Juliette Benzoni
Las joyas del templo I
LA ESTRELLA AZUL
A los que quiero
Dichoso será quien lea el enigma,
estrellas arriba, estrellas abajo;
todo lo que está arriba aparecerá abajo,
dichoso será quien lea el enigma.
Hermes Trimegisto.
Hermes Trimegisto.
Prólogo
El regreso
Invierno 1918 -1919
El amanecer tardaba en llegar. Siempre tarda en diciembre, pero la noche parecía encontrar un perverso placer en entretenerse, como si no pudiera resignarse a abandonar la escena.
Desde que el tren había atravesado el Brennero, donde un obelisco recién instalado señalaba la nueva frontera del antiguo imperio austrohúngaro, Aldo Morosini, incapaz de mantener los ojos cerrados más de unos minutos, no conseguía conciliar el sueño. En el cenicero del vetusto compartimento que desde Innsbruck ocupaba solo se amontonaban las colillas. Aldo encendía un cigarrillo y para disipar el humo tuvo que bajar la ventanilla varias veces. Cuando lo hacía, el aire helado del exterior entraba junto con la carbonilla que escupía la vieja locomotora, cuyo estado predecía un próximo retiro. Pero también penetraban los olores alpinos, fragancias resinosas y de nieve mezcladas con algo más suave, apenas perceptible pero que ya traía a la mente los efluvios familiares de las lagunas.
El viajero esperaba Venecia como en otros tiempos esperaba a una mujer en lo que él llamaba su «atalaya». Con más impaciencia quizá, porque Venecia no lo decepcionaría nunca y él lo sabía.
Renunciando a cerrar la ventanilla, se recostó contra el terciopelo gastado del compartimento de primera clase, decorado con taraceas desconchadas y espejos empañados en los que, también en otros tiempos, se reflejaban los uniformes blancos de los oficiales que iban a incorporarse a la flota austríaca en la rada de Trieste. Reflejos desvanecidos de un mundo que acababa de caer en el horror y la anarquía para los vencidos, y en el alivio y la esperanza para los vencedores, grupo al que el príncipe Morosini se sentía muy sorprendido de pertenecer.
La guerra como tal había terminado para él el 24 de octubre de 1917. Se encontraba entre esa inmensa cohorte de unos trescientos mil prisioneros italianos capturados en Caporetto con tres mil cañones, lo que le valió pasar el último año en un campo de concentración donde, como favor especial, disfrutó de una habitación no muy grande pero para él solo. Y ello por una razón simple, aunque bastante irregular: antes de la guerra había coincidido en una partida de caza en Hungría, en casa de los Esterhazy, con el general Hotzendorf, entonces todopoderoso.
Un buen tipo, Hotzendorf. Capaz de tener ideas geniales inmediatamente después de dramáticos períodos de sequía. En el aspecto físico, un rostro alargado e inteligente cruzado por un bigote de estilo «archiduque», cabellos rubios cortados al cepillo y ojos soñadores de un color impreciso. Sólo Dios sabía qué había sido de él después de caer en desgracia el pasado julio, como consecuencia de sus derrotas en el frente italiano de Asiago. El final de la guerra lo devolvía a una especie de anonimato y, para Morosini, volvía a situarlo en los límites de una relación pasada.
E1 tren llegó a Treviso hacia las seis de la mañana entre ráfagas de viento cortante. Treinta kilómetros separaban todavía al príncipe de su querida ciudad. Encendió el último cigarrillo que le quedaba con mano un tanto trémula y expulsó lentamente el humo. Este era aún austríaco. El siguiente tendría el sabor divino de la libertad recuperada.
Era de día cuando el convoy se adentró en el largo dique que amarraba la balsa veneciana a la tierra firme. Un día gris en el que la laguna brillaba como estaño antiguo. La ciudad, envuelta en una neblina amarillenta, apenas se distinguía, y por la ventanilla abierta entraban el olor salado del mar y el grito de las gaviotas. El corazón de Aldo comenzó a latir de repente al peculiar ritmo de las citas amorosas. Sin embargo, ninguna esposa o prometida lo esperaba al final del doble cable de acero tensado por encima del agua. Su madre, la única mujer a la que nunca dejó de adorar, había muerto unas semanas antes de su liberación, lo que había abierto en él una herida que la sensación de absurdo y la decepción hacían más dolorosa; una herida que sería difícil de curar. Isabelle de Montlaure, princesa Morosini, descansaba ahora en la isla de San Michele, bajo el mausoleo barroco situado junto a la capilla Emiliana. Y dentro de muy poco, el palacio blanco posado como una flor sobre el Gran Canal sonaría a hueco, sin alma.
La evocación de su casa ayudó a Morosini a dominar el dolor; el tren estaba entrando en la estación y no era conveniente abordar Venecia con lágrimas en los ojos. Los frenos chirriaron; se produjo una ligera sacudida y luego la locomotora soltó una vaharada de vapor.
Aldo cogió de la redecilla su escaso equipaje, bajó al andén y echó a correr.
Cuando salió de la estación la bruma se teñía de reflejos malva. Enseguida vio a Zaccaria de pie junto a los peldaños que descendían hacia el agua. Tieso como una vela, con su bombín y su largo abrigo negro, el mayordomo de los Morosini esperaba a su señor con el envaramiento que se había convertido en algo natural en él, hasta el punto de integrarse en su carácter. Un porte bastante difícil de adquirir para un veneciano fogoso cuyo físico, en su juventud, lo acercaba más a un tenor de ópera que al sirviente de una casa principesca.
Los años, unidos a la generosa cocina de su mujer, Celina, envolvieron a Zaccaria en una especie de melosidad, unas formas más imponentes y una seguridad, gracias a las cuales prácticamente consiguió esa majestuosidad olímpica, algo desdeñosa, que tanto había envidiado a sus colegas británicos. Al mismo tiempo, curiosamente, la gordura reveló un parecido con el emperador Napoleón I, cosa de la que se mostraba sumamente orgulloso. En contrapartida, sus maneras solemnes tenían la virtud de exasperar a Celina, aunque sabía que no afectaban a sus sentimientos. Solía decir que, si la viera desplomarse muerta, la preocupación por su dignidad se impondría a un pesar que, por lo demás, no ponía en duda, y que su primera reacción sería arquear las cejas con expresión reprobatoria ante semejante falta de compostura.
Con todo, al ver aparecer a Aldo con su ancho uniforme raído y esa tez cerosa de las personas que han sufrido privaciones y falta de sol, el imperial Zaccaria abandonó de golpe toda su soberbia. Con lágrimas en los ojos, se precipitó hacia el recién llegado para cogerle la bolsa de viaje al tiempo que se quitaba el sombrero con tanta impetuosidad que se le escapó de la mano y, como una pelota negra, fue rodando hasta el canal, donde se puso a flotar alegremente sin que Zaccaria, consternado, se preocupara lo más mínimo.
—¡Príncipe! —exclamó—. ¡En qué estado se encuentra, Dios mío!
Aldo rompió a reír.
—¡Vamos, no dramatices! Mejor dame un abrazo.
Cayeron uno en brazos de otro ante la mirada enternecida de una joven florista que estaba instalando su mercancía y que, tras escoger un espléndido clavel rojo oscuro, se lo ofreció al viajero haciendo una pequeña reverencia.
—Es la bienvenida de Venecia a uno de sus hijos recuperados —dijo con una sonrisa emocionada—. Acéptela, Excellenza. Esta flor le traerá felicidad.
La florista era guapa y poseía la misma frescura que su pequeño y ambulante jardín. Morosini aceptó el presente y le devolvió la sonrisa.
—Conservaré esta flor como recuerdo. ¿Cómo se llama?
—Desdémona.
Era, en efecto, la bienvenida de la propia Venecia.
Acercándose la flor a la nariz, aspiró su intenso perfume antes de ponérsela en uno de los ojales de su viejo dolmán y seguir a Zaccaria a través del barullo al que ninguna guerra era capaz de poner fin: el de los recaderos de los hoteles vociferando el nombre de su establecimiento, los funcionarios de correos cuyo barco esperaba la correspondencia y los gondoleros en busca de clientes matinales, además de los empleados del vaporetto detenido en la estación de Santa Lucia.
—Es increíble. No hace nada que los cañones han dejado de sonar y ya hay turistas —comentó, sorprendido, Morosini.
El mayordomo se encogió de hombros.
—Siempre hay turistas. Tendría que engullimos el mar para que no viniera nadie, y aun así…
Al final de la escalera, soberbia con sus leones de bronce con las alas desplegadas y sus terciopelos amaranto bordados en oro, una larga góndola aguardaba ante una hilera de chiquillos y de curiosos; era raro ver embarcaciones tan bonitas delante de la estación. El gondolero, un muchacho alto de cabellos rubios tirando a rojo, delgado como un bailarín, se afanaba en recuperar el sombrero de Zaccaria. Lo consiguió justo cuando el príncipe embarcaba; agarró el bombín empapado y lo dejó caer a sus pies para saludarlo alegremente:
—Bienvenido, príncipe, es una gran alegría tenerlo de vuelta. Hoy es un día espléndido.
Morosini le estrechó la mano…
—Gracias, Zian. Tienes razón, es un día espléndido, aunque el sol no parezca querer salir.
No obstante, este hacía un tímido intento sobre la cúpula verde de San Simeone, que brilló un instante como si hiciera un guiño amistoso. Sentado junto a Zaccaria, Aldo se dejó bañar por el aire marino mientras Zian, tras saltar con agilidad a la cola del «escorpión» negro realzado con filetes rojos y dorados, lo conducía al centro del canal con un solo impulso de su largo remo. Y los encajes de piedra en todos los tonos de la carne que bordeaban la gran avenida líquida, los palacios, comenzaron a desfilar. El recién llegado recitaba sus nombres mentalmente como para asegurarse de que la ausencia no los había borrado: Vendramin-Calergi, Fontana, Pesaro, Sagredo, los dos Corner, Cà d'Oro, Manin, donde nació el último dux. Dandolo, Loredano, Grimani, Papadopoli, Pisani, Barbarigo, Mocenigo, Rezzonico, Contarini… Esas moradas abrían ante el viajero el Libro de Oro de Venecia, pero sobre todo representaban a padres, amigos, rostros medio borrados, recuerdos, y la bruma irisada de la mañana, que curaba misericordiosamente algunas grietas, algunas heridas, les sentaba bien. Finalmente, en la segunda curva del Canal apareció una fachada Renacimiento coronada por dos delgados obeliscos de mármol blanco y Morosini interrumpió el hilo de su pensamiento: estaba llegando a su casa.
—Celina está esperándolo —dijo Zaccaria—, y se ha puesto el uniforme reservado para las grandes ocasiones. Espero que le guste.
En efecto, al pie del alto pórtico semicircular, desde el que los largos peldaños blancos se deslizaban hasta el agua verde, tres mujeres reproducían el juego de chimenea: la de en medio, de forma bastante ovoide, se identificaba con el reloj, y las otras dos, con los finos candelabros.
—Démonos prisa, entonces —dijo Aldo, mirando divertido el bonito vestido de seda negra con pliegues almidonados y la cofia de encaje que lucía su cocinera—. Celina no soporta ir mucho rato vestida de gala. Asegura que eso le corta la inspiración, y yo llevo meses soñando con mi primera comida en casa.
—No se preocupe. Ayer me hizo ir cuatro veces a San Servolo para conseguir las cigalas más grandes y la bottega más fresca. De todas formas, tiene razón, más vale procurar que siga de buen humor.
Se trataba de simple prudencia. Los enfados de Celina eran tan famosos en el palacio Morosini como sus habilidades culinarias, su ilimitada generosidad y los extravagantes perifollos que le gustaba ponerse para oficiar ante sus fogones. Nacida al pie del Vesubio, parecía alimentar tanta lava ardiente y efervescencia como su volcán natal, lo que en Venecia constituía una especie de rareza. Allí la gente era más tranquila, más fría, más civilizada.
Ella era el principal recuerdo que la madre de Aldo había traído de su viaje de novios. La había encontrado en una calleja del viejo Nápoles, gritando y llorando sobre el cuerpo de su hermano, que acababa de ser víctima de una de las bandas que exigían pagos a la gente de los barrios pobres de la ciudad. Este hermano era la única familia de Celina, quien además acababa de librarse por un pelo de sufrir la misma suerte. Pero ¿por cuánto tiempo? La princesa Isabelle se compadeció de ella y decidió tomarla a su servicio.
A la pequeña napolitana le gustó Venecia; aunque el clima le pareció poco alegre y los habitantes de natural distante, la fisonomía romana y los bellos ojos negros de Zaccaria, entonces segundo lacayo, no tardaron en conquistarla.
Dado que se había manifestado una entusiasta reciprocidad, los casaron un caluroso día de verano en la capilla de la villa palaciega que los príncipes Morosini poseían a orillas del Brenta. Por supuesto, a la ceremonia siguió una fiesta, durante la cual el novio abusó un poco del vino. Eso hizo que la noche de boda fuese un poco movida, pues, indignada por verse sometida a los instintos lúbricos de un borracho, Celina empezó por vapulear a su esposo con el mango de una escoba antes de sumergirle la cabeza en un barreño de agua fría. Después de lo cual, fue a las cocinas para prepararle el café más negro, más cargado, más cremoso y más aromático que Zaccaria hubiera bebido jamás. Agradecido y despejado, este olvidó los escobazos y puso todo su empeño en hacerse perdonar.
Desde esa memorable noche de 1884, imprecaciones y maldiciones alternaron en el matrimonio Pierlunghi con besos apasionados, promesas de amor eterno y pequeños platos refinados que Celina preparaba a escondidas para su esposo cuando la cocinera del palacio estaba acostada, pues en aquella época Celina ocupaba un puesto de doncella.
Zaccaria disfrutaba con esas cenas íntimas, pero una noche el príncipe Enrico, padre de Aldo, volvió de su círculo antes de lo previsto y, al llegar hasta su nariz un indiscreto olor, se presentó en la cocina y descubrió el pastel al mismo tiempo que el talento culinario de la doncella. Encantado, se sentó de la forma más democrática al lado de Zaccaria, pidió un plato y un vaso y degustó su parte del festín. Ocho días más tarde, la cocinera titular arrojaba su delantal almidonado a la cabeza de la intrusa mientras esta abandonaba sus distintivos de doncella para tomar posesión de las cazuelas principescas y reinar sobre el personal de cocina con la bendición plena y total de los señores de la casa.
Nacida en el seno de una antiquísima y muy noble familia del Languedoc, los duques de Montlaure, la princesa Isabelle incluso encontró cierta satisfacción en dar algunas recetas del otro lado de los Alpes a su excelente cocinera, que las ejecutó de maravilla. Gracias a ello, toda la infancia del joven Aldo estuvo amenizada por una grata sucesión de soufflés aéreos, tartas crujientes o esponjosas, cremas sublimes y todas las maravillas que pueden nacer en una cocina cuando la sacerdotisa del santuario se dedica a mimar a los suyos. Puesto que el Cielo no le había concedido el privilegio de procrear, Celina concentró su amor en un joven señor que no tuvo motivos de queja.
Como sus padres viajaban mucho, Aldo se encontró a menudo solo en el palacio. Así pues, pasó plácidas horas, sentado en un taburete, mirando a Celina dedicarse a su suculenta alquimia regañando a sus pinches y cantando con voz potente arias de ópera y canciones napolitanas, de las que conocía un amplio repertorio. Había que verla, tocada con cintas multicolores como era típico en su región y vestida, bajo el blanco delantal de percal, con unos perifollos vistosos pero de formas imprecisas, ensanchados a medida que su propietaria se acercaba a la forma perfecta del huevo.
Pese a tantos atractivos Aldo no se pasaba la vida en las cocinas. Le habían asignado un preceptor francés, Guy Buteau, joven borgoñón cultivado que se esforzó en transferir su saber al cerebro de su alumno, aunque en un orden disperso. Le enseñó revueltos a los griegos y a los romanos, a Dante y Moliere, a Byron y los faraones constructores, a Shakespeare y Goethe, a Mozart y Beethoven, a Musset, a Stendhal, a Chopin, a Bach y los Románticos alemanes, a los reyes de Francia, a los dux de Venecia y la civilización etrusca, la sublime sobriedad del arte Románico y las locuras del Renacimiento, a Erasmo y Descartes, a Spinoza y Racine, los esplendores de la Ilustración francesa y la grandeza de los duques de Borgoña de la segunda generación, en pocas palabras, todo lo que se amontonaba en su propia cabeza, con la esperanza de convertir a su discípulo en un verdadero erudito. Le enseñó también algunas interesantes nociones de matemáticas, así como de ciencias físicas y naturales, pero sobre todo lo inició en la historia de las piedras preciosas, por las que sentía una pasión tan fuerte como la que le inspiraba la producción vitícola de su tierra natal. Gracias a su celo, a los dieciocho años el joven Morosini hablaba cinco idiomas, sabía distinguir una amatista de una turmalina, un berilo de un corindón, una pirita de cobre de una pepita de oro y, en otro plano, un vino de Meursault de uno de Chassagne Montrachet, sin olvidar, aunque con una pizca de condescendencia, un Orvieto de un Lacryma Christi. Naturalmente, el antro de Celina interesó al preceptor. Sostuvo con la cocinera asombrosas justas oratorias interrumpidas por degustaciones discretas, pero sin faltar nunca a las reglas del decoro. Resultado: delgado como un personaje de Octave Feuillet al llegar a Venecia, Guy Buteau había adquirido unas redondeces casi eclesiásticas cuando el príncipe Enrico le comunicó que estaba pensando en enviar a su hijo a un establecimiento educativo suizo. El pobre muchacho se quedó consternado por la noticia, pero se recuperó enseguida al enterarse de que no tendría que separarse de un hombre de su categoría. De preceptor, pasó a ser bibliotecario. O sea, entró en el paraíso, y sólo abandonaba su gran obra sobre la sociedad veneciana en el siglo XV para apreciar las suculencias que brotaban de las manos de Celina como de un inagotable cuerno de la abundancia.
Tras la muerte de su padre como consecuencia de una caída del caballo en el bosque de Rambouillet mientras cazaba ciervos con la intrépida duquesa de Uzès, Aldo no introdujo ningún cambio en el orden establecido. Todo el mundo quería al señor Buteau in casa Morosini y a nadie le pasaba por la cabeza que pudiera marcharse algún día. Hizo falta la guerra para privar al amable muchacho de su agradable sinecura. Desgraciadamente, no se sabía qué había sido de él. Dado por desaparecido en el frente de Chemin des Dames, dedujeron que había encontrado una muerte oscura y tanto más gloriosa. De repente, olvidando sus interminables discusiones, Celina lo lloró como si fuera un hermano e inventó una tarta de grosellas negras a la que puso su nombre.
Cuando la góndola atracó al pie de la escalera donde ella esperaba, Celina abrió con asombro los ojos, inmediatamente anegados de lágrimas, y luego, profiriendo una especie de berrido que hizo asomarse a muchos a las ventanas y zambullirse de pena a una gaviota ocupada en pescar, se echó al cuello de su «pequeño príncipe», como seguía llamándolo pese a su elevada estatura.
—¡Madonna Santissima! ¡Cómo me lo han dejado esos descreídos! ¡No es posible que me lo hayan maltratado así!… ¡Mi niño! ¡Mi Aldino! Si hubiera justicia en este mundo ruin…
—Y la hay, Celina, puesto que Austria y Alemania han sido vencidas.
—¡Eso no es suficiente!
Besado, mimado, bañado en lágrimas, arrastrado sobre el oleaje de un vasto pecho sin que cesara un instante el vocero vengador de su «nodriza», Morosini se encontró sentado en la cocina, en su taburete de antaño, sin comprender cómo había podido atravesar el gran vestíbulo, el cortile y la antecocina del palacio sin ver nada. Una taza de café humeaba ya delante de él, mientras la opulenta mujer untaba con mantequilla unos panecillos que acababa de sacar del horno.
—¡Bebe, come! —ordenó—. Después hablaremos.
Aldo aspiró con los ojos entornados la sublime infusión, se obligó a comer una tostada para complacerla, pues la emoción le había quitado el apetito, y degustó tres aromáticas tazas. Luego apartó la vajilla y apoyó los codos en la mesa.
—Ahora háblame de mi madre, Celina. Quiero saber cómo ocurrió.
La napolitana se quedó inmóvil delante de uno de los aparadores donde estaba guardando diversos objetos. Su espalda se tensó como si la hubiera alcanzado un proyectil. Luego, la mujer exhaló un largo suspiro.
—¿Qué quieres que te diga? —dijo sin volverse.
—Pues todo, porque no sé nada. En tu carta no eras muy explícita.
—Escribir nunca ha sido mi fuerte, pero no quería que te enteraras de esa desgracia por otros. Me parecía que a través de mí te haría sufrir menos. Además, Zaccaria estaba demasiado afectado para garabatear tres palabras seguidas. Pese a las apariencias, es un hombre muy sensible.
Aldo se levantó, se acercó a ella y la rodeó por los hombros con afecto, emocionado al notar el temblor producido por la tristeza que la embargaba.
—Estabas en lo cierto, Celina. Nadie me conoce mejor que tú, pero ahora ven a sentarte y cuéntame. Todavía no consigo creérmelo.
Le acercó una silla y ella se sentó sacando un pañuelo para secarse los ojos. Luego se sonó y finalmente suspiró.
—No hay gran cosa que contar. ¡Todo fue tan rápido! Esa tarde, tu prima Adriana vino a tomar el té, y de repente, la princesa se encontró mal. No le dolía nada, pero estaba muy cansada. La señora Adriana insistió en que se acostara y la acompañó a su habitación. Cuando bajó al cabo de un rato, dijo que Su Alteza no cenaría, pero que debería prepararle una tila.
»Subí en cuanto la infusión estuvo preparada, pero tu pobre madre no quiso tomársela. Incluso dijo, un poco enfadada, que la señora Adriana era una cabezota y que se empeñaba en que tomara algo cuando ella no tenía ganas. Yo contesté que mi tila endulzada con miel la relajaría y que, en cualquier caso, no le veía buena cara, pero me di cuenta de que la molestaba; quería que la dejaran dormir, Así que dejé la taza en la mesilla de noche, salí después de desearle que pasara una buena noche y le aconsejé a Livia que no la molestara. Pero a la mañana siguiente, cuando Livia subió con la bandeja del desayuno, la oí gritar y llorar. Zaccaria y yo subimos enseguida… y vimos que la señora Isabelle nos había dejado y que… ¡oh, Dios mío!
Aldo la dejó llorar un momento sobre su hombro, luchando contra su propio dolor, y luego preguntó:
—¿Quién es Livia?
—La mayor de las dos muchachas que has visto al llegar. Ella y Frisca sustituyen, con nosotros dos, al personal de antes; los hombres se fueron a la guerra y algunas de las mujeres, demasiado mayores o demasiado preocupadas, decidieron irse con sus familias. Además, era imposible mantener tanto personal. Venturina, la doncella de tu madre, murió de la gripe y la sustituyó Livia. Una buena chica que hace bien su trabajo; la princesa estaba contenta.
—¿Qué dijo el médico? Ya sé que mi madre nunca lo llamaba, pero, dadas las circunstancias, debisteis de llamar al doctor Graziani, ¿no?
—Está paralítico desde hace dos años y no se mueve del sillón. El que vino dijo que había sido un ataque cardíaco.
—Eso no tiene sentido. Mi madre jamás había padecido del corazón, y desde la muerte de mi padre llevaba una vida bastante austera.
—Lo sé, pero, como dijo el doctor, basta una vez…
Zaccaria, que no había querido obligar a su mujer a compartir ese primer rato con el que ella consideraba su hijo, entró en ese instante. Los ojos enrojecidos de Celina y el semblante apenado de Aldo le indicaron de qué estaban hablando. Inmediatamente, su emoción se sumó a la de ellos:
—Un golpe tremendo para nosotros, don Aldo. El alma de este palacio se marchó con nuestra querida princesa.
—Las lágrimas pugnaban por salir, pero se rehízo para anunciar que el señor Massaria, el notario, acababa de telefonear para preguntar si el príncipe Morosini no tenía inconveniente en recibirlo a última hora de la mañana, si es que no estaba demasiado cansado por el viaje.
Un tanto sorprendido y preocupado por semejante prisa, Aldo aceptó esa primera visita: a las once y media estaría muy bien; así tendría tiempo de asearse con calma.
—El baño está a punto —anunció Zaccaria, que empezaba a recuperar su tono solemne—. Ayudaré a Su Excelencia.
—¡Ni hablar! En el lugar del que vengo he aprendido a arreglármelas solo. Tú intenta encontrar en mi guardarropa algo que me quede más o menos bien.
Contrariado, el mayordomo salió de la cocina. Morosini se dirigió de nuevo a Celina para hacerle una última pregunta: ¿sabía si la condesa Vendramin había vuelto a Venecia?
El semblante de Celina perdió súbitamente toda su expresividad. Irguió la espalda, sacó el pecho como una gallina ofendida y declaró que no tenía ni idea, pero que, gracias a Dios, había pocas posibilidades.
Morosini se limitó a sonreír; esperaba una respuesta de ese tipo. De modo bastante inexplicable, Celina, que más bien tenía tendencia a alentar sus aventuras con damas, detestaba a Dianora Vendramin. Sin conocerla, por supuesto, sino basándose en las habladurías y por el hecho de ser extranjera. Pese a la vocación cosmopolita de Venecia, la gente humilde profesaba por «los del norte» una antipatía que la larga ocupación austríaca explicaba en parte, y Dianora era danesa.
La joven, hija de un barón arruinado, sólo tenía dieciocho años cuando despertó una loca pasión en uno de los más nobles patricios de la laguna, que se casó con Dianora pese a tener cuarenta años más que ella. Dos años más tarde, se quedó viuda; su esposo había muerto en un duelo contra un hospodar rumano, conquistado por el encanto nórdico y los ojos de aguamarina de la joven.
Aldo Morosini la conoció unos meses antes de la declaración de guerra, la Nochebuena de 1913, en la fiesta de lady de Grey, una professional beauty que recibía en su palacio del Lido a una sociedad cosmopolita, un poco «mezclada» pero elegante y adinerada. La condesa Vendramin volvía a integrarse esa noche en un mundo del que se había apartado durante los tres años siguientes a la muerte de su esposo. Esa actitud discreta le había evitado numerosas humillaciones, pues se rumoreaba que el rumano había sido su amante y que ella había encontrado esa manera de librarse de un marido molesto pero rico.
La aparición tardía de la joven viuda, justo en el momento en que iban a pasar a la mesa, cortó en seco las conversaciones por su aspecto cautivador: la condesa, que lucía una creación del joven costurero Poiret realizada en una seda gris claro ligeramente azulado, totalmente cuajada de perlitas de cristal, y cuya línea fluida, ceñida bajo el pecho, acariciaba un cuerpo espigado que jamás había conocido el corsé, parecía una flor envuelta en escarcha. El vestido se estrechaba alrededor de unos tobillos dignos de una bailarina y de unas piernas estilizadas que el drapeado revelaba abriéndose antes de terminar en una corta cola. La mangas, largas y estrechas, se adentraban en el dorso de la mano, cargada de diamantes, pero el profundo escote en punta mostraba unos hombros exquisitos y el nacimiento de unos pechos encantadores. Una diadema de doscientos quilates, a juego con la gargantilla que rodeaba el largo y gracioso cuello, subrayando su fragilidad, coronaba la masa sedosa de los cabellos de lino peinados al estilo griego. Realmente era una reina la que acababa de hacer su entrada, y todos —especialmente todas— tuvieron plena conciencia de ello, pero nadie tanto como el príncipe Morosini, que se sintió esclavo de esa mirada transparente. Dianora Vendramin era tan bella que incluso eclipsaba a la deslumbrante princesa Ruspoli, que esa noche llevaba unas perlas fabulosas que habían pertenecido a María Mancini.
Loco de dicha al descubrir que la sílfide de las nieves era su vecina de mesa, Aldo apenas prestó atención a la conversación general. Se conformaba con mirarla, deslumbrado, incapaz de recordar siquiera, una hora más tarde, las palabras que había intercambiado con la belleza. No escuchaba las palabras, sino sólo la música de aquella voz grave, un poco velada, que pasaba sobre sus nervios como el arco sobre las cuerdas de un violín.
A medianoche, cuando los lacayos con pelucas empolvadas abrieron las ventanas para que pudieran escuchar las campanadas y los cánticos de los niños apiñados en góndolas, le besó la mano deseándole una Navidad tan luminosa como la que él estaba viviendo gracias a ella. Entonces ella sonrió.
Más tarde bailaron. Después, la condesa le permitió acompañarla y entonces Aldo se atrevió, con una voz vacilante que no reconocía como suya, a hablarle de amor y a intentar traducir la pasión que había encendido en él. Ella lo escuchó sin decir nada, con los ojos cerrados, tan inmóvil en la mullida suavidad de su capa de chinchilla que él creyó que estaba dormida. Desconsolado, se calló. Entonces ella entreabrió sus largas pestañas sobre el lago claro de su mirada para susurrar, apoyando la cabeza titilante en el hombro del príncipe:
—Continúe. Me gusta oírle.
Un instante después, él tomaba su boca, y un poco más tarde, en la antigua y encantadora casa que la joven poseía en el Campo San Polo, hacía caer el vestido de color luna y hundía su rostro en la masa liberada de una cabellera de seda clara, sin acabarse de creer el fabuloso regalo de Navidad que le hacía el destino: poseer a Dianora la misma noche de su primer encuentro.
Siguieron unos meses: un destello de loca pasión vivido entre el perfume de los naranjos de una villa de Sorrento, cuyos jardines descendían hasta el mar, donde a los dos les gustaba bañarse desnudos bajo las estrellas, y luego en un pequeño palacio enterrado bajo las adelfas a orillas del lago de Como. La pareja había, huido de Venecia y sus miles de miradas despreciativas. Además, Aldo no quería ofender a su madre, y sabía que le daba miedo esa relación con una mujer considerada peligrosa.
No obstante, con la embriaguez de los primeros días, ofreció a Dianora convertirse en princesa Morosini, propuesta que la joven rechazó alegando, no sin razón, que los tiempos no eran favorables al matrimonio. Desde hacía unos meses, corrían de una punta a otra de Europa rumores siniestros, como nubes anunciadoras de tormenta. Incluso parecía que estaban afianzándose.
—Es posible que tengas que combatir, querido —dijo ella—, y a mí no me atrae la angustia. Y menos aún el papel de viuda que me ha tocado y que tú me haces olvidar.
—Podrías borrarlo del todo, y si me quieres tanto como creo, casados o no, la angustia será la misma.
—Tal vez, pero al menos no dirán que te he traído mala suerte. Además, convertida en tu mujer me sentiría obligada a sufrir, y contigo sólo quiero conocer la felicidad.
El 28 de junio de 1914, mientras el archiduque Francisco Fernando, heredero de Austria-Hungría, caía en Sarajevo con su esposa, víctima de las balas disparadas por Gavrilo Pririzip, Dianora y Aldo daban un paseo en barca por el lago. Lectora apasionada de Stendhal, a Dianora le gustaba identificarse con la duquesa Sanseverina, cuyo ardor, libertad y pasión admiraba, lo que molestaba un poco a su amante:
—No tienes la edad del personaje —ironizaba—, ni yo la del joven Fabrice, que además, para su gran pesar, nunca fue su amante. Y yo soy el tuyo, querida, un amante muy enamorado. Por eso añoro Sorrento, donde no corríamos tras amores demasiado románticos para no terminar mal.
—Todo tiene un fin.
—No quiero esa palabra para nuestro amor, y lamento que quisieras cambiar Sorrento por este lago sublime pero un poco melancólico. Te prefería al sol y vestida con tus cabellos.
—¡Qué bárbaro! Y yo que creía que te gustaba…
Mientras duró el lento paseo, ella no le permitió que se le acercara. Él no insistió; Dianora tenía a veces esos caprichos que atizaban el deseo y Aldo los aceptaba gustoso, pues sabía que la recompensa estaría a la altura de la tentación estoicamente soportada.
Así sucedió aquella noche. Dianora se entregó más ardientemente que nunca, sin conceder a sus caricias ni tregua ni descanso, como si no se saciara de amor. Tal vez porque intuía que tenían las horas mágicas contadas, el único deseo de la joven era dejar un recuerdo imborrable en su amante, pero Aldo no lo sabía o no quería saberlo.
A la mañana siguiente, efectivamente, un sirviente les informó del drama de Sarajevo y Dianora ordenó preparar su equipaje.
—Debo regresar a Dinamarca de inmediato —le dijo a Morosini, estupefacto ante una decisión tan apresurada—. El rey Christian preservará nuestra neutralidad, o al menos eso espero. En cualquier caso, allí estaré más segura que en Italia, donde siempre me han visto como una extranjera en espera de tomarme por una espía.
—¡No digas disparates! Cásate conmigo y estarás a salvo de todo.
—¿Incluso cuando tú estés lejos? Es la guerra, Aldo, no te engañes. Prefiero vivirla junto a los míos y despedirme de ti ahora mismo. Recuerda que te he querido mucho.
—¿Es que ya no me quieres? —preguntó él, extrañado.
—Sí, pero en realidad eso ya no debe tener ninguna importancia.
Negándole el beso que él quería darle, lo apartó suavemente y se limitó a ofrecer a sus labios una mano para retirarla enseguida, pese a que él intentaba retenerla.
—Es mejor así —dijo Dianora con una sonrisa un poco forzada que a él no le gustó—. El círculo se cierra con el mismo gesto con el que todo empezó en casa de lady de Grey. No nos hemos separado desde entonces y deseo que nuestra separación esté marcada por la misma elegancia.
Dianora encerró bajo la piel clara de su guante la huella de los labios de Aldo; luego, negándose a que él la acompañara, hizo un último ademán de despedida mientras montaba en el coche que había pedido para que la llevara a Milán. No se volvió ni una sola vez. Un poco de polvo bajo la caja azul de un automóvil fue el último recuerdo que Morosini guardó de su amante. Había salido de su vida como se sale de una casa: cerrando la puerta tras de sí sin acceder a dar una dirección, y todavía menos una cita.
—Hay que dejar que el azar actúe —había dicho—. A veces, el tiempo pasado vuelve.
—Ésa era la divisa de Lorenzo el Magnífico —repuso él—. Sólo una italiana puede creer en ella. Tú no.
Aunque Dianora consideraba elegante su separación, esa forma de despegarse de él hirió profundamente a Aldo, tanto en su amor como en su orgullo masculino. Antes de conocer a Dianora, había tenido muchas aventuras sin importancia alguna para él. Siempre acababan por iniciativa suya pero sin brusquedad y, en general, de forma bastante consoladora para la interesada, pues tenía una habilidad especial para transformar sus amores en amistades.
Esta vez había sido muy distinto. Se encontraba esclavo de un recuerdo tan embriagador que se le adhería a la piel y que no lo abandonó durante los tres años de guerra. Cuando pensaba en Dianora, experimentaba a la vez deseo y furia, unidos a unas ansias de venganza atizadas por el hecho de que la prudente Dinamarca, pese a su neutralidad, prestaba cierta ayuda a Alemania, Ardía en deseos de verla al tiempo que estaba seguro de que era imposible. Había habido demasiados muertos, demasiadas ruinas. Un terrible muro de odio se alzaba ahora entre ellos.
Morosini sólo dedicó unos instantes a rememorar su amor: el tiempo de salir de las cocinas ante la mirada preocupada de Celina y de volver al vestíbulo. Allí cobró protagonismo la belleza algo solemne pero apacible y tranquilizadora de su casa. La imagen de Dianora se difuminó; la joven nunca había cruzado el umbral de su palacio.
Con la mirada y con la mano, acarició unos fanales de bronce dorado, vestigios de la galera capitaneada por un Morosini en la batalla de Lepanto. En otros tiempos, las noches de fiesta los encendían y su luz arrancaba reflejos tornasolados a los mármoles multicolores del embaldosado, a los dorados de las largas vigas iluminadas de un techo que no se podía contemplar sin echar la cabeza hacia atrás. Lentamente, subió la ancha escalera cuya barandilla de balaustres habían pulido tantas manos para dirigirse al portego, la larga galería-museo que constituía el orgullo de numerosos palacios venecianos.
La vocación de este era marítima. A lo largo de las paredes cubiertas de retratos, muchos de ellos de factura ilustre, unos bancos de madera blasonados alternaban con consolas de pórfido donde, metidas en urnas de cristal, se hinchaban las velas de las carabelas, las carracas, las galeras y otras naves de la Serenísima República. Los lienzos representaban a hombres vestidos con gran magnificencia que formaban el cortejo del retrato más imponente, el de un dux con coraza y manto púrpura, corno de oro en la cabeza y orgullo en el fondo de los ojos: Francesco Morosini el Peloponesio, cuatro veces general del Mar contra los turcos, muerto en 1694 en Nauplia mientras estaba al mando supremo de la flota veneciana.
Aunque otros dos dux habían distinguido a la familia —uno, Marino, de 1249 a 1253, y el otro, Michele, víctima de la peste en 1382 tras sólo cuatro meses de reinado—, este era el más grande de los Morosini, un hombre excepcional en el que el poder se aliaba a la prudencia y que había escrito una de las páginas más gloriosas de la historia de Venecia, una página que fue la última. En el otro extremo del portego, frente al retrato del dux, se alzaba el fano, la triple linterna que indicaba el grado de general en la nave de Francesco en la batalla de Negroponto.
Aldo permaneció un rato ante la efigie de su gran antepasado. Siempre le había gustado ese rostro pálido y fino enmarcado en cabellos blancos, con bigote y perilla en torno a una boca delicada, así como esos profundos ojos negros, orgullosos y dominadores bajo unas cejas fruncidas por la impaciencia. El pintor debía de haber tenido cierta dificultad en conseguir una inmovilidad prolongada.
El recién llegado pensó que, frente a tanto esplendor, debía de presentar un aspecto lamentable con su viejo uniforme raído. La mirada grave parecía buscar la suya para pedirle cuentas de sus hazañas guerreras, a decir verdad, bastante escasas. Entonces, movido por una fuerza venida de lejos y como lo hubiera hecho ante el dux vivo, hincó un instante la rodilla al tiempo que murmuraba:
—No he desmerecido. Serenísimo Señor. Sigo siendo uno de los vuestros.
A continuación, se levantó y subió corriendo al segundo piso sin detenerse en la habitación de su madre. El notario no tardaría en llegar y no era momento de dejarse invadir por la melancolía.
Aunque sintió placer al recuperar su entorno de antes, no se recreó mucho en él, acuciado por la prisa de librarse de sus ropas de prisionero. Con todo, se entretuvo en poner el clavel de la joven florista en un estrecho jarrón irisado y colocarlo en su mesita de noche. Luego, tras desnudarse en un santiamén, se apresuró a sumergirse con deleite en la bañera, llena de un agua perfumada con lavanda y gloriosamente caliente.
Antes le gustaba recrearse en la bañera humeante leyendo el correo. Era un lugar mágico y propicio a la reflexión, pero esta vez se limitó a frotarse enérgicamente después de haberse embadurnado de jabón hasta la punta de los cabellos. Cuando hubo acabado, el agua estaba gris y era poco apropiada para ponerse a pensar. Salió rápidamente, quitó el tapón, se secó, se roció de agua de lavanda inglesa y luego, envuelto en un albornoz que le pareció el súmmum del confort, se afeitó, encendió un cigarrillo y volvió a su habitación.
En el vestidor contiguo. Zaccaria trajinaba sacando de unas bolsas de tela trajes de colores y cortes variados, que examinaba con ojo crítico.
—¿Me traes algo con que vestirme, o has utilizado mi ropa para hacer fuego? —dijo Morosini.
—Habría sido una buena idea, porque debe de quedarle todo grande. Va a parecer un fideo…, menos quizá con los trajes de etiqueta, porque gracias a Dios los hombros siguen en su sitio.
Aldo se acercó a Zaccaria riendo.
—No me imagino recibiendo al viejo Massaria con traje y corbata blanca. A ver…, dame eso.
«Eso» era un pantalón de franela gris y un blazer azul marino que llevaba en Oxford el año que había pasado allí para perfeccionar su inglés. Después escogió una camisa blanca de tusor y se anudó en torno al cuello una corbata con los colores de su antiguo college. Hecho esto, se contempló con una satisfacción moderada.
—No estoy tan mal, después de todo.
—No es usted muy exigente. Esas camisas caídas carecen de elegancia. Están bien para los estudiantes y los obreros. Se lo he dicho cien veces, no hay nada como…
—Ya que no te gusta mi camisa, ve a ver si ha llegado el notario. Su cuello postizo te consolará. Llévalos a los dos a la biblioteca.
Aldo cogió un par de cepillos de carey para domeñar sus espesos cabellos negros, en los que ya aparecían, a la altura de las sienes, algunos hilos plateados que no quedaban realmente mal sobre su piel mate, pegada a una osamenta digna de un condottiere. Con todo, se observaba sin indulgencia: ¿dónde estaban sus músculos de antes? En cuanto al rostro, hundido a causa de las privaciones —no se comía mucho en Austria en los últimos tiempos—, le hacía aparentar más de los treinta y cinco años que tenía. Tan sólo los ojos, de un azul acerado que tiraba a verde cuando se enfadaba, de mirada siempre despreocupada y a menudo burlona, conservaban la juventud, al igual que unos dientes blancos que, llegado el caso, una sonrisa indolente dejaba ver. Una sonrisa que, por el momento, se asemejaba bastante a una mueca.
—Ridículo —dijo, suspirando—. Habrá que rellenar todo esto, hacer deporte. Menos mal que el mar no está lejos: iré a nadar.
Tras esta inyección de ánimo, bajó a la biblioteca. Era su habitación preferida. En ella había pasado ratos maravillosos con el querido señor Buteau, que sabía evocar con el mismo lirismo la muerte trágica de Marino Faliero, el dux maldito, representada por el pintor Eugène Delacroix, la larga lucha contra los turcos, los sonetos de Petrarca… y el aroma de una liebre à la royale. Llegado a la edad adulta, a Aldo le gustaba saborear el último puro de la velada escuchando cómo desgranaba sus notas frescas la fuente del cortile. Quizá todavía flotaba entre las paredes revestidas de roble y de libros antiguos el suave olor de los espléndidos habanos.
Al igual que el portego, la estancia dedicada a los libros proclamaba la vocación marítima de los Morosini. Albergaba un auténtico tesoro en mapas antiguos entre los que, además del atlas catalán del judío Cresques, había portulanos incompletos pero aun así impresionantes, trazados por orden del príncipe Enrique el Navegante en la sorprendente Villa do Infante, en Sagres, junto al cabo de San Vicente, que era a la vez palacio, convento, arsenal, biblioteca e incluso universidad. Figuraba también el famoso mapa del veneciano Andrea Blanco, trazado antes incluso de que Cristóbal Colón hubiera soltado las amarras de sus carabelas, donde ya aparecía una parte de las Antillas y un fragmento de Florida. Por no hablar de algunos de esos portulanos genoveses, bizantinos, mallorquines y venecianos que sus propietarios, en caso de ser apresados, preferían arrojar al mar a fin de que no cayeran en manos del enemigo.
Armarios pintados, con puertas macizas, protegían libros de a bordo y tratados de navegación antiguos. En una vitrina había también astrolabios, esferas armilares y uno de los primeros compases. Un soberbio mapamundi sobre estructura de bronce, colocado delante de la ventana central, recibía la luz del sol, y sobre las estanterías reposaban otras esferas tan magníficas como inútiles. Y catalejos, sextantes, brújulas y un sorprendente pez de hierro imantado que, según decían, los vikingos utilizaban para atravesar los mares que ignoraban que eran el océano Atlántico. El mundo, su historia y las aventuras humanas más fascinantes reposaban allí, entre los estantes cargados de libros con encuadernaciones preciosas, cuyas abigarradas pieles y cuyos «hierros» dorados brillaban. Allí, el perfume del pasado se mezclaba con el de los puros fumados.
Con el dedo índice, Morosini levantó la tapa de la gran caja de caoba donde antes se guardaban los largos habanos, con su escudo de armas en la vitola, que hacían traer de Cuba. Estaba vacía, pero quedaban unas briznas que él recogió para acercárselas a la nariz. Esperaba poder disfrutar al menos de ese placer.Un carraspeo lo devolvió a la tierra.
—Mmm… espero no ser inoportuno —murmuró una voz tímida.
Inmediatamente, Aldo se dirigió hacia el recién llegado con las manos tendidas.
—Me alegro de volver a verlo, querido amigo. ¿Cómo está?
—Bien, bien, gracias… Pero es a usted, príncipe, a quien hay que preguntar eso.
—No me diga que tengo mal aspecto, por favor. Celina ya se ha encargado de hacerlo, prometiéndose poner remedio. Venga a sentarse —añadió, señalando un sillón tapizado en piel situado junto a un taburete de tijera que se reservaba para él—. Está usted igual que siempre —dijo, observando el amable rostro de nariz redonda, tocada con unos anteojos, que se erigía sobré un impecable y glacial cuello postizo cuya visión debía de haber reconfortado el alma de Zaccaria. Morosini apreciaba al señor Massaria. Su bigote y su perilla canosos tal vez hubiesen sido más adecuados a un siglo pasado, al igual que su cándido corazón y su escrupulosa conciencia, pero era un hombre muy experto en la profesión que ejercía, un consejero financiero sagaz, incluso bastante temible, y un viejo amigo de la familia. Su devoción fiel y silenciosa hacia la madre de Aldo no era un secreto para nadie; sin embargo, a nadie se le ocurrió jamás burlarse porque era un sentimiento conmovedor.
Pietro Massaria no se había casado nunca con el pretexto de amar su libertad por encima de todo, lo que le había permitido evitar las uniones sucesivas que tiempo atrás su padre intentaba imponerle, pero de hecho sólo había amado a una mujer: la princesa Isabelle. Dado que, por razones evidentes, no podía esperar hacerla su esposa, y todavía menos su amante, el notario había decidido ser su más fiel y discreto servidor, conservando como único tesoro, en el secreto de un estuche permanentemente cerrado con tres vueltas de llave, un pequeño retrato pintado por él mismo a partir de una fotografía y junto al cual ponía todas las mañanas una flor recién cortada.
La muerte súbita de su amada lo había destrozado. Aldo se dio cuenta observándolo más atentamente. Pese a lo que había dicho hacía un momento, el notario aparentaba más de los sesenta y dos años que tenía. Su cuerpo repleto carecía de vitalidad y, tras los cristales de los anteojos, unos párpados enrojecidos delataban la excesiva frecuencia de las lágrimas.
—Y bien, ¿qué viento favorable lo trae por aquí? —dijo Aldo—. Supongo que tiene algo que decirme…
—… Para abordarlo la misma mañana de su regreso, ¿no? Lo he visto llegar y tenía gran interés en ser el primero de sus amigos que le diera la bienvenida. Además, he pensado que cuanto antes lo ponga al corriente de sus asuntos, mejor. Me temo que el viento al que ha hecho alusión no sea muy bueno, pero usted siempre ha sido un joven enérgico, y supongo que la guerra lo ha acostumbrado a mirar la verdad de frente.
—¡No se ha privado de hacerlo! —dijo Morosini en un tono alegre que ocultaba bastante bien la inquietud sembrada por un preámbulo tan poco tranquilizador—. Pero bebamos primero algo, será la mejor manera de reanudar nuestras buenas relaciones.
Se acercó a una licorera antigua que estaba sobre una consola, cogió dos copas de cristal grabado en oro y una botella a juego, llena en sus tres cuartas partes de un líquido ambarino.
—El tokay de mi padre —anunció—. Creo que a usted le gustaba. Y se diría que Zaccaria ha tratado esta botella como si fuera el Santo Grial, porque no falta ni una gota.
Sirvió a su invitado y luego, con su copa en la mano, se sentó en el taburete, pero dejó que su viejo amigo degustara con unción el vino húngaro, que le recordó muchos buenos momentos, dio un sorbo, lo paladeó un instante antes de tragárselo y dijo:
—Bien, estoy a punto para escucharle. Aunque… quisiera que evitáramos en la medida de lo posible hablar de mi madre. Todavía no puedo soportarlo.
—Yo tampoco. Estoy muy apenado.
Para rehacerse, Massaria bebió un buen tercio de su copa; después sacó un pañuelo, limpió los anteojos, los colocó de nuevo sobre su nariz y finalmente, con un temblor de labios que, siendo condescendientes, podía pasar por una sonrisa, dirigió a su anfitrión una mirada contrita.
—Perdone. A mi edad, las emociones caen fácilmente en la ridiculez.
—A mí no me lo parece. Pero hablemos de negocios. ¿Cuál es mi situación?
—Me temo que no muy buena. Como ya sabe, en el momento de la muerte de su padre las finanzas…
—Habían sufrido estragos —dijo Morosini con una pizca de impaciencia—. También sé que cuando empezó la guerra ya no teníamos fortuna de antes, y la responsabilidad es en parte mía. Así que, querido amigo, ahorrémonos los paños calientes y dígame qué me queda.
—Será rápido: un poco de dinero procedente de… su madre, la villa de Stra, aunque está hipotecada hasta el pararrayos, y este palacio, que está limpio.
—¿Eso es todo?
—Sintiéndolo mucho, sí. Pero si he querido verlo cuanto antes es porque quizá tenga un remedio.
Aldo no escuchaba. Pensativo, había ido a por la botella de tokay y se dirigía con ella hacia la chimenea tras haberle ofrecido otra copa al notario, que la rechazó con la mano. Se esforzaba en poner a mal tiempo buena cara, pero en realidad se sentía abrumado: su palacio, uno de los más grandes de Venecia, exigía sumas considerables para su mantenimiento, pues, además de la erosión que sufría la ciudad a causa del agua, necesitaba mucho personal, y cuando la villa del interior —construida por Palladio— se vendiera, seguramente no quedaría gran cosa para mantener la casa principal, una vez pagadas las hipotecas. Conclusión: había que encontrar, y enseguida, una ocupación lucrativa.
Pero ¿qué? Aparte de montar a caballo, bailar, jugar al golf, al tenis y al polo, pilotar un velero, conducir un coche, besar con elegancia el metacarpo de las patricias y hacer el amor, Aldo no tenía más remedio que reconocer que no sabía hacer nada. Un pobre bagaje para comenzar una carrera y salir a flote. Quedaba un tesoro familiar cuya existencia sólo conocían su madre y él, pero le desagradaba la idea de ponerlo en venta, ¡Isabelle Morosini le tenía tanto apego!
Acodado en la chimenea, mirando las llamas, se sirvió una tercera copa y la vació de un trago.
—Espero que no esté pensando en refugiarse en la bebida —dijo el notario con una pizca de severidad—. Hace un momento le he dicho que tal vez tenga un remedio para sus males, pero no me ha escuchado.
—Es verdad. Perdone, por favor. ¿De verdad tiene una solución? ¿Cuál, Dios mío?
—El matrimonio. Un matrimonio muy honorable, tranquilícese, de lo contrario no me habría atrevido a proponérselo.
—Creo que he oído mal —dijo el príncipe con cara de sorpresa.
—Al contrario, ha oído perfectamente. Cásese y le prometo una bonita fortuna.
—¿Así de fácil? Ha hecho bien en anunciar que se trataba de una proposición honorable. Eso descarta al clan de las solteronas con las venas endurecidas y las viudas que se sienten solas, pero no a los adefesios imposibles de casar.
—No es ahí donde tiene que buscar. Un hombre de treinta y cinco años debe casarse con una jovencita.
—¿En serio? —preguntó sarcásticamente Aldo—. Hábleme de ella, entonces. Se muere de ganas de hacerlo y no voy a negarle esa satisfacción.
—Encantado: diecinueve años, la frescura de una rosa y los ojos más bonitos del mundo, entre las cualidades más evidentes según los rumores.
—Lo que significa que usted no la ha visto. ¿Y de dónde la ha sacado?
—De Suiza.
—¿Está de broma?
—Esa pregunta es un poco cruel con las suizas. Supongo que sabe que hay algunas muy guapas. Bien, se trata de lo siguiente: el banquero de Zúrich Moritz Kledermann tiene una sola hija. Lisa, a la que no le niega nada. Dicen que es encantadora, y su dote podría atraer hasta a un príncipe reinante.
—Eso no es una referencia. En estos momentos debe de haber unos cuantos sin un céntimo.
—Ocupar un trono no es una sinecura. En cuanto a Lisa, parece ser que está enamorada…
Morosini soltó una alegre carcajada.
—¡Qué Romántico! Parece ser que está enamorada de mí, pero seguramente porque me vio en mis buenos tiempos, en alguna revista de antes de la guerra. Y como he cambiado bastante…
—¿Es una manía impedir que acabe las frases? No se trata de usted, sino de Venecia.
—¿De Venecia? —dijo Morosini, tan visiblemente desilusionado que el notario se permitió sonreír.
—Pues sí, de nuestra hermosa ciudad. De su encanto, de las callejuelas, de los canales, de los palacios, de su historia —respondió, repentinamente lírico—. Reconocerá que el hecho no tiene nada de raro: madame de Polignac, el príncipe de Borbón, lady de Grey, el pintor Daniel Curtis y su primo Sargent… Eso sin mencionar a los devotos de otros tiempos, como Byron, Wagner y Browning, entre otros.
—De acuerdo, pero, en ese caso, ¿por qué su heredera no hace lo mismo que ellos? No tiene más que comprar o alquilar un palacio, instalarse en él y gozar de la vida. Aquí hay bastantes viviendas bonitas que están pidiendo ayuda a gritos, y eso no requiere casarse conmigo.
—Ella no quiere un palacio cualquiera. Y se niega a ser una turista más. Lo que desea es integrarse en Venecia, llevar uno de sus viejos apellidos llenos de gloria, en una palabra, convertirse en veneciana para que sus hijos lo sean también.
—Parece que Guillermo Tell ya no triunfa, ¿eh? En fin, después de todo, antes de esta maldita guerra había bastantes chifladas y el número no debe de haber disminuido mucho.
—Deje de tomárselo a risa, se lo ruego. Una cosa es cierta: usted responde punto por punto a los deseos de la señorita Kledermann. Es príncipe, y en el Libro de Oro de la Serenísima su apellido es uno de los mejores, igual que su palacio. Goza de una excelente salud, cosa que tiene su valor para una muchacha de la saludable Helvecia, y es bien parecido.
—Es usted muy benévolo. Sólo hay un detalle en el que al parecer no ha pensado: no se puede convertir en princesa Morosini a una suiza que debe de ser protestante, suponiendo que me decida a considerar la propuesta.
—Kledermann es de origen austríaco y católico. Lisa también.
—Tiene respuesta para todo, ¿no? De todas formas, me niego a casarme con una perfecta desconocida para dar lustre a mi escudo de armas. Si aceptara, no volvería a atreverme a mirar de frente el retrato del dux Francesco. Tómeme por loco si quiere, pero me juré no desmerecer jamás…
—¿Sería desmerecer casarse con una mujer bellísima, inteligente y buena? En los últimos tiempos atendía a enfermos en un hospital.
Morosini se apartó de la chimenea, donde empezaba a tener demasiado calor, y apoyó en un hombro del notario la mano en la que lucía una sardónice con sus armas grabadas.
—Querido amigo, le agradezco infinitamente las molestias que se toma pero, con toda sinceridad, no creo hallarme reducido aún a la necesidad de aceptar ese tipo de negociación. Si algún día contraigo matrimonio, me gustaría seguir el ejemplo de mis padres y casarme por amor, aunque la novia sea más pobre que la hija de Job. Verá, quizá tenga otro medio de salir del apuro.
—¿El zafiro visigodo de su madre? —preguntó Massaria sin pestañear—. ¿No cree que sería una pena venderlo? Ella le tenía mucho apego.
Aldo ni siquiera pensó en disimular su sorpresa.
—¿Le habló de él?
La sonrisa del notario se tiñó de melancolía.
—La señora Isabelle me lo enseñó una tarde que quizá fue la más deliciosa de mi vida, pues ese rasgo de confianza era una garantía de que me consideraba un amigo fiel. Pero también fue un día muy triste. Verá, su madre acababa de vender la mayoría de sus joyas para mantener el palacio y la idea de separarse de esa joya familiar la desgarraba.
—¿Vendió sus joyas? —exclamó Aldo, aterrado.
—Sí, y es a mí a quien encargó las transacciones, pese a lo mucho que me repugnaba hacer una cosa así. Pero el zafiro de Recesvinto sigue perteneciéndole. En cuanto a usted, sólo lo tiene en depósito hasta que pase a su primogénito, si Dios le da hijos. Por eso debería examinar un poco más seriamente mi propuesta.
—¿Para permitir que los nietos de un banquero suizo se conviertan en propietarios de una piedra real y más que milenaria?
—¿Por qué no? Vamos, no haga remilgos. Sepa usted, que es amante de las piedras preciosas, que Kledermann posee una admirable colección de joyas entre las que figura un aderezo de amatistas que perteneció a Catalina la Grande, una esmeralda que Cortés trajo de México y dos Mazarinos.
—¡No siga! La colección del padre podría tentarme más que la dote de la hija. Usted conoce perfectamente mi pasión por las piedras, que le debo al buen señor Buteau, pero no caeré en su trampa. Ahora olvidemos todo eso y acepte comer conmigo.
—Se lo agradezco, pero no puedo; me espera el procurador Alfonsi. Pero vendré con mucho gusto una de estas noches a degustar las delicias de Celina.
El notario se levantó y estrechó la mano del Morosini; luego, acompañado por este, se dirigió hacia la puerta de la biblioteca y se detuvo.
—Prométame que pensará en mi propuesta. Es muy seria, créame.
—No lo dudo, y le prometo que lo pensaré, pero será sólo para complacerlo.
Una vez solo, Aldo encendió un cigarrillo y se resistió a las ganas de servirse otra copa. No era un bebedor habitual y le sorprendía esa súbita necesidad. Tal vez se debía a que, desde su llegada, tenía la impresión de hallarse transportado demasiado deprisa de un mundo a otro. Todavía ayer llevaba la limitada vida de un prisionero, y ahora había recuperado al mismo tiempo su vida de antes y su antigua personalidad, pero la una le daba la sensación de un vacío enorme, mientras que la otra le hacía sentirse incómodo. ¡Había deseado tanto recuperar su entorno familiar, sus costumbres pobladas de rostros queridos! Y resultaba que, nada más llegar, debía afrontar las miserables preocupaciones de la vida cotidiana. En el fondo, estaba un poco molesto con el señor Massaria por no haberle concedido un plazo más largo de gracia, aunque su visita había estado inspirada exclusivamente por la amistad.
Casi echaba de menos el cuarto glacial del pueblo austríaco donde había pasado el último año; al menos allí sus sueños lo mantenían caldeado, mientras que ahora, rodeado del fasto de su morada familiar, se sentía extraño. ¿Qué relación había entre el amante principesco de Dianora Vendramin y el hombre arruinado de hoy?
Porque estaba completamente arruinado, y sin ningún remedio inmediato. La venta del zafiro —suponiendo que se resignara a venderlo— quizá le permitiría aguantar algún tiempo, pero ¿y después? ¿Tendría que acabar vendiendo también el palacio y marchándose, tras haber asegurado a Celina y a Zaccaria una pensión adecuada? ¿Adónde? ¿A Estados Unidos, el refugio de los desfavorecidos por la fortuna, cuyo estilo de vida no le gustaba? ¿A la Legión Extranjera francesa, donde se había refugiado uno de sus primos? Estaba saturado de guerra. ¿Qué más posibilidades había? ¿Ir en busca de lo desconocido, lanzarse al vacío? ¡Tenía tantas ganas de vivir! Quedaba ese matrimonio absurdo que algunos podrían considerar normal, pero que a él le parecía degradante, tal vez porque, antes de la gran catástrofe, había visto varios de esos enlaces estrambóticos entre ricas herederas yanquis ávidas de mandar bordar coronas en su ropa blanca y nobles sin dinero incapaces de encontrar otra solución. Que la candidata fuese helvética no disminuía un ápice la repugnancia del príncipe. Y se sumaba el hecho de que incluso le parecería una mala acción: esa chica estaba en su derecho de esperar un poco de amor. ¿Cómo podía acercarse a ella con la imagen de Dianora en el corazón?
Irritado por sentirse tentado pese a todas sus objeciones, echó el cigarrillo a la chimenea y subió a los aposentos de su madre, como acostumbraba a hacer en el pasado cuando le preocupaba algo.
Al llegar a la puerta, dudó un poco antes de decidirse a entrar y sintió verdadero alivio al ver que tras esa puerta lo recibía el sol, no las temidas tinieblas. Por una de las ventanas entraba el aire fresco del exterior, pero un fuego claro ardía en la chimenea. Sobre una cómoda, junto a una fotografía suya con uniforme de oficial de Exploradores había un jarrón de cristal con tulipanes amarillos. La habitación estaba como siempre.
Espaciosa y clara, era una obra maestra de gracia y elegancia, digno estuche de una gran dama y una hermosa mujer. Francesa sin reserva, con su graciosa cama de baldaquín redondo, sus altos artesonados claros, unos visillos y cortinas de raso bordado que armonizaban un marfil cremoso y un azul turquesa muy tenue alrededor del gran retrato de una mujer que a Aldo siempre le había gustado. Aunque fuera de una duquesa de Montlaure que, durante la Revolución, había pagado con su cabeza su fidelidad a la reina María Antonieta, presentaba un sorprendente parecido con su madre. Y curiosamente él siempre había preferido esa tela a la que representaba a Isabelle Morosini con vestido de noche, pintada por Sargent, que hacía pareja con el de la tía abuela Felicia, obra de Winterhalter, en el salón de las Lacas.
Con excepción del retrato, pocos cuadros ocupaban los paneles marfil ribeteados de azul: una cabeza de niño de Fragonard y un delicioso Guardi, única evocación de Venecia junto con algunos objetos antiguos de cristal irisado como pompas de jabón.
Lentamente, Aldo se aproximó al tocador, cubierto de esas mil bagatelas fútiles y encantadoras tan necesarias para el arreglo de una mujer refinada. Tocó los cepillos de corladura, los frascos de cristal todavía medio llenos, destapó uno para recordar el entrañable perfume de jardín después de la lluvia, a la vez fresco y silvestre. Luego, al ver el gran chal de encaje en el que a la princesa muerta le gustaba envolverse, lo cogió, se lo acercó a la cara y dejándose caer de rodillas cesó de resistirse a su tristeza y rompió a llorar.
Las lágrimas le sentaron bien pues borraron sus incertidumbres y se llevaron consigo su desánimo. Al dejar la prenda en el sillón, supo que no aceptaría dejar que una extraña pisara las alfombras de esa habitación ni separarse del antiguo palacio familiar. Eso significaba que iba a tener que llevar a cabo una selección entre sus recuerdos, establecer una escala de valores cuya conclusión se imponía ya por sí sola: si la joya podía salvar la casa, había que separarse de ella. No para que acabase en manos de cualquiera, por supuesto; un museo sería quizás el comprador ideal, aunque pagaría menos que algunos coleccionistas. Para empezar, había que sacar la piedra de su escondrijo.
Después de haberse asegurado de que la puerta estaba cerrada, Morosini se acercó a la cabecera de la cama, buscó el corazón de una flor en el interior de una de las columnas de madera esculpida que sostenía el baldaquín y presionó. La mitad del soporte pintado y dorado giró sobre unos goznes invisibles y dejó a la vista la cavidad donde la princesa Isabelle guardaba, dentro de una bolsita de piel de gamuza, el magnífico zafiro en forma de estrella montado en un colgante. Nunca había conseguido resignarse a depositarlo en un banco.
La cama había ido con ella desde Francia a Venecia. Desde hacía más de dos siglos, llegada la ocasión, constituía un escondite perfecto, a la vez cómodo y discreto, para esa joya real. Así había pasado la Revolución sin que nadie sospechara su presencia.
Tanto por piedad filial como por el placer de tenerla siempre a mano, Isabelle la conservaba allí. No se la ponía, pues la piedra le parecía demasiado grande y pesada para su fino cuello. En cambio, le gustaba tenerla entre las manos para tratar de recuperar el calor de esas otras manos desaparecidas que la habían acariciado, incluidas las del rey bárbaro de cabellos lacios cuya diadema adornaba.
Al abrir la columna, la bolsita prácticamente caía por sí sola, pero en esta ocasión no fue así: el escondrijo estaba vacío.
A Morosini le dio un vuelco el corazón mientras sus largos dedos registraban la cavidad, pero no encontró nada y se dejó caer sobre la cama con la frente impregnada de sudor. ¿Dónde estaba el zafiro? ¿Había sido vendido? No, eso era impensable. Massaria lo habría sabido, y había sido categórico al respecto: la piedra continuaba en el palacio. ¿Qué había ocurrido entonces? ¿Acaso había considerado su madre oportuno cambiarla de sitio? ¿Había preferido quizás otro escondrijo?
Escéptico, procedió a realizar un registro rápido de los diferentes muebles, ninguno de los cuales ofrecía la seguridad del antiguo escondite, practicado por un experto ebanista. No encontró nada y regresó hacia la cama para examinarla a fondo. Se le había ocurrido que, al sentir la cercanía de la muerte, tal vez su madre había querido tener la piedra por última vez entre las manos y, débil como estaba, se le había caído.
Apartó las mesillas de noche, tiró de la cama para apartarla de la pared, se arrodilló y se tumbó sobre la alfombra para explorar la zona que quedaba debajo del mueble, tan pesado que no debían de haberlo desplazado desde que fue instalado allí.
Cuando tuvo la nariz a ras del suelo, el olor dulzón que había notado al entrar en la habitación se acentuó. Entonces vio un objeto que podía ser la bolsa de piel e introdujo el brazo hasta el hombro, pero lo que sacó fue un ratón muerto, y se disponía a soltarlo con asco cuando algo le llamó la atención: el pequeño cuerpo estaba rígido, casi acartonado, pero la boca aún retenía un bocado rojizo que Aldo identificó de inmediato. Era un trozo de uno de los dulces de frambuesa que a su madre le encantaban y que le enviaban de Francia. Siempre tenía unos cuantos en la bombonera de Sèvres que estaba sobre su mesita de noche. Morosini levantó la tapa de porcelana dorada: la caja estaba medio llena.
A Aldo también le gustaban mucho esas golosinas que habían endulzado su infancia. Cogió una con la intención de comérsela, pero cuando lo hacía su mirada se topó con el cadáver del ratón. Una idea ridícula lo asaltó e interrumpió el gesto. Era una idea absurda, demencial, pero, cuanto más intentaba desterrarla de su mente, más nítida se hacía. Tratándose de idiota, se acercó de nuevo el dulce a los labios, pero, como si una mano invisible le hubiera asido el brazo, se detuvo de nuevo.
—Debo de estar volviéndome loco —masculló, aunque ya sabía que no se comería esa golosina repentinamente sospechosa.
Se acercó a un secreter de marquetería, cogió un sobre, depositó en su interior el ratón, el trocito y la frambuesa intacta, se lo guardó en el bolsillo, fue a buscar un abrigo y bajó la escalera mientras informaba a Zaccaria que tenía que salir.
—¿Y la comida? —protestó Celina, apareciendo como por arte de magia.
—Todavía no son las doce y acabaré enseguida. Voy a la farmacia.
—¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo? Dio mio, ya me lo parecía a mí.
—No, no estoy enfermo. Simplemente tengo ganas de saludar a Franco.
—Ah, bueno, si es eso, entonces tráeme calomelanos.
Admirando el espíritu práctico de su cocinera, Morosini salió del palacio por una puerta trasera y, a pie, llegó rápidamente al Campo Santa Margherita, donde Franco Guardini tenía su establecimiento. Era su amigo más antiguo. Habían hecho juntos la primera comunión, después de haber leído al alimón, balbuceando, los grandes principios de la Iglesia en los bancos donde impartían la catequesis.
Hijo de un médico de Venecia muy reputado, Guardini debería haber seguido los pasos de su padre en lugar de hacerse tendero, como aquél, indignado y un tanto despreciativo, le había espetado un día en la cara. Sin embargo, Franco, amante de la química y la botánica, mientras que los cuerpos de sus semejantes le inspiraban una repugnancia a duras penas disimulada, no había cedido ni siquiera cuando el profesor Guardini, cual un ángel exterminador barbudo, lo había echado de casa tras un altercado bastante fuerte. Y gracias a la princesa Isabelle, que apreciaba a aquel muchacho serio y reflexivo, Franco había podido proseguir sus estudios hasta que la muerte de su irascible padre le permitió entrar en posesión de una amplia fortuna. Devolvió entonces hasta la última lira, pero el agradecimiento que sentía hacia su benefactora rayaba en la veneración.
Recibió a Morosini con la lenta sonrisa que, en su caso, indicaba una inmensa alegría, le estrechó la mano, le dio unas palmadas en el hombro, se interesó por su salud y, acto seguido, como si lo hubiera visto el día antes, le preguntó qué podía hacer por él.
—¿La idea de que pueda tener ganas de verte ni siquiera te pasa por la mente? —repuso Aldo, riendo—. De todas formas, si quieres que hablemos, vamos a tu despacho.
Con un ademán de la cabeza, el farmacéutico invitó a su amigo a acompañarlo y abrió una puerta practicada en el artesonado antiguo de su establecimiento. Apareció una estancia reducida a la mitad por las estanterías que cubrían sus paredes. En el centro, un pequeño escritorio flanqueado por dos asientos. Todo en un orden impresionante.
—Te escucho. Te conozco demasiado bien para no darme cuenta de que estás preocupado.
—No es nada de particular… Bueno, sí que lo es, y me pregunto si no vas a tomarme por loco —dijo Morosini, suspirando, mientras sacaba el sobre y lo dejaba delante de él, sobre la mesa.
—¿Qué es?
—Míralo tú mismo. Quisiera que lo analizaras.
—¿Dónde estaba?
—En la habitación de mi madre, debajo de la cama. Te confieso que encontrar ese animalucho muerto, con un trozo de los dulces de fruta que a ella le gustaban en la boca, me ha producido una sensación un poco extraña. Soy incapaz de decir qué he sentido exactamente, pero una cosa es cierta: cuando iba a comerme uno de los dulces que había en la caja, algo me lo ha impedido.
Sin hacer ningún comentario, Franco cogió el sobre con su contenido y pasó a la habitación contigua, su laboratorio privado, donde investigaba y hacía experimentos que no siempre estaban relacionados con la farmacia. Morosini había ido muchas veces a esa sala que él llamaba «la cueva del brujo» y donde había salido en defensa de los ratones y las cobayas que su amigo tenía para llevar a cabo sus experimentos, pero esta vez no protestó cuando el farmacéutico fue a buscar a uno de sus huéspedes, lo puso sobre una mesa y encendió una potente lámpara. Luego, con ayuda de unas pinzas minúsculas, hizo comer al ratón el fragmento encontrado bajo la cama. El animalito engulló la golosina con un placer manifiesto, pero unos minutos más tarde expiró, aparentemente sin sufrir. Franco miró por encima de las gafas a su amigo, que se había quedado de pronto más blanco que su camisa.
—Quizá no estés tan loco como parecía. Veamos qué pasa ahora.
A otro ratón, le hizo comer el dulce rojo que Morosini no había ingerido, y al cabo de unos instantes el animal también pasó a mejor vida.
—¿Son las golosinas que la princesa Isabelle tenía en su habitación?
—Sí. Eran su debilidad. Comimos unas cuantas cuando éramos pequeños. No me explico cómo podía seguir consiguiéndolas durante la guerra.
—Las hacía traer de Francia, del Midi, y al parecer nunca tuvo dificultades. Deberías traerme el resto. Mientras vas a buscarlas, yo intentaré averiguar de qué han muerto los ratones.
—De acuerdo, pero volveré después de comer, si no Celina va a montarme un escándalo. Como puedes imaginar, me ha preparado un festín. Por cierto, ¿quieres venir a comer conmigo?
—No, gracias. Este asunto me intriga y me ha quitado el apetito.
—Yo tampoco tengo mucha hambre. Ah, se me olvidaba. ¿Me das calomelanos para Celina?
—¿Otra vez? ¡Ni que lo utilizara para hacer pasteles!
No obstante, llenó un frasquito de cloruro mercurioso en polvo.
—Dile a esa glotona redomada que si comiera menos chocolate no necesitaría esto tan a menudo.
Un cuarto de hora más tarde, Morosini, sin hambre y con la cabeza en otra parte, se sentaba a la mesa delante de la fastuosa comida preparada por Celina.
Nada más acabar de comer, dijo, mientras se levantaba de la mesa, que necesitaba caminar un poco y que después iría a visitar a su prima Adriana. Zian debía tener la góndola preparada para las cuatro.
Poco después se encontraba de nuevo, con el resto de los dulces de fruta, en el laboratorio de Guardini. El rostro de este, siempre sereno, había sufrido una curiosa transformación. Tras los brillantes cristales de las gafas, su mirada reflejaba preocupación, y profundos surcos fruncían su frente. Morosini ni siquiera tuvo tiempo de formular una pregunta.
—¿Tienes el resto?
—Aquí está. He hecho dos paquetes, uno con los que había en el armario y otro con los que quedaban en la bombonera.
Dos ratones fueron invitados a lo que podía ser su última comida, pero sólo uno murió: el que había comido un dulce procedente de la pequeña bombonera.
—Yo creo que la prueba es concluyente —dijo el farmacéutico, quitándose las gafas para limpiarlas—. El dulce contiene hioscina, un alcaloide que los farmacéuticos apenas utilizan, y como no puede haber venido solo, es preciso que alguien lo haya puesto. ¿No te encuentras bien?
Aldo, que se había quedado de pronto muy pálido, buscaba el apoyo de una silla. Sin responder, se cogió la cabeza con las manos para tratar de ocultar las lágrimas. Pese a los temores todavía vagos que sentía, en el fondo de sí mismo había algo que se negaba a creer que hubieran querido hacer daño a su madre. Todo su ser se rebelaba ante la evidencia. ¿Cómo admitir que alguien hubiera planeado fríamente la muerte de una mujer inocente y buena? En el alma herida del hijo, la pena se mezclaba con el horror y con una cólera que amenazaba con destruirlo todo si no la dominaba.
Franco guardaba silencio por respeto al dolor de su amigo. Al cabo de un momento, Morosini apartó las manos y dejó ver sin vergüenza sus ojos enrojecidos.
—Eso significa que la mataron, ¿verdad?
—Sin ninguna duda. La verdad es que la brutalidad de la parada cardiaca diagnosticada por el médico me desconcertó, ahora puedo decírtelo. Para mí, que conocía bien su estado de salud, resultaba bastante inexplicable, pero a veces la naturaleza reserva sorpresas todavía mayores. Lo que no comprendo es la razón de un acto tan odioso.
—Me temo que yo sí conozco la razón: asesinaron a mi madre para robarle. Se trata de un secreto de familia, pero ahora está bastante devaluado.
Sin más rodeos, contó la historia del zafiro histórico, continuó hablando de su esperanza de rehacer un poco su fortuna gracias a él y finalmente de cómo había descubierto la desaparición de la joya.
—Es una explicación, pero plantea otro interrogante: ¿quién?
—No tengo ni idea. Desde que me incorporé al ejército, mi madre apenas salía y sólo recibía a unos pocos íntimos: mi prima Adriana, a quien quería como a una hija…
—¿Se lo has dicho ya?
