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El agujero desembocaba en una pared lisa que llevaba a la parte trasera de la desvencijada edificación. Mazarine miró y rápidamente hizo un cálculo: seis metros de altura. ¿Saltaba? No tenía alternativa; si no lo hacía corría el riesgo de que Ojos Nieblos la alcanzara. Oyó a lo lejos el resonar de una puerta que se abría, y sin pensarlo más se lanzó. Terminó encima de unas bolsas de basura y escombros que le ayudaron a mitigar el golpe. Las rodillas le sangraban y su cara, encendida de angustia, ardía. Sentía todo su cuerpo adolorido, pero podía caminar.

Empezó a correr sin mirar atrás. Atravesó calles, esquinas, pasajes, hasta que finalmente desembocó en la rué de Rívoli: ¡estaba salvada! En pocos pasos llegaría al Boulevard Sebastopol.

Todo parecía tranquilo. Las calles respiraban alegres los cálidos alientos de la tarde. Volvía a ver el cielo rabiando de luz, a sentir los dedos del sol acariciarle su piel cansada, a escuchar el griterío de los niños correteando tras las palomas. Las parejas, después de un largo día de trabajo, se abrazaban y caminaban tranquilas comentando sus luchas y logros; no había grandes discursos; la felicidad no estaba hecha para los pensadores. En la sencillez de lo cotidiano veía más sonrisas que en los intelectuales. La gran discusión estaba en qué película ver, en qué terraza descansar o dónde ir a cenar. Todo discurría sin contratiempos. La vida no se había detenido con su ausencia.

¿Qué sería de Cádiz? ¿Y de Pascal? ¿La habrían echado de menos?… ¿los echaba ella de menos?

Apenas ahora se daba cuenta: su mochila se había quedado abandonada, con sus ganas de morir, en un banco del Pont Neuf. Sus llaves, su cartera, su móvil… ¡Qué importaba!

La chica que quería desaparecer ya no era ella. Estaba triste y feliz al mismo tiempo. Lo vivido en casa de aquel hombre tenía una razón de ser: devolverle las ganas de vivir. Desear la libertad. De no haber sido por él, ese instante de reconciliación con la vida no lo estaría viviendo. Esa circunstancia fortuita le había enseñado que el azar existía; que saber entender el lenguaje de las casualidades era sabiduría. ¿Cuántas personas que se quitaron la vida en un arranque de desesperación aún estarían viviendo si algún Jérémie las hubiera rescatado? Ahora entendía que el alma, como el tiempo, estaba hecha de estaciones. Que hay semanas de tormentas, de nevadas y ventiscas… horas soleadas y nubladas, minutos lluviosos, meses fríos, tibios o cálidos. Volvía a la vida con ganas de hacer, sin tener muy claro qué, y con un futuro al que aún no podía darle un nombre.

¿Tenía sus dolores resueltos?

No.

Lo supo al llegar al quai Saint-Michel, cuando pegado a una columna se encontró con un cartel que anunciaba la exposición de Cádiz. Un pinchazo de rabia y tristeza volvió a clavarse en el centro de su alma. ¿Por qué le había hecho aquello? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

¿Por qué ese amor que la enloquecía no podía sentirlo por Pascal? ¿Qué demonios tenía ese hombre que le había hecho desear la muerte?

No podía lavarse los recuerdos ni borrarlos, aunque lo deseaba. Su piel estaba mancillada por las manos de su maestro. Cada rincón profanado por sus dedos, por sus pinceles, por sus deseos, por sus rabias… por sus celos. Ni siquiera podía pensar en él, porque cuando lo hacía la sangre le palpitaba en cada poro, la excitación le impedía cualquier movimiento y quedaba en trance pasional. Le daba una inmensa rabia reconocerlo: lo que Cádiz le había hecho la noche de la cena debajo de la mesa le había gustado. ¡Maldita sea!

Si sus deseos estaban ocupados por su maestro, ¿qué espacio quedaba para Pascal? Ella no era capaz de hacer convivir dos deseos en su cuerpo… ¿o sí? No lo sabía; nunca antes había amado. ¿Se aprendería en alguna escuela eso de amar? ¿Eso de dar y recibir? ¿De cambiar caricias por amor? ¿O amor por caricias? Si las manos de Cádiz la tocaban, las de Pascal debían quedarse quietas. Si la lengua de Cádiz la lamía, la de Pascal no podía rozarle ni los labios. ¿Qué iba a hacer para no perder a ninguno de los dos?

Al que decía odiar y amar, ¿cómo quitarle el odio? Y al que amaba poco, ¿cómo amarlo más?

Caminaba por la orilla del Seine observando los barcos que pasaban. Las librerías callejeras exhibían sus ejemplares de segunda mano, arrugados de tanto saber contenido. Nadie los miraba, salvo ella. Ahora conocía el valor de las letras y de los fascinantes mundos que, sólo abrirlos, podían desbocarse y cabalgar libres. Se detuvo a hojear uno sin título y se encontró con una historia de templarios que la intrigó. No podía comprarlo, no tenía ni un céntimo.

De pronto se dio cuenta de que estaba muy cansada, su adolorido cuerpo empezaba a gritar y tenía unas inmensas ganas de llegar a casa y encontrarse con Sienna para contarle la odisea vivida… ¿Y si el hombre de los ojos nublados estaba esperándola? Si así fuera, gritaría como una loca, pediría auxilio, no permitiría que la volviera a encerrar.

A medida que se iba acercando a su barrio, una especie de angustia desordenada y sin sentido la fue invadiendo. Un olor a cenizas y humo, que sólo ella parecía percibir, le llegaba nítido.

Cuando alcanzó la rué Saint Julien-le-Pauvre se encontró con un paisaje desolador. El extenso sembrado de lavanda que un día había ido brotando de las ventanas de su casa y descendía en cascadas por la fachada invadiendo la calle con su aroma lila, se había convertido en un campo de chamizos quemados. Ni una sola hoja verde ni una espiga quedaban vivas.

Corrió hasta la entrada y observó las paredes de su casa: todo parecía en orden. El incendio, o lo que fuera, sólo había tocado el campo de lavanda. Pensó en Mademoiselle. ¿Habría muerto de hambre?

Se acercó con prisa hasta una pequeña maceta y buscó debajo el duplicado de la llave que su madre le había enseñado a guardar en aquel lugar. La encontró. Al acercarse a la cerradura, su corazón le dio un brinco: la puerta estaba abierta.

Se negaba a creerlo, pero su alma lo presentía. En su interior una voz le decía que algo terrible había sucedido. Un fuego ardiendo le quemó la garganta, convirtiéndose en un grito desgarrado de lágrimas.

- ¡SIEEEEEEEEENNA!

Mazarine subió las escaleras enloquecida de dolor y entró a la habitación de La Santa. El armario estaba abierto de par en par y el cofre de cristal había desaparecido.

Lo que le falta al tiempo
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