Para esta nueva Antología que ofrecemos a los lectores d ela Colección Anticipación, iniciada con el título Lambda I, y otros Relatos su recopilador John Carnell, uno de los más prestigiosos editores y gran conocedor de la obra mundial de Ciencia Ficción, ha seleccionado cinco obras, que todas ellas proporcionarán al lector una satisfación por su contenido y por la trama de su desarrollo de la acción un tanto inverosimil en estos momentos, pero posible en un futuro inmediato.
Edhasa se aseguró la contratación para esta Colección Anticipación de una serie de obras, todas ellas seleccionadas, en su idioma, por John Carnell, lo cual permite anticipar a los lectores de temas de Fantasía Científica que la Colección anticipación será su predilecta.
VARIOS AUTORES
El secreto del caos y otros relatos
Traducción de Francisco Cazorla Olmo
Edhasa
Sinopsis
Para esta nueva Antología que ofrecemos a los lectores d ela Colección Anticipación, iniciada con el título Lambda I, y otros Relatos su recopilador John Carnell, uno de los más prestigiosos editores y gran conocedor de la obra mundial de Ciencia Ficción, ha seleccionado cinco obras, que todas ellas proporcionarán al lector una satisfación por su contenido y por la trama de su desarrollo de la acción un tanto inverosimil en estos momentos, pero posible en un futuro inmediato.
Edhasa se aseguró la contratación para esta Colección Anticipación de una serie de obras, todas ellas seleccionadas, en su idioma, por John Carnell, lo cual permite anticipar a los lectores de temas de Fantasía Científica que la Colección anticipación será su predilecta.
Título Original: New Writings in SF
Traductor: Cazorla Olmo, Francisco
©1964, Autores, Varios
©1967, Edhasa
Colección: Anticipación
ISBN: 5579518289566
Generado con: QualityEbook v0.62
EL SECRETO DEL CAOS Y OTROS RELATOS - John Carnell
INTRODUCCIÓN
STAS antologías de ciencia ficción son un radical punto de partida en el campo del relato corto de la ciencia ficción. Como su nombre indica, no sólo son nuevos relatos especialmente escritos para este tipo antológico de narraciones de ficción científica que normalmente no podrían ser leídas por la mayoría de los lectores y que seguirán apareciendo en futuras ediciones, sino nuevos estilos, ideas, e incluso nuevos escritores que tienen algo realmente valioso con que contribuir al género y que se irán presentando al goce de los amantes del más apasionante campo de lectura del presente y del futuro.
Desde hace casi cuarenta años, los relatos cortos de ciencia ficción han constituido la plataforma esencial, desde la que este fascinante medio literario se ha ido desarrollando. Casi todos los autores más famosos y de primera línea: Aldiss, Asimov, Ballard, Bradbury, Clarke, Harrison, Pohl, Russell, Simak, Sturgeon, Tenn, Wyndham y muchos otros, contribuyeron primeramente al relato corto de la ciencia ficción, antes de escribir sus primeras novelas. Sin las revistas especializadas en donde aparecieron originalmente estos relatos, no se habría creado la base, e incluso apenas si existiría la ciencia ficción de hoy, con toda su categoría y probablemente habría languidecido en la "novela especulativa" de la era de H. G. Wells. En los últimos años, sin embargo, las revistas a que antes me refería, tienen sólo un atractivo limitado, fundamentalmente dirigido hacia un auditorio masculino, bien técnicamente entrenado, o propiamente hablando, mentalmente educado. Se había abandonado a la prensa en general la expansión de este campo de publicaciones con destino a la masa para que se introdujese este excitante medio para un público general, más vasto en extensión, ya consciente de que el Hombre se halla en el umbral de los viajes por el espacio. En este respecto, sus muchos editores se vieron forzados a seleccionar material para los mejores relatos ya publicados, y familiar para los aficionados.
Ahora ha llegado el momento de que este desarrollo tome su natural paso hacia adelante, en un estado más avanzado, introduciendo nuevo material, especialmente escrito y seleccionado para el nuevo mercado.
Este volumen de Nuevas Lecturas de Ciencia Ficción, no es sino un breve ejemplo de las muchas y variadas excursiones en el Reino del "Quizás", y que seguiremos publicando periódicamente, ya que la ciencia ficción cubre un campo tremendamente amplio; pues aparte de todas las Ciencias, trata igualmente con la sociología, la psicología, la medicina, la política, la genética e incluso la religión y llega en sus más avanzados términos a abrazar de cerca especulaciones como la telepatía, los viajes a través del Tiempo, las jornadas por el Cosmos a velocidades superlumínicas y a todo un inmenso cúmulo de otras improbables probabilidades.
Como un hito de los muchos por tratar, este libro toca diversos temas, desde diferentes ángulos. El satírico relato de Edwards Mackin, Key to Chaos ("El secreto del Caos"), resalta que la ciencia no siempre conoce a dónde se dirige y que con frecuencia una azarosa equivocación puede ser tomada como una ventaja. El relato de Brian W. Aldiss, Man on bridge ("El Hombre superior"), indica que el Hombre en sí mismo, no es sino una pequeña criatura en el Cosmos y que sus impertinentes intervenciones, especialmente consigo mismo, pueden muy bien producir un monstruo, en más de un sentido, más bien que el superhombre ideal.
En la presente expansión del coeficiente de natalidad del mundo actual y el problema sobrecogedor y terrorífico de alimentar a esa vasta horda que ya se arrastra sobre la superficie del planeta, la expansión a otros mundos e incluso a las estrellas, es algo que preocupa especialmente a las mentes de muchos escritores de ciencia ficción y tres de los que contribuyeron a formar este volumen, han tratado esta idea desde puntos de vista completamente distintos.
Damien Broderick, un escritor australiano de gran interés, muestra en The sea's turthest end ("El fin de los mares lejanos") que el mismo problema con que la Tierra se enfrenta hoy, puede muy bien ser aplicado cuando el Hombre se haya expansionado por toda la Galaxia, mientras que el autor americano Joseph Creen, en unión de su colega James Webbert, en un trabajo conjunto, resalta brillantemente el hecho de que en un mundo lejano y extraño al hombre, con un entorno consecuentemente extraño, puede ser adaptado para la vida en su relato, Haggard honeymoon ("Luna de miel azarosa"). En Two's company, escrita por John Rankine ("Dos en compañía"), muestra otra faceta del mismo problema; pero recargando el énfasis sobre el esfuerzo individual, tan necesario para sobreponerse a cualquier problema específico, en este caso la supervivencia.
La ciencia ficción (un título ambiguo y poco atractivo, que debería llamarse más verazmente "ficción especulativa"), se está expandiendo ahora en el campo general de la literatura y ya ha superado con mucho a las novelas del Oeste en popularidad y en su rapidez de captar y hechizar al lector con su encanto y fascinación. Estas antologías, en futuros volúmenes, formarán como una cabeza de puente entre las viejas y las nuevas versiones de la ficción especulativa.
Esperamos que ustedes, queridos lectores, gocen en este largo viaje de la imaginación y el encanto de lo posible, evadiéndose de la rutina vulgar del diario vivir.
John Carnell
EL SECRETO DEL CAOS - Edward Mackin
A primera vez que me encontré con Frank Tetchum, estaba golpeando furiosamente la puerta frontal de un apartamento de un bloque de casas del Tercer Nivel del Este. Junto a él, había una silla, una pequeña mesa y un cubo de plástico con algunas herramientas en su interior. Los inquilinos desahuciados no son una cosa extraordinaria en aquella parte de la ciudad; y estaba a punto de seguir andando, cuando se dirigió a mí:
—Hay algo ahí dentro que es mío —dijo acaloradamente—, pero resulta difícil disponer de lo que es propio y más en este caso en que ni siquiera debo la renta. Esos bandidos tienen ahí mi ideoscopio y no quieren soltarlo. Y recomenzó a golpear furiosamente la puerta, esta vez utilizando la silla.
Le miré con curiosidad. Era un tipo delgado, tal vez de unos treinta años y que necesitaba de un buen afeitado.
Dejó de golpear con la silla y frunció el ceño al mirarme.
—¿Qué es un ideoscopio? —le pregunté.
—Es un visualizador de pensamientos. Yo lo he inventado. Y a renglón seguido volvió en su frenético asalto a aquella terrible puerta que se mantenía cerrada, aplastando contra ella la silla sin obtener la menor respuesta.
Me acerqué y le toqué en el hombro.
—Todo ciudadano debería conocer sus derechos —le dije—. Usted los tiene hacia todas sus herramientas propias de su negocio y a cualquier objeto que esté bajo contrato, siempre que no se haya declarado en quiebra o se halle sujeto a un proceso legal. ¿Está usted en ese caso?
Dejó caer lo que quedaba de la silla y sacudió la cabeza.
—No lo creo así —me contestó—. Tendría que haberlo sabido, ¿verdad?
—Sí. así es —convine con él—. Es una especie de máquina legal. Una vez se encuentra usted metido en ella, sabe usted exactamente hasta dónde puede llegar, aunque siempre resulta menos de lo que pensaba. De todas formas, creo que es mejor que lo deje en mis manos. Lo arreglaré por usted. —Coloqué la boca contra el comunicador próximo a la puerta—. ¡Este hombre tiene derecho a su invento! —grité—. ¡Tiene un contrato para suministrar al Gobierno!
Como por arte de magia, la puerta se abrió de par en par inmediatamente y me encontré frente a un tipo que tenía que inclinarse hasta la cintura para mostrar su fea cara. Estimé que no era tan grande como nosotros dos juntos.
—¿Quiere algo, amigo? —preguntó—. ¿Algo así como un trabajo de demolición, comenzando por su cabeza?
—Creo que este caballero tendría que hablar unas palabras con usted —dije rápidamente, echando un paso atrás.
La buena educación no cuesta nada. Volví a recular otro paso, para el caso de que pensara que iba a abalanzarme sobre él y de alguna forma me encontré a mí mismo situado tras del inventor; después de todo, aquél era su problema y no el mío. En cualquier caso, nadie negará que los inventores son probablemente los miembros más desprotegidos de la comunidad social. Si hay algo que esta época necesite menos, es otro invento, ya que recomienza a sufrir de la enfermedad de los mecanismos.
—Quiero mi ideoscopio —le dijo el inventor, lisa y llanamente.
Aquel chicarrón se volvió a alguien que había tras él.
—¿Has oído eso, Ben? —dijo haciendo una horrible mueca—. Dice que quiere su ideoscopio.
Otro individuo se asomó al umbral y me sentí ligeramente aliviado al comprobar que tenía más o menos mi misma altura y peso.
—Me siento conmovido y desgraciado —dijo mostrando sus fauces en las que seguramente habría alguna especie de sonrisa—. Da la casualidad de que no sé lo que es un ideoscopio. ¿A ti qué te parece. Pete?
El hombretón sacudió la cabeza lentamente de un lado a otro con un gesto burlón.
—Tampoco yo —dijo—. Todo lo que sé es que tenemos aquí sus muebles. No sabría lo que es un ideoscopio, aunque me tropezara con él de narices. ¿Hay alguna otra cosa que le gustaría saber?
Haciendo gala de una gran temeridad, el inventor puso un dedo temblón sobre el pecho del gigante.
—Vuelva a su saco de guisantes —rugió—. Me gustaría más bien tratar con su compañero.
Una mano del gigante salió disparada y el inventor quedó colgado en el aire. El esbirro le puso a nivel de sus ojos de bestia y soltó su presa.
—Escuche, amiguito, una palabra más y le estrello la cabeza. —Y le dio un empujón que hizo dar al inventor varios pasos en falso hasta caer de espaldas—. Por su propio bien, lárguese de aquí —advirtió el esbirro. La puerta volvió a cerrarse con una fuerza tal que indicaba el énfasis final de que todo ha terminado.
Le ayudé a ponerse en pie.
—Perra suerte —le dije con lástima—. Tiene ahí dentro un par de bestias, de acuerdo. Algo indica que las cosas le van mal.
—¿Perra suerte? —repitió como un eco—. Usted no sabe de la misa la mitad. Esta misma mañana tenía una oferta en firme de las Industrias Benson. El viejo Benson en persona vino a verme ayer y echó un vistazo al ideoscopio. Por visífono me hizo una oferta de tres mil esta mañana; pero yo insistí en que subiera más.
—Mi pobre amigo... —le dije—. Tengo noticias para usted. Da la casualidad de que sé que Julius Benson es el propietario de este bloque de apartamentos. Tuvo usted que haber aceptado esa oferta.
Las lágrimas asomaron a sus ojos.
—¡El muy cerdo! ¿Cómo puede la gente tener tanta falta de escrúpulos?
—Con Julius eso no tiene nada de raro. Tiene mucha práctica. Así y todo esa id... cosa suya, tiene que ser algo bueno si el querido Julius piensa que con ella puede sacar una buena tajada.
—Bueno, bien, reconozco que estaba tratando de añadir otro cero a la cuenta —me dijo bastante avergonzado.
Yo sacudí la cabeza con gesto resignado.
—Conozco a Benson y puedo decirle que todavía estaba usted vendiéndole a bajo precio. Tiene que haber bastante dinero en esa cosa como para hacer que un Banco se incline a su favor.
Tomándome cierto tiempo en pensar en la cuestión, me sentí inclinado afectuosamente hacia el infortunado inventor. Tal vez haya demasiados inventores por ahí en estos días; pero aquélla parecía ser una invención útil. Una invención útil sería la que permitiese llenarse el bolsillo de dinero, especialmente cuando yo estaba allí para ayudar a recogerlo.
Le tomé por un brazo.
—Los hombres como usted —le dije con efusión— son la sal de la tierra y no voy a quedarme con los brazos cruzados viéndole defraudado, menospreciado y tratado como a un perro. Vamos a conseguir que le devuelvan ese maravilloso invento, sea lo que sea, y haremos que a Benson le salgan los ojos de la cara y tenga que inclinarse sobre su talonario de cheques. No quiero nada para mí, por supuesto. Quiero que se haga justicia.
—No, eso tampoco —protestó—. Se merece realmente algo por las molestias que se tome. Si conseguimos el ideoscopio, le daré el diez por ciento.
—El veinticinco —interrumpí vivamente—. Tengo que cubrir gastos.
El inventor pareció sorprendido.
—Pensé que usted decía... Oh, está bien. Quedamos en el veinticinco por ciento. —Y me alargó la mano—: Mi nombre es Frank Tetchum.
—Y el mío Hek Belov —le dije, estrechándonos las manos—. Creo que esta sociedad será muy beneficiosa. Lo siento en mis propios huesos. Amigo mío, es usted un hombre afortunado: me aproximé a usted cuando más falta le hacía. Eso significa que todos sus apuros están virtualmente terminados.
—¿Cuándo podremos tener de vuelta el ideoscopio? —quiso saber Frank—. Ésa es la primera cuestión a resolver. ¿Tiene usted alguna idea?
La tenía; pero cuando la examiné más de cerca, pareció relacionarse con la comida, o una novia casi desabotonada por el pecho paseando con un caballero al brazo llevando un enorme sombrero Stuart, un chaquetón Victoriano con puños rizados y un buen bastón dispuesto a utilizarlo a la menor oportunidad. Pero todos sufrimos en mayor o menor cuantía de tales temores hacia esas dificultades. ¿De qué otra forma podría suceder cuando el mundo que nos rodea es tan difícil?
Mi pobreza crónica, además, coloca un constante esfuerzo en el desarrollo de mis pensamientos. Encuentro que puedo pensar mejor si me hallo en cierta seguridad. Ustedes pueden pensar que un especialista en cibernética como yo, con semejantes capacidades, tendría que afectarse por ello, pero ¿qué podría menos de suceder con el incremento de las máquinas que se reparan a sí mismas, con la producción en cadena, que apenas si dejan a los cibernéticos malvivir; y un genio como yo, si se me permite expresarlo así, se encuentra tan desamparado y sin un penique? ¿Por qué? Posiblemente, porque rehúsa uno el ser un esclavo y tener que decir sí a todo, limpiar la chaqueta a los poderosos y convertirse en un pordiosero. El hecho de que no tuviese calificaciones reconocidas nada tenía que ver con la cuestión. Lo cierto es que pueden traerme un computador tan grande como un camión, y garantizaré que estaría en funcionamiento dentro de una semana. Ésa es la clase de cibernético que soy yo.
Cerré los ojos para concentrarme en nuestro inmediato problema y la solución me llegó como un relámpago a través de la mente.
—Creo que está resuelto —dije alegremente—. ¿Cuánto dinero tiene usted disponible?
Se rebuscó en los pantalones y sacó un puñado de monedas.
—Tanto como esto —me dijo.
—Tenemos que utilizar parte del dinero para el programa a seguir, así como cincuenta créditos, y corrernos algunos riesgos. Vamos. Tengo que hacer una llamada por visífono.
Hice tal llamada a la más próxima empresa de transportes y le dije al empleado que yo era Mr. Julius Benson, de las Industrias Benson. Era muy posible que conociese a Benson de vista o tuviese alguna fotografía suya; pero tuve la precaución de interponer una hoja arrugada de celofán ante las lentes del aparato. Aquello, además, enmascaraba el hecho de que yo pudiera estar sentado en un despacho y utilizar una línea privada.
El empleado resaltó la pobre definición de la imagen; pero yo ignoré la advertencia y le expliqué que deseaba recoger un aparato algo pesado de equipo científico de una dirección situada en el Tercer Nivel del Este. Le di la dirección de Frank Tetchum y le dije además, que quería que tal equipo fuese llevado al edificio Benson, donde ya había dos hombres preparados para descargarlo.
—Ah, y dígales a los alguaciles que Mr. Benson necesita el ideoscopio inmediatamente —expliqué—. Ellos mismos echarán una mano a su empleado para cargarlo.
—Un embarque de esta naturaleza se hace bastante caro, señor —dijo—. La tarifa suele ser la de tres veces lo normal.
Por supuesto, si quiere usted esperar el turno regular, creo que podremos cumplimentarlo dentro de un par de días.
—¡No importa lo que cueste, idiota! —grité—. Quiero que se embarque en el acto. ¿Comprendido?
—Si. señor —repuso, vacilante y asustado—. Por supuesto, señor.
Creo que aquel insulto costaría otro diez por ciento y de veras lo esperaba; pero la factura tendría que pagarla Benson y no yo, pero deseaba apostar a que nunca la cobrarían, de todos modos.
—No entiendo esto —me dijo Tetchum al salir de la cabina del visífono—. ¿De dónde vamos a sacar el dinero para pagarle a esa gente? ¿Y por qué tener que entregar el aparato donde Benson? —Y frunció el ceño preocupado—. Un momento —dijo entonces con una ligera sospecha en la voz—. ¿De qué lado está usted? ¿No estará trabajando para Benson, verdad?
Le miré irritado.
—De acuerdo, pues —le dije—. Me meto en esto con todas sus consecuencias. No voy tampoco a quemarme los sesos en sus problemas para ser acusado de traición. Eso no vale la pena a menos que no sea en un treinta por ciento.
—Veinticinco es la cura que habíamos convenido —me recordó.
—No lo había oído muy bien. ¿Dijo usted el treinta y cinco por ciento? En realidad no puedo poner mi talento a su disposición por menos de eso.
—Está bien —dijo resignado, con un suspiro—, que sea el treinta y cinco por ciento, pero ese es el tope límite; y sepa que confío en usted porque no tengo otra alternativa.
—Gracias por su voto de confianza —concedí en un tono arrogante—. El próximo paso a dar es llegar a la Casa Benson y rondar por allí hasta que llegue el camión con el aparato.
Cuando llegó, cosa que se produjo tras una media hora de estarlo esperando, el chofer parecía cansado. Era un individuo de mediana edad, con una clara aversión a levantar ningún peso. Yo garrapateé una firma falsa sobre la copia superior y arrancó el resguardo que me entregó con gesto cansado.
—Eso hace treinta y nueve créditos. ¿Dónde puedo ir a cobrarlos?
—A la caja —le dije—. En el tercer piso: pero tendría usted que subir a pie. El ascensor no funciona.
No funcionaba desde que yo le había quitado los fusibles.
El chofer soltó un grueso taco; aunque sin ningún entusiasmo.
—¿Estarán allí ahora? —preguntó, mientras que procedía a subir tanto escalón con aire desilusionado.
El ideoscopio parecía un poco uno de esos toneles que se utilizan en las bodegas en las operaciones de vendimia. Me gustó la idea de que estuviese montado sobre ruedas, porque resultó mayor de lo que me había esperado. Tetchum le dio unas palmaditas cariñosas:
—¡Me alegro de verte! —exclamó contento y feliz.
—Ahórrese el discurso de bienvenida —le dije—. Aún no hemos salido del aprieto.
Empujamos a aquel mecanismo con ruedas rampa abajo, a cierta velocidad en dirección a la Casa Benson y hacia el montacargas del Primer Nivel.
—¿A dónde va usted? —preguntó Tetchum.
—A unas trescientas yardas y hacia la derecha, hay una oficina desierta. Está condenada desde hace años; pero la convertiremos en un estupendo escondite.
—Espero que sepa lo que está haciendo —repuso sacudiendo la cabeza—. Eso es todo. De veras, quisiera que sepa lo que hace.
Yo me había imaginado su respuesta. Sabía que estaba actuando bien. Tan pronto como consiguiera resguardar aquel armatoste en alguna parte del edificio, iría a hablar por visífono con Benson y calcular qué interés tenía realmente por la adquisición de la maquina. Pero primero tenía que ver lo que podía conseguir yo mismo. Hasta entonces, había estado actuando en lo que era poco más que un barrunto. Lo que Tetchum me había entregado podía ser muy bien un completo disparate: aunque yo no lo creía así.
—¡Por los cielos! —exclame involuntariamente—. Tengo que estar desesperado por la falta de dinero.
Y era cierto.
Resultó bastante fácil entrar en el edificio. La puerta principal había desaparecido y reemplazada por una lámina de plástico que, a su vez, había sido arrancada, estando colgada sólo por una esquina. El encontrar una habitación que ofreciese una cierta seguridad, fue ya algo más difícil. Tenía que ser en la planta baja porque no había elevador.
Optamos finalmente por lo que una vez. hubo sido el cuarto de baño. Me di cuenta de que entre los desperdicios caídos del techo había en el suelo una llave de latón deslucida. Tras haberla limpiado y un breve tanteo, funcionó en la cerradura.
—Bien, ya estamos metidos en negocios —dije—. Veremos si vale la pena. Póngala en funcionamiento.
—Pero ¿cómo? No tenemos corriente...
—Eso pronto está arreglado —le prometí. Localicé un trozo de cable y el enchufe a la red, rompiendo el precinto de la compañía y conecté un gancho con cable de una sección arrancado de una de las paredes.
—Conecte —le advertí.
Tetchum lo hizo así. Después, hizo pasar la corriente por el aparato y miró a través de las lentes ovales, ajustando diversos controles.
—Ya está —dijo al fin con una sonrisa de satisfacción—. Ahora está deliciosamente alumbrado. Pero, primero de todo, será mejor que le explique cómo funciona y qué puede usted esperar ver en la máquina.
Descorrió el panel trasero de la base de la máquina y sacó una especie de casco con un especial dispositivo.
—Dése prisa —le avisé—. Tenemos que trabajar de prisa de ahora en adelante para evitar los riesgos de ser detectados.
—Éste es el colector cerebral —explicó—. Los ánodos presionan contra su cráneo de cierta forma parecida a un electroencefalógrafo y las variaciones en el ritmo del cerebro se convierten en impulsos magnéticos. Estos impulsos van a alimentar al amplificador del ideoscopio. La parte visible consiste en una capa de tres pulgadas de polvo de hierro fino encerrado en una electromatriz globular, que tiene a su vez una ranura para ver. La electromatriz está construida con miles de diminutos y poderosos electromagnetos que son influenciados por las variaciones de los ritmos cerebrales del que mira. Esas variaciones controlan y dan forma al polvo férrico.
"El verdadero corazón de la máquina es el traductor; pero no quiero explayarme ahora en esa cuestión. Ese mecanismo traduce los ritmos cerebrales en formas e imágenes por un proceso de rechazo de la superficie, rompiendo la totalidad y convirtiéndolo en lo que yo llamo la línea - K. Esto va a alimentarse en los magnetos y el resultado es que el polvo de hierro proporciona una imagen sólida coloreada por las variaciones de la línea - K, que conduce a un proyector más o menos normal.
—Maravilloso —dije apretando los dientes—. ¿Y qué más? ¿Hace también un buen café —Tetchum pareció desconcertado—. Vamos, continúe —le animé—. No está usted ahora en la Academia de Ciencias Aplicadas. Limítese a explicármelo de la forma más sencilla.
Ésa es otra de las dificultades de los inventores; suelen hablar demasiado.
—Bien —continuó algo vacilante y confuso—, si es así como lo quiere, me limitaré a añadir que estará usted en condiciones de ver los pensamientos más íntimos, las ambiciones y los deseos presentados sólidamente ante sus ojos. Una banda registradora de todo el funcionamiento se produce automáticamente y puede volverse a pasar en cualquier momento para que alguien pueda ver los deseos ideoscópicos de otra persona.
Aquello me pareció otro camelo y francamente no le vi un futuro muy claro al invento.
—¿Y no ha podido usted inventar un abridor de latas en su lugar? —le pregunté—. No comprendo qué pueda interesarle a Benson. ¿Está seguro de que le hizo una oferta?
Aprobó con un gesto y casi sonrió bobaliconamente.
—Desde luego que me la hizo. Mire usted mismo y puede que vea por qué. —Y me ofreció el casco colector—. Vaya, póngaselo.
Lo tomé de sus manos y puse mi pañuelo como resguardo en el casco para evitar la posibilidad de que hubiese en él algo letal que punzara en mi único cerebro. Satisfecho, me coloqué el casco.
—Apuesto que usted es de los que miran debajo de la cama —remarcó el inventor sarcásticamente.
—Imposible, duermo siempre en el suelo —le dije—. No puedo soportar las alturas.
Tetchum ajustó de nuevo los controles y observé aquel diminuto campo global encenderse. Se produjo un remolino de polvo, que de repente se transformó en una escena reconocible y me quedé mirando con la boca abierta a lo que siguió. Si aquél era mi secreto ideoscópico, tendría yo que haber nacido entonces en un sultanato o algo por el estilo. Al menos, tenía un buen gusto para las mujeres, pero estaba preparado para aceptar que yo era un libertino y un glotón. De hecho, yo había tenido a orgullo siempre el haber sido un caballero y una persona de paladar delicado. Me produjo un verdadero asombro el verme sentado en un trono de oro, engulléndome lo que parecía ser media oveja, con la grasa cayéndome por la barbilla, mientras que una docena de bellas muchachas hormigueaban a mi alrededor semivestidas en diáfanos tules que dejaban muy poco que descubrir a la imaginación.
Me quité aquella especie de casco receptor y lo di a Tetchum.
—Muy interesante —le dije—. ¡Cerdo, insultante!
—Vamos, no se altere —me dijo con una mueca—. Tendría que haber visto los de Benson.
Presionó un botón marcado con la palabra repetir y miró las lentes. Después echó un rápido vistazo a los calibradores situados en el panel de control.
—Está ligeramente desviado de soslayo —dijo—. Tuve que haberlo ajustado convenientemente. Sin embargo, no se preocupe. Sus ideas íntimas son tan normales... perfectamente normales. Es preciso que recuerde que el "id" es un salvaje indomable. Creo que los suyos no tienen nada de particular. Lamento que no pueda mostrarle los de Benson. Tuvo que haberme robado el registro. Parte de él reflejaba cuando se hallaba destrozando el Elgin Marbles con un marro de cincuenta y seis libras, mientras que por todas partes se escapaban monedas de oro. El resto era aún más loco todavía. Su "id" está probablemente fuera de juicio.
—¿Y qué hay respecto del suyo? —le pregunté.
—Voy a conectarlo para que lo vea —dijo, mientras manipulaba de nuevo los controles—. Aquí los tiene. Mire ahora.
Primero no había otra cosa que máquinas; algunas de ellas de concepción extraterrestre, habiendo sólo una, parecida en cierta forma a un computador; pero con enorme equipo de otros dispositivos subsidiarios. Tras un rato, comprobé que lo que estaba mirando era una producción en cadena. Diversos chirimbolos corrían a lo largo de la cinta transportadora, saliendo y entrando de la maquinaria y emergiendo con cierta modificación cada vez que salían.
Decidí que lo que allí estaba produciéndose eran cosas muy extrañas. Tetchum presidía el trabajo de producción sobre el computador, presionando un botón o consultando un dial o bien introduciendo cierta información a través de un teclado. Aparecía una mirada fanática en sus ojos mientras que los productos finales rodaban, corrían, daban vueltas o incluso saltaban fuera. Al final de la correa transportadora, surgía una cosa parecida a una gigantesca araña con patas, ornamentada con un cierto número de largos y esbeltos apéndices que se movían alrededor de una enorme cabeza en forma de piña como antenas móviles; dispuesto todo aquello con algún evidente propósito. Entonces me aparté de la imagen.
Amigos míos, ustedes pueden mostrarme lo que gusten y aunque nunca haya puesto el ojo en ello, les diré el propósito para lo que está constituido. Es un don que yo poseo. Está relacionado con mi capacidad para pensar en términos de un circuito continuo. Basta con que me den el extremo del circuito, y el resto es averiguado inmediatamente. Como digo antes, es un don especial que yo poseo. O se tiene, o se carece de él. Y así. cuando vi aquel monstruo metálico en forma de araña, moviéndose en la nada por el lado de la imagen que yo observaba, supe con razonable certidumbre lo que era. Era algo diseñado para operar en la ruda y terrible corteza de algún lugar de la Luna y era un cazador. De cualquier forma había apreciado el sobresaliente hocico del arma que llevaba en la cabeza. Estaba diseñado para matar.
Me estiré y miré a Tetchum.
—Debería usted ser barrido de la raza humana —le dije—. Ha puesto usted las máquinas frente al hombre. ¿Sabe lo que pienso?
—Espere un momento —interrumpió Tetchum—. Eso era realmente una versión supercondensada de todas las pasiones y entusiasmos, mi quintaesencia. El "id". Pero da la casualidad —añadió con cierta dignidad— que yo tengo mi "id" bajo completo control.
—Tal vez —dije yo—. Pero eso no altera el hecho de que esa cosa con piernas era un matador, ¿no es cierto? Y así eran los demás. El productor principal no era nada más que una máquina construida y diseñada para inventar otras máquinas, y usted estaba introduciendo información respecto a sus propias especies. Le vi. Esa cosa en forma de araña me ha sorprendido bastante, sin embargo. Estaba concebida para terrenos duros y hostiles, como la Luna, quizás. ¿Por qué la Luna? Solamente hay un puñado de hombres allá en media docena de estaciones de observación...
—No estaba diseñada para la Luna. Lo era para poder caminar sobre las ruinas producidas por un bombardeo.
—¡Qué hombre más encantador! ¿De veras quiere decir eso? Lo que tiene usted en la mente no es otra cosa que la total destrucción de la raza humana.
Tetchum asintió de buen humor.
—Más o menos es algo así —admitió.
—¿Por qué?
—¿Por qué Benson machacó a martillazos el Elgin Marbles? No puede usted reprocharme por lo que haga un extraño y el "id" es extraño a la mayor parte de nosotros, lo que es cosa cierta. Cuando más próximo esté el "id" de los hombres grandes, más calamitoso resulta verosímilmente para el género humano. Tome a Hitler, por ejemplo...
—Le tomaremos a usted —interrumpí yo—. No estoy seguro del todo de que usted no sea una amenaza mayor. Esa cosa puede cobrar vida. Yo conozco al agente productor lógico en cuanto lo veo. Y ése tenía todas las características de un proceso real. Esos asesinos eran reales. ¿Es que no hay bastante con la bomba de cobalto?
—Más que suficiente. —En su voz había un toque divertido que comenzó a irritarme—. Pero no irá a tomarlo demasiado en serio... Después de todo, sólo es una fantasía. Aunque... bien, supongo, que si una máquina de esa clase fuese alimentada con la suficiente información, estaría en condiciones de suministrar respuestas ciertas, que podrían volverse a insertar hasta que hubiese compulsado todos los hechos necesarios para producir cualquier cosa que usted deseara. Por supuesto, es preciso tener una idea bastante acertada de lo que va programarse para obtener las proporciones razonables de sus deseos. Creo que es por esto por lo que ha captado el interés de Benson.
—Estoy seguro que así ha sido —convine con él—. Vamos, llevémosla al Nivel.
Tetchum extendió los brazos a todo lo ancho de la máquina.
—Dígame qué es lo que ha hecho la raza humana jamás por usted para que tanto le preocupe. No olvide que Benson es un miembro de ella.
—Sí, eso está bien. Le multaremos primero por eso. pero la llevaremos después al Nivel.
—Pero pasando antes sobre mi cadáver —dijo melodramáticamente.
—Una incitación muy apropiada —le grité—; pero no creo que las autoridades lo comprendiesen bien.
A falta de un plan mejor, llamé por visífono a Benson. Me enfrenté primero con su secretaria. Era una rubia atractiva, un verdadero bombón con una voz bastante seca y una sonrisa convincente.
—¿Puedo servirle, señor?
—De mil formas distintas, nena —le respondí afectuosamente—. Pero tengo que hablar primero con su jefe.
—¿Le gustaría hablar a Mr. Benson?
—Estoy a punto de cerrar un trato con él por un valor de un millón de créditos; sin embargo, me gusta más bien charlar con usted. ¿Tiene que hacer algo esta noche, corazón?
—Sí —me contestó dulcemente—. Tengo que estar en el Hostal de la Salvación para servir una sopa. ¿Quisiera dejarme su nombre por escrito para un par de zapatos?
—¿Quisiera usted dejarme el suyo por escrito para dos abrigos de visón?
—Dice usted unas cosas tan deliciosas... —dijo la chica como soñando—. Lo más parecido que he tenido siempre ha sido uno de zorra falsificado.
—Séquese sus bonitos ojos. Se le está estropeando el maquillaje. ¿Cree usted que los diamantes del tamaño de un guisante son vulgares?
—No, si se tienen por docenas —repuso ella sonriendo—. Lo pondré con Mr. Benson.
—Entonces... ¿puedo contar con esa cita?
—Claro que sí, guardaré la sopa caliente, pollo encantador.
—Buena chica —le dije haciéndole un guiño—. Yo seré el que lleve un puro de lujo y un traje de lamé de oro.
Su sonrisa se desvaneció.
—Y un millón de unicornios —dijo entonces con aire cansado—. Le pongo con el jefe.
No creo que tuviera el rostro adecuado entonces. Benson me miró como si fuera a robarle la cartera.
—¿Sí? —restalló, frunciendo el ceño.
—¿De qué forma le gustaría comprar un marro potente? —le pregunté—. Podría usted tal vez aplastar a Elgin Marbles.
Benson casi se atragantó.
—¿Cómo diablos consiguió saber eso? Le dije a Tetchum que destrozara el registro.
—Y lo hizo; pero se olvidó usted de su memoria.
—Entonces, ¿tiene usted el ideoscopio? —preguntó con una calmosa compostura.
Le sonreí.
—Es suyo por un millón de créditos.
Su compostura se deshizo al instante. Creí que iba a darle un ataque de cualquier cosa. Resopló y gruñó como un jabalí e hizo un esfuerzo desesperado para rebuscar sus palabras, con la cara asumiendo la perfecta figura de un queso holandés, casi redondo del todo. Finalmente, pudo contestarme:
—Pondré a la policía sobre sus pasos —gritó furioso—. El ideoscopio es de mi propiedad. Usted lo ha robado. Era mío legalmente. y usted no puede probar lo contrario.
—Sea cual sea esa legalidad de que habla —le dije—, va a costarle a usted un millón de créditos el echarle el guante a este invento.
Se secó la frente con un pañuelo que se sacó de la manga y pareció calmarse un poco.
—No parece que siente usted mucho respeto por los derechos de la propiedad —remarcó con un esfuerzo consciente.
—Así es. No tengo ninguno. Esto está almacenado en otro sitio que no es el mío.
—Bien, tendré que pensar en esto —me repuso—. ¿Dónde puedo verle personalmente?
—Podría usted ir al Marleton. —El Marleton era el hotel más caro de toda la ciudad—. No me encontrará usted allí; pero podrá, en cambio, tener una charla amistosa con el conserje del hotel. Es muy locuaz en presencia de sus mejores. Puede decirle lo que yo le iré diciendo por visífono hora tras hora, en las próximas tres horas. Y que no será desde la misma cabina, para el caso de que avise a la policía.
Corté el circuito del visífono. Le teníamos metido en el saco. Al menos así lo pensaba yo: pero tuve que haberme dado cuenta de que un hombre con la experiencia de Benson no se dejaría amilanar por ningún truco ni amenaza. Cuando volví al escondite, Tetchum estaba siendo interrogado por un oficial de la policía con cara de pocos amigos.
—Este hombre me garantizará —dijo desesperadamente cuando me vio—. Hemos tomado este lugar por un corto arrendamiento.
—No le he visto jamás antes en toda mi vida —declaré—. Yo soy el inspector sanitario del distrito —añadí, dirigiéndome a la puerta; pero otro policía, escondido detrás del primero, me echó el guante y súbitamente me vi con las manos esposadas.
—Lamentará usted el haber hecho esto —le advertí—. Mi padre es el alcalde de la ciudad y estoy relacionado con su jefe por matrimonio.
—Eso pone las cosas mucho más claras —dijo—, puesto que el alcalde es soltero. Lo del jefe tampoco sirve.
La política no ha sido nunca mi fuerte y me trastorna de cierta forma.
—Bueno, eso tiene que haber ocurrido en alguna otra ciudad y en otra ocasión. Quizás haga diez años de eso...
—Sí, claro, tal vez haya sido en otro país —me dijo con sorna—. Quizás sería durante la Revolución francesa.
Yo me encogí de hombros.
—Está bien, está bien. ¿De qué se me acusa?
Todavía con mueca de burla, se volvió a su colega.
—¿De qué se le acusa ahora? Creo que se me ha olvidado.
El otro me miró fijamente.
—De casi todo, excepto de asesinato —dijo socarronamente—, pero estamos trabajando en el asunto, no se preocupe.
En aquel momento, Benson llegó corriendo y jadeante.
—Ah, está usted aquí... Valientes ladrones, granujas... —dijo de la forma más descortés—. Creímos que su escondite estaría próximo a la cabina del visífono.
—No ha sido muy difícil localizarles —dijo el socarrón—. Tenía que ser este lugar, que ha sido forzado para entrar. Además, se ha robado un envío certificado en tránsito.
—Delito de extorsión —le recordó Benson. Y apuntó hacia mí—. Éste es el individuo que acaba de hacerme la demanda. Quería nada menos que un millón de créditos.
El otro policía dejó escapar un silbido.
—¡Vaya! Eso es grande, amigo. Conque un millón de créditos, ¿eh?
Y tenía el aspecto de un hombre feliz.
—Esto tiene que haber sido una mala interpretación —protestó Tetchum rápidamente—. Esto no es propiedad de Mr. Benson. Es mío.
—Estaba bajo una orden de embargo —dijo Benson—. Este individuo era un realquilado ilegal de la propiedad arrendada a su fallecida tía Agatha. Una de las condiciones del arriendo era que no podía tener a nadie realquilado...
—Mire —dijo el policía que me había esposado y que comenzaba a sentirse mosqueado—. Aclare esto y póngalo de la forma más simple, ¿eh? No tengo humor para líos. Por tanto, si no le importa, comenzaremos por donde Mr. Benson envió esta cosa desde una dirección del Tercer Nivel a sus propios locales, donde se hallaban escondidos presumiblemente dos personajes a quien la evidencia sugiere que son estos dos tipos aquí presentes. ¿Alguna objeción?
—Sí —dije yo en aquel instante—. El envío lo hice yo y no Benson.
—Así es —convino Benson—. pero me ha echado a mí la culpa.
—Entonces demuestra que no es suya la propiedad —remarcó el policía.
—Oiga, de todas formas, tal y como está, es algo inútil para él —dije yo sonriendo—. Podría tal vez copiarlo y hacer pronto unos cuantos miles de créditos; pero el secreto interno se perdería para siempre sin la asistencia del inventor y de mí mismo, por supuesto. Creo que Mr. Tetchum convendrá conmigo en que este instrumento no tiene precio. Encierra en sí la clave de un inmenso poder y riquezas más allá de todo cálculo. —Yo estaba observando la cara de Benson mientras hablaba y pude ver que comenzaba a picar en el cebo. Cuando llegara al estado de avaricia, sería el momento de tirar del anzuelo—. Sí, convenientemente explotado —continué con la mayor cara dura—. este invento conquistará toda la riqueza del país y con tiempo suficiente la de la mayor parte del universo.
—Eso es un absurdo —dijo, pero a renglón seguido añadió—: ¿De veras lo cree así?
—Dar o tomar una galaxia —le aseguré con aplomo—. Pero usted necesita la precisa clase de técnicos para tal propósito. Apenas si podría usted hacer nada mejor que comprometer los servicios de Tetchum, inventor de este maravilloso aparato y de mí. que soy el más grande técnico en cibernética que haya conocido el mundo. Soy un hombre modesto; pero dudo mucho si el genio se haya reunido jamás en tan reducido espacio. Usted también, Mr. Benson, tiene un talento bastante considerable...
—¿Qué es esto, Joe? —preguntó el policía que me había esposado—. ¿Alguna especie de truco fraudulento?
—Pues no lo sé —repuso su compañero lentamente—. Dejemos que sigan.
—¡Deténgales! —exclamó Benson agitado y nervioso—. Tiene que haber existido una mala interpretación.
—Esté seguro, oficial —me apresuré a decir—. Cuando hablé por visífono a la oficina de Mr. Benson no estaba tratando de pedirle ningún millón de créditos. Trataba simplemente de recalcarle lo que tendría que invertir en el proyecto, antes de que pudiera esperar los naturales beneficios de tan grandiosa empresa. Después, todo lo que se le ocurrió fue soltarme un exabrupto. Todavía no se ha establecido un banco que tenga capacidad para guardar el dinero que este aparato pueda proporcionarle. ¿No es un trato?
—¿Conque un trato? —preguntó Benson, súbitamente precavido—. ¿Y qué beneficio piensa sacar de él?
—Si va a haber tanto dinero por medio —argumentó Tetchum—. no es cuestión de discutir tanto sobre la cantidad a percibir. Todo lo que quiero es un contrato legal garantizándome un cierto porcentaje mínimo; quiero ahora una buena suma de anticipo.
—Algo así como un millón de créditos —añadí prestamente.
—Eso es algo fuera de toda cuestión —rezongó Benson—. Completamente fuera de toda cuestión. Tenemos que discutir eso con más calma en el futuro. Seguiremos eso en mi oficina y nos llevaremos el ideoscopio allí también. Lo arreglaré inmediatamente.
—Cuando haya usted terminado por completo su Consejo de Administración —dijo el policía arisco fatigadamente—, puede que lleguemos a poner algo en claro. ¿Quiere o no quiere usted que se arreste a estos hombres, o que se le sigan considerando los cargos preparados contra ellos hace diez minutos? ¿Qué hay contra la ruptura de acceso y allanamiento de morada?
—Bueno..., mire, da la casualidad de que yo soy el propietario de este edificio —repuso Benson con el ceño fruncido— y creo que ya debería usted haber comprendido hace rato que, como dije antes, hay una mala interpretación de las cosas. Prefiero que no se hagan cargos ningunos, por supuesto. Ahora, si no les importa, tengan la bondad de soltar a ese hombre. Tenemos algunos importantes negocios que discutir.
El que me había esposado, me quitó las esposas.
—¡Diablos! ¡Para qué ser policía!
Y se marcharon. Al llegar a la puerta, el arisco, cuyo nombre era Joe, se volvió a mirarme.
—¿Cuál es su nombre, mister?
—Belov —repuse—. Hek Belov.
—Ya —murmuró pensativamente—. Eso suena como una campanilla. Si no está usted en los archivos, yo soy el tío de un mono.
—Dele, pues, mis recuerdos a su sobrino —le dije con dulzura—. Es tan agudo como un coche cargado de policías.
Me miro otra vez, con malas pulgas.
—Procure no mezclarse en mi camino, mister —me dijo— o recordaré muy bien ese comentario. —Salieron sin cerrar la puerta.
Benson llamó al visífono pidiendo un camión y después de que el ideoscopio hubiera sido cargado, nosotros saltamos al aparato volador privado de Benson y nos dirigimos a su oficina.
Teníamos que pasar junto a la secretaria rubia y yo le hice un gesto.
—¿Qué pasa con el visón, nena?
Sus cejas se levantaron imperceptiblemente al verme allí; pero se recobró pronto de la sorpresa inicial.
—Ah... ¿Y qué ha ocurrido con su barba blanca y su capa larga y roja? —me respondió.
Le hice un guiño.
—Tienes que haberte perdido “El Hijo de Santa Claus". Esta noche se repite la función, preciosa. Te llevaré si me dices donde vives.
—¡Vamos! —rugió Benson—. El tiempo es oro y yo pago por el tiempo que se gasta aquí.
—Yo opero dentro y fuera de la estación —añadí antes de seguir a Benson a su oficina—. Dime solamente dónde cuelgas las medias, cariño.
—Cara de cemento —me dijo con voz cansada y continuó escribiendo a máquina.
Dispusimos el ideoscopio en la amplia y lujosa oficina de Benson y Tetchum lo ajustó. Benson paseaba de un lado a otro como un animal enjaulado.
