27

Mazarine caminaba descalza por las heladas aceras de Les Champs Élysées, arrastrando su negro abrigo de lana, su soledad y sus desilusiones. Tras su enfermedad, había reanudado sus visitas sagradas a La Ruche, y sus días transcurrían al borde del amor y de la frustración por no encontrar la fórmula para traspasar el límite que Cádiz marcaba entre ambos. Un sinvivir mutuo que hacía equilibrios funambulescos en la cuerda de un hambre sin saciar. Una voracidad estrepitosa sin salida.

Rabia y amor. Cárcel y frío.

La exposición de Sara Miller continuaba invadiendo las aceras, convirtiendo en paisaje cotidiano esos seres anónimos que se alzaban como gritos sobre el pavimento impersonal de la vida. Nadie los miraba. Las miserias ajenas ya no sorprendían a los caminantes. Había demasiadas desgracias propias por arrastrar como para añadir el peso de las de otros.

En su recorrido por la gran avenida, Mazarine tropezó de pronto con la escultura del hombre que la había seguido durante días. No podía creer lo que veía. Su repugnante perseguidor se erguía en actitud desafiante y, para su sorpresa, enseñando una impresionante marca en su pecho que le era familiar.

Sin dejar de mirarlo, Mazarine buscó entre el abrigo hasta encontrarse el medallón. Lo extrajo, incrédula, miró y comparó: la señal que llevaba aquel hombre en su piel era idéntica al símbolo que colgaba de su cuello. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué había detrás de ese emblema? ¿Quién era ese ser extraño y repulsivo? ¿Qué quería? Escondió la medalla dentro del abrigo y miró a su alrededor, buscando aquellos ojos nublados que últimamente no dejaban de seguirla. No estaban.

Ese atardecer, Cádiz la había citado en el Arc de Triomphe. Sería la primera vez que se verían en un sitio diferente del estudio. Mientras avanzaba, unos finos copos de nieve empezaron a caer sobre su rostro anunciando noche de blanco satén. La nieve le gustaba; en su blancura hacía desaparecer todas las impurezas callejeras. Convertía a París en una ciudad melancólica, un lugar olvidado por todos, que amortiguaba los gritos desesperados del mundo en su silencio blanco.

En pocos minutos las calles habían quedado inmaculadas. La gente corría a esconderse, los paraguas se abrían, pero ella caminaba tranquila observando las huellas que dejaban sus pies desnudos. El suelo se había convertido en una tela más a ser pintada.

De tanto ir descalza ya nada le dolía. No sentía ni frío ni calor; se había inmunizado contra la intemperie. Llegó al final de la avenida y la silueta oscura de su pintor rompió el paisaje de niebla.

Allí estaba él, bajo el Arc de Triomphe. Solitario e impenetrable; con su gabardina negra pintada de nieve y sus mechones blancos despeinados, arrojando bocanadas de humo que se mezclaban con la bruma. Observándola fijamente con su mirada tibia y sus ganas contenidas.

- ¿Por qué me has citado aquí? -le dijo Mazarine regalándole un beso en la nariz.

- Es nuestro triunfo.

- ¿Triunfo? ¿Sobre qué?

- Sobre la vida. La estamos desafiando y estamos ganando.

- Eso crees tú. La vida ya nos ganó, no nos deja unirnos. Te ha llenado la mente de prejuicios.

- Pequeña, no hace falta estar unidos para ser felices.

- Eres un masoquista… y, además, sádico.

- Soy un realista… y, además, soñador.

- No sé ni por qué sigo yendo a tu estudio, ni por qué vengo aquí. No sé ni por qué te hago caso.

- Porque no puedes no hacérmelo.

- Me aburren tus condicionamientos, ¿ves? En eso sí que se te nota la edad. Parece que todo lo tuvieras estudiado y medido. ¡Con lo fácil que sería dejarte ir!

