Hay quién mataría por descubrir el secreto del poder de Alejandro Magno.

Copenhague, Ámsterdam, Venecia, Samarcanda; 7 días, el plazo para cambiar el curso de la historia. El mundo se enfrenta a la mayor amenaza biológica de la historia. Una sola mujer posee el arma defi nitiva para erradicar a sus enemigos. Y un solo hombre conoce la clave para desactivarlos y acabar con las grandes pandemias que asolan el planeta. Ambos carecen de moral y a la vez ambos comparten su talón de Aquiles: la ambición sin límite. ¿Podrán detenerlos dos hombres y dos mujeres a quienes sólo mueve el deseo de justicia y equidad? En el año 323 a. C. murió Alejandro Magno, el hombre que había logrado acaparar más poder que ningún otro. En la actualidad, una mujer dominada por su deseo de emular al gran conquistador busca lo que él se llevó a la tumba: el secreto de su poder.

Steve Berry

La Traición Veneciana

Cotton Malone 3

Para Karen Elizabeth, un viaje concluido.

Las penalidades y los riesgos son el precio

de la gloria, pero es bueno vivir con valentía

y morir dejando una fama imperecedera.

ALEJANDRO MAGNO

El derecho divino de la demencia radica

en no ser capaz de ver el mal que acecha

justo delante.

Dramaturgo danés desconocido

CRONOLOGÍA DE ACONTECIMIENTOS RELEVANTES

20 de Julio del 356 a. J.C. Nace Alejandro de Macedonia.

336 a . J.C. Filipo II es asesinado.

Alejandro se convierte en rey.

334 a . J.C. Alejandro entra en Asia Menor y comienza sus conquistas.

Septiembre del 326 a. J.C. La campaña de Asia finaliza en la India con la sublevación del ejército de Alejandro.

Alejandro regresa al oeste.

Octubre del 324 a. J.C. Muere Hefestión.

10 de Junio del 323 a. J.C. Alejandro fallece en Babilonia.

Sus generales dividen el imperio. Ptolomeo reclama Egipto.

321 a . J.C. El cortejo fúnebre de Alejandro parte hacia Macedonia. Ptolomeo ataca a la comitiva. El cuerpo es llevado a Egipto.

305 a . J.C. Ptolomeo es coronado faraón.

283 a . J.C. Muere Ptolomeo.

215 a . J.C. Ptolomeo IV erige el Soma para albergar los restos de Alejandro.

100 d. J.C. San Marcos sufre martirio en Alejandría; esconden su cuerpo.

391 d. J.C. El Soma es destruido y los restos de Alejandro Magno desaparecen.

828 d. J.C. Unos mercaderes venecianos roban el cuerpo de san Marcos en Alejandría, lo llevan a Venecia y lo depositan en el palacio del Dogo, de donde desaparece durante un largo período de tiempo.

Junio de 1094 d. J.C. El cuerpo de san Marcos reaparece en Venecia.

1835 d. J.C. San Marcos es trasladado de la cripta y sepultado bajo el altar mayor de la basílica que lleva su nombre.

PRÓLOGO

Babilonia, mayo de 323 a. J.C.

Alejandro de Macedonia había decidido el día anterior matar a aquel hombre él mismo. Por regla general delegaba dichos cometidos en otros, pero aquel día no aconteció así. Su padre le había enseñado muchas cosas de provecho, pero había algo en particular que no había olvidado: las ejecuciones eran para los vivos.

Seiscientos de sus mejores hombres se hallaban reunidos, hombres audaces que, batalla tras batalla, habían atacado de frente las filas enemigas o protegido con diligencia su flanco vulnerable. Gracias a ellos, la indestructible falange macedonia había conquistado Asia. Sin embargo, ese día no habría lucha. Ninguno de ellos llevaba armas ni armadura. Aunque estaban fatigados, habían acudido vestidos con ropa ligera, la cabeza cubierta, la mirada atenta.

Alejandro también escrutaba la escena con unos ojos inusitadamente cansados.

Era soberano de Macedonia y Grecia, señor de Asia, conquistador de Persia. Unos lo llamaban rey del mundo; otros, dios. Uno de sus generales dijo una vez que era el único filósofo de la historia que había empuñado las armas.

Pero también era humano.

Y su amado Hefestión yacía muerto.

Ese hombre lo había sido todo para él: confidente, comandante supremo de la caballería, gran visir, amante. De pequeño, Aristóteles le había enseñado que un amigo era como un segundo yo, y eso había sido Hefestión. Recordó con regocijo que en una ocasión confundieron a su amigo con él. El error fue muy embarazoso, pero Alejandro se limitó a sonreír y apuntó que la confusión carecía de importancia, ya que Hefestión «también era Alejandro».

Desmontó del caballo. El día era soleado y cálido, las lluvias primaverales de la jornada anterior habían cesado. ¿Un augurio? Tal vez.

Durante doce años había recorrido el este, conquistando Asia Menor, Persia, Egipto y partes de la India. Ahora su objetivo era avanzar hacia el sur y reclamar Arabia; luego, al oeste, hasta el norte de África, Sicilia e Iberia. Ya estaba reuniendo naves y tropas. La marcha comenzaría pronto, pero primero tenía que ocuparse del asunto de la muerte prematura de Hefestión.

Echó a andar por la mullida tierra, el barro reciente pegándose a sus sandalias.

Menudo de estatura, enérgico de verbo y caminar, su fornido cuerpo de piel blanca presentaba las huellas de innumerables heridas. De su madre, albanesa, había heredado una nariz recta, un mentón breve y una boca que no podía evitar reflejar emoción. Al igual que sus tropas, iba bien rasurado, el rubio cabello revuelto, los ojos -uno gris azulado, el otro marrón- siempre alertas. Se preciaba de ser paciente, pero de un tiempo a esa parte cada vez le costaba más refrenar su ira. Disfrutaba inspirando temor.

– Médico -dijo en voz baja mientras se aproximaba-. Dicen que los mejores profetas son los que más atinan.

El aludido no contestó. Al menos sabía cuál era su lugar.

– De Eurípides. Una obra con la que gozo mucho. Pero de un profeta se espera más que eso, ¿no crees?

Dudaba de que Glaucias fuese a replicar. El hombre tenía los ojos desorbitados de terror.

Y no era para menos. El día anterior, mientras llovía, los caballos habían vencido el tronco de dos altas palmeras casi hasta el suelo. Allí las habían atado, las dos cuerdas entrelazadas formando una, afianzadas después a otra recia palmera. Ahora el médico ocupaba el centro de la V que dibujaban los árboles, cada brazo sujeto a una cuerda, y Alejandro sostenía una espada.

– Tu deber era atinar -musitó con los dientes apretados, los ojos llorosos-. ¿Por qué no pudiste salvarlo?

La mandíbula del hombre temblaba de un modo incontrolable.

– Lo intenté.

– ¿Cómo? No le diste el bebedizo.

Aterrorizado, Glaucias sacudió la cabeza.

– Unos días antes sobrevino un accidente, y la mayor parte se derramó. Envié por más a un emisario, pero no llegó antes de… la enfermedad final.

– ¿Acaso no se te dijo que lo tuvieras siempre en abundancia?

– Y así lo hice, mi rey, pero sobrevino un accidente. -Comenzó a sollozar.

Alejandro hizo caso omiso de sus lágrimas.

– Ambos convinimos en que no queríamos que volviera a repetirse lo de la última vez.

Sabía que el médico recordaba, de hacía dos años, la ocasión en que Alejandro y Hefestión enfermaron de fiebre. También entonces escaseaban las existencias, pero se consiguió más y el bebedizo los alivió a ambos.

Gotas de miedo caían de la frente de Glaucias, y unos ojos despavoridos suplicaban clemencia. Pero lo único que Alejandro veía era la mirada muerta de su amante. De niños, los dos habían sido discípulos de Aristóteles: Alejandro, hijo de un rey; Hefestión, heredero de un guerrero. Establecieron vínculos afectivos gracias a su común apreciación de Homero y la Ilíada. Hefestión había sido a Alejandro lo que Patroclo a Aquiles. Consentido, malicioso, despótico y no tan brillante, así y todo, Hefestión había sido un compañero fantástico. Y ahora ya no estaba.

– ¿Por qué lo dejaste morir?

Nadie salvo Glaucias podía oírlo. Había ordenado a sus tropas que se situaran sólo lo bastante cerca para mirar. La mayoría de los primeros guerreros griegos que entraron con Alejandro en Asia estaban muertos o retirados. Soldados persas, llamados a la lucha después de que conquistara su mundo, constituían ahora el grueso de su ejército. Buenos hombres, todos y cada uno de ellos.

– Eres mi médico -susurró Alejandro-. Mi vida está en tus manos, la vida de todos a quienes aprecio está en tus manos. Y, sin embargo, me has fallado. -El dominio de sí mismo sucumbió al dolor, y reprimió el deseo de llorar de nuevo-. Con un accidente.

Apoyó la espada de plano en las tensas cuerdas.

– Por favor, mi rey, te lo suplico. No fue culpa mía. No merezco esto.

Alejandro clavó la vista en el médico.

– ¿Que no fue culpa tuya? -El dolor dio paso en el acto a la ira-. ¿Cómo puedes decir tal cosa? -Alzó la espada-. Tu deber era ayudar.

– Mi rey, me necesitas. Soy el único, salvo tú mismo, que sabe del líquido. Si llegara a necesitarse y tú te vieses imposibilitado, ¿cómo lo obtendrías?

El hombre hablaba de prisa, probando cualquier cosa que pudiera funcionar.

– Se puede enseñar a otros.

– Pero requiere destreza, conocimientos.

– Tu destreza de nada le sirvió a Hefestión. Y tampoco se benefició de tus grandes conocimientos. -Las palabras tomaron forma, pero a él le costaba pronunciarlas. Finalmente se armó de valor y dijo, más para sí que para su víctima-: Está muerto.

El último otoño en Ecbatana iba a ser testigo de un gran espectáculo: un festival en honor de Dioniso con competiciones atléticas, música y tres mil actores y artistas recién llegados de Grecia para entretener a las tropas. La bebida y la diversión deberían haber durado semanas, pero los festejos cesaron cuando Hefestión cayó enfermo.

– Le dije que no comiera -afirmó Glaucias-, pero no me escuchó. Comió ave y bebió vino. Le dije que no lo hiciera.

– Y tú, ¿dónde estabas? -No esperó a que le respondiera-. En el teatro, viendo una función. Mientras mi Hefestión agonizaba.

Sin embargo, Alejandro se hallaba en el estadio, presenciando una carrera, y esa sensación de culpa aumentaba su ira.

– La fiebre, mi rey. Conoces su fuerza. Llega de prisa y se apodera de uno. Nada de comida. No se puede comer. Lo sabíamos por la última vez. Si se hubiese abstenido habría dado tiempo a que llegara el bebedizo.

– Deberías haber estado allí -gritó Alejandro, y vio que sus tropas lo oían. Se tranquilizó y añadió casi en un susurro-: El bebedizo debería haber estado disponible.

Reparó en que sus hombres estaban inquietos. Necesitaba recuperar el control. ¿Qué había dicho Aristóteles? «Un rey habla sólo a través de sus actos.» Ése era el motivo por el que había roto con la tradición ordenando embalsamar el cuerpo de Hefestión. Siguiendo más aún la prosa de Homero, al igual que Aquiles había hecho con su caído Patroclo, él había ordenado cortar las crines y la cola de todos los caballos. Prohibió que se tocase cualquier instrumento musical y envió emisarios al oráculo de Amón para averiguar cuál sería el mejor modo de recordar a su amado. Después, para aliviar su dolor, cayó sobre los casitas y pasó a cuchillo a la nación entera: su ofrenda a la desdibujada sombra de su amado Hefestión.

La ira lo dominó.

Y así seguía siendo.

Describió un molinete con la espada y detuvo el arma cerca del barbado rostro de Glaucias.

– La fiebre ha vuelto a apoderarse de mí -musitó.

– En tal caso, mi rey, me necesitarás. Puedo ayudarte.

– ¿Como ayudaste a Hefestión?

Todavía veía, de tres días antes, la pira funeraria de su amigo: cinco plantas de altura, un estadio cuadrado de base, decorada con águilas, proas de naves, leones, toros y centauros dorados. Habían llegado mensajeros de todo el Mediterráneo para verla arder.

Y todo ello debido a la incompetencia de aquel hombre.

Hizo girar la espada y la situó tras el médico.

– No necesitaré tu ayuda.

– ¡No, por favor! -chilló Glaucias.

Alejandro fue cortando las tirantes hebras de cuerda con el afilado acero. Parecía purgar su ira con cada golpe. Hundía el filo en el haz y las fibras se soltaban con un ruido seco, como huesos quebrados. Un golpe más y la espada acabó con el último atisbo de resistencia. Las dos palmeras, liberadas de sus ataduras, salieron disparadas hacia el cielo, una a la izquierda, la otra a la derecha, Glaucias en medio.

El médico gritó cuando su cuerpo detuvo momentáneamente el repliegue de los árboles, luego sus brazos se desencajaron y su pecho estalló en una cascada carmesí.

Las ramas de las palmeras repiquetearon como el agua al caer y los troncos se resintieron de su vuelta a la verticalidad.

El cuerpo de Glaucias golpeó la mojada tierra, los brazos y parte del pecho pendiendo de las ramas. El silencio regresó cuando los árboles volvieron a verse erguidos. Ni un solo soldado dijo nada.

Alejandro se encaró con sus hombres y chilló:

– ¡Alalalalai!

Ellos repitieron el canto de guerra macedonio, sus gritos resonando por la húmeda planicie y rebotando en las fortificaciones de Babilonia. Los que observaban desde lo alto de las murallas devolvieron el grito. Él aguardó a que el sonido se acallara y exclamó:

– ¡No lo olvidéis nunca!

Sabía que se preguntarían si se refería a Hefestión o al desventurado que acababa de pagar el precio de decepcionar a su rey.

Pero nada de ello importaba.

Ya no.

Hincó la espada en la blanda tierra y retrocedió hasta donde se encontraba su caballo. Lo que le había dicho al médico era cierto: volvía a ser presa de la fiebre.

Y ésta era bienvenida.

PRIMERA PARTE

UNO

Copenhague, Dinamarca

Sábado, 18 de abril, en la actualidad

23.55 horas

El olor hizo que Cotton Malone recobrara el sentido. Fuerte, acre, un tanto sulfúreo. Y algo más: dulzón y nauseabundo. Como la muerte.

Abrió los ojos.

Yacía boca abajo en el suelo, los brazos extendidos, las palmas contra la noble madera, que -reparó en el acto- estaba pegajosa.

¿Qué había ocurrido?

Había asistido a la asamblea de abril de la Sociedad Danesa de Libreros Anticuarios, a unas manzanas al oeste de su librería, cerca del alegre Tivoli. Le gustaban dichas reuniones mensuales, y ésa no había sido una excepción. Unas copas, un puñado de amigos y mucho hablar de libros. Al día siguiente, por la mañana, había quedado con Cassiopeia Vitt. Su llamada el día anterior pidiendo que se vieran lo había sorprendido. No sabía nada de ella desde Navidad, tiempo en que había pasado unos días en Copenhague. Él volvía a casa en bicicleta, disfrutando de la agradable noche primaveral, cuando decidió pasarse por el insólito lugar donde ella lo había citado: el Museo Grecorromano, una vieja costumbre heredada de su antigua profesión. Cassiopeia rara vez hacía nada de forma impulsiva, de modo que no era mala idea adelantarse un tanto a los acontecimientos.

Encontró el inmueble, que daba al canal de Frederiksholms, y reparó en que en el oscuro edificio había una puerta entreabierta, una puerta que por regla general debería estar cerrada y con la alarma activada. Aparcó la bicicleta. Lo menos que podía hacer era cerrar la puerta y llamar a la policía cuando llegara a casa.

Sin embargo, lo último que recordaba era haber agarrado el tirador.

Ahora se hallaba en el interior del museo.

Con la luz que se colaba por las ventanas con doble acristalamiento vio un espacio decorado con el típico estilo danés: una elegante mezcla de acero, madera, cristal y aluminio. Sentía la parte derecha de la cabeza a punto de estallar, y al palparla notó un bulto reciente.

Se sacudió la niebla que envolvía su cerebro y se puso en pie.

Había visitado el museo una vez y su colección de artefactos griegos y romanos no le había impresionado gran cosa. Sólo era una más de las cien o ciento y pico de colecciones privadas que había en Copenhague, de temática tan variada como la población de la ciudad.

Se apoyó en una vitrina de cristal para mantener el equilibrio y volvió a notar los dedos viscosos y malolientes, con el mismo olor repugnante.

Se percató de que tenía la camisa y los pantalones mojados, al igual que el cabello, el rostro y los brazos. Fuera lo que fuese lo que impregnaba el interior del museo también lo bañaba a él.

Fue dando tumbos hasta la entrada principal y probó a abrir la puerta: cerrada. Con un cerrojo de seguridad doble. Necesitaría una llave para abrirlo desde dentro.

Echó un vistazo al lugar: el techo debía de tener unos nueve metros de altura, y una escalera de madera y cromo llevaba a una segunda planta que se desvanecía en la negrura, el primer piso extendiéndose debajo de ella.

Encontró un interruptor: nada. Se acercó como pudo hasta un teléfono que vio en un mostrador: no daba tono.

Un ruido quebró el silencio: un clic y unos silbidos, como unos engranajes en funcionamiento. Provenía de la segunda planta.

Su adiestramiento como agente del Departamento de Justicia le advertía que no se moviera, pero también lo instaba a investigar.

De modo que subió la escalera sin hacer ruido.

El pasamanos cromado estaba húmedo, como también lo estaban cada uno de los peldaños de contrachapado. Quince escalones más arriba, otras vitrinas de cristal y cromo salpicaban el piso de madera. Relieves en mármol y bronces incompletos sobre pedestales acechaban como fantasmas. Un movimiento captó su atención a unos seis metros: un objeto que rodaba por el suelo, de unos sesenta centímetros de ancho y con los lados redondeados, de color claro, pegado al suelo como uno de esos cortacéspedes robotizados que había visto anunciar una vez. Cuando se topaba con un expositor o una estatua, el chisme se detenía, retrocedía y avanzaba en otra dirección. De la parte superior sobresalía una boquilla que, cada pocos segundos, lanzaba una rociada de aerosol.

Se acercó a él.

El movimiento se detuvo, como si el cachivache notara su presencia. La boquilla giró hacia él y una bruma le mojó los pantalones.

¿Qué era aquello?

El aparato pareció perder interés y se adentró en la oscuridad, arrojando más líquido oloroso en su avance. Malone se asomó a la barandilla y divisó otro artilugio aparcado junto a una vitrina en el piso de abajo.

Aquello le daba mala espina.

Tenía que marcharse. El hedor empezaba a revolverle el estómago.

Entonces, el aparato dejó de moverse y él percibió un sonido nuevo.

Hacía dos años, antes de que se divorciara, dejara de trabajar para el gobierno y se mudara de repente a Copenhague, cuando vivía en Atlanta, se había gastado unos cientos de dólares en una barbacoa de acero inoxidable. El utensilio tenía un botón rojo que, al pulsarlo, encendía una llama de gas. Recordaba el sonido que hacía el dispositivo de encendido cada vez que se apretaba el botón.

El mismo clic que estaba oyendo en ese mismo instante.

Saltaron chispas.

El suelo cobró vida, primero de un amarillo intenso, luego anaranjado oscuro, finalmente decidiéndose por un azul claro a medida que las llamas se extendían, devorando la madera. Al mismo tiempo, otras llamas treparon por las paredes. La temperatura subió de prisa, y él levantó un brazo para protegerse el rostro. El techo se unió a la conflagración y, en menos de quince segundos, la segunda planta ardía por completo.

Los aspersores de los detectores de humo se activaron.

Malone bajó parte de la escalera para esperar a que se apagara el fuego.

Pero entonces reparó en algo: el agua avivaba las llamas.

De pronto el cachivache que había desencadenado el desastre se desintegró en un silencioso abrir y cerrar de ojos, las llamas saliendo despedidas en todas las direcciones, como olas en busca de la orilla.

Una bola de fuego subió hasta el techo y pareció ser bien recibida por el agua. El vapor espesó el aire llenándolo no de humo, sino de una sustancia química que lo mareó.

Bajó los peldaños de dos en dos. Otro silbido recorrió la segunda planta, seguido de dos más. El cristal se hizo añicos, algo se estrelló.

Malone echó a correr hacia la parte delantera del edificio.

El otro artilugio, antes inactivo, revivió y comenzó a esquivar las vitrinas del primer piso, vomitando más aerosol al aire abrasador.

Tenía que salir de allí, pero la puerta principal se abría hacia adentro. Bastidor metálico, madera gruesa. No había forma de abrirla de una patada. Vio que el fuego devoraba la escalera, consumiendo cada peldaño, como si el demonio bajara a saludarlo. Hasta el mismísimo cromo era engullido.

Su respiración se volvió trabajosa debido a la bruma química y a un oxígeno que desaparecía rápidamente. Alguien llamaría a los bomberos, no cabía duda, pero a él no le serviría de mucho. Si una chispa tocaba sus empapadas ropas…

El fuego llegó al arranque de la escalera.

A tres metros de distancia de donde él se encontraba.

DOS

Venecia, Italia

Domingo, 19 de abril

0.15 horas

Enrico Vincenti miró fijamente al acusado y preguntó:

– ¿Tiene algo que decir a este Consejo?

Al de Florencia no pareció afectarle la pregunta.

– ¿Qué le parece esto: por qué no se callan, usted y su Liga?

Vincenti sentía curiosidad.

– Por lo visto, cree usted que se nos puede tomar a la ligera.

– Mire, gordinflón, tengo amigos. -A decir verdad, el florentino parecía orgulloso de ello-. Muchos.

– Sus amigos no nos interesan, pero su traición… Eso ya es otra cosa -dejó claro Vincenti.

El florentino se había vestido para la ocasión: lucía un caro traje de Zanetti, camisa de Charvet, corbata de Prada y, cómo no, zapatos de Gucci. Vincenti se dio cuenta de que el conjunto costaba más de lo que la mayoría de la gente ganaba en un año.

– Le propongo algo -empezó el florentino-: me iré y olvidaremos todo este asunto…, sea lo que fuere…, y ustedes podrán volver a hacer lo que quiera que hagan.

Ninguna de las nueve personas que había sentadas junto a Vincenti dijo una palabra. Él los había prevenido contra la arrogancia. Habían contratado al florentino para desempeñar un cometido en Asia Central, un trabajo que el Consejo juzgaba de vital importancia. Por desgracia, él había decidido jugar sucio para satisfacer su avaricia, pero, afortunadamente, el engaño fue descubierto y se adoptaron las medidas oportunas.

– ¿De verdad cree que sus socios lo apoyarán? -inquirió Vincenti.

– No es usted tan ingenuo, ¿no, gordinflón? Ellos fueron quienes me dijeron que lo hiciera.

El otro volvió a pasar por alto la alusión a su corpulencia.

– No es eso lo que han dicho.

Esos socios eran una banda internacional que había sido útil numerosas veces al Consejo. El florentino era un sicario, y el Consejo había hecho la vista gorda con respecto al engaño de la banda con el objeto de dar una lección al mentiroso que tenían delante, con lo cual también darían una lección a la propia banda. Y así había sido: ésta ya había renunciado a los honorarios que se debían y le había devuelto al Consejo un cuantioso depósito. A diferencia del florentino, los socios entendían a la perfección con quiénes estaban tratando.

– ¿Qué sabe usted de nosotros? -preguntó Vincenti.

El florentino se encogió de hombros.

– Que son un puñado de ricos a los que les gusta jugar.

La bravata divirtió a Vincenti. Tras el florentino había cuatro hombres armados, lo cual explicaba por qué el ingrato se creía a salvo: como condición a su comparecencia había insistido en que fueran.

– Hace setecientos años, el Consejo de los Diez controlaba Venecia -explicó Vincenti-. Se suponía que eran hombres demasiado maduros para dejarse influir por las pasiones o las tentaciones, y a ellos les fue encomendado mantener la seguridad pública y aplastar la oposición política. Y eso fue precisamente lo que hicieron durante siglos. Tomaban testimonio en secreto, pronunciaban sentencias y llevaban a cabo ejecuciones, todo en nombre del Estado veneciano.

– ¿Cree que me interesa esta lección de historia?

Vincenti juntó las manos sobre el regazo.

– Pues debería interesarle.

– Este caserón es deprimente. ¿Es suyo?

Cierto, la villa carecía del encanto de una casa vivida, pero zares, emperadores, archiduques y monarcas habían permanecido bajo su techo. Hasta Napoleón había ocupado uno de los dormitorios. De manera que Vincenti dijo con orgullo:

– Nuestro.

– Necesita un interiorista. ¿Hemos acabado?

– Me gustaría terminar lo que le estaba explicando.

El florentino gesticuló con las manos.

– Adelante. Me gustaría irme a dormir.

– Nosotros también somos un Consejo de Diez. Al igual que el original, contratamos a inquisidores para hacer cumplir nuestras decisiones. -Hizo un gesto y tres hombres avanzaron desde el fondo del salón-. Al igual que los originales, nuestro poder es absoluto.

– Ustedes no son el gobierno.

– No. Somos algo muy diferente.

Con todo, el florentino no parecía inmutarse.

– He venido aquí en mitad de la noche porque mis socios me lo ordenaron, no porque esté impresionado. Me traje a estos cuatro para que me protejan, así que es posible que a sus inquisidores les cueste hacer cumplir nada.

Vincenti se levantó de la silla.

– Creo que es preciso aclarar algo. Se lo contrató para que cumpliera un encargo, encargo que usted cambió a su conveniencia.

– A menos que pretendan salir de aquí en una caja, les sugiero que nos olvidemos de esto.

La paciencia de Vincenti se agotó. Le desagradaba sobremanera esa parte de sus deberes oficiales. A un gesto suyo, los cuatro hombres que habían acompañado al florentino agarraron al idiota.

El engreimiento se tornó estupor.

El florentino fue desarmado mientras tres de los hombres lo contenían. Un inquisidor se aproximó y, con un rollo de gruesa cinta, ató los inquietos brazos del acusado a la espalda, las piernas y las rodillas juntas, y le envolvió el rostro, sellando su boca. A continuación los tres hombres lo soltaron y el fornido cuerpo del florentino golpeó la alfombra.

– Este Consejo lo considera culpable de traición a nuestra Liga -anunció Vincenti.

Otro gesto y una puerta de dos hojas se abrió: alguien entró empujando un ataúd de rica madera lacada con la tapa abierta. Los ojos del florentino se desorbitaron cuando pareció comprender cuál sería su suerte.

Vincenti se acercó a él.

– Hace quinientos años, los traidores al Estado eran encerrados en unas estancias de la parte superior del palacio del Dogo, construidas en madera y plomo, expuestas a los elementos: se las conocía como los ataúdes. -Hizo una pausa para que sus palabras hiciesen mella-. Unos sitios horribles. La mayoría de los que entraban morían. Usted cogió nuestro dinero mientras intentaba ganar más por su cuenta. -Meneó la cabeza-. No puede ser. Y, por cierto, sus socios decidieron qué usted sería el precio que pagarían para seguir en paz con nosotros.

El florentino comenzó a forcejear con renovado brío, sus protestas ahogadas por la cinta que le tapaba la boca. Uno de los inquisidores acompañó fuera de la sala a los cuatro hombres que habían acudido con el florentino: su trabajo había concluido. Los otros dos inquisidores levantaron al rebelde y lo metieron en el ataúd.

Vincenti miró la caja y leyó con exactitud lo que decían los ojos del florentino: claro que había traicionado al Consejo, pero sólo había hecho lo que Vincenti, no sus socios, le había ordenado hacer. Era Vincenti quien había cambiado el encargo, y el florentino sólo se había presentado ante el Consejo porque Vincenti le había asegurado en privado que no se preocupara. No era más que una farsa. «No pasa nada, tú sígueme el juego. Todo habrá acabado en menos de una hora.»

– ¿Gordinflón? -inquirió Vincenti-. Arrivederci.

Y cerró de golpe la tapa.

TRES

Copenhague

Malone observó que las llamas que descendían por la escalera se detenían a las tres cuartas partes del camino y no daban muestras de querer avanzar más. Se situó ante una de las ventanas y buscó algo con lo que romper el cristal. Las únicas sillas que vio se hallaban demasiado cerca del fuego. El segundo mecanismo seguía paseándose por el primer piso, despidiendo rociadas. Malone no se decidía a moverse. Quitarse la ropa era una opción, pero el cabello y la piel también apestaban a aquella sustancia química.

Tres golpes en el cristal lo asustaron.

Se volvió y, a menos de medio metro, descubrió un rostro familiar: Cassiopeia Vitt.

¿Qué estaba haciendo allí? Sin duda los ojos de Malone reflejaron sorpresa, pero fue directo al grano y chilló:

– ¡Tengo que salir de aquí!

Ella le señaló la puerta y Malone entrelazó los dedos para indicarle que estaba cerrada.

Cassiopeia le dio a entender que se apartara.

Al hacerlo, unas chispas saltaron de la parte inferior del impaciente artilugio. Malone fue hacia él y lo puso boca arriba de una patada. Debajo vio ruedas y un dispositivo mecánico.

Oyó un ruido sordo, y luego otro, y adivinó lo que hacía Cassiopeia: dispararle a la ventana.

Entonces vio algo que antes había pasado por alto: sobre las vitrinas del museo había bolsas de plástico selladas llenas de un líquido transparente.

La ventana se resquebrajó.

No tenía elección: a riesgo de acercarse demasiado a las llamas, agarró una de las sillas que había visto antes y la arrojó contra el cristal. La ventana se hizo pedazos mientras la silla se estrellaba contra la calle al otro lado.

El mecanismo andante se enderezó.

Una de las chispas prendió y unas llamas azules comenzaron a devorar la primera planta, avanzando en todas direcciones, avanzando hacia él.

Malone echó a correr, saltó por la ventana y aterrizó de pie.

Cassiopeia se hallaba a un metro de distancia.

Malone había notado el cambio de presión cuando la ventana se hizo añicos. Sabía algunas cosas sobre los incendios: en ese mismo instante las llamas estaban recibiendo una recarga de oxígeno. Las diferencias de presión también se dejaban sentir. Los bomberos lo llamaban combustión súbita generalizada.

Y esas bolsas de plástico sobre las vitrinas…

Sabía lo que contenían.

Cogió a Cassiopeia de la mano y cruzó la calle a la carrera.

– ¿Qué haces? -preguntó ella.

– Es hora de darnos un baño.

Saltaron desde el antepecho de ladrillo justo cuando una bola de fuego salía despedida del museo.

CUATRO

Samarcanda

Federación de Asia Central

5.45 horas

La ministra Irina Zovastina acarició al caballo y se preparó para el partido. Le encantaba jugar justo después del amanecer, con la cambiante luz de las primeras horas de la mañana, en un campo de hierba humedecida por el rocío. También le encantaban los legendarios purasangres de Fergana, unos sementales que habían adquirido fama por vez primera hacía más de un milenio, cuando fueron intercambiados a los chinos por seda. Su cuadra tenía más de un centenar de corceles criados por placer y por motivos políticos.

– ¿Están listos los demás jinetes? -preguntó a su asistente.

– Sí, ministra. La aguardan en el campo.

Llevaba botas altas de cuero y una chaqueta de piel acolchada sobre un largo chapan. Sobre el corto cabello plateado lucía un sombrero hecho con la piel de un lobo que se preciaba de haber matado ella misma.

– No los hagamos esperar.

Se subió al caballo.

Juntos, ella y el animal habían ganado numerosas veces al buzkashi, un antiguo juego practicado en su día en la estepa por un pueblo que vivía y moría en la silla. El mismísimo Gengis Kan había disfrutado de él. Por aquel entonces a las mujeres no se les permitía ni siquiera mirar, y mucho menos participar.

Pero ella había cambiado esa norma.

El caballo, zancudo y de ancho pecho, se tensó cuando ella le acarició el pescuezo.

– Paciencia, Bucéfalo.

Le había dado el nombre del animal con el que Alejandro Magno recorrió Asia, batalla tras batalla. Pero los caballos que tomaban parte en el buzkashi eran especiales. Antes de jugar un partido eran precisos años de entrenamiento para acostumbrarlos al caos del juego. Además de avena y cebada, su dieta incluía huevos y mantequilla. Cuando el animal engordaba era embridado y ensillado y permanecía al sol semanas enteras, no sólo para quemar los kilos de más, sino para enseñarle a ser paciente. Luego seguía un entrenamiento adicional, en forma de galopadas cuerpo a cuerpo. Se alentaba la agresividad, pero siempre disciplinada, de manera que caballo y jinete constituyeran un equipo.

– ¿Está preparada? -preguntó el asistente.

Era tayiko, nacido en las montañas del este, y llevaba casi una década a su servicio. Él era el único a quien la ministra permitía prepararla para el partido.

Se dio unas palmaditas en el pecho.

– Creo que voy bien protegida.

La cazadora forrada de pieles le sentaba como un guante, al igual que los pantalones de cuero. No le venía nada mal que su robusto cuerpo no fuese especialmente femenino. Sus musculosos brazos y piernas revelaban una meticulosa rutina de ejercicios y una dieta rigurosa. Su rostro ancho y de facciones grandes era levemente mongol, al igual que sus hundidos ojos marrones, todo ello gracias a su madre, cuya familia entroncaba con el lejano norte. Años de disciplina voluntaria la habían hecho pronta de oído y lenta de boca. Irradiaba energía.

Muchos habían dicho que no era posible constituir una federación asiática, pero ella les había demostrado que se equivocaban. Kazajistán, Uzbekistán, Kirguistán, Karakalpakstán, Tayikistán y Turkmenistán ya no existían. Quince años atrás esas antiguas repúblicas soviéticas, tras un breve conato de independencia, habían preferido unirse en la recién constituida Federación de Asia Central. Nueve millones y medio de kilómetros cuadrados, sesenta millones de personas, un inmenso territorio que rivalizaba con Norteamérica y Europa en tamaño, magnitud y recursos. Su sueño hecho realidad.

– Tenga cuidado, ministra. Les gusta vencerla.

Ella sonrió.

– Pues será mejor que le pongan ganas.

Hablaban en ruso, aunque ahora el dari, el kazajo, el tayiko, el turcomano y el kirguis eran las lenguas oficiales de la Federación. Como compromiso con los numerosos eslavos, el ruso seguía siendo el idioma de la «comunicación interracial».

Las puertas de la caballeriza se abrieron y ella contempló un campo llano de más de un kilómetro de extensión. Hacia el centro se congregaban veintitrés jinetes, cerca de una oquedad poco profunda. Dentro se hallaba el boz, una cabra muerta sin cabeza, órganos ni patas que había sido remojada en agua fría durante un día para proporcionarle la dureza necesaria para lo que había de soportar.

A cada extremo del campo se alzaba un poste rayado.

Los jinetes seguían cabalgando. Chapandaz, jugadores, igual que ella, listos para empezar.

Su asistente le entregó una fusta. Hacía siglos eran tiras de cuero rematadas en bolas de plomo. En la actualidad se mostraban más benévolos, pero así y todo la fusta se utilizaba no sólo para incitar al caballo, sino también para atacar a los demás jugadores. La suya lucía una bonita empuñadura de marfil.

Se acomodó en la silla.

El sol acababa de coronar el bosque por el este. Antaño su palacio había sido la residencia de los kanes que gobernaron la región hasta finales del siglo XIX, cuando se produjo la invasión rusa. Treinta habitaciones con rico mobiliario uzbeco y porcelana oriental. Lo que ahora era la cuadra, en su día albergaba el harén. Gracias a los dioses, esa época había terminado.

Respiró hondo, embriagándose del dulce aroma del nuevo día.

– Que tenga un buen juego -dijo el asistente.

Ella agradeció el estímulo con un gesto de asentimiento y se dispuso a entrar en el campo.

Sin embargo, no pudo evitar preguntarse qué estaría pasando en Dinamarca.

CINCO

Copenhague

Viktor Tomas permanecía sumido en las sombras, al otro lado del canal, viendo cómo ardía el Museo Grecorromano. Se volvió hacia su compañero, pero calló lo obvio: tenían problemas.

Había sido Rafael quien había atacado al intruso y había arrastrado el cuerpo inconsciente al museo. De alguna manera, tras su subrepticia incursión, la puerta principal había quedado entreabierta y desde el segundo piso había divisado una sombra que se aproximaba a la entrada. Rafael, que trabajaba en la primera planta, reaccionó en el acto y se situó a un lado. Cierto, debería haberse limitado a esperar para ver cuáles eran las intenciones del visitante. Sin embargo, prefirió meter a la sombra dentro de un tirón y golpearlo en la cabeza con una de las esculturas.

– La mujer -dijo Rafael-. Estaba esperando, con un arma. Eso no es bueno.

Viktor coincidía. Cabello oscuro y largo, buen tipo, enfundada en un ceñido mono. Cuando el edificio se incendió, ella salió de un callejón y se plantó cerca del canal, y cuando vio al hombre en la ventana, sacó un arma y acribilló el cristal.

El hombre también era un problema.

Rubio, alto, fibroso. Había arrojado una silla contra el cristal y a continuación había pegado un salto con sorprendente agilidad, como si ya lo hubiera hecho antes. Luego agarró a la mujer de inmediato y ambos se lanzaron al canal.

El cuerpo de bomberos llegó en cuestión de minutos, justo cuando ellos dos salían del agua, y les dieron unas mantas. Era evidente que las tortugas habían realizado su cometido. Rafael las había bautizado así dado que, en muchos sentidos, parecían tortugas, incluso eran capaces de enderezarse. Menos mal que no quedaría nada de ellas. Estaban hechas de materiales combustibles que se volatilizaban con el intenso calor de la destrucción que engendraban. Ciertamente, cualquier investigador aseguraría sin vacilar que el incendio había sido premeditado, pero sería imposible determinar cuál había sido el método o el mecanismo empleado para ello.

Salvo por el hecho de que el hombre había sobrevivido.

– ¿Causará dificultades? -preguntó Rafael.

Viktor seguía observando cómo los bomberos combatían el fuego. El hombre y la mujer estaban sentados en el pretil de ladrillo, todavía envueltos en las mantas.

Parecían conocerse.

Lo cual le preocupaba más aún.

Así que respondió a Rafael del único modo posible:

– Sin duda.

Malone volvía a ser él mismo. Cassiopeia se hallaba a su lado, arrebujada en la manta. Sólo quedaban restos de las paredes del museo; del interior, nada. El viejo edificio había ardido de prisa. Los bomberos seguían pendientes, concentrados en poner coto al desastre. Por el momento no se había visto afectada ninguna de las construcciones adyacentes.

El aire nocturno olía a hollín, además de a otra cosa -amarga, pero dulzona- similar a la que él había respirado cuando estaba atrapado dentro. El humo continuaba ascendiendo hacia el cielo, enturbiando las brillantes estrellas. Un hombre corpulento ataviado con un sucio equipo amarillo contra incendios dirigió hacia ellos sus andares de pato por segunda vez. Era uno de los jefes de la brigada. Un policía municipal ya les había tomado anteriormente declaración a él y a Cassiopeia.

– Como usted ha dicho de los aspersores -afirmó el jefe en danés-, el agua sólo parecía avivar el fuego.

– ¿Cómo han conseguido controlarlo? -quiso saber Malone.

– Cuando el camión cisterna se ha quedado seco, hemos metido las mangueras en el canal y hemos bombeado directamente de ahí. Ha funcionado.

– ¿Agua salada?

Todos los canales de Copenhague comunicaban con el mar.

El jefe asintió.

– Lo para en seco.

– ¿Han encontrado algo en el edificio? -se interesó Malone.

– Ni rastro de las maquinitas que usted mencionó a la policía. Pero ahí dentro el calor era tal que derritió las estatuas de mármol. -El jefe se pasó una mano por el mojado cabello-. Es un combustible potente. Necesitaremos su ropa, puede que sea la única forma de determinar su composición.

– Puede que no -respondió él-. Yo también me metí en ese canal.

– Cierto. -El jefe sacudió la cabeza-. A los investigadores les va a encantar.

Cuando el bombero se alejó, Malone se encaró con Cassiopeia y comenzó a interrogarla:

– ¿No vas a decirme de qué va todo esto?

– Tú no tenías que estar aquí hasta mañana por la mañana.

– Eso no es una respuesta.

Mechones mojados de abundante cabello oscuro enmarañado le caían por los hombros y enmarcaban toscamente su atractivo rostro. Era española y musulmana y vivía en el sur de Francia. Lista, rica y engreída; ingeniera e historiadora. Sin embargo, su presencia en Copenhague un día antes de lo que le había dicho a él significaba algo. Además, había acudido armada y vestida para luchar: pantalones de cuero oscuros y cazadora de cuero ceñida. Malone se preguntó si Cassiopeia pondría trabas o cooperaría.

– Menos mal que yo estaba presente para salvarte el pellejo -dijo ella.

Él no supo si iba en serio o en broma.

– ¿Cómo sabías que tenías que salvármelo?

– Es una larga historia, Cotton.

– Tengo tiempo, estoy retirado.

– Yo no.

Percibió el toque de amargura en su voz y presintió algo.

– Sabías que el edificio iba a arder, ¿no?

Ella no lo miraba, tenía la vista fija al otro lado del canal.

– Lo cierto es que quería que ardiera.

– ¿Te importaría explicarte?

Cassiopeia permaneció en silencio, absorta en sus pensamientos.

– Estuve aquí, antes. Vi cómo entraban dos hombres en el museo. Vi que te cogían. Tenía que seguirlos, pero no pude. -Se detuvo-. Por ti.

– ¿Quiénes eran?

– Los que dejaron los aparatos.

Ella había estado escuchando cuando él hablaba con la policía, pero durante todo el tiempo a Malone le había dado la impresión de que Cassiopeia ya conocía la historia.

– ¿Qué tal si nos dejamos de tonterías y me dices qué está pasan-. do? Casi me matan por lo que quiera que estés haciendo.

– No deberías hacer caso de las puertas abiertas de noche.

– Cuesta perder las viejas costumbres. ¿Qué está pasando?

– Has visto las llamas y sentido el calor. Es raro, ¿no te parece?

Malone recordó cómo el fuego había bajado la escalera para después detenerse, como si esperara a ser invitado a continuar.

– Sí.

– En el siglo VII, cuando la flota musulmana atacó Constantinopla, debería haber derrotado la ciudad con facilidad: sus armas eran mejores; sus fuerzas, superiores. Pero los bizantinos les reservaban una sorpresa: lo llamaban fuego bizantino, o fuego líquido, y lo arrojaron a los barcos, destruyendo por completo la armada invasora. -Cassiopeia seguía sin mirarlo-. El arma sobrevivió en distintas formas hasta la época de las cruzadas y terminó llamándose fuego griego. La fórmula original era tan secreta que únicamente estaba en manos de los emperadores bizantinos. Tan bien la custodiaron que, cuando el imperio finalmente cayó, la fórmula se perdió. -Respiró hondo, aferrada a la manta-. Pero ha sido encontrada.

– ¿Me estás diciendo que lo que acabo de ver es fuego griego?

– Con una particularidad: éste odia el agua salada.

– ¿Por qué no se lo dijiste a los bomberos cuando llegaron?

– No quiero responder más preguntas de las necesarias.

Sin embargo, él quería saber más.

– ¿Por qué dejar que ardiera el museo? ¿Acaso no hay nada importante dentro?

Miró de nuevo la calcinada mole y distinguió los carbonizados restos de su bicicleta. Notaba algo más en Cassiopeia, que seguía evitando su mirada. Desde que la conocía, nunca había visto en ella señal alguna de recelo, nerviosismo o abatimiento. Cassiopeia era dura, entusiasta, disciplinada y lista. Sin embargo, ahora parecía preocupada.

Un coche apareció en el otro extremo de la acordonada calle. Malone reconoció el caro sedán británico y a la figura encorvada que salió de la parte posterior: Henrik Thorvaldsen.

Cassiopeia se levantó.

– Ha venido a hablar con nosotros.

– ¿Cómo ha sabido que estábamos aquí?

– Están pasando cosas, Cotton.

SEIS

Venecia

2.30 horas

Vincenti se alegraba de haber evitado un posible desastre con el florentino. Había cometido un error. El tiempo apremiaba y él estaba jugando a un juego peligroso, pero al parecer el destino le había dado otra oportunidad.

– ¿Está bajo control la situación en Asia Central? -le preguntó un miembro del Consejo de los Diez-. ¿Hemos detenido lo que quiera que ese idiota intentara hacer?

Todos los hombres y mujeres habían permanecido en la sala de reuniones después de que se llevaran al florentino, que forcejeaba dentro del ataúd. A esas alturas, una bala en la cabeza habría puesto fin a cualquier resistencia.

– Todo está bien -contestó él-. Me he ocupado personalmente del asunto, pero la ministra Irina Zovastina tiene alma de corista, así que imagino que hará un espectáculo de todo esto.

– No es de fiar -apuntó alguien.

A él le extrañó la vehemencia de semejante afirmación, habida cuenta de que Zovastina era su aliada, pero así y todo se mostró conforme.

– Los déspotas siempre son un problema. -Se puso en pie y se aproximó a un mapa que colgaba en una pared-. Aunque hay que reconocer que sus logros son muchos. Se las arregló para unir seis Estados asiáticos corruptos en una federación que podría funcionar. -Señaló el mapa-. Básicamente ha vuelto a trazar el mapa del mundo.

– ¿Y cómo lo hizo? -preguntó otro-. Sin duda no por la vía diplomática.

Vincenti conocía el informe oficial. Después de la caída de la Unión Soviética, Asia Central había sufrido guerras civiles y conflictos

A medida que cada uno de los Stans emergentes luchaba por conseguir la independencia. La llamada Comunidad de Estados Independientes, sucesora de la URSS, sólo existía nominalmente. La corrupción y la incompetencia campaban por sus respetos. Irina Zovastina había dirigido las reformas locales en el gobierno de Gorbachov, abogando por la perestroika y la glásnost, y encabezando la persecución de numerosos burócratas corruptos. Sin embargo, al final dirigió la carga destinada a expulsar a los rusos, recordando a las gentes el carácter imperialista de Rusia y haciendo sonar la alarma medioambiental al apuntar que miles de asiáticos morían debido a la contaminación rusa. Al cabo se presentó ante la Asamblea de Representantes de Kazajistán y contribuyó a proclamar la república.

Un año más tarde fue elegida presidenta.

Occidente le dio la bienvenida, pues parecía una reformadora en una zona poco dada a las reformas. Luego, hacía quince años, dejó pasmado al mundo con la proclamación de la Federación de Asia Central.

Seis naciones que ahora eran una.

Con todo, el colega de Vincenti tenía razón: no era un milagro, sino más bien una manipulación. De manera que respondió a la pregunta con lógica:

– Lo consiguió con poder.

– Y con el oportuno fallecimiento de opositores políticos.

– Ésa siempre ha sido una vía para llegar al poder -afirmó él-. No podemos criticarla por ello. Nosotros hacemos lo mismo. -Miró a otro de los miembros del Consejo-. ¿Están donde deben los fondos?

El tesorero asintió.

– Tres mil seiscientos millones repartidos entre distintos bancos del mundo entero, limpios, directos a Samarcanda.

– Es de suponer que nuestros miembros están listos, ¿no?

– Un nuevo flujo de inversiones dará comienzo de inmediato. La mayoría de los miembros tienen en mente una expansión ambiciosa. A este respecto han sido cuidadosos, conforme a nuestras directrices.

El tiempo apremiaba. Al igual que sucedía en el Consejo de los Diez primigenio, la mitad del Consejo actual rotaría pronto. El reglamento de la Liga exigía que cada dos años cambiaran cinco miembros. El mandato de Vincenti finalizaría en menos de un mes.

Lo cual era una bendición y un problema.

Hace seiscientos años Venecia era una república oligárquica gobernada por mercaderes mediante un complejo sistema político concebido para evitar el despotismo. Se creía que disensiones e intrigas eran frustradas gracias a procesos que dependían sobremanera del azar. Nunca una sola persona estuvo en posesión de la autoridad. El asesoramiento, la toma de decisiones y la actuación quedaban en manos de grupos, que cambiaban con regularidad.

No obstante, también reinaba la corrupción. Conjuras y chanchullos estaban a la orden del día y se urdían intrigas.

Los hombres siempre encontraban la forma de hacerlo.

Igual que él.

Un mes.

Tiempo más que suficiente.

– ¿Qué hay de la ministra Zovastina? -preguntó uno de los miembros del Consejo, interrumpiendo con ello el hilo de sus pensamientos-. ¿Estará bien?

– Ese bien podría ser el tema del día -contestó Vincenti.

SIETE

Samarcanda

Federación de Asia Central

6.20 horas

Zovastina espoleó a su caballo, y los otros chapandaz siguieron su ejemplo. Las pezuñas arrasaron la mojada tierra y el barro la salpicó. Mordió la fusta y agarró las riendas con ambas manos. Por el momento nadie había intentado acercarse a la cabra, que descansaba en su terrea cavidad.

– Vamos, Bucéfalo -le dijo al oído al caballo, los dientes apretados-. Es hora de que se enteren de lo que es bueno.

Dio un tirón y el animal salió disparado.

El juego era simple: coger el hoz, cabalgar con él en la mano hasta el otro extremo del campo, rodear el poste, regresar y depositar la cabra muerta en el círculo de la justicia, dibujado con cal en la hierba. Sonaba fácil, pero el problema lo planteaban los chapandaz, que podían hacer casi de todo para robar el boz.

Ser invitado a jugar al buzkashi con ella se consideraba un honor, y Zovastina escogía a los participantes con sumo cuidado. Ese día eran una mezcla de su guardia personal y nueve invitados, todos los cuales conformaban dos equipos de doce miembros cada uno.

Ella era la única mujer.

Y le gustaba.

Bucéfalo pareció presentir lo que se esperaba de él y se aproximó al boz. Otro jugador golpeó el flanco derecho del caballo y Zovastina recuperó el látigo y fustigó con él al otro jinete, lacerando su rostro con los zarcillos de cuero. Él pasó por alto el ataque y reanudó su arremetida; otros tres jinetes se le unieron con la intención de detenerla.

Dos miembros de su equipo cerraron filas y combatieron a los tres rivales.

Un aluvión de caballos y jinetes daba vueltas en torno al boz.

Previamente, ella había comunicado a su equipo que quería dar la primera vuelta al palo, y éste parecía poner de su parte para complacerla.

Un cuarto jugador del equipo contrario acercó su montura.

El mundo giró a su alrededor cuando los veinticuatro chapandaz comenzaron a dar vueltas. Una de las fustas de sus contrarios le acertó en el pecho, pero la gruesa chaqueta de cuero desvió el golpe. Por regla general, golpear a la ministra era un delito castigado con la muerte, pero esa norma no se aplicaba durante el buzkashi. Ella quería que los jugadores no se contuvieran.

Un jinete resbaló de su montura y fue a parar al suelo.

Nadie se detuvo para ayudarlo: no estaba permitido.

Extremidades rotas, cortes y tajos eran frecuentes. De hecho, en los últimos dos años cinco hombres habían muerto en ese campo. La muerte siempre había sido algo habitual durante el buzkashi. Incluso el código penal de la Federación contenía una excepción al asesinato que sólo era pertinente durante el partido.

Zovastina rodeó la depresión.

Otro jinete trató de coger el boz, pero ella le azotó la mano con el látigo. Después tiró con fuerza de las riendas y frenó a Bucéfalo, haciendo que ambos giraran, y de nuevo cargó contra la cabra antes de que los demás la alcanzaran.

Otros dos hombres se estrellaron contra el suelo.

Cada vez que Zovastina respiraba notaba el sabor de la hierba y el barro en la boca, y escupía, aunque le gustaba el olor de los caballos sudorosos.

Acomodó nuevamente la fusta en la boca y echó el cuerpo hacia adelante, una mano aferrada a la silla, la otra tirando de la cabra. La sangre chorreaba de allí por donde habían cortado las patas y la cabeza del animal. Zovastina levantó la cabra muerta y la sostuvo con fuerza; a continuación, guió a Bucéfalo hacia la izquierda.

Ahora sólo existían tres normas: no atar la cabra, no golpear la mano de quien la sostenía y no hacer tropezar a los caballos.

Era hora de ir hacia el poste.

Acicateó a Bucéfalo.

El otro equipo se acercó, y sus compañeros salieron al galope en su defensa.

La cabra pesaba quizá unos treinta kilos, pero sus fuertes brazos eran más que capaces de retenerla. La sangre seguía empapando su mano y su manga.

Un golpe en la columna llamó su atención. Giró en redondo: dos jinetes contrarios. Y se aproximaban más.

Los cascos aporreaban la blanda tierra como un trueno, atravesado por los frenéticos relinchos de los caballos. Sus chapandaz salieron en su defensa y se sucedió un intercambio de golpes. Ella asía el boz con todas sus fuerzas, con los antebrazos doloridos.

El poste se hallaba a cincuenta metros.

El campo se ensanchaba detrás del palacio de verano en una llanura herbosa que rayaba con un denso bosque. Los soviéticos habían utilizado el complejo como refugio para la élite del partido, lo cual explicaba su supervivencia. Ella había modificado la distribución, pero había tenido la prudencia de conservar algunos aspectos de la ocupación rusa.

Más jinetes se sumaron a la liza mientras ambos equipos luchaban entre sí.

Los látigos restallaban.

Los hombres gemían de dolor.

Se proferían obscenidades.

Zovastina llevaba ventaja, aunque no demasiada. Tendría que frenar para rodear el poste e iniciar la vuelta hacia el círculo de la justicia, lo que les daría ocasión de caer sobre ella. Aunque su equipo se había mostrado complaciente hasta el momento, ahora las reglas permitían que cualquiera robara el boz y se anotara la carrera.

Zovastina decidió pillarlos a todos desprevenidos.

A un talonazo suyo, Bucéfalo viró a la derecha.

Allí no había límites que valieran. Los jinetes podían moverse a su antojo, y de hecho lo hacían. Zovastina los obligó a dirigir su galope hacia el exterior, el grueso de los chapandaz apiñado a su izquierda, y avanzó hacia el borde del campo, donde hileras de altos árboles custodiaban el perímetro. Podía zigzaguear entre ellos -lo había hecho antes-, pero ese día prefirió optar por un camino distinto.

Antes de que ninguno de los otros pudiera reaccionar ante tan repentino cambio, ella se descolgó por la izquierda y atravesó erráticamente el campo, pasando a través del cuerpo de jinetes al galope y haciéndoles aminorar la marcha.

Ese instante de vacilación le permitió a ella lanzarse hacia adelante y dar la vuelta al poste.

Los otros fueron detrás.

Zovastina centró su atención en lo que tenía ante sí.

Un jinete aguardaba a cincuenta metros. Era moreno, con barba, el rostro rígido. Estaba erguido en la silla, y ella vio salir su mano de debajo de una capa de cuero con una pistola. Mantenía el arma cerca, esperándola.

– Vamos, Bucéfalo, enseñémosle que no tenemos miedo.

El caballo salió a todo galope.

El del arma no se movía, y Zovastina lo miró fijamente: nadie la haría retroceder jamás.

El arma la apuntó y un disparo resonó en el campo.

El hombre se tambaleó y acto seguido cayó al mojado suelo. Su caballo, asustado por el ruido, escapó sin jinete.

Ella pisoteó el cadáver, las pezuñas de Bucéfalo hundiéndose en la todavía tibia carne, el cuerpo arrastrado a su paso.

Zovastina continuó cabalgando hasta ver el círculo de la justicia. Luego lo pasó de largo, arrojó el boz en el centro e hizo detener a Bucéfalo.

Los otros participantes se habían detenido junto al cadáver.

Dispararle a un jugador iba totalmente en contra de las normas, pero eso no formaba parte de ningún juego. ¿O acaso sí? Una competición distinta, con distintos jugadores y distintas reglas. Una que ninguno de los hombres que se hallaban allí ese día comprendería o valoraría.

Tiró de las riendas y se enderezó en la silla, dirigiendo una mirada hacia el tejado del palacio. Dentro de uno de los antiguos emplazamientos de los soviéticos, su tirador le indicó que todo había salido bien agitando el fusil.

Ella le devolvió el gesto haciendo corvetear a Bucéfalo, que dejó escapar un relincho de aprobación.

OCHO

Copenhague

3.10 horas

Cassiopeia siguió a Malone y a Henrik Thorvaldsen hasta la librería del primero. Estaba cansada. Aunque se esperaba una noche larga, los últimos meses empezaban a dejarse sentir, sobre todo las últimas semanas, y por lo visto el suplicio distaba mucho de haber terminado.

Malone encendió las luces.

Le habían contado lo sucedido el otoño anterior -cuando se presentó la ex esposa de Malone…, y lo de la bomba incendiaria-, pero Cassiopeia comprobó que los restauradores habían hecho un trabajo excelente. Se fijó en la factura: nueva, y sin embargo parecía antigua.

– Felicita de mi parte a los artesanos.

Thorvaldsen asintió.

– Quería que fuese igual que antes. Este edificio tenía demasiada historia para que unos fanáticos lo volaran por los aires.

– ¿Quieres quitarte esa ropa mojada? -le preguntó Malone a Cassiopeia.

– ¿No deberíamos mandar primero a Henrik a casa?

Malone sonrió.

– Tengo entendido que le gusta mirar.

– Suena intrigante -afirmó Thorvaldsen-, pero esta noche no estoy de humor.

Ella coincidía.

– Estoy bien. El cuero se seca de prisa. Es una de las razones por las que lo uso cuando trabajo.

– Y ¿en qué estabas trabajando esta noche?

– ¿Seguro que quieres saberlo? Como tú siempre dices, eres librero, no agente. Y estás retirado y todas esas otras excusas.

– Me enviaste un correo electrónico diciéndome que me reuniera contigo en ese museo por la mañana. Según lo que dijiste allí antes, mañana no habría habido museo que valiera.

Ella se sentó en una de las butacas.

– Por eso íbamos a vernos allí. Cuéntaselo, Henrik.

A Cassiopeia le caía bien Malone. La primera vez que lo había visto, el año anterior, en Francia, pensó que era un hombre listo, seguro de sí mismo, guapo. Un abogado excepcional. Había trabajado durante doce años para el Departamento de Justicia estadounidense, en un servicio secreto conocido como Magellan Billet. Luego, hacía dos, lo había dejado todo y le había comprado una librería a Thorvaldsen en Copenhague. Era franco y a veces tosco, como ella, así que no podía quejarse. Le gustaba su rostro vivaz, ese brillo malicioso en los vivarachos ojos verdes, el rubio cabello y la tez siempre morena. Sabía que tenía cuarenta y tantos años y era consciente de que, gracias a una juventud plena que todavía no había decaído, el hombre estaba en el apogeo de su atractivo.

Lo envidiaba.

El tiempo.

A ella se le antojaba tan escaso…

– Cotton -empezó a decir Thorvaldsen-, en Europa han estallado otros incendios. Comenzaron en Francia y siguieron en España, Bélgica y Suiza. Parecidos a lo que acabas de vivir. La policía de cada uno de esos países se dio cuenta de que eran intencionados, pero hasta el momento no se ha podido establecer una relación entre ellos. Dos de los edificios quedaron reducidos a cenizas. Se encontraban en un entorno rural y nadie pareció darle importancia. Los cuatro eran residencias particulares vacías. El de aquí ha sido el primer local público.

– Y ¿cómo atasteis cabos? -preguntó Malone.

– Sabemos lo que buscan -contestó Cassiopeia-: medallones con un elefante.

– Mira por dónde eso es exactamente lo que yo pensaba -dijo Malone-. Cinco incendios en Europa, así que tiene que ser por los medallones. ¿Qué otra cosa iba a ser?

– Existen de verdad -aseguró ella.

– Me alegra saberlo, pero ¿qué demonios es un medallón con un elefante?

– Hace dos mil trescientos años, después de conquistar Asia Menor y Persia, Alejandro Magno puso la mira en la India -explicó. Thorvaldsen-. Pero su ejército lo abandonó antes de que pudiera hacerse con mucho territorio. Libró varias batallas en el país y, por vez primera, se topó con elefantes de guerra, que aplastaron las líneas macedonias y causaron estragos. Los hombres de Alejandro estaban aterrorizados. Más adelante se acuñaron medallones en conmemoración del evento que representaban a Alejandro haciendo frente a los elefantes.

– Los medallones fueron acuñados tras su muerte -continuó Cassiopeia-. No sabemos cuántos se fabricaron, pero en la actualidad sólo se conocen ocho: los cuatro que ya han desaparecido, el de esta noche, dos más que se encuentran en manos privadas y un último que se exhibe en el Museo de Historia y Cultura de Samarcanda.

– ¿La capital de la Federación de Asia Central? -inquirió Malone-. Forma parte de la región que conquistó Alejandro.

Thorvaldsen estaba repantigado en una de las butacas, la torcida espalda adelantando su cuello e instalando la carne del mentón en el delgado pecho. Cassiopeia reparó en que su viejo amigo parecía rendido. Llevaba el suéter holgado y los enormes pantalones de pana de siempre, un uniforme que utilizaba -ella lo sabía- para ocultar su deformidad. Lamentaba haberlo implicado, pero él había insistido. Era un buen amigo. Y había llegado la hora de ver si Malone también lo era.

– ¿Qué sabes de la muerte de Alejandro Magno?

– He leído algo: mucho mito mezclado con datos contradictorios.

– Tu memoria eidética, ¿no?

Malone se encogió de hombros.

– Venía de serie.

Cassiopeia sonrió.

– Lo que ocurrió en junio del año 323 a. J.C. cambió sustancialmente el mundo.

Thorvaldsen le hizo un gesto con el brazo.

– Adelante, cuéntaselo. Ha de saberlo.

Ella obedeció.

El último día de mayo, dentro de los muros de Babilonia, Alejandro asistía a una cena que daba uno de sus Compañeros de confianza. Propuso un brindis, bebió una gran copa de vino sin diluir y a continuación profirió un alarido, como si le hubiesen asestado un fuerte golpe. Lo llevaron de prisa a la cama, donde le sobrevino la fiebre, pero siguió jugando a los dados, desarrollando estrategias con sus generales y haciendo las ofrendas de rigor. Al cuarto día se quejó de que estaba fatigado, y algunos de sus Compañeros repararon en la mengua de su habitual energía. Descansó unos cuantos días más, durmiendo en los baños, pues allí hacía menos calor. A pesar de su debilidad, Alejandro ordenó a la infantería que estuviese lista para marchar al cabo de cuatro días y a la flota que se dispusiese a zarpar dentro de cinco. Sus planes de avanzar hacia el oeste y apoderarse de Arabia estaban a punto de desvelarse. El seis de junio, sintiéndose más débil, le entregó su anillo a Pérdicas para que las labores de gobierno pudiesen continuar debidamente. Ello desató el pánico. Sus tropas temieron que hubiese muerto y, para calmar su desasosiego, Alejandro les permitió desfilar ante su lecho. Saludó a cada uno de los soldados con una sonrisa y, cuando se hubo ido el último hombre, susurró: «A mi muerte, ¿dónde hallaréis un rey que merezca a esos hombres?» Exigió que cuando falleciera llevaran su cuerpo a Egipto, al templo de Amón, pero ninguno de sus Compañeros quería escuchar semejante fatalismo. Su estado empeoró hasta que, el nueve de junio, sus Compañeros le preguntaron: «¿A quién legas tu reino?» Ptolomeo afirmó haber oído: «Al más brillante»; según Seleuco, la respuesta fue «al justo»; según Peitón, «al más fuerte». Se sostuvo una gran discusión para dilucidar quién estaba en lo cierto. Al día siguiente por la mañana, temprano, a los treinta y tres años de edad, tras un reinado de doce años y ocho meses, Alejandro III de Macedonia falleció.

– La gente aún da vueltas a esas últimas palabras -dijo Cassiopeia.

– Y ¿por qué es tan importante? -quiso saber Malone.

– Por su legado -repuso Thorvaldsen-: un reino sin heredero legítimo.

– Y tiene algo que ver con los medallones, ¿no?

– Cotton, compré ese museo a sabiendas de que alguien lo destruiría -explicó Thorvaldsen-. Cassiopeia y yo esperábamos que ocurriera.

– Teníamos que ir un paso por delante de quienquiera que vaya tras los medallones -apuntó ella.

– Me da que han ganado ellos: tienen la cosa esa.

Tras lanzar una mirada a Cassiopeia, Thorvaldsen clavó la vista en Malone y dijo:

– No exactamente.

NUEVE

Viktor sólo se relajó cuando vio cerrada a cal y canto la puerta de la habitación de su hotel. Se hallaban en la otra punta de Copenhague, cerca de Nyhavn, donde los bulliciosos cafés del puerto atendían a unos escandalosos clientes. Se sentó ante el escritorio y encendió una lámpara mientras Rafael se situaba junto a la ventana, que daba a la calle, cuatro plantas más abajo.

Tenía en su poder el quinto medallón.

Los cuatro primeros habían resultado decepcionantes: uno era falso y los otros tres se hallaban en mal estado. Hacía seis meses no sabía gran cosa de esos medallones; ahora se consideraba un experto en lo tocante a su procedencia.

– Todo irá bien -le dijo a Rafael-. Tranquilízate. Nadie nos ha seguido.

– Mantendré los ojos abiertos para asegurarme.

Sabía que Rafael intentaba compensar su exagerada reacción en el museo, de manera que dijo:

– De acuerdo.

– Debería haber muerto.

– Mejor que no haya sido así. Al menos sabemos a qué nos enfrentamos.

Abrió la cremallera de un estuche de piel y sacó un microscopio estereoscópico y una balanza digital.

Depositó la moneda sobre la mesa. La habían encontrado expuesta en una de las vitrinas del museo, con la adecuada explicación: «Medallón con elefante (Alejandro Magno), decadracma, siglo II a. J.C. aprox.»

En primer lugar midió el ancho: 35 milímetros. Bien. Luego encendió la balanza y comprobó el peso: 40,74 gramos. También bien.

Con la ayuda de una lupa examinó la imagen de una cara: un guerrero majestuoso con su casco penachudo, su gorjal, su peto y una capa que le llegaba por la rodilla.

Se sentía satisfecho. Un error evidente en las falsificaciones era la clámide, que en los medallones falsos era larga hasta los pies. El mercado de monedas griegas falsas había gozado de prosperidad durante siglos, y los falsificadores avispados eran unos expertos en engañar a impacientes y aficionados.

Por suerte, él no era ninguna de esas dos cosas.

El primer medallón con elefante de que se tenía conocimiento salió a la luz cuando fue donado al Museo Británico en 1887. Procedía de algún lugar de Asia Central. En 1926 apareció el segundo, de Irán, y en 1959 se descubrió un tercero. El cuarto era de 1964, y en 1973 se encontraron cuatro más cerca de las ruinas de Babilonia. Ocho, en total, que habían circulado por museos y coleccionistas privados. No es que fueran tan valiosos, teniendo en cuenta la diversidad del arte helenístico y las miles de monedas disponibles existentes, pero aun así constituían objetos de colección.

Volvió a centrarse en el examen.

El guerrero, joven y bien rasurado, sostenía en la mano izquierda una sarissa coronada por una punta con forma de hoja. La mano derecha empuñaba un relámpago. Sobre él se veía a una Niké voladora, la diosa alada de la victoria, y a la izquierda del guerrero el tallador había imprimido un curioso monograma.

Viktor no sabía si era BA o BAB, ni tampoco qué representaban esas letras, pero un medallón auténtico debía mostrar ese extraño símbolo.

Todo parecía estar en orden. No faltaba ni sobraba nada.

Le dio la vuelta a la moneda, que tenía los bordes extremadamente deformes, la pátina color peltre desgastada y lisa como por efecto del agua. El tiempo iba borrando poco a poco el delicado grabado de ambas caras. Lo cierto es que era asombroso que hubiesen sobrevivido.

– ¿Todo bien? -le preguntó a Rafael, que seguía junto a la ventana.

– No seas condescendiente conmigo.

Viktor alzó la cabeza.

– Lo he preguntado porque quería saberlo.

– No doy una, ¿eh?

Su compañero captó el tono derrotista.

– Viste que alguien se acercaba a la puerta del museo y reaccionaste. Punto.

– Fue una estupidez. Las muertes llaman mucho la atención.

– No habrían encontrado ningún cadáver. Deja de preocuparte. Además, a mí me pareció bien dejarlo allí.

Volvió a fijarse en el medallón. El anverso mostraba al guerrero, ahora soldado de caballería, con el mismo atuendo, atacando a un elefante que retrocedía. A lomos del animal había dos hombres: uno blandía una sarissa y el otro intentaba sacarse del pecho la pica de un soldado de caballería. Todos los numismáticos coincidían en que el regio guerrero de ambas caras de la moneda representaba a Alejandro y los medallones conmemoraban una batalla con elefantes de guerra.

Sin embargo, la prueba determinante de la autenticidad vendría dada por el microscopio.

Encendió el foco y depositó el decadracma en la platina.

Las monedas auténticas contenían una anomalía: unas letras minúsculas ocultas en el grabado, añadidas por antiguos talladores con la ayuda de una lupa primitiva. Los expertos creían que las letras representaban algo similar a las filigranas de los modernos billetes, tal vez para garantizar la autenticidad. Las lupas no eran habituales en la Antigüedad, así que descubrir la marca entonces habría sido prácticamente imposible. La inscripción se descubrió cuando apareció el primer medallón, años atrás, pero de los cuatro que habían robado hasta el momento sólo uno presentaba esa rareza. Si el medallón era genuino, entre los pliegues del ropaje del soldado se verían dos letras griegas: ZH.

Enfocó el microscopio y vio unos caracteres menudos.

Pero no eran letras, sino números.

36 44 77 55.

Alzó la mirada del ocular.

Rafael lo observaba.

– ¿Qué pasa?

Su dilema acababa de aumentar. Antes había utilizado el teléfono de la habitación para hacer varias llamadas. Sus ojos se posaron en la pantalla del aparato: cuatro pares de números que comenzaban por 36.

No eran los mismos que acababa de ver por el microscopio, pero supo en el acto lo que representaban los dígitos del supuestamente antiguo medallón: un número de teléfono danés.

DIEZ

Venecia

6.30 horas

Vincenti se examinó en el espejo mientras su ayuda de cámara doblegaba la chaqueta y permitía que el traje de Gucci cubriera su corpachón. Un cepillo de pelo de camello hizo desaparecer toda la pelusa de la oscura lana. A continuación se ajustó la corbata y se aseguró de que el pliegue fuese bien pronunciado. El ayuda de cámara le entregó un pañuelo color burdeos, y él dispuso la seda convenientemente en el bolsillo superior.

Sus 136 kilos de peso tenían buen aspecto dentro del traje a medida. El estilista milanés que tenía a su servicio le había aconsejado que los colores oscuros no sólo transmitían autoridad, sino que además desviaban la atención de su estatura. Y eso no era fácil, pues todo en él era grande: mejillas abultadas, frente rugosa, nariz corva. No obstante, le encantaba la comida sustanciosa y hacer dieta le parecía un pecado.

A un gesto suyo, el ayuda de cámara sacó brillo a sus zapatos de cordones de Lorenzo Banfi. Se miró de soslayo por última vez y a continuación consultó el reloj.

– Señor -dijo el ayuda de cámara-, esa mujer ha llamado cuando se estaba usted duchando.

– ¿Por la línea privada?

El hombre asintió.

– ¿Ha dejado algún número?

El valet se metió la mano en el bolsillo y sacó un papel. Vincenti se las había arreglado para dormir algo antes y después de la reunión del Consejo. Dormir, a diferencia de ponerse a dieta, no era una pérdida de tiempo. Sabía que lo esperaban y odiaba llegar tarde, pero decidió llamar desde la intimidad de su dormitorio. No tenía sentido anunciarlo todo a los cuatro vientos por un móvil.

El ayuda de cámara salió de la estancia.

Vincenti fue hasta el teléfono de la mesilla y marcó un número internacional. A los tres zumbidos, una voz de mujer respondió y él dijo:

– Ministra, veo que sigues entre los vivos.

– Y me alegra saber que tu información era cierta.

– No te habría importunado con una patraña.

– Sin embargo, todavía no me has dicho cómo supiste que alguien intentaría matarme hoy.

Hacía tres días le había comunicado a Irina Zovastina el plan del florentino.

– La Liga vela por sus miembros y tú, ministra, eres uno de los más importantes.

Ella soltó una risita.

– Qué engreído eres, Enrico.

– ¿Ganaste al buzkashi?

– Naturalmente. Dos veces en el círculo. Dejamos el cuerpo del asesino en el campo y lo pisoteamos hasta despedazarlo. Los pájaros y los perros disfrutan de los restos.

Él se estremeció. Ése era el problema con Asia Central: aunque quería entrar a formar parte del siglo XXI a toda costa, su cultura seguía arraigada en el XV. La Liga tendría que hacer todo lo posible por cambiarlo. Aun cuando la empresa fuera como convertir a un carnívoro en vegetariano.

– ¿Conoces la Ilíada ? -preguntó ella.

Vincenti sabía que tendría que seguirle la corriente.

– Sí.

– «A muchas almas fuertes de héroes arrojó al Hades y a ellos hizo presa de los perros y de las aves todas.»Él sonrió.

– ¿Te crees Aquiles?

– Hay mucho de admirable en él.

– ¿Acaso no era un hombre orgulloso? En exceso, si mal no recuerdo.

– Pero guerrero. Siempre fue un guerrero. Dime, Enrico, ¿qué hay de tu traidor? ¿Se ha resuelto el problema?

– El florentino disfrutará de un bonito entierro al norte de aquí, en la región de los lagos. Le enviaremos flores. -Decidió comprobar si ella estaba de humor-. Tenemos que hablar.

– ¿De tu pago por salvarme la vida?

– De tu parte del trato, la que tratamos hace tiempo.

– Estaré lista para reunirme con el Consejo dentro de unos días. Primero debo solucionar unos asuntos.

– Me interesa más que nos reunamos tú y yo.

Ella rió.

– Lo creo. La verdad es que a mí también, pero he de ocuparme de unos asuntos.

– Mi permanencia en el Consejo terminará pronto. Después tendrás que hablar con otros. Y puede que no sean tan complacientes.

Zovastina rompió a reír.

– Me encanta lo de complaciente. Me gusta tratar contigo, Enrico, de veras.

– Tenemos que hablar.

– Pronto. Primero has de zanjar ese otro problema del que hemos hablado, los norteamericanos.

Cierto.

– No te apures, pienso ocuparme hoy mismo.

ONCE

Copenhague

– ¿Cómo que «no exactamente»? -le preguntó Malone a Thorvaldsen.

– Encargué un medallón falso. Es bastante fácil, por cierto. En el mercado hay numerosas falsificaciones.

– Y ¿por qué lo hiciste?

– Cotton -dijo Cassiopeia-, esos medallones son importantes.

– Vaya, si no me lo dices, ni me entero. Lo que no he oído es en qué sentido y por qué.

– ¿Qué sabes de Alejandro Magno después de su muerte? -le preguntó Thorvaldsen-. ¿Qué fue de su cuerpo?

Malone había leído algo al respecto.

– Algunas cosas.

– Dudo que sepas lo que sabemos nosotros -aseveró Cassiopeia. Se puso en pie junto a una de las estanterías-. El pasado otoño me llamó un amigo que trabajaba en el Museo de Cultura de Samarcanda. Había descubierto algo que tal vez yo quisiera ver, un manuscrito antiguo.

– ¿De cuándo?

– Del siglo I o II d. J.C. ¿Has oído hablar de la fluorescencia de rayos X?

Él negó con la cabeza.

– Es un procedimiento relativamente nuevo -aclaró Thorvaldsen-. Durante los primeros años de la Edad Media, el pergamino era tan escaso que los monjes desarrollaron una técnica de reciclaje mediante la cual rascaban la tinta original y a continuación utilizaban de nuevo la piel para devocionarios. Con la fluorescencia, los rayos X que genera un acelerador de partículas son bombardeados sobre el pergamino reciclado. Por suerte la tinta que se empleaba hace siglos contenía un montón de hierro. Cuando los rayos X entran en contacto con esa tinta, las moléculas ocultas en el pergamino resplandecen y las imágenes pueden grabarse. La verdad es que es extraordinario. Como un fax del pasado. Las palabras que fueron borradas antaño, sobre las que se escribió con otra tinta, reaparecen a partir de su mapa molecular.

– Cotton, lo que sabemos de primera mano de Alejandro se limita a los escritos de cuatro hombres que vivieron casi quinientos años después que él -dijo Cassiopeia-.Las Efemérides reales, el supuesto diario de Alejandro, presuntamente contemporáneo, no sirve para nada: el vencedor reescribiendo la historia. La Vida de Alejandro Magno, que muchos citan como autoridad, es pura ficción y tiene poco que ver con la realidad. Los otros dos, sin embargo, fueron escritos por Arriano y Plutarco, ambos afamados cronistas.

– He leído la Vida de Alejandro Magno; es una historia muy buena.

– Pero no es más que eso. Alejandro es como Arturo, un hombre cuya vida real ha sido sustituida por una leyenda romántica. En la actualidad se lo considera un gran conquistador benevolente, una suerte de estadista, pero lo cierto es que asesinó a un número de personas sin precedentes y esquilmó los recursos de las tierras de las que se apropió. Mató a amigos debido a su paranoia y condujo a la mayoría de sus tropas a una muerte prematura. Era un jugador que echó a suertes su vida y la vida de quienes lo rodeaban. No hay nada mágico en él.

– No estoy de acuerdo -dijo Malone-. Era un gran comandante militar, la primera persona que unió el mundo. Sus conquistas eran sangrientas y brutales porque así es la guerra. Es cierto que estaba empeñado en hacer conquistas, pero su mundo parecía dispuesto a ser conquistado. Era astuto desde el punto de vista político, un griego que acabó siendo persa. Por lo que he leído, le interesaba más bien poco el nacionalismo estrecho de miras, lo cual no es criticable. Cuando murió, sus generales, los Compañeros, se repartieron el imperio, lo que garantizaba el dominio de la cultura griega durante siglos. Y así fue. El período helenístico cambió por completo la civilización occidental. Y todo eso empezó con él.

Vio que Cassiopeia disentía.

– Ese legado era lo que se discutía en el antiguo manuscrito -dijo-. Lo que de verdad ocurrió tras la muerte de Alejandro.

– Sabemos lo que ocurrió -aseguró Malone-. Su imperio fue víctima de sus generales, que jugaron a apoderarse de su cuerpo. Hay montones de relatos contradictorios según los cuales cada uno de ellos trató de apropiarse del cadáver durante el cortejo fúnebre. Todos querían el cuerpo como símbolo de poder. Por eso fue momificado. Los griegos quemaban a sus muertos, pero no así a Alejandro. Era preciso que su cuerpo perdurara.

– El manuscrito se ocupa del período de tiempo que media entre el fallecimiento de Alejandro en Babilonia y el traslado de su cuerpo al oeste -explicó Cassiopeia-. Transcurrió un año; un año que es de vital importancia para los medallones.

Un leve sonido rompió el silencio de la habitación.

Malone vio que Henrik se sacaba un teléfono móvil del bolsillo y respondía. Cosa rara. Thorvaldsen odiaba esos chismes y, en particular, odiaba a quienes hablaban por ellos delante de él.

Malone miró a Cassiopeia y le preguntó:

– ¿Es importante?

Su expresión seguía siendo hosca.

– Es lo que estábamos esperando.

– ¿Por qué estás tan alegre?

– Puede que no lo creas, Cotton, pero también yo tengo sentimientos.

A él le sorprendió el cáustico comentario. Cuando Cassiopeia estuvo en Copenhague por Navidad habían disfrutado de unas cuantas veladas agradables en Christiangade, la mansión que Thorvaldsen poseía en la costa, al norte de la ciudad. Él incluso le había hecho un regalo, una preciosa edición del siglo XVII sobre ingeniería medieval. El proyecto de reconstrucción del que Cassiopeia se ocupaba en Francia, levantar piedra a piedra un castillo con herramientas y materias primas de hacía setecientos años, continuaba avanzando. Incluso habían convenido en que, en primavera, él iría a visitarla.

Thorvaldsen puso fin a la llamada.

– Era el ladrón del museo.

– Y ¿cómo es que te ha llamado? -quiso saber Malone.

– Mandé grabar este número de teléfono en el medallón. Quería dejar bien claro que nos mantenemos a la espera. Le he dicho que si quiere el decadracma original tendrá que comprarlo.

– Sabiendo eso es probable que decida liquidarte.

– Eso esperamos.

– Y ¿cómo pretendes evitar que eso suceda? -inquirió Malone.

Cassiopeia dio un paso adelante, el rostro rígido.

– Ahí es donde entras tú.

DOCE

Viktor colgó el teléfono. Durante ese tiempo Rafael había permanecido junto a la ventana, escuchando la conversación.

– Quiere que nos veamos dentro de tres horas, en una casa al norte de la ciudad, por la carretera de la costa. -Sostuvo en alto el medallón-. Si han hecho esto es que sabían que veníamos, y desde hace tiempo. Es muy bueno. El falsificador conocía su oficio.

– Deberíamos dar parte de esto.

Viktor no opinaba lo mismo. La ministra Zovastina lo había enviado porque él era su principal hombre de confianza. Treinta hombres la protegían a diario, su Batallón Sagrado. Seguía el modelo de la unidad de combate más feroz de la antigua Grecia, que luchó con valentía hasta que Filipo de Macedonia y su hijo, Alejandro Magno, la masacraron. Había oído a Zovastina hablar del tema. A los macedonios los impresionó tanto la valentía del Batallón Sagrado que erigieron un monumento en su memoria, que todavía seguía en pie en Grecia. Cuando Zovastina tomó el poder, resucitó con entusiasmo el concepto. Viktor fue su primera adquisición, y fue él quien reclutó a los veintinueve restantes, incluido Rafael, un italiano al que había conocido en Bulgaria y trabajaba para las fuerzas de seguridad del Estado.

– ¿No deberíamos llamar a Samarcanda? -insistió Rafael.

Miró fijamente a su compañero. Rafael, más joven, era listo y activo. A Viktor había terminado cayéndole bien, lo que explicaba por qué soportaba errores que no habría consentido a otros. Como arrastrar al museo a aquel tipo. Aunque, después de todo, tal vez no hubiese sido un error.

– No podemos llamar -repuso en voz queda.

– Si esto llega a saberse nos matará.

– Pues habrá que evitar que llegue a saberse. Hasta ahora lo hemos hecho bien.

Así era: cuatro robos. Todos a coleccionistas privados que, por fortuna, guardaban sus pertenencias en endebles cajas fuertes o las exhibían de cualquier manera. Habían enmascarado cada uno de esos delitos con incendios y se habían guardado bien las espaldas.

O quizá no.

El del teléfono parecía saber qué se traían entre manos.

– Vamos a tener que resolver esto nosotros solos -aseveró.

– Tienes miedo de que ella me eche la culpa a mí.

A su compañero se le hizo un nudo en la garganta.

– La verdad es que tengo miedo de que nos la eche a los dos.

– Estoy preocupado, Viktor. Soy una carga para ti.

Viktor le lanzó una mirada en exceso modesta.

– Los dos la hemos liado. -Toqueteó el medallón-. Estas malditas cosas sólo causan problemas.

– ¿Por qué las quiere?

Viktor meneó la cabeza.

– Ella no es de las que se explican. Pero seguro que es importante.

– El otro día me enteré de algo sin querer.

El otro alzó la vista y vio unos ojos rebosantes de curiosidad.

– Y ¿dónde te enteraste de ese algo?

– Cuando estaba destinado a su servicio personal, justo antes de que nos fuésemos, la semana pasada.

La guardia diaria de Zovastina rotaba. Había una norma clara: nada de lo que se oía o decía importaba, lo único importante era la seguridad de la ministra. Sin embargo, eso era distinto. Quería saberlo.

– Di.

– Planea algo.

Viktor levantó el medallón.

– ¿Qué tiene que ver con esto?

– Ella lo dijo. Se lo dijo a alguien por teléfono. Lo que estamos haciendo evitará un problema. -Rafael se detuvo-. Su ambición no conoce límites.

– Pero ha hecho muchas cosas, lo que nadie ha sido nunca capaz de hacer. Se vive bien en Asia Central, por fin.

– Lo vi en sus ojos, Viktor. Nada de eso le basta. Quiere más.

Su amigo disimuló su propia inquietud con una mirada de perplejidad.

– Estaba leyendo una biografía de Alejandro que ella me comentó -prosiguió Rafael-. Le gusta recomendar libros, sobre todo acerca de él. ¿Conoces la historia del caballo de Alejandro, Bucéfalo?

Se la había oído mencionar a Zovastina. Una vez, cuando Alejandro era pequeño, su padre adquirió un bonito caballo indomable. Alejandro reprobó tanto a su padre como a los domadores reales, y afirmó que él podía doblegarlo. Filipo lo dudaba, pero después de que Alejandro prometiera comprar el caballo con su propio dinero si no salía airoso, el rey le concedió la oportunidad. Al ver que el caballo parecía asustado de su propia sombra, Alejandro lo situó de cara al sol y, tras poner a prueba sus dotes de persuasión, consiguió montarlo.

Le contó a Rafael lo que sabía.

– Y ¿sabes lo que le dijo Filipo a Alejandro cuando consiguió domar al animal?

Rafael negó con la cabeza.

– Dijo: «Busca un reino que se iguale a tu grandeza, porque Macedonia es pequeña para ti.» Ése es su problema, Viktor: su Federación es mayor que Europa, pero no es lo bastante grande. Zovastina quiere más.

– Eso no es problema nuestro.

– Lo que estamos haciendo de alguna manera encaja en su plan.

Viktor no respondió, aunque también estaba preocupado.

Rafael pareció intuir su renuencia.

– Le has dicho al del teléfono que le llevaríamos cincuenta mil euros. No tenemos dinero.

El otro agradeció el cambio de tema.

– No lo necesitaremos. Conseguiremos el medallón sin gastar nada.

– Hemos de eliminar a quienquiera que esté haciendo esto.

Rafael tenía razón. La ministra Zovastina no toleraría errores.

– Es verdad -convino-. Los mataremos a todos.

TRECE

Samarcanda

Federación de Asia Central

11.30 horas

El hombre que entró en el estudio de Irina Zovastina era bajo, rechoncho, de rostro apagado y una mandíbula que denotaba testarudez. Era el tercero al mando de la Fuerza Aérea Unificada de la Federación, pero también el dirigente encubierto de un partido político secundario cuya voz había alcanzado un volumen alarmante en los últimos tiempos. A aquel kazajo que se resistía en secreto a toda influencia eslava le gustaba hablar de los tiempos nómadas, de hacía cientos de años, mucho antes de que los rusos lo cambiasen todo.

Al mirar fijamente al rebelde, Zovastina se preguntó cómo ese cráneo pelado y esos ojos insulsos le granjeaban las simpatías de nadie; sin embargo, los informes aseguraban que era listo, elocuente y persuasivo. Lo habían llevado al palacio hacía dos días, tras enfermar de súbito de una fiebre altísima que lo hacía sangrar por la nariz y le provocaba accesos de tos que lo dejaban exhausto y un dolor en las caderas que él describía como martillazos. Su médico le había diagnosticado una infección vírica con posible neumonía, pero los tratamientos convencionales no habían dado resultado.

Ese día, sin embargo, parecía encontrarse bien.

Descalzo, lucía uno de los albornoces de color marrón rojizo del palacio.

– Tiene buen aspecto, Enver. Mucho mejor.

– ¿Por qué me encuentro aquí? -inquirió él en un tono inexpresivo en el que no había ni rastro de agradecimiento.

Antes había estado preguntando al personal, el cual, siguiendo órdenes de ella, había dado a entender su traición. Curiosamente, el coronel no parecía tener miedo. Es más, se mostraba desafiante evitando el ruso y habiéndole en kazajo, de manera que Zovastina decidió complacerlo y empleó la antigua lengua.

– Ha estado enfermo de muerte. Ordené que lo trajeran aquí para que mis médicos pudieran ocuparse de usted.

– No recuerdo nada de ayer.

Ella le indicó que tomara asiento y sirvió té de un juego de plata.

– Se encontraba usted mal y yo estaba preocupada, así que decidí ayudar.

Él la miraba con claro recelo. Zovastina le entregó una taza con su plato.

– Té verde con un toque de manzana. Tengo entendido que le gusta.

El hombre no lo aceptó.

– ¿Qué es lo que quiere, ministra?

– Me ha traicionado y ha traicionado a esta Federación. Ese partido político suyo ha estado instigando a la gente a la desobediencia civil.

Él no reflejó sorpresa.

– No deja usted de repetir que tenemos derecho a decir lo que pensamos.

– ¿Y me cree?

Zovastina depositó la taza sobre la mesa y decidió dejar de ejercer de anfitriona.

– Hace tres días fue expuesto a un agente viral, uno que mata entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas después. La muerte sobreviene por una fiebre fulminante, líquido en los pulmones y un debilitamiento de las paredes arteriales que causa una gran hemorragia interna. Su infección no había evolucionado hasta ese punto, pero a estas alturas debería haber sido así.

– ¿Y cómo es que me he curado?

– Yo la detuve.

– ¿Usted?

– Quería que experimentara lo que soy capaz de infligir.

El militar guardó silencio, al parecer asimilando la realidad.

– Es usted coronel de nuestra fuerza aérea. Juró defender esta Federación con su vida.

– Y lo haría.

– Sin embargo, no parece causarle ningún problema instar a cometer traición.

– Se lo preguntaré de nuevo: ¿qué quiere?

Su tono había perdido toda cortesía.

– Su lealtad.

Él no dijo nada, y Zovastina cogió de la mesa un mando a distancia. De repente, una pantalla plana que descansaba en un rincón del escritorio cobró vida: mostraba a cinco hombres que pululaban entre una multitud examinando puestos bajo unos vivos toldos rebosantes de productos frescos.

Su invitado se puso en pie.

– Este vídeo lo grabó una de las cámaras del mercado de Navoi. Resultan bastante útiles para mantener el orden y combatir la delincuencia, pero también nos permiten seguirles la pista a nuestros enemigos. -Vio que él reconocía los rostros-. Sí, Enver. Son sus amigos luchando contra esta Federación. Estoy al tanto de sus planes.

Ella conocía bien la filosofía del partido del coronel. Antes de que llegaran los comunistas, cuando la mayoría de los kazajos vivían en yurtas, las mujeres formaban parte integrante de la sociedad y ocupaban más de una tercera parte de los cargos políticos. Sin embargo, los soviéticos y el islam las habían apartado. En la década de 1990 la independencia no sólo trajo consigo una depresión económica, sino que además permitió que las mujeres regresaran a la vanguardia, donde poco a poco habían vuelto a adquirir relevancia política. La Federación consolidó esa resurrección.

– En realidad no quiere que todo vuelva a ser como antes, Enver. ¿Regresar a la época en que recorríamos las estepas? Por aquel entonces las mujeres dirigían esta sociedad. No, usted sólo quiere poder político. Y si es capaz de encender a la gente con ideas de un pasado glorioso, lo usará en nuestro beneficio. Es usted igual de malo que yo.

Él le escupió a los pies.

– Esto es lo que opino de usted.

Zovastina se encogió de hombros.

– No cambia nada. -Señaló la pantalla-. Antes de que se ponga el sol, cada uno de esos hombres será infectado como lo fue usted. No se darán cuenta de nada hasta que un moqueo, una irritación de garganta o un dolor de cabeza les indique que tal vez se estén resfriando. Recuerda esos síntomas, ¿verdad, Enver?

– Es usted el mal bicho que siempre he creído que era.

– Si fuese un mal bicho lo habría dejado morir.

– ¿Por qué no lo hizo?

Zovastina apuntó con el mando y cambió de canal. Apareció un mapa.

– Esto es lo que hemos conseguido: una nación asiática unificada que cuenta con la aceptación de todos los líderes.

– No le preguntó al pueblo.

– ¿De veras? Hace quince años que hicimos posible esta realidad, y la economía de las antiguas naciones ha experimentado una mejora considerable. Hemos construido colegios, casas, carreteras. La sanidad es notablemente mejor, nuestras infraestructuras se han modernizado. La electricidad, el agua, el tratamiento de aguas residuales (nada de lo cual existía con los soviéticos) funcionan ahora. El expolio ruso de nuestra tierra y nuestros recursos ha cesado. Empresas internacionales invierten miles de millones aquí, el turismo está creciendo, el producto interior bruto se ha incrementado en un mil por ciento. La gente es feliz, Enver.

– No toda.

– Es imposible contentar a todo el mundo; lo único que podemos hacer es complacer a la mayoría. Justo lo que no se cansa de predicar Occidente.

– ¿A cuántos más ha presionado como a mí?

– Tampoco a tantos. La mayoría ven por sí solos que lo que hacemos es provechoso. Comparto la riqueza y el poder con mis amigos. Y permita que le diga que, si alguno de ustedes tiene una idea mejor, estoy dispuesta a escuchar. Pero, por el momento, nadie ha propuesto nada mejor. La escasa oposición a la que nos enfrentamos, usted incluido, sólo quiere ocupar el poder, nada más.

– Qué fácil le resulta ser generosa cuando sus gérmenes nos pueden meter en vereda de un plumazo.

– Pude dejarlo morir y zanjar el problema, pero, Enver, matarlo sería una estupidez. Hitler, Stalin, los emperadores romanos, los zares rusos y todos y cada uno de los monarcas europeos cometieron el mismo error: eliminaron precisamente a quienes podían apoyarlos cuando en verdad necesitaban ayuda.

– Quizá tuviesen razón. Mantener con vida a los enemigos puede ser peligroso.

Ella notó una leve distensión de su amargura, así que preguntó:

– ¿Sabe algo de Alejandro Magno?

– Otro invasor occidental.

– Y en una docena de años nos conquistó a todos, apoderándose de Persia y Asia Menor. Más territorio del que consiguió el Imperio romano tras mil años de luchas. Y, ¿cómo gobernaba? No a base de fuerza. Cuando se hacía con un reino siempre permitía que el antiguo gobernante mantuviera el poder. De ese modo ganaba amigos que enviaban hombres y pertrechos cuando él los necesitaba, con lo que podía ampliar las conquistas. Después compartía las riquezas. Triunfó porque comprendió cómo debía utilizar el poder.

Era difícil saber si estaba haciendo algún progreso, pero el kazajo había mencionado algo importante: Zovastina se hallaba rodeada de enemigos, y la tentativa de asesinato de antes aún rondaba por su cabeza. Siempre procuraba suprimir a la oposición o ganársela, pero nuevas facciones parecían surgir a diario. El propio Alejandro al cabo fue víctima de una paranoia irracional. Ella no podía repetir ese error.

– ¿Qué dice, Enver? Únase a nosotros.

Zovastina lo observó mientras él meditaba la oferta. Es posible que ella no le cayera bien, pero, según los informes, ese guerrero, un aviador formado por los soviéticos que combatió con ellos en muchas de sus absurdas luchas, detestaba mucho más otra cosa.

Había llegado la hora de ver si era cierto.

La ministra señaló Pakistán, Afganistán e Irán en la pantalla.

– Ellos son nuestro problema.

Vio que él estaba de acuerdo.

– ¿Qué pretende hacer? -inquirió el coronel, interesado.

– Acabar con ellos.

CATORCE

Copenhague

8.30 horas

Malone miró fijamente la casa. Él, Thorvaldsen y Cassiopeia habían salido de su librería hacía media hora y se habían dirigido hacia el norte por la carretera de la costa. Diez minutos al sur de la espléndida propiedad de Thorvaldsen habían dejado la carretera principal y aparcado ante una modesta vivienda de una planta que descansaba en medio de una arboleda de nudosas hayas. Primaverales narcisos y jacintos tapizaban sus muros, el ladrillo y la madera rematados por un tejado a dos aguas asimétrico. Las aguas, de un pardo grisáceo, del estrecho de Sund lamían una playa rocosa que quedaba a unos cuarenta y cinco metros por detrás.

– No hace falta que pregunte de quién es esto.

– Está destartalada -repuso Thorvaldsen-. Linda con mis terrenos. Fue una ganga, pero la ubicación es estupenda.

Malone opinaba lo mismo: un inmueble de primera.

– ¿Y quién se supone que vive aquí?

Cassiopeia sonrió.

– El propietario del museo, ¿quién si no?

Malone se dio cuenta de que ella estaba de mejor humor, sin embargo, era evidente que sus dos amigos tenían los nervios de punta. Se había cambiado de ropa antes de abandonar la ciudad y había sacado de debajo de la cama su Beretta, cortesía de Magellan Billet. La policía le había ordenado dos veces que la entregara, pero Thorvaldsen se había servido de sus contactos con el primer ministro danés para obstaculizar ambas intentonas. A lo largo del año anterior, aun estando retirado, Malone la había necesitado en repetidas ocasiones, lo cual era inquietante, pues uno de los motivos por los que había dejado el gobierno era no tener que llevar un arma.

Entraron en la casa. La luz penetraba a raudales por unas ventanas empañadas por una película de salitre. La decoración del interior era un batiburrillo de cosas antiguas y nuevas, una combinación de estilos que resultaba agradable por el mero hecho de ser auténtica. En cuanto a su estado, Malone se fijó en que pedía a gritos numerosas reparaciones.

Mientras Cassiopeia registraba la casa, Thorvaldsen se sentó en un sofá polvoriento tapizado de tweed.

– Todo lo que había en el museo la otra noche era una copia. Saqué los originales cuando compré el lugar. No es que hubiera nada de mucho valor, pero no podía permitir que lo destruyeran.

– Te tomaste muchas molestias -apuntó Malone.

Cassiopeia terminó con el reconocimiento y regresó.

– Hay mucho en juego.

Como si él no lo supiera a esas alturas.

– Mientras esperamos a que alguien venga a intentar matarnos (el tipo con el que hablaste por teléfono hace tres horas), ¿podrías explicarme al menos por qué les hemos dado tanto tiempo?

– Soy perfectamente consciente de lo que he hecho -aseguró Thorvaldsen.

– ¿Por qué son tan importantes esos medallones?

– ¿Has oído hablar de Hefestión? -preguntó Thorvaldsen.

– Sí.

– Era el mejor amigo de Alejandro, probablemente su amante. Murió unos meses antes que él.

– El manuscrito molecular que se descubrió en Samarcanda completa los documentos históricos, aporta nueva información -explicó Cassiopeia-. Ahora sabemos que Alejandro se sentía tan culpable por la muerte de Hefestión que ordenó ejecutar a su médico personal, un hombre llamado Glaucias. Lo hizo desmembrar atándolo entre dos árboles que estaban afianzados al suelo.

– Y, ¿qué hizo el médico para merecer tal cosa?

– No fue capaz de salvar a Hefestión -repuso Thorvaldsen-. Al parecer, Alejandro poseía una cura, algo que, al menos en una ocasión anterior, había detenido la misma fiebre que mató a Hefestión. En el manuscrito aparece descrita como un simple «bebedizo». Sin embargo, hay algunos detalles interesantes.

Cassiopeia se sacó del bolsillo una hoja doblada.

– Léelo tú mismo.

