Robert Silverberg y Martin Harry Greenberg han preparado la presente Antología de la Ciencia-Ficción, una obra de envergadura, llena de vigorosos relatos sobre los siglos venideros, un libro de sueños, visiones y fantasías cuidadosamente imaginadas, seleccionadas por su capacidad de deleitar, asombrar y entretener. Cronológicamente esta Antología comprende relatos escritos a partir de 1946 y hasta la década de 1970, y ofrece, por tanto, un amplio panorama de la evolución de la ciencia-ficción. Debido a su extensión, la obra se presenta en cuatro volúmenes y en el formato de esta Colección. Este segundo volumen incluye obras de Philip J. Farmer, Robert Heinlein, Jack Finney, William Tenn, James H. Schmitz, Henry Kuttner, Robert Silverberg, John Varley, Ray Bradbury y Kurt Vonnegut, Jr.

Varios Autores

LA SOMBRA DEL ESPACIO

Primera edición: julio de 1981

Título original: The Arbor House Treasury of Modern Science Fiction Traducción: Ascensión y Mariano Tudela-E de Obregón

Diseño cubierta: Rigo

ISBN: 84-217-5135-2

Depósito legal: B. 31258-1981

© 1980 by Robert Silverberg and Martin H. Greenberg

© LUIS DE CARALT EDITOR, S. A., Rosellón, 246, Barcelona, 1981

para la publicación en lengua española.

Impreso en España — Printed in Spain Gráficas Diamante, Zamora, 83, Barcelona-18

PHILIP JOSE FARMER

La sombra del espacio

The Shadow of Space

Una gran ventaja de la ciencia ficción es su habilidad para ofrecer una sensación de perspectiva a los lectores inteligentes, recordarnos que allí fuera existe una multitud además de nosotros. ¿Pero cómo reaccionaría usted cuando es tan grande que puede abarcar en su mano galaxias enteras? ¿Cuáles serían sus responsabilidades en ese caso?

1

El claxon aclaró su garganta de plástico y comenzó a gritar. Los rojos y amarillos alternados, pulsados en los tableros de control, rodearon como brazaletes las muñecas del capitán y del piloto. Las amplias pantallas auxiliares espaciadas en los mamparos del puente también emitían destellos rojos y amarillos.

El capitán Grettir, catapultado de su ensoñación y de su asiento, se puso en pie. Las letras y números 20-G-DZ-R fluctuaban encendidas en un sector de cada pantalla y brotaban del tablero de control de muñeca para desarrollarse ante sus ojos, desapareciendo a continuación y volviéndose a alzar, agrandándose y adelgazándose después hasta la nada. Una y otra vez. 20-G-DZ-R. El código de letras indicaba que la alarma originada en el pasillo conducía a la sala de máquinas.

El capitán hizo girar su muñeca y alzó su brazo para colocar la mitad inferior del tablero de control a la distancia correcta para ver y hablar.

—Veinte-G-DZ-R, ¡informe!

Las llameantes, expansivas y levitantes letras se apagaron y la larga cara de altos pómulos de MacCool, primer maquinista, apareció como una menuda imagen en el sector del tablero. La imagen se duplicó en las pantallas de los mamparos del puente. Se irguió y se hizo más ancha, disparando hacia Grettir; luego parpadeó para ser seguida por una segunda cara de globo.

En la pantalla del tablero de muñeca aparecieron también, detrás J de MacCool, Comas, un suboficial, y Grinker, un compañero del maquinista. Sus caras no fluctuaban porque no se encontraban en la parte central de la pantalla. Más al fondo, aparecía un grupo de marinos y un cañón 88-K sobre una rastra movediza.

—Es esa mujer, la Wellington —dijo MacCool—. Utilizó el generador de fotios, poniendo en movimiento una pequeña potencia, para dejar fuera de combate a los dos guardias estacionados en el portalón de la sala de máquinas. Luego se reunió fuera con Comas, Grinker y conmigo. Dijo que dispararía sobre nosotros si nos resistíamos. Y soldó la verja al mamparo, de forma que no se puede abrir a menos que se funda.

MacCool no podía ocultar su asombro y añadió:

—No sé por qué está haciendo esto. Pero conectó los cables de propulsión a un puente zander y así puede controlar la aceleración. No podemos hacer nada para detenerla, a menos que entremos tras ella.

MacCool hizo una pausa, carraspeó y dijo de nuevo:

—Puedo enviar hombres al exterior para que intenten introducirse a través del cierre de aire de la sala de máquinas o que corten el casco | para alcanzarla. Mientras está distraída con esto podemos realizar un ataque frontal por el corredor. Pero dice que disparará a todo el que se le acerque demasiado. Podríamos perder algún hombre. Sabe lo que dice.

—Si hacen un agujero en el casco, se quedará sin aire y morirá en un minuto —dijo Grettir.

—Lleva un traje espacial —contestó MacCool—. Por eso no sellé esa zona e inyecté gas...

Grettir esperaba que su cara no traicionase su conmoción. Al oír una exclamación de Wang, que se sentaba cerca de él, Grettir volvió la cabeza. Pregunto:

—¿Cómo demonios consiguió salir de la enfermería?

Al tiempo de hablar se dio cuenta que Wang no podía contestar | tal pregunta.

Fue MacCool el que respondió:

-No lo sé, señor. Pregúnteselo al doctor Wills.

—¡Bueno, ahora no importa eso...!

Grettir clavó los ojos en la secuencia de valores que aparecía en la pantalla auxiliar del piloto. La velocidad de la nave en relación con la de la luz había saltado ya de 0'5 a 0'96. Cambiaba cada cuatro segundos. De 0'96 pasó a 0'98, a 0'99 y después a PO. A continuación se colocó en 1'1 y en 1'2.

Grettir se forzó a sí mismo a sentarse. Si algo iba a suceder, de momento tenía que ser así. El crucero Sleipnir TSN-X, de 280 millones de toneladas, se convertiría en energía pura.

Una nova, resplandeciente pero muy breve, formaría motas en los cielos y los telescopios orbitales de la Tierra verían el fulgor a 20'8 años luz.

—¿Cuál es el estado del eme y de los dispersadores de aceleración? —preguntó Grettir.

—Todavía no están forzados... —contestó Wang—. Pero la resistencia se agotará si la cosa continúa... Cinco megakilovatios para cada dos segundos y acabamos de comenzar.

—Creo que estamos a punto de descubrir lo que pretendíamos... —comentó lentamente Grettir—. Pero no sucederá bajo las condiciones controladas cuidadosamente que habíamos planeado...

El Sleipnir, crucero experimental de la Armada Terrestre Espacial había dejado su base en Asgard, octavo planeta de Altair (Alfa Aquilae), y llevaba veintiocho días de navegación. Las órdenes eran realizar el primer intento de una nave tripulada para superar la velocidad de la luz. Si su misión tenía éxito, los hombres podrían viajar entre la Tierra y los planetas coloniales en semanas en lugar de años. Toda la galaxia podría estar abierta a la Tierra.

En el transcurso de dos semanas, el Sleipnir realizó varias pruebas a una velocidad 0'8 veces superior a la de la luz, durando cada prueba dos horas.

El Sleipnir estaba equipado con enormes motores y contradurmientes sólidos y macizos, además de contar con los dispersadores y expansores de la estructura espacio-tiempo («abridores de agujeros») requeridos para las velocidades próximas a la velocidad de la luz y para velocidades superiores. Ninguna nave de la historia terrestre había tenido tal potencia ni los medios de manejarla.

En cuanto a la propulsión —la amplificación cubicada de energía producida por la mezcla controlada de materia, antimateria y materia— originaba una energía que podría abrirse camino del núcleo de acero de un planeta. Pero parte de esa energía tenia ser desviada en fuerza de conversión masa-energía, que evitaba que la nave se transformase en energía pura. El «abridor de agujeros» necesitaba también una vasta potencia. Este invento, oficialmente el expansor o neutralizador de la estructura espacio-tiempo, «enderezaba» la curvatura local del universo y proporcionaba un «agujero» por donde viajaba el Sleipnir. Tal agujero anulaba el 99'3 por ciento de la resistencia que normalmente habría encontrado la nave.

De este modo, los efectos de las velocidades que se aproximaban e incluso excedian a la velocidad de la luz se modificaban, aunque no se evitaban por completo. El Sleipnir no contraería su longitud hasta cero ni conseguiría una masa infinita cuando alcanzase la velocidad de la luz. Se contraía y aumentaba, sí, pero sólo en una proporción del l/777'777 de lo que sería normal. La nave asumiría la forma de un disco, pero de una manera más lenta que sin sus «abridores», contradurmientes especiales y dispersadores.

¿Pero quién sabía lo que sucedería cuando la velocidad de la nave fuese superior a la de la luz? Este era el problema que tenía que resolver el Sleipnir, aunque su capitán Grettir pensaba que no bajo las condiciones actuales. No a la fuerza.

—¡Señor! —exclamó MacCool—. La Wellington amenaza con disparar sobre cualquiera que se acerque al cuarto de máquinas... El primer maquinista vaciló y después añadió: —Excepto sobre usted. Quiere hablarle. Pero no por medio de la intercomunicación. Insiste en que baje usted y hablen cara a cara. Grettir se mordió el labio inferior y emitió un ruido de ventosa.

—¿Por qué a mí? —preguntó, pero sabía por qué y la expresión de MacCool mostraba que él también lo sabía.

—Estaré abajo dentro de un minuto. ¿No hay forma de conectar una derivación, instalar un circuito a su alrededor o detrás de ella para volver a controlar de nuevo el transmisor?

—¡No, señor!

—¿Es que también se abrió paso por el puente de la sala de máquinas y se hizo con los circuitos colindantes? MacCool contestó:

—Está loca, pero tiene la mente lo suficientemente clara para adoptar toda clase de precauciones. No ha descuidado nada. Otettir gritó:

-¡Wang! ¿Cuál es ahora la velocidad?

—¡Dos coma tres vl/pm, señor!

Grettir contempló la pantalla de estrellas en el mamparo del proel del puente. Todo negro excepto unos cuantos brillos blancos, azules, rojos y verdes, aparte de la galaxia llamada XD-Dos, que yacía muerta delante. La galaxia había tenido y seguía teniendo la forma de una naranja. Estuvo observando la pantalla aproximadamente un minuto y después dijo:

—Wang, ¿estoy viendo bien? La luz roja procedente de XD-Dos está virando al azul, ¿correcto?

—¡Correcto, señor!

—Entonces... ¿por qué XD-Dos no se vuelve más grande? La estamos alcanzando como una zorra a un conejo. Wang contestó:

—Creo que la tenemos más perca, sir. Pero es que estamos aumentando de tamaño...

II

Grettir se levantó de la silla.

—¡Hágase cargo de esto mientras me voy! Retire la alarma y diga a la tripulación que continúe sus tareas normales. Si algo sucede mientras estoy en la zona de máquinas, notifíquemelo inmediatamente.

El piloto saludó y contestó secamente:

—¡Sí, señor!

Grettir cruzó el puente. Estaba seguro de que los oficiales y los hombres de la tripulación, que se sentaban en el círculo de asientos del puente, le miraban a hurtadillas. Se detuvo por un momento y encendió un cigarro. Se sentía contento de que sus manos no temblasen y esperaba que su expresión resultase segura. Lentamente, reprimiendo el impulso de correr, continuó atravesando el puente y se detuvo de espaldas a los hombres, expulsando una bocanada de humo, para seguir caminando hasta desaparecer de su vista. Braceó contra la rápida pendiente y después a causa de la acometida de la disminución de la velocidad, al dejarse caer por el tubo de bajada. Estableció los controles del Muelle 14; las puertas corredizas se abrieron. Echó a andar por un pasillo donde un carro-g y un operador esperaban por él. Grettir saltó al vehículo, se sentó y le dijo al hombre a dónde lo tenía que conducir.

Dos minutos después se encontraba con MacCool. El primer maquinista señaló el fondo del pasillo. Cerca del final, en el sudo, todavía se encontraban dos marinos inconscientes. La puerta de la sala de máquinas estaba abierta. La puerta secundaria, la verja, estaba cerrada. Dentro de la sala de máquinas habían apagado las luces. Algo blanco se movía al otro lado de la reja. Era la cara de Donna Wellington, visible a través del casco.

—No podemos mantener esta aceleración —dijo Grettir—. Ya vamos más rápidamente de lo que se han permitido las naves sin tripulación. Existen toda clase de teorías acerca de lo que le podría suceder a una nave sometida a estas velocidades y todas son malas...

—Por ahora estamos refutando varias —comentó MacCool.

Hablaba con suavidad, pero su frente aparecía sudorosa y sus ojos estaban rodeados de ojeras. Al cabo de un segundo, MacCool siguió hablando:

—Me alegro de que esté aquí, señor. Acaba de amenazar con que cortaría los cables del empalme eme si no asoma por aquí dentro de dos minutos —gesticuló con ambas manos para indicar una amplia bola de luz regulable.

—Hablaré con ella —dijo Grettir—. Aunque no puedo imaginar lo que quiere...

MacCool lo miró con aire de duda. Grettir estuvo a punto de preguntarle qué demonios pensaba, pero lo pensó mejor. Ordenó:

—Mantenga a sus hombres en sus puestos. Que no parezca que vienen detrás de mí...

—¿Y qué hacemos, sir, si dispara sobre usted?

Grettir tuvo un respingo:

—Utilice el cañón. Y no dude si me encuentro por medio... ¡Desalójela! Pero asegúrese de que utiliza una onda corta, suficiente para alcanzarla pero no tan larga que llegue a rozar las máquinas.

—¿Pero por qué no hacemos eso antes de que usted ponga en peligro su vida? —preguntó MacCool.

Grettir vaciló y por fin contestó:

—Mi responsabilidad primordial es el barco y su tripulación. Pero esa mujer está muy enferma. No se hace cargo de las implicaciones de sus acciones. Desde luego, no por completo. Quiero disuadirla de esto, si es que puedo.

Desenganchó él comunicador de su cinturón y recorrió el pasillo hacia la verja, en dirección a la oscuridad y a la blancura que se movía detrás. Su espalda estaba rígida. Los hombres le vigilaban intensamente. Sólo Dios sabía lo que decían de él, por lo menos lo que pensaban. Toda la tripulación se había estado divirtiendo a causa de la pasión que Donna Wellington le demostraba y de la incapacidad de su capitán para enfrentarse con ella. Decían que estaba loca por él, sin darse cuenta que, en realidad, estaba loca. Se habían estado riendo. Pero ahora no reían.

Es más, al percatarse de que realmente era una demente, algunos le reprochaban haberlos puesto en peligro. Indudablemente, pensaban que si la hubiese manejado de forma diferente no estarían actualmente tan cerca de la muerte.

Se detuvo tan sólo a un paso de la reja. Ahora podía ver la cara de la Wellington, un damero blanco y negro. Esperó a que hablase primero. Pasó todo un minuto, entonces la mujer exclamó:

—¡Robert!

La voz, normalmente de tono bajo y agradable, era ahora aguda y tensa.

—Robert no, Eric... —dijo por el comunicador—. Capitán Eric Grettir, señora Wellington.

Hubo un silencio. La mujer se acercó más a la verja. La luz hirió uno de sus ojos que brilló con destellos azulados.

—¿Por qué me odias así, Robert? —preguntó quejumbrosamente—. Acostumbrabas a quererme... ¿Por qué te has vuelto contra mí?

—Yo no soy su esposo —dijo Grettir—. ¡Míreme! ¿No puede ver que no soy Robert Wellington? Yo soy el capitán Grettir, del Sleipnir. Debería ver quién soy realmente... Es muy importante, señora Wellington.

—¡No me quieres! —gritó la mujer—. Estás intentando deshacerte de mí pretendiendo que eres otro hombre. Pero no funciona... ¡Te he conocido a pesar de todo, bestia! ¡Bestia! Te odio, Robert...

Involuntariamente, Grettir retrocedió bajo la intensidad de su angustia. Vio su mano saliendo de las sombras y el haz de luz sobre una pistola. Disparó. Un rayo de blancura lo dejó deslumbrado.

A la luz siguió la oscuridad.

Arriba, o hacia adelante, había un disco grisáceo rodeado de negrura. Grettir viajó lenta y espasmódicamente en su dirección, como si hubiese sido tragado por una ballena, pero estaba siendo expulsado hacia la boca abierta, los músculos de la garganta del leviatán le atraían al exterior.

A lo lejos, detrás de él, sumergida en los intestinos de la ballena, Donna Wellington habló:

—¿Robert?

—¡Eric! —gritó—. ¡Soy Eric!

El Sleipnir, alejándose de Asgard y siguiendo su camino a 6.200 kilómetros por segundo, había recogido la llamada del Mayday. Procedía de una nave espacial a medio camino entre los planetas de Altaír doce y trece. Aunque Grettir podría haber ignorado la llamada sin ser reprendido por sus superiores, alteró su curso y encontró una nave destrozada por un meteorito. En el interior del casco estaba el cuerpo de un hombre partido por el medio y había una mujer sumida en un profundo shock.

Robert y Donna Wellington eran la segunda generación de asgardianos, físicos doctorados en biotatología y poseyendo documentos de expertos en astrografía. Estaban investigando ejemplares de «plancton espacial» y de «hidras espaciales», formas de vida nacidas en las regiones situadas entre los planetas exteriores a Altair.

El estallido, la muerte de su esposo y la lacerante sensación de aislamiento, disociación y desesperanza, durante las ochenta y cuatro horas anteriores a su rescate, habían doblegado a la señora Wellington. Quizás «doblegado» no fuese el término exacto. «Fragmentado» era una palabra más apropiada.

Desde el comienzo de lo que en un principio pareció un restablecimiento, la mujer había tomado una semejanza superficial de Grettir con su esposo por una identidad. Al principio, Grettir había estado amable y cariñoso con ella y la visitó frecuentemente en la enfermería. Después, por consejo del doctor Wills, se había mostrado severo. Y a consecuencia de esto se produjo el imprevisto resultado. Donna Wellington gritaba detrás de él y, de repente, el círculo crepuscular de enfrente se hizo brillante y se sintió libre. Abrió los ojos para ver unas caras sobre él. El doctor Wills y MacCool. Se encontraba en la enfermería.. MacCool sonrió y dijo: —Por un momento pensamos...

—¿Qué sucedió? —preguntó Grettir, y añadió—: Sé lo que hizo. Quiero decir...

—Disparó toda la potencia sobre usted —aclaró MacCool—. Pero los barrotes de la reja absorbieron la mayor parte de la energía. Usted recibió sólo lo suficiente para levantar la piel de su cara y dejarlo sin conocimiento. Gracias que se le ocurrió cerrar los ojos.

Grettir se sentó. Se palpó la cara. Estaba cubierta con un ungüento graso, mitigador del dolor, y por una sustancia renovadora de la piel.

—¡Tengo un terrible dolor de cabeza! El doctor Wills le aseguró:

—Desaparecerá dentro de un minuto.

—¿Cuál es la situación? —preguntó Grettir—. ¿Cómo consiguió separarme de ella?

MacCool contestó:

—Tuve que hacerlo, capitán. Si no, hubiera vuelto a disparar sobre usted El cañón voló lo que quedaba de la reja. La señora Wellington...

—¿Ha muerto?

—Sí. Pero el cañón no la tocó. Extraño. Se quitó su traje arrancándose la piel y a continuación salió por la cerradura de aire de la sala de máquinas. Desnuda, como si quisiese parecer la novia de la Muerte. Estuvimos a punto de ser atrapados en el torbellino de aire, ya que fijó los controles de forma que el portalón interior permaneciese abierto. Casi lo consiguió, pero llegamos a tiempo para cerrarlo.

' Grettir dijo:

—No lo recuerdo... ¿Algún daño en la sala de máquinas?

—No. Y los cables se han vuelto a conectar para operar normal— § mente. Sólo que...

—¿Sólo qué?

La cara de MacCool estaba tan larga que parecía un sabueso? amedrentado.

—Pues que antes de que yo volviese a conectar los cables sucedió algo extraño... peculiar. Toda la nave y todos los que nos encontrábamos en su interior sufrimos una especie de distorsión. Ondulante, como si nos hubiésemos convertido en cera y goteásemos. O como si fuésemos banderas ondeando al viento. El puente informó que el proel de la nave se hinchaba como un globo, después se volvió rizado y ese mismo efecto cruzó la nave. Mientras duró la ondulación todos sentimos náuseas.

Hubo un silencio, pero las expresiones de ambos hombres indicaban que la cosa no quedaba ahí.

—¿Bien? —preguntó el capitán.

MacCool y Wills se miraron. MacCool tragó saliva y dijo:

—Capitán, ¡no sabemos dónde demonios estamos!

III

En el puente, Grettir examinó pantalla exterior de proa, había estrellas. El espacio estaba colmado por una luz tan gris y apagada como la de un incierto amanecer en la Tierra. Y el resplandor, a una distancia aún indeterminada, aparecía un número de esferas.

La esfera que quedaba detrás de ellos, a una distancia que se podía estimar en cincuenta kilómetros, tenía casi la forma de la Luna de la Tierra, con relación a la nave. Su superficie era tan lisa y tan gris como una pelota de plomo.

Darl pronunció un código binario en su tablero de control de muñeca y la esfera de la pantalla de estrellas pareció dispararse hacia ellos. Recorrió la pantalla hasta que Darl cambió la línea de perspectiva. Estaban observando aproximadamente a 20 grados de arco del borde de la esfera.

—¡Aquí está! —exclamó Darl—. Orbita alrededor de la grande...

Un pequeño objeto flotaba alrededor del borde de la esfera y parecía lanzarse sobre ellos. Creció y se convirtió en otra esfera más pequeña y también de color gris.

Darl hizo una pausa y a continuación comentó:

—Nosotros, es decir la nave, salimos de esa esfera pequeña. Fuera de ella. A través de su corteza...

—¿Quiere usted decir que hemos estado dentro? —preguntó Grettir—. ¿Y que ahora estamos fuera?

—Sí, señor... ¡Exactamente! —Darl carraspeó y añadió—: ¡Oh, oh, señor!

Alrededor de la esfera más grande, ligeramente encima del plano de la órbita de la esfera pequeña, pero dentro de su curso en una órbita interior, se movía otro objeto. Por lo menos cincuenta veces más grande que el globo pequeño. El objeto alcanzó al globo y los dos desaparecieron juntos alrededor de la curva de la esfera principal.

—¡El cuerpo de la Wellington! —exclamó Grettir— Se desvió de la pantalla, dio un paso y volvió a gritar de nuevo—. ¡No es correcto! Debería estar arrastrándose detrás de nosotros o por lo menos paralela a nosotros, quizá saliéndose en una esquina pero moviéndose en nuestra misma dirección...

La cara de Grettir expresaba todo su asombro. Hizo una pausa y volvió a hablar:

—¡Pero ha sido apresada por la esfera grande! ¡Y está en órbita! ¡Y su tamaño es gigantesco! ¡No tiene sentido! ¡No debería ser!

—¡Nada debería ser...! comentó Wang.

—¡Retrocedamos! —dijo Grettir—. Establezcamos una órbita alrededor de la principal, en el mismo plano que la secundaria pero más lejos, aproximadamente a kilómetro y medio de distancia.

Darl no dijo nada pero su cara expresaba claramente: «¿Y entonces qué?»

Grettir se preguntó si la joven tenía el mismo pensamiento que él. Las caras de los otros que estaban en el puente reflejaba la duda. El miedo estaba escondido pero rezumaba fuera. Podía oler las burbujas podridas. ¿También tenían sospechas?

—¿Qué atracción ejerce la esfera principal sobre la nave? —preguntó a Wang.

—No existe ninguna influencia detectable, señor. El Sleipnir parece tener una carga neutra, ni positiva ni negativa en relación con ninguna de las esferas. Ni tampoco con el cuerpo de la Wellington.

Grettir se sintió ligeramente aliviado. Sus pensamientos habían sido tan salvajes que no había sido capaz de considerarlos más que como fantasías histéricas. Pero la contestación de Wang demostraba que la idea de Grettir también había sido suya. En lugar de contestar en términos de fuerza de gravitación, había hablado como si la nave fuese una partícula subatómica.

¿Pero si la nave no había sido afectada por la esfera principal, por qué el cadáver de la señora Wellington padeció la atracción?

—¿Nuestra velocidad en relación con la principal? —quiso saber Grettir.

—Cortamos la aceleración tan pronto como volvimos a conectar los cables, señor —contestó Wang—. Eso fue inmediatamente después de que saliéramos a este espacio. No aplicamos retropropulsión. Nuestra velocidad, según se indica por potencia de consumo, es diez megaparsecs por minuto. La que, por lo menos, señalan los instrumentos... Pero nuestro radar, que debería ser totalmente inefectivo a esa velocidad, indica cincuenta kilómetros por minuto en relación con la esfera grande.

Wang se recostó en su asiento, como si esperase que Grettir explotase de incredulidad. Grettir encendió otro cigarro. Esta vez sus manos temblaban. Expulsó una bocanada de humo y dijo:

—Obviamente, estamos operando bajo diferentes leyes que no tienen vigor aquí fuera...

Wang suspiró ligeramente.

—¿De forma que también usted piensa así, capitán? Sí, diferentes leyes... Lo que quiere decir que cada vez que realizamos un movimiento a través de este espacio, no podemos saber cuál será el resultado. ¿Puedo preguntar lo que planea hacer, sir?

Con esta pregunta, que Wang jamás se hubiera atrevido a formular

antes, aunque sin duda lo hubiera pensado, Grettir supo que el piloto compartía su ansiedad. El cordón umbilical se había roto y Wang estaba herido y sangrante por dentro. ¿Iría también a flotar en un vacío gris? ¡Desposeído como ningún ser humano lo había estado?

Se requería un tipo especial de hombre o de mujer para aceptar perderse, ya procedente de la Tierra o de su planeta de origen, para discurrir entre las estrellas tan lejos que el sol naciente ni siquiera era un débil resplandor. También se requerían especiales condiciones para el tipo especial de hombre o de mujer. Tenía que creer, en lo más profundo de su inconsciente, que aquella nave, era una pieza de la Madre Tierra. Tenía que creerlo. Si no se haría pedazos.

Se podía conseguir. Muchos lo lograban. Por miles. Pero ni esos temerarios viajeros estaban preparados para un absoluto divorcio del universo.

Grettir padeció el miedo al vacío. El vacío se enroscaba en su interior, como una serpiente gris, como un resquicio en la nada. Vacío. Envolvente. ¿Y qué sucedería cuando dejara de enroscarse?

¿Y qué pasaría con la tripulación cuando fuera informada, como debía serlo, de la total disociación?

Solamente había un medio de mantener sus mentes alejadas de que se les soltasen las amarras. Deberían creer que podrían regresar al mundo. Lo mismo que él, también debía creerlo.

—¡Tocar de oído! —dijo de pronto Grettir.

—¿Qué? ¿Señor?

—¡Tocar de oído! —repitió Grettir más fuertemente de lo que pretendía—. Simplemente estaba respondiendo a su pregunta. ¿Ha olvidado que me preguntó qué pensaba hacer?

—¡Oh, no, señor! —contestó Wang—. Sólo estaba pensando...

—Mantenga su mente en el trabajo —ordenó Grettir.

A continuación le dijo a Darl que se haría cargo de la situación. Pronunció el código para activar el todos-apostaderos. Un sonido ascendente-descendente se produjo en cada camarote del Sleipnir y todas las pantallas emitieron una señal a cuadros grises y negros. A continuación, los avisos visuales y sonoros se apagaron y el capitán habló.

Habló durante dos minutos. Los hombres del puente daban la impresión de que las luces se habían apagado en sus cerebros. Era casi imposible aferrar el concepto del propio ser de uno fuera de su universo. Como resultaba difícil pensar que su amplio cosmos originario era sólo un «electrón» alrededor del núcleo de un «átomo». Si lo que el capitán decía era verdad (¿cómo podría serlo?), la nave estaba en el espació entre los superátomos de una supermolécula de un superuniverso.

Aunque sabían que el Sleipnir había viajado bajo los efectos de casi 300.000 veces la rapidez de la luz, no podían abarcar el concepto con los dedos de sus mentes. Se volvía humo y se escapaba.

Se emplearon diez minutos, hora de la nave, en girar y completar las maniobras que colocaban al Sleipnir en una órbita paralela pero exterior a la esfera secundaria, o, como pensaba de ella Grettir, «nuestro universo». Cedió su asiento a Darl y comenzó a recorrer el puente de arriba abajo, mientras vigilaba la pantalla de las estrellas.

Si los hombres estaban experimentando el efecto de la desviación, lo mantenían bajo control. Su capitán les había dicho que estaban retrocediendo, no que estaban haciendo un intento de reingreso. Habían soportado mucho con él y jamás les había fallado. Con esa confianza, podían soportar la agonía de la disolución.

Cuando el Sleipnir se estableció paralelamente a la esfera secundaria, el cuerpo de la Wellington volvía a doblar alrededor de la esfera principal y pasaba la pequeña esfera y la nave. Los brazos de su montañoso cuerpo estaban rígidamente extendidos a ambos lados y sus piernas completamente desplegadas. A la luz gris, su piel tenía un color negro azulado a causa de la ruptura de las venas y de las arterias. Su pelo rojo, enrollado en un moño, parecía negro. Sus ojos, cada uno de los cuales era más grande que el puente del Sleipnir, estaban abiertos, hinchados por coágulos de sangre negra. Sus labios aparecían retirados hacia atrás en una mueca y sus dientes eran como ranuras de puertas manchadas de hollín.

Siempre en rotación, dejó atrás la esfera y la nave.

Wang informó que había tres «sombras» en la superficie de la esfera principal. Marchaban al mismo paso que el cadáver y la esfera secundaria y la nave. Al amplificarse en la pantalla del mamparo del puente, cada «sombra» se convirtió en la silueta de cada uno de los tres cuerpos en órbita. Las sombras solamente tenían un matiz más oscuro que la superficie y estaban originadas por un pliegue cambiante de la corteza de la principal. La superficie sobresalía a lo largo de los bordes de las sombras y formaba una depresión poco profunda dentro de los mismos.

Si la sombra del Sleipnir era una verdadera indicación de la forma del navío, el Sleipnir había perdido su apariencia de aguja y era un huso grueso en ambos extremos y estrecho en el centro.

Cuando el cadáver de la señora Wellington pasó por la esfera pequeña y por la nave, su sombra o «impresión» se invirtió. Donde había

estado la cabeza de la sombra, ahora estaban los pies, y viceversa.

Desapareció al doblar la curva de la esfera principal y, al regresar por el otro lado, su sombra volvía a tener su «verdadero» reflejo. Permaneció así hasta que volvió a dejar atrás el globo secundario, después de lo cual la sombra se invirtió una vez más.

Grettir había sido informado de que en el espacio no parecía existir absolutamente materia aparte de las esferas. No había ningún átomo o partícula detectable. Por otra parte, a despecho de la carencia de radiación, la temperatura del casco y de diez metros al otro lado del casco, fluctuaba más o menos entre los setenta y los veinte grados Fahrenheit.

IV

Después de tres órbitas, Grettir supo que la nave había disminuido de tamaño considerablemente. O que la esfera pequeña había aumentado. O bien que ambos cambios se habían producido. Además, en la pantalla visual, la esfera secundaria aparecía de forma distinta y se había convertido en un grueso disco en la primera circunvalación de la nave para establecer su órbita.

Grettir estaba tratando de encajar todo aquello y pensando en llamar a Van Voorden, el jefe del equipo físico, cuando el cadáver de la Wellington terminó de dar otra vuelta alrededor de la esfera principal. El cuerpo alcanzó a los otros satélites y por un momento la esfera principal, la secundaria y el Sleipnir estuvieron alineados, como ensartados en una invisible cuerda.

De repente, la secundaria y el cadáver saltaron una hacia el otro. Cesaron de moverse cuando se encontraban montados un cuarto de kilómetro. La esfera secundaria volvió a cobrar su forma globular tan pronto como consiguió su nueva órbita. Los brazos y las piernas de la señora Wellington, durante este cambio de posición, se movieron como si hubiese vuelto a vivir. Sus brazos se cruzaron sobre su pecho y sus piernas se encogieron de forma que sus muslos estaban contra su estómago.

Grettir llamó a Van Voorden. El físico dijo:

—En esta parte de la nave hasta el paje de escoba, si es que lo tenemos, sabe lo mucho que estoy haciendo sobre lo que sucede o lo que se puede esperar... Los datos, tal cual se presentan, son demasiado inadecuados y confusos. Sólo puedo sugerir que se produjo un intercambio de energía entre la Wellington y la secundaria.

—¿Un salto de cuantos? Si eso es así, ¿por qué la nave no ha experimentado una pérdida o una ganancia?

Darl intervino:

—Perdón, sir. Lo hizo. Hubo una pérdida de cincuenta megakilovatios en cero coma ocho segundos.

Van Voorden añadió:

—Quizás el Sleipnir disminuyó en tamaño relativo al decrecer su velocidad. O puede ser que la velocidad no tenga nada que ver con la cuestión o sólo parcialmente... Quizás el cambio en las relaciones mutuas espaciales entre cuerpos origine otras mutaciones. Por lo que se refiere a forma, tamaño y transferencia de energía... No lo sé, ¿cuál es ahora el tamaño del cadáver de la mujer con relación a la nave?

—Las medidas del radar señalan que es ochenta y tres veces más grande. Está aumentando o nosotros disminuimos...

Los ojos de Van Voorden se abrieron de par en par. Grettir le dio las gracias y cortó la comunicación. Ordenó que el Sleipnir se colocase exactamente en la misma órbita de la esfera secundaria, pero diez dekámetros delante.

Van Voorden volvió a llamar:

—El salto tuvo lugar cuando estábamos en línea con los otros tres cuerpos. Puede ser que el Sleipner actúe en cierto modo como catalizador geométrico bajo determinadas condiciones. Naturalmente, es sólo una analogía...

Wang alimentó verbalmente la orden en el computador de su tablero de control de muñeca. El Sleipnir estuvo pronto trepidando delante de la esfera. El radar informó que la nave y la secundaria tenían ahora el mismo tamaño. El cadáver volvía a regresar de su vuelta alrededor de la esfera principal y seguía teniendo el mismo tamaño relativo que antes.

Grettir ordenó que el buque girase en redondo, de forma que la proa quedase mirando a la esfera. Realizado esto, redujo la velocidad. El retropropulsor los frenó mientras las tracciones laterales reajustaron las fuerzas para mantener la nave en la misma órbita. Como la esfera primaria no ejercía ningún tipo de atracción sobre el Sleipnir, la nave tenía que permanecer en órbita por medio de un constante reequilibrio de tracciones. La esfera, ahora hinchada como un globo, avanzaba lentamente hacia la nave.

—El radar indica que estamos haciendo veintiséis coma seis dekámetros por segundo en relación con la esfera primaria —dijo Wang—. El colador de energía indica que marchamos a veinticinco mil veces la velocidad de la luz. Dicho sea de paso, esto no guarda proporción con nuestra velocidad al abandonar nuestro mundo.

—Más frenaje —ordenó Grettir—. Reducir a quince dekámetros. La esfera engrosada llenó la pantalla y Grettir, involuntariamente braceó por el impacto, aunque estaba tan lejos de esperarlo que no se había atado a su asiento. No había habido el menor choque cuando la nave se había abierto camino a través de la «piel» del universo.

Le habían hablado de la distorsión del buque cuando abandonaron el universo, por eso no se sorprendió demasiado. Sin embargo, no pudo evitar sentirse temeroso y aturdido cuando la parte frontal del puente aumentó bruscamente y a continuación se rizó. Pantalla, mamparos, cubierta y tripulación se agitaron como si estuviesen mecidos por un fuerte viento. Grettir sintió como si estuviesen siendo plegados en mil diferentes ángulos al mismo tiempo.

Entonces Wang gritó y los demás repitieron su grito. Wang se alzó de su asiento y colocó sus manos ante él. Grettir, que estaba detrás y hacia un lado, se quedó helado al ver docenas de pequeños objetos, del tamaño de luciérnagas, brillando y deslizándose a través de la pantalla de estrellas y del mamparo, y dirigiéndose hacia él. Salió de su parálisis a tiempo de librarse de una menuda bola de resplandeciente blancura. Pero otra golpeó su frente y le obligó a emitir un quejido.

Una astilla de los cuerpos pasó a su lado. Algunas eran blancas, otras azules, grises y también de color topacio. Estaban por todos los niveles, encima de su cabeza, a la altura de su cintura y alguna rozaba el puente. Se agachó para dejar pasar a dos y cuando lo hizo, vio a Nagy, el oficial de comunicaciones, inclinarse y vomitar. La sustancia se disparaba de su boca y alcanzó uno de los pequeños brillos, apagándolo con un chisporroteo de humo.

Entonces, la parte de proa del puente recobró su solidez y la consistencia de su forma. Ya no circulaban más objetos ardientes.

Grettir se volvió para ver los mamparos de popa del puente que temblaban en el despertar de la onda. También ellos recuperaron la normalidad. Grettir voceó el código de «emergencia» y pudo hacerse cargo del control de Wang, que estaba gritando de dolor. Dirigió la nave para que cambiase su curso hacia una dirección «vertical ascendente». No se produjo la sensación de subida a causa del campo-g artificial reajustado dentro de la nave. De repente, la parte de proa del puente volvió a sufrir una distorsión y la ondulación alcanzó la textura del barco y también a su tripulación.

La pantalla de estrellas, que no había estado mostrando nada más

que la oscuridad del espacio, brilló con unas cuantas estrellas, desplazando hacia una esquina a la esfera gris grande y a la luz crepuscular. Grettir, luchando contra el dolor de su frente y contra la náusea, dio otra orden. Transcurrieron posiblemente unos treinta segundos y después el Sleipnir comenzó el giro que le haría retroceder a una órbita paralela a la esfera secundaria.

Grettir, al darse cuenta de lo que estaba sucediendo inmediatamente después de ser quemado, había hecho retroceder al Sleipnir fuera del universo. Hizo un llamamiento a los guardamarines y al doctor Wills y después ayudó a Wang en su asiento. Había un olor a carne y pelo quemado en el puente, que el sistema de aire acondicionado aún no había conseguido extraer. La cara y las manos de Wang estaban quemadas en cinco o seis lugares y parte de su tosco y largo pelo, en el lado derecho de su cabeza, aparecía quemado.

Tres guardamarines y el doctor Wills llegaron corriendo por el puente. El doctor comenzó a aplicar una gelatina de pseudoproteína en la frente de Grettir, pero el capitán le ordenó que primero cuidase de Wang. Wills trabajó rápidamente y a continuación, después de extender la gelatina sobre las quemaduras de Wang y de colocar un vendaje de piel falsa sobre las llagas, trató al capitán. Tan pronto como colocaron la gelatina en su frente, Grettir sintió que su dolor se disipaba.

—Tercer grado —dijo Wills—. Fue una suerte que esas cosas, o lo que sean, no fuesen más grandes.

Grettir recogió su cigarro, que había caído en la cubierta cuando había visto a los objetos dispararse hacia él. El cigarro seguía encendido. A su lado yacía una brasa, inmediatamente ennegrecida. La recogió cautelosamente. Sintió calor pero pudo sostenerla sin demasiada incomodidad.

Grettir extendió su mano, con la palma hacia arriba, de forma que el doctor pudo ver la partícula de materia negra en ella. Era casi más pequeña que cuando flotaba en el puente a través de los momentáneamente «abiertos» intersticios de las moléculas que componían el casco del buque y los mamparos.

—Esto es una galaxia... —susurró.

El doctor Wills no comprendió nada.

—Una galaxia de nuestro universo —añadió Grettir.

Wills palideció y tragó saliva.

—¿Quiere usted decir?

Grettir asintió.

Wills dijo:

—Espero... que no del nuestro... ¡Una galaxia de la Tierra!

—Lo dudo... —contestó Grettir—. Estamos sobre el borde de los campos de estrellas más remotos, es decir, los que quedan más cerca de la «piel» de nuestro universo. Pero si continuamos marchando...

Wills movió su cabeza. Billones de estrellas, posiblemente millones de habitables y por lo tanto habitados planetas, estaban en aquella pequeña bola de fuego, ahora fría y colapsada. Trillones de seres sensibles y un número inimaginable de animales habían muerto cuando su mundo colisionó con la frente de Grettir.

Wang, informado de la verdadera causa de sus quemaduras, cayó enfermo de nuevo. Grettier ordenó que lo llevasen a la enfermería y que le sustituyese Gómez. Van Voorden entró en el puente. Dijo:

—Supongo que nuestro principal objetivo tiene que ser el regreso. ¿Pero no podemos hacer una tentativa para penetrar en el núcleo de la esfera principal? ¿Habrá usted comprobado que un asombroso...?

Grettir le interrumpió:

—Lo he comprobado. Pero nuestro combustible supletorio es pequeño, muy pequeño. Quiero decir, si tenemos que recorrer un largo camino para poder volver a la base, después de retroceder a través de la «piel». Puede resultar demasiado largo... No me atrevo a aumentar la velocidad durante el regreso a causa de nuestro tamaño. Podría ser peligroso... No me quiero cepillar más galaxias. Dios sabe los problemas psicológicos que nos van a atormentar cuando la culpabilidad nos asalte. Ahora mismo estamos como entumecidos... ¡No! ¡No vamos a hacer ninguna exploración!

—¡Pero puede que no nos sean permitidas futuras investigaciones! —exclamó Van Voorden—. Resulta demasiado peligroso para el universo autorizar las exploraciones de naves como la nuestra...

—Exactamente —contestó Grettir—. Simpatizo con su deseo de científico, pero la seguridad de la nave y de la tripulación es lo primero. Además, creo que si ordeno una exploración tendré un motín en las manos. Y no puedo reprochárselo a mis hombres. Dígame, Van Voorden, ¿no tiene una sensación de disociación...?

Van Voorden asintió y dijo:

—Pero estoy dispuesto a luchar contra ella. Hay tanto...

-Tanto que descubrir... —terminó Grettir—. Estoy de acuerdo. Pero las autoridades tienen que determinar si eso puede ser realizable...

Grettir lo despidió. Van Voorden se alejó. Pero no daba la impresión de un gran descontento. Grettir pensó que, secretamente, se

sentía aliviado por la decisión del capitán. Van Voorden había hecho su protesta por amor a la ciencia. Pero como ser humano, deseaba ardientemente volver «al hogar».

V

Al concluirse la maniobra ordenada, el Sleipnir estaba en la misma órbita que el universo, pero veinte kilómetros hacia adelante y otra vez dirigido hacia él. Como no existía ninguna atracción entre la nave y la esfera principal, el Sleipnir tenía que utilizar energía para mantener la órbita. Se requería un delicado reajuste de la tracción lateral.

Grettir ordenó que se aplicase el freno. La esfera creció en la pantalla de estrellas y después fue solamente una superficie gris desplegada. Para los visores, la superficie no parecía girar, pero el radar había determinado que el globo completaba una revolución sobre su eje polar una vez cada treinta y tres segundos.

A Grettir no le gustaba pensar en las implicaciones de tal hecho. Indudablemente Van Voorden también había recibido el informe, pero no había dado un paso para comunicárselo al capitán. Quizás, al igual que Grettir, creía que cuanto menos se pensase en ello mejor.

La pantalla mostró, en forma de silueta, los relativos tamaños de las esferas que se aproximaban y de la nave. La pelota de baloncesto era el universo y el mondadientes era el Sleipnir. Grettir esperaba que su reducción bastaría para evitar estragos en más galaxias. Inmediatamente después de que la nave penetrase en la «piel», el Sleipnir volvería a ser frenado, así disminuiría más aún. Posiblemente habría bastante distancia entre «la piel» y el borde de los campos de estrellas más próximos.

—¡Ya vamos! —exclamó Grettir, observando la pantalla, que indicaba en metros el boquete entre la nave y la esfera.

Se produjo un estruendo y un gemido. La cubierta se inclinó, luego giró a babor. Grettir fue lanzado hacia cubierta, rodó una y otra vez, y fue a dar con un ruidoso impacto contra un mamparo. Quedó aturdido durante un momento y, cuando se recobraba, la nave había recuperado su posición normal. Gómez había vuelto a nivelar el buque. Tenía la costumbre de atarse en el asiento del piloto, aunque las reglas no lo exigían a menos que el capitán lo ordenase.

Grettir pidió un informe sobre los daños y, mientras lo esperaba, llamó a Van Voorden. El físico sangraba a causa de un corte en la frente.

—Obviamente —dijo—, se requiere determinada fuerza para penetrar el tegumento exterior o la energía protectora, o lo que sea, qué rodea el universo. No la poseemos. De forma...

—La cuestión presenta todo un problema —dijo Grettir—. Si aumentamos la rapidez para abrirnos paso, nos volveremos demasiado grandes y podemos destruir galaxias enteras. Si vamos demasiado lento, no podemos atravesar... —hizo una pausa y después continuó—. Pienso que solamente existe un método. Pero ignoro sus consecuencias, que podrían ser desastrosas. No para nosotros, sino para el universo. No estoy seguro de poder cargar con tal responsabilidad...

Hubo un silencio tan grande que Van Voorden no pudo contenerse:

—¿Y bien?

—¿Cree que si hacemos un agujero en la «piel», la ruptura supondrá una especie de trauma o de disturbio cósmico?

—¿Quiere practicar un agujero en la «piel»? —preguntó Van Voorden, lentamente. Su tez estaba pálida, pero ya tenía ese color antes de que Grettir le hiciese la pregunta. Grettir se preguntó si Van Voorden no estaría comenzando a caer bajo los efectos de la disociación.

—¡Déjelo! —dijo Grettir—. No debí haberle hecho esa pregunta. No puede conocer los efectos más que los demás... Pido disculpas. Quizás traté de repartir con usted la responsabilidad si algo saliese equivocado... ¡Olvídelo!

Van Voorden se le quedó mirando y todavía se le veía descolorido cuando Grettir apagó la imagen. El capitán comenzó a pasearse de arriba a abajo, una vez pisó un menudo objeto negro en la cubierta y a continuación hizo una mueca al darse cuenta de que era demasiado tarde para tener cuidado. Millones de estrellas, billones de planetas y trillones de criaturas. Todo frío y muerto. Y si experimentaba aún más al intentar retroceder al cosmos natal, ¿qué pasaría? ¿El colapso universal?

Grettir dejó de pasear y dijo en voz alta:

—Hemos atravesado la «piel» dos veces sin daño... ¡Intentaremos abrir el agujero!

Nadie le contestó, pero el aspecto de sus caras evidenciaba su alivio. Quince minutos después, el Sleipnir estaba delante de la esfera, y mirándola. A continuación se mantuvo una invariable velocidad y distancia de la esfera durante varios minutos, mientras los rayos láser medían la exacta longitud entre la punta del cañón y la superficie del globo.

El oficial jefe de tiro, Abdul White Eagle, preparó uno de los cañones de proa. Grettir espació la siguiente orden solamente unos segundos. Apretó tanto sus dientes que casi partió el cigarro en dos, gruñendo en voz baja y después gritó:

—¡Fuego!

Darl transmitió la orden. El rayo se disparó, tocó la «piel» y se desvaneció.

La pantalla de estrellas mostró un agujero negro en la superficie gris, situado en el ecuador de la esfera. El agujero se alejó y se fue alrededor de la curva de la esfera. Exactamente treinta y tres segundos más tarde volvía a estar en su posición original. Se estaba encogiendo. Cuando se completaron cuatro rotaciones, el agujero se había cerrado sobre sí mismo.

Grettir suspiró y secó el sudor de su frente. Darl informó que el agujero tendría el tamaño apropiado para la nave la segunda vez que hiciese su rotación. Después se volvería demasiado pequeño.

—Bien, atravesaremos durante la segunda rotación —dijo Grettir—. Active el compilador para una entrada automática. Una el cañón al compilador. No habrá ningún problema. Si el agujero se estrecha demasiado rápidamente lo ensancharemos con el cañón.

Oyó que Darl decía:

—¡Operación comenzada, señor!

Entretanto, Gómez hablaba en su cuadro de control. El rayo blanco brotó en forma de cono, voló contra la «protección» o «piel» y desapareció. Un círculo de oscuridad, tres veces mayor que el diámetro del barco, se produjo a continuación y luego se movió hacia un lado de la pantalla. Inmediatamente, bajo el control del compilador, la retropropulsión del Sleipnir se puso en acción. La esfera asomó; una pared gris llenó la pantalla. Luego, el borde del agujero salió a la vista y una oscuridad se desarrolló sobre la pantalla.

—Lo estamos consiguiendo —pensó Grettir—. El compilador no puede cometer una equivocación.

Miró a su alrededor. Ahora, los hombres del puente estaban atados a sus asientos. La mayoría de las caras estaban tensas, eran valientes y estaban bien disciplinados. Pero si sentían lo que él, y tenían que sentirlo, estaban ahogando un grito en su interior. No podrían soportar aquella «nostalgia» por más tiempo. Y después de que lo consiguieran y se volvieran a encontrar dentro del «útero», tendría que permitirles un comportamiento menos militarizado. Tenían que reír, charlar, gritar y también él...

La proa del Sleipnir pasó a través del agujero. Ahora, si nada estaba equivocado, no se necesitaría utilizar el cañón de proa. Pero era imposible que...

El claxon sonó. Darl gritó:

—¡Oh, Dios mío! ¡Algo anda mal! El agujero se cierra con demasiada rapidez...

—¡Doble la rapidez! No... ¡Redúzcala a la mitad!

Incrementar la velocidad significaba un engrosamiento del tamaño del Sleipnir, pero también una contracción del eje longitudinal y un alargamiento del lateral. El Sleipnir atravesaría el agujero con mayor rapidez, pero al mismo tiempo se estrecharía el boquete entre su casco y los borde del agujero.

Por el contrario, reducir la velocidad a la mitad, aunque volvía a la nave más pequeña en relación con el agujero, también aumentaba la distancia que tenía que cruzarse. Eso podría significar que los bordes continuarían rozando la nave.

En el momento presente, Grettir no sabía qué orden dar o si alguna orden tendría un efecto sobre su probabilidad de escapatoria. Sólo podía hacer lo que le parecía mejor.

La superficie agrisada salió del perímetro de la pantalla de estrellas. Se produjo un chirrido de plástico partido que recorrió la nave, haciendo temblar los mamparos y la cubierta, así como un repentino impulso hacia delante de la tripulación, mientras sentían la inercia, luego una remisión al originarse el reajuste casi instantáneo del campo-g interno, que canceló los efectos externos.

Todo el mundo gritaba en el puente. Grettir se esforzó para permanecer callado. Observaba la pantalla de estrellas. Volvía a estar de color gris. La esfera grande se lanzaba a través de la pantalla.

En la esquina estaba la secundaria y después la huella de un pie gigante de un negro azulado. A continuación, más espacio gris y la rotación de otras esferas grandes en la distancia. De nuevo aparecía la esfera principal. Y la secundaria. También la mano de la Wellington como un malformado calamar del vacío.

Cuando Grettir volvió a ver el cadáver, supo que la nave había sido desviada de la esfera y se dirigía hacia el cuerpo sin vida. Sin embargo no esperaba una colisión. La velocidad orbital de la mujer muerta era más grande que la de la secundaria y que la del Sleipnir.

Grettir, al pedir un informe de daños, oyó lo que esperaba. La proa del Sleipnir había sido seccionada de la nave. Llevándose cuarenta y cinco hombres de la tripulación, estaba ahora dentro del «universo», dirigiéndose hacia un hogar que jamás alcanzaría. Los pasadizos que conducían a la parte cortada habían sido automáticamente sellados, por supuesto, así que no existía peligro de pérdida de aire.

Pero los retropropulsores también habían sido rebanados. El Sleipnir podía propulsarse hacia delante, pero no podía frenar, a menos que primero girase en redondo para presentar su popa en la dirección del movimiento.

VI

Grettir dio la orden de primero estabilizar la nave y después invertirla. MacCool contestó desde la sala de máquinas que, de momento, ninguna maniobra era posible— La colisión y la escisión de la nave habían originado averías en los circuitos de control. No sabía exactamente cuáles eran los trastornos, pero el detector de averías electrónico estaba escudriñando los circuitos. Un momento después, volvió a llamar para decir que el invento tampoco operaba adecuadamente y que las averías tenían que ser localizadas por sus hombres hasta que el aparato fuese reparado.

MacCool estaba inquieto. No podía cargar el hecho a la ruptura porque, teóricamente, no tenía por qué influir. El impacto y la pérdida de la parte de proa no tenía por qué ocasionar daños en el circuito operacional.

Grettir le dijo que hiciese lo que pudiese. Mientras tanto, la nave se estaba cayendo y, obviamente, había sido apresada por el inmenso cadáver. Se había producido otro inexplicable intercambio de energía, posición y momento, y el Sleipnir y la señora Wellington iban a colisionar.

Grettir se quitó las ataduras y comenzó a pasear de arriba a abajo por el puente. Aunque la nave estaba dando volteretas, el campo-g interno neutralizaba el efecto para la tripulación. La nave parecía nivelada y estable a menos que se mirase a la pantalla de estrellas.

Grettir pidió una computación de cuándo tendría lugar la colisión y con qué parte del cuerpo iba a tropezar el Sleipnir. Podría suponer una diferencia el que chocase con una parte dura o blanda. La diferencia no redundaría en daños para la nave, sino que afectaría al ángulo y velocidad de la vía de rebote. Grettir tenía que saber qué decisión tomar según los circuitos fuesen reparados antes o después de la convergencia.

Wang replicó que ya había pedido en la computadora una estimación del área de colisión si las condiciones seguían siendo las actuales.

Mientras hablaba, una tarjeta codificada salió de una ranura del mamparo. Wang la leyó y se la tendió a Grettir.

Grettir dijo:

—En otro momento me echaría a reír. Así que, literalmente, estamos volviendo al útero...

La tarjeta también indicaba que cuanto más próxima estuviese la nave al cuerpo de la Wellington, más lenta sería su velocidad. Sin embargo, el tamaño relativo de la nave, según informaba el radar, estaba decreciendo en proporción directa a su proximidad al cuerpo.

Gómez dijo:

—Creo que nosotros estamos bajo la influencia de esa... mujer, como si se hubiera convertido en un planeta y hubiese capturado un satélite. Nosotros. No posee ninguna atracción gravitacional ni ninguna carga en relación con la nave. Pero...

—Pero existen otros factores —terminó de decir Grettir—. Quizás se trate de relaciones espaciales que, en este «espacio», pueden ser el equivalente a la gravedad.

El Sleipnir estaba tan cerca que el cuerpo llenó por completo la pantalla de estrellas cuando la nave apuntaba hacia él. Primero, la enorme cabeza apareció a la vista. Los hinchados ojos llenos de sangre los miraban. La nariz se deslizó como la cuchilla de una guillotina. La boca les sonrió como si estuviese contenta de engullirlos. A continuación del cuello, como una columna de diorita despojada por la erosión de la roca más blanda. La hendidura de los agigantados y ennegrecidos pechos y el ombligo como el ojo de un ciclón.

Después se perdió de vista y la secundaria, la primaria, así como los lejanos gigantes cubiertos de gris, rodaron por la pantalla.

Grettir utilizó el todos-apostaderos para decir al personal que no estaba en el puente lo que sucedía.

—Tan pronto como MacCool localice la avería, seguiremos nuestro camino. Tenemos abundante potencia de repuesto, la suficiente para desalojar de nuestro rumbo a mil cadáveres. Siéntense bien sujetos. No se preocupen. Es sólo cuestión de tiempo.

Habló con una seguridad que no sentía, aunque no les mentía. Ni esperaba la menor reacción, positiva o negativa. Estaban tan entumecidos como él mismo. Sus mentes y todo su sistema nervioso carecían de reflejos, como si estuviesen paralizados.

Otra tarjeta salió disparada de la ranura del mamparo, una predicción revisada de impacto. Ya que a causa de la continua disminución de la nave, golpearía al cadáver casi en el centro muerto del ombligo. Un minuto después otra tarjeta predijo el impacto cerca del coxis. Una tercera tarjeta anunció que la colisión sería con la cima de la cabeza. Por fin, la cuarta, trasladó el choque a la parte inferior y frontal de la pierna derecha.

Grettir volvió a llamar a Van Voorden. La cara del físico asomó fluctuando a la superficie del tablero de control de muñeca de Grettir, pero se quedó estacionada en la pantalla auxiliar del mamparo. Eso proporcionó una perspectiva más amplia y mostró a Van Voorden, mirando a su tablero de control, en una pantalla de su camarote. Así se pudo ver el último informe de impacto en unas amplias y resplandecientes letras.

—Como las escrituras sobre el muro en la época del rey Baltasar —dijo Van Voorden—. Y yo soy un Daniel que se presenta a juicio[1]. ¡De forma que vamos a tropezar con su pierna, je, je! Le vamos a hacer muchas cosquillas en la espinilla. ¡Je, je!

Grettir le miró sin comprender. Pocos segundos después, comprendió. Se trataba de un retruécano de Van Voorden. No se sorprendió de la veleidad del hombre en un momento tan grave. Era un modo de aliviar su profunda ansiedad y su aturdimiento. También podría significar que ya estaba fracturándose, dado que aquella salida no entraba en su carácter. Pero Grettir no podía hacer nada por él en aquel momento.

Mientras el Sleipnir se acercaba al cadáver, continuaba disminuyendo. Sin embargo, la contracción no estaba sujeta a un porcentaje fijo, ni se podían predecir los momentos de la merma. Operaba por instantes de dos a treinta segundos de duración y a intervalos irregulares. Por fin, cuando la tarjeta número trescientos salía de la ranura, se hizo evidente que, a menos que entrasen a formar parte nuevos factores, el Sleipnir caería en barrena dentro de la boca abierta. Mientras la cabeza de la mujer rotaba «hacia abajo», la nave pasaría a través del gran espacio entre los labios.

Y así fue. En la pantalla de estrellas apareció el labio inferior, una abultada cima arrugada por montañas y hoyada por valles. Manchas de lápiz de labios flotaban alrededor, en los tonos rojos y negros ha— hawaianos. Un diente como un perico mellado desaparecía de vista.

El Sleipnir se asentaba lentamente en la oscuridad. Las paredes se disparaban hacia delante y hacia arriba. La oscuridad exterior atosigaba. Solamente era visible una parte del «cielo» gris, durante ese momento del trayecto en que la parte delantera de la pantalla de estrellas se dirigía hacia arriba. A continuación la abertura se convirtió en una línea gris, un ramal, y desapareció.

Extrañamente —¿o era tan extraordinario?— los oficiales y la tripulación perdieron su sensación de disociación. El estómago de Grettir se dilató con alivio. La terrible fragmentación se había ido. Ahora sentía como si algo hubiese sido atado, o vuelto a atar, a su ombligo. Rubb, el psicólogo de la nave, informó que había hecho un reconocimiento a cada uno de los cincuenta hombres de la tripulación y que todos describían similares sensaciones.

A despecho de eso, el personal estaba libre tan sólo de una ansiedad, pero se encontraba muy lejos de estar fuera de peligro. La temperatura había aumentado lentamente desde que la nave había sido despedida de la esfera secundaria para dirigirse hacia el cadáver. El sistema de energía y de aire acondicionado había estabilizado el ascenso, en ochenta grados Fahrenheit, durante un rato. Pero la temperatura del casco seguía ascendiendo en progresión geométrica y el exterior del mismo estaba ahora en 2.500 kilocalorías. No existía peligro de fusión, sin embargo, ya que podía resistir hasta 56.000 kcal. El aire acondicionado exigía cada vez más potencia y después de treinta minutos, hora nave, Grettir dejó que la temperatura interior subiese a noventa y ocho coma dos grados Fahrenheit, para facilitar la resistencia.

Grettir ordenó a todos que se pusiesen sus trajes espaciales, con los que podían mantener una temperatura confortable. Justo cuando acababa de dar la orden, MacCool informó que había localizado la fuente del mal funcionamiento.

—¡Lo hizo esa mujer, la Wellington! —gritó—. ¡Se aseguró de custodiarnos! Insertó un colector, confeccionado con una subpartícula de monolito, en los circuitos. El colector tenía un cronómetro que operaba la desviación después de transcurrido cierto tiempo. Fue tan sólo una coincidencia que los circuitos se descompusiesen inmediatamente después de que falló el regreso a nuestro mundo...

VII

—¡Quería estar segura de que naufragaríamos si sus intenciones en la sala de máquinas se frustraban! —exclamó Grettir—. Será mejor que siga buscando otros microcolectores o artilugios de sabotaje... La cara de MacCool aparecía alargada.

—Ahora mismo estamos preparados para funcionar... ¡Demonios!

No podemos malgastar ninguna energía, porque necesitamos toda la que poseemos para mantener baja la temperatura. Puedo utilizar alguna para eliminar el peligro de caída. Pero eso es todo.

—¡Olvídelo entonces! —dijo Grettir.

El capitán tomó contacto con Van Voorden, que parecía haberse recuperado. Confirmó la teoría de Grettir acerca del aumento de la temperatura. Era la rápida contracción de la nave lo que estaba originando la emisión de calor.

—¿Cómo resulta posible tal contracción? —preguntó Grettir—. ¿Es que los átomos de la nave y los de nuestros cuerpos corren peligro de acercarse? Si es así, ¿qué sucederá cuando entren en contacto?

—Hemos pasado ya ese punto de reducción —dijo Van Voorden—. Yo diría que nuestros propios átomos están contrayéndose también...

—¡Pero eso no es posible! —exclamó Grettir—. Olvide esa observación. ¿Qué es posible? Cuanto sucede es posible... —añadió el capitán.

Apagó la conexión y comenzó a pasear de arriba a abajo, deseando poder fumar un cigarrillo. Había intentado charlar sobre lo que el Sleipnir encontraría si conseguía retornar a su universo natal. A Grettir le parecía que el universo habría cambiado tanto que al abordar la nave nadie lo reconocería. Cada vez que la esfera secundaria, el universo actual, completaba una revolución sobre su eje, podrían haber transcurrido trillones e incluso cuatrillones de años Tierra. El Sol de la Tierra podía haberse convertido en un coágulo espacial sin luz, incluso quizás hubiesen desaparecido Tierra y Sol. El hombre que llegase a sobrevivir en otros planetas, ya no sería un homo sapiens.

