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La grata sorpresa que Sara y Cádiz se llevaron la noche de Navidad distrajo sus depresiones y desajustes de los últimos días.
No podían creer que su hijo, después de tantos años sin querer saber nada de ellos, apareciera cargado de regalos, sin un solo reproche -ya estaban acostumbrados a ellos- y alegre como nunca lo habían visto.
Aquel chico, abandonado en su castillo de cristal de la rué de la Pompe mientras sus padres resplandecían entre los focos, los viajes, las exposiciones y la fama, volvía diferente. O al menos eso fue lo que percibió Sara al abrazarlo. Incluso se había dejado besar por ella, y hasta había mantenido una distendida aunque corta conversación con su padre sin que ninguno de los dos se alterara.
El posgrado, haber alcanzado la madurez y quién sabía qué más, le habían hecho girar sus desprecios, consiguiendo que esa noche la fiesta respirara el aire familiar de viejos festejos navideños.
Al sentirlo tan próximo, a Sara le habían dado ganas de prepararle montañas de galletas, las que siendo niño y durante tantas tardes le había rogado que cocinara y ella «no tenía tiempo»; de contarle todos los cuentos que no le había contado porque «no tenía tiempo»; de escucharlo por todos los años que no lo había hecho porque «no tenía tiempo».
Le habían dado ganas de abrazarlo, acariciarlo, bañarlo, secarlo, peinarlo y vestirlo. De llevarlo al colegio y recogerlo. De jugar con él en el parque y correr a perseguirlo y hacer castillos de arena en las playas y subir a los árboles y a las norias y bajar por montañas rusas y por toboganes y gritar con él en las mansiones del terror.
Y llevarlo al cine; una madre con su hijo, no una sustituta y un abandonado. Y esconderse con él entre las sábanas y jugar a las sombras con la linterna que tantas veces le hacía apagar, y jugar a despertarlo con cosquillas… y escucharle sus risas.
Le habían dado ganas de cantarle todas las canciones infantiles nunca cantadas, Frére Jacques, frére Jacques, dormez-vous?, dormez-vous? Sonnez les matines, sonnez les matines, ding, dang, dong…, pero el tiempo ya había pasado y su hijo ni cabía en su regazo ni entendía esa euforia tardía de amor materno.
Sólo ahora se daba cuenta.
La famosa «falta de tiempo» le había arrebatado el placer más grande que una madre podía tener: saborear a su hijo en los momentos más sencillos y cotidianos. Se había perdido los trozos más sabrosos de la tarta de la vida.
Pascal había crecido al margen de sus ajetreadas vidas artísticas y ahora se dedicaba a otro arte mucho más difícil y de menor brillo: tratar de entender a los demás, incluyendo en ese vasto universo a él mismo.
Volvía a París con un deseo muy íntimo. Necesitaba curar sus sentimientos lastimados a través de quienes le habían producido las heridas: sus padres.
Ni Freud, ni Jung, ni Adler, ni Reich, ni Klein, ni siquiera Lacan, con todas sus teorías, terapias y análisis, le habían resuelto sus vacíos e inconformismos. Hoy, después de mucho deambular y experimentar, regresaba para tratar de aplicar la técnica más sencilla y primigenia: la curación a través de la comprensión y el amor. El rencor sólo le había separado de sus padres y llevado a perder muchos años en los que ninguno de los tres había ganado.
Ese distanciamiento, buscado a través de una carrera en el extranjero, de múltiples cursos con diplomas, máster y PhD en las más prestigiosas universidades del mundo, lo había dejado lleno de conocimientos pero vacío de afectos.
Si con treinta años cumplidos todavía no se había acabado de enamorar de nadie, tal vez era porque en su inconsciente no tenía resuelto cuál era la figura femenina que buscaba. Su propio interior era uno de los casos más difíciles de resolver. Había vuelto para buscar en su madre lo que se le había perdido.
- Sara… -desde muy pequeño había dejado de llamarla madre-. No me quedaré mucho rato.
- ¿Por qué?
- He quedado con alguien.
- ¿Una chica? -Sara lo miró con cariño-. ¿Tienes novia? Sabemos tan poco de ti.
- Y yo. Yo tampoco sé de mí.
- A veces creemos que no sabemos de nosotros, pero sólo estamos confundidos. Nos perdemos tratando de encontrar lo que no entendemos. Déjame mirar, a ver qué veo. -Levantó la cara de su hijo y se metió en sus ojos-. ¿Estás enamorado?
- Tal vez.