—Aún no la he visto, Cuando envié un telegrama a Celina anunciando mi llegada, le pedí que no avisara a nadie. No tenía ganas de recibir un montón de pésames en la estación. Si Massaria ha venido esta mañana es porque me vio llegar. Y volviendo a lo que decíamos, no se me ocurre quién pudo cometer el crimen y el robo, porque supongo que los dos hechos están relacionados. Mi madre estaba rodeada de personas de confianza, y salvo las dos chiquillas contratadas por Celina, ya no tenemos servicio.
—En tu ausencia, doña Isabel pudo relacionarse con personas que tú no conocías. Hace tiempo que te fuiste.
—Le preguntaré a Zaccaria después de hacerle prometer que guardará el secreto. Si le dijera a Celina lo que acabamos de descubrir, toda Venecia la oiría clamar venganza, y no tengo ganas de que este drama se difunda.
—¿No vas a informar a la policía?
Morosini sacó un cigarrillo, lo encendió y expulsó algunas largas bocanadas de humo antes de contestar:
—No. Temo que nuestros descubrimientos les parezcan insuficientes.
—¿Y la joya robada? ¿Te parece eso insuficiente?
—No tengo ninguna prueba del robo. Siempre podrían alegar que mi madre la vendió sin decírselo al notario. Era de su propiedad, podía disponer de ella. Sólo una cosa sería convincente para la policía, la autopsia, y me resisto a aceptar que se la practiquen. No quiero que turben su sueño para despedazarla, para… ¡No, no soporto la idea! —bramó.
—Te comprendo. Sin embargo, supongo que querrás encontrar al asesino.
—De eso puedes estar seguro, pero prefiero buscarlo yo mismo. Si cree haber cometido el crimen perfecto, el asesino desconfiará menos.
—¿Por qué no una asesina? El veneno es un arma de mujer.
—Tal vez. De todas formas, él o ella terminarán por bajar la guardia. Y además, antes o después el zafiro aparecerá. Es una joya suntuosa, y si cae en manos de una mujer, no resistirá la tentación de ponérsela. Sí, estoy seguro: la encontraré y me conducirá al criminal, y ese día…
—¿Piensas tomarte la justicia por tu mano?
—¡Sin dudarlo ni un instante! Gracias por tu ayuda, Franco. Te mantendré al corriente.
Una vez en casa, Aldo llevó a Zaccaria a su habitación con el pretexto de que lo ayudara a cambiarse de traje. La revelación de lo que su señor acababa de descubrir supuso un duro golpe para el fiel servidor. Se le cayó la máscara olímpica y dejó correr unas lágrimas que Morosini se apresuró a detener:
—¡Por el amor de Dios, contrólate! Si Celina se da cuenta de que has llorado, no parará de hacerte preguntas, y no quiero que ella se entere.
—Es mejor, tiene razón, pero ¿tiene alguna idea de quién pudo hacerlo?
—Ni la más mínima, y por eso necesito tu ayuda. ¿A quién vio mamá en los últimos tiempos?
Zaccaria hizo memoria y acabó por llegar a la conclusión de que no había ocurrido nada extraordinario. Enumeró a los escasos viejos amigos venecianos con los que la princesa Isabelle jugaba a las cartas o al ajedrez cuando no hablaban de música y de pintura. Había recibido la visita habitual, a finales de verano, de la marquesa de Sommières, madrina de Isabelle y su tía abuela, una septuagenaria de lengua afilada que, con excepción de los tres meses de invierno que pasaba en su mansión parisiense, se dedicaba a viajar de un castillo familiar a una residencia amiga en compañía de una prima lejana, soltera entrada en años y prácticamente reducida a la esclavitud, pero que por nada del mundo hubiera renunciado a una vida confortable. La marquesa, por su parte, quizá no habría soportado mucho tiempo a esa solterona bañada en agua bendita y perfumada con incienso si esta no hubiera demostrado tener un olfato de perro de caza para «detectar» los cotilleos, chismes y pequeños escándalos con que la anciana dama disfrutaba entre copa y copa de champán, su debilidad. En ningún caso se podía sospechar de esa pareja bastante divertida: la marquesa de Sommières adoraba a su ahijada, a quien seguía mimando como en los tiempos en que era una niña.
—Ah —dijo de pronto Zaccaria—, también pasó por aquí lord Killrenan.
—¡Señor! ¿Y de dónde venía?
—De la India o de más lejos, no me acuerdo.
Viejo lobo de mar más apegado a su barco que a sus tierras ancestrales, ese hombrecillo que a duras penas sobrepasada el metro sesenta vivía en el Robert-Bruce mucho más tiempo que en su castillo escocés. A ese egoísta impenitente sólo se le conocía una debilidad: el amor casi religioso que profesaba por la princesa. En cuanto se había enterado de su viudedad, había corrido a poner a sus pies su ilustre apellido, su barco y sus millones, pero la madre de Aldo era incapaz de renunciar al recuerdo de su esposo, al que amaría hasta exhalar el último suspiro.
«Nadie rehace su vida, como tampoco rehace sus vestidos —decía—. Puede seguir poniéndoselos, pero la huella del genio creador ya ha desaparecido.»
Más enamorado de lo que quería admitir, sir Andrew se dio por enterado pero no aceptó su derrota, y cada dos años volvía fielmente para presentar a los pies de su dama sus respetos y sus súplicas, acompañados de un gigantesco ramo de flores y un cesto de especias raras que hacían las delicias de Celina. Sabía que Isabelle no habría aceptado otra cosa.
Este también estaba fuera de toda sospecha.
—La lista de Zaccaria acababa con una pareja de amigos romanos que había ido para asistir a un bautizo.
—Cuanto más lo pienso, menos lo entiendo —dijo Zaccaria—. Es imposible señalar a nadie, y sin embargo, el que perpetró ese crimen odioso debía de conocer bien a la princesa e incluso tener acceso a su dormitorio.
—¿Y el médico que la trataba desde que el suyo se retiró?
—¿El doctor Licci? Sería como sospechar de Celina o de mí. Ese joven es un santo. Para él, el dinero sólo cuenta en función del que puede obtener para sus enfermos. Es el médico de los pobres, y las veces que deja un billete en la esquina de una mesa superan a las que reclama unos honorarios. La princesa le tenía un gran afecto.
Aldo decidió abandonar provisionalmente. Lo que tenía que hacer era visitar a su prima Adriana, la última que había visto viva a doña Isabelle. No es que sospechara de ella, ni mucho menos: era amiga suya desde siempre, casi una hermana, y ya se reprochaba no haber hecho que la informaran de su regreso. Era tan inteligente como bella, una persona muy cercana a su tía Isabelle, y quizás encontrara entre sus recuerdos un detalle, el detalle capaz de encauzar las pesquisas.
—Llévame a casa de la condesa Orseolo —indicó al gondolero—, pero pasa por el Rio di Palazzo. Todavía no he saludado a San Marco, cuando debía haber empezado por ahí.
Zian sonrió y apoyó el extremo del largo remo en los peldaños cubiertos de verdín para dar el primer impulso a la embarcación. Aldo se acomodó en el asiento arrebujándose en el abrigo. Sobre el agua no hacía precisamente calor. Era invierno y, tras el tímido sol matinal, el cielo había estado gris todo el día. El sonido de un violín tocando un vals para afinarse se deslizó sobre el agua serena y Aldo, interpretándolo como un símbolo, sonrió: ¿no era acaso normal que Venecia, protegida del gran drama por su belleza secular y su alma frívola, diera la primera señal de batuta a la orquesta de una vida brillante que sin duda sólo pedía reanudarse?
Un poco más lejos, el palacio Loredan, que había pertenecido a don Carlos, el pretendiente español, y debía de seguir siendo propiedad de don Jaime, su hijo, estaba oscuro y silencioso. Desierto quizás, o incluso abandonado. Una noche, sin embargo el príncipe Morosini recordaba haber oído cantar allí, desde su góndola, a la fabulosa Nellie Melba interpretando el Claro de luna de Duparc, acompañada por el pianista estadounidense George Copeland. Un instante de suprema belleza, que habría sido delicioso que se repitiera esa tarde.
Hizo que la góndola aminorase la marcha delante de las cúpulas blancas de la Salute, saludó a la Dogana, la aduana marítima, y después de atravesar el canal convertido en estanque pidió hacer una parada a la altura de la Piazzetta para descubrirse ante los dorados opacos de San Marco y la blanca crestería del palacio de los Dux, antes de deslizarse bajo la sombra espectral del puente de los Suspiros, confiscado por todos los enamorados del mundo sin tener en cuenta, o sin saber, que los suspiros en cuestión no tenían nada que ver con el amor.
La condesa Orseolo vivía cerca, en un pequeño palacio rosa vecino de Santa María Formosa. Había allí, al borde de un muelle, un muro coronado de hiedra oscura y el dintel ornado con florones de un estrecho pórtico de piedra blanca enmarcado por farolas. La góndola se detuvo y Morosini fue a accionar la aldaba de bronce. Al cabo de un momento, la puerta se abrió y apareció un sirviente de facciones purísimas que miró severamente al visitante.
—¿Qué quiere? —preguntó, con una falta de cortesía que chocó a Morosini.
—Se diría que el tono de la casa ha cambiado mucho en cuatro años —repuso este secamente—. Ver a la condesa Orseolo, por supuesto.
—¿Quién es usted?
En vista de que el hombre pretendía impedirle pasar, Aldo apoyó tres dedos en su pecho para apartarlo de su camino.
—Soy el príncipe Morosini, quiero ver a mi prima y usted va a apartarse.
Sin preocuparse más del personaje, atravesó el minúsculo jardín, donde una vegetación anárquica invadía un viejo pozo, y llegó a la empinada escalera que ascendía hacia las delgadas columnillas de una galería gótica tras las cuales brillaban los azules y los rojos de una vidriera iluminada desde el interior.
Pero el grosero que había recibido a Morosini no se daba por vencido. Recuperado ya de la sorpresa, subía los peldaños gritando:
—¡Baje! ¡Le ordeno que baje!
Morosini, que estaba empezando a hartarse, se disponía a contestar con rudeza cuando la puerta de la galería se abrió, dejando paso a una mujer que, tras quedarse unos instantes parada, fue a arrojarse en brazos del visitante riendo y llorando al mismo tiempo.
—¡Aldo! ¿Eres tú de verdad? ¡Pero qué alegría, Dios mío!
Estaba emocionada hasta un extremo que dejó estupefacto a Aldo. Su prima nunca había hecho por él semejantes demostraciones de afecto. Cinco años mayor que el heredero de los Morosini, la hija del único hermano del príncipe Enrico —fallecido mucho antes que él— mostraba, cuando era una muchacha, una clara tendencia a tratar a su primo con una especie de indulgencia desdeñosa. Esta vez, en cambio, había explotado de alegría.
Feliz por el recibimiento pero molesto por la presencia indiscreta del sirviente, plantado a unos pasos de ellos, Aldo besó tiernamente a su prima.
—Podríamos entrar…, si ese individuo no tiene inconveniente —dijo.
Adriana se echó a reír y, antes de entrar en la casa precediendo a su visitante, despidió al sirviente con un ademán enérgico.
—Hay que perdonar a Spiridion si exagera un poco haciendo el papel de perro guardián, pero está consagrado en cuerpo y alma a mí desde que lo recogí muerto de hambre en la playa del Lido. Es un joven de Corfú que escapó de las prisiones turcas, y como yo ya no podía permitirme contratar criados, nos hicimos un favor mutuamente. La vieja Ginevra está cada vez menos ágil, y un muchacho joven y fuerte es una bendición, ¿sabes? Pero ¿cómo es que estás aquí? ¿Por qué no me has avisado?
—No se lo he dicho a nadie —mintió Morosini—. Quería llegar solo. Cuando estás preso, coges muchas manías raras.
Mientras hablaba, recorría con la mirada el salón, complacido de encontrarse de nuevo en él. Era una estancia de grandes dimensiones, cuya decoración, muy femenina, lograba darle una atmósfera cálida e íntima. Ello se debía al damasco de color hoja seca que cubría las paredes, las faldas de terciopelo turquesa clara de las mesas, las pantallas de seda de las lámparas, las flores repartidaspor la habitación y el desorden de libros y de partituras musicales permanentemente amontonados sobre un sorprendente clavecín barroco, decorado con hojas de acanto y pequeños genios mofletudos que delataban su factura romana. La sala seguía siendo la misma, pero, cuanto más la miraba Aldo, más diferencias veía. Al sentarse en uno de los dos sillones Regencia francesa, por ejemplo, se dio cuenta de que, frente a él, el pequeño Botticelli azul que siempre había visto allí había sido reemplazado por una tela en tonos similares, pero moderna. Asimismo, la colección de jarrones chinos que antes cubría las consolas había desaparecido. Por último, un espacio más claro en una pared delataba la ausencia de un San Lucas atribuido a Rubens.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó, levantándose para mirar más de cerca—. ¿Dónde están tus jarrones? ¿Y tu Botticelli?
—He tenido que venderlos —respondió ella.
—¿Venderlos?
—Claro. ¿De qué crees que hubiera podido vivir durante todo este tiempo una viuda a la que su esposo ha dejado deudas y un voluminoso paquete de títulos de esa mirífica deuda pública rusa que ha arruinado a la mitad de Europa? Además, tu madre lo aprobaba. Era el único medio que tenía de conservar esta casa, que para mí es lo más importante del mundo. Merece el sacrificio de unas cuantas porcelanas y dos cuadros.
—Espero que hayas conseguido un buen precio.
—Excelente. El anticuario milanés que se encargó de mis ventas se ha ganado con creces mi agradecimiento y nos hemos hecho grandes amigos. ¿Te escandalizo mucho?
—Sería ridículo. No puedo sino aprobar tu decisión. Mi madre hizo lo mismo, con la diferencia de que lo que vendió ella son las joyas.
—Porque eran de su propiedad exclusiva. Yo me ofrecí a presentarle a Silvio Brusconi, pero ella siempre se negó a disponer de objetos que decía que te pertenecían a ti por derecho de herencia. Pero olvidemos todo eso y mírame. ¿Me encuentras cambiada?
—En absoluto —dijo Aldo con sinceridad—. Estás tan guapa como siempre.
Era indiscutible, aunque algunas ligeras marcas mostraban la cuarentena. Veinte años antes, Adriana había sido el sueño de Venecia. La habían comparado con todas las madonas italianas. Su belleza grave y dulce representaba la perfección absoluta. Todos sus gestos poseían nobleza y dignidad. Había sido una esposa perfecta para Tommaso Orseolo, que no la merecía pero a quien ella había tenido la elegancia de llorar cuando dejó el mundo. Su duelo, marcado por visitas a las iglesias y obras de caridad, había sido modélico durante dos largos años. Después decidió frecuentar el mundo musical, que le interesaba mucho, puesto que era una notable clavecinista. Aparte de asistir a los conciertos no salía mucho y recibía a pocas personas, todos íntimos como la princesa Isabelle, quien no podía evitar lamentar una vida que consideraba un poco austera para una mujer de apenas treinta años.
—Es demasiado joven para llevar una existencia tan severa —decía—. Deseo que se vuelva a casar y tenga hijos; sería una madre ejemplar.
Pero Adriana no quería volver a casarse, cosa de la que Aldo, egoístamente, se alegraba. Recién superados los amores infantiles, sentía por su prima los deseos impetuosos de su joven virilidad, fascinado como estaba por su fino perfil, sus líneas armoniosas, su cintura flexible, su forma de andar involuntariamente ondulante y la manera inimitable que tenía de cubrir de vez en cuando su hermosa mirada aterciopelada bajo unos graciosos impertinentes de oro cincelado, pues era ligeramente miope.
Fuera consciente o no de ello, la belleza de la joven viuda era voluptuosa y el joven soñaba, noche tras noche, con soltar los magníficos cabellos negros que Adriana llevaba enroscados sobre la nuca en un pesado moño brillante. Adriana lo trataba como a un hermano pequeño, pero el día que, al besarla, él tuvo la osadía de deslizar la boca desde la mejilla hasta la comisura de los labios de su prima, ella lo rechazó con tanta energía que se guardó mucho de volver a hacerlo. Y después el tiempo pasó.
La compostura con la que Adriana siempre lo había tratado no hacía sino más sorprendente lo caluroso de su acogida, sobre todo delante de un sirviente. Además, mirándola mejor, notó diferencias: el leve maquillaje que realzaba —apenas, eso sí— la tez marfileña, el vestido de terciopelo que ceñía más las tiernas curvas de un cuerpo llegado a ese momento de su desarrollo en que se intuye que a la rosa ampliamente abierta no van a tardar en caérsele los pétalos. Y el perfume: más cálido, más penetrante… Aspirándolo, Aldo, que durante su cautividad no había visto a ninguna mujer bonita, sintió renacer el antiguo deseo. Tal vez la condesa adivinó lo que experimentaba, pues, después de ofrecerle una copa de Marsala, se sentó bastante cerca de él.
—De modo que sigues encontrándome guapa —dijo con una sonrisa en la que la ironía servía de máscara a una coquetería nueva—. ¿Tanto como en los tiempos, por desgracia ya lejanos, en los que estabas enamorado de mí?
—Siempre lo he estado un poco —dijo él.
—Hubo una época en que lo estabas mucho —dijo Adriana riendo.
Pero Aldo no le permitió continuar por ese resbaladizo camino. Pensó que, si hacía un gesto tierno, podría seguir otro, y que ese vestido, cuyo profundo escote de pico se cubría bastante hipócritamente con un volante de muselina blanca, quizá no pedía otra cosa que ser quitado. Y, pese al deseo, no quería dejarse arrastrar. Había que cortar en seco ese galanteo.
—Es verdad, te amaba —dijo con una sonrisa que corrigió la súbita gravedad del tono—. Adriana, no he venido a hablar de ese pasado sino de otro, más cercano y muy doloroso, aunque lamento dedicarle esta primera visita. Habría que dedicarla por completo al afecto y a la alegría de vernos de nuevo.
La tristeza invadió el bello rostro de óvalo perfecto, mientras Adriana retrocedía y se apoyaba en los cojines del canapé.
—La muerte de tía Isabelle —murmuró—. Sí, es muy natural, pero ¿qué puedo decirte que Zaccaria o Celina no te hayan contado ya?
—No lo sé. Quisiera que me contaras tú misma, con todo detalle, lo que ocurrió aquella última noche que la viste viva.
Los ojos negros de Adriana se llenaron de lágrimas.
—¿Es indispensable? No te oculto que ese recuerdo me resulta muy doloroso, entre otras cosas porque todavía me reprocho no haberme quedado con ella toda la noche. Si hubiera estado allí, habría podido llamar a su médico, ayudarla, pero no creí que estuviera tan enferma.
Emocionado por el pesar de su prima, Aldo se inclinó para cogerle las dos manos.
—Sé que habrías hecho lo imposible por ella. Pero, si te suplico que hagas memoria aun a riesgo de hacerte daño, es porque tengo un motivo grave.
—¿Cuál?
—Te lo diré después. Cuéntame primero.
—¿Qué puedo decir? Tu madre acababa de pasar un resfriado que la había dejado cansada, pero cuando yo fui me pareció que estaba recuperada. Tomamos el té juntas en el salón de las Lacas, y todo iba perfectamente hasta que ella se levantó para acompañarme cuando me iba a marchar. Entonces le dio una especie de mareo. Llamé a su doncella, pero había ido a hacer un recado y fue Celina quien vino. De todas formas, parecía que se le había pasado. Tía Isabelle empezaba a recuperar el color, pero aun así las dos insistimos en que fuera a acostarse, y como Celina tenía en el fuego unas confituras que amenazaban con quemarse, me ofrecí para ayudarla. Ella no quería, pero yo estaba preocupada. Insistí y la ayudé a meterse en la cama. No quiso que llamara al médico porque decía que tenía mucho sueño. Así que la dejé y le pedí a Celina que no la molestara, que ni siquiera quería cenar. Y a la mañana siguiente, Zaccaria me telefoneó para anunciarme… Nada hacía pensar…, nada.
Incapaz de contener por más tiempo su emoción, Adriana rompió a llorar.
—No tienes nada que reprocharte, y como bien dices, nadie podía imaginar que mi madre fuera a dejarnos tan pronto… y sobre todo en semejantes condiciones.
—Para ella, esas condiciones no han sido tan crueles como para nosotros. Murió mientras dormía, y mira, eso me consuela. Pero tú tenías algo grave que decirme, ¿no?
—Sí, y te suplico que me perdones. Al menos tú debes saberlo: mamá no murió de muerte natural. La asesinaron.
Aldo esperaba un grito, pero sólo oyó un hipido. Y de pronto vio frente a él una máscara petrificada que parecía totalmente carente de vida. Temió que Adriana fuera a perder el conocimiento, pero cuando iba a asirla de los hombros para zarandearla oyó susurrar:
—Estás… loco… Eso es imposible…
—No sólo es posible, sino que estoy seguro. Espera.
Buscando alrededor, su mirada encontró la copa de Marsala que Adriana no había tocado. La cogió para hacerle beber un sorbo, pero ella se la quitó y la vació de un trago. Al cabo de un instante ya se había rehecho. Sus ojos recobraron la vida y su voz la firmeza.
—¿Has avisado a la policía?
—No. Lo que he encontrado podría parecer un poco endeble y tengo la intención de buscar yo mismo al criminal. Así que te pido que no comentes con nadie lo que acabo de decirte. Quiero evitar a la memoria de mi madre toda publicidad morbosa y a su cuerpo el ultraje de una autopsia. Además, no confío mucho en los agentes venecianos. Nunca han estado a la altura de los del Consejo de los Diez. No me costará mucho hacerlo mejor que ellos.
—Pero ¿por qué iban a matarla? Una mujer tan buena, tan…
—Para robarle.
—¿No había vendido ya las joyas?
—Quedaba una —dijo Aldo, que no quería entrar en más detalles—. Lo suficiente para tentar al miserable al que antes o después echaré el guante, te lo juro.
—Y si lo haces, tendrás que entregarlo a la justicia.
—La justicia la haré yo, y puedes estar segura de que será implacable, aunque se trate de un miembro de mi familia, de un allegado…
—¿Cómo puedes bromear sobre un asunto como este? —repuso, indignada, la condesa—. Decididamente, esta guerra ha hecho perder a los hombres todo sentido moral. Ahora cuéntamelo todo. ¿Cómo has descubierto ese… esa abominación?
—No, ya he hablado demasiado. No sabrás nada más. En cambio, si recuerdas alguna cosa, o si algo o alguien te resulta sospechoso, confío en que me lo digas.
Aldo se había levantado y ella trató de retenerlo:
—¿Ya te vas? Quédate conmigo por lo menos esta noche.
—No, te lo agradezco, pero tengo que volver a casa. ¿Quieres venir a comer mañana? Tendremos tiempo para hablar… y más tranquilidad —añadió, mirando la cristalera tras la cual se veía la silueta de Spiridion, que caminaba arriba y abajo por la galería.
—No seas demasiado duro con ese pobre muchacho; su rudeza es una consecuencia de su desvelo. Además, no tardará en conocerte.
—No estoy seguro de tener ganas de hacer más profundas nuestras relaciones. Por cierto, ¿dónde está la vieja Ginevra? Me gustaría darle un abrazo.
—La verás otro día, a no ser que quieras ir a la iglesia. A esta hora está allí. Ya sabes que siempre ha sido muy piadosa, y yo creo que con la vejez cada día se vuelve un poco más. Después de todo, mientras sus pobres piernas puedan llevarla hasta los altares, será feliz.
—Seguro que sus pobres piernas la llevarían mejor si no maltratara las rodillas día tras día sobre las baldosas de Santa María Formosa, rezando a Jesucristo, a la Virgen y a todos los santos que conoce para que su querida doña Adriana recupere el sentido común y eche al amalecita de su virtuosa casa —dijo Celina, dejando caer en el agua hirviendo las pastas destinadas a la cena de su señor.
—¿Es al apuesto Spiridion al que llamas amalecita? Nació en Corfú, no en Palestina.
—Es Ginevra quien lo dice, no yo. También dice que, desde que él llegó, la casa anda revuelta y doña Adriana también. Y yo no creo que esté muy equivocada: no es decoroso que una dama todavía joven tenga en su casa a ese refugiado…, que además tú mismo has visto que no es nada feo.
—¿Cómo que no es decoroso? Es su sirviente. Desde hace siglos ha habido en Venecia criados e incluso esclavos procedentes de todas partes, y con frecuencia escogidos por su físico —repuso Aldo con una pizca, de severidad—. Tu amiga y tú, como buenas chismosas que sois, habéis olvidado demasiado deprisa que en casa de los Orseolo siempre ha habido mucho servicio, menos los últimos años, por supuesto, y que doña Adriana es una gran dama.
—¡Yo no chismorreo! —replicó Celina, indignada—. Y sé muy bien quién es doña Adriana. Su vieja gobernanta y yo simplemente tememos que sea ella quien esté olvidando un poco su grandeza. ¿Sabes que le da clases de canto a su… criado, con la excusa de que tiene una voz espléndida?
Pensando que su prima llevaba un poco lejos su amor por la música, pero negándose a darle la razón a Celina, Aldo se conformó con pronunciar un «¿Y por qué no?» ligeramente refunfuñón, al tiempo que se interrogaba interiormente. Esa nueva manera de vestirse, de maquillarse… ¿Hasta qué punto el apuesto griego, porque lo era, gozaba de los favores de su benefactora? Claro que, después de todo, era asunto de Adriana, no suyo.Esa primera noche, pidió que le sirvieran la cena en el salón de las Lacas y decidió ponerse un esmoquin.
—Esta noche cenaré con mi madre y madonna Felicia —le dijo a un Zaccaria muy emocionado—. Pon la mesa a la misma distancia de los dos retratos. Quiero poder contemplar los dos a la vez.
En realidad, antes de tomar una decisión que tendría importantes consecuencias en su futuro, Aldo quería pedir consejo a sus recuerdos. Esa noche, el silencio del salón estaría sorprendentemente vivo. El alma de esas dos mujeres que habían forjado su juventud —mucho más que su padre, demasiado mundano y casi siempre ausente—, se hallaría presente. Como siempre; se mostrarían atentas y serviciales, unidas en el amor que le profesaban.
Nada pretencioso, nada convencional se apreciaba en las dos telas de tamaño natural que estaban una frente a otra en medio de las lacas. Sargent había representado a Isabelle Morosini con el cabello de un rubio casi veneciano y el brillo de las perlas, surgiendo como una azucena del cáliz de un ajustado vestido de terciopelo negro, sin otro ornamento que el esplendor de los hombros descubiertos, pero prolongado por una cola casi real. Ninguna joya salvo una admirable esmeralda en el anular de una mano perfecta.
La desnudez de ese retrato le confería un aire moderno que, sorprendentemente, armonizaba a la perfección con la obra de Winterhalter. El pintor de las bellezas plenas y de los volantes había tenido que plegarse a las exigencias de su modelo. Ni satenes deslumbrantes, ni muselinas evanescentes, ni encajes fruncidos para Felicia Morosini. Un largo y severo traje de amazona negro hacía justicia a una belleza de emperatriz, tocada con un pequeño sombrero de copa envuelto en un velo blanco sobre espesos tirabuzones de cabello negro y lustroso. Una belleza que había conservado hasta una edad avanzada.
Doña Felicia, princesa Orsini por nacimiento, pertenecía a una de las dos familias romanas más importantes y había fallecido en ese palacio en 1896. Tenía entonces ochenta y cuatro años. Aldo tenía trece, los suficientes para haber aprendido a querer a esa gran dama implacable en sus críticas y de mal carácter, cuya indomable vitalidad la edad jamás logró apagar. En la familia se la consideraba una heroína a causa de sus hazañas.
Tras casarse a los diecisiete años con el conde Angelo Morosini, al que no conocía pero del que enseguida se enamoró, se quedó viuda seis meses más tarde. Los austríacos, entonces señores de Venecia, habían fusilado a su esposo contra un muro del Arsenal por incitación a la revuelta, transformando en ese instante a la joven en furia vengadora. Convertida en ferviente bonapartista e instalada en Francia, Felicia, adherida al carbonarismo, intentó sacar de la fortaleza bretona de Taureau a su hermano, preso por defender las mismas opiniones, y disparó en las barricadas parisienses durante las Tres Gloriosas, lo que despertó una admiración sin límites en el pintor Eugène Delacroix, uno de cuyos amores inconfesados fue ella. Después, su odio hacia el rey Luis Felipe, que la había encarcelado, la llevó a tratar de sacar de su jaula dorada de Schönbrunn al duque de Reichstadt, el hijo del Aguilucho, a quien pretendía restablecer en el trono imperial. Como la muerte del príncipe se lo impidió, la condesa Morosini, muy unida a la condesa Camerata y amiga de la princesa Mathilde, dedicó su vida a la restauración del imperio francés, del que durante largos años fue a la vez agente activo y, cuando accedía a dejarse ver en la corte de las Tullerías, uno de sus más orgullosos ornamentos.
Fiel a sí misma tanto como a su amor por Francia, encerrada en París durante el terrible asedio que acabó tan dramáticamente con el reinado de Napoleón III, Felicia recibió una grave herida por cuya causa estuvo a dos pasos de la muerte. Tenía entonces cincuenta y ocho años, pero el amor de uno de sus amigos, médico, la salvó. Fue él quien, pasada la tormenta, la obligó a regresar a Venecia, donde los abuelos de Aldo la recibieron como a una reina. Desde ese día, con excepción de algunos viajes a París y a Auvernia, a casa de su amiga Hortense de Lauzargues, doña Felicia no se movió del palacio Morosini, donde ante Aldo ocupaba el lugar de la abuela fallecida.
Pese al cansancio debido a las vicisitudes del día y a la noche de viaje que lo había precedido, Aldo encontró tanta serenidad en aquella comida de sombras que la prolongó sin siquiera pensar en encender un cigarrillo, escuchando los ruidos de la casa. Los de fuera también: el tintineo de las góndolas amarradas contra los pilares adornados con cintas de los palli, una música que surgía del fondo de la noche, la sirena de un barco que entraba o salía de la dársena de San Marcos. Y luego la voz de Celina, el ruido discreto de los pasos de Zaccaria llevándole una última taza de café. Todas esas insignificancias recuperadas le hacían insoportable la idea de separarse de su palacio.
Por supuesto, estaba la solución suiza, pero, cuanto más pensaba en ella, más le desagradaba. Tanto al menos como a las dos nobles damas cuyo consejo solicitaba: una y otra sólo concebían el matrimonio basado en el amor, o como mínimo en un afecto mutuo. Que se dejara comprar las horrorizaría.
Pero ¿qué podía hacer?
En ese momento, la mirada de Aldo, siguiendo las volutas azuladas del cigarrillo que finalmente había encendido, se topó con una estatua china de la época Tang, la de un genio guerrero gesticulante que siempre había detestado. Su valor era indiscutible y se desharía de ella sin ningún pesar. Recordando entonces los sombríos recortes efectuados por Adriana en sus posesiones y el hecho de que doña Isabelle los había aprobado, intuyó que ahí tenía una buena respuesta a sus preguntas mudas. Su vivienda contenía una cantidad increíble de objetos antiguos, algunos de los cuales le eran queridos y otros mucho menos. Estos últimos no eran la mayoría y habría que demostrar cierta decisión, pero los circuitos de antigüedades podían ser un buen medio de encontrar el rastro del zafiro. Además, no le faltarían consejos: contaba entre sus amigos parisienses con un hombre de gusto y de experiencia, Gilles Vauxbrun, cuya tienda de la plaza Vendôme era una de las más hermosas de la capital. Él no se negaría a guiar sus primeros pasos.
Cuando salió del salón de las Lacas para ir a su habitación, Aldo sonreía. Subió lentamente, puliendo su idea, acariciándola incluso mientras su mirada comenzaba a efectuar una selección. Con un poco de suerte, tal vez conseguiría salvar su casa y —¿Por qué no?— hacer de nuevo fortuna.
Así fue como el príncipe Morosini se hizo anticuario.
Primera parte
El hombre del gueto
Primavera de 1922
1
Un telegrama de Varsovia
—Tiene razón, es una maravilla.
Morosini cogió entre los dedos el pesado brazalete mongol en el que una profusión de esmeraldas y de perlas, engastadas en oro cincelado, envolvía en una exuberante vegetación un ramillete de zafiros, esmeraldas y diamantes. Lo acarició un momento y luego, depositándolo ante sí, acercó con una mano una potente lámpara situada en una esquina del escritorio y la encendió mientras, con la otra, encajaba en una de sus órbitas oculares una lupa de joyero.
Violentamente iluminado, el brazalete comenzó a despedir destellos azules y verdes hacia las cuatro esquinas de la habitación. Se hubiera dicho que un volcán en miniatura acababa de abrirse en el corazón de una diminuta pradera. Durante largos minutos, el príncipe contempló la joya, y su mirada era la de un enamorado. La movió bajo la luz y después, sustrayéndose a su contemplación, la dejó de nuevo sobre su lecho de terciopelo, apagó la lámpara y suspiró.
—Realmente espléndida, sir Andrew, pero debería haber sabido que mi madre no la aceptaría.
Lord Killrenan se encogió de hombros y procedió a alojar el monóculo bajo la maraña de su arco ciliar como si fuera la cosa más importante del mundo.
—Claro que lo sabía, y efectivamente lo hizo. Pero esa vez insistí: esta joya es quizá la única de todas las que Shah Jahan le regaló a su amada esposa Mumtaz Mahal que no duerme con ella bajo los mármoles del Taj. Es un símbolo de amor, por supuesto. Al ofrecérsela, precisé que no la obligaba a convertirse en condesa de Killrenan. Había oído decir que iba a separarse de sus propias piedras y quería verla sonreír. Fue mejor: rió, pero había lágrimas en sus ojos. Noté que la había emocionado y me sentí casi tan feliz como si hubiera aceptado mi presente. Y cuando me marché, me llevaba una pizca de esperanza. Luego… Estaba en Malta cuando me enteré de su muerte. Me dejó consternado. Me reprochaba no haberme quedado más tiempo a su lado. Inmediatamente escapé al otro extremo del mundo. Creo…, creo que la amaba mucho.
El monóculo no resistió la emoción y cayó sobre el chaleco. Con mano un tanto trémula, el viejo lord sacó del bolsillo un pañuelo para secarse la punta de la nariz, tiró de su largo bigote antes de volver a colocar el redondel de cristal en su sitio y, una vez dadas todas estas muestras de emoción extrema, se puso a examinar el artesonado del techo. Morosini sonrió.
—Nunca lo he puesto en duda, y ella tampoco. Pero, puesto que vio a mi madre poco antes de que se fuera, dígame cómo la encontró. ¿Le pareció que estaba enferma?
—En absoluto. Un poco nerviosa quizá.
—¿Puedo preguntarle, sir Andrew, por qué me trae este brazalete ahora?
—Para que lo venda. Doña Isabel no lo quiso y eso le ha hecho perder la mayor parte de su valor sentimental. Queda el valor intrínseco. Esta maldita guerra ha causado estragos en las fortunas más afianzadas, al tiempo que ha favorecido otras demasiado ostentosas. Si quiero continuar navegando a mi capricho sin mermar excesivamente el patrimonio de mis herederos, debo hacer algunos sacrificios. Este ni siquiera lo es, puesto que nunca he considerado esta joya una de mis pertenencias. Véndala lo mejor posible y envíeme el dinero a mi banco. Le daré la dirección.
—Pero ¿por qué yo y ahora? Hace cuatro años que mi madre murió y usted no tenía mucho interés en volver aquí. ¿Por qué no ha llevado el brazalete a Sotheby o a algún gran joyero parisiense, como Cartier o Boucheron?
Tras el círculo de cristal, el ojo azul del anciano chispeó.
—Me gusta la idea de que pase aquí algún tiempo. Además, amigo mío, usted ha adquirido una buena reputación de experto desde que decidió hacerse vendedor.
Morosini captó el matiz sarcástico y replicó de inmediato:
—Me sorprende su comentario. ¿Acaso esto parece una tienda?
Su gesto abarcó la lujosa decoración de su despacho, donde antiguos artesones montados en bibliotecas acristaladas enmarcaban un fresco inacabado de Tiepolo. Pintados en dos tonos de gris, los muebles armonizaban de maravilla con el amarillo claro de las cortinas de terciopelo y la preciosa alfombra china sobre la que se posaban pocos muebles, pero muy bonitos: un escritorio Mazarino obra de Henri-Charles Boulle, tres sillones de la misma época tapizados en terciopelo y, sobre todo, sosteniendo un antifonario iluminado, ampliamente abierto, un gran facistol de madera dorada cuyo pie era un águila con las alas desplegadas.
Lord Killrenan se encogió de hombros con cierta insolencia.
—Sabe muy bien que no, pero lo cierto es que, pese a pertenecer a una de las doce familias llamadas Apostólicas que en 697 eligieron en una isla casi desierta al primer dux, Paolo Anafesto, se ha hecho comerciante, y es una pena.
—Me quito el sombrero ante su erudición, sir Andrew —dijo Morosini, haciendo el gesto con ironía—. Pero, puesto que conoce tan bien nuestra historia, debería saber que la práctica del comercio nunca hizo sonrojar a un veneciano, ni siquiera de rancio abolengo, ya que fue del negocio apoyado por las armas de donde le vino a la Serenísima República su antigua riqueza. Y aunque algunos de mis antepasados capitanearon naves, escuadras, e incluso reinaron temporalmente en su ciudad, la planta baja de este palacio, que he convertido en mi tienda y mis oficinas, era tiempo atrás un almacén. Además, no tenía elección si quería conservar al menos las paredes. Ahora, si me considera venido a menos…
Había cogido el estuche de encima del escritorio y se lo tendía con ademán perentorio.
—Perdóneme —murmuró el escocés, rechazándolo—. Me he comportado con torpeza, quizá porque quería ponerlo a prueba. Quédeselo y véndalo.
—Intentaré satisfacer su deseo lo antes posible.
—No hay prisa. Véndalo lo mejor posible, eso es todo.
—¿Cuándo volveremos a vernos?
—Tal vez nunca. Tengo intención de volver a la India después de visitar el Pacífico descendiendo hacia la Patagonia, y a mi edad…
Después de haberle entregado un recibo y de haber anotado la dirección del banco, Morosini acompañó a su visitante a la lancha que lo conduciría a su barco. Pero, en el momento en que se estrechaban la mano, el viejo lord retuvo un instante la de Aldo.
—Se me olvidaba. Véndaselo a quien quiera, salvo a uno de mis compatriotas. ¿Comprende?
—No, pero si ese es su deseo…
—Es más que un deseo, es una firme decisión. Por nada del mundo el brazalete mongol debe entrar en una casa británica.
Desde el comienzo de su actividad, el príncipe anticuario había observado en sus clientes demasiados caprichos como para sorprenderse de este.
—No se preocupe. El alma de Mumtaz Mahal no tendrá motivos para enfurecerse —aseguró con un último gesto de despedida.
De vuelta en su despacho, no se resistió al deseo de contemplar una vez más el precioso objeto. Encendió la lámpara y permaneció largos minutos llenándose los ojos y el alma del centelleo de las gemas. La fascinación que ejercían sobre él unas piedras perfectas —más aún si estaban relacionadas con la Historia— crecía al mismo ritmo que su casa de antigüedades.
El éxito de su empresa había sido inmediato. En cuanto se enteraban de que el palazzo Morosini se había transformado en tienda-exposición, turistas y curiosos acudían en masa. Principalmente, norteamericanos. Llegaban por barcos enteros a Europa, que no los conocía. Compraban a carretadas, a espuertas, y casi sin regatear. Decían: «How much?», con una voz nasal de viejo fonógrafo, y el trato estaba hecho.
Por su parte, Morosini vendió a una increíble velocidad y a precios inesperados los muebles, tapices y objetos diversos que había decidido sacrificar para poner en marcha su negocio. Habría podido vender en tres meses el contenido de la Cà Morosini y retirarse con una fortuna, pues, deslumbrados por esa sorprendente tienda de varios siglos de antigüedad, embaldosada en mármol, pintada al fresco y abundantemente blasonada, sus clientes se sentían dispuestos a cometer cualquier locura. Se negó por lo menos veinte veces a vender el edificio por unas sumas que, habrían bastado para comprar el palacio de los Dux.
Ya bien provisto, pudo lanzarse a la busca de objetos raros, particularmente joyas. Ante todo por gusto personal, pero también con la esperanza de encontrar el rastro del zafiro robado.
Esto último, sin éxito hasta el momento. En cambio, había adquirido su reputación de experto en piedras preciosas antiguas gracias a un fantástico golpe de suerte: el descubrimiento en Roma, en una casa que iban a derribar y a la que había ido a comprar artesonados, de una piedra verde, sucia y con tres cuartas partes incrustadas en una ganga de barro solidificado y de guijarros, que identificó, una vez limpia, no sólo como una gran esmeralda sino además como una de las que utilizaba el emperador Nerón para contemplar los juegos del circo. Aquello fue un auténtico triunfo.
Abrumado de ofertas de compra, tuvo la elegancia de dar preferencia al museo del Capitolio por un precio irrisorio que no llenó su caja, pero asentó su renombre. Sin olvidar el hecho de que la aristocracia veneciana, que no se había privado de ponerle mala cara en sus comienzos, se apresuró a hacerle gozar de nuevo de su favor. Lo consultaron sobre aderezos ancestrales, y aunque en el año 1922 seguía comprando muebles antiguos y objetos raros, estaba a punto de convertirse en uno de los mejores expertos europeos en materia de pedrería.
Mientras contemplaba el brazalete, lamentaba no poder adquirirlo para él: la joya habría sido la pieza maestra de la pequeña colección que había empezado hacía poco. Sin embargo, por prometedor que fuera el comienzo de su fortuna, todavía no podía permitirse locuras, y esa compra lo sería.
Rompiendo el encanto, fue a meter la joya, con una especie de premura, en el escondrijo perfeccionado que había mandado instalar detrás de un artesón. Era invisible y mucho más discreto que la enorme caja medieval donde guardaba oficialmente sus papeles y sus piedras. No obstante, esbozó una sonrisa interior pensando que, antes de dejar que el ornamento de la princesa mongol se incorporase a una colección privada, aún podría saciar sus ojos y sus dedos. Era un consuelo.
El panel acababa de volver a su posición cuando Mina, su secretaria, llamó y entró con una carta en la mano. Aldo la interrogó con la mirada:
—¿Sí, Mina?
—Le escriben de París diciendo que la princesa Ghika…, quiero decir la antigua cortesana Liane de Pougy, quiere poner en venta una serie de tapices franceses del siglo XVIII. ¿Está interesado?
Morosini se echó a reír.
—Lo que más me interesa es la cara que pone para decírmelo. Podría haberse quedado en lo de princesa, Mina, sin añadir una precisión que según parece le cuesta digerir.
—Discúlpeme, señor, pero realmente hay fortunas cuyo origen me resisto a aceptar. En mi opinión, las cosas bonitas, el lujo, los objetos raros y las joyas caras deberían ser patrimonio de las mujeres decentes. Seguramente es una concepción un poco… holandesa, pero me cuesta entender por qué en Francia, en Italia y en varios países más las mujeres mejor ataviadas son también las más desvergonzadas.
La mirada azul de Aldo chispeó maliciosamente.
—¿Cómo? ¿No hay ni una sola mujer galante de altos vuelos en el país de los tulipanes? ¿Ni una sola casquivana con clase, envuelta en perlas y pieles de marta cibelina, cuando en su país hay más diamantistas que amapolas en primavera? Señorita Van Zelden, me sorprende.
—Si las hay, no quiero saberlo —repuso la chica con dignidad—. ¿Qué tengo que contestar respecto a los tapices?
—Que no. Ya tenemos muchos y ocupan sitio. ¡Por no hablar de la polilla!
—Bien. Contestaré en ese sentido.
—Por cierto, ¿quién ha escrito?
La secretaria se ajustó las gafas para descifrar mejor la firma.
—Una tal madame de… Guebriac, creo. También pregunta si tiene intención de ir pronto a París.
En la memoria del príncipe anticuario surgió un bonito rostro de dientes un poco irregulares pero encantadores hoyuelos. Desde que se había metido en el mundo de los negocios, el número de mujeres que mostraban interés en darse a conocer ante él estaba alcanzando unas proporciones halagadoras.
—Deme la carta —dijo, tendiendo la mano—. Contestaré yo mismo.
—Como quiera.
La secretaría se disponía a salir, pero él la retuvo.
—Mina.
—¿Sí, señor?
—Quisiera hacerle una pregunta: ¿qué edad tiene?
Tras los cristales rodeados de concha, las cejas de la muchacha se arquearon ligeramente.
—Veintidós años. Creí que ya lo sabía, señor.
—Y hace alrededor de un año que trabaja para mí, si no me equivoco.
—En efecto. ¿Tiene algo que reprocharme?
—Nada. Es usted perfecta… o más bien podría serlo si accediera a vestirse de una forma menos severa. Confieso que no la entiendo: es usted joven, vive en Venecia, donde las mujeres son coquetas, y lleva trajes de institutriz inglesa. ¿No le gustaría realzar un poco sus encantos?
—No creo que a nuestros clientes les gustara una secretaria de conducta alocada.
—Sin llegar a ese extremo, yo creo que un poco menos de rigor…
Su mirada recorría la delgada y alta silueta de Mina, desde los zapatos planos con cordones, de piel marrón, pasando por el traje sastre cuya falda llegaba a los tobillos, bajo una chaqueta terminada en punta por la espalda, un poco en forma de cucurucho de patatas fritas, apenas iluminado el conjunto por una blusa de piqué blanca de cuello cerrado. En cuanto al rostro, de facciones finas y piel clara salpicada de algunas pecas en la delicada nariz, desaparecía a medias detrás de unas grandes y brillantes gafas de estilo americano, bajo las cuales era imposible distinguir el color exacto de los ojos. Morosini sólo había podido observar de pasada que eran oscuros, más bien grandes y bastante vivos. Ni sombra de maquillaje, por supuesto. Y en lo que se refiere a la cabellera, de suntuosos reflejos rojizos, la llevaba estirada, trenzada, disciplinada en un gran moño recogido en la nuca del que no escapaba ni un cabello. Resumiendo, Mina van Zelden quizás habría sido un encanto arreglada de otro modo, pero tal como iba presentaba más el aspecto de una austera gobernanta que el de la secretaria de un príncipe comerciante tan elegante como seductor. Había que reconocer, no obstante, que parecía tener un gran éxito entre los clientes anglosajones, pues les daba, en aquel palacio un tanto voluptuoso, la nota de gravedad que inspiraba confianza.
Mina no se inmutó ante la observación patronal, limitándose a comentar que una secretaria no tenía necesidad de estar guapa y que Morosini no la había contratado para eso. Punto final.
Sin embargo, su entrada in casa Morosini se había efectuado de una forma bastante original e incluso excitante. Cuando salía de una boda en la iglesia de San Zanipolo, el príncipe, al retroceder para admirar la salida del cortejo nupcial, había empujado sin querer a alguien y oído un sonoro grito. Al volverse, tuvo el tiempo justo de ver dos piernas femeninas desaparecer al revés en el Rio dei Mendicanti: era Mina, que en ese momento retrocedía también para contemplar mejor la poderosa estatua ecuestre de Colleone, el condottiere, erigida ante la iglesia. Acababa de darse un chapuzón en el agua sucia del canal.
Morosini, consternado, se apresuró a socorrerla con ayuda de su góndola y de Zian, que esperaban muy cerca de allí. Sacaron a la siniestrada del agua, la tendieron en la barca y Aldo hizo que la llevaran al palacio, donde Celina se ocupó de ella con su competencia y energía características. Consiguió hacerla hablar e incluso que se confesara con ella: la joven holandesa lloraba como una Magdalena por la pérdida de su bolso, que había caído al fondo del canal con todo el dinero que tenía. Sólo el pasaporte, que había dejado con la maleta en la pequeña pensión para señoras donde se alojaba, escapaba al desastre.
Como no existía preocupación o pesar capaz de resistirse a la opulenta mujer, la náufraga, alimentada con mandorle y café, casi llegó a considerar a su anfitriona una madre. Esta, por su parte, conmovida por la cara de desolación de la chica y su impecable italiano, decidió encargarse de defender sus intereses y se fue en busca de Aldo para ver qué podían hacer en ese sentido.
Por suerte, Morosini podía mucho. Acababa de prescindir de su secretaria, la señora Rasca, que tenía tendencia a confundir sus funciones con las de un vigilante de museo y llevaba diariamente a sus numerosos parientes, amigos y conocidos a admirar las bellas cosas que vendía su jefe. Su espíritu familiar incluso le hacía cerrar los ojos cuando alguno de los visitantes decidía llevarse un modesto recuerdo. Y, tras una breve conversación con la superviviente, el príncipe se sintió inclinado a compartir la opinión de Celina: Mina, además de holandés, hablaba cuatro lenguas, y poseía una cultura artística excelente.
Dando por finalizada su justa oratoria, Morosini decidió dejarle decir la última palabra. Sacó el reloj y, al ver que faltaba poco para las doce, cogió los guantes y el sombrero de encima de un mueble y abrió la puerta del despacho de Mina para recordarle que iba a comer con un cliente.
Amarrado ante la escalinata, esperaba un motoscaffo recién estrenado —caoba dorada y cobres relucientes—, soberbio y anacrónico. Era una de las primeras lanchas con motor que circulaban por la laguna. A Aldo le producía un placer infantil conducir ese hermoso juguete, dotado casi de tanta clase como una góndola y diseñado por Riva, que lo reafirmaba en la opinión de que había que vivir acorde con los tiempos.
Puso el motor en marcha y arrancó suavemente. El Guidecca trazó una impecable curva sin levantar apenas espuma en el canal y se dirigió en línea recta hacia San Marco.
El tiempo, ese mes de abril, era fresco, apacible, y olía a algas. El príncipe anticuario se llenó los pulmones de brisa marina procedente del Lido y soltó sus caballos. En la ensenada, a la altura de San Giorgio Maggiore, una brigada de marineros vestidos con trajes de loneta blanca bajaba de un buque de guerra provisto de cañones grises y fondeado a unos cables del Robert-Bruce. El barco negro de lord Killrenan estaba efectuando las maniobras de salida.
Morosini lo saludó con la mano antes de dirigirse hacia el palacio ducal; iluminado por un sol caprichoso, el edificio parecía un ancho bordado rosa orlado de encaje blanco. Feliz sin saber muy bien por qué, amarró el barco, saltó al muelle, se ajustó el nudo de la corbata antes de saludar cordialmente al procurador Spinelli, que charlaba con un desconocido al pie de la columna de San Teodoro, sonrió a una bonita mujer vestida de azul cielo y comenzó a cruzar la Piazzetta.
Nubes de palomas blancas revoloteaban antes de posarse sobre los mármoles todavía brillantes a causa de una lluvia reciente y Aldo se concedió un instante para mirarlas. Le gustaba esa hora del mediodía que imprimía movimiento al corazón de la ciudad. Era cuando, delante de San Marco, sus cúpulas doradas y sus caballos de bronce, el «gran salón» de Venecia recibía sobre las baldosas decoradas con blanca geometría a sus visitantes extranjeros y sus fieles, en una especie de carnaval permanente que renacía todos los días a mediodía y al ponerse el sol. Entonces, los cafés de la plaza acogían a su contingente de consumidores bulliciosos, cuyas conversaciones apenas se interrumpían cuando, golpeada por los martillos de los dos moros de bronce, la gran campana de la torre del Reloj marcaba las horas luminosas de Venecia.
Morosini sabía de sobra que al pasar por delante del gran café Florian lo llamarían cinco o seis veces, pero estaba decidido a no pararse, ya que había citado para comer en Pilsen a un cliente húngaro y detestaba no llegar el primero cuando invitaba a alguien.
De pronto, maldijo en silencio al constatar que el destino estaba en su contra y que tenía muchas posibilidades de llegar tarde: una extraordinaria aparición avanzaba hacia él ante las miradas de asombro de los curiosos. Se trataba de la última dogaresa, la reina sin corona de Venecia y su última maga: la marquesa Casati, que se dirigía hacia él con el paso lento de los espectros, imperial, dramática a más no poder y pálida como la muerte, envuelta en terciopelo púrpura. Un paje vestido del mismo color la precedía, llevando en el extremo de una correa a juego con el collar de oro tachonado de rubíes a una pantera demasiado lánguida para no estar drogada. Unos pasos por detrás de la marquesa, se acercaba, como resignada, otra mujer.
Cuando te encontrabas con Luisa Casati, tenías que hacerte a la idea de que sus cabellos habrían cambiado de color desde la vez anterior. Parecía tener a su disposición toda la gama del arco iris, y ese día, bajo las plumas fulgurantes del sombrero, eran de un rojo cegador. Altísima, con el semblante lívido y devorado por unos enormes ojos negros que el maquillaje agrandaba todavía más, y la boca semejante a una herida reciente, la marquesa avanzaba con paso majestuoso, estrechando contra el pecho una brazada de lirios negros. La gente se quedaba petrificada a su paso como ante una máscara de Medusa o incluso de la Muerte, cuyos ritos lúgubres a veces ella se complacía en evocar, aunque sin preocuparse del efecto que, pudiera producir. Repentinamente sonriente, fue hacia Morosini, que ya estaba inclinándose, le tendió una mano real adornada con un anillo que habría podido servir para la coronación de un papa y, mirándolo a través de un monóculo con diamantes engastados, exclamó con una voz con sonoridades de violonchelo:
—¡Querido Aldo, qué placer verlo aunque no haya respondido a mi invitación para el baile de esta noche! Aunque me parece que no ha sido culpa suya; las tarjetas se han enviado con una falta absoluta de sentido común. Pero usted no la necesita, y naturalmente cuento con su presencia.
No era una pregunta. Luisa Casati raramente las formulaba y en general hacía caso omiso de la respuesta. Vivía sobre el Gran Canal, en un palacio de mármol pórfido y lapislázuli que amenazaba ruina, pero tapizado de Romántica hiedra y de glicinas. Era la Casa Dario, donde ella había acondicionado unos salones grandiosos. Allí vivía entre objetos preciosos, pieles y vajilla de oro, rodeada de gigantescos sirvientes negros a los que vestía, según su estado de ánimo, de príncipes orientales o de esclavos. Las fiestas que daba eran asombrosas, pero a Morosini no siempre le gustaba su originalidad. Como una famosa noche en que, al bajar de la góndola, hubo que pasar entre dos tigres de buen tamaño y de lo más vivos, para ver a continuación que los antorcheros distribuidos a lo largo de la escalera eran jóvenes gondoleros prácticamente desnudos y pintados de oro, como consecuencia de lo cual uno de ellos murió en el transcurso de la noche. Aquel drama no hizo sino añadir un toque siniestro a la leyenda de Luisa Casati, que iba en aumento desde que, para permitir bailar a doscientos invitados, había alquilado la Piazzetta, que fue cerrada para el vulgo mediante un cordón de criados suyos vestidos con taparrabos rojos y unidos entre sí con cadenas doradas. Lo cierto era que no había excentricidad que no se le atribuyera. Incluso se decía que en su mansión francesa de Vésinet, el encantador palacio Rosa que le había comprado a Robert de Montesquiou, criaba serpientes. Cosa que, por lo demás, era rigurosamente cierto.
Morosini, que no se sentía tentado por el famoso baile, respondió que no estaba libre. Las cejas de color azabache se alzaron ligeramente.
—¿Se ha convertido en comerciante hasta el punto de olvidar que no se rechaza vivir un instante de eternidad en mi casa?
—Pues sí —dijo Morosini, a quien la repetición de la etiqueta ya empezaba a molestar—. El comercio tiene esta clase de exigencias. Esta noche me voy a Ginebra para cerrar una operación importante. Tendrá que disculparme.
—¡Ni lo sueñe! No tiene más que telefonear diciendo que ha pillado la gripe y que irá más adelante. A los suizos les horrorizan los microbios. ¡Vamos, deje de hacerse de rogar! Sobre todo si desea oír noticias de una dama a la que quería mucho.
Algo se estremeció en los alrededores del corazón de Aldo.
—He querido a unas cuantas.
—Pero a esta más que a las demás. Al menos todo Venecia estaba convencido de ello.
Morosini, turbado, no sabía qué contestar. Fue la compañera de la marquesa, la criatura «resignada», quien lo sacó del apuro avanzando hasta situarse en primer plano y diciendo con cierta impaciencia:
—¿No cree, Luisa, que ya va siendo hora de que me presente al señor? No me gusta mucho que me dejen de lado.
—Tiene razón, señora, es imperdonable —dijo Aldo sonriendo—. Soy el príncipe Morosini y le suplico que me disculpe, no sólo por haber sido tan grosero como mi amiga, sino además por haber estado ciego.
La dama era encantadora. No debía su belleza ni a la luz irisada del Adriático, ni a sus ropas elegantes, ni a su discreto maquillaje. Delgada y rubia, llevaba un traje sastre de seda de color crudo, de un corte perfecto que no tenía nada que ver con el «cucurucho de patatas fritas» de Mina van Zelden. Pese al descontento que expresaba, su voz era dulce y melodiosa. En cuanto a sus ojos gris claro, eran insondables de tan transparentes. Una preciosidad de criatura.
—Vaya —dijo la marquesa con un buen humor inesperado—, menuda reprimenda me ha caído. Pero es verdad que tengo cierta tendencia a monopolizar el primer plano de la escena. Perdóneme, querida, y puesto que él se ha presentado solo, permita que le diga yo quién es usted. Aldo, le presento a lady Mary Saint Albans, que ha venido expresamente para bailar en mi casa. Una razón más para que venga usted. Y ahora tenemos que marcharnos.
Sin esperar la respuesta y haciendo un último gesto amistoso, Luisa Casati se dirigió hacia la góndola con la proa de plata que la esperaba. La bella inglesa se volvió para obsequiar con una sonrisa al que dejaban allí. Bastante desorientado, por cierto, y sin saber muy bien qué hacer. Por la emoción que lo embargaba ante la idea de tener por fin noticias de Dianora, debía admitir una vez más que no estaba recuperado. ¿Tendría suficiente fortaleza para no obedecer la orden de Luisa? El cliente al que tenía que ver era importante. Por otra parte su orgullo se rebelaba ante la idea de correr como un perrito bien adiestrado en busca del terrón de azúcar que le estaban ofreciendo.
Quizás habría permanecido un buen rato más sin moverse del sitio, siguiendo con mirada distraída la estela púrpura de la dama de los lirios negros, si no hubiera sonado de pronto una voz que decía en tono divertido:
—¿Qué estaba diciendote la Hechicera? ¿Llevaba hoy la máscara de Medusa?
Decididamente, estaba escrito que Morosini llegaría tarde a la cita, que ahora le volvía a la memoria. Dejando escapar un leve suspiro, se volvió para mirar a su prima Adriana.
—Como si no la conocieras… Me ordenaba ir al baile que da esta noche, cuando tengo otra cosa que hacer.
Adriana se echó a reír. Estaba bellísima y parecía de excelente humor. Vestida con un traje de chaqueta blanco y negro a la última moda y tocada con un encantador sombrero blanco con una pluma negra, ofrecía una imagen de elegancia perfecta.
—Pues es tan fácil como no ir. Sería capaz de hacer que su pantera te devorase y quizás incluso de arrojarte a su vivero, donde según dicen las malas lenguas cría morenas, siguiendo la gran tradición de los emperadores romanos.
—Es muy capaz. Claro que eso no quita que en su casa se coma divinamente.
—En Momin también. Deberías invitarme a comer; tengo mucha hambre y hace tiempo que no charlamos.
—Lo siento, pero no puedo. Bathory debe de estar ya esperándome en Pilsen.
—¿El hombre de los esmaltes campeados?
—Exacto. No puedo invitarlo a mi casa porque, como sólo le gusta la choucroute, Celina lo considera un bárbaro inaceptable. Pero, repito, lo siento muchísimo. Estás espléndida.
Adriana se puso a girar sobre sí misma, como si fuera una maniquí, riendo.
—Es increíble lo que puede hacer la magia de un costurero de París, ¿verdad? Llevo una de las últimas creaciones de Madeleine Vionnet… y una parte del Longhi que vendiste tan bien en mi nombre. Y no me digas que es una locura; si quiero casarme, tengo que cuidar mi aspecto. Por cierto, si vas con retraso, pongámonos en marcha. Te acompaño hasta Pilsen.
La pareja estaba llegando a la famosa taberna abierta en Venecia en tiempos de la ocupación austríaca y cuyo pequeño jardín seguía acogiendo a un numeroso contingente de amantes de los embutidos genuinos, cuando de repente apareció Mina, colorada, jadeando y con la cabeza descubierta. Ni siquiera se había entretenido en ponerse el sombrero y parecía muy alterada:
—Gracias a Dios que todavía no se ha sentado a la mesa —dijo.
—Pero bueno, ¿es una conspiración o qué? Se diría que todo el mundo se ha puesto de acuerdo para impedirme comer aquí. ¿Qué le pasa, Mina? Espero que no se trate de nada grave —añadió, más serio.
—No creo, pero ha llegado este telegrama de Varsovia y me ha parecido que debía ser informado enseguida. Si quiere acudir a esa cita, tiene que tomar el tren de París a última hora de la tarde para llegar a tiempo de coger el Nord-Express que sale mañana por la noche, y yo tengo que reservar los billetes.
Había sacado del bolsillo un papel azul y lo tendía completamente desplegado. Sin decir nada Morosini leyó el telegrama, que era bastante corto:
«Si esta interesado en negocio excepcional, estaré encantado de verlo en Varsovia el 22. Vaya hacia las ocho de la tarde a la taberna Fukier. Un cordial saludo. Simon Aronov.»
—¿Quién es? —preguntó Adriana, que con el desenfado de la familiaridad se había arrogado el derecho de leer por encima del hombro de su primo.
Demasiado sorprendido para oír la pregunta, Morosini no contestó. Estaba pensando, pero, como la condesa insistía, se guardó el telegrama en el bolsillo y sonrió con aparente despreocupación.
—Un cliente polaco. Muy interesante, por cierto. Mina tiene razón, vale más que me vaya a casa.
—Me parece muy bien, pero ¿y el húngaro?
—Es verdad, casi me olvido de él.
Se quedó un momento pensativo antes de decidir:
—Oye, ya que estás aquí y tienes hambre, vas a hacerme un gran favor: ve a comer en mi lugar con Bathory. Le dices a Scapini, el maître, que sois mis invitados.
—¿Que nosotros…? Pero ¿qué voy a decirle yo a ese hombre?
—Pues que he tenido que ausentarme y te he rogado que le hagas compañía. No le sorprenderá porque ya te conoce, e incluso puedo asegurarte que se alegrará mucho. Le gustan las mujeres guapas tanto o más que los esmaltes del siglo XII, y si por ventura se enamora de ti harás el mejor negocio de tu vida. Es viudo, más noble que nosotros dos juntos puesto que es de sangre real y riquísimo, y posee tierras en las que el sol no se pone casi nunca.
—Es posible, pero la última vez que lo vi olía a caballo.
—¡Normal! Como todos los húngaros de rancio abolengo, es mitad hombre y mitad caballo. Tiene unos establos magníficos y monta como un dios. Lo uno va por lo otro.
—No vayas tan deprisa. La puszta no me tienta más que pasar la vida a lomos de un centauro. Además…
—Adriana, estás haciéndome perder tiempo. Ve a comer con él. Los esmaltes se los enseñas mañana. Los prepararé y se los dejaré a Mina con los precios… Hazlo por mí, te compensaré —añadió en el tono acariciador que sabía adoptar en determinadas ocasiones y que raramente dejaba de surtir efecto.
Un instante después, Adriana Orseolo hacía en Pilsen una entrada digna de la marquesa Casati. Nada más cruzar ella la puerta, Morosini, seguido de su secretaria, dio media vuelta hacia San Marco para abordar su barco.
El telegrama que llevaba en el bolsillo lo desazonaba un poco, pero sobre todo le producía esa excitación especial del cazador que encuentra unas huellas recientes. Recibir una invitación de un personaje casi mítico no era nada corriente.
Porque, pese a ser desconocido para el gran público, el nombre de Simon Aronov era legendario en el círculo restringido, cerrado y secreto de los grandes coleccionistas de joyas. Y, si bien las figuras de lord Astor, de Nathan Guggenheim, de Pierpont Morgan y del joyero neoyorquino Harry Winston aparecían en las grandes ventas internacionales, no sucedía lo mismo con la de Simon Aronov, a quien nadie había visto nunca.
Cuando se anunciaba una importante venta de joyas antiguas en algún lugar de Europa, un hombrecillo discreto con perilla y bombín iba a ocupar un asiento en la sala. No abría la boca, se limitaba a hacer gestos discretos dirigidos al subastador; que siempre lo trataba con una gran reverencia, y se llevaba piezas que hacían llorar de rabia a los conservadores de los museos.
Se había acabado por saber que se llamaba Élie Amschel y que era el hombre de confianza de un tal Simon Aronov, cuya permanente ausencia él explicaba sin ambages que se debía a una imposibilidad física, aunque se cerraba como una ostra cuando le hacían otras preguntas, empezando por el lugar de residencia de su jefe. Las únicas direcciones conocidas de ese judío, que debía de ser inmensamente rico, eran las de los bancos suizos que gestionaban su fortuna. En cuanto al pequeño señor Amschel, compraba, de vez en cuando vendía y, siempre callado, discreto y cortés, desaparecía para reunirse en la salida de las salas de venta con un cuarteto de guardaespaldas de rasgos asiáticos, fornidos y tan acogedores como una jaula de hierro.
La misteriosa personalidad de Simon Aronov despertaba la curiosidad de muchos, pero el mundo hermético de los coleccionistas tenía leyes que podía resultar peligroso transgredir, la más importante de ellas la del silencio.
Mientras se dirigía a su casa, Morosini observaba a su secretaria por el rabillo del ojo. Ya no quedaba ni rastro de la agitación desacostumbrada que le había producido el telegrama. Sin un cabello fuera de su sitio, permanecía sentada en la popa de la lancha, muy erguida, con las manos cruzadas sobre las rodillas, mirando distraídamente el paisaje familiar. La especie de pasión que había desencadenado en ella el extraño mensaje se había borrado como una ondulación provocada por una repentina ráfaga de viento en las aguas de un lago.
—Mina —dijo de pronto Morosini—, ¿qué sabe usted de Simon Aronov?
—No le entiendo, señor.
—Pues es muy sencillo. ¿Cómo ha sabido que un telegrama firmado con ese nombre podía ser lo suficientemente importante para hacerme cambiar de planes y llevarme a toda prisa a la otra punta de Europa.
—Bueno…, es un nombre muy conocido entre los coleccionistas.
—Sí, pero no recuerdo haber hablado de él hasta ahora.
—Le falla la memoria, señor. Creo recordar incluso que fue en relación con la colección de perlas negras de esa cantante francesa recientemente fallecida, Gaby Deslys. Además, usted sabe que trabajé algún tiempo con un diamantista de Amsterdam. Si considera que he hecho mal en molestarlo —añadió en un tono ofendido—, le ruego que me disculpe y…
—No diga tonterías. Por nada del mundo querría faltar a esa cita.
Por nada del mundo, en efecto. La mirada de Aldo se posó un instante sobre los mosaicos azules y verdes del palacio Dario, fascinante y precioso con su hiedra y las adelfas que protegían la entrada. La góndola con la proa de plata estaba amarrada a uno de los palli de rayas negras y blancas. Rechazar la invitación de Luisa Casati podía suponer exponerse a perder su última posibilidad de volver a ver a Dianora, así como a convertir a la marquesa en una enemiga. Sin embargo, ni siquiera a ese precio renunciaría a ir a Polonia. Sentía una especie de cobarde alivio al verse protegido así de un peligro grave, pues, siendo supersticioso como todo buen veneciano, no distaba mucho de ver el papel arrugado que descansaba en su bolsillo como una señal del destino. Unas horas más tarde, tomaría el tren y olvidaría incluso el recuerdo de Luisa Casati.
—Una cosa, Mina —dijo—, ¿por qué me manda a París a tomar el Nord-Express? ¿No sería más sencillo ir a buscar el Trieste-Viena y enlazar con el Viena-Varsovia?
La mirada que su secretaria le lanzó a través de los cristales de las gafas estaba cargada de desaprobación.
—No sabía que le gustaran los vagones de ganado. A juzgar por lo que dicen, el confort del Nord-Express es perfecto, además de que llegará a Varsovia veinticuatro horas antes que con el tren de Viena, que sólo sale los jueves.
Morosini se echó a reír.
—¿Cómo es posible que siempre tenga razón? Una vez más, me ha derrotado en toda la línea. ¡Qué haría yo sin usted!
Una vez en casa, Morosini escribió a la marquesa Casati una carta disculpándose. Luego escogió de sus salones un pequeño antorchero antiguo que representaba a un esclavo negro con un taparrabos dorado y llamó a Mina.
—Encárguese de que lleven esta carta y esta fruslería a doña Luisa Casati en cuanto yo haya salido de casa, pero en ningún caso antes —indicó.
La muchacha miró el presente con ojo crítico.
—¿Dos o tres docenas de rosas no serían suficientes?
—Ella consume por lo menos un centenar de rosas al día. Sería como si le mandara un manojo de espárragos o unas chuletas. Esto es más apropiado.
Mina masculló algo sobre el gusto de la dama por los esclavos negros que a Aldo le pareció divertido.
—¿Se ha aficionado a los chismorreos, Mina? Me gustaría tener tiempo de comentar con usted las preferencias de nuestra amiga, pero mi tren sale dentro de tres horas y todavía tengo muchas cosas que hacer.
Dicho esto, se fue en busca de Zaccaria, ocupado ya en preparar su maleta con la duda del tiempo que hacía en Varsovia en abril. Estaba convencido, sin saber muy bien por qué, de que se hallaba a pocos pasos de una aventura apasionante.
Estaba bajando de nuevo para preparar los esmaltes del conde Bathory y ordenar unos papeles cuando la voz de Mina alternando con otra llegó hasta sus oídos. Era evidente que su secretaria estaba interpretando uno de sus papeles preferidos: el de perro guardián.
—Es imposible que el príncipe la reciba en este momento, milady. Se dispone a salir de viaje y tiene muy poco tiempo, pero si yo puedo serle de alguna utilidad…
—No. Quiero verlo a él y es muy importante. Dígale que serán sólo unos minutos, por favor.
Aldo, que tenía muy buen oído, reconoció de inmediato aquel timbre dulce y cantarín: la bella lady Saint Albans, a la que había conocido siguiendo los pasos de Luisa Casati. Intrigado, pues se preguntaba qué querría de él, empezó por consultar el reloj, decidió que podía tomarse un cuarto de hora y se dirigió hacia las dos mujeres.
—Gracias por su celo, Mina, pero podré concederle una entrevista a la señora. Muy breve, eso sí. ¿Tiene la bondad de acompañarme a mi despacho, lady Saint Albans?
Ella asintió con una inclinación de cabeza y Morosini pensó que, decididamente, poseía una gracia indiscutible.
—Bien —dijo tras haberle ofrecido asiento—, ¿cuál es ese asunto que no puede esperar? ¿No podíamos haber hablado de ello cuando nos vimos antes?
—De ninguna manera —contestó ella categóricamente—. No acostumbro a hablar en un lugar público sobre algo en lo que tengo gran interés.
—Estoy plenamente de acuerdo. Entonces dígame ahora qué es lo que tanto le interesa.
—El brazalete de Mumtaz Mahal. Estoy segura de que mi tío se lo trajo hace un rato y he venido a pedirle que me lo venda.
Pese a su sorpresa, Morosini no se inmutó.
—¿Puedo preguntarle en primer lugar quién es su tío? La información que me da es un poco escasa para identificarlo.
—Lord Killrenan, ¿quién si no? Me sorprende que haya que precisárselo. Ha venido a verlo esta mañana, y el objeto de su visita no podía ser otro que la venta del brazalete.
Con expresión repentinamente severa, Aldo se levantó para indicar que no tenía intención de proseguir el diálogo.
—Sir Andrew era un gran amigo de mi madre, lady Mary. Desea continuar esa amistad conmigo y nunca ha hecho escala en Venecia sin venir a pasar un rato en nuestra casa. ¿Cómo puede ignorar su sobrina ese detalle?
—Soy pariente suya por alianza y sólo hace un año que estoy casada. Debo añadir que no me tiene mucho afecto, pero como no se lo tiene a nadie no hay motivos para que me sienta ofendida.
—¿Sabe su tío que está usted en Venecia?
—Me habría guardado mucho de decírselo, pero, al enterarme de que iba a hacer escala aquí antes de regresar a la India, he venido tras él —añadió con una media sonrisa, levantando sus bonitos ojos grises hacia su interlocutor—. En cuanto al brazalete…
—Yo no tengo ningún brazalete —la interrumpió Morosini, optando por cumplir las órdenes de su viejo amigo: la joya no debía ser vendida, bajo ningún concepto, a uno de sus compatriotas, y Mary Saint Albans era inglesa—. Sir Andrew ha venido a despedirse antes de emprender ese gran viaje que no sabe cuándo acabará.
—¡Es imposible! —exclamó la joven, levantándose también—. Tengo la seguridad de que llevaba el brazalete encima y juraría que lo ha dejado en sus manos. Príncipe, se lo ruego, daría todo cuanto tengo por esa joya.
Estaba cada vez más bonita e incluso bastante conmovedora, pero Aldo se negó a dejarse enternecer.
—Ya se lo he dicho, lo único que sé de ese objeto es que, durante su última visita, hace más de cuatro años, sir Andrew quiso regalárselo a mi madre, de la que estaba enamorado desde hacía años, pero que ella lo rechazó. Lo que ha podido hacer de él después…
—Lo sigue teniendo, estoy segura, y ahora se ha marchado.
Parecía realmente desesperada, retorciéndose las manos de forma compulsiva mientras las lágrimas afloraban a sus ojos transparentes. Aldo no sabía qué hacer cuando, de repente, lady Saint Albans se acercó a él casi hasta tocarlo. Pudo oler su perfume, ver de muy cerca sus bonitos ojos implorantes.
—Dígame la verdad, se lo suplico. ¿Está completamente seguro de que no lo ha dejado aquí?
Estaba a punto de enfadarse, pero optó por echarse a reír.
—¡Qué obstinación la suya! Esa joya debe de ser excepcional para que desee apropiársela.
—Lo es. Es una pura maravilla. Pero ¿se la ha enseñado al menos?
—¡Dios mío, no! —dijo Morosini con desenvoltura—. Seguro que sospechaba que podría surgirme el mismo deseo que a usted de adquirirla. ¿Sabe lo que pienso?
—¿Se le ha ocurrido algo?
—Sí, algo muy de su estilo: en vista de que no pudo regalársela a la mujer que amaba, va a llevarla de vuelta a la India. Eso explicaría este nuevo viaje. Va a devolvérsela a Mumtaz Mahal. En otras palabras, a vendérsela a alguien de allí.
—Es verdad —dijo ella, suspirando—, eso sería muy típico de él. En tal caso, debo tomar otras medidas.
—¿Acaso está pensando en ir tras él?
—¿Por qué no? Para ir a la India, hay que pasar por el canal de Suez, y todos los barcos hacen escala en Port Said.
«Esta mujer es capaz de montar en el primer barco que salga —pensó Morosini—. Hay que imponer calma de inmediato.»
—Sea un poco razonable, lady Mary. Aunque dé alcance a sir Andrew en Egipto, no tendrá muchas más posibilidades de conseguir lo que quiere. A no ser que no le haya dicho que desea poseer esa joya.
—Sí que se lo he dicho, sí. Y me contestó que no pensaba ni venderla ni darla, sino quedársela para él.