Por otra parte, cuando el Sleipnir llegase a alcanzar una masa supercósmica en su camino fuera del universo, tal hecho podría tener un desastroso efecto sobre las demás masas del universo.

Aunque quizás ninguno de esos acontecimientos llegase a suceder. Era muy posible que el tiempo en el interior de aquella esfera fuese absolutamente independiente del tiempo fuera de ella. La noción no resultaba tan fantástica. ¡Dios Todopoderoso! Hacía menos de setenta minutos que Donna Wellington había estado dentro de la nave. Ahora, la nave estaba dentro de ella.

¿Y qué sucedería cuando los electrones y los núcleos de los átomos que componían la nave y la tripulación llegasen a tomar contacto? ¿Una explosión?

¿O los elementos estaban construidos por subelementos divisibles y se debilitarían al ir hacia el infinito interior? Pensó en las historias del siglo veinte, en la de un hombre contrayéndose hasta que las moléculas se convirtieron en racimos de soles. Los núcleos eran los soles y los electrones eran los planetas. Finalmente, el héroe se encontró sobre un planeta-electrón con atmósfera, ríos, llanuras, montañas, árboles, animales y aborígenes sensibles.

Esas historias eran tan sólo fantasías. La materia atómica se componía de ondículas, elementos que se podían describir en términos de ondas y de partículas. El héroe parahomúnculo estaría en un cosmos tan aturdidor como el encontrado por la tripulación del Sleipnir al irrumpir en el extrauniverso espacial.

La fantasía que galopaba por el cielo de su mente, rápida como el Sleipnir primitivo, caballo de ocho piernas de Odín, Padre de Todos en la religión de sus antepasados, tenía que ser desechada. Donna Wellington no era una hembra Ymir, la gigante original de cuyo cadáver se había formado el mundo, siendo el cielo el cráneo, la sangre el mar, la carne la Tierra y los huesos las montañas.

No, el calor de la contracción se incrementaría hasta que los hombres se cociesen en sus trajes. Lo que después sucediese, ya no sería conocido por la tripulación y por lo tanto no tendría consecuencias.

—¡Capitán!

La cara de MacCool estaba en la pantalla auxiliar, que se mantenía funcionando para la sala de máquinas. MacCool anunció:

—Estaremos preparados para marchar dentro de un minuto...

El sudor se mezclaba con las lágrimas, empañando la imagen de la cara del primer maquinista.

—Bien. Entonces iremos... —dijo Grettir.

Al cabo de cuatro minutos, el balanceo se había detenido. La nave se dirigía hacia arriba en dirección a la salida. La temperatura en el interior del Sleipnir comenzó a bajar, al ritmo de un grado Fahrenheit cada treinta segundos. La oscuridad se aliviaba por un hilo gris. El hilo se convirtió en una cinta y, después, la cinta pasó a ser los bordes de dos cadenas montañosas, una abajo y otra encima, que colgaba.

—Esta vez haremos un agujero más que suficiente... —anunció Grettir.

Van Voorden entró en el puente cuando el Sleipnir atravesaba la ; brecha.

Grettir le dijo:

—El agujero se cierra por sí solo más rápidamente que en la ocasión anterior. Por eso fue seccionada la proa. No sabíamos que cuanto mayor es el agujero, más se acelera la capacidad de cierre.

Van Voorden comentó:

—Tres mil seiscientos billones de años o incluso más... ¿Por qué molestarnos en volver al hogar cuando el hogar ya no existe?

—Quizás allí no ha pasado mucho tiempo... —dijo Grettir—. ¿No recuerda la clásica frase de Minkowski? De aquí en adelante, el espacio en sí y el tiempo en sí se diluyen en meras sombras, y solamente una especie de unión entre los dos mantiene una existencia independiente. Esta frase se puede aplicar al mundo interior a la esfera y a nuestro mundo de origen. Quizás aquí fuera la unión se disuelve de alguna forma, el matrimonio de espacio y tiempo se rompe. Posiblemente, en nuestro mundo natal ha pasado muy poco tiempo.

—Puede ser... —concedió Van Voorden—. Pero usted olvida una cosa, capitán. Si nuestro mundo no ha sido marcado por el tiempo mientras estuvimos viajando, nosotros sí hemos sido marcados. Señalados por la falta de espacio y por la falta de tiempo. Jamás creeré en causa y efecto, ni volveré a creer en el orden cósmico. Siempre estaré lleno de sospechas y ansioso. Soy un hombre arruinado.

Grettir comenzó a responder pero no podía oír su propia voz. Los hombres y mujeres del puente estaban llorando, sollozando o riéndose de forma estridente. Más tarde, pensarían en el allí fuera como si hubiese sido una pesadilla e intentarían no volver a pensar en ello. Y si tenían que volver a enfrentarse con otras pesadillas, serían pesadillas ya conocidas...

ROBERT A. HEINLEIN

«Todos ustedes, los zombies...»

All You Zombies

Solipsismo es la teoría de que nada existe fuera del yo. Es una posición filosófica que tiene profundas implicaciones políticas y sociales, y que puede ser un concepto terrorífico en las manos de un escritor experto como Robert A. Heinlein.

2217 Hora Zona V (Este) 7 de noviembre de 1970-NYC-Pop's Place.

Estaba catando un oloroso brandy cuando entró la madre soltera. Anoté la hora, las 10 y 17 minutos de la noche, zona cinco u hora este, 7 de noviembre de 1970. Los agentes del tiempo siempre hacen mención de la hora y de la fecha. Nosotros deberíamos hacer lo mismo.

La madre soltera era un hombre de veinticinco años, no más alto que yo, con las facciones aniñadas y un temperamento quisquilloso. No me gustó su aspecto. Jamás me había gustado, pero era un mozo y yo estaba aquí para reclutarlo, era mi muchacho. Le dediqué mi mejor sonrisa de barman.

Quizá soy demasiado crítico. No era amanerado. Su mote le venía de que cuando algún curioso le preguntaba cuál era su conducta, decía: «Soy una madre soltera».

Si se sintiese menos culpable habría añadido: «A cuatro centavos la palabra. Escribo historias testimoniales».

Si se sintiese sucio, habría esperado a que alguien sacase partido de su situación. Tenía un estilo letal de pelear, como un policía hembra, razón por la que lo necesitaba. Y no la única.

Llevaba una carga encima y su cara mostraba que despreciaba a la gente más de lo normal. Silenciosamente le serví una carga doble de Old Underwear y dejé la botella. Bebió y serví otro.

Pregunté:

—¿Cómo marcha el juego de la madre soltera?

Sus dedos apretaron el vaso y pareció a punto de tirármelo. Palpé la zapa debajo de la barra. En una manipulación transitoria uno intenta imaginárselo todo, pero se dan muchos factores en los que jamás se deben correr riesgos.

Le vi relajarse ese pequeño porcentaje que te enseñan a observar en la escuela de entrenamiento del departamento. Dije:

—Lo siento. Sólo preguntaba cómo van los negocios. ¿Hace? O cómo está el tiempo...

Me serví una copa y me incliné hacia él confidencialmente.

—En realidad usted escribe unas buenas historias. Conozco algunas. Tiene unas pinceladas asombrosas para reflejar el ángulo de la mujer...

Era un desliz que tenía que arriesgar. Jamás había admitido que utilizaba seudónimos. Pero estaba lo suficientemente recalentado para captar sólo lo último.

—i El ángulo de la mujer...! —repitió con un bufido—. ¡Ya...! Conozco eso... Tengo que conocerlo.

—¿Sí? —dije con aire de duda—. ¿Hermanas?

—No. No me creería si se lo contase...

—Bueno, bueno... —respondí suavemente—. Los taberneros y los psiquiatras aprenden que nada hay tan fuerte como la verdad. Porque hijo... si usted oyera las historias que yo oigo... Bien, se volvería rico. ¡Increíble!

—¡Usted no sabe lo que significa «increíble»!

—¿De veras? Nada me asombra. Siempre he oído algo peor.

Volvió a resoplar.

—¿Quiere apostar el resto de la botella?

—Apuesto una botella entera.

Coloqué una encima de la barra.

—Bien...

Hice señas al otro barman para que se encargase de la tarea. Estábamos en el extremo final de la barra, un espacio unipersonal que yo mantenía privado colocando los aperitivos encima. Unos cuantos estaban en el otro extremo observando los combates y alguien estaba haciendo sonar el jukebox. Estábamos en un lugar tan privado como una cama.

—¡O.K.! —dijo el joven—. Comenzaré... Soy un bastardo.

—Aquí no hacemos distinciones —le contesté.

—Quiero decir... —levantó la voz—. Mis padres no estaban casados.

—Sigo sin hacer distinciones —insistí—. Los míos tampoco...

—Cuando... —se detuvo y me dedicó la primera mirada encantadora que le vi—. ¿Quiere decir que...?

—Sí. Un mil por ciento bastardo —y añadí—: En efecto, en mi familia nadie se casó jamás. Todos bastardos.

Como me miraba se lo enseñé.

—¡Oh, esto! Parece un anillo de boda. Lo utilizo para alejar a las mujeres. Es una antigüedad que yo compré en 1985 a un compañero agente. Lo consiguió en la Creta precristiana. «El gusano Ouroboros...» La Serpiente Mundo que se come su propio rabo, eternamente sin fin. Un símbolo de la gran paradoja.

Se lo quedó mirando.

—Si realmente es un bastardo, sabe cómo se siente uno... Cuando era una muchachita...

—¡Uf...! —exclamé—. ¿Oigo correctamente?

—¡Quién está contando la historia? Cuando era una muchachita... Mire, ¿no ha oído hablar de Christine Jorgenson? ¿O de Roberta Cowell?

—¡Ah! ¿Casos de cambio de sexo? No intentará decirme...

—Si me interrumpe no seguiré hablando... Fui una expósita, me dejaron en un orfanato de Cleveland en 1945, cuando tenía un mes. Cuando era una muchachita, envidiaba a los niños con padres. Después, cuando aprendí cosas acerca del sexo y créame, Pop, en un orfanato se aprende rápidamente...

—Lo sé...

—Me hice la solemne promesa de que cualquier niño mío tendría un padre y una madre. Esto me mantuvo «pura», lo que era un récord en aquella vecindad. Tuve que aprender a luchar para conseguirlo. Entonces me hice mayor y me di cuenta de que tenía muy pocas probabilidades de llegar a casarme algún día, por la misma razón que nunca me habían adoptado. Tenía cara de caballo y los dientes salientes, era plana de pecho y mi pelo se mantenía lacio...

—No parece peor que yo.

—¿Ya quién le importa el aspecto de un tabernero? ¿O de un escritor? Pero a la gente le gusta adoptar pequeños sonrosados, de ojos azules y rubios cabellos rizosos, aunque sean deficientes mentales. Más tarde, los chicos querían senos protuberantes, una linda cara y ese estilo «oh, qué maravilloso aire de macho tienes...» —se encogió de hombros—. No podía competir. Así que decidí unirme a las WENCHES[2].

—¿Cómo?

—Cuerpo Nacional de Emergencia de Mujeres, Sección Hospitalidad y Entretenimiento, que ahora llaman Ángeles Espaciales, Grupo de Enfermeras Auxiliares de las Legiones Extraterrestres.

Conocía ambos términos porque una vez tuve que inventariarlos. Nosotros utilizamos un tercer nombre. Se trata de la élite del cuerpo de servicio militar: Orden Hospitalaria de Mujeres Refortalecedoras y Animadoras de los Hombres Espaciales. El cambio de vocabulario es el peor obstáculo a la hora de los saltos. ¿Saben que «estación de servicio» significó en un tiempo dispensario de fracciones de petróleo? Pues en una cita durante la Era de Churchill, una mujer me dijo: «Encuéntrame en la estación de servicio de la próxima puerta». Pues no se trataba de una «estación de servicio», porque si no no habría dentro una cama.

El muchacho continuó:

—Eso fue cuando se admitió que no podían enviar hombres al espacio, durante meses y años, sin aliviar su tensión. ¿Recuerda cómo gritaron los puritanos? Eso aumentó mis probabilidades, porque escaseaban las voluntarias. Una gálata tenía que ser respetable, preferentemente virgen, mentalmente por encima del término medio y emocionalmente estable. Pero la mayoría de las voluntarias eran antiguas engatusadoras o neuróticas que estallarían a los diez días de estar fuera de la Tierra. Así que no necesitaba el buen aspecto, si me aceptaban, me arreglarían los dientes salidos, me ondularían el pelo, me enseñarían a caminar y a bailar, así como a escuchar a un hombre amablemente y todo lo demás. Incluso recurrirían a la cirugía plástica si era necesario. Nada es lo bastante bueno para nuestros muchachos. Mejor aún, se aseguran de que no te vas a quedar embarazada durante tu alistamiento y casi puedes tener la certeza de casarte al final de tu enredo. Lo.mismo ocurre hoy con las angels, conocen el lenguaje.

Se detuvo un momento y siguió con su historia:

—Cuando tenía dieciocho años trabajé como «ayuda de madres». Esa familia en realidad quería una sirvienta barata, pero no me importaba porque no podía alistarme hasta los veintiún años. Trabajaba en la casa y acudía a la escuela nocturna, con la intención de perfeccionar mis conocimientos de máquina y taquigrafía, pero asistiendo a clases de estilo y estética para tener más oportunidades de alistarme. Entonces encontré a ese ciudadano adulador con sus billetes de cien dólares —puso mala cara—. Ahora el malo tenía una mina de billetes de cien dólares. Me los enseñó una noche y me dijo que eran para ayudarme. Pero yo no quise. Me gustaba. Era el primer hombre que me encontraba linda y era amable conmigo sin intentar jugarretas. Dejé la escuela nocturna para verle con frecuencia. Fue la época más feliz de mi vida. Una noche en el parque comenzó el juego...

Se detuvo. Le dije:

—¿Y entonces?

—¡Y entonces, nada! No le volví a ver... Me llevó a casa y me dijo que me quería. Me besó, me dio las buenas noches y nunca volvió —me miró furioso—. Si pudiera encontrarle, lo mataría...

—Bien... —dije amablemente—. Sé cómo se siente. Pero matarlo, sólo por hacer lo que viene naturalmente... ¡Hum! ¿No le parece demasiado? Un poco fuerte...

—¡Hum! ¿Y qué cree que debía hacerle?

—Bastante... Quizás merezca que le parta los brazos por haberse aprovechado de usted, pero...

—¡Merece algo peor! Espere a oírlo todo. No dije nada a nadie y decidí que aquello era lo mejor. Realmente yo no lo amaba y probablemente jamás amaría a nadie. Tenía más deseos que nunca de unirme a las wenches. No estaba descalificada, ya que no insistían en la necesidad de ser virgen. Me consolé. Solamente cuando mis faldas comenzaron a quedarme tirantes me di cuenta...

—¿Embarazada?

—¡Me inflé como un globo! Esos avaros con los que yo vivía lo ignoraron mientras pude trabajar, luego me dieron una patada y en el orfanato no quisieron recogerme. Aterricé en una sala de caridad rodeada por otras barrigudas y esperé que llegase mi hora. Una noche me encontré en una mesa de operaciones con una enfermera que me decía: «¡Relájese! ¡Ahora respire profundamente!»

—Me desperté en la cama, paralizada del tórax para abajo. Mi cirujano entró:

«¿Cómo se siente?»

«Como una momia.»

«Naturalmente. La hemos vendado como si lo fuera y la hemos drogado para adormecerla. Se pondrá bien, pero una cesárea no es un rasguño...»

«¡Una cesárea! ¿Es que perdí al bebé?»

«¡Oh, no, su bebé está estupendamente!»

«¡Ah...! ¿Es niño o niña?»

«Una saludable pequeña... Cinco libras y tres onzas.»

—Me relajé. Tener un bebé es algo... Me dije a mí misma que me iría a cualquier parte y antepondría un «señora» a mi nombre, dejando creer a la niña que su papá había muerto. ¡Mi hija no conocería un orfanato! El cirujano seguía hablando:

«Dígame, humm... —evitaba llamarme por el nombre— ¿nunca ha pensado que su organización glandular era rara?»

«¡Por supuesto que no! ¿Cómo? ¿A dónde quiere ir a parar?»

«Le daré esto en una sola dosis, después una inyección que le permitirá adormecer sus nervios. Seguro que está nerviosa...»

«¿Por qué?»

«¿Quizá ha oído hablar de ese físico escocés que fue mujer hasta los treinta y cinco años, después se operó y se convirtió en un hombre, clínica y legalmente? Se casó. ¡Todo perfecto!»

«¿Y eso qué tiene que ver conmigo?»

«Pues lo que le decía... Usted es un hombre.»

—Intenté sentarme: «¿Cómo?»

«Tómelo con tranquilidad. Cuando la abrí, me encontré con un revoltijo. Mandé a buscar al jefe del equipo de cirugía mientras extraía al bebé. Después de inspeccionarla en la mesa de operaciones, trabajamos durante horas para salvar lo que se podía. Tenía dos clases completas de órganos, ambas inmaduras, pero con los órganos de hembra lo bastante desarrollados para tener un niño. No podían volver a ser utilizados, así que los sacamos y arreglamos las cosas para que usted se pueda desenvolver adecuadamente como un hombre. No se preocupe. Es joven y sus huesos se reajustarán. Vigilaremos su equilibrio glandular y haremos de usted un buen mozo...»

—Comencé a gritar: «¿Y qué pasará con mi bebé?»

«Bueno. Usted no puede criarlo, no tiene leche bastante para un gatito. Si yo fuese usted, la pondría en adopción...»

«¡No!»

«La elección es suya, usted es su madre... Bueno, su padre. Pero ahora no se preocupe de nada. Primero nos encargaremos de usted.»

—Al día siguiente me dejaron ver a la niña y a partir de entonces, la vi diariamente, para intentar acostumbrarme a ella. Nunca había visto a un recién nacido y mi hijita parecía un mono color naranja. Mis sentimientos cambiaron a la fría determinación de hacer lo correcto con ella. Pero cuatro semanas después mi decisión no significaba nada...

—¿Cómo?

—¡Me la arrebataron!

—¿Que la robaron?

La madre soltera casi chocó con la botella que teníamos sobre la barra.

—¡ La raptaron! ¡Se la llevaron del nido del hospital...! —respiró fuerte— ¿Cuánto debe soportar un hombre para llegar hasta el final?

—Bastante... —asentí—. Deje que le sirva otro trago. ¿Alguna pista?-Nada que la policía pudiese encontrar. Alguien vino a verla, diciendo que era su tío. Mientras la enfermera volvió la espalda, se largó con la niña.

—¿Descripción?

—Sólo un hombre, con una cara en forma de cara como la de usted o la mía —arrugó el entrecejo—. Pero yo creo que fue el padre de mi hija. La enfermera jura que era un hombre mayor, pero posiblemente estaba maquillado. ¿Quién podría robar a mi niña? Las mujeres sin hijos suelen hacer estas cosas, pero, ¿dónde oyó que lo hiciera un hombre?

—¿Qué le sucedió después a usted?

—Once meses más en ese horrible lugar y tres operaciones. A los cuatro meses comenzó a crecerme la barba y antes de salir, ya me afeitaba regularmente... Y ya no tuve más dudas de que era un hombre —se echó a reír nerviosamente—. Siempre estaba mirando los escotes de las enfermeras.

—Bueno —dije—. Por lo que parece, salió bien de apuros. Ahora está aquí, es un hombre normal que gana dinero y no tiene ningún tipo de transtorno. Además, la vida de una mujer no es nada fácil... Se me quedó mirando: —¡Cuánto sabe usted de esto!

—¿Le parece?

—¿Oyó la expresión «mujer arruinada»?

—Mua... Hace años. Hoy no significa demasiado.

—Yo estaba tan arruinada como una mujer puede estarlo. Aquel tipo me arruinó de verdad. Ya no era una mujer... y no sabía cómo ser un hombre...

—Ejercitando... Supongo.

—No se puede figurar... No me refiero a aprender cómo tiene uno que vestirse o cómo no entrar en el cuarto de aseo que no corresponde... Esas cosas las aprendí en el hospital. ¿Pero cómo vivir? ¿Con qué trabajo salir adelante? Demonios... No sabía ni conducir un automóvil. No tenía un oficio. No podía hacer trabajos manuales, mis cicatrices estaban muy recientes... Le odié por haberme arruinado para las wenches, pero no supe hasta qué punto más que cuando intenté entrar en el Cuerpo Espacial. Una mirada a mi vientre y me señalaron inútil para el servicio militar. El oficial médico me dedicó su tiempo sólo por curiosidad. Había oído mencionar mi caso.

Se detuvo un momento y luego continuó:

—Así que cambié de nombre y vine a Nueva York. Salí adelante como cocinero en una freiduría, luego alquilé una máquina de escribir y traté de abrirme paso como mecanógrafo por horas. ¡Qué risa! En cuatro meses mecanografié cuatro cartas y un manuscrito. El manuscrito era para Real Life Tale[3], un desecho de papel, pero el tonto que lo escribió lo vendió. Eso me dio una idea. Compré un montón de revistas del género testimonial y las estudié —quería parecer cínico—. Ahora ya conoce cómo conseguí el auténtico ángulo de la mujer, a través de la historia de una madre soltera... La única versión que no he vendido. La única verdadera. ¿Me gané la botella?

La empujé hacia su lado. Yo mismo estaba confuso, pero tenía que hacer un trabajo. Dije:

—Hijo, ¿todavía quiere poner las manos encima de ese fulano?

Sus ojos brillaron con una luz fiera.

—¡Conténgase! —le aconsejé—. ¿No querrá matarlo?

Se echó a reír groseramente:

—¡ Compruébelo!

—Tómelo con tranquilidad. Sé más sobre el asunto de lo que usted piensa. Puedo ayudarle. Sé dónde está...

Me echó las manos por encima de la barra.

—¿Dónde está?

Dije lentamente:

—Suelte mi camisa, hijito... O aterrizará en el paseo y le diremos a la poli que está borracho —le enseñé la zapa.

Me soltó.

—Lo siento. Pero, ¿dónde está? —me miró—. ¿Y cómo sabe tanto?

—Todo a su tiempo. Existen registros. Registros del hospital, registros del orfanato y registros médicos... La directora de su orfanato era la señora Fetherage, ¿correcto? Le ayudaba la señora Gruenstein, ¿no? Su nombre de chica era Jane, ¿es así? Y usted no me dijo nada de esto, ¿verdad?

Lo tenía desconcertado y un tanto asustado.

—¿Qué es esto? ¿Intenta buscarme dificultades?

—De verdad que no. Le deseo prosperidad. Puedo colocar a ese tipo en su regazo. Le hará lo que crea conveniente y le garantizo que lo conseguirá. Pero no pienso que vaya a matarlo. Hay que ser muy duro para eso y usted no es duro. No lo suficiente. Se echó hacia un lado.

—¡Corte el rollo! ¿Dónde está?

Le serví otra copa. Estaba bebido, pero la ira lo contrapesaba.

—No tan de prisa. Yo voy a hacer algo por usted y usted hará algo por mí... —¿El qué?

—No le gusta su trabajo. ¿Qué diría de una paga elevada, trabajo seguro, porcentaje de gastos sin límite, ser su propio jefe en su tarea y una gran variedad de aventuras? Me miró.

—Diría: «no me meta pajaritos en la cabeza». Déjelo, Pop, no existe tal trabajo.

—Bueno, mírelo de esta forma. Yo se lo entrego y hace lo que quiera con él, después prueba mi trabajo. Si no es como le digo, no lo sujetaré...

Se tambaleaba. Había sido la última copa.

—¿Cuándo me lo va a entregar? —dijo arrastrando la voz y tendió la mano— es un trato.

—Bien. ¡Trato hecho! ¡Ahora mismo!

Hice una seña a mi ayudante para que vigilase los dos extremos de la barra y anoté la hora. Las 23.00. Comencé a manipular en la trampilla de debajo de la barra.

De pronto la juke-box empezó a sonar. La canción era «Yo soy mi propio abuelo». El mecánico tenía orden de cargarla con música americana y clásica porque yo no podía soportar la de 1970, pero no sabía que esa grabación figuraba en la colección. Grité a mi ayudante:

—¡Cierra eso y devuelve el dinero al cliente! —añadí después—. Voy a la bodega, vuelvo en un momento.

Bajé las escaleras que conducían al sótano seguido de mi madre soltera. Después de un pasillo había una puerta de acero de la que sólo teníamos la llave el encargado diurno y yo. A continuación se veía otra puerta que daba a un cuarto interior de la que solamente yo poseía la llave.

Entramos allí.

La madre soltera miró a su alrededor parpadeando. Las paredes no tenían ventanas.

—¿Dónde está?

—Todo seguido.

Abrí una caja, lo único que había en el cuarto. Era un USFF Coordinates Transformer Field Kit[4], serie 1992, mod. II. Una belleza, sin partes móviles, con un peso de veintitrés kilos completamente cargada y con una forma para poder pasar por una maleta. Precisamente la había ajustado a comienzos de la mañana. Todo lo que tenía que hacer era retirar la rejilla de metal que limitaba el campo de transformación.

Cosa que hice.

—¿Qué es eso? —preguntó la madre soltera.

—La máquina del tiempo —y sacudí la rejilla sobre nosotros.

—¡Eh! —gritó y retrocedió.

Existe una técnica para esto. La rejilla tiene que ser agitada de forma que el sujeto retroceda instintivamente, entonces usted cierra la malla de metal con los dos completamente dentro. De otra forma, podría dejar detrás la suela de los zapatos o una parte del pie, o arrancar un trozo del pavimento. Todo es cuestión de maña. Algunos agentes engañan al sujeto para que se introduzca. Yo les digo la verdad y aprovecho ese instante de posterior asombro para soltar el conmutador. Lo que también hice.

1030-VI-3 de Abril de 1963-Cleveland, Ohio-Apex Bldg[5].

—¡Eh! —repitió—. ¡Quite esa condenada cosa!

—Lo siento —me disculpé y seguí adelante. Embutí la rejilla en la caja y la cerré—. Usted dijo que quería encontrarlo.

—Pero... ¡ Acaba de decirme que se trata de la máquina del tiempo!

Le señalé una ventana.

—¿Le parece que estamos en noviembre? ¿O en Nueva York?

Mientras él se estaba embobando con recientes brotes y tiempo primaverales, volví a abrir la caja, saqué un paquete de billetes de cien dólares y comprobé que los números y las firmas eran compatibles con 1963. Al Departamento del Tiempo no le importa lo que usted gasta (no les cuesta nada), pero no les gustan los anacronismos innecesarios. Demasiadas equivocaciones y una corte marcial general le puede exiliar por un año a un período asqueroso, pongamos al año 1974, con su estricto racionamiento y su trabajo forzado. Jamás cometo tales equivocaciones. El dinero era perfecto.

El joven se dio la vuelta y preguntó:

—¿Qué sucede?

—Aquí está. Salga al exterior y agárrelo. Tome dinero para gastos —le mostré el fajo y añadí—. Salde su cuenta, después yo le recogeré.

Los billetes de cien dólares tienen un hipnótico efecto sobre una persona que no está acostumbrada a ellos. Los estaba manoseando con incredulidad cuando lo deposité en el vestíbulo y lo cerré. El siguiente salto era fácil, un pequeño cambio en la época.

1700-VI-10 de Marzo de 1964-Cleveland, Ohio-Apex Bldg.

Había una nota debajo de la puerta diciendo que mi alquiler expiraba la próxima semana. Por lo demás, el cuarto tenía el mismo aspecto que un momento antes. Fuera, los árboles estaban desnudos y amenazaba nevada. Me apresuré, deteniéndome sólo para recoger dinero corriente, una chaqueta, el sombrero y un abrigo que había dejado allí cuando alquilé el cuarto. Tomé un taxi y fui al hospital. Tuve que soportar veinte minutos en el nido, esperando el momento propicio para raptar al bebé sin que se diesen cuenta. Regresamos al Edificio Apex. Sincronizar este dial fue más comprometido, porque el edificio no existía en 1945. Pero ya lo había calculado de antemano.

0100-VI-20 de Septiembre de 1945-Cleveland, Ohio-Skyview Motel.

Equipo de campo[6], la niña y yo llegamos a un motel fuera de la ciudad. Con anterioridad me había registrado como «Gregory Johnson, Warren, Ohio», de forma que entramos en un cuarto con cortinas echadas, ventanas cerradas y puertas encerrojadas, así como con el pavimento despejado para permitir circular las ondas mientras la máquina busca. Se puede conseguir un feo chichón a causa de una silla colocada donde no debería estar. Por supuesto que el chichón no lo causa la silla, sino el retroceso del campo.

No hubo dificultades. Jane estaba durmiendo profundamente. La llevé afuera, la coloqué en una caja de ultramarinos sobre el asiento de un automóvil que había conseguido antes y la conduje al orfanato. La abandoné en los escalones, conduje dos manzanas más hasta una «estación de servicio» (del tipo productos del petróleo) y telefoneé al orfanato, volviendo a pasar frente a él a tiempo de ver cómo metían la caja dentro. Seguí conduciendo y abandoné el automóvil cerca del motel. Caminé hacia él y salté al Edificio Apex, en 1963.

2200-V1-24 de Abril de 1963-Cleveland, Ohio-Apex Bldg.

Había calculado la hora estupendamente. La exactitud del tiempo depende del lapso, excepto para regresar a cero. Si yo estaba en lo cierto, Jane iba a descubrir en el parque esta noche balsámica y primaveral, que no era una muchacha tan «circunspecta» como había pensado. Alquilé un taxi hasta la casa de aquellos avaros y tuve al chófer esperando en una esquina, mientras yo vigilaba en las sombras.

Ahora acababa de distinguirlos bajando la calle, rodeándose la cintura con los brazos. El hombre la subió al porche y le dio las buenas noches con un largo beso muy trabajado, más largo de lo que yo suponía. Después ella se fue y él siguió su camino, alejándose. Me puse a su altura y enganché un brazo al suyo.

—Esto es todo, hijo —anuncié tranquilamente—. Regresaré para recogerte...

- ¡Usted...! —casi gritó él y contuvo la respiración.

—Yo. Ahora sabe quién es él. Y después de que lo medite, sabrá quién es usted... Y si se esfuerza en pensar, descubrirá quién es el bebé y quién soy yo...

No me contestó, estaba terriblemente agitado. Es un choque haber comprobado que usted no puede resistir seducirse a sí mismo. Lo recogí en el Apex Building y volvimos a saltar.

2300-VIII-12 de Agosto de 1985-Base al pie de las Rocosas

Desperté al sargento de servicio, le mostré mi DI y le dije que acostase a mi compañero con una píldora de la felicidad y lo recluíase a la mañana siguiente. El sargento parecía avinagrado, pero el rango es el rango, sin tener en consideración la época. Hizo lo que yo le dije, pensando sin duda que la próxima vez que nos encontrásemos quizás yo fuese el sargento y él el coronel. Lo que en nuestro cuerpo puede muy bien suceder.

—¿Qué nombre? —preguntó.

Se lo transcribí. El sargento alzó las cejas.

—De forma que igual, ¿eh? ¡Hum!...

—Ocúpese tan sólo de su trabajo, sargento —me volví hacia mi compañero—. Hijo, se acabaron sus penalidades. Está a punto de comenzar el mejor trabajo que un hombre puede desempeñar. Y lo hará bien. Lo sé...

—¡Ya lo comprobará! —asintió el sargento—. Míreme a mí, nací en 1917, y todavía estoy por aquí, joven y disfrutando de la vida.

Regresé al cuarto de salto y preparé todo para el cero, seleccionado con anterioridad.

2301-V-7 de Noviembre de 1970-NYC-Pop's Place

Salí de la bodega llevando un Drambuie de cinco años para descontar el minuto que me había ido. Mi ayudante estaba argumentando con el cliente que había estado tocando «Yo soy mi propio abuelo». Le dije:

—Deje que lo toque, después desenchufe.

Estaba muy cansado.

Es trabajoso, pero alguien tiene que hacerlo y es muy duro reclutar en los últimos años, desde la «equivocación» de 1972. ¿Pueden pensar en una fuente mejor que recoger gente caída, allí donde está, y darle buena paga, trabajo interesante aunque peligroso y una causa necesaria? Todo el mundo sabe ahora por qué fracasó la Guerra Fiasco de 1963. La bomba con el número de Nueva York encima no funcionó y otras cien cosas más no marcharon cómo habían sido planeadas. Todo fue coordinado por mis iguales.

Pero no la equivocación de 1972. Esa no fue culpa nuestra y no puede ser anulada. No hay que resolver ninguna paradoja. Una cosa es o no es, ahora y para siempre, amén. Pero no se volverá a repetir. Una orden fechada en 1992 adquiere prioridad algún año.

Cerré cinco minutos antes, dejando una carta en la caja registradora en la que decía a mi encargado diurno que aceptaba su ofrecimiento de compra, así que vería a mi abogado y me marcharía a tomarme unas largas vacaciones. El departamento recibiría o no el pago, pero allí querían que las cosas quedasen claras. Volví al cuarto trasero del sótano y salté hacia 1993.

2200-VII-12 de Enero de 1993-Al pie de las Rocosas, Anexo Cuartel General del Tiempo DOL.

Cambié impresiones con el oficial de servicio y fui a mis dependencias con la intención de dormir una semana. Había traído la botella que habíamos apostado (después de todo, la gané) y bebí un trago antes de escribir mi informe. Sabía mal y me pregunté por qué siempre había bebido Oíd Underwear. Pero era mejor que nada. No me gustaba volverme sobrio. Pienso demasiado. Pero tampoco había acertado con la botella. Otra gente tenía serpientes. Yo tengo gente.

Redacté mi informe; catorce reclutamientos todos bien acogidos por el Departamento Psicológico, contando el mío propio, que sabía había sido bien recibido. Estaba aquí, ¿no era así? Después escribí una petición de traslado a operaciones. Me sentía enfermo de reclutar. Dejé caer ambas tarjetas por la ranura y me dirigí a la cama.

Mis ojos cayeron sobre «Los Estatutos del Tiempo», colgados encima de mi cama:

Jamás hacer ayer lo que deberá ser hecho mañana.

Si al final tienes éxito, no lo vuelvas a intentar.

Un cosido en el tiempo evita nueve billones.

Una paradoja puede ser paralogizada.

Es al principio cuando piensas.

Los antepasados son sólo gente.

También Júpiter inclina la cabeza afirmativamente.

No me inspiraron de la forma que lo habían hecho cuando fui reclutado. Treinta subjetivos años de saltos de tiempo desgastan. Me desvestí y cuando quedé en cueros miré mi vientre. Una cesárea deja una gran cicatriz pero ahora soy tan velludo que apenas se advierte a menos que se la busque.

Entonces contemplé el anillo de mi dedo.

La serpiente que come su propio rabo, eternamente... Sé de dónde vengo, pero, ¿de dónde vienen todos ustedes, los zombies?

Sentí que me amenazaba la jaqueca, pero los polvos contra la jaqueca son algo que no quiero tomar. Lo hice una vez y ustedes se alejaron.

De forma que me arrastré hasta la cama y apagué la luz En realidad, ustedes no están aquí. Aquí no hay nadie más que yo, Jane, sola en la oscuridad.

¡He fracasado terriblemente!

JACK FINNEY

Estoy asustado

l'm Scared

El defecto principal que se le suele atribuir a la ciencia ficción es que es literatura de evasión, algo ligero para gente que no quiere que la molesten con ficción «seria». Por supuesto, en ciertos casos es así, pero en otros se trata de una literatura más seria y madura en concepto y ejecución. En ninguna parte resulta más evidente la necesidad de escapar y los peligros que esta necesidad representa, que en esta historia. Aunque apareció por primera vez en 1951, es una historia más adecuada para los años 80.

Estoy francamente asustado, no exactamente por mí mismo, después de todo soy un hombre de sesenta y seis años con los cabellos grises, sino por usted y por todos los que aún no han vivido su propia vida. Porque creo que recientemente han comenzado a suceder en el mundo ciertas cosas peligrosas. Fueron advertidas aquí y allá, discutidas ociosamente y después abandonadas y olvidadas. Aunque yo estoy convencido de que a menos que estos incidentes sean reconocidos como lo que son, el mundo se sumergirá en una pesadilla. Juzgue por usted mismo.

Una tarde del pasado invierno llegué a casa procedente de un club de ajedrez al que pertenezco. Soy viudo. Vivo solo en un pequeño pero confortable apartamento de tres habitaciones que mira a la Quinta Avenida. Era aún bastante pronto y encendí una lámpara que tengo al lado de un cómodo sillón de cuero, cogí una novela policiaca que estaba leyendo y conecté la radio. Lo siento, pero no sé qué estación sintonicé.

Cuando las válvulas se calentaron, llegó del altavoz la música de un acordeón, débil al principio y luego más fuerte. Como era una buena música para leer, ajusté el controlador de volumen y me hundí en mi libro.

Ahora quiero ser absolutamente objetivo y exacto con la cuestión y no voy a pretender que presté demasiada atención a la radio. Pero sé que de pronto la música se detuvo y una audiencia aplaudió. Luego, una voz de hombre halagada y contenta por los aplausos dijo:

—¡Está bien! ¡Está bien!

Pero los aplausos continuaron durante varios segundos más. Durante ese tiempo la voz, una vez más, cloqueó apreciativamente y a continuación repitió con firmeza: «Está bien». Y los aplausos se detuvieron.

—¡Este fue Alee no sé qué... A —dijo la voz de la radio y volví a mi lectura.

Pero pronto volvió a cautivarme de nuevo aquella voz de mediana edad. Quizás fue un cambio de tono, cuando pasó a un nuevo tema, lo que prendió mi atención:

—Y ahora, la señorita Ruth Greeley, de Trenton, Nueva Jersey. La señorita Greeley es pianista, ¿correcto?

Una voz de muchacha, tímida y apenas audible, dijo: —Correcto, mayor Bowes.

La voz del hombre, y en aquel momento reconocí su soniquete y su forma familiar de expresarse, dijo:

—¿Y qué va a tocar? La muchacha contestó: —«La Paloma».

El hombre repitió a continuación, como un anuncio: «La Paloma».

Hubo una pausa y después el piano hizo sonar la introducción. Yo volví a mi lectura.

Mientras la chica tocaba, me di cuenta a medias que su estilo era mecánico y su ritmo defectuoso, quizás estaba nerviosa. Después mi atención se avivó una vez más por un gong que sonó repentinamente. Durante unos cuantos compases la muchacha siguió tocando con vacilación, sin estar segura de lo que hacía. El gong volvió a sonar ruidosamente, la interpretación se detuvo en seco y se produjo un inquieto murmullo por parte de la audiencia.

—¡Está bien! ¡Está bien! —dijo la voz familiar. Me di cuenta de que estaba esperando justamente eso. Sabía que lo diría? La audiencia se tranquilizó y la voz comenzó de nuevo:

—Ahora...

La radio dejó de transmitir. Durante la mínima fracción de un segundo ningún sonido salió del aparato más que su mecánico zumbido. A continuación, un programa completamente diferente fue difundido por el altavoz. Las voces grabadas de Bing Crosby y de su hijo cantando los compases finales de «La Canción de Sam», precisamente mi pieza favorita. Así que volví una vez más a mi lectura, preguntándome vagamente qué habría sucedido con el otro programa, pero sin pensar nada más hasta que acabé mi libro y me preparé para ir a la cama.

Entonces, mientras me desnudaba en mi habitación, recordé que el mayor Bowes había muerto. Habían pasado algunos años, la mitad de una década, desde que el familiar y a la vez seco y festivo «está bien», había dejado de oírse en los cuartos de estar de la nación.

Bien, ¿qué tiene que hacer uno cuando lo aparentemente imposible sucede? Pues, sencillamente de aquí salió una historia para contar a los amigos y, a partir de entonces, más de una vez me preguntaron si había oído recientemente a Moran y Mack, una pareja de comediantes populares en la radio hace unos veinticinco años o a Floyd Gibbons, o si me había enterado de algunas noticias emitidas en los viejos tiempos. A costa de mi aparato de galena se hicieron toda clase de jocosas referencias.'

Pero un hombre —ocurrió en una reunión el jueves siguiente—, escuchó mi historia con la mayor seriedad y cuando terminé, me contó una rara historia que le había ocurrido a él. Se trata de un hombre reflexivo e inteligente, y mientras le escuchaba, no estaba asustado, sino que me esforzaba en encajar lo que parecía ser un lazo de conexión, un común denominador entre su historia y el extraño comportamiento de mi aparato de radio. Como estoy retirado y tengo mucho tiempo, me tomé el trabajo de hacer al día siguiente dos horas de viaje en tren hasta Connecticut, para verificar esta historia de primera mano. Recogí detalladas notas y la historia aparece ahora en mi archivo como sigue:

CASO 2. Louis Trachnor, expendedor de carbón y leña, R.F.D.1, Danbury, Connecticut, cincuenta y cuatro años.

En julio, el día 20, del año 1950, el señor Trachnor me dijo que había estado paseando frente al porche de su casa sobre las seis en punto de la mañana. Desde el alero de la casa hasta el pavimento del porche había una raya de pintura gris, todavía reciente.

—Era de la anchura de una brocha de ocho pulgadas —me dijo el señor Trachnor—. Y resultaba espantoso porque la casa era blanca. Me imaginé que algunos niños lo habían hecho durante la noche para gastar una broma, pero si había sido así, tenían que haber colocado una escalera hasta el alero, y ya se puede figurar que tal cosa les supondría demasiado esfuerzo. Por otra parte, la raya no estaba embadurnada. Se trataba de un trabajo cuidadoso, de una concienzuda línea recta que recorría todo el frente de la casa.

El señor Trachnor cogió una escalera y limpió la pintura gris con trementina.

En octubre del mismo año el señor Trachnor pintó su casa. El blanco no había aguantado mucho, así que la pinté de gris. Dejé el frente para el final y acabé sobre las cinco de un sábado por la tarde. A la mañana siguiente cuando salí, vi una raya blanca, completamente recta, que descendía por todo el frente de la casa. Me imaginé que volvía a tratarse otra vez de los condenados niños, porque estaba en el mismo lugar que antes. Alguien había llevado a cabo un esmerado trabajo de limpieza de la pintura reciente sobre una larga raya de unas ocho pulgadas de anchura que bajaba desde el alero. ¿Quién demonios podía haberse tomado semejante trabajo? Yo no pude descubrirlo.

¿Ve usted el nexo entre esta historia y la mía? Suponga por un momento que algo había sucedido, en cada ocasión, para trastornar brevemente el metódico progreso del tiempo. Por lo menos esto es lo que parecía haber sucedido en mi caso, durante los pocos segundos en que aparentemente oí una emisión de radio que había sido realizada años antes. Suponga entonces que nadie había tocado la casa del señor Trachnor, aparte de él mismo. Que pintó su casa en octubre, pero que a través de una fantástica confusión del tiempo, una parte de esa pintura apareció sobre la casa el verano anterior. Como por entonces el señor Trachnor limpió la pintura, una ancha raya de pintura gris reciente desapareció después de que pintó su casa en otoño.

Sin embargo, no quiero mentir al decir que realmente creo esto. Simplemente se trata de una intrigante especulación y cuento estas historias a mis amigos como curiosas anécdotas. Soy una persona sociable, veo a mucha gente y suelo escuchar otras extrañas historias como respuesta a la mía.

Alguien asiente siempre y dice:

—Esto me recuerda algo que oí recientemente...

De esta forma tengo una historia más que añadir a mi colección.

Un hombre, en Long Island, recibió una llamada telefónica de una hermana de Nueva York, un viernes por la tarde. Ella insistió en que no había realizado tal llamada hasta el lunes siguiente, o sea, tres días después.

En la sucursal de la calle Cuarenta y Cinco de la cadena del National Bank, mostré un cheque depositado el día antes de ser escrito.

En la calle Sesenta y Ocho Este de la City de Nueva York, fue entregada una carta sólo setenta minutos después de haber sido introducida en un buzón de la calle principal de Green River, Wyoming.

Y así sucesivamente. Mis historias ahora están siendo solicitadas por partes y llegué a decirme que coleccionarlas y comprobarlas era mi hobby. Pero el día que oí la historia de Julia Eisenberg, comencé a pensar que la cosa era más complicada.

CASO 17. Julia Eisenberg, oficinista, Ciudad de Nueva York, edad treinta y un años.

Miss Eisenberg vive en un apartamento de Greenwich Village. Hablé con ella después de que un amigo del club de ajedrecistas que vive en su vecindad me repitió su historia, un tanto falseada, que le había contado el portero del edificio donde vivía.

En octubre de 1947, sobre las once de la noche, la señorita Eisenberg salió de su apartamento para ir al drugstore a comprar un dentífrico. De regreso, no lejos de su apartamento, un gran perro blanco y negro corrió hacia ella y colocó sus patas sobre su pecho.

—Cometí la equivocación de acariciarle —me dijo la señorita Eisenberg—. Y entonces no quiso dejarme. Cuando entré en el vestíbulo de mi edificio, lo eché fuera y cerré la puerta. Lo sentí por él, pobre animal, y aún me encontré más culpable cuando una hora después miré por la ventana y seguía sentado a la puerta.

El tal perro permaneció en la vecindad durante tres días, descubriendo y saludando a la señorita Eisenberg con salvaje afecto cada vez que aparecía en la calle.

—Cuando subía al autobús por las mañanas para dirigirme al trabajo se sentaba en la acera observando mi marcha con la más triste mirada, ¡pobre bicho! Quise recogerlo, pero sabía que ya no querría volver a su casa y entonces temía que su propietario estuviese lamentando su pérdida. Nadie en la vecindad sabía a quién pertenecía y finalmente desapareció.

Dos años después, una amiga le regaló a la señorita Eisenberg un perrito de tres semanas.

—Mi apartamento es realmente muy pequeño para un perro, pero era tan lindo y cariñoso que no me pude resistir. Bien, creció y se convirtió en un hermoso perrazo que comía más que yo.

Como el vecindario era muy tranquilo y el perro se portaba muy bien, la señorita Eisenberg generalmente lo paseaba sin correa por las noches y jamás se alejaba.

—Una noche lo acababa de ver olisqueando en la oscuridad unas puertas más abajo, lo llamé y no regresó. No volvió jamás. No lo volví a ver.

La señorita Eisenberg siguió relatándome:

—Nuestra calle es ahora una sólida muralla de edificios de piedra oscura a ambos lados, con portales cerrados y sin zonas de paseo. ¡No pudo haber desaparecido así como así! ¡Pero lo hizo!

La señorita Eisenberg estuvo buscando su perro durante muchos días, preguntó a los vecinos, puso anuncios en los periódicos, pero no lo encontró.

—Una noche que estaba ya lista para acostarme, se me ocurrió mirar a la calle por la ventana. Y entonces recordé algo que se me había olvidado. Recordé al perro que había ahuyentado dos años antes —la señorita Eisenberg me miró un momento y luego añadió con un soplo de voz—, era el mismo perro. Si usted tuvo alguna vez un perro sabe que no puede equivocarse, y le digo que era el mismo perro. Sea como sea, mi perro se había perdido. Yo lo había expulsado dos años antes de haber nacido.

Comenzó a llorar silenciosamente. Las lágrimas corrían por su cara.

—Quizás piense usted que estoy loca o que soy una solterona y que me vuelvo excesivamente sentimental a causa de un perro. Pero está equivocado —se secó las lágrimas con un pañuelo—. Soy una persona bien equilibrada, más que la mayoría de la gente en estos días y le digo que lo que sucedió...

Fue en aquel momento, sentado en la pulcra sala de estar de la señorita Eisenberg, cuando me di cuenta de que las consecuencias de estos extraños incidentes podrían ser algo más que simplemente intrigantes, posiblemente trágicas. Y en ese momento comencé a asustarme.

Pasé los últimos once meses descubriendo y siguiendo la pista de esos extraños sucesos y estoy asombrado y asustado de su cantidad. Me aterroriza el que cada vez se repitan con mayor frecuencia y, apenas sé cómo decirlo, me asusta el creciente poder que tienen para desgarrar las vidas humanas. Este es un ejemplo, seleccionado casi al azar, de la increíble fuerza de lo que, sea lo que sea, está sucediendo en el mundo.

CASO 34. Paul V. Kerch, contable, El Bronx, treinta y un años.

Una brillante y limpia tarde de domingo me reuní con una poco sonriente familia de tres miembros, en su apartamento del Bronx. El señor Kerch, un joven bien parecido, moreno y más bien rechoncho; su esposa, una mujer de cara agradable y cabello oscuro, de veintitantos años, cuyo atractivo se veía empañado por unas grandes ojeras bajo sus ojos, y su hijo, un guapo muchachito de seis o siete años. Después de las presentaciones, el muchacho, por orden de sus padres, se marchó a jugar a la parte trasera de la casa.

—Bueno... —dijo entonces el señor Kerch caminando hacia una librería—. Vayamos a la cuestión. Usted dijo por teléfono que conocía la historia a grandes rasgos.

Aquello era mitad pregunta, mitad estado de cuentas.

—Sí —contesté.

Alcanzó un libro de un estante y sacó algunas fotografías de su interior.

—Aquí están las fotografías —se sentó a mi lado sobre la cama turca con los retratos en la mano—. Poseo una buena cámara. Soy un pasable fotógrafo amateur y tengo un cuarto oscuro en la cocina para el revelado. Hace dos semanas fuimos al Central Park —su voz era monótona y cansada, como si hubiese repetido la historia muchas veces, en voz alta y en el interior de su propia mente—. Hacía un buen día, como hoy, y las abuelas del niño habían estado insistiendo en poseer unas fotografías, así que saqué un carrete completo a base de fotografías de los tres. Mi cámara puede colocarse en un trípode, enfocarse y dispararse automáticamente unos segundos después, dándome tiempo a colocarme enfrente y salir también yo en el retrato...

Sus ojos me miraron cansados y sin esperanza mientras me tendía las fotografías, reservándose una.

—Estas son las primeras que saqué —dijo.

Las fotografías eran bastante grandes, quizás de unas siete pulgadas por tres y media. Las examiné de cerca.

Eran bastante corrientes, perspicaces y detalladas, y mostraban a los tres componentes de la familia en varias poses sonrientes. El señor Kerch llevaba un traje ligero, su mujer un vestido oscuro y una chaqueta de paño y el muchacho un traje, oscuro también, con pantalones a la altura de las rodillas. Al fondo se veía un árbol con las ramas desnudas. Miré al señor Kerch, dando a entender que había concluido mi estudio de las fotografías.

—La última fotografía... —dijo, agarrándola para entregármela—, la saqué exactamente igual que las otras. Nos pusimos de acuerdo sobre la posición, preparé la cámara y me coloqué al lado de mi familia. El lunes por la noche revelé todo el rollo. Esto es lo que salió del último negativo.

Me tendió la fotografía.

Al primer momento parecía una fotografía más del grupo. Luego vi la diferencia. El señor Kerch parecía el mismo, con la cabeza sin cubrir y sonriendo ampliamente, pero llevaba puesto un traje completamente diferente. El muchacho que estaba a su lado, usaba pantalones largos, era como tres pulgadas más alto, obviamente mayor, pero también inequívocamente el mismo muchacho. La mujer era una persona completamente diferente. Vestía con elegancia, su luminoso cabello brillaba al sol y era muy linda y atractiva. Sonreía a la cámara y agarraba al señor Kerch de la mano.

Levanté la vista hacia él.

—¿Quién es? —pregunté.

Abrumado, el señor Kerch movió su cabeza en sentido negativo.

—No lo sé —dijo de repente y después explotó—: ¡No lo sé! ¡No la he visto en mi vida! —dirigió la mirada hacia su mujer, pero ésta no se la devolvió. Entonces giró hacia mí y se encogió de hombros.

—Bien, aquí la tiene. La historia completa.

Se levantó, metiendo ambas manos en los bolsillos de su pantalón y comenzó a pasear por la habitación, mirando repetidas veces a su mujer y hablando con ella en realidad, aunque sus palabras se dirigían a mí.

—¿Qué quién es? ¿Cómo la cámara pudo haber captado esa fotografía? ¡Jamás vi en mi vida a esa mujer!

Miré de nuevo la fotografía, con más detenimiento.

—Los árboles están llenos de hojas —dije.

Detrás del niño con aspecto serio, de la sonriente mujer y del hombre aparentemente feliz, los árboles del Central Park aparecían completamente florecidos.

El señor Kerch asintió:

—Ya lo sé —dijo amargamente—. ¿Y sabe lo que dice ella? —reventó mirando a su mujer—. Dice que es mi esposa en la fotografía, mi nueva esposa un par de años más tarde. ¡Dios mío! —se llevó ambas manos a la cabeza—. ¡Las cosas que se le pueden ocurrir a una mujer!

—¿Qué es lo que quiere decir? —miré a la señora Kerch, pero ella me ignoró, permaneciendo silenciosa y con los labios apretados.

Kerch se encogió de hombros con un gesto desesperado.

—Dice que esa fotografía muestra cómo serán las cosas dentro de un par de años... Que ella habrá muerto o... —vaciló, luego pronunció con amargura— que estaremos divorciados. Que yo tendré a nuestro hijo y estaré casado con la mujer de la fotografía.

Ambos miramos a la señora Kerch, hasta que la mujer se vio obligada a hablar:

—Bien, si no es así, ¿díganme lo que significa esa fotografía? —preguntó por fin, alzando un hombro.

Ninguno de los dos pudimos contestarle y unos minutos después los dejé. No había mucho que decir a los Kerch. Ciertamente, yo no podía mencionar mi convicción de que, cualquiera que fuese la explicación de la última fotografía, su vida matrimonial concluiría...

CASO 72. Teniente Alfred Eichler, Departamento de la Policía de Nueva York, edad treinta y tres años.

A últimas horas de la tarde del 9 de enero de 1951, dos policías encontraron un revólver tirado sobre un sendero de grava en la entrada del lado este del Central Park. El arma fue examinada para descubrir huellas digitales y el laboratorio de la policía encontró varias. Se había disparado un tiro y la policía disparó otro que fue estudiado y clasificado por los expertos en balística. Las huellas se confrontaron y fueron descubiertas en los archivos policiales. Pertenecían a un menor, un golfo con un expediente de asaltos.

Se despachó una orden rutinaria de apresamiento. Un detective llamó a la casa de huéspedes donde se sabía que vivía, pero había salido, y como ningún caso de disparos con arma de fuego, que estuviese sin resolver, había ocurrido recientemente, no se intensificó su búsqueda durante aquella noche.

La tarde siguiente un hombre recibió un tiro y fue muerto en el Central Park con el mismo revólver. Se comprobó balísticamente que estaba fuera de toda duda. Muy pronto se supo que el hombre asesinado había estado discutiendo con un amigo en las proximidades de una taberna. Los dos hombres estaban borrachos y habían abandonado la taberna juntos. El segundo hombre era el golfo cuyo revólver había sido encontrado la noche anterior y todavía se mantenía encerrado en una caja fuerte de la policía.

El teniente Eichler acabó diciéndome:

—Es imposible que el hombre muerto fuese asesinado con el mismo revólver, pero lo fue. No me pregunte cómo, y si alguien cree que vamos a ir al juzgado con un caso como éste, está loco...

CASO 111 Capitán Hubert V. Rihm, Departamento de la Policía de Nueva York, retirado, edad sesenta y seis años.

Me cité con el capitán Rihm una mañana en Stuyvesant Park, un parche de verdor, bancos de madera y asfalto asediado por la ciudad en la parte más baja de la Segunda Avenida.

—¿Usted quiere que le cuente el caso Fentz, no es verdad? —preguntó después de habernos presentado a nosotros mismos y que nos acomodamos en un banco vacío—. Está bien, le hablaré de ello. No me gusta charlar sobre el asunto, me molesta, pero quiero oír lo que usted piensa.

Era un hombre alto y saludable con una cara áspera y rojiza. Vestía una vieja chaqueta de policía y uniforme de cabo sin las insignias.

—Ocurrió en City Mortuary —comenzó a decir mientras yo sacaba mi cuaderno de notas y un lápiz—, en Bellevue, sobre las doce de una noche cuando estaba tomando café con uno de los internos. Trajeron a ese tipo y era un fulano de aspecto extraño. Tenía barba. Era joven, unos treinta años, pero llevaba unas patillas de boca de hacha y su ropa era muy rara. Por entonces yo tenía ya treinta años de servicio, estaba a punto de retirarme, era el mes de junio de 1950 y estaba destinado al Departamento de Personas Desaparecidas. Como comprenderá había visto un montón de tipos excéntricos muertos por las calles. Una vez encontramos un árabe de punta en blanco y nos costó una semana descubrir quién era. Así que no era el aspecto del tipo lo que me molestó, sino los objetos que encontramos en sus bolsillos.

El capitán Rihm se volvió en el banco para ver si había prendido mi interés. Después, continuó:

—En el bolsillo del tipo muerto había alrededor de un dólar en moneda fraccionaria y uno de los muchachos cogió un níquel y me lo mostró. Bien, todavía se pueden ver gran cantidad de níqueles diferentes. Los recientes con el grabado de Jefferson, los níqueles con el búfalo, anteriores a esos y de vez en cuando aún se pueden encontrar los viejos niqueles con la cabeza de la Libertad. Pero éste era aún más antiguo. Tenía un escudo en la parte frontal, un escudo de los Estados Unidos y un cinco grande en la parte de atrás. Cuando era niño solía ver ese tipo de níquel. Y lo más curioso es que aquel níquel antiguo parecía nuevo. Lo que los coleccionistas de moneda llaman «flor de cuño», como si hubiese sido acuñado el día anterior. El níquel tenía grabada la fecha de 1876 y era la moneda más antigua que llevaba en el bolsillo.

El capitán Rihm me miró de forma interrogativa.

—Bien... —dije levantando la vista de mi cuaderno de notas—. Eso puede suceder.

—Seguro que puede... —contestó en tono satisfecho—. Pero todos los peniques que tenía eran peniques con cabezas de indios. ¿Cuándo ha visto alguno así últimamente? Incluso había una pieza de plata de tres centavos. Parecida a una moneda de plata de diez centavos pero más pequeña. Y los billetes de su cartera eran todos antiguos, del tipo grande.

El capitán Rihm se inclinó hacia delante y escupió en el sendero un chorro delgado de jugo de tabaco, con la expresión del policía fastidiado por algo que se desvía de una norma ordenada.

—Casi setenta dólares en dinero contante y ningún billete federal en el lote. Había dos billetes con el dorso amarillo. ¿Los recuerda? Eran pagaderos en oro. El resto eran antiguos billetes del banco nacional. Tiene que recordarlos también. Emitidos directamente por los bancos locales y firmados personalmente por el director del banco. El tipo apropiado para ser falsificado a manta... Bien —continuó el capitán Rihm, respaldándose en el banco y cruzando las piernas—, en su bolsillo también había una factura de una cochera de alquiler de la Lexington Avenue. Tres dólares por dar de comer y guardar al caballo y lavar el carruaje. En su bolsillo también guardaba una carta matasellada en Filadelfia, en junio de 1876, con un sello de estilo antiguo de dos centavos y un montón de tarjetas en su cartera. Las tarjetas llevaban su nombre y dirección, así como la carta.

—¡Oh! —exclamé un poco sorprendido—. ¿Entonces lo identificó enseguida?.

—Claro. Rudolph Fentz, domiciliado en la Quinta Avenida, olvidé el número exacto, de Nueva York. No hubo problema —el capitán Rihm se inclinó de nuevo hacia adelante—. Sólo que la dirección no era una residencia. Era un almacén y lo fue durante años. Allí nadie había oído hablar de ningún Rudolph Fentz y en la guía telefónica tampoco venía su nombre. Nadie había llamado ni hecho ningún tipo de averiguación acerca de ese individuo y en Washington no tenían sus huellas. En su chaqueta apareció una etiqueta con el nombre de sastre, una dirección de Broadway. Pero allí nadie había oído nombrar a ese sastre.

—¿Y qué tenía de raro su ropa?

El capitán contestó:

—Bueno, ¿usted sabe de alguien que use un par de pantalones a grandes cuadros blancos y negros, de corte muy estrecho, sin vueltas y planchados sin raya?

Pensé durante un momento:

—Sí —dije a continuación—. Mi padre, cuando era muy joven, antes de que se casara. Lo vi vestido así en algunas fotografías.

—Seguro —dijo el capitán Rihm—. Y probablemente utilizaba también una especie de chaqueta estilo levita, corta por delante y con dos botones forrados de la misma tela en la espalda, un chaleco con solapas, chistera, corbata de lazo de color negro, cuello duro con las puntas vueltas hacia arriba y zapatos con botones...

—¿Así vestía ese hombre?

—¡Como hace setenta y cinco años! Y no tenía más de treinta... Su sombrero llevaba una etiqueta de una sombrerería de la calle Veintitrés, que cerró a mediados de siglo. ¿Qué sacaría usted de una cosa así?

—Bien —dije pensativamente—, no se puede sacar demasiado... Aparentemente se trata de alguien que se tomó mucho trabajo para vestirse al estilo antiguo, las monedas y los billetes los pudo comprar en una casa de numismática, y después consiguió hacerse matar en un accidente de tráfico...

—Lo de que consiguió hacerse matar en un accidente de tráfico es correcto. Las once y cuarto de la noche en Times Square, la gente saliendo de los teatros y la calle llena de circulación. Y ese tipo que aparece en medio de la calzada, pasmado y mirando a su alrededor a los coches y á las señales de tráfico como si jamás las hubiera visto. El agente de servicio se dio cuenta, así que ya puede comprender cómo estaría actuando, y en lugar de esperar, cuando las luces se cambiaron y el tráfico comenzó de nuevo con él en medio de la calle, el condenado loco se dio la vuelta e intentó retroceder hacia la acera. Un coche lo alcanzó y murió con el golpe.