—Lo que quiero saber es qué hay de esa producción en cadena —dijo frotándose sus manos gordezuelas.
—Ahora está funcionando —le dijo Tetchum—. ¿Quiere verla?
—Ya la he visto, ¿verdad? Lo que quiero saber es qué oportunidades hay de desarrollar esa cosa.
Tetchum se encogió de hombros y me miró.
—Las oportunidades son excelentes —asegure con aplomo, aunque yo compartía otro punto de vista.
Es que uno, tiene que vivir.
Me escudriñó con sus ojos diminutos y ojerosos.
—¿Y cómo propone usted llevar a cabo ese proyecto? —inquirió directamente.
—Bien —repuse con una sonrisa que quería congraciarse con el rico hombre de negocios—. Yo puedo diseñarle los diversos circuitos de que constará, inmediatamente. Tetchum se cuidará de la parte puramente mecánica y tendremos el primer modelo dispuesto a funcionar en poco más o menos, diez años de tiempo. No discutiremos ahora de los salarios. Con tres mil al mes será suficiente, y gastos aparte, por supuesto. Y a propósito, creo que será mejor que me deje uno o dos cheques en blanco. Hay material que comprar, y...
—¡Tiene usted una cara de duraluminio! —explotó Benson—. Debería haberles encerrado en la cárcel cuando tuve la oportunidad. Y ahora, escúcheme, Belov. Esta máquina tiene que estar dispuesta para su producción básica dentro de seis semanas. Usted se toma su tiempo para mejorarla; pero yo tengo que ver si es capaz de diseñar y producir artículos corrientes antes de que invierta mi dinero en ella. Durante este período inicial, voy a pagarles un pequeño sueldo, con el que podrán ir tomándose un bocadillo de vez en cuando; que por cierto no tienen precio, en la cantina de nuestro personal. Son extraordinarios.
"Y lo mismo, con respecto a Mr. Tetchum, excepto que voy a anticiparle la suma de trescientos créditos como prueba de mis buenas intenciones y cerrar cualquier malentendido que haya habido entre nosotros. El material que sea preciso será solicitado a través de mi secretaria, únicamente. Se aprobara sólo si creo que es esencial para el proyecto. Yo tengo una sencilla regla de oro para todos mis negocios: el de ahorrar dinero y gastos. Soy un hombre de negocios con éxito porque se hacer esto a su debido tiempo. En cualquier caso, el disponer de capital libre es ahora muy difícil, cuando el Gobierno esta comprometido en la dirección de la economía. Les meteré en una cáscara de nuez para saber así cuanto pueden aguantar, tengo poco dinero que invertir en programas de esta naturaleza, pero de todas formas haré cuanto pueda.
Todo lo que tenía eran unos cuantos millones, aquel tipo con cara de queso, más dura que el pedernal.
—¡Que Dios le bendiga, Mr. Copperfield! —dije con sentimiento.
* * *
Sin embargo, en estos duros tiempos, un empleo, es un empleo. Se llevó siete semanas el remedar la primera versión del autoventor de Tetchum, como él insistía en llamarlo; pero, para decir verdad, yo no tenía ni la menor idea de lo que teníamos entre manos. Los circuitos que yo había imaginado eran lógicos en sí mismos, y aplicados a los estadios mecánicos necesarios de la producción en cadena, como los veíamos en el ideoscopio, encajaban bien. Con todo, tomado aquello en conjunto, resultaba un extraño rompecabezas de unidades sin relación alguna, cosa que me tenía perplejo y embrollado hasta no poder más...
Llegó el momento en que consideré aquello debidamente terminado, pero Tetchum. súbitamente, extendió un dedo hacia mí acusándome de fabricar circuitos sin mirar las últimas consecuencias del proyecto. Le dije que estaba intentando acomodar aquel mecanismo sin significación alguna y que me parecía una casa de orates.
—¡Al diablo! —me gritó—. Eso no va a funcionar en la vida...
Y no funcionó, claro está. Le di el último vistazo como punto final y casi rugió como una fiera. Aquello tenía el aspecto de una masa de chirimbolos que no harían nada en absoluto. Me limpié las manos en un trapo y apunté a aquel amasijo de ruedas y palancas colgadas en lo alto de la máquina, que tenía el aspecto de un enorme insecto de otro mundo. No había visto la secuencia "id" correspondiente, pero supuse que no diferiría mucho del original.
—¿Qué es eso? —le dije.
—¿Qué diablos voy a saber? —repuso, petulante—. Estaba tratando de suponer para qué serían algunos de esos circuitos suyos y que son su trabajo favorito, y así es como ha quedado. En la forma en que van las cosas ahora, creo que van a meternos a los dos en la cárcel por fraude o algo parecido.
—De eso tiene la culpa su cerebro infantil —le hice resaltar—. No veo a dónde conduce eso. Si es un fraude lo que se ha perpetrado, ni que decir tiene que usted es el único responsable.
Soltó una hueca carcajada.
—¿Mi cerebro infantil? ¿Con que es eso? ¿Esa pesadilla mecánica? Eso ha salido de su retorcido cerebro, ni más ni menos. Yo me lavo las manos.
—Como un caballero que soy —le dije con toda dignidad— sólo puedo tratar tan vulgar disparate con el desprecio que se merece; sí, a usted, que tiene el cerebro de un escarabajo. Y ahora, escúcheme: tenemos que hacer que este montón de chatarra funcione, sea como sea. aunque no sea más que para convencer a Benson de que teníamos la idea justa. Vamos, hombre, anímese. Daremos a eso un empujoncito de ensayo.
Conecté el computador y la cinta transportadora se movió, y con ella la palanca dio media vuelta. Al ir tomando energía con la corriente, aquel monstruo en forma de insecto, comenzó a rugir y a funcionar como algo loco. Comenzó a desplazarse de un lado a otro a saltos y por poco si no decapita al infortunado inventor. Exhaló un grito de terror y se tiró al suelo.
Desconecté el endemoniado mecanismo y le ayudé a levantarse del suelo.
—¡Suponga que me hubiera matado! —exclamó horrorizado.
—Pues hubiera sido una lástima.
—Bien, esto está acabado, no hay nada que hacer. Lo dejo. Siempre me figuré que no iríamos a ninguna parte.
—¿Qué quiere decir con eso de que nunca iríamos a ninguna parte? —pregunté, y una sospecha comenzó a tomar cuerpo en mi mente—. ¿Es que no? ...Quiero decir que usted no...
Tetchum asintió con un gesto.
—Tendría usted que haber sabido la verdad. Todo esto es un saco de embustes. El ideoscopio y todo. Hice una falsificación de un registro en imágenes, ya tomado anteriormente.
—Pero yo mismo pude ver esas deliciosas... Quiero decir, esas desagradables hembras. Me vi a mí mismo tragando como un cerdo hambriento...
—Sí, sí, ya lo sé. Ésa era la parte más inteligente del asunto. Las facciones estaban borradas en la cinta original. Me llevó muchísimo tiempo el ponerlo en condiciones. Tuve que arreglar la cara del visor para ser puesta en clave dentro del espacio del registro en imágenes. Hay dentro un ojo oculto que toma las necesarias fotos, ajustándolas a la ampliación que se precisa, dando así las respuestas adecuadas. Por supuesto que las expresiones no son siempre correctas, pero he tenido mucho cuidado de que el rostro no aparezca bien del todo. Me he gastado algunos créditos en registros; pero no puedo recibir ayuda ninguna. Ya tengo bastante con todo esto. Los devolveré.
—No, no hará usted eso —le dije deteniéndole por el brazo—. Estarnos juntos en este asunto. Además, no puede salir de este asunto así como así. Benson le perseguiría inmediatamente. No, mi pobre amigo, nuestra única oportunidad es completar este ridículo autoventor para especificación. Para la especificación de Belov. Es decir, tiene que aparecer como que funcione. La avaricia de Benson hará el resto.
Hice un signo aprobatorio hacia aquella extraordinaria maquinaria que como un gigantesco armatoste casi llenaba la habitación que Benson había dispuesto para nosotros.
—Vigile para que no se marche —le dije—. Voy a ver si tomo un bocado. Me resulta imposible pensar con el estómago vacío. Mi cerebro ha debido bajárseme a los talones.
—Yo me tomaré un bocadillo en la cantina —dijo Tetchum resignadamente.
Fui dándome un paseo hasta el birrioso restaurante de mi amigo Emilio Banti. Le encontré manipulando un enorme cuchillo, dando cortes a un jamón enorme.
—¡Ah, Belov! —me saludó afablemente—. Tengo hoy unos filetes estupendos. O a lo mejor prefieres un buen solomillo con una buena guarnición ¿eh?
—Con toda la guarnición posible —aprobé—. Sírvelo pronto, Emilio y no te olvides de un pastel de cerezas.
Me miró bajo su alto gorro de cocinero, el de chef de restaurante, todo un cordón bleu de los barrios bajos de la ciudad. El gran Emilio no era solamente un chef, sino un artista por lo que se relacionaba con los alimentos. Sus creaciones culinarias podían hacer las delicias de cualquier exigente y de buen paladar o por el mismo precio llenar de comida hasta las orejas a un glotón. Emilio se sentía feliz en ambos casos.
—¿Tendrás dinero, claro está? —me dijo con una pícara sonrisa, pareciendo que hasta su alto gorro de cocinero se tornaba afable. Sonriendo aún. continuó—: Creo que a lo mejor has olvidado que me debes treinta créditos.
—Encontraré una mesa por ahí —dije, sin hacerle caso, y comencé a marcharme.
—¡Belov!
Las ventanas se estremecieron y el polvo se desprendió del techo.
—¡Ven aquí, Belov! —repitió Emilio con voz de trueno—. No has respondido a mi pregunta. ¿Por qué no contestas, eh?
Volví y me esperó con sus doscientas cuarenta libras de humanidad en ristre y además el enorme cuchillo.
—Te conozco. Belov —me dijo—. Ayer tenías dinero. Mañana tendrás dinero. Pero hoy...
Yo extendí los brazos y extendí una amplia sonrisa.
—Hoy no tengo dinero. Un inconveniente temporal, querido amigo, te lo aseguro.
—¡No, no y no! —tronó de nuevo pegando un terrible puñetazo en el mostrador de la barra. Un plato de bocadillos de queso se tambaleó y cayó sobre mí. Yo los dejé caer. Si hay algo que deteste en la comida, son los bocadillos de queso. Toda la afabilidad había desaparecido ahora. Incluso su gorro de cocinero había alterado su forma y moviéndose hacia adelante parecía mirarme como a un bandido.
Clavó el enorme cuchillo sobre el jamón y se adelantó hacia mí oliendo a ajos. Cuando habló de nuevo lo hizo suprimiendo una enorme rabia contenida.
—Belov, no me has pagado nada del dinero que me debes. ¿Cómo esperas que pague mis facturas, eh? No pensarás que yo me muera de hambre mientras que tú engordas... —Y sacó el cuchillo del jamón, como Excalibur de la roca, y lo blandió en el aire—. Debería contarte el cuello —me dijo, echándose hacia atrás a una discreta distancia—. De todos los demás, consigo hacer algún pequeño beneficio, pero lo que es de ti, Belov, es como si cayera una losa sobre mis pequeños y antiguos ahorros. Creo que tal vez antes de que me retire tendré que echar mano a mi pobre alcancía.
—¡Está bien, está bien! —grite enrrabiado, viendo que no había nada que hacer—. Si es así como piensas al respecto, grandullón y barrigudo, me iré de cliente a otra parte.
Ante mi sorpresa soltó una carcajada. Así estuvo unos momentos hasta que las lágrimas le caían por las mejillas, y un cliente mirando nerviosamente a su alrededor, salió del local a toda prisa.
—Puedo esperar —dije glacialmente.
Espere hasta que comenzó a limpiarse los ojos con un trapo de cocina, una vez terminado aquel ataque de risa.
—Bien. ¿A qué viene ese delirio de risa frente a un hombre hambriento?
Sacudió la cabeza y me hizo un guiño.
—Tómate un bocadillo de queso —invitó ofreciéndome uno de los que quedaban en el plato.
Miré con disgusto al bocadillo.
—Que un rayo me parta si lo como —le dije—. ¡Montaña de lomo! No insultaría de esa forma mi estómago comiendo en tu puerco restaurante. Yo sólo vengo aquí para descansar. —Y levanté la voz para que me escuchasen los demás clientes del local—. Todo este lugar está infectado de ratas y otros bichos. Uno de estos días estallará la peste bubónica en esa asquerosa cocina y matará media ciudad. Ni los caballos salvajes volverán a traerme aquí de nuevo. Puedo decirte esto, porque...
—Vas a ir a otra parte ¿eh? —dijo haciendo muecas—, Bien, por esta vez voy a ser buen amigo contigo. ¡Rosie! —gritó—. Un buen solomillo con buena guarnición y todo lo demás para Mr. Belov.
—No te olvides de la torta de cerezas —le recordé—, y que esté adornada con crema fresca.
—¿Y qué sucederá con la peste bubónica? —me dijo burlonamente—. De repente te has decidido a seguir comiendo aquí, ¿eh?
—De repente me he convertido en un completo embustero.
* * *
Cuando volví. Benson estaba allí. Estaba hablando con Tetchum, que tenía un aspecto claramente disgustado. Benson tenía el aspecto de una araña gorda y grotesca a punto de chuparse la sangre de cualquier criatura desgraciada. Andaba de un lado a otro frente al inventor y, de tanto en tanto, lanzaba una mirada a nuestra obra maestra.
—Bien —exclamó, al verme—, si no es el cibernético en carne y hueso. Pensé que habría tenido el suficiente sentido común como para largarse de este país. —Y me miró con una torva mirada en la que aparecía una siniestra sonrisa.
Mentalmente lancé un juramento contra Tetchum, pensando que se habría ido de la lengua; pero jugué con precaución a ver lo que pasaba.
—Supongo —le dije con cierta dignidad— que ésa es una de sus divertidas bromas; pero me temo que no comprenda lo que me está diciendo.
Lanzó un brazo despectivo en un gesto que abarcaba el autoventor.
—¿Y esto? —preguntó socarronamente—. ¿Es también una de sus divertidas bromas?
—Eso, señor mío, es el autoventor. Puede tener una cierta apariencia tosca: pero tenemos ciertas modificaciones que introducir, ya calculadas, con objeto de magnificar la totalidad del proyecto. No lo sabrá aún hasta dentro de una semana.
Miró chispeante a Tetchum.
—Usted no me había dicho nada de eso.
—Pues... era como una especie de sorpresa —dijo débilmente.
La mandíbula de Benson se apretó como la de un bulldog.
—Bien, no será ninguna sorpresa —nos dijo irritado—. Si esa cosa no se encuentra en producción para mañana, llamaré a la brigada que se ocupa del fraude. Eso es todo. Lo entregan mañana... o ya lo saben. Creo que es preciso darle a cada hombre el beneficio de la duda.
Cuando se hubo marchado. Tetchum volvió a mí una cara tristona y fatigada.
—No sé cuánto podré soportar de todo esto —me dijo—. Ha estado mortificándome casi una hora, antes de que llegase usted. Casi estaba hecho trizas y confesé.
—Nunca se hace eso —le advertí—. Si llama a la policía, no vendrá tan fácilmente. Ya saben que ha cambiado radicalmente de opinión.
—¡Al infierno con esa historia!
—Bueno, creo que se ha excusado primero para patearle después.
Seguimos trabajando en el autoventor. perfilando la tarea para hacer una completa revisión de la totalidad de aquel imponente trasto. La cosa singular que me ocurría era que tenía la íntima convicción de que aquello iba a funcionar. Lo que produciría, ya era otra cuestión. Es preciso recordar que muchas de esas unidades de producción son bastante corrientes en estos días en que vivimos. Tal y como yo lo veía, la cuestión era programar el computador, perfilar aproximadamente las necesidades de producción, y convertir los impulsos interpretados por la máquina que controlaban ambas cajas de alimentación, con sus partes componentes, o materias primas, y todo lo demás iría bien.
La sola dificultad del problema consistía en que tal programa completo resultaba imposible sin haber inventado previamente el artículo deseado. Por tanto, ¿cómo programar un computador cuando no se tiene una pista de lo que se desea, de por qué se desea y de cómo puede ser manufacturado? Por supuesto, el problema era mucho más simple que aquello, como expliqué a Tetchum. Todo lo que teníamos que hacer era dar la impresión de que aquello trabajaba.
—En otras palabras, está usted componiendo el fraude original. No creo que lleguemos tan bajo como eso.
Amigos. ¡Nunca he sido insultado de tal forma en mi vida! Que cualquiera pudiera pensar que yo, Belov, pudiera prestarme a hacer cualquier cosa deshonesta... Me puse loco, os lo aseguro.
—¡Cómo se atreve usted! —dije—. ¿Cree usted que tengo tan poco respeto a la integridad de mi profesión como para permitir que mi nombre se asocie a una estafa? Nunca soñé con defraudar a ningún cliente. Mire la cuestión de esta forma: Benson está preparado a pagar un buen dinero —no demasiado, pero buen dinero—. por lo que le importa como una virtual imposibilidad. Bien, la gente hace eso todos los días. Pagan por ver a un mago hacer algo, como desvanecerse de la vista o sacar conejos de verdad de una chistera trucada de antemano.
"Todo es un truco, naturalmente: pero la gente paga de antemano para eso. ¿Acaso acusa alguien a un mago de fraude? Por supuesto que no. Un poco de prestidigitación no hace daño a nadie. Ésa es la cuestión. Benson quiere ver también salir algunos conejos de un sombrero electrónico, o si prefiere usted, cualquier tontería de una cinta de producción electrónica en cadena. ¿Qué diferencia hay? De todas formas la clase de dinero que está dispuesto a invertir, sólo le da derecho a un asiento en la cuadra. No puede dictar los resultados. Ése es nuestro fin."
La verdad es, amigos, que no había gastado mucho. Todo lo que teníamos era de segunda mano. Parte de la unidad de producción había sido originalmente equipada para producir videos de bolsillo y el resto revertido de forma que empaquetase una cierta patente de medicamentos antes de que Benson la adquiriera. No sé ciertamente que pensó que podríamos hacer con aquel fantástico montón de basura que nos puso a la mano; pero resultaba evidente que había combinado una inmensa ambición de ingeniería práctica automatizada propia de un retrasado mental, con una fe infantil en la capacidad del hombre práctico para modificar, rehacer y apañarlo todo. O tal vez sólo fuera lo que precisamente era de por sí: un tipo mediano, avaro y duro de cabeza como un marmolillo.
Tras muchos intentos y errores, pruebas y más pruebas, conseguimos que la cosa produjera algo. Tomé el artículo, al fin, de la línea de producción en cadena y lo miré. Como podría esperarse, la influencia de todo aquello tan singularmente acoplado y entonces combinado en la unidad de producción, resaltaba mucho en la evidencia final.
Tetchum lo expresó muy sucintamente.
—¡Esto es un video endemoniado dentro de una botella también endemoniada! —expresó con disgusto.
—¿Y qué esperaba usted? —le dije—. ¿Las joyas de la corona rusa dentro de un sarcófago egipcio?
—Con que un video en una botella ¿eh? —repitió sarcástico—. Calculo la cara que pondrá Mr. Benson cuando le diga: aquí tiene, Mr Benson, un video en el interior de un frasco. ¿No lo echará todo a perder?
—Son los bancos de memoria —dije—. Han tenido que trastornarse con los viejos procesos. Tenemos que reemplazarlos. Dejaré que Benson sepa la triste noticia. Tendrá que gastar algún dinero. Eso le va a poner enfermo...
Benson, por una vez, tomó la cosa con calma, y aceptó aparentemente mi explicación como buena, y los nuevos bancos de memoria fueron instalados rápidamente. Primero que todo, sin embargo, y de estar dispuesto a reprogramarlos un par de horas más tarde, hice algunas alteraciones en los circuitos, y una vez que comencé me llegó la inspiración. Los circuitos que vi resistirse naturalmente a las alteraciones iniciales (y que hacían eliminar cualquier deslizamiento hacia el antiguo proceso) eran completamente nuevos para mí. Los recompuse, reconectándolos, soldándolos y entrecruzándolos; pero lo cierto era que sin tener una idea exacta del resultado final.
En tales circunstancias, no vi que la cosa importase mucho.
El computador, un Walls Vertical 13/13, comparaba la información programada que yo insertaba dentro, con el resto del registro y después indicaba qué nuevos materiales se requerían. Se obtuvieron tales materiales y ajusté los controles a la velocidad de marcha lenta. Aquello daría al conformador todo propósito y multivariable, una oportunidad para corregir cualquier inadecuación debida a falta de programación. Entonces conecté la máquina.
Cuando salió el primer objeto, desconecté. Examiné el objeto con curiosidad. Era algo de forma globular y aproximadamente de un pie de diámetro. El exterior era de plástico negro, con tres clavos metálicos de adorno en un lugar. La totalidad de aquella cosa pesaría como una libra, quizás.
—Bien, aquí está —dije, intentando hablar con entusiasmo.
Tetchum frunció el ceño ante aquello y después lo tomo de mis manos.
—Bien... pero ¿para qué sirve esto?
No me pareció que sirviera para nada. Traté de recopilar lo que había programado. Me pareció que en ello existía algo, simple producto de la mente, como para hacer que la de un adulto se condujese con un cierto sentido del humor, de felicidad posiblemente; de hecho un gran juguete, que podría ser mejorado sobre dos grandes cojinetes de bolas. Yo había incluido algo respecto a la juventud como formando parte de ello e insertado alguna información relativa a tal verdadero estado del hombre.
El 13/13, incidentalmente, podría ser modificado para tareas puramente intelectuales. El bloque de modificación, que en realidad era un instrumento homeostático y próximo a la razón, debería estar instalado en la parte baja del chasis principal. Le dirigí un vistazo. En efecto, allí estaba.
—Tenemos un monstruo inteligente en nuestras manos —dije—. Esta cosa es como si tuviese un sentido de decisión propio.
—¿Es que eso es algo malo? —preguntó mi socio.
Aquello dependía. Podía razonar hasta cierto límite; pero como sucede con el animal humano, no significaba necesariamente que tuviera que tomar las decisiones justas y correctas. Incluso podía hacer algunas estúpidas equivocaciones. Todo lo que podía decirse del dispositivo en general es que era algo imprevisible. Aquella unidad particular estaba, de hecho, todavía más o menos en el estadio experimental.
—Veamos lo que hace ese chisme globular y entonces podremos, o bien animarlo a que continúe o, por el contrario, cambiar el bloque entero de disposición. —Y le di unos golpecitos al computador con afecto, diciéndole—: ¡Demonio de chico!
—Presionaré uno de esos botones para ver lo que sucede —decidió Tetchum—. Pues no parece que haga nada —dijo frunciendo el ceño con la cabeza apoyada en un lado y escuchando— excepto que produce una especie de suave zumbido. —Tetchum no estaba donde yo. Le miré asombrado—. Sin embargo, es agradable sentirlo. Se produce un extraño bienestar a través de todo el cuerpo. Tal vez sea ése e! resultado. Hace a uno sentirse bien. Me gustaría saber si a Benson le basta...
—A lo mejor sí —repuse cuando volví a encontrar de nuevo el uso de mis cuerdas vocales—. Pero tiene que ser en gran escala. —Yo tenía que decir aquello. De hecho, estaba preparado para sacar provecho y garantía con lo que podía ser el mayor invento del siglo.
—Voy a intentar presionar otros botones —dijo Tetchum alegremente.
—Todavía no —repuse—. Creo que es mejor que toque el misino para ver si se desconecta después.
—De acuerdo. —Y lo presionó mientras yo le observaba con los ojos abiertos por la curiosidad.
Se oyó un leve chasquido y Tetchum de nuevo volvió a ser el hombre corriente que era, como si nada le hubiera sucedido. —¿Cómo se siente? —le pregunté curioso. —Muy bien, supongo; pero mucho mejor con el globo enchufado.
—Así lo esperaba. Bien, como parece que es seguro su manejo, tómelo en la mano y le mostraré lo que hace. Pero me lo dio a mí.
—Ya sé lo que hace. Pues... ¡Cristo, parece usted más joven! Por lo menos veinte años más joven...
Sostuve el globo en ambas manos, sintiendo una sensación agradable, sintiendo como si una vitalidad corriese a través de mis venas como un fuego frío.
—Parece que tenga usted dieciocho años —me dijo Tetchum—. Así es como yo le veo... ¿será cierto?
—No tan guapo —bromeé—. pero hablando en términos generales, sí.
—Nada de guapo —dijo amoscado—. Es que ha dejado de parecer tan gordinflón y su cara parece casi humana. —Entonces miró al suelo—. No parece haber hecho mucho por sus pies, sin embargo. Siguen siempre tan grandes.
—Está bien, puede suprimir sus galanterías, amigo. Yo fui conformado para ser un gran cerebro en donde las buenas apariencias físicas importaban poco. Un genio no puede tenerlo todo completo. Tiene que estar agradecido de haber nacido sin dos cabezas. De todas formas, no vamos a discutir por tan poca cosa. —Y sonreí—. Esto es algo grande. Es un rejuvenecedor; un chisme con la eterna juventud que se saca de un barril.
—Benson estará encantado —opinó mi socio.
Miré furioso a Tetchum.
—¿Qué tiene Benson que ver con todo esto? Yo estoy encantado. Usted también lo está. Aquí reside toda la Compañía. Benson puede irse al cuerno.
Tetchum pareció preocupado y molesto.
—¿Es que podemos hacer semejante cosa? —preguntó ansiosamente—. Después de todo, el dinero es suyo y también el local. Además, estamos empleados y trabajando para él; por tanto, la cosa es suya, si no moral, al menos legalmente. —Se restregó las manos y me miró de soslayo—. ¿Cree usted que deberíamos dejarle de lado?
En aquel momento preciso, Benson entró en el local mirando a todas partes.
—¡Qué! ¿Qué tal va esa máquina? —gruñó.
—Muy bien, tan pronto como limemos las cuestiones laborales que hay de por medio —le dije.
—¿De qué diablos está usted hablando? Nunca he tenido problemas laborales. Con la enorme cantidad de parados que hay por todas partes, estoy en la postura de elegir a quien me dé la gana. Cualquiera puede empezar y ser despedido. Hay batallones de tipos esperando ahí fuera a tener algo que hacer. Nunca he tenido problemas laborales.
—Pues ahora los tiene —le dije imperturbable—. Problemas laborales muy graves. De hecho, la totalidad del porvenir de este importante proyecto está en peligro.
—Esta bien —dijo chirriando los dientes—. Bien, pues. Veamos. ¿Qué clase de problemas son ésos?
—Mi colega y yo —dije y Tetchum me miró vivazmente— requerimos un inmediato anticipo de sueldo... de lo contrario; para decirlo en pocas palabras, se acabó el trabajo.
Benson me miró como si quisiera tumbarme de un puñetazo. Se volvió hacia Tetchum.
—¿No estará usted metido en esto también, verdad?
Tetchum se encogió de hombros y con un aspecto indeciso y desgraciado.
Benson nos miró alternativamente a ambos y después echó una larga mirada al autoventor. Tal vez la visión de aquellos posibles millones que se le escapaban de la mano fuese el factor decisivo.
—Puedo hacerles un pequeño avance —nos dijo, echando mano al talonario de cheques.
—Cincuenta créditos a cada uno —dije.
—Ponga cien —dijo Tetchum entonces, con su avaricia surgiendo de algún recóndito lugar, a la vista del libro de cheques.
Benson me dirigió una mirada venenosa y después escribió los respectivos importes.
—Tengan —dijo entregándonos el cheque—. Esto es lo último y mejor será que los resultados se vean pronto. —Y sonrió como un tiburón—. Disponen de unas doce horas, después daré ciertos pasos, entre los cuales va incluida la busca de ciertos técnicos y asesoramiento legal. No me gusta que se me haga chantaje, ni que me tomen el pelo.
Una vez que se hubo marchado, puse en marcha la cadena de producción y sacamos del aparato treinta y seis rejuvenecedores. Los pusimos detrás de una fila de cajas de plástico vacías.
—Vamos —dije a Tetchum—. Esto hay que celebrarlo. De todas formas ya es hora de que acabemos el día de trabajo.
Hicimos el cheque efectivo y puse algún dinero dentro de un sobre dirigido al restaurante de Emilio con una nota que decía simplemente: Todo está olvidado. Belov. La eché en el buzón tras haber introducido una moneda para el sello de correos y nos marchamos al centro de la ciudad.
Ya tarde, volvimos al local de Benson. Teníamos alguna idea nueva respecto a quitar el registro de programación de la máquina y llevarnos los rejuvenecedores. Nuestras intenciones, tras aquello, eran un tanto vagas, pero ambos estábamos de acuerdo en que Benson no lo descubriera. Él disponía de todo el dinero que podía utilizar para lo que quisiera. Nosotros necesitábamos todo el dinero que pudiéramos adquirir útilmente. Le dije al guarda que teníamos algo importante que hacer y nos dejó entrar.
No llevaríamos ni cinco minutos en el local cuando, inevitablemente, se presentó Benson. El guarda tuvo que haberle avisado. Se nos echó encima bufando como un toro.
—Como lo pensé... —dijo cuando echó un vistazo a su alrededor y se sentó después—. Han estado ustedes bebiendo. —Y puso uno de sus gordos dedos en mi pecho—. Sepa que en mis ratos de ocio, que bien sabe Dios que son muy pocos, estudio psicología.
—Me sorprende usted —dije—. Yo siempre había pensado que tendría usted dentro de la cabeza una colección de ábacos.
—Estudio psicología —continuó, ignorando mi impertinencia—. Ahora, pues, creo que hay tres círculos. El primero, y más interior de todos, que es usted mismo; el que sigue, en donde se encuentran sus parientes y amigos íntimos, y el mayor círculo, el del exterior, donde está el mundo que queda. Usted. Belov, nunca ha salido del primer círculo. De hecho, es un completo egoísta. Debería usted recordar que el hombre no es suficiente para vivir solo. El hombre, si puedo expresarlo así. no es una isla.
Aquella era, sin duda, la homilía de rollo, que debería soltarle a cada uno de sus empleados. Viniendo de él. era cosa de pitorreo.
—Muy filosófico —le dije con cierto sarcasmo—. Con que el Hombre no es una isla ¿eh? Bien, en eso estoy en cierto modo de acuerdo con usted. La infinitud de estrellas y planetas, todo y todas las cosas, las galaxias y los continuos espacio tiempo, (¿sabía usted que hay más de uno, y uno por cada uno de nosotros?) se empujan para reconocerse dentro de este pequeño cráneo que tengo. El Hombre no es una isla, sino todo un universo, y hay muchos universos, tantos como hombres hay.
—¡Está usted chiflado! —me dijo Benson.
Tetchum me miró gravemente, se balanceó de un lado a otro, como para pronunciar una solemne declaración.
—¡Está usted como una cabra!
Recordé que había oído hablar de un valioso sistema de actuar llamado El Método, y me concentré en dar la impresión de ser ovoidal y peludo. Me pareció importante en aquella ocasión.
—Yo soy un coco —convine—. En mi barriga se remueve la Vía Láctea. Estoy oyendo la música de las esteras...
Durante unos instantes, Benson me miró como a punto de explotar y después dio paso a un prolongado suspiro.
—Largo de aquí, los dos. ¡Vamos! Les veré mañana cuando se les haya pasado la borrachera. —Y nos empujó hacia la salida, soltando un buen taco entre dientes, al dejarnos en la calle. Llevé a Tetchum a su alojamiento en el Tercer Nivel y después me fui a casa.
* * *
A la mañana siguiente, desayuné con un café solo y volví a dormirme. Cuando desperté eran ya las once en punto, pero me sentí menos pesado. Me levanté, me lavé los dientes y soporté una ducha fría, poniéndome algunas ropas limpias, y me fui a buscar un desayuno en regla. Llegué al local de Benson justo después de que él volviese de un rápido y posiblemente, un almuerzo indigerible. Nos encontramos en el ascensor.
—Buenos días —le dije dándole la cara.
—Buenos... nada —explotó—. Tetchum ha venido más temprano. ¿Qué le ha ocurrido a usted?
—Pues que no podía pasar la cabeza por la puerta y no quería dejármela detrás de mí. Creo que no podría pensar bien sin ella.
Me miró furioso; pero antes de replicar, le seguí fuera del elevador, hasta el noveno piso. Entramos y encontramos a Tetchum sentado en una silla, con un aspecto pálido.
—¡Nunca jamás! —juró al verme—. Creo que he sido envenenado. Usted tiene buen aspecto —añadió con cierta envidia.
—Eso es porque sé tomar bien las cosas. Lo que usted tomó fue más bien un vaso de aceite de hígado frío con crema congelada...
—Bien, espero que ahora puedan hacerse mayores progresos —dijo Benson—. Vamos, si no le importa —añadió sarcásticamente.
—No mientras mi colega no vuelva —repuse, ya que Tetchum, al oír mis anteriores palabras le faltó tiempo para salir huyendo de la habitación—. No sería jugar limpio.
Encendí un cigarrillo y tomé asiento. Benson paseaba de un lado a otro como el gato Félix, con las manos crispadas y unidas a la espalda, con la frente fruncida en un gesto huraño. Una o dos veces se detuvo ante el autoventor y lo miró detenidamente. Cuando Tetchum volvió, con un aspecto más pálido todavía, Benson le hizo un gesto.
—¿Está eso funcionando? —quiso saber.
—Sí —repuso, precisamente cuando yo pronunciaba un "no" decidido.
—¿Sí, o no? —nos dijo mirándonos alternativamente—. Bien, hay una forma de descubrirlo.
Antes de que yo pudiera hacer nada, Benson había conectado el aparato y la cadena de producción comenzó a marchar. Nosotros nos limitamos a presenciar aquello, con gesto desamparado. Cuando aquel producto globular salió de la máquina. Benson la desconectó y me miró acusadoramente.
—Quise decir que no funciona a nuestra completa satisfacción —dije a manera de excusa.
—¿Y para qué sirve esta cosa? —preguntó a Tetchum.
Tetchum me miró, se frotó las manos y farfulló incoherentemente algo incomprensible. Nuestra posición se hacía insostenible. La Compañía Limitada de los dos se había extendido, al parecer, hasta incluir al jefe como accionista principal.
—Tienes ustedes otros treinta y seis objetos como éste, escondidos detrás de esas cajas de plástico —añadió para nuestro desconsuelo. El pobre Tetchum estaba confuso hasta caerse, además del miedo que la presencia de Benson le producía.
—Vine aquí temprano —dijo— y tengo llaves duplicadas de cada puerta del edificio. —Una helada sonrisa se extendió por sus facciones—. ¿Qué truco está usted llevando entre manos, Belov? ¿Fue idea suya, verdad?
—No sé qué es lo que está usted pensando —dije muy digno—, pero le aseguro que todo está en orden. Esos objetos globulares que hay ahí detrás, son desperdicios. El que tiene en la mano es el único que vale. Podremos comprobarlo, si lo desea. —Yo tomé una decisión rápida—. No tiene más que presionar ese botón del tope superior —le dije a título de instrucción—. De esa forma estará en condiciones de hallar un gran placer.
Benson vaciló por un instante y después presionó el botón. Un toque de juventud pareció invadirle de pies a cabeza. Se estremeció al desvanecerse su enorme vientre y desviarse su centro de gravedad.
—¿Suele usted desnudarse siempre en público? —le pregunté con calma.
—¿Eh? —repuso, y miró hacia abajo. Los pantalones se le habían caído hasta los tobillos y la cintura le había disminuido en ocho o nueve pulgadas.
Puso el globo a un lado y se levantó los pantalones. Seguía sin comprender lo sucedido.
—¿Qué diablos ha pasado? —preguntó. Su voz tenía un acento molesto y confuso, totalmente desconcertado.
—Son los duendes —le dije—. Están ahí dentro todo el tiempo.
—¡Absurdo! —refunfuñó y miró a la bola acusadoramente—. He recibido una fuerte impresión con esa pieza, con ese chisme de aparato. Probablemente ha hecho que se contraigan los músculos de mi estómago. Sí, eso ha podido ser. ¿Se trata de una especie de broma para reuniones, verdad?
—Podría ser eso —le dije—, pero tiene otro propósito. Está bien —dije, haciéndole una señal a Tetchum—. Muéstralo al caballero.
Tetchum sostuvo el globo en las dos manos. Estaba todavía conectado por lo que su acción fue casi instantánea. Benson sacudió la cabeza lentamente de lado a lado y un suspiro de completo asombro y maravilla se escapó de sus labios.
—No puede ser... —dijo—. ¿Cómo podría serlo? Un rejuvenecedor. ¿Cómo es posible que eso funcione?
—Pues como todas las cosas —dije—. La explicación es bien sencilla. La maravilla está en no saberlo. Una vez que se conoce, la gente se pregunta por qué no se inventó antes.
No creo que me oyera.
—Esto es realmente algo grande, sí, algo grande...
Tetchum desconectó la máquina e inmediatamente se volvió a su normalidad.
Benson frunció el ceño.
—¿Qué es eso? ¿Es ilusión o algo parecido? No es algo permanente...
—Depende de lo que entienda usted por permanente —le dije.
Extendió los brazos en un gesto de dictador.
—Bueno, miren ustedes ahora: lo que tienen que hacer es mejorar eso, es todo. No voy a pagar por una obra a medio hacer.
—Gracias por el aliento que nos da —repuse yo—. Su generosa apreciación es realmente sobrecogedora.
—Un momento —dijo entonces Benson, que tenía en los ojos una mirada lejana, como si en sueños hubiese visto a Fort Knox abierto de par en par y sin guardias—. Si son ustedes capaces de producir eso a una escala que lo haga de bolsillo, la cosa se convertiría en una proposición comercial. Todo el mundo desearía tener uno.
—Sí, señor. Mr. Benson —repuse en forma de saludo—. Reducir las cosas a escala de tamaño. Milagros a diez por un penique, con cambios a gusto. Lo que queremos ahora son milagros de bolsillo. Una puesta de sol sobre la vieja Petra del tamaño de un garbanzo, para llevarla en un anillo: rubias instantáneas en forma de tabletas, paraísos en cajitas y la eterna juventud en un paquete de bolsillo.
Benson no estaba escuchando.
—Lo que tenemos que hacer es rebajar los costos de tal forma, que estén al alcance de todo el mundo, por supuesto. Si pensamos en vender este producto, digamos a diez mil créditos con toda clase de facilidades, eso lo pondría al alcance de la mayor parte de la gente. Después de todo, esto es una democracia y deberíamos tratar y asegurar de que el mayor número de personas disfruten de tal dispositivo.
—Incluso la gente sin empleo no debería tener muchas dificultades —dije yo—. Todo lo que tendría que hacer, sería robar un Banco.
Benson, todavía con aquella mirada lejana en los ojos, sonreía casi feliz.
—Sí, bastaría con llevar adelante las líneas que he indicado. Voy a consultar con un Agente Oficial de Patentes para establecer mis derechos de invención.
—¿Sus derechos? —exclamó perplejo Tetchum, tras de que Benson se hubo marchado—. ¡Qué demonios son éstos! ¿Es que nosotros no tenemos ningunos? Todo lo que hizo fue suministrar algún dinero...
—¿Y qué es lo que ha hecho siempre? —pregunté yo—. No me diga que está buscando justicia. Se volvería loco.
—No importa —repuso Tetchum—; pero ojalá supiéramos cómo funciona para poder forzarle a compartir los derechos de patente. Sería un importante punto a nuestro favor. —Entonces me miró—. ¿No afirmaba usted que sabía cómo funcionaba?
Yo hice un gesto de asentimiento.
—Sucede que encaja muy bien con mi propia teoría de la vida y de la muerte. Podría estar equivocado, pero no lo creo así. En una frase está lo que yo llamaría la transferencia de imagen. A todo lo largo de una línea de puntos, de vientre a vientre, el hombre está sujeto a una especie de existencia cuantum. No tiene un hogar permanentemente carnal. Su espíritu, o la Fuerza Vital, si usted lo prefiere así, salta de un cuerpo estático a otro cuerpo estático; porque no hay tal movimiento. El movimiento es sólo aparente, como ocurre en una película cinematográfica. Las formas están fijadas desde el principio al fin. Sólo dan la apariencia de que se mueven.
“La Fuerza Vital se mueve a través de millares de esas formas, imágenes «filmofijadas» en el curso de un segundo y. por supuesto, se van haciendo más y más viejas y decrépitas, con el transcurso de lo que llamamos el Tiempo. A menos, tal vez, que hayan unas series a la vuelta de la esquina, aplastadas por una muerte de trueques similarmente inmóviles; un accidente, que no tiene significado alguno, en el Tiempo, hasta que la Fuerza Vital no lo toca. La angustia que usted sufre es la angustia pulsátil de la Fuerza Vital, que trata fieramente de llevarlo de un lado a otro..."
—¿Y qué ocurre con la libre voluntad?
—Bueno, ésa es otra historia —dije—. Usted sólo ha oído la mitad de ella.
Hizo un gesto al desgaire con la mano.
—No importa. Dígame de qué forma encaja el rejuvenecedor con todo eso...
—Creo que está sintonizado con el tiempo y cuando usted pulsa el botón apropiado, tiene lugar la transferencia de imagen. Lo que ocurre ahora es que las imágenes más jóvenes son borradas por un cierto punto en el tiempo que puede ser simplemente designado como un par de décadas pasadas más o menos. El inconveniente es que están siendo reemplazadas por nuestras formas-imágenes presentes. En otras palabras; usted deja tras de sí un rastro de abuelos, a quienes volverá a encontrar en la próxima ronda del tiempo; es decir, si cree usted en la teoría de la eterna repetición de Nietzsche. Podría crear unos cuantos problemas el hablar de esto. Un día usted es joven, al siguiente de mediana edad y después, nuevamente joven. Probablemente le arrinconarían. —Sostuve el globo en las manos y pretendí conectarlo y desconectarlo—. Ahora soy viejo, ahora joven. ¡Valiente juego de palabras para filósofos aficionados!
La mente de Tetchum había estado dando vueltas a algo más.
—Seremos famosos —dijo con una sonrisa en el rostro. Aquello parecía complacerle.
—Sí, como Jekyll e Hyde. —Algunas de las posibles consecuencias iban volviéndose claras para mí—. ¡Puah! Si tuviéramos algún sentimiento por la humanidad, aplastaríamos ahora mismo todo ese mamotreto y retorceríamos la avarienta garganta de Benson.
Sólo era una patraña. Una bella patraña. La juventud sólo se forma una vez. Podría existir una transferencia de la materia, pero no un real y verdadero maridaje entre la mente y el cuerpo. Los dos se mantienen solamente por algún equivalente de transposición dimensional de las débiles fuerzas de Van der Waals.
—Y los otros dos botones —dijo súbitamente Tetchum—. ¿Qué hay respecto a ellos? ¿Que es lo que hacen?
—Apriételos y vea —le sugerí, ofreciéndole el globo de plástico.
Lo tomó y entonces, en cierta forma vacilante, presionó el más próximo. Me quede atónito al ver una cara extraña y peluda mirándome con una mezcla de temor y odio primitivo. Me quedé donde estaba, desde luego; aunque por una fracción de segundo mis piernas me impidieron poderme haber marchado a otra parte.
El atavismo, la dilatación de las aletas de la nariz y todo aquel conjunto de hombre-fiera parecieron esparcir una especie de sensación traumática por toda la habitación, y dejando caer el globo, ladró como un perro. El globo chocó con el suelo y rodó alejándose. El hechizo electrónico se deshizo y Tetchum apareció nuevamente ante mis ojos. Se tapó la boca con las manos y dejó de ladrar.
—Bienvenido al hogar —le dije con un inmenso alivio—. Acabo de ver a un antepasado suyo aquí; pero no pareció gustarle demasiado el lugar. Nunca había visto una caverna como esta.
—Vaya... entonces es así como funciona —murmuró Tetchum—. Bien, no voy a apretar ese otro condenado botón. Puede hacerlo usted mismo, si quiere. Aquí, tenga. —Recogió el globo negro de plástico con la intención de pasármelo, pero de una u otra forma, tuvo, inadvertidamente, que haber presionado el botón que quedaba.
Un brazado de ropas cayeron al suelo y por un instante, aquello fue todo lo que quedó de Tetchum; pero conforme el globo se alejaba rodando de nuevo, las ropas se reagruparon otra vez, con su pobre propietario asustado, dentro de ellas.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó tembloroso—. Eso ha sido bastante rudo...
—Bien —dije yo—. Me atrevería a decir que murió usted sin sucesión. Tal vez fuese probablemente el deslizamiento de un momento del futuro, mostrando así que ya no habrá más Tetchums por línea directa.
—No voy a manejar estas endemoniadas cosas después de esto —me dijo—. Hay algo resabiado respecto al conjunto de todo esto. Observé a usted programar el computador y en la base de todo eso debió usted haber dispuesto alguna especie de super yo-yo. Aun teniendo esa caja de decisión, no veo cómo pudo producir cualquier otra cosa distinta del orden de este globo con la información de sus bancos de memoria. Estaban limpios, hasta que le pusimos las manos encima. Esas herramientas, también...
—Comprendo —dije—. No han conseguido la clase de producción que tenía que haber dentro del globo, aunque debería usted recordar que ignoramos qué es lo que hay en su interior todavía.
Le había dado alguna idea, sin embargo, y pude ver que la posición de los transductores, por ejemplo, no conducían a un trabajo de precisión de la clase que se requería.