—¿Lo ve? ¿Cree que se mostrará más comprensivo a la sombra de una palmera que a orillas del Támesis? Debe resignarse pensando que hay muchas otras joyas en el mundo que una mujer rica puede permitirse comprar. En última instancia, ¿por qué no encarga a un joyero que le haga una copia, con ayuda de un dibujo?
—Una copia no tendría ningún interés. Lo que yo deseo es el brazalete auténtico, porque era un presente de amor.
Aldo empezaba a pensar que la entrevista se eternizaba cuando Mina, que debía de pensar lo mismo, llamó discretamente y entró.
—Le pido disculpas, príncipe, pero le recuerdo que tiene que tomar el tren y que…
—¡Señor, lo había olvidado. Gracias por recordármelo, Mina. Lady Saint-Albans —añadió, volviéndose hacia la joven—, me veo obligado a despedirme de usted, pero, en el caso de que tenga noticias, no dejaré de comunicárselas si me da una dirección.
—Sería muy amable por su parte.
Parecía que se había tranquilizado. Sacó del bolso una pequeña tarjeta, se la dio y, tras intercambiar unas banales fórmulas de cortesía, salió por fin del despacho de Aldo escoltada por Mina.
Cuando su visitante se hubo marchado, el príncipe se quedó unos instantes pensando. ¡Qué pena que esa vieja mula de Killrenan no aceptara complacer a su bonita sobrina! En el fondo, el destino normal de una joya hermosa es mucho más que la luzca una mujer encantadora que permanecer en la caja fuerte de un coleccionista. Y como él tenía buen corazón, redactó un corto mensaje destinado a sir Andrew, preguntándole de forma encubierta si no revisaría su forma de pensar en favor de su sobrina. Mina se las arreglaría para hacerlo llegar a bordo del Robert-Bruce cuando hiciera escala en Port Said. De todas formas, Aldo no tenía ninguna prisa por vender ese pequeño tesoro, que se concedió el tiempo de contemplar otra vez antes de subir a cambiarse de ropa para el viaje y reunirse con Zian en la lancha, que el joven manejaba tan bien como la góndola.
Un rato después, iba camino de Francia.
2
La cita
Hacía un tiempo horrendo. Una aguanieve insidiosa caía de un cielo encapotado cuando Aldo Morosini salió de la estación de Varsovia. Un pequeño coche de punto lo condujo por la ruidosa calle Marzalskowska, llena de anuncios luminosos, hasta el hotel Europa, uno de los tres o cuatro establecimientos de lujo de la capital. Tenía hecha una reserva y le dieron, con todas las muestras de la más exquisita educación, una inmensa habitación pomposamente amueblada y provista de un cuarto de baño contiguo igual de majestuoso, pero cuya calefacción, más discreta que la decoración, le hizo añorar el estrecho sleeping forrado de caoba y de moqueta que había ocupado en el Nord-Express. Varsovia aún no había recuperado la elegancia refinada y el confort que le eran propios antes de la guerra.
Aunque estaba muerto de hambre, Morosini no bajó al comedor. Dado que Polonia era un país donde se comía entre las dos y las cuatro y donde la cena no se servía nunca antes de las nueve, pensó que tenía el tiempo justo de ir a ver a Aronov y se conformó con pedir que le subieran vodka acompañado de unos zakuskis de pescado ahumado.
Reconfortado por ese refrigerio, se puso una pelliza y el gorro de piel que llevaba gracias a la previsión de Zaccaria, y salió del hotel Europa después de haber preguntado el camino que debía seguir, que no era muy largo. Había parado de llover y a Morosini nada le gustaba tanto como caminar por una ciudad desconocida. Según él, era la mejor manera de conectar con ella.
Por la Krakowkie Przedmiescie, llegó a la plaza Zamkowy, cuyo trazado poco armonioso quedaba aplastado por la imponente masa del Zamek, el castillo real con sus torres verdeantes. Se contentó con echarle un vistazo, prometiéndose volver para visitarlo, y se adentró en una calle silenciosa y mal iluminada que lo condujo directo al Rynek, la gran plaza donde constantemente latía el corazón de Varsovia. Allí fue donde, antes de 1764, los reyes de Polonia, con los trajes de la coronación, recibieron las llaves de oro de la ciudad y acto seguido nombraron a los caballeros de su Milicia Dorada.
La plaza, donde seguía habiendo mercado, era noble y bonita. Sus altas casas renacentistas, con los postigos forrados de hierro, conservaban con mucha gracia, bajo los largos tejados oblicuos, un poco de sus pasados sucesivos. Algunas de esas moradas patricias antes estaban pintadas y quedaban huellas de ello.
La taberna Fukier, lugar de cita, ocupaba una de las más interesantes de estas casas, pero como la entrada, desprovista de letrero, estaba oscura, Morosini tuvo que preguntar antes de darse cuenta de que se hallaba situada en el número 27. Aquel edificio no sólo era venerable sino también célebre. Los Fugger, poderosos banqueros de Augsburgo, rivales de los Médicis, que habían llenado Europa con su riqueza y prestado dinero a numerosos soberanos, empezando por el emperador, se habían instalado allí en el siglo XVI para comerciar en vinos, y sus descendientes, tras haber adaptado su apellido al polaco convirtiéndolo en Fukier, continuaban ejerciendo el mismo negocio. Sus profundas bodegas, repartidas en tres pisos, eran quizá las mejores del país además de un lugar histórico: en 1830 y 1863, sirvieron para celebrar las reuniones secretas de los insurrectos.
Aldo sabía todo eso desde hacía poco y entró con cierto respeto en el vestíbulo, de cuya bóveda colgaba el modelo de una fragata. En una de las paredes, una cabeza de ciervo dirigía una mirada un tanto bizqueante hacia un ángel negro, sentado sobre una columna, que llevaba una cruz. Pasado este, se encontró en la sala reservada a los degustadores. Estaba amueblada en ese roble macizo que, con el tiempo, adquiere un bonito color oscuro y brillante. Una serie de grabados antiguos ornaban el artesonado.
Si no se tenía en cuenta la decoración, la taberna era similar a muchos otros cafés. Hombres sentados en torno a las mesas bebían vinos de procedencias diversas charlando y fumando. Después de haberla recorrido con la mirada, Morosini fue a sentarse a una mesa y pidió una botella de tokay. Se la llevaron totalmente polvorienta, con su etiqueta donde figuraba la descripción que se remontaba a la época de los Fugger: Hungariae natum, Poloniae educatum
El príncipe miró el vino de color ámbar durante unos instantes antes de aspirar su aroma y mojarse los labios con él. Y sólo lo hizo después de haber hecho un brindis mudo por las sombras de todos los que habían ido a beber allí antes que él: embajadores de Luis XIV o del rey de Persia, generales de Catalina la Grande, mariscales de Napoleón, Pedro el Grande, casi todos los hombres ilustres de Polonia y especialmente los heroicos guerrilleros que intentaban acabar con el yugo ruso.
El vino era espléndido y Morosini lo tomó con auténtico placer siguiendo las evoluciones de la bonita camarera rubia cuya cintura flexible se movía bajo las cintas multicolores del traje nacional. Una agradable euforia comenzaba a deslizarse por sus venas cuando, de pronto, la conocida figura del pequeño señor Amschel, con su bombín y su corrección perfecta, apareció en la puerta.
Sus ojos vivos localizaron enseguida al veneciano y se acercó a él rápidamente con la sonrisa de quien encuentra a un amigo.
—¿Llego tarde? —preguntó en un francés desprovisto de acento.
—De ningún modo. Yo he venido antes de la hora, quizá porque tenía cierta prisa por llegar a esta cita. Además, no conozco Varsovia.
—¿No había venido nunca? Me sorprende. Los italianos siempre han apreciado nuestra ciudad, sobre todo los arquitectos. Por ejemplo, los que construyeron las casas del Rynek. Siempre se han sentido aquí como en su casa. En cuanto a usted, príncipe, sus relaciones familiares deberían abrirle muchas puertas en Polonia. La alta aristocracia europea no conocía muchas fronteras hasta esta guerra.
—Es verdad. Tengo aquí algunos primos lejanos y mi padre contaba con muchos amigos. Venía con frecuencia a cazar en los Tatras. Pero este viaje quizá no sea el mejor momento para reanudar antiguas relaciones. Si me atengo a lo poco que sé de quien le envía y a esta curiosa cita en una taberna, me parece que se impone la discreción.
—Sin ninguna duda, y le agradezco que se haya dado cuenta. Espero que haya tenido un viaje agradable.
—Muy satisfactorio…, pese a que disponía de muy poco tiempo y me era imposible enviar una respuesta, ya que su telegrama no llevaba dirección.
El tono de Morosini delataba un ligero descontento que no pasó inadvertido a su compañero, cuyo semblante se entristeció.
—Crea que somos conscientes de ello, pero, cuando sepa por qué ha sido invitado a venir aquí, espero que nos lo perdone. Debo añadir que en caso de que se hubiera retrasado tenía la orden de venir a esperarlo todas las noches a la misma hora durante un mes.
—¿Estaban entonces seguros de que vendría?
—Confiábamos en que sí —dijo Amschel con gran cortesía.
—Contaban, con sobrada razón, con la reputación de…
—… Mi señor. Es el término apropiado —dijo gravemente el hombrecillo, sin dar más explicaciones.
—Y, por supuesto, con la curiosidad que suscita el misterio de que se rodea. Un misterio que no parece dispuesto a desvelar, puesto que quien está aquí es usted y no él.
—¿Qué creía? Mi misión es conducirlo a su presencia cuando haya terminado de beberse el vino.
—¿Gusta usted? Está delicioso.
—¿Por qué no? —aceptó alegremente el hombrecillo, que compartió el tokay y las pastas que lo acompañaban con visible placer. Tras lo cual, cogió una hoja de papel de seda de una especie de florero colocado en el centro de la mesa para limpiarse los labios y los dedos antes de consultar su reloj de bolsillo, una pieza antigua de plata nielada—. Si nos vamos ya, llegaremos más o menos a la hora prevista —dijo—. Gracias por este agradable rato.
Al salir de la taberna, los dos hombres se internaron en la semioscuridad del Rynek, apenas turbada por las pequeñas lámparas de petróleo que iluminaban las casetas con ventanilla de los vendedores de cigarrillos. Uno detrás del otro, llegaron a las inmediaciones del barrio judío, que bullía de actividad durante el día pero por la noche se sumía en el silencio.
En la entrada de una calle señalada por dos torres, se cruzaron con un hombre delgado de ojos llameantes, en cuyo rostro oriental destacaba una barba pelirroja. Alto y un poco encorvado, llevaba una levita negra y un casquete redondo y rígido del que surgían largos mechones retorcidos. El hombre andaba a paso sigiloso, como los gatos, y tras haber saludado a Élie Amschel, desapareció tan deprisa como había aparecido, dejando a Morosini la extraña impresión de haberse cruzado con el símbolo del gueto, con la sombra misma del judío errante.
Siguiendo a su guía, el príncipe tomó una callejuela tortuosa, tan estrecha que parecía una falla abierta entre dos rocas bajo un cielo invisible. El adoquinado de la calle principal, donde se incrustaban los raíles del tranvía, dejaba paso ahora a gruesas e irregulares piedras, procedentes con toda probabilidad del lecho del Vístula y sobre las que no debía de resultar agradable aventurarse con zapatos de tacón alto. Pese a todo, tiendas cerradas donde se anunciaban vendedores de muebles, joyeros, traperos y vendedores de curiosidades jalonaban el angosto pasillo. El rótulo de estos últimos despertó en el príncipe anticuario el viejo demonio de la caza del objeto. ¿Habría maravillas detrás de aquellos postigos mugrientos?
La calle desembocaba en una pequeña plaza con una fuente. Allí se detuvieron. Sacando una llave del bolsillo, Amschel se acercó a una casa alta y estrecha, subió los dos peldaños de piedra que conducían a la puerta, junto a la que se veía la inevitable hornacina ritual, y abrió.
—Hemos llegado a mi casa —dijo, apartándose para dejar que su compañero penetrara en un estrecho vestíbulo, casi totalmente invadido por una empinada escalera de madera, y después en una habitación bastante confortable, donde había varias estanterías dispuestas alrededor de una gran estufa cuadrada que despedía un agradable calor y de una amplia mesa cargada de papeles y de libros. Unos sillones tapizados invitaban a sentarse, cosa que Morosini se disponía a hacer, pero Élie Amschel atravesó esa sala para acceder a una especie de cuchitril ocupado por varias lámparas de petróleo colocadas sobre un baúl.
El hombrecillo encendió una; luego, apartando la gastada alfombra, dejó a la vista una trampilla de hierro y la levantó. Aparecieron los peldaños de una escalera de piedra que bajaba.
—Le mostraré el camino —dijo, levantando la lámpara.
—¿Tengo que cerrar la trampilla? —preguntó Morosini, un poco sorprendido por ese ceremonial. Pero Amschel le dedicó una amplia sonrisa.
—¿Para qué? Nadie nos persigue.
La misteriosa escalera conducía simplemente a una bodega en la que había lo que se puede esperar encontrar en una bodega: toneles, botellas llenas, botellas vacías y todo el material necesario para su uso y mantenimiento. Élie Amschel sonrió.
—Tengo algunos buenos reservas —dijo—. A la vuelta podríamos escoger una o dos botellas para que se reponga del viaje subterráneo que va a tener que realizar.
—¿Un viaje subterráneo? Pero yo no veo aquí más que una bodega…
—… que da a otra y a otras más. Casi todas las casas del gueto están unidas por una red de pasillos, de sótanos. A lo largo de los siglos, muchas veces nuestra seguridad ha dependido de esta inmensa madriguera. Es posible que todavía dependa de ella. Desde el fin de la guerra Polonia ha quedado libre del yugo ruso, pero nosotros, los judíos, no somos tan libres como el resto de la población. Por aquí, por favor.
Bajo la presión de su mano, un gran botellero giró junto con un lienzo de pared al que estaba sujeto, pero en esta ocasión Amschel cerró después de haber dejado pasar a Morosini, que evitaba hacerse preguntas, atento a la singular aventura que estaba viviendo.
Caminaron largo rato por una serie de galerías y de corredores cuyo suelo era en unos tramos de viejos ladrillos y en otros de tierra batida. De vez en cuando pasaban bajo una ojiva medio desmoronada, o bien sobre unos escalones resbaladizos, pero siempre un pasillo sucedía a otro con el mismo olor de moho y bruma, mezclado con tufos más humanos. Era un viaje alucinante a través del tiempo y de los sufrimientos de un pueblo que para sobrevivir había tenido que enterrarse en los dominios de las ratas y esperar allí, con el corazón en un puño, a que se alejaran los pasos de los asesinos. Con los ojos clavados en el bombín del hombrecillo que caminaba ante él, Aldo acabó por preguntarse si alguna vez llegarían a algún lugar. Debían de haber pasado hacía tiempo los límites del barrio judío, a no ser que, para no dejar una pista clara, el fiel servidor de Aronov hubiera decidido mezclar sus propias huellas. Algunos detalles vislumbrados a la luz amarilla de la lámpara parecían de pronto extrañamente familiares.
Morosini se inclinó para tocar a su guía en un hombro:
—¿Falta mucho todavía?
—Ya estamos llegando.
Al cabo de un momento, efectivamente, los dos hombres penetraron, después de abrir con una llave, en un sótano lleno de escombros. Una escalera, hábilmente disimulada entre las piedras caídas, se adentraba en una abertura de la pared y desembocaba en una puerta de hierro que debía de haber sido forjada en la época de la dinastía de los Jagellón. Sin embargo, por antigua que fuera, la puerta se abrió sin chirriar lo más mínimo cuando Amschel tiró tres veces de un cordón que colgaba en un hueco. En un segundo, Morosini cambió de mundo y avanzó varios siglos: un mayordomo vestido al estilo inglés se inclinó ante él al pie de una escalera recubierta con una alfombra rojo oscuro que conducía a una especie de galería. La única diferencia con un británico residía en las facciones del rostro, casi mongol e impenetrable. Bajo el traje bien cortado, los hombros de aquel hombre y la corpulencia de su torso revelaban una fuerza increíble. No dijo ni una palabra, pero, obedeciendo a una seña de Amschel, comenzó a subir la escalera seguido de los dos visitantes. Se abrió otra puerta y una voz grave y profunda, conmovedora como el canto de un violonchelo, dijo en francés:
—Pase, príncipe. Me alegro muchísimo de que haya venido.
El mayordomo liberó a Morosini de su pelliza en el umbral de una estancia que parecía una antigua capilla con bóveda de piedra de cruceros ojivales, aunque en el momento actual era una vasta biblioteca cuyas paredes desaparecían bajo una infinidad de anaqueles repletos de libros. Una gran mesa de mármol sobre travesaños de bronce sostenía un espléndido candelabro de siete brazos. En el suelo, cubierto de preciosos kilims, dos grandes hachones Luis XIV difundían una luz cálida que permitía ver la oscura estufa y, en el hueco de un panteón —prueba de que efectivamente se trataba de un antiguo santuario—, un arcón medieval cuyos cerrojos y complicadas protecciones debían de hacerlo más inexpugnable que cualquier caja fuerte moderna.
Aldo echó un rápido vistazo que abarcó todo eso, pero a continuación su mirada se detuvo para no volver a moverse. Simon Aronov estaba ante él, y el personaje era capaz de retener la atención más dispersa.
Sin saber muy bien por qué, mientras seguía a Élie Amschel por las entrañas del gueto, la imaginación de Morosini, siempre dispuesta a volar, había trazado una imagen pintoresca del hombre que lo esperaba al término de su viaje: una especie de Shylock con levita y sombrero alto de fieltro negro, un judío en la más pura tradición de los relatos medievales, habitante lógico de un sótano tenebroso. En lugar de eso se encontró con un igual, un caballero moderno que no habría desentonado en ningún salón aristocrático.
Tan alto como él pero quizás un poco más corpulento, Simon Aronov erguía una cabeza redonda, casi calva con excepción de una semicorona de cabellos grises, sobre una figura de elegancia severa, vestida con toda seguridad por un sastre inglés. Su rostro de piel bronceada, como es habitual en los que viven mucho en el exterior, estaba marcado por profundas arrugas, pero el brillo de su único ojo —el otro se ocultaba bajo un parche de piel negra—, de un azul intenso, a la larga debía de resultar insoportable.
Hasta que Aronov no se acercó a él apoyándose en un pesado bastón para compensar su pronunciada cojera, Morosini no se fijó en el zapato ortopédico que llevaba en el pie izquierdo, pero la mano que se tendía hacia él era hermosa.
—Le estoy infinitamente agradecido por haber aceptado venir aquí, príncipe Morosini —prosiguió la aterciopelada voz—, y espero que me perdone los trastornos que haya podido causarle el viaje en esta época de mal tiempo, así como las múltiples precauciones que me veo obligado a tomar. ¿Puedo ofrecerle algo reconfortante?
—Gracias.
—¿Un poco de café? Yo me paso el día bebiéndolo.
Como si la palabra fuese una fórmula mágica, el sirviente reapareció llevando una bandeja con una cafetera y dos tazas. Lo dejó todo junto a su señor y se marchó obedeciendo a una señal de este. El Cojo llenó una taza y el delicioso aroma cosquilleó de forma alentadora las fosas nasales de Aldo, que acababa de tomar asiento en un raro asiento gótico tapizado en piel.
—Unas gotas quizá —aceptó. Sin embargo, el tono prudente de su voz no escapó a su anfitrión, que se echó a reír.
—Aunque sea italiano, y por lo tanto exigente en esta materia, creo que puede tomar este café sin exponerse a que le dé un síncope.
Tenía razón: el café era bueno. Bebieron en silencio y Aronov fue el primero en dejar la taza.
—Supongo, príncipe, que está impaciente por conocer el motivo de mi telegrama y de su presencia aquí.
—Verlo ya representa suficiente satisfacción. Confieso que he llegado a preguntarme si no sería usted un mito, si existiría realmente. Y no soy el único. Muchos de mis colegas pagarían no poco por verlo de cerca.
—Tardarán en recibir esa satisfacción. Pero no crea que al actuar de este modo me dejo llevar por un gusto fuera de lugar por el misterio barato o la publicidad fácil. Para mí se trata de una simple cuestión de supervivencia. Soy un hombre que debe permanecer escondido si quiere tener una posibilidad de llevar a buen término la tarea que le corresponde.
—Entonces, ¿por qué hace una excepción conmigo?
—Porque lo necesito… A usted y a nadie más.
Aronov se levantó y con su paso desigual fue hasta la muralla donde se abría el panteón. Era uno de los dos únicos lugares de la vasta sala donde los libros dejaban un espacio libre; el otro lo ocupaba el encantador retrato de una niña de mirada grave, con vestido de cuello de encaje, pintado por Cornelis de Vos, cuya factura Aldo reconoció. Pero por el momento su atención se centraba en las manos del Cojo, que empujaban una piedra. Se oyó un clic y la tapa del enorme arcón se levantó. Aronov sacó un gran estuche antiguo de piel, descolorido por el uso, y se lo tendió a su visitante.
—Ábralo —dijo.
Morosini obedeció y se quedó boquiabierto ante lo que veía sobre un lecho de terciopelo negro que el paso del tiempo había vuelto verdoso: una gran placa de oro macizo, un rectángulo de unos treinta centímetros de largo sobre el que había doce rosetones de oro dispuestos en cuatro filas, con grandes piedras preciosas, todas diferentes, engastadas en la mayoría de ellos, pues cuatro estaban vacíos. Había una sardónice, un topacio, un carbúnculo, una ágata, una amatista, un berilo, una malaquita y una turquesa: ocho piedras perfectamente talladas, de igual tamaño y admirablemente pulidas. La única diferencia consistía en que unas eran más preciosas que otras. Por último, una gruesa cadena de oro sujeta a dos esquinas de esa joya bárbara permitía colgarla en torno al cuello.El extraño ornamento era sin duda muy antiguo y el tiempo había hecho su efecto, pues el oro estaba abollado en algunos puntos. Sopesándolo, Morosini se sentía asaltado por una multitud de interrogantes: estaba seguro de no haber visto jamás ese objeto y, sin embargo, le resultaba familiar. La voz grave de su anfitrión puso fin a sus esfuerzos por hacer memoria.
—¿Sabe lo que es?
—No. Parece… una especie de pectoral.
La palabra arrojó luz. En el momento en que la pronunciaba, su mente evocó el cuadro de Tiziano, un gran lienzo que estaba en el museo de la Academia de Venecia y donde el pintor había representado la presentación de la Virgen en el Templo. Vio con claridad al alto anciano vestido de verde y dorado, con una media luna de oro en el bonete, recibiendo al niño predestinado. Vio sus manos dando la bendición y su barba blanca, cuyas dos puntas acariciaban una joya exactamente igual.
—El pectoral del Sumo Sacerdote —susurró, impresionado—. Entonces, ¿existía? Yo creía que era fruto de la imaginación del pintor.
—Siempre ha existido, incluso después de haber escapado milagrosamente a la destrucción del Templo de Jerusalén. Los soldados de Tito no consiguieron apropiárselo. Sin embargo, confieso que me ha sorprendido que lo reconozca. Debe poseer usted una vasta cultura para haber identificado tan deprisa nuestra reliquia.
—No. Simplemente soy un veneciano que ama su ciudad y conoce más o menos todos sus tesoros, entre ellos los de la Academia. Lo que me asombra es que Tiziano representara el pectoral con tanta fidelidad. ¿Lo habría visto?
—Estoy seguro de que sí. La joya debía de encontrarse entonces en el gueto de Venecia, donde el maestro escogía a muchos de sus modelos. Incluso podría ser que el Sumo Sacerdote de su lienzo no fuera otro que Judá León Abrabanel, llamado León el Hebreo, que fue una de las eminencias intelectuales de su tiempo y quizás uno de sus guardianes. Sin embargo, el pincel mágico sólo pudo imaginar las piedras ausentes, las más preciosas, por supuesto.
—¿Cuándo desaparecieron?
—Durante el saqueo del Templo. Un levita consiguió salvar el pectoral, pero desgraciadamente lo mató un compañero, el que lo había ayudado. El hombre cogió la joya, pero, tal vez temiendo sufrir la maldición que siempre lleva aparejado el sacrilegio, no se atrevió a quedársela. Lo cual no le impidió desengastar el zafiro, el diamante, el ópalo y el rubí, o sea, las piedras más raras, con las que logró embarcar rumbo a Roma, donde su rastro se perdió. El pectoral, enterrado bajo montones de desperdicios, fue rescatado por una mujer que consiguió llegar a Egipto.
Atraído por la increíble placa de oro, en la que sus dedos vagaban de una piedra a otra, y acunado por la voz de Aronov, Morosini sentía a la vez la fascinación de las gemas y la de una historia de las que a él le gustaban.
—¿De dónde son? —preguntó—. La tierra de Palestina no produce mucha pedrería. Reunirlas debió de ser difícil.
—Las caravanas de la reina de Saba las trajeron de muy lejos para el rey Salomón. Pero ¿quiere que volvamos a la razón de su viaje?
—Por favor.
—Es bastante simple: me gustaría, si nos ponemos de acuerdo, que buscara para mí las piedras que faltan.
—¿Que yo…? ¿Está de broma?
—Ni por asomo.
—¿Unas piedras desaparecidas desde la noche de los tiempos? ¡No habla en serio!
—Al contrario, no puedo hablar más en serio; y además, las piedras no han desaparecido. Han dejado huellas, desgraciadamente sangrientas, pero la sangre es difícil de borrar. Debo añadir que poseerlas no da suerte, como suele suceder con los objetos sagrados robados. Pero, aun así, las necesito.
—¿Hasta ese punto le atrae la desgracia?
—Pocos hombres la conocen tan bien como yo. ¿Sabe lo que es un pogromo, príncipe? Yo lo sé porque viví el de Nizhni-Nóvgorod en 1882. A mi padre le clavaron clavos en la cabeza, a mi madre le arrancaron los ojos y a mi hermano pequeño y a mí nos tiraron por una ventana. Él murió en el acto; yo no. Conseguí huir, pero esta pierna y este bastón me mantienen vivo el recuerdo —añadió, golpeando aquélla con el extremo de este—. Como ve, sé lo que es la desgracia; por eso quisiera intentar apartarla de una vez por todas de mi pueblo. Y también por eso debo devolver al pectoral su integridad.
—¿Cómo podría acabar esta joya con una maldición que se remonta a hace diecinueve siglos?
Había sido una observación torpe y Morosini se dio cuenta al ver que en los labios de su anfitrión aparecía un pliegue de desdén, pero, considerando que no le correspondía a él cambiar la historia, no trató de rectificar. Aronov, sin hacer ningún comentario al respecto, continuó:
—Una tradición afirma que Israel recuperará su soberanía y su tierra ancestral cuando el pectoral del Sumo Sacerdote, que lleva engastadas las piedras simbólicas de las Doce Tribus, regrese a Jerusalén. No sonría. He dicho tradición, no leyenda.
—Sonrío por la belleza de la historia. Sin embargo, no imagino cómo podría ese sueño hacerse realidad.
—Volviendo en masa a nuestra tierra para obligar al mundo a reconocer un día un Estado judío.
—¿Y cree usted que eso es posible?
—¿Por qué no? Ya hemos empezado. En 1862, un grupo de judíos rumanos se instaló en Galilea, en Roscha Pina y en Samaria. El año siguiente unos polacos fundaron en Yesod Hamale, junto al lago Huleh, una colonia agrícola, un kibbutz. Luego, unos rusos se establecieron en los alrededores de Jaffa, y en este momento algunos jóvenes de aquí van a esa zona para hacerse pioneros. Es muy poca cosa, lo reconozco, y además la tierra es escabrosa, lleva demasiado tiempo sin ser cultivada. Hay que cavar pozos, llevar agua, y la mayoría de esos emigrantes son intelectuales. Y por si fuera poco, están los beduinos, que obligan a combatir.
—¿Y cree que la situación cambiaría si ese objeto volviera a su tierra?
—Sí, con la condición de que esté completo. La joya simboliza las Doce Tribus, la unidad de Israel. La utilidad de los símbolos reside en que despiertan el entusiasmo y alientan la fe. Pero le faltan cuatro piedras, o sea, cuatro tribus, y no de las menos importantes.
—En ese caso, ¿por qué no intenta reemplazarlas? Reconozco que, tratándose de piedras tan extraordinarias, puede resultar difícil, pero…
—No. Con las tradiciones y las creencias de un pueblo no cabe hacer trampas. Es preciso encontrar las piedras originales, a cualquier precio.
—¿Y cuenta precisamente conmigo para esa misión imposible? No le comprendo. Yo no tengo nada que ver con Israel, soy italiano y cristiano.
—Aun así, es a usted a quien quiero. Por dos razones: la primera es que usted posee una de las piedras, quizá la más sagrada de todas; la segunda, porque hace mucho tiempo se predijo que sólo el último dueño del zafiro podría encontrar las otras. Si a eso añadimos que, para mí, su profesión es una garantía de éxito…
Morosini se levantó suspirando. Le gustaban las historias hermosas, pero no los cuentos de hadas, y empezaba a sentirse cansado de este.
—Siento una gran simpatía por usted y por su causa, señor Aronov, pero debo rechazar su propuesta: no soy el hombre que necesita. O, suponiendo que alguna vez lo haya sido, ya no lo soy. Si tiene la amabilidad de hacerme acompañar…
—Todavía no. ¿Sus padres le legaron un soberbio zafiro asteroideo que, desde hace varios siglos, es propiedad de los duques de Montlaure?
—Ahí es donde se equivoca: lo era. De todas formas, no podía tratarse del suyo; este era una piedra visigoda procedente del tesoro del rey Recesvinto.
—Tesoro que provenía del de Alarico, otro visigodo, que en el siglo V tuvo el privilegio de saquear Roma durante seis días. Allí es donde se apoderó, entre otros objetos, del zafiro. Espere, voy a mostrarle algo.
Con ese paso irregular que le confería una especie de majestad trágica, Aronov se dirigió de nuevo hacia el arcón. Cuando volvió, una suntuosa joya relucía en su mano: un gran zafiro estrellado de un azul profundo y luminoso, sujeto por tres diamantes en forma de flor de lis que formaban la anilla del colgante. Nada más verlo, Morosini saltó:
—¡Pero si es la joya de mi madre! ¿Cómo es que está aquí?
—Piense un poco. Si lo fuera, no le pediría que me la vendiera. Es simplemente una copia, aunque fiel hasta en el menor detalle. Mire.
Con una mano, movía el zafiro, y con la otra, le tendía una potente lupa. Luego, señalando en la parte posterior de la piedra un minúsculo dibujo imperceptible a la vista, dijo:
—Es la estrella de Salomón, y todas las gemas del pectoral llevan la misma marca. Si examina la suya, descubrirá sin dificultad ese signo.
Aronov se sentó mientras Aldo tocaba el colgante con una sensación extraña: la semejanza era impresionante y había que ser un entendido para darse cuenta de que era falso.
—¡Es increíble! —murmuró—. ¿Cómo se ha podido hacer una copia tan perfecta? El zafiro montado de esta forma, que data de Luis XIV, no ha salido jamás de mi familia, y mi madre no se lo ponía.
—Reproducir el colgante es un juego de niños: existen varias descripciones minuciosas e incluso un dibujo. En cuanto a la fabricación de la piedra, es un secreto que deseo guardar. Pero sin duda habrá observado que la montura y los diamantes son auténticos. En realidad, he mandado hacer esta pieza para regalársela a usted, como complemento del precio que estoy dispuesto a pagar por la auténtica. Sé que le pido un sacrificio, pero le suplico que considere que está en juego el renacer de todo un pueblo.
En el ojo único, que la pasión por convencer hacía llamear, Morosini vio los mismos destellos azules que en el zafiro, pero su rostro se ensombreció.
—Creía que me había entendido antes cuando le dije que me era imposible ayudarle. Le cedería gustoso esa piedra; cuando volví de la guerra estaba dispuesto a venderla para salvar mi casa de la ruina. El problema es que ya no la tenía.
—¿Cómo? ¡Si la princesa Morosini se hubiera deshecho de ella, se habría sabido! ¡Yo me habría enterado!
—Alguien la «deshizo» de ella. En realidad, mi madre fue asesinada. Tiene razón al pensar que esas piedras no traen buena suerte.
Se hizo un silencio que el Cojo rompió con mucho tacto.
—Le pido humildemente que me perdone, príncipe. No podía imaginar ni por asomo… ¿Le importa decirme en qué circunstancias se produjo esa desgracia?
Aldo le contó el drama a aquel desconocido atento y efusivo, sin omitir su decisión de no informar a la policía e incluso añadiendo que estaba empezando a lamentarlo, puesto que después de todos esos años todavía no había encontrado el menor rastro.
—No lo lamente —dijo Simon Aronov—. Ese crimen es obra de un hábil asesino y sólo habría conseguido enredar las pistas. Lo único que deploro es no haber intentado ponerme antes en contacto con usted. Varios acontecimientos me lo han impedido y es una lástima. Pero, para que no haya salido nada a la luz durante tanto tiempo es preciso que el zafiro, allí donde se encuentre, esté bien escondido. La persona que se atrevió a robar una piedra semejante tuvo que trabajar por encargo, tener un cliente muy importante y discreto. Intentar venderlo a un joyero cualquiera hubiera sido una locura. Su aparición en el mercado, además de que le habría dado la voz de alarma, habría causado sensación, atraído a la prensa…
—Dicho de otro modo: no debo albergar ninguna esperanza de volver a verlo, salvo quizá dentro de varios años, cuando muera el que lo tiene, por ejemplo. En realidad —añadió con amargura—, usted debería estar muy interesado en buscar a esa persona. ¿No es el último dueño del zafiro, por hablar en los mismos términos que su predicción?
—No bromee con eso. Y no juegue con las palabras: el hombre en cuestión es usted. No le he dado todos los detalles, pero dejemos eso por el momento. Por supuesto que voy a ponerme a la caza y captura. Y usted va a ayudarme, como también me ayudará a recuperar las otras tres piedras. Hasta ahora, como creía que el zafiro lo tenía localizado, me he dedicado por entero a ellas.
—¿Y tiene alguna pista?
—En lo que se refiere al ópalo y al rubí, las que tengo son todavía bastante confusas. Una es posible que esté en Viena, con el tesoro de los Habsburgo, y la otra en España. El diamante, en cambio, estoy seguro de que se encuentra en Inglaterra. Pero, siéntese, voy a contarle… ¡mmm!, este café está frío.
—No pasa nada —dijo Morosini, cuya curiosidad iba en aumento—. Yo no quiero más.
—Usted quizá no, pero yo sí. Ya le dije que bebía mucho. Pero puedo ofrecerle otra cosa. ¿Un poco de brandy tal vez, o de coñac?
—Ni lo uno ni lo otro. En cambio, tomaría con mucho gusto un poco de su excelente vodka —dijo Morosini, confiando en que, tal como era costumbre en el país, el alcohol iría acompañado de unos zakuskis. Empezaba a sentir hambre y la idea de hacer el largo viaje de regreso sin haber comido algo le angustiaba un poco.
El sirviente oriental, que había acudido al oír unas palmadas, recibió unas órdenes en una lengua desconocida, y en cuanto se hubo marchado, Morosini, apasionado ya por el asunto, retomó el hilo de la conversación.
—Decía que, al parecer, el diamante está en Inglaterra, ¿no?
—Estoy casi seguro, y en cierto sentido es bastante natural. En el siglo XV pertenecía al rey Eduardo IV, cuya hermana, Margarita de York, iba a casarse con el duque de Borgoña, el famoso Carlos llamado el Temerario. Formó parte de la dote de la novia junto con otras maravillas. Lo llamaban la Rosa de York. Pero el borgoñón no lo conservó mucho tiempo; desapareció después de la batalla de Grandson, en la que los suizos de los cantones saquearon el tesoro del Temerario, derrotado en 1476. Desde entonces se consideraba perdido, pero resulta que dentro de seis meses un joyero británico va a ponerlo en venta en Londres, a través de Christie…
—Un momento —lo interrumpió Morosini, bastante decepcionado—. Dígame qué pinto yo ahí. Pídale al señor Amschel que se lo compre, como acostumbra a hacer.
Por primera vez, el Cojo se echó a reír.
—No es tan sencillo. La piedra que será sacada a subasta es una copia. Igual de fiel que este zafiro y procedente del mismo taller —dijo Aronov cogiendo la espléndida pieza, que se había quedado sobre la mesa—. Los expertos no lo notarán, créame, y la venta será anunciada a bombo y platillo.
—Debo de ser tonto, pero sigo sin comprender. ¿Qué espera, entonces?
—¿Tan poco conoce a los coleccionistas? No hay nadie más celoso y orgulloso que esos animales, y con eso cuento: espero que la venta haga salir de su agujero al diamante auténtico… y que usted esté allí para asistir al milagro.
Morosini no contestó enseguida; como entendido en la materia, apreciaba la táctica de Aronov, en la práctica la única capaz de empujar a un coleccionista a declararse poseedor de una pieza. Él conocía a dos o tres de ese estilo, que ocultaban a todo trance un tesoro en ocasiones obtenido empleando medios discutibles, pero incapaces de no protestar sí, por ventura, un tipo tenía el atrevimiento de afirmar que se hallaba en posesión de la maravilla. Callar resulta en tales casos imposible porque bajo el silencio se arrastra un gusano que no deja vivir: el de la duda. ¿Y si el otro tuviera razón? ¿Y si la piedra auténtica fuera la suya, no la que él va a contemplar todos los días al fondo de un sótano secreto con el mayor de los misterios?
Mientras pensaba su mirada se dirigió casi maquinalmente a la copia del zafiro y la risa del Cojo se dejó oír de nuevo.
—Evidentemente —dijo, adivinando el pensamiento del príncipe—, se podría actuar del mismo modo con este que voy a darle para que haga de él tal uso cuando le parezca oportuno. Eso sí, no olvide —añadió, cambiando bruscamente de tono— qué desde el momento en que decida utilizarlo estará en peligro, porque quien tiene el auténtico no puede ser un apacible aficionado, ni siquiera uno apasionado. Yo no soy el único que conoce el secreto del pectoral. Lo buscan otros que están dispuestos a todo para apropiárselo, y ésa es la principal razón de que lleve una existencia oculta.
—¿Tiene alguna idea de quiénes son esos «otros»?
—Por el momento no tengo nombres, pero hay indicios claros. Un «orden negro» va a precipitarse muy pronto sobre Europa, una anticaballería, la negación irracional de los valores humanos más nobles. Será, ya lo es, enemiga jurada de mi pueblo, que tendrá que temer cualquier cosa de ella, a no ser que Israel pueda renacer a tiempo para evitarlo. De modo que lleve cuidado. Si descubren que está ayudándome se convertirá en su blanco y no olvide que con esa gente todo está permitido. Tiene la posibilidad de rechazar mi propuesta, claro está; sin duda es injusto pedir a un cristiano que arriesgue la vida por unos judíos.
Por toda respuesta, Morosini se guardó el zafiro.
—Si le dijera que esta historia empieza a divertirme —dijo, dedicando a su anfitrión la más impertinente de sus sonrisas—, le escandalizaría, y sin embargo no puede ser más cierto. Prefiero tranquilizarlo diciéndole que quiero el pellejo del asesino de mi madre, sea quien sea. Jugaré con usted… hasta el final.
Aronov clavó su ojo único en los ojos chispeantes de su visitante.
—Gracias —dijo.
El sirviente acababa de aparecer llevando una gran bandeja en la que junto a la cafetera había una botella helada, un vaso, unas servilletas de papel y el plato de zakuskis que esperaba Morosini.
—Creo que ha llegado el momento de que me diga qué debo saber para no cometer errores: la fecha de la venta en Christie, por ejemplo, el nombre del joyero inglés y algunos detalles más.
Mientras su invitado comía, Simon Aronov continuó hablando largo rato con una sabiduría que fascinó a Morosini. Ese asombroso hombre presentaba cierta semejanza con el espejo negro del mago Luc Gauric: uno podía contemplar en él su propia imagen, pero también poseía la virtud de reflejar, de un modo igualmente real, el pasado y el futuro. Escuchándolo, su nuevo aliado tuvo la certeza de que su cruzada era santa y de que juntos podrían llevarla a término.
—¿Cuándo volveremos a vernos? —preguntó.
—No lo sé, pero le pido que me deje tomar la iniciativa de nuestros encuentros. No obstante, si tuviera necesidad de ponerse en contacto conmigo urgentemente, envíe un telegrama a la persona cuya dirección voy a darle. Si encontraran ese papel, no tendría ninguna consecuencia; se trata del apoderado de un banco de Zurich. Pero no se dirija nunca a Amschel, a quien tendrá ocasión de volver a ver, por lo menos en Christie, donde me representará. No deben verlos juntos nunca más. Los mensajes que mande a Suiza deben ser triviales: el anuncio de la próxima puesta en venta de un objeto interesante para ponerla en conocimiento de un cliente, por ejemplo, o incluso de una transacción cualquiera. Su firma bastará para que el destinatario comprenda.
—De acuerdo —dijo Aldo, guardándose el papel en el bolsillo con la firme intención de aprenderse de memoria lo que ponía y destruirlo—. Bien, creo que ya no me queda más por hacer aquí que despedirme.
—Un momento, por favor. Se me olvidaba una cosa importante. ¿Tiene posibilidad de pasar por París próximamente?
—Desde luego. Me marcho el jueves en el Nord-Express y puedo quedarme allí uno o dos días.
—Entonces no deje de ir a ver a uno de mis escasísimos amigos, que le será de gran utilidad en lo relacionado con nuestros asuntos. Puede confiar plenamente en él, aunque a primera vista parezca un chiflado. Se llama Adalbert Vidal-Pellicorne.
—¡Dios mío, vaya nombre! —exclamó Morosini riendo—. ¿Y a qué se dedica?
—Oficialmente es arqueólogo. Oficiosamente también, pero a eso añade toda clase de actividades. Entre otras cosas, entiende mucho de piedras preciosas y, sobretodo, conoce a todo el mundo, es capaz de introducirse en cualquier círculo. Además, es un fisgón de mucho cuidado. Creo que le parecerá divertido. Deme el papel y le anotaré también su dirección.
Hecho esto, Simon Aronov se levantó tendiendo una mano firme y cálida que Aldo estrechó con placer. De este modo quedó sellado entre ellos un acuerdo que no necesitaba ningún papel.
—Le estoy infinitamente agradecido, príncipe. Lamento obligarle a hacer otro viaje subterráneo, pero, por si alguien lo hubiera visto, es imprescindible que salga de la misma casa en la que ha entrado. Es una de las dos viviendas de mi fiel Amschel; la otra está en Frankfurt.
—Lo entiendo perfectamente. ¿Me permite una pregunta antes de irme?
—Por supuesto.
—¿Vive siempre en Varsovia?
—No. Tengo otras residencias, e incluso otros nombres, con los que quizá me vea en alguna ocasión, pero aquí es donde me siento en mi casa, por eso la oculto tan celosamente —respondió, con una de las sonrisas que a Aldo le parecían tan atrayentes—. De todas formas, volveremos a vernos. Le deseo suerte. Puede pedir al banco de Zurich el dinero que necesite. Rezaré para que la ayuda de Aquel cuyo nombre no debe ser pronunciado le sea concedida.
No faltaba mucho para medianoche cuando Morosini regresó por fin al hotel Europa.
3
Los jardines de Wilanow
Cuando miró por la ventana a la mañana siguiente, a Aldo le costó dar crédito a lo que veía. Gracias a la magia de un sol radiante, la ciudad de ayer, fría, melancólica y gris, se había transformado en una capital rebosante de vida y de animación, seductor marco de un pueblo joven y ardiente que vivía apasionadamente la reunificación de su vieja tierra, gloriosa, indomable, pero durante demasiado tiempo dividida. Desde hacía cuatro años Polonia respiraba el aire vivificador de la libertad y se notaba. Y al visitante indiferente del día anterior le pareció de pronto acogedora. Tal vez porque esa mañana le recordaba a Italia. La gran plaza que se extendía entre el hotel Europa y un cuartel en plena actividad se parecía bastante a una piazza italiana. Estaba llena de niños, de conductores de coches de punto y de jóvenes oficiales que paseaban sus grandes sables con la misma gravedad que sus iguales de la Península.
Repentinamente impaciente por mezclarse con ese amable bullicio y por montar en uno de esos vehículos, Morosini se apresuró a asearse, tomó un desayuno que le pareció lamentablemente occidental y, desechando el gorro de piel del día anterior, salió a la luz dorada.
Mientras bajaba, por un momento había pensado ir a pie, pero cambió de nuevo de opinión: si quería tener una visión de conjunto, lo mejor era tomar un coche, y le indicó al portero con galones que deseaba ver la ciudad.
—Búsqueme un buen cochero —le pidió.
El hombre se apresuró a hacer señas a un coche de punto con buen aspecto, conducido por un cochero barrigón, jovial y bigotudo, que dedicó una sonrisa desdentada pero radiante a Morosini cuando este le pidió en francés que le enseñara Varsovia.
—¿Es usted francés, señor?
—A medias. En realidad, soy italiano.
—Es prácticamente lo mismo. Será un placer mostrarle la Roma del norte. ¿Sabía que la llaman así?
—Lo he oído decir, pero no comprendo por qué. Anoche di un paseo y no me pareció que tuviera muchos vestigios antiguos.
—Lo comprenderá enseguida. Boleslas conoce la capital mejor que nadie.
—Y yo añado que habla francés muy bien.
—Aquí todo el mundo habla esa hermosa lengua. Francia es nuestra segunda patria. ¡Adelante!
Dicho esto, Boleslas se encasquetó la gorra de paño azul adornada con una especie de corona de marqués de metal plateado y chascó la lengua para que el caballo se pusiera en marcha. Como todos los cocheros, llevaba varios números de hierro sujetos a un botón situado cerca del cuello y que le colgaban sobre la espalda como una etiqueta. Morosini, intrigado, le preguntó el motivo de esa curiosa exhibición.
—Es un recuerdo de la época en que la policía rusa actuaba aquí —gruñó el cochero—. Servía para identificarnos mejor. Otro recuerdo son los faroles que ha debido ver por la noche colgados delante de las casas. Como estamos acostumbrados, no hemos cambiado nada.
Y la visita empezó. A medida que se desarrollaba, Morosini consideraba cada vez más acertada la elección del portero del hotel. Boleslas parecía conocer todas las casas ante las que pasaban. Sobre todo los palacios, que dieron al visitante la clave del sobrenombre de Varsovia: había tantos como en Roma. En la Krakowskie Przedmiescie, la gran arteria de la ciudad, eran numerosísimos, algunos construidos por arquitectos italianos aunque sin el aspecto macizo de las grandes mansiones romanas. Edificados muchos de ellos sobre planta rectangular y flanqueados por cuatro pabellones, vestigios de antiguos bastiones fortificados, tenían grandes patios y altos tejados recubiertos de cobre oxidado que contribuían no poco al encanto multicolor de la ciudad. Boleslas le mostró los palacios Tepper, donde Napoleón conoció a María Walewska y bailó con ella una contradanza; Krasinsski, donde el futuro mariscal Poniatowski hizo bendecir las banderas de los nuevos regimientos polacos; Potocki, donde Murat dio fiestas soberbias; Soltyk, donde vivió un tiempo Cagliostro; Pac, sede de la embajada de Francia durante el reinado de Luis XV, donde se escondió Stanislas Leczinski, el futuro suegro del rey; Miecznik, cuya dama fue la musa de Bernardin de Saint-Pierre… Aldo acabó por protestar:
—¿Está seguro de que no me está enseñando París? —dijo—. Todo está relacionado con Francia y con los amores de los franceses.
—Porque entre Francia y nosotros hay una historia de amor que perdura, y no me diga que a un italiano no le gusta el amor. Sería el mundo al revés.
—El mundo seguirá al derecho; yo soy tan sensible al amor como mis compatriotas, pero ahora me gustaría visitar el castillo.
—Tiene tiempo antes de comer. Podrá ver también la casa de Chopin y la de la princesa Lubomirska, una mujer encantadora que, por amor, fue a Francia durante la Revolución sabiendo que la ejecutarían.
—¿Otra vez el amor?
—No escapará a él. Esta tarde, si sigue confiando en mí, lo llevaré a ver el castillo de Wilanow, construido por el rey Sobieski para su esposa… francesa.
—¿Por qué no?
A mediodía, el viajero decidió comer en la cukierna de la plaza del castillo, una pastelería cuya florida terraza quedaba sobre la calle. Unas muchachas vestidas como enfermeras le sirvieron un surtido de cosas deliciosas que regó con té. Siempre le habían gustado los pasteles y a veces le parecía divertido hacer una comida a base de esos caprichos, pero Boleslas, a quien había invitado, se negó a acompañarlo porque prefería alimentos más sustanciosos y prometió volver a buscar a su cliente dos horas más tarde.
Aldo se alegró de que hubiera rechazado su propuesta; el cochero era hablador y el rato de aislamiento de que disfrutó en aquel lugar, entre café y salón de té, le resultó muy grato. Morosini degustó unos mazurki, especie de pasteles de estilo vienes cuyo relleno parecía variar hasta el infinito, y unos nalesniki, tortitas calientes con mermelada, admirando algunos encantadores rostros. Era muy agradable no pensar en nada y tener la impresión de estar de vacaciones.
Prolongó esa sensación fumando un aromático puro mientras el trote alegre del caballo lo conducía al sur de la capital. Su automedonte, reducido momentáneamente al silencio, hacía la digestión dormitando y dejaba que su vehículo avanzara prácticamente solo por un camino habitual. El buen tiempo de la mañana empezaba a cambiar. Se había levantado un poco de viento que empujaba hacia el este unas nubes grisáceas, tras las cuales el sol desaparecía de vez en cuando, pero el paseo era agradable.
A Morosini le gustó Wilanow. Con sus terrazas, sus balaustres y sus dos graciosas torrecillas cuadradas, cuyos tejados de varios pisos se daban aires de pagoda, el castillo barroco erigido en medio de los jardines no carecía de encanto. Poseía lo necesario para seducir a una mujer bonita y coqueta, como sin duda era Marie-Casimire de la Grange d'Arquien, perteneciente a la alta nobleza nivernesa, a quien el amor, por hablar como Boleslas, convirtió en reina de Polonia cuando, en principio, no era ese su destino.
Aldo conocía su historia por su madre, cuyos antepasados eran primos de los duques de Gonzaga: una de sus más bellas flores, Louise-Marie, tuvo que casarse, por orden de Luis XIII, con el rey Ladislas IV cuando estaba perdidamente enamorada del apuesto Cinq-Mars. Llevó con ella a Marie-Casimire, su dama de honor preferida. Una vez en Polonia, esta se casó primero con el anciano pero rico príncipe Zamoyski y, tras enviudar al poco tiempo, con el gran mariscal de Polonia Juan Sobieski, en quien despertó una ardiente pasión. Cuando este último se convirtió en rey con el nombre de Juan III, elevó al trono a la mujer que amaba y mandó construir para ella ese palacio de verano mientras él se iba a conquistar una gloria si no universal, al menos europea, cerrando a los turcos en Viena el paso hacia Occidente y haciéndolos volverse a sus tierras.
Un guía refrescó la memoria del visitante, quien, escuchándolo, entendía cada vez menos los arrebatos líricos de su cochero sobre ese «amor de leyenda». Sobieski era legendario, desde luego, pero no podía decirse lo mismo de Marie-Casimire, mujer ambiciosa e intrigante que influyó de forma desastrosa en la política de su marido, lo enemistó con Luis XIV y, tras su muerte, no paró hasta que la Dieta polaca la envió a su país natal.
El interior del castillo resultó ser bastante decepcionante. Los rusos se habían llevado mucho de lo que contenía inicialmente. Tan sólo algunos muebles —y numerosos retratos— recordaban al gran rey. No obstante, el anticuario admiró sin reserva una encantadora arquimesa florentina, regalo del papa Inocencio IX, un espejo espléndidamente trabajado que había reflejado el evidentemente bonito rostro de la reina y una tabla de Van Iden procedente de un clavecín que la emperatriz Leonor de Austria le había regalado a aquella.
A medida que recorría las estancias, muchas de ellas vacías, Aldo se sentía invadir por una extraña melancolía. Era prácticamente el único visitante y aquel lugar profundamente silencioso estaba acabando por producirle una especie de congoja. Se preguntó qué había ido a hacer allí y lamentó no haberse quedado en la ciudad. Pensando que los jardines, bañados de nuevo por el sol, le devolverían el buen humor, decidió salir a la terraza desde la que se dominaba un brazo del Vístula para admirar, al borde del agua, los árboles gigantes que según decían había plantado Sobieski en persona. Fue entonces cuando vio a la chica.
No debía de haber cumplido los veinte años, pero poseía una belleza sorprendente: alta y espigada, con cabellos de un rubio de oro puro, ojos claros y una boca arrebatadora, llevaba con una elegancia perfecta un abrigo de paño azul ribeteado de piel de zorro blanco y un gorro a juego que le daba la apariencia de un personaje de Andersen. Parecía presa de una viva emoción y hablaba exaltadamente con un muchacho moreno, Romántico y con la cabeza descubierta, que no tenía aspecto de ser más feliz que ella pero en cuya presencia Aldo, acaparada su atención por la desconocida, ni siquiera había reparado.
Por lo que podía deducir de la actitud de los dos jóvenes, se trataba de una escena de ruptura o algo similar. La chica parecía rogar, suplicar. Tenía lágrimas en los ojos, y el muchacho también, pero, aunque hablaban bastante fuerte, Morosini no entendía una palabra de lo que decían. Lo único que comprendió fue el nombre de los protagonistas. La bella joven se llamaba Anielka, y su compañero, Ladislas.
Parapetado por discreción detrás de un tejo podado, siguió con interés el apasionado diálogo. Anielka imploraba sin parar a un Ladislas encastillado más firmemente que nunca en su dignidad. ¿Se trataría quizá de la clásica historia entre la muchacha rica y el chico pobre pero orgulloso, que quiere compartir su miseria pero no la fortuna de la amada? Con sus ropas negras y amplias, la imagen de Ladislas se acercaba bastante a la de un nihilista o un estudiante iluminado, y el espectador escondido no comprendía por qué aquella encantadora jovencita estaba tan interesada en él; sin duda era incapaz de ofrecerle un porvenir digno de ella, o simplemente un porvenir sin más. ¡Y ni siquiera era muy guapo!
De pronto, el drama alcanzó su punto álgido. Ladislas estrechó a Anielka entre sus brazos para darle un beso demasiado apasionado para no ser el último; luego, apartándose de ella pese a una tentativa desesperada de la joven por retenerlo, se alejó a toda prisa, haciendo ondear al frío viento un abrigo demasiado largo y una bufanda gris.
Anielka no intentó seguirlo. Se acodó en la balaustrada, se inclinó hasta dejar que su cabeza descansara sobre sus brazos y se puso a llorar. Aldo, por su parte, permaneció inmóvil sin saber muy bien qué hacer. No se veía yendo a ofrecer banales palabras de consuelo a la desesperada, pero, por otro lado, le resultaba imposible marcharse y dejarla allí, sola con su pena.
La joven se incorporó y permaneció un rato de pie, con las manos apoyadas en la piedra, muy erguida, mirando el paisaje que se extendía a sus pies; luego se resolvió a irse. En cuanto a Aldo, decidió seguirla. Pero, en lugar de dirigirse hacia la entrada del castillo, la muchacha tomó la escalera que llevaba a orillas del río, cosa que no dejó de inquietar a Morosini, presa de un extraño presentimiento.
A pesar de que el paso del príncipe era ligero y silencioso, ella se percató enseguida de su presencia y echó a correr con una rapidez que le sorprendió. Sus finos pies, calzados con zapatos de ante azul, volaban sobre la grava del camino. Iba directa al río y esta vez, disipada su última duda, Aldo se lanzó en su persecución. Él también corría deprisa; desde su vuelta de la cautividad había tenido tiempo de hacer deporte —natación, atletismo y boxeo— y se encontraba en plena forma física. Sus largas piernas disminuyeron la ventaja de la chica, pero no logró alcanzarla hasta llegar a la orilla misma del Vístula. Ella profirió un grito estridente y se debatió con todas sus fuerzas pronunciando palabras incomprensibles, aunque no parecían muy amables. Él la zarandeó con la esperanza de que callaría y se tranquilizaría.
—¡No me obligue a abofetearla para conseguir que se calme! —dijo en francés, esperando que perteneciera a la mayoría francófona de su país. Su deseo se cumplió.
—¿Quién le ha dicho que necesito que me calmen? Además, ¿por qué se entromete? ¡Vaya idea, dedicarse a perseguir a la gente y abalanzarse sobre ella!
—Cuando la gente se dispone a cometer una solemne tontería, es un deber impedírselo. ¿O acaso va a decirme que no tenía intención de arrojarse al agua?
—Y si fuera así, ¿qué? ¿A usted qué le importa? ¿Lo conozco acaso?
—Reconozco que somos unos desconocidos el uno para el otro, pero quiero que sepa por lo menos una cosa: soy un hombre con gusto y no soporto ver destruir una obra de arte. Eso es lo que usted estaba a punto de hacer, de modo que he intervenido. Y doy gracias a Dios por haberme permitido alcanzarla antes de que se zambullera; no me habría hecho ninguna gracia meterme en esa agua gris que debe de estar helada.
—¿La obra de arte soy yo? —preguntó la joven en un tono un poco más sosegado.
—¿Ve a alguien más? Vamos, jovencita, ¿y si intentara contarme sus penas? Sin querer, al salir del castillo he sido testigo involuntario de una escena que parece haberle causado un gran disgusto. No hablo su lengua, así que no he entendido gran cosa, salvo quizá que usted ama a ese muchacho y que él la ama a usted, pero quiere hacerlo poniendo sus propias condiciones. ¿Me equivoco?
Anielka alzó hacia él una mirada titilante de lágrimas. ¡Qué ojos tan bonitos tenía! Eran exactamente del mismo color que un río de miel al sol. Morosini sintió de pronto un furioso deseo de besarla, pero se contuvo pensando que, después del apasionado beso del enamorado, el suyo sin duda le resultaría desagradable.
—No se equivoca —dijo ella suspirando—. Nos amamos, pero si no puedo ir con él es porque no soy libre.
—¿Está casada?
—No, pero…
La frase quedó en el aire y una expresión de angustia marcó el encantador rostro de la muchacha, que miraba algo por encima del hombro de Morosini. Un tercer personaje acababa de hacer su aparición. Aldo tuvo la certeza de que así era al oír el ruido de una respiración a su espalda. Se volvió. Un hombre tremendamente corpulento y vestido como un sirviente de buena casa estaba detrás de él, con su sombrero hongo en la mano. Sin siquiera dirigirle una mirada, pronunció unas palabras con voz gutural. Anielka bajó la cabeza y se apartó de su compañero.
—¡Qué desagradable es no entender nada! —exclamó este—. ¿Qué ha dicho?
—Que están buscándome por todas partes, que mi padre está muy preocupado… y que debo volver a casa. Discúlpeme.
—¿Quién es?
—Un sirviente de mi padre. Déjeme pasar, por favor.
—Me gustaría volver a verla.
—Pues yo no tengo ningunas ganas, de modo que no hay más que hablar. No le perdonaré nunca que se haya interpuesto en mi camino. De no ser por usted, a estas horas estaría tranquila… Ya voy, Bogdan.
Durante el breve diálogo, el hombre no se había movido, limitándose a tender a la joven el gorro de piel que había perdido mientras corría. Ella lo cogió, pero no se lo puso. Echándose hacia atrás con gesto cansado los largos y sedosos mechones de su cabellera suelta, al tiempo que con la otra mano se ajustaba el abrigo, se dirigió sin volverse hacia la verja del castillo.
Morosini, impresionado, se dio cuenta de que el día se había vuelto gris, oscurecido por la bruma que subía del río. Ninguna mujer lo había tratado nunca con esa mezcla de desprecio y descaro, y había tenido que hacerlo precisamente la única que le había gustado desde su ruptura con Dianora. Ni siquiera sabía su apellido; sólo su encantador nombre de pila. Claro que ella no se había molestado en averiguar el suyo. Aldo se sintió todavía más intrigado que humillado.
Las dos siluetas empezaban a desaparecer en la gran alameda cuando se decidió por fin a ir tras ellas. Echó a correr como si su vida dependiera de ello.
Cuando llegó al imponente pórtico de los pilares rematados por estatuas, a través del cual se accedía al castillo y ante el que el cochero y su vehículo lo esperaban, vio a la joven montar en una limusina negra mientras Bogdan le mantenía abierta la portezuela. Después, este se instaló en el asiento del conductor y arrancó. Morosini ya había llegado a la altura de Boleslas, que, sin duda a falta de otras distracciones, observaba también la partida de la limusina fumando un cigarrillo, y montando en el vehículo ordenó:
—¡Deprisa! ¡Siga a ese coche!
El cochero se echó a reír a carcajadas.
—No creerá que mi caballo puede seguir a un monstruo como ese, ¿verdad? Está muy sano y no quiero matarlo… aunque me ofreciera una fortuna. Pídame otra cosa.
—¿Qué voy a pedirle? —refunfuñó Morosini—. A no ser que sepa de quién es ese coche…
—Eso es algo razonable, ¿ve? Pues claro que lo sé. Habría que estar ciego y ser tonto para no conocer a la chica más guapa de Varsovia. El coche pertenece al conde Solmanski y la señorita se llama Anielka. Debe de tener dieciocho o diecinueve años.
—¡Fantástico! ¿Y sabe dónde viven?
—Por supuesto. ¿Quiere que se lo indique de vuelta al hotel?
—Si lo hace, le estaré muy agradecido —dijo Morosini, tendiéndole un billete que el hombre se guardó sin complejos.
—Eso se llama comprender el agradecimiento —dijo este riendo—. Los Solmanski no viven en la zona del Europa, sino en la Mazowieka.
Volvieron al mismo paso que a la ida, lo que dio a los ocupantes de la limusina tiempo de llegar. Así pues, cuando el coche de punto pasó sin detenerse por delante de su casa, allí todo estaba en calma. Morosini se limitó a apuntar el número y a fijarse en los ornamentos del porche, prometiéndose regresar por la noche. Tal vez fuera una tontería, teniendo en cuenta que se marchaba al día siguiente, pero sentía el vivo deseo de saber un poco más sobre Anielka y de conseguir ver de nuevo su encantador rostro.
Sin embargo, en el hotel lo esperaba una doble sorpresa. Primero en su habitación, donde un rápido vistazo le indicó que había sido visitada. No faltaba nada en su equipaje, todo estaba en orden, pero para un hombre tan observador como él no cabía ninguna duda: habían registrado sus cosas. ¿En busca de qué? Ésa era la cuestión. El único objeto de algún interés, la copia del zafiro, no salía de sus bolsillos. ¿Entonces…? ¿Quién podía tener interés en un viajero que había llegado el día anterior —y por añadidura desconocido— hasta el punto de registrar sus cosas? Era bastante absurdo, pero Morosini se negó a darle más vueltas al asunto. Quizá se tratara de un vulgar ratero de hotel en busca de una ganga en la habitación de un cliente que por su aspecto parecía adinerado. En tal caso, podía resultar instructivo observar un poco la fauna del Europa.
Aldo decidió cenar allí mismo, se aseó rápidamente, se cambió el traje por un esmoquin, salió de la habitación y bajó al vestíbulo, ese corazón palpitante de todo gran hotel que se precie, donde pidió un periódico francés antes de ir a sentarse en un sillón protegido de las corrientes de aire por una enorme aspidistra. Desde allí podía vigilar la puerta giratoria, el mostrador de la recepción, la gran escalera y la entrada del bar.
Como todos los grandes hoteles de una generación que había visto la luz a principios del siglo XX, el Europa hacía gala de una falta total de imaginación en lo relativo a su decoración. Al igual que en su homónimo de Praga, los dorados se codeaban con las vidrieras modern style, los frescos y las estatuas, los apliques y las arañas de bronce. Sin embargo, había algo diferente y bastante simpático: un ambiente más cálido, casi familiar. Las personas que se sentaban en torno a las mesas o en los sillones se saludaban sin conocerse con una sonrisa o un ademán de la cabeza, lo que permitía suponer que pertenecían al pueblo polaco, uno de los más corteses y amables del mundo. Tan sólo una pareja norteamericana que parecía aburrirse prodigiosamente y un viajero belga, rollizo y solitario, que devoraba los periódicos bebiendo cerveza rompían un poco el encanto.
Morosini, que fingía leer, intentaba adivinar observando a aquellas personas —había algunas mujeres bonitas que parecían hermanas más rubias de las que uno se encontraba en París, en el Ritz o en el Claridge— quién podía ser su visitante, cuando de repente sucedió algo: todas las cabezas se volvían hacia la gran escalera, por cuyos peldaños, cubiertos con una alfombra roja, una mujer descendía lentamente. ¿Una mujer? Más bien una diosa a la que Aldo, trasladado muchos años atrás, identificó al primer golpe de vista. El fabuloso abrigo de chinchilla no era el mismo que el de la Navidad de 1913, pero el porte de reina, el rubio nacarado y los ojos de aguamarina eran exactamente igual que como los recordaba: quien se acercaba, dejando arrastrar tras de sí el largo vestido de terciopelo negro ribeteado de la misma piel, era ni más ni menos que Dianora.
Al igual que antes en Venecia, no se apresuraba, sin duda para saborear el silencio provocado por su llegada y las miradas de admiración que se alzaban hacia su luminosa imagen. Se detuvo a media escalera, con una mano apoyada en la barandilla de bronce, y examinó el vestíbulo como si buscara a alguien.
Desde el bar, un joven con frac se precipitó hacia ella subiendo los escalones de dos en dos, con la prisa un poco torpe de un cachorro que ve llegar a su ama. Dianora lo recibió con una sonrisa, pero no se movió; seguía mirando hacia abajo, y Aldo, cuya mirada se cruzó con la suya, se dio cuenta de que era a él a quien observaba, con una ceja un poco levantada por la sorpresa y una sonrisa en los labios.
Morosini dudó un instante sobre el comportamiento que debía adoptar; luego cogió de nuevo el periódico con mano un tanto trémula pero con determinación, totalmente decidido a no dejar traslucir ni un ápice su emoción. Sin embargo, si esperaba escapar a su pasado, se equivocaba. Mientras acababa de bajar la escalera, la joven dijo unas palabras al chico del frac, que pareció un poco sorprendido pero se inclinó y volvió al bar. Morosini, imperturbable, no se movió pese a que una ligera corriente de aire le llevaba una ráfaga de un perfume familiar.
—¿Por qué finges leer como si no me hubieras visto, querido Aldo? —preguntó la voz de sobra conocida—. No es una actitud muy galante. ¿O acaso he cambiado mucho?
Sin la menor prisa, él dejó la hoja impresa y se levantó para inclinarse sobre una pequeña mano en la que resplandecían unos diamantes.
—Sabes muy bien que no, amiga mía. Sigues siendo igual de bella —dijo en un tono sereno que lo sorprendió—, pero es posible que acercándote a mí corras cierto peligro.
—¿Cuál, Dios mío?
—El de no ser bien recibida. ¿No se te ha pasado por la cabeza que yo no desee nuevos encuentros?
—¡No digas tonterías! Hemos compartido momentos agradables, me parece. ¿Por qué no iba a causarnos placer volver a vernos?
Sonriente y segura de sí misma, tomó asiento en un sillón al tiempo que abría el abrigo, lo que permitió a Morosini constatar que había conservado el gusto por las gargantillas altas, que tan bien sentaban a su cuello flexible y delicado. Esta, de esmeraldas y diamantes, era de una rara belleza, y Aldo olvidó por un instante a la joven para admirar sin reserva la joya, una joya que recordaría si la hubiera visto antes y que Dianora no poseía cuando era la esposa de Vendramin. Si hubiera hecho lo que tenía ganas de hacer, habría buscado en su bolsillo la lupa de joyero de la que nunca se separaba para examinar el objeto más de cerca, pero la cortesía exigía que mantuviera la conversación.
—Me alegro de que sólo conserves recuerdos buenos —dijo fríamente—. Es posible que no tengamos los mismos. El último que me queda no es de los que gusta rememorar, sobre todo en el vestíbulo de un hotel.
—Entonces no lo rememores. Que Dios me perdone, Aldo, ¿tan resentido estás conmigo? —repuso ella con más seriedad—. Sin embargo, no creo haber cometido una falta tan grande dejándote. La guerra acababa de estallar… y no teníamos futuro.
—¿Sigues estando convencida de eso? Podías haberte convertido en mi mujer, como te rogué, y haber hecho lo mismo que las demás esposas de soldados: esperar.
—¿Tres años? ¿Tres largos años? Perdona, pero yo no sé esperar, nunca he sabido. Lo que quiero, lo que deseo, debo tenerlo en el acto. Y tú estuviste mucho tiempo preso. No habría podido soportarlo.
—¿Qué habrías hecho? ¿Me habrías engañado?
Lejos de intentar desviar la mirada, ella clavó sus ojos límpidos en él con aire pensativo.
—No lo sé —respondió con una franqueza que provocó una mueca en su interlocutor.
—¿Y tú afirmabas que me amabas? —dijo él con una amargura teñida de desdén.
—Claro que te amaba…, quizás incluso todavía siento por ti… algo —añadió con esa sonrisa a la que él era incapaz de resistirse en la época de sus amores—. Pero la pasión se adapta mal a la vida cotidiana, sobre todo en tiempos de guerra. Aunque no lo creyeras, tenía que protegerme. Dinamarca está muy cerca de Alemania y yo seguía siendo para todos una extranjera, casi una enemiga. Pese a llevar una corona de condesa veneciana, no podía sino ser sospechosa.
—No lo habrías sido si hubieras aceptado llevar una corona principesca. Nadie la toma con una Morosini sin exponerse a pillarse los dedos. Junto a mi madre no tenías nada que temer.
—Ella no me quería. Además, cuando dices que no tenía nada que temer, olvidas una cosa: que al volver de la guerra tuviste que ponerte a trabajar. Porque desde luego no te has hecho anticuario de buen grado.
—Más de lo que crees. Mi oficio me apasiona. Pero, si te he entendido bien, ¿intentas decirme que, de haberte convertido en mi mujer, habrías tenido que temer la pobreza? ¿Es eso?
—Sí, lo admito —dijo ella con esa franqueza sin matices que siempre la había caracterizado—. Aunque no hubieran comenzado las hostilidades, no me habría casado contigo porque sospechaba que no podrías mantener tu tren de vida durante muchos años más, y, qué quieres, yo siempre he temido las estrecheces desde que dejé la casa paterna. No éramos ricos y lo pasé mal. No se puede imaginar lo que es eso cuando siempre se ha conocido la opulencia —añadió, jugueteando con una pulsera que debía de sumar una buena cantidad de quilates—. Antes de casarme con Vendramin, no sabía lo que era un par de medias de seda.
—En cualquier caso, ahora no pareces estar necesitada. Pero, ahora que lo pienso, ¿cómo es que estás tan informada sobre mis asuntos? No se te ha visto desde hace mucho en Venecia, que yo sepa…
—No, pero sigo teniendo amigos allí.
Él le dedicó la sonrisa a la vez burlona e indolente que raramente dejaba de causar efecto.
—¿Luisa Casati, por ejemplo?
—Así es. ¿Cómo lo sabes?
—Muy sencillo: la noche que salí de Venecia para venir aquí, me había invitado a una de sus fiestas y, para atraerme, me había anunciado una sorpresa, adelantándome que me interesaba mucho ir si deseaba tener noticias tuyas. Por un momento pensé que estabas en su casa.
—No estaba. Pero tú te marchaste…
—Pues sí. ¡Qué quieres! Me he convertido en un hombre de negocios, o sea, en un hombre serio. Pero, en ese caso, me pregunto cuál sería la sorpresa.
Antes de que Dianora tuviera tiempo de responder, el joven con frac, seguramente cansado de esperar, salió del bar y se dirigió hacia ellos con expresión a la vez contrita y preocupada. Se disculpó por interrumpir un diálogo que le era ajeno y suplicó a la joven que tuviera en cuenta que el tiempo pasaba deprisa y que ya iban con retraso. Un pliegue de contrariedad se formó de inmediato en la bonita frente de Dianora.
—¡Dios, qué pesado eres, Sigismond! Por una increíble casualidad acabo de encontrarme con un amigo… querido, al que había perdido de vista hacía mucho y vienes tú a hablarme de la hora. Me entran ganas de cancelar esa cena.
Morosini se puso de pie inmediatamente y se volvió hacia el joven, que parecía a punto de echarse a llorar.
—Por nada del mundo quisiera alterar su programa de esta noche, caballero. En cuanto a ti, querida Dianora, no debes retrasarte más. Nos veremos un poco más tarde… o mañana por la mañana. Yo no me voy hasta la noche.
—No. Prométeme que me esperarás. No nos hemos dicho ni la mitad de lo que hemos acumulado durante estos años. Prométemelo o no me voy —dijo en un tono decidido—. Después de todo, apenas conozco a tu padre, el conde Solmanski, querido Sigismond, y mi ausencia no debería causarle un gran pesar.
—¡No lo creas! —exclamó el joven—. Sería una grave ofensa para él si anunciaras que no vas a asistir en el último momento. Te lo ruego, ven.
—Pues claro, querida, tienes que ir —intervino Morosini, a quien el apellido del muchacho acababa de despertar vivamente la curiosidad—. Prometo esperarte. Ven a buscarme al bar cuando vuelvas. Yo voy a comer alguna cosa aquí mismo.
—Está bien —suspiró la joven, levantándose y ajustándose el abrigo de chinchilla—, me rindo a vuestros argumentos. Vamos entonces, Sigismond. Hasta luego, Aldo.
Cuando hubo desaparecido, atrayendo todas las miradas a su paso, el príncipe se encaminó al restaurante. Un ceremonioso maître lo instaló en una mesa decorada con tulipanes rosa e iluminada por una lamparita con pantalla de color amarillo dorado. Luego le entregó una gran carta y se alejó con un saludo para dejarlo elegir los platos. Ésa no era, sin embargo, la principal preocupación de Morosini, bastante excitado ante la idea de que Dianora fuera a cenar en la casa de la Mazowieka a la que él había pensado acercarse para echar un vistazo. Tal cosa quedaba ya descartada; se enteraría de algo más cuando su bella amiga regresara, pues la mirada de una mujer es siempre mucho más sutil que la de un hombre. Sobre todo cuando hay una jovencita encantadora. Sería muy instructivo escuchar lo que le dirían sobre ella un rato más tarde.
Esta perspectiva puso de buen humor a Aldo, que pidió una cena compuesta de caviar —siempre le habían encantado esos huevecillos grises—, de kaczka, pato asado relleno de manzanas, y de esos kolduni cuya receta, según los polacos, se la dio a un enamorado, para su banquete de boda, una diosa que había ido a bañarse en el Wilejka y fue retenida por aquél mediante una artimaña. Se trataba de una especie de raviolis rellenos de carne y de tuétano de buey, aromatizados con mejorana y hervidos, que había que comerse enteros para que se rompieran en la boca. En cuanto a la bebida, para estar seguro de no equivocarse, escogió un champán, que además tendría la ventaja de ayudarle a digerir.
