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¿Iba… o no iba?

Mazarine no sabía qué hacer. Volver a la casa verde significaba encontrarse con el dolor y el miedo. Sin Sienna aquel lugar era desolación y olvido, nudo quemante en su cuello y el horror de no volver a emitir ningún sonido.

¿Cómo borrarse de su propia presencia? ¿Cómo enfrentarse con lo que no sabía definir, si ahora ya no tenía a quién decírselo? Cuando hablaba con La Santa siempre encontraba una respuesta a todo. Ahora, su cabeza estaba atestada de preguntas e incertidumbres que se retorcían como serpientes; una medusa pidiendo a gritos ser rescatada de su sufrimiento por la espada de algún Perseo caritativo; alguien que le arrancara de un tajo su cabeza para dejar de pensar.

Llevaba diez días viviendo encerrada en el piso de Pascal, y aunque el passage Dauphine quedaba a escasas manzanas de su casa, aún no se atrevía a salir por miedo a encontrarse con aquel mundo que la perseguía. Ahora ya no tenía el medallón; Jérémie se lo había quitado. Aquella fuerza que sentía poseer desde que lo llevaba ya no estaba con ella. Sus temores infantiles regresaban con más virulencia. No era el temor a las gárgolas de la iglesia de Saint-Séverin ni a la muerte; eso estaba superado. Era un terror que partía de ella misma y se extendía por todos los lugares que pisaba. Aun así, necesitaba volver a la rué Galande y continuar buscando lo único que posiblemente quedaba de La Santa: el cofre o lo que fuera, algo que encajara con la extraña llave que hacía meses había descubierto escondida entre sus manos. Pensaba que tal vez allí encontraría la parte más íntima de su pasado, aquello que no lograba descubrir dentro de sí.

Tras el regreso, la primera noche que se acostó con Pascal evitó el roce de su cuerpo. A pesar de llevar compartiendo la misma cama hacía más de un mes, no habían hecho el amor. Una vez quedó tácitamente claro que seguirían sin hacerlo, los siguientes días durmieron como si se tratara de un par de amigos acompañándose en una noche de tormenta. Hasta que una madrugada la mano de Pascal había empezado a buscarla a tientas en la oscuridad. El tacto suave de sus dedos entre sus ropas la despertó excitada, y por un momento pensó que era Cádiz. Al darse cuenta de su equívoco trató de levantarse, pero Pascal la envolvió con un cálido abrazo y en un susurro le dijo que la amaba con toda su alma.

- Pronto serás mi esposa… ¿Sabes cuánto he esperado? No soy de piedra, mon trésor. No temas, lo haré despacio.

Había dejado que la amara en silencio para probar lo que sentía, pero la imagen de su pintor acabó por inundarlo todo. Estaba en el desierto, en aquel amanecer. Todavía su aroma pendía de su cuerpo, sus labios resbalaban por su cuello, su índice repasaba la curva de sus senos, sus manos firmes abrían sus muslos temblorosos… su lengua húmeda separaba los dedos de sus pies, sus huellas marcaban las comisuras de su sexo jugoso… Abrió los ojos; su dolor y su placer eran otros. No estaba en ese amanecer, no había desierto ni sol, ni arena.

Lloró por ella, por Pascal y por Cádiz; por la pérdida de Sienna, por sus rotos deseos de morir, por no saber qué camino seguir, por no saber si quería seguir… pero su novio pensó que aquellas lágrimas eran puro placer, puro amor.

Lo que le falta al tiempo
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