Cuan vergonzoso que el rey mandase ejecutar al pobre Glaucias. El médico no tenía la culpa. Advirtió a Hefestión que no comiera ni bebiera nada, y sin embargo él hizo ambas cosas. De haberse abstenido, es posible que hubiesen contado con el tiempo necesario para sanarlo. Cierto, Glaucias no tenía a mano el bebedizo, la vasija se había hecho añicos días antes por accidente, pero él esperaba la llegada de más procedente del este. Años antes, durante la persecución de los escitas, Alejandro se sintió mal del estómago. A cambio de una tregua, los escitas le ofrecieron el bebedizo, un remedio que ellos empleaban desde hacía tiempo. Sólo Alejandro, Hefestión y Glaucias sabían de él, pero una vez Glaucias había administrado el milagroso líquido a su ayudante. El cuello del hombre se había hinchado de tal modo que apenas podía tragar saliva, como si tuviese piedras en la garganta, y su boca vomitaba líquido con cada espiración. Tenía el cuerpo lleno de heridas y en sus músculos no quedaba un soplo de fuerza. La respiración era fatigosa. Glaucias le dio el bebedizo y al día siguiente el hombre se restableció. Glaucias le contó al ayudante que había empleado el remedio varias veces con el rey, una cuando se hallaba al borde de la muerte, y el rey siempre se había recuperado. El ayudante le debía a Glaucias la vida, pero no pudo hacer nada para salvarlo de la ira de Alejandro. Contempló desde las murallas de Babilonia cómo los árboles desgarraban a su salvador. Cuando Alejandro regresó de la explanada mandó llamar al ayudante y le preguntó si sabía del bebedizo. Habiendo presenciado la horrible muerte de Glaucias, el miedo lo obligó a decir la verdad, y el rey le ordenó no hablarle a nadie del líquido. Diez días después Alejandro yacía en su lecho de muerte, la fiebre devastando su cuerpo, sus fuerzas mermadas, igual que Hefestión. Su último día de vida, mientras sus Compañeros y generales buscaban consejo en la oración, Alejandro susurró que quería el remedio. El ayudante se armó de valor y, recordando a Glaucias, se lo negó. En los labios del rey afloró una sonrisa. El ayudante disfrutó viendo morir a Alejandro, sabiendo que podría haberlo salvado.

– El historiador oficial, un hombre que también había perdido a un ser querido cuando Alejandro ordenó ejecutar a Calístenes cuatro años antes, dejó constancia del episodio -explicó Cassiopeia-. Calístenes era sobrino de Aristóteles, y ejerció de historiador personal de Alejandro hasta la primavera de 327 a. J.C, momento en que se vio enredado en una trama de asesinato. Para entonces, la paranoia de Alejandro ya alcanzaba cotas peligrosas, de manera que decretó la muerte de Calístenes. Dicen que Aristóteles nunca perdonó a Alejandro.

Malone asintió.

– Hay quien afirma que fue Aristóteles quien envió el veneno que supuestamente mató a Alejandro.

Thorvaldsen se mofó del comentario.

– El rey no fue envenenado, el manuscrito lo demuestra. Alejandro murió de una infección, probablemente de malaria. Semanas antes había estado marchando por unos pantanos. Sin embargo, no se sabe a ciencia cierta. Y esa pócima, el «bebedizo», lo había curado antes y curó al ayudante.

– ¿Recuerdas los síntomas? -preguntó Cassiopeia-. Fiebre, hinchazón del cuello, mucosidad, fatiga, lesiones. Suena a algo vírico. Pero el líquido restableció por completo al ayudante.

Él no estaba convencido.

– No se puede dar mucho crédito a un manuscrito de más de dos mil años de antigüedad. No sabes si es auténtico.

– Lo es -aseveró ella.

Malone esperó a que se explicara.

– Mi amigo era un experto, y la técnica que utilizó para descubrir la escritura es la más moderna, no se presta a falsificaciones. Estamos hablando de leer palabras en un ámbito molecular.

– Cotton, Alejandro sabía que su cuerpo sería objeto de disputas -dijo Thorvaldsen-. Se sabe que, días antes de morir, aseguró que «sus prominentes amigos se embarcarían en grandes juegos funerarios» cuando él hubiese desaparecido; un comentario curioso que ahora empezamos a entender.

Malone se había quedado con algo más y le preguntó a Cassiopeia:

– Has dicho que tu amigo del museo era un experto. ¿Era?

– Ha muerto.

Ahora sabía el porqué de su dolor.

– ¿Erais íntimos?

Cassiopeia no contestó.

– Podrías habérmelo dicho -le reprochó él.

– No, no podía.

Sus palabras lo hirieron.

– Basta con decir que toda esta intriga gira en torno a encontrar el cuerpo de Alejandro -intervino Thorvaldsen.

– Buena suerte. Lleva mil quinientos años desaparecido.

– Ésa es la cuestión -dijo con frialdad Cassiopeia-. Tal vez nosotros sepamos dónde se encuentra y el hombre que viene a matarnos no.

QUINCE

Samarcanda

12.20 horas

Tras observar los impacientes rostros de los estudiantes, Zovastina preguntó:

– ¿Cuántos de vosotros habéis leído a Homero?

Sólo se alzaron un puñado de manos.

– Al igual que vosotros, la primera vez que leí su épica estaba en la universidad.

Había acudido al Centro de Enseñanza Superior del Pueblo en una de sus numerosas apariciones semanales. Intentaba programar al menos cinco ocasiones para que la prensa y las gentes la vieran y la oyeran. Antaño un instituto ruso sin apenas fondos, en la actualidad el centro era un lugar digno destinado a la enseñanza académica. Se había ocupado de ello porque los griegos tenían razón: un Estado analfabeto acaba por no ser un Estado.

Leyó un párrafo del ejemplar de la Ilíada que tenía abierto delante:

– «La piel del cobarde se muda y se pone de todos los colores y su corazón no se le contiene en el pecho quieto y sin temblor, sino que él se agacha aquí y allá, sentándose sobre sus talones, y el corazón le palpita fuertemente en el pecho, pensando en las diosas de la muerte, y es un crujir de dientes. En cambio, no se muda la piel del valiente ni se turba demasiado, una vez que se ha apostado ya en emboscada, y sólo desea verse metido cuanto antes en la penosa refriega.»Los estudiantes parecieron disfrutar el recitado.

– Las palabras de Homero, hace más de dos mil ochocientos años, todavía tienen sentido.

Cámaras y micrófonos apuntaban hacia ella desde el fondo del aula. Estar allí la hizo retroceder veintiocho años en el tiempo. Al norte de Kazajistán, a otra clase.

Y a su profesor.

– No hay nada malo en llorar -le dijo Sergej.

Las palabras la habían conmovido, más de lo que creía posible. Miraba con fijeza al ucraniano, poseedor de una visión única del mundo.

– Sólo tienes diecinueve años -añadió-. Recuerdo la primera vez que leí a Homero. También me afectó.

– Aquiles es un alma tan atormentada…

– Todos somos almas atormentadas, Irina.

Le gustaba que él pronunciase su nombre. Él sabía cosas que ella ignoraba, comprendía cosas que ella todavía no había vivido. Y ella quería conocer esas cosas.

– No llegué a conocer a mi madre ni a mi padre. Ni a nadie de mi familia.

– No son importantes.

Ella se mostró sorprendida.

– ¿Cómo puede decir eso?

Él le señaló el libro.

– El destino del hombre es sufrir y morir. Lo que ha desaparecido carece de importancia.

Ella se había preguntado durante años por qué parecía condenada a vivir en soledad. Tenía pocos amigos, ninguna relación; para ella la vida era un eterno desafío de deseos y carencias. Igual que Aquiles.

– Irina, un día conocerás la dicha del desafío. La vida es un reto tras otro, una batalla tras otra. Siempre, como Aquiles, en pos de la excelencia.

– Y, ¿qué hay del fracaso?

Él se encogió de hombros.

– Es la consecuencia de no haber triunfado. Recuerda lo que dijo Homero: «Son las circunstancias las que gobiernan al hombre, no el hombre las circunstancias.»A ella se le pasó por la cabeza otro verso del poema.

– «Constantemente, por voluntad de unos y otros, estamos sufriendo los dioses los más terribles males por complacer a los hombres.»Su profesor asintió.

– No lo olvides nunca.

– Menuda historia -le dijo a la clase-. La Ilíada. Una guerra que se prolongó durante nueve largos años. Luego, en el décimo, una disputa hizo que Aquiles abandonara la lucha. Un héroe griego henchido de orgullo, un guerrero cuya humanidad nacía de su gran pasión, invulnerable salvo en los talones.

Zovastina vio sonrisas en algunos rostros.

– Todo el mundo tiene un punto débil -afirmó.

– ¿Cuál es el suyo, ministra? -quiso saber uno de los estudiantes.

Ella les había dicho que no fuesen tímidos. Preguntar era bueno.

– ¿Por qué me enseña estas cosas? -le preguntó a Sergej.

– Conocer tu cultura es entenderla. ¿Te das cuenta de que bien podrías ser descendiente de los griegos?

Ella lo miró con perplejidad.

– ¿Cómo es posible?

– Hace mucho tiempo, antes de la llegada del islam, cuando Alejandro y los griegos se adueñaron de esta tierra, muchos de sus hombres se quedaron aquí después de que él volviera a casa. Se asentaron en nuestros valles y tomaron por esposas a nuestras mujeres. Algunas de nuestras palabras, nuestra música, nuestras danzas eran suyas.

Ella no había caído en la cuenta.

– Mi afecto por las gentes de esta Federación -fue su respuesta-. Vosotros sois mi debilidad.

Los estudiantes aplaudieron en señal de aprobación, y ella pensó de nuevo en la Ilíada y en las lecciones que ofrecía: la gloria de la guerra, el triunfo de los valores militares sobre la familia, el honor personal, la venganza, el valor, la transitoriedad de la vida humana.

«No se muda la piel del valiente ni se turba demasiado.»¿Y acaso se había mudado la suya antes, cuando hizo frente al asesino en potencia?

– Dices que te interesa la política -comentó Sergej-. Si es así, no olvides nunca a Homero. Nuestros maestros rusos no saben nada del honor. Nuestros antepasados griegos lo sabían todo a ese respecto. No seas como los rusos, Irina. Homero tenía razón: «Fallarle a tu comunidad es el mayor fallo de todos.»

– ¿Cuántos de vosotros conocéis a Alejandro Magno? -preguntó a los estudiantes.

Se levantaron unas cuantas manos.

– ¿Os dais cuenta de que algunos de vosotros podríais ser griegos? -Les contó lo que Sergej le había contado a ella hacía tanto tiempo sobre los griegos que permanecieron en Asia-. El legado de Alejandro forma parte de nuestra historia: valentía, caballerosidad, resistencia. Él unió por vez primera Occidente y Oriente, y su leyenda se extendió por todos los rincones del mundo. Figura en la Biblia, en el Corán. Los ortodoxos griegos lo santificaron, los judíos lo consideran un héroe popular. Existe una versión suya en las sagas germánicas, islandesas y etíopes. Durante siglos se han escrito epopeyas y poemas sobre él. Su historia es la historia de todos nosotros.

Le resultaba fácil entender por qué Alejandro se había sentido tan atraído hacia Homero, por qué había vivido la Ilíada. La única forma de conseguir la inmortalidad era mediante acciones heroicas. Hombres como Enrico Vincenti eran incapaces de entender el honor. Aquiles estaba en lo cierto: «No tienen un espíritu concorde lobos y corderos.»Vincenti era un cordero; ella, un lobo.

Y no habría concordia.

Esos encuentros con estudiantes resultaban beneficiosos en numerosos aspectos, uno de los cuales era hacerle recordar el pasado. Hacía dos mil trescientos años, Alejandro Magno había recorrido treinta y dos mil kilómetros y había conquistado el mundo conocido. Creó un idioma común, fomentó la tolerancia religiosa, estimuló la diversidad racial, fundó setenta ciudades, estableció nuevas rutas comerciales y marcó el comienzo de un renacimiento que duró doscientos cincuenta años. Aspiraba a la areté, el ideal de excelencia griego.

Ahora le tocaba a Zovastina hacer gala de ella.

Terminó con la clase y se excusó.

Cuando salía del edificio, uno de sus guardaespaldas le entregó un papel. Ella lo desdobló y leyó el mensaje, un correo electrónico que había llegado hacía media hora e incluía las señas del remitente en clave y una única línea: «VENGA A VERME ANTES DE QUE SE PONGA EL SOL.»

Irritante, pero no tenía elección.

– Que dispongan el helicóptero -ordenó.

DIECISÉIS

Venecia

8.35 horas

Para Vincenti, Venecia era una obra de arte: esplendor bizantino en abundancia, pinceladas islámicas y referencias a la India y China. Medio oriental, medio occidental: un pie en Europa y el otro en Asia. Una creación humana única nacida a partir de un conjunto de islas que un día consiguieron unirse para formar el mayor de los Estados mercantiles, una gran potencia naval, una república de mil doscientos años de antigüedad cuyos nobles ideales incluso llamaron la atención los padres fundadores de Norteamérica. Envidiada, cuestionada y hasta temida, comerciaba indistintamente con todos los bandos, amigos o enemigos. Amante del dinero sin escrúpulos y consagrada a las ganancias, que incluso trataba la guerra como una inversión prometedora. Ésa había sido Venecia a lo largo de los siglos.

Y él mismo durante las dos últimas décadas.

Compró su villa en el Gran Canal con los primeros beneficios que obtuvo de su joven compañía farmacéutica. Parecía más que apropiado que él y su empresa, valorada ahora en miles de millones de euros, tuvieran su sede allí.

Le encantaba Venecia en particular por la mañana temprano, cuando no se oía nada salvo la voz humana. Un paseo matutino desde su palazzo con vistas al canal hasta su ristorante preferido, en la plaza Campo del León, constituía su único conato de ejercicio, uno que no podía evitar: la única manera de desplazarse era a pie o en barco, ya que en Venecia estaban prohibidos los vehículos.

Ese día caminaba con renovada energía. El problema con el florentino le había dado quebraderos de cabeza. Con ello resuelto, ahora podía centrar su atención en los últimos obstáculos finales. Nada le satisfacía más que un plan bien ejecutado. Por desgracia, pocos lo eran.

Sobre todo cuando se hacía necesario valerse del engaño.

El aire de la mañana ya se había sacudido el desagradable frío invernal. A todas luces la primavera había regresado al norte de Italia. También el viento parecía más suave, y el cielo lucía un bonito tono salmón, iluminado por un sol que surgía del océano del este.

Fue serpenteando por las sinuosas calles, tan estrechas que llevar abierto un paraguas habría supuesto un desafío, y cruzó varios de los puentes que unían la ciudad. Pasó ante tiendas de ropa y papelerías, una vinatería, una zapatería y un par de verdulerías bien surtidas, todas ellas cerradas a esa hora.

Llegó al final de la calle y entró en la plaza.

En un extremo se alzaba una antigua torre, una vieja iglesia convertida en teatro, y en el otro se erguía el campanario de una iglesia carmelita. Entremedio se sucedían casas y establecimientos que exhibían el lustre propio de la edad y la autosuficiencia. A él no le gustaban demasiado los campos, pues tendían a ser secos, viejos y urbanos. Eran distintos de los canales, donde los palazzos se abrían paso hasta el frente igual que en una multitud la gente avanza a empujones pugnando por respirar.

Escudriñó la desierta plaza: todo en orden.

Como a él le gustaba.

Era un hombre con riquezas, poder y futuro. Vivía en una de las mejores ciudades del mundo, y su estilo de vida era el que correspondía a una persona prestigiosa y tradicional. Su padre, un ser anodino que le inculcó el amor por la ciencia, le dijo de pequeño que se tomara la vida como viniera. Un buen consejo. La vida era reacción y recuperación. Uno siempre tenía problemas o acababa de resolverlos o estaba a punto de meterse en ellos. El truco estaba en saber en qué punto se encontraba uno y actuar en consecuencia.

Él acababa de resolver un problema.

Y estaba a punto de meterse en otro.

Durante los dos últimos años había presidido el Consejo de los Diez, que regía la Liga Veneciana. Cuatrocientos treinta y dos hombres y mujeres cuyas ambiciones se veían frustradas por una excesiva reglamentación gubernamental, una legislación mercantil restrictiva y unos políticos que iban reduciendo las ganancias de las empresas. Estados Unidos y la Unión Europea eran, con mucho, los peores sitios: cada día surgía un nuevo impedimento que mermaba los beneficios. Los miembros de la Liga gastaban miles de millones en intentar impedir la promulgación de más leyes. Y mientras unos políticos se dejaban influir calladamente y colaboraban, otros trataban de hacerse un nombre sancionando a los colaboradores.

Un frustrante círculo de nunca acabar.

Por esta razón, la Liga había decidido crear un espacio donde los negocios no sólo prosperaran, sino que rigieran. Un lugar similar a la república veneciana primigenia, la cual, durante siglos, estuvo gobernada por hombres que poseían la capacidad mercantil de los griegos y la audacia de los romanos: empresarios que eran a un tiempo hombres de negocios, soldados, gobernadores y estadistas. Una ciudad-Estado que acabó siendo un imperio. Periódicamente, la república de Venecia constituía ligas con otras ciudades-Estado -alianzas que garantizaban considerablemente la supervivencia- y la idea funcionaba bien. Su moderna encarnación exponía una filosofía similar. Él había trabajado mucho para reunir su fortuna y estaba de acuerdo con algo que Irina Zovastina le había dicho una vez: «A todo el mundo le gusta más algo si le ha costado ganarlo.»

Cruzó la plaza y se aproximó al café, que abría a diario a las seis de la mañana sólo para él. La mañana era su momento preferido del día. Su mente parecía más despierta antes de las doce. Entró en el ristorante y saludó a su propietario. «Emilio, ¿podrías hacerme un favor? Diles a mis invitados que volveré en breve. Antes he de hacer algo, pero no me llevará mucho.»

El hombre sonrió y asintió, asegurándole que no habría ningún problema.

Eludió a sus directivos, que lo esperaban en el comedor contiguo, y se dirigió a la cocina. El olor a pescado a la parrilla y huevos fritos se le antojó tentador. Se detuvo un instante a admirar lo que se estaba cocinando y a continuación salió por una puerta trasera a otro de los innumerables callejones de Venecia, éste oscurecido por altos edificios de ladrillo llenos de excrementos de aves.

Tres inquisidores aguardaban a unos metros. A una señal suya echaron a andar en fila india. Al llegar a una intersección torcieron a la derecha y enfilaron otro callejón. Él reparó en un tufo familiar -una mezcla de desagüe y piedra podrida-, el mal de Venecia. Pararon ante la puerta trasera de un edificio que albergaba una tienda de moda en la planta baja y apartamentos en las tres restantes. Sabía que estaban al otro lado de la plaza, en diagonal al café.

Otro inquisidor los esperaba en la puerta.

– ¿Está ahí? -preguntó Vincenti.

El interpelado asintió con la cabeza.

Vincenti hizo un gesto y tres de los hombres entraron en el edificio mientras el cuarto aguardaba fuera. Vincenti subió tras ellos una escalera de metal. En la tercera planta se detuvieron ante la puerta de uno de los apartamentos. Él permaneció en el pasillo mientras los hombres sacaban las armas y uno de ellos se disponía a abrir de una patada.

Vincenti asintió.

El zapato se estrelló contra la madera y la puerta se abrió violentamente hacia adentro.

Los hombres irrumpieron en el piso.

A los pocos segundos, uno de ellos hizo una señal y él entró en el apartamento y cerró la puerta.

Dos inquisidores tenían agarrada a una mujer. Delgada, rubia y atractiva. Una mano tapaba su boca, el cañón de un arma en su sien izquierda. Estaba asustada, pero tranquila. Era de esperar, al tratarse de una profesional.

– ¿Le sorprende verme? -le preguntó él-. Lleva casi un mes vigilando.

Los ojos de ella no respondieron.

– No soy idiota, aunque es evidente que su gobierno no debe de opinar lo mismo.

Sabía que trabajaba para el Departamento de Justicia de Estados Unidos, era una agente de una unidad internacional especial llamada Magellan Billet. La Liga Veneciana ya se había topado antes con dicha unidad, hacía unos años, cuando la Liga comenzó a invertir en Asia Central. Lo cierto es que era de esperar: Norteamérica recelaba. De esas pesquisas no había salido nada, pero ahora Washington parecía volver a fijarse en su organización.

Examinó el equipo de la espía: una cámara de largo alcance montada en un trípode, un teléfono móvil, una libreta. Sabía que preguntarle sería inútil: ella podía decirle poco, o nada, que él no supiera ya.

– Ha interrumpido mi desayuno.

Hizo otro gesto y uno de los hombres confiscó los juguetes.

Vincenti se acercó a la ventana y miró al aún desierto campo. Su siguiente decisión bien podría determinar su futuro. Estaba a punto de entrar en un juego peligroso que no agradaría ni a la Liga Veneciana ni a Irina Zovastina, mucho menos a los norteamericanos. Tenía planeado tan osado paso desde hacía mucho.

Como su padre le había dicho en repetidas ocasiones, los mansos no merecen nada.

Sin dejar de mirar por la ventana, alzó el brazo derecho e hizo un rápido movimiento de muñeca. Un chasquido le indicó que el cuello de la mujer se había roto limpiamente. Matar le daba igual; mirar era otra cosa.

Sus hombres sabían qué hacer.

Un coche esperaba abajo para llevarse el cuerpo al otro lado de la ciudad, donde aguardaba el ataúd de la noche anterior. Dentro había sitio de sobra para uno más.

DIECISIETE

Dinamarca

Malone escrutó al hombre que acababa de llegar, solo, conduciendo un Audi con una viva pegatina en el parabrisas que indicaba que el vehículo era de alquiler. El tipo era bajo y fornido, con una mata de pelo despeinado, ropas amplias y unos hombros y unos brazos que apuntaban a que estaba acostumbrado al trabajo duro. Debía de rondar la cuarentena y sus rasgos sugerían una influencia eslava: nariz ancha, ojos hundidos.

El hombre subió al porche delantero y anunció:

– No voy armado, pero, si quiere, puede comprobarlo.

Malone lo apuntaba con su arma.

– Da gusto tratar con profesionales.

– Usted es el del museo.

– Y usted el que me dejó dentro.

– No fui yo, pero di mi aprobación.

– Cuánta sinceridad para ser un hombre que tiene una arma apuntándolo.

– Las armas me dan igual.

Malone lo creyó.

– No veo el dinero.

– Yo no he visto el medallón.

Se hizo a un lado y dejó entrar al hombre.

– ¿Cómo se llama?

Su invitado se detuvo en el umbral y lo miró con dureza.

– Viktor.

Cassiopeia, que observaba desde los árboles, vio que Malone y el del coche entraban en la casa. Que hubiese acudido solo o no, no supondría ningún problema.

La representación estaba a punto de empezar.

Y Cassiopeia esperaba, por el bien de Malone, que ella y Thorvaldsen hubieran calculado bien.

Malone se apartó mientras Thorvaldsen y el tal Viktor hablaban. Seguía alerta, vigilando con la intensidad de quien había pasado una docena de años siendo agente del gobierno. También él se había enfrentado a menudo a un adversario desconocido con su sola inteligencia y sabiduría, rezando para que nada fuese mal y él pudiera salir de una pieza.

– Ha estado robando estos medallones por todo el continente -aseveró Thorvaldsen-. ¿Por qué? No tienen mucho valor.

– Eso no lo sé. Usted quiere cincuenta mil euros por el suyo, que es cinco veces más de lo que vale.

– Y, por increíble que parezca, usted está dispuesto a pagar, lo que significa que lo suyo no es el coleccionismo. ¿Para quién trabaja?

– Para mí.

Thorvaldsen soltó una risita.

– Sentido del humor. Me gusta. Percibo un acento de Europa del Este en su inglés. ¿La antigua Yugoslavia? ¿Croacia?

Viktor guardaba silencio, y Malone reparó en que el visitante no había tocado una sola cosa de la casa.

– Supongo que no va a contestar a esa pregunta -prosiguió Thorvaldsen-. ¿Cómo quiere que cerremos el trato?

– Me gustaría examinar el medallón. Si me satisface, tendré el dinero listo mañana. Hoy es imposible, es domingo.

– Depende de dónde esté su banco -puntualizó Malone.

– El mío está cerrado.

Y la mirada vacía de Viktor le dijo que no añadiría más.

– ¿Cómo supo lo del fuego griego? -le preguntó Thorvaldsen.

– Está usted bien informado.

– Tengo un museo grecorromano.

A Malone se le erizó el vello de la nuca. La gente como Viktor, que no parecía muy parlanchina, sólo hacía concesiones cuando sabía que su interlocutor no viviría lo bastante para repetirlas.

– Sé que va tras los medallones de los elefantes -afirmó Thorvaldsen-, y los tiene todos salvo el mío y otros tres. Me atrevería a decir que es usted un sicario, no tiene ni la menor de idea de por qué son tan importantes y además le da igual. Un fiel servidor.

– Y, ¿quién es usted? Sin duda no es sólo el propietario de un museo grecorromano.

– Se equivoca: el museo es mío, y quiero que me paguen los destrozos. Por eso el precio es tan alto.

Thorvaldsen se metió la mano en el bolsillo y sacó una cajita de plástico transparente, que le lanzó a Viktor. Éste la atrapó con ambas manos. Malone vio que su invitado depositaba el medallón en la palma de la mano. Era del tamaño de una moneda de cincuenta céntimos, color peltre, con símbolos grabados en ambas caras. Viktor sacó del bolsillo una lupa de joyero.

– ¿Es usted un experto? -quiso saber Malone.

– Sé lo bastante.

– Están los micrograbados -aseguró Thorvaldsen-. Unas letras griegas: ZH. Zeta y eta. Es increíble que aquellos hombres pudieran grabarlas.

Viktor continuaba con su examen.

– ¿Satisfecho? -inquirió Malone.

Viktor escudriñó el medallón y, aunque no tenía el microscopio ni la balanza, le parecía auténtico.

A decir verdad, era el mejor hasta el momento.

Había ido desarmado porque quería que esos hombres se creyeran al mando. Lo que hacía falta allí era sutileza, no fuerza. Sin embargo, le preocupaba una cosa: ¿dónde estaba la mujer?

Alzó la vista y dejó caer la lupa en la mano derecha.

– ¿Le importa que lo examine más a fondo, junto a la ventana? Necesito más luz.

– Naturalmente que no -concedió Thorvaldsen.

– ¿Cómo se llama? -quiso saber Viktor.

– ¿Qué le parece Ptolomeo?

Viktor sonrió.

– Hubo muchos. ¿Cuál es usted?

– El primero, el general más oportunista de Alejandro. A la muerte de éste reclamó Egipto como recompensa. Un tipo listo. Sus herederos lo conservaron durante siglos.

El otro sacudió la cabeza.

– Al final los derrotaron los romanos.

– Igual que mi museo, nada permanece.

Viktor se aproximó al empañado cristal. El del arma montaba guardia junto a la puerta. Él sólo necesitaría un instante. Mientras se ponía de cara a la luz, dándoles la espalda un momento, hizo su jugada.

Cassiopeia vio salir a un hombre de entre los árboles, por el otro extremo de la casa. Era joven, delgado y ágil. Aunque la noche anterior no había visto la cara de ninguno de los dos que incendiaron el museo, reconoció el caminar ligero y los ademanes cautelosos: era uno de los ladrones.

E iba directo al coche de Thorvaldsen.

Concienzudos, había que reconocerlo, pero no necesariamente cuidadosos, teniendo en cuenta que sabían que alguien les llevaba un poco de ventaja.

Vio que hundía una navaja en ambas ruedas traseras y se retiraba.

Malone se percató del cambio: Viktor había dejado caer la lupa en su mano derecha mientras sostenía el medallón con la izquierda. Pero cuando la lupa volvió al ojo de Viktor y éste reanudó el examen, Malone notó que ahora el medallón estaba en la mano derecha, los dedos índice y pulgar de la izquierda doblados, escamoteando la moneda.

No estaba mal. Combinado hábilmente con el acto de dirigirse hacia la ventana para dar con la luz apropiada. Una distracción perfecta.

Su mirada se cruzó con la de Thorvaldsen, pero el danés asintió de prisa, dando a entender que él también lo había visto. Viktor sostenía la moneda en la luz, examinándola con la lupa. Thorvaldsen meneó la cabeza para indicarle que lo dejara estar.

– ¿Satisfecho? -volvió a preguntar Malone.

Viktor depositó la lupa de joyero en la mano izquierda y se la metió en el bolsillo junto con el medallón auténtico. A continuación levantó la moneda con la que acababa de dar el cambiazo, sin duda la falsa del museo.

– Es auténtica.

– ¿Vale cincuenta mil euros? -inquirió el danés.

Viktor asintió.

– Haré que me envíen el dinero. Díganme dónde.

– Llame mañana al número del medallón, como ha hecho antes, y organizaremos el canje.

– Ahora vuelva a meterla en su caja -recomendó Malone.

Viktor fue hacia la mesa.

– Menudo jueguecito se traen ustedes dos entre manos.

– No es ningún jueguecito -corrigió Thorvaldsen.

– ¿Cincuenta mil euros?

– Como le he dicho, acabaron con mi museo.

Malone vio la confianza reflejada en los prudentes ojos de Viktor. Se había metido en algo sin conocer a su enemigo, creyéndose más listo, y eso siempre era peligroso.

Sin embargo, Malone había cometido un error peor: se había ofrecido voluntario confiando únicamente en que sus dos amigos supieran lo que hacían.

DIECIOCHO

Provincia de Xinjiang, China

15.00 horas

Zovastina miraba por la ventanilla del helicóptero mientras dejaban el espacio aéreo de la Federación y se adentraban en la región más occidental de China. En su día, la zona había sido una puerta trasera cerrada a cal y canto a la Unión Soviética, custodiada por un enorme contingente de tropas. Ahora las fronteras estaban abiertas y había libertad de transporte y comercio. China había sido uno de los primeros países en reconocer formalmente la Federación, y tratados entre ambas naciones garantizaban el libre desplazamiento y el comercio.

La provincia de Xinjiang constituía el 16 por ciento de la superficie de China, montañas y desierto en su mayor parte, repleta de recursos naturales. Era completamente distinta del resto del país: menos comunista, más islámica. Antaño conocida como Turquestán Oriental, su identidad entroncaba más con Asia Central que con el Reino Medio.

La Liga Veneciana había desempeñado un papel decisivo en la formalización de unas relaciones cordiales con los chinos, otro motivo por el que Zovastina había decidido unirse al grupo. La gran expansión económica occidental había empezado hacía cinco años, cuando Pekín comenzó a invertir miles de millones en infraestructura y remodelación por todo Xinjiang. Los miembros de la Liga obtuvieron muchos de los contratos de los sectores petroquímico y minero, de fabricación de maquinaria, de obras públicas y de construcción. Sus amigos en la capital de China eran numerosos, ya que el dinero hablaba con tanta fuerza en el mundo comunista como en cualquier otra parte, y ella se había servido de esos contactos para sacar el máximo partido político.

El vuelo desde Samarcanda duraba poco más de una hora en el veloz helicóptero. Zovastina había hecho ese recorrido muchas veces y, como siempre, contemplaba el accidentado terreno imaginando las antiguas caravanas que un día viajaron al este y al oeste por la famosa ruta de la seda. Jade, coral, hilo, vidrio, oro, hierro, ajo, té -incluso enanos, mujeres núbiles y caballos tan fieros que se decía que sudaban sangre- eran objeto de intercambio. Alejandro Magno nunca llegó tan al este, pero Marco Polo sí había caminado por esas tierras.

Ante sí divisó Kashgar.

La ciudad se asentaba en el filo del desierto de Taklamakán, a ciento veinte kilómetros al este de la frontera con la Federación, entre las sombras de las nevadas montañas del Pamir, una de las más altas y áridas del mundo. Una joya de oasis, la metrópoli más occidental de China existía, igual que Samarcanda, desde hacía más de dos mil años. Antaño un lugar de bulliciosos mercados al aire libre y concurridos bazares, en la actualidad era pasto del polvo, los lamentos y los falsetes de los muecines que llamaban a la oración a los hombres en sus cuatrocientas mezquitas. Trescientas cincuenta mil almas vivían entre sus hoteles, almacenes, negocios y lugares sagrados. Las murallas habían desaparecido hacía tiempo, y ahora una autopista, otro componente de la gran expansión económica, ceñía la ciudad y encauzaba a los verdes taxis en todas las direcciones.

El helicóptero se escoró al norte allí donde se combaba el paisaje. El desierto, hacia el este, no quedaba muy lejos. Taklamakán significa literalmente «irás y no regresarás», una buena descripción para un lugar barrido por unos vientos tan calientes que podían aniquilar -y de hecho lo hacían- caravanas enteras en cuestión de minutos.

Vio su destino: un edificio de cristal negro en medio de un pedregal, el inicio de un bosque a medio kilómetro por detrás. Nada identificaba aquella estructura de dos plantas, que ella sabía propiedad de Philogen Pharmaceutique, una empresa luxemburguesa con sede en Italia cuyo mayor accionista era un americano expatriado con nombre italiano: Enrico Vincenti.

Zovastina se había encargado de averiguar la historia personal de Vincenti.

Virólogo de profesión, contratado por los iraquíes en la década de los setenta para tomar parte en un programa de armamento biológico que el por aquel entonces nuevo dirigente, Saddam Hussein, quería desarrollar. Hussein vio en la Convención sobre Armas Bacteriológicas de 1972, que prohibió la guerra bacteriológica en todo el mundo, una gran oportunidad. Vincenti trabajó con los iraquíes hasta justo antes de que estallara la primera guerra del Golfo, momento en que Hussein se apresuró a poner fin a la investigación. La paz trajo consigo a los inspectores de la ONU, que forzaron un abandono casi permanente, así que Vincenti se marchó y montó una compañía farmacéutica que creció a un ritmo sin precedentes durante la década de 1990. Ahora era la mayor de Europa, con una impresionante colección de patentes, un enorme grupo de empresas multinacional. Todo un logro para un científico mercenario surgido de la nada. Algo a lo que ella llevaba mucho tiempo dándole vueltas.

El helicóptero aterrizó y Zovastina entró en el edificio de prisa.

Las paredes de cristal exteriores no eran más que una fachada. Cual mesas apiladas, dentro se alzaba otra estructura. Una pasarela de pizarra pulida rodeaba esta construcción, flanqueada por frondosas plantas de interior. Los muros de piedra de dentro se veían interrumpidos por tres puertas de doble hoja. Zovastina sabía que esa disposición única tenía por objeto garantizar discretamente la seguridad. Nada de setos exteriores terminados en alambre de espino, nada de vigilancia, cámaras ni cualquier cosa que pusiera sobre aviso a alguien de que el edificio era especial.

Zovastina atravesó el perímetro exterior y se aproximó a una de las entradas, el paso cortado por una verja metálica. Tras un mostrador de mármol había un guardia jurado. La verja estaba controlada por un escáner de mano, pero ella no tuvo que detenerse.

Al otro lado aguardaba un hombre con expresión maliciosa, de cincuenta y tantos años, cabello cano y ralo y rostro ratonil. Unas gafas con montura metálica protegían unos ojos inexpresivos. Llevaba una bata de laboratorio negra y dorada sin abotonar, un distintivo de seguridad afianzado a la solapa anunciaba: «Grant Lyndsey.»

– Bien venida, ministra -la saludó él en inglés.

Zovastina respondió al saludo con una mirada que pretendía reflejar enfado. Su correo electrónico transmitía urgencia, y aunque a ella no le había hecho ninguna gracia la orden, había cancelado las actividades de esa tarde para ir allí.

Entraron en el edificio interior.

Al otro lado de la entrada principal, el camino se bifurcaba. Lyndsey dobló a la izquierda y la condujo a través de un laberinto de corredores sin ventanas. Todo estaba limpio como en un hospital y olía a cloro, y las puertas disponían de cerraduras electrónicas. Al llegar a una en la que se leía «Científico jefe», Lyndsey cogió el distintivo de la solapa y deslizó la tarjeta por una ranura.

En el despacho sin ventanas predominaba la decoración moderna. Cada vez que Zovastina acudía allí le llamaba la atención lo mismo: no había fotos familiares, diplomas en las paredes ni tampoco recuerdos. Era como si aquel hombre no tuviera vida, lo cual probablemente no se alejara mucho de la verdad.

– Tengo que enseñarle una cosa -afirmó Lyndsey.

La trataba de igual a igual, cosa que ella despreciaba, y su tono siempre dejaba claro que él vivía en China y no estaba sometido a ella.

Encendió un monitor que, desde una cámara instalada en el techo, mostró a una mujer de mediana edad sentada en una silla, viendo la televisión. Zovastina sabía que la estancia se hallaba en la segunda planta del edificio, en la sala de pacientes, pues ya había visto imágenes de allí antes.

– La semana pasada solicité que me enviaran una docena de la cárcel -explicó Lyndsey-, tal como hemos venido haciendo.

Zovastina ignoraba que se hubiera realizado otro ensayo clínico.

– ¿Por qué no se me ha informado?

– No sabía que tuviera que hacerlo.

Ella escuchó lo que Lyndsey no decía: Vincenti está al mando. Éste es su laboratorio, su gente, sus mejunjes. Antes le había mentido a Enver: no había sido ella quien lo había curado, sino Vincenti. Un técnico de ese laboratorio le había administrado el antígeno. Aunque ella poseía los patógenos biológicos, Vincenti controlaba los remedios. Un mecanismo de equilibrio de poder nacido de la desconfianza que existía desde el principio para garantizar que su capacidad de negociación permaneciera igualada.

Lyndsey apuntó con un mando a distancia y la pantalla cambió a otras habitaciones de pacientes, ocho en total, cada una de las cuales estaba ocupada por un hombre o una mujer. A diferencia de la primera, esos pacientes yacían boca arriba y con gotero.

No se movían.

El científico se quitó las gafas.

– Sólo utilicé a doce, dado que estaban disponibles sin necesidad de avisar con mucha antelación. Necesitaba elaborar un estudio rápido sobre el antígeno para el nuevo virus. Lo que le dije hace un mes: es de cuidado.

– Y, ¿dónde lo encontró?

– Es una especie de roedor que se encuentra al este de aquí, en la provincia de Heilongjiang. Habíamos oído que la gente enfermaba después de comerlos. Está claro que en la sangre de esas ratas hay un complejo virus. Con una pequeña modificación, el bichejo tiene garra: la muerte sobreviene al cabo de menos de un día. -Señaló la pantalla-. Ésa es la prueba.

Lo cierto es que Zovastina había pedido un agente más agresivo,, algo que fuese más rápido incluso que los veintiocho que ya tenía.

– Todos están con respiración asistida. Llevan días clínicamente muertos. Necesito practicar las autopsias para verificar los parámetros infecciosos, pero quería que los viera antes de abrirlos.

– ¿Y el antígeno?

– Una dosis y los doce empezaron a recuperarse. En cuestión de horas la situación cambió por completo. Luego les suministré un placebo a todos salvo a la primera mujer, que es el control. Como era de esperar, los otros no tardaron en recaer y morir. -Volvió a la imagen de la primera mujer-. Pero ella no tiene el virus, está perfectamente bien.

– ¿Por qué era necesario el estudio?

– Usted quería un virus nuevo y yo necesitaba ver si los ajustes funcionaban. -Lyndsey le dirigió una sonrisa-. Y, como le he dicho, debía comprobar el antígeno.

– ¿Cuándo tendré el nuevo virus?

– Puede llevárselo hoy mismo, por eso la llamé.

A Zovastina no le gustaba transportar los virus, pero sólo ella conocía la ubicación del laboratorio. Su trato era con Vincenti, un arreglo personal entre ambos. De ninguna manera le confiaría a nadie los frutos de ese trato. Y los chinos nunca detendrían el helicóptero.

– Prepare el virus -dijo.

– Todo está congelado y envasado.

Ella señaló la pantalla.

– ¿Y ésa?

Él se encogió de hombros.

– Volveremos a infectarla. Habrá muerto antes de mañana.

Zovastina seguía con los nervios de punta. Pisoteando al aprendiz de asesino había descargado parte de su frustración, pero en ese intento de asesinato quedaban preguntas sin responder. ¿Cómo lo había sabido Vincenti? ¿Quizá porque había sido él quien lo había ordenado? Era difícil de decir. Sin embargo, la habían pillado desprevenida, Vincenti había ido un paso por delante, y a ella eso no le hacía ninguna gracia.

Como tampoco se la hacía Lyndsey.

Indicó la pantalla.

– Que la dispongan también para partir. Inmediatamente.

– ¿Lo cree prudente?

– Eso es asunto mío.

El otro sonrió.

– ¿Una pequeña diversión?

– ¿Le gustaría venir a verla?

– No, gracias. Prefiero quedarme aquí, en el lado chino de la frontera.

Zovastina se puso en pie.

– Yo, en su lugar, no me movería de él.

DIECINUEVE

Dinamarca

Malone permanecía con el arma a punto mientras Thorvaldsen cerraba el trato con Viktor.

– Podemos realizar el intercambio aquí -propuso el danés-. Mañana.

– No me parece usted de los que necesitan dinero -comentó Viktor.

– Soy de los que opinan que cuanto más, mejor.

Malone reprimió una sonrisa: su amigo destinaba millones de euros a causas del mundo entero. Él a menudo se preguntaba si no sería una de esas causas, dado que, hacía dos años, Thorvaldsen se había empeñado en ir a Atlanta para ofrecerle la oportunidad de cambiar de vida en Copenhague, oportunidad que había aprovechado y de la que nunca se había arrepentido.

– Siento curiosidad -afirmo Viktor-. La calidad de la falsificación era extraordinaria. ¿Quién fue el artífice?

– Alguien con talento que se enorgullece de su trabajo.

– Felicítelo de mi parte.

– Parte de sus euros irán a parar a él. -Thorvaldsen hizo una pausa-. Me gustaría hacerle yo una pregunta: ¿va a ir tras los otros dos medallones que quedan en Europa?

– ¿Usted qué cree?

– ¿Qué hay del tercero, en Samarcanda?

Viktor no contestó, pero sin duda recibió el mensaje del danés: «Sé perfectamente lo que se trae entre manos.»Viktor se dispuso a marcharse.

– Llamaré mañana.

Thorvaldsen no se levantó cuando el otro se fue.

– Espero tener noticias suyas.

La puerta delantera se abrió y se cerró.

– Cotton -dijo Thorvaldsen al tiempo que se sacaba una bolsa de papel del bolsillo-, tenemos poco tiempo. Mete aquí con cuidado la caja con el medallón.

Él comprendió en el acto.

– ¿Las huellas? ¿Por eso le diste la moneda?

– Ya viste que no tocó nada, pero tenía que coger el medallón para darnos el cambiazo.

Malone se sirvió del cañón del arma para empujar el estuche de plástico, procurando que cayera de plano en el receptáculo. Luego arrebujó la parte superior de éste, dejando una bolsa de aire. Conocía el procedimiento. A diferencia de lo que se veía en televisión, el papel, y no el plástico, era el mejor material para guardar unas huellas, ya que la probabilidad de que éstas se desdibujaran era mucho menor.

El danés se puso en pie.

– Vámonos. -Vio que su amigo se paseaba por la habitación con la cabeza gacha-. Hemos de darnos prisa.

Malone reparó en que Thorvaldsen se dirigía a la parte posterior de la casa.

– ¿Adónde vas?

– A salir de aquí.

Él echó a andar en pos de su amigo y ambos salieron por la puerta de la cocina a una terraza con barandilla que daba al mar. A unos cuarenta y cinco metros se veía un muelle entre la rocosa costa donde aguardaba una motora. El cielo matinal se había encapotado. Acechaban unos nubarrones plomizos y un viento fresco procedente del norte azotaba el estrecho, arremolinando las espumosas aguas pardas.

– ¿Nos vamos? -preguntó él cuando Thorvaldsen hubo bajado de la terraza.

El danés seguía moviéndose con asombrosa rapidez, teniendo en cuenta su espalda deforme.

– ¿Dónde está Cassiopeia? -se interesó Malone.

– En aprietos -contestó su amigo-. Pero es nuestra única salvación.

Cassiopeia vio que el hombre salía de la casa, se subía a su coche de alquiler y bajaba a toda velocidad el sendero bordeado de árboles que enlazaba con la carretera. Acto seguido encendió una pantalla de cristal líquido portátil que estaba conectada por radio a dos cámaras de vídeo que ella misma había instalado la semana anterior: una en la entrada a la carretera y la otra en lo alto de un árbol, a cincuenta metros de la casa.

En el minúsculo monitor, el vehículo se detuvo. Rajarruedas salió del bosque, y el conductor abrió la portezuela y salió. Ambos hombres echaron a correr unos metros por el sendero, hacia la casa.

Cassiopeia sabía exactamente a qué esperaban, así que apagó el dispositivo y abandonó su escondite.

Viktor aguardó para comprobar si tenía razón. Había aparcado el coche a la vuelta de un recodo, en el camino de tierra apisonada, y observaba la casa al amparo del tronco de un árbol.

– Ésos no irán a ninguna parte -aseguró Rafael-. Tienen dos ruedas pinchadas.

Viktor sabía que la mujer debía de haber estado vigilando.

– No fingí en ningún momento -aseguró Rafael-. Actué como si estuviera en guardia y no me percatara de nada.

Eso era lo que Viktor le había ordenado hacer.

Se sacó del bolsillo el medallón que había conseguido robar. Las órdenes de la ministra Zovastina eran claras: recuperarlos y devolverlos intactos. Ya tenían cinco; sólo faltaban tres.

– ¿Cómo eran? -quiso saber Rafael.

– Desconcertantes.

Lo decía en serio: había previsto sus movimientos, casi demasiado bien, lo cual le preocupaba.

La misma mujer delgada de movimientos felinos salió del bosque. Seguro que había visto las ruedas rajadas y corría a informar a los suyos. Lo complació saber que estaba en lo cierto. Sin embargo, ¿por qué la mujer no lo había impedido? Tal vez su cometido sólo fuese observar. Se percató de que llevaba algo pequeño y rectangular, y deseó haber traído unos prismáticos.

Rafael se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y extrajo el control remoto. Viktor apoyó una mano en el brazo de su compañero y advirtió:

– Aún no.

La mujer se detuvo, examinó las ruedas y corrió hacia la puerta principal.

– Dale tiempo.

Tres horas antes, después de fijar el encuentro, habían ido directamente allí. Un reconocimiento a fondo confirmó que la casa estaba vacía, de manera que escondieron bolsas de fuego griego bajo la elevada base y en el desván. En lugar de que una de las tortugas prendiera fuego a la mezcla, habían manipulado una batería de radio.

La mujer desapareció en el interior de la casa.

Viktor contó en silencio hasta diez y se preparó para levantar la mano del brazo de Rafael.

Malone estaba de pie en la lancha, con Thorvaldsen a su lado.

– ¿Cómo que Cassiopeia está en aprietos?

– La casa está repleta de fuego griego. Esos dos se nos adelantaron y lo dispusieron todo. Ahora que está en posesión del medallón, Viktor no tiene intención de dejarnos salir con vida.

– Y están esperando para asegurarse de que Cassiopeia se encuentra dentro.

– Eso creo. Pero estamos a punto de ver si es así.

Cuando la puerta se cerró, Cassiopeia cruzó la casa a todo correr. La maniobra era arriesgada. Su única esperanza residía en que los ladrones le diesen unos segundos antes de hacer detonar la mezcla. Los nervios le hormigueaban, su cerebro funcionaba a mil por hora, la melancolía sustituida por una descarga de adrenalina.

En el museo, Malone había notado su nerviosismo, había intuido que algo iba mal.

Y así era.

Sin embargo, en ese momento no podía preocuparse por ello. Ya había malgastado bastante energía en cosas que no podía cambiar. En ese preciso instante encontrar la puerta trasera era lo único importante.

Salió de sopetón al apagado día.

Malone y Thorvaldsen esperaban en la motora.

La casa impedía que los matones viesen cómo escapaban desde el camino de delante. Ella aún sostenía la pantalla compacta.

Quedaban sesenta metros hasta el agua.

Saltó desde la terraza de madera.

Malone vio que Cassiopeia abandonaba la casa y corría hacia ellos.

Quince metros.

Nueve.

Se oyó un tremendo silbido y la casa se incendió de repente. Si un segundo antes estaba intacta, ahora las llamas asomaban por las ventanas y por la parte inferior y se alzaban hacia el cielo por el tejado. Como el papel flash que utilizaban los magos, pensó él. Ninguna explosión; combustión instantánea. Total. Absoluta. Y, dada la ausencia de agua salada, imparable.

Cassiopeia llegó al muelle y subió a la lancha.

– Por los pelos -dijo Malone.

– Agáchate -pidió ella.

Se agazaparon en la lancha y Malone vio que ella ajustaba un receptor de vídeo y aparecía la imagen de un coche.

A él subieron dos hombres, y Malone reconoció a Viktor. El vehículo se alejó y desapareció de la pantalla. Cassiopeia pulsó un interruptor y otra imagen les mostró que el coche entraba en la carretera.

Thorvaldsen daba la impresión de estar satisfecho.

– Parece que la treta ha funcionado.

– ¿No crees que podrías haberme dicho lo que estaba pasando? -espetó Malone.

Cassiopeia le dirigió una sonrisa burlona.

– ¿Y dónde habría estado la gracia?

– El tipo ese tiene el medallón.

– Que es exactamente lo que queríamos -apuntó Thorvaldsen.

La casa seguía ardiendo, nubes de humo subiendo hacia el cielo. Cassiopeia arrancó el motor fuera borda y dirigió la embarcación hacia mar abierto. La mansión de la costa del danés se hallaba a escasos kilómetros al norte.

– Pedí que me mandaran la lancha nada más llegar -explicó éste mientras agarraba a Malone por el brazo y lo llevaba a popa. Un rocío de agua fría y salada salpicaba la proa-. Te agradezco que hayas venido. Íbamos a pedirte que nos ayudaras hoy, después de que acabaran con el museo. Por eso Cassiopeia quedó contigo. Necesita tu ayuda, pero dudo que vaya a pedírtela ahora.

Malone quería hacer más preguntas, pero sabía que no era el momento. Su respuesta, no obstante, se hallaba fuera de toda duda:

– La tiene. -Hizo una pausa-. Ambos la tenéis.

Thorvaldsen le apretó el brazo en señal de reconocimiento. Cassiopeia miraba concentrada al frente, guiando la lancha entre el oleaje.

– ¿Es malo? -quiso saber Malone.

El rugido del motor y el viento hicieron que sólo Thorvaldsen oyera la pregunta.

– Bastante. Pero ahora hay esperanza.

VEINTE

Provincia de Xinjiang, China

15.30 horas

En la parte posterior del helicóptero, Zovastina permanecía en su asiento con el cinturón abrochado. Por regla general viajaba de manera más lujosa, pero ese día había preferido el aparato militar, más rápido. Lo pilotaba un miembro de su Batallón Sagrado. La mitad de su guardia personal, incluido Viktor, tenía licencia de piloto. Iba sentada frente a la presa del laboratorio y junto a ella había otro de sus guardaespaldas. La habían subido a bordo esposada, pero Zovastina había ordenado que la soltaran.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó a la mujer.

– ¿Acaso importa?

Hablaban a través de los auriculares en jakasio, idioma que ella sabía que ninguno de los otros pasajeros entendía.

– ¿Cómo te encuentras?

La mujer vaciló antes de responder, como si se planteara si mentir o no.

– Hacía años que no me sentía tan bien.

– Me alegro. Nuestro objetivo es mejorar la vida de nuestros ciudadanos. Tal vez cuando salgas de prisión sepas apreciar más nuestra nueva sociedad.

Una mirada de desprecio se dibujó en el rostro marcado de la mujer. Nada en ella era atractivo, y Zovastina se preguntó cuántas derrotas habrían hecho falta para despojarla de todo amor propio.

– Dudo que vaya a formar parte de su nueva sociedad, ministra. Mi condena es larga.

– Me han dicho que te viste envuelta en una operación de tráfico de cocaína. Si los soviéticos siguieran aquí, te habrían ejecutado.

– ¿Los rusos? -La mujer rió-. Ellos eran quienes compraban la droga.

A Zovastina no le extrañó.

– Así es la nueva vida.

– ¿Qué ha sido de los otros que fueron conmigo?

Zovastina decidió ser sincera.

– Han muerto.

Aunque era evidente que la mujer estaba acostumbrada a las dificultades, ella notó cierta inquietud. Comprensible, la verdad. Allí estaba ella, a bordo de un helicóptero con la ministra de la Federación de Asia Central, después de sacarla de la cárcel de prisa y corriendo y de someterla a una prueba médica desconocida de la cual era la única superviviente.

– Me ocuparé de que te reduzcan la condena. Aunque es posible que tú no nos aprecies, la Federación sí aprecia tu ayuda.

– ¿Se supone que debo mostrarme agradecida?

– Te ofreciste voluntaria.

– No recuerdo que nadie me diera otra opción.

La mujer miró por la ventanilla los silentes picos de la cordillera del Pamir, que señalaban la frontera y el territorio amigo, y Zovastina se percató de ello.

– ¿No quieres formar parte de lo que está a punto de suceder?

– Quiero ser libre.

A Zovastina se le pasó por la cabeza algo de sus años universitarios que Sergej había dicho hacía tiempo: la ira siempre parecía ir dirigida contra los individuos; el odio prefería a las clases. El tiempo curaba la ira, pero nunca el odio. De manera que preguntó:

– ¿Por qué albergas tanto odio?

La mujer la estudió con cara inexpresiva.

– Debería haber sido uno de los que murieron.

– ¿Por qué?

– Sus cárceles son sitios feos de los que pocos salen.

– Lógico, es para disuadir a la gente de ingresar en ellas.

– Muchos no tienen elección. -La mujer hizo una pausa-. A diferencia de usted, ministra.

El bastión montañoso aumentó de tamaño en la ventanilla.

– Hace siglos, los griegos vinieron al este y cambiaron el mundo. ¿Lo sabías? Conquistaron Asia, cambiaron nuestra cultura. Ahora los asiáticos están a punto de ir al oeste para hacer eso mismo. Tú estás contribuyendo a que sea posible.

– Me importan un bledo sus planes.

– Mi nombre, Irina, Eirene en griego, significa «paz». Eso es lo que buscamos.

– ¿Y matar a prisioneros traerá esa paz?

A la mujer le daba igual el destino; por el contrario, la vida entera de Zovastina parecía haber estado predestinada. Por el momento había forjado un nuevo orden político, igual que Alejandro. En sus oídos resonó alto y claro otra lección de Sergej: «Recuerda, Irina, lo que Arriano dijo de Alejandro: que siempre fue su propio rival.» Sólo en los últimos años había llegado a entender ese mal. Miró con fijeza a la mujer que había echado a perder su vida por unos miles de rublos.

– ¿Sabes quién era Menandro?

– No, pero imagino que me lo va a decir usted.

– Era un dramaturgo griego del siglo IV a. J.C. Escribía comedias.

– Prefiero las tragedias.

Zovastina empezaba a hartarse de tanto derrotismo. No se podía cambiar a todo el mundo. A diferencia del coronel Enver, que había visto las posibilidades que ella le ofrecía y se había reformado por propia voluntad. Hombres como él resultarían útiles en años venideros, pero esa pobre alma no era más que la personificación del fracaso.

– Menandro escribió algo que siempre me ha parecido cierto: «Si quieres vivir una vida sin dolor, has de ser un dios o un cadáver.»Zovastina extendió la mano y le soltó los correajes. El guardaespaldas, sentado junto a la rea, abrió de golpe la portezuela de la cabina. La mujer pareció aturdida momentáneamente al sentir el gélido aire y oír el rugido del motor.

– Yo soy un dios -afirmó Zovastina-. Tú, un cadáver.

El guardaespaldas le arrancó el auricular a la mujer, que al parecer comprendió lo que estaba a punto de ocurrir y empezó a oponer resistencia.

Pero él le dio un empujón.

Zovastina vio cómo el cuerpo giraba en el aire cristalino y desaparecía en los picos más abajo.

El hombre cerró la portezuela y el aparato siguió rumbo hacia el oeste, de vuelta a Samarcanda.

Por vez primera desde esa mañana se sentía satisfecha.

Ahora todo estaba bien.

SEGUNDA PARTE

VEINTIUNO

Amsterdam, Países Bajos

19.30 horas

Stephanie Nelle salió del taxi con dificultad y se puso a toda prisa la capucha del abrigo. La lluvia de abril caía con fuerza y el agua se remansaba entre los rugosos adoquines, corriendo furiosa hacia los canales de la ciudad. La responsable, una intensa tormenta procedente del mar del Norte que se había desatado hacía un rato, se ocultaba ahora tras las nubes color añil, pero la luz de las farolas permitía ver un persistente calabobos.

Se abrió paso entre la lluvia, las desnudas manos en los bolsillos del abrigo. Cruzó un puente peatonal con arcadas, entró en la Rembrandtplein y se fijó en que la inclemente tarde no había enfriado los ánimos de los que atestaban peepshows, clubes de ligoteo, bares de ambiente y locales de striptease de la plaza.

Ahondando más aún en las entrañas del barrio chino, dejó atrás los burdeles, sus escaparates plagados de chicas que prometían placer envueltas en cuero y encaje. En uno de ellos, una asiática con ropa ceñida y parafernalia bondage ocupaba un asiento acolchado y ojeaba las páginas de una revista.

A Stephanie le habían dicho que la noche no era el momento más amenazador para visitar el famoso barrio. La desesperación matinal de los yonquis de paso y la crispación de primera hora de la tarde de los chulos, que esperaban a que se reanudara el negocio nocturno, solían resultar más impactantes. Sin embargo, le habían advertido que el extremo norte, cerca de la plaza Nieuwmarkt, en una zona no tan concurrida, desprendía continuamente una callada sensación de peligro, de manera que se puso en guardia al atravesar la invisible línea. Sus ojos se movían atrás y adelante como los de un gato que estuviera de ronda, sus pasos encaminados sin vacilar hacia el café que se encontraba al final de la calle.

El Jan Heuval ocupaba la planta baja de un almacén de tres pisos. Era un café marrón, uno de los cientos que tachonaban la Rembrandtplein. Abrió la puerta con decisión y percibió en el acto el tufo a cannabis junto con la ausencia de letreros en los que se leyera «Prohibido consumir drogas».

El café estaba abarrotado, el tibio aire saturado de una niebla alucinógena que olía a cuerda chamuscada. El olor a pescado frito y castañas asadas se mezclaba con aquella vaharada narcótica y hacía que le escocieran los ojos. Se quitó la capucha y se sacudió la lluvia en las mojadas baldosas de la entrada.

Entonces vio a Klaus Dyhr. Treinta y tantos, rubio, tez blanca y rostro curtido; justo como se lo habían descrito.

Stephanie se recordó por enésima vez la razón de que se encontrara allí: devolver un favor. Cassiopeia Vitt le había pedido que se pusiera en contacto con Dyhr, y dado que le debía a su amiga al menos un favor, difícilmente podría haberse negado. Antes de comunicarse con él había hecho averiguaciones y se había enterado de que Dyhr había nacido en Holanda, se había formado en Alemania y trabajaba de químico para un fabricante de plásticos local. Su obsesión eran las monedas -al parecer, tenía una colección impresionante-, y una en concreto había despertado el interés de su amiga musulmana.

El holandés estaba solo cerca de una mesa que le llegaba a la altura del pecho, disfrutando de una cerveza tostada y masticando pescado frito. Un cigarrillo liado se consumía en un cenicero, y las densas espirales de neblina verde que subían no eran de tabaco.

– Soy Stephanie Nelle -se presentó ella en inglés-. La que llamó.

– Dijo que estaba interesada en comprar.

Ella captó la brusquedad del tono, que advertía: dime lo que quieres, págame y me iré por donde he venido. También reparó en sus vidriosos ojos, que casi no tenían remedio. Hasta ella empezaba a sentirse colocada.

– Como le dije por teléfono, quiero el medallón con el elefante.

Él bebió un trago de cerveza.

– ¿Por qué? No es importante. Tengo muchas otras monedas que valen mucho más. A buen precio.

– No lo dudo, pero quiero el medallón. Usted dijo que estaba a la venta.

– Dije que dependía de lo que estuviera dispuesta a pagar.

– ¿Puedo verlo?

Klaus se metió la mano en el bolsillo. Stephanie cogió la oblonga moneda que él le tendió y la examinó a través de su funda de plástico: en una cara, un guerrero; en la otra, un elefante de guerra montado que desafiaba a un jinete. Del tamaño de una moneda de cincuenta céntimos, las imágenes casi borradas.

– No tiene ni idea de lo que es, ¿no? -preguntó Klaus.

Ella decidió ser franca.

– Estoy haciendo esto por alguien.

– Quiero seis mil euros.

Cassiopeia le había dicho que pagara lo que hiciera falta, el precio era irrelevante. Sin embargo, mientras observaba la enfundada pieza se preguntó por qué algo tan anodino podía revestir tanta importancia.

– Sólo se conocen ocho -explicó él-. Seis mil euros es una ganga.

– ¿Sólo ocho? Entonces, ¿por qué venderla?

Él cogió la colilla, dio una profunda calada y, tras retenerla, expulsó lentamente un humo denso.

– Necesito el dinero.

Sus aceitosos ojos volvieron a caer, fijos en la cerveza.

– ¿Tan mal están las cosas? -quiso saber ella.

– Como si a usted le importara.

En ese preciso instante, dos hombres flanquearon a Klaus: uno rubio y el otro moreno. Ambos rostros eran una contradictoria mezcla de rasgos árabes y asiáticos. Fuera seguía lloviendo, pero sus abrigos estaban secos. El rubio cogió a Klaus por el brazo y le puso de plano una navaja en el estómago; el moreno le pasó un brazo por los hombros a Stephanie, con aparente cordialidad, y le acercó la punta de otra navaja a las costillas, la hoja contra el abrigo.

– El medallón -ordenó el rubio, haciendo una señal con la cabeza-. Sobre la mesa.

Ella decidió no discutir e hizo lo que le pedían.

– Ahora nos iremos -anunció el moreno mientras se metía la moneda en un bolsillo. El aliento le olía a cerveza-. No os mováis de aquí.

Stephanie no tenía intención de desafiarlos: sabía respetar las armas cuando le apuntaban.

Los dos tipos se dirigieron hacia la puerta y salieron del café.

– Se han llevado mi moneda -dijo Klaus, alzando la voz-. Voy a por ellos.

Ella no supo si lo que hablaba era la insensatez o las drogas.

– ¿Y si deja que yo me ocupe?

Él le lanzó una mirada suspicaz.

– Le aseguro que he venido preparada -afirmó Stephanie.

VEINTIDÓS

Copenhague 19.45 horas

Malone terminó de cenar en el café Norden, un restaurante de dos plantas con vistas al corazón de la Höjbro Plads. La tarde era desapacible y un intenso chaparrón de abril mojaba la casi desierta plaza. Estaba ubicado junto a una ventana de la segunda planta, disfrutando de la lluvia.

– Te agradezco que nos hayas echado una mano hoy -dijo Thorvaldsen desde el otro lado de la mesa.

– ¿Que casi salto por los aires? ¿Dos veces? ¿Para qué están los amigos?

Apuró su crema de tomate. En el café servían una de las mejores que había tomado nunca. Tenía un montón de preguntas, pero sabía que las respuestas, como solía ocurrir con Thorvaldsen, le llegarían racionadas.

– En la casa, Cassiopeia y tú dijisteis algo acerca del cuerpo de Alejandro Magno, que sabéis dónde está. ¿Cómo es posible?

– Hemos logrado averiguar muchas cosas al respecto.

– ¿El amigo de Cassiopeia, el del museo de Samarcanda?

– Era más que un amigo, Cotton.

Eso él ya lo suponía.

– ¿Quién era?

– Ely Lund. Creció aquí, en Copenhague. Él y mi hijo, Cal, eran amigos.

Malone captó la tristeza cuando el danés mencionó el nombre de su difunto hijo, y a él le dio un vuelco el estómago al recordar aquel día de hacía dos años, en Ciudad de México, cuando el joven fue asesinado. Malone se encontraba allí, en una misión de Magellan Billet, y abatió a los pistoleros, pero también recibió un balazo. Perder a un hijo… Le resultaba inconcebible que Gary, su propio hijo, de quince años, pudiese morir.

– Mientras que Cal quería trabajar para el gobierno, a Ely le encantaba la historia. Se doctoró y se especializó en la Grecia antigua, trabajó en varios museos europeos antes de acabar en Samarcanda. El Museo de Cultura de allí posee una colección soberbia, y la Federación de Asia Central fomentaba la ciencia y el arte.

– ¿Cómo lo conoció Cassiopeia?

– Los presenté yo, hace tres años. Creí que sería bueno para ambos.

Malone dio un sorbo a su bebida.

– ¿Qué pasó?

– Él murió, hace algo menos de dos meses; fue un duro golpe para ella.

– ¿Lo quería?

Su amigo se encogió de hombros.

– Con ella es difícil saberlo. Rara vez muestra sus sentimientos.

Sin embargo, lo había hecho antes. Su tristeza al ver arder el museo, los ausentes ojos clavados en el otro lado del canal, su negativa a mirarlo a él. Nada expresado, tan sólo sentido.

Cuando llegaron con la motora a Christiangade, Malone pidió respuestas, pero Thorvaldsen le prometió explicárselo todo en la cena. Así que él había vuelto a Copenhague, dormido un poco y trabajado el resto de la jornada en la librería. En un par de ocasiones sus pies lo llevaron a la sección de historia, donde encontró algunos volúmenes sobre Alejandro Magno y Grecia. Pero a lo que más le daba vueltas era a una frase de Thorvaldsen: «Cassiopeia necesita tu ayuda.»

Ahora empezaba a entender.

Al otro lado de la plaza, por la ventana, vio salir a Cassiopeia de su librería, corriendo bajo la lluvia con algo bajo el brazo en una bolsa de plástico. Hacía media hora, él le había entregado la llave de la tienda para que pudiera utilizar el ordenador y el teléfono.

– La esperanza de dar con el cuerpo de Alejandro se cifra en Ely y en el manuscrito que descubrió -explicó Thorvaldsen-. En un principio, Ely le pidió a Cassiopeia que localizara los medallones con elefante, pero cuando empezamos a averiguar su paradero descubrimos que ya había alguien buscando.

– ¿Cómo relacionó Ely los medallones con el manuscrito?

– Examinó el de Samarcanda y encontró las microletras: ZH. Guardan relación con el manuscrito. Cuando Ely murió, Cassiopeia quiso saber qué estaba pasando.

– Así que vino a pedirte ayuda.

El danés asintió.

– No pude negarme.

Malone sonrió. ¿Cuántos amigos comprarían un museo entero y duplicarían todo cuanto había en su interior sólo para que pudiera quedar reducido a cenizas?

Cassiopeia desapareció bajo el alféizar de la ventana, y él oyó abrir y cerrar la puerta del café y luego pasos que subían a la segunda planta por la escalera metálica.

– Hoy te has mojado a más no poder -dijo Malone cuando ella llegó arriba.

Tenía el cabello recogido en una coleta, los pantalones vaqueros y el polo con manchones de lluvia.

– Así es difícil estar guapa.

– No lo creas.

Ella lo miró y dijo:

– Qué encantador estás esta noche.

– Tengo mis momentos.

Cassiopeia sacó el ordenador portátil de la bolsa de plástico y le dijo a Thorvaldsen:

– Me lo he bajado todo.

– De haber sabido que ibas a traerlo con esta lluvia te habría pedido algo en prenda -comentó Malone.

– Has de ver esto.

– Le he contado lo de Ely -dijo Thorvaldsen.

El comedor estaba poco iluminado y vacío. Malone comía allí tres o cuatro veces por semana, siempre en la misma mesa, casi a la misma hora. Disfrutaba con la soledad.

Cassiopeia lo miró y él dijo:

– Lo siento.

Y de veras lo sentía.

– Te lo agradezco.

– Y yo te agradezco que me salvaras el culo.

– Habrías salido de todas formas. Yo sólo aceleré las cosas.

Recordando el aprieto en que se había visto, Malone no estaba tan seguro de ello.

Quería hacer más preguntas sobre Ely Lund, sentía curiosidad por saber cómo había conseguido atravesar su coraza emocional. Al igual que en su caso, estaba debidamente blindado. Sin embargo, guardó silencio, como solía hacer cuando los sentimientos eran ineludibles.

Cassiopeia encendió el portátil e hizo aparecer en pantalla varias imágenes escaneadas. Palabras. De un gris espectral, borrosas en algunos lugares y todas ellas en griego.

– Alrededor de una semana después de que Alejandro Magno muriera, en el año 323 a. J.C., llegaron a Babilonia embalsamadores egipcios -explicó-. Aunque era verano y hacía un calor infernal, encontraron su cuerpo incorrupto, el macedonio parecía vivo, lo cual se consideró una señal divina de la grandeza de Alejandro.

Malone había leído acerca de eso mismo antes.

– Una señal… Probablemente aún siguiera con vida, en un coma terminal.

– Eso es lo que se cree hoy, pero por aquel entonces se desconocía ese estado, de manera que se pusieron manos a la obra y lo momificaron.

Malone sacudió la cabeza.

– Increíble. El mayor conquistador de su tiempo, muerto por unos embalsamadores.

Cassiopeia sonrió para indicar su conformidad.

– El proceso de momificación solía llevar varios días, pues la idea era secar el cuerpo para impedir su deterioro. Pero en el caso de Alejandro utilizaron un método distinto: lo sumergieron en miel blanca.

Él sabía que la miel era una sustancia que no se descomponía. El tiempo cristalizaría, pero no destruiría, su composición, que se podría reconstituir fácilmente aplicando calor.

– La miel habría conservado a Alejandro, por dentro y por fuera, mejor que la momificación -explicó ella-. Al cabo, el cuerpo fue envuelto en cartonaje de oro, introducido en un sarcófago también de oro, ataviado con túnicas y una corona y rodeado de más miel. Así permaneció, en Babilonia, durante un año mientras se construía un carruaje con joyas incrustadas. Después el cortejo fúnebre abandonó Babilonia.

– Y fue entonces cuando dieron comienzo los juegos funerarios -apuntó él.

Cassiopeia asintió.

– Por así decirlo. Pérdicas, uno de los generales de Alejandro, convocó una reunión de emergencia de los Compañeros un día después del fallecimiento. Roxana, la esposa asiática de Alejandro, estaba embarazada de seis meses. Pérdicas quería esperar al parto para decidir qué hacer: si el niño era varón, sería el heredero legítimo. Pero otros se mostraban reacios. No estaban dispuestos a tener un monarca medio bárbaro. Querían por rey al hermanastro de Alejandro, Filipo, aunque, a decir de todos, era un enfermo mental.

Malone recordó los pormenores de lo que había leído con anterioridad. Las disputas estallaron en torno al lecho de muerte de Alejandro. Pérdicas convocó una asamblea de macedonios y, con el objeto de mantener el orden, situó el cadáver de Alejandro en el centro. La asamblea votó renunciar a la conquista de Arabia que habían planeado y aprobó la división del imperio. Las satrapías se repartieron entre los Compañeros, y la rebelión no se hizo esperar cuando los generales empezaron a pelear entre sí. A finales del verano, Roxana dio a luz a un muchacho, al que bautizaron como Alejandro IV. Para mantener la paz se adoptó un acuerdo conjunto mediante el cual el niño y Filipo, el hermanastro, serían considerados reyes, si bien los Compañeros gobernarían sus respectivas partes del imperio, indiferentes a ambos.

– ¿Qué ocurrió a los seis años, cuando el hermanastro fue asesinado por Olimpia, la madre de Alejandro? -inquirió Malone-. Ella odiaba a ese niño desde que nació, ya que Filipo de Macedonia se había divorciado de ella para casarse con su madre. Luego, unos años más tarde, Roxana y Alejandro IV fueron envenenados. Ninguno de ellos llegó a gobernar nada.

– También acabaron asesinando a la hermana de Alejandro -explicó Thorvaldsen-. Toda su estirpe erradicada. No sobrevivió un solo heredero legítimo, y el mayor imperio del mundo se desmoronó.

– Pero ¿qué tiene que ver eso con los medallones? Y, ¿qué relevancia podría tener en la actualidad?

– Ely creía que mucha -contestó Cassiopeia.

Malone vio que había más.

– Y, ¿qué es lo que crees tú?

Ella guardó silencio, como si se sintiera insegura pero no quisiera expresar sus reservas.

– Está bien -dijo él-. Dímelo cuando estés lista.

Entonces le vino otra idea a la cabeza y le preguntó a Thorvaldsen:

– ¿Qué hay de los otros dos medallones que quedan aquí, en Europa? Te oí preguntarle a Viktor por ellos. Probablemente vaya en su busca.

– A ese respecto le llevamos la delantera.

– ¿Ya los tiene alguien?

El danés consultó su reloj.

– A esta hora, uno al menos sí, espero.

VEINTITRÉS

Amsterdam

Stephanie salió de nuevo a la lluvia. Cuando se echó la capucha sobre la cabeza encontró el pinganillo y le habló al micro que llevaba oculto bajo la chaqueta.

– Dos hombres acaban de salir del café. Tienen lo que quiero.

– Están a cincuenta metros, van hacia el puente -fue la respuesta.

– Detenedlos.

Echó a andar a buen paso en mitad de la noche.

Había acudido con dos agentes del servicio secreto que pertenecían al equipo de seguridad exterior del presidente estadounidense, Danny Daniels. Hacía un mes, el presidente le había pedido que lo acompañara a la cumbre económica anual que se celebraba en Europa. Los líderes de los distintos países se habían reunido a unos sesenta kilómetros al sur de Amsterdam. Esa noche Daniels asistía a una cena formal, se hallaba a salvo en La Haya, de manera que ella se las había ingeniado para «raptar» a dos ayudantes. «No es más que una medida preventiva, les aseguró», prometiéndoles una cena después donde ellos quisieran.

– Van armados -le susurró al oído un agente.

– En el café tenían navajas -replicó ella.

– Aquí fuera, pistolas.

Su cuerpo se tensó. Aquello se ponía feo.

– ¿Dónde están?

– En el puente peatonal.

Stephanie oyó disparos y se sacó de debajo de la chaqueta una Beretta, cortesía de Magellan Billet.

Más disparos.

Rodeó una esquina.

La gente se dispersaba. El moreno y el rubio estaban agazapados en el puente, tras una barandilla de hierro que les llegaba por el pecho, y disparaban a los dos agentes del servicio secreto, uno a cada lado del canal.

Un cristal se hizo añicos cuando una bala alcanzó uno de los burdeles.

Una mujer chilló.

Más gente asustada pasaba corriendo ante Stephanie. Ella bajó el arma, ocultándola a un lado.

– Hay que impedir que esto se nos vaya de las manos -susurró al micro.

– Dígaselo a ellos -respondió uno de los agentes.

Hacía una semana, cuando había accedido a hacerle el favor a Cassiopeia, no se había olido nada malo, pero el día anterior algo le dijo que acudiera preparada, sobre todo cuando recordó que Cassiopeia había dicho que ella y Henrik Thorvaldsen apreciaban el gesto. Cualquier cosa en la que anduviera metido Thorvaldsen era sinónimo de peligro.

Llegaron más disparos procedentes del puente.

– ¡No vais a salir de ahí! -gritó ella.

El rubio se volvió y apuntó en su dirección.

Stephanie se metió en un hueco que se encontraba en un nivel inferior, y una bala rebotó en los ladrillos, a escasos metros. Se agarró a la escalera y subió con cuidado. El agua chorreaba por los peldaños y le empapaba la ropa.

Hizo dos disparos.

Ahora los dos hombres se hallaban en medio de un triángulo. No tenían escapatoria.

El moreno cambió de sitio, procurando reducir su exposición, pero uno de los agentes le acertó en el pecho. Se tambaleó hasta que otro proyectil lo arrojó contra el pretil del puente, el cuerpo se dobló y cayó al canal.

Estupendo. Ahora había cadáveres.

El rubio corrió hasta la barandilla para echar un vistazo. Parecía disponerse a saltar, pero más disparos le impidieron moverse. Luego se enderezó y echó a correr hacia el otro extremo del puente mientras disparaba a discreción. El agente del servicio secreto que ocupaba aquel lugar devolvió el fuego mientras el que se hallaba en el lado de Stephanie se adelantaba a todo correr y abatía al hombre por detrás con tres disparos.

Comenzaron a oírse sirenas.

Stephanie abandonó su posición y fue hacia el puente. El rubio yacía sobre los adoquines, la lluvia arrastrando la sangre que manaba de su cuerpo. Les indicó a los agentes con los brazos que se aproximaran.

Ambos fueron a toda velocidad.

El moreno flotaba boca abajo en el canal.

A menos de cincuenta metros se veían unas luces azules y rojas que se acercaban al puente de prisa. Tres coches de policía.

Ella señaló a uno de los agentes:

– Métete en el agua y saca el medallón del bolsillo de ese tipo. Está en una funda de plástico y tiene un elefante grabado. Cuando lo tengas, aléjate a nado y no dejes que te pillen.

El hombre se enfundó el arma y saltó por la barandilla. Eso era lo que le gustaba del servicio secreto: nada de preguntas, tan sólo acción.

Los coches de policía se detuvieron derrapando.

Ella se sacudió la lluvia del rostro y miró al otro agente.

– Vete de aquí y consígueme ayuda diplomática.

– ¿Dónde estará?

Stephanie se retrotrajo al verano anterior. Roskilde. Malone y ella.

– Detenida.

VEINTICUATRO

Copenhague

Cassiopeia bebía a sorbos una copa de vino sin perder de vista a Malone, que asimilaba lo que ella y Thorvaldsen le estaban contando.

– Cotton, deja que te explique qué fue lo que suscitó nuestro interés -dijo ella-. Ya te hemos contado algo antes, lo de la fluorescencia de rayos X. Un investigador del Museo de Cultura de Samarcanda fue el primero en aplicar la técnica, pero a Ely se le ocurrió la idea de examinar textos bizantinos medievales. Ahí fue donde encontró los escritos en un plano molecular.

– El pergamino reutilizado se llama palimpsesto -aclaró Thorvaldsen-. La verdad es que es bastante ingenioso. Después de que los monjes raspaban la tinta original y escribían en las páginas en blanco, cortaban las hojas y las ponían de lado, consiguiendo lo que vendrían a ser los libros de hoy en día.

– Es evidente que gran parte del pergamino original se perdía con tanto destrozo, porque rara vez se mantenían juntos pergaminos originales -prosiguió Cassiopeia-. Sin embargo, Ely encontró varios que estaban relativamente intactos. En uno de ellos descubrió algunos teoremas perdidos de Arquímedes. Extraordinario, dado que en la actualidad no se conserva casi nada de lo que él escribió. -Miró fijamente a Malone-. En otro dio con la fórmula del fuego griego.

– ¿Y a quién se lo contó? -quiso saber él.

– A Irina Zovastina -contestó Thorvaldsen-. Ministra de la Federación de Asia Central. Zovastina pidió que no desvelara lo que descubriera, al menos durante un tiempo. Y, dado que era ella la que pagaba las facturas, Ely difícilmente podía negarse. También lo animó a analizar más manuscritos del museo.

– Ely entendía esa necesidad de secretismo -intervino Cassiopeia-. Las técnicas eran novedosas y tenían que asegurarse de que lo que estaban encontrando era auténtico. No vio mal alguno en esperar. A decir verdad, quería examinar tantos manuscritos como pudiera antes de que el asunto se hiciera público.

– Pero te lo contó a ti -objetó Malone.

– Estaba entusiasmado y quería compartir su entusiasmo. Sabía que yo no diría nada.

– Hace cuatro meses, Ely tropezó con algo extraordinario en uno de los palimpsestos -contó el danés-: el relato de Jerónimo de Cardia. Jerónimo era amigo y compatriota de Eumenes, uno de los generales de Alejandro Magno, que además ejercía de secretario personal de éste. Hasta nosotros sólo han llegado fragmentos de las obras de Jerónimo, pero se sabe que son bastante fiables. Ely descubrió un relato completo, de la época de Alejandro, contado por un observador que gozaba de credibilidad. -Thorvaldsen hizo una pausa-. Es un señor relato, Cotton. Leíste algo antes sobre la muerte de Alejandro y el bebedizo.

Cassiopeia sabía que Malone estaba intrigado. En ocasiones le recordaba a Ely. Ambos hombres se servían del humor para burlarse de la realidad, eludir un tema, tergiversar un argumento o, lo más irritante, no implicarse. Pero si Malone destilaba seguridad física, dominio de su entorno, los puntos fuertes de Ely eran una inteligencia reflexiva y un corazón tierno. Menuda pareja formaban: ella, morena, de cabello oscuro, española y musulmana; él, de tez blanca, escandinavo y protestante. Sin embargo, le encantaba estar a su lado.

Toda una novedad para ella en mucho tiempo.

– Cotton, alrededor de un año después de la muerte de Alejandro, en el invierno del 321 a. J.C., su cortejo fúnebre finalmente salió de Babilonia -continuó Cassiopeia-. A esas alturas, Pérdicas ya había decidido enterrar a Alejandro en Macedonia, lo que se oponía al deseo que había manifestado el conquistador en su lecho de muerte de ser sepultado en Egipto. Ptolomeo, otro de los generales, había reivindicado su porción del Imperio egipcio, y ya se encontraba allí ejerciendo de sátrapa. Pérdicas, por su parte, actuaba de regente del infante, Alejandro IV. Según la constitución macedonia, era preciso que el nuevo gobernante enterrara debidamente a su predecesor…

– Y si Pérdicas permitía que Ptolomeo enterrara a Alejandro en Egipto, ello podría darle mayor derecho al trono a Ptolomeo.

Ella asintió.

– Además, por aquel entonces existía una profecía según la cual, si se dejaba de enterrar a los reyes en suelo macedonio, la estirpe real se extinguiría. Al final, Alejandro Magno no fue enterrado en Macedonia y la estirpe real se extinguió.

– He leído lo que pasó -afirmó Malone-. Ptolomeo asaltó el cortejo fúnebre en lo que actualmente es el norte de Siria y llevó el cuerpo a Egipto. Pérdicas intentó dos veces lanzar una invasión por el Nilo, pero sus oficiales acabaron rebelándose y lo mataron a puñaladas.

– Entonces Ptolomeo hizo algo inesperado -intervino Thorvaldsen-. Rehusó la regencia que le ofreció el ejército. Podía haber sido soberano de todo el imperio, pero dijo que no y centró toda su atención en Egipto. Extraño, ¿no?

– Puede que no quisiera ser rey. Por lo que he leído, la traición y el cinismo estaban tan a la orden del día que nadie vivía mucho tiempo. El asesinato sencillamente formaba parte del proceso político.

– O puede que Ptolomeo supiera algo que nadie más sabía. -Cassiopeia vio que Malone aguardaba su explicación-. Que el cuerpo que descansaba en Egipto no era el de Alejandro.

Él sonrió.

– Me sé esas historias. Supuestamente, después de asaltar el cortejo, Ptolomeo mandó crear un doble de Alejandro que sustituyó el cuerpo real. Después les dio a Pérdicas y a otros la oportunidad de llevárselo. Pero no son más que relatos, no existen pruebas que los corroboren.

Ella negó con la cabeza.

– Yo estoy hablando de algo completamente distinto. El manuscrito que encontró Ely nos dice exactamente lo que ocurrió: el cuerpo que partió hacia el oeste para ser inhumado en el 321 a. J.C. no era el de Alejandro. El año anterior, en Babilonia, habían dado el cambiazo, y Alejandro fue sepultado en un lugar conocido por muy pocos. Y esos pocos supieron guardar el secreto: nadie ha sabido nada en dos mil trescientos años.

Habían transcurrido dos días desde que Alejandro ejecutó a Glaucias. Lo que quedaba del cuerpo del médico permanecía fuera de las murallas de Babilonia, en la tierra y los árboles, los animales aún sacando carne de los huesos. La furia del rey continuaba siendo desenfrenada. Se mostraba irritable, suspicaz y desdichado. Eumenes fue llamado a su presencia y Alejandro le dijo a su secretario que pronto moriría. La afirmación asustó a Eumenes, pues no imaginaba el mundo sin Alejandro. El rey aseguró que los dioses estaban impacientes y sus días entre los vivos estaban a punto de concluir. Eumenes escuchó, pero no dio mucho crédito a la predicción. Alejandro creía desde hacía mucho tiempo que no era hijo de Filipo, sino el descendiente mortal de Zeus. Sin duda una afirmación fantástica, pero tras todas sus grandes conquistas muchos habían llegado a coincidir con él. Alejandro habló de Roxana y del hijo que ésta llevaba en su vientre. Si era varón, tendría legítimo derecho al trono, pero Alejandro era consciente del rencor que guardarían los griegos a un gobernante medio extranjero. Le confió a Eumenes que sus Compañeros se disputarían su imperio y él no quería ser partícipe de esa lucha. «Que sean ellos quienes se labren su propio destino», dijo. El suyo ya estaba decidido. Así pues, le dijo a Eumenes que quería ser enterrado con Hefestión. Igual que Aquiles, que pidió que sus cenizas fuesen mezcladas con las de su amante, Alejandro deseaba lo mismo. «Me aseguraré de que tus cenizas y las suyas se unan», aseveró Eumenes. Pero Alejandro negó con la cabeza. «No. Entiérranos juntos.» Dado que tan sólo unos días antes Eumenes había sido testigo de la gran pira funeraria de Hefestión, preguntó cómo podía ser. Alejandro repuso que el cuerpo que había ardido en Babilonia no era el de Hefestión. Había ordenado embalsamar a su amigo el pasado otoño para que fuese transportado a un lugar donde pudiera descansar en paz para siempre. Alejandro quería eso mismo para él. «Momifícame -ordenó-, y después llévame donde también yo pueda yacer en un aire límpido.» Obligó a Eumenes a prometerle que cumpliría su deseo en secreto, haciendo partícipes tan sólo a otras dos personas que el rey nombró.

Malone apartó la vista de la pantalla. Fuera, la lluvia arreciaba.

– ¿Adonde lo llevaron?

– La cosa se complica -replicó Cassiopeia-. Ely fechó ese manuscrito en torno a cuarenta años después de la muerte de Alejandro. -Echó mano del ordenador y fue bajando por las páginas de la pantalla-. Lee esto. También de Jerónimo de Cardia.

Qué gran error que el más grande de todos los reyes, Alejandro de Macedonia, yaciera por siempre jamás en un lugar ignoto. Aunque buscó un sitio tranquilo para descansar, uno que él mismo dispuso, tan silente destino no parece apropiado. Alejandro no se equivocaba con sus Compañeros: los generales riñeron, se mataron los unos a los otros y asesinaron a todo el que suponía una amenaza a sus reivindicaciones. Tal vez Ptolomeo fuese el más afortunado. Gobernó Egipto durante treinta y ocho años. En el último año de su reinado supo de mis esfuerzos por escribir este relato y me instó a abandonar la biblioteca de Alejandría para acudir a su palacio. Sabía de mi amistad con Eumenes y había leído con interés lo que había escrito hasta el momento. Entonces confirmó que el cuerpo que estaba enterrado en Menfis no era el de Alejandro. Ptolomeo dejó claro que lo sabía desde que había atacado el cortejo fúnebre. Años después le despertó la curiosidad y envió a unos investigadores. Eumenes fue llevado a Egipto y le dijo a Ptolomeo que los verdaderos restos de Alejandro se hallaban escondidos en un lugar que sólo él conocía. A esas alturas, la tumba de Menfis, donde supuestamente descansaba Alejandro, ya era un lugar sagrado. «Ambos luchamos a su lado y con gusto habríamos muerto por él -le dijo Ptolomeo a Eumenes-. No debería yacer oculto para siempre». Presa de los remordimientos, y sintiendo que Ptolomeo era sincero, Eumenes reveló el lugar de descanso, que se hallaba muy lejos, en las montañas, donde los escitas le mostraron a Alejandro la vida. Eumenes falleció poco después. Ptolomeo recordaba que cuando le preguntaron a quién legaba su reino Alejandro había contestado: «Al más brillante.» Así pues, Ptolomeo me confió estas palabras:

Y tú, aventurero, ya que mi voz inmortal,

aunque lejana, inunda tus oídos, escucha mis palabras.

Navega hasta la capital que fundó el padre de Alejandro,

donde los sabios montan guardia.

Toca lo más íntimo de la ilusión dorada.

Divide el fénix.

La vida proporciona la medida de la verdadera tumba.

Pero sé cauteloso, pues sólo dispondrás de una oportunidad.

Asciende por las paredes que esculpieron los dioses.

Cuando alcances la cima, contempla el ojo ambarino

y atrévete a hallar el refugio remoto.

A continuación, Ptolomeo me entregó un medallón de plata que mostraba a Alejandro enfrentado a los elefantes. Me dijo que había acuñado las monedas en honor a esas batallas. Asimismo me pidió que volviera cuando hubiese resuelto su enigma. Pero un mes después, Ptolomeo moría.

VEINTI CINCO

Samarcanda

Federación de Asia Central

23.50 horas

Zovastina llamó con suavidad a una puerta lacada de color blanco. Abrió una mujer elegante y bien arreglada que debía de rondar los sesenta, el entrecano cabello negro apagado. Como de costumbre, Zovastina no esperó a que la invitara a pasar.

– ¿Está despierta?

La mujer asintió, y Zovastina enfiló el pasillo.

La casa dominaba un terreno arbolado de las afueras de la ciudad, al este, más allá de la sucesión de edificios bajos y vistosas mezquitas, en una zona donde se habían levantado muchas de las viviendas más recientes, el accidentado suelo un día repleto de torres vigía de la era soviética. La prosperidad de la Federación había propiciado la aparición de una clase media y alta, y quienes disponían de medios habían empezado a alardear de ellos. Esa casa, construida hacía una década, era de Zovastina, aunque nunca había vivido en ella. Había preferido regalársela a su amante.

Inspeccionó el lujoso interior. Una consola Luis XV profusamente labrada exhibía una colección de figuritas de porcelana blanca que le había regalado el presidente francés. En la habitación contigua, el artesonado del techo ponía la nota de distinción, el piso entarimado protegido por una alfombra ucraniana. Otro regalo. Un espejo alemán presidía un extremo de la larga estancia y cortinas de tafetán adornaban tres imponentes ventanas.

Cada vez que recorría ese pasillo revestido de mármol su mente retrocedía seis años, a una tarde en que se aproximó a la misma puerta cerrada. En el dormitorio encontró a Karyn desnuda, sobre ella un hombre de torso estrecho, cabello rizado y brazos musculosos. Aún podía oír sus gemidos, su voraz exploración mutua sorprendentemente excitante. Permaneció allí plantada un minuto entero, mirando, hasta que se separaron.

– Irma -dijo con calma Karyn-. Éste es Michele.

Karyn se bajó de la cama y se echó hacia atrás el largo cabello ondulado, dejando a la vista unos pechos que Irma había disfrutado numerosas veces. Enjuta como un chacal, cada centímetro de la perfecta piel de Karyn brillaba con el color de la canela. Unos labios finos que dibujaban una curva desdeñosa, una nariz respingona de delicados orificios, las mejillas como la porcelana. Zovastina se olía que su amante la engañaba, pero presenciar el acto directamente era harina de otro costal.

– Tienes suerte de que no te haga matar.

Karyn ni se inmutó.

– Míralo. A él le importa cómo me siento, da sin pedir nada. Tú sólo tomas. Es lo único que sabes hacer: dictar órdenes y esperar que sean obedecidas.

– No recuerdo haber oído ninguna queja tuya.

– Ser tu puta cuesta caro. He renunciado a cosas más preciosas que el dinero.

La mirada de Zovastina se dirigió sin querer al desnudo Michele.

– Te gusta, ¿eh? -dijo Karyn.

Ella no respondió. Se limitó a ordenar:

– Te quiero fuera de aquí antes de esta noche.

Karyn se acercó, precedida por el dulce aroma de un perfume caro.

– ¿De verdad quieres que me vaya? -Su mano se posó en el muslo de Zovastina-. ¿No te gustaría quitarte la ropa y unirte a nosotros?

Ella abofeteó a su amante con el dorso de la mano. No era la primera vez, aunque sí la primera con ira. Un hilo de sangre manó del labio de Karyn, que le lanzó una mirada rebosante de odio.

– Fuera. Antes de esta noche, o te prometo que no verás la mañana.

Hacía seis años. Mucho tiempo.

O al menos eso le parecía.

Giró el pomo y entró.

El dormitorio conservaba un exquisito mobiliario francés provinciano. Una chimenea de bronce y mármol custodiada por una pareja de leones de pórfido egipcio decoraba una de las paredes. Junto a la cama con dosel, aparentemente fuera de lugar, se hallaba el respirador, al otro lado la botella de oxígeno y una bolsa suspendida de un soporte de acero inoxidable, sus transparentes tubos culebreando hasta uno de los brazos de la enferma.

Karyn estaba recostada sobre unas almohadas en el centro de una gran cama, una colcha de seda en tono coral por la cintura. Su piel era color ceniza parda, la pátina como papel encerado. La otrora cabellera rubia era una maraña despeinada, rala como la neblina. Sus ojos, que solían brillar con un intenso azul, ahora miraban desde unas hundidas cuencas cual criaturas escondidas en cuevas. Las angulosas mejillas se habían esfumado, sustituidas por una escualidez cadavérica que había tornado su nariz chata en aguileña. Un camisón de encaje cubría su descarnado cuerpo como una bandera que colgara lacia de una asta.

– ¿Qué quieres esta noche? -musitó Karyn, la voz quebradiza y forzada. Los tubos de la nariz liberaban oxígeno con cada respiración-. ¿Has venido a comprobar si me había muerto?

Irina se acercó a la cama. El olor de la estancia se intensificó; una nauseabunda mezcla de desinfectante, enfermedad y deterioro.

– ¿No tienes nada que decir? -dijo la enferma a duras penas.

Zovastina miró a la mujer con fijeza. Cosa rara en ella, su relación había sido bastante impulsiva. Después de entrar a trabajar para ella, Karyn fue su secretaria personal y finalmente su concubina. Habían estado cinco años juntas y otros cinco separadas, hasta el año anterior, cuando Karyn regresó a Samarcanda de improviso, enferma.

– La verdad es que he venido a ver cómo estabas.

– No, Irina. Has venido a ver cuándo voy a morir.

Le entraron ganas de decir que eso era lo último que quería, pero pensar en la traición de Michele y Karyn le impedía hacer ninguna concesión emocional. En su lugar, preguntó:

– ¿Mereció la pena?

Zovastina sabía que los años de sexo sin protección, yendo de hombre en hombre y de mujer en mujer, asumiendo riesgos, finalmente habían podido más que Karyn. Por el camino alguien le había transmitido el VIH. Sola, asustada y sin blanca, el año anterior Karyn se había tragado el orgullo y había vuelto al único sitio que creía que podría proporcionarle cierto consuelo.

– ¿Por eso sigues viniendo? -preguntó ésta-. ¿Para comprobar que me equivoqué?

– Te equivocaste.

– Tu amargura te consumirá.

– Mira quién fue a hablar: alguien consumida literalmente por la suya.

– Ten cuidado, Irina, no sabes cuándo me contagié. Puede que comparta mi miseria.

– Me he hecho las pruebas.

– ¿Y qué médico fue lo bastante idiota para hacerlo? -La tos sacudió las palabras de Karyn-. ¿Aún vive para contar lo que sabe?

– No has respondido a mi pregunta. ¿Mereció la pena?

Una sonrisa arrugó el retraído rostro.

– Ya no puedes darme órdenes.

– Has vuelto. Querías ayuda y te la estoy dando.

– Estoy prisionera.

– Puedes irte cuando quieras. -Irina hizo una pausa-. ¿Por qué no dices la verdad?

– Y, ¿cuál es la verdad, Irina? ¿Que eres lesbiana? Tu querido esposo lo sabía, por fuerza. Nunca hablas de él.

– Está muerto.

– Un oportuno accidente de coche. ¿Cuántas veces has jugado esa compasiva baza con los tuyos?

Aquella mujer sabía demasiadas cosas de sus asuntos, lo que la atraía y la repugnaba al mismo tiempo. El sentimiento de la intimidad, de comunión, había formado parte del vínculo que ambas compartieron. Allí era donde, en su día, podía ser de verdad ella misma.

– Sabía dónde se metía cuando accedió a casarse conmigo. Pero era ambicioso, como tú. Le iba la ceremonia, y yo vengo con esa ceremonia.

– Qué difícil debe de ser vivir una mentira.

– Tú lo haces.

Karyn negó con la cabeza.

– No, Irina. Yo sé quién soy. -Las palabras parecieron agotar sus fuerzas, y se detuvo para respirar hondo unas cuantas veces antes de añadir-: ¿Por qué no me matas?

El amargo tono hizo aflorar algo de la Karyn de antes. Matarla era impensable. Salvarla…, ése era el objetivo. El destino le negó a Aquiles la oportunidad de salvar a su Patroclo, y la incompetencia le costó el amor a Alejandro Magno con la muerte de Hefestión. Ella no sucumbiría a esos mismos errores.

– ¿De veras crees que alguien merece esto? -Karyn se arrancó el camisón; minúsculos botones perlados salieron despedidos a las sábanas-. Mira mis pechos, Irina.

Mirar era doloroso. Desde que Karyn había vuelto, Irina había estudiado el sida y sabía que la enfermedad afectaba de forma distinta a la gente. Unos sufrían internamente: ceguera, colitis, diarrea crónica, encefalitis, tuberculosis y, lo peor de todo, neumonía. Otros quedaban debilitados por fuera, la piel marcada con las huellas del sarcoma de Kaposi o destrozada por el herpes simple o desfigurada por la demacración, la epidermis inevitablemente pegada a los huesos. Lo de Karyn era mucho más habitual: una combinación de ambos cuadros.

– ¿Recuerdas lo hermosa que era? ¿Mi preciosa piel? Tú adorabas mi cuerpo.

Irina lo recordaba, sí.

– Tápate.

– ¿No soportas verlo?

Ella no dijo nada.

– Cagas hasta que te duele el culo, Irina. No puedes dormir y siempre tienes un nudo en el estómago. Cada día espero a ver qué nueva infección se producirá dentro de mí. Esto es un infierno.

Ella había matado a la mujer del helicóptero, ordenado eliminar a un sinfín de adversarios políticos, forjado una Federación mediante una campaña encubierta de asesinatos con armas biológicas que se habían cobrado la vida de miles de personas. Ninguna de esas muertes le importaba. Que muriese Karyn, sin embargo, era distinto. Por eso le había permitido quedarse, porque ella le proporcionaba los fármacos necesarios para mantenerla con vida. Les había mentido a los estudiantes: ésa era su debilidad, tal vez la única.

Karyn sonrió débilmente.

– Cada vez que vienes lo veo en tus ojos: te preocupas. -Agarró el brazo de Irina-. Puedes ayudarme, ¿no? Esos gérmenes con los que jugabas hace años…, seguro que aprendiste algo. No quiero morir, Irina.

La ministra se esforzó por mantener la distancia emocional. Tanto Aquiles como Alejandro habían fracasado por no ser capaces de hacerlo.

– Rezaré por ti a los dioses.

Karyn rompió a reír, una risa gutural, bronca, mezclada con el ruido de la saliva que sorprendió e hirió a un tiempo a Zovastina.

Karyn no dejaba de reír, y ella salió de la habitación y corrió hacia la puerta.

Esas visitas eran un error. Cortaría con ellas, ése no era el momento. Estaban a punto de ocurrir demasiadas cosas.

Lo último que oyó antes de salir fue el espeluznante sonido de Karyn atragantándose con su propia saliva.

VEINTISÉIS

Venecia

20.45 horas

Vincenti pagó el taxi acuático, se situó de nuevo a la altura de la calle y entró en el San Silva, uno de los mejores hoteles de Venecia. Allí no había tarifas especiales de fin de semana ni descuentos promocionales, sino tan sólo cuarenta y dos lujosas suites con vistas al Gran Canal en lo que un día fue la residencia de un dogo. El imponente vestíbulo destilaba decadencia clásica: columnas romanas, mármol veteado, ornamentos de museo, el desahogado espacio rebosante de gente, actividad y ruido.