—No estoy seguro de que quisiera desmantelar uno de ellos —dijo mi colega—. De hecho, estoy seguro de que no. Puede usted hacerlo. Observaré desde una distancia segura.
—Desde luego existe el Principio de la Indeterminación —apunté a Tetchum, como si pensara en voz alta en la cuestión general de cómo la producción en serie había surgido con tan extraordinario chisme—. Heisenberg dijo que el operador está necesariamente implicado en cualquier experimento, y fundamentalmente, esto fue un experimento.
—¿Qué operador? No fui yo, ni usted; por lo tanto, ¿quién más queda?
—El computador. Después de todo, tiene una especie de cerebro extra.
Cada uno de los globos era un simple conjunto de plástico.
Tenía que ver uno de ellos en su totalidad, separando las dos mitades con objeto de ver lo que tenían en su interior.
No había nada que no hubiera visto antes. Me llevó un cierto tiempo el comprobarlo, pero decidí que tenía el aspecto de una masa de diminutos puntos. Se removían y reformaban en cada una de las mitades del globo y aquí y allá, cambiaban súbitamente de color. Se hallaban al borde de una experiencia completamente nueva y desconocida.
—Eso viene a confirmar lo que me suponía —dijo Tetchum—. No hay nada en los tanques de suministro que pueda producir esta loca fantasía.
Desatornillé el panel de servicio y eché un vistazo a la caja de decisiones, pero no me sirvió de nada, por lo que volví a conectar la línea de producción y salieron un par de globos más. La gran cuestión era qué ocurría con los amplificadores de estado sólido que la programación había especificado. No estaban en los globos. Aquella otra otra cosa. Yo había programado un molde cuadrado; pero la máquina, aparentemente, tenía ideas distintas y las matrices de formación del plástico se habían ajustado de acuerdo con tales ideas. Los deslizadores tomaron el amplificador dentro del molde, lo que significaba que deberían estar escondidos y sellados en el interior de cada globo: sólo que no estaban allí.
Detrás del suministro de plástico, en la caja correspondiente, había otro panel de inspección. Lo saqué y observé la forma de los globos negros. Los amplificadores del estado sólido se movían correctamente en su lugar preciso... entonces ¿qué? Cerré cortando la comunicación de la caja de suministros y vi, con asombro, que los amplificadores marchaban a través del lecho de acero sólido y que algo más surgía en su lugar.
Tetchum me llevó casi a rastras hacia la puerta, donde nos quedamos medio dentro y medio fuera de la habitación, mirando a los puntos de protuberancia de las bolas, o lo que aquello fuese, y en donde con toda su luminosidad revelaban que se movían a lo largo de la línea de producción sin los recipientes de plástico. Al alcanzar el final de la cinta transportadora de producción, eran eyectados por el ojo electrónico de la puerta de salida, echándolos dentro de una caja con un aire de tolerancia.
—¿Por qué no lo desconectó, marrano cobarde? —le grité a Tetchum.
—¿Y por qué no lo hizo usted? No vi que esperase usted cuando vio los amplificadores caer hacia el lecho de la máquina...
—¿Es que tengo yo que hacerlo todo aquí? —protesté—. Usted estaba más cerca del interruptor.
—Y usted más cerca de la puerta. Si no hubiera estado aquí, y hubiera sido más listo que usted, lo habría cerrado. Conozco la clase de tipo que es. Quiere obligarme a que le saque las castañas del fuego. Bien, está visto que esto no tiene remedio.
Así es como son las cosas, amigos. Ayudan ustedes a un hombre, pero tan pronto como van mal las cosas, ya deja de ser su problema, el problema es de ustedes. Haga un favor a cualquiera y verán como no para hasta verles en la cárcel a cambio. ¡Puaff! A veces, desespero de la humanidad.
Me había dado cuenta de la existencia de un largo tubo de metal situado contra la pared y entonces me vino a la cabeza de que aquélla podía ser la respuesta. Si Tetchum era demasiado pusilánime para desconectar aquello, yo, Belov, tendría que hacerlo. Y recogí el tubo.
—¿Qué es lo que va a hacer con eso? —preguntó.
La respuesta temblaba en mis labios; pero yo soy, después de todo, un caballero. La dejé pasar sin pronunciarla.
—¡Váyase —le dije—, calamidad, con corazón de pollito! Si no vuelvo más, ponga una corona en mi estatua. Creo que tendrán que erigirme una por esto.
Avancé dos pasos; pero era incapaz de alcanzar el interruptor con el tubo. Di otro paso más; pero todavía me faltaban como seis pulgadas. Miré hacia atrás a Tetchum.
—Deje esa puerta abierta —le dije—. Creo que tendré que salir bastante de prisa.
—¡Oh, por los cielos! —exclamó, y adelantándose a mí, desconectó.
Le observé fascinado; pero no le ocurrió nada. ¡Condenados héroes, arrebatadores de la gloria! Todo está infectado de esta clase de tipos. Tiré a un lado el tubo, con disgusto, y fue a caer a la caja eyectora en la que quedó de punta. Estaba vacía. Mientras permanecía allí, la última bola luminosa rodó hacia abajo, cayó en el interior de la caja y se incendió como una burbuja multicolor.
Tetchum tenía en la cara una sonrisa maligna.
—Bien —dijo—. ¿No ha encontrado usted todavía una explicación? ¿No sabe todavía el gran genio qué es lo que está ocurriendo?
Consideré la posibilidad de estrangularle, pero me detuvieron las consecuencias legales de semejante acción.
—Pues tal y como está pasando, según lo que veo, sí que sé lo que ocurre —le repuse un poco acaloradamente.
Por entonces yo ya tenía algunas vagas teorías dándome vueltas en la cabeza; pero en aquel momento, como algunas veces suele ocurrir, comenzaron a caer una tras otra en el lugar exacto y estuve convencido de que tenía la respuesta a mano; algo que cubría todos los hechos, además de sus conexiones posibles con lo desconocido.
—Muy bien —convine—; pero debo advertirlo, por anticipado, que esto es capaz de abrumar su diminuto cerebro más allá de lo que pueda resistir. Evitaré las complicaciones al mínimo, y lo explicaré someramente, a grosso modo, para usted.
—Vamos, déjese de fanfarronadas. ¿No lo sabe, verdad?
Me dirigí a la máquina y levanté el amplificador fuera de la cinta transportadora.
—¿Qué es esto? —le pregunté.
—Un simple amplificador del tipo K.
Sacudí negativamente la cabeza.
—Por lo que a la máquina respecta —yo diría más bien al computador—, es como una clave, un secreto. El secreto del Caos. Mi suposición es que se trata de alguna cosa, excepto precisamente de un simple amplificador K. Lo sucedido con el rejuvenecimiento fue sólo la apariencia más inmediata. Yo lo programé como parte de una explicación; pero el computador lo ha referido al sistema de sus bancos de memoria y conseguido otras respuestas que han sido meditadas en esa caja de decisión, la parte homeostática del dispositivo general. El resultado ha sido que el computador se ha encarado con algo que podemos considerar como un problema insoluble. Yo sabía qué lo produciría; pero los materiales no estaban disponibles, al menos, no todos.
"Y aquí es donde tenemos que dar un salto en la oscuridad. Aquí estamos, como una mota para el ojo cósmico. La más pequeña de las islas más diminutas, donde dos y dos son cuatro y la lógica —nuestra peculiar clase de lógica— se desmorona. Al exterior y por todas partes, la materia prima de las pautas generales del universo: expande, de una forma loca y azarosa, pensamientos que se escapan del organismo central, singular, extraño y fantástico que constituye su centro, porque el Caos tiene su propia lógica. La lógica de la perfecta falta de lógica. El infinito y aparente absurdo de que dos cosas son y no son, del ahora y el para siempre en la cambiante tierra de Nunca-Nunca de todas las cosas y en todas partes y de la nada en ninguna parte. Eso es lo que existe y yace al exterior de la mente; pero no en el alcance mental de la máquina. Una máquina no tiene miedo, no siente temor, y únicamente sus reservas mentales con respecto a cada hombre, en su sabiduría le otorga..."
—Bueno, bueno, menos prólogo y vayamos directamente a la explicación —me interrumpió Tetchum impaciente—. Sigo creyendo todavía que usted está diciendo tonterías...
—Está bien —repuse—. lo haré así, si no tengo otro remedio que descender hasta el bajo nivel de su mente de retrasado mental. La explicación es ésta: para conseguir sus materias primas, nuestro computador logró, a fuerza de trabajo, que una cierta acción electrónica se lo proporcionase, y una vez traspasada esa barrera se acomodó a sí mismo para cualquier proceso lógico ofrecido. En otras palabras: el computador se ha colocado en situación de seleccionar o rehusar el artefacto deseado, de la materia que se le ofrece, para que la máquina trabaje y produzca. Es una especie de magia. Los antiguos operadores de la magia tampoco conocían barreras lógicas. Le bastaban sus simples manos sobre la materia prima y podían hacer cualquier cosa con ella. La dificultad estriba en romper esa barrera, en pasar a su través. Suele ocurrir desde el otro lado con mucha frecuencia. Las apariciones son probablemente debidas a la materia primitiva irrumpiendo a través de la barrera desde el otro lado y formándose ellas mismas alrededor de pensamientos extraviados. ¿De dónde cree usted que procede el ectoplasma y el eco de nuestros propios pensamientos, en extrañas o recordadas voces?
—No voy a discutir con usted —me dijo Tetchum con aire fatigado—. Tal vez lo sabe. Supongo que nadie más lo sepa nunca; pero usted lo sabe. Dejemos ahí la cuestión. Todo lo que ahora quiero saber es cuánto podemos coger de Benson y después irnos al diablo, lejos de aquí, tan rápidamente como sea posible. Yo soy de la opinión de que nos larguemos a cualquier parte, con dinero o sin él. Algo me dice al oído que nos estamos acercando a una especie de crisis. Mis nervios, de todas formas, no pueden soportar mucho esta situación.
—No piensa usted con la cabeza, amigo. Todo lo que tenemos que hacer es esperar a que Benson vuelva a mostrarse por aquí y entregarle la totalidad del proceso por una bonita suma de dinero para cada uno.
—No lo permitirá. Ya lo verá usted. —Tetchum hablaba totalmente desmoralizado—. Lo que necesito es un trago. ¿Viene usted?
—No; me quedaré a esperar a Benson. Puede usted traérselo de vuelta.
Aprobó con un gesto y se marchó.
* * *
Mientras que esperaba a Benson, intenté que la máquina siguiera haciendo globos. Todo parecía funcionar normalmente; aunque sólo presioné el botón de rejuvenecimiento. Imaginé si la máquina continuaba todavía en orden y recordé que había quitado de su sitio el recipiente del suministro de plástico. Le volví a su lugar, conecté la cinta de trabajo en serie y me alejé de prisa. Vigilando junto a la puerta, observaba los globos de plástico rodar fuera del transportador y decidí que todo debería ir a las mil maravillas de nuevo. Volví y desconecté la máquina.
Todo habría ido de aquella forma de no haber sido por mi ataque de curiosidad excesiva y haberme ido ligero de manos. Sentí que tenía que conocer qué era lo que había ocurrido a aquellos dispositivos electrónicos que parecían ser la clave del Caos. No había panel de inspección bajo el recipiente de suministro de plástico; porque no había nada bajo tal parle de la máquina, de todas formas. La única forma de ver lo que estaba sucediendo era remover parte del proceso frontal deslizante. Aquello dejaría una abertura a través de la cual podría observarse el punto en que el estado sólido se transformaba y funcionaba.
Tuve que haber tenido un gran arranque de valor en la cabeza, ya que de otra forma no lo habría intentado siquiera. Los deslizadores eran del tipo de fácil manejo y rápidos, y corrieron fácilmente a un lado. Entonces pude ver la parte baja de la máquina. En aquel momento no aparecía signo de nada fuera de lo corriente, pero pensé lo que podría ocurrir de un momento a otro si continuaba allí.
Mis manos se cernieron sobre el interruptor por unos segundos en una nerviosa indecisión, como un pajarillo asustado antes de emprender el vuelo, pero finalmente las bajé y empujé la palanca con determinación. Entonces me aproximé bien y miré a través del espacio que existía en el lecho de la máquina.
El haber suprimido aquella sección de la línea de conducción, significaba solamente que los globos no saldrían equipados con interruptores. Siguieron rodando así y todo y me agaché por debajo para curiosear bajo la matriz. Y me encontré a mí mismo observando los antiguos amplificadores caer a través del lecho de acero de una pulgada de espesor, y dentro un círculo fino de luz azul, a unas cuantas pulgadas por debajo.
Rodeadas de aquel fenómeno había cosas que yo no sabía ni cómo denominar, dispositivos absurdos y sin sentido y colores que causaban pavor y que se burlaban del espectro lumínico; un todo hirviente de cosas girando en torbellinos, conformándose en pautas cambiantes a cada momento. A medida que cada unidad cristalina caía sobre el círculo de luz, un dispositivo definido, similar al de la Cruz de Malta de matiz grisáceo, aparecía sobre la superficie lanzando misteriosos destellos. Simultáneamente con semejante acción, una bocanada de diminutos puntos de luz surgía hacia arriba, atravesando el lecho de acero e introduciéndose en el globo que esperaba.
Desconecté rápidamente. Antes de que la cinta de transporte se detuviese yo estaba ya al otro lado de la puerta, cerrándola con una llave, por cierto de las más corrientes.
—Voy a tomarme un trago —dije en solitario, como si me dirigiese al vacío corredor, y salí tembloroso a la calle.
Volví sobre las tres y pronto Tetchum estuvo de regreso también. Me hizo un guiño, bamboleándose, como si estuviese en el mejor de los mundos.
—Ahora me siento mucho mejor —me dijo y me alargó una botella de cerveza.
La miré con disgusto.
—Si se hubiera usted mantenido en su sitio, todo habría ido perfectamente, cochino miserable...
Pero él no se inmutó y siguió con aire amistoso.
—Está bien, está bien. —Durante un rato continuó mirando cómo yo comprobaba el funcionamiento de la máquina, mirando a través de los deslizadores para el emplazamiento del interruptor. Entonces cogió el tubo que yo había dejado caer cerca del computador y trató de manejarlo en sus manos como un bastón.
—Demasiado pesado —dijo, tirándolo al suelo y levantándolo de nuevo—. ¡Ra, ra. ra!
Empezaba a sentirme fastidiado por aquella impertinencia; pero se me ocurrió una idea como para dejarle fresco en tres segundos y era que mirase a aquel agujero del infierno que había bajo el lecho de la máquina. La conecté y le invité a que echara un vistazo.
—Hay aquí algo interesante —le dije—. Eche un vistazo.
Se inclinó sobre la abertura y escudriñó con mirada miope el azulado anillo y sus fenómenos asociados.
—Bonito —contesto satisfecho, metiendo por allí el tubo de metal antes de que tuviera tiempo de detener su acción.
Se produjo un estampido a la izquierda del computador y vi un trozo de plástico, de un pie de anchura, caído en el suelo, procedente de la pared. Un trozo del tubo había perforado la pared. Miré a Tetchum. Aparecía feliz como un niño, mirando el juego fantástico de luces procedente de la burbuja luminosa azulada de la máquina. Una especie de deslizamiento que alteraba la verdadera dimensión del tubo en el espacio, se estaba produciendo en aquel momento.
—¡Deténgase, pedazo de alcornoque! —le grité, e intenté echar mano del tubo. Al instante una sección del tubo aparecía en medio del aire, suspendido en el espacio. Lo miré con estupefacción.
—¡Ésta sí que es buena! —jadeó Tetchum, intentando coger algo en aquellas caóticas profundidades, mientras que la pieza de metal que había visto dirigirse por el aire se dirigió a la pared opuesta en un ángulo inclinado.
Se oyó entonces el inequívoco sonido de un metal que perfora a otro y después un chasquido seco. Empujé a Tetchum a distancia, pero ya se había producido otro, y a renglón seguido una serie de ruidos singulares más próximos, zumbando en sonidos variables con una especie de acompañamiento de chillidos. Comprobé entonces que las luces del computador se habían apagado y el cinturón de transporte detenido en su marcha.
Dejé a Tetchum de lado y miré a través del agujero de la pared por donde había atravesado el trozo de tubo, para ver lo que había ocurrido del otro lado que era, de hecho, la oficina privada del propio Benson, su recinto sagrado, al que no tenía acceso ni la secretaria. Comprobé asimismo que el tubo había perforado la caja fuerte que estaba situada contra la pared en aquel punto. El impacto la había dejado abierta de par en par.
Una parte de su contenido, papeles en su mayor parte, yacían esparcidos por el suelo. La pieza de tubo estaba empotrada en la alfombra gris.
Encontré el resto del tubo cuando examiné el computador. Tenía aproximadamente seis pies de largo y había pasado rectamente a través del aparato.
—Aquí está —anuncié—. Ha destrozado usted su corazón, su hígado y sus luces. Ha atravesado limpiamente la caja de decisión. Creo que será mejor que cuente a Benson estas malas noticias. Puede que yo tenga que salir de prisa a visitar a una tía enferma.
Yo estaba hablando para mí mismo. Tetchum se había enroscado en el suelo y se había puesto a dormir. Tenía en los labios una sonrisa de niño inocente, pero roncaba como un hipopótamo. Resistí la tentación de haberle propinado un buen puntapié y arrastrarle hacia un rincón, donde le habría puesto unas cuantas cajas vacías encima. Cesó de roncar, lo que fue bastante acertado, ya que Benson volvía y se dirigió al computador. Traté de imaginarme si me habría creído en el caso de que le hubiera dicho que nos había caído un rayo encima. Pero lo dejé estar.
Con él traía a un individuo alto, de mediana edad y delgado, de nerviosa mirada, inquieta e inquisitiva.
—Belov —dijo Benson, presentándonos—. Éste es el señor Swift, delegado del Registro de Patentes. —Y extendió una mano suave y escurridiza que yo estreché descuidadamente—. Tuve ciertas dificultades en convencerle respecto a los globos rejuvenecedores —añadió Benson—. Bien, ¿podríamos ver una demostración?
—Debo confesar —dijo el delegado, escogiendo cuidadosamente sus palabras— que estoy muy lejos de estar convencido por lo que respecta a esa... bueno, extravagante afirmación. Sin embargo, si usted es tan amable de demostrar el u... pieza, no hay duda de que estaré en condiciones de formar una i... idea, una decisión. Debo advertirle que no estoy, hum... fácilmente dispuesto a la decepción.
Escogí un globo al azar y lo entregue a Benson.
—Tal vez sería mejor que lo intentase usted mismo —le dije— o Mr. Swift podría creer que yo soy, bueno, tal vez un cuentista.
—Bien. e... eso podría ser aconsejable —dijo el delegado, que tartamudeaba de vez en cuando—; pero, naturalmente, debo estar bien seguro para tomar en cuenta... pa... para aconsejar a mi cliente.
—Sí, sí, Swift —dijo Benson impaciente—. Sabemos de más que usted pone todo su corazón en servir a sus clientes y sólo toma interés en admitir las invenciones provechosas. Ahora vayamos adelante con ésta.
Swift le frunció el ceño.
—Muy bien —repuso fríamente.
—Observe —le dijo Benson. Oprimió el botón del medio y miró hacia sus propios pies. Volvió a apretarlo de nuevo y siguió apretando. No ocurrió nada.
—Déme otro globo —ordenó impaciente.
Lo intentó con varios más, mientras que el perplejo delegado de las Patentes le miraba. Se volvió hacia mí.
—¿Qué se supone... que... que va a ocurrir?
—Está esperando que se le caigan los pantalones —dije yo tranquilamente.
Benson me miró furioso; pero siguió apretando los botones y mascullando maldiciones; intentó aún más veces con otros globos hasta descartarlos.
Mr. Swift nos miraba alternativamente, al uno y al otro.
—¿Por qué? —preguntó finalmente.
—Es la forma en que la juventud le toca —expliqué—. No cambia nada más. Nació con esa misma cara.
—Belov —dijo Benson entonces con una cara apretada, con aire de pocos amigos—. Creo que esto merece una clara explicación. ¿Por qué no funcionan ahora estos chismes? ¿Y dónde está ese condenado de Tetchum?
—Tuvo que salir bastante de prisa —dije y me dirigí al banco para examinar el globo a través del cual habíamos visto aquellos misteriosos fenómenos. Parecía ser que el tubo, al perforar el computador con su cerebro homeostático, había deshecho toda la empresa sumergiéndola en una completa catástrofe. Aquella misteriosa clave del Caos se había vuelto atrás al otro lado de la barrera o simplemente había dejado de existir a causa del cambio en su especial dispositivo ocasionado por las fuerzas; entonces, que el computador y su cerebro, con su especial influencia, estaba roto.
Una mirada a las dos mitades del globo confirmaron mis peores sospechas. Estaban completamente desprovistas de todo contenido; los cambiantes puntos de luz habían desaparecido totalmente. Tomé otro globo, y vigilado de cerca por Benson y Swift, lo corté en dos mientras que Benson juraba con los dientes apretados en una forma demencial. El delegado chasqueaba los dedos nerviosamente y tartamudeó varias veces hasta que Benson, exasperado, le dijo que se callara de una vez.
El globo, también, estaba desprovisto de todo, excepto del dispositivo interruptor. Lo mostré a Benson.
—¿Dónde está ese diablo de amplificador? —quiso saber—. Yo vi esas cosas pasar por la línea de producción. ¿Por qué no hay ninguno aquí? ¿Son todos así? Mire, Belov...
—No, mire usted aquí —le interrumpí—. No hubo amplificadores y nada parecido a ellos hubo jamás en los globos. Lo que había en ellos era un cruce dimensional que se ha escurrido, sin saber cómo.
—¡Bah, al diablo con ese cuento! —rezongó furioso— Conecte la línea de producción y fabrique algunos más.
Hice un vago gesto con las manos hacia aquello.
—Conéctelo usted —le dije.
—¡Está usted acabado! —gritó con una voz de trueno—. ¡Lárguese de este local antes de que llame a la policía. —Y apuntó con un gesto dramático hacia la puerta—. ¡Largo de aquí, fuera!
Me miró como queriéndome tirar como un saco viejo por el corredor, pero le sonreí con dulzura.
—Vea usted mismo ese motor —le advertí—. Es un cacharro apestoso de segunda mano que compró usted a algún chatarrero. El conmutador apesta.
—Trataré con usted de eso más tarde —prometió y se inclinó sobre la máquina.
El delegado tenía un aspecto ligeramente petrificado.
—Es un tipo realmente encantador —le dije—. Es que seguramente le están pasando tachuelas por el hígado en este momento.
—Hrrrrumpf... —comentó y apretándose las manos hizo crujir los dedos.
Yo seguí observando con interés mientras que mi jefe conectaba la línea de producción.
A los pocos instantes todos tuvimos que escondernos de aquella invasión de medios globos que salían por doquier, e incluso algunos saltaban estallando por todas partes. Me escondí bajo el banco con el tartamudo de Swift, en tanto que Benson, que estaba acurrucado en tierra de nadie, entre aquel maremágnum nos miraba furioso, mascullando tacos a diestro y siniestro.
Precisamente en medio de aquel lío imponente, Tetchum surgió de entre las cajas con que yo le había tapado y comenzó a danzar por la habitación hasta darse de narices con Benson.
—¡Cerdo cebado! —dijo con voz irritada—. ¿Por qué no nos deja marchar de aquí? —Y cayó colapsado encima del magnate industrial, que ya estaba en el colmo del asombro y de la furia.
En aquel preciso momento, la máquina dejó de producir más cosas y se detuvo en seco. Salimos de debajo del banco y ayudé a Tetchum a sostenerse en pie. Benson trataba desesperadamente de decir algo.
—Adiós —le dije—. Ya le pasaremos nuestra factura por los gastos de bolsillo que hemos hecho, así como por la del helitaxi que vamos a tomar ahora, de aquí a tres meses. Eso le dará tiempo a calmarse.
Swift se apresuró a ayudar a Benson, con la cara roja como la púrpura y a limpiarle por encima las manchas del traje.
—¡Déjeme, maldito sea! —rugió como una fiera.
Yo tuve que medio auxiliar y medio arrastrar a Tetchum corredor adelante hacia la oficina exterior. La rubia de cabellos de miel, secretaria de Benson. nos miró ligeramente sorprendida.
—¿Qué le ha ocurrido a él? —preguntó.
—Ha tenido un accidente —le dije a la chica—. Iba a tomarse un vaso de leche cuando tropezó con una cervecería. A propósito, nena, será mejor que informe al hermano Benson que su caja fuerte está abierta de par en par. Ha sido otro accidente.
Se puso en pie inmediatamente y salió corriendo. Me quedé mirándola correr con asombro; aunque sin el debido aprecio que se debe a los bellos y atractivos movimientos que uno asocia con un encantador miembro del sexo opuesto. "¿Qué malos pensamientos son ésos que te asaltan. Belov? ¿A un hombre de tu edad? —pensé—. ¡Date, date!"
Tetchum volvió sus ojos hacia mí.
—Al diablo con usted —farfulló, y soltándose fue dando tumbos por su cuenta.
Le alcancé en el ascensor y bajamos hasta el fin de los Niveles. Llegamos hasta la tienda del bloque donde alguien, inteligentemente, había pensado en vender recipientes de agua helada. Puse en equilibrio a Tetchum contra la pared, pero se resbaló poco a poco hasta dar con sus huesos en el suelo.
Tomé dos cartones de agua helada y se los coloqué contra sus calientes y pequeñas orejas. Los ojos parecieron salirle disparados de la cabeza. Se puso en pie, un tanto torpemente, pero, al fin de cuentas, en pie.
—¡Le mataré! —dijo y cayó contra mí. Le eché un brazo alrededor del cuello y fuimos dando tumbos hacia el Nivel Bajo, con Tetchum haciendo grotescos gestos con el brazo que le quedaba en libertad.
—¡Le estrangularé! —repetía de tanto en tanto.
Le llevé hacia un pequeño bar y pedí un café.
—Café con leche para mí y uno solo y bien cargado para mi amigo con su poquito de sal.
—¡Le mataré! —dijo Tetchum a la chica obstinadamente—. ¡Le cortaré la cabeza!
—Aquí no, señor —repuso la chica imperturbable—. Estoy de turno y tendría que limpiar todo esto. Nada de jaleos.
Cuando volvió con los cafés, dijo:
—Acaban de pasar su imagen por la video. ¿Qué es lo que han hecho? ¿Han robado algún Banco? —La joven parecía encantada—. Nunca vi antes a un hombre reclamado por la ley. El jefe ha llamado a la policía. Eso fue lo que dijo, que era usted un ladrón de Bancos.
—Eso fue ayer —le dije—, pero ya sabe usted cómo es esta ciudad. Cualquiera pensaría que tengo la mala costumbre de hacerlo todos los días. —Y dejé caer un billete en el mostrador—. Siga echando café a mi amigo hasta que lo blanco de los ojos se le ponga marrón y después, échelo a la calle. Tengo que marcharme inmediatamente. Tengo una cita urgente en el Perú sudoriental, o a lo mejor en alguna otra parte de la dirección contraria.
Había yo recorrido ya tres Niveles más a medio camino hacia la ciudad, cuando toda una turba de policías surgió frente a mis ojos y antes de que pudiera reaccionar debidamente tomando cualquier elevador, me echaron mano media docena de agentes. Me tiraron de cabeza al coche y se apilaron contra mí, como un perro conducido a la perrera. Me sujetaron fuertemente, no fuera a escaparme.
Tras unos momentos, miré a los policías con cierto enfado.
—¿No vas a preguntarnos de qué se te acusa? —me preguntó uno de ellos, haciéndome un guiño:
—Ésa es la primera pregunta que suelen hacer estos pájaros —dijo el otro siguiente, examinándome profesionalmente—. ¿De qué se me acusa?, dicen siempre. ¿Es que no quieres saber qué cargos hay contra ti?
—La única cosa de que jamás he sido acusado —dije yo entonces—, en alguna ocasión u otra, es de asesinato con mar fuerte. ¿No podría usted hacerlo ahora? Me gustaría añadir eso a mi colección.
—Lo siento —repuso el primero, mientras que todos hacían sus correspondientes muecas—. No suele haber cargos por ayudar a la policía. A veces, incluso se tiene una estimable recompensa.
Unos cuantos minutos más tarde, me encontré de pie y ante el despacho del teniente John Simey. un chicarrón alto y fuertote, con unos ojos grises y fríos y una voz ronca. Me miró de arriba abajo.
—Tráiganle una silla —ordenó—. No sé donde diablos se meten las sillas en este edificio. Y es que hay demasiados policías con las manos ligeras, eso es lo que ocurre.
Alguien aproximó una silla, se cerró la puerta y nos quedamos solos.
—No es preciso que enciendan las luces y que se prepare el martirio —le dije—. Confesaré. Sea lo que sea, yo lo hice. Lamento privarle del placer inocente de medio matar a un individuo a palos para que lo haga; pero así es. Ponga ahí las hojas de declaración y las firmaré.
Sentí cómo se abría la puerta y la secretaria de Benson entró.
—¿Se lo ha dicho ya, teniente? —preguntó aquella rubia impresionante.
—Dígaselo usted —dijo el teniente encogiéndoos de hombros—. Parece que está pensando que voy a ponerle a la firma todo un crimen de categoría. —Y una sonrisa predatoria encendió durante unos instantes sus rudas facciones. Era la mueca que aparece en la faz del tigre: pero inocente como yo estaba de todo, hizo que me sintiera a disgusto.
La rubia se sentó al filo del despacho, moviendo casualmente una pierna estupenda.
—Queremos agradecerle lo que ha hecho en ese asunto de la caja fuerte —dijo la chica—. Fue puramente fortuito que lo supiera; pero nos ha ayudado mucho. Ese mérito le corresponde a usted, porque he estado tratando de echar un vistazo a esa caja fuerte durante meses sin resultado.
—Pueden ustedes confiar en mí —dije—. Los policías y los ladrones suelen trabajar juntos, ¿eh? Vaya idea excelente. Deberían ustedes felicitarse.
El teniente Simey se puso en pie.
—¿Qué demonios está usted dando a entender? —preguntó.
—Bah, estaba bromeando solamente —dijo la rubia—. Le conozco. Es un gran bromista. ¿Está usted de broma, no es cierto?
—¡Ah!, claro que sí, por supuesto —dije con una sonrisa forzada—. Como dice ella, es que soy un gran bromista. Tengo cicatrices que lo prueban.
—Debería haberlo supuesto —dijo entonces el enfadado oficial de la policía—. Quizás será mejor que se lo explique —añadió—. Esta joven señorita es una de nuestras más inteligentes colaboradoras y está enrolada a la Brigada contra el fraude. Hemos estado investigando los asuntos y negocios secretos de Benson; pero nunca hemos tenido suficientes pruebas para detenerle legalmente. Era preciso que viéramos el contenido de esa caja fuerte, antes de que pudiéramos hacerlo oficialmente. Usted nos ha proporcionado esa oportunidad; por la que, naturalmente, hemos de expresarle nuestro mayor agradecimiento. Ahora ocurre que hay algo más que puede usted hacer por nosotros, razón por la cual le hemos buscado con tanta urgencia.
—¿Conque es usted de la policía? —pregunté a la chica.
Ella asintió.
—Investigadora Jean Mureau. ¿Le preocupa eso?
Sí que me preocupaba. Y mucho. Parecía que la policía contaba entonces con una nueva arma secreta.
—Lo que queremos que ahora haga por nosotros es ir a la ciudad baja y que se ocupe del grupo de bandidos que van a explotar ese asunto del rejuvenecimiento en que Benson estaba tan interesado. —El teniente Simey se inclinó hacia adelante y bajo la voz—. Trabajara usted con nosotros y le prometemos formalmente que no le meteremos en ningún lío. —Hizo una pausa y me miró.
"Vaya, aquélla era la cuestión", pensé yo. No querían agradecerme nada en absoluto, porque no había nada por qué hacerlo. Aquella caja fuerte ya no contenía ningún secreto. Todo lo que querían era procesarlo por fraude. Y yo sería el hombre de paja, por supuesto.
—Tenemos alguna evidencia de un individuo llamado Swift —continuó Simey—. ¿Le conoce usted? Dice que Benson hizo algunas afirmaciones extravagantes por esos chismes llamados globos del rejuvenecimiento.
—Pues lo cierto es que funcionaban —dije—, pero tanto si lo hacían como si no. creo que ustedes no tienen que poner la mano en ese asunto, por lo que respecta a ese asunto del fraude. Nunca intentó venderlos.
—Se han vendido por la parte del río —dijo el teniente con calma—. Usted lo sabía. Quiere ahora cargar a usted y a Tetchum, su amigo, con el delito de fraude.
—Y ustedes no quieren los peces pequeños, sino el gordo.
—Puede usted decirlo en esa forma, si lo prefiere.
—Tal vez crea usted que no conseguimos nada de esa caja fuerte —dijo Jean Mureau, con ese salto en la oscuridad que los hombres suelen llamar intuición femenina—. De ser así, está usted equivocado. Es culpable, desde luego; y le echaremos el guante a su debido tiempo; pero va a transcurrir mucho tiempo, si andamos por las ramas. Queremos algo que le asuste. Algo que utilizar como una palanca. Usted sabe lo que quiero decir. Tenemos que sacudir hasta los cimientos su confianza.
—Vamos a ver. ¿qué era lo que los globos hacían exactamente? —preguntó el teniente—. Si es que de verdad hacían algo...
—Había uno que lo hacía a las mil maravillas —dije, y ellos se inclinaron hacia mí—. Usted sostenía el globo así. —En el despacho había un pesado cenicero de cristal. Lo tome en las manos—. Entonces, usted operaba con el interruptor...
—¿Sí? —dijo el teniente muy interesado.
—Bien. Yo observé cómo el propio Benson lo hizo. Ustedes saben que Benson es más bien rellenito por la cintura. De hecho, es lo que Shakespeare diría una hermosa y redonda barriga, si pueden perdonar el término...
El teniente frunció el ceño al mirarme.
—¿De qué diablos está usted hablando? No sé a dónde quiere ir con todo eso...
—Lo sabrá en unos instantes —le prometí.
—Adelante —me dijo la chica—. Él tocó el botón. ¿Y qué ocurrió entonces?
—Se le cayeron los pantalones.
El teniente Simey se echó hacia atrás y bajó la tecla del intercomunicador.
—¡Johnson! ¡Parkes! —gritó con voz estentórea—. ¡Vengan a la oficina del teniente Simey! ¡Ahora!
Los dos agentes llegaron rápidamente y miraron a su alrededor. Tuvieron que pensar que su teniente estaba siendo atacado por alguien. Simey me señaló con un índice.
—¡Échenlo por ahí antes de que le mate!
La investigadora Jean Mureau tenía un precioso pañolito de mano puesto en la boca para evitar el mondarse de risa.
Al final, cuatro de aquellos policías me echaron fuera del edificio. Cogiéndome dos a cada lado por un brazo y una pierna, me balancearon un par de veces y después, con un gran entusiasmo, me lanzaron de tal forma que fui a aterrizar en la acera rodante del Este, que me llevó con ella hacia adelante.
Más tarde, llamé por visífono a Benson. Me miró como un ogro dispuesto a devorarme.
—¡Qué diablos es lo que quiere! ¿Es que la policía no le ha echado todavía el guante, granuja?
Yo le sonreí gentilmente.
—En realidad, es lo cierto que acabo de dejar ahora al teniente Simey. Hemos tenido una encantadora conversación téte-á-téte y en su mayor parte relacionada con usted. Si perdió usted algunos de sus papeles, su encantadora y deliciosa secretaria los tiene ahora. Puede que los tenga ya de vuelta, una vez que se han hecho copias fotostáticas que han ido a parar a los archivos.
Su cara tomó un tinte grisáceo.
—¡Vaya, conque era eso! —repuso bastante nervioso—. ¿De cuánto tiempo dispongo? —preguntó—. Además, ¿por qué hace usted todo esto ahora en mi favor?
—Soy un tipo quijotesco —le dije— y usted tiene el tiempo justo como para largarse al Continente y después ver la forma de tomar otro estratojet con otro nombre distinto.
Hizo un gesto de asentimiento y apagó.
* * *
Tres semanas más tarde recibí una orden por cable desde México por quinientos créditos. Los enviaba un hombre llamado Smith. Como había hecho resaltar al teniente John Simey aquella tarde, de haber sido de Benson, ni que decir tiene que no los habría hecho efectivos; pero, tres generaciones atrás, alguien de mi familia se había establecido en México y alguno de ellos tenía el nombre de Smith. Vaya usted a saber...
¿Qué tuvo que hacer? ¿Robar un Banco?
La gente está obsesionada estos días con el robo de los Bancos. En punto a la verdad, fue arrestado por una insignificante fechoría, como el haber volado los trabajos de un alcantarillado local porque creyó que era algo insalubre. Olvidé los detalles exactos.
Se las arregló también para volar la cárcel del condado, siendo así la forma en que salió pitando de allá. No le dije nada al teniente Simey por si las moscas; pero me preocupé de que me pagasen el giro. Después de todo, uno tiene que vivir.
DOS EN COMPAÑÍA - John Rankine
El negro óvalo de la puerta de entrada disminuyó lentamente hasta convertirse en un punto y cuando en la enrarecida atmósfera del planeta Omega se oyó el chasquido definitivo de su cierre, la nave voladora surgió como una flecha de plata de la pista de despegue, mientras que Dag Fletcher observaba la cola de luz color naranja del aparato, antes de escuchar el sonido vibratorio que estremeció la plataforma rocosa del despegue.
Lentamente, con una gracia especial, el "Interestelar 2-7" comenzó a ascender, y después a situarse en una recta trayectoria. En los diez segundos que Dag había contado automáticamente, se hallaba en pleno cielo, teniendo frente a sí el vacío azul y sin manchas ni alteraciones, como lo había sido a través de toda una eternidad del tiempo.
A pesar de los largos cursos de aprendizaje y acondicionamiento, y de las muchas misiones previas, no pudo evitar un sentimiento de soledad y abandono en aquel remoto lugar del universo. Existía también un toque de lamentación por la combinación de circunstancias que hicieron que fuese Meryl Wingard su ayudante para un viaje de turno de tres meses, entonces. No es que hubiera nada malo en ello, sobre todo al tener que considerarlo y mirarlo. Ella, por lo visto, había elegido el ser moldeada con las líneas de la Venus Marina de Botticelli, resultando en carne viva tan bella y maravillosa como el propio original; pero era una belleza sin significado que, por lo demás, trabajaba con la escrupulosa frialdad de una máquina computadora. Ella era una matemática de superior calibre y entrenada hasta un fantástico nivel de competencia, por años de esfuerzo con la mente puesta en aquella sola dirección.
La perfecta persona para la misión debida, sin duda; pero que producía muy poca alegría en el entorno humano que la rodeaba.
Además, Dag sospechó que ella disponía de muy poco tiempo para cualquier forma de coquetería práctica. Por cuanto podía decirse de cualquier hombre del espacio que hubiese alcanzado su rango. Dag era un improvisador, un hombre afortunado y lo que podía llamarse un dotado con todo lo preciso para ser todo un controlador. Esbelto, alto, elegante y próximo a los cuarenta años, con un aire de aplomo y desenvoltura, siempre se había distinguido con una fuerte personalidad entre los tipos correctos y conservadores del personal antiguo.
Volvió de la cámara de compresión y manipuló para crear un escudo protector contra la atmósfera exterior. Un resplandor verde mostraba el completo aislamiento y puso el regulador robot en automático para seguir el vuelo de inspección que entonces comenzaba.
Meryl no estaba en el espacio comunal de la nave, habiéndose ido a la suite del controlador. Se había establecido allí en la semana que la nave permanecía haciendo aquellos trabajos en que necesitaba toda la tripulación. Entonces se despojó Dag de su traje espacial y se dio una ducha. Después se vistió con unos pantalones, un jersey y una alegre camiseta de deporte.
La suite estaba construida en forma de cúpula presurizada de sesenta pies dividida por dos tabiques diametrales que hacían del espacio interior dos grandes y dos pequeños arcos. El más ancho y espacioso, para el día y dormitorio, y el pequeño, para cuarto de aseo y almacén. El cuarto de trabajo y de día estaba dominado por un explorador óptico situado sobre una plataforma contra la pared exterior. Dag se dirigió hacia el aparato y miró sin mucho entusiasmo la vista panorámica que aquel planeta sin fin presentaba en la pantalla rectangular y plana. Sintonizó el área inmediata de la estación espacial, apareciendo un trozo de unas cuantas millas cuadradas con la claridad del cristal. Un aspecto típico del planeta era una mezcla de meseta rocosa y de un amplio valle relleno con una vegetación espesa y verde amarillenta. La estación estaba enclavada en una plataforma de media milla cuadrada que había sido perfectamente nivelada en el suelo. Hacía de ella uno de los mejores espaciopuertos en la galaxia y servía a seis principales estaciones cupulares. Diez estaciones robot más pequeñas moteaban el planeta y cada una de ellas precisaba el ser visitada una vez al menos en un viaje de tres meses de duración. En teoría al menos, nada podía ir mal con ellas; pero sus computadores de programación debían ser, así y todo, comprobados periódicamente, ya que el más pequeño error podría dar lugar a una seria confusión caótica en la programación, largamente esquematizada.
El proyecto de Omega era el de crear una atmósfera de tipo terrestre. Ya el nivel de oxígeno alcanzaba aproximadamente una cuarta parte del de la Tierra y en dos años podría llegar a ser perfectamente respirable. Una gravedad de 0,72 de la de la Tierra era de por sí una perspectiva atrayente y se estaba seguro de que el planeta se situaría muy alto en la lista de los futuros colonizadores. A pesar de que, a juicio de Dag, siempre resultaría un sombrío lugar, con aquellos barrancos que parecían no tener fin y los trozos de terreno alterados, como grandes llanuras lisas como la roca, si bien aquella apariencia se alteraría drásticamente al mejorarse por una atmósfera equilibrada que produjese nubes, lluvias y corrientes de agua.
Dejó el aparato de observación y se volvió a la recepción del aparato. Aún no había trazas de la joven. Por tanto, comió sólo mediante el sencillo procedimiento de obtener los alimentos deseados presionando el bolón correspondiente en el almacén de la nave, dispuesto para un servicio eficiente y automático. Cuando acabó el cate y encendió un cigarrillo, entró ella todavía vistiendo su traje espacial moldeado sobre su bello cuerpo, como una funda de plata, y que resaltaba cada una de las líneas de su cuerpo ideal. Los cabellos sueltos casi le llegaban a los hombros y, al moverse, ondulaban como una cascada dorada y elástica. Los galones azules y amarillos que brillaban en su hombro derecho tenían solamente una barra menos que los de Dag; pero ella se comportaba con toda la corrección posible, como si aún continuase en la Academia del Espacio, utilizando un lenguaje respetuoso y casi automático, donde otros, en situación semejante, habrían roto todo protocolo y habrían intimado en diferente aspecto.
—Controlador, existe una desviación en la Estación 9. Me gustaría que pudiéramos visitarla en primer término.
—De acuerdo. ¿Se encuentra confortable en su pequeño apartamento?
—Ah, sí, gracias; pero si no le importa, utilizaré para trabajar el salón grande. Prefiero un espacio libre mayor siempre que sea posible.
Dag simpatizó con semejante punto de vista de la joven y trató de imaginarse cómo se sentiría ella reducida al pequeño cuarto de estar de la nave. Pero se reservó sus pensamientos y no hizo comentario alguno.
Dag miró al globo que, como una reducción a escala manejable del planeta Omega, tenía a mano, y lo hizo girar hasta localizar la Estación 9. Se hallaba como a unas doscientas millas de distancia, una jornada de dos horas en uno de los coches deslizantes de superficie del Centro. Los días, en Omega, eran relativamente cortos, sólo unas quince horas y media en comparación con los de la Tierra. En aquel momento faltaban dos horas para el anochecer y todo el personal ajustaba sus acciones a semejante horario por acomodación, hablando por sistema de "hoy" y "mañana".
—¿Mañana, pues? Una hora después de la primera luz.
—De acuerdo. Buenas noches, controlador.
—Buenas noches.
El despego de la joven era completo, sin pose alguna en ello. "Una mujer fría como un témpano allí", pensó Dag... aunque significaba realmente un éxito positivo para la misión, haciéndole no pensar en otra cosa fuera de su trabajo y de su deber. Sin embargo, reconoció que se hallaba un poco picado por la falta de interés de Meryl en él, y tras haberse tomado un whisky del bar, se volvió a sus propias habitaciones.
* * *
Era ya de mañana, con la luz inundándolo todo, cuando salieron de la cámara de compresión y avanzaron hacia el exterior. Fletcher decidió tomar el coche de mediano alcance y descorrer la cabina transparente, presurizada y sellada. Hizo una breve inspección de rutina al tanque de oxígeno y subieron a él. Se ajustaron los cinturones de seguridad a cero y el coche salió flotando y cerniéndose de la cúpula de aparcamiento. Dag lo elevó a la máxima altura y dispuso el piloto automático en dirección a la Estación 9 a toda marcha. El coche volador se cernió un instante en el aire, giró lentamente hasta dirigirse conducido ya por el rayo conductor electromagnético y se lanzó raudo por él, sin la menor señal de aceleración.