Por un momento, el capitán Rihm dejó de mascar su tabaco y se quedó mirando con cara de pocos amigos a una mujer joven que empujaba un carrito de bebé, aunque estoy seguro que no la veía. La joven madre lo observó sorprendida y el capitán siguió hablando:

—No hay nada que usted pueda hacer ante una cosa así. No descubrimos nada... Comencé a rebuscar en nuestros archivos de antiguas guías telefónicas, sólo por rutina, pero sin demasiada esperanza de encontrar algo que se remontase a una época tan lejana. Pero en la edición del verano de 1939 encontré a un Rudolph Fentz, Jr., alguien que vivía en la calle Cincuenta y dos. Se había trasladado de allí en el año cuarenta y dos, aunque el portero del edificio me dijo que se trataba de un hombre de unos sesenta años, retirado ya de los negocios. Solía trabajar en un banco situado unas manzanas más allá, según me dijo el mismo portero. Encontré el banco donde había trabajado y allí me dijeron que se había retirado en el año cuarenta y que había muerto cinco años después. Su viuda vivía en Florida con una hermana.

El capitán se detuvo, mascando su tabaco, y luego continuó:

—Escribí a la viuda, pero sólo pudo decirnos una cosa y no era nada bueno. Jamás informé de la cuestión, quiero decir oficialmente. El padre de su esposo había desaparecido cuando su esposo tenía tan sólo dos años. Salió a pasear un día sobre las diez de la noche, por lo visto su mujer pensaba que el humo de su cigarro manchaba las cortinas y acostumbraba a dar un paseo antes de irse a la cama para fumar un puro. Aquel día no regresó y jamás le volvieron a ver ni oyeron hablar de él. La familia gastó una buena cantidad de dinero para intentar localizarle, pero no lo consiguieron. Esto fue alrededor del año 1875. La anciana no me pudo dar la fecha exacta. Su esposo no solía hablar mucho de la cuestión.

El capitán Rihm concluyó:

—Y eso es todo. Una vez, en una de mis tardes de búsquedas, me senté ante una pila de fichas antiguas. Y por fin encontré el registro de personas desaparecidas en el año 1876. Allí aparecía Rudolph Fentz. Todo correcto. No se extendía demasiado en su descripción y por supuesto no incluía las huellas digitales. Daña un año de mi vida, incluso ahora, y quizás dormiría mejor por las noches, si en el registro hubieran aparecido sus huellas. En la relación figuraba que tenía veintinueve años, que utilizaba barba y patillas en forma de boca de hacha, chistera, chaqueta oscura y pantalones a cuadros. Esto es todo lo que decía. No hablaban ni del cuello duro ni de los botones en los zapatos. Su nombre era Rudolph Fentz y vivía en la Quinta Avenida. En aquel tiempo debía haber sido una vivienda. El caso concluía: no localizado.

Dejó de hablar durante un rato y de repente me preguntó casi de forma agresiva:

—Ahora bien, odio este caso. Lo odio y no quiero que me vuelvan a hablar de él. Pero, ¿qué opina usted? ¿Cree que un tipo se puede desvanecer en el aire en 1876 y volver a aparecer en 1950?

Me encogí de hombros, sin querer comprometerme. El capitán la tomó como una negación.

—No, por supuesto que no —dijo—. Por supuesto que no. Pero, ¿qué otra explicación puede darme?

Y podría seguir así. Podría contar varios cientos de casos por el estilo.

Una muchacha de dieciséis años que una mañana se levantó de su cama, llevando su ropa en la mano, porque le quedaba grande, ya que volvía a tener unos once años. Y otros sucesos más, demasiado horribles para ser impresos. Todos han sucedido en la zona de Nueva York y en el espacio de unos pocos años. Pero sospecho que otros casos han ocurrido y están ocurriendo en todo el mundo. Podía dedicarme a encontrarlos, pero el punto capital es el siguiente: ¿Qué está sucediendo y por qué? Aunque creo que tengo la contestación.

Quizás habrán advertido, dentro del círculo de gentes que ustedes conocen, una creciente rebelión contra el presente. Y una creciente añoranza del pasado. Yo por supuesto que lo he notado. Jamás en mi vida había oído decir a tanta gente que desearían vivir a comienzos de siglo o «cuando la vida era más sencilla» o «cuando se vivía mejor» o «cuando se traían hijos al mundo y se podía contar con el futuro», o simplemente «en los felices tiempos pasados». ¡La gente no hablaba así cuando yo era joven! El presente era una época gloriosa. Pero ahora sí, se añora el pasado.

Por primera vez en la historia del hombre, los humanos se desesperan por evadirse del presente. Revistas enteras están dedicadas a las historias de fantasía y a la literatura de evasión, a otras épocas, al pasado y al futuro, a otros mundos y planetas. Pero en resumidas cuentas, evasión de aquí y de ahora. Incluso nuestras editoriales más famosas y el mismo Hollywood están padeciendo la creciente demanda de ese tipo de evasión. Sí, el mundo padece una sed. Casi se puede sentir la presión de una terrible masa, el empuje de millones de mentes debatiéndose contra las barreras del tiempo. Últimamente me he llegado a convencer de que esa terrible presión de la masa de millones de mentes, de una manera silenciosa pero definitiva, está afectando ya al tiempo en sí. Mis incidentes ocurren en los momentos en que esto sucede, cuando es mayor el anhelo de evasión casi universal. El hombre está trastornado la exactitud del tiempo y temo que llegue a quebrantarla. Cuando esto llegue a suceder, dejo a la imaginación de ustedes las últimas horas de locura que nos afectarán. Todos los innumerables momentos que ahora construyen nuestras vidas, repentinamente deshilvanados y caóticamente enmarañados en el tiempo.

Bien, yo ya he vivido la parte principal de mi vida. Sólo me pueden robar unos cuantos años. Pero encuentro terrible ese universal deseo de escapar de lo que podría ser un mundo feliz, rico y productivo. Vivimos en un planeta muy capaz de proporcionar una vida decente a cada alma, lo cual es lo que el noventa y nueve por ciento de los seres humanos piden. ¿Por qué no podemos conseguirlo?

WILLIAM TENN

Juego de niños

Child's Play

Uno de los tópicos favoritos de la Ciencia Ficción es el viaje del tiempo, cuyas paradojas proporcionan algunos de los mejores momentos de la misma. El arte del escritor es mantener una perfecta lógica mientras produce una historia entretenida y llena de significado. Otro tema es el artefacto procedente del futuro y sus efectos sobre un individuo del presente, igualmente difícil de conducir de modo convincente. El autor ha triunfado brillantemente, por lo menos así lo pensamos, en esta festiva aunque siniestra historia.

Después de que el repartidor de la agencia dio a la puerta un imprevisible golpe, Sam Weber decidió trasladar la amplia jaula bajo la bombilla de su cuarto. Era muy cómodo para el mensajero soltar:

—Lo siento. Nosotros no enviamos los paquetes, sólo los entregamos, señor.

Tenía que haber alguna juiciosa explicación.

Con un gruñido que comenzó como un reflejo anticipador y finalizó con una nota de desagradable sorpresa, Sam empujó el cajón el trecho suficiente. Era bastante pesado. Se preguntó cómo el repartidor había podido subir los tres tramos de escaleras.

Se quedó perplejo ante la deslumbrante tarjeta que contenía su nombre y dirección, así como la frase: «Felices Pascuas 2353».

¿Una broma? No conocía a nadie que creyese divertido enviar una tarjeta fechada en el futuro, con una anticipación de cuatrocientos años. A menos que uno de sus comediantes compañeros de la facultad de Derecho, quisiera significar su opinión de cuando Weber llegase a defender su primer caso. Aun así...

Las letras tenían una extraña forma, una especie de rayas verdes en lugar de trazos. Y la tarjeta era una lámina de oro.

Sam decidió que resultaba realmente interesante. Dejó la tarjeta a un lado y arrancó el ligero material del envoltorio. Luego se detuvo.

La caja no tenía tapadera, no había hendiduras en los lados ni ningún asidero a la vista.

Parecía ser una masa cúbica y sólida de una materia color marrón. Aunque resultaba positivo que algo sonase dentro cuando la había movido.

Asió las esquinas y se esforzó en tirar, gruñendo, hasta que se alzó. Después la dejó caer en el suelo.

—Bueno —se dijo filosóficamente—. No es el regalo. Es el principio implicado.

Gran parte de sus regalos aún estaban sin agradecer con expresivas notas. Tenía que encontrar algo especial para tía Maggie. Sus corbatas eran el puro horror cubista, pero esta Navidad no le había enviado ni siquiera un pañuelo. Todos sus centavos se habían ido en el broche de Tina. Dadas las circunstancias no se había atrevido con un anillo...

Se dio la vuelta para encaminarse a su cama, a quien le había designado el adicional servicio de mesa de escritorio y de silla. Después atizó un puntapié al cajón y gritó desconsoladamente:

—Bien, si no te quieres abrir, no te abras...

Como si le hubiese dolido el puntapié, la caja se abrió. En la parte superior apareció un corte que se abrió rápidamente y se dobló hacia abajo y hacia los lados como una maleta. Sam se golpeó la frente y dirigió una rápida plegaria agradeciendo todo lo bueno que envía el Divino Padre. A continuación recordó lo que había dicho.

—¡ Ciérrate! —sugirió.

La caja se cerró y se quedó tan lisa como el trasero de un niño.

—¡Ábrete!

La caja se abrió.

Sam decidió que quizás demasiado. Se inclinó y miró su contenido.

El interior era un enloquecedor montón de estanterías sobre el que descansaban unas redomas llenas de líquidos azules, tarros llenos de sólidos rojos y tubos que exhibían colores amarillos, verdes, naranja», malvas y otros más que los ojos de Sam no podían abarcar. En el fondo había siete piezas de unos intrincados aparatos, como si hubiesen sido reunidas allí por unos radio-amateurs. También se encontraba un libro.

Sam cogió el libro y advirtió asombrado que, aunque todas sus páginas eran metálicas, resultaba más ligero que cualquier libro que había sopesado.

Puso el libro encima de la cama y se sentó. Después respiró profundamente y lo abrió en la primera página.

- ¡Puff! —exclamó, exhalando el aire que había inspirado. En unas letras demenciales, a rayas verdes, leyó:

«Construya-un-Hombre-Serie 3. Esta serie está proyectada solamente para uso de niños entre las edades de once y trece años. El equipo, mucho más avanzado que Construya-un-Hombre Series 1 y 2, capacitará a los niños comprendidos en esas edades para construir y montar adultos humanos completos, siguiendo un perfecto orden de trabajo. Los niños más atrasados también pueden construir bebés y maniquíes de los primeros juegos. Se proporcionan dos desmontadores para que la serie pueda ser utilizada una y otra vez con todo provecho. Lo mismo que para las Series 1 y 2 se aconseja la ayuda de un censor en todo desarme. Los repuestos y partes adicionales se pueden adquirir en The Bild-a-Man Company, 928 Diagonal Level, Glunt City, Ohio. Recuerde, solamente con un Construya-un-Hombre puede construir un hombre.»

Weber cerró con fuerza sus ojos. ¿Cuál era el argumento de la película que había visto la noche pasada? Un argumento de terror. Y también unas fotografías terroríficas. El color muy bueno. ¿Cuánto podrá ganar un director a la semana? ¿Y el cámara? ¿Quinientos? ¿Mil?

Abrió sus ojos con cautela. La caja seguía siendo un cubo aplastado en el centro de su habitación. El libro todavía estaba en su temblorosa mano. Y la página decía lo mismo.

«Solamente con Construya-un-Hombre puede construir un hombre.»

—¡Que el Cielo asista a un joven abogado neurótico en una época como ésta!

En la página siguiente aparecía una lista de precios para «repuestos y partes adicionales». Cosas como un litro de hemoglobina y tres gramos de enzimas surtidas se ofrecían a la venta en términos de un dólar cincuenta y tres dólares cuarenta y cinco. Una nota en el fondo del cajón advertía del Juego Serie 4: «El estremecimiento de construir su primera vida marciana.»

En letra pequeña se leía Patente 2348.

La tercera página era una tabla de materias. Sam se agarró al borde del colchón con una mano sudada y leyó:

CAPÍTULO I. Un jardín de bioquímica para el niño.

CAPÍTULO II. Fabricar cosas sencillas con vida, en casa y fuera de ella.

CAPÍTULO III. Maniquíes y lo que les obliga a hacer el trabajo del mundo.

CAPÍTULO IV. Bebés y otros pequeños humanos.

CAPÍTULO V. Gemelos para cada ocasión, proporciónese un gemelo a sí misino y a sus amigos.

CAPÍTULO VI. Lo que usted necesita para construir un hombre.

CAPÍTULO VII. Completando al hombre.

CAPÍTULO VIII. Desarmando al hombre.

CAPÍTULO IX. Nuevos tipos de vida para sus momentos de ocio.

Sam dejó caer el libro dentro de la caja y corrió al espejo. Su cara seguía siendo la misma, un poco como yeso descolorido, pero fundamentalmente la misma. No se había desdoblado en dos, ni se había convertido en un maniquí, ni tampoco había inventado un nuevo tipo de vida para sus momentos de ocio. Todo seguía en el mejor de los mundos.

Con todo cuidado se esforzó para que sus ojos volviesen a ocupar la adecuada posición en sus cuencas.

«Querida tía Maggie —comenzó a escribir con fervor—, tus corbatas fueron el más hermoso regalo de estas Navidades. Mi único pesar es que...»

Mi único pesar es que sólo puedo darte mi vida por regalo de Pascuas. ¿Quién podría haberse dejado ir de tales fantasías para gastar un bromazo? ¿Lew Knigh? Incluso Lew debía tener algún respeto por la institución navideña en su insensible cuerpo... Además Lew no tenía ni cerebro ni paciencia para un trabajo tan complicado.

¿Tina? Tina tenía el sutil talento de la complicación, de acuerdo. Pero Tina, aunque poseía una deliciosa abundancia de todo tipo de atributos físicos, carecía lamentablemente del hueso de la alegría.

Sam sacó el envoltorio y lo acarició. El perfume de Tina parecía estar adherido a la superficie.

La tarjeta metálica aparentaba haber crecido y le deslumbraba desde el suelo. La cogió y le dio la vuelta.

Nada más que la lisa superficie de oro. Estaba seguro de que era oro. Su padre había sido joyero. El verdadero valor de la lámina refutaba la posibilidad de una broma. Además... ¿Dónde estábamos?

«Felices Pascuas 2353». ¿Qué sería de la humanidad dentro de cuatrocientos años? ¿Viajaría hacia las estrellas o aún más lejos, hacia destinos inimaginables? ¿Utilizando pequeños maniquíes para realizar el trabajo de máquinas y robots? ¿Proporcionando niños con...?

Quizás había otra tarjeta o alguna nota dentro de la caja. Weber se inclinó para remover su contenido. Sus ojos advirtieron un gran tarro pardusco con una etiqueta pegada en su superficie: «Preparación de neurona deshidratada, solamente para construcciones humanas.»

Retrocedió y gritó:

—¡Ciérrate!

La cosa se cerró. Weber suspiró su alivio y decidió irse a la cama.

Lamentó, mientras se desnudaba, no haber pensado en preguntar al repartidor el nombre de su firma. El conocer la red de reparto que desempeñaba el servicio podría serle útil para descubrir el origen de la espeluznante broma.

—Aunque en realidad —repitió mientras se caía de sueño—, no se trata del regalo. Se trata del motivo... ¡Felices Pascuas a mí!

Al día siguiente, cuando Lew Knight entró garbosamente con sus «Buenos días, asesor», Sam esperó la primera astuta alusión para echarse encima. Lew no era un hombre que ocultase su humor detrás de un tonel. Pero Lew enterró su nariz en el The New York State Supplement y la mantuvo allí toda la mañana. Los otros cinco jóvenes abogados de la oficina pública parecían demasiado fastidiados o demasiado ocupados para tener un «Construya-un-Hombre» sobre sus conciencias. Nada de risitas burlonas, miradas encubiertas ni preguntas capciosas.

Tina apareció a las diez en punto, semejando una chica de calendario sorprendida con la ropa puesta. —Buenos días, asesores... —dijo.

Cada cual a su manera, de acuerdo con las peculiares secreciones glandulares que estaba elaborando en aquel momento, contestó con alegría, con una bobada o con una simple réplica. Lew Knight dijo la bobada. Sam Weber se mostró radiante,

Tina recogió todo y analizó la situación mientras sacudía su melena. Sus conclusiones evidentemente implicaban marcada inclinación por el despacho de Lew Knight y preguntó qué tenía para ella aquella mañana.

Sam se hundió salvajemente en On Torts, de Hackleworth. Teóricamente Tina era la secretaria de los siete hombres, además de operadora del cuadro de distribución y recepcionista. Actualmente, la real ejecución de sus obligaciones la comprometía diariamente nada más que a escribir a máquina el nombre y la dirección de dos sobres y acaso una carta para ser introducida dentro. Una vez a la semana tenía que hacer un pensativo resumen que nunca llegaba a suponer un escrutinio judicial. Por lo tanto Tina guardaba una hermosa colección de revistas de modas en el primer cajón de su mesa de escritorio y un laboratorio completo de cosméticos en los otros dos. Invertiría un tercio de su trabajo diario en el tocador de señoras, intercambiando precios e informaciones de existencias con las otras secretarias. Dedicaba religiosamente los otros dos tercios al abogado que en el momento de su llegada a la oficina parecía encontrarse con mejor talante masculino. Su paga era pequeña pero su vida estaba llena.

Justo antes del almuerzo se aproximó casualmente con el correo de la mañana.

—No creo que vayamos a estar demasiado ocupados esta mañana, asesor... —comenzó a decir la joven.

—Pues está equivocada, señorita Hill —la informó Sam con un deje de irritación que esperaba le sentara bien—. He estado esperando que usted terminase sus compromisos sociales para poder descender a lo que normalmente se consideran negocios...

Se asustó como una gatita desamparada.

—¡Pero hoy no es lunes! Somerset & Ojack sólo envía su material los lunes...

Sam echó humo ante el recuerdo de que si no fuese por el ganapán legal que recibía una vez a la semana de Somerset & Ojack, sería un abogado tan sólo de nombre, por no decir de espíritu.

—Tengo una carta, señorita Hill —replicó con firmeza—. De forma que reúna los materiales necesarios y comenzaremos.

Tina regresó en un abrir y cerrar de ojos con el block de taquigrafía y lápices.

—Encabezamiento normal, fecha de hoy —comenzó a decir Sam—. Dirigida a la Cámara de Comercio, Glunt City, Ohio. Caballeros:

»Quisiera que me informaran si tienen registrada una firma que lleva el nombre de Bild-a-Man Company, o una firma de nombre similar. También estoy interesado en cualquier firma que utilizando el citado nombre haya dado a conocer sus intenciones de unirse a esa comunidad. Esta investigación la hago de manera informal a petición de un cliente que está interesado en un producto de esa organización cuya dirección ha extraviado.

»La firma y después esta P.D.: Mi cliente tiene también curiosidad por conocer las posibilidades comerciales de una calle llamada Diagonal Avenue o Diagonal Level. Cualquier dato sobre esa dirección y las organizaciones actualmente situadas será grandemente apreciado.»

Tina le miró con sus ojos azules abiertos de par en par.

—¡Oh!, Sam... —susurró, ignorando las formalidades que el joven había introducido—. ¡Oh!, Sam, tiene otro cliente... Lo que me alegro. Parecía un poco siniestro, pero de una forma tan distinguida que estoy segura.,.

—¿Qué? ¿Quién parecía un poco siniestro?

—¡Oh! Su nuevo cliente... —Sam tuvo la inconfortable sensación de que la joven había estado a punto de añadir «estúpido»—. Cuando llegué esta mañana estaba hablando con el ascensorista ese terrible hombre alto, ya mayor, vestido con un largo abrigo negro... Se volvió hacia mí, quiero decir el ascensorista, y dijo: «Esa es la secretaria del señor Weber. Podrá decirle todo lo que quiera saber.» Entonces comenzó a parpadear, lo que pienso suponía una descortesía, ya sabe, examinándome. Después, ese hombre se me quedó mirando con dureza y me sentí incómoda. Por fin se marchó murmurando: «Personalidades o dislocadas o rapaces. Nadie normal. Nadie equilibrado.» Lo que tampoco creo que fuese muy cortés y pienso debe saberlo, si se trata de su nuevo cliente...

Se sentó y respiró profundamente.

Un hombre viejo, alto y siniestro con un largo abrigo negro, sonde— t ando al ascensorista acerca de él. Difícilmente un asunto de negocios, i No guardaba esqueletos en su armario personal. ¿Estará conectado con su poco corriente regalo de Pascua? Sam se interrogaba mentalmente.

—... Pero es mi tía predilecta... ¿sabe? —estaba diciendo Tina—. j Y llegó de una forma tan inesperada...

La chica estaba explicando algo sobre su cita de Navidad. Sam sintió una acometida de afecto hacia ella, mientras la joven se inclinaba hacia delante.

—¡No importa! —le dijo—. Sé que no puede remediar romper la cita. Estaba un poco molesto cuando me llamó para disculparse, pero ya pasó. Sam nunca guarda rencor a una chica preciosa... Todo el mundo lo sabe. ¿Y qué hay sobre el almuerzo?

—¿El almuerzo? —gesticuló distraídamente—. Prometí a Lew, quiero decir al señor Knight, que comería con él. Pero no creo que le importe que también venga usted...

—¡Estupendo! Iremos.;.

Esto le sentaría a Lew como una cucharada de su propia medicina.

Lew Knight acogió el asunto de una multitud, en lugar de una pareja para almorzar, tan mal como Sam esperaba que lo hiciera. Desafortunadamente, Lew fue capaz de describir detalles de su futuro caso, así como los probables honorarios y posibles distinciones que le iba a reportar. Después de uno o dos intentos de atraer el interés, tratando de volver a meter a Somerset & Ojack en la conversación, Sam se sumergió en sus fantasías. Inmediatamente Lew dejó de jugar a Rosenthal contra Rosenthal y acaparó toda la atención de Tina.

Fuera del restaurante la nieve se decoloraba en aguanieve. La mayoría de las tiendas estaban retirando sus despliegues navideños. Sam advirtió juegos de construcciones para niños, aureolados con oropeles y abrillantados con nieve artificial. Construir una radio, un velero, un aeroplano. Pero «Sólo con Construya-un-Hombre puede...»

—Me voy a casa— anunció de repente—. Acabo de recordar algo importante. Si sucede algo, llámenme allí...

Se dijo a sí mismo que le estaba dejando el campo libre a Lew mientras entraba en el metro. Pero la amarga verdad era que el campo estaba tan libre cuando él se encontraba presente como cuando no lo estaba. En la Universidad a Lew Knight se le conocía por «el Lobo». Desde que había advertido que Tina poseía las correctas proporciones de sustancia para rellenar un vestido, las probabilidades de Sam eran equivalentes a colocar una pica en Flandes.

Por ejemplo, hoy Tina no llevaba puesto su broche. En cambio su dedo meñique de la mano derecha lucía un desconocido y brillante anillo.

Sam filosofó: «Alguien lo consiguió. Alguien no lo consiguió. Yo no lo conseguí.»

Pero habría sido estupendo haberlo intentado con Tina.

Cuando abrió la puerta de su habitación se quedó sorprendido ante la cama deshecha, diciéndose con cansado estoicismo que la camarera no había ido. ¡Aquello no había sucedido antes! Naturalmente... Jamás había dejado cerrada su habitación.

La criada debió haber pensado que deseaba intimidad.

Y quizás la deseaba.

Las corbatas de tía Maggie yacían obscenamente a los pies de la cama. Las arrojó dentro del armario mientras se quitaba el sombrero y la chaqueta. Después fue hacia el lavabo y se lavó las manos lentamente. Se dio la vuelta en redondo.

Allí estaba. Por fin el voluminoso bulto cúbico que había estado acechando tranquilamente en un ángulo de su campo de visión, aparecía descaradamente frente a él. Allí estaba e indudablemente contenía toda la extraña colección que recordaba.

—¡Ábrete! —dijo, y la caja se abrió.

El libro estaba en el fondo del cajón y se mantenía abierto por las hojas metálicas que contenían las tablas de materias. Casi se encontraba encima de un extraño aparato. Sam agarró ambas cosas.

Dejó a un lado el libro y observó que el aparato consistía en una especie de prismáticos soportados por una rosca y un tubo de adaptación, colocados sobre una plancha verde y plana. Le dio la vuelta. La parte inferior llevaba unas letras escritas de la misma forma rayada que las del libro. Combinación Microscopio electrónico y banco de trabajo.

Cuidadosamente colocó el aparato en el suelo. Uno por uno removió los demás artículos, desde el Biocalibrador Júnior hasta el Vitalizador Instantáneo. Respetuosamente colocó contra la caja, en cinco hileras multicolores, los frascos de linfa y los tarros de cartílago básico. Las paredes del receptáculo estaban cubiertas de láminas increíblemente delgadas y arrugadas. Una ligera presión a lo largo de sus bordes, las ensanchaba para construir el bosquejo de órganos humanos tridimensionales, cuya forma y tamaño variaban pellizcando alguna parte de su superficie. En realidad eran moldes.

¡Toda una colección! Si en aquello existía algo sólidamente científico, la caja podría significar una inimaginable riqueza. O una publicidad muy útil. O, ¡bueno!, significaría algo...

¡Si existía algo sólidamente científico en aquello!

Sam se dejó caer en la cama y abrió «Un jardín de bioquímica para el niño».

A las nueve de aquella noche se agachó al lado de la combinación microscopio electrónico y banco de trabajo y comenzó a abrir determinadas botellitas. A las nueve cuarenta y siete, Sam Weber construyó su primera cosa sencilla con vida.

No era mucho, si usted toma como modelo el primer capítulo del Génesis. Sólo una forma primitiva color marrón, vista en el campo del microscopio, que comió tímidamente encima de un trozo de galleta, sacó hacia adelante unas cuantas esporas y murió al cabo de veinte minutos. Pero había sido obra suya. Había construido una forma de vida específica para comer los constitutivos de una galleta específica. No podría sobrevivir en ninguna parte.

Se fue a cenar con la intención de beber. Sin embargo, después de un poco de alcohol, el sentimiento de deísmo lo apresó de nuevo y regresó a su habitación.

Aquella noche no volvió a experimentar el gozo de la forma marrón, aunque construyó una molécula gigante y todo un montón de virus filtrantes.

Al día siguiente llamó a su oficina desde el drugstore de la esquina donde solía desayunar.

—Estaré en casa todo el día —le dijo a Tina.

La muchacha se quedó un poco confundida. De forma que fue Lew Knight quien cogió de nuevo el teléfono:

—¡Eh, asesor! ¿Está buscando clientela en la vecindad? Creo que un famoso ladrón trae en jaque a la policía, ya pasaron por aquí dos ambulancias. ¡Cuidado!

—Ya... Lo pondré sobreaviso cuando aparezca...

El fin de semana estaba casi encima, así que decidió tomarse libre también el otro día. Realmente no tenía ningún trabajo hasta el lunes, cuando el Somerset & Ojack producía su solitario huevo.

Antes de volver a su habitación compró un ejemplar de un moderno bacteriólogo. Era divertido construir, con aprovechamiento, criaturas unicelulares cuyo verdadero lugar en el esquema de la clasificación era tema de polémica entre los científicos actuales. Naturalmente, el manual Bild-a-Man daba simplemente unos cuantos ejemplos y reglas generales. Pero con las descripciones de bacteriología, el mundo era su ostra.

Lo que suponía una idea. Hizo unas cuantas ostras. Los caparazones no eran lo bastante duros y no podía apurar su valor hasta el punto de comérselas, pero indudablemente eran bivalvas. Si ponía cuidado para perfeccionar su técnica, resolvería el problema de la comida.

El manual resultaba bastante fácil de seguir y venía profusamente ilustrado con fotografías que aumentaban de tamaño según se iba abriendo la página. Se daba por supuesto muy poco, las explicaciones complicadas iban seguidas de otras más sencillas. Sólo las alusiones resultaban a veces oscuras: «Este es el principio utilizado en los juguetes fanerógamos.» «Cuando sus dientes estén próximos a cariarse o sangrantes, piense en la Bacterium cyanogenum y en la humilde parte que juega.» «Si usted tiene un maniquí rubiculartn su casa, no necesita molestarse con el capitulo sobre maniquíes.»

Después de una breve búsqueda, Sam se quedó convencido de que, a pesar de todo lo que ahora tenia en su apartamento, no poseía un maniquí rubicular y encontró completamente justificado examinar el capítulo sobre los maniquíes. Había conquistado por completo la sensación de ser papá jugando con el tren de su. hijito. Había hecho ya más de lo soñado por los mejores biólogos para las generaciones venideras. ¿Le quedaría aún algún problema por resolver?

«No olvide que los maniquíes se construyen con un propósito y sólo con uno.»

Sam lo prometió.

«Bien sean maniquíes enfermeros, sastres, impresores, etc., se construyen con vistas a la manipulación de un oficio dado. Cuando usted fabrica un maniquí que es capaz de cumplir más de una función comete un crimen tan serio como para ser castigado con una amonestación pública.»

«Para construir un maniquí elemental...»

Era muy difícil. Gastó tres horas desarrollando monstruosidades y volviendo a empezar. Hasta el domingo por la tarde el maniquí no estuvo completo, o mejor dicho, incompleto.

Tenía unos brazos largos, aunque por un error uno era ligeramente más largo que el otro, una cabeza sin cara y un tronco. Sin piernas. Ni ojos, ni oídos, ni órganos de reproducción. Estaba tendido encama y murmuraba por el borde rojo de una boca que se suponía servía a la vez para el ingreso y la excreción de la comida. Hacía ondear sus largos brazos, diseñados para alguna simple operación aún no inventada, moviéndolos en lentos círculos.

Sam, observándolo, decidió que la vida podía ser tan repugnante como una letrina en campo abierto y en pleno verano.

Tenía que desarmarlo. Su longitud, casi tres pies desde los dedos sin huesos hasta el tronco como un saco, prohibía el uso de un desmontador pequeño, con el cual se había deshecho de las ostras y de la miscelánea de pequeñas creaciones. Sin embargo, el desmontador grande llevaba una nota de un color amarillo brillante: «Para ser usado tan sólo bajo la directa supervisión de un censor. Acuda fórmula A76 o desestabilice su idem.»

La fórmula A76 venía a ser tanto como un maniquí electrónico y Sam decidió que su idem ya era suficientemente inestable, gracias. Tenía que arreglárselas sin un censor. Probablemente el desmontador grande se utilizaría según los mismos principios que el pequeño.

Lo empalmó a un poste de la cama y ajustó el foco. Apretó el conmutador situado en la parte lisa de abajo.

Cinco minutos más tarde el maniquí era un revoltijo brillante y viscoso encima de su cama.

Mientras limpiaba su habitación, Sam se convenció de que el desmontador grande requería la supervisión de un censor. Por lo menos de un determinado tipo de conservador. Rescató como pudo los constitutivos de la criatura sin piernas, aunque dudaba que siguiese utilizando el juego por lo menos en los próximos cincuenta años. Ciertamente no se le volvería a ocurrir hacer uso del desmontador. Mucho menos espectacular y desagradable seria empujar toda la cosa dentro de una picadora de carne y darle a la manivela mientras se trituraba.

Cuando cerró la puerta detrás de sí para ir a una agradable francachela, hizo una nota mental para recordar que tenía que comprar sábanas nuevas al día siguiente. Aquella noche le tocaba dormir en el suelo.

Con los puños hundidos en las particularidades del asunto Somerset & Ojack, Sam era consciente de las miradas fijas de Lew Knight y de los asombrados ojos de Tina clavados en él. ¡Si llegasen a saber! Estaba radiante. Claro que Tina probablemente se limitaría a decir que era «maravilloso», y Lew Knight haría alguna broma del tipo «¡Eh! ¡El jovencito Frankenstein en persona!»

Aunque después de reflexionar sobre ello Lew probablemente se sacaría de la manga algún método para copiar, en tamaño reducido, los contenidos de la serie Construya-un-Hombre y explotarla comercialmente. Por el contrario él... Bueno, había muchas otras cosas más que se podían hacer con el artilugio. Montones de cosas.

—¡Eh, asesor! —Lew Knight estaba inclinado en la esquina de su mesa de escritorio—. ¿Cómo nos tomamos unos fines de semana tan largos? Quizás no gane mucho dinero con las leyes, ¿pero le parecería correcto a un asociado mío vender suscripciones de revistas en las horas extra?

Sam cerró mentalmente los oídos contra la voz de rueda de esmeril.

—Estuve escribiendo un libro.

—¿Un libro de leyes? ¿ Weber en bancarrota?

—No, uno juvenil. Lew Knight, El Tonto de Neanderthal.

—No se va a vender. El título carece de impacto. Algo como Caballeros, bribones y cabezotas[7] es lo que compra el público estos días. Tina me dijo que ustedes dos tuvieron una especie de malentendido sobre la Noche Vieja y creo que no le importará si yo la llevo por usted... Ella dice que no le importa, pero es que no quiero que lo tome a mal... Especialmente porque he reservado una mesa en Cigale'sf¡ donde normalmente hay menos tumulto por Noche Vieja que en el Automat.

—No me importa.

—Bueno —contesta Knight aprobadoramente, mientras se aleja—. Hablando de todo un poco, gané ese caso. También unos buenos honorarios por el juicio. Gracias por preguntar...

Tina también quiso saber si tenía que hacer alguna objeción por el nuevo arreglo. Traía el correo. Volvió a decir que no. ¿Dónde había pasado todos aquellos días? Había estado ocupado, muy ocupado. Algo enteramente nuevo. Algo importante.

Tina se le quedó mirando mientras apartaba ofrecimientos de automóviles usados, sin garantía, por tener un cuarto de millón de millas de rodaje, pensando al mismo tiempo que todavía le faltaba por pagar la mitad de la matrícula del último año de la Facultad de Derecho. ¿Con qué iba a pagar?

Apareció una carta que no era ni factura ni anuncio. El corazón de Sam perdió momentáneamente su interés en el monótono latir al que estaba acostumbrado, mientras miró el extraño matasellos: Glunt City, Ohio.

«Apreciado señor:

En el momento presente no existe ninguna firma en Glunt City que lleve ningún nombre similar a Bild-a-Man Company ni tenemos noticia de que tal organización planee unirse a nuestra comunidad. Tampoco tenemos ninguna vía pública llamada Diagonal. Nuestras calles de norte a sur llevan nombres de tribus indias, mientras que nuestras avenidas este-oeste están señaladas numéricamente con múltiplos de cinco.

Glunt City es una jurisdicción residencial restringida. Pretendemos conservarla así. Aquí sólo se permiten pequeños comercios y establecimientos públicos. Si usted está interesado en construir una casa en Glunt City y puede suministrar pruebas de ser blanco, cristiano y tener antepasados anglosajones por ambos lados de su familia, durante quince generaciones, estaremos encantados de proporcionarle más información.

THOMAS H. PLANTAOENET, Mayor

P. D.: En el exterior de los límites de la City se está construyendo un campo de aterrizaje para propietarios de jets y de aeroplanos privados.»

Y así estaban las cosas. No conseguiría repuestos ni ninguno de los frascos o botellas, aunque tuviese que perder un dólar o dos en la transacción. Seria mejor que economizase el material y lo conservase el mayor tiempo posible. ¡Pero nada de desmontadores!

Quizás la— Bild-a-Man Company comenzase a manufacturar en Glunt City en alguna época del futuro, cuando se hubiese desarrollado una metrópolis industrial, a pesar de los constreñidos deseos de sus restringidos ciudadanos... O su paquete se habría deslizado de un sendero diferente de la corriente del tiempo humano. Quizás las dos cosas tuviesen un origen común, dada la utilización del idioma inglés. Y también pudiera ser muy probable que existiera un determinado propósito en el hecho de que fuera él quien lo hubiese recibido, beneficioso o de otro tipo...

Tina había estado haciendo una pregunta. Sam liberó su mente de la especulación sin forma y la consideró, teniendo en cuenta sus rasgos más adversos.

—Si todavía te agrado para salir en Noche Vieja, todo lo que tengo que hacer es decirle a Lew que mi madre tiene todos los síntomas de ir a darle su cólico biliar y que tengo que quedarme en casa. Después, usted podía comprarle más baratas las reservas en Cigale's.

—Muchas gracias, Tina, pero honestamente, ahora no tengo dinero disponible. Lew y usted hacen una pareja mucho más lógica...

Lew Knight no habría hecho eso. Lew cortaba gargantas con desenfadado deleite. Pero a Tina parecía irle el tipo de Lew.

¿Por qué? Hasta que Lew había comenzado a levantar la ceja cada vez que entraba en juego Tina, Sam había tenido la vía libre. El resto de la oficina había aceptado el hecho y se apartaba de su camino. No se trataba tan sólo de que Lew tuviese más éxito y un bienestar financiero. Era que Lew había decidido que deseaba a Tina y trataba de conseguirla.

La cosa dolía. Tina no era especial. No era una compañera culta, ni una pareja intelectual. Pero le gustaba. Deseaba estar con ella. Era la mujer que quería, acertada o equivocadamente, hubiese o no unas bases sólidas para sus relaciones. Recordaba que sus padres, antes del accidente ferroviario que lo había dejado huérfano, habían sido terriblemente felices juntos, aunque eran teóricamente incompatibles.

Todavía seguía admirándose del hecho la noche siguiente, mientras pasaba las páginas de «Haga un gemelo para sí mismo o para sus amigos». Sería interesante construir una gemela de Tina.

«Una para mí y otra para Lew.»

La única sombra era la horrible posibilidad de un error. Su maniquí no había salido perfecto. Sus brazos tenían una longitud igual. Era espantoso pensar en una Tina físicamente desequilibrada, que jamás se atrevería a desarmar, cojeando extrañamente toda su vida.

A continuación el libro anunciaba: «El gemelo que usted construya, aunque se le asemeje en todos los detalles obvios, no tiene por qué gozar de su lenta y precavida madurez. O no será tan estable mentalmente, o mucho menos capaz de enfrentarse con las situaciones poco usuales, o más dado a la neurosis. Solamente un duplicador de la carne profesional, utilizando el equipo más delicado, puede construir una copia exacta de una personalidad humana. Las suyas serán capaces de vivir y de reproducirse, pero no podrán ser aceptadas como un miembro de la sociedad válido y responsable.»

Bien, podía correr el albur. Una poca inestabilidad apenas se advertiría en Tina. Incluso sería deseable.

Había una dificultad. Abrió la puerta, ocultando la visión de la caja con su cuerpo. Su patrona.

—Su puerta ha estado cerrada toda la semana pasada, señor Weber. Por eso la camarera no ha podido limpiar el cuarto. Pensamos que no quería a nadie dentro.

—Sí —salió al vestíbulo cerrando su puerta—. Estoy haciendo en casa un trabajo jurídico altamente importante...

—¡Oh!

Presintió la curiosidad asesina y cambió de tema. —¿Por qué ese plumaje brillante, señora Lipanti? ¿Una fiesta de Noche Vieja?

La casera alisó su vestido negro lleno de puntillas. —Sí... Mi hermana y su esposo llegaron hoy de Springfield y salimos a cenar fuera. Sólo... sólo que la chica que se suponía iba a venir a cuidar su bebé telefoneó para decir que no se encontraba bien. Así que supongo que no saldremos. A menos que alguien, quiero decir, a menos que encontremos a alguien que se quiera hacer cargo de él.

Su voz se hacía lejana y se llenaba de embarazo al darse cuenta del favor que inconscientemente estaba pidiendo.

Bueno, después de todo no iba a hacer nada aquella noche. Y la mujer se había mostrado de lo más amable las veces que él había operado sobre las bases de «naturalmente tendré el resto del alquiler dentro de un día o dos...» Pero, ¿por qué cada uno de los dos mil millones de seres humanos de la tierra, cuando están en posesión de un muerto, se lo largan automáticamente a Sam Weber?

A continuación recordó el Capítulo IV sobre «Bebés y otros pequeños humanos». Desde la noche que había separado las partes constituyentes del maniquí había estado recorriendo el manual como un ejercicio del intelecto. No se sentía con fuerzas para cometer un error sobre un ser humano pequeño. Pero fabricar un gemelo no parecía muy difícil.

Aunque si llegaba a hacerlo juraba por Gog y por Magog, por el físico Esculapio y por el doctor Kildare, que no lo iba a desarmar. Tenía que haber otros medios a disposición de uno en una noche oscura dentro de una gran ciudad. Pensaría en algo.

—Me encantará vigilar al bebé durante unas cuantas horas —dijo y echó a andar por el vestíbulo para anticiparse a la protesta cortés de la casera—. No tengo nada que hacer esta noche. Ni se le ocurra mencionarlo, señora Lipanti. Me encantará...

En la habitación de la casera, su hermana, muy nerviosa, le su-

—No suele armar jaleo más que un poco antes de dormirse, pero si lo mece rápidamente se le pasará enseguida. No dura mucho...

—Lo moveré con la suficiente rapidez —aseguró a la madre.

Cuando se dirigían hacia la puerta, la casera se detuvo.

—¿Le dije lo del hombre que estuvo preguntando por usted esta tarde?

¿Otra vez?

—¿Una especie de anciano alto con un abrigo largo negro?

—Con la forma más terrible de mirarle a una a la cara y hablando como sin respiración... ¿Lo conoce?

—No exactamente. ¿Qué quería?

—Bien. Preguntó si vivía aquí un Sam Weaber que era abogado y que se había pasado la mayor parte del tiempo en su habitación durante la semana pasada... Le dije que teníamos un Sam Weber, su nombre es Sam, ¿verdad?, que respondía a esa descripción, pero que el último Weaber que habíamos tenido se había mudado hacía un año. Entonces me miró de una forma extraña y murmuró: «Weaber, Weber, pudieron haber cometido un error», y se marchó sin decir adiós y sin excusarse. No era lo que yo llamaría un hombre cortés...

Pensativamente Sam se acercó al niño. ¡Era extraño que se hubiera formado una fotografía mental tan aguda de aquel hombre! Posiblemente a causa de que las dos mujeres que le habían encontrado se habían quedado muy impresionadas, aunque oyendo sus historias se explicaba tal impresión.

Dudaba que existiera alguna equivocación. El hombre le había estado buscando precisamente a él las dos ocasiones. Su conocimiento de las vacaciones que se había tomado Sam la semana pasada así lo probaba. Parecía como si no estuviese interesado en encontrarle hasta que su identidad quedase establecida sin la mínima sombra de duda. A eso se le podía llamar una mente legal.

Era seguro que todo el asunto se centraba alrededor del juego «Construya-un-Hombre». Todas las investigaciones habían comenzado a partir de que el regalo procedente del año 2353 había sido entregado y de que Sam había comenzado a utilizarlo.

Pero hasta que el tipo del abrigo largo negro pusiese personalmente las manos sobre Sam Weber y le plantease la cuestión, no podía hacer nada.

Corrió a su habitación para buscar su biocalibrador júnior.

Colocó el manual abierto contra el borde de la cama y maniobró el instrumento para comprobar todo su poder escudriñador. El niño gorgoteaba ligeramente mientras el calibrador rodaba con lentitud sobre su gordezuelo— cuerpo y una cinta de metal se desovillaba de una ranura, según el manual, para una descripción fisiológica detallada.

Y fue detallada. Sam se quedó boquiabierto cuando la cinta, corriendo a través del objetivo ampliador, daba una información sobre el niño por la que un pediatra hubiese hipotecado tres veces su alma inmortal. Capacidad del tiroides, calidad de los cromosomas y contenido cerebral. Todo revelado con claros datos para los propósitos de la construcción. Porcentaje de expansión del cráneo por minuto para las próximas diez horas, porcentaje de transformación del cartílago y cambios en las secreciones hormonales en movimiento y en reposo.

Era como una fotografía. Como estar planeando los reglamentos internos de un niño.

Sam dejó al niño después de una asombrada contemplación de su ombligo y se fue a su cuarto. Con la cinta metálica como guía pellizcó secciones de los moldes para conseguir las formas requeridas. A continuación, aun antes de que fuese consciente de ello, estaba construyendo un pequeño ser humano.

Estaba loco por lo fácil que le resultaba su trabajo. Evidentemente había adquirido destreza en aquel oficio. El maniquí le había costado más trabajo. El asunto de la duplicación y el estar actuando con la guía de una cinta de informaciones simplificaba el problema.

El niño adquirió forma bajo sus ojos.

Acabó justo hora y media después de haber tomado sus primeras medidas. Estaba todo excepto el vitalizador.

Al llegar a este punto hizo una pausa. El panorama desagradable del desmontaje le detuvo por un momento, pero lo ahuyentó. Tenía que comprobar lo bien que había realizado su obra. Si aquel niño podía respirar, ¿de qué seria capaz? Además no podía mantenerlo en una condición inanimada durante largo tiempo sin correr el riesgo de arruinar su trabajo y los materiales.

Comenzó a aplicar el vitalizador.

El niño se estremeció y comenzó a chillar tenuemente. Sam regresó de nuevo al cuarto de la casera y cogió un pañal de lienzo blanco que le habían dejado sobre la cama para una emergencia. También buscó sábanas limpias.

Después de conseguir lo necesario hizo los oportunos arreglos a su bebé y se lo quedó mirando un buen rato. En cierto sentido era papá. Se sintió orgulloso.

Era una perfecta criatura, luminosa, redonda y llena de salud.

—Logré hacer un gemelo... —se dijo feliz.

Todos los detalles eran correctos. Los dos lados de la cara con la misma inexactitud y la duplicación de la comida del niño original en el mismo punto de digestión. El mismo pelo, los mismos ojos, ¿o no era así? Sam se inclinó sobre el niño. Juraría que el otro era rubio. Aquel niño tenía el pelo oscuro y parecía todavía más oscuro según lo iba mirando.

Agarró al niño con una mano y al biocalibrador con la otra.

Se dirigió a la habitación de la casera y colocó a los dos niños juntos encima de la cama. No había duda. Uno era rubio y el otro, su plagio, era definitivamente moreno.

El biocalibrador mostró otras diferencias: un pulso ligeramente más rápido en su modelo. Un contenido de sangre más bajo. Una capacidad cerebral por minutos más alta aunque su contenido era el mismo. Y la adrenalina y las secreciones biliares completamente desiguales.

Había que añadir otro error. Su niño podría ser una especie superior o una inferior, pero no había hecho una copia auténtica. De momento no había forma de saber si el niño que había hecho crecería hasta llegar a una madurez humana. El otro podía hacerlo.

¿Por qué? Había seguido las instrucciones al pie de la letra y había consultado la cinta metálica del calibrador a cada paso. Y el resultado era ese. ¿Habría esperado demasiado para comenzar a vitalizarlo?

¿Era cuestión de poca práctica?

Al llegar la medianoche su reloj le dio un aviso. Sería necesario borrar todas las evidencias antes de que las hermanas Lipanti regresaran a casa. Sam consideró rápidamente las posibilidades.

A los pocos momentos volvía de su habitación con un viejo mantel y una caja de cartón. Envolvió al niño en el mantel, vagamente feliz de que la temperatura hubiera aumentado aquella noche y después lo colocó en la caja.

El niño gorgoteo al ^zar. El original de la cama hizo «gu» como respuesta. Sam se deslizó a la calle.

Un hombre y una mujer borrachos se acercaban vacilantes haciendo sonar unas trompetas. La gente gritaba «Feliz Año Nuevo» a quien pasaba a su altura, mientras Sam caminaba las tres manzanas necesarias.

Cuando doblaba a la izquierda vio un cartel: «Inclusa». Había una luz en un lado de la puerta. Oportuna. ¡ Aquella era una gran ciudad!

Sam se resguardó en la sombra de un callejón durante un momento, mientras se le ocurrió una nueva idea. Tenía que parecer auténtico. Sacó un lapicero de su bolsillo y garabateó en un lado de la caja:

«Por favor, cuiden de mi hijito. Soy soltera.»

A continuación, depositó la caja en un peldaño de la escalera y apoyó un dedo sobre el timbre hasta que oyó pasos dentro.-Ya había cruzado la calle y volvía a encontrarse en el callejón cuando salió una enfermera.

Hasta que estuvo en las proximidades de su casa no recordó lo del ombligo. ¡No! Había construido al niño sin ombligo... Su vientre estaba completamente liso. ¡Esos eran los resultados de la prisa! ¡Manufactura vulgar!

¡Menudo revuelo se iba a armar en la inclusa cuando desenvolvieran al pequeño! ¿Cómo se lo explicarían?

Sam se golpeó la frente.

—¡Miguel Ángel y yo! Él añade un ombligo... Yo lo olvido.

A excepción de un gruñido ocasional, la oficina estaba relativamente tranquila aquel segundo día del nuevo año.

Estaba llegando a las últimas páginas de su intrigante libro, cuando fue sacado de su ensimismamiento por el torpe movimiento de dos personas cerca de su mesa. Sus ojos se apartaron con pesar del manual. «Nuevos Tipos de Vida para Sus Momentos de Ocio» eran realmente fascinantes.

Tina y Lew Knight.

Sam asimilo el hecho de que ninguno de los dos se Inclinaba sobre su despacho.

Tina usaba el anillo que había recibido por Pascua en el tercer dedo de su mano izquierda. Lew estaba haciendo experimentos para conseguir un aspecto avergonzado y evidentemente lo encontraba difícil.

—¡Oh, Sam! La noche pasada, Lew... Sam, queremos que sea el primero... Quiero decir que no se lleve una sorpresa... Porque yo casi... Naturalmente pensamos que resultaría un poco dificultoso... Sam, nos vamos, quiero decir que esperamos...

—Casarnos... —concluyó Lew Knight.

Por primera vez desde que Sam lo conocía le pareció inseguro y suspicaz, como un hombre que acaba de descubrir un pulpo en el jugo de naranja del desayuno.

—Adoraría la manera con que Lew me lo propuso —decía Tina—. Tan indirectamente y con tanta timidez. Después le dije que creí que estaba hablando de algo completamente diferente. Me costó trabajo comprenderlo, ¿verdad, cariño?

—¿Hum? ¡oh!, sí, te costó trabajo comprenderme —Lew estaba mirando a su antiguo rival—, Sam, ¿se ha sorprendido mucho?

—¡Oh, no! No fue ninguna sorpresa. Encajan tan bien los dos que lo supe desde un principio... —Sam les felicitó consciente de las miradas indagadoras de Tina—. Y ahora, excúseme, tengo que ocuparme de algo inmediatamente. Una especie de regalo de boda.

Lew estaba desconcertado.

—Un regalo de boda... ¿Tan pronto?

—Ciertamente que-no... —dijo Tina—. No resulta fácil encontrar la cosa adecuada. Y especialmente un amigo como Sam, naturalmente, quiere un regalo distinto...

Sam decidió que ya había visto bastante. Cogió el manual y su abrigo y traspasó la puerta.

En el momento que pisaba los escalones de piedra roja de la casa de huéspedes, había llegado a la conclusión de que el golpe, aunque doloroso, no había alcanzado su corazón. De hecho estaba casi divertido ante el recuerdo de la cara de Lew Knight, cuando su patrona se sacó de la manga:

—Ese hombre volvió de nuevo hoy, señor Weber. Quería verle...

—¿Qué hombre? ¿El tipo viejo y alto?

La señora Lipanti asintió, cruzando placenteramente sus brazos sobre su pecho.

—¡Qué persona tan desagradable! Cuando le dije que usted no estaba insistió para que le dejara entrar en su habitación. Le dije que no podía hacerlo sin su permiso y me miró como a punto de matarme Nunca creí en el ojo del diablo... Aunque siempre supe que donde hay humo tiene que haber fuego, pero si existe tal cosa como un ojo del diablo, ese hombre lo tiene...

—¿Va a volver?

—Sí. Me preguntó cuándo solía volver a casa y le dije que sobre las ocho, imaginándome que si no quería encontrarse con él le daría tiempo a cambiarse de ropa y salir antes de que llegase. Y, señor Weber, perdóneme que le diga esto, pero creo que no debe encontrarse con él...

—Gracias. Pero cuando venga a las ocho, hágalo pasar. Si es la persona que yo pienso, estoy en posesión ilegal de algo suyo. Quiero saber dónde tal propiedad tiene su origen.

Ya en su habitación, dejó a un lado cuidadosamente el manual y le dijo a la caja que se abriera. El calibrador júnior no era demasiado abultado y un periódico podría ocultarlo. A los pocos minutos regresaba a la parte alta de la ciudad con un paquete de forma extraña bajo el brazo.

Estudió si todavía seguía queriendo duplicar a Tina. Sí, a despecho de todo. Todavía era la mujer que deseaba más que a ninguna de las que había conocido. Si el original se casaba con Lew, la réplica no tendría otra elección que él. Sólo que la réplica podía tener las características de Tina en el momento en que habían sido tomadas las medidas y quizás insistiese también en casarse con Lew.

Tal cosa redundaría en una situación de locos. Pero aún se encontraba a muchas millas de distancia de tal azar. Incluso podría resultar divertido...

La posibilidad de un error era más fastidiosa. La Tina fabricada podría salir descentrada en un gran número de formas. Los rojos podrían ocupar el lugar de los rosas, como los colores de una fotografía reproducidos de manera imperfecta. También podría llegar a digerir su propio estómago con el transcurso del tiempo y sería muy probable que los rasgos de una extraña e incurable demencia estuviesen implícitos en su modelo, para despertarse cuando un profundo y mutuo afecto hubiese florecido y dado fruto. Después de todo no era gran cosa como fabricante de gemelos y mimeógrafo humano. Los errores cometidos con el sobrino de la señora Lipanti habían demostrado su estadio de aficionado.

Sam sabía que no seria capaz de desmantelar a Tina si se demostraba defectuosa. Aparte de los caballerescos conceptos y de la casi supersticiosa reverencia por el sexo femenino que había almacenado desde su niñez, existía el invencible horror que sentía ante la idea de que un objeto de su pertenencia sufriese el mismo proceso de desintegración que, bueno, el maniquí. Pero si olvidaba algo esencial en su construcción, ¿qué otro recurso cabría?

Solución: nada debía ser descuidado. Sam sonrió amargamente mientras el antiguo ascensor subía a su oficina. Si tuviese un poco más de tiempo para practicar con una persona cuyas reacciones conociese tan exactamente que cualquier desviación de lo normal resultase obvia al momento... Pero aquel hombre extraño regresaría por la noche y si lo que quería estaba relacionado con los juegos «Bild-a-Man», los experimentos de Sam serían cortados de raíz. ¿Cómo iba a encontrar a una persona así? Tenía pocos amigos y no demasiado íntimos. Y para que el experimento fuese valedero, tenía que tratarse de algo que conociese tan bien como a si mismo.

Él mismo.

—Piso, señor...

El ascensorista lo miraba en son de reproche. El salto de alegría de Sam había originado una espasmódica detención tres pulgadas por debajo del nivel del piso, cosa que no le había sucedido al ascensorista desde aquel día en que por primera vez se había hecho cargo de los controles.

¿ Y por qué no él mismo? Conocía sus propios atributos mejor que los de Tina. Cualquier inestabilidad mental por parte de so yo reproducido sería detectada antes de que alcanzase el punto de la psicosis o de algo peor. Y lo más hermoso es que no sentiría ningún remordimiento al desarmar un Sam superfluo. Muy al contrario. Lo horroroso de la situación sería continuar una existencia con una personalidad duplicada. Deshacerse de su doble seria un alivio.

El fabricar un gemelo de sí mismo le proporcionaría la práctica suficiente en un medio familiar. Ideal. Tenía que tomar notas con todo cuidado de forma que si algo resultase equivocado pudiera saber dónde, para evitar volver a caer en lo mismo al hacer a su personal Tina.

Quizás el vejestorio no estuviese interesado en el juego. Y si lo es» taba, Sam podía seguir el consejo de su patrona y no estar en casa cuando preguntara por él. Todo lo veía color de rosa.

Lew Knight contempló el instrumento en las manos de Sam.

—¿Qué demonios es eso? Parece una cortadora de césped

—Es... ¡Hum! Una especie de artilugio para medir. Proporciona la forma correcta de una cosa y otra, de esto y de aquello... No seré capaz de proporcionarles el regalo de boda que tengo en mente, a menos que conozca su forma exacta. Tina, ¿le importaría pasar al vestíbulo?

—No... —miró con aire de duda al artilugio—. ¿Hace daño?

Sam le aseguró que no hacía ningún daño.

—Sólo quiero guardar el secreto hasta después de la ceremonia... Me refiero a que no lo sepa Lew.

Se animó ante tal declaración y precedió a Sam a través de la puerta.

—¡Eh, asesor! —uno de los abogados llamó a Lew mientras salían—. ¡Eh, asesor, no se lo permita! Sam dice siempre que la posesión marca nueve puntos... Jamás se la devolverá.

Lew se echó a reír, tolerante, y se inclinó sobre su trabajo.

—Ahora quiero que vaya al servicio de señoras —explicó Sam a una Tina completamente confundida—. Estaré vigilando fuera y diré a las otras habituales que no se puede utilizar. Si otra mujer está dentro, espere hasta que salga. Luego, desnúdese...

—¡Que me desnude! —exclamó Tina boquiabierta.

Sam asintió. A continuación, detenidamente, haciendo hincapié en cada detalle significativo de la operación, le dijo cómo tenía que utilizar el biocalibrador júnior. Cómo debía tener cuidado al dar al conmutador y poner la cinta en movimiento. Y también cómo debería cubrir cada pulgada externa de su cuerpo...

—Con este brazo podrá llevar el aparato a lo largo de su espalda... No haga ahora más preguntas. Apresúrese.

Tina volvió al cabo de quince minutos, ajustándose su vestido y estudiando la cinta con el ceño fruncido.

—Esto es la cosa más extraña... Según el carrete mi contenido de yodo es...

Sam le arrancó rápidamente el calibrador.

—No lo piense más. Se trata de una especie de código. Sólo me dice la forma y la cantidad de lo que quiero. La volverá loca el regalo cuando lo vea.

—Estoy segura... —se inclinó sobre él cuando examinaba la cinta para estar seguro de que la joven había aplicado el instrumento de forma correcta—. ¿Sabe, Sam? Siempre me di cuenta qué su gusto era perfecto... Quiero que venga a visitarnos con frecuencia cuando estemos casados. ¡Se le ocurren unas ideas tan estupendas! Lew es demasiado... demasiado hombre de negocios, ¿no le parece? Quiero decir

que eso es necesario para el éxito y demás, pero el éxito no es nada. Me refiero a que también se necesita cultura. Usted me ayudará a mantener mi cultura, ¿no es verdad, Sam?

—Claro... —contestó vagamente Sam.

La cripta era completa. Ahora, a comenzar.

—Todo lo que yo pueda hacer, encantado en ayudar... —siguió diciendo mecánicamente.

Corrió hacia el ascensor y se dio cuenta de la forma desamparada con que Tina le observaba. Se sintió obligado a decir:

—Lo siento Tina, tengo que irme. No se preocupe. Lew y usted serán muy felices juntos. Y se va a quedar encantada con este regalo de boda.

Ya de vuelta en su habitación, vació la máquina y se desnudó. En pocos momentos tenía otra cinta sobre su cuerpo. Le habría gustado considerarlo durante un rato, pero el estar próximo a la meta le hacía volverse impaciente. Cerró la puerta, limpió apresuradamente su cuarto de la basura acumulada, recordando gruñir fastidiado al ver las corbatas de la tía Maggie y ordenó a la caja que se abriera. Estaba listo para comenzar.

Primero el agua. Con el elevado porcentaje de agua necesario para el cuerpo humano, especialmente en el caso de un adulto, tenía que empezar por reuniría. Había comprado varias cacerolas y con un solo grifo le llevaría algún tiempo llenarlas todas.

Mientras colocaba el primer cacharro bajo el chorro del agua, Sam se preguntó repentinamente si sus impurezas químicas afectarían al producto. ¡Por supuesto que sí! Los niños del año 2353, con toda seguridad, tomarían diariamente H2O absolutamente pura. El manual no mencionaba el tema, ¿cómo saber qué tipo de agua sería válido? Bueno, herviría el contenido de los cacharros en su hornillo. Cuando hiciese a Tina trataría de conseguir agua completamente pura.

Un tanto más que se había marcado al hacer primero un simulacro de Sam.

Mientras esperaba a que el agua hirviese ordenó sus provisiones, colocándolas en unas posiciones más manejables. Estaban bajando. Aquel niño se había llevado cierta cantidad de ingredientes útiles. Había sido un fallo no haber encontrado una forma limpia de desarmarlo. Aquello significaba que no existía ningún argumento en favor de permitir que la réplica de sí mismo continuase viviendo. Si había existido quedaba invalidado. Tenía que preocuparse de contar con suficientes elementos para conseguir una Tina II (¿O una Tina primera?)

Recorrió los capítulos VI, VII y VIII sobre los ingredientes, acabado y desmontaje de un hombre. Los había leído varias veces con anterioridad, pero quería hacer una revisión en el último minuto.

La constante referencia a la inestabilidad mental lo transtornaba un poco.

«Los humanos construidos con este juego, en el mejor de los casos, mostrarán las tendencias supersticiosas y los impulsos neuróticos del tipo de hombre medieval. En líneas generales no son normales, hay que tener gran cuidado de no considerarlos como tales.»

En el caso de Tina no supondría mucha diferencia. Y eso era lo que realmente importaba.

Cuando acabó de ajustar los moldes a las formas adecuadas, se dio prisa en llevar el vitalizador a la cama. Entonces, muy lentamente y con repetidas ojeadas al manual, comenzó a duplicar a Sam Weber. Aprendió más sobre sus limitaciones y capacidades físicas en las dos horas siguientes que ningún hombre creado, desde el día en que un indiscernible primate había investigado las posibilidades de la locomoción sobre la tierra solamente con sus extremidades inferiores.

