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Nunca le había pasado. Sara Miller notaba algo extraño en su marido. A lo largo de su vida matrimonial había ido presumiendo delante de sus amigas de conocerlo todo de él; de intuir y leer en sus ojos aquello que le preocupaba y adelantarse a los problemas antes de que no tuvieran solución. Esta vez era distinto. Llevaban dos meses sin hacer el amor y no era porque no lo hubiesen intentado; según rezaba el informe médico que ella había encontrado por casualidad escondido en la chaqueta de Cádiz, todo se debía a una disfunción temporal. Tal vez demasiada presión obsesiva, demasiado miedo a hacerse mayor, demasiados deseos de alcanzar aún más laureles, demasiado pedirle a la vida. Demasiado ego.

Él, tan ardoroso y sexual, tan entregado a la sensualidad y a saborear las plenitudes de la piel. Con esa personalidad tan intensa y a veces tiránica, reflejada en todo cuanto creaba y le rodeaba, tenía que estar sufriendo. A pesar de la insistencia de Sara en hablar a fondo del tema, su marido se refugiaba en el silencio, en el whisky y en su nueva exposición. Y ella había optado por respetarlo, dejándole ese margen de recogimiento que con sus ausencias iba marcando.

Los fines de semana eran otra cosa. Volvía a ser él: el gran Cádiz.

Se reunían en su exquisito ático de la rué de la Pompe, donde montaban grandes cenas para sus más íntimos. Aquel club cerrado de pintores, poetas y escritores que habían creado en los setenta, cuando todos eran pobres y trataban de abrirse paso en ese París postexistencialista con residuos de melancolías bohemias. Los temas eran siempre los mismos, las historias se repetían, pero las resolvían con distintos finales. Era un gusto lujoso reunir tantos cerebros pensantes, que además de disfrutar del ahora, fueran capaces de atravesar los años y situarse en medio de un Montmartre más lúdico, o del Boulevard Montparnasse en pleno surrealismo emergente, o volar sin moverse del asiento hasta las catacumbas del primer arte, ya fuera escrito, hablado, interpretado, cantado o pintado.

Ese sábado, el teléfono de Cádiz timbró mientras él se servía un whisky. Aunque no acostumbraba contestar el móvil de su marido por respeto a su privacidad, esta vez no sabía por qué lo había hecho.

- Cariño, alguien te ha llamado, pero no habló -le dijo Sara al verle regresar.

- Déjame ver -Cádiz buscó el registro de la última llamada. Allí estaba el número de Mazarine que no identificó-. No sé quién puede ser. Ya volverá a sonar.

Pero no había sonado.

Por eso, y sobre todo por una intuición repentina, Sara Miller había resuelto al final de la tarde devolver la llamada al número fantasma.

No era la primera vez que se enfrentaba a esos silencios telefónicos. De niña, su padre recibía continuas llamadas anónimas, muchas veces amenazantes, que sólo obedecían a su condición de juez insobornable. A las primeras ella les había temido tanto como a la oscuridad; pasados los años, y viendo que no eran más que llamadas cobardes, terminó por perderles el respeto. De tan cotidianas, la familia las fue convirtiendo en anécdotas que se sumaron a muchas otras, y pasaron a formar parte de la vida y las bromas de los Miller.

Otra cosa habían sido los primeros años viviendo con Cádiz. El séquito de mujeres, entre modelos, pintoras, poetisas, hippies revolucionarias y marchantes, que su encanto de pintor exitoso y extravagante arrastraba, había sido una de las «guerras» másjugosas: para ella… y también para él. En todo ese tiempo sobrevivieron a bombardeos de toda índole; a llamadas, rimel, ojos, guiños, bocas, notas, desvaídos repentinos y trampas tentadoras, con una sólida y abierta relación basada en la confianza. El alcohol, la yerba y las disertaciones profundas, que sólo conducían a una nada seductora, eran divertimentos puntuales que se quedaban sólo en eso: diver-timentos. La total complicidad que les unía estaba por encima de los preceptos convencionales, de las infidelidades, de los prejuicios y de los compromisos superfluos. Ellos se habían sumado al París fresco, de libertades libertarias y rupturas de estereotipos, imponiendo sus propias leyes.

Pero eso había sido hacía ya mucho. En esa época los dos gozaban de una esplendorosa juventud, del ímpetu arrasador del triunfo, y no había ni una sombra en sus vidas. Ahora era distinto, o por lo menos así lo sentía Sara.

A pesar de que su realidad profesional, esa inmensa estrella que brillaba en el firmamento de la imagen con luz propia, era incuestionable, su realidad más íntima, la que no quedaba registrada en ninguno de los negativos que diariamente manipulaba, estaba ligada al infinito amor que sentía por Cádiz.

Poco le importaba que los artistas del Hollywood más recalcitrante se murieran por dejarse fotografiar por ella; o que los intelectuales más ariscos y ermitaños terminaran ofreciéndole en bandeja el gran reportaje; o que algún jeque árabe la contratara, ofreciéndole el oro y el moro con tal de tenerla como invitada. Lo que en ese momento de su vida quería conseguir y no podía era la felicidad de su marido.

Sus vidas se iban viviendo solas y no lograba hacer nada para modificarlas. Era como si hubiesen cogido demasiada fuerza, desbocándose en una carrera loca, sin atender a riendas ni a frenos. Ellos habían quedado enredados en sus bridas y estaban siendo arrastrados por el suelo sin misericordia. Los remolinos del triunfo les habían tragado de tal forma que se perdían en sus aguas. Se ahogaban de éxito.

De cara a la galería, todo iba de maravilla. De cara a ella, lo que estaba pasando aún no podía calificarlo.

- ¿Cuándo me enseñarás algo de lo que estás haciendo? -preguntó Sara a su marido, mientras mordía la aceituna de su martini-. Me tienes muy intrigada.

Cádiz se acercó y le besó la nuca, haciendo que su mujer se erizara.

- No seas impaciente. Todo llegará.

- Te noto más… no sé, más… ¿tranquilo? Podríamos probar esta noche a salir por ahí, como en los viejos tiempos; perdernos en nuestro antiguo barrio, meternos en alguna cueva de jazz disfrazados de estudiantes pobres y después…

- No quiero hablar de eso, Sara.

- ¿A qué te refieres con ESO?

- Ya sabes.

- No me has entendido, cariño. Sólo quería que nos distrajéramos un poco cambiando de paisaje.

Cádiz se apartó de Sara, acercándose al ventanal que daba a la avenue Foch. Un París barrido por la tarde manifestaba su soledad. Sobre el asfalto mojado los coches dibujaban estelas doradas, avanzando en procesión cansina. Pensó en Mazarine. En sus pies descalzos.

Lo que le falta al tiempo
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