Peter O'Conner aguardaba pacientemente en un tranquilo recoveco. O'Conner no era antiguo militar ni ex agente del gobierno, sino tan sólo un hombre con talento para recabar información y una conciencia prácticamente inexistente.

Philogen Pharmaceutique gastaba millones anualmente en un amplio despliegue de seguridad interna destinada a proteger secretos industriales y patentes, pero O'Conner informaba directamente a Vincenti: unos ojos y unos oídos para él solo proporcionaban el lujo imprescindible de poder hacer lo que fuese necesario para defender sus intereses.

Y él estaba encantado de poder contar con aquel hombre.

Hacía cinco años había sido O'Conner quien detuvo una rebelión entre un nutrido grupo de accionistas de Philogen provocada por la decisión de Vincenti de que la compañía tuviese más presencia en Asia. Hacía tres años, cuando un gigante farmacéutico norteamericano lanzó una opa hostil, O'Conner aterrorizó al suficiente número de accionistas como para impedir una venta indiscriminada de acciones. Y, no hacía mucho, cuando Vincenti se enfrentó a un plante por parte de su consejo de administración, O'Conner descubrió los trapos sucios que sirvieron para conseguir los votos necesarios para que Vincenti no sólo mantuviera su cargo de director general, sino que además fuera reelegido presidente.

Vincenti tomó asiento en un sillón de cuero repujado. Una rápida ojeada al reloj embutido en el mármol que se veía tras el mostrador de recepción confirmó que tenía que estar de vuelta en el restaurante antes de las nueve y cuarto. Nada más acomodarse, O'Conner le entregó unas hojas grapadas y dijo:

– Esto es lo que hay por ahora.

Vincenti echó un vistazo a las transcripciones de llamadas telefónicas y conversaciones cara a cara, todas ellas resultado de las escuchas que espiaban a Irina Zovastina. Cuando hubo terminado, preguntó:

– ¿Va tras esos medallones del elefante?

– Según nuestras pesquisas -respondió O'Conner-, ha enviado a algunos miembros de su guardia personal en busca de ellos. El mismísimo jefe, Viktor Tomas, encabeza uno de los equipos; otra pareja fue a Amsterdam. Han estado incendiando edificios por toda Europa para enmascarar los robos.

Vincenti lo sabía todo acerca del Batallón Sagrado de Zovastina; formaba parte de la obsesión de la ministra por todo lo griego.

– ¿Tienen los medallones?

– Por lo menos, cuatro. Ayer fueron en busca de dos, pero todavía no conozco el desenlace.

Vincenti estaba perplejo.

– Hemos de averiguar qué está haciendo.

– Estoy en ello. He conseguido sobornar a algunos empleados del palacio. Por desgracia, la vigilancia electrónica sólo funciona cuando ella está quieta, y esa mujer no para de moverse. Antes voló al laboratorio de China.

Grant Lyndsey, su científico jefe, ya le había informado de esa visita.

– Debería haberla visto con lo de ese intento de asesinato -dijo O'Conner-. Fue directa al matón, desafiándolo a disparar. Lo observábamos con una cámara de largo alcance. Naturalmente contaba con un tirador en el palacio listo para abatir a aquel tipo. Pero, así y todo, ella fue directa. ¿Está seguro de que no tiene un par de huevos entre las piernas?

Él soltó una risita.

– No pienso averiguarlo.

– Esa mujer está loca.

Y ésa era la razón por la cual Vincenti había cambiado de opinión con respecto al florentino. El Consejo de los Diez había ordenado colectivamente realizar una investigación preliminar por si se hacía necesario liquidar a Zovastina, y el florentino había sido contratado para llevarla a cabo. En un principio, Vincenti decidió aprovecharse del florentino sin pararse a pensar a fondo, ya que para conseguir lo que se proponía por su cuenta Zovastina tenía que morir. Así que le prometió al florentino unas sustanciosas ganancias si lograba deshacerse de ella.

Pero entonces se le ocurrió otra idea.

Si revelaba los planes de asesinato conseguiría disipar cualquier temor que albergara Zovastina sobre la honradez de la Liga, lo que le daría a él tiempo para tramar algo mejor, algo a lo que, de hecho, llevaba semanas dándole vueltas: más sutil, más limpio.

– También fue otra vez a la casa -informó O'Conner-. Hace un rato. Salió del palacio sola, en un coche. Tres cámaras fueron testigos de la visita. Se quedó una media hora.

– ¿Sabemos cuál es el estado actual de su ex amante?

– Va tirando. Escuchamos su conversación con ayuda de un equipo parabólico desde una casa cercana. Una extraña pareja. La típica relación de amor-odio.

A Vincenti le resultaba interesante que una mujer que se las había ingeniado para gobernar con infinita crueldad abrigara tamaña obsesión. Había estado casada unos años con un diplomático intermedio del antiguo Ministerio de Asuntos Exteriores kazajo. Sin duda, un matrimonio para guardar las apariencias, una forma de ocultar su cuestionable sexualidad. Sin embargo, los informes que Vincenti había reunido mencionaban una buena relación entre marido y mujer. Él había muerto repentinamente en un accidente de coche hacía diecisiete años, justo después de que ella fuera nombrada presidenta de Kazajistán y un par de años antes de que creara la Federación. Karyn Walde apareció unos años después y era la única relación personal duradera que se le conocía a Zovastina, una relación que había terminado mal. Sin embargo, hacía un año, cuando la mujer reapareció, Zovastina la acogió sin vacilar y se ocupó, a través de Vincenti, de conseguir la medicación necesaria para tratar el VIH.

– ¿Actuamos? -inquirió él.

O'Conner asintió.

– Si esperamos más, tal vez sea demasiado tarde.

– Encárguese. Estaré en la Federación a finales de semana.

– Podría complicarse.

– No importa. Pero nada de huellas, nada que me relacione con ella.

VEINTISIETE

Amsterdam

21.20 horas

Stephanie ya había visto una cárcel danesa por dentro el verano anterior, cuando ella y Malone fueron detenidos. Ahora visitaba una celda holandesa. No eran muy diferentes. Había tenido la prudencia de mantener la boca cerrada cuando la policía había irrumpido en el puente y había visto al hombre muerto. Los dos agentes del servicio secreto habían logrado escapar, y ella esperaba que el del agua hubiese recuperado el medallón. No obstante, sus sospechas se veían confirmadas: Cassiopeia y Thorvaldsen andaban metidos de lleno en algo, y no precisamente en el coleccionismo de monedas antiguas.

La puerta de la celda se abrió y apareció un hombre delgado de unos sesenta y pocos años, rostro alargado y anguloso y abundante cabello plateado: Edwin Davis, asesor de Seguridad Nacional del presidente. El sustituto del difunto Larry Daley. Y menudo cambio. A Davis habían ido a buscarlo al Estado, un hombre de carrera que tenía dos doctorados -uno en historia norteamericana y el otro en relaciones internacionales-, además de excelentes dotes organizativas y una capacidad diplomática innata. Cultivaba un estilo cortés y campechano, similar al del propio presidente Daniels, que la gente tendía a subestimar. Tres secretarios de Estado lo habían utilizado para meter en cintura a sus renqueantes ministerios. Ahora trabajaba en la Casa Blanca, ayudando a la Administración a concluir los últimos tres años de su segundo mandato.

– Estaba cenando con el presidente, en La Haya. Qué lugar, por cierto. Disfrutaba de la velada. La comida era excelente, y eso que a mí me da bastante igual la gastronomía. Me han pasado una nota que decía dónde estabas y me he dicho: ha de haber una explicación lógica al hecho de que la policía holandesa haya detenido a Stephanie Nelle al encontrarla con una arma junto a un cadáver en medio de la lluvia.

Ella fue a decir algo pero él alzó una mano para impedírselo.

– Todavía falta lo mejor.

Ella permaneció sentada en silencio, con la ropa mojada.

– Mientras decidía cómo dejarte aquí, ya que estaba bastante seguro de que no quería conocer los motivos que te habían traído a Amsterdam, el presidente me ha llevado aparte y me ha pedido que viniera. Al parecer, también se han visto implicados dos agentes del servicio secreto, sólo que a ellos no los han detenido. Uno estaba empapado por haberse arrojado a un canal para recuperar esto.

Stephanie agarró lo que él le tiró y volvió a ver el medallón del elefante, dentro de su funda de plástico.

– El presidente ha intercedido en tu favor ante los holandeses. Puedes irte.

Ella se puso en pie.

– Antes de marcharnos tengo que saber qué hay de esos hombres muertos.

– Dado que sabía que dirías eso, he averiguado que ambos tenían pasaporte de la Federación de Asia Central. Lo comprobamos. Pertenecían al equipo de seguridad personal de la ministra Irina Zovastina.

Stephanie captó algo en los ojos del asesor; Davis era mucho más transparente que Daley.

– Veo que no te sorprende.

– A estas alturas son pocas las cosas que me sorprenden. -Su voz se había tornado un susurro-. Tenemos un problema, Stephanie, y ahora, por suerte o por desgracia, lo mires como lo mires, formas parte de él.

Siguió a Davis hasta la suite del hotel. El presidente Danny Daniels estaba despatarrado en un sofá, envuelto en un albornoz, los pies descalzos encima de una mesa dorada con el sobre de cristal. Era un hombre larguirucho, con una densa mata de cabello rubio, un vozarrón y una forma de ser encantadora. Aunque Stephanie había trabajado para él durante cinco años, sólo había llegado a conocerlo de verdad el pasado otoño, cuando la traición rondaba la desaparecida biblioteca de Alejandría. Por aquel entonces él la despidió para después readmitirla. Daniels tenía una copa de algo en una mano y un mando a distancia en la otra.

– En esta condenada televisión no hay una sola cosa que no esté subtitulada o en un idioma que no entienda. Y ya no soporto la BBC News ni la CNN internacional. Dan lo mismo una y otra vez. -Daniels ennegreció la pantalla y tiró el mando de cualquier manera.

Bebió un sorbo de la copa y le dijo a Stephanie-: Tengo entendido que has pasado otra noche de suicidio profesional.

A ella no se le escapó el brillo de sus ojos.

– Parece ser mi manera de medrar.

Él le indicó que tomara asiento; Davis permaneció en pie, a un lado.

– Tengo más malas noticias -anunció Daniels-. Tu agente en Venecia ha desaparecido. Llevamos doce horas sin saber nada de ella. Los vecinos del edificio en el que estaba apostada denunciaron un alboroto a primera hora de la mañana. Cuatro hombres. Una puerta destrozada. Como es natural, ahora nadie vio nada oficialmente. Típico de los italianos. -Levantó un brazo con nerviosismo-. Por el amor de Dios, que no me metan en líos. -El presidente hizo una pausa, el rostro ensombrecido-. Todo este asunto me da mala espina.

Stephanie había prestado a Naomi Johns a la Casa Blanca, que necesitaba vigilar sobre el terreno a un personaje de interés: Enrico Vincenti, un financiero internacional vinculado a una organización llamada Liga Veneciana. Ella conocía el grupo, otro de los innumerables cárteles del mundo. Naomi había trabajado muchos años para Stephanie y había sido la agente que investigó a Larry Daley. Había dejado Billet el año anterior, pero después había vuelto, lo que alegró a Stephanie. Naomi era buena. La misión de reconocimiento no debería haber entrañado mucho riesgo: tan sólo un control de idas y venidas. Stephanie incluso le había dicho que se tomara unos días libres en Italia cuando terminara.

Ahora quizá estuviera muerta.

– Cuando se la presté, los suyos dijeron que sólo se trataba de recoger información.

Ninguno de los dos respondió, y su mirada se posó ora en un hombre, ora en el otro.

– ¿Dónde está el medallón? -inquirió Daniels.

Ella se lo entregó.

– ¿No vas a hablarme de esto?

Stephanie se sentía sucia. Quería darse una ducha y dormir, pero se dio cuenta de que no iba a poder ser. Le molestaba que la interrogaran, pero él era el presidente de Estados Unidos y le había salvado el pellejo, de modo que le contó lo de Cassiopeia, Thorvaldsen y el favor. El presidente escuchó con inusitada atención y dijo:

– Cuéntaselo, Edwin.

– ¿Qué sabes de la ministra Zovastina?

– Lo bastante para asegurar que no es amiga nuestra.

Su agotado cerebro rescató la historia oficial de Zovastina: nacida en el seno de una familia de clase trabajadora en el norte de Kazajistán, su padre murió luchando contra los nazis del lado de Stalin; luego, justo después de la guerra, un terremoto acabó con su madre y con todos sus parientes cercanos. Creció en un orfanato hasta que una prima lejana de su madre la acogió. Se licenció en Economía por el Instituto de Leningrado, ingresó en el partido comunista a los veinte años y llegó a ser presidenta del Comité de Representantes de los Trabajadores local. Después se hizo un hueco en el Comité Central de Kazajistán y no tardó en ser soviet suprema. Primero introdujo reformas agrarias y económicas y luego comenzó a criticar a Moscú. Tras la independencia de Rusia, ella fue uno de los seis miembros del partido candidatos a la presidencia de Kazajistán. Cuando los dos que encabezaban los sondeos no lograron hacerse con la mayoría, según la Constitución nacional fueron inhabilitados para participar en la segunda vuelta, que ganó ella.

– Hace mucho tiempo aprendí que, si tienes que decirle a alguien que eres su amigo, la relación atraviesa por graves problemas -afirmó Daniels-. Esa mujer cree que somos un puñado de idiotas. No queremos amigos como ella.

– Pero así y todo tiene que besarle el culo.

Daniels bebió otro sorbo.

– Por desgracia.

– La Federación de Asia Central no es algo que pueda tomarse a la ligera -apuntó Davis-. Una tierra de gentes fuertes y muchos recuerdos. Veintiocho millones de personas que pueden ser llamadas a filas, veintidós millones de ellas listas y aptas para el servicio; alrededor de un millón y medio de nuevos reclutas todos los años. Constituye una fuerza de combate importante. En la actualidad, la Federación destina anualmente mil doscientos millones de dólares a defensa, eso sin contar lo que invertimos nosotros, que es el doble.

– Y lo gracioso del tema es que la gente la adora -continuó Daniels-. El nivel de vida ha mejorado una barbaridad. Antes, un 64 por ciento vivía en la pobreza, mientras que ahora la cantidad es inferior al 15 por ciento. Equiparable a nosotros. Invierte en todas partes: hidroeléctricas, algodón, oro. Tiene montones de excedentes. Esa Federación ocupa una posición geoeconómica excelente: Rusia, China, la India…, y ella en medio. Nuestra dama, además, es lista. Está sentada sobre una de las mayores reservas de petróleo y gas natural del mundo, que en su día controlaban por completo los rusos. Aún los fastidia lo de la independencia, así que ella hizo un trato y les vende petróleo y gas por debajo del precio de mercado, quitándose de encima a Moscú.

Stephanie estaba impresionada con el dominio que Daniels tenía de la región.

– Luego -prosiguió éste-, hace unos años, arrendó a Rusia a largo plazo el cosmódromo de Baikonur. El centro espacial ruso se encuentra en medio del antiguo Kazajistán. Más de quince mil quinientos kilómetros cuadrados para uso exclusivo de Rusia hasta 2050. A cambio, claro está, a ella le fue cancelada parte de su deuda. A continuación les pasó la mano por el lomo a los chinos poniendo fin a una disputa fronteriza centenaria. No está mal para una economista que se crió en un orfanato.

– ¿Tenemos algún problema con Zovastina? -quiso saber Stephanie. Nuevamente, ninguno de ellos contestó, de manera que cambió de tercio-. ¿Qué tiene esto que ver con Enrico Vincenti?

– A Zovastina y Vincenti los une la Liga Veneciana -explicó Daniels-. Los dos son miembros. Cuatrocientos y pico en total, montones de dinero, tiempo y ambición, pero a la Liga no le interesa cambiar el mundo, sino sólo que la dejen en paz. Detestan el gobierno, las leyes restrictivas, los aranceles, los impuestos, a mí, cualquier cosa que los mantenga a raya. Están presentes en montones de países…

Stephanie vio que Daniels le había leído el pensamiento, pues éste meneó la cabeza y dijo:

– No aquí. No como la última vez. Lo hemos comprobado: nada. La Federación de Asia Central es su principal preocupación.

– Todos los Stans presentaban una fuerte deuda exterior debido a la dominación soviética y los conatos de independencia -señaló Davis-. Zovastina se las ha ingeniado para renegociar esos compromisos con los distintos gobiernos acreedores y una gran parte de la deuda ha sido condonada. Sin embargo, una nueva inyección de capital le iría bien. Nada frena más el progreso que una deuda a largo plazo. -Se detuvo-. Hay tres mil seiscientos millones de dólares en cuentas de diversos bancos del mundo entero cuyo rastro nos lleva hasta miembros de la Liga Veneciana.

– La apuesta inicial de una partida de póquer de altura -apuntó Daniels.

Ella comprendió la trascendencia de aquello, pues los presidentes no eran proclives a hacer sonar las alarmas basándose en sospechas fútiles.

– Que está a punto de acabar, ¿no es así?

Daniels asintió.

– Por el momento, grandes corporaciones constituidas al amparo de la legislación de la Federación de Asia Central han adquirido o absorbido casi ochenta empresas de todo el mundo: farmacéuticas, informáticas, fabricantes de automóviles y camiones y telecomunicaciones son sólo algunos de los sectores. No te lo pierdas: incluso se han hecho con el mayor productor mundial de bolsitas de té Goldman Sachs ha pronosticado que, de seguir esto así, la Federación bien podría convertirse en la tercera o la cuarta potencia económica del mundo, por detrás de nosotros, China y la India.

– Es alarmante -confirmó Davis-, sobre todo porque está ocurriendo a la chita callando. Por regla general, a las sociedades anónimas les gusta anunciar sus adquisiciones, pero no en este caso: todo se mantiene en secreto.

Daniels hizo un gesto con un brazo.

– Zovastina necesita un flujo de capital constante para mantener en funcionamiento el engranaje de su gobierno. Nosotros tenemos impuestos; ella, la Liga. La Federación es rica en algodón, oro, uranio, plata, cobre, plomo, zinc…

– Y opio -añadió ella.

– Zovastina también ha echado una mano a ese respecto -dijo Davis-. Hoy en día la Federación es la tercera potencia mundial en incautaciones de opiáceos. Ha cerrado esa región al tráfico, lo que hace que los europeos la adoren. No se puede hablar mal de ella al otro lado del Atlántico. Claro está que también les pasa a muchos de ellos petróleo y gas baratos.

– ¿Son conscientes de que Naomi probablemente haya muerto por todo esto?

La idea le revolvió el estómago. Perder a un agente era lo peor que podía imaginar. Por suerte, rara vez sucedía, pero cuando era así ella siempre tenía que hacer frente a una perturbadora mezcla de ira y paciencia.

– Lo somos -contestó Davis-. Y no quedará impune.

– Ella y Cotton Malone eran amigos, trabajaron juntos numerosas veces en Billet. Formaban un buen equipo. Cuando Malone se entere lo va a sentir.

– Ése es otro de los motivos por los que estás aquí -afirmó el presidente-. Hace unas horas Cotton se vio involucrado en un incendio que se declaró en el Museo Grecorromano de Copenhague. El inmueble era propiedad de Henrik Thorvaldsen, y Cassiopeia Vitt ayudó a escapar a Malone.

– Parece que está al corriente de todo.

– Es parte de mi trabajo, aunque cada vez me gusta menos esa parte. -Daniels agitó el medallón-. En el museo había uno de éstos.

Stephanie recordó lo que le había dicho Klaus Dyhr: «Sólo se conocen ocho.»

Davis señaló la moneda con un largo dedo.

– Es un medallón con un elefante, según tengo entendido.

– ¿Importante? -preguntó ella.

– Eso parece -replicó Daniels-. Pero necesitamos tu ayuda para averiguar más.

VEINTIOCHO

Copenhague

Lunes, 20 de abril

0.40 horas

Malone cogió una manta y se fue al sofá de la otra habitación. Después del incendio del último otoño, y aprovechando los trabajos de reconstrucción, había tirado varios tabiques del apartamento y reorganizado otros, modificando la distribución del apartamento de tal forma que ahora la cuarta planta de su librería era un espacio habitable más práctico.

– Me gustan los muebles -aprobó Cassiopeia-. Encajan contigo.

Él había descartado la sencillez danesa y lo había pedido todo a Londres: un sofá, sillas, mesas y lámparas. Montones de madera y cuero, cálido y cómodo. Se había fijado en que la decoración rara vez cambiaba, a menos que otro libro subiera del primer piso u otra foto de Gary llegara por correo electrónico y pasara a engrosar la creciente colección. Le había sugerido a Cassiopeia que se quedara a dormir allí, en la ciudad, en lugar de volver a Christiangade con Thorvaldsen, y ella había accedido. Durante la cena, Malone había escuchado las explicaciones de ambos, teniendo presente que fuera lo que fuese lo que estuviese pasando se veía influido por los intereses personales de Cassiopeia.

Lo cual no era bueno.

No hacía mucho él se había encontrado en la misma situación, cuando Gary se había visto amenazado.

Cassiopeia se sentó en el borde de la cama. Unas lámparas sobradas de encanto pero faltas de fuerza iluminaban las paredes color mostaza.

– Henrik dice que tal vez necesite tu ayuda.

– ¿No estás de acuerdo?

– No estoy segura de que tú lo estés.

– ¿Querías a Ely?

La pregunta lo sorprendió incluso a él mismo, y ella no contestó en el acto.

– Es difícil de decir.

Eso no era una respuesta.

– Debía de ser muy especial.

– Ely era estupendo: listo, vital, divertido. Deberías haberlo visto cuando descubrió esos textos desaparecidos. Era como si hubiera descubierto un nuevo continente.

– ¿Cuánto tiempo llevabais juntos?

– Tres años, de forma intermitente.

La mirada de ella volvió a ausentarse, como cuando ardía el museo. Eran tan parecidos… Los dos escondían sus sentimientos. Pero todo el mundo tenía un límite. Él aún lidiaba con el descubrimiento de que Gary no era hijo suyo, sino el fruto de una aventura que su ex mujer había tenido hacía tiempo. En una de las mesillas descansaba una foto del muchacho, y sus ojos la buscaron. Había resuelto que los genes no importaban: el chico era su hijo, y él y su ex habían hecho las paces. Cassiopeia, sin embargo, parecía luchar contra sus demonios. Optó por ser directo.

– ¿Qué piensas hacer?

El cuello de Cassiopeia se tensó y sus manos se agarrotaron.

– Vivir mi vida.

– ¿Esto es por Ely o por ti?

– ¿Acaso importa?

En cierto modo tenía razón: qué más daba. Aquélla era su guerra, no la de él. Pero Malone se sentía atraído por esa mujer, aunque era evidente que a ella le importaba otro. Así que desterró los sentimientos de su cabeza e inquirió:

– ¿Qué hay de las huellas dactilares de Viktor? Ninguno de vosotros lo mencionó en la cena.

– Trabaja para la ministra Irina Zovastina. Es el jefe de su guardia personal.

– ¿Es que no pensabais decírmelo?

Ella se encogió de hombros.

– Sólo si querías saberlo.

Malone reprimió su ira, consciente de que ella lo estaba provocando.

– ¿Crees que la Federación de Asia Central está implicada directamente?

– Nadie ha tocado el medallón del museo de Samarcanda.

Convincente.

– Ely dio con la primera prueba tangible en siglos de la desaparecida tumba de Alejandro Magno. Sé que le pasó esa información a Zovastina porque él me contó su reacción. Está obsesionada con la historia de Grecia y Alejandro. El museo de Samarcanda está bien financiado gracias a su interés en el período helenístico. Cuando Ely encontró el acertijo de Ptolomeo sobre la tumba de Alejandro, ella se mostró fascinada. -Cassiopeia vaciló-. Él murió menos de una semana después de que se lo hubo revelado.

– ¿Crees que lo asesinaron?

– Su casa ardió por completo. No quedó gran cosa de ella ni de él.

Todo encajaba: el fuego griego.

– Y ¿qué hay de los manuscritos que halló?

– Hicimos algunas averiguaciones a través de unos expertos. Nadie del museo sabía nada.

– Y ahora arden más edificios y desaparecen más medallones.

– Algo así.

– ¿Qué vamos a hacer?

– Todavía no he decidido si necesito tu ayuda.

– La necesitas.

Ella lo miró con suspicacia.

– ¿Qué sabes de los documentos históricos que hablan de la tumba de Alejandro?

– Primero fue sepultado por Ptolomeo en Menfis, en el sur de Egipto, alrededor de un año después de su muerte. Después, el hijo de Ptolomeo llevó el cuerpo al norte, a Alejandría.

– Sí. En algún momento entre el 283 a. J.C., cuando murió Ptolomeo I, y el 274. Se levantó un mausoleo en un barrio nuevo de la ciudad, en el cruce de dos avenidas principales que flanqueaban el palacio real. La construcción recibió el nombre de Soma, que en griego significa «cuerpo». Era la tumba más grandiosa de la ciudad más grandiosa de la época.

– Ptolomeo fue listo -apuntó él-. Esperó a que todos los herederos de Alejandro hubiesen muerto para proclamarse faraón. Sus herederos también fueron listos: convirtieron Egipto en un reino griego. Mientras que los otros Compañeros administraban mal o perdían sus respectivas partes del imperio, los Ptolomeos conservaron la suya durante trescientos años. A ese Soma se le sacó un gran partido desde el punto de vista político.

Ella asintió.

– La verdad es que es una historia increíble. La tumba de Alejandro se convirtió en lugar de peregrinación: César, Octavio, Adriano, Calígula y una docena de emperadores más fueron a rendirle homenaje. Debió de ser imponente: una momia recubierta de oro con una corona de oro dentro de un sarcófago de oro y envuelta en miel dorada. Durante un siglo y medio Alejandro descansó tranquilo, hasta que Ptolomeo IX necesitó dinero. Despojó el cuerpo de todo su oro y fundió el ataúd, sustituyéndolo por uno de cristal. El Soma se mantuvo en pie seiscientos aftos, lo último que se sabe de él data del año 391 d. J.C.

Malone conocía el resto de la historia: tanto el edificio como el cuerpo de Alejandro Magno habían desaparecido. La gente lo buscó durante mil seiscientos años, pero el mayor conquistador de la Antigüedad, un hombre venerado como un dios viviente, se había esfumado.

– ¿Sabes dónde se encuentra el cuerpo? -preguntó él.

– Ely creía saberlo.

Las palabras sonaron lejanas, como si ella le estuviera hablando a su fantasma.

– ¿Crees que tenía razón?

Ella se encogió de hombros.

– Habrá que ir a comprobarlo.

– ¿Adónde?

Cassiopeia lo miró con ojos cansados.

– A Venecia. Pero primero tenemos que conseguir el último medallón. Seguro que Viktor ya va tras él.

– Y, ¿dónde se encuentra?

– Curiosamente, también en Venecia.

VEINTINUEVE

Samarcanda

2.50 horas

Zovastina sonrió al nuncio apostólico, un hombre atractivo de cabello color caoba veteado de gris y unos ojos profundamente inquisitivos. Estadounidense: monseñor Colin Michener. Formaba parte del nuevo Vaticano organizado por el primer papa africano en siglos. El nuncio había acudido en otras dos ocasiones para preguntar si la Federación permitiría la presencia católica, pero ella había rechazado ambas tentativas. Aunque allí el islam era la religión predominante, los nómadas, que poblaban Asia Central desde tiempos inmemoriales, siempre habían situado su ley por delante incluso de la sharia islámica. El aislamiento geográfico engendraba independencia social, hasta de Dios, así que ella dudaba de que los católicos fuesen bienvenidos siquiera. Sin embargo, quería algo de aquel emisario, y había llegado la hora de negociar.

– No es usted una persona nocturna, ¿verdad? -preguntó Zovastina, a quien no se le pasó por alto la cara de cansancio que Michener sólo intentaba disimular mínimamente.

– ¿No suele reservarse esta hora para el descanso?

– No nos conviene a ninguno de los dos que nos vean juntos a plena luz del día. Su Iglesia no goza de mucha popularidad aquí.

– Algo que nos gustaría cambiar.

Ella se encogió de hombros.

– Le estarían pidiendo a la gente que abandonara cosas que valora desde hace siglos. Ni siquiera los musulmanes, con toda su disciplina y sus preceptos morales, lo han conseguido. Se darán cuenta de que aquí resultan mucho más atractivos los usos organizativos y políticos de la religión que los beneficios espirituales.

– El Santo Padre no pretende cambiar la Federación; sólo pide que a nuestra Iglesia se le conceda la libertad de llamar a quienes quieran practicar nuestra fe.

Zovastina sonrió.

– ¿Ha visitado alguno de nuestros lugares santos?

Él negó con la cabeza.

– Pues hágalo y verá algunas cosas interesantes: los hombres besan y frotan los objetos venerados, y se pasean entre ellos; las mujeres se arrastran bajo piedras sagradas para aumentar su fertilidad. Y no olvide los árboles de los deseos y los palos mongoles con borlas de crin de las tumbas. Los amuletos y los dijes son muy populares. La gente deposita su fe en cosas que nada tienen que ver con su Dios cristiano.

– Existe un creciente número de católicos, baptistas, luteranos e incluso algunos budistas entre esas gentes. Por lo visto, hay quienes desean abrazar un credo diferente. ¿Acaso no tienen derecho a disfrutar de ese privilegio?

Otra de las razones por las cuales Zovastina había decidido recibir al representante era el Partido del Renacimiento Islámico. Aunque había sido declarado ilegal hacía años, ganaba terreno calladamente, sobre todo en el valle de Fergana del antiguo Uzbekistán. Ella había infectado encubiertamente a los principales agitadores y creía haber acabado con sus líderes, pero el partido se negaba a desaparecer. Permitir una mayor rivalidad religiosa, en particular viniendo de una organización como la católica, obligaría a los musulmanes a concentrar su ira en un enemigo más amenazador aún que ella. De manera que dijo:

– He decidido permitir que la Iglesia entre en la Federación.

– Me alegra oírlo.

– Con condiciones.

El agradable rostro del sacerdote perdió la alegría.

– No es para tanto -añadió ella-. A decir verdad, sólo pido una cosa. Mañana por la noche, en Venecia, abrirán la tumba de san Marcos en la basílica.

La perplejidad asomó a los ojos del nuncio.

– Sin duda conoce la historia de san Marcos y cómo acabó enterrado en Venecia, ¿no es así?

Michener asintió.

– Tengo un amigo que trabaja en la basílica. Él y yo hemos hablado al respecto.

Ella conocía la historia: Marcos, uno de los doce discípulos de Cristo, ordenado obispo de Alejandría por Pedro, fue martirizado por los paganos de la ciudad en el 67 d. J.C. Cuando intentaron que: mar su cuerpo, una tormenta apagó las llamas y dio tiempo a los cristianos para que se lo llevaran. Marcos fue momificado y sepultado en secreto hasta el siglo IV. Después de que los cristianos ocuparan Alejandría se construyó un elaborado sepulcro, un lugar que acabó siendo tan sagrado que los nuevos patriarcas de Alejandría eran investidos con su dignidad sobre la tumba de Marcos. El sepulcro logró sobrevivir a la llegada del islam y a las invasiones persa y árabe del siglo vil.

Pero en el 828 un grupo de mercaderes venecianos robó el cuerpo.

Venecia quería un símbolo de su independencia política y teológica. Roma tenía a Pedro, y Venecia tendría a Marcos. Al mismo tiempo, el clero alejandrino estaba muy preocupado por las reliquias sagradas de la ciudad. El gobierno islámico se había vuelto cada vez más hostil, y sepulcros e iglesias estaban siendo arrasados, de manera que, con ayuda de los guardianes de la tumba, el cuerpo de san Marcos desapareció.

A Zovastina le encantaban los detalles.

Para ocultar el robo se sirvieron del cuerpo de san Claudio, enterrado al lado. El olor de los fluidos embalsamadores era tan fuerte que, con el objeto de disuadir a las autoridades de examinar la carga del barco que iba a zarpar, colocaron sobre el cuerpo capas de hojas de col y cerdo. Y funcionó: los inspectores musulmanes huyeron horrorizados al ver el cerdo. A continuación, el cuerpo fue envuelto en lienzo e izado a un peñol. Supuestamente, en el camino de vuelta a Italia, una visita del fantasma de san Marcos evitó que el barco zozobrara durante una tormenta.

– El 31 de enero del 828 se hizo entrega de Marcos al dogo de Venecia -explicó ella-. El dogo depositó los sagrados restos en el palacio, pero éstos desaparecieron, para volver a aparecer en 1094, cuando la recién terminada basílica de San Marcos fue consagrada formalmente. Entonces los restos pasaron a ocupar una cripta de la iglesia, pero en el siglo XIX volvieron arriba, bajo el altar mayor, donde se hallan en la actualidad. En esa historia hay un montón de lagunas, ¿no cree?

– Suele ocurrir con las reliquias.

– Durante cuatrocientos años en Alejandría y luego casi trescientos en Venecia no hubo forma de dar con el cuerpo de san Marcos.

El nuncio se encogió de hombros.

– Cuestión de fe, ministra.

– A Alejandría siempre le molestó el robo -comentó ella-. Sobre todo porque Venecia ha venerado ese acto durante siglos, como si los ladrones cumplieran una misión sagrada. Por favor, ambos sabemos que fue una maniobra puramente política. Los venecianos robaban en todo el mundo. Eran expoliadores a gran escala, tomaban cuanto podían y lo utilizaban en beneficio propio. San Marcos tal vez fue su robo más productivo. A día de hoy la ciudad entera gira a su alrededor.

– Entonces, ¿por qué van a abrir la tumba?

– Obispos y nobles de las Iglesias copta y etíope quieren que vuelva san Marcos. En 1968 su papa, Pablo VI, le entregó al patriarca de Alejandría unas cuantas reliquias para calmarlos, pero eran del Vaticano, no de Venecia, y no funcionó. Quieren que les sea devuelto el cuerpo, y llevan tiempo hablando de ello con Roma.

– Fui secretario de Clemente XV, estoy al tanto de esas conversaciones.

Ella sospechaba desde hacía mucho que aquel hombre era más que un nuncio. Al parecer, el nuevo pontífice escogía a sus representantes cuidadosamente.

– En tal caso sabrá que la Iglesia nunca entregaría el cuerpo. Sin embargo, el patriarca de Venecia, con la aprobación de Roma, ha accedido a llegar a un arreglo; tiene que ver con el deseo de su papa africano de reconciliarse con el mundo. Serán devueltas algunas reliquias de la tumba; de ese modo, ambas partes estarán satisfechas. No obstante, éste es un asunto espinoso, sobre todo para los venecianos: su santo perturbado. -Zovastina sacudió la cabeza-. Por eso abrirán la tumba mañana por la noche, en secreto. Retirarán parte de los restos y luego cerrarán el sepulcro. Nadie se enterará hasta que, dentro de unos días, se anuncie el regalo.

– Está muy informada.

– Es un tema que me interesa: el cuerpo que hay en esa tumba no es el de san Marcos.

– Entonces, ¿de quién es?

– Digamos que el cuerpo de Alejandro Magno desapareció de Alejandría en el siglo IV, casi exactamente cuando reapareció el de san Marcos. Marcos pasó a ocupar su propia versión del Soma de Alejandro, que fue objeto de veneración igual que lo había sido el sepulcro de Alejandro seiscientos años antes. Mis expertos han estudiado diversos textos antiguos, unos que el mundo nunca ha visto…

– ¿Y cree que el cuerpo que descansa en la basílica de Venecia es el de Alejandro Magno?

– Yo no digo nada, sólo que ahora un análisis del ADN puede determinar la raza. Marcos nació en Libia, de padres árabes; Alejandro era griego. Habrá diferencias evidentes en los cromosomas. También tengo entendido que existen estudios sobre los isótopos del esmalte dental, tomografías y datación por carbono 14 que podrían desvelarnos muchas cosas. Alejandro murió en el 323 a. J.C.; Marcos, en el siglo i d. J.C. Nuevamente se detectarían diferencias científicas en los restos.

– ¿Pretende profanar el cuerpo?

– No más de lo que lo harán ustedes. Dígame, ¿qué cortarán?

El norteamericano sopesó las palabras de Zovastina. Antes ella había notado que el nuncio había vuelto a Samarcanda con mucha más autoridad que las otras veces. Había llegado la hora de ver si era así.

– Sólo quiero unos minutos a solas con el sarcófago abierto. Si me llevo algo, nadie se dará cuenta. A cambio, la Iglesia podrá moverse con libertad por la Federación para ver cuántos cristianos abrazan su mensaje. No obstante, la construcción de cualquier edificio deberá contar con la aprobación del gobierno. Es una medida de protección tanto para ustedes como para nosotros. De no tratarse debidamente, levantar una iglesia podría suscitar violencia.

– ¿Tiene pensado ir a Venecia en persona?

Ella afirmó con la cabeza.

– Me gustaría hacer una visita discreta, organizada por su Santo Padre. Me han dicho que la Iglesia tiene muchos vínculos con el gobierno italiano.

– ¿Es usted consciente de que, en el mejor de los casos, cualquier cosa que encuentre allí será como la Sábana Santa de Turín o las apariciones marianas: cuestión de fe?

Pero ella sabía que allí bien podía haber algo decisivo. ¿Qué escribió Ptolomeo en su acertijo? «Toca lo más íntimo de la ilusión dorada.»-Unos minutos a solas. Es todo cuanto pido.

El nuncio guardaba silencio, y ella esperaba.

– Daré instrucciones al patriarca de Venecia de que le conceda ese tiempo.

Zovastina no se equivocaba: el enviado no había vuelto con las manos vacías.

– Tiene usted mucha autoridad para ser sólo un nuncio.

– Treinta minutos, que darán comienzo a la una de la mañana del miércoles. Informaremos a las autoridades italianas de que asistirá a un acto privado, invitada por la Iglesia.

Ella asintió.

– Dispondré que entre en la catedral por la Porta dei Fiori, en el atrio oeste. A esa hora no habrá mucha gente en la plaza. ¿Irá sola?

Zovastina estaba harta de aquel sacerdote oficioso.

– Si eso importa, tal vez debamos olvidarnos del asunto.

Vio que Michener captaba su irritación.

– Ministra, vaya con quien quiera. El Santo Padre sólo desea hacerla feliz.

TREINTA

Hamburgo, Alemania

1.15 horas

Viktor estaba sentado en el bar del hotel; Rafael, arriba, durmiendo. Se habían dirigido hacia el sur de Copenhague y habían atravesado Dinamarca para llegar al norte de Alemania. Hamburgo era el punto de encuentro fijado con los dos miembros del Batallón Sagrado enviados a Amsterdam para recuperar el sexto medallón. Debían llegar a lo largo de esa misma noche. Rafael y él se habían encargado de los otros robos, pero el plazo se acercaba, y Zovastina había ordenado la intervención de un segundo equipo.

Bebía una cerveza y disfrutaba del silencio. Pocas personas ocupaban los tenuemente iluminados reservados.

A Zovastina le sentaba bien la tensión; le gustaba tener a la gente en vilo. Los cumplidos eran escasos y las críticas habituales. El personal del palacio, el Batallón Sagrado, sus ministros: nadie quería decepcionarla. Sin embargo, él había oído habladurías a sus espaldas. Qué interesante que una mujer tan acostumbrada al poder pudiese ser tan ajena al resentimiento que éste engendraba. La lealtad superficial era una ilusión peligrosa. Rafael tenía razón: estaba a punto de ocurrir algo. Como persona al mando del Batallón Sagrado, había acompañado muchas veces a Zovastina al laboratorio de las montañas, al este de Samarcanda: situado en su lado de la frontera china, con personal suyo, donde ella guardaba sus gérmenes. Viktor había visto a los sujetos de los ensayos, salidos de prisiones, y las horribles muertes. También había vigilado las puertas de las salas de conferencias mientras ella conspiraba con sus generales. La Federación poseía un ejército imponente, una fuerza aérea aceptable y una cantidad limitada de misiles de corto alcance; la mayor parte suministrado y financiado por Occidente con fines defensivos, ya que Irán, China y Afganistán limitaban con la Federación.

Él no se lo había dicho a Rafael, pero sabía lo que planeaba Zovastina. La había oído hablar del caos que reinaba en Afganistán, donde los talibanes todavía se aferraban al fugaz poder; de Irán, cuyo radical presidente siempre estaba lanzando amenazas, y de Pakistán, un lugar que exportaba violencia haciendo la vista gorda.

Esas naciones eran su objetivo inicial.

Y morirían millones de personas.

Una vibración en el bolsillo lo sobresaltó. Sacó el teléfono móvil, consultó la pantalla y descolgó al tiempo que en el estómago se le formaba un nudo familiar.

– Viktor -dijo Zovastina-. Menos mal que he dado contigo. Tenemos un problema.

Él escuchó mientras la ministra le relataba un incidente acaecido en Amsterdam, donde habían matado a dos miembros del Batallón Sagrado cuando intentaban hacerse con uno de los medallones.

– Los norteamericanos han abierto una investigación oficial: quieren saber por qué los míos les disparaban a agentes del servicio secreto, lo cual es una buena pregunta.

A él le entraron ganas de responder que probablemente porque les aterrara decepcionarla, de manera que la imprudencia se había impuesto al buen juicio. Sin embargo, no era tan estúpido, así que se limitó a observar:

– Habría preferido ocuparme del asunto yo mismo.

– Muy bien, Viktor. Esta noche te doy la razón: tú te oponías a que interviniera un segundo equipo y yo no te hice caso.

Sin embargo, él sabía que no era conveniente agradecer dicha concesión. Ya era bastante increíble que Zovastina la hiciera.

– Pero usted quiere saber por qué estaban allí los norteamericanos, ¿no, ministra?

– Pues sí, la verdad.

– Tal vez nos hayan descubierto.

– Dudo que les importe lo que hacemos. Me preocupan más nuestros amigos de la Liga Veneciana. Sobre todo, el gordo.

– Con todo, los estadounidenses se encontraban allí -comentó él.

– Tal vez por casualidad.

– ¿Ellos qué dicen?

– Sus representantes se han negado a dar detalles.

– Ministra, ¿por fin sabemos qué es lo que perseguimos? -inquirió él, bajando la voz.

– Me he estado ocupando. Ha sido lento, pero ahora sé que la clave para descifrar el enigma de Ptolomeo reside en hallar el cuerpo que un día ocupó el Soma en Alejandría. Estoy convencida de que lo que buscamos son los restos de san Marcos, en la basílica de San Marcos de Venecia.

Eso era una novedad.

– Por eso me voy a Venecia. Mañana por la noche.

Todavía más impactante.

– ¿Es prudente?

– Es necesario. Te quiero conmigo en la basílica. Tendrás que conseguir el otro medallón y estar en la iglesia antes de la una de la madrugada.

Él sabía cuál era la respuesta adecuada.

– Sí, ministra.

– Todavía no me has dicho si tenemos el de Dinamarca.

– Lo tenemos.

– Habrá que prescindir del de Holanda.

Él notó que Zovastina no estaba enfadada. Cosa extraña, teniendo en cuenta el fracaso.

– Viktor, ordené que el medallón veneciano fuese el último por un motivo.

Y ahora él conocía el motivo: la basílica y el cuerpo de san Marcos. Sin embargo, aún le preocupaban los norteamericanos. Por suerte, había controlado la situación en Dinamarca. Los tres problemas que habían tratado de vencerlo estaban muertos, y Zovastina no tenía por qué enterarse.

– Llevo planeando esto desde hace algún tiempo -decía ella-. En Venecia tendrás provisiones, así que no vayas en coche, sino en avión. Éste es el sitio. -Le facilitó la dirección de un almacén y el código de acceso de una cerradura electrónica-. Lo que ocurrió en Amsterdam carece de importancia. Lo que ocurra en Venecia… será vital. Quiero ese último medallón.

TREINTA Y UNO

La Haya

1.10 hora

Stephanie escuchaba con sumo interés las explicaciones de Edwin Davis y el presidente Daniels.

– ¿Qué sabes de la zoonosis? -le preguntó Davis.

– Es una enfermedad que puede transmitirse de los animales a las personas.

– Es más específico incluso -puntualizó Daniels-: es una enfermedad que normalmente es inocua en los animales, pero puede infectar a los seres humanos con resultados devastadores: el ántrax, la peste bubónica, el ébola, la rabia, la gripe aviar y hasta la tina son algunos de los ejemplos más conocidos.

– No sabía que la biología fuera su punto fuerte.

Daniels rompió a reír.

– No sé una mierda de ciencia, pero conozco a un montón de gente que sí sabe. Díselo, Edwin.

– Existen unos mil quinientos patógenos zoonóticos conocidos. La mitad de ellos residen tranquilamente en los animales, alimentándose del huésped sin infectarlo. Sin embargo, cuando se transmiten a otro animal, a uno hacia el cual el patógeno no sienta instintos paternales, se vuelven locos. Así fue como empezó la peste bubónica: las ratas eran portadoras de la enfermedad, las pulgas se alimentaban de las ratas y transmitieron la enfermedad a los humanos, entre quienes proliferó…

– Hasta que desarrollamos la inmunidad a esa maldita cosa -terminó Daniels-. Por desgracia, en el siglo XIV les llevó unas décadas, y mientras tanto una tercera parte de la población de Europa murió.

– La pandemia de gripe española de 1918 fue una zoonosis, ¿no es así? -inquirió ella.

Davis asintió.

– Pasó de las aves a los humanos y luego mutó para que pudiera transmitirse de humano a humano. Y de qué manera: el 20 por ciento del mundo padeció la enfermedad, y alrededor del 5 por ciento de la población mundial falleció. Veinticinco millones en los primeros seis meses. Para verlo con cierta perspectiva, basta decir que el sida mató a veinticinco millones de personas en sus primeros veinticinco años.

– Y las cifras de 1918 no son seguras -observó Daniels-. China y el resto de Asia sufrieron terriblemente sin que exista un recuento de víctimas fidedigno. Algunos historiadores creen que en todo el globo pudieron perecer cien millones.

– Un patógeno zoonótico constituye el arma biológica perfecta -dijo Davis-. Lo único que hay que hacer es encontrar uno, ya sea un virus, una bacteria, un protozoo o un parásito, aislarlo y luego infectar a discreción. Si se es listo se pueden crear dos versiones: una que sólo pase del animal al ser humano, de manera que habría que infectar directamente a la víctima, y otra, mutada, que pase de humano a humano. La primera podría utilizarse para asestar golpes restringidos a objetivos específicos, con lo cual se corre un peligro mínimo de que la enfermedad se transmita más allá de la persona infectada; la segunda sería una arma de destrucción masiva: bastaría con infectar a unos pocos para que las muertes no cesaran.

Stephanie comprendió que lo que decía Edwin Davis era muy real.

– Detener esas cosas es posible -explicó Daniels-. Pero se tarda tiempo en aislarlas, estudiarlas y desarrollar las debidas medidas. Por suerte, la mayoría de las zoonosis que se conocen cuentan con antígenos, para algunas incluso hay vacunas que impiden que se produzca una infección sistemática. Sin embargo, desarrollarlas requiere tiempo, y entretanto podría morir mucha gente.

Stephanie se preguntó adonde llevaría aquello.

– ¿Cuál es la importancia de todo esto?

Davis cogió una carpeta que descansaba sobre la mesa de cristal, junto a los descalzos pies de Daniels.

– Hace nueve años robaron una pareja de gansos en peligro de extinción de un zoo privado de Bélgica. Más o menos por la misma fecha, de sendos zoos de Australia y España desaparecieron varias especies amenazadas de roedores y una especie de caracol poco común. Por regla general, esto es algo que no reviste mayor importancia, pero comenzamos a efectuar comprobaciones y descubrimos que ha ocurrido al menos en cuarenta ocasiones en todo el mundo. La oportunidad se presentó el año pasado, en Sudáfrica. Cogieron a los ladrones y encubrimos la detención fingiendo su muerte. Los hombres cooperaron, pensaron que una cárcel sudafricana no era un buen lugar para pasar unos años. Así es como nos enteramos de que Irina Zovastina estaba detrás de esos robos.

– ¿Quién dirigió la investigación? -quiso saber ella.

– Painter Crowe, de Sigma -repuso Daniels-. La ciencia es lo suyo. Pero ahora ha pasado a tu terreno.

A Stephanie no le gustó nada cómo sonó aquello.

– ¿Seguro que Painter no puede seguir ocupándose?

Daniels sonrió.

– ¿Después de lo de esta noche? No, Stephanie. Es todo tuyo. A cambio de salvarte el pellejo con los holandeses.

El presidente aún sostenía el medallón, de manera que ella le preguntó:

– ¿Qué tiene que ver esa moneda con esto?

– Zovastina las colecciona -contestó el presidente-. Ése es el verdadero problema: sabemos que se ha hecho con un buen arsenal de zoonosis, unas veinte, según el último recuento. Y, dicho sea de paso, ha sido lista: posee múltiples versiones. Como ha dicho Edwin, unas para dar golpes concretos y las otras para la transmisión de humano a humano. Dirige un laboratorio biológico cerca de la capital, Samarcanda. Curiosamente Enrico Vincenti tiene otro laboratorio así al otro lado de la frontera, en China, uno que a Zovastina le gusta visitar.

– De ahí lo de seguir los pasos de Vincenti, ¿no?

Davis asintió.

– Es bueno conocer al enemigo.

– La CIA cuenta con topos en la Federación -explicó Daniels, meneando la cabeza-. Complicado y lioso, pero hemos hecho algunos progresos.

Con todo, ella percibió algo.

– ¿Hay alguien infiltrado?

– Si quieres llamarlo así -replicó el presidente-. Yo tengo mis dudas. Zovastina supone un problema en muchos sentidos.

Ella comprendía el dilema. En una parte del mundo donde Estados Unidos tenía pocos amigos, Zovastina había declarado abiertamente ser uno de ellos. Había sido de ayuda varias veces aportando información secundaria que había desbaratado actividades terroristas en Afganistán e Iraq. Inevitablemente, Estados Unidos le había proporcionado dinero, respaldo militar y sofisticados equipos, lo cual era arriesgado.

– ¿Te he contado alguna vez lo del hombre que iba conduciendo y vio una serpiente en mitad de la carretera?

Ella sonrió: otra de las famosas historias de Daniels.

– El tipo paró y vio que la serpiente estaba herida, así que se la llevó a casa y la cuidó hasta que se restableció. Entonces él le abrió la puerta para que se fuera, pero al salir el condenado bicho le mordió en una pierna. Justo antes de que el veneno le hiciera perder el sentido, él le dijo al animal: «Te traje a mi casa, te di de comer, te curé las heridas, y ¿así me pagas? ¿Mordiéndome?» La serpiente se detuvo y le respondió: «Es verdad, pero cuando lo hiciste sabías que yo era una serpiente.»Stephanie captó el mensaje.

– Zovastina trama algo -afirmó el presidente-. Y Enrico Vincenti está implicado. No me gusta la guerra biológica. El mundo la prohibió hace más de treinta años, y ésta es de la peor clase. Zovastina planea algo terrible, y la Liga Veneciana, de la que ella y Vincenti forman parte, le está echando una mano. Gracias a Dios, esa mujer todavía no ha actuado, pero tenemos motivos para pensar que podría hacerlo en breve. Los condenados idiotas que la rodean, en las que llaman vagamente naciones, son ajenos a lo que está sucediendo: demasiado preocupados con Israel y con nosotros. Y ella se está aprovechando de esa estupidez. Cree que yo también soy idiota, así que ya era hora de que supiera que vamos tras ella.

– Habríamos preferido permanecer un poco más en la sombra -aseguró Davis-, pero que dos agentes secretos hayan matado a sus guardaespaldas sin duda ha hecho sonar las alarmas.

– ¿Qué quieren que haga?

Daniels bostezó y ella reprimió las ganas de imitarlo. El presidente hizo un gesto con la mano.

– Adelante, maldita sea. Es de noche, haz como si yo no estuviera y bosteza a gusto. Ya dormirás en el avión.

– ¿Adónde voy?

– A Venecia. Si Mahoma no va a la montaña, como que me llamo Danny que se la llevaremos nosotros.

TREINTA Y DOS

Venecia

8.50 horas

Vincenti entró en el salón principal de su palazzo y se preparó. Por regla general, le daban igual esas presentaciones. Después de todo Philogen Pharmaceutique contaba con un gran departamento de marketing y ventas donde trabajaban cientos de empleados. Esto, sin embargo, era algo especial, algo que requería su sola presencia, de modo que había organizado una presentación privada en su casa.

Reparó en que la agencia de publicidad externa, con sede en Milán, parecía no querer correr riesgos: para informarlo, había enviado a cuatro representantes, tres mujeres y un hombre, una de ellas vicepresidenta ejecutiva.

– Damaris Corrigan -dijo ésta, y se presentó y presentó al resto en inglés.

Era una mujer atractiva, de cincuenta y pocos años, y llevaba un traje azul marino con rayas blancas.

A un lado había dispuesta una cafetera de plata humeante. Él se dirigió hacia ella y se sirvió una taza.

– No hemos podido evitar preguntarnos si va a pasar algo -dijo Corrigan.

Vincenti se desabrochó la chaqueta y tomó asiento en una silla tapizada.

– ¿A qué se refiere?

– Cuando fuimos contratados hace seis meses nos pidió sugerencias para comercializar una posible cura del VIH. Entonces ya nos planteamos si Philogen no estaría a punto de descubrir algo. Ahora que quiere ver lo que tenemos, pensamos que tal vez haya habido algún adelanto.

Él se felicitó en silencio.

– Creo que ha mencionado usted la palabra clave: «posible». Sin duda esperamos ser los primeros en hallar un remedio (destinamos millones a investigación), pero si se produjera algún adelanto, y nunca se sabe cuándo puede ocurrir, no quiero pasarme meses esperando un plan de marketing eficaz. -Hizo una pausa-. No, todavía no hemos llegado a ese punto, pero no es malo estar preparado.

Su invitada aceptó la explicación con un gesto de asentimiento y después fue hacia un caballete. Vincenti miró a una de las mujeres que tenía al lado, una morena con buena figura, de unos treinta o treinta y cinco años como mucho, que lucía una ceñida falda de lana. Se preguntó si sería una ejecutiva de cuentas o tan sólo un florero.

– En las últimas semanas he leído algunas cosas fascinantes -señaló Corrigan-. Por lo visto, el VIH tiene una personalidad doble, dependiendo de la zona del mundo que uno estudie.

– Muy cierto -corroboró él-. Aquí, y en lugares como Norteamérica, la enfermedad se puede contener, dentro de lo que cabe; ya no es una de las principales causas de muerte. La gente sencillamente vive con ella, los fármacos sintomáticos han reducido la tasa de mortalidad en más de la mitad. Sin embargo, en África y Asia la cosa cambia radicalmente. El año pasado, en el mundo, tres millones de personas murieron de VIH.

– Y eso fue lo que hicimos en primer lugar -informó ella-: identificar el mercado al que queremos dirigirnos.

La vicepresidenta retiró la primera hoja del bloc que había en el caballete, dejando a la vista un gráfico.

– Estas cifras representan los últimos episodios de infecciones por VIH en el mundo.

– ¿Cuál es la fuente de los datos? -quiso saber Vincenti.

– La Organización Mundial de la Salud. Y esto representa el total del mercado actual que se llevaría cualquier cura que apareciese. -Corrigan pasó a la siguiente página-. Este diagrama matiza dicho mercado. Como puede ver, los datos indican que aproximadamente una cuarta parte de las infecciones por VIH en el mundo ya han provocado una manifestación del síndrome de inmunodeficiencia adquirida: nueve millones de individuos infectados con el VIH han desarrollado el sida.

Corrigan pasó a la siguiente tabla.

– Ésta muestra los pronósticos para dentro de cinco años. Los datos siguen siendo de la Organización Mundial de la Salud.

– Increíble. Pronto podríamos tener ciento diez millones de infectados de VIH en el mundo. Las estadísticas actuales indican que el 50 por ciento de esos individuos acabarán desarrollando el sida y un 40 por ciento de ese 50 por ciento morirán en un plazo de dos años. Naturalmente, la mayoría de las muertes se darán en África y Asia. -Corrigan sacudió la cabeza-. Un mercado importante, ¿no le parece?

Vincenti asimilaba las cifras. Con un promedio de setenta millones de casos de VIH, a unos cinco mil euros por año y tratamiento, calculando por lo bajo, un fármaco generaría inicialmente trescientos cincuenta mil millones de euros. Ciertamente, una vez se curase la población inicial afectada, el mercado se reduciría, pero ¿qué más daba? El dinero ya estaría ganado. Más de lo que nadie podría gastar en toda una vida. Más adelante sin duda habría nuevos infectados y se producirían más ventas, no los miles de millones que generaría la campaña inicial, pero así y todo unos beneficios continuos.

– En nuestro siguiente análisis nos centramos en la competencia. Por lo que hemos averiguado gracias a la OMS, en la actualidad se utilizan unos dieciséis fármacos en el mundo entero para el tratamiento sintomático del sida, con alrededor de una docena de participantes. El pasado año las ventas derivadas de sus fármacos superaron los mil millones de euros.

Philogen poseía la patente de seis medicamentos que, utilizados en combinación con otros, habían resultado eficaces en la detención del virus. Aunque era preciso tomar una media de unas cincuenta píldoras al día, la denominada terapia combinada era la única que funcionaba de verdad. No se trataba de una cura, pues la avalancha de medicación simplemente confundía al virus, y sólo era cuestión de tiempo que la naturaleza venciera a los microbiólogos. En Asia y China ya habían aparecido tipos de virus resistentes a los fármacos.

– Echamos un vistazo a los tratamientos combinados -explicó Corrigan-. Un régimen de tres fármacos cuesta una media de veinte mil euros al año; sin embargo, esa clase de tratamiento básicamente es un lujo occidental, inexistente en África y Asia. Philogen dona, a un coste reducido, medicamentos a algunos de los gobiernos afectados, pero tratar a esos pacientes de manera similar supondría miles de millones de euros al año, un dinero que ningún gobierno africano puede gastar.

Su departamento de marketing ya le había dicho eso mismo: el tratamiento no resultaba asequible para el devastado Tercer Mundo. Detener la propagación del VIH era el único método rentable para atajar la crisis. Los condones constituían la primera opción, y una de las filiales de Philogen no daba abasto para fabricarlos. Las ventas habían experimentado incrementos de varios miles por ciento alo largo de las últimas dos décadas, igual que los beneficios. Pero últimamente el uso de condones había caído de forma constante. La gente empezaba a confiarse.

Corrigan decía:

– Según su propia propaganda, sólo el año pasado uno de sus competidores, Kellwood-Lafarge, invirtió más de cien millones de euros en una investigación destinada a hallar una cura para el sida. Usted ha invertido alrededor de una tercera parte de esa cantidad.

Vincenti le dirigió una sonrisa forzada.

– Competir con Kellwood-Lafarge es como pescar, ballenas con caña. Es el mayor grupo de empresas farmacéuticas del mundo. Cuesta igualar a alguien euro a euro cuando el otro tiene más de cien mil millones de ingresos brutos al año.

Bebió un sorbo de café mientras Corrigan le mostraba un nuevo gráfico.

– Dejemos todo esto aparte y ocupémonos de algunas ideas relativas al producto. Obviamente, en cualquier cura el nombre es vital. Hoy en día, en el caso de los dieciséis fármacos sintomáticos del mercado, el nombre varía, con cosas como Bactrim, Diflucan, Intron, Pentam, Videx, Crixivan, Hivid o Retrovir. Dado el carácter internacional de que disfrutará cualquier fármaco, a nosotros nos parece que una designación más sencilla y universal, como la de AZT, sería mejor desde el punto de vista de la comercialización. Por lo que tenemos entendido, en la actualidad Philogen investiga ocho posibles curas. -La mujer descubrió el siguiente gráfico, que mostraba ideas de presentación-. Desconocemos si el medicamento será sólido o líquido, si se tomará por vía oral o parenteral, así que hemos creado distintas variantes, manteniendo el negro y dorado del distintivo de su compañía.

Él se dispuso a estudiar las propuestas, y ella apuntó al caballete y aclaró:

– Hemos dejado un espacio en blanco para el nombre, que se insertará en letras doradas. Aún estamos en ello. Lo importante del concepto es que, aunque el nombre carezca de traducción en algún idioma, el envase será lo bastante característico para que pueda reconocerse en el acto.

Vincenti estaba encantado, pero prefirió reprimir una sonrisa.

– Tengo un posible nombre, algo que llevo algún tiempo rumiando.

Corrigan parecía interesada, y él se puso en pie, cogió un rotulador del caballete y escribió: ZH.

Al ver la expresión de perplejidad de todos ellos, aclaró:

– Zeta y eta. En griego clásico significaba «vida».

La vicepresidenta hizo un gesto de asentimiento.

– Apropiado.

Él opinaba lo mismo.

TREINTA Y TRES

Isla de Vozrozhdeniya

Federación de Asia Central

13.00 horas

Zovastina estaba encantada con la multitud. Su personal le había prometido que asistirían cinco mil personas, pero el secretario que la acompañaba le había dicho durante el vuelo en helicóptero, al noroeste de Samarcanda, que más de veinte mil esperaban su llegada. Una prueba más, aseguró, de su popularidad. Ahora, al ver aquella ruidosa muestra de buena voluntad, perfecta para las cámaras de televisión que apuntaban al estrado, no pudo evitar sentirse satisfecha.

– Mirad a vuestro alrededor, mirad lo que podemos conseguir cuando nuestras mentes y nuestros corazones trabajan al unísono -dijo por el micrófono. Hizo una pausa para llamar la atención y después un amplio gesto-. Kantubek ha renacido.

El gentío, apelotonado como hormigas, la ovacionó con un entusiasmo que ella ya estaba acostumbrada a escuchar.

La isla de Vozrozhdeniya se hallaba en medio del mar de Aral, un paraje remoto que en su día albergó al Grupo de Guerra Microbiológica de la Unión Soviética y que además fue un trágico ejemplo de la explotación de Asia por parte de sus antiguos amos. Allí se desarrollaron y se almacenaron esporas de ántrax y bacilos de la peste. Tras la caída del gobierno comunista, en 1991, el personal del laboratorio abandonó la isla y los contenedores que encerraban las letales esporas, los cuales, durante la década que siguió, empezaron a presentar fugas. El posible desastre biológico se veía agravado por el retroceso del mar de Aral. Alimentado por el gran Arau Darya, el maravilloso lago en su día lo compartían Kazajistán y Uzbekistán, pero cuando los soviéticos modificaron el curso del Darya y desviaron su flujo hasta un canal de mil doscientos kilómetros de longitud -el agua se utilizaba para cultivar algodón para las fábricas soviéticas-, el mar interior, antaño uno de los mayores depósitos de agua dulce del mundo, comenzó a desaparecer y fue sustituido por un desierto sin vida.

Sin embargo, ella había cambiado todo eso. El canal ya no estaba, el río había vuelto a su sitio. Casi todos sus homólogos parecían destinados a remedar a sus conquistadores, pero el cerebro de Zovastina no se había visto atrofiado por el vodka. Ella siempre había mantenido la vista fija en el trofeo y había aprendido a tomar el poder y conservarlo.

– Doscientas toneladas de ántrax comunista fueron neutralizadas aquí -anunció a la muchedumbre-. Ese veneno ha desaparecido por completo, y obligamos a los soviéticos a pagar por él.

La multitud manifestó su aprobación a gritos.

– Dejad que os diga algo. Cuando fuimos libres, cuando nos sacudimos el yugo de Moscú, tuvieron la osadía de decir que les debíamos dinero. -Levantó los brazos-. ¿Os imagináis? Expolian nuestro país, aniquilan nuestro mar, envenenan nuestra tierra con sus gérmenes, y ¿nosotros les debemos dinero? -Vio sacudir miles de cabezas-. Eso es exactamente lo que yo dije: no. -Escrutó aquellos rostros que la miraban con fijeza, bañados en la viva luz del mediodía-. Así que obligamos a los soviéticos a pagar para que limpiaran su propia porquería. Y cerramos su canal, que le chupaba la vida a nuestro antiguo mar.

Zovastina nunca usaba el singular, yo, sino siempre el nosotros.

– Estoy segura de que muchos de vosotros, al igual que yo, os acordáis de los tigres, los jabalíes y las aves acuáticas que poblaban el delta del Amu Darya, los millones de peces que habitaban el mar de Aral. Nuestros científicos saben que antes aquí vivían ciento setenta y ocho especies. En la actualidad sólo quedan treinta y ocho. El progreso soviético. -Negó con la cabeza-. Las virtudes del comunismo. -Sonrió-. Unos delincuentes, eso es lo que eran. Unos vulgares delincuentes.

El canal había sido un fracaso no sólo desde el punto de vista medioambiental, sino también desde el estructural, con filtraciones e inundaciones a la orden del día. Al igual que los propios soviéticos, que no concedían mucha importancia a la eficacia, el canal perdía más agua de la que suministraba. Cuando el mar de Aral se secó, la isla de Vozrozhdeniya terminó siendo una península unida a la costa, y el miedo de que los mamíferos terrestres y los reptiles pudiesen portar las letales toxinas biológicas aumentó. Ya no era así: la tierra estaba limpia, como declaró un equipo de inspección de Naciones Unidas, que calificó el esfuerzo de «magistral».

Zovastina alzó el puño en el aire.

– Y les dijimos a esos delincuentes soviéticos que, si pudiéramos, los meteríamos a todos en nuestras cárceles.

Más gritos de aprobación.

– Kantubek, la ciudad en la que nos encontramos, aquí, en su plaza principal, ha resurgido de sus cenizas. Los soviéticos la redujeron a escombros, y ahora ciudadanos libres de la Federación vivirán aquí, en paz y armonía, en una isla que también ha renacido. El mar de Aral está volviendo, su nivel de agua aumenta de año en año, y el desierto que un día creó el hombre se torna de nuevo en lecho marino. Esto es un ejemplo de lo que podemos conseguir. Nuestra tierra, nuestra agua. -Titubeó-. Nuestro patrimonio.

El gentío prorrumpió en aplausos y su mirada recorrió los rostros, empapándose de la expectativa que parecía generar su mensaje. Le encantaba estar entre la gente, y ellos la adoraban. Tomar el poder era una cosa; conservarlo, otra muy distinta.

Y ella pretendía conservarlo.

– Conciudadanos, debéis saber que podemos lograr cualquier cosa si nos lo proponemos. ¿Cuántos en el mundo entero aseguraron que no podríamos unirnos? ¿Cuántos afirmaron que nos dividiría una guerra civil? ¿Cuántos dijeron que éramos incapaces de gobernarnos? Hemos celebrado elecciones nacionales en dos ocasiones. Libres y abiertas, con numerosos candidatos. Nadie puede decir que no fueran justas. -Se detuvo-. Tenemos una constitución que garantiza los derechos humanos, además de la libertad personal, política e intelectual.

Estaba disfrutando del momento. La reapertura de la isla de Vozrozhdeniya sin duda era un evento que exigía su presencia. La televisión de la Federación, junto con tres nuevas cadenas independientes cuya licencia ella había concedido a miembros de la Liga Veneciana, difundían su mensaje por el territorio nacional. Los propietarios de esas nuevas cadenas le habían prometido privadamente el control de todo cuanto produjesen, formaba parte de la camaradería que la Liga ofrecía a sus miembros, y a ella le alegraba su presencia allí. Era difícil argüir que controlaba los medios de comunicación cuando, a juzgar por las apariencias, no era así.

Contempló la reconstruida ciudad, sus edificios de ladrillo y piedra erigidos como hacía un siglo. Kantubek volvería a estar habitada. Su ministro del Interior había informado de que diez mil personas habían solicitado concesiones de terreno en la isla, otro indicio de la confianza que la gente depositaba en ella, pues muchos estaban dispuestos a vivir donde tan sólo veinte años atrás nada habría sobrevivido.

– La estabilidad es la base de todo -gritó.

Su eslogan, utilizado reiteradamente a lo largo de los quince últimos años.

– Hoy bautizamos esta isla en el nombre de las gentes de la Federación de Asia Central. Que nuestra unión sea para siempre.

Bajó del estrado mientras la multitud aplaudía.

Tres miembros de su guardia se apresuraron a cerrar filas y la escoltaron hasta el helicóptero, que la esperaba para conducirla hasta el avión que la llevaría al oeste, a Venecia, donde aguardaban las respuestas a tantas preguntas.

TREINTA Y CUATRO

Venecia

14.15 horas

Malone iba junto a Cassiopeia mientras ésta pilotaba la motora rumbo a la laguna. Habían tomado un vuelo directo desde Copenhague y habían aterrizado hacía una hora en el aeropuerto Marco Polo. Él ya había visitado Venecia numerosas veces en misiones encomendadas por Magellan Billet. Se trataba de un territorio conocido, amplio y aislado, si bien su corazón seguía siendo compacto -unos tres kilómetros de largo por uno y medio de ancho-, y durante siglos se las había ingeniado para mantener a raya al mundo.

La proa de la lancha apuntaba al nordeste, alejándose del centro, dejando atrás Murano -célebre por su cristal- para dirigirse a Torcello, uno de los abundantes manchones de tierra que salpicaban la laguna veneciana.

Habían alquilado la lancha cerca del aeropuerto, una elegante embarcación de madera con camarotes en proa y popa. Juguetonas fuerabordas hendían el oleaje, revolviendo las verdes aguas y dejando tras de sí una espuma color lima.

Durante el desayuno, Cassiopeia le había hablado del último medallón. Ella y Thorvaldsen, que habían seguido los robos por Europa, no tardaron en darse cuenta de que los ladrones parecían pasar por alto los decadracmas de Venecia y Samarcanda. Por eso estaban casi seguros de que el siguiente en caer sería el medallón de Copenhague. Después de que sustrajeran el cuarto a un coleccionista privado de Francia tres semanas antes, ella y Thorvaldsen se dispusieron a esperar pacientemente.

– Dejaron el medallón de Venecia para el final por una razón -le explicó Cassiopeia, haciéndose oír por encima de los motores. Uno de los transportes acuáticos de la ciudad pasó por su lado resoplando en dirección contraria-. Apuesto a que te gustaría saber por qué.

– Pues sí, la verdad.

– Ely creía que Alejandro Magno tal vez ocupara la tumba de san Marcos.

Interesante idea. Distinta. Una locura.

– Es una larga historia, pero podría tener razón -continuó ella-. El cuerpo que descansa en la basílica de San Marcos supuestamente es una momia de dos mil años de antigüedad. San Marcos fue momificado en Alejandría a su muerte, en el siglo I de nuestra era. Alejandro es trescientos años mayor, y también fue momificado. Pero en el siglo IV, cuando Alejandro desapareció de su tumba, los restos de Marcos aparecieron de repente en Alejandría.

– Supongo que tendrás más pruebas que ésa.

– Irina Zovastina está obsesionada con Alejandro Magno. Ely me lo contó todo. Esa mujer tiene una colección privada de arte griego y una amplia biblioteca, y además se considera experta en Homero y la Ilíada. Ahora ha enviado a sus guardaespaldas a reunir los medallones sin dejar rastro. Y nadie ha tocado la moneda de Samarcanda. -Meneó la cabeza-. Esperaron a que este robo fuese el último para poder estar cerca de San Marcos.

– He estado en esa basílica -dijo él-. El sarcófago del santo está bajo el altar mayor y pesa toneladas. Harían falta elevadores hidráulicos y mucho tiempo para abrirlo, lo cual es imposible, teniendo en cuenta que la basílica es la principal atracción turística de la ciudad.

– No sé cómo tiene previsto hacerlo, pero estoy convencida de que intentará ir por esa tumba.

Pero, por lo visto, primero necesitaban el séptimo medallón, pensó él.

Se apartó del timón y bajó los tres peldaños que conducían al camarote de proa, con sus cortinillas adornadas con borlas, los asientos bordados y la caoba lustrosa. Lujo de alquiler. Había comprado una guía de Venecia en el aeropuerto y quería saber todo lo posible acerca de Torcello.

Los romanos fueron los primeros en habitar la diminuta isla en los siglos v y vi. Luego, en el siglo VIH, los asustados pobladores de tierra firme huyeron de los invasores lombardos y hunos y la ocuparon de nuevo. En la primera década del siglo XVI, veinte mil personas vivían en una próspera colonia entre iglesias, conventos, palacios, mercados y un activo centro marítimo. Los mercaderes que robaron el cuerpo de san Marcos de Alejandría en 828 eran oriundos de Torcello. La guía hacía mención a él como el lugar donde «Roma confluyó por vez primera con Bizancio». Una línea divisoria de aguas: al oeste quedaba el Parlamento; al este, el Taj Mahal. Después la fiebre pestilente, la malaria y el cieno que obstruía los canales ocasionaron su declive. Los ciudadanos más animosos se mudaron al centro de Venecia, las casas de los mercaderes cerraron sus puertas, los palacios cayeron en el olvido. Albañiles de otras islas acabaron hurgando entre los escombros en busca de la piedra adecuada o una cornisa esculpida, y todo fue desapareciendo poco a poco. Las marismas recuperaron las zonas altas, y en la actualidad allí vivían menos de sesenta personas en un puñado de casas.

Miró por las ventanillas de proa y divisó una única torre de ladrillo -antigua, orgullosa y solitaria- que se alzaba hacia el cielo. Una fotografía de la guía la inmortalizaba. Malone continuó leyendo y se enteró de que el campanario se erguía junto a la única estructura famosa de Torcello: la basílica de Santa María Assunta, del siglo VII, el templo más antiguo de Venecia. A su lado, según la guía, había una iglesia achaparrada con planta de cruz griega, levantada seiscientos años después: Santa Fosca.

El ruido de los motores fue atenuándose cuando Cassiopeia aminoró la marcha y la motora se asentó en el agua. Él volvió con ella, junto al timón. Ante sí vio finas franjas de arena color ocre cuajadas de carrizos, juncos y nudosos cipreses. La lancha avanzó lentamente y se adentró en un canal fangoso, los costados flanqueados por campos cubiertos de malas hierbas a un lado y una carretera asfaltada al otro. A su izquierda, uno de los vaporettos urbanos recogía pasajeros en la única terminal de transporte público de la isla.

– Torcello -anunció ella-. Esperemos que hayamos llegado primero.

Viktor bajó del vaporetto con Rafael a la zaga.

El barco los había llevado desde San Marcos a Torcello en un laborioso traqueteo por la laguna veneciana. Se había decidido por el transporte público porque era la forma más discreta de explorar el objetivo de esa noche.

Siguieron a una multitud de turistas, cámara en mano, que se dirigían hacia las dos afamadas iglesias de la isla, una calle similar a una acera escoltando un lánguido canal. El camino finalizaba cerca de un grupo de construcciones de piedra bajas que daban cabida a un par de restaurantes, algunos puestos para turistas y un hostal. Él ya había estudiado el trazado de la isla y sabía que Torcello era una franja de tierra minúscula dedicada al cultivo de alcachofas que exhibía un puñado de opulentas residencias y presumía de dos antiguas iglesias y un restaurante.

Habían ido en avión desde Hamburgo, haciendo escala en Múnich. Después de Venecia regresarían a la Federación, a casa, el periplo por Europa concluido. Según las órdenes de la ministra, Viktor tenía que conseguir el séptimo medallón antes de medianoche, pues debía estar en la basílica de San Marcos a la una de la madrugada.

Que Zovastina se desplazara a Venecia era de lo más inusual.

Al parecer, fuera lo que fuese lo que tuviera previsto, había dado comienzo.

Pero al menos ese robo debería ser sencillo.

Malone admiró la elegancia arquitectónica del campanario de la isla, una mole de ladrillo y mármol ingeniosamente sostenida mediante pilastras y arcos. Unos cuarenta y cinco metros de altura, cual talismán en medio de un erial, el camino que conducía a la parte superior -por rampas que serpenteaban pegadas a los muros externos- le recordó a la Torre Redonda de Copenhague. Tras pagar los seis euros de la entrada iniciaron el ascenso para estudiar la isla desde su punto más alto.

Malone se hallaba ante una pared que le llegaba a la altura del pecho, observando por unos arcos abiertos que la tierra y el agua parecían querer fundirse en un abrazo. Unas garzas blancas alzaron el vuelo desde una marisma herbosa. Huertos y campos de alcachofas se extendían a sus pies apaciblemente. La melancólica escena se asemejaba a un pueblo fantasma sacado del Oeste americano.

Más abajo se alzaba la basílica, en modo alguno cálida o acogedora, con cierto aire de improvisado granero, como si no estuviera terminada. Malone había leído en la guía que había sido construida de prisa y corriendo por unos hombres que pensaban que el fin del mundo llegaría en el año 1000.

– Toda una alegoría -le comentó a Cassiopeia-: una catedral bizantina junto a una iglesia griega. Este y oeste juntos. Como Venecia.

Delante de las dos iglesias se abría una piazzetta infestada de hierbas. Lo que en su día fue el centro neurálgico de la ciudad ahora no era más que un prado comunal. De allí salían caminos polvorientos, de los cuales un par desembocaban en un segundo canal y otros culebreaban hacia casas lejanas. A la plazoleta daban otros dos edificios de piedra, ambos pequeños, de unos doce metros por seis, dos plantas y tejado a dos aguas. Juntos constituían el museo de Torcello. La guía mencionaba que antaño habían sido palacios, ocupados siglos atrás por mercaderes adinerados, pero en la actualidad eran propiedad del Estado.

Cassiopeia señaló la construcción de la izquierda.

– El medallón está ahí, en el segundo piso. El museo no es gran cosa: fragmentos de mosaicos, capiteles, algunos cuadros, unos cuantos libros y monedas. Objetos griegos, romanos y egipcios.

Malone se volvió hacia ella, que continuaba observando la isla. Al sur se distinguía el contorno del centro de Venecia, los campaniles rozando un cielo que empezaba a oscurecerse, señal de que se avecinaba una tormenta.

– ¿Qué hacemos aquí?

Ella no respondió en el acto, de manera que Malone extendió la mano y le tocó el brazo. Cassiopeia se estremeció, pero fue incapaz de resistirse. Sus ojos se humedecieron, y él se preguntó si la tristeza que destilaba Torcello le habría traído recuerdos que era preferible olvidar.

– Este sitio está muerto -musitó ella.

Estaban solos en lo alto de la torre, el indolente silencio interrumpido tan sólo por las pisadas, las voces y las risas de los que iniciaban la subida.

– Ely también -dijo Malone.

– Lo echo de menos.

Cassiopeia se mordió el labio, y él sopesó si el arrebato de sinceridad suponía una creciente confianza.

– No puedes hacer nada.

– Yo no diría tanto.

A Malone no le gustó cómo sonaron sus palabras.

– ¿Qué tienes en mente?

Cassiopeia no contestó, y él lo dejó estar. Prefirió escudriñar con ella la lejanía, más allá del tejado de las iglesias. Unos cuantos puestos que vendían encaje, artículos de cristal y recuerdos flanqueaban un breve sendero que unía el pueblo con la herbosa piazzetta. Un grupo de visitantes se aproximaba a las iglesias. Entre ellos, Malone distinguió un rostro familiar: Viktor.

– Yo también lo he visto -afirmó Cassiopeia.

Arriba, al campanario, llegó gente.

– El de al lado es el que rajó los neumáticos -dijo ella.

Vieron que los dos hombres iban directos al museo.

– Tenemos que bajar de aquí -advirtió Malone-. Quizá también decidan echar un vistazo desde las alturas. Recuerda que piensan que estamos muertos.

– Como todo esto -murmuró ella.

TREINTA Y CINCO

Venecia

15.20 horas

Stephanie se bajó del taxi acuático y se abrió camino entre el estrecho laberinto de callejuelas. Había pedido información en el hotel y seguía como podía las indicaciones recibidas, pero Venecia era un inmenso dédalo. Se había adentrado en el barrio de Dorsoduro, un vecindario tranquilo y pintoresco asociado desde hacía tiempo a la riqueza, y caminaba por concurridas calles -que más parecían callejones- festoneadas de bulliciosas tiendas.

Vio la villa ante sí. Estrictamente simétrica, con un aire de añeja distinción, debía su belleza a un agradable contraste entre las paredes de ladrillo veteadas de enredaderas color esmeralda y la ornamentación de mármol.

Cruzó una verja de hierro forjado y anunció su presencia con un llamador que se distinguía en la puerta principal. Abrió una mujer entrada en años de rostro insustancial que vestía un uniforme de criada.

– Me gustaría ver al señor Vincenti -informó Stephanie-. Dígale que le traigo saludos del presidente Danny Daniels.

La mujer la miró con curiosidad y ella se preguntó si le sonaría el nombre del presidente de Estados Unidos. Para asegurarse, le entregó un papel doblado.

– Dele esto.

La mujer vaciló y cerró.

Stephanie quedó a la espera.

Al cabo de dos minutos la puerta se abrió de nuevo -esta vez, más-, y la invitaron a pasar.

– Una presentación fascinante -aprobó Vincenti.

Se sentaron en una estancia rectangular de techos dorados, su elegancia subrayada por el apagado brillo de la laca que sin duda había recubierto los muebles durante siglos. Stephanie percibió humedad y creyó notar un olor a gato mezclado con el aroma de un abrillantador de limón.

Su anfitrión levantó la nota.

– «El presidente de Estados Unidos me envía.» Menuda afirmación.

Parecía encantado con la imagen de importancia que transmitía.

– Es usted un hombre interesante, señor Vincenti. Nacido en el norte de Nueva York, ciudadano norteamericano, August Rothman. -Meneó la cabeza-. ¿Enrico Vincenti? Siento curiosidad por saber por qué se cambió el nombre.

Él se encogió de hombros.

– Cuestión de imagen.

– Sí, es cierto que suena más… -Stephanie titubeó- europeo.

– A decir verdad, fue un nombre muy meditado: Enrico por Enrico Dándolo, trigesimonoveno dogo de Venecia, de finales del siglo XII. Capitaneó la cuarta cruzada, la que conquistó Constantinopla y acabó con el Imperio bizantino. Todo un hombre, podría decirse que legendario. Vincenti viene de otro veneciano del siglo XII, monje benedictino y noble. Cuando exterminaron a toda su familia en el mar Egeo, él solicitó ser dispensado de sus votos, permiso que le fue otorgado. Se casó y fundó cinco linajes nuevos a partir de sus hijos. Un individuo con iniciativa. Me entusiasmó su flexibilidad.

– Así que se convirtió en Enrico Vincenti, aristócrata veneciano.

Él asintió.

– Suena bien, ¿no?

– ¿Quiere que siga con lo que sé?

Vincenti le indicó con un gesto que continuara.

– Tiene sesenta años. Es licenciado en Biología por la Universidad de Carolina del Norte y tiene un máster en la Universidad Duke y un doctorado en virología por la Universidad de East Anglia, John Innes Center, Inglaterra, donde fue reclutado por una compañía farmacéutica pakistaní vinculada al gobierno de Iraq. En los primeros años trabajó para los iraquíes en su programa inicial de armamento biológico, justo después de que Saddam tomó el poder en 1979. En Salman Pak, al norte de Bagdad, dependiente del Centro de Investigaciones Técnicas, que supervisaba su búsqueda de gérmenes. Aunque Iraq firmó la Convención sobre Armas Bacteriológicas de 1972, Saddam no la ratificó. Permaneció usted con ellos hasta 1990, justo antes de que la primera guerra del Golfo se fuera al carajo para los iraquíes. Ahí fue cuando lo cerraron todo y usted movió el culo.

– Todo correcto, señora Nelle, o ¿prefiere que la llame Stephanie?

– Como guste.

– Muy bien, Stephanie, ¿por qué despierto ese interés en el presidente de Estados Unidos?

– No había terminado.

Él la instó a continuar.

– Ántrax, toxina botulínica, cólera, peste, ricino, salmonela e incluso viruela. Usted y sus colegas jugaron con todas ellas.

– ¿Acaso en Washington no acabaron concluyendo que todo era un bulo?

– Puede que fuera así en el 2003, cuando Bush invadió el país, pero sin duda no en 1990. Entonces era real. A mí me gustó en particular la viruela del camello, considerada el arma perfecta por su panda de capullos. Más segura que la viruela para manipularla en el laboratorio y, sin embargo, una gran arma étnica, dado que los iraquíes por lo general eran inmunes gracias a la cantidad de camellos con los que habían estado en contacto a lo largo de los siglos. Pero para los occidentales y los israelíes era otro cantar. Una zoonosis bastante mortífera.

– Otro bulo -espetó Vincenti, y ella se preguntó cuántas veces habría aireado él la misma mentira con idéntica convicción.

– Demasiados documentos, fotos y testigos para que cuele -repuso Stephanie-. Por eso se largó usted de Iraq después de 1990.

– Baje de las nubes, Stephanie, en los años ochenta nadie creía que la guerra biológica fuese una arma de destrucción masiva. A Washington le importaba un bledo; Saddam al menos vio su potencial.

– Ahora tenemos más conocimientos, y eso supone una gran amenaza. A decir verdad, muchos piensan que la primera guerra biológica no supondrá un choque catastrófico, sino un conflicto regional de baja intensidad. Un Estado sin escrúpulos contra su vecino, donde no tendrá cabida la ética mundial consensuada. Tan sólo odio local y matanzas indiscriminadas. Parecido a la guerra entre Irán e Iraq de los años ochenta, en la que utilizaron algunos de sus virus en la gente.

– Una teoría interesante, pero ¿acaso no es problema de su presidente? ¿A mí qué me importa?

Ella decidió cambiar de estrategia.

– Su compañía, Philogen Pharmaceutique, es muy próspera. Usted, personalmente, posee 2,4 millones de acciones, lo que constituye alrededor del 42 por ciento de la empresa, el accionista mayoritario. Un grupo de empresas formidable. Activos por valor de algo menos de diez mil millones de euros, entre los cuales se incluyen filiales propias que manufacturan cosméticos, artículos de perfumería, jabón, alimentos congelados y una cadena de grandes almacenes en Europa. Adquirió la compañía hace quince años por una miseria…

– Estoy seguro de que su investigación habrá revelado que por aquel entonces estaba al borde de la bancarrota.

– Lo que suscita una pregunta: ¿cómo y por qué consiguió comprarla y reflotarla?

– ¿Ha oído hablar de la oferta pública? La gente invirtió.

– No exactamente. Fue usted quien aportó la mayor inyección de capital inicial. Unos cuarenta millones de dólares, según nuestros cálculos. Ahorró usted bastante trabajando para un gobierno corrupto.

– Los iraquíes eran generosos. También contaban con un excelente seguro médico y un estupendo plan de pensiones.

– Muchos de ustedes sacaron tajada. Por aquel entonces efectuamos un seguimiento de un montón de microbiólogos clave. Incluido usted.

Él pareció captar la aspereza en su voz.

– ¿Qué sentido tiene esta visita?

– Usted es un hombre de negocios; según los informes, un empresario excelente. Sin embargo, su empresa ha contraído demasiadas obligaciones. Amortizar sus deudas está agotando los recursos que posee, y sin embargo usted sigue adelante.

Edwin Davis la había informado bien.

– ¿Acaso Daniels quiere invertir? ¿Qué le quedan, tres años de mandato? Dígale que podría conseguirle un puesto en el consejo de administración.

Ella se metió la mano en el bolsillo y le lanzó el medallón del elefante en su funda. Vincenti lo atrapó con asombrosa rapidez.

– ¿Sabe qué es esto?

Él escrutó el decadracma.

– Parece un hombre luchando contra un elefante. Y otro hombre en pie, con una lanza. Me temo que la historia no es mi punto fuerte.

– Su especialidad son los gérmenes.

Él la miró con convicción.

– Cuando los inspectores de armamento de la ONU lo interrogaron, después de la primera guerra del Golfo, acerca del programa de armas biológicas de Iraq, usted les dijo que no se había desarrollado nada. Mucha investigación, pero la empresa entera adolecía de una falta de fondos y una mala gestión.

– Todas esas toxinas que mencionó son voluminosas, difíciles de almacenar, engorrosas y casi imposibles de controlar. No eran armas prácticas. Yo tenía razón.

– Los tipos listos como usted pueden salvar esos problemas.

– No soy tan bueno.

– Eso mismo dije yo, pero otros no opinan lo mismo.

– Debería hacerles caso.

Ella pasó por alto el desafío.

– A los tres años de dejar Iraq, Philogen Pharmaceutique estaba en funcionamiento y usted formaba parte de la Liga Veneciana. -Esperó a ver si sus palabras provocaban alguna reacción en él-. Ser miembro de la Liga tiene un precio, y bastante caro, según tengo entendido.

– No creo que sea ilegal que hombres y mujeres disfruten de su mutua compañía.

– Ustedes no son precisamente el Rotary Club.

– Tenemos una finalidad, contamos con miembros prominentes y estamos consagrados a nuestra misión. Como cualquier club social.

– Todavía no ha respondido a mi pregunta -señaló ella-. ¿Ha visto alguna vez estas monedas?

Vincenti se la devolvió.

– No.

Stephanie intentó leerle el pensamiento a aquel hombre corpulento cuyo rostro era tan engañoso como su voz. Por lo que le habían contado, era un virólogo mediocre con una formación normal y corriente y un don para los negocios. Sin embargo, quizá también fuera el responsable de la muerte de Naomi Johns.

Era hora de averiguarlo.

– No es usted ni la mitad de listo de lo que se cree.

Vincenti se retiró un mechón rebelde del ralo cabello.

– Esto se está volviendo tedioso.

– Si ella está muerta, usted también lo está.

Lo observó nuevamente en busca de una reacción, y él pareció sopesar la conveniencia de contar una verdad mínima frente a una mentira que ella no toleraría.

– ¿Ha terminado? -preguntó, todavía con un cálido velo de cortesía.

Ella se levantó.

– Lo cierto es que esto no ha hecho más que empezar. -Sostuvo el medallón en alto-. En el anverso de esta moneda, ocultas entre los pliegues de la capa del guerrero, hay unas letras minúsculas grabadas. Resulta increíble que los antiguos pudiesen hacer algo así; sin embargo, he consultado a expertos y ciertamente podían. Las letras eran como las actuales filigranas: dispositivos de seguridad. Ésta tiene dos: ZH, zeta y eta. ¿Le dicen algo?

– Nada en absoluto.

Pero ella captó un leve destello de interés en sus ojos. ¿O sería de sorpresa? Quizá incluso una levísima impresión.

– Pregunté a estudiosos del griego clásico y me dijeron que ZH significa «vida». Resulta interesante que alguien se tomara las molestias de grabar unas letras diminutas con ese mensaje cuando por aquel entonces sólo podrían leerlas unos pocos, ¿no cree? Antaño prácticamente no se conocían las lupas.

Él se encogió de hombros.

– Me trae sin cuidado.

Vincenti esperó cinco minutos después de que se hubo cerrado la puerta del palazzo. Se sentó en el salón y dejó que el silencio calmara su nerviosismo. Tan sólo el susurro de unas alas enjauladas y el picoteo de sus canarios perturbaban la quietud. El palazzo había pertenecido a un bon viveur con gustos intelectuales que, siglos atrás, lo había convertido en el céntrico emplazamiento del círculo literario veneciano. Otro de sus propietarios supo sacarle partido al Gran Canal y alojó a los numerosos cortejos fúnebres, utilizando la estancia donde él se hallaba sentado como sala de autopsias y depósito de cadáveres. Más tarde, los contrabandistas hicieron de la casa un mercado para el contrabando, llenando los muros deliberadamente de amenazadoras inscripciones para mantener alejados a los curiosos.

Añoraba esos días.

Stephanie Nelle, empleada del Departamento de Justicia norteamericano, enviada al parecer por el presidente de Estados Unidos, lo había puesto nervioso.

Pero no por nada que los norteamericanos supieran acerca de su pasado -eso pronto sería irrelevante-, y no por lo que hubiera sido de la agente a la que habían encomendado espiarlo -estaba muerta y enterrada, jamás darían con ella-, no. El estómago le dolía por las letras de la moneda.

ZH.

Zeta y eta.

Vida.

– Ya puede pasar -dijo.

Peter O'Conner entró en la estancia tras haber escuchado toda la conversación desde el salón contiguo. Uno de los numerosos gatos de Vincenti también se coló en el salón principal.

– ¿Qué opina? -inquirió Vincenti.

– Una mensajera que ha escogido con cuidado sus palabras.

– El medallón que me enseñó es justo lo que busca Zovastina. Encaja con la descripción que leí ayer en la documentación que usted me entregó en el hotel.

No obstante, seguía sin saber por qué eran tan importantes las monedas.

– Hay una novedad: Zovastina va a venir a Venecia. Hoy.

– ¿En visita oficial? No tenía conocimiento.

– No. Vendrá y se irá esta misma noche, en un avión privado. Se trata de un acuerdo especial del Vaticano con la aduana italiana. Una fuente llamó para contármelo.

Lo sabía: estaba ocurriendo algo, y Zovastina iba varios pasos por delante de él.

– Hemos de averiguar cuándo llega y adonde va.

– Me he puesto manos a la obra. Estaremos preparados.

Había llegado la hora de que también él se moviera.

– ¿Todo listo en Samarcanda?

– No tiene más que dar la orden.

Decidió aprovechar la ausencia del enemigo. No tenía sentido esperar hasta el fin de semana.

– Prepare el jet. Saldremos dentro de una hora. Pero, mientras estemos fuera, asegúrese de que sepamos exactamente qué está haciendo aquí la ministra.

O'Conner asintió.

En cuanto a su verdadero motivo de preocupación, Vincenti dijo:

– Una cosa más: debo enviar un mensaje a Washington, uno que se entienda perfectamente: hay que eliminar a Stephanie Nelle y recuperar el medallón.

TREINTA Y SEIS

17.50 horas

Malone disfrutaba de su plato de pasta de espinacas con queso y jamón. Viktor y su cohorte habían abandonado la isla hacía una hora, después de pasar veinte minutos en el museo e inspeccionar los alrededores de la basílica, en particular, el jardín que separaba la iglesia del canale Borgognoni, un paso similar a un río que se extendía entre Torcello y la irregular isla de enfrente. Él y Cassiopeia habían estado observando desde distintos puntos, y Viktor no parecía haberse percatado de nada, sin duda concentrado en el cometido que lo aguardaba, cómodo en su anonimato.

Después de que Viktor y su cómplice se marcharan en el transporte acuático, él y Cassiopeia volvieron al pueblo. Uno de los vendedores ambulantes de recuerdos les dijo que el restaurante, Locanda Cipriani, que llevaba abierto décadas, era uno de los más famosos de Venecia. La gente acudía allí todas las noches para gozar de su ambiente. En el interior, entre techos de madera, ladrillo de terracota e impresionantes bajorrelieves, se exponían numerosas fotografías -Hemingway, Picasso, Diana y Carlos, la reina Isabel, Churchill y un sinfín de actores e intérpretes-, cada una de ellas dedicada con un rosario de agradecimientos.

Tomaron asiento en el jardín, bajo una pérgola de fragantes rosas, a la sombra de las dos iglesias y el campanario, el tranquilo oasis enmarcado por granados en flor. Malone debía admitir que la comida era excelente. Hasta Cassiopeia parecía hambrienta. Ninguno de los dos había tomado nada desde que desayunaron en Copenhague.

– Volverá cuando haya oscurecido -dijo ella en voz queda.

– ¿Otro incendio?

– Parece su estilo, aunque no es necesario. Nadie echará de menos esa moneda.

Después de que Viktor se hubo marchado, ellos entraron en el museo. Cassiopeia estaba en lo cierto; allí no había gran cosa: objetos, fragmentos de columnas, capiteles, mosaicos y algunos cuadros. En la segunda planta, dos expositores de cristal desvencijados exhibían trozos de vasijas, joyas y antiguos enseres domésticos, todos supuestamente hallados en Torcello y sus alrededores. El medallón del elefante se encontraba en una de las vitrinas, entre otras monedas. Malone se había fijado en que el edificio carecía de alarmas y seguridad, y al único guarda, una mujer fornida que llevaba un sencillo vestido blanco, lo único que parecía importarle era que nadie fotografiara nada.

– Voy a matar a ese hijo de puta -musitó Cassiopeia.

La afirmación no sorprendió a Malone, que había notado su creciente ira en el campanario.

– ¿Crees que Irma Zovastina ordenó asesinar a Ely?

Ella dejó de comer.

– ¿Tienes alguna prueba, además de que su casa quedara reducida a cenizas?

– Fue ella, lo sé.

– La verdad es que no sabes una mierda.

Ella permanecía inmóvil. Más allá del jardín comenzaba a instalarse el crepúsculo.

– Sé lo suficiente.

– Cassiopeia, estás sacando conclusiones precipitadas. Estoy de acuerdo en que el incendio es sospechoso, pero si fue ella quien lo hizo, has de averiguar por qué.

– Cuando amenazaron a Gary, ¿tú qué hiciste?

– Lo recuperé, sano y salvo.

Vio que ella sabía que él tenía razón. La primera regla de una misión: no perder nunca de vista el objetivo.

– No me hacen falta tus consejos.

– Lo que te hace falta es pararte a pensar.

– Cotton, aquí están pasando más cosas de las que crees.

– No me digas.

– Vete a casa y déjame en paz.

– No puedo.

La vibración en el bolsillo del pantalón lo sobresaltó. Sacó el móvil, vio el número y le dijo a ella:

– Es Henrik.

Descolgó.

– Cotton, acaba de llamar el presidente Daniels.

– Seguro que ha sido interesante.

– Stephanie está en Venecia. La han enviado a ver a un hombre llamado Enrico Vincenti. El presidente está preocupado. Han perdido el contacto con ella.

– ¿Por qué te ha llamado a ti?

– Te andaba buscando, aunque me dio la impresión de que sabía que ya estabas ahí.

– No es muy difícil de comprobar, teniendo en cuenta que en el aeropuerto escanean los pasaportes. Siempre y cuando uno sepa en qué país buscar.

– Por lo visto lo sabía.

– ¿Por qué han mandado a Stephanie?

– Dijo que el tal Vincenti está relacionado con Irina Zovastina. He oído hablar de Vincenti: es un problema. Daniels también me confió que otra agente lleva desaparecida más de un día y cabe suponer que ha muerto. Dijo que la conocías: una mujer llamada Naomi Johns.

Malone cerró los ojos. Habían ingresado juntos en Magellan Billet y trabajado en equipo varias veces. Era una buena agente y mejor amiga. Ése era el problema con su antigua profesión: rara vez despedían a nadie. Uno se iba, se jubilaba o moría. Había asistido a numerosos funerales.

– ¿Vincenti está implicado? -quiso saber.

– Eso pensaba Daniels.

– Háblame de Stephanie.

– Se hospeda en el Montecarlo, a una manzana al norte tras la basílica de San Marcos, en la calle de los Specchieri.

– ¿Por qué no usar a uno de los suyos?

– Dijo que sólo tenían allí a Naomi Johns, a nadie más. Esperaba que yo pudiera ponerme en contacto contigo para pedirte que te ocuparas de Stephanie. ¿Es posible?

– Yo me encargo.

– ¿Qué tal andan las cosas por ahí?

Miró a Cassiopeia.

– No muy bien.

– Dile a Cassiopeia que el paquete que pidió no tardará en llegar.

Él colgó y le preguntó a su amiga:

– ¿Has llamado a Henrik?

Ella asintió.

– Hace tres horas. Después de que viéramos a nuestros ladrones.

Se habían dividido y recorrido los dos museos por separado.

– Stephanie está en Venecia y tal vez corra peligro -informó él-. Tengo que ir a ocuparme de ella.

