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Los pasos lo llevaban al Arc de Triomphe. No quería dar explicaciones ni contestar preguntas. No quería ver a nadie ni que nadie lo viera.
Acababa de consumar su suicidio artístico, y como león herido quería lamer en soledad su propia sangre: ¡había triunfado! Cádiz, el gran monstruo del ego, se arrastraba por los suelos herido de muerte. Dolía, claro que dolía; llevaba cuarenta años conviviendo con él, día y noche, todas las horas; lo había vestido, alimentado y cuidado; lo había ayudado a revolcarse en las pasiones, acostumbrándole a recibir lo que quería a la hora que quería. Se sentía tan orgulloso de él que lo había ido exhibiendo por el mundo con su mejor sonrisa. Lo amaba…
Y estaba agonizando. ¿Cómo iba a vivir a partir de ahora? Se liberaba… ¿Se liberaba? A partir de ese día, su vida tomaría un rumbo desconocido. ¿Qué rumbo? ¿Podría volver a ser Antequera, aquel humilde chico que pintaba atardeceres en las playas de Barbate y comía el pescaíto frito que acudía a su anzuelo? ¿El que vendía sus cuadros por unas pocas monedas en las plazas de Sevilla y ahogaba sus frustraciones entre los monumentales pechos de su tía? Tal vez estaba a tiempo de recuperar lo que había abandonado en las arenas cansadas de su infancia… tal vez. Pero antes necesitaba subir a lo más alto del arco y revivir aquella tarde de nevada junto a Mazarine. El instante de inmensidad en el que, de repente, ambos se habían sentido embriagados de poder, soberanos del mundo y de la vida. Los brazos abiertos de su pequeña, él abrazado a su cintura, la ingenua sonrisa azotando su rostro fresco; esa insolente juventud ajena inyectándole vida. Aquel relámpago de alegría los había iluminado desde muy lejos, y sólo había quedado el eco.
Ahora lo entendía.
Nadie era dueño de nada, ni siquiera de sí mismo y, sin embargo, sin ser dueño de nada terminaba arrastrando y haciéndose cargo de su falso destino. Sintiéndose responsable de algo que de ninguna manera había pedido: la vida. Cada decisión, un sí o un no dicho de prisa, lo convertía en su propio carcelero. Dueño de esa nada que se iba aglutinando y se agarraba con uñas y dientes a un estúpido concepto: la fantasía de ser. Un grano ínfimo convertido en una gigantesca roca cargada de mierda. Cuanto más crecemos, más encadenados. Cuanto más sabemos, más perdidos. Cuanto más tenemos, más angustias. La gloria, un grillete. El fracaso, otro. Si amas, la prisión de sentir; si no amas, la de la soledad. Si deseas, el infierno de poseer; si posees, el miedo a no saberlo conservar… o a desear más y más. El hombre convertido en víctima de sus propios espejismos.
Caminas por la vida buscando adquirir experiencia, cuidando de no tropezar con ninguna piedra que te lastime; convencido de que la sabiduría de la adultez te protegerá de las equivocaciones. Y de pronto, aparece de la nada un sueño. Y tú, que ya no crees en ellos, te agarras desesperadamente a su cola tratando de que en su vuelo te eleve, y así sentir por escasos segundos que estabas equivocado, que puede ser verdad. Que puedes sobrevolar la plana realidad; que ese sueño te ha rescatado de esa perfecta y estúpida muerte en vida que te has ido labrando año tras año. No, la ingenuidad no era sólo un mal de juventud. Era la peor enfermedad de la vejez.
La nieve continuaba cayendo sobre París, vistiendo de misterio blanco su desnudez callejera. Los coches aparcados en los laterales de la avenida desaparecían sepultados, y por las aceras se hacía cada vez más difícil transitar. Cádiz no lo sentía. Las lágrimas se le acumulaban en los ojos, salían liberadas y las dejaba escarchar sobre su rostro. Llorar, sentir… Se apartaba de Mazarine, de Sara, de Pascal, de todo y de todos. ¿Podría llegar a construirse un mundo donde la nada fuera su compañera?
