Dos detectives. Un mago. Y todas las legiones del Infierno. Sus caminos se han cruzado en el pasado, y volverán a cruzarse. Por un lado, Sherlock Holmes, el famoso detective, que parece haberse retirado para dedicarse a la cría de abejas. Por otro, Aleister Crowley, brujo y profeta autoproclamado como el hombre más perverso de su época. Una oscura noche tormentosa, en algún lugar de la costa de Portugal, Crowley pondrá en práctica un ritual que amenazará con derribar las barreras entre los mundos, y Holmes estará allí para impedírselo. Pero, ¿podrá Holmes soportar el dolor de la pérdida que será el precio de su triunfo? ¿Cómo seguir siendo la implacable máquina de razonar cuando la misma realidad escapa a la razón?

En esta nueva pieza de su obra holmesiana, iniciada con La sabiduría de los muertos y Las huellas del poeta, Rodolfo Martínez entrelaza las ficciones de Arthur Conan Doyle y H.P. Lovecraft para crear un universo particularísimo donde tienen cabida algunos de los personajes más entrañables de la literatura popular.

Rodolfo Martínez

Sherlock Holmes y la boca del infierno

Para mis lectores portugueses

Si hacía caso a las palabras de Holmes, lo que tenía ante mí era

una suerte de übermensch con el poder de un dios griego, una

especie de cristalización de las absurdas ideas alemanas sobre

razas superiores destinadas a gobernar. Claro que, si hacía caso

de las palabras de Holmes, vivía en un mundo lleno de esquinas

ocultas donde la realidad estaba llena de aristas, recovecos y

laberintos. Si hacía caso de las palabras de Holmes, este mundo

ni siquiera nos pertenecía, y sus dueños eran unas criaturas

imposibles que dormían un sueño parecido a la muerte mientras

aguardaban a que los hicieran volver.

William Hudson en Sherlock Holmes

y las huellas del poeta

Naturalmente, un encuentro

A finales del año 2006 fui invitado a Lisboa por los organizadores del Forum Fantástico, aprovechando la publicación de A sabedoria dos morios, la edición portuguesa de Sherlock Holmes y la sabiduría de los muertos. De ese modo conocí a Luis Corte, mi editor portugués, que durante aquellos días se ofreció a ejercer de improvisado cicerone para los invitados a las jornadas.

Fue en Boca do Inferno, a pocos kilómetros al norte de Lisboa, donde sucedió todo. Luis nos enseñó el lugar y nos contó la historia del suicidio fingido de Aleister Crowley. Lo cierto es que el sitio impresionaba: un acantilado batido por el Atlántico y, en medio de él, aquella extraña boca en la que el mar se precipitaba furioso.

Ya regresábamos al coche cuando lo vi. Con la excusa de que necesitaba comprar tabaco, les pedí a los demás que esperasen y entré en el pequeño restaurante que había junto a la Boca del Infierno.

Al principio creí que me había equivocado, que mis ojos me habían jugado una mala pasada. Luego, de repente, apareció a mi lado como salido de la nada, con su pelo casi blanco y una sonrisa de medio lado en su rostro de niño.

– Señor Martínez -me saludó.

Le devolví el saludo y él me indicó con un gesto que lo acompañara.

– No tengo mucho tiempo -dije-. Me están esperando.

– No se preocupe, no será mucho rato.

Así que nos sentamos y pedimos algo de beber.

– ¿Le está gustando Portugal?

– Mucho -admití.

Bebió un trago de vino y lo paladeó largo rato, con los ojos entrecerrados.

– Ah, voy a echar de menos esto.

– ¿Se va de viaje?

– Vuelvo a casa. Esta misma noche. Pero antes quería darle algo.

Llevaba con él una cartera de piel, que me tendió. Al cogerla, me di cuenta de que había visto tiempos mejores. En la cerradura había grabadas tres letras: JHW.

– Perteneció a un buen hombre antes de pasar a mis manos -me dijo-. Ahora es suya, con todo lo que contiene.

La abrí y encontré exactamente lo que esperaba: un grueso y apretado fajo de hojas.

– ¿Otra historia holmesiana? -pregunté.

– La última. Al menos la última que le voy a dar. Como le he dicho, vuelvo a casa esta noche.

– Comprendo.

– Lo hace, pero no me cree. Sigue pensando que soy un impostor.

Me encogí de hombros.

– ¿Y qué importa eso? He hecho lo que usted quería. He publicado las historias que me dio. Que crea o no lo que contaban, no debería preocuparle.

– No me preocupa, aunque confieso que me irrita un poco. Supongo que me he vuelto demasiado humano con el correr de los años. Como le dije a Sherlock Holmes una vez, la carne es adictiva. Más de lo que pensaba en aquel momento.

– Si es tan adictiva, ¿por qué se va?

– ¿De vuelta al infierno, quiere decir? -Terminó su vaso de vino y se sirvió otro-. Bueno, tengo mis motivos.

– Que, por supuesto, no me va a decir.

– Lea lo que hay en la cartera. Quizá entonces lo comprenda. Aunque seguramente seguirá sin creerlo.

– Seguramente -repetí.

– Sé que está trabajando ahora en la historia de Nadie. Tal vez cuando haya leído esto decida interrumpirla.

– No sería mala idea. La verdad es que no sé muy bien cómo afrontarla. Las otras historias que usted me pasó eran fáciles, pero ésta…

– Entonces, así matará dos pájaros de un tiro.

– No lo entiendo. Sí, ya lo sé, lo entenderé mejor cuando lo haya leído.

– Puede que sí, puede que no.

– Es usted bastante irritante, ¿sabe?

– Sí, muy inglés, ¿verdad? Pero, irritante o no, le he dado material para unos cuantos libros. Libros, me apresuro a decir, que le han proporcionado algunos beneficios. Y nunca he insistido en que los compartiera conmigo.

– Sí, claro -dije, burlonamente-. Tiene que ser muy duro para usted permanecer en la sombra y no poder llevarse la gloria de todo esto. -Me detuve, como si de pronto hubiera reparado en algo-. Espere un momento, ¿qué gloria?

Pareció a punto de sonreír, pero cambió de idea en el último momento.

– No me culpe a mí o a los lectores de su incompetencia, señor Martínez -dijo-. Le di un buen material: si no ha podido hacer nada mejor con él, es sólo culpa suya.

No respondí.

– Pero no he permitido que me viera sólo para hacer mofa de usted, aunque confieso que resulta gratificante. Pensaba enviarle el maletín y su contenido por mensajero, pero ya que ha sido tan amable de venir hasta aquí, me pareció mejor entregárselo en mano. El azar tiene a veces favoritismos un tanto absurdos, si lo piensa un poco.

– Prefiero no hacerlo.

– Sí, eso he oído.

– Que le den.

– Seguramente. Al fin y al cabo, para mis antiguos súbitos soy el mayor traidor de nuestra historia. Así que sin duda «me darán», o lo intentarán cuando menos.

– Cuánto lo siento.

– No lo dudo.

– En fin, tengo que irme. Iba a decir que ha sido agradable verlo, pero me da pereza mentir esta mañana.

– Ah, señor Martínez, ¿y se pregunta después por qué no es más popular? Se atrapan más moscas con miel que con… ¿cómo era?, lo he olvidado.

– Vinagre, me parece. Aunque en su caso podríamos probar con azufre.

Me puse de pie y cogí la cartera, dispuesto a marcharme.

– Pero no se enfade, hombre, no se tome las cosas tan a pecho.

Lo cierto es que no estaba enfadado. En realidad, me sentía aterrorizado, sin saber muy bien por qué. Mis modales agresivos siempre han sido la forma en que intento ocultar el miedo. Y creo que él lo sabía perfectamente.

– Tengo que irme. Me esperan.

– Lo harán un poco más. Lo que me queda por decirle no es mucho. Y usted todavía tiene algo que preguntarme.

– ¿El qué?

– Eso es cosa suya.

Saqué un cigarrillo y lo encendí, procurando que mis manos no temblaran. No podía verme a mí mismo, pero sin duda mi forma de hacerlo resultó arrogante. Otro modo más de enfrentarme al miedo que sentía.

– Bien, dígame lo que tenga que decirme. Ya pensaré en la pregunta que tengo que hacerle.

– Como dije, no es mucho. -Contempló el vino al trasluz y pareció divertido ante lo que veía-. Gracias.

– ¿Cómo?

– Gracias.

– ¿Por qué?

– Por no haberse aprovechado. Por haber sido fiel a lo que contaba. Por no haber tratado de traicionar lo que estaba relatando.

Meneé la cabeza.

– No lo entiendo -dije-. ¿Por qué yo?

Sonrió.

– Ah, ¿ve cómo no ha sido tan difícil? Sabía que al final daría con la pregunta. Es curioso, otra persona me preguntó eso mismo hace bastante tiempo. Le dije que porque Holmes confiaba en él y que, sorprendentemente, aquello bastaba para mí. Bueno, Holmes no llegó a conocerlo a usted, señor Martínez, pero creo que de haberlo hecho habría confiado en usted. No es un prodigio de inteligencia, tiende a carecer del don de la oportunidad y su sentido de la moral resulta algo resbaladizo pero, pese a todo, creo que habría confiado en usted.

Noté que, a mi pesar, me estaba sonrojando.

– Gracias.

– No hay de qué. Y ahora sí, puede irse.

Ahora que me dejaba marchar descubría que no quería hacerlo, A regañadientes, apagué mi cigarrillo y empecé a irme.

– Adiós -dije.

– Hasta la vista, señor Martínez -respondió él con una sonrisa torcida.

Salí del restaurante y me dirigí hacia el coche, donde me esperaban los demás. Para mi sorpresa, nadie encontró que hubiese tardado demasiado, ni se sorprendieron al verme con la cartera. De hecho, era como si ni siquiera pudieran verla.

Del resto del día, no hay mucho más que resulte relevante para esta historia. Más tarde, en el avión, pude echarle un vistazo a los papeles que me había dado y noté que, junto a ellos, había un sobre de papel amarilleado por el tiempo. Lo abrí y desdoblé la cuartilla que había dentro.

Lo que decía me pareció trivial, absurdo, loco, estúpido, sin sentido, del todo inverosímil y, sin duda, completamente falso. También me llenó de un pánico como no había sentido antes y espero no volver a sentir jamás. Tras leer aquella media docena de párrafos, yo no era un hombre, sino un animal acorralado sin lugar alguno al que huir.

Pasó enseguida, y volví a guardar la hoja de papel en el sobre. Al llegar a casa, lo primero que hice fue quemarla.

Ojalá pudiera quemar mis recuerdos con la misma facilidad.

Prólogo. Bajo mi rostro

Desde el espejo, me mira alguien que no soy yo.

Ninguno de los dos.

El doctor Hufier viene todas las mañanas. Insiste una y otra vez en recomponernos, y sus intentos son cada vez más patéticos.

No necesito que me recompongan, no como él cree. Somos uno. Hemos estado divididos durante mucho tiempo, pero ya no.

Sin embargo, hay alguien más.

He intentado decírselo al doctor, pero es inútil. No escucha. Ha formulado su teoría y cualquier cosa que oiga termina encajando en ella de un modo u otro. Como siempre que alguien se cree en posesión de la verdad, el doctor Hufier se limita a ver aquello que quiere y descarta alegremente todo lo demás. Para él, las esquinas inesperadas, los momentos incómodos, las ecuaciones irresolubles no existen. En su universo todo está ordenado, medido y aquilatado y no hay lugar para las preguntas que no tienen respuesta.

Pero alguien me mira desde el espejo. Y no somos nosotros. Ninguno de los dos.

Lo recuerdo todo, y aunque una parte de mí quisiera no hacerlo, la otra sabe bien que eso no es más que una debilidad.

Y no permito debilidades.

No, porque nací una noche en un fumadero de opio de Limehouse, mientras Sherlock Holmes rescataba a un poeta de las garras de la droga. Y de algo más.

Recuerdo el momento de mi nacimiento, un privilegio que una parte de mí preferiría no tener.

Recuerdo cada sonido, cada imagen, cada olor.

Y recuerdo los ojos esmeralda, la trenza inacabable que caía por su espalda, las manos de dedos largos y uñas afiladas. Y el modo en que me miró, como si supiera algo sobre mí que todos los demás ignoraban.

Extendió dos dedos frente a mí.

Y luego me marcó con ellos.

Nací en ese momento, en medio de un dolor insoportable. Nací mientras el mandarín abría dos surcos gemelos en mi rostro y partía mi alma en dos.

El doctor Hufier dice que eso no es cierto. Que siempre he estado dividido, y que el mandarín de ojos de jade que me condenó a mirar en el abismo se limitó a sacar a la luz lo que estaba oculto.

La luz. La luz no tiene nada que ver con todo esto.

Siempre he estado en sombras. Oculto allí donde nadie se atrevía mirar. Ni siquiera yo. Sobre todo, yo.

Nací aquella noche, pero no lo supe.

Éramos como dos gemelos siameses unidos por la espalda. De algún modo, cada uno presentía la presencia del otro, pero no podíamos vernos.

Sin embargo, yo sabía que yo estaba allí, aunque yo lo ignorase.

El lenguaje se ha convertido en una herramienta inútil.

Durante muchos años, viví dentro de mí, inmóvil, temeroso de hacer el menor movimiento, no fuera a ser que mi presencia fuese notada por mí. Viví en las sombras de mí mismo, alimentándome de oscuridad y regurgitando penumbra.

Yo sabía que había alguien más, pero yo ignoraba que había otro.

Silencioso, cuidadoso, empecé a robar pequeños momentos. Me atreví a asomarme a mis ojos y mirar el mundo desde ellos. Osé mover una mano que me pertenecía con mi propia voluntad y no la mía.

No pasó nada. No fui notado. No resulté descubierto.

Fui volviéndome más atrevido con el tiempo.

Tenía tanto miedo al principio.

Y mientras tanto, yo seguía adelante, iba tras los pasos de otro hombre, tratando de convertirme en él, en su copia, en su hijo, sin saber que yo ya era yo y que mi padre era el mandarín cruel que me había marcado el rostro y me había separado el alma.

Hoy el doctor Hufier me ha pedido que trate de rememorar mi recuerdo más antiguo.

– ¿De cuál de nosotros? -le he preguntado.

Al fin y al cabo, para mí, es muy fácil: mi primer recuerdo es el de un fumadero de opio en la oscuridad.

Pero para mí no es tan sencillo. Antes de que yo naciese, yo ya existía.

Mi primer recuerdo…

Creo que fue el hambre, tal vez el frío, quizá los dos.

– Hambre y frío -dice el doctor Hufier, asintiendo sabiamente, como si de verdad entendiera algo-. Muy primario, muy básico.

Parece tan satisfecho de sí mismo. Y sería tan fácil borrar la satisfacción de su rostro. Inmovilizarlo con una presa en el nervio adecuado. Dejarlo desangrarse lentamente, inmóvil pero consciente, mientras convierto la mitad de su cuerpo en un amasijo doliente de carne reventada.

Pero no, ya no hacemos esas cosas. No las necesitamos. Ya no necesito atraer mi atención.

Estamos enteros, me digo. Soy uno solo. Completo al fin.

Pero hay alguien que nos mira desde el espejo, me respondo. Y no somos nosotros.

Hay alguien más y no soy yo.

Pero no le digo nada al doctor Hufier. Finjo alegría ante su satisfacción y lo dejo perorar a gusto sobre los enormes progresos que estamos haciendo.

Progresos. Pero, ¿hacia dónde progresamos? ¿Y por qué habla en plural, como si él fuera parte de mí y progresara conmigo? ¿Por qué siempre se incluye en lo que dice?

«¿Cómo estamos hoy, Frederick?»

«Parece que nos sentimos hoscos esta tarde.»

«Ah, nuestro humor está mejorando esta mañana.»

«Quizá hoy podamos llegar a algún sitio interesante.» ¿Por qué insiste en incluirse? No es yo. No es parte de mí. Todas las partes de mí están juntas ahora y él no es una de ellas.

Ni tampoco lo es la criatura que me devuelve la mirada desde el espejo.

Esta noche he soñado con una ciudad imposible.

Inmensos sillares de piedra se alzaban en medio de la noche, pero la jungla avanzaba entre ellos, devorándolos lentamente.

Terrazas inacabables remataban edificios que casi tocaban el cielo.

Al fondo, una tormenta púrpura caía sobre selvas grises por las que corrían animales que no existen.

Sobre una de las terrazas, una criatura meditaba en silencio sobre su destino. Su cuerpo no tocaba el suelo, flotaba a unos centímetros de él.

Su cuerpo.

Un cono rugoso y enorme. Carnoso y latiente.

Sólo que era también mi cuerpo.

Yo era esa criatura melancólica que contemplaba la lejana tormenta sobre la selva gris.

Yo era un cono rugoso.

Un bibliotecario atado a una biblioteca interminable.

Luego, me volvía hacia la ciudad y contemplaba la losa gigantesca que tapaba el lugar al que nunca vamos, el lugar al que tememos más que nada.

Algún día la losa se quebraría. Y ellos saldrían.

Y una parte de mí se preguntaba si aquello sería tan malo.

Al despertar, encontré extraño mi cuerpo, como si no supiera qué hacer con mis extremidades.

Caminar se convirtió en una tortura.

Logré acercarme al espejo y, por unos instantes, no sentí otra cosa que repulsión ante aquella cosa que me miraba desde allí. Aquella especie de pelaje que lo remataba, los dos ojos a cada lado de la cabeza, aquella cavidad carnosa que debía de ser una boca.

Era mi rostro. El que siempre he tenido.

Pero, por un momento, no logré reconocerlo.

Yo era un cono rugoso sobre una ciudad como no ha habido otra, me dije a mí mismo.

El momento pasó enseguida y volví a reconocer mi cara.

Pero al mirarme al espejo, vi que él estaba allí, detrás de todo, acechando.

Paseo por los jardines, cuidadosamente vigilado, embutido en la camisa de fuerza, incapaz de rascarme allí donde me pica.

¿Dónde me pica?

Es una buena pregunta para la que no tengo respuesta.

Tras el paseo, regreso a mi habitación acolchada. Muevo los brazos, libres de su prisión.

Recuerdo lo que hice con esos brazos.

Un test tras otro.

Todos igual de estúpidos. De inútiles.

No pueden recomponer con un test lo que ya está recompuesto.

Y los tests no mostrarán lo que acecha tras mi mirada. Eso no se reflejará en una hoja de papel, en una respuesta.

Estoy prisionero y no tengo lugar alguno al que huir. Pero aunque estuviera libre, ¿adónde huiría? No puedo escapar de mí mismo. En realidad, ya no deseo escapar de mí mismo.

El verdadero peligro no es ése.

Porque, esté donde esté, no puedo escapar de lo que me acecha desde el espejo. De la criatura que puebla mis sueños y que no soy yo aunque intenta serlo.

No puedo escapar.

El doctor Hufier insiste con sus terapias, con sus preguntas, con sus drogas. Sonríe satisfecho.

Quizá le estoy proporcionando material para un artículo en alguna prestigiosa revista médica. Quién sabe si para un libro.

Palabras.

Las palabras no hacen más que ocultar la verdad.

Entonces, ¿por qué las uso?

Nuevos sueños.

Alguien que no soy yo, en un cuerpo que no es el mío, aguarda y planea. Se pasea por salas vacías, abre libros de extrañas formas, escribe en idiomas incomprensibles.

Y espera su momento.

Ellos volverán, se dice, tarde o temprano van a volver.

¿Es eso tan malo?, se pregunta.

En el sueño, aunque no soy él, comparto su consciencia, sus preguntas, sus emociones, tan afiladas. Su cuerpo.

A veces, en medio del sueño, se gira y me ve. No tiene rostro, pero de algún modo consigue sonreír.

Cuando despierto, el miedo es como una herida abierta, como dos cicatrices en mi rostro que no terminan de curar jamás.

Está ahí, acechando tras mis ojos, esperando el momento adecuado.

Y, cuando llegue, yo dejaré de existir. Los dos dejaremos de existir.

Y sólo estará él.

Me digo a mí mismo que no debo permitirlo. Que tengo que luchar. Que no debo rendirme.

Y sí, me muestro de acuerdo, me respondo que tengo razón. Pero cómo. Cómo puedo luchar. De qué modo.

No me respondo.

Hoy tengo visita, me dice el doctor Hufier.

Parece incómodo. Se supone que no debería recibir visitas. Ni es la política de la clínica ni mi estado lo permite. Sin embargo, ha accedido a que me vean.

Me pregunto por qué. Me pregunto de qué modo lo habrán amenazado o con qué lo habrán comprado para que consienta.

Luego, no tengo tiempo para preguntarme nada cuando veo quién es mi visitante.

Se sienta frente a mí. Me contempla en silencio, con una sonrisa socarrona ante mi camisa de fuerza y luego menea la cabeza pelirroja como si no acabara de creer lo que está viendo.

– ¿Por qué permites esto? -me pregunta.

– Hola, Anni -respondo.

Ella hace un gesto extraño, como si su nombre fuera una cosa molesta en la que prefiere no pensar. Recuerdo la última vez que nos vimos. La tarde pasada en Lisboa. El modo en que hablamos de cientos de asuntos sin referirnos a ellos ni una sola vez.

Recuerdo lo que sentía. Y también recuerdo lo que yo, agazapado dentro de mí, deseaba en aquel momento.

Ninguno de los dos conseguimos lo que queríamos. En lugar de eso, fuimos atraídos a la Boca del Infierno en medio de la noche y algo nos obligó a contemplarnos. A ver lo que éramos.

Algo que ahora acecha tras mis ojos.

Igual que acecha tras los suyos, comprendo de repente.

– No eres ella -digo.

Se encoge de hombros.

– Soy todo lo que queda de ella -responde. Se toca la frente con un dedo-. Sus recuerdos están aquí. Igual que sus emociones. La información no se ha perdido. No sería práctico. ¿A qué aguardas?

– A nada -digo-. Soy uno. Después de media vida siendo dos que desconocían la existencia del otro, por fin soy uno. No hay nada que esperar.

Veo la comprensión asomar a sus ojos.

– Claro -dice-. Él aún está ahí.

– Sigo aquí -respondo.

– No debería haber sido así. -Parece inquieta, intranquila-. Ya no deberías existir.

Me encojo de hombros. Empezamos a comprender lo que pasa. Y, en cierto sentido, sabemos por qué ha ido mal.

– Salimos juntos del abismo -dice ella, sin mirarme, como si hablara consigo misma-. Tres, esta vez, aunque sin dejar de ser uno. Y nos abalanzamos sobre los recipientes que nos esperaban. No los que nos ofrecían; dos de ellos eran inservibles, marionetas inútiles. El tercero… sí, el tercero fue un recipiente adecuado, pero los otros dos… ¿lo recuerdas?

Y de pronto, digo:

– Sí, lo recuerdo.

No soy yo, aunque esté usando mi voz.

– Lo recuerdo -sigue diciendo lo que acecha tras mis ojos, lo que me mira desde el espejo y que no es ninguno de nosotros dos-. Las ofrendas no eran las adecuadas, pero cerca de ellas había lo que necesitábamos. La mujer retorcida y llena de orgullo. Y el hombre partido.

– Entramos en ellos y en el maquinador.

– Sí -le oigo decir a mi voz-. Eran lo mejor que teníamos a mano.

– Pero nos equivocamos -dice ella-. Ahora lo veo. El hombre partido es más fuerte de lo que pensábamos. Lucha, se resiste.

– No por mucho tiempo -sale de mi boca-. Lucha, pero no sabe que lucha. Se resiste, pero no sabe cómo lo hace. Pronto caerá.

Ella frunce el ceño.

– No podemos esperar. Tenemos que empezar ya si queremos que todo se haga como debe.

– Lo sé.

Lucho por controlar mi boca, por impedir que esa cosa que vive dentro de mí la use para decir lo que desea. Tengo éxito durante unos momentos.

– No me rendiré -digo.

– Quizá no sea necesario -responde ella.

– ¿Qué quieres decir? -dice lo que habita en mi interior.

– No tenemos tiempo para esto. Y quizá no sea necesaria una victoria total. Quizá baste con llegar a un… entendimiento.

– Comprendo -dice él con mi voz.

– Yo no -logro decir.

– Lo entenderás -me dice mi voz.

No respondo.

Ella permanece pensativa unos instantes. Alza la vista y nos mira… a todos nosotros.

– Vendré a buscarte mañana por la noche. ¿Será tiempo suficiente?

– Lo será -responde el que acecha dentro de mí.

Ella asiente. Se incorpora y abandona la sala.

Espero a que los enfermeros vuelvan a llevarme a mi habitación. Me liberan de la camisa de fuerza. Me acerco al espejo y contemplo lo que se oculta tras mi ojos. Por primera vez, me devuelve la mirada.

Usa mi voz para decirme:

– Tenemos que hablar.

El sueño de esta noche es distinto.

Estamos en medio de ninguna parte. Los tres. Estoy yo. Está él. Y estoy yo.

Nos ha separado de nuevo. Seguimos conscientes el uno del otro, pero ya no somos uno solo.

«Divide y vencerás», decían los antiguos romanos.

La cosa que acecha dentro de mí no tiene forma. Tiene todas las formas. Es como el agua y, como ella, se adapta al recipiente que encuentra. Cuando la miro, veo algo de mí, pero también de todos los anfitriones que ha tenido antes.

No todos ellos son humanos.

Descubro, con cierta sorpresa, que eso no me causa sorpresa alguna.

La cosa habla. Pero no conmigo, sino conmigo:

– Él no nos es demasiado útil -dice-, aunque preferiríamos que los dos estuvierais de acuerdo en esto. Pero en realidad no lo necesitamos. Contigo sería más que suficiente.

Sonrío, feroz.

– Suficiente, ¿para qué? -pregunto.

– No le hables -digo.

Pero no me hago caso. Ya no soy uno solo. Estamos separados y él -el él que es yo- no me hace caso.

– Para que podamos llegar a un acuerdo -dice la cosa.

– Antes quiero saber lo que ha pasado -dice el yo que nació cuando nos marcó el mandarín.

Yo no quiero saber lo que ha pasado. No quiero saber nada más. Ya es suficiente.

– Mientes -me digo, con una voz llena de rabia-. Mientes. Lo odias, lo envidias. Lo sé. He sido tú.

– No -respondo.

– Eres débil. Pero incluso débil como eres, somos uno. Ten la fuerza suficiente para ver la cosas como son.

No. No quiero.

– Lo odias.

Pienso en lo que me estoy diciendo, aunque no quiero. ¿Lo odio? ¿A él, el hombre que me hizo lo que soy?

– Sí, te hizo lo que eres. Él te creó, igual que a mí me creó el mandarín de ojos de jade. ¿Y acaso te gusta lo que eres?

No respondo. Pero sé que no es necesario, que he captado el mensaje.

– Ellos pueden darnos la oportunidad de destruirlo -me digo.

– Y, de paso, destruir el resto del mundo -me respondo.

– No lo sabemos seguro. Y, aunque fuera así, ¿importa acaso?

De nuevo, no tengo respuesta.

Me acerco. Me toco. Rehúyo mi contacto, pero es inútil. Vuelvo a acercarme y a tocarme. Me miro a los ojos y la rabia que veo en ellos es fría y hermosa. Acerco mi boca a la mía, entreabro los labios y, con ellos, paladeo mis labios, saboreo mi lengua. Me abrazo.

Me tomo a mí mismo. Salvajemente. Con ternura. Con rabia.

Soy uno de nuevo.

Íntegro, completo. Ahora sí.

Por fin.

– Hablemos -le digo a la cosa que acecha dentro de mí, que ha estado esperando con paciencia durante todo este rato.

Asiente.

– ¿Qué quieres saber?