– Puedo manejar la situación aquí sola.

Malone lo dudaba.

– Esperarán a que haya oscurecido antes de volver -aseguró ella-. He preguntado por ahí y me han dicho que la isla está desierta de noche, a excepción de quienes vienen a cenar. Cierran a las nueve, y el último barco sale a las diez. A esa hora todo el mundo se ha marchado.

Un camarero les entregó una caja plateada con un lazo rojo y una larga bolsa de algodón de casi un metro que asimismo lucía un decorativo lazo. El hombre les explicó que un taxi acuático los había dejado allí hacía unos minutos. Malone le dio dos euros de propina.

Cassiopeia desenvolvió la caja, echó un vistazo y se la pasó a él. Dentro había dos pistolas automáticas con cargadores de repuesto.

Él señaló la bolsa.

– ¿Y eso?

– Una sorpresa para nuestros ladrones.

A Malone no le gustó cómo sonaba aquello.

– Tú ocúpate de Stephanie -propuso ella-. Es hora de que Viktor vea un fantasma.

TREINTA Y SIETE

21.40 horas

Malone encontró el hotel Montecarlo exactamente donde Thorvaldsen le había indicado, escondido en una calle similar a un pasillo bordeada de tiendas y bulliciosos cafés, a unos treinta metros al norte de la basílica. Tras abrirse camino entre una nutrida multitud vespertina, llegó hasta la cristalera del establecimiento y entró en un vestíbulo donde, tras un mostrador, aguardaba un hombre de Oriente Próximo que lucía una camisa blanca, corbata y pantalones negros.

– Prego -dijo Malone-, ¿habla inglés?

El hombre sonrió.

– Naturalmente.

– Busco a Stephanie Nelle, norteamericana. Se aloja aquí.

El rostro del recepcionista indicó que caía en la cuenta, de manera que él preguntó:

– ¿Qué habitación?

El otro comprobó las llaves que tenía a su espalda.

– Doscientos diez.

Malone se dirigió hacia una escalera de mármol.

– Pero no está.

Él dio media vuelta.

– Salió a la plaza hace unos minutos, a tomar un helado. Ha dejado la llave.

El recepcionista sostuvo en alto un pesado utensilio de latón con el número 210 grabado en un costado.

Qué diferente era averiguar algo en Europa. Eso mismo en Norteamérica le habría costado al menos cien dólares. Con todo, aquello le olía mal. Thorvaldsen había dicho que Washington había perdido el contacto con Stephanie, pero era evidente que ella había estado en el hotel y, como todos los agentes de Magellan Billet, llevaba un teléfono cuatribanda.

¿Y casualmente acababa de salir del hotel a tomar un helado?

– ¿Sabe adónde?

– Le sugerí que fuese a los soportales, enfrente de la basílica. Son muy buenos.

A él también le gustaban, así que, ¿por qué no? Los dos tomarían uno.

Cassiopeia se situó cerca del punto en que el turbio canal se unía a la laguna, no muy lejos de la terminal de transporte público de Torcello. Si sus instintos no la engañaban, Viktor y su cohorte regresarían dentro de las próximas dos horas.

La oscuridad envolvía la isla.

Sólo el restaurante donde ella y Malone habían comido permanecía abierto, pero sabía que cerraría al cabo de media hora. También había comprobado ambas iglesias y el museo: cerrados, y los empleados se habían marchado en el vaporetto que había salido hacía una hora.

A través de la neblina cada vez más espesa que cubría la laguna divisó barcos que cruzaban en todas las direcciones, limitados -como bien sabía- a pasillos marcados que hacían las veces de carreteras en aquellas aguas poco profundas. Lo que estaba a punto de hacer cruzaría una línea moral, una que ella nunca antes había infringido. Había matado, pero sólo cuando se había visto obligada a hacerlo. Eso era diferente. Sentía la sangre helada en las venas, lo que la asustaba.

Pero se lo debía a Ely.

Pensaba en él a diario.

Recordaba en particular el tiempo que habían pasado en las montañas.

Ella contemplaba el macizo rocoso que descendía en abruptas colinas, barrancos, cañones y precipicios. Había aprendido que las del Pamir eran unas montañas sacudidas por violentas tormentas y terremotos, envueltas en una niebla perenne donde sobrevolaban las águilas. Desoladas y solitarias. Sólo un feroz aullido rasgaba el silencio.

– Te gusta esto, ¿eh? -le preguntó Ely.

– Me gustas tú.

Él sonrió. Frisaba en los cuarenta, era ancho de espaldas y tenía un rostro vivo y redondo y unos ojos picaros. Era uno de los pocos hombres con los que se había topado que la hacían sentir mentalmente inferior, una sensación que a ella le encantaba. Le había enseñado tantas cosas…

– Venir aquí es una de las grandes ventajas de mi trabajo -aseguró Ely.

Le había hablado de su refugio en las montañas, al este de Samarcanda, cerca de la frontera china, pero ésa era la primera vez que ella iba allí. La casa, de tres habitaciones, era de madera sólida y descansaba en medio de los bosques que bordeaban la carretera principal, a unos dos mil metros sobre el nivel del mar. Una corta caminata entre los árboles los condujo hasta aquel saliente, desde el cual se disfrutaba de unas vistas espectaculares.

– ¿La casa es tuya? -inquirió ella.

Él negó con la cabeza.

– Pertenece a la viuda de un guardabosques del pueblo. Me la ofreció el año pasado, cuando vine de visita. El dinero del alquiler la ayuda a salir adelante, y a cambio yo puedo gozar de todo esto.

A Cassiopeia le encantaban sus sosegados modales. Nunca alzaba la voz ni soltaba un taco. Sólo era un hombre sencillo, enamorado del pasado.

– ¿Has encontrado lo que buscabas?

Él señaló el escabroso terreno y la tierra color magenta.

– ¿Aquí?

Cassiopeia negó con la cabeza.

– En Asia.

Ely pareció sopesar la pregunta con seriedad, y ella le concedió el lujo de ensimismarse y contempló la nieve que bajaba por una de las lejanas laderas.

– Creo que sí -contestó.

Ella sonrió al oírlo.

– Y, ¿qué has conseguido?

– Conocerte a ti.

El halago no funcionaba con ella. Los hombres siempre lo intentaban, pero con Ely era distinto.

– Además de eso -dijo ella.

– He aprendido que el pasado nunca muere.

– ¿Puedes hablar de ello?

El aullido cesó y se oyó el débil murmullo de un riachuelo remoto.

– Ahora no.

Ella lo rodeó con un brazo, lo atrajo hacia sí y dijo:

– Cuando puedas.

Sus ojos se humedecieron con el recuerdo. Ely había sido especial en muchos sentidos. Su muerte fue un golpe similar a cuando supo que su padre había fallecido o cuando su madre sucumbió de un cáncer que nadie sabía que padecía. Demasiado dolor, demasiado sufrimiento.

Vio unas luces amarillas que se dirigían hacia ella, el rumbo de la lancha directo a Torcello. Dos taxis acuáticos habían llegado y ya se habían ido, trasladando a comensales al restaurante y de vuelta a Venecia.

Ése podía ser otro.

Decía en serio lo que le había confiado a Malone: a Ely lo habían asesinado. No tenía pruebas, era algo visceral, pero esa sensación nunca le había fallado. Thorvaldsen, Dios lo guardara, había presentido que ella tenía que hacer algo, razón por la cual le había enviado, sin hacer preguntas, la bolsa de tela que ella abrazaba con fuerza y el arma que llevaba afianzada al cinturón. Odiaba a Irina Zovastina y a Viktor y a todos los que la habían puesto en esa situación.

La barca aminoró la marcha, el motor ralentizado.

Era una embarcación baja, parecida a la que ella y Malone habían alquilado. Iba directa a la entrada del canal y cuando se hubo acercado más, con la luz ambarina del timón, no vio a un taxista cualquiera, sino a Viktor.

Llegaba pronto.

Lo cual era estupendo.

Quería encargarse de aquello sin Malone.

Stephanie cruzó la plaza de San Marcos con parsimonia, los dorados ornamentos de lo alto de la basílica iluminados en la noche. Sillas y mesas salían de los soportales y tomaban el famoso empedrado en hileras simétricas, y un par de conjuntos musicales tocaban en despreocupada disonancia. El habitual enjambre de turistas, guías, vendedores, mendigos y pelmazos parecía reducido debido al empeoramiento del tiempo.

Pasó ante las célebres astas de bronce y el impresionante campanil, cerrado durante la noche. Un olor a pescado, pimienta y un toque dé clavo llamó su atención. Sombríos haces de luz bañaban la plaza con una luz dorada. Las palomas, omnipresentes por el día, se habían esfumado. En cualquier otro momento la escena habría sido romántica.

Pero ahora ella estaba en guardia.

Preparada.

Malone buscó a Stephanie entre el gentío mientras las campanas de la torre daban las diez. Del sur soplaba una brisa que arremolinaba el aire, empañado por la niebla. Se alegraba de haber cogido la chaqueta, bajo la cual ocultaba una de las armas que Thorvaldsen le había proporcionado a Cassiopeia.

La iluminada basílica dominaba un extremo de la antigua plaza y un museo el otro, todo ello suavizado por años de gloria y esplendor. Los visitantes pululaban por los largos soportales, muchos de ellos escudriñando los escaparates en busca de posibles tesoros. A las trattorias, los cafés y los puestos de helados, protegidos del viento por la galería, el negocio les iba bien.

Examinó la plaza: unos ciento ochenta metros de largo por noventa de ancho, rodeada en tres de sus lados de una hilera continua de artísticos edificios que parecían formar un vasto palacio de mármol. Al otro lado de la mojada plaza, entre paraguas temblorosos, descubrió a Stephanie, que caminaba a buen paso hacia los soportales de la cara sur.

Él se hallaba debajo de los de la cara norte, que se prolongaban hacia su derecha alejándose lo que se le antojó una eternidad de la basílica, hacia el museo del otro extremo.

Entre la muchedumbre, un hombre captó su atención.

Iba solo y llevaba un abrigo verde oliva, las manos en los bolsillos. Algo en su forma de detenerse y echar a andar de nuevo por la galería, vacilando en cada arco, alerta, hizo que reparara en él.

Malone decidió sacar partido de su anonimato y enfilar hacia el problema. Tenía un ojo puesto en Stephanie y el otro en el del abrigo verde. Sólo tardó un instante en concluir que el tipo estaba interesado en ella.

Entonces vio otro problema, éste ataviado con una gabardina beige, al otro extremo de los soportales, que tampoco perdía de vista la plaza.

Conque dos pretendientes.

Malone siguió andando, captando las voces, las risas, un perfume, un taconeo. Los dos hombres se reunieron y después abandonaron sus posiciones para girar a la izquierda y dirigirse hacia los soportales de la cara sur, donde acababa de entrar Stephanie.

Malone torció a la izquierda, se adentró en la bruma y atravesó la plaza.

Los dos hombres avanzaban paralelos a él, su imagen iluminada entre cada uno de los arcos. Los débiles compases de una de las orquestas enmascaraban los sonidos.

Malone aflojó el paso y sorteó un laberinto de mesas, vacías gracias al inclemente tiempo. Bajo los soportales, Stephanie se encontraba ante un puesto de helados, estudiando los sabores.

Los dos hombres rodearon la esquina, a unos treinta metros.

Él se situó junto a Stephanie y le dijo:

– El de virutas de chocolate está riquísimo.

La sorpresa se reflejó en el rostro de ella.

– Cotton, ¿qué demonios…?

– No hay tiempo. Tenemos visita; detrás de mí, viene hacia aquí.

Él la vio echar un vistazo por encima de su hombro.

Malone se volvió y vio las armas.

Apartó a Stephanie del puesto de un empujón y ambos abandonaron los soportales a la carrera, saliendo de nuevo a la plaza.

Él empuñó su pistola, dispuesto a presentar batalla.

Pero estaban atrapados: tras ellos se abría una plaza del tamaño de un campo de fútbol. No tenían escapatoria.

– Cotton, tengo esto bajo control -aseguró Stephanie.

Él la miró con fijeza, deseando sinceramente que tuviera razón.

Viktor hizo avanzar poco a poco la lancha por el angosto canal y pasó por debajo de un inseguro puente con arcos. No tenía pensado amarrarla al otro extremo del canal, cerca del restaurante; sólo quería asegurarse de que el pueblo había quedado desierto esa noche. Se alegraba de que estuviera lloviendo, una típica tormenta italiana que había llegado del mar y descargaba una lluvia intermitente, más un fastidio que una distracción, aunque bastaba para proporcionarles una estupenda cobertura.

Rafael vigilaba las ennegrecidas orillas. La marea había subido hacía dos horas, lo que debería facilitar sobremanera el punto de desembarco. Había visto el sitio antes: junto a la basílica, donde un manso y amplio canal atravesaba la isla a lo ancho. Se detendrían en un dique de cemento próximo a la basílica.

Vio el pueblo ante sí: oscuro y en silencio.

Ni un solo barco.

Acababan de salir del almacén que le había indicado Zovastina. Cumpliendo su palabra, la ministra lo tenía todo previsto: allí había fuego griego, armas y munición. Así y todo, él se planteó si prenderle o no fuego al museo. Parecía innecesario, pero Zovastina había dejado claro que no debía quedar nada en pie.

– Parece en orden -dijo Rafael.

Él estaba de acuerdo.

De manera que dejó el motor en punto muerto y luego dio marcha atrás.

Cassiopeia sonrió: no se había equivocado. Esos dos no serían lo bastante tontos para atracar en el pueblo. Habían explorado adrede el otro canal, el que discurría paralelo a la basílica, y ése sería su destino.

Vio que la lancha describía un giro de ciento ochenta grados y abandonaba el canal. Ella echó la mano atrás, dio con el arma que le había enviado Thorvaldsen y la cargó. Cogió la pistola y la bolsa de tela y abandonó su escondite, los ojos fijos en el agua.

Viktor y su cómplice llegaron a la laguna.

Los motores se aceleraron, y la embarcación viró a la derecha, lista para circunnavegar la isla.

Ella echó a correr en medio de la húmeda noche hacia las iglesias, no sin antes hacer un alto en el camino.

TREINTA Y OCHO

A Stephanie la desconcertó ver a Malone, pues sólo había una forma de dar con ella. Pero ése no era el momento de sopesar las implicaciones.

– ¡Ahora! -dijo al micrófono de la solapa.

Tres ruidos sordos resonaron en la plaza, y uno de los hombres armados se desplomó sobre el empedrado. Ella y Malone se pegaron a las mojadas piedras mientras el otro tipo trataba de ponerse a cubierto. Malone reaccionó con la destreza del agente que un día había sido y rodó por el suelo hasta los soportales, disparando dos veces para intentar hacer salir a la plaza al otro agresor.

La gente se dispersó atolondradamente cuando el pánico se apoderó de San Marcos.

Malone se puso en pie de un salto y se arrimó a la cara mojada de uno de los arcos. El otro tipo se hallaba a unos quince metros, atrapado en un fuego cruzado entre Malone y el tirador que Stephanie había apostado en lo alto del edificio de la parte norte.

– ¿Te importaría decirme qué está pasando? -preguntó Malone, sin perder de vista al atacante.

– ¿Sabes lo que es un cebo?

– Sí, y en ese anzuelo hay un incordio de mujer.

– Tengo hombres en la plaza.

Él se arriesgó a echar un vistazo, pero no vio nada.

– ¿Son invisibles?

Ella también miró: nadie venía hacia ellos. Todo el mundo huía hacia la basílica. Entonces le sobrevino un arrebato de ira que le resultaba familiar.

– La policía se plantará aquí dentro de un momento -vaticinó él.

Stephanie se dio cuenta de que eso podía suponer un problema. Según las normas de Magellan Billet, los agentes debían evitar comprometer a los lugareños, que por regla general o no ayudaban o se mostraban directamente hostiles. Ella lo había comprobado de primera mano en Amsterdam.

– Se ha puesto en marcha -dijo Malone al tiempo que corría hacia adelante.

Ella fue tras él y dijo por el micro:

– Sal de ahí.

Malone iba hacia una salida de los soportales, dejando la plaza atrás, hacia las oscuras calles de Venecia. Al extremo de dicha salida, un puente peatonal salvaba uno de los canales.

Stephanie vio que él lo cruzaba a toda velocidad.

Malone seguía corriendo. A ambos lados de aquella calle ridículamente estrecha se sucedían las tiendas cerradas. Más adelante, la calle doblaba a la derecha. Unos transeúntes volvieron la esquina. Él aflojó el paso y ocultó el arma bajo la chaqueta, los dedos en el gatillo.

Se detuvo en la siguiente esquina, a la luz de un escaparate mojado. Respiró unas bocanadas de aire caliente y asomó la cabeza con cuidado.

Una bala le pasó rozando y rebotó en la piedra.

Stephanie lo alcanzó.

– ¿No te parece que esto es una estupidez? -preguntó.

– No sé, es cosa tuya.

Malone se asomó una vez más: nada.

Abandonó su posición y avanzó otros diez metros, hasta donde la calle volvía a girar. Echó una ojeada y vio más establecimientos cerrados, grandes sombras y una negrura difusa que podía ocultar casi cualquier cosa.

Stephanie se aproximó, arma en ristre.

– ¿No eres tú la agente sobre el terreno? -se burló Malone-. ¿Ahora llevas pistola?

– Últimamente le estoy dando mucho uso.

Igual que él. Sin embargo, ella tenía razón.

– Esto es una estupidez. Si continuamos vamos a conseguir que nos peguen un tiro o nos detengan. ¿Qué haces tú aquí?

– Eso mismo iba a preguntarte yo. Éste es mi trabajo, tú eres librero. ¿Por qué te ha enviado Danny Daniels?

– Dijo que habían perdido el contacto contigo.

– Nadie ha intentado ponerse en contacto conmigo.

– Al parecer, nuestro presidente me quiere dentro, pero no ha tenido la gentileza de preguntar.

A sus espaldas, en la plaza, se oían gritos y chillidos. Sin embargo, él tenía una preocupación mayor: Torcello.

– Tengo una lancha justo detrás de San Marcos, en el muelle. -Señaló un callejón-. Si vamos por ahí, seguro que llegamos hasta ella.

– ¿Adónde vamos? -inquirió Stephanie.

– A ayudar a alguien que necesita más ayuda incluso que tú.

Viktor apagó el motor y dejó que la lancha rozara el muro de piedra. Un mudo paisaje de grises pizarra, verdes sucios y azules claros los envolvió. La férrea silueta de la basílica se alzaba a treinta metros, al otro lado de un manchón irregular de sombras bajas que definían un jardín y un huerto. Rafael salió con dos mochilas del camarote de popa.

– Con ocho bolsas y una tortuga debería bastar -declaró-. Si incendiamos la parte inferior, el resto arderá con facilidad.

Rafael comprendía el funcionamiento de la antigua mezcla, y Viktor había terminado confiando en esa experiencia. Vio que su compañero depositaba las mochilas en el suelo con suavidad y volvía al camarote para salir de nuevo con una de las tortugas robotizadas.

– Cargado y listo.

– ¿Por qué en masculino?

– No lo sé. Parece apropiado.

Viktor sonrió.

– Necesitamos un descanso.

– Unos días libres no estarían mal. Puede que la ministra nos los conceda, a modo de recompensa.

El otro rompió a reír.

– La ministra no cree en las recompensas.

Rafael ajustó las correas de los dos macutos.

– Unos días en las Maldivas sería estupendo. Tumbarse en una playa, el agua caliente…

– Deja de sonar, eso no va a ocurrir.

Rafael se echó al hombro una de las pesadas mochilas.

– No hay nada malo en soñar, sobre todo aquí, con esta lluvia.

Viktor agarró la tortuga mientras Rafael cogía la otra mochila.

– Entrar y salir, visto y no visto, ¿de acuerdo?

Su compañero asintió.

– No debería ser muy complicado.

Eso mismo opinaba él.

Cassiopeia se hallaba en el pórtico principal de la iglesia, al amparo de las sombras que proyectaba y sus seis altas columnas. La niebla había cedido el paso a la llovizna, pero por suerte la húmeda noche era cálida. Una brisa constante agitaba la espuma sin cesar y enmascaraba los sonidos que ella tanto necesitaba oír. Como el motor de la lancha, al otro lado del jardín, a su derecha, que a esas alturas ya debería haber llegado.

De allí partían dos caminos pedregosos: uno llevaba hasta un muelle de piedra, donde sin duda se habría detenido Viktor, y el otro directamente al agua. Cassiopeia debía ser paciente, dejarlos entrar en el museo y subir a la segunda planta.

Y entonces les haría probar su propia medicina.

TREINTA Y NUEVE

Stephanie se situó junto a Malone mientras éste alejaba la motora del muelle de cemento. Estaban llegando lanchas de la policía, que afianzaban a los amarraderos donde finalizaba San Marcos, al borde de la laguna. Las luces de emergencia herían la oscuridad.

– Se va a armar una buena -afirmó Malone.

– Daniels debería haber pensado en eso antes de interferir.

Malone siguió las balizas iluminadas del canal en dirección norte, en paralelo a la costa. Se cruzaron con más lanchas policiales, las sirenas a todo volumen. Stephanie dio con su teléfono móvil, marcó un número, se acercó a Malone y conectó el manos libres.

– Edwin -dijo-, menos mal que no estás aquí, porque te daría una patada en el culo.

– ¿Acaso no trabajas para mí? -preguntó él.

– Tenía tres hombres en la plaza. ¿Por qué no se encontraban allí cuando los necesitaba?

– Enviamos a Malone. Tengo entendido que vale por tres.

– Quienquiera que sea usted -intervino Malone-, quiero que sepa que los halagos suelen funcionar, pero estoy con ella: ¿retiró a su equipo de apoyo?

– Tenía al francotirador del tejado y a usted. Con eso bastaba.

– Te mereces una buena patada en el culo -aseguró ella.

– Cuando salgamos de ésta tendrás ocasión de hacerlo.

– ¿Qué demonios está pasando? -preguntó Stephanie, alzando la voz-. ¿Por qué ha venido Cotton?

– Necesito saber qué ha ocurrido.

Ella se tragó la rabia y le ofreció un breve resumen. Después espetó:

– Ahora mismo esa plaza es un caos. Menuda forma de llamar la atención.

– Eso no es necesariamente malo -repuso Davis.

La idea original era ver si Vincenti actuaría. Unos hombres se habían pasado la tarde entera vigilando el hotel de Stephanie y, cuando ésta se marchó, ellos subieron de prisa y corriendo, sin duda con el propósito de encontrar el medallón. Stephanie se preguntó a qué vendría el cambio de estrategia -involucrar a Malone-, pero se calló la pregunta y dijo:

– Todavía no me has dicho por qué está aquí Cotton.

Malone viró a la izquierda para seguir la línea de la costa, la brújula apuntando al nordeste, y aceleró.

– ¿Qué estás haciendo ahora mismo? -quiso saber Davis.

– Yendo hacia otro problema -replicó Malone-. Responda a su pregunta.

– Queremos que esta noche San Marcos esté alborotada.

Ella esperó a oír más.

– Nos hemos enterado de que Irma Zovastina va camino de Venecia. Aterrizará antes de dos horas. Extraño, como poco. Un jefe de Estado que visita un país sin previo aviso ni motivo aparente. Hemos de averiguar qué está haciendo allí.

– ¿Por qué no se lo pregunta? -sugirió Malone.

– ¿Siempre es tan servicial?

– Es una de mis virtudes.

– Señor Malone -empezó Davis-, sabemos lo del incendio de Copenhague y los medallones. Stephanie tiene uno consigo. ¿Quiere darme un respiro y echarnos una mano?

– ¿Tan malo es? -quiso saber ella.

– No es nada bueno.

Stephanie vio que Malone colaboraría sin lugar a dudas.

– ¿Adonde va a ir Zovastina?

– A la basílica, a eso de la una de la mañana.

– Parece estar bien informado.

– Una de esas fuentes impecables…, tan condenadamente impecable que me hace recelar.

La línea enmudeció un instante.

– Nada de esto me hace gracia -dijo Davis al cabo-. Pero, créame, no tenemos elección.

Viktor entró en el prado comunal que se extendía ante la basílica y la otra iglesia y estudió el Museo de Torcello. Dejó la tortuga en un bloque de mármol tallado semejante a un trono; había oído que se llamaba Sedia d'Atilla (Silla de Atila). Supuestamente, el propio Atila, rey de los hunos, se había sentado allí, si bien él lo dudaba.

Escudriñó su objetivo final. El museo era un rectángulo achaparrado de dos plantas, de unos veinte metros por diez, con ventanas dobles arriba y abajo a cada extremo protegidas con barrotes de hierro forjado. De un lateral sobresalía un campanario. Alrededor de él, la plazoleta estaba salpicada de árboles y hacía gala, en la cuidada hierba, de restos de columnas de mármol y piedras labradas.

Una puerta de madera de doble hoja en medio de la planta baja del museo era la única entrada. Se abría hacia afuera y una gruesa tranca ennegrecida la atravesaba por el centro, sujeta por soportes de hierro. Sendos candados afianzaban cada uno de los extremos del madero.

Viktor señaló la puerta y dijo:

– Quémala.

Rafael sacó una bolsa de plástico de una de las mochilas. Viktor siguió a su compañero hasta la entrada, donde éste roció cuidadosamente ambos candados con fuego griego. Se apartó cuando Rafael extrajo un cebador y convirtió ambas cerraduras en una viva fogata azul.

Aquella cosa era increíble. Hasta el metal sucumbía a su furia: no bastaba para fundirlo, pero sí para debilitarlo.

Contempló las llamas, que tardaron unos dos minutos en consumirse.

Cassiopeia seguía vigilando a treinta metros cuando dos puntos de una intensa luz azul, como estrellas lejanas, resplandecieron para luego apagarse. Dos movimientos de palanca y los ladrones consiguieron abrir la puerta del museo.

Metieron su equipo dentro.

Ella vio que llevaban uno de los artilugios robotizados, lo que significaba que el museo de Torcello pronto quedaría reducido a cenizas.

Uno de los hombres cerró la puerta.

La plazoleta recuperó su oscuridad, húmeda y siniestra. Sólo el repiqueteo de la lluvia al estrellarse contra los charcos rompía el silencio. En el porche de la basílica, Cassiopeia sopesó lo que estaba a punto de hacer. Entonces vio que los ladrones habían dejado fuera la tranca que aseguraba la puerta.

Viktor subió la escalera de caracol que conducía a la segunda planta del museo, sus ojos adaptándose a la tenebrosa noche. Había distinguido suficientes sombras como para sortear las escasas piezas de la primera planta y subir al igualmente despejado piso superior, donde aguardaban tres enormes expositores de cristal. En el de en medio, justo donde lo había visto antes, descansaba el medallón del elefante.

Rafael estaba abajo, colocando las bolsas de fuego griego de forma que ocasionaran el mayor daño posible. Él llevaba dos bolsas destinadas a la parte de arriba. Con un rápido golpe de la palanca hizo añicos el cristal y, entre los fragmentos, recuperó con cuidado el medallón. Después arrojó una de las bolsas al vacío de tres litros a la vitrina.

La otra la dejó en el suelo.

Se metió en el bolsillo el medallón.

Era difícil saber si era auténtico, pero, a juzgar por la inspección a simple vista que había efectuado antes desde lejos, sin duda lo parecía.

Consultó el reloj: las once menos veinte. Iban bien, tenían tiempo más que suficiente para reunirse con la ministra. Después de todo, quizá los recompensara con unos días de descanso.

Bajó la escalera.

Antes se habían percatado de que el piso de ambas plantas era de madera. Cuando el fuego empezara a propagarse abajo, sólo sería cuestión de minutos que las bolsas de arriba se unieran a la mezcla.

En la oscuridad vio a Rafael agachado sobre la tortuga. Luego oyó un clic y el dispositivo comenzó a moverse. El robot se detuvo al fondo de la estancia y comenzó a rociar la pared con el pestilente fuego griego.

– Listo -informó Rafael.

La tortuga continuó cumpliendo con su cometido, indiferente al hecho de que pronto fuera a desintegrarse. Sólo era una máquina, no tenía sentimientos. Justo lo que Irina Zovastina esperaba de él, pensó Viktor.

Rafael empujó la puerta.

No se abría.

Volvió a empujar: nada.

Viktor se acercó y apoyó la mano en la madera: la puerta estaba atrancada… por fuera. Presa de la ira, cogió impulso y embistió la madera, pero lo único que logró fue lastimarse el hombro. Las gruesas tablas, sustentadas por goznes de hierro, no querían ceder.

Sus ojos escrutaron la oscuridad.

Antes, cuando recorrieron el edificio, había reparado en los barrotes de las ventanas. No suponían obstáculo alguno, dado que tenían previsto entrar y salir por la puerta. Ahora, sin embargo, esas ventanas cobraban mayor importancia.

Miró fijamente a Rafael. Aunque no podía verle el rostro, sabía exactamente lo que pensaba: estaban atrapados.

TERCERA PARTE

CUARENTA

Samarcanda

Martes, 21 de abril

1.40 horas

Vincenti descendió con cautela la escalera del jet privado. El trayecto hacia el este, de Venecia a la Federación de Asia Central, había durado casi seis horas, pero había hecho ese viaje en numerosas ocasiones y había aprendido a disfrutar del lujo del aparato y descansar durante el largo vuelo. Peter O'Conner salió tras él a la tibia noche.

– Me encanta Venecia -comentó Vincenti-, pero me gustará vivir aquí. No echaré de menos toda esa lluvia.

Un coche esperaba en la pista, y fue directo a él, estirando las entumecidas piernas, ejercitando los fatigados músculos. El conductor salió y abrió la puerta trasera. Vincenti entró mientras O'Conner se acomodaba delante. Una mampara de plexiglás garantizaba la intimidad del asiento posterior.

Allí se encontraba un hombre de cabello negro y piel cetrina cuyos ojos siempre, incluso en la adversidad, parecían encontrar comicidad en la vida. Una poblada barba ocultaba un mentón cuadrado y un cuello fino, los juveniles rasgos, incluso a esa hora intempestiva, rápidos y observadores.

Kamil Karimovich Revin era el ministro de Asuntos Exteriores de la Federación. No había cumplido los cuarenta, su trayectoria era escasa o nula, y en general se lo consideraba el perrito faldero de la ministra, el que hacía exactamente lo que ella le ordenaba. Sin embargo, hacía unos años Vincenti había visto algo más.

– Bien venido de nuevo -lo saludó Kamil-. Han pasado unos meses.

– Tengo mucho que hacer, amigo mío. La Liga ocupa gran parte de mi tiempo.

– He estado tratando con sus miembros. Muchos están empezando a seleccionar el emplazamiento de sus hogares.

Uno de los acuerdos a los que había llegado con Zovastina era trasladar a miembros de la Liga a la Federación, un buen movimiento para ambas partes. Su nueva utopía empresarial los liberaría de las onerosas cargas fiscales, pero el capital que ellos aportarían a la economía en forma de bienes, servicios e inversiones directas compensaría más que de sobra a la Federación de cualquier impuesto que pudiera devengar. Mejor aún, se crearía en el acto una clase alta sin el efecto goteo que tanto gustaba a las democracias occidentales, donde -bastante injustamente, en opinión de Vincenti- unos pocos pagaban por la mayoría.

A los miembros de la Liga los habían animado a adquirir terrenos, y muchos lo habían hecho, incluido él mismo, pagando al gobierno, dado que gracias a los soviéticos la mayoría del terreno de la Federación era público. Lo cierto es que Vincenti había formado parte del comité que había negociado dicho aspecto del trato de la Liga con Zovastina, y fue uno de los primeros en comprar, haciéndose con unas noventa hectáreas de valle y montaña en el este de lo que un día fue Tayikistán.

– ¿Cuántos han llegado a un acuerdo? -quiso saber.

– Hasta ahora, ciento diez. Los gustos difieren enormemente en cuanto a las zonas, pero Samarcanda y alrededores son las que gozan de mayor popularidad.

– Cerca de la fuente del poder. Esa ciudad y Tashkent no tardarán en convertirse en centros financieros internacionales.

El coche abandonó la terminal e inició el recorrido de cuatro kilómetros que lo separaba de la ciudad. Otra mejora sería un nuevo aeropuerto. Tres miembros de la Liga ya habían trazado planos para construir unas instalaciones más modernas.

– ¿Por qué se encuentra aquí? -preguntó Kamil-. El señor O'Conner no soltó prenda cuando hablé con él antes.

– Le agradecemos la información sobre el viaje de Zovastina. ¿Sabe por qué está en Venecia?

– No dijo nada, tan sólo que volvería en breve.

– Así que está en Venecia haciendo quién sabe qué.

– Y si descubre que están ustedes aquí conspirando, todos estaremos muertos -aseguró Kamil-. Recuerde que no hay manera de defenderse de sus pequeños gérmenes.

El ministro de Asuntos Exteriores pertenecía a una nueva casta de políticos nacidos con la Federación. Y aunque Zovastina era la primera ministra, no sería la última.

– Puedo neutralizarlos.

Una sonrisa afloró a los labios del asiático.

– ¿No podría matarla y acabar con todo esto?

Él apreciaba la ambición pura y dura.

– Eso sería una estupidez.

– ¿Qué se propone?

– Algo mejor.

– ¿Lo respaldará la Liga?

– El Consejo de los Diez ha autorizado todo cuanto estoy haciendo.

Kamil sonrió.

– No todo, amigo mío. Sé lo de esa intentona de asesinato: fue usted, lo sé. Y luego vendió al asesino. De lo contrario, ¿cómo habría estado ella lista? -Hizo una pausa-. Me pregunto si no me venderá a mí también.

– ¿Quiere ser su sucesor?

– Prefiero vivir.

Él vio por la ventanilla los planos tejados, las cúpulas azules y los altos minaretes. Samarcanda se asentaba en una cuenca natural rodeada de montañas. La noche camuflaba un humo neblinoso que envolvía permanentemente la antigua tierra. A lo lejos, las luces de las fábricas proyectaban un halo difuso. Lo que antaño proporcionaba a la Unión Soviética productos manufacturados ahora generaba el producto nacional bruto de la Federación. La Liga ya había invertido miles de millones en modernización, y vendrían más. Así que él necesitaba saber una cosa:

– ¿Hasta qué punto quiere ser ministro supremo?

– Depende. ¿Puede encargarse su Liga?

– Los gérmenes de Zovastina no me asustan, y tampoco deberían asustarlo a usted.

– Ay, mi corpulento amigo. He visto morir de repente a demasiados enemigos. Resulta increíble que nadie se haya dado cuenta. Sin embargo, sus enfermedades son eficaces: un resfriado o una gripe de nada que se tuercen.

Aunque los burócratas de la Federación, Zovastina incluida, detestaban todo lo soviético, habían aprendido bien la lección de sus corruptos predecesores. Por eso Vincenti siempre era cuidadoso con sus palabras, pero generoso con sus promesas.

– Sin riesgo no hay ganancias.

Revin se encogió de hombros.

– Cierto, pero a veces los riesgos son demasiado grandes.

Vincenti observaba Samarcanda, un lugar antiguo, que databa del siglo V a. J.C. La ciudad de las sombras, el jardín del espíritu, la joya del islam, la capital del mundo. Sede cristiana antes de ser conquistada por el islam y los rusos. Gracias a los soviéticos, Tashkent, a doscientos kilómetros al nordeste, había crecido más y eramás próspera, pero Samarcanda seguía siendo el alma de la región.

Miró a Kamil Revin.

– Personalmente estoy a punto de dar un paso peligroso. Mi cargo al frente del Consejo de los Diez finalizará pronto. Si vamos a hacer esto, ha de ser ahora. Es hora de que usted, como decimos en mi tierra, coma o deje comer. ¿Está dentro o fuera?

– Dudo de que llegara vivo a mañana si dijese que fuera, así que estoy dentro.

– Me alegro de que nos entendamos.

– Y, ¿qué es lo que va a hacer? -inquirió el ministro.

Vincenti contempló de nuevo la ciudad. En una de los cientos de mezquitas que dominaban el paisaje, en caligrafía árabe vivamente iluminada, las letras de al menos un metro de altura, se podía leer: «Alá es inmortal.» A pesar de su elaborada historia, Samarcanda seguía destilando una insulsa solemnidad institucional cuyo origen se situaba en una cultura que había perdido la imaginación hacía tiempo. Zovastina parecía estar resuelta a cambiar ese mal; su visión era grandiosa y clara. Él había mentido cuando le había dicho a Stephanie Nelle que la historia no era su punto fuerte. De hecho, era su objetivo. Sin embargo, esperaba no cometer un error insuflando vida al pasado.

Daba igual. Era demasiado tarde para echarse atrás.

De modo que miró al ministro conspirador y respondió a su pregunta con sinceridad:

– Cambiar el mundo.

CUARENTA Y UNO

Torcello

Las ideas bullían en el cerebro de Viktor. La tortuga continuaba con su asalto programado de la primera planta del museo, dejando tras de sí una apestosa estela de fuego griego. Se planteó intentar forzar la puerta con ayuda de Rafael, pero sabía lo ancha que era la madera, y la barra exterior haría que el esfuerzo fuese inútil.

Las ventanas se le antojaban la única escapatoria.

– Coge una de las bolsas al vacío -le dijo a Rafael mientras sus ojos recorrían la sala y él se decidía por las ventanas de la izquierda.

Rafael levantó del suelo una de las bolsas de plástico transparente.

El fuego griego debería debilitar el viejo hierro forjado junto con los cerrojos que afianzaban los barrotes a la pared de fuera lo suficiente para que ellos pudieran forzarlos. Viktor agarró una de las armas que habían cogido del almacén y estaba a punto de acribillar los cristales cuando, en el otro extremo de la estancia, el cristal se hizo añicos.

Alguien había disparado a la ventana desde fuera.

Se agachó para ponerse a cubierto, igual que Rafael, a la espera de ver qué sucedería a continuación. La tortuga seguía con su rítmico avance, deteniéndose y arrancando de nuevo cuando se topaba con algún obstáculo. Viktor no sabía cuántas personas había fuera ni si él y Rafael eran vulnerables desde las otras ventanas.

Sentía el peligro que pendía sobre ellos. Una cosa estaba clara: había que parar la tortuga; eso les daría algún tiempo.

Pero, de todas formas, no sabían nada.

Cassiopeia se metió el arma de nuevo en la cintura y cogió el arco de fibra de vidrio que había sacado de la bolsa de tela. Thorvaldsen no le había preguntado para qué necesitaba un arco y flechas de alta velocidad, y entonces ella no sabía a ciencia cierta si el arma sería eficaz.

Pero ahora vaya si lo sería.

Se hallaba a treinta metros del museo, a resguardo bajo el pórtico de la basílica. Cuando regresaba desde el otro extremo de la isla se había detenido en el pueblo para coger uno de los quinqués que iluminaban el muelle próximo al restaurante. Los había visto antes, cuando ella y Malone habían llegado, y ése era otro de los motivos por los que le había pedido el arco a Thorvaldsen. Después encontró unos harapos en un cubo de basura cerca de un puesto. Mientras los ladrones se enfrascaban en su misión dentro del museo ella preparó cuatro flechas envolviendo las puntas de metal con tiras de tela que, acto seguido, empapó con el queroseno del quinqué.

Se había hecho con cerillas durante la cena que había compartido con Malone: unos librillos que había en una bandeja del baño.

Encendió los inflamables jirones de dos de las flechas y cargó con cuidado el primer proyectil llameante en el arco. Apuntó a las ventanas del primer piso, que acababa de romper a balazo limpio. Si Viktor quería fuego, lo iba a tener.

Había aprendido a tirar con arco de pequeña. Nunca había cazado, odiaba la idea, pero le gustaba practicar a menudo con la diana en su propiedad francesa. Era buena, sobre todo de lejos, así que acertar desde treinta metros a la ventana del otro lado de la plazoleta no suponía ningún problema. Los barrotes, tampoco: había mucho más aire que hierro.

Tensó la cuerda.

– Por Ely -musitó.

Viktor vio las llamas que se colaban por la ventana y se estrellaban contra un gran cristal que protegía una de las piezas de la primera planta. Fuera lo que fuese lo que impulsaba las llamas había atravesado el cristal, que se hizo pedazos contra el suelo de madera, arrastrando el fuego consigo. La tortuga ya había recorrido esa parte del museo, lo que se vio confirmado por el rugido del fuego griego al cobrar vida.

El naranja y el amarillo se volvieron en el acto de un azul infernal, y el piso se consumió.

Sin embargo, las bolsas al vacío…

Vio que Rafael pensaba lo mismo. Había cuatro: dos encima de sendas vitrinas de cristal y otras dos en el suelo, una de las cuales anunció su presencia con una cascada de llamas que ascendían vertiginosamente.

Viktor se metió debajo de otro de los expositores para resguardarse del calor.

– ¡Ven aquí! -le gritó a Rafael.

Éste retrocedió. La mitad del piso estaba ardiendo. El suelo, las paredes, el techo y el mobiliario se quemaban. El lugar donde él se había refugiado todavía no había prendido, gracias a que allí no había mezcla, pero Viktor sabía que eso sólo duraría unos preciosos instantes. La escalera que conducía a la segunda planta quedaba a su derecha y el camino para alcanzarla estaba despejado. Sin embargo, el piso superior no serviría de mucho, teniendo en cuenta que el fuego no tardaría en arrasarlo desde debajo.

Rafael se acercó.

– La tortuga, ¿la ves?

Viktor comprendió el problema: el dispositivo era sensible al calor y estaba programado para explotar cuando las temperaturas alcanzaran unos valores predeterminados.

– ¿A cuántos grados está programada?

– A pocos. Quería que este sitio ardiera de prisa.

Sus ojos escrutaron las llamas y localizaron la tortuga, que seguía paseándose por el incendiado suelo, cada rociada del pulverizador provocaba un rugido como el de un dragón que vomitara fuego.

Más cristales saltaron del lado opuesto de la habitación.

Era difícil determinar si el causante era el calor o las balas.

La tortuga iba directa a ellos, emergiendo del fuego y descubriendo una parte del suelo que todavía no había prendido. Rafael se puso en pie y, antes de que Viktor pudiera detenerlo, corrió hacia ella. Desactivarla era la única forma de anular el programa.

Una flecha incendiaria atravesó el pecho de Rafael.

Su ropa empezó a arder.

Viktor se levantó y se disponía a acudir en ayuda de su compañero cuando vio que la boquilla de la tortuga se replegaba y ésta se detenía.

Sabía lo que estaba a punto de ocurrir.

Se abalanzó hacia la escalera, atravesó el vano y subió a toda velocidad los peldaños metálicos.

A cuatro patas, en un repliegue desesperado.

La tortuga explotó.

Cassiopeia no pensaba dispararle a uno de los ladrones, pero el hombre apareció justo cuando ella soltaba la cuerda. Vio cómo la flecha se clavaba en su pecho y le incendiaba la ropa. Luego, una enorme bola de fuego consumió el interior del museo, el calor escapando por la ventana y reventando los cristales restantes.

Ella se pegó a la mojada tierra.

El fuego lamía la noche a través de las aberturas.

Cassiopeia había abandonado el pórtico de la basílica y se había colocado frente al campanario del museo. Al menos, uno de los hombres había muerto. No sabía cuál, pero daba lo mismo.

Se puso en pie y corrió hasta la fachada del edificio para ver arder la prisión que ella misma había creado.

Tenía lista una última flecha incendiaria.

CUARENTA Y DOS

Venecia

Zovastina se encontraba junto al nuncio apostólico. Había aterrizado hacía una hora, y monseñor Michener la esperaba en la pista. Michener, ella y dos de sus guardaespaldas habían ido del aeropuerto al centro de la ciudad en un taxi acuático privado. No habían podido acceder a la basílica por la cara norte, en la piazzetta dei Leoncini, como habían acordado en un principio. Una parte considerable de San Marcos estaba acordonada -un tiroteo, le había dicho el nuncio-, así que habían encaminado sus pasos hacia una calle lateral, tras la basílica, y entrado por los despachos de la diócesis.

El nuncio vestía de forma distinta al día anterior, la negra sotana y el alzacuello sustituidos por ropa de calle. Por lo visto, el papa estaba cumpliendo su promesa con respecto a la discreción de la visita.

Zovastina se hallaba en el interior de la cavernosa iglesia, el techo y los muros resplandecientes de mosaicos dorados. Claramente, una creación bizantina, como si hubiese sido erigida en Constantinopla en lugar de en Italia. En lo alto llamaban la atención cinco cúpulas semiesféricas: de Pentecostés, san Juan, san Leonardo, los Profetas y la que se alzaba justo sobre su cabeza, la Ascensión. Gracias a la cálida y tenue luz que arrojaban focos incandescentes estratégicamente colocados, Zovastina convino en silencio que el templo se merecía el famoso calificativo de basílica dorada.

– Imponente, ¿no? -dijo Michener.

– Un ejemplo de lo que la religión y el mercantilismo pueden lograr cuando se unen. Los mercaderes venecianos fueron los saqueadores del mundo: ésta es la mejor prueba de su rapiña.

– ¿Siempre es usted tan cínica?

– Los soviéticos me enseñaron que el mundo es un lugar duro.

– Y, ¿alguna vez les da las gracias a sus dioses?

Ella sonrió. El norteamericano se había informado, pues en conversaciones anteriores nunca habían hablado de sus creencias.

– Mis dioses me son tan leales como se lo es a usted su dios.

– Albergamos la esperanza de que reconsidere su paganismo.

A Zovastina le irritó la etiqueta. La palabra en sí implicaba que, de algún modo, creer en muchos dioses era peor que creer en uno solo. Ella no estaba de acuerdo. A lo largo de la historia, numerosas culturas del mundo habían coincidido con ella, como bien dejó claro.

– Mis creencias me han resultado muy valiosas.

– No pretendía insinuar que no fuesen apropiadas, es sólo que tal vez podamos ofrecerle nuevas posibilidades.

Después de esa noche, la Iglesia católica no le sería de mucha utilidad. Permitiría un contacto restringido en la Federación, lo bastante para desequilibrar a los musulmanes radicales, pero nunca consentiría que una organización capaz de preservar todo lo que ahora la rodeaba se afianzara en sus dominios.

Señaló el altar mayor, tras un ornado cancel multicolor que parecía sospechosamente un iconostasio. Percibía señales de actividad procedentes del otro lado, que contaba con una viva iluminación.

– Se están preparando para abrir el sarcófago. Hemos decidido devolver una mano, un brazo o cualquier otra reliquia significativa que se pueda sacar con facilidad.

Ella no pudo evitar decir:

– ¿No lo considera ridículo?

Michener se encogió de hombros.

– Si así complacemos a los egipcios, ¿qué hay de malo en ello?

– ¿Qué hay de la santidad de los muertos? Su religión la predica constantemente, y sin embargo no está mal profanar la tumba de un hombre y retirar parte de sus restos para regalarlos.

– Es lamentable, pero necesario.

Zovastina despreciaba su blanda inocencia.

– Eso es lo que me gusta de su Iglesia: se muestra flexible cuando es «necesario».

Echó un vistazo a la desierta nave, la mayoría de las capillas, altares y nichos sumidos en profundas sombras. Sus dos guardaespaldas permanecían a tan sólo unos metros de distancia. Zovastina estudió el piso de mármol, cada centímetro tan exquisito como las paredes con mosaicos: una profusión de pintorescos motivos geométricos, animales y florales, además de unas ondulaciones inconfundibles, según algunos, intencionadas, para imitar el mar, pero más probablemente el efecto de unos cimientos poco sólidos.

Le vinieron a la cabeza las palabras de Ptolomeo: «Y tú, aventurero, ya que mi voz inmortal, aunque lejana, inunda tus oídos, escucha mis palabras. Navega hasta la capital que fundó el padre de Alejandro, donde los sabios montan guardia.»

Aunque Ptolomeo sin duda se consideraba inteligente, el tiempo había resuelto esa parte del enigma. Nectanebo fue faraón de Egipto en tiempos de Alejandro Magno. Cuando éste todavía era un adolescente, Nectanebo fue desterrado por los invasores persas. Por aquel entonces, los egipcios creían firmemente que un día Nectanebo regresaría y expulsaría a los persas. Y casi diez años después de su derrota, la idea resultó más o menos cierta cuando Alejandro llegó y los persas no tardaron en rendirse y marcharse. Con el objeto de exaltar a su liberador y de que su presencia fuese más grata, los egipcios empezaron a contar que, en la primera época de su gobierno, Nectanebo viajó a Macedonia, disfrazado de mago, y cohabitó con Olimpia, madre de Alejandro, con lo que el padre de Alejandro sería Nectanebo y no Filipo. La historia no tenía pies ni cabeza, pero se extendió lo bastante como para que quinientos años después acabara formando parte de la Vida de Alejandro Magno, un rocambolesco relato de ficción histórica que, como bien sabía ella, muchos historiadores citaban erróneamente como una autoridad. Durante su reinado como último faraón egipcio, la historia cuenta que Nectanebo estableció en Menfis la capital, lo cual desentrañaba lo de: «Navega hasta la capital que fundó el padre de Alejandro.» Lo siguiente, «donde los sabios montan guardia», reforzaba esa conclusión.

En el templo de Nectanebo, en Menfis, se alzaba un semicírculo de once estatuas de piedra caliza que representaban a sabios y poetas griegos. Homero, a quien Alejandro veneraba, ocupaba el centro; Platón, maestro de Aristóteles, y el propio Aristóteles, maestro de Alejandro, también se encontraban allí, junto con otros griegos de renombre con quienes Alejandro mantenía una estrecha relación. Tan sólo se conservaban fragmentos de esas esculturas, pero eso bastaba para saber que habían existido.

Ptolomeo sepultó el que creía era el cuerpo de Alejandro en el templo de Nectanebo, donde permaneció hasta después de la muerte de Ptolomeo, momento en que su hijo trasladó el cuerpo al norte, a Alejandría.

«Navega hasta la capital que fundó el padre de Alejandro, donde los sabios montan guardia.»

Ve al sur, a Menfis, y al templo de Nectanebo.

Zovastina pensó en la siguiente línea del enigma: «Toca lo más íntimo de la ilusión dorada.»

Y sonrió.

CUARENTA Y TRES

Torcello

Viktor se pegó a la escalera y levantó un brazo para proteger su rostro del insoportable calor que ascendía de la primera planta. La tortuga había reaccionado con las crecientes temperaturas desintegrándose automáticamente, haciendo lo que estaba programada para hacer. Era imposible que Rafael hubiese sobrevivido. La temperatura inicial del fuego griego era altísima, lo bastante como para ablandar el metal y quemar la piedra, pero el calor secundario resultaba más intenso incluso. La carne humana no podía competir con él. Como debería haberle sucedido al tipo de Copenhague, Rafael pronto no sería más que cenizas.

Volvió la cabeza: el furioso fuego se encontraba a tres metros.

El calor empezaba a resultar insoportable.

Subió de prisa.

El antiguo edificio se había construido en una época en que el techo de la primera planta hacía las veces de suelo de la segunda. A esas alturas, el techo ardía por completo. Uno de los propósitos de hacer que la tortuga explotara era amplificar la destrucción. Los crujidos y gemidos de la madera del piso superior confirmaban que estaba siendo devastado a toda velocidad. El peso de los tres expositores y las demás piezas voluminosas no ayudaba precisamente. Aunque la planta de arriba todavía no estaba en llamas, él comprendió que atravesarla podía ser una estupidez. Por suerte, la escalera que lo sostenía era de piedra.

A unos pocos metros unas ventanas interrumpían el muro que daba a la plazoleta. Viktor decidió arriesgarse y se acercó a ellas con cuidado, pegándose a la pared, y echó una ojeada abajo.

Al ver el rostro en la ventana, Cassiopeia soltó el arco, cogió el arma e hizo dos disparos.

Viktor volvió a la escalera cuando el cristal se hizo pedazos, empuñó su pistola y se dispuso a responder. Había visto lo suficiente para saber que su atacante era una mujer, su silueta la delataba. Sostenía un arco que había reemplazado aprisa por una pistola.

Antes de que pudiera sacar partido a la altura en la que se hallaba, una flecha incendiaria esquivó los barrotes de hierro forjado, salvó la ventana y se clavó en el enlucido del lado opuesto de la habitación. Por suerte, allí no había ninguna tortuga empapándolo todo. Sólo las dos bolsas que él mismo había dejado antes, una en el suelo y la otra dentro de la vitrina destrozada, constituían un problema en potencia.

Debía hacer algo.

Así que siguió el ejemplo de su agresora y cosió a balazos las ventanas que se abrían en la parte posterior de la construcción.

Cassiopeia oyó voces a su izquierda, hacia donde se encontraban el restaurante y el hotel. Sin duda, los disparos habían llamado la atención de quienes se hospedaban allí. Divisó unas figuras oscuras en el camino que bajaba del pueblo y abandonó su posición en la plazoleta, volviendo al pórtico de la basílica. Había disparado su última flecha con la esperanza de que también la segunda planta se incendiara. Con el resplandor del fuego había distinguido el rostro de Viktor en la ventana.

Llegó gente. Un hombre con un móvil pegado a la oreja. En la isla no había policía, lo que debería darle tiempo a ella, y dudaba que Viktor pidiera ayuda a los mirones: demasiadas preguntas relativas al cadáver del primer piso.

Así que decidió marcharse.

Viktor miró la bolsa de fuego griego que descansaba en el suelo, frente a él, y resolvió que lo mejor sería actuar de prisa, de modo que cogió la bolsa con pies de plomo y dio un salto hacia la ventana que acababa de acribillar.

La madera resistió.

Colocó la bolsa fuera, atravesada en los barrotes de hierro forjado, con forma de C.

El piso del centro de la sala gimió.

Recordó que abajo había vigas transversales, pero sin duda se iban debilitando poco a poco. Dio unos cuantos pasos más hacia la flecha que había hundida en la pared y la sacó de un tirón. La tela que cubría la punta aún ardía. Corrió de vuelta a la escalera y, con un movimiento bajo, arrojó la flecha hacia la ventana. Aterrizó en la bolsa, las llamas titilando a unos centímetros del plástico. Sabía que no tardaría nada en derretirse.

Se refugió en la escalera.

Se oyó un silbido y se produjo un nuevo espectáculo de pirotecnia.

Entonces echó una ojeada y vio que el hierro forjado ardía. Afortunadamente, por la parte exterior sobre todo. El marco de la ventana no se había unido a la deflagración.

La segunda planta se desplomó, arrastrando consigo la vitrina con la segunda bolsa de líquido, que se incendió. Ascendió una nube de calor. El museo de Torcello no permanecería en pie mucho tiempo más.

Viktor volvió junto a la ventana y tanteó la cornisa que recorría la parte superior del marco en busca de un asidero. Luego, con el cuerpo en tensión, los pies salieron disparados hacia afuera y se estrellaron contra los barrotes.

Nada.

Tras una nueva flexión vino otra patada, la adrenalina impulsando cada golpe mientras el calor comenzaba a dificultar su respiración.

Los barrotes empezaron a ceder.

Unas cuantas patadas más y una esquina se liberó del cerrojo que la unía a la pared exterior.

Dos embestidas más y toda la estructura salió despedida.

El piso seguía hundiéndose.

Otro expositor y fragmentos de una columna se estrellaron contra el suelo, hundiéndose en el fuego como los ingredientes de un guiso.

Miró por la ventana: había unos tres o cuatro metros de caída.

Por las ventanas del primer piso salían llamas.

Saltó.

Malone mantuvo el rumbo de la lancha hacia el nordeste, dirigiéndose a Torcello todo lo de prisa que le permitían las revueltas aguas. En el horizonte vio un resplandor que parpadeaba con regularidad: fuego.

Una nube de humo subía hacia el cielo, el húmedo aire deshaciéndolo en volutas grises. Se hallaban a unos buenos diez o quince minutos de allí.

– Creo que hemos llegado tarde -le dijo a Stephanie.

Viktor permaneció en la parte trasera del museo. Oía gritos y voces del otro lado del seto que separaba el patio del jardín y el huerto que se interponían entre él y el canal, donde aguardaba su motora.

Atravesó el seto y entró en el jardín.

Por suerte, el inicio de la primavera significaba que la vegetación no era abundante. Tras encontrar un sendero, fue directo al muro de cemento.

Desde allí saltó a la lancha.

Soltó amarras y se alejó del dique. Nadie lo había visto ni seguido. La embarcación entró en el canal, que parecía un río, y la corriente la arrastró más allá de la basílica y el museo, hacia la entrada norte de la laguna. Esperó a estar bien lejos del dique antes de poner en marcha el motor. Sin acelerar demasiado, hizo girar la proa, avanzando despacio y sin luces.

La costa a ambos lados se hallaba por lo menos a cincuenta metros, principalmente depósitos de fango, bancos de arena y juncos. Consultó su reloj: las once y veinte.

Ya en la boca del canal incrementó la velocidad y salió al agua turbulenta. Por último encendió las luces de navegación y se dispuso a bordear Torcello para coger el canal principal, que lo llevaría a Venecia y San Marcos.

Oyó un ruido y se volvió.

Del camarote de popa salió una mujer.

Arma en mano.

CUARENTA Y CUATRO

Samarcanda

2.30 horas

Vincenti arrimó la silla a la mesa cuando el camarero le sirvió la comida. La mayoría de los hoteles de la ciudad eran lóbregos ataúdes donde no funcionaba nada o casi nada. El Intercontinental constituía una excepción, ofreciendo servicios de cinco estrellas y calidad europea, con lo que el establecimiento anunciaba como hospitalidad asiática. Tras el largo vuelo desde Italia estaba hambriento, así que había pedido que le llevaran algo de comer a la habitación para él y un invitado.

– Dígale a Ormand que me disgusta tener que esperar media hora por estos platos, sobre todo habiendo llamado antes -le espetó al camarero-. Mejor aún, pídale que suba cuando hayamos terminado y se lo diré yo mismo.

El camarero asintió y se retiró.

Arthur Benoit, sentado frente a él, extendió una servilleta de tela en el regazo.

– ¿Es preciso que seas tan duro con él?

– El hotel es tuyo. ¿Por qué no le has echado la bronca tú?

– Porque no estaba enfadado. Han preparado la comida lo antes posible.

Le importaba un bledo. Se iba a liar una buena y él estaba irritable. O'Conner se había adelantado para asegurarse de que todo estuviese listo, y él había decidido comer, descansar un rato y resolver unas gestiones mientras comía en mitad de la noche.

Benoit cogió un tenedor.

– Supongo que esta invitación no se debe a que quieras disfrutar de mi compañía. ¿Por qué no nos dejamos de tonterías, Enrico? ¿Qué quieres?

Empezó a comer.

– Necesito dinero, Arthur. O, mejor dicho, Philogen Pharmaceutique necesita dinero.

Benoit dejó el tenedor en la mesa y bebió un sorbo de vino.

– Antes de que se me revuelva el estómago, ¿cuánto necesitas?

– Mil millones de euros. Tal vez mil quinientos.

– ¿Eso es todo?

Vincenti sonrió al oír el sarcasmo. Benoit había labrado su fortuna en bancos de Europa y Asia que todavía controlaba. Era multimillonario y formaba parte de la Liga Veneciana desde hacía tiempo. Los hoteles suponían un pasatiempo, y recientemente había construido el Intercontinental para satisfacer las necesidades del gran número de miembros de la Liga que acudían allí y futuros viajeros amantes del lujo. También se había trasladado a la Federación, había sido uno de los primeros miembros de la Liga en hacerlo. A lo largo de los años, Benoit había aportado dinero en varias ocasiones para financiar el meteórico ascenso de Philogen.

– Me figuro que querrás el préstamo por debajo del tipo referencial internacional.

– Qué menos.

Se llevó un pedazo de faisán relleno a la boca, paladeando el fuerte sabor.

– ¿Cuánto por debajo?

Vincenti captó el escepticismo.

– Dos puntos.

– ¿Por qué no te lo doy sin más?

– Arthur, te he pedido prestados millones y te he devuelto cada céntimo a tiempo y con intereses. De modo que sí, espero un trato preferente.

– En este momento, según tengo entendido, tienes varios préstamos pendientes con mis bancos. Bastante cuantiosos.

– Y todos ellos al día.

Vio que el banquero sabía que era cierto.

– ¿Qué sacaría yo en limpio?

Eso ya era otra cosa.

– ¿Cuántas acciones de Philogen posees?

– Cien mil. Compradas por recomendación tuya.

Vincenti pinchó otro trozo de humeante ave.

– ¿Has comprobado la cotización de ayer?

– Nunca me molesto en hacerlo.

– Sesenta y uno y un cuarto, medio punto más. Es una inversión segura, en serio. La otra semana yo adquirí casi medio millón de acciones más. -Añadió algo del relleno de mozarella ahumada al faisán-. En secreto, claro está.

La expresión de Benoit le dio a entender que captaba el mensaje.

– ¿Algo grande?

Su compañero de la Liga podía jugar a los hoteles, pero así y todo le gustaba amasar dinero, de modo que sacudió la cabeza y puso cara de circunstancias.

– Ya sabes, Arthur, las leyes sobre la información privilegiada me prohíben facilitarte esa información. Me avergüenza siquiera que lo preguntes.

El reproche hizo sonreír a Benoit.

– Aquí no hay leyes que valgan. Recuerda que somos nosotros quienes las redactamos, así que dime qué tienes en mente.

– No voy a hacerlo.

Y se mantuvo en sus trece, esperando a ver si la avaricia, como de costumbre, podía más que el buen juicio.

– ¿Cuándo necesitarías esos mil… o mil quinientos millones?

Acompañó un bocado de comida con un trago de vino.

– Dentro de sesenta días, como mucho.

Benoit pareció considerar la petición.

– ¿Y la duración del préstamo? Suponiendo, naturalmente, que sea posible.

– Veinticuatro meses.

– ¿Mil millones de euros con intereses devueltos en dos años?

Vincenti no dijo nada y se limitó a seguir masticando, dejando que el otro rumiara los datos.

– Como te he dicho, tu sociedad está fuertemente endeudada. Este préstamo no sería bien visto por mis comités de aprobación.

Finalmente, Vincenti anunció lo que el otro quería oír:

– Serás mi sucesor en el Consejo de los Diez.

Benoit puso cara de sorpresa.

– ¿Cómo sabes tú eso? La elección es aleatoria.

– Algún día aprenderás, Arthur, que nada es aleatorio. Mi tiempo se acaba; tus dos años darán comienzo en breve.

Sabía que Benoit quería formar parte del Consejo a toda costa, y Vincenti necesitaba amigos allí, amigos que le debieran favores. Por el momento, cuatro de los cinco miembros a los que no les tocaba salir eran amigos. Acababa de comprar uno más.

– Muy bien -accedió Benoit-. Pero necesitaré unos días para negociar el riesgo entre varios de mis bancos.

Vincenti sonrió y siguió comiendo.

– Hazlo. Pero confía en mí, Arthur, no olvides llamar a tu corredor de Bolsa.

CUARENTA Y CINCO

Zovastina consultó su reloj Louis Vuitton, regalo del ministro de Asuntos Exteriores sueco durante una visita de Estado hacía unos años. Era un hombre encantador que incluso había flirteado con ella. Zovastina le devolvió sus atenciones, aun cuando el diplomático tenía poco de estimulante. Lo mismo podía decirse del nuncio, Colin Michener, que parecía disfrutar irritándola. Durante los últimos minutos ella y el monseñor habían recorrido la nave de la basílica, esperando -supuso- a que finalizaran los preparativos en el altar.

– ¿Por qué trabaja para el papa? -le preguntó-. Antes fue el secretario del último pontífice y ahora no es más que un nuncio.

– Al Santo Padre le gusta acudir a mí cuando se trata de proyectos especiales.

– ¿Como yo?

Él asintió.

– Usted es bastante especial.

– Y eso, ¿por qué?

– Es jefa de Estado, ¿por qué si no?

Aquel hombre era bueno, como el diplomático sueco y su reloj francés, rápido de pensamiento y palabra y carente de respuestas. Zovastina señaló uno de los enormes pilares de mármol, la base rodeada de un banco de piedra acordonado para que nadie se sentara.

– ¿Qué son las manchas negras?

Las había visto en todas las columnas.

– Yo pregunté eso mismo una vez -contestó Michener-. Los fieles sentándose en los bancos y apoyando la cabeza en el mármol durante siglos. La piedra absorbió la grasa del cabello. Imagine cuántos millones de cabezas fueron necesarios para dejar esas huellas.

Zovastina envidiaba a Occidente por esas sutilezas históricas. Por desgracia, su tierra natal había sido atormentada por los invasores, cada uno de los cuales se había propuesto borrar todo vestigio de lo que le precedió. Primero los persas, luego los griegos, los mongoles, los turcos y, por último -los peores-, los rusos. Aquí y allá quedaba un edificio en pie, pero nada como esa construcción dorada.

Se hallaban a la izquierda del altar mayor, al otro lado del iconostasio, sus dos guardaespaldas no muy lejos. Michener le indicó el suelo de mosaico.

– ¿Ve esa piedra con forma de corazón?

Zovastina la veía: pequeña, discreta, intentando fundirse con los exuberantes motivos de alrededor.

– Nadie sabía qué era. Luego, hace unos cincuenta años, durante unos trabajos de restauración del suelo, levantaron la piedra y debajo encontraron una cajita que contenía un corazón humano arrugado. Era del dogo Francesco Erizzo, que murió en 1646. Me contaron que su cuerpo descansa en la iglesia de San Martín, pero en su testamento él dispuso que lo más íntimo de su ser fuese enterrado cerca del santo patrón de los venecianos -Michener señaló el altar mayor-: san Marcos.

– ¿Sabe usted qué es «lo más íntimo de su ser»?

– El corazón humano. ¿Quién no? Los antiguos consideraban que el corazón era el centro de la sabiduría, la inteligencia, la esencia de la persona.

Motivo precisamente por el cual, razonó ella, Ptolomeo empleó esa descripción: «Toca lo más íntimo de la ilusión dorada.»

– Deje que le enseñe una cosa -sugirió Michener.

Pasaron ante el elaborado cancel con su profusión de cuadrángulos, romboides y cuadrifolios de mármol de color. Tras la mampara vio a unos hombres arrodillados trabajando debajo de la mesa del altar, donde había un sarcófago bañado en luz. Una rejilla de hierro que protegía la parte frontal, de unos dos metros de largo por uno de alto, estaba siendo retirada.

Michener notó el interés de Zovastina y se detuvo.

– En 1835, la mesa del altar fue vaciada para hacerle un sitio destacado al santo. Y ése fue su lugar de descanso. Esta noche será la primera vez que se abre el sarcófago desde entonces. -El nuncio consultó el reloj-. Casi es la una. Pronto estarán listos.

Zovastina siguió al irritante sacerdote hasta el otro lado de la basílica, hasta el oscuro crucero sur. Michener se plantó ante otra de las imponentes columnas de mármol.

– En el 976 un incendio destruyó la basílica -explicó-, que fue reconstruida y consagrada en 1094. Como usted mencionó en mi visita en Samarcanda, durante esos ciento dieciocho años no se supo cuál era el paradero del cuerpo de san Marcos. Luego, cuando se celebraba la misa de consagración de la nueva basílica, el 26 de junio de 1094, de este pilar salió un extrañó ruido, la piedra sufrió un desconchón, un temblor, y quedó al descubierto primero una mano, luego un brazo, y después el cuerpo entero del santo. Los sacerdotes y las gentes se apiñaron alrededor, incluido el propio dogo, y muchos creyeron que con la reaparición de san Marcos el mundo volvía a estar en orden.

Aquello divirtió más que impresionó a Zovastina.

– He oído hablar de ello. Resulta asombroso que el cuerpo surgiera de repente justo cuando la nueva iglesia y el dogo necesitaban el respaldo político y económico de los venecianos. El santo patrón se deja ver milagrosamente. Menudo espectáculo debió de ser. Imagino que el dogo, o algún ministro listo, orquestó todo el tinglado. Una brillante añagaza política. Novecientos años después todavía se comenta.

Michener meneó la cabeza con regocijo.

– Qué poca fe.

– Lo mío es la realidad.

– ¿Como que Alejandro Magno se encuentre en esa tumba? -observó él.

Su descreimiento la importunó.

– ¿Cómo sabe usted que no es así? La Iglesia desconoce cuál fue el cuerpo que robaron los mercaderes venecianos de Alejandría hace más de mil años.

– Dígame entonces, ministra, ¿por qué está usted tan segura?

Ella clavó la mirada en el pilar de mármol que sostenía el grandioso techo y no pudo por menos que acariciarlo, preguntándose si la historia del santo que salía de él sería cierta.

Le gustaban esas historias.

Así que le contó una al nuncio.

Eumenes se enfrentaba a una tarea formidable. Siendo como era el secretario personal de Alejandro, le había sido encomendado asegurarse de que el rey era sepultado junto a Hefestión. Habían transcurrido tres meses desde la muerte del rey, y el cuerpo momificado seguía en el palacio. La mayor parte de los otros Compañeros habían abandonado Babilonia hacía tiempo, resueltos a hacerse con el control de su parte del imperio. Dar con un cuerpo adecuado para el canje resultó ser un desafío, pero fuera de la ciudad, en una aldea no muy lejana, vivía un hombre de la estatura, la complexión y la edad de Alejandro. Eumenes lo envenenó, y uno de los embalsamadores egipcios, que había permanecido a su lado gracias a la promesa de una elevada suma, momificó al impostor. Después el egipcio se marchó de la ciudad, pero uno de los dos cómplices de Eumenes lo mató. El intercambio de cuerpos se realiza durante una tormenta de verano que trajo fuertes lluvias a la ciudad. Una vez envuelto en el cartonaje de oro, ataviado con vestimentas doradas y luciendo una corona, nadie podía distinguir un cuerpo de otro. Eumenes mantuvo oculto a Alejandro durante unos meses, hasta después de que el cortejo fúnebre real hubo salido de Babilonia rumbo a Grecia con el impostor. Luego la ciudad se sumió en un letargo del que no volvió a despertar. Eumenes y sus dos ayudantes se las ingeniaron para partir sin incidentes, llevándose a Alejandro al norte, cumpliendo el último deseo del rey.

– Así que es posible que, después de todo, este de aquí no sea el cuerpo de Alejandro -comentó Michener.

– No recuerdo haberme comprometido a dar explicaciones.

Él sonrió.

– No, ministra, no lo ha hecho. Permita que le diga únicamente que me ha gustado su relato.

– Es igual de entretenido que su fábula del pilar.

Michener asintió.

– Probablemente las dos tengan la misma credibilidad.

Sin embargo, ella disentía: su historia procedía de un manuscrito molecular descubierto mediante un análisis por rayos X de unas imágenes que habían permanecido ocultas al ojo humano durante siglos. Sólo la tecnología moderna había conseguido sacarlas a la luz. La suya no era una fábula. Alejandro Magno no había sido sepultado en Egipto. Lo llevaron a otra parte, a un lugar que Ptolomeo, el primer faraón griego, acabó descubriendo. Un lugar al que tal vez la condujese la momia que ocupaba la tumba que tenía a diez metros.

En ese instante, un hombre apareció en el iconostasio.

– Estamos listos -le dijo a Michener.

El nuncio asintió y le cedió el paso a Zovastina.

– Parece que ha llegado la hora de comprobar qué fábula es cierta, ministra.

CUARENTA Y SEIS

Viktor vio que la mujer subía la escalera y se colocaba en la cubierta central de la lancha sin dejar de apuntarlo con el arma.

– ¿Qué le ha parecido el fuego? -inquirió.

Él dejó la embarcación en punto muerto y avanzó hacia ella.

– Zorra estúpida, le voy a enseñar…

Ella alzó la pistola.

– Hágalo, vamos.

La mirada que lo fulminó rebosaba odio.

– Le gusta matar.

– Igual que a usted.

– ¿Y a quién he matado yo?

– Puede que fuera usted o tal vez otro de su Batallón Sagrado. Hace dos meses, en Samarcanda. Ely Lund. Su casa quedó reducida a cenizas gracias a su fuego griego.

Él recordaba el trabajo. Se había ocupado personalmente siguiendo órdenes de Zovastina.

– Usted es la mujer de Copenhague. La vi en el museo y luego en la casa.

– Cuando intentó matarnos…

– Yo diría que usted y sus dos amigos se lo buscaron.

– ¿Qué sabe de la muerte de Ely? Es usted el jefe del Batallón Sagrado de Zovastina.

– ¿Cómo lo sabe? -Entonces cayó en la cuenta-. La moneda que examiné en la casa, las huellas…

– Es usted un tipo listo.

Cassiopeia parecía debatirse en una dolorosa certeza, de manera que él decidió avivar su lumbre emocional.

– Ely fue asesinado.

– ¿Fue cosa suya?

Viktor se percató de que del hombro le colgaba un arco y un carcaj con cierre de cremallera. Esa mujer le había demostrado lo fríaque podía ser atrancando la puerta del museo y utilizando las flechas para incendiar el edificio, de modo que resolvió no presionarla demasiado.

– Estaba allí.

– ¿Por qué lo quería muerto Zovastina?

La motora se mecía entre las invisibles olas, y él notaba que el viento las arrastraba. La única iluminación la proporcionaba el tenue resplandor que irradiaba el salpicadero.

– Usted, sus amigos, el tal Ely, todos están metidos en lo que no les importa.

– Pues a usted sí debería importarle su suerte. Vine a matarlos a los dos. Ya hay uno fuera. Sólo falta el otro.

– Y, ¿qué obtendrá con esto?

– El placer de verlo morir.

El arma se alzó e hizo fuego.

Malone puso punto muerto.

– ¿Has oído eso?

Stephanie también estaba alerta.

– Parecía un disparo. Cerca.

Él asomó la cabeza por el parabrisas y vio que el fuego de Torcello, a alrededor de un kilómetro y medio de distancia, ardía con renovado brío. La niebla se había levantado; al parecer, el tiempo allí era bastante inestable, y ahora disfrutaban de cierta visibilidad. Las luces de las embarcaciones se cruzaban en todos los sentidos.

Aguzó el oído.

Nada.

Encendió los motores.

Cassiopeia apuntó al mamparo y la bala pasó a escasos centímetros de la pierna de Viktor.

– Ely nunca le hizo daño a nadie. ¿Por qué tenía que matarlo esa mujer? -Ella todavía lo encañonaba-. Dígame, ¿por qué?

Pronunció la pregunta despacio, entre sus dientes apretados, más implorante que airada.

– Zovastina tiene una misión, y su Ely se entrometió.

– Era historiador. ¿Qué amenaza podía suponer?

Se odió a sí misma por referirse a él en pasado.

El agua lamía el bajo casco, y el viento seguía azotando la motora.

– Le sorprendería lo fácil que le resulta matar.

Su forma de eludir las preguntas no hacía sino aumentar la ira de Cassiopeia.

– Coja el maldito timón. -Ella lo observaba desde el lado opuesto-. Nos vamos, y despacito.

– ¿Adónde?

– A San Marcos.

Él se volvió, aceleró y, de pronto, giró bruscamente a la izquierda, desestabilizando a Cassiopeia. En ese instante de sorpresa en que la necesidad de mantener el equilibrio se impuso sobre su deseo de disparar, Viktor se abalanzó sobre ella.

Viktor sabía que tenía que matarla, pues esa mujer era sinónimo de fracaso en muchos sentidos; para empezar, de llegarse a conocer su existencia, Zovastina perdería toda su confianza en él.

Por no mencionar lo que le había sucedido a Rafael.

Su mano izquierda se aferró a la parte superior de la puerta del camarote trasero y se sirvió del agarre para tomar impulso en la inestable cubierta y estampar sus botas contra los brazos de ella.

Cassiopeia esquivó el golpe y cayó hacia atrás.

La bañera medía un par de metros cuadrados. Sendas aberturas a cada lado permitían salir de la embarcación. Los motores gemían mientras la lancha, sin piloto, se enfrentaba al oleaje, y el agua salpicaba el parabrisas. La mujer aún empuñaba el arma, pero le estaba costando recuperar el equilibrio.

Viktor arremetió contra ella y le dio en la mandíbula con el canto de la mano. La cabeza giró y se golpeó con algo, y él aprovechó ese momento de confusión para dar un nuevo golpe de timón y decelerar. Le preocupaban los bajos movedizos y los hierbajos. Torcello quedaba a su izquierda, el museo en llamas iluminando la noche. La motora se revolvió en las agitadas aguas y la mujer se llevó la mano a la cabeza.

Finalmente, Viktor resolvió dejar aquello en manos de la naturaleza.

Y la arrojó al mar.

CUARENTA Y SIETE

Zovastina salvó el iconostasio, entró en el presbiterio y admiró el magnífico baldaquino de la basílica. Cuatro columnas de alabastro, todas ellas con intrincados relieves, sostenían un enorme bloque de mármol verde tallado entre bóvedas entrecruzadas. Tras él, enmarcado por el baldaquino, relucía la famosa Pala de Oro, el retablo cuajado de oro, piedras preciosas y esmaltes.

Bajo el altar, Zovastina estudió las dos partes del sarcófago, bien distintas. La superior, deforme, era más una losa, mientras que la inferior dibujaba un limpio rectángulo tallado en el que podían leerse unas palabras grabadas: «CORPVS DIVI MARCI EVANGELISTAE.» Con el latín que sabía podía hacer una traducción aproximada: el cuerpo del divino san Marcos. Dos pesadas argollas de hierro sobresalían de la parte superior: al parecer, así era como habían bajado en un principio las ingentes piedras. Ahora, unas gruesas barras de hierro atravesaban las argollas, unidas por cada extremo a cuatro gatos hidráulicos.

– Esto supone un desafío en toda regla -explicó Michener-. Bajo el altar no hay mucho espacio. Claro está que con el equipo adecuado podríamos entrar con facilidad, pero no tenemos ni el tiempo ni la intimidad necesarios para hacerlo.

Zovastina reparó en los hombres que preparaban los gatos.

– ¿Sacerdotes?

Michener asintió con la cabeza.

– Asignados aquí. Pensamos que sería mejor que esto quedara entre nosotros.

– ¿Sabe lo que hay dentro? -preguntó ella.

– Lo que en realidad quiere saber es si los restos están momificados. -El nuncio se encogió de hombros-. Han pasado más de ciento setenta años desde que se abrió esta tumba; nadie sabe a ciencia cierta qué hay.

A ella la molestó su suficiencia. Ptolomeo había aprovechado el trueque que había hecho Eumenes y había sacado el máximo partido político de lo que a ojos del mundo era el cuerpo de Alejandro. Zovastina no tenía forma de saber si lo que estaba a punto de ver le proporcionaría respuestas, pero era imprescindible que lo averiguara.

A una señal de Michener, el dispositivo hidráulico entró en acción. Las argollas de hierro se situaron en vertical y después, muy lentamente, milímetro a milímetro, los gatos levantaron la pesada tapa.

– Unos mecanismos poderosos -observó él-. Pequeños, pero capaces de mover una casa.

La tapa se encontraba suspendida a dos centímetros, pero el interior del sarcófago permanecía sumido en las sombras. Más allá del baldaquino, en la cúpula semiesférica del ábside, vivamente iluminada, Zovastina contempló un dorado mosaico de Cristo.

Los cuatro hombres detuvieron el engranaje.

La tapa del sarcófago se había separado unos cuatro centímetros, las barras de hierro, ahora, al mismo nivel que la parte inferior del sobre del altar.

No había espacio para subirla más.

Michener le indicó a Zovastina que lo acompañara hasta el iconostasio, lejos del altar, donde dijo en un susurro:

– El Santo Padre está intentando acceder a su petición con la esperanza de que usted satisfaga la suya, pero, seamos realistas, usted no cumplirá su promesa.

– No estoy acostumbrada a que me insulten.

– Y el Santo Padre no está acostumbrado a que le mientan.

Por lo visto, el diplomático se había dejado de fingimientos.

– Tendrán acceso a la Federación, como les aseguré.

– Queremos más.

Ahora lo entendía: el nuncio había esperado a que la tapa estuviese retirada. Se odió a sí misma, pero por Karyn y por Alejandro Magno y por lo que pudiera haber en alguna parte no le quedaba elección.

– ¿Qué quieren?

Michener metió la mano en la chaqueta y sacó unos papeles doblados.

– Hemos redactado un concordato entre la Federación y la Iglesia, garantías por escrito de que se nos concederá ese acceso. De acuerdo con su petición de ayer, la Federación se reserva el derecho de aprobar la construcción de iglesias.

Ella desdobló el legajo y vio que el texto incluso estaba en kazajo.

– Creímos que sería más fácil redactarlo en su idioma.

– Creyeron que sería más fácil de difundir en mi idioma. Mi firma es su seguro. De ese modo no podré renegar de ustedes.

Zovastina echó una ojeada al concordato. El texto detallaba la colaboración entre la Iglesia católica y la Federación de Asia Central en un esfuerzo por «promover y alentar conjuntamente la libre práctica de la religión mediante la autorización sin cortapisas de la labor misionera». Había más párrafos, en los que se ratificaba que la violencia contra la Iglesia no sería tolerada y se castigaría a los transgresores. Cláusulas adicionales garantizaban que se extenderían visados a discreción al personal de la Iglesia y no se tomarían represalias contra los conversos.

Ella volvió la vista al altar. La mitad inferior del sarcófago seguía en la oscuridad. No veía el interior ni siquiera desde diez metros.

– Me gustaría tenerlo a usted en mi equipo -alabó.

– Me gusta servir a la Iglesia.

Zovastina consultó su reloj: la una menos diez. Viktor ya debería estar allí; nunca llegaba tarde, era tan formal… Observó la nave, deteniéndose en las zonas superiores del atrio occidental, donde sólo los techos dorados gozaban de iluminación. Había montones de lugares sombríos donde esconderse. Se preguntó si, cuando diera la una y le fueran concedidos sus treinta minutos, estaría realmente a solas.

– Si firmar el concordato le supone algún problema, podemos olvidarnos del asunto -dijo Michener.

Las palabras que había pronunciado ella misma el día anterior, cuando lo desafió.

Y entonces lo dejó en evidencia al preguntar:

– ¿Tiene un bolígrafo?

CUARENTA Y OCHO

Malone divisó a unos cuatrocientos metros unas luces de navegación rojas que revoloteaban erráticamente en las negras aguas, como si la embarcación no tuviera piloto.

– ¿Ves eso de ahí? -le preguntó a Stephanie al tiempo que extendía un dedo.

Ella se encontraba al otro lado del timón.

– Es más allá del canal señalizado.

Eso mismo opinaba él. Continuó avanzando. Ahora estaban más cerca de la lancha a la deriva, tal vez a unos doscientos metros. Sin duda la otra motora, de forma y dimensiones similares a la suya, se aproximaba a los bajos. Entonces, con el resplandor del casco, vio caer a alguien al agua.

Luego surgió otra figura y en la noche resonaron tres disparos.

– Cotton -dijo Stephanie.

– Ya.

Viró a la izquierda y fue directo a las luces. La otra lancha cobró vida y se alejó. Malone hendió las aguas, levantando oleaje hacia la otra embarcación. El agua golpeaba el casco. Cuando Malone estaba todavía a quince metros, la otra lancha se cruzó con ellos. Al timón se vislumbró la vaga silueta del piloto, una arma en el extremo de un brazo extendido.

– ¡Abajo! -le gritó Malone a Stephanie.

Al parecer, ella también había visto el peligro y se había pegado a la mojada cubierta. Malone se agachó con ella cuando dos proyectiles pasaron rozando, uno de ellos haciendo añicos una ventana del camarote de popa.

Malone se levantó de un salto y recuperó el control del timón. La otra lancha se dirigía hacia Venecia a toda velocidad. Quería perseguirla, pero le preocupaba la persona que había caído al agua.

– Busca una linterna -pidió mientras aflojaba la marcha y maniobraba para aproximarse al punto en que habían visto la otra embarcación en un principio.

Stephanie entró en el camarote delantero y él la oyó rebuscar en los compartimentos. Al cabo, volvió con una linterna en la mano.

Malone puso el motor al ralentí, y Stephanie comenzó a barrer el canal con el haz de la linterna. A lo lejos oyó sirenas y vio que tres barcos con las luces de emergencia bordeaban la costa de una de las islas en dirección a Torcello.

Al parecer, era una noche ajetreada para la policía italiana.

– ¿Ves algo? -preguntó Malone-. Alguien ha caído al agua.

Y él debía ser cuidadoso para no pasarle por encima, lo cual sería difícil en medio de aquella negrura.

– ¡Ahí! -exclamó Stephanie.

Malone corrió a su lado y vio a una figura que forcejeaba. Sólo le llevó un segundo averiguar que se trataba de Cassiopeia. Antes de que pudiese reaccionar, Stephanie soltó la linterna y se arrojó al agua.

Malone regresó al timón y colocó la embarcación debidamente. Acto seguido volvió al otro lado de la cubierta justo cuando Stephanie y Cassiopeia se acercaban. Extendió la mano, agarró a esta última y la sacó del agua.

Depositó su cuerpo sin fuerzas en la cubierta. Su amiga estaba inconsciente.

Al hombro llevaba un arco y un carcaj con flechas. Una historia en sí misma, sin duda, pensó él. Puso a Cassiopeia de lado.

– Échalo todo.

Ella pareció no hacerle caso, y él le propinó unos golpes en la espalda.

– Tose.

Cassiopeia empezó a escupir agua, atragantándose cada vez que lo hacía, pero al menos respiraba.

Stephanie salió del agua.

– Está grogui, pero no la ha alcanzado ninguna bala.

– Es difícil disparar a oscuras desde una cubierta en movimiento.

Siguió dándole palmaditas en la espalda mientras sus pulmones expulsaban más agua. Parecía que Cassiopeia iba volviendo en sí.

– ¿Estás bien? -se interesó Malone.

Los ojos de ella parecieron enfocar nuevamente. Conocía esa mirada: Cassiopeia se había golpeado en la cabeza.

– ¿Cotton? -inquirió.

– Supongo que no tendría sentido preguntar por qué vas con un arco y unas flechas a cuestas, ¿eh?

Ella se frotó la cabeza.

– Ese pedazo de…

– ¿Quién era el tipo? -preguntó Stephanie.

– ¿Stephanie? ¿Qué estás haciendo aquí? -Cassiopeia alargó la mano y tocó la empapada ropa de su amiga-. ¿Tú me has sacado?

– Te lo debía.

A Malone sólo le habían contado parte de lo que había sucedido el pasado otoño en Washington mientras él se encontraba sitiado en el Sinaí, pero por lo visto las dos habían congeniado. Sin embargo, en ese instante sólo quería saber una cosa:

– ¿Cuántos muertos hay en el museo de Torcello?

Cassiopeia desoyó la pregunta y llevó la mano atrás, en busca de algo. De pronto sacó una Glock, a la que sacudió el agua y secó el cañón. Lo bueno de las Glock, Malone lo sabía por propia experiencia, era que las condenadas estaban hechas casi a prueba de agua.

Cassiopeia se levantó.

– Hemos de irnos.

– ¿El que iba en la lancha contigo era Viktor? -inquirió él, ahora irritado.

Pero Cassiopeia se había recuperado y sus ojos volvían a reflejar ira.

– Ya te dije que esto no es asunto tuyo. No es tu guerra.

– Sí, claro. Aquí hay un montón de mierda de la que no sabes nada.

– Sé que esos cabrones de Asia mataron a Ely por orden de Irina Zovastina.

– ¿Quién es Ely? -preguntó Stephanie.

– Es una larga historia -replicó Malone-. Una historia que nos está dando muchos problemas en este momento.

Cassiopeia seguía sacudiéndose la niebla de su cerebro y el agua del arma.

– Tenemos que irnos.

– ¿Has matado a alguien? -inquirió Malone.

– Dejé a uno frito, sí.

– Lo vas a lamentar.

– Gracias por el consejo. Ahora, vámonos.

Decidido a retrasarla, Malone dijo:

– ¿Adónde iba Viktor?

Ella se quitó el arco del hombro.

– ¿Te lo envió Henrik? -quiso saber él, recordando la bolsa de tela del restaurante.

– Ya te he dicho que esto no es cosa tuya, Cotton.

Stephanie se acercó.

– Cassiopeia, desconozco la mitad de lo que está pasando aquí, pero sé lo suficiente para ver que no estás pensando. Como me dijiste el pasado otoño: usa la cabeza, deja que te ayudemos. ¿Qué ha ocurrido?

– Tú también, Stephanie, déjame en paz. Llevo meses esperando a esos tipos. Esta noche por fin los he tenido a tiro y he acabado con uno. Quiero al otro. Y sí, es Viktor. Estaba presente cuando murió Ely. Lo quemaron vivo. ¿Para qué? -Su voz era cada vez más alta-. Quiero saber por qué murió.

– Pues vayamos a averiguarlo -propuso Malone.

Cassiopeia caminaba de un lado a otro con paso vacilante. Estaba atrapada, no tenía adonde ir, y al parecer era lo bastante lista para comprender que ninguno de los dos la dejaría en paz. Apoyó las manos en el barandal y recobró el aliento. Finalmente dijo:

– Vale, vale. Tenéis razón.

Malone se preguntó si no pretendería aplacarlos.

Cassiopeia permanecía inmóvil.

– Esto es personal, más de lo que creéis. -Titubeó-. Va más allá de Ely.

Era la segunda vez que insinuaba algo así.

– ¿Y si nos cuentas qué es lo que hay en juego?

– ¿Y si no lo hago?

Malone quería ayudarla con todas sus fuerzas, y discutir se le antojaba inútil, de modo que miró a Stephanie, que supo leer sus ojos y asintió.

Él se acercó al timón y arrancó el motor de la embarcación. Ante ellos pasaban más lanchas de policía, rumbo a Torcello. Él enfiló hacia Venecia y las lejanas luces de la motora de Viktor.

– No te preocupes por el muerto -aclaró Cassiopeia-. No quedará ni rastro del cuerpo ni del museo.

Había algo que él quería saber.

– Stephanie, ¿se sabe algo de Naomi?

– Nada desde ayer. Por eso he venido.

– ¿Quién es Naomi? -inquirió Cassiopeia.

– Eso es asunto mío -espetó él.

En lugar de cuestionarlo, Cassiopeia dijo:

– ¿Adónde vamos?

Él consultó su reloj. La esfera luminosa marcaba las 0.45.

– Como ya te he dicho, aquí están pasando muchas cosas, y sabemos exactamente adonde ha ido Viktor.

CUARENTA Y NUEVE

Samarcanda

4.50 horas

Un escalofrío recorrió la espalda de Vincenti. Cierto, había ordenado matar a gente, el día anterior sin ir más lejos, pero esa vez era distinto. Estaba a punto de embarcarse en una empresa arriesgada, una que no sólo lo convertiría en la persona más rica del planeta, sino que le aseguraría un lugar en la historia.

Faltaba poco más de una hora para que amaneciera. Permaneció en la parte posterior del coche mientras O'Conner y otros dos hombres se aproximaban a una casa protegida tras una mata de castaños en flor y una alta verja de hierro, todo ello propiedad de Irina Zovastina.

O'Conner se aproximó al vehículo y Vincenti bajó la ventanilla.

– Los dos guardas están muertos. Los hemos eliminado sin problemas.

– ¿Hay más seguridad?

– No. Zovastina tenía este sitio un tanto descuidado.

Porque creía que a nadie le importaba.

– ¿Listos?

– Dentro sólo está la mujer que cuida de ella.

– Pues vamos a ver lo agradables que son.

Vincenti entró por la puerta principal. Los otros dos hombres a los que habían contratado para esa noche tenían agarrada a la enfermera de Karyn Walde, una mujer entrada en años de rostro severo que iba en albornoz y zapatillas. En sus rasgos asiáticos se traslucía el miedo.

– Tengo entendido que cuida usted de la señorita Walde -le dijo Vincenti.

Ella asintió.

– Y que le molesta cómo la trata la ministra.

– Se comporta de una forma horrible con ella.

A Vincenti lo complació comprobar que sus fuentes eran fidedignas.

– Tengo entendido que Karyn está sufriendo, que su enfermedad empeora.

– Y la ministra le niega el descanso.

A una señal suya, los hombres la soltaron. Él se acercó más y dijo:

– He venido a aliviar su sufrimiento, pero necesito su ayuda.

La mirada de ella se volvió suspicaz.

– ¿Dónde están los guardas?

– Han muerto. Espere aquí mientras voy a verla. -Hizo un ademán-. Por el pasillo, ¿no?

Ella asintió de nuevo.

Vincenti encendió la lámpara de la mesilla y observó a la pobre infeliz que yacía postrada bajo una colcha de color rosa claro.

Karyn Walde respiraba con la ayuda de oxígeno embotellado y un respirador. Una bolsa alimentaba uno de sus brazos. Él sacó una jeringuilla hipodérmica, la insertó en una de las vías y la dejó colgando.

Los ojos de la mujer se abrieron.

– Despierte -dijo él.

Ella parpadeó unas cuantas veces, tratando de entender lo que estaba pasando. Acto seguido, se incorporó.

– ¿Quién es usted?

– Sé que últimamente no ha tenido muchos, pero soy un amigo.

– ¿Lo conozco?

Él negó con la cabeza.

– No tendría por qué, pero yo sí la conozco a usted. Dígame, ¿cómo era querer a Irina Zovastina?

Sin duda, una pregunta rara viniendo de un extraño y en mitad de la noche, sin embargo, ella se limitó a encogerse de hombros.

– ¿A usted qué más le da?

– Llevo muchos años tratando con ella y ni una sola vez he notado afecto alguno de ella o hacia ella. ¿Cómo lo consiguió usted?

– Esa misma pregunta me la he hecho yo muchas veces.

Vincenti echó una ojeada a la decoración del dormitorio: elegante y cara, como el resto de la casa.

– Vive usted bien.

– Es un pobre consuelo.

– Sin embargo, cuando enfermó, cuando supo que era seropositiva, acudió a ella. Volvió después de años de distanciamiento.

– Sabe mucho de mí.

– Si volvió es que debe de sentir algo por ella.

Karyn se tendió de nuevo en la almohada.

– En algunos aspectos es tonta.

Él era todo oídos.

– Cree que es Aquiles y yo Patroclo. Peor aún, ella es Alejandro y ve en mí a Hefestión. He oído esas historias muchas veces. ¿Conoce la Ilíada ?

Él negó con la cabeza.

– Aquiles se consideró responsable de la muerte de Patroclo por permitir que su amante condujera a los hombres a la batalla fingiendo ser él. Alejandro Magno experimentó una gran sensación de culpa cuando Hefestión murió.

– Veo que sabe de literatura e historia.

– No tengo ni idea, sólo he oído sus divagaciones.

– ¿En qué sentido es tonta?

– Quiere salvarme, pero es incapaz de admitirlo. Viene aquí, se me queda mirando, me regaña, incluso me ataca, pero está intentando salvarme. Cuando enfermé supe que ella era débil, así que volví donde sabía que cuidarían de mí.

– Pero es evidente que usted la odia.

– Le aseguro, quienquiera que sea usted, que alguien que está en mi lugar no tiene muchas opciones.

– Para ser yo un extraño, no tiene usted pelos en la lengua.

– No tengo nada que ocultar ni que temer. Mi vida está a punto de terminar.

– ¿Se ha rendido?

– Como si pudiera elegir.

Vincenti decidió ver qué más podía averiguar.

– Zovastina está ahora en Venecia, buscando algo. ¿Lo sabía usted?

– No me sorprende. Es la gran heroína que emprende la gran búsqueda del héroe. Yo soy la amante enferma. Nosotros no somos quiénes para preguntar o cuestionar al héroe, sólo hemos de aceptar lo que se nos ofrece.

– Ha estado escuchando un montón de patrañas.

Ella se encogió de hombros.

– Se cree mi salvadora, así que yo se lo permito. ¿Por qué no? Además, atormentarla constituye mi único placer. Las elecciones vitales y toda esa mierda.

– A veces la vida es caprichosa.

Él vio que Karyn estaba intrigada.

– ¿Dónde están los guardas?

– Han muerto.

– ¿Y mi enfermera?

– Está bien. Creo que se preocupa de veras por usted.

Ella hizo un leve gesto de asentimiento.

– Sí.

De joven, Karyn Walde debía de haber sido una mujer extraordinaria, capaz de seducir tanto a hombres como a mujeres. Era fácil entender que Zovastina se hubiera sentido atraída por ella. Pero también era fácil entender que ambas mujeres chocaran: las dos eran hembras dominantes, las dos estaban acostumbradas a salirse con la suya.

– La he estado observando durante algún tiempo -afirmó él.

– No hay mucho que ver.

– Dígame, si pudiera tener cualquier cosa de este mundo, ¿qué sería?

La mujer gravemente enferma que tenía delante pareció sopesar la pregunta con seriedad. Vincenti vio las palabras a medida que se iban formando en su cabeza. Había presenciado esa misma resolución antes, mucho tiempo atrás, en otros que se enfrentaban a un destino igualmente funesto, que albergaban escasa o nula esperanza dado que ni la ciencia ni la religión podían salvarlos.

Tan sólo un milagro.

De manera que cuando ella tomó aire y respondió, él no se sintió decepcionado.

– Querría vivir.

CINCCUENTA

Venecia

Viktor pasó a toda prisa ante la fachada occidental de la basílica, vivamente iluminada. En lo alto, el propio san Marcos montaba guardia en mitad de la negrura sobre un león dorado con las alas extendidas. El corazón de la plaza quedaba a su izquierda, acordonado, un gran número de policías pululando por el amplio empedrado. Se había congregado una multitud, y por los retazos de conversación que pudo captar se enteró de que se había producido un tiroteo. Eludió el espectáculo y se dirigió a la entrada norte de la iglesia, la que Zovastina le había dicho que utilizara.

Lo desconcertaba la aparición de la mujer con el arco. Debería haber muerto en Dinamarca. Y, si ella no estaba muerta, seguro que los otros dos problemas también respiraban aún. Las cosas empezaban a salirse de madre. Debería haber esperado hasta asegurarse de que la mujer se ahogaba en la laguna, pero Zovastina aguardaba y él no podía llegar tarde.

Seguía viendo morir a Rafael una y otra vez.

Lo único que le importaría a Zovastina era si su muerte había levantado sospechas, pero ¿cómo iba a hacerlo? No encontrarían su cuerpo, tan sólo fragmentos de hueso y cenizas.

Como cuando ardió la casa de Ely Lund.

– ¿Va a matarme? -preguntó Ely-. ¿Qué he hecho yo? -El intruso blandía un arma-. ¿Qué amenaza puedo suponer yo?

Viktor no estaba a la vista, sino en una habitación contigua, escuchando.

– ¿Por qué no me responde? -inquirió Ely, alzando la voz.

– No he venido a hablar -respondió el otro.

– Sólo ha venido a pegarme un tiro, ¿no?

– Hago lo que me ordenan.

– ¿Y no sabe por qué?

– No me importa.

El silencio inundó la estancia.

– Ojalá pudiera haber hecho unas cuantas cosas más -se lamentó finalmente Ely, el tono melancólico, rebosante de resignación, sorprendentemente tranquilo-. Siempre pensé que me mataría mi enfermedad.

Viktor aguzó el oído con renovado interés.

– ¿Está infectado? -preguntó el extraño, la voz teñida de cierto recelo-. No parece enfermo.

– No tendría por qué, pero sigue ahí.

Viktor oyó el inconfundible clic del arma.

Él había permanecido fuera viendo arder la casa. El exiguo cuerpo de bomberos de Samarcanda no había hecho gran cosa. Al cabo, las paredes se desplomaron sobre sí mismas y el fuego griego lo consumió todo.

Ahora sabía algo más: la mujer de Copenhague quería lo bastante a Ely Lund para vengar su muerte.

Rodeó la basílica y vio la entrada norte. Al otro lado de las abiertas puertas de bronce aguardaba un hombre.