La superficie de Omega desfilaba bajo ellos, visible a través de la gran pantalla y del suelo transparente. Mesetas rocosas y valles en interminable sucesión. Los valles chocaban en sus confines con la serpenteante vegetación de tonalidad amarillo verdosa. Por descomposición controlada de aquella vida vegetal, era como se iba formando la atmósfera del planeta en colonización. Ello tenía un doble propósito: la creación de oxígeno y nitrógeno y el enriquecimiento del terreno para los futuros colonizadores. Conforme se iban acercando a la subestación, los efectos de aquel trabajo científico ponían un cambio dramático en el escenario general. Apareció una sucesión de valles completamente desiertos, donde ya el terreno desértico brillaba mostrando un púrpura profundo. Después, la estación apareció a la vista. Tres grandes cúpulas y un pequeño puerto espacial.
Hicieron un aterrizaje perfecto y saltaron fuera a la pequeña pista de concreto endurecido. A los pocos minutos y previas las operaciones de rutina, se encontraron en el interior de la cúpula principal. Meryl sólo se detuvo a quitarse el casco para dirigirse rectamente a los paneles de control de la subestación. Todas aquellas pequeñas estaciones estaban construidas con arreglo a un plan común y pronto identificó los elementos esenciales de su funcionamiento. Desconectó el control robot y comenzó a operar con él manualmente. Con rápidos cálculos, inspeccionó el sistema en cinco minutos y después volvió a conectarlo con el robot.
—Se ha producido una ligera desviación en el computador —advirtió Meryl—. Tendré que trabajar en ello.
—¿Como cuánto tiempo necesita?
—Seguro, dos horas; posiblemente, dos y media. —Aquello suponía salir de noche. Podían quedarse allí, desde luego, ya que había alimentos y acomodación para vanos meses en caso necesario; pero ambos preferían volver al relativo confort de la estación principal.
—Bien, vea usted como va.
—De acuerdo.
La hermosa cabeza de la joven se inclinó sobre el tablero y comenzó con extraordinaria precisión a realizar una serie de complicadas ecuaciones, tomando datos de los paneles de color marfil. Dag siguió el proceso durante unos minutos; pero posteriormente, al seguir una descripción de altas matemáticas, el controlador vio que aquello se escapaba fuera de su alcance. No cabía duda de que contaba con una ayudante de primera categoría y tuvo que admitir que el trabajo le habría costado a él varios días de constante quehacer.
—Mientras, voy a echar un vistazo por ahí afuera.
La joven no le oyó porque estaba completamente absorbida por el trabajo.
El cierre de salida se accionaba a mano y le llevó diez minutos llegar hasta el coche volador. Lo subió hasta unos cincuenta pies de altura y se dedicó a realizar un circuito por la zona inmediata. Los valles más próximos a la subestación estaban desprovistos de vegetación y aparecían como lagos de color púrpura. Aquel suelo denso de tierra era de una gran fertilidad y sería con el tiempo una ideal tierra de labor. Cuatro de aquellos valles se hallaban bajo el constante bombardeo de rayos y comenzando a mostrar retazos de terreno despejado. El aparato de rayos se instalaba y movía por una tripulación especial completa en cada visita de la nave del espacio y dirigido en los intervalos por los computadores de las subestaciones.
Tomó tierra en una de las zonas aclaradas y recogió una muestra del suelo en un recipiente inserto en el dispositivo de aterrizaje. Anotó la situación por los datos de la carta de navegación e hizo constar en la muestra la fecha, el tiempo y su perfecta localización. Los analistas de la base proporcionarían un informe detallado y así se iría haciendo con cada valle, hasta formar un plan de conjunto, antes de que el primer colonizador pusiese pie en el planeta.
Era el tiempo medio; había transcurrido exactamente medio día. Pero cuando llegó a la cúpula había transcurrido media hora más y encontró a Meryl tomando café.
—¿Qué tal va eso?
—No hay problema. El fallo no fue difícil de encontrar; pero necesitaré una comprobación general de una media hora para convencerme de que la desviación ha sido corregida del todo.
—Magnífico. Si salimos antes de las cinco, podremos estar de vuelta antes de la noche.
Se tomó su tiempo para inspeccionar la planta. No era probable que tuviesen tiempo de hacer una segunda visita: ellos iniciaban y fechaban las tablas de comprobación en cada sección. Hacía ya tres meses desde el día en que el anterior controlador había hecho lo mismo.
A la una y media, ella hizo la indicación de "inspección terminada", y tras las comprobaciones de rutina del equipo, volvieron a entrar en el coche volador. Fletcher sintió que debía agradecerle a la joven el éxito.
—Gracias por todo. No hay muchas personas que lo hubieran hecho tan bien en tan corto tiempo.
La respuesta fue típica.
—En absoluto. Cualquier matemático competente lo habría hecho lo mismo.
Pero él sintió que ella estaba complacida y pensó si no sería mejor una más íntima relación entre ambos.
De vuelta a la Base, Dag tomó el control manual y aceleró la velocidad por encima del alcance del automático. Aquello les haría llegar con luz del día. La navegación no estaría afectada por la oscuridad; pero incluso los momentos de transferencia desde el coche volador a la cúpula podrían resultar desagradables en aquel intenso frío de la temperatura nocturna del planeta Omega.
Se hallaban a dos millas de la Base, con el paso invisible del rayo deslizante frente a ellos como una alfombra desenrollada para darles la bienvenida, cuando el aerocar desafió las leyes mecánicas a que estaba sujeto y perdió inexplicablemente todo control. Todo sucedió tan rápido que resultó imposible recordar ni apreciar qué era, de hecho, lo que pudo haber sucedido. Dag dispuso la velocidad de aterrizaje y la conectó al piloto robot. El aerocar perdió altura, cayendo en picado vertical. Se produjo un chasquido ensordecedor y el aplastamiento contra algo duro y terrible. Donde estaba la pantalla apareció la roca al desnudo. Dag apenas si pudo apreciarlo antes de desvanecerse perdiendo el conocimiento y teniendo sólo los instantes precisos para protegerse la cabeza de las astillas del plastiglás de la pantalla destrozada.
Cayó en la inconsciencia no sin haber visto antes, como en un relámpago, la cabeza de Meryl colgar como una bandera dorada hacia adelante de su cuerpo amarrado al asiento con el cinturón de segundad.
* * *
Minutos más tarde volvió a recobrar el conocimiento, y la borrosa imagen que se le presentó ante los ojos le proporcionó una idea de la mala situación a la que tenía que enfrentarse y que no podía ser peor. El dolor le aguijoneaba todo el cuerpo hasta despertarse por completo y comenzó a moverse con precaución. No parecía tener ningún hueso roto; pero un trozo de roca le había rajado su traje espacial por debajo de la rodilla izquierda. Las secciones superiores de la pernera del uniforme habían actuado automáticamente cerrando provisionalmente la hendidura como un precinto contra la pérdida del aire interior. A través de la desgarradura notó un goteo lento de sangre. Al mirar a la joven maldijo la trabazón que le tenía sujeto con el cinturón de seguridad, costándole un gran trabajo deshacerse de la atadura. Ella aparecía como muerta y helada, como él debió haber estado antes; pero la terrible palidez de su piel resultaba espantosa. Una esquirla de roca le había perforado el casco a nivel de la cabeza. Puesto que el aerocar ya no estaba presurizado, Meryl estaba respirando la tenue y enrarecida atmósfera de Omega. Los cilindros de oxígeno de su traje espacial se habían vaciado pronto en un vano esfuerzo de luchar contra el escape producido por la hendidura sufrida en su equipo. Se encontraba en el mismo estado de una persona que se ahoga en el mar, y Dag comprobó que era cuestión de minutos y de suerte el poder hacer algo por salvarle la vida.
Soltó como pudo sus ligaduras al asiento del aerocar y la arrastró al suelo del departamento trasero de la aeronave. Quitándole rápidamente el equipo desgarrado, buscó afanosamente entre los repuestos para hallar otro nuevo de su tamaño aproximadamente. Incluso trabajando y moviéndose a la velocidad que podía en su desesperación, se dio cuenta de la poca fuerza que tenía la chica en su desvanecimiento y las perfecciones de sus piernas y sus pechos. Le colocó su propio casco y lo enchufó al cable de emergencia para hacer una máscara de oxígeno. Se llenó los pulmones con una mezcla de oxígeno, y utilizando la técnica de respiración de boca a boca, hizo que Meryl pudiera volver a respirar. Trabajó de firme durante dos minutos, y ya comenzaba a sentirse agotado por el esfuerzo, cuando se movieron los párpados de la joven.
Puso entonces la mascarilla sobre la boca de Meryl y le retiró el casco, contento de poder respirar sin esfuerzo consciente. A poco Meryl se hallaba completamente consciente de la situación a la que tenían que enfrentarse. Con toda rapidez se enfundó las piernas en el nuevo traje espacial. Ella se arrodilló para facilitar la operación. Medio minuto después, la presión era ya normal y un color más natural volvió a la piel de la joven.
Dag buscó otro traje espacial para él y entonces se dio cuenta de lo embotado que se hallaba. Volvió a revertir el procedimiento y se colocó primero el casco; después, al quitarse los pantalones, sintió el dolor y la herida sufrida en la pierna izquierda. Entonces sintió una mano en el hombro y una voz femenina que le decía:
—Déjeme ayudarle. —Meryl había abierto un botiquín de urgencia y le había espolvoreado con un antibiótico y antihemorrágico en la herida bajo la rodilla izquierda.
—Esto necesita una sutura. Me cuidaré de hacerla en seguida.
Ella realizó una rápida intervención quirúrgica con los instrumentos esterilizados del botiquín y, después, una compresa. Dag se encogió de hombros dentro del traje espacial y se puso en pie para hacerse cargo de los daños sufridos.
El tiempo transcurría muy mal contra ellos. Apenas si quedaba luz del día, y a menos que no quisieran quedarse congelados en el interior del aerocar, era indispensable hacer algo urgentemente para remendar el aparato fuese como fuese. Se volvió como pudo al asiento del piloto. El suelo estaba roto con una desgarradura producida por el filo de una roca cortante y una estrecha fisura, además, se extendía en la pantalla panorámica en todas direcciones. Existían dos pulverizadores de plástico a presión en la caja de herramientas del aerocar y algunas hojas de plastiglás. Se llevaba siempre a prevención de cualquier rotura producida por un meteorito. Aquello podría intentarse. Ella ya estaba dispuesta a desempaquetar la caja de herramientas y Dag se dio cuenta de que la barrera formulista existente entre ellos hasta entonces había caído, al recibir una sonrisa de la muchacha. Él sonrió dándole las gracias silenciosamente y se pusieron a trabajar.
La roca parecía sólida y libre de la porosidad de la piedra pómez. Dag comenzó por sellar las roturas en el suelo del aerocar, haciendo que las astillas intrusas del exterior formasen parte del casco del aparato.
El atomizador de sustancia plástica completó el trabajo de cerrar herméticamente las roturas producidas. La totalidad de la parte frontal quedó completada cuando el primer cilindro silbó con el aviso inconfundible de estar vacío. Se hallaban ya a pocos minutos de aquel corto crepúsculo.
La luz de la cabina se encendió porque Meryl había enchufado con agrafes dos linternas de mano a la batería de la parte trasera, en el mamparo posterior del aerocar. Ahora que era el momento de mirarse recíprocamente, ella le dejó el máximum de penetración de su mente por algunos segundos. Dag vio con calma la fría aceptación de enfrentarse con la muerte, sin huellas de histerismo, sin precipitación y con el cálido sentido de hallarse íntimamente ligado a la suerte de la joven, con un fraternal y humano sentido de la camaradería.
El segundo cilindro completó un cierre perfecto del suelo y miró entonces en busca de otros escapes o roturas de la cabina y del casco. Algunas más, diminutas, fueron apareciendo, siendo tapadas una a una. Utilizando otro cilindro de repuesto, construyó un dispositivo de presión conveniente en el interior y después un circuito de aire acondicionado. Era ya oscuro, y con la caída de la noche, el frío comenzó a aparecer temible en aquellas circunstancias. Las rocas circundantes comenzaron a helarse rápidamente, haciendo ruido al contraerse, como un constante partir de trozos de madera.
Por fin, pudieron liberarse de los cascos y prepararse una comida de circunstancias. Una inspección al armario de suministros de la nave les proporcionó algunas galletas y botes de sopa que se calentaba automáticamente al ser destapados. Los aerocars disponían de pocos alimentos, llevando más bien cilindros de oxígeno y aire preparado como suministro considerado más vital.
El frío comenzó a ser el principal problema a considerar. Movidos por la lógica de las circunstancias, hicieron un estrecho saco de dormir utilizando unas láminas de tejido resistente procedentes de los cojines y asientos. Sin quitarse los trajes espaciales, aunque sin necesitar el casco en aquel aire acondicionado, se apretujaron, enfundándose en el saco de dormir así construido, uno junto al otro. Dag se volvió a ella para estar fuertemente presionados desde las rodillas hasta los hombros. Los pechos de la chica se sentían notablemente endurecidos contra el de Dag y su perfume resultaba fascinante. Si salían de aquélla, Dag estaba convencido de que se enamoraría ciertamente de Meryl; pero se dio cuenta de que no era el momento más adecuado, limitándose a tocarle los cabellos con los labios y a desearle buenas noches.
Durmieron seis horas antes de que el frío se alejara de sus cuerpos. Dag se movió el primero, dándose cuenta de que alrededor de la cabeza tenía toda una tela de araña de pequeños cristales de hielo. Sacudió suavemente a Meryl por los hombros y al despertarse le dijo:
—Dos horas faltan todavía para que llegue la luz del sol. Creo que será mejor que nos calentemos de alguna manera.
El aire de la cabina estaba helado totalmente y su nido nocturno se había endurecido como un caparazón rígido como una armadura. El hielo se había formado en varios puntos. Dag salió como pudo del saco de dormir y logró encontrar las dos últimas latas de sopa. Tuvo que soltar una exclamación dolorosa al tocarlas con la mano por la terrible frialdad del metal y comprobó que las latas estaban firmemente ancladas en el suelo del armario por un borde de hielo duro como una piedra. Ella le ayudó a sacarlas. Destapándolas, el calor que se desprendió fundió el hielo, haciendo sendos charcos de agua a su alrededor. La sopa, no obstante, estaba caliente y su calor se extendió como una bendición a través de sus cuerpos.
No resultaba fácil volverse a dormir y comenzaron entonces a charlar respecto a sus carreras, que les habían conducido a aquel punto de la historia de sus vidas respectivas. Dag encontró que ella poseía un sorprendente sentido del humor. Aquello añadía otra inesperada dimensión a la experta matemática. Permanecieron juntos para evitar el que se perdiera cualquier caloría vital. El frío volvió a castigarles y se produjo una lucha a muerte entre la aurora que se aproximaba y la congelación mortal por el frío. Pero pudieron resistirla.
* * *
Por fin llegó el amanecer sobre Omega en un destello dramático de luz que llenó la cabina como un resplandor parecido a una fluorescencia de neón. El calor, incrementado rápidamente, hizo que el saco de dormir se convirtiera en un montón de trapos mojados conforme el hielo se fundía en el exterior. Las paredes de la cabina se llenaron de vapor con la condensación evaporada con demasiada rapidez para ajustarla en un equilibrio estable.
Dag empujó los hermosos cabellos de Meryl hacia un lado de su cara con una mano, y la besó en la boca.
—Disponemos de ocho horas. No habrá otra oportunidad.
Ella hizo un gesto de asentimiento y besó a Dag en la misma forma, copiando su mismo gesto. Después se incorporó y comenzó a friccionarse vigorosamente los miembros, mientras que él le ayudaba y, en reciprocidad, ella le friccionó igualmente con fuerza por la espalda. La sangre, al circular más libremente, les hizo sentirse mejor y en condiciones de hacer frente al día de Omega, vistiéndose entonces completamente con sus trajes espaciales, en equipo completo.
Dag rompió la puerta de emergencia y salieron a las rocas inhóspitas del entorno. El borde del barranco se encontraba a cincuenta yardas de distancia y las cúpulas de la estación daban el aspecto de hallarse muy próximas al otro lado del valle. Pero ocho horas eran poco tiempo de gracia para ir saltando aquellas terribles rocas, descender a ochenta pies hacia el valle, cruzar una milla de vegetación enmarañada y subir por la ladera opuesta. Tenía que haber otra forma de hacerlo.
—Saca todos los trajes que queden de repuesto y cualquier cuerda que puedas encontrar.
Mientras ella volvía a la nave destrozada por el accidente, Dag se encaminó rápidamente hacia lo alto del acantilado y miró a su través. Casi en el centro del valle había un crestón bajo rocoso, como una mancha negra en aquella alfombra gris verdosa. Meryl llegó con dos cabos de cuerda de nylon y los trajes de repuesto, y Dag se dio prisa en volver para ayudarla. Incluso en aquella baja gravedad constituía una buena carga entre aquellas rocas endemoniadas, pudiendo al fin suspirar satisfechos al apilarlo todo en el borde.
Meryl no veía la forma de cruzar a tiempo y podía sentir su mente cómo rehusaba el aceptar una derrota. Dag encontró trabajo para ella.
—Infla un traje y ata una cuerda al centro del arnés frontal.
Mientras la joven trabajaba en aquello, Dag continuó:
—¿Cuánta distancia calcularías que hay hasta aquella roca negra y qué carga de cohete habría que enviar en un traje espacial vacío arrastrando de una cuerda?
Las variables del problema suponían una meticulosa serie de cálculos mentales. Dag hizo una estimación de tanteo; pero debería hacerlo con la mayor aproximación posible. Existía la baja gravedad, el efecto de arrastre del incremento en la largura de la cuerda, la efectividad en las cargas del cohete y el comportamiento del traje espacial inflado, factores todos ellos en que pensar y tener en cuenta. A Meryl le llevó cinco minutos efectuar un rápido cálculo, antes de contestar:
—Cinco octavos de carga y un ángulo de botadura de treinta y siete grados. —Dag aceptó el resultado sin el menor comentario, aunque su propio esfuerzo le había llevado a un ángulo más alto de lanzamiento.
—Muy bien.
Se desenroscó uno de los dos pequeños cohetes propulsores del cinturón. Se utilizaban para usarlos a peso nulo como propulsión para un corto viaje alrededor de una nave estacionada en el espacio. No valdrían para mover a un hombre en la superficie del planeta Omega incluso con su reducida gravedad. Pero sí valdrían para mover un globo. Dispuso el traje inflado como un águila con las alas abiertas sobre las rocas y cuidadosamente apuntó con la cuerda como referencia hasta su objetivo, después hizo un montón de piedras pequeñas comprobando que se hallaban a un ángulo de treinta y siete grados mediante su reloj de pulsera. Después insertó la carga del cohete de propulsión en la vaina vacía del traje espacial inflado. Giró el indicador de la carga a cinco octavos y se dispuso a efectuar el disparo mediante el disparador del cohete. Si aquello iba bien, se encontrarían a medio camino de casa. Tiró de la cuerda con suavidad para no descomponer la figura dispuesta a efectos del lanzamiento.
El traje salió volando como un hombre en el espacio y subió rápidamente hasta la altura de su trayectoria, comenzando después un leve descenso hasta la roca, arrastrando tras de sí la cuerda de nylon. Desde donde se hallaban vigilantes, parecía cierto que el proyectil sobrepasaría el punto calculado; pero el peso incrementado de la cuerda arrastrada fue reduciendo su velocidad y altura en una curva que concluyó al caer el traje en una caótica confusión de rocas. Aquella cuerda era inmensamente fuerte; pero podría fracasar y cortarse... Dag tiró de ella hasta sentirla firmemente sujeta entre dos proyecciones dentadas y finalmente hizo un nudo al final.
Hizo un paquete con todo el material de repuesto y lo adhirió a la cuerda con otro trozo corto, enviándolo después mediante un nudo corredizo como un coche en miniatura sobre un cable aéreo por el valle. Desapareció entre las rocas y entonces comenzó a trabajar en la confección de un dispositivo de frenado mediante un nudo que podía ajustarse a voluntad sobre la cuerda tendida sobre el valle. Cuando se sintió satisfecho, lo mostró a la joven, le dijo cómo funcionaba y añadió:
—Tú primero... Si la cuerda se rompe, que sea conmigo después, aunque creo que nos servirá perfectamente a nuestro propósito.
Meryl se asomó al borde del acantilado rocoso, se aferró a los dos trozos deslizantes de cuerda y se lanzó al vacío. "El perfecto teniente ayudante", pensó Dag al observarla cruzar el espacio. Sin discusiones ni argumentos; todo eficiencia al máximo. Incluso a pesar del bulto exterior, el traje espacial no conseguía enmascarar del todo aquella esbelta figura plateada. La comba de la cuerda la hizo descender un poco por debajo de la roca y parecía que Meryl se las estaba arreglando para ir frenando la llegada al otro extremo. Después, llegó felizmente al objetivo y Dag vio la distante figura de la chica levantar un brazo en señal de asentimiento.
Sin vacilar se dejó caer a su vez. Próximo ya a las rocas, vio que su mayor peso estaba combando la cuerda por debajo del filo y tuvo que echar mano de toda su fuerza para frenar la llegada, teniendo que levantar las piernas flexionándolas a la altura de la rodilla. El impacto de llegada casi le hizo perder el agarradero de la cuerda; pero allí estaba ella para ayudarle.
El próximo paso a dar estaba ahora más claro y se miraron recíprocamente en silencio unos instantes. Su objetivo final estaba a mayor altura que la roca en donde descansaban por el momento, sin poder esperar subir a mano agarrándose al escarpado. La mejor cosa que podían hacer era repetir lo hecho y deslizarse hasta el pedregal en declive existente al pie del acantilado, desde donde volverían a considerar el próximo paso a realizar desde aquel punto.
Meryl comenzó nuevamente a un cuidadoso cálculo de distancias y velocidades y una vez más se utilizó el traje espacial inflado. La dirección no era entonces nada tan crítico para un disparo hacia un objetivo tan amplio. Volvieron a repetir las mismas acciones anteriores hasta hallarse al pie del acantilado y en la falda pedregosa existente al pie. Aquélla era la última barrera.
Incluso en la baja gravedad del planeta Omega, ambos sentían el cansancio físico del esfuerzo realizado y por realizar todavía, y mientras que subían por la falda pedregosa hasta la base del acantilado casi cortado a pico, Dag no vio la forma de ganar la partida y subir hasta la planicie en las dos horas de sol que les quedaban por delante.
Cualquier exploración a cierta distancia razonable a derecha o izquierda de aquella escalada, parecía fuera de toda lógica, ya que en cualquier caso, el acantilado aparecía uniformemente vertical y tirado a plomo en toda la distancia que pudieron abarcar con la mirada. La pista de aterrizaje del espaciopuerto llegaba hasta el mismo filo del acantilado y recordándolo, Dag no pudo pensar en nada que sirviera como para poder echar un ancla con la cuerda. Podría tal vez servir cualquier especie de arpón metálico..., pero ¿con qué hacerlo?
Rompió el recipiente de su equipo ofensivo-defensivo para casos de urgencia y tomó la pequeña pistola de rayos láser, reflexionando que cuando volviesen a la estación principal..., si es que volvían, sería preciso reconsiderar aquello para futuras ocasiones. Apuntó al borde del acantilado y unos cuantos fragmentos de roca saltaron pulverizados. Disponiendo de varios días de tiempo, podría muy bien haber ido excavando con el láser escalones por el acantilado hasta llegar a la cima, pero desgraciadamente no contaba con tales días de tiempo por delante.
—¿Cuántas cargas quedan?
—Dos completas y dos utilizadas en parte.
—¿Servirían para un trabajo de demolición?
—Convenientemente situadas, creo que podrían mover este acantilado.
La idea a medio formar se clarificó en su mente y Dag apuntó directamente a la roca y a nivel de su hombro. La superficie comenzó a desmoronarse en una zona del tamaño de un centavo, mientras que el poderoso rayo destruía el duro material rocoso. Lo aumentó hasta una pulgada y así continuó hasta que treinta minutos después había excavado un agujero de dieciocho pulgadas de profundidad y dos de diámetro. Depositó en su interior un cohete reactor con una delgada cuerda de nylon sujeta al disparador. Después lo tapó con fragmentos de piedra, dejando solamente el movimiento para actuar la cuerda.
Se marcharon, alejándose por la falda pedregosa y buscaron un escondite entre dos enormes peñascos. Con un simple movimiento tiró del disparador, tirándose al suelo junto a ella y protegiéndola con los brazos. En aquel mundo silencioso, el ruido pareció algo terrible y las esquirlas de la explosión les rociaron por doquier. Cuando todo movimiento hubo desaparecido, se incorporaron.
Toda una sección oblonga de la cara del acantilado había desaparecido esparciéndose y rajándose como una hoja de cristal aplastada por un golpe de marro. Unos fragmentos angulares aparecían como algo fantástico en aquella hendidura que conducía hasta la cima. El problema al que tuvieran que enfrentarse en aquel último paso sería cosa de encararlo cuando llegaran allí; por lo que comenzaron a ascender cuidadosamente.
Algunos pasos sólo podían darse mediante la ayuda recíproca de la pareja. Meryl se subió en los hombros de Dag hasta hallar un punto de seguridad, para después inclinarse y dar la mano al controlador.
El último paso era ya el más alto de todos y fue a base de dar un arriesgado salto hacia arriba en que ella pudo hallar un asidero y con un lacerante dolor de todos sus músculos pudo, haciendo un esfuerzo supremo, llegar al tope final. Allí quedó tendida boca abajo, jadeante, agotada y sollozando por el sobrehumano esfuerzo realizado. Esperando que le llegara el cabo de cuerda. Dag vio que apenas si quedaban unos minutos para la caída de la noche. Después, se halló junto a ella y con un brazo por sus hombros comenzaron una torpe carrera hasta la cúpula más próxima.
Se hallaban a veinte yardas de la cámara de compresión cuando la luz comenzó a desvanecerse y cuando Dag comenzó a manipular la palanca de apertura, la oscuridad era ya completa. La sintió arrastrarse junto a él y tuvo que sostenerla al abrirse la puerta principal en un gesto de bienvenida. Con un último esfuerzo la llevó en los brazos hacia la luz y el calor.
Los pocos minutos de descanso que se llevó el robot en su mecanismo de ajustar las presiones le dieron tiempo a Dag para recobrarse de la fatiga pasada, pudiendo llevarla hasta el interior y hacia el dormitorio destinado a Meryl, cuando se abrió la puerta interior. La despojó del traje exterior y la depositó en la cama. Estaba ya sumida en un profundo sueño causado por el terrible agotamiento sufrido.
Dag se dirigió lentamente hacia su propia habitación y se tomó una ducha. Hacía ya tiempo que no había estado allí y resultaba maravilloso sentir el sudor y el polvo de su cuerpo ser arrastrados por el agua a presión de la ducha, pareciendo que el dolor y la fatiga se iban juntamente con ellos también. Incluso se fumó un cigarrillo bajo el placer final de aquella refrescante ducha. Después se vistió y pensó si despertarla o no para confeccionarse una comida conveniente.
Debatiéndose todavía en aquella incertidumbre, se dirigió hacia la cocina y se preparó una bebida. La mesa estaba ya dispuesta para dos y la comida a punto. Ella salió de su habitación. Se vestía con el tabardo ceremonial en oro y verde, cogido a ambos lados con grapas metálicas de bronce. Llevaba los cabellos peinados cayéndole hasta los hombros como una cascada elástica de oro según se movía con sus graciosos y elegantes movimientos.
—Bien venido a bordo, Controlador —dijo Meryl.
Dag Fletcher tuvo entonces la conciencia más certera de que en el resto del viaje no se presentarían más problemas.
EL HOMBRE SUPERIOR - Brian W. Aldiss
NA visión que se desliza hacia las nubes que se mueven hacia el oeste y hasta los caminos que terminan con una valla de alambre espinoso. La vista de vallas electrificadas, puestos de rayos mortales situados en puntos estratégicos, guardias uniformados; algo familiar para cualquier habitante de aquel continente durante los últimos doscientos o trescientos años pasados. El sol que aparece entre barracones y nubes de polvo y grandes depósitos de basura tras de las cocinas de planta baja; guardias con rifles al brazo que protegen el entorno. Y moscas que zumban sin miedo a los rifles.
La cosa principal viviente en aquel campo: el hombre. Muchos de ellos paseando y vagabundeando entre los edificios, hacía tiempo ya establecidos sin haber perdido su aire de semipermanentes. Los habitantes de aquel campo tenían una marca de identificación que les hacía sencillamente criaturas anónimas. Sobre su espalda una gran C pintada de amarillo.
C, significando cerebral y amarilla como un flan.
C, significando cerebral; un enjambre de cerebros contra el vivir monocromático de la existencia.
Un grupo de C, empujando una carreta o rehusando subir a ella y conversando irritadamente.
—Es absurdo, Megrip; la metadona hidroclórica puede ser un poderoso analgésico, pero su uso sería imposible en aquellas circunstancias porque podría constituir una toxicomanía.
—Nunca me gustó esa palabra de analgésico...
—Incluso postulando una toxicomanía, yo diría...
Más C, limpiando letrinas, cuatro de ellos vestidos de un deslucido gris, hablando como siempre hablan los C, porque les gusta y se divierten hablando y parloteando de cualquier cosa.
Sin olvidar nunca que aquello era una expresión de felicidad, siguiendo el dictado del jefe de procreación, Kleis: a pesar de la apariencia de gran sufrimiento de un C, interiormente es feliz en tanto se le permita hablar libremente; el debate reemplaza las urgentes necesidades vitales, tales como la acción, la bebida y la procreación. Aquellos C conversando alegremente y con vivacidad en los retretes...
—Ahora, de lo que estamos siendo testigos es de los efectos de cualquier invasión bárbara, usualmente, el declive de casi todos los principios y de las causas que conquistó la raza humana para caer en la desesperación y hacia los extremos del vicio. Ésta no es la primera vez que Europa tiene que sufrir el mismo fenómeno, bien lo sabe Dios.
—Eso habría sido bastante factible, Jeffers, si ciertamente hubiera existido esa invasión.
Éste se expresaba inteligentemente, pero como a través de un sueño helado.
—Lo inteligente ha sido vencido por lo estúpido; ¿no es eso. acaso, una invasión?
—Yo diría más aún, se trata de una traición a sí mismo...
Y se oyen las voces y sonidos ahogados al unísono de veinte retretes y otras tantas voces de chiflados. La situación es analizada bastante astutamente; se equivocan en creer que el análisis es suficiente y siguen barriendo y fregando, contentos, en el agua gris que les llega a los tobillos...
El sol llega caprichosamente de nuevo. Penetra en una habitación húmeda y sucia donde hay tres hombres. Dos se muestran ansiosos ante la llegada del comandante del campo.
Otro es indiferente al universo que le rodea porque tiene suprimida la mitad del cerebro. Le llaman Adam X. Puede permanecer en pie, sentarse, echarse, comer y defecar cuando se le recuerda que lo haga; no tiene hábitos. Uno de los otros hombres, Morgern Grabowicz, cree que Adam X es libre, mientras que el tercero. Jon Winther. le considera como a un muerto.
Adam permanece allí mientras que los otros dos discuten respecto a él. A veces se produce un ligero cambio en su rostro con suaves sonrisas, expresiones de tristeza o extremadas muecas diversas, todo ello llegando y marchándose gradualmente, como si la parte de cerebro que le queda en el cráneo explorase tímidamente el territorio que pertenece a la otra que ha desaparecido. Las sonrisas no tienen nada que ver con la situación corriente, ni tampoco su tristeza; ambas son manifestaciones completamente debidas a su sistema nervioso.
La inteligencia principal que se halla tras el complejo sistema de operaciones que Adam ha sufrido es Grabowicz, frío y listo, el viejo Grabowicz. Winther se halla implicado en cada estadio de todo ello, pero es un subordinado. A lo largo de meses de delirios sin cuento, Adam ha estado donde ellos no han podido seguirle. Ahora, Adam está de nuevo fuera de la cama y Roban Trabann, el comandante del campo, está preparado para tomar interés en su mutilada existencia.
Grabowicz y Winther desean conversar con Adam, pero la conversación no es aún posible por carecer las palabras de significado para este último. Jon Winther lleva a la espalda también la C. Debería haber sido un proletario más que un cerebral, porque tiene entusiasmo, cordialidad. La ha conservado porque a veces ve a su familia, sólidamente proletaria. El otro hombre, el más viejo, es Morgern Grabowicz, llevado hasta allí de Estiria: duro, frío, astuto, y que debería llevar dos C en la espalda. Él fabricó a Adam X.
Adam X fue una vez un joven C. nacido Adam Zatrobik, hasta que Grabowicz comenzó a realizar operaciones en su cerebro, destruyéndolo poco a poco, una circunvalación hoy, otra después, todo un nódulo posteriormente... haciendo con el todo un trabajo de talla, como si de un mueble se tratase, hasta fabricar a Adam X.
Grabowicz mira ahora lejano e introvertido, como cualquier C cuando se halla irritado, en lugar de mostrar sus verdaderas emociones. Winther le habla en voz baja, también irritado. Sus voces están conectadas al comandante del campo porque los electricistas han instalado finalmente micrófonos de nuevo en el Bloque B. Hacía dos años que habían estado fuera de servicio, a despecho de la más alta prioridad en su atención. Hay demasiados aditamentos, chismes y artefactos en la desmañada máquina. Los dos C han observado trabajar a los electricistas, pero están indiferentes a cuanto puede ser oído.
Winther está hablando.
—Tú sabes por qué quiere vernos, Morgern. Trabann no es tonto. Va a pedirnos que hagamos más hombres como Adam X y no podemos hacerlo.
—Como bien dices, Jon, Trabann no es ningún tonto —replicó Grabowicz—. Y por tanto nos pedirá que hagamos más hombres como Adam X. Lo que se ha hecho una vez, puede volver a hacerse más veces.
—Pero nada le importa lo que pueda sucederle a cualquier C, ni a nadie en tal respecto. En tu corazón, tú sabes muy bien que lo que hemos hecho con Adam es cometer un asesinato ¡y no podemos volver a cometerlo!
—En tu propensión a ese tono melodramático, amigo, descuidas un par de puntos de pura lógica. Primero: a mí me importa tanto como a Trabann qué es lo que va a ser el destino de cualquier individuo puesto que creo que la raza humana es algo inútil y superfluo; no viene a rellenar ningún propósito ni a cumplirlo. Segundo: puesto que Adam vive, no puede haber sido asesinado dentro del término legal de esa definición. Tercero: digo que, como hemos hecho antes, si Trabann nos da facilidades podemos repetir fácilmente nuestro trabajo, y esta vez mejorando el prototipo. Y en cuarto lugar...
—Morgern, te lo suplico ¡no continúes! No vuelvas a caer en algo tan horrible como lo que hemos hecho con Adam. He sido tu amigo sólo porque creo que dentro de ti hay alguien que sufre como cualquiera de nosotros... ¡Tira por el suelo esa estúpida y extraña actitud! No queremos colaborar más en esta horrible experiencia, aun siendo los elegidos de Trabann, y sabemos... tú sabes bien que Adam representa nuestro fracaso, no nuestro éxito.
Grabowicz paseó de un lado a otro de la habitación. Cuando replicó su voz sonó rápida e inmediata.
—Tú mismo deberías haber sido un "prole" —le dijo a su amigo con aquella voz fría, carente de emoción y aun sin muestras de irritación—. Has perdido el espíritu científico o al menos deberías saber que es demasiado pronto para utilizar palabras emotivas, tales como "éxito" o "fracaso", en los experimentos que hemos llevado a cabo aquí. Un científico no es moralmente responsable del resultado de su trabajo, en la misma medida que un ingeniero tampoco lo es, porque dos coches choquen sobre el puente que ha construido. Respecto a tu afirmación sobre la amistad existente entre nosotros, eso puede estar solamente basado en el respeto mutuo que nos profesamos y en tu caso...
—¡No sientes nada! —exclamó Winther—. ¡Estás tan muerto como Adam X!
Escuchando aquella discusión, el comandante Trabann se interesa por oír a un C usando una verdadera acusación que es la misma que el Partido Proletario utiliza contra todos los C. Desde que el mundo de los C está segregado en campos de concentración, el resto del mundo se gobierna mucho más suavemente, o si se prefiere, va dejándose gobernar con más suavidad, y la terrible carrera ratonil, conocida tanto para los viejos comunistas como para los capitalistas en sus respectivos bloques como "progreso", ha dado paso a la verdadera grandeza democrática de la presente utopía estadística, donde no solamente todos los hombres, sino todas las inteligencias, son iguales.
Ahora es Grabowicz el que habla a Adam y le dice:
—¿Estás dispuesto a ir y encontrarte con el comandante, Adam?
—Estoy completamente dispuesto y espero la orden para hacerlo.
La voz de Adam es suave y ligera, casi femenina, pero con una ligera ronquera. Raramente mira a los hombres a quienes se dirige.
—¿Te encuentras bien esta mañana, Adam?
—Observará usted que me mantengo en pie. Es decir, acostumbrándome a mí mismo a encajarme en el entorpecimiento a que estoy sujeto. Por lo demás, no siento nada en mi cuerpo.
—¿Y no te duele la cabeza, Adam? —pregunta Winther.
—Por mi cabeza yo entiendo toda mi anatomía. No tengo ningún dolor de cabeza.
Winther se dirige a Grabowicz.
—¡Una ausencia de dolor de cabeza! ¡Lo dice como si pareciese una expresión de felicidad!
Ignorando a su ayudante, Grabowicz pregunta nuevamente a Adam:
—¿Has soñado algo la última noche. Adam?
—Tuve un sueño de unos cinco minutos de duración...
—Bien, continúa, hombre. Te dije antes y te tengo dicho el estar alerta para que del resultado de unas cuantas preguntas, pueda inferirse una cuestión principal.
—Recuerdo eso, Morgern —repuso Adam humildemente—, pero supuse que estábamos esperando la señal para dejar esta habitación e ir a la oficina del comandante. La respuesta a lo que yo juzgo implica su pregunta, es que he estado soñando con un banco.
—¡Ah, eso es interesante! ¿Ves. Jon? ¿Y cómo era ese banco?
—Tenía un soporte de acero a cada lado. Era perfectamente suave y sin ninguna marca ni señal. Creo que estaba sujeto a un suelo bruñido.
—Bien ¿y qué ocurrió?
—Lo soñé por cinco minutos.
—¿Y no te sentaste en el banco? —preguntó Winther.
—Yo no estaba presente en el sueño.
—Bien, pero ¿qué sucedió?
—No sucedió nada. Allí estaba el banco, sencillamente.
—¿Estás viendo. Jon? —dijo entonces Grabowicz—. ¡Incluso sus sueños son químicamente limpios! Hemos erradicado toda la vieja mugre del hipotálamo y de las zonas viscerales del cerebro. Dejando, pues, todo sentimiento de lado, podrás ver que nuestra próxima tarea a realizar es pedir a Trabann, y persuadirle, de que nos deje, digamos tres varones C y tres hembras. Todos sufrirán el mismo tratamiento que Adam y entonces les segregaremos, lo que requerirá desde luego mucha cooperación de Trabann y sus jefes, y dejarles que procreen y que tengan sus hijos libres de interferencias exteriores. El resultado será la aparición de una pandilla dominada por el intelecto puro.
—¡Pero serán incapaces de engendrar nada! —exclamó Winther con desagrado ante tal idea—. Al suprimir de Adam las vísceras cerebrales le desproveemos de su sistema nervioso autónomo. ¡No podrá hacer el amor, lo mismo que no podría volar!
En aquel momento, los guardias llegaron dando órdenes, soltando maldiciones y echando a los tres hombres fuera de su refugio conversacional para lanzarlos al mundo de la realidad.
Ruido de botas con clavos sobre el cemento parcheado. Sobre las distantes montañas, el sol brillaba declinando en su curso hacia la ciudad de Saint Praz, bajo el campo. El cielo aparecía casi totalmente azul. Adam X caminaba cuidadosamente entre ellos, mirando al suelo para mantener su equilibrio al dirigirse hacia la oficina.
Trabann hacía un buen comandante de campo. No solamente era espantosamente feo, tenía además ciertas pretensiones de "cerebral" y, por tanto, se sentía celoso en cierta forma de los dos mil C bajo sus órdenes, tratándoles de acuerdo con tal sentimiento.
Mientras que Grabowicz le estaba suministrando su informe, Trabann estaba sentado mirando a Adam X, con su enorme nariz de patata sobre las guías de su enorme bigote. Por supuesto, Trabann no podía llegar a ninguna decisión; todo debía pasar a sus superiores; pero hacía todo lo posible para parecer que las tomaba por su cuenta, estirándose dentro de sus pesadas ropas de uniforme de jefe de campo.
Mientras Winther aguardaba en pie, Grabowicz llevó todo el peso de la conversación, explicando toda clase de detalles respecto a sus complicadas intervenciones quirúrgicas, consultando de tanto en tanto sus notas. Trabann llegó a aburrirse, cesando de escucharle, puesto que todo aquello estaba grabado en un magnetófono por su secretaria. Se volvió más interesado cuando Grabowicz expuso la idea de crear más hombres y mujeres como Adam y tratar de mezclarlos para que procreasen entre ellos. Trabann entendía algo de la mezcla genética, o al menos un bosquejo de su mecánica científica.
Finalmente, Trabann examinó a Adam X, hablándole y haciéndole preguntas. Después apretó los labios y dijo a Grabowicz con lentitud:
—Lo que ha hecho usted, dicho con palabras corrientes y sencillas, es borrar de este hombre su subconsciente.
—Vamos, no me dé esa definición sin sentido tan anticuada de tipo freudiano. Quiero decir, señor, que la idea del subconsciente fue descartada ya hace un siglo. Cuando menos, lo ha sido en este Campo C.
Trabann consideró entonces que Grabowicz había merecido, una vez más, el ser sometido al tratamiento 835 o al 838 incluso. Despidió malhumoradamente a Grabowicz, que salió protestando, mientras que Jon Winther y Adam X fueron obligados a quedarse. Trabann consideró a Winther como un individuo útil para causar dificultades entre los C; tenía además características de proletario a despecho de sus hábitos típicamente cerebrales, como era el uso en su discurso de los tiempos pasado y pretérito de los verbos.
—Suponiendo que se mezclen entre sí esos niños puramente cerebrales, ¿serán cerebrales o proletarios? —preguntó el jefe a Winther.
—Ni una cosa ni otra —repuso Winther—. Serán una nueva raza, en el caso de que sean fértiles entre sí. Debo manifestar que tengo mis dudas al respecto.
—Pero si se mezclan —añadió Trabann—, ¿estarán de su parte?
—¿Quién puede decirlo? Está usted pensando cosas de aquí a veinte años fecha.
—Creo que está usted tratando de tenderme una trampa y ya sabe que semejante acción es considerada una traición. No es cosa de un prisionero el tender trampas a su comandante...
Winther se encogió de hombros.
—Usted sabe por qué soy un prisionero... porque las leyes son tan estúpidas que preferimos vulnerarlas que vivir bajo ellas, aunque eso suponga la prisión de por vida.
—Por semejantes palabras, distorsionando la realidad del mundo, sufrirá usted después una hora de D90. Está usted admitiendo libremente en mi cara que usted y los C irán a gobernar el mundo...
—¿Es preciso que vuelva eso otra vez?
Los guardias fueron avisados para administrar el D90 sobre la marcha a Winther. Antes de ser llevado afuera por la fuerza, Winther aseguró desafiante que los cerebrales eran más capaces de gobernar bien que los llamados "anti-intelectuales". Añadió, además, que los C soportaban mucho de cuanto estaban sufriendo por una especie de disciplina autoimpuesta, ya que estaban convencidos de que uno serviría para gobernar. Y así se enfrentó con la herejía peligrosa de los C, formulada primeramente en el capítulo 45 de la gran obra del gran maestro Keils. Y categóricamente afirmó además que el dominio yace a través de la servidumbre, como un "extremo terrorismo cerebral".
Cuando terminó el D90, Adam X recibió unas cuantas bofetadas en plena cara y los dos C fueron echados a patadas de la oficina para volver al campo.
* * *
Aquel día, Trabann trabajó largo y tendido sobre su informe. Oscuramente percibía una gran potencia desconocida. No comprendía qué es lo que Adam X podría hacer. Llegó a aburrirse con el esfuerzo de pensar en ello, sintiéndose infeliz porque sabía pensar, o al menos pensar en un propósito determinado, cosa incluida en la lista negra de las actividades del partido.
Pero dos noches después el comandante de Campo Trabann, se siente mucho más feliz. La milicia local le lleva un documento escrito por el C Jon Winther que dice a Trabann cosas que él cree que a sus superiores le gustará conocer. Le refiere determinados aspectos de las actividades y capacidades de Adam. Lo pasó a un memorándum expresando su repulsa por las actitudes cerebrales expresadas en el manuscrito. Y aquí sigue el manuscrito de Winther, que comienza al empezar Winther a recobrarse de la administración del D90 ya mencionado.
* * *
Se produjo un largo período en que me encontré entre la consciencia y la inconsciencia, sólo advertido de la parálisis de mi cuerpo. Inyectaron el extremo de una rápida bomba al vacío en una de mis arterias, extrayéndome toda la sangre del cuerpo, volviéndola a inyectar cuando me sentí en una completa pérdida de todo conocimiento. Lo que primeramente me llamó la atención fue el latido de mi corazón y el sonido de la jadeante respiración de Adam X muy cerca de mí.