¡Cosa extraña! No experimentó ningún tipo de exaltación. Era como construir por primera vez un radio receptor. Juego de niños.

Cuando acabó, la mayor parte de los frascos y tarros estaban vacíos. Los moldes húmedos estaban ya acomodados dentro de la caja, todavía con sus diseños tridimensionales. El manual yacía abandonado en el suelo.

Sam Weber estaba de pie junto a la cama, mirando a Sam Weber que se encontraba tendido en ella.

Lo único que faltaba era el vitalizador. No debía esperar demasiado o podrían aparecer imperfecciones y repetirse los errores del bebé. Ahuyentó una nauseabunda sensación de irrealidad, se aseguró de que el desmontador grande estaba a su alcance y puso en movimiento el vitalizador.

El hombre que estaba encima de la cama tosió. Se agitó. Se sentó.

—¡Puff! —dijo—. ¡Un éxito! ¡Algo muy bueno si soy yo quien lo digo!.

Entonces saltó de la cama y se apoderó del desmontador. Dio unos tirones para descentrarlo, lo arrojó al suelo y lo pisoteó hasta dejarlo sin forma.

—¡No quiero una espada de Damocles colgando sobre mi cabeza! —informó a Sam que lo miraba con la boca de una cuarta—. Aunque pensándolo bien, debí haberlo usado con usted...

Sam se acercó al colchón y se sentó. Su mente se quedó paralizada y sufrió como un colapso. Había quedado tan concienciado por la desvalidez del maniquí que jamás había soñado con la posibilidad de que su duplicado entrase en la vida con tal entusiasmo. Tendría que haberlo pensado. Era un hombre totalmente adulto, creado en un momento de completa actividad física y mental.

—¡Mala cosa! —dijo por fin con voz ronca—. Usted es inestable. No puede ser admitido en una sociedad normal.

—¿Soy inestable? —preguntó su imagen—. ¡Mire quién fue a hablar! El tipo que se está portando como un bobalicón a lo largo de su vida adulta, que quiere casarse con una adornada y vanidosa colección de impulsos biológicos, que le obligarían a ponerse de rodillas ante ella, y que no tienda suficiente sensibilidad que tendría cualquiera para apretar los botones adecuados...

—¡Deje el nombre de Tina fuera de la cuestión! —le dijo Sam, sintiéndose claramente incómodo ante la teatralidad de la frase.

Su doble le miró y se echó a reír.

—De acuerdo, lo dejaré. ¡Pero no a su cuerpo! Ahora, míreme, Sam o Weber o como quiera que le llame, puede vivir su vida y yo viviré la mía. Incluso no seré abogado si eso le hace feliz. Pero por lo que se refiere a Tina, ahora que no hay ingredientes para hacer una copia, que hablando de todo un poco era una podrida idea escapista, tengo lo bastante de sus gustos y de sus aversiones para quererla de mala manera. Y la puedo conseguir, cosa que usted no puede. Carece de la necesaria perspicacia.

Sam se puso en pie y dobló los puños. Después vio que el otro era completamente del mismo tamaño y ligeramente más seguro de su situación. No era cosa de pelearse, lo que podría acabar en un empate en el mejor de los casos. Decidió razonar.

—De acuerdo con el manual... —comenzó a decir—. Usted está predispuesto a la neurosis...

—¡El manual! El manual está escrito para niños de aquí a cuatro siglos, con una selectiva crianza y una educación científica tras ellos. Personalmente, creo que soy un...

Dieron dos golpecitos en la puerta.

—Señor Weber...

—Sí —contestaron los dos a la vez.

Fuera, la casera carraspeó y comenzó a hablar con voz insegura.

—Ese caballero está en la puerta de la calle. Quiere verle. ¿Le digo que está dentro?

—No, no estoy en casa —contestó el doble.

—Dígale que salí hace media hora —repuso Sam, exactamente en el mismo momento.

Se produjo otro profundo carraspeo, casi un hipo y se oyó el sonido de unos apresurados pasos.

—Esa es una forma diestra de manejar la situación... —explotó el facsímil de Sam—. ¿No podía haber cerrado la boca? Probablemente la pobre mujer está a punto de sufrir un desmayo...

—Olvida que es mi habitación y que usted es sólo un experimento que salió equivocado... —le dijo Sam acaloradamente—. Tengo más derecho, en realidad todo el derecho de... ¡Eh! ¿Pero qué va a hacer?

El otro había abierto el armario y se estaba introduciendo en un par de pantalones.

—¡ Vistiéndome! Usted puede andar por ahí desnudo si lo encuentra excitante, pero yo quiero parecer respetable.

—Me desnudé para tomar mis medidas... O sus medidas. Esos son mis trajes y ésta es mi habitación...

—Mire, tómelo con calma. No lo conseguirá probar ante un jurado. No me haga entrar en ese cliché de lo que es suyo es mío, etc...

Unos pesados pasos resonaron a través del vestíbulo. Se detuvieron fuera de la habitación. A su alrededor, parecieron entrechocarse unos címbalos y se produjo una pavorosa sensación de insoportable calor. A continuación, ambos oyeron como unos distantes y agudos ecos. Las paredes, que habían comenzado a temblar, dejaron de estremecerse. Hubo un silencio y un olor a madera quemada. Sam y su doble giraron a tiempo de ver a un hombre anciano y alto, de aspecto terrible, vestido con un abrigo largo y negro, traspasar los humeantes restos de la puerta. Demasiado alto para el marco, no se agachó para entrar. Más bien escondió su cabeza dentro de su abrigo y la volvió a sacar de nuevo. Sam y su doble se colocaron juntos.

Sus ojos, con un iris de un negro brillante sin nada de blanco, estaban ahondados profundamente en la sombra de su cabeza. Le recordaron a Sam el disco explorador del biocalibrador: tomaban medidas, deducían. Calculaban en lugar de ver.

—Temí que llegaría demasiado tarde —soltó por fin en un tono sobrenatural y deslizante—. Señor Weber, ¡ya se ha duplicado a sí mismo! Naturalmente, haciendo reajustes necesarios y desagradables. Y su doble ha destruido el desmontador. ¡Mala cosa! Tendré que hacerlo manualmente. ¡Un trabajo feo! —se adentró más en la habitación hasta que casi podían respirar su miedo sobre él.

Continuó:

—Este asunto ya trastornó cuatro programas principales, pero tenemos que movernos dentro de rutinas culturales aceptadas de antemano, y estar absolutamente seguros de la identidad del receptor antes de retirar el juego. Naturalmente, el desmayo de la señora Lipanti estimuló las medidas de emergencia...

El duplicado aclaró su garganta:

—Usted es...

—No exactamente humano. Un humilde sirviente civil de la manufactura de precisión. Soy censor para todo el oblongo veintinueve... Verá, su juego estaba ideado para los niños thregander, que están en un campamento de este oblongo. Uno de los threganders, que tiene un gráfico Weber, pidió el juego a través del cronódromo, que, en un ensayo de lo supernormal, lo desestabilizó sin un duplicador de la carne. Por consiguiente, usted recibió el paquete en su lugar. Desafortunadamente, la inestabilidad resultó tan completa que nos vimos forzados a localizarle por métodos indirectos.

El censor hizo una pausa y el doble de Sam amarró sus pantalones nerviosamente. Sam se dio cuenta que no tenía nada, ni una hoja de higuera para cubrir su desnudez. Se sintió como un tipo en el Jardín del Edén intentando construir una causa lógica para comerse la manzana. Consideró malhumorado cuánta ropa sería necesaria a los juegos Bild-a-Man para construir un hombre.

—Teníamos que recuperar el juego, por supuesto —continuó diciendo el incisivo trueno—. Y también reajustar las discrepancias que hubiera originado. Una vez aclarado el asunto se le permitiría a su vida seguir su progresión normal: Mientras tanto, el problema consiste en saber quién de ustedes es el Sam Weber original.

—Soy yo... —emitieron ambos en voz temblorosa, mirándose.

—¡Dificultades! —rugió el anciano y suspiró como un viento del ártico—. ¡Siempre tengo dificultades! ¿Por qué nunca me toca un caso sencillo...?

—Escuche... —comenzó a decir el doble—, el original será...

—Menos inestable y más equilibrado emocionalmente que la réplica —interrumpió Sam—. Según parece...

—Usted debería ser capaz de decir la diferencia... —concluyó el otro casi sin respiración—. Por lo que ve y ha visto en nosotros, ¿es que no puede decidir cuál es el miembro más válido para la sociedad?

«¡Este tipo está intentando desplegar una confianza patética!», pensó Sam Weber. ¿Es que no sabe que lucha contra alguien que realmente puede discernir las diferencias mentales? No se trata de un psiquiatra chapucero del momento actual. Es una criatura capaz de ver a través de lo externo, la coherencia de la personalidad que existe detrás.

—Naturalmente que puedo. Esperen un momento —los estudió cuidadosamente, mientras sus ojos vagaban con sosiego por sus cuerpos.

Sam y su doble esperaban, inquietos, en medio de un silencio que martilleaba.

—Sí —dijo por fin el anciano—. Sí. Perfectamente.

Caminó hacia delante.

De su cuerpo se disparó un brazo largo.

Y comenzó a desarmar a Sam Weber.

—Pero escuche... —empezó a decir Weber con un alarido que se volvió grito y murió en un líquido burbujeante. Sólo se oía un murmullo.

—Será mejor para su cordura que no mire... —sugirió el censor.

El duplicado expulsó el aire lentamente, se dio la vuelta y comenzó a abrocharse una camisa. Detrás el murmullo continuaba, ascendiendo y cayendo en picado.

—Verá —los acentos deslizantes y atronadores prosiguieron—. No es que temamos dejarle el regalo, se trata del principio que implica. Su civilización no está preparada para ello. ¿Comprende?

—Perfectamente— contestó el falso Weber, anudándose una de las corbatas de tía Maggie. Precisamente la azul y roja.

JAMES H. SCHM1TZ

El abuelito

Grandpa

La ciencia ficción es, en parte, un ejercicio de extrapolación. El autor recoge hechos, patrones o tendencias y los proyecta dentro del futuro. Pero existen algunas áreas de las cuales sabemos muy poco. Una de ellas es la exobiología, la ciencia que se dedica al estudio de la vida fuera del planeta Tierra. Aunque los extraños son uno de los elementos claves de la moderna ciencia ficción y han sido pintados en una aturdida profusión de formas, tamaños, colores, sustancias y grados de plausibilidad, pocas veces alcanzaron el grado de expectación conseguido en esta excelente historia de un encuentro entre humanos y extra— terrestres.

Una cosa aterciopelada y con alas verdes, tan grande como una gallina voló a lo largo de la ladera hasta un punto exactamente encima de la cabeza de Cord, y se quedó revoloteando allí, a unos veinte pies. Cord, un ser humano de quince años, se apoyó contra una lancha rápida aparcada en el ecuador de un mundo que había conocido seres humanos, tan sólo desde hacía cuatro años Tierra, y contempló la con especulativamente. La cosa era, según la libre y fácil terminología de la Sutang Colonial Team[8], una chinche de pantano. Disimulada en la piel aterciopelada de la cabeza de la chinche había una segunda cosa, más pequeña y semiparásita, clasificada como un jinete de chinche.

La chinche en sí le pareció a Cord una especie nueva. Su parásito podría llegar a convertirse o no en otro desconocido. Cord era un investigador nato. Su primera ojeada a la extraña pareja voladora le hizo estremecerse ante un cúmulo de curiosidades sin fin. ¿Cómo llegó a producirse ese fenómeno particular y por qué? ¡Qué de cosas fascinantes se podían hacer una vez instruido!

Normalmente se veía enredado en circunstanciaste lo separaban de toda investigación. El equipo colonial suponía un duro y práctico trabajo de conjunto, dos mil personas a las que les habían dado veinte años para ajustar y dominar el flamante mundo de Sutang, hasta el punto de que cientos de miles de colonos pudieran establecerse allí con una seguridad y confort razonables. Incluso se esperaba que los estudiantes coloniales jóvenes, como Cord, confinasen su curiosidad dentro del patrón de investigación establecido por la estación a la que estaban destinados. La inclinación de Cord hacia los experimentos independientes ya le había originado la desaprobación de sus superiores inmediatos.

Envió una mirada casual en dirección a la Yoger Bay Colonial Station, situada detrás de él. No se veían signos de actividad humana en aquel pequeño promontorio como una fortaleza asentado en la colina. Su compuerta central seguía cerrada. Estaba programada para abrirse dentro de quince minutos y permitir la salida de la regente planetaria, que aquel día estaba inspeccionando la Yoger Bay Station y sus principales actividades.

Quince minutos era tiempo suficiente para descubrir algo de la nueva chinche. Por lo menos Cord lo decidió así. Pero primero tenía que cobrarla.

Extrajo una de las dos pistolas enfundadas en su costado. La que era de su propiedad, un arma arrojadiza vanadiana. Cord apretó el pulgar en la posición de los misiles anestésicos para caza menor y derribó a la chinche de pantano voladora, taladrándole instantánea y microscópicamente la cabeza.

Cuando la chinche cayó a tierra el jinete abandonó su dorso. Un menudo demonio escarlata, redondo y duro como una pelota de caucho, se disparó hacia Cord en tres largos saltos, con la boca abierta dispuesta para hundir sus colmillos venenosos del tamaño de una pulgada. Casi jadeando, Cord volvió a apretar el gatillo y lo dejó fuera de combate en la mitad de un salto. ¡Nuevas especies, correcto! La mayoría de los jinetes de chinche eran plantas comedoras inocuas, meras succionadoras de jugo vegetal...

—¡Cord! —exclamó una voz femenina.

Cord juró en voz baja. No había oído el chasquido de apertura de la compuerta central. La joven debía venir del otro lado de la estación.

—¡Eh, Grayan! —gritó inocentemente sin mirar—. Ven a ver lo que tengo. Unas especies nuevas.

Grayan Mahoney, una muchacha delgada y morena, dos años mayor que él, bajó trotando la colina. Era la estudiante colonial, «estrella» de Sutang, y el director de la estación, Nirmond, indicaba de vez en cuando que suponía un estupendo ejemplo para Cord como patrón de su propio comportamiento. A despecho de eso, los dos jóvenes eran buenos amigos, aunque ella trataba de dominarlo constantemente.

—¡Cord, utilizaste la droga! —le gritó enfadada mientras se acercaba—. ¡Ya está bien de actuar como un coleccionista! Si la regente sale ahora, estás hundido... Nirmond le estuvo hablando sobre ti.

—¿Hablando de qué? —preguntó Cord asombrado.

—Uno —informó Grayan—, que tú jamás estás en el puesto que te han asignado para trabajar. Dos, que te escabulles en expediciones de un solo hombre, por tu propia cuenta, por lo menos una vez al mes y tendrás que ser rescatado...

Cord la interrumpió acaloradamente.

—¡Aún nadie ha tenido que rescatarme!

—¿Cómo va a saber Nirmond si estás vivo y con buena salud si desapareces de su vista durante semanas? —le contradijo la muchacha-... Tres, se queja de que mantienes jardines zoológicos privados de sabandijas y bichejos sin identificar y probablemente venenosos, en los bosques que hay detrás de la estación. Y cuatro... —continuó diciendo Grayan mientras mantenía alzados los dedos de su mano derecha e iba contando—, bueno, que sencillamente Nirmond no quiere responsabilizarse de ti por más tiempo.

La muchacha mantuvo alzados sus cuatro dedos significativamente.

—¡Puaf! —tragó saliva Cord, con desmayo. Sumado así de conciso, su récord no parecía demasiado bueno.

—¡Sí, puaf...! ¡Que te sirva de aviso! Nirmond quiere que la regente te devuelva a Vanadia. Y dentro de cuarenta y ocho horas llegará una nave-estrella de Nueva Venus —Nueva Venus era el principal establecimiento colonial situado al lado opuesto de Sutang.

—¿Qué puedo hacer?

—Comenzar por actuar con buen sentido —dijo Grayan riéndose—. Yo también hablé con la regente. Nirmond todavía no se deshizo de ti. Pero si te pierdes en nuestra gira de hoy por las granjas de la bahía, te separarán del equipo para largo —la muchacha se volvió para decir antes de irse—: También podrías devolver la lancha rápida. No la vamos a utilizar. Nirmond nos llevará hasta la orilla de la bahía en una furgoneta y desde allí tomaremos una balsa. ¡Que no sepan que te he avisado!

Cord la miró ligeramente atontado. ¡No había supuesto que su reputación fuera tan mala! Para Grayan, cuya familia había servido en equipos coloniales durante cuatro generaciones, no había nada peor que ser despedida y devuelta ignominiosamente al mundo de origen. Para su sorpresa, Cord estaba descubriendo ahora que sentía exactamente lo mismo.

Dejando que sus especies, recientemente cazadas, reviviesen por si mismas y volasen de nuevo, se dio prisa en escapar con la lancha alrededor de la estación para devolverla a su casilla.

Tres balsas yacían ancladas, justo fuera de la arena, en la ensenada pantanosa, al borde de la cual Nirmond detuvo la furgoneta. Parecían sombreros excepcionalmente anchos de alas, panes de azúcar bastante gastados que flotaban, verdes y correosos. O nenúfares de veinticinco pies de ancho, con la sección superior de una piña grande y verdosa creciendo en el centro de cada una. Una especie de animales plantas. Sutang era demasiado reciente para tener su philla distribuida en algo como una ordenada clasificación. Las balsas eran particularidades locales que habían sido investigadas y podían ser consideradas como inocuas y moderadamente útiles. Su utilidad residía en el hecho de que se empleaban como medios de transporte lentos, sobre las poco profundas y cenagosas aguas de la Yoger Bay. En el momento actual, eso era todo lo que interesaba al equipo.

La regente se levantó del asiento trasero de la furgoneta, donde se sentaba al lado de Cord. En el destacamento eran cuatro. Grayan se sentaba delante con Nirmond.

—¿Esos son nuestros vehículos? —preguntó la regente divertida.

Nirmond se rió un poco cortado.

—¡No los subestime, Dañe! Con el tiempo, pueden llegar a ser un factor económico importante en esta región. Aunque, en realidad, esos tres que están ahí son más pequeños que los que yo acostumbro a utilizar —miró a su alrededor, recorriendo las orillas llenas de cañas de la ensenada—. Normalmente suele haber un monstruo regular estacionado por aquí...

Grayan se volvió hacia Cord:

—Quizás Cord sepa dónde se oculta el Abuelito...

No iba descaminada, pero Cord había estado esperando que nadie le preguntase por el Abuelo. Ahora todos le miraban.

—Oh... ¿quieren al Abuelito? —dijo un tanto agitado—. Bien, lo dejé... Quiero decir, lo vi hace un par de semanas a una milla al sur de aquí...

Grayan suspiró. Nirmond gruñó y dijo a la regente:

—Las balsas tienden a permanecer donde las dejan, a condición de que el lugar sea de aguas poco profundas y cenagosas. Utilizan un sistema de raíces pilosas para extraer alimentos químicos y microscópicos directamente del fondo de la bahía. Bien, Grayan, ¿le gustaría conducirnos hasta allí?

Cord se volvió a sentar con aire desgraciado mientras el coche se puso en movimiento. Nirmond sospechaba que había utilizado al Abuelito para una de sus excursiones no autorizadas y estaba en lo cierto.

—Tengo entendido que es usted un experto con esas balsas, Cord —dijo Dañe a su lado—. Grayan me contó que no podríamos encontrar un piloto mejor, o un timonel, o como quiera llamarle, para nuestra excursión de hoy.

—Las puedo manejar —dijo Cord, sudoroso—. ¡No tienen ninguna dificultad!

Le parecía que tampoco le estaba causando a la regente una buena impresión. Dañe era una mujer joven y bien parecida, con una forma agradable y fácil de hablar y de sonreír, aunque no era la cabeza de la Sutang Colonial Team. Parecía bastante capaz de largar a cualquiera cuyo record no estuviese a la par.

—Supone una gran ventaja el que nuestras bestias lleven también encima una lancha rápida —hizo observar Nirmond desde el asiento delantero—. Usted no tiene que preocuparse de que una alimaña intente subirse a bordo.

Pasó a describir los punzantes tentáculos que las balsas desarrollaban a su alrededor, bajo las aguas, para desanimar a las criaturas que podrían intentar comerse sus tiernas partes inferiores. Los peces carniceros y otras dos o tres especies activas y agresivas de la bahía, aún no habían aprendido que era una locura atacar a seres humanos armados sobre un bote, pero escapaban rápidamente del sendero de una balsa que paseaba lentamente.

Cord se sentía feliz de ser ignorado por el momento. La regente, Nirmond y Grayan eran gente de la Tierra, lo que también se podía decir de la mayoría de los miembros del equipo. Y la gente de la Tierra lo ponía incómodo, particularmente en grupos. Vanadia, su mundo de origen, apenas había recibido el status de colonia de la Tierra, lo que podría explicar la diferencia. Toda la gente de la Tierra que había encontrado parecía dedicada a lo que Grayan Mahoney llamaba «el Gran Diseño», mientras que Nirmond usualmente hablaba de «Nuestro Propósito Aquí». Actuaban estrictamente de acuerdo con sus reglamentos de equipo, a veces, en opinión de Cord, con bastante insensatez. Porque en algunas ocasiones las reglas no cubrían una nueva situación y entonces alguien podía correr el riesgo de morir. En cuyo caso, los reglamentos se modificaban rápidamente, pero la gente de la Tierra no parecía inmutarse de otra manera por tales acontecimientos.

Grayan se lo había intentado explicar a Cord:

—Nosotros no podemos conocer de antemano cómo se va a desarrollar un nuevo mundo... Y una vez que nos encontramos allí, hay demasiado qué hacer durante el tiempo con que contamos, para estudiarlo pulgada por pulgada. Si usted realiza su trabajo tiene una probabilidad. Pero si se somete a las reglas, tiene las mejores probabilidades de sobrevivir porque alguien ha sido capaz de imaginárselas por usted...

Cord sentía que prefería utilizar el buen sentido y no los reglamentos. O realizar el trabajo que le colocaría en una situación que no podría imaginar si no la llegaba a experimentar.

A lo cual Grayan le había contestado, impacientemente, que todavía no había captado el alcance del «Gran Diseño».

La furgoneta dio la vuelta en redondo y se detuvo. Grayan se alzó de su asiento, señalando:

—¡Ese es el Abuelo! ¡Allí...!

Dañe también se puso en pie y silbó ligeramente, aparentemente impresionada por los cincuenta pies de tamaño del Abuelito. Cord miró a su alrededor, sorprendido. Estaba casi seguro de que había dejado a la balsa grande, hacía dos semanas, a varios cientos de yardas de aquel lugar. Y como Nirmond había dicho, normalmente no se movían por sí mismas.

Trastornado, siguió a los otros a lo largo de un estrecho sendero que corría hacia el agua, rodeado por árboles en forma de cañas. De vez en cuando echaba un vistazo a la plataforma oscilante del Abuelo, cuyo borde tocaba la arena. Entonces el sendero se abrió y vio a la totalidad de la balsa tendida al sol en las aguas poco profundas.

Nirmond estaba a punto de pisar la plataforma, seguido de Dañe.

—¡Espere! —gritó Cord. Su voz sonó chirriante a causa de la alarma.

Echó a correr.

Se habían quedado congelados donde estaban, mirando rápidamente a su alrededor. Luego volvieron sus ojos hacia atrás y vieron a Cord que corría hacia ellos. Estaban bien entrenados.

—¿Qué pasa, Cord? —la voz de Nirmond era segura y urgente.

—No suban a esa balsa... ¡Ha cambiado! —la voz de Cord sonaba titubeante, incluso para sí mismo—. Quizá no sea el Abuelito...

Se dio cuenta que estaba equivocado sobre el último punto antes de haber acabado de hablar. A lo largo del borde de la balsa se veían lugares descoloridos producidos por una variedad de disparos de calor. Una de aquellas señales la había hecho él mismo. De esa forma estimulaban a ponerse en movimiento a aquellas cosas perezosas y negligentes.

Cord señaló la proyección central en forma de cono:

—¡Su cabeza! ¡Está germinando!

—¿Germinando? —repitió el director de la estación, sin comprender.

La cabeza del Abuelito, como convenía a su periferia, tenía casi doce pies de altura y lo mismo de ancho. Era una coraza como el dorso de un saurio, plana, para ahuyentar a las plantas succionadoras, pero hacía dos semanas era una prominencia sin rasgos, como la de las otras balsas. Ahora, a lo largo de su superficie, habían crecido enredaderas retorcidas y deshojadas, como alambres verdes. Algunas brotaban como muelles estrechamente enroscados, otras se arrastraban hasta la plataforma. La cima del cono estaba moteada de inflamados brotes rojos, casi como granos, que tampoco estaban allí antes. El Abuelito parecía enfermo.

—Bien —dijo Nirmond—. De forma que es eso... ¡Germinando! —Grayan emitió un sonido de extrañeza. Nirmond miró a Cord como si estuviera desvariando—. ¿Es eso todo lo que te molesta? ¿Cord?

—Claro... —comenzó a decir Cord, excitado. No había captado el significado de la palabra todo. Todavía estaba asombrado y estremecido—. Ninguna de ellas...

Dejó de hablar. Podía entender por sus caras que no se habían enterado. O mejor dicho, que se habían enterado pero que sencillamente no estaban dispuestos a cambiar sus planes. Las balsas estaban clasificadas como inocuas según los reglamentos. Hasta que se demostrase lo contrario continuarían siendo consideradas inocuas. No se malgasta el tiempo jugando a los equívocos con las reglas, aparentemente ni siquiera cuando se es la regente planetaria. Uno no se puede permitir el lujo de malgastar el tiempo.

Lo volvió a intentar:

—¡Miren...! —comenzó a decir.

Lo que quería darles a entender era que el Abuelito, con la añadidura de un factor desconocido, no era ya el Abuelito. Era una forma de vida imprevisible que había que investigar con cautela y profundidad, hasta saber lo que significaba ese factor desconocido.

Pero eso no se estilaba. Todos lo sabían. Los miró desamparadamente.

—Yo...

Dañe se volvió a Nirmond.

—Quizás sería mejor que se controlara... —le dijo. No añadió «para tranquilizar al muchacho», pero era lo que pretendía.

Cord se sintió terriblemente aturdido. Pensaban que estaba asustado, lo que era cierto, y comenzaban a sentir lástima de él, lo que no deberían hacer. Pero no había nada que pudiera decir o hacer ahora, excepto vigilar. Nirmond caminaba a través de la plataforma. El Abuelito se estremeció unas cuantas veces, pero las balsas siempre lo hacían cuando alguien ponía el pie sobre ellas. El director de la estación se detuvo ante uno de los ensortijados brotes, lo tocó y después le dio un tirón. Lo cogió y hurgó en la parte inferior de los crecimientos como brotes.

—¡Qué cosa de aspecto extraño! —exclamó, lanzándole a Cord otra mirada—. Bien, todo parece bastante inofensivo, Cord. ¿Suben a bordo?

Era como estar viviendo un sueño en el que uno le está gritando y gritando a la gente y no puede conseguir que le oigan. Cord subió a la plataforma con las piernas envaradas, detrás de Dañe y de Grayan. Sabía exactamente lo que iba a suceder si vacilaba un momento. Uno de ellos le diría con voz amistosa, cuidando de que no sonara demasiado despectiva: «Cord, no tienes que venir si no quieres...»

Grayan había sacado de la funda su pistola de calor y estaba preparada para comenzar a mover al Abuelo por los canales de la Yoger Bay.

Cord cogió su propia arma y dijo ásperamente:

—¡Me toca a mí hacer eso!

—¡Está bien, Cord! —la muchacha le dedicó una breve e impersonal sonrisa, como si fuera alguien a quien veía por primera vez, y se mantuvo a su lado.

¡Eran tan furiosamente corteses! Cord decidió que casi estaba preparado para su regreso a Vanadia ahora mismo.

Durante un rato, Cord esperó casi que algo terrible y catastrófico sucediese enseguida para dar una lección a la gente del equipo. Pero no sucedió. Como siempre, el Abuelo se agitó vaga y experimental— mente cuando sintió el calor sobre uno de los bordes de la plataforma y después decidió apartarse, lo que era el procedimiento standard. Bajo el agua, fuera de vista, estaban trabajando las secciones de la balsa, estructuras de hojas cortas y delgadas en forma de remos y destinadas a trabajar como tales, y una jungla de raíces pilosas a través de las cuales el Abuelito succionaba alimentos de las perezosas y cenagosas aguas de la bahía y con las cuales se anclaba a sí mismo.

Los remos comenzaron a menearse, la plataforma se balanceó y las raíces se alzaron del cieno. El Abuelito se ponía en camino pesadamente.

Cord desconectó el calor, guardó su pistola y se mantuvo en pie. Una vez en movimiento, las balsas tendían a mantenerse viajando sin prisa durante bastante rato. Cuando se detenían, se les volvía a dar un toque de calor a lo largo de su borde principal. Podían girar en cualquier dirección, utilizando la pistola en el lado opuesto de la plataforma.

Resultaba bastante sencillo. Cord no miraba a los demás. Todavía estaba quemado por dentro. Observaba los lechos de cañas que se movían y se abrían, regalándole resplandores nebulosos, espacios amarillos, verdes y azules de la salobre bahía que tenían enfrente. Detrás de la neblina, hacia el oeste, estaban los Estrechos Yoger, por donde corrían viscosas y repugnantes aguas al ritmo de las mareas. Detrás de los estrechos se encontraba el mar abierto, el gran Zlanti Deep, que era otro mundo completamente distinto, del cual aún no había visto mucho.

De repente se puso enfermo ante la total realización de que era probable que no volviera a ver nada más del mar. Vanadia era un planeta agradable. Pero lo extraño y lo salvaje había escapado de allí. No era Sutang.

Grayan lo llamó desde su sitio al lado de Dañe:

—Desde aquí, ¿cuál es la mejor ruta hacia las granjas, Cord?

—El gran canal, a la derecha —contestó y añadió con murria—: Vamos en esa dirección.

Grayan se le acercó.

—La regente no lo quiere ver todo —dijo, bajando la voz-| Primero los lechos de algas y de plancton. Después, todos los granos transformados que le podamos enseñar en unas tres horas. ¡Navega hacia los que se vayan dando mejor y tendrás a Nirmond feliz!

La joven le dedicó una mirada cómplice. Cord la miró con incertidumbre. Por su forma de actuar no se podía decir que su comportamiento le pareciese equivocado. Quizás...

Cord vio brillar una lucecita de esperanza. No era difícil gustar a la gente del equipo, incluso cuando se ponían cabezotas con sus reglamentos. Quizás era eso lo que les daba su vitalidad y su impulso, aunque les volvía despiadados consigo mismo y con los demás. De todas formas, el día aún no estaba muy avanzado. Podría redimirse ante la opinión de la regente. Quizás sucediese algo...

De repente, Cord tuvo una súbita y alegre visión, aunque improbable, de algún monstruo de la bahía precipitándose sobre la balsa con sus colmillos trituradores y de sí mismo, en guardia, sofocando la intención del monstruo antes de que ninguno, y Nirmond en particular, se diese cuenta de la amenaza. Naturalmente que los monstruos de la bahía huían ante el Abuelito, pero podrían existir formas de conseguir alguno.

Entonces, Cord advirtió que había estado dejando que sus sentimientos le controlaran. Era hora de comenzar a pensar...

Primero en el Abuelito. Estaba germinando. Enredaderas verdes y brotes rojos, con propósito desconocido, pero que no suponían ningún cambio observable en sus patrones de comportamiento. Era la balsa más grande de aquel extremo de la bahía, aunque todas habían estado creciendo incansablemente desde hacía dos años, cuando Cord las había visto por primera vez. Las estaciones de Sutang cambiaban con lentitud. Su año era tan largo como cinco años Tierra. Los primeros miembros del equipo que habían aterrizado allí, aún no habían visto pasar un año completo.

Quizás el Abuelo estuviera experimentando un cambio estacional. Las demás balsas, aún no tan desarrolladas, reaccionarían de manera similar un poco más tarde. Animales plantas florecerían preparándose para su multiplicación.

—Grayan, ¿cómo comienzan las balsas? —preguntó—. Me refiero a cuando son pequeñas...

Grayan lo miró complacida. Y la esperanza de Cord aumentó un poco más. ¡Grayan volvía a estar de su parte!

—Nadie lo sabe aún... —le contestó—. Precisamente estábamos hablando de eso. Casi la mitad de la fauna del pantano costero del continente parece cumplir en el mar su estado larval preliminar —tocó los brotes rojos del cono de la balsa—. Parece como si el Abuelito fuese a producir flores y dejase que el viento o la marea llevase las semillas por los estrechos...

Tenía sentido. También cortaba en seco la todavía semiesperanza de Cord de que el cambio del Abuelo llegase a ser tan drástico que justificase su repugnancia por subir a bordo. Cord estudió la cabeza acorazada del Abuelo, detenidamente una vez más. Lucía una serie de hendiduras verticales de color negro entre las chapas de la armadura, que no resultaban evidentes hacía dos semanas. Daba la sensación de que se iba a separar por las rajas. Lo que podría indicar que las balsas, cuando se hacían grandes, no vivían un ciclo estacional completo, sino que florecían al cabo de ese año de Sutang y morían. Con todo, era una apuesta segura que el Abuelo no se iba a derrumbar en la decadencia senil antes de que completaran su excursión de hoy.

Cord se despreocupó del Abuelo. La otra noción volvía a su mente, quizás pudiese instar a un servicial monstruo de la bahía a que atacase, para mostrar a la regente que no era cobarde.

Porque los monstruos estaban allí. Eso era cierto.

Arrodillándose en el borde de la plataforma y mirando las transparentes aguas del canal, color champaña, por donde ahora estaban navegando, Cord podía ver una completa selección de ellos casi en todo instante.

En primer lugar unos cinco o seis lutiánidos. Como grandes y aplastados cangrejos de río, principalmente de un marrón chocolate, con rayas verdes y rojas en sus caparazones. En algunas zonas eran tan gruesos, que uno se preguntaba cómo encontraban con qué vivir, a menos que no comiesen casi nada y mascasen el cieno donde se agazapaban. Sin embargo preferían comer anchas tajadas de cosas vivas, razón suficiente para que nadie se bañase en la bahía. Si se les presentaba la ocasión eran capaces de atacar una lancha. Pero la agitada forma que tenían de escapar hacia las orillas del canal indicaba que no querían tener nada que ver con una balsa grande en movimiento.

Del fondo se destacaban dos agujeros redondos, de un pie de ancho, que en aquel momento parecían vacantes. Cord sabía que normalmente cada uno de esos agujeros estaba rellenado por una cabeza. Las cabezas consistían principalmente en una triple serie de colmillos, que se abrían pacientemente como trampas para apresar a todo lo que

cayese en su radio de acción. Detrás de las cabezas unos gusanos hacían las veces de cuerpos.

Pero el paso del Abuelo, haciendo ondear sus punzantes tentáculos como banderolas transparentes a través del agua, había asustado a los gusanos que decidieron desaparecer de su vista.

Además había bandadas de peces de pequeño tamaño y, por fin, el relampagueante movimiento de una perversa criatura, que la balsa había dejado atrás, disparándose desde las cañas y haciendo girar su morro en forma de aguja en su despertar.

Cord la vigilaba sin moverse. Conocía aquella especie, aunque era rara en la bahía y estaba sin clasificar. Rápida y maligna, se mantenía siempre alerta dispuesta a tragarse las chinches de pantano cuando revoloteaban a ras de agua. Una vez había paralizado a una con un aparejo de pescar, haciéndola saltar a una balsa anclada, donde se había estado retorciendo furiosamente hasta que pudo conseguir dispararle.

Ahora no tenía equipo de pesca. Pero le bastaría un pañuelo si tenía cuidado de no exponer un brazo...

—¡Qué criaturas tan fantásticas! —exclamó la voz de Dañe detrás de él.

- Cabezas amarillas... —dijo Nirmond—. Cuentan con un gran porcentaje de utilidad. Mantienen a raya a las chinches...

Cord se puso de pie. No eran momentos para bromas. El lecho de cañas, a su derecha, estaba plagado de cabezas amarillas. Toda una colonia. Eran como ranas, pero del tamaño de un hombre y aun mayores. De todas las criaturas que había descubierto en la bahía eran las que menos gustaban a Cord. Sus cuerpos lacios y en forma de sacos, con cuatro delgados miembros, se adherían a las secciones superiores de las cañas que bordeaban el canal. Se movían pesadamente, pero sus grandes y abultados ojos parecían fijarse en todo lo que estuviera a su alrededor. Con frecuencia, una aterciopelada chinche de pantano se acercaba lo bastante y una cabeza amarilla abría su enorme y vertical boca, con dientes alineados como cuchillos, y extendía toda la parte frontal de su cara como un fuelle en un relampagueante movimiento, haciendo desaparecer a la chinche. Puede que fuesen útiles, pero Cord las odiaba.

—Dentro de diez años sabremos cómo es el ciclo de-vida en la costa —dijo Nirmond—. Cuando establecimos la Yoger Bay Station no había cabezas amarillas. Llegaron al año siguiente. Todavía con restos de su forma larval oceánica, pero la metamorfosis era casi completa. Tendrían unas doce pulgadas de largo...

Dañe observó que el mismo patrón se duplicaba indefinidamente en todas partes. La regente estaba inspeccionando la colonia de cabezas amarillas con un catalejo de campaña. Lo dejó a un lado, miró a Cord y sonrió.

—¿Cuánto falta para las granjas?

—Unos veinte minutos.

—La clave parece ser el Zlanti Basin —dijo Nirmond—. En primavera debe ser una sopa de vida.

—Lo es —asintió Dañe, que había estado en Sutang durante la primavera, hacía cuatro años—. Da la impresión de que la laguna podría justificar por si sola la colonización —se volvió señalando a las cabezas amarillas—. La cuestión sigue siendo cómo unas criaturas así se desarrollan allí...

Anduvieron hasta el otro lado de la balsa, argumentando acerca de las corrientes oceánicas. Cord podía haberlos seguido. Pero algo chapoteó detrás de ellos, hacia la izquierda y no demasiado atrás. Se detuvo, vigilando.

Después de un momento vio la cabeza amarilla. Se había dejado caer de su percha de cañas, lo que había causado el chapoteo. Casi sumergida en el agua, contemplaba a la balsa con sus ojos grandes de un verde pálido. A Cord le daba la sensación de que, concretamente, lo estaba mirando a él. En ese momento, supo por primera vez por qué no le gustaban las cabezas amarillas. Había algo de inteligencia en aquella mirada, un cálculo remoto. En criaturas así, la inteligencia parecía fuera de lugar. ¿Qué uso podrían darle?

Le dio un estremecimiento cuando se hundió por completo bajo el agua y comprobó que pretendía nadar detrás de la balsa. Pero también le resultaba terriblemente excitante. Nunca había visto a ninguna cabeza amarilla salir de las cañas. El monstruo complaciente que había estado esperando podía presentarse de aquella inesperada forma.

Medio minuto después, la volvió a ver nadando torpemente. No tenía una intención inmediata de abordarlos. Cord la vio llegar a la zona de los tentáculos punzantes de la balsa. Maniobraba entre ellos abriéndose camino con curiosos movimientos de un nadador humano y se perdió de vista debajo de la plataforma.

Cord se levantó preguntándose lo que aquello significaba. La cabeza amarilla había dado la impresión de conocer la existencia de los tentáculos. Se había acercado con movimientos calculados. Estuvo tentado de contárselo a los demás, pero pensó en el momento de triunfo que podría saborear, si de repente aquella criatura apareciera sobre el borde de la plataforma y él la acuchillara ante sus ojos.

De todas formas, era ya casi la hora de hacer girar la balsa hacia las granjas. Si es que antes no sucedía algo...,

Estaba vigilante. Se mantuvo así unos cinco minutos pero no se veía a la cabeza amarilla. Todavía haciéndose preguntas un poco incómodo, administró al Abuelito un pinchazo de calor bien calculado.

AI cabo de un rato lo repitió. Después respiró profundamente y olvidó por completo a la cabeza amarilla.

—¡Nirmond! —llamó con voz aguda.

Las tres personas que se mantenían en el centro de la plataforma cerca del cono acorazado, contemplaban las granjas. Ante el grito, miraron a su alrededor.

—¿Qué sucede ahora, Cord?

De momento, Cord no lo podía decir. Volvía a estar terriblemente asustado. ¡Algo marchaba mal!

—¡La balsa no gira! —contestó.

—¡Esta vez dale una buena quemadura! —dijo Nirmond.

Cord lo miró. Nirmond, manteniéndose unos cuantos pies delante de Dañe y de Grayan, como si quisiese protegerlas, había comenzado a mostrarse un poco extrañado y tenso. No hizo más preguntas. Cord disparó la pistola en tres puntos diferentes de la plataforma, pero el Abuelito daba la impresión de haber desarrollado una repentina anestesia contra el calor. Seguían dirigiéndose lentamente hacia el centro de la bahía.

Entonces Cord contuvo su respiración, conectó todo el calor que poseía y dejó que el Abuelo lo recibiese. Un trozo de seis pulgadas se ampolló instantáneamente sobre la plataforma, se volvió color marrón y después negro.

El Abuelito se detuvo, sin vida. Exactamente eso.

—¡Así está bien! Continúa quemando... —Nirmond no acabó su orden.

Se produjo un gigantesco temblor. Cord se tambaleó hacia las aguas. Después, todo el borde de la balsa se onduló a sus espaldas, para volverse a bajar casi de inmediato. Sus pies resbalaron y cayó de cara contra la plataforma, quedándose aplastado allí. Todo comenzó a hincharse debajo de él. Luego, dos enormes traqueteos y sacudidas. Por fin, la calma.

Miró a su alrededor buscando a los demás. Estaban tendidos a unos doce pies del cono central. Unas veinte o treinta lianas, que el cono había producido de forma tan misteriosa, se

extendían directamente en su dirección, como delgados dedos verdes. No llegaban a alcanzarle. El extremo más cercano se encontraba a diez pulgadas de sus zapatos.

Pero el Abuelo había apresado a sus compañeros. Estaban tumbados al pie del cono, enrollados en una rígida red de cuerdas vegetales y verdes y no se movían.

Cord levantó sus pies con cautela, preparado para otro temblor de tierra. Pero no sucedió nada. Después descubrió que el Abuelito estaba otra vez en movimiento siguiendo su curso anterior. La pistola de calor había desaparecido. Suavemente, sacó su pistola de Vanadia.

—¿Cord? ¿No consiguieron apresarle? —era la voz de la regente.

—No —contestó, bajando la voz. Se dio cuenta que se había imaginado que todos estaban muertos. Ahora se sentía enfermo y mareado.

—¿Qué está haciendo?

Cord estaba contemplando la enorme cabeza acorazada del Abuelo con cierta ansia. Los conos eran huecos en su interior. En la estación habían decidido que su función capital era conservar atrapado el suficiente aire para que las balsas flotaran. Pero en esa sección central se encontraba también el órgano que controlaba todas las reacciones del Abuelo.

Cord dijo lentamente:

—Tengo una pistola y doce balas del máximo rendimiento explosivo. Con dos derribaría ese cono y lo separaría de su base.

—¡No es una buena idea, Cord! —le dijo la voz agobiada por el sufrimiento—. Si esta cosa se hunde, moriremos de todas formas. ¿No posee cargas anestésicas para esa pistola de su mundo?

Volvió la cabeza para mirarla:

—Sí.

—Dispare una sobre la chica y otra sobre Nirmond antes de intentar otra cosa. Si puede, hágalo en la espina dorsal. Pero no se acerque más...

Cord no podía discutir las órdenes de aquella voz. Se puso en pie con cuidado. La pistola dejó escapar dos ruidos sordos.

—¡Correcto! —dijo la regente roncamente.

—¿Qué hago ahora? —preguntó Cord.

Dañe se quedó en silencio.

—Lo siento, Cord. No puedo decírselo. Le diré lo que yo puedo... —volvió a hacer una pausa de unos segundos—. Esta cosa no intenta matarnos, Cord. Podría conseguirlo con facilidad. Es increíblemente fuerte. Vi cómo rompía las piernas de Nirmond. Pero tan pronto como dejamos de movernos, nos sujetó. Por entonces, los dos estaban inconscientes.

Cord se la quedó mirando, como esperando a que continuase y Ja regente, haciendo un esfuerzo, siguió hablando:

—Usted estuvo a punto de caer también apresado. Estaba intentando hacerle caer dentro del alcance de sus enredaderas, tijeretas o lo que sean, ¿no es así?

—Eso creo —contestó Cord, con acento tembloroso.

Por supuesto que eso era lo que había sucedido y, en cualquier momento, el Abuelo podía volver a intentarlo.

—Ahora nos está alimentando con una especie de anestésico producido por sí mismo y a través de esas lianas. Con unas menudas espinas. Una especie de adormecimiento... —la voz de Dañe se hizo arrastrante. A continuación, se la oyó con claridad—. Mire Cord, parece que nos estamos tragando todo lo que tenía almacenado. ¿Comprende?

—Sí... —contestó Cord.,

—Para estas balsas es la época de la siembra. Hay otras en las mismas condiciones. Probablemente, nos reserva como comida viva para sus semillas... El Abuelo no nos quiere exactamente para él... ¿Cord?

—Sí. Estoy aquí.

—Quiero permanecer despierta todo el tiempo que pueda —dijo Dañe—. Pero también hay otra cosa. Esta balsa va a alguna parte. A un lugar particularmente favorable. Y podría ser cerca de la playa. Entonces usted conseguiría hacerse con ella. De otra forma, todo habrá concluido para usted... Cord, mantenga la cabeza y espere una oportunidad. Nada de heroicidades, ¿me comprende?

—Claro que la comprendo —le contestó Cord.

Se dio cuenta de que estaba hablando para tranquilizarlo, no como la regente, sino como Grayan.

—Lo peor es Nirmond —continuó Dañe—. La muchacha quedó inconsciente a la primera. Si no hubiera sido por mi brazo... Pero si conseguimos que nos auxilien dentro de cinco horas, todo se podrá resolver... Cord, hágame saber todo lo que suceda.

El cuerpo atirantado de Dañe se fue relajando lentamente y ya no habló más. Cord colocó su pistola cuidadosamente en un punto entre los hombros de Dañe y disparó.

Cord no podía ver ninguna razón para dejarla despierta, porque no iban a ningún sitio próximo a la playa.

Los lechos de cañas y los canales habían quedado atrás y el Abuelo continuaba moviéndose en la misma dirección sin cambiar la fracción de un grado. Se estaba moviendo dentro de la bahía abierta y recogía compañía.

No muy lejos, dentro de un radio de unas dos millas, Cord pudo contar unas siete balsas grandes. Y las tres que les quedaban más cercanas también habían brotado luciendo unas nuevas lianas verdes. Todas" avanzaban en una misma dirección. Y el punto común a donde parecían dirigirse era el centro rugiente de los Estrechos Yoger, que en aquel momento estaban a unas tres millas de distancia.

Detrás de los estrechos se encontraba el frío Zlanti Deep, las nieblas envolventes y el mar abierto...

Para las balsas podía ser el tiempo de la siembra, pero daba la impresión de que todas navegaban para distribuir sus semillas por la bahía.

A pesar de ser un humano, Cord era un estupendo nadador. Tenía una pistola y una navaja y a despecho de lo que Dañe le había recomendado, se hallaba en condiciones de tener una probabilidad entre los asesinos de la bahía. Pero en el mejor de los casos sería una probabilidad muy pequeña. Y pensaba que aún le quedaban otras posibilidades. Tenía que conservar clara su mente.

Excepto por una casualidad, naturalmente, nadie les buscaría con tiempo suficiente para conseguir un resultado positivo. Y si a alguien se le ocurría buscarlos lo haría por las Granjas de la bahía, donde se encontraban ancladas un buen número de balsas. Pensarían que habían utilizado cualquiera de ellas. Algunas veces sucedía algo inesperado y alguna persona se desvanecía. Pero en esta ocasión, cuando se imaginasen lo que había ocurrido seria demasiado tarde.

Probablemente nadie se daría cuenta, dentro de las próximas horas, que las balsas habían comenzado su emigración de los pantanos a través de los Estrechos Yoger. Había una pequeña estación meteorológica, hacia el' interior, en el lado norte de los estrechos, que a veces solía utilizar un helicóptero. Pero Cord decidió con tristeza que era improbable que lo fuesen a emplear justo ahora y en aquel lugar.

El hecho de que todo había concluido para él, como había dicho la regente, lo abatió un poco más después de aquellas consideraciones. Jamás se había sentido tan solo.

Como más pronto o más tarde terminaría intentándolo, puso en práctica un inmediato experimento que sabía no iba a marchar. Abrió la recámara de la pistola anestésica y sacó fuera cincuenta balas, más bien dándose prisa, porque no quería pensar que tendría que utilizarlas en caso de que sucediera lo peor. Quedaban dentro de la recámara trescientas cargas. En unos pocos minutos, Cord plantó la tercera parte en la cabeza del Abuelito.

Después, se detuvo. Una ballena habría dado muestras de somnolencia bajo una carga más ligera. El Abuelo siguió remando sin inmutarse. Quizás estaba adormecido en algunos lugares, pero sus células no estaban equipadas para distribuir el efecto soporífero de aquel tipo de droga.

A Cord no se le ocurría nada que pudiese hacer antes de que llegasen a los estrechos. A la velocidad que se movían, calculaba que sucedería en menos de una hora. Si pasaban los estrechos, arriesgaría una zambullida. Bajo tales circunstancias no creía que Dañe lo desaprobara. Si la balsa los conducía hasta las nebulosas amplitudes del Zlanti Deep, no les quedaba prácticamente la menor probabilidad de supervivencia.

Mientras tanto, el Abuelo iba adquiriendo más rapidez. Y se estaban produciendo otros cambios, menores, que también amedrentaban a Cord. Los brotes rojos de aspecto granujiento que moteaban la parte superior del cono se iban abriendo gradualmente. El centro de la mayoría de ellos exhibía ahora algo así como un gusano escarlata, delgado y húmedo. Un gusano que se retorcía sin fuerzas, se alargaba una pulgada y se volvía a retorcer para estirarse un poco más, buscando el aire. Las rayas verticales y negras entre las planchas de la coraza parecían más profundas y anchas de lo que habían sido hacía unos minutos. Un líquido espeso y oscuro caía lentamente de algunas de ellas.

Bajo otras circunstancias, Cord estaría fascinado por aquellos desarrollos del Abuelito. Pero en aquel momento despertaban su sospechosa atención porque no sabía lo que significaban.

Entonces, algo horrible sucedió de repente. Grayan comenzó a quejarse ruidosa y terriblemente, contorsionándose. Desde proa, Cord supo que no pasaría un segundo antes de que detuviese sus gritos y sus forcejeos con otra bala anestésica. Las lianas habían apretado su estrechamiento, no de una forma flexible, sino como las escarbadoras y huesudas garras de un monstruoso pájaro de presa. Si Dañe no lo hubiera amonestado...

Blanco y sudoroso, Cord bajó lentamente su pistola mientras las tijeretas se volvían a relajar. Grayan no parecía haber sufrido ningún daño adicional, en caso contrario, quizás hubiera provocado el que dirigiera su rabia asesina directamente contra la balsa como si se tratase de una máquina. Por unos momentos, Cord siguió inflamándose ante el pensamiento de que, en cualquier instante que eligiese, podría convertir rápidamente la balsa en un revoltijo destripado y reventado de zozobrada vegetación.

En vez de eso, y más juiciosamente, disparó otra bala sobre Dañe y Nirmond, para prevenir un suceso similar. Sabía que el contenido de dos balas de aquel tipo era capaz de mantener en sopor a un ser humano por lo menos durante cuatro horas. Cinco disparos...

Cord apartó su mente con premura de la dirección que estaba tomando. Pero no podía estar completamente alejado de tal pensamiento. Volvía a aparecer. Hasta que por fin lo tuvo que reconocer.

Cinco disparos dejarían a sus tres compañeros completamente inconscientes, sucediera lo que sucediera, hasta que muriesen por otras causas o se les administrase un agente neutralizante.

Horrorizado, se dijo que no podría hacerlo. Era como si los matase.

Pero entonces, con bastante entereza, se encontró a sí mismo alzando la pistola una vez más para administrar la carga apropiada a cada uno de sus tres compañeros de equipo. Y si fue la primera vez en los últimos cuatro años que Cord se sintió como llorando, también le pareció que había comprendido perfectamente lo que significaba utilizar su cabeza.

Escasamente treinta minutos después, Cord vio una balsa tan grande como la que él montaba, que se deslizaba por las espumosas aguas blancas de los estrechos, unas cien yardas más adelante. De repente se precipitó hacia un ángulo, sorprendida por una de las arremolinadas corrientes. Cabeceó y volvió a recobrar su posición horizontal, avanzó un poco y consiguió mantenerse de nuevo en su rumbo, siguiendo su camino en línea recta. No como un vegetal ciego, sino como una criatura que luchaba, con un propósito inteligente, por mantener la dirección elegida.

Por lo menos, aquellas balsas parecían prácticamente insumergibles...

Con la navaja en la mano, se aplastó contra la plataforma mientras los estrechos rugían enfrente. Cuando la plataforma saltó y se inclinó debajo de él, introdujo la navaja hasta el mango y se suspendió. Las frías aguas lo rociaron y el Abuelo temblaba como una máquina trabajando. En medio de todo aquello, Cord tuvo la terrorífica noción de que la balsa podía soltar a sus prisioneros humanos, en su lucha contra los estrechos. Pero estaba subestimando al Abuelo. También estaba aferrado.

Bruscamente se colocó encima. Estaban cabalgando una extensa ola y no lejos de ellos se encontraban otras tres balsas. Los estrechos las habían arrastrado, colocándolas juntas, pero ninguna parecía sentir interés por la compañía de la otra. Cuando Cord se puso en pie, temblorosamente, y comenzó a quitarse la ropa, se estaban separando de forma visible. La plataforma de una de ellas estaba semihundida. Debía haber perdido mucho aire del que las ayudaba a flotar y, como un buque pequeño, se estaba hundiendo.

Desde aquel punto, tenía que nadar solamente dos millas hacia la playa norte de los estrechos y otras mil millas tierra adentro desde allí a la Estación Principal de los Estrechos. No sabía nada sobre la corriente, pero la distancia no parecía demasiada, aunque no podía decidirse a abandonar su pistola y su navaja. A las criaturas de la bahía les gustaba el calor y el fango; no se aventuraban al otro lado de los Estrechos. Pero Zlanti Deep criaba sus propios asesinos, aunque jamás se les observaba cerca de la playa.

Las cosas estaban tomando un cariz más bien esperanzador.

Entonces, unos gritos resonaron sobre su cabeza, como los maullidos de unos gatos extraños, mientras Cord estaba anudando sus ropas, en un apretado lío, con los zapatos dentro. Miró hacia arriba. Había cuatro formando un círculo. Eran chinches de pantano aumentadas por sus aires navegantes. Cada una de ellas llevaba encima un jinete. Probablemente simples escarabajos peloteros, pero sus diez pies de envergadura resultaban impresionantes. Incómodo, Cord recordó el venenoso jinete carnicero que había dejado tendido junto a la estación.

Una de ellas se sumergió perezosamente y vino a deslizarse hacia ellos. Se remontó sobre su cabeza y retrocedió, para revolotear cerca del cono de la balsa.

El jinete de la chinche, que dirigía el negligente vuelo, no se interesó por él en absoluto. ¡El Abuelo lo estaba atrayendo!

Cord contemplaba la escena con fascinación. La parte superior del cono ahora estaba viva. La masa de expulsiones como gusanos escarlata que había comenzado a brotar antes de que la balsa dejase la bahía, se agitaba. Presumiblemente, resultaban presas tentadoras para el jinete de la chinche.

El volador se afirmó en su revoloteo y tocó el cono. Como una trampa con cierre de resorte, las verdes lianas se alzaron y lo rodearon, arrugando las frágiles alas que casi desaparecieron del suave cuerpo alargado.

Un segundo después, el Abuelo hizo otra captura, esta vez procedente del mismo mar. Cord había visto fugazmente algo como una pequeña y elástica foca que despuntaba de las aguas sobre el borde de la balsa, quizás bajo el impulso de una apresurada sugerencia. Y acabó golpeándose contra el cono donde las lianas la atenazaron a continuación del cuerpo del volador.

No fue la enorme y fácil rapidez con la que se realizaba la inesperada matanza lo que mantuvo a Cord suspenso, completamente conmocionado. Era el resquebrajamiento de todas sus esperanzas de nadar desde allí hasta la playa. Cincuenta yardas más adelante, otra criatura se alejaba de la balsa después de que la cosa elástica había sido engullida por las lianas. Su contemplación era todo lo que necesitaba. Su cuerpo de un blanco marfileño y sus salientes colmillos eran lo suficientemente similares a los escualos de la tierra para indicar su naturaleza. Y la importante diferencia consistía en que, cualesquiera que fuera la naturaleza de los blancos perseguidores del Zlanti Deep, eran millares.

Aturdido por la increíble cantidad de mala suerte, todavía agarrando su lío de ropa, Cord miraba hacia la playa, sabiendo que ahora podía distinguir las turbias señales indicadoras de los largos centelleos marfileños que brillaban entre las olas y luego se desvanecían. Una explosión de pequeñas cosas se desparramaba por el aire en agitada desesperación y volvía a caer al agua.

Si se le ocurría lanzarse al agua sería alcanzado como una mosca ahogada antes de cubrir la vigésima parte de esa distancia.

Pasó otro minuto antes de que la verificación de su derrota fuese total.

¡El Abuelo estaba empezando a comer!

Cada una de las rayas oscuras que descendían del cono era una boca. De momento, sólo una de ellas estaba en condiciones de operar y la balsa aún no era capaz de abrirla por completo. Sin embargo ya había comido el primer bocado. El jinete de la chinche que las lianas habían derribado del dorso del aterciopelado volador. El Abuelo invirtió varios minutos en hacerlo desaparecer, aunque era pequeño, pero suponía todo un comienzo.

Cord ya nunca se sentiría totalmente cuerdo. Se sentó allí mismo, agarrando su lío de ropa y sólo vagamente seguro del hecho de que estaba temblando bajo la fría rociada que le alcanzaba de vez en cuando, mientras seguía atentamente las actividades del Abuelo. Decidió que pasarían como mínimo unas cuantas horas antes de que una de la serie de bocas negras creciese lo suficientemente, flexible y vigorosa, para poder disponer de un ser humano. Bajo las circunstancias en que se encontraban, eso no podía suponer mucha diferencia para los seres humanos que estaban allí inconscientes, pero desde el primer momento en que el Abuelo intentase algo contra ellos, haría saltar la balsa en pedazos. En cierto modo, los cazadores blancos eran unos comedores más limpios. Y eso era todo lo que podía aún controlar de lo que iba a suceder.

Mientras tanto, existía también la débil posibilidad de que el helicóptero de la estación meteorológica los localizase...

Al mismo tiempo, en medio de una fascinación horrorizada y abrumada, Cord seguía debatiéndose ante el misterio de lo que podría haber producido tan espeluznante cambio en las balsas. Adivinaba a dónde se dirigían. Por allí estaban esparcidas muchas, navegando por los estrechos., o siguiendo paralelas su propia carrera. Y todas se dirigían a la charca pululante de plancton del Zlanti Basin, a mil millas hacia el norte. Con el tiempo, incluso los nenúfares movibles como las balsas, harían ese viaje en beneficio de sus simientes. Pero nada en su estructura explicaba el repentino cambio que las convertía en carnívoras alertadas y capaces.

Estaba observando a la elástica y pequeña cosa en forma de foca que estaba siendo izada a otra boca recién abierta. Las tijeretas rompían su cuello y la boca las apresaba por los brazuelos. A continuación, vino todo un paciente trabajo con lo que todavía era un poco demasiado ancho. De pronto, en las alturas, resonaron otros chillidos. Y dos minutos más tarde, dos chinches de mar eran atrapadas casi simultáneamente y añadidas a la despensa. El Abuelo hizo desaparecer la cosa en forma de foca y se obsequió con otro jinete de chinche. El segundo jinete escapó de su boca con un repentino salto, hundió sus dientes con rabia en una de las lianas, que lo volvió a atrapar y que, después, lo dejó caer muerto contra la plataforma.

Cord sintió un resurgimiento de su irracional odio contra el Abuelo. Matar una chinche era casi igual que cortar una rama de un árbol. Apenas tenían conocimiento de su vida. Pero el jinete había excitado su partidismo a causa de su apariencia de acción inteligente, y de hecho estaba más próximo a la escala humana en esa característica que a la forma de vida del monstruo que, mecánicamente pero sucesivamente, había atrapado a las chinches y a los seres humanos. Entonces, sus pensamientos se volvieron a desviar. Y se encontró especulando vagamente en la curiosa simbiosis por la cual, el sistema nervioso de dos criaturas tan distintas como las chinches marinas y sus jinetes, podían enlazarse tan íntimamente que funcionaban como un solo organismo.

De repente, una expresión de amplia y aturdidora sorpresa apareció en su rostro.

Porque en este momento sabía...

Cord se puso en pie con presteza, temblando de excitación, con un plan completo en su mente. Y una docena de largas enredaderas se movieron instantáneamente en dirección a su repentino impulso, buscándolo, tensas y estiradas. No lo podían alcanzar, pero su reacción salvajemente alertada congeló a Cord donde estaba. La plataforma estaba oscilando bajo sus pies, como si se irritase por su inaccesibilidad. Pero en el lugar donde se encontraba, no podía ondularse para colocarlo dentro del radio de acción de las lianas, como lo hacia alrededor de los bordes.