Viktor recuperó la compostura.

La ministra lo querría centrado y contenido.

Zovastina le devolvió a Michener el concordato firmado.

– Ahora concédame mis treinta minutos.

El nuncio hizo una señal y los sacerdotes salieron del presbiterio.

– Lamentará haberme presionado -amenazó ella.

– Puede que descubra que el Santo Padre es duro de pelar.

– ¿Cuántos ejércitos tiene su papa?

– Muchos han planteado esa misma pregunta, pero para doblegar el comunismo no hizo falta ejército alguno. Juan Pablo II lo hizo estupendamente él sólito.

– ¿Y su papa es igual de astuto?

– Si lo cabrea, lo averiguará.

Michener se alejó, dejó atrás el iconostasio y echó a andar por la nave, desapareciendo cerca de la puerta principal de la basílica.

– Volveré dentro de media hora -anunció desde la oscuridad.

Entonces ella vio a Viktor en la penumbra. Se cruzó con Michener, que lo saludó con un movimiento de la cabeza. Los otros dos guardaespaldas permanecían a un lado.

Viktor entró en el presbiterio, la ropa mojada y sucia, el rostro tiznado.

Zovastina sólo hizo una pregunta: -¿Lo tienes? Él le entregó el medallón. -¿Qué opinas? -quiso saber ella.

– Parece auténtico, pero no he tenido ocasión de comprobarlo. Zovastina se metió la moneda en el bolsillo. Más tarde. A diez metros de distancia esperaba el sarcófago abierto, lo único que importaba en ese momento.

Malone fue el último en salir de la lancha al muelle de cemento. Habían vuelto al centro, a San Marcos, donde la famosa plaza finalizaba en la laguna. Las olas batían contra los postes móviles y zarandeaban las góndolas que estaban allí amarradas. Seguía habiendo mucha policía y muchos más mirones que hacía una hora.

Stephanie señaló a Cassiopeia, que se abría paso a codazos entre una concurrida hilera de puestos callejeros, dispuesta a llegar a la basílica, el arco y el carcaj de nuevo en bandolera.

– Hay que atar corto a Pocahontas.

– Señor Malone.

Entre el gentío, Malone vio a un hombre de unos cuarenta y muchos años vestido con unos chinos, una camisa de manga larga y una chaqueta de algodón que se dirigía a su encuentro. Cassiopeia también pareció oír el saludo, ya que se detuvo y fue hasta donde estaban Malone y Stephanie.

– Soy monseñor Colin Michener -se presentó éste al llegar.

– No tiene usted pinta de sacerdote.

– Esta noche, no. Pero me dijeron que lo esperara, y he de reconocer que la descripción que me dieron fue exacta: alto, cabello claro y con una mujer de más edad a la zaga.

– ¿Cómo dice? -espetó Stephanie.

Michener sonrió.

– Me advirtieron que es usted picajosa con lo de la edad.

– ¿Quién se lo advirtió? -quiso saber Malone.

– Edwin Davis -repuso Stephanie-. Mencionó que tenía una fuente impecable. Usted, supongo.

– Conozco a Edwin desde hace tiempo.

Cassiopeia señaló la iglesia.

– ¿Ha entrado otro hombre en la basílica? ¿Bajo, fornido, en vaqueros?

El sacerdote asintió.

– Ha ido al encuentro de la ministra Zovastina. Se llama Viktor Tomas y es el jefe de la guardia personal de Zovastina.

– Está usted bien informado -comentó Malone.

– Yo diría que el que lo está es Edwin, pero hay una cosa que no supo decirme. ¿De dónde viene ese nombre, Cotton?

– Es una larga historia. Ahora mismo tenemos que entrar en la basílica, y estoy seguro de que sabe usted por qué.

A una indicación de Michener todos se retiraron tras uno de los puestos, huyendo de la marea de transeúntes.

– Ayer llegó a nuestras manos cierta información sobre la ministra Zovastina que pasamos a Washington: quería echar un vistazo a la tumba de san Marcos, de modo que el Santo Padre pensó que tal vez Estados Unidos quisiera mirar al mismo tiempo.

– ¿Podemos irnos? -insistió Cassiopeia.

– Es usted muy nerviosa, ¿no? -observó Michener.

– Sólo quiero irme.

– Lleva un arco y flechas.

– A usted no hay quien le engañe, ¿eh?

Michener pasó por alto el comentario y miró a Malone.

– ¿Se va a descontrolar esto?

– No más de lo que ya lo está.

Michener apuntó hacia la plaza.

– Como el hombre al que mataron ahí antes.

– Y en Torcello hay un museo en llamas -añadió Malone justo cuando notó vibrar el móvil.

Rescató el teléfono del bolsillo, comprobó la pantalla -Henrik de nuevo- y descolgó.

– Enviarle un arco con flechas no fue buena idea.

– No tenía elección -repuso Thorvaldsen-. He de hablar con ella, ¿está contigo?

– Sí.

Le entregó el móvil a Cassiopeia y ella se apartó.

Cassiopeia se pegó el teléfono a la oreja, la mano temblorosa. -Escúchame bien -le dijo al oído el danés-. Hay algo que debes saber.

– Esto es un caos -le confesó Malone a Stephanie.

– Y empeora por momentos.

Él observaba a Cassiopeia, de espaldas a ellos, aferrada al móvil.

– Está hecha un lío -aseguró él.

– Creo que todos nosotros hemos pasado por eso -apuntó Stephanie.

Malone sonrió al oír la verdad.

Cassiopeia colgó, volvió con ellos y le devolvió el teléfono a Malone.

– ¿Has recibido tus órdenes? -preguntó éste.

– Algo así.

Malone se dirigió a Michener.

– Ya ve con lo que tengo que lidiar, así que espero que me cuente algo de provecho.

– Zovastina y Viktor están en el presbiterio de la basílica.

– Me vale.

– Pero tengo que hablar con usted en privado -le dijo el sacerdote a Stephanie-. Se trata de una información que Edwin me pidió que le transmitiera.

– Preferiría ir con ellos.

– Aseguró que era vital.

– Hazlo -pidió Malone-. Nosotros nos ocuparemos de los de ahí dentro.

Zovastina se aproximó al altar y se agachó.

Uno de los sacerdotes había dejado una barra de luz en el suelo. La ministra le indicó a Viktor que se arrodillara a su lado.

– Di a los otros dos que recorran la iglesia, sobre todo la parte de arriba. Quiero asegurarme de que nadie nos vigila.

Viktor despachó a los guardaespaldas y regresó a su lado.

Ella cogió la barra y, conteniendo la respiración, iluminó el interior del sarcófago de piedra. Había imaginado ese instante desde que Ely Lund le confió la posibilidad. ¿Sería ése el impostor? ¿Habría dejado Ptolomeo una pista que la condujese hasta donde yacía Alejandro Magno? Ese lugar lejano, «en las montañas, donde los escitas le mostraron a Alejandro la vida». La vida en forma de bebedizo. Ella recordó lo que el historiador personal de Alejandro había escrito en uno de los manuscritos que Ely descubrió: «El cuello del hombre se había hinchado de tal modo que apenas podía tragar saliva, como si tuviese piedras en la garganta, y su boca vomitaba líquido con cada espiración. Tenía el cuerpo lleno de heridas y en sus músculos no quedaba un soplo de fuerza. La respiración era fatigosa.» Sin embargo, el bebedizo lo había curado en un día. Los científicos de su laboratorio biológico creían que los síntomas eran virales. ¿Cabía la posibilidad de que la naturaleza, que tantos agresores generaba, también ofreciera la forma de detenerlos?

Sin embargo, en el pétreo ataúd no había ningún resto momificado.

Lo que vio fue una fina caja de madera, de medio metro cuadrado, ricamente decorada, con dos asas de latón. La decepción le oprimió el estómago, pero Zovastina supo disimularla en el acto y ordenó:

– Sácala.

Viktor metió las manos bajo la tapa de piedra suspendida, cogió el ornado receptáculo y lo depositó en el piso de mármol.

¿Qué esperaba? Cualquier momia tendría al menos dos mil años de antigüedad. Era cierto que los embalsamadores egipcios conocían su oficio, y momias de la misma edad e incluso más habían sobrevivido intactas, pero ésas habían permanecido durante siglos en sus respectivas tumbas sin que nadie las molestara, no se habían paseado por medio mundo sin ton ni son, y desde luego no habían desaparecido novecientos años. Ely Lund estaba convencido de que el enigma de Ptolomeo era auténtico, así como lo estaba de que los venecianos habían partido de Alejandría en 828 no con el cuerpo de san Marcos, sino con los restos de otro, quizá incluso con el cuerpo que descansó en el Soma durante seiscientos años, el venerado e idolatrado Alejandro Magno.

– Ábrela.

Viktor retiró las hembrillas y levantó la tapa. La caja estaba forrada de desvaído terciopelo rojo, y dentro había un rebujo de la frágil tela. Tras quitarla con cuidado, Zovastina encontró unos dientes, un omóplato, un fémur, parte de un cráneo y cenizas.

Cerró los ojos.

– ¿Qué esperaba? -inquirió una voz desconocida.

CINCUENTA Y UNO

Samarcanda

Vincenti sopesó la respuesta que le había dado Karyn Walde a su pregunta e inquirió:

– ¿Qué estaría dispuesta a hacer a cambio de vivir?

– No puedo hacer gran cosa, míreme. Y ni siquiera sé cómo se llama usted.

Esa mujer había sido una manipuladora toda su vida, e incluso en esas circunstancias todavía era capaz de serlo.

– Enrico Vincenti.

– ¿Italiano? No lo parece.

– Me gustaba el nombre.

Ella sonrió.

– Tengo la sensación, Enrico Vincenti, de que usted y yo somos muy parecidos.

Vincenti estaba de acuerdo. Tenía dos nombres, numerosos intereses y una sola ambición.

– ¿Qué sabe usted del VIH?

– Sólo que me está matando.

– ¿Sabía que existe desde hace millones de años? Lo cual es increíble, teniendo en cuenta que ni siquiera está vivo. No es más que ácido ribonucleico, ARN, rodeado de una capa protectora de proteínas.

– ¿Acaso es usted científico?

– Pues, a decir verdad, sí. ¿Sabía que el VIH carece de estructura celular? No es capaz de generar ni gota de energía. La única característica de un organismo vivo que presenta es la capacidad de reproducirse. Pero hasta eso requiere material genético de un huésped.

– ¿Como yo?

– Me temo que sí. Hay alrededor de un millar de virus conocidos, aunque cada día se descubren otros nuevos. Aproximadamente la mitad viven en plantas; el resto, en animales. El VIH pertenece a esta última clase, pero es único, magnífico.

Vio la mirada de perplejidad en el arrugado rostro de ella.

– ¿No quiere saber qué la está matando?

– ¿Acaso importa?

– Lo cierto es que podría, y mucho.

– Entonces, mi nuevo amigo, que ha venido a hacer sabe Dios qué, continúe, por favor.

Vincenti valoró su actitud.

– El VIH es especial porque puede sustituir el material genético de otra célula por el propio, por eso se le llama retrovirus. Se pega a la célula y la convierte en un duplicado suyo. Es un ladrón que le roba a otra célula su identidad. -Hizo una pausa para que la metáfora calara-. Doscientas mil células de VIH juntas apenas resultarían visibles al ojo humano. Es extremadamente resistente, casi indestructible, pero necesita una mezcla precisa de proteínas, sales, azúcares y, lo más importante, el pH exacto para vivir. Demasiado de uno, demasiado poco de otro y -chasqueó los dedos- muere.

– Me figuro que ahí es donde entro yo.

– Así es. Mamíferos de sangre caliente. Sus cuerpos son perfectos para el VIH. Tejido cerebral, líquido cerebroespinal, médula ósea, leche materna, células del cuello del útero, fluido seminal, membranas mucosas, secreciones vaginales: todo ello puede albergarlo. La sangre y la linfa, no obstante, son sus lugares preferidos. Al igual que usted, señorita Walde -observó-, el virus sólo quiere sobrevivir.

Miró el reloj de la mesilla. O'Conner y los otros dos hombres montaban guardia fuera. Había decidido mantener esa charla allí porque nadie los molestaría. Kamil Revin le había contado que los guardas de la casa cambiaban todas las semanas. Ninguno de los miembros del Batallón Sagrado desempeñaba ese cometido, de forma que, a menos que tocara cambio de turno, nadie prestaba mucha atención al lugar. Otra de las numerosas obsesiones de Zovastina.

– Ahora viene lo interesante -anunció Vincenti-. El VIH ni siquiera debería ser capaz de vivir en su interior; por su sangre corren demasiadas células defensivas. Sin embargo, ha adoptado una refinada forma de guerra de guerrillas microscópica y juega al escondite con sus glóbulos blancos. Ha aprendido a ocultarse en un sitio en el que éstos ni siquiera se plantearían mirar. -Dejó la frase en el aire un momento y añadió-: En los ganglios linfáticos, abultamientos del tamaño de un guisante diseminados por todo el cuerpo. Actúan de filtros, atrapando intrusos confiados para que los glóbulos blancos puedan destruirlos. Los ganglios son el cubil de su sistema inmunológico, el último lugar en el que debería esconderse un retrovirus, y sin embargo han resultado ser el escondrijo perfecto. Asombroso, la verdad. El VIH ha aprendido a duplicar el revestimiento proteínico que el sistema inmunológico produce de manera natural en el interior de los ganglios linfáticos. Así, inadvertido, en las mismísimas narices del sistema inmunológico, vive pacientemente transformando las células de los ganglios linfáticos de enemigos que combaten la infección en duplicados suyos. Lo hace durante años hasta que los ganglios se hinchan, se deterioran y el flujo sanguíneo se inunda de VIH, lo que explica por qué se tarda tanto en detectar el virus en la sangre una vez que se produce la infección.

En su cerebro bullía el pensamiento analítico del científico que fue durante muchos años. Ahora, sin embargo, era un empresario internacional, un manipulador, como Karyn Walde, que estaba a punto de protagonizar la mayor manipulación de todas.

– Y, ¿sabe lo que es más asombroso aún? -preguntó-. Cada réplica de una célula por parte del VIH es individual. Así que cuando los ganglios linfáticos se colapsan, en lugar de un invasor hay miles de millones de invasores distintos, un ejército de retrovirus diferentes corriendo libremente por su sangre. Su sistema inmunológico reacciona, como se supone que ha de hacer, pero se ve obligado a generar nuevos glóbulos blancos distintos para combatir cada tipo de virus. Lo cual es imposible. Y, por si eso no fuera poco, todas las variantes del retrovirus pueden destruir los glóbulos blancos. Las probabilidades son de miles de millones contra uno; los resultados, de todo menos inevitables: usted es la prueba viviente de ello.

– Seguro que no ha venido solamente a darme una clase de ciencia.

– He venido a ver si quería usted vivir.

– A menos que sea usted un ángel o el mismísimo Dios, eso es imposible.

– Ése es precisamente el quid. El VIH no es capaz de matar a nadie, pero sí lo deja a uno indefenso cuando otro virus, bacteria, hongo o parásito entra en el torrente sanguíneo en busca de un hogar: no hay bastantes glóbulos blancos para limpiar el torrente. De manera que la cuestión es: ¿qué infección le causará la muerte?

– ¿Y si se va a la mierda y me deja morir en paz?

Karyn Walde sin duda era una mujer amargada, pero hablar con ella le había hecho soñar. Se imaginaba dirigiéndose a la prensa, los periodistas pendientes de cada una de sus palabras, convirtiéndose de la noche a la mañana en una autoridad reconocida en el mundo entero. En su mente vio libros, derechos de películas, especiales en la televisión, charlas, premios. Con toda seguridad el Albert Lasker, la Medalla Nacional de la Ciencia, tal vez incluso el Nobel. ¿Por qué no?

Sin embargo, todo ello dependía de la decisión que estaba a punto de tomar.

Clavó la vista en aquel despojo humano; sólo sus ojos parecían vivos.

A continuación cogió la jeringa que colgaba del catéter.

– ¿Qué es eso? -se interesó ella al ver el líquido transparente que contenía la jeringuilla.

Él no contestó.

– ¿Qué está haciendo?

Vincenti presionó el émbolo y vació el contenido de la jeringa en el fluido intravenoso.

Ella intentó levantarse, pero el esfuerzo resultó inútil. Se desplomó en la cama, las pupilas desorbitadas. Vincenti vio cómo sus párpados se tornaban pesados y su respiración se ralentizaba. Su cuerpo se relajó, sus ojos se cerraron.

Y no volvieron a abrirse.

CINCUENTA Y DOS

Venecia

Zovastina se levantó y se encaró con el intruso. Era bajo, contrahecho, de pelo y cejas abundantes, y hablaba con una voz madura y quebradiza. Las arrugas, las mejillas chupadas, el cabello erizado y las manos venosas eran todos rasgos indicativos de la edad.

– ¿Quién es usted? -demandó ella.

– Henrik Thorvaldsen.

La ministra lo conocía: era uno de los hombres más ricos de Europa, danés. Pero ¿qué estaba haciendo allí?

Viktor reaccionó en el acto y levantó la pistola. Ella extendió una mano y lo contuvo, sus ojos diciendo: vamos a ver qué quiere.

– He oído hablar de usted.

– Y yo de usted. De burócrata soviética a forjadora de naciones. Todo un logro.

Zovastina no estaba de humor para cumplidos.

– ¿Qué está haciendo aquí?

Thorvaldsen se acercó a la caja de madera.

– ¿De verdad pensaba que Alejandro Magno se encontraba ahí?

El tipo sabía de qué iba aquello.

– «Y tú, aventurero, ya que mi voz inmortal, aunque lejana, inunda tus oídos, escucha mis palabras. Navega hasta la capital que fundó el padre de Alejandro, donde los sabios montan guardia. Toca lo más íntimo de la ilusión dorada. Divide el fénix. La vida proporciona la medida de la verdadera tumba. Pero sé cauteloso, pues sólo dispondrás de una oportunidad.»

Zovastina hizo un esfuerzo por disimular su sorpresa al oír el recitado del danés.

Sin duda sabía de qué iba aquello.

– ¿Cree que es la única que está al tanto? -le preguntó él-. ¿Tan presuntuosa es?

Ella agarró la pistola de Viktor y apuntó a Thorvaldsen. -Lo bastante para matarlo.

Malone estaba preocupado. Él y Cassiopeia se encontraban quince metros más arriba y a una distancia de tres cuartas partes de un campo de fútbol de donde Thorvaldsen desafiaba a Irina Zovas

tina mientras Viktor miraba. Michener los había introducido en la basílica por el atrio oeste y acompañado hasta una empinada escalera. En lo alto, los muros, los arcos y las cúpulas reflejaban la arquitectura de debajo, pero en lugar de una imponente fachada de mármol y mosaicos centelleantes, el museo y la tienda de regalos de la parte superior de la basílica sólo estaban revestidos de paredes de ladrillo.

– ¿Qué demonios está haciendo aquí? -musitó Malone-. Acaba de llamarte cuando estábamos fuera.

Se hallaban agazapados detrás de una balaustrada de piedra, al otro lado de la cual se disfrutaba de una vista panorámica de las inmensas cúpulas abovedadas, cada una de ellas descansando su peso sobre macizos pilares de mármol. Los mosaicos dorados del techo resplandecían gracias a la luz incandescente, el piso de mármol y las oscuras capillas laterales sumidas en distintas tonalidades de negro y gris. El presbiterio, al otro extremo, donde se encontraba Thorvaldsen, parecía un claro escenario en un teatro lóbrego.

– ¿No piensas responderme?

Cassiopeia guardaba silencio.

– Empiezo a estar hasta las narices de vosotros dos.

– Te dije que te fueras.

– Puede que Henrik esté abarcando demasiado.

– Zovastina no le va a disparar. Al menos, no hasta que sepa a qué ha venido.

– Y, ¿a qué ha venido?

Más silencio.

Tenían que cambiar de sitio.

– ¿Y si nos colocamos ahí?

Malone señaló a la izquierda, al crucero norte y a otra galería desde la que se veía el presbiterio.

– El museo da la vuelta por allí. Estaremos más cerca y podremos enterarnos de lo que dicen.

Ella señaló a la derecha.

– Yo iré por ahí. Seguro que desde aquí se puede llegar al crucero sur. Así estaremos uno a cada lado.

El corazón de Viktor iba a mil por hora. Primero la mujer y ahora el presunto propietario del museo. Seguro que el otro tipo también estaba vivo. Y probablemente cerca. Sin embargo, se percató de que Thorvaldsen no le prestaba atención.

Ni la menor señal de que lo reconociera.

Zovastina observaba al danés a través de la mira del arma.

– Soy consciente de que usted es pagana -dijo él tranquilamente-, pero ¿me pegaría un tiro aquí, en el altar de una iglesia cristiana?

– ¿Cómo es que conoce el enigma de Ptolomeo?

– Ely me habló de él.

Ella bajó la pistola e intentó calar al intruso.

– ¿De qué lo conocía?

– Él y mi hijo eran amigos. Desde pequeños.

– ¿Por qué ha venido?

– ¿Por qué es importante encontrar la tumba de Alejandro Magno?

– ¿Hay alguna razón por la que deba hablar de eso con usted?

– Veamos si puedo darle alguna. En la actualidad, posee casi treinta zoonosis que ha reunido a partir de distintos animales exóticos, muchos de los cuales ha robado de zoos y otras entidades privadas. Tiene al menos dos laboratorios de armas biológicas a su disposición, uno dependiente de su gobierno y el otro de Philogen Pharmaceutique, una sociedad anónima controlada por un hombre llamado Enrico Vincenti. Ustedes dos, además, son miembros de la Liga Veneciana. ¿Voy bien?

– Todavía respira, ¿no?

Thorvaldsen sonrió con aparente satisfacción.

– Cosa que le agradezco. También tiene un formidable ejército, con casi un millón de soldados, ciento treinta cazas, diversos transportes y aviones de apoyo, bases apropiadas y una excelente red de comunicaciones. Todo lo que querría un déspota ambicioso.

A ella no le hacía gracia que Viktor estuviera escuchando, pero tenía que oír más a toda costa, de manera que se volvió hacia él y le ordenó:

– Averigua qué hacen los otros dos y asegúrate de que estamos solos.

¿Los otros dos?

Malone oyó las palabras cuando se situaba tras otro antepecho de piedra, éste sobre el presbiterio, a menos de cincuenta metros por encima de Thorvaldsen y Zovastina. Cassiopeia se encontraba más o menos a la misma distancia al otro lado de la nave, en el crucero sur, en idéntica posición elevada.

No la veía, pero esperaba que hubiese oído aquello.

Cuando Viktor se hubo marchado, Zovastina lanzó una mirada iracunda a Thorvaldsen.

– ¿Pasa algo porque quiera defender mi nación?

– «No os convirtáis en presa y botín de los enemigos. Que pronto arrasarán éstos vuestra ciudad buena para vivir.»

– Lo que le dice Sarpedón a Héctor en la Ilíada. Se ha informado sobre mí. Permita que yo aporte otra cita: «No careceremos de valor en la medida que nuestras fuerzas nos asistan.»

– Usted no tiene intención de defender nada; está preparando un ataque. Esas zoonosis son ofensivas. Irán, Afganistán, Pakistán, la India. Sólo hubo un hombre que los conquistó: Alejandro Magno. Pero sólo pudo conservar ese territorio un puñado de años. Desde entonces, otros conquistadores lo han intentado, en vano. Hasta los norteamericanos probaron suerte con Iraq. Pero usted, ministra, usted pretende vencerlos a todos.

Zovastina tenía una fuga, y enorme. Debía volver a casa y resolver el problema.

– Quiere hacer lo que hizo Alejandro, pero al revés. En lugar de que Occidente conquiste Oriente, esta vez será Oriente quien domine. Pretende apoderarse de todos sus vecinos, y encima cree que Occidente se lo permitirá, pensando que usted será su amiga. Pero su idea no es detenerse ahí, ¿eh? También quiere hacerse con Oriente Próximo y Arabia. Usted tiene petróleo, abunda en el antiguo Kazajistán, pero vende barato la mayor parte a Rusia y Europa, así que desea contar con una nueva fuente, una que le proporcione mayor poder incluso en el mundo entero. Sus zoonosis podrían lograrlo. Con ellas podría aniquilar una nación en cuestión de días, doblegarla. Para empezar, ninguno de sus posibles Estados-víctima es muy ducho en el arte de la guerra, y cuando sus gérmenes hayan terminado su labor, estarán indefensos.

Ella todavía empuñaba el arma.

– Occidente debería agradecer el cambio.

– Preferimos lo malo conocido. Y, a diferencia de lo que creen todos esos Estados árabes, Occidente no es su enemigo.

Malone escuchaba atentamente. Thorvaldsen no era tonto, así que estaba desafiando a Zovastina por algún motivo. El hecho en sí de que el danés estuviera allí era de lo más raro. El último viaje que había hecho había sido a Austria, el otoño anterior. Y ahí estaba ahora, en una basílica italiana en mitad de la noche, pinchando a una déspota armada.

Había visto salir a Viktor del presbiterio y meterse en el crucero sur, debajo de donde se encontraba Cassiopeia. Su mayor preocupación era una escalera abierta que quedaba a unos cinco metros y bajaba a la nave. Si la había a ese lado, en el crucero norte, seguro que había otra en el lado sur, ya que a los constructores medievales, más que cualquier otra cosa, les encantaba la simetría.

Estaba rodeado de más muros de mampostería desnudos además de objetos de arte, tapices, encajes y cuadros, la mayoría en vitrinas de cristal o en mesas.

Una sombra apareció en la iluminada escalera y bailoteó por las paredes de mármol, agrandándose cada vez más: uno de los guardaespaldas de Zovastina.

Subía a la segunda planta.

E iba directo hacia él.

CINCUENTA Y TRES

Stephanie siguió a monseñor Michener por los corredores de los despachos de la diócesis hasta llegar a un cubículo anodino donde aguardaba Edwin Davis, sentado bajo un retrato enmarcado del papa.

– ¿Todavía quieres pegarme esa patada en el culo? -preguntó Davis.

Ella estaba demasiado cansada para discutir.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– Intentando detener una guerra.

A ella no le apetecía oírlo.

– ¿Te das cuenta de que en esa iglesia podría liarse?

– Ésa es precisamente la razón de que no estés allí.

Entonces cayó en la cuenta.

– Malone y Cassiopeia son prescindibles.

– Algo por el estilo. No sabemos de lo que es capaz Zovastina, pero yo no quería que se viera implicada la directora de Magellan Billet.

Stephanie dio media vuelta para marcharse.

– Yo en tu lugar no me iría -la advirtió Davis.

– Que te den, Edwin.

Michener le impedía el paso en la puerta.

– ¿Forma usted parte de este disparate? -quiso saber ella.

– Como le dije fuera, nos tropezamos con algo y lo pasamos allí donde creíamos que despertaría interés. Irina Zovastina supone una amenaza para el mundo.

– Planea desencadenar una guerra -explicó Davis-. Morirán millones de personas, y ella está casi lista.

Stephanie retrocedió.

– ¿Y se arriesgó a venir tranquilamente a Venecia para echarle un vistazo a un cadáver de dos mil años de antigüedad? ¿Qué está haciendo aquí?

– Probablemente enfadándose -apuntó Michener.

Ella vio el brillo en sus ojos.

– ¿La ha engañado?

El sacerdote negó con la cabeza.

– Lo ha hecho ella sola.

– Alguien va a recibir un balazo ahí dentro. Cassiopeia ha sobrepasado su límite. ¿No cree que un tiroteo llamaría la atención de toda esa policía que anda por la plaza?

– Los muros de la basílica tienen varios metros de grosor -replicó Michener-. La insonorización es perfecta. Nadie los molestará.

– Stephanie, no estamos seguros de por qué se ha arriesgado a venir Zovastina -intervino Davis-, pero a todas luces es importante. Pensamos que, dado que estaba tan decidida, la complaceríamos.

– Ya lo pillo: hacerla salir de su terreno para que se meta en el nuestro. Pero no tienes derecho a poner en peligro a Malone y a Cassiopeia.

– Venga ya, eso no ha sido cosa mía. Cassiopeia ya estaba involucrada, junto con Henrik Thorvaldsen, que, dicho sea de paso, fue quien te enredó a ti. En cuanto a Malone, ya es mayorcito y puede hacer lo que le venga en gana. Está aquí porque quiere.

– Andas a la caza de información, con la esperanza de averiguar algo.

– Y estamos utilizando el único cebo que tenemos. Fue ella quien quiso echarle un vistazo a esa tumba.

Stephanie estaba perpleja.

– Parece que conocéis su plan en líneas generales. ¿A qué esperáis? Id por ella, bombardead sus instalaciones, encerradla, presionadla políticamente.

– No es tan sencillo. Nuestra información es incompleta y carecemos de pruebas concretas. Está claro que no es algo que ella pueda negar sin más. Las armas biológicas no se pueden bombardear, y, por desgracia, no lo sabemos todo. Por eso necesitamos a Malone y al resto, para que nos saquen las castañas del fuego.

– Edwin, no conoces a Cotton. No le gusta que jueguen con él.

– Sabemos que Naomi Johns está muerta.

Se lo había guardado para cuando llegara el momento adecuado, y a ella las palabras le cayeron como un puñetazo en el estómago.

– La metieron en un ataúd con otro hombre, un matón de poca monta de Florencia. Ella tenía el cuello roto y él una bala en la cabeza.

– ¿Vincenti? -preguntó ella.

Davis asintió.

– Que también se ha puesto en marcha: salió esta tarde rumbo a la Federación de Asia Central. Una visita no programada.

Ella vio que Davis todavía sabía más cosas.

– Ha secuestrado a una mujer de la que Irina Zovastina cuida desde el año pasado, una mujer con la que mantuvo relaciones.

– ¿Zovastina es lesbiana?

– ¿No sería un bombazo para su Asamblea del Pueblo? Ella y esa mujer estuvieron juntas bastante tiempo, pero su antigua amante se muere de sida, y por lo visto a Vincenti le es de utilidad.

– Y, ¿existe algún motivo por el que se permite a Vincenti hacer lo que quiera que esté haciendo?

– Ése también trama algo, y va más allá de proveer a Zovastina de gérmenes y antígenos y más allá de proporcionar a la Liga Veneciana un paraíso para sus actividades comerciales. Queremos saber de qué se trata.

Stephanie tenía que irse.

Justo entonces, otro sacerdote apareció en la puerta del despacho y anunció:

– Acabamos de oír un disparo en la basílica.

Malone se metió tras una de las vitrinas cuando el pistolero abrió fuego. Había intentado esconderse antes de que el otro llegara a lo alto de la escalera, pero al parecer su movimiento no pasó inadvertido y propició el ataque.

La bala se estrelló contra una de las mesas que exhibían tejidos medievales. El contrachapado desvió el proyectil y concedió a Malone el instante que necesitaba para escabullirse entre las sombras. El disparo resonó en la basílica y, sin duda, habría llamado la atención de todo el mundo.

Avanzó como pudo por la resbaladiza madera y se refugió detrás de una gran colección de tablas y manuscritos iluminados.

Con el arma a punto.

Tenía que conseguir que el otro se acercara más.

Cosa que no pareció suponer ningún problema: oyó unos pasos que se aproximaban.

Zovastina oyó el disparo procedente de arriba, del crucero norte. Percibió un movimiento a su derecha, al otro lado de la balaustrada de piedra, y vio la cabeza de uno de sus guardaespaldas.

– No he venido solo -aseguró Thorvaldsen.

Ella seguía apuntando al danés.

– San Marcos está atestada de policía. Le va a costar bastante marcharse. Es una jefa de Estado en un país extranjero: ¿de veras piensa dispararme? -Hizo una pausa-. ¿Qué haría Alejandro?

Zovastina no supo si hablaba en serio o si se estaba mostrando condescendiente, pero conocía la respuesta:

– Lo mataría.

Thorvaldsen cambió de posición y se situó a la izquierda de ella.

– No estoy de acuerdo. Era un gran estratega, y listo. El nudo gordiano, por ejemplo.

La ministra gritó:

– ¿Qué está pasando ahí arriba?

Pero su hombre no contestó.

– En la aldea de Gordio -contaba el danés-, el complicado nudo atado al carro. Nadie podía deshacerlo, un obstáculo que Alejandro venció cortando sin más la cuerda con su espada y desatando el nudo a continuación. Una solución simple para un problema complejo.

– Habla usted demasiado.

– Alejandro no permitió que la confusión afectara a su raciocinio.

– ¡Viktor! -exclamó ella.

– Naturalmente, hay numerosas versiones de esa historia -prosiguió Thorvaldsen-. Según una de ellas, Alejandro retiró la lanza que iba unida a la yunta del carro, cogió los extremos de la cuerda y deshizo el nudo. Así que, ¿quién sabe?

Zovastina estaba harta de los desvaríos de aquel tipo.

Jefa de Estado o no, apretó el gatillo.

CINCUENTA Y CUATRO

Samarcanda

Vincenti recordaba los primeros síntomas de que existía un problema. En un principio la enfermedad tenía todas las características de un resfriado; luego creyó que era gripe, pero pronto se hicieron patentes todos los efectos de una invasión viral.

Un caso de contaminación.

– ¿Voy a morir? -gritó Charlie Easton desde el catre-. Quiero saberlo, maldita sea, dímelo.

Enjugó la empapada frente de Easton con un paño húmedo, como llevaba haciendo durante la última hora, y replicó en voz baja:

– Tienes que calmarte.

– Déjate de gilipolleces. Es el fin, ¿no?

Habían trabajado codo con codo durante tres años. No tenía sentido contestar con evasivas.

– No puedo hacer nada.

– Mierda, lo sabía. Tienes que pedir ayuda.

– Sabes que no puedo.

La remota ubicación del centro había sido elegida por los iraquíes y los soviéticos con sumo cuidado. El secreto era primordial, y el precio de ese secreto, funesto cuando se producía un error. Y un error era exactamente lo que se había producido.

Easton sacudía el catre con sus aprisionados brazos y piernas.

– Corta estas malditas cuerdas, déjame salir de aquí.

Había atado al idiota al saber que sus opciones eran limitadas.

– No podemos irnos.

– Que les den a las normas y que te den a ti. ¡Corta estas malditas cuerdas!

El cuerpo de Easton se agarrotó, su respiración se tornó fatigosa y por último sucumbió a la fiebre y perdió el conocimiento.

Por fin.

Vincenti se apartó del catre y cogió una libreta que había empezado hacía tres semanas, en la primera página el nombre de su compañero. En ella había anotado un cambio progresivo del color de la piel: de normal a amarilla y a un tono ceniciento tal que el hombre parecía muerto. Había registrado una increíble pérdida de peso, unos veinte kilos en total, casi cinco en un período de tan sólo dos días, la ingesta reduciéndose a un trago de agua tibia de vez en cuando y unos sorbitos de caldo.

Y la fiebre.

Unos furiosos 39,4°C constantemente, a veces más, el agua escapando más aprisa de lo que se podía reponer, el cuerpo literalmente evaporándose ante sus ojos. Durante años habían utilizado animales para sus experimentos, Bagdad les proporcionaba infinidad de gibones, babuinos, monos verdes, roedores y reptiles. Pero allí, por vez primera, se podían medir con precisión los efectos en un ser humano.

Clavó la mirada en su compañero. El pecho de Easton subía con unas respiraciones cada vez más laboriosas, la mucosidad dejándose oír en la garganta, el sudor corriendo por la piel como gotas de lluvia. Apuntó todas sus observaciones en el diario y se guardó el bolígrafo.

Se levantó y se frotó las gomosas piernas para desentumecerlas. Después salió pesadamente a una noche fría y despejada. Se preguntó cuánto más aguantarían los deteriorados tejidos de Easton.

Lo que planteaba el problema de qué hacer con el cuerpo.

No existía protocolo alguno que contemplara esa clase de emergencia, así que tendría que improvisar. Por suerte, los que habían construido el centro habían tenido el detalle de incluir un incinerador para deshacerse de los animales que se empleaban en los experimentos. Pero para conseguir que el homo funcionara con algo tan grande como un cuerpo humano habría que recurrir al ingenio.

– ¡Veo ángeles, están aquí, alrededor! -chilló Easton desde el catre.

Vincenti volvió dentro.

Ahora Easton había perdido la vista. Él no estaba seguro de si habría sido la fiebre o una infección secundaria la que le había destrozado la retina.

– Ha venido Dios, lo veo.

– Claro, Charlie, seguro.

Le tomó el pulso. La sangre corría a toda prisa por la carótida. Escuchó su corazón, que latía como un tambor, y comprobó la tensión arterial: a punto de colapsarse. La temperatura corporal seguía siendo de 39,4°C.

– ¿Qué le digo a Dios? -inquirió Easton.

Él miró a su compañero y replicó:

– Hola.

Acercó una silla y vio cómo la muerte se apoderaba de él. El final acaeció veinte minutos más tarde y no pareció violento ni doloroso. Tan sólo una última inspiración, profunda, larga. Sin contrapartida.

Anotó el día y la hora en el diario y a continuación extrajo sangre y tomó una muestra de tejido. Luego enrolló el fino colchón y las sucias sábanas alrededor del cuerpo y llevó el apestoso fardo afuera, a un cobertizo contiguo. Allí ya había dispuesto un escalpelo, afilado al máximo, y un serrucho de cirujano. Se enfundó unos gruesos guantes de goma y separó las piernas del torso. La demacrada carne se cortaba con facilidad, los huesos eran quebradizos, los músculos afectados ofrecían la resistencia del pollo hervido. Amputó ambos brazos y arrojó los cuatro miembros al incinerador, observando sin emoción alguna cómo eran pasto de las llamas. Ya sin extremidades, el torso y la cabeza entraron con facilidad por la puerta de hierro. Acto seguido troceó el ensangrentado colchón y lo introdujo a toda prisa, junto con las sábanas y los guantes, en el horno.

Cerró la portezuela y se fue.

Listo. Por fin.

Se sentó en el pedregoso suelo a contemplar la noche. Contra él telón de fondo añil de un firmamento montañoso, recortándose como una sombra más oscura aún, se erguía él tiro de ladrillo del incinerador. El humo ascendía arrastrando consigo el hedor a carne humana.

Se tendió y se entregó al sueño con gusto.

Vincenti recordaba ese sueño de hacía más de veinticinco años. E Iraq. Menudo infierno: caluroso y deprimente. Un lugar solitario y desolado. ¿Qué fue lo que concluyó la comisión de la ONU tras la primera guerra del Golfo? «Teniendo en cuenta su misión, las instalaciones eran absolutamente arcaicas, pero dentro del clima frenético reinante se las consideraba punteras.» Esos inspectores no estuvieron allí; él, sí. Joven y flaco, la cabeza llena de pelo e ideas. Un virólogo de primera. A él y a Easton terminaron destinándolos a un laboratorio remoto de Tayikistán, donde colaborarían con los soviéticos, que controlaban la zona, en un centro escondido en las estribaciones del Pamir.

¿Cuántos virus y bacterias habían analizado? Organismos naturales que pudiesen utilizarse como armas biológicas, algo que eliminara al enemigo y, sin embargo, preservara su infraestructura. No era preciso bombardear a la población, malgastar balas, arriesgarse a una contaminación nuclear o poner en peligro a los soldados. Un organismo microscópico podía hacer el trabajo sucio, la sencilla biología, el catalizador de una derrota segura.

Los criterios de trabajo para lo que quisiera que encontraran eran simples: los virus tenían que ser rápidos, biológicamente identificables, susceptibles de ser contenidos y, lo más importante, curables. Cientos de tipos fueron descartados solamente porque no se pudo hallar una forma factible de detenerlos. ¿De qué serviría infectar a un enemigo si no se podía proteger a la población propia? Los cuatro criterios habían de ser satisfechos antes de catalogar un espécimen. Casi veinte habían superado la prueba.

Vincenti nunca había aceptado lo que divulgó la prensa tras la Convención sobre Armas Bacteriológicas de 1972: que Estados Unidos dejaba la carrera armamentística biológica y acababa con todos sus arsenales. El ejército no desecharía décadas de investigación sólo porque un puñado de políticos decidieran unilateralmente que había que hacerlo. Él creía que al menos unos cuantos de esos organismos se hallaban almacenados en las cámaras frigoríficas de alguna institución militar anodina.

Personalmente, él había encontrado seis patógenos que reunían todos los criterios.

Pero la muestra 65-G fallaba siempre.

La descubrió en 1979, en el torrente circulatorio de los monos verdes que habían enviado para los experimentos. Por aquel entonces la ciencia convencional jamás habría reparado en ello, pero gracias a su excepcional formación en virología y al equipo especial que proporcionaban los iraquíes lo encontró: algo de aspecto extraño -esférico- repleto de ARN y enzimas. Si se exponía al aire se evaporaba, y en el agua la pared celular se venía abajo. Por el contrario, reclamaba plasma tibio y parecía extendido en todos los monos verdes con los que se tropezó.

Y, sin embargo, no parecía afectar a ninguno de los animales.

Lo de Charlie Easton, no obstante, fue otra cuestión. Maldito idiota. Uno de los monos lo había mordido hacía dos años, pero él no se lo contó a nadie hasta tres semanas antes de morir, cuando aparecieron los primeros síntomas. Una muestra de sangre confirmó que tenía la 65-G, y al final Vincenti se sirvió de la infección de Easton para estudiar los efectos del virus en los humanos, concluyendo que el organismo no era una arma biológica eficaz: demasiado impredecible, esporádico y excesivamente lento para ser un agente ofensivo eficaz.

Sacudió la cabeza.

Era increíble lo ignorante que había sido.

Un milagro que hubiera sobrevivido.

Se hallaba de nuevo en su habitación del Intercontinental mientras en Samarcanda amanecía poco a poco. Necesitaba descansar, pero el encuentro con Karyn Walde le había dado energías.

Recordó al anciano curandero.

¿Fue en 1980? ¿O en 1981?

En el Pamir, alrededor de dos semanas antes de que muriera Easton. Ya había visitado la aldea varias veces, procurando aprender cuanto pudiera. A esas alturas, el anciano sin duda habría muerto. Ya entonces su edad era bastante avanzada.

Así y todo…

El anciano correteaba descalzo por la parda ladera con la agilidad de un gato, las plantas de los pies como el cuero. A Vincenti, que iba en pos, le dolían los tobillos y los dedos incluso con las pesadas botas que llevaba. Nada era llano. Por todas partes había pedruscos que frenaban su avance, afilados, implacables. La aldea se hallaba a un kilómetro y medio de distancia, a unos trescientos metros sobre el nivel del mar, la ruta que seguía llevándolos más arriba incluso.

El hombre era un curandero tradicional, una combinación de médico de cabecera, sacerdote, adivino y hechicero. No sabía mucho inglés, pero hablaba algo de chino y turco. Era como un enano con rasgos europeos y barba hendida mongola, y vestía una especie de manta con hilos de oro y un gorro de vivos colores. En la aldea, Vincenti había observado que el hombre trataba a los lugareños con un mejunje hecho a base de raíces y plantas que administraba meticulosamente gracias a una inteligencia forjada a lo largo de décadas de ensayo y error.

– ¿Adónde vamos? -preguntó él al cabo.

– A responder a su pregunta y encontrar lo que detendrá la fiebre de su amigo.

A su alrededor, un estadio de picos blancos formaba una tribuna de cumbres vírgenes. Unas nubes que amenazaban tormenta humeaban de las cimas más altas. Sartas de hilos plateados y rojos otoñales y densas no cedas ponían la nota de color a la, por lo demás, momificada escena. A lo lejos se oía un torrente de agua.

Llegaron a un saliente y él siguió al anciano por una hendidura púrpura que se abría en la roca. Sabía por sus estudios que las montañas que lo rodeaban seguían vivas, crecían lentamente unos seis centímetros al año.

Salieron a una cavidad oval cercada por más piedra. La luz era escasa, de manera que cogió la linterna que el anciano le había instado a llevar.

En el rocoso suelo había dos pozas de unos tres metros de diámetro, en una de las cuales llamaba la atención el borboteo espumoso de la energía termal. Vincenti acercó la linterna y reparó en que eran de distinto color: la activa, de un marrón rojizo; la tranquila, verde como la espuma del mar.

– La fiebre que describe no es nueva -aseguró el anciano-. Se sabe desde hace muchas generaciones que la causan los animales.

Una de las razones por las que lo habían enviado a él allí era aprender más cosas sobre los yaks, las ovejas y los enormes osos que poblaban la región.

– ¿Cómo lo sabe?

– Observamos, pero sólo a veces superan la fiebre. Si su amigo tiene la fiebre, esto ayudará. -Señaló la poza verde, la serena superficie perturbada únicamente por algunas plantas flotantes. Parecían nenúfares, sólo que más tupidos, la flor central intentando captar unas preciadas gotas de luz en medio de aquella oscuridad-. Las hojas lo salvarán. Debe mascarlas.

Él metió la mano en el agua y se llevó dos dedos a la boca: no sabía a nada. En cierto modo esperaba notar el carbonato, que se hallaba presente en otros manantiales de la región.

El hombre se arrodilló y bebió una buena cantidad con la mano.

– Es buena -dijo risueño.

Él también bebió: tibia, como una taza de té, y dulce. Así que tomó más.

– Las hojas lo curarán.

Vincenti tenía una pregunta:

– ¿Es común esta planta?

El anciano asintió.

– Pero sólo sirven las de esta poza.

– ¿Por qué?

– No lo sé. La voluntad divina, tal vez.

Él lo dudaba.

– ¿La conocen otras aldeas? ¿Otros curanderos?

– Yo soy el único que la utiliza.

Vincenti extendió la mano y atrajo hacia sí una de las vainas para estudiar su biología: era una traqueofita, las hojas peltadas unidas al tallo y con una compleja red vascular. Ocho estípulas gruesas y carnosas rodeaban la base y constituían una plataforma flotante. El tejido epidérmico era verde oscuro, las paredes de la hoja llenas de glucosa. Del centro salía un pedúnculo corto que probablemente actuase de superficie fotosintética, dado el escaso espacio de la hoja. Los pétalos de la flor, suaves y blancos, se hallaban dispuestos en verticilo y no olían a nada.

Echó un vistazo debajo. Unas fibrosas raíces marrones, similares a la cola de un mapache, se extendían por el agua en busca de nutrientes. A juzgar por las apariencias, parecía una especie bien adaptada.

– ¿Cómo supo que funcionaba?

– Mi padre me lo enseñó.

Sacó la planta del agua y sostuvo la vaina en la mano. Un agua templada se escurrió entre sus dedos.

– Hay que mascar bien las hojas y tragarse el jugo.

Vincenti rompió un pedazo y se lo acercó a la boca. Miró al anciano: los alfileres de sus ojos observándolo serenos y confiados. Se metió la hoja en la boca y la masticó. Sabía amarga, acre, como el alumbre…, y a rayos, como el tabaco.

Extrajo el jugo y se lo tragó. Casi le dieron arcadas.

CINCUENTA Y CINCO

Venecia

En un primer momento Cassiopeia centró su atención en el crucero norte, al otro lado de la nave, donde alguien le estaba disparando a Malone. Tras el antepecho, que le llegaba por la cintura, distinguió la cabeza y el torso de uno de los guardaespaldas, pero no a Malone. Después vio que Zovastina disparaba su arma, el proyectil estrellándose contra el suelo de mármol a escasos centímetros de Thorvaldsen. Pero el danés se mantuvo firme y no se movió.

Luego reparó en un movimiento a su derecha: en el arco de la escalera apareció un hombre armado que, al divisarla, levantó la pistola, si bien no tuvo ocasión de abrir fuego: ella le acertó en el pecho.

El hombre retrocedió, agitando los brazos, y Cassiopeia lo remató de otro disparo certero. Al otro lado de la nave, a cuarenta metros, vio entonces que el otro guardaespaldas se adentraba más en el museo. Cogió el arco y sacó una flecha, pero se mantuvo alejada del antepecho para no ser blanco de Zovastina.

Estaba preocupada: justo antes de que surgiera el atacante, Viktor había desaparecido abajo, en el crucero. ¿Adónde habría ido?

Cassiopeia colocó el culatín de la flecha en la cuerda y empuñó el arco.

Tensó la cuerda.

El guardaespaldas aparecía y desaparecía en la tenue luz del crucero opuesto.

Malone aguardaba. Tenía el arma lista, lo único que necesitaba era que el otro avanzara unos metros más. Había conseguido retroceder hasta el panel expositor de uno de los objetos, amparándose en las sombras y procurando que sus pasos no se oyeran en el piso de madera, tres disparos efectuados en la nave encubriendo sus movimientos. Era imposible decir dónde se habían originado, ya que eleco anulaba el sentido de la orientación. Lo cierto es que no quería matar al guardaespaldas.

Por regla general, los libreros no mataban a la gente.

Sin embargo, dudaba de que fuese a tener elección.

Respiró hondo y se puso en marcha.

Zovastina clavó la vista en Henrik Thorvaldsen cuando resonaron más disparos arriba. Sus treinta minutos a solas en la basílica se habían convertido en un guirigay.

Thorvaldsen señaló la caja de madera del suelo.

– No es lo que esperaba, ¿eh?

Ella decidió ser sincera.

– Merecía la pena intentarlo.

– El enigma de Ptolomeo podría ser un camelo. La gente lleva mil quinientos años buscando los restos de Alejandro Magno en vano.

– ¿Y de verdad cree alguien que san Marcos estaba en esa caja?

Él se encogió de hombros.

– Un montón de venecianos lo. creen a pies juntillas.

Zovastina tenía que irse, de modo que gritó:

– ¡Viktor!

– ¿Algún problema, ministra? -inquirió una voz nueva.

Michener.

El sacerdote entró en el iluminado presbiterio, y ella lo apuntó con su arma.

– Me ha mentido.

Malone se deslizó hacia la izquierda mientras el guardaespaldas seguía pegado al antepecho y giraba a la derecha. Esquivó un león de madera integrado en un trono ducal tallado y se agachó detrás de un expositor de tapices que le llegaba por la cintura y lo separaba de su perseguidor.

Echó a andar de prisa, pegado al borde, con la intención de rodearlo antes de que el otro pudiera reaccionar.

Llegó al final del expositor, lo dobló y se dispuso a actuar.

Una flecha atravesó el pecho del guardaespaldas, cortándole la respiración. Vio que el hombre ponía cara de sorpresa mientras palpaba el astil. La vida lo abandonó cuando su cuerpo cayó pesadamente al suelo.

La cabeza de Malone se volvió hacia su izquierda: al otro lado de la nave se encontraba Cassiopeia con el arco en la mano, el rostro helado, sin expresión alguna. Tras ella, en lo alto del muro exterior, se erguía un rosetón oscurecido. Bajo la ventana, Viktor surgió de entre las sombras y se dirigió hacia Cassiopeia, apuntándola con una pistola.

Zovastina estaba furiosa.

– Usted sabía que en esa tumba no había nada -le espetó a Michener.

– ¿Cómo iba a saberlo? No se ha abierto en más de ciento setenta años.

– Ya puede ir diciéndole a su papa que su Iglesia no pondrá un pie en la Federación, con o sin concordato.

– Le transmitiré su mensaje.

Ella se encaró con Thorvaldsen.

– Todavía no me ha dicho qué es lo que quiere usted sacar de todo esto.

– Detenerla.

– Le va a costar lo suyo.

– No lo sé. Tendrá que abandonar la basílica, y de aquí al aeropuerto hay un buen trecho en barco.

Ella se había dado cuenta de que habían elegido la trampa a conciencia. O, para ser más exactos, le habían permitido escogerla a ella. Venecia, rodeada de agua, sin coches, autobuses ni trenes, con montones de embarcaciones lentas. Salir de allí indemne podía suponer un problema. ¿Cuánto había? ¿Una hora hasta el aeropuerto?

Además, la mirada de aplomo que le lanzaban los dos hombres que tenía a cinco metros de distancia no le resultaba en absoluto tranquilizadora.

Viktor se aproximó a la mujer que sostenía el arco, la que había matado a Rafael, la que acababa de arponear a otro de sus guardaespaldas en el crucero opuesto. Debía morir, pero comprendió que eso sería una estupidez. Había oído a Zovastina y sabía que las cosas no iban bien. Para salir de allí necesitarían un seguro, de manera que apoyó el cañón de su pistola en la nuca de ella.

La mujer no se movió.

– Debería pegarle un tiro -escupió él.

– ¿Dónde estaría la gracia?

– En empatar, por ejemplo.

– Yo diría que ya estamos empatados: Ely por su compañero.

Viktor reprimió la creciente ira que sentía y se obligó a pensar. Entonces se le ocurrió algo, una forma de recuperar el control de la situación.

– Acérquese a la balaustrada, despacio.

Ella dio tres pasos al frente.

– ¡Ministra! -exclamó él.

Más allá de su prisionera vio que Zovastina levantaba la cabeza, el arma encañonando a los dos hombres.

– Éste será nuestro pasaporte de salida -le dijo-. Un rehén.

– Excelente idea, Viktor.

– Ella no sabe la chapuza que ha hecho usted, ¿no? -le susurró la mujer.

– Morirá antes de que pueda decir nada.

– No se preocupe, no se lo diré.

Al ver el apuro en que se hallaba Cassiopeia, Malone se aproximó al antepecho y dirigió su arma al otro lado de la nave.

– Suéltela -ordenó Viktor.

Él desoyó la orden.

– Yo, en su lugar, lo haría -dijo Zovastina desde abajo, la pistola aún apuntando a Michener y Thorvaldsen-. O les pegaré un tiro a estos dos.

– ¿La ministra de la Federación de Asia Central cometiendo un asesinato en Italia? Lo dudo.

– Es verdad -admitió ella-, pero Viktor puede matar a la mujer sin más, lo cual no me supondría ningún problema a mí.

– Suéltala -le pidió Cassiopeia.

Él sabía que hacerlo sería una estupidez. Lo mejor sería ocultarse en las sombras y seguir siendo una amenaza.

– Cotton -dijo Thorvaldsen desde abajo-, haz lo que te dice Cassiopeia.

No le quedaba más remedio que confiar en que sus dos amigos supieran lo que hacían. ¿Sería un error? Probablemente, pero ya había hecho otras estupideces antes.

Dejó caer la pistola por el antepecho.

– Tráela abajo -le pidió Zovastina a Viktor-. Y usted, venga aquí -ordenó al otro hombre, el que acababa de arrojar su arma.

El interpelado no se movió.

– Por favor, Cotton -medió Thorvaldsen-, haz lo que te dice.

Después de un instante de vacilación, el hombre desapareció del antepecho.

– ¿Lo controla usted? -preguntó ella.

– No lo controla nadie.

Viktor y su prisionera entraron en el presbiterio. El otro tipo, el que recibía órdenes de Thorvaldsen, llegó poco después.

– ¿Quién es usted? -le preguntó Zovastina-. Thorvaldsen lo ha llamado Cotton.

– Me llamo Malone.

– ¿Y usted? -le preguntó a la arquera.

– Una amiga de Ely Lund.

¿Qué estaba pasando? Quería saberlo a toda costa, de manera que pensó con rapidez y señaló a la prisionera de Viktor.

– Ella viene conmigo. Será mi salvoconducto.

– Ministra -intervino Viktor-, creo que sería mejor que se quedara aquí, conmigo. Puedo retenerla hasta que usted se haya ido.

Ella negó con la cabeza y señaló a Thorvaldsen.

– Llévatelo a un lugar seguro. Cuando yo esté en el aire te llamaré para que lo sueltes. Si te da algún problema, mátalo y asegúrate de que no encuentren el cuerpo.

– Ministra, ya que soy yo el causante de todo este caos, ¿por qué no me toma a mí como rehén y deja fuera a este caballero? -propuso Michener.

– ¿Y si me lleva a mí en lugar de a ella? -sugirió Malone-. No he estado nunca en la Federación.

Zovastina miró de arriba abajo al norteamericano: alto y seguro de sí mismo, probablemente un agente. Pero ella quería ahondar más en la relación de la mujer con Ely Lund. Cualquiera que conociese a Lund lo bastante para arriesgar su vida para vengarlo merecía ser objeto de una investigación más a fondo. En cuanto a Michener…, sólo esperaba que a Viktor se le presentara la oportunidad de cargarse a ese cerdo mentiroso.

– Muy bien, curita. Usted irá con Viktor. Y usted, señor Malone, tal vez en otra ocasión.

CINCUENTA Y SEIS

Samarcanda

Vincenti se despertó.

Estaba reclinado en el cómodo asiento de piel del helicóptero, rumbo al este, alejándose de la ciudad.

El teléfono que descansaba en su regazo vibraba.

Miró la pantalla: Grant Lyndsey, científico jefe del laboratorio de China. Se introdujo un auricular en el oído y respondió a la llamada.

– Estamos listos -informó su empleado-. Zovastina tiene todos los organismos y el laboratorio ha sido transformado. Todo limpio y a punto.

Teniendo en cuenta lo que Zovastina había planeado, a él no le hacía la menor gracia que Occidente o el gobierno chino asaltaran su instalación y lo relacionaran con algo. En el proyecto sólo habían trabajado ocho científicos, Lyndsey a la cabeza, y de dicho trabajo ya no quedaba un solo vestigio.

– Paga a todo el mundo y que cada cual siga su camino. O'Conner irá a verlos y se ocupará de su jubilación. -Oyó el silencio al otro lado del teléfono-. No te preocupes, Grant. Reúne todos los datos de los ordenadores y ve a mi casa del otro lado de la frontera. Antes de actuar tendremos que esperar a ver qué hace la ministra con su arsenal.

– Saldré de inmediato.

Eso era lo que Vincenti quería oír.

– Te veré antes de que acabe el día. Tenemos cosas que hacer. Ponte en marcha.

Colgó y se acomodó de nuevo.

Su mente volvió al viejo enano de la cordillera del Pamir. Por aquel entonces Tayikistán era primitivo y hostil, la investigación médica que se había realizado se quedaba corta y apenas recibía visitantes. Por eso los iraquíes consideraron que la región era un lugar prometedor para el estudio de zoonosis desconocidas.

Dos pozas en lo alto de las montañas: una verde, la otra marrón.

Y la planta cuyas hojas había mascado.

Recordó el agua, tibia y límpida. Pero cuando alumbró con la linterna el somero líquido, recordó haber visto algo más extraño aún: dos letras talladas, una en cada piscina.

La Z y la H.

Cinceladas a partir de sendos bloques de piedra, descansando en el fondo.

Se acordó del medallón que Stephanie Nelle había querido mostrarle, uno de los varios que Irma Zovastina parecía resuelta a conseguir.

Y las diminutas letras que supuestamente había en el anverso: ZH.

¿Una coincidencia? Lo dudaba. Sabía lo que significaban las letras desde que los expertos a los que había consultado le dijeron que en griego clásico representaban el concepto de vida. Pensó que sería inteligente designar así cualquier futura cura del VIH; pero ahora ya no estaba tan seguro. Tenía la sensación de que su mundo se hundía y el anonimato del que había disfrutado se esfumaba de prisa. Los estadounidenses iban a por él, Zovastina iba a por él. Incluso la Liga Veneciana bien podría ir a por él.

Sin embargo, la suerte estaba echada.

No había vuelta atrás.

Malone miraba ora a Thorvaldsen, ora a Cassiopeia. Por lo visto, a ninguno de sus amigos le preocupaba lo más mínimo el aprieto en que se hallaban. Él y Cassiopeia podían abatir a Zovastina y a Viktor. Trató de dar a entender su intención con los ojos, pero ninguno parecía hacerle caso.

– Su papa no me asusta -le espetó Zovastina a Michener.

– Nosotros no pretendemos asustar a nadie.

– Es usted un santurrón.

Michener no respondió.

– No tiene nada que decir, ¿eh? -lo pinchó ella.

– Rezaré por usted, ministra Zovastina le escupió a los pies.

– No me hacen falta sus rezos, cura. -Le hizo un gesto a Cassiopeia-. Es hora de irnos. Deje el arco y las flechas, no va a necesitarlos.

Cassiopeia dejó en el suelo ambas cosas.

– Tome su arma -le dijo Viktor a la ministra al tiempo que se la tendía.

– Cuando estemos lejos, te llamaré. Si no tienes noticias mías dentro de tres horas, mata al cura. Y, Viktor -hizo una pausa-, asegúrate de que sufre.

Viktor y Michener salieron del presbiterio y echaron a andar por la oscura nave.

– Adelante -dijo Zovastina a Cassiopeia-. Va a comportarse, ¿no es así?

– Como si tuviera elección…

– El cura se lo agradecerá.

Cuando ambas mujeres abandonaron el presbiterio, Malone se dirigió a Thorvaldsen:

– ¿Se van a ir sin más, sin que les respondamos?

– Era preciso -repuso Stephanie mientras ella y otro hombre surgían de las sombras del crucero sur.

Stephanie hizo las presentaciones. El flaco era Edwin Davis, asesor de Seguridad Nacional, la voz de antes por teléfono. Todo en él era pulcro y reservado, desde los planchados pantalones y la tiesa camisa de algodón hasta los lustrosos y estrechos zapatos de becerro. Malone hizo caso omiso de Davis y le preguntó a Stephanie:

– ¿Por qué era preciso?

Quien contestó fue Thorvaldsen:

– No estábamos seguros de lo que iba a pasar. Sólo intentábamos hacer que pasara algo.

– ¿Querías que se llevara a Cassiopeia?

El danés negó con la cabeza.

– No, pero por lo visto ella sí. Lo vi en sus ojos, así que aproveché la oportunidad y la contenté. Por eso te pedí que soltaras el arma.

– ¿Te has vuelto loco?

Thorvaldsen se acercó más.

– Cotton, hace tres años yo presenté a Ely y a Cassiopeia.

– ¿Qué tiene eso que ver con nada?

– Cuando Ely era joven tonteó con las drogas, no fue cuidadoso con las agujas y, por desgracia, contrajo el VIH. Llevaba bien la enfermedad, tomaba varios cócteles de medicamentos, pero no las tenía todas consigo. La mayoría de los infectados acaban contrayendo el sida y muriendo. Él tuvo suerte.

Malone esperó: había más.

– Cassiopeia también es seropositiva.

¿Había oído bien?

– Una transfusión de sangre, hace diez años. Toma los fármacos sintomáticos y también lo lleva bien.

Malone estaba estupefacto, pero ahora muchos de los comentarios de su amiga cobraban sentido.

– ¿Cómo puede ser? Es tan activa, tan fuerte.

– Si se toman las medicinas a diario, es posible, siempre que el virus coopere.

Él miró a Stephanie fijamente.

– ¿Tú lo sabías?

– Edwin me lo contó antes de venir aquí. Se lo dijo Henrik. Él y Henrik nos estaban esperando. Por eso Michener me llevó aparte.

– Entonces Cassiopeia y yo éramos prescindibles, ¿no? Alguien de quien poder desligarse.

– Algo así. No teníamos idea de lo que haría Zovastina.

– Maldito hijo de puta -dijo Malone, avanzando hacia Davis.

– Cotton -medió Thorvaldsen-. Yo di mi aprobación. Enfádate conmigo.

Malone se paró en seco y clavó la mirada en su amigo.

– ¿Qué derecho tenías?

– Cuando tú y Cassiopeia abandonasteis Copenhague llamó el presidente Daniels. Me dijo lo que le había sucedido a Stephanie en Amsterdam y me preguntó qué sabíamos. Se lo conté, y él sugirió que podía ser útil aquí.

– ¿Arrastrándome a mí? ¿Por eso me mentiste con lo de que Stephanie tenía problemas?

Thorvaldsen miró a Davis.

– A decir verdad, eso también me tiene a mí algo confuso. Yo sólo te dije lo que ellos me dijeron a mí. Por lo visto, el presidente nos quería a todos dentro.

Malone se enfrentó a Davis.

– No me gusta su forma de hacer las cosas.

– Lo comprendo, pero he de hacer lo que debo.

– Cotton, no había mucho tiempo para planear esto detenidamente -arguyó Thorvaldsen-. He ido improvisando sobre la marcha.

– ¿Tú crees?

– Pero no pensaba que Zovastina fuese a cometer una estupidez aquí, en la basílica. No podía. Y la pillaríamos desprevenida. Por eso me avine a desafiarla. Naturalmente Cassiopeia era otra historia: ha matado a dos personas.

– Y a una más, en Torcello. -Se dijo a sí mismo que no debía perder el norte-. ¿De qué va todo esto?

– Una parte consiste en detener a Zovastina -respondió Stephanie-. Planea desencadenar una guerra sucia y posee los recursos necesarios para hacerlo a lo grande.

– Se puso en contacto con la Iglesia y ellos nos avisaron -añadió Davis-. Por eso estamos aquí.

– Podría habérnoslo dicho -le espetó Malone a Davis.

– No, señor Malone, no podíamos. He leído su hoja de servicios: fue un agente excelente, con una larga lista de misiones conseguidas y elogios. No me parece usted ingenuo, por lo que debería entender mejor que nadie cómo se juega a esto.

– Ésa es precisamente la cuestión -contestó él-. Que yo ya no participo en ese juego.

Se puso a caminar arriba y abajo intentando tranquilizarse. Luego se aproximó a la caja de madera abierta del suelo.

– ¿Zovastina lo arriesgó todo sólo para echarles un vistazo a estos huesos?

– Ésa es la otra parte -dijo Thorvaldsen-, la más complicada. Leíste algunas páginas del manuscrito que encontró Ely sobre Alejandro Magno y el bebedizo. Ely llegó a creer, quizá tontamente, que a juzgar por los síntomas que se describían el bebedizo tal vez pudiera actuar sobre los patógenos virales.

– ¿Como el VIH? -inquirió él.

Su amigo asintió.

– Sabemos que existen sustancias que se encuentran en la naturaleza (cortezas de árboles, plantas foliáceas, raíces) capaces de combatir las bacterias y los virus, tal vez incluso algunos tipos de cáncer. Él esperaba que ésa fuese una de ellas.

Malone recordó el manuscrito: «Presa de los remordimientos, y sintiendo que Ptolomeo era sincero, Eumenes reveló el lugar de descanso, que se hallaba muy lejos, en las montañas, donde los escitas le mostraron a Alejandro la vida.»

– Los escitas fueron quienes le dieron a conocer el bebedizo a Alejandro. Eumenes dijo que Alejandro estaba enterrado donde los escitas le mostraron la vida. -Se le ocurrió una idea y le preguntó a Stephanie-: Tú tienes uno de los medallones, ¿no?

Ella le entregó la moneda.

– De Amsterdam. Lo recuperamos después de que los hombres de Zovastina intentaron hacerse con él. Nos han dicho que es auténtico.

Él sostuvo el decadracma a contraluz.

– El guerrero oculta dos letras diminutas: ZH -explicó Stephanie-. «Vida», en griego clásico.

«A continuación, Ptolomeo me entregó un medallón de plata que mostraba a Alejandro enfrentado a los elefantes. Me dijo que había acuñado las monedas en honor a esas batallas. Asimismo me pidió que volviera cuando hubiese resuelto su enigma. Pero un mes después Ptolomeo moría.» Jerónimo de Cardia nuevamente.

Ahora lo sabía.

– Las monedas y el enigma guardan relación.

– Sin duda -convino Thorvaldsen-. Pero ¿de qué manera?

Malone no estaba dispuesto a dar explicaciones.

– Ninguno de vosotros me ha respondido: ¿por qué los habéis dejado marchar?

– Es evidente que Cassiopeia quería ir -replicó el danés-. Entre ella y yo dejamos caer suficiente información sobre Ely para intrigar a Zovastina.

– ¿Por eso la llamaste por teléfono fuera?

Su amigo asintió.

– Necesitaba información. Yo no sabía lo que iba a hacer. Tienes que entenderlo, Cotton: Cassiopeia quiere saber qué le pasó a Ely, y las respuestas están en Asia.

A él le fastidiaba esa obsesión. ¿Por qué? No estaba seguro, pero así era. Igual que el dolor de su amiga, y su enfermedad. Demasiadas cosas. Demasiadas emociones para un hombre que se esforzaba por desoírlas.

– ¿Qué piensa hacer cuando llegue a la Federación?

Thorvaldsen se encogió de hombros.

– No tengo ni idea. Zovastina sabe que estoy al tanto de su plan en líneas generales, se lo dejé bien claro, y sabe que Cassiopeia está relacionada conmigo. Aprovechará la oportunidad que le hemos dado para intentar sacarle a Cassiopeia lo que pueda…

– Antes de matarla.

– Cotton, eso es algo que Cassiopeia aceptó libremente -terció Stephanie-. Nadie le dijo que fuera.

Malone experimentó una nueva oleada de melancolía.

– No, sólo la dejamos marchar. ¿Está involucrado ese sacerdote?

– Tiene algo que hacer -contestó Davis-. Por eso se ofreció voluntario.

– Sin embargo, hay más -apuntó Thorvaldsen-. Lo que Ely descubrió, el enigma de Ptolomeo, es real. Y ahora tenemos todas las piezas para hallar la solución.

Malone señaló la caja.

– Ahí no hay nada. Es un callejón sin salida.

El danés negó con la cabeza.

– No es verdad. Esos huesos descansaron bajo nosotros, en la cripta, durante siglos antes de que los subieran aquí. -Thorvaldsen señaló el sarcófago abierto-. La primera vez que los extrajeron, en 1835, encontraron algo más. Sólo unos pocos lo saben. -Indicó el oscurecido crucero sur-. Se halla en el tesoro, desde hace mucho tiempo.

– Y querías que Zovastina se fuera para echar un vistazo, ¿no?

– Algo por el estilo. -El danés sostuvo en alto una llave-. Nuestra entrada.

– ¿Eres consciente de que a Cassiopeia se le podría ir esto de las manos?

Él asintió con vehemencia.

– Plenamente.

Malone tenía que pensar, así que miró hacia el crucero sur y preguntó:

– ¿Sabes qué hacer con lo que quiera que haya ahí?

Thorvaldsen negó con la cabeza.

– Yo no, pero contamos con alguien que tal vez sí.

Malone estaba perplejo.

– Henrik cree, y Edwin parece coincidir con él… -empezó a decir Stephanie.

– Se trata de Ely -aclaró Thorvaldsen-. Creemos que sigue vivo.

CUARTA PARTE

CINCUENTA Y SIETE

Federación de Asia Central

6.50 horas

Vincenti salió del helicóptero. El viaje desde Samarcanda había durado alrededor de una hora. Aunque había nuevas carreteras que conducían al este, atravesando el valle de Fergana, su finca estaba situada más al sur, en el antiguo Tayikistán, y la vía aérea seguía siendo la alternativa más rápida y segura.

Había escogido sus tierras con esmero, en lo alto de las montañas que se elevaban entre las nubes. Nadie había cuestionado la adquisición, ni siquiera Zovastina. Se había limitado a explicar que estaba harto del terreno llano y pantanoso de Venecia, así que había comprado doscientos acres de valles boscosos y rocosas montañas en el Pamir. Ése sería su reino, donde nadie podría verlo ni oírlo, donde estaría rodeado de sirvientes, en su elevado puesto de mando, en un paisaje que una vez fue salvaje y que ahora había sido remodelado y refinado con toques de Italia, Bizancio y China.

Había bautizado la finca con el nombre de «Attico», y durante el vuelo se dio cuenta de que la entrada principal estaba ahora coronada por un elaborado arco de piedra donde se leía ese nombre. También reparó en que se habían levantado más andamios alrededor de la casa y que las obras en el exterior avanzaban rápidamente hacia su finalización. La construcción había sido lenta pero constante, y se alegraría cuando estuviera totalmente acabada.

Se alejó de las aspas aún en movimiento del helicóptero y cruzó un jardín, situado en la ladera de una montaña, que él mismo había enseñado a cultivar, así la finca tendría un toque del paisaje de la campiña inglesa.

Peter O'Conner esperaba en las irregulares rocas de la terraza trasera.

– ¿Está todo en orden? -preguntó a su empleado.

O'Conner asintió.

– Sin problemas.

Permaneció un rato en el exterior, conteniendo el aliento. Nubes de tormenta se arremolinaban en los distantes picos orientales, hacia China. Los cuervos sobrevolaban el valle. Había orientado cuidadosamente su castillo en las alturas para sacar el máximo partido de sus espectaculares vistas. Tan distintas de Venecia. Sin molestos miasmas. Sólo aire cristalino. Le habían dicho que la primavera había sido inusualmente cálida y seca, y estaba agradecido por esa tregua.

– ¿Qué hay de Zovastina? -preguntó.

– En estos momentos, mientras hablamos, está saliendo de Italia con otra mujer; de piel morena, atractiva…, dio el nombre de Cassiopeia Vitt a las autoridades.

Esperó, consciente de que O'Conner era exhaustivo en su trabajo.

– Vitt vive en el sur de Francia. En la actualidad está financiando la reconstrucción de un castillo medieval. Un gran proyecto, y caro. Su padre poseía diversas empresas en España. Grandes corporaciones. Ella lo heredó todo.

– ¿Y qué sabemos de ella? De la persona.

– Es musulmana, pero no es practicante. Ha recibido una buena educación. Es licenciada en Ingeniería e Historia. Soltera. Treinta y ocho años. Esto es, en resumen, todo lo que he podido saber. ¿Quiere más información?

Vincenti negó con un leve movimiento de la cabeza.

– Por ahora, no. ¿Alguna pista sobre lo que está haciendo con Zovastina?

– Mi gente no sabe nada. Zovastina salió de la basílica con ella y fue directamente al aeropuerto.

– ¿Así que está regresando hacia aquí?

O'Conner asintió.

– Debería llegar dentro de cuatro o cinco horas.

Sintió que había algo más.

– Nuestros hombres, los que fueron tras Nelle… Uno fue abatido por un francotirador; el otro escapó. Parece que Nelle estaba preparada.

No le gustaba cómo sonaba eso, pero ese problema tendría que esperar. Casi había llegado a la cima; era demasiado tarde para retroceder.

Entró en la mansión.

Hacía un año que había acabado de decorarla; había invertido millones en pinturas, tapices, mobiliario y obras de arte. Pero insistió en que la comodidad no se viera sacrificada por la magnificencia, así que incluyó un teatro, confortables salones, habitaciones privadas, baños y el jardín. Por desgracia, sólo había podido disfrutar de unas pocas y preciosas semanas allí, contratando a personal de la zona que el propio O'Conner supervisaba. Con todo, «Attico» pronto sería su refugio personal, un lugar donde vivir por todo lo alto y pensar con claridad; además, se había preparado para cualquier eventualidad instalando sofisticadas alarmas, verdaderas obras maestras de los equipos de comunicación, además de una intrincada red de pasajes secretos.

Atravesó las estancias de la planta baja, que se sucedían una tras otra, decoradas al estilo francés; cada uno de sus rincones parecía tan fresco y umbrío como un atardecer de primavera. Un hermoso atrio de inspiración clásica albergaba una escalera de caracol, de mármol, que conducía al segundo piso.

Subió.

Unos frescos que representaban el avance de las ciencias liberales cubrían el techo. Esa parte de la casa le recordaba lo mejor de su posesión veneciana, aunque los parteluces de los imponentes ventanales enmarcaban paisajes alpinos en vez del Gran Canal. Su destino era la puerta de su derecha, un poco más allá del arranque de la escalera, una de las amplias habitaciones para huéspedes.

Entró en silencio. Karyn Walde aún yacía inmóvil en la cama.

O'Conner las había llevado allí, a ella y a su enfermera, desde Samarcanda, en otro helicóptero. Su brazo derecho volvía a estar conectado a un gotero intravenoso. Se acercó, cogió una de las jeringas que estaban dispuestas sobre una mesa de acero inoxidable e inyectó su contenido en uno de los dispositivos de entrada. Unos segundos después, el estimulante hizo que Walde abriera los ojos. En Samarcanda la había dejado inconsciente. Ahora necesitaba que estuviera despierta.

– Vamos -dijo-. Despierte.

Parpadeó y observó que, poco a poco, ella recuperaba la visión.

Pero volvió a cerrar los ojos.

Vincenti agarró un jarro de agua helada que había sobre la mesita de noche y le tiró su contenido a la cara.

Se despertó, sacudiéndose el agua y quitándosela de los ojos.

– Hijo de puta -espetó, incorporándose.

– Le he dicho que se despertara.

No estaba retenida; no era necesario. Su mirada inspeccionó la estancia.

– ¿Dónde estoy?

– ¿Le gusta? Es tan elegante como los lugares a los que está acostumbrada.

Ella reparó en que la luz del sol entraba a través de las ventanas y de las puertas abiertas que daban a la terraza.

– ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

– Bastante. Ya es de día.

La desorientación reapareció al comprender la realidad.

– ¿Qué está pasando?

– Quiero leerle algo. ¿Me permite?

– ¿Acaso tengo elección?

Había recuperado su sentido de la ironía.

– Realmente, no. Pero creo que valdrá la pena.

Sospeché del experimento clínico W12-23 desde el principio. Inicialmente, Vincenti sólo me asignó a mí y a él mismo para su supervisión. Fue extraño, ya que Vincenti raramente se implicaba personalmente en este tipo de cosas, en especial en un experimento con sólo doce participantes, otra razón por la que sospeché. Muchos de los experimentos que desarrollábamos tenían entre cien o mil participantes, y en una ocasión incluso más. Una muestra de sólo doce pacientes no revelaría, en principio, ningún dato importante sobre los efectos de ninguna sustancia. En particular, teniendo en cuenta el importantísimo criterio de toxicidad, por lo que se daba el peligro de que las conclusiones pudieran ser, simplemente, azarosas.

Cuando expresé estas preocupaciones a Vincenti, explicó que la toxicidad no era el objetivo de este experimento. Y eso también me pareció extraño. Pregunté acerca del agente que estaba siendo testado y Vincenti me dijo que era algo que estaba desarrollando personalmente y que tenía curiosidad por ver si los resultados del laboratorio podían reproducirse en humanos. Era consciente de que Vincenti trabajaba en proyectos clasificados a los que sólo unos pocos tenían acceso, pero en el pasado yo siempre lo había tenido. En este caso, Vincenti dejó claro que sólo él podía manipular la sustancia que estábamos probando y que se conocía como Zeta Eta.

Usando los parámetros específicos que Vincenti proporcionó, conseguimos una docena de voluntarios en varias clínicas de diversas zonas del país. No fue una tarea fácil, pues el VIH era un tema del que los iraquíes no discutían abiertamente, y la enfermedad era poco común. Finalmente, y tras ofrecerles dinero, encontré a los sujetos. Tres de ellos estaban en las primeras fases de desarrollo del VIH; llegaron con un porcentaje de glóbulos blancos que se aproximaba a mil y con un pequeño porcentaje del virus. Ninguno de ellos había mostrado ningún síntoma externo de sida. Otros cinco habían desarrollado la enfermedad y su torrente sanguíneo estaba tomado por los virus, tenían pocos glóbulos blancos y presentaban una amplia variedad de síntomas específicos. Cuatro más estaban casi moribundos, sus glóbulos blancos por debajo de cien, y presentaban claramente una variedad de infecciones secundarias; su fin sólo era cuestión de tiempo.

Una vez al día me desplazaba a la clínica, en Bagdad, y administraba, por vía intravenosa, las dosis de la sustancia en los niveles indicados por Vincenti. Al mismo tiempo, tomaba muestras de sangre y tejidos. Desde la primera inyección, los doce dieron muestras de una mejoría clara. Los recuentos de glóbulos blancos mejoraron radicalmente, y con la mejoría del sistema inmunológico, las infecciones secundarias se disiparon y sus cuerpos empezaron a combatir las distintas afecciones. Algunas, como el sarcoma de Kaposi, que habían desarrollado cinco de los doce, estaban más allá de toda cura, pero las infecciones que el sistema inmunológico podía combatir de modo efectivo empezaron a remitir al inicio del segundo día.

Al tercero, el sistema inmunológico de los doce se había repuesto. Los glóbulos blancos se habían regenerado y sus recuentos aumentaron. Volvieron a tener apetito. Recuperaron peso. La carga viral del VIH descendió casi hasta cero. Si las inyecciones hubieran continuado, no cabe duda de que todos ellos se habrían curado, al menos del VIH y del sida. Pero dejamos de administrar las inyecciones. Al cuarto día, después de que Vincenti se convenció de que la sustancia funcionaba, sustituyó el contenido de las inyecciones por suero salino. Los doce pacientes pronto recayeron. Sus recuentos de linfocitos cayeron y el VIH volvió a prevalecer. Qué era exactamente la sustancia que se estaba probando sigue siendo un misterio. Las pocas pruebas químicas que desarrollé revelaron unos ligeros restos de un componente alcalino en un compuesto a base de agua. Más por curiosidad que por otra cosa, examiné la muestra al microscopio y me sorprendí al detectar organismos vivos en la solución.

Vio que Karyn Walde estaba escuchando atentamente.

– Éste es el informe de un hombre que una vez trabajó para mí. Quería que llegara a mis superiores. Por supuesto, eso nunca ocurrió. Pagué para que lo mataran. En Iraq, durante los ochenta, cuando gobernaba Saddam, era fácil hacerlo.

– ¿Y por qué ordenó su muerte?

– Era un entrometido. Prestaba demasiada atención a cosas que no le concernían.

– Eso no es una respuesta. ¿Por qué había de morir?

Él le mostró una jeringa llena de un líquido claro.

– ¿Un poco más de su somnífero? -preguntó ella.

– No. En realidad, es su mayor deseo. Aquello que, según me dijo usted en Samarcanda, quiere más que nada.

Se detuvo.

– La vida.

CINCUENTA Y OCHO

Venecia

2.55 horas

Malone sacudió la cabeza.

– ¿Ely Lund está vivo?

– No lo sabemos -dijo Edwin Davis-. Pero sospechamos que a Zovastina la ha instruido alguien. Y ayer supimos que Lund era su fuente de información, Henrik nos habló de él, y las circunstancias de su muerte son, desde luego, sospechosas.

– ¿Y por qué cree Cassiopeia que está muerto?

– Porque había de creerlo -dijo Thorvaldsen-. No había modo de demostrar lo contrario. Pero supongo que una parte de ella ha estado preguntándose si esa muerte era real.

– Henrik cree, y yo estoy de acuerdo con él -dijo Stephanie-, que Zovastina intentará usar el vínculo entre Ely y Cassiopeia a su favor. Todo lo que ha ocurrido aquí debe de haber sido un shock para ella, y la paranoia es uno de los riesgos de su posición. Cassiopeia puede jugar con eso.

– Esa mujer está planeando una guerra. Le trae sin cuidado Cassiopeia. La necesitaba para llegar al aeropuerto. Después no será más que una carga. Esto es una locura.

– Cotton -dijo Stephanie-. Hay algo más.

Él esperó.

– Naomi ha muerto.

Él se pasó una mano por el cabello.

– Estoy cansado, asqueado de ver morir a mis amigos.

– Quiero a Enrico Vincenti -dijo ella.

Él también lo quería.

Empezó a pensar de nuevo como un agente, luchando contra el fuerte deseo de tomarse una venganza rápida.

– Dijiste que había algo en el tesoro. Bien, pues enséñamelo.

Zovastina contempló a la mujer que estaba sentada ante ella en la lujosa cabina del jet. Una personalidad llena de coraje, sin duda, y como la prisionera del laboratorio de China, esa belleza conocía el miedo; pero a diferencia de aquella pobre alma, ésta sabía cómo controlarlo.

No habían hablado desde que habían dejado la basílica, y había aprovechado ese tiempo para calibrar a su rehén. Todavía no estaba segura de si la presencia de la mujer era fruto del azar o había sido planeada. Habían pasado demasiadas cosas y demasiado rápidamente.

Y además estaban los huesos.

Estaba segura de que iba a encontrar algo, tan segura como para arriesgarse a hacer ese viaje. Pero habían pasado más de dos mil años. Thorvaldsen quizá tenía razón. Realmente, ¿qué era lo que podía quedar?

– ¿Por qué estaba en la basílica? -preguntó.

– ¿Me ha traído aquí para parlotear?

– La he traído para descubrir qué sabe.

Esa mujer le recordaba demasiado a Karyn. Aquella maldita seguridad en sí misma, exhibida con orgullo. Y aquella peculiar expresión de alerta, que extrañamente atraía a Zovastina y al mismo tiempo la desarmaba.

– Su ropa, su pelo…, parece que haya estado usted nadando.

– Su guardaespaldas me tiró a la laguna.

Eso era una novedad.

– ¿Mi guardaespaldas?

– Viktor. ¿Acaso no se lo dijo? Maté a su compañero en el museo de Torcello. También quería matarlo a él.

– Debió de ser todo un reto.

– La verdad es que no.

Su voz era fría, acida, soberbia.

– ¿Conocía a Ely Lund?

Cassiopeia no dijo nada.

– ¿Cree usted que lo maté?

– Sé que lo hizo. Le habló del enigma de Ptolomeo. La instruyó sobre Alejandro Magno y le contó que el cuerpo del Soma nunca fue el de Alejandro. Relacionó ese cadáver con el robo de San Marcos por parte de los venecianos y usted supo que tenía que ir a Venecia. Lo mató para asegurarse de que no se lo contaría a nadie más. Pero ya se lo había contado a alguien: a mí.

– Y usted se lo contó a Henrik Thorvaldsen.

– Entre otros.

Eso era un problema, y Zovastina se preguntó si había una conexión entre esa mujer y el fallido intento de asesinato. ¿Y Vincenti? Henrik Thorvaldsen era verdaderamente el tipo que podía ser miembro de la Liga Veneciana. Pero como la filiación era altamente confidencial, no tenía modo de confirmarlo.

– Ely nunca la mencionó.

– Pero sí la mencionó a usted.

Verdaderamente, esa mujer era como Karyn. El mismo atractivo irresistible y el mismo carácter franco. Los desafíos atraían a Zovastina, todo aquello que exigiera paciencia y determinación para ser dominado.

Lo haría.

– ¿Y si Ely no estuviera muerto?

CINCUENTA Y NUEVE

Venecia

Malone siguió a los otros hacia el crucero sur de la basílica, donde se detuvieron ante el umbral apenas iluminado de unas puertas encajadas en un elaborado arco de estilo musulmán. Thorvaldsen sacó una llave y abrió las puertas de bronce.

En su interior, un vestíbulo abovedado conducía a una capilla. A la izquierda, iconos y relicarios llenaban los nichos de las paredes. A la derecha se situaba el tesoro, en el que los símbolos más frágiles y preciosos de la extinta república descansaban depositados en urnas o apoyados en las paredes.

– La mayoría de estos objetos provienen de Constantinopla -dijo Thorvaldsen-, cuando Venecia saqueó la ciudad en 1204. Pero las restauraciones, los incendios y los robos le han pasado factura. Cuando cayó la república de Venecia, la mayor parte de la colección fue fundida para conseguir oro, plata y piedras preciosas. Sólo estos doscientos treinta y ocho objetos han conseguido sobrevivir.

Malone admiró los deslumbrantes cálices, relicarios, cofres, cruces, bandejas e iconos hechos de mármol, madera, cristal, plata y oro. También observó ánforas, ampolletas, manuscritos y elaborados quemadores de incienso, todos ellos antiguos trofeos traídos desde Egipto, Roma o Bizancio.

– Bonita colección -dijo.

– Una de las más hermosas del planeta -afirmó Thorvaldsen.

– ¿Y qué estamos buscando?

– Michener dijo que estaría por aquí -señaló Stephanie.

Se acercaron a una urna de cristal que contenía una espada, el báculo de un obispo, unos pocos recipientes hexagonales y varios relicarios dorados. Thorvaldsen usó otra de las llaves y abrió la urna. Entonces abrió uno de ellos.

– Lo guardan aquí, fuera de la vista.

Malone reconoció el objeto.

– Un escarabeo.

Durante el proceso de momificación, los embalsamadores egipcios adornaban rutinariamente el cuerpo purificado con centenares de amuletos. Muchos eran simplemente decorativos; otros se colocaban para sujetar los miembros del cadáver. El que ahora contemplaba se llamaba así por el insecto que adornaba su superficie -Scarabaeidae-, un escarabajo pelotero. La asociación siempre le había parecido extraña, pero los antiguos egipcios habían reparado en que los escarabajos parecían brotar de la inmundicia, así que identificaron el insecto con Chepera, el creador de todas las cosas, el padre de los dioses, que se hizo a sí mismo de la materia que había creado.

– Es un amuleto para el corazón -explicó.

Stephanie asintió.

– Eso fue lo que dijo Michener.

Sabía que todos los órganos corporales se eliminaban durante la momificación, excepto el corazón. Y siempre se colocaba un escarabeo sobre él como símbolo de la vida eterna. Ése era muy común: hecho de piedra verde, probablemente cornalina. Pero reparó en un detalle.

– Nada de oro. Normalmente, o estaban hechos de oro, o decorados con él.

– Razón por la que probablemente ha sobrevivido -apuntó Thorvaldsen-. La historia señala que el Soma, en Alejandría, fue asaltado por los últimos Ptolomeos. Arrancaron todo el oro, fundieron los sarcófagos que eran de este metal y se llevaron todo lo que tenía algún valor. Este pedazo de piedra no debió de significar nada para ellos.

Malone se inclinó y cogió el amuleto. Quizá diez centímetros de largo por cinco de ancho.

– Es más grande de lo normal -señaló-. Estas cosas suelen medir la mitad.

– Sabe usted mucho sobre ellas -dijo Davis.

Stephanie sonrió.

– El tipo lee. Al fin y al cabo, es librero.

Malone también sonrió, pero continuó observando el amuleto y se dio cuenta de que en los élitros del escarabajo había tres jeroglíficos grabados.

– ¿Qué significan? -preguntó.

– Michener dijo que simbolizaban la vida, la estabilidad y la protección -respondió Thorvaldsen.

Dio media vuelta al amuleto. El reverso estaba grabado con la imagen de un pájaro.

– Lo encontraron con los huesos de san Marcos cuando fueron trasladados de la cripta al altar, en 1835 -dijo Thorvaldsen-. San Marcos fue martirizado en Alejandría y momificado, así que se creyó que este amuleto simplemente formaba parte de ese proceso. Pero como el hecho tenía ciertos tintes paganos, los Padres de la Iglesia decidieron no incluirlo con los restos del santo. Con todo, reconocieron su valor histórico y lo guardaron aquí, en el tesoro. Cuando la Iglesia conoció el interés de Zovastina por san Marcos, el amuleto adquirió mayor importancia. Y cuando Daniels me habló de él recordé las palabras de Ptolomeo.

Y él también: «Toca lo más íntimo de la ilusión dorada.» Las piezas encajaron.

– La ilusión dorada era el propio cadáver, en Menfis, ya que estaba recubierto de oro. ¿Lo más íntimo? El corazón. -Señaló el amuleto-. Esto.

– Lo que significa que los restos que yacen en la basílica no son los de san Marcos -dijo Davis.

Malone asintió.

– Son otra cosa, eso es seguro. Algo que no tiene nada que ver con el cristianismo.

Thorvaldsen señaló el reverso.

– Éste es el jeroglífico egipcio para el fénix, el símbolo del renacimiento.

Otras partes del enigma centellearon en su cabeza.

«Divide el fénix.»

Y supo exactamente qué tenía que hacer.

Cassiopeia se dio cuenta de que la pregunta de Zovastina la había afectado. «¿Y si Ely no está muerto?» Así pues, controló sus emociones y contestó tranquilamente:

– Pero lo está; desde hace meses.

– ¿Está usted segura?

Cassiopeia se lo había preguntado muchas veces -¿cómo no hacerlo?-, pero combatió el dolor que le producía ese deseo y afirmó:

– Ely está muerto.

Zovastina cogió un teléfono y pulsó algunas teclas. Pasaron unos segundos; luego habló:

– Viktor, necesito que le expliques a alguien qué ocurrió la noche en que Ely Lund murió.

Zovastina le tendió el teléfono.

Cassiopeia no se movió. Recordó lo que le había dicho en la lancha. En realidad, nada.

– ¿Puede usted permitirse no escuchar lo que tiene que decir? -preguntó Zovastina con un repugnante brillo de satisfacción en sus ojos negros.

Esa mujer conocía sus debilidades y de algún modo esa revelación asustó a Cassiopeia mucho más que cualquier cosa que Viktor pudiera decirle. Quería saber. Los últimos meses habían sido una tortura, pero…

– Métase ese teléfono por el culo.

Zovastina titubeó y luego sonrió. Finalmente dijo por el auricular:

– Quizá más tarde, Viktor. Ya puedes soltar al cura.

Y colgó.

El avión continuó elevándose entre las nubes, rumbo al este, hacia Asia.

– Viktor vigilaba la casa de Ely por orden mía.

Cassiopeia no quería oírlo.

– Entró por detrás. Ely estaba atado a una silla y el asesino se estaba preparando para dispararle. Viktor disparó primero al asesino, y luego me trajo a Ely e incendió la casa con el asesino dentro.

– No pretenderá que me trague eso.

– Hay mucha gente en mi propio gobierno que desearía verme muerta. Por desgracia, la traición forma parte de nuestra tradición política. Me temen y sabían que Ely me ayudaba. Así que ordenaron su muerte, como ordenaron que se eliminara a otros que también eran mis aliados.

Cassiopeia seguía sin creerlo.

– Ely es seropositivo.

La afirmación captó la atención de Cassiopeia.

– ¿Cómo lo sabe?

– Él me lo contó. Le he estado proporcionando su medicación durante los últimos dos meses. A diferencia de usted, él confía en mí.

Cassiopeia sabía que Ely nunca le hubiera contado a nadie que estaba infectado. Sólo Henrik y Ely sabían que estaba enferma.

Ahora estaba confusa.

Pero se preguntaba si ésa no sería, precisamente, la intención de todo eso.

Malone pasó suavemente la mano por la pátina que cubría el amuleto, recorriendo con sus dedos el contorno del pájaro que para los egipcios representaba el fénix.

– Ptolomeo dijo que había que dividir el fénix.

Sacudió el artefacto y escuchó.

Nada se movió en su interior.

Thorvaldsen pareció entender lo que se disponía a hacer.

– Eso tiene más de dos mil años de antigüedad.

A Malone no podía importarle menos. Cassiopeia estaba en apuros y el mundo pronto sufriría una guerra biológica. Ptolomeo había compuesto un enigma que conducía, obviamente, al lugar donde Alejandro Magno había querido ser enterrado. El guerrero que se había convertido en faraón había poseído, aparentemente, buena información. Y si había dicho «divide el fénix», Malone iba a hacerlo.

Arrojó el objeto, boca abajo, contra el suelo de mármol. Éste saltó violentamente y aproximadamente un tercio del escarabeo se rompió, como si de una nuez se tratara. Distribuyó las piezas sobre el suelo y las examinó.

Entonces, algo salió rodando.

Los otros se arrodillaron junto a él.

Malone lo señaló y dijo:

– El interior estaba dividido, listo para partirse y lleno de arena.

Cogió el pedazo más grande y retiró la arena.

– Miren -indicó Edwin Davis.

Malone también lo vio. Retiró la arena con suavidad y reparó en un objeto cilíndrico, de poco más de un centímetro de diámetro. Entonces se dio cuenta de que en realidad no era un cilindro.

Era una tira de oro.

Enrollada.

Desenrolló cuidadosamente el pequeño legajo y observó algunas letras grabadas aparentemente al azar en uno de los lados.

– Griego -dijo.

Stephanie se acercó un poco más.

– Y fijaos qué delgada es esta pieza. Como una hoja.

– ¿Qué es? -preguntó Davis.

La mente de Malone empezó a encajar las últimas piezas del rompecabezas. Los siguientes versos del enigma de Ptolomeo resultaban ahora decisivos: «La vida proporciona la medida de la verdadera tumba. Pero sé cauteloso, pues sólo dispondrás de una oportunidad.»

Metió la mano en el bolsillo y encontró el medallón que Stephanie le había mostrado.

– En él están, casi invisibles, esas pequeñas letras, ZH. Y sabemos que Ptolomeo acuñó estos medallones cuando creó el acertijo.

Percibió un pequeño símbolo – - en uno de los lados e inmediatamente estableció la conexión.

– El mismo símbolo estaba en el manuscrito que me mostrasteis. En el extremo, bajo el enigma.

Vio claramente las palabras en su mente: «La vida proporciona la medida de la verdadera tumba.»

– ¿Qué tienen que ver los medallones de los elefantes con esta tira de oro? -preguntó Davis.

– Para saber eso -dijo Malone- debemos saber qué es esta tira.

Vio que Stephanie lo estaba entendiendo.

– ¿Y tú lo sabes? -preguntó ella.

Él asintió.

– Sé exactamente lo que es.

Viktor soltó las amarras y dejó que la lancha se deslizara de vuelta al dique de San Marcos. Había llevado a Michener directamente desde la basílica hasta el lugar donde había amarrado pensando que el lugar más seguro para esperar la partida de Zovastina era el agua. Y allí habían permanecido, contemplando las cúpulas iluminadas y los pináculos, el palacio blanco y rosa del dogo, el campanil y las hileras de vetustos edificios, altos y sólidos, tachonados de balcones y ventanas, cubiertos todos ellos por el manto oscuro de la noche. Se alegraría cuando por fin dejara Italia.

Allí todo había salido mal.

– Ya va siendo hora de que usted y yo tengamos una charla -dijo Michener.

Había situado al sacerdote en la cabina delantera de la lancha, solo, mientras él esperaba la llamada de Zovastina, y Michener se había sentado cómodamente y permanecido en silencio.

– ¿Y de qué tenemos que hablar?

– Quizá del hecho de que es usted un espía norteamericano.

SESENTA

Federación de Asia Central

Vincenti concedió a Karyn Walde unos minutos para que asimilara lo que acababa de decirle. Recordó el momento en que él mismo se había dado cuenta por primera vez de que había descubierto la cura para el VIH.

– Le hablé del anciano de las montañas…

– ¿Ahí fue donde lo encontró? -preguntó ella con expectación.

– Creo que «reencontrar» sería una palabra más precisa.

Nunca le había hablado de eso a nadie. ¿Cómo iba a hacerlo? Y ahora se encontró a sí mismo dispuesto a explicarlo.

– Es irónico cómo las cosas más simples resuelven los problemas más complejos. En las primeras décadas del siglo XX, el beriberi se extendió por toda China y mató a centenares de miles de personas. ¿Sabe usted por qué? Para que el arroz se vendiera mejor, los comerciantes empezaron a pulir el grano, lo que eliminó la tiamina, la vitamina Bl, de la cascara. Sin vitamina en su dieta, el beriberi se extendió sin freno entre la población. Cuando dejó de pulirse, la tiamina se encargó de la enfermedad.

»La corteza del tejo del Pacífico es un tratamiento efectivo contra el cáncer. No lo cura pero puede frenar el avance de la enfermedad. El simple moho del pan contiene antibióticos altamente efectivos que acaban con las infecciones bacterianas. Y algo tan básico como una dieta alta en grasas y baja en carbohidratos puede combatir eficazmente la epilepsia en algunos niños; cosas simples. Y entonces descubrí que ese mismo principio funcionaba con el sida.

– ¿Qué había en la planta que masticó?

– Cosa, no. Cosas.

Vincenti vio cómo la aprensión de la mujer se desvanecía al darse cuenta de que lo que podía haber sido una trampa cambiaba rápidamente y se convertía en la solución.

– Hace treinta años inoculamos un virus en el torrente sanguíneo de unos monos. Nuestro conocimiento de los virus en ese momento era rudimentario si lo comparamos con lo que sabemos ahora. Realmente pensamos que era una variante de la rabia, pero la forma, la medida y la biología del organismo eran diferentes.