Había llegado al Arco. Se detuvo y levantó la mirada: EL TRIUNFO. Muros de piedras esculpidas que hablaban de batallas ganadas, ciudades conquistadas y muertos olvidados. Allí estaban: la grandeur del Arco y la insignifiance de un pintor frente a frente. Cada uno luchando por demostrar al mundo su fuerza y valentía.
¿Quién se habría imaginado que un día el gran Cádiz acabaría recogiendo las migajas de alegrías que había dejado desperdigadas en el suelo? ¿Quién hubiera dicho que un día estaría atrapado en tanta sensiblería?
Buscó el lugar donde aquella noche había jugado con Mazarine a besarla con su aliento pero no lo encontró. La luz había desaparecido bajo la nieve. Todo había desaparecido. Era el superviviente de un recuerdo marchito… pero podía rescatarlo. Si se concentraba, podía. Escuchó el eco de su risa… Vio el vaho caliente de su aliento encontrándose con el suyo. Formando aquella unión blanca sobre el resplandor del neón. Sus delicados pies enterrados en la nieve.
- ¿Sientes mi beso?
- Sí.
- Pues es exclusivo y único. Así sólo nos besaremos tú y yo.
- Quiero más…
Quiero más… quiero más… quiero más…
Como una niña hambrienta que saboreaba una golosina deliciosa, Mazarine pidió más… y él había terminado dándole más. Todo lo que podía; lo que sus carceleros, sus malditas contradicciones interiores, le habían permitido.
Encendió un cigarrillo, sacó del bolsillo de su abrigo la petaca de whisky y, después de brindar por el recuerdo, la acercó a su boca y se la bebió entera. El fuego del licor lo aliviaba.
Merodeó un rato. Salvo dos empleados que reían tras el vidrio empañado de las taquillas, el lugar estaba desierto. Decidió que no iba a tomar el ascensor; como aquella vez, subiría por las escaleras. Miró desde abajo el trayecto que iba a hacer y le pareció infinito. Antes de emprender la subida, se sentó a descansar en uno de los escalones. Cerca, una anciana vagabunda tiritaba de frío. Le conmovió su indefensión y acabó sacándose su abrigo y colocándoselo encima. La mujer no se inmutó. Finalmente, cuando terminó de fumarse el pitillo, se levantó y empezó a subir. Aquella escalera no se acababa nunca; avanzaba despacio, peldaño a peldaño, con la dificultad de un moribundo. Se agitaba, sudaba… le habían caído los siglos encima. Estaba agotado de tanta reflexión. Ahora quería deshacerse de su mente. Lanzarla desde las alturas, que se estrellara contra el pavimento… y que con ella se fueran sus recuerdos, lo que había sido, lo que no había podido ser… Quedarse en la levedad del vacío.
No podía.
Al llegar arriba se estremeció. Extendido sobre la nieve le esperaba el suave cuerpo de Mazarine. Su abrigo abierto, sus pequeños senos de pezones esfumados, la rosa fresca de su pubis cobrizo resplandeciendo en el frío. Frotó sus ojos… no estaba. Su imaginación le jugaba una mala pasada. La nieve virgen era un lecho vacío. La terraza era un gélido escenario lleno de fantasmas.
De repente, una oscura voz le disparó a sus espaldas.
- Siempre lo sospeché…
Cádiz se giró sorprendido.
- … pero me faltaban pruebas.
Delante de él, una siniestra sombra avanzaba entre la bruma y lo atravesaba con sus ojos nublados. Su voz rugosa salía de su labio leporino, envuelta en un viscoso efluvio de odio.
- Asistías a las reuniones protegiendo tu identidad bajo la capa, como todos… aunque yo sabía que eras diferente. No hablabas; eras el único que nunca hablaba ni opinaba. El único que no tenía prisa por encontrar nada. Una noche, al finalizar la asamblea, decidí seguirte…
Ojos Nieblos se iba aproximando amenazante a Cádiz y blandiendo un puñal en su mano lo obligaba a retroceder.
- Esta mañana, cuando por fin abandonaste el estudio, logré burlar todas tus ingeniosas alarmas. ¿Sabes cómo lo hice? Llevo meses trabajando. Sí, el tonto de Jérémie, el hazmerreír de la Orden… Aprendí todos los mecanismos. Corté cables, desvié señales; tu telaraña de rayos infrarrojos me da risa, es un juego de niños, señor Antequera… ¿o debo llamarte Excelencia?