No obstante,, constituía una advertencia. Cord bordeó cautelosamente las proximidades del cono aunque ya había ganado la posición que deseaba y que era en la mitad delantera de la balsa. Después esperó. Esperó largos minutos casi sin moverse, hasta que su corazón dejó de latir y el irregular vaivén de enfado de la superficie de la balsa se detuvo y la última tijereta dejó de trepar. El Abuelo no estaba demasiado seguro de su exacto paradero.

Miró hacia atrás para comprobar cuánto se habían alejado de la Estación Principal de los Estrechos. Decidió que por lo menos quedaría a la distancia de una hora. Lo que era bastante cerca incluso para una forma pesimista de contar. ¡Si todo le salía bien! No podía decir exactamente lo que significaba «todo» porque entraban en juego muchos factores que no podía calcular de antemano. Además tenía la incómoda sensación de que especular demasiado sobre la cuestión le ' volvería incapaz de llevar a cabo su plan.

Por fin, moviéndose cuidadosamente, Cord cogió la navaja en su mano derecha pero dejó la pistola dentro de su funda. Alzó el apretado paquete que había confeccionado con su ropa por encima de su cabeza y lo balanceó con su mano derecha. Con un amplio y suave movimiento lanzó el bulto a través del cono, casi al lado opuesto de la plataforma.

Cayó con un sordo porrazo. Casi inmediatamente, todo el borde opuesto de la balsa se dobló y se agitó, para situar al objeto extraño al alcance de las lianas.

Simultáneamente Cord se disparó corriendo hacia delante. Por un momento, su intento de distraer la atención del Abuelito parecía tener éxito. Después cayó de rodillas cuando la plataforma volvía a recuperar su primitiva posición.

Se encontraba a ocho pies de la borda. Mientras resbalaba otra vez, seguía intentando desesperadamente arrastrarse hacia delante. Un instante más tarde, estaba moviéndose con la navaja en la mano a través de las frías y claras aguas, justo delante de la balsa. Retrocedió nadando y dejó que la balsa pasase sobre él. Montones de criaturas marinas escapaban del alcance de la oscura jungla de raíces coméis doras. Cord dio un impulso hacia atrás para huir de una ancha raya ondulante, de cristalino verdor, que era un tentáculo punzante y sintió una quemadura en un costado, lo que significaba que había sido rózala do ligeramente por otro. Se internó a ciegas en la limosa maraña de ^ raíces pilosas que cubría el centro de la balsa, después, una media luz | verdosa pasó sobre él y Cord se precipitó en la ampolla central, bajo el cono.

Media luz y fetidez. Aire caliente. El agua lo zapateaba arrastrándolo. Allí no había nada a que aferrarse. Entonces, arriba y a su derecha, moldeada contra la curva interior del cono, como si hubiese crecido allí desde un principio, apareció la especie de rana del tamaño de un hombre. La cabeza amarilla...

¡El jinete de la balsa.! Cord se estiró y apresó a la pareja simbiótica del Abuelo, gobernándola por una débil pata trasera y saliendo casi del agua, la golpeó dos veces con la navaja, fuertemente, mientras los pálidos ojos verdes se mantenían abiertos.

Pensó que la cabeza amarilla necesitaría poco más o menos un segundo para desprenderse de su anfitrión, como solían hacer los jinetes de las chinches de mar, antes de intentar defenderse por sí mismos. Sin embargo, la cabeza amarilla simplemente giró el cuello y su boca cayó como un cuchillo aferrando el brazo izquierdo de Cord por encima del codo. La mano derecha del muchacho hundió la navaja en uno de sus abiertos ojos y la cabeza amarilla dio un respingo para arrancar la navaja de su presa.

Cord se hundió por completo y rodeó con ambas manos las viscosas patas, tirando con todo su peso. Por un instante, la cabeza amarilla se quedó colgando. Después, las innumerables extensiones nerviosas que la conectaban con la balsa se liberaron con una sucesión de sonidos violentos y succionadores. Ambos, Cord y el extraño jinete, chapotearon al unísono en el agua.

De nuevo la malla negra de raíces y dos quemaduras más en su espalda y en sus piernas. Se asfixiaba. Cord la soltó. Durante un buen rato, un cuerpo estuvo girando una y otra vez, debajo de él, con unos extraños movimientos humanos. Después, una sólida pared de agua lo rechazó mientras algo blanco y grande tropezó con el cuerpo que giraba y lo hacia desaparecer.

Cord emergió a la superficie doce pies detrás de la balsa. Evidentemente el Abuelo había aminorado ya su marcha.

Después de dos intentos consiguió izarse sobre la plataforma y se quedó allí, medio asfixiándose y tosiendo. No se produjeron señales de que su presencia hubiese sido notada. Unos cuantos cabos de las lianas se retorcieron intranquilos, como intentando recordar sus anteriores funciones, mientras Cord se acercó titubeante, para asegurarse de que sus compañeros seguían respirando. Pero el muchacho ni siquiera lo advirtió.

Respiraban. Cord se dio cuenta que era mejor no perder tiempo intentando ayudarles personalmente. Recogió la pistola de calor de la funda de Grayan. El Abuelo se había detenido totalmente.

Cord no había tenido tiempo de recuperarse completamente o se habría inquietado, ya que el Abuelo, violentamente privado de su pareja controladora, parecía incapaz de moverse por sí mismo. En lugar de eso, determinó la dirección aproximada de la Estación Principal de los Estrechos y seleccionó el lugar correspondiente sobre la plataforma, administrando al Abuelo una ligera ración de calor.

En el primer instante no sucedió nada. Cord suspiró con paciencia y elevó la onda de calor.

El Abuelo se meció suavemente. Cord se puso en pie.

Lentamente y con cierta vacilación al comienzo y después con resuelta determinación, aunque ya sin cerebro director, el Abuelo comenzó a remar retrocediendo hacia La Estación Principal de los Estrechos.

HENRY KUTTNER

Ojo privado

Prívate Eye

Numerosos escritores han intentado combinar la historia de misterio con la ciencia ficción y, aunque se han conseguido algunos éxitos, también surgieron problemas. El tipo de futuro científico, comúnmente admitido en ciencia ficción, facilitaría terriblemente el apresamiento de los criminales. Por eso no es de extrañar que algunas de las mejores fusiones de ciencia ficción y misterio no se basen en la captura del delincuente, sino más bien en la forma en que el criminal cometió el delito, bajo unas condiciones en las que escapar de la detención es casi imposible. Ojo privado es un ejemplo soberbio.

El sociólogo forense contempló atentamente la imagen en la pantalla de la pared. Aparecían dos figuras congeladas, una en el acto de apuñalar a la otra en el corazón con un abrecartas antiguo, como los utilizados en cirugía en el Johns Hopkins[9]. Antes de la ultramicrotomía, por supuesto.

—Un caso trapacero como pocos... —comentó el sociólogo—. Me llevaré una sorpresa si conseguimos culpar a Sam Clay de homicidio.

El operador hizo girar un dial y volvieron a contemplar las figuras repitiendo sus acciones en la pantalla. Una, la de Sam Clay, agarra el abrecartas de una mesa de escritorio y lo hunde en el corazón del otro hombre. La víctima cae muerta. Clay retrocede con aparente horror.

Entonces se derrumba de rodillas al lado del cuerpo contraído y dice apasionadamente que no se lo había propuesto. El cuerpo bate sus talones sobre la alfombra y se queda tranquilo.

—¡Este toque final fue estupendo! —dijo el operador.

—Bien, tengo que hacer la inspección preliminar —suspiró el sociólogo, instalándose en su silla de dictado y colocando sus dedos sobre el teclado—. Dudo que descubra alguna evidencia. Sin embargo, el análisis puede hacerse más tarde. ¿Dónde está ahora Clay?

—Su portavoz lo colocó en habeos mens.

—No creo que seamos capaces de agarrarle. Pero fue un mérito intentarlo. Imagine, con sólo un disparo de escopolamina nos habría dicho toda la verdad. Pero bueno... Lo haremos por el camino difícil, como es habitual. Comience con la marcha atrás, ¿quiere? No le encontraremos sentido hasta que hagamos un recorrido cronológico, pero tendremos que comenzar por alguna parte. ¡Bendito Blackstone![10] -exclamó el sociólogo forense, mientras en la pantalla Clay se pone en pie, contemplando cómo el cadáver revive, y se levanta y, a continuación, extrae la plegadera milagrosamente limpia de su corazón, en una secuencia totalmente invertida—. ¡Bendito Blackstone! —repitió—. Por una parte, a veces me gustaría vivir en la época de Jeffreys[11]. En aquel tiempo, el homicida era un homicida...

La telepatía nunca consiguió demasiado. Quizás el desarrollo de la facultad se soterró, como respuesta a una ley familiar y natural, después de que apareció la nueva ciencia, la omnisciencia. Por supuesto que no era exactamente eso. Se trataba de un invento para hurgar el pasado. Y estaba limitado a un lapso de cincuenta años. No había la probabilidad de ver las flechas de Agincourt[12]o el homúnculo de Bacon. Fue lo suficientemente sensible para captar las «huellas digitales» de la luz y las ondas de sonido impresas en la materia, seleccionarlas y recogerlas. Para a continuación reproducir la imagen de lo que había sucedido. Después de todo, la sombra de un hombre puede ser fotografiada sobre hormigón, si tiene la desgracia de ser cogido por una ráfaga atómica. Lo cual es algo. La sombra es todo lo que allí queda.

No obstante, abrir el pasado como un libro no resuelve todo el problema. Fueron necesarias generaciones para desentrañar el laberinto de complejidades, aunque finalmente una tentativa tuvo éxito y se alcanzó el equilibrio. El derecho a matar fue defendido tenazmente por la humanidad desde que Cain mató a Abel. Muchos idealistas alegaron: «La voz de la sangre de tu hermano está clamando desde la tierra». Pero eso no detuvo a los cabilderos y a los grupos de presión. Como réplica se citó la Carta Magna. El derecho al secreto y a la intimidad se defendió desesperadamente.

Y el curioso resultado de este desequilibrio llegó cuando el acto de homicidio se declaró no punible, a menos que exista deseo y premeditación. Naturalmente, se consideró por lo menos perverso el dejarse llevar de la rabia y asesinar a alguien bajo un impulso y existía para eso un castigo nominal, por ejemplo, la prisión, pero en la práctica la cosa jamás funcionó porque se hacían posibles muchas defensas. Locura temporal. Provocación indebida. Autodefensa. Homicidio casual, homicidio en segundo grado, en tercer grado, en cuarto grado y así sucesivamente. Correspondía al Estado demostrar que el asesino había planeado el crimen de antemano y, solamente entonces, un jurado lo declararía convicto. Y naturalmente, el jurado tenía que renunciar a la inmunidad y someterse a una prueba de escopolamina, para demostrar que las cosas no habían sido amañadas. Pero el acusado no renunciaba jamás a su inmunidad.

La casa de un hombre no era su castillo. No desde que el Ojo se había revelado capaz de entrar en ella y escudriñar su pasado. El invento no podía interpretar ni leer su mente. Sólo ver y escuchar. En consecuencia, lo único que seguía siendo una fortaleza de intimidad era la mente humana. Y estaba prohibida hasta el último extremo. Nada de suero de la verdad, nada de hipnoanálisis ni de tercer grado, nada de preguntas tendenciosas...

Si por medio de la contemplación de las acciones pasadas del acusado el fiscal probaba deseo y premeditación, perfecto.

De otra forma, Sam Clay quedaría impune. Superficialmente parecía como si Andrew Vanderman, durante una disputa, hubiese herido a Clay en la cara con el látigo de una raya. Cualquiera que haya sido atormentado en un buque de guerra portugués puede comprenderlo. Situado en este punto, Clay puede argüir locura temporal y autodefensa, así como provocación indebida y posible justificación. Solamente los practicantes del curioso culto de los Flagelantes de Alaska[13] que fabrican látigos de raya para su ceremonial, saben cómo soportar el dolor. Los Flagelantes incluso disfrutan, ya que la droga que beben en el ritual previo transforma el dolor en placer. Al no haber digerido la droga, Sam Clay tomó sus medidas para protegerse, quizás irracionales, pero bastante lógicas y defensivas.

Nadie más que Clay sabía lo que había pretendido al matar a Vanderman. Esa era la compilación. Clay no comprendía por qué se sentía tan desamparado.

La pantalla fluctuó. Se oscureció. El operador se rió entre dientes.

—¡Caramba! Encerrado en un armario oscuro a la edad de cuatro años. ¡Lo que hubiera hecho con eso uno de los psiquiatras de los viejos tiempos! ¿O debo decir encantadores? ¿O brujos? ¡Lo he olvidado! De todas formas interpretaban sueños.

—Está confundido... Eran...

—¡Astrólogos! No, tampoco. Me refiero a los que practicaban el simbolismo. Utilizaban una sarta de oraciones y decían «una rosa es una rosa». ¿No era así? ¡Para liberar la mente inconsciente!

—Está adoptando la típica actitud del profano hacia los antiguos tratamientos psiquiátricos.

—Bueno, quizás tenían algo, además... Como quinina y digitalina. Los nativos del Amazonas las utilizaban antes de que la ciencia las descubriera. Pero, ¿por qué utilizar el ojo de una lagartija o el dedo de una rana? ¿Para impresionar al paciente?

—No, para convencerse a sí mismos —contestó el sociólogo—. En aquella época el estudio de las aberraciones mentales atraía a los psicóticos potenciales, así que, naturalmente, se recurría al innecesario conjuro. Aquellos médicos intentaban fijar su propio desequilibrio mental mientras trataban a sus pacientes. Pero hoy día es una ciencia, no una religión. Hemos descubierto cómo admitir la desviación psicótica individual en el mismo psiquiatra, de forma que tenemos mayores probabilidades de encontrar el verdadero norte. Pero acabemos con eso. Intente el ultravioleta. ¡Oh, no importa! Alguien lo está sacando de ese armario. ¡Al demonio con todo! Creo que estamos repitiendo desde muy atrás... Aunque le hubiera asustado una tormenta a la edad de tres meses, puede archivarse dentro de La Gestalt e ignorarse. Sigamos un recorrido cronológico. Desvele... Vamos a ver. Incidentes que incluyan a estas personas, Vanderman, la señora Vanderman, Josephine Wells. Y a estos lugares, la oficina, el apartamento de Vanderman, el puesto de Clay...

—¡En marcha!

—Más tarde podemos volver a insistir en los factores más complicados. Pero ahora pasaremos una revista superficial. Primero el veredicto, después la evidencia. —Añadió con una sonrisa—: Todo lo que necesitamos es un motivo...

—¿Y qué hay sobre eso?

Una muchacha hablaba con Sam Clay. El telón de fondo era un apartamento grado B-2.

—Lo siento, Sam. Es sólo que... Bien, esas cosas suceden.

—Ya... Vanderman consiguió algo que yo no conseguí.

—Estoy enamorada de él.

—¡Es cómico! Siempre he creído que estabas enamorada de mí.

—También yo... Durante algún tiempo.

—Bien, olvídalo. No, no estoy enfadado, Bea. Incluso te deseo suerte. Pero deberías estar medianamente segura de cómo reaccionaría ante una cosa así...

—Lo siento...

—Aunque pensándolo bien, siempre dejé que dirigieras los tiros. Siempre...

Secretamente, y eso la pantalla no lo podía mostrar, Clay pensaba: «¿Permitírselo? Lo quise así. Era más fácil que tomase ella las decisiones. Cierto que es dominante, pero supongo que yo soy todo lo contrario. Y ahora esto vuelve a suceder...

«Siempre sucedía. Desde el comienzo cargué con la peor parte. Y siempre sentí que tenía que someterme a la disciplina o cosa por el estilo. Vanderman, ese fanfarrón con su aire arrogante... Me recuerda algo. Estaba cerrado en un armario oscuro; no podía respirar. Lo he olvidado. ¿Cómo? ¿Quién? ¿Mi padre? No, no lo recuerdo. Pero mi vida siempre ha sido así. Siempre me estaba vigilando y yo pensaba que algún día haría lo que quería hacer. Pero nunca lo hice. Ahora es demasiado tarde. Ya está muerto desde hace mucho.

«Siempre estaba seguro de que yo me sometería. ¡Si lo hubiese desafiado tan sólo una vez...!

«Alguien está empujando siempre y me cierra la puerta. Así que no puedo utilizar mis habilidades. No puedo probar que soy competente. Demostrármelo a mí mismo, a mi padre, a Bea, a todo el mundo... Si pudiera... Me gustaría meter a Vanderman en un armario oscuro y cerrar la puerta. Un lugar oscuro como un ataúd. Me daría por satisfecho sorprendiéndole de esa manera. Sería estupendo si consiguiese matar a Andrew Vanderman.»

—Bien, ese es el comienzo de un motivo —comentó el sociólogo—. Sin embargo, mucha gente recibe calabazas y no se vuelven homicidas. Siga manejando...

—En mi opinión, Bea le atrajo porque quería que lo dominasen —hizo observar el operador—. Tenía que entregarse...

Las cintas metálicas giraban por el aparato. Una escena nueva apareció en el panel oblongo. Era el Bar Paradise.

En cualquier sitio que elija usted para sentarse en el Bar Paradise aparece un competente robot analista que inmediatamente estudia su complexión y sus ángulos faciales, maneja la luz, variando matices e intensidades, para mostrarle en la mejor de sus facetas. La coyuntura era apreciada en las reuniones de negocios. Allí, cualquier estafador podía parecer un hombre honrado. También el local era popular entre f1 las mujeres y algún que otro talento televisivo ligeramente pasado. Sam Clay daba la impresión de un santo ascético y joven. Andrew Vanderman parecía noble, de una forma torva, como Ricardo Corazón de León ofreciéndole su libertad a Saladino, aunque sabía que no iba a hacer nada realmente brillante. Nobleza obliga, parecía decir su firme quijada, mientras levantaba la garrafa de plata y servía. Bajo una luz corriente, Vanderman semejaba ligeramente un apuesto bulldog. También, fuera del Bar Paradise, con las mejillas enrojecidas, parecía un hombre colérico.

—Referente al negocio que estamos discutiendo —dijo Clay—, se puede ir a...

La juke —box lanzó al aire un sonido de trompetas que de pronto cubrió el bar.

La contestación de Vanderman se quedó sin oír, mientras la música se hizo más ruidosa y las luces giraron rápidamente para mantener el paso con su repentina agitación.

—Es perfectamente fácil despistar a esas máquinas —dijo Clay—. Están afinadas para términos familiares de abuso profano, no para circunloquios. Si le dijese que el arreglo de sus cromosomas habría sorprendido a su padre... ¿Me comprende? No acusarían nada.

Tenía razón. La música se suavizó.

Vanderman tragó saliva.

—Tómelo con tranquilidad —dijo—. Puedo ver por qué está contrariado. Antes de todo déjeme que le diga...

- Hijo...

Vanderman estaba versado en insultos y no quería oír otro.

—... que le ofrecí ese trabajo porque lo considero un hombre capaz. Tiene potencialidades. No se trata de un soborno. Nuestros asuntos personales quedan fuera de esto...

—Es igual. Bea está comprometida conmigo.

—Clay, ¿está borracho?

—Sí —contestó Clay y lanzó su copa a la cara de Vanderman.

La música comenzó a lanzar música de Wagner a todo volumen. Pocos minutos después cuando los camareros intervinieron, Clay estaba tendido boca arriba y ensangrentado, con la nariz magullada y un puñetazo en el pecho. Vanderman se había despellejado los nudillos.

—Ese es un motivo —dijo el operador.

—Sí, lo es. ¿Verdad? ¿Pero por qué Clay esperó un año y medio? Y recuerde lo que sucedió después. Me pregunto si el asesinato no fue sólo un símbolo. Si Vanderman representaba, ¿cómo diría?, lo que Clay consideraba la fuerza tiránica y opresiva de la sociedad en general, sintetizada en la imagen representativa... ¡Oh, no tiene sentido! Obviamente, Clay estaba intentando.probarse algo a sí mismo. Me imagino que ahora cortará hacia delante. Quiero verlo dentro de una cronología normal, no hacia atrás. ¿Cuál es la próxima acción?

—Muy sospechosa. Clay se fue a componer la nariz y luego acudió a un juicio por asesinato.

Pensaba: «No puedo respirar». Demasiado gentío. Encerrado en una caja, en un armario, en un ataúd, ignorado por los espectadores y por la autoridad investida del tribunal. ¿Qué pasaría si me encontrara en el banquillo como ese tipo? ¿Supongo que lo declararán convicto? Eso lo estropearía todo. Otro lugar oscuro. Si hubiera heredado los genes apropiados seria lo bastante fuerte para darle una paliza a Vanderman. Pero estuve dominado mucho tiempo...

«Todavía recuerdo esta canción:

»Descarríado del rebaño y el patrón dijo mátalo.

Así que lo golpeé en la rabadilla con el mango de una cacerola.

»Un arma mortal que es de uso corriente no puede parecer peligrosa. Pero si se consigue utilizar de forma homicida... ¡No! ¡El Ojo podría indagar sobre ello! Todo lo que uno puede ocultar ahora es el motivo. ¿No se podría invertir el truco? Supongamos que consigo que Vanderman me ataque con lo que cree que es el mango de una cacerola, pero que yo sé que es un arma mortal...»

El juicio que Clay estaba observando era pura rutina. Un hombre había matado a otro. Aconsejado por la defensa sostenía que el homicidio había sido cuestión de instigación y eso, en realidad, sólo podía considerarse como culpable de violencia y negligencia, en el peor de los casos, y más tarde cancelarse la pena por un caso de fuerza mayor.

El fiscal de la acusación mostraba películas de lo que había sucedido antes del hecho. La verdad era que la víctima no había quedado muerta con el golpe, simplemente aturdida. Pero el hecho había sucedido en una playa aislada y cuando subió la marea...

La defensa repetía apresuradamente: «caso de fuerza mayor».

La pantalla mostraba al acusado, algunos días antes del crimen, consultando una tabla de mareas. También, según parece, había visitado el lugar y preguntado a uno de los transeúntes si la playa solía estar muy concurrida.

—No cabe ni un botón —había contestado el hombre—. Solamente está vacía después de la puesta del sol. Para entonces hace demasiado frío. Aunque ya no le serviría de nada. No se puede nadar con tanto frío.

Un lado competía: Actus nonfacit reuní, nisi tnens sit rea, el acto no hace al hombre culpable, a menos que la mente sea también culpable; contra: Acta exteriora indicant interiora secreta, por los actos exteriores se juzgan los pensamientos interiores. Las máximas legales latinas seguían siendo válidas. El pasado de un hombre permanecía sacrosanto a condición de que —y aquí surgía la broma— poseyese el derecho de ciudadanía. Y cualquier acusado de un delito capital perdía automáticamente la ciudadanía hasta que se estableciese su inocencia.

Por consiguiente, ninguna evidencia de huella del pasado se podría introducir en un juicio, a menos que se probase que estaba en conexión directa con el crimen. El ciudadano medio tenía un derecho al secreto de toda su vida anterior. Solamente al perder legalmente ese derecho por ser acusado de un delito serio, se podrían utilizar las evidencias encubiertas, pero solamente en relación con el inmediato cargo. Existían varios subterfugios, por supuesto, pero teóricamente un hombre estaba a salvo de ser espiado mientras permaneciese dentro de la ley.

Ahora el acusado tenía que hacer frente a su pasado abierto. El fiscal mostraba grabaciones de una rubia barata chantajeándolo, y eso M confirmaba el motivo y el veredicto: culpable. El hombre condenado se echó a llorar. Clay se levantó y salió de la sala. Por su aspecto, parecía estar pensando.

Y lo estaba. Había decidido que sólo había una forma de matar a Vanderman y salir airoso. No podía ocultar la muerte en sí, ni las acciones tendentes a su consumación, ni ninguna palabra escrita o hablada. Lo único que podía ocultar eran sus propios pensamientos. Y, sin traicionarse a sí mismo, tenía que matar a Vanderman de forma que su acto pareciese justificado, lo que quería decir ocultando sus huellas de ayer para el día de mañana.

«Esto puede resumirse así —pensaba Clay— si yo me sitúo de forma que pierdo con la muerte de Vanderman en lugar de ganar, me ayudaría considerablemente.

»Tengo que fingir eso de alguna manera. Pero no debo olvidar que en el momento presente, tengo un motivo obvio. Primero, me roba a Bea. Segundo, me golpea.

»De forma que tendré que conseguir que parezca como si de algún modo me hiciese un favor...

»Tengo que encontrar una oportunidad para estudiar a Vanderman cuidadosamente y tiene que ser una oportunidad normal, lógica e impermeable. Secretario privado. Algo por el estilo. El Ojo está ahora en el futuro, después del hecho, pero me está vigilando...

»Debo recordarlo. ¡Ahora me está vigilando!

«Correcto. Normalmente he tenido que pensar en el asesinato en las condiciones que ahora me encuentro. Y, después, liberarme de esa disposición de ánimo gradualmente. Pero mientras tanto...»

Sonrió.

Yendo a comprar una pistola se sentía incómodo, como si ese presciente Ojo, años en el futuro, pudiese hacer un guiño para avisar a la policía. Pero estaba separado de él por una barrera de tiempo que sólo el proceso natural podía acortar. Y de hecho lo había estado vigilando desde su nacimiento. Había que considerarlo de esa forma.

Podía desafiarlo. El Ojo no era capaz de leer los pensamientos.

Compró la pistola y se quedó esperando a Vanderman en una oscura callejuela. Pero primero se emborrachó a conciencia. Lo suficientemente borracho como para satisfacer al Ojo.

Después de eso...

—¿Se encuentra ahora mejor? —preguntó Vanderman, sirviendo otro café.

Clay enterraba su cara bajo sus manos.

—Estuve loco —dijo con voz apagada—. Tuve que estarlo... Sería mejor que me entregase a la policía.

—Podemos olvidarlo y acabar de una vez... Clay. Estaba borracho, eso fue todo. Y yo... Bueno, yo...

—Apreté una pistola contra usted... Intenté matarlo... Y usted me trajo a su casa y...

—No utilizó esa pistola, recuérdelo, Clay. No es ningún asesino. Todo fue culpa mía. No necesitaba haber sido tan malditamente duro con usted —dijo Vanderman mirando como Ricardo Corazón de León, a despecho de la anacrónica luz de neón.

—No soy bueno. Soy un fracasado. Cada vez que intento algo, aparece un hombre y lo hace mejor. Soy un segunda categoría...

—Clay, deje de hablar así. Estaba trastornado, eso es todo. Escúcheme. Se va a enderezar. Veré lo que puedo hacer por usted. Comenzaremos mañana, encontraremos algo. Ahora beba su café.

—¿Sabe? —dijo Clay—. Usted es todo un tipo...

«El magnánimo idiota picó» —pensó Clay, mientras se preparaba felizmente para dormir—. «¡Estupendo!»

Era el comienzo para custodiar al Ojo. Sin embargo, también suponía el comienzo de rodar la pelota con Vanderman. Deja que un hombre te haga un favor y será tu compañero. Bueno, Vanderman va a hacerme un montón de favores. De hecho, antes de lo que había supuesto. Tendré todos los motivos para conservar su vida.»

Motivos visibles para el Ojo desnudo.

Probablemente Clay no había empleado con anterioridad todos sus talentos en la dirección apropiada, porque no conducía su plan de homicidio como un segunda categoría. Necesitaba un canal adecuado a su habilidad y probablemente también necesitaba un patrón. Vanderman rellenaba esa función; seguramente eso aliviaba su conciencia por haberle robado a Bea. Siendo el hombre que era, Vanderman necesitaba evitar incluso la apariencia de bajeza. Naturalmente fuerte y cruel, se dice a sí mismo que es un sentimental. Su sentimentalismo jamás alcanza el punto de que le molesten y Clay lo sabe demasiado bien y tratará de permanecer dentro de los límites.

No obstante, supone una tortura de nervios saber que uno está viviendo bajo el escrutamiento de un Ojo extratemporal.

Cuando un mes más tarde caminaba por el vestíbulo del V Edificio, Clay se dio cuenta de que vibraciones de luz reflejaban su propio cuerpo, de manera irrecuperable, en el pulido ónice de las paredes y del suelo, quedando fotografiadas allí, en espera de que una máquina las liberase algún día, alguna vez, por medio de un hombre que todavía no conocía ni siquiera el nombre de Sam Clay. Entonces, sentado en su asiento relajador del ascensor, que se movía suavemente en espiral en el interior de las paredes, supo que aquellos muros estaban capturando su imagen, hurtándola, como alguna superstición que recordaba... ¿Cuál?

La secretaria privada de Vanderman le agradó. Clay dejó que su mirada vagara libremente por la elegante figura y la cara suavemente atractiva de la joven. Ella le dijo que el señor Vanderman había salido y que la cita era para las tres, no para las dos. ¿No era así?

Clay consultó su agenda. Hizo chascar los dedos.

—¡Las tres! Tiene razón, señorita Wells. Estaba tan seguro de que era a las dos que no me molesté en mirarlo. ¿Cree que regresará más temprano? Quiero decir, ¿ha salido o se encuentra en una reunión?

—Ha salido, señor Clay —contestó la señorita Wells—. No creo que vuelva antes de las tres. Lo siento.

Le sonrió eficientemente.

—Bueno, ¿puedo esperar aquí?

—Por supuesto. El equipo estereofónico y las revistas están ahí.

La muchacha volvió a su trabajo y Clay examinó superficialmente un artículo referente al cuidado y manejo de la mariposa luna. Esto le dio la oportunidad de comenzar una conversación preguntando a la señorita Wells si le gustaban las mariposas luna. La joven le respondió que no sabía nada de tales mariposas, pero el hielo ya se había roto.

«Este es el aperitivo del conocimiento —pensó Clay—. Quizás tenga el corazón roto, pero, naturalmente, estoy solitario.»

La baza no era comprometerse con la señorita Wells, sino enamorarse de ella de forma convincente. El Ojo no dormía.

Clay estaba empezando a despertarse por las noches, con un comienzo de crisis nerviosa y se quedaba allí, mirando el techo. Pero la oscuridad no era un escudo.

—La cuestión es —dijo el sociólogo al llegar a este punto—, si Clay está actuando o no para una audiencia...

—¿Quiere decir para nosotros?

—Exactamente. Se me acaba de ocurrir. ¿Le parece que se está comportando de forma natural?

El operador reflexionó:

—Diría que sí. Un hombre no se casa con una chica solamente para sacar adelante otro plan, ¿lo haría él? Después de todo, se está envolviendo en toda una red de responsabilidades nuevas.

—Sin embargo, Clay aún no se ha casado con Josephine Wells-hizo observar el sociólogo—. Además, esa faceta de la responsabilidad se podría aplicar hace unos cientos de años, ahora no... —comentó al azar—. Imagine una sociedad donde, después del divorcio, un hombre se veía forzado a soportar a una mujer perfectamente saludable y competente. Era degenerado, lo sé, un retorno a los días en que solamente los machos podían ganarse la vida. Pero también imagine el tipo de mujeres que se complacían en aceptar tal soporte. Eso fue un atavismo de la infancia, por no decir...

El operador tosió.

El sociólogo se dio cuenta de su divagación y dijo:

—Oh... Si. La cuestión es si Clay sería capaz de comprometerse con una mujer a menos que realmente...

—Los compromisos se pueden romper.

—Éste aún no se rompió, hasta donde sabemos. Y sabemos...

—Un hombre normal no planearía casarse con una muchacha que no le importase nada, a menos que tuviese una razón muy poderosa. Insisto.

—Bueno, ¿y hasta qué punto Clay es normal? —preguntó el sociólogo—. ¿Sabía de antemano que indagaríamos en su pasado? ¿No se da cuenta que está trampeando en solitario?

—¿Pruebas?

—Hay todo un tipo de cosas que usted no hace si piensa que le están mirando. Recoger una moneda en la calle, beber sopa fuera de la taza, posar ante un espejo. El tipo de locuras o de pequeñas cosas que todo el mundo hace cuando está solo. O Clay es inocente o es un hombre muy diestro...

Era un hombre muy diestro. Jamás proyectó el compromiso con la intención de llegar hasta el matrimonio, aunque sabía que, en cierto modo, el matrimonio podía ser una precaución. Si un hombre habla en sueños, ciertamente su mujer mencionará el hecho. Clay se consideró a sí mismo amordazándose durante la noche si surgía la necesidad. Entonces se dio cuenta de que si hablaba en sueños, no tendría ninguna garantía de no hablar demasiado la primera vez que tuviese auditor. No podía correr el riesgo de semejante apertura. Aunque después de todo, no existía tal peligro. Pensándolo con detenimiento, el problema de Clay era simple: ¿cómo estar seguro de no hablar durante el sueño?

Lo resolvió con bastante facilidad, alquilando un curso narcohipnótico suplementario de idiomas comerciales. Implicaba el estudio mientras se estaba despierto y la repetición de la información al oído durante el sueño. Como una necesaria preparación para el curso fue instruido para instalar un registro gráfico de la profundidad de su sueño, así la narcohipnosis se ajustaría a sus ritmos individuales. Lo hizo varias veces, repitiendo la prueba un mes después. V quedó satisfecho.

Por la noche se alegraba de dormir con tal de no tener sueños. Tenía que tomar sedantes desde hacía tiempo. Durmiendo se sentía aliviado de la sensación de que un Ojo lo estaba vigilando siempre, un Ojo que podría entregarle a la justicia, un Ojo que no podía desafiar en pleno día. Pero siempre soñaba con el Ojo.

Vanderman le había encargado de un trabajo dentro de la organización, lo que ya era mucho. Clay era simplemente un diente del engranaje, lo que de momento le satisfacía bastante. Todavía no quería más favores. No hasta que no conociese la extensión de las habilidades y obligaciones de la señorita Wells.

Vanderman probablemente se seguía sintiendo culpable a causa de Bea. Se sabía casado con ella y actualmente Bea se encontraba en la Antártida, en el casino. Vanderman tuvo que reunirse con ella, de forma que garabateó un memorándum, deseó a Clay buena suerte y se fue a la Antártida, molesto por no experimentar remordimientos de conciencia. Clay aprovechó la oportunidad para cortejar ardientemente a Josephine.

Por lo que había oído de la nueva señora Vanderman, se sentía secretamente aliviado. Aún no hacía mucho, cuando se encontraba contento de permanecer pasivo, el creciente dominio de Bea le había satisfecho, pero ahora no. Estaba aprendiendo la autoseguridad y le gustaba. En estos momentos, el comportamiento de Bea era más bien malo. Con todo el dinero y la libertad de que disponía, tenía demasiado tiempo entre las manos. De vez en cuando Clay oía rumores que le hacían sonreír en secreto. Vanderman no estaba en una postura muy cómoda. Bea tenía un carácter dominante, pero Vanderman no podía decirse que fuera un cobarde.

Al cabo de algún tiempo Clay le dijo a su jefe que quería casarse con Josephine Wells.

—Supongo que así quedamos en paz —dijo a Vanderman—. Usted me quitó a Bea y yo le voy a quitar a Josie.

—¡Espere un minuto! —exclamó Vanderman—, supongo que no...

—Mi novia, su secretaria... Eso es todo. La realidad es que Josie y yo estamos enamorados.

Lo soltó, pero con cuidado. Era más fácil engañar a Vanderman que al Ojo. Técnicos competentes y sociólogos forenses miraban a su través. A veces pensaba en esas pinturas medievales con un inmenso ojo y eso le recordaba algo vago y angustiante.

"Después de todo, ¿qué podía hacer Vanderman? Convino en ascender a Clay. Josephine, siempre consciente, se ofreció a continuar en su trabajo durante algún tiempo, hasta que la rutina de la oficina siguiese su curso normalmente. Pero por una cosa u otra siempre surgían problemas. La joven no tenía que llevar trabajo a su apartamento, pero lo llevaba. Clay, diestramente, vio que era lo mejor para mantener ocupada a Josephine y gradualmente comenzó a ayudarla cuando caía por allí. Su trabajo, más los cursos narcohipnóticos, lo habían entrenado ya para esa especie de habilidad en el trabajo de organización. Los negocios de Vanderman eran altamente especializados, importaciones y exportaciones a todo lo ancho del planeta, manteniendo relaciones con grupos específicos, giras estacionales y observando las festividades sectarias, etc. Josephine, como una especie de libro de memorias para Vanderman, tenía trabajo de sobra.

Clay y la joven pospusieron el matrimonio por algún tiempo. Clay, justo lo suficiente, claro, comenzó a aparentar sentirse celoso del trabajo de Josephine y la joven dijo que lo dejaría pronto. Pero una noche se quedó en la oficina y Clay se agarró un berrinche y se emborrachó. Aquella noche estaba lloviendo. Clay consiguió estar lo suficientemente borracho para caminar desprotegido bajo la lluvia y caer dormido en su casa con la ropa mojada. Cayó con gripe. Cuando se estaba recuperando, Josephine enfermó también.

Bajo esas circunstancias, Clay regresó al trabajo y se hizo cargo de las tareas de su novia, de forma puramente temporal. Aquella semana el trabajo rutinario de la oficina era extremadamente complicado y solamente Clay conocía los pros y los contras. Esta solución evitó a Vanderman una gran cantidad de inconveniencias y, cuando la situación se resolvió por sí misma, Josephine tenía un trabajo subsidiario y Clay era el secretario privado de Vanderman.

—Me gustaría saber más sobre él —dijo Clay a Josephine—. Después de todo, debe tener un montón de costumbres y de puntos flacos que se necesitan tener en cuenta. Si, por ejemplo, pide la comida en su despacho, no quiero encargarle lengua ahumada y descubrir que es alérgico a ella. ¿Cuáles son sus hobbies?

Aunque tenía cuidado de no sonsacar a Josephine demasiado, a causa del Ojo. Y todavía necesitaba sedantes para dormir.

El sociólogo se frotó la frente.

—¡Hagamos una interrupción! —sugirió—. ¿Por qué un tipo quiere cometer un asesinato?

—De una forma o de otra por provecho.

—Yo diría que sólo parcialmente. La otra parte es un deseo inconsciente de que le castiguen. Normalmente por algo también. Por eso usted busca accidentes propensos. ¿No se le ha ocurrido pensar en lo que les sucede a los asesinos que se sienten culpables y que, sin embargo, no son castigados por la ley? Viven una forma de vida podrida. Siempre caminando hacia precipicios, accidentalmente. Cortándose a sí mismos con un hacha, accidentalmente. Y también, por accidente, tocando cables de alta tensión.

—La conciencia, ¿no?

—Hace tiempo la gente pensaba que Dios estaba sentado en el cielo con un telescopio y que vigilaba todo lo que hacían. En realidad, en la Edad Media, y me refiero al comienzo de esa época, la gente vivía con mucho cuidado. Después vino la era de la incredulidad, cuando la gente no creía en nada con demasiada fuerza, y finalmente esto... —señaló la pantalla—. La memoria universal. Por extensión es como una conciencia social universal, una conciencia externa. Es exactamente lo mismo que el concepto medieval de Dios, la omnisciencia.

—Pero no la omnipotencia.

—¡Hum...!

Todopoderoso, el Ojo se mantuvo en la mente de Clay durante año y medio. Antes de decir o de hacer algo, se recordaba a sí mismo la existencia del Ojo y se aseguraba de que no estaba revelando su motivo con vistas a un futuro juicio. Naturalmente, también había que contar con un Oído, pero eso era demasiado absurdo. Uno no podía visualizar a un amplio e incorpóreo Oído decorando la pared como un plato en un portaplatos. Con todo, lo que dijese tendría una evidencia importante, a veces tanto como lo que hacía. Así que Sam Clay era en realidad muy puntilloso y su comportamiento semejaba al de la mujer del César. No desafiaba a la autoridad, sino que trataba de enredarla...

Superficialmente Vanderman se parecía más al César, y su mujer, por aquel entonces, no estaba sin tacha. Tenía demasiado dinero para divertirse. Y encontraba a su marido demasiado inflexible para ser una persona completamente satisfactoria. Bastaba el matriarcado de Bea para iniciar una rebelión contra Andrew Vanderman y, además, existía una carencia de romance. Vanderman tenía poco tiempo para dedicarle. Estaba muy ocupado aquellos días, envuelto en una completa sarta de negocios que le exigían mucho tiempo. Naturalmente Clay también participaba en la cuestión. Su interés por su nuevo trabajo era laudable. Pasaba noches enteras maquinando y planeando, como si esperase que Vanderman lo convirtiese en su socio. De hecho incluso sugirió esa posibilidad a Josephine. Quería conseguirlo por medio de un documento. Habían establecido la fecha del matrimonio y Clay quería obtener antes su ascenso. No tenía intención de ser arrastrado a un matrimonio que se pensaba de conveniencia, ahora que la necesidad se había alejado.

Una cosa que tenía que hacer, y moverse con toda discreción, era conseguir el látigo. Vanderman era un especialista de la digitación. Le gustaba tener siempre algo entre las manos mientras hablaba. Normalmente solía ser un pisapapeles cristalino con una miniatura de una tormenta en su interior, que se iluminaba al ser agitada. Clay lo colocó donde pensó que Vanderman lo haría saltar y lo rompería Entretanto, había concertado un negocio con Callisto Ranches con el único propósito de conseguir un látigo para la mesa de escritorio de Vanderman. Los nativos estaban orgullosos de sus trabajos sobre cuero y de sus trabajos de orfebrería y en cada trato que cerraba siempre se incluía un regalo nominal. En este caso, un bonito látigo en miniatura con las iniciales de Vanderman. Actualmente se encontraba sobre su mesa de escritorio, sirviendo de pisapapeles, excepto cuando Vanderman lo cogía para juguetear con él mientras hablaba.

La otra arma que Clay necesitaba ya estaba allí, era un abrecartas antiguo, utilizado anteriormente en cirugía como escalpelo. Jamás dejaba que su mirada se detuviese demasiado sobre él, a causa del Ojo.

También llegó el otro látigo. Negligentemente lo colocó en su mesa de escritorio y pretendió olvidarlo. Era una muestra de los látigos fabricados por los Flagelantes de Alaska, para ser utilizados en sus ceremonias y lo necesitaba en su empresa a causa de una investigación que se estaba realizando acerca de las drogas que los Flagelantes empleaban para neutralizar el sufrimiento. Por supuesto, Clay también había manejado este nuevo contrato.

En todo esto no había nada sospechoso, la firma retiraba un saneado provecho de aquellas negociaciones y Vanderman le había prometido un porcentaje de beneficios a finales de año de cada contrato que consiguiese. Había pasado año y medio desde que Clay se dio cuenta por vez primera de que el Ojo lo buscaba.

Se encontraba estupendamente. Era parsimonioso con los sedantes, y sus nervios, aunque excitados, no se encontraban en absoluto en el punto de saltar. Había hecho un esfuerzo, pero se había entrenado para no tener deslices. Visualizaba al Ojo en las paredes, en el techo y en el cielo. Dondequiera que estuviera. Era la única forma de obrar con completa seguridad. Y muy pronto se iba a considerar pagado. Pero tenía que hacerlo enseguida, aquel esfuerzo nervioso no. podía continuar indefinidamente.

Quedaban unos cuantos detalles. Arregló las cosas —bajo el Ojo está la nariz, para que nos entendamos— de forma que le ofrecieron una posición bien pagada en otra firma. La desdeñó.

Una noche, surgió una emergencia y Clay, muy lógicamente, tuvo que ir al apartamento de Vanderman.

Vanderman no estaba allí. Sólo encontró a Bea. Acababa de reñir violentamente con su esposo. Había bebido, cosa que también Clay esperaba. Si la situación no hubiera resultado exactamente como quería, lo habría intentado otra vez. Pero no hubo necesidad.

Clay fue un poco más cortés de lo necesario. Quizás demasiado cortés. El incipiente matriarcado de Bea la estaba obligando a descarriarse y su marido trataba de sujetarla, cosa a la que no estaba dispuesta. Después de todo, se había casado con Vanderman por su dinero y ahora lo veía tan dominante como ella misma, mientras que miraba a Clay como un símbolo exagerado de romance y sumisión masculina.

El objetivo de una cámara, oculto en la pared en un decorativo bajorrelieve, rechinaba atareadamente, devanando su cinta grabadora de una forma que indicaba que Vanderman era un esposo celoso y suspicaz. Pero Clay también conocía la existencia del artilugio. En el momento oportuno se dejó caer contra la pared de tal forma que el aparato se rompió.

Entonces, siendo espiado tan sólo por el otro Ojo, se hizo tan virtuoso que era una lástima que Vanderman no pudiese ser testigo de su volte-face.

—Escucha, Bea —dijo-Lo siento, pero no comprendo. No es conveniente. Ya no estoy enamorado de ti. Cierto que lo estuve una vez, pero eso fue hace mucho. También existe otra persona y es menester que lo sepas.

—Todavía me sigues amando —dijo Bea con intoxicante firmeza—. Nos pertenecemos.

—Por favor, Bea. Odio tener que decir esto, pero le estoy agradecido a Andrew Vanderman por haberse casado contigo... Yo...

Bueno, ya has conseguido lo que querías y yo estoy logrando lo que deseaba. Dejémoslo así...

—Estoy acostumbrada a conseguir lo que quiero, Sam. La oposición es algo que no me gusta. Especialmente cuando sé que tú, en realidad...

Dijo bastantes cosas más y Clay también. Quizás estuvo innecesariamente duro. Pero tenía que marcarse un tanto con el Ojo y demostrar que no tenía celos de Vanderman.

Y se marcó el tanto.

La mañana siguiente fue a la oficina antes que Vanderman, limpió su cajón y descubrió el látigo de raya todavía en su caja. «¡Jo!», se dijo chascando los dedos. El Ojo vigilaba y era un momento crucial. Quizás todo iba a ocurrir dentro de una hora. Cada movimiento tenía que ser calculado de antemano y no podía producirse la más ligera desviación. El Ojo estaba en todas partes. Literalmente en todas partes.

Abrió la caja, sacó fuera el látigo y se fue al sancta sanctorum interior. Tiró el látigo encima de la mesa del escritorio de Vanderman, con tan poco cuidado que uno de los objetos que contenía se vino abajo. Clay lo ordenó todo, dejando el látigo de raya más cerca del borde de la mesa y colocando el látigo de cuero Callistan al final, medio oculto detrás del intervisor del despacho. No se permitió más que una casual mirada para asegurarse de que el abrecartas seguía estando allí.

A continuación, se fue a tomar café.

Media hora después estaba de vuelta, recogió unas cuantas cartas para llevar a firmar y se encaminó al despacho de Vanderman. Vanderman había cambiado bastante. Parecía más viejo, menos noble y más como un bulldog adulto. Clay pensó fríamente: «Este hombre me robó la novia y me golpeó.»

Cautelosamente recordó al Ojo.

No tenía que hacer nada más que seguir el plan y dejar que los acontecimientos siguieran su curso. Vanderman había visto las películas espías, seguro, hasta el momento en que se habían vuelto blancas, cuando Clay cayó contra la pared. Obviamente, no esperaba que Clay se mostrara por allí aquella mañana. ¡Y al ver a aquel piojo diciéndole hola, mientras caminaba a través de la habitación y dejaba unas cartas encima de su mesa de escritorio...!

Clay contaba con el temperamento exaltado de Vanderman, que desde luego no había mejorado con los meses. Naturalmente, el hombre había estado allí sentado, pensando toda clase de cosas desagradables y justo, como Clay sabía que iría a suceder, cogió el látigo y comenzó a juguetear con él. Pero esta vez era el látigo de raya...

—¡Buenos días! —dijo Clay alegremente a su asombrado patrón. Su sonrisa se torció un poco—. Estuve esperando para que diera su visto bueno a esta carta de los criaderos kirguises. Podemos encontrar un mercado para esos dos mil cuernos ornamentales...

Al llegar a ese punto, Vanderman, rugiendo, dio un salto, balanceó el látigo y cruzó la cara de Clay. Posiblemente no existe nada más doloroso que el mordisco de un látigo de raya.

Clay se tambaleó. No sabía que doliese tanto. Por un momento el choque y el golpe borraron cualquier otra idea de su cabeza y sólo quedó una ciega irritación.

«¡Recuerda el Ojo!»

Lo recordó. Había docenas de hombres entrenados vigilando todo lo que hacía en aquel momento. Literalmente se encontraba de pie sobre un escenario rodeado de observadores que tomaban notas de cada expresión de su cara, de cada flexión muscular y de cada soplo de su respiración.

Dentro de un momento Vanderman moriría, pero Sam Clay no estaría solo. Una invisible audiencia procedente del futuro se estaba fijando en él con ojos fríos y calculadores. Sólo le quedaba una cosa y el trabajo se habría concluido. Tenía que hacerlo cuidadosamente, mientras todos lo vigilaban.

El tiempo se detuvo. El trabajo habría concluido.

Era muy curioso. Había revisado esta serie de acciones tantas veces en lo más secreto de su mente que su cuerpo funcionaba ahora sin nuevas instrucciones. Su cuerpo se tambaleó a causa del golpe, recuperó el equilibrio, miró a Vanderman sacudido por la furia y luego deslizó los ojos hacia el abrecartas a plena vista sobre el escritorio.

Eso era lo que el Sam Clay visible y superficial estaba haciendo. El Sam Clay íntimo y espiritual estaba pasando por una serie de acciones diferentes.

El trabajo habría concluido.

¿Y qué iba a hacer después de eso?

El asesino íntimo y espiritual permanecía quieto con desmayo y sorpresa, contemplando un futuro perfectamente vacío. Jamás había echado una mirada al otro lado de aquel momento. No había hecho planes para su vida después de la muerte de Vanderman. Pero ahora no tenía otro enemigo más que Vanderman. Cuando Vanderman muriese, ¿cómo iba a orientar su vida? ¿En qué trabajaría entonces? Su trabajo también habría concluido. Y su trabajo le gustaba...

De repente se dio cuenta de que le gustaba mucho. Era bueno en ese terreno. Por primera vez en su vida había encontrado un trabajo donde triunfaba.

Uno puede vivir año y medio en un nuevo entorno sin adquirir nuevas metas. El cambio se había producido imperceptiblemente. Era un buen agente comercial. Había descubierto que podía tener éxito. No había tenido que matar a Vanderman para demostrarse eso a sí mismo. Lo había probado sin cometer un asesinato.

En ese momento de éxtasis que había roto con todo para una detención total, miró la cara roja de Vanderman y pensó en Bea. Y también pensó en Vandermar tal y como lo había llegado a conocer, y no quería ser un asesino.

No quería que Vanderman muriese. No quería ya a Bea. Sólo pensar en ella lo ponía enfermo. Quizás eso era porque el mismo había cambiado de pasivo a activo. Ya no quería o necesitaba una mujer dominante. Podía tomar sus propias decisiones. Si ahora tenía que elegir, elegiría a alguien más parecida a Josephine...

Josephine. Su imagen le resultaba de pronto muy agradable. Josephine con su suave y tranquila belleza y con su admiración hacia Sam Clay, el hombre de negocios con éxito, el joven y progresista importador de la Compañía Vanderman. Josephine, con quien se iba a casar. Porque desde luego se iba a casar con ella. Quería a Josephine. Le gustaba su trabajo. Todo lo qué deseaba era el statu quo que había conseguido. Ahora todo era perfecto, por lo menos hasta hacía treinta segundos...

Pero treinta segundos era mucho tiempo. Pueden suceder un montón de cosas en medio minuto. Había sucedido. Vanderman se estaba acercando de nuevo con el látigo en alto. Los nervios de Clay se erizaron frente a la anticipación de su ardiente trallazo por segunda vez.

Si pudiese conseguir agarrar la muñeca de Vanderman antes de que volviese a golpear. Si pudiese hablar con la suficiente rapidez...

La curvada sonrisa seguía aún en su cara. Formaba parte del patrón, aunque en cierta forma oscura no lo comprendía demasiado bien. Estaba actuando como respuesta a unos reflejos condicionados asentados en un período de muchos meses de rígido autoentrenamiento. Su cuerpo estaba ya en acción. Todo lo que había ocupado un lugar en su mente estaba sucediendo de forma tan rápida que no existía solución de continuidad. Su cuerpo conocía su trabajo y lo estaba haciendo. Estaba dirigiéndose hacia el escritorio y hacia la plegadera, y no podía detenerlo.

Todo esto había sucedido antes. Había sucedido en su mente, el único lugar donde Sam Clay había conocido real libertad en el transcurso de año y medio. Durante todo ese tiempo, se había estado forzando a sí mismo a tener conciencia de que el Ojo estaba vigilando cada movimiento externo que hacia. Había planeado cada acción de antemano y se había adiestrado para realizarla. Apenas si se permitió a sí mismo actuar una vez de forma impulsiva. La seguridad sólo consistía en seguir el plan con toda exactitud. Estaba adoctrinado. Quizás demasiado...

Algo no marchaba bien. Aquello no era lo que quería. Seguía asustado, débil, caído...

Acechó la mesa de escritorio, aferró la plegadera y, conociendo su error, la llevó hacia el corazón de Vanderman.

—Es un caso embrollado... —dijo el sociólogo forense al operador—. Muy embrollado.

—¿Quiere que lo volvamos a pasar?

—No, ahora no. Me gustaría pensar el asunto con detenimiento. Clay... esa firma que le ofreció otro trabajo. La oferta ahora se retiró, ¿verdad? Sí, ya lo recuerdo, son muy celosos de la moral de sus empleados. Era algo de seguros. El motivo... Quiero el motivo.

El sociólogo miró al operador.

El operador dijo:

—Hace año y medio tenía un motivo. Pero hace una semana tenía todo que perder y nada que ganar» Ha perdido su trabajo y esa bonificación. Ya no quiere a la señora Vanderman y en cuanto a la paliza que Vanderman le dio una vez... ¿Qué?

—Bueno, intentó disparar a Vanderman en una ocasión y no consiguió herirlo, ¿recuerda? Aunque estaba lleno de valor de alcohol... Pero algo marcha mal. Clay estuvo evitando incluso la apariencia de depravado con demasiada cautela. Sólo que no puedo colocar el dedo encima de nada...

—¿Qué hay sobre las huellas de los primeros años de su vida...? Nos hemos remontado sólo a aquellos cuatro años...

—No encontraríamos nada útil en una época tan lejana. Está claro que temía a su padre, lo odiaba... Las típicas niñerías, tema para la psicología. El padre simbólica para él un juez... Me temo que Sam Clay va a salir impune.

—Pero si usted cree que existe algo desarreglado... —El peso de la prueba nos rebasa —dijo el sociólogo. El visor sonó. Una voz habló suavemente. —No. Aún no tengo la respuesta. ¿Ahora? Correcto. Lo haré —se puso en pie—. El Fiscal quiere hacerme una consulta. Aunque no tengo esperanzas. Me temo que el Estado perderá el caso. Eso es lo que tiene de malo la conciencia externa...

No especificó más. Salió, moviendo la cabeza y dejando al operador que contemplase especulativamente la pantalla. Pero dentro de cinco minutos le fue asignado otro caso, el negociado estaba atascado, y no tuvo la oportunidad de investigar sobre aquel asunto hasta una semana después. Entonces ya no importaba.

Porque una semana después, Sam Clay salió de la sala del tribunal como un hombre libre. Bea Vanderman le estaba esperando en la escalinata. Vestía de luto, pero su corazón no estaba enlutado.

—Sam —dijo.

La miró.

Se sintió algo ofuscado. Todo estaba solucionado. Su plan se había desarrollado a la perfección. Y ya nadie lo vigilaba ahora. El Ojo estaba cerrado. La invisible audiencia se había colocado sus sombreros y sus abrigos dejando de amenazar la vida privada de Sam Clay. A partir de ahora haría y diría precisamente lo que le gustase, sin la omnipresencia de un vigilante censor que lo estuviera investigando. Actuaría siguiendo sus impulsos.

Había engañado a la sociedad. Había engañado al Ojo y a todos los esbirros de su tecnológica gloria. Él, Sam Clay, un ciudadano corriente. Era una cosa maravillosa y no comprendía por qué lo dejaba tan insensible.

Seguramente se debía al momento desatinado que se había producido antes del asesinato. El momento del relenting. Ellos habían dicho que cualquiera conocería el mismo instante de frenético rechazo al borde de una decisión importante. Por ejemplo, antes del matrimonio, ¿o no había sido así? Había oído un montón de ejemplos por el estilo. Por el espacio de un segundo trató de eludir la decisión. Después se había recuperado. La hora antes —del matrimonio y el instante después del suicidio... El momento de franca repulsión cuando se va a hacer algo irrevocable. Solamente que ya no se puede. Es demasiado tarde. Todo está hecho.

Bueno, había sido un necio. Afortunadamente, ya era demasiado tarde. Su cuerpo había tomado la delantera y lo había forzado al éxito para el que estaba entrenado. El asunto del trabajo era lo de menos. Encontraría otro. Se había demostrado capaz. Si había vencido al Ojo, ¿cómo no iba a poder intentar conseguir cualquier trabajo? Excepto que nadie sabía exactamente lo bueno que era. ¿Cómo iba a demostrar sus capacidades? Se sentía furioso por haber llevado a cabo un éxito tan fenomenal después de una vida llena de fallos y no poder conseguir que le dieran crédito. ¿Cuántos hombres habrían fallado lo que él había intentado con éxito? Hombres ricos, hombres brillantes y hombres audaces que fracasaron al final de un test absoluto. El enfrentamiento con el Ojo, sus propias vidas al desnudo. Solamente él, Clay, había superado la prueba mundial más importante y no podía solicitar que se lo reconocieran...

—Sabía que no te declararían culpable —decía Bea con voz complacida.

Clay la miró torvamente.

—¿Qué?

—Dije que estoy contenta de que estuvieras libre, cariño. Sabía que no te declararían convicto... Lo supe desde el comienzo.

Le sonrió y por primera vez se le ocurrió que Bea parecía algo así como un bulldog. Era la parte baja de la mandíbula. Pensó que cuando sus dientes estuvieran encajados, las piezas inferiores quedarían por encima de las superiores. Por un momento estuvo a punto de preguntárselo. Después decidió que era mejor que no lo hiciera.

—¿De forma que lo sabías? —dijo.

La mujer apretó su brazo. Indudablemente tenía una mandíbula feísima.

¡Qué raro que no se hubiera dado cuenta antes! Y detrás de las espesas pestañas, sus ojos resultaban muy pequeños. Mediocres.

—Vayamos a donde podamos estar solos —dijo Bea, pegándose a él—. Tenemos tantas cosas que decirnos...

—Ya estamos solos... —dijo Clay, volviendo sin darse cuenta a sus anteriores pensamientos—. Nadie nos vigila.

Lanzó una mirada al cielo y luego hacia abajo, hacia el pavimento. Respiró y repitió lentamente:

—Nadie...

—Mi coche deportivo está aparcado aquí. Podemos...

—Lo siento, Bea...

—¿Qué quieres decir?

—Tengo asuntos que resolver.

—Olvida los negocios —le aconsejó la mujer—. ¿No comprendes que ahora estamos libres? Los dos...

Tuvo la horrible sensación de que sabía lo que la joven quería decir con aquello.

—Espera un minuto —dijo, porque le pareció que aquella era la forma más sencilla de acabar con todo—, yo maté a tu marido, Bea. No lo olvides..

—Pero te han absuelto. Fue en defensa propia. El jurado lo dijo...

—Es que... —hizo una pausa, miró rápidamente los altos muros del Palacio de Justicia y después sonrió con su especial sonrisa de medio lado. Todo estaba correcto. No se veía el Ojo. Nunca lo volvería a ver. No lo vigilaban.

—No debes sentirse culpable. Ni dentro de ti mismo... —le dijo Bea con firmeza—. No tuviste la culpa. Tienes que recordar eso. No podías matar a Andrew a no ser por accidente, Sam, de forma que...

—¿Qué? ¿Qué quieres decir con eso?

—Pues bien... Sé que el fiscal intentaba probar que tú habías planeado matar a Andrew desde hacía mucho tiempo, pero no debes dejar que esas cosas se te metan en la cabeza. Te conozco, Sam. Y conocía a Andrew. No podrías haber planeado una cosa así aunque lo hubieras hecho, no te habría salido bien...

La media sonrisa murió.

—¿Qué no me saldría bien?

La mujer lo miró fijamente.

—No. No habrías conseguido desenvolverte —dijo—, Andrew era el mejor y ambos lo sabemos. Era demasiado astuto para caer en algo así.

—¿En algo que se le hubiera ocurrido a una segunda categoría como yo? —preguntó Clay con lentitud. Sus labios estaban apretados—. ¿Y entonces cuál es ahora tu idea? ¿Cuál es tu punto de vista? ¿Que tú y yo, dos segundas categorías, debemos seguir juntos?

—Ven... —dijo Bea y deslizó su brazo a través del suyo.

Por un momento se dejó ir. Después arrugó el entrecejo, miró hacia atrás para volver a contemplar el Palacio de Justicia y siguió a Bea hasta su automóvil.

El operador tuvo un momento libre. Por fin pudo investigar la infancia de Sam Clay. Ahora era una cuestión puramente académica, pero le gustaba satisfacer su curiosidad. Siguió la pista de Clay hasta el armario oscuro cuando el muchacho tenia cuatro años, utilizando los rayos ultravioletas. Sam estaba encogido en un rincón, llorando silenciosamente y mirando con ojos asustados hacia un estante que tenia encima.

El operador no podía ver lo que había en el estante.

Mantuvo la onda enfocada en el armario y retrocedió en el tiempo. El armario se abría y se cerraba con frecuencia y a veces Sam Clay era encerrado en su interior como castigo, pero el estante de encima guardaba su misterio hasta que...

Recorrió el camino a la inversa. Una mujer llevó la mano a aquel estante, sacó un objeto y caminó hacia atrás, desde el armario hasta el cuarto de Sam Clay, entrando por la puerta. Aquello era anormal, porque, generalmente era el padre de Sam quien custodiaba el armario.

La mujer colgó un cuadro que representaba un ojo solitario flotante en el espacio. Encima había una leyenda. Las letras decían: «Dios me ve».