»En última instancia fue bautizado como VIS, el virus de inmunodeficiencia de los simios. Ahora sabemos que el VIS puede vivir en los monos indefinidamente sin dañar al animal. Primero pensamos que los monos tenían algún tipo de resistencia, pero luego nos dimos cuenta de que la resistencia provenía del virus, que, químicamente, se había dado cuenta de que no podía arrasar a todos los organismos biológicos con los que entraba en contacto. El virus aprendió a coexistir con los monos, sin que los monos supieran siquiera que eran portadores.

– Había oído algo al respecto -dijo ella-. Y también que el sida empezó con el mordisco de un mono.

Él se encogió de hombros.

– ¿Quién sabe? Podría haber sido un mordisco o un arañazo; podría haber sido ingerido. Los monos son un alimento habitual en muchas dietas. No importa cómo ocurrió, el caso es que el virus dejó a los monos y encontró a los humanos. Lo vi de primera mano en el caso de un hombre llamado Charlie Easton; en su interior, el virus había cambiado de VIS a VIH.

Le dio más detalles sobre lo que había ocurrido varias décadas antes, no muy lejos de donde estaban, cuando Easton murió.

– El VIH no tenía ningún sentido de la autoprotección respecto a los humanos, a diferencia de cómo lo había hecho con los monos. Empecé a trabajar, clonando rápidamente las células en los nódulos linfáticos y duplicándolas. Charlie murió al cabo de unas pocas semanas. Pero no fue el primero. El primer caso que fue definitivamente diagnosticado fue el de un inglés, en 1959. Una muestra de suero congelado que se examinó en los noventa mostró VIH en su sangre, y los informes médicos confirmaron los síntomas del sida. Lo más probable es que tanto el SIV como el VIH existieran desde hace muchos siglos. La gente moría en pueblos aislados, y nadie se daba cuenta. Las infecciones secundarias, como la neumonía, eran lo que realmente mataba a la gente, así que los médicos confundían, por pura rutina, el sida con otras cosas. Originalmente, en Estados Unidos, fue bautizado como «neumonía gay». La mejor hipótesis que tenemos es que en los años cincuenta y sesenta, cuando África empezó a modernizarse y la gente comenzó a acumularse en las ciudades, la enfermedad se extendió. Finalmente, algún portador sacó el virus del continente. En los ochenta y los noventa, el VIH ya se había extendido por todo el mundo.

– Una de sus armas biológicas funcionó.

– Realmente nos parece muy poco apropiada para ese cometido. No se contrae con facilidad y no se erradica con facilidad. Lo que no es malo. Algo más fácil y tendríamos la moderna peste negra.

– La tenemos -dijo ella-, sólo que todavía no mata a la gente adecuada.

Comprendía a qué se refería. Hasta hacía poco existían dos principales cepas del virus: el VIH 1, prevalente en África, mientras que el VIH 2 persistía en los consumidores de drogas intravenosas y en los homosexuales. Posteriormente, habían empezado a aparecer nuevas variantes especialmente virulentas en el sureste asiático, que habían adquirido recientemente la etiqueta de VIH 3.

– Easton -dijo ella-. ¿Cree que lo infectó él?

– Entonces sabíamos muy poco sobre cómo se contagiaba el virus. Recuerde: cualquier arma biológica es inútil sin una cura. Así que cuando aquel viejo sanador se ofreció a llevarme a las montañas, fui. Me mostró la planta y me dijo que el jugo de sus hojas podía detener lo que él llamaba «fiebre». Así que comí algunas.

– ¿Y no le dio a Easton? ¿Lo dejó morir?

– Le di el jugo de la planta, pero no surtió efecto.

Ella quedó desconcertada y él dejó que la pregunta quedara en suspense.

– Después de morir Charlie, catalogué el virus como un espécimen inaceptable. Los iraquíes sólo querían hablar de éxitos. Nos dijeron que obviáramos los fracasos. A mediados de los ochenta, cuando se consiguió aislar el VIH tanto en Francia como en Estados Unidos, lo reconocí. Al principio no le di mucha importancia; ¡demonios!, nadie excepto la comunidad gay se veía afectado. Pero hacia 1985 se empezó a hablar de ello en la industria farmacéutica. Quien encontrara la cura ganaría mucho dinero. Así que decidí empezar a investigar. Por entonces, ya sabía bastante más. Así que volví a Asia Central y contraté a un guía para que me llevara a las montañas y pudiera encontrar la planta. Recolecté algunas muestras, hice pruebas y llegué a estar bastante seguro de que esa maldita cosa eliminaba el VIH prácticamente con el contacto.

– Usted ha dicho que no funcionó con Easton.

– La planta es inútil. Cuando se la suministré a Charlie, las hojas estaban secas. No son las hojas, sino el agua. Allí fue donde las encontré.

Le mostró la jeringa.

– Bacterias.

SESENTA Y UNO

– ¿Sabéis lo que es un escitalo? -preguntó Malone.

Ninguno de ellos lo sabía.

– Coges un bastón, lo envuelves con una tira de cuero, escribes tu mensaje en él, lo desenrollas y añades otras letras. La persona a quien quieres enviar el mensaje tiene un bastón similar, del mismo diámetro, así que cuando envuelve el bastón con la tira de cuero el mensaje es legible. Si se utiliza un bastón de otra medida, todo lo que se consigue es una maraña de letras. Los antiguos griegos utilizaban el escitalo para comunicarse secretamente.

– ¿Cómo demonios sabe usted estas cosas? -preguntó Davis.

Malone se encogió de hombros.

– El escitalo era rápido, efectivo, y era difícil que se produjeran errores, lo que era muy importante en el campo de batalla. Un gran sistema para enviar un mensaje cifrado. Y, respondiendo a su pregunta, leo.

– Pero no tenemos el bastón correcto -dijo Davis-. ¿Cómo vamos a descifrarlo?

– Recuerde el enigma: «La vida proporciona la medida de la verdadera tumba.» -Les mostró el medallón-. ZH. Vida. La moneda es la medida.

– «Pero sé cauteloso, pues sólo dispondrás de una oportunidad» -dijo Stephanie-. Esa tira de oro es muy delgada. No hay modo de desenrollarla y volver a enrollarla. Aparentemente, sólo tienes una oportunidad.

Malone asintió.

– Yo también lo creo.

Malone abrió la marcha; dejaron atrás la basílica y volvieron a los despachos eclesiásticos llevando consigo el medallón y la tira. Calculó que el decadracma tenía poco más de un centímetro de diámetro, así que empezaron a buscar algo que pudiera servirles. Un par de mangos de escoba que encontraron en un armario resultaron ser demasiado grandes, y otros pocos objetos, demasiado pequeños.

– Todas las luces están encendidas -señaló Malone-, pero no hay nadie por aquí.

– Michener despejó el edificio cuando Zovastina se quedó a solas en la basílica -dijo Davis-. Necesitábamos el menor número de testigos posible.

Cerca de una fotocopiadora, en unas estanterías, vieron unas velas. Malone cogió la caja y comprobó que su diámetro apenas era un poco mayor que el del medallón.

– Haremos nuestro propio escitalo.

Stephanie lo entendió inmediatamente.

– Hay una cocina bajo la entrada. Iré a buscar un cuchillo.

Depositó la tira de oro en su palma, protegiéndola con un pliego de papel que había encontrado en la taquilla del tesoro.

– ¿Alguien sabe griego clásico? -preguntó.

Davis y Thorvaldsen negaron con la cabeza.

– Necesitaremos un ordenador. Cualquier palabra que haya en esta tira estará en griego clásico.

– Hay uno en el despacho donde estuvimos antes -sugirió Davis-, bajo la entrada.

Stephanie volvió con un cuchillo de cocina.

– ¿Sabéis? Estoy preocupado por Michener -dijo Malone-. ¿Qué impedirá a Viktor matarlo una vez que Zovastina se haya ido y esté a salvo?

– Eso no va a ser ningún problema -repuso Davis-. Quería que Michener fuera con Viktor.

Malone estaba desconcertado.

– ¿Por qué?

Edwin Davis lo miró fijamente, como si estuviera decidiendo si podía confiar en él.

Y eso irritó a Malone.

– ¿Por qué?

Entonces Stephanie asintió y Davis dijo:

– Viktor trabaja para nosotros.

Viktor estaba asombrado.

– ¿Quién es usted?

– Un sacerdote de la Iglesia católica, como le he dicho. Pero usted es mucho más de lo que parece. El presidente de Estados Unidos quiere que hable con usted.

La lancha estaba a punto de llegar al muelle. Al cabo de unos minutos, Michener se habría ido. El sacerdote había calculado bien el momento de revelarle lo que sabía.

– Me dijeron que Zovastina lo contrató cuando trabajaba en las fuerzas de seguridad de Croacia, donde ya había sido reclutado anteriormente por los norteamericanos. Les resultó usted útil en Bosnia, y cuando se dieron cuenta de que trabajaba para Zovastina, los estadounidenses retomaron la relación con usted.

Viktor juzgó que la información que le daba, toda ella cierta, se la proporcionaba para convencerlo de que el encargo era real.

– ¿Por qué lo hizo? -preguntó Michener-. ¿Por qué vivir una mentira?

Decidió ser honesto.

– Digamos que preferí no ser juzgado por crímenes de guerra. Luché en el otro bando, en Bosnia. Todos hicimos cosas que lamentamos. Tranquilicé mi conciencia cambiando de bando y ayudando a los norteamericanos a capturar a los criminales más buscados.

– Lo que significa que los del otro bando lo odiarían si lo supieran.

– Algo así.

– ¿Los norteamericanos todavía lo amenazan con eso?

– El asesinato no conoce límites. Tengo familia en Bosnia. La represalia en esa parte del mundo incluye a cualquiera que sea cercano a ti. Me fui para escapar de ciertas cosas, pero cuando los estadounidenses descubrieron que estaba trabajando para Zovastina tuve que elegir. O me vendía a los bosnios, o bien a ella. Así que decidí que lo más fácil era unirme a ellos.

– Está jugando usted a un juego peligroso.

Se encogió de hombros.

– Zovastina no sabe nada de mí. Ésa es una de sus debilidades. Cree que todos los que se encuentran a su alrededor están demasiado asustados o atemorizados para desafiarla.

Necesitaba saber.

– La mujer que estaba esta noche en la basílica, Cassiopeia Vitt, la que dejamos con Zovastina…

– Forma parte de esto.

Viktor se dio cuenta en ese momento de la gravedad del error que había cometido. Podía comprometerlo muy seriamente. Así que añadió:

– Nos conocimos en Dinamarca. Intenté matarla, a ella y a otros dos que estaban en la basílica. No tenía ni idea. Cuando le cuente a Zovastina lo que ha ocurrido, soy hombre muerto.

– Cassiopeia no hará tal cosa. Le hablaron de usted antes de llegar a la basílica, esta noche. Cuenta con que la ayude en Samarcanda.

Ahora comprendía sus extraños susurros en el crucero de la iglesia y por qué nadie de los que habían estado en Dinamarca había dicho nada delante de Zovastina.

La lancha llegó al muelle y Michener saltó.

– Ayúdela. Me han dicho que es una mujer con muchos recursos.

Y mataba sin inmutarse.

– Que Dios esté con usted, Viktor. Creo que lo necesitará.

– Es inútil.

El sacerdote esbozó una sonrisa.

– Eso es lo que yo solía pensar. -Meneó la cabeza-. Pero estaba equivocado.

Viktor era como Zovastina, un pagano, aunque no por razones religiosas o morales. Simplemente porque no se había preocupado por lo que le ocurriría después de morir.

– Una cosa más -dijo Michener-. En la basílica, Cassiopeia mencionó a un hombre llamado Ely Lund. Los norteamericanos quieren saber si está vivo.

Otra vez ese nombre. Primero, la mujer; ahora, Michener.

– Lo estaba. Pero no estoy seguro de que todavía lo esté.

Malone sacudió la cabeza.

– ¿Tenéis a alguien dentro? Entonces, ¿para qué nos necesitáis?

– No podemos comprometerlo -dijo Davis.

– ¿Tú lo sabías? -le preguntó a Stephanie.

Ella negó con la cabeza.

– No, hasta hace muy poco.

– Michener resultó ser el perfecto mensajero -explicó Davis-. No estábamos seguros de cómo iban a desarrollarse las cosas, pero al ordenar Zovastina que Viktor se lo llevara, funcionó a la perfección. Necesitamos a Viktor para ayudar a Cassiopeia.

– ¿Quién es Viktor?

– No es uno de los nuestros, formado por nosotros -dijo Davis-. La CIA lo reclutó hace años. Un colaborador inesperado.

– ¿Fue una captación amigable o no?

Sabía que muchos colaboradores cumplían con su servicio a la fuerza.

Davis vaciló.

– No fue amigable -respondió finalmente.

– Pues eso es un problema.

– El año pasado volvimos a contactar con él. Había demostrado su valía.

– Es demasiado opaco, no se puede confiar en él. No soy capaz de decirle el número de veces que he sido traicionado por colaboradores de ese tipo. Son unos vendidos.

– Como he dicho, a día de hoy, ha demostrado ser muy útil.

Malone no estaba en absoluto impresionado.

– Parece que no lleva usted mucho tiempo en este juego.

– Lo suficiente como para saber que hay que asumir riesgos.

– La distancia entre el riesgo y la estupidez no es mucha.

– Cotton -intervino Stephanie-, sé que fue Viktor quien nos llevó hasta Vincenti.

– Y ésa es la razón por la que Naomi está muerta. Otro motivo más para no confiar en él.

Malone depositó el amasijo de papel arrugado sobre la fotocopiadora y cogió el cuchillo que había traído Stephanie. Situó el medallón en el extremo de una de las velas. La moneda estaba deformada por el paso de los siglos, pero el diámetro casi coincidía. Apenas se necesitarían unos retoques para eliminar el exceso de cera.

Le dio la vela a Stephanie y desenrolló cuidadosamente el papel. Sus palmas estaban húmedas, lo que le sorprendió. Cogió la tira de oro por el borde, sosteniéndola suavemente entre su índice y su pulgar. Soltó la punta de la tira y empezó a enrollarla en la vela, que Stephanie sostenía firmemente.

Lentamente fue desenrollando la arrugada lámina.

Las letras que de otro modo eran inconexas se reordenaron conforme la espiral original se restauraba. Entonces recordó algo que había leído alguna vez sobre un escitalo: «Lo que sigue está unido a lo que lo precede.»

Y el mensaje se reveló.

Seis letras griegas:

– Un buen modo de enviar un mensaje cifrado, entonces y ahora. Éste ha sido entregado dos mil trescientos años después.

El oro se pegaba a la vela y comprendió que la advertencia de Ptolomeo, «Pero sé cauteloso, pues sólo dispondrás de una oportunidad», había sido un buen consejo. Ahora no había modo de desenrollar la tira sin que se rompiera en mil pedazos.

– Vamos a por ese ordenador.

SESENTA Y DOS

A Vincenti le gustaba tener el control.

– Es usted una chica lista. Y, sin duda, quiere vivir. Pero ¿qué es lo que sabe de la vida?

No esperó a que Karyn Walde le contestara.

– La ciencia siempre nos ha enseñado que hay dos tipos de seres: las bacterias y los demás. ¿La diferencia? Las bacterias tienen el ADN libre, mientras que los demás seres tienen el ADN agrupado en un núcleo. En los años setenta un microbiólogo llamado Cari Woese descubrió un tercer tipo de forma de vida. Las llamó arqueas, un cruce entre las bacterias y los demás seres. Cuando las descubrió parecía que sólo vivían en los entornos más extremos: el mar Muerto, en manantiales de agua hirviendo, a muchos kilómetros por debajo del nivel del mar, en la Antártida, en pantanos casi carentes de oxígeno, y pensamos que ése era su hábitat natural. Pero en los últimos veinte años se han hallado arqueas en todas partes.

– ¿Esas bacterias que encontró destruyen el virus?

– Y con saña. Y estoy hablando del VIH 1, del VIH 2, del VIS y de todas las cepas híbridas que he probado, incluida la más nueva, la del sureste asiático. Las bacterias tienen una membrana de proteínas que destruye las proteínas que mantienen vivo al virus. Atacan el virus del mismo modo que éste ataca las células de su huésped, y muy rápidamente. La única dificultad es conseguir que el sistema inmunológico del cuerpo no destruya las arqueas antes de que éstas puedan destruir el virus. -La señaló-. En personas como usted, cuyo sistema inmune prácticamente no existe, no es un problema, pues no hay suficientes glóbulos blancos como para destruir las bacterias invasoras. Pero allí donde el VIH acaba de establecerse, donde el sistema inmunológico es relativamente fuerte, los glóbulos blancos destruyen la bacteria antes de que acabe con el virus.

– ¿Y ha encontrado un modo de evitarlo?

Vincenti asintió.

– En realidad, la bacteria soporta la digestión. Y así es como el viejo sanador se las arregló para suministrármelas, sólo que él pensaba que el remedio era la planta. No sólo mastiqué la planta, sino que también bebí el agua, de modo que si en algún momento yo fui portador del virus, se encargaron de él. La verdad es que me parece mejor administrar la dosis mediante una inyección. Así puedes controlar el porcentaje. En las infecciones tempranas de VIH, cuando el sistema inmunológico aún es fuerte, se necesitan más bacterias. En fases más avanzadas, como es su caso, cuando el recuento de linfocitos es casi cero, no se necesitan tantas.

– Por eso, en el ensayo clínico necesitaba usted a gente en distintas fases de la infección. Necesitaba saber qué dosis se requería.

– Chica lista.

– Así pues, quien escribió el informe que usted me leyó y pensó que era extraño que no le interesara la toxicidad estaba equivocado.

– Yo estaba obsesionado con la toxicidad. Debía saber cuántas bacterias se necesitarían para acabar con el virus en distintos estadios de una infección de VIH. Lo mejor es que las bacterias, por sí mismas, son inocuas; podría ingerir usted millones y no ocurriría nada.

– De modo que usó a aquellos iraquíes como cobayas.

Él asintió.

– Tenía que hacerlo para saber si las arqueas funcionaban. Ellos no lo sabían. Finalmente, adapté una cubierta para preservar la efectividad de las bacterias, lo que les da mayor tiempo para devorar al virus. Lo sorprendente es que ese caparazón, en último término, se deshace y el sistema inmunológico acaba absorbiendo las arqueas, como hace con cualquier otro invasor. Las depura. El virus desaparece y también las arqueas. No es deseable que haya demasiadas bacterias, pues eso sobrecarga el sistema inmunológico. Pero por encima de todo es una cura simple y totalmente efectiva de uno de los virus más mortíferos del mundo. Y todavía no he descubierto que tenga ningún efecto secundario.

Sabía que ella había sufrido, de primera mano, los estragos causados por los medicamentos que combatían los síntomas del VIH: erupciones, úlceras, fiebre, fatiga, náuseas, baja presión sanguínea, dolores de cabeza, insomnio…, todos ellos eran habituales.

Volvió a coger la jeringa.

– Esto la curará.

– Démelo -suplicó ella.

– Usted sabe que Zovastina podría haber hecho esto mismo. -Vio que la mentira surtía el efecto deseado-. Ella está al corriente.

– Estaba al corriente… Ella y esos gérmenes. Ha estado obsesionada con ellos durante años.

– Ella y yo trabajamos juntos; pero nunca le ofreció nada.

Negó con la cabeza.

– Nunca. Sólo venía y observaba cómo me moría.

– Tenía el control absoluto. No había nada que usted pudiera hacer. Entiendo que su ruptura, hace años, fue dolorosa. Se sintió traicionada. Cuando usted regresó pidiendo ayuda, se dio cuenta de que le daba la oportunidad perfecta para vengarse. La hubiera dejado morir. ¿Querría devolverle el favor?

Vincenti contempló cómo la mente de la mujer se enfrentaba al momento de la verdad, pero como había sospechado, hacía tiempo que su conciencia se había disuelto.

– Sólo quiero vivir. Si ése es el precio, lo pagaré.

– Va a ser usted la primera persona que se cure del sida.

– Y que consigue contarlo.

Él asintió.

– Tiene razón. Vamos a hacer historia.

Ella no parecía impresionada.

– Si su cura es tan sencilla, ¿por qué nadie ha podido robarla o copiarla?

– Sólo yo sé dónde se encuentran, en estado salvaje, estas arqueas concretas. Créame, hay muchos tipos, pero sólo éstas son efectivas.

Ella entornó los ojos.

– Sabemos por qué yo quiero este trato, pero ¿qué hay de usted?

– Son demasiadas preguntas por parte de una mujer que se está muriendo.

– Usted parece un hombre que quiere proporcionar respuestas.

– Zovastina es un obstáculo para mis planes.

– Cúreme y lo ayudaré a eliminar ese problema.

Vincenti no se fiaba de esa afirmación incondicional, pero mantener con vida a esa mujer tenía sentido. Canalizaría su ira. Primero había pensado que asesinar a Zovastina era la solución, y por eso había permitido al florentino tener carta blanca, pero había cambiado de opinión y había traicionado a su socio en la conspiración. Un asesinato sólo la hubiera convertido en una mártir. Hacerla sufrir, ésa era la mejor forma. Tenía enemigos, pero estaban asustados. Quizá pudiera infundirles un poco de coraje a través del alma amargada a la que estaba contemplando.

Ni la Liga ni él mismo estaban interesados en la conquista del mundo. Las guerras eran caras en muchos sentidos; quizá el más evidente era la pérdida de dinero y recursos nacionales. La Liga quería su nueva utopía tal como era, no como Zovastina quería que fuera. Para él, quería miles de millones en beneficios y saborear su fama como el hombre que había vencido el VIH. Louis Pasteur, Linus Pauling, Jonas Salk y, ahora, Enrico Vincenti.

Así que vació el contenido de la inyección en el gotero. -¿Cuánto va a tardar? -preguntó con voz expectante y una expresión vivaz.

– Dentro de unas pocas horas se sentirá mucho mejor.

Malone se sentó ante el ordenador y fue directamente a Google. Allí localizó las webs relacionadas con el griego clásico y finalmente abrió una página que ofrecía traducciones. Tecleó las seis letras -KAIMAS- y se sorprendió tanto por su pronunciación como por su significado.

– Klimax en griego -dijo-. «Cima» en inglés.

Encontró otro sitio que también ofrecía la traducción. Tecleó las mismas letras del alfabeto y recibió la misma respuesta.

Stephanie todavía sostenía la vela envuelta con la tira de oro.

– Ptolomeo se tomó muchas molestias para dejarnos esto -dijo Thorvaldsen-. La palabra debe de tener una gran importancia.

– ¿Y qué pasará cuando lo descifremos? -quiso saber Malone-. ¿Cuál es el gran plan?

– El gran plan -dijo una voz nueva- es que Zovastina tiene intención de matar a millones de personas.

Todos se volvieron y vieron a Michener de pie en el umbral.

– Acabo de dejar a Viktor en la laguna. Le sorprendió mucho todo lo que sabía de él.

– Supongo que sí -convino Thorvaldsen.

– ¿Se ha ido ya Zovastina? -preguntó Malone.

Michener asintió.

– Lo he comprobado. Han despegado hace un rato.

Malone quería saber más.

– ¿Y cómo sabe Cassiopeia lo de Viktor? -Entonces cayó en la cuenta, y se encaró con Thorvaldsen-. La llamada. Fuera, en el muelle, cuando llegamos. Se lo dijiste entonces.

El danés asintió.

– Necesitaba esa información. Tuvimos suerte de que no lo matara en Torcello. Pero, por supuesto, entonces yo no sabía nada de esto.

– Más improvisación -dijo Malone dirigiendo su comentario a Davis.

– Lo asumo, pero funcionó.

– Y tres hombres han muerto.

Davis no dijo nada.

Quería saber.

– ¿Y si Zovastina no hubiera insistido en llevarse a un rehén para asegurarse su huida al aeropuerto?

– Por suerte, eso no sucedió.

– Es usted un maldito temerario. -Malone estaba cada vez más irritado-. Si tienen a Viktor infiltrado, ¿por qué no saben si Ely Lund está vivo?

– Ese hecho no era importante hasta ayer, cuando ustedes tres se involucraron. Zovastina tenía un maestro, sólo que no sabíamos quién era. Tiene sentido que sea Lund. Una vez que lo supimos, necesitamos contactar con Viktor.

– Viktor dijo que Ely Lund estaba vivo. Pero probablemente ya no -apuntó Michener.

– Cassiopeia no tiene ni idea de lo que debe afrontar -repuso Malone-. Allí anda a ciegas.

– Fue ella misma quien dispuso todo esto -dijo Stephanie-, quizá esperando que Ely todavía esté vivo.

Malone no quería oír eso por varias razones, ninguna de las cuales quería afrontar de momento.

– Cotton -dijo Thorvaldsen-, preguntaste el porqué de todo esto. Más allá del obvio desastre que supone una guerra biológica, ¿qué pasa si esa sustancia es algún tipo de medicina natural? Los antiguos creían eso. Alejandro también. Los cronistas que escribieron los manuscritos también lo pensaban. ¿Y si hay algo ahí? No sabemos por qué, pero Zovastina lo quiere. Ely lo quería. Cassiopeia lo quiere.

Continuaba escéptico.

– Maldita sea, no sabemos nada.

Stephanie se acercó a él con la vela.

– Sabemos que este acertijo es real.

Tenía razón sobre ese punto, y había que admitirlo. Sentía curiosidad, una terrible curiosidad que siempre lo llevaba a tener problemas.

– Y sabemos que Naomi está muerta -añadió ella.

Volvió a observar el escualo. «Cima.» ¿Acaso se refería a un lugar? Si era eso, debía de tratarse de una denominación que tendría sentido en tiempos de Ptolomeo. Sabía que Alejandro Magno había insistido en que su imperio fuera cartografiado cuidadosamente. La cartografía era entonces una técnica muy poco desarrollada, pero había visto reproducciones de los antiguos mapas. Así que decidió mirar qué había en la web. Veinte minutos de búsqueda no arrojaron ningún resultado que indicara que KAIMAH -«cima»- existiera.

– Debe de haber otra fuente -dijo Thorvaldsen-. Ely tenía un refugio en el Pamir. Una cabaña. Iba allí para trabajar y pensar. Cassiopeia me lo contó. Ahí guardaba sus libros y sus notas, una buena cantidad de información sobre Alejandro Magno. Ella dijo que había muchos mapas de esa época.

– Eso está en la Federación -señaló Malone-. Dudo mucho que Zovastina nos vaya a proporcionar un visado.

– ¿A cuánto está de la frontera? -preguntó Davis.

– A unos cincuenta kilómetros.

– Podemos entrar a través de China. Están cooperando con nosotros en esto.

– ¿Y qué es esto? -inquirió Malone-. Más aún, ¿por qué estamos metidos nosotros en esto? ¿Acaso no tienen ustedes la CIA y una multitud de agencias de inteligencia?

– La verdad, señor Malone, es que se implicó usted mismo, como Thorvaldsen y Stephanie. Públicamente, Zovastina es la única aliada que tenemos en la región, así que políticamente no podemos permitirnos desafiarla. Usando agentes ordinarios nos arriesgamos a exponernos. Pero como tenemos a Viktor infiltrado, que nos mantiene informados, conocemos casi todos sus movimientos. Pero esto se está complicando. Entiendo el dilema con Cassiopeia…

– La verdad es que no. Pero es por eso por lo que estoy aquí. Voy a ir a buscarla.

– Preferiría que fuera usted a la cabaña y comprobara qué hay allí.

– Ésa es la gran ventaja de estar retirado: puedo hacer lo que me dé la gana. -Malone se dirigió entonces a Thorvaldsen-. Stephanie y tú id a la cabaña.

– De acuerdo -dijo su amigo-. Cuida de ella.

Malone contempló a Thorvaldsen. El danés había ayudado a Cassiopeia y cooperaba con el presidente, implicándolos a todos. Pero a su amigo no le gustaba la idea de que Cassiopeia estuviera sola.

– Tienes un plan, ¿verdad? -dijo Thorvaldsen.

– Creo que sí.

SESENTA Y TRES

4.30 horas

Zovastina bebió de una botella de agua y permitió que su pasajera siguiera inmersa en el flujo de sus torturados pensamientos. Durante la última hora habían volado en silencio, a pesar de que había atormentado a Cassiopeia con la posibilidad de que Ely Lund estuviera vivo. Sin duda, su prisionera estaba llevando a cabo una misión. ¿Personal? ¿O profesional? Eso aún estaba por ver.

– ¿Cómo se enteraron el danés y usted de mis proyectos?

– Mucha gente conoce sus proyectos.

– Si lo saben tan bien, ¿por qué no me han detenido?

– Quizá estemos en ello.

La ministra sonrió.

– ¿Un ejército de tres? ¿Usted, el anciano y el señor Malone? Por cierto, ¿Malone es amigo suyo?

– Departamento de Justicia de Estados Unidos.

Supuso que lo que había ocurrido en Amsterdam había generado interés, pero la situación no tenía sentido. ¿Cómo podían haberse movilizado los norteamericanos tan rápidamente y haber sabido que estaba en Venecia? ¿Michener? Quizá. Departamento de Justicia de Estados Unidos. Los estadounidenses. Y entonces otro problema cruzó también por su mente. Vincenti.

– No tiene usted ni idea de lo mucho que sabemos -dijo Cassiopeia.

– No necesito tener idea. La tengo a usted.

– No soy indispensable.

Zovastina dudó de esa afirmación.

– Ely me enseñó muchas cosas. Más de lo que nunca hubiera sospechado. Me abrió los ojos al pasado. Supongo que también se los abrió a usted.

– Esto no le va a funcionar. No puede usarlo contra mí.

Necesitaba quebrar a esa mujer. Todo su plan se había basado en moverse en secreto. Exponerse podía conducirla no sólo al fracaso, sino también a la represalia. Cassiopeia Vitt representaba, por el momento, la manera más fácil y rápida de averiguar cuál era el alcance de sus problemas.

– Fui a Venecia a encontrar respuestas -dijo-. Ely me lo indicó. Creía que el cuerpo que hay en la basílica podía conducir a la verdadera tumba de Alejandro Magno. Pensaba que ese lugar podía albergar el secreto de una antigua cura. Algo que podría ayudarlo incluso a él.

– Eso es un sueño.

– Pero un sueño que compartía con usted, ¿no es así?

– ¿Está vivo?

Por fin, una pregunta directa.

– No me creerá, sea cual sea la respuesta.

– Pruébelo.

– No murió en ese incendio.

– Eso no es una respuesta.

– Eso es todo cuanto va a obtener usted.

El avión zozobró al atravesar una turbulencia que hizo vibrar las alas; los motores continuaron con su constante zumbido, conduciéndolas hacia el este. No había nadie más en la cabina aparte de ellas. Dos de sus guardaespaldas, que habían hecho el vuelo a Venecia, estaban muertos, y sus cadáveres eran ahora problema de Michener y de la Iglesia. Sólo Viktor había mantenido el tipo y se había comportado, como siempre.

Ella y su prisionera eran muy parecidas. Ambas se preocupaban por la gente que padecía VIH. Cassiopeia Vitt hasta el punto de haberse enrolado en un dudoso viaje a Venecia y ponerse en peligro físico y político. ¿Locura? Quizá.

Pero los héroes, a veces, han de actuar como locos.

SESENTA Y CUATRO

Federación de Asia Central

8.50 horas

Vincenti se había refugiado en el laboratorio que había construido bajo su mansión; sólo él y Grant Lyndsey estaban en su interior. Lyndsey acababa de llegar desde China, una vez cumplidas sus obligaciones. Dos años antes había tomado a Lyndsey como su hombre de confianza. Necesitaba a alguien al frente de la supervisión de los ensayos clínicos con los virus y los antígenos. Además, alguien debía apaciguar a Zovastina.

– ¿Y la temperatura? -preguntó.

Lyndsey revisó los datos.

– Estable.

El laboratorio era el reino de Vincenti. Un espacio pasivo, estéril, encerrado entre paredes de color crema, sobre un suelo de baldosas negras. Una hilera de mesas de acero inoxidable se alineaban en el centro. Frascos, vasos y buretas se apilaban en estantes metálicos por encima de un autoclave, varios equipos de destilación, un centrifugador, balanzas analíticas y dos ordenadores. La simulación digital desempeñaba un papel clave en su experimentación, algo muy distinto de lo que sucedía cuando trabajaba para los iraquíes, cuando el método de ensayo y error costaba tiempo, dinero y equivocaciones. Los sofisticados programas actuales eran capaces de reproducir casi todos los efectos químicos y biológicos, siempre que se proporcionaran algunos parámetros. Y durante el último año Lyndsey había hecho un trabajo espléndido estableciendo los parámetros para probar virtualmente ZH.

– La solución está a temperatura ambiente -dijo Lyndsey-. Y están nadando como locas. Sorprendente.

El estanque en el que había encontrado las arqueas era de naturaleza termal, y su temperatura casi alcanzaba los treinta y ocho grados. Producir las bacterias en la cantidad que iban a necesitar y transportarlas por todo el mundo a una temperatura tan elevada parecía casi imposible. Así que las había modificado, adaptando lentamente las arqueas a un entorno térmico cada vez más y más bajo. Curiosamente, a temperatura ambiente su actividad sólo se ralentizaba, quedaban casi hibernadas, pero una vez se reintegraban a un torrente sanguíneo de unos treinta y siete grados se reactivaban rápidamente.

– El ensayo clínico acabó hace unos días -declaró Lyndsey-, y ha confirmado que pueden ser conservadas a temperatura ambiente durante bastante tiempo. He mantenido a éstas durante más de cuatro meses. Su adaptabilidad es increíble.

– Y así es como han sobrevivido millones de años, esperando que las encontráramos.

Vincenti se inclinó sobre una de las mesas y metió sus carnosas manos, enfundadas en unos guantes de goma, en un contenedor herméticamente sellado. Por encima de sus cabezas se oía el zumbido del aire, impulsado a través de microfiltros laminados, libre de impurezas; el constante rugido era casi hipnótico. Miró a través de un panel de plexiglás y manipuló hábilmente el portaobjetos cuyo contenido se estaba evaporando. Tomó una pequeña muestra de un cultivo activo de VIH y la mezcló con otra solución que ya estaba allí. Entonces selló el portaobjetos y lo situó bajo el microscopio. Liberó sus manos del pegajoso látex y enfocó el objetivo.

Dos ajustes y encontró el enfoque requerido.

Una sola mirada bastó.

– El virus ha desaparecido casi con el simple contacto. Es como si hubieran estado esperando para devorarlo.

Sabía que sus modificaciones biológicas habían sido la clave del éxito. Unos pocos años antes, un bufete de abogados de Nueva York al que había contratado le advirtió que el descubrimiento de un nuevo mineral, o de una nueva planta, no era algo que pudiera patentarse. Einstein no pudo patentar su célebre E = me2, ni tampoco Newton su ley de la gravedad. Eran manifestaciones de la naturaleza, ajenas a todo. Pero las plantas manipuladas genéticamente, los animales multicelulares creados por el hombre y las arqueas alteradas respecto a su estado natural, todo eso sí se podía patentar.

Posteriormente había contactado de nuevo con el mismo bufete y había iniciado el proceso para patentarlo. Se necesitaría la aprobación de la FDA. [1] Doce años era la media de tiempo que tardaba una solución experimental en pasar del laboratorio al botiquín médico: el sistema norteamericano que aprobaba los medicamentos era el más riguroso del mundo. Y conocía sus particularidades. Sólo cinco de cada cuatro mil compuestos supervisados por la FDA en la fase de ensayo preclínico llegaban a ser probados con humanos. Y sólo uno de esos cinco conseguía finalmente la aprobación. Siete años antes se había establecido un nuevo protocolo de prueba, más rápido, para los medicamentos que curaban enfermedades mortales, y los medicamentos contra el sida estaban, específicamente, en esa categoría. Aun así, el tiempo que tardaba la FDA en aprobarlos era de entre seis y nueve meses. Los procedimientos de aprobación europeos también eran restrictivos, pero no tenían nada que ver con la rigidez de la FDA. En las naciones africanas y asiáticas, donde el problema era mayor, no se requería la aprobación gubernamental.

Por lo tanto, ahí sería donde empezaría a vender.

Que el mundo contemplara cómo ellos se curaban mientras los pacientes norteamericanos y europeos morían. Entonces llegaría la aprobación, sin que tuviera que pedirla siquiera.

– Nunca he preguntado -dijo Lyndsey-, y nunca me lo has dicho, pero ¿dónde encontraste estas bacterias?

Se había acabado el tiempo de guardar silencio. Necesitaba que Lyndsey lo supiera absolutamente todo. Pero contestar dónde implicaba también hablar de cuándo.

– ¿Has considerado alguna vez el valor de una compañía que manufacturara condones antes de que se descubriera el VIH? Sin duda, había un mercado. ¿Cuánto? ¿Varios millones al año? Pero tras la aparición del sida se manufacturan y se venden miles de millones en todo el mundo. ¿Y qué me dices de las medicinas que alivian los síntomas? Tratar el sida es una perfecta máquina de hacer dinero. Un cóctel que combine tres medicamentos vale entre doce mil y dieciocho mil dólares al año. Multiplica eso por los millones que están infectados y estaremos hablando de miles de millones gastados en medicamentos que no curan nada.

»Piensa en los beneficios que provienen de otros suministros, como guantes de látex, batas, jeringuillas estériles. ¿Tienes idea de cuántos millones de agujas estériles se venden y se distribuyen para intentar que el VIH no se extienda entre los drogadictos? Y, como en el caso de los condones, su precio se ha multiplicado. Y el margen es infinito. Para una empresa dedicada a la manufactura y el suministro de medicamentos, como Philogen, el VIH ha traído una indudable bonanza económica.

«Durante los últimos dieciocho años, nuestro negocio ha crecido vertiginosamente, nuestra planta de fabricación de condones ha triplicado su tamaño. Las ventas de todos nuestros productos han crecido enormemente. Incluso hemos desarrollado un par de medicamentos para combatir los síntomas que se venden muy bien. Hace diez años convertí la compañía en una sociedad anónima, amplié el capital y usé el mercado de los suministros médicos y las divisiones de medicamentos para financiar su expansión. Compré una firma de cosméticos, otra de detergentes, una cadena de grandes almacenes y una industria de alimentos congelados, sabiendo que un día Philogen podría saldar fácilmente la deuda.

– ¿Cómo lo sabías?

– Encontré esas bacterias hace treinta años, y me di cuenta de su potencial hace veinte. Entonces ya tenía la cura del VIH, sabiendo que podría lanzarla en cualquier momento.

Vincenti observó cómo, poco a poco, Lyndsey entendía lo que le estaba contando.

– ¿Y no se lo dijiste a nadie?

– Absolutamente a nadie. -Necesitaba saber si Lyndsey era tan amoral como él creía-. ¿Es eso un problema? Simplemente, esperé a que hubiera un mercado.

– A sabiendas de que lo que tenías no era una solución parcial, algo que, en última instancia, el virus pudiera superar. A sabiendas de que tenías la cura. El único modo de destruir totalmente el virus. Incluso si alguien encontraba un medicamento que pudiera combatirlo, el tuyo funcionaría mejor, más rápido, de un modo más seguro, y sus costes serían muy inferiores.

– Ésa era la idea.

– ¿No te importó que millones de personas murieran?

– ¿Acaso crees que el mundo se preocupa por el sida? Sé realista, Grant. Muchas palabras y pocos hechos. Es una enfermedad muy particular. La percepción es que principalmente mata a negros, gays y drogadictos. Es una enfermedad que ha levantado un tronco y ha revelado toda la vida que bulle debajo de él, los asuntos centrales de nuestra existencia: sexo, muerte, poder, dinero, amor, odio, pánico. Al sida se lo ha conceptualizado, imaginado, investigado y financiado de todas las maneras posibles, y se ha convertido en la más política de las enfermedades.

Entonces recordó también lo que Karyn Walde había dicho antes: «Sólo que todavía no mata a la gente adecuada.»

– ¿Y qué hay de las otras compañías farmacéuticas? -dijo Lyndsey-. ¿No te asustaba la posibilidad de que también encontraran una cura?

– Existía el riesgo, sí. Pero he vigilado a nuestra competencia. Digamos que su investigación no les ha traído más que errores. -Vincenti se sentía bien. Después de todo ese tiempo le gustaba hablar sobre ello-. ¿Te gustaría ver dónde viven las bacterias?

Los ojos del otro se iluminaron.

– ¿Aquí?

Él asintió.

– Muy cerca.

SESENTA Y CINCO

Samarcanda

9.15 horas

Dos de los guardaespaldas de Zovastina sacaron a Cassiopeia del avión. Le habían dicho que la llevarían hasta el palacio y que permanecería allí.

– ¿Se da cuenta de que se ha buscado un buen problema? -le dijo a Zovastina desde la puerta abierta del coche.

Seguramente la ministra no quería tener esa conversación allí, en medio de la pista de aterrizaje, con los empleados del aeropuerto y su guardia personal tan cerca. En el avión, a solas, había sido el momento. Pero Cassiopeia había permanecido en silencio, a propósito, durante las dos últimas horas de vuelo.

– Los problemas son un modo de vida aquí -replicó Zovastina.

Mientras la introducían en el asiento trasero, con las manos esposadas a la espalda, Cassiopeia decidió asestar la puñalada.

– Se equivocó usted con los huesos.

La ministra pareció considerar el reto. Venecia había sido un fracaso, en todos los sentidos, así que no fue ninguna sorpresa para ella que Zovastina se acercara y le preguntara:

– ¿Y cómo es eso?

El silbido de los motores y una fuerte brisa primaveral rasgaban el aire, lleno de humo. Cassiopeia se sentó tranquilamente en el asiento trasero y miró a través del parabrisas.

– Había algo que usted quería encontrar -miró directamente a la ministra-, y no lo encontró.

– Burlarse de mí no la va a ayudar.

Ella ignoró la amenaza.

– Si quiere resolver el enigma, tendrá que negociar.

Era fácil interpretar a esa bruja. Ciertamente, Zovastina sospechaba que sabía cosas. ¿Por qué, si no, la había llevado allí? Y Cassiopeia había sido muy cuidadosa, sabiendo que no podía revelar demasiado. Al fin y al cabo, su vida dependía literalmente de cuánta información pudiera ocultar de un modo efectivo.

Uno de los guardias avanzó y susurró algo al oído de Zovastina. La ministra escuchó y Cassiopeia vio que su rostro expresaba, apenas por un momento, una gran conmoción. Luego Zovastina asintió y el guardia se retiró.

– ¿Problemas? -preguntó Cassiopeia.

– Los gajes de ser ministra. Usted y yo hablaremos más tarde.

Y se fue.

La puerta delantera de la casa estaba abierta, aunque todo estaba intacto. No había ningún rastro de que hubieran forzado la entrada. En su interior, dos de los miembros de su Batallón Sagrado esperaban. Zovastina miró a uno de ellos y le preguntó:

– ¿Qué ha ocurrido?

– Han disparado a dos de nuestros hombres en la cabeza, en algún momento de la pasada noche. La enfermera y Karyn Walde se han ido. Sus ropas todavía están aquí. El despertador de la enfermera estaba programado para las seis de la mañana. Nada indica que quisieran partir voluntariamente.

Se dirigió al dormitorio principal. No podía ser una coincidencia, así que decidió seguir una corazonada. Se acercó a uno de los teléfonos y marcó el número de su secretaria personal. Le dijo lo que quería y esperó tres minutos, hasta que la mujer volvió a ponerse al teléfono.

– Vincenti entró anoche en la Federación -dijo-, a la 1.40. Avión privado. Usó su visado abierto.

Aún creía que Vincenti había estado detrás del intento de asesinato. Debía de saber que ella no estaba en la Federación. Estaba claro que su gobierno tenía una multitud de problemas -Henrik Thorvaldsen y Cassiopeia Vitt eran una prueba clara de ello-, pero ¿qué tenían que ver con eso?

– Ministra -dijo su secretaria a través del hilo telefónico-, estaba intentando localizarla. Tiene usted una visita.

– ¿Vincenti? -preguntó precipitadamente.

– Otro norteamericano.

– ¿El embajador?

En Samarcanda había diversas embajadas extranjeras, y muchos de sus días estaban ocupados atendiendo las visitas de sus numerosos representantes.

– Edwin Davis, el asesor de Seguridad Nacional del presidente norteamericano. Entró en el país hace unas horas, con pase diplomático.

– ¿Sin anunciarse?

– Simplemente, apareció en el palacio pidiendo verla. Ha dicho que no hablará con nadie de las razones por las que está aquí. Eso tampoco era una coincidencia.

– Estaré allí dentro de unos minutos.

SESENTA Y SEIS

Samarcanda

10.30 horas

Malone bebía una Coca-Cola light mientras observaba cómo el Lear Jet 36 A se aproximaba a la terminal. El aeropuerto de Samarcanda se extendía al norte de la ciudad, una única pista de aterrizaje que no sólo acogía tráfico comercial, sino también militar y privado. En su vuelo desde Italia habían adelantado tanto a Viktor como a Zovastina gracias al F-16-E Strike Eagle que el presidente Daniels había ordenado poner a su disposición. Habían llegado a la base aérea de Aviano, a ochenta y ocho kilómetros al norte de Venecia, tras un rápido vuelo en helicóptero, y el viaje hacia el este, gracias a la velocidad supersónica de más de dos mil kilómetros por hora, les había llevado poco más de dos horas. Zovastina y el Lear Jet que estaba contemplando en ese mismo instante habían necesitado casi cinco horas.

Dos F-16 habían llegado a Samarcanda sin incidentes, pues Estados Unidos poseía el derecho de aterrizar, sin restricciones, en todas las bases y aeropuertos de la Federación. Aparentemente, Estados Unidos era un aliado, pero esa distinción, Malone lo sabía, era efímera, sobre todo en esa parte del mundo. El otro avión había transportado a Edwin Davis, que a esas horas debía de estar en el palacio. Al presidente Daniels no le había gustado la idea de implicar a Davis y hubiera preferido mantenerlo al margen, pero percibió, sabiamente, que Malone no iba a aceptar un no por respuesta. Además, como el presidente había dicho riendo entre dientes, el plan tenía al menos un diez por ciento de posibilidades de salir adelante, así que… ¡qué demonios!

Bebió el último trago del refresco, bastante insulso para el gusto del norteamericano, pero agradable. Había dormido una hora durante el vuelo; era la primera vez en veinte años que subía en un avión de combate. Había aprendido a pilotarlos al principio de su carrera militar, antes de licenciarse en Derecho y unirse al cuerpo de abogados de la marina norteamericana. Los amigos de su padre que estaban en el cuerpo lo habían presionado para que tomara ese rumbo.

Su padre…

Todo un comandante. Hasta que un día de agosto el submarino que capitaneaba se hundió. Malone tenía entonces diez años, pero ese recuerdo siempre iba acompañado de una punzada de tristeza. Para cuando se alistó en la marina, los compañeros de su padre habían llegado a los más altos rangos y ya habían hecho planes para el hijo de Forrest Malone. Así que, sin cuestionarlo, hizo lo que le pidieron y acabó como agente de Magellan Billet.

Nunca lamentó haber tomado esas decisiones, y su carrera en el Departamento de Justicia había sido memorable. Incluso retirado, el mundo no lo había ignorado. Los templarios, la biblioteca de Alejandría, y ahora, la tumba de Alejandro Magno. Meneó la cabeza. Decisiones… Todo el mundo las tomaba.

Como el hombre que en ese instante bajaba del Lear Jet. Viktor. El informador del gobierno. Un agente infiltrado.

Un problema.

Tiró la botella a la basura y esperó a que Viktor saliera a la pista de aterrizaje. Un AWACS E3 que siempre estaba en órbita sobre Oriente Medio había seguido el rastro del Lear Jet desde Venecia, de modo que Malone sabía, con total precisión, cuándo llegaría.

Viktor apareció como en la basílica, con su rostro demacrado y sus ropas sucias. Caminaba con la rigidez de un hombre que ha pasado una larga noche.

Malone se escondió tras un muro bajo y esperó a que Viktor doblara hacia la terminal; entonces salió y lo siguió.

– Le ha costado bastante.

Viktor se detuvo y se volvió. Ni el menor signo de sorpresa ensombreció su rostro.

– Creí que tenía que ayudar a Vitt.

– Y yo estoy aquí para ayudarlo a usted.

– Usted y sus amigos me tendieron una emboscada en Copenhague. No me gusta que me manipulen.

– ¿Y quién lo hace?

– Vuelva por donde ha venido, Malone. Déjeme llevar esto a mi manera.

Malone le mostró una pistola. Una de las ventajas de llegar con un vuelo militar era que no había registros para el personal militar de Estados Unidos o sus pasajeros.

– Me han ordenado que lo ayude. Y eso es lo que voy a hacer, tanto si le gusta como si no.

– ¿Va a dispararme? -Viktor meneó la cabeza-. Cassiopeia Vitt mató a mi compañero en Venecia e intentó matarme a mí también.

– Por entonces, ella no sabía que usted estaba con nosotros.

– Suena como si pensara que eso es un problema.

– No he decidido aún si es usted un problema o no.

– Esa mujer es el problema -dijo Viktor-. Dudo que vaya a dejar que ninguno de los dos la ayudemos.

– Probablemente tenga razón, pero va a tener que asumirlo. -Decidió frenar un poco-. Me han dicho que ha sido usted un buen agente. Así que vamos a ayudarla.

– Ya iba a hacerlo. Sólo que no contaba con un ayudante.

Se guardó el arma bajo la chaqueta.

– Introdúzcame en el palacio.

Viktor pareció sorprendido por la petición.

– ¿Eso es todo?

– No debería ser un problema para el jefe del Batallón Sagrado. Nadie lo va a cuestionar.

Viktor meneó la cabeza.

– Su gente está loca. ¿Es que quieren morir todos? Ya es bastante malo que ella esté allí, ¿y ahora usted? No me hago responsable de esto. Y, por cierto, es una locura incluso que nos vean hablar; Zovastina lo conoce.

Malone ya lo había comprobado. Las pistas no estaban equipadas con cámaras. Éstas se encontraban más allá, en la terminal. No había nadie más por los alrededores, y ésa era la razón por la que había decidido que ése era un buen lugar para mantener una conversación.

– Usted sólo introdúzcame en el palacio. Si me señala la dirección correcta puedo hacer el trabajo sucio. Eso le proporcionará una tapadera. Usted no tiene que hacer nada, salvo cubrirme las espaldas. Washington quiere proteger su identidad a toda costa. Por eso estoy aquí.

Viktor hizo un gesto de incredulidad.

– ¿Y a quién se le ha ocurrido este ridículo plan?

Malone sonrió.

– A mí.

SESENTA Y SIETE

Vincenti condujo a Lyndsey más allá de los jardines de la casa, hasta un sendero de piedra que ascendía hasta las cumbres. Había ordenado que ese antiguo sendero se allanara, que en determinados puntos excavaran escaleras en la roca y que llevaran corriente eléctrica, sabiendo que iba a recorrer ese camino más de una vez. Tanto el camino como la montaña estaban dentro de los límites de la finca. Cada vez que volvía a ese lugar pensaba en el viejo sanador, trepando por la roca, como un gato, aferrándose al camino con sus pies descalzos. Vincenti lo había seguido, escalando con ansiedad, como un niño que sube la escalera detrás de su padre, preguntándose qué habrá en el desván.

Y no lo había decepcionado.

Lo rodeaban rocas grises veteadas por venas de cristal brillante, en lo que parecía una catedral natural. Las piernas le dolían a causa del esfuerzo y sentía los pulmones y el pecho oprimidos. Recorrió otro trecho de la ladera y algunas gotas de sudor empezaron a aparecer en su frente.

Lyndsey, un hombre delgado y enjuto, no parecía estar afectado por el esfuerzo.

Vincenti dejó escapar un profundo suspiro de agradecimiento cuando se detuvo en el último repecho.

– Al oeste, la Federación. Al este, China -dijo-. Estamos en la frontera.

Lyndsey contempló el paisaje. La luz del atardecer iluminaba un distante pedazo de imponentes abismos y pirámides. Una manada de caballos galopaba en silencio, más allá de la casa.

Vincenti estaba disfrutando al compartir su secreto. Contárselo a Karyn Walde le había despertado cierta necesidad de reconocimiento. Había descubierto algo importante y se las había arreglado para tener un control exclusivo sobre ello, lo que no era poco mérito, teniendo en cuenta que toda la región había estado bajo el dominio soviético. Pero la Federación había cambiado todo eso, y gracias a la Liga Veneciana había conseguido navegar en medio de todos esos cambios para su propio beneficio.

– Por aquí -dijo, dirigiéndose hacia una grieta-. Hemos de pasar por aquí.

Tres décadas antes había sido fácil atravesar ese estrecho paso, pero pesaba setenta kilos menos. Ahora apenas cabía.

La grieta se abría un poco más allá, dejando paso a una cámara gris, bajo una bóveda irregular de afiladas rocas, totalmente cerrada. Una suave luz se deslizaba desde la entrada. Se acercó a un interruptor y encendió las luces que pendían del techo. En el suelo de piedra había dos estanques, cada uno de unos tres metros de diámetro: uno de color pardo; el otro, de un verde intenso, ambos iluminados por luces suspendidas en el agua.

– Estas montañas están llenas de manantiales de agua caliente -explicó-. Desde la Antigüedad hasta hoy, los habitantes de estas tierras han creído que tienen propiedades medicinales. En eso, tenían razón.

– ¿Por qué las iluminaste?

Vincenti se encogió de hombros.

– Necesitaba estudiar el agua y, como puedes ver, es chocante su contraste de color.

– ¿Aquí es donde viven las arqueas?

Señaló el estanque verde.

– Ése es su hogar.

Lyndsey se inclinó, tocó la superficie transparente y una multitud de pequeñas olas la agitaron. En el estanque ya no quedaba ninguna de las plantas que había cuando Vincenti visitó por primera vez ese lugar. Aparentemente habían muerto hacía tiempo. Pero no eran importantes.

– Más de treinta y ocho grados -dijo, refiriéndose al agua-. Pero nuestras modificaciones les permiten vivir ahora a temperatura ambiente.

Una de las tareas de Lyndsey había sido preparar un plan de acción -que la compañía llevaría a cabo cuando Zovastina actuara- para cuando supuestamente se necesitaran cantidades ingentes de antígenos, así que Vincenti preguntó:

– ¿Estamos preparados?

– Cultivar las pequeñas cantidades que hemos estado usando con las zoonosis fue fácil. Una producción a gran escala será diferente.

También había pensado mucho en ello, y ésa era la razón por la cual se había asegurado el crédito de Arthur Benoit. Construiría la infraestructura, contrataría personal, crearía redes de distribución y llevaría a cabo más investigaciones. Todo ello requeriría grandes cantidades de dinero.

– Nuestras estructuras de producción en Francia y España pueden reconvertirse fácilmente en plantas de fabricación -señaló Lyndsey-. A pesar de todo, lo que yo recomendaría finalmente sería una planta de fabricación separada, pues necesitaremos millones de litros. Afortunadamente, las bacterias se reproducen con facilidad.

Era el momento de ver si el hombre estaba verdaderamente interesado.

– ¿Has soñado alguna vez con entrar en la historia? -preguntó Vincenti.

Lyndsey rió.

– ¿Y quién no?

– Imagina a los colegiales de las décadas venideras, buscando el VIH y el sida en las enciclopedias, y allí está tu nombre, como el hombre que ayudó a vencer la plaga de finales del siglo XX. -Recordó el placer que había sentido al pensar en ello por primera vez. No era muy distinto de la mirada de curiosidad y asombro que ahora mostraba Lyndsey-. ¿Te gustaría formar parte de ello?

– Por supuesto -respondió el otro sin vacilar ni un segundo.

– Puedo concederte ese deseo, pero con condiciones. No hace falta decir que no puedo hacer esto yo solo. Necesito a alguien que supervise, personalmente, la producción; alguien que comprenda la biología. La seguridad es, por supuesto, un asunto vital. Una vez que el producto esté patentado me sentiré mejor, pero todavía se necesitará a alguien que se ocupe rutinariamente de todo esto. Tú eres la elección lógica, Grant. A cambio, recibirás parte del mérito del descubrimiento y una compensación generosa. Y cuando digo generosa estoy hablando de millones.

Lyndsey abrió la boca para decir algo, pero Vincenti lo hizo callar levantando un dedo.

– Eso es lo bueno. Ahora viene lo malo. Si te conviertes en un problema, o te vuelves avaricioso, ordenaré a O'Conner que te meta una bala en la cabeza. Antes, en el laboratorio, te he explicado cómo hemos controlado a la competencia. Déjame que me explique mejor.

Entonces le habló a Lyndsey de un microbiólogo danés que en 1997 fue hallado en estado de coma cerca de su laboratorio. De otro, en California, que desapareció; su coche abandonado fue encontrado junto a un puente; su cuerpo nunca se localizó. Un tercero fue hallado en 2001 en la cuneta de una carretera secundaria de Inglaterra, víctima aparente de un tiroteo fortuito. Un cuarto fue asesinado en una granja francesa. Otro murió de una forma verdaderamente peculiar; su cadáver había sido descubierto diez años antes en el conducto de aire acondicionado de su laboratorio. Otros tres murieron simultáneamente en 1999, cuando su avión privado se estrelló en el mar Muerto.

– Eso es lo que le ocurrió a nuestra competencia -dijo-. Estaban haciendo progresos…, demasiados. Así que, Grant, haz lo que te digo. Agradéceme las oportunidades que te doy, y ambos llegaremos a viejos y seremos ricos.

– No vas a tener ningún problema por mi parte.

Pensó que había acertado al escogerlo. Lyndsey había manejado a Zovastina con maestría, sin comprometer ni una sola vez los antígenos. También había mantenido la seguridad en el laboratorio. Todo había funcionado a la perfección y había sido, en buena medida, gracias a ese hombre.

– Siento curiosidad por una cosa -dijo Lyndsey.

Vincenti decidió concederle ese deseo.

– ¿Por qué ahora? Has mantenido oculta la cura, así que, ¿por qué no esperar más?

– Los planes de guerra de Zovastina hacen que ahora sea el momento. A través de ella conseguimos un lugar en el que la investigación podía ser completada sin que nadie supiera nada. No veo razón para esperar más. Sólo tengo que detener a Zovastina antes de que vaya demasiado lejos. ¿Y qué hay de ti, Grant? Ahora que lo sabes todo, ¿te preocupa esto?

– Guardaste el secreto durante veinte años. Yo apenas lo conozco desde hace una hora. No es mi problema.

Vincenti sonrió. Buena actitud.

– Habrá una avalancha de publicidad. Y tú serás parte de ello. Pero yo controlaré lo que digas, así que mide tus palabras. Deberías ser más visto que oído. Pronto tu nombre estará junto al de los grandes. -Pasó sus manos por encima de un rótulo invisible-. Grant Lyndsey, uno de los científicos que acabó con el VIH.

– Suena bien.

– Vamos a hacerlo público en los próximos treinta días. Mientras, quiero que trabajes con los abogados que llevan el tema de la patente. Planeo comunicarles mañana mismo nuestro descubrimiento. Cuando se haga el anuncio, te quiero en la palestra. También quiero muestras…, harán grandes fotos, y cultivos de las bacterias. Tendremos a los relaciones públicas haciendo fotos. Será un buen espectáculo.

– ¿Los demás saben esto?

Vincenti negó con la cabeza.

– Ni un alma, salvo la mujer que está en la casa, quien está experimentando, en estos momentos, los beneficios de la cura. Necesitamos a alguien para exhibir, y ella es tan buena como cualquier otra.

Lyndsey se acercó al otro estanque. Era interesante que no se hubiera dado cuenta de lo que había en el fondo, lo que era otra de las razones por las que había escogido a ese hombre.

– Te dije que éste era un lugar muy antiguo. ¿Ves las letras en el fondo del estanque?

Lyndsey reparó entonces en ellas.

– Significan «vida» en griego clásico. No tengo ni idea de cómo llegaron aquí. Sí que sé, gracias al viejo sanador, que los griegos controlaron esta zona, lo que lo explicaría. Llamaban Klimax a esta montaña, «cima» en inglés. ¿Por qué? Probablemente tenía que ver con que los asiáticos llamaban Arima a este lugar. Decidí usar ese nombre para mis tierras.

– Vi el signo en la puerta, cuando entré. «Attico.» ¿Qué significa?

– Es la traducción italiana de Arima. Significa lo mismo. Un lugar en lo alto, como un ático.

SESENTA Y OCHO

Samarcanda

Zovastina entró en la sala de audiencias del palacio y se plantó frente a un hombre delgado con una alborotada mata de pelo gris. Su ministro de Asuntos Exteriores, Kamil Revin, también estaba allí, sentado en una esquina. El norteamericano se presentó como Edwin Davis y presentó una carta del presidente de Estados Unidos que daba fe de sus credenciales.

– Si es posible, ministra -dijo Davis en voz baja-, ¿podemos hablar en privado?

Ella estaba desconcertada.

– Todo cuanto quiera decirme puede ser oído por Kamil.

– Dudo que usted quiera que oiga lo que vamos a discutir.

Las palabras sonaron a desafío, pero la expresión del enviado no mostraba ninguna emoción, así que Zovastina decidió ser cautelosa.

– Déjanos -le ordenó a Kamil.

El joven vaciló, pero después de lo de Venecia y lo de Karyn, suponía que la ministra no estaba de muy buen humor.

– Ahora -dijo.

El ministro de Asuntos Exteriores se levantó y salió.

– ¿Siempre trata a su gente así?

– Esto no es una democracia. Los hombres como Kamil hacen lo que se les dice o…

– … uno de sus gérmenes visitará sus cuerpos.

Debería haber sabido que había más gente que estaba al corriente de sus asuntos, pero esa vez la información venía directamente de Washington.

– No recuerdo que su presidente se haya quejado nunca de la paz que la Federación ha traído a la región. Hubo un tiempo en que esta zona era un verdadero problema; ahora Norteamérica disfruta de las ventajas de tener un amigo. Y gobernar aquí no es una cuestión de persuasión, sino de fuerza.

– No me malinterprete, ministra. Sus métodos no son asunto nuestro. Estamos de acuerdo. Tener un aliado merece los ocasionales… -Davis dudó- reemplazos de personal. -Sus ojos transmitían una expresión de frío respeto-. Ministra, he venido aquí para comunicarle algo. El presidente creyó que los canales diplomáticos usuales no eran adecuados. Esta conversación ha de quedar entre nosotros, como amigos.

¿Qué otra opción tenía?

– De acuerdo.

– ¿Conoce a una mujer llamada Karyn Walde?

Sus piernas se tensaron al sentir que la emoción la embargaba. Pero mantuvo la compostura y decidió ser honesta.

– Sí. ¿Por qué?

– Ha sido secuestrada esta noche. Aquí, en Samarcanda. Sabemos que fue su amante y padece sida.

Zovastina luchó por mantener un aspecto impasible.

– Parece que sabe usted mucho de mi vida.

– Nos gusta saber todo lo que podemos sobre nuestros amigos. A diferencia de usted, vivimos en una sociedad abierta, en la que nuestros secretos están visibles en la televisión o en Internet.

– ¿Y qué los ha llevado a hurgar en los míos?

– ¿Acaso importa eso? La verdad es que fue fortuito.

– ¿Y qué es lo que sabe de la desaparición de Karyn?

– Un hombre llamado Enrico Vincenti se la llevó. La ha alojado en su finca aquí, en la Federación, unas tierras que adquirió como parte de sus tratos con la Liga Veneciana.

El mensaje estaba claro. Ese hombre sabía muchas cosas.

– Vincenti. Él es su problema.

– ¿Y eso por qué?

– Admitiré que sólo se trata de una especulación por nuestro lado. En la mayor parte del mundo, nadie se preocuparía por su orientación sexual. Claro, usted estuvo casada tiempo atrás, pero por lo que hemos podido saber fue por salvar las apariencias. Él murió trágicamente…

– Él y yo nunca habíamos cruzado una palabra. Entendió por qué estaba aquí. La verdad es que me gustaba.

– No es asunto nuestro y no pretendía insultarla, pero ha permanecido soltera desde entonces. Karyn Walde trabajó para usted durante un tiempo; fue una de sus secretarias. Así que imagino que mantener una relación con ella debió de resultarle fácil. Nadie les prestaría mucha atención mientras fueran discretas. Pero Asia Central no es Europa occidental. -Davis sacó de su chaqueta una pequeña grabadora-. Déjeme que le ponga algo.

Activó el dispositivo y permaneció de pie, al otro lado de la mesa que estaba situada entre ellos.

– Es bueno saber que tu información es exhaustiva.

– No te hubiera molestado por algo sin fundamento.

– Pero todavía no me has dicho cómo sabías que alguien iba a intentar asesinarme hoy.

– La Liga se preocupa por todos sus miembros. Y tú, ministra, eres uno de los más destacados.

– Eres tan considerado, Enrico.

Davis apagó la grabadora.

– Vincenti y usted hablando por teléfono hace dos días. Una llamada internacional, fácil de detectar.

Volvió a pulsar play.

– Hemos de hablar.

– ¿Del pago por salvarme la vida?

– Se acerca el final de nuestro trato, tal como lo discutimos hace ya tiempo.

– Podré reunirme con el Consejo dentro de unos pocos días. Pero antes hay cosas que quiero resolver.

– Estoy más interesado en saber cuándo nos encontraremos.

– De eso estoy segura. Yo también. Pero antes hay cosas que debo acabar.

– Mi tiempo en el Consejo acabará pronto. Por tanto, tendrás que tratar con otros. Quizá no sea tan cómodo.

– Disfruto mucho tratando contigo, Enrico. Nos entendemos muy bien.

– Tenemos que hablar.

– Pronto. Primero, tenemos otro problema que tratar. Los norteamericanos.

– No te preocupes. Había planeado encargarme de ello hoy mismo.

Davis apagó el dispositivo.

– Vincenti se ocupó del problema. Mató a uno de nuestros agentes. Encontramos su cadáver junto al de otro hombre, el mismo que intentó asesinarla.

– ¿Y permitieron que muriera estando al corriente de esa conversación?

– Lamentablemente, no tuvimos esta grabación hasta después de su desaparición.

No le gustaba el modo en que sus ojos iban de la grabadora a ella misma, al tiempo que una extraña inquietud acompañaba su creciente ira.

– Aparentemente, usted y Vincenti estaban embarcados en una aventura en la que eran aliados. Estoy aquí, como amigo, insisto, para decirle que él pretende cambiar ese trato. Eso es lo que creemos. Vincenti la necesita fuera del poder. Con Karyn Walde puede avergonzarla, o como mínimo causarle enormes problemas políticos. La homosexualidad no es aceptada aquí. Los fundamentalistas religiosos, a los que ha mantenido a raya, tendrían finalmente munición para volver a la carga. Tendría problemas tan graves que ni siquiera sus gérmenes podrían solucionarlos.

No había considerado esa posibilidad, pero lo que los norteamericanos decían tenía sentido. ¿Por qué, si no, querría llevarse Vincenti a Karyn? Pero aún había algo que mencionar.

– Como ha dicho, se está muriendo de sida; de hecho, quizá ya esté muerta.

– Vincenti no es idiota. Tal vez crea que una declaración en el lecho de muerte podría tener más relevancia. Usted tendría un montón de preguntas que responder: sobre esa casa, sobre por qué estaba aquí, sobre la enfermera… Me han dicho que sabe cosas, ella y muchos de su Batallón Sagrado, quienes vigilaban la casa. Vincenti también tiene a la enfermera. Eso es mucha gente a la que controlar.

– Esto no es Estados Unidos. Se puede controlar la televisión.

– Pero ¿puede controlarse el fundamentalismo? Y si a eso añadimos el hecho de que tiene un montón de enemigos a quienes les gustaría ocupar su lugar… Creo que precisamente ese hombre al que acabamos de dejar entra en esa categoría. Por cierto, se encontró con Vincenti anoche; lo recogió en el aeropuerto y lo llevó a la ciudad.

Ese hombre estaba muy bien informado.

– Ministra, no queremos que Vincenti tenga éxito, sea lo que sea lo que está planeando. Ésa es la razón por la que estoy aquí, para ofrecerle nuestra ayuda. Conocemos su viaje a Venecia y que Cassiopeia Vitt ha regresado con usted. Como digo, ella no es un problema. De hecho, sabe bastante acerca de lo que estaba usted buscando en Venecia. Hay algo que usted pasó por alto.

– Dígame qué es.

– Si lo supiera, lo haría. Tendría que preguntarle a Vitt. Ella y sus colegas, Henrik Thorvaldsen y Cotton Malone, saben algunas cosas respecto a algo llamado el enigma de Ptolomeo y sobre unos objetos conocidos como medallones. -Davis alzó las manos en un gesto que parodiaba una rendición-. No lo sabemos ni nos importa; es asunto suyo. Todo cuanto sé es que había algo que usted buscaba en Venecia y que por lo visto no encontró. Si ya lo sabía, le pido disculpas por hacerla perder el tiempo. Pero el presidente Daniels quería que lo supiera; como la Liga Veneciana, él también se preocupa por sus amigos.

Suficiente. Ese hombre necesitaba que lo pusieran en su sitio.

– Debe de tomarme por una idiota.

Intercambiaron unas miradas en silencio.

– Dígale a su presidente que no necesito su ayuda -declaró finalmente Zovastina.

Davis pareció ofendido.

– Si yo fuera usted -añadió ella-, abandonaría la Federación tan rápidamente como ha venido.

– ¿Es eso una amenaza, ministra?

Ella negó con la cabeza.

– Sólo un comentario.

– Extraño modo de hablarle a un amigo.

La ministra se mantuvo firme.

– Usted no es mi amigo.

La puerta se cerró tras Edwin Davis, que acababa de salir de la estancia. La mente de Irina Zovastina se agitaba con una habilidad que siempre había sabido canalizar cuando se presentaba el momento oportuno.

Kamil Revin volvió a entrar y se acercó a su escritorio. Ella examinó a su ministro de Asuntos Exteriores. Vincenti se creía muy listo, se las daba de ser un buen espía. Pero ese asiático de educación rusa, que decía ser un musulmán pero que nunca había pisado una mezquita, había actuado como el perfecto emisario de la desinformación. Lo había hecho salir de la reunión porque así no podría repetir lo que no sabía.

– Olvidaste mencionar que Vincenti estaba en la Federación -dijo ella.

Revin asintió.

– Llegó anoche, por negocios. Está en el Intercontinental, como siempre.

– Está en su finca, en las montañas.

Pudo percibir la sorpresa en la mirada del joven. ¿Era sincera o tal vez una buena actuación? Era difícil decirlo. Pero él parecía sentir sus sospechas.

– Ministra, he sido su aliado. He mentido por usted. Le he entregado a sus enemigos. He vigilado durante años a Vincenti y he actuado fielmente siguiendo sus órdenes.

Zovastina no tenía tiempo para discutir.

– Entonces, demuéstrame tu lealtad. Tengo una misión especial que sólo tú puedes llevar a cabo.

SESNTA Y NUEVE

A Stephanie le gustaba ver a Henrik Thorvaldsen totalmente exhausto. Habían volado desde Aviano en dos F-16, ella en uno y Thorvaldsen en otro. Habían seguido a Malone y a Edwin Davis, que ya habían aterrizado en Samarcanda, mientras que ella y Thorvaldsen habían seguido en dirección este y aterrizado en Kashgar, justo en la frontera de la Federación con China. A Thorvaldsen no le gustaba volar. Era un mal necesario, según había dicho antes de despegar. Pero un vuelo en un avión supersónico no era un vuelo ordinario. Había ocupado la posición tras el piloto, donde habitualmente se sentaba el supervisor del armamento. Excitante y terrorífico, los giros y las piruetas a más de 2.000 km/h la habían mantenido en tensión durante las dos horas que había durado el vuelo.

– No puedo creer que haya hecho esto -decía Thorvaldsen.

Ella reparó en que todavía estaba temblando. Un coche los esperaba en el aeropuerto de Kashgar. El gobierno chino había cooperado plenamente en todo lo que Daniels les había pedido. Por lo visto, estaban bastante preocupados por su vecino y deseaban colaborar con Washington para descubrir si sus miedos eran reales o imaginarios.

– No ha sido tan malo -dijo Stephanie.

– Una cosa que no he de olvidar: nunca, jamás, no importa lo que digan, he de volver a volar en una de esas cosas.

Ella sonrió. Estaban conduciendo a través de la cordillera del Pamir, ya en territorio de la Federación: la frontera era poco más que un cartel de bienvenida. Habían ido ascendiendo, pasando a través de una sucesión de colinas rocosas y valles igualmente rocosos. Ella sabía que pamir era el nombre de este tipo particular de valle, lugares donde el invierno era largo y la lluvia, escasa. Abundaban las extensiones de matorral y maleza, pino enano y pedazos dispersos de pasto. La mayor parte de la zona estaba deshabitada, pueblos aquí y allá y alguna yurta ocasional, lo que claramente distinguía el escenario de los Alpes o los Pirineos, donde ella y Thorvaldsen habían estado juntos tiempo atrás.

– Había leído algo sobre esta zona -dijo ella-, pero nunca había estado aquí. Es increíble.

– Ely amaba el Pamir. Hablaba de él de un modo casi religioso, y ahora comprendo por qué.

– ¿Lo conocías bien?

– Oh, sí. Conocía a sus padres. Él y mi hijo eran amigos. Prácticamente vivía en Christiangarde cuando él y Cal eran niños.

Thorvaldsen, sentado en el asiento del copiloto, parecía inquieto, y no a causa del vuelo. Ella sabía la razón.

– Cotton cuidará de Cassiopeia.

– No sé si Zovastina tiene a Ely. -Thorvaldsen pareció súbitamente resignado-. Viktor tiene razón: probablemente esté muerto.

La carretera se suavizaba mientras avanzaban entre las montañas en dirección a otro valle. El aire era sorprendentemente cálido, y ya no había nieve en los picos más bajos. Sin duda, la Federación de Asia Central había sido bendecida por la naturaleza, pero ella leía los informes de la CIA. La Federación había convertido el área en un objetivo para generar desarrollo económico. Electricidad, teléfono, agua y servicios de saneamiento se estaban implantando; también se estaban mejorando las carreteras. Ésa daba la impresión de ser un buen ejemplo; el asfalto parecía nuevo.

La vela con la tira de oro todavía enrollada estaba depositada en un contenedor de acero inoxidable en el asiento trasero. Un escitalo actualizado que mostraba una única palabra en griego clásico: KAIMAE. ¿Adónde conducía? No tenían ni idea, pero quizá hubiera algo en el retiro de las montañas de Ely Lund que podría ayudar a explicar su significado. Ambos viajaban armados. Dos nueve milímetros y sus respectivas municiones, cortesía del ejército norteamericano que los chinos habían permitido.

– El plan de Malone debería funcionar -dijo Stephanie.

Pero estaba de acuerdo con Cotton. Los agentes infiltrados, como Viktor, no eran de fiar. Prefería, con diferencia, un agente ordinario, alguien que se preocupaba de su jubilación.

– Malone está preocupado por Cassiopeia -repuso Thorvaldsen-. No lo admitirá, pero se preocupa. Lo veo en sus ojos.

– Pude ver el dolor en su rostro cuando le dijiste que está enferma.

– Ésa es una de las razones por las que creo que ella y Ely se relacionaron. Sus penurias, de algún modo, también formaban parte de su atracción.

Dejaron atrás otros dos pueblos aislados y siguieron conduciendo hacia el oeste. Finalmente, tal como Cassiopeia le había dicho a Thorvaldsen, la carretera se bifurcaba; tomaron el ramal que conducía al norte. Diez kilómetros después, el paisaje se fue haciendo más boscoso. Enfrente, junto a un sendero de tierra que desaparecía entre los oscuros bosques, divisaron un poste clavado en el suelo. Pendiendo de él había un pequeño cartel en el que se leía «Soma».

– Ely bautizó este lugar con propiedad -dijo ella-. Como la tumba de Alejandro en Egipto.

Tomó el desvío y el coche traqueteó y se balanceó al entrar en el rudo camino. La calzada ascendía unos cuatrocientos metros entre los árboles y acababa en una cabaña de una sola planta. Un porche cubierto protegía la puerta delantera.

– Parece una cabaña del norte de Dinamarca -comentó Thorvaldsen-. No me sorprende. Estoy seguro de que para él era algo así como su hogar.

Aparcó y salieron al cálido atardecer. Los bosques a su alrededor se extendían en silencio. Entre los árboles, al norte, se veían más montañas. Una águila volaba por encima de sus cabezas.

La puerta delantera de la cabaña se abrió y ambos se volvieron.

Un hombre salió.

Era alto y atractivo, de pelo rubio y ondulado; llevaba vaqueros, una camisa por fuera y unas botas. Thorvaldsen lo contempló, rígido, pero sus ojos se suavizaron al instante; el danés había adivinado fácilmente la identidad del hombre.

Ely Lund.

SETENTA

Samarcanda

11.40 horas

Cassiopeia percibió un olor de heno mojado y caballos y supo que había sido alojada cerca de un establo. La estancia era una habitación de invitados o algo parecido, con un mobiliario adecuado pero no elegante, probablemente para albergar al servicio. Unos porticones de madera cerraban herméticamente las ventanas; la puerta estaba cerrada y, supuso, también custodiada. De camino al palacio había observado que había hombres armados en el tejado. Escaparse de esa prisión podía resultar complicado.

La habitación estaba equipada con un teléfono que no funcionaba y un televisor sin señal. Se sentó en la cama y se preguntó qué sucedería a continuación. Había conseguido llegar a Asia, ¿y ahora qué? Había intentado batir a Zovastina jugando con las obsesiones de esa mujer. Era difícil decir cuánto éxito había tenido. Algo preocupaba a la ministra en el aeropuerto, lo bastante como para que Cassiopeia dejara repentinamente de ser una prioridad. Pero al menos aún estaba viva.

Se oyó una llave en la cerradura y la puerta se abrió.

Viktor entró, seguido por dos hombres armados.

– Levántese -ordenó.

Ella no se movió.

– No deberías ignorarme.

Se abalanzó sobre ella y la abofeteó en la cara; la fuerza la hizo caer de la cama a la alfombra. Ella se repuso del impacto y se puso de pie, dispuesta a luchar. Los dos hombres que estaban tras Viktor desenfundaron sus armas.

– Eso ha sido por Rafael -dijo su captor.

La rabia inundó los ojos de Cassiopeia, pero sabía que ese hombre estaba haciendo exactamente lo que se suponía que debía hacer.

Thorvaldsen había dicho que era un aliado, aunque secreto, así que le siguió el juego.

– Es usted duro cuando tiene a dos hombres a sus espaldas.

Viktor rió entre dientes.

– ¿Está diciéndome que le tengo miedo?

Se mordisqueó el labio inferior.

Viktor saltó sobre ella y le retorció el brazo, presionándolo contra la espalda y doblando su muñeca hacia arriba. Él era fuerte, pero ella confiaba en que sabría lo que hacía, así que se rindió. La esposó, primero una muñeca y luego otra. Sus piernas también fueron inmovilizadas mientras Viktor la mantenía boca abajo; después le dio media vuelta.

– Traedla -ordenó.

Los dos hombres la agarraron por los pies y los hombros y la llevaron por un camino de gravilla, hacia los establos. Allí la colocaron sobre el lomo de un caballo. La sangre se agolpó en su cabeza mientras colgaba boca abajo. Viktor la ató con una áspera cuerda y condujo al caballo al exterior.

Él y los otros hombres andaban junto al animal, en silencio, por una extensión cubierta de hierba de las dimensiones de dos campos de fútbol aproximadamente. En ella pacían algunas cabras, dispersas, y su perímetro estaba rodeado por unos imponentes árboles. Tras dejar el prado se internaron en el bosque y siguieron un sendero que conducía a un claro rodeado de árboles.

La desataron y la bajaron del caballo. Ella se irguió. La sangre tardó unos momentos en bajarle de la cabeza. La escena centelleaba en su mente; entonces lo vio todo con claridad: dos altos álamos habían sido combados hacia el suelo y atados a un tercero. Dos cuerdas descendían de la copa de cada árbol y caían sobre el suelo. Fue arrastrada hacia allí, le quitaron las esposas y la ataron por las muñecas a cada una de las cuerdas.

A continuación, le quitaron los grilletes.

Estaba de pie, con los brazos extendidos, y se dio cuenta de lo que pasaría si dos de los árboles eran liberados de sus ataduras.

Más allá del bosque, otro caballo se aproximaba. Una montura alta, desgarbada, sobre la que cabalgaba Zovastina. La ministra llevaba chaqueta y botas de cuero. Contempló la escena, dijo a Viktor y a los demás que se retiraran y desmontó.

– Sólo usted y yo -dijo Zovastina.

Viktor espoleó a su montura y regresó a los establos al galope. Tan pronto como había llegado al palacio, Zovastina le había encargado que preparara los árboles. No era la primera vez. Tres años antes había ejecutado del mismo modo a un hombre que había estado planeando una revolución. No había forma de convertirlo a su causa, de modo que lo habían atado entre los troncos, habían traído al resto de los conspiradores para que lo vieran y ella misma había cortado las ataduras. Su cuerpo quedó hecho pedazos cuando los árboles volvieron a su posición inicial, parte de sus miembros colgando de uno y el resto del otro. Después de eso, sus correligionarios habían cambiado fácilmente de opinión. El caballo siguió galopando hacia las cuadras.

Malone esperaba en la caballeriza. Viktor lo había introducido en el palacio en el interior del maletero de un coche. Nadie había registrado ni hecho ninguna pregunta al jefe de la guardia. Una vez que el coche estuvo aparcado en el garaje había salido sigilosamente y Viktor le había proporcionado las credenciales de palacio. Sólo Zovastina podía reconocerlo; eso, unido al hecho de que Viktor lo escoltara, permitió que llegaran sin dificultades a los establos, un lugar seguro para esperar, según él.

A Malone no le gustaba esa situación. Cassiopeia y él estaban a merced de un hombre del que no sabían nada, por mucho que Edwin Davis asegurara que Viktor no había traicionado su confianza hasta el momento. Sólo esperaba que Davis pudiera confundir lo bastante a Zovastina como para proporcionarles algo de tiempo. Todavía llevaba su arma y había esperado pacientemente durante la última hora. En el exterior no se oía nada.

Los establos eran imponentes, como correspondía a la ministra de la gran Federación. Había contado cuarenta caballerizas cuando Viktor lo había llevado hasta allí. La cuadra estaba equipada con diversas sillas de excelente calidad y otros accesorios exquisitos. Malone no era un jinete experto, pero sabía cómo manejar un caballo. La única ventana de la habitación se abría a la parte trasera del establo; no se veía nada.

Ya era suficiente. Había llegado el momento de actuar.

Desenfundó el arma y abrió la puerta.

Nadie a la vista.

Giró a la izquierda y se dirigió a la puerta de los establos, que estaba abierta, al fondo, avanzando entre caballerizas que albergaban impresionantes ejemplares.

Más allá de las puertas divisó a un jinete que galopaba directamente hacia los establos. Retrocedió, pegándose a la pared, y fue aproximándose a la salida con el arma en ristre. El jinete dio el alto, el animal se detuvo y Malone pudo oírlo resoplar, exhausto tras el galope.

El jinete saltó de la silla.

Sus pies tocaron el suelo.

Estaba listo. Un hombre entró a toda velocidad en el recinto; entonces, se detuvo de manera brusca y se volvió. Viktor.

– No sigue usted demasiado bien las instrucciones. Le dije que se quedara en las caballerizas.

Malone bajó el arma.

– Necesitaba un poco de aire.

– Ordené que despejaran este lugar, pero aun así podría haber venido alguien.

No estaba de humor para aguantar un sermón.

– ¿Qué está pasando?

– Es Vitt. Tiene problemas.

SETENTA Y UNO

Stephanie observó cómo Thorvaldsen abrazaba cálidamente a Ely Lund, como un padre que ha encontrado a un hijo perdido.

– Es estupendo verte -dijo Thorvaldsen-, pensé que te habías ido para siempre.

– ¿Qué demonios estás haciendo aquí? -preguntó Ely, sorprendido.

Thorvaldsen pareció recuperar la compostura y le presentó a Stephanie.

– Ely -dijo ella-, somos algo así como una momia egipcia: el tiempo se nos acaba. Han pasado muchas cosas. ¿Podemos hablar?

Los condujo al interior de la cabaña. Ésta era sencilla, apenas amueblada, pero estaba llena de libros, periódicos y papeles amontonados. Stephanie reparó en que no había ningún aparato eléctrico.

– No tengo electricidad -explicó Ely-. Cocino con gas y me caliento con el fuego de la chimenea. Pero hay agua potable y mucha intimidad.

– ¿Cómo llegaste aquí? -preguntó Thorvaldsen-. ¿Eres prisionero de Zovastina?

Una mirada de desconcierto asomó al rostro del joven.

– No, en absoluto. Ella me salvó la vida. Ha estado protegiéndome.

Escucharon a Ely, quien les explicó cómo un hombre había irrumpido en su casa de Samarcanda y lo había amenazado con un arma. Pero antes de que ocurriera nada, otro hombre lo había salvado matando al primero. Luego, incendiaron la casa con su atacante dentro y lo llevaron ante Zovastina, quien le explicó que sus enemigos políticos lo habían señalado como objetivo. A continuación lo condujeron en secreto a esa cabaña, donde había pasado los últimos meses. Sólo un único guardia, que vivía en el pueblo, pasaba por allí un par de veces al día para llevarle provisiones y comprobar que todo estaba en orden.

– El guardia tiene un teléfono móvil -dijo Ely-. Así es como nos comunicamos Zovastina y yo.

Stephanie necesitaba saber.

– ¿Le has hablado del enigma de Ptolomeo, de los medallones y de la tumba perdida de Alejandro Magno?

Ely sonrió.

– A la ministra le encanta hablar de ello. La Ilíada es su pasión. Bueno, todo lo griego en general. Me hizo muchas preguntas. Todavía me las hace, casi a diario. Y sí, le hablé de los medallones y de la tumba perdida.

Ella comprendió que Ely no tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo y del peligro que todos, incluido él, corrían.

– Zovastina tiene prisionera a Cassiopeia. Su vida puede estar en peligro.

Stephanie vio que la confianza lo abandonaba.

– ¿Cassiopeia está aquí? ¿En la Federación? ¿Por qué querría hacerle daño la ministra?

– Ely -intervino Thorvaldsen-, digamos que Zovastina no es tu salvadora, sino más bien tu carcelera; aunque ha construido tu prisión de un modo muy inteligente, por lo que estás preso sin que ni siquiera te des cuenta.

– No sabes cuántas veces he querido llamar a Cassiopeia, pero la ministra dijo que necesitábamos mantener el secreto. Podía poner a otros en apuros, incluida Cassiopeia, si los involucraba. Me aseguró que todo esto acabaría muy pronto y que podría llamar a quien quisiera y volver a mi vida.

Stephanie decidió ir al grano.

– Resolvimos el enigma de Ptolomeo. Encontramos un escitalo que contenía una palabra. -Le entregó un pedazo de papel en el que se leía RAIMAS-. ¿Puedes traducirlo?

– Klimax. «Cima» en griego clásico.

– ¿Qué significado podría tener? -preguntó ella.

Ely pareció deshacerse de cualquier especulación.

– ¿En el contexto del acertijo?

– Supuestamente es el lugar donde está situada la tumba. «Toca lo más íntimo de la ilusión dorada. Divide el fénix. La vida proporciona la medida de la verdadera tumba.» Hicimos todo eso y -señaló el papel- esto fue lo que encontramos.

Ely pareció captar la enormidad del asunto. Se acercó a una de las mesas y cogió un libro de una de las estanterías. Lo hojeó, encontró lo que buscaba y luego lo dejó sobre la mesa. Stephanie y Thorvaldsen se acercaron y vieron un mapa bajo la leyenda «Conquistas de Alejandro en Bactriana».

– Alejandro avanzó hacia el este y conquistó lo que actualmente es Afganistán y la Federación, lo que en sus días fue Turkmenistán, Tayikistán y Kirguistán. Nunca llegó a cruzar el Pamir, hacia China. En vez de eso, se dirigió al sur, hacia la India, donde sus conquistas acabaron cuando su ejército se amotinó. -Ely señaló el mapa-. Esta área, entre los ríos Yaxartes y Oxus, fue conquistada por Alejandro en el año 330 a. J.C. Al sur estaba Bactriana; al norte, Escitia.

Stephanie encajó inmediatamente todas las piezas.

– Aquí fue donde Alejandro conoció la medicina de los escitas -señaló.

Ely parecía impresionado.

– Exacto. Samarcanda existía ya entonces, en la región llamada Sogdiana, aunque la ciudad se llamaba Maracanda. Alejandro estableció allí una de sus muchas Alejandrías y la llamó Alejandría Escate, la más lejana. Era la ciudad más oriental de su imperio, y una de las últimas que fundó.

Ely señaló con el dedo un punto en el mapa y, con un bolígrafo, trazó una X.

– Klimax era una montaña, aquí, en el antiguo Tayikistán, ahora en la Federación, un lugar reverenciado por los escitas y después por Alejandro, tras negociar la paz con ellos. Se dice que sus reyes eran enterrados en estas montañas, aunque nunca se ha encontrado ninguna prueba de ello. El museo de Samarcanda envió un par de expediciones pero no hallaron nada. Es un lugar bastante agreste, la verdad.

– Ahí es donde señala exactamente el escitalo -dijo Thorvaldsen-. ¿Has estado alguna vez allí?

Ely asintió.

– Hace dos años, como integrante de una expedición. Me dijeron que buena parte de esa zona es ahora de propiedad privada. Uno de mis colegas del museo dijo que había una finca imponente en la base de la montaña; algo monstruoso, en plena construcción.

Stephanie recordó lo que Edwin Davis le había contado sobre la Liga Veneciana. Sus miembros estaban comprando propiedades, así que siguió una corazonada.

– ¿Sabes de quién es?

Ely negó con la cabeza.

– Ni idea.

– Hemos de saberlo -dijo Thorvaldsen-. ¿Puedes llevarnos hasta allí?

El joven asintió.

– Está a unas tres horas, al sur.

– ¿Cómo te sientes?

Stephanie comprendió a qué se refería el danés.

– Ella lo sabe -añadió Thorvaldsen-. En circunstancias normales no hubiera dicho nada, pero estas circunstancias no tienen nada de normal.

– Zovastina me ha procurado las medicinas que necesito a diario. Ya te he dicho que se había portado bien conmigo. ¿Cómo está Cassiopeia?

Thorvaldsen meneó la cabeza.

– Lamentablemente, me temo que su salud es ahora la menor de sus preocupaciones.

En el exterior se oyó un coche que se acercaba.

Stephanie corrió de inmediato a la ventana. Un hombre salió de un Audi; llevaba un rifle.

– Es mi guardia -dijo Ely-. Viene del pueblo.

El hombre disparó a las ruedas del coche.

SETENTA Y DOS

Samarcanda

Cassiopeia estaba teniendo problemas con Zovastina.

– Me acaba de visitar el asesor de Seguridad Nacional del presidente de Estados Unidos. Me ha dicho lo mismo que usted me contó en el aeropuerto. Que me dejé algo en Venecia y que usted sabe qué es.

– ¿Y cree que eso va a hacer que se lo cuente?

La ministra contempló los dos enormes árboles y sus troncos combados, que casi tocaban el suelo gracias a la tensión de las cuerdas.

– Este claro ha estado preparado desde hace años. Algunos han padecido la agonía de ser descuartizados vivos. De hecho, un par de ellos sobrevivieron después de que sus brazos fueron arrancados. Tardaron unos minutos en morir desangrados. -Meneó la cabeza-. Una forma horrible de dejar este mundo.

Cassiopeia estaba indefensa. No podía hacer otra cosa más que intentar echarse un farol. Viktor, que supuestamente estaba allí para ayudarla, no había hecho nada salvo empeorar su situación.

– Después de que Hefestión muriera, Alejandro ordenó matar a su médico personal de este modo -explicó Zovastina-. Pensé que era ingenioso, así que volví a instaurar la práctica.

– Yo soy todo cuanto usted tiene -repuso Cassiopeia sin inmutarse.

La ministra parecía sentir curiosidad.

– ¿De verdad? ¿Y qué es lo que puede ofrecerme?

– Por lo visto, Ely no compartió con usted lo mismo que compartió conmigo.

Zovastina se acercó. Era una mujer atlética, de piel cetrina. Lo que resultaba preocupante era la pasajera mirada de locura que ocasionalmente asomaba a sus ansiosos ojos negros. Especialmente ahora, que sus entrañas se retorcían movidas por la curiosidad y la ira.

– ¿Conoce la Ilíada ? Cuando finalmente Aquiles deja a un lado su ira y mata a Héctor, dice algo interesante: «Pues ojalá que de algún modo mi furia y mi corazón me lanzaran a mí mismo a cortar en pedazos tus carnes y comérmelas crudas (¡tales cosas me has hecho!), como que no hay quien pueda apartar a los perros de tu cabeza, ni aunque traigan aquí y pongan en la balanza diez y veinte veces tu rescate y me prometan otras cosas más.» Dígame, ¿por qué está aquí?

– Usted me ha traído.

– Y usted no se resistió.

– Arriesgó mucho al ir a Venecia, ¿por qué? No creo que sólo fuera por motivos políticos.

Cassiopeia reparó en que los ojos de Zovastina parecían un poco menos beligerantes.

– A veces estamos llamados a actuar por otros, a arriesgarnos. Ningún propósito que exija esfuerzos carece de riesgos. He estado buscando la tumba de Alejandro con la esperanza de que encerrara la respuesta a algunos problemas preocupantes. Ely probablemente le haya hablado de la medicina de Alejandro. ¿Quién sabe si estará ahí? Pero encontrar ese lugar…, ¡qué glorioso sería!

Zovastina no parecía movida tanto por la furia como por la admiración. Daba la impresión de estar auténticamente conmovida por ese pensamiento. Por una parte, se comportaba como una exaltada romántica, consumida por ideas de grandeza adquiridas mediante empresas peligrosas. Por otra, según decía Thorvaldsen, estaba la muerte de millones de personas.

La ministra agarró con fuerza la barbilla de Cassiopeia.

– Debe decirme lo que sabe.

– El sacerdote le mintió. En el tesoro de la basílica hay un amuleto que se encontró junto a los restos de san Marcos. Un escarabeo con un fénix grabado en él. «Toca lo más íntimo de la ilusión dorada. Divide el fénix.»Zovastina no parecía escucharla.

– Eres hermosa. -Su aliento hedía a cebolla-. Pero eres una mentirosa y una embustera. Engañarme de esta manera…

Luego la soltó y se alejó.

Cassiopeia oyó los balidos de las cabras.

Malone subió al caballo.

– Ninguno de los guardias se fijará en nosotros -dijo Viktor-. Está conmigo.

Y volvió a saltar sobre su montura.

– Están más allá del campo de juego, en el bosque. Planean matar a Vitt.

– ¿Y a qué estamos esperando?

Viktor espoleó a su caballo. Malone lo siguió.

Galoparon desde el establo hacia campo abierto. Malone vio que había postes con banderolas en los extremos del campo y un círculo de tierra en su centro, y supo a qué se jugaba allí. Buzkashi. Había leído algunas cosas sobre ese juego, sobre su violencia y sobre cómo las muertes eran habituales en lo que era una exhibición simultánea de barbarie y belleza. Zovastina era, aparentemente, una buena conocedora de ese juego, y seguramente los caballos de los establos eran criados para participar en él, como el ejemplar que ahora mismo montaba, que avanzaba con siniestra rapidez y habilidad. Dispersas por la zona herbosa había cabras que parecían proporcionar un excelente mantenimiento del campo; quizá un centenar o más. Eran robustas, y se iban apartando conforme los caballos se abrían paso al galope.

Miró hacia atrás y vio puestos de guardia en la azotea del palacio. Como Viktor había predicho, nadie parecía alarmado, seguramente porque estaban acostumbrados a las hazañas de la ministra. Delante, en el extremo más alejado del campo, se alzaba una espesa arboleda. Dos caminos se adentraban en ella. Viktor detuvo su caballo. Malone también refrenó el suyo; sus piernas colgaban sobre las oscuras marcas de sudor que surcaban los flancos del animal.

– Están a unos cien metros por ese sendero, en otro claro -declaró Viktor-. Ahora es cosa suya.

Y saltó de la silla empuñando su pistola.

– Tenemos un problema -dijo Stephanie-. ¿Hay algún otro modo de salir de aquí?

Ely señaló la cocina.

Ella y Thorvaldsen corrieron hacia allí en el mismo momento en que la puerta delantera de la cabaña se abría con estrépito. El guardia gritaba órdenes en un lenguaje que Stephanie no comprendía. Encontró la puerta de la cocina y la abrió, procurando que Thorvaldsen no hiciera ruido. Ely estaba hablando con el hombre en su misma lengua.

La joven salió cautelosamente al exterior y Thorvaldsen la siguió.

Tras ellos se oyeron unos disparos, hechos por un arma automática; las balas se incrustaron en las pesadas planchas de madera que habían dejado atrás.

Se arrojaron al suelo mientras la ventana estallaba, los cristales cayendo encima de ellos. Las balas impactaron en los árboles. Stephanie oyó a Ely gritar algo a su atacante y aprovechó ese momento para incorporarse y correr hacia el coche. Thorvaldsen seguía en el suelo, intentando levantarse, así que sólo cabía esperar que Ely entretuviera al guardia el tiempo suficiente.

Llegó al coche, abrió la puerta trasera y cogió una de las automáticas.

Thorvaldsen salió por la parte trasera de la cabaña.

Stephanie se parapetó tras el coche y desde allí apuntó. Con el arma, hizo una señal a Thorvaldsen para que se dirigiera directamente hacia el porche delantero. Salió de su línea de fuego justo cuando el guardia aparecía con el rifle apoyado en la cintura. Pareció ver a Thorvaldsen primero y se movió para apuntarle.

Ella disparó dos veces.

Las dos balas impactaron en el pecho del hombre.

Disparó dos veces más.

El guardia cayó al suelo.

El silenció la envolvió. No se movió hasta que Ely apareció tras el guardia muerto. Thorvaldsen salió del porche. Stephanie estaba apuntando de nuevo, asiendo fuertemente la culata del arma. Temblando. Había matado a un hombre.

El primero.

Thorvaldsen avanzó hacia ella.

– ¿Estás bien?

– Había oído lo que contaban los demás. Les dije que era su trabajo. Pero ahora lo entiendo: matar a alguien es un asunto muy serio.

– No tenías elección.

Ely sorteó el cuerpo.

– No escuchaba. Le dije que no erais una amenaza.

– Pero lo somos -repuso Thorvaldsen-. Estoy seguro de que sus órdenes eran evitar que alguien contactara contigo. Eso sería lo último que Zovastina querría.

La mente de Stephanie empezó a despejarse.

– Hemos de irnos.

SETENTA Y TRES

Malone se adentró en el bosque, oscuro, silencioso y, aparentemente, lleno de amenazas. Atisbo un claro algo más adelante, donde el sol se filtraba serenamente entre la bóveda de hojas. Miró atrás y no vio a Viktor, pero entendió por qué había desaparecido. Oyó voces y aceleró el paso; se detuvo tras un grueso tronco que estaba cerca del final del sendero.

Vio a Cassiopeia atada entre dos árboles, con los brazos estirados. Zovastina estaba de pie junto a ella.

Viktor tenía razón.

Un gran problema.

Zovastina estaba intrigada y, al mismo tiempo, furiosa.

– No parece importarte que vayas a morir.

– Si me importara, no me hubiera prestado a venir con usted.

La ministra decidió que era el momento de dar a la mujer una razón para vivir.

– Me preguntaste por Ely en el avión…, si estaba vivo. No te contesté. ¿Quieres saberlo?

– No creeré ni una palabra de lo que usted me diga.