- ¿Ir? ¿A dónde? Donde tú quieres ir, yo ya estuve. Y créeme -la abrazó con ternura-, no te estás perdiendo nada. Es mucho más emocionante lo que hacemos. Ven…

Cádiz la situó delante de un foco de neón que emitía desde el suelo un haz de luz.

- Ponte delante.

Mazarine le siguió el juego y Cádiz, con su aliento caliente, fue creando en el aire un halo que llegaba hasta su boca. Entonces ella lanzó un soplo de aliento, y en el centro ambos se juntaron creando una conexión blanca, perfectamente visible.

- ¿Sientes mi beso?

- Sí -le dijo ella sonriendo.

- Pues es exclusivo y único. Así sólo nos besaremos tú y yo.

- Quiero más.

Cádiz se fue acercando hasta rozar sus labios y detenerse en sus bordes.

- Vamos -le dijo cogiéndola de la mano.

Subieron las escaleras rozándose las almas, hasta coronar el arco. Arriba, no encontraron ni un solo turista.

Una sensación de inmensidad y dominio los invadió. Desde esa altura, la vida podía ser lo que ellos quisieran. Eran los amos de su propia grandeza. Estaban en el centro de una estrella luminosa, l'Étoile, donde convergían las arterias de la ciudad. Los coches iban y venían en estreses coreografiados monocordes. Los semáforos ordenaban y automatizaban, prohibían o permitían. Nadie desobedecía. Los seres humanos olvidaban sus rebeldías, se habían conformado con sus vidas. Nadie levantaba la vista para mirar arriba.

De pronto Cádiz se sentía más joven que nunca. En lo alto de aquel arco el mundo estaba a sus pies.

Cada vez nevaba más. Un tul helado les acariciaba en su silencio. Los pies desnudos de su alumna resplandecían sobre el blanco y él no podía apartar sus ojos de ellos.

- Deja que los bese -le dijo.

Sin esperar respuesta, Mazarine lo vio lanzarse como un niño sobre su golosina. Los fue besando despacio, con devoción, pasando la punta de su lengua por cada uno de sus dedos, hundiéndola entre sus pliegues, comiéndose la escarcha. Lamiendo cada centímetro. Sus ganas empezaban a escalar. Mazarine sentía su lengua quemante y sedienta. Esta vez, ¿podría ser?

Se abrió el abrigo.

Sólo llevaba su piel como vestido. Su cuerpo desnudo quedó expuesto a la nieve. Los copos iban cayendo sobre sus hombros, se deslizaban entre sus senos tibios, resbalaban sobre su pubis de miel. Se derretían y goteaban sobre el rostro de Cádiz, que la miraba desde abajo, consumiéndola con sus ojos.

No podía resistirse.

Tantos cuerpos vistos, dibujados, poseídos y pintados, y sólo éste lograba dominarle. La tendió en el suelo con furia, arrancándole el abrigo. Sobre la sábana de nieve, la belleza desnuda de su alumna, vestida sólo con el medallón, le alborotó la lujuria. Estaba poseído. Era un loco enamorado. El corazón de Mazarine buscaba una salida, trotando desbocado. El de Cádiz estaba en la punta de sus dedos.

Las manos del profesor se metieron entre las piernas de su alumna. Un quejido suavísimo. Nunca nadie había osado tocar aquel espacio.

- No puedo -gritó Cádiz.

No podía. Todas sus angustias giraban desordenadas: su exposición a punto de inaugurarse, el público, su obra, la prensa, su ego, la edad, su ira, su promesa, la sequedad creativa, su impotencia… Sara. El miedo a perder todo lo conseguido lo paralizaba. Los minutos gloriosos en los que se sentía el rey del mundo habían pasado, dejándole una inseguridad aterradora que procuraba, sin éxito, esconder. Volvía en sí. El ardoroso cuerpo de Mazarine, extendido en la nieve, jadeaba desconcertado.

- Lo siento, pequeña. Lo siento de verdad -le dijo recogiendo el abrigo y cubriendo su desnudez.

