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En el centro del estudio y bajo la cúpula de cristal, La Santa dormía mientras Mazarine acababa un majestuoso retablo. Había viajado por tierras occitanas, reconociendo como suyos lugares nunca vistos. Había paseado por Italia, descubriendo en el trazo de Giotto sus ancestros. Por sus venas corría la sangre de aquel pintor y de Sienna, y en cada trazo que daba ahora la sentía.
De repente lo vio entrar. Caminaba despacio, analizando los cuadros que descansaban a medio hacer en los caballetes; metiéndose entre las obras extendidas por los suelos. Era la primera vez que lo miraba así, de lejos, a una distancia que la convertía en una ajena observadora. Su imponente presencia la turbó. Llevaba el cabello revuelto y fumaba a destajo, dejando a su paso serpientes azuladas que trepaban por el aire. Le fascinó.
- Cariño… debemos irnos o llegaremos tarde.
Era suyo. Aquel hombre maravilloso era su marido.
- Mamaaá… -su hija entraba por la puerta de la mano de su niñera.
Mazarine corrió a su encuentro y la llenó de besos.
- Se puede saber… ¿qué haces sin zapatos, señorita?
- Mira quién habla -le dijo Pascal a Mazarine, señalando sus pies descalzos.
Mientras hablaban, la pequeña pegó su carita al cristal donde reposaba el sonrosado cuerpo de Sienna. Una antigua medalla sobre su pecho llamó su atención.
- ¿Puedo tocarla? -preguntó la niña señalando a La Santa.
- Sssstt… ahora no. Está dormida -le dijo Mazarine en un susurro.