– Todo -respondo.

Las posibilidades son infinitas, me dice; los mundos, incontables.

Así empieza su relato. No entiendo gran parte de él, pero lo que consigo comprender es suficiente.

Él y los suyos preparan el regreso de los Primeros. No sé lo que son. Nadie lo sabe. Pero son poderosos, de un modo inimaginable, y hace mucho tiempo, antes de que cualquier otra cosa existiera, fueron los dueños de este mundo, de todos los mundos.

Fueron expulsados. No sabe cómo, pero así fue. Se los confinó a dimensiones de bolsillo donde aguardaron en una existencia que era mitad sueño, mitad muerte.

Y él y los suyos intentan hacerlos volver.

Su regreso significará la destrucción del mundo tal como lo conocemos. Pero qué es la destrucción, sino la creación algo nuevo.

¿Cómo será ese algo nuevo?, le pregunto.

Nuevo, contesta. Antiguo. Distinto.

Guarda silencio, esperando que tome una decisión.

Me miro a mí mismo y me preguntó qué debo decidir.

Así que le pregunto por qué debería ayudarlos.

Porque él se enfrenta a nosotros, responde.

No es la primera vez que tratan de hacer volver a los Primeros. De hecho, lo han intentado incontables veces. Fracasando siempre, pero cada vez más cerca del éxito.

La última vez, él se enfrentó a ellos. El detective. La máquina de razonar. Sherlock Holmes.

Y volverá a enfrentarse.

Me ofrece la oportunidad de vengarme. De matar para siempre mi rabia matándolo a él.

Cómo puedo decir que no. Él me hizo lo que soy. Me acogió, me dio forma y me dejó expuesto a la terrible maldición del mandarín de ojos de jade. Él es el culpable de todo cuanto me ha ocurrido. Cómo puedo rechazar la oferta que se me hace.

No, no puedo, comprendo.

Entonces, ¿tenemos un trato?

Quizá, respondo. Cuéntame más.

Vagamos por los mundos, dice. Sin forma, como el agua. Como el agua, tomando la forma de los recipientes en que habitan. Su propio reino es un lugar de sufrimiento y pesadumbre, concebido para el dolor y el éxtasis más exquisitos. Intenta describírmelo, pero el lenguaje humano no ha sido concebido para ello y fracasa.

Su mundo, me dice, es como deberían ser el resto de los mundos si los Primeros no hubieran sido confinados.

Un lugar de extremos. Siempre cambiante.

El árabe loco encontró las puertas, hace mucho tiempo. Al Hazrid, Alhazred, Abdelésar. Qué importa su nombre ahora. El árabe loco. Abrió algunas, y se atrevió a mirar lo que había más allá. Incluso se atrevió a cruzar el umbral en algunos sitios, y a robar el conocimiento que encontró allí.

No volvió intacto, nadie lo hace.

Pero quedó lo bastante de su cordura para componer un libro, un libro que repartió en tres y en el que contaba lo que había visto y el modo en que las puertas podían ser abiertas para siempre.

Necesitan ese libro, él y los suyos. Necesitan el conocimiento que el árabe loco les robó hace tanto tiempo.

Para que vuelvan los Primeros.

Sí, digo, de acuerdo. Pero qué es lo que nos ocultas.

Noto un instante de vacilación.

Uno de nosotros es un traidor, dice.

Era el mejor de todos ellos, el primero, el más poderoso, tal vez.

Y ahora los ha abandonado. Ha entrado en el mundo y se pasea por el mundo bajo la forma de un hombre. Los espera. Intentará impedir que tengan éxito. Ha conocido al detective, lo ha ayudado en el pasado y volverá a hacerlo en el futuro.

Es poderoso. Pero no podrá detenerlos, me dice.

Luego, guarda silencio.

Comprendo que no es necesario decir más. Sé todo cuanto necesitaba saber.

La noche siguiente, cuando ella viene a buscarnos, estamos listos.

Nos encuentra en el despacho del doctor Hufier, jugando con los últimos restos de su cuerpo. El doctor aún está vivo, aunque no por mucho tiempo.

– ¿Habéis llegado a un acuerdo? -nos pregunta.

Asentimos en silencio, sin dejar de jugar con lo que queda del doctor.

– No hay tiempo para eso -dice ella-. Tenemos que irnos.

Tiene razón. Lástima.

El único ojo que le queda al doctor me suplica que acabe con su vida.

Abandonamos el lugar.

Primera parte. La aventura dela Boca del Infierno

Capítulo Primero. Una visita intempestiva

Sherlock Holmes era la última persona a la que esperaba encontrar en la puerta de mi casa aquella tarde de finales de 1931. Plantado en el umbral, me miraba con el mismo brillo socarrón de siempre en los ojos y me saludó como si no hubieran pasado más de cinco años desde la última vez que nos habíamos visto.

– Debería refrenarse, Watson -me dijo una vez lo hube invitado a entrar-. Ya no está usted en edad de perseguir jovencitas.

– No diga tonterías, Holmes -le respondí-. Le aseguro que…

– Mi querido amigo -dijo mientras se sentaba frente a mí-, es inútil que intente convencerme de lo contrario. ¿De verdad pretende que crea que nadie se ocupa de usted estos días? Hace mucho que nos conocemos y sus hábitos de solterón empedernido me son lo bastante familiares para esperar encontrar huellas de ellos en su domicilio. Sin embargo, a la vista salta que alguien se ocupa de la casa. Y desde luego no es usted.

Abrí la boca, pero me lo impidió con un gesto de la mano.

– Sé lo que va a decir, pero dudo que sea cosa del servicio o de alguna abnegada ama de llaves ya bien adentrada en la madurez. Hay una mujer joven detrás de este orden; joven y de gustos modernos. Es evidente para cualquiera que sepa mirar.

Me encogí de hombros.

– Es cierto que cuento con ayuda femenina -dije-. Y también que se trata de una mujer joven. Pero de ahí a lo que insinúa usted…

– Bien, mi querido amigo, no insistiré. Pero créame que me resulta difícil de creer que su acicalamiento personal sea por pura vanidad y no para impresionar a su joven asistente.

– Es usted libre de creer lo que quiera, Holmes, pero le aseguro…

– Será mejor que no me asegure nada, Watson. Dejémoslo estar. Al fin y al cabo, no es asunto mío, y si usted no fuera tan indulgente como lo ha sido siempre con mis excentricidades, así me lo habría hecho notar desde el principio. Me disculpo, amigo mío; la naturaleza de sus relaciones con la señorita… Violet (confieso desconocer su apellido) le incumben a usted y sólo a usted.

Traté de mantenerme impasible ante el nombre que acababa de mencionar, aunque estoy seguro de que no tuve demasiado éxito. Holmes, sin embargo, no le dio ninguna importancia a sus propias palabras y se limitó a sacar su bolsita de tabaco y liarse un cigarrillo con una media sonrisa asomando a su rostro anguloso.

Violet Hunter llevaba un tiempo ocupándose de mi casa, ayudándome a mantener las cosas en su sitio y asegurándose de que todo estaba como debía. Hija como era de unos viejos amigos, la conocía prácticamente desde niña y es cierto que siempre había manifestado una inclinación (de carácter totalmente inocente) hacia mi persona. En cierto modo, creo que fue mi influencia lo que la decidió a emprender los estudios de medicina, y confieso que sentía cierto orgullo por ello. En cuanto a lo que Holmes pretendía insinuar con sus comentarios… No diré que por una vez su afilada mente había visto más de lo que había, pero ni el más sagaz de los hombres está libre de cometer una equivocación.

Holmes terminó de liar su cigarrillo y, mientras yo me preguntaba cómo habría hecho para deducir el nombre de mi joven amiga, lo fumó con placidez. Como he dicho, hacía algo más de cinco años desde la última vez que nos habíamos visto, y en aquel tiempo no había cambiado gran cosa. Lejos de aparentar su verdadera edad, se mantenía en una espléndida e indefinida madurez que no parecía tener ninguna prisa en abandonar. Mientras los demás envejecíamos (y los achaques de la edad nos iban ganando y mermando nuestras fuerzas), daba la impresión de que el paso del tiempo no existía para él. Ya no era el joven estrafalario que me había presentado Stanford más de cincuenta años atrás, pero era como si envejeciera a un ritmo más lento que el resto de nosotros.

– Parece que las cosas le van bien, amigo mío.

Sus palabras interrumpieron mis pensamientos y, ante ellas, no pude evitar una sonrisa.

– No me puedo quejar, Holmes. Y en buena medida se lo debo a usted. El público aún gusta de sus historias. Y a mí aún me gusta escribirlas.

Holmes meneó la cabeza.

– Son sus historias, Watson, no las mías. Es usted quien hace que los lectores las aprecien.

– Gracias -respondí, sorprendido ante un cumplido tan inesperado por su parte.

– No me las dé. En realidad, mis palabras no pretendían ser halagadoras. Sabe lo que pienso de sus crónicas sobre mis actividades: siempre ha insistido en centrar la atención sobre los aspectos más… emocionales del asunto, en lugar de limitarse a detallar la inevitable cadena de deducciones que me han llevado a resolver el caso. Tenía ante usted una oportunidad de oro, Watson, sus historias podrían haber sido el libro de cabecera de generaciones enteras de detectives. Podría haber escrito el manual definitivo del arte de la deducción detectivesca. Y en lugar de eso, ha preferido convertirlo todo en intrigas novelescas que poco o nada aportan a lo esencial.

Pese a los años transcurridos, aún me dolían las críticas a mi trabajo. Así que no pude menos que removerme incómodo en la butaca y decir:

– Los lectores parecen opinar de otro modo.

– Así es -asintió él-. De ahí que afirmara que son sus historias y no las mías. Es su modo de contarlas lo que las ha hecho populares. Algo que deploro, pero que a usted parece haberlo colocado en una situación más que desahogada.

– No me puedo quejar.

Holmes sonrió.

– Es la segunda vez que dice eso, amigo mío, lo cual no deja de resultar curioso. Además, las personas siempre pueden quejarse, no importa lo bien que les vayan las cosas. Me temo que eso es una verdad universal. Pero le entiendo, Watson. Desde luego, parece usted un hombre satisfecho de sí mismo y de sus circunstancias.

Dejó que la sonrisa muriera lentamente en el rostro y me di cuenta que me miraba con una expresión que sólo pude calificar de nostálgica. Una vez más, tras aquella apariencia fría y arrogante, Holmes desvelaba que no estaba exento de flaquezas humanas y que también él era permeable a la emoción. Comprendí que echaba de menos los viejos tiempos y así se lo hice notar.

– ¿Echarlos de menos? -Se encogió de hombros-. Sin duda fueron épocas más sencillas, donde todo parecía estar más claro para todo el mundo. Y es cierto que fue una buena época.

– «Era la mejor de las épocas…»

– «Era la peor de las épocas» -dijo él, terminando la cita de Dickens-. Sí, en cierto modo, esa antítesis define a la perfección mis años de actividad como detective consultor. Fue, sin duda, la mejor y la peor de las épocas, la edad de la razón y la edad de la locura, la estación de la luz y la estación de las tinieblas. Así que, en cierto modo, y por seguir el juego, digamos que la echo de menos y me alegro de que ya haya pasado.

Creo que fue en ese momento cuando empecé a sospechar que Holmes no había venido a visitarme por el puro placer de charlar conmigo. Cierto que, desde que se había retirado a principios de siglo, venía a verme de vez en cuando; nunca muy a menudo, pero lo bastante para no perdernos del todo la pista. Alguna vez he dicho que para él yo era una más de sus costumbres, como el tabaco en pipa, la zapatilla persa, los experimentos químicos o las improvisaciones de violín; y supongo que, de vez en cuando, necesitaba una «dosis» de Watson, al igual que la había necesitado de cocaína, mucho tiempo atrás.

Otras veces, sin embargo, nos habíamos encontrado por razones profesionales, como en el caso del asesino fingido, en el que yo le hice venir a Londres, o cuando me pidió ayuda para detener a Von Bork, el espía al servicio del Kaiser en los días que precedieron a la Gran Guerra.

Aquella noche, mientras mi amigo parafraseaba a Dickens, tuve la sensación de que aquella visita no obedecía a ninguno de los dos motivos que acabo de relatar. O quizá, en cierto retorcido modo, obedecía a ambos.

– No se equivoca, Watson -me dijo, sacándome una vez más de mis pensamientos y, de paso, demostrando de nuevo que los había seguido como si él mismo los hubiera formulado-. Ésta no es una simple visita social. Pero tampoco es enteramente profesional. No vengo a pedirle ayuda en uno de mis casos. Vengo para…

Vaciló y, durante un instante, fue incapaz de sostener mi mirada. El asombro que experimenté en ese momento es difícil de describir. Pero más aún lo es el temor que me embargó. ¿Qué estaba pasando?

– Tengo algo que contarle, Watson, viejo amigo. Si creyera en estas cosas, le diría que tengo algo que confesar. No sé si es propiamente un pecado, pero sin duda es cierto que necesito la absolución. Quizá usted no pueda dármela, pero me temo que no tengo nadie más a quien acudir.

No supe qué contestar a lo que acababa de decir y, en realidad, creo que él no esperaba respuesta. De pronto, como si nada hubiera pasado, alzó la vista y dijo:

– Somos casi los únicos supervivientes de nuestra época, Watson. Como dinosaurios atrapados en un valle sobre el que el tiempo no se ha atrevido a pasar. Como una de esas historias que contaba mi estrambótico primo Challenger.

Nos sentábamos frente a la chimenea, después de una cena fría que habíamos compartido en silencio. Holmes acunaba en sus manos una generosa copa de brandy y no apartó los ojos del fuego mientras hablaba.

– ¿Qué nos hace seguir adelante? ¿Por qué nos empeñamos en continuar con vida mientras a nuestro alrededor todo lo que conocíamos se va desvaneciendo? Vivimos en mitad de una niebla que lo devora todo, Watson. Fría, húmeda y sin piedad alguna. Y sin embargo, seguimos en pie. No nos rendimos. ¿Por qué?

Sé que mi amigo no esperaba respuesta alguna, pero no pude evitar dársela:

– Porque aún no es nuestro momento -dije-. Porque miramos a nuestro alrededor y todavía hay cosas que nos conmueven.

Sonrió y me miró a los ojos. Parecía tranquilo, a gusto, en calma como hacía mucho tiempo que no lo veía.

– Ah, Watson, Watson, optimista hasta el final, ¿verdad?

– Hasta el último día, Holmes.

Asintió y tomó un trago de brandy.

– Sí, no dudo que para usted esa respuesta sea cierta. Sé bien que mira a su alrededor y todavía encuentra cosas que lo conmueven. Pero yo… ¿qué motivo tengo para seguir adelante?

– No caeré en su trampa, Holmes. Lo tiene, es así de sencillo. Sigue aquí, y eso es prueba más que suficiente.

– ¿Sí? Me temo que su razonamiento es deficiente, viejo amigo.

– Los razonamientos no lo son todo.

– ¿No? Quizá no. Y sin embargo, yo he basado mi vida en ellos. Soy una máquina de razonar, Watson, soy una mente pura, analítica y desapasionada.

– Eso no es cierto.

Se encogió de hombros.

– El cuerpo tiene sus necesidades, es cierto -dijo-, y a veces la mente tiene que rendirse a ellas, por más que quiera. Sin embargo, salvando eso…

Ahora fue mi turno de sonreír.

– Quizá eso es lo que no podemos salvar, Holmes. -Meneé la cabeza-. No, lo siento, no lo creo. No es usted una desapasionada máquina de razonar. Ése era el profesor Moriarty, y usted no es como él.

– Pude haberlo sido.

– Quizá. De haber ocurrido lo adecuado en el momento oportuno. Pero lo cierto es que no fue así. Puede ocultárselo a sí mismo, amigo mío, puede negarlo ante el mundo entero, si quiere. Y si así lo desea, no volveré a decirlo nunca más. Pero, Holmes, de todos los objetivos a los que usted pudo haber dedicado su prodigiosa mente, eligió precisamente aquél que, además de razón, necesitaba compasión. Y en eso, como en todo lo demás que hizo, sobresalió sobre el resto del mundo.

– Me abruma, Watson.

– Eso espero, Holmes.

El silencio volvió a caer sobre ambos. El fuego crepitaba en la chimenea y afuera se oía caer la lluvia.

Vi que Holmes meneaba la cabeza.

– Es usted único, Watson -dijo de pronto-. Para usted todo está siempre claro, no hay dudas. No hay grises.

– No en lo que se refiere a usted -respondí-. En eso, nunca.

Removió lo que quedaba en la copa y lo apuró de un trago. Se incorporó en la silla y se calentó un rato las manos al fuego.

– Me temo que voy a abusar de su hospitalidad un poco más -dijo-. Creo que ambos nos hemos ganado una buena noche de sueño.

Lo acompañé a la habitación de invitados y allí lo dejé, mientras yo me iba a mi propio cuarto.

Apagué la luz, pero tardé en conciliar el sueño. Tuve la sensación de que Holmes tampoco dormiría mucho aquella noche.

Sin embargo, a la mañana siguiente, aún no se había levantado para la hora del desayuno. Preocupado, me acerqué a su cuarto y entreabrí la puerta. Tras comprobar que seguía dormido, bajé al piso de abajo y me preparé un café y un par de tostadas.

Violet había acordado venir aquel día, pero juzgué conveniente que Holmes y yo estuviéramos solos, así que la telefoneé para cancelar nuestra cita. La criatura pareció decepcionada, pero se conformó tras prometerle que le contaría todo lo ocurrido. Sabía bien quién era Sherlock Holmes, por supuesto, y de hecho nunca se cansaba de oír historias sobre el detective. No importaba que ya las hubiera leído en alguno de mis relatos publicados; decía que cuando yo las contaba de viva voz adquirían un nuevo colorido para ella.

Supongo que no era más que una joven agradecida halagando la vanidad de un viejo. Pero no me importaba.

Terminé el desayuno y mientras hojeaba el periódico fumé el primero de los escasos cigarrillos que me permitía.

Holmes despertó un par de horas más tarde y, cuando bajó al salón, vi que estaba de un humor inmejorable.

– Hace un día espléndido -dijo, atisbando por las ventanas nuestro tristón tiempo inglés-. Un día espléndido para estar vivo, ¿verdad, Watson?

– ¿Acaso no lo son todos? -pregunté, siguiéndole el humor.

– Muy cierto, amigo mío, muy cierto. Sé que no son horas, pero confieso que desfallezco de hambre.

– Estoy seguro de que en la cocina encontraremos algo.

Así fue, y Holmes dio cuenta de un tardío y copioso desayuno mientras no paraba de canturrear y de soltar bromas. Estaba acostumbrado a aquellos bruscos cambios de humor, así que no me sorprendió.

– Estupendo -dijo cuando terminó-. Y ahora ha llegado el momento de que le ponga al día de mis últimas andanzas, ¿no cree?

– Si considera que es así, soy todo oídos.

– Es usted el más discreto de los hombres, querido Watson.

Fuimos al salón y allí nos acomodamos. Holmes lió un cigarrillo y lo fumó con placidez, recostado en la butaca.

– ¿Sabe? Uno nunca se retira del todo. Han pasado casi treinta años desde que abandoné la profesión de detective consultor y, sin embargo, en todo ese tiempo no me ha faltado trabajo. A veces, alguien me traía algo tan interesante que no podía evitar investigarlo. Otras… bueno, otras simplemente los acontecimientos insistían en interponerse en mi camino. Y otras, el encargo venía de alguien a quien no le podía decir que no.

Si esperaba que yo le preguntase algo, debió de quedar chasqueado, porque me limité a mirarlo y a asentir.

– Aún recuerdo el modo melodramático en que le hablé de mi hermano una vez. Le dije, ¿lo recuerda?, que él era el gobierno de Inglaterra. Y en cierta forma estrambótica, así es. Al menos, es uno de los hombres que mantienen unido el país. A veces diría que casi en contra de la voluntad de buena parte de sus ciudadanos, a juzgar por las cosas que en muchas ocasiones hacemos. En su momento, no podía decirle mucho más…

– Tampoco es necesario, Holmes -le interrumpí-. Hay cosas de las que hasta yo me doy cuenta. Sé que Mycroft ocupa un puesto importante en nuestros servicios de inteligencia.

– Importante dice, mi querido amigo. Y así es, aunque me pregunto si sabe hasta qué punto. En cualquier caso, saber eso es suficiente para lo que quiero contarle. Le decía que hay veces en que me hacen un encargo al que no me puedo negar. Si Mycroft me dice que Inglaterra me necesita, sabe que obtendrá de mí lo que quiere. Así que en los últimos tiempos he sido una especie de agente libre en el engranaje del espionaje inglés.

Asentí de nuevo. Ninguna de sus palabras me tomaba por sorpresa. Al fin y al cabo, era algo que sospechaba desde hacía tiempo.

Holmes terminó su cigarrillo, lo arrojó a las brasas de la chimenea y entrelazó los dedos bajo su afilado mentón, en un gesto que yo conocía bien.

– Hace algo más de un año yo estaba en Portugal -dijo- siguiendo a alguien que interesaba mucho a nuestros servicios de inteligencia. Hay detalles sobre el motivo de ese interés que me temo que aún no puedo confiarle, Watson, pero no saberlo no afectará a lo esencial de nuestra historia. La persona a la que seguía… usted la conoce. Nuestros caminos ya se entrecruzaron en el pasado, y presiento que volverán a hacerlo en el futuro. Supongo que recuerda al señor Aleister Crowley.

Cómo no recordarlo. Crowley se había ganado una más que merecida reputación como el hombre más corrupto de su época. Holmes y yo habíamos tenido ocasión de conocerlo brevemente muy al principio de su carrera, antes de volverse una figura célebre, mientras investigábamos la desaparición de James Phillimore en el caso que, con el tiempo, acabé llamando "La aventura de la sabiduría de los muertos" y que tuvo lugar en la primavera de 1895. No hacía mucho que, precisamente a petición de Holmes, había pasado aquellos extraordinarios acontecimientos al papel, así que el caso seguía fresco en mi memoria. La participación de Crowley en aquella intriga había sido mínima, un personaje secundario de escasa importancia, aunque seguramente él no lo vería así. Recuerdo perfectamente el desagrado que me causó nada más verlo y sé que Holmes compartía ese desagrado, si bien nunca me lo manifestó. Crowley era un joven por entonces, poco más que un adolescente, pero ya estaba extendiendo sus tentáculos por el mundo del ocultismo y adquiriendo una considerable, aunque poco notoria, influencia.

Holmes volvió a encontrarlo unos años más tarde, cuando trabajaba con Charlie Chaplin en uno de sus casos tardíos. Su presencia tampoco tuvo gran relevancia en lo que ocurrió, si bien Holmes siempre sospechó que sabía más de lo que le había contado.

– Crowley no estaba solo en Portugal -siguió diciendo Holmes-. No sólo le seguía su habitual corte de adoradores, sino que alguien lo esperaba allí. Alguien con quien él contaba, pero también alguien que no. Y, por supuesto, yo le seguía los pasos. -Aquí hizo una pausa, como si lo que fuera a decir a continuación le costara trabajo-. Wiggins me acompañaba.

Enarqué una ceja, sorprendido. ¿Wiggins? Holmes asintió.

– Sí, mi sucio tenientillo de Irregulares, ahora convertido en el famoso detective de las estrellas de Hollywood. Mi sucesor, en cierto modo.

Volvió a guardar silencio.

– Está bien, ¿verdad? -pregunté-. El joven Wiggins está bien, ¿no?

Pero Holmes tardó en responder. Y, cuando lo hizo, sus palabras no me tranquilizaron demasiado:

– Llegaremos a eso a su debido tiempo, Watson. A su debido tiempo.

Capítulo II. El detective de las estrellas

Fue así como supe que, unos meses atrás, un barco se había detenido en la costa española. Agosto estaba a punto de terminar y se arrastraba hacia un septiembre que prometía ser oscuro y húmedo.

Holmes y Wiggins viajaban a bordo bajo identidad falsa. No les había costado mucho aparentar ser un anciano excéntrico y sin duda adinerado, acompañado de su sobrino ansioso por heredar la fortuna del viejo avaro mientras le hacía las funciones de secretario.

Lo cierto es que les divertía representar sus papeles. Disfrazarse, fingir lo que no era siempre había sido como una segunda naturaleza para Holmes. Y Wiggins no estaba exento de habilidades en ese terreno. Claro que en los últimos años, convertido en una suerte de detective mascota de las estrellas de Hollywood, no había tenido ocasión de practicarlas a menudo. O, según como lo miremos, había estado practicándolas continuamente, interpretando sin parar un personaje. Al fin y al cabo, todo es ilusión en ese mundo; y para sobrevivir en él, Wiggins tuvo que transformarse, en cierto modo, en uno de ellos.

Qué hacía allí Sherlock Holmes y por qué estaba acompañado de su antiguo «sucio tenientillo» de los Irregulares de Baker Street sin duda merece una explicación.

Mi amigo siempre se había preocupado por el bienestar de sus Irregulares. A medida que crecían les fue siguiendo la pista y, allí donde podía, los ayudó a establecerse en la vida.

Ninguno de ellos lo defraudó. Y algunos superaron con creces las expectativas que tenía puestas en ellos.

Wiggins y Charlie Chaplin fueron los casos más notorios y desde el punto de vista estricto del éxito material, sin duda los que mejor librados salieron. El pequeño Charlie se convirtió en una estrella internacional por derecho propio y su personaje del entrañable vagabundo ha acabado transformándose en un icono inolvidable para el público. Mi trato con Charlie siempre fue superficial, y su paso por los Irregulares, bastante fugaz. Siempre tuve la sensación, por otro lado, de que el joven me miraba con desconfianza, quizá incluso con desagrado.

Es posible que me lo haya merecido. Confieso que al principio yo miraba con cierta hostilidad a aquellos muchachos, aquellas «fuerzas irregulares de Baker Street», tal como los había bautizado Holmes. Pero con el tiempo me di cuenta, no sólo de lo eficaces que eran para ciertos trabajos, sino del modo incondicional en que adoraban a mi amigo y la disciplina casi militar que Wiggins había impuesto sobre ellos. En cierto modo, eran un ejército, y funcionaban como tal.

Un ejército que se encontró con su momento más oscuro una noche de 1895 en un fumadero de opio de Limehouse.

Pero me estoy adelantando a los acontecimientos.

El caso de Wiggins era totalmente distinto al de Charlie; lo conocía desde hacía más tiempo, cuando no era más que un pilluelo desafiante y desvergonzado que hacía trabajos y encargos para Holmes y que había vuelto loca a la señora Hudson con sus continuas entradas y salidas, colándose por la puerta y, seguramente, robando alguna que otra cosa de la cocina. Con el tiempo, se había ido convirtiendo en un mucho espléndido y a su alrededor se había ido aglutinando una banda bien organizada de chicuelos que trabajaban a las órdenes del detective.

No me sorprendió cuando Wiggins decidió seguir los pasos de su mentor y me alegró ver que no lo hacía con mala fortuna. Primero dentro de la policía oficial y luego como investigador por cuenta propia, se labró una más que merecida reputación.

Fue precisamente a petición de Charlie que decidió ir a Los Angeles e involucrarse en la comunidad cinematográfica. Su fama no tardó en aumentar y pronto Frederick Wingspan, el nombre por el que el resto del mundo lo conocía, se convirtió en el detective oficioso de las estrellas de la pantalla. Al contrario que Holmes, quien siempre había preferido las sombras y la permanencia en un discreto segundo plano, Wiggins no hizo ningún secreto de su profesión. Su rostro aparecía con frecuencia en las portadas de las revistas de cotilleos de Hollywood, o en los noticiarios del mundo del cine: tal vez uno más en una de las muchas fiestas llenas de glamour y ficción que parecían estar celebrándose a todas horas.