El operador siguió la misma huella. Al cabo de un rato se hizo de noche. El niño estaba en la cama, sentado y mirando asustado con los ojos muy abiertos. En la escalera resonaron los pasos de un hombre. El aparato explorador estaba revelando todos los secretos menos los de la mente. El hombre era el padre de Sam Clay, que acudía a la habitación para castigar al niño por algún delito cometido con anterioridad. La luz de la luna entraba por la habitación y mostraba cómo la pared contigua al pasillo temblaba con los pasos que se acercaban. El Ojo en su cuadro también oscilaba un poco. El muchacho parecía abrazado a sí mismo. Una semisonrísa desafiante aparecía en su boca, torcida e insegura.

Aquella vez mantendría su sonrisa, sucediera lo que sucediera. Aguantaría para que su padre la viese y para que el Ojo la viese y así sabrían que no se iba a entregar. Que no...

La puerta se abrió.

Ya no pudo aguantar más. La sonrisa se marchitó y desapareció.

—Bueno, ¿qué era lo que le consumía? —preguntó el operador.

El sociólogo se encogió de hombros.

—Diría que jamás llegó a crecer... Es axiomático que los muchachos atraviesen una fase de rivalidad con sus padres. Normalmente consiguen llegar a sublimarla. Los chicos crecen y salen airosos de una forma o de otra. Pero Sam Clay no lo consiguió. Sospecho que desarrolló una conciencia externa desde muy pronto. Tal conciencia simbolizaba a su padre, a Dios. El Ojo y la sociedad... Ya sabe, los padres que desempeñan el papel protector, pero también que castigan, que vigilan...

—No creo que se pueda considerar aún una evidencia...

—No vamos a llegar jamás a una evidencia con Sam Clay. Pero eso no quiere decir que vaya a salir adelante en ningún terreno, entiéndame. Siempre le asustará asumir las responsabilidades de la madurez. Jamás superará un reto. Le asustará triunfar en algo porque su simbólico Ojo podría echársele encima. Cuando era niño pudo haber resuelto todo el problema dándole una patada en la espinilla a su viejo... Sin duda habría recibido una buena tunda, pero supondría un movimiento para afirmar su individualidad. Pero esperó demasiado. Y entonces desafió lo que no debía, aunque básicamente no se trataba de un desafío. Ya era demasiado tarde. Sus años constructivos se habían ido. Lo único que podía resolver el problema de Clay era su convicción de poder asesinar, pero fue absuelto. Y si lo absolvieron lo dejaron sin poder demostrar al mundo que había acertado desde mucho más atrás... Había dado una patada en la espinilla a su padre, había conservado su sonrisa retadora y había matado a Andrew Vanderman. Creo que, realmente, todo lo que quería era un reconocimiento... La prueba de su habilidad para afirmarse. Trabajó mucho para cubrir sus huellas, si es que había cometido algún desliz, pero eso formaba parte de la apuesta. Ganando, perdió. Las formas normales de escapar están cerradas para él. Siempre tendrá un Ojo mirándolo.

—¿Y los tribunales de absolución?

—Todavía no 16 considero una evidencia... El Estado perdió su caso. Pero no creo que Sam Clay haya ganado el suyo. Algo sucederá... —suspiró—. Es inevitable. Lo temo. Ya verá, primero la sentencia. Después el veredicto. La sentencia de Clay hace tiempo que se emitió...

Sentada frente a él, en el Bar Paradise, detrás de una botella de plata llena de brandy, Bea parecía encantadora y odiosa a la vez. Las luces provocaban su encanto. Se las componían para lanzar sus sombras sobre su barbilla de bulldog y bajo sus espesas pestañas, los pequeños e inquisitivos ojos adquirían la ilusión de la belleza. Pero seguía pareciendo odiosa. Las luces no podían solucionarlo. No podían arrojar sombras en la mente privada de Sam Clay ni distorsionar sus imágenes interiores.

Pensaba en Josephine. Todavía no se había mentalizado en ese aspecto. Pero si bien no sabía lo que quería, no existía sombra de duda acerca de lo que no quería...

—Me necesitas, Sam —decía Bea inclinándose sobre las copas.

—Puedo sostenerme con mis propios pies. No necesitó a nadie.

Era la forma indulgente de mirarle. Y también la sonrisa que mostraba sus dientes... No podía soportarlo. Veía con toda claridad, como si dispusiese de Rayos X, que sus dientes inferiores se montaban sobre los superiores cuando cerraba la boca. Semejante mandíbula debía tener un montón de fuerza. Contemplaba su cuello y veía su fortaleza. La forma de tenderse hacia él como dispuesta a engancharlo de nuevo con su mandíbula de bulldog.

—Ya sabes que me voy a casar con Josephine —dijo.

—No, no te vas a casar. No eres el hombre para Josephine. Conozco a esa muchacha, Sam. Durante algún tiempo quizás consigas convencerla de que eres un superclase. Pero descubrirá la verdad. Seréis desgraciados juntos. Tú me necesitas a mí, Sam, querido. No sabes lo que quieres... Mira en los líos que te metes cuando intentas actuar por tu propia cuenta. ¡Oh, Sam! ¿Por qué no dejas de fingir? Sabes que jamás fuiste un proyectista... Tú... ¿Qué te pasa, Sam?

Su repentino estallido de risa Lah asustó. Intentó contestarle pero la risa no lo dejaba. Se recostó en su asiento y comenzó a agitarse. Parecía que se iba a ahogar. Había estado muy cerca, terriblemente cerca de reventar con una baladronada que habría sido una confesión. Sólo para convencer a la mujer. Sólo para que cerrase la boca. Debía dejar de preocuparse por la buena opinión que la mujer tuviese de lo que había hecho hasta ahora. Pero aquella última absurdidez era demasiado. Era ridícula. ¡Que Sam Clay no era un proyectista!

¡Qué estupendo resultaba poder reírse abiertamente! Dejarse ir sin pensar en lo que sucedería más adelante. Volver a actuar según sus impulsos, después de meses de rígida represión... Ninguna audiencia futura se reunía alrededor de aquella mesa para analizar su risa, para observarle en aquel estallido histérico, para contrastar su explosión con las posibles ocasiones del pasado que no habían podido explicarse...

Bueno. ¿Era histeria? ¿Y qué le importaba? Había arriesgado tanto y había conseguido tanto..., que a final de cuentas no había ganado nada, excepto gloria para su propia mente. Realmente no había ganado nada, tan sólo la libertad de mostrarse histérico si sentía así...

Se reía, se reía y no dejaba de reírse, oyendo la nota estridente del perdido control de su propia voz sin importarle.

La gente se volvía parar mirarlos. El propietario del bar lo estaba observando, incómodo, listo para intervenir si hacía falta. Bea se puso en pie y se inclinó por encima de la mesa, agarrándole de los hombros.

—Sam, ¿qué te pasa, Sam?, ¡domínate! Estás dando un espectáculo, Sam. ¿De qué te ríes?

Con un tremendo esfuerzo, la risa retrocedió en su garganta. Su respiración se había hecho entrecortada y no podía hablar. Pero iba a decir unas palabras. Eran las primeras palabras que diría sin una rígida censura desde que había iniciado su plan. Y las palabras llegaron.

—Me estoy riendo de cómo te engañé. Engañé a todo el mundo. ¿Crees que no sabía lo que estaba haciendo, minuto por minuto? ¿Crees que no planeé cada paso que di? Me llevó dieciocho meses, pero maté a Andrew Vanderman con premeditación y alevosía y nadie lo puede probar. Sólo quería que lo supieras...

Cuando recuperó el aliento y su respiración se hizo normal, experimentó la increíble y deliciosa sensación de saber con certeza lo que había hecho y poder decírselo a Bea.

La mujer le miraba sin mover un músculo de su rostro. Estaba totalmente blanca. Hubo un silencio durante un cuarto de minuto. Clay tenía la sensación de que sus palabras se habían marchado por el tejado y que la policía iba a llegar para llevárselo. Pero las palabras apenas se habían oído. Nadie las había oído a no ser Bea.

Por fin, Bea se movió. Le contestó, pero no con palabras. La cara de bulldog sufrió una convulsión y de repente asomó en ella una sonrisa.

Mientras la escuchaba, Clay sentía que todo su alivio y todo su placer se esfumaba. Porque vio que no le creía. Y no había forma de probar la verdad.

—¡Oh, pobre hombrecillo! —soltó por fin Bea, cuando las palabras le vinieron a la boca—. Casi me has convencido por un minuto... Casi te creí...

Volvió a reír y la risa la hizo callar. Su consciente carcajada argentina atrajo la atención de los que les rodeaban, que volvieron las cabezas. Esa nota de consciencia le previno de que la mujer tramaba algo. Bea había tenido una idea. Sus pensamientos se anticiparon a los

de ella y supo, un instante antes de que hablara, la idea que se le había ocurrido y cómo iba a aplicarla. Dijo: —Voy a casarme con Josephine. Casi al mismo momento, Bea aseguró machaconamente: —Te vas a casar conmigo. Tienes que hacerlo. No conoces tu propia mente, Sam. Yo sé lo que es mejor para ti y conseguiré que lo hagas. ¿Me comprendes, Sam? La policía no creerá que se trata de una baladronada —dijo—. Ellos te creerán. ¿No querrás contarles lo que me dijiste a mí, verdad, Sam?

Sam la miró en silencio, no viendo la forma de salir de aquello. Aquel dilema era la cornada más dura de todas las que había tenido que sortear. Bea no creía que lo había hecho por más que se esforzase en convencerla, mientras que la policía indudablemente lo creería, echando a perder su doble inversión, esfuerzo y asesinato. Lo había dicho. Estaba grabado en las paredes y lo repetía el eco del aire, esperando que la invisible audiencia del futuro lo observase. Ahora nadie lo escuchaba, pero una palabra de Bea les haría abrir de nuevo el caso.

Una palabra de Bea.

La miró, todavía en silencio, pero con cierto frío cálculo asentándose en el fondo de su mente.

Por un instante Sam Clay se sintió realmente cansado. En ese instante abarcó un buen tramo del tentador tiempo futuro. En su mente dijo que sí a Bea, que se casaba con ella y vivía un período indefinido como su esposo. Y vio cómo sería su vida. Vio a los inquisitivos ojillos vigilándole, a la implacable mandíbula aferrándolo y la tiranía que iría emergiendo lentamente, o no demasiado, según el grado de su servilismo, hasta que posteriormente quedaba a merced de la mujer que había sido la viuda de Andrew Vanderman.

Más pronto o más tarde. Sus pensamientos eran claros. La mataré...

Tenía que matarla. Esa especie de vida con ese tipo de mujer no era una vida que pudiese llevar indefinidamente. Y ya había probado su capacidad para matar y había salido airoso.

¿Y qué sucedería entonces con la muerte de Andrew Vanderman?

Porque en tal caso tendría otra acusación contra él. Esta vez había sido cualitativa. La próxima vez, la balanza se inclinaría hacia lo. cuantitativo. Si la mujer de Sam Clay moría acosarían a Sam Clay sin importar la forma en que muriese. Cuando una vez se caía en sospechas, se seguía siendo siempre sospechoso a los ojos de la ley. El

Ojo de la ley. Darían marcha atrás e investigarían el pasado. Retornarían al momento en que estaba allí, revolviendo en su mente pensamientos de muerte. Y retornarían a los cinco minutos anteriores para oírle decir que había matado a Vanderman.

Un buen abogado podía sacarle del trance. Clamaría que no había dicho la verdad. Diría que se había visto obligado a mostrarse bravucón por las cosas que Bea había dicho. Quizás pudiera salir airoso. La escopolamina era la única prueba y no podían obligarle a tomar escopolamina.

Pero no. Esa no era la respuesta. Esa no era la salida. Alegaría enfermedad, sensación de frustración. Sólo había tenido un momento de gloriosa relajación después de hacer su confesión a Bea y, a partir de entonces, todo parecía ir de nuevo cuesta abajo.

Pero ese momento había sido la meta a la que había tendido durante todo este tiempo de preparación. No sabía en qué consistía ni porqué lo quería. Pero reconoció el sentimiento cuando se produjo. Le gustaría volverlo a experimentar.

¿Y ahora esta sensación de desvalidez y de impotencia era la suma total de lo que había conseguido? Entonces había fracasado, después de todo. De algún modo, y de una forma extraña, comprendía sólo parcialmente que había fracasado. El matar a. Vanderman no había sido la respuesta a todo. No había tenido éxito. Era un segunda categoría, un pasivo y desvalido gusano que Bea manejaría y controlaría a su antojo... A menos que...

—¿Qué te pasa, Sam? —preguntó Bea solícitamente.

—Crees que soy un segunda categoría, ¿no es así? —quiso saber—. Jamás creerás que no lo soy. Crees que no podría haber matado a Vanderman a no ser por accidente. Nunca se te ocurrirá pensar que posiblemente se trataba de un reto...

—¿Cómo? —preguntó Bea, mientras él se callaba.

Había una nueva nota de sorpresa en su voz.

—Pero no se trató de un reto —dijo lentamente—. Sólo de una ocultación y de un regate... Trampeé. Le puse cristales oscuros al Ojo porque le temía. Lo que realmente estaba intentando probar...

Bea le dirigió una mirada incrédula y asustada mientras el hombre se ponía de pie.

—¡Sam! ¿Qué vas a hacer? —su voz se quebró.

—Probar algo... —dijo Clay, sonriendo de través y mirando primero a Bea y después al techo—. ¡Echa un buen vistazo! —le dijo al Ojo, mientras aplastaba el cráneo de la mujer con la garrafa.

ROBERT SILVERBERG

Danza solar

Sundance

Jamás la humanidad ha vacilado en destruir criaturas que se ponen en su camino, en el sendero de la conquista, aunque las criaturas hayan sido seres humanos. Uno espera que el oscuro pasado no se volverá a repetir cuando nos movemos fuera de la Tierra para colonizar los mundos de otros soles. Si encontramos especies inteligentes, presumiblemente respetemos sus derechos en sus propios mundos. ¿Pero cómo podemos saber si unas especies son realmente inteligentes? De hecho, ¿cómo podemos estar seguros de nada, en un universo donde la realidad parece a veces cuestión de opiniones?

Hoy liquidaste alrededor de 50.000 devoradores en el Sector A, y ahora estás pasando una noche incómoda. Herndon y tú volasteis hacia el este al amanecer y con la salida del sol a vuestras espaldas, rociasteis con píldoras sedantes y tóxicas mil hectáreas a lo largo del río Forked. Sobrevolasteis la pradera detrás del río,'donde los devorado— res ya habían sido destruidos y almorzasteis tendidos en la espesa y suave alfombra de césped donde se espera alzar la primera colonización. Herndon recogió jugo de flores y disfrutó media hora de apacibles alucinaciones. Entonces, cuando tú mirabas al helicóptero para comenzar una tarde de nuevas fumigaciones, Herndon dijo de repente:'

—Tom, ¿qué te parecería lo que estamos haciendo si resultara que los devoradores no son animales plaga? Que son gente, como si dijésemos, con un lenguaje, ritos, una historia y todo eso... Tú piensas lo que le ha sucedido a tu propio pueblo...

- No lo son —dices.

—Imagínate que lo son. Imagínate que los devoradores...

—No lo son. Déjalo ya...

Herndon posee en su interior este rasgo de crueldad que lo lleva a plantear tales preguntas. Ataca las vulnerabilidades. Le divierte. Durante toda la noche, esta observación casual estuvo haciendo eco en tu mente... Imagínate que los devoradores... Imagina... Imagina...

Duermes durante un rato y sueñas. Tus sueños te llevan nadando a través de ríos de sangre.

Tonterías. Fantasía febril. Sabes lo importante que es la exterminación de los devoradores para que los colonos se establezcan aquí cuanto antes. Sólo se trata de animales y no de animales inocuos, en absoluto. Demoledores de la ecología... Eso es lo que son. Devoradores de oxígeno que liberan las plantas y tienen que desaparecer. Solamente se salvarán unos cuantos para los estudios zoológicos. El resto será destruido. La extirpación ritual de los seres indeseables. La vieja historia de siempre... Pero no debemos complicar nuestro trabajo con escrúpulos morales. Eso te lo tienes que meter en la cabeza. Déjate de sueños de ríos de sangre.

Los devoradores no tienen sangre, por lo menos no como para producir ríos. Lo que tienen... Bueno, es un tipo de linfa que atraviesa cada tejido y transmite el alimento por todo el organismo. Otros productos salen al exterior de la misma forma, por ósmosis. En términos de proceso, son análogos estructuralmente a tu propio sistema circulatorio, excepto que no tienen red de vasos sanguíneos unidos a una bomba maestra. La materia viva fluye a través de sus cuerpos como si fueran amebas o esponjas o cualquier otro tipo de forma de vida inferior. Aunque biológicamente son considerados Fisiológicamente superiores en su sistema nervioso, organización digestiva, piernas y demás órganos. ¡ Raros! Es lo primero que se te ocurre pensar. Sí, pero lo que sucede con los extraños es exactamente eso, que son extraños... De esa forma tratas de convencerte a ti mismo.

Precisamente lo bueno de su biología, para ti y para tus compañeros, es que té permite exterminarlos limpiamente.

Vuelas sobre las tierras de pasto y dejas caer las píldoras tóxicas. Los devoradores las descubren y las ingieren. Al cabo de una hora, el veneno llega a todos los sectores de su cuerpo. La vida cesa. Se sucede una rápida ruptura de la materia celular. Literalmente, el devorador se va desprendiendo de cada molécula en el instante en que la nutrición se interrumpe. La especie de linfa trabaja como un ácido. Ocurre la lisis total. La carne y los huesos, que son cartilaginosos, se disuelven. A las dos horas, hay un iodo sobre la tierra. A las cuatro, ya no queda nada. Si se considera cuántos millones de devoradores tienes que eliminar para conseguir su exterminación aquí, es muy amable por su parte el que sus cuerpos desaparezcan por sí solos. De otra forma, este mundo se convertiría en un terrible osario. * Imagínate que los devoradores...

¡Condenado Herndon! Casi te sientes dispuesto a someterte a una liberación de memoria... ¡Desecha esas estúpidas especulaciones de tu cabeza! Si te atrevieras... Si te atrevieras...

Pero a la mañana siguiente no se atreve. El liberar la memoria le asusta. Intentará deshacerse de su recién adquirida culpabilidad sin recurrir a ello. Los devoradores son unos herbívoros insensatos, las víctimas desafortunadas de la expansión humarla, pero realmente no merecen una defensa demasiado apasionada. Intenta explicárselo a sí mismo. Su exterminación no es trágica; sólo es bastante desgraciada. Si los hombres de la Tierra tienen que habitar este mundo, los devoradores deberán abandonarlo. Se dice a sí mismo que existe una diferencia entre la eliminación de los indios de la pradera americana en el siglo diecinueve y la destrucción del bisonte en esa misma pradera. Uno se siente un poco ansioso sobre la matanza de las enormes manadas. Lamenta la carnicería de millones de nobles bestias con su lana marrón, sí. Pero siente el atropello y no ya la simple preocupación, de lo que les ha sucedido a los sioux. Esa es la diferencia. Hay que reservar las pasiones para la causa justa.

Camina desde su tienda al borde del campamento hacia el centro de las casas. El sendero de losas está húmedo y resbaladizo. La niebla matinal aún no se ha levantado y todos los árboles se inclinan hacia abajo por el peso de las hojas llenas de gotas de agua. Se detiene, agachado, para observar algo semejante a una araña que hila su asimétrica red. Mientras está observando, un pequeño anfibio, color turquesa y de delicada forma, resbala tan inverosímilmente como le es posible en el terreno humedecido. Pero no con la suficiente discreción. Suavemente, coge a la pequeña criatura y la coloca en el dorso de su mano. Las branquias se agitan angustiadas y los costados del anfibio se estremecen. Lentamente, astutamente, su color cambia hasta que adopta el tono cobrizo de la mano. El camuflaje es excelente. Baja su mano y el anfibio se escurre hacia un charco. Sigue caminando.

Tiene cuarenta años y es más bajo que la mayoría de los otros miembros de la expedición. Con hombros anchos, pecho macizo, pelo negro y brillante y una nariz roma y ancha. Es biólogo. Se trata de su tercera carrera, porque ha fracasado como antropólogo y explotador del suelo. Se llama Tom Two Ribbons. Estuvo casado dos veces pero no tiene hijos. Su bisabuelo murió de alcoholismo. Su abuelo era adicto a los alucinógenos y su padre ha visitado por la fuerza los consultorios de psicólogos baratos. Tom Two Ribbons es consciente de que está cayendo en una tradición familiar, pero aún no encontró su propio medio de autodestrucción.

En el edificio principal descubre a Herndon, Julia, Ellen, Schwartz, Chang, Michaelson y Nichols. Están desayunando. Los demás ya están al trabajo. Ellen se levanta, va hacia él y lo besa. Su pelo corto y rubio acaricia sus mejillas.

—Te quiero... —susurra la joven.

Ha pasado la noche en la tienda de Michaelson.

—Te quiero —le contesta Tom y dibuja una rápida línea afectuosa entre sus senos, pálidos y pequeños.

Hace un guiño en la dirección de Michaelson que le devuelve el gesto. Roza las puntas de dos de sus dedos con sus labios y les envía un beso. Tom Two Ribbons piensa que allí todos son excelentes amigos.

—¿Quién tiene que fumigar hoy? —pregunta.

—Mike y Chang —contesta Julia—. Sector C.

Schwartz dice:

—Once días más y conseguiremos limpiar toda la península. Después nos iremos tierra adentro.

—Si nuestra provisión de píldoras resiste... —señala Chang.

Herndon pregunta:

—¿Dormiste bien, Tom?

—No —responde Tom.

Se sienta y se dispone a consumir su ración de desayuno. En el oeste, la niebla está comenzando a fundirse en las montañas. Algo late en su nuca. Lleva nueve semanas en este mundo y en ese tiempo ha soportado su único cambio de estación, pasando de la temperatura seca a la brumosa. La neblina se mantiene muchos meses. Antes de que las llanuras se vuelvan a secar, los devoradores tendrán que desaparecer y los colonos comenzarán a llegar. Su comida va camino de caerse y la agarra. Ellen se sienta a su lado. Tiene poco más que la mitad de sus años. Éste es su primer viaje. Es su archivera, pero también es una hábil psicóloga.

—Pareces turbado —le dice Ellen—. ¿Te puedo ayudar?

—No. Gracias.

—Odio cuando te pones melancólico.

—Es un rasgo racial —dice Tom Ribbons.

—Lo dudo...

—La verdad es que quizás mi reconstruida personalidad se está deteriorando. El nivel trauma estaba muy próximo a la superficie. Sólo soy un caminante disfrazado, ¿comprendes?

Ellen sonríe agradablemente. Sólo lleva una toalla medio enrollada. Su piel parece húmeda. La joven y Michaelson estuvieron nadando al amanecer. Tom Two Ribbons está pensando pedirle que se case con él cuando termine aquel trabajo. No se ha vuelto a casar desde el colapso de sus negocios de fincas. El terapeuta sugirió el divorcio como una parte de la reconstrucción. A veces se pregunta dónde se habrá ido Therry y con quién estará viviendo ahora. Ellen dice:

—A mí me pareces muy estable, Tom...

—Gracias —le contesta.

La muchacha es joven. No sabe.

—Si se trata de una melancolía transitoria, puedo redactarla y te librarás de ella de un rápido tijeretazo...

—Gracias —contesta—. No.

—Lo olvidaba —dice la chica—. No te gusta hacer psicoterapia narrativa...

—Mi padre...

—¿Sí?

—Durante cincuenta años estuvo desovillándose a sí mismo y cortándose en trozos —dice Tom Two Ribbons—. Se deshizo de sus antepasados, de toda su herencia, de su religión, de su mujer y de sus hijos. Al final hasta renunció a su apellido. Luego se sentó y se pasó sonriendo todo el día. Gracias, no quiero ese tipo de liberación.

—¿Dónde vas a trabajar hoy? —le pregunta Ellen.

—En el complejo, revisando unos test.

—¿Quieres compañía? Estoy libre toda la mañana.

—Gracias, pero no —dice apresuradamente.

La muchacha parece sorprendida. Tom intenta remediar su impremeditada crueldad tocando su brazo ligeramente y diciendo:

—Quizás por la tarde, ¿te parece? Necesito un rato de intimidad. ¿Sí?

—Sí —contesta la joven y sonríe, formando un beso con sus labios.

Después de desayunar se dirige al complejo. Se extiende sobre unas mil hectáreas al este de la base. Lo han rodeado con proyectores de tóxico, a intervalos de ochenta metros, y eso es una suficiente empalizada para mantener cautiva a una población de doscientos devoradores y evitar que se descarríen. Cuando los demás hayan sido exterminados quedará este grupo de estudio. En el ángulo suroeste del complejo está instalado el departamento donde se llevan a cabo los experimentos, tanto metabólicos como psicológicos, fisiológicos y ecológicos. Un arroyo cruza el complejo diagonalmente. En su orilla este se eleva una pequeña loma de colinas llenas de hierbas. Cinco sotos diferentes de apretados árboles con hojas en forma de cuchillo están separados por parches de densa sabana. Amparadas debajo de la hierba se encuentran las plantas de oxígeno, casi completamente ocultas excepto en sus espigas fotosintetizadoras, que sobresalen a unas alturas de tres y cuatro metros a intervalos regulares y por los cuerpos respiratorios de color limón, de pecho alto, que hacen que el terreno herboso huela y aturda con los gases exhalados. A través de los campos se mueven los devoradores, en una manada dispersa, mordisqueando delicadamente los cuerpos respiratorios.

Tom Two Ribbons espía la manada junto al arroyo y se dirige hacia ella. Tropieza con una planta de oxígeno oculta en el césped, pero rápidamente recupera el equilibrio y, agarrando el orificio arrugado del cuerpo respiratorio, inhala profundamente. Su desesperación desaparece. Se acerca a los devoradores. Son esféricos, voluminosos, se mueven lentamente. Son criaturas que están cubiertas por una masa de piel basta de un color naranja. Ojos como platos sobresalen encima de unos labios como cintas estrechas. Sus piernas son delgadas y escamosas como las de las gallinas y sus brazos son cortos y están pegados a sus cuerpos. Le miran con una suavidad carente de curiosidad.

«¡Buenos días, hermanos!», les saluda esta vez y se pregunta por qué.

Hoy advierto algo extraño. Quizás simplemente he aspirado mucho oxígeno en los campos. Quizás estoy sucumbiendo a la sugerencia de Herndon. O posiblemente se trata del masoquismo familiar cosechado en mi interior. Pero mientras estoy observando a los devoradores en el complejo, me parece por primera vez que tienen un comportamiento inteligente, que están funcionando de forma ritualizada.

Los sigo durante tres horas. En ese tiempo descubren media docena de plantas de oxígeno que afloran. En cada caso se mueven por medio de un estilizado patrón de acción antes de comenzar a comer.

Forman un círculo desordenado en torno a las plantas.

Miran hacia el sol.

Se vuelven hacia sus vecinos de la izquierda y de la derecha del círculo.

Emiten unos sonidos parecidos a relinchos, solamente después de haber realizado lo anterior.

Vuelven a mirar hacia el sol.

Se mueven y comen.

Si no es una oración de acción de gracias, un decir gracias, ¿qué es? Y si están lo suficientemente avanzados espiritualmente para decir gracias, ¿no estamos cometiendo aquí un genocidio? ¿Dan las gracias los chimpancés? Señor, ¡no se nos ocurriría ni destruir a los chimpancés de la forma que estamos destruyendo a los devoradores. Por supuesto, los chimpancés no interfieren en las cosechas humanas y sería siempre posible algún tipo de coexistencia, por el contrario, los devoradores y los agricultores humanos no pueden funcionar en el mismo planeta. No obstante, aquí existe un principio moral. El esfuerzo de la liquidación se predicó asumiendo que el nivel de inteligencia de los devorado— res estaba a la par con el de las ostras, o, en el mejor de los casos, con el de las ovejas. Nuestra conciencia se quedaba tranquila porque nuestro veneno es rápido e indoloro, y porque los devoradores al disolverse por completo al morir, nos evitaban la porquería de tener que incinerar millones de cadáveres. Pero si rezan...

No diré aún nada a los otros. Necesito más evidencia, dura y objetiva. Películas, grabaciones, registros... Entonces veremos. ¿Y qué si puedo demostrar que estamos exterminando a seres inteligentes? Después de todo, mi familia sabe algo acerca de genocidios, pues solamente se puso fin a la masacre hace unos pocos siglos. Dudo que pueda detener lo que está ocurriendo aquí. Pero en último término, podría apartarme de la operación. Regresar a la Tierra y excitar el clamor público.

Espero que me lo estoy imaginando.

Lo que no me estoy imaginando es una cosa. Se reúnen formando un círculo. Miran hacia el sol, relinchan y rezan. Son solamente pelotas de jalea sobre patas de gallina, pero dan gracias por su comida. Sus grandes ojos redondos ahora parece que me miran acusadoramente. Aquí, nuestro doméstico rebaño sabe lo que estamos haciendo: que hemos bajado de las estrellas para erradicar su especie y que solamente ellos se salvarán. No tienen forma de luchar, ni incluso de comunicar su desagrado, pero saben... Y nos odian. ¡Señor! Hemos matado dos millones de estas criaturas desde que estamos aquí y, de una manera metafórica, estoy manchado de sangre. ¿Qué hago? ¿Qué puedo hacer?

Deberé andarme con cuidado o acabaré drogado y recortado en mis capacidades de recuerdo...

No me permitiré parecer un maniático, un charlatán, un agitador. No puedo levantarme y denunciar. Tengo que encontrar aliados. Primero Herndon. Seguramente sabe la verdad; fue el único que me dio un toque revelador. El día en que dejamos caer las píldoras... ¡Y yo creyéndome que simplemente se estaba mostrando retorcido, como es su costumbre!

Le hablaré esta noche.

Dice:

—Estuve pensando sobre la sugerencia que me hiciste. Acerca de los devoradores. Quizás no hemos hecho sobre ellos los suficientes estudios psicológicos. Quiero decir, si realmente fuesen inteligentes...

Herndon parpadea. Es un hombre alto de pelo oscuro, barba cerrada y pómulos afilados.

—¿Qué dices que son, Tom?

—Lo dijiste tú. Al otro lado del río Forked, dijiste...

—Sólo se trataba de hipótesis especulativas. Para hablar de algo...

—No. Creo que era algo más que eso. Realmente lo creías...

Herndon parece turbado.

—Tom, no sé lo que te propones, pero sea lo que sea déjalo... Si por un momento creyese que estamos matando a criaturas inteligentes, correría a someterme a tratamiento tan rápidamente como empujado por una onda explosiva...

—¿Entonces por qué me hiciste esa pregunta? —dice Tom Two Ribbons.

—Charlas ociosas...

—¿Te diviertes haciendo que los otros se sientan culpables? Eres un bastardo, Herndon. Lo digo de verdad...

—Bueno, Tom. Mira, si me imaginase que esa hipotética sugerencia iba a estar trabajando dentro de tu mente... —Herndon agita la cabeza—. Los devoradores no son seres inteligentes... Si lo fuesen, no estaríamos liquidándolos bajo órdenes.

—Obviamente —contesta Tom Two Ribbons.

Ellen dice:

—No, no sé lo que Tom está tramando. Pero estoy segura de que necesita un descanso. Hace solamente año y medio que su personalidad fue reconstruida y en aquel momento tenía un buen derrumbamiento...

Michaelson consulta un mapa.

—Se negó por tres veces seguidas a realizar su batida de pulverización. Alegó que no podía distraerse de su investigación. ¡Demonios! Podemos sustituirle, claro, pero lo que me molesta es la idea de que se está dejando absorber por su tarea...

—¿Qué tipo de investigación está haciendo? —quiere saber Nichols.

—Nada biológico —dice Julia—. Está con los devoradores en el complejo todo el tiempo, pero no me parece que esté haciendo ningunas pruebas. Sólo los vigila.

—Y les habla —hace observar Chang.

—Sí, les habla... —asiente Julia:

—¿De qué? —pregunta Nichols.

—¿Qué se yo?

Todos miraron a Ellen.

—Tú eres la que más íntimas con él... —dice Michaelson—. ¿No puedes sacarlo de eso?

—Primero tendré que saber dónde se encuentra... —contesta Ellen—. No dice nada...

Sabes que tienes que tener mucho cuidado, porque se encuentran en mayoría y se confabulan para ocuparse de tu bienestar mental, lo que puede resultar grave. Ya se han percatado de que tienes preocupaciones y Ellen comenzó a tratar de descubrir cuál es la fuente de tu malestar. La noche pasada, mientras yacías en sus brazos, te estuvo preguntando, de forma oblicua, con arte, pero te diste cuenta que trataba de descubrir algo. Cuando aparecieron las lunas, sugirió que fueseis a vagabundear por el complejo, entre los devoradores que dormían. Tú te negaste, pero la chica vio que estabas complicado con esas criaturas...

Estás haciendo pruebas por tu propia cuenta y crees que con sutileza. Estás seguro ya de que no puedes hacer nada por salvar a los devoradores. Se ha realizado una perpetración irrevocable. Volvemos a estar en 1876. Vuelven a ser los bisontes y los sioux. Tienen que ser destruidos para que el camino del ferrocarril avance. Si se te ocurre hablar fuera de aquí, tus amigos te calmarán, te tranquilizarán y te pondrán en tratamiento, pero no verán lo que tú ves. Si regresas a la

Tierra para agitar, se burlarán de ti y te recomendarán otra reconstrucción. No puedes hacer nada. No puedes hacer nada... No puedes salvarlos, pero quizás puedas registrarlo...

Salir a la pradera. Vivir con los devoradores. Hacerte amigo de ellos. Aprender sus costumbres. Servir de testigo y hacer un informe de toda su cultura, de forma que por lo menos eso no se pierda. Conoces las técnicas del campo antropológico. Lo que se hizo con tu gente en los viejos tiempos, hazlo ahora con los devoradores...

Se encuentra con Michaelson:

—¿Puedes prescindir de mí unas cuantas semanas? —le pregunta.

—¿Prescindir de ti, Tom? ¿Qué quieres decir?

—Tengo que hacer unos estudios en el campo. Me gustaría dejar la base y trabajar con los devoradores salvajes.

—¿Qué pasa con los que tenemos en el complejo?

—Para los salvajes se trata de la última oportunidad, Mike. Tengo que ir...

—¿Solo o con Ellen?

—Solo...

Michaelson asiente con un lento movimiento de cabeza:

—Correcto, Tom. Lo que tú quieras. Vete. No quiero retenerte.

Bailo en la pradera bajo el sol de un verde dorado. A mi lado se amontonan los devoradores. Estoy desnudo; el sudor vuelve mi piel resbaladiza. Mi corazón late fuertemente. Les hablo con mis pies y me comprenden. Me comprenden.

Tienen un lenguaje formado por suaves sonidos. Tienen un dios. Saben amar, aterrar y embelesar. Tienen ritos. Tienen nombres. Poseen una historia. Estoy convencido de todo eso.

Bailo en la espesa hierba.

¿Cómo puedo llegar a ellos? Con mis pies, con mis manos, con mis gruñidos y con mi sudor. Se acumulan por cientos, por miles, y yo bailo. No puedo detenerme. Me rodean y emiten sus sonidos. Fuerzas extrañas me dirigen. ¡Tenía que verme ahora mi bisabuelo! Mi bisabuelo, sentado en su porche en Wyoming, con su aguardiente en la mano y su cerebro podrido. ¡Tenías que verme ahora viejo! ¡Ver la danza de Tom Two Ribbons! Hablo a aquellos extraños con mis pies bajo un sol que tiene un color que no le es propio, que está equivocado. Bailo. Bailo...

—¡Escuchadme! —grito—. Soy vuestro amigo. Soy el único en quien podéis confiar. Confiad en mí, habladme, enseñadme... Dejadme conservar vuestras costumbres para cuando llegue la destrucción...

Bailo, y el sol sube, y los devoradores murmuran...

Hay un jefe y bailo en su dirección, retrocedo, avanzo y me retuerzo. Señalo al sol, imagino al ser que vive en la pelota de llama, imito los sonidos de aquella gente, me arrodillo, me levanto, bailo. Siento el poder que mana en mí. Tom Two Ribbons baila para vosotros...

Siento renacer en mí las habilidades olvidadas de mis antepasados. Como ellos bailaron en la época de los bisontes, bailo yo ahora al otro lado del río Forked.

Bailo y los devoradores comienzan a bailar también conmigo. Lentamente, de forma insegura, se mueven hacia mí, balancean sus pesos, levantan una pierna y luego la otra, se inclinan...

—¡Sí, así! —grito—. ¡Bailad!

Danzamos juntos mientras el sol se coloca en las doce en punto.

Ahora sus ojos no me acusan. Veo calor y amistad. Soy su hermano, su compañero de tribu de piel rojiza. Y bailo con ellos. Ya no me parecen torpes ni desmañados. Sus movimientos poseen una poderosa gracia. Bailan, bailan, bailan. Hacen cabriolas a mí alrededor. Cada vez más cerca. Cerca. Cerca...

Nos movemos con santo frenesí.

En este momento cantan un oscuro himno de alegría. Lanzan sus brazos hacia adelante, separan sus pequeñas garras. Balancean sus pesos al unísono, pie izquierdo, derecho, izquierdo, derecho...

¡Bailad, hermanos, bailad! Se aprietan contra mí. Sus carnes tiemblan y sus olores se entremezclan. Suavemente me empujan a través del campo hacia una parte de la pradera donde la hierba es más profunda y jamás ha sido pisada. Siguen danzando. Buscamos las plantas de oxígeno y descubrimos muchas debajo del césped. Los devoradores rezan su oración y las agarran con sus cortos brazos, separando los cuerpos respiratorios de las espigas fotosintetizadoras. Las plantas, angustiadas, sueltan oleadas de oxígeno. Mi mente vacila. Río y canto. Los devoradores mordisquean los globos perforados y de color limón, mordisquean también los tallos. Me confían sus plantas. Es una ceremonia religiosa, lo veo bien. Agarra con nosotros, come con nosotros, únete a nosotros. Este es el cuerpo, esta es la sangre, toma, come, únete... No mordisqueo; no trisco como lo hacen ellos, mis dientes arrancan la piel del globo. El jugo brota en mi boca mientras el oxígeno empapa los orificios de mi nariz. Los devoradores entonan hosannas. Debería haberme pintado para esto, pintado como mis bisabuelos, con plumas también, descubriendo su religión con los atavíos propios de la mía.

Toma, come, únete. El jugo de la planta de oxígeno fluye por mis venas. Abrazo a mis hermanos. Canto y cuando mi voz sale de mis labios forma un arco que resplandece como acero nuevo y que después se convierte en plata empañada. Los devoradores se agrupan. Las sombras de sus cuerpos me parecen de un rojo vivo. Sus suaves gritos son resoplidos de vapor. El sol calienta mucho. Sus rayos son como esquemas de silbidos de un sonido hueco. ¡Plink! ¡Plink! ¡Plink! El espeso césped me murmura, profundo y rico. El viento arroja puntos de llama a lo largo de la pradera. Devoro otra planta de oxígeno y después una tercera. Mis hermanos ríen y gritan. Me hablan de sus dioses, el dios del calor, el dios de la comida, el dios del placer, el dios de la muerte, el dios de la beatitud, el dios de la injusticia y todos los demás. Me recitan los nombres de sus reyes y oigo sus voces mientras salpican de polvo verde la limpia sábana del cielo. Me instruyen sobre sus ritos religiosos. Me digo y me repito que tendré que recordarlos, porque cuando hayan desaparecido no los volveré a encontrar. Continúo danzando...

El calor de las colinas se vuelve áspero y ordinario, como gas abrasivo. Toma, come, únete... Baila. ¡Son tan amables!

De repente oigo el moscardón del helicóptero.

Revolotea por encima, a lo lejos. Soy incapaz de ver por dónde vuela.

—¡No! —grito—. ¡Aquí no! ¡A estas gentes no! ¡Escuchadme! ¡Soy Tom Two Ribbons! ¿No podéis oírme? ¡Estoy haciendo aquí estudios...! ¡No tenéis derecho!

Mi voz forma espirales azules rodeadas de chispas rojas. Ascienden y revientan con la brisa.

Chillo, grito, bramo. Bailo y agito los puños. De las alas del helicóptero cuelgan los brazos de los distribuidores de píldoras. Las espitas relampagueantes se abren y giran. Las píldoras tóxicas llueven en la pradera, trazando una huella llameante que se demora por el cielo. El sonido del aparato se convierte en una alfombra peluda que se extiende por el horizonte y mi voz se pierde en ella.

Los devoradores se alejan de mí. Buscan sus píldoras, destrozan las raíces de las hierbas para encontrarlas. Siguen danzando. Corro en su persecución arrancando las píldoras de sus manos, lanzándolas al río, aplastándolas para convertirlas en polvo. Los devoradores me gruñen.

Se escapan y buscan más píldoras. El helicóptero gira y vuela a lo lejos, dejando un rastro de denso sonido aceitoso. Mis hermanos están engullendo apresuradamente su veneno.

No hay forma de evitarlo.

El gozo los consume y les hace revolcarse y tumbarse. De repente una pierna gira y luego se detiene. Comienzan a disolverse. Por miles se derriten sobre la pradera, hundiéndose en la deformidad, perdiendo sus cuerpos esféricos, menguando en la tierra. Las ligazones de las moléculas ya no funcionan. Es el crepúsculo del protoplasma. Perecen. Se desvanecen. Durante horas camino por la pradera. Ahora inhalo oxigeno. De pronto como un globo color limón. La puesta de sol comienza con el resonar de plomizas campanas. Negros nubarrones parecen sostener trompetas que resuenan por el este y la intensidad del viento es un remolino de carbones erizados. Llega el silencio. Cae la noche. Bailo. Estoy solo.

El helicóptero regresa y te encuentran. No te resistes mientras te rodean. Estás más allá de la amargura. Rápidamente les explicas lo que has realizado y lo que has aprendido. Y por qué es un error exterminar a esas gentes. Les describes la planta que has comido y la forma en que afecta a tus sentidos. Y cuando hablas de los benditos tiempos pasados, de la textura del viento y del sonido de las campanas, así como del timbre de la luz del sol, ellos asienten y sonrientes te dicen que no te preocupes, que todo se arreglará pronto. Te tocan el antebrazo con algo frío, tan frío que es un aleteo y un zumbido. El antitóxico entra en tu vena y pronto el éxtasis desaparece, dejando tan sólo el cansancio y la pesadumbre.

Dice:

—Jamás aprenderemos una cosa, ¿lo haremos? Exportamos todos nuestros horrores a las estrellas. Destruimos a los ármennos, destruimos a los judíos, a los tasmanianos, a los indios, destruimos a todo el que se cruza en nuestro camino y entonces venimos aquí y seguimos haciendo esas mismas condenadas cosas. No queréis venir conmigo fuera de aquí... No queréis bailar con ellos. No queréis ver la cultura tan rica y compleja que poseen los devoradores. Dejadme que os cuente algo sobre su estructura tribal. Es densa: siete niveles de relaciones matrimoniales para comenzar y un factor de exogamia que requiere...

Ellen le dice lentamente:

—Tom, querido, nadie quiere perjudicar a los devoradores...

—Y su religión... —continúa—. Nueve dioses, cada uno con un aspecto del único dios. Adoran a la vez a lo bueno y a lo malo. Tienen himnos, oraciones. Una teología. Y nosotros los emisarios del dios del mal...

—No los estamos exterminando —le dice Michaelson—. No lo comprendes, ¿Tom? Todo es una fantasía tuya. Has estado bajo la influencia de las drogas, pero ahora te estamos aclarando la mente. Quedarás limpio dentro de un rato. Volverás a tener una perspectiva.

—¿Una fantasía? —dice amargamente—. ¿Un sueño producto de la droga? Salí a la pradera y vi caer las píldoras. Vi cómo morían y se disolvían. No lo soñé...

—¿Cómo podemos convencerte? —pregunta encarecidamente Chang—. ¿Qué te haría creer? ¿El que volásemos contigo por la zona de los devoradores para que vieras cuántos existen?

—¿Y cuántos millones destruisteis? —pregunta.

Insisten en que está equivocado. Ellen le dice que nadie desea dañar a los devoradores.

—Esto es una expedición científica, Tom. Estamos aquí para estudiarlos. Perjudicar las formas de vida inteligente es una violación de todo lo que proclamamos...

—¿Admites que son inteligentes?

—Por supuesto. Jamás lo hemos puesto en duda.

—¿Y las píldoras? ¿Por qué las pulverizaciones? —pregunta—. ¿Por qué los destruíais?

—Eso no ha sucedido jamás, Tom —dice Ellen, tomando una mano suya entre sus frías palmas—. Créenos. Créenos...

Dice con amargura:

—Si quieres que te crea, ¿por qué no haces el trabajo con limpieza? ¡Deja a un lado la máquina liberadora y convénceme directamente. No puedes hablarme rechazando la evidencia de mis propios ojos...

—Estabas bajo los efectos de la droga... —le repite Michaelson.

—¡Jamás tomé drogas! Excepto lo que sorbí en la pradera, cuando bailé... Y eso fue después de ver cómo se hacía la masacre semana tras semana. ¿Me vais a decir que se trata de una ilusión retroactiva?

—No, Tom —dice Schwartz—, siempre has tenido esa ilusión. Formaba parte de tu terapia. De tu reconstrucción. Has venido aquí programado para eso.

—Imposible —dice.

Ellen besa su enfebrecida frente.

—Compréndelo, se hizo para reconciliarte con la humanidad.

Padecías ese terrible resentimiento del desplazamiento de tu pueblo en el siglo diecinueve. Eras incapaz de olvidar que la sociedad industria] diezmó a los sioux y estabas lleno de odio. Tu terapeuta pensó que si se te hacía participar en una exterminación moderna imaginarías llegar a poder ver la necesidad de la operación, te curarías de tu resentimiento y serías capaz de ocupar tu puesto en la sociedad... La rechaza.

—¡No digas idioteces! Si supieras algo sobre terapia de reconstrucción te darías cuenta de que ningún terapeuta que se precie podría ser tan superficial... En las reconstrucciones no se pueden establecer correlaciones. No me toques. Vete. Vete...

No permite que nadie le persuada que todo es un sueño nacido de la droga. Se dice a sí mismo que no se trata de ninguna fantasía y que no hay que mezclar en absoluto la terapia. Se levanta. Se va. Los demás no lo siguen. Se sube a un helicóptero y comienza a buscar a sus hermanos.

Vuelvo a bailar. El sol es hoy mucho más caliente. Los devoradores todavía más abundantes. Hoy llevo pinturas y plumas. Mi cuerpo brilla con mi sudor. Bailan conmigo. Con un frenesí que no vi antes. Pisoteamos la hierba de la pradera y la marcamos con las huellas de nuestros pies. Tendemos los brazos al sol. Cantamos, chillamos, gritamos. Bailamos hasta caer rendidos...

No se trata de ninguna fantasía. Estas gentes son reales y son inteligentes. Y están sentenciadas a la muerte. Lo sé. Danzamos. A despecho de la sentencia, danzamos. Mi bisabuelo viene y baila con nosotros. También él es real. Su nariz es como la de un halcón, no roma como la mía. Lleva el gran tocado de cabeza y sus músculos son como cuerdas bajo su piel morena. Canta, chilla, grita.

Se nos unen otros miembros de mi familia. Comemos juntos las plantas de oxígeno. Abrazamos a los devoradores. Todos sabemos que se trata de una cacería.

Las nubes componen música y el viento tiene una textura y el calor del sol un color.

Bailamos. Bailamos. Nuestras piernas no conocen el cansancio. El sol crece y llena todo el cielo. Ahora no veo a los devoradores, sólo a mi propia gente, a los padres de mi padre a través de los siglos, miles de pieles brillantes, miles de narices de halcón. Comemos las plantas y encontramos afiladas espinas y las introducimos en nuestra

carne. La sangre dulzona fluye y se seca bajo la llama del sol. Bailamos, bailamos, bailamos. Alguno de nosotros cae de cansancio. Y bailamos. La pradera es un mar de cabezas decoradas que se agitan. Un océano de plumas. Y bailamos. Mi corazón truena y mis rodillas se vuelven agua. El fuego del sol me engolfa y bailo, caigo, bailo, caigo, caigo. Y caigo...

Te vuelven a encontrar y te llevan. Te ponen la fría pistola en tu brazo para extraer la droga de las plantas de oxígeno de tus venas. También te dan algo para que descanses. Descansas y te quedas muy tranquilo. Ellen te besa y tú golpeas su piel suave. Entonces los otros vienen y te hablan, te dicen cosas agradables, pero tú no las escuchas porque estás buscando realidades. No es una investigación fácil. Es como caer por muchas trampas buscando la única habitación cuyo suelo no gira sobre un gozne. Todo lo que sucedió en este planeta es tu terapia, te dices a ti mismo, designada para reconciliar a un amargado aborigen con la conquista del hombre blanco. Aquí no se exterminó a nadie. Rechazas eso y fracasas. Te das cuenta de que será la terapia de tus amigos. Que ellos llevan el peso de siglos de acumulada culpabilidad. Que han venido aquí para desprenderse de esa carga y que tú estás aquí para facilitarles y aligerarles el peso, para cargar con sus peca—, dos y darles el olvido. De nuevo fracasas y ves que los devoradores son simples' animales que amenazan la ecología y que tienen que ser destruidos. La cultura que tú te imaginas que tienen es una alucinación. Intentas retirar tus objeciones a esa exterminación necesaria y vuelves a caer de nuevo y descubres que no existe exterminación excepto en tu mente, que está trastornada y desordenada por tu obsesión del crimen cometido antaño contra tus antepasados. Te sientas, deseas defender a esos amigos tuyos, a esos inocentes científicos que has llamado asesinos. Y vuelves a fracasar.

JOHN VARLEY

En la concavidad

In the bowl

Son varias las cualidades que hacen memorable una obra de ficción: personajes que atraigan las emociones del lector, una figuración viva, estilo literario, cuidadosa atención al detalle, un argumento lleno de imaginación, y que las cosas insólitas parezcan corrientes. «En la concavidad» tiene todas estas cualidades y más. Ofrece al lector adelantos científicos muy bien resueltos, fondos extraños muy convincentes, considerable tensión dramática y protagonistas atractivos. También es una de las historias de amor más interesantes y menos corrientes de la ciencia ficción.

Nunca compre nada en un banco de órganos de segunda mano. Y mientras yo le esté dando buenos consejos, no se equipe usted para un viaje a Venus hasta que llegue a Venus.

Ojalá yo hubiera esperado. Pero cuando iba de compras en Coprates unas semanas antes de mis vacaciones, casualmente entré en aquella tiendecita y me convencieron de que comprara aquel infraojo a muy buen precio. Lo que en primer lugar debí de preguntarme yo era: ¿qué estaba haciendo en Marte un infraojo?

Piense en ello. Nadie los usa en Marte. Si uno quiere ver de noche es más barato comprar un curiososcope. De ese modo uno puede quitarse esa maldita cosa cuando sale al sol. Así que este ojo debía de haber venido con algún turista de Venus. Y cualquiera sabe cuánto tiempo estuvo allá en la tina hasta que este tipo ya mayor de charla persuasiva me explicó que había pertenecido a un maestro de escuela bajito y viejo que nunca... ¡ Ah, bueno! Ustedes probablemente ya habrán oído eso antes.

Si aquella cosa maldita hubiera guiñado antes de que yo me marchara de Venusburg. Ya conocen ustedes a Venusburg: una ciudad de pantanos vaporosos y hoteles ligeros donde te puedes dejar retratar andando por la calle, perder una fortuna en las mesas de juego, comprar cualquier placer del universo conocido, cazar los monstruos prehistóricos que se revuelcan en los fétidos cenagales que se encuentran tras una travesía de los pantanos en las afueras de la población. ¿La conocen? Entonces ustedes deben de saber que al cabo de unas horas, cuando echan a todos los holos, y el lugar vuelve a ser un racimo ordinario de cúpulas plateadas posadas en la oscuridad y a ochocientos grados de temperatura y presión suficiente para producirle a usted un terrible dolor de cabeza solo de pensar en ello, cuando ya están cerrados todos los sitios para atraer y entretener a los turistas, no hay ninguna dificultad en encontrar el camino hasta una de esas agencias de arrendamientos que hay en torno al espaciopuerto y lograr que te hagan un buen trabajo medicánico. Aceptan moneda marciana. Su Solar Express Card será bien recibida. Sólo tiene que entrar, no hay que esperar.

Sin embargo...

Yo había tomado el dirigible que sale a diario de Venusburg sólo unas horas después de haber descendido, feliz como una almeja, con mi infraojo funcionando maravillosamente. Para cuando aterricé en la ciudad de Cui-Cui, empecé a sentir mis primeros indicios de molestias. Tan poca cosa eran que apenas se advertían; sólo que veía ligeramente borroso en el lado derecho de mi visión periférica. Me encogí de hombros. Sólo tenía tres horas en Cui-Cui antes de que el dirigible partiera para Última Oportunidad. Quería echar un vistazo a mí alrededor. No tenía intención de perder las pocas horas de que disponía en un taller corporal haciendo que me arreglaran el ojo. Si me seguía pasando lo mismo en Última Oportunidad, entonces ya me ocuparía de ello.

A mí, Cui-Cui, me gustó más que Venusburg. Uno no tenía esa impresión de que la gente derrochaba el dinero. En las calles de Venusburg había diez posibilidades contra una de que vieras a un verdadero ser humano; todos los demás eran holos puestos allí para dar un poco de animación y para que las calles no parecieran tan vacías. Yo pronto me cansé de aquellos alcahuetes con que me encontré que querían venderme muchachos y chicas de todas las edades. ¿Con qué objeto? Intenta sólo ponerte en contacto con una de esas hermosas personas.

En Cui-Cui la proporción se aproximaba más al mitad y mitad, y el ambiente no era de decadente corrupción, sino de frontera luchadora. En las calles había menos barro, y las portadas de madera de las tiendas estaban hechas con gusto. Yo no hice caso de los dragones de ocho patas con sus ojos antenas que constantemente iban torpemente de acá para allá, aunque comprendí que los dejan en recuerdo del individuo que dio nombre a la ciudad. Eso está muy bien; pero dudo que a él le hubiera gustado que le pasara por encima uno de esos malditos bichos como si fuera un carro de combate de doce toneladas hecho de polvo de hada.

Apenas tuve tiempo de «mojarme» los pies en los «charcos» antes de que mi dirigible estuviera listo de nuevo para partir. Y las molestias del ojo ya se me habían pasado. Así que marché para Última Oportunidad.

El nombre de la ciudad debió de haberme servido de indicación. Y allí tuve todas las oportunidades para tenerla. Estando allá, hice mi última compra de aprovisionamientos para andar por el monte. Iba a ir donde no hay estaciones de aire en cada esquina, así que decidí llevar un tagalong.

Puede que ustedes no hayan visto nunca uno. Son la respuesta de la ciencia moderna a la mochila. O quizás a la reata de muías, aunque cuando funcionan uno se acuerda de los porteadores de los safaris en las viejas películas, que siguen trabajosamente a pie al cazador blanco cargados con bultos de provisiones sobre sus cabezas. El cacharro consiste en un par de patas metálicas de la misma longitud que las piernas de uno, con el equipo arriba, y un cordón umbilical unido al dispositivo de la parte baja de tu espalda. Lo cual te proporciona la capacidad de vivir en la superficie durante cuatro semanas en vez de los cinco días que proporciona el pulmón venusino.

El médico que me vendió el mío me hizo permanecer tumbado sobre su mesa con mi espalda abierta de modo que pudiera instalar los tubos que llevan aire desde los tanques del tagalong hasta mi pulmón venusino. Era una oportunidad dorada para pedirle que echara un vistazo a mi ojo. Probablemente lo habría hecho, porque mientras estaba acoplándome inspeccionó y probó mi pulmón y no me cobró nada. Quería saber dónde lo había comprado yo, y yo le contesté que en Marte. Chasqueó la lengua, y me dijo que le parecía bien. Me advirtió que no dejara nunca que el nivel de oxígeno en el pulmón descendiera mucho, y que lo cargara siempre que yo saliera de una cúpula de presión, aunque sólo fuera por unos pocos minutos. Yo le aseguré que ya estaba enterado de todo eso y que tendría cuidado. Así que él conectó los nervios en un alvéolo metálico en la parte más estrecha de mi espalda, y enchufó en él el tagalong. Lo probó de varias maneras y dijo que su trabajo había terminado.

Y yo no le pedí que le echara un vistazo a mi ojo. Es que ni siquiera estaba pensando en el ojo entonces. Aún no había salido a la superficie, así que no había tenido una verdadera ocasión para verlo funcionar. ¡Oh! Las cosas parecían un poco diferentes, incluso a la luz visible. Había colores diferentes y muy pocas sombras, y la imagen que yo obtuve del infraojo era más borrosa que la del otro ojo. Podía cerrar un ojo, luego el otro, y ver una gran diferencia. Pero no, no estaba pensando en ello.

Así que subí al dirigible al día siguiente para el vuelo de una semana de duración hasta Lodestone, una ciudad de una compañía minera próxima al desierto de Fahrenheit. Aunque sigue siendo un misterio para mí cómo pueden distinguir en Venus un desierto de todo lo demás. Me puse furioso al ver que, aunque el dirigible había partido medio vacío, tenía que pagar dos billetes: uno para mí y el otro por el tagalong. Pensé por un instante llevar aquel maldito cacharro en mi regazo, pero desistí después de una experiencia de diez minutos en la estación. Tenía muchos bordes cortantes y ángulos sobresalientes, y el viaje iba a ser largo. Así que pagué. Pero aquel gasto extra había abierto un gran agujero en mi presupuesto.

A partir de Cui-Cui las etapas estaban más próximas y eran más difíciles de alcanzar. Cui-Cui está a dos kilómetros de Venusburg, y hay otros mil hasta Lodestone. Más allá el servicio al pasajero es irregular. Aunque descubrí cómo los venusinos definen a un desierto. Un desierto es un lugar que todavía no está habitado por seres humanos. En tanto a mi me fuera posible subir a un dirigible de línea, aún no había llegado allá.

Los dirigibles me dejaron en un pequeño lugar llamado Prosperidad, habitado por setenta y cinco humanos y una nutria. Yo pensé que la nutria era un holo jugando en una pileta en la plaza de la ciudad. El lugar no parecía lo suficientemente próspero como para tener una piscina como aquella con agua de verdad. Pero lo era. Se trataba de una ciudad transitoria creada para cuidar de los prospectores. Comprendí que una ciudad como ésa puede desaparecer de la noche a la mañana si los prospectores se van. Los dueños de las tiendas se limitan a embalar y marcharse con todo. La razón de las cosas que uno ve en una ciudad fronteriza en relación con lo que realmente hay es algo así como de ciento a uno.

Me enteré con gran alivio que los únicos dirigibles que yo podía tomar y que salieran de Prosperidad, tomaban la dirección de donde yo había venido. No había nada que fuera en la dirección contraria. Me sentí feliz al oír eso y me pareció que ya sólo era cosa de programar una incursión por el desierto. Entonces mi ojo dejó de ver por completo.

Recuerdo que me sentí fastidiado; no, más que fastidiado. Estaba verdaderamente furioso. Pero aún lo veía más como una molestia que como un desastre. Seria cuestión de tiempo perdido y de algún dinero gastado.

Pronto me enteré de que iba a ser todo lo contrario. Pregunté al vendedor de billetes (estaba en una cantina-drugstore-arcada, pues no había estación en Prosperidad), dónde podría hallar alguien que vendiera e instalara un infraojo. Se rió de mí.

—No se moleste en buscarlo por ahí fuera —me dijo—. Nunca ha habido nada parecido aquí. Solía haber una médico en Elisworth, tres etapas más allá por el dirigible de línea; pero se fue a Venusburg hace un año. El más cercano ahora está en Última Oportunidad.

Me quedé asombrado. Sabía que me dirigía hacia las tierras desiertas; pero nunca se me ocurrió que hubiera algún sitio que careciera de algo tan elemental como un médico. ¡Vaya! También podrían dejar de mandar; víveres o aire o prestar servicios medicánicos. La gente se podría morir allí. Me pregunté si el gobierno planetario estaba enterado de esta desagradable situación.

Lo estuviera o no, me di cuenta de que dirigirles una carta encolerizada no me iba a servir de nada. Estaba atado. Sumando mentalmente con rapidez, descubrí pronto que el costo de un vuelo de regreso a Última Oportunidad y de compra de un ojo nuevo me dejaría sin el dinero suficiente para regresar a Prosperidad y luego volver a Venusburg. Todas mis vacaciones iban a ser estropeadas sólo porque traté de ahorrar un poco comprando un ojo usado.

—¿Qué le pasa a su ojo? —me preguntó aquel hombre.

—¿Eh? ¡Oh! No lo sé. Ha dejado de funcionar. Estoy ciego por él, eso es lo malo —me agarré a un clavo ardiendo, viendo el modo como él estaba observando mi ojo—. Dígame, ¿sabe usted algo acerca de ello?

Negó con la cabeza y me miró de modo compasivo.

—No. Sólo un poco de esto y de lo otro. Estaba pensando si serían los músculos los que le causan la molestia. Si no estuvieran desviados o algo así...

—No. No tengo nada de visión.

—Malo. Eso me parece a mí que será un nervio cerrado. Yo no trataría de tontear con ello. Yo sólo soy un chapucero —chasqueó la lengua con un tono de simpatía—. ¿Quiere un billete para volver a Última. Oportunidad?

Yo no sabia lo que quería en aquel momento. Había estado planeando este viaje durante dos años. Casi compré el billete, luego pensé por qué demonios yo estaba aquí, y que al menos debía de echar un vistazo alrededor antes de decidir qué es lo que iba a hacer. Quizás hubiera alguna persona que pudiese ayudarme. Me volví para preguntar al empleado si conocía a alguien; pero él me contestó antes de que yo le dijera nada:

—No quiero darle muchas esperanzas —declaró, frotándose la barbilla con una mano ancha—. Como le dije no es seguro, pero...