Mientras su mirada vagaba por el comedor, donde la cristalería y la vajilla relucían, Aldo pensaba que la vida reserva curiosas sorpresas. Dianora debía de estar muy lejos de imaginar que él la esperaba pensando en otra, y él mismo admitía de buen grado que la conversación de hacía un rato quizá se habría desarrollado de un modo muy diferente si la rubia Anielka no hubiera aparecido. La ninfa desconsolada del Vístula acababa de hacerle un gran favor volviéndolo menos sensible al asalto de recuerdos demasiado agradables. Al tiempo que le hacía sentir una emoción nueva, actuaba para él a la manera de una de esas graciosas pantallas que se colocan delante de las llamas del hogar a fin de atenuar su calor. En realidad, Aldo estaba ardiendo, pero en deseos de volver a verla.
Desgraciadamente, no le quedaba mucho tiempo si quería tomar el tren al día siguiente por la noche, y posponer su partida supondría retrasarse varios días, cuando en casa lo esperaban algunos asuntos importantes. Por otro lado, aunque se muriera de ganas, ¿valía la pena perder tiempo por una chica enamorada de otro hombre y a la que, a todas luces, él no le interesaba en absoluto? ¿Lo más sensato no sería dejarla atrás?
Todos esos interrogantes ocuparon la mayor parte de una cena que la orquesta convirtió en una especie de ducha escocesa alternando alegres mazurcas y nocturnos desgarradores.
Después de tomar café —uno de esos brebajes infames cuyo secreto poseen los hoteles—, Aldo regresó al bar, donde sólo tendría que temer la intervención de un discreto pianista y cuya atmósfera sigilosa le gustaba. Había unos hombres, sentados en altos taburetes, que conversaban en voz baja bebiendo diferentes bebidas. Él pidió un buen coñac y pasó largos minutos con la copa en la mano aspirando su aroma, mientras seguía con los ojos las volutas azuladas que ascendían de su cigarrillo.
Ya se había acabado la copa y estaba decidiendo si iba a pedir otra cuando el camarero, que acababa de contestar al teléfono interior, se acercó a su mesa.
—El señor me perdonará si me permito suponer que es el príncipe Morosini.
—En efecto.
—Debo transmitirle un mensaje. La señora Kledermann acaba de regresar y comunica a Su Alteza Serenísima que se siente demasiado cansada para prolongar la velada y que se ha retirado.
—¿La señora qué? —preguntó Aldo, sobresaltado, con la extraña sensación de que el techo acababa de caerle sobre la cabeza.
—La señora de Moritz Kledermann, esa bellísima dama a la que me ha parecido ver conversar en el vestíbulo, antes de cenar, con Su Alteza. Presenta sus excusas, pero…
Morosini estaba tan estupefacto que el camarero, preocupado, se preguntaba si no habría metido la pata cuando, de repente, su interlocutor pareció volver en sí y se echó a reír.
—Tranquilo, amigo, todo va bien. E incluso irá todavía mejor si me trae otro coñac.
Cuando el hombre volvió con la bebida, Morosini le puso un billete en la mano.
—¿Podría decirme qué habitaciones ocupa la señora Kledermann?
—Desde luego. La suite real, por supuesto.
—Por supuesto.
El suplemento de alcohol se revelaba necesario, contrariamente a lo que se podía temer, para que Aldo recuperase el equilibrio ante la tercera, y no la menor, sorpresa de la velada. El hecho de que Dianora se hubiese vuelto a casar no lo sorprendía. Hasta había llegado a suponerlo. El fasto desplegado por la joven, sus joyas fabulosas —las que le había regalado el viejo Vendramin no eran tan impresionantes—, todo hacía suponer la presencia de un hombre enormemente rico. Sin embargo, que ese hombre fuera el banquero de Zurich con cuya hija el señor Massaria le había propuesto que se casara superaba todo lo imaginable. Era incluso para morirse de risa. Si hubiera aceptado, Dianora se habría convertido en su suegra. Era un material perfecto para escribir una tragedia… o más bien una de esas tragicomedias que tanto gustan a los franceses.
La aventura era bastante divertida, merecía ser prolongada un poco. Charlar con la mujer del banquero suizo iba a ser un momento apasionante.
Levantándose por fin del sillón, Morosini se dirigió hacia la gran escalera y la subió con paso indolente. No había ninguna necesidad de preguntar en recepción para encontrar la suite real; era pan comido para un habitual de los grandes hoteles. Al llegar al primer piso, fue directamente hasta una imponente doble puerta, a la que llamó preguntándose qué motivos tendría Dianora, que sin duda viajaba sola con una doncella, para alojarse allí. En todos los grandes hoteles, la suite real se componía en general de dos salones, cuatro o cinco dormitorios y otros tantos cuartos de baño. Es verdad que no era muy amiga de la sencillez, pero…
Le abrió una doncella. Sin preguntarle nada, giró sobre sus talones y lo condujo, pasando por una antecámara, a un salón amueblado en estilo Imperio donde lo dejó solo. La habitación era majestuosa, los muebles decorados con esfinges doradas, eran de gran calidad, y algunos cuadros correctos que representaban paisajes cubrían las paredes, pero parecía más apropiada para recepciones oficiales que para charlas íntimas. Por suerte, el fuego encendido en la chimenea arreglaba un poco las cosas. Aldo fue a sentarse junto al único elemento cálido y encendió un cigarrillo.
Siguieron otros tres, y empezaba a impacientarse cuando una puerta se abrió por fin para dejar paso a Dianora. Al entrar ella, se levantó:
—¿Tienes la costumbre de dejar entrar al primero que llega? —dijo con ironía—. Tu doncella ni siquiera me ha dado tiempo a decir mi nombre.
—No necesitaba hacerlo. Pero tú no tenías mucha prisa por venir a verme.
—Nunca la tengo cuando no me invitan. Si me hubieras llamado, habría venido inmediatamente.
—Entonces, ¿por qué has venido, si no te he llamado?
—He sentido un vivo deseo de charlar contigo. Antes no tenías la costumbre de acostarte pronto, y tu reunión no se ha prolongado mucho. En realidad, has vuelto temprano. ¿Tan aburrida era?
—Más de lo que puedas imaginar. El conde Solmanski es sin duda un perfecto caballero, pero tan divertido como la puerta de una calabozo, y en su casa se respira un ambiente glacial.
—En ese caso, ¿por qué has ido? Tampoco tenías la costumbre de relacionarte con personas que te desagradaban o te aburrían.
—He aceptado ir a esa cena para complacer a mi marido, con quien Solmanski está en tratos. Por cierto, creo que no te he dicho que he vuelto a casarme.
—Me he enterado por el camarero del bar, con cierta sorpresa, claro; aunque, en definitiva, es una forma como cualquier otra de ser informado. Y hablando de sorpresa, supongo que era ésa la que me reservaba Luisa Casati la otra noche. ¿Ese feliz acontecimiento ha sido reciente?
—No mucho. Llevo casada dos años.
—Mis más sinceras felicitaciones. De modo que ahora eres suiza —añadió Morosini con una sonrisa impertinente—. No es de extrañar que hayas vuelto al hotel tan pronto. La gente se acuesta temprano en ese país; además, es excelente para la salud.
Dianora no pareció apreciar la ironía. Volvió la espalda a su visitante, permitiéndole así admirar la perfección de su silueta en un largo vestido de interior, de fina lana blanca ribeteado de armiño.
—Te conocía como un hombre con más delicadeza —murmuró—. Si deseas decirme cosas desagradables, no voy a tardar en arrepentirme de haberte recibido.
—¿De dónde sacas que quiero desagradarte? Simplemente pensaba que conservabas el sentido del humor de antes. Pero hablemos como buenos amigos y cuéntame cómo te convertiste en la señora Kledermann. ¿Fue un flechazo?
—De ningún modo, al menos en lo que a mí se refiere. Conocí a Moritz en Ginebra, durante la guerra. Enseguida me hizo la corte, pero entonces yo deseaba conservar mi libertad. Seguimos viéndonos y al final acepté casarme con él. Es un hombre que está muy solo.
Morosini encontró la historia un poco corta, y sin embargo sólo se creyó una parte: nunca había conocido a un coleccionista que se sintiera solo; la pasión que alimentaba siempre era suficiente para llenar sus ratos libres, suponiendo que tuviera muchos. Lo cual no debía de ser el caso de un hombre de negocios de su envergadura. No obstante, se guardó sus reflexiones para sí y se limitó a decir indolentemente:
—¿Muy solo, dices? En el mundo en el que ahora me muevo, el de los coleccionistas, tu esposo es bastante conocido, y me parece haber oído comentar que tiene una hija.
—Sí, pero no la conozco mucho. Es una criatura extraña, muy independiente. Viaja sin parar para satisfacer su pasión por el arte. De todas formas, no nos tenemos demasiada simpatía.
Eso, Morosini no lo ponía en duda. ¿Qué hija sensata desearía ver a su padre atrapado por una sirena tan enloquecedora? Dianora se acercó de nuevo a él y su resplandor lo impresionó más que antes, a pesar de que se había quitado todas las joyas para lucir ese sencillo vestido blanco que, al abrirse al caminar, le recordaba que la joven poseía las piernas más bonitas del mundo. Para disfrutar un poco más del espectáculo, retrocedió hacia la chimenea y se apoyó en ella. Se sorprendió preguntándose qué llevaría debajo del vestido. Seguramente no gran cosa.
Para romper el encanto, encendió un cigarrillo y luego preguntó:
—¿Sería una indiscreción preguntarte si te encuentras a gusto en Zurich? Te veo más en París o en Londres. Aunque es cierto que Varsovia es más alegre de lo que creía. Ha sido una sorpresa encontrarte aquí.
—Y para mí también lo ha sido. ¿Qué has venido a hacer?
—Ver a un cliente. Nada apasionante, como ves… No has perdido esa costumbre que tenías de responder a una pregunta con otra pregunta.
—¡No seas pesado! Ya te he respondido. Unos amigos y yo decidimos hacer un viaje por Europa central, pero a ellos no les tentaba venir a Polonia. Así que los dejé en Praga y vine sola para hacerle esta visita a Solmanski, pero me reúno de nuevo con ellos mañana en Viena. ¿Satisfecho esta vez?
—¿Por qué no? Aunque me cuesta verte como una mujer de negocios.
—El término es excesivo. Digamos que soy para Moritz una… recadera de lujo. Soy algo así como su escaparate; está muy orgulloso de mí.
—¡Y con razón! ¿Quién podría llevar mejor que tú las amatistas de Catalina la Grande o la esmeralda de Moctezuma?
—Por no hablar de algunos aderezos comprados a una o dos grandes duquesas escapadas de la revolución rusa. El que llevaba esta noche es uno de ellos. Pero nunca he tenido el privilegio de lucir las joyas históricas; Moritz les tiene demasiado apego. Bueno, veo que sabes muchas cosas…
—Es mi oficio. Si no lo sabes, te lo digo: soy experto en joyas antiguas.
—Sí, lo sé… Pero ¿no podríamos hablar de otro tema que no sea mi marido?
Dianora se levantó del brazo del sillón en el que estaba apoyada, no sin mostrar un muslo escultural, y se dirigió hacia el príncipe sabiendo que le sería imposible escapar sin hacer una maniobra ridícula, pues la chimenea se lo impedía.
—¿Cuál, por ejemplo?
—Nosotros. ¿No estás impresionado por esta asombrosa coincidencia que ha hecho que volvamos a encontrarnos después de tantos años? Yo me siento inclinada a verla como… una señal del destino.
—Si el destino hubiera decidido intervenir en esto, nos habríamos encontrado antes de que te casaras con Kledermann. Tiene una presencia que debe tomarse en consideración.
—¡No hasta tal extremo! Por el momento está en la otra punta del mundo. En Río de Janeiro, para ser más exacta, y tú estás muy cerca de mí. Antes éramos grandes amigos, creo recordar.
Con una grosería deliberada, Aldo expulsó el humo del cigarrillo, aunque sin enviarlo hacia la cara de la joven, como si esperara que lo protegiese de ese encanto incomparable que emanaba de ella.
—Nunca hemos sido amigos, Dianora —dijo con dureza—. Éramos amantes… apasionados, creo, y fuiste tú quien decidiste romper. No es posible pegar los trozos de una pasión.
—Una hoguera que se cree apagada puede reavivarse con ardor. A mí me gusta aprovechar lo que ofrece cada instante, Aldo, y esperaba que a ti te ocurriera lo mismo. No te propongo una relación, sino un simple regreso momentáneo a un magnífico pasado. Nunca has estado tan seductor…
Dianora estaba contra él, demasiado cerca para la paz de su alma y de sus sentidos. El cigarrillo cayó a sus pies. —Estás guapísima…
Había sido un susurro, pero ella estaba tan cerca… Un instante después, el vestido blanco caía sobre el brazo con el que Aldo rodeaba la cintura de la joven, demostrándole que no se había, equivocado: no llevaba nada debajo. El contacto de aquella piel divinamente sedosa acabó de desencadenar un deseo que el hombre ya no tenía ningunas ganas de contener.
Mientras volvía a su habitación a la hora en que los sirvientes del hotel empezaban a colocar delante de las puertas los zapatos lustrosos de los clientes, Morosini se sentía molido de cansancio a la vez que ligero como una pluma. Lo que acababa de suceder lo rejuvenecía diez años, dejándole al mismo tiempo una extraordinaria impresión de libertad. Tal vez porque entre ellos ya no se trataba de amor, sino de la búsqueda de un acuerdo perfecto que se había producido con toda naturalidad. Sus cuerpos se habían vuelto a unir, se habían adaptado el uno al otro de un modo espontáneo y habían desgranado casi alegremente el rosario de caricias de antaño, que, sin embargo, les parecían completamente nuevas. Nada de preguntas, nada de promesas, nada de confesiones que ya no tendrían sentido sino el sabor a la vez áspero y delicado de un placer que seguramente eran el único que podían darse. El cuerpo de Dianora era un objeto artístico hecho para el amor. Sabía proporcionar raros deleites que Aldo, sin embargo, no trataría de repetir. Su último beso había sido realmente el último, dado y recibido en una encrucijada de caminos que se separaban sin que él, pese a todo, lo lamentara.
Tal como ella le había dicho riendo, «el tiempo pasado había vuelto», pero sólo por unas horas. El verdadero adiós seguía siendo el de la carretera a orillas del lago de Como, y Morosini descubrió que eso no le hacía sufrir. Tal vez porque en el transcurso de esa noche ardiente, otro rostro se superpuso como una máscara sobre el de Dianora.
«Mañana, mejor dicho, dentro de un rato —pensó mientras se metía bajo las sábanas para dormir un poco—, tendré que intentar volver a verla. Y si no lo consigo, regresaré a Varsovia.»
Era un pensamiento absurdo pero agradable. Esa sensación de libertad nueva no lo abandonaba. Sabía muy bien que tendría que contar con la misión que le había encomendado Simon Aronov y que esta no le dejaría mucho tiempo para correr tras unas faldas, por arrebatadoras que fuesen.
El delicioso sueño que acunó su descanso se interrumpió súbitamente con la bandeja del desayuno que hacia las nueve le llevó un camarero con uniforme negro. Entre la cafetera plateada y la cesta de brioches había una carta. Como en el sobre sólo ponía su nombre, la cogió con una sonrisa divertida: ¿tenía Dianora algo más que decirle, pese a sus últimas palabras? En el fondo, sería muy femenino.
Pero lo que leyó no se parecía en nada a un mensaje de Cupido. Eran unas pocas palabras escritas en una hoja blanca con una letra varonil:
«Élie Amschel fue asesinado anoche. No salga del hotel hasta el momento de ir a la estación y permanezca alerta.»
No había firma. Sólo la estrella de Salomón.
4
Los viajeros del Nord-Express
«Odjadz!… Odjadz!»
Amplificada por el altavoz, la voz vibrante del jefe de estación invitaba a los viajeros a montar en el tren. El Nord-Express, que dos veces a la semana ampliaba su recorrido de Berlín a Varsovia y a la inversa, estaba por arrancar, soltando un chorro de vapor, para trazar de un extremo a otro de Europa una raya de acero azul. Mil seiscientos cuarenta kilómetros recorridos en veintidós horas y veinte minutos.
Hacía tan sólo dos años que uno de los trenes más rápidos y lujosos de antes de la guerra había vuelto a realizar su recorrido. El conflicto había dejado numerosas y dolorosas heridas, pero la comunicación entre los hombres, las ciudades y los países debía renacer. Como el material había sufrido muchos daños, enseguida se dieron cuenta de que había que reemplazarlo, y ese año de 1922 la Compañía Internacional de los Coches Cama y los Grandes Expresos Europeos se enorgullecía de ofrecer a sus pasajeros largos coches nuevos, de color azul noche con una franja amarilla, recién salidos de fábricas inglesas y dotados de un confort que contaba con la aprobación general.
Acurrucado junto a la ventanilla de su compartimento individual, con las cortinas medio corridas, Morosini seguía con los ojos la actividad de los últimos instantes en el andén. El grito del jefe de estación acababa de inmovilizarlo todo. Algunas manos se agitaban todavía, y algunos pañuelos, pero en las miradas había esa especie de tristeza que tiñe las grandes despedidas. Ya no se hablaba casi —una palabra, una recomendación— y poco a poco se instauraba el silencio. El mismo que en el teatro cuando suena el tercer aviso.
Se oyeron unos portazos, luego un estridente toque de silbato, y el tren se estremeció, gimió como si le resultara doloroso separarse de la estación. Con una lentitud majestuosa, el convoy se deslizó sobre los raíles, su trepidación acompasada empezó a dejarse oír, se aceleró y, finalmente, al sonar un último toque de silbato, este triunfal, la locomotora se lanzó en medio de la noche en dirección oeste. Habían partido por fin.
Con una sensación de alivio, Morosini se levantó, dejó sobre los cojines de terciopelo marrón la gorra y el abrigo, después de habérselos quitado, y se estiró bostezando. Pasarse el día sin hacer nada, aparte de ir de un lado para otro en la habitación de un hotel, lo había cansado más que si hubiera corrido varias horas al aire libre. La causa era el nerviosismo. No el miedo. Si había decidido seguir las recomendaciones de Simon Aronov era porque hubiese sido una insensatez no tomárselas en serio. La muerte de su hombre de confianza debía de contrariar suficientemente al Cojo —tal vez incluso entristecerlo— para exponerse a hacerle perder, unas horas más tarde, al emisario en el que tenía depositadas todas sus esperanzas. Así pues, había sido preciso quedarse allí, privarse del placer de salir a vagar por la Mazowiecka o incluso de sentarse un rato en la taberna Fukier. Es cierto, que el tiempo, que había empeorado de nuevo, esta vez con abundantes chaparrones, no invitaba mucho a dar paseos, aunque fueran sentimentales.
De modo que, para hacer creíble su papel, había dicho que no se encontraba bien. Le habían subido la comida y la prensa, pero ni los periódicos franceses ni los ingleses mencionaban la muerte del hombrecillo de bombín. En lo que se refiere a los diarios polacos, que quizá podrían haberle aportado alguna información, Morosini era incapaz de entender una sola palabra. Esa desaparición le resultaba más penosa de lo que habría creído. Élie Amschel era interesante, culto, y siempre resultaba divertido verlo llegar a una sala de ventas con su escolta de jenízaros y su semblante plácido y sonriente de funcionario concienzudo. Su drama era la prueba de que se enfrentaba a gente despiadada y sin escrúpulos. Y aunque eso no lo asustaba, le hizo llegar a la conclusión de que tendría que tomar algunas precauciones y fijarse dónde pisaba. En cuanto a las circunstancias del asesinato, quizá se enterara de algo más en París a través de ese tal Vidal-Pellicorne, que parecía ser uno de los engranajes importantes de la organización del Cojo.
Para matar el tiempo, pidió una baraja para hacer solitarios y miró el movimiento de la plaza a través de las ventanas. Eso le permitió ser testigo, hacia el final de la mañana, de la marcha de Dianora en medio de un cúmulo de baúles y maletas que la doncella contaba una y otra vez. El joven Sigismond, tan solícito como el día anterior, revoloteaba alrededor de ella como un abejorro en torno a una rosa. Dianora no levantó los ojos ni una sola vez hacia la fachada del hotel, pero, pensándolo bien, no había ninguna razón para que lo hiciera: ¿acaso no habían acordado no intentar volver a verse una vez pasada la noche? La partida de Dianora fue la única distracción un poco amena del excesivamente largo día y Aldo sintió un profundo alivio cuando llegó la hora de abandonar su jaula dorada para ir a la estación.
Una vez cumplidas las formalidades de la marcha con el personal del Europa, decidió inaugurar la era de las precauciones. Así pues, empezó por rechazar el coche de punto que le ofrecían para reclamar a Boleslas, al que había visto en la fila. Este acudió con presteza mientras el viajero curaba la herida de amor propio del cochero repudiado con unos zlotys.
En cuanto estuvo instalado, Morosini le preguntó si se hablaba en la prensa de un asesinato cometido el día anterior, añadiendo que corría el rumor por el hotel pero que podía tratarse de un error.
—¿Un error? —repuso Boleslas—. ¡Ni mucho menos! Al contrario, una desgraciada realidad. Es el tema de todas las conversaciones hoy, y hay que decir que ha sido un crimen particularmente horrible.
—¿Tanto? —murmuró Morosini, que sentía una desagradable opresión en el pecho—. ¿Se sabe quién es la víctima?
—No. Se trata de un judío, eso es seguro, y han encontrado su cuerpo en la entrada del gueto, entre las dos torres, pero va a ser difícil identificarlo, porque no tiene cara. Además, fue torturado antes de morir. Al parecer es insoportable verlo.
—Pero ¿quién ha podido hacer una cosa semejante?
—Ese es el misterio. Nadie tiene la menor idea. Los periódicos hablan del Desconocido del barrio judío y a mí me da la impresión de que la policía va a tener dificultades para averiguar algo más sobre él.
—Pero debe de haber algunos indicios… Aunque fuera de noche, es posible que alguien viese…
—Nada de nada, y si alguien sabe algo, callará. La gente de por ahí no es muy habladora y no le gusta tener tratos con la policía, aunque ya no sea la rusa. Para ellos, todas son iguales.
—Supongo que habrá alguna diferencia, ¿no?
—Desde luego, pero, como hasta ahora los han dejado tranquilos, quieren que la cosa siga igual.
¿Qué pensaría Simon Aronov en ese momento? Tal vez se arrepentía de haberlo llamado, ya que, por discreta que hubiera sido la cita, debían de haberlo observado, espiado.
Al evocar la figura del Cojo, su rostro a la vez ardiente y grave, Aldo rechazó de inmediato esa idea de arrepentimiento. Ese hombre consagrado a una noble causa, ese caballero de otra época no era de los que se dejan impresionar por el horror —lo conocía en carne propia— o por una muerte más, aunque fuese la de un amigo. El acuerdo seguía en pie, de lo contrario no habría reparado en cancelarlo añadiendo unas líneas a su mensaje. En cuanto a él, estaba más decidido que nunca a prestar la ayuda que se le pedía. Al día siguiente estaría en París y al otro quizá pudiera hacer un primer análisis de la situación con Vidal-Pellicorne. Con semejante apellido, sin lugar a dudas era un personaje fuera de lo común.
El tren avanzaba a través de la vasta llanura que rodeaba Varsovia. Pese a la gran comodidad de su compartimento, Morosini sintió la necesidad de salir de aquella caja. El día de enclaustramiento le había dado ganas de moverse, de ver gente, aunque sólo fuera para evitar pensar demasiado en el hombrecillo de bombín. Era una estupidez, pero, cuando se ponía a pensar en él, le entraban ganas de llorar.Cuando sonó la campanilla anunciando el primer turno de cenas, fue al vagón restaurante. Un maître reverencioso, con calzón corto y medias blancas, lo condujo a la única mesa todavía libre, pero le informó de que los otros tres sitios estaban reservados y de que tendría compañía.
—A no ser que prefiera esperar el segundo turno. Habrá un poco menos de gente.
—¡Dios mío, no! Ya que estoy aquí, me quedo —dijo Morosini, a quien la idea de volver a su soledad, aunque fuese por sólo una hora, no hacía ninguna gracia. En cambio, la atmósfera del vagón con sus marqueterías brillantes y sus mesas con flores, iluminadas por lamparitas con pantalla de seda color naranja, le resultaba de lo más agradable. Los demás comensales eran hombres elegantes y había dos o tres mujeres bonitas.
Resuelto el problema, se concentró en la lectura de la carta, aunque la verdad era que no tenía hambre. La voz del maître hablando en francés le hizo levantar la vista.
—Señor conde, señorita, esta es su mesa. Como les he explicado…
—Deje, deje, amigo. Está muy bien así.
Aldo ya se había puesto en pie para saludar a las tres personas que iban a ser sus compañeros durante la cena y contuvo justo a tiempo una exclamación de alegre sorpresa: ante él se hallaba la joven desesperada de Wilanow, acompañada de un hombre de cabellos grises y semblante altivo, actitud que quedaba reforzada por el monóculo; el tercer personaje no era otro que Sigismond, el joven ansioso que la víspera esperaba a Dianora en el vestíbulo del Europa.
El veneciano iba a presentarse cuando Anielka reaccionó.
—¿No tiene otra mesa? —preguntó al maître, que se puso nervioso—. Sabe muy bien que no nos gusta estar en compañía.
—Pero, señorita, como el señor conde había dado su conformidad…
—No tiene importancia —lo interrumpió Morosini—. Por nada del mundo quisiera contrariar a la señorita. Resérveme un sitio para el segundo turno.
Su fría cortesía ocultaba sin grietas el pesar que le producía tener que retirarse, pues de repente había visto el viaje teñido de unos colores mucho más alegres, pero, puesto que su compañía le resultaba desagradable a aquella encantadora jovencita —encantadora pero mal educada—, no podía sino ceder el sitio. No obstante, su buena estrella se revelaría eficaz, pues el hombre del monóculo protestó de inmediato:
—¡No quiera Dios que le obliguemos a interrumpir la cena, señor!
—Todavía no he pedido, de modo que no interrumpen nada.
—Tal vez, pero estamos, me parece, entre personas bien educadas. Le pido que disculpe la grosería de mi hija; a esa edad se soportan mal las obligaciones sociales.
—Una razón más para no imponérselas.
Estaba saludando a la chica con una sonrisa impertinente cuando Sigismond consideró oportuno intervenir en la conversación:
—No permita al señor que se marche, padre. Es amigo de la señora Kledermann…, el príncipe…
—Morosini —completó este, acudiendo encantado en su ayuda—. A mí también me ha parecido reconocerlo.
—En tal caso, asunto concluido. Será un placer cenar en su compañía, señor. Yo soy el conde Roman Solmanski y esta es mi hija Anielka. No le presento a mi hijo porque ya lo conoce.
Se instalaron. Aldo cedió su asiento junto a la ventanilla a la joven, que se lo agradeció con un ademán de la cabeza. Su hermano se sentó junto a ella, mientras que el conde lo hizo enfrente, al lado de Morosini. Sigismond parecía alegrarse mucho del encuentro y a Aldo no le costó averiguar por qué: enamorado de Dianora, estaba encantado de poder hablar de ella con alguien que creía que era un pariente. Morosini, poco deseoso de hablar de sus asuntos del corazón, lo desengañó:
—Por extraño que le parezca, cuando nos encontramos anoche en el hotel, la señora Kledermann y yo no nos habíamos visto desde… la declaración de guerra por Italia, en 1915 —dijo, fingiendo buscar una fecha que le habría resultado difícil olvidar—. Entonces era viuda del conde Vendramin, primo lejano mío, y dado que, como usted sabe, nació en Dinamarca, regresó a su país para estar con su padre.
Por primera vez, Anielka salió del mutismo en el que se había encerrado desde la decisión paterna.
—¿Por qué se fue de Venecia? ¿Es que no le gustaba?
—Eso tendría que preguntárselo a ella, señorita. Supongo que prefería Copenhague. En el fondo, es bastante normal, puesto que quien la había llevado allí ya no estaba en este mundo.
—¿No lo amaba lo suficiente para vivir con sus recuerdos, incluso durante una guerra?
—Otra pregunta a la que me es imposible responder. Los Vendramin pasaban por ser una pareja muy unida pese a la gran diferencia de edad que había entre ambos.
Los bonitos labios de la muchacha hicieron un mohín de desdén.
—¿Ya? Se diría que esa dama está especializada en hombres mayores. El banquero suizo con el que se ha casado tampoco está en la flor de la vida. En cambio, es muy rico. ¿El conde Vendramin lo era también?
—¡Anielka! —la cortó su padre—. No sabía que tuvieras la lengua tan afilada. Tus preguntas rayan la indiscreción.
—Perdóneme, pero esa mujer no me gusta.
—¡Qué estupidez! —exclamó su hermano—. Supongo que la encuentras demasiado guapa. Es una mujer maravillosa, ¿verdad, padre?
Este se echó a reír.
—Podríamos buscar otro tema de conversación. Si la señora Kledermann es prima lejana del príncipe Morosini, no es muy correcto hablar de ella delante de él. ¿Se queda en Berlín, príncipe —añadió, volviéndose hacia su vecino—, o continúa hasta París?
—Voy a París, donde tengo previsto pasar unos días.
—Entonces tendremos el placer de contar con su compañía hasta mañana por la noche.
Morosini asintió sonriendo y la conversación derivó hacia otros temas, pero, de hecho, fue sobre todo el conde quien habló. Anielka, que apenas probaba la cena, miraba casi todo el tiempo por la ventanilla. Esa noche llevaba un abrigo de marta kolinski de un cálido color pardo, sobre un vestido de una sencillez casi monacal realzado por un collar de oro grabado, pero que no reclamaba ningún otro ornamento dada la gracia del encantador cuerpo que envolvía. Un gorro de la misma piel coronaba sus suaves y sedosos cabellos, recogidos sobre su frágil nuca en un moño. Un precioso espectáculo que Aldo admiraba escuchando distraídamente al conde hablar de la ruptura dramática de un dique del Odra acaecida hacía dos meses debido a la presión de los hielos, que había provocado graves inundaciones en el norte del país, a lo que añadió que era una verdadera suerte que la línea del ferrocarril no se hubiera visto afectada. Ese tipo de comentarios no exigía apenas respuesta y dejaba a Aldo disfrutar de su contemplación. Tanto es así que, del Odra, el conde pasó, dando un salto acrobático, al Nilo y a la instauración de la realeza en la antigua dependencia del imperio otomano, entonces bajo protectorado británico. Todo ello entregándose al apasionante juego de la política ficción y de las predicciones sobre las posibles consecuencias.
Mientras tanto, su vecino deploraba la visible tristeza de Anielka. ¿Tanto quería a ese tal Ladislas, sin duda apasionado pero dotado de un manifiesto mal carácter? Era tan impensable como la unión de la carpa y el conejo. ¿Esta chica encantadora y ese muchacho normal y corriente? No podía ser muy serio.
Solmanski había pasado a disertar sobre el arte japonés. Disfrutaba por anticipado de poder visitar en París la interesante exposición que tendría lugar en el Grand Palais y elogiaba con un lirismo inesperado en él los méritos comparados de la gran pintura de la época Momoyama —la más admirable, según él— y la de la era Tokugawa, cuando de pronto el corazón de Aldo se puso a latir un poco más deprisa. Bajo las largas pestañas medio bajadas, los ojos de la joven se deslizaban hacia él. Los párpados se levantaron, dejando ver una angustiosa súplica, como si Anielka esperara ayuda suya. Pero ¿ayuda de qué clase? La impresión fue intensa pero breve. El fino rostro se encerró de nuevo en sí mismo, volviendo a su indiferencia.
Cuando terminaron de cenar se separaron prometiéndose que se verían a la mañana siguiente para desayunar. El conde y su familia se retiraron primero, dejando a Morosini un poco aturdido por el largo monólogo que acababa de soportar. Entonces se percató de que no sabía más que antes sobre la familia Solmanski y acabó por preguntarse si ese parloteo incesante no sería una táctica: una vez cerrado el episodio Dianora, había permitido al conde no decir nada de sí mismo y de los suyos; y además, cuando no te dejan decir palabra, resulta imposible hacer preguntas.
A su alrededor, los camareros retiraban los platos de las mesas a fin de prepararlas para el segundo turno. Aldo se resignó, pues, a dejar el sitio libre, aunque se hubiera quedado gustoso a tomar otra taza de café. Con todo, antes de salir del vagón abordó al maître.
—Parece conocer bastante al conde Solmanski y su familia.
—Eso es mucho decir, Excelencia. El conde hace con relativa frecuencia el viaje a París en compañía de su hijo, pero a la señorita Sohnanska aún no había tenido el honor de verla.
—Es sorprendente. Se ha dirigido a usted antes de cenar como si fuera una cliente habitual.
—Así es. A mí también me ha sorprendido. Pero a una mujer tan bonita se le puede permitir todo —añadió con una sonrisa.
—Comparto su opinión, es una lástima que esté tan triste. La idea de ir a París no parece entusiasmarla. Dígame, ¿sabe algo más sobre esa familia? —añadió Morosini, haciendo aparecer con un gesto de prestidigitador un billete en su mano.
—Lo que se puede ver cuando se es un ave de paso. El conde pasa por ser un hombre rico. En cuanto a su hijo, es un jugador empedernido. Estoy seguro de que ya anda buscando algunos compañeros, a los que me atrevería a desaconsejarle que se una.
—¿Por qué? ¿Hace trampas?
—No, pero, si bien es encantador y de una gran generosidad cuando gana, se vuelve odioso, brutal y agresivo cuando pierde. Y además, bebe.
—Seguiré su consejo. Un mal perdedor es un ser detestable.
De todas formas, lo lamentaba: una partida de bridge o de póquer habría sido un agradable pasatiempo, pero era más prudente renunciar a ella, pues pelearse con el joven Solmanski no era la mejor manera de congraciarse con su hermana. Morosini regresó a su compartimento reprimiendo un suspiro; donde durante su ausencia habían hecho la cama. Con iluminación eléctrica atenuada por cristales esmerilados, una mullida moqueta, marqueterías de caoba, cobres brillantes y armario-lavabo, la estrecha cabina, donde todavía flotaba el olor de lo nuevo y donde la calefacción bien regulada mantenía un suave calor, invitaba al descanso. Poco habituado a acostarse tan pronto, Morosini no tenía sueño, de modo que decidió quedarse un rato en el pasillo para fumar uno o dos cigarrillos.
No es que el paisaje fuera entretenido: era noche cerrada y, aparte de los golpes de lluvia que azotaban los cristales, lo único que se veía de vez en cuando era un farol fugitivo, una señal luminosa o lo que debían de ser las luces de un pueblo. Un empleado de la compañía salió de un compartimento y, después de saludar educadamente al viajero, le preguntó si deseaba algo. Aldo estuvo tentado de preguntarle dónde viajaba la familia Solmanski, pero enseguida pensó que saberlo no le serviría de nada y respondió negativamente. El funcionario de uniforme marrón se retiró deseándole que pasara una buena noche, se dirigió al asiento que tenía reservado en el otro extremo del vagón y se puso a escribir en un gran cuaderno. En ese momento, varias personas pasaron ruidosamente en dirección al vagón restaurante y una de ellas, un hombre corpulento con un traje a cuadros, desequilibrado por el traqueteo del tren, pisó a Morosini, masculló una vaga disculpa con una risa tonta y prosiguió su camino. Molesto y poco deseoso de aguantar lo mismo a la vuelta, Aldo se metió en su cabina, corrió el pestillo y empezó a desnudarse. Se puso un pijama de seda, zapatillas y una bata, y abrió el armario-lavabo para lavarse los dientes. Después se tumbó en la litera para intentar leer una revista alemana comprada en la estación que no tardó en parecerle tanto más aburrida cuanto que no conseguía centrar la atención en las desgracias del deutschmark, entonces en caída libre. Entre el texto y él, no dejaba de ver la mirada de Anielka. ¿Era fruto de su imaginación la llamada de angustia que le había parecido leer en ella? Pero, si estaba en lo cierto, ¿qué podía hacer?
A fuerza de pensar en ello sin encontrar una respuesta válida, empezaba a adormilarse cuando un ligero ruido lo despertó. Volvió la cabeza hacia la puerta, cuya manivela vio moverse, inmovilizarse, moverse de nuevo, como si la persona que estaba al otro lado dudara. Aldo creyó oír un débil gemido, una especie de sollozo contenido.
Sigilosamente, se levantó de un salto, descorrió el pestillo sin hacer ruido y abrió con decisión: no había nadie.
Salió al pasillo, que ya estaba a media luz, no vio nada en el lado del empleado del ferrocarril, que debía de haberse ausentado, pero en el otro distinguió a una mujer envuelta en una bata blanca que se alejaba corriendo. Una mujer cuyos largos cabellos claros le llegaban casi hasta la cintura y a la que no le costó reconocer: Anielka.
Se lanzó tras ella, con el corazón palpitante dominado por una esperanza loca: ¿era posible que hubiese ido a su cabina exponiéndose a sufrir la ira de su padre? Muy desdichada tenía que sentirse, pues hasta el momento Aldo dudaba mucho de serle ni siquiera simpático.
La alcanzó en el momento en que, sacudida por los sollozos, se esforzaba en abrir la portezuela del vagón con la evidente intención de saltar al exterior.
—¿Otra vez? —dijo Aldo—. ¡Esto empieza a ser una manía!
Siguió un forcejeo, breve dada la desigualdad de fuerzas, aunque Anielka se defendía honrosamente, hasta el punto de que por una fracción de segundo Morosini pensó golpearla para dejarla fuera de combate, pero cedió justo a tiempo para evitar un cardenal en la barbilla.
—Déjeme —balbuceaba—, déjeme… Quiero morir…
—Hablaremos de eso más tarde. Vamos, venga conmigo para recuperarse un poco y después me dice cuál es el problema.
La condujo sosteniéndola a lo largo del pasillo. Al verlos, el empleado acudió.
—¿Qué ocurre? ¿Está enferma la señorita?
—No, pero ha estado a punto de producirse un accidente. Vaya a buscar un poco de coñac. La llevo a mi cabina.
—Voy a avisar a su doncella. Está en el coche siguiente.
—¡No! ¡Por lo que más quiera, no! —gimió la joven—. No quiero verla.
Con tantas precauciones como si hubiera sido de porcelana, Aldo hizo sentar a Anielka en su litera y mojó una toalla para refrescarle la cara; luego le dio de beber un poco del alcohol perfumado que había llevado el ferroviario con una celeridad digna de elogio. Ella se dejaba hacer como una niña que, tras un largo vagar por las tinieblas heladas, acaba de encontrar por fin un lugar caliente e iluminado donde refugiarse. Estaba infinitamente conmovedora y tan hermosa como de costumbre, gracias a ese privilegio de la juventud más temprana consistente en que las lágrimas no consiguen afearla. Finalmente, exhaló un profundo suspiro.
—Debe pensar que estoy loca —dijo.
—No. Pienso que es una persona muy desdichada. ¿Es el recuerdo de aquel chico lo que sigue obsesionándola?
—Por supuesto… Si usted supiera que no va a ver nunca más a la mujer que ama, ¿no estaría desesperado?
—Tal vez porque viví hace algún tiempo algo parecido, puedo decirle que uno no se muere de eso. Ni siquiera en tiempos de guerra.
—Usted es un hombre y yo soy una mujer, y eso hace que las cosas sean muy distintas. Estoy convencida de que Ladislas no siente ningún deseo de quitarse la vida. Él tiene su «causa».
—¿Y cuál es esa causa? ¿El nihilismo, el bolchevismo?
—Algo así. Yo no entiendo de esas cosas. Sé que detesta a los nobles y a los ricos, que quiere la igualdad para todos…
—Y que esa clase de vida a usted no la atrae. Por eso se ha negado a ir con él, ¿no?
Los grandes ojos dorados observaron a Morosini con una admiración temerosa.
—¿Cómo lo sabe? En Wilanow hablábamos en polaco.
—Sí, pero sus gestos eran muy expresivos, y tiene toda la razón: usted no está hecha para llevar una vida de topo sediento de sangre.
—¡No entiende nada! —exclamó ella, recuperando su anterior agresividad—. Compartir su pobreza no me daba miedo. Cuando se ama, se debe poder ser feliz en una buhardilla. Si no he aceptado es porque me he dado cuenta de que, yendo a vivir con él, lo pondría en peligro… Por favor, deme más coñac. Tengo… tengo mucho frío.
Aldo se apresuró a servirle un poco más; luego descolgó su pelliza del perchero y se la puso sobre los hombros.
—¿Se encuentra mejor? —preguntó.
Ella le dio las gracias con una sonrisa un poco trémula, tan fresca, frágil, tímida y deliciosa que acabó de derretir a Morosini.
—Mucho mejor, gracias. Tiene usted cierta tendencia a inmiscuirse en lo que no le concierne, pero aun así es muy amable.
—Resulta agradable oírlo. De todas formas no lamento haber intervenido dos veces en su vida y estoy dispuesto a volver a hacerlo. Pero volvamos a su amigo: ¿por qué dice que, si fuera a vivir con él, lo pondría en peligro?
Fiel a lo que parecía una costumbre, ella respondió con una pregunta:
—¿Qué opina de mi padre?
—Me pone en un aprieto. ¿Qué puedo opinar de un hombre al que acabo de conocer? Tiene mucha clase, unos modales y una cortesía perfectos, es inteligente, culto…, está muy al corriente de los acontecimientos públicos… Quizá no parece muy tolerante —añadió, evocando el semblante pétreo y los ojos claros del conde bajo el reflejo del monóculo, así como su porte altivo, que lo emparentaban más con un oficial prusiano que con uno de esos nobles polacos cuya elegancia natural se teñía a menudo de romanticismo.
—La palabra se queda corta. Es un hombre temible al que vale más no enfrentarse. Si me hubiera ido con Ladislas, nos habría encontrado y… No habría vuelto a ver jamás al hombre que amo. Al menos en esta vida.
—¿Quiere decir que lo habría matado?
—Sin dudarlo, y a mí también, si hubiera llegado a tener la certeza de que ya no era virgen.
—¿La habría…? ¿Su propio padre? —exclamó Aldo, atónito—. ¿Es que no la quiere?
—Sí, a su manera. Está orgulloso de mí porque soy muy guapa y ve en mí la mejor forma de restablecer una fortuna que ya no es lo que era. ¿Qué cree que vamos a hacer en París?
—Aparte de visitar la exposición japonesa, no tengo la menor idea.
—Casarme. No volveré a Polonia, por lo menos como Anielka Solmanska. Tengo que casarme con uno de los hombres más ricos de Europa. ¿Comprende ahora por qué quería morir…, por qué sigo queriendo morir?
—Volvemos a estar en el punto de partida —suspiró Morosini—. ¿Por qué se empeña en no ser razonable? Tiene toda la vida por delante, y puede ser tan bella como usted. Tal vez no ahora, pero sí más adelante.
—En cualquier caso, no en las circunstancias actuales.
—Está convencida de ello porque Ladislas ocupa por completo su mente y su corazón, pero ese hombre con quien va a casarse, ¿está segura de que nunca llegará a amarlo?
—Es una pregunta a la que no puedo contestar porque no lo conozco.
—Pero él sin duda la conoce a usted de uno u otro modo y debe desear hacerla feliz.
—Supongo que me ha visto sólo en fotografía. Le intereso porque aporto como dote una joya de familia que él desea adquirir desde hace mucho tiempo. Con todo, parece ser que le gusto.
—¿Qué historia es ésa? —susurró Morosini, estupefacto—. ¿Se casa con usted por su dote? No querrá hacerme creer que se han atrevido a utilizarla de ese modo… ¡Es una monstruosidad!
Repentinamente calmada, Anielka clavó su luminosa mirada en la de su nuevo amigo mientras apuraba la copa. Incluso esbozó una sonrisa desdeñosa.
—Pues así es. Ese… financiero ofrecía una gran suma por la joya; mi padre le hizo saber que, puesto que era de mi madre, no le pertenecía y que, según constaba en las últimas voluntades de esta, yo no debía separarme en ningún caso de ella. La contestación no se hizo esperar. Dijo: «Me caso con su hija», y va a casarse conmigo. ¡Qué quiere! Debe de ser un coleccionista impenitente. Usted no sabe lo que es esa enfermedad, porque eso es lo que es, una enfermedad.
—Que puedo comprender porque yo también la padezco, aunque no hasta ese punto. ¿Y su padre aceptó?
—Desde luego. Se le van los ojos detrás de su fortuna, y el contrato de matrimonio me asegurará una buena parte, sin contar con la herencia, pues ese hombre es mucho mayor que yo. Debe de tener… como mínimo la edad de usted…, o quizás un poco más. Creo que tiene cincuenta años.
—Deje mi edad tranquila —masculló Aldo, más divertido que ofendido. Era evidente que ante aquella chiquilla sus sienes ligeramente plateadas debían de darle aspecto de patriarca—. Y ahora, ¿qué piensa hacer? ¿Probar el agua del Sena cuando llegue a París? ¿O arrojarse bajo las ruedas del metro?
—¡Qué horror!
—¿Ah, sí? ¿Y qué cree que habría pasado si hubiera conseguido abrir la puerta hace un momento? El resultado habría sido exactamente el mismo: podía haber acabado bajo las ruedas… o quedarse lisiada. El suicidio es un arte, si uno quiere dejar tras de sí una imagen soportable.
—¡Calle!
Se había quedado tan pálida que Aldo se preguntó si no debería llamar al empleado para pedirle otra ración de coñac, pero ella no le dejó tiempo para tomar una decisión.
—¿Quiere ayudarme? —preguntó de pronto—. Se ha interpuesto dos veces entre mis planes y yo, lo que me lleva a la conclusión de que le intereso un poco. En tal caso, deseará acudir en mi auxilio.
—Deseo ayudarla, claro que sí. Si es que está en mi mano…
—¿Ya empieza a poner reparos?
—No es eso. Si tiene alguna sugerencia, expóngala y la discutiremos.
—¿A qué hora llega el tren a Berlín?
—Hacia las cuatro de la madrugada, creo. ¿Por qué me lo pregunta?
—Porque será mi única oportunidad. A esa hora, todo el mundo estará durmiendo…
—Salvo el empleado ferroviario, los viajeros que bajen y los que suban —dijo Morosini, a quien el giro que estaba dando la conversación empezaba a inquietar—. ¿Qué está tramando?
—Un plan sencillo y fácil: usted me ayuda a bajar de este tren y desaparecemos juntos en la noche.
—¿Quiere que…?
—Que nos vayamos juntos, usted y yo. Es una locura, lo sé, pero ¿no vale la pena cometer una locura por mí? Incluso podrá casarse conmigo, si quiere.
Sintió un mareo mientras su imaginación le ofrecía toda una galería de estampas encantadoras: ella y él huyendo en un coche hasta Praga para tomar allí un tren que los llevaría a Viena y luego a Venecia, donde ella sería suya… ¡Sería una princesa Morosini adorable! El viejo palacio quedaría completamente iluminado por su rubia cabellera… El problema era que ese futuro novelesco tenía más de sueño que de realidad, y siempre llega un momento en que el sueño acaba y en que la caída resulta más dolorosa cuanto más arriba se ha subido. Anielka era sin duda alguna la tentación más seductora que había tenido desde hacía mucho tiempo. Su imagen le había permitido luchar en igualdad de condiciones con Dianora, pero otra imagen borró súbitamente su encantador rostro: la de un hombrecillo vestido de negro y tendido en medio de un charco de sangre, un hombrecillo que ya no tenía rostro; y luego oyó una voz profunda y suplicante que nunca había pronunciado las palabras que Aldo escuchaba: «Ahora sólo le tengo a usted. No abandone mi causa.»
Sin embargo, algo le decía que huir con la joven sería dar la espalda al hombre del gueto y renunciar quizás a desenmascarar algún día al asesino de su madre. ¿La amaba lo suficiente para llegar a ese extremo? ¿La amaba siquiera? Le gustaba, lo atraía y excitaba su deseo, pero, tal como ella decía, ya no tenía la edad de los amores novelescos.
Su silencio impacientó a la joven.
—¿No se le ocurre nada que decir?
—Reconocerá que semejante propuesta merece algo de reflexión. ¿Qué edad tiene, Anielka?
—La de ser desdichada. Tengo diecinueve años.
—Me lo temía. ¿Sabe qué sucedería si la raptara? Su padre estaría en su derecho de llevarme ante cualquier tribunal de cualquier país de Europa por incitación al libertinaje y corrupción de una menor.
—Oh, haría mucho más que eso. Es capaz de pegarle un tiro en la cabeza.
—A no ser que yo se lo impida matándolo primero, lo que nos pondría en una situación más complicada aún.
—Si me amara, eso no tendría ninguna importancia.
¡Inefable inconsciencia de la juventud! Aldo se sintió de golpe mucho más viejo.
—¿He dicho yo que la ame? —repuso con una gran dulzura—. Si le dijera lo que me inspira, seguramente se sentiría… muy contrariada. Pero pongamos los pies en el suelo, si no le importa, y tratemos de examinar la situación con realismo.
—¿No quiere bajar en Berlín conmigo?
—Sería la peor locura que podríamos cometer. La Alemania actual es el país menos Romántico del universo.
—Entonces bajaré sola —dijo ella, tozuda.
—¡No diga tonterías! Por el momento, lo único inteligente que puede hacer es volver a su compartimento y descansar unas horas. Yo necesito pensar. Es posible que en París pueda ayudarla, mientras que en Alemania ni siquiera podría ayudarme a mí mismo.
—Muy bien. Yo sé qué es lo que tengo que hacer.
Se había levantado, había tirado la pelliza con rabia y se precipitaba hacia la puerta. Morosini la atrapó justo a tiempo y consiguió dominarla de nuevo estrechándola contra sí.
—Deje de comportarse como una niña y escuche esto: es fácil amarla…, demasiado fácil quizá, y cuanto más la conozco, menos soporto la idea de su matrimonio.
—Si pudiera creerlo…
—¿Creerá esto?
La besó con un ardor y una avidez que a él mismo le sorprendieron. Tuvo la sensación de beber de una fuente fresca después de una larga carrera bajo el sol, de sumergir la cara en un ramo de flores… Tras una breve resistencia, Anielka se abandonó con un leve suspiro de felicidad, dejando que su joven cuerpo se ciñera al de su compañero. Eso la salvó de ser tumbada en la litera y tratada como una chica cualquiera en una ciudad tomada. Una especie de alarma se encendió en el cerebro de Aldo, que la apartó de sí.
—Es justo lo que yo decía —dijo con una sonrisa que acabó de desarmar a la joven—. Amarla es la cosa más natural del mundo. Ahora váyase a dormir y prométame que nos veremos mañana. Vamos, prométalo.
—Se lo juro.
Esta vez fue ella quien rozó con sus labios los de Aldo, cuya mano descorrió el pestillo antes de abrir la puerta. Y en el momento en que la cruzaba, se dio de bruces con su padre. Profiriendo un débil grito, trató de cerrarla, pero Solmanski ya había entrado.
Cabía esperar una explosión de furor, pero no sucedió nada parecido. Solmanski se limitó a mirar de hito en hito a su hija, que temblaba como una hoja al viento, y a ordenar:
—Vuelve a tu camarote y no salgas de allí. Wanda te espera y tiene órdenes de no apartarse de ti ni de día ni de noche.
—Es imposible —balbució la joven—. Sólo hay una litera y…
—Se acostará en el suelo. Por una noche, no se morirá, y así estaré seguro de que tu puerta no volverá a abrirse. Vete.
Anielka salió con la cabeza gacha del compartimento, dejando a su padre frente a un Morosini más despreocupado de lo que hubiera cabido esperar en semejantes circunstancias: estaba encendiendo un cigarrillo y tomó la iniciativa de abrir fuego.
—Aunque las apariencias no abogan en mi favor, puedo asegurarle que se equivoca sobre lo que acaba de suceder aquí. No obstante, estoy a su disposición —concluyó fríamente.
Una sonrisa burlona distendió un poco el semblante pétreo del polaco.
—En otras palabras, ¿está dispuesto a batirse por una falta que no ha cometido?
—Exacto.
—No será necesario, y tampoco voy a exigirle que se case con mi hija. Sé lo que ha pasado.
—¿Cómo es posible?
—Por el empleado. Hace un momento, quería decirle una cosa a Anielka y he ido a su cabina. Al encontrarla vacía, le he preguntado a él. Me ha contado que usted había impedido que mi hija cometiera un acto irreparable y después había tratado de reconfortarla. De modo que lo que le debo es mi agradecimiento. Se lo doy —añadió en el mismo tono con el que habría anunciado que iba a enviar a sus testigos—. Sin embargo, necesito saber cómo ha justificado Anielka su intento ante usted.
—Sus intentos —rectificó Morosini—. Es la segunda vez que impido a la joven condesa destruirse. Mientras visitaba anteayer el castillo de Wilanow, tuve la suerte de sujetarla en el momento en que iba a arrojarse al Vístula. Creo que debería prestarle más atención; está llevándola a un matrimonio que la sume en la desesperación.
—Se le pasará pronto. El hombre que le destino tiene todo lo necesario para ser el mejor de los esposos y dista mucho de ser repugnante. Más adelante reconocerá que yo tenía razón. Por el momento se ha encaprichado de una especie de estudiante nihilista del que sólo puede esperar sinsabores y tal vez la infelicidad. Ya sabe lo que pasa con esos amores adolescentes.
—Desde luego, pero pueden acabar de forma dramática.
—Tenga la seguridad de que velaré para que no se produzca ningún drama. Gracias de nuevo. Ah, ¿puedo pedirle que no comente el incidente de esta noche? Mañana servirán a mi hija las comidas en su cabina; eso le evitará encuentros embarazosos.
—No es necesario que me pida silencio —dijo Morosini con tirantez—. No soy de los que van por ahí contando chismes. Si no tiene nada más que decirme, podríamos zanjar el asunto.
—Eso es exactamente lo que deseo. Buenas noches, príncipe.
—Buenas noches.
Cuando el Nord-Express entró en la estación de Berlín-Friedrichstrasse, la estación central donde debía parar una media hora, Morosini se puso unos pantalones, los zapatos y la pelliza y bajó al andén. Tras las cortinas corridas, el tren permanecía en silencio. A esa hora, la más oscura de la noche, hacía frío y humedad, el ambiente era el menos propicio posible para pasear, y sin embargo, incapaz de apartar de su mente una sorda inquietud, Morosini recorrió arriba y abajo el andén manteniéndose alerta, observando los movimientos, o más bien la ausencia de movimiento, en los diferentes compartimentos hasta que el empleado de los ferrocarriles fue a decirle que iban a ponerse en marcha. Sintió una viva satisfacción al regresar al suave calor de su alojamiento ambulante y la comodidad de su litera, en la que se tendió exhalando un suspiro de alivio. Anielka debía de dormir a pierna suelta y él se apresuró a hacer lo mismo.
Pese a las distracciones que ofrecía el paso por las diferentes aduanas, el viaje a través de Alemania por Hannover, Düsseldorf y Aquisgrán, después a través de Bélgica por Lieja y Namur, y finalmente a través del norte de Francia por Jeumont, Saint-Quentin y Compiègne, bajo un cielo uniformemente gris y tristón, le pareció de una gran monotonía. Había muy poca gente en el vagón restaurante cuando tomó el desayuno, y a mediodía, como decidió esperar al segundo turno para poder quedarse más tiempo sentado a la mesa, no coincidió con los Solmanski. Vio al joven Sigismond discutiendo en el pasillo con un viajero belga. El apuesto joven parecía de un humor de perros; si había jugado esa noche, debía de haber perdido. En cuanto a Anielka, tal como su padre había anunciado, no se dejó ver. Aldo lo lamentó, pues era un auténtico placer contemplar su encantador rostro.
Asimismo, se apresuró a bajar cuando el tren finalizó su largo recorrido en la estación del Norte, en París. Se apostó en la entrada del andén y, protegido por uno de los enormes pilares de hierro, esperó a que el río de pasajeros pasara. Como no sabía dónde iban a alojarse los Solmanski, esperaba poder seguirlos. Otra cosa le intrigaba también: el nombre del futuro esposo. Anielka había dicho que era uno de los hombres más ricos de Europa, pero no podía tratarse de un Rothschild, pues, como buena polaca, la joven debía de ser católica.
Estos pensamientos entretuvieron la larga espera. Las personas a las que acechaba no se apresuraban a aparecer. De pronto los vio acercarse, seguidos de Bogdan y de una doncella y rodeados de un buen número de porteadores, así como de curiosos atraídos por una elegancia realmente insólita fuera de los viajes oficiales. Los dos hombres llevaban chaqué y sombrero de copa. En cuanto a la joven, tocada con un encantador tricornio de terciopelo envuelto en un velo, era una sinfonía de terciopelos y zorro azul. Estaba tan guapa que Morosini no pudo evitar adelantarse un poco para admirarla mejor.
Y de repente, sufrió una auténtica conmoción: en la abertura del gran cuello de piel, sobre el delicado cuello de Anielka, una joya fastuosa brillaba lanzando destellos de un azul profundo, un colgante que Aldo reconoció perfectamente, el zafiro visigodo del que él tenía en el bolsillo una copia exacta.
Fue una visión tan brutal que tuvo que apoyarse un momento en el pilar y frotarse los ojos para asegurarse de que no estaba soñando. Luego, la sorpresa dejó paso a la cólera y olvidó que estaba a punto de enamorarse de esa mujer que se atrevía a lucir una piedra robada al precio de un asesinato, una «piedra roja», utilizando el lenguaje de los encubridores, que casi siempre se niegan a tocar un objeto por el que se ha matado. ¡Y había tenido la increíble desfachatez de afirmar que el zafiro era un legado de su madre, cuando no podía ignorar cuáles eran los bienes familiares!
Su breve desfallecimiento salvó a Morosini de reaccionar irreflexivamente. Si se hubiera dejado guiar por su indignación y su furor, se habría precipitado sobre la joven para arrebatarle el colgante y escupirle a la cara su desprecio, pero recuperó a tiempo la sensatez. Lo que hacía falta era averiguar adónde iba aquella familia y vigilarla de cerca. Cogiendo sus maletas, que no había dejado en manos de ningún mozo de equipajes, se lanzó tras los pasos del trío.
No resultaba difícil: los sombreros brillantes de los dos hombres sobresalían por encima de las cabezas. Al llegar a la entrada de la estación, Morosini los vio dirigirse hacia un suntuoso Rolls-Royce con chófer y lacayo, junto al cual esperaba un joven con aspecto de secretario. Entre tanto, los sirvientes y los porteadores se encaminaban hacia un vasto furgón destinado al equipaje.
Aldo, por su parte, corrió hacia un taxi en el que se metió con las maletas al tiempo que ordenaba:
—¡Siga a ese coche y no lo pierda bajo ningún pretexto!
El chofer volvió hacia él un bigote de estilo Clemenceau y una mirada burlona.
—¿Es policía? No lo parece.
—Lo que soy da igual. Haga lo que le digo y no lo lamentará.
—Tranquilo, amigo. Vamos allá.
Y el taxi, girando con una maestría y una rapidez que estuvieron a punto de tirar a su pasajero al suelo, se impuso el deber de seguir al gran coche.
Segunda Parte
los habitantes del parque monceau
5
Lo que puede encontrarse en un arbusto
El taxi de Aldo no tuvo ninguna dificultad en seguir a la limusina. Esta circulaba a la velocidad serena y majestuosa apropiada para tan noble vehículo, preocupada sin duda por zarandear lo menos posible a unos viajeros que acababan de soportar un largo trayecto. Por el bulevar Denain y la calle La Fayette, accedieron al bulevar Haussmann y lo siguieron hasta la calle de Courcelles para llegar finalmente a las inmediaciones del parque Monceau. Morosini había ido demasiadas veces a París como para no orientarse. Suponía que el largo coche negro debía de pertenecer a lo que llamaban los barrios buenos, pero aun así le sorprendió ver que ante él se abría la verja de una gran mansión de la calle Alfred-de-Vigny, contigua a otra a la que había ido en varias ocasiones: la de la marquesa de Sommières, su tía abuela, que era madrina de su madre y que, hasta la muerte de esta, había ido todos los otoños a pasar unos días a Venecia por el placer de abrazar a su ahijada, por la que sentía ternura.
Como hombre conocedor de su oficio, el chófer de Aldo dejó atrás la casa donde acababa de entrar el Rolls-Royce y se detuvo un poco más lejos, delante de la puerta de la señora Sommières.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó, dirigiéndose a su cliente.
—Si no tiene prisa, déjeme pensar un momento.
—Yo tengo todo el tiempo del mundo, y mientras el contador funcione… ¡Mire! Parece que las personas que le interesan van a vivir ahí. Lo que llega ahora son las maletas, ¿no?
En efecto, la especie de ómnibus que esperaba delante de la estación y hacia el que se habían dirigido los porteadores y las carretillas cargadas de baúles, guiados por el gigantesco Bogdan, se había detenido frente a la puerta cochera esperando que la abrieran. Esto sumió a Morosini en profundas reflexiones.
Cuando iba a París acostumbraba a hospedarse en el hotel Ritz, debido a las múltiples atenciones del establecimiento, a su encanto y también a que estaba cerca de la tienda de su amigo Gilles Vauxbrun, el anticuario de la plaza Vendôme, pero esa noche el príncipe se habría inclinado sin vacilar por un hotel modesto, suponiendo que hubiera habido uno frente a la casa que acababa de engullir su zafiro y a la bella Anielka, En caso necesario, una tienda de peón caminero instalada en la calle habría servido, pues le producía repugnancia alejarse de un lugar que lo atraía tanto. Incluso el hotel Royal-Monceau, que estaba a tiro de piedra, le parecía demasiado alejado.
Lo ideal habría sido instalarse en casa de la anciana marquesa, pero estaban a finales de abril y desde hacía lustros la señora Sommières, apegada a sus costumbres, cerraba su mansión parisiense el 15 de ese mes e iniciaba lo que ella llamaba su «gira por los castillos». Primero los de la familia, a los que la noble dama dedicaba primavera y verano, con una breve estancia en Vichy a modo de suplemento, mientras que el otoño lo reservaba a los viajes al extranjero: Venecia siempre, y a veces Roma, Viena, Londres o Montreux.
Como eran parientes, Aldo empezaba a acariciar la idea de llamar a la vivienda del portero y pedirle hospitalidad, aun a riesgo de tener que acampar entre sillones cubiertos con fundas, cuando en el silencio de la calle sonaron unos pasos firmes acercándose hasta que se detuvieron entre el taxi y la puerta de la marquesa. Una cabeza se inclinó entonces para ver quién estaba en el interior de aquel vehículo. Aldo contuvo un grito de entusiasmo: la cara que había aparecido tras el cristal era la de Marie-Angéline du Plan-Crépin, lectora, señorita de compañía y chica para todo de la señora Sommières. Si ella estaba allí, eso significaba que la anciana dama no andaba lejos.
Morosini salió del coche después de haber pedido al taxista que esperase un poco más y se precipitó hacia ella con tanta alegría como si hubiera sido el Santo Grial y él el caballero Galaad.
—¿Usted aquí? ¡Qué suerte tan inesperada, Dios mío!
Como había empezado a oscurecer, ella no lo reconoció enseguida y retrocedió hasta la puerta santiguándose varias veces.
—Pero, señor, su comportamiento es inconcebible…
Por suerte, el farolero acababa de llegar y la escena se encontró enseguida mejor iluminada. De pronto, la solterona indignada se transformó en tórtola arrulladora.
—¡Jesús bendito! ¡El príncipe Aldo! —dijo en un tono cercano al éxtasis—. ¡Qué increíble sorpresa! Nuestra querida marquesa se va a poner contentísima.
—Entonces, ¿está todavía aquí? Yo creía que ya se había ido a hacer su recorrido habitual.
—Me temo que este año va a ser difícil. Nuestra querida marquesa sufrió una desgraciada caída en el cuarto de baño y se rompió tres costillas; debe hacer todo el reposo posible, lo que no contribuye a mejorar su humor.
—En tal caso, quizá no sea un momento adecuado para importunarla. Debe de necesitar mucha tranquilidad.
Empezaban a caer una gotas, y la señorita Angéline, después de levantar una mano desenguantada para asegurarse de que llovía, abrió el gran paraguas puntiagudo que llevaba.
—Eso es lo que dice el médico, pero no lo que ella cree. Su visita va a colmarla de alegría. Se aburre mortalmente.
—¿De verdad? ¿Cree que aceptará albergarme aquí unos días? Acabo de llegar de Polonia, no reservé habitación en mi hotel habitual y resulta que está completo, y la verdad es que no tengo muchas ganas de probar otro.
—¡Virgen Santa, se va a volver loca de alegría! ¡Lo bien que nos lo vamos a pasar! Usted va a ser un verdadero rayo de sol para ella. Entre, entre.
Marie-Angéline casi se ahogaba mientras registraba frenéticamente su bolso en busca de la llave, complicada operación que hizo caer el paraguas, atrapado al vuelo por Morosini. Desesperada, tiró de la campanilla para llamar al portero.
—Tómese el tiempo que necesite —aconsejó Aldo—. Yo voy a pagar al taxista y a coger las maletas.
Mientras este se alejaba, lleno de admiración por un cliente capaz de alojarse donde quería dirigiéndose a la primera persona que encontraba en la calle, el portero, recién salido de un dibujo de Daumier, hacía su aparición y al ver al visitante se deshacía en manifestaciones de alegría, tal vez nacidas en parte del hecho de que veía asomar en el horizonte algunas agradables gratificaciones. En la casa se conocía la generosidad de Morosini. Después le tocó a Cyprien, el mayordomo de la señora Sommières, que en toda su vida sólo la había querido a ella y a las escasas personas por las que ella sentía cariño.
Cyprien era todo un personaje. Nacido en el castillo de Faucherolles, donde vivían los padres de la señora Sommières, unos años antes que esta, desde su nacimiento profesaba por la futura marquesa una especie de devoción deslumbrada que no había decaído. «La señorita Amélie» había sido y seguía siendo —aunque sólo cuando no había peligro de que ella lo oyera— «nuestra pequeña señorita». A la interesada, que no lo ignoraba, le producía una irritación teñida de vaga ternura: «¡Viejo loco! —decía—. Ser a los setenta y cinco años bien cumplidos la "pequeña señorita" de un octogenario es el colmo del ridículo.»
Pero, consciente de que le daría un disgusto, se guardaba mucho de prohibírselo y cuando no había nadie lo tuteaba como en los tiempos de la infancia, escandalizando a su dama de compañía y prima, que veía el tratamiento como una muestra de reprensible intimidad. Cyprien, por su lado, profesaba a esta última una firme aversión en pago por sus malos pensamientos.
La llegada de Aldo emocionó al viejo sirviente. Este decidió ir de inmediato a anunciar al visitante a su señora, pero Marie-Angéline trató de impedírselo:
—He sido yo quien ha encontrado al príncipe y seré yo quien vaya a anunciar la buena noticia —dijo en el tono excitado de una niña caprichosa—. Usted limítese a ir a preparar una habitación y a advertir a la cocinera.
—Lo siento, señorita, pero anunciar a los visitantes es una de mis funciones y no renunciaré a ella. Sobre todo hoy. ¡Nuestra… la señora marquesa va a sentirse tan feliz!
—Precisamente por eso seré yo…
La discusión amenazaba con prolongarse, de modo que Morosini decidió anunciarse él mismo y empezó a cruzar las habitaciones de recepción para llegar al sitio donde estaba prácticamente seguro de encontrar a su anfitriona: el invernadero, que era donde se hallaba más a gusto cuando estaba en París.
La mansión databa del Segundo Imperio y los salones pertenecían a la misma época, pues su propietaria actual nunca había considerado necesario cambiar absolutamente nada. Guardaban a la vez cierto parecido con los de la princesa Mathilde y con el Ministerio de Finanzas. Era el triunfo del estilo «tapicero»: un cúmulo de felpas, terciopelos, flecos y pasamanería —borlas, galones, trencillas y entorchados— sobre un archipiélago de sillones acolchados, confidentes y divanes redondos que permitían extender armoniosamente los miriñaques, salpicado de mesas de ébano taraceado bajo enormes arañas con colgantes de cristal. Había también jarrones más o menos chinos de los que surgían aspidistras gigantes que ascendían hasta techos dorados y en ocasiones ocultaban las paredes igualmente doradas, repletas de anodinas alegorías debidas al pincel laborioso de émulos de Vasari.
Morosini detestaba ese conjunto pomposo. La señora Sommières también, y si, al morir su esposo, había decidido marcharse de la mansión familiar de Saint-Germain y dejarla a disposición exclusiva de su hijo para instalarse en esta, que había heredado, era por el parque Monceau, cuya exuberante vegetación se extendía bajo las ventanas traseras, más allá del pequeño jardín privado, así como por el retorcido placer de contrariar a su nuera y de fastidiar a la familia en general.
La donante de ese palacio neogótico, casada en el ocaso de la vida con uno de sus tíos, muy conocido en la jarana parisina, había sido una de esas «tigresas» cuyas alcobas perfumadas frecuentaban asiduamente los aristócratas franceses, belgas e ingleses, y los grandes duques rusos. Dotada de una belleza capaz de condenar a todo un monasterio de trapenses, Anna Deschamps había arruinado a más de un caballero y, antes de convertirse en la esposa de Gaston de Faucherolles, había amasado una significativa fortuna que le había permitido mimar en sus últimos días a un marido arruinado y despreciado por los suyos.
Naturalmente, el matrimonio no tuvo hijos. Pero la antigua cortesana conoció un día, por pura casualidad, a la pequeña Amélie y se encaprichó de ella, y cuando hizo testamento la nombró su heredera universal. Si Amélie hubiera sido menor, seguramente los Faucherolles habrían rechazado con altivez la sospechosa donación —aunque nadie puede asegurarlo—, pero ya estaba casada y su esposo veía el hecho con mirada divertida y mucho más benigna. Por consejo suyo, la señora Sommières aceptó el testamento, repartió el dinero entre obras de caridad y misas por el descanso del alma de la difunta pecadora y se quedó la casa, decisión por la que nunca dejó de felicitarse.
Mientras los entarimados recubiertos de alfombras crujían bajo sus pies, Morosini oyó salir una voz furiosa de la jaula de cristal decorada con pinturas japonesas —cañas, recolección de té, mujeres en kimono— que cerraba la noble hilera de estancias. Una voz acompañada, a modo de contrapunto, de enérgicos golpes de bastón en el suelo.
—¿Qué es ese escándalo? ¿Por qué no paran de pelearse? ¡Quiero saber qué pasa! ¡Y ahora mismo! ¡Plan-Crépin, Cyprien, vengan inmediatamente!
—Déjelos que terminen de discutir en paz, tía Amélie. Me temo que todavía tienen para un rato —dijo Aldo, desembocando en la luz lechosa dispensada por las dos grandes lámparas de pie con globos de cristal esmerilado que iluminaban el invernadero.
—Aldo… ¿tú aquí? Pero ¿de dónde has salido?
—Del Nord-Express, tía Amélie, y vengo a pedirle hospitalidad, si no es una molestia para usted.
—¿Una molestia? ¡No me hagas reír! ¡Si me muero de aburrimiento en este agujero!
El agujero en cuestión era un agradable batiburrillo de cañas, adelfas, rododendros y otras plantas de nombre complicado, sin olvidar las yucas de hojas aceradas como puñales, algunas palmeras enanas y las inevitables aspidistras. Todo ello componía un fondo verde y florido sobre el que la marquesa se recortaba a la manera de un personaje de un tapiz medieval. Era una bella anciana, alta, que presentaba cierto parecido con Sarah Bernhardt. Su masa de cabellos rojos y blancos sombreaba con una especie de mullido cojín los ojos verde musgo, que la edad no parecía dispuesta a hacer languidecer. Normalmente llevaba vestidos de corte princesa, según la moda lanzada por la reina Alexandra de Inglaterra, a quien la señora Sommières siempre había tomado como modelo. Esta vez, su largo cuello ceñido por un camisolín de tul con ballenas salía de una profusión de tafetán negro, destinado a disimular el ancho vendaje aplicado alrededor del torso. Para atenuar la tristeza de la indumentaria, llevaba por encima largos collares de oro combinado con perlas, turquesas y esmaltes translúcidos, con los que sus hermosas manos jugueteaban. Para completar el decorado, sobre una mesita había dos o tres copas de cristal tallado y una cubitera con una botella de champán: la marquesa acostumbraba a tomar esta bebida al final del día y quien se presentaba siempre era invitado a compartir ese placer.
Aldo la besó, luego retrocedió un poco para admirarla mejor y se echó a reír.
—Me he enterado de que ha sufrido un accidente, pero que me aspen si se le nota. Tiene el aspecto de una emperatriz.
Ella se sonrojó un poco, contenta de recibir un cumplido que sabía sincero, y agitó nerviosamente los impertinentes de oro colgados entre los collares.
—No es un título envidiable; todas las que he conocido han acabado mal. Pero deja de cultivar el madrigal, sirve una copa, ven a sentarte a mi lado y cuéntame qué te trae por aquí. Eres un hombre muy ocupado y me niego a creer que de repente te hayan entrado ganas de venir a aburrirte varios días a este mausoleo.
—¿No le he dicho…?
—Vamos, vamos, todavía no chocheo, y aunque me encanta, tu visita me parece muy repentina. Más aún teniendo en cuenta que no podías saber que me encontrarías aquí, pues la fecha fatídica del 15 de abril ha pasado. Así que dime la verdad.
Después de haber llenado dos copas, Aldo le tendió una y, con la mano libre, acercó una silla dorada al sillón de la sorprendente anciana.
—Tiene razón al pensar que no tenía intención de venir. Sin embargo, cuando mi taxi se ha parado justo delante de su casa, se me ha ocurrido pedir asilo a su portero. Ha sido en ese momento cuando Marie-Angéline ha llegado…
—Pero ¿qué hacía tu taxi delante de mi casa?
—Seguía desde la estación del Norte a un Rolls negro que ha entrado en la casa de al lado. ¿Me haría el favor de decirme a quién pertenece ese monumento?
—Puesto que la otra está vacía, supongo que se trata de la de la derecha. Tú sabes que nunca me he preocupado mucho de mis vecinos, sobre todo en este barrio de hombres de negocios que se creen aristócratas, pero a ese lo conozco un poco. Es sir Eric Ferrals.
—¿El vendedor de cañones? ¿Tenéis esas cosas en el parque Monceau?
—¿Esas cosas? Te noto muy despreciativo —dijo en tono burlón la marquesa—. Estás hablando de un personaje riquísimo, ennoblecido por el rey de Inglaterra por «servicios prestados durante la guerra» y condecorado con la Legión de Honor. Dicho esto, no puedo quitarte del todo la razón: el hombre es de origen incierto y no se sabe muy bien cómo ha amasado su fortuna. Sin embargo, como no lo he visto nunca, no puedo decirte qué aspecto tiene. Lo que no impide que estemos a matar.
—¿Por qué razón?
—Una muy simple: él tiene una casa enorme, pero quiere la mía para agrandarla más. Se le ha metido en la cabeza instalar unas colecciones o Dios sabe qué. En cualquier caso, si quiere hacer la competencia al Museo del Louvre, que no cuente conmigo. El problema es que parece que no lo entiende y no para de enviarme emisarios comerciales y cartas acuciantes. Mis empleados tienen órdenes de rechazarlo todo, y en cuanto al propio Ferrals, no he querido recibirlo cuando se ha presentado.
—¿Acaso tiene miedo?
—Es posible. Dicen que ese barón de pacotilla es feo pero que posee cierto encanto y, sobre todo, una voz gracias a la cual lograría vender ametralladoras a unas monjas. Pero dejémoslo a él y dime qué había en su coche y por qué lo has seguido hasta aquí.
