vuelto a coger el sarampión». Pero ella sabía que de sarampión nada de nada; o tal vez sí, otra clase de sarampión, el que me había contagiado mi Alma, que además de virulento sería del todo incurable. Estaba perdidamente enamorado de la hija de don Lucio Martineo Zurita y González, tres veces Grande de España. ¡Date por jodido!