—Sí, de qué se trata.

—Bueno, hay una chica que vive a la vuelta de la esquina y que está chiflada por eso de la medicina. Siempre está haciendo chapuzas, y cosas raras para la gente, le gusta arreglarse, ya conoce el tipo. Lo malo es que es muy libre en su modo de actuar. Puede que cuando ella termine con usted esté peor que cuando empezó.

—No veo por qué —contesté—. Esto no me funciona, ¿qué puede hacer ella para empeorarlo?

El otro se encogió de hombros.

—Es su funeral. Probablemente la encuentre por ahí por la plaza. Si no está ahí, mire en los bares. Se llama Ember. Tiene una nutria como animal favorito que lleva siempre con ella. La conocerá en cuanto la vea.

Encontrar a Ember no fue ningún problema. Me limité a volver a la plaza y allá estaba, sentada en el borde de piedra de la fuente, metiendo los dedos pulgares de sus pies en el agua. Su nutria estaba jugueteando en un regato de agua, pareciendo inmensamente complacida de haber encontrado la única extensión de agua al aire libre en mil kilómetros.

—¿Es usted Ember? —le pregunté sentándome a su lado.

Alzó la mirada hacía mí con esa fijeza inquieta que un venusiano puede infligir a un forastero. Ello viene de tener un ojo azul o castaño y otro que es todo rojo sin blanco. Yo tema ese aspecto, pero no tenía que mirarlo.

—¿Y qué si lo soy?

Su edad aparente era la de diez u once años. Intuitivamente me pareció que eso sería muy aproximadamente su verdadera edad. Como se suponía que era mañosa en medicánica, podía haberme equivocado. Ella había hecho algunos trabajos en sí misma, mas por supuesto no había modo de decir qué alcance habían tenido. La mayor parte parecía ser cosmética. No tenía pelo en la cabeza. Lo había reemplazado con un abanico de plumas de pavo real que le caían sobre 4os ojos. Su cuero cabelludo había sido trasplantado a la parte baja de sus piernas y antebrazos, donde el pelo era largo, rubio y colgante. Por los rasgos de su cara me convencí de que su cráneo era una masa de marcas de lima y masilla de hueso de donde ella fijaba la subestructura para reflejar el rostro que deseaba usar.

—Me dijeron que usted sabía un poco de medicánica. Ya ve, este ojo tiene...

Ella soltó un bufido.

—No sé quién le habrá dicho eso. Sé muchísimo de medicina. Y no soy una torpe chapucera. Vamos, Malibu.

Empezó a levantarse, y la nutria miró primero a uno, luego a la otra. No creo que ella estuviera dispuesta a dejar la charca.

—Espere un momento. Perdone si he herido sus sentimientos. Sin saber nada de usted admito que debe saber más de ello que nadie en la ciudad.

Volvió a sentarse y finalmente me hizo una mueca.

—¿Así que usted se halla en un aprieto, eh? Se trata de yo o de nadie. Déjeme adivinar: usted está de vacaciones, eso es evidente. Y bien la falta de tiempo o de dinero le impide volver a Última Oportunidad en busca de un profesional —se me quedó mirando de arriba abajo—. Yo diría que se trata de dinero.

—Lo ha acertado. ¿Me ayudará?

—Eso depende —se acercó y miró de soslayo mi infraojo. Puso sus manos en mis mejillas para mantener mi cabeza firme. Yo sólo podía mirar a su cara. No había cicatrices visibles en ella; por lo menos tenía eso de bueno. Sus caninos superiores eran por lo menos cinco milímetros más largos que el resto de sus dientes.

—Estése quieto. ¿Dónde consiguió esto?

—En Marte.

—Me lo imaginé. Es un Gloom Piercer, hecho por Northern Bio. Un modelo barato; lo venden en los puestos callejeros mayormente a los turistas. Puede que tenga diez o doce años.

—¿Es el nervio? El hombre con quien hablé...

—No —se echó hacia atrás y siguió chapoteando con sus pies en el agua—. Es cosa de la retina. El lado derecho está despegado, y se halla caído sobre la fóvea. Probablemente no lo ajustaron bien, en primer lugar. No hacen esas cosas para que duren más de un año.

Suspiré y golpeé mis rodillas con las palmas de mis manos. Me levanté y le alargué mi mano.

—Bueno, supongo que será eso. Gracias por su ayuda.

Quedó sorprendida.

—¿A dónde va usted?

—Me vuelvo a Última Oportunidad, y luego a Marte para denunciar a cierto banco de órganos. Hay leyes que castigan eso en Marte.

—Y aquí también. Pero, ¿por qué volver? Yo se lo arreglaré.

Estábamos en su taller, que también le servía de dormitorio y cocina. No era más que una simple cúpula sin ningún holo. Era refrescante después de las casas estilo rancho que parecían causar furor en Prosperidad. No quiero parecer chauvinista, y me doy cuenta de que los venusianos necesitan cierta clase de estímulo visual, viviendo como viven en un desierto cubierto por una nube. Con todo, el énfasis que allí se daba a la ilusión nunca fue de mi gusto. Ember vivía al lado de un hombre que habitaba en una copia perfecta del palacio de Versalles. Ella me contó que cuando él cerraba sus generadores holo el residuo de sus posesiones verdaderas habría cabido en una mochila. Incluyendo el generador holo.

—¿Y qué le ha traído a usted a Venus?

—Turismo.

Se me quedó mirando con el rabillo del ojo mientras limpiaba mi rostro con amortiguador de nervios. Yo estaba tendido en el suelo, ya que no había mobiliario en la habitación exceptuando algunas mesas de trabajo.

—Bien. Pero hasta aquí no llegan muchos turistas. Si eso es cosa que a mí no me importa, dígalo.

—Es cosa que no le importa.

Se incorporó.

—Estupendo. Ajústese su propio ojo —esperó con una semisonrisa en su rostro.

Yo finalmente tuve que sonreír también. Ella volvió a su trabajo, escogiendo una herramienta en forma de cucharilla de un montón revuelto que tenía en sus rodillas.

—Yo soy un geólogo aficionado. En realidad soy un buscador de piedras. Trabajo en una oficina, y los fines de semana salgo al campo y doy caminatas. Creo que eso de las piedras es una excusa para salir por ahí.

Sacó el ojo de su cuenca y alargó un dedo para desenganchar habilidosamente la conexión de metal a lo largo del nervio óptico. Alzó el globo del ojo contrastándolo a la luz y miró fijamente a la lente.

—Ahora puede levantarse, Vierta algo de esto en la cuenca del ojo y tuerza la vista hacia abajo —hice lo que me decía y la seguí hasta el banco de trabajo.

Se sentó en un taburete y examinó el ojo más de cerca. Luego le clavó una jeringa y extrajo todo su humor acuoso, dejando que la órbita pareciera como un huevo de tortuga que se secara al sol. Lo cortó y lo abrió por la mitad y empezó a tentarlo cuidadosamente. Los largos pelos de sus antebrazos le estorbaban, así que hizo una pausa y se los sujetó con bandas de goma.

—Buscador de piedras —musitó—. Debe de haber venido aquí a echar un vistazo a las joyas de las explosiones.

—Exacto. Como ya le he dicho, soy un geólogo aficionado. Pero leí acerca de ellas y vi una en una joyería de Phobos. Así que ahorré y vine a Venus a probar si podía encontrar alguna.

—Eso no debería ser problema. Son las gemas más fáciles de encontrar en el universo conocido. Lo malo es que la gente de aquí esperó hacerse rica con ellas —se encogió de hombros—. Pero no hay que pensar en hacer dinero con tales piedras. Desde luego no la fortuna que todo el mundo esperaba. Tiene gracia; son tan raras como antes eran los diamantes, y para su ventaja no se pueden duplicar en laboratorios como éstos. ¡Oh! Yo creo que podrían fabricarlas; pero sería muy difícil —estaba empleando una diminuta herramienta para sujetar de nuevo con grapas la retina separada en la superficie trasera del ojo.

—Continúe.

—¿Eh?

—¿Por qué no las pueden hacer en laboratorio?

Se echó a reír.

—Usted es un geólogo aficionado. Como ya le he dicho, podrían hacerlo; pero costaría demasiado. Se necesita una mezcla de muchos elementos diferentes. Creo que mucho aluminio. A ello se debe que los rubíes sean rojos, ¿no es cierto?

—Sí.

—Son las otras impurezas las que los hacen tan bellos. Y hay que hacerlos con alta temperatura y presión, y son tan inestables que generalmente explotan antes de que uno consiga la mezcla adecuada. Así que sale más barato salir y recogerlos.

—Y el único sitio donde se les encuentra es en el centro del desierto de Fahrenheit.

—Exacto —pareció como si ella estuviera terminando su labor de grapado. Se irguió para observar su trabajo con mirada crítica. Frunció el ceño, luego cerró la incisión que había hecho y le inyectó de nuevo el líquido. Lo montó en un calibrador y lo apuntó con un láser, y luego movió negativamente la cabeza cuando leyó algunas cifras en la cinta lectora junto al láser.

—Funciona —dijo—. Pero a usted lo que le vendieron en verdad fue un limón. El iris no es tal iris. Es una elipse, excéntrica más o menos 0,24. Y va a empeorar. ¿Ve esa decoloración marrón en el lado izquierdo? Eso es podredumbre progresiva en el tejido del músculo, por la acumulación de venenos. Y seguro que usted tendrá cataratas en unos cuatro meses.

No pude comprender de lo que me estaba hablando, pero apreté los labios mientras ella hablaba.

—Pero, ¿me servirá todo ese tiempo?

Me sonrió de un modo fatuo y afectado.

—¿Busca usted una garantía de seis meses? Lo siento. Yo no soy miembro de la Asociación de Vendedores de Marte. Pero si eso no está prohibido por la ley, creo que puedo asegurar que le durará todo ese tiempo. Quizás.

—Usted no quiere comprometerse.

—Es una buena costumbre. Nosotros, los futuros médicos siempre estamos alerta ante los juicios por negligencia en la práctica de la profesión. Apóyese aquí y se lo volveré a colocar.

—Lo que yo me estaba preguntando —dije mientras ella lo enganchaba y lo soltaba dentro de la cuenca—, es si será seguro ir al desierto a pasar cuatro semanas con este ojo.

—No —contestó ella inmediatamente, y yo sentí el gran peso de la desilusión—. Ni con ningún ojo —añadió rápidamente— si piensa ir solo.

—Comprendo. ¿Pero usted cree que el ojo aguantaría?

—¡Oh, claro! Pero usted no. Por eso es por lo que usted me va a llevar a una asombrosa oferta y dejará que sea su guía por el desierto.

Solté un bufido.

—¿Cree usted eso? Lo siento, esta va a ser una expedición de uno solo. Lo planeé así desde el principio. En primer lugar es por eso por lo que salgo a buscar piedras: para estar solo —saqué mi medidor de crédito del bolsillo y le pregunté—: Y ahora, ¿cuánto le debo?

No me estaba escuchando, sino que apoyaba su barbilla sobre la palma de la mano y miraba de modo pensativo.

—Sale para poder estar solo, ¿has oído eso, Malibu? —la nutria se la quedó mirando desde el lugar en que estaba en el suelo—. Mírame a mí, por ejemplo. A mí. Sé lo que es estar sola. Son las multitudes y las grandes ciudades lo que yo ansío. ¿Verdad, vieja amiga? —la nutria siguió mirándola, evidentemente dispuesta a mostrarse de acuerdo con todo.

—Supongo que es así —dije—. ¿Le parecerían bien cien?

—Eso sería la mitad de lo que un médico colegiado me habría cobrado; pero como ya he dicho, estaba escaso de dinero.

—¿No me va a dejar que yo sea su guía? ¿Es su palabra definitiva?

—No. Definitivamente. Escuche. No se trata de usted, es sólo que...

—Lo sé. Quiere estar solo. No le cobro nada. ¡Vamos, Malibu! -se levantó y se dirigió hacia la puerta. Luego se volvió—. Le veré de nuevo —dijo y me guiñó.

No tardé mucho en comprender lo que aquel guiño había significado. Lo vi de modo obvio a la tercera o cuarta vuelta.

El hecho era que Prosperidad estaba considerablemente aturdida por tener a un turista en su seno. No había una agencia de alquileres ni un hotel en toda la ciudad. Yo ya había pensado en eso, pero no me había imaginado que fuera tan difícil encontrar a alguien deseoso de alquilar su cielociclo privado si el precio era justo. Yo había estado ahorrando mucho dinero con el propósito de hacer frente a demandas exageradas por ese lado. Estaba seguro de que los habitantes de la ciudad lo único que querían era sacar lo más posible de un turista.

Pero no se trataba de eso. Todo el mundo tenía un cielociclo, y absolutamente todos los que lo tenían no estaban interesados en alquilarlo. Eran una necesidad para todos los que trabajaban fuera de la ciudad, y todos trabajaban fuera, y eran muy difíciles de conseguir. Los servicios de transporte de mercancías eran tan raros como los servicios de transporte de pasajeros. Y toda persona que rechazó mi petición tenía una sugerencia útil que hacerme. Y al cabo de la cuarta o quinta de tales sugerencias me hallé de nuevo de vuelta en la plaza de la ciudad. Ella seguía sentada como antes, surcando con los pies el agua. Malibu no parecía cansarse nunca del regato.

—Sí —dijo sin alzar la mirada—. Da la casualidad que yo tengo un cielociclo para alquilar.

Estaba exasperado, pero tenía que disimularlo. Me tenía en sus manos.

—¿Siempre está usted haraganeando por aquí? —le pregunté—. La gente me dice que venga a verla aquí para tratar de un cielociclo, casi como si usted y esta fuente fueran dos palabras unidas con un guión. ¿Qué más hace usted?

Me lanzó una mirada altanera y furiosa.

—Reparo ojos a turistas torpes. También hago trabajo corporal para todos los de la ciudad sólo por el doble de lo que les costaría en Última Oportunidad. Y lo hago estupendamente bien, aunque esos patanes serian los últimos en reconocerlo. No me cabe duda de que el señor Lamara, el de la estación de billetes le ha contado a usted escandalosas mentiras acerca de mis habilidades. Están resentidos porque yo saco ventaja del coste y tiempo que necesitarían si fuesen a última Oportunidad y pagasen precios sólo inflacionados en vez de los ultrajantes que yo les cobro.

Tuve que sonreír, aunque estaba seguro de que iba a convertirme en el objeto de precios ultrajantes. Era una operadora muy astuta.

—¿Qué edad tiene usted? —se me ocurrió preguntarle, y luego, casi me mordí la lengua. La última cosa de que quiere hablar una niña orgullosa e independiente es la edad. Pero ella me sorprendió.

—En el tiempo meramente cronológico, once años terrestres. Eso es poco más de seis de sus años. En el tiempo verdadero e interno, por supuesto, no tengo edad.

—Claro. Bueno, ahora acerca de ese ciclo...

—Claro. Pero yo he evadido su pregunta anterior. Lo que yo haga además de estar sentada aquí es algo ajeno al asunto, porque mientras estoy sentada aquí yo me dedico a contemplar la eternidad. Me sumerjo en mi ombligo, esperando averiguar la verdadera profundidad de la matriz. En resumen, hago mis ejercicios de yoga —miró pensativamente por encima del agua a su animal favorito—. Además es la única pileta en mil kilómetros —me hizo una mueca y se zambulló de vientre en el agua, que cortó como la hoja de un cuchillo y fue como un torpedo hacia la nutria, la cual armó una feliz barahúnda de ladridos.

Cuando ella salió a la superficie cerca del centro de la piscina, entre chorros y salpicaduras, la llamé.

—Bueno, ¿qué pasa con su ciclo?

Ahuecó su mano sobre su oído, aunque sólo estaba a quince metros de distancia.

—Le he preguntado que qué pasa con su ciclo.

Me metí en la piscina, refunfuñando para mí mismo. Me di cuenta que su precio incluía algo más que dinero.

—No sé nadar —le advertí.

—No se preocupe, no se meterá a más profundidad que ésa —el agua me llegaba hasta el pecho. Chapoteé hasta que me puse de puntillas, y luego me agarré a un saliente de la fuente. Me incorporé y me senté en el húmedo mármol venusiano mientras el agua me chorreaba por las piernas.

Ember estaba sentada en el borde del regato, jugueteando con sus pies en el agua. Se apoyaba de plano contra la suave roca. El agua que caía como una cortina sobre la roca formaba una ondulación como un arco en la coronilla de su cabeza. Chorreones de gotas se escurrían de las plumas de su cabeza. De nuevo me hizo sonreír. Si el encanto pudiera venderse, ella sería rica. ¿De qué estoy hablando? Nadie vende nunca otra cosa más que encanto, de un modo u otro. Sentí un dolor punzante antes de que ella tratara de venderme el polo norte y el sur. En seguida pude verla de nuevo como una pilluela avariciosa y astuta.

—Mil millones de marcos solares por hora, ni un penique menos.

No había ni que pensar en negociar con una oferta como aquella.

—¿Me ha traído aquí para oír eso? De veras me desilusiona. No pensé que usted fuera una persona frívola. Pensé que podríamos hacer negocios. Yo...

—Bueno, si esa oferta no es satisfactoria, a ver qué le parece esta otra. Gratis, excepto oxígeno, comida y agua —esperó sacudiendo el agua con sus pies.

Claro, ahí podría clavar los dientes. En un salto intuitivo de escala verdaderamente cósmica, una conjetura digna de un Einstein, yo vi la cuerda. Ella me vio dar aquel salto, comprendió que no me gustaba el sitio donde había aterrizado y me enseñó los dientes. Así que una vez más, y no por última vez, tuve o bien que estrangularla o sonreírle. Sonreí. No sé cómo, pero tenía la habilidad de volver a sus oponentes como ella aún cuando los estrujara.

—¿Cree usted en el amor a primera vista? —le pregunté, esperando pillarla con la guardia bajada. Nada de eso.

—Eso son sensiblerías en el mejor de los casos —contestó—. Usted no me ha causado una impresión irresistible, señor...

—Kiku.

—Magnífico. ¿Es un nombre marciano?

—Supongo que sí. Nunca he pensado en ello. Yo no soy rico, Ember.

—Claro que no. Si lo hubiera sido no se hubiera puesto en mis manos.

—Entonces, ¿por qué se siente atraída por mí? ¿Por qué está tan decidida a ir conmigo, cuando todo lo que yo quiero de usted es alquilarle su ciclo? Si yo fuera tan encantador, a estas alturas ya me habría dado cuenta de ello.

—¡Oh! No lo sé —repuso, enarcando una ceja—. Hay algo en Usted que yo encuentro absolutamente fascinante, incluso irresistible —y fingió que iba a desmayarse.

—¿Quiere decirme qué es?

Negó con la cabeza.

—Dejemos que ese sea mi pequeño secreto por ahora.

Estaba empezando a sospechar que se sentía atraída hacia mí por la forma de mi cuello, en el que podría clavar sus dientes y chuparme la sangre. Decidí que era mejor no tocar ese punto. Esperaba que me contase más cosas en los días siguientes. Porque parecía como si fuéramos a pasar algunos, muchos días juntos.

—¿Cuándo podrá estar usted lista para partir?

—Empaqueté después de que le arreglara el ojo. Vámonos.

Venus es horripilante. Me lo pensé una y otra vez, y ese es el mejor modo como puedo describirlo.

Es horrible en parte por el modo como uno lo ve. Tu ojo derecho, el que ve lo que se llama la luz visible, te muestra tan sólo un pequeño círculo de luz que es iluminado por tu linterna. De vez en cuando hay un lugar reluciente de metal fundido en la distancia, pero es demasiado mortecino para que te permita ver. Tu infraojo penetra aquellas sombras y te da una imagen borrosa de lo que hay más allá de la luz de la linterna, mas para mí mejor hubiera sido casi ser ciego.

No hay ninguna manera buena de describir cómo esta dicotomía te afecta la mente. Un ojo te dice que todo lo que hay más allá de cierto punto es sombras, mientras que el otro te muestra lo que hay en dichas sombras. Ember dice que al cabo de cierto tiempo tu cerebro puede mezclar ambas imágenes tan fácilmente como lo hace con la visión binocular. Yo nunca llegué hasta ese punto. Todo el tiempo que pasé allí estuve tratando de reconciliar las dos imágenes.

A mí no me gusta estar en el fondo de una concavidad de mil kilómetros de diámetro. Eso es lo que uno ve. No importa por muy alto que trepes o lo muy lejos que vayas, sigues estando en el fondo de esa concavidad. Tiene algo que ver con la curvatura de los rayos de luz en la espesa atmósfera, si yo interpreto a Ember correctamente.

Luego está el sol. Cuando yo estuve allí era de noche, lo cual significa que el sol era una elipse aplastada que colgaba justo encima del horizonte por el este, donde se había quedado hacía semanas y semanas. No me pidan que lo explique. Todo lo que sé es que el sol no se pone nunca en Venus. Nunca, no importa donde tú estés. Simplemente se va haciendo más y más aplastado y más y más ancho hasta que se agota poco a poco alrededor del norte o del sur, dependiendo de donde uno esté, convirtiéndose en una línea plana y brillante de luz hasta que comienza a tirar de sí misma recomponiéndose hacia el oeste, en donde se elevará al cabo de unas semanas.

Ember dice que en el ecuador se convierte en un círculo completo en una fracción de segundo cuando está verdaderamente a ras del suelo. Como las luces de un estadio terrible. Todo esto sucede en el borde de la concavidad en la que uno se halla de pie, a unos diez grados-por encima del horizonte teórico. Es otro efecto de refracción.

Eso no lo puedes ver con tu ojo izquierdo. Como ya he dicho las nubes impiden ver virtualmente toda la luz visible. Está en tu ojo derecho. El color es el que yo llegué a pensar como infraazul.

Todo está tranquilo. Uno empieza a echar de menos el sonido de su propia respiración, y si uno piensa mucho en ello, empieza a preguntarse por qué no está respirando. Uno lo sabe, excepto el rombencéfalo, al que nunca le ha gustado eso en absoluto. A tu sistema nervioso automático no le importa que tu pulmón venusino lleve oxigeno directamente a tu corriente sanguínea; esos circuitos no están hechos para comprender cosas; son primitivos y tienen muy escasas mejoras. Así que yo tuve que sufrir una sensación de sofoco, que yo creo que era mí médula desquitándose de mí, supongo.

Mantuve mi pensamiento apartado de eso. Ember estaba allí y sabía de esas cosas.

Lo que ella no pudo explicarme adecuadamente era por qué el cielociclo no tenía motor. Pensé mucho en ello, sentado en la silla y pedaleando hasta que me dolieron las nalgas, sin nada que ver más que las nalgas plateadas de Ember.

Ella tenía un ciclo con tándem, lo cual significaba cuatro asientos; dos para nosotros y dos para nuestros tagalongs. Me senté detrás de Ember, y los tagalongs lo hicieron en los dos asientos que había a nuestro lado derecho. Dado que ellos imitaban los movimientos de nuestras piernas con la misma fuerza exactamente que nosotros aplicábamos, teníamos un ciclo impulsado por la potencia de cuatro humanos.

—Por mi vida que no entiendo —dije el primer día que pasamos fuera—, por qué habría sido tan difícil ponerle motor a este cacharro y utilizar el sobrante de energía para nuestros paquetes.

—Eso no tiene nada de difícil, perezoso —dijo ella sin volverse—. Acepte mi consejo como médico novato; esto es mucho mejor para usted. Si utiliza los músculos que lleva, le durarán mucho más tiempo. Ello le hará sentirse más sano y le mantiene lejos de las garras délos médicos rapaces. Lo sé bien. La mitad de mi trabajo es quitar grasa de traseros lacios y sacar venas varicosas de las piernas. Incluso aquí fuera, la gente no puede usar sus piernas durante más de veinte años antes de comprarse otras. Eso es un derroche.

—Creo que yo debía de haber entregado las mías a cuenta de otras nuevas antes de partir. Estoy rendido. ¿Qué. le parece si damos por terminada la jornada?

Contestó: «¡Bah!», pero apretó un botón de control y empezó a soltar gas caliente del globo que había sobre nuestras cabezas. Las paletas de dirección que sobresalían a nuestros lados se inclinaron, e iniciamos un lento movimiento en espiral hacia el suelo.

Aterrizamos en el fondo de la concavidad, mi primera experiencia en ella, ya que siempre había visto a Venus desde el aire donde no es tan visible. Me la quedé mirando mientras me rascaba la cabeza, en tanto que Ember instalaba la tienda y desinflaba el globo.

Los venusianos utilizan los campos nulos para casi todo. Mejor que intentar dominar una tecnología que haga frente a las temperaturas y presiones extremas, revisten todo con un campo nulo y lo dejan así. El globo del ciclo no era más que campo globular corriente con una discontinuidad en el fondo para el calentador de aire. La carrocería del ciclo estaba protegida por la misma clase de campo que Ember y yo utilizábamos, la clase que sigue a la superficie a una distancia establecida. La tienda era un campo hemisférico con un suelo plano.

Eso simplificaba muchas cosas, las cámaras intermedias, por ejemplo. Lo que nosotros hicimos fue simplemente penetrar andando en la tienda. Los campos de nuestros trajes se desvanecieron ya que fueron absorbidos por el campo de la tienda. Para marcharse uno necesita simplemente atravesar de nuevo la pared, y el traje se formará en torno a uno.

Me dejé caer en el suelo haciendo un ruido de plof y traté de apagar mi linterna de mano. Para mi sorpresa descubrí que no estaba fabricada para apagarse. Ember encendió el fuego de campamento y se dio cuenta de mi aturdimiento.

—Sí, ya sé que es un derroche —reconoció—; pero los, venusianos odian tener que apagar la luz. No encontrará usted un conmutador de luz en todo el planeta. Puede que no lo crea, pero hace años cuando a mí me hablaron por primera vez de conmutadores me pareció increíble. Nunca se me había ocurrido. ¿Ve lo provinciana que soy?

Eso no sonaba a cosa propia de ella. Busqué en su cara alguna indicación de qué es lo que le había obligado a decir tal cosa; pero no vi nada. Estaba sentada frente al fuego del campamento con Malibu en su regazo, arreglándose sus plumas.

Indiqué con un gesto al fuego, que era un buen montón de leños que crujían y crepitaban con calentador en el centro.

—¿No le parece que esto es poco característico? ¿Por qué no se ha traído una casa de fantasía como las de la ciudad?

—Me gusta el fuego, y no las cosas de pega.

—¿Por qué no?

Se encogió de hombros. Estaba pensando en otras cosas. Cambie el tema de la conversación:

—¿Y a su madre no le importa que vaya al desierto con extraños?

Me echó una mirada que yo no supe interpretar.

—¿Cómo voy a saberlo? Yo no vivo con ella. Me he emancipado. Creo que ella vive en Venusburg.

Evidentemente había tocado un tema sensible, así que proseguí cuidadosamente:

—¿Diferencia de caracteres?

Se volvió a encoger de hombros, no queriendo seguir con aquello.

—No. Bueno, sí, en cierto modo. Ella no quería emigrar a Venus. Yo quería marcharme y ella quería quedarse. Nuestros intereses no coincidían. Así que cada una siguió su camino. Estoy tratando por mis propios medios de conseguir un pasaje para salir del planeta.

—¿Le falta mucho todavía?

—Estoy más cerca de ello de lo que usted podría creer —pareció estar sopesando algo en su pensamiento, como midiéndome. Pude oír los mecanismos rechinar y las campanillas de la caja registradora tintinear mientras ella estudiaba mi rostro. Luego sentí que volvía a tener encanto, como el chasquido de uno de esos conmutadores de luz no existentes.

—¿Sabe? Estoy más cerca que nunca de salir de Venus. En pocas semanas estaré fuera. Tan pronto como hayamos vuelto con algunas joyas de las explosiones. Porque usted va a adoptarme.

Creo que ya me estaba acostumbrando a ella. No me sentí tranquilizado por ello, si bien yo no había esperado oír nada parecido. Yo había estado pensando vagamente en las joyas de las explosiones. Ella y yo recogeríamos algunas, las venderíamos y compraríamos un billete para salir del planeta, ¿de acuerdo?

Eso era una tontería, claro. Ella no me necesitaba a mí para conseguir piedras de las explosiones. Ella era la guía, no yo, y el ciclo era suyo. Ella podría conseguir tantas joyas como quisiera, y probablemente ya las tenía. Este plan tenía algo que ver conmigo, personalmente, como ya lo había sabido allá en la ciudad y luego olvidado. Había algo que ella quería de mí.

—¿Por eso es por lo que quería ir conmigo? ¿Esa es la atracción irresistible? No comprendo.

—Su pasaporte. Estoy enamorada de su pasaporte. En el espacio en blanco para «ciudadanía» dice «Marte». En el de edad dice, ¡oh!... Unos setenta y tres —ella no tenía más que un año, aunque yo conservaba mi aspecto de unos treinta.

—¿Y bien?

—Así que, mi querido Kiku, usted está visitando un planeta que va andando a tientas hacia la Edad de Piedra. Un planeta medieval, señor Kiku, que ha establecido la mayoría de edad a los trece años, una cifra caprichosa y arbitraria, en lo que estoy segura que usted se mostrará de acuerdo. Las leyes de este planeta especifican que ciertos derechos de los ciudadanos libres les son retenidos a los menores. Entre esos están la libertad, la búsqueda de la felicidad ¡y la capacidad para salir de este maldito lugar!

Me sorprendió su furia, que venía inmediatamente detrás pisando los talones a su usual locuacidad. Había cerrado los puños. Malibu, sentada en su regazo, elevó.una mirada triste a su amiga, y luego a mí.

Se calmó rápidamente y se levantó de un salto para preparar la cena. No quiso responder más a mis preguntas. El tema quedaba zanjado por aquel día.

Estaba dispuesto a volverme al día siguiente. ¿Se le han agarrotado a ustedes alguna vez las piernas? Seguramente, no; si usted se dedica a ello (un trabajo físico fuerte), probablemente será uno de esos necios saludables y se mantendrá en buena forma. Yo no estaba en forma, y pensé que me iba a morir. En un momento de pánico creí que me estaba muriendo.

Afortunadamente, Ember se había anticipado a ello. Sabía que yo era un chupatintas, y sabía de qué modo lamentable los marcianos tienden a ser subacondicionados. Añadido al estilo de vida sedentario de la mayoría de las personas modernas, nosotros los marcianos salimos peor librados que la mayoría porque la gravedad de Marte no nos supone un desafío demasiado grande por mucho que lo intentemos. Los músculos —de mis piernas eran como blandos tallarines.

Me hizo un masaje a la antigua y me puso una inyección con una jeringuilla nueva que eliminó los venenos acumulados. Al cabo de una hora empecé a sentir un débil interés por el viaje. Así que ella me ayudó a subir al ciclo e iniciamos otra etapa.

No hay modo de medir el paso del tiempo. El sol se vuelve más aplanado y ancho; pero eso es demasiado lento para verlo. A alguna hora de aquel día pasamos por un tributario del río Reynolds cubierto. Aparecía como una línea brillante en mi ojo derecho, y como la costra de un semiglaciar indolente en mi izquierdo. Aluminio fundido, según me dijeron. Malibu sabía lo que era y ladró quejicosamente para que nosotros nos detuviéramos a fin de que ella pudiera ir en busca de un resbaladero para deslizarse; pero Ember no se lo permitió.

Uno no puede perderse en Venus, si aún puede ver. El río había sido visible desde que dejamos Prosperidad, aunque yo no sabía lo que era. Todavía podíamos ver la ciudad detrás nuestro y la cordillera enfrente de nosotros e incluso el desierto. Estaba un poco más arriba en la ladera de la concavidad. Ember dijo que eso quería decir que se hallaba todavía a unos tres días de viaje por delante de nosotros. Hay que tener práctica para calcular la distancia. Ember no dejaba de señalar hacia Venusburg, que estaba a varios miles de kilómetros por detrás de nosotros. Dijo que era claramente visible como un punto diminuto en un día claro. Yo nunca lo vi.

Hablamos mucho mientras íbamos pedaleando. No había otra cosa que hacer y, además, tenía gracia hablar con ella. Me contó más cosas de su plan para salir de Venus y me llenó la cabeza con sus ideas ingenuas sobre lo que eran otros planetas.

Era una sutil campaña de ventas. Empezamos con ella abogando en favor de su loco plan. En cierto punto ello implicaba una suposición. Daba por seguro que yo la adoptaría y me la llevaría a Marte conmigo. Yo también me lo creía a medias.

En el cuarto día empecé a darme cuenta de que la concavidad se estaba elevando enfrente de nosotros. No supe qué era lo que causaba aquello hasta que Ember decidió que hiciéramos un alto y quedamos allí suspendidos en el aire. Dábamos cara a una sólida línea de roca que se elevaba gradualmente hasta un punto a unos cincuenta metros por encima de nosotros.

—¿Qué pasa? —pregunté, contento por lo demás.

—Las montañas son más altas —contestó como si tal cosa—. Giremos a la derecha y veamos si podemos encontrar un paso.

—¿Más altitud? ¿De qué está hablando?

—Más altitud. Ya sabe, más alto, que sobresale más que la última vez que estuve por aquí, de una magnitud en elevación ligeramente superior, más grande que...

—Ya conozco la definición de altitud —le contesté—. Pero ¿por qué? ¿Está segura?

—Claro que estoy segura. El calentador de aire del globo está bajo de nivel; hemos llegado tan alto como podemos. La última vez que yo pasé por aquí hubo suficiente para hacerme pasar. Pero hoy no.

—¿Por qué?

—Por la condensación. La topografía puede variar mucho aquí. Ciertos metales y rocas se hallan fundidos en Venus. Hierven en un día caluroso, y pueden condensarse en las cimas de las montañas cuando enfría. Luego se derriten cuando vuelve a hacer calor y fluyen hacia los valles.

—¿Quiere decir que me ha traído en pleno invierno?

Me lanzó una mirada que me dejó confundido.

—Usted es el que compró un pasaje para el invierno. Además, es de noche, y ni siquiera es aún medianoche. No había pensado que las montañas tuvieran esta altura durante otra semana.

—¿No podemos rodearlas?

Ella observó la ladera con mucha atención.

—Hay un paso permanente a unos quinientos kilómetros hacia el este. Pero eso nos llevaría otra semana. ¿Quiere que vayamos?

—¿Cuál es la alternativa?

—Dejar el ciclo estacionado aquí y seguir a pie. El desierto está más allá de esa cordillera. Con un poco de suerte veremos nuestras primeras joyas de hoy.

Me daba cuenta de que sabía demasiado poco acerca de Venus para tomar una buena decisión. Finalmente tuve que admitir para mi mismo que tenía suerte de tener a Ember conmigo para sacarme de dificultades.

—Haremos lo que usted crea mejor.

—Muy bien, pues gire hacia la izquierda y aparquemos.

Sujetamos el ciclo con un largo cable de una aleación de tungsteno. La razón para ello, según me enteré, era impedir que fuera enterrado en caso de que hubiera más condensación mientras nosotros estuviéramos fuera. Flotaba en el extremo del cable con sus calentadores a pleno chorro. Comenzamos la ascensión de la montaña.

Cincuenta metros no parecen mucho. Y no son nada en suelo llano. Pero pruebe a subirlos por una ladera de sesenta y cinco grados. Afortunadamente para nosotros, Ember había pensado en esta posibilidad y vino provista de equipo alpino. Clavó armellas aquí y allá y nos mantuvo juntos con cuerdas y poleas. Yo la seguía, situándome ligeramente detrás de su tagalong. Era fantástico cómo aquel artefacto la seguía hacia arriba, colocando sus patas precisamente en los mismos sitios en donde ella había puesto sus pies. Detrás de mí, mi tagalong estaba haciendo lo mismo. Luego venía Malibu, casi corriendo a nuestro lado, y regresando en carrera para ver qué tal íbamos, subiendo hacia la cumbre y charlando sobre lo que había en el otro lado.

No creo que aquello hubiera supuesto mucho para un montañero profesional. Personalmente habría preferido deslizarme ladera abajo de la montaña como compensación. Lo habría hecho; pero Ember se empeñó en seguir caminando hacia arriba. No creo haber estado nunca tan cansado como cuando llegamos a la cima y me quedé mirando al desierto.

Ember señaló por delante de nosotros.

—Allí hay una de las joyas que está saliendo ahora —dijo.

—¿Dónde? —pregunté apenas interesado. No veía nada.

—Se lo ha perdido. Está más abajo. No se forman a esta altura. No se preocupe, verá más al pasar.

Descendimos. Ahora no era tan difícil. Ember dio el ejemplo sentándose en un sitio suave y dejándose ir. Malibu la siguió de cerca, chillando feliz mientras daba botes y volteretas al descender por la resbaladiza superficie rocosa. Vi a Ember dar un topetazo y salir volando por el aire para descender cabeza abajo. Su traje ya se le había puesto rígido. Continuó dando botes en su descenso, helada en una posición sedente.

Los seguí hacia abajo de la misma manera. A mi no me hacía mucha gracia la idea de ir dando botes de aquella manera, aunque me habría gustado menos un descenso lento y doloroso. Aquello no era tan malo. Uno no siente mucho después de que el traje se te hiela a modo de impacto. Se expande ligeramente apartándose de tu piel y se vuelve más duro que el metal, protegiéndote como un amortiguador contra todo excepto los más fuertes golpes que podrían hacer rebotar a tu cerebro contra tu cráneo y producirte lesiones internas. Pero nosotros nunca fuimos tan rápidos como para eso.

Ember me ayudó a incorporarme en el fondo cuando mi traje se desheló. Al parecer a ella le había gustado aquella bajada. A mi no. Un rebote me había dado un ligero golpe en la espalda. No le dije nada sobre eso, y proseguí mi camino tras ella, sintiendo dolor a cada paso.

—¿En qué lugar de Marte vive usted? —me preguntó animadamente.

—¿Cómo? ¡Ah, sí! En Coprates. Está en la ladera norte del desfiladero.

—Sí, ya lo sé. Cuénteme algo de ese lugar. ¿Dónde viviremos nosotros? ¿Tiene usted un apartamento de superficie, o vive usted pegado en el subsuelo? Apenas si puedo esperar a ver ese sitio.

Me estaba poniendo nervioso. Quizás era sólo el dolor en la parte baja de la espalda.

—¿Qué le hace pensar que se va a venir conmigo?

—Pues claro que me va a llevar. Usted me dijo...

—Yo no he dicho nada de eso. De haber tenido una grabadora se lo podría demostrar a usted. No, nuestras conversaciones de los últimos días han sido una serie de monólogos. Dígame qué divertido le va a parecer a usted cuando lleguemos a Marte y yo empiece a gruñir. Por eso es por lo que no tuve el valor o no he tenido el valor, de decirle que usted estaba hablando de un plan atolondrado.

Creo que finalmente había logrado clavarle un dardo. Como fuera, ella no me dijo nada durante un rato. Se daba cuenta de que se había excedido y que estaba cantando victoria antes de que la batalla hubiera terminado.

—¿Qué tiene el plan de atolondrado? —preguntó al final.

—Pues todo.

—No, venga, dígamelo.

—¿Qué le hace a usted creer que yo quiero una hija?

Pareció aliviada.

—¡Oh! No se preocupe por eso. No le causaré ninguna molestia. Tan pronto como aterricemos, ya puede registrar los documentos de disolución. Yo no voy a impugnarlos. De hecho, puedo firmarle un documento por el que me comprometo a no impugnar nada, incluso antes de que usted me adopte. Este será un arreglo estrictamente de negocios, Kiku. Usted no tendrá que preocuparse de ser una madre para mí. No necesito ninguna. Yo...

—Y ¿qué le hace creer que ello será para mí tan sólo un arreglo estrictamente de negocios? —contesté furioso—. Puede que sea anticuado y que tenga ideas divertidas; pero no voy a entrar en una adopción de conveniencia. Ya tuve un hijo y fui un buen padre. No voy a adoptarla sólo porque usted quiera ir a Marte. Y no tengo más que añadir.

Ella estaba observando mi cara, y creo que llegó a la conclusión de que hablaba en serio.

—Le puedo ofrecer veinte mil marcos.

Yo tragué un nudo en la garganta.

—¿Dónde ha conseguido esa clase de dinero?

—Ya le dije que se lo había estado sacando a las buenas gentes de Prosperidad. ¿Qué demonios de sitio hay allí en donde me lo pueda gastar? Lo he estado guardando para un caso de urgencia como éste. Contra un neanderthal insensible con ideas graciosas sobre lo que es justo e injusto, quien...

Me avergüenzo al reconocer que estuve a punto de decirle: «Basta ya». Es desagradable descubrir que lo que uno había tenido por escrúpulos morales de repente no parecían tan importantes ante un montón de dinero. Pero me ayudaron mi dolor de espalda y el mal humor que por él sentía.

—Usted piensa que puede comprarme. Bueno, no estoy en venta. Ya le dije que creo que eso es algo equivocado.

—Bien, pues maldito sea usted, Kiku, váyase al infierno —y dio un fuerte pisotón en el suelo, y su tagalong repitió el gesto. Iba a seguir maldiciéndome, pero sentimos la ráfaga de una fuerte explosión cuan—, do su pie golpeó el suelo.

Todo había estado tranquilo antes, como ya he dicho. No había viento, ni animales, apenas nada que hiciera ruido en Venus. Pero cuando se produce un sonido, ¡cuidado! Esta densa atmósfera es asesina. Creí que se me iba a saltar la cabeza. Las ondas sonoras batieron contra nuestros trajes, endureciéndolos parcialmente. La única cosa que nos salvó de la sordera fue el milímetro de aire a baja presión que había entre el campo del traje y nuestros tímpanos, los cuales amortiguaron el choque lo bastante como para que sólo sintiéramos un tintineo en nuestros oídos.

—¿Qué ha sido eso? —pregunté.

Ember se sentó en el suelo, y agachó su cabeza, desinteresada de todo excepto de su propia desilusión.

—Joyas de las explosiones —dijo—. Por allá —señaló y pude ver un deslucido punto reluciente a cosa de un kilómetro. Había docenas de puntos más pequeños de luz (infraluz) esparcidos por todo aquel lugar.

—¿Quiere decir que ha provocado eso al pisotear el suelo?

Ella se encogió de hombros.

—Son inestables. Están llenas de nitroglicerina, hasta un punto que nadie puede imaginar.

—Bueno, recojamos los pedazos.

—Adelante.

Ella iba cojeando y apoyada en mi. Y siguió así, a pesar de los halagos que le hice. Para cuando finalmente conseguí que anduviera por su propio pie, los puntos relucientes habían desaparecido, enfriados. Ahora no podríamos encontrarlos. Ella no quiso hablar conmigo mientras continuamos valle abajo. Todo el resto del día fuimos acompañados por distantes escopetazos.

No hablamos mucho al día siguiente. Trató varias veces de volver a abrir las negociaciones; pero yo puse bien en claro que mi decisión estaba tomada. Le hice ver que yo le había alquilado su ciclo y contratado sus servicios de acuerdo con las condiciones que ella había puesto. Absolutamente gratis, había dicho ella, exceptuando artículos de consumo, por los cuales yo había pagado. No se había hablado para nada de una adopción. De haberse hablado, le aseguré, la habría rechazado tal como la rechazaba ahora. Puede que incluso me lo creyera.

Después de nuestra discusión por la mañana, hubo un breve rato en que pareció que ella ya no iba a tener nada más que ver con el viaje. Permaneció sentada allí en la tienda mientras yo preparaba el desayuno. Cuando llegó el momento de irse, ella puso mala cara y declaró que no iba a salir en busca de joyas de explosión, y que a lo mejor se quedaba allí o daba media vuelta.

Después de que yo le recordara nuestro contrato verbal, se levantó de mala gana. No le gustó, pero hacía honor a su palabra.

La búsqueda de joyas de explosiones demostró pronto ser una fuente de desengaños. Yo había tenido visiones en las que me veía recorriendo detenidamente el país durante días. Luego llegó el momento emocionante de encontrar una. ¡Eureka!, había gritado. En realidad no hubo nada de eso. He aquí cómo es la búsqueda de las joyas de explosión: uno da un fuerte pisotón en el suelo, espera unos segundos, luego continúa y da otro pisotón. Cuando uno ve y oye una explosión, simplemente camina hasta donde ocurrió y las recoge del suelo. Están esparcidas por todas partes, iluminadas en las bandas infrarrojas del calor de la explosión. Pueden tener también flechas de neón relampagueando sobre ellas. Una gran aventura.

Cuando encontrábamos una, la recogíamos y la tirábamos a un refrigerador montado en nuestros tagalongs. Están formadas por la presión de la explosión, pero ciertas partes de ellas son volátiles a las temperaturas de Venus. Estos elementos entrarán en ebullición y te dejarán un polvo grisáceo en cosa de tres horas si no los enfrías. Yo no sé cómo duraron tanto. Estaban mucho más calientes que el aire cuando las recogimos, así que pensé que se debían de haber fundido inmediatamente.

Ember dijo que era la impacción del entramado cristalino lo que daba a las joyas la fuerza temporal para resistir a la temperatura. Las cosas se portan de un modo diferente con las extremadas temperaturas y presiones de Venus. Al enfriarse, el entramado se debilitaba I empezaba un agrietamiento progresivo. Por eso era tan importante recogerlas lo antes posible después de la explosión para lograr gemas sin imperfecciones.

Pasamos todo el día dedicados a eso. Finalmente reunimos unos diez kilos de gemas, que iban desde la que tenía el tamaño de un guisante hasta la que era tan grande como una manzana.

Me senté junto al fuego del campamento y las examiné aquella noche. Noche según mi reloj, por supuesto. Otra cosa que estaba empezando a echar de menos era el ciclo de veinticinco horas de noche y día. Y ahora que pensaba en ello, también lunas. ¡Cuanto me habría alegrado ver a Deimos o Phobos aquella noche! Pero el sol estaba agazapado allá en el horizonte, moviéndose lentamente hacia el norte, en preparación de su tránsito hacia el cielo matinal.

Las joyas eran hermosas, debo decirlo. Tenían un color de vino tinto con un matiz marrón. Pero cuando la luz les daba de lleno, no se podía predecir lo que podía ver. La mayoría de las gemas en su estado natural estaban revestidas de una sustancia deslustrada que ocultaba toda su hermosura. Lo experimenté al desconchar algunas de ellas. Lo que apareció detrás cuando yo escamé la pátina era una superficie resbaladiza que centelleaba aun a la luz de una vela. Ember me mostró cómo suspenderlas de una cuerda y golpearlas. Entonces sonaban con un sonido argentino como campanitas, y de vez en cuando una se desprendía de todas sus imperfecciones y surgía como un equilátero de ocho lados perfectos.

Estaba guisando para mí aquel día. Ember había guisado para mí desde el principio; pero ya no parecía interesada en lisonjearme.

—Yo he sido contratada como guía —me indicó, con bastante veneno—. El diccionario Webster define al guía como...

—Ya sé lo que es un guía.

—Y no dice nada de guisar. ¿Se casará usted conmigo?

—No —ni siquiera me sentí sorprendido.

—¿Por las mismas razones?

—Yo no haría un acuerdo así a la ligera. Además, usted es muy joven.

—La edad legal es doce años. Cumpliré doce dentro de una semana.

—Es demasiado joven. En Marte usted debería tener catorce años.

—¡Qué dogmático! ¿No estará bromeando, verdad? ¿Es realmente catorce años?

Eso era típico de su falta de conocimientos del lugar al que ella estaba esforzándose tanto por ir. Yo no sé dónde habría aprendido ella sus ideas sobre Marte. Finalmente llegué a la conclusión de que se las había imaginado todas en sus fantasías.

Comimos en silencio la comida que yo había preparado, jugando con nuestra colección de joyas. Estimé que yo tendría por valor de unos mil marcos en piedras sin tallar. Y ya me estaba cansando del monte venusino. Me imaginé que pasaría otro día dedicado a la recogida, y luego regresaría hacia el ciclo. Probablemente ello sería un alivio para nosotros dos. Ember podría volver a tender trampas para el próximo turista estúpido que llegara a la ciudad, o incluso dirigirse a Venusburg y buscar allí ávidamente.

Pensando en ello, me pregunté cómo es que ella estaba aún aquí. Si tenía el dinero para pagar el enorme soborno que me había ofrecido, ¿por qué no estaba en la ciudad donde los turistas eran tan numerosos como las moscas? Iba a preguntarle eso; pero ella se me acercó y se sentó muy cerca de mí.

—¿Querría-usted hacer el amor? —me preguntó.

Yo ya había tenido bastante con las insinuaciones. Solté un bufido, me levanté y crucé la pared de la tienda.

Una vez fuera, lo sentí. La espalda me dolía terriblemente, y con retraso me di cuenta de que mi colchón in fiable no pasaría a través de la pared de la tienda. Si lo lograba hacer pasar, como fuera, se quemaría. Pero no podía retroceder después de haber salido de aquel modo. Me sentí comprometido. Quizás no podía pensar ordenadamente debido a mi dolor de espalda; no lo sé. De todos modos escogí un trozo de terreno que parecía blando y me tumbé.

No se puede decir que fuera blando.

Me desperté dolorido. Sabía, sin ni siquiera intentarlo, que si me movía sería como si me clavasen un cuchillo en mi espalda. Naturalmente no tenía la menor gana de comprobarlo.

Mi brazo descansaba sobre algo suave. Moví mi cabeza —confirmando mi sospecha acerca del cuchillo— y vi que era Ember. Estaba dormida, echada de espaldas. Malibu se hallaba acurrucada en su brazo.

Era como una muñeca plateada, con la boca abierta y un aspecto de vulnerabilidad relajada en su rostro. Sentí que una sonrisa empezaba a aparecer en mis labios, como aquellas con las que ella me había engatusado allá en Prosperidad. Me pregunté por qué yo la había tratado tan malamente. Por lo menos a mi me parecía aquella mañana que la había estado tratando mal. Claro que ella me había utilizado, había trampeado conmigo y parecía querer utilizarme de nuevo. Pero, ¿qué es lo que la había herido? ¿Quién sufría por ello? Yo no podía pensar de nadie por el momento. Decidí excusarme ante ella cuando se despertara y tratara de volver a lo mismo. Puede que incluso alcanzáramos alguna especie de acomodo sobre ese asunto de la adopción.

Y mientras yo estaba allí, quizás pudiera enderezarme lo suficiente para pedirle que echara un vistazo a mi espalda. Yo ni siquiera le había hablado de ello, probablemente por temor a estar más endeudado con ella. Estaba seguro de que ella no habría aceptado el pago en dinero.

Ya me disponía a despertarla cuando casualmente miré hacia mi otro lado. Había algo allí. Casi no reconocí lo que era.

Se hallaba a unos tres metros de distancia, aumentando en tamaño a partir de una hendidura entre dos rocas. Era globular, de medio metro de largo y reluciendo con un apagado color rojizo. Parecía como una blanda gelatina.

Era una joya de las explosiones antes de la explosión.

Tenía miedo de hablar, y luego recordé que hablar no afectaría a la atmósfera a mí alrededor y no provocaría la explosión. Tenía un transmisor de radio en mi garganta y un receptor en mi oído. Así es como se puede hablar en Venus: uno subvocaliza y la gente te oye.

Moviéndome con mucho cuidado, alargué la mano y toqué suavemente a Ember en el hombro.

Se despertó poco a poco, se desperezó y empezó a incorporarse.

—No se mueva —le dije, en lo que esperaba fuera un susurro. Eso es difícil de hacer cuando uno está subvocalizando, pero quería darle a entender que ocurría algo malo.

Ella se alertó, pero no se movió.

—Mire por encima hacia su derecha. Muévase muy despacio. No arañe el suelo ni nada. Yo no sé qué hacer.

Miró y no dijo nada.

—No está usted solo, Kiku —susurró ella finalmente—. Esto es algo de lo que nunca oí hablar.

—Y ¿cómo ha ocurrido?

—Debe de haberse formado durante la noche. Nadie sabe mucho acerca de cómo se forman o cuánto tiempo necesitan. Nadie estuvo nunca más cerca de quinientos metros de una. Siempre explotan antes de que se pueda llegar tan cerca. Incluso las vibraciones del chasis de un ciclo podrían hacerlas estallar antes de que uno se acercara lo suficiente para verlas.

—Bueno, y ¿qué hacemos?

Se me quedó mirando. Es difícil leer expresiones en un rostro reflexivo, pero creo que estaba asustada. Sé que lo estaba.

—Yo me estarla quieta.

—¿Tan peligroso es?

—Hermano, no lo sé. Se oirá un gran estruendo cuando ese monstruo estalle. Nuestros trajes nos protegerán en buena parte. Pero eso nos va a levantar y a acelerar muy rápidamente. Esa clase de aceleración brusca puede revolver sus entrañas. Yo diría que producirá una contusión como mínimo.

Tragué saliva.

—Entonces...

—Estése quieto. Estoy pensando.

Yo también pensaba. Estaba helado allí con un cuchillo caliente clavado en mi espalda. Sabía que me tendría que retorcer en cualquier momento.

Aquella maldita cosa se estaba moviendo.

Parpadeé, temeroso de frotarme los ojos, volví a mirar. No, ya no estaba. Por lo menos en el exterior. Era parecido al movimiento que uno puede ver dentro de una célula viva bajo un microscopio. Flujos internos, cambios de fluidos de acá para allá. Lo contemplé y quedé hipnotizado.

Había mundos en aquella joya. Estaba el antiguo Barsoom de los cuentos de hadas de mi infancia; estaba la Tierra Media con sus melancólicos castillos y sus bosques sensitivos. La joya era una ventana hacia algo inimaginable, un lugar donde no había cuestiones ni emociones, sino una amplia consciencia. Estaba oscuro y húmedo sin amenazas. Era algo creciente y sin embargo completo cuando llegó al ser. Era mayor que esta bola de barro caliente llamada Venus y tenía sus raíces profundas en el corazón del planeta. No había rincón del universo que no alcanzara.

Se daba cuenta de mí. Sentí que me tocaba y no sentí sorpresa. Me examinó al pasar pero estaba totalmente desinteresado. No planteé preguntas por ello, fuera lo que fuese. Ya me conocía y siempre me había conocido.

Sentí una atracción todopoderosa. Aquella cosa no ejercía influencia sobre mí; la atracción era un anhelo en mí. Yo estaba intentando alcanzar una plenitud que la joya poseía y que comprendí nunca podría tener. La vida sería siempre una serie de misterios para mí. Para la joya sólo había consciencia. Consciencia de todo.

Retorcí mis ojos al apartarlos en el último instante posible. Estaba cubierto de sudor y comprendí que volvería a mirar hacia atrás en un instante. Fue la cosa más bella que nunca miraré.

—Kiku, escúchame.

—¿Qué?

Recordé a Ember como si estuviera a una enorme distancia. —Escuche. Despierte. No mire a eso.

—Ember, ¿ve algo? ¿Siente algo?

—Veo algo. No quiero hablar de ello. No puedo hablar de ello. Despiértese, Kiku, y no mire hacia atrás.

Me sentí como si ya fuera una estatua de sal, si no ¿por qué no mirar hacia atrás? Sabía que mi vida no volvería a ser nunca lo que había sido. Era como una especie de conversión religiosa involuntaria, como si supiera de repente para qué existía el universo. El universo era un hermoso estuche forrado de seda para el despliegue de la joya que yo acababa de ver.

—Kiku, esa cosa ya debe de haberse ido. Si no, nosotros no estaríamos aquí. Me moví cuando me desperté. Una vez traté de llevarme una a hurtadillas y fui a parar a quinientos metros de ella. Y eso que pisé con tanta suavidad como si fuera sobre agua; pero estalló. Así que esa cosa no puede estar aquí.

—Estupendo —dije—. Y ¿cómo hacemos frente al hecho de que está aquí?

—Muy bien, muy bien, está aquí. Pero no debe de estar acabada. No debe de tener el nitro suficiente para volar todavía. Puede que logremos escapar.

Volví de nuevo la mirada hacia aquello, y luego Ja aparté. Era como si mis ojos estuvieran soldados con gomas elásticas; se alargaban lo suficiente para permitirme que me volviera, pero siempre tiraban de mí hacia atrás.

—No estoy seguro de querer.

—Lo sé —susurró—. Yo... agárrese, no mire atrás. Tenemos que escapar.

—Escuche —le dije mirándola en un acto de voluntad—. Puede que uno de nosotros pueda escapar. Quizás los dos. Pero es más importante que usted no resulte herida. Si yo soy herido, usted quizá pueda arreglarme. Si usted es herida, probablemente morirá, y si los dos resultamos heridos, moriremos.

—Sí, ¿y qué?

—Bueno, pues que yo estoy más cerca de la joya. Usted puede empezar a retroceder apartándose de ella primero, y yo la seguiré. Le serviré de escudo contra los efectos peores de la explosión, si explota, ¿Qué le parece?

—No es muy halagüeño —pero se lo pensó y no pudo encontrar defectos a mi razonamiento. Creo que no le hacia gracia ser la protegida en vez de la heroína. Infantil, aunque natural. Demostró su madurez inclinándose ante lo inevitable.

—Muy bien. Trataré de alejarme diez metros de eso. Ya le haré saber cuando llegue allí para que usted pueda retroceder. Creo que podremos sobrevivir a los diez metros.

—Veinte.

—Pero... ¡Oh! Está bien. Veinte. Buena suerte, Kiku. Creo que le amo —hizo una pausa—. ¿Eh, Kiku?

—¿Qué? Debería ponerse en movimiento. No sabemos cuánto I tiempo va a permanecer la cosa estable.

—Muy bien. Pero tengo que decirle una cosa: mi oferta de la pasada noche, esa que le puso a usted tan enfadado...,

—¿Sí?

—Bueno, no se trataba de un soborno. No era como lo de los veinte mil marcos. Yo justamente... bueno, aún no sé mucho acerca de eso. ¿Le parece que lo dije en mal momento?

—Sí, pero no se preocupe por ello. Póngase en marcha.

Se puso en marcha, un centímetro cada vez. Suerte que ninguno de los dos tuviera que preocuparse de contener el aliento. Creo que la tensión habría sido insoportable.

Miré hacia atrás. No pude evitarlo. Estaba en el santuario de una iglesia cósmica cuando oí que ella me llamaba. No sé qué clase de poder empleaba para alcanzarme donde yo estaba. Ember lloraba.

—Kiku, por favor, escúcheme.

—¿Eh? ¡Oh! ¿Qué pasa?

Sollozó aliviada.

—¡Por amor de Dios hace una hora que lo estoy llamando! Por favor, venga. Por aquí, ya estoy lo bastante apartada.

En mi cabeza había aturdimiento.

—¡Oh, Ember! No hay que precipitarse. Sólo quiero mirarla otro minuto. Quédese ahí.

—¡No! Si no se pone en marcha ahora mismo, volveré y lo sacaré a usted a rastras.

—No puede hacerlo... ¡Oh! Está bien. Ya voy —miré por encima y la vi sentada de rodillas. Malibu estaba a su lado. Su pequeña nutria miraba fijamente en mi dirección. Me la quedé mirando y resbalé al dar un paso, escurriéndome de espaldas. Mi espalda, en la que era mejor no pensar.

Retrocedí dos metros, luego tres. Tuve que detenerme para descansar. Miré la joya, y luego de nuevo a Ember. Era difícil decir qué era lo que me atraía con más fuerza. Debía de haber alcanzado un punto de equilibrio. Podía haberme dirigido a cualquiera de los dos sitios.

Entonces una pequeña raya plateada se acercó a mí, corriendo todo lo rápidamente que podía. Llegó hasta mí y dio un salto de través.

- ¡Malibu!-le gritó Ember. Me volví. La nutria parecía sentirse más feliz que nunca, incluso que en aquel regato de la ciudad. Y dio un salto, justo hacia la joya...

Sólo de un modo muy consciente recobré el conocimiento. No había línea divisoria entre los diferentes estados de consciencia por dos razones: Estaba sordo y ciego. Así que no puedo decir cuándo pasé de los sueños a la realidad; la mezcla era demasiado uniforme, y no había cambio suficiente para observarlo.

No recuerdo que me enterara de que estaba sordo y ciego. No recuerdo que aprendiera a hablar con las manos, lenguaje con el cual Ember me hablaba. El primer momento racional que puedo recordar como tal fue cuando Ember me contó sus planes para volver a Prosperidad.

Le respondí que hiciera lo que le pareciera mejor, ya que ella tenía el control absoluto. Me sentí desolado al darme cuenta de que yo no estaba donde había creído estar. Había soñado con Barsoom. Pensé que me había convertido en una joya de las explosiones y que había estado aguardando en una especie de éxtasis desprendido en el momento de la explosión.

Ella operó mi ojo izquierdo y logró restaurar algo de la visión. Podía ver borrosamente las cosas que estaban a un metro de mi rostro. Todo lo demás eran sombras. Por lo menos ella podía escribir cosas en hojas de papel y alargármelas para que yo las viera. Eso hacia las cosas más rápidas. Así me enteré de que ella estaba también sorda. Y que Malibu había muerto, o que podía estar muerta. Había metido al animal en el refrigerador y pensó que podría remendarlo al regresar. Si no, siempre podría hacerse otra nutria.

Le conté lo de mi espalda. A ella le sobresaltó enterarse de que yo me había lastimado al deslizarme montaña abajo; pero tuvo el suficiente sentido común como para no regañarme por ello. No le costaría mucho trabajo arreglármelo. Me dijo que no era más que un disco magullado.

Sería muy aburrido describir todo nuestro viaje de regreso. Fue muy difícil porque ninguno de los dos sabía mucho acerca de la ceguera. Pero yo pude acostumbrarme a ella con bastante rapidez. Dejarse llevar de la mano era bastante fácil, aunque tropecé muy pocas veces después del primer día. En el segundo día escalamos las montañas y mi tagalong funcionó mal. Ember lo desechó y nos arreglamos con el de ella. Podíamos utilizarlo sólo cuando yo estaba sentado y quieto, pues el de ella había sido hecho para una persona mucho más baja. Si yo trataba de caminar con él, rápidamente se quedaba atrás y de una sacudida me hacía perder el equilibrio.