En el último escalón que llevaba al mirador del Arco, Ojos Nieblos observaba la escena, procurando descifrar alguna pista que lo condujera a La Santa.

Se despidieron frente a la llama del soldado desconocido, en un ritual de silencios gritados. Deseando que el débil fuego les calentara lo que acababa de helarse. Él se alejó desganado por la avenue Foch, hundiendo su vergüenza en su gabardina. Ella permaneció estatuada frente a la débil luz, aplastando con sus pies las alas de un águila de bronce que nunca levantaría el vuelo.

Antes de dejarle partir, Mazarine quiso insultarlo, decirle todo lo que pensaba y sentía, pero lo vio tan derrotado que prefirió callar. Tampoco ella tenía a nadie más. Si lo perdía del todo, estaba perdida. No dejaba de ser una niña triste, sola y vacía. Un pájaro fracturado antes de tener alas. Una esfinge de yeso, hueca por dentro.

Le había llegado la adultez sin un recuerdo placentero.

De su padre no conservaba más que el frío mortal de su frente en el cajón, y de su madre sus ojos inquisidores, sus rabias frustradas, su dedo amenazador ordenándole modales y sus insoportables reglas que sólo le habían servido para desgraciarle su niñez.

Toda su vida había estado cargada de terrores diurnos y nocturnos. Un olor a pánico pegado a sus vestidos. Una infancia sin esperanzas ni palabras. Un jadeo por sentirse amada que nunca nadie satisfizo. Por eso, su gran juego infantil había sido esconderse en el armario con La Santa y jugar a ser otra santa. A veces buena y a veces mala. En ese oscuro rincón, todo lo que necesitaba lo obtenía. Era el único sitio donde sentía que su vida no era una equivocación, que ella no era el fruto de un error. Que no había nacido para ser una cosa, un mobiliario más de aquella casa lúgubre.

Era un lugar sagrado capaz de adoptar múltiples formas.

Allí podía expandirse hasta el infinito o empequeñecerse por gusto hasta convertirse en una insignificante pero molesta mota de polvo; la que ensuciaba el alma de su madre. La que le recordaba a su progenitora su desgracia… La que al final la había matado. Porque hasta de eso la había acusado en su lecho de muerte. Ni siquiera en ese último momento su madre le había regalado una frase digna de un buen útero.

Allí, lo que quería oír lo fabricaba su imaginación. Todo fluía como el caudal de un río. Era muy fácil.

Hablaba con La Santa y se sentía escuchada; escuchada, que era lo mismo que querida.

Allí podía cerrar los ojos e imaginar una vida en tecnicolor, como la de las películas; pintar los abrazos que nadie le daba, inventar los besos que nunca recibía. Allí no molestaba, era bien recibida. Allí hacía parte de una historia, no se sentía un bulto amenazante e incómodo. Allí paseaba por jardines y playas, por calles sin monstruos, y la gente le sonreía, no era un ser invisible. Allí todo era transmutable. La oscuridad era luz. Lo feo, bello. Una muerta era una viva.

Una niña, una muñeca. Una lágrima, una sonrisa. Un silencio, una palabra.

En el sueño eterno de La Santa estaba toda la magia de su vida. Por eso la quería.

Ahora, necesitaba urgentemente regresar a su casa y meterse en el armario con Sienna. Necesitaba que la consolara, que le dijera no sabía qué. Quería algo, algo que podía ser la muerte… o la vida. En momentos como éste, eran tan iguales las dos…

Mazarine apuró el paso, abrazándose a su abrigo mientras las lágrimas rodaban, se congelaban y convertían en diamantes sobre sus mejillas aún ruborizadas. Seguía nevando y las terrazas de Les Champs Élysées desprendían voces, humaredas y aromas de cervezas y cafés. Finalmente, antes de llegar a la place de la Concorde, desapareció en la boca del metro.

Lo que le falta al tiempo
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