Di la vuelta hasta colocarme boca abajo y le miré. Su nariz todavía le sangraba ligeramente, con sus facciones y ropas manchadas de sangre.
Cuando me vio mirarle, me dijo:
—No quiero vivir, Jon.
Yo no quiero odiarles, pero les odié al mirar a Adam: y odié a los de nuestra parte también, porque Adam podía considerarse como una colaboración entre ambos bandos.
—Límpiate la cara, Adam —le dije. Era incapaz incluso de pensar por sí mismo.
Permanecimos sumidos en el estupor de la indiferencia, hasta que un guardia llegó y nos dijo que era tiempo de largarse de allí. Temblando, me incorporé como pude y ayudé a Adam a incorporarse. Nos marchamos al exterior, sintiendo el cálido sol de la tarde darnos la bienvenida.
—El tiempo es tan corto y tan largo —dije.
Me sentía la cabeza ligera; pero incluso en aquella ocasión aquellas palabras sonaron a algo estúpido. Pero sintiendo la caricia del sol, sabía por mí mismo lo que es sentirse un organismo viviente dotado con una consciencia que no era a fin de cuentas más que un relámpago de eternidad, subjetivamente hablando.
Adam permanecía como una estatua de palo junto a mí y dijo sin cambiar de expresión:
—Tú ves la vida como el contraste entre la miseria y el placer, Jon, pero ésa no es la forma correcta en que debería interpretarse...
—Una regla bastante buena de enfocar la cuestión, tendría que haber pensado...
—Pensado y no pensado, es la única línea válida de comparación.
—Un poco a vista de pájaro, ¿verdad? Eso nos sitúa al mismo nivel de los proletarios.
—Exactamente.
—Mira. Adam —le dije súbitamente irritado—. déjame llevarte a mi casa. Me gustaría alejarte del ambiente que se respira en el campo y de esta fétida atmósfera. Mis hermanas pueden cuidarse de ti por unas horas. Conociendo a Trabann, creo que es una buena oportunidad para que la guardia nos deje atravesar la entrada.
—No me dejarán salir porque saben que soy un espécimen.
—Cuando Trabann no está seguro de lo que hacer le gusta un poco de acción.
Y cuando aprobó con un gesto de indiferencia, le tomé por un brazo y le conduje a las puertas de salida del campo. Siempre era toda una ordalía el dirigirse hacia aquellos guardias corpulentos, como perros guardianes, con su aire despectivo, tan anchos y desmesurados en sus uniformes y botas claveteadas y que permanecían como estatuas de granito con los rifles dispuestos al hombro. Sacamos y les mostramos nuestras tarjetas de identidad, que conservaron en su poder y se nos permitió pasar a través de la puerta corrediza entre las filas de vallas de alambre espinoso y hacia el mundo libre del exterior.
—Gozan con su exhibición de poder —dijo Adam—. Esas gentes tienen que expresar su desgracia utilizando cosas horribles como armas o uniformes mal confeccionados y con la totalidad de la concepción del campo, en general.
—Nosotros también somos desgraciados, pero no vemos que tales cosas sean necesarias.
—No, Jon, yo no soy desgraciado. Es que me siento vacío y no tengo deseos de vivir.
Y su conversación estuvo llena de tales conceptos, muy poco a propósito para charlar.
Seguimos andando por el camino a paso creciente, conforme se hacía más en declive entre los acantilados. Ante nosotros aparecieron las arruinadas espiras y techos de la ciudad. Yo sólo deseaba refugiarme en mi hogar, pero puesto que nunca encontré a Adam en tan comunicativa disposición de ánimo, sentí que tenía que tomar ventaja de la situación y descubrir qué podría hacer con ello.
—Esto no es el deseo de vivir, Adam —le dije—, es sólo la depresión postoperatoria. Cuando pase, te recobrarás de tus ánimos perdidos.
—Creo que no. No tengo ánimos. Morgern Grabowicz los ha arrancado de mi cerebro y de mi espíritu. Sólo puedo razonar, y sólo veo que no hay nada que valga la pena, sino la muerte.
—Yo la repudiaría con todo mi corazón. Por el contrario, mientras hay vida, la muerte se halla lejos. Incluso ahora, con todos mis miembros doloridos del castigo recibido, gozo con cada latido de mi corazón, con cada bocanada de aire que respiro, del efecto de la luz en esas casas, incluso del ruido de nuestras pisadas...
—Bien, Jon, creo que sólo respondes a los estímulos puramente vegetativos. —Y lo dijo con tal fuerza que a partir de entonces me mantuve callado.
La pequeña ciudad de Saint Praz se encuentra precisamente sobre el borde de un barranco, aunque el pequeño, pero brutal curso del río Quviv, que corta a la ciudad en dos partes, continúa arrastrando sus aguas violentas a lo largo de diez kilómetros por los amplios viñedos que se pierden de vista. El puente que salva el curso del río Quviv marca el comienzo de Saint Praz; cerca de él se encuentra la iglesia, de cúpula verdosa, de Saint Praz y la Agonía Romántica, y cerca de la iglesia, se halla la calle donde vive lo que queda de mi familia. Al subir la cuesta empedrada de la calle vi a mi hermana Bynca asomada a la ventana superior, hablando a alguien que se hallaba debajo. Entramos en la casa y Bynca corrió a recibirnos con alegres signos de bienvenida.
—Querido Jon... ¡Tienes la cara tan estropeada! —gritó con lágrimas en los ojos cuando estuvo cerca de mí con los brazos abiertos—. ¡Han debido hacerte sufrir de nuevo en el Campo! Te esconderemos aquí y nunca más volverás allá...
—Entonces vendrán y le pegarán fuego a la casa y os perseguirían como perros, a ti y a la pobre Anr, y a papá...
—Quizás así, si tuviéramos que escondernos en las montañas, nos pudiéramos ir lejos de aquí, a un país feliz, donde pudiéramos tener vacas y papá y tú criar ganado, sembrar la tierra y pescar atún en el mar...
—Y comenzarías a adelgazar, Bynca.
—Bah, estás celoso porque soy una chica de buen tipo y tú eres un carrizo.
Cuando le presenté a Adam, desapareció una parte de su abierta sonrisa. Ella le dio la bienvenida, un tanto confundida, y comenzó a prepararnos sendos vasos de té cuando llegó papá. Mi padre era un anciano delgadito, encorvado y lleno de arrugas, y olía a su agradable tabaco criado por él mismo y, al igual que mis hermanas, llevaba en su persona la expresión del sencillo aire de las gentes del campo, esas gentes que aceptan, con protesta, pero sin malicia, los azares de la vida. Es el regalo que la vida les da para compensarles de su falta de un alto coeficiente de inteligencia.
—Hace ya mucho tiempo que te vimos la última vez, hijo —me dijo—. Pensé que vendrías antes de que llegara el invierno. Las cosas no han mejorado en Saint Praz, puedo asegurártelo. Ya sabes que se estropeó la estación de energía eléctrica en julio y todavía no la han arreglado. Geri me lo ha dicho. Nos vamos pronto a la cama, en estas noches tan frías, para ahorrar combustible. Y es imposible poder comprar ni una vela en estos días, ni por amor ni por dinero.
—Vamos, papá, eso no tiene sentido. Anr nos trajo dos la semana pasada del mercado de Novok.
—Tal vez, hija mía; pero Novok está demasiado lejos.
Cuando llegó mi hermana Anr, la familia estuvo de nuevo completa. Tan completa como podía estarlo en la Tierra, ya que mi madre había muerto hacía una docena de años; mi hermana mayor, Myrtyr, también había muerto en una revuelta cuando yo era casi un chiquillo, y mis dos hermanos echaron a andar un día valle abajo, muchos años atrás, sin que se haya vuelto a oír una palabra de su suerte. Hay también otra hermana, Sraj; pero desde que se casó ha discutido con mi padre sobre la cuestión de la dote en varias ocasiones y ambas partes se encuentran desde hace tiempo en términos muy poco familiares.
Adam se sentó entre nosotros, tomando a sorbos su vaso de té, mirando al vacío y como ausente, sin prestar la menor atención a nuestro parloteo familiar. Tras un rato, mi padre sacó una vieja botella de aguardiente de ciruelas y nos puso en el café una buena dosis del licor casero.
—Desagradable costumbre —me dijo—; pero tal vez eso ponga un poco de vida en tu amigo, ¿eh, Jon? Usted es un hombre importante —dijo entonces el viejo dirigiéndose a Adam—. Importante y poderoso, según la idea que tengo de lo que es un cerebral, señor Adam; demasiado inteligente para molestarse con pobres gentes como nosotros.
—No se vuelva curioso respecto a mí, señor Winther —repuso Adam—. Yo soy diferente a los demás hombres.
—¿Eso es una bravata o una confesión? —preguntó Anr, y tanto ella como Bynca se pusieron a reír alegremente. Vi entonces a una vieja que al pasar por la calle, alumbrada por el sol, volvió la cabeza y nos sonrió al cruzar frente a la puerta. Mis mejillas se sonrojaron al sentir la hostilidad existente entre Adam y los demás.
—Adam ha sufrido una serie de dolorosas operaciones —dije, tratando de disculpar a ambas partes.
—No tendría usted oportunidad ninguna de recibir ayuda en un hospital cualquiera de Saint Praz, de ser un proletario —dijo mi padre.
Yo sabía que aquella advertencia de mi padre, era sólo el producto de la experiencia de su vida y una agudeza inteligente dentro de su mente sencilla, pero el cerebro de Adam no registraba sutileza alguna.
—Me he convertido en una nueva especie de hombre —afirmó de plano.
Vi cómo todos los rostros se volvían hacia Adam, un tanto perplejos y sin comprender muy bien las palabras de mi amigo. No hicieron preguntas. Cogido entre ambas partes, comprendí que no valdría la pena lanzarme a dar ninguna clase de explicación relativa a los cerebrales, ya que, como la mayor parte, sentía el mismo recíproco sentimiento de aversión hacia los proletarios. Ellos, a su vez, sospecharon que estaba tratando de lanzar una nueva fanfarronada, como otras muchas de las que solían oírse en Saint Praz.
—La maldición de la raza humana ha sido el tener sentimientos animales —dijo Adam de nuevo. Adam miraba fijamente a las vigas del techo, con su cara fría y sin expresión, un tanto ridícula de aspecto por su nariz enrojecida—. Hubo un tiempo —continuó—, hace dos o tres siglos, cuando parecía que el intelecto pudiese vencer al cuerpo y nuestras especies llegarían a ser algo de valor. Pero una procreación excesiva, mató semejante ilusión.
—¿Es usted... alguna especie de persona mejor que el resto de nosotros? —preguntó mi padre con cierta confusión.
—No, yo soy solamente una extravagante monstruosidad. No pertenezco a ninguna parte.
Un silencio total habría caído sobre la conversación, de no haber intervenido yo inmediatamente.
—Vamos, Adam, déjate de decir cosas así, eres muy bien venido a esta casa, de otra forma, no te hubiera traído.
—Bueno, y como de costumbre, estarán ustedes hambrientos, pobrecitos —dijo entonces mi hermana Bynca poniéndose en pie—. Esta noche daremos una pequeña fiesta. Anr, vete ahora mismo a ver si en casa de Herr Sudkinzin queda algo de la cerda que mató su hijo el lunes. Papá, si enciendes el fuego, estos dos pobres podrán darse un buen baño, que falta les hace. Creo que Jon huele bastante mal, como un marrano que haya estado revolcándose por el corral una semana entera.
—Creo que tienes razón, Bynca —le dije sonriendo—. Si eso es así me someto a esta cura casera tan agradable que quieres darme.
Con un gesto medio reverencial y medio despectivo, mi padre puso a un lado la hornilla eléctrica, inútil desde que la estación generadora había cesado de funcionar y en el centro del hogar dispuso una buena lumbre al viejo estilo. Mis hermanas comenzaron a moverse de un lado a otro. Yo me levanté de la mesa. Ellos me querían allí, pero ciertamente que parecía no existir ningún lugar apropiado para mi existencia. Mi único sitio estaba en el campo. Pensé, no con lástima hacia mí mismo, sino sinceramente, que allí estaba mi lugar, zarrapastroso, sí, pero donde tenía mis libros y mis cosas.
Por la sangre de Cristo, aquél era el lugar que mi especie había escogido casi hacía cien años. La gente corriente se había revuelto con frecuencia contra los ricos, pero los ricos no siempre se identificaban por su dinero, por lo que finalmente aquella ola de rabia y de odio se volvió contra los inteligentes. Se puede ser un intelectual, incluso viviendo entre la miseria y en las peores condiciones imaginables. Por esa razón, los intelectuales habían elegido el vivir en los campos de concentración, tras las vallas de alambre de púas, por su propia seguridad. Las cosas eran ahora mejor; porque éramos pocos y ellos infinitamente más, aunque la situación había vuelto a cambiar; la estancia allí había dejado de ser una cosa voluntaria, ya que habíamos perdido nuestro lugar en el mundo. Incluso habíamos perdido nuestra categoría en los campos. A través de aquella horrible oscuridad, peor que en la Edad Media, caída sobre Europa, nuestros monasterios cerebrales estaban gobernados sólo por la pistola y el látigo, y la flagelación de aquella nueva orden de monjes no era, como entonces, administrada por propia voluntad.
—Hay gente que viene a verte, hijo —dijo mi padre, escudriñando por los paneles de la ventana. Se dirigió en busca de su chaqueta sonriendo al mismo tiempo.
Ya no hubo tiempo de seguir pensando en nada. Al haber bajado Anr a la ciudad en busca del carnicero, avisó a todos sus amigos y los de la familia, avisándoles de que yo estaba en casa y que había llevado conmigo a un hombre extraño. Gradualmente fueron llegando todos aquellos amigos y curiosos, bebiendo a mi salud y haciendo que mi padre agotara sus pequeñas reservas de vino de la casa, mientras lanzaban miradas curiosas y perplejas sobre Adam, haciéndome muchas preguntas sobre lo que ocurría en el campo, tales como si era cierto que se había inventado un rayo especial para que mejoraran las cosechas y así sucesivamente.
Cuando me cansé de hablar con ellos, cosa que llegó pronto, comenzaron a charlar amigablemente unos con otros, cambiándose los chismorreos de Saint Praz y bebiendo vino. El carnicero vino con Anr y con su hijo, que traía a cuestas medio cerdo, desapareciendo en la cocina con mis hermanas para disponer la fiesta. El chicarrón, hijo del carnicero, procuró echarse también unos buenos tragos de vino al cuerpo. De vez en cuando, mis hermanas, con las mejillas sonrosadas, iban y venían a la habitación, repleta ya por entonces, con el humo de los fumadores y los rumores de las conversaciones, trayendo buenos trozos de carne con salsa que la gente se comía con gusto, riendo y haciendo más ruido aún. Nos comimos la carne con trozos de pan. a lo que siguió una taza de café solo, Después, los visitantes quisieron quedarse para vernos a mí y a Adam darnos el baño, pero entre bromas y astucias, entre el viejo y Anr procuraron quitárselos de encima. Les oímos reír y charlar mientras se alejaban por la calle.
—Deberías venir con más frecuencia a casa, hijo mío —dijo mi padre al cerrar la puerta tras el último invitado.
—A mí también me gustaría, padre —le respondí— si los vecinos no se dejaran venir encima para comérselo todo, cada vez que venga.
—Hablas como un condenado cerebral —dijo—. ¡Siempre pensando en el mañana! No quiero ofenderte, hijo, pero creo que desaparecerá toda la alegría en el mundo, si vosotros tenéis que gobernarlo algún día... La vida ya es bastante mala de por sí... Quisiera que tu madre estuviera viva y presente aquí, esta noche, hijo. El buen vino me hace sentirme joven y jaranero otra vez.
El viejo permaneció por allí en la habitación, mientras que mis hermanas trajeron la vieja bañera donde la familia se daba sus infrecuentes baños desde el día —hacía algunos años atrás— en que el gran depósito de agua de las colinas se había destrozado por unos temblores de tierra y los grifos de la bañera, en el cuarto de aseo, sólo dejaban correr un hilo de agua rojiza y llena de barro.
—¿Dónde se ha metido tu frágil amigo Adam? —preguntó Anr.
Por primera vez me di cuenta de que Adam no estaba allí presente. Su presencia había escapado a mi atención desde hacía largo rato y apenas pude darme cuenta al anunciarlo mi hermana. Su ausencia parecía no haberse sentido. Cansado como estaba, subí la escalera al piso de arriba llamándole y después salí al patio. Adam había desaparecido.
—Eh, déjale... a lo mejor se ha ido a ver la gente por esas calles —dijo mi padre—. Déjale que se dé un paseo.
—No está en condiciones de errar solo por ahí. Tengo que salir a buscarlo.
—Iré contigo —dijo mi hermana Bynca, echándose por encima su viejo abrigo de pieles que había pertenecido a mi madre. Anr hizo resaltar que perdíamos nuestro tiempo en tonto, pero Bynca vio lo preocupado que yo estaba y se apresuró a salir tras de mí.
—¿Qué cosa de importancia tiene ese hombre? ¿Acaso es que no puede cuidarse de sí mismo, como cualquier otro joven de su edad?
Traté de responder, pero el frío me cortó la respiración y me callé. Ya en la calle, las estrellas brillaban sobre el helado cielo de las primeras horas de la noche; el planeta Júpiter brillaba intensamente sobre la silueta de las montañas, tras nosotros y bajo nuestros pies se deslizaban chirriando los guijarros de las maltrechas calles de Saint Praz. El frío me puso un nudo en el pecho, que apenas si pude sacármelo de allí, tosiendo repetidas veces. Finalmente respondí a mi hermana:
—Sí, es importante... tiene un cerebro operado. Podría ser el comienzo de una nueva especie de hombres de cerebro puro, que puede cambiar el destino del mundo... o tal vez una especie sin significado que proporcione al régimen una raza de esclavos. Naturalmente, en uno u otro caso, se tiene interés en descubrir qué será el resultado.
—Me extraña que le dejen salir fuera, si es tan importante.
—Los conoces bien, Bynca. Nos tienen bien vigilados, hagamos lo que hagamos. Quieren saber cómo nos conducimos cuando estamos en libertad, especialmente a Adam. También yo estoy interesado en comprobarlo.
El ruido del río, discurriendo por su lecho pedregoso, nos fue acompañando calle abajo. Pensé que oía voces de alguien, aunque la calle estaba desierta en aquellos momentos. Al dar la vuelta por la iglesia, las voces se hicieron más audibles y claras y vimos un apretado número de personas de pie junto al puente.
Tal vez habría una docena, en su mayoría los invitados que habían estado en casa. Dos de ellos llevaban linternas manuales, una de ellas una espléndida linterna de pilas, cuyo dueño mantenía en alto. Aquel cono de luz proporcionaba a la escena un extraño entorno. Tan inesperada era la presencia de aquella gente allí reunida que, instintivamente, Bynca y yo nos detuvimos en seco en medio de la calle.
—¡Dulce Salvador! —exclamó Bynca.
Entonces vi la causa de su exclamación. De aquella pequeña muchedumbre, parte de la cual se volvió para mirarnos, sólo una persona aparecía indiferente a nuestra llegada. Aquella figura no parecía formar parte del resto. Aparecía con la espalda vuelta a medias a Bynca y a mí y con los brazos extendidos a nivel de los hombros para guardar el equilibrio, intentaba pasear por todo lo largo del estrecho parapeto que protegía el lado norte del puente.
Tan sorprendido me encontré a la vista de aquello, que tardé bastante en darme cuenta de que era Adam X el que pretendía hacer aquella locura, incluso a pesar de apreciar la C amarilla estampada en su espalda. El puente sobre el río Quviv se mantenía en pie desde hacía varios siglos, y no había sido reparado convenientemente desde la Monarquía Dual, hacía, cuando menos, dos siglos atrás. Los muros a la altura del pecho que protegían ambas partes del puente a uno y otro lado, estaban arruinados por la erosión, el desgaste y la acción de los elementos. Pero era preciso ser un golfillo muy atrevido, con los pies descalzos y a plena luz del día, para intentar semejante disparate, subiéndose a aquel parapeto y olvidarse del precipicio que caía a plomo sobre las rocas del fondo. Y entonces Adam, sujeto sin duda al mareo que podía llegarle de un momento a otro, lo estaba atravesando simplemente a la luz de una linterna.
Eché a correr en su dirección y le grité:
—¡Quién le ha puesto ahí! ¡Quítenlo pronto! ¡Ese hombre está enfermo!
Una mano se plantó en mitad de mi pecho. Me encaré entonces con el hijo del carnicero, Yari Sudkinzin. Le había visto antes, en casa, contribuyendo a consumir buena parte del vino de mi padre.
—¡Apártate, C del diablo! —me gritó—. Tu amigo está ahí precisamente para demostrar de lo que es capaz de hacer.
—Si lo habéis puesto en el parapeto, debíais bajarlo inmediatamente. Va a resbalarse a una muerte segura en cualquier instante...
—Insistió en hacerlo, amigo. Dijo que era capaz de ser como el mejor de nosotros. Será mejor que te sientes y lo veas, si sabes qué es lo que mejor te conviene.
Mientras hablaba así, las mujeres se agruparon a nuestro alrededor, diciéndole vivamente:
—Le dijimos que estaba loco, pero se empeñó en hacerlo y saltó ahí como un gamo...
Apartándome de entre la gente, me dirigí hacia Adam, cuidadosamente, de forma que no pudiera asustarle. Sus zapatos rotos raspeaban contra las piedras desgastadas a la altura de mi pecho. Se movía con lentitud, a pasos cortos, uno tras otro. Seguramente que sería hombre muerto de cruzar el pretil del puente, si es que lo cruzaba. Estaba llegando hasta la primera rotonda de las que existían para comodidad de los peatones. El contornear el pretil en aquellos espacios curvos hacían mucho más difícil su propósito y mucho más peligroso. Bajo nosotros, el Quviv rugía sin cesar con un ruido monótono y ensordecedor.
—Baja de ahí, Adam —le dije—. Soy Jon Winther. ¡Déjame que te ayude a bajar!
—Les mostraré a esa gente lo que un superhombre puede hacer.
—Adam... ya es hora de que te acuestes en una cama caliente, junto al fuego, en casa. Dame una mano.
Por toda respuesta, me dio un puntapié. Su zapato me golpeó bastante fuerte en plena mejilla. Perdió totalmente el equilibrio y cayó hasta echárseme encima. Le agarré por un pie, pero su cuerpo dio la vuelta. El trozo de pantalón que tenía fuertemente agarrado se rajó como una hoja de papel y me sentí arrastrado contra el parapeto, con los codos apoyados en aquella piedra gastada y rugosa que me comía la carne. Sentí el peso de su cuerpo tirar de mí por unos instantes y su cuerpo desapareció sobre el muro. ¡No se oyó el menor sonido!
Durante un momento de angustia pensé que yo iba también a ser arrastrado con él. El rugido del Quviv sobre las rocas sonaba horriblemente alto. Sin pensarlo, le solté... tal vez por miedo, tal vez a causa del dolor de mis brazos, o quizás por algún sentimiento oculto y profundo de destrucción que había emergido de lo más íntimo de mi ser en un segundo. Me solté de él y habría caído hacia una muerte segura de no haberle echado una mano, en el último instante, dos de los hombres allí presentes, que le cogieron en el preciso momento en que yo le soltaba.
Jadeando y soltando maldiciones, tiraron de Adam hacia arriba sobre el pretil del puente y le sentaron como a un saco de patatas sobre el banco del pretil. Tenía la nariz sangrando; por lo demás parecía que no hubiera sufrido ningún otro daño. Pero no dijo una palabra.
—¡Vaya, eso es todo lo que has hecho! —me chilló el hijo del carnicero—. Ha estado a punto de matarse, gracias a ti...
—Yo sacaría una moraleja menos confortante para ti —le dije—. ¿Por qué no te largas a tu casa?
Al final se fueron todos, dejándonos a Bynca y a mí volver con Adam y dos de los que le rescataron, que fueron ayudando a Adam calle arriba hacia mi casa. En la forma en que las noticias se extienden por nuestros pueblos, varias personas tenían ya luces encendidas en las ventanas, escudriñando desde ellas y en las puertas para ver lo que estaba ocurriendo. A lo largo del camino oí a la milicia preguntar qué era lo que sucedía y esperé que fuera al hijo del carnicero. Nos dimos la mayor prisa que pudimos para regresar a mi casa.
Mi padre y Anr tuvieron que molestarse bastante al llegar. Yo tuve que acurrucarme junto al fuego de la chimenea, mientras que todos los detalles de lo sucedido fueron contestados por Bynca. Tras un buen rato, Adam, que se había lavado la cara en una palangana, llegó y se sentó junto a mí al fuego del hogar.
—Existe mucha menos irracionalidad allá en el campo —dijo—. Volvamos allá, Jon. Al menos comprendemos que nos pegan porque nos odian.
—Adam tienes que decirme —Grabowicz querrá saberlo— por qué se te ocurrió esa loca idea del puente. El aceptarlo como una estúpida travesura, es algo propio de un chiquillo, pero el mostrar semejante falta de temor, es inhumano. ¿Quién eres, cómo te analizas a ti mismo?
Adam produjo un extraño ruido semejante a una carcajada.
—Nadie puede comprenderme. Ni yo mismo puedo entenderlo, hasta que haya más como yo.
—No puedo ya trabajar más en esas operaciones cerebrales —le dije.
—Pero Grabowicz quiere, y puede. Has llegado demasiado tarde con esos escrúpulos, Jon; ya existe una nueva fuerza en el mundo...
Tras lo que había visto en el puente, sentí que podría muy bien tener razón. Pero ¿una nueva fuerza para el bien o para el mal? ¿De qué forma llegaría tal cambio? ¿Cómo sería aquello? Cerré los ojos y vi claramente la clase de mundo que Grabowicz y yo, con la forzada cooperación de los jefes proletarios, podríamos tener ya creada. Con más mujeres y hombres como Adam, con sus cerebros operados y sus vísceras trastornadas, surgirían criaturas totalmente desprovistas de emociones humanas, cuyas motivaciones ulteriores serían algo inescrutable para el resto del genero humano, los que gobernasen nuestro mundo, les encontrarían útiles al principio, y para ellos habría un lugar. Siendo instrumentos de poder, serían astutamente utilizados en su propio beneficio. Era un proceso del que la Historia había sido frecuente testigo.
Di la vuelta y miré a Adam. Parecía ya hallarse dormido. Tal vez soñase con sueños estériles, sin incidentes, sin cuerpo, sin emociones. Desesperado, yo también intenté cerrar mi mente a ningún otro pensamiento. Mientras continuaba con los ojos cerrados, mi anciano padre, creyéndome dormido, se inclinó para besarme en la frente, antes de sentarse también junto al fuego para dormir al calor del hogar.
—Mañana tengo que volver al campo, padre... —murmuré.
* * *
Pero en la mañana —esta mañana— mi padre y mis hermanas me convencieron a fuerza de insistir para que me quedara hasta el mediodía y compartiésemos con ellos su frugal comida y marcharnos después a la caída de la tarde.
Ahora estoy sentado en la habitación de arriba, donde duermen Bynca y Anr, y donde me acaricia el primer sol que aparece por entre las montañas, intentando escribir este relato. Siento que va a ocurrir algo espantoso y de que nos hallamos en uno de esos puntos cruciales de la historia de este mundo. Un registro secreto de esta situación puede ser útil para aquellos que vengan tras nosotros.
Adam está sentado en las escaleras, abajo, y silencioso. Es extraño que un hombre débil...
¡La milicia sube la escalera! Les oigo dar voces preguntando por Adam y por mí. Ni que decir tiene que ha debido llegar hasta ellos lo sucedido en la pasada noche. Mi querida Bynca les sale al encuentro, con sus fuertes brazos arremangados, dándome tiempo a escapar. Pero es preciso que vuelva con ellos, al campo. Tal vez si matara a Grabowicz...
Este manuscrito irá a quedarse escondido bajo las losas del suelo de la habitación de mi hermana, a lo que llamábamos en casa el "baúl de Bynca" cuando éramos chiquillos, hace ya tanto tiempo. Nunca lo encontrarán allí, o si lo encuentran será sobre su cuerpo muerto.
LUNA DE MIEL AZAROSA - Joseph Green y James Webbert
ETEORITO de Haggard: el origen de este nombre se pierde en la oscuridad del tiempo, pero su importancia para la raza humana jamás será olvidada. Registrado primero en el planeta Canopus 37, en agosto del año 2024 del tiempo terrestre, este meteorito fue durante todo un período de treinta años, virtualmente todo el suministro de las necesidades de uranio precisadas por la Tierra. La búsqueda de los Cien Años por el control de la fusión del hidrógeno, el más sorprendente misterio de todo aquel tiempo, terminó con el éxito precisamente poco antes de que la mina de Haggard proporcionase tan valioso mineral. Es interesante especular, si el hallazgo oportuno de esta gran mina de uranio hizo posible el viaje interestelar, o si la aventura del hombre en el espacio pudo haber fracasado al principio por falta del único combustible conocido en la época, capaz de suministrar energía suficiente a las grandes astronaves.
Se encontrará una interesante nota de la operación minera del Servicio del Espacio en la sección que trata de los nuevos trastornos y enfermedades hallados en otros mundos.
(Historia de la exploración galáctica)
Llegó a pie a lo largo del camino abierto en la jungla con los últimos rayos de la luz del atardecer. Era un hombretón alto y fuerte, con los hombros ligeramente caídos por la fatiga. Valle, haciendo punto, esperó hasta que el hombre llegara a la entrada del pequeño jardín y se dejó caer desmayadamente en una silla de bambú. Extendió ante sí el trabajo manual que estaba haciendo, para admirar el efecto final, y se echó hacia atrás para verlo mejor.
—¿Es ésa la forma que tienes de dar la bienvenida a un marido que vuelve cansado al hogar, tras un duro día de trabajo? —preguntó Carter Mason pretendiendo hallarse enfurruñado.
Su joven esposa, de seis semanas de casada, estudió la obra que había estado haciendo un momento más y después se volvió hacia él, extendiendo los brazos en un gesto dramático, y recitó:
Si debo encontrarte tras largos años, ¿Cómo debo saludarte? Con silencio y lágrimas...
Se aproximó a la silla de bambú, cogió una de las manos de la joven y la atrajo hacia sí, riendo y se sentó teniéndola sobre sus rodillas.
—Sólo he estado fuera desde esta mañana, señora Mason. Ahora, bésame y ve diciéndome qué hay para cenar, en ese orden.
—Pero me han parecido años —repuso ella, luchando para ponerse en pie. Él la dejó, no queriendo imponerle su gran fuerza física. Ella encontró otra posición más confortable en sus piernas y entonces le besó con amor y largamente.
—Bien, querido, ¿qué tal ha ido hoy la cosa? —preguntó Valle cuando hubo retirado los labios de los de su marido.
—No mal del todo. Yo he recogido un trozo que pesaba cerca de cuarenta kilogramos. Sorenhirst encontró otros dos que pesaban, juntos, casi cincuenta kilos.
—¿Uranio puro, como de costumbre?
—Completamente puro. No se encuentra otra cosa allí.
Valle se levantó de las piernas de su marido, apareciendo como una chica esbelta, femenina y de poca altura, más bien menudita, de cabellos oscuros, ojos negros y una piel de color de oliva.
—La cena está ya en la mesa, y a las ocho hay una película en el Centro. ¿Qué te parece la idea?
—Pues claro que sí —convino automáticamente, aunque lo cierto es que le hubiera gustado quedarse en casa y acostarse temprano. Diez horas de duro trabajo en aquel planeta, con una atmósfera pobre de oxígeno, era suficiente actividad para una jornada diaria.
La casita de campo de tres habitaciones, asentada en el corazón del bosque, tenía un agradable aspecto y en el interior se respiraba un ambiente fresco y agradable. Carter encendió el dispositivo para repeler los insectos, al entrar al interior, y el resplandor eléctrico, llenó el jardín. La electricidad era el único lujo que podían permitirse aquellas casitas de campo y como quiera que estaban construidas de tablas de madera y bambú, los bichos de toda especie podían comerse literalmente a cualquiera que se quedase durmiendo, de no espantarlos a tiempo. Canopus 37 o McKeever, como era más popularmente conocido, era un mundo tropical con un clima similar al de la Tierra en su zona ecuatorial y en las tres cuartas partes de toda su superficie. La temperatura no cambiaba más allá de diez grados a lo largo de su año astronómico.
El sirviente Rilli que tenían asignado, y a quien llamaban Jake, permaneció de pie esperando, a la cabeza de la pequeña y rústica mesa del comedor, con su habitual expresión en blanco.
Los nativos de McKeever eran criaturas de tipo humanoide, de menos de un metro de estatura, anchos hombros y cuerpos macizos recubiertos con una delgada piel peluda de color marrón o negra. Sus cabezas, sin orejas, eran redondas como bolas de queso y aparentemente de sólido hueso, a juzgar por su percepción. Cuando comenzó el proyecto McKeever se hizo un esfuerzo para entrenarles en los trabajos de la mina, pero tuvo que ser abandonado, tras varios meses de inútil empeño. Los Rilli, permanecían como ausentes y perdidos en un mundo de sueños que a ellos sólo perteneciera, y la inteligencia, signo característico de aquella raza, que la mostraban a su gusto, era raramente usada.
Sus comidas consistían en frutas y nueces, que crecían localmente en gran abundancia, suplementadas con algún plato de carne procedente de la cocina del Centro. Carter comió con la voracidad del hombre que tiene que consumir vastas cantidades de combustible para ser transformadas en energía.
Valle le suministraba más y más comida; pero ella sólo hizo una cena frugal.
Se dio una ducha tras la cena, con agua a la temperatura de la habitación y procedente de una gran vasija situada en el techo de la casita, y cuando estuvo vestido, Jake ya había acabado su faena y Valle, a su vez, también se había vestido y estaba esperándole. Tiró al suelo un ruidoso insecto que tenía en uno de los bolsillos y se encaminaron al Centro.
McKeever recibía poca luz de las estrellas, pero tenía en cambio tres brillantes lunas, de las cuales dos, al menos, siempre permanecían iluminando el cielo nocturno del planeta. Los Rilli se cuidaban de tener limpios los senderos que conducían al Centro, de matojos y estorbos y de los numerosos carnívoros existentes, aunque eran ciertamente pequeños y poco peligrosos para los humanos residentes en el planeta.
Fue un agradable paseo de medio kilómetro hacia el Centro y la pareja fue recorriéndolo tranquilamente, cogidos del brazo, como dos recién casados en su luna de miel, gozando del encanto de la noche.
Carter Mason inclinó los ojos hacia el brillante y bello rostro de su esposa, bañado por la luz de la luna, sintiendo el movimiento suave de su cintura y pensando en cuánto duraría aquello y en el porvenir...
El hombretón rubio con el pelo cortado a cepillo, rebuscó entre sus recuerdos mientras paseaba con su joven esposa y poco antes de emerger a la zona abierta en donde surgía el Centro, recordó una poesía favorita. Con voz suave la recitó:
"Ella va inmersa en la belleza, como la noche de climas sin nubes, de cielos estrellados, y todo lo mejor de la oscuridad y la luz se encuentra en su aspecto y en sus ojos."
Valle sonrió, encantada.
—Pensé que yo era el mal espíritu del poeta del siglo XIX. Citas a Byron como un profesor, querido.
—La única cosa que he retenido de memoria —dijo, haciendo una mueca. A poco ya estaban dentro del espacio abierto, saludando a las otras parejas que convergían al Centro, brillantemente iluminado.
Había presentes veintiuna parejas, la mitad de la población humana del planeta. Cada una de aquellas personas se hallaba entre los veinticinco y treinta y cinco años de edad. Cada pareja se había casado el día antes de abandonar la Tierra y nadie permanecía allí por más de cinco meses y medio, tiempo terrestre. En dos meses, la nave bimensual procedente de la Tierra caería en órbita sobre la Base, trayendo con ella catorce parejas más, llevándose otras catorce familias y cinco mil kilos de uranio puro, de los cuales, unos mil, apenas eran utilizados para el viaje de regreso. La Operación McKeever rendía poco más de dos a uno en la producción de uranio y el factor que mantenía aquel porcentaje tan bajo, se debía al peso de los veintiocho cuerpos humanos y los sistemas de soporte para mantenerlos vivos, que obligaba a viajes en ambos sentidos. Ninguna persona permanecía en McKeever por más de seis meses, en ningún caso, del tiempo de la Tierra.
Encontraron unos asientos toscos en forma de bancos de madera que los Rilli habían hecho para la habitación principal de recreo y se sentaron para disfrutar de la película que iban a proyectar. Una pareja ya vieja en el planeta, Adam y Joy Parkins, que saldrían en el próximo viaje de retorno a la Tierra, tomaban asiento junto a ellos, y a su derecha. Carter se dio cuenta antes de que las luces se apagaran, que Adam se inclinaba hacia adelante, tenso, y Joy le observaba con una conturbada expresión en su rostro de facciones agudas.
La película era una dramática historia de amor, una que algún burócrata de la Tierra consideró como la más apropiada para un grupo de recién casados aislados en un planeta extraño. El argumento consistía en dos recién casados raptados por un psicópata que odiaba a las mujeres, continuando su trama hacia un fin dramático. En el clímax de la película, cuando el psicópata se iba aproximando a la joven aterrorizada blandiendo un brillante cuchillo, mientras que su joven marido yacía por tierra, atado e indefenso, Carter sintió cómo Adam, moviéndose nervioso de su lado, con un súbito ataque de nervios, se ponía en pie y gritaba aterrado, inmerso en la ilusión creada por la pantalla. Las luces se encendieron instantáneamente, y Adam apareció de pie, mirando de un lado a otro, perplejo y con la cara todavía pálida por el terror. Después se cubrió el rostro con las manos y se dejó caer en el banco de madera junto a su mujer. Joy se apresuró a consolar a su marido con aire preocupado y compungido.
El coronel Simpson, oficial de la más alta graduación, y ya con tres meses de permanencia en McKeever, salió en el acto de la cabina de proyección, donde su linda esposa actuaba como operadora, haciéndole señales a Carter para que le dejase libre el asiento. El pequeño grupo se miró con incertidumbre durante unos instantes y mientras Simpson se sentaba y charlaba con Adam y Joy, comenzó a abandonar lentamente el local, con todo el interés perdido ya en la película. La voz del coronel les detuvo.
—Por favor, ruego la atención de todos. Adam Parkinson será llevado inmediatamente a la enfermería y Joy será su enfermera. Será relevado de toda obligación hasta que retorne la nave. El resto de ustedes pueden presentarse al trabajo por la mañana, como de costumbre. Eso es todo. Gracias.
Se produjo un excitado murmullo de especulaciones conforme el grupo se disolvió en pequeños corros; pero Carter ignoró la situación y condujo a Valle fuera de la zona rápidamente. Había escuchado lo suficiente de la conversación de Simpson para perder el tiempo en el cuchicheo general. Y creyó, además, haber captado el misterio que rodeaba lo que era una luna de miel en Haggard.
Valle no hizo preguntas hasta hallarse en el sendero privado que conducía a su casita campestre, pero entonces, en lugar de ponerse a discutir lo sucedido, empujó con cariño pero vigorosamente a su esposa ayudándola a caminar más de prisa. El aire de McKeever tenía un dieciséis por ciento de oxígeno, pero incluso tras haber aprendido la técnica de la respiración profunda, para acondicionarse debidamente, no compensaba cualquier gasto extra que se hiciese con la respiración.
—Simpson le estaba preguntando a Adam cómo ha dormido últimamente y si ha tenido pesadillas —dijo el hombretón con calma—. La respuesta ha sido que apenas si puede dormir en absoluto, y que de hacerlo a retazos, los sueños que ha tenido son tan malos que casi están volviéndole loco. Joy ha confirmado que Adam no descansa desde hace casi un mes y que ha sufrido terribles pesadillas de las que ha tenido que despertarle en medio de la noche, gritando. Ésta es la primera vez que le ha ocurrido estando despierto. He oído a Simpson decir algo respecto a que ésa es la última señal.
—¿La última señal? ¿La señal de qué?
—La razón de por qué nadie permanece aquí por más de seis meses, obviamente. Aparentemente, los hombres, en McKeever, son peculiarmente susceptibles de trastornos mentales y tras seis meses pueden llegar a un peligroso estado de demencia. Al menos eso es lo que he sacado a relucir de cuanto decía el coronel a Adam y a Joy. También ha dicho que raramente afectan a las mujeres y que Adam debería marcharse de aquí inmediatamente y volver a la Tierra.
—¿Trastornos mentales? Yo creía que la fecha del viaje en seis meses, estaba condicionada a este aire tan fino y al duro trabajo de la mina de uranio y cosas así. ¿De dónde puede proceder esa influencia para trastornos mentales?
—Todos creemos tener una idea vaga de lo que sucede, pero nadie lo expresa en voz alta. Y a ninguno se le ha explicado el por qué sólo aceptan hombres casados para este trabajo, ni el por qué de venir sólo estando recién casados. Especialmente, a nadie se le ha explicado por qué los estudiantes que salen con sus estudios terminados tienen que comenzar con una comisión con el grado de un capitán del Servicio del Espacio...
—¿Supones que todo eso se encuentra íntimamente ligado? De ser así, ¿por que no ha explicado alguien la verdad y por que te enviaron aquí sin estar preparado?
—No lo sé, pero mañana voy a descubrirlo, o al menos a intentarlo.
Cuando se presentó en el Centro a la mañana siguiente, Simpson le estaba esperando.
—Carter, usted ocupará la plaza del Mayor Parkinson en la administración y comenzará mañana su cometido. Venga conmigo en su vuelta a casa para resumir las instrucciones.
Carter saltó a un pequeño vehículo terrestre, el único de la Base, atónito por lo que acababa de escuchar de labios del coronel. La estructura de la organización de la Base era muy sencilla. Había un coronel, como Comité de Organización y mando, tres mayores y el resto, capitanes. Todos los hombres de la Base trabajaban, excepto la Comisión Organizadora; uno de los mayores al frente de los turnos de trabajo de la mina y el tercero en la administración, que consistía principalmente en supervisar el trabajo realizado por los Rilli y el propio de las esposas de los hombres de la Base.
Los otros capitanes jóvenes del turno de día le dieron amistosos golpes en la espalda felicitándole por su nombramiento conforme fueron saliendo de la mina de uranio. El mayor Parkinson tenía lo que era considerado el mejor trabajo de la Base. No efectuaba en realidad trabajo físico, estando en constante contacto con todas aquellas lindas esposas jóvenes. Carter tomó aquellas felicitaciones con su buen carácter y sonrió afablemente a sus amigos y compañeros, pero se alegró de encontrarse en la Casa de Cambio y pudo ponerse de nuevo sus ropas corrientes.
La Casa de Cambio, como se la llamaba, era un gran edificio, fabricado de cemento local mezclado, erigido al borde de un pequeño y redondo lago que era en sí la mina de Haggard. Las paredes estaban hechas a prueba de radiaciones en su enorme masividad y dispositivo especial. Una gran habitación se abría hacia el lago y desde allí una amplia rampa conducía hacia abajo en un ángulo recto y hacia el interior de sus rojas aguas. Los tres tanques oruga sumergibles a prueba de radiaciones igualmente, iban provistos de grandes palas excavadoras y un compartimiento de carga en la trasera, permaneciendo al borde del agua cuando se les dejaba en el turno de la noche, la hora de llegada.
En la habitación exterior, Carter y el resto del personal de día se recubrían primero con ropajes suaves y ligeros y después con el pesado y poco estético indumento de trabajo en aquel terrible uniforme acorazado para el trabajo en el uranio. Estaba hecho de ocho capas alternativas de seda y plomo en hojas formando un todo, con un pequeño tanque de aire sujeto a la espalda y unas gafas polarizadas de visión de tres pulgadas de espesor.
Carter y su compañero, Buckley. atravesaron la puerta donde se leía en grandes caracteres en rojo:
¡¡PELIGRO: RADIACIÓN!!
y se dirigieron hacia los tanques oruga. Ocuparon el suyo, haciendo la inspección usual del exterior de la máquina y después Buckley ocupó el asiento de cooperador, activando el panel de mandos. Comprobó los controles cuidadosamente y después accionó la bomba y conectó la energía que impulsaba a la máquina hacia adelante. Aquellos tanques oruga sumergibles estaban accionados por la energía procedente de un pequeño reactor enfriado por nak, una solución de sodio-potasio que circulaba a través de una envoltura exterior del reactor y pasaba después a través de un convertidor de calor en sentido opuesto al ciclo. El vapor generado por el convertidor servía a su vez para accionar la turbina. Era el sistema más sencillo posible que cualquiera hubiera podido diseñar donde el uranio era el único combustible a mano, si bien absolutamente ineficiente comparado a los gigantescos devoradores de átomos que suministraban la energía de las naves estelares.
Cuando la turbina alcanzó la velocidad operativa. Buckley la puso en marcha, conectando la energía a la maquinaria del tanque oruga sumergible y a los remolques, hacia adelante. Bajaron la rampa y se hundieron en aquellas rojas aguas sintiendo el ya familiar efecto de medio flotar en ellas. Buckley encendió las luces exteriores, al sentirse bajo el agua, rodeados por un velo rojo a su alrededor.