Ella se encogió de hombros.

– Una afirmación muy considerada. Yo tampoco lo haría.

Sacó un teléfono de su bolsillo y marcó un número.

Stephanie oyó sonar el teléfono y miró el cadáver que yacía sobre el suelo rocoso.

Thorvaldsen también lo oyó.

– Es Zovastina -dijo Ely-. Me llama al móvil que él lleva. Stephanie se acercó al cuerpo, cogió el aparato y le dijo a Ely: -Responde.

– Aquí hay alguien que quiere hablar contigo -oyó Cassiopeia que decía Zovastina.

La mujer le acercó el teléfono al oído. No tenía intención de decir nada, pero la voz que le llegó desde el otro lado del aparato hizo que un escalofrío recorriera su espina dorsal.

– ¿Qué ocurre, ministra? -Pausa-. ¿Ministra?

No podía contenerse. La voz confirmaba todas sus dudas.

– Ely, soy Cassiopeia.

Se hizo el silencio.

– ¿Ely? ¿Estás ahí?

Sus ojos ardían.

– Estoy aquí…, sólo que no doy crédito. Me alegro tanto de oírte.

– Y yo también.

La emoción la embargaba. De repente, todo había cambiado.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó él.

– Buscándote. Sabía…, esperaba que no estuvieras muerto. -Intentó contener con todas sus fuerzas la emoción que sentía-. ¿Estás bien?

– Sí, estoy bien, aunque preocupado por ti. Henrik está aquí con una mujer llamada Stephanie Nelle.

Eso era toda una novedad. Cassiopeia intentó dejar a un lado su agitación y concentrarse. En apariencia, Zovastina no era consciente de lo que ocurría en el lugar en el que se encontraba Ely.

– Dile a la ministra lo que acabas de contarme.

Zovastina escuchó.

Stephanie oyó a Ely repetir la frase. Comprendió el shock que debía de estar experimentando Cassiopeia, pero ¿por qué quería que Ely le contara a la ministra que estaban allí?

Zovastina habló por el teléfono.

– ¿Cuándo han llegado tu amigo Thorvaldsen y esa mujer?

– Hace un rato. Su guardia intentó matarlos, pero ahora está muerto.

– Ministra -dijo otra voz, que reconoció instantáneamente.

Thorvaldsen.

– Tenemos a Ely.

– Y yo tengo a Cassiopeia Vitt. Diría que le quedan, aproximadamente, unos diez minutos de vida.

– Hemos resuelto el enigma.

– Hablan demasiado. Usted y Vitt. ¿Hay algo más que quiera decirme?

– Oh, sí. Estaremos en la tumba de Alejandro antes de que anochezca. Pero usted nunca lo sabrá.

– Están en mi Federación -replicó ella.

– Pero hemos podido entrar, tomar un prisionero y largarnos con él sin que usted se haya enterado.

– Pero han decidido contármelo…

– Lo único que usted tiene y que nosotros queremos es a Cassiopeia -declaró Thorvaldsen-. Vuelva a llamar si quiere negociar.

Y colgó.

– ¿Crees que eso ha sido inteligente? -le preguntó Stephanie a Thorvaldsen.

– Hemos de conseguir que esté alerta.

– Pero no sabemos qué está ocurriendo allí.

– Dime algo que no sepa.

La joven vio que Thorvaldsen estaba preocupado.

– Tenemos que confiar en que Cassiopeia sepa cómo manejar este asunto -dijo él.

Zovastina luchaba contra el sentimiento de inquietud que la embargaba. Esa gente iba a pelear con uñas y dientes, debía admitirlo.

Extrajo un cuchillo de su funda de cuero.

– Tus amigos están aquí -dijo dirigiéndose a Cassiopeia-. Y tienen a Ely. Lamentablemente, y en contra de lo que cree Thorvaldsen, no tienen nada que me interese.

A continuación se acercó al rollo de cuerda y sentenció:

– Prefiero verte morir.

Malone lo vio y lo oyó todo. Aparentemente, Ely Lund estaba al teléfono. Vio cómo Cassiopeia se conmovía, pero también se dio cuenta de que había alguien más al teléfono. ¿Henrik? ¿Stephanie? Seguramente estaban con Lund ahora.

No podía esperar mucho más, por lo que decidió salir de su escondite.

– Ya es suficiente.

Zovastina estaba de pie, de espaldas a él, y Malone vio que se detenía en su ademán de cortar las cuerdas.

– El cuchillo -dijo-. Suéltelo.

Cassiopeia lo observaba con una mirada ansiosa. Él también se sentía así. Un mal palpito, casi como si lo estuvieran esperando.

– Señor Malone -dijo Zovastina mientras se volvía hacía él con una feroz mirada de satisfacción-. No puede usted matarnos a todos a la vez.

QUINTA PARTE

SETENTA Y CUATRO

Vincenti se dirigió a su biblioteca, cerró la puerta y se sirvió una copa de kumis, una especialidad local que había aprendido a disfrutar: leche de yegua fermentada, sin demasiado alcohol pero bastante potente de sabor. Apuró la copa de un trago y saboreó su regusto almendrado.

Se sirvió otra.

Su estómago rugió. Estaba hambriento. Le pediría la cena al chef. Un grueso filete marinado de caballo estaría bien. También había llegado a gustarle esa especialidad local.

Bebió un poco más de kumis.

Las cosas estaban a punto de ponerse en marcha. Las intuiciones de todos los años pasados habían sido correctas. Todo cuanto se interponía en su camino era Irina Zovastina.

Se acercó a su escritorio. La casa estaba equipada con el más sofisticado sistema de comunicaciones por satélite, con conexiones directas con Samarcanda y con la corporación en Venecia. Con la bebida aún en la mano vio un e-mail de Kamil Revin que había llegado media hora antes. Era extraño. Por muy jovial que fuera, Revin desconfiaba de cualquier forma de comunicación que no fuese cara a cara, y controlando él mismo el momento y el lugar.

Abrió el archivo y leyó el mensaje:

LOS NORTEAMERICANOS HAN ESTADO AQUÍ.

Su cansada mente se puso alerta. ¿Norteamericanos? Estaba a punto de responder cuando la puerta del estudio se abrió estrepitosamente y Peter O'Conner entró a toda prisa.

– Cuatro helicópteros de combate se nos están echando encima. De la Federación.

Corrió hacia la ventana y miró hacia el oeste. Al fondo del valle, cuatro puntos se recortaban contra el brillante cielo, haciéndose cada vez más grandes.

– Acaban de aparecer -dijo O'Conner-. Supongo que esto no es una visita de cortesía. ¿Está esperando a alguien?

– No.

Volvió al ordenador y borró el e-mail.

– Aterrizarán antes de diez minutos -añadió O'Conner.

Algo marchaba mal.

– ¿Zovastina ha venido a buscar a la mujer? -preguntó O'Conner.

– Es posible. Pero ¿cómo lo han sabido tan pronto?

Zovastina no podía haber adivinado lo que estaba planeando. Sí, desconfiaba de él como él desconfiaba de ella, pero no había razón para que ninguno de los dos buscara la confrontación. En cualquier caso, no ahora. Y estaba lo de Venecia, y lo ocurrido cuando había actuado contra Stephanie Nelle. ¿Los estadounidenses?

¿Qué era lo que se le escapaba?

– Están aterrizando -anunció O'Conner desde la ventana.

– Vaya a buscarla.

O'Conner salió rápidamente de la habitación.

Vincenti abrió uno de los cajones del escritorio y cogió una pistola. Todavía no se había provisto de todos los dispositivos de seguridad que la finca necesitaba. Estarían listos en las próximas semanas, mientras Zovastina estuviera ocupada preparando la guerra. Él había planeado utilizar esa distracción para su provecho.

Karyn Walde entró en la biblioteca; llevaba un albornoz y zapatillas. Ella sola, sin ayuda. O'Conner la seguía.

– ¿Cómo se encuentra? -le preguntó Vincenti.

– Mejor de lo que he estado en meses. Puedo andar.

Ya había encargado a un médico que viajara allí desde Venecia para tratar sus infecciones secundarias. Por suerte para ella tenían cura.

– Su cuerpo tardará algunos días en recuperarse plenamente. Pero el virus está siendo atacado por un depredador contra el que no tiene defensa. Como nosotros, por cierto.

O'Conner volvió a ocupar su posición junto a la ventana.

– Ya han aterrizado. Tropas… asiáticas. Parece que son suyas.

Vincenti dirigió su mirada a Walde.

– Parece que Irina quiere que vuelva usted con ella. No estamos seguros de lo que está ocurriendo.

Cruzó la habitación en dirección a un imponente gabinete con las puertas de cristal grabado. La madera procedía de China, así como el artesano que lo había elaborado. Pero O'Conner había añadido un extra. Pulsó un botón de un mando a distancia que llevaba en el bolsillo y un mecanismo en la parte superior e inferior del mueble se puso en marcha, haciendo que éste rotara ciento ochenta grados. Más allá había un pasaje iluminado.

Walde estaba impresionada.

– Como en una película de terror.

– Que es en lo que se va a convertir esto -dijo él-, Peter, vaya a ver qué quieren y excúseme por no estar aquí para recibirlos. -A continuación, hizo una señal a la mujer-. Sígame.

Las manos de Stephanie todavía temblaban mientras Ely arrastraba el cadáver hacia la parte trasera de la cabaña. Seguía sin gustarle que Zovastina supiera que se encontraban en la Federación. No era particularmente inteligente alertar a una persona con los recursos que ella tenía a su disposición. Debía confiar en que Thorvaldsen supiera qué estaba haciendo, sobre todo teniendo en cuenta que ella misma también se estaba jugando el cuello.

Ely salió por la puerta delantera de la cabaña, seguido por Thorvaldsen. Llevaba un arma y un montón de libros y papeles.

– Necesitaré esto -dijo.

Observó el sendero que conducía a la carretera. El lugar parecía estar en calma. Thorvaldsen llegó a su lado. Reparó en que sus manos aún temblaban y serenamente las tomó entre las suyas. Silencio. Todavía sostenía el arma y tenía la palma sudorosa. Su mente necesitaba concentrarse en otra cosa, así que preguntó:

– ¿Y qué es lo que vamos a hacer exactamente?

– Sabemos cuál es el lugar -dijo Ely-. Klimax. Así que vamos a ver qué hay allí. Vale la pena.

Stephanie hizo un esfuerzo por recordar las palabras de Ptolomeo: «Asciende por las paredes que esculpieron los dioses. Cuando alcances la cima, contempla el ojo ambarino y atrévete a hallar el refugio remoto.»-Recuerdo el acertijo -dijo Ely-. Necesito comprobar algunas informaciones, hacer memoria sobre otras, pero puedo hacer todo eso de camino.

Ella quería saber.

– ¿Por qué Zovastina iba detrás de los medallones de los elefantes?

– Le mostré la conexión entre una marca que había en los medallones y el enigma. Un símbolo, como dos B unidas a una A. Están en una de las caras de los medallones y en el acertijo. Supuse que debía de ser importante. Como sólo se conocían ocho medallones, dijo que los adquiriría todos para compararlos. Pero me dijo que los compraría.

– No exactamente -repuso Stephanie-. Todavía estoy desconcertada. Todo eso pasó hace más de dos mil años. ¿Por qué no se ha encontrado nada hasta ahora?

Ely se encogió de hombros.

– Es difícil decirlo. La verdad, las pistas no se detectan a simple vista. Se necesitaron rayos X para descubrir lo importante.

– Pero Zovastina lo quiere, sea lo que sea.

Ely asintió.

– En su mente, que siempre me ha parecido un poco excéntrica, ella es Alejandro, o Aquiles, o algún otro héroe épico. Parece disfrutar de esa visión romántica, como si tuviera una misión. Cree que debe de haber algún tipo de cura ahí fuera. Hablaba mucho de ello; era lo más importante para ella, pero no sé por qué. -Ely se detuvo-. No diré que no sea importante para mí también. Su entusiasmo era contagioso. Realmente, empecé a creer que había algo que encontrar.

Stephanie podía percibir que él estaba preocupado por todo lo ocurrido.

– Quizá tengas razón.

– Sería increíble, ¿no te parece?

– Pero ¿cómo es posible que haya una conexión entre san Marcos y Alejandro Magno? -inquirió Thorvaldsen.

– Sabemos que el cuerpo de Alejandro se hallaba en Alejandría hacia el año 391 d. J.C, cuando el paganismo fue finalmente proscrito. Pero después de eso no se lo volvió a mencionar más, en ninguna parte. El cuerpo de san Marcos reaparece en Alejandría hacia el año 400 d. J.C. Recuerda que las reliquias paganas solían ser adoptadas por los cristianos.

»Hay muchos ejemplos en la propia Alejandría. Un ídolo de bronce de Saturno, en el Caesareum, fue fundido para hacer una cruz para el patriarca de Alejandría. El propio Caesareum se convirtió en una catedral cristiana. Mi teoría, después de leer todo lo que he podido sobre san Marcos y Alejandro Magno, es que algún patriarca del siglo IV concibió una manera para, no sólo conservar el cuerpo del fundador de la ciudad, sino también para proporcionar a la cristiandad una potente reliquia. Todos salían ganando. Así que Alejandro se convirtió en san Marcos. ¿Quién notaría la diferencia?

– Una apuesta arriesgada -señaló ella.

– No sé. Me contaste que Ptolomeo dejó algo en la momia de la basílica, algo que os trajo directamente hasta aquí. Diría que mi teoría está firmemente anclada a la realidad.

– Tiene razón -asintió Thorvaldsen-. Merece la pena ir al sur para echar un vistazo.

Ella no estaba del todo de acuerdo, pero cualquier lugar era preferible a ése. Al menos, se moverían. Pero entonces se le ocurrió algo.

– Dijiste que el área donde se halla Klimax es de propiedad privada. Podríamos tener problemas para acceder.

Ely sonrió.

– Quizá el nuevo propietario nos deje echar un vistazo.

SETENTA Y CINCO

Malone estaba atrapado. Debería haberlo sabido: Viktor lo había llevado directamente a Zovastina.

– ¿Ha venido a salvar a la señorita Vitt?

Zovastina hizo un gesto con la mano.

– ¿A quién va a matar? Puede elegir entre los tres. -Señaló a sus guardaespaldas-. Uno de ellos le disparará antes de que pueda disparar al otro. -Le mostró el cuchillo-. Y, entonces, yo cortaré estas cuerdas.

Era cierto. Sus opciones eran limitadas.

– Cogedlo -ordenó a los guardias.

Uno de los hombres corrió hacia él, pero un nuevo sonido llamó la atención de Malone. Balidos. Cada vez más fuertes. El guardia estaba a tres metros de distancia cuando las cabras entraron en estampida desde el camino que conducía al campo de buzkashi. Primero, unas pocas; luego, todo el rebaño irrumpió en el claro.

Las pezuñas golpeaban sordamente la tierra.

A lo lejos, Malone divisó a Viktor sobre un caballo, desde el que mantenía agrupados a los animales, tratando de no interrumpir su avance. El paso torpe de las bestias se intensificó hasta convertirse en carrera; los más rezagados empujaban a los que estaban delante, forzando a avanzar a todo el rebaño. Su inesperada aparición pareció generar el efecto deseado. Los guardias se desconcertaron momentáneamente y Malone aprovechó ese instante para disparar al que se encontraba frente a él.

Otro disparo y el segundo guardia cayó al suelo.

Malone se dio cuenta entonces de que Viktor era el responsable del disparo.

Las cabras ocuparon el claro, chocando entre sí, todavía aturdidas, dándose cuenta lentamente de que la única vía de escape era a través de los árboles.

El polvo llenaba el aire.

Malone fijó su atención en Zovastina y se abrió camino entre los malolientes animales hacia donde se encontraban ella y Cassiopeia.

El rebaño se retiró hacia el bosque.

Las alcanzó en el mismo momento en que Viktor saltaba de la silla con el arma en la mano. Zovastina seguía de pie, blandiendo el cuchillo, pero Viktor la tenía acorralada, a unos pocos metros de las cuerdas que sujetaban a Cassiopeia a los dos árboles combados.

– Suelte el cuchillo -le ordenó Viktor.

Zovastina pareció sorprendida.

– ¿Qué estás haciendo?

– Detenerla. -Viktor hizo una señal con la cabeza-. Libérela, Malone.

– Yo daré las órdenes -repuso él-. Usted suelte a Cassiopeia y yo vigilaré a la ministra.

– ¿Aún no confía en mí?

– Digamos que prefiero hacerlo a mi manera. -Empuñó la pistola-. Como él ya ha dicho, suelte el cuchillo.

– ¿O qué?-replicó Zovastina-. ¿Me pegará un tiro?

Malone disparó al suelo, entre sus piernas; ella retrocedió.

– El siguiente irá directo a su cabeza.

Soltó el cuchillo.

– Y ahora empújelo hacia aquí con el pie.

La ministra hizo lo que le ordenaba.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó Cassiopeia.

– Te lo debía. ¿Cabras? -le dijo a Viktor mientras éste desataba a Cassiopeia.

– Uno usa lo que tiene a mano. Parecía una buena opción.

Malone no podía discutir eso.

– ¿Trabajas para los norteamericanos? -preguntó Zovastina dirigiéndose a Viktor.

– Así es.

Un fuego intenso asomó a los ojos de la ministra.

Cassiopeia se deshizo de las cuerdas y arremetió contra ella con el puño apretado, que descargó sobre la cara de la mujer. Una patada en las rodillas y Zovastina cayó de espaldas. Cassiopeia continuó atacándola, plantando su pie en el estómago de la ministra y golpeando su cabeza contra el tronco de un árbol.

Zovastina se retorció en el suelo y después quedó inmóvil.

Malone había contemplado impasible el ataque.

– ¿Es éste tu sistema?

Cassiopeia respiró hondo.

– Le hubiera dado más. -Se detuvo, desentumeciendo sus muñecas-. Ely está vivo: he hablado con él por teléfono. Stephanie y Henrik están con él. Tenemos que irnos.

Malone dirigió su mirada hacia Viktor.

– Pensé que Washington quería que siguiera de incógnito.

– No tenía elección.

– Usted me envió a esta ratonera.

– ¿Acaso le dije que se enfrentara a ella? No me dio oportunidad de hacer otra cosa. Cuando vi su situación, hice lo que tenía que hacer.

Malone no estaba de acuerdo, pero no tenían tiempo de discutir.

– ¿Qué vamos a hacer ahora?

– Marcharnos -dijo Viktor-. No tenemos mucho tiempo. Y nadie va a venir a molestarla.

– ¿Y qué hay del tiroteo? -quiso saber Malone.

– Nadie le dará importancia. -Viktor señaló el espacio que los rodeaba-. Es su campo de ejecuciones. Muchos enemigos han sido eliminados aquí.

Cassiopeia arrastraba el cuerpo inerte de la ministra por el suelo.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Malone.

– Atar a esta zorra, para que vea lo que se siente.

Stephanie conducía con Henrik a su lado, en el asiento del copiloto, y Ely en el asiento trasero. No habían tenido otra opción más que coger el coche del guardia, pues el suyo tenía las ruedas pinchadas. Abandonaron rápidamente la cabaña, se incorporaron a la carretera y avanzaron rumbo sur, en paralelo a las montañas del Pamir, dirigiéndose hacia lo que dos mil años antes se conocía como monte Klimax.

– Es increíble -dijo Ely.

A través del retrovisor vio cómo el joven estaba admirando el escitalo.

– Cuando leí el enigma de Ptolomeo, me pregunté cómo podía transmitir algún mensaje. Es muy inteligente. -Ely sostuvo el escitalo-. ¿Cómo lo descubristeis?

– Un amigo nuestro lo hizo. Cotton Malone; ahora está con Cassiopeia.

– ¿No deberíamos intentar averiguar algo sobre ella?

Stephanie captó la preocupación que había en la pregunta.

– Hemos de confiar en que Malone sabrá ocuparse del asunto -respondió-. Nuestro problema está aquí. -Volvía a hablar con el tono desapasionado propio de la responsable de una agencia de inteligencia, tranquila e indiferente, pero todavía estaba agitada por lo que había ocurrido en la cabaña-. Cotton es bueno. Sabrá cómo manejar las cosas.

Thorvaldsen también pareció percibir la inquietud de Ely.

– Y Cassiopeia no está indefensa -terció-. Puede cuidar de sí misma. ¿Por qué no nos cuentas lo que necesitamos saber para comprender todo esto? En el manuscrito leímos algo acerca de esa medicina de los escitas. ¿Qué sabes tú de ella?

Vio cómo Ely apartaba cuidadosamente el escitalo a un lado.

– Un pueblo nómada que migró de Asia Central a la Rusia meridional entre los siglos VII y VIII a. J.C. Herodoto escribió sobre ellos. Eran tribales y sanguinarios, temidos. Cortaban las cabezas de sus enemigos y hacían copas con sus cráneos.

– Sin duda, eso le proporciona a uno una reputación -señaló Thorvaldsen.

– ¿Cuál es su conexión con Alejandro? -preguntó ella.

– En los siglos III y IV a. J.C. se establecieron en lo que ahora es Kazajistán. Resistieron con éxito a Alejandro, bloqueando su avance hacia el este en el río Syr Darya. Él los combatió con fiereza, fue herido varias veces, pero finalmente pactaron una tregua. No diría que Alejandro temía a los escitas, pero sí los respetaba.

– ¿Y la medicina? -dijo Thorvaldsen-. ¿Era suya?

Ely asintió.

– Se la mostraron a Alejandro. Fue parte del tratado de paz que firmaron con él, y por lo visto él mismo la usó. Por lo que he leído, era una especie de poción natural. Alejandro, Hefestión y ese médico que mencionan los manuscritos, todos ellos se curaron gracias a ella. Suponiendo que los relatos sean ciertos, claro está.

»Los escitas eran gente extraña -prosiguió Ely-. Por ejemplo, en medio de una batalla contra los persas, todos abandonaron el campo de batalla para cazar un conejo. Nadie sabe por qué, pero consta en una crónica oficial.

«Conocían el oro, lo usaban y lo lucían en grandes cantidades: ornamentos, cinturones, platos, incluso sus armas estaban adornadas con oro. Los túmulos funerarios de los escitas están llenos de piezas de oro. Pero su principal problema era el lenguaje. Eran analfabetos. No ha sobrevivido ningún testimonio escrito sobre ellos. Sólo dibujos, fábulas y relatos de otros. Únicamente conocemos algunas de sus palabras, y es gracias a Herodoto.

Stephanie lo observó a través del retrovisor y percibió que había algo más.

– ¿Por ejemplo? -quiso saber.

– Como he dicho, sólo unas pocas palabras han sobrevivido: pata significa «montar»; spou, «ojo»; oior, «hombre», yarima -buscó entre los papeles que había llevado consigo- no significaba mucho hasta ahora. Recordad el enigma: «Cuando llegues a la cima.» Ptolomeo luchó contra los escitas junto a Alejandro. Los conocía. Arima quiere decir, más o menos, un «lugar en la cima».

– Como un ático -dijo ella.

– Más importante. El lugar que los griegos llamaron Klimax, adonde nos dirigimos, es llamado Arima por los nativos. Lo recuerdo por la última vez que estuve allí.

– ¿Demasiadas coincidencias? -inquirió Thorvaldsen.

– Parece que todas las pistas conducen hacia allí.

– ¿Y qué esperamos encontrar? -preguntó Stephanie.

– Los escitas usaban túmulos para cubrir las tumbas de sus reyes, pero he leído que elegían los lugares montañosos para enterrar a sus líderes más importantes. Éste es el límite del imperio de Alejandro. Su frontera oriental, muy alejada de su hogar. Aquí nadie lo molestaría.

– ¿Quizá por eso lo eligió? -sugirió ella.

– No sé. Todo parece extraño, sin sentido.

Stephanie estaba completamente de acuerdo.

Zovastina abrió los ojos. Estaba tendida en el suelo, e inmediatamente recordó el ataque de Cassiopeia Vitt. Trató de aclarar sus pensamientos, aún confusos, y notó que algo sujetaba firmemente sus muñecas.

Entonces cayó en la cuenta. Estaba atada a los árboles, como Vitt. Meneó la cabeza. Eso era humillante.

Se incorporó y observó el claro.

Las cabras, Malone, Vitt y Viktor se habían ido. Uno de los guardias estaba muerto, pero el otro todavía vivía, apoyado contra un árbol, sangrando de una herida que tenía en el hombro.

– ¿Puedes moverte? -le preguntó.

Él asintió, aunque era evidente que estaba sufriendo. Todos los miembros de su Batallón Sagrado eran duros, almas disciplinadas. Zovastina se había asegurado de ello. Su moderna encarnación era de todo menos temerosa, igual que la original, en tiempos de Alejandro.

El guardia hizo un esfuerzo por ponerse en pie, agarrándose el brazo izquierdo con la mano derecha.

– El cuchillo -dijo ella-. Aquí, en el suelo.

Ni el menor gemido de dolor salió de los labios del hombre. La ministra trató de recordar su nombre, pero no podía. Viktor había contratado a cada uno de los miembros del Batallón Sagrado, y ella se había hecho el propósito de no vincularse afectivamente a ellos. Eran objetos, instrumentos para ser usados. Nada más.

El hombre avanzó tambaleándose hacia el cuchillo y logró cogerlo del suelo.

Se acercó a las cuerdas, pero perdió el equilibrio y cayó de rodillas.

– Puedes hacerlo -lo animó ella-. Resiste el dolor. Céntrate en tu deber.

El guardia parecía estar haciendo acopio de todas sus fuerzas. El sudor caía por su frente y Zovastina reparó en que manaba sangre de su herida. Sorprendentemente, no se había desvanecido. Pero la verdad era que ese fornido individuo parecía hallarse en una excelente forma física.

Alzó el cuchillo, jadeó unas pocas veces y cortó las ataduras que asían su muñeca izquierda. Ella agarró la mano temblorosa del hombre, intentando estabilizarla, mientras él le entregaba el cuchillo; luego se liberó a sí misma de la otra atadura.

– Échate. Descansa -dijo.

Oyó cómo se tendía mientras ella rebuscaba entre la hierba. Cerca del otro cuerpo encontró una pistola.

Volvió hacia el guardia herido.

Él había visto su vulnerabilidad, y realmente, por primera vez en mucho tiempo, la ministra se había sentido vulnerable.

El hombre yacía boca arriba, todavía agarrándose el hombro.

Se plantó junto a él. Sus oscuros ojos se posaron en ella y, al verlos, Zovastina se dio cuenta de que él ya sabía lo que iba a ocurrir.

Sonrió al ver su coraje.

Entonces, apuntó con el arma a su cabeza y disparó.

SETENTA Y SEIS

Malone echó un vistazo al áspero terreno que se desplegaba abajo, ante ellos, una mezcla de tierra árida, pastos, onduladas colinas y árboles. Viktor pilotaba el helicóptero, que habían localizado en un hangar a pocos kilómetros del palacio. Conocía el aparato. De fabricación rusa, con dobles motores que propulsaban los rotores principales y de cola. Los soviets lo conocían como «tanque volador». La OTAN lo había apodado Cocodrilo, debido a su color, de camuflaje, y a su inconfundible fuselaje. En suma, un espléndido helicóptero de combate; ése en particular, modificado por un enorme compartimento trasero para cargar un pequeño contingente de tropas. Afortunadamente, habían salido del palacio y de Samarcanda sin ningún problema.

– ¿Dónde aprendió a pilotar? -quiso saber Malone.

– En Bosnia. En Croacia. Eso fue lo que hice en mi servicio militar. Buscar y destruir.

– Un buen lugar para templar los nervios.

– Y para morir.

Malone no podía discutir eso.

– ¿Vamos muy lejos? -preguntó Cassiopeia a través de los auriculares.

Volaban hacia el este, a casi 300 km/h, hacia la cabaña de Ely en el Pamir. Zovastina se liberaría pronto, si no lo había hecho ya, así que Malone preguntó:

– ¿Y si alguien nos sigue?

Viktor señaló al frente.

– Esas montañas nos proporcionarán cobijo. No se puede rastrear nada ahí. Las alcanzaremos dentro de unos instantes, y nos hallamos a pocos minutos de la frontera china. Siempre podemos escapar por allí.

– No te comportes como si no me hubieras oído -dijo Cassiopeia-. ¿Cuánto falta?

Malone había evitado, intencionadamente, responder. Estaba ansiosa. Quería decirle que sabía que estaba enferma, que supiera que le importaba a alguien, que entendía su frustración. Pero sabía más. En vez de eso, dijo:

– Vamos tan de prisa como podemos. -Hizo una pausa-. Pero seguro que es mejor que estar atada a unos árboles.

– Creo que nunca lo olvidaré.

– Pues eso.

– Vale, Cotton. Estoy algo ansiosa, pero tienes que entenderme. Pensaba que Ely estaba muerto. Quería que estuviera vivo, pero sabía, creía… -Se interrumpió-. Y ahora…

Malone se volvió y percibió la excitación en sus ojos, que lo llenaron de tristeza y de energía al mismo tiempo. Se contuvo y finalizó el pensamiento de Cassiopeia:

– Y ahora está con Stephanie y Henrik. Así que cálmate.

Ella iba sentada sola en el compartimento trasero. Malone vio cómo daba unos golpecitos en el hombro a Viktor.

– ¿Sabía que Ely estaba vivo?

Él asintió con la cabeza.

– Le mentí en la lancha, en Venecia, cuando le dije que estaba muerto. Tenía que decir algo. La verdad es que fui yo quien salvó a Ely. Zovastina pensó que alguien podía fijarse en él. Era su consejero y los crímenes políticos son comunes en la Federación. Ella quería que Ely estuviera protegido. Después de que atentaran contra él, lo ocultó. No he tratado con él desde entonces. Aunque yo era el jefe de la guardia, era ella quien estaba al cargo. Así que realmente no sé qué le sucedió. Aprendí a no formular preguntas y a hacer sólo lo que me ordenaban.

Malone reparó en que Viktor usaba un tiempo verbal pasado al referirse a su trabajo.

– Lo matará si lo encuentra.

– Conocía las reglas antes de que todo esto empezara.

Continuaron el vuelo, sin sobresaltos ni incidentes. Malone nunca había volado en un Hind. Su instrumental era impresionante, al igual que su armamento. Misiles teledirigidos, ametralladoras, cañones dobles…

– Cotton -dijo Cassiopeia-, ¿tienes algún modo de comunicarte con Stephanie?

No era una pregunta que quisiera responder en ese momento, pero no tenía elección.

– Sí.

– Dámelo.

Buscó el teléfono de Magellan Billet que Stephanie le había proporcionado en Venecia y marcó el número mientras se quitaba los auriculares. Transcurrieron unos pocos segundos antes de que un zumbido confirmara la conexión y oyera la voz de Stephanie saludándolo.

– Vamos hacia ahí -dijo él.

– Hemos dejado la cabaña -señaló ella-. Nos dirigimos hacia el sur, por una autopista, la M-45, hacia lo que una vez fue el monte Klimax. Ely sabe dónde está. Dice que los nativos lo llaman Arima.

– Cuéntame más.

Malone escuchó y le repitió la información a Viktor, que asintió.

– Sé dónde está.

Hizo virar el helicóptero hacia el sureste y aumentó la velocidad.

– Estamos de camino -le dijo Malone a Stephanie-. Todo tranquilo por aquí.

Vio que Cassiopeia quería el teléfono, pero no pensaba pasárselo, así que negó con la cabeza, esperando que entendiera que ése no era el momento. No obstante, para confortarla, le preguntó a Stephanie:

– ¿Ely está bien?

– Sí, aunque nervioso.

– Sé a lo que te refieres. Llegaremos antes que vosotros. Volveré a llamarte. Podemos hacer un reconocimiento aéreo hasta que lleguéis allí.

– ¿Viktor ha sido de alguna ayuda?

– No estaríamos aquí si no fuera por él.

Colgó el teléfono y le contó a Cassiopeia hacia dónde se dirigía Ely.

De pronto, una alarma resonó en la cabina.

La mirada de Viktor se posó en el radar, que indicaba dos objetivos acercándose desde el oeste.

– Black Sharks -anunció-. Vienen directos hacia nosotros.

Malone conocía esas naves. La OTAN las llamaba Hokum. KA-50. Rápidas, eficaces, equipadas con misiles teledirigidos y cañones de treinta milímetros. Vio que Viktor también se había dado cuenta de la emboscada.

– Nos han encontrado de prisa -dijo Malone.

– Hay una base aquí cerca.

– ¿Qué piensa hacer?

Empezaron a ascender, ganando altitud, cambiando de rumbo. Mil ochocientos metros. Dos mil. Casi tres mil…

– ¿Sabe cómo usar las armas? -preguntó Viktor.

Malone iba sentado en el asiento del artillero, así que echó un vistazo al panel de mandos. Afortunadamente, sabía leer ruso.

– Puedo intentarlo.

– Entonces, prepárese para el combate.

SETENTA Y SIETE

Samarcanda

Zovastina observaba a sus generales mientras consideraban el plan de guerra. Los hombres que estaban sentados alrededor de la mesa de juntas eran los subordinados de su mayor confianza, aunque atemperaba esa confianza con la sospecha de que uno o más de uno podía ser un traidor. Después de todo lo que había ocurrido en las últimas veinticuatro horas no podía estar segura de nada. Todos esos hombres habían estado con ella desde el principio, ascendiendo con ella, construyendo con tesón la fuerza militar de la Federación, preparándose para lo que iba a ocurrir.

– Primero, empezaremos con Irán -declaró.

Conocía las cifras. La población actual de Pakistán ascendía a ciento setenta millones. Afganistán, treinta y dos millones. Irán, sesenta y ocho millones. Los tres países eran objetivos potenciales. Al principio, había planeado un ataque simultáneo, pero ahora creía que un golpe estratégico era mejor. Si los puntos de infección se escogían con cuidado -lugares con una gran densidad de población- y los virus se dispersaban con habilidad, los modelos informáticos habían previsto una reducción de la población del 70 por ciento o más en poco menos de catorce días. Les contó a sus hombres lo que ya sabían y añadió:

– Necesitamos sembrar el pánico. Originar una crisis. Los iraníes, sin duda, querrán nuestra ayuda. ¿Qué es lo que habéis planeado?

– Empezaremos con sus efectivos militares y el gobierno -dijo uno de sus generales-. La mayoría de los agentes víricos operan antes de cuarenta y ocho horas. Pero utilizaremos varios tipos. Así, identificarán rápidamente uno de los virus, pero para entonces ya tendrán que combatir a otro. Eso debería hacer que bajaran la guardia y evitaran cualquier respuesta médica efectiva.

Había estado preocupada por este aspecto, pero ya no lo estaba.

– Los científicos me han dicho que los virus han sido modificados de modo que su detección y su prevención serán aún más difíciles.

Ocho hombres rodeaban la mesa, todos ellos miembros de su ejército y de las fuerzas aéreas. Asia Central había languidecido durante muchos años entre China, la URSS, la India y Oriente Medio; no formaba parte de ninguno de esos países, pero todos la codiciaban. El juego había acabado dos siglos antes, cuando Rusia y Gran Bretaña lucharon por el dominio de la zona sin tener en cuenta los deseos de la población autóctona.

Ya no más.

Ahora, Asia Central hablaría con una sola voz a través de un parlamento elegido democráticamente, ministros, elecciones, tribunales y el gobierno de la ley.

Una sola voz.

La suya.

– ¿Y qué hay de los europeos y los norteamericanos? -preguntó un general-. ¿Cómo reaccionarán ante nuestra agresión?

– Eso es precisamente lo que no va a ocurrir -aclaró ella-. No habrá agresión. Simplemente ocuparemos y distribuiremos ayuda y proporcionaremos auxilio a la diezmada población. Estarán demasiado ocupados enterrando a sus muertos como para preocuparse por nosotros.

Había aprendido de la historia. Los conquistadores que habían obtenido los mayores éxitos -griegos, mongoles, hunos, romanos y otomanos-, todos ellos habían practicado la tolerancia con las tierras de las que se habían apropiado. Hitler podría haber cambiado el rumbo de la segunda guerra mundial si simplemente hubiera aprovechado la ayuda de los millones de ucranianos que odiaban a los soviéticos en vez de aniquilarlos. Sus fuerzas entrarían en Irán como salvadores, y no como opresores, consciente de que cuando sus virus cumplieran su cometido no habría oposición alguna para desafiarla. Entonces se anexionaría los territorios, los repoblaría. Desplazaría a la población de las antiguas regiones soviéticas arruinadas hacia las nuevas tierras. Mezclaría las razas. Haría precisamente lo que Alejandro Magno había hecho con su revolución helenística, sólo que al revés, migrando del este al oeste.

– ¿Estamos seguros de que los estadounidenses no intervendrán? -insistió uno de los generales.

Zovastina entendía su aprensión.

– Los estadounidenses no dirán ni harán nada. ¿Por qué tendrían que preocuparse? Después de la debacle iraquí, no interferirán, especialmente si estamos ocupándonos de esa carga. La verdad es que estarán encantados con la perspectiva de eliminar a Irán.

– Una vez que entremos en Afganistán morirán norteamericanos -señaló uno de los hombres-. Sus fuerzas todavía están allí.

– Cuando eso pase, intentaremos quitarle importancia -repuso la ministra-. Queremos que el resultado final sea que los norteamericanos se retiren del país cuando nosotros tomemos el control. Supongo que será una decisión popular en Estados Unidos. Usemos un virus que sea vulnerable. Infecciones estratégicas, dirigidas a grupos y regiones específicos. La mayoría de los muertos deben ser nativos, en especial, talibanes, y hemos de asegurarnos de que las bajas entre los estadounidenses sean sólo un daño colateral.

Miró al resto de los hombres que se encontraban alrededor de la mesa. Ninguno de ellos había dicho una sola palabra sobre el cardenal que lucía en la cara, consecuencia de su pelea con Cassiopeia Vitt. ¿La filtración estaba allí? ¿Cómo sabían tanto los norteamericanos acerca de sus intenciones?

– Van a morir millones de personas -dijo uno de los hombres en un susurro.

– Millones de problemas -puntualizó ella-. Irán es un refugio de terroristas, un lugar gobernado por locos. Eso es lo que Occidente dice una y otra vez. Ya es hora de acabar con el problema, y tenemos la solución. La gente que sobreviva vivirá mejor, y nosotros también. Tendremos su petróleo y su gratitud. Lo que hagamos con ellos determinará nuestro éxito.

Escuchó la discusión sobre la cantidad de tropas, los planes de contingencia y las estrategias que debían seguir. Varios escuadrones habían sido entrenados para propagar los virus y estaban listos para dirigirse hacia el sur. Estaba complacida. Los años de preparación llegaban a su fin. Se imaginó cómo debía de sentirse Alejandro Magno cuando pasó de Grecia a Asia e inició su conquista global. Como él, también había previsto el éxito total. Una vez que controlara Irán, Pakistán y Afganistán, avanzaría por todo Oriente Medio. Ese dominio, no obstante, sería más sutil; los brotes virales aparecerían como una simple expansión de las infecciones iniciales. Si había interpretado correctamente a Occidente, Europa, China, Rusia y Estados Unidos se recluirían en sí mismos. Cerrarían sus fronteras. Minimizarían los viajes. Esperarían a que el desastre sanitario fuera contenido en unos países por los que, obviamente, nadie se preocupaba. Su inacción le daría tiempo para reivindicar más vínculos en la cadena de naciones que se alzaban entre la Federación y África. Actuando correctamente conquistaría todo Oriente Medio en cuestión de meses, y sin un solo disparo.

– ¿Tenemos el control de los antígenos? -preguntó finalmente el jefe de personal.

Ella estaba esperando la pregunta.

– Sí.

La inestable paz que la mantenía unida a Vincenti estaba a punto de acabar.

– Philogen nos ha proporcionado reservas para tratar a nuestra población -indicó uno de los hombres-, pero no tenemos las cantidades necesarias para detener el avance viral en las naciones que son nuestro objetivo, una vez que la victoria sea segura.

– Estoy al corriente del problema -repuso ella.

Un helicóptero la aguardaba.

Se levantó.

– Señores, vamos a iniciar la mayor conquista desde la Antigüedad. Los griegos llegaron y nos vencieron, llevándonos a la edad helenística, lo que finalmente acabó dando forma a la civilización occidental. Ahora asistiremos a un nuevo amanecer en el desarrollo de la humanidad: la edad asiática.

SETENTA Y OCHO

Cassiopeia se sujetó al banco de acero del compartimento trasero. El aparato dio varios bandazos cuando Viktor inició las maniobras de evasión para eludir a sus perseguidores. Sabía que Malone era consciente de que quería hablar con Ely, pero ella también sabía que ahora no era el momento. Apreciaba que Malone hubiera arriesgado el pellejo. ¿Cómo habría escapado de Zovastina sin su ayuda? Difícilmente lo hubiera hecho, incluso con Viktor allí. Thorvaldsen le había dicho que Viktor era un aliado, pero también le había advertido de sus limitaciones. Su misión era permanecer en la sombra, pero aparentemente esa prioridad había cambiado.

– Nos están disparando -dijo Viktor a través de los auriculares.

El helicóptero se ladeó a la derecha, cortando el aire. Su arnés la mantenía firmemente asida al mamparo. Se agarró al banco con más fuerza. Estaba luchando por contener una arcada cada vez más intensa pues, la verdad fuera dicha, era propensa a marearse. Por lo general, evitaba los barcos y no tenía problemas con los aviones mientras volaran sin altibajos. Eso, sin embargo, era un problema. Su estómago parecía enrollarse y subir hasta su garganta conforme iban cambiando de altitud, como un ascensor que ha enloquecido. No podía hacer nada salvo resistir y pedir al cielo que Viktor supiera lo que estaba haciendo.

Vio que Malone manejaba los controles del armamento y oyó disparos que procedían de ambos lados del fuselaje. Miró en dirección a la cabina del piloto y, a través del parabrisas, atisbo los picos de las montañas surgiendo entre las nubes, a ambos lados del aparato.

– ¿Todavía nos siguen? -preguntó Malone.

– Cada vez más de prisa -respondió Viktor-, e intentan disparar.

– Nos sobran algunos misiles.

– Estoy de acuerdo. Pero dispararlos aquí puede ser peligroso, para ellos y para nosotros.

Emergieron a un cielo más claro. El helicóptero viró abruptamente a la derecha y empezó a caer en picado.

– ¿Tenemos que hacer esto? -preguntó ella, intentando mantener su estómago bajo control.

– Eso me temo -respondió Malone-. Debemos servirnos de estos valles para evitarlos. Entrar y salir, como en un laberinto.

Cassiopeia sabía que Malone había pilotado aviones de combate y aún tenía la licencia de piloto.

– A algunos de nosotros no nos gustan este tipo de cosas.

– Te invito a echar la papa cuando quieras.

– No voy a darte ese gusto.

Gracias a Dios, no había comido desde el día anterior, en Torcello.

Más picos afilados aparecieron mientras el aparato rugía cruzando el cielo del atardecer. El ruido del motor era ensordecedor. Sólo había volado en unos pocos helicópteros, pero nunca en situación de combate; era como un viaje, en tres dimensiones, en una montaña rusa.

– Hay dos helicópteros más en nuestro radar -dijo Viktor-. Pero están fuera de nuestra trayectoria.

– ¿Adónde nos dirigimos? -preguntó Malone.

El helicóptero hizo otro quiebro.

– Al sur -dijo Viktor.

Malone observó el monitor del radar. Las montañas eran a la vez una protección y un problema, pues dificultaban seguir el rastro de sus perseguidores. Los objetivos aparecían y desaparecían sin cesar. La maquinaria militar norteamericana se basaba en el control por satélite y en aviones de vigilancia aérea para obtener imágenes claras. Por suerte, la Federación de Asia Central no poseía esos dispositivos tan sofisticados.

La pantalla del radar quedó vacía.

– Ya no nos siguen -anunció Malone.

Debía admitir que Viktor sabía pilotar. Estaban zigzagueando entre las montañas del Pamir; los rotores pasaban peligrosamente cerca de los grises precipicios. Nunca había aprendido a pilotar un helicóptero, aunque siempre había deseado hacerlo. Y tampoco había estado a los mandos de un caza supersónico desde hacía diez años. Había conservado su licencia de piloto durante algunos pocos años después de entrar en el Magellan Billet, pero había dejado que caducara. En su momento no se había preocupado, pero ahora desearía haber conservado esas habilidades.

Viktor estabilizó el helicóptero a mil ochocientos metros de altitud.

– ¿Ha abatido a alguno? -preguntó.

– Es difícil decirlo. Creo que sólo los hemos obligado a mantenerse a distancia.

– Nos dirigimos a unos ciento cincuenta kilómetros al sur. Conozco Arima. He estado antes allí, pero hace bastante tiempo.

– ¿Hay montañas en todo el trayecto?

Viktor asintió.

– Y más valles. Creo que puedo eludir cualquier radar. Esta zona no es un área de seguridad. La frontera con China ha estado abierta durante años. La mayoría de los suministros de Zovastina provienen del sur, de Afganistán y Pakistán.

Cassiopeia se echó hacia adelante en el asiento, acercándose a ellos.

– ¿Se acabó?

– Parece ser que sí -respondió Malone.

– Voy a dar un rodeo para evitar más encuentros -dijo Viktor-. Tardaremos un poco más, pero cuanto más al este vayamos, más seguros estaremos.

– ¿Cuánto vamos a tardar? -quiso saber ella.

– Quizá media hora.

Malone asintió y Cassiopeia no puso ninguna objeción. Esquivar balas era una cosa, pero esquivar misiles aire-aire era otra muy distinta. Los equipos ofensivos soviéticos, como sus armas, eran de primera categoría. La sugerencia de Viktor era acertada.

Malone se acomodó en su asiento y contempló los picos desnudos, que emergían abruptamente. En la distancia, la neblina hacía que el paisaje pareciera un anfiteatro de picos coronados de blanco. Un río, con su torrente fangoso, trazaba venas de color púrpura entre las colinas. Tanto Alejandro Magno como Marco Polo habían hollado esa tierra; toda ella había sido, una vez, un campo de batalla. Dependientes de los británicos al sur, de los rusos al norte, de chinos y afganos al este y al oeste. Durante la mayor parte del siglo XX, Moscú y Pekín lucharon por el control, tentándose mutuamente y estableciendo al fin una paz muy frágil; sólo el Pamir se alzaba como vencedor.

Alejandro Magno había escogido sabiamente ese lugar como su última morada.

Pero Malone se preguntaba…

¿Estaba realmente allí?

¿Esperando?

SETENTA Y NUEVE

14.00 horas

Zovastina había volado desde Samarcanda a la finca de Vincenti directamente, en el helicóptero más rápido de su fuerza aérea.

La mansión de Vincenti se divisaba allá abajo, excesiva, cara y, como su propietario, prescindible. Permitir que el capital floreciera en la Federación quizá no fuera tan buena idea. Se necesitarían cambios. Habría que contener a la Liga Veneciana.

Pero había otras prioridades.

El helicóptero aterrizó.

Después de que Edwin Davis abandonó el palacio, ordenó a Kamil Revin que contactara con Vincenti y lo alertara de su visita. Pero el aviso se había retrasado lo bastante como para dar a sus tropas tiempo de llegar. Le habían dicho que la casa estaba ahora bajo control, así que ordenó a sus hombres que se fueran en los mismos helicópteros que los habían llevado allí, con excepción de nueve soldados. El personal de la casa había sido evacuado. Zovastina no tenía ningún problema con los habitantes de la zona que intentaban ganarse la vida: su disputa era con Vincenti.

Bajó del helicóptero y cruzó los cuidados terrenos que rodeaban la casa, dirigiéndose hacia una terraza de piedra desde donde accedió a la mansión. Aunque Vincenti pensaba que la ministra no tenía ningún interés en la finca, ella había seguido cuidadosamente su construcción. Cincuenta y tres habitaciones. Once dormitorios. Dieciséis baños. Su arquitecto le había proporcionado, de buen grado, los planos. Conocía el majestuoso comedor, los elaborados salones, la cocina de gourmet y la bodega. Contemplando de primera mano la decoración, era fácil comprender por qué había costado una cifra con ocho ceros.

En el vestíbulo principal, dos de sus soldados estaban apostados frente a la puerta delantera. Dos más flanqueaban una escalera de mármol. Todo allí le recordaba a Venecia. Y no le gustaba recordar el fracaso.

Hizo un gesto a uno de los centinelas, que se acercó a ella, sosteniendo un rifle. La escoltó a través de un pequeño corredor y entró en lo que parecía ser una biblioteca. Tres hombres más, armados, ocupaban la sala; también había un tercero. Aunque nunca se habían encontrado, ella conocía su nombre y su historial.

– Señor O'Conner, tiene que tomar usted una decisión.

El hombre, que estaba sentado en un sofá de cuero, se levantó y se encaró con ella.

– Ha trabajado para Vincenti durante mucho tiempo. Depende de usted. Y, francamente, sin usted no hubiera llegado tan lejos.

Permitió que el halago hiciera su efecto mientras inspeccionaba la opulenta estancia.

– Vincenti vive bien. Siento curiosidad. ¿Comparte su riqueza con usted?

O'Conner no respondió.

– Déjeme decirle algunas cosas que quizá sepa o quizá no. En el último año, Vincenti ha facturado más de cuarenta millones de euros con su compañía. Posee una fortuna de más de un billón de euros. ¿Cuánto le paga?

No hubo respuesta.

– Ciento cincuenta mil euros -dijo ella, y contempló la expresión del hombre al encontrarse cara a cara-. Como puede ver, señor O'Conner, sé bastantes cosas. Ciento cincuenta mil euros por todo lo que usted hace por él. Ha intimidado, coaccionado e incluso matado. Él gana decenas de millones y usted recibe ciento cincuenta mil euros. Él vive así y usted… -vaciló- simplemente vive.

– Nunca me he quejado -repuso O'Conner.

Ella se detuvo tras el escritorio de Vincenti.

– No, no lo ha hecho, lo cual es admirable.

– ¿Qué quiere?

– ¿Dónde está Vincenti?

– Se ha ido. Se fue antes de que sus hombres llegaran.

Ella sonrió.

– Eso es. Otra cosa que sabe hacer usted muy bien: mentir.

Él se encogió de hombros.

– Puede creer lo que quiera. Seguramente sus hombres ya habrán registrado toda la casa.

– Lo han hecho y, tiene usted razón, no hemos encontrado a Vincenti. Pero usted y yo sabemos por qué.

Zovastina reparó en las exquisitas tallas de alabastro que adornaban el escritorio. Figuras chinas. Realmente, nunca se había interesado en el arte oriental. Levantó una de las estatuillas: un hombre semidesnudo, contorsionado.

– Durante la construcción de esta monstruosidad, Vincenti incorporó pasajes secretos; supuestamente, para uso del servicio. Pero usted y yo sabemos para qué se usan realmente. También ha construido un enorme sótano excavado en la roca que está bajo nuestros pies. Probablemente, ahí es donde está.

El rostro de O'Conner no mostró emoción alguna.

– Así que, como ya le he dicho, señor O'Conner, debe usted tomar una decisión. Encontraré a Vincenti, con o sin su ayuda. Pero con su ayuda aceleraría el proceso y, debo admitirlo, el tiempo es oro. Por eso estoy dispuesta a negociar. Podría usar a un hombre como usted, un hombre de recursos -hizo una pausa-, en absoluto codicioso. Así que debe tomar una decisión. ¿Cambiará usted de bando o seguirá con Vincenti?

Zovastina había ofrecido la misma alternativa a otros. La mayoría de ellos eran miembros de la asamblea nacional, parte de su gobierno, o de la naciente oposición. A algunos no valía la pena reclutarlos, y era más fácil matarlos y seguir adelante, pero la mayor parte habían resultado ser conversiones valiosas. Todos ellos eran asiáticos, rusos o una mezcla de ambos. Pero ahora había tendido el cebo a un norteamericano y tenía curiosidad por ver si picaría.

– La elijo a usted -dijo O'Conner-. ¿Qué puedo hacer?

– Responda a mi pregunta.

O'Conner se llevó la mano al bolsillo e inmediatamente uno de los soldados lo apuntó con el rifle. Rápidamente, O'Conner le mostró sus manos vacías.

– Necesito algo para responder a su pregunta.

– Adelante -dijo ella.

Sacó un mando plateado con tres botones.

– A esas habitaciones se accede desde determinadas puertas de esta casa. Pero a la habitación del sótano sólo se llega desde aquí. -Accionó el dispositivo-. Uno de estos botones abre todas las puertas en caso de incendio. El otro actúa como alarma. El tercero… -señaló al otro lado de la estancia y pulsó- abre esto.

Un vistoso gabinete de estilo chino giró sobre sí mismo, revelando un pasadizo apenas iluminado.

La ministra se sintió llena de la calidez de la victoria.

Se acercó a uno de sus soldados de infantería y desenfundó su Makarov de nueve milímetros.

Luego se volvió y disparó a O'Conner en la cabeza.

– No necesito lealtades perecederas.

OCHENTA

Las cosas no iban bien, y Vincenti lo sabía. Pero si se quedaba quieto, mantenía la calma y tenía cuidado, eso podría jugar a su favor. O'Conner sabría manejar el asunto, como siempre. Pero Karyn Walde y Grant Lyndsey eran otro cantar.

Karyn andaba de un lado a otro del laboratorio, como un animal enjaulado; sus fuerzas parecían haber regresado, alimentadas por la ansiedad.

– Debe relajarse -dijo él-. Zovastina me necesita. No va a hacer ninguna estupidez.

Sabía que sus antígenos la mantendrían a raya, lo que era la razón por la que, precisamente, no había permitido que ella supiera mucho al respecto.

– Grant, asegura tu ordenador. Protégelo todo con contraseña, tal como convinimos.

Vincenti se daba cuenta de que Lyndsey estaba incluso más ansioso que Karyn, pero mientras ella parecía estar nutriéndose de la ira, él estaba atenazado por el miedo. Necesitaba que ese hombre pensara con claridad, así que dijo:

– Estaremos bien aquí. No te preocupes.

– Ella ha desconfiado de mí desde el principio. Odiaba tener que tratar conmigo.

– Puede que te odie, pero te necesita, todavía te necesita. Utiliza eso a tu favor.

Lyndsey no lo escuchaba. Estaba inclinado sobre el teclado, murmurando entre dientes, aterrado.

– Pero ¿queréis calmaros? -dijo, alzando la voz-. Ni siquiera sabemos si está aquí.

Lyndsey levantó la mirada del ordenador y la dirigió hacia él.

– Ya ha pasado mucho tiempo. ¿Qué están haciendo esas tropas aquí? ¿Qué demonios está pasando?

Eran buenas preguntas, pero Vincenti debía confiar en O'Conner.

– La mujer que se llevó del laboratorio el otro día… -dijo Lyndsey-, estoy seguro de que nunca volvió a la Federación. Lo vi en sus ojos. Zovastina iba a matarla. Por diversión. Está dispuesta a matar a millones de personas. ¿Qué somos para ella?

– Su salvación -declaró Vincenti.

O, al menos, eso esperaba.

Stephanie salió de la autopista y se desvió por una calzada flanqueada por grandes álamos, alineados a lo largo del vial como si de centinelas se tratara. Habían hecho un buen tiempo, recorriendo los ciento cincuenta kilómetros en menos de dos horas. Ely había comentado durante el trayecto cómo viajar había cambiado mucho en los últimos años, pues la construcción de carreteras y túneles se había convertido en una prioridad para la Federación. Así, se había abierto una nueva red viaria a través de las montañas, que había disminuido considerablemente las distancias de norte a sur.

– Este lugar está distinto -dijo Ely desde el asiento trasero-. Hace dos años estuve aquí. Esta carretera era de piedra y grava.

– Este asfalto es reciente -señaló ella.

La fértil tierra del valle, salpicada de pastos, se extendía bajo los árboles y acababa en una serie de desnudas colinas que rápidamente se convertían en riscos y luego en montañas. Divisó a algunos pastores guiando sus rebaños de corderos y cabras. Los caballos cabalgaban libremente. La carretera avanzaba, recta, bajo los árboles, llevándolos al este, hacia una galería distante de laderas plateadas.

– Vinimos aquí en una misión de exploración -explicó Ely-. Hay muchos chids, las casas típicas del Pamir, construidas con piedra y yeso, de tejado plano. Nos alojamos en una de ellas. Había un pequeño pueblo cerca de aquí, en ese valle, pero ya no está.

No habían sabido nada más de Malone, así que Stephanie intentó no sacar conclusiones y, simplemente, alcanzarlo. No tenía ni idea de cuál era su situación; sólo sabía que se las había ingeniado para liberar a Cassiopeia y comprometer a Viktor. Edwin Davis y el presidente Daniels no estarían muy contentos, pero las cosas raramente salían como se planeaban.

– ¿Por qué está todo tan verde? -preguntó Henrik-. Siempre pensé que esta zona era seca y abrupta.

– La mayoría de los valles lo son, pero donde hay agua el paisaje es bastante bonito. Como un pedazo de Suiza. Hemos padecido sequía últimamente y temperaturas cálidas. Es bastante habitual en la zona.

Delante de ellos, en una posición elevada, más allá de la delgada línea de los árboles, divisó una imponente estructura de piedra asentada sobre un promontorio, tras el que se erigían los picos, desprovistos de nieve, de las montañas. La casa se alzaba airosa, coronada por empinados tejados de pizarra negra; su exterior era un mosaico de piedra lisa en varios tonos de marrón, plata y oro. Diversas ventanas con parteluces se repartían simétricamente, rompiendo la uniformidad de la elegante fachada; cada una de ellas estaba enmarcada por gruesas cornisas, y reflejaban los rayos de sol del atardecer. Tres pisos. Cuatro chimeneas de piedra. Andamiajes en uno de los lados. Todo el conjunto le recordaba a una de las muchas mansiones que se podían ver en el norte de Atlanta, o a alguna de las que aparecían en el Architectural Digest.

– Eso sí que es una casa -dijo ella.

– Pues no estaba aquí hace dos años -apuntó Ely.

Thorvaldsen miró a través del parabrisas.

– Por lo que parece, su propietario es un hombre de posibles.

La morada se erguía unos ochocientos metros más allá, sobre un verde valle que se elevaba directamente hacia el promontorio. Enfrente, una puerta de hierro cerraba el camino. Dos pilares de piedra, como minaretes, sostenían un arco de hierro forjado en el que se leía la palabra «Attico».

– Ático, en italiano -dijo Thorvaldsen-. Parece que el nuevo propietario está al corriente de la denominación local.

– Aquí, los nombres de los lugares son sagrados -explicó Ely-. Ésa es una de las razones por las que los asiáticos odiaban a los soviéticos. Los cambiaron todos. Por supuesto, se restauraron cuando la Federación se creó. Otro motivo por el cual Zovastina es tan popular.

Stephanie buscó algún modo de contactar con la casa, un interruptor o un portero automático, pero no vio nada. No obstante, de detrás de los minaretes salieron dos hombres. Jóvenes, delgados, vestidos con ropa de camuflaje y armados con rifles AK-74. Uno los apuntó con el arma mientras el otro abría la puerta.

– Interesante bienvenida -dijo Thorvaldsen.

Uno de los hombres se acercó al coche e hizo una señal, gritando algo en una lengua que Stephanie no entendía.

Aunque no era necesario entenderlo.

Sabía exactamente lo que quería.

Zovastina entró en el pasadizo. Había cogido el mando de la mano yerta de O'Conner y lo había usado para cerrar el portal. Una hilera de bombillas conectadas por cables colgaban a intervalos dentro de armazones de metal. El estrecho corredor acababa diez metros más adelante, ante una puerta metálica.

Se acercó a ella y escuchó. No se oía nada. Probó con el pestillo. Se abrió.

Al otro lado, una escalera de piedra excavada en la roca descendía abruptamente. Impresionante. Su oponente, ciertamente, había sido previsor.

Vincenti consultó su reloj. A esas alturas ya debería haber sabido algo de O'Conner. El teléfono que colgaba en la pared proporcionaba línea directa con el piso de arriba. Había resistido la tentación de llamar para no revelarse; había permanecido escondido durante casi tres horas y estaba hambriento, aunque sus entrañas rugían más a causa de la ansiedad que del hambre.

Había pasado el rato asegurando los datos que contenían los dos ordenadores del laboratorio. También había concluido con un par de experimentos que él y Lyndsey habían desarrollado para verificar que las arqueas podían ser almacenadas sin ningún riesgo a temperatura ambiente, al menos durante los dos meses que necesitaban entre la producción y la venta. Concentrarse en los experimentos había aplacado la aprensión de Lyndsey, pero Walde seguía inquieta.

– Deshazte de todo -le dijo a Lyndsey-. Tira todos los líquidos, las soluciones de conservación, las muestras. No dejes nada.

– ¿Qué están haciendo? -inquirió Karyn.

Vincenti no tenía ganas de discutir con ella.

– No lo necesitamos.

Se levantó de la silla en la que había estado sentada.

– ¿Y qué hay de mi tratamiento? ¿Me dio suficiente? ¿Estoy curada?

– Lo sabremos mañana o pasado.

La observó con una mirada calculadora.

– Es usted demasiado exigente, tratándose de una mujer que se está muriendo.

– No me ha respondido. ¿Estoy curada?

Él ignoró la pregunta y se concentró en la pantalla del ordenador. Con unos movimientos del ratón copió todos los datos en un pendrive. Luego inició la encriptación del disco duro.

Karyn lo agarró por la camisa.

– Fue usted quien vino a mí. Quería mi ayuda. Quería a Irina. Me dio esperanzas. No me deje ahora.

Esa mujer podía acarrearle más problemas de los que merecía, pero decidió ser conciliador.

– Podemos hacer más -dijo tranquilamente-. Es fácil. Y si es necesario, podemos llevarla donde viven las bacterias y dejar que beba. Así también son eficaces.

Pero esa afirmación no pareció satisfacerla.

– Está mintiendo, hijo de puta. -Lo soltó-. No puedo creer que esté metida en este lío.

Ni él tampoco. Pero ya era demasiado tarde.

– ¿Todo listo? -le preguntó a Lyndsey.

El otro asintió.

Vincenti oyó el sonido de unos cristales que se hacían añicos. Se volvió y vio a Karyn empuñando los pedazos rotos de un frasco y arremetiendo contra él, llevando su improvisada daga cerca del estómago del hombre. Sus ojos ardían.

– Necesito saberlo. ¿Estoy curada?

– Respóndele -dijo otra voz.

Vincenti se volvió hacia la entrada del laboratorio.

Irina Zovastina estaba en el umbral, empuñando un arma.

– ¿Está curada, Enrico?

OCHENTA Y UNO

Malone divisó una casa unos tres kilómetros más allá. Viktor los había conducido hasta allí desde el norte, después de virar hacia el este y bordear la frontera china. Evaluó la estructura y estimó que debía de medir unos doce mil kilómetros cuadrados, aproximadamente, distribuidos en tres niveles. Se aproximaban por la parte trasera; la fachada estaba orientada a un valle rodeado por montañas en tres de sus lados. La casa parecía haber sido situada intencionadamente en un promontorio llano, con vistas a la amplia explanada. Había andamiajes en uno de los costados, donde, según parecía, los obreros habían estado trabajando. Vio una pila de arena y mortero. Más allá del promontorio se estaba erigiendo un cercado de hierro, una parte del cual ya estaba construida, y otra, señalada. Sin trabajadores. Sin seguridad. Nadie a la vista.

A un lado había un garaje con una capacidad para cinco o seis vehículos cuya puerta estaba cerrada. Un jardín cuidadosamente cultivado se extendía entre una terraza y el inicio de una ladera que acababa en la base de una de las montañas. En los árboles brotaban las nuevas hojas de la primavera.

– ¿De quién es esta casa? -quiso saber Malone.

– No tengo ni idea -dijo Viktor-. La última vez que estuve aquí, hace dos o tres años, no estaba.

– ¿Es éste el lugar? -preguntó Cassiopeia, mirando por encima del hombro.

– Esto es Arima.

– Está todo demasiado tranquilo ahí abajo, ¿no os parece? -señaló Malone.

– Las montañas nos han protegido mientras nos acercábamos -explicó Viktor-. El radar está limpio. Estamos solos.

Malone vio que un sendero bien definido se deslizaba a través de una ladera cubierta de arbustos; luego seguía por una loma rocosa y desaparecía en una sombría grieta. También divisó lo que parecía ser un tendido eléctrico, que ascendía por la desnuda roca, paralelo al camino, fijado cerca del suelo.

– Parece que alguien está muy interesado en esa montaña -comentó.

– Ya lo veo, ya -convino Cassiopeia.

– Necesitamos saber a quién pertenece este lugar -añadió él-, pero debemos estar preparados. -Todavía llevaba encima el arma que había introducido en el país, aunque apenas la había usado-. ¿Hay armas a bordo?

Viktor asintió.

– En el compartimento trasero.

Malone miró a Cassiopeia.

– Ve a buscar una para cada uno.

Zovastina disfrutó al ver la sorpresa que se dibujaba en los rostros de Lyndsey y Vincenti.

– ¿Acaso creíais que era estúpida?

– Maldita seas, Irma -le espetó Karyn.

– Ya es suficiente.

Zovastina la apuntó con el arma.

Karyn vaciló ante el desafío; luego se retiró al punto más alejado, detrás de una de las mesas. La ministra volvió a centrar su atención en Vincenti.

– Te advertí sobre los norteamericanos. Te dije que nos vigilaban, ¿y así es como demuestras tu gratitud?

– ¿Esperas que me crea eso? De no ser por los antígenos, me habrías matado hace tiempo.

– Tú y tu Liga queríais un refugio, y os lo concedí. Queríais libertad económica, y la tenéis. Queríais tierras, mercados, modos de blanquear vuestro dinero. Yo os di todo eso, pero no es suficiente, ¿verdad?

Vincenti volvió a mirarla fijamente, en apariencia, haciendo esfuerzos por contenerse.

– Por lo visto, tenemos agendas diferentes. Algo, supongo, que ni siquiera tu Liga conoce. Algo que implica a Karyn. -Zovastina se dio cuenta entonces de que Vincenti nunca admitiría ninguna de esas acusaciones. Pero estaba Lyndsey; él era distinto. Así que se centró en él-. Y tú también formas parte de esto.

El científico la contempló con indisimulado terror.

– Vete de aquí, Irina -dijo Karyn-. Déjalo en paz. Déjalos en paz, a los dos. Están haciendo grandes cosas.

El desconcierto embargó a la ministra.

– ¿Grandes cosas?

– Me ha curado, Irina. Tú no. Él, él me ha curado.

Su curiosidad aumentó al sentir que Karyn podía proporcionarle la información que necesitaba.

– El VIH no se puede curar -apuntó.

Karyn rió.

– Ése es tu problema, Irina. Crees que nada es posible sin ti. El gran Aquiles en un viaje heroico para salvar a su amado. Ésa eres tú. Un mundo de fantasía que sólo existe en tu mente.

Su cuello se tensó, la mano que sostenía el arma la empuñó con más fuerza.

– Yo no vivo en ningún poema épico -prosiguió Karyn-. Esto es real; no tiene que ver con Homero, ni con los griegos. Tiene que ver con la vida y con la muerte. Mi vida. Mi muerte. Y este hombre -agarró a Vincenti por el brazo-, este hombre me ha curado.

– ¿Qué patrañas le has contado? -le espetó Zovastina a Vincenti.

– ¿Patrañas? -replicó Karyn-. Tú no hiciste nada. Él lo hizo todo. Él tiene la cura.

La ministra contempló a Karyn. Era un manojo de energía pura y dura, un torbellino de emociones.

– ¿Tienes alguna idea de lo que hice para intentar salvarte? -inquirió-. ¿De las decisiones que tuve que tomar? Volviste a mí porque estabas en apuros y te ayudé.

– No hiciste nada por mí. Sólo por ti misma. Me veías sufrir, veías cómo me moría…

– La medicina moderna no tiene nada que ofrecer. Estoy intentando encontrar algo que pueda ayudarte. Eres una zorra desagradecida.

Su voz era cada vez más alta, a causa de la indignación.

La tristeza ensombreció el rostro de Karyn.

– No lo tienes, ¿verdad? Nunca lo has tenido. Una posesión. Eso es todo lo que soy para ti, Irina. Algo que podías controlar. Por eso te traicioné. Por eso estuve con otras mujeres, con otros hombres, para demostrarte que no podías dominarme. Nunca lo has tenido.

El corazón de Irina se rebeló, pero su cerebro estaba de acuerdo con lo que Karyn decía. Se volvió hacia Vincenti.

– ¿Has encontrado la cura para el sida?

Él la observó, inexpresivo.

– ¡Dímelo! -gritó. Tenía que saberlo-. ¿Encontraste la medicina de Alejandro? ¿El lugar del que hablaban los escitas?

– No tengo ni idea de qué es eso -repuso él-. No sé nada de Alejandro ni de los escitas ni de ninguna medicina. Pero ella dice la verdad. Hace mucho tiempo encontré una cura en la montaña que hay tras la casa. Un sanador local me habló del lugar. Lo llamaba, en su lengua, Arima, «ático». Es una sustancia natural que nos puede hacer ricos a todos.

– Así que se trata de eso… De una manera de hacer dinero.

– Tu ambición será la ruina de todos nosotros.

– ¿Por eso intentaste matarme? ¿Para detenerme? Sí, ya sé, me advertiste. ¿Acaso perdiste tu aplomo?

Él negó con la cabeza.

– Decidí que había un modo mejor de hacerlo.

Zovastina recordó lo que Edwin Davis le había dicho y se dio cuenta de que era cierto. Se acercó a Karyn.

– Ibas a usarla para difamarme. Volver a la gente en mi contra. Primero, curarla. Después, usarla. ¿Y después qué, Enrico? ¿Matarla?

– ¿Es que no me has oído? -intervino Karyn-. Me ha salvado.

A Zovastina no podía importarle menos. Acoger a Karyn había sido un error. Había tomado decisiones arriesgadas sólo por ella.

Y todo, para nada.

– ¡Irina! -gritó Karyn-. Si la gente de esta maldita Federación supiera cómo eres realmente, nadie te seguiría. Eres un fraude, un fraude y una asesina. Todo lo que conoces es el dolor. Ése es tu placer. El dolor. Sí, quería destruirte. Quería que te sintieras tan insignificante como me has hecho sentir a mí.

Karyn era la única a quien ella había mostrado su alma, una cercanía que nunca había sentido con ningún otro ser humano. Homero tenía razón: «Una vez que el daño está hecho, incluso un tonto se da cuenta.»Disparó a Karyn en el pecho.

Y luego, en la cabeza.

Vincenti había estado esperando a que Zovastina actuara. Todavía sostenía el pendrive en su puño izquierdo. Había mantenido esa mano sobre la mesa mientras su derecha abría lentamente el cajón superior.

El arma que había llevado consigo estaba dentro.

Zovastina disparó a Karyn Walde una tercera vez.

Él cogió la pistola.

La ira de la ministra aumentaba cada vez que apretaba el gatillo. Las balas atravesaron el demacrado cuerpo de Karyn y se incrustaron en la pared que había tras ella. Su antigua amante no llegó a darse cuenta de lo que ocurría, ya que murió de prisa, su cuerpo contorsionado en el suelo, desangrándose.

Grant Lyndsey había permanecido sentado, en silencio, durante toda la conversación. No era nada. Una alma débil, un inútil. Vincenti, no obstante, era distinto. No se vendría abajo sin luchar, aunque probablemente era consciente de que iba a morir.

Así que Zovastina lo apuntó a él.

De repente, el hombre mostró su mano derecha, que sostenía una pistola.

Le disparó cuatro veces, vaciando el cargador del arma.

Rosas de sangre florecieron en la camisa de Vincenti.

Sus ojos miraron al cielo, su mano soltó el arma, que cayó estrepitosamente al suelo al mismo tiempo que su robusto cuerpo.

Dos problemas resueltos.

Luego Zovastina se acercó a Lyndsey y lo apuntó a la cara con el arma descargada. El horror volvió a aparecer en su rostro. No importaba que el cargador estuviera vacío; la pistola bastaba para conseguir lo que quería.

– Te advertí que te quedaras en China -le dijo.

OCHENTA Y DOS

Stephanie, Henrik y Ely estaban siendo conducidos al interior de la casa. Los habían llevado allí desde la puerta de la mansión; su coche, estacionado en un garaje apartado. Nueve soldados de infantería custodiaban el interior. Stephanie no había visto personal de servicio. Se encontraban en lo que parecía ser una biblioteca, una espaciosa y elegante habitación con imponentes ventanas que enmarcaban las vistas panorámicas del exuberante valle que se extendía más allá de la casa. Tres hombres con rifles AK-74 y la cabeza rapada estaban apostados junto a las ventanas, alertas; había otro más en la puerta y un tercero junto a un gabinete de estilo oriental. En el suelo yacía un cadáver: caucásico, de mediana edad, tal vez norteamericano, con una bala en la cabeza.

– Esto no me gusta nada -le susurró a Henrik.

– No veo cómo salir de ésta.

Ely parecía tranquilo. Pero había vivido bajo amenazas durante los últimos meses, y probablemente aún estaba confuso por todo lo que estaba sucediendo, aunque quería confiar en Henrik. O, para ser sincero, en Cassiopeia, de la que sabía que estaba cerca. Era obvio que el joven se preocupaba por ella. Pero el reencuentro no iba a producirse pronto. Stephanie esperaba que Malone hubiera sido más cuidadoso que ella. Seguía teniendo su teléfono en el bolsillo. Curiosamente, aunque la habían registrado, le habían permitido conservarlo.

Un clic llamó su atención.

Se volvió y observó cómo el gabinete de estilo oriental giraba sobre sí mismo, dejando al descubierto un pasadizo. Un hombre pequeño, de aspecto travieso, con una incipiente calvicie y preocupación en el rostro, emergió de la oscuridad, seguido por Irina Zovastina, quien empuñaba un arma. El guardia dejó pasar a su ministra, retrocediendo hacia las ventanas. Zovastina pulsó un botón del mando y el gabinete se cerró de nuevo. Luego arrojó el dispositivo sobre el cadáver.

Zovastina entregó su arma a uno de sus guardias y, en su lugar, tomó su AK-74. Se dirigió directamente hacia Thorvaldsen y lo golpeó en el estómago con la culata. El danés se quedó sin aliento y se retorció, apretándose el vientre con las manos.

Tanto Stephanie como Ely se acercaron para ayudarlo, pero los otros guardias los apuntaron directamente con sus armas.

– He decidido -dijo Zovastina- que, en vez de llamarlos, como han sugerido antes, era mejor hacerlos venir personalmente.

Thorvaldsen se esforzaba por respirar y mantenerse en pie, resistiendo el dolor.

– Es bueno saberlo… Me ha causado… una fuerte impresión.

– ¿Quién es usted? -preguntó Zovastina dirigiéndose a Stephanie.

Ella se presentó y añadió:

– Departamento de Justicia de Estados Unidos.

– ¿Malone trabaja para usted?

– Sí -mintió.

Zovastina miró a Ely.

– ¿Qué te han contado estos dos espías?

– Que es usted una mentirosa. Que me ha retenido contra mi voluntad, sin que yo mismo lo supiera. -Se detuvo, quizá intentando hacer acopio de valor-. Que está planeando una guerra.

Zovastina estaba enfadada consigo misma. Había permitido que la emoción la dominara. Matar a Vincenti había sido necesario. Pero ¿y Karyn? Lamentaba haberla matado, aunque no tenía elección. Había que hacerlo. ¿La cura para el sida? ¿Cómo era posible? ¿La estaban engañando? ¿O simplemente despistando? Vincenti había estado trabajando en algo desde hacía tiempo, lo sabía. Por eso había contratado a espías, como Kamil Revin, que la habían mantenido informada.

Miró a sus tres prisioneros y le aclaró a Thorvaldsen:

– Puede que fuera por delante de mí en Venecia, pero eso no va a volver a ocurrir. -Señaló a Lyndsey con el rifle-. Ven aquí.

El hombre estaba paralizado, con la mirada fija en el arma. Zovastina hizo un gesto y uno de los soldados empujó a Lyndsey hacia ella. El hombre trastabilló y cayó al suelo, intentó ponerse de pie pero ella se lo impidió justo cuando estaba de rodillas, acercando el cañón del AK-74 a su nariz.

– Dime exactamente qué está pasando aquí. Contaré hasta tres. Uno…

Silencio.

– Dos…

Más silencio.

– Tres…

El mal presagio de Malone empeoraba por momentos. Todavía se encontraban a unos tres kilómetros de la mansión, usando las montañas como resguardo, y aún no se veían signos de actividad ni dentro ni fuera de la casa. Sin duda, la finca que estaba allí abajo costaba decenas de millones de dólares. Y estaba en una región del mundo donde sencillamente no había tanta gente que pudiera permitirse tales lujos, exceptuando, quizá, a la propia ministra Zovastina.

– Hemos de examinar este lugar -dijo.

Volvió a fijarse en el sendero que ascendía por la inhóspita montaña y en el conducto a ras de suelo. El calor del atardecer danzaba en oleadas a lo largo de la vertiente de roca. Volvió a pensar en el enigma de Ptolomeo: «Asciende por las paredes que esculpieron los dioses. Cuando alcances la cima, contempla el ojo ambarino y atrévete a hallar el refugio remoto.»Paredes esculpidas por los dioses.

Montañas…

Malone decidió que no podían seguir sobrevolando la zona.

Así que se despojó del auricular y cogió su teléfono.

Stephanie contempló al hombre que estaba de rodillas en el suelo, gimiendo, mientras Zovastina contaba hasta tres.

– Por favor, Dios mío -dijo-. No me mate.

El arma todavía apuntaba hacia él.

– Dime lo que quiero saber -le ordenó Zovastina.

– Vincenti tenía razón. Lo que dijo en el laboratorio… Viven en una montaña, allí atrás, siguiendo el camino, en un estanque verde. Hay electricidad, luces. Las encontró hace mucho tiempo. -Hablaba de prisa, con las palabras agolpándose en una confesión frenética-. Me lo contó todo. Yo lo ayudé a modificarlas. Conozco su trabajo.

– ¿Qué son? -preguntó ella tranquilamente.

– Bacterias. Arqueas. Una forma única de vida.

Stephanie percibió un cambio de tono en su voz, como si el hombre sintiera que había encontrado un nuevo aliado.

– Devoran a los virus. Los destruyen, pero no dañan al organismo. Por eso hicimos todos esos ensayos clínicos, para ver cómo reaccionaban con sus virus.

La ministra parecía estar considerando lo que oía. Stephanie captó la referencia a Vincenti y se preguntó si la casa pertenecería a él.

– Lyndsey -dijo Zovastina-, estás diciendo tonterías. No tengo tiempo…

– Vincenti le mintió acerca de los antígenos.

Eso le interesaba.

– Usted creyó que había uno para cada zoonosis. -Lyndsey negó con la cabeza-. No es así. Sólo hay uno. -Señaló el lado opuesto de la habitación, hacia las ventanas, hacia la parte trasera de la casa-. Ahí atrás. Las bacterias están en el estanque verde. Eran los antígenos para todos los virus que encontramos. Le mintió. Le hizo creer que había muchas variedades, pero no es así. Sólo hay una.

Zovastina presionó el cañón de su arma contra la cara de Lyndsey.

– Si Vincenti me mintió, entonces tú hiciste lo mismo.

El teléfono móvil de Stephanie sonó en su bolsillo.

Zovastina alzó la vista.

– El señor Malone, finalmente -dijo, y con el arma le indicó lo que debía hacer-. Conteste.

Stephanie vaciló.

Entonces, Zovastina apuntó con el rifle a Thorvaldsen.

– Él no me sirve de nada, salvo para que responda.

Stephanie cogió el teléfono. Zovastina se acercó y escuchó.

– ¿Dónde estás?

Zovastina asintió con la cabeza.

– Aún no hemos llegado -respondió Stephanie.

– ¿Cuánto os falta?

– Una media hora. Está más lejos de lo que creía.

Zovastina asintió, aprobando la mentira.

– Pues nosotros estamos aquí -dijo Malone-, contemplando una de las casas más condenadamente grandes que he visto jamás, en especial, en medio de la nada. El lugar parece desierto. Hay un camino empedrado, quizá a un kilómetro y medio, que conduce a la cima. Estamos en el aire, a unos tres kilómetros del edificio. ¿Puede darnos Ely algo más de información? Hay un camino que conduce a la cima de la montaña, hacia una grieta. ¿Deberíamos investigarlo?

– Déjame preguntar.

Zovastina asintió de nuevo.

– Dice que es una buena idea -mintió Stephanie.

– Le echaremos una ojeada. Llámame cuando lleguéis.

Stephanie colgó el teléfono y Zovastina se lo arrebató de las manos.

– Bien, ahora veremos cuánto saben realmente Cotton Malone y Cassiopeia Vitt.

OCHENTA Y TRES

Cassiopeia encontró tres armas en el armario. Conocía la marca: Makarov, un poco más corta y contundente que la habitual Beretta, pero sin duda una arma bastante buena.

El helicóptero empezó a descender y a través de las ventanas vio que estaban bajando rápidamente, cada vez más cerca del suelo. Malone había hablado con Stephanie por teléfono. Por lo visto, aún no estaban allí. Quería ver a Ely, para asegurarse de que estaba bien. Le había llorado, aunque no plenamente, siempre albergando dudas, siempre esperando. Pero eso ya se había acabado. Había tenido razón al continuar con la búsqueda de los medallones. Razón al apuntar hacia Zovastina. Razón al matar a los hombres de Venecia. E incluso si hubiera estado equivocada sobre Viktor, no sentía el menor remordimiento por su compañero. Zovastina, y no ella, había empezado la batalla.

El helicóptero tocó el suelo y las turbinas se apagaron. El rugido del motor fue sustituido por un escalofriante silencio. Abrió la puerta del compartimento trasero. Malone y Viktor la vieron salir. El atardecer era seco, el sol agradable, el aire cálido. Miró su reloj: las tres y veinticinco. Había sido un día muy largo, y no veía el final. Sólo había dormido un par de horas en el vuelo desde Venecia, con Zovastina, pero había sido un sueño inquieto.

Entregó un arma a cada hombre.

Malone tiró su otra pistola en el helicóptero y sujetó el arma al cinto. Viktor lo imitó.

Estaban a unos ciento cincuenta metros de la casa, justo detrás de la arboleda. El camino que conducía a la montaña se extendía a la derecha. Malone se agachó y vio el grueso cable eléctrico que corría en paralelo.

– Definitivamente, alguien está interesado en que aquí haya electricidad.

– ¿Qué hay ahí? -preguntó Viktor.

– Quizá lo que su antigua jefa ha estado buscando.

Stephanie comprobó que Thorvaldsen estaba bien mientras Zovastina ordenaba a dos de los soldados que bajaran al laboratorio.

– ¿Estás bien? -le preguntó.

Él asintió.

– He estado peor.

Pero ella lo dudaba. Pasaba de los sesenta, tenía la columna desviada y no se encontraba en lo que ella consideraba una buena forma física.

– No deberías escuchar a esta gente -dijo Zovastina dirigiéndose a Ely.

– ¿Por qué no? Está usted encañonando a todo el mundo. Ha golpeado a un anciano. ¿Va a hacerlo también conmigo?

Zovastina rió entre dientes.

– ¿Un erudito que quiere pelea? No, mi brillante amigo. Tú y yo no necesitamos luchar. Necesito que me ayudes.

– Entonces detenga todo esto, deje que se vayan y tendrá mi ayuda.

– Desearía que fuera así de simple.

– Tiene razón. No puede ser tan simple -intervino Thorvaldsen-. No cuando está planeando una guerra biológica, y convertirse en una versión moderna de Alejandro Magno, que matará a millones de personas para reconquistar todo lo que él conquistó y más aún.

– No se burle de mí -advirtió Zovastina.

Thorvaldsen parecía imperturbable.

– Le hablaré como me dé la gana.

Zovastina levantó el AK-74.

Pero Ely saltó, situándose delante de Thorvaldsen.

– Si quiere encontrar esa tumba -puntualizó-, baje el arma.

Stephanie se preguntaba si esa déspota codiciaba lo bastante ese antiguo tesoro como para permitir que la desafiaran abiertamente ante sus hombres.

– Tu utilidad está declinando rápidamente -replicó Zovastina.

– La tumba podría estar a poca distancia de aquí -dijo Ely.

Stephanie admiró la determinación de Ely. Estaba agitando un trozo de carne ante un león, esperando que su intensa hambre fuera superior al deseo instintivo de atacar. Pero parecía haber leído perfectamente el pensamiento de Zovastina.

La ministra bajó el arma.

Los dos soldados volvieron cargando un ordenador en cada brazo.

– Todo está aquí -dijo Lyndsey-. Los experimentos, los datos, los métodos para tratar a las arqueas. Todo encriptado. Pero puedo deshacerlo. Sólo yo y Vincenti conocíamos la contraseña. Confíe en mí. Me lo contó todo.

– Hay expertos que pueden desencriptarlo. No te necesito.

– Pero los otros tardarán mucho tiempo en reproducir el tratamiento químico que se necesita para tratar a las bacterias. Vincenti y yo hemos trabajado en ello durante los últimos tres años. No tiene usted tiempo. No tiene el antígeno.

Stephanie supuso que ese idiota sin carácter estaba ofreciendo lo único que poseía.

Zovastina gritó algo en una lengua que Stephanie no entendió y los soldados que habían traído los ordenadores abandonaron la estancia. Luego volvió a encañonarlos con el arma y les dijo que siguieran a los hombres que habían salido.

Regresaron al vestíbulo, en dirección a la entrada principal, y desde allí se encaminaron a la parte trasera de la planta baja. Otro soldado apareció y Zovastina le preguntó algo en un idioma que parecía ruso. El hombre asintió e indicó una puerta cerrada.

Se detuvieron frente a ella y, tras abrirla, Stephanie, Thorvaldsen, Ely y Lyndsey fueron conducidos a su interior; luego la puerta se cerró tras de sí.

Stephanie inspeccionó su prisión.

Una despensa vacía, quizá de unos dos metros y medio por tres, revestida de madera sin pulir. El aire olía a antiséptico.

Lyndsey embistió contra la puerta y golpeó la madera.

– ¡Puedo ayudarla! -gritó-. ¡Déjeme salir!

– Cállese -le espetó Stephanie.

Lyndsey obedeció.

La joven consideró la situación rápidamente. Zovastina parecía tener prisa, lo cual era preocupante.

Entonces la puerta volvió a abrirse.

– Gracias a Dios -dijo Lyndsey.

Zovastina estaba allí, con el AK-74 aún asido firmemente.

– ¿Por qué está…? -empezó Lyndsey.

– Estoy de acuerdo con ella -dijo Zovastina-. Cállate. -La ministra fijó entonces su mirada en Ely-. Necesito saberlo: ¿es éste el lugar del que habla el enigma?

Ely no contestó inmediatamente y Stephanie se preguntó si era valor o insensatez lo que alimentaba su obstinación.

– ¿Cómo voy a saberlo? -dijo finalmente-. He estado encerrado en esa cabaña.

– Has venido directamente hasta aquí desde la cabaña -repuso ella.

– ¿Cómo sabe usted eso? -preguntó Ely.

Pero Stephanie conocía la respuesta. Las piezas encajaban, y entonces cayó en la cuenta: los habían manipulado.

– Usted ordenó al guardia que pinchara las ruedas de nuestro coche -dijo-. Quería que cogiéramos el suyo porque podía rastrearlo.

– Era la forma más fácil que se me ocurrió de comprobar lo que sabían. Me enteré de su presencia en la cabaña por los sistemas de vigilancia que había instalado a su alrededor.

Pero Stephanie había matado al guardia.

– Ese hombre no tenía ni idea.

Zovastina se encogió de hombros.

– Hizo su trabajo. Si no dio lo mejor de sí mismo, fue error suyo.

– Pero lo maté -dijo ella, elevando el tono de voz.

La ministra parecía desconcertada.

– Se preocupa usted demasiado por una insignificancia.

– No era necesario que muriera.

– Ése es su problema. El problema de Occidente. No pueden hacer lo que hay que hacer.

Stephanie se daba cuenta ahora de que su situación era peor de lo que imaginaba, y súbitamente reparó en algo más: también lo era la de Malone y Cassiopeia. Vio que Henrik leía sus oscuros pensamientos.

Por detrás de Zovastina pasaban algunos soldados, cargando todos ellos con un extraño artilugio. Uno fue depositado en el suelo, junto a la mujer. Un embudo se extendió sobre él, y Stephanie vio que el dispositivo también tenía ruedas.

– Ésta es una casa enorme. Tardaremos un poco en prepararla.

– ¿Para qué? -preguntó ella.

– Para quemarla -respondió Thorvaldsen.

– Correcto -asintió Zovastina-. Mientras tanto, iré a visitar al señor Malone y a la señorita Vitt. No se vayan.

Y cerró de un portazo.

OCHENTA Y CUATRO

Malone inició el ascenso por la ladera y reparó en que, en algunos lugares, recientemente se habían excavado escalones en la misma roca. Cassiopeia y Viktor lo seguían, ambos vigilando la retaguardia. La casa, distante, seguía tranquila, y el enigma de Ptolomeo continuaba resonando en su mente: «Asciende por las paredes que esculpieron los dioses.» Ciertamente, eso las describía bien, aunque se imaginaba que el ascenso, en los tiempos de Ptolomeo, debía de haber sido muy distinto.

El sendero se suavizaba en una cornisa.

El tendido eléctrico seguía serpenteando hacia una oscura grieta abierta en la pared de roca. Estrecha, pero transitable.

«Cuando alcances la cima.»

Se adentró en el pasadizo.

Sus ojos no estaban acostumbrados a la escasa luz y necesitaron unos segundos para aclimatarse. El sendero era corto, quizá de unos seis metros, y usaba el tendido como guía. El corredor acababa en una cámara interior. La débil luz natural reveló que el cableado doblaba a la derecha y terminaba en una caja de conexiones. Malone se acercó y vio cuatro linternas apiladas en el suelo. Probó una y usó el brillante haz de luz para examinar la estancia.

La cámara medía unos nueve metros de largo y lo mismo de ancho; el techo estaba a unos seis. Entonces vio un par de estanques situados a unos tres metros de donde él se encontraba.

Oyó un clic y de pronto la habitación cobró vida con la luz artificial.

Se volvió y vio a Viktor en la caja de conexiones.

Malone apagó la linterna.

– Me gusta inspeccionar las cosas antes de actuar.

– ¿Desde cuándo? -dijo Cassiopeia.

– Echemos un vistazo -propuso él, acercándose a los estanques.

Ambos estaban iluminados por unos focos situados bajo el agua, alimentados a través de los cables del suelo. El de la derecha tenía forma oblonga y sus aguas eran de un tono ambarino. El otro irradiaba una luminiscencia verdosa.

– «Contempla el ojo ambarino» -dijo Malone.

Se acercó al estanque de aguas turbias y se dio cuenta de que éstas brotaban claras y que su color procedía del tinte de las rocas que estaban bajo la superficie. Se agachó y Cassiopeia lo imitó, a su lado. Tocó el agua.

– Caliente, pero no demasiado. Como un jacuzzi. Debe de ser termal. Estas montañas aún están activas.

Cassiopeia se llevó sus dedos mojados a los labios.

– No sabe a nada.

– Mira al fondo.

Observó a Cassiopeia mientras registraba lo que él mismo acababa de atisbar. A unos tres metros por debajo del agua cristalina, grabada en un bloque de piedra, se veía la letra Z.

Entonces se dirigió al estanque verde. Cassiopeia lo siguió. Más agua, clara como el aire, pero coloreada por las rocas. En el fondo, la letra H.

– El medallón -dijo él-. ZH. Vida.

– Parece que éste es el lugar.

Vio que Viktor aún seguía junto a la caja de conexiones, al parecer, poco interesado en su descubrimiento. Pero había algo más. Ahora sabía lo que significaba la última línea del acertijo.

«Atrévete a hallar el refugio remoto.»Malone volvió al estanque de aguas ambarinas.

– Recuerda el medallón y el manuscrito que Ely encontró. Aquel extraño símbolo.

Trazó la forma con el dedo en el suelo de arenisca.

– No podía determinar qué era. ¿Letras? ¿Dos B unidas a una A? Ahora sé exactamente de qué se trata. Ahí. -Señaló la roca que estaba unos dos metros por debajo de la superficie del estanque-. Mira esa abertura. ¿Te resulta familiar?

Cassiopeia se concentró en lo que él ya había detectado. La abertura tenía la forma de dos B unidas a una A.

– Se parece a ese símbolo.

– «Cuando alcances la cima, contempla el ojo ambarino y atrévete a hallar el refugio remoto.» ¿Sabes lo que significa?

– No, Malone, díganoslo usted.

Él se volvió.

Zovastina estaba de pie, en la entrada.

Stephanie se acurrucó junto a la puerta y escuchó atentamente los sonidos que procedían del otro lado. Oyó el zumbido de un motor eléctrico: arrancó, se paró, golpeó la puerta. Tras un momento de vacilación, el murmullo mecánico empezó de nuevo.

– Está claro -dijo Thorvaldsen-. Los robots están esparciendo la poción antes de estallar e incendiarlo todo.

Ella percibió un olor tan dulzón que mareaba; más intenso en la parte baja de la puerta.

– ¿Fuego griego? -preguntó.

Thorvaldsen asintió.

– Tu descubrimiento -le dijo a Ely.

– Esa chalada pretende freímos a todos -señaló Lyndsey-. Estamos atrapados aquí.

– Díganos algo que no sepamos -murmuró Stephanie.

– ¿Ha matado a alguien con eso? -preguntó Ely.

– No, que yo sepa -contestó Thorvaldsen-. Quizá tengamos el honor de ser los primeros. Aunque Cassiopeia ciertamente lo usó a su favor en Venecia. -El anciano vaciló-. Mató a tres hombres.

Ely parecía desconcertado.

– ¿Por qué?

– Para vengarte.

La amigable cara del joven se contrajo en una mueca de asombro.

– Estaba dolida, furiosa. Cuando descubrió que Zovastina estaba detrás de todo esto, no hubo modo de detenerla.

Stephanie examinó la puerta. Bisagras de acero arriba y abajo. Cerrojos sujetos con sólidas clavijas y ningún destornillador a la vista. Apoyó la mano en la madera.

– ¿Vincenti era el dueño de esta monstruosidad? -le preguntó a Lyndsey.

– Sí. Ella lo mató.

– Por lo que parece, está afianzando su poder -intervino Thorvaldsen.

– Es una loca -dijo Lyndsey-. Aquí están ocurriendo muchas más cosas. Yo podría haberlo tenido todo, el oro y el moro. Él me lo ofreció.

– ¿Vincenti? -quiso saber Stephanie.

Lyndsey asintió.

– ¿Y no lo tiene? -inquirió ella-. Zovastina está en posesión de los ordenadores con los datos, y tiene también sus virus. Incluso leha dicho que sólo hay un antígeno y dónde puede encontrarlo. Usted ya no es de ninguna utilidad para ella.

– Eso no es cierto, me necesita -replicó-. Ella lo sabe.

A Stephanie se le estaba acabando la paciencia.

– ¿Qué es lo que sabe?

– Que esas bacterias son la cura para el sida.

OCHENTA Y CINCO

Viktor oyó la inconfundible voz de Zovastina. ¿Cuántas veces le había dado órdenes con el mismo tono crispado? Se había situado cerca de la salida, a un lado, fuera de la trayectoria de Malone y Vitt, escuchando. Incluso estaba fuera del campo visual de Zovastina, quien aún había de entrar en la cámara iluminada y estaba en el oscuro corredor.

Vio cómo Malone y Vitt miraban a Zovastina. Ninguno de los dos lo delató. Lentamente, Viktor se acercó al punto en que la roca se abría. Con su mano derecha cogió firmemente su pistola y esperó el momento en que Zovastina entró para colocar el arma a la altura de su cabeza.

Ella se detuvo.

– Mi traidor… Me preguntaba dónde estarías.

Viktor vio que iba desarmada.

– ¿Vas a dispararme? -preguntó ella.

– Sí, si me da motivos para hacerlo.

– No llevo armas.

Eso lo preocupaba, y al intercambiar una mirada con Malone percibió que él también estaba preocupado.

– Iré a echar un vistazo -dijo Cassiopeia acercándose a la entrada.

– Lamentarás haberme atacado -le espetó la ministra.

– Me alegrará darle la oportunidad de recibir incluso más.

Zovastina sonrió.

– Dudo que el señor Malone o mi traidor me concedan ese placer.

Cassiopeia desapareció en la grieta. Pocos segundos después regresó.

– No se ve a nadie fuera. La casa y sus alrededores están tranquilos.

– Entonces, ¿de dónde ha salido? -preguntó Malone-. ¿Y cómo ha sabido llegar hasta aquí?

– Cuando eludieron a mis emisarios, en las montañas -dijo Zovastina-, decidimos dar media vuelta y ver adonde se dirigían.

– ¿De quién es este lugar? -preguntó Malone.

– De Enrico Vincenti. O, al menos, lo era. Acabo de matarlo.

– Qué alivio -dijo Malone-. Si no lo hubiera hecho usted, habría tenido que hacerlo yo.

– ¿Y qué razón tenía usted para odiarlo?

– Mató a una amiga mía.

– ¿Y también ha venido a salvar a la señorita Vitt?

– La verdad es que he venido a detenerla a usted.

– Pues eso puede ser un problema.

La actitud tan cortés de la ministra preocupaba a Malone.

– ¿Puedo examinar los estanques? -preguntó Zovastina.

Él necesitaba tiempo para pensar.

– Adelante.

Viktor bajó su pistola, pero la mantuvo preparada. Malone no estaba seguro de lo que estaba ocurriendo, pero su situación planteaba un problema. Sólo había una salida, y eso nunca era bueno.

Zovastina se acercó al estanque de aguas turbias y miró al fondo.

Luego fue hacia el verde.

– ZH, como en los medallones -dijo-. Me preguntaba por qué Ptolomeo habría añadido esas letras a las monedas. Seguramente, él mismo hizo que grabaran esto en el fondo de los estanques. ¿Quién, si no, podría haberlo hecho? Ingenioso. Ha costado mucho tiempo descifrar el enigma. ¿A quién se lo hemos de agradecer? ¿A usted, Malone?

– Digamos que ha sido un trabajo en equipo.

– Un hombre modesto. Es una pena que no nos hayamos encontrado antes y en otras circunstancias. Me hubiera encantado que trabajara usted para mí.

– Ya tengo un trabajo.

– Agente norteamericano.

– La verdad es que soy librero.

Ella rió.

– Y además tiene sentido del humor.

Viktor estaba alerta, en guardia, detrás de Zovastina, mientras Cassiopeia vigilaba la salida.

– Dígame, Malone, ¿resolvió usted solo el enigma? ¿Está aquí Alejandro Magno? Iba a explicarle algo a la señorita Vitt cuando los interrumpí.

Malone todavía tenía la linterna en la mano. Muy resistente. Parecía sumergible.

– Vincenti hizo que trajeran electricidad hasta aquí. Incluso iluminó los estanques. ¿No siente curiosidad por saber por qué esto era tan importante para él?

– Parece que no hay nada aquí.

– En eso se equivoca.

Malone dejó la linterna en el suelo y se quitó la chaqueta y la camisa.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Cassiopeia.

Se despojó de sus zapatos y también de los calcetines; sacó de los bolsillos de sus pantalones el teléfono y el monedero.

– Ese símbolo grabado en el fondo de la piscina conduce al «refugio remoto».

– Cotton… -dijo Cassiopeia.

Él se arrojó al agua. Estaba caliente, pero la calidez alivió sus músculos agarrotados.

