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El n.° 31 de la rué Champagne-Premiére era un campo sembrado de retratos. Sobre el suelo de su estudio, Sara Miller amontonaba en desorden cientos de fotos que había ido haciendo a su marido en todos los años de vida en común. Buscaba en ellos no sabía qué. Los hilos enmarañados que los habían unido, lo que los había separado, algún instante congelado en la retina de su Leika que le hablara de cuándo había empezado el deterioro. En aquel entonces pensaba que, de tanto fotografiarlo, un día terminaría poseyendo su alma; adentrándose en aquel espacio al que nunca había tenido acceso.

Toda su vida estaba allí. En los montones de lienzos pintados y en las fotografías que le había hecho.

Papeles que no significaban nada. Una lucha incesante por demostrar, por conseguir, por ser…

La furia juvenil, los rizos negros al viento, las primeras canas, las marcas en su rostro… Las sonrisas, los ceños fruncidos, los arrebatos de ira, el parecer lo que aún no era, las erudiciones, las entrevistas. Sus procesos de creación, paso a paso: Cádiz pensando, Cádiz imaginando, Cádiz convirtiendo en arte el bien y el mal. Cádiz con el pincel en alto y la mirada desafiante.

Los primeros cuadros… La exposición que le había dado la gloria y lo había convertido en el creador del Dualismo Impúdico: Las vírgenes profanas.

Los ojos de Sara vagabundeaban tristes y despistados sobre las montañas de material revelado. De repente, una imagen llamó su atención. Era un retrato que había hecho a su marido, a los pocos días de conocerlo, en el que aparecía en trance, dando las últimas pinceladas a una de las vírgenes. La pintura de la que dijeron los críticos que ejercía sobre el observador una especie de hipnosis; la seducción intimidante de dos fuerzas en tensión: espiritualidad y libertinaje conviviendo y respirando. ¿Qué había dentro de ese cuadro que tanto fascinaba?

Llevó la fotografía a su mesa de trabajo, la colocó bajo el foco y fue repasándola con el cuentahilos.

En verdad, era preciosa. La joven ejercía un extraño poder de seducción. Su desnudez evaporada, sus ojos desafiantes…

¿Qué eran aquellos extraños trazos que aparecían insinuados en el pezón de la joven? ¿Qué le recordaban?

Le recordaban… ¡el medallón que colgaba del cuello de Mazarine el día que la fotografió!

Le recordaban… ¡la brutal marca que llevaba sobre su corazón aquel extraño que había reclutado de la calle!

Corrió a sus archivos y empezó a buscar las imágenes hechas a la chica y al hombre de ojos nublados y labio leporino.

Lo que le falta al tiempo
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