—Es una larga historia —murmuró Aldo en un tono vacilante, matiz que su compañera captó de inmediato.
—Tenemos mucho tiempo por delante antes de cenar. En mi casa se sirve tarde la cena para acortar las noches. De todas formas, si ves alguna razón para no compartir conmigo tus secretos…
—¡No, no! —protestó él—. Simplemente quisiera estar seguro de que sólo llegarán a sus oídos. Se trata de hechos graves… que se remontan a la muerte de mi madre.
Todo rastro de ironía desapareció instantáneamente del bello rostro para ser reemplazado por una espera llena de afecto comprensivo.
—Estamos en una punta de la casa y puedo asegurarte que no hay nadie escondido entre mis plantas, pero podemos tomar algunas precauciones suplementarias.
La señora Sommières sacó de entre los pliegues de su vestido una campana traída tiempo atrás del Tíbet, la agitó, y el sonido hizo acudir al mismo tiempo a Cyprien y a Marie-Angéline, que todavía debían de estar ocupados discutiendo. La marquesa frunció el entrecejo.
—¿Desde cuándo responde usted a la campana, Plan-Crépin? Vaya a rezar o a echarse las cartas, pero no quiero verla antes de la cena. Y tú, Cyprien, ocúpate de que nadie nos moleste. Llamaré cuando haya terminado. ¿Han preparado una habitación?
—Sí, señora marquesa, y Eulalie está poniendo platos pequeños sobre los grandes en honor de Su Excelencia.
—Bien —aprobó la anciana—.Te escucho, hijo —añadió cuando la doble puerta estuvo cerrada.
Durante la corta escena, Morosini, sabiendo bien a quién se dirigía, había tomado la decisión de abrirse por completo. Amélie de Sommières no sólo era una gran dama por su nacimiento, su apellido y sus maneras, sino que también tenía espíritu de gran dama; se dejaría desgarrar por la tortura antes que desvelar un secreto que le hubieran confiado. De modo que se lo contó todo, desde sus descubrimientos en la habitación de Isabelle en Venecia hasta sus encuentros con Anielka, para acabar con la breve visión en el vestíbulo de la estación: el gran zafiro en el cuello de la joven. No habló, por supuesto, de Simon Aronov y del pectoral. Ese secreto no le pertenecía.
La señora Sommières lo escuchó sin interrumpirlo salvo con una breve exclamación de dolorosa sorpresa al enterarse del asesinato de su querida ahijada. Siguió su relato con interés y, cuando este acabó, dijo:
—Creo que he entendido, pero ¿puedes decirme qué te importa más, el zafiro o la chica?
—¡El zafiro, no le quepa la menor duda! Quiero averiguar cómo lo ha conseguido. Ella afirma que era de su madre, pero eso es imposible, de modo que miente.
—No forzosamente. Lo más seguro es que se limite a creer lo que le ha dicho su padre. No hay que juzgar de forma precipitada. Pero, dime, ese cliente que te hizo ir a Varsovia y deseaba adquirir la joya de los Montlaure, ¿por qué no se desplazó él en lugar de hacerte recorrer a ti Europa? Me parece que eso hubiera sido lo normal.
Decididamente, no se le escapaba nada. Aldo le ofreció su sonrisa más seductora.
—Se trata de un hombre mayor e inválido. Parece ser que en la noche de los tiempos el zafiro perteneció a los suyos y esperaba que yo se lo llevase para poder verlo…
—¿Antes de morir? ¿No te parece un poco rara esa historia? Antes no eras tan ingenuo. Huele a trampa a la legua. Porque lo que te pide supone volver a cruzar Europa. Seguro que te ha ofrecido una fortuna, pero no te habrás dejado convencer, ¿verdad?
—¡Desde luego que no! —contestó Morosini en un tono indiferente que no daba lugar a más preguntas.
Lo salvó una ligera tos que sonó al fondo de los salones. Inmediatamente la marquesa saltó:
—¿Qué pasa? ¿No he dicho que no quería que me molestaran?
—Presento mis disculpas a la señora marquesa —dijo Cyprien con voz contrita—, pero se hace tarde y quisiera anunciar a la señora marquesa que la señora marquesa está servida. Eulalie ha hecho un soufflé de yemas de espárrago y…
—…Y tendremos un drama doméstico si no vamos a comer corriendo. Tu brazo, Aldo.
Llegaron al comedor, que se encontraba en el otro extremo de los salones: una catedral gótica donde pesadas cortinas de pana rojiza bordadas en oro tapaban las puertas y todo un mundo de tapices llenos de zapatos de punta alargada y levantada, quimeras y leones voladores cubrían las paredes que quedaban libres. Marie-Angéline esperaba, con los labios apretados, de pie detrás de una silla esculpida cuyo respaldo llegaba a la altura de su nariz puntiaguda. Mientras se sentaba, la señora Sommières le dirigió una mirada irónica.
—No ponga esa cara, Plan-Crépin. Vamos a necesitarla.
—¿A mí?
—Pues sí. ¿No es a usted a quien no se le escapa nada, empezando por las noticias del barrio? Háblenos un poco de lo que ocurre en la casa del vecino de al lado.
Bajo el cabello rizado, que le daba el aspecto de un cordero un poco amarillento, la señorita Plan-Crépin se puso roja corno un tomate. Masculló unas palabras vagas rascando con la cuchara el soufflé que acababan de servirle, lo probó, tomó otra cucharada y tosió para aclararse la garganta.
—¿Hemos decidido quizás interesarnos finalmente por el querido barón Ferrals? —dijo empleando la primera persona del plural. Esa manía adoptada para dirigirse a la marquesa irritaba profundamente a la señora, que había acabado por abandonar el combate frente a un adversario más tenaz de lo previsto. Por lo demás, al constatar que eso le permitía también a ella emplear el plural mayestático, se había adaptado.
—No, pero sabemos que ha recibido a unos visitantes venidos de lejos y nos gustaría saber qué tiene intención de hacer con ellos.
—Si se trata de polacos, tiene intención de casarse —dijo Marie-Angéline con la misma naturalidad que si hubiera sido íntima del vendedor de cañones—. Eso es lo que dicen, aunque todo el mundo sabe que el barón ha hecho voto de celibato o poco menos.
—Entonces intente averiguar cómo se desarrollan los acontecimientos. Se trata de los polacos esperados. ¿Y en Saint-Augustin? ¿Nada nuevo? ¿El joven vicario continúa siendo asediado por sus fieles?
Introducida en su terreno favorito, el de los rumores, los chismes y otras murmuraciones con los que obsequiaba a la marquesa, Plan-Crépin resultó inagotable, lo que permitió a Morosini abstraerse de la conversación para dedicarse al exquisito soufflé y al gran reserva de Montrachet que lo acompañaba. También pensaba que al día siguiente iría a ver a Vidal-Pellicorne. Gracias al venturoso azar que parecía esforzarse en favorecerlo desde hacía algún tiempo, el hombre que le había recomendado el Cojo no vivía muy lejos. Para ser exactos, en la calle Jouffroy. Desde la calle Alfred-de-Vigny, un corto trayecto nada desagradable de hacer tornando el fresco soleado de una mañana de primavera. El misterioso personaje se hallaba instalado en el primer piso de un imponente inmueble de finales del siglo XIX, pero al final de la alfombra roja de la escalera y detrás de la puerta barnizada y con cobres brillantes, Morosini sólo encontró la figura envarada de un ayuda de cámara con chaleco de rayas, por quien se enteró de que «el señor estaba en Chantilly viendo a sus caballos y no regresaría antes del día siguiente». Impresionado por la elegancia del visitante, el hombre se apresuró a ponerse a su disposición. ¿Deseaba que el señor lo telefoneara en cuanto regresase?
—Teniendo en cuenta que no me conoce, sería un atrevimiento por mi parte. Además, desgraciadamente donde estoy no hay teléfono.
Lo que era casi verdad, pues la señora Sommières detestaba un utensilio que consideraba indiscreto, poco digno e irritante. «No soporto que me "llamen" como si fuera una sirvienta —decía—. Ese aparato jamás entrará en mi casa.» En realidad, se había instalado uno para las necesidades de la casa, pero en la garita del portero.
Tras dejar la calle Jouffroy, Morosini tomó el camino de regreso. Sin embargo, al llegar ante la verja de la Rotonda, que comunicaba el parque Monceau con el bulevar de Courcelles, se dejó tentar por un paseo bajo las enramadas del jardín, que antaño animaban con su gracia las bellas amigas de los duques de Orleans. A través de las hojas de los castaños en flor, dardos de sol alcanzaban el césped y los paseos poblados de niñeras con uniforme azul y blanco, que empujaban cochecitos de lujo con bebés mofletudos en su interior o vigilaban a niños bien vestidos que corrían detrás de aros.
Aldo prefería un rincón más romántico y se dirigió a la Naumaquia, cuya columnata en semicírculo delimitaba una alameda. Allí, los rayos dorados jugaban a placer con el agua espejeante del pequeño lago que el paseante se disponía a rodear cuando apareció una clara silueta que identificó con una sola mirada: vestida con un traje de chaqueta gris claro, animado por un alegre fular de seda con pintas verdes, Anielka caminaba directamente hacia él aunque ajena por completo a su presencia, distraída observando los retozos de una familia de patos.
Dominado por una súbita alegría Aldo se las arregló para cerrar el paso a la joven. Luego, viendo que parecía de ánimo melancólico y dejando a un lado sus sospechas, la saludó como lo hubiera hecho el Arlequín de la comedia del arte y no se resistió al placer de parodiar a Moliere:
—Encontraros en este lugar me hace sentir feliz en él, condesa. ¿Será realmente esto el jardín encantado?
Anielka ni siquiera sonrió. Sus grandes ojos dorados miraron con una especie de inquietud al hombre de aspecto despreocupado que tenía enfrente, sin parecer ni por asomo sensible al brillo insolente de sus iris azules y de sus blancos dientes.
—Le pido perdón, señor, pero ¿acaso nos conocemos?
Parecía tan sorprendida que la inexplicable alegría de Morosini desapareció de golpe.
—No íntimamente —dijo este con una gran dulzura—, pero esperaba que se acordase de mí.
—¿Debería?
—¿Ha olvidado los jardines de Wilanow y su viaje en el Nord-Express? ¿Ha olvidado… a Ladislas?
—Disculpe, pero no conozco a nadie que se llame así. Ha cometido una equivocación, señor.
Con su mano enguantada en fina piel clara, hizo un gesto para apartarlo de su camino esbozando una triste sonrisa.
Insistir habría sido la mayor de las groserías, de modo que Morosini se resignó a dejarle el paso libre. Sin moverse del sitio y con una ceja arqueada a causa del estupor, la miró alejarse a su paso lento y gracioso, admirándola finura de su línea y de sus largas piernas, que el movimiento revelaba bajo la estrecha falda.
Lo que acababa de suceder era tan sorprendente que Aldo llegó a preguntarse si se habría equivocado de persona, pero un parecido tan grande y a unos cientos de metros de la casa donde vivía Anielka era impensable. Además, la extraña muchacha se dirigía en línea recta hacia el lugar del parque donde se hallaba la casa de Ferrals. Y él había percibido el fresco perfume de violetas cuyo recuerdo conservaba.
Perdido en sus conjeturas, Morosini estaba a punto de decidirse a seguir a su enigma viviente cuando oyó una voz burlona:
—Un mujer muy guapa, ¿eh? Pero no se puede ganar siempre.
Morosini se sobresaltó y miró con hosquedad al hombre que acababa de llegar a su altura. Tirando a bajo pero de complexión robusta, el intruso tenía la piel morena, la nariz agresiva y los ojos negros, hundidos bajo las cejas, que contrastaban con la espesa cabellera plateada que sobresalía del sombrero de fieltro negro con los bordes levantados. Vestía un buen traje cuya chaqueta gris antracita, de corte perfecto, realzaba sus anchos hombros, y se apoyaba en un bastón con empuñadura de ámbar y oro. Pero Aldo, que estaba de demasiado mal humor para detenerse en tales detalles, se limitó a gruñir:
—No creo haber pedido su opinión.
Luego, volviendo la espalda al personaje, se alejó a zancadas.
Siguió a la joven pensando que, si no era Anielka, en uno u otro momento se desviaría, pero no fue así: como atraída por un imán, fue directa hacia la mansión Ferrals, a la que accedió por la verja del jardín que comunicaba con el parque. Cuando la hubo visto desaparecer, Aldo se volvió para comprobar si el hombre del bastón seguía el mismo camino, pero no lo vio por ninguna parte.
Examinó los alrededores de la mansión como si esperase encontrar una forma de entrar en ella. Debía de ser interesante visitar ese monumento, sobre todo sin permiso del propietario. Desgraciadamente, sus conocimientos en el arte de penetrar en casas ajenas eran nulos: en la escuela suiza, nadie le había enseñado a hacer una ganzúa ni a manejar la palanqueta. Una laguna que quizás habría que pensar en cubrir recurriendo a la experiencia de un cerrajero. Aunque le costaba verse yendo a pedir a Fabrizzi, el dueño y señor desde hacía años de las cerraduras de su palacio, que le diera unas clases prácticas.
Como estas ideas lo habían llevado a Venecia, se dijo que quizá podría dar noticias suyas a Mina, consultó el reloj, dedujo que todavía tenía tiempo antes de comer y se dirigió a paso vivo a la oficina de correos del bulevar Malesherbes para enviar un telegrama destinado a tranquilizar a los de casa. Hubiera preferido telefonear, pero temía una espera demasiado larga. Se conformó, pues, con redactar un mensaje dando su dirección actual y anunciando su intención de pasar unos días en París, donde tenía algunos clientes importantes.
Hecho esto, regresó a la calle Alfred-de-Vigny, donde la señora Sommières le tenía reservada una noticia recién llevada por Marie-Angéline: Ferrals daba esa noche una recepción para anunciar su compromiso y presentar a su prometida, ya que la boda estaba prevista para el martes 16 de mayo.
—¿Tan pronto, cuando anteayer Ferrals no había visto nunca a la condesa Solmanska?
—Parece que nuestro traficante de armas tiene prisa. Según dicen, ante la sorpresa general, ha sido víctima de un auténtico flechazo.
—Eso no tiene nada de sorprendente, ni siquiera tratándose de un soltero recalcitrante —suspiró Morosini evocando los cabellos de oro claro, el encantador rostro y la silueta exquisita de Anielka—. ¿Qué hombre normal no se sentiría seducido por esa adorable criatura?
Guardándose de señalar la ligera melancolía delatada por el tono de Aldo, la marquesa se limitó a comentar:
—Al parecer es muy guapa. La ceremonia y la recepción tendrán lugar en el castillo que Ferrals posee en el Loira.
Esta precisión en la información confundió a Morosini, que no pudo evitar preguntar:
—Pero bueno, ¿de dónde saca su Plan-Crépin todo eso? Se diría que tiene el poder de levantar los tejados, como el demonio Asmodeo.
La marquesa ahogó una risita detrás de sus impertinentes.
—Si mi virgen loca te oyera compararla con un demonio te ganarías una o dos oraciones de exorcismo. Sobre todo teniendo en cuenta que eso lo saca, empleando tu expresión, de Saint-Augustin, en concreto de la misa matinal.
—¿Quién la informa?
—La señora Quémeneur, la imponente cocinera de sir Eric.
—Creía que la señorita Plan-Crépin se sentía demasiado orgullosa de su sangre azul para comprometerla codeándose con la plebe.
—¡Oh, vaya palabra! —exclamó la anciana, escandalizada—. ¿Se te ocurriría equiparar a Celina con la plebe?
—Celina es un caso aparte.
—Igual que la señora Quémeneur, que también es una gran cocinera. En cuanto a Marie-Angéline, no te imaginas hasta qué punto se democratiza cuando está en juego su curiosidad. Sea como sea, ya estás al corriente. ¿Qué vas a hacer?
—Por el momento, nada. O más bien sí: pensar.
En cualquier caso, una cosa era segura: se las arreglaría para echar un vistazo, de uno u otro modo, a la recepción del vecino. Pasar del jardín de su tía al suyo no debía de presentar muchas dificultades, y cuando la fiesta estuviera en pleno apogeo sería fácil observar a través de las altas ventanas de los salones lo que ocurriera en el interior.
Sin saber muy bien en qué ocupar la tarde, fue a tomar un taxi al bulevar Malesherbes y se hizo llevar a la plaza Vendôme con la intención de pasar un rato con su amigo Gilles Vauxbrun y tratar de sonsacarle lo que supiera sobre Ferrals. Si el hombre de los cañones era el coleccionista anunciado por Anielka —cosa que él dudaba, puesto que nunca había oído hablar de él—, el mejor anticuario parisiense tenía que saberlo. Pero estaba escrito en alguna parte que ese día Aldo no tendría suerte. En la magnífica tienda-museo de su amigo sólo encontró a un hombre delgado, de edad avanzada pero muy elegante y con un ligero acento inglés: el señor Bailey, el ayudante de Vauxbrun, al que ya había visto en varias ocasiones. Este caballero lo recibió con la tímida sonrisa que en él era muestra de una alegría exuberante, pero le dijo que el anticuario se había ido esa misma mañana a Touraine para realizar un peritaje y que no se esperaba que volviese antes de cuarenta y ocho horas.
Aldo estuvo un rato curioseando en medio de un admirable y rarísimo conjunto de muebles firmados por Henri-Charles Boulle y realzados por tres tapices flamencos en perfecto estado de conservación, procedente de un palacio borgoñón. Ver cosas hermosas era para él la mejor manera de animarse y olvidar las preocupaciones. Sin embargo, cuando hubo acabado su paseo a través de otras maravillas, no se resistió al deseo de interrogar al señor Bailey.
—He oído decir que han vendido recientemente a sir Eric Ferrals uno de sus sillones Luis XIV de plata y me ha sorprendido, dado el celo con el que Vauxbrun vela por esas piezas extraordinarias.
—No sé quién ha podido decirle algo semejante, príncipe. El señor Vauxbrun todavía no se ha resignado a partirse el corazón, y si llegara a hacerlo desde luego no sería en beneficio del barón Ferrals. A este señor sólo le interesan objetos de la Antigüedad. El último que le vendimos es una estatuilla de oro sacada hace unos siglos de un templo de Atenea.
—Me habrán informado mal o yo habré entendido mal —dijo Morosini sin darle importancia al asunto—. Confieso que no lo conozco como coleccionista, quizá porque nunca he tenido tratos con él.
El señor Bailey se permitió de nuevo sonreír.
—Dada su especialidad sería bastante sorprendente que los hubiera tenido. No le interesan en absoluto ni las piedras preciosas ni las joyas, a no ser que se trate de piedras grabadas en hueco o de camafeos griegos o romanos.
—¿Está seguro?
El hombre levantó una mano blanca y cuidada, que adornaba un sello con un escudo de armas.
—Lo sostengo categóricamente: ni sir Eric ni ninguno de sus representantes ha pujado nunca por una joya, aunque fuera famosa, en ninguna venta. Usted debería saberlo tan bien como yo —añadió en un tono de amable reproche.
—Es verdad —murmuró Morosini adoptando una actitud de ausente pesadumbre interpretada a la perfección—, pero hay momentos en que me falla la memoria. La edad, tal vez —añadió aquel viejo de treinta y nueve años.
Al salir de la tienda, como necesitaba reflexionar, decidió ir a tomar un chocolate a la terraza del Café de la Paix.
Lo que le había dicho Bailey le daba mucho que pensar. Únicamente un coleccionista empedernido podía aceptar el trato propuesto por Solmanski en relación con el zafiro: Ferrals sólo lo obtendría convirtiendo al mencionado Solmanski en su suegro. Ahora bien, pese a que las joyas no le atraían y a que era un soltero impenitente, había aceptado. En tal caso, ¿qué podía representar para él el zafiro visigodo para atribuirle tanto valor? Fuera cual fuese el punto de vista desde el que Aldo abordaba el problema, no llegaba a encontrar una solución satisfactoria.
Se le ocurrió la idea de pedir una entrevista al vendedor de cañones a fin de hablar con él de hombre a hombre, pero antes tenía intención de echar un vistazo a la morada donde se trataban asuntos tan curiosos.
De modo que esa noche, después de cenar, cuando hubo llevado a tía Amélie a la jaula de cristal decorada con flores pintadas que contenía el pequeño ascensor hidráulico, lento y suave, encargado de transportar a la anciana hasta la puerta de su habitación, anunció a Cyprien su intención de salir a fumar un puro al jardín.
—No vale la pena dejar los salones iluminados —indicó—. Mantenga encendidas sólo las luces necesarias para que encuentre el camino hasta la escalera y vaya a acostarse. Yo las apagaré cuando vuelva.
—¿No teme el príncipe coger frío? La lluvia que ha caído a última hora de la tarde lo ha mojado todo copiosamente y unos zapatos de charol no son muy cómodos para una noche húmeda. Como tampoco lo es un esmoquin… La señora marquesa sugiere al príncipe que se ponga algo más… apropiado para este tipo de ambiente antes de ir a saborear un habano.
El rostro del viejo sirviente era un poema de inocente solicitud, pero Morosini no se dejó engañar y rompió a reír.
—Lo ha previsto todo, ¿verdad?
—La señora marquesa siempre lo prevé todo… y quiere infinitamente al príncipe.
—Entonces, ¿por qué no me ha dado esos buenos consejos cuando nos hemos deseado buenas noches?
Cyprien emitió un ligero resoplido acompañado de un gesto vago.
—Por la señorita Marie-Angéline, creo. La señora marquesa no quiere que ella esté al corriente de este irreprimible deseo de ir a fumar a un jardín empapado de agua. Hummm… Apostaría cualquier cosa a que la señorita Marie-Angéline va a recibir la petición de ir a leer esta noche a la señora marquesa. Quizá no Los miserables entero, pero al menos dos o tres tomos.
—Entendido —dijo Aldo, dando unas palmadas en la espalda al mayordomo—. Voy a cambiarme.
Sonreía al subir de cuatro en cuatro los peldaños de la gran escalera y, al pasar sigilosamente por delante de la puerta de la señora Sommières, le mandó un beso con la yema de los dedos. Era una anciana muy peculiar. ¡Tan perspicaz y maliciosa! Como sabía que detestaba acostarse pronto, le había sorprendido —y también se había sentido aliviado— al oírla expresar su intención de meterse en la cama temprano. Actuando así, tía Amélie le daba a entender que lo apoyaba en toda circunstancia y que podía hacer en su casa lo que se le antojara.
Un rato más tarde, después de haber cambiado su elegante traje por un jersey de marinero de lana negra y sus finos zapatos por otros más sólidos con suela de goma, salió al jardín sin ningún puro pero llevando en el bolsillo una pitillera llena de cigarrillos. Sólo Dios sabía cuánto tiempo iba a durar la guardia que se disponía a montar.
El jardín estaba tranquilo, pero en la casa contigua la recepción debía de estar en su apogeo. Debido a la humedad de la noche, las grandes cristaleras sólo estaban entreabiertas, lo que permitía pasar los sonidos sublimes de un piano que exhalaba la furia desesperada de una polonesa de Chopin, ejecutada por unas manos que debían de ser las de un gran intérprete. «Parece que hay concierto —pensó Morosini—. ¿Cómo es que Plan-Crépin no lo ha dicho?» Decidió ir á ver más de cerca.
Una simple verja recubierta de macizos separaba los parterres de las dos propiedades. Armándose de valor, Aldo penetró entre los rododendros para acceder al muro en el que estaba incrustada la verja. Al cabo de unos instantes aterrizó al otro lado, donde reinaban alheñas, aucubas y hortensias, un verdadero muro vegetal que unía el parterre a la construcción y a los amplios escalones que rodeaban toda la casa, cuyas luces interiores iluminaban a través de las ventanas el jardín.
Pese a la incomodidad, Aldo decidió avanzar entre los árboles. Estaba llegando a su meta cuando una especie de aerolito cayó del cielo junto a él, con un crujido de ramas, y no le golpeó la espalda por poco. Un aerolito de una especie rara, pues dijo «¡Ay!» antes de desgranar en voz baja un rosario de maldiciones.
—¡Un ladrón! —dijo Aldo, agarrando al personaje para levantarlo y dispuesto a tumbarlo de nuevo con un hábil directo si se mostraba agresivo, sin pensar que su situación era tan delicada como la del recién llegado, el cual empezaba a resistirse al pisar tierra firme.
—¿Un ladrón yo? ¡Entérese de a quién le está hablando, amigo! Soy uno de los invitados de su señor.
Al percatarse de que lo había tomado por un vigilante de la propiedad, Aldo decidió seguir el juego. El personaje era bastante simpático, incluso divertido: alto y delgado, con un traje de etiqueta que se había resentido no poco a causa del aterrizaje, tenía unos ojos azules de angelito bajo un enternecedor mechón rubio que le tapaba una ceja. Su cara redonda, coronada por una abundante cabellera rizada, no era la de un niño, sino la de un hombre de entre treinta y cinco y cuarenta años.
—Quisiera creerlo, señor —dijo Aldo—, pero los invitados están en los salones, no en los tejados.
—¿Qué iba a hacer yo en el tejado? —dijo el aerolito en un tono de virtuosa indignación—. Estaba en el balcón del primer piso fumando un cigarrillo y, no sé muy bien cómo, he perdido el equilibrio. A veces sufro mareos. El problema es que ahora no sé qué cara voy a poner cuando me reúna con los demás. Estoy empapado… Si es usted de la casa, ¿tendría la amabilidad de llevarme a un lugar seco para que pueda arreglar un poco mi aspecto?
—No antes de que me haya dicho qué hacía en el primer piso.
—No me gusta mucho la música y Chopin me aburre. Si hubiera sabido que esta recepción empezaba con un concierto, habría venido más tarde. Entonces, ¿qué? ¿Me lleva a donde pueda secarme?
—Podría hacerlo —dijo Aldo con una sonrisa burlona—. En cuanto tenga la bondad de decirme su nombre… para comprobar si figura en la lista de esta noche.
—Es usted muy desconfiado —masculló el hombre de los mareos—. ¿No preferiría una moneda de diez francos? Me gustaría que Ferrals continuara sin saber que uno de sus invitados se paseaba por su balcón.
—Lo uno no quita lo otro —dijo Aldo, que empezaba a divertirse—. Yo no diré nada, pero usted dígame quién es… para tranquilizar mi conciencia.
—¡Si se empeña! Me llamo Adalbert Vidal-Pellicorne, arqueólogo y hombre de letras. ¿Satisfecho?
Una súbita carcajada quedó ahogada en la garganta de Morosini.
—Más de lo que podría creer. Es un placer inesperado encontrarlo entre estos arbustos. Creía que estaba en Chantilly.
Los ojos de Vidal-Pellicorne se agrandaron para observar más atentamente a su interlocutor. Pensándolo bien, ese hombre tenía buena presencia.
—¿Cómo es que un vigilante sabe eso? —dijo—. ¿O… quizá no es usted vigilante?
—La verdad es que no, no lo soy.
—Entonces, ¿quién es usted y qué hace aquí? —preguntó el invitado en un tono mucho menos inocente, al tiempo que su mano derecha se dirigía hacia el bolsillo trasero del pantalón. Debía de ir armado, y Aldo consideró que había llegado el momento de tranquilizarlo.
—Soy el vecino de al lado.
—¡No me diga! El vecino de al lado, o más bien la vecina, es la anciana marquesa de Sommières. Usted es un poco joven para ser su marqués, además de que ella es viuda desde hace un siglo.
—En efecto, pero tengo la edad adecuada para ser su sobrino nieto… y un amigo de Simon Aronov. Venga por aquí. Estaremos mejor para hablar y para que se arregle, pero lleve cuidado no vaya a hacerse un desgarrón al saltar la verja.
Esta vez, el arqueólogo-hombre de letras se dejó conducir sin protestar y al cabo de un momento entró con su guía en el universo de tía Amélie, donde Aldo se puso enseguida a buscar a Cyprien, pues estaba convencido de que no iría a acostarse mientras él estuviese fuera. El viejo mayordomo observó al intruso sin excesiva sorpresa:
—Ya veo —dijo—. Si el príncipe quisiera prestarle una bata a… al señor, yo quizá podría reparar los daños sufridos por el traje del señor.
—¿El príncipe? ¡Demonios! —exclamó Vidal-Pellicorne—. Yo también me decía que usted no debía de ser lo que quería hacerme creer.
—Me llamo Aldo Morosini… y ahora mismo voy a buscar lo que necesita.
Cuando volvió, uno o dos minutos más tarde, el que ahora era su invitado fue en compañía de Cyprien a refugiarse entre las plantas para cambiarse. Después regresó y se sentó frente a él. Aldo había transportado y colocado entre ambos un mueble bar que contenía un excelente Napoleón I, del que sirvió dos generosas copas.
—Nada mejor para reponerse de una emoción —comentó—. ¿Y si ahora nos dijéramos la verdad?
—Sabiendo quién es, creo que conozco la suya, porque acabo de entender qué hacía en ese jardín: el zafiro estrellado que la prometida lleva en el cuello esta noche es el suyo, ¿verdad? El que Simon confiaba en convencerlo de que le vendiera. Lo que no he entendido es cómo una piedra propiedad de una gran dama francesa casada con un veneciano podía brillar en el cuello, encantador, eso sí, de una condesa polaca a punto de casarse en París con un hombre de nacionalidad incierta que ha recibido un título de nobleza británico.
—¿Cómo lo ha reconocido?
—Tengo una reproducción fiel diseñada por Simon; al igual que de las otras piedras que faltan. Cuando he saludado a la joven, lo he visto de cerca junto con un montón de interrogantes, entre ellos qué hacía allí.
—Eso es lo que a mí me gustaría saber. Desapareció de mi casa pronto hará cinco años, y para robarlo asesinaron a mi madre, pero he preferido guardar el secreto. Por eso el señor Aronov… y usted mismo pensaban que seguía estando en mis manos, cuando en realidad se encontraba en Varsovia.
Morosini contó su entrevista con el Cojo, su breve estancia en Polonia y su viaje de vuelta.
—Si he ido esta mañana a su casa —concluyó—, ha sido por recomendación expresa del señor Aronov. Él esperaba que pudiera ayudarme a encontrar el zafiro y también…
—Que pudiéramos colaborar en el asunto del pectoral. Ya hacía tiempo que pensaba en revelarle el secreto y en reunirnos para que conjugáramos nuestros talentos. Yo estoy totalmente dispuesto a hacerlo —dijo el arqueólogo—. Nuestro encuentro húmedo en las inmediaciones de una casa que no nos pertenece ni a uno ni a otro me ha convencido de que es usted un hombre decidido. Por cierto, ¿qué pensaba hacer cuando le he caído encima? Supongo que no sería presentarse para recuperar su bien bajo la amenaza de un revólver, por ejemplo.
—No, nada tan estrepitoso. Solamente quería echar un vistazo a la recepción y observar a la gente. Además, no tengo arma.
—Una grave carencia cuando uno se embarca en una aventura como esta. Es posible que en algún momento necesite una.
—Ya veremos. Pero, ahora que lo sabe todo de mí, ¿qué tal si me revelara su verdad? ¿Qué hacía exactamente en el balcón de un…?
—¿De un reputado traficante de armas? Intentaba descubrir ciertas precisiones relativas a una nueva serie de granadas ofensivas y el concierto me pareció el momento ideal para llevar a cabo esa exploración. Me interrumpieron y, como la única salida eran los balcones, retrocedí hasta allí y al pasar de uno a otro fue cuando di un mal paso. Confieso que soy de una lamentable torpeza con los pies —suspiró Vidal-Pellicorne, cuyo rostro alcanzó en ese instante una especie de perfección angelical.
Aldo arqueó una ceja con gesto irónico.
—¿Esa forma de entender la arqueología no se acerca más a la actividad de un agente secreto o incluso a la de… un ladrón?
—¿Y por qué no? Yo soy todo eso —contestó Adalbert con sentido del humor—. La arqueología puede llevar a cualquier cosa, incluso al robo especializado. Por mi parte, considero no ser más culpable intentando que mi país cuente con un arma interesante que el difunto lord Elgin cortando los frisos del Partenón para decorar con ellos el Museo Británico. Ah, aquí está mi traje.
Cyprien llegó con la ropa cepillada y planchada. Vidal-Pellicorne desapareció entre las plantas mientras su anfitrión meditaba sobre el valor de ese último sofisma…, aunque, después de todo, quizá no lo fuera. Al cabo de un momento, recuperado su esplendor original y casi bien peinado, el curioso personaje estrechó efusivamente la mano de Morosini.
—Gracias de todo corazón, príncipe, me ha sacado de un apuro. Espero que en el futuro hagamos un buen trabajo juntos. ¿Quiere que hablemos tranquilamente de ello mañana mientras comemos en mi casa? Mi sirviente es un cocinero bastante bueno y tengo una bodega interesante.
—Con mucho gusto… Pero creo que va a mojarse otra vez atravesando los arbustos.
—Sí, será mejor que entre por la puerta principal. El concierto no ha terminado, si no me engañan mis oídos. ¿Lo espero a las doce y media?
—De acuerdo. Lo acompaño.
En el momento de cruzar la puerta de salida, Vidal-Pellicorne volvió a tender la mano a su nuevo aliado.
—Otra cosa. Por si no se ha fijado, tengo un nombre fatigoso de pronunciar, de modo que mis amigos me llaman Adal.
—Los míos me llaman Aldo. Tiene gracia, ¿no?
El arqueólogo se echó a reír apartando con ademán impaciente el inocente bucle rubio que se empeñaba en caerle sobre el ojo.
—Un nombre perfecto para una pareja de acróbatas. Estábamos hechos para conocernos.
Morosini, con las manos en los bolsillos, lo miró alejarse a la luz blanca de una farola y llegar a la majestuosa entrada de la mansión Ferrals, donde montaban guardia dos agentes de policía, prueba evidente de la consideración en que la República del presidente Millerand tenía al vendedor de cañones.
Al entrar en el vestíbulo, Aldo encontró la mirada interrogativa de Cyprien, que llevaba las copas a la cocina, y sonrió.
—Tranquilo, por esta noche hemos terminado. Creo que voy a ir a acostarme, y usted se ha ganado hacer lo mismo. Que duerma bien, Cyprien.
—Le deseo lo mismo al príncipe.
¿Dormir? Aldo hubiera querido, pero no tenía ningunas ganas. Apagó la luz de su habitación, encendió un cigarrillo y salió al balcón. La necesidad de seguir oyendo los ruidos de la casa vecina lo empujaba afuera. El concierto debía de haber terminado. Tan sólo el rumor de las conversaciones, salpicadas de risas, llegaba hasta él, y envidió a su nuevo amigo porque iba a ver a Anielka, a hablar con Anielka, a cenar con Anielka… Se reprochó no haber hecho ninguna pregunta sobre la prometida. Sólo sabía de ella, en lo concerniente a esa noche, dos cosas: estaba encantadora —aunque eso no era una novedad— y llevaba el zafiro; pero ignoraba lo más importante: cómo iba vestida, peinada, y sobre todo si sonreía al hombre con el que la obligaban a casarse.
Ante él se extendía el parque abandonado por los niños y devuelto a su magia de obra de arte. La luna, medio tapada por una nube, bañaba en una luz tenue el césped y las arboledas, las estatuas de músicos y de escritores que parecían monumentos funerarios. Pero los globos de luz opalescente, que velaban sobre las espléndidas verjas negras y doradas forjadas por Gabriel Davioud, abiertas siempre hasta muy tarde, sólo iluminaban ya el baile misterioso de las sombras, un baile al que el insomne solitario le hubiera gustado llevar a un hada rubia, cuyo flexible talle doblaría sobre su brazo al ritmo solemne de un vals lento.
El cigarrillo, olvidado, se vengó quemándole los dedos. Lo tiró para encender otro cuando, de pronto, un escalofrío le recorrió la espalda y empezó a estornudar. Trasladado bruscamente de las brumas de su sueño a la más deprimente realidad se puso a reír solo, de sí mismo. Desear a una criatura de diecinueve años y pillar tontamente un resfriado yendo a mojarse los pies bajo sus ventanas en un jardín mojado era el colmo del ridículo.
Entró en el dormitorio, cerró la puerta del balcón y se tumbó en la cama completamente vestido. Para su sorpresa, se durmió casi en el acto.
6
Las cartas sobre el tapete
—Lo que no acabo de entender —dijo Vidal-Pellicorne con un suspiro— es por qué Ferrals tiene tanto empeño en conseguir su zafiro, hasta el punto de aceptar casarse siendo como es un soltero empedernido. Las joyas no le han interesado nunca. A no ser que hayan pertenecido a Cleopatra o a Aspasia, claro.
Habían terminado de comer. Refugiados en el gabinete para fumadores, los dos hombres, arrellanados en profundos sillones de piel estilo club inglés, ya estaban con el café, los licores y los puros.
—Eso es un enigma —dijo Morosini encendiendo el suyo con la llama de una vela—, pero le confieso que preferiría enterarme de cómo una piedra que pertenece a mi familia desde Luis XIV se ha visto transformada en precioso tesoro ancestral de una condesa polaca.
—Lo uno no es incompatible con lo otro; quizás haya una relación entre ambas cosas. La bella Anielka le dijo que su padre quería que se casara con Ferrals para asegurarle, y asegurarse a sí mismo, una parte no desdeñable de una fabulosa fortuna, ¿no? Debió de enterarse de que sir Eric buscaba el zafiro y se las arregló para conseguirlo a sus expensas.
—¿Y ha esperado cinco años para poner su plan en práctica?
—No podía obrar de otro modo. Para empezar, había que aprovechar su ausencia forzosa de Venecia, y después, esperar a que su hija estuviera en edad de casarse. Era difícil ofrecer una niña de trece años, que seguramente no era tan guapa como ahora. A mí me parece que mi historia se sostiene bastante bien. Algo me dice que Solmanski es capaz de todo.
—Hablando de eso, me gustaría, ya que usted tiene acceso a la casa de Ferrals, que intentara enterarse de algo más sobre ese polaco al que yo le veo aspecto de oficial prusiano. Yo pienso atacar a Ferrals.
—¿Cómo?
—Voy a descubrir las cartas y a preguntarle por qué quiere esa joya y no otra. Quizá también por qué no se ha dirigido a mí.
El arqueólogo reflexionó un instante acariciando con la yema de un dedo una estatuilla del dios halcón Horus que descansaba sobre un taburete alto.
—El método directo puede tener sus ventajas con él, pero aun así me pregunto si es el adecuado. Es un hombre hábil, bastante seductor, y es capaz de darle gato por liebre.
—No me tome por un inocentón, querido Adal. Es más difícil de lo que supone.
—Estoy convencido, pero ¿cómo espera conseguir una cita? Ferrals es muy desconfiado.
—No lo dudo, pero me concederá una entrevista. Incluso podría hacerlo ir a casa de la señora Sommières si quisiera. ¿Le he dicho que no para de hacerle ofertas de compra de su mansión para ampliar su propiedad? Pero prefiero desplazarme, en parte por ese deseo que sigo teniendo de visitar su casa.
—Es verdad que, para colocar todos los sarcófagos, estatuillas, estelas y otros objetos con los que arrambla, necesita cada vez más sitio. Su mansión está a rebosar, y la que posee en Londres se encuentra en la misma situación. Pero, tras ese gran deseo de visitar la cueva del brujo, ¿se esconde quizá la esperanza de ver a su adorable prometida? Algo me dice que no es usted insensible a su encanto.
—Parece que sus rebeldes mechones de pelo no le impiden ver con claridad. Es cierto, me gusta, pero le ruego que no hablemos de ello. Me siento bastante ridículo.
—No hay ningún motivo. Teniendo en cuenta la proposición que ella le hizo en el tren, apostaría a que le atrae bastante. Sin embargo, dadas las circunstancias, creo que debería olvidarla. Ferrals no suelta fácilmente lo que tiene. O lo hace pagar muy caro. Si consigue verlo, háblele del zafiro pero no de la futura lady. Sería un poco excesivo hablar de las dos cosas a la vez.
—No se preocupe, no soy tonto, y tengo una prioridad.
—Bien. Dejémoslo así. Ah, me había dicho que Aronov le ha dado la copia del colgante, ¿verdad?
—Sí. ¿Qué quiere hacer con ella?
—Guardarla en un lugar seguro. A partir del momento en que hable de la piedra, es posible que deje de estar seguro —dijo fríamente Vidal-Pellicorne—. Sería una desgracia que perdiera la vida en esto, pero es importante que este medio de recuperar la joya no desaparezca con usted.
Aldo miró absolutamente atónito a su compañero.
—¿Habla en serio?
—Totalmente. Si va a reclamar el zafiro, estoy convencido de que estará en peligro. Esa gente se ha tomado muchas molestias para apropiarse de él. Sólo pensarán en una cosa: eliminarlo.
—¿Esa gente? ¿Se refiere a Ferrals?
—No forzosamente. Se puede vender lo necesario para destruir a la humanidad sin rebajarse a utilizar el cuchillo y el revólver. A esa escala la muerte de los demás se convierte en una noción abstracta. Además, sir Eric goza de una reputación bastante buena; es duro en los negocios, pero recto y honrado. A mí me preocuparía más Solmanski. El trato que ha hecho con Ferrals no dice mucho en su favor.
—Estoy de acuerdo, pero de ahí a asesinar…
—Si la chica estuviera libre, me inclinaría a creer que quiere ser considerado con su futuro suegro. Piense. Viene de Varsovia, donde Simon reside… por el momento, y en Varsovia es donde acaban de matar a Élie Amschel y de donde le aconsejaron que huyera lo antes posible.
—Si el culpable es él, lo tenía muy fácil para deshacerse de mí en el tren: estaba yo solo contra tres hombres.
—No simplifique demasiado las cosas; quizás entonces habría sido inoportuno. ¿No quiere dejarme actuar primero a mi manera?
—¿Cómo?
—Tratando de cambiar las joyas: la falsa por la auténtica. Soy bastante torpe con los pies, pero con las manos soy muy hábil —concluyó Adalbert, contemplando sus largos dedos con una viva satisfacción.
—¿Y está seguro de conseguirlo?
Se produjo un silencio, al que siguió un suspiro.
—No. Depende de las circunstancias.
—Entonces —dijo Aldo levantándose—, seguiré mi plan. Al menos tendrá el mérito de hacer que las cosas se muevan.
—¿La política de la provocación? Después de todo, ¿por qué no? Pero, créame, antes debe entregarme la copia.
—La tendrá esta noche.
En la antecámara, después de que el sirviente le hubiera dado el sombrero, el bastón y los guantes, Morosini no pudo evitar obsequiar a su anfitrión con su sonrisa más impertinente:
—Ahora que nos hemos puesto de acuerdo, ¿me permite una pregunta… un poco indiscreta?
—¿Por qué no? La indiscreción es muy instructiva.
—¿Es usted arqueólogo?
Los ojos de Adalbert, de un azul purísimo, se clavaron en los de Aldo con determinación.
—La arqueología es mi pasión. Si la muerte de Amschel no hubiera convertido en un deber para mí ayudar a Simon de forma prioritaria, estaría en Egipto en compañía del bueno de Loret, que está a cargo del museo del Cairo y en estos momentos probablemente asiste con envidia a las excavaciones que lord Carnavon y Howard Carter realizan en el Valle de los Reyes… con unos medios de los que nosotros no dispondremos jamás. ¿Es mi alusión a mis manos y la expedición de anoche lo que le preocupa?
—No estoy preocupado. Simplemente soy curioso.
—Es una cualidad que comparto. Dicho esto, no tengo nada de ladrón, aunque mi destreza como cerrajero supera la de nuestro buen rey Luis XVI. Hace mucho que comprendí lo tremendamente útil que podía llegar a ser.
—Tendré que recordarlo. Ahora, deséeme buena suerte. Y gracias por la comida, era excelente.
Por la tarde, Cyprien, con bombín y largo abrigo negro abotonado, como si fuera testigo de un duelo, llevó a la mansión Ferrals una tarjeta de Aldo solicitando una entrevista. La respuesta llegó una media hora más tarde: sir Eric se declaraba muy honrado de reunirse con el príncipe Morosini y proponía recibirlo al día siguiente a las cinco.
—¿Vas a ir? —preguntó la señora Sommières, a quien la cita no hacía ni pizca de gracia—. Habría sido preferible que lo hicieses venir.
—¿Para que crea que está dispuesta a rendirse? No voy a Canossa, tía Amélie, sino a hablar de negocios, y no quiero que usted se vea involucrada en esto.
—Sé prudente. Ese maldito zafiro es un tema peligroso y mi vecino no me inspira ninguna confianza.
—Es natural teniendo en cuenta el estado de sus relaciones, pero, tranquilícese, no me comerá.
Su tranquilidad era total. Mientras iba a casa de Ferrals, tenía mucho más la impresión de participar en una cruzada que de meterse de cabeza en una trampa, y a pesar de que esa misma mañana había visitado a un famoso armero para no desdeñar los consejos de Adalbert, la Browning 6,35 que había comprado, aunque de dimensiones reducidas, no amenazaba con romper la línea sumamente elegante de su traje gris confeccionado en Londres: la había dejado en casa.
Por lo demás, dicho traje se encontró en terreno conocido cuando un lacayo con uniforme inglés, después un mayordomo y por último un secretario recibieron al visitante: todos olían a Londres a una legua. En cuanto a la casa, era una mezcla del Museo Británico y el palacio de Buckingham. Sin duda era la morada de un hombre rico, pero no la de un hombre con gusto, y Morosini contempló con sensación de agobio aquella acumulación de obras maestras de la antigüedad, algunas de una increíble belleza, como el Dioniso de Praxiteles al lado de un toro cretense y de dos vitrinas llenas a rebosar de admirables vasos griegos. En aquellos salones había lo suficiente para llenar uno o dos museos y tres o cuatro tiendas de antigüedades.
«Empiezo a creer que le falta sitio —pensó Morosini siguiendo la figura envarada del secretario—, pero, con la modesta mansión de tía Amélie no tendría bastante. Debería intentar comprar el Grand Palais o una estación de tren fuera de uso.»
Subieron una escalera poblada de matronas y de patricios romanos para desembocar en un vasto gabinete de trabajo —seguramente la estancia en la que había entrado Vidal-Pellicorne—, y allí el delirio cesó al tiempo que avanzaban varios siglos: paredes forradas de libros y sólo cuatro muebles sobre una inmensa y suntuosa alfombra persa de un rojo a la vez profundo y luminoso. Una gran mesa de mármol negro con patas de bronce y tres poltronas españolas del siglo XVI dignas del Escorial completaban el mobiliario.
El sillón del señor de la casa tenía el respaldo contra el gran ventanal y, por lo tanto, estaba de espaldas a la luz, pero Aldo sólo necesitó una mirada para reconocer en el hombre que se levantó cortésmente para dirigirse a su encuentro al personaje que seguía a Anielka en el parque Monceau, el hombre de ojos negros y cabellos blancos.
—Me parece que ya nos hemos visto —dijo Ferrals con una sonrisa divertida— y también que somos admiradores de las mujeres bonitas.
El tono de voz de aquel hombre era soberbio y le recordaba el de Simon Aronov; desprendía el mismo calor aterciopelado, la misma magia, y sin duda era el mayor encanto de ese curioso personaje. Asimismo, la mano que le tendía —y que Morosini estrechó sin vacilar— era firme, y la mirada, directa. El visitante sonrió también, aunque unos vagos celos le hicieron notar una punzada en el corazón: quizá querer a Ferrals resultaba más fácil de lo que había supuesto.
—Las circunstancias de aquel encuentro me obligan a presentar mis disculpas al prometido de la señorita Solmanska —dijo—, aunque no tengo conciencia de haber incurrido en falta. Resulta que viajamos juntos en el Nord-Express e incluso compartimos una cena. Yo deseaba simplemente saludarla, charlar un momento, pero parece que mi visión en el parque la asustó y no quiso reconocerme, hasta el punto de que llegué a preguntarme si un increíble parecido me había inducido a error.
—Un parecido imposible. Mi prometida, en mi opinión, es única y no se la puede comparar con ninguna mujer —dijo sir Eric con orgullo—. Pero, por favor, tome asiento y dígame a qué debo el placer de su visita.
Aldo se sentó en una de las dos sillas antiguas dedicando una atención especial a la raya de sus pantalones, lo que le dio unos segundos más para pensar.
—Perdone que continúe hablando sobre la joven condesa —dijo con una lentitud calculada—. Cuando llegamos a París el otro día, me quedé deslumbrado por su esplendor, pero sobre todo por el del colgante que llevaba en el cuello, una joya preciosa que llevo casi cinco años buscando.
Bajo las pobladas cejas de Ferrals apareció un destello, pero el hombre siguió sonriendo.
—Reconozca que lo lleva de maravilla —dijo en un tono suave que irritó a Morosini, asaltado de pronto por la impresión de que el otro estaba burlándose de él.
—Mi madre también lo llevaba de maravilla… antes, por supuesto, de que la asesinaran para robárselo —dijo con una rudeza que borró la sonrisa del negociante.
—¿De que la asesinaran? ¿Está seguro de no equivocarse?
—Lo estoy, a no ser que una fuerte dosis de hioscina administrada en una golosina le parezca un tratamiento médico saludable. Mataron a la princesa Isabelle, sir Eric, para robarle el zafiro ancestral escondido en una de las columnas de su cama gracias a un dispositivo que sólo ella y yo conocíamos.
—¿Y no lo denunció?
—¿Para qué? ¿Para que la policía lo revolviera todo, profanara el cuerpo de mi madre y organizara un horrible estropicio? Desde hace siglos los Morosini nos sentimos bastante inclinados a hacer justicia nosotros mismos.
—Es una reacción comprensible, pero ¿me hará el honor de creerme si le aseguro que no sabía nada, absolutamente nada de ese drama?
—¿Sabe al menos cómo ha llegado a manos del conde Solmanski? Su prometida parece creer que el zafiro es una herencia de su madre y yo no tengo ningún motivo para dudar de su palabra.
—¿Le ha hablado de él? ¿Cuándo? ¿Dónde?
—En el tren…, después de que le impidiera arrojarse por una de las portezuelas.
Una súbita palidez se extendió por el rostro mate de Ferrals, dándole un curioso tono grisáceo.
—¿Quería suicidarse?
—Cuando alguien quiere bajar de un tren lanzado a toda velocidad, sus intenciones me parecen claras.
—Pero ¿por qué?
—¿Quizá porque no está totalmente de acuerdo con su padre sobre este matrimonio? Usted es un partido excepcional, sir Eric, capaz de deslumbrar a un hombre cuya fortuna ya no es lo que era… pero una jovencita ve las cosas de otro modo.
—Me sorprende lo que dice. Hasta ahora me ha parecido bastante satisfecha.
—¿Tanto como para no atreverse a reconocer a un compañero de viaje porque usted estaba detrás de ella? Tal vez tenga miedo.
—No de mí, espero. Estoy dispuesto a ofrecerle una vida de reina y a ser con ella tan amable y paciente como sea necesario.
—No lo dudo. Yo incluso diría que conocerlo ha debido de causarle una agradable sorpresa. Su padre, en cambio, me parece que tiene un carácter bastante agrio, y está muy interesado en que se celebre esta boda. Por lo menos tanto como usted en mi zafiro. Por cierto, me gustaría que me aclarase algo. Usted no es coleccionista de piedras históricas. ¿Por qué quiere entonces esa joya a toda costa?
Sir Eric se levantó del sillón, se apoyó en el mármol de la mesa, juntó las manos por la yema de los dedos y se acarició la línea saliente de la nariz.
—Es una vieja historia —dijo, suspirando—. Usted dice que lleva cinco años buscando la Estrella Azul…, así es como siempre la han llamado en mi familia. Yo la busco desde hace tres siglos.
Morosini se esperaba cualquier cosa menos eso y por un instante se preguntó si aquel hombre estaba volviéndose loco. Pero no, parecía hablar en serio.
—¿Tres siglos? —dijo—. Confieso que no lo entiendo; debe de tratarse de un error. Para empezar, nunca he oído decir que al zafiro visigodo o zafiro Montlaure lo llamaran de otra forma.
—Porque los Montlaure, cuando se apoderaron de él, se apresuraron a cambiarle el nombre. O quizá no lo conocían.
—¿Se da cuenta de que está acusando a mis antepasados maternos de ladrones?
—Usted acusa a mi futuro suegro de asesino o poco menos. Estamos empatados.
El tono de ambos había cambiado. Aldo percibía que ahora se trataba de un duelo: las espadas estaban desenfundadas. No era momento de cometer un error, de modo que obligó a su voz a recuperar un registro más sereno.
—Es una forma de ver las cosas —dijo, suspirando—. Cuénteme su historia sobre la Estrella Azul y ya veremos qué opinión merece. ¿Qué puede tener en común su familia con los Montlaure?
—Debería haber especificado: los «duques» de Montlaure —dijo Ferrals con sarcasmo, insistiendo en el título—. Toda la altanería de sus antepasados se ha refugiado por un instante en su voz… Bien, preste atención: los míos son originarios del Alto Languedoc, igual que los suyos, pero los unos eran protestantes y los otros católicos. Cuando, el 18 de octubre de 1685, su glorioso Luis XIV revocó el edicto de Nantes, dejando fuera de la ley a todos los que se negaran a rezar como él, mi antepasado Guilhem Ferrals era médico y veguer de una pequeña ciudad del Carcasses cercana a un poderoso castillo ducal. La Estrella Azul le pertenecía por derecho de herencia desde el fin de la época de los reyes visigodos. La piedra tenía su historia, incluso su leyenda; se la consideraba sagrada, portadora de suerte, y hasta aquellos tiempos terribles nada había desmentido su reputación…
—Salvo toda la sangre derramada desde que se la habían llevado del Templo de Jerusalén. Pero, por favor, continúe.
—Los hugonotes emigraban a cientos de miles para tener derecho a vivir y a rezar en paz…, doscientos mil creo que partieron. La familia de Guilhem le suplicaba que hicieran lo mismo: el porvenir aún podía sonreírles puesto que se llevarían con ellos la Estrella Azul. Ella los guiaría, al igual que aquella otra luz celeste había guiado a los Reyes Magos en la noche de Belén… Pero Guilhem era más terco que una mula; no quería abandonar la tierra que amaba, y para protegerse y proteger a los suyos contaba con el heredero de los Montlaure, a quien lo unía lo que él creía una antigua amistad. ¡Como si la amistad fuera posible entre un señor tan grande y un simple burgués! —exclamó en tono sarcástico Ferrals, encogiéndose de hombros—. El futuro duque, deseoso de destacar en la corte de Versalles, cosa que la avaricia de su padre hacía imposible, logró convencer a Guilhem de que le entregara la piedra jurándole que, haciendo depositario de ella a cierto ministro real, garantizaría una tranquilidad absoluta a todos los Ferrals presentes y futuros. Y Guilhem, sin duda pecando de ingenuidad, creyó a ese miserable. Al día siguiente fue arrestado, sometido a juicio sumario por contumacia en sus convicciones y trasladado a Marsella para ser encadenado a los remos de la galera real. Allí murió bajo el látigo de los cómitres. Su mujer y sus hijos consiguieron huir y llegar a Holanda, donde recibieron la acogida que su desgracia merecía. En cuanto a la Estrella Azul, estuvo en manos de un usurero hasta que, tras la muerte del anciano duque, fue desempeñada y recuperada. Desde entonces pasó a formar parte del tesoro de sus antepasados, príncipe Morosini. Bien, ¿qué le parece mi historia?
Levantando los ojos, que había mantenido bajados, Aldo clavó su mirada grave en la de su adversario.
—Que es terrible, pero que, desde la noche de los tiempos, los hombres no han cesado de acumular historias similares. En lo que a mí me concierne, solo sé una cosa: mataron a mi madre para poder robarle más cómodamente. El resto no me interesa.
—Se equivoca. Yo creo que eso sucedió en justa compensación por lo ocurrido en el pasado. Era preciso que la sangre de un inocente pagara por la de un hombre de bien, y aunque a usted le resulte difícil de entender, yo creo que el espectro de Guilhem ahora debe de haberse apaciguado.
Aldo se levantó tan bruscamente que la pesada silla española se tambaleó, aunque sin llegar a caerse.
—Los manes de mi madre no. Entérese de esto, sir Eric: quiero a su asesino, sea quien sea. Rece a Dios para que no sea alguien muy cercano a usted.
El inglés volvió a encogerse de hombros.
—La mujer con la que voy a casarme es el único ser que me importa, pues la amo… apasionada y ardientemente. Los demás me son indiferentes, y aunque tuviera usted que matar a toda su parentela, me daría lo mismo. Ahora, ella es mi bien más precioso.
—Entonces devuélvame el zafiro. Estoy dispuesto a comprárselo.
El vendedor de cañones desplegó lentamente una sonrisa en la que malicia y desdén se mezclaban.
—No es usted suficientemente rico.
—Lo soy menos que usted, desde luego, pero más de lo que imagina. Las piedras, históricas o no, son mi especialidad, y conozco su valor a la cotización actual. Diga un precio y lo acepto… Vamos, sir Eric, sea generoso: usted tiene la felicidad, devuélvame la joya.
—Las dos cosas van unidas. Pero voy a ser generoso, como usted me pide: seré yo quien le pague la suma de dinero que representa la Estrella Azul, a modo de indemnización.
Morosini estuvo a punto de enfadarse. Ese advenedizo sin duda pensaba que su fortuna se lo permitía todo. Para calmarse sacó sin prisas del bolsillo su pitillera de oro con el escudo de armas grabado, extrajo un cigarrillo y dio unos golpecitos con él sobre la brillante superficie antes de colocárselo entre los labios, encenderlo y dar una lenta bocanada. Todo ello sin apartar su mirada glacial de su adversario, al que observaba con una semisonrisa indolente, como si examinara a un animal curioso.
—Sus presuntas tradiciones familiares no impiden que sea un simple comerciante. Lo único que sabe hacer es pagar: por una mujer…, por un objeto. Incluso para conjurar la muerte. ¿Cree que se puede poner precio a la vida de una madre? Parece que en este momento la suerte lo acompaña, pero eso podría cambiar.
—Si espera que monte en cólera, pierde el tiempo. En cuanto a mi suerte, no se preocupe por ella; dispongo de los medios necesarios para hacer que no se tuerza.
—¿El dinero otra vez? Es usted incorregible. Pero tenga en cuenta esto: la piedra que acaba de adquirir empleando unos medios muy discutibles y que ve como un talismán ha sido la causa de demasiados dramas para que pueda dar suerte. Recuerde mis palabras cuándo la suya lo abandone. Adiós, sir Eric.
Y, sin querer oír nada más, Morosini se dirigió hacia la puerta del gabinete de trabajo, salió y bajó al vestíbulo, donde dos lacayos le dieron su sombrero, su bastón y sus guantes. Pero, al ir a ponerse éstos, notó que había algo dentro del guante de la mano izquierda y, sin pestañear, renunció a ponérselo y se lo guardó en el bolsillo. Cuando hubo llegado a casa de la señora Sommières, lo examinó y extrajo un papelito enrollado donde había unas frases escritas con mano un tanto trémula:
«Tengo previsto ir a tomar el té mañana, a las cinco, al Parque Zoológico. Podríamos vernos allí, pero no se acerque a mí hasta que no esté sola. Tengo que hablar con usted.»
Ninguna firma; no era necesaria.
Una súbita alegría invadió a Aldo y le devolvió el buen humor. Decididamente, a Anielka le gustaban los jardines: después de Wilanow, los del Bois de Boulogne. Pero, aunque lo hubiera citado en las alcantarillas o en las catacumbas, el feliz destinatario de la nota las habría adornado con todas las gracias del Paraíso. Iba a verla, iba a hablar con ella, y de pronto se sentía el alma de Fortunio.
Para pasar el rato y que no se le hiciera la tarde interminable, fue a la vivienda del conserje a telefonear a su amigo Gilles Vauxbrun. Este, que ya había regresado de su expedición, contestó invitándolo a cenar esa misma noche: irían a saborear los platos de Cubat, un antiguo cocinero del zar recientemente instalado en los Campos Elíseos, en lo que había sido el hotel de la Païva.
—Se come bien —precisó Vauxbrun— y, sobre todo, se come tranquilo, cosa que no se puede hacer en todas partes. Nos vemos allí a las ocho.
Como los dos amigos profesaban el mismo respeto a la puntualidad, se disponían a cruzar juntos la puerta del restaurante cuando el petardeo de un coche interrumpió sus saludos. Junto a la acera acababa de parar un Amilcar descapotable de dos plazas, de color rojo vivo, a cuyos ocupantes Morosini reconoció con cierta sorpresa: la pelambrera rubia de Vidal-Pellicorne, que iba al volante, estaba al lado de la del joven Sigismond Solmanski, esta mucho más ordenada.
—¿Conoces a ese arqueólogo chiflado? —preguntó el anticuario, a quien el estupor de su amigo no había pasado inadvertido.
—He coincidido una o dos veces con él. ¿Dices que está loco?
—En lo tocante a egiptología, delira. La única vez que me decidí a exponer un par de vasos canopes, invadió mi tienda para obsequiarme con una conferencia magistral sobre la XVIII dinastía. Jamás volveré a interesarme en el mobiliario funerario egipcio por miedo a verlo aparecer otra vez. Vamos a cenar. Con un poco de suerte, no nos verá.
Si esperaba escapar a la mirada investigadora de Adalbert, Gilles Vauxbrun se equivocaba: los escasos cabellos, el buen tamaño de la nariz, la mirada imperiosa y los párpados caídos le daban cierto parecido con Julio César o con Luis XI, según la luz. Esa cabeza característica, llevada sobre un gran cuerpo mullidamente acolchado pero siempre vestido con una elegancia perfecta y una flor en el ojal, hacía que no pasara inadvertido. Como su compañero era igualmente notable, aunque en otro estilo, las cabezas se volvieron hacia ellos cuando entraron en el restaurante, cuyo maître se deshacía en atenciones, y varias manos se levantaron para saludar a Vauxbrun. Incluso tuvieron que detenerse en una mesa, en la que una mujer muy guapa tendía una menuda mano cargada de perlas exigiendo al anticuario que le presentara a Morosini. El resultado fue que, cuando por fin se sentaron a su mesa, los dos hombres se percataron de que Adalbert y Sigismond eran sus vecinos inmediatos; no hubo más remedio que saludarse, pero, gracias a Dios, la cosa quedó ahí y para los dos amigos la cena se desarrolló agradablemente hasta el postre.
No obstante, Aldo no pudo evitar percatarse de la atención que el joven Solmanski le prestaba. No paraba de mirar hacia él y de vez en cuando sonreía con una expresión de complicidad que tenía la virtud de irritarlo y hasta de inquietarlo un poco, pues era evidente que el muchacho bebía demasiado. Tan evidente, por lo demás, que Adalbert no se sentía nada cómodo. Aceleró el ritmo de la cena con la intención de acabar antes que los otros y obtuvo sin demasiados esfuerzos el resultado deseado. Aldo lo vio levantarse y asir a su compañero del brazo para conducirlo hacia la salida, pero Sigismond se desasió con un gesto brusco, efectuó un ligero viraje y se plantó delante del objetivo que parecía haberse fijado pese a los esfuerzos de su compañero por alejarlo. La sonrisa que exhibía, a pesar del aspecto idiota propio de los borrachos, era amenazadora.
—Decididamente… ¡hip!… no se puede dar… un paso sin encontrarse con usted, príncipe… de lo que sea. Lo encontramos… en el tren… al lado de la puerta cuando mi… hermana decide acabar para siempre. Lo en… encontramos otra vez en la estación… y ahora aquí… Me pa… parece que quiere estar en demasiados sitios.
—Y usted parece tener muchas dificultades para estar en el suyo —dijo Morosini con desprecio—. Cuando uno no quiere encontrarse con la gente, se queda en su casa.
—Yo voy adonde… adonde quiero… y…
—Yo también.
—Y hago lo que quiero…, y lo que quiero… es matarlo porque me parece que se ocupa demasiado… ¡hip!… de mi hermana.
—Señor Vidal-Pellicorne —intervino Vauxbrun—, ¿quiere que lo ayude a sacar a este majadero, si no puede usted solo?
—Debería poder. Vamos, Solmanski, venga conmigo. Ha bebido demasiado y está dando un espectáculo. Lo llevaré a su casa.
—¡Ni… ni hablar! Te… tenemos que ir a jugar… al Círculo.
—Me extrañaría que lo dejasen entrar en ese estado —dijo Aldo riendo.
—Y a mí. ¡Vamos, Sigismond, en marcha! Buenas noches, señores.
—He dicho que quería… matar a ese hombre —insistió el polaco—. ¡En duelo!
—Más tarde. Primero tiene que recuperarse y luego volveremos a salir.
Con la colaboración del maître, que había acudido en su ayuda, Adalbert consiguió sacar a Solmanski del restaurante ante la mirada pensativa de Morosini, que intentaba comprender por qué razón Vidal-Pellicorne había empezado a mantener una relación tan estrecha con el hermano de Anielka. En cuanto a su actitud hacia él, había sido perfecta: la de un hombre que se encuentra con alguien a quien apenas conoce. Era mucho mejor mantener su incipiente amistad en secreto el mayor tiempo posible.
Al cabo de un momento, el petardeo del Amilcar se oyó de nuevo y Gilles Vauxbrun se encogió de hombros.
—No me gustaría llevar a un pasajero como ese. Pero, dime por qué ese polaco…, porque es polaco, ¿no?
—Sí.
—¿Por qué ese polaco está empeñado en matarte? ¿Qué le has hecho a su hermana?
—Nada. Nos hemos visto una o dos veces y… ella ha sido amable conmigo. No hay más, pero es posible que un borracho no lo vea igual.
—Seguramente —dijo el anticuario con aire pensativo—, pero el famoso in vino veritas se ha visto muchas veces confirmado. Ese joven te odia, y harías bien en llevar cuidado.
—¿Qué puede hacer? La gente ya no se bate en duelo.
—Hay otros medios, pero al menos después de esto estás sobre aviso.
En términos apenas diferentes, fue más o menos lo que Adalbert dijo cuando llamó a Aldo por teléfono a la mañana siguiente.
—No creía que el joven Sigismond le tuviera tanta ojeriza. Nada más verlo, su persona y sus actos fueron su único tema de conversación y se puso a beber como una esponja.
—Ya me di cuenta. Pero ¿cómo es que tiene usted una relación tan cordial con él?
—Por pura estrategia. Es conveniente para nuestros planes estar introducido en el círculo familiar. Y ha sido fácil, bastó con llevarlo al Círculo de la calle Royale. Como tuvo un poco de suerte, me adora. ¿Ya usted cómo le van las cosas?
—Vi a Ferrals ayer, pero, como tengo otra cita importante esta tarde, se lo contaré más tarde. ¿Dónde podríamos quedar, ya que, si entendí bien su actitud de anoche, se supone que no nos conocemos?
—Es preferible por el momento. Lo mejor es que venga a mi casa bastante tarde, cuando haya anochecido.
—¿Debo ponerme un sombrero y un abrigo del color de las paredes? ¿O quizás una máscara, al estilo de Venecia?
—Ustedes, los venecianos, son los últimos románticos. Venga hacia las nueve. Comeremos algo y analizaremos la situación.
Situado en el recinto del Bois de Boulogne, entre la puerta de Sablons y la de Madrid, el Parque Zoológico había sido creado en 1860 para «reunir las especies animales que puedan dar preferentemente su fuerza, su carne, su lana, sus productos de todo tipo a la industria y al comercio, o servir para nuestro solaz». Había varios departamentos interesantes: un criadero de gusanos de seda, una gran pajarera, un gallinero, una jaula de monos, un acuario, un estanque para las focas, un inmenso invernáculo y cien «maravillas» más que atraían diariamente al público infantil de los alrededores e incluso de mucho más lejos. Un encantador salón de té-restaurante al aire libre ofrecía a la glotonería de pequeños y mayores pastelillos rellenos de crema de chocolate ó de café, bizcochos borrachos, helados y sultanas, deliciosos pasteles rellenos de crema de vainilla. Todo eso se saboreaba escuchando la música del quiosco vecino, donde, durante el verano, una orquesta de sesenta músicos daba conciertos muy concurridos entre las tres y las cinco. Por último —divina distracción para los niños—, era posible hacer un recorrido montado en un burro, un poney, una cebra, un camello, un elefante o incluso un avestruz. A este edén se accedía en tren desde la puerta Maillot, pero Morosini fue en taxi.
Al llegar frente a la terraza del salón de té, vio enseguida a Anielka sentada a una mesa en compañía de su doncella. Un rayo de sol que pasaba a través de las hojas de los castaños iluminaba su cabeza, tocada con un gorrito de plumas de martín pescador. Distraídamente, comía un helado de fresa con una cucharilla.
Como por el momento no tenía otra cosa que hacer, Aldo se sentó en un lugar bien visible, pidió té y un bizcocho al ron, pero saboreó mucho más el placer de contemplar la tez de flor y el delicado perfil de la joven. En aquel entorno de vegetación y de alegría, lleno de gritos y risas infantiles sobre los que revoloteaba el vals de La viuda alegre interpretado por la orquesta, formaba un cuadro adorable. Era demasiado bonita para no suscitar pasión, incluso en un hombre rayano en la misoginia como Ferrals, y él mismo notaba que una profunda amargura lo invadía al pensar en la increíble felicidad que esperaba al vendedor de cañones la noche de su boda.
De pronto, la vio apoyarse en el respaldo del asiento, tras haber consultado el pequeño reloj de diamantes que llevaba en la muñeca, y pasear la mirada por lo que había a su alrededor. Enseguida la joven vio a Morosini, parpadeó y esbozó una sonrisa; luego se puso a contemplar la orquesta. Morosini comprendió que debía esperar. Al cabo de un momento, cuando la música cesó, la doncella llamó al camarero y pagó la cuenta, tras lo cual las dos mujeres se levantaron en medio de la ligera algarabía que siempre se producía al finalizar el concierto. Aldo dejó un billete sobre la mesa y se dispuso a seguirlas.
Anielka se dirigió paseando hacia la zona de las llamas, luego atravesó un oasis de vegetación formado por un vivero de árboles enanos y llegó junto al estanque de las focas, donde había una peña artificial. Daba gusto pararse a mirar a esos animales bigotudos zambullirse desde lo alto de la roca y reaparecer, brillantes como el satén, escupiendo agua alegremente o incluso con un pez en la boca. Como había mucha gente, Aldo pudo acercarse a Anielka, momentáneamente separada de Wanda por una niñera inglesa que empujaba un voluminoso cochecito donde balbucían unos gemelos.
—¿Dónde podemos hablar? —susurró contra su espalda.
—Vaya al invernáculo grande. Me reuniré allí con usted.
Aldo dio media vuelta y tomó el camino del vasto recinto acristalado, que era el lugar más tranquilo del jardín. Allí reinaba una atmósfera de calor húmedo que emanaba de los helechos y las lianas, que parecían extenderse hasta el infinito. En la parte superior del invernáculo, unos pájaros revoloteaban por encima de los grandes bananos o se posaban sobre las grutas musgosas, tapizadas de culantrillo. Lo más bonito era el estanque cubierto de lotos y de nenúfares, rodeado de extensiones de césped de un verde resplandeciente.
Cuando unos pasos ligeros hicieron crujir la grava, se volvió y la vio ante él. Sola.
—¿Dónde está su cancerbero? —preguntó, sonriendo.
—No es un cancerbero. Me sirve con abnegación y se arrojaría a este estanque sin vacilar si yo se lo pidiera.
—Apenas se expondría a mojarse los pies, pero tiene razón, es una prueba. ¿Se ha quedado fuera?
—Sí. Le he dicho que quería pasear sola por aquí. Me espera frente a la entrada, junto al carrito del barquillero. Le encantan los barquillos.
—¡Bendita sea la glotonería de Wanda! ¿Quiere que paseemos un poco?
—No. Ahí, junto a las rocas, hay un banco donde podremos hablar con tranquilidad.
Por deferencia hacia el vestido blanco que llevaba Anielka, Morosini sacó un pañuelo y lo extendió sobre la piedra antes de que su compañera se sentara. Ella se lo agradeció con una sonrisa y cruzó pausadamente sobre el bolso, a juego con el azul verdoso de su sombrero, las manos enguantadas en la misma piel. De pronto parecía indecisa, como si no supiera por dónde empezar. Aldo acudió en su auxilio.
—Bien, ¿qué es eso tan importante que tiene que decirme para haberme pedido que nos veamos… a escondidas? —preguntó con mucha dulzura.
—Mi padre y mi hermano me matarían si se enterasen de que he estado con usted. Lo detestan.
—No sé por qué razón.
—Está relacionado con la conversación que sostuvo ayer con sir Eric. Después de que usted se fuera, creo que mi padre y Sigismond tuvieron una escena bastante desagradable con mi… prometido sobre el zafiro familiar. Al parecer, usted se atrevió a decir…
—¡Un momento! No tengo la menor intención de hablar sobre este asunto con usted. Y me sorprende mucho que sir Eric haya pedido una explicación delante de usted.
—Yo no estaba delante… pero he aprendido a escuchar detrás de las puertas cuando necesito enterarme de algo.
Morosini se echó a reír.
—¿Así es como educan a las jovencitas en la aristocracia polaca?
—Desde luego que no, pero descubrí hace tiempo que a veces hay que distanciarse un poco de los grandes principios y las buenas maneras.
—No puedo decir que esté equivocada. Pero, por favor, dígame ya cuál es el motivo de esta cita encantadora.
—He venido a decirle que estoy enamorada de usted.
La declaración fue hecha con toda sencillez, casi tímidamente, en voz baja pero firme, aunque sin que Anielka se atreviera a mirar a Aldo. Este se quedó, de todas formas, estupefacto.
—¿Se da cuenta de lo que acaba de decir? —preguntó, intentando deshacer el nudo que empezaba a formársele en la garganta.
La bella mirada dorada que se había posado unos instantes en el rostro de Morosini se apartó de él.
—Es posible—susurró Anielka, ruborizada— que esté cometiendo otro atentado contra las reglas de la compostura. Sin embargo, hay momentos en los que uno debe expresar lo que anida en su corazón. Yo acabo de hacerlo. Y es cierto que lo amo.
—Anielka —susurró Aldo, profundamente emocionado—, desearía tanto creerle…
—¿Y por qué no va a creerme?
—Pues…, por cómo empezaron nuestras relaciones. Por lo que vi en Wilanow. Por Ladislas.
Ella hizo un gracioso ademán con la mano que ahuyentaba ese recuerdo como si se tratara de una mosca inoportuna.
—Ah, ¿él?… Creo que lo olvidé desde el momento en que lo conocí a usted. Como sabe, cuando uno es muy joven —prosiguió aquella anciana de diecinueve años—, busca la evasión a toda costa y casi siempre se equivoca. Eso me pasó a mí, y mi situación ahora es esta: lo amo y quisiera que usted me amara.
Reprimiendo todavía las ganas de abrazarla, Aldo se acercó a la joven y tomó una de sus manos entre las suyas.
—Recuerde lo que le dije en el Nord-Express. Amarla es lo más fácil, lo más natural del mundo. ¿Qué hombre digno de tal nombre podría resistirse a su presencia?
—Pues eso es lo que hizo cuando se negó a bajar conmigo en Berlín.
—Quizá porque aún no estaba bastante loco —dijo Aldo con una sonrisa burlona, apartando el guante para posar sus labios sobre la sedosa piel de la muñeca.
—¿Y ahora lo está?