– Vigílala -dijo.

Tomó aliento y se sumergió.

– ¿La cura para el sida? -preguntó Stephanie a Lyndsey.

– Hace muchos años, cuando Vincenti trabajaba para los iraquíes, un sanador de esta zona le mostró unos estanques que se encuentran en la montaña. Allí halló las bacterias que acaban con el VIH.

Notó que Ely estaba escuchando con evidente atención.

– Pero no se lo dijo a nadie -prosiguió Lyndsey-. Guardó el secreto.

– ¿Por qué? -quiso saber Ely.

– Esperó el momento adecuado. Dejó que se creara un mercado. Permitió que la enfermedad se extendiera. Aguardó.

– No puede estar hablando en serio -dijo Ely.

– Estaba a punto de lanzar el producto…

Ahora Stephanie lo comprendía todo.

– Y usted iba a compartir el botín, ¿verdad?

Lyndsey pareció captar cierta reprobación en su tono.

– No me venga ahora con remilgos. Yo no soy Vincenti. No sabía nada de la cura hasta hoy. Me lo acababa de decir.

– ¿Y qué iban a hacer? -preguntó ella.

– Producir la medicina. ¿Qué hay de malo en ello?

– ¿Mientras Zovastina mataba a millones de personas? Usted y Vincenti ayudaron a que eso fuera posible.

Lyndsey negó con la cabeza.

– Vincenti dijo que la detendría antes de que pudiera hacer nada. Él tenía el antígeno. Ella no podía hacer nada sin él.

– Pero ahora sí lo tiene. Se han comportado ustedes como unos verdaderos idiotas.

– ¿Te das cuenta, Stephanie, de que Vincenti no tenía ni idea de que hubiera nada aquí? -intervino Thorvaldsen-. Compró este sitio para preservar la fuente de las bacterias. Le puso este nombre siguiendo la denominación asiática. Aparentemente, no sabía nada de la tumba de Alejandro.

Ella también había atado cabos.

– La medicina y la tumba están en el mismo sitio. Por desgracia, estamos encerrados en este armario.

Al menos, Zovastina había dejado la luz encendida. Había examinado cada centímetro de las paredes, aún inacabadas, y del suelo de piedra. No había salida. Y persistía aquel olor nauseabundo que brotaba, cada vez con mayor intensidad, de debajo de la puerta.

– Esos ordenadores, ¿contienen todos los datos sobre la cura? -preguntó Ely dirigiéndose a Lyndsey.

– Eso ahora no importa -repuso ella-. Salir de aquí es lo primordial. Antes de que se propague el incendio.

– Sí que importa -dijo Ely-. No podemos dejar que Zovastina se quede con esa información.

– Ely, mira a tu alrededor, ¿qué podemos hacer?

– Cassiopeia y Malone están ahí fuera.

– Cierto -asintió Thorvaldsen-, pero me temo que la ministra va un paso por delante de ellos.

Stephanie estaba de acuerdo, pero eso era problema de Malone.

– Hay algo que ella no sabe -declaró Lyndsey.

Ella captó su tono, pero, ciertamente, no estaba de humor, así que le advirtió:

– No intente tomarnos el pelo.

– Vincenti copió toda la información en un pendrive justo antes de que Zovastina nos descubriera. Lo llevaba en la mano cuando ella le disparó. Todavía debe de estar en el laboratorio. Con esos datos tendrán el antígeno para sus virus y la cura.

– Créame -dijo ella-, aunque es usted un maldito hijo de puta, si pudiera sacarlo de aquí, lo haría.

Volvió a golpear la puerta.

– Pero me temo que no va a poder ser.

Cassiopeia vigilaba a Zovastina, a la que Viktor mantenía a raya apuntándola con la pistola, y, al mismo tiempo, estaba pendiente del estanque. Hacía casi tres minutos que Malone se había ido. No había modo de que pudiera contener la respiración durante tanto tiempo.

Pero una sombra apareció de pronto bajo el agua y Malone emergió de la extraña abertura y salió a la superficie, apoyándose en el borde de piedra mientras sostenía la linterna con la otra mano.

– Tienes que ver esto -dijo dirigiéndose a ella.

– ¿Y dejarlos? De ninguna manera.

– Viktor tiene una pistola. Puede apañárselas.

Ella todavía dudaba. Algo no estaba bien. Aunque estuviera pensando en Ely, no se había olvidado de la realidad. Viktor aún era un desconocido, si bien en las últimas horas había resultado ser muy útil. Su cuerpo estaría ahora descuartizado, colgando de dos árboles, si no hubiera sido por él. Aun así…

– Has de ver esto -insistió Malone.

– ¿Está aquí? -preguntó Zovastina.

– ¿Le gustaría saberlo?

Cassiopeia todavía llevaba el mismo traje de cuero ajustado que en Venecia. Se quitó la parte de arriba y dejó el arma a un lado, fuera del alcance de Zovastina, junto a la de Malone. Un sujetador deportivo de color negro cubría su pecho; reparó en que Viktor la miraba.

– Vigílela -le aclaró.

– No va a ir a ninguna parte.

Se tiró al estanque.

– Coge aire y sígueme -dijo Malone.

Ella lo vio sumergirse y penetrar en la abertura. Lo siguió unos pocos metros por detrás, nadando a través del portal con forma de B. Mantenía los ojos abiertos y vio que estaban atravesando un túnel de roca, quizá de un metro y medio de ancho. El estanque se hallaba a unos dos metros y medio de las paredes de la cámara, así que ahora estaban nadando en el interior de la montaña. La linterna de Malone centelleaba dentro del túnel y Cassiopeia se preguntó cuánto faltaría.

Entonces vio que Malone ascendía.

Ella emergió justo a su lado.

La luz reveló otra cámara, cerrada, con forma de cúpula; la desnuda piedra caliza estaba veteada por sombras azules. En las paredes había nichos excavados que contenían lo que parecían ser jarrones de alabastro exquisitamente esculpidos. Sobre sus cabezas, la vetusta roca estaba tachonada de aberturas irregulares toscamente talladas. Una fría luz plateada se deslizaba sobre la hermosa estancia desde cada una de ellas; los polvorientos rayos se disolvían en la roca.

– Estas aberturas son descendentes -dijo Malone-. Esto está tan seco como el mismísimo infierno. Permiten que pase la luz, pero no la humedad. Están ventiladas de forma natural.

– ¿Fueron hechas a propósito? -preguntó ella.

– Lo dudo. Mi teoría es que este lugar fue elegido porque ya estaban aquí. -Salió del estanque, chorreando-. Hemos de darnos prisa.

Ella lo imitó.

– El túnel es el único pasaje que conecta esta cámara con la otra -explicó Malone-. Voy a echar un vistazo rápido para asegurarme.

– Ciertamente, eso explica por qué nunca ha sido encontrada.

Él usó la linterna para examinar las paredes, lo que permitió que Cassiopeia entreviera algunas pinturas desvaídas. Trozos, fragmentos. Un guerrero en su carro, sosteniendo un cetro y las riendas con una mano y estrechando a una mujer por la cintura con la otra. Un ciervo herido por una jabalina. Un árbol sin hojas. Un soldado de infantería con una lanza. Otro hombre que se acercaba hacia lo que parecía un jabalí. Los colores que aún persistían eran vivos. El violeta del manto del cazador. El ocre del carro. El amarillo de los animales. Vio más escenas en el muro opuesto. Un joven jinete, con una lanza en la mano y una corona en la cabeza, claramente en la flor de la vida, a punto de atacar a un león ya rodeado por una jauría. El fondo blanco, casi difuminado, con tonos de naranja, rojo pálido y ocre mezclados con tonos más fríos, verdes y azules.

– Diría que son de estilo asiático con influencias griegas -comentó Malone-. Pero no soy un experto.

Con la linterna iluminó las baldosas que cubrían el suelo, dispuestas geométricamente. Un portal de estilo netamente griego -con los fustes estriados y las basas ornamentadas- emergió en la oscuridad. Cassiopeia, conocedora de la arquitectura antigua, reconoció de inmediato la influencia helénica.

Sobre el portal se leía una inscripción desgastada, en griego.

– Por aquí -dijo él.

OCHENTA Y SEIS

Vincenti se esforzó por abrir los ojos. El dolor que sentía en el pecho le desgarraba el cerebro, y respirar era como una tortura. ¿Cuántas balas había recibido? ¿Tres? ¿Cuatro? No lo recordaba. Pero fuera como fuese, su corazón aún latía. Quizá no fuera tan malo ser obeso. Se recordó a sí mismo cayendo, y una profunda oscuridad cerniéndose sobre él. No había llegado a disparar. Al parecer, Zovastina se había anticipado a su movimiento. Casi como si hubiera estado esperando a que la desafiara.

Con mucho esfuerzo se volvió y se agarró a la pata de una mesa. La sangre caía por su pecho y una nueva oleada de dolor recorrió su espina dorsal en forma de pinchazos. Tuvo que luchar con todas sus fuerzas para seguir respirando. La pistola ya no estaba allí, pero entonces reparó en que sujetaba otra cosa en la mano. La acercó y vio el pendrive.

Todo por lo que había trabajado en los últimos años yacía en su palma. ¿Cómo lo había encontrado Zovastina? ¿Quién lo había traicionado? ¿O'Conner? ¿Todavía vivía? ¿Dónde estaba? O'Conner era la única persona capaz de abrir el gabinete de su estudio.

Tan sólo había dos mandos a distancia.

¿Dónde estaba el suyo?

Se concentró con todas su fuerzas y finalmente alcanzó a ver el dispositivo, tirado sobre el suelo de baldosas.

Todo parecía perdido.

O tal vez no.

Aún estaba vivo, y puede que Zovastina se hubiera marchado.

Reunió todas sus fuerzas y cogió el mando a distancia. Debería haber dotado la casa de todas las medidas de seguridad antes de haber raptado a Karyn Walde. Pero nunca había pensado que la ministra pudiera relacionarlo con su desaparición -desde luego, no tan de prisa-, y nunca había creído que ella pudiera volverse en su contra. No, teniendo en cuenta todos sus planes.

Lo necesitaba.

¿O tal vez no?

La sangre se agolpaba en su garganta; escupió para deshacerse de su sabor metálico. Debía de haberlo alcanzado en el pulmón. Más sangre lo hizo toser, lo que generó nuevas oleadas de dolor por todo su cuerpo.

Quizá O'Conner podría llegar hasta él…

Buscó a tientas el mando, sin poder decidir cuál de los botones pulsar. Uno abría la puerta del estudio. El otro, todas las puertas selladas de la casa. El último activaba la alarma.

No tenía tiempo para pensar.

Así que pulsó los tres.

Zovastina miraba atentamente el estanque ambarino. Malone y Vitt llevaban varios minutos sumergidos.

– Debe de haber otra cámara -dijo.

Viktor seguía en silencio.

– Baja el arma -le ordenó ella.

Él obedeció.

Zovastina lo miró fijamente.

– ¿Disfrutaste atándome a los árboles? ¿Amenazándome?

– Usted quería que diera la impresión de que estaba con ellos.

Viktor había tenido éxito más allá de sus expectativas, llevándolos directamente al objetivo que ella había planeado.

– ¿Hay algo que necesite saber?

– Parecían conocer bien lo que buscaban.

Viktor había sido su agente doble desde que los norteamericanos habían vuelto a pedirle ayuda. En ese momento había ido directamente a ella y le había explicado su situación. Durante el último año lo había utilizado para filtrar la información que quería que Occidente conociera. Un peligroso acto de equilibrio, pero que se había visto obligada a mantener a causa del renovado interés de Washington por ella.

Y el plan había funcionado a la perfección. Hasta Amsterdam.

Y hasta que Vincenti había decidido asesinar a la agente norteamericana que lo vigilaba. Ella lo había animado a suprimir a la espía, esperando que Washington centrara su atención en él, pero el subterfugio no había funcionado. Por fortuna, los engaños de ese día habían tenido más éxito.

Viktor la había informado de inmediato de la presencia de Malone en el palacio y ella había ideado rápidamente cómo sacar el máximo partido de la oportunidad que se le presentaba, orquestando el escape del lugar. Edwin Davis había sido el intento del otro bando para distraer su atención, pero al saber que Malone estaba allí, Zovastina pudo ver el ardid.

– Tiene que haber otra cámara -repitió, quitándose los zapatos y la chaqueta-. Coge dos de esas linternas y vayamos a ver.

Stephanie oyó una alarma que reverberaba por toda la casa, amortiguada por las gruesas paredes que los encerraban. Un movimiento llamó su atención y vio que un panel se abría en el otro lado del armario.

Rápidamente, Ely se volvió.

– Una maldita puerta -exclamó Lyndsey.

Stephanie se dirigió hacia la salida, desconfiada, y examinó la parte superior. Cierres electrónicos conectados a la alarma. Debía de ser eso. Más allá había un pasaje iluminado por bombillas.

La alarma cesó.

Todos permanecieron sumidos en un silencio sepulcral.

– ¿A qué estamos esperando? -dijo Thorvaldsen.

Ella cruzó la puerta.

OCHENTA Y SIETE

Malone guió a Cassiopeia a través del portal y vio cómo ella observaba a su alrededor, maravillada. Su linterna reveló grabados en las paredes que cobraban vida con la luz. La mayor parte de las imágenes mostraban a un guerrero en plenitud: joven, vigoroso, con una lanza en la mano y una corona en la cabeza. Uno de los frescos representaba lo que parecían ser unos reyes rindiéndole homenaje. Otro, la caza de un león. También otra feroz batalla. En todos ellos, las figuras humanas -músculos, manos, rostro, piernas, pies, dedos- estaban pintadas con asombroso detalle. No quedaba ni rastro del color, sólo una monocromía plateada.

Malone dirigió el haz de luz al centro de la cámara y enfocó dos plintos que sostenían sendos sarcófagos de piedra. El exterior de ambos estaba adornado con una filigrana de loto y palmera, rosetas, zarcillos, flores y hojas. Señaló las tapas de los sarcófagos.

– Hay una estrella macedonia en ambos.

Cassiopeia se arrodilló ante las tumbas y examinó las inscripciones. Sus dedos recorrieron suavemente las palabras esculpidas:

– No puedo leer esto, pero ha de ser Alejandro y Hefestión. Malone comprendió su sobrecogimiento, pero había un asunto más acuciante.

– Eso tendrá que esperar. Hay algo más urgente.

Se levantó.

– ¿Qué? -preguntó ella.

– Quítate la ropa mojada y te lo explicaré.

Zovastina se arrojó al estanque, seguida por Viktor, y se deslizó por la abertura cuya forma recordaba el símbolo que aparecía en los medallones. De inmediato se dio cuenta de la similitud.

Con vigorosas brazadas se impulsó hacia adelante. La calidez del agua era relajante, como tomar una sauna en su propio palacio.

Enfrente, el techo de roca desaparecía.

Emergió a la superficie.

Tenía razón. Otra cámara, más pequeña que la anterior. Se retiró el agua de los ojos y vio que el alto techo parecía filtrar la luz natural gracias a unas aberturas excavadas en la roca. Viktor apareció a su lado y ambos salieron del estanque. Examinaron la estancia. Unos murales desvaídos decoraban las paredes. Dos portales se abrían en la oscuridad.

No se veía a nadie.

Ni tampoco otro haz de luz.

Aparentemente, Cotton Malone no era tan inocente como ella había pensado.

– Muy bien, Malone -dijo en voz alta-. Tiene usted ventaja. Pero ¿podría echar primero un vistazo?

Silencio.

– Me tomaré eso como un sí.

Su linterna recorrió el suelo arenoso, salpicado de mica, y divisó un rastro húmedo que se dirigía al portal de su derecha.

Entró en la siguiente cámara y divisó dos plintos funerarios.

Su exterior estaba adornado con inscripciones y grabados, pero ella no dominaba el griego clásico, razón por la cual había enrolado a Ely Lund. Una imagen captó su atención y se acercó; sopló con suavidad sobre ella para retirar la pátina polvorienta que cubría su perfil. Poco a poco se reveló el contorno de un caballo, quizá de unos cinco centímetros, con las crines revueltas y la cola erguida.

– Bucéfalo -susurró.

Necesitaba ver más, así que, en la oscuridad, dijo:

– Malone, he venido desarmada porque no lo necesitaba. Viktor está conmigo, como parece que usted ya sabe. Y tengo a sus tres amigos. Yo estaba allí cuando llamó. Están en la casa, encerrados, a punto de ser devorados por el fuego griego. Pensé que le gustaría saberlo.

Silencio.

– Estate alerta -le susurró a Viktor.

No había llegado hasta allí -algo largamente deseado, por lo que había luchado con todas sus fuerzas- para no ver nada. Dejó su linterna sobre la tapa de uno de los sarcófagos, el que tenía un caballo, y empujó. Después de unos segundos de empujar con fuerza, la gruesa losa se movió. Unas pocas sacudidas más y consiguió revelar una parte del interior.

Cogió la luz y, a diferencia de lo que había ocurrido en Venecia, esperaba que allí no la aguardara una nueva decepción.

Una momia yacía en el interior.

Vendada y con una máscara de oro.

Quería tocarla, quitarle la máscara, pero lo pensó mejor. No debía hacer nada que pudiera dañar los restos.

Sin embargo, se preguntaba…

¿Era ella la primera que veía los restos de Alejandro Magno en más de dos mil trescientos años? ¿Había encontrado al conquistador y su medicina? Parecía ser que sí. Lo mejor de todo era que sabía perfectamente qué hacer con ambas cosas. La medicina la usaría para conquistar y, ahora lo sabía, para dotarla de unas inesperadas ganancias. La momia, de la que no podía apartar sus ojos, simbolizaría todo cuanto ella hiciera. Las posibilidades parecían infinitas, pero el peligro que la rodeaba hizo que sus pensamientos volvieran a la realidad.

Malone estaba jugando sus cartas con sumo cuidado.

Ella debía hacer lo mismo.

Malone pudo percibir la ansiedad que había aparecido en el rostro de Cassiopeia. Ely, Stephanie y Henrik estaban en apuros. Contemplaban la escena desde la otra puerta, la que Zovastina había evitado, pues ella y Viktor habían seguido el rastro mojado y habían entrado en la cámara funeraria.

– ¿Cómo supiste que Viktor nos estaba mintiendo? -preguntó ella.

– Doce años tratando con agentes infiltrados. ¿Toda esa escena contigo en el palacio? Demasiado fácil. Y algo que Stephanie me contó: Viktor fue quien les entregó a Vincenti. No tiene sentido. Excepto si Viktor estaba jugando a dos bandas.

– Debería haberme dado cuenta.

– ¿Cómo? No oíste lo que Stephanie me dijo en Venecia.

Estaban de pie, con los hombros desnudos pegados a las inclinadas paredes. Se habían quitado los pantalones y les habían escurrido el agua para no dejar rastro. Una vez que salieron de las cámaras funerarias, llenas de artefactos, volvieron a vestirse rápidamente y esperaron. La tumba sólo consistía en cuatro cámaras conectadas, ninguna de ellas demasiado grande; dos se abrían al estanque. Zovastina probablemente estaba disfrutando de su momento de gloria. Pero la información sobre Stephanie, Ely y Henrik había cambiado las cosas. Cierta o no, la posibilidad había captado toda su atención. Y ésa era, probablemente, la intención de Zovastina.

Malone miró el estanque. La luz centelleaba en la sala funeraria. Esperaba que la contemplación de la tumba de Alejandro Magno les proporcionara un poco de tiempo.

– ¿Estás lista? -le preguntó a Cassiopeia.

Ella asintió.

Se pusieron en marcha.

Pero en ese mismo instante, Viktor apareció, procedente de la otra estancia.

OCHENTA Y OCHO

Stephanie se percató de que aquel aroma dulzón y nauseabundo no era tan intenso en los pasadizos, pero aun así persistía. Al menos, ya no estaban atrapados. Después de doblar varias esquinas, habían llegado a las partes más recónditas de la casa, y aún no habían hallado otra salida abierta.

– He visto cómo funciona ese mejunje -dijo Thorvaldsen-. Una vez que el fuego griego prenda, estas paredes arderán rápidamente. Debemos salir de aquí antes de que eso suceda.

Ella era consciente de su situación, pero sus opciones era limitadas. Lyndsey aún estaba ansioso; Ely, sorprendentemente calmado. Tenía el aplomo de un agente, y no de un erudito, una tranquilidad que Stephanie admiraba, teniendo en cuenta sus propios problemas. Hubiera deseado poseer ese temple.

– ¿Qué quiere decir con rápidamente? -preguntó Lyndsey dirigiéndose a Thorvaldsen-. ¿A qué velocidad arderá este sitio?

– La suficiente como para que quedemos atrapados.

– Entonces, ¿qué estamos haciendo aquí?

– ¿Quiere volver a ese almacén? -le espetó ella.

Doblaron otra esquina; el oscuro pasaje le recordaba a Stephanie el corredor de un tren. El camino acababa en la base de una empinada escalera, ascendente.

No había elección.

Así que subieron.

Malone intentaba mantener la calma.

– ¿Van ustedes a alguna parte? -inquirió Viktor.

Cassiopeia se encontraba detrás de él. Se preguntó dónde debía de estar Zovastina. ¿Era la luz centelleante simplemente un cebo para hacerlos salir?

– Hemos pensado que deberíamos salir.

– No puedo dejar que hagan eso.

– Si cree que puede detenerme, lo invito a…

Viktor se abalanzó sobre él. Malone esquivó el movimiento y consiguió detener a su atacante con una llave.

Cayeron al suelo, rodando.

Malone se situó encima de su oponente mientras Viktor forcejeaba debajo de él. Lo agarró por el cuello con fuerza y le clavó la rodilla en el pecho. Luego, rápidamente, con ambas manos, levantó la cabeza de Viktor y la golpeó contra el suelo de piedra.

Cassiopeia se apresuró a arrojarse nuevamente al estanque tan pronto como su amigo se liberó. Pero en el mismo momento en que el cuerpo de Viktor quedaba inconsciente debajo de Malone, captó por el rabillo del ojo un movimiento en la entrada en la que habían estado escondidos.

– ¡Cotton! -gritó.

Zovastina corría hacia ellos.

Malone se zafó de Viktor y se lanzó al agua.

Cassiopeia se sumergió tras él y ambos nadaron a toda velocidad por el túnel.

Stephanie llegó a lo más alto de la escalera y vio que había dos rutas posibles. ¿Izquierda o derecha? Avanzó hacia la izquierda. Ely fue hacia la derecha.

– ¡Por aquí! -gritó él.

Todos corrieron detrás y vieron una puerta abierta.

– Cuidado -advirtió Thorvaldsen-. No dejéis que esas cosas os rocíen. Evitadlas.

Ely asintió, luego señaló a Lyndsey.

– Usted y yo vamos a buscar ese pendrive.

El científico negó con la cabeza.

– Yo no voy.

– No es una buena idea -convino Stephanie.

– Tú no estás enferma -repuso Ely.

– Esos robots están programados para explotar, y no sabemos cuándo -declaró Thorvaldsen.

– Me importa un comino -replicó Ely, alzando la voz-. Este hombre sabe cómo curar el sida. Su jefe, que ha muerto, lo ha sabido durante años y ha dejado morir a millones de personas. Zovastina tiene ahora la cura. No voy a dejar que ella también la manipule. -Ely agarró a Lyndsey por la camisa-. Usted y yo iremos a por ese pendrive.

– Están locos -dijo Lyndsey-. Son ustedes unos malditos locos. Suba al estanque verde y beba el agua. Vincenti dijo que así también era efectivo. No me necesita para nada.

Thorvaldsen contemplaba atentamente al joven. Stephanie pensó que el danés estaba viendo, quizá, a su propio hijo frente a él; joven, en todo su esplendor, desafiante e insensato al mismo tiempo. Su propio hijo, Cal, era así.

– Va a mover su maldito culo hasta el laboratorio -le espetó Ely.

Ella reparó también en algo más.

– Zovastina ha ido tras Cotton y Cassiopeia. Nos ha dejado aquí por alguna razón. La oísteis. Nos dijo a propósito que esas máquinas tardarían un rato.

– O sea, que estamos seguros -dijo Thorvaldsen.

– Era un cebo, probablemente para Cotton y Cassiopeia. Pero este tipo -señaló a Lyndsey-, ella lo quiere. Sus parloteos tienen sentido. Ella no tiene tiempo de asegurarse de que el antígeno funciona o de que está siendo sincero. Aunque no quiera admitirlo, lo necesita. Volverá a por él antes de que este sitio arda. Puedes contar con ello.

Zovastina saltó al estanque. Malone había abatido a Viktor y Cassiopeia había conseguido eludirla.

Si nadaba lo suficientemente de prisa podría atrapar a Vitt en el túnel.

Malone apoyó las manos en la cornisa y tomó impulso para salir del agua. Sintió un remolino junto a él y vio a Cassiopeia salir a la superficie. Emergió ágilmente de las cálidas aguas y, aún chorreando, cogió una de las pistolas que estaban a unos pocos metros de distancia.

– Vamos -dijo él, recuperando sus zapatos y su camisa.

Cassiopeia se dirigió hacia la salida, apuntando con el arma hacia el estanque.

Una sombra oscureció el agua.

La cabeza de la ministra emergió.

Y Cassiopeia disparó.

El primer disparo, más que asustar a Zovastina, la sorprendió. Retiró el agua de sus ojos y vio a Vitt, que la apuntaba directamente con una de las pistolas.

Otro disparo. Insoportablemente atronador.

Se sumergió bajo el agua.

Cassiopeia disparó dos veces al estanque iluminado. La pistola pareció atascarse, así que retiró el cargador y lo volvió a colocar. Entonces se dio cuenta de algo y dirigió su mirada a Malone.

– ¿Ya te sientes mejor? -le preguntó él.

– ¿Balas de fogueo? -inquirió ella.

– Por supuesto. Cartuchos rellenos de cualquier cosa, supongo; eso basta para impulsar la carga, al menos parcialmente. Pero no del todo, claro. ¿No creerías que Viktor nos había dado balas de verdad?

– Lo cierto es que no había pensado en ello.

– Ése es el problema: no estás pensando. ¿Podemos irnos?

Ella tiró el arma.

– Me alegro de trabajar contigo -dijo.

Y abandonaron la estancia a toda velocidad.

Viktor se frotó la parte posterior de la cabeza y esperó. Al cabo de unos minutos se arrastró hacia el estanque, pero Zovastina regresó, jadeando, mientras salía del agua y apoyaba los brazos en el reborde de piedra.

– Había olvidado las pistolas. Estamos atrapados. La única salida está bloqueada.

A Viktor le dolía la cabeza a causa de los golpes, y tuvo que luchar contra una irritante sensación de aturdimiento.

– Ministra, las armas están cargadas con balas de fogueo. Las cambié antes de huir de palacio. No me pareció muy sensato darles armas con munición de verdad.

– ¿Nadie se dio cuenta?

– ¿Y quién comprueba la munición? Simplemente, supusieron que las armas que había en el helicóptero estaban cargadas.

– Bien pensado, pero podrías haberme mencionado ese detalle.

– Todo sucedió muy de prisa. No hubo tiempo y, por desgracia, Malone me propinó un buen golpe en la cabeza contra esas rocas.

– ¿Y qué hay de la pistola que Malone llevaba en el palacio? Ésa sí estaba cargada. ¿Dónde está?

– En el helicóptero la cambió por una de las nuestras.

Viktor observó cómo la mente de la ministra barajaba todas las posibilidades.

– Necesitamos a Lyndsey fuera de la casa. Él es lo único que nos queda ahí.

– ¿Y Malone y Vitt?

– Mis hombres están esperando. Y sus armas están cargadas.

OCHENTA Y NUEVE

Stephanie observó uno de los dormitorios de la mansión desde el panel abierto. La estancia estaba cuidadosamente decorada en estilo italiano; todo estaba en calma, salvo por un zumbido mecánico que llegaba desde más allá de la puerta abierta, que conducía a la segunda planta.

Salieron del pasadizo.

Una de las máquinas que dispersaban el fuego griego se desplazaba hacia el vestíbulo, rociándolo todo a su paso. Una densa nube llenaba la habitación, lo que indicaba que los robots ya la habían visitado.

– Están rociando la casa rápidamente -dijo Thorvaldsen mientras se dirigían hacia la puerta.

Stephanie se disponía a advertirle que se detuviera cuando el danés salió y una voz desconocida -masculina, extranjera- gritó.

Thorvaldsen se quedó helado y lentamente levantó las manos.

– Uno de sus soldados -le susurró Ely quedamente a Stephanie-. Le ha dicho a Henrik que se detenga y levante las manos.

Thorvaldsen tenía la cabeza vuelta hacia el guardia, quien aparentemente estaba a su derecha, sin posibilidad de ver el interior de la habitación. Stephanie se había preguntado dónde estaban las tropas, y esperaba que hubieran sido evacuadas cuando las máquinas empezaron a patrullar.

Oyó más voces que gritaban.

– ¿Y ahora? -susurró.

– Quiere saber si está solo -dijo Ely.

Cassiopeia y Malone descendieron a toda velocidad por la ladera, todavía con las ropas mojadas. Él se abrochó la camisa mientras bajaban.

– Podrías haberme advertido de que las armas no servían -le dijo Cassiopeia.

– ¿Y cuándo se supone que podía decírtelo? -Saltó por encima de las rocas y siguió corriendo por la escarpada vertiente. Respiraba de forma acelerada. Ya no tenía treinta años, era cierto, pero sus huesos de cuarenta y ocho no habían perdido del todo la forma-. No quería que Viktor sospechara que sabíamos nada.

– Y no lo sabíamos. ¿Por qué dejaste tu arma?

– Debía jugar a su juego.

– Eres un bicho raro -espetó ella en el mismo momento en que alcanzaban terreno llano.

– Me lo tomaré como un cumplido, viniendo de alguien que se ha paseado por toda Venecia con un arco y unas flechas al hombro.

La casa se alzaba a un campo de fútbol de distancia. Malone no vio a nadie patrullando en el exterior, ni tampoco ningún movimiento en el interior, tras las ventanas.

– Hemos de comprobar una cosa.

Corrió hacia el helicóptero y saltó al compartimento trasero. Dio con el armero y encontró los AK-74, las municiones apiladas a un lado.

Los examinó.

– Todos de fogueo. -Habían insertado cuidadosamente clavijas en el cañón para acomodar los falsos proyectiles y permitir que los cartuchos fueran expulsados-. ¡Hay que ser un capullo concienzudo! Le voy a dar su merecido.

Encontró el arma que había traído desde Italia y comprobó el cargador. Cinco balas.

Cassiopeia cogió un rifle de asalto y le insertó un cargador.

– Nadie sabe que las balas son de fogueo. Por ahora bastará.

Él cogió uno de los AK-74.

– Estoy de acuerdo. Las apariencias engañan.

Zovastina y Viktor salieron del estanque. Malone y Vitt se habían ido.

Todas las armas estaban sobre la arena que cubría el suelo.

– Malone es un problema -afirmó ella.

– No hay por qué preocuparse -repuso Viktor-. Me encargaré de él.

Stephanie escuchaba cómo el soldado del vestíbulo seguía gritando órdenes a Thorvaldsen; la voz se oía cada vez más cerca de la entrada. El rostro de Lyndsey se contrajo por el pánico, y Ely le tapó la boca rápidamente con la mano y lo arrastró al otro lado de una cama con dosel, donde se escondieron.

Luego, con sorprendente calma, fijó su mirada en una figura de porcelana china que descansaba sobre el tocador. La agarró y se situó con sigilo detrás de la puerta.

Entre las bisagras pudo ver cómo el guardia entraba en el dormitorio. En cuanto apareció, lo golpeó en la nuca con la estatuilla. El tipo se tambaleó y Stephanie lo remató asestándole otro golpe; luego, cogió su rifle.

Thorvaldsen se acercó rápidamente y se apoderó de las armas que el soldado llevaba en el cinto.

– Estaba esperando que improvisaras.

– Y yo estaba esperando a que esos hombres se fueran.

Ely trajo a Lyndsey.

– Has hecho un buen trabajo con él -dijo Stephanie dirigiéndose a Ely.

– Estaba temblando como un flan.

Ella estudió el AK-74. Había aprendido bastante sobre pistolas, pero los rifles de asalto eran otra cosa. Nunca había disparado ninguno. Thorvaldsen pareció percibir sus dudas y le ofreció su arma.

– ¿Quieres que las intercambiemos?

Stephanie no la rechazó.

– ¿Puedes manejar uno de éstos?

– Tengo algo de experiencia.

Ella tomó nota mentalmente para inquirir posteriormente sobre ese punto. Se aproximó a la entrada y espió sigilosamente el vestíbulo. No se veía a nadie por ningún lado. Abrió la marcha y el grupo avanzó cautelosamente por el vestíbulo, hacia el descansillo del segundo piso, donde la escalera descendía hasta la entrada principal.

Otra de las máquinas rociadoras de fuego griego apareció tras ellos, corriendo de una habitación a otra. Su súbita aparición hizo que Stephanie se distrajera un momento y dejara de atender al frente.

Allí, el muro de la izquierda acababa y se convertía en una sólida balaustrada de piedra.

Un movimiento en la planta baja llamó su atención.

Dos soldados.

Al instante reaccionaron, empuñando sus armas y abriendo fuego.

Cassiopeia oyó el sonido de un arma automática que disparaba en el interior de la casa.

Su primer pensamiento fue para Ely.

– Recuerda que sólo tenemos cinco disparos -le advirtió Malone. Y ambos bajaron corriendo del helicóptero.

Zovastina y Viktor salieron de la grieta y estudiaron la escena que se desarrollaba unos metros más abajo. Malone y Vitt corrían desde el helicóptero, armados con sendos rifles de asalto.

– ¿Están cargados? -preguntó ella.

– No, ministra. Fogueo.

– Cosa que Malone, sin duda, sabe. Los llevan para intimidar.

El tiroteo en el interior de la casa la alarmó.

– Esas tortugas explotarán si las alcanzan los disparos -señaló Viktor.

Necesitaba a Lyndsey antes de que eso ocurriera.

– He escondido municiones para las pistolas y cargadores para los rifles a bordo -dijo él-. Sólo por si los necesitamos.

Ella admiró su capacidad de previsión.

– Buen trabajo. Tendré que recompensarte.

– Primero hemos de acabar con esto.

Zovastina le dio una palmadita en el hombro.

– Eso es lo que vamos a hacer.

NOVENTA

Las balas rebotaron en la barandilla de sólido mármol. Un espejo de pared se rompió en mil pedazos y cayó al suelo. Stephanie buscó un lugar en el que refugiarse, más allá de la balaustrada; los otros se acurrucaron tras ella.

Más balas pasaron silbando a su derecha, haciendo saltar el yeso de la pared.

Por suerte, el ángulo les proporcionaba cierta protección. Para poder disparar cómodamente, los soldados debían subir por la escalera, lo que le daba a ella una oportunidad.

Thorvaldsen se acercó.

– Déjame.

Stephanie retrocedió y el danés descargó una ráfaga de disparos con su AK-74 en dirección a la planta baja. El ataque produjo el resultado deseado. Todos los disparos que procedían de la planta inferior cesaron.

Un robot reapareció tras ellos procedente de otro de los dormitorios. Stephanie no prestó atención hasta que el constante zumbido de su motor eléctrico aumentó de volumen. Se volvió y observó que el artilugio se acercaba al punto en el que se hallaban Ely y Lyndsey.

– Detened esa cosa -murmuró en dirección a Ely.

Con el pie, él detuvo el avance de la máquina. Ésta percibió el obstáculo, vaciló y entonces roció con el líquido los pantalones de Ely. Stephanie vio cómo el joven hacía una mueca de desagrado a causa del olor, muy intenso incluso para ella, que estaba varios metros más allá.

El artilugio dio media vuelta y siguió avanzando en la dirección opuesta.

Entonces se oyeron más disparos procedentes del piso de abajo, que salpicaron de casquillos la segunda planta. No les quedaba otra opción más que retirarse haciendo uso de los pasadizos secretos, pero antes de que Stephanie pudiera dar la orden, enfrente, al otro lado de la balaustrada, uno de los soldados dobló la esquina.

Thorvaldsen también lo vio y, antes de que ella pudiera apuntarlo, le cortó el paso con una descarga de su AK-74.

Malone se acercó a la casa cautelosamente. Llevaba la pistola en una mano y el rifle de asalto colgado en el hombro contrario. Entraron por la terraza trasera, desde donde accedieron a un opulento salón.

Los recibió un aroma familiar.

Fuego griego.

Notó que Cassiopeia también reconocía el olor.

Más disparos.

Procedentes de algún lugar de la planta baja.

Malone se dirigió hacia allí.

Viktor corría tras Zovastina en su avance hacia la casa. Habían permanecido ocultos, observando cómo Malone y Vitt entraban en ella. En el interior se oían ráfagas de disparos.

– Hay nueve soldados ahí dentro -dijo la ministra-. Les ordené que no usaran sus armas. Hay seis robots en la casa, listos para incendiarse en cuanto pulse esto.

Le mostró uno de los controles remotos que él había usado tantas veces para detonar las tortugas. Viktor pensó en otro de los posibles peligros.

– Cualquier bala que impacte en una de esas máquinas la hará explotar, a pesar de este controlador.

Y entonces cayó en la cuenta de que ella no necesitaba ningún recordatorio, pero tampoco reaccionó con su arrogancia habitual.

– Pues tendremos que ser cuidadosos.

– No es por nosotros por quien estoy preocupado.

Cassiopeia estaba ansiosa. Ely se encontraba en algún lugar de esa casa, probablemente atrapado, rodeado por todas partes de fuego griego. Ella ya había presenciado su capacidad de destrucción.

La distribución de la casa era un problema: la planta baja se desplegaba como un laberinto. Oyó voces; justo enfrente, más allá de un vestíbulo decorado con pinturas con marcos dorados.

Malone abrió la marcha.

Admiraba su coraje. Para ser alguien que se había quejado todo el rato de no querer jugar a ese juego, era un jugador condenadamente bueno.

En otra habitación, de aire barroco, Malone se agachó tras una silla de respaldo alto y le hizo una señal para que avanzara hacia la izquierda. Más allá de un amplio corredor abovedado, a unos diez metros, vio sombras recortándose contra las paredes.

Oyó más voces en una lengua que no conocía.

– Necesito que algo los distraiga -le susurró Malone.

Lo comprendió al instante. Él tenía balas. Ella, no.

– Bueno, mientras no me dispares a mí… -le replicó Cassiopeia en voz baja mientras se situaba junto a la entrada.

Malone se ocultó rápidamente tras otra silla que le ofrecía una perspectiva mejor. Ella respiró hondo, contó hasta tres e intentó tranquilizarse. Eso era una locura, pero dispondría de un segundo o dos de ventaja. Preparó el rifle, dio media vuelta bruscamente y se plantó en el corredor. Con el dedo en el gatillo, descargó una ráfaga de fogueo. Dos soldados estaban al otro lado del vestíbulo, apuntando con sus armas hacia la barandilla del segundo piso, pero sus disparos produjeron el efecto deseado.

Se volvieron hacia ella con cara de sorpresa.

Cassiopeia dejó entonces de disparar y se arrojó al suelo.

Se oyeron dos nuevos estampidos. Malone había abatido a los dos hombres.

Stephanie oyó los disparos. Eso era algo nuevo. Henrik estaba parapetado a su lado, con el dedo en el gatillo de su rifle.

Dos soldados más aparecieron en la segunda planta, algo más allá de donde yacía muerto su colega.

Thorvaldsen les disparó inmediatamente.

Stephanie estaba empezando a formarse una nueva opinión acerca de ese danés. Sabía que era un intrigante, con una conciencia intermitente, pero también tenía los nervios de acero y estaba claramente preparado para hacer lo que tuviera que hacerse.

Los cuerpos de los soldados cayeron de espaldas mientras las balas los atravesaban.

Entonces vio los robots y oyó los tintineos al mismo tiempo.

Una de las máquinas había doblado la esquina, tras los soldados moribundos; las balas habían perforado su carcasa. El motor empezó a dar sacudidas y a producir un sonido entrecortado, como un animal herido. Su embudo se retrajo.

Luego, el aparato estalló en llamas.

NOVENTA Y UNO

Malone oyó los disparos en la planta superior y luego un zumbido, seguido por un intenso calor.

Comprendió al instante lo que había sucedido y salió corriendo de detrás de la silla, dirigiéndose precipitadamente hacia el pasillo abovedado en el mismo momento en que Cassiopeia se incorporaba.

Miró a su alrededor.

Las llamas descendían desde el segundo piso, rodeando la balaustrada de mármol y consumiendo las paredes. Los cristales de las altas ventanas exteriores se rompieron en mil pedazos a causa del violento asalto.

El suelo ardía.

Stephanie se protegió de las oleadas de calor que brotaron violentamente. En realidad, el robot no había explotado, más bien se había vaporizado en un destello que parecía casi atómico. Bajó el brazo y vio cómo el fuego se expandía en todas direcciones, como un tsunami: paredes, techo, incluso el suelo estaba ardiendo.

Quince metros más allá y aproximándose.

– Vamos -dijo ella.

Huyeron del torbellino de fuego que se aproximaba, corriendo tanto como les resultaba posible, pero las llamas ganaban terreno. Stephanie fue consciente del peligro. Ely había sido rociado con el líquido.

Echó la vista atrás.

Tres metros y acercándose.

La puerta de la habitación en la que habían desembocado al salir del pasaje secreto estaba abierta, justo delante. Lyndsey llegó el primero; Ely fue el siguiente.

Thorvaldsen y ella llegaron en el mismo momento en que el fuego estaba a punto de alcanzarlos.

– ¡Está ahí arriba! -gritó Cassiopeia al ver el segundo piso en llamas, y gimió-: Ely.

Malone le rodeó el cuello con los brazos y le tapó la boca.

– No estamos solos -le susurró al oído-. Piensa. Hay más soldados, y también Zovastina y Viktor. Están aquí, puedes estar segura.

La soltó.

– Voy a por él -insistió ella-. Esos guardias debían de estar disparándoles a ellos. ¿A quién, si no?

– No tenemos modo de saberlo.

– Pero ¿dónde están? -inquirió, mirando el fuego.

Malone le hizo una seña y ambos se retiraron al vestíbulo. Oyó cómo el mobiliario se rompía y más cristales estallando en el piso de arriba. Afortunadamente las llamas no habían descendido por la escalera, como había ocurrido en el Museo Grecorromano. Pero una de las tortugas, como si sintiera el calor, apareció de pronto en el vestíbulo, lo que era un problema.

Si había explotado una, las otras también podían hacerlo en cualquier momento.

Zovastina oyó que alguien llamaba a Ely, pero también había percibido el calor causado por la desintegración del robot y el aroma del fuego griego al arder.

– Idiotas -susurró a sus soldados, allí donde estuvieran.

– Ha sido Vitt quien ha gritado -dijo Viktor.

– Encuentra a nuestros hombres. Yo daré con ella y con Malone.

Stephanie vio la puerta oculta, aún abierta, y los condujo a su interior, cerrándola rápidamente tras de sí.

– Gracias a Dios -dijo Lyndsey.

No se había acumulado humo en el pasaje secreto, pero Stephanie oía el fuego abriéndose camino a través de los muros.

Se retiraron en dirección a la escalera y corrieron hacia el nivel inferior.

Buscó la primera salida disponible y vio una puerta abierta justo enfrente. Thorvaldsen también la vio y salieron al comedor de la mansión.

Malone no podía responder a la pregunta de Cassiopeia acerca de dónde estaban Stephanie, Henrik y Ely. Él también estaba preocupado.

– Es hora de que te retires -le dijo Cassiopeia.

La hosquedad de la que la joven había hecho gala en Copenhague había regresado. Malone pensó que una dosis de realismo podría ayudar.

– Sólo tenemos tres balas.

– No, realmente no.

Se deslizó tras él, recuperó los rifles de asalto de los dos guardias muertos y comprobó su munición.

– Cargados -dijo, y le pasó uno-. Gracias por traerme hasta aquí, Cotton, pero soy yo quien tiene que hacer esto. -Hizo una pausa-. Yo sola.

Malone comprendió que sería inútil discutir con ella.

– Seguro que hay otro modo de subir ahí arriba -dijo Cassiopeia-. Y lo encontraré.

Estaba a punto de resignarse a seguirla cuando un movimiento a su izquierda lo puso en alerta y se volvió, con el arma preparada.

De pronto, Viktor apareció en el umbral.

Malone disparó una ráfaga de su AK-74 e instantáneamente buscó refugio en el vestíbulo. No podía ver si había alcanzado al hombre, pero mirando a su alrededor sí tuvo una cosa clara.

Cassiopeia se había marchado.

Stephanie oyó disparos en algún lugar de la planta baja. El comedor se extendía ante ella, formando un elaborado rectángulo de imponentes paredes, con grandes ventanas y techo abovedado. Una larga mesa con una docena de sillas dispuestas a cada lado presidía la estancia.

– Hemos de salir de aquí -dijo Thorvaldsen.

Lyndsey echó a correr, pero Ely le cortó el paso y arrojó al científico sobre la mesa, derribando al tiempo algunas sillas.

– Le he dicho que íbamos al laboratorio.

– Váyase al infierno.

Unos diez metros más allá, Cassiopeia apareció en la entrada. Estaba empapada, parecía cansada y llevaba un rifle. Stephanie vio cómo su amiga divisaba a Ely. Había corrido un gran riesgo al volar con Zovastina desde Venecia, pero su apuesta acababa de ser recompensada en ese mismo momento.

Ely también la vio y soltó a Lyndsey.

Pero detrás de ella apareció de pronto Irina Zovastina, quien apoyó el cañón de su arma contra la espalda de Cassiopeia.

Ely quedó paralizado.

Las ropas y el cabello de la ministra también estaban mojados. Por un momento, Stephanie pensó en desafiarla, pero esa idea se desvaneció cuando Viktor y tres soldados aparecieron y los encañonaron con sus fusiles.

– Bajen las armas -ordenó Zovastina-. Lentamente.

Stephanie fijó su mirada en Cassiopeia y negó con la cabeza, indicándole que no podía ganar esa batalla. Thorvaldsen fue el primero en seguir las instrucciones y dejó su arma sobre la mesa. Ella decidió hacer lo mismo.

– Lyndsey -dijo Zovastina-, es el momento de que vengas conmigo.

– De ninguna manera. -El hombre empezó a retroceder hacia donde se encontraba Stephanie-. No iré a ninguna parte con usted.

– No tenemos tiempo para esto -replicó Zovastina, e hizo una seña a uno de sus soldados, que corrió hacia Lyndsey, quien se estaba retirando en dirección a la entrada secreta, aún abierta.

Ely se movió como si se dispusiera a agarrar al científico, pero cuando el soldado llegó, empujó a Lyndsey hacia él y se deslizó por el pasadizo, cerrando la puerta tras de sí.

Stephanie oyó el sonido de las armas preparándose para disparar.

– ¡No! -gritó Zovastina-. Dejad que se vaya. No lo necesito. Además, este lugar arderá hasta los cimientos.

Malone recorrió el laberinto de habitaciones, una tras otra. Cada corredor daba paso a otra habitación, y luego a otro corredor. No veía a nadie, pero el olor a quemado seguía llegándole desde las dependencias superiores. Casi todo el humo parecía provenir del tercer piso, pero el aire no tardaría mucho en ser irrespirable.

Tenía que encontrar a Cassiopeia.

¿Adonde había ido?

Cruzó una puerta que daba a lo que parecía ser un descomunal almacén. Miró al interior y percibió algo extraño. Parte del revestimiento inacabado de madera revelaba un pasaje secreto. Más allá, una hilera de bombillas arrojaban unos débiles rayos de luz mortecina.

Oyó pasos en el interior.

Asió el rifle y se apoyó junto a la maloliente pared, fuera del almacén.

Los acelerados pasos se acercaban.

Se preparó.

Alguien salió de la habitación.

Con una mano empujó al hombre contra la pared, apoyando el arma, con el dedo en el gatillo, contra su mandíbula. Unos fieros ojos azules lo contemplaron desde un rostro joven, apuesto, intrépido.

– ¿Quién eres tú? -preguntó.

– Ely Lund.

NOVENTA Y DOS

Zovastina estaba complacida. Tenía a Lyndsey bajo control, todos los datos de Vincenti, la tumba de Alejandro, la medicina y, ahora, también a Thorvaldsen, Cassiopeia Vitt y Stephanie Nelle. Sólo le faltaban Cotton Malone y Ely Lund, y ninguno de ellos tenía demasiada importancia.

Se encontraban en el exterior de la casa, de camino al helicóptero; dos de los soldados que aún seguían con vida custodiaban a los prisioneros a punta de pistola. Viktor y otros dos soldados habían ido a recuperar los ordenadores de Vincenti y dos de los robots que no se habían usado en la mansión.

Zovastina necesitaba volver a Samarcanda y supervisar personalmente la ofensiva militar encubierta que pronto daría comienzo. Su tarea allí había finalizado con un rotundo éxito. Durante mucho tiempo había albergado la esperanza de que, si la tumba de Alejandro se encontraba en algún lugar, fuera bajo su jurisdicción. Y, gracias a los dioses, así era.

Viktor se aproximó, cargando con los ordenadores.

– Subidlos al helicóptero -dijo ella.

Miró cómo los depositaban en el compartimento de carga, junto con los dos robots, dos maravillas de la ingeniería asiática desarrolladas por sus científicos. Esas bombas programables funcionaban casi a la perfección, distribuyendo el fuego griego con una precisión increíble y, luego, estallando con una simple pulsación. Pero también eran sumamente caros, así que era cuidadosa con sus intervenciones, y se alegraba de haber podido recuperar esos dos para volver a utilizarlos en cualquier otro lugar.

Entregó a Viktor el control remoto de las tortugas, que ya estaban dentro del helicóptero.

– Encargaos de la casa tan pronto como yo me haya ido. -Los pisos superiores estaban ardiendo; sólo sería cuestión de minutos que la mansión entera se convirtiera en un infierno-. Y matadlos a todos.

Él asintió, acatando sus órdenes.

– Pero antes de irme hay una deuda que debo saldar.

Zovastina le entregó a Viktor su arma, avanzó hacia Cassiopeia Vitt y le dijo:

– Me hiciste una oferta allí arriba, en los estanques, sobre la oportunidad de tomarme la revancha.

– Me encantaría.

La ministra sonrió.

– Lo suponía.

– ¿Dónde están los demás? -le preguntó Malone a Ely mientras bajaba el rifle.

– Los tiene Zovastina.

– ¿Y tú?

– Me escapé -vaciló Ely-. Hay algo que debo hacer.

Malone esperaba que le diera una explicación convincente.

– El remedio para el sida está en esta casa. He de conseguirlo.

No estaba mal. Entendía la urgencia de ese cometido, tanto para Ely como para Cassiopeia. Por su lado pasó uno de los artilugios, hacia la intersección de los dos corredores. Estaba perdiendo el tiempo dentro de la casa, pero tenía que saberlo.

– ¿Adónde han ido los demás?

– No lo sé. Estaban todos en el comedor. Zovastina y sus hombres los retenían. He conseguido entrar en el pasadizo antes de que pudieran seguirme.

– ¿Dónde está esa cura?

– En un laboratorio, en el sótano. Hay una entrada en la biblioteca, donde estuvimos primero.

Ely no podía disimular la excitación en su voz.

Seguramente era una locura, pero ¿qué demonios? Parecía ser la historia de su vida.

– Llévame hasta allí.

Cassiopeia daba vueltas alrededor de Zovastina. Stephanie, Henrik y Lyndsey permanecían de pie, encañonados, a un lado. Aparentemente, la ministra quería un espectáculo, una exhibición de su valor ante sus hombres. Bien, pues le concedería una buena pelea.

Zovastina atacó primero, rodeando el cuello de Cassiopeia con los brazos y haciendo que se inclinara hacia delante. Era fuerte, más de lo que esperaba. La mujer se dejó caer hábilmente y arrastró a Cassiopeia consigo, levantándola por los aires.

El golpe fue duro.

Combatiendo el dolor, se incorporó y plantó su pie izquierdo en el pecho de Zovastina, lo que hizo tambalear a la ministra. Cassiopeia usó ese momento para sacudirse el dolor que atenazaba sus miembros y luego arremetió contra ella.

Su hombro chocó contra unos muslos fuertes como una roca, y ambas mujeres cayeron al suelo.

Malone entró en la biblioteca. No había visto a ningún soldado durante su cauteloso recorrido de la planta baja. Cada momento que pasaba había más humo, y el calor era más intenso. Ely corrió hacia un cadáver que yacía en el suelo.

– Zovastina le disparó. Es uno de los hombres de Vincenti -dijo cuando encontró el mando plateado-. Lo usó para abrir el panel.

Ely pulsó uno de los botones.

El gabinete de estilo oriental giró ciento ochenta grados.

– Este sitio es como un parque de atracciones -comentó Malone, y siguió a Ely por el oscuro pasillo.

La sangre de Zovastina ardía inflamada por la ira. Estaba acostumbrada a ganar: en el buzkashi, en la política, en la vida. Había retado a Vitt porque quería que supiera quién era la mejor. También quería que sus hombres vieran que su líder no le tenía miedo a nadie. Ciertamente, sólo había unos pocos, pero los relatos de unos pocos han sido siempre el origen de las leyendas.

Ahora todo aquello era suyo. La casa de Vincenti sería destruida y en su lugar se erigiría un monumento en honor al conquistador que había elegido ese sitio como su lugar de descanso final. Él era griego de nacimiento, pero asiático de corazón, y en definitiva eso era lo que importaba.

Se dio impulso con las piernas y una vez más consiguió zafarse del ataque de Vitt, pero la mantuvo salvajemente asida por el brazo, lo que usó para hacer que se incorporara violentamente.

Clavó su rodilla en la barbilla de Cassiopeia, un golpe que produciría intensas descargas de dolor en su cerebro. Casi podía sentirlo ella misma. Luego le asestó un fuerte puñetazo en la cara. ¿Cuántas veces había atacado a otro chapandaz en el campo de juego? ¿Cuánto tiempo había sostenido un pesado boz? Sus fuertes brazos y sus manos estaban acostumbrados al dolor.

Vitt cayó de rodillas, aturdida.

¿Cómo osaba esa insignificante mujer considerarse su igual? Estaba vencida, eso parecía claro. Ya no quedaba en ella ningún atisbo de volver a la lucha. Así que Zovastina colocó suavemente el tacón de su bota contra la frente de Vitt y de un empujón arrojó bruscamente a su oponente al suelo.

Cassiopeia no se movió.

La ministra, furiosa y jadeante, se irguió y se limpió el polvo que cubría su rostro. Luego dio media vuelta, satisfecha por la pelea. Sus ojos no transmitían ironía, buen humor ni tampoco simpatía. Viktor expresó su aprobación. Los soldados la contemplaron con admiración.

Era agradable ser una luchadora.

Malone entró en el laboratorio subterráneo. Estaban al menos a nueve metros bajo el suelo, rodeados de roca, la casa ardiendo por encima de ellos. El aire hedía a fuego griego y había percibido una pestilencia similar en la escalera que bajaba al sótano.

Por lo visto, allí se desarrollaba algún tipo de investigación biológica, ya que había varios contenedores sellados y un refrigerador con una señal brillante que advertía del riesgo biológico. Tanto él como Ely dudaron en el umbral, ambos renuentes a aventurarse más lejos. Su sentimiento se vio acentuado por las manchas de líquido que se veían sobre las mesas. Malone las había visto antes, en el Museo Grecorromano, aquella primera noche.

Dos cuerpos yacían en el suelo. Uno, el de una mujer demacrada, vestida con un albornoz; el otro, el de un hombre enorme, que llevaba un traje oscuro. A ambos les habían disparado.

– Según dijo Lyndsey -apuntó Ely-, Vincenti tenía el pendrive en la mano cuando Zovastina lo mató.

Tenían que acabar con eso, así que se acercaron con cuidado a las mesas y contemplaron el cadáver. Ciento treinta kilos por lo menos. El cuerpo yacía de costado, con un brazo extendido, como si hubiera intentado levantarse. Cuatro orificios de bala en el pecho. Una de sus manos estaba abierta cerca de la pata de la mesa; la otra, cerrada. Ely usó el cañón del rifle para presionarla y lograr que se abriera.

– Aquí está -dijo, ansioso al arrodillarse y coger el dispositivo.

A Malone, el joven le recordaba a Cal Thorvaldsen, aunque sólo se habían encontrado una vez, en México, D.F., cuando su vida se cruzó por primera vez con la de Henrik Thorvaldsen. Era fácil ver por qué Thorvaldsen se sentía vinculado a Ely.

– Este lugar está a punto de arder -dijo.

Ely se levantó.

– Me equivoqué totalmente al confiar en Zovastina. Pero ella era tan entusiasta… Realmente parecía apreciar el estudio del pasado.

– Y así es… Para ver qué puede aprender de él.

Ely sacudió sus ropas.

– Estoy cubierto de esa sustancia.

– Ya has estado aquí; ya has hecho lo que querías.

– Zovastina es una lunática, una asesina.

Malone estaba de acuerdo.

– Ya que tenemos lo que hemos venido a buscar, ¿qué te parece si tú y yo no nos convertimos en otra de sus víctimas? -Hizo una pausa-. Además, Cassiopeia me pateará el culo si te ocurre algo.

NOVENTA Y TRES

Zovastina subió al helicóptero. Lyndsey ya estaba dentro, esposado al mamparo.

– Ministra, no seré un problema, se lo juro. Haré todo lo que necesite. Se lo aseguro. No es necesario que me convierta en su prisionero, por favor…

– Si no te callas -repuso ella con calma-, te pego un tiro ahora mismo.

El científico pareció comprender que ésa era la mejor opción, así que guardó silencio.

– No vuelvas a abrir la boca.

Zovastina inspeccionó el espacioso compartimento, que en circunstancias normales podía contener una docena de hombres armados. Los dos ordenadores de Vincenti y los dos robots habían sido atados fuertemente. Cassiopeia Vitt todavía yacía inmóvil en el suelo y los prisioneros estaban custodiados por cuatro soldados.

Viktor estaba de pie, junto al aparato, en el exterior.

– Buen trabajo -le dijo ella-. Una vez que me haya ido, haz estallar la casa y mata a esta gente. Confío en ti para que este lugar esté seguro. Enviaré más hombres en cuanto haya regresado a Samarcanda. Este lugar es ahora propiedad de la Federación.

Contempló la mansión, con sus pisos superiores en llamas. Pronto quedaría reducida a cenizas. Ya había imaginado el palacio de estilo asiático que construiría allí. Si revelaba al mundo la localización de la tumba de Alejandro Magno, tendría que mostrarla. Debía considerar todas las posibilidades, y ya que sólo ella controlaba ese lugar, la decisión sería suya y de nadie más.

Dirigió la mirada hacia Viktor, observó intensamente los ojos del hombre y dijo:

– Gracias, amigo mío. -Percibió la sorpresa que momentáneamente asomó en su rostro al oír las palabras de agradecimiento-.

Nunca te lo había dicho antes. Simplemente espero que hagas tu trabajo. Pero aquí lo has hecho excepcionalmente bien.

Lanzó una última mirada a Cassiopeia Vitt, Stephanie Nelle y Henrik Thorvaldsen. Problemas que pronto formarían parte del pasado. Cotton Malone y Ely Lund estaban aún en la casa. Si no estaban muertos, lo estarían al cabo de unos minutos.

– Te veré en el palacio -le dijo a Viktor mientras la puerta del compartimento se cerraba.

Viktor oyó cómo la turbina se ponía en marcha y vio cómo las aspas del helicóptero empezaban a girar. El motor alcanzó su máxima potencia. Una nube de polvo se levantó en el suelo seco y el helicóptero se elevó hacia el cielo del atardecer.

Rápidamente se dirigió hacia sus hombres y ordenó a dos de ellos que se encaminaran a la entrada principal de la finca y al control de acceso. A los otros les dijo que vigilaran a Nelle y a Thorvaldsen.

Luego se acercó a Cassiopeia. La joven tenía el rostro magullado, cubierto de suciedad y sudor, y sangraba por la nariz.

Pero de pronto ella abrió los ojos y lo agarró del brazo.

– ¿Has venido a acabar el trabajo? -le preguntó.

Él llevaba una pistola en la mano derecha; con la otra sostenía el control remoto de las tortugas. Tranquilamente, dejó el dispositivo en el suelo, junto a ella.

– Exacto.

El helicóptero que llevaba a Zovastina se elevaba por encima de sus cabezas, rumbo al este, en dirección a la mansión y al valle que estaba más allá de ella.

– Mientras vosotras dos peleabais -le dijo a Vitt-, he activado las tortugas que había en el helicóptero. Están programadas para explotar al mismo tiempo que las del interior de la casa. -Señaló el dispositivo-. Simplemente pulsando este control remoto.

Ella lo agarró.

Pero él rápidamente le puso la pistola en la cabeza.

– Cuidado.

Cassiopeia miró con fijeza a Viktor, que tenía un dedo en el control remoto. ¿Podría pulsar el botón antes de que ella disparara? ¿Acaso él se estaría preguntando lo mismo?

– Debes elegir -dijo él-. Tu Ely y Malone quizá estén todavía en la casa. Matar a Zovastina también puede matarlos a ellos.

Cassiopeia debía confiar en que Malone tuviera la situación bajo control. Pero también pensó en algo más.

– ¿Cuándo puede saber uno cuándo confiar en ti? -replicó-. Has jugado en los dos bandos.

– Mi trabajo es acabar con esto. Y en ello estamos.

– Matar a Zovastina tal vez no sea la solución.

– Es la única solución. Nada la detendrá.

Ella consideró su afirmación. Tenía razón.

– Lo iba a hacer yo mismo -dijo Viktor-, pero pensé que te gustaría hacer los honores.

– El arma con la que me apuntas…, ¿es por guardar las apariencias? -preguntó ella en voz baja.

– Así los guardias no pueden ver tu mano.

– ¿Cómo sé que cuando haga eso no me vas a disparar en la cabeza?

Él le respondió con sinceridad:

– No lo sabes.

El helicóptero estaba más allá de la casa, por encima de un prado cubierto de hierba, a unos trescientos metros de altura.

– Si esperas mucho más -dijo él-, la señal no llegará.

Ella se encogió de hombros.

– Nunca he pensado que llegaría a vieja -señaló.

Y pulsó el botón.

A unos nueve metros de distancia, Stephanie veía a Viktor que apuntaba a Cassiopeia con la pistola. Lo había visto depositar algo en el suelo, pero su amiga miraba hacia otro lado y era imposible saber lo que estaba pasando entre ellos.

De pronto, el helicóptero se convirtió en una bola de fuego.

No hubo ninguna explosión. Sólo una luz brillante que se expandió hacia todos lados, como una supernova. El combustible, inflamable, se unió rápidamente a la mezcolanza en una oleada de destrucción que atronó en el valle. Los restos ardientes del aparato salieron despedidos y cayeron en una violenta cascada. En ese mismo instante, las ventanas de la planta baja de la mansión estallaron y por sus marcos salieron las llamas de un violento incendio.

Cassiopeia se levantó, ayudada por Viktor.

– Parece que está de nuestro lado -dijo Thorvaldsen al percatarse del gesto.

Viktor hizo una señal a dos de los guardias y les gritó unas órdenes en lo que él creía que era ruso.

Los hombres se alejaron corriendo.

Cassiopeia se dirigió velozmente hacia la casa.

Los demás la siguieron.

Malone llegó a la parte superior de la escalera, detrás de Ely, y ambos volvieron a entrar en la biblioteca. Oía un ruido sordo procedente de algún punto del interior de la casa, y de inmediato percibió un cambio en la temperatura.

– Han activado esas cosas.

Del otro lado de la biblioteca, el fuego se avivó. Más sonidos. Más cerca. Y mucho calor. Cada vez más. Malone abrió la puerta y miró a ambos lados. No se podía pasar por el corredor, sus dos extremos estaban siendo consumidos por las llamas, que avanzaban en su dirección. Recordó lo que Ely le había dicho: «Estoy cubierto de esa sustancia.» Se volvió y estudió los imponentes ventanales. Quizá tres por dos metros. Más allá, en el valle, vio algo que ardía en la distancia. Apenas tenían unos segundos antes de que el fuego llegara hasta ellos.

– Échame una mano -pidió Ely.

Malone vio que guardaba el pendrive en su bolsillo y agarraba el extremo de un pequeño sofá. Él lo cogió por el otro lado, y entre los dos lo arrojaron por la ventana. El cristal se rompió cuando el sofá salió impulsado al exterior, abriendo un agujero, pero todavía quedaban muchos cristales y no podían saltar.

– Usemos las sillas -gritó.

El fuego asomó en la entrada e inició el asalto de las paredes de la biblioteca. Los libros y las estanterías empezaron a arder. Malone agarró una silla, con la que golpeó las astillas de la ventana, y Ely hizo lo propio.

El suelo empezó a arder.

Todo lo que había sido impregnado con fuego griego también prendió.

No podían esperar más.

Y saltaron por la ventana.

Cassiopeia oyó un estrépito de cristales que se rompían al acercarse, junto a Viktor, Thorvaldsen y Stephanie a la casa en llamas. De repente vio que un sofá salía despedido de su interior y se estrellaba contra el suelo. Había tenido que tomar una decisión al matar a Zovastina, con Malone y Ely aún dentro de la mansión, pero como diría Malone, «para bien o para mal, hay que hacer algo».

Luego, una silla salió volando por la ventana.

Y entonces Malone y Ely saltaron, mientras que la habitación de la que salían se teñía de un intenso color naranja.

La salida de Malone no fue tan grácil como la de Copenhague. Cayó de mala manera y su hombro derecho se golpeó contra el suelo. Ely también se golpeó fuertemente y rodó por el suelo, protegiéndose la cabeza con los brazos.

Cassiopeia corrió hacia ellos. Ely la miró. Ella sonrió y dijo:

– ¿Te has divertido?

– ¿Y tú? ¿Qué te ha pasado en la cara?

– Dejé que esa bruja me pegara. Pero yo me he reído la última.

Lo ayudó a incorporarse y se abrazaron.

– Apestas -murmuró ella.

– Fuego griego. La fragancia de moda.

– ¿Y yo? -gruñó Malone mientras se levantaba y se limpiaba-. ¿No me preguntas si estoy bien y me dices que te alegras de ver que no me he convertido en un pollo asado?

Cassiopeia meneó la cabeza y también lo abrazó.

– ¿Cuántos autobuses te han pasado por encima? -preguntó Malone al ver su cara.

– Sólo uno.

– ¿Os conocéis? -preguntó Ely.

– De vista.

Ella vio que la expresión en el rostro de Malone cambiaba al ver a Viktor

– ¿Qué está haciendo él aquí?

– Lo creas o no -dijo ella-, está de nuestro lado… O, al menos, eso creo.

Stephanie señaló el fuego que se divisaba en la distancia y a los hombres que corrían hacia él.

– Zovastina está muerta -anunció.

– Qué tragedia -comentó Viktor-. Un terrible accidente de helicóptero del que han sido testigos cuatro miembros de la milicia. Tendrá un glorioso funeral.

– Y Daniels se asegurará de que el próximo ministro de la Federación de Asia Central sea más amigable -añadió Stephanie.

Cassiopeia divisó entonces unos puntos en el cielo, cada vez mayores, que se aproximaban por el este.

– Tenemos compañía.

Vieron cómo la flota se acercaba.

– Son nuestros -dijo Malone-. Apache AH64 y un Blackhawk.

Los aviones de combate norteamericanos aterrizaron. Se abrió la puerta de uno de los Apache y Malone reconoció un rostro familiar.

Edwin Davis.

– Tropas de Afganistán -explicó Viktor-. Davis me dijo que estarían cerca, vigilando, listos para venir cuando los necesitáramos.

– Tal vez matar a Zovastina de ese modo no haya sido muy inteligente -señaló Stephanie.

Cassiopeia percibió el tono de resignación en la voz de su amiga.

– ¿Y eso por qué? -quiso saber.

Thorvaldsen se le adelantó.

– Los ordenadores de Vincenti y Lyndsey estaban en ese helicóptero. Tú no lo sabías, pero Vincenti encontró la cura para el sida. Él y Lyndsey la desarrollaron, y todos los datos estaban en esos ordenadores. Vincenti tenía un pendrive cuando murió, pero, por desgracia -el danés señaló la casa que ardía-, se habrá perdido.

Cassiopeia captó una traviesa mirada en el sucio rostro de Malone. También vio que Ely sonreía. Ambos estaban exhaustos, pero su sentimiento de triunfo parecía contagioso.

Ely se metió la mano en el bolsillo y luego les mostró la palma de su mano.

Un pendrive.

– ¿Qué es eso? -preguntó ella, esperanzada.

– La vida.

NOVENTA Y CUATRO

Malone admiró la tumba de Alejandro Magno. Después de la llegada de Edwin Davis, un escuadrón de las fuerzas especiales había tomado el control de la finca, desarmando a los soldados que quedaban sin tener que luchar. El presidente Daniels había autorizado la incursión, después de que Davis le hubo dicho que dudaba mucho que hubiera ninguna clase de resistencia por parte de la Federación.

Zovastina estaba muerta. Empezaba una nueva era.

Una vez que la finca estuvo controlada, mientras la oscuridad empezaba a cernerse sobre las montañas, subieron a los estanques y se sumergieron en el de aguas ambarinas. Incluso Thorvaldsen, quien deseaba ver la tumba desesperadamente. Malone lo había ayudado en el túnel, y el danés, a pesar de su edad y su deformidad, se había revelado como un excelente nadador.

Habían cogido más linternas y focos de los Apache, y ahora la tumba resplandecía con las luces eléctricas. Malone contempló maravillado un muro cubierto de azulejos, cuyos tonos de color azul, amarillo, naranja y negro aún vibraban después de dos milenios.

Ely estaba examinando unos motivos que representaban a tres leones, trazados con gran habilidad sobre las coloridas baldosas.

– Algo parecido a esto aparece en los cortejos de la antigua Babilonia. Conservamos algunos restos. Pero he aquí uno totalmente intacto.

Edwin Davis los había acompañado; también quería ver lo que Zovastina había ocultado. Malone se sintió mejor sabiendo que el otro lado de los estanques estaba custodiado por un sargento del equipo de operaciones especiales y por tres soldados de las fuerzas aéreas armados con carabinas M4. Stephanie y él le habían hecho a Davis un resumen de lo ocurrido, y estaba empezando a cogerle simpatía al asesor de Seguridad Nacional, especialmente después de haberse anticipado a su necesidad de apoyo.

Ely estaba de pie junto a los sarcófagos. En el lateral de uno de ellos se leía una sola palabra: Más letras adornaban el otro lado:

– Éste es Alejandro -dijo Ely-. La inscripción más larga pertenece a la Ilíada : «Que fuera siempre el mejor y que sobresaliera por encima de los demás.» La expresión homérica del ideal del héroe. Alejandro debió de vivir así. Zovastina también adoraba esa cita. La mencionaba muchas veces. La gente que lo enterró aquí escogió bien su epitafio.

Ely señaló el otro sarcófago, con una inscripción más simple:

– «Hefestión, amigo de Alejandro.» La palabra «amante» no hacía justicia a su relación. Ser llamado amigo era el elogio supremo para un griego, reservado únicamente para los más amados.

Malone se percató de que alguien había limpiado la pátina de polvo que cubría la imagen de un caballo en la tumba de Alejandro.

– Lo hizo Zovastina, cuando estuvimos aquí -dijo-. Estaba hipnotizada por esa imagen.

– Es Bucéfalo -señaló Ely-. Tiene que serlo. El caballo de Alejandro. Él veneraba a ese animal. El caballo murió durante la campaña asiática y lo enterraron en algún lugar de las montañas, no muy lejos de aquí.

– Zovastina también llamó así a su caballo favorito -añadió Viktor.

Malone examinó la cámara. Ely señaló unos cálices, unos frascos de plata para contener perfumes, un cuerno con forma de cabeza de carnero, incluso unas espinilleras de bronce y cuero que una vez protegieron las piernas de un guerrero.

– Es asombroso -comentó Stephanie.

Él estaba de acuerdo.

Cassiopeia se encontraba junto a uno de los sarcófagos, cuya tapa estaba abierta.

– Zovastina echó un vistazo -dijo Viktor.

Dirigieron sus linternas al interior, iluminando el cuerpo momificado.

– Es raro que no lo cubrieran con cartonajes -dijo Ely-. Aunque quizá no conocían la técnica o no tuvieron tiempo de hacerlo.

El cuerpo estaba cubierto, desde el cuello hasta los pies, por láminas de oro del tamaño de una hoja de papel; algunas estaban desparramadas en el interior del féretro. El brazo derecho estaba doblado a la altura del codo y situado sobre el abdomen. El izquierdo permanecía rígido; el antebrazo se había desgajado. La mayor parte del cuerpo se hallaba firmemente ceñida por vendajes, y sobre el pecho, parcialmente expuesto, yacían tres discos de oro.

– La estrella macedonia -señaló Ely-. La insignia de Alejandro. Son impresionantes, unas piezas muy hermosas.

– ¿Cómo consiguieron traer todo esto hasta aquí? -preguntó Stephanie-. Estos sarcófagos son grandes.

Ely señaló la habitación.

– Hace dos mil trescientos años la topografía seguramente era diferente. Apuesto a que existía otro modo de entrar. Quizá los estanques no tenían el mismo nivel, el túnel era más accesible y no estaba sumergido. ¿Quién sabe?

– Pero las letras del estanque… -dijo Malone-, ¿cómo llegaron hasta ahí? Seguramente las personas que eligieron la tumba no las hicieron. Son como dos luces de neón.

– Mi teoría es que fue Ptolomeo. Parte de su enigma. Dos letras griegas en el fondo de dos oscuros estanques. Su manera, supongo, de señalar el lugar.

Una máscara de oro cubría el rostro de Alejandro. Nadie la había tocado.

– ¿Por qué no lo haces tú, Ely? -sugirió Malone-. Vamos a ver qué aspecto tiene el rey del mundo.

Percibió la emoción en los ojos del joven. Durante años había estudiado a Alejandro Magno y había aprendido todo cuanto había podido a partir de la escasa información que había sobrevivido. Ahora sería el primero que lo tocaría, el primero en más de dos mil años.

Ely retiró la máscara lentamente.

La piel que aún quedaba tenía un tono negruzco; el resto era hueso, descarnado, desnudo. La muerte parecía haber respetado el semblante de Alejandro; sus ojos transmitían una extraña expresión de curiosidad. Sus labios estaban abiertos, como si se dispusiera a gritar. El tiempo lo había congelado lodo. La cabeza carecía de cabello; el cerebro, que había desempeñado un papel primordial en los éxitos de Alejandro, ya no estaba allí.

Todos lo contemplaron en silencio.

Finalmente, Cassiopeia iluminó con su linterna el resto de la habitación; el haz de luz barrió una figura ecuestre, apenas vestida con una larga capa que colgaba por encima de uno de sus hombros, y luego se detuvo sobre un impresionante busto de bronce. El poderoso rostro oblongo mostraba confianza, y sus ojos entreabiertos, que expresaban firmeza, contemplaban la distancia. El cabello le caía por la frente, al estilo clásico, dispuesto en bucles irregulares. El cuello se erguía recto, largo; la figura tenía el porte y el aspecto de un hombre que, definitivamente, había controlado su mundo.

Alejandro Magno.

¡Qué enorme contraste con el rostro tocado por la muerte que yacía en el sarcófago!

– En todos los bustos de Alejandro que he visto -dijo Ely-, su nariz, sus labios, su frente y su cabello habían sido restaurados; pocos sobrevivieron al paso de los siglos. Pero aquí tenemos una imagen de su tiempo, en perfecto estado.

– Y aquí lo tenemos a él -declaró Malone-, en carne y hueso.

Cassiopeia se acercó al sarcófago adyacente y, con esfuerzo, abrió la tapa lo suficiente como para atisbar en su interior. Otra momia, que no estaba completamente cubierta de oro pero que también llevaba máscara, yacía en condiciones similares.

– Alejandro y Hefestión -dijo Thorvaldsen-. Han reposado aquí durante siglos.

– ¿Se quedarán aquí? -preguntó Malone.

Ely se encogió de hombros.

– Es un hallazgo arqueológico muy importante. Sería una tragedia no aprender de él.

Malone se dio cuenta de que Viktor había fijado su atención en un cofre de oro situado cerca de la pared. La roca situada encima había sido trabajada con una serie de complejos grabados que mostraban batallas, carros, caballos y hombres con espadas. Sobre el cofre había grabada una estrella macedonia. En la banda que envolvía el cofre se veían unas rosetas similares. Viktor lo asió por ambos lados y, antes de que Ely pudiera detenerlo, lo abrió.

Edwin Davis enfocó el interior con la linterna.

Una tiara de oro, con hojas de roble y bellotas, rica en detalles.

– Una corona real -dijo Ely.

Viktor sonrió satisfecho.

– Esto es lo que Zovastina hubiera deseado como corona. La habría utilizado para hacerse más fuerte.

Malone se encogió de hombros.

– Es una lástima que su helicóptero se estrellara.

Permanecieron allí, de pie, en medio de la cámara, con las ropas aún chorreando pero aliviados porque todo había acabado. El resto tenía relación con la política, y eso ya no concernía a Malone.

– Viktor -dijo Stephanie-, si alguna vez te cansas de trabajar por libre y quieres un trabajo estable, házmelo saber.

– Tendré en cuenta tu oferta.

– Dejaste que te ganara, ¿verdad? Antes, cuando estuvimos aquí -dijo Malone.

Viktor asintió.

– Pensé que era mejor dejaros marchar, así que te di esa oportunidad. No soy tan fácil, Malone.

Él sonrió.

– Lo tendré en cuenta. -Luego señaló los sarcófagos-. ¿Y qué pasa con esto?

– Han estado aquí, esperando, durante mucho tiempo -repuso Ely-. Pueden descansar un poco más. Ahora mismo hay otra cosa que hemos de hacer.

Cassiopeia fue la última en emerger de las turbias aguas del estanque, de vuelta en la primera cámara.

– Lyndsey dijo que las bacterias se encontraban en el estanque verde, que podíamos beber el agua -señaló Ely-. Son inocuas para nosotros, pero destruyen el virus.

– No sabemos si nada de eso es cierto -recordó Stephanie.

Ely parecía convencido.

– Lo es. El pescuezo de ese hombre estaba en juego. Usó esa información para salvar su vida.

– Tenemos los datos -dijo Thorvaldsen-. Puedo conseguir a los mejores científicos del mundo para que nos den una respuesta inmediatamente.

Ely negó con la cabeza.

– Alejandro Magno no tenía científicos. Confió en lo que le ofrecía su mundo.

Cassiopeia admiraba su coraje. Ella se había contagiado del virus hacía más de diez años, y siempre se preguntaba si la enfermedad finalmente se manifestaría. Como si albergara una bomba de relojería en su interior, esperando el día en que su sistema inmunológico se colapsara y su vida cambiara. Sabía que Ely había sufrido la misma ansiedad, que se había aferrado a cualquier esperanza. Pero ellos eran afortunados: podían costearse las medicinas que mantenían el virus a raya, millones de personas no podían.

Contempló el estanque ambarino y la letra griega Z que yacía en el fondo. Recordó lo que había leído en uno de los manuscritos: «Eumenes reveló el lugar de descanso, que se hallaba muy lejos, en las montañas, donde los escitas le mostraron a Alejandro la vida.» Se acercó al estanque verde y volvió a contemplar la H del fondo.

Vida.

Una promesa adorable.

Ely la cogió de la mano.

– ¿Lista?

Ella asintió.

Se arrodillaron y bebieron.

NOVENTA Y CINCO

Copenhague

Sábado, 6 de junio

19.45 horas

Malone disfrutaba de una crema de tomate en la segunda planta del café Norden. Definitivamente, era la mejor que jamás había probado. Thorvaldsen estaba sentado al otro lado de la mesa. Las ventanas de la segunda planta estaban abiertas y dejaban entrar una agradable brisa, propia de finales de la primavera. El clima de Copenhague en esa época del año era casi perfecto, otra de las muchas razones por las que disfrutaba viviendo allí.

– Hoy he tenido noticias de Ely -dijo Thorvaldsen.

Sentía curiosidad por saber qué estaba ocurriendo en Asia Central. Hacía seis semanas que habían vuelto a casa, y desde entonces había estado ocupado vendiendo libros. Eso era lo bueno de ser un agente sobre el terreno. Hacías tu trabajo y te ibas. Nada de análisis posteriores ni de seguimientos. Esa tarea siempre recaía en otros.

– Está excavando la tumba de Alejandro. El nuevo gobierno de la Federación colabora con los griegos.

Sabía que Ely había conseguido un puesto en Atenas, en el Museo Arqueológico, gracias a la intervención de Thorvaldsen. Por supuesto, conocer la localización de la tumba de Alejandro había inflamado el entusiasmo del museo.

A Zovastina la había sucedido un ministro moderado que, de acuerdo con la constitución de la Federación, había asumido el poder hasta que se celebraran elecciones. Al mismo tiempo, Washington se había asegurado, sigilosamente, de que todos los arsenales biológicos de la Federación se destruyeran y se concediera una oportunidad a Samarcanda. Debían cooperar, o todos los vecinos de la Federación sabrían lo que Zovastina y sus generales habían planeado; y entonces las cosas seguirían su curso. Por suerte, la moderación prevaleció, y con el antígeno en manos de Occidente no había elección. La Federación podría empezar a matar, pero no podría detener la plaga. La incómoda alianza entre Zovastina y Vincenti había sido reemplazada por otra entre dos naciones que recelaban mutuamente.

– Ely tiene el control absoluto de la tumba y está trabajando en ella -explicó Thorvaldsen-. Dice que gran parte de la historia deberá reescribirse. Ha encontrado muchas inscripciones, obras de arte, e incluso uno o dos mapas. Un material increíble.

– ¿Y qué hay de Edwin Davis y Danny Daniels? -quiso saber Malone-. ¿Están satisfechos?

Thorvaldsen sonrió.

– Hablé con Ely hace un par de días. Daniels está agradecido por todo lo que hemos hecho. Le ha gustado especialmente que Cassiopeia hiciera estallar ese helicóptero. No es muy compasivo, que digamos; es un tipo duro.

– Me alegro de que hayamos podido ayudar al presidente una vez más. -Hizo una pausa-. ¿Y qué hay de la Liga Veneciana?

Thorvaldsen se encogió de hombros.

– Escondida en las sombras. No han hecho nada que pueda probarse.

– Excepto asesinar a Naomi Johns…

– Fue Vincenti quien lo hizo, y creo que ya ha pagado por ello.

Era cierto.

– ¿Sabes? Sería estupendo que, por una vez, Daniels sencillamente solicitara mi ayuda.

– Eso no va a suceder.

– ¿Igual que contigo?

Su amigo asintió.

– Como conmigo.

Se acabó la crema y contempló la H 0jbro Plads. La plaza estaba animada, llena de gente que disfrutaba del cálido atardecer, algo poco habitual allí, en Copenhague. Su librería, al otro lado de la plaza, estaba cerrada. Había tenido mucho trabajo últimamente y estaba planeando un viaje de negocios a Londres la semana próxima, antes de que Gary llegara a hacer su visita veraniega anual. Se moría de ganas de ver a su hijo de quince años.

Pero también sentía cierta melancolía. Le ocurría desde que habían vuelto a casa. Él y Thorvaldsen comían juntos al menos una vez por semana, pero no habían hablado aún de lo que realmente ocupaba sus pensamientos. Algunos temas era mejor no tocarlos.

A menos que fuera el momento apropiado.

Así que preguntó:

– ¿Cómo está Cassiopeia?

– Me preguntaba cuándo me hablarías de ella.

– Fuiste tú quien me metió en todo esto.

– Todo cuanto hice fue decirte que necesitaba tu ayuda.

– Me gustaría pensar que ella me ayudaría si yo lo necesitara.

– Y lo haría. Pero contestando a tu pregunta, tanto ella como Ely se han liberado del virus. Edwin me dice que los científicos han verificado la efectividad de las bacterias. Daniels anunciará pronto el hallazgo de la cura y Estados Unidos controlará su distribución. El presidente ha ordenado que esté disponible con el coste mínimo.

– Eso afectará a mucha gente.

– Gracias a ti: tú resolviste el enigma y encontraste la tumba.

No le apetecía oír eso.

– Todos hicimos nuestro trabajo. Y, por cierto, he oído que eres una hacha con las armas. Stephanie me dijo que eras la leche.

– No soy tan inofensivo como parezco.

Thorvaldsen le habló de Stephanie y el tiroteo. Malone había hablado con ella sobre el tema antes de dejar Asia y la había llamado la semana anterior.

– Stephanie se está dando cuenta de que es difícil trabajar sobre el terreno -explicó.

– Hablé con ella hace unos días.

– ¿Os estáis haciendo colegas?

Su amigo sonrió.

– Somos bastante parecidos, aunque ninguno de los dos lo admitiría delante del otro.

– Matar nunca es fácil. No importa cuál sea el motivo.

– Maté a tres hombres en esa casa. Y tienes razón: nunca es fácil.

Aún no había obtenido respuesta a su pregunta inicial, y Thorvaldsen pareció percibir lo que él realmente quería saber.

– No he hablado mucho con Cassiopeia desde que dejamos la Federación. Ha vuelto a casa, a Francia. No sé mucho de ella ni de Ely, de ninguno de los dos. Cuenta muy poco. -Thorvaldsen meneó la cabeza-. Tendrás que preguntarle tú mismo.

Malone decidió dar un paseo. Le gustaba deambular por el Stroget. Le preguntó a Thorvaldsen si quería unirse a él, pero su amigo declinó la invitación.

Se levantó.

Thorvaldsen arrojó unos papeles sobre la mesa.

– La escritura de la propiedad del estrecho, donde se incendió la casa. No me sirve para nada.

Malone desplegó las hojas y vio que su nombre aparecía como cesionario.

– Quiero que te la quedes tú.

– Esa propiedad vale mucho dinero, está frente al océano. No puedo aceptarlo.

– Reconstruye la casa. Disfrútala. Considéralo una especie de compensación por meterte en este lío.

– Sabías que no te dejaría en la estacada.

– De este modo, mi conciencia, o lo que queda de ella, estará tranquila.

En los dos años que hacía que se conocían había aprendido que cuando Henrik Thorvaldsen tomaba una decisión, ésta era inamovible. Así que guardó la escritura en su bolsillo y salió del café.

– Eh, Malone.

Se volvió.

Sentada a una de las mesas estaba Cassiopeia.

Se levantó y se acercó a él.

Llevaba una chaqueta marinera y unos pantalones a juego. Un bolso de cuero colgaba de su hombro y unas sandalias ceñían sus pies. Su pelo oscuro caía en espesos bucles. Todavía podía verla en la montaña, con sus pantalones de cuero y su sujetador deportivo, nadando tras él hacia la tumba. Y aquellos breves momentos en que se quedaron en ropa interior.

– ¿Qué estás haciendo en la ciudad? -preguntó él.

Ella se encogió de hombros.

– Siempre me has dicho lo buena que es la comida en este café, así que he venido a comer.

Él sonrió.

– Pues has hecho un largo camino por una sola comida.

– No, si no sabes cocinar.

– Me han dicho que estás curada. Me alegro.

– Eso te libera de muchas preocupaciones, como preguntarte si hoy será el día en que empezarás a morir.

Recordó su desasosiego aquella primera noche, en Copenhague, cuando lo ayudó a escapar del Museo Grecorromano. Ahora, su melancolía había desaparecido.

– ¿Adonde ibas? -preguntó ella.

Él miró la plaza.

– A dar un paseo.

– ¿Te apetece un poco de compañía?

Volvió la vista atrás, hacia el café, a la segunda planta y a la mesa en la que él y Thorvaldsen habían estado sentados. Su amigo lo contemplaba desde allí, sonriendo. Debería haberlo sabido.

La miró y dijo:

– ¿Vosotros dos siempre tenéis que estar tramando algo?

– Aún no has respondido a mi pregunta.

Qué demonios.

– Sin duda, me encantará tener compañía.

Lo cogió del brazo y echaron a andar.

Tenía que preguntárselo.

– ¿Y qué hay de ti y de Ely? Pensé…

– Cotton…

Malone sabía lo que iba a suceder, así que le evitó el apuro.

– Lo sé. Cállate y anda.

NOTA DEL AUTOR

Es el momento de separar la realidad de la ficción.

El método de ejecución descrito en el prólogo era utilizado en tiempos de Alejandro Magno. Alejandro ordenó que el médico que había tratado a Hefestión fuera ejecutado, pero no de ese modo. La mayoría de las crónicas hablan de ahorcamiento.

La relación entre Alejandro y Hefestión fue compleja. Amigo, confidente, amante, son todos ellos calificativos que podrían aplicársele. El profundo dolor de Alejandro ante la muerte prematura de Hefestión está documentado, así como el fastuoso funeral, del que algunos dicen que fue el más caro de la historia. Por supuesto, el embalsamamiento y la ocultación del cuerpo (capítulo 24) son ficticios.

El fuego griego (capítulo 5) es real. La fórmula, de hecho, fue creada por los emperadores de Bizancio y se perdió cuando el imperio cayó. A día de hoy, su composición química sigue siendo un misterio. En lo que se refiere a su vulnerabilidad al agua salada, es de mi invención: actualmente, el fuego griego se usa en la ofensiva contra otros barcos, en el mar.

El buzkashi (capítulo 7) es un antiguo y violento juego que se sigue practicando en Asia Central. Las reglas, el traje y el equipo, tal como se detallan en la novela, son correctos, como lo es el hecho de que los jugadores pueden morir.

La Federación de Asia Central es ficticia, pero los detalles políticos y económicos de esta región del mundo, mencionados en el capítulo 27, son precisos. Por desgracia, esa región ha sido siempre un campo de batalla, y sus gobiernos están afectados por la corrupción.

El libro de Frank Holt Alexander the Great and the Mystery of the Elephant Medallions me descubrió esos inusuales objetos: los medallones de los elefantes. Sólo so conocían ocho, muchos más de los que aún sobreviven. Su descripción (capítulos 8 y 9) es fidedigna, salvo por las microletras ZH, que son un añadido mío.

Sorprendentemente, utilizando lentes de aumento, los grabadores de la Antigüedad poseían realmente la habilidad del micrograbado.

En lo que respecta al uso de ZH, la traducción literal de la palabra en griego clásico es «vivir». El sustantivo «vida» es, en realidad, SOI!. Me he tomado esa libertad en la traducción por el bien de la historia. En lo que se refiere a la descripción de la lengua griega a lo largo de la novela, se usa el término «griego clásico», aunque algunos dirían que es más exacto llamarlo «griego antiguo».

El Batallón Sagrado que protege a Irina Zovastina (capítulo 12) es una adaptación de la unidad de combate más violenta de la antigua Grecia. Ciento cincuenta parejas de hombres, de la ciudad de Tebas, fueron masacrados por Filipo II y su hijo, Alejandro Magno, en el año 338 a. J.C. En Queronea, Grecia, todavía existe un monumento funerario en honor a su coraje.

La medicina que aparece en la novela es ficticia, como el relato de su descubrimiento en el capítulo 14. Las arqueas (capítulo 62), no obstante, existen y, de hecho, algunas bacterias y virus se devoran mutuamente. Mi uso de las arqueas en ese sentido, sin embargo, es pura invención.

En cuanto a Venecia, los escenarios son precisos. El interior de la basílica de San Marcos es impresionante, y la tumba de san Marcos (capítulo 42), así como su historia, están descritos con exactitud. En Torcello hay efectivamente un museo, dos iglesias, un campanario y un restaurante. La geografía y la historia de la isla (capítulo 34) han sido, asimismo, relatadas fielmente. La Liga Veneciana no es real. De todos modos, a lo largo de la historia, la república veneciana forjó periódicamente alianzas con otras ciudades-Estado que se llamaron ligas.

La fluorescencia de rayos X (capítulo 11) es un descubrimiento científico reciente que se usa para el estudio de pergaminos antiguos. Debo agradecerle al brillante novelista Christopher Reich que me enviara un artículo sobre ese tema.

La historia de Jerónimo de Cardia (capítulo 24) es totalmente ficticia, como lo es el enigma de Ptolomeo; aunque todas las actuaciones de este último en lo referente al funeral de Alejandro y su dominio de Egipto son históricamente correctas. La apropiación del cuerpo de san Marcos en Alejandría por parte de mercaderes venecianos en 828 d. J.C. (capítulos 29 y 45) ocurrió tal como se relata en este libro, y su cuerpo, de hecho, desapareció durante largos períodos en la misma Venecia. La historia de su reaparición en 1094 (capítulo 45) es narrada diariamente, con orgullo, por los venecianos.

Desgraciadamente, las zoonosis (capítulo 31) existen y periódicamente causan epidemias devastadoras para la salud humana. La búsqueda de estas toxinas naturales y su adaptación para usos ofensivos (capítulo 54) no es nada nuevo. La humanidad ha jugado con la guerra biológica desde hace siglos, y mi ficticia Irina Zovastina es sólo un ejemplo más de ello.

Las estadísticas detalladas en el capítulo 32 reflejan con exactitud el creciente problema del VIH. África y el sureste asiático son sus refugios preferidos. La biología del virus descrita en el capítulo 51 y cómo el virus pudo haber pasado de los monos a los humanos (capítulo 60) es correcta. La idea de que alguien descubra la cura para el VIH y la retenga mientras se va formando un mercado (capítulo 64) es simplemente parte de la historia. Pero el aspecto político del virus, así como la insuficiente respuesta global a esta amenazadora pandemia son, lamentablemente, muy reales.

En la isla de Vozrozhdeniya fue donde los soviéticos produjeron la mayor parte de sus armas biológicas, y el dilema causado por su abandono (capítulo 33) ocurrió realmente. La desaparición del mar de Aral (capítulo 33), precipitado por los insensatos trasvases de los soviéticos, se considera uno de los peores desastres ecológicos de la historia. Lamentablemente, esta catástrofe no se ha podido paliar en la vida real.

El amuleto que se llevaba sobre el corazón (capítulo 59) es real, aunque mi inclusión de un rollo de oro en su interior es ficticia. Los escitalos (capítulo 61) fueron usados en época de Alejandro Magno para enviar mensajes cifrados. Uno de ellos se exhibe en el Museo Internacional del Espionaje, en Washington, D.C., y no pude resistirme a incluirlo en el relato. Los escitas (capítulo 75) existieron y su historia es narrada correctamente, excepto en lo concerniente a donde enterraban a sus reyes; sólo sabemos que usaban túmulos funerarios.

Y ahora hablemos de Alejandro Magno.

La historia de su muerte (capítulo 8) es un mosaico de diversos relatos, con muchas contradicciones en ellos. Las tres versiones referentes a la respuesta de Alejandro a la pregunta «¿A quién legas tu reino?» son mías. Generalmente se acepta que la respuesta fue «al más fuerte», pero una respuesta distinta se ajustaba mejor en este contexto. Los historiadores han reflexionado mucho sobre la muerte de Alejandro, sobre su carácter inesperado y su naturaleza inexplicable, sugiriendo incluso un acto criminal (capítulo 14), aunque no existe ninguna prueba de ello.

El embalsamamiento de Alejandro con miel, lo que ocurrió en su cortejo fúnebre y el emplazamiento definitivo de su tumba en Alejandría están tomados de los relatos históricos. La posibilidad de que los restos de san Marcos que se encuentran en Venecia sean, en realidad, los de Alejandro Magno no es idea mía. Andrew Michael Chugg, en su excelente The Lost Tomb of Alexander the Great, propone esa teoría. Lo que sí es un hecho, sin embargo, es que los cristianos primitivos se apropiaban normalmente de artefactos paganos (capítulo 74), y que el cuerpo de Alejandro desapareció de Alejandría al mismo tiempo, más o menos, que el cuerpo de san Marcos reapareció (capítulo 45). Más aún, el debate político sobre el retorno de una parte o la totalidad de los restos de origen egipcio que hay en la basílica de San Marcos continúa, y el Vaticano entregó, de hecho, algunas pequeñas reliquias a Alejandría en 1968.

La localización de la tumba de Alejandro en Asia Central es del todo ficticia, pero la descripción de los objetos en su interior (capítulo 94) está inspirada en los que se hallaron en la tumba del padre de Alejandro, Filipo II, que supuestamente fue encontrada por los arqueólogos en 1977. No obstante, recientemente, se ha puesto en duda la identidad del ocupante de esa tumba.

El legado político e histórico de Alejandro sigue siendo asunto de discusión. ¿Fue un sabio visionario o un conquistador sangriento y despiadado? La discusión de Malone y Cassiopeia en el capítulo 10 contempla las dos caras de la moneda. Se han escrito muchos libros sobre la materia, pero el mejor es el de Peter Green, Alexander of Macedón, A Historical Biography. El profundo estudio de Green deja claro que Alejandro pasó toda su vida persiguiendo simplemente la gloria personal, con lo que obtuvo un legendario éxito. Y aunque el imperio que tanto luchó para crear se desmoronó en el momento en que murió, su leyenda sobrevive. Una prueba de su inmortalidad es el hecho de que se ha convertido en fuente de inspiración para otros. A veces buena, y otras (como es el caso de Irina Zovastina), perjudicial. Para Peter Green, Alejandro es un enigma cuya grandeza desafía cualquier juicio definitivo. Personifica un arquetipo inmortal y perenne, la encarnación de una búsqueda eterna, una personalidad mucho mayor que la suma de todas sus impresionantes obras.

Al fin y al cabo, fue el propio Alejandro quien mejor lo expresó: «Las penalidades y los riesgos son el precio de la gloria, pero es bueno vivir con valentía y morir dejando una fama imperecedera.»

AGRADECIMIENTOS

En primer lugar, gracias a Pam Ahearn, y, ¡cuidado!, una agente con una BlackBerry nueva es algo peligroso. En segundo lugar, como siempre, a la estupenda gente de Random House: Gina Centrello, mi editora (y lo digo con gran orgullo); Libby McGuire, por su respaldo inquebrantable; Mark Tavani, que ha vuelto a proporcionarme su valioso asesoramiento en materia de edición; Cindy Murray, a la que le encanta despacharme; Kim Hovey, que, no sé cómo, consigue que la gente me quiera; Rachel Kind, responsable de difundir el libro por el mundo entero; Beck Stvan, el artista supremo de las cubiertas; Carole Lowenstein, y, por último, a todos los de Promociones y Ventas, sin cuyo esfuerzo supremo nada sería posible.

Además, me gustaría mencionar a Vicki Satlow, nuestra agente literaria italiana, que logró que el viaje a Italia resultara productivo; a Michele Benzoni y su esposa, Leslie, que nos hicieron sentir como en casa en Venecia; a Cristina Córtese, que nos enseñó la basílica de San Marcos y nos proporcionó una información inestimable; a todos los de Nord Publishing en Italia, un equipo increíble, y a Damaris Corrigan, una dama genial que una noche, durante la cena, espoleó mi imaginación. Mi más sincero agradecimiento a todos.

Hay alguien más a quien debo una mención especial desde hace tiempo: mi hermano Bob y su esposa Kim, su hija Lyndsey y su hijo Grant. Aunque no lo digo lo bastante, todos vosotros sois muy especiales para mí.

Por último, este libro está dedicado a la que es mi esposa desde hace unos meses, que ha visto crecer la historia desde que no era más que una idea en bruto hasta convertirse en palabras plasmadas en papel. Por sus consejos, sus críticas y su apoyo durante todo el proceso.

Steve Berry

***

[1] Food and Drug Administration, organismo estadounidense responsable de la regulación de alimentos y fármacos. (N. del T.)