Ojos Nieblos había ido llevando a Cádiz contra la valla.
- ¡Maldito cabrón! ¿La querías sólo para ti, eh? ¡Qué listo te debías de sentir! En las catacumbas, los ingenuos idiotas reunidos y tú, mientras tanto, beneficiándote de sus favores…
Con una mano lo agarró por la solapa y con la otra puso la daga sobre su cuello.
- ¿Sabes por qué aún no te mato, hijo de la gran puta? Porque me falta encontrar el cofre y tú me vas a decir dónde lo escondes.
Ojos Nieblos lo azotaba con ira contra las rejas mientras gritaba enloquecido.
- ¡HABLA, HABLA, HABLAAAAAAAAA…!
La espalda de Cádiz se quebraba; recibía las arremetidas en plenos riñones. Necesitaba reaccionar, empujarlo, sacárselo de encima. Aquel loco lo iba a matar.
- Está bien, te lo diré.
- Así está mejor.
Cádiz aprovechó que Ojos Nieblos bajaba la guardia y lo lanzó al suelo, pero la mano de éste se agarró con fuerza a su tobillo haciéndolo caer. En medio del temporal, los cuerpos se revolcaban tratando de hacerse con el puñal que había saltado de las manos de Jérémie y se perdía entre el espesor de la nieve.
Después de forcejear y haber sido castigado brutalmente por el acero de las botas de su agresor, el pintor logró levantarse. Pero Ojos Nieblos volvió a llevarlo contra las rejas que bordeaban la terraza y con su descomunal fuerza lo fue arrinconando, hasta que la mitad de su cuerpo quedó suspendido en el aire.
- ¿Dónde está el cofre? -repitió amenazante.
Con la rodilla, Cádiz golpeó los testículos de Jérémie, quien lanzando un grito de dolor aflojó la presión. Los cuerpos colgaban peligrosamente de las rejas; luchaban, se asían y sacudían buscando liberarse. La nieve continuaba cayendo implacable sobre sus rostros, impidiéndoles ver. Abajo, la isla de cemento había desaparecido bajo un manto inmaculado.
Con el peso de ambos, una parte de la valla cedió y Jérémie quedó colgando en el vacío, agarrado del brazo de Cádiz. Durante unos segundos, el pintor trató desesperadamente de salvarlo, pero el pesado cuerpo de su agresor los arrastraba hacia el abismo.
De pronto, el cinturón de Cádiz se trabó en una de las barras y la mano de Ojos Nieblos empezó a resbalar y resbalar por la manga de su traje.
Antes de caer, los ojos desorbitados de Jérémie se clavaron en Cádiz con un signo de interrogación.
Lo vio bajar entre los copos de nieve, en su vuelo de cuervo moribundo. El abrigo extendido y un grito desgarrado. Después, un golpe seco y la mancha de sangre, como un pote de pintura vertido, se fue extendiendo sobre el helado lienzo creando un espectacular cuadro de muerte.
Cuando se apartó de la reja, Cádiz temblaba. Las piernas no lo sostenían y todo su cuerpo convulsionaba. Un hilo de sangre brotaba de su boca. Empezó a caminar sobre la terraza sin poder serenarse. El aire olía a herrumbre. De pronto, tuvo la sensación de que un líquido viscoso y espeso brotaba de su abdomen. Miró su estómago y bajo sus costillas descubrió el puñal clavado. Con sus manos trató de retirarlo, pero las fuerzas lo habían abandonado. Cayó al suelo…
La vio venir.
Corría descalza hacia él. Desnuda y fresca, con su abrigo ondeando, sus brazos abiertos y entre sus senos una cruz cátara de doce puntas pintada en rojo, de la que se desprendía una gota que resbalaba por su vientre, se metía entre su pubis fresco y moría en su pie. Reía… y su risa se iba perdiendo en el silencio.
Ya no pensaba.
Sólo una paz intensa lo embargaba. La sensación de que nada debía. De que flotaba sobre el universo, convertido en una partícula de nieve.
Así que ésa era la muerte, pensó antes de volar.