Su rostro, marcado en la mejilla izquierda por el rastro de dos cicatrices gemelas, tenía cierto siniestro atractivo que sin duda lo hacía más que interesante para el otro sexo: el toque justo de misterio y oscuridad que las mujeres encuentran interesante.

Aunque sé bien que el joven habría preferido ser menos interesante y haberse librado de aquella marca en su rostro. Al fin y al cabo, estaba allí cuando Holmes lo trajo en un estado lamentable y fui yo quien curó sus heridas.

Al menos, las de su rostro.

Tengo anotados los detalles del caso, si bien no los he hecho públicos nunca. En mi narración de "La aventura de la sabiduría de los muertos" lo menciono de pasada, pues no tiene demasiada importancia para lo que allí ocurre. Digo, entre otras cosas, que Holmes se había visto involucrado en una sórdida trama que lo había acabado llevando, a él y a buena parte de sus Irregulares, a la zona de Limehouse. Y fue en un fumadero de opio donde el muchacho que era Wiggins entonces quedó marcado para siempre.

Alguien estaba empezando a reorganizar los bajos fondos de Londres, alguien que se estaba aprovechando de la muerte del profesor Moriarty para hacerse con el control del elemento criminal y establecer los cimientos de lo que podría llegar a convertirse en un nuevo imperio del submundo.

Pocos se atrevían a pronunciar su verdadero nombre, y aun éstos lo hacían entre susurros atemorizados, como si aquellas tres sílabas que lo identificaban tuvieran alguna clase de poder temible y decirlas en voz alta trajera la desgracia. Era un individuo enigmático de origen chino, nacido quizá en alguna parte de Manchuria, y a menudo se lo llamaba simplemente «el mandarín de ojos de jade».

Holmes y él se enfrentaron. Mi amigo logró hacerlo huir, al menos de momento.

Pero no antes de que aquella criatura diabólica marcara el rostro de Wiggins.

En la oscuridad, lo había detenido. Sus ojos, dos ascuas frías y esmeraldas, habían inmovilizado al joven y, con la mano extendida, había murmurado: «Dos».

Luego, su mano se convirtió en una garra de dos dedos y se acercó al rostro del muchacho.

Ésa fue la marca que aquel siniestro personaje dejó en el joven Wiggins: dos cicatrices paralelas en un lado de su rostro.

Fue entonces cuando Holmes hizo su aparición y se enfrentó a aquel maligno individuo. Estoy seguro de que salvó a Wiggins de un destino peor que la muerte. Y sé que mi amigo sufría al ver el dolor de su sucio tenientillo.

Lo llevó a mí y lo curé como pude. Con el tiempo, su rostro fue sanando. Las cicatrices permanecieron allí, pálidas y casi delicadas, un sutil recordatorio de que el mundo no era el lugar brillante que a veces parecía.

Recuerdo que, mientras curaba las heridas del joven Wiggins, había pensado en el paralelismo que había entre los irregulares del detective y los ladronzuelos de Fagin y en que, de haber querido Holmes construir un imperio criminal, en aquellos muchachos tenía una baza insuperable. Por suerte, las intenciones de mi amigo iban por otros derroteros.

Curé como pude el rostro de Wiggins, pero sé que algo atormentaba su alma. No era nada que pudiera decir en voz alta, pero no tardé en observar un cambio en la actitud del joven. Se volvió más implacable y creo que no volví a oírle reír. Sonreía a menudo, y cuando lo hacía su rostro se iluminaba, pero no rió nunca más.

Ingresó en la policía y, como he dicho, trabajó durante un tiempo como un detective oficial. Pero no tardó en encontrar encorsetantes tantas reglas y regulaciones. Además, había crecido junto al mejor detective del mundo. ¿Qué podían enseñarle aquéllos a los que precisamente Holmes había acusado más de una vez de torpes?

Así que no tardó en abandonar la fuerzas del orden y establecerse por su cuenta. Sé que Holmes lo ayudó discretamente en los primeros tiempos.

Se encontró con Charlie Chaplin algunos años después, en una de las visitas de éste a Inglaterra, y lo convenció para que cruzara el charco. El resto es fácil de seguir, a través de las revistas llenas de glamour y mentiras de la meca del cine.

Las capacidades razonadoras y deductivas de Wiggins tenían poco que envidiar a las de Holmes. Y no fueron pocas las madejas enmarañadas que consiguió desentrañar a lo largo de su carrera como detective. Por desgracia, Wiggins era incapaz de no involucrarse emocionalmente en los casos que investigaba; no supo tomar la distancia adecuada que, tal como lo veía Holmes, el buen razonador debe mantener siempre. Para el investigador, decía mi amigo, el misterio que trata de poner en claro debe ser un rompecabezas, un puzzle en el que hay que encontrar las piezas que faltan, o un laberinto para el que debe encontrar el proverbial hilo de Ariadna. Nada más y nada menos.

Yo mismo, como médico, no desconozco las consecuencias de dejarse llevar emocionalmente; una cierta dosis de deshumanización es imprescindible para hacer bien ciertos trabajos. De no ser así, la carga emocional que conllevan nos terminaría ahogando y el peso sobre nuestros hombros se convertiría en algo insoportable.

En ese aspecto, supongo que un detective no es muy distinto de un médico. Tiene que interesarse por la enfermedad, encontrar qué causa los síntomas y, si es posible, corregir la situación que los ha provocado. Pero el enfermo no debe pasar de ser nada más que un factor de la ecuación.

Por supuesto, debe haber espacio para la compasión en todo el proceso. Sin embargo, no demasiado, o el exceso de empatía terminaría convirtiéndose en una fuerza destructiva. Es un equilibrio difícil. Y me temo que ése era un equilibrio que Wiggins no había podido mantener.

El «sucio tenientillo» que correteaba por las faldas de la señora Hudson acabó convertido en un hombre de extremos. Una elaborada máquina de razonar que, al mismo tiempo, se dejaba llevar por intensos raptos de emoción.

La consecuencia fue que su cuerpo terminó pagándolo. A mediados de 1930 sufrió un colapso nervioso y tuvo que ser internado en una clínica: uno de esos lugares exclusivos donde los actores se recuperan discretamente de sus adicciones y problemas. Charlie lo ayudó a ingresar en ella, y luego llamó a Holmes, seguramente intuyendo que su presencia podía ser lo que Wiggins necesitaba para recuperarse.

Cuando mi amigo lo encontró, estaba en un estado lamentable. Se había pasado los últimos meses investigando una serie de crímenes que parecían estar relacionados. Todos ellos tenían ciertos elementos comunes que así lo indicaban, y Wiggins se había lanzado tras la pista lleno de determinación, sí, pero también con demasiada pasión.

En cierto momento, su cuerpo se rindió y su mente ya no pudo más. Apenas comía, estaba en un estado febril y no hacía más que balbucear incoherencias acerca del número dos.

Así los había llamado la prensa sensacionalista: «los Crímenes del Dos». Parecían obra de un loco, sin duda, quizá de alguien cuya locura rozase lo genial, pero claramente desequilibrado. Secuestros de gemelos en los que se devolvía uno a los padres y se mataba al otro. Robos en los que sólo se llevaban pares de objetos y se dejaban a un lado las piezas aisladas, aunque su valor fuera muy superior a lo robado. Chantajes en los que se pedían dos millones de dólares, las cartas llegaban duplicadas y siempre el día dos de cada mes… No parecía haber relación alguna entre los distintos delitos, más allá de aquella obsesión por el número dos y que parecían cubrir todo el abanico de la delincuencia.

Entregado a su investigación, Wiggins se fue obsesionando cada vez más con el asunto. Incapaz de resolver el caso, finalmente sufrió el colapso nervioso que lo llevó a la clínica donde lo Holmes lo había encontrado.

Éste prometió a Charlie que se ocuparía de él, y durante los siguientes días, trabajó duro para volver a ponerlo en pie y hacer que su espléndida cabeza funcionara de nuevo. Podríamos decir que lo consiguió, pero no sin consecuencias.

Wiggins, sereno pero agotado, no estaba capacitado para retomar su… papel, por qué no llamarlo así, de detective de las estrellas. Necesitaba reposo, alejarse de todo aquello que había causado su obsesión. Aunque juntos él y Holmes habían emprendido los primeros pasos hacia su curación, ésta distaba de ser completa, y aún les quedaba trabajo por hacer.

Así que se lo llevó con él de vuelta a casa. Como mi amigo me dijo aquella mañana en mi sala de estar: qué otra cosa podría haber hecho.

Antes he dicho que una mínima distancia emocional en ciertos trabajos es no sólo aconsejable, sino imprescindible. Pero también que un toque de compasión, de empatía, es necesario. Y de hecho, por más que mi amigo proclamase lo contrario, sabía bien que él también lo veía así. A lo largo de todos aquellos años en que lo vi trabajar, no se me pasó inadvertido el modo en que, más de una vez, era la compasión por las víctimas, más que el gusto por desentrañar un misterio interesante, lo que lo movía a actuar.

– Ah, Watson -me dijo Holmes en aquel momento, interrumpiendo su historia-. Es usted el más tozudo de los hombres. Insiste una y otra vez en convertirme en una criatura emocional. Y nada de lo que yo diga o haga parece convencerlo de lo contrario.

– Quizá, Holmes -respondí-. Lo conozco bien, amigo mío, mejor de lo que usted mismo cree.

Holmes sonrió.

– Iba a decir «mejor que usted mismo», ¿verdad?

– Es posible.

– Se ha vuelto arrogante con los años.

– Sin duda. Pero eso no significa que no tenga razón.

Mi amigo amagó una nueva sonrisa. Luego se encogió de hombros y siguió con su historia.

Capítulo III. El hermano más listo

Wiggins paseaba por las colinas y Holmes se ocupaba de sus colmenas cuando Mycroft vino a verlo.

El paupérrimo verano inglés se deslizaba con parsimonia hacia el final y el día era agradable sin llegar a ser caluroso. Wiggins llevaba dos meses en Sussex y lenta pero firmemente parecía ir avanzando hacia una recuperación total. De hecho, se encontraba lo bastante bien para poder echarle un vistazo a los primeros borradores del Compendio del arte de la detección, la obra que había ocupado los esfuerzos de mi amigo durante los últimos años. Se dice que dos pares de ojos ven más que uno, y algunas de las sugerencias que el muchacho hizo al detective le resultaron muy útiles para encarrilar la obra por el camino adecuado, como él mismo me confesó.

Como he dicho, aquella mañana se estaba ocupando de las colmenas. Oyó llegar el automóvil y, mientras terminaba la limpieza de un panal, reconoció los pasos característicos de su hermano.

– Sherlock -saludó éste, sin decidirse a entrar del todo en la zona de las colmenas.

– Buenos días, Mycroft -le devolvió Holmes el saludo sin abandonar su tarea.

Terminó lo que estaba haciendo, devolvió el panal a su lugar correcto y sólo entonces se volvió y miró a su hermano.

Habían pasado sólo unos meses desde la última vez que lo había visto, y le sorprendió encontrarlo tan envejecido. Volvió a lamentar, y no sería la última vez, que se hubiese negado a incorporar la jalea real a su dieta. Sus argumentos para tal negativa siempre le habían parecido pueriles a Holmes, pero sabía bien que, una vez tomada una decisión, era casi imposible que Mycroft cambiara de parecer.

En silencio, abandonaron los jardines y se dirigieron la casa. Parecía un buen momento para un desayuno tardío, así que Holmes preparó un poco de té y, mientras el agua se calentaba, animó a Mycroft a que le dijese qué quería.

– Me temo que llego en un momento inoportuno -dijo éste, mirando a su alrededor con el ceño fruncido-. De haber sabido que tu joven pupilo estaba aquí, quizá me lo habría pensado mejor.

Era un juego de niños (al menos lo era para mi viejo amigo) seguir su mirada y dar con los indicios que le habían revelado la presencia de Wiggins, así que Holmes no se molestó en comentar lo que para él resultaba evidente y en lugar de eso dijo:

– Bueno, Mycroft, pretender controlarlo todo es imposible. Deberías saberlo bien. Quizá no sean las circunstancias más apropiadas, pero tendremos que lidiar con ellas como podamos.

Su hermano se encogió de hombros. Parecía molesto.

– Siempre puedo encargarle el trabajo a otro agente -dijo, tras unos instantes de vacilación.

Holmes reprimió una sonrisa. Mycroft, el hombre que jamás cambiaba sus costumbres por nada que no fuera una emergencia nacional, y que sin embargo se había tomado la molestia de venir hasta Sussex en lugar de mandar a buscar a su hermano, decía ahora que quizá podría asignarle la misión a otro. Su trampa era tan infantil que no parecía digna de él.

– Vamos, Mycroft -dijo el detective, mientras retiraba el agua caliente del fuego y tomaba asiento frente a él-. No intentes pincharme como si fuera uno de tus peones. Dime qué es lo que quieres y luego ya veremos qué podemos hacer.

Pero su hermano no respondió. Esperó a que Holmes sirviera el té y luego lo tomó en silencio, dibujando un mohín de fastidio con sus labios gordezuelos. En los últimos años, Mycroft había engordado cada vez más, hasta el extremo de que resultaba ya casi imposible adivinar al hombre delgado que había bajo él. Ni Holmes ni yo somos muy dados a las veleidades del psicoanálisis, si bien yo considero que el método del doctor Freud no carece del todo de utilidad, y quizá algunas de sus técnicas podrían explicar por qué el hermano de Sherlock Holmes había decidido enterrar al hombre delgado y nervioso que había sido bajo todas aquellas capas de grasa.

Así que se tomó su té en silencio, sin abandonar del todo su aire de fastidio durante lo que duró el proceso. Sólo entonces, tras el último sorbo y después de haberse limpiado pulcramente con una servilleta, decidió hablar:

– En realidad, eres la única persona que puedo enviar a hacer esto -reconoció, no demasiado contento-. Al fin y al cabo, has estado involucrado en el asunto casi desde el principio y no es necesario ponerte en antecedentes. Por otro lado -añadió, frunciendo los labios-, no hace falta que añada que cualquiera de mis agentes pensaría que estoy loco si intentara contarle el asunto.

– Bien, Mycroft, es la reacción normal, al fin y al cabo. Descubrir de pronto que el jefe de inteligencia dedica buena parte del presupuesto asignado al contraespionaje a perseguir fantasmas, libros de ocultismo y… monstruos es algo difícil de digerir para cualquiera.

– Quizá te sorprendería -respondió-. Y te aseguro que no somos los únicos. Si te contara lo que hacen los alemanes… o nuestros primos americanos, ya que estamos en ello. Pero da igual. Al menos tú sabes de qué trata todo el asunto, ya lo has investigado antes y no necesito convencerte de que el peligro es real.

– ¿Real? Sin duda, querido hermano. Mientras todos los participantes en esta extraña conjura penséis que es real, desde luego que lo es y, por tanto, puede tener consecuencias físicas y palpables en nuestro mundo. Si me preguntas, sin embargo, si creo que las fantasías de un árabe loco sobre monstruos divinos, entes primordiales y dimensiones infernales son ciertas…

– No te he preguntado nada, Sherlock. Y sabes bien que yo mismo no estoy seguro de creer en todo eso. Sin embargo, como bien has dicho, mientras el número suficiente de personas lo tengan por real y estén dispuestos a hacer cualquier cosa por aquello en lo que creen, el peligro que esas «fantasías de un árabe loco» representan para el mundo es lo bastante auténtico para mí.

Holmes. asintió.

– Así es como yo lo veo, en efecto.

– Aunque… -añadió Mycroft con un brillo malicioso en sus ojos entrecerrados-. Tú mismo te has visto involucrado en unas cuantas cosas que no pueden ser explicadas de un modo… natural.

– Tonterías -dijo Holmes-. Todo tiene una explicación natural. Que no conozcamos lo bastante los mecanismos del mundo no significa que éstos no existan.

Otra vez su hermano se encogió de hombros.

– Como quieras. En cualquier caso, mi tiempo es limitado. Y cuanto antes vuelva a Londres y esté a salvo en mi club, mucho mejor.

– Pues adelante, hermano, deja de dar vueltas alrededor del asunto y cuéntame qué es lo que quieres que haga.

En aquel punto de su historia, Holmes me trajo de nuevo a la memoria el asunto en el que ambos nos vimos involucrados a principios de 1895: "La aventura de la sabiduría de los muertos", como yo había acabado bautizándolo.

Supe entonces que Mycroft se había pasado buena parte de los últimos treinta y cinco años investigando el asunto. Aquello no pudo menos que sorprenderme. Incluso podríamos decir que clamaba contra mi espíritu de ciudadano responsable. ¿Dilapidar el dinero de nuestros impuestos en perseguir quimeras, en obtener grimorios, en vigilar sectas ocultistas? Me parecía un derroche tan poco inglés que no sabía muy bien qué pensar.

Pero como Mycroft había dicho, no es necesario que algo sea real para que resulte peligroso; basta que las personas suficientes lo tomen como real y actúen en consecuencia.

Desde nuestra aventura con el Necronomicon, el mundo entero parecía haberse vuelto loco. Desde que Winfield Scott Lovecraft nos dio esquinazo a finales del siglo pasado y se hizo con el libro, la comunidad ocultista había entrado en una especie de frenesí que, de no controlarse, podría desestabilizar las cosas.

¿Qué cosas?, me preguntaba yo. Y la respuesta de Holmes no pudo ser más críptica ni menos tranquilizadora: todas las cosas. Cualquier cosa.

Era como si durante los últimos treinta y cinco años hubiéramos estado viviendo una guerra secreta, una especie de carrera por ser los primeros en poner las manos sobre el libro de Al Hazrid y usarlo cada uno para sus propios fines. Hasta ahora nadie había tenido éxito y, si de Holmes dependía, nadie lo tendría nunca, pero entre tanto se las habían apañado para darle un buen cabeceo al barco en el que todos navegábamos.

– ¿Recuerda la guerra en Cuba contra los españoles? -me dijo Holmes, interrumpiendo su historia-. Si yo le dijera que ésta no fue más que un montaje creado para ocultar algo más siniestro, ¿me creería? Claro que lo haría, usted nunca dudaría de mi palabra, lo sé bien y lo veo en sus ojos. Y sin embargo, al mismo tiempo se resiste a creerlo.

Holmes me conocía bien y, al menos de momento, aceptó mi confianza en sus palabras y me agradeció haber dado el salto de fe que me exigían. Quizá algún día pudiera explicármelo todo y terminar de convencerme, me dijo. Entre tanto, tendría que conformarme con saber que los servicios de inteligencia británicos (aunque en muchos casos, ellos mismos no lo supieran) mantenían bajo vigilancia a algunos de los más notorios representantes del mundo ocultista.

Lo cual nos llevaba a su misión a Portugal. Y al señor Crowley.

Pocas veces nos habíamos encontrado con algo que pusiera más a prueba nuestras concepciones acerca de cómo funcionaba el mundo que durante la investigación del robo del Necronomicon. En todos aquellos años, la historia no se había apartado de mi memoria y, de no habérmelo impedido Holmes, la habría pasado al papel mucho antes. Pero sólo unos meses atrás me había dado el permiso necesario, cuando le hice llegar a Sussex varios ejemplares de una revista pulp americana en la que un tal Howard Philips Lovecraft disfrazaba como ficción hechos que yo reconocí sin problema alguno. Quizá lo que aquel individuo había escrito no eran más que fantasías torpes y grotescas, pero su origen estaba sin duda en lo que Holmes y yo habíamos vivido en aquellos días de 1895.

No sé si aquel Winfield Scott Lovecraft que contactó con Amanecer Dorado y consiguió robar ante sus narices el grimorio de la secta era el padre del horripilante escritor de la revista, pero no he olvidado lo que hizo hace treinta y cinco años. Igual que no he olvidado el modo en que nos tuvo en jaque una y otra vez o la manera en que consiguió darnos esquinazo una primera vez usándome de rehén. Cierto que conseguimos dar con él, pero no lo es menos que justo cuando parecía estar en nuestro poder se desvaneció frente a nosotros con su premio en la mano.

Había conseguido el más famoso de los libros de ocultismo. Un libro que, según decían todos, ya no era peligroso utilizar. Tenía, pues, todo el poder en su manos.

– ¿Quiere saber lo que hizo con él? -me preguntó Holmes.

Aparentemente, nada. Murió tres años más tarde, me contó mi amigo, víctima de las secuelas de la sífilis y balbuceando incoherencias. En cuanto al libro, nadie supo qué había sido de él.

Desde entonces, habían sido muchos los que habían intentado dar con él. Y el señor Aleister Crowley era quizá el más notorio de todos ellos. Nuestro encuentro con él hacía treinta y cinco años había sido breve y, en apariencia, poco importante, pero no se me había ido de la memoria. Por aquel entonces él era poco más que un muchacho, un completo desconocido que, sin embargo, ya estaba maquinando en las sombras y complotando por el poder. Había manipulado a Mathers, uno de los fundadores de Amanecer Dorado, para que se hiciera con el control de la orden, seguramente esperando regir los destinos de la secta a través de su hombre de paja.

Pero en eso se equivocó. Su paso por Amanecer Dorado fue breve. Él afirmaría después que abandonó la orden, pero lo cierto es que fue expulsado. Y desde entonces su fama había ido en aumento.

Se jactaba de haberlo probado todo, de que no había depravación alguna por la que no hubiera pasado. En realidad, había construido a su alrededor un personaje y había conseguido que el resto del mundo lo tomase como real. Vivía perpetuamente disfrazado y todo cuanto hacía, me aseguró Holmes, no era más que una cortina de humo para que el mundo no viera sus verdaderas intenciones.

¿Y cuáles eran ésas? Mycroft tenía sus propias ideas al respecto. El hermano de Holmes creía que Crowley pretendía no sólo hacerse con el Necronomicon, sino impedir que nadie más lo obtuviera. Tener en su poder el único ejemplar del libro y, por tanto, ser el único con acceso al poder.

Por supuesto, me resultaba difícil aceptar aquello, y Holmes lo sabía bien. Pero, como él mismo me dijo, poco importaba que realmente el libro del árabe loco revelara los secretos del universo o fuera un puñado de tonterías sin valor. Lo que importaba era lo que creían los demás, y lo que estaban dispuestos a hacer para poner sus manos sobre él.

Eso era lo que convertía al libro en peligroso, al menos tal y como Holmes y su hermano veían esas cosas, más allá de que fuera una fuente de poder real o no.

Y lo que Mycroft temía era que el próximo viaje a Portugal de Crowley fuese justamente con ese propósito, y que no se detuviera ante nada (incluido el desestabilizar políticamente la zona) con tal de obtener lo que deseaba.

Me pareció que Mycroft estaba sobrestimando a aquel personajillo teatral y despreciable, pero Holmes no lo creía así:

– Tiene contactos, Watson -me dijo-, relaciones en los lugares adecuados; y una palabra suya puede hacer que los que están en el poder (o, peor aún, los que controlan a los que están en el poder) cambien de parecer y emprendan unas acciones u otras. Sabe verter las palabras apropiadas en los oídos adecuados.

Él era el peligro real, y no el libro que ansiaba. La conclusión, por tanto, era elemental.

– Matadlo -le dijo Holmes a Mycroft cuando éste terminó de exponerle lo que sucedía-. Acabad con él. Si él es el problema, eliminadlo.

Sin duda lo que Holmes estaba diciendo era abominable, pero no más que muchas cosas que nuestros servicios de espionaje han hecho por el bien del país. Lo que en un hombre es horrible y merecedor de un castigo, cuando lo hace una nación puede ser simplemente necesario.

Así pues, lo que le estaba señalando a su hermano era, ni más ni menos, la secuencia lógica de acontecimientos.

– No podemos -le respondió éste-. No abiertamente. Incluso si lo hiciéramos de forma encubierta, sería peligroso.

– Comprendo -dijo Holmes-. Os tiene pillados.

Mycroft no se molestó en negar su acusación.

– Piensa lo que prefieras -dijo-. El caso es que eliminarlo de la escena traería más problemas que los beneficios que nos pudiera aportar.

– Así pues, lo que deseas, entonces, es que lo vigile. Y que te informe de sus acciones. No me necesitas para eso, estoy seguro de que tienes agentes con las adecuadas capacitaciones para algo así.

– No del todo. Es cierto que tengo a mi servicio personas hábiles, buenos agentes sobre el terreno. De hecho, no te negaré que tenemos a alguien en el grupo de Crowley. No ha sido un trabajo fácil, te lo aseguro. Nos ha costado años introducir a alguien lo bastante cerca de él. Pero para esto te necesito a ti. Mi agente es demasiado útil junto a Crowley en estos momentos para volar por los aires su tapadera. No, esa persona no puede actuar ahora. Tal vez sea capaz de echarte una mano, de ponerte en la pista correcta, pero no me arriesgaré a que haga nada más. Guardó silencio unos instantes.

– Además, necesito también que, llegado el caso, la persona que envíe tras Crowley sea capaz de tomar decisiones sin consultarme, aun cuando esas decisiones pudieran implicar un riesgo para todos. Eres el único en el que confío lo bastante para encargarle algo así.

De este modo llegaron al meollo de la cuestión. Mycroft no quería tan sólo que su hermano vigilara a Crowley, sino que, si lo consideraba necesario, fuera capaz de quitarlo de en medio. Quienquiera que enviase tras él tenía que tener el criterio suficiente para saber cuándo limitarse a mirar y cuándo actuar.

Y evidentemente Holmes era la elección lógica. Podríamos decir que la única.

El detective reflexionó unos instantes sobre lo que le estaba pidiendo su hermano y, finalmente, asintió.

– De acuerdo -dijo-. Lo haré.

– ¿Y qué pasa con tu pupilo?

Holmes no había dejado de pensar en él durante toda la conversación. Y en realidad Wiggins le venía que ni pintado. Su antiguo tenientillo podía ser el ayudante perfecto en una situación así y además sabía bien que podía confiar en él sin necesidad de ponerlo en antecedentes. Bastaría con decirle que Crowley era un posible peligro para Inglaterra. Wiggins no necesitaba saber más.

Y, por otro lado, aquello sería beneficioso para él. Tener algo en que ocupar la mente, lanzarse a una misión, era justo lo que necesitaba para acabar de recuperarse del todo. Y tendría a su lado a su viejo mentor en todo momento para asegurarse de que no se involucraba en exceso en su tarea.

Todo eso había pasado por la cabeza de Holmes mientras Mycroft le explicaba lo que quería de él, así que cuando llegó la pregunta sobre su pupilo, mi amigo no dudó en responderle:

– Vendrá conmigo.

Su hermano frunció el ceño unos instantes, sólo para acabar diciendo:

– Si es como quieres hacerlo, adelante. Al fin y al cabo, si te pido esto es porque confío en ti. Así que tendré que confiar también que en lo referente a tu joven amigo sabes lo que estás haciendo.

Holmes le aseguró que así era y, tras darle a su hermano los últimos detalles de la misión, Mycroft abandonó la casa. Pronto el ruido del motor de su coche se perdía a lo lejos.

En aquel momento de su narración, Holmes me confesó un secreto. No hay mayor necio que el hombre inteligente demasiado seguro de su inteligencia, me dijo. Tarde o temprano cometerá un error.

Y no será pequeño, añadió.

Capítulo IV. Niebla en la bahía

Así fue cómo Holmes y Wiggins acabaron en el mismo barco que Aleister Crowley. Una pareja tan típicamente inglesa que nadie reparó en ellos más allá del tiempo suficiente para notar su presencia y pasar a otra cosa. Un tío irritable y excéntrico y su sumiso sobrino. Un disfraz simple y eficaz.

Al menos eso esperaba Sherlock Holmes.