El cráter del meteorito Haggard se había creado cuando el cuerpo celeste, errabundo, chocó con el planeta McKeever hacía miles de años atrás, y tenía medio kilómetro de anchura por unos sesenta metros de profundidad; circular en su perfil y ocupado con las únicas aguas rojas existentes en todo el planeta. El fondo del cráter estaba cubierto por un sedimento acumulado por el paso de los siglos, plano en ciertos sitios y abultado en otros, con las más singulares formas. Los tanques oruga sumergibles iban removiéndolo lenta y sistemáticamente en toda su extensión y llevando su contenido a la Casa de Cambio, donde era tratado para obtener el uranio puro y devuelto en una gran proporción al lago nuevamente, en forma de barro. Aquel enorme yacimiento estaba siendo desde hacía ya tiempo, prácticamente, el suministro de toda la flota del Servicio del Espacio.
Buckley siguió las trazas del turno de noche, por el lecho de la zona de trabajo; un enorme montón rojizo cerca del centro, donde el yacimiento había sido bueno, maniobrando el tanque para operar eficientemente con él. Carter, actuando como copiloto por el momento, vigilaba los diales sobre el panel de control. Buckley siguió hacia adelante a toda velocidad y cuando llegó el momento las enormes palas se clavaron en el terreno profundamente arrancando sus cargas que levantaban rápidamente hacia arriba para depositarlas en el depósito, con un movimiento de vaivén que hacían estremecerse al tanque excavador de delante a atrás, según los movimientos de los potentes brazos de la máquina. Una vez llenos los recipientes y con la última pala cargada y suspendida, Buckley se dirigió hacia la salida y el comienzo de la rampa. Rompieron el nivel y continuaron rampa arriba. Una tonelada de agua, barro, limo y suciedad, chorreó del equipo cayendo nuevamente hacia el lago.
En el interior de la factoría, otros hombres, trabajando con las manos protegidas de las radiaciones mortíferas del uranio sólo con el espesor de sus guantes, escogían las partículas del mineral y procedían a su lavado y cribado. Los trozos y partículas así obtenidos eran llevados al espectroscopio y comprobados cuidadosamente, mientras que los efluvios del barro y limo eran largamente lavados en un amplio espacio que descendía suavemente fuera del macizo edificio y por un conducto que llegaba hasta el extremo más lejano del lago.
La gran bomba que hacía posible el funcionamiento de la maquinaria de la Casa de Cambio, el generador de energía atómica que proporcionaba energía eléctrica a todo el establecimiento terrestre de McKeever, los tres tanques oruga sumergibles y el pequeño vehículo de superficie, eran los únicos útiles pesados manufacturados en el planeta, lejos de la Tierra. El Centro, sus casitas de campo y los alimentos habían sido obtenidos y mantenidos por el propio planeta y sus recursos naturales. Cada kilo ahorrado de peso, era un kilo reservado a la carga de uranio. El Servicio, incluso prefería a hombres de poco peso, siempre que reunieran las cualidades precisas para aquella empresa. Hombres de gran talla y peso, corno Carter, eran raros en McKeever.
A mediodía se tomaron un corto respiro para comer y después cambiaron de puesto y continuaron el trabajo en aquella faena sin fin de minería bajo el lago. Cuando, finalmente, acabó el día, entraba en servicio el turno de la noche y quedaron libres para volver a casa.
McKeever tenía una duración de 22 horas en la rotación de su eje constituyendo así su "día" natural y los hombres trabajaban en turnos de diez horas, dos por día. Las dos horas restantes se dedicaban a pequeñas reparaciones del equipo, limpieza y la conservación de la seguridad de la instalación, que era constante y cuidadosamente comprobada. Cada hombre disponía de dos horas de tiempo libre cada semana. Habían asignado arbitrariamente aquel nombre de "semana" a cada período de siete días naturales del planeta. Las estaciones apenas si cambiaban la temperatura ambiente y trabajaban seis días de cada siete.
Carter estaba cansado como un perro, cuando se sacó el pesado y horrible equipo de trabajo y se presentó al coronel Simpson en la pequeña habitación, que él llamaba oficina. Billie, la bonita esposa del coronel, que actuaba como secretaria del comandante del establecimiento humano en el planeta, le acercó una silla.
—¿Ha habido suerte hoy?
—No mucha. Unos cuantos trozos.
—Es una lástima. Bien, descanse un momento y mientras llamaré a Bert. Creo que está en la cocina.
Se marchó y antes de dos minutos estaba de vuelta con su marido en una animada discusión respecto al trabajo de la cocina. Como esposa del comandante, Billie no tenía nombramiento específico, aunque de forma no oficial servía de enlace entre el trabajo de las mujeres y el mayor de la administración.
Se apreciaban en el rostro de Simpson las huellas de un profundo cansancio y preocupación cuando llegó y tomó asiento en su silla tras la pequeña mesa de despacho. Puso los codos sobre la mesa y en ellos apoyó la cabeza que se cubrió con las manos. Se produjo un silencio de varios segundos, hasta que, finalmente, Simpson se dirigió hacia Carter.
—Dígame. Mason ¿se ha figurado usted alguna vez por qué mantenemos aquí un dispositivo no militar en esta forma tan peculiar?
—Bien, creo que es normal, señor. Por lo que veo trabaja usted demasiado, las horas se hacen tan largas y siendo recién casados...
La presunción del goce amoroso de cada nueva pareja y los diversos aspectos del matrimonio bajo semejantes circunstancias, extrañas pero agradables, contaba explícitamente por el empleo del tiempo.
—Déjeme decirle algo que no le explicaron en su plan de estudios de orientación para venir aquí. Mason. Primero, el Servicio del Espacio intentó durante dos años explotar el Meteorito de Haggard con poco éxito y resultado. El intento estaba a punto de ser abandonado, y lo habría sido de no ser por una de esas curiosas circunstancias imprevistas que surgen de vez en cuando en todos los aspectos de la vida, incluso en el Servicio del Espacio. Un teniente joven, recién salido de la Academia del Espacio, fue asignado a este planeta. El servicio entonces no era voluntario. Trató de cambiarlo, pero le fue imposible. Se expandieran algunos rumores de lo que sucedía por aquí y su joven esposa se enteró de que las oportunidades de volver a contar con un marido en su sano juicio eran sólo de una a tres. Hizo entonces lo que parecía imposible, pero lo consiguió. Se introdujo en una nave militar y llegó hasta aquí en busca de su marido. Una vez aquí, ni qué decir tiene que había poco que hacer con aquel hecho consumado. Cada gramo de flete disponible para el retorno a la Tierra se necesitaba para el uranio. Por tanto, ella se quedó y el comandante de la Base construyó la primera casita de campo para recién casados.
Simpson se quedó mirándose a los dedos unos instantes, para continuar después:
—Entonces no existía período establecido de servicio. Un hombre podía permanecer aquí mientras no mostrase signos de trastorno mental, siendo devuelto a la Tierra llegado el caso, por la primera nave. Por término medio, cualquier hombre destinado a este planeta permanecía como dos meses y algunos hasta cuatro. Había que tener en cuenta el peso exacto de cada gramo de uranio extraído para barajar el movimiento del personal. El joven teniente a que me refiero, hizo su servicio usual de dos meses sin problemas, después hasta cuatro y finalmente se quedó ocho. Al llegar más tarde el décimo mes, comenzó a mostrar signos de trastornos mentales graves y él y su mujer fueron devueltos a la Tierra, con un perdón completo por la grave falta cometida por su esposa, al violar los reglamentos militares. En el próximo envío, llegaron dos parejas, para ver si era una casualidad o se trataba de algo serio. Una de las parejas llevaba ocho años casada, aunque sin hijos, la segunda era de recién casados. La pareja mayor permaneció cuatro meses y la joven, ocho. Aquello pareció ser suficiente para el Alto Mando. Desde entonces en adelante los reclutas serían jóvenes, recién casados y personas altamente compatibles como parejas. Y por primera vez el sistema comenzó a proporcionar altos beneficios.
—Un razonamiento empírico de primera clase ¿eh? Y se ve que funcionó... Pero dígame, señor, ¿por qué no se hizo algún esfuerzo para descubrir las condiciones que causaban tales trastornos y ser eliminadas?
Simpson sonrió brevemente.
—Se hicieron tales esfuerzos y la dificultad fue localizada. Pero el hacer algo contra ella, ya era harina de otro costal. Al parecer, la atmósfera que rodea el lago está cargada con ondas de energía de muy alta frecuencia de origen completamente desconocido, y tan tenues que nuestros mejores instrumentos apenas si pueden detectarlas. Era algo que jamás se había experimentado con anterioridad, y francamente, los mejores científicos que pudimos hacer llegar hasta aquí se encontraron perdidos como niños en un bosque oscuro. Al final se decidió que trabajásemos evitando en lo posible tales efectos, aunque sin poder ir directamente contra ellos, al estar desarmados contra semejante efecto desconocido y misterioso, siguiendo el método de traer a parejas jóvenes y de recién casados. Nadie sabe completamente por qué, pero el efecto es pronunciadamente menos aparente sobre los jóvenes que demuestran un gran interés por la vida, aparte de sí mismos. También las mujeres parecen ser inmunes, o los efectos son tan pequeños y suaves que ninguna de la que ha permanecido aquí hasta ahora, ha resultado seriamente afectada. La esposa del primer teniente que vino y a quien antes me refería, estuvo aquí diez meses, sin que al parecer sintiese nada de particular, y después, ninguna mujer lo ha sido tampoco en sus seis meses de estancia.
—¿Y... ha fallado algún caso en recobrarse, al ser devuelto a la Tierra?
Simpson se volvió y se quedó mirando al vacío con la mirada perdida en la blanca pared que tenía enfrente.
—Unos cuantos. Algunos, todavía siguen en sanatorios mentales de la Tierra.
Por primera vez un tono de amargura sonó en la voz de Mason.
—Y nada nos dijeron de todo esto, mi coronel. Se nos habló de nuestra misión con el grado de capitán, del duro trabajo y de las largas horas, de las condiciones ideales para recién casados y del hecho, fuera de lo corriente, de que nuestras mujeres nos acompañaran en nuestra misión militar fuera de la Tierra en un planeta extraño. Pero nada más.
—Había una buena razón para proceder así, querido Mason. Y esta razón no la dirá usted a nadie, absolutamente a nadie, ni incluso a su esposa, bajo palabra de honor. Se puede permanecer más tiempo, si se está ignorante de la cuestión. Esto sólo lo saben usted y los otros dos mayores. Ni incluso Billie está en el asunto. Y es muy posible que Parkinson hubiera permanecido sus seis meses sin grandes dificultades, de no haberlo sabido.
—Me temo que es algo demasiado tarde para eso. Valle y yo estuvimos discutiendo la conducta de Parkinson de vuelta a casa al interrumpirse la película. Llegamos casi muy cerca de sospechar la verdad, hallando la respuesta.
—Bien, entonces no permita que Valle discuta absolutamente nada más sobre el particular ni que comente nada con las demás mujeres. Esto es muy importante. Mason.
—Haré lo que mejor pueda, señor —dijo Mason levantándose. Resultaba evidente, por el gesto del coronel, que la entrevista había terminado.
Carter volvió a su hogar y a los amorosos brazos de Valle. A la mañana siguiente se presentó en el Centro a hacerse cargo de sus nuevas obligaciones como oficial de la administración. Descubrió muy pronto, con la ayuda de Billie Simpson. que Parkinson había estado preocupado con un completo sistema de registros magnetofónicos y con ciertos problemas íntimos de relaciones personales con otras personas. Una de sus principales responsabilidades había sido la de mantener la paz entre ochenta y cuatro personas jóvenes de ambos sexos y procedentes de los más variados orígenes sociales, costumbres y educación.
Era natural que se esperasen siempre complicaciones, al hallarse en tan íntima convivencia y bajo condiciones totalmente extrañas de vida y ambientación. La causa más esperada de problemas, la infidelidad era relativamente rara, si bien flirteos de poca importancia, constituían comunes e inevitables acontecimientos sin apenas trascendencia. A pesar de todo, allí radicaba el principio de ulteriores complicaciones y Parkinson parecía que había hecho su trabajo en tal sentido, manteniéndolos al mínimo. No le costó mucho trabajo a Carter decidir que el haber sido elegido para aquella misión, radicaba en sus estudios graduados de psicología y en su innata capacidad para tan delicada misión.
Cuando la pequeña nave de enlace se llevó a Parkinson dos semanas después hasta la astronave en órbita, no aparecía ya violento en su carácter. Sin embargo, parecía hallar dificultades en controlarse debidamente. Joy, con su carita seria y entristecida, permaneció siempre junto a él. Simpson observó su partida sin cambiar de expresión, y cuando la pequeña nave desapareció, se volvió hacia Carter.
—De acuerdo con todas las informaciones que poseo, se encuentra ahora en el primer estadio de sus trastornos. Seguramente se recobrará antes de llegar a la Tierra. Los únicos que no han podido recobrarse se encuentran entre los que llegaron a la fase violenta.
Carter se encogió de hombros ligeramente y volvió a sus obligaciones. La pequeña nave le había llevado un montón de documentos y papeles que reclamaban su atención.
* * *
Fue un mes más tarde, cuando despertó de un profundo sueño, al sonido de unos sollozos apagados, y descubrió que era Valle la que se estremecía violentamente en la cama, llorando en sueños.
Se incorporó y la atrajo a sus brazos, consolándola cariñosamente y sacándola gradualmente del sueño a la realidad. Tras algún tiempo de estremecerse y sollozar sin consuelo, se fue tranquilizando hasta incorporarse a su vez en la cama, poniendo con su cuerpo desnudo una nota de atractivo encanto en la oscuridad de la alcoba.
—Estoy... bien, querido... no te preocupes. Ya se ha ido... Ha sido una pesadilla terrible; estaba volando y tenía alas, pero no las batía, sino que volaba y...
—Vamos, cálmate, cariño, no intentes recordar ese sueño, no harás más que volver a padecer sus efectos. Vamos, amor, acuéstate de nuevo y trata de volver a dormirte. Es tarde.
—No sé si podré volver a dormirme —murmuró Valle—. Esa horrible... ¡cosa! que me atacó mientras me sentía volando. Tenía unas garras enormes, que clavó en mi espalda y con las que intentaba desgarrarme el cuello... ¡Qué horror! Y estaba cayendo... cayendo...
Y volvió a sollozar de nuevo y a derramar lágrimas incontenibles, llenas de un profundo e incoercible pesar y terror, volviendo a refugiarse en los brazos de su marido. A poco fue lentamente adormilándose y Carter la dejó suavemente reposar tapándola con la sábana y vigilando su sueño durante algún tiempo.
A la mañana siguiente apareció con su pujante juventud de costumbre, moviéndose por la casa y preparando el desayuno, y Carter apenas si pudo pensar en lo sucedido, de no ser por las profundas ojeras que rodeaban los hermosos ojos de su mujer.
Carter ponderó la singular descripción del sueño de Valle de camino a su trabajo. Aquella "sensación de ir cayendo" era ya un antiguo concepto fácilmente explicado como símbolo; pero la sorprendente relación de ir volando sin usar las alas y de los otros terribles pájaros atacándola... aquello no se encontraba en ninguno de los libros de texto que había estudiado. Aquello le urgió a una inmediata y urgente cuestión. ¿Se trataría de un sueño natural, producido por algún simple factor tal como una mala digestión, o una manifestación de los desarreglos que eran la plaga de McKeever?
La pregunta fue contestada a la siguiente noche, cuando Valle, dormida de nuevo, recomenzó con la pesadilla; pero esta vez sin palabras y tan singularmente fuera de lugar que no había más remedio que aceptarlo como algo procedente de un efecto exterior de influencia psíquica. No es que fuese peor que la noche pasada; pero dos seguidas era demasiado. Decidió consultar con Simpson tan pronto como llegó al trabajo.
El comandante se sostuvo la cabeza con las manos y se quedó mirando fijamente al tablero de la mesa fabricada en McKeever.
—¿Qué diría usted, Mason, si le dijese yo que he tenido casi exactamente el mismo sueño que me ha descrito la misma noche?
—Diría, en principio, que puesto que ya lleva usted aquí cinco meses, podría considerarse como una cosa razonable. También diría que dónde está la conexión con el problema... De acuerdo con los antecedentes registrados y la experiencia sufrida, es casi normal, casi cosa esperada que un hombre comience a soñar cosas así después de cinco meses en este mundo extraño. Pero jamás había ocurrido antes con una mujer.
—Es verdad, y es un factor de grave complicación. Pero si lo comprueba, verá que todas las personas, especialmente los hombres que llevan aquí cinco meses, han tenido esos mismos sueños míos y de Valle sobre las mismas noches. ¿No encuentra esto significativo?
—Pues no, en particular. Ya sabemos que lo producen esas microondas de misteriosa energía desconocida. No es demasiado sorprendente que produzcan similares efectos sobre los demás seres humanos como para llegar al resultado de producir similares sueños.
—No, Carter, dos seres humanos jamás son semejantes. Asumiendo que esa fuerza actúa idénticamente sobre cualquier pareja de seres humanos, ¿por qué tendría que inspirar idénticos sueños? Valle y yo, por ejemplo, tenemos un pasado completamente distinto, situaciones distintas de juventud y medio ambiental e incluso procedemos de diferente nacionalidad. Las probabilidades de que un estímulo dado nos produzca el mismo sueño son astronómicamente reducidas, pero, así y todo, no solamente ha ocurrido con nosotros, sino con otro gran número de personas en este planeta. No, tiene que existir una explicación lógica que hasta ahora no hemos encontrado.
—Para mí el problema es mucho más grave. Valle y yo necesitamos marcharnos en el próximo navío interestelar, sin esperar dos meses más a que nos toque el turno regular. De acuerdo con todos los datos y registros, la catástrofe llega a las pocas semanas del comienzo de esos sueños.
Simpson suspiró.
—Lo sé. Mason. Y ello significa, no solamente una pérdida de flete en la próxima vez, sino una seria alteración de la organización que tenemos aquí. Sí, creo que dos meses más sería un desastre y me temo que no pueda hacer nada para ayudarles. Bien, extienda las órdenes de partida para ustedes dos. Las firmaré.
Fue dos noches después, cuando Carter despertó de un profundo sueño y halló a Valle sacudiéndole con fuerza.
—¡Carter, despierta! ¡Duermes como un tronco! Oye. querido, creo que he descubierto algo esta noche. El sueño ha sido hermoso porque ha sufrido un cierto cambio: ha sido algo así como si una serie de bellos colores difusos flotaran por el cielo, con toda una serie de hordas de pequeños Rilli a la caza de ellos. Pero por primera vez podría decirte que algo me ha empujado a esos sueños, haciéndome tomar parte en ellos tanto si era mi voluntad como si no. Y... Carter, sea lo que sea. ¡es una inteligencia viviente!
Carter estaba ya completamente despierto a los pocos segundos, aunque con cierto esfuerzo se incorporó y encendió la sencilla lámpara de la alcoba. Valle, que no era precisamente muy modesta, no hizo la menor señal de taparse su cuerpo desnudo, sino que se inclinó hacia él con vehemencia.
—Estoy segura de haber comprendido que tras esos sueños existe una dirección y un control. Era como el sentirse actor de una representación teatral; pero en vez de saberse el papel y recitarlo, lo viviera una, pero de una forma viva, en la parte que correspondía, apreciando todas las emociones que un actor siente. Al mismo tiempo, ha sido una cosa fantástica y las tres cuartas partes de esta vivencia son totalmente incomprensibles en términos humanos. He intentado sacar alguna conclusión lógica y que tuviese sentido de todo esto; pero al intentarlo me encontré perdida... —Su voz se apagó y después acabó resumiendo—: Y mi cabeza comenzó a dolerme terriblemente. Entonces me desperté. No creo que hubiese sido tan malo de no haber insistido en comprenderlo.
En McKeever no existían formas de vida inteligente, con la posible excepción de los Rilli, y éstos eran de dudosa categoría a tales efectos. ¿Sería que pudiera haber otras formas de vida inteligente todavía no descubiertas? Posiblemente criaturas tan pequeñas, que se escaparan a cualquier posible observación, haciendo sentir los efectos de su fantástico método para darse a conocer...
No había forma de descifrar aquel rompecabezas aquella noche, por lo que dejaron el asunto de lado y se dispusieron a dormir.
A la mañana siguiente, Carter contó a Simpson las impresiones de Valle y encontró que no era ningún descubrimiento nuevo para el comandante.
—Varias otras personas han informado de parecidas impresiones. Pero nunca hemos estado en condiciones de probar nada, de una u otra forma. Y usualmente... —Simpson vaciló para continuar después—... cuando un hombre afectado llega a tal fase... es que ha llegado ya demasiado lejos.
—Pero Valle tuvo su primer sueño hace sólo tres noches. Usted dijo que corrientemente se llevaban varias semanas para que apareciesen los primeros signos de locura.
—Sí; pero hablaba de hombres. Ella es la primera mujer que jamás haya sido afectada. No sé dónde radica la diferencia; pero lo que sí puedo decirle es que no me gusta absolutamente nada.
Dejaron el asunto en aquella insatisfactoria situación y Carter fue por unos momentos, en una breve escapada, a la Casa de Cambio para recoger el informe semanal. El mayor Chen Yi. al mando del turno de día aquella semana, lo tenía dispuesto ya y Carter sólo se detuvo unos momentos para cambiar impresiones con el mayor de origen oriental, antes de volver al Centro.
—¿Qué tal ha ido la recolección esta semana?
Chen Yi, un gentil y menudo representante de la raza amarilla, cortés e inteligente, que se había graduado con máximas notas en navegación celeste, sonrió nuevamente. Se hallaban al exterior de la cámara del uranio y tan cerca, que no podrían haberse aproximado más sin utilizar un traje protector.
—Como de costumbre. Tenemos material para el cargo completo de la próxima astronave.
Carter pensó en haberle dicho que debería descontar doscientos kilos de peso en el próximo viaje; pero se retuvo, pensando que era mejor no dejar saber a nadie lo sucedido, ni las dificultades de su esposa, a menos que fuese absolutamente indispensable llegado el momento oportuno.
Carter se volvió para mirar fijamente la plácida superficie del lago rojo, ponderando, como lo había hecho miles de veces antes, la enorme cantidad de enigmas que había escondidos en aquellas aguas sofocantes. Un lago cuyo fondo estaba cubierto con tan singulares y extrañas formaciones, cuyas aguas contenían un elemento que desafiaba cualquier análisis científico; pero que constituían el mejor escudo protector contra las radiaciones jamás conocido, ya que bastaba una pulgada sobre una pieza de uranio para pasar los dedos por encima sin sufrir la menor radiación ni quemadura. Un lago que contenía un agua que no se hallaba en ninguna parte del planeta y, finalmente, un lago que por sí mismo estaba suministrando todo el uranio que necesitaba la flota interestelar de la Tierra hasta los alcances conocidos en la época.
—Tuvo que haber sido toda una explosión cuando se produjo el choque de este joven meteorito, al rasgar la atmósfera y aplastarse contra el planeta —comentó Carter—. Parece una maravilla que el choque no hubiera desviado a McKeever de su órbita.
Chen Yi se volvió hacia él, parpadeando sus ojos inclinados.
—Querido amigo, el impacto no fue tan malo como supone usted. Chocó con el planeta a una velocidad relativamente pequeña, sólo a unos cientos de kilómetros por hora y además no tenía la masa que parece suponer usted. Estaba hueco.
Fue Carter quien, a su vez, se volvió asombrado hacia Chen Yi.
—¿Hueco? Vamos, mayor, está usted bromeando conmigo. ¿Cómo ha podido usted saberlo?
—Por la distribución de los fragmentos y la conformación del lago. Con unos cálculos de matemáticas elementales se probaría el punto de la velocidad crítica del impacto. Llegó verticalmente y se enterró sin ladearse ni rozar la superficie, creando así un lago redondo en líneas generales. El material era semimetálico, como usted sabe. El suelo aquí es de sólo unos pocos metros de espesor y la suave capa de limo que hay bajo el terreno de la superficie se extiende hasta muy por debajo del fondo del lago. Para nuestra teoría, prácticamente puede usted olvidarse del terreno. Figúrese sencillamente un objeto metálico redondo chocando con el limo y enterrándose a profundidad. Conseguiría tantos metros de penetración como metros por segundo de velocidad de impacto. Vamos, refresque sus matemáticas aunque sea por una sola vez.
—No, gracias, probablemente acabaría con mi cabeza por ahora. Pero... dígame, ¿cómo llegó usted a la conclusión de esa idea de un meteorito hueco?
El hombrecito sonrió cortésmente.
—Hace tiempo que tenía esa idea. Deseaba sólo una prueba, teórica al menos, de no disponer de otro resultado mejor. ¿No se le ha ocurrido, Carter, que es imposible explicarse esto en términos de fenómeno natural?
Carter tuvo que sonreírse. No era el único para quien las condiciones de la luna de miel no fuesen suficiente antídoto para pensar con lucidez.
—Bien, dígamelo usted.
—Está bien, trataré de hacerlo. El objeto que chocó aquí era una nave estelar y no un meteorito. Tenía casi medio kilómetro de diámetro y de forma esférica. Estaba compuesta de una aleación semimetálica de la cual estamos totalmente en completa ignorancia de su esencia, debiendo utilizar un agente para su propulsión nuclear que era soluble en el agua, volviéndola roja. Y además no era de esta galaxia.
Chen Yi se volvió y se quedó mirando fijamente al cielo noroeste, donde el brillante sol escondía las estrellas de la visión normal. El profesor oriental continuó:
—Nuestros vecinos más próximos son las Nubes de Magallanes —dijo apuntando con uno de sus afilados y cortos dedos—. La Grande o la Pequeña, puede usted elegir a su gusto. Todo el suministro de uranio a la Tierra proviene de allí.
Carter volvió a la oficina del Centro sumido en un silencio pensativo y casi perplejo.
Antes de entrar, se detuvo para mirar fijamente por un momento al único edificio, aparte de los de la Base, que existía en el planeta McKeeber. En la distancia podía observarse la cúspide y su forma era una maravilla comparable al meteorito Haggard. Los Rilli habían aserrado algunos de los grandes árboles de la vecindad, árboles gigantes que alcanzaban hasta sesenta metros de altura, y por medios de ingeniería olvidados o ignorados en aquella época presente, los habían llevado hacia la cresta de la sola colina existente en las proximidades. Y allí habían erigido una alta torre con los enormes árboles como un templo de su desconocido dios. La zona circundante era estrictamente tabú para todos los terrestres e incluso para la mayor parte de los Rilli; sólo los jefes de las tribus y los sacerdotes y guardianes tenían acceso al sagrado recinto. La cúspide de la torre era como el Santo de los Santos de aquel pequeño pueblo. Aparte del abortado intento de utilizarles en las minas, los Rilli no habían recibido mucha atención de parte de los ocupados hombres de la Tierra y lo cierto es que merecieron un estudio más detenido.
Carter acabó el trabajo diario en un silencio meditativo y se volvió hacia casa cogido del brazo de Valle, cuyo turno había sido en las cocinas del Centro. Parecía singular que se pudiese conocer tanto de McKeever y comprenderse tan poco. Aquella enfermedad que atacaba a las gentes de la Tierra tan sin piedad, tan absurdamente, tan bien definida y apenas comprendida... ¿dónde podría originarse? ¿Era un fenómeno natural producido en alguna extraña forma por el campo magnético del planeta? ¿Podría tener algún sentido el hecho confuso de que las personas afligidas por el mal sintiesen, en las últimas fases, que los sueños que experimentaban estaban dirigidos por una persona inteligente? ¿O sería sólo un signo de incipiente locura la característica ilusión paranoica de la persecución? Y lo más importante de todo... era Valle. Había que aguantar un mes antes de tomar la próxima nave de enlace y si los casos que había examinado eran una buena indicación, ella estaba cayendo a un ritmo de aproximadamente cuatro veces más rápidamente que el último caso registrado. En dos días más su mente podría afectarse peligrosamente, hasta el límite de aceptar lo irreal; otra semana más, y podría llegar a la locura más allá de toda posible recuperación. Posiblemente ella no podría permanecer así todo un mes, a menos que su peligroso proceso se detuviese de alguna forma.
Y lo trágico era que no existía modo alguno de sacarla de McKeever...
Valle tuvo otro sueño aquella noche, peor que el anterior, y se despertó gritando y llorando desconsoladamente. Permaneció despierta el resto de la noche y Carter tuvo que levantarse, hacer un poco de café y permanecer junto a ella.
Era preciso hacer algo, y tras haber tratado el asunto con el coronel Simpson, intentó el único antídoto que ofrecía alguna posibilidad. Dio a Valle un fuerte sedante a la noche siguiente y permaneció sentado hasta que la droga hizo su efecto. Pudo apreciar, por su lenta respiración y su postura en la cama, que se encontraba a dos niveles por debajo de la inconsciencia normal, decidiendo entonces tomarse algún descanso; pero, primero, puso el despertador para una hora antes de lo corriente, aunque necesitaba un buen descanso a toda costa, dada su fatiga. No hizo nada por sacar a Valle de aquel estado de drogación a uno de mayor predisposición a despertarse.
Carter experimentó a su vez su primer sueño aquella misma noche; pero fue tan leve que apenas si le molesto. Bastante antes de la aurora se había levantado y se ocupó del estado de Valle. La joven comenzaba ya a estremecerse ligeramente; pero aún parecía continuar profundamente dormida. Hizo más café y lo llevó junto a la cama; después la despertó rápidamente, le dio el café además de suministrarle un estimulante oral. Ella sonrió agradecida a través de la neblina mental en que aún estaba sumida al tomarse el café a sorbos y trató de salir fuera de los efectos del sedante. Cuando pudo hablar coherentemente, dijo a su marido:
—Ha dado resultado, querido. No ha habido sueños.
—Sí, ha habido uno. Lo tuve yo —repuso Carter brevemente, y después sonrió ante el gesto de aprensión de su mujer—. Pero no hay problemas. Apenas si me ha afectado. Ojalá que siguiera todo así antes de que nos vayamos. Eres tú la que me preocupas.
—Pues va a resultar todo un problema el quedarse dormida —dijo ella sonriendo. Carter no pudo evitar el devolverle la sonrisa.
La vio de nuevo al mediodía, cuando ella fue a la Administración, y tenía el aspecto de ser feliz, como siempre y en perfecto estado de salud. Pero por la noche, estaría como a diez pasos de la puerta de su casita de campo, cuando la oyó gritar horrorizada.
Los diez pasos los cubrió Carter en un par de zancadas de gigante y entró como una tromba para encararse con un Jake agresivo y viendo cómo Valle tenía la boquita dispuesta con un rictus de terror mientras gritaba de una forma terrible. Se aproximó a ella y la cogió entre sus brazos, donde se dejó caer exhausta, sollozando aliviada. Jake, con su redonda cara expresando alternativamente el temor, la estupidez y la confusión, permaneció en pie unos momentos más, después observó que aquellos grandes no le prestaban atención alguna y salió de prisa. Ya había conocido muchos hombres conduciéndose de forma sorprendente tras haber permanecido en McKeever durante algún tiempo; pero aquella esbelta criatura de piel oscura y ojos negros era la primera hembra que había visto destrozada y con los nervios deshechos. Después de todo, le resultaban absurdas las reacciones de aquellas grandes criaturas venidas de otro mundo. Todo lo que pudo apreciar como cosa cierta era que les suministraban los mejores cuchillos, hachas, cacerolas y cabezas de flecha que su gente había visto jamás, y proporcionado además por una ridícula cantidad de horas de trabajo.
Tras él, en la casita de campo para recién casados, Mason consolaba a la sollozante Valle lo mejor que podía y consiguió que le relatase la historia completa de lo sucedido.
—¡Carter... fue horrible! Yo estaba... arreglando la comida, sin pensar en absoluto en sueños ni en nada de eso, sintiéndome más bien feliz porque pronto volverías a casa, cuando... de repente, la cocina y todo lo que había a mi alrededor pareció desvanecerse en el aire y de pronto me encontré lejos, entre las estrellas, montada a caballo sobre un gran pájaro, y una voz que recitaba lo que parecía una larga poesía, pero en una lengua que jamás hemos oído, sonaba en la distancia, mientras que unas brillantes luces aparecieron delante de mí y un gran viento comenzó a soplar, las luces aproximándose más y más y comenzó a sentirse un gran frío, tanto frío que estaba segura de que moriría a los pocos momentos. Pero aquellas... ¡luces! ¡Las luces!
Valle cayó de nuevo exhausta en los brazos de Carter, pero se recobró pronto y continuó:
—Cuando aquellas terribles luces se aproximaron más, pude ver que eran unos gigantescos ojos emitiendo luz, unos ojos sobre criaturas como ninguna de las vistas en sueños de los peores que haya sufrido, y continuando a lomos de esas criaturas parecidas en cierta forma a los hombres... Yo diría que como los Rilli, pero no como Jake y los otros; eran cosas más altas que nosotros, aunque anchas como los Rilli, y sus ojos relampagueaban, tenían enormes espadas que esgrimían sobre sus cabezas y gritaban de una forma horrible al cargar sobre mí. Diría que había cientos de otras personas como yo allá entre las estrellas, subidas en esos enormes pájaros y que teníamos que luchar contra aquellos hombres gigantescos. Y... uno de ellos vino hacia mí atacándome con su enorme espada.
"Sus ojos echaban chispas fulgurantes como las propias estrellas; la boca la tenían abierta y vociferaban una especie de cantos de guerra; la espada ya volaba en dirección a mi garganta; traté de echarme a un lado... y entonces, parece sorprendente, pero yo había estado intentando por todos los medios despertarme de aquella pesadilla tan espantosa, salirme de tal escena, porque en otra parte de mi mente yo estaba segura de que se trataba de una pura ilusión, que aquello había sido una pura ilusión y deseaba desesperadamente despertarme a la realidad, forzando todo el tiempo mis ojos para ver a través de la negrura y las estrellas, y cuando vi que la espada se dirigía a mi garganta, cerré los ojos y grité. Todavía me parece sentir la espada cortarme el cuello y tener la impresión por una fracción de segundo de que estaría muerta de no haberme retirado a tiempo. Entonces ya tenía a Jake frente a mí, mirándome fijamente con esos ojos sin expresión, como los de un robot...
"Por un instante, no pude quitarme de la cabeza la sensación de que era el monstruo que estaba dándome caza. Grité de nuevo, y eso me trajo de vuelta a la realidad y entonces supe dónde estaba de nuevo y que tenía a Jake frente a mí; pero no pude dejar de seguir gritando y gritando. Al gritar, sabía que estaba viva, comprendes, oía mi propia voz y sabía que estaba en casa de nuevo. ¡Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¡Ha sido algo tan horrible!
Valle volvió a refugiarse en los brazos de su marido; pero rígida, sollozante y aterrada, con los ojos cerrados y estremeciéndose de pies a cabeza como una hoja sacudida por un huracán.
Carter la tomó en brazos y la llevó a la cama. Actuando con desesperada urgencia, hizo cuanto le fue posible por abrir las encajadas mandíbulas de Valle y la forzó a tomar dos tabletas, después le vertió agua en la boca y la sostuvo hasta que los reflejos instintivos hicieron que tragase el medicamento sedante. La droga hizo su efecto a los pocos minutos y observó cómo fue desapareciendo la rigidez del cuerpo de su mujer, la respiración se volvió normal y su compostura más relajada, hasta que poco a poco pasó a un estado de sueño profundo y reparador.
Cuando estuvo seguro de que se encontraba de nuevo bien, se sentó a los pies de la cama y se dejó relajar un poco, estirando las piernas y permitiendo a sus músculos descansar. Tras bastante tiempo, se fue lentamente hacia la cocina, donde su comida, ya fría, le esperaba puesta sobre la mesa. Súbitamente hambriento, se sentó y comió de prisa, sin darse cuenta apenas de lo que pasaba entre sus labios. Cuando el apetito quedó satisfecho, dejó los platos sucios sobre la mesa y comenzó a pasear por la pequeña habitación, con su mente turbada dando rodeos en el mismo círculo vicioso de la confusión y la sorpresa que partía del mismo punto central para volver a extenderse en un ir y venir incesante. Era preciso que encontrase la causa de las falsas ilusiones que estaban proporcionándoles tantas dificultades y además tenían que hacerlo ahora, mientras dormía su querida esposa. O, de no hacerlo así, no habría despertar en sano juicio para la pobre Valle.
Algo le bullía en el fondo de la mente, como si surgiesen a la superficie de su consciente algunos fragmentos de la pesadilla sufrida personalmente y en la cual había tomado parte activa. Sintió que la respuesta a sus fantásticos sueños se hallaba tentadoramente próxima y que tenía todos los hechos en su posesión, bastando con situarlos convenientemente en el lugar adecuado.
Todavía andaba de un lado a otro, horas después, cuando Valle comenzó a moverse en la cama y se sintió sobresaltado. Entró en el dormitorio y la encontró inquieta, haciendo unos extraños ruidos que parecían salirle con dificultad de la garganta, y tras meditarlo unos momentos, la forzó nuevamente a ingerir otra tableta sedante.
Cuando se hubo relajado de nuevo, salió a plena noche y hacia aquel enjambre de insectos que en el acto se lanzaron sobre él picándole en todas partes, paseando de un lado a otro en la pequeña parcela que ellos llamaban el jardín. Hacia el nordeste, las primeras luces grises de la aurora ya estaban en el ambiente matutino, palideciendo el cielo de su dorado resplandor lunar, comprendiendo que pronto llegaría el momento de su turno de trabajo en la Administración.
Miró hacia el sudeste por entre un claro de los espesos bosques del entorno y vio una luz intermitente allá lejos en la distancia, una luz que parecía surgir del terreno. Repentinamente creyó comprender toda la verdad.
Fue algo intuitivo, propio del instinto, más que un conocimiento producido por encadenamiento de la lógica; pero le proporcionó tan profunda convicción que no había lugar a dudas ni a discusiones. Lo sabía y actuó a partir de entonces con tal conocimiento grabado firmemente en su cerebro.
Volvió para convencerse del estado de Valle y la encontró durmiendo tranquilamente, con su cara de color oliva normalizada y su respiración normal y en calma. Después salió de la casa y se dirigió aprisa hacia la Casa de Cambio, salvando la distancia entre los diversos senderos que a ella conducían con segura destreza. Llegó allí en el momento en que la estrella Canopus asomaba sus primeros rayos sobre el horizonte, amarilla, inmensa en la distancia, y se dirigió sin titubear hacia los tanques oruga aparcados al borde del lago.
Sabía que precisaba un traje de seguridad radiactiva, puesto que en el interior de los tanques siempre podía haber alguna fisura para el calor del uranio; pero no tenía tiempo para semejante propósito y se corrió el riesgo preciso. Saltó al interior por la escotilla abierta, teniendo buen cuidado de no tocar el metal de la estructura del casco y tomó asiento en el puesto de mando del aparato. Accionó la bomba y sintió el movimiento del Nak comenzando a circular y esperó con angustiada impaciencia hasta que la presión llegase al punto crítico. Cuando el sistema alcanzó la temperatura requerida, echó un vistazo a través de la claraboya frontal y vio a su compañero Buckley corriendo frenéticamente hacia el tanque oruga, haciéndole gestos con los brazos. Tenía que saber forzosamente que aquella hora era de descanso y nadie tenía nada que hacer con ninguno de los tanques oruga del lago a aquella hora de la mañana.
Ignoró a Buckley y puso en marcha el tanque, apartándose de las aguas rojas del lago y encaminándose por el sendero de la Administración. Incluso a toda marcha, la lenta máquina sólo llegaba a unas quince millas por hora como máximo. Observó a su compañero corriendo tras él por unos momentos, haciendo frenéticos gestos con las manos y después dejó de prestarle atención. Buckley se quedó atrás rápidamente.
Buckley tendría que informar al coronel, sin duda alguna; pero aquello importaba muy poco entonces. No disponía de tiempo para que nadie interfiriera con lo que había planeado Condujo el pesado y lento vehículo de forma que pasara a cierta distancia de la Administración, sin siquiera mirar en aquella dirección, y lo dirigió hacia la falda que se elevaba suavemente a la colina, después bajó la ladera opuesta y atravesó el fondo cubierto de árboles enormes y espesos. Fue toda una tarea el seguir el camino emprendido en las primeras millas; pero el tanque oruga, diseñado al viejo estilo de los tanques de las antiguas guerras, tenía la antigua capacidad de marchar por cualquier terreno. En otra media hora, vio por fin la torre ante sí y comenzó a dirigirse rectamente hacia ella.
Los Rilli estaban en el exterior incluso a aquellas horas del amanecer. Había varios de ellos mirando con los ojos inmóviles como estatuas sumidos en el mayor estupor, mirando fijamente al tanque oruga en su marcha inexorable hacia la torre sagrada, adonde nada tenía por qué dirigirse. Cuando resultó evidente que intentaba arrollarlo todo rectamente hacia el recinto sagrado, algunos de los Rilli comenzaron a lanzarle piedras en el cristal del portillo delantero. Carter no les hizo el menor caso y momentos más tarde comprobó que algunos guardianes de la torre sagrada aparecieron en su base armados con arcos y flechas. Las flechas resonaron inútilmente golpeando contra el plastiglás endurecido de la claraboya delantera, y cuando vieron que no había forma de detener al tanque, uno de los guardianes, con un grito que Carter no pudo oír, se escurrió rápidamente bajo los pesados troncos de la torre.
Los restantes Rilli se esparcieron aterrados, mientras que Carter llegaba casi junto a los gigantescos troncos que constituían los fundamentos de la torre sagrada. Carter vaciló por un instante y en seguida sacó el saco de herramientas de urgencia de debajo de la silla del conductor y comenzó a actuar con ellas. Fue cosa de pocos instantes el quitar y levantar las planchas del suelo, exponiendo al aire libre una porción del sistema de refrigeración del vehículo. Con manos que le temblaban ligeramente, abrió la válvula principal de admisión donde el Nak se iba añadiendo al sistema operativo del tanque, y se echó hacia atrás cuando el hirviente líquido comenzó a entrar en terrible ebullición. A toda prisa abrió las escotillas, llegó hasta el panel de control y puso el reactor a toda presión de calor; después las dejó caer y saltó del tanque a todo correr.
Los Rilli se habían reunido en un grupo frente a la máquina, incluyendo a los dos que llevaban los arcos. Parecían inciertos de lo que tenían que hacer; pero cuando Carter se dirigió huyendo hacia el borde del claro del santuario, cambiaron de opinión, tomaron su decisión y salieron tras él.
Una de las flechas le pasó silbando por la cabeza a pocas pulgadas de distancia antes de oír a los Rilli gritar entre ellos y las flechas dejaron de pasar silbando a su alrededor. Habían decidido cogerle vivo.
Miró de reojo por encima del hombro y vio un pequeño chorro de vapor surgir de la escotilla abierta de! tanque oruga.
El vapor ascendió en volutas en el aire de la mañana, como señal del terrorífico calor que estaba engendrándose en el interior de la máquina. Y se encontraba todavía peligrosamente cerca.
Los Rilli eran mejores atletas que él; pero sus largas piernas le dieron la ventaja que aquellos enanos no podían compensar. Se acurrucó en un agujero entre el boscaje, sin saber de qué tiempo dispondría aún, ni cuál sería el verdadero resultado de la acción emprendida. Estaba sobre una milla de distancia de la torre sagrada y del tanque oruga y el perseguidor más próximo a un centenar de yardas cuando la explosión se produjo.
El reactor no es que fuese una bomba explosiva muy eficiente, pero el estallido cortó de raíz los gigantescos troncos que sostenían la torre sagrada de los Rilli, haciendo volar por el aire toda la estructura del santuario en varios metros, hasta que su totalidad volvió a caer en un informe montón de troncos chamuscados, humeantes, quedando destrozada la torre en toda su extensión.
Carter sintió el cambio instantáneamente. Era como si hubiera vivido con la sensación de su presencia tan largo tiempo que había llegado a formar parte de su persona, sin distinguirlo más que sus propios cabellos o sus propias manos. Y entonces supo que aquello había desaparecido para siempre.
Esperó que jamás volviera.
Los Rilli que se pusieron a su caza se detuvieron indecisos mirando hacia atrás a los esparcidos fragmentos de su torre santa. Salió de allí a un trote corto y tras unos momentos decidió que ya nadie le estaría persiguiendo y se volvió para contemplar las humeantes ruinas del santuario. Carter comprendió que seguramente se produciría una dosis fatal de radiación; pero le tuvo entonces sin cuidado.
* * *
Valle estaba esperándole, con su rostro de color oliva blanco por el miedo. Simpson estaba también allí y casi la mitad del personal del resto de los hombres de McKeever.
Se dirigieron hacia él intencionadamente al aparecer a la vista, y Carter no ofreció resistencia cuando le cogieron fuertemente por los brazos y le llevaron a presencia del coronel Simpson. El joven coronel le miró fijamente con agudeza y después más normalmente al fallar en detectar los signos de locura mental que había esperado, evidentemente, hallar en Carter.
—No, no he perdido la cabeza —dijo Carter molesto cuando los hombres que le sujetaban por los brazos le condujeron hasta un sillón de madera—. ¡Demonio, amigos! ¿Es que no se dan ustedes cuenta, es que no lo sienten?
—Sí, puedo decir que... algo ha cambiado, Carter. No puedo explicar muy bien en qué consiste; pero lo que sé es que me encuentro mucho mejor.
Simpson se encaró con Carter y le miró intencionadamente.
—Creo que es mejor que comience por el principio. Aun sabiendo lo que hacía, nos debía usted una explicación previa. Además, no puedo imaginar que exista razón alguna para que no confiase usted en mí lo suficiente como para salvarle de un tribunal militar.