—En cualquier caso, mucho me temo que he empezado a perder el juicio. Pero no me haga soñar en vano, Anielka. Usted está prometida, y ha aceptado ese compromiso.
Con un gesto brusco, ella retiró la mano y se quitó el guante para hacer refulgir al sol el soberbio zafiro, de un azul aciano satinado y coronado de diamantes, que adornaba su dedo anular.
—¡Mire qué hermoso es el vínculo que me ata a ese hombre! Me horroriza… Dicen que esta piedra garantiza la paz espiritual, destierra el odio del corazón de quien la lleva…
—… E invita a la fidelidad —acabó Morosini—. Sé lo que dice la tradición.
—Pero yo rechazo las tradiciones, yo quiero ser feliz con el hombre que he elegido, quiero entregarme a él, tener hijos con él… ¿Por qué no me acepta, Aldo?
Había lágrimas en sus bellos ojos, y sus labios frescos como el coral recién extraído del agua temblaban al alzarse hacia él.
—¿He dicho yo alguna vez semejante tontería? —repuso, atrayéndola hacia sí—. Por supuesto que la amo, por supuesto que la acepto…, la…
El beso sofocó la última palabra y Morosini se olvidó de todo, consciente de perderse en un ramo de flores, de sentir contra sí un joven cuerpo vibrante que parecía estar llamándolo. Era a la vez delicioso y angustioso, como un sueño que se sabe que es sólo un sueño y que al despertar se va a interrumpir. El encantamiento se prolongó unos instantes antes de que Anielka dijera, suspirando:
—Entonces tómeme. Hágame suya para siempre.
La proposición era tan inesperada que el sentido de la realidad se impuso.
—¿Qué? ¿Aquí y ahora? —repuso él, acompañando sus palabras con una risa a la que la joven se sumó dejando que su boca rozara la de su compañero.
—Claro que no —contestó alegremente—, pero sin esperar mucho.
—¿Todavía quieres que te rapte? Creo que esta noche sale un tren para Venecia.
—No, esta noche no. Sería demasiado pronto.
—¿Por qué? Me parece que no eres muy lógica, amor mío. Entre Varsovia y Berlín, querías que te llevara conmigo inmediatamente, aunque fuese en salto de cama, y cuando te propongo irnos me dices que es demasiado pronto. Piensa en lo que rechazas. El Orient-Express es un tren divino, hecho para el amor…, como tú. Tendremos una cabina de terciopelo y caoba…, o mejor dos, para respetar las normas que impone el decoro, y esta misma noche serías mi mujer, en espera de que en Venecia nos case un sacerdote. Anielka…, Anielka…, si has decidido volverme loco, tienes que perder el juicio tú también y no pensar en las consecuencias.
—Si queremos ser felices, hay que tener en cuenta eso que llamas las consecuencias. Dicho de otro modo, a mi padre y mi hermano.
—No pretenderás que los llevemos con nosotros.
—Desde luego que no. Lo que pretendo es que retrasemos el viaje en el Orient-Express unos días. Hasta la noche del día de mi boda, por ejemplo.
—¿Cómo dices?
Aldo se apartó todo lo que la longitud del banco le permitía, para observarla mejor mientras se preguntaba si no había en aquella adorable muchacha más locura de la que él deseaba. Pero ella lo miraba con una sonrisa divertida que le hacía fruncir la nariz.
—No tienes por qué espantarte —dijo con la indulgencia de un adulto sensato hacia un niño corto de alcances—. Es lo único inteligente que podemos hacer.
—¿De verdad? Pues explícamelo.
—Yo incluso diría más: no sólo es inteligente, sino que de este modo tus intereses coinciden con los de mi familia. ¿Qué quiere mi padre? Que me case con sir Eric Ferrals, que el día antes de la boda firmará un contrato garantizándome una bonita fortuna, y no tengo ninguna razón para negarle esa alegría. ¡El pobre necesita dinero!… Por otro lado, yo no quiero de ninguna manera pertenecer a ese viejo. No quiero que me desnude, ¡me horroriza que ponga su piel contra la mía!
Reducido al silencio por los planes de futuro de la joven polaca y su realismo en la descripción de su noche de boda, Aldo apenas consiguió pronunciar un «¿Entonces…?» con voz un poco ronca.
—La boda tiene que celebrarse en un castillo en el campo, pero con gran pompa. Habrá muchos invitados a la cena que seguirá a la ceremonia y a los fuegos artificiales. No tendrás más que esperarme al fondo del parque con un coche rápido. Yo me reuniré contigo y desapareceremos los tres.
—¿Los tres?
—¡Claro! Tú, yo… y el zafiro. Tu zafiro, nuestro zafiro. Bueno, el que reclamas. Como nunca sabré a quién pertenece exactamente, creo que será la mejor manera de zanjar el asunto: será nuestro y punto.
—Porque supones que Ferrals lo llevará al castillo…
—No lo supongo, lo sé. No quiere separarse de él. Después de la boda civil, el día antes, habrá una recepción, y yo llevaré un vestido del color de la luna, como en Piel de asno, con la Estrella Azul por todo ornamento. Así que será facilísimo.
—¿Tú crees? Pobre inocente, pero si en cuanto te hayas marchado lo primero que hará Ferrals, sobre todo si el zafiro ha desaparecido contigo, es pedir la anulación del matrimonio, y tu querido papá no verá ni un céntimo.
—¡Que sí! ¡Y más del que crees! Nos las arreglaremos para que parezca que me han secuestrado unos bandidos que exigen un rescate. Dejaremos una nota en este sentido. Me buscarán por todas partes, y como no me encontrarán, creerán que mis raptores me han matado. Todo el mundo se pondrá muy triste y sir Eric no podrá hacer otra cosa que llorar y tratar de consolar a los míos. Mientras tanto, nosotros dos seremos felices —concluyó Anielka—. ¿Qué te parece mi idea?
Recuperado de su estupor pero incapaz de seguir conteniéndose, Morosini se echó a reír.
—Me parece que lees demasiadas novelas o que tienes una imaginación desbordante…, o las dos cosas. Pero sobre todo me parece que tienes en poca consideración la inteligencia de los demás. Ferrals es un hombre poderoso; en cuanto te lleve conmigo en mi fogoso corcel, tendremos detrás a la gendarmería en pleno. Las fronteras y los puertos estarán vigilados…
—Te equivocas. En la carta que dejemos, pondremos que podrían matarme si se avisa a la policía.
—Tienes respuesta para todo… o casi todo. Sólo olvidas una cosa: tú misma.
Anielka abrió forzadamente los ojos en señal de incomprensión.
—¿Qué quieres decir?
—Que eres una de las mujeres más encantadoras de Europa y que, convertida en princesa Morosini, estarás sobre un pedestal a cuyo alrededor Venecia se arrodillará. Tu fama cruzará las fronteras y lo más probable es que llegue a oídos de tus supuestamente desesperados familiares. Entonces no tardarán en encontrarnos y adiós felicidad.
—¿Sería menos grave si partiera esta noche contigo como me pides? Créeme, no tienes nada que temer. Y si quieres una prueba, hazme tu amante antes de la boda. Mañana…, el día que quieras seré tuya.
Por un momento se cegó, se sintió tentado de tomarle la palabra, de poseerla en un rincón de la selva virgen en miniatura. Afortunadamente, recuperó el juicio. Ya era embriagador saber que un día cercano sería suya…
—No, Anielka, mientras Ferrals esté entre nosotros, no. Cuando seamos el uno del otro, será con plena libertad, no a escondidas. Y en lo que se refiere a tu partida, preferiría que olvidaras esa historia fraudulenta del rescate. No puedo aceptarlo.
—Pero ¿no es acaso la única manera de apartar las sospechas de ti?
—Tiene que haber otra. Déjame pensarlo y volvamos a vernos pronto. Ahora es mejor que nos despidamos. Wanda debe de haber acabado con las existencias del barquillero.
—¿Cómo puedo citarte otra vez?
—Vivo en casa de tu vecina, la marquesa de Sommières, que es mi tía abuela. Echa una nota en su buzón. Iré a donde me digas.
Aldo acompañó esta afirmación con un ligero beso en la punta de la nariz de la joven. Luego la apartó de él con suavidad:
—Sintiéndolo en el alma, debo devolverte la libertad, mi bella ave del paraíso.
—¿Ya?
—Sí. Estoy de acuerdo contigo: siempre será demasiado pronto para separarnos.
Con la curiosa y desagradable sensación de estar en jaque mate, Aldo guardó silencio. Ella tenía razón. La enormidad de su plan lo había obligado a hacer de abogado del diablo, pero lo que él mismo había propuesto empujado por un súbito arrebato de pasión era igual de insensato. Por otro lado, ¿no valía la pena correr los mayores riesgos por esa exquisita criatura que lo había buscado para hablarle de amor? Tenía la impresión de ser una especie de cauto José ante una joven y adorable señora Putifar. En una palabra, se vio ridículo. Sin contar con que en ese plan delirante —aparentemente al menos— estaba quizá la solución de su problema: recuperar el zafiro para Simon Aronov, en espera de partir a la conquista de las otras piedras.
Se levantó, asió a la muchacha de las manos para ponerla en pie y la abrazó.
—Tienes razón, Anielka. Y yo soy un imbécil. Si aceptas vivir escondida algún tiempo, tal vez tengamos una posibilidad de conseguirlo.
—Aceptaré cualquier cosa para estar a tu lado —suspiró ella, apoyando el sombrero en el cuello de Aldo.
—Dame dos o tres días para pensar y ver cómo podemos hacer las cosas para que salgan bien. No dudes de que por ti seré capaz de las mayores audacias, de enfrentarme a todo con valor…, pero ¿estás segura de que nunca lo lamentarás? Vas a renunciar a una vida de reina.
—¿Para ser princesa? Es casi igual.
—Si te echaras atrás en el último momento, me harías mucho daño —dijo Morosini en un tono repentinamente grave. Pero ella se puso de puntillas para acercar los labios a los de él.
Tras dirigirle una sonrisa y un saludo al estilo oriental, con la mano sobre el corazón, Morosini ya se alejaba cuando ella lo llamó:
—¡Aldo!
—¿Sí, Anielka?
—Otra cosa: si no estás allí la noche de la boda, si tengo que soportar los abusos de sir Eric, no volveré a verte en toda mi vida —dijo con una gravedad que a Aldo le impresionó—. Porque, si me fallas querrá decir que no me amas como yo te amo a ti. Y entonces te odiaré.
Aldo permaneció un instante inmóvil, como si quisiera grabar en su memoria la bella imagen que ofrecía la joven. Luego, sin decir nada, se inclinó y salió del invernáculo.
De regreso hacia la calle Alfred-de-Vigny se esforzó en ordenar sus pensamientos, pero su agitación persistía. Todavía respiraba el fresco y delicioso perfume de Anielka, todavía notaba contra sus labios la suavidad de los de ella. No es que albergara la menor duda sobre sus propios sentimientos: estaba dispuesto a arriesgarlo todo por esa criatura, a cometer las peores locuras para poder adorarla a placer. Sin embargo, no sería realmente libre hasta que hubiera cumplido la misión que le había encargado Simon Aronov.
«Si no hubiera quedado con Vidal-Pellicorne dentro de un rato, iría a su casa ahora mismo. Necesito urgentemente planear bien las cosas con él. Para dar este golpe sin provocar un cataclismo, no estará de más que seamos dos.»
Encontró a la señora Sommières en compañía de Marie-Angéline. Como de costumbre, la marquesa bebía champán en su invernadero escuchando distraídamente a su dama de compañía leerle una de esas sublimes frases de Marcel Proust que dejan al lector sin aliento porque ocupan más de una página entre un punto y otro.
—¡Ah, por fin llegas! —dijo con satisfacción—. Tengo la impresión de que hace siglos que no te he visto. Supongo que cenarás con nosotras.
—Por desgracia, no, tía Amélie —dijo él, besando su hermosa mano arrugada—. Me espera un amigo.
—¿Otra vez? Con lo que me hubiera gustado que me contaras tu entrevista con ese bribón de Ferrals… ¿Quieres una copa?
—No, gracias. Sólo he venido a darle un beso. Tengo que ir a cambiarme.
—Tú te lo pierdes. Dile a Cyprien que mande que te preparen ese maldito coche de gasolina que apesta y que jamás podrá compararse con un bonito coche irlandés de tiro.
—Me disgusta rechazar tus presentes, pero no es necesario. El amigo en cuestión vive en el barrio, en la calle Jouffroy. Iré a pie cruzando el parque.
—Como quieras, pero si no vuelves demasiado tarde ven a charlar un rato. Recibir un beso tuyo está convirtiéndose en una costumbre que aprecio infinitamente. Plan-Crépin, deje al divino Marcel y vaya a decir que no tarden en servir la cena. Tengo un poco de hambre, pero no me apetece estar mucho rato a la mesa.
La marquesa había terminado de cenar cuando Morosini salió de casa para dirigirse a la entrada de la avenida Van-Dyck rodeando la mansión Ferrals, cuyas ventanas, como de costumbre, estaban potentemente iluminadas. Aldo envió mentalmente un beso a la dama que ocupaba sus pensamientos y se adentró entre los árboles del parque Monceau con la intención de disfrutar de uno de esos paseos nocturnos tan queridos a los corazones enamorados.
Caminaba a su paso rápido y despreocupado, aspirando los aromas primaverales de aquella noche de mayo, cuando recibió un golpe en la nuca, otro en una sien, y se desplomó sin hacer ruido sobre la tierra de la alameda.
Se oyó entonces una risa peculiar, aguda y cruel.
7
Las sorpresas de una venta en el hotel Drouot
Aldo tenía la impresión de que una apisonadora le había pasado por encima. Con excepción de las piernas, no había una sola pulgada del cuerpo que no le doliera, y por si eso fuera poco, un pérfido verdugo se las ingeniaba para aumentar su sufrimiento.
—Unas costillas rotas, nada más. En esta casa parece una manía —refunfuñó una voz asmática—. En cualquier caso, es una suerte que usted estuviera allí, señorita.
—Dios lo ha querido así, porque venía de la iglesia —contestó Marie-Angéline—. Me puse a gritar y esos canallas huyeron.
—Yo me inclino a pensar que este caballero le debe la vida. Se diría que se habían propuesto matarlo a golpes. Miren, parece que vuelve en sí.
Efectivamente, Aldo se esforzaba en levantar los párpados, que le pesaban una tonelada. Entonces vio, aureolado por las luces de una araña, un rostro barbudo adornado con unos lentes que lo escrutaba mientras unas manos, sin duda pertenecientes al mismo personaje, se obstinaban en palparlo.
—¡Me hace daño! —se quejó.
—¡Vaya, qué delicado!
—No me extraña —gruñó la señora Sommières con su voz de contralto—. Debería intentar calmarlo, en vez de aumentar su dolor.
—Un poco de paciencia, amiga mía. Para las costillas, lo único que se puede hacer es aplicar un vendaje, pero para las otras contusiones voy a prepararle un bálsamo milagroso. No le durarán mucho los cardenales.
Aldo consiguió levantar la cabeza, que sonaba como la campana de una catedral. Reconoció su habitación y su cama, a cuyo alrededor se congregaba un numeroso y noble público: la marquesa estaba sentada en un sillón, Marie-Angéline en una silla, el médico iba de un lado para otro murmurando y Cyprien, de pie junto a la puerta, estaba ordenando a un criado que fuese a buscar vendas Velpeau —las más anchas— al botiquín.
Disipadas las últimas brumas, el paciente recordó de pronto lo que había pasado y adónde iba cuando había sido agredido.
—Tía Amélie —dijo—, quisiera telefonear.
—Vamos, muchacho, esto no es serio. ¿Acabas de salir del coma y tu primer pensamiento es para el teléfono? Harías mejor en pensar en los que te han dejado en este estado. ¿Tienes alguna idea?
—Ninguna —mintió, pues tenía una o dos—. Pero si quiero telefonear es porque tenía que cenar en casa de un amigo que debe de estar preocupado. ¿Qué hora es?
—Las diez y media, y olvídate de que te bajen a casa del portero. Cyprien se encargará de transmitir tu mensaje. Dale el número y ya está.
—Que busque a Adalbert Vidal-Pellicorne en una libreta con tapas de piel negra que llevo en un bolsillo de la americana. Hay que decirle lo que me ha sucedido, pero nada más.
—¿Qué más quieres que le digamos, si no sabemos nada? ¿Has oído, Cyprien?
El encargo fue ejecutado con rapidez y eficacia. El anciano mayordomo volvió para anunciar que «el amigo del príncipe» lo sentía muchísimo, le deseaba un pronto restablecimiento y pedía que le dijeran cuándo podría ir para informarse de su evolución.
—Mañana —dijo Aldo, pese a las protestas de las damas—. Necesito verlo urgentemente.
Al cabo de un rato, debidamente untado de árnica en espera del bálsamo milagroso y con el torso envuelto en más vendas que una momia de faraón, Aldo dio las gracias al médico por sus cuidados y a la señorita Plan-Crépin por su afortunada intervención, y estaba pensando en dormir cuando constató que, si bien la señora Sommières despedía a todo el mundo, ella no parecía dispuesta a levantarse del sillón.
—¿No va a acostarse, tía Amélie? —dijo en un tono que la invitaba a hacerlo—. Me parece que ya le he causado suficientes trastornos esta noche. Debe de estar cansada.
—Déjate de monsergas. Me encuentro perfectamente. Y tú, si tenías suficientes fuerzas para ir hasta el teléfono, seguro que te quedan unas pocas para invertirlas en tu vieja tía. No vale la pena andarse por las ramas: ¿ha sido ese demonio de Ferrals el que te ha hecho esto?
—¿Cómo quiere que lo sepa? No vi ni a un alma. Me golpearon y perdí el conocimiento. Pero dígame qué hacía su dama de compañía en el parque a las nueve de la noche. Le he oído decir que volvía de la iglesia, pero no me parece que sea el camino más directo desde Saint-Augustin.
—Ni horas de venir de la iglesia. Plan-Crépin, muchacho, te estaba siguiendo por orden mía.
—¿La mandó tras de mí?… ¿Una señorita en el parque en plena noche? ¿Por qué no a Cyprien?
—Demasiado viejo. Y además, incapaz de moverse con menos majestuosidad que si escoltara a un miembro de la realeza. Plan-Crépin no es lo mismo: como todas las beatas, pasa inadvertida; sabe andar de puntillas y a pesar de su aspecto es más ágil que un gato. A todo eso hay que añadir que su curiosidad permanece siempre despierta. Desde que se ha enterado de que fuiste a casa de Ferrals, está inquieta. He preferido atribuirme el mérito de mandarla yo, pero de todas formas ella te habría seguido el rastro.
—¡Señor! —gimió Aldo—. Jamás hubiera imaginado que había ido a parar a una sucursal del Servicio de Inteligencia. Espero que por lo menos no hayan avisado a la policía.
—No. Pero tengo un viejo amigo que fue una de las glorias de la policía judicial a principios de siglo y que quizá podría…
—¡Por el amor de Dios, tía Amélie, no haga nada! Quiero saldar esta cuenta igual que las otras: yo mismo.
—Entonces dime que pasó en casa del vendedor de cañones. Cuando alguien mata a la gente a centenares, no tiene reparos en mandar eliminar a una persona molesta en un parque solitario.
—Es posible, pero yo no lo creo —dijo Aldo, recordando la risa agria y discordante que había saludado su caída. La voz cálida y musical de sir Eric no podía emitir semejante sonido. Un esbirro quizá, pero esa risa expresaba odio, crueldad, y un asesino a sueldo no tenía ninguna razón para detestarlo personalmente.
Dejó el análisis de esa cuestión para más tarde, cuando le doliera menos la cabeza, y contó su entrevista con Ferrals. Lo que más llamó la atención de la anciana fue la historia trágica de la Estrella Azul, y no ocultó que le había impresionado.
—Siempre he pensado —susurró— que esa piedra no traía suerte. Desde el siglo XVII se produjo un drama tras otro en la familia Montlaure hasta la extinción de la línea masculina. Por eso la heredó tu madre. Yo hubiese querido que se deshiciese de ella, pero le tenía mucho cariño aunque nunca la llevó. Tu madre no creía en la maldición, seguramente porque ignoraba, como todos nosotros, lo que acabas de contarme.
—Pero ¿tú crees que esa historia es cierta? Pese a la pasión y al tono sincero de Ferrals cuando me la contó, me cuesta creer que uno de mis antepasados fuera capaz…
De repente, la marquesa se echó a reír.
—¿No te da vergüenza ser tan ingenuo a tu edad? Tus antepasados, los míos, como los de prácticamente todo el mundo, no eran más que hombres sometidos a la codicia y a las bajezas propias de la naturaleza humana. Y no irás a decirme que en Venecia, donde se perpetraron terribles venganzas y donde el aqua Tofana circulaba como el vino joven en la época de la vendimia, era diferente. Hay que coger lo que uno encuentra en su cuna cuando viene al mundo, querido Aldo, incluidos los antepasados. De todas formas, no creo que nuestro vecino haya querido eliminarte; no tiene ningún motivo para hacerlo, puesto que gana en todos los frentes.
—Es más o menos lo que yo pienso.
Sus sospechas se dirigían más hacia Sigismond, aunque le costaba creer que ese mocoso fuera capaz de tender una emboscada cuya preparación debía de haber exigido una atenta vigilancia. Y surgía entonces una pregunta: ¿habían descubierto su cita con Anielka, de la que no había dicho ni una palabra a la señora Sommières, los habían espiado? En tal caso, Ferrals volvía al primer plano: si estaba tan enamorado como afirmaba, sus celos debían de ser terribles.
Pese a los pensamientos contradictorios que se agolpaban en su dolorida cabeza, Morosini acabó por dormirse, vencido por el calmante que el doctor había hecho que su sirviente le llevara en cuanto hubo llegado a su consulta. Debía de contener algo capaz de anestesiar a un caballo, porque cuando, a última hora de la mañana, emergió por fin de un sueño profundísimo, estaba aproximadamente tan vivo como un plato de risi e bisi frío, además de tener grandes dificultades para hilvanar dos ideas. Sin embargo, ni le pasó por la mente quedarse en la cama; había que desdramatizar lo antes posible la situación, y si Vidal-Pellicorne iba a verlo, tal como esperaba, debía encontrarlo levantado. O, por lo menos, sentado y vestido.
Después de haber pedido café cargado y, a ser posible, aromático, con la ayuda de un Cyprien reprobador consiguió llevar a cabo la doble operación de lavarse y vestirse, no sin que la visión de su rostro en el espejo del cuarto de baño le arrancara uno o dos suspiros. Si Anielka lo viera, quizá se acordara del joven Ladislas con una pizca de nostalgia.
No obstante, una vez listo, se encontró mejor y decidió instalarse en un saloncito de la planta baja.
Allí fue donde, a las tres en punto, el arqueólogo lo encontró fumando con fruición entre una copa de coñac y un cenicero lleno. Volutas de un gris azulado se desplazaban por la habitación, haciendo la atmósfera casi irrespirable.
Cyprien, que había anunciado a Adalbert, se apresuró a abrir una ventana mientras el visitante se sentaba en un sillón.
—¡Señor! —exclamó este—. ¡Esto parece un fumadero! ¿Acaso está intentando suicidarse por asfixia?
—En absoluto, pero cuando pienso siempre fumo mucho.
—¿Y ha encontrado al menos una respuesta a las preguntas que se hace?
—Ni una. No hago más que dar vueltas en redondo.
Vidal-Pellicorne se echó el mechón hacia atrás, se arrellanó en el asiento y cruzó las piernas tras haber tirado de la raya del pantalón.
—Cuéntemelo todo. A lo mejor entre los dos vemos las cosas más claras. Pero, primero, ¿cómo está?
—Todo lo bien que se puede estar después de una paliza intensa. Parezco una galantina trufada, tengo un enorme chichón y la sien multicolor que ve, pero aparte de eso estoy bien. Las costillas se arreglarán solas. En cuanto a mi problema, lo que no consigo aclarar es a quién debo este sinsabor.
—Por lo que conozco a Ferrals, no lo veo en el papel del señor que reúne a sus criados para dar una tunda en toda regla. Para empezar, no tiene ninguna razón para odiarlo, y además de eso, me lo imagino más disparándole él mismo un tiro, y de cara. Tiene una idea muy firme de su propia grandeza.
—Sin duda, pero quizá sí tiene una buena razón: los celos.
Morosini hizo un relato completo de su conversación con sir Eric y de la del Parque Zoológico. Cuando hubo terminado, Adalbert se hallaba tan profundamente sumido en sus pensamientos que creyó que se había dormido. Al cabo de un instante, los párpados de su amigo se levantaron y mostraron una mirada viva.
—Temo haberme adelantado un poco al asegurarle que podía ayudarlo a resolver su problema —dijo con su voz cansina—. Está claro que a la luz de todo lo que acaba de contarme las cosas cambian de aspecto. Por cierto, esa bella criatura no carece de imaginación.
—Quizá tiene un poco más de la cuenta. Supongo que debe de encontrar su plan descabellado.
—Sí y no. Una mujer enamorada es capaz de todo, y puesto que al parecer esta lo está de usted…
—¿Lo pone en duda? —repuso Aldo, ofendido.
El arqueólogo le dedicó una sonrisa angelical.
—En absoluto, si se considera únicamente el hecho de que es usted un hombre muy seductor. Sin embargo, considero ese cambio de sentimientos demasiado radical en una joven que ha intentado dos veces suicidarse por otro. Con todo, es posible que se haya enmendado al conocerlo a usted. A esa edad, el corazón es bastante voluble.
—Dicho de otro modo: puede cambiar otra vez. Créame, querido Adal, no soy tan fatuo para imaginar que me amará hasta el fin de mis días…, pero confieso que el día de ayer cambió muchas cosas —dijo con una emoción que conmovió a su visitante—. Y que me repugna la idea de dejar que Anielka sea de otro.
—Está muy tocado, en efecto —constató Adalbert—. Y totalmente decidido, si leo entre líneas, a raptar a la novia la noche de su boda, como ella le pide.
—Sí. Eso no simplifica nuestro asunto, ¿Verdad? Debe de tomarme por loco.
—Todos lo estamos en mayor o menor medida, ¡y su locura es tan encantadora! Pero esta aventura tiene algo positivo: ahora sabemos que el zafiro estará en el castillo para la boda. Como tengo el honor de estar invitado, eso me brinda una oportunidad inesperada de hacer gala de mis habilidades procediendo a cambiar el original por la copia. Ferrals buscará a su bella esposa, por supuesto, pero no se preocupará por el zafiro, al menos durante un tiempo, pues creerá que sigue teniéndolo.
—Va a tener una gran responsabilidad —dijo sonriendo Aldo, que empezaba a ver asomar un pequeño rayo de esperanza.
—No tendré más remedio que conformarme —contestó el arqueólogo con su buen humor contagioso—. Pero no me parece sensato que se vaya esa misma noche con su amada. Si, como todo hace suponer, su entrevista de ayer fue observada y registrada, no cabe duda de que le soltarán los perros. Al llegar a Venecia, los encontrará esperando en la puerta de su casa.
—No querrá que Anielka se vaya sola…
La entrada de Cyprien llevando sobre una bandeja de plata un gran sobre cuadrado que ofreció a Morosini interrumpió la conversación.
—Acaban de traerlo de parte de sir Eric Ferrals —dijo el anciano sirviente.
Dos pares de cejas se arquearon a la vez en señal de extrañeza.
—Muy interesante —susurró Adalbert frunciendo la nariz—. No me pida permiso para leer, se lo concedo encantado.
El mensaje se componía de una carta y de una gruesa tarjeta grabada que Aldo, después de haberla mirado con sorpresa, tendió a su compañero mientras él leía las frases escritas con letra firme:
«Querido príncipe: Acabo de enterarme con más pesar del que sin duda supone de la agresión de que ha sido víctima. La discrepancia que nos ha enfrentado no puede destruir el aprecio entre nosotros y espero sinceramente que no haya sido gravemente herido, que se recupere rápidamente y que podamos reanudar con más cordialidad unas relaciones que tuvieron un mal comienzo. Asimismo, mi prometida y yo nos sentiríamos felices de que quisiera honrar nuestra boda con su presencia. Creo que sería una buena manera de enterrar el hacha de guerra. Le ruego que crea…»
—O ese hombre es más inocente que un corderito o es un hipócrita redomado —dijo Aldo, pasándole la carta a Adalbert—. Pero, no sé por qué, yo me inclinaría por lo primero.
—Yo también…, en cuanto haya aclarado cómo ha podido enterarse de lo que le ha pasado sin haber intervenido.
—Ah, eso es muy sencillo: la misa de las seis en Saint-Augustin. La lectora de mi tía mantiene allí relaciones estables con la cocinera de nuestro vecino, lo que le permite saber lo que pasa en su casa.
—Eso lo explica todo. Y refuerza, además, lo que le decía hace un momento: si la joven condesa quiere evitar la noche de boda, es preciso que desaparezca sola y que usted permanezca bien visible en los salones después de que el presunto secuestro haya sido descubierto. Es la única manera de acreditar su historia de bandidos secuestradores, que después de todo no está tan mal concebida.
—Si usted lo dice, debe de ser verdad, pero no aceptará partir sin mí… ¿y para ir adonde?
—Ya lo pensaremos —dijo Adalbert en un tono tranquilizador—. Y también la persona que se encargará de llevarla. Amigo, perdone que me marche tan deprisa, pero tengo que preparar miles de cosas. Recupérese y, sobre todo, intente recobrar un color normal para el gran día. Yo voy a vivir intensamente. No hay nada más estimulante para el espíritu que organizar una pequeña conspiración.
—¿Y yo qué voy a hacer mientras tanto? —masculló Morosini mirándolo dirigirse a la puerta—. ¿Bordar?
—Estoy seguro de que no le faltarán ocupaciones. Póngase un buen esparadrapo en la sien, salga, vaya a ver museos, a visitar amigos, pero, se lo suplico, no intente ver a la bella Anielka ni de cerca ni de lejos. Yo me encargaré de ponerla al corriente de nuestras intenciones.
—¡Con tal de que no olvide hacer lo mismo conmigo! —suspiró Morosini, a quien volvía a dolerle la cabeza como consecuencia de la combinación de tabaco y charla.
De bastante mal humor, subió a su habitación con la intención de darse un baño, tomar un montón de aspirinas y no moverse de la cama antes del día siguiente. Ya que, debía permanecer ocioso, más valía aprovechar para cuidarse. Pediría que le sirviesen la cena y después se acostaría.
Desgraciadamente, en el momento en que, bien arropado en la cama, iba por fin a dormirse, Cyprien fue a anunciarle que su secretaria lo llamaba por teléfono y que era urgente.
—¿No podía esperar hasta mañana por la mañana? —refunfuñó mientras se ponía las zapatillas y la bata para bajar a la casa del portero.
—La culpa no es de esa señorita —dijo el anciano sirviente, saliendo en defensa de Mina—. Hay cuatro horas de espera entre Venecia y París.
La vivienda de Jules Chrétien, el portero, olía a sopa de coles y a tabaco cuando Aldo entró. El portero le cedió el sitio y salió a fumar al patio, llevándose al gato. Aldo cogió el auricular con la esperanza de que se hubiera cortado la comunicación, pero Mina estaba en el otro extremo del hilo e incluso a él le pareció percibir en su voz cierta acritud.
—Me han dicho que está enfermo. Espero que no sea nada mucho más grave que una ligera indigestión. Hace mal en frecuentar demasiado los grandes restaurantes cuando está en París…
—¿Me ha sacado de la cama para decirme eso? —protestó Morosini, indignado—. No tengo una indigestión; me he caído. Bueno, ¿qué es eso tan urgente que tiene que comunicarme?
—Que estoy hasta el cuello de trabajo y que ya va siendo hora de que vuelva —le espetó la holandesa—. ¿Va a alargar mucho más el viaje?
«No puedo creerlo, ¿está echándome una bronca?», pensó Morosini, tentado en ese instante de mandar a Mina de vuelta con sus tulipanes natales. Desgraciadamente, era la única persona capaz de hacerse cargo de la casa en su ausencia. Además, la apreciaba bastante para no imaginar trabajar sin ella. De modo que se contentó con responder secamente:
—El tiempo que haga falta. Métase de una vez en su cabeza bátava que no estoy aquí para divertirme. Tengo cosas que hacer…, y además el día dieciséis hay una boda de familia a la que debo asistir. Si tiene demasiado trabajo, llame a la condesa Orseolo. Le encanta manejar antigüedades y le echará una mano.
—Gracias, prefiero arreglármelas sola. Otra cosa: espero que entre sus numerosas ocupaciones haya incluido la venta de las joyas de la princesa Apraxina que se celebra mañana en el hotel Drouot. En el catálogo se anuncia un aderezo de topacios y turquesas que es exactamente lo que busca el señor Rapalli para el cumpleaños de su mujer. Suponiendo que no sea un gran trastorno, claro…
—¡Por el amor de Dios, Mina, conozco mi oficio! Y no hable en ese tono acerbo que no me gusta nada. En cuanto a la venta, tranquilícese, estaré allí.
—En ese caso, señor, no tengo nada más que decirle aparte de buenas noches. Discúlpeme por haberlo molestado.
Mina colgó con una energía reprobadora. Aldo hizo lo mismo, pero más suavemente, pues le pareció inútil desfogarse con el aparato del portero. De todas formas, no estaba contento, pero era consigo mismo con quien estaba enfadado. ¿Qué le pasaba? Podría haber ido desde Venecia para asistir a esa prestigiosa venta, y de no ser por Mina, la habría olvidado. ¡Y todo porque estaba perdiendo la cabeza por una chica demasiado bonita!
Mientras subía a su habitación, se hacía severos reproches. ¿Estaba dispuesto a sacrificar por Anielka un oficio que le encantaba e incluso la noble tarea que acababa de aceptar? Querer a Anielka era delicioso, pero tenía que conseguir que funcionara todo junto. La venta del día siguiente, al sumergirlo en su elemento, le sentaría de maravilla. Más aun teniendo en cuenta que prometía ser apasionante: el joyero de esa gran dama rusa que acababa de morir albergaba, entre otras maravillas, dos «lágrimas» de diamante que habían pertenecido a la emperatriz Isabel de Rusia. Los coleccionistas iban a matarse unos a otros y la puja sería de lo más excitante.
Antes de volver a acostarse, Morosini le dijo a Cyprien:
—Tenga la bondad de enviar al chófer mañana por la mañana, temprano, a casa del señor Vauxbrun para pedirle que me preste el catálogo de la venta Apraxina. Que le diga también que estaré en el hotel Drouot para la apertura de las salas.
Una multitud llenaba la sala más grande del Hotel des Ventes cuando Morosini se reunió con Gilles Vauxbrun, que se había desvivido por conseguirle una silla de la primera fila.
—Si tienes intención de comprar —le susurró, cediéndole el sitio conquistado en reñida lucha—, te deseo mucho valor. Además de Chaumet, que codicia las diademas para su colección, y de algunos de sus colegas de la calle de la Paix y de la Quinta Avenida, están el Aga Kan, Carlos de Beistegui y el barón Edmond de Rothschild. Todos quieren las lágrimas de la zarina.
—¿No te quedas?
—No. Yo voy a ocuparme de dos canapés Regencia que van a vender aquí al lado. Si quieres, nos vemos a la salida.
—De acuerdo. El primero que acabe que espere al otro. ¿Comes conmigo?
—Con la condición de que cambies de maquillaje; este no te ha quedado muy bien —dijo el anticuario haciendo una mueca sardónica.
Mientras Vauxbrun se abría paso hacia la salida entre una multitud de sombreros femeninos abundantemente floridos, Aldo observó a la concurrencia y localizó a las personalidades señaladas por su amigo, aunque el resto de los aficionados no eran personas corrientes. Había también algunas mujeres famosas, que habían ido por curiosidad y para ser vistas; actrices como Eve Francis, la gran Julia Bartet, Marthe Chenal y Frangoise Rosay, entre las más conocidas, rivalizaban en elegancia con la cantante Mary Garden. También muchos extranjeros, y por supuesto rusos, algunos de los cuales sólo habían ido movidos por una especie de piedad. Entre ellos, la alta figura de Félix Yussupov, el ejecutor de Rasputín, que había sido y seguía siendo uno de los hombres más apuestos de su tiempo. Convertido en corredor de muebles antiguos, no estaba allí para comprar sino para acompañar a una mujer guapísima, la princesa Paley, hija de un gran duque, que había ido a derramar una lágrima sobre las de Isabel.
El tasador, el señor Lair-Dubreuil, asistido por los señores Falkenberg y Linzaler, iba a anunciar con su mazo el comienzo de la venta cuando se produjo un revuelo entre la muchedumbre. Morosini vio avanzar hacia unos asientos de primera fila, que dos jóvenes se apresuraban a dejar libres, un extravagante sombrero dorado envuelto en un mar de tul negro con pintas de oro, bajo el que aparecía el rostro lívido —debido a un curioso maquillaje blanco veteado de verde— y los ojos ardientes de la marquesa Casati. Fiel a su particularísima forma de vestir y a su pasión por el orientalismo, llevaba unos amplios pantalones dorados de sultana bajo una capa de terciopelo negro.
«¿Luisa Casati aquí? —pensó Morosini, abatido—. Va a costarme lo indecible librarme de ella.»
Apenas le sorprendió ver, tras la estela de la reina de Venecia, la elegante y fina silueta de lady Saint Albans, vestida con un conjunto de Redfern de crespón de China azul cielo y blanco, mucho más discreto, y un sombrero a juego. Su contrariedad se vio incrementada, pues no guardaba un buen recuerdo de la visita que le había hecho la bella Mary. «Parece que esas dos se han vuelto inseparables —rezongó—. ¡Quiera Dios que no me vean!»
Pero ese deseo era tan piadoso como absurdo: el pequeño monóculo con diamantes engastados de Luisa Casati ya apuntaba a la concurrencia a la manera del periscopio de un submarino. No tardó en localizar a Aldo, y una mano negra y dorada se levantó para hacerle señas. La suerte quiso que en ese preciso instante el señor Lair-Dubreuil reclamara la atención de la sala: la venta iba a empezar.
El primer rato pasó sin pena ni gloria. Una pulsera de veintisiete brillantes, un par de pendientes formados cada uno por una esmeralda rectangular rodeada de brillantes, un anillo compuesto de dos preciosos diamantes, un collar de ciento cincuenta y cinco perlas y un broche adornado con tres esmeraldas se vendieron sin dificultad a precios elevados, aunque la fiebre de la puja aún no había hecho su aparición. Esas piezas eran magníficas, pero recientes: se esperaban las joyas históricas.
El primer estremecimiento recorrió al público con el aderezo de oro, topacios y turquesas recomendado por Mina. Constituido por un collar, dos pulseras, unos pendientes y una pequeña y deliciosa diadema, era un conjunto muy atrayente que el zar Alejandro I había regalado a una de las bisabuelas de la princesa Apraxina a cambio de algunos favores.
«Mina debe de estar loca —se dijo Morosini—. Es demasiado bonito para la señora Rapalli. ¡Va a cumplir setenta años y es horrorosa!»
Sin embargo, enseguida se reprochó ese juicio poco caritativo. El hecho de que Rapalli fuera un nuevo rico no le impedía adorar a su mujer, que de hecho era una anciana encantadora. Conociéndola, seguro que nunca llevaría ese aderezo principesco entero, pero, al verlo como una prueba de amor de su esposo, lo convertiría en un precioso tesoro que contemplaría con tanta devoción como si fuera una imagen de la Virgen. Un destino más envidiable para unas joyas de esa clase, según Morosini, que ser exhibidas en la cabeza de una cortesana de moda en orgías organizadas en reservados del Café de París o de La Perouse. Precisamente el protector de una de esas damas estaba pujando con ardor, y de pronto, Aldo entró en la batalla. Batalla que ganó sin grandes dificultades, lo que le valió los aplausos frenéticos de Luisa Casati y de la colonia rusa, rápidamente informada acerca del ilustre apellido del comprador.
La sala estaba despertando. Tan sólo un pequeño círculo de habituales permanecía al margen del tumulto. Eran personas de edad avanzada que iban casi todos los días como si se tratara de un espectáculo. Permanecían en un rincón de la sala sin preocuparse de los aficionados ricos. Unos consultaban el catálogo, otros se limitaban a contemplar las piezas todavía sin vender. Entre esas personas había un hombre mayor —al menos a juzgar por sus cabellos blancos— que no se movía y parecía perdido en un sueño. Aldo sólo veía de él un perfil impreciso entre el borde de un viejo sombrero abollado y una chaqueta gris gastada, pero cuyo corte indicaba que había conocido días mejores.
El personaje permanecía tan inmóvil que se hubiera podido creer que estaba muerto. Había algo en él que intrigaba a Morosini, una vaga reminiscencia tan lejana que no lograba precisarla. Le habría gustado verle la cara, pero desde su sitio era prácticamente imposible.
La venta continuaba. Como no tenía intención de comprar nada más, Aldo seguía las pujas distraídamente, prefiriendo observar la sala en plena ebullición. Entre los más exaltados enseguida vio a lady Saint Albans. Transformada por su pasión puesta al desnudo, la joven inglesa parecía presa de una especie de furia incontrolable. En aquel momento competía con el Aga Kan por la posesión de un colgante italiano del siglo XVI, compuesto por una enorme perla barroca y piedras multicolores, y pujaba mientras retorcía, nerviosa, los guantes entre las manos.
«¡Señor! —pensó Morosini—. He visto muchos chiflados en mi vida, pero hasta este punto… Es una suerte que lord Killrenan haya puesto dos o tres mares entre ellos.»
La cosa empeoró cuando el príncipe oriental ganó la partida. Unas lágrimas de rabia brotaron entonces de los bonitos ojos grises, que Luisa Casati, en un alarde de solicitud, se esforzaba en enjugar susurrando algo mientras señalaba la mesa del tasador: las lágrimas de diamante acababan de hacer su aparición sobre un cojín de terciopelo negro, saludadas por una especie de suspiro general.
Morosini también se vio sometido a su fascinación: eran dos piedras espléndidas, montadas en unos pendientes que titilaban con un brillo suave y rosado. Un estremecimiento de admiración recorrió la sala como una ráfaga de viento sobre el mar y, al fondo, el señor mayor se levantó para ver mejor, pero volvió a sentarse enseguida dando muestras de una gran agitación.
Desde todas partes se hacían ahora pujas. El propio Aldo se dejó arrastrar, aunque sin esperanzas de victoria. Cuando un Rothsehild se metía por en medio, la lucha se volvía demasiado desigual. En cuanto al hombre mayor, no paraba de levantarse y sentarse, de modo tan repetido y ostensible que para Morosini fue evidente que el señor Lair-Dubreuil le atribuía pujas. No sin reticencias, por lo demás, pues el aspecto casi miserable del personaje debía de inspirarle dudas. Hasta el punto de que, en cierto momento, hizo una pausa y se dirigió directamente a él:
—¿Desea continuar pujando, señor?
Se oyó entonces una voz tímida y un poco aturullada que balbucía:
—¿Yo? Pero si yo no he pujado…
—¿Cómo? No para de moverse, de levantar las manos, y debe de saber que una simple señal basta.
—Perdone…, no… no me he dado cuenta. Es que soy tan feliz en estos momentos… Verá, hace mucho que no había contemplado unas piedras tan maravillosas y…
Se oyeron unas carcajadas y el señor se volvió, muy triste pero con mucha dignidad.
—¡Por favor, no se rían! Lo que he dicho es totalmente cierto.
Morosini no reía. Perplejo, miraba ese rostro surgido de pronto de su pasado más querido: el de Guy Buteau, su antiguo preceptor desaparecido durante la guerra. Pero la alegría que lo invadió al reconocerlo se vio inmediatamente empañada por el estado en que se hallaba: ese semblante pálido con profundas arrugas, esos cabellos demasiado largos y sin color, esa mirada lejana y sufriente. Un rápido cálculo lo llevó a concluir que ese anciano no tenía más de cincuenta y cuatro o cincuenta y cinco años. A partir de ese momento, la venta perdió todo interés para él; sólo quería una cosa: que acabara para reunirse con su amigo.
Su deseo se hizo realidad enseguida: el barón Edmond se llevó las «lágrimas», y los asistentes, comentando el acontecimiento, comenzaron a dispersarse. Un rápido vistazo tranquilizó a Morosini sobre una posible llamada de la marquesa Casati: estaba muy ocupada consolando a su amiga, que había sufrido el suplicio de Tántalo, ya que no había podido comprar nada, y lloraba, derrumbada sobre su silla. En unas zancadas, se acercó a su antiguo preceptor, que seguía sentado, seguramente en espera de que pasase la aglomeración. Él también lloraba, pero en silencio. Aldo se sentó en el asiento contiguo.
—Señor Buteau —dijo con una gran dulzura—, cómo me alegro de volver a verlo.
Le había cogido las manos, abandonadas sobre las rodillas, y las estrechaba entre las suyas. Los ojos castaños, que había conocido tan vivos, se volvieron entonces hacia él para contemplarlo con una especie de admiración.
—Me reconoce, ¿verdad? Soy Aldo, su alumno.
Un destello de alegría brilló por fin en la mirada anegada de lágrimas.
—¿Estoy soñando todavía o es usted de verdad?
—No tema, soy yo. ¿Por qué nos dejó creer que había muerto?
—Yo también lo creí durante mucho tiempo… Perdí la memoria como consecuencia de una herida en la cabeza. Había un gran agujero en mi vida…, pero desde hace unos meses estoy curado… Bueno, eso creo. Pude salir del hospital y, con mi pensión, alquilé una habitación en la calle Meslay, bastante cerca de aquí.
—Pero ¿por qué no tomó un tren y fue a Venecia? ¿Por qué no volvió a nuestra casa?
—Verá, es que no estaba seguro de que esa parte de mi existencia fuera real. Podía haberla imaginado. Pasaron tantas cosas dentro de mi cabeza cuando no sabía quién era ni de dónde venía… Y Venecia está lejos, el viaje es caro. Si me equivocaba, si ustedes no existían, no habría podido volver a mi casa y…
—Su casa es el palacio Morosini, su habitación, su biblioteca…
Un empleado de Drouot fue a invitar al príncipe a tomar posesión de su adquisición y a pagarla.
—Voy. Espéreme un momento, señor Buteau, y no se le ocurra moverse.
Unos minutos más tarde regresó llevando bajo el brazo un gran estuche de piel, un poco gastado pero sellado con una corona principesca, que abrió delante del aparecido.
—Mire. ¿No es magnífico?
El rostro fatigado recuperó el color y una de las blancas manos se acercó para acariciar el collar.
—Desde luego. Me fijé en este aderezo cuando fui esta mañana a la exposición. Venir aquí es mi única alegría, por eso me he instalado en las cercanías. ¿Lo ha comprado quizá para su esposa?
—No estoy casado, amigo mío. Lo he comprado para un cliente. Sí, ya ve, ahora soy anticuario especializado en joyas antiguas, y se lo debo a usted. Cuando era pequeño, me transmitió su pasión. Pero, venga, no nos quedemos aquí. Tenemos muchas cosas que contarnos… Lo acompaño.
—¿Me acompaña a casa?
—Sí, pero no para dejarlo allí. Tengo demasiado miedo de que escape. Vamos a coger un taxi para ir a la calle Meslay a recoger sus cosas y pagar lo que tenga que pagar, y luego iremos a casa de la señora Sommières. ¿Se acuerda de ella?
Una sonrisa abierta, incluso teñida de un poco de humor, apareció e hizo brillar los ojos castaños.
—¿De la señora marquesa? ¿Quién podría olvidar una personalidad como la suya?
—Ya verá, no ha cambiado nada. Voy a estar unos días en su casa; después, usted y yo volveremos a Venecia. Celina se pondrá loca de alegría cuando lo vea… y lo dejará como nuevo en un santiamén.
—A mí también me alegrará mucho verla a ella y sobre todo ver a la princesa. Por cierto, no me ha dicho nada de ella.
—Porque nos dejó. Le contaré su muerte junto con todo lo demás. Pero, dígame, cuando compré esto, el tasador dijo mi nombre. ¿No le llamó la atención?
—No. Perdone, pero había venido sobre todo a ver los diamantes de la emperatriz Isabel…, me fascinan…, y no pensaba que fuera a ocurrir un milagro.
Los dos hombres llegaron del brazo a la salida, pero Morosini se equivocaba si esperaba haber perdido de vista a Luisa Casati: ella y su compañera lo esperaban en la galería de acceso. La marquesa se precipitó hacia él, envolviéndolo en el vuelo de su capa de terciopelo igual que un torero al toro.
—¡Cuánto ha tardado en pagar esa fruslería! Estaba a punto de ir a buscarlo, pero ya lo tengo y no lo suelto. Mi coche está en la calle Drouot y voy a llevarlo a mi casa, a Vésinet.
—No va a llevarme a ninguna parte, querida Luisa. Permítame primero que salude a lady Saint Albans.
Esta le tendió con desgana una mano dirigiéndole una mirada cargada de rencor.
—Creí que no me reconocería, príncipe. ¿Ha cambiado de opinión acerca del brazalete de Mumtaz Mahal?
—¡Qué obstinación! —exclamó él, riendo—. Ya le dije que no lo tenía. ¿No ha intentado, entonces, como tenía intención de hacer, ponerse en contacto con lord Killrenan?
—Él no lo tiene y yo juraría que está en su casa.
Temiendo que el diálogo se eternizara, Aldo se volvió hacia Luisa Casati y se disculpó por no poder aceptar su amable invitación de acompañarla: la suerte acababa de poner en su camino a un viejo y muy querido amigo, al que pensaba dedicar su tiempo.
—Nos veremos cuando vuelva a Venecia. Yo sólo estoy aquí de paso.
—Yo no. Me quedo hasta el Grand Prix, y sabe perfectamente que nunca estoy en la laguna en verano. Hace demasiado calor.
—Entonces nos veremos más adelante. Muy a mi pesar, por supuesto. Mis más fervientes saludos, querida Luisa. Lady Mary…
Tras besar rápidamente la mano a las dos mujeres, se llevó casi en volandas a Buteau y cruzó con él la gran puerta acristalada del Hotel des Ventes.
—Se diría que la señora Casati tiene algo eterno —comentó el antiguo preceptor—. No envejece, y si he oído bien, sigue teniendo en Vésinet el bonito palacio Rosa que le compró al señor Montesquiou.
—Tengo la impresión de que su memoria está recuperando el tiempo perdido —dijo alegremente Aldo—. Le será muy útil para reanudar su gran obra sobre la sociedad veneciana del siglo XV. Lo está esperando.
Morosini paró un taxi que pasaba por allí y montó con sus dos adquisiciones del día, la más preciosa de las cuales —¡y con diferencia!— no era el aderezo de topacios destinado a la señora Rapalli.
Esa noche, en la calle Alfred-de-Vigny celebraron la resurrección inesperada de Guy Buteau. La señora Sommières, que lo conocía bien y siempre había apreciado su cultura, hizo en su honor una excepción a sus hábitos champaneras para brindar a la salud del borgoñón milagrosamente curado con un excepcional Chambolle-Musigny de finales del siglo anterior. El señor Buteau lo degustó con los ojos cerrados y lágrimas de beatitud. Él y su salvador tenían tantas cosas que contarse que ninguno de los dos durmió mucho esa noche. Aldo se sentía tan feliz que se olvidaba de sus costillas fracturadas y hasta del recuerdo de Anielka, de la que se abstuvo de hablar. No servía de nada cargar demasiado la mente de su viejo amigo, quizá todavía un poco frágil.
A lo largo del día siguiente, Aldo disfrutó infinitamente haciendo de madrina de Cenicienta, es decir, cambiando la imagen del señor Buteau de la cabeza a los pies gracias a una larga visita a Old England, donde escogieron un vestuario completo, y a otra más corta a un buen peluquero. Cuando hubo acabado, el anciano de la casa de subastas había rejuvenecido diez años y casi había recuperado su aspecto de otros tiempos.
Sin embargo, Morosini tuvo que batallar hasta conseguir que Guy Buteau aceptara su metamorfosis. El interesado no paraba de protestar, de decir que era demasiado, que aquello era una locura, pero su antiguo alumno tenía respuesta para todo.
—Cuando volvamos a casa, tendrá más cosas que hacer de las que imagina y no se limitará a escribir su gran obra. Tengo la intención de integrarlo en la firma Morosini, donde podrá hacerme grandes servicios. Tendrá un sueldo y, si se empeña, me pagará los gastos de ahora. ¿Le parece bien?
—No sé qué objeciones podría hacer. Me colma de alegría, querido Aldo. Y para que vea lo exigente que soy, voy a pedirle otro favor.
—Puede darlo por hecho.
—Quisiera que dejase de llamarme «señor Buteau», que es más largo que un día sin pan. Ya no es mi alumno, y puesto que vamos a trabajar juntos, hágame el honor de tratarme como a un amigo.
—¡Encantado! Bienvenido a casa, querido Guy. Está un poco diferente de como la ha conocido, pero estoy seguro de que se sentirá a gusto. Por cierto, tal vez pueda hacerme un primer servicio tomando posesión de su cargo ahora mismo. Como le he dicho, creo, tengo que quedarme unos días más aquí para asistir a la boda… de un importante conocido, y me iría bien que usted se fuese a Venecia mañana. Preferiría acompañarlo, claro, pero quisiera que el aderezo que compré ayer esté allí cuanto antes. Lo esperan con impaciencia.
—¿Quiere que lo lleve yo? Con mucho gusto.
—Estoy seguro de que se llevará muy bien con Mina van Zelden, mi secretaria, que no para de proclamar que tiene muchísimo trabajo. En cuanto a Celina y su esposo, echarán la casa por la ventana para celebrar su regreso. Voy a telefonear a Zaccaria y después llamaré a Cook para reservar una cabina.
El repentino deseo de Morosini de mandar a Venecia a un hombre que se sentía tan feliz de haber encontrado no se explicaba por la urgencia de llevarle a Mina los futuros topacios de la señora Rapalli, sino por la proximidad de la boda de Anielka. Aldo, que aún no sabía cómo transcurriría una jornada que imaginaba tumultuosa, no quería que el señor Buteau se viera involucrado en los acontecimientos que se desarrollarían. Ese hombre tranquilo, apacible y enemigo de las grandes aventuras, con toda seguridad tendría bastantes dificultades para aprobar esta. Tal vez incluso para entender algo de la trama. De todas formas, Aldo deseaba evitar que se empañara, por poco que fuera, la nueva felicidad que irradiaba un ser al que quería y que había sufrido mucho.
Una vez que hubo instalado a Guy entre la caoba, los espejos grabados, las alfombras y el terciopelo del gran tren de lujo, sus preocupaciones volvieron a aparecer intactas. Estaba mucho mejor, pero seguía sin noticias de Vidal-Pellicorne, lo que tenía la virtud de irritarlo.
La señora Sommières llevó su nerviosismo al límite diciendo de pronto, como quien no quiere la cosa:
—¿Has pensado en el regalo?
—¿Regalo? ¿Qué regalo? —refunfuñó Aldo.
—¿Acaso no estás invitado la semana que viene a una boda? En esos casos, es costumbre ofrecer un presente a la joven pareja para ayudarla a montar la casa. Según los medios de que uno disponga y del grado de intimidad, puede ir desde la pala para tartas y las pinzas del azúcar hasta un cartel Regencia o un cuadro de un autor consagrado —sugirió, con un brillo de malicia en los ojos—. A no ser, claro, que renuncies a comprometer tu dignidad relacionándote con esa gente.
—Tengo que ir.
—¡Qué terquedad! No entiendo qué placer puede causarte esa boda… a no ser que tengas la intención de raptar a la novia al terminar la ceremonia —añadió la marquesa riendo, sin sospechar que estaba diciendo la verdad. Por suerte, en ese momento estaba ocupada sirviéndose una copa de champán, lo que le impidió ver que Aldo acababa de ponerse rojo como un tomate. Este, a fin de dar tiempo a su rostro para recuperar el color natural, decidió levantarse y dirigirse hacia la puerta.
—Perdone —dijo—. Tengo que telefonear a Gilles Vauxbrun.
La voz de tía Amélie lo alcanzó en el momento en que iba a cruzar el umbral:
—¿Te has vuelto loco? ¡No irás a arruinarte comprando a un gran anticuario algo para ese bandido de Ferrals! Además, tengo otra pregunta que hacerte: ¿a quién piensas enviar el regalo, a él o a ella?
—A los dos, puesto que viven bajo el mismo techo. Cosa que, a mi entender, no es muy apropiada.
—No te lo discuto; a mí me parecía escandaloso. Afortunadamente, hay novedades: anteayer los Solmanski emigraron al Ritz, donde ocupan la mejor suite. Parece ser que allí nunca han visto llegar tantas flores. Nuestro vendedor de cañones saquea las floristerías para agasajar a su amada.
Morosini emitió un silbido admirativo.
—¡Caramba, sí que sabe cosas! ¿Marie-Angéline tiene tantas amistades en la plaza Vendôme como en Saint-Augustin?
—Pues no. Ha sido cosa de esa vieja urraca de Clémentine d'Havré, que vino a tomar el té conmigo ayer después de haber comido en el Ritz. Olivier Dabescat fue a llorar sobre su hombro: ha tenido que anular la reserva de la suite real que había hecho no sé qué maharaja, para dársela a la novia. Así que ¿para quién es el regalo?
—Para él, por supuesto, pero no se preocupe, escogeré la pala para tartas.
En realidad, al día siguiente compró una pequeña figura romana de bronce del siglo I después de Jesucristo, que representaba al dios Vulcano forjando el rayo de Júpiter. Un símbolo perfecto para un fabricante de cañones. Además, habría sido mezquino escatimar con un hombre al que iba a quitarle a su joven esposa y una piedra que, con razón o sin ella, él consideraba ancestral.
—Lo malo —comentó Adalbert cuando se enteró del envío de la estatuilla— es que el pobre Vulcano, que estaba casado con Venus, no fue muy feliz en su matrimonio. ¿Lo había olvidado o lo ha hecho expresamente?
—Ni lo uno ni lo otro —dijo Morosini con desenvoltura—. No se puede pensar en todo.
8
Una boda diferente
Dos días antes de la boda de sir Eric Ferrals con la encantadora condesa polaca de la que todo París hablaba, era imposible encontrar una habitación libre en los hoteles y las ventas situados entre Blois y Beaugency. Además de los invitados, demasiado numerosos para que fuera posible alojarlos en el castillo, estaba la prensa, nacional y local, ávida de imágenes y de cotilleos, por no hablar de la policía y de los curiosos, atraídos por una manifestación mundana que prometía ser fastuosa.
Aldo y Adalbert no tenían ese problema: estaban en primera línea desde la tarde del día 15. El primero fue albergado en una encantadora casa solariega de estilo renacimiento cerca de Mer por una antigua compañera de convento de tía Amélie y se trasladó al castillo en el «coche de petróleo» de la marquesa. El segundo, doblemente invitado por Ferrals y el joven Solmanski, efectuó en el castillo, donde iba a dormir, una ruidosa entrada montado en su pequeño Amilcar rojo. Gracias a ese bólido, que podía circular a ciento cinco kilómetros por hora pero cuyos frenos sólo accionaban las ruedas traseras, nadie permaneció ajeno a su llegada en todo el pueblo y poblaciones vecinas.
Quedaba un tercer personaje, al que el arqueólogo concedía una importancia capital porque debía encontrarse con Anielka y ponerla a buen recaudo durante el tiempo necesario para que no la encontraran. Este llevaba allí cinco días y se dedicaba a pescar lucios en la otra orilla del Loira en espera de interpretar su papel. Se llamaba Romuald Dupuy y era el hermano gemelo de Théobald, el fiel sirviente de Adalbert.
Un hermano tan gemelo que ni siquiera Vidal-Pellicorne acertaba a distinguirlos. Ambos profesaban por el arqueólogo la misma devoción desde que, durante la guerra, este había salvado la vida a Théobald arriesgando la suya. Para los gemelos era como si los hubiese salvado a los dos.
Desde hacía cinco días Romuald, que había llegado en motocicleta haciéndose pasar por periodista, se las había arreglado para alquilar a precio de oro una casita y una barca perteneciente a un pescador de la zona. Como una y otra se hallaban situadas casi enfrente del castillo, el emplazamiento le pareció ideal, y desde entonces mataba el tiempo sumergiendo el sedal y la plomada en el agua.
Desde su barca, protegida por sauces plateados, podía observar —a simple vista o con ayuda de unos gemelos— la larga construcción blanca de la que, en otros tiempos, los galanteadores de una amante real decían que era el palacio de Armida transportado por las nubes hasta la orilla del Loira.
Rodeado de un parque inmenso y dispuesto como una ofrenda a los dioses sobre admirables jardines divididos en terrazas que descendían hasta el río por dos rampas majestuosas, el castillo, cuyas tonalidades cambiaban con el cielo, era de una belleza casi irreal. Bajo la rápida carrera de las nubes, siempre parecía a punto de echar a volar. Era un espectáculo cautivador por sus incesantes cambios.
Sin embargo, cuando, la mañana del día de la boda, Romuald se asomó a la ventana de su casa, creyó que estaba soñando: frente a él todo estaba blanco, como si hubiera nevado durante esa noche de mayo. Los jardines escalonados rebosaban de flores inmaculadas y, sobre las alfombras de césped, grandes pavos reales todavía más blancos se paseaban majestuosamente. Era delirante y sublime a la vez, y el observador invisible lo admiró con ojos de experto. Semejante milagro debía de haber exigido un ejército de jardineros trabajando a la velocidad del viento, pues el castillo había permanecido iluminado hasta tarde con motivo de la recepción que había seguido a la boda civil. Lo que no había dejado mucho tiempo a los magos del plantador y el rastrillo antes de que se hiciera de día. Y Romuald, repentinamente pensativo, se dijo que debía de ser muy bella la mujer por la que un hombre, sin duda perdidamente enamorado, desplegaba tantas maravillas.
El ceremonial establecido por sir Eric era sorprendente: la boda religiosa se celebraría durante la puesta de sol en una capilla improvisada, un edificio construido para la ocasión al final de la larga terraza, delante de un pequeño templo dedicado al culto de la Antigüedad, y decorado con grandes rosales trepadores, hiedra, mirtos, azucenas y lilas blancas. A continuación habría una cena en el castillo, seguida de unos deslumbrantes fuegos artificiales, tras lo cual, escoltada por porteadores de antorchas y músicos tocando la trompa, la pareja iría en una calesa adornada con flores, digna de la Bella Durmiente del Bosque, al lugar secreto donde se consumaría el misterio nupcial.
—Esperemos que haga bueno —había comentado Morosini cuando Vidal-Pellicorne le había detallado el programa, que lo irritaba prodigiosamente—. Si llueve, todo ese gran despliegue será ridículo. Suponiendo que no lo sea ya.
—Dios no se atrevería a hacerle eso al gran sir Eric Ferrals —había contestado Adalbert con una sonrisa de fauno—. De todas formas, ese ajetreo nos será muy útil: bastará con que nuestra joven novia aproveche un cambio de vestido para confundirse entre la multitud de invitados. Después no tendrá más que bajar hasta la orilla del río, donde Romuald la esperará con su barca para transportarla al otro lado.
—No me gusta mucho la idea de hacerle cruzar el Loira en plena noche. Es un río bastante peligroso.
—Confíe en Romuald. Es un hombre que siempre estudia el terreno, ya se trate de plantar lechugas o de atravesar un campo de minas.
Pese a esas garantías, el corazón de Aldo latía a un ritmo inusitado cuando detuvo el coche en el patio principal y, después de haberse quitado el guardapolvo y la gorra, lo dejó en manos de uno de los sirvientes encargados de aparcar los automóviles en la explanada contigua a las verjas.
El ornamento central de ese patio contiguo a las verjas, por lo demás bonito y armonioso, hizo sonreír a Morosini y lo ayudó a relajarse. Era una gran estatua de mármol que representaba al emperador Augusto. No cabía duda, estaba en casa de Ferrals.
—Esta estatua y los numerosos bustos de césares y otras divinidades diseminados por los jardines fue lo que decidió a nuestro inglés internacional a comprar este castillo —dijo detrás de Aldo la voz cansina de Vidal-Pellicorne, que estaba fumando un cigarrillo en la escalinata—. Al principio le parecía un poco modesto y hubiera preferido Chambord.
El veneciano se volvió con expresión divertida.
—¿Nos conocemos?
—¿Acaso ha olvidado, príncipe, aquella agradable velada que pasamos en Cubat? —pregonó el arqueólogo, que añadió en voz más baja—: Yo creo que ahora podemos declararnos conocidos. Eso simplificará las cosas. Además, nada nos impide simpatizar.
Acompañado del conde Solmanski, sir Eric recibía a sus invitados en uno de los salones cuyos grandes espejos habían reflejado los satenes nacarados y la gracia exquisita de madame de Pompadour. Mientras que el saludo del polaco se redujo a una breve inclinación del busto y un vago estiramiento de labios, el novio tendió a Morosini una mano ancha y franca que este no estrechó sin una ligera vacilación, súbitamente incómodo ante ese recibimiento inesperado.
—Me alegra ver que se ha repuesto —dijo Ferrals— y me alegra todavía más darle las gracias: su bronce es uno de los regalos más bonitos que me han hecho. Me ha gustado tanto que lo he puesto en mi mesa de trabajo, así que no lo verá entre los presentes expuestos en la biblioteca.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Adalbert mientras se perdía con Aldo entre los invitados—. Ha sido un recibimiento inolvidable. ¡Ese hombre lo adora!
—Empiezo a temer que así es y no le oculto que me incomoda.
—Si le hubiera regalado unas pinzas para el azúcar, no se habría emocionado tanto. Pero, dicho esto, pongamos las cosas en su sitio: usted se dispone a quitarle su mujer, de acuerdo, pero él tiene una joya que es suya y usted sabe que mataron a su madre para que él pudiera conseguirla. Así que déjese de escrúpulos.
—¿Qué quiere que haga? Cada uno es como es —suspiró Morosini—. Pero, cambiando de tema, ¿cómo es que no veo a su amigo Sigismond? Debería estar pictórico de entusiasmo en este día glorioso que restablece sus finanzas presentes y futuras.
—Está durmiendo la mona —dijo Adalbert—. Anoche tuvimos una de esas cenas que dejan huella en la vida de un hombre. El apuesto joven ingirió la ración de un rey solamente en Château-Yquem, Romanée-Conti y champán, así que tardaremos en verlo aparecer.
—Ésa sí que es una buena noticia. ¿Qué se supone que tenemos que hacer ahora?
—La ceremonia no empieza hasta dentro de una hora. Podemos escoger entre refrescarnos en uno de los bufés o ir a admirar los regalos de boda. Si me lo permite, yo me inclinaría más por la segunda opción. Seguro que la exposición le gusta.
Los dos hombres siguieron al río de invitados que se dirigía hacia ese lado, aunque con intenciones diferentes: unos querían ver si su regalo ocupaba un buen sitio y comparar; otros —la mayoría— iban por curiosidad, para ver lo que los periódicos ya anunciaban como un auténtico tesoro.
Los presentes se encontraban reunidos en una vasta sala prácticamente desnuda que tiempo atrás había sido una biblioteca. Era una estancia sin ventanas, iluminada por un techo acristalado y cuya única puerta, custodiada por dos policías de paisano, daba al gran vestíbulo.
La presencia de dos ministros en ejercicio, de varios embajadores, de dos príncipes reinantes, uno en un principado europeo y el otro en un lugar del Rajputana, justificaba por sí sola la vigilancia oficial, aunque tal vez menos que la acumulación de riquezas en la antigua biblioteca. Al entrar, Morosini creyó por un momento que se encontraba en la cueva de Alí Baba. Largas mesas cargadas de vajilla de plata o esmaltada, de cristalería, de grabados raros, de jarrones antiguos y de una infinidad de objetos preciosos enmarcaban otra, redonda y cubierta de terciopelo negro, donde estaban expuestas magníficas joyas sobre las que convergía la luz de varios focos potentes. Había de todos los colores, joyas antiguas y aderezos modernos, pero, a pesar de la atracción que ejercían sobre él las piedras preciosas, Morosini sólo vio una, la que, colocada en la cima de una pirámide, parecía reinar sobre las demás: el gran zafiro estrellado que no había contemplado desde hacía muchos años. Y que no pintaba nada en aquel escaparate puesto que era la dote de Anielka y no un regalo.
Esa gema maravillosa por la que se habían cometido crímenes estaba allí como un desafío, como una venganza. Y de repente, los remordimientos que Morosini sentía desde el apretón de mano de sir Eric desaparecieron. El zafiro visigodo estaba expuesto para provocarlo y no había que buscar más lejos la explicación de una invitación en definitiva insólita.
Un arrebato de cólera invadió súbitamente a Morosini, junto con el violento deseo de derribar ese pretencioso escaparate para llevarse lo que había sido un tesoro familiar y que tenían la osadía de exhibir ante sus ojos.
Adalbert se percató de lo que le sucedía a su amigo y lo asió del brazo susurrando:
—No nos quedemos aquí. Le daría una satisfacción demasiado grande si lo sorprendiera contemplando lo que le ha robado.
—Y que ya no tengo muchas esperanzas de quitarle. Aquí, a la vista de todo el mundo y bajo la vigilancia de policías sin duda armados, está mejor protegido que en una caja fuerte. Pobre amigo mío, no tiene usted ninguna posibilidad ni siquiera de acercarse a él.
—¡Hombre de poca fe! Tengo un plan del que lo pondré al corriente cuando llegue el momento. Así que no piense más en ello, sonría y venga a tomar una copa. Algo me dice que la necesita.
—Empieza a conocerme casi demasiado bien… ¡Señor! ¡Sólo faltaba ella!
Esta última exclamación la había provocado la pareja que estaba entrando en la sala y a cuyo paso se alzaba un murmullo halagador. Se trataba del conde Solmanski llevando del brazo a una mujer deslumbrante a la que Morosini acababa de reconocer con consternación: Dianora en persona. Y lo peor era que iba directamente hacia él y que le resultaba imposible escapar.
Envuelta en muselina azul, aureolada por una capelina transparente a juego, una catarata de perlas deslizándose desde su cuello y rodeando sus delgados brazos, respondía con gracia a los saludos que le dirigían sin perder de vista a la persona a la que había decidido que quería acercarse. Aldo oyó a Adal silbar quedamente y luego exclamar entre dientes:
—¡Cielos, qué belleza!
—Alégrese. Va a tener el honor de serle presentado.
Un momento después era cosa hecha y la joven envolvía a los dos hombres en su radiante sonrisa.
—Encantada de conocerlo, señor —le dijo a Pellicorne—, pero comprenderá que esté más encantada todavía de ver a un amigo de juventud.
—No es mi caso —repuso el arqueólogo—, porque es un amigo de esta mañana.
—Es usted encantador. La verdad, Aldo, es que cuando el conde Solmanski me ha dicho que estaba aquí no daba crédito a mis oídos. No tenía ni idea de que se encontraba en Francia.
—Yo podría decirle lo mismo. Creía que estaba usted en Viena.
—Lo estaba, pero ninguna mujer puede dejar de venir a París en primavera, aunque sólo sea por los modistas. De todas formas, aunque hubiera estado en la otra punta del mundo, habría venido para asistir al enlace de dos amigos.
El sonido grave y musical de una campana interrumpió esta conversación. El conde Solmanski se inclinó ante Dianora.
—Le pido disculpas, querida, pero ha llegado el momento de que conduzca a la novia al altar.
Como un mar que se retira, la riada de invitados retrocedió hacia las cristaleras para salir a la terraza y su asombrosa capilla de flores, que convergían hacia un coro tapizado de orquídeas en medio de las cuales ardía un centenar de velas. La visión era mágica.
La señora Kledermann se apoderó con autoridad del brazo de Morosini.
—Querido, vas a ser el compañero ideal para soportar el aburrimiento de una ceremonia nupcial. En mi opinión, es todavía más pesado que un entierro, donde al menos puedes distraerte evaluando el grado de hipocresía de las lágrimas de la familia.
Con gesto firme, Aldo apartó la mano enguantada apoyada sobre su brazo.
—No me permitiría usurpar el puesto de tu marido. ¿O acaso debo deducir que en esta ocasión también estás sola?
—Mientras podamos vernos, nunca estaré sola —susurró ella con esa voz cálida e íntima que antes lo turbaba pero que ahora no le producía ningún efecto.
—Eso no es una respuesta. Si no supiera lo que representa en el mundo financiero europeo, me preguntaría si existe realmente, ¡Ese hombre es la Arlesiana!
—¡No digas tonterías! —repuso Dianora en tono disgustado—. ¡Pues claro que existe! Créeme, Moritz está bien vivo y muy aferrado a una existencia de la que sabe sacar el mejor partido. Lo que ocurre es que para él el mejor partido no reside en este tipo de manifestaciones. Estas me las deja a mí encantado.
—¿Y a ti te gustan?
—No siempre, sólo algunas veces. Como hoy, por ejemplo: el romance de Ferrals me fascina. Esa máquina de hacer dinero dominada por la pasión tiene algo mágico… Bueno, ¿vamos o prefieres quedarte plantado en este salón hasta el día del juicio final?
En esta ocasión Aldo no tuvo más remedio que ofrecer su brazo si no quería ser grosero. Su compañera y él se sumaron a los invitados que estaban repartiéndose a ambos lados de una larga alfombra verde sobre la cual, al cabo de un instante, dos muchachas arrojarían pétalos de rosa. Una orquesta invisible tocó una marcha solemne: el cortejo de la novia se acercaba. Compuesto de niñas con vestidos de organdí que tendían entre ellas largas cintas de satén blanco, símbolos de pureza, anudadas a ramilletes redondos, era encantador, pero Aldo sólo vio a Anielka.
Cautivadora y pálida, fluida como un chorro de agua dentro de su largo vestido blanco centelleante de cuentas de cristal, con una pequeña y adorable corona de diamantes sobre su cabellera rubia, avanzaba del brazo de su padre con los ojos clavados en la punta de sus zapatos de satén blanco. Su aire triste y ausente hizo que a Aldo se le encogiera el corazón. Le costó mucho luchar contra el deseo de abalanzarse entre las niñas para llevarse a la mujer que amaba lejos de aquellos indiferentes que habían ido a disfrutar del espectáculo de una virgen de diecinueve años entregada a cambio de dinero contante y sonante a un coetáneo de su padre.
Fue todavía peor cuando pasó por delante de él y Aldo la vio alzar sus dulces párpados. Los enormes ojos de oro cargados de auténtica angustia se detuvieron un instante sobre los suyos antes de desviarse, con un destello de cólera, hacia su excesivamente bella compañía. Después volvieron a bajar la mirada. La larga cola brillante sobre la que espumeaba el denso vapor del velo de tul se alargó interminablemente hasta el reclinatorio de terciopelo verde junto al que esperaba el novio.
Tal como Ferrals había dispuesto, el sol poniente incendiaba el río real mientras comenzaba a celebrarse la solemne liturgia de la boda, cada palabra de la cual intensificaba la desazón de Morosini. «Deberíamos habernos llevado a Anielka anoche —pensó con rabia—. La boda civil no tenía importancia, pero la bendición de ahora…»
Sabía que lo que podía pasar poco después, en el corazón de la dulce noche de mayo, lo volvería loco. Se sentía como Otelo imaginando, con un realismo típicamente masculino, a Ferrals desnudando a Anielka y poseyéndola. La imagen apareció con tanta claridad en su mente que trató de apartarla.
—¡No! —masculló—. ¡Eso no!