- ¿No lo sabes, hijo? Cuando el amor te llega no hay lugar a confusiones. Es rotundo como un nacimiento. Como cuando tú llegaste con tu grito y tu llanto… -Se quedó en silencio, recordando-. Fue el día más hermoso de mi vida. Todavía puedo sentir tu olor a piel recién nacida. Aleteabas entre mis piernas como un gran pez buscando el mar. ¡Estabas tan vivo! Resbalabas acuoso, fresco…
Pascal miró a la mujer que tenía enfrente. Se la veía gastada y derrotada. No era la Sara que recordaba de su niñez. Aquella presencia vital y hermosa, siempre activa; cuanto más activa, más viva. Con planes de última hora, conversaciones brillantes y llamadas urgentes. Sintió pena por ella y por él.
- Eras un bebé hermoso. Me mirabas con tus ojos curiosos, me buscabas hambriento con tu boca, arañando, pidiendo… y yo… ¡qué tonta fui! No quise amamantarte para no estropear estos colgajos -se tocó los senos-, mi orgullo femenino. Y ya ves, el tiempo se encargó de consumirlos. ¡Cuántos errores estúpidos! ¡Qué fácil era amarte!
- Madre…
- Hacía tanto tiempo que no me llamabas así. -Sara se acercó a él mirándolo con ternura-. Estás… no sé, distinto.
- Tú también.
- ¡Me equivoqué tanto! No sabes cuánto lamento mis ausencias. No supe ser madre.
- No importa. Ya pasó. Yo también me equivoqué al desaparecer tanto tiempo. ¿Cómo estás? -Tomó la mano de su madre entre las suyas.
- Estoy… a secas. Sin adjetivos. Hace tiempo que ya sólo estoy, ¿sabes?
- Y… ¿Cádiz? -miró a su padre que se bebía un whisky al otro lado del salón mientras observaba ausente la nevada-. ¿Cómo está él?
- Lleva días viviendo en otro mundo.
- ¿No estáis bien?
Sara no contestó; a cambio quiso darle un consejo.
- Aprovecha ahora que estás joven para sentir. Todo se agota. Tendrías que ver desde aquí, desde mis sesenta años, cómo se ve la vida. Tu padre y yo empezamos a ser sobrevivientes. Sobrevivientes de una nada.
- ¡Qué cosas dices! Debería darte vergüenza. Estás en la mitad de la vida. ¿Y tus fotografías? ¿Y tus exposiciones? ¿Y todo vuestro arte? He ido siguiéndoos a través de las noticias.
- No hagas caso de todo lo que dicen. Demasiada luz efímera no alcanza a iluminar tantas tinieblas.
- A ti lo que te pasa es que estás deprimida.
- O he aterrizado en la realidad, cariño. Uno no se va muriendo sólo por fuera. Empiezo a sentir mi muerte por dentro. Ésa es la peor, ¿sabes por qué? Porque trabaja a escondidas, muy lentamente, para que nadie se entere. Y, ¡zas!, de golpe te la encuentras deambulando por tu alma tan campante, y cuando te das cuenta se ha adueñado de todo.
Pascal miró el reloj.
- Te estoy distrayendo, hijo. Ya hablaremos otro día.
- Lo siento, madre. Se me hizo tarde. Quisiera continuar hablando contigo. Lo que dices… no es del todo cierto. Sara lo miró escéptica, pero no quiso contrariarlo.
- Vete tranquilo. -No puedo faltar.
- Ya lo sé. Se te nota en los ojos: te cabalgan. Hablaremos otro día, ¿verdad? Ahora que ya estás aquí…
- Deséame suerte.
- Si yo fuera ella, me derretiría ante ti.
Pascal se acercó a su padre y se despidió tendiéndole la mano -todavía su generosidad no era tanta como para abrazarlo-. Cádiz permaneció mudo, ausente de todo, con su whisky vaciado y sus deseos puestos en la rué Galande. Ni siquiera giró su cabeza para verlo marchar.
Sara, en cambio, lo fue siguiendo hasta la puerta. Antes de despedirse, se fundieron en un abrazo largo. El cuerpo de su hijo volvía a recibirla. Su acogedor pecho era el de un hombre fuerte y sensible. Tal vez el niño que había sido, el pequeño Pascal, permanecía agazapado en algún rincón de su corazón. Tal vez… y allí, tarde o temprano, iba a acceder.
Pascal no sabía si volvería. Regresar a aquel espacio donde había sufrido tantas soledades de pasillos y alcobas, de teléfonos y voces de padres lejanos le revolvía el alma.
Esa noche se le habían avivado todas sus solitudes infantiles, pero también empezaba a entender.
¿Qué tipo de amor podía ser el que siempre esperaba recibir sin nunca dar? El único camino que les quedaba para reencontrarse era el de la comprensión. Comprendiéndola a ella, iba a comprenderse él. Después, a lo mejor, vendría su padre.
Cerró la puerta pensando que la voluntad era el primer paso para la curación del alma. Ahora sabía que tenía, porque así lo quería él, un alguien llamado madre.