—Pensé en eso, señor; pero no disponía de tiempo. Al menos, no para convencerle a usted. Y en cuanto a comenzar por el principio, no estoy seguro de que pueda hacerlo. Imagine una suposición y usted mismo podrá ver lo que piensa sobre el particular. ¿Se le ha ocurrido a alguien imaginar de dónde proceden los Rilli? Hemos tomado por cosa segura que son criaturas que han ido evolucionando en este planeta como parte de la fauna local. No lo creo en absoluto. Creo que los Rilli son los descendientes de la tripulación de una nave del espacio, una tripulación muy numerosa por cierto que llegó a este planeta hará cosa de unos mil años. Creo también que su nave intergaláctica se estrelló en McKeever, tras haber completado un viaje que dejaría enano a cualquier otro que pudiéramos soñar. Debieron disponer de algún medio para amortiguar el choque lo suficiente como para que una parte de la tripulación sobreviviese tras el impacto. Después, por razones que solamente podemos imaginar, los supervivientes fueron dejando perder su herencia cultural.
"No sé si procedían de algún planeta donde la vida fuese dura y se corrompiesen por la muelle forma de vivir de McKeever. donde los alimentos están al alcance de la mano, o si se trató de algo más sutil, tal como la diferencia de la atmósfera que pudo inducirles lentamente a perder su capacidad mental. En cualquier caso, fueron decayendo rápidamente, hasta el extremo de que su propio lenguaje se encuentra degenerado. Sin embargo, retuvieron dos cosas: las leyendas de su raza con sus relatos de grandeza que forman parte de su folklore, como sucede siempre en cualquier grupo étnico caído en cualquier parte, y la capacidad de decir tales leyendas, con un sorprendente realismo, mediante proyección mental.
Carter hizo una pausa mientras que la excitación expectante crecía de grado en la masa de oyentes que le rodeaban. La mayoría de los hombres que ya habían experimentado aquellos sueños estaban diciéndoles a sus mujeres o amigos con cuánta frecuencia habían notado a los Rilli en ellos y de qué forma la teoría de Carter encajaba perfectamente en todo el asunto.
—Aparentemente, lo que hubo sido un pasatiempo o una especie de entretenimiento de la raza, se convirtió en una droga, una obsesión, en este solitario y aislado planeta —continuó Carter—. Conforme su nivel de civilización fue decayendo, fueron dependiendo más y más de esas leyendas que escapaban a la dura realidad del entorno, hasta que finalmente los sacerdotes lo fueron radiando mentalmente día y noche. Nosotros hemos visto el resultado. Los Rilli se mueven como sumidos en una niebla mental permanente, con sus mentes divididas entre la observación del mundo real y las viejas leyendas que han ido escuchando y viendo en el interior de sus mentes. No es nada sorprendente que tengan ese aire tan estúpido.
—Eso tiene un gran sentido, Carter —dijo entonces el mayor Chen Yi, que estaba entre los oyentes—. Pero, por favor. díganos en qué forma llegó usted a semejante conclusión.
—La pista que me condujo al rastro seguro fue algo que me dijo Valle. Dijo una vez que el sueño que había experimentado la noche anterior no habría sido tan malo de no haber intentado comprenderlo. Ella no podía comprenderlo, no siendo el relato concebido en términos terrestres o humanos ni en formas tampoco terrestres. De observarlos o experimentarlos como al margen de su contenido, es posible soportarlos mejor. Pero estando dormido, la mente trata instintivamente de comprender su significado y los conceptos son demasiado extraños para ser captados. El resultado es que la mente comienza a perder capacidad para distinguir lo ilusorio de lo real... y después llega la locura.
—La torre, por supuesto, era el recinto sagrado de los sacerdotes que recordaban y expandían mentalmente las leyendas y los grandes relatos de su especie —dijo Simpson pensativamente—. Esas señales que hallamos, pero que no pudimos identificar, eran esa especie de ondas cortas que serían transmitidas sobre la base de una línea de visión solamente. Y el hecho de que fuesen tan débiles dio como resultado que nuestros mejores equipos de detección apenas si pudieran detectarlas, lo que prueba que el cerebro es mucho mejor receptor que cualquier máquina. Pero eso no explica completamente el porqué escogió usted el método tan drástico de volar la torre, matando a los sacerdotes que radiaban mentalmente esas historias y destrozando uno de los tanques oruga, en lugar de decírmelo sencillamente contándome sus sospechas y suposiciones y permitirnos que lo hubiéramos comprobado juntos.
—Valle no hubiera podido soportarlo otra noche más; creí que se moría o perdía la razón —repuso Carter lisa y llanamente—. Además, no se me había ocurrido que esa gente produjera ese efecto de radiar sólo en una simple dirección visual, mentalmente.
—Bueno, es tarde ya para lamentarlo —dijo el coronel con un suspiro, en cierta forma de gran alivio—. Supongo que su contribución al programa ha ganado muchos más méritos que los perdidos por su acción temeraria. Tendrá que acudir a un tribunal militar cuando volvamos a la Tierra, por supuesto; pero eso, por suerte, no ocurrirá todavía hasta dentro de algunos años.
Simpson se puso en pie nuevamente con el aire del comandante de la Base.
—Bien, tenemos mucho trabajo por delante que llevar a cabo durante unos cuantos días. Los Rilli tienen que ser reunidos y llevados a una nueva residencia lejos de aquí, en el caso de que continúen la misma faena mental, y tenemos especialmente que ver la forma de que dos tanques oruga hagan el trabajo de tres. Váyase a la cama. Carter, y preséntese al trabajo mañana. Vamos, todo el mundo a sus puestos y dejemos a esta gente que descanse. Han sufrido una dura noche.
Tras que se hubo marchado el último huésped, Valle se refugió en los brazos de su marido y lloró un poco, más como alivio de la tensión sufrida. Carter la sostuvo dulcemente hasta sentirla relajada de nuevo, demasiado cansada para mantenerse en pie.
—Todos hemos aprendido muchas cosas desde ayer —dijo Carter pensativamente—. pero no hemos pensado en la más grande maravilla de toda la cuestión todavía. Tenemos, precisamente aquí en McKeever, ciudadanos de otra galaxia. Nuestros biólogos planetarios allá en la Tierra van a sentirse chasqueados.
Pasadas unas horas, en que les resultaba imposible dormir, Carter ayudó a Valle a salir de la cama y la llevó a la puerta de la casa y se quedó mirando el cielo de la mañana. No pudo ver otra cosa que el brillo del día de McKeever; pero su imaginación llegó mucho más allá de las pocas estrellas que separaban a Canopus de la solitaria inmensidad del espacio intergaláctico, más allá del vacío de ciento cincuenta y seis mil años luz de distancia, donde no existía materia alguna visible.
Valle estaba a su lado.
—Un día nosotros haremos ese viaje y le contaremos a esa raza lo sucedido aquí. Pero por ahora, querido, déjame recordarte que tenemos que hallar las causas que hicieron declinar a los Rilli y hacer algo respecto al asunto.
—Sí, tienen que ser reunidos de nuevo —repuso Carter gravemente y volviéndose hacia el hogar. Puso uno de sus fuertes brazos alrededor de la cintura de su mujercita—. Pero eso es un trabajo que hay que dejar para mañana.
EL FIN DE LOS MARES LEJANOS - Damien Broderick
A Edad de Oro del Imperio de la Tierra había llegado y vuelto a alejarse, como una exótica flor en el áspero entorno de la Galaxia. La Edad Oscura del inmenso espacio había esperado pacientemente a que la semilla de la Tierra se abriera floreciendo por todo el universo hasta llegar a la Edad Esplendorosa en que el arrogante Hombre había tendido puentes entre las estrellas y establecido enlaces de comercio y alianza y había recogido el beneficio de todas sus satisfacciones, cuando la entropía del Imperio hizo caer los sueños del Hombre aplastados en el polvo de un millón de mundos esparcidos por el Cosmos. El Universo se había burlado entonces, mientras que los herederos de la poderosa Tierra habían revertido a un estado de cien mil puntos perdidos en el espacio y reducidos a civilizaciones tribales. Y de nuevo esperó con su eterna diversión para que el Hombre sacara otra vez al Hombre fuera y hacia la oscuridad hostil de los espacios existentes entre las estrellas.
El Imperio había muerto por decadencia y por luchas intestinas, ya que, básicamente, el imperio es un sistema artificial. Cada planeta es una unidad autosuficiente con sus propios recursos. Ciertamente que un comercio altamente organizado entre las estrellas contribuía a la obtención de artículos y objetos lujosos de precio más asequible. Los técnicos del comercio estaban capacitados para irrumpir a través de cualquier dificultad y realizar descubrimientos que beneficiasen a la Galaxia. Pero la paz sólo llega al precio de la libertad. Y el Imperio cayó. Tras las Guerras de Aniquilación, el espíritu del Hombre se rompió y renunció a las estrellas en el desamparo común a todas las Edades de la Oscuridad, como la vieja Edad Media de la Tierra.
Pero los cielos se abrieron de nuevo. Un millar de años había dado paso a cuarenta generaciones que de nuevo saltaron a las estrellas. Y esta vez. los valientes exploradores no encontraron un universo que conquistar... sobre cada planeta habitable encontraron a sus hermanos largamente olvidados en el transcurso del Tiempo, sembrados y fructificados a través de veinte mil años.
Y llegaron los ladrones, los misioneros y los comerciantes junto a otros hombres que soñaban de nuevo con el Imperio...
El Jugador rió, y cuidadosamente cambio de lugar la Reina en su gran tablero de Ajedrez Cósmico.
Aylan yacía tendido de espaldas en la espesura del jardín con su esbelta figura como otra sombra en la oscuridad. Con los ojos cerrados, masticaba el extremo de un tallo de hierba, chupando el dulce jugo en la boca. El Palacio aparecía en calma y los únicos ruidos audibles eran los de las pequeñas criaturas de las hojas de los árboles y el suave rumor del mar sonando en la distancia contra los rompientes de la costa. La hierba bajo su cuerpo era suave y aterciopelada, acariciante como el tibio mar. Aylan abrió los ojos hacia el cielo y sollozó. Esparcidas como diamantes sobre su cabeza y en un bello halo de resplandor, estaban las estrellas a las que el Hombre había renunciado una vez y a las que de nuevo quería conquistar y vencer. El signo de Caín se hallaba siempre sobre el alma del Hombre, la marca de la guerra, la conquista y la efusión de sangre, arrastrándole hacia el Imperio. Aylan miró fascinado a aquellos puntos de luz. Eran su herencia. Aylan era el Príncipe de la Corona de Loren, hijo del hombre que fue haciéndose gradualmente Emperador de la Galaxia.
De repente, le pareció que el suelo resultaba inconfortable, y se puso en pie. Deambuló casi a ciegas entre los perfumados árboles del confín de aquel vasto jardín y dirigiéndose por un sendero hacia el borde del mar. El olor salitroso llenó sus pulmones y actuó como una droga sobre su mente, al marchar hundiéndose por la suave arena hacia el mismo borde del mar rumoroso. El mar aparecía negro como un océano de aceite, de lágrimas y sin luna. Las estrellas iban descendiendo desde el cielo hasta los confines del mar en el horizonte lejano, como si acabaran por sumergirse en el salado elemento del océano. Aylan se había quitado sus zapatos de piel, el vestido y la camisa, antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo; pero el hechizo del mar era como el canto de una sirena para poder resistirse. Se despojó del resto de la ropa y fue adentrándose en el mar. Se chapuzó rápidamente y comenzó a nadar vigorosamente como si quisiera alcanzar las estrellas del horizonte.
Se lamió la sal de los labios y con grandes brazadas nadó hasta llegar a un rompiente casi a flor de agua y saltó para descansar en las rocas. El aire era frío al salir del agua tibia y le aclaró la cabeza. Por encima de él, las estrellas aparecían frías, plácidas, temibles. No había forma de saber, al mirarlas, si los hombres estarían ahogándose en su propia sangre en aquellas lejanías del espacio cósmico.
Había guerras y rumores de otras guerras. Los terribles navíos estelares habían consolidado la victoria en el Borde del sistema de Loren en los días del bisabuelo de Aylan. Ahora presionaban hacia el Centro, hacia el interior de un territorio donde otras monarquías y federaciones se estaban formando. Allí, en los más compactos sistemas del Centro. las estrellas se hallaban tan próximas unas a otras que la noche era casi tan brillante como el día y las batallas se llevaban a cabo entre Loren y grupos tan potentes como Loren.
El Príncipe retiró los ojos de la vista de las estrellas y volvió la mirada al resplandeciente palacio. En la oscuridad, era difícil ver la salvaje belleza del encaje de piedra que era el Palacio Imperial de aquel bello mundo de Nara. La mayor parte de las luces estaban apagadas, ya que, aunque el séquito de la Corte estaba presente, el inmenso palacio estaba prácticamente vacío. Aylan buscó la luz de la estancia del Emperador; pero no estaba encendida. Probablemente estaría...
Sí, la habitación de Adriel estaba encendida. El joven cerró los párpados contra la irritación que puso lágrimas en sus ojos. ¡Cómo odiaba a su padre! Adriel... Violentamente sacudió la cabeza contra la rabia impotente que rugía en su interior y nuevamente se deslizó en la tibia agua del mar.
* * *
Veret se hallaba apoyado en la balaustrada cuando Aylan llegó al palacio, al exterior de la cruz encerrada en un círculo que marcaba el lugar de la capilla. Miró astutamente al Príncipe conforme Aylan seguía su camino sin apreciar su presencia y se aproximó junto al joven.
—¿Todavía callado, Aylan? —preguntó con su voz penetrante—. Nuestra estancia en Nara está casi terminada, ya lo sabes, y tu estado de ánimo no parece haber mejorado...
Aylan se detuvo en seco y miró con ojos distraídos a la calmosa figura vestida de marrón.
—Usted podrá ser el confesor del Emperador, Padre; pero apenas si comprendo en qué pueda afectarle mi estado de ánimo.
El sacerdote levantó una ceja y puso una mano sobre el brazo de Aylan.
—Su Majestad ha estado muy preocupado por tu murria y tu silencio —dijo el sacerdote sentándose en el bajo muro de mármol que bordeaba el claustro.
El Príncipe no hizo esfuerzo alguno por esconder su amargura, sino que más bien la sacó a relucir, gozándose con ella.
—Si Su Majestad el Emperador de Loren se preocupase más por su alma y menos por las de los demás, el universo sería un lugar más feliz de lo que es, Padre. —Y se volvió para marcharse, pero el sacerdote le apretó aún más el brazo que le sostenía.
—¿Qué ocurre, muchacho? —preguntó Veret, poniendo en su voz un tono de consuelo y de afección—. ¿Qué te ocurre, hijo mío? ¿Es Adriel?
Repentinamente, el joven Príncipe estaba de rodillas con la cara enterrada en los ropajes de Veret y sus brazos alrededor de las piernas del sacerdote. El viejo sacerdote no se sorprendió de aquella manifestación emocional. Había buena madera en el joven; pero el Emperador había evitado deliberadamente que su hijo confiase en los demás, le había denegado la oportunidad de mantenerse en sus propios pies. La única dificultad, el único problema de Aylan, pensó el anciano sacerdote, no era más que su falta de madurez emocional.
En la oscuridad, Aylan se recobró y volvió a ponerse en pie. Aparecía con más calma que la tenida en las últimas semanas. Y más frío. En un momento su rostro perdió su petulancia infantil y la mueca que ajustaba su mandíbula traicionó la fluida personalidad que llevaba encerrada en sí mismo.
—Le pido mis excusas, Padre —dijo con viveza y se dirigió a buen paso hacia sus habitaciones.
El viejo sacerdote le siguió unos momentos con la mirada, sorprendido a despecho de sí mismo por la súbita metamorfosis del joven en su carácter. Después, con un ligero refunfuño en la voz y un rozar de sus vestidos sacramentales, se volvió hacia la capilla de Palacio, sonriendo para sí mismo.
—Creo que hay alguien a quien el Emperador Malvara tiene que observar de cerca —murmuró pensativamente.
* * *
Aylan caminó sobre las ricas alfombras sin apenas apreciar la belleza ornamental de las habitaciones del Gran Palacio y de las estancias existentes a su alrededor. Allí estaban los deseos, los logros, los caprichos más fantásticos de hombres muertos hacía ya mucho tiempo; la belleza capturada en piedras preciosas y en cristales deslumbradores; la elegancia y la gracia de un nuevo Renacimiento. En aquel Palacio estaban representados los sueños y esperanzas de cien Visiones; y todo resultó pasado por alto por Aylan, ya que sólo había muerte en su mente. Condujo el elevador de gravedad hacia su piso y sólo vio el encanto de Adriel de Corydon y sintió el odio que ningún hijo debería haber sentido hacia su padre.
Las paredes de sus habitaciones se hallaban resplandecientes al entrar en ellas y obsesionado como iba, murmuró algo contra el encargado de la limpieza, cuando una voz a su espalda sonó alegre y amistosa.
—Buenas noches, Aylan.
El Príncipe se volvió, sorprendido, hacia el asiento donde estaba sentado Milenn. Instantes después, los dos jóvenes estaban el uno en brazos del otro, golpeándose la espalda ante aquella feliz reunión. Aylan se retiró para contemplar a su amigo. Milenn había cambiado. Ya no era el joven noble despreocupado y alegre que había crecido y se había educado con el Príncipe. Ahora su hermoso rostro estaba tostado con los rayos ultravioleta de muchos soles en sus viajes por el espacio. La mejilla izquierda estaba cruzada por una cicatriz y tenía todo el aire de un hombre digno y con el alto sentido de la responsabilidad. Pero su risa era la misma y las comisuras de sus labios se extendieron con una franca y ancha sonrisa de saludo.
El examen de Milenn respecto a su amigo no fue menos cuidadoso. Vio a un hombre, no al chico de veintidós años que había dejado en el Palacio Imperial de Loren un año atrás. El Príncipe continuaba con su porte esbelto y delgado como siempre; pero se adivinaba la fuerza de sus músculos bajo su capa de patricio y una nueva fuerza brillaba en sus ojos azules.
Formaban una gran pareja, ambos altos y esbeltos y con la vitalidad de muchachos de fibra de acero. Dos que podrían seguramente llevar en sus manos el destino del Universo...
—¿Cuándo has vuelto? —preguntó Aylan, mientras tocaba a un botón de la consola que en el acto mostró unas bebidas—. Pensé que estarías en Gaunilo, en el Centro, a las órdenes del duque de Calais.
El servicio de la consola había mostrado dos vasos de color verde con una potente bebida procedente de un planeta cerca de Nara. Aylan tendió una a su amigo, extrajo un par de cigarros de una caja dorada y tomó asiento frente a Milenn.
Milenn permaneció en silencio unos instantes mientras encendía el aromático cigarro, y cuando habló, lo hizo con voz grave y preocupada.
—Desgraciadamente, estoy aquí como representante oficial cerca del Emperador, de Jon de Calais. Acabo de pasar dos horas en una sesión con Su Majestad y se ha quedado considerando la vuelta a Loren para una Conferencia del Consejo. La situación en el Centro es sencillamente así: nuestras fuerzas tienen el control de los grupos centrales y éstos demandan la paz. Calais quiere rehusar cualquier condición y en su lugar desea aplastarlos mientras tiene la oportunidad de hacerlo. El Emperador propende tentadoramente a sostener la misma opinión y ese condenado Consejo me temo que piense igual. —Y vació de un trago el vaso, poniéndose la mano izquierda sobre los ojos como atacado repentinamente por un dolor de cabeza.
Aylan le observó en silencio por un instante, considerando qué sería la causa del trastorno de su amigo.
—Bien, ¿qué hay de extraño en todo eso? Parece perfectamente normal. No irás a decirme que tu lealtad se está apartando de Loren. —Pero sonrió al decir aquellas palabras.
Milenn no sonrió cuando le dirigió nuevamente la palabra. Parecía sorprendido por el comentario de su amigo. Cuidadosamente puso su cigarro a un lado.
—¿Tan pronto has olvidado, Aylan? —preguntó gentilmente—. ¿Recuerdas como llamábamos, cuando éramos niños, de la historia, las ideologías y del alma de los hombres? No puede vencerse a un hombre machacándole cuando está caído. Esas gentes están dispuestas a admitir que Loren es más fuerte que ellos. Casi están dispuestos a aceptar la Federación, si son tratados como hombres y no como animales. Calais los conquistará, sí, barriendo sus flotas de guerra; pero jamás conseguirá ganarse su respeto y lealtad. ¿Por qué crees que cayó el último Imperio? Porque estuvo basado y construido en el uso de la fuerza y fue odiado, y no tuvo ni afecto ni lealtad. No podemos dejar que eso vuelva a suceder de nuevo.
Se quedó en silencio y Aylan se le quedó mirando fijamente, maravillado frente a aquel hombre que veía el futuro de una forma tan definitiva. Milenn tenía razón, por supuesto. Siempre la tenía. Las noches y los días de su niñez flotaron juntos como un todo en la mente de Aylan, y Milenn siempre estaba presente en todos sus recuerdos, guiándole y ayudándole, y siempre había tenido razón.
—¿Hay algo que deseas que yo haga? —preguntó Aylan con cierta incertidumbre en presencia de aquel hombre confiado y seguro de sí mismo.
El guerrero tostado por los soles del mundo se adelantó en su asiento y examinó sus manos con una elaborada lentitud. Cuando habló su voz estaba cargada de sentimiento.
—Si aún crees en aquellos ideales chapados a la antigua que solíamos soñar tú y yo, sí que hay algo. Quiero que pidas al Emperador que releve a Calais y te ponga a ti al mando de las fuerzas.
Al Príncipe le pareció que el mundo se tambaleaba a su alrededor y apenas si pudo sostenerse en pie.
—¡Tienes que estar loco! —Como en un flujo cósmico que se le viniese encima, vio por un instante las estrellas cómo aparecían al anochecer rodeadas de un halo despectivo, cruel, frío. Vio también a las naves achicharradas, manchadas de sangre, rugiendo y centelleando sobre las regiones del Centro, teatro de la guerra. Vio a su padre reír, con cara de burla, mientras le decía que tomaría a Adriel de Corydon como su amante diplomática. Y se vio a sí mismo como un soñador romántico, sabiendo que nunca sería capaz de ponerse al frente de un ejército.
Hundido en su asiento, Milenn permaneció inmóvil. Estaba preparado para aquella situación y sabía lo que tenía que esperar. Y suavemente, cortando como un cuchillo exquisitamente afilado a través del caos del torbellino mental de Aylan, habló.
—¿Por qué? Una vez, tienes razón, yo habría estado loco al sugerir una cosa así. Tú eras débil, porque tu padre te había convertido en un ser débil y desamparado. Pero no ahora, Aylan, Ahora eres un hombre. He podido comprobarlo tan pronto como te he visto al llegar. Serás el Emperador un día y tienes que aprender a encararte con la responsabilidad. Y el Centro tiene que ser salvado de semejante carnicería.
Aylan se aproximó de nuevo a la consola y con hábil toque de los dedos, hizo la oscuridad en la estancia y conectó las Lentes Galácticas. Era como permanecer entonces en una posición increíble, gigantesca, fantástica, sumido en la nada con los soles de la Vía Láctea brillando y flameando a su alrededor. Con un perfecto simulacro de la Galaxia y en forma de espiral, las lentes llenaron toda la estancia iluminándola con una brillantez impresionante.
El Príncipe vio a Milenn levantarse y adelantarse hacia la luminiscencia del Centro.
—Aquí está el futuro. Una galaxia unida, Aylan. ¿Puedes imaginarte lo que eso significa? —Su rostro brilló como una visión del futuro y una dedicación apasionada a la que Aylan no pudo sustraerse—. La Federación: he ahí el sueño convertido en realidad. Nada de un imperio impuesto por la fuerza, sino la paz aceptada libremente. Y después... ¿quién sabe? Existe el espacio interestelar, nuevas riquezas, nuevos logros técnicos, tal vez la evolución mental y metafísica. Pero es preciso que consigamos primero la paz y tú eres la clave vital para ello.
Las espirales de luz fluyeron a través de la oscuridad, siendo Aylan el coloso que habría de darles forma. Supo, entonces, que tendría que aceptar su destino. Siempre resulta más fácil la postura de encerrarse en la propia concha, vivir en el pasado y negar el futuro en gracia a las comodidades y seguridades presentes, pero ya no podía seguir marchando por tan cómodo y agradable sendero. Aylan se sintió entonces vigorizado, influido por una nueva fuerza.
Se dirigió a la consola y desconectó las Lentes Galácticas. Conforme se fue apagando la luz de las estrellas, las paredes recobraron su resplandor fluorescente, y un brillo especial apareció tanto en los ojos de Aylan como en los de Milenn.
—Lo haré —dijo, y estrechó la mano de su amigo en un pacto que significaba el fin de todo un universo.
La gran mesa tallada en roble del Refectorio Real estaba dispuesta para un desayuno tan delicado como siempre, a despecho de que el séquito de la Corte tomaría sólo una comida rápida para dejar el planeta inmediatamente en camino hacia Loren. Aylan tomó asiento al extremo de la mesa, en el lugar opuesto al del Emperador, como correspondía a su calidad de heredero del trono, y se sintió contento de tener a Milenn sentado a su derecha. Su padre y la amante aún no habían llegado y Aylan se hallaba inquieto y agitado. Se tomó la libertad de polarizar la gran pared exterior. Al alinearse los átomos por sí mismos en un mismo campo, la pared quedó convertida en una enorme ventana que daba a los jardines del Palacio. Lejos y a la derecha, el sol amarillo y suave de Nara aparecía rodeado todavía con la gloriosa aureola del amanecer. Lo que había de poeta en Aylan se sintió tocado por aquella inmensa belleza y quedó hechizado por la hermosura de aquella mañana, cuando Malvara y sus mujeres entraron en la estancia.
El rudo anciano iba vestido con una toga de seda y oro que mostraba su poderosa fuerza muscular y el aire de majestad y respetabilidad que jamás había poseído en sí mismo. Dirigió una sardónica sonrisa al reconocer la presencia de su hijo y el Príncipe hizo la inclinación que la etiqueta de la corte requería. Para él todo el encanto de la mañana ya había desaparecido en el acto y el odio hizo mella de nuevo en su corazón, ya que a la derecha de Malvara tomó asiento Adriel de Corydon, la amante diplomática del Emperador, con quien compartía el lecho imperial.
Aylan sabía que Malvara estaba aguijoneándole. Desde su niñez había sido el foco de una guerra psicológica, planeada para enseñarle su posición de vasallo. El Emperador necesitaba un heredero; pero tenía el miedo de que el heredero no le necesitase a él. Y así, a la menor ocasión que se presentaba, Malvara humillaba deliberadamente a su hijo, procurando sin palabras clavarle en la mente la lección mil veces dada a entender:
¡Estoy en la cumbre de todo, muchacho, no lo olvides!
Adriel había sido la última lección; pero Malvara había calculado mal. Aylan no estaba acobardado. Era ya la gota que colmaba el vaso y el temor y la repugnancia se habían convertido en un odio frío y despiadado. Aylan tenía el convencimiento de que tendría que matar a su padre.
Adriel era la encantadora hija del ex tirano de Corydon. Los científicos de aquel sistema del Borde habían alcanzado su más extraordinario logro en ella, ya que estaba genéticamente diseñada y planeada para la belleza, la inteligencia... y algo más. Los especialistas en genética le proporcionaron el talento, un don difícil y muy improbable de calcular, aún sin saber cómo sería.
Pero ella era una emotiva.
"Camaleónico" era el adjetivo inevitable; pero el término no era muy preciso: Adriel podía controlar totalmente su yo emocional. Era un extraordinario mecanismo defensivo; pero algo más todavía. Constituía un talento, un don especial, que ella podía utilizar a su voluntad en sí misma y en los demás.
Ni que decir tiene que todo el mundo la amaba, generalmente de una forma fraternal y protectora. Su subconsciente sabía mejor que su cualidad de emotiva lo que significaba su gran atracción sexual. Pero no tenía la menor intención de entregarse a cualquier varón que llegase dentro de su alcance emotivo. Pero por Aylan, el calmoso hijo del vencedor de su padre, ella había sentido los verdaderos estremecimientos del amor.
Habían sido como muchachos en su nuevo descubrimiento. Su mutuo amor era como el amanecer, como el perfume de las rosas, como la brisa de los árboles. Ella había sabido desvelar los principios de la hombría de entre la asustada adolescencia de Aylan, y su amor era como una flor pronta a abrirse a la luz en todo su esplendor.
Para Malvara resultaba inimaginable que su hijo pudiese contar con semejante victoria. Y así fue como Adriel se convirtió en su amante diplomática. Ella pudo, por supuesto, haber utilizado su talento de emotiva para sembrar el horror, el disgusto o el terror en la mente de Malvara; pero el Emperador no era ningún estúpido y además había diez cruceros pesados estelares en órbita permanente por cada planeta del sistema de Corydon.
Y así, Aylan tomó asiento al extremo de la mesa con el puño apretado sobre el tenedor, a la vista de la forma velada como una monja, a la derecha de su padre. No hay más que alimentar un odio lo bastante en el tiempo y con las acciones y ponerlo a presión, para que un día estalle destrozando o al que odia o al odiado. Aylan jugueteó con el alimento que no podía comer sabiendo que no sería él solo el que tendría que morir.
* * *
El Consejo se hallaba reunido en sesión plenaria cuando la Corte volvió a la Ciudad Imperial de Loren. Su Majestad, el Santo Emperador Malvara, Señor y Dueño de Loren y de la Galaxia, hizo su entrada en el vasto monumento sostenido por fantásticas arcadas y tomó su puesto en el trono erigido a seis pies de altura sobre el pavimento de mármol. El Consejo permaneció en pie hasta que estuvo sentado, para después ir tomando sus respectivos lugares de la asamblea. Malvara raramente convocaba al Consejo para recibir su opinión en decisiones políticas.
Aquel viejo parecía mucho más un gorila con su luminosa capa. Dejando a un lado la trivialidad de las formalidades, Malvara fue derecho al grano.
—Mis señores de Loren. En la larga y sangrienta guerra que hemos tenido que ir sosteniendo con las alianzas Centrales, hemos procurado siempre traerles a una dependencia con nuestro glorioso Imperio. Ahora, con el mando brillante, tanto planetario como espacial, de Jon de Calais, Loren dispone de todos los poderes para que se nos supliquen condiciones de paz. Calais me ha enviado por las manos capaces del conde Milenn de Danak una solicitud de permiso para rechazar todas las condiciones y barrer a nuestros enemigos mientras que se hallan en condiciones de neta inferioridad respecto a nosotros. Claro está que esto podría engendrar un antagonismo hacia Loren durante algunas generaciones; pero la cuestión principal que debemos resolver ahora es la siguiente: ¿serviría mejor este curso de acción a los intereses del Imperio de Loren, o deberíamos aceptar condiciones y correr el riesgo de una nueva revuelta en un futuro próximo?
Malvara miró a las filas de Consejeros alineados a sus pies en la gran Cámara y se produjo un momento de silencio, antes de que un murmullo de discusiones comenzara a discurrir entre los miembros del Consejo Imperial. Aquellos miembros, viejos representantes, bárbaros en su forma de pensar, eran no obstante lo suficientemente astutos para darse cuenta que se discutía una decisión que podría dar al traste con el futuro entero de la Galaxia.
Malvara esperó hierático en su trono durante diez minutos, mientras que los miembros conferenciaban de prisa, unos con otros y después llamó al primer Presidente de la Cámara para que ocupase la tribuna.
Mientras que el primer Presidente se adelantaba al lugar indicado, se produjo un movimiento de sorpresa del lado de la Entrada de la Familia Imperial y Aylan hizo su entrada en la Cámara. Vestido con el manto púrpura iridiscente y la blanca piel de la Casa Imperial, ofrecía una imponente figura. La resolución y la madurez de su porte hicieron que Malvara apretase las mandíbulas. Desde su elevada posición, el Emperador observó la entrada sin precedentes de su hijo en el Consejo y por primera vez en su vida, sintió miedo.
Los cuellos estirados de algunos miembros y los furtivos murmullos despertados por la aparición del Príncipe, mostraron que ellos se encontraban realmente sorprendidos también. El primer Presidente de la Cámara dio otro paso hacia la tribuna, vaciló y esperó futuros acontecimientos, como una ridícula figura detenida en el pasillo.
La imponente figura del Príncipe continuó rectamente hacia los límites del campo protector que rodeaba la figura del Emperador haciendo la reverencia de protocolo frente a Malvara.
—Solicito perdón del Emperador y de este Consejo —comenzó a decir encarándose con Malvara— por esta intrusión y ruego me permitan hacer uso del privilegio que me concede el derecho de la Familia Real para discutir el tema que aquí me trae.
No existía nada que legalmente pudiera Malvara hacer para impedir que Aylan hablase, por lo que dio su consentimiento con un gesto que pretendió ser gracioso. Conforme observaba a su hijo subir a la tribuna, su mente comenzó a sentir los efectos de un torbellino de ideas encontradas. Durante veintidós años había estado hiriendo, molestando, humillando a su hijo con el deliberado propósito de convertirlo en algo psicológicamente imposible de acometer la acción que estaba llevando a cabo ahora. Un sudor helado le perló la frente y tuvo que hacer un gran esfuerzo para recuperar su sardónica calma.
—La verdad es algo más que una actitud de la mente —estaba diciendo Aylan—. La Federación es nuestro objetivo. El Imperio es el medio de conseguirlo; pero no un fin en sí mismo. Todos nosotros sabemos qué ocurrió al Hombre en la Galaxia la última vez que el Imperio se convirtió en un instrumento incrustado en su propio sistema. Oh. ya sé que esto puede parecerle a alguien una traición e incluso a algunos, una herejía, pero el Imperio no es más que una estación de tránsito para alcanzar un sueño más grande y elevado.
Se detuvo y sintió que una nueva fuerza le recorría las venas dándole renovadas fuerzas. El Emperador, según comprobó, aparecía en su trono vacilante y trastornado, como si estuviese oyendo las trompetas del Juicio Final. No se oía en todo el Consejo ni el vuelo de una mosca; era como si se hubiese detenido el reloj del tiempo.
—No se puede destrozar la familia de un hombre y esperar que ese hombre nos ame. Esto es axiomático, aunque no sea para ustedes demasiado importante cuando se tratan asuntos del Imperio. El amor no tiene ningún lugar esencial en el mundo del Imperio. Pero en una galaxia donde los hombres son libres y realmente iguales, una Federación es lo que yo espero con el favor de Dios, que sea el sueño de todos nosotros, y ahí, el amor es lo fundamental. No podemos permitir que el Centro quede aniquilado por una masacre espantosa y brutal. Ese sueño de que hablaba hace unos instantes está mucho más cerca de lo que jamás hayamos esperado. Como el Emperador ha dicho a ustedes, los estados Centrales han solicitado peticiones de paz. Aquí tenemos nuestra oportunidad para un Imperio pacífico y, eventualmente, una Federación en que reine la paz.
Con la sangre circulándole por las venas a un ritmo creciente por su propia audacia, Aylan abandonó la tribuna y atravesó la audiencia hasta encontrarse de nuevo frente al trono de su padre.
—Padre mío. Emperador Malvara, has oído cuanto he dicho. He hablado de una teoría. Ahora deseo que esa teoría se ponga a prueba. Transfiere los poderes de mando de las operaciones Centrales a mi persona. Permíteme ir a los gobernantes del Centro con la paz y juro que el Imperio jamás sufrirá las tragedias en que se sumirá inevitablemente si Jon de Calais recibe permiso para continuar por el camino sangriento que ha emprendido.
En el vasto claroscuro de la gran estancia, aquel momento de estupor parecía continuar. La alta y esbelta figura del Príncipe era como una llama que quemaba los pies del Emperador. Malvara era una estatua llena interiormente de una rabia fría y silenciosa, con los labios comprimidos como una cicatriz, y con sus manazas peludas aferradas brutalmente a los brazos del trono dorado. Y de repente, aquella suspensión del tiempo quedó rota con una brutal carcajada procedente del Emperador. Burlado, sorprendido e irritado, quedó aplanado momentáneamente, al saber que había fallado su propósito y que ahora tendría que hacer lo que nunca hubiera deseado poner en práctica.
La cara de Malvara era una máscara de odio y su voz sonó como un puro sarcasmo.
—Si no fueras mi hijo, Aylan, seguramente morirías sólo por lo que acabas de decir. Tus nobles sentimientos te han llevado ciertamente a pronunciarte en términos de traición en tu torpe cerebro. ¡Y me pides el mando de las fuerzas! ¡Primero se lo entregaría al bufón de mi corte! ¡Mi pobre hijo! ¿Desde la compañía de niños y mujeres quieres aventurarte en el dominio de los hombres? —Y escupió, cayendo la saliva a los pies de Aylan—. Y ahora, vete y olvidemos el infortunado incidente que acaba de producirse.
Levantó los ojos hacia el Consejo, cuya mayor parte de sus miembros se sentían inmersos en el silencioso drama que estaba desarrollándose, demasiado grande como para comprenderlo por alguien ajeno a la Familia Real. Y sin detenerse más, ignorando completamente al Príncipe, se dirigió a aquellos ancianos de cabellos blancos, alineados en los niveles inferiores del Trono.
—Lo he decidido. Calais seguirá adelante... los reinos Centrales tienen que morir, ya que el Imperio no puede correrse el riesgo de competencia alguna.
Con un gesto histriónico, Malvara se arrolló la brillante capa dorada alrededor del cuerpo y descendió del alto trono. Aylan permanecía allí como un muñeco vestido de fiesta, al pasar el Emperador junto a él sin dignarse dirigirle la mirada y en dirección a la entrada de la Familia Real. Al descorrerse el acceso, Aylan sintió que un río de fuego le circulaba por las venas y gritó a su padre:
—¡Espera! —Su grito tuvo la virtud de cortar la respiración al Consejo y Malvara hizo un elaborado gesto para detener el paso, volviéndose lentamente hacia su hijo con una sardónica sonrisa en su feo rostro.
—Aylan... te he ordenado que vuelvas a casa.
Pero el Príncipe se dirigía rectamente hacia él en aquel momento y sintió que un frío sudor le perlaba la frente como si sintiese la muerte que se le aproximaba.
—¡Malvara! —grito Aylan con una voz que heló la sangre en las venas a los miembros del Consejo, por la absoluta falta de humanidad de aquel grito—. Como heredero del Trono y bajo las Leyes de Yusten el primer Emperador, te emplazo a una justa causa y te desafío en duelo.
Malvara pensó en aquel instante que ya era su vida lo que se ponía en juego.
—Acepto, por supuesto —se limitó a contestar orgullosamente y dando la espalda a todos los presentes, abandonó la Cámara.
El Jugador estudió el tablero, con sus miles de millones de piezas y la enorme complejidad del juego emprendido y vio que el Rey se hallaba en peligro. Cuidadosamente, movió la Reina y se retrepó en su asiento. La Partida tocaba a su fin.
Yusten había sido una leyenda en su propio tiempo, y en el Imperio de Loren. cada vez más extendido, su nombre había crecido en proporción al número de años que habían transcurrido desde su muerte. Su vida había seguido la clásica pauta de un héroe popular. Nacido en el torbellino de los imperios que surgían por la Galaxia, había destacado en las filas de los combatientes heroicos hasta llegar a tener el mando de Loren en sus manos, por todo su sistema. Alto y de buen aspecto, como Aylan, poderosamente dotado de fuerza muscular como su hijo Malvara y con la profunda visión interior que sólo se da en pocos grandes hombres de gobierno, había sido el héroe popular que había hecho de Loren el inmenso y potente Imperio que Malvara había heredado a su muerte. Bárbaro, aunque cultivado, hombre de espada y de guerra, legalista, aquel extraño y poderoso hombre de Estado y caudillo de cien victorias había dejado tras él, como un inolvidable monumento, las Leyes de Yusten. Las primeras entre tales leyes habían sido las concernientes a la política interna de la Familia Imperial. En una primitiva fase de la ley y la sangre, había instituido el Duelo Judicial. Y por primera vez desde aquella institución legal de derecho, iba a dirimirse por un duelo si el padre o el hijo sería quien tuviese que seguir gobernando el Imperio.
* * *
Milenn tomó asiento en el lujoso confort de un diván neumático y se mordía pensativo el dedo pulgar. Una de las paradojas que había descubierto en su extraña odisea por la vida, era que la violencia es, con frecuencia, necesaria en el sendero que conduce a la paz. Observaba a Aylan comprobando sus armas para el duelo y sabía que su extraño destino radicaba en su resultado.
—La cosa que más me preocupa —murmuró Aylan, mientras que se ajustaba bajo la capa el escudo de fuerza en miniatura—. es el hecho de que mi padre ya ha tenido experiencias en el duelo. Éste podría ser el factor que decidiese su victoria...
El zumbador automático de la puerta sonó y un momento después su ayuda de cámara entró en la estancia con una pistola de positrones recién cargada de energía. Con unas breves palabras de agradecimiento, Aylan la tomó de sus manos y sopesó el arma en la suya. Satisfecho la colocó en la pistolera incrustada de joyas que se abrocó alrededor de la cintura. Consultó su reloj y comprobó que sólo faltaban dieciocho minutos para que tuviera lugar el duelo.
—Vamos —dijo a su amigo—. Quiero hacer pruebas con esta condenada cosa en el campo de tiro antes de que llegue el momento.
Caminaron juntos por el corredor alfombrado hasta el campo de tiro. El peso del metal en el bolsillo de Milenn golpeaba contra su muslo, y su estado de ánimo se debatía angustiosamente entre si entregársela o retirarla de las manos de Aylan. Sería una decepción en el duelo, pero había muchas más cosas implicadas e importantes que la honestidad cuando un hombre va a matarse.
Se abrió la puerta de la sala de tiro al aproximarse ambos. Aylan entró primero y paseó por el piso de la vasta estancia, mientras que Milenn levantaba un campo de fuerza, como un poderoso escudo, a su alrededor.
—¿Estás ya cubierto con seguridad? —le preguntó Aylan y cuando Milenn aprobó con un gesto, el Príncipe activó el dispositivo. Inmediatamente se produjo una total oscuridad, como un perfecto simulacro de un duelo en la Sala destinada al efecto. Por un momento, el escudo de fuerza de Aylan se iluminó como un nimbo violeta que le iluminó en la oscuridad. Y con un silbido de serpiente una gran descarga energética le fue disparada. Su reacción fue rápida, lanzándose al suelo y rodando sobre sí mismo hasta hallarse a bastantes pies del primitivo lugar. El rayo de energía le alcanzó solo de pasada, lanzado por el robot Enemigo y antes de que éste tuviese tiempo de disparar de nuevo, Aylan ya le había disparado al lugar de donde procedía el rayo energético. No se produjo zumbido alguno procedente del indicador de impactos, por lo que obviamente se había perdido. Su escudo protector parpadeó unos instantes, quedando nuevamente desprotegido.
Con infinitas precauciones en la oscuridad y tan silenciosamente como pudo, fue deslizándose hacia el otro extremo de la sala de tiro. Súbitamente el nimbo del escudo Enemigo parpadeó y el disparo de Aylan salió instantáneamente en dirección al androide. Su puntería fue pobre y perdió el objetivo por un pie de distancia. Simultáneamente el indicador zumbó y las luces se encendieron.
Dejando caer el pesado escudo protector, Milenn salió fuera del espacio de tiro y ayudó a Aylan a ponerse en pie. El Príncipe había dejado caer su arma y al levantarse la recogió.
—Así habría sido —dijo sonriendo decepcionado— si el robot hubiese dispuesto de un arma verdadera. Espero que el Emperador haya perdido algo de la rapidez de sus reflejos, puesto que así lo ha programado para el robot.
En la mente de Milenn se estaba formando un cambio de opinión. Cuando hubo visto a Aylan alcanzado por el disparo, comprobó que no podría permitirse el disponer de muchas oportunidades. Rápidamente sacó de su vestido un pequeño y pesado tubo de metal anodizado y se lo mostró a Aylan.
—Mira esto, Aylan —dijo con voz grave y preocupada—. La Galaxia no puede permitir que te maten hoy. Vamos a tener que utilizar una pequeña duplicidad.
Aquel tubo resultaba frío al contacto de la mano de Aylan y el Príncipe lo miró perplejo. Era algo que jamás había visto antes. Levantó los ojos hacia Milenn con una muda pregunta en la mirada.
—Es un arma del Viejo Imperio —dijo el Conde—. Se le llamaba una pistola de estasis y fue probablemente el mayor logro de nuestros antepasados. No estoy muy seguro de cómo funciona, pero lo que puedo asegurarte es que lo hace de la forma más efectiva. De alguna manera, lleva todos los componentes de su tiro hacia un estasis mínimo, de forma que todos los átomos se disponen en un mismo nivel de energía. Tendrás que usarla si quieres salir vivo de este duelo.
Mientras hablaba tomó el tubo de manos de Aylan y lo insertó diestramente bajo el cargador de energía de la pistola de positrones. Su peso quedaba bien equilibrado y Milenn entregó el arma al Príncipe.
—Utiliza la pistola como de ordinario, pero por amor de Dios, no dispares antes de que tengas una oportunidad de hacerlo bien. El campo está lo bastante asegurado para que tu enemigo resulte destruido aunque sólo dispongas de su localización general.
Miró a su reloj. Sólo quedaban tres minutos para el duelo. Aylan seguía mirando sombríamente a la pistola positrónica.