Él codo de la señora Kledermann se clavó de pronto en sus costillas mientras la dama miraba con estupor e inquietud el semblante crispado de su compañero.
—¿Se puede saber qué te pasa? —susurró—. ¿Te encuentras mal?
Aldo se estremeció y se pasó una mano poco firme por la frente, repentinamente húmeda, pero se obligó a sonreír.
—Perdón. Estaba pensando en otra cosa.
—Creía que ibas a levantarte para poner un impedimento a la boda. Parecías un perro al que acaban de quitarle su hueso.
—¡Qué estupidez! —dijo él, prescindiendo de toda cortesía superflua—. Mi pensamiento estaba a cien leguas de aquí.
—Mucho mejor. En tal caso, no vale la pena que te enfades. Hemos llegado al meollo de la cuestión.
En efecto, el momento del «sí» había llegado. Allá, al fondo de la caracola de pétalos y de llamas, el sacerdote avanzó hacia los novios y sus manos extendidas los acercaron. Se hizo el silencio; todo el mundo estaba atento para captar los matices del juramento mutuo. El de sir. Eric, firmemente pronunciado, sonó como una campana de bronce. En lo que se refiere a Anielka, se la oyó balbucir unas palabras en una lengua incomprensible —sin duda polaco— y a continuación se desmayó con gracia mientras el oficiante pronunciaba confiadamente las palabras sacramentales.
La hermosa ceremonia se estaba yendo al traste. En medio de un concierto de exclamaciones que hizo callar al órgano y los violines, Ferrals se había precipitado hacia su joven esposa para sujetarla al tiempo que llamaba a voz en grito a un médico. Un miembro del Instituto que lucía en el chaqué el distintivo de la Legión de Honor fue a prestar su ayuda, acompañado de una dama engalanada con encajes malva que chillaba gesticulando. Unos minutos más tarde, un robusto lacayo se llevaba a la joven al castillo, seguido del esposo, del médico, de la mujer del médico y del conde Solmanski.
—¡No se muevan! —ordenó sir Eric a sus invitados—. Enseguida volveremos. No es más que un ligero mareo.
En medio de la consternación general, Dianora se permitió una risita insolente.
—¡Qué divertido! —dijo, haciendo como si aplaudiera—. Esto sí que se sale de lo normal. Me recuerda una velada en la Scala de Milán en que la diva fue víctima del primer mareo del embarazo en el escenario. Por suerte, pudo volver y continuar la interpretación. Tenía mal color, pero, como cantaba La Traviata, le quedaba tan bien que tuvo un éxito arrollador. Apuesto a que nuestra novia también lo tendrá.
—¿No te da vergüenza? —gruñó Morosini, furioso—. Esa pobre chica está enferma y a ti te divierte. Me entran ganas de ir a ver…
La mano de la joven asió su brazo y lo apretó con una fuerza sorprendente.
—¡Estate quieto! —susurró entre dientes—. Nadie entendería tu solicitud, y el marido menos aún. No sabía que eras tan sensible al encanto juvenil, querido.
—Yo soy sensible a todo el sufrimiento.
—Aquí hay bastante gente para ocuparse de este. Además, voy a ir yo a informarme.
—¿Con qué derecho?
—Uno: soy una mujer. Dos: soy una amiga de la familia. Y tres: tengo una habitación en el castillo y resulta que no llevo encima pañuelo para llorar contigo. Espérame aquí.
Recogiendo con una mano la muselina azul y quitándose con la otra la capelina, la joven abandonó su sitio y se dirigió al castillo. Vidal-Pellicorne aprovechó la circunstancia para reunirse con su amigo. Él, que estaba siempre seguro de sí mismo, parecía preocupado.
—No entiendo nada —dijo sin pensar en bajar la voz, pues a su alrededor todo el mundo hablaba animadamente—. Ese desvanecimiento no estaba previsto en el programa. Por lo menos en este momento.
—¿Había decidido que sufriría una indisposición?
—Sí, durante la cena. Debía encontrarse mal y decir que se iba a descansar hasta la hora de la partida. Ferrals no podría quedarse con ella; tiene invitados demasiado importantes y debe atenderlos. Durante los fuegos artificiales, Anielka, ayudada por Wanda, que nos apoya, debía vestirse como una doncella y, evitando la terraza, bajar hasta el río, donde la esperaría Romuald. Me pregunto qué ha podido pasar. ¿Me entendería mal?
—¿Y si estuviera realmente enferma? Cuando ha llegado para la ceremonia, estaba pálida y triste.
—Quizá tenga razón. Hay algo que no encaja. Hasta ahora, experimentaba una alegría infantil al pensar en la aventura de esta noche. Además, empiezo a creer que lo ama.
—Es la única noticia buena del día. ¿Qué piensa hacer ahora?
—Nada. Nos han pedido que esperemos. Pues esperaremos. Entre tanto pensaré en la continuación de las operaciones. Verá, yo contaba con el intermedio de la cena para ocuparme de la mesa de las joyas y tengo que idear otra cosa.
Mientras Vidal-Pellicorne se abismaba en sus pensamientos, Aldo se esforzaba en mantener la calma, aunque no le resultaba fácil, pues la paciencia no era su virtud dominante. Intuía una catástrofe y la atmósfera de la capilla artificial no contribuía a apaciguarlo. Se percibía cierto malestar, como si aquellas personas fueran náufragos abandonados en una isla desierta. La música ya no sonaba; el sacerdote había desaparecido y las damas de honor, sentadas en los peldaños del altar o incluso sobre la alfombra, jugaban con las flores y las cintas. Algunas empezaban a llorar, mientras que los asistentes que se conocían se interrogaban con la mirada: ¿debían quedarse?, ¿debían irse? La espera se eternizaba y, poco a poco, la paciencia cedió el paso a cierta agitación, sobre todo por parte de las personalidades oficiales, ministros y embajadores. Se oían fragmentos de frases: «¡Es inconcebible!… Un desvanecimiento no dura tanto… Por lo menos podrían preocuparse por nosotros… Yo jamás había visto nada parecido, ¿y usted?…»
Aldo sacó su reloj.
—Si dentro de cinco minutos no ha venido nadie a darnos una explicación, voy a informarme.
No había terminado de hablar cuando el conde Solmanski, tan frío y solemne como siempre pero visiblemente contrariado, entró en la capilla. Se dirigió al altar, ocupó el lugar del oficiante y, después de disculparse en nombre de sir Eric y en el suyo propio, tranquilizó a los invitados sobre el estado de salud de su hija.
—Se encuentra mejor, pero está demasiado cansada para asistir a la misa, que debía ser cantada. Se trata de un detalle sin importancia, puesto que el matrimonio ya se ha celebrado. El intercambio de los anillos se hará más tarde en la intimidad, pero la fiesta tendrá lugar tal como nuestro anfitrión había previsto. Si tienen la bondad de acompañarme al castillo, todos necesitamos recuperar la atmósfera alegre que reinaba hace un rato.
El conde fue a ofrecer su brazo a una dama sentada en la primera fila. Era una inglesa de edad avanzada pero de gran porte, la duquesa de Danvers, íntima y vieja amiga de Ferrals. Tras ellos, con un entusiasmo en el que había una gran dosis de alivio, los invitados salieron comentando el suceso. Algunos se preguntaban si una boda tan chapucera era válida, ya que nadie había entendido lo que decía Anielka antes de perder el conocimiento. Aldo compartía esa opinión.
—¿De dónde se ha sacado Solmanski que su hija ya está casada? Aun suponiendo que el sacerdote haya entendido lo que Anielka ha dicho antes de desmayarse, el ritual no ha llegado hasta el final. En Venecia no sería válido.
—Yo no soy experto en la materia, pero a Ferrals eso le tiene sin cuidado —dijo Adalbert—. Él es protestante.
—¿Y qué?
—Amigo mío, sir Eric ha montado este decorado teatral y accedido a esta ceremonia sólo para complacer a su prometida, que exigía que la casaran según el rito católico, pero para él lo único que cuenta es la discreta bendición que un pastor les dio anoche después de la boda civil y antes de la cena.
—¿Cómo lo sabe? ¿Acaso estaba usted presente?
—No. Me lo contó Sigismond antes de ahogarse en las viejas botellas de su cuñado.
—¿Y me lo dice ahora?
—Ya estaba bastante nervioso sin saberlo. Además, como después iba a haber una bendición católica, ese episodio no tenía tanto interés. Sin embargo, después de lo que acabamos de presenciar, las cosas se presentan de un modo diferente… y quizás explican un desmayo tan inesperado.
Morosini se detuvo en medio del paseo y obligó a su amigo a hacer lo mismo asiéndolo del brazo. Había recordado de pronto la expresión de sufrimiento de Anielka mientras se dirigía al altar.
—Dígame la verdad, Adal. ¿Eso es todo lo que el joven Solmanski le contó?
—¡Pues claro que es todo! Además, después de la cena era absolutamente incapaz de articular dos palabras con sentido. ¿Qué está imaginando?
—¿Por qué no lo peor? Pese al fasto de que se rodea y al título de barón que le concedió el rey Jorge V, Ferrals es un advenedizo, un patán capaz de todo…, incluso de haber ejercido anoche sus derechos de esposo. ¡Como se haya atrevido a hacer eso…!
Presa de una cólera tan súbita como una tromba de agua bajo los trópicos, se volvió hacia el castillo, ahora iluminado, como si fuera a abalanzarse para tomarlo por asalto. Vidal-Pellicorne sintió miedo de la violencia que percibía bajo la apariencia despreocupada y refinada de ese gran señor italiano.
—No siga por ahí —dijo, asiéndolo por los hombros—. Es inconcebible, ¿no se da cuenta? Piense en el padre. Jamás habría consentido que su hija fuese tratada de ese modo… Por favor, Aldo, cálmese. No es el momento de organizar un escándalo. Tenemos mejores cosas que hacer.
Aldo trató de sonreír.
—Tiene razón. Olvídelo, amigo. Ya va siendo hora de que este día acabe, porque estoy volviéndome loco.
—Aguantará hasta el final. Yo confío en usted. Además, se me ha ocurrido una idea.
No tuvo tiempo de decir más.
—¿Se puede saber qué hacen aquí? —dijo de pronto una voz alegre—. Todo el mundo ha entrado. ¿La gente se dispone a sentarse a la mesa y ustedes se quedan aquí charlando?
Fiel a su costumbre, Dianora Kledermann efectuó una de esas apariciones cuyo secreto parecía poseer. Se había cambiado de ropa, o más bien se había quitado buena parte de ella. Ahora llevaba un vestido de lamé plateado que la desnudaba suntuosamente y con ambigüedad, dejando al descubierto su espalda y sus hombros y cubriendo a duras penas sus magníficos pechos. Unos largos pendientes de diamantes y zafiros temblaban a ambos lados de su cuello, cuya armoniosa línea no era rota por ninguna joya. En cambio, sus antebrazos desaparecían bajo pulseras compuestas de las mismas piedras. Un solo anillo: un enorme solitario en la mano que sostenía un gran abanico de plumas de avestruz blancas. Estaba impresionante y la mirada de los dos hombres se lo dijo con claridad. Sin embargo, fue a Adalbert a quien ella dirigió una seductora sonrisa.
—¿Tiene la bondad de precedernos, señor Vidal-Pellicorne? Desearía decirle unas palabras en privado a nuestro amigo.
—¿Qué podría negarle, señora, a una sirena que se ha tomado la molestia de aprenderse mi apellido de memoria?
—¿Y bien? —dijo Morosini, a quien ese apartado no hacía ninguna gracia—. ¿De qué quieres hablarme?
—De esto.
En un segundo, sus brazos centelleantes rodearon el cuello de Aldo mientras su boca, a la vez fresca y perfumada, aspiraba la de él. Fue tan inesperado, y también tan refrescante —un auténtico bálsamo para sus nervios crispados— que este no reaccionó. Degustó el beso como hubiera saboreado una copa de champán. Tras lo cual, apartó a la joven.
—¿Eso es todo? —dijo en tono un tanto burlón.
—Por el momento, sí, pero más tarde tendrás mucho más. Mira a nuestro alrededor. Es un lugar de ensueño y hace una noche divina. Será nuestra cuando Ferrals se haya llevado a su palomita para enseñarle lo que es el amor.
Era lo último que había que decir.
—¿Es que sólo te interesa lo que pasa en una cama? —saltó Morosini—. No me imagino a ese zorro viejo como iniciador.
—Ah, saldrá del paso honorablemente. No es un maestro como tú, pero no carece de talento.
—No puedo creerlo. ¿Te has acostado con él? —preguntó Aldo, atónito.
—Mmm… sí. Justo antes de conocer a Moritz. Incluso por un momento pensé en casarme con él, pero decididamente los cañones no me gustan. Son demasiado ruidosos. Además, Eric no es un verdadero señor, mientras que mi esposo sí lo es.
—En tal caso, no sé por qué tienes tanto empeño en engañarlo. Entremos de una vez. Tengo hambre.
Y asiendo a Dianora por la muñeca, la llevó a paso de carga hasta el castillo.
—¡Caray, yo creía que me querías! —protestó ella.
—Yo también…, en los tiempos en que era joven e ingenuo.
Quizá sir Eric no era un verdadero señor, pero poseía una gran fortuna y sabía utilizarla. Durante la ceremonia, y pese al hecho de que se había visto acortada, su ejército de sirvientes había obrado otro milagro vegetal: había convertido la sucesión de salones —con excepción de uno— en una sala de banquetes en forma de jardín exótico, donde naranjos plantados en grandes tiestos de porcelana china se alineaban a lo largo de las paredes cubiertas de emparrados verdes, a los que se aferraba una infinidad de bejucos floridos que llegaban hasta las grandes arañas de cristal. Obeliscos tallados en hielo garantizaban la frescura de esa vegetación, en medio de la cual mesas redondas con manteles de encaje, vajilla lisa, cristalería preciosa y grandes candelabros de corladura en los que ardían largas velas esperaban a los invitados, que maîtres con librea verde guiaban hasta sus sitios. Todo ello para agradar a una joven esposa a la que entusiasmaban los jardines.
Con gran alivio, Morosini se vio separado de la señora Kledermann, que debía sentarse en la mesa presidencial con la duquesa de Danvers. Aldo fue conducido a otra, donde lo instalaron entre una tenebrosa condesa española de labio sombreado y una joven norteamericana que habría sido encantadora de no ser por la risa de caballo de la que hacía uso por cualquier motivo. En contrapartida, Vidal-Pellicorne estaba sentado a la misma mesa, lo que era una auténtica satisfacción; con él no tenía necesidad de buscar temas de conversación. El arqueólogo se disponía a regalar los oídos de su auditorio con una docta conferencia sobre el Egipto de los Amenofis y los Ramsés.
Aldo esperaba, pues, poder pensar en paz cuando notó que, aprovechando que le servían un plato de huevos revueltos con colas de gamba, le ponían algo en la mano: un papel cuidadosamente doblado.
Sin saber muy bien qué hacer para leerlo, se las arregló para atraer la mirada de Adal y mostrarle discretamente lo que tenía. El arqueólogo comenzó de inmediato a contar una especie de novela policíaca apasionante que giraba en torno a la reina Nitokris y que captó la atención de los demás comensales. Aldo pudo leer la nota desplegada dentro de la servilleta.
«Quiero hablar contigo. Wanda te esperará en lo alto de la escalera a las diez y media. A.»
Invadido por una oleada de alegría, examinó la situación. Levantarse de su sitio sin que se fijaran los comensales de la mesa presidencial no presentaba dificultades; le bastaría retroceder un poco para quedar oculto por un naranjo y por las ramas colgantes de una gigantesca enredadera. Además, no estaba lejos de una puerta, lo que era una suerte.
Llegado el momento, se aseguró con una mirada de que Ferrals, absorto en una conversación, no se ocupaba del resto de sus invitados, se disculpó ante sus vecinas, echó la silla hacia atrás y salió de la sala.
El vestíbulo no estaba vacío, ni muchísimo menos; el ballet de los camareros que venían de las cocinas proseguía sin precipitación y en silencio. En la sala de los regalos, cuya puerta permanecía abierta —habría sido incorrecto, e incluso ofensivo para los invitados, cerrarla antes de que se marcharan—, se oía charlar a los vigilantes. Uno de ellos, que estaba ante el umbral, interpretando mal las intenciones de Morosini, le señaló la escalera principal precisando amablemente:
—Es al otro lado, en el hueco…
Aldo le dio las gracias con un gesto de la mano mientras se dirigía al lugar indicado, entró, salió de nuevo, echó un vistazo a su alrededor y, considerando favorable el momento, se precipitó hacia el tramo de escalera cubierto con una alfombra y enseguida llegó al descansillo, que se extendía a uno y otro lado en amplios pasillos iluminados con hachones. No tuvo que buscar mucho: la figura voluminosa de Wanda salió de detrás de una silla de manos antigua, situada en la entrada de una de las galerías. La doncella le indicó que la siguiera, lo condujo hasta una puerta y a continuación, poniendo un dedo sobre sus labios para invitarlo a actuar con sigilo, se alejó de puntillas.
Morosini llamó a la puerta con suavidad. Sin esperar respuesta, puso la mano sobre el pomo para entrar. En ese preciso instante recibió un golpe y se desplomó sin haber tenido tiempo de exhalar un suspiro, pero con la curiosa sensación de que alguien reía: una risita aguda y cruel.
Cuando se despertó, el impacto todavía le retumbaba dolorosamente en el cráneo, aunque las facultades intelectuales no se encontraban mermadas. Le sorprendió encontrarse tumbado en una cama confortable, en medio de un dormitorio elegante e iluminado; en las novelas policíacas que le gustaba leer, cuando al protagonista le propinaban un golpe que lo dejaba sin sentido, su despertar siempre tenía por marco un sótano lleno de telarañas, un cuartucho sin ventanas o un armario. El agresor parecía haberle dispensado unos cuidados muy especiales: su cabeza reposaba sobre dos almohadas y su chaqué cubría el respaldo de un sillón sobre el que descansaba un vestido de muselina azul claro que reconoció de inmediato.
Al igual que el perfume caro, complejo, embriagador y muy original que siempre dejaba Dianora a su paso. Por una razón todavía oscura, el hombre que reía de una forma tan característica y desagradable parecía haberse propuesto esta vez reunir a los amantes desunidos.
—Es muy amable por su parte, pero a mí no me favorece en absoluto —masculló.
Con la sensación de que los muebles oscilaban, se sentó. Enseguida consiguió levantarse y recomponer su aspecto. Una mirada al reloj le indicó que llevaba allí más de un cuarto de hora y que seguiría un rato más, pues la puerta hacia la que se precipitó estaba cerrada con llave. «Voy a tener que aprender urgentemente cerrajería», pensó, evocando con una pizca de envidia los particularísimos conocimientos de Adalbert. En cualquier caso, una cosa era segura: alguien tenía interés en que estuviera en la habitación de Dianora mientras Anielka lo esperaba. Pero ¿la nota que tenía guardada en un bolsillo era de verdad obra de la joven? Esa letra era bastante corriente…
La cerradura, del siglo XVII, era espléndida y muy resistente. Sólo cedería si derribaba la puerta. Como no estaba seguro de lo que había al otro lado, no se atrevió, pensando en el ruido que haría. Se dirigió entonces a la ventana y la abrió para encontrarse ante la magia luminosa de los jardines. Demasiado luminosa: en medio de esa fachada iluminada a giorno, debía de resultar tan visible como si estuviera en un escaparate, y por desgracia había gente fuera. Además, la altura de dos buenos pisos de pared lisa lo separaba del suelo: lo suficiente para partirse la nuca.
Estaba pensando en atar las sábanas de la cama según el método clásico, exponiéndose a que lo tomaran por loco, cuando en la planta baja se produjo un terrible estruendo que se oyó en todo el castillo: un estrépito seguido de gritos, carreras y toques de silbato. Sin duda los de los policías. Entonces se decidió: sin remordimientos ni piedad por las delicadas pinturas de época, se precipitó hacia la puerta como una bala de cañón y la derribó de una patada maestra. La bonita cerradura cedió y Aldo se encontró en la galería, que continuaba desierta. En cambio, abajo había un tumulto increíble.
El vestíbulo estaba lleno de personas muy alteradas que hablaban todas a la vez, lo que le permitió bajar sin que se fijaran en él. Toda aquella gente se agolpaba delante de la sala de los regalos, cuya puerta estaba cerrada. Los dos guardias apostados delante parlamentaban con los invitados.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Morosini, que había conseguido situarse en primera fila abriéndose paso a codazos.
—Nada grave, señor —respondió uno de los policías—. Hemos recibido la orden de no dejar entrar ni salir a nadie.
—Pero ¿por qué? ¿Quién está dentro?
—El señor Ferrals y algunos de sus invitados. Unas damas que, como habían llegado tarde, no habían podido ver la exposición.
—¿Y necesita encerrarse para eso?
—Bueno…, es que… una de las damas ha dado un traspié y, al tratar de sujetarse, ha tirado del tapiz de terciopelo que cubre la mesa de las joyas y ha caído todo al suelo. El señor Ferrals ha acudido enseguida a ayudar a su amiga y ha ordenado cerrar para que no salga nadie hasta que las joyas hayan sido puestas en su sitio.
—¡Qué amable! —protestó alguien—. Está claro que ese inglés no tiene ninguna educación. ¿Acaso supone que esa pobre mujer se ha caído expresamente para tirar su chatarra?
—Es poco probable —repuso el vigilante, riendo—. Por lo que sé, se trata de una anciana duquesa inglesa emparentada con la familia real. De momento, está bebiendo una copa de coñac sentada en un sillón mientras los demás recogen las joyas con ayuda de mis compañeros. Por favor, señoras y señores —añadió, ahuecando la voz—, tengan la bondad de volver a los salones en espera de que todo vuelva a la normalidad. Será cosa de poco tiempo.
—Esperemos que no falte ninguna de sus malditas joyas —refunfuñó el médico que había acudido a atender a Anielka—. Si no, es capaz de hacer que nos registren antes de dejarnos marchar. Me entran ganas de irme ahora mismo.
—Oh, quedémonos un poco más, Édouard —le rogó su mujer—. Es muy divertido.
Tenían conciliábulo en la entrada de los salones con dos políticos, tentados de pedir su coche aunque parecían tomarse el suceso con cierta filosofía. Aldo oyó a uno de ellos, el señor Dior, ministro de Comercio e Industria, declarar riendo:
—Esta boda será inolvidable. ¡Y pensar que para asistir a ella he dejado en Marsella al presidente Millerand, que a su vuelta del norte de África ha ido a visitar la Exposición Colonial.
—Pero ¿no la habían inaugurado en abril con Albert Sarraut, el ministro de las Colonias? —preguntó uno de sus interlocutores.
—Fue una preinauguración, porque aún no estaba terminada. Pero la Exposición es un éxito y vale la pena verla con detalle. Algunos pabellones son verdaderas maravillas y…
Morosini se desinteresó de las palabras oficiales para buscar con la mirada a Vidal-Pellicorne, pero su figura desgarbada, coronada por la pelambrera rizada, no aparecía por ninguna parte. Por fin, al cabo de un rato que se hizo interminable para los que esperaban, la doble puerta se abrió para dejar paso a sir Eric, muy sonriente y dando el brazo a la anciana lady, causa totalmente involuntaria de todo aquel jaleo. Los seguían los invitados que se habían visto encerrados, entre ellos, la condesa española vecina de mesa de Morosini, Dianora y Adalbert, estos últimos riendo.
—¡Vaya! Se diría que se han divertido mucho —dijo Aldo acudiendo a su encuentro.
—¡No se imagina cuánto! —dijo la joven—. Esa pobre duquesa boca abajo en el suelo, agarrada al tapiz de terciopelo del que todavía colgaban algunas fruslerías carísimas, mientras que otras rodaban en todas direcciones, era irresistible. Pero —añadió bajando la voz—, si hubiera visto la cara de sir Eric, aún era más divertida. Imagínesela. Había perdido de vista su fetiche, la famosa Estrella Azul de la que no para de hablar. Por un momento he creído que iba a hacernos desnudar y registrar.
—A mí me habría encantado —dijo Adalbert, haciendo un guiño que le valió un golpe con el abanico.
—No sea vulgar. En cualquier caso, es a usted a quien debemos la salvación; si no hubiera encontrado el objeto en cuestión, no sé dónde estaríamos.
Morosini desplegó una sonrisa de desdén.
—El barniz mundano se ha cuarteado, ¿eh?
—Querrá decir que ha saltado en pedazos. Por un momento parecía Harpagon privado de su peculio. Por cierto, hemos pasado muchísimo calor, así que voy a arreglarme un poco antes de los fuegos artificiales. Nos veremos en la terraza.
Morosini estuvo unos momentos dudando entre advertirle o no que iba a resultarle un poco difícil cerrar la puerta, pero al final prefirió dejarle el placer de descubrirlo ella misma y condujo a Adalbert a la escalinata para fumar un cigarrillo. Había en los ojos de su amigo un brillo malicioso que le hacía arder de curiosidad, pero no tuvo tiempo de hacerle ninguna pregunta. Mientras encendía un enorme puro que humeaba como una locomotora, Vidal-Pellicorne susurró:
—Póngame al corriente enseguida. Supongo que ha visto a la joven novia y que está en camino para reunirse con Romuald.
—No tengo ni la menor idea. La nota era una trampa. Me han golpeado y he recobrado el sentido en la cama de la señora Kledermann.
—Habrían podido escoger peor —masculló el arqueólogo, aunque, pese a este comentario irónico, no parecía muy dispuesto a sonreír—. ¿Sabe quién ha sido?
—La misma persona que me apaleó o me hizo apalear en el parque Monceau. He oído una risa muy característica. Esto de vapulearme empieza a convertirse en una costumbre de lo más irritante.
—¿Y cómo ha salido?
—Derribando la puerta cuando he oído el estruendo abajo. Por cierto, ¿y si me contara lo que ha ocurrido? No habrá sido usted quien ha hecho caer a lady Clementine…
Vidal-Pellicorne adoptó una expresión contrita.
—Confieso que he sido yo el culpable. Una zancadilla involuntaria…, ya sabe lo torpe que soy con las extremidades inferiores. Sin embargo —añadió bajando la voz y en un tono mucho más alegre—, va a ponerse usted muy contento: el zafiro auténtico está en mi bolsillo. Lo que acaban de guardar en su estuche es la copia de Simon.
La noticia era tan buena que Aldo hubiera podido gritar de alegría.
—¿De verdad? —dijo.
—Más bajo. Por supuesto que de verdad. Podría enseñárselo, pero este no es el sitio más indicado.
Los invitados empezaban a salir del castillo para dirigirse a las sillas dispuestas en la terraza. La señora Kledermann, con una ligera capa sobre los hombros, se hallaba entre ellos.
—Estaba buscándolos —dijo—. Ha ocurrido una cosa un poco rara: no sé qué imbécil ha considerado oportuno derribar la puerta de mi habitación.
—¿Un admirador excesivamente impetuoso quizá? —sugirió Morosini entre bromas y veras—. Espero que le hayan dado otra habitación.
—Es imposible; están todas ocupadas. Pero están reparando la puerta. Ferrals se ha puesto furioso cuando ha visto los desperfectos en el momento que iba a buscar a su preciosa esposa para que presida al menos los fuegos artificiales antes de embarcar para Citera. Por cierto, si queremos conseguir un buen sitio, tenemos que darnos prisa —añadió, al tiempo que hacía el gesto de asirlos a cada uno de un brazo, gesto que Morosini esquivó hábilmente.
—Vayan delante, por favor. Quisiera lavarme las manos.
—Yo también —dijo Adalbert—. Me he arrastrado por el suelo buscando esa maldita joya.
En realidad, los dos querían asistir a la aparición de sir Eric, con o sin su mujer. Con toda seguridad, sin ella, puesto que Anielka debía aprovechar los fuegos artificiales para escapar. Para ello, era preciso convencer a Ferrals de que la dejara descansar un poco más.
En el vestíbulo todavía quedaba mucha gente. La anciana duquesa, un poco cansada, estaba sentada en un gran sillón en el hueco de la escalera, ante la cual el conde Solmanski, visiblemente nervioso, caminaba arriba y abajo dirigiendo vivas miradas hacia la planta superior. Al ver acercarse a los dos hombres, esbozó una sonrisa imprecisa.
—¡Qué estupidez haber venido aquí! —dijo—. Esta boda tan lejos de París no me hacía presagiar nada bueno, pero mi yerno no quiso atender a razones. Con el pretexto de que a su prometida le encantan los jardines, quería ofrecerle una boda campestre. ¡Ridículo!
El suegro estaba ostensiblemente de muy mal humor. Vidal-Pellicorne le dedicó su expresión más seráfica.
—Es muy poético —dijo, suspirando—. ¿A usted no le gusta el campo?
—Lo detesto. Rezuma aburrimiento.
—Entonces no debe de ser un polaco típico. A los que yo conozco les encanta…
Se interrumpió. Sir Eric acababa de aparecer en lo alto de la escalera y Morosini observó con secreta alegría que estaba solo y parecía preocupado.
—¿Y bien? —preguntó Solmanski—. ¿Dónde está mi hija?
Suspirando, sir Eric bajó para reunirse con él.
—Están acostándola. Creo que vamos a tener que pasar la noche aquí. Su doncella me ha dicho que ya ha perdido el conocimiento dos veces.
—Voy a ver qué pasa —decidió el padre empezando a subir, pero Ferrals lo retuvo.
—Déjela tranquila. Necesita sobre todo descansar, y mi secretario está telefoneando a París para que mañana por la mañana esté aquí un especialista. Mejor ayúdeme a acabar esta maldita velada yendo a contemplar los cohetes; después, cada uno se irá a su casa. Dirigiré unas palabras a nuestros amigos —añadió, acercándose a la duquesa, a la que ofreció su brazo antes de volverse hacia Aldo y Adalbert, que no sabían muy bien qué pensar—. Vamos, señores, acompáñennos. Creo que el espectáculo que nos espera será magnífico.
Mientras estrellas, cohetes, soles y luces de bengala iluminaban el cielo nocturno ante las exclamaciones admirativas de los invitados, que olvidaban su reserva para dejar emerger a los niños que habían sido, los dos amigos se morían de ganas de bajar a la orilla del río para ver qué sucedía allí, pero su anfitrión parecía desear su compañía. Hubo que esperar a que la fiesta terminara y Ferrals pronunciase un pequeño discurso pidiendo disculpas en nombre de su mujer y dando las gracias a los invitados por haber tenido tanta paciencia. Siguió el ritual de la partida para los que no se alojaban en el castillo.
Lo más extraño fue que sir Eric se empeñó en acompañar a Morosini hasta su coche, que un criado había ido a buscar. Eso contrarió sobremanera a la señora Kledermann, que no parecía muy dispuesta a separarse de su amigo, pero tuvo que ceder para no comprometer su reputación. No obstante, encontró la manera de decirle que pensaba ir a Venecia en un futuro próximo. Una perspectiva que no hizo vibrar de entusiasmo a Aldo, aunque, como tenía demasiadas preocupaciones para pensar en eso, decidió olvidarlo de inmediato. ¡Cada día trae su afán!
Ya se dirigía hacia la verja, donde, pese a la avanzada hora, se agolpaban periodistas y curiosos, cuando Vidal-Pellicorne lo alcanzó.
—Había olvidado preguntarle dónde está alojado.
—En La Renaudiére, en casa de la señora Saint-Médard. Está entre Mer y La Chapelle-Saint-Martin.
—Vaya directamente y no se mueva de allí. Yo iré a verlo mañana por la mañana.
El arqueólogo, tras soltar la portezuela del automóvil, regresó hacia el castillo gritando como si terminara una frase:
—… De todas formas, yo le mostraré una casi igual en el Museo del Louvre. ¡Hasta pronto!
Morosini tomó con gran pesar el camino de regreso. Los acontecimientos habían dado un giro muy extraño y no podía evitar sentir angustia debido a la curiosa expresión del rostro de Ferrals cuando había bajado. Algo le decía que la comedia, que se había transformado en farsa en el momento de las hazañas de Adal, tal vez ahora no estaba lejos de presentar aspecto de drama.
9
Entre la bruma
Incapaz de conciliar el sueño, Aldo se pasó el resto de la noche paseando arriba y abajo y fumando un cigarrillo tras otro. El amanecer lo sorprendió en el jardín, recorriendo las alamedas bordeadas de boj hecho un manojo de nervios y pensando en ese castillo del que se había tenido que marchar sin saber qué había pasado exactamente. La hermosa luz rosada lo convenció de que entrara para no preocupar a su anfitriona, una amable pero frágil criatura a quien el menor ruido sobresaltaba y que parecía siempre alerta. Seguramente Adalbert aún tardaría un buen rato en llegar; lo mejor sería pasarlo bajo la ducha y después pedir un buen desayuno.
La ducha estaba un poco oxidada, pero el desayuno era deliciosamente campestre, con grandes rebanadas de pan tostadas en su punto, mantequilla recién hecha, apetitosa mermelada de ciruelas claudias y café para resucitar a un muerto.
Así pues, las ideas de Morosini estaban recobrando el color del optimismo cuando el petardeo del Amilcar levantó bramidos de protesta en los alrededores y enterró bajo las almohadas a la pobre señora Saint-Médard, que todavía estaba en la cama.
—Espero que me traiga buenas noticias —dijo Morosini saliendo al encuentro de su amigo.
—Noticias tengo, pero no se puede decir que sean buenas. La verdad es que son incomprensibles.
—Deje a un lado su gusto por el misterio y antes que nada dígame dónde está Anielka.
—En su habitación, según parece. El castillo se halla sumido en el silencio para que ningún ruido turbe su descanso; los criados llevan zapatos con suela de fieltro. En cuanto a los invitados, a estas horas deben de estar marchándose. Ferrals les ha dado a entender que desaparecieran lo antes posible.
—¿Está enferma de verdad, entonces? Pero ¿qué le pasa? —se impacientó Morosini, alarmado.
—¡No tengo ni idea! Sir Eric y su nueva familia no sueltan prenda. Y como Sigismond todavía estaba en ayunas cuando me he marchado, no he podido sonsacarle nada. ¿No compartiría su ágape matinal con un infeliz que está en pie desde el alba? He salido del castillo al amanecer.
—Sírvase, por favor. Voy a pedir café caliente. Pero, por lo que dice, ha tardado mucho en recorrer una decena de kilómetros…
—He recorrido algunos más. Será mejor que le diga cuanto antes lo más inquietante: Romuald ha desaparecido.
Adalbert contó entonces que, antes de ir a acostarse, había dado una vuelta por el parque para «fumar un último puro» y, sobre todo, ver qué pasaba en la orilla del río. Y no pasaba nada. La barca estaba amarrada en el sitio convenido, pero dentro no había nadie; sólo los remos y la manta que Romuald debía de llevar para envolver a su pasajera. Acostumbrado por su oficio a examinar los terrenos y las cosas, el arqueólogo, gracias a la linterna que había llevado por precaución, consiguió descubrir varias huellas sospechosas: unas profundamente impresas en la tierra junto a otras más ligeras, como si una persona que transportara un gran peso se hubiera desplazado río abajo. También había otras marcas en la barca: fragmentos de madera y de pintura recientes, así como barro. Muy preocupado, Vidal-Pellicorne se esforzó en seguir las huellas muy marcadas, pero no lo llevaron muy lejos; se detenían al cabo de unos metros en el borde del agua y desaparecían. Seguramente allí había habido otra barca, pero ¿quién la había llevado y con qué finalidad?
Como esa noche era imposible averiguar nada más, volvió al castillo, lo rodeó antes de irse a su habitación y constató que las ventanas de lady Ferrals seguían iluminadas.
—Estaba dividido entre el deseo de ir a llamar a su puerta…, pero ¿con qué pretexto?…, y el de bajar al garaje a coger mi coche para ir a la otra orilla del Loira a visitar la casa alquilada por Romuald, lo que habría sido una imprudencia estando todavía el zafiro en mi poder. Así que esperé hasta esta mañana sin cerrar los ojos ni un solo minuto.
—Si le sirve de consuelo, yo tampoco los he cerrado —dijo Aldo, sirviéndole un gran tazón de café mientras su invitado hacía desaparecer una inmensa tostada con la mitad del tarro de mermelada—. Evidentemente, lo primero que ha hecho ha sido ir a la casa, ¿no?
—Sí, y como para cruzar a la otra orilla del río hay que ir hasta Blois, eso explica el tiempo que he tardado. Allí he encontrado las cosas de Romuald en perfecto orden, pero nada más; se diría que se ha volatilizado.
—¿Habrá sufrido un accidente?
—¿De qué tipo? Su motocicleta continúa guardada en el cobertizo del jardín. Sólo se me ocurren dos soluciones posibles: o lo han secuestrado, en cuyo caso me pregunto quién, por qué y adonde lo han llevado, o si no… No le oculto que tengo miedo, Morosini.
—¡No creerá que han podido matarlo! —exclamó este, horrorizado.
—¡Quién sabe! Quizá no había otra barca al borde del agua. Debe de ser fácil desembarazarse de alguien estando junto a un río y…
Una tosecilla nerviosa lo obligó a interrumpirse y, de pronto, Aldo descubrió bajo la máscara angélica, despreocupada y deliberadamente extravagante de Adalbert a un hombre reflexivo hasta la angustia y un corazón todavía más cálido de lo que creía. El temor de haber perdido a Romuald lo consternaba. Por encima de la mesa, la mano de Morosini fue a posarse sobre el brazo de ese amigo reciente pero ya querido.
—¿Qué piensa hacer? —preguntó con afecto.
Vidal-Pellicorne se encogió de hombros.
—Recorrer la región hasta que encuentre algún indicio. Pero, antes de nada, volver a Blois para ver si ha aparecido algún cuerpo en el Loira.
—Lo acompaño. Iremos en mi coche; el suyo es demasiado vistoso. Y demasiado ruidoso también.
—Gracias, pero no. No deben vernos juntos. No olvide que hicimos amistad ayer. Además, tiene que poner esto a buen recaudo.
Sacó del bolsillo un pañuelo blanco y, de dentro del pañuelo, el colgante del zafiro, y se lo dio a Aldo. Este recibió la joya emocionado, pero la alegría que hubiera sentido antes al encontrarla ya no era posible ahora que conocía la historia verdadera. Demasiados muertos, demasiada sangre sobre esa admirable piedra. Al primer crimen, cometido tras el saqueo del Templo de Jerusalén, a los sufrimientos del hombre encadenado en las galeras y muerto bajo el látigo de los cómitres, se sumaban la muerte de Isabelle Morosini, de Élie Amschel, el hombrecillo del bombín, y tal vez la de Romuald. De pronto, Aldo se sentía impaciente por entregar a Simon Aronov la desastrosa maravilla. Tal vez una vez engastada de nuevo en el oro abollado del pectoral, la Estrella Azul depondría finalmente las armas.
—Nunca podré agradecérselo bastante —le susurró Morosini, cerrando la mano sobre el zafiro. Debo avisar a Aronov a través del banco de Zurich, pero, mientras tanto, guardaré esto en un lugar seguro. Mi tía Amélie no se negará a albergarlo en su caja fuerte.
—¿No va a volver enseguida a Venecia?
—¿Dejándolo a usted metido en problemas hasta el cuello? Por supuesto que no. Regresaré a París esta mañana. Ya sabe dónde encontrarme, así que llámeme si puedo serle de alguna ayuda.
—No creo que pueda serme útil aquí. En cambio, lo será más en París, adonde sir Eric piensa llevar a su mujer hoy mismo; el castillo, cuya restauración está inacabada, no le parece bastante confortable para una enferma.
—Yo creía que había mandado llamar a un eminente doctor para que atendiera a Anielka.
—No son cosas incompatibles. En cualquier caso, lo que sé es que han pedido una ambulancia.
—Volviendo al tema Romuald, yo diría que la tesis del secuestro es la más convincente; si hubieran querido ahogarlo, no tenía ningún sentido transportarlo unos metros más lejos, podían hacerlo también desde la barca.
—Recemos para que tenga razón. Bien, voy a proseguir mis indagaciones. Gracias por el desayuno… y también por su amistad.
Los dos hombres se estrecharon la mano y Adal se fue por donde había venido. Una hora más tarde, Aldo tomaba el camino en sentido contrario después de haber agradecido a la señora Saint-Médard su hospitalidad.
El trayecto le pareció interminable, más aún porque tuvo que cambiar una rueda debido a un pinchazo. Un ejercicio que detestaba y que no tenía ocasión de practicar en Venecia, ciudad civilizada por donde la gente se deslizaba sobre el agua en vez de dar tumbos estúpidos por carreteras imposibles…, y llenas de clavos. Su espléndido motoscaffo de cobre y caoba no tenía necesidad de neumáticos para llevarlo en las alas del viento.
Estaba de muy mal humor cuando llegó a la calle Alfred-de-Vigny. Circunstancia que no mejoró cuando Marie-Angéline salió a su encuentro, mientras él dejaba el «coche de petróleo» en manos de su conductor habitual, para informarle de que tenía una visita: su secretaria, que había llegado esa misma mañana, estaba tomando el té con «nuestra marquesa».
El semblante satisfecho de la señorita Plan-Crépin y su manía de precipitarse para anunciar las noticias antes que nadie acabaron de exasperarlo.
—¿Mi secretaria? —bramó—. ¿Quiere decir una holandesa llamada Mina van Zelden? ¿Ya santo de qué iba a venir aquí?
—No tiene más que preguntárselo a ella. A nosotras no nos lo ha dicho.
—Bien, vamos a aclarar esto ahora mismo.
Y Morosini se dirigió hacia el invernadero tras haber dejado caer con desenvoltura el guardapolvo y la gorra sobre las baldosas del vestíbulo. En el primer salón, su última duda se desvaneció al oír el acento cantarín de Mina cuando hablaba francés o italiano. Pero fue al entrar en el segundo salón cuando la vio, con su aspecto de siempre: traje de franela gris sobre blusa blanca, zapatos planos con cordones y moño severo, estaba sentada a la sombra de una aspidistra con la espalda bien erguida y una taza de té en equilibrio en una de sus manos. Aldo le cayó encima como una bomba:
—¿Qué hace aquí, Mina? Yo creía que la abundancia de sus tareas amenazaba con aplastarla y la encuentro aquí parloteando.
—¡Vaya entrada! —protestó la señora Sommières, mientras Mina procuraba esconder su sonrojo bajo las gafas—. ¿Quién te ha enseñado a irrumpir en una casa sin siquiera saludar?
La reprimenda tuvo el efecto de un jarro de agua fría. Morosini, un poco avergonzado, besó la mano de la anciana dama y luego se volvió hacia su secretaria.
—Perdone, Mina, no quería ser desagradable, pero… en estos momentos tengo algunas preocupaciones…
—¡Ah! —dijo la señora Sommières con un súbito brillo en la mirada—. ¿Acaso se ha producido algún incidente en la espléndida boda?
—Decir eso sería quedarse cortos. Hemos ido de catástrofe en catástrofe, pero se lo contaré después. Primero usted, Mina. ¿Cómo es que lo ha dejado todo para venir a verme? ¿Es que no se lleva bien con el señor Buteau?
—¿Con él? Pero si es un hombre maravilloso, encantador, ¡y tan eficaz! —dijo Mina juntando las manos y dirigiendo la mirada hacia el techo, como si esperara ver a Guy descender de él nimbado por una aureola—. Desde que llegó no ha parado de trabajar, y eso es lo que me ha permitido venir a traerle esto —dijo, sacando del bolsillo un telegrama—. No quería leerle el texto por teléfono. De todas formas, ha sido el señor Buteau quien me lo ha aconsejado. Según él, le causaría menos pesar.
—Otra catástrofe —susurró Morosini, cogiendo el papel con una evidente desconfianza.
—Me temo que sí.
Lo era, efectivamente. El breve mensaje hizo que a Aldo le fallaran las piernas y tuviera que sentarse: «Lamento informarle de la muerte de lord Killrenan, asesinado ayer a bordo. Mi más sentido pésame. Sigue carta… Forbes, capitán del Robert-Bruce.»
Sin pronunciar palabra, Aldo tendió el telegrama a la marquesa, que arqueó las cejas.
—¿Cómo? ¿Él también? Como tu madre… ¿Quién ha podido hacer una cosa así?
—Quizá nos enteremos de algo más cuando llegue la carta del capitán. Ha hecho bien en venir, Mina. Gracias. La dejo terminar el té… Voy a cambiarme.
Decía lo primero que se le ocurría, impaciente por estar solo para ofrecer a ese amigo las lágrimas que ya notaba en sus ojos y que no quería que nadie viera. ¡De modo que el viejo —y fiel hasta el final— pretendiente de Isabelle acababa de reunirse con ella por ese camino de la violencia que el crimen impone demasiadas veces a la inocencia! Seguramente se sentía feliz de que así hubiera sido. La vida sin su princesa lejana, objeto de su único amor, se le debía de haber vuelto una pesada carga.
Morosini pasó un largo rato sentado en la cama, absorto, sin siquiera pensar en darse un baño. Esa muerte le causaba un profundo pesar, pero no tardó en darse cuenta de que también le planteaba un grave problema. Todavía no había vendido el brazalete de Mumtaz Mahal y, una vez desaparecido sir Andrew, formaba parte de la herencia. Eso era lo que establecía la ley. Pero estaba la voluntad del viejo lord, y esa voluntad aún resonaba en sus oídos: «Véndalo a quien quiera salvo a uno de mis compatriotas.» Al principio no lo había entendido muy bien, pero ahora, recordando el bonito rostro de Mary Saint Albans tal como lo había visto en la venta Apraxina, devorado por la codicia y contraído por una rabia desesperada, captaba mejor el pensamiento de lord Killrenan. Al formular su prohibición, debía de estar pensando en ella. Y, evidentemente, su esposo era uno de los herederos. ¿Qué debía hacer, entonces?
La solución, por supuesto, era encontrar enseguida un cliente, vender el brazalete y enviar el dinero al notario. Por un momento pensó en Ferrals: el precioso ornamento quedaría de maravilla en la muñeca de Anielka. Desgraciadamente, él también era inglés, aunque naturalizado, y por lo tanto se hallaba excluido. Después acudió a su mente el eterno ausente: el riquísimo Moritz Kledermann. Para un coleccionista de su categoría, la joya sería una pieza escogida. Sin embargo, la idea de que adornaría a la ávida e insensible Dianora le resultó insoportable. Ella no merecía ese presente de amor.
Finalmente, se le ocurrió la idea más natural: comprarlo él mismo, como había tenido la tentación de hacer cuando sir Andrew se lo había entregado. Lo que entonces hubiera sido una locura era ahora posible, porque, al haber entrado de nuevo en posesión de la Estrella Azul, podría entregársela a Simon Aronov, quien no había ocultado su intención de mostrarse generoso. Sir Andrew apreciaría que su última locura se quedara en el palacio Morosini para aumentar la gracia de la última princesa. Que quizá sería polaca.
Satisfecho por haber encontrado una solución que conjugaba su deber, su amistad hacia lord Killrenan y el respeto debido a las leyendas, Aldo bajó para cenar. Luego, a puerta cerrada y una vez que Plan-Crépin hubo partido para Saint-Augustin, adonde había Adoración perpetua, celebró con la señora Sommières y Mina una especie de consejo de guerra. La marquesa aceptaba encantada albergar el «tesoro familiar», pero Mina no entendía la razón de dejarlo en París.
—Supongo que va a volver, ¿no? —le dijo a su jefe—. ¿Lo más sencillo no es que lo lleve usted mismo a Venecia?
—Desde luego, pero no voy a ir enseguida, Mina. Me es imposible volver sin saber lo que ha pasado en el castillo y abandonar a mi amigo Vidal-Pellicorne. Aunque quizá cambie de domicilio, porque supongo, tía Amélie —añadió, volviéndose hacia la anciana dama—, que usted no tardará en emprender su periplo estival.
—No hay prisa, no te preocupes. Mientras tú estés aquí, yo me quedo. Es mucho más divertido que jugar a las cartas o al dominó con algunas de mis contemporáneas.
—Gracias. Reconozco que me complace —dijo Aldo.
—Si he entendido bien, voy a volver sola —dijo la joven holandesa un poco picada—. En tal caso, es muy sencillo: yo me encargo de llevar el zafiro a casa. Dígame dónde debo guardarlo y…
—Tiene razón, Aldo —la interrumpió la marquesa—. Cuanto menos tiempo esté ese peligroso objeto en tu entorno, mejor. Sobre todo si por casualidad el vendedor de cañones se diera cuenta de que su «talismán» se le ha escapado de las manos.
—Por supuesto, pero acaba usted de pronunciar la palabra que me hace dudar: peligroso. Dejar que una chica sola haga un viaje tan largo llevando ese paquete de dinamita…
—Vamos a ver, señor —dijo Mina con la sombra de una sonrisa—, mire las cosas de frente. No hace mucho me reprochó mi forma de vestir, ¿recuerda?
—No se lo reproché, mostré mi extrañeza de que a su edad…
—No volvamos sobre ese asunto. Lo que quiero que me diga es quién podría sospechar que una joya real viaja en el equipaje de una especie de institutriz, ¿es ese el término que empleó?, incolora e invisible. Creo que no puede encontrar un emisario mejor.
Tras estas palabras, y sin esperar respuesta, Mina se levantó y pidió que le permitieran irse a descansar. Mientras salía, la señora Sommières la siguió con la mirada.
—Una chica excepcional —comentó—. Desde que la conocí durante mi última estancia en tu casa, el año pasado, pienso que acertaste de pleno escogiéndola.
—No fui yo quien la escogió, fue el Destino. Ya sabe que la pesqué en el Rio dei Mendicanti, adonde la había arrojado sin querer.
—Lo recuerdo. Pero acaba de decir algo que me ha chocado: incolora e invisible. ¿Tú te has parado a mirarla aunque sólo sea una vez?
—Por supuesto, puesto que le he hecho comentarios sobre su ropa.
—No me entiendes. Quiero decir mirarla de verdad. Por ejemplo, ¿la has visto alguna vez sin gafas?
—No, ni una sola. Hasta durante la zambullida consiguió mantenerlas sobre la nariz. ¿Por qué me lo pregunta?
—Para saber hasta qué punto te interesas por ella. Reconozco que tiene bastante mal gusto y que lleva unas gafas horribles, pero esta noche la he observado atentamente…
—¿Y qué?
—Pues que, si yo fuera hombre, creo que intentaría ver qué hay debajo de esa vestimenta de cuáquera y esas antiparras de viejo bibliotecario. Podría encontrar un material sorprendente…
La súbita entrada de Marie-Angéline puso fin a la conversación. La piadosa señorita estaba excitada y ardía en deseos de propagar la noticia que llevaba: una ambulancia cubierta de polvo acababa de cruzar la verja de la mansión Ferrals.
De repente, Aldo olvidó a su secretaria, el zafiro y las preocupaciones de Adalbert para pensar en una sola cosa: Anielka estaba de nuevo cerca de él y, gracias a la maravillosa Marie-Angéline, a la que vistió de inmediato con los colores de Iris, la mensajera de los dioses, al día siguiente tendría noticias suyas.
Las tuvo, en efecto, pero no fueron las que esperaba. Según la cocinera, habían llevado a la nueva señora a su habitación en compañía de Wanda y de una enfermera, las únicas, aparte de su esposo, que podían acceder a ella. Para el resto del personal, la habitación estaba condenada. Nadie estaba autorizado a acercarse a ella, ya que la joven había contraído una enfermedad contagiosa sobre cuya naturaleza se guardaba un silencio absoluto.
—Pero ¿a qué viene todo ese misterio? ¡No tendrá la peste! —estalló Morosini.
—¡Quién sabe! —dijo Plan-Crépin, evasiva pero encantada por el giro que habían dado los acontecimientos—. En cualquier caso, la señora Quémeneur lo ignora. Todo lo que ha podido decirme es que una bandeja bastante llena subió anoche y volvió vacía. De lo que se puede deducir, creo yo, que lady Ferrals no está tan enferma como dicen.
—Claro…Aldo permaneció unos minutos pensativo antes de decidirse a decir:
—¿Aceptaría hacerme un favor?
—¡Por supuesto! —respondió Marie-Angéline, exultante.
—Se trata de lo siguiente: me gustaría que intentara enterarse de dónde se encuentra la habitación de lady Ferrals y cuáles son las ventanas que le corresponden. Quizá sea un poco difícil, pero…
—¡En absoluto! Ya lo sé: cuando la joven polaca y su familia fueron a instalarse en el Ritz, antes de la boda, sir Eric mandó reformar la habitación destinada a ella. La señora Quémeneur me lo contó entonces. Parece ser que es de un lujo…
—No lo dudo. Y tampoco que es usted una bendición del cielo —la interrumpió Morosini, nada dispuesto a escuchar una larga descripción—. Entonces, ¿dónde está?
—En el lugar natural que corresponde a la señora de una casa: las tres ventanas del primer piso que forman una rotonda. Y que dan al parque, claro.
—Claro —repitió Morosini, que estuvo a punto de olvidarse por completo de Marie-Angéline pero recordó justo a tiempo que debía darle las gracias.
Se las dio, pero si esperaba librarse de ella tan deprisa se equivocaba; su cerebro no era el único que trabajaba a pleno rendimiento. Empezaba a andar arriba y abajo por el salón, con un cigarrillo entre los dedos, cuando Marie-Angéline sugirió:
—Lo más sencillo es ir por los tejados. Son contiguos a los nuestros y con una buena cuerda se puede llegar a los balcones del primer piso. Eso en el caso de que considere útil ir a ver qué pasa exactamente en esa habitación.
Aldo miró estupefacto a la solterona, cuyo rostro, desprovisto de expresión, ofrecía una curiosa imagen de inocencia, y emitió un silbido.
—¡Caramba! ¿Y es en los oficios de Saint-Augustin donde enseñan a cultivar semejantes ideas? Unas ideas, dicho sea de paso, excelentes.
Esta vez se hizo merecedor de una sonrisa triunfal.
—El Espíritu envía su soplo cuando le parece conveniente, don Aldo. Y a mí siempre me ha gustado socorrer a los desamparados.
Se ganó, en premio por su ayuda, dos sonoros besos aplicados en sendas mejillas por un Morosini entusiasta y se marchó precipitadamente, roja hasta la raíz del cabello.
Aldo no salió de casa en todo el día y pasó gran parte del tiempo en el jardín, examinando las fachadas y los tejados de las dos casas contiguas. Plan-Crépin tenía razón: bajar por el tejado era mucho más fácil que atravesar la mitad del jardín y escalar por la fachada, como pensaba hacer él. No obstante, dedicó un rato a escribir a Zurich a fin de que el corresponsal bancario de Simon Aronov informara a este de la próxima llegada de la primera piedra. Cyprien se encargó personalmente de llevar la carta al correo, pues Mina estaba aprovechando el día —se marchaba al día siguiente por la noche— para visitar el museo de Cluny y sus tapices medievales. Pero, hasta que la noche fue lo bastante oscura para que su expedición pasara inadvertida, a Aldo se le hicieron las horas interminables.
Cuando, hacia las once y media, provisto de una cuerda enrollada alrededor de un hombro y vestido como en la ocasión en que se encontró por primera vez con Adalbert, llegó a la terraza de la vivienda, tuvo la sorpresa de ver allí a Marie-Angéline —vestida de lana negra y zapatos con cordones— esperándolo, sentada en el suelo y con la espalda apoyada en los balaustres.
—Nuestra querida marquesa ha pensado que era más prudente ser dos —susurró sin dejarle tiempo para protestar—. Yo vigilaré.
—O sea, que está al corriente.
—Por supuesto. No sería correcto que no supiera lo que pasa bajo su techo… o sobre él.
—Esto es ridículo. Además, no es lugar para una señorita. Podría romperse algo, o simplemente torcerse un tobillo…
—No hay ningún peligro. El castillo de mis padres está formado por una vivienda renacentista y cuatro atalayas. ¡No se imagina la de veces que me he paseado por encima! Siempre me han encantado los tejados. Una se siente más cerca del Señor.
Renunciando por el momento a profundizar en las motivaciones de esa extraña fiel que elevaba el arte de los cacos al nivel de las virtudes teologales, Morosini comenzó a pasar al tejado de al lado seguido de ese acólito inesperado. Su intención no era irrumpir en la habitación de Anielka, sino tratar de ver qué pasaba allí. Dada la clemencia del tiempo, seguramente una de las ventanas estaría entreabierta, y aunque las cortinas estuvieran corridas, debería ser posible echar un vistazo. Tanto más cuanto que la habitación de una persona enferma nunca se hallaba sumida en una oscuridad total; era habitual dejar una lamparilla encendida para facilitar el trabajo de la persona que la velaba.
Ayudado por Marie-Angéline, tan muda y sigilosa como una sombra, bajó sin dificultad al largo balcón de piedra que se extendía de forma continua a la altura de la segunda planta, mucho menos alta que las otras dos, cuyos techos alcanzaban los cinco metros. Allí ató la cuerda a la balaustrada, prestando mucha atención a colocarla en el rincón donde la rotonda central se unía al resto del edificio, y después se deslizó hasta uno de los tres balcones de hierro forjado a los que daban las cristaleras de la recién casada. Aquella ante la que aterrizó estaba cerrada y no dejaba ver nada, ya que las cortinas interiores habían sido corridas.
Sin desanimarse, Aldo pasó al balcón central, más ancho y ornamental, que quedaba justo frente a los árboles del parque, y contuvo una exclamación de satisfacción: la doble puerta acristalada no estaba cerrada y a través de ella se filtraba un poco de luz. El corazón del visitante comenzó a latir más deprisa; con un poco de suerte, quizá podría acercarse a la enferma y hablar con ella. Llevando mucho cuidado para no mover la hoja de la puerta, miró a través de la abertura.
Lo que vio lo sumió en el estupor. Con excepción de Wanda, que dormía en un diván, en la habitación tapizada de brocado azul no había nadie, la encantadora cama coronada de ramilletes de plumas blancas estaba vacía. ¿Dónde estaba Anielka?
Aldo estaba pensando en cometer la locura de entrar para preguntárselo a la oronda mujer dormida, cuando la puerta se abrió lentamente y apareció Ferrals. Mirando a Wanda con indiferencia, fue a sentarse, con aspecto abrumado, en un sillón. Aunque la luz de la lamparilla era pobre, Morosini distinguió su semblante descompuesto sobre la seda oscura de la bata: a todas luces, sir Eric tenía grandes preocupaciones. Incluso parecía haber llorado…, pero ¿por qué?
La tentación de intentar que aquel hombre le contara el motivo de su abatimiento fue grande, pero prefirió retirarse sin hacer ruido y reunirse con su cómplice, que lo esperaba en el borde del tejado. Agradeció que esta refrenara su curiosidad hasta que hubieron llegado a territorio amigo, pero, una vez en la terraza, la pregunta, aunque formulada en voz baja, no se hizo esperar:
—Bueno, ¿qué? ¿La ha visto?
—No. La cama está vacía.
—¿No hay nadie?
—He visto a la doncella dormida en un diván. Luego, sir Eric ha entrado y se ha sentado, seguramente para hacer creer a los sirvientes que iba a hacer una visita a la enferma.
—En otras palabras, que esa historia del contagio…
—Es una pura invención destinada a alejar a los curiosos.
—¡Ah!
Se produjo un breve silencio. Luego, Marie-Angéline suspiró.
—Mañana por la mañana —dijo— la señora Quémeneur va a tener que contarme algo más.
—¿Qué va a poder decirle? Como todo el mundo en la casa, debe de creer que lo de la enfermedad es cierto.
—¡Ya veremos! Si consiguiera que me invitasen, entrar en la casa…
Morosini no pudo evitar reír. Decididamente, Plan-Crépin tenía una verdadera vocación de agente secreto. Pensó que debería hablar de ello con Adalbert. Esa mujer no era nada torpe y rebosaba de buena voluntad.
—Haga lo que mejor le parezca —dijo—, pero vaya con cuidado. Es un terreno peligroso, y tía Amélie la aprecia.
—Yo también. Pero debemos saber a qué atenernos —afirmó la mujer en el tono de un general de Estado mayor.
No tuvo que tomarse muchas molestias: la bomba estalló al día siguiente en los periódicos de la mañana bajo enormes titulares: «Boda trágica», «La joven esposa de un gran amigo de Francia secuestrada la noche de su boda», «¿Qué ha sido de lady Ferrals?» y algunos otros igual de suculentos.
Por descontado, fue Marie-Angéline quien llevó la noticia. Al llegar a la plaza de Saint-Augustin para asistir a la misa de las seis, había visto al vendedor de periódicos decorando el quiosco con el acontecimiento del día. Compró varios y, olvidándose del oficio matinal, regresó a todo correr a la calle Alfred-de-Vigny. Colorada y desgreñada, jadeando más que el corredor de maratón, abrió la puerta del dormitorio de Morosini, que aún dormía, y anunció a voz en cuello:
—¡Ya está aclarado el misterio! ¡La han secuestrado!… ¡Despierte, hombre de Dios, y lea!
Al cabo de unos minutos, toda la casa estaba al corriente y bullía como una pajarera. Alrededor de la mesa del desayuno, servido con una hora de antelación, se hablaba sin parar y cada uno daba su opinión. La idea general, con una o dos excepciones, era que los secuestradores no podían ser sino gánsteres norteamericanos; en los periódicos se hablaba, efectivamente, de un rescate de doscientos mil dólares.
—Tú que asististe a esa boda —dijo la señora Sommières—, recordarás si había norteamericanos.
—Algunos, creo, pero había muchísimos invitados.
Aldo no terminaba de creer que hubiera habido una intervención de la otra orilla del Atlántico. A no ser que se hubiese urdido un complot simultáneamente al que Adalbert y él habían tramado. ¡Quién podía saber cuántos enemigos se había ganado sir Eric a lo largo de su carrera, sin duda movida, de traficante de armas!
Uno tras otro, releía los diarios, que contaban todos más o menos lo mismo, con la esperanza de encontrar un detalle que le diera una pista. La única que no intervenía en la conversación era Mina. Sentada frente a él muy erguida, hacía girar la cucharilla en su taza de café, cuyo movimiento parecía absorber su atención. De pronto, levantó la cabeza y dirigió hacia su jefe los reflejos brillantes de sus gafas.
—¿Puedo saber por qué esas noticias parecen trastornar a esta noble asamblea? —preguntó con su calma habitual—. Sobre todo a usted, señor. ¿Acaso ese tal Ferrals, en cuya casa ha encontrado su zafiro, le es tan querido?
—¡No diga tonterías, Mina, e intente comprender! —repuso Aldo—. Se trata de un hombre que ha perdido la misma noche una piedra que deseaba poseer por encima de todo y a su joven mujer. ¡Es lógico que despierte interés!
—¿Él… o la dama? Realmente parece… encantadora, y las fotos de prensa raramente favorecen.
Aldo miró a su secretaria con severidad. Era la primera vez que se mostraba indiscreta, y le resultaba penoso constatarlo, pero no se escabulló.
—Es verdad —dijo en tono grave—. La conocí hace poco, pero ha llegado a serme más querida de lo que quizá debiera. Espero, Mina, que no tenga ningún inconveniente.
—Pero está casada, puesto que usted acaba de asistir a su boda…
En la voz de la joven había una tensión y una insolencia desacostumbradas. La señora Sommières, cuya mirada iba de uno a otro, consideró oportuno intervenir. Puso una mano sobre la de Mina, lo que le permitió percatarse de que temblaba un poco.
—Se diría que no conoce a su jefe, querida. Las bellas damas infelices y las señoritas desamparadas actúan sobre él como un imán sobre la limadura de hierro. No puede evitar acudir en su ayuda. Es una auténtica enfermedad, pero, qué quiere, cada uno es como es.
Mientras hablaba, su pie golpeó con cierta rudeza una de las tibias de su sobrino nieto, que se sobresaltó pero comprendió el mensaje y desvió la mirada.
—Quizá tenga razón —dijo, suspirando—. Sin embargo, uno no puede permanecer impasible ante semejante situación, pues, según la prensa, lady Ferrals corre el peligro de morir si no se paga el rescate.
—No hay por qué preocuparse —repuso la anciana—. ¿Qué son doscientos mil dólares para un fabricante de cañones? Pagará esa minucia y las aguas volverán a su cauce… Mina, puesto que se va esta noche a Venecia, ¿puedo darle un par de mensajes para unos amigos que tengo allí?
—Por supuesto, señora marquesa. Con mucho gusto. Si tiene la bondad de disculparme, quisiera preparar el equipaje.
La señora Sommières siguió con la mirada a Mina mientras esta salía del comedor.
—¿Se puede saber qué le pasa para que se ponga a darme patadas por debajo de la mesa, tía Amélie? —saltó Aldo en cuanto la puerta se hubo cerrado tras su secretaria—. ¡Me ha hecho daño!
—Además de delicado eres idiota. ¡Y de una torpeza increíble!
—No sé por qué.
—Lo que yo decía: eres tonto. Tienes delante a una infeliz que va a transportar a cientos de kilómetros de distancia una joya tan peligrosa como la dinamita, y tú te lamentas por la suerte de una ilustre desconocida. ¿No te ha pasado por la cabeza la idea de que tu secretaria podría estar enamorada de ti?
Aldo se echó a reír a carcajadas.
—¿Mina enamorada? ¡Usted delira, tía Amélie!
—¿Delirar? ¡Ojalá! No me creas si no quieres, pero, si aprecias a tu secretaria, cuídala un poco. Aunque te empeñes en no verla como a una mujer, lo es. A los veintidós años, ella también tiene derecho a soñar.
—¿Y qué quiere que haga? —gruñó Morosini—. ¿Qué me case con ella?
—¡Y pensar que te consideraba inteligente! —suspiró la anciana.
Durante todo el día fue imposible poner un pie en la calle. Una marea humana recorría las inmediaciones de la mansión Ferrals. La habitual mezcla de periodistas, fotógrafos y curiosos que, de no ser por el cordón policial desplegado alrededor, se habría metido por cualquier rendija. Los vecinos de enfrente y de al lado también se veían asediados.
—Pues yo no tendré más remedio que salir esta noche para tomar el tren —dijo Mina, alarmada.
—Puede confiar en Lucien, mi «mecánico», para abrirse paso —la tranquilizó la señora Sommières.
—Yo la acompañaré —prometió Aldo—. Quiero asegurarme de que hará un buen viaje. Entre tanto, basta con que tengamos paciencia; esa gente no permanecerá día y noche delante de nuestra puerta.
Pese a sus palabras, no estaba muy seguro, pues conocía la infinita paciencia de una multitud que huele un buen caso criminal, incluso la sangre… Hacia última hora de la tarde, aún no se había movido nadie cuando en casa del portero sonó el teléfono este fue a anunciar que preguntaban por «el señor príncipe» de parte de sir Eric Ferrals. Morosini acudió de inmediato sin hacerse la menor pregunta. Al cabo de un momento, la voz inimitable de Ferrals sonó en su oído.
—¡Alabado sea Dios, todavía está en París! No me atrevía a esperarlo.
—Tengo que solventar unos asuntos —dijo Aldo sin comprometerse—. ¿Qué desea de mí?
—Necesito su ayuda. ¿Puede venir hacia las ocho?
—No. A esa hora tengo que acompañar a una amiga a la estación.
—Entonces más tarde. A la hora que quiera, pero, por favor, venga. Es una cuestión de vida o muerte.
—Hacia las diez y media. Avise a su servicio de orden.
—Lo esperarán.
Así era, en efecto. Su nombre le permitió cruzar la barrera policial y en la escalinata encontró al mayordomo y el secretario que había visto en su anterior visita. Tal vez había algunos curiosos menos, pero los que seguían allí se preparaban para pasar la noche. Naturalmente, la llegada de aquel hombre elegante suscitó curiosidad. Se alzaron murmullos a su paso y dos periodistas intentaron entrevistarlo, pero él salió del paso con una sonrisa rebosante de cortesía:
—No soy más que un amigo, señores. Nada interesante para ustedes.
Sir Eric estaba en el gabinete que Aldo ya conocía. Pálido y agitado, el comerciante en armas caminaba arriba y abajo por la vasta estancia, sembrando de cigarrillos a medio consumir el espléndido kilim que se extendía bajo sus pies sin preocuparse de los daños causados. La entrada de Morosini detuvo esas idas y venidas.
—Me he enterado por los periódicos de esta mañana de la desgracia que le ha ocurrido, sir Eric —dijo el visitante, inmediatamente interrumpido con un gesto brusco.
—¡No emplee esa palabra! —exclamó Ferrals—. Quiero creer que no se trata de algo irreparable. Pero, antes de nada, gracias por haber venido.
—Por teléfono me ha dicho que necesitaba mi ayuda, aunque no sé para qué… ¿Qué puedo hacer por usted?
Sir Eric señaló un asiento, pero él permaneció de pie y Aldo tuvo la impresión de que su mirada, clavada en él, pesaba una tonelada.
—Las exigencias de los secuestradores de mi mujer, de las que tuve conocimiento anoche, lo convierten a usted en una pieza clave de la partida… mortal que iniciaron el otro día al secuestrar a lady Anielka en mi casa y prácticamente delante de mis narices.
—¿A mí?… ¿Cómo es posible?
—No lo sé, pero es un hecho y debo tenerlo en cuenta.
—Me gustaría que me explicara un par de cosas antes de decirme el papel que me reserva.
—Pregunte.
—Si lo que he leído es la expresión de la verdad, aunque sea imperfecta, lady Ferrals ya había desaparecido cuando nos anunció que se encontraba muy enferma.
—En efecto. Cuando fui a buscarla para que asistiera conmigo a los fuegos artificiales, sólo encontré en su habitación a Wanda, inconsciente y atada, sirviendo de soporte a una carta escrita en inglés con letra de imprenta, en la que se me anunciaba el rapto y se me ordenaba guardar silencio. En ningún caso debía avisar a la policía, si quería recuperar a mi esposa con vida. También ponía que más adelante se me informaría de las condiciones exigidas para devolvérmela… intacta. Debía, además, volver a París al día siguiente.
—Eso explica la historia de la enfermedad y la ambulancia.
—Exacto. El vehículo transportaba un simulacro acompañado por Wanda.
—¿Y la doncella no le ha dicho nada sobre los que la golpearon? ¿No vio ni oyó nada?
—No. Recibió un golpe en la cabeza sin saber de dónde le venía.
—Ya… Pero, entonces, ¿por qué demonios ha salido la noticia en la prensa esta mañana?
—Eso me gustaría a mí saber. Como supondrá, no ha sido cosa mía.
—¿Alguien de su entorno, entonces?
—Tengo plena confianza en los que me han ayudado a interpretar esta triste comedia. Además —añadió sir Eric—, ocupan en mi casa puestos a los que no podrían volver a acceder jamás porque yo no lo permitiría.
Había puesto énfasis en las últimas sílabas para acentuar su carácter amenazador. Morosini asintió con la cabeza, sacó un cigarrillo de su pitillera y lo encendió con mirada ausente.
—Bien —suspiró, después de expulsar la primera bocanada—, le falta decirme cuál es la razón de mi presencia aquí esta noche.
De repente, Ferrals se apartó de la mesa, en la que estaba apoyado, para dirigirse hacia la ventana abierta sobre el parque, de espaldas a Morosini.
—Muy sencillo. El rescate debe ser pagado pasado mañana por la noche y debe llevarlo usted.
Se produjo un silencio. Aldo, atónito, se preguntaba si había oído bien y consideró útil hacérselo repetir a su anfitrión.
—Perdone, pero debo de estar soñando. ¿Acaba de decirme de verdad que tengo que llevar yo el rescate?
—Exacto —contestó sir Eric sin volverse.
—Pero… ¿por qué yo?
—Podría haber una excelente razón —respondió con ironía el barón—. De hecho, la prensa no ha sido bien informada: en lo que respecta al rescate, sólo menciona los doscientos mil dólares en billetes usados.
—Y… ¿hay algo más?
Ferrals se volvió y regresó lentamente hacia su visitante. Sus profundos ojos negros chispeaban de ira.
—¿Está completamente seguro de que no lo sabe? —bramó.
Aldo se puso inmediatamente en pie. Bajo las cejas arqueadas, sus ojos, que se habían tornado de un verde inquietante, emitieron un destello.
—Esto exige una explicación —le dijo secamente—. ¿Qué debería saber?… Le aconsejo que hable; de lo contrario, me voy y ya se las apañará usted con los secuestradores.
Aldo se dirigió hacia la puerta, pero no tuvo tiempo de llegar.
—¡Quédese! —dijo Ferrals—. Después de todo…, a lo mejor no tiene usted nada que ver.
Morosini consultó su reloj.
—Tiene treinta segundos para abandonar los enigmas y hablar claro. ¿Qué le piden?
—¡La Estrella Azul, naturalmente! Esos miserables exigen que se la entregue a cambio de la vida de Anielka.
Pese a la gravedad de la situación, Aldo se echó a reír.
—¿Sólo eso?… ¿Y cree que a mí se me ha ocurrido esa cómoda manera de recuperar mi piedra y, de paso, ganarme un dinerito? ¡Lo siento, amigo, pero esto es demasiado!
Una vez desahogada su ira, sir Eric se dejó caer sobre un sillón pasándose por la frente una mano trémula y fatigada.
—Intente ponerse en mi lugar por un momento. La elección que me imponen me resulta insoportable, más de lo que cree… Amo a mi mujer y quiero conservarla, pero perder de nuevo, y quizá para siempre, la piedra que durante tanto tiempo he buscado…
—… Y obtenido al precio de un crimen. Comprendo que sea difícil —dijo Morosini, sarcástico—. ¿Cuándo debe hacerse el intercambio?
—Pasado mañana por la noche. A las doce en punto.
—Muy romántico. ¿Y dónde?
—Todavía no lo sé. Tienen que llamarme cuando haya recibido su respuesta. Y, a ese respecto, debo añadir que no se informará a la policía y que irá a la cita solo…, y sin armas.
—¡Por descontado! —exclamó Morosini con una sonrisa insolente—. ¿Qué gracia tendría si fuera forrado de pistolas y con un pelotón de agentes? Pero, ahora que lo pienso, me gustaría saber cuál es la actitud de su suegro y su cuñado ante este drama. ¿No deberían estar a su lado para apoyarlo?
—Su apoyo me tiene sin cuidado y prefiero que se queden en el hotel. Me han dicho que el conde se dedica a recorrer iglesias, rezar novenas y encender cirios. En cuanto a Sigismond, bebe y juega, como de costumbre.
—Una familia encantadora —masculló Morosini, que no se imaginaba a Solmanski en el papel de piadoso peregrino que va de santuario en santuario implorando la compasión del cielo.
Del mismo parecer fue Adalbert, a quien Aldo encontró, al llegar a casa, comiendo en compañía de la señora Sommières. Pese a su cansancio y su estado de ánimo melancólico, el arqueólogo hacía desaparecer metódicamente una empanada, medio pollo y una ensaladera llena de lechuga.
—Sin duda se trata de un comportamiento de cara a la prensa y a los chismosos. Algo me dice que los dos Solmanski están metidos hasta el cuello en este asunto. Y el hecho de que los secuestradores pidan el zafiro no hace sino confirmar mi impresión. Naturalmente, usted va a hacer lo que le piden, ¿no?
—¿No lo haría usted?
—Sí, desde luego. Vamos a tener que hablar seriamente de eso. ¡Dios mío, no consigo hilvanar dos ideas! —gimió Vidal-Pellicorne, echándose hacia atrás los mechones que le caían sobre la frente—. Este asunto está poniéndome enfermo. —Suspiró, sirviéndose en el plato una buena porción de queso.