La primera parte del viaje no tuvo nada digno de mención. Holmes (Sherrinford Scott, en su nuevo papel) se pasó todo el tiempo dando tumbos por la cubierta y quejándose de todo lo imaginable, mientras su obediente sobrino Frederick tomaba nota de todo y, estirado y altivo, iba luego a ponerlo en conocimiento del capitán. El pobre hombre seguramente llegó a considerar la posibilidad de arrojarlos por la borda a ambos.

Pero cuando el barco atracó en la costa española, las cosas cambiaron. No debería haber sido más que una escala técnica en el puerto de Vigo, un mero trámite antes de seguir con el viaje.

La naturaleza, sin embargo, tenía otros planes. Una niebla espesa cayó aquel atardecer sobre la bahía de Vigo y, a medida que iba pasando el tiempo, iba volviéndose más densa e impenetrable. Con aquellas condiciones meteorológicas, pensar en continuar el viaje era absurdo.

Así que permanecieron atracados toda la noche y buena parte del día siguiente, mientras la niebla seguía espesándose a su alrededor casi como si fuera un ser vivo.

Crowley paseaba por cubierta, impaciente y contrariado por el retraso, rodeado a todas horas de su corte de admiradores, de entre la que destacaba una mujer pelirroja, de gesto hosco y mirada altiva.

Holmes y Wiggins se cruzaron varias veces con ellos. En su papel de millonario excéntrico, Holmes ni siquiera les prestó atención. Wiggins, por el contrario, los saludó con una educación que fue ostensiblemente ignorada, excepto por el gesto con que la mujer pelirroja respondió al saludo del joven: un breve asentimiento de cabeza mientras entrecerraba los ojos y una sonrisa estaba a punto de asomar a sus frías facciones.

Se llamaba Anni Jaeger y, según la información con la que contaba Holmes, no sólo era la amante de Crowley, sino una de sus más cercanas colaboradoras.

Así, no es de extrañar que, unas horas más tarde, aprovechando que ella paseaba sola por cubierta, Wiggins se acercase a donde estaba y, de acuerdo con el personaje entre petulante y tímido que estaba interpretando, tratase de aproximarse a ella de un modo un tanto torpe.

Sus intentos de conversación sin duda la divirtieron y lo dejó balbucear un buen rato sobre el tiempo, las condiciones de navegación y otras tonterías semejantes. Al cabo de un rato, se habían enzarzado en una conversación trivial en la que ella intervenía poco, salvo para animar a su interlocutor a que siguiera hablando o mostrar de vez en cuando su asentimiento ante lo que Wiggins le decía.

– No parece que le guste mucho viajar -dijo de pronto, interrumpiendo un comentario del joven sobre las tormentas del Atlántico. Hablaba con un ligerísimo acento alemán y tenía una voz algo ronca.

– Me guste o no, me temo que no me queda más remedio, en tanto mi tío siga empeñado en recorrer el mundo. -¿Por qué? Es él quien quiere verlo, no usted.

– Bueno, señorita, mis obligaciones…

– Tenemos las obligaciones que deseamos tener. Si usted acompaña a su tío será porque de algún modo le compensa.

Wiggins se encogió de hombros, fingiendo incomodidad.

– No es tan fácil escapar a nuestras responsabilidades. Soy su único pariente…

– Y seguramente su heredero.

– Por supuesto, pero no es ésa la cuestión.

– Sin embargo, yo creo que ésa es precisamente la cuestión. -Wiggins iba a decir algo, pero ella lo interrumpió con un gesto de su mano enguantada-. Por favor, ahórreme sus protestas de devoción familiar y deber personal. Usted hace lo que hace porque espera obtener un beneficio de ello. Como hacemos todos.

– Es usted tan bella como cínica, señorita Jaeger.

Ella acogió el comentario con mohín de fastidio.

– No diga tonterías, señor Scott. No soy bella, por más que muchos hombres piensen lo contrario. No soy una muñeca sumisa e independiente y eso fascina a los hombres, aunque también me teman por ello. En cuanto a cínica… bien, si decir las cosas tal como son es una muestra de cinismo, entonces lo soy.

– Confieso que no sé qué decir.

– Oh, sí que lo sabe. Pero no se atreve porque no lo considera apropiado. Al fin y al cabo, se supone que hay ciertas cosas que un caballero educado nunca debería decirle a una dama. Pero no se preocupe. No soy una dama. En cuanto a su disfraz de caballero… es bueno, sin duda, pero puede abandonarlo si lo desea. No seré yo quien se lo impida.

– Me temo que no sé a qué se refiere.

– Me temo que sí lo sabe, señor.

De pronto, la temperatura entre ellos parecía haber descendido varios grados. Wiggins optó por permanecer inmóvil, con la vista clavada en la niebla que los rodeaba. Ella dejó asomar una media sonrisa a su rostro desafiante y, al cabo de un rato, dijo:

– Creo que será mejor que me retire. Buenas noches, señor Scott.

– Buenas noches, señorita Jaeger.

La mujer dio media vuelta y pronto fue tragada por la niebla. Wiggins esperó unos momentos. Luego se apoyó en la borda, encendió un cigarrillo y lo fumó con parsimonia.

Volvió poco después al camarote que compartía con Holmes.

– ¿Y bien? -le preguntó éste al verlo entrar-. No parece que las cosas hayan ido como esperabas, muchacho. Wiggins se quitó el abrigo, lo colgó de la percha y se sentó en su litera. Luego procedió a contarle a su mentor la conversación que acababa de mantener.

– Ya veo -dijo Holmes-. Es una mujer inteligente, sin duda. No esperaba que nuestra pequeña superchería los engañase durante mucho tiempo. Al fin y al cabo, y dado lo notorio de sus actividades, por fuerza Crowley tiene que saber que es vigilado constantemente. Y ha sido sencillo suponer que éramos nosotros los encargados de tal tarea.

– ¿Cree que saben quiénes somos? O quién es usted, en todo caso. Yo debería ser un completo desconocido para ellos.

El detective sopesó la pregunta unos instantes.

– Hmmm, interesante cuestión, Wiggins. No importa lo eficaz que sea un disfraz: una vez que se sabe que se está mirando una impostura, una persona observadora siempre puede ver a través de él y deducir el verdadero rostro que hay debajo. Así que sí, es posible que sepan que es Sherlock Holmes quien está tras ellos.

No parecía muy contrariado por ello.

– No lo estoy, es verdad -dijo cuando Wiggins se lo hizo notar-. En cierto modo, contaba con algo parecido. No lo olvides, muchacho, no es la primera vez que Crowley y yo cruzamos nuestros pasos. No es demasiado inteligente, quizá, pero no carece de una cierta astucia reptilesca y, desde luego, tiene habilidad para saber rodearse de personas de valía. La señorita Jaeger lo es, sin la menor duda. Era cuestión de tiempo que penetrasen bajo nuestro disfraz, aunque sin duda hubiera preferido que pasara más tarde.

Miró a su pupilo como si esperase que éste aventurara alguna teoría distinta. Al ver que no lo hacía, encendió su pipa y se recostó contra la pared.

– Contrariarse por lo inevitable es estúpido, Wiggins. Peor aún, es malgastar las fuerzas. Y ya sabes lo mucho que odio malgastar mis fuerzas. Así que seguiremos el viaje y esperaremos. Y aprovecharemos nuestra oportunidad si surge. Y si no lo hace… -se encogió de hombros- esperaremos a la siguiente.

Capítulo V. La señorita Violet Hunter

En aquel momento, sonó el timbre de la puerta. Extrañado, me disculpé ante Holmes y fui a ver quién era. Mientras abandonaba el salón me di cuenta de que el detective me miraba con una expresión que, de no haberlo conocido mejor, habría calificado de picara.

En realidad, no fue ninguna sorpresa encontrarme a Violet en la puerta. Aunque le había dicho que no acudiera a casa aquella mañana, Violet era una mujer tozuda a la que resultaba difícil disuadir, una vez se le había metido algo entre ceja y ceja. Y, sabiendo que Holmes estaba en casa, no era raro que pese a todo hubiera decidido venir.

La regañé, pero sabía que estaba malgastando mis palabras.

– Oh, vamos, John, no seas estúpido -dijo.

Y, antes de que yo pudiera impedírselo, franqueó el umbral y se dirigió hacia el salón con pasos decididos.

Holmes la estaba esperando, por supuesto, en su mejor pose de detective retirado al que nada se le escapa. Se sentaba frente a la chimenea, con las manos entrelazadas y la pipa colgando de un lado de la boca (seguramente la encendió, con toda intención, mientras yo iba a abrir la puerta). Media ceja enarcada y el inicio de una sonrisa completaban su pantomima.

Se incorporó al ver entrar a Violet y, sin esperar a las oportunas presentaciones, dijo:

– Me preguntaba cuándo iba a honrarnos con su visita, querida. El bueno de Watson parece haber hecho todo un misterio de su existencia. Y, como bien debería saber, nada excita mi curiosidad tanto como un buen misterio.

Violet me miró de soslayo, terminó de entrar en el salón y extendió su mano en dirección a Holmes.

– Yo no lo calificaría de «bueno», señor Holmes -dijo, mientras mi amigo estrechaba su mano, sin inmutarse ante lo masculino del gesto-. Seguramente usted ya lo había desvelado antes de que yo entrase por la puerta.

– Bien -dijo el detective-. No fue muy difícil, aunque ofrecía algunos aspectos interesantes para el ojo entrenado. Sin duda se dedica usted a la medicina, lo cual le ha causado no pocos problemas con su familia, aunque eso no la ha impedido seguir adelante. Cierto que ocasionalmente desfallece, pues resulta difícil abrirse camino en un mundo de hombres, pero las pocas veces que ha estado a punto de tirar la toalla, mi amigo Watson ha sabido estar ahí para usted y alentarla a continuar. Hasta hace unos momentos desconocía su apellido, pero si uno examina sus rasgos con la debida atención no debería costarle mucho trabajo llegar a la conclusión de que es la hija de los amigos de Watson y, por tanto, es usted la señorita Violet Hunter.

Violet parecía encantada y se puso a dar saltitos y batir palmas. Enseguida se avergonzó de un comportamiento tan femenino, sin embargo, y volvió a adoptar su pose de mujer moderna y decidida.

– Sabía que no me decepcionaría usted, señor Holmes. Es exactamente igual a como John lo ha descrito.

– ¡Dios no lo quiera, querida mía! ¿De verdad le parezco ese monstruo de arrogancia y frialdad que el bueno de Watson ha descrito en sus relatos? ¿En serio me encuentra tan insufrible, petulante y engreído como el personaje que ha salido de su pluma?

– No, claro que no -respondió ella-. Es usted encantador, tal y como John lo ha descrito siempre en sus historias.

Por un instante habría jurado que Holmes estaba sorprendido.

– Me han llamado muchas cosas a lo largo de mi vida, querida niña. Pero «encantador» no es una de ellas.

Violet se encogió de hombros.

– A menudo me han considerado excéntrica, señor Holmes. Y supongo que encontrarlo encantador forma parte de mi excentricidad.

El detective sonrió y vi que lo hacía casi a pesar suyo.

– Bien, bien, una mujercita despierta y con la cabeza en su sitio. Y con buen gusto, me atrevería a añadir si no fuera por… Pero vamos, Watson, no se quede ahí parado como un pasmarote, hombre. Entre en la habitación o váyase, lo que sea, pero decídase de una vez.

Hice lo primero, evidentemente, y durante la siguiente media hora asistí a la visión de un Holmes que pocas personas habían presenciado: cálido y ocurrente, un conversador brillante y un oyente atento. Parecía fascinado por cuanto Violet le decía, interesado en la menor de las trivialidades que ella contaba y tan pendiente de sus gestos que una sonrisa de la chica parecía colmarlo de felicidad.

Unos años atrás, habría dicho sin temor a equivocarme que mi amigo estaba fingiendo, representando una farsa. Y, en cierto modo, sí que lo estaba haciendo: sin duda quería librarse de Violet lo antes posible para poder continuar con su historia. Si lo hacía de ese modo era, simplemente, por deferencia hacia mí.

Pero al mismo tiempo, me di cuenta, su simpatía hacia mi joven amiga era auténtica. Pese a su natural desconfianza hacia el elemento femenino, comprendí que los aires decididos de Violet, su carácter sin duda testarudo y su innegable inteligencia lo habían cautivado.

Lentamente, Holmes fue llevando la conversación hacia donde él deseaba. Maniobrando con sutileza, dejando que la propia Violet fuera por sí misma hacia donde él quería llevarla. Su intento fue coronado por el éxito algún tiempo después.

– Bueno, creo que ya he sido todo lo impertinente que me atrevía a ser -dijo la muchacha.

Se puso de pie y sonrió con la misma timidez descarada y felina que vi en sus ojos la primera vez que me habló de sus deseos de hacerse médico. Fue aquel día, mientras ella me pedía ayuda para enfrentarse a su padre, cuando me di cuenta de que la hija de mi viejo amigo Stephen Hunter había dejado de ser una niña. Que quizá hacía tiempo que no lo era.

– Tanto usted como John son muy amables, señor Holmes, pero sé que los dos tienen cosas importantes que hacer. Los dejaré solos ahora para que puedan continuar con sus asuntos.

Holmes se incorporó a su vez y volvió a estrecharle la mano a la muchacha.

– Cuando hayan terminado -dijo ella, mirándome otra vez de soslayo-, será un placer para mí que me inviten a cenar, caballeros.

Mi amigo sonrió como un abuelo benevolente.

– El placer será nuestro, querida niña.

Acompañé a Violet a la puerta mientras Holmes volvía a sentarse. Ya en el umbral, me miró unos segundos antes de decir:

– Es todo lo que decías, y más.

Asentí.

– Sí. Sherlock Holmes siempre es más. Cuando crees que has acabado de conocerlo, siempre se las apaña para…

– Comprendo.

– Estoy seguro.

– Bueno, será mejor que me vaya. Ya llego tarde, y vosotros tendréis mucho de qué hablar. Buenos días, John.

Me despedí de ella y volví al salón, donde Holmes estaba limpiando su pipa, tras haberla vaciado.

– Una muchacha inteligente, Watson.

– Y muy hermosa -dije.

– Bueno, la belleza está en el ojo del observador, como bien debería saber. Pero sí, le concedo que no carece de atractivo.

Guardamos silencio. Y creo que por primera vez en nuestra larguísima relación, fue un silencio incómodo. Fue Holmes quien lo rompió.

– Perdóneme, Watson.

– ¿Por qué? No ha hecho ni dicho nada que…

– No, pero estaba a punto de hacerlo. Y habría sido una grosería imperdonable. Su vida es suya, amigo mío, y de nadie más. No tengo derecho alguno a inmiscuirme en ella.

– Holmes, le aseguro que…

– No, importa, Watson, déjelo.

A regañadientes, hice como me pedía. Me senté frente a él y disfruté del calor de la chimenea.

– Trata usted de ocultarlo, viejo amigo, pero no lo hace demasiado bien -dijo Holmes-. Está preocupado por mí.

No lo negué. El Holmes que había llegado a mi casa la noche anterior no parecía el mismo de siempre. Era como si un peso enorme hubiera caído sobre sus hombros. Y, por primera vez desde que lo conocía, me preguntaba si sería capaz de cargar con él.

– Buena pregunta, Watson -dijo, siguiendo una vez más mis pensamientos-. Intentaremos encontrar una respuesta juntos, si le parece bien.

Asentí y traté de fingir una confianza que no sentía.

– Juntos -dije-. Como en los viejos tiempos.

Capítulo VI. La sombra sobre Lisboa

Tras Vigo, no hubo más retrasos y el barco pudo llegar a Lisboa sin problemas.

En los días que pasaron, a Holmes no se le escapó el cambio en la actitud de Wiggins. Mi amigo había conseguido sacarlo de la crisis nerviosa en la que lo había encontrado y, más o menos, se las había apañado para llevarlo a un razonable estado de normalidad. Pero en el proceso, me dijo Holmes, algo parecía haberse perdido: Wiggins seguía adelante, hacía lo que tenía que hacer y cumplía con su cometido, pero lo hacía sin poner el corazón en la tarea.

Ahora era distinto. Los ojos de Wiggins brillaban alertas, despiertos, anticipando la próxima confrontación con el enemigo.

A Holmes no se le escapó que aquel cambio había tenido lugar tras la conversación con la acompañante de Crowley.

– En cierta forma, era como si estuviera siguiendo de nuevo mis pasos, Watson -me dijo.

Asentí. Cómo olvidar a Irene Adler, «la mujer». -Claro que mi fascinación por ella siempre fue eminentemente intelectual, querido amigo. Y digamos que los intereses de Wiggins por la señorita Jaeger eran de índole algo más… confusa.

No dije nada, aunque estoy seguro de que Holmes supo con exactitud lo que pasaba por mi cabeza en aquel momento. Si los años me han enseñado algo, es que la excesiva insistencia en un tema nunca exculpa, sino que acusa. Shakespeare lo dijo mucho mejor (como casi todo) cuando afirmó aquello de «la señora protesta demasiado».

Cuando así lo deseaba, el rostro de mi amigo era una esfinge que no traicionaba uno solo de sus pensamientos, y su lenguaje corporal se convertía en algo tan medido que ni un solo gesto podía dar la menor pista de lo que pasaba por su cabeza. Claro que a menudo la ausencia de pistas es más reveladora que su presencia, algo que hasta yo he acabado por comprender.

Fue sólo un momento, y enseguida Holmes relajó sus facciones y continuó con su historia, como si nada hubiera pasado.

Los siguientes días, dijo, resultaron casi aburridos. Necesarios, sin duda, pero exentos de nada relevante. Tras el desembarco en Lisboa, Holmes y Wiggins se acomodaron en la casa franca que Mycroft había preparado para ellos y se dispusieron a esperar.

Una espera activa, podríamos decir.

Bajo uno u otro disfraz, el detective y su aprendiz se fueron relevando en seguir los movimientos de Crowley y su séquito. Unas veces uno; otras, el otro; ocasionalmente, ambos. Pero, aparte de entrevistarse con su corresponsal portugués, aquel extraño poeta, poco más de interés hizo Crowley.

Lo cual, como dijo Holmes, era en sí mismo muy interesante.

Porque un hombre como Crowley era incapaz de permanecer inactivo u ocioso. Vivía para tramar, para maquinar, para lanzar a sus peones aquí y allá y supervisar el estado del campo de batalla; para moverse sin ser visto, manipular esto o lo otro, mover un peón o sacrificar una pieza. Era algo que el propio Holmes comprendía muy bien; la inactividad era una tortura para el ocultista, al igual que lo era para el detective.

Y sin embargo, se limitaba a pasear de un lado a otro, recorrer Lisboa y sus alrededores, asistir a charlas intrascendentes con éstos o aquéllos, dejarse ver en público con su corte de adoradores…

– No hacía nada -dijo Holmes-, lo que significaba que estaba haciendo algo.

O esperando a que algo pasara, añadió después mi amigo.

No había mucho más que él o Wiggins pudieran hacer, sin embargo, aparte de controlar sus movimientos y tratar de estar alertas para cuando fuera el momento.

En aquellos días, la mejoría en el ánimo de Wiggins fue haciéndose cada vez más evidente. De nuevo volvía a ser vivaz, imparable, lleno de una curiosidad insaciable y totalmente impermeable al cansancio.

Y sin embargo, al mismo tiempo, había en el joven una veta de oscuridad, algo retorcido que su vivacidad no terminaba de ocultar del todo y que a Holmes no se le escapó.

Más de una vez estuvo a punto de preguntarle por ello, pero en el último momento siempre prefería callar y respetar la intimidad de su pupilo. Wiggins le hablaría de ello cuando fuese el momento, decidió, y no tenía sentido forzar las cosas.

– Un error, Watson -me dijo Holmes, mientras la mañana moría sin prisa y la hora de almorzar se acercaba-. No el único que he cometido en mi vida, usted lo sabe bien, pero sí uno de los mayores.

Clavó la vista en la chimenea.

– Aunque, si lo pienso lógicamente, no puedo menos que preguntarme si, pese a todo, habría podido hacer algo. Si la oscuridad en el alma de Wiggins ya era demasiado grande por aquel entonces. Quizá incluso obré de la única forma posible; o al menos de la más correcta. Si Wiggins estaba disfrutando de unos últimos momentos de luz antes de hundirse del todo en la noche, ¿por qué estropearlos entrometiéndome? Mejor hacer lo que hice y permitirle gozar de un poco de paz antes del final.

Sonrió y alzó la vista. Y, para mi sorpresa, terminó rehuyendo mi mirada.

– Pero, ¿soy yo quien dice eso, Watson, o es mi culpa? ¿Es la lógica quien me dicta mis palabras, o es la esperanza?

No tenía respuesta para aquello. Ni creo que Holmes la esperase.

– Ni siquiera yo puedo saberlo todo -siguió hablando-. No, ni siquiera la formidable máquina de razonar, el detective imbatible, el genio de la lógica deductiva es omnisciente. Nuestras vidas están llenas de caminos que no tomamos, y es imposible saber cómo habrían sido si hubiéramos transitado por ellos. Imposible y frustrante, ¿no cree, viejo amigo?

Me encogí de hombros.

– Ah, el bueno de Watson, práctico ante todo. Cierto, muy cierto. Especular sobre eso es ocioso. Así que dejémoslo a un lado y limitémonos a decir que Wiggins pasó quizá los mejores días de su vida en Lisboa, entregado a la caza y acecho de Crowley y sus seguidores. Estaba inconmensurable, Watson: parecía capaz de estar en todas partes a la vez y podía cambiar de aspecto con sólo una mirada esquiva, un encogimiento de hombros o un gesto torvo. Era como si hubiera nacido para disfrazarse, para fingirse otro, para meterse en la piel de hombres inventados y hacerlos parecer reales. Creo que nunca me sentí tan orgulloso de él como entonces.

Así, los días fueron pasando. Y, lentamente, Holmes fue llegando a algunas conclusiones. Era evidente que Crowley estaba esperando algo o a alguien, pero no lo resultaba menos que, mientras tanto, se estaba exhibiendo y Holmes no pudo menos que preguntarse ante quién.

Ante el resto del mundo, tal vez, como había estado haciendo desde que se convirtió en una figura pública. O quizá ante él y Wiggins, por qué no. Era razonable suponer que a aquellas alturas sospechase quiénes eran en realidad aquella excéntrica pareja que había compartido pasaje con él y los suyos hasta Lisboa y no habría sido nada impropio de Crowley el pavonearse frente a sus espías, en una especie de desafío burlón.

Pero Holmes sospechaba que se trataba de algo más. Había indicios, sutiles pero claros para quien los quisiera ver.

– Alguien lo persigue, señor Holmes -le dijo Wiggins una tarde, confirmando las propias sospechas del detective.

Sin embargo, en lugar de asentir con su pupilo, mi amigo preguntó:

– ¿Por qué dices eso, Wiggins?

– Bueno, es evidente. Creo que sabe que lo vigilamos y es muy posible que hasta sospeche quiénes somos. Al menos usted. Le resultamos… divertidos, lo cual no acaba de parecerme muy halagador, ya que estamos en ello. Pero, al mismo tiempo, tiene miedo. Es como si estuviera esperando a alguien y tuviera miedo de que otros llegaran a él antes que el que espera.

La noche estaba cayendo sobre Lisboa y la ciudad se iba poblando de sombras caprichosas que la iluminación pública no conseguía eliminar por completo. Abajo, a lo lejos, el Atlántico se removía inquieto.

– Señor Holmes, le he seguido hasta aquí sin preguntar -siguió diciendo Wiggins-, como he hecho siempre, porque sé que al final todo estará claro y aquello que ahora se me escapa me resultara evidente una vez que usted lo resuelva. Igual que siempre ha ocurrido. Sin embargo…

– ¿Sí?

– Sin embargo, me pregunto si ahora eso es cierto.

Se interrumpió de pronto, avergonzado, y apartó la vista del detective.

– Adelante, Wiggins. Si has tenido valor para llegar hasta aquí, debes seguir hasta el final.

– Tiene razón, señor Holmes, como siempre. -Sonrió, pero siguió sin atreverse a mirar a mi amigo a los ojos-. No puedo evitar preguntarme hasta qué punto tiene toda la madeja en su mano, si todos los hilos están en su poder.

– Una pregunta legítima, muchacho, totalmente legítima.

– No tiene ni idea de cuánto me ha costado hacerla.

Holmes sonrió, paternal.

– Al contrario, creo que me hago una idea bastante clara. -Apoyó una mano en el hombro de Wiggins-. Nunca temas preguntar algo. Y no temas tampoco las respuestas. Has hecho bien, muchacho.

Wiggins estuvo a punto de dejar escapar un suspiro de alivio. Su cuerpo se relajó y fue capaz de mirar a su maestro por primera vez.

– Sí, tienes razón. Hay mucho de este asunto que no sé. Sospecho algo y conjeturo bastante. Pero eso, como te he enseñado, no es suficiente. Buscamos hechos, no sospechas ni conjeturas.

Así que Holmes le puso al corriente de los pocos hechos con los que contaba.

– ¿De todos? -le pregunté.

– ¿Quiere decir si le hablé de la sabiduría de los muertos?

– Qué si no.

– Un poco. Lo suficiente para que se hiciera una idea de en qué circunstancias había tenido lugar mi primer encuentro con Crowley. No creí necesario que Wiggins supiera más sobre el asunto.

Sí que le puso al corriente, sin embargo, de las sospechas de Mycroft. Wiggins asistió a todas las explicaciones de su maestro con el semblante impasible y, cuando Holmes terminó, pasó un largo rato en silencio, rumiando lo que acababa de oír.

– Comprendo -dijo al fin.

Mi amigo asintió. Sí, Wiggins comprendía, no cabía duda alguna.

Capítulo VII. Un paseo por la costa

– Va a ser esta noche -le dijo Wiggins a Holmes, un par de días después de que éste le hubiera revelado los motivos por los que estaban tras la pista de Crowley.

Holmes asintió. Había estado siguiendo al ocultista de lejos, pero lo que había visto en él y en su troupe de adoradores corroboraba las palabras de su pupilo. Intentaban comportarse como si aquél fuera un día más, pero había cosas que a un ojo entrenado no se le escapaban: la impaciencia, la anticipación ante lo que estaba por ocurrir era tan evidente para quien supiera mirar que mi amigo a veces no podía evitar preguntarse cómo era que el resto del mundo no lo veía.

– Los demás vemos, pero no observamos -le dije, conteniendo una sonrisa-. Usted mismo me lo ha hecho notar a menudo.

– Cierto, viejo amigo, muy cierto.

Sonreía, pero vi que estaba molesto ante mi interrupción. Sin duda estábamos llegando al punto central de su historia, el momento de la resolución del caso. Y, como recordé en aquel instante, siempre había habido mucho de actor de vodevil en mi amigo, de comediante que odia ser interrumpido cuando está a punto de ofrecer su mejor número.

No podía hacer mucho para remediar mi pifia, más allá de parecer convenientemente avergonzado e implorarle que continuara.

Así lo hizo.

Wiggins podía haber llegado a la conclusión de que algo iba a pasar aquella noche por los mismos motivos que Holmes, pero el detective lo dudaba. Su pupilo estaba en un estado evidente de agitación, como quien acaba de descubrir de pronto algo inesperado, no como el tranquilo razonador que llega a una conclusión inevitable tras haber sopesado todos los datos. Wiggins, en cierto modo, acababa de sufrir una revelación.

– Es una forma de decirlo, señor Holmes -dijo, cuando el detective le inquirió acerca de ello-. Es cierto que, tal y como usted dice, había pistas suficientes para darme cuenta de que hoy sería el día. Pero confieso que… bueno, mi atención estaba distraída.