—Un arma del Viejo Imperio —murmuró sacudiendo la cabeza—. ¿De dónde la conseguiste? Tiene que tener por lo menos mil años de antigüedad.
—Así es, y por lo demás, hay una vieja historia relacionada con ella. Pero por el momento, lo único importante es que hay un duelo en que tienes que salir victorioso.
* * *
El altar aparecía alumbrado con velas, bañándolo en un rosado resplandor. Veret acabó la misa, bendijo a los dos combatientes y se levantó, dispuesto a pronunciar un sermón adecuado a las circunstancias. Su rostro aparecía profundamente preocupado y habló mientras las lágrimas corrían por sus enjutas mejillas. Para él, al menos, el duelo comportaba algo más trascendental que el futuro del Imperio. En aquel día, un padre tendría que matar a su hijo, o un hijo iría a terminar con la vida de su padre.
El servicio religioso terminó finalmente, y la comitiva del séquito se levantó de sus reclinatorios, saliendo del aire embalsamado con el incienso de la Capilla al aire limpio y fresco del jardín del claustro. Sombríamente, la procesión se dirigió al campo de tiro dispuesto para el duelo, con Malvara y Aylan a la cabeza del cortejo. Para Aylan era como caminar por un espeso manto de melaza. Su respiración se hacía más pesada y su corazón le latía furiosamente con una intensidad aterradora. La muerte no le causaba un terror especial, en absoluto. Más bien era el temor de lo fuera de lo natural, lo que parecía agarrotarle los miembros y arrastrarle hacia atrás. El odio hacia su padre parecía haberse desvanecido entonces, de cara a un parricidio posible. Por supuesto, no podía perder en el duelo. Nada manufacturado en aquellos bárbaros días podría soportar el efecto de un arma del Viejo Imperio. El sudor le bañaba el rostro hasta que el séquito entró en el campo de tiro del duelo.
Todos, excepto Aylan y el Emperador, se situaron tras los escudos potentes a los lados del campo de tiro y los dos contendientes se situaron uno frente al otro. Por un instante, Aylan casi pareció dispuesto a llorar y pedir que se detuviera el duelo. La cara adusta y feroz de su padre pareció reconcentrarse en la expresión de sus ojos, abrió la boca y...
Se apagaron las luces. Estaba solo. No había estado nunca así cuando experimentó con el robot de tiro. Allí podía resultar muerto ciertamente. Aniquilado. Deshecho para siempre. Tragó saliva y le pareció escuchar el eco de su acción en la estancia sumida en un silencio total. Se encontró sorprendido a sí mismo de hallarse desplazado hacia la derecha, dentro del más absoluto silencio en la sala de tiro. El peso de la pistola positrónica en sus manos, pareció inyectarle confianza. Allí estaba su destino, la grande y definitiva Partida a jugar. ¡A quién le tocaría primero! Si su escudo era atacado primero, se inclinaría hacia adelante, y hacia la izquierda, rodaría hacia adelante después y hacia la derecha. Si era el de su padre, dispararía rectamente hacia la primera imagen que apareciese. Es decir, si Milenn tenía razón. Si sucedía realmente que el rayo de estasis era suficientemente amplio. ¿Qué pasaría si aquella condenada arma antigua estallaba en sus manos? Demasiado tarde para preocuparse ya de lo que pudiera pasar.
El nimbo apareció rodeándole. No se movió. No lo hizo por una fracción de segundo, lo que resultó suficiente. Incluso habiéndose desviado instantáneamente, el rayo energético de Malvara la cogió y alcanzó el nimbo violeta de que estaba rodeado. El choque resultó diez veces más potente que el producido por el robot y de no haber llevado el miniescudo protector, habría resultado deshecho en pedazos. Se tiró hacia atrás rápidamente y perdió la culata de la pistola, cayendo ruidosamente en el suelo.
El efecto neurónico del disparo neutralizó el escudo protector y le obligó a sentirse como agarrotado por un segundo. Desesperadamente trató de controlarse a sí mismo, pero sin hacer el menor ruido, ya que la más pequeña indicación habría significado otro nuevo disparo de Malvara. Temblando sin control, se echó al suelo sobre las manos y rodillas buscando a su alrededor el arma escapada de sus manos. Al instante, sus manos tocaron algo frío y duro y de nuevo tuvo la pistola en sus manos. Una sensación de alivio y de seguridad volvió a renacer instantáneamente en el Príncipe, y se sentó en el suelo empuñando firmemente el arma tan nervioso como un muñeco de feria. El nimbo de Malvara se iluminó y Aylan todavía continuó sentado en el suelo con el arma empuñada.
Mientras que el Emperador se desplazó inmediatamente hacia un lado, Aylan apuntó en la oscuridad y apuntó aproximadamente en la dirección que suponía se hallaba su enemigo. Antes de poder disparar, el resplandor violeta había desaparecido. Sin pensarlo más y extrapolando la dirección del movimiento de su padre, presionó el activador de la pistola.
Por un instante, la estancia pareció iluminada como a plena luz del día. Un enorme derroche de luz brillantísima pareció surgir de Aylan rodeando al caído Malvara y a la pared trasera. Después la luz desapareció; pero el Emperador estaba quemándose como una antorcha viviente y un círculo de la pared y del suelo tras la víctima caída estaba al rojo vivo. Lentamente sus facciones se fundieron en una fantasmal caricatura de su normal expresión sardónica. Con un suave sonido, como un último suspiro, su cuerpo cayó colapsado en un charco de líquido ardiente mezclado con el material del piso y las paredes a donde había alcanzado el disparo. A través del agujero abierto en la pared, llegó una suave brisa llevando a! olfato de Aylan el perfume de las flores junto al de la carne achicharrada de su padre. Entonces no tuvo que preocuparse más de conservar la guardia mortal de aquel espantoso duelo a vida o muerte que acababa de celebrarse.
Aylan caminaba con paso majestuoso vestido con sus ropajes imperiales por entre la vasta soledad de la inmensa catedral y como perdido entre las nubes de incienso y la presencia de los siglos pasados, aún presentes en aquel marco religioso. Llegó por fin hasta la arcada de la catedral correspondiente a la filigrana en piedra del altar. Allí residía la esperanza de su destino, aunque el odio y la muerte le habían precedido y probablemente podrían volver en el futuro. Pero en aquel lugar no existía el odio, sólo la paz del tiempo y la silenciosa y potente bendición estampada en la piedra, y alguien además que le esperaba, Adriel.
Por encima de él centelleaban los colores de los vidrios artísticos de los grandes ventanales y ante él el arcipreste y sus acólitos vestidos con sus ropas de encaje propias de la gran solemnidad del momento. Con cuidado y mesura, Aylan se adelantó hacia el nivel más bajo del altar y se postró en el suelo. La voz del arcipreste llegó a sus oídos a través de una aureola de irrealidad y era como si la voz de los acólitos fuera el canto de todo un mundo.
—¿Es este hombre, Aylan, el heredero que reclama la Corona?
—Sí, éste es el hombre.
—¿Está purificado de todos los males y vicios del orgullo y la avaricia y digno de recibir la dignidad imperial?
—Sí, aunque sólo sea su cuerpo el polvo de la tierra, la Corona tiene que ser suya.
—Entonces, ponte en pie. Aylan, y asciende al altar de Dios.
Resultaba difícil levantarse desde una posición de postración con dignidad; pero Aylan ya había sido entrenado para aquel momento en muchos años. Hundió sus manos en el recipiente de aceite purificado que sostenía el acólito y el arcipreste le limpió cuidadosamente con un paño blanco. Después, suavemente, desató los lazos del ropaje exterior feo y pesado que Aylan había llevado hasta aquel momento sobre su cuerpo. Uno de los sacerdotes tomó la pesada capa de sus hombros y el Príncipe se irguió como transformado frente al altar. Su túnica, de un blanco deslumbrador, bordada de piedras preciosas, era digna del momento grandioso que estaba celebrándose en aquellos momentos.
Tomó el lugar correspondiente sobre el gran trono y el arcipreste se volvió hacia el pueblo.
—Aquí está Aylan de Loren.
La Corona imperial estaba sujeta en sus manos, como un milagro de belleza presente en el metal y en el nimbo resplandeciente de un campo de fuerza. Lenta y mayestáticamente, la colocó en la cabeza de Aylan.
—En nombre de Dios Todopoderoso y de Cristo, yo le nombro Emperador. Que todos le presten el amor y la obediencia.
Pero aunque sus palabras fueron amplificadas a través de la catedral, nadie pareció oírlas. Los aplausos y los gritos de entusiasmo de la multitud surgieron en un estallido espontáneo de aprobación cordial de su pueblo, mientras que las lágrimas resbalaban por las mejillas de Aylan. Entonces supo que no se había equivocado al aceptar su destino.
* * *
El jardín lleno de perfumes del Palacio Imperial no era menos encantador y fascinante que el que poseía la Real Familia en Nara. Para Aylan, especialmente, no podía ser menos teniendo una mano de Adriel entre las suyas, mientras sonreía amorosamente. Se detuvo para mirarla, bebiendo la exquisita belleza que emanaba de su rostro hechicero. En aquel atardecer dorado, ella era como el pétalo de una rosa, delicada, deseable y atractiva más allá de cualquier expresión o juego de palabras. Y sin pronunciar ninguna, la estrechó entre sus brazos, saboreando la miel de sus labios. Su amor era como un hechizo que encerrase todo el Universo. Se dejaron caer sobre la hierba cálida y la noche llegó en una sinfonía de rojo y dorado con el azul crepúsculo. Se percibía el perfume de las flores, llenándoles la noche entre el encanto de los imponentes árboles en flor, rodeándoles de un sueño irreal.
—¿Podremos hacerlo? —murmuró Aylan, y Adriel siguió su mirada hacia el cielo estrellado—. ¿Podremos lograr el sueño de una Federación para todos ellos? Ha parecido un sueño imposible y con todo... Milenn se ha ido.
—Cuando vuelva lo sabremos —repuso Adriel besándole su frente fruncida con la preocupación—. No, tal vez no regrese. Ahora lo sé. Tú puedes hacerlo.
Su sencilla fe era algo contagioso, tangible. La mano de Aylan le acarició revolviéndole sus hermosos cabellos y cerró los ojos.
—Por supuesto que podemos hacerlo, amor mío —dijo soñadoramente—. Sí, podremos hacerlo...
* * *
El sistema de subradio repiqueteaba terriblemente con el flujo de las terribles energías que discurrían entre las estrellas. Pero llevaban consigo la voz de Milenn, y su voz sonaba irritada.
—El poder de Calais se le ha subido a la cabeza —dijo la voz del Conde rugiendo entre el ámbito del cuarto de comunicaciones—. Rehúsa el entregar el mando de las fuerzas y ya está haciendo preparativos para bombardear y aniquilar los planetas de los dos sistemas más importantes del Centro. —Su voz se alejó desvanecida por la distancia y los técnicos manipulaban frenéticamente con los diales e instrumentos de la comunicación interestelar para sintonizar nuevamente la onda.
Las transmisiones del subespacio eran siempre un difícil problema, teniendo en cuenta que el navío estelar de Milenn se hallaba casi a cinco mil parsecs de distancia.
Aylan paseaba furiosamente de un lado a otro en la pequeña estancia de comunicaciones de la nave imperial, tan furioso como Milenn viendo sus sueños próximos a la destrucción a causa del motín surgido entre sus propias filas.
—"... hay solamente una cosa que hacer —volvió a decir la lejana voz del Conde Milenn—. Dispón la Guardia Imperial con armas de estasis y ven cuanto antes al Centro antes de que Jon barra del mapa todas las esperanzas puestas en la Federación por la que tanto hemos luchado.
—Pero buen Dios, hombre —dijo Aylan— tú mismo si apenas sabes cómo funciona el principio del campo energético del estasis. ¿Cómo podremos poner en práctica a tiempo esa idea?
Se produjo un lapso de unos segundos y la voz de Milenn volvió entre ruidos estáticos del subespacio, aquel mundo misterioso y lleno de fuerzas inimaginables de la materia del propio Universo estelar.
—"...mis habitaciones del Palacio, están los fotocalcos del dispositivo. En... principio son sencillos, extremadamente simples consiguiendo su potencia de la total conversión de la energía. Podrías ir fabricándolos en tu viaje hasta aquí, en los mismos talleres de las naves. Me encontraré con la Guardia Imperial en Leith dentro de dos días. Por tanto, todo lo que tienes que hacer es poner manos a la obra cuanto antes.
Aylan no sintió el menor resentimiento en la forma en que su amigo parecía ir tomando control de la situación. Ciertamente, que Milenn sabía mucho más que él la posición de los lugares del Centro y hablaba con una real autoridad que el Emperador no ponía en tela de juicio.
—Muy bien, Milenn. —Su voz viajó casi instantáneamente hacia la nave del Embajador Galáctico—. Aunque dudo si tendremos tiempo de llevarlo a cabo.
—Buena suerte, Aylan —repuso la voz de Milenn suavizada ya—. Todo lo que tienes que hacer es llegar hasta allí. —Su voz no sonó con la certidumbre de Adriel de la noche pasada.
* * *
Suspendida en órbita sobre el planeta Imperial, la Guardia especial del Emperador era la unidad de primer orden de la Flota de Loren. Dos cruceros pesados, monolitos de una milla de largo y cuyos campos energéticos podían soportar una bomba de tipo nova y cuyo armamento podía barrer todo un sistema de la Galaxia, tenía el inconveniente de que su relativa velocidad la hacía una fuerza más bien defensiva que táctica. Más inmediatamente valiosos, los cruceros ligeros estaban presentes así como las unidades pilotadas por dos hombres, de rápida y velocísima maniobra.
Entonces, cinco horas después del dramático mensaje de Milenn los conductores de las naves espaciales permanecían ociosos, pero con el ánimo en ascuas, mientras que Aylan hacía sus preparativos últimos en relación con los proyectores de estasis. Sin ellos, tal fuerza de ataque operacional, sería de muy poca utilidad contra la enorme fuerza de guerra de Jon de Calais y los mejores ingenieros de Loren fueron gradualmente volviéndose literalmente locos tratando de aplicar aquellos diagramas construidos hacía milenios y que había que llevar al torno y al metal de su estructura.
El pequeño, diminuto y pesado proyector con el cual Aylan había vencido en el duelo, estaba sometido a la acción de los Rayos X y a una completa disección de todas sus partes esenciales para recomponerlos durante cuatro horas, hasta que los ingenieros y científicos estuvieron en condiciones de recomponer aquel viejo rompecabezas de un glorioso pasado tecnológico, resolviendo así el total significado de aquellos diagramas. A partir de entonces, sólo quedaba la producción mecánica y masiva de los proyectores en los talleres de las naves en ruta hacia Leith.
Cinco horas y diecisiete minutos después del mensaje de Milenn, el Emperador subía en una pequeña nave de enlace hacia la Guardia Imperial. Con él iban tres ingenieros, los más altamente calificados y una multitud de diagramas y armas de excelente calidad, como renovación y puesta al día de las viejas armas del Antiguo Imperio.
Normalmente, el salto al subespacio resultaba un asunto dificultoso y molesto, pero el viaje de dos días hacia Leith, fue suficiente tiempo, aunque algo escaso, para que la maquinaria de los talleres de las naves imperiales convirtieran el acero altamente perfeccionado en aquellos tubos largos de inocente aspecto, que emparejados con los poderosos campos de fuerza energética, fuesen capaces de aniquilar toda una flota de espacionaves en cualquier encuentro en el espacio interestelar. Y tendrían que hacerlo. Era como una cuestión de vida o muerte.
Leith ya aparecía a la vista como un globo verdoso en constante aumento de volumen en las pantallas visoras de las espacionaves, cuando llegó el aviso de que el último de los proyectores había sido finalmente instalado en el lugar correspondiente. La Guardia había vuelto a entrar en el espacio normal sobre el borde del sistema de Leith y se encaminaba como un rayo al planeta de la cita en conducción solar corriente. En la sala de control de la nave insignia Ascaux, Thony, Lord Hardt, encendió el cigarro del Emperador Aylan con mano firme y aguardó con cierto aire divertido a que su Emperador mordiese el extremo del puro hasta reducirlo a trocitos.
—Tome asiento, Excelencia —le sugirió—. Queda todavía una hora para la llegada al planeta y andando de un lado a otro, como un puma enjaulado, sólo va a contribuir a destrozarse los nervios.
Aquel gigante de hombre, Jefe de la Guardia Imperial, era un hombretón colosal con la cara recubierta en su mayor parte por una espesa y descuidada barba. No había sentido, ciertamente, la menor pena por la muerte de Malvara, ya que nunca le había gustado aquel duro y cruel Emperador, y aquel joven, su nuevo Emperador ahora, a quien debía juramento de fidelidad hasta la muerte, le hacía sentirse en cierta forma confuso y trastornado. El pensamiento de una guerra civil inminente, le había sacado de quicio, pero en los días de viaje hacia Leith, Aylan se las había arreglado con su simpatía y su juvenil majestad para inyectarle algo del tremendo entusiasmo en pro de la necesidad de una Federación pacífica para todos con quienes tomase contacto. Lord Hardt reprimió una sonrisa y en su lugar se rascó discretamente su poblada cabellera alborotada de su atuendo guerrero.
Aylan dejó escapar un suspiro y se dejó caer en un asiento. Había perdido un peso considerable en aquel viaje de dos días, transmutado en energía nerviosa que tan liberalmente estaba empleando y dejando escapar en torno de sí mismo.
—¿Por qué tendrá que suceder casi siempre, Tohny, que el sendero que conduce a la paz, tenga casi siempre que ser regado con sangre? —Y en su rostro se reflejó un trágico sentimiento de preocupación ante sus propios pensamientos así expresados—. ¿Por qué, siendo el instinto de conservación uno de los principales motivos del Hombre, seguramente el más poderoso, necesita casi siempre estar intentando cometer un suicidio en masa a escala racial? Tal vez es que ciertamente algún Pecado Original es lo que guía al hombre social a su suicidio, a su propia destrucción.
—Yo no soy un filósofo, Excelencia —repuso el barbudo comandante—, pero estoy seguro de que no tiene su Majestad mucha razón en esta cuestión. Fíjese en la historia. Siempre ha existido una corriente predominante hacia la paz. Creo que encontrará que los comerciantes de guerras, son un número limitado de descontentos, aunque bien sabe Dios que por lo general son hombres poderosos. —Y dio una fuerte chupada a su cigarro—. Hay después la gran masa de los soldados y combatientes, que, como yo mismo, detestan la guerra y con todo tenemos que luchar por protegernos a nosotros mismos y a otros que aman la paz. Tal vez aquello de que "los humildes heredarán la tierra" sea algo cierto y divinamente inspirado pero desgraciadamente han de conseguirlo después de haber aniquilado a los crueles y violentos.
Emitió una risa entre dientes y se levantó de su asiento.
—Sugiero que entremos en el subespacio y sepamos si el Conde Milenn tiene algo nuevo que nos devuelva la calma a nuestra mente.
* * *
Junto a Leith, Milenn no tenía nada nuevo que comunicar, pero expresó su opinión de que la preparación de Calais para una masacre a gigantesca escala debería estar ya casi completada en todos sus detalles. Para cuando la Guardia Imperial llego al gran globo del planeta Leith, Aylan se hallaba físicamente enfermo de su esfuerzo mental reconcentrado en vistas de la enorme responsabilidad de los acontecimientos que se aproximaban; Lord Hardt aparecía visiblemente aliviado cuando la diminuta y afilada nave embajadora hizo contacto con la flota y Milenn se halló a bordo de la nave insignia. La presencia de la arrogante figura del Conde Milenn, tostado por los rayos de cien soles, calmó considerablemente al Emperador, hallándose en condiciones de enfocar serenamente el complejo problema que suponía su aproximación a la tremenda flota espacial de Calais.
—Las fuerzas rebeldes se hallan evidentemente en una posición política bastante pobre —dijo Milenn.
Tanto el Emperador, él y Thony, se hallaban sentados en la mesa de conferencias de la pequeña y lujosa estancia del Emperador. El Conde prosiguió:
—Nuestro Emperador Aylan es, por el momento, una figura ya popular y querida, como los espías de Calais tienen que haber ya comprobado por el momento. Tienen que estar dudando mucho de llevar a cabo un golpe de Estado, por lo que al menos, podemos esperar que haya una división de fuerzas temporalmente, dejando de lado el problema de la exterminación de los sistemas Centrales, para centrar su atención en la idea de suprimir a nuestro Emperador.
—Sí, eso tiene sentido.
Lord Hardt jugueteaba como ausente con una hoja de papel, pero su mente se hallaba agudamente concentrada en el problema, como lo haría una computadora electrónica.
—El Duque Jon puede ser un megalómano, pero no tiene nada de tonto. No empleará sus fuerzas en barrer a cualquiera de los sistemas Centrales, si al hacerlo, le deja en desventaja al encararse con nosotros directamente. Por lo tanto, si destruye a los sistemas Centrales y resulta muerto por nuestra flota como resultado, su orgía de destrucción, nada saldrá ganando con su loca acción.
—Creo que estás olvidando dos cosas importantes —dijo Aylan en son de advertencia. Se retrepó en su asiento, y consideró gravemente las facciones de cada uno de los hombres que tenía ante sí—. Primero: Calais tiene un ejército bastante fuerte en el espacio y puesto que no tiene conocimiento alguno de nuestra arma secreta, la Guardia Imperial no aparecerá como un desafío ante sus ojos de dictador. Dispone de suficientes naves que le capacitan para emplear doble número de las que nosotros disponemos, como para enfrentarse con nosotros y llevar a cabo así y todo la masacre general que tiene proyectada.
Se produjo un momento de silencio, en que sólo se oía el suave zumbido del acondicionador de aire.
—Segundo —continuó el Emperador—. Calais es un hombre amargado y como tú has dicho, Thony, un megalómano. Si se da cuenta de que su destrucción es inevitable, llevará a cabo una amplia y masiva destrucción como una especie de loca venganza.
A través de la oscuridad sin detalles del subespacio, la fuerza de ataque volaba a fantástica velocidad superior en varias veces a la de la velocidad de la luz en una carrera que tenía por objeto atravesar casi la cuarta parte de la Galaxia.
Mientras, en el interior del Ascaux, tres hombres luchaban por resolver el problema sobre cuya solución dependía el destino de toda una raza y aun sin darse cabal cuenta de su alcance, tal vez el destino de todo un Universo.
El Tablero estaba compuesto por miles de millones de luces centelleantes en forma de piezas móviles. De nuevo, el Rey se hallaba en peligro y la Reina no se hallaba en posición de ayudarle, en la Gran Partida. El Jugador, movió sus peones. La Partida estaba a punto de acabar.
A través del corazón de la Galaxia, la flota imperial de Loren era sólo un puñado de puntos perdidos en el espacio, impotente para ayudar a los sistemas Centrales. Anani, Kiel, Ghatoos, Blucher y Menai, los orgullosos sistemas jóvenes del Centro, estaban sometidos a la mano de hierro de Jon de Calais.
En la nave insignia Loren, la férrea mano de Jon de Calais, estaba apretada contra un vaso de una horrible bebida hecha para estómagos de caballo. El Duque era un hombre duro y amargado y el alcohol era la única debilidad que se permitía de vez en cuando. Tenía una razón para su básica misantropía; en uno de esos errores de la Naturaleza, había nacido sin piernas. Nunca había perdonado ni olvidado que el resto del género humano tuviese en cada uno de sus individuos dos miembros más que él y aquel espantoso complejo de impotencia contra lo inevitable, su brillante estrategia volvía siempre hacia la monstruosa idea de aniquilar a la especie humana en masa.
Aparecía sentado sobre una plancha antigravitatoria de plástico que le servía de soporte a la ausencia de las piernas que le faltaban por nacimiento, como un halcón negro en su uniforme a propósito de la Flota Espacial. El licor le quemó la garganta y añadió más fuego al odio que ya sentía por aquel joven que quería interponerse en sus planes de aniquilación. En la pantalla visora que cubría la mitad de la proa de su nave. las estrellas del Centro, lucían como un infierno de joyas relucientes y deslumbradoras. Calais, se lamió los labios inconscientemente al mirarlas y su garra se ajustó más en el vaso que sostenía en las manos.
Se oyó un zumbido desde el sistema video y su suave pantalla se disolvió para aparecer el Jefe de su Estado Mavor frente a él en imagen clara y nítida.
—Señor, acabamos de recibir un mensaje en un proyectil de uno de nuestros agentes en Loren. El nuevo Emperador ha dejado Loren hace tres días con la Guardia Imperial con la intención de forzarle a usted a dimitir de su mando. La fuerza de ataque que acompaña al Emperador, llegará seguramente dentro de un día o dos.
—Con la Guardia Imperial ¿eh? —Calais pareció entonces mucho más el ave de rapiña monstruosa y cruel que solía ser por naturaleza—. Gracias, Almirante, permaneceré en contacto con usted—. Entonces que esperaba llevar a cabo su acción planeada, tendría que vérselas con la nueva fuerza de ataque que se le presentaba en sus dominios del espacio. Tenía que suspender el bombardeo masivo proyectado; necesitaría sus naves para un propósito más urgente e inmediato. Desconectó la pantalla y la imagen del Almirante se desvaneció.
¿Por qué tendría Aylan que salirle al encuentro con aquella flota de guerra? Por supuesto que el grueso de la flota estaba en el Centro, pero Aylan deseaba sin duda que la mayor parte de la flota se retirase para convertirse en fuerza defensiva. El nuevo Emperador era, desde luego, un ser moralmente débil, a su juicio, gracias al cuidadoso entrenamiento que su padre había llevado a cabo sistemáticamente a través de la juventud de Aylan. ¿Esperaría que las fuerzas se revolvieran sólo por su presencia en el teatro de operaciones? Aquello parecía posible, pero para él, Aylan era sólo un niño estúpido e inocente en comparación con los hombres hechos y derechos habituados a la guerra.
El Duque tomó prontamente su decisión y conectó la pantalla de video nuevamente.
—Almirante, mantenga la situación aquí tal y como está, en espera de acontecimientos. Creo que tendremos que disponer de una fuerza especial para tratar con nuestro joven e impetuoso Emperador.
Jon de Calais se sonrió para sí mismo. Los acontecimientos se presentaban mejor de lo que nunca pudo haber esperado. Quitarse de encima, verse libre de Aylan, batir a los sistemas Centrales hasta ponerlos a sus rodillas y después...
Las estrellas brillando en la pantalla, era como un canto de adoración hacia su nombre y su persona...
* * *
Todas las cuestiones de Aylan quedaron resueltas, diez horas más tarde, cuando permaneciendo todavía en el subespacio, los detectores de la nave revelaron una flota de tamaño desconocido que se aproximaba desde la dirección de la base de operaciones de Jon de Calais. Thony avisó inmediatamente.
—Si Calais está con ellos —dijo Milenn. mientras que los tres hombres miraban fijamente en la semioscuridad a los verdes trazos de las pantallas detectoras—. y conociendo la complejidad de su poder está seguro de que puede ir a la muerte, podríamos intentar negociaciones con él en primer lugar y en caso contrario, de rehusarlas, utilizaremos los campos de estasis.
El ojo práctico y entrenado de Lord Hardt estudió las pantallas intensamente durante unos momentos y dio a conocer su opinión de que la otra flota era dos o tres veces mayor que la de la Guardia Imperial.
—Entonces, probablemente el resto de la fuerza de ataque mantiene un statu-quo en la parte del Centro. —Aylan miró entonces a Milenn—. Si destruimos a Calais ¿querrá el resto de la flota someterse al Mando Imperial?
Su amigo afirmó con un gesto, que pudo haber parecido una risita entre dientes, aunque sin el menor resto de humor en ello.
—La mayor parte de ellos, ni siquiera conocen su estado de rebeldía. Son los oficiales de alta graduación caídos bajo el dominio de Jon a quienes hay que vigilar. Pero creo, que con Calais desaparecido, los demás lamerán tus pies como si nada hubiese ocurrido.
Habló un altavoz y la voz de un ayudante informó al emperador que las naves que se aproximaban habían efectuado contacto por subradio con la Guardia Imperial.
El cuarto de comunicaciones resonaba constantes los ruidos estáticos del profundo espacio, cuando el trío llegó a captar el mensaje procedente de la nave de Calais.
Por primera vez desde su adolescencia, Aylan escucho la hermosa y profunda voz del Duque Jon de Calais. Distorsionada como estaba por los estáticos del subespacio, acostumbrada a mandar, conjuraba las imágenes de un dios de ojos claros y cabellos dorados, fuerte y musculoso como una deidad griega. Allí, pensó Aylan, radicaba el secreto de su poder sobre los hombres, y era increíblemente difícil sustituir la imagen de aquel dios por la de un maníaco con cara de halcón.
—Comprenderás, desde luego —dijo aquella voz—, que no puedo aceptarte como Emperador. No he tenido el menor aviso del Consejo y he quedado con la inevitable sensación de que has asesinado a tu real padre y tomado las riendas ilegalmente.
Aylan miro como desamparado a Milenn, y el Conde tomo el micrófono de sus manos.
—Escucha, Calais —dijo con voz firme y desafiante—. Llego hasta ti, como Delegado autorizado plenamente, tanto por el Emperador Aylan de la dinastía de los Yusten, como por el Consejo, con los precisos documentos que te ordenan dimitir tu mando y ponerlo en manos del Emperador, por cuanto se refiere a las fuerzas que operan en el Centro. Si continúas en la loca posición de rebeldía y de motín en que estás comportándote, sólo puedes esperar tu ejecución y el deshonor para tu nombre. Si, incluso a esta hora ya tardía, acatas la orden del nuevo Emperador, tu nombre será rehabilitado como actuando de buena fe. Toma una inmediata decisión; el tiempo ha pasado para seguir procediendo con mentiras infantiles.
La hermosa voz del Duque era ahora fría, dura y cruel, como un dios que amonesta a sus criaturas inferiores.
—Eso es bastante cierto —dijo—, ha pasado el tiempo de los juegos. Dispongo en mi mano de fuerzas tres veces mayores que las vuestras y tras de mí existe, además, la totalidad de la fuerza ofensiva del Imperio. Mi intención es gobernar la Galaxia, Emperador, y a menos que te des la vuelta y vuelvas a casa como un ratón asustado, lo que eres en realidad, me temo que tendré que matarte yo mismo.
Blanco por la rabia y temblando de coraje, Aylan arrancó el micrófono de la mano de Milenn y su furia rugió a través de los años luz de distancia.
—Ese ultimátum soy yo quien te lo envía, montón de carroña, y formalmente quedas destituido de tu mando, de tu rango Imperial y privilegios y de tu derecho a la vida. Ven, rebelde, y descubre qué clase de muerte te espera.
Se produjo un chasquido y el contacto quedó roto en aquel mismo momento con los navíos que se aproximaban con un seco gesto de la mano del Emperador.
* * *
Cinco horas y once minutos más tarde, las dos flotas se encontraron y las terribles horas de tensión, dieron paso a la batalla del espacio llegada a su clímax. La Guardia surgió al espacio normal en formación de media luna con los extremos dirigidos hacia el Centro Galáctico. Se encontraban cerca de un enjambre globular y las estrellas aparecían suspendidas del espacio como millones de gotas de diamantes celestiales. Segundos más tarde, la gran fuerza de combate del Centro se precipitó a su vez en el espacio normal en formación esférica. La nave de Jon aparecía suspendida en el centro de la esfera, corno un crucero pesado situado en la posición más segura.
La nave insignia de Aylan se hallaba situada a uno de los extremos de la formación de media luna y en el interior de la sala de control, tres hombres observaban los movimientos de la otra flota enemiga, esperando contra toda razón, que no hubiese necesidad de utilizar los campos de estasis. Un resplandor verdoso surgió de la flota rebelde y envolvió por completo a una de las naves de la Guardia Imperial en una titánica incandescencia de energía. Las luces de la nave casi se apagaron, conforme el escudo protector luchaba por neutralizar el disparo y momentáneamente los estabilizadores de la nave parecieron danzar locamente por el espacio, hasta que las luces surgieron nuevamente en posición. El escudo había soportado la descarga. En la sala de control del Ascanx, Aylan comprobó que la flota no podría soportar semejante batalla por mucho tiempo. Y aunque con cierta repugnancia, dio orden de activar los proyectores de estasis.
El espacio se convirtió en un resplandor blanco, una fantasmal refulgencia de muerte, por unos instantes que parecieron eternos. Después, sólo quedó la oscuridad salpicada de estrellas y sesenta manchitas resplandecientes de metal fundido, de plástico, de carne...
La totalidad del encuentro se había llevado menos de veinte segundos.
De todas las construcciones, trabajos y logros de los Antepasados, el más impresionante era Prima. El Viejo Planeta Imperial, un mundo dedicado sólo a la belleza y al encanto de los sentidos, donde todo se había encaminado a encauzar lo hermoso de la Naturaleza para gozo del Hombre. Sacado por una inimaginable hazaña de ingeniería del sistema de un sol frío y oscuro, que le tenía atrapado desde eones de tiempo, había sido colocado en órbita alrededor de un sol blanco que se erguía como una Reina Virgen en el centro de la Galaxia. Y bajo la inspiración del genio humano, Prima había florecido, sus océanos habían vuelto a cobrar vida y sus montañas y tierras a reverdecer bajo la caricia y la vida de un sol lleno de luz y de calor.
Era como un monumento a la belleza para el hombre. Pero esto no era nada comparado con la realidad de lo que yacía bajo la corteza de aquel planeta. Por treinta, cincuenta millas bajo la superficie. Prima había sido alveolado con racimos de hombres. Allí había radicado el Centro Administrativo del Imperio Galáctico. Allí se hallaba también el Palacio Imperial, en el planeta que los hombres habían situado en el mismo centro de la Galaxia. Y allí, en hileras de metal y helio superfluido, se hallaba el Computador que, como un cinturón, rodeaba la circunferencia de Prima.
Pero ahora el Computador se hallaba muerto, silencioso, la criotrónica danza de sus bancos de memoria se había detenido desde hacía un milenio antes, en el choque terrible de la guerra civil que había retrotraído a la Galaxia entera a un estado de barbarie. La mayor parte de las zonas de oficinas y espacios residenciales, que una vez había sostenido una inmensa población de burócratas, se hallaban aplastadas y destruidas por una guerra cataclísmica, aunque por verdadero milagro se había salvado la Antigua Sala del Consejo y que el rey de la nueva monarquía de Kiel había tomado para sí, y después abandonado a los conquistadores procedentes de Loren.
Milenn sintió una punzada en el corazón, de presagio y augurio mientras permanecía de pie junto al Emperador y la Emperatriz en el jardín que en aquella hermosa naturaleza se extendía de horizonte a horizonte en olas de verdor y de amarillo suave. Dentro de pocos minutos, ellos descenderían por el ascensor gravitatorio a la Sala del Consejo y si todo iba bien, la Galaxia se convertiría por primera vez en su sueño largamente acariciado. Una Federación. El júbilo sin límites que había captado los sentimientos de Aylan, se habían desvanecido completamente de Milenn, mientras que se creía inmerso en una pesadilla de irrealidad. Era como si la negrura ante sus ojos estuviese realmente allí, cantándole en sus oídos, latiéndole en las venas...
—Aylan —gritó con un terror casi infantil. Por un momento, el mundo pareció girar a su alrededor y momentos después, buscaba el seguro apoyo del brazo de su amigo—. Aylan —repitió con voz fatigada y débil—. Tengo una historia que contarte.
* * *
Una vez, el universo tuvo que haber sido joven, una vasta inmensidad vacía aunque repleta con gases y fuerzas enormes y desconocidas y soles recién nacidos, girando lentamente en semejante y grandioso caos. Incluso entonces, el Jugador tuvo ya que estar preparando sus piezas y su Tablero para la partida.
Milenn vio primero la luz del día sobre un mundo neblinoso y rugiente de terribles hombres-bestias y animales peludos. Era un mundo colocado en el Borde de la Galaxia, alumbrado por un débil sol amarillo y una sola luna con manchas grises en su superficie.
Era el único mundo que había producido la vida sensible y sus descendientes, las criaturas destinadas a gobernar toda la Galaxia.
Para la Partida. Y para el inescrutable propósito del Jugador.
Milenn, el peludo hombre-bestia, no poseía más luces naturales que el resto de sus compañeros. Más tarde, sin embargo, le llamaron Prometeo. No descubrió el fuego, pero como el mayor de su tribu, salvó de la muerte al hombre que lo descubrió. La causa de aquello fue el establecimiento de una especie de adoración, y su tribu adoró el fuego y conquistó su mundo.
Y fue castigado con la vida eterna, para convertirse una y otra vez en un niño y recordar, morir y volver de nuevo a empezar... Por supuesto, fue aprendiendo muchas cosas. Los recuerdos de sus vidas anteriores volvieron a él en su pubertad y cada vida escribía nuevas maravillas en la tablilla de su experiencia. Pero se rebeló por un tiempo. Rehusó ser el instrumento del Jugador y se negó a transmitir su conocimiento. Y no hubo retribución alguna, excepto en su alma. No pudo ya vivir con las bestias peludas entre las que había nacido. Frenéticamente, intentó hacer la vida de un ermitaño y se retiró hacia la soledad, lejos de toda compañía humana.
Y así, finalmente, llegó a ser el Civilizador.
Y fue Gilgamesh, Odin, Ra, Indra, Zeus, Tonactechtli, Moisés, Ghandi, Hammmarskjóld, Holden-Smith, Porter y Andreas. En el barro del Nilo apisonó el agua y la paja, su estatua fue llevada frente a las antorchas engrasadas en Tenochtitlán, aconsejó al Grande en el Tibet, mientras que el viento silbaba a través de sus delgados huesos, tronó en el Parlamento Planetario de la Tierra, trabajó en mundos extraterrestres, esforzando sus músculos para dominar a la madera y el acero en pro de sus compañeros. Y por todas partes, fue recordándolo todo. La paz era su objetivo, ya que ningún hombre puede vivir a través de la odisea de un millón de años sin aprender la compasión y la humanidad.
—Los años han ido pasando —dijo Milenn con quietud—, y yo he vivido como tu abuelo Yusten, como consejero del monarca de Kiel, como un cantor de baladas en los salones de Blucher y ahora soy tu amigo, de ti, quien estás a punto de esparcir la paz por todas partes y para lo que he trabajado eones de tiempo en lograr. Y tengo miedo del Jugador...
En aquel enorme jardín que era Prima, los pájaros continuaron sus cantos ajenos a todo y la suave brisa acariciaba las hojas de los árboles y la hierba como lo habían hecho durante siglos. Pero el hálito del Tiempo era ahora más fuerte, era como si estuviesen en una Edad más grande que la de la Sala del Consejo allá abajo, más grande que los sueños de los hombres. Milenn permaneció en pie con sus amigos en aquella tranquila tarde, fuerte, joven y su mente abarcaba todo un universo de historia.
Los ojos de Aylan estaban enfocados en un horizonte existente más allá del azul del cielo de Prima y cuando se volvió hacia Milenn, su rostro resplandecía con una gran visión. Tomó la mano de Adriel y le dijo en una voz extraña y forzada:
—Ven. Tenemos que salir al encuentro del destino.
El elevador gravitatorio estaba esperando y los tres flotaron suavemente hacia abajo hacia la Sala del Consejo.
* * *
En la vasta Sala permanecían sentados los gobernantes y personajes representativos de toda la Galaxia. Se hallaban inquietos, esperando oír las condiciones deseadas por el joven Emperador, cuyo padre les había conquistado. Aylan miró a sus rostros notando el resentimiento y la amargura por doquier. En aquellos hombres, derrotados sólo en virtud de la fuerza tecnológica de Loren, no había desaparecido aún la fuerza del espíritu. El Emperador se alegró de comprobarlo, ya que deseaba hombres fuertes, hombres capaces, con la visión de otear más allá de sus propias pequeñeces individuales.
Los tres fueron los últimos en entrar a la Sala. Por resentidos que aquellos conductores de pueblos pudiesen estar, no quisieron por el momento mostrar antagonismo al nuevo dueño y señor. Aylan acarició un momento la fría mano de Adriel y cuando se puso en pie para hablar, se produjo un absoluto silencio en la vasta Sala.
—Amigos míos —comenzó. Un sentimiento indescriptible recorrió toda la Sala, iluminando muchos de aquellos rostros, ya que un dictador hostil difícilmente comenzaría a llamar "amigos" a sus víctimas—. Aunque estáis inadvertidos del hecho, los planetas capitales de vuestros sistemas fueron casi arrasados por los bombardeos de mis fuerzas hace menos de una semana.
Aylan se detuvo y miró de reojo a Adriel. Tenía los ojos cerrados y le fue fácil darse cuenta de las oleadas de aprensión que ella estaba produciendo en la audiencia que tenía ante él.
—El comandante de mis fuerzas se amotinó contra Loren y se creyó con el derecho de nombrarse a sí mismo Emperador. Como ataque personal contra mi persona y peligro potencial para la Galaxia me puse al mando de una flota espacial y le he destruido a él y a sesenta de mis propias naves espaciales.
Un asombro general pareció recorrer la totalidad de la Sala, para comenzar con el sentimiento de la verdadera comprensión.
La cabeza de Aylan se mantenía erguida y sus palabras tenían una intensa entonación y los ojos brillantes.
—Tuve que hacerlo porque tenía vuestros intereses en mi corazón. Yo pude fácilmente haber resultado muerto en la acción, pero consideré que el riesgo valía la pena, si con ello podía convenceros de que no busco mi propio engrandecimiento.
Entonces se produjo una ola de inmenso alivio y una oleada de simpatía hacia aquel joven que tenían ante sí. Adriel no pudo contener su emoción, más bien contribuyó a exaltarla.
El discurso de Aylan había sido semánticamente planeado para obtener la deseada respuesta de aquella audiencia. Junto a él, la bella Emotiva enviaba ola tras ola de emocionados sentimientos hacia la Sala, juzgando, equilibrando, danzando en un juego de emociones, cuyo control era para la hermosa Adriel un don instintivo. Todos se hallaban ya casi en el borde de sus asientos respirando la gloria de la visión que Aylan estaba describiendo con hermosas y seguras palabras e imágenes. Por la mente de Aylan fueron desfilando todos sus recuerdos: los días de la niñez, charlando con Milenn, noches de angustiosos conflictos mentales, la tarde de Nara frente a las Lentes Galácticas y las palabras del fiel Milenn poniendo un fuego en su futuro y sembrando la esperanza y el valor en su espíritu. Y ahora, en el viejo Palacio y la antigua Sala del Consejo, los líderes de la Galaxia estaban compartiendo sus sueños, guiados por sus palabras y el control de la hermosa Emotiva encarnada en aquella esbelta y bellísima joven sentada junto al joven Emperador.
Finalmente, Aylan quedó silencioso y Adriel puso en acción un intenso crescendo de confianza, de entusiasmo y de acuerdo en el corazón de todos los asistentes. Sin pensarlo, súbitamente, aquella vasta audiencia, que media hora antes le había mirado fijamente con amargura y ojos de rabia y recelo, se puso en pie y prorrumpió en frenéticos aplausos. Su grito frenético fue como un Fiat para la paz, como algo que atravesara las paredes de la Sala del Consejo, y se perdiera en el infinito...
Así sucedió, literalmente. Milenn se puso en pie y el terror volvió a invadirle con toda su negrura. Aterrado, contempló cómo las paredes de la Sala del Consejo se enrollaban como frágiles cáscaras de plátano y el techo se abría como si la totalidad del planeta se hubiese descortezado al instante. A su alrededor, las otras figuras de la Partida gritaron aterrorizadas y corrieron enloquecidas, gritando, aullando como animales. El ruido pareció perderse en la distancia de algún modo y el arruinado planeta se convirtió en una burbuja de un magma hirviente que corriese alrededor de Milenn, pero que no le tocó a él. Se dio cuenta de que también gritaba, que las estrellas giraban en una loca danza como un caleidoscopio enloquecido de luz, cayendo sobre él, como globos de fuego rugiente, diminutos puntos de luz fría como el mármol y una espiral creciente de luz. Era grande más allá de toda creencia, aquellos puntos de luz eran estrellas, galaxias y el universo se desvanecía, remansándose, insustancial y gritaba al Jugador... ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?...
Solitario. La total oscuridad, sin cuerpo, infinito. Todas las preguntas respondidas, mientras lloraba con lágrimas de pena infinita. El Inmortal rebuscó en la memoria y supo la razón. No había Jugador. Estaba sólo él, solamente él, eternamente solitario. La Infinitud es un lugar en calma, la eternidad un tiempo en solitario. El Inmortal se recordó a sí mismo como a Milenn y para siempre la memoria le satisfizo. Pero el para siempre es un corlo espacio, y la memoria no es el remedio de la soledad. Sólo la participación y el olvido.
Los Propósitos habían sido una buena idea, pero habían terminado. El problema se había arreglado por sí mismo: un universo, una raza de criaturas beligerantes y con sabiduría, una meta de paz, libremente aceptada por ellas. Por tres veces, había tenido éxito. Gobierno Planetario, Imperio Galáctico, Federación. Y él, eterno, sin conocer la razón, sólo consciente de la compulsión de llevarlo a cabo.
Un Joven Inmortal crece solitario en la oscuridad del infinito, y sabe que se hizo el olvido en la Partida. Y así, en lo profundo de sí mismo, de nuevo volverá a proferir las Palabras.
¡Que se haga la luz!
Y de nuevo, la luz se hará.