—¿Sigue sin haber noticias de Romuald?
—¡Ni una! Ha desaparecido, se ha volatilizado —dijo Adalbert, esforzándose en deshacer el nudo que le cerraba la garganta—. Y si he venido directamente aquí, a riesgo de importunar a la señora Sommières, es porque todavía no sé cómo voy a comunicarle la noticia a su hermano.
—Ha hecho bien —afirmó la anciana—. Incluso sería mejor que pasara aquí la noche. Las malas noticias dadas a la luz del día son menos penosas que en la oscuridad. Cyprien le preparará una habitación.
—Gracias, señora. Creo que voy a aceptar. Confieso que un poco de descanso… Por cierto, Aldo, no tendrá por casualidad intención de entregar «su» zafiro, ¿verdad?
—Tranquilícese. Aunque quisiera, no podría. En este momento viaja hacia Venecia, metido dentro del forro del sombrero de mi secretaria. Y he avisado a Zurich.
—¡Por fin una buena noticia! Sin embargo, ¿no va a exponerse demasiado entregando… la otra piedra? Si esos individuos son entendidos en la materia…
—De todas formas, el riesgo existe, y yo me limitaré a entregar lo que Ferrals me haya dado. Sin embargo, por si me sucediera algo desagradable, escribiré una carta dirigida a Mina a fin de que se ponga a su disposición para finalizar este asunto de la mejor manera posible.
—Déjelo más bien en manos de nuestra anfitriona. Mientras no sepa qué le ha ocurrido a Romuald, seguiré buscando a los que lo han atacado. Por no hablar de la aventura que va a correr usted y que no me augura nada bueno.
Un rato más tarde, retirada en sus aposentos, la señora Sommières escuchaba a Marie-Angéline leerle unas páginas de La cartuja de Parma. Preocupada, escuchaba distraídamente. La aventura en la que Aldo estaba metido y que al principio la había divertido, empezaba a inquietarla.
«Al oír estas palabras, la duquesa se deshizo en lágrimas; por fin podía llorar. Tras conceder una hora a la debilidad humana, vio con cierto consuelo que sus ideas comenzaban a aclararse. Tener la alfombra mágica —se dijo—, sacar a Fabrice de la ciudadela…»
—Déjelo, Plan-Crépin —dijo, suspirando, la anciana—. Esta noche, el embrujo de Stendhal no consigue gran cosa contra mis preocupaciones, aunque comparto las de la duquesa Sanseverina…
—¿Acaso nos atormentamos por nuestro sobrino?
—¿No está justificado? Si al menos supiera qué hacer…
—Sé de sobra que los ejercicios espirituales no son plato de vuestro gusto, pero quizá sería el momento de rezar un poco.
—¿Usted cree? ¡Hace tanto tiempo que no me he dirigido al Señor! Va a darme con la puerta en las narices.
—Deberíamos intentarlo con Nuestra Señora. Entre mujeres es más fácil entenderse.
—Puede que tenga razón. Antes le era muy devota…, me refiero a cuando estaba en el convento de las Damas del Sagrado Corazón. Después, nuestras relaciones se espaciaron y me temo que con el tiempo me he convertido en una vieja descreída. ¿Será la influencia de esta casa?… Pero esta noche tengo miedo, Marie-Angéline, mucho miedo.
La prima lectora pensó que la anciana debía de estar al borde del pánico para haberse acordado de su nombre de pila. Se arrodilló junto a la cama, se santiguó rápidamente, cerró los ojos y comenzó:
—Salve Regina, mater misericordia, vita, dulcedo et spes nostra…
La señora Sommières descubrió con sorpresa que podía seguirla sin dificultad y que las palabras olvidadas de las antiguas oraciones resurgían desde el fondo de su memoria.
10
La hora de la verdad
Era cerca de medianoche.
Silencioso e imponente, el Rolls Silver Ghost negro de sir Eric Ferrals tomó la avenida Hoche en dirección a L'Étoile conducido con prudencia por Morosini. En otras circunstancias habría sentido un vivo placer pilotando esa soberbia máquina, cuyo motor ultrasilencioso apenas ronroneaba bajo la laca brillante del largo capó en cuyo extremo ondeaban los ropajes de plata de la Silver Lady, el prestigioso tapón de radiador. Como a muchos italianos, le encantaban los automóviles, con una clara preferencia por los modelos de carreras; pero llevar este tipo de coche era una experiencia que valía la pena vivir.
Tres minutos antes había salido de la mansión Ferrals ante la mirada angustiada de Riley, el chófer que la fábrica de Crewe había «entregado» al mismo tiempo que la maravilla, tal como exigía un reglamento al que se sometían incluso las cabezas coronadas. A todas luces, el infeliz se decía que «su» precioso Silver Ghost se dirigía a la catástrofe y que ese habitual de las góndolas y los motoscaffi jamás sería capaz de conducirlo de acuerdo con las normas.
Esos momentos tragicómicos habían relajado un poco a Aldo, cuyos nervios habían sido sometidos a una dura prueba por las cuarenta y ocho horas de incertidumbre que acababa de vivir. Porque no hacía mucho más de una hora que los secuestradores de Anielka se habían manifestado para dar las últimas instrucciones: el príncipe Morosini, con el dinero y el zafiro, se pondría al volante del Rolls-Royce de sir Eric —habían especificado claramente la marca entre todas las que poseía el barón— y a medianoche tendría que estar en la entrada del carril lateral de la avenida del Bois-de-Boulogne, en el lado de los números pares, cerca de la calle Presbourg.
Para su sorpresa, el señor de la casa no se había dejado ver. Al parecer, sufría una fuerte neuralgia, y fue de manos de John Sutton, su secretario, de quien el mensajero recibió el maletín que contenía el dinero y el estuche. No le extrañó; imaginaba el desgarro que le producía al fabricante de armas deshacerse de su amado talismán.
—Si supieras la verdad, amigo —masculló Morosini entre dientes—, tal vez estarías menos triste, pero más furioso.
La noche anterior había sido informado de que Mina había llegado sin obstáculos a su destino con el precioso cargamento. La cuestión ahora era liberar a Anielka, pero ¿qué haría después? La honradez imponía que fuera devuelta al esposo, lo que para ella suponía un gran sacrificio, y Morosini era un hombre de honor, lo que no le impedía sentir una viva repugnancia ante la idea de dejar a la mujer que amaba entre los brazos de otro. Vidal-Pellicorne, al estrecharle la mano poco antes, había reducido el problema a sus justas dimensiones diciendo:
—Salgan vivos los dos de este lance y eso ya será magnífico. Después, quizás ella tenga algo que decir.
Había llovido todo el día. La noche era fresca y húmeda. No había mucha gente en la calle. El coche se deslizaba con un murmullo sedoso sobre la brillante cinta de asfalto en cuyo extremo se alzaba el Arco de Triunfo, mal iluminado, del que se veían tres cuartas partes.
Al llegar al lugar indicado, Morosini detuvo el automóvil, sacó la pitillera para calmar los nervios y frotó una cerilla contra la fosforera, pero no tuvo tiempo de encender el delgado cilindro de tabaco, pues a través de la portezuela, bruscamente abierta, un potente soplo apagó la llama. Al mismo tiempo, una voz nasal con acento neoyorquino ordenó:
—¡Apártate! Conduciré yo. ¡Y no se te ocurra hacer ningún movimiento raro!
El cañón del revólver que el hombre apoyaba bajo su mandíbula era disuasivo. Aldo pasó al asiento contiguo limitándose a preguntar:
—¿Ha conducido alguna vez un Rolls?
—¿Por qué? ¿Hay un manual de instrucciones? Es un coche, ¿no? Entonces funciona como todos.
Morosini imaginó lo que podría decir el chófer Riley de esa increíble blasfemia, pero lo olvidó inmediatamente al abrirse la otra portezuela y cerrarse alrededor de sus muñecas un par de esposas, tras lo cual le vendaron los ojos con una tupida tela negra.
—Podemos irnos —indicó una voz barriobajera, que no por ser parisina era menos antipática.
El hombre que se sentó detrás del volante debía de ser un coloso. Aldo se dio cuenta al notar que su espacio vital disminuía. El peso —¡horror supremo!— hizo chirriar muy ligeramente un muelle. El recién llegado apestaba a ron, mientras que su compañero desprendía unos efluvios de perfume oriental barato gracias al cual el aristocrático vehículo adoptó cierto aire de zoco.
El nuevo conductor puso el coche en marcha y metió la primera, pero tan bruscamente que la caja de cambios, indignada, protestó. Morosini la secundó:
—¿Qué cree que está conduciendo? ¿Un tractor? Ya sabía yo que a «sir Henry» no le haría gracia.
—¿Sir Henry?
—Entérese, amigo mío, de que en la casa Rolls-Royce llaman así a los motores construidos por ellos. Es el nombre de pila del mago que los hizo nacer.
—¿Quieres que haga callar a esta especie de esnob? —gruñó el pasajero de atrás—. ¡Me está cargando!
El esnob en cuestión se abstuvo esta vez de dar su opinión, sospechando cómo pensaba el otro imponerle silencio. Se hundió en su asiento y se esforzó en seguir el camino que recorrían. Conocía bien París, y contaba asimismo con su memoria para situarse, pero en la oscuridad total en la que se encontraba perdió el hilo casi enseguida. El coche bajó primero por la avenida del Bois, giró a la derecha, luego a la izquierda y otra vez a la derecha, a la derecha, a la izquierda… Al cabo de un momento, Aldo se hizo un lío con los nombres de las calles, pese a que el chófer ocasional, a quien los sarcasmos de su prisionero habían vuelto prudente, circulaba a una velocidad moderada.
El viaje duró una hora, tal como atestiguó el reloj de una iglesia, que sonó una vez poco antes de llegar. En cuanto a la naturaleza del camino seguido, la suspensión excepcional del Rolls no permitía apreciarla. No obstante, tras una ligera sacudida, el pasajero oyó crujir bajo las ruedas la grava de una alameda. Unos instantes más tarde, el coche se detuvo.
El chófer, que no había abierto la boca desde la pequeña lección de Morosini, gruñó:
—No te muevas. Voy a sacarte de aquí y después te ayudaré a andar.
—Cuidado no se rompa su bonita jeta —dijo con ironía su compañero—, sería una verdadera pena.
Cuando bajó, Morosini notó que lo asían del brazo, o más bien que lo izaban; el tipo debía de ser del tamaño de un gorila. De este modo, que lo obligaba a levantar el otro brazo para que las esposas no le cortaran la piel, subió unos peldaños de piedra. A su alrededor olía a tierra, a árboles, a hierba mojada. Debía de ser una casa de las afueras de París. Después sintió que caminaba sobre un suelo de baldosas y oyó cerrarse una pesada puerta a su espalda. Por último, un entarimado crujió bajo sus pies, aunque una alfombra amortiguó enseguida los pasos.
La mano que lo sujetaba lo soltó y se sintió desestabilizado, como un ciego al que dejan sin apoyo en medio de un espacio vacío. Luego le quitaron la ajustada venda y Morosini, deslumbrado, trató de protegerse los ojos con las manos atadas. De repente, la violenta luz de una lámpara, seguramente puesta sobre una mesa, lo cegó.
Una voz metálica y fría, con un ligero acento, ordenó:
—¡Quitadle las esposas! Aquí no hacen falta.
—Si tuviera también la bondad de enfocar la lámpara en otra dirección, creo que se lo agradecería —dijo Morosini.
—No pida demasiado. ¿Tiene el dinero y la joya?
—Los tenía cuando salí de casa de sir Eric Ferrals. Ahora pregunte a sus esbirros.
—Está todo aquí, jefe —dijo el norteamericano, aliviado de poder expresarse en su lengua.
—¿Y a qué esperas para traérmelo?
Al acercarse, el gorila —el personaje tenía sus dimensiones: alrededor de un metro noventa y cinco de estatura y complexión acorde con ella— tapó la fuente de luz, lo que calmó el malestar del prisionero. El haz luminoso cambió inmediatamente de dirección para dirigirse a lo que debía de ser el tablero de un escritorio.
Se dibujó la silueta de un hombre sentado detrás, pero sólo sus manos, bonitas y fuertes, saliendo de unas mangas de tweed, resultaron visibles. Éstas se apresuraron a abrir el maletín y a sacar los fajos de billetes verdes y el estuche. Después abrieron este último, liberando los profundos destellos del zafiro y los más fríos de los diamantes de la montura, que arrancaron al desconocido un silbido de admiración. Morosini, por su parte, rindió mentalmente homenaje a la habilidad de Simon Aronov: era realmente un gran artista. Su falsificación casi parecía más auténtica que la joya auténtica.
—Empiezo a arrepentirme de no quedármelo —murmuró el desconocido—. Pero cuando se da la palabra hay que mantenerla.
—Me alegro de ver que lo animan tan nobles sentimientos —dijo Morosini con ironía—. En tal caso, y puesto que ya tiene lo que deseaba, ¿puedo rogarle que me devuelva primero a lady Ferrals y después la libertad…, además del Rolls-Royce para que pueda llevar a la cautiva a su casa? Si es que aún está viva —añadió en un tono que dejaba traslucir a la vez angustia y amenaza.
—Tranquilícese, está perfectamente. Podrá comprobarlo usted mismo dentro de un momento. Van a conducirlo junto a ella.
—No he venido de visita, sino a buscarla.
—Cada cosa a su tiempo. Creo que debería…
Se interrumpió.
Una puerta acababa de abrirse al tiempo que la luz del techo se encendía, mostrando una habitación bastante grande, mal amueblada en un estilo burgués pretencioso y con las paredes cubiertas con un horrible papel con motivos de flores y ramas en tonos verduscos, chocolate y rosa caramelo que a Aldo le parecieron insufribles.
—¡Ah, veo que está todo aquí! —exclamó Sigismond Solmanski acercándose con premura a la mesa donde se hallaba extendido el rescate de su hermana. Se puso a palpar unos billetes, pero el hombre que hacía el inventario se los arrebató bruscamente para guardarlos en el maletín.
—¿Qué hace aquí? —gruñó—. ¿No habíamos acordado que no debía dejarse ver?
—Sí, desde luego —dijo el joven en un tono desenfadado, apoderándose del estuche y abriéndolo—. Pero he pensado que eso ya no tenía importancia, y además, mi querido Ulrich, no he podido resistir la tentación de ver la cara de este imbécil, que, pese a sus aires de grandeza, ha venido a arrojarse a nuestros pies como un jovencito enamorado. Dígame, Morosini —añadió con malicia—, ¿qué sensación produce haber sido reducido a la condición de criado del viejo Ferrals?
Aldo, a quien esta aparición no había sorprendido, iba a contentarse con un despreciativo encogimiento de hombros cuando Sigismond rompió a reír: una risita aguda que no tuvo ninguna dificultad en reconocer. Automáticamente, su puño salió disparado en un gancho fulminante que alcanzó a Sigismond en el mentón y lo derribó.
—¡Maldita sabandija! —le espetó, masajeándose las falanges un poco doloridas—. Te lo debía desde hace algún tiempo. Espero no haberle causado demasiadas molestias —añadió, volviéndose hacia el llamado Ulrich, que seguía de pie detrás de la mesa.
—Encantado de haberle brindado la oportunidad de saldar una cuenta, señor —contestó este en un tono tranquilo que dejaba traslucir cierto respeto—. Tiene usted una derecha terrible.
—La izquierda tampoco está mal.
—¡Enhorabuena! Sam, lleva a este mocoso a la cocina y reanímalo, pero arréglatelas para que se quede un rato quieto. Usted acompáñeme —añadió dirigiéndose a Aldo.
Este lo siguió sin saber muy bien qué pensar del personaje. Era extranjero, eso seguro, pero ¿qué exactamente? ¿Alemán, suizo, danés? Era alto y delgado, y llevaba unas grandes gafas con montura de concha de procedencia norteamericana y bastante parecidas a las de Mina van Zelden. Un hombre difícil de manejar, desde luego; el joven Solmanski, que debía de haber propuesto el «golpe», parecía haber tenido la desgracia de averiguarlo.
Morosini penetró detrás de él en el pasillo central de la casa, subió una escalera de madera muy descuidada y llegó a un descansillo en el que había cuatro puertas. Ulrich abrió una después de haber llamado.
—Pase —dijo—. Lo esperan.
Aldo entró en una habitación en la que no vio nada salvo a Anielka, cuya actitud no dejó de sorprenderlo. Él esperaba ver a una desdichada hecha un mar de lágrimas, exhausta, maniatada, y vio a una joven elegantemente vestida, que estaba arreglándose las uñas sentada ante un tocador adornado con un jarrón lleno de flores. Parecía relajada, cómoda, y Aldo se trató a sí mismo de idiota: si la idea del secuestro había sido de su hermano, no había ninguna razón para que la maltrataran; en cuanto al peligro, sabiendo eso estaba claro que era inexistente. Así pues, contuvo su impulso primitivo y prefirió permanecer alerta, pero, como Anielka no parecía advertir su presencia, sintió un amago de irritación. La idea de que pudiera estar burlándose de él se abría paso en su mente.
—Me alegra ver que te encuentras perfectamente, querida, pero ¿me permites decirte que tienes un curioso modo de recibir a tu liberador? Los tormentos que has causado no parecen alterar tu serenidad.
Ella alejó una de sus manos para ver si había quedado bien y luego, esbozando una sonrisa triste, se encogió de hombros.
—¿Tormentos? ¿A quién?
—A tu hermano no, desde luego. Acabo de verlo y está muy risueño. Su plan ha sido un éxito, y empiezo a creer que tú también has participado en él.
—Tal vez. ¿No debía huir la noche de mi boda?
—Sí, pero conmigo o con personas decentes. ¿De dónde has sacado a esos truhanes americanos, franceses, alemanes o Dios sabe qué?
—Son amigos de Sigismond y yo les estoy muy agradecida.
Por fin se levantó para mirar a Aldo de frente.
—¿Agradecida? ¿Y por qué, si se puede saber?
—Por haber evitado que cometa la mayor tontería de mi vida yéndome contigo y, sobre todo, por haberme permitido vengarme de los que han tenido la osadía de ofenderme.
—¿Y quiénes son? ¡Habla de una vez! ¡Hay que arrancarte las palabras!
—Sir Eric y tú.
—¿Yo? ¿Yo te he ofendido? Me gustaría saber cómo.
—Traicionando delante de todos, públicamente y casi ante mis ojos, ese gran amor que decías sentir por mí. Cuando me aproximé a ti, ignoraba, y tú te guardaste mucho de decírmelo, el vínculo íntimo que te unía a la señora Kledermann.
—No sé por qué tenía que hablarte de una historia que acabó hace muchos años. Antes de la guerra fue mi amante, pero ahora somos simplemente amigos…, o ni siquiera eso.
—¿Amigos? ¿Cómo puedes ser tan cobarde, tan mentiroso? ¿Vas a obligarme a decirte que te vi con ella, con mis propios ojos, bajo la ventana de mi habitación? Vuestra forma de besaros no tenía nada de amistoso.
Aldo maldijo los arrebatos de Dianora y su propia estupidez, pero el mal estaba hecho: había que jugar con las malas cartas repartidas por un destino irónico.
—Confieso que fue un error —dijo—, pero, te lo suplico, no concedas importancia a ese beso, Anielka. Si no rechacé a Dianora cuando me rodeó el cuello con los brazos fue porque he aprendido a desconfiar de sus prontos, de sus repentes. Fue ella quien decidió que nos separáramos en 1914 y reconozco que ahora intenta reanudar la relación. Esa noche, lo admito, tuve la intención de utilizarla como tapadera, pero fue con la única finalidad de apartar de mí, y en consecuencia de ti, las sospechas de sir Eric cuando se descubriera tu fuga.
—Te felicito. Si era un papel, lo interpretaste a la perfección… incluso en su cama. ¿Hacía falta llegar tan lejos?
—¿En su cama?
—¿Vas a dejar de tomarme por idiota de una vez? —gritó la joven, arrojando un frasco de perfume que estuvo a punto de darle a Aldo en la sien—. ¡En su cama, sí! Te vi durmiendo a pierna suelta después de haber hecho el amor con ella, supongo. La camisa abierta, el cabello revuelto… ¡Estabas repugnante! ¡El macho saciado!
Anielka iba a proveerse de otro proyectil, pero Aldo se abalanzó sobre ella y la dominó pese a su furiosa defensa.
—Una sola pregunta: ¿la viste a mi lado?
—No. Seguramente prefirió dejarte recuperar fuerzas tranquilamente. ¡Te odio, te odio con toda el alma!
—Ódiame todo lo que quieras, pero primero escucha. ¡Y estate quieta un momento! ¿No te ha pasado por la mente la idea de que pudieron golpearme o drogarme para llevarme a esa cama? Fue el bueno de Sigismond, ¿verdad?, quien te llevó a la habitación de Dianora para acabar de convencerte de que te marcharas con él. Fue eso, ¿verdad? No te forzaron ni por un instante…
A medida que hablaba, los hechos se aclaraban poco a poco. Anielka ni siquiera intentaba negarlos. Al contrario, más bien tendía a reivindicarlos.
—¡Así es, y me fui encantada! ¡Era la única forma que tenía de escapar de ti y de ese horrible viejo! ¡Quisiera veros muertos a los dos!
Morosini soltó a la joven furia, se dirigió a la ventana y la abrió para respirar un poco el fresco de la noche. Sentía que se ahogaba en aquel estrecho cuarto.
—Todo lo que pudiera decir no serviría de nada, ¿verdad? Has decidido que soy culpable y tu veredicto es inapelable.
—No tienes derecho a que se contemplen circunstancias atenuantes. Además, aunque no hubiera habido traición, no me habría ido contigo.
—¿Por qué?
—Recuerda lo que te dije en el Parque Zoológico: «Si tengo que soportar los abusos de sir Eric, no volveré a verte en toda mi vida.» Y si esa noche tenía interés en hablar contigo era porque no quería alejarme sin haberte arrojado a la cara todo el desprecio que me inspiras… Ahora ya lo he hecho, así que puedes irte.
Aldo se apartó de la ventana para volverse hacia Anielka, pero la vio de espaldas. Una espalda prolongación de unos hombros que temblaban, de una cabeza inclinada. Vio que estaba llorando y recuperó un poco de esperanza pese a las terribles palabras que la joven acababa de pronunciar y que él no acababa de entender.
—¿Lo que me dijiste en el Parque? Pero… no tuviste que soportar… nada, supongo…
Anielka se volvió bruscamente y le mostró un rostro arrasado de lágrimas.
—Pues supones mal. Esa blancura que me rodeaba mientras me dirigía hacia el altar era una burla…, una lamentable farsa: la noche anterior había dejado de ser virgen y era ya la mujer de Ferrals.
Morosini se permitió un grito de protesta; luego, sintiéndose súbitamente desdichado, envolvió a la joven en una mirada a la vez incrédula y suplicante:
—Lo dices para hacerme daño. Me niego a creer que ese hombre sea un bruto. Sé…, me han dicho que después de la ceremonia civil recibisteis la bendición de un pastor, pero mientras no estuvieras casada según el rito católico…
—¡Y sigo sin estarlo! ¿Por qué crees que me desmayé en el momento de dar el «sí», después de haber pronunciado en mi lengua unas palabras que no significaban nada?
—¿Y de qué te servía eso si, según tú, lo peor había sucedido?
—Me sirve para saber que Dios no ha consagrado esa unión y que, al menos ante él, sigo siendo libre. Y no es que, «según yo», lo peor haya sucedido, es que fui violada. Vino a mi habitación como un ladrón, había bebido…, y me poseyó a la fuerza. Al día siguiente se disculpó alegando que la pasión que le inspiraba había sido más fuerte que su voluntad.
—Mucho me temo que sea verdad —dijo Aldo con amargura.
—Tal vez, pero nada será suficiente para borrar el odioso recuerdo de las caricias de ese hombre. Fue… ¡horrible…, repugnante!
Separaba los dedos de las manos y, con una expresión de profundo asco, se los pasaba por los hombros, el cuello y el vientre como si tratara de apartar rastros de suciedad, al tiempo que sus ojos, muy abiertos, derramaban lágrimas.
Incapaz de soportar esa desesperación, Aldo se aventuró a acercarse a ella y la abrazó. Temía una reacción violenta, gritos de ira, una defensa furiosa, pero no sucedió nada de eso. Al contrario, Anielka, llorando convulsivamente, se acurrucó contra su pecho y él experimentó una infinita dicha. Fue un instante de una dulzura tal que olvidó el inquietante entorno, pero duró sólo un instante.
De pronto, Anielka se desasió y puso entre ambos toda la distancia que permitía la largura de la habitación. Y esta vez, cuando él intentó aproximarse, ella lo detuvo con un gesto imperioso:
—¡No te acerques! ¡Se acabó! Acabamos de decirnos adiós.
—No puedo aceptar esa palabra entre nosotros. Tú sigues amándome, estoy seguro, y Dios es testigo de que no te he traicionado y de que en mi corazón no hay nadie más que tú… Además, acabas de ser injusta.
—¿De verdad?
—Sí. Si hubiera podido imaginar lo que sucedería la víspera de la boda, jamás lo habría permitido. Ahora debes intentar olvidar. Con un poco de tiempo y mucho amor, lo conseguirás. Vas a venir conmigo, puesto que he venido a buscarte.
—¿Y crees que te voy a acompañar?
—El rescate ha sido pagado. Eres libre.
—Siempre lo he sido. Además, sigues mintiéndome: ha sido Ferrals quien ha pagado. Te ha enviado a ti, cuando su «gran amor por mí» lo obligaba a venir personalmente. Pero no, se limita a esperar tranquilamente que tú me lleves a su cama. ¡Y yo no quiero! Tenemos una bonita suma de dinero y nuestro zafiro familiar —añadió, insistiendo en la última palabra—. Mi padre tendrá que conformarse con eso. La fortuna da igual. Ya encontrará otra.
—Contigo como cebo, no cabe ninguna duda. Pero ¿por casualidad crees que vuestros socios van a dároslo todo o incluso a compartirlo con vosotros? ¡Me extrañaría! ¿Y adonde pensáis ir cuando os marchéis de aquí?
—No lo sé todavía. Tal vez a Estados Unidos. En cualquier caso, lo suficientemente lejos para que me den por muerta.
—¿Y tu padre está de acuerdo?
—No sabe nada y me parece que no va a ponerse muy contento, pero Sigismond lo arreglará todo y acabará por comprender que hemos hecho bien.
—Comprendo. Ahora ten la amabilidad de decirme qué van a hacer conmigo.
—No te harán daño, tranquilo. Me han jurado que no atentarán contra tu vida. Te dejarán aquí cuidadosamente atado, y cuando puedas dar la voz de alarma nosotros ya estaremos lejos.
—Y como ni te llevaré a ti ni devolveré el zafiro, tu esposo…, porque, lo quieras o no, lo es…, pensará que me he apropiado de los dos. Es bastante repugnante, pero está muy bien planeado. ¡Y pensar que he sido lo bastante estúpido para querer convertirte en mi mujer! No puede ser más ridículo. En cuanto a ti y a Sigismond, no sois más que dos niños peligrosos e irresponsables para quienes la vida y los sentimientos de los demás son letra muerta. Sólo vuestros caprichos…
—Qué desfachatez, hablar de sentimientos tú, que has jugado con los míos, que te has atrevido…
—¿A traicionarte? ¡No empecemos otra vez!… Lo único que te disculpa es tu juventud; debería haber sido prudente por los dos. Ahora, vete al diablo con quien quieras, ya que tu distracción favorita consiste en fugarte con el primero que aparece. Yo ya estoy harto.
Girando sobre sus talones, se dirigió hacia la puerta, pero en el momento en que ponía la mano sobre el pomo ella lo agarró y lo hizo retroceder hacia la ventana, que seguía abierta.
—¡Vete mientras todavía estás a tiempo! —le dijo—. Siguiendo la cornisa se llega a una pequeña terraza desde donde debe de ser fácil acceder al suelo. Después, si sigues recto, encontrarás un muro, pero no es muy alto. Detrás está la carretera de París. Hay que tomarla por la derecha.
—¿Ahora quieres que me escape? ¿Qué se esconde detrás de eso?
La miró al fondo de los ojos y vio que estaban llenos de lágrimas y de súplicas. Parecía trastornada.
—Sólo mi deseo de saber que estás vivo —murmuró—. Después de todo…, no conozco a esas personas, aunque mi hermano las pone por las nubes, y quizás he hecho mal confiando en ellas. Ahora ya no sé qué creer…, y tengo miedo. Si te ocurriera algo…, yo…, yo sería muy desgraciada.
—¡Entonces ven conmigo!
La había asido por los hombros para comunicarle mejor su fuerza y su convicción, pero ella no tuvo tiempo de contestar. La voz metálica de Ulrich sonó en el umbral:
—¡Un cuadro encantador! Espero que se lo hayan dicho todo, porque no podemos perder más tiempo. Así que levanten las manos los dos y salgan sin rechistar.
El gran revólver de tambor que prolongaba su mano hacía difícil ponerse a discutir, pero aun así Aldo protestó:
—¿Ella también? ¿Por qué? Creía que eran cómplices.
—Yo también lo creía, pero después de lo que he oído ya no estoy muy seguro.
—¿Qué va a hacerle?
—Es ella quien tiene que elegir: si todavía quiere acompañarnos, su hermano la espera en el coche vigilado por Gus; si prefiere quedarse con usted, compartirá su suerte.
—Deje que se marche.
—A lo mejor yo tengo algo que decir —se rebeló la joven.
—Lo dirá más tarde. Estamos perdiendo el tiempo. Bajen, y no hagan ningún movimiento extraño o disparo.
No había más remedio que obedecer.
La doble puerta del salón estaba entornada.
En el interior, el gigantesco Sam esperaba con las esposas, que cerró de nuevo alrededor de las muñecas de Aldo, y unas cuerdas que le sirvieron para atarlo cuidadosamente a una silla colocada justo en el centro de la habitación. Hecho esto, Ulrich, que seguía tratando a Anielka con cierto respeto, le preguntó:
—Ahora le toca a usted, preciosa. ¿Qué escoge? ¿Otra silla igual de cómoda o el Rolls de su rico esposo? Porque, por supuesto, no tenemos intención de devolverlo. Le gusta mucho a mi amigo Sigismond, y se merece esa recompensa.
—Lo llevará directo a la cárcel —dijo Morosini—. ¿Qué va a hacer con el Rolls? ¿Pasearlo por París, donde lo identificarán en dos minutos?
—Eso no es asunto suyo. Bueno, guapa, ¿qué decide?
Anielka cruzó los brazos y levantó la cabeza con aire de desafío.
—¡Y pensar que lo consideraba un amigo! Prefiero quedarme aquí…
—¡No cometas una estupidez, Anielka! —exclamó Aldo—. ¡Vete! Presiento que no me espera nada bueno, y si te vas al menos estarás con tu hermano.
—En eso tienes toda la razón —dijo el voluminoso Sam—. Porque, para que te enteres, vamos a pegar fuego a la cabaña antes de largarnos.
El grito de terror de Anielka cubrió la protesta de Ulrich reprochando a su acólito tener la lengua demasiado larga; luego la joven se calló de golpe: el gigante acababa de golpearla brutalmente y ella se desplomó mientras él empezaba a atarla. Esta vez, Ulrich manifestó su aprobación:
—Eso ha estado muy bien. Empezaba a hacer demasiado ruido. En cuanto al hermanito, si nos incordia mucho, nos libraremos también de él. Así nos lo quedaremos todo.
—¡Son unos auténticos miserables! —les espetó Morosini, indignado—. ¡Llévensela! Su muerte sólo les causará grandes problemas…
Inclinado sobre el cuerpo de la joven, Sam vaciló un instante justo antes de desplomarse profiriendo un grito, alcanzado en la espalda por la bala que acababa de disparar Ferrals. El barón había entrado en ese momento en la habitación con un Cok en cada mano. Ulrich, furioso, hizo fuego a su vez, pero una de las dos bocas negras de Ferrals escupió, arrancándole la pistola con una precisión diabólica.
—Se diría que sabe utilizarlas —comentó Morosini, que nunca se había alegrado tanto de ver a aquel hombre que no le era nada simpático—. ¿De dónde sale, sir Eric?
—De mi coche. He venido con usted sin que lo supiera.
—Vaya…, debería haber dejado que se las arreglara solo… Pero, antes de nada, saque a su mujer de ahí. Va a ahogarse bajo ese peso.
Sin apartar la vista de Ulrich, a quien su mano herida hacía gemir, Ferrals se esforzó en empujar a patadas el cuerpo de Sam, pero el norteamericano pesaba demasiado y la joven estaba inconsciente. Así pues, tras dejar una de las armas, se inclinó para agarrar el enorme cuerpo y apartarlo cuando Morosini, que seguía la maniobra con impaciencia, le advirtió:
—¡Cuidado! ¡La puerta!
Una silueta se recortaba en el hueco: la de Gus, el barriobajero, armado con un cuchillo. El hombre lanzó con una rapidez que denotaba una larga costumbre el arma, que pasó rozando a sir Eric antes de clavarse en el entarimado. El inglés disparó, pero esta vez no dio en el blanco, pues este acababa de desaparecer. Al mismo tiempo, una voz conocida gritó:
—¡No disparen! ¡Soy yo, Vidal-Pellicorne!
Estaba irreconocible, pues iba de negro de la cabeza a los pies: ropa, gorro calado hasta los ojos y cara embadurnada de hollín: el deshollinador perfecto. El arqueólogo arrastraba bajo el brazo el cuerpo de Gus, al que acababa de golpear y que dejó caer al suelo al darse cuenta de que Ulrich, dominando el dolor, intentaba recuperar su arma, que había ido a parar debajo de un sillón. Adalbert se apoderó de ella y se la guardó en el bolsillo tras haber asestado al personaje un culatazo suficientemente fuerte para enviarlo al país de los sueños en espera de que lo atasen.
—No creo que la policía tarde —dijo Adalbert mientras iba a coger el cuchillo, que utilizó para cortar las ligaduras de Aldo—. Mi compañero ha ido a avisarla en cuanto hemos localizado la casa. Pero ¿qué milagro lo ha traído hasta aquí, sir Eric?
—Ningún milagro. Cuando encargué el Rolls en el que ha venido el príncipe, pedí a la fábrica un acondicionamiento especial: se trataba de practicar, bajo el asiento trasero, un escondrijo donde un hombre de estatura media pudiera permanecer tendido y respirar, gracias a unos orificios de ventilación cuidadosamente disimulados. Esta disposición ya me ha hecho grandes servicios y di las gracias cuando estos imbéciles exigieron ese coche. De modo que he venido sin que el príncipe Morosini lo supiera, por lo que le pido perdón. Pero ¿y usted, Vidal? ¿Cómo es que está aquí y quién es ese compañero al que acaba de referirse?
—Un muchacho encantador, y deportista, con cuya colaboración he contado gracias a la señora Sommières. Estaba muy preocupada de saber que un sobrino al que quiere mucho se había visto involucrado en un asunto inquietante.
—¿Y ha avisado a la policía poniendo en riesgo la vida de mi querida esposa? —saltó sir Eric.
—En absoluto. Se limitó a hablar con un viejo amigo, el comisario Langevin, actualmente retirado, haciéndole jurar que no informaría a las autoridades. Sólo quería un consejo… Concédame un instante —añadió, trajinando con las esposas que todavía sujetaban a Aldo a la silla—, quisiera encontrar la llave de esto…
—Busque en el bolsillo del cadáver —indicó Morosini.
—Gracias… ¿Por dónde iba?… Ah, sí, el señor Langevin ofreció algo mejor que una opinión: el hijo de un amigo suyo, que desea entrar en la policía y que es un gran deportista, particularmente montando en bicicleta. En lo que a mí respecta, tampoco se me da mal esa disciplina, y al enterarnos del lugar y la hora de la cita, nos equipamos adecuadamente y fuimos a escondernos entre los arbustos de la avenida del Bois-de-Boulogne. Cuando el coche se puso en marcha, lo seguimos con las luces apagadas, procurando mantenernos en los lados de la carretera.
—¡Seguir a un coche de esa calidad es una locura! —dijo sir Eric—. ¡Puede ir muy deprisa!
—Vale más no correr cuando no se está acostumbrado a conducirlo. Una vez aquí…, por cierto, estamos en Vésinet, y yo lo conozco muy bien…, bien, como decía, una vez aquí el joven Guichard, debidamente provisto de una nota del comisario Langevin, se ha ido al puesto de policía, desgraciadamente un poco alejado, mientras yo me ponía a buscar una manera de entrar en la casa. Abrir la ventana, querido Aldo, ha sido una idea genial. Aunque usted no la haya utilizado, a mí me ha sido muy útil.
—Me alegro —gruñó el aludido—, parece que he estado tanto a su servicio como al de sir Eric. Pero ¿por qué no me lo advirtió?
—Por su lado caballeresco, amigo. Incluso un policía retirado le habría hecho poner el grito en el cielo. Hubiera sido capaz de exigir que lo dejáramos actuar solo.
—Es posible —admitió Aldo de mala gana—. Pero, puesto que conoce tan bien el lugar, debería tratar de encontrar ayuda de alguna clase. Un médico, por ejemplo. Lady Ferrals —¡qué difícil se le hacía pronunciar ese nombre!— no tiene buen aspecto. Mientras tanto voy a hacer una cosa que tengo pendiente —añadió, masajeándose las doloridas muñecas.
Sin más explicaciones, cogió una de las armas de sir Eric y salió al exterior: no quería dejar a nadie la tarea de capturar a Sigismond, que seguramente seguía en el coche. El puñetazo que le había propinado antes le sabía a poco y soñaba con completarlo con un firme correctivo, pero al llegar delante de la casa tuvo que rendirse a la evidencia: allí no había nadie.
Tampoco alrededor del edificio. El apuesto Sigismond se había ido con el Rolls, que debía de considerar suyo, abandonando a su hermana a su suerte. Y Aldo maldijo el excesivo talento de los fabricantes ingleses: durante el intercambio de disparos, el silencioso «sir Henry» se había convertido en cómplice del miserable joven.
Cuando Morosini regresó al salón vio que Ulrich, con un vendaje improvisado, y Gus estaban atados y que, en el canapé, Anielka estaba recobrando el conocimiento ante la mirada atenta del hombre del que quería huir y que le hablaba en voz baja, estrechándole las manos entre las suyas. A cierta distancia, Adalbert, de pie junto a la mesa, observaba los reflejos que surgían de las profundidades del zafiro. El arqueólogo hizo a su amigo un guiño significativo y preguntó:
—¿Ha encontrado lo que buscaba?
—No. Ha huido, pero no se va a librar.
—¿A quién se refiere?
—Al joven Solmanski, ¿a quién si no? Es él el alma de esta trama. Tenía ganas de hacer dinero, supongo. En cualquier caso, acaba de irse con su coche, sir Eric.
—No me gusta ese muchacho —observó este—. Y su padre no mucho más. Por cierto, ¿ese estaba de acuerdo?
—Parece ser que no. En realidad…, me extrañaría —reconoció Morosini a regañadientes.
—Habría sido una solemne estupidez. Pero me considero en la obligación de informarlo, porque realmente lo que Sigismond se ha atrevido a hacerle a su propia hermana supera los límites del entendimiento. Es… ¡es nauseabundo!… ¿Cómo estás, mi vida?
La última frase iba dirigida a Anielka, que ahora tenía los ojos completamente abiertos. Con el corazón en vilo, Aldo espió su reacción frente al rostro que se inclinaba sobre ella, pero no advirtió sobresalto alguno. Al contrario, vio la sombra de una sonrisa en sus bonitos labios pálidos.
—¡Eric! —susurró—. Has venido… Jamás lo hubiera pensado…
—Tal vez porque todavía no sabes lo mucho que te quiero. ¡Mi amor, he sufrido tanto! Hasta el punto de creer por un instante que te habías fugado para castigarme por…, por lo de la otra noche.
—¿Has pensado eso y, aun así, has estado dispuesto a sacrificar tu precioso zafiro… y a arriesgar tu vida?
—Sacrificaría más aún si fuera necesario. ¡Mi propia alma! ¡Anielka, temía tanto haberte perdido! Pero estás aquí. Todo está olvidado.
Había lágrimas en su rostro y Anielka, que parecía no ver nada más que a él, alargaba las manos para enjugarlas susurrando palabras de consuelo.
Aldo, incrédulo y abatido, escuchaba aquel increíble dúo luchando contra el deseo furioso de proclamar la verdad, de explicarle a esa fiera transformada en cordero que su amada le estaba representando una comedia indigna, que se había ido por propia voluntad y que hacía apenas un momento seguía queriendo poner entre ellos la mayor distancia posible. No estaría nada mal hacerle comprender a Ferrals que ni siquiera inspiraba compasión a esa encantadora criatura. Sólo asco… A no ser que, después de todo, hubiera vuelto a mentir… Desde que había vuelto en sí, no había tenido ni una mirada para él o para Adalbert. Sin embargo, el príncipe no era de los que denuncian. De modo que decidió callar y acercarse a su amigo, que estaba contando los billetes mientras observaba la escena por el rabillo del ojo.
—No intente comprender —susurró—. Los designios de Dios son inescrutables, y los de las muchachas bonitas también. Además, esta está aterrorizada.
—¿Por qué?
—Por usted. Teme que hable… Ah, creo que por fin ha llegado la policía —añadió, cambiando de tema—. Empezaba a preguntarme si el joven Guichard se habría perdido por el camino.
Un rato más tarde, en el coche de policía que los llevaba a la calle Alfred-de-Vigny a él y a Adalbert (habían atado la bicicleta del arqueólogo en la parte trasera del vehículo), Morosini sacó de nuevo el tema.
—¿Por qué dijo antes que Anielka teme que yo hable?
—Pues porque es la verdad. Se moría de miedo pensando que usted podía contar que estaba conchabada con sus secuestradores. El hecho de que se hubiera marchado con su hermano no cambiaría nada; los sentimientos de Ferrals hacia ella podrían sufrir una singular modificación y, por una razón que sólo ella conoce, prefiere que sigan creyéndola una víctima. Así que acaricia el lomo a Ferrals. Quizá por miedo a su padre; seguro que Solmanski no se enternece fácilmente y debe de detestar que alguien se interponga en sus planes…, el más maravilloso de los cuales debe de seguir siendo meter la mano en la fortuna de su yerno.
—Es posible, pero debería pensar en Ulrich. Ese no va a quedarse callado.
—¡Ya lo creo que sí! No obtiene ningún beneficio denunciándola. Acusará a Sigismond, pero no a Anielka. Puede confiar en que le estará agradecida, y seguro que es eso lo que sucede. No dirá nada, créame. Por lo demás, es lo que yo le he aconsejado que haga antes de que llegara la policía.
Aunque no tenía realmente ganas, Aldo se echó a reír y cerró los ojos apoyando la cabeza en el respaldo del asiento.
—Es usted impagable, Adal. Piensa en todo. En lo que a mí respecta, Anielka está convencida de que le he mentido porque vio a la señora Kledermann besarme, tras lo cual, Sigismond se encargó de exhibirme cuando estaba inconsciente en su cama. Y no quiere atender a razones.
—Ah, ahí está la última pieza de mi rompecabezas —dijo Adalbert con satisfacción—. Se lo dije: las muchachas bonitas son imprevisibles, pero cuando son esclavas sus reacciones son un ejemplo de poesía lírica. Y cuando las dominan los celos, se vuelven monstruos. Esta quizá merezca un poco de indulgencia; tratándose de un ser tan impulsivo el resultado ha sido un cúmulo de emociones contradictorias.
Aldo no contestó. Una súbita idea acababa de atravesarle la mente mientras Adal buscaba disculpas para Anielka; mientras había estado junto a ella, ni por un instante había pensado en pedir noticias de Romuald. Sólo Anielka, Vidal-Pellicorne y él conocían el lugar de la cita, y, a no ser que el infeliz hubiera sido descubierto por casualidad, quizás ella tuviera alguna responsabilidad en su desaparición. Y él, Morosini, acababa de comportarse como un perfecto egoísta.
—Hace un momento, pablaba de un rompecabezas completo, pero a mí me parece que falta una pieza importante: seguimos sin saber qué ha sido del hermano de Théobald.
Adalbert se dio una palmada en la frente.
—¡Por todos los dioses de Egipto! ¡Qué despiste! Claro que con todo lo que ha pasado esta noche puedo pedir que se tengan en cuenta las circunstancias atenuantes. Romuald ha aparecido. Esta noche, hacia las diez. Derrengado, molido, hambriento y empapado por haber hecho un viaje de vuelta en moto bajo la lluvia, pero vivo. Théobald y yo hemos llorado de alegría, y a estas horas el muchacho debe de estar durmiendo en la habitación de invitados después de dar buena cuenta de la copiosa cena que le ha preparado su hermano.
—¿Qué le pasó?
—Unos enmascarados se le echaron encima, lo ataron, lo sacaron de la barca y lo llevaron a otra que esperaba cerca, oculta entre unas cañas. Al llegar al centro del río, lo arrojaron al agua sin más. Por suerte, la corriente lo arrastró hacia un banco de arena donde quedó enganchado en las raíces de la vegetación. Estuvo allí hasta que una mujer lo encontró al amanecer, una ribereña que iba a retirar unas nasas de lucios. Lo llevó a su casa para que se recuperara y ahí es donde el cuento de hadas se transforma en vodevil: una vez instalado en casa de «la Jeanne» el pobre Romuald tuvo todas las dificultades del mundo para salir. No es que la mujer fuese una criatura mala, sino que enseguida se enamoró apasionadamente de él; lo llamaba Moisés, era su náufrago y no quería ni oír hablar de separarse de él.
—No puedo creerlo.
—Como se lo cuento. ¡Encerrado con llave cuando su señora iba a hacer la compra, el pobre Romuald! El primer día no se dio cuenta porque realmente necesitaba recuperarse, pero después se percató de que había salido de una trampa para caer en otra. Para que no escapara, la mujer puso barrotes en las contraventanas, y colocaba atravesado delante de la puerta un colchón en el que dormía. ¿Se imagina el estado de ánimo del muchacho? Pensando, además, lo preocupados que debíamos estar nosotros. Se le ocurrió entonces fingir que estaba débil para que ella relajara la vigilancia y esta mañana, cuando ha vuelto del mercado, se ha abalanzado sobre ella, la ha atado sin apretar mucho para que pueda liberarse fácilmente, ha cerrado la puerta de la casa y ha huido corriendo para remontar el río. Afortunadamente, estaba en la orilla derecha y no demasiado lejos de su casa y su motocicleta. Ha recogido sus cosas, ha montado en el vehículo y ha venido a toda velocidad a París acompañado de una buena tormenta. No le niego que me siento mucho mejor desde que he vuelto a verle la cara.
—Yo también me alegro mucho. Habría sido muy injusto que él fuese la única víctima de esta estúpida historia. Creo que ahora me sentiré mejor.
—¿Qué piensa hacer?
—Volver a mi casa, por supuesto.
El coche, en el que flotaba un desagradable olor de humedad y de tabaco, estaba llegando a la puerta Maillot. Las potentes luces del Luna-Park, el famoso parque de atracciones popular, todavía brillaban, reflejadas en el suelo mojado como en el borde de un canal veneciano.
—Se lo confieso, amigo —continuó Morosini—, estoy impaciente por volver a ver mi laguna y mi casa. Lo que no significa que no tenga intención de moverme de allí. Esperaré noticias de Simon Aronov y el momento de partir para Inglaterra a fin de asistir a la venta del diamante. Debería venir a verme, Adal. Le gustaría mi casa y la cocina de mi vieja Celina.
—Su propuesta me tienta.
—No hay que resistirse nunca a la tentación. Ya sé que en verano hay demasiados turistas y recién casados, pero no tendrá que soportarlos. Además, la gracia de Venecia es tal que ningún oropel y ninguna multitud vulgar puede quitársela. Allí se está mejor que en ningún otro sitio para lamerse las heridas.
Morosini, olvidando un poco a su amigo, había pensado en voz alta. Cuando se dio cuenta, era demasiado tarde. Tras un silencio bastante largo, Adalbert preguntó con delicadeza:
—¿Tanto duele?
—Bastante, sí…, pero ya pasará.
Lo esperaba con toda su voluntad sin creerlo del todo. Sus males de amor no acababan nunca. Tal vez en ese mismo momento adoraría aún el recuerdo de Dianora si Anielka no lo hubiera borrado, pero ¿quién lo ayudaría a olvidar a Anielka?
Al llegar a casa de la señora Sommières, los dos hombres encontraron a la anciana dama en su invernadero, golpeando las baldosas con el bastón mientras caminaba arriba y abajo. Sentada en una esquina, en una silla baja, Marie-Angéline simulaba hacer punto sin articular palabra, aunque por el movimiento de sus labios era evidente que estaba rezando.
Cuando Aldo entró, su tía dejó escapar un suspiro de alivio y corrió a abrazarlo con un ímpetu que demostraba su ansiedad.
—¡Estás vivo! —susurró contra su cuello—. ¡Gracias a Dios!
Le temblaba la voz, pero, como no era una mujer dada a abandonarse mucho tiempo a las emociones, se rehízo enseguida. Se apartó de él y lo retuvo un momento con los brazos estirados.
—No estás muy destrozado —observó—. ¿Eso quiere decir que la joven está sana y salva?
—No ha estado nunca en peligro. En este momento se dirige tranquilamente a casa de su esposo.
La marquesa no hizo preguntas; se limitó a escrutar con atención el atractivo rostro triste y cansado.
—¿Y tú? —dijo—. ¿Te vas mañana o te quedas un poco más? Seguramente mi vieja morada no volverá a verte en mucho tiempo.
Una pequeñísima fisura en la voz. Una ínfima nota de melancolía que llegó a lo más sensible de Aldo. Esos días pasados juntos los habían acercado mucho el uno al otro. El príncipe le había tomado mucho cariño, y ahora fue él quien la abrazó, emocionado al percibir una fragilidad insospechada en aquella anciana indomable.
—He pasado demasiados buenos ratos aquí para no desear volver —dijo amablemente—. De todas formas nos veremos de nuevo muy pronto. Espero que no renuncie a su viaje de otoño a Venecia. Pero no venga antes de octubre. En septiembre tengo que ir a Inglaterra para ocuparme de un asunto importante —añadió, dirigiendo una mirada hacia Vidal-Pellicorne, que se había reunido con Marie-Angéline junto a la licorera—. Si Adalbert me acompaña a Venecia, como me ha dado a entender, vendré a abrazarla cuando pase a buscarlo.
Un ruido de cristales rotos indicó que la prima acababa de romper una copa y atrajo la atención hacia ella. Vieron entonces que se había puesto muy colorada, pero que sus ojos brillaban de un modo insólito.
—¡Qué torpe se está volviendo, Plan-Crépin! —rugió la marquesa, en el fondo encantada de que le brindara la oportunidad de dominar su emoción—. Esas copas pertenecían a la difunta Anna Deschamps y son irreemplazables. ¿Se puede saber qué le pasa?
—Lo siento muchísimo —dijo la culpable, aunque en realidad no parecía sentirlo en absoluto—, pero me temo que en septiembre estaremos ausentes. ¿No debemos responder a la invitación de lady Winchester para ir a la caza del zorro?
—¿Acaso está perdiendo el juicio? —repuso la marquesa—. ¿Ir a la caza del zorro? ¿Y qué más? ¿Qué quiere que haga a mi edad sobre un jamelgo? ¡Yo no soy esa loca de la duquesa de Uzès!
—Perdón, debo de haberme confundido. Puede que fuera la perdiz en Escocia, pero estoy segura: en septiembre tenemos que estar en el Reino Unido. Claro que eso no debe impedir al príncipe Aldo pasar por aquí. Podría ser divertido viajar juntos.
Esta vez la señora Sommières rompió a reír:
—¡Se le ve el plumero a una legua, hija mía! —dijo con un matiz afectuoso que todos advirtieron—. ¿Cree que Aldo tiene ganas de cargar con una vieja hecha cisco y una solterona un poco loca, por mucho que a usted le guste meterse en sus asuntos y corretear por los tejados en su compañía? Tendrá que conformarse con rezar por él. Y créame que le será muy útil.
Morosini se acercó a Marie-Angéline y tomó de sus manos la copa de coñac que ella acababa de servir con mano un tanto trémula.
—La ayuda ha sido demasiado inteligente y eficaz para ser desdeñada, tía Amélie, y siempre estaré agradecido a Marie-Angéline. Brindo por usted, prima —añadió con una sonrisa que aceleró el corazón de su antigua ayudante—. ¿Podemos saber lo que nos reserva el porvenir? Tal vez volvamos a correr más aventuras juntos. Le escribiré antes de partir. Pero ahora creo que me voy a descansar.
Cuando subió a su habitación, lo primero que hizo Aldo fue ir a bajar las persianas. No quería ver reflejarse en la vegetación del parque las luces de las ventanas de Anielka. Había que pasar esa página y cuanto antes se hiciera mejor. Después se sentó en la cama para consultar los horarios de trenes.
Sin embargo, si pensaba que su bonita aventura polaca había quedado atrás, se equivocaba.
Al día siguiente por la tarde, mientras terminaba de cerrar las maletas, Cyprien fue a anunciarle que sir Eric y lady Ferrals solicitaban hablar con él y lo esperaban en el salón.
—¡Señor! —exclamó Morosini—. ¿Ha osado cruzar la puerta de esta casa? Si tía Amélie se entera le ordenará que los eche a la calle.
—No creo que tenga intención de hacerlo. La señora marquesa ha recibido personalmente a sus visitantes. Y debo decir… que de mejor gana de lo que cabía esperar. Acaba de subir a su habitación, después de haberme ordenado que avise al príncipe.
—¿La señorita Plan-Crépin está con ella?
—N… no. Está dispensando ciertos cuidados a las petunias del invernadero, que presentan signos de fatiga desde esta mañana. Pero —se apresuró a añadir— me he ocupado de cerrar bien las puertas.
Aldo no pudo evitar echarse a reír. ¡Como si una puerta pudiera hacer algo contra la insondable curiosidad femenina! La discreción y el sentido de la dignidad prohibían a tía Amélie asistir a la visita, pero no le impedían dejar tras de sí los oídos atentos de su lectora. Y a esa misma curiosidad había obedecido al recibir al hombre al que tanto detestaba: tenía demasiadas ganas de contemplar con sus ojos a la joven que había hecho perder la cabeza a su «querido sobrino». ¿Quién podría reprochárselo? Después de todo, ésa era una de las formas del amor. Aldo bajó a reunirse con sus visitantes.
Lo esperaban en la salita, en la postura habitual de los matrimonios cuando están en el estudio de un fotógrafo: ella graciosamente sentada en un sillón, él de pie a su lado, con una mano apoyada en el respaldo del asiento y la cabeza orgullosamente erguida.
Morosini se inclinó sobre la mano de la joven y estrechó la de su marido.
—Hemos venido a despedirnos —dijo este— y a expresarle toda nuestra gratitud por la generosa ayuda que nos ha prestado en unas circunstancias tan penosas. Mi mujer y yo…
A Aldo no le gustaban los discursos y ese todavía menos.
—¡Por favor, sir Eric! —lo interrumpió—. No tienen por qué agradecerme nada. ¿Quién no estaría dispuesto a enfrentarse a ciertas dificultades por una joven en peligro? Y puesto que todo ha vuelto a la normalidad, ésa es mi mejor recompensa.
Sus ojos no se apartaban de los de Ferrals, evitando desviarse hacia Anielka para estar más seguro de conservar un dominio pleno de sí mismo. Una breve mirada le había bastado para constatar que estaba más encantadora que nunca con un vestido de crespón de China estampado en blanco y azul, y un estrecho turbante de la misma tela ciñendo su exquisita cabeza. La joven conservaba demasiado poder sobre él y Aldo no tenía ganas de ponerse a tartamudear como un colegial enamorado.
Pensaba que con esas palabras evitaría que se prolongara una visita más penosa que agradable, pero sir Eric tenía algo más que decir.
—Estoy convencido de ello. Sin embargo, quisiera que me permitiese materializar mi agradecimiento aceptando esto.
No cabía duda, lo que acababa de aparecer en su mano era el estuche del zafiro, y por un instante Morosini se sintió dividido entre la sorpresa y las ganas de reír.
—¿Me regala la Estrella Azul? ¡Pero eso es absurdo! Sé muy bien lo que esa piedra representa para usted.
—Había aceptado separarme de ella para recuperar a mi mujer y gracias a usted lo he conseguido. Sería tentar al diablo querer conservarlo todo, y puesto que he recuperado lo más precioso…
Ferrals tendía el estuche de piel a Aldo, pero este lo rechazó con un suave gesto que disimulaba maravillosamente bien el júbilo casi diabólico que lo invadía.
—Gracias, sir Eric, pero la intención me basta. Ya no quiero esa piedra.
—¿Cómo? ¿La rechaza?
—Pues sí. Un día me dijo que para usted el zafiro y la que entonces era su prometida eran inseparables. Nada ha cambiado desde entonces, y a lady Ferrals le sienta demasiado bien para que me pase siquiera por la mente la idea de querer otro destino para la piedra. Realmente están hechas la una para la otra —añadió con una ironía que fue el único en apreciar. Era delicioso darse el gusto de ofrecer una piedra falsa a una mujer a la que consideraba igual de falsa.
El vendedor de cañones parecía confuso y Morosini acudió en su ayuda cambiando de tema:
—Para zanjar la triste historia que ha vivido, ¿me permite preguntarle si ha encontrado su coche y a su cuñado?
—El Rolls, sí. Estaba abandonado en la puerta Dauphine. Al cuñado, no; pero prefiero no hablar de eso para no entristecer a mi esposa y al conde Solmanski, que está muy afectado por la conducta de ese hijo descarriado. No he presentado denuncia y he conseguido que la prensa no se entere. Hemos recuperado a mi mujer y el rescate y capturado a los secuestradores, de modo que asunto resuelto. El nombre de Solmanski no será arrastrado por el fango. El conde regresa a Varsovia en los próximos días y nosotros nos vamos mañana a nuestro castillo de Devon, adonde él vendrá más adelante, cuando la herida de su orgullo haya empezado a cicatrizar.
Aldo se inclinó ante aquel hombre cuyo comportamiento resultaba decididamente incomprensible. Tenía que ser un santo o estar perdidamente enamorado de Anielka para actuar con tanta magnanimidad. Aquello merecía quitarse el sombrero.
—No puedo sino aprobar su decisión y desearles toda la felicidad del mundo.
—¿Regresará pronto a Venecia?
—Esta misma noche, y con una alegría que no soy capaz de expresar.
Anielka y él no habían intercambiado una sola palabra, ni siquiera sus miradas se habían cruzado, pero Aldo tomó de nuevo la mano que ella le tendía. Cuando se inclinó hacia ella, casi hasta tocarla con los labios, notó que la joven deslizaba un papel entre sus dedos.
Al cabo de un momento, la extraña pareja se marchó. Aldo subió a su habitación para desenrollar el mensaje y leerlo. Era muy breve: «Debo obedecer a mi padre y cumplir mi penitencia. Sin embargo, es a ti a quien quiero, aunque ¿podrás creerlo todavía?»
Durante unos instantes, su corazón latió más fuerte. De alegría quizá, y también animado por una vaga esperanza. Sin embargo, la desconfianza seguía ahí: veía a Anielka tendida en el canapé, la otra noche, mirando a Ferrals, sonriendo a Ferrals, aceptando a Ferrals…
Se metió el pequeño papel en el bolsillo y trató de no pensar más en él. Pero resultaba difícil. Las palabras danzaban en su cabeza, sobre todo las más bellas, las más mágicas: «… es a ti a quien quiero». Aquello duró horas, hasta resultar insoportable; quizá porque al pesar y al deseo reavivado se sumaba un poco de vergüenza: sir Eric había sido el juguete de una comedia bastante mala, y no lo merecía.
De modo que, cuando se encontró solo en el lujoso compartimento del Simplon-Orient-Express, que circulaba a toda velocidad a través de los campos borgoñones dormidos, Aldo bajó la ventanilla, sacó la única carta de amor de Anielka y la rompió en trocitos que el viento se llevó. Sólo después de hacerlo pudo dormir.
Tres meses más tarde, en la isla de los muertos…
Llevando una brazada de rosas en la proa, la góndola negra con leones alados se dirigía a la isla cementerio de San Michele. Sentado sobre los cojines de terciopelo de color amaranto, Aldo Morosini miraba aproximarse la muralla blanca, salpicada de pabellones, que rodeaba la masa oscura y densa de los grandes cipreses.
Todos los años, los príncipes de la familia iban a llevar flores a su capilla funeraria en honor de madonna Felicia, princesa Orsini, el día del aniversario de su muerte, y Aldo jamás dejaba de cumplir con ese rito, pero ese día el piadoso viaje adquiría un doble sentido gracias al mensaje que había recibido de un banquero de Zúrich una semana antes: «El 25 de este mes, hacia las diez de la mañana, en la isla de San Michele. S. A.» Apenas unas palabras, pero que habían aportado a Morosini un considerable alivio.
Un inexplicable silencio preocupaba a Aldo desde que había vuelto a su casa, hacía unos dos meses. No le había llegado ninguna noticia en respuesta a la comunicación de victoria enviada desde París, anunciando el éxito de su primera misión. Había temido enterarse de que una catástrofe hubiera puesto fin a la búsqueda del Cojo. Afortunadamente, no había sucedido nada.
El día se anunciaba hermoso. El pesado calor estival bajo el que Venecia se ahogaba todos los años estaba cediendo desde la gran tormenta que había estallado la noche anterior. La laguna se transformaba en satén y espejeaba bajo un sol ligero. Era una bella y apacible mañana, animada por el grito de las aves marinas. Guiada con fuerza y suavidad por Zian, la góndola —por nada del mundo Aldo habría ido en lancha motora a visitar a sus queridas princesas— apenas hendía el agua tranquila, y Morosini, viendo acercarse la ciudad de los muertos, tuvo una vez más la impresión de estar al final del mundo vivo, de navegar hacia una Jerusalén celeste, porque San Michele le recordaba un poco esos palacios blancos rebosantes de vegetación que, antes de la guerra, había admirado durante un inolvidable viaje a la India y que surgían de repente del espejo líquido de un hermoso lago, donde su reflejo aparecía con una claridad perfecta.
Cuando la embarcación llegó al pabellón con columnas, cuyos peldaños de mármol se sumergían en el agua, Aldo saltó a tierra, cogió el enorme ramo y entró en el cementerio, donde fue saludado familiarmente por el vigilante, al que conocía desde hacía mucho. Se adentró en una de las avenidas bordeadas de altos cipreses, donde todavía flotaba una ligera bruma. Alrededor, tumbas señaladas con cruces blancas, todas iguales pero abundantemente floridas. De vez en cuando, una aristocrática capilla cuyos ocupantes estaban seguros de que los dejarían tranquilos. Porque los habitantes de las tumbas estaban allí de paso; por falta de espacio —pese a la extensión del cementerio—, los restos humanos eran retirados al cabo de doce años para ser trasladados al osario.
A Aldo le gustaba San Michele; no le parecía triste. Todas esas pequeñas cruces blancas emergiendo de una masa de corolas de diferentes tonalidades parecían un parterre sobre el que hubiera nevado.
El cementerio estaba vacío; sólo se veía a una anciana de luto riguroso inclinada sobre una de las sepulturas, con un rosario de boj entre las manos, absorta en su plegaria. Hasta que no llegó a la capilla familiar, no vio al sacerdote, o al hombre que por un instante creyó que lo era. El largo hábito negro, un poco flotante, y el tocado redondo podían pertenecer a varias Iglesias de Oriente, al igual que la barba unida a los largos cabellos, pero enseguida se dio cuenta de que ya había visto esas hermosas manos y el poderoso bastón de ébano en el que se apoyaban. De pie antela puerta de bronce, el visitante, con la cabeza inclinada, parecía concentrado en una profunda reflexión. Aldo esperó un momento; estaba seguro de que, detrás de las gafas de cristales ahumados que ocultaban la parte superior del rostro, se refugiaba un ojo único de un azul tan profundo como el del zafiro, y de que Simon Aronov se hallaba ante él.
De pronto, este dijo, sin siquiera volverse:
—Perdone mi silencio. Temo que lo haya preocupado, pero estaba bastante lejos. Además, quería que esta vez nos encontráramos aquí, en Venecia, y ante esta tumba, a fin de rendir homenaje a la que fue la última víctima de la piedra azul. Deseaba venir a arrodillarme sobre las cenizas de una gran dama y rezar. Ante el Todopoderoso —añadió, con la sombra de una sonrisa—, las oraciones, sea cual sea la lengua en que se pronuncien, no tienen otro valor que su sinceridad.
Por toda respuesta, Aldo sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta del panteón.
—Pase —dijo.
Aunque estaba perfectamente cuidado, el interior de la capilla olía a flores marchitas, a cera fría y, sobre todo, a humedad, pero en aquel medio casi acuático ningún veneciano prestaba atención a eso. Morosini señaló el banco de mármol situado frente al altar y propicio a las meditaciones. El Cojo se sentó mientras él depositaba las rosas en una jardinera.
—¿Trae flores a menudo a esta tumba? —preguntó Aronov.
—Bastante a menudo, sí, pero hoy no son para mi madre. La suerte ha querido que me citara el día del aniversario de la muerte de Felicia Orsini, condesa Morosini, que durante toda su existencia luchó por sus convicciones y para vengar a su esposo, fusilado en el Arsenal por los austríacos. Si tuviéramos tiempo, le contaría su vida; le gustaría. Pero no ha venido para escuchar la historia de mi familia. Aquí tiene lo que le anuncié.
Le tendió el estuche de piel azul y Aronov esperó un poco antes de abrirlo. Una lágrima escapó de sus ojos.
—¡Después de tantos siglos! —murmuró—. Gracias… ¿Me hará el honor de sentarse un momento a mi lado?
Durante un rato que le pareció muy largo, Aldo miró los largos dedos acariciar el sedoso tafilete hasta que por fin desapareció entre los pliegues del hábito negro. En su lugar surgió un paquetito envuelto en seda púrpura con hilos de oro. La voz lenta y cálida del Cojo sonó de nuevo:
—Hablar de dinero aquí sería un sacrilegio —dijo—. A estas horas, mis banqueros deben de estar solventando la cuestión con su tesorería. Esto…, y espero que lo acepte…, es una ofrenda personal para los manes de una princesa cristiana.
Al mismo tiempo, retiró la tela tornasolada para mostrar un relicario de marfil de una factura admirable, que el ojo experto del príncipe anticuario atribuyó sin vacilar al siglo VI bizantino.
A través de las paredes caladas, se podía ver que estaba forrado de oro y que en el centro reposaba un estrecho estuche de cristal que contenía algo semejante a una aguja de color pardo.
—Pertenecía a la capilla privada de la última emperatriz de Bizancio en el palacio de Blanchernes —dijo Aronov—. Es una espina de la corona de Cristo…, al menos eso se ha creído siempre y yo también quiero creerlo —añadió, con una sonrisa de disculpa que Aldo comprendió: había tantas reliquias en Bizancio que resultaba difícil garantizar en todos los casos su autenticidad. No obstante, eso no restaba valor al obsequio.
—¿Y me lo da? —dijo Morosini, con la garganta repentinamente seca.
—A usted no. A ella. Y veo allí un tabernáculo de mármol donde mi humilde homenaje encontrará el lugar que le corresponde. Tal vez apacigüe el alma inquieta de su madre, Eso es lo que nosotros decimos que pasa cuando se ha sido víctima de un asesinato.
Aldo asintió con la cabeza, cogió el relicario y lo depositó piadosamente en el interior del tabernáculo, ante el cual se arrodilló un instante antes de cerrarlo y de retirar la llave. Después volvió junto a su visitante.
—Esperaba poder apaciguarla yo mismo —suspiró con amargura—, pero el criminal continúa con vida. Sin embargo, tengo algunas dudas desde que conocí al último propietario del zafiro.
—¿El conde Solmanski…, o el hombre que se hace llamar así?
—¿Lo conoce?
—Sí, desde luego. Y me enteré de muchas cosas leyendo los periódicos parisienses del mes de mayo. Publicaron una excelente fotografía de la joven novia secuestrada la noche de su boda y otra de… su padre.
—¿Acaso no lo es?
—Eso no lo sé, pero de lo que estoy seguro es de que el nombre anunciado no es el suyo. El verdadero Solmanski desapareció en Siberia hace muchos años. Fue deportado por conspiración contra el zar y debió de morir allí, aunque no conseguí saber qué había sido de él. Pero su sustituto…, Ortschakoff es su verdadero nombre…, debe de estar al corriente de la suerte que corrió el verdadero Solmanski para haberse atrevido a instalarse en Varsovia, en el palacio del que sin duda fue su víctima. Como muchos otros, entre los que le gustaría que yo estuviera.
—¿Es enemigo suyo?
—Lo es del pueblo judío. Por una razón que desconozco, juró que lo destruiría, y puedo decirle que participó en varios pogromos. Ya entonces buscaba el pectoral, cuya leyenda conocía, y me buscaba a mí. Por eso vivo discretamente y con un nombre falso.
—¿Usted también…?
—Sí. No me llamo Aronov, pero mi verdadero nombre no le diría nada. Y fíjese en lo curiosas que son las cosas: durante años no hemos sabido nada el uno del otro; tuve que cometer la imprudencia de ponerme en contacto con usted para que el velo se alzara y la pista apareciera de nuevo. Los dos queríamos el zafiro: él lo robó, o hizo que lo robaran, lo que significa que cuenta con cómplices aquí y sobre todo en el servicio de correos de Venecia; hice mal en enviar un telegrama. Ese papel azul lo desencadenó todo… para desembocar en la muerte del pobre Amschel. Pese a todo, no me arrepiento de nada; nunca es bueno moverse entre la bruma.
—¿Qué piensa hacer ahora?
—Continuar, claro—. Mi tarea se ha vuelto todavía más urgente. Pero me despierta ciertos escrúpulos arrastrarlo conmigo.
—¿Por qué? Usted me advirtió que sería peligroso.
—Es cierto. Le hablé de esa orden negra que está naciendo, y es posible que Ortschakoff forme parte de ella. Sin embargo, tal como están actualmente las cosas, el peligro no lo amenaza demasiado aunque Solmanski…, llamémoslo así por la comodidad…, lo conozca personalmente. Es normal que usted busque un bien que es suyo; mientras él crea que el zafiro está en manos de su hija, usted no tendrá nada que temer. Fue un gesto de gran señor, pero fue sobre todo muy hábil por su parte, fingir que abandonaba la lucha dejando la joya en casa de Ferrals.
—¿Sabe todo eso?
—Sí. Vi a Adalbert hace poco y me lo contó todo.
Aronov hizo una pausa y Aldo se preguntó si habría sido informado de sus relaciones pasionales con Anielka, pero, como no hizo ninguna alusión a ellas al tomar de nuevo la palabra, el príncipe llegó a la conclusión de que Adalbert había sido discreto. A no ser que el Cojo fuera particularmente delicado.
—Sobre quien pesa ahora la amenaza es sobre ese desdichado inglés. Un día u otro Solmanski querrá recuperar la piedra, y cuando llegue ese momento su yerno perderá la vida. Pero volvamos a usted. Para ese canalla, usted ya no tiene ningún interés; usted ha vuelto a su casa y, como él desconoce los acuerdos que nos unen, ya ha salido del circuito infernal. En cambio, si lo encuentra de nuevo en su camino en busca de las otras piedras, se dará cuenta de que trabaja para mí y entonces sí que correrá el máximo peligro. Por eso siento los suficientes escrúpulos para proponerle que rompamos nuestro pacto.
Morosini ni siquiera lo dudó.
—Yo nunca me vuelvo atrás cuando he dado mi palabra, de modo que sus escrúpulos llegan tarde. Además, ¿no hizo referencia a otra leyenda, según la cual yo soy el elegido, el valiente caballero encargado por el destino de conquistar el Grial? —dijo con una sonrisa impertinente—. Tranquilícese, sé defenderme —añadió, más serio—, y Adalbert y yo formamos una excelente pareja.
—Eso también lo sé… No obstante, puede pensárselo.
—Ya está todo pensado. ¿Por qué quiere que vuelva a llevar una vida apacible de comerciante, cuando usted me ofrece una aventura apasionante? Mejor dígame cuándo tendrá lugar la venta del diamante del Temerario. Si no me equivoco, en septiembre, ¿no?
—Algo más tarde. La campaña de prensa empezará en Londres la última semana de septiembre, pero, dada la importancia histórica de la joya, la noticia se extenderá por la Europa occidental. La sesión está prevista para el miércoles 4 de octubre en Sotheby's.
—Para mí es una fecha perfecta. Con independencia del diamante, partiré para Inglaterra en esa época para asistir en Escocia a los funerales de un viejo amigo. Murió en Egipto el pasado mayo…
—¿Se refiere a lord Killrenan, que fue asesinado a bordo de su barco?
—Sí. Lo encontraron estrangulado en su cama, sus aposentos habían sido registrados de arriba abajo y le habían robado, pero la policía egipcia todavía no ha logrado capturar al asesino. Así que, después de un montón de trámites administrativos, el cuerpo no será repatriado hasta septiembre. Por nada del mundo faltaría al entierro.
Ante todo, por respeto y por amistad, pero también por curiosidad: quería ver de cerca a esa familia a la que el viejo sir Andrew detestaba hasta el punto de haber incluido a todos los ingleses en su prohibición de venderles el brazalete mongol. Algo le decía que ese crimen sórdido no era obra de uno de los numerosos bribones que pululan por todos los puertos del mundo, en Port Said y en cualquier otro sitio.
—¿Cree que fue un asesinato por encargo? —preguntó Aronov, que parecía leer los pensamientos de su interlocutor.
—Es posible. Todo es posible cuando hay de por medio una joya excepcional y, por añadidura, histórica. Usted lo sabe mejor que nadie. Lord Killrenan poseía una. Al menos su familia lo creía, pero ya no la tenía él.
—Y lo pagó con su vida. Se diría que las piedras preciosas, extraídas de las entrañas de la tierra para brillar en la frente de los dioses, están cargadas a la vez de un poder y de un mensaje que nadie sabrá nunca si son de amor o de muerte: «Estrellas arriba, estrellas abajo; todo lo que está arriba aparecerá abajo. Dichoso será quien lea el enigma», dijo Hermes tres veces grande, a quien los griegos convirtieron en un antiquísimo rey de Egipto y que asimilaban a Thot, Mucho me temo que nadie ha sabido leerlo hasta ahora.
—¿Ni siquiera usted, que sabe tantas cosas?
—No tantas como quisiera. Las piedras siguen siendo un enigma para mí, al igual que todo lo que posee un poder fascinante. Yo las busco con una finalidad sagrada, lo que no significa que me protegerán, pues muchas veces no traen suerte. La pasión de los hombres por ellas recibe en pago una funesta ingratitud. En lo que a usted se refiere, amigo mío, sólo puedo rezar para que se libre. Que Dios lo proteja, príncipe Morosini.
Un momento después, el Cojo había desaparecido. Aldo abrió de nuevo el tabernáculo y rezó un largo rato por aquel hombre y por el éxito de su empresa.
Sin embargo, la siniestra predicción de Simon no tardaría en cumplirse. Pocas semanas después de su encuentro y dos días antes de que Morosini partiera para Inglaterra, los grandes periódicos europeos anunciaron la muerte de sir Eric Ferrals. Asesinado.
Saint-Mandé, agosto de 1994