Luego estaba la cuestión de subirse al ciclo y pedalear. No había otra cosa que hacer más que pedalear y eché de menos la charla que tuvimos a la ida. Echaba de menos la joya de las explosiones, y me pregunté si alguna vez me ajustaría a la vida sin ella.

Pero el recuerdo se había desvanecido cuando regresamos a Prosperidad. No creo que la mente humana pueda contener realmente algo de tal magnitud. Se escabullía de mí a cada hora, como un sueño se desvanece por la mañana. Me resultó difícil recordar qué es lo que había sido tan grande en el experimento. Hasta ahora lo único que puedo decir es en acertijos. Me he quedado en sombras. Me siento como una lombriz a la que han mostrado una puesta de sol y no tiene sitio para almacenar el recuerdo.

De vuelta en la ciudad fue cosa fácil para Ember restaurar nuestro oído. Lo que ocurrió fue que ella no llevaba tímpanos de repuesto en su botiquín.

—Fue un descuido —me dijo—. Pensándolo ahora, parece evidente que la lesión más probable de una joya de las explosiones sería en los tímpanos del oído. Sólo que no pensé en ello.

—No se preocupe. Lo hizo muy bien.

Esbozó una mueca.

—Sí, lo hice bien, ¿verdad?

La visión fue un problema mayor. No tenía ojos de repuesto y nadie en la ciudad quería vender uno de los suyos a ningún precio. Me dio uno de los suyos como medida temporal. Se quedó con su infraojo y se puso un parche sobre el otro, lo cual le dio un aspecto de mujer sedienta de sangre. Me dijo que comprara otro en Venusburg, ya que nuestros tipos sanguíneos no eran muy parecidos. Mi cuerpo lo rechazaría al cabo de tres semanas.

Llegó el día de la partida semanal del dirigible para Última Oportunidad. Estábamos sentados en su taller, el uno enfrente de la otra con nuestras piedras y el montón de joyas de las explosiones entre ambos.

Tenían un aspecto horrible. ¡Oh! No habían cambiado. Las habíamos pulido hasta que centellearon tres veces más que antes a la luz del fuego en nuestra tienda. Pero ahora las podíamos ver como los fragmentos rotos de hueso podridos y amarillentos que eran. No habíamos dicho a nadie lo que habíamos visto en el desierto de Fahrenheit. No había manera de comprobarlo y toda nuestra experiencia había sido puramente subjetiva. Nada que durara en un laboratorio. Nosotros éramos los únicos que conocíamos su verdadera naturaleza, y probablemente seguiríamos siendo los únicos. ¿Qué podíamos decir a los demás?

—¿Qué cree usted que ocurrirá? —le pregunté.

Me miró de un modo mordaz:

—Me parece que usted ya lo sabe.

—Sí.

Fueran lo que fuesen, aunque sobrevivieran y se reprodujeran, el único hecho que dábamos por seguro era que no podían sobrevivir dentro de un radio de cien kilómetros de una ciudad. Hubo una vez en que existieron joyas dé las explosiones en el mismo lugar en donde nosotros estábamos sentados ahora. Y los seres humanos se expansionan. Una vez más no sabríamos lo que estábamos destruyendo.

No pude conservar las joyas. Me sentía como un demonio que se alimentara de cadáveres. Traté de dárselas a Ember; pero ella tampoco las quiso.

—¿No deberíamos decírselo a alguien? —preguntó Ember.

—Claro, dígaselo a quien quiera. No espere que la gente se ponga a andar de puntillas hasta que pueda demostrarles algo. Y quizás ni siquiera entonces.

—Bueno, eso suena como si yo fuera a pasarme algunos años más andando de puntillas. Me parece que ya no seré capaz de dar un puntapié en el suelo.

Estaba desconcertado.

—¿Por qué no? Usted irá a Marte. No creo que las vibraciones lleguen de tan lejos.

Se me quedó mirando fijamente.

Hubo una breve confusión; y luego me encontré dándole un montón de excusas, mientras ella se echaba a reír y me decía que yo era una sucia rata, y luego volviendo a lo de antes le dije que le gastaría esa broma cada vez que quisiera.

Fue un malentendido. Honradamente creí que le había dicho lo de mi cambio de sentimientos mientras estaba sordo y ciego. Debió de haber sido un sueño porque ella no estaba enterada y yo había supuesto que la respuesta era un no permanente. Ella no había hablado para nada de adopción desde la explosión.

—No quiero importunarle más acerca de ello después de lo que usted hizo por mí —dijo, conteniendo la respiración por la excitación—. Yo le debo mucho, quizás mi vida. Y me aproveché de usted muy malamente cuando vino aquí.

Negué eso y le contesté que había pensado que ella no quería hablar del asunto porque lo daba como cosa segura.

—¿Cuándo cambiaste de idea? —me preguntó, ya tuteándome.

Reflexioné.

—Al principio creía que fue mientras me cuidabas —ahora la tuteé yo— y me encontraba tan impedido; pero ahora recuerdo cuándo fue: Poco después de que yo saliera de la tienda, aquella última noche que pasamos en el suelo.

No. supo qué contestarme. Simplemente me dedicó una amplia sonrisa, y empecé a preguntarme qué clase de papeles firmaría cuando los dos llegáramos a Venusburg: adopción o contrato de matrimonio.

No me preocupé mucho por eso. Son las incertidumbres de esta clase las que hacen que la vida sea interesante. Nos levantamos a la vez, dejando el montón de joyas de las explosiones en el suelo. Caminando suavemente, nos apresuramos a tomar el dirigible.

RAY BRADBURY

Caleidoscopio

Kaleidoscope

«¿A qué se parece el exterior?» Es una cuestión que ha ocupado las mentes y sueños de los seres humanos desde tiempos inmemoriales. Es también una dé las especulaciones básicas de la moderna ciencia ficción, y los relatos de viajes por el espacio que han embelesado a millones de lectores durante años. Aquí Ray Bradbury nos lleva en un trágico y sin embargo bello viaje a través del espacio exterior y nos recuerda que cada logro se cobra su precio.

El primer golpe cortó a la nave como si hubiera sido un abrelatas gigante. Los hombres fueron lanzados al espacio como una docena dé peces plateados que culebreaban. Fueron esparcidos en un mar de oscuridad; y la nave, hecha un millón de pedazos, prosiguió como un enjambre de meteoros en busca de un sol perdido.

—¡Barkley, Barkley!, ¿dónde está usted?

El sonido de las voces como niños perdidos en una noche fría.

—¡Woode, Woode!

—¡Capitán!

—¡Hollis, Hollis! ¡Soy Stone!

—¡Stone! ¡Soy Hollis! ¿Dónde estás?

—No lo sé, ¿cómo voy a saberlo? ¿Cuál es la parte de arriba? Me caigo. ¡Santo Dios! ¡Me caigo!

Caían. Caían como los guijarros caen en los largos otoños de la infancia, plateados y finos. Se habían esparcido como en el juego de los cantillos las piedras son esparcidas, en un lanzamiento gigante. Y ahora en vez de hombres había sólo voces, toda clase de voces. Descarnadas y vehementes, en diversos grados de terror y resignación.

—Nos estamos alejando unos de otros.

Esto era verdad. Hollis, balanceando la cabeza sobre los talones, sabía que era cierto. Y lo aceptaba vagamente. Se estaban separando para tomar caminos distintos, y nada podría hacerles volver. Llevaban puestos sus trajes espaciales herméticos con los tubos de cristal sobre sus rostros pálidos; pero no habían tenido tiempo de poner en marcha sus propulsores. Con ellos, podían ser como pequeños botes salvavidas en el espacio, salvándose a si mismos, salvando a otros, reuniéndose, hallando a los demás hasta que fueran una isla de hombres con algún plan. Pero sin los propulsores colgados de sus espaldas eran meteoros, insensibles, cada uno yendo hacia un sino distinto e irrevocable.

Transcurrieron unos diez minutos antes de que desapareciera la primera sensación de terror y una calma metálica la sustituyera. El espacio empezó a entretejer sus extrañas voces, como en un tejido grande y oscuro, cruzando, recruzando, formando un diseño final.

—Stone a Hollis. ¿Cuánto tiempo podemos hablar por teléfono?

—Depende de la rapidez con que tú y yo vayamos por nuestros lados.

—Creo que será cosa de una hora.

—Debería de ser así —contestó Hollis, abstraído y tranquilo.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Hollis un minuto después.

—El cohete explotó. Eso es todo. Los cohetes explotan.

—¿Hacia dónde vas?

—Parece como si fuera a chocar contra el Sol.

—Yo voy hacia la Tierra. De vuelta hacia la vieja madre Tierra, a diez mil millas por hora. Me quemaré como una cerilla —Hollis pensó en ello como en una extraña abstracción de la mente. Le pareció como si se hubiera separado de su cuerpo, contemplándolo caer y hundirse en el espacio, tan objetivo como si se hubiera tratado de la caída de los primeros copos de nieve de un invierno ya hacía tiempo pasado.

Los otros guardaban silencio, pensando en el destino que les había llevado a esta caída, sin que pudieran hacer nada por evitarla. Incluso el capitán guardaba silencio, porque no había órdenes de mando ni plan que él supiera que pudiera volver las cosas a su estado anterior.

—¡Oh! Es una larga caída. ¡Oh! Es una larga caída, larga caída —dijo una voz—. No quiero morir, no quiero morir. Es una larga caída.

—¿Quién es ese?

—No lo sé.

—Creo que es Stimson. Stimson, ¿eres tú?

—Es una larga caída y no me gusta. ¡Oh, Dios! No me gusta.

—Stimson, soy Hollis, ¿me oyes?

Una pausa mientras caían separados el uno del otro.

—¿Stimson?.

—Sí —replicó al final.

—Stimson, tómatelo tranquilo, a todos nos ha pasado lo mismo.

—No quiero estar aquí, quiero estar en otro sitio.

—Si hay una posibilidad ya lo averiguaremos.

—Debe de haberla, debe de haberla —dijo Stimson—. No creo en esto. No creo que nada de esto esté sucediendo.

—Es una pesadilla —dijo alguien.

—¡Calla! —gritó Hollis.

—Ven a obligarme, a callar —respondió la voz. Era Applegate, quien se echó a reír estentóreamente con una similar objetividad—. Ven y hazme callar.

Hollis, por primera vez, se dio cuenta de lo imposible de su situación. Se apoderó de él una gran rabia, porque en este momento más que la existencia, quería hacer algo por Applegate. Él había querido durante muchos años hacer algo y ahora ya era demasiado tarde. Applegate era sólo una voz telefónica.

Caer, caer, caer.

Ahora, como si hubieran descubierto el horror, dos de los hombres empezaron a gritar. En una pesadilla, Hollis vio a uno de ellos flotar a su lado, muy cerca, gritando y gritando.

—¡Calla! —aquel hombre estaba casi en la punta de sus dedos, gritando como un loco. No se callaría nunca. Seguiría gritando durante un millón de millas, mientras estuviera en donde llegaran las ondas de la radio, molestando a todos ellos, haciendo imposible que hablaran entre sí.

Hollis alargó su mano. Era mejor de esta manera. Hizo un esfuerzo extraordinario y tocó a aquel hombre. Lo agarró por el tobillo y tiró de él a lo largo de su cuerpo hasta que le alcanzó la cabeza. Aquel hombre gritó y se aferró frenéticamente, como un nadador que estuviera ahogándose. Los gritos llenaban el universo.

Una dirección u otra, pensó Hollis. El Sol o la Tierra o los meteoros lo matarían, así que ¿por qué no ahora?

Con su puño de hierro aplastó la máscara de cristal de aquel hombre. Los gritos cesaron. Se apartó bruscamente del cuerpo y lo dejó que cayera girando sobre si mismo en su propia dirección, que cayera y cayera.

También cayendo, precipitándose por el espacio continuaron Hollis y el resto de ellos en la larga e interminable precipitación en remolinos de terror silencioso.

—Hollis, ¿sigues ahí?

Hollis no contestó; pero sintió un acaloramiento en su rostro.

—Soy Applegate de nuevo.

—Está bien, Applegate.

—Hablemos. No tenemos otra cosa que hacer.

El capitán intervino:

—¡Basta ya de hablar! Tenemos que imaginar un modo de salir de esto.

—Capitán, ¿por qué no se calla usted? —dijo Applegate.

—¿Cómo?

—Ya me ha oído, capitán. No trate de hacer valer su rango sobre mí, ahora está a diez mil millas de distancia y no vamos a andar con bromas. Como dijo Stimson, es una larga caída.

—¡Cuidado con lo que dice, Applegate!

—Ya lo cuido. Esto es un motín de uno. Ya no tengo nada que perder. Su nave era una mala nave y usted era un mal capitán y espero que se ase cuando llegue al Sol.

—¡Le ordeno que se calle!

—¡Siga dándome órdenes! —Applegate sonrió en el otro extremo de las diez mil millas. El capitán guardó silencio. Applegate continuó—: ¿Dónde estábamos Hollis? ¡Ah, sí! Recuerdo. Yo también te odio; pero tú lo sabías. Lo hemos sabido durante mucho tiempo.

Hollis cerró sus puños, impotente.

—Quiero decirte algo —dijo Applegate—. Para hacerte feliz quiero que sepas que fui yo el que te puso bola negra en la Rocket Company hace cinco años.

Un meteoro pasó centelleante por su lado. Hollis miró hacia abajo y vio que su mano izquierda había desaparecido. La sangre salió a borbotones. De repente se quedó sin aire en su traje. Le quedaba aire suficiente en sus pulmones para mover su mano derecha y girar un botón en su codo izquierdo, apretando la juntura y cortando el derramamiento. Sucedió tan repentinamente que él no estaba sorprendido. Ya nada le sorprendía. El aire en el traje volvió a ser normal en un instante ahora que la sangría había sido cortada. Y la sangre que había fluido tan rápidamente fue presionada cuando él apretó el botón aún con más fuerza, hasta que le sirvió de torniquete.

Todo esto tuvo lugar en un terrible silencio por su parte. Y los otros hombres charlaban. Aquel Lespere siguió y siguió con su conversación sobre su esposa de Marte, su esposa de Venus, su esposa de Júpiter, su dinero, sus ratos maravillosos, sus borracheras, su afición al juego, su felicidad. Y siguió sin parar mientras caían y caían. Lespere recordaba un pasado feliz mientras caía hacia la muerte.

Era todo tan extraño. Espacio, miles de millas de espacio, y esas voces vibrando en el centro de él. Nadie visible en lo más mínimo, y sólo las ondas de radio estremeciéndose y tratando de emocionar a otros hombres. —¿Estás enfadado, Hollis?

—No —y no lo estaba. La abstracción había vuelto y él era como una cosa de obtuso hormigón, cayendo para siempre en ninguna parte.

—Tú has querido ser siempre el triunfador, Hollis. Y yo te estropeé el éxito. Siempre te preguntaste qué habría sucedido. Te puse la bola negra antes de que me echaran a mí.

—Eso no tiene importancia —contestó Hollis. Y no la tenía. Era ya í agua pasada. Cuando la vida ya ha terminado es como el parpadeo de una película brillante, un instante en la pantalla, todos sus prejuicios y pasiones condensados e iluminados por un instante en el espacio, y antes de que uno pueda gritar. Hubo un día feliz, otro malo, un rostro malvado, luego otro bondadoso, la película se quemó y se convirtió en ceniza, la pantalla estaba a oscuras.

Desde este borde exterior de la vida, mirando hacia atrás, había sólo un remordimiento, y era sólo que él quería seguir viviendo. ¿Sentían eso mismo todas las personas moribundas, como si nunca hubieran vivido? ¿Parece la vida verdaderamente tan corta, por encima y por debajo y antes de que uno pueda aspirar? ¿Pareció tan abrupta e imposible a todos, o sólo a sí mismo, hache, ahora que sólo le quedaban unas horas para pensar y reflexionar?

Uno de los otros hombres estaba hablando.

—Bueno, yo me di muy buena vida. Tuve una esposa en Marte y otra en Venus, y una en la Tierra y otra en Júpiter. Todas ellas tenían dinero y me trataron muy bien. Me lo pasé estupendamente. Me emborrachaba y en una ocasión gané en el juego veinte mil dólares.

«Pero ahora estás aquí —pensó Hollis—. Yo no tuve nada de eso. I Cuando yo vivía tenía celos de ti, Lespere, cuando tenía otro día de vida ante mí, y te envidiaba tus mujeres y tus buenos ratos. Las mujeres me asustaban y por eso me fui al espacio, siempre deseándolas, y celoso de ti por tenerlas, y por tener dinero, y tanta felicidad como podías tener a tu manera salvaje. Pero ahora, cayendo aquí, cuando todo ha terminado, ya no me siento más celoso, porque todo ha terminado para ti, como ha terminado para mí, y ahora mismo es como si nunca hubiera ocurrido.» —Hollis adelantó su rostro y gritó al teléfono—:

—¡Todo ha terminado, Lespere!

Silencio.

—¡Es como si nunca hubiera ocurrido, Lespere!

—¿Quién habla? —preguntó la voz vacilante de Lespere.

—Soy Hollis.

Estaba siendo mezquino. Sintió la mezquindad, la mezquindad sin sentido de morir. Applegate le había ofendido, y ahora él quería ofender a otro. Tanto el espacio como Applegate le habían herido.

—Estás aquí fuera, Lespere. Todo ha terminado. Es como si nunca hubiera sucedido, ¿no es verdad?

—No.

—Cuando todo ha terminado, es como si no hubiera sucedido. ¿En qué es tu vida mejor que la mía ahora? Mientras aquello sucedió, sí, ¿pero ahora? El momento presente es el que cuenta. Y no es mejor, ¿no te parece?

—¡Sí! ¡Es mejor!

—¡Cómo!

—¡Porque tengo mis pensamientos y puedo recordar! —gritó Lespere, lejos, indignado, sujetando sus recuerdos contra su pecho con ambas manos.

Y tenía razón. Con una sensación de agua fría corriendo a través de su cabeza y de su cuerpo, Hollis sabía que el otro tenía razón. Había diferencias entre recuerdos y sueños. El sólo tenía sueños de cosas que quería hacer, mientras que Lespere tenía recuerdos de cosas que había hecho y logrado. Y este conocimiento empezó a desgarrar a Hollis, con una lenta y temblorosa precisión.

—¿Y eso te sirve de algún bien? —gritó a Lespere—. ¿Ahora? Cuando una cosa ha terminado ya no es buena para nada. Tú no eres mejor sin ella que yo.

—Yo descanso tranquilo —contestó Lespere—. Yo ya tuve mi vez. Y no me voy a volver ruin al final, como tú.

—¿Ruin? —Hollis dio vueltas a la palabra con su lengua. El no había sido nunca ruin en su vida, en lo que podía recordar. Jamás se había atrevido a ser ruin. Debió de haber ahorrado su ruindad todos estos años para un momento como éste. «Ruin». Enrolló la palabra en

el fondo de su mente. Sintió que le brotaban lágrimas en los ojos y volvió hacia abajo su cara. Alguien debió de haber oído su voz jadeante.

—Tómatelo con tranquilidad, Hollis.

Era, por supuesto, ridículo. Sólo un minuto antes había estado dando consejos a los otros, a Stimson, había sentido una valentía que él había tomado por genuina, y ahora sabía que no había sido nada más que el sobresalto y la objetividad posible en un sobresalto emocional. Y ahora estaba tratando de meter toda una vida de emociones reprimidas en un intervalo de minutos.

—Sé cómo te sientes, Hollis —dijo Lespere, que ahora estaba a veinte mil millas de distancia, su voz perdiéndose—. No me lo tomo a mal.

Pero ¿somos iguales Lespere y yo?, se preguntó su mente alocada. ¿Aquí? ¿Ahora? Si una cosa buena ha terminado, ya está hecha, y ¿qué hay de bueno en ella? Uno muere de todos modos. Pero él sabía que estaba racionalizando, porque ello era como tratar de decir la diferencia entre un hombre vivo y un cadáver. Había una chispa en uno, y no en el otro, un aura, un elemento misterioso.

Así ocurría con Lespere y con él: Lespere se había dado una buena vida, y eso lo convertía ahora en un hombre diferente, y él, Hollis, había sido como un muerto durante muchos años. Iban a la muerte por caminos separados y, con toda probabilidad, si había clases de muertes, las suyas serían tan diferentes como la noche y el día. La cualidad de la muerte, como la de la vida, debe ser de infinita variedad, y si uno ya ha muerto una vez, entonces, ¿qué hay en buscar una muerte total de una vez, como él buscaba ahora?

Un segundo más tarde descubrió que su pie derecho lo tenía cortado totalmente y le faltaba. Eso casi le hizo reír. El aire había desaparecido nuevamente de su traje, se inclinó rápidamente y vio que había sangre, y que el meteoro le había quitado carne y traje hasta el tobillo. ¡Oh! La muerte en el espacio era de lo más humorístico, pues te iba cortando pedazo por pedazo," como si fuera un carnicero negro e invisible. Apretó la válvula en la rodilla, su cabeza dándole vueltas por el dolor, esforzándose por permanecer consciente, y con la válvula apretada, la sangre contenida, el aire conservado, se irguió y siguió cayendo, cayendo, porque eso era todo lo que quedaba por hacer.

—¿Hollis?

Hollis asintió con la cabeza, adormilado, cansado de esperar la muerte.

—Soy Applegate otra vez —dijo la voz.

—Sí.

—He tenido tiempo para pensar. Les he estado escuchando. Eso no está bien. Nos vuelve ruines. Es una mala manera de morir. Nos saca toda la bilis. ¿Me estás escuchando, Hollis?

—Sí.

—Te mentí hace un minuto. Te mentí. Yo no te puse bola negra. No sé por qué dije eso. Quizás quise herirte. Parecía que tú eras el que herías a todos. Siempre nos hemos peleado. Creo que me estoy haciendo rápidamente viejo y que me arrepiento pronto. Creo que al oírte ser tan ruin me sentí avergonzado. Fuera la que fuese la razón, quise que tú también supieras que yo también era un idiota. No hay una pizca de verdad en lo que yo te dije. Sólo quise interrumpirte.

Hollis sintió que su corazón le volvía a funcionar de nuevo. Parecía como si no le hubiera funcionado durante cinco minutos, pero ahora todos sus miembros empezaban a tener color y calor. El sobresalto ya había pasado, y los sucesivos sobresaltos de rabia, terror y soledad ya estaban pasando. Se sentía como un hombre que acababa de salir de una ducha fría por la mañana, dispuesto a tomar el desayuno y a emprender un nuevo día.

—Gracias, Applegate.

—No hay de qué. Alza tu nariz, tonto.

—¿Dónde se halla Stimson? ¿Cómo está?

—¿Stimson?

Ambos escucharon.

No hubo respuesta.

—Debe de haberse ido.

—No lo creo. ¡Stimson!

Volvieron a escuchar.

En sus teléfonos pudieron escuchar una respiración jadeante.

—Es él. Escucha.

—¡Stimson!

No hubo respuesta.

Sólo la respiración lenta y jadeante.

—No quiere contestar.

—Se ha vuelto loco. Que Dios le ayude.

—Ahí tienes. Escucha.

La respiración silenciosa, la quietud.. —Se ha cerrado como una almeja. Se ha ensimismado, haciendo una perla. Escucha al poeta, ¿quieres? De todos modos ahora es más feliz que nosotros.

Escucharon cómo Stimson se alejaba flotando.

—¡Eh! —dijo Stone.

—¿Qué? —Hollis llamó a través del espacio, porque Stone, entre todos ellos, era un buen amigo.

—Me he metido en un enjambre de meteoros, algunos son como asteroides.

—¿Meteoros?

—Creo que es el grupo Myrmidone que pasa cerca de Marte y se dirige hacia la Tierra cada cinco años. Yo estoy justamente en medio. Es como un gran caleidoscopio. Tiene todas las clases de colores, formas y tamaños. ¡Dios mió! ¡Qué cosa más hermosa! Todo es de metal.

Silencio.

—Me voy con ellos —dijo Stone—. Me arrastran con ellos. ¡Maldito sea! —se rió secamente.

Hollis intentó mirar, pero no vio nada. Había sólo las grandes joyas del espacio, con la voz de Dios mezclándose entre los fuegos de cristal. Había algo de maravilla e imaginación en la idea de Stone yéndose con el enjambre de meteoros, que pasara cerca de Marte durante años y que se dirigiera hacia la Tierra cada cinco años. Poniéndose al alcance o retirándose de la vista del planeta durante varios millones de años, Stone y el grupo Myrmidone eternos e infinitos, levantándose y tomando forma como los colores del caleidoscopio de cuando uno era un niño y sostenía el largo tubo hacia el Sol y le daba una vuelta.

—Adiós, Hollis —la voz de Stone era muy débil ahora—. Adiós.

—¡Buena suerte! —le grito Hollis desde una distancia de treinta mil millas.

—No te guasees —le dijo Stone, y ya no se le oyó más.

Las estrellas se cerraron.

Ahora todas las voces se estaban debilitando, cada una en su propia trayectoria, algunas hacia el Sol, otras hacia el más remoto espacio. Y el propio Hollis. Miró hacia abajo. Él, de todos ellos, era el único que volvía a la Tierra.

—Adiós.

—Tú, tranquilo.

—Adiós, Hollis —ése fue Applegate.

Los muchos adioses. Las cortas despedidas. Y ahora el gran cerebro suelto se estaba desintegrando. Los componentes del cerebro, que habían trabajado de un modo hermoso y eficiente en su estuche cráneo de la nave cohete corriendo a través del espacio, estaban muriendo uno a uno, el significado de su vida juntos se caía en pedazos. Y como el cuerpo muere cuando el cerebro cesa de funcionar, así el espíritu de la nave y de su largo tiempo juntos y lo que ellos significaban los unos para los otros estaba muriendo. Applegate no era ahora más que un dedo volado del cuerpo principal, al que ya no se le podía despreciar ni perjudicar. El cerebro había explotado, y sus fragmentos insensibles e inútiles estaban muy esparcidos. Las voces se desvanecieron y ahora todo el espacio estaba en silencio. Hollis estaba solo, cayendo.

Todos estaban solos. Sus voces se habían extinguido como ecos de las palabras de Dios habladas y vibrantes en el espacio estrellado. Allá fue el capitán hacia el Sol, acullá Stone con el enjambre de meteoros; allí Stimson, encerrado en sí mismo; Applegate hacia Plutón, Smith y Turner y Underwood y todo el resto, los fragmentos del caleidoscopio que había formado una forma de pensar durante tanto tiempo, y que ahora era arrojada en todas direcciones.

«¿Y yo? —pensó Hollis—. ¿Qué puedo hacer? ¿Hay algo que pueda hacer para enfrentarme a una vida terrible y vacía? Si yo pudiera hacer una buena cosa por la ruindad que he ido acumulando todos estos años sin ni siquiera saber que estaba en mí. Pero aquí no hay nadie más que yo, ¿y cómo puedo hacer el bien estando solo? No se puede. Mañana por la noche chocaré con la atmósfera de la Tierra.

»Me quemaré, pensó, y mis cenizas se esparcirán sobre todos los continentes. Podré ser útil. Sólo un poquito; pero las cenizas son cenizas y se añadirán a la tierra.»

Se sentía rápido, como una bala, como un guijarro, como un peso de hierro, objetivo, objetivo ahora todo el tiempo, ni triste ni feliz ni nada, sino sólo deseando poder hacer algo bueno ahora que todo el mundo se había ido, una cosa buena sólo por el gusto de él saberlo.

«Cuando choque con la atmósfera, me quemaré como un meteoro.»

—Me pregunto —dijo— si alguien me verá.

El muchacho que iba por aquella carretera en el campo alzó la vista y gritó:

—¡Mira, mamá! ¡Una estrella fugaz!

La blanca estrella resplandeciente cayó por el cielo del crepúsculo en Illinois.

—Pide un deseo —le dijo su madre—. Pide un deseo.

KURT VONNEGUT, Jr.

Los anfibios

Unready to Wear

Cuando Charles Darwin propuso por primera vez en el pasado siglo su entonces controvertida teoría de la evolución por la selección natural, causó un profundo efecto en la sociedad, particularmente en las creencias de la religión organizada, porque desafiaba explícitamente las nociones religiosas de cómo nosotros hicimos nuestra aparición en este planeta e implícitamente desafiaba las suposiciones entonces corrientes sobre el destino de nuestra especie. El futuro del género humano es también materia de la moderna ciencia ficción, como Kurt Vonnegut, Jr. nos muestra en esta obsesionante historia de la evolución humana.

Yo no creo que los viejos, al menos aquellos de nosotros que no nacimos para ello, podamos nunca sentirnos a gusto siendo anfibios, anfibios en el nuevo sentido de la palabra. Aún hay veces en que me pongo lívido por cosas que ya no me importan nada.

No puedo evitar el preocuparme por mi negocio, por ejemplo, o por lo que fue mi negocio. Al fin y al cabo me pasé treinta años creándolo desde el principio, y ahora el equipo se está oxidando y atascando de polvo. Pero aunque yo sé que es una tontería por mi parte el preocuparme por lo que le pasa al negocio, pido prestado un cuerpo de vez en cuando a un centro de depósito y me voy a dar una vuelta por mi vieja ciudad natal y limpio y engraso toda la parte de equipo que puedo.

Claro que todo aquel equipo era muy bueno para hacer dinero, y Dios sabe que hay mucho de él tirado por allí. No tanto como solía haber al principio, cuando algunas personas se volvieron juguetonas y lo arrojaron por todos lados, y el viento luego lo sopló en todas las direcciones. Y muchos ambiciosos reunieron montones de ello y lo escondieron en alguna parte. Odio tener que admitirlo; pero yo mismo recogí casi medio millón y lo escondí en un sitio apartado. Solía sacarlo a veces y contarlo; pero de eso ya hace años. Ahora me sería difícil decir dónde está.

Pero mi preocupación por mi viejo negocio no es nada comparada con la preocupación de mi esposa, Madge, que es nuestra vieja casa. La casa que ella creó en treinta años mientras yo creaba mi negocio. Y luego cuando terminamos de construir y decorar aquel sitio todas las personas que nos importaban algo se volvieron anfibias. Madge pide prestado un cuerpo cada mes y va a limpiar el polvo de la casa, aunque para lo único que sirve hoy tener casa es para que las termitas y los ratones no pillen una pulmonía.

Cada vez que es mi turno para meterme dentro de un cuerpo y trabajar como ayudante en el centro de depósito local, me doy cuenta de nuevo de lo duro que fue para las mujeres acostumbrarse a ser anfibias.

Magde pide prestados cuerpos con mucha más frecuencia que yo, y eso mismo ocurre con las mujeres en general. Hemos de tener en existencia por lo menos tres veces más, cuerpos de mujeres que de hombres, a fin de poder atender a la demanda. A menudo parece como si una mujer hubiera de tener un cuerpo para tratarlo como a una muñeca y ponerle sus vestidos y mirarse a sí misma en un espejo. Y Madge, Dios la bendiga, no creo que quede satisfecha hasta que se haya probado todos los cuerpos de todos los centros de depósito de la Tierra.

Es un detalle muy fino de Madge, sin embargo. Yo nunca le gasto bromas sobre ello, porque hace mucho por su personalidad. Su viejo cuerpo, si ha de hablar uno con toda franqueza, no era precisamente nada que excitara a uno, y tener que acarrear con él por todas partes la puso triste a ella muchas veces en los viejos tiempos. Ella no podía evitarlo, pobrecita, lo mismo que nadie podía evitar la clase de cuerpo que le había tocado en suerte al nacer, y yo la amaba a pesar de ello.

Bueno, después de que aprendiéramos a ser anfibios, y después de que construyéramos los centros de depósito y nos aprovisionáramos cuerpos y los abriéramos al público, Madge se volvió como loca. Y tomo en préstamo el cuerpo de una rubia platino que había sido donado por una estrella de las salas de fiestas, y yo llegué a creer que ella nunca querría desprenderse de él. Como ya he dicho, todo aquello hizo maravillas para darle confianza en sí misma.

Yo soy como la mayoría de los hombres y a mí no me importa qué cuerpo me pongo. En existencia sólo tenemos cuerpos fuertes, de buen ver, y sanos, así que uno es tan bueno como el siguiente. A veces, cuando Madge y yo vamos a sacar cuerpos juntos en recuerdo de los viejos tiempos, yo le dejo a ella que escoja uno para mí que haga juego con el que ella quiera escoger. Y tiene gracia porque siempre elige uno alto y rubio para mí.

Mi viejo cuerpo, del que ella afirma que lo amó durante un tercio de siglo, tenía pelo negro, y era gordo y barrigudo también hacia el final. Soy humano y no pude evitar sentirme dolido cuando ellos lo desecharon después de que yo lo dejara, en vez de guardarlo en existencias. Era un cuerpo bueno, agradable y cómodo; nada rápido ni llamativo, pero en el que se podía confiar. Pero no hay mucha demanda de tal clase de cuerpos en los centros, según creo. Yo por lo menos nunca pedí uno así.

La peor experiencia que yo tuve jamás con un cuerpo fue cuando me convencieron con engaños para que tomara uno que había pertenecido al doctor Ellis Konigswasser. Este es propiedad de la Sociedad de Pioneros Anfibios y sólo lo sacan una vez al año para el gran desfile del Día de los Pioneros, en el aniversario del descubrimiento de Konigswasser. Todo el mundo dijo que era un gran honor para mí haber sido elegido para meterme dentro del cuerpo de Konigswasser e iniciar el desfile.

Y como un tonto de remate yo les creí.

Les costará trabajo volver a meterme en una cosa así de nuevo. Sacando aquel cascajo ciertamente quedó en claro por qué Konigswasser descubrió cómo las personas podían vivir sin sus cuerpos. Aquel viejo cuerpo suyo prácticamente te echa fuera. Ulceras, dolores de cabeza, artritis, arcos caídos, una nariz como una podadera, unos ojillos cerdosos y un aspecto general como el de un baúl de camarote usado. Él era y aún es, la persona más cariñosa que uno pueda conocer; pero en los tiempos en que él estaba dotado con tal cuerpo, nadie se le acercaba lo bastante como para descubrirlo.

Tratamos de volver a meter a Konigswasser en su viejo cuerpo para que iniciara la marcha cuando empezamos a organizar los desfiles del Día de los Pioneros; pero él no quiso saber nada de ello, así que siempre teníamos que engatusar a algún pobre infeliz para que se encargase de la tarea. En cuanto al propio Konigswasser, desfila, por supuesto, pero como un cowboy de metro ochenta de estatura que puede doblar una lata de cerveza entre su pulgar y su dedo medio.

Konigswasser se porta como un muchacho con ese cuerpo. Nunca se cansa de doblar latas de cerveza con él, y todos nosotros hemos de rodearle con nuestros cuerpos cuando acaba el desfile y contemplarlo como si aquello nos causara mucha impresión.

No creo que él pudiera doblar muchas cosas en los viejos tiempos.

Nadie le habla de eso, ya es el Gran Abuelo de la Época Anfibia; pero hace diabluras con los cuerpos. Casi cada vez que saca uno, lo estropea, de tanto alardear con él. Entonces alguien tiene que meterse en un cuerpo de cirujano y volverlo a coser.

Yo no quiero parecer irrespetuoso con Konigswasser. En realidad es una forma respetuosa de hablar de alguien cuando se dice que es muy infantil en cierto modo, ya que es a la gente así a la que se le ocurren las grandes ideas.

Hay un retrato de él en sus viejos tiempos en la Sociedad Histórica y por él se puede ver que nunca creció lo suficiente como para cambiar de aspecto en el transcurso de los años, haciendo lo poco que podía hacer con aquel cuerpo desastrado con que la naturaleza le había dotado.

Llevaba el pelo muy por debajo del cuello, y sus pantalones estaban tan caídos que los tacones de sus zapatos abultaban en sus perneras por encima de los dobleces y él forro de su chaqueta colgaba en festones alrededor de su parte baja. Se olvidaba de las comidas y salía con tiempo frío o húmedo sin llevar puesta ropa adecuada, y jamás se daba cuenta de las enfermedades hasta que éstas por poco le mataban. Era lo que solemos llamar un hombre distraído. Ahora, mirando hacia atrás, claro, diríamos que él empezaba a ser anfibio.

Konigswasser era matemático, y se ganaba la vida con su cabeza. El cuerpo con el que tenía que cargar teniendo aquella mente tan maravillosa le era tan útil como un vagón de plataforma cargado de chatarra de hierro. Cada vez que enfermaba y tenía que dedicar alguna atención a su cuerpo, despotricaba del siguiente modo:

—La mente es la única cosa del ser humano que vale la pena. ¿Por qué ha de permanecer atada a un saco de piel, sangre, pelo, carne, huesos y tubos? No tiene nada de extraño que la gente no pueda terminar nada, sujetos de por vida a un parásito que ha de ser rellenado de alimentos y protegido del tiempo y de los gérmenes constantemente. ¡Y lo más absurdo es que ese cuerpo se desgasta de todos modos, por mucho que se le alimente y se le proteja!

—¿Quién —quería saber él— desea realmente tener una de esas cosas? ¿Qué tiene de maravilloso el protoplasma para que tengamos que ir cargados con tantos kilos de él donde quiera que vamos?

—Lo malo del mundo —continuaba Konigswasser—, es que hay demasiada gente, es decir muchos cuerpos.

Cuando sus dientes se le picaron y tuvo que hacérselos sacar y no pudo conseguir una dentadura artificial que no le causara molestias, escribió en su diario: «Si la materia viviente pudo evolucionar lo suficiente para salir del océano, que era en realidad un lugar muy agradable para vivir, ciertamente debería de poder dar otro paso y salir de los cuerpos, que no son más que estorbos si uno piensa bien en ello.»

Él no era mojigato en lo referente a los cuerpos, sino comprensivo y no estaba en absoluto celoso de las personas que los tenían mejores que el suyo. Simplemente pensaba que los cuerpos causaban más molestias que lo que valían la pena.

No tenía muchas esperanzas de que la gente evolucionara saliendo de sus cuerpos en su época. Sólo que algún día pudieran hacerlo. Pensando en ello, se fue a dar un paseo por un parque en mangas de camisa y se detuvo a contemplar cómo eran alimentados los leones. Luego, cuando la tormenta se convirtió en nevisca, regresó a su casa y se interesó en ver a unos bomberos en la orilla de una laguna, donde estaban utilizando un pulmotor con un hombre ahogado.

Los testigos dijeron que el anciano se había dirigido recto hacia el agua y había seguido avanzando sin cambiar de expresión hasta que desapareció. Konigswasser echó un vistazo al rostro de la víctima y dijo que nunca había visto una razón mejor para el suicidio. Se encaminó a casa de nuevo y casi estuvo allí antes de que se diera cuenta de que era su propio cuerpo el que yacía tirado allí.

Regresó para reocupar el cuerpo justo cuando los bomberos lograban que volviera a respirar, y se dirigió hacia su casa, más por ayuda a la ciudad que por otra cosa. Penetró en su gabinete privado, salió de él de nuevo, y lo dejó allí.

Él lo sacaba sólo cuando deseaba escribir algo o volver las páginas de un libro, o cuando quería alimentarlo de modo que tuviera la suficiente energía para hacer las pocas tareas que él le daba. El resto del tiempo, permanecía sentado e inmóvil en su gabinete, mirando aturdido y apenas empleando energía. Konigswasser me dijo el otro día que solía mantener a su cuerpo por un dólar a la semana, simplemente con sacarlo sólo cuando realmente lo necesitaba.

Pero lo mejor de todo era que Konigswasser ya no tuvo que dormir nunca más, sólo porque su cuerpo tuviera que dormir; o sentir temor nunca más, sólo porque éste pensara que podía resultar herido; o buscar cosas que a su cuerpo le parecía que debía de tener. Y cuando el cuerpo no se sentía bien, Konigswasser se salía de él hasta que se sentía mejor, y no tenía que gastar una fortuna manteniéndolo cómodo.

Cuando sacó a su cuerpo del armario para poder escribir, escribió un libro explicando cómo uno podía salir de su propio cuerpo, el cual fue rechazado sin más comentarios por veintitrés editores. El vigésimo cuarto vendió más de un millón de ejemplares, y el libro cambió la vida humana más que la invención del fuego, los números, el alfabeto, la agricultura, o la rueda. Cuando alguien hizo observar eso a Konigswasser, éste contestó con un bufido y diciendo que estaban perjudicando a su libro con tan débiles elogios. Yo diría que en eso se mostraba muy sensible.

Siguiendo las instrucciones del libro de Konigswasser durante dos años, casi todo el mundo podía salir de su cuerpo cada vez que lo deseara. El primer paso era comprender que el cuerpo era la mayor parte del tiempo un parásito y un dictador, y luego separar lo que el cuerpo quería o no quería de lo que uno —nuestro psique— quería o no quería. Luego, concentrándose en lo que uno quería e ignorando en todo lo posible lo que el cuerpo quería más allá del puro mantenimiento, uno lograba que su propio psique demandara sus derechos y se volviera autosuficiente.

Eso era lo que Konigswasser había hecho sin darse cuenta, hasta que él y su cuerpo se separaron en el parque, con su psique yendo a contemplar la comida de los leones y con su cuerpo errando fuera de control por la laguna.

El truco final de la separación, una vez que tu psique se volvía lo suficientemente independiente, era que el cuerpo comenzara a caminar en una dirección y de repente sacar a tu psique y llevarla en otra dirección. Uno no podía estarse quieto, por alguna razón, había que caminar.

Al principio, los psiques de Madge y mío estuvieron un poco torpes en desenvolverse fuera de nuestros cuerpos, como los primeros anima—; les marinos que anduvieron perdidos en tierra hace millones de años y que sólo pudieron anadear y retorcerse y boquear en el barro. Pero nosotros mejoramos con el tiempo porque el psique puede naturalmente adaptarse mucho más rápidamente que el cuerpo.

Madge y yo teníamos una buena razón para querer salir. Todo aquel que estaba lo suficientemente loco para intentar salir al principio tenía buenas razones. El cuerpo de Madge estaba enfermo y ya no iba a durar mucho. Cuando ella se fuera dentro de poco, yo ya no podía sentir muchas ilusiones para seguir viviendo. Así que estudiamos el libro de Konigswasser y tratamos de sacar a Madge fuera de su cuerpo antes de que se muriera. Yo fui con ella para evitar que uno de los dos se quedara solo. Y lo hicimos justo a tiempo, seis semanas antes de que el cuerpo de ella se hiciera pedazos.

Por eso es por lo que tenemos que desfilar cada año en el Día de los Pioneros. No todo el mundo lo hace, sólo los primeros cinco mil que nos volvimos anfibios. Fuimos como conejillos de Indias, sin mucho que perder en un sentido o en otro, y fuimos los que demostramos a los demás lo agradable y seguro que era, muchísimo más seguro que correr el riesgo con un cuerpo un año sí y otro no.

Más pronto o más tarde casi todo el mundo tuvo una buena razón para probarlo. Llegarían a ser millones, finalmente más de un billón, invisibles, insustanciales, indestructibles, y ¡pardiez!, fieles a nosotros mismos, sin molestia para nadie ni temor por nada.

Cuando no estamos en los cuerpos, los Pioneros Anfibios nos podemos reunir en la cabeza de un alfiler. Cuando nos metemos en cuerpos para el desfile del Día de los Pioneros, ocupamos unos cincuenta mil pies cuadrados, hemos de tragar más de tres toneladas de alimentos para tener la energía suficiente para marchar, y muchos de nosotros pillamos resfriados o algo peor, y nos lastimamos porque el cuerpo de alguien tropieza accidentalmente con el cuerpo de otro y nos ponemos celosos porque unos han de ir al frente del desfile y los otros marcando el paso en las filas de detrás, y ¡oh, demonios!, no sé cuántas cosas más.

No es que a mí me vuelva loco el desfile. Con todos nosotros presentes allí, apretados en cuerpos, bueno, eso hace salir lo peor de todos nosotros, no importa lo buenos que sean nuestros psiques. El año pasado, por ejemplo, en el Día de los Pioneros, hizo mucha calor. La gente no pudo evitar el ponerse de mal humor, metidos en cuerpos sofocantes y sedientos durante horas.

Bueno, una cosa lleva a otra, y el director del desfile me dijo que iba a atizar a mi cuerpo con su cuerpo si mi cuerpo volvía a salirse de la fila. Naturalmente, al ser el director del desfile, tenía el mejor cuerpo aquel año, exceptuando el de cowboy de Konigswasser; pero yo le contesté que se pegara él en su gorda cabeza. El dio media vuelta y yo me desembaracé de mi cuerpo allí mismo y me quedé allí el rato suficiente para ver si él conectaba. Tuvo que cargar con mi cuerpo y llevarlo de nuevo al centro del depósito.

Dejé de estar furioso con él en el instante en que salí de mi cuerpo. Y comprendí, ya ven. Nadie que no sea un santo podría ser simpático o inteligente durante más de unos minutos seguidos dentro de un cuerpo, o feliz, sí viene al caso, excepto en brevísimos instantes. Yo no he conocido a un anfibio con el que no haya sido fácil tratar y no haya sido de carácter alegre e interesante, siempre que haya estado fuera de un cuerpo. Y no he conocido todavía a uno que no se volviera un poco amargado cuando se metiera en uno.

En cuanto uno se mete en él, la química empieza a actuar, glándulas que te vuelven excitable o pendenciero, o hambriento, o loco, o cariñoso... bueno, uno nunca sabe lo que va a suceder después.

Por eso es por lo que no puedo enojarme con el enemigo, la gente que está contra los anfibios. Estos nunca salen de sus cuerpos y no quieren aprender. Tampoco quieren que nadie aprenda, y les gustaría que los anfibios volvieran a cuerpos y se quedaran en ellos.

Después de la disputa con el director del desfile, Madge se enteró de ello y dejó su cuerpo justo en medio del desfile de las Damas Auxiliares. Y los dos, sintiéndonos llenos de perversidad tras librarnos de los cuerpos en el desfile, fuimos a echar un vistazo al enemigo.

Yo nunca he sentido mucho interés en ir a verlos. A Madge le gusta ir para ver qué es lo que llevan puesto las mujeres. Metidas siempre en sus cuerpos, las mujeres enemigas se cambian de vestidos, peinado y estilos de cosmética mucho más a menudo que lo que nosotros hacemos con los cuerpos de mujeres de los centros de depósito.

A mí me tienen sin cuidado las modas, y casi todo lo que uno ve y oye en territorio enemigo aburriría tanto a una estatua de yeso que se marcharía andando.

Por lo general el enemigo habla de reproducciones de estilos antiguos, lo cual es la cosa más chapucera, cómica e inconveniente que alguien pueda imaginar, comparado con lo que los anfibios tienen en ese aspecto. Y si no están hablando de eso, están hablando de comida, las cantidades de productos químicos con que han de atiborrar sus cuerpos. O hablando de miedo, que es lo que nosotros solíamos llamar política, chistes políticos, política social, política del gobierno.

El enemigo odia todo eso, ya que nosotros podemos mirarles a hurtadillas cada vez que queramos, mientras que ellos no nos pueden ver a menos que nos metamos en cuerpos. Ellos parecen tenernos un miedo mortal, aunque tener miedo délos anfibios tiene el mismo sentido que tener miedo de la salida del sol. Ellos podrían tener el mundo entero, exceptuando los centros de depósito, de todo lo que a los anfibios importa. Pero se amontonan como si nosotros fuéramos a descender del cielo dando alaridos para hacerles algo terrible en cualquier momento.

Tienen dispositivos por todas partes que se suponen sirven para detectar anfibios. Son chismes que no valen ni una moneda de níquel, pero que al parecer dan seguridad al enemigo, ya que están alineados contra grandes fuerzas, lo que mantiene su moral y les permite hacer cosas importantes e inteligentes. Técnica; en todo momento se estaban dando palmaditas en la espalda el uno al otro hablando de lo adelantada que se hallaba su técnica, y de la poca que nosotros teníamos en comparación. Si técnica se refiere a armas, tienen toda la razón.

Creo que hay una guerra entre ellos y nosotros. Pero nosotros no hacemos nada para sostener nuestra causa en esta guerra, excepto mantener secretos nuestros sitios de desfile y nuestros centros de depósito, y salir de los cuerpos cada vez que hay una incursión aérea o el enemigo dispara un cohete o algo así.

Eso no hace más que enrabiar al enemigo porque las incursiones aéreas y los cohetes y todo eso cuesta muchísimo dinero, y destruir cosas que nadie necesita, de todos modos es una pobre compensación para el dinero que pagan los contribuyentes. Nosotros siempre sabemos cuál es la próxima cosa que van a hacer, y cuándo y dónde, así que no nos es nada difícil mantenernos apartados de su camino.

Pero son muy listos, considerando que tienen cuerpos que cuidar además de tener que pensar, así que yo trato de ser precavido cuando voy a observarlos. Por eso es por lo que quisimos irnos cuando Madge y yo vimos un centro de depósito en medio de uno de sus campos. Nosotros no hemos hablado con nadie últimamente sobre lo que el enemigo estaba haciendo, y el centro parecía muy sospechoso.

Madge se sentía optimista, de un modo como se había sentido desde que tomó prestado aquel cuerpo de la estrella de las salas de fiestas, y dijo que el centro de depósito era una señal segura de que el enemigo había visto la luz, y de que se disponían a convertirse en anfibios ellos mismos.

Bueno, eso parecía. Había un flamante centro, abastecido de cuerpos y abierto para las transacciones, tan inocente como uno pudiera imaginar. Dimos varias vueltas alrededor, y los círculos de Madge fueron cada vez más pequeños, conforme ella trataba de echar un vistazo de cerca y ver qué es lo que tenían en el ramo de confección de señoras, o prét-á-porter.

—Vamos —dije yo.

—Sólo mirar un poco —contestó Madge—. No hay nada malo en mirar.

Entonces vio lo que estaba en el principal estuche de exhibición, y ella olvidó quién era o de dónde había venido.

En el estuche estaba el cuerpo más sorprendente de mujer, tendría un metro ochenta de estatura y tenía un tipo de diosa. Pero eso no era todo. El cuerpo tenía una piel bronceada, un pelo y uñas color chartreuse, y llevaba un elegante vestido de noche de lamé dorado. Junto a aquel cuerpo había el cuerpo de un varón rubio gigantesco con uniforme de mariscal color azul pálido de campaña, con cordones escarlata y tachonado de medallas.

Creo que el enemigo debió de haber robado aquellos cuerpos en una incursión en uno de nuestros centros de depósito exteriores y los acolchó y tiñó y los vistió.

—¡Madge, vuelve! —le dije.

La mujer bronceada con el cabello color chartreuse se movió. Una sirena ululó y unos soldados salieron corriendo de sus escondites para agarrar el cuerpo en el que Madge estaba metida.

¡El centro era una trampa para anfibios!

El cuerpo que Madge no había podido resistir tenía los tobillos atados, de modo que Madge no pudiera andar los pocos pasos que tenía que dar si quería salir de él.

Los soldados se la llevaron triunfalmente como prisionera de guerra. Yo me metí en el único cuerpo disponible, el del mariscal de campo de fantasía, tratando de ayudarla. Era una situación desesperada, pues el mariscal de campo era otra añagaza, y tenía asimismo los tobillos atados. Los soldados me arrastraron detrás de Madge.

El joven y arrogante comandante que iba al mando de los soldados se fue jactando por la carretera de que ya estábamos perdidos, iba tan orgulloso. Era el primer hombre que había capturado un anfibio, lo cual era realmente una hazaña desde el punto de vista del enemigo. Llevaban varios años de guerra contra nosotros, y gastados Dios sabe cuántos billones de dólares; pero nuestra captura fue la primera cosa que hizo que los anfibios les prestaran atención.

Cuando llegamos a la ciudad, la gente se asomó a las ventanas y agitó banderas y aclamó a los soldados y silbó a Madge y a mí. Aquí estaba toda la gente que no quería ser anfibia, los que pensaban que era terrible para cualquiera ser anfibio, gente de todos los colores, formas, tamaños y nacionalidades unidas para luchar contra los anfibios.

Resultó que a Madge y a mí nos iban a someter a un gran proceso. Tras ser bien atados y pasar toda la noche en un calabozo, fuimos llevados a una sala de tribunal donde las cámaras de televisión nos enfocaron.

Madge y yo estábamos rendidos de cansancio porque ninguno de los dos había estado enjaulado en un cuerpo tanto tiempo desde yo que sé cuando. Y justo cuando necesitábamos pensar más que nunca, en el calabozo antes del juicio, los cuerpos sintieron el dolor del hambre y no pudimos descansar cómodamente en los catres, por mucho que lo intentamos; y además, por supuesto, los cuerpos necesitaban sus ocho horas de sueño.

La acusación que nos hacían era un cargo gravísimo en los libros del enemigo: deserción. En lo que respecta al enemigo, los anfibios eran personas que se habían vuelto cobardes y abandonado sus cuerpos justo cuando éstos eran necesitados para hacer cosas valientes e importantes para la humanidad.

No teníamos ninguna esperanza de ser absueltos. La única razón de que hubiera un proceso era que eso les daba la oportunidad de proclamar que ellos tenían tanta razón y que nosotros estábamos tan equivocados. La sala del Tribunal se hallaba atestada de jefazos con muchas condecoraciones, todos con cara de enfadados y aspecto de valentía y nobleza.

—Señor Anfibio —dijo el fiscal—, usted tiene la edad suficiente, ¿verdad?, para recordar cuando todos los hombres tenían que enfrentarse a la vida en sus cuerpos, y trabajar y luchar por lo que ellos creían.

—Recuerdo cuando los cuerpos siempre estaban metiéndose en peleas, y nadie parecía saber por qué, ni el modo cómo detenerlo —repuse yo cortésmente—. La única cosa en la que todo el mundo parecía creer era que a ellos no les gustaba tener que luchar.

—¿Qué diría usted de un soldado que huyera ante el fuego enemigo? —quiso saber.

—Diría que el miedo le había impulsado a cometer esa tontería.

—Estaría ayudando a perder la batalla, ¿no es así?

—¡Oh, claro! —contra eso no cabía discusión.

—¿Y no es eso lo que han hecho los anfibios, escapar de la raza humana frente a la batalla de la vida?

—La mayoría de nosotros seguimos vivos, si es eso lo que quiere usted decir —repliqué.

Era cierto. Nosotros no habíamos vencido a la muerte, ni estábamos seguros de quererlo; pero ciertamente habíamos alargado la vida de un modo asombroso, comparado con los años de existencia que uno puede esperar de un cuerpo.

—¡Ustedes escaparon de sus responsabilidades! —me recriminó.

—Como ustedes escaparían de un edificio en llamas, señor —contesté.

—¡Dejando a los demás que lucharan solos!

—Todos pueden salir por la misma puerta que salimos nosotros. Todos ustedes pueden salir en cualquier momento que lo deseen. Todo lo que tienen que hacer es imaginarse lo que desean y lo que su cuerpo quiere, y concentrarse en...

El juez golpeó con su mazo hasta que yo pensé que lo había roto. Aquí habían quemado todos los ejemplares del libro de Konigswasser que pudieron encontrar, y allí yo estaba dando un curso de cómo salir de un cuerpo por toda una red de televisión.

—Si ustedes los anfibios se salen con la suya —continuó el fiscal— todo el mundo abandonará sus responsabilidades y dejará que la vida y el progreso, tal como nosotros los concebimos, desaparezcan completamente.

—Pues claro —convine yo—. De eso se trata.

—¿Y los hombres dejarían de trabajar por todo aquello en lo que creen? —me desafió.

—Yo tuve un amigo en los viejos tiempos que se pasó diecisiete años perforando agujeros en un cuadrado de no sé qué cosa en una fábrica, y nunca tuvo una idea muy clara de para qué servía aquello. Conocía a otro que cultivaba uvas pasas para una compañía que fabricaba cristal soplado, y las pasas no eran para que nadie se las comiera, y él jamás se enteró de por qué las compraba la compañía. Cosas como éstas me ponen enfermo (ahora que estoy en un cuerpo, claro) y lo que yo tenía que hacer para ganarme la vida me pone aún más enfermo.

—Entonces usted desprecia a los seres humanos y a todo lo que hacen —me dijo.

—Al contrario, me gustan, mucho más de lo que me gustaban antes. Sólo que creo que es una vergüenza lo que tienen que hacer para cuidar de sus cuerpos. Ustedes deberían de volverse anfibios y ver lo feliz que puede llegar a ser la gente cuando no tiene que preocuparse de dónde vendrá la próxima comida para su cuerpo, o cómo evitar que se hiele en invierno, o qué va a ser de ellos cuando su cuerpo se desgaste.

—¡Y eso, señor, significa el fin de la ambición, el fin de la grandeza!

—¡Oh! Yo no sé qué hay de ello —dije—. Tenemos algunas personas muy ilustres de nuestra parte. Y serían ilustres dentro y fuera de cuerpos. Es el fin del temor lo que cuenta —me quedé mirando fijamente a la lente de la más próxima cámara de televisión—. Y esa es la cosa más maravillosa que jamás ocurrió a los seres humanos.

De nuevo se oyó el mazo del juez, y los jefazos condecorados empezaron a gritarme. Los hombres de la televisión apartaron sus cámaras, y todos los espectadores, exceptuando los jefes más importantes, fueron expulsados de la sala. Me di cuenta de que realmente había dicho algo importante. Y todo lo que la gente podía recibir ahora a través de su televisor era música de órgano.

Cuando la confusión disminuyó, el juez dijo que el juicio había terminado y que Madge y yo éramos culpables de deserción.

Nada que yo pudiera hacer podía ponernos en peor situación, así que yo repliqué:

—Ahora os comprendo, pobres infelices —dije—. No podéis pasar sin sentir temor. Es la única habilidad que tenéis, la de cómo asustaros a vosotros mismos y asustar a la otra gente para que haga cosas. Es la única diversión que tenéis, contemplar a la gente cómo se sobresalta por miedo a lo que le podéis hacer a sus cuerpos o quitarle de sus cuerpos.

Madge intervino para añadir también algo:

—El único modo que tienen ustedes de conseguir una respuesta de la gente es asustándola.

—¡Han despreciado al tribunal! —exclamó el juez.

—El único modo como ustedes pueden asustar a la gente es manteniéndola dentro de sus cuerpos —le dije yo.

Los soldados nos agarraron a Madge y a mí y empezaron a sacarnos a la fuerza de la sala del Tribunal.

—¡Esto significa la guerra! —grité yo.

El bullicio cesó y la sala quedó en silencio.

—Ya estamos en guerra —contestó un general, inquieto.

—Bueno, pues no lo estamos —repliqué—, pero lo estaremos, si ustedes no desatan a Madge y a mí inmediatamente —yo tenía un aspecto feroz e impresionante en el cuerpo de aquel mariscal de campo.

—Ustedes no tienen armas —dijo el juez—, ni técnica. Fuera de los cuerpos, los anfibios no son nada.

—Si no nos sueltan antes de que yo cuente diez —le dije—, los anfibios ocuparán los cuerpos de todos ustedes y les conducirán hacia el más próximo precipicio. Este lugar está rodeado —eso era una baladronada, por supuesto. Sólo una persona puede ocupar un cuerpo de una vez; pero el enemigo no estaba seguro de eso—. ¡Uno!, ¡Dos!, ¡Tres!...

El general tragó saliva, se puso pálido, e hizo un gesto vago con su mano:

—¡Suéltenlos! —dijo con voz débil.

Los soldados, aterrorizados también, se alegraron de hacerlo. Madge y yo fuimos libertados.

Yo di un par de pasos, encaminé mi espíritu hacia otra dirección, y aquel guapo mariscal de campo, con medallas y todo, se desplomó estrepitosamente escaleras abajo haciéndose pedazos por la escalera como si fuera el reloj del abuelo.

Me di cuenta de que Madge no estaba conmigo. Ella seguía en aquel cuerpo bronceado con el pelo y las uñas color chartreuse.

—Y lo que es más —oí que decía—, en pago por todas las molestias que ustedes nos han causado, este cuerpo me lo enviarán a Nueva York, y me lo entregarán en buenas condiciones el lunes lo más tarde.

—Sí, señora —contestó el juez.

Cuando regresamos a casa, el desfile del Día de los Pioneros estaba justamente llegando al centro de depósito local, y el director del desfile salió de su cuerpo y se excusó ante mí por haberse portado como se portó.

—¡Bueno, hombre! —le dije yo—. No tiene por qué disculparse. Usted no era usted. Estaba desfilando metido en un cuerpo.

Eso es lo mejor de ser anfibio, después de lo de no sentir miedo: la gente te perdona por cualquier tontería que hayas hecho metido en un cuerpo.

Claro que hay sus inconvenientes, del mismo modo que hay inconvenientes en todo. Aún tenemos que seguir trabajando, manteniendo los centros de depósito y hemos de proporcionar alimentos a los cuerpos de la comunidad para que se sigan conservando. Pero eso es poca cosa, y todos los grandes inconvenientes de que he oído hablar no son ciertos, sino ideas anticuadas que tiene gente que no puede dejar de preocuparse por cosas que solían preocuparlas antes de que ellos se volvieran anfibios.

Como ya dije antes, los viejos puede que nunca lleguen a acostumbrarse del todo a esto. Muy a menudo, yo mismo me sorprendo preocupándome por lo que le ocurrió al negocio que a mí me costó treinta años crear.

Pero los jóvenes no se sienten afectados en lo más mínimo por el pasado. Ni siquiera se preocupan por lo que les pueda ocurrir a los centros de depósito, al modo como la gente mayor nos preocupamos.

Así que creo que ese será el próximo paso en la evolución, romper limpiamente como aquellos primeros anfibios que salieron arrastrándose del barro hacia el sol, y que nunca volvieron al mar.

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13/04/2012

Notas a