– Así que has visto de nuevo a la señorita Jaeger.

Wiggins asintió.

– La impaciencia siempre ha sido mi mayor defecto, usted lo sabe. Y, francamente, en los últimos días…

– Lo sé. Lo había notado.

– Claro, cómo no. El caso es que esta mañana… Bien, me dije a mí mismo que por qué no volver a sacar a Frederick Scott del armario y ver qué podía averiguar.

– En realidad, Wiggins, me estaba preguntando por qué tardabas tanto en hacerlo.

Wiggins no se molestó en disimular su sorpresa.

– Bien, supongo que sigo siendo un alumno torpe -dijo, esbozando una media sonrisa-. Se me ocurrió que quizá pudiera pillar al enemigo con la guardia baja. Al fin y al cabo, si sabían que los estábamos espiando, lo último que iban a esperar era que apareciéramos ante ellos con un disfraz que ya conocían. Y, al mismo tiempo, pensé que…

– Que era una buena oferta de paz, ¿no es así, muchacho? Una forma de decirles que no era necesario seguir fingiendo, pues todos éramos parte de la misma farsa, por así decir.

– Siempre estaré un paso por detrás de usted, Holmes -dijo Wiggins.

– No, muchacho, sólo eres joven. Los años se encargarán de curar eso.

Wiggins sonrió, y el detective no pudo menos que notar que había un deje de amargura en su sonrisa. Al fin y al cabo, Wiggins no era precisamente un mozalbete, sino un hombre maduro con los pies recién plantados en la cincuentena. Pero para Holmes seguía siendo el muchacho que había dirigido a sus Irregulares de Baker Street. Y siempre lo sería.

– Pero tendremos tiempo de sobra cuando esto acabe para las irrelevancias -dijo el detective-. Ahora será mejor que me pongas al día.

Su pupilo no se hizo de rogar.

En realidad, su idea tenía el toque justo de simplicidad y osadía para resultar brillante. Caracterizado de la misma guisa que en el barco que los había llevado a Lisboa y bajo la misma identidad supuesta, se había acercado a la señorita Jaeger en el vestíbulo del hotel.

Ella había parecido sorprendida unos instantes, antes de saludarlo con una inclinación de la cabeza y una sonrisa desconfiada.

– Vaya, señor Scott -dijo, después de que él hubo estrechado su mano-. No esperaba verlo por aquí… Al menos, no de este modo.

Wiggins fingió que ignoraba de qué estaba hablando ella, pero lo hizo de un modo deliberadamente poco creíble.

– Nunca me ha gustado dejar las cosas a medias, señorita Jaeger. Y, si no recuerdo mal, nuestra conversación anterior terminó de un modo un tanto abrupto.

– Eso no quiere decir que no hubiera terminado. Algunas cosas terminan así.

– Otras no.

Un rápido intercambio de ingenio verbal terminó desembocando en una invitación para dar un paseo por la costa. Ella apenas dudó antes de aceptarla.

Pasaron casi todo el resto del día juntos. Hablando de prácticamente todos los temas posibles excepto del único en el que los dos estaban pensando: el señor Aleister Crowley y sus planes.

Al oír aquellas palabras, Holmes enarcó una ceja.

– Quizá no era el único en el que estabais pensando -dijo.

– Puede que no. Pero, como usted mismo ha dicho, tendremos tiempo de sobra para las irrelevancias cuando esto acabe.

– Cierto, muchacho. Continúa.

Al fin, a base de muchos rodeos, vueltas atrás y falsos caminos, habían terminado llegando a una especie de entendimiento, una suerte de código verbal en el que ninguno de los dos decía la verdad directa, pero al mismo tiempo era consciente de que el otro comprendía lo que había tras sus mentiras. Wiggins nunca reconoció ser un agente al servicio secreto de Su Majestad y Anni Jaeger no afirmó en ningún momento que lo que Crowley había ido a hacer a Lisboa tendría lugar aquella noche. No fue necesario.

– Ella quería que lo supiéramos -dijo Holmes, como si hablase consigo mismo-. Diría que tu presencia le vino como anillo al dedo.

– Pienso lo mismo, señor Holmes.

Pero había algo que Wiggins le ocultaba, y al detective no se le escapó.

– Es una criatura fascinante, ¿verdad? No, no hace falta que respondas, muchacho, lo sé bien. Cuando inteligencia, belleza y carácter se combinan en una sola persona, el peligro es más que evidente.

Wiggins no respondió. Parecía incómodo.

– Lo siento, muchacho. No es de mi incumbencia. Sé bien que no vas a permitir que tu fascinación por la señorita Jaeger se inmiscuya en el cumplimiento de nuestra misión. Y el resto no es asunto mío. Reitero mis disculpas.

– Eso no es necesario, señor Holmes.

– Yo creo que sí lo es, pero no discutamos por una fruslería. En estos momentos lo verdaderamente importante es saber por qué la señorita Jaeger quiere que estemos presentes y, sobre todo, si es ella quien lo quiere o se ha limitado a transmitirnos los deseos de Crowley.

Wiggins frunció el ceño.

– ¿No sería igualmente importante saber dónde va a tener lugar el asunto? -preguntó-. Sé que será en algún lugar de la costa, al norte de la ciudad, pero eso es todo cuanto pude averiguar.

– No te preocupes, muchacho. Eso no será ningún problema. Ese indicio es más que suficiente.

– ¿Cómo?

– Vamos, Wiggins, no pensarás que me he pasado todos estos días limitándome a cambiar una y otra vez de disfraz y a seguir a nuestras presas sin hacer nada más. No, en cuanto estuvo claro que sólo esperaban algo, dejé que tú te encargaras de la mayor parte de la vigilancia y me dediqué a otras labores. Encontrar un lugar, por ejemplo.

– Holmes, le aseguro que…

– Vamos, ya habrá tiempo para que te maravilles ante mi genio -le interrumpió el detective con un brillo socarrón en la mirada-. Ahora no es el momento. Aunque desconocemos la naturaleza exacta de los planes del señor Crowley, sí que sabemos unas cuantas cosas sobre él. Y quizá la más interesante de todas sea su carácter exuberantemente teatral. Es un histrión, Wiggins, y necesita público para lo que hace, sí, pero también el escenario adecuado. En los pasados días he dado con varios lugares en los alrededores que podrían servirle para sus propósitos. Y ahora, gracias a ti, creo que tengo un candidato firme.

– ¿Gracias a mí?

– Has dicho que sería en algún lugar de la costa, al norte de la ciudad. Y, si no recuerdo mal tus primeras palabras, será por la noche. Sólo hay un escenario en mi lista que cumpla esas condiciones. Está al norte, no muy lejos, en la misma costa. Y tiene las connotaciones adecuadas para que Crowley lo haya elegido por encima de los otros.

Comprobó la hora en su reloj.

– Creo que será mejor que nos pongamos en marcha.

– ¿Hacia dónde?

– Hacia Boca do Inferno. La Boca del Infierno, muchacho. ¿Hacia dónde, si no? ¿Qué otro lugar podría elegir Aleister Crowley como escenario para su representación, sea ésta la que sea?

Capítulo VIII. «Recuerda que eres mortal»

– Bien, Watson, todo parecía acercarse a un final más que inevitable, ¿verdad? El escenario estaba preparado, los actores en sus sitios y la trama cercana a su punto culminante. Y allí estaría yo, Sherlock Holmes, preparado para cosechar un éxito más en una vida llena de ellos. Eso era lo que parecía, ¿verdad?

No dije nada. No parecía que hubiera nada adecuado que decir.

– Agradezco su discreción, amigo mío, pero no es necesaria. Vamos, hable, dígamelo. Cuénteme lo que piensa.

– Le aseguro que en estos momentos no pienso nada. O, al menos, que no pienso lo que usted parece creer que estoy pensando.

El almuerzo había quedado atrás hacía un buen rato y una tarde desapacible se burlaba de nosotros tras las ventanas. Era evidente que Holmes no me creía, pero mis palabras eran ciertas. Él parecía esperar de mí algún tipo de reproche; más aún, parecía desearlo. Pero cómo podía reprocharle yo nada al más increíble ser humano que jamás había conocido, al hombre que había hecho, en buena parte, que mi vida mereciera la pena.

– Ah, Watson, es usted un buen amigo. El mejor. Y nunca se lo he agradecido lo bastante. -Holmes, por favor.

Me sentía incómodo ante sus cumplidos. Era como si aquél que tenía frente a mí no fuera Sherlock Holmes, sino alguna especie de extraño impostor. Por supuesto, yo siempre había sabido que Holmes no era la fría y desapasionada máquina de razonar que pretendía ser ante el mundo, a veces ante sí mismo. En realidad, hacía tiempo que sospechaba que era un hombre apasionado, de impulsos extremos y afectos y odios instantáneos. Todo eso había estado siempre bajo la superficie, atrapado, atado por la razón fría y la lógica implacable. Pero allí había estado y yo lo había visto asomar las veces suficientes.

Pero contemplar cómo todo eso salía a la superficie… Asistir de pronto al modo en que los remordimientos por los errores cometidos se adueñaban de su comportamiento era más de lo que podía resistir. Sabía que todo eso había estado siempre allí, que la pasión bullía bajo la razón, que la compasión era lo que guiaba la lógica. Pero un Holmes de sentimientos desatados me resultaba tan inconcebible, tan aberrante como lo habría sido uno de raciocinio puro.

– Amigo mío -dije, intentando que mi voz sonara lo más serena posible-. Éste no es usted, y lo sabe.

– Quizá éste soy yo, Watson, lo he sido siempre. Y sólo ahora, en mi momento de fracaso, puedo permitirme el lujo de reconocerlo. El frío razonador quizá no era más que un disfraz. Otro más.

– Es posible. Pero, ¿no somos acaso la suma de nuestros disfraces? ¿No forman parte ellos de nosotros? ¿No son, quizá, lo que nos definen y nos hacen ser éste y no el otro? Piénselo, Holmes, piénselo.

Le había oído reír otras veces antes, pero nunca del modo en que lo hizo ahora, como si toda su desesperación estuviera escapándose con aquella risa. Cuando terminó de reír, parecía un hombre nuevo.

– Ah, Watson, Watson -dijo, y era como si estuviera despertando de una pesadilla-, es usted increíble. Yo soy el fino razonador, el detective, el hombre de las deducciones. Y sin embargo, usted es capaz de poner el dedo en la llaga con una sola frase salida de su corazón. Y lo hace sin siquiera darse cuenta de ello. Tiene usted un don, amigo mío. Quizá mayor que cualquier otro.

Lo miré, tan perplejo ahora como antes.

– Confieso que no le entiendo, Holmes.

– Lo sé, Watson. Porque parte de su don es no saber que lo tiene. Seguramente no funcionaría de otro modo. ¿No se da cuenta de lo que ha hecho, de la paradoja que ha arrojado sobre mí? Usted, John H. Watson, el hombre de pasión y sentimientos, me ha pedido a mí, el cerebro andante, que piense. Usted, cuando mis remordimientos hacían presa en mí y no me dejaban ver la situación con claridad, lo ha deshecho todo con una sola palabra. Me ha pedido que piense.

Volvió a reírse, ahora de forma breve y tranquila. No pude evitar unirme a su risa.

– Bueno, alguien tenía que hacerlo -dije.

– Sí, y como siempre, ese alguien ha sido usted. A lo largo de mi carrera he visto cosas extraordinarias, amigo mío, algunas hermosas y otras horripilantes, pero ninguna es tan extraordinaria como usted, como su fe en mí y su amistad. El mundo sería un lugar muy vacío sin alguien como usted, Watson.

Incómodo de nuevo ante el cumplido, me encogí de hombros y dije:

– Eso se podría decir de cualquier persona.

– Pero en su caso es cierto. -Antes de que pudiera protestar de nuevo, hizo un gesto con la mano, como quitándole importancia a su comentario, y dijo-. Pero tiene razón. Los cumplidos están de más. Y si algo he sido siempre es práctico, usted lo sabe.

– Eso, y muchas otras cosas.

– Cierto. Y hace unos minutos era un muñeco roto por los remordimientos. No volveré a agradecérselo, Watson. Tiene usted razón, no es necesario. Me ha vuelto a poner en el camino adecuado y es suficiente. Fracasé con Wiggins, es cierto, cometí errores y no supe ver a tiempo lo que ocurría. Es decir, soy humano y por tanto falible. Soy responsable de lo que he hecho y de lo que no he sabido hacer, sin la menor duda. Responsable. Pero no culpable.

Las cosas volvieron a su cauce de ese modo. Aunque algo había cambiado en Holmes, y creo que para bien. No, mi amigo no se convirtió en una persona gobernada por sus pasiones; era la lógica, atemperada por la compasión, lo que seguía guiándolo, pero desde ese día hubo algo nuevo en él, una cierta mirada irónica hacia sí mismo que ya no lo abandonó en las veces que volvimos a vernos.

Cuando un general romano celebraba un triunfo, junto a él en el carro por el que paseaba por las calles de Roma había un esclavo que sujetaba sobre su cabeza la corona de laurel. Pero también hacía algo más, susurraba en su oído unas palabras: «Recuerda que eres mortal».

Supongo que, sin pretenderlo, yo hice lo mismo con Sherlock Holmes aquella tarde: recordarle que era humano, pese a todo.

Capítulo IX. Boca do Inferno

Caía una noche desapacible sobre la costa portuguesa. Era como si Crowley no se hubiera limitado a elegir el escenario más adecuado para lo que se proponía, sino que además, de algún modo, hubiera convencido a la naturaleza para que lo secundara en sus propósitos y le ofreciera un espectáculo acorde a sus intenciones. A lo lejos, sobre el mar, se estaba gestando una tormenta y, a lo largo de la noche, el viento la llevaría a la costa.

Holmes y Wiggins llevaban un buen rato junto a la Boca del Infierno. Se trataba de un curioso accidente en la escarpada costa atlántica, como si alguien le hubiera dado un bocado a las rocas y luego las hubiera obligado a cerrarse sobre sí mismas, creando de ese modo un pozo de paredes erizadas por el que el mar se colaba, rugiente y enfurecido. Parecía, realmente, la entrada al infierno.

Luego supe que accidentes como ése no son muy infrecuentes en esa parte de la costa atlántica y que las bocas do inferno abundan, no sólo en Portugal, sino en el norte de España.

– ¿Y si es una trampa? -preguntó de pronto Wiggins-. ¿Y si ella nos ha dado las pistas suficientes para que diéramos con este lugar sólo para mantenernos apartados del verdadero sitio?

En la oscuridad creciente, la sonrisa de Sherlock Holmes resultaba casi siniestra.

– Vendrán aquí, Wiggins -dijo.

– ¿Cómo puede estar tan seguro?

Holmes dudó unos instantes.

– Si fueras Watson, te diría que tienes todos los elementos a tu alcance para llegar por ti mismo a la conclusión.

Wiggins frunció el ceño, sacó una petaca de su abrigo y echó un largo trago. Luego, con gesto concentrado, estuvo varios minutos en silencio.

– ¿Ella es uno de los nuestros? -dijo al fin.

– Formidable, Wiggins. Confieso que tenía miedo de que tu fascinación por la señorita Jaeger te cegara, pero me alegra ver que no ha sido así. En efecto, antes de enviarme, Mycroft me confió que había conseguido colocar a alguien cerca de Crowley. También me dijo que esa persona no podría actuar abiertamente; como mucho, sería capaz de darnos algunas pistas, siempre sin comprometer su tapadera.

Wiggins asintió.

– Comprendo. Hacer ver que reconocía mi disfraz por lo que era fue su modo de identificarse a sí misma; ante los ojos de usted, al menos, ya que no a los míos. Sin embargo, mi pregunta sigue siendo válida, ¿estamos seguros de que no es una trampa? ¿Podemos fiarnos de que la señorita Jaeger sea leal?

– Mycroft no suele cometer errores de ese calibre. Ni de ningún otro, ya que estamos. Sin embargo, la posibilidad existe, no te lo negaré. Es imposible tenerlo todo previsto, muchacho, ya deberías saberlo.

– Cierto, pero…

– Silencio. Alguien viene.

Ocultos como estaban en una pequeña oquedad entre las rocas, totalmente inmóviles, los largos abrigos marrones que les cubrían casi todo el cuerpo, las manos enguantadas y los rostros tiznados con corcho quemado, Wiggins y Holmes pasaron completamente desapercibidos en la oscuridad de aquella noche desapacible. El grupo que se acercaba ahora a la Boca del Infierno no reparó en su presencia.

Se movían por el terreno con familiaridad, como si ya lo hubieran visitado más veces. Desde su escondite, Holmes y Wiggins contaron al menos nueve personas, incluyendo a Crowley y la señorita Jaeger. No parecían preocupados por esconder su presencia: seguramente no contaban con que hubiera nadie por las cercanías en una noche como aquélla.

Ascendieron por el tortuoso camino que serpenteaba entre las piedras y, cuando estaban al borde de la Boca del Infierno, encendieron varias linternas. En aquella parte, el suelo se volvía especialmente peligroso: no sólo por su naturaleza irregular y accidentada, sino porque la humedad del cercano y rabioso océano lo volvía resbaladizo.

Así que ahora avanzaban con cuidado. Y con extremas precauciones tres de ellos fueron distribuyéndose alrededor de la Boca del Infierno. Holmes vio cómo Crowley ocupaba la posición más peligrosa de todas, la más cercana al mar abierto, y se situaba a espaldas de éste. Anni Jaeger, sin embargo, se quedó retrasada, junto al resto de los hombres.

Mi amigo le hizo una señal a Wiggins y abandonó el escondite. Medio agachados, medio reptando, los dos se fueron acercando hasta quedar justo al borde del exiguo perímetro iluminado por las linternas.

La tormenta, cada vez más cercana, era ya claramente audible y el mar golpeaba con auténtica furia contra el acantilado. Se introducía en la Boca por una hendidura en la pared de piedra y, al hacerlo, era como si alguna criatura poderosa y doliente lanzara un gemido de dolor. Luego abandonaba aquel extraño pozo creado por la naturaleza con un grito en el que casi se podían reconocer palabras.

Las tres personas que se habían situado al borde de la Boca alzaron los brazos. Empezaron a recitar algo al unísono. Wiggins miró a Holmes, confuso. Éste meneó la cabeza.

Porque había reconocido las palabras, si es que eran tales. Pese a no haberlas oído nunca antes, las había visto escritas más de una vez, a lo largo de los confusos e interminables expedientes que su hermano había ido recopilando sobre el Necronomicon.

– Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn -dijo Holmes, repitiendo en el salón de mi casa lo que había oído aquella noche en la costa portuguesa.

Me estremecí, como creo que se debió de estremecer el pobre Wiggins cuando las escuchó. Había algo… impío en aquellos sonidos, algo incorrecto en el hecho de que fueran articulados por una garganta humana.

Holmes intentó tranquilizar a Wiggins, aunque él mismo distaba de sentirse tranquilo. Oír aquello en voz alta había despertado extraños ecos en su mente. Sin embargo, logró apartar la sensación inquietante que insistía en apoderarse de él. El razonador se impuso sobre todo lo demás: estaban allí con una misión, y el resto carecía de importancia.

La tormenta estaba cada vez más cerca. Ahora, los truenos eran claramente audibles por encima del rugido del mar, y los rayos cruzaban el cielo como látigos enloquecidos.

Holmes vio que Wiggins estaba temblando. Se acercó al muchacho y, pese al riesgo que existía de que los descubrieran ahora que estaban tan cerca, abrió el abrigo de su pupilo, extrajo la petaca con brandy y lo obligó a echar un largo trago. Los temblores cesaron a medida que el licor iba calentando su cuerpo y, avergonzado por su comportamiento, Wiggins moduló un silencioso «lo siento» que Holmes hizo a un lado con un gesto de la cabeza.

Más allá de ellos, iluminados por la tormenta, Crowley y los otros dos continuaban con la ceremonia. Sonidos incomprensibles se escapaban de su boca y, pese al mar rugiente bajo ellos y la tormenta sobre sus cabezas, de algún modo cuanto decían llegaba a los oídos de los demás. Anni Jaeger y los otros formaban un corrillo a algunos metros de distancia, aguardando. Pero, ¿aguardando qué?

Alzaron los brazos. Los extendieron. Realizaron signos que carecían de sentido. Aullaron. Rieron y lloraron. El mar parecía decidido a devorar el acantilado. La tormenta era como la rabia desatada de un dios moribundo.

El mar se precipitó con un rugido en la Boca del Infierno. Un rayo cayó en ella, en medio de los tres hombres.

– Fue como si el mundo se hubiera apagado, Watson. No soy muy dado a las descripciones coloristas o exageradas, pero le aseguro que fue como estoy diciendo. La luz nos cegó y el ruido nos ensordeció. Y durante un instante no existió nada, ni siquiera nosotros mismos.

Luego, algo salió de la Boca del Infierno. Una columna de agua se alzó aullante hacia el cielo, un géiser imposiblemente alto decidido a desafiar la gravedad y que, por un instante, pareció congelarse para siempre en el tiempo, cristalizar en una forma precisa llena de aristas y espuma detenida a mitad de camino hacia el cielo.

– Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn -gritaron de nuevo los tres hombres. Y otra vez su voz se las apañó para ser audible por encima de todo lo demás.

La imposible columna de agua se colapso por fin con un último rugido y los tres hombres alrededor de la Boca del Infierno parecieron tropezar. Crowley estuvo a punto de resbalar hacia su muerte, se dobló en el último instante y cayó sobre sus rodillas. En su rostro había una expresión en la que luchaban dolor y éxtasis, y algo más que desafiaba toda descripción.

Y no era el único.

En medio del grupo de hombres, Anni Jaeger se tambaleó y habría caído si no la hubieran sujetado sus acompañantes.

Y junto a Holmes, Wiggins se retorcía en el suelo y sus facciones se contraían en una mueca tan parecida a la de Crowley que podía haber sido su reflejo.

En ese momento, mi amigo abandonó todo interés en la misión. Lo único que importaba era Wiggins a su lado, retorciéndose y aullando algo que no era del todo dolor hacia un cielo enloquecido.

– ¡El dos! -gritó de pronto-. ¡El dos! ¡Quema como él dijo que quemaría! ¡Todo quema!

Holmes, lanzándose sobre Wiggins, cargó su cuerpo tembloroso en brazos y empezó a alejarse de allí. Los acompañantes de Crowley se volvieron hacia ellos, confusos, sin saber muy bien lo que estaba pasando.

Alrededor de la Boca del Infierno, Crowley consiguió incorporarse y miró a su alrededor. Los dos hombres que lo habían acompañado en el ceremonial lo contemplaban sin saber qué hacer, como si de pronto hubieran perdido el rumbo y no supieran adónde volverse. Lentamente, Crowley echó a andar hacia la seguridad del interior.

De pronto, la tormenta cesó.

El resto de los hombres parecían indecisos entre perseguir a Holmes y ayudar a su maestro. Eran conscientes de que algo había ocurrido y de que la ceremonia no había terminado tal como debía, pero no se atrevían a hacer nada sin instrucciones de su magus.

Eso salvó a Holmes y Wiggins, quienes pudieron alejarse lo bastante para perderse en la oscuridad. El pobre muchacho seguía temblando en brazos de Holmes y no paraba de articular incoherencias sobre el dos y el modo en que todo quemaba. Por suerte, su voz se había reducido a un susurro agotado que resultaba casi inaudible.

– Él lo dijo. Me lo dijo cuando me marcó. El dos. Cómo quema.

Juzgando que, de momento, se había alejado lo suficiente, Holmes depositó a su pupilo en el suelo. No había mucho que pudiera hacer, salvo quizá dejar que el agotamiento venciera a Wiggins y pudiera sumirse en una inconsciencia reparadora.

Era vagamente consciente del tumulto que se estaba formando a lo lejos, en la costa. Pronto pasaría la confusión y empezarían a seguirlos. Y Holmes no podía permitir que encontraran al pobre Wiggins en aquel estado. Tenían que irse de allí, y tenían que hacerlo ya.

Por suerte, el cuerpo de Wiggins ya no temblaba. De hecho, apenas se movía. Holmes se inclinó sobre su aprendiz y, en ese momento, una mano se posó sobre su hombro. El detective se hizo a un lado con rapidez, mientras sacaba su revólver del abrigo y apuntaba frente a él.

– Tiene que volver -dijo una voz tranquila y ligeramente divertida-. Tiene que volver o todo será peor.

Frente a Holmes, perfectamente visible a pesar de la intensa oscuridad, había un hombre de cabello rubio y facciones angelicales. Sonreía con un lado de la boca, pero sus ojos parecían arder.

– Tiene que volver. Aún estamos a tiempo.

Holmes bajó el revólver.

– De todas las personas que esperaba encontrar aquí, es usted la última -logró decir con voz cansada.

El recién llegado acentuó su sonrisa.

– ¿Por qué? -preguntó-. Después de todo, esto es la Boca del Infierno.

Capítulo X. El señor Shamael Adamson

Corría el año 1895 y Holmes y yo investigábamos la desaparición de un supuesto explorador noruego llamado Sigurd Sigerson. No tardaríamos en descubrir que se trataba de un impostor; un americano llamado Lovecraft que, disfrazado de esa guisa, se había acercado a Amanecer Dorado para robar el Al Azif o Necronomicon, en aquel momento en su poder.

Aquel fue el caso que terminé llamando "La sabiduría de los muertos" y, durante su transcurso, conocimos a Shamael Adamson, aparentemente un inglés que había sido contratado por Sigerson como secretario. Con el tiempo descubriríamos que Adamson era mucho más de lo que parecía. Qué exactamente, nunca lo supimos, pese a sus afirmaciones de haber sido el gobernante de un cierto reino místico concebido para el sufrimiento. Había renunciado al gobierno del reino para transitar por la Tierra como un hombre más, o eso nos dijo a Holmes y a mí.

Y ahora, treinta y cinco años después, Holmes y Adamson estaban de nuevo frente a frente, en el último lugar del mundo donde el detective habría esperado encontrarlo.

Aunque, como el propio Adamson acababa de decir, ¿por qué no? Al fin y al cabo, aquello era la Boca del Infierno.

Pese a todas las preguntas que le venían a la mente, el detective era consciente de que en aquel momento sus prioridades eran alejarse de allí lo antes posible y poner a salvo a Wiggins.

– Ayúdeme -le dijo a Adamson-. Entre los dos podemos llevarlo más rápido.

– No lo entiende, ¿verdad? No debe alejarlo de aquí. Al contrario, tiene que llevarlo de vuelta a la Boca del Infierno.

– No diga tonterías.

– Tiene que detener lo que han empezado, Holmes. Debe devolverlo al lugar al que pertenece.

– No tengo tiempo para esto, Adamson. Si va a ayudarme, perfecto. Si no es así, apártese de mi camino.

Adamson lo pensó unos instantes. Lanzó un vistazo fugaz a sus espaldas y, de pronto, pareció tomar una decisión.

– Me temo que ya no importa -dijo-. El momento ha pasado. Se han ido.

Holmes siguió la dirección de su mirada. En efecto, ya no quedaba nadie en la Boca del Infierno. Crowley y sus seguidores se habían ido.

– Vamos, lo ayudaré -dijo Adamson, inclinándose hacia Wiggins-. Tengo un coche cerca de aquí, lo llevaremos a la ciudad.

Holmes asintió. Entre los dos, llevaron el cuerpo febril y medio inconsciente hasta el automóvil de Adamson. Holmes se subió en la parte de atrás, con Wiggins, mientras Adamson se colocaba tras el volante.

Wiggins abrió de pronto los ojos y miró a su alrededor, incapaz de comprender dónde estaba.

– El dos -balbuceó-. Él me marcó. Sus ojos de jade. El dos.

– Tranquilo, muchacho, todo ha pasado -dijo Holmes.

Wiggins lo miró como si no lo conociera.

– Yo lo hice todo. Cazador y presa. Asesino y juez. El dos. Oh, Dios mío.

De pronto, su cuerpo se desmadejó contra el asiento y sus ojos se cerraron. Su respiración no tardó en convertirse en un susurro regular.

Adamson se volvió hacia Holmes.

– No ha pasado, está empezando. Y será peor, se lo aseguró.

Pero Holmes no le hizo caso. Se quitó su propio abrigo y cubrió con él el cuerpo inconsciente de su pupilo.

– Descansa, muchacho -susurró con voz tierna-. Descansa. Yo me ocupo de todo.

Por un instante, una sonrisa de paz pareció asomar al rostro inconsciente de Wiggins, pero no tardó en ser sustituida por un ceño fruncido. Bajo los párpados cerrados, sus ojos se movían frenéticamente.

Adamson seguía conduciendo el automóvil por la oscura y silenciosa carretera. No tardaron en llegar a Lisboa y, algún tiempo después, a la casa que Mycroft les había proporcionado.

Dejaron a Wiggins en su lecho y luego, sentados frente a un fuego reconfortante, Holmes y Adamson se miraron en silencio durante largo rato.

– Su aparición esta noche no ha podido ser más oportuna… o todo lo contrario, según se mire -dijo al fin el detective-. Supongo que usted era la persona que Crowley temía que llegara antes de que pudiera poner a punto su representación.

– Así es -respondió Adamson con una sonrisa torcida-. Aunque supe que preparaba algo, tardé en saber cuándo y, sobre todo, dónde. Llegué a Lisboa esta misma tarde, y el tiempo apenas me alcanzó para estar donde debía esta noche. De hecho, lo hice demasiado tarde para impedir lo que ha ocurrido.

– ¿Y qué es lo que ha ocurrido?

– ¿De veras quiere saberlo?

– No lo preguntaría de no ser así.

Adamson sacó una elaborada pitillera de plata y encendió un cigarrillo. Le ofreció otro al detective. Éste negó con la cabeza.

– Como quiera. Ya frustré los planes de Crowley una vez, hace más de treinta años, supongo que lo recuerda.

– Sí, se las apañó para que el libro de Al Hazrid, el Necronomicon, quedara fuera de su alcance, cómo voy a olvidarlo. Sobre todo teniendo en cuenta que, al hacerlo, estropeó uno de mis mejores casos.

– Lo siento. Tenía una deuda contraída con Winfield Scott Lovecraft y debía pagarla.

– Comprendo.

– Sí, lo hace, aunque no cree real buena parte de lo que pasó.

Holmes se encogió de hombros.

– Al contrario. Todo lo que pasó fue real. Las explicaciones para ello, sin embargo… Me temo que desde el momento en que entramos en el terreno de lo sobrenatural, no puedo aceptarlas. No existe nada sobrenatural, señor Adamson. La misma palabra es un oxímoron evidente. Nada puede haber que escape a las leyes de la naturaleza. Cierto que hay mucho que no sabemos o comprendemos, pero asignarle la categoría de «sobrenatural» a todo lo que no terminamos de entender no es otra cosa que pereza intelectual.

Adamson asintió.

– Puede que se sorprenda, pero estoy de acuerdo con usted. El problema es que quizá no estemos definiendo como «naturaleza» la misma cosa, usted y yo.

– Es posible.

– Seguramente para usted la desaparición de Lovecraft en medio de un banco de niebla tiene causas… llamémoslas tecnológicas, ¿no es así? Quizá un submarino experimental que hundió rápidamente su cúter y lo acogió a bordo, de modo que cuando ustedes llegaron a donde él estaba, ya no había rastro alguno de Lovecraft o de su barco. Del mismo modo, estoy seguro de que justifica el hecho de que mi apariencia sea exactamente la misma que la de hace treinta y cinco años con alguna explicación que incluya métodos similares al que usa usted. Su… llamémosla «jalea real», tal y como usted lo hace a falta de un término mejor, que le ha permitido frenar los efectos del proceso de envejecimiento.

– Ambas explicaciones me parecen perfectamente razonables y lógicas.

– Así es. Pero, ¿eso las convierte en ciertas?

– Quién sabe. Explican los acontecimientos de un modo satisfactorio para mí. Por lo tanto, a mi me bastan.

– Comprendo. Me temo, entonces, que nada lo que yo le diga esta noche va a servirle de mucho. Sin duda, para usted lo ocurrido en la Boca del Infierno tiene una explicación sencilla y racional. Y lo que le ha sucedido a su pupilo…

– Lamentable -dijo Holmes-, pero evidente, una vez todo ha salido a la luz. De hecho, confieso que debería haberlo visto antes, si en este caso mis sentimientos por Wiggins no hubieran perturbado mis capacidades de raciocinio. Me temo que ni siquiera yo soy ajeno a las veleidades de la emoción y, para desgracia de Wiggins, han nublado mi juicio.

– Sí, no esperaba que lo viera otro modo. Y tiene razón, lo que le ha pasado a su discípulo era evidente para cualquiera que supiese mirar. Pero hay más, señor Holmes, mucho más, y ésa es la parte que me temo que no creería si yo se la contase. Esta noche ha empezado algo terrible y oscuro que se prolongará durante los próximos años. Pero creo que tendrá tiempo de ir descubriéndolo por sí mismo.

Arrojó el cigarrillo a la chimenea, donde las llamas lo devoraron rápidamente.

– No hay mucho que pueda contarle. Al menos en estos momentos, cuando las explicaciones que podría darle no encajan en la concepción que usted tiene del universo. -Frunció el ceño-. No, eso no es cierto: encajan perfectamente en la concepción que tiene del universo, pero no en la… implementación concreta que usted ha elegido para esa concepción.

– Es posible. Así pues, dígame cuanto pueda.

– Eso haré. El resto, me temo, tendrá que ir descubriéndolo por sí mismo. Si de algo estoy seguro es de que su intervención en este asunto está lejos de acabarse, señor Holmes.

– Eso no me sorprende demasiado.

– No, supongo que no. Veamos, ¿por dónde empezar? ¿Hace treinta y cinco años, cuando evité que una pieza del poder cayera en manos de Aleister Crowley? Porque supongo que a estas alturas su hermano ya le ha puesto en antecedentes y no ignora que el Necronomicon está repartido en tres libros, en tres ejemplares distintos del mismo libro, en realidad, y que los tres son necesarios para reconstruir el libro completo. Lo que Winfield Lovecraft robó hace treinta y cinco años era sólo una parte de Al Azif, una parte que yo envié donde menos daño pudiera hacer, pese a que la criatura que ahora lo tiene en sus manos… bien, eso es algo que usted averiguará por sí mismo, tarde o temprano.

– Comprendo -dijo Holmes.

Pero Adamson se dio cuenta de que el detective le estaba ocultado algo.

– Ah, ya veo. Mycroft no confía del todo en usted, aún no le había contado esa parte de la historia. Usted desconocía que el libro de Al Hazrid estaba oculto en tres ejemplares distintos. Bueno, estoy seguro de que su hermano se lo contará todo en detalle, supongo que usted mismo se encargará de ello cuando vuelva. Mycroft lleva muchos años intentando reconstruir el contenido del Necronomicon basándose en lo que otros han escrito sobre él. Y ha llegado a algunas conclusiones sorprendentes. Y ciertas. Pregúntele cuando vuelva a verlo.

– Eso haré.

– Como decía, para mí era importante mantener a Crowley alejado de esa fuente de poder. Por desgracia, su fracaso en obtener el libro de Al Hazrid no hizo más que espolear su ambición. Ha creado el personaje público que todos conocemos, esa especie de mago corrupto y depravado, esa suerte de criatura de vodevil que se exhibe por el mundo como si éste fuera su escenario.

Sacó un nuevo cigarrillo de su pitillera. Esta vez, Holmes aceptó el ofrecimiento de uno.

– Y entre tanto, ha ido buscando otras fuentes de poder. Ha hecho un trato. Podríamos decir que un trato con el demonio, si no fuera porque… bueno, usted no cree en esas cosas. No importa, ha pactado para obtener poder, y el ritual de esta noche era un paso necesario en ese pacto. De hecho, era el paso que podríamos calificar de definitivo. Tras esto, no hay marcha atrás posible. Crowley está comprometido. Ya no podrá cambiar de idea. No se lo permitirán. Así que seguirá adelante.

– ¿Hacia dónde?

– Hacia la locura, el caos y la oscuridad. Hacia la destrucción del mundo tal y como usted lo conoce. Siendo más mundanos, más prácticos, si quiere, digamos que sus planes inmediatos pasan por la recuperación y reconstrucción del Necronomicon tal y como fue concebido por su autor. Luego… luego propiciará la situación adecuada para usarlo. Y él, o uno de los otros dos, terminará usándolo.

Holmes asintió, recordando el modo en que Crowley y sus dos acompañantes se habían colocado alrededor de la Boca del Infierno.

– En cuanto a su pupilo -siguió diciendo Adamson-, sé que intentará salvarlo, pero me temo que ha emprendido un camino del que ya no hay vuelta atrás.

– Eso no puedo aceptarlo.

– Lo sé. Sé que cree que aún puede recomponer la mente dividida de Wiggins. Y quizá, si alguien puede tener éxito en ese empeño, ése sería usted. Pero ya se lo he dicho, ése no es el verdadero problema de su discípulo.

De nuevo cayó un silencio incómodo entre ambos.

– Me doy cuenta de que usted no confía en mí, señor Holmes, y seguramente hace bien. Tengo mis propios planes y no tienen por qué coincidir con los suyos. Pero digamos que, al menos en este caso, somos aliados. Estoy tan interesado como usted en que Aleister Crowley y los suyos no tengan éxito. Seguramente volveremos a vernos y espero poder ayudarlo en el futuro. Mientras tanto… bueno, nunca me ha gustado poner todos los huevos en el mismo cesto, así que estoy emprendiendo otros caminos, por si el suyo fracasa.

– Me parece razonable.

Adamson se incorporó.

– No creo que nos quede mucho más que decir. Cuando vuelva a Inglaterra, sin duda su hermano tendrá muchas cosas interesantes que contarle sobre todo esto. Sabe mucho más de lo que hasta ahora le ha dicho, se lo aseguro.

Holmes enarcó una ceja.

– ¿Y me equivoco al suponer que parte de lo que sabe es gracias a usted?

Adamson reprimió una sonrisa.

– Me parece una deducción acertada -dijo.

– Era elemental.

– Claro, como no.

Adamson recogió su abrigo, sus guantes y su sombrero.

– Tengo mucho trabajo que hacer. Y usted también, señor Holmes. Por el bien del mundo, tal y como usted lo conoce y como yo he llegado a apreciarlo, espero que no fracase. Pero si lo hace… bien, me las apañaré, siempre lo he hecho. Buenas noches.

– Buenas noches, señor Adamson.

Capítulo XI. Recapitulaciones

La tarde se estaba convirtiendo rápidamente en una noche tristona y fría. Holmes y yo permanecíamos en silencio el uno frente al otro. Hacía varios minutos que había terminado de contarme su encuentro con Adamson y yo aún seguía tratando de asimilar toda la historia.

Había una pregunta que quemaba mi garganta, pero no me decidía a formularla.

– ¿Qué pasó con Wiggins? -logré decir al fin.

Holmes asintió, como si llevara un buen rato esperando mis palabras.

– Si lo que me pregunta es dónde está, no lo sé, Watson. No quise creer lo que Adamson me decía, que Wiggins estaba más allá de toda posible ayuda humana, pero temo que tenía razón.

– No lo entiendo, Holmes.

– Es muy sencillo, Watson. Wiggins despertó a la mañana siguiente. Y lo que había en sus ojos… Se había asomado al abismo y, cuando éste le devolvió la mirada, descubrió que se miraba a sí mismo.

Desde hacía un buen rato, una sospecha terrible se había colado en mi corazón y, pese a que las palabras de Holmes me la confirmaban, fingí no entender lo que me estaba diciendo.

– Había una sombra en el alma de Wiggins, Watson. ¿Desde cuándo? Desde hace treinta y cinco años, desde el momento en que el mandarín con ojos de jade marcó su rostros con el número dos.

Asentí. Recordé las cicatrices gemelas que cruzaban un lado de su rostro.

– El número dos -siguió diciendo Holmes-. Todo parece remitir una y otra vez al mismo momento, ¿no es cierto? En la primavera de 1895 nos enfrentamos a Lovecraft, no logramos impedir que éste robara el Necronomicon y conocimos a Shamael Adamson. Y poco antes, aquel mismo año, Wiggins fue marcado de forma indeleble por un demonio en forma humana. ¿Cree en las casualidades, Watson?

– No lo sé -respondí, incómodo conmigo mismo.

– Yo tampoco. Si hay una mente rectora tras todo esto, si existe un relojero cuya voluntad ha diseñado este artefacto maravilloso que es el universo, a veces pienso que tiene un sentido del humor francamente retorcido. Y si no lo hay… ¿qué sentido tiene todo entonces?

No me gustaba lo que implicaban las palabras de mi amigo. Me di cuenta de que de nuevo estaba resbalando hacia los abismos de la culpa y el dolor y era algo que no podía consentir. Así que dije, aunque ni yo mismo estaba muy seguro de que mis palabras fueran ciertas:

– ¿Acaso importa eso, Holmes? Nosotros damos sentido a nuestras vidas, a lo que pasa a nuestro alrededor, a nuestro universo. Qué importa lo demás.

– Tiene razón, como siempre, Watson. Gracias una vez más.

Me encogí de hombros.

– Pero sí, aquella terrible noche en Limehouse, Wiggins fue marcado por aquella criatura malévola. Hizo algo más que marcar su rostro, también dejó cicatrices en su alma. Y, al contrario que las del cuerpo, éstas no se curaron jamás. Su mente se… partió.

De nuevo aquella terrible sospecha. Y otra vez me negaba a creerla.

– Lo que está usted diciendo es que…

– Que Wiggins era el causante de los crímenes que él mismo investigaba. Él era el Asesino del Dos, Watson. O una parte de él, al menos.

Aquéllas eran las palabras que temía oír. Y, pese a que no quería creerlas, una parte de mí las reconocía como ciertas. ¿Acaso no había pensado durante todo aquel tiempo que la mente de Wiggins nunca se había llegado a curar de su encuentro con el mandarín? ¿No me había repetido a mí mismo una y otra vez que, por más que su rostro se curase, había otras partes de él que no lo habían hecho? Lo sabía, en cierto modo había sabido durante todo aquel tiempo que había algo torcido dentro de Wiggins. Simplemente, no había querido verlo. Y comprendí que a mi amigo le había pasado lo mismo.

– No puedo creerlo, Holmes -dije, sin embargo, como si aquel terrible pensamiento no se convirtiera en real mientras me negara a creer en él en voz alta.

– Yo tampoco pude durante mucho tiempo, Watson. Y sin embargo, creo que lo sabía, que en lo más hondo de mi ser lo sospechaba. Una mirada fría y desapasionada a lo que ocurría me habría hecho ver con claridad que las pistas no podían apuntar a otro lado. Pero me temo que, cuando se trataba de Wiggins, mi mirada lo era todo menos fría y desapasionada. Me engañé a mí mismo, supongo, miré hacia otro lado, no vi lo evidente.

– Holmes…

– Sabe que estoy en lo cierto, amigo mío. Y las palabras de Wiggins aquella noche fueron toda la confirmación que necesitaba. Su mente estaba partida en dos, dividida, separada en dos personalidades contrapuestas: policía y criminal, cazador y asesino. Creo que, durante mucho tiempo, ninguna de las dos partes sabía lo que hacía la otra. El detective desconocía que se perseguía a sí mismo; el criminal ignoraba que la sombra que le pisaba los talones era la suya propia. Luego… vino el colapso. Creo que Wiggins estuvo a punto de averiguar la verdad sobre sí mismo. No pudo aceptar lo que estaba a punto de ver y cerró los ojos. Cayó en una crisis nerviosa y trató de negar desesperadamente lo que casi había averiguado. Charlie lo internó en la clínica y me pidió que lo ayudara. Y yo… fracasé.

– Holmes… -repetí.

– No, amigo mío. Dije antes que era responsable de mis actos, pero no culpable. Y lo sigo sintiendo así. Pero no cerraré los ojos a la verdad. Fracasé en ayudar a Wiggins. Seguramente nadie habría podido ayudarlo. Como dijo Adamson, estaba más allá de toda ayuda. Cierto que durante un tiempo pareció mejorar. Lo llevé conmigo a Inglaterra y creí que ponerlo de nuevo a trabajar sería la mejor terapia. Y, al principio, seguramente así fue. Hasta aquella terrible noche en la Boca del Infierno. No sé muy bien qué efecto causó aquella escena en la mente de Wiggins, pero pude ver yo mismo los resultados: las dos mitades de su mente se enfrentaron, se miraron la una a la otra. Como dije antes, el abismo le devolvió la mirada y descubrió que en el abismo no había nadie más que él mismo.

Traté de decir algo, cualquier cosa, pero comprendí que era inútil, así que guardé silencio. Holmes me miró con una sonrisa triste, cansada, y se incorporó en el sofá. Recorrió la habitación un par de veces, se asomó a la ventana y, al cabo, se acercó de nuevo a mí.

– Saqué a Wiggins de Portugal como pude. Mycroft me ayudó. Y me ayudó también a internarlo en una clínica. Estuvo en ella hasta hace poco. Aunque cada vez estaba más seguro de que Adamson tenía razón y de que nadie podía ayudarlo, durante un tiempo me permití alimentar la esperanza de que podía no ser así. El personal de la clínica ha tenido éxito donde muchos otros han fracasado. Y el tranquilo y apacible entorno de Nueva Inglaterra quizá haría algo por su alma torturada, o eso pensé. Pero… hace un mes que Wiggins ha desaparecido. Ha huido de la clínica.

– ¿Lo ha buscado?

– No he hecho otra cosa, Watson, pero no hay rastro de él. Como si se hubiera evaporado, como si ya no estuviera en este mundo. Lo encontraré, sí, sé que tarde o temprano lo encontraré, o él me encontrará a mí y entonces… haré lo único que puedo hacer.

Me mordí el labio, porque presentía lo que Holmes estaba a punto de decir, y me parecía atroz.

– ¿El qué? -conseguí preguntar, al cabo de un rato.

– Daré descanso a su alma, qué otra cosa. De un modo u otro, le daré el descanso que su torturada alma merece. No puedo hacer otra cosa, Watson.

Todo mi ser se rebelaba contra lo que acababa de oír. Y sin embargo, no pude evitar decir:

– Lo sé.

– Es tarde. Será mejor que nos retiremos, amigo mío.

Me mostré de acuerdo.

– Con la luz de la mañana, quizá veamos las cosas con más claridad -dije.

– Me temo que ya las veo lo bastante claras.

No respondí.

Capítulo XII. De vuelta a la noche

Pero al día siguiente no hablamos gran cosa. Holmes durmió toda la noche y buena parte de la mañana y, cuando se levantó, parecía ser de nuevo el de siempre: frío y reservado, una máquina de razonar en perfecto estado, sin caer en debilidades emocionales de ningún tipo.

Por supuesto, no me engañó ni por un momento. El mago del pensamiento deductivo podía estar de nuevo al control, pero sabía bien que bajo la superficie todas aquellas emociones seguían allí.

Comprendí, sin embargo, que lo mejor era no insistir. Holmes se había desahogado, había volcado su alma sobre mí y ahora, limpio de culpa, de lastres emocionales, volvía a ser el de siempre. No del todo, me di cuenta. Como ya he dicho, desde aquel día se contempló a sí mismo con una ironía ligeramente divertida que ya no le abandonó nunca más.

Supongo que el «recuerda que eres mortal» funcionó pese a todo.

Mientras almorzábamos, Holmes ató los últimos cabos de su historia.

Varios días después de lo ocurrido aquella noche, hubo un pequeño escándalo en la ciudad de Lisboa. Aparentemente, se dio por muerto a Crowley. De hecho, se habló de un suicidio en la misma Boca del Infierno y Pessoa, el corresponsal portugués de Crowley, afirmó ser uno de los testigos del acontecimiento.

Holmes, sin embargo, no tardó en averiguar que Crowley seguía vivo. Anni Jaeger aún estaba con él, pero mi amigo sospechaba que Mycroft la había perdido como agente: había pasado mucho tiempo desde su último informe.

– Seguramente se ha pasado al otro bando -dijo Holmes-. O puede que estuviera siempre en él.

Holmes sospechaba que el fingido suicido de Crowley no era más que una forma de enfriar la pista de su perseguidor, Shamael Adamson. No sabía si él o alguno de los suyos lo habían visto aquella noche, pero desde luego sí que los habían visto a él y a Wiggins y debieron de pensar que estaban al servicio de Adamson.

– Pero volverá a aparecer. Alguien como Crowley no puede estar demasiado tiempo lejos de la luz pública. Su vida es un espectáculo coreografiado para los demás y, sin un público, carece de sentido.

Tras el almuerzo tardío, pasamos la tarde rememorando viejos tiempos. Comenzaba a anochecer cuando me manifestó que se iba.

– Tendrá que disculparme con la encantadora señorita Hunter -me dijo-. Estoy seguro de que podrá hacerlo sin problemas.

– Se sentirá decepcionada -le respondí-. Pero creo que sabré apañármelas.

– Estoy convencido de ello, Watson.

Rápidamente preparó su escaso equipaje. Siempre viajaba ligero.

– No sé cuándo volveremos a vernos, Watson. Intentaré que sea tan frecuentemente como pueda, pero…

– Lo sé. No es necesario que lo diga.

Sonrió.

– Watson, la única constante en un mundo siempre cambiante. Siga así, amigo mío.

– No sé seguir de otro modo.

Dejó caer la pequeña bolsa de viaje y me miró unos momentos indeciso.

– Esto es poco apropiado -dijo-, pero al demonio.

Y de pronto, para mi sorpresa, estaba abrazándome. Azorado, incómodo, emocionado, le devolví el abrazo como pude.

Se separó de mí, me miró como si quisiera asegurarse de que seguía allí y dijo:

– Buenas noches, Watson, hasta que volvamos a vernos. -Hasta la vista, amigo mío.

Y se perdió, de vuelta a la noche de otoño, que lo tragó con rapidez. Más tarde, tal como suponía, Violet vino a verme. No pareció decepcionada por no encontrar a Holmes, como si ya hubiera contado con su ausencia.

Le hice un resumen de lo que el detective me había contado, aunque omití muchos detalles. Como siempre que le contaba una historia, pareció fascinada.

– ¿Estará bien? -me preguntó cuando acabé.

Lo pensé unos instantes.

– Sí. Es el hombre más fuerte que he conocido. En realidad, ahora es incluso más fuerte que antes, porque ha comprendido que también él es frágil, como todos nosotros. Sí, querida, creo que estará bien. De un modo u otro, estará bien.

Pasé buena parte de la noche revisando viejos manuscritos nunca publicados, entre ellos mi narración del caso de "La sabiduría de los muertos". Me pregunté si sería el momento adecuado para dar a la luz pública aquella aventura de Sherlock Holmes, dejar que el mundo supiera por fin lo que había ocurrido en aquella fría primavera de 1895.

Decidí que aún no. Pero sabía que no podía faltar mucho.

El amanecer y Violet me encontraron revisando viejos casos, sonriendo nostálgico ante una réplica punzante de Holmes o un gesto teatral que despistaba a la policía.

– ¿Revisando el pasado? -me preguntó Violet.

– Siempre -dije.

Pero también pensando en el futuro, aunque no lo dije en voz alta. Holmes había vuelto a la noche. No sabía cuánto tiempo pasaría antes de que volviéramos a vernos, pero estaba seguro de que, cuando lo hiciera, tendría algo interesante que contarme, como siempre.

Intermedio. Entre bastidores [1]

Lo veo llegar.

Orgulloso, como siempre, convencido de que no hay nada que no pueda resolver, tan imbuido de su propia invencibilidad que su fracaso es inevitable.

Dentro de mí, algo se agita nervioso. Trata de calmarme, me dice que no me deje llevar por las emociones. Tenemos algo que hacer y no debemos permitir que nada interfiera en nuestros planes.

Pero son sus planes. No los míos.

Sin embargo, accedo. Al fin y al cabo, llegamos a un acuerdo, una tregua, y ahora los tres colaboramos en un propósito común. Yo, yo y la cosa que hay tras mis ojos y no soy yo pero me habita. No somos uno, no lo seremos nunca, pero compartimos el mismo espacio y tenemos que apañárnoslas de alguna manera para convivir.

Así que de acuerdo, me digo, son también mis planes, nuestros planes.

Hemos aprendido. En los últimos años, desde que dejamos al doctor Hufier abandonado a su suerte, paladeando sus últimos momentos en esta vida, hemos aprendido unas cuantas cosas. Este cuerpo sigue siendo una habitación demasiado estrecha, pero nos las hemos apañado para convertirlo en un habitáculo adecuado.

Más o menos.

A veces yo despierto, contemplo lo que sucede a mi alrededor. Veo lo que estoy haciendo, y trato de evitarlo. Pero no soy lo bastante fuerte para luchar contra mí, y mucho menos si la cosa venida de más allá del tiempo y del espacio me ayuda. Así que acepto la derrota y vuelvo a dormirme.

Cómo me gustaría librarme de mí. Poder prescindir de esa parte absurda y débil que aún siente afecto por él. Pero la necesito. Sin ella, incluso dormida como está la mayor parte del tiempo, el otro podría poseernos y entonces yo (cualquier yo) desaparecería.

Así que sigo adelante. Intento dormirme y trato de calmar mis temores cuando despierto.

«Vamos», oigo que me dice esa cosa que me habita. «Tenemos trabajo que hacer.»

Tiene razón.

Hemos pasado los últimos siete años yendo de un lado a otro, moviéndonos por el mundo sin ser apenas notados, preparando las piezas y disponiéndolas sobre el tablero. Hemos vivido en la oscuridad, y en ella nos hemos movido, interviniendo sólo cuando era necesario y efectuando los cambios imprescindibles aquí y allá.

Un ministro que dimite por problemas de salud.

Un funcionario que se jubila.

Un militar que muere.

Alguien que va hacia allá cuando estaba a punto de venir hacia aquí.

Nadie ha notado nada. Para todos, este mundo de 1937 es tal y como debería ser, los acontecimientos se han sucedido uno tras otro de un modo que parece inevitable y que nadie puede achacar a otra cosa que no sea el azar, la voluntad de Dios, o la implacable progresión de la Historia.

Pero hoy, ahora, el mundo es como nosotros necesitamos que sea y no de otro modo. Porque nos hemos movido en las sombras y lo hemos cambiado. Hemos alineado nuestras fuerzas sobre un campo de batalla que nadie ve y lo hemos preparado todo para llegar a este momento.

En España hay una guerra en marcha. Dolor, sufrimiento, un hermano matando a otro y dándonos exactamente lo que necesitamos: un caldero psíquico en el que están hirviendo los más bajos instintos de la humanidad, un grito inarticulado lanzado por millones de gargantas.

Un altar sobre el que nosotros sacrificaremos el multiverso para que los Primeros despierten y vuelvan a reinar sobre nosotros.

Hemos trabajado para llegar exactamente a este momento.

Y ahora él interviene, creyendo que puede detenernos. Él, el detective, el razonador supremo.

El culpable de que estemos ahora como estamos.

¿No fue él quien me sacó de la calle, me cobijó bajo su ala y me usó como peón en sus planes? ¿No fue Sherlock Holmes quien me hizo creer que el mundo, pese a todo, podía ser justo y que la esperanza tal vez existía? ¿No fue él quien me permitió creer en los finales felices?

¿No fue él el que me llevó al lugar donde el mandarín me marcó y partió mi mente en dos?

¿No es acaso el responsable de que algo que no sea yo viva ahora dentro de mí y tenga que pactar con ello?

¿No es el culpable de todo?

Con su ridículo disfraz (como si ese nombre de Altamont pudiera engañar a nadie), Sherlock Holmes pasea por la universidad de Harvard. Seguro que anticipa el momento en que sus manos se posarán sobre el libro y creerá haber obtenido el triunfo.

Igual que nosotros, ha pasado estos años moviéndose en las sombras. Guiado por su hermano al principio; en solitario, cuando Mycroft murió. Recorriendo el mundo en nuestra busca, intentando interponerse una y otra vez en nuestros planes.

Cree saber lo que preparamos. Sus espías le han informado de lo que va a ocurrir en España y cree que puede adelantársenos, llegar antes que nosotros al lugar donde está uno de los tres ejemplares del Necronomicon y robarlo delante de nuestras narices.

Lo que no sabe es que lo estamos esperando. Todos nosotros lo esperamos y caeremos sobre él.

Yo le estoy esperando.

Destrozaremos su cuerpo, lo obligaremos a suplicar. Nos pedirá perdón por todo cuanto nos hizo. Y no se lo concederemos, sólo más sufrimiento.

Aún no, me digo. Todavía no, dice la cosa que me habita.

Primero debe creer que ha tenido éxito. Debe llevarnos al lugar donde se oculta el otro ejemplar libro; al sitio donde lo escondió el hijo del ladrón. Lo necesitamos; debemos obtenerlo y unirlo con los otros dos para que el libro del árabe loco esté completo. Sólo entonces podremos despertar a los Primeros, abrirles paso al mundo y dejarlos caer sobre él.

Tengo razón. Tiene razón.

Así que aguardo. Así que Sherlock Holmes seguirá vivo un poco más, lo necesario para que nos conduzca hacia donde queremos.

Y luego…

Luego quizá lo dejemos vivir, lo suficiente para ver cómo ha fracasado.

O quizá no.

Está a solas, en la biblioteca, pasando página tras página del libro. Se ha da cuenta. Lo noto, lo conozco bien, y sé que se ha dado cuenta de que el libro que tiene frente a él es una superchería, una hábil falsificación.

¿Cómo le sienta eso al gran pensador, al detective imbatible? Nosotros llegamos antes y sustituimos el ejemplar de Harvard por un facsímil sin ninguna utilidad. Un engaño para estúpidos, una pista falsa que no lleva a ninguna parte.

¿Cómo le sienta eso a Sherlock Holmes?

No importa. Ahora es el momento. Enviar a nuestros tropas, enfrentarnos a él, ponerlo en una situación desesperada de la que deberá creer que ha salido en el último momento gracias a su increíble habilidad.

Pero no saldrá solo.

Oh, no.

Nos llevará a nosotros aunque no lo sepa. En la vaina de su bastón de estoque, que habremos cambiado en la lucha. A partir de ese momento, vaya a donde vaya, nosotros lo seguiremos, iremos tras sus pasos. Y, cuando consiga la otra parte del libro, caeremos sobre él, le arrebataremos su premio y, luego, por fin, le quitaré todo cuanto tiene y todo cuanto podría llegar a tener.

Al fin.

Siete años. Hemos planeado durante siete años, buscando los ejemplares del libro, los tres fragmentos que una vez unidos nos darán acceso al libro completo. Al Hazrid. El poeta loco.

Quizá. Pero listo.

Vio lo que había al otro lado. Cruzó, con su mente, si no con su cuerpo. Y robó conocimientos, sabiduría.

Y locura, tal vez.

Necesitamos su libro, tenemos que completarlo para abrir la puerta que no debe ser abierta.

Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn.

La primera parte está en España, a salvo, custodiada. Cambiamos el curso de la guerra para evitar que cayera en malas manos, y nadie lo notó. Tenemos la segunda parte en nuestro poder, sí, tal y como acaba de descubrir Sherlock Holmes. Es nuestra. En realidad, lo es desde hace mucho tiempo. Peaslee la robó para nosotros y dejó en su lugar una copia inofensiva en la biblioteca de su padre. La copia que el detective ha estado leyendo en los últimos minutos, antes de darse cuenta de lo que era en realidad.

Pero necesitamos la tercera. Winfield Lovecraft la robó para nosotros. Debería haberla llevado a Cuba en el noventa y ocho, pero no lo hizo. En lugar de eso, regresó a su casa para morir, loco y poseído.

Su hijo. Su hijo la ocultó, o sabe dónde está. Y Holmes intentará convencerlo de que le dé acceso a ella.

Pero no estará solo cuando lo haga. Nosotros, escuchas ignorados en la vaina de su bastón, estaremos con él. Todo cuando diga llegará a nuestros oídos. Seguiremos sus pasos. Y cuando crea que el premio es suyo caeremos sobre él y se lo arrebataremos.

Igual que le arrebataremos todo lo demás.

Cuanto es. Cuanto ha sido. Cuanto podría llegar a ser.

Todo.

El viejo lucha bien en la oscuridad. Sabe cómo moverse y aún no ha perdido agilidad. Engaña a sus atacantes una y otra vez, les hace frente y parece a punto de derrotarlos. Pero no sabe que el engañado es él.

«Vamos», me dice la cosa que me habita. «Es el momento.» Doy la orden de encender las luces y entramos en la habitación. Sherlock Holmes se detiene a mitad de un golpe y nos contempla. Su vista se posa en mí sin reconocerme, pero me doy cuenta de que algo en mi cuerpo le resulta familiar. No, aún no, todavía no debe sospechar que soy yo quien va a destruirlo. Así que permito que la cosa salida de la Boca del Infierno se haga con el control.

– Puede bailar cuanto quiera, Holmes -dice, con una voz en la que apenas hay pasión. Pero no debo intervenir, aún no-. De un modo u otro lo haremos bajar de ahí.

Holmes acepta la verdad de nuestras palabras. Sabe bien que ha podido aprovechar la oscuridad como una ventaja contra sus atacantes iniciales, pero es poco probable que la luz juegue ahora a su favor, y más teniendo en cuenta que el número de sus enemigos acaba de verse repentinamente multiplicado. El viejo siempre ha sido un hombre práctico, por encima de todo.

– Estoy en desventaja, señor -dice, tratando de ganar tiempo, mientras intenta, en vano, buscar una salida a aquella situación-. Usted sabe mi nombre, pero yo desconozco el suyo.

– Tiene razón. Está en desventaja -digo, tomando repentinamente el control de mi cuerpo. El momento del éxito está tan cerca que no puedo evitarlo-. Pero eso no tiene nada que ver con mi nombre.

Doy una señal y veo que Holmes comprende que todo estaba perdido. Sí, se da cuenta de que no soy ningún villano de opereta, y no voy a perder el tiempo hablando con él. Quiero su muerte, y cuanto antes.

No, aún no. Todavía debe creer que es capaz de salir de ésta. Tenemos que darle una salida, la apariencia de una victoria, para que pueda irse de aquí y llevarnos a nosotros con él sin saberlo. Debe guiarnos hasta el lugar donde el hijo de Lovecraft ocultó el libro.

Así que cedo, pese a todo. El viejo se saldrá con la suya, de momento. La vaina del bastón ya ha sido reemplazada y el dispositivo espía que Nadie nos ha facilitado envía su señal con claridad.

Y entonces se desata el infierno. Una tromba azul en forma humana irrumpe en la habitación, inutiliza a mis hombres antes de que ninguno comprenda lo que ha pasado, salta sobre la mesa, coge a Holmes y se va de allí.

Han pasado unos segundos, menos quizá. Y el detective ha desaparecido.

Miro a mi alrededor, buscando un culpable. El doctor Peaslee me contempla con un gesto servil.

– No puede ser -dice.

Claro que no puede ser. Pero a lo largo de mi vida he visto los suficientes «no puede ser» para comprender que ocurren más a menudo de lo que se piensa.

Y en estos momentos, otras pensamientos más importantes ocupan mi mente.

– ¿El bastón? -pregunto.

Peaslee parpadea, como si no comprendiera de qué estoy hablando. Explora la habitación y por fin se vuelve a mí, conteniendo un suspiro de alivio.

– Se lo ha llevado -me responde.

Bien, digo. Bien, me repito, tratando de calmarme. No todo está perdido. Pese a lo ocurrido, aún conservamos un as en la manga. Holmes se ha llevado el estoque consigo y, por tanto, sabemos en todo momento dónde está.

En las horas siguientes, el enigma queda resuelto, aunque sólo sea para proponernos un enigma aún mayor.

Lo que ha rescatado al detective de nuestras garras es una criatura extraordinaria. Un hombre, en apariencia, pero poco menos que un dios en sus habilidades. Se mueve casi más rápido de lo que el ojo alcanza a ver, su fuerza sobrepasa lo imaginable y es capaz de atravesar medio continente de un solo salto.

¿De dónde ha salido alguien así?

– Podría estropearlo todo -dice Anni.

Tiene razón. Es lista. A veces pienso (y cuando lo hago, no estoy seguro de si soy yo o es la cosa que me habita) que de las tres entidades que salieron del abismo de la Boca del Infierno, ella es la mejor. O no. Puede que sea algo tan sencillo como el hecho de que ha sabido integrar la antigua personalidad de su anfitriona humana dentro de lo que es ahora.

No importa. No tenemos tiempo para eso. Esa especie de superhombre que se ha interpuesto entre Holmes y nosotros es peligroso y, como Anni ha dicho, podría estropearlo todo.

La cosa que me habita no está intranquila, no se impacienta. Me dice que me calme.

Le hago caso. No me gusta, pero sé que tiene razón. No es el momento para dejarse llevar. Aún no.

Así que esperamos, por el momento. No podemos hacer mucho más, mientras Holmes no nos lleve al lugar donde está el libro.

Y, mientras esperamos, escuchamos. El dispositivo localizador del bastón trae a nosotros las palabras del detective. Lo oímos hablar con el hijo del ladrón, moribundo y rebosante de autocompasión, ignorante de su condición de nexo humano; aunque lo sabe de algún modo o lo sospecha sin saberlo y por eso ha ocultado el libro que robó su padre para nosotros y que nunca nos dio. Lo oímos lamentar su infancia desaparecida, su juventud malgastada, sus escasos años de madurez truncados por el cáncer.

Si lo hubiéramos sabido. Si hubiéramos comprendido antes lo que es realmente el hijo de Lovecraft, quizá podríamos haberlo usado. Un nexo humano, capaz de viajar entre los mundos. Ignorante de sus habilidades y atormentado por ellas. Otro Al Hazrid, sólo que el árabe loco sabía lo que era y el hijo de Lovecraft, no. Ha contado una y otra vez lo que asomaba a sus pesadillas, ha escrito cuentos torpes y excesivos narrando lo que ha visto en otros mundos. Pero nunca ha llegado a comprender lo que era realmente.

Ha comprendido lo suficiente para ocultar el libro de nosotros, sin embargo.

Aunque no de Holmes. Le dice al detective cómo encontrarlo. Éste, una vez obtenido lo que desea, lo deja morir en paz.

Y luego, escuchamos cómo Holmes desentraña el origen del superhombre con facilidad, a partir de los escasos datos que posee.

Una parte de mí aún siente admiración por él. La otra quiere humillarlo antes de destruirlo. La cosa con la que convivimos lo encuentra irrelevante.

Pero la información que Holmes nos proporciona podría ser de utilidad. Anni lo ve enseguida.

Un extraterrestre, alguien venido de otro mundo y caído en la Tierra. Y es el sol de este planeta insulso el que le proporciona sus increíbles habilidades. De algún modo sus células procesan la energía solar y la transforman en algo nuevo.

– Podría sernos útil -repite Anni.

– No importa -dice la cosa que nos habita-. Él y todos los demás dejarán de tener importancia cuando despertemos a los Primeros.

– Si los despertamos.

Esas palabras me dan que pensar. Debemos contemplar la idea del fracaso, la posibilidad de que tampoco ahora tengamos éxito. El superhombre podría ser un problema. Y, aunque lo neutralicemos, se podría interponer alguna otra cosa en nuestro camino.

– ¿Qué sugieres? -pregunto.

– No lo sé -dice ella-. Aún no. Tengo que pensar en ello. Quizá buscar el lugar donde cayó su nave. Puede que allí haya algo.

Asiento y me encojo de hombros. Una parte de mí se siente inclinada a pensar que Anni pierde el tiempo. Otra, más precavida, decide concederle una oportunidad a su idea.

– Como quieras -digo-. Yo seguiré adelante con el plan.

Se muestra de acuerdo, por supuesto. Es consciente de que la suya es una tarea menor en estos momentos y de que tampoco podemos desviar muchos recursos en ella. No le gusta, pero es práctica y lo acepta.

Al otro lado del país hay una casa, y allí nos lleva Sherlock Holmes sin saberlo. Su ocupante la ha encontrado hace tiempo: un nexo entre realidades, y el rubí en su frente le sirve de llave para todas las puertas que contiene.

Lo conocemos desde hace tiempo. Lo hemos tenido vigilado, pero nunca sospechamos que fuera él quien estuviera custodiando el ejemplar del libro que nos faltaba. En realidad, hace años que decidimos que Longbottom era inofensivo, que no representaba ningún obstáculo para nuestros planes: un erudito solitario que nunca salía de casa y al mismo tiempo visitaba todas las realidades. Una criatura inútil, obsesionada en la obtención de conocimiento, pero incapaz de actuar.

Inofensivo.

Y sí, cierto que lo es. Pero ese erudito inofensivo guardaba durante todo este tiempo lo que necesitábamos. Lo teníamos ante nuestras narices y no supimos verlo. La ironía es cruel, aunque la cosa que me habita parece impermeable a ella.

No puedo menos que admirar el modo en que se las han apañado para ocultarnos el libro. La gente de Lovecraft se lo dio a Longbottom. Y éste lo ha guardado en otra realidad, en un mundo muerto al que nadie tendría interés en ir.

Nadie salvo un erudito aburrido.

Y ahora, un detective y un superhombre.

Y nosotros.

Sí, iremos ahora. Quizá no sea el mejor momento. Este mundo y la realidad a la que vamos no forman siempre un ángulo adecuado, y eso implica un desfase temporal en el viaje. Volver va a costar trabajo y ralentizará nuestros planes. Sin embargo, necesitamos el libro, necesitamos el conocimiento que el árabe loco robó de nuestro mundo. Y, de todas formas, tenemos tiempo: planeamos esto bien y, pese al retraso que significa ir al mundo donde se oculta el Necronomicon, tenemos el margen suficiente para que todo esté preparado cuando debe estarlo. Iremos, haremos lo que tenemos que hacer y luego volveremos.

Me preparo para partir tras el detective y el superhombre.

¡Es mío!

El superhombre agoniza en un mundo muerto y Sherlock Holmes se encuentra atrapado allí. Atrapado para morir, o para esperar mi regreso.

Sin salida. Solo.

Contempló el destrozo que el superhombre ha causado en mi mano antes de que me librase de él. Mi débil parte humana intenta dar salida a su dolor, pero no se lo permito. No, ahora estoy yo al frente, y las cosas se harán a mi manera.

El detective está atrapado en un lugar donde no puede hacer daño, y el superhombre ha muerto, o no tardará en estarlo. Los planes que Anni pudiera tener para él, fueran los que fueran, ya carecen de sentido.

Dejo que me curen la mano, indiferente al dolor.

El libro está en nuestro poder. Ahora sólo tenemos que unir las tres partes. Y en nuestro altar, en el grito de dolor que hemos esparcido sobre España, haremos lo que debemos hacer. Los Primeros despertarán. Este mundo, tal como lo conocen sus habitantes, está condenado a desaparecer.

Nuestro viaje a ese mundo blanco y fantasmal no ha carecido de consecuencias. Las escasas horas que pasamos allí, tal como temía, se han convertido en un año entero al otro lado. No importa. Un retraso más, es cierto, pero hemos esperado tanto tiempo… Un año no es nada.

Pronto debo encontrarme con los otros dos y partir hacia España, donde todo está dispuesto. Allí abriremos la puerta, la última puerta, y desencadenaremos a los Primeros sobre un multiverso que no está preparado para ellos.

Al fin, sí. Después de tanto tiempo.

Segunda parte. La batalla interminable

Capítulo Primero. Tunguska

El carguero había conocido días mejores. En realidad, no parecía que le quedasen muchos días más por conocer.

La mujer ascendió por la escalerilla del barco y, al llegar arriba, rechazó la mano que le ofrecían desde la borda. Aunque la primavera estaba bien entrada y el deshielo había comenzado hacía tiempo, el viento que soplaba desde la tundra era frío, y la mujer iba casi completamente embozada.

Subió a bordo y miró a su alrededor.

– ¿Todo listo? -preguntó.

El hombre que le había tendido la mano asintió en un gesto arisco. Iba cubierto por un grueso abrigo de pieles y una mugrienta gorra de capitán colgaba medio ladeada en su cabeza, a punto de ser arrancada de allí por el siguiente golpe de viento.

– Estaré en mi camarote -añadió la mujer.

Sin esperar respuesta, dio media vuelta, recorrió la destartalada cubierta y descendió al interior del barco. El capitán se la quedó mirando unos instantes, masculló una maldición y terminó escupiendo de lado, milagrosamente a favor del viento.

– ¡Vamos! -gritó-. ¡No tenemos todo el maldito día!

La mujer llegó a su camarote. Posó la bolsa que llevaba, cerró la puerta por dentro y, tras comprobar que la pequeña estufa de hierro colado tenía madera suficiente, se quitó los guantes y se calentó las manos al amor de la lumbre. Algo después, desenrolló la bufanda de alrededor de su cuello y se desprendió del grueso gorro. Sacudió la cabeza a un lado y a otro y dejó escapar un suspiro de alivio.

Se deshizo del abrigo y se acercó a la bolsa que había traído consigo. Un mechón rojizo cayó sobre su rostro y lo apartó con un resoplido impaciente. Abrió la bolsa y contempló satisfecha lo que había dentro.

– Sí -murmuró-. Sí.

Llevaba tres meses recorriendo la tundra. Buscando. Inventando caminos que no existían, abriéndose paso en busca de una leyenda.

Y la había encontrado.

La prueba estaba en sus manos.

Alzó el objeto y contempló el modo en que reflejaba la luz. Estaba roto, medio destrozado, azotado por inviernos extremos y veranos demasiado breves. Un trozo retorcido de algo que no era ni metal ni piedra y que brillaba con una débil fosforescencia verdosa.

La prueba.

Tenemos que hacernos con él, se dijo. Si lo que estamos preparando fracasa, él es nuestra última oportunidad.

Aunque en realidad no era así. No existían las últimas oportunidades. Si algo le había enseñado su larga vida, arrastrándose por los huecos entre los mundos y apoderándose de anfitriones desprevenidos, era que no existían las últimas oportunidades.

Nada acaba nunca.

El fin de algo, después de todo, no era más que el principio de lo siguiente.

Guardó de nuevo el objeto en la bolsa. Se calentó otra vez las manos junto a la estufa y luego se tumbó en la cama.

Cerró los ojos y, mientras el barco traqueteaba buscando su camino hacia el mar abierto, se quedó dormida.

Seguía conservando los recuerdos de la mujer que había sido. Pero eran algo ajeno, algo que le había sucedido a otra. La información estaba allí, lista para ser usada cuando era necesaria, pero el nexo emocional entre aquellas imágenes y ella misma era algo tan tenue y frágil que apenas lo percibía. Apenas. Una palabra irritante.

El cuerpo físico que habitaba le imponía sus limitaciones. Algunas eran molestas: tener que procesar materia para alimentarse, obligarse a descansar cada cierto tiempo, usar algo tan ineficaz como los sonidos articulados para comunicarse con los demás… Pero también tenía sus compensaciones. El cuerpo que habitaba estaba lleno de terminaciones nerviosas, bombardeado continuamente por miles de estímulos.

Un humano no habría sido consciente de ello, al fin y al cabo para ellos no era más que la forma en que siempre habían sido las cosas y ni siquiera le prestaban atención.

Pero para alguien como ella resultaba intoxicante.

El tacto, los sabores, las texturas, las formas sin límite. El frío y el calor. El dolor afilado. El placer que estallaba de repente.

Era como vivir en medio de una borrachera perpetua y disfrutar cada momento de ella.

Ya sólo por aquello merecía la pena ser humana. Ya sólo aquello casi valía por todas las limitaciones.

Casi.

Volvió a recordar la noche de su llegada al mundo.

Ella y los otros dos (sólo que entonces aún no eran tres entes separados, sólo tres partes de una misma cosa) cayendo hacia la puerta abierta, surgiendo de ella en mitad de la noche y buscando a los anfitriones adecuados.

El hombre partido fue el primero en acoger a uno de ellos. También el más difícil de domar, cierto; y, de hecho, aún distaba mucho de estar domesticado. En cierto modo, aquello había sido una inesperada ventaja; habían encontrado un aliado con el que no contaban en la personalidad dividida de Wiggins.

Crowley, la criatura reptante, henchida de orgullo y ambición, había sido el segundo. Fue un receptáculo adecuado, y se rindió casi sin presentar batalla. Al fin y al cabo, había estado buscando aquello toda su vida.

Y finalmente… ella. Altiva en medio de la tormenta, desafiante frente a un mundo que insistía en no verla como era.

La mejor de los tres. Sin ninguna duda.

Su mente se resistió, sin comprender que cuanto más luchaba, más velozmente perdía. Y al final, su asimilación había sido completa.

Luego, la consciencia repentina de que el traidor estaba allí, muy cerca.

Y algo más. La certidumbre de que ya no eran uno solo, de que aunque seguía habiendo un lazo entre los tres, desde aquel mismo momento eran criaturas independientes. Ya no tres aspectos de una misma cosa, sino tres cosas separadas, relacionadas pero distintas.

Y a medida que pasara el tiempo, cuanto más siguieran en aquel mundo, más separados estarían.

Un día, quizá, volverían al universo de pesadumbre y rabia del que habían venido, y entonces tal vez volvieran a ser uno solo.

Tal vez.

Aunque a veces se preguntaba si realmente deseaba volver. O si tan siquiera sería necesario.

Puesto que, si tenían éxito en hacer regresar a los Primeros, no haría falta volver a casa, porque aquel mundo, y todos los demás, serían como el hogar.

A medio camino del sueño profundo, sonrió feroz.

Al día siguiente, paseó por la cubierta, seguida por las miradas hoscas de los tripulantes.

No les gustaba que una mujer les diera órdenes. Pero las seguirían, mientras el pago fuera el adecuado.

Sabía lo que había en la mente del capitán, la mezcla grasienta de lujuria y desprecio que se ocultaba tras aquellos ojos entrecerrados. Pero no, se decía, ya había transitado aquel camino: ya había permitido que la poseyeran y la humillaran. Y sí, había disfrutado en el proceso, casi tanto como había disfrutado después devorando a su torturador, pero ahora no era el momento.

Tenía que volver, encontrarse con los otros y enseñarles lo que había encontrado.

Habían pasado siete años desde su nacimiento.

Siete años en los que Crowley les había trazado el camino, disponiendo las piezas en el tablero y preparándolo todo para cuando momento estuviera maduro. Ellos se habían dejado guiar, pues aquél era el motivo por el que estaban allí. Para buscar el libro que en realidad eran tres, reconstruirlo y usar el conocimiento guardado en él (el conocimiento que el árabe loco había robado de su mundo) para abrir la puerta y despertar a los Primeros.

Ése era el plan. Para eso habían cruzado a este mundo. Todo lo demás no era relevante, como insistía en repetirles Crowley.

Sin embargo…

Nunca te lo juegues todo a una sola carta, le decía una y otra vez algo en lo más profundo de su mente. Algo que no tardó en reconocer como el último resto de la mujer que había sido antes.

Nunca te lo juegues todo a una sola carta, volvió a recordar ahora, mientras pensaba en el objeto que había en su camarote.

Nunca.

Crowley y Wiggins siguieron adelante con el plan. Y ella los secundó.

Pero a la vez empezó a buscar alternativas.

Durante un tiempo fue descorazonador, porque no parecía haber ninguna.

El detective y su hermano iban siguiendo sus pasos. Quizá ayudados por el traidor, aunque era difícil de saber; la criatura era sutil y prudente. Raras veces se dejaba ver y los rastros que dejaba de su paso no siempre eran claros. Luego el hermano murió, pero eso no terminó la persecución: Sherlock Holmes continuó la tarea de Mycroft, ahora en solitario y cada vez parecía estar más cerca de ellos. Sabía mucho y, con el tiempo, aprendería mucho más. Era listo, era implacable y nada lo detendría.

Crowley no estaba preocupado por ello. Ni parecía estarlo Wiggins. Uno estaba demasiado absorto en su odio; el otro era incapaz de pensar en el fracaso. Ella, en cambio…

– Tenemos que buscar una alternativa -les decía.

Pero ellos sólo respondían:

– ¿Para qué? No debemos dispersar nuestros esfuerzos. Todo va según lo previsto.

– Todo iba según lo previsto las veces anteriores. Pero al final algo salió mal. -Hizo una pausa y dijo en voz alta lo que su memoria le había estado repitiendo durante tanto tiempo-. Nunca te lo juegues todo a una sola carta.

– Hermana -le contestó Crowley-, ten cuidado. Las mentes de los cuerpos que poseemos pueden ser una ayuda, pero son peligrosas.

– Es cierto -dijo Wiggins-. Miradme a mí, si no.

Esbozó una sonrisa torcida.

– Sé lo que me digo -insistía ella-. No debemos jugárnoslo todo a una sola carta.

Pero ellos no escuchaban.

Bueno, hermana, es normal. Los hombres nunca lo hacen, le respondió otro recuerdo de la Anni Jaeger que ya no existía.

Así que siguió buscando. Inútilmente, por lo que parecía.

Y luego apareció él. Como un relámpago. Más rápido que una bala. Más poderoso que una locomotora. Capaz de superar un rascacielos de un solo salto. Había irrumpido en la biblioteca y había salvado a Holmes de lo que parecía una muerte segura. Luego lo había acompañado en su viaje para ver al hijo de Lovecraft, para encontrar el libro que ellos necesitaban.

– No es humano -había dicho Crowley-. No es de este mundo. Sin embargo, es este mundo lo que le da sus habilidades.

Wiggins había asentido hoscamente, mientras se preparaba para seguir a Holmes y al superhombre al universo crepuscular en el que los aliados del hijo de Lovecraft habían ocultado su tercera parte del libro. El dispositivo espía que habían conseguido instalar en el bastón del detective les informó de las conclusiones a las que éste llegaba sobre la naturaleza de aquella criatura extraña: no era de aquel mundo, y el bajel en el que viajaba por el espacio se había estrellado en la Tierra. En un lugar preciso y concreto.

– Recuérdalo -había seguido diciendo Crowley, mientras Wiggins se preparaba para seguir al detective y al superhombre dondequiera que fuesen-. No sé muy bien cómo, aunque es posible que Holmes tenga razón en lo que afirma y que sea el sol de este lugar el que le dé sus habilidades. En cualquier caso, todo lo que es, lo es por estar aquí. En cualquier otro sitio, no tendrá habilidad especial alguna.

Wiggins había asentido de nuevo (y una llamarada de odio había cruzado su rostro al oír el nombre del detective), se había ajustado el ancla sintonizada con el bastón y se había preparado para partir.

Y mientras tanto, ella pensaba, maquinaba, planeaba y se preguntaba si habría encontrado al fin lo que buscaba. Había dedicado buena parte del último año a buscar el lugar que el detective había mencionado cuando descifró el origen del superhombre.

Tunguska.

Allí había caído su nave. Al menos eso era lo que pensaba Sherlock Holmes: la nave principal se había estrellado allí tras soltar una cápsula de salvamento que había cruzado medio mundo hasta dar con los campos de cereales de Kansas. Las otras hipótesis del viejo detective sobre el superhombre se habían visto confirmadas, así que era probable que aquélla también fuese cierta. De ser así, si había algún sitio en el mundo donde podían encontrar algo útil, sin duda era en Tunguska.

Wiggins había estado ausente todo aquel año: había cruzado en pos de Holmes, esperando a que éste lo llevase al lugar donde se ocultaba la tercera parte del libro que buscaban. Si tenía éxito, quizá todo lo que ella planeaba careciera de sentido.

– Pero tampoco tenemos nada mejor que hacer mientras tanto -había replicado cuando Crowley le planteó sus objeciones-. Mientras Wiggins no vuelva, no hay mucho que podamos hacer. Y esto me mantendrá entretenida.

Crowley había asentido a regañadientes y la había dejado hacer.

Y ahora, por fin, había encontrado lo que buscaba. No sabía muy bien qué hacer con ello, pero lo averiguaría. Y si ella no podía, alguien lo haría. O nadie.

Sí. Nadie ayudaría. Por qué no: ya lo había hecho antes, después de todo.

Fue un viaje accidentado, y el tiempo apenas le alcanzó para hablar con sus hermanos antes de que Wiggins partiera, tras su vuelta de la Montañas de la Locura. Anni no pudo evitar una sonrisa ante la ironía: era Holmes quien había bautizado así a la realidad donde se ocultaba el Necronomicon, y lo había hecho usando el título de una de las historias que había escrito el hijo de Lovecraft. Y ahora ellos mismos usaban ese nombre, como si fuera inevitable.

Wiggins había estado ausente casi un año, tal y como se habían temido. El universo de bolsillo donde se guardaba el Necronomicon no había estado en el ángulo adecuado para ir a él y los tres sospechaban que el regreso no iba a resultar fácil.

Claro que no podía quejarse, si lo pensaba bien; precisamente ese año de ausencia le había dado el tiempo necesario para buscar.

Y ahora, Wiggins había vuelto y todo parecía a punto de terminar. -No tenemos mucho tiempo, hermana -le dijo al verla entrar, altiva como siempre-. Parto esta noche para España.

Ella asintió. Al otro lado de la habitación, Crowley se sentaba con el semblante hosco.

– ¿Algo no va bien? -preguntó ella.

– El detective también ha vuelto, vivo.

– No por mucho tiempo, hermano -dijo Wiggins-. Y lo importante es que tengo el libro. Los otros dos ejemplares estarán en su lugar a tiempo. Y entonces bailaré una polka con las tripas de Sherlock Holmes. -Se estremeció y, durante unos instantes, pareció que estuviera luchando contra algún enemigo invisible-. Lo siento -dijo-, no está domesticado del todo. ¡Ni lo estaré nunca! Pero no representará ningún problema. Desea lo mismo que nosotros, aunque no sea por los motivos correctos. ¿Correctos? Prueba a perder una mano y hablaremos de motivos.

Ella lo miró, perpleja. Sólo entonces reparó en el extraño aspecto de su mano izquierda. Wiggins siguió la dirección de su mirada y, tras enarcar una ceja, alzó el brazo. No había mano alguna, sólo un munón cubierto de cicatrices del que asomaban esquirlas de metal.

– El superhombre -dijo.

– ¿Está vivo? -preguntó ella, tratando de no revelar emoción alguna.

– No lo sé. Le pegué un tiro. Si se hubiera quedado en el universo de bolsillo, seguramente estaría muerto. Pero Holmes volvió, así que hemos de suponer que él también. Y si ha vuelto…

– Tardará en recuperar las fuerzas que perdió -dijo Crowley.

– No lo sabes con seguridad.

– No podemos permitirnos dudar ahora. El momento está demasiado cerca.

Wiggins asintió.

– Tienes razón.

No hablaron mucho más. Repasaron los preparativos del viaje de Wiggins, y luego lo acompañaron al puerto.

Sólo entonces se unieron los tres, la frente de cada uno en contacto con la de los otros dos, intercambiando recuerdos, temores y esperanzas.

– Malditos cuerpos -masculló Crowley-. Nos lastran demasiado. Y las emociones son algo demasiado molesto.

Ella no estaba de acuerdo con eso último, pero guardó silencio mientras seguían compartiendo. Absorbió los recuerdos de Wiggins y vio el efecto que el mundo de las Montañas de la Locura había causado en el superhombre. Así que Holmes tenía razón: sacaba sus energías del sol de la Tierra. Sin su luz, estaba indefenso, y en las Montañas de la Locura algo lo había ido drenando de la energía que acumulaba en su cuerpo. Sí, comprendió Anni, allí había algo que podían usar, algo que…

El momento terminó y Wiggins no tardó en irse. La marea no esperaba a nadie, como era bien sabido. A solas en el embarcadero, mientras el buque iba desapareciendo lentamente, Crowley la miró con altivez.

– Así que has encontrado algo interesante -dijo.

– Eso creo.

– Seguramente no servirá para nada. Si tenemos éxito en esto, no hará falta utilizar lo que has descubierto. Pero… lo he pensado y tienes razón, no debemos jugárnoslo todo a una sola carta. Ven, hermana, entremos. Tenemos que hablar.

Había pasado hacía más de treinta años, pero el lugar aún estaba devastado, arruinado; parecía que todo hubiera sucedido ayer mismo. Algo había derribado a los árboles a su paso, como si Dios hubiera apagado las velas de su tarta de cumpleaños demasiado fuerte. Erguida en medio de aquella desolación, no podía evitar la sensación de que ella era la única persona viva en todo el mundo.

La imagen estaba clara en su mente. Ella, de pie, en medio de un mundo muerto. Buscando. Y encontrando.

– Su nave cayó allí -dijo mucho más tarde, cuando Crowley ya había tenido tiempo para asimilar los recuerdos compartidos y el barco de Wiggins era un punto casi invisible en la distancia-. En Tunguska.

– Y tú las encontrado.

Anni asintió.

– Lo que quedaba de ella.

– ¿Será suficiente?

– Creo que sí. No tenía los instrumentos adecuados, pero creo que el lugar estará saturado de restos de la nave. Emiten algún tipo de radiación. Inofensiva para nosotros, por lo que he podido ver. Pero quién sabe si…

Crowley la interrumpió.

– Hay algo que me preocupa… o lo haría si toda esta conversación no fuera simplemente académica. Al fin y al cabo, tendremos éxito en España, no puede ser de otro modo. El detective será incapaz de detenernos. Wiggins se encargará de ello. Después de todo, quién mejor motivado que él.

Anni reprimió una sonrisa. La mujer que había sido antes había estado a punto de enamorarse de aquel hombre. Idiota, se dijo a sí misma. No era más que un asno pomposo lleno de orgullo y ambición. Un vehículo adecuado para que su hermano lo usara para sus fines, pero nada más. Y un vehículo molesto, porque había contaminado a su hermano con su fatuidad.

– ¿Y cuál es esa «preocupación académica»? -preguntó, toda candor.

– Es posible que no tengamos la tecnología suficiente para aprovechar lo que has descubierto.

Anni reprimió una sonrisa.

– Nadie la tiene -dijo.

Crowley asintió.

– Cierto. Interesante. Y seguramente querrá ayudarnos, como ya lo hizo con el bastón del detective. Pero me pregunto si será de fiar en algo así. Nadie puede ayudarnos a usar lo que has encontrado, pero, ¿podremos estar seguros de que no nos engaña?

– Claro que no. Pero lo vigilaremos. Y, llegado el momento preciso…

Él permaneció unos momentos con el ceño fruncido, tratando de decidir algo.

– Hmmm. Buena idea -terminó diciendo-. Claro que, en realidad, no tiene demasiado sentido seguir hablando de esto. Al fin y al cabo…

– Sí, hermano, lo sé. Pero, ¿tenemos algo mejor que hacer mientras tanto? -preguntó ella, repitiendo lo mismo que le había dicho un año atrás.

Crowley frunció de nuevo el ceño.

– Confieso que este cuerpo tiene necesidades. Y he aprendido que a menudo es beneficioso satisfacerlas.

Aquello sí que era una sorpresa, y Anni no se molestó en ocultarlo.

– Has tardado en aprenderlo -dijo, al cabo de un rato.

Él asintió.

– Asimilé al humano demasiado rápido, supongo. No me tomé mi tiempo, como parece que sí hiciste tú. En los últimos tiempos, sin embargo, he estado considerando si eso no habrá sido un error.

Ella no respondió, y trató de que sus pensamientos no asomaran a su rostro. Por supuesto, tuvo un éxito total: después de siete años controlaba aquel cuerpo sin problemas.

– Lo siento, hermano -dijo-, no puedo ayudarte. Hace tiempo, confieso que sí. Como sabes, este cuerpo te deseaba. Pero eso ha pasado.

– Éramos uno, hermana. ¿No echas eso de menos?

– Sí. -Descubrió que estaba mintiendo al mismo tiempo que lo hacía y la sensación fue extrañamente placentera-. Pero no creo que tener interacción física sirviera de nada. Además, ¿no estamos olvidando a alguien? Los tres éramos uno, no sólo nosotros dos.

– Cierto, tienes razón.

Ah, bajo su tranquila aquiescencia Anni percibió la rabia y la frustración, y aquello fue delicioso.

¿Soy demasiado humana?, se preguntó.

Seguramente. El hecho mismo de que me lo pregunte indica que hace tiempo que he cruzado la línea.

Pero, en realidad, no le importaba. No mucho.

Capítulo II. Kansas

El amanecer sorprendió a Kent en medio de los campos de trigo, completamente desnudo, con los brazos extendidos en un remedo inconsciente del hombre de Leonardo. Con el rostro vuelto hacia el sol y los ojos cerrados, dejó que la luz de la mañana entrara en su cuerpo y se esparciera por él.

A cada inspiración se sentía más fuerte, más pleno.

Sabía que aún pasaría bastante tiempo antes de que volviera a ser lo que había sido pero, extrañamente, no le importaba demasiado. Había tiempo, y poder disfrutar de aquellos instantes de fragilidad humana hacía que todo mereciese la pena.

Lo único que lamentaba era que su estado no le hubiera permitido seguir ayudando a Sherlock Holmes.

¡Qué hombre tan increíble!

Demasiado bueno para ser real, a veces. Se preguntó cómo habrían reaccionado Ma y Pa si hubieran sabido que él, nada menos que él, había compartido una aventura con su detective favorito. Se los imaginaba pendientes de sus palabras, intercambiándose miradas entre ellos y animándolo a seguir cada vez que se trabucaba en su historia.

Los echaba terriblemente de menos.

Contuvo una sonrisa al pensar en lo que dirían sus vecinos si lo vieran allí en medio. Bajó los brazos, cerró las manos en un puño y durante un minuto, se limitó a escuchar.

Al final del campo, un topo asomó la cabeza. Sobre él, un halcón trazó un círculo, buscando nuevas presas. Alguien pasaba por la lejana carretera. Al fondo, en el bosquecillo junto al río, cayó una rama.

Trató de ir más allá. El sudor perlaba su frente. Más, más, más.

Abrió los ojos y tomó aire. Estaba bien, había sido suficiente por hoy.

Aún tardaría tiempo, pero las cosas iban como debían. Lentamente iba recuperando sus habilidades. No a tiempo para ayudar a Holmes, por desgracia, pero estaba seguro de que el viejo detective se las apañaría estupendamente por sí mismo. Siempre parecía hacerlo.

Dio media vuelta y regresó hacia la casa. A mitad de camino dio un pequeño salto, se impulsó apenas con los pies y, por un instante casi imperceptible, dejó de notar el tirón de la gravedad. Cuando volvió al suelo miró a su espalda: unos cinco metros, no estaba mal.

Volvió a tomar aire. Estaba cansado. Se estaba forzando demasiado. Debía dejar que las cosas siguieran su curso. Si todo seguía a ese ritmo, en unos meses volvería estar en plenitud de facultades. No hacía falta forzar las cosas.

Unos meses. Dos, quizá tres.

Unos meses para disfrutar del hecho de que era, casi, un humano normal.

Sonrió mientras entraba en el patio, la casa a un lado, el granero al otro. Sus ropas estaban en el porche, pulcramente apiladas. Se vistió y se sentó en una mecedora que había visto días mejores.

Se dejó llevar. Sabía que no podía seguir allí mucho tiempo. Tarde o temprano debería volver a la civilización, integrarse de nuevo en la gigantesca metrópolis que lo había acogido en los últimos años. Al fin y al cabo, llevaba ausente del mundo casi un año: era posible que incluso lo hubieran dado por muerto en el periódico donde trabajaba. Sí, tenía que volver, y lo más pronto posible.

Pero se dejó llevar. Estar allí, tumbado simplemente, sin hacer nada en absoluto, sin urgencias ni preocupaciones era demasiado agradable.

Un poco más, Ma, sólo un poco más.

De pronto, tuvo la sensación nítida y concreta de que estaba siendo observado. Forzó sus sentidos al límite: vista, oído, olfato. Pero no consiguió captar nada fuera de lo normal.

Tonterías, se dijo, volviendo a reclinarse en la mecedora.

Tenía que volver a la ciudad, pensó.

Sí, mañana. O pasado. Pronto, pero no hoy.

El pueblo no había cambiado gran cosa en los últimos años, lo cual no era ninguna sorpresa. En realidad, no le habría gustado de otra manera.

La gente de la generación de sus padres seguía tratándolo como si fuera un adolescente tímido, enorme y torpón; y para los de su propia edad, era como si nunca se hubiera ido. La más guapa del lugar seguía siendo la más guapa del lugar, aunque ahora arrastrase tras de sí a un marido y un par de retoños; los matones de la adolescencia habían crecido, pero no habían cambiado. La vieja fábrica de papel seguía siendo un incordio los días que el viento soplaba del este.

Las granjas habían cambiado. La Depresión había pasado por aquel lugar, dejando a muchos sin el hogar en el que habían vivido desde los tiempos de sus bisabuelos. Eran ahora los bancos y las grandes corporaciones los propietarios de la tierra, y algunos de sus antiguos dueños la trabajaban como asalariados. Sus padres habían sido de los pocos que no habían perdido su granja. De un modo u otro se las habían apañado durante los años difíciles.

Se dijo que debería vender la granja. No a Pete, su antiguo compañero de estudios, que ahora lo miraba rapaz desde la puerta del banco. No a una empresa o a una corporación, sino a alguien que amara la tierra y quisiera trabajarla.

Pero se resistía. Aquél era el único hogar que había conocido. Y deshacerse de él era como cortar amarras para siempre con el pasado. Aún no estaba preparado para algo así. Quizá no lo estuviera nunca.

Pidió cambio en el colmado y luego fue hasta el teléfono. La operadora le pidió el número y, cuando se lo dio, le indicó cuántas monedas debía introducir. Mientras hacía lo que le habían pedido, se dio cuenta de que, pese a que intentaban disimularlo con una intensidad casi patética, era el centro de todas las miradas. Reprimió una sonrisa. Sin duda, aquélla no era una de las cosas que echaba de menos del pueblo.

Al final, logró hablar con su periódico. White no estaba loco de contento, pero pareció creer la historia que Kent le contó, y estuvo dispuesto a aceptarlo de nuevo en el diario.

– Pero será como freelance, por lo menos al principio. No me arriesgaré a tenerte en plantilla para que te largues con viento fresco de nuevo porque alguien en tu pueblo se haya roto una pierna.

– Me parece correcto, jefe.

– Y aún me debes una crónica, Kent, no creas que lo he olvidado. Te envié a cubrir aquella maldita cosa de científicos en Harvard. Y aún estoy esperando la crónica.

– La tendrá, jefe.

– ¡Y no me llames jefe!

Bien, una cosa solucionada. Tenía un par de días para dejar atados sus asuntos en el pueblo, y luego de vuelta a la ciudad.

Aquella noche soñó que estaba en una sala gigantesca, cuyas paredes blancas y lejanas estaban abarrotadas de una colección de objetos de aspecto tan variado como inverosímil. En el centro de la estancia había dos estatuas: un hombre y una mujer, frente a frente, con los brazos extendidos hacia arriba y, sobre sus manos abiertas, un mundo que parecían estar sosteniendo.

Se acercó a las estatuas y sólo cuando estuvo bajo ellas comprendió lo enormes que eran. Los rostros, tallados en algún desconocido material blancuzco, no miraban hacia él, sino hacia el planeta que sostenían.

Le resultaban conocidos. Como si fueran… de la familia.

En el hueco entre el hombre y la mujer había algo. Un punto. No se hizo más grande al acercarse a él, siguió siendo un punto negro inmóvil en medio del aire, pero cuando estuvo a su lado pudo ver que lo contenía todo.

Todos los tiempos, todos los lugares, todos los momentos, todos los pensamientos.

Piensa en el hogar y taconea tres veces, susurró una voz sobre él. Y al alzar la vista vio que la estatua de la mujer lo estaba mirando ahora y que parecía sonreír con añoranza, como si lo conociera.

Bajó la cabeza e intentó encontrar de nuevo aquel punto donde estaba todo, pero se había desvanecido.

Pasó el día siguiente poniéndolo todo en orden en la granja. Limpió y recogió hasta dejarlo tal y como le hubiera gustado a su madre. Sólo que no era mi madre, se dijo.

¿Por qué aquel pensamiento? Había sabido desde muy temprano que era adoptado, que aquel hombre y aquella mujer no eran sus padres biológicos, pero nunca había pensado en ellos de otro modo. Lo habían acogido entre ellos, lo habían cuidado y lo habían amado; y cuando murieron fue como si una parte de él mismo hubiera muerto con ellos.

Eran su padre y su madre, los únicos que había conocido.

Pero no lo eran.

¿Importaba algo quién lo hubiera engendrado? Fueron los Kent quienes lo educaron, quienes lo convirtieron en lo que era ahora.

¿Importaba?

Por primera vez en su vida, sí. Durante todo aquel tiempo, consciente de su misterioso origen y de sus extraordinarias habilidades, había sabido que no era exactamente humano. Pero siempre había creído que era… un mutante quizá, un salto evolutivo que la naturaleza había decidido dar, tal vez el resultado de los experimentos de alguno de aquellos científicos locos que llenaban las páginas de las revistas pulp que leía Pa. Algo extraño, distinto, quizá incluso un monstruo.

Pero humano, al fin y al cabo; terrestre, pese a todo.

Y Sherlock Holmes le había mostrado que no. Que su origen estaba en las estrellas, en alguna parte de aquel vacío infinito.

No era humano, aunque se sintiera como tal.

Sus padres, sus verdaderos padres lo habían enviado a la Tierra con algún propósito. Su nave se había estrellado treinta años atrás en algún lugar de Siberia, y alguien había lanzado una cápsula con él dentro antes del desastre. Había cruzado medio mundo para caer junto a una granja de Kansas.

Y Pa y Ma lo habían acogido. Lo habían cuidado. Lo habían amado como si fuera suyo…

Pero no lo era.

Salió al porche y se sentó en la mecedora, mientras la tarde iba cayendo a su alrededor.

Era un… extraterrestre. Una criatura venida de otro mundo. Podía parecer humano, pero no lo era.

– ¡No diga tonterías, claro que es usted humano! Aceptemos que estoy en lo cierto, que ha sido concebido usted en otro planeta. ¿Le hace eso menos humano? ¿No tiene manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos, pasiones? Si le pinchan, ¿no sangra? Si le hacen cosquillas, ¿no ríe? Si le agravian, ¿no intentará vengarse? Siente las mismas emociones que cualquier otro humano: lo he visto reír, lo he visto asombrarse, lo he visto lleno de curiosidad, lo he visto preocuparse y lo he visto al borde del llanto. De acuerdo a cualquier definición relevante, es usted humano. No lo olvide nunca, muchacho. Nunca. Al otro lado del Atlántico hay un monstruo que ha decidido que algunos de nuestros congéneres no son más que bestias. No caiga en la misma trampa que él. Es posible que yo no pueda atravesar un edificio de un solo salto, pero mi mente y mi corazón no son distintos de los suyos. Y eso es, para bien y para mal, lo que nos hace humanos. Lo demás es irrelevante.

Era la voz de Sherlock Holmes resonando en su mente, y Kent no pudo evitar una sonrisa. ¡Qué hombre increíble!, pensó de nuevo. Y tenía razón, por supuesto, como casi siempre.

Habían sido aquellas palabras suyas las que habían vuelto a ponerlo en pie, tras descubrir la verdad sobre su origen. En su momento, habían bastado.

Pero ya no.

Quizá fuera humano en sus emociones y en sus pensamientos. Pero no del todo. Y, desde luego, no lo era en su origen.

No estaba muy seguro de lo que significaba aquello, pero sabía que tarde o temprano tendría que descubrirlo.

No hoy, se dijo mientras iba anocheciendo a su alrededor. De momento, tenía que volver a poner su vida en su sitio. Habría tiempo para aquello más tarde.

Al día siguiente, antes de marchar, recorrió la granja y los campos por última vez.

No, pensó, no la vendería.

Aquel sitio era su refugio. El lugar al que siempre podría volver para ser él mismo. Su hogar. Su fortaleza.

Contrataría a alguien para que se ocupase de los campos, pero nada más.

Bajó al pueblo andando y luego esperó pacientemente el autobús.

Capítulo III. La ciudad que nunca duerme

– Esto no es una organización benéfica, Kent. Sobrevivimos porque le damos al público lo que quiere.

– O le hacemos creer que quiere lo que le damos, jefe.

Peter White enarcó una ceja y se llevó el puro a la boca. Era un hombre bajo, concentrado, con hombros de boxeador y rostro de policía que ha pateado demasiadas calles. Mordisqueó pensativamente el puro y lanzó una larga mirada al que, un año atrás, había estado a punto de ser su mejor periodista.

– De acuerdo, Kent -concedió-. Pero, ¿por qué querríamos hacerles creer que les interesa una guerra en un país europeo sin importancia?

– Jefe…

– No me llames jefe, Kent. Convénceme.

– Esto no es una fruslería, y lo sabe. Puede que parezca una guerrecita sin importancia. Pero las potencias europeas la están usando como banco de pruebas. Es un prólogo, jefe. Y usted sabe tan bien como yo que lo que va a venir después no va a ser moco de pavo.

– De acuerdo. Estamos en la antesala de una guerra a escala europea. ¿Y…? ¿En qué nos afecta a nosotros?

– Si no recuerdo mal, la última guerra europea acabó afectándonos.

– No, no recuerdas mal, Kent. Pero, ¿qué posibilidades hay de que vuelva a pasar algo así? Tienen sus problemas al otro lado del charco. Que los resuelvan ellos.

– Maldita sea, jefe, no se cree ni una sola palabra de lo que está diciendo.

White se echó hacia atrás en la silla, se llevó las manos a la nuca y lanzó un par de largas chupadas a su puro.

– Quizá no, Kent. Pero supongamos que sí. Que no soy más que un palurdo de la calle al que lo único que le interesa es si va a cobrar esta semana o tendrá un plato caliente sobre la mesa cuando llegue a casa. Como mucho, quizá le preocupen las cosechas de este año. Y, desde luego, estará interesado en el resultado de las series mundiales. Pero, ¿de lo que pasa en Europa?

– Muchos de esos palurdos estaban en Europa no hace mucho. O si no ellos, sus padres. Puede que crean que no les interesa lo que pasa en España. Pero en realidad, no es así. Y usted lo sabe tan bien como yo.

– Quizá. De acuerdo, maldita sea, tienes razón. La guerra española es importante; y no se va a quedar en eso. Antes de que nos demos cuenta, toda Europa estará metida en un fregado de narices. Y sí, nos van a involucrar a nosotros, queramos o no. Tienes razón. Pero el problema no es ése.

– Entonces, ¿cuál es?

– Que tu artículo no va a hacer que vendamos más periódicos.

– Jefe…

– Ya te lo he dicho: no me llames jefe. Vamos, Kent, ¿qué demonios te ha pasado? Antes eras bueno; condenadamente bueno, maldición. Hace un año habrías cogido la minucia más insignificante y te las habrías apañado para convertirla en una noticia de primera plana. Y ahora tienes en tus manos un tema importante y no eres capaz de hacer que nuestros lectores se interesen por él.

Kent frunció el ceño, incómodo. Aquello no era… Pero el pensamiento se desvaneció casi antes de haber sido formulado y comprendió que su redactor jefe tenía razón.

– Lo reharé -dijo, tras una breve pausa.

White asintió.

– Ésa es la actitud. Y cuando me traigas la nueva versión haz que desee coger un fusil e ir a un país que ni siquiera sé dónde está a darles una paliza a esos fascistas. Vamos, Kent, adelante, no tenemos todo el día. Esto es un periódico.

En su escritorio, Kent repasó lo que había escrito. En realidad, no necesitaba leerlo: estaba completo y exacto en su memoria. Comprendió que había escrito una pieza sensiblera y sin ningún impacto; y lo que era peor, insulsa. El jefe tenía razón. Como casi siempre, pensó con una sonrisa.

Cogió las páginas que había escrito, incluso la copia de papel carbón, hizo una pelota con ellas y las tiró a la papelera.

Tomó aire, introdujo una hoja en blanco en la máquina de escribir, pensó unos instantes y empezó de nuevo.

Su velocidad de tecleo no era la que había sido hacía un año, pero aun así era suficiente para que ninguna mecanógrafa profesional pudiera seguirlo.

No tardó en tener una segunda versión del artículo. Aunque no lo necesitaba, empezó a releerla: le gustaba ver el texto sobre una hoja en blanco, como si las palabras cobraran un significado distinto al ser escritas. Mientras releía el artículo, no pudo evitar preguntarse por qué estaba escribiendo aquello. Hasta entonces, rara vez se había preocupado por las cuestiones políticas.

La respuesta, inevitable, fueron dos palabras:

Sherlock Holmes.

Sabía que Holmes estaba en España en aquellos momentos, tratando de evitar que la Orden Esotérica de Dagón, como Lovecraft la había llamado, reuniera los tres ejemplares del Necronomicon y los usara para sus infames propósitos. Escribir aquel artículo sobre la guerra española era su forma de apoyar al detective desde lejos. De demostrar que seguía a su lado, aunque no pudiera estarlo físicamente.

Y todo eso, se dijo, por un hombre con el que había compartido unos días.

Pero, pensó una vez más, qué hombre increíble.

Terminó la relectura del artículo y comprendió que aún no era lo que buscaba. Si el jefe lo viera, lo echaría para atrás, igual que había hecho con la versión anterior. Pero estaba más cerca de lo que quería; y no sólo eso, sino que ahora sabía qué camino debía seguir para llegar hasta allá.

– De acuerdo -murmuró-. Vamos otra vez.

Hizo una nueva pelota de papel y volvió a introducir una hoja en la máquina de escribir. Adelante, se dijo. Y empezó a teclear a un ritmo frenético.

Desde su despacho, Peter White lo contemplaba, intentando evitar una sonrisa. Ajá, pensó, el muchacho había vuelto. Y parecía que seguía en buena forma.

Por la noche, de camino a su apartamento en la calle Clinton, los pensamientos de Kent volaban de un tema a otro, sin que terminaran de fijarse en ningún lugar en concreto.

Echaba de menos a Sherlock Holmes, eso sin duda; casi tanto como echaba de menos a sus padres adoptivos, aunque de un modo muy distinto. En cierta forma, tenía la sensación de que conocía a Holmes de toda la vida, de que el detective siempre había estado a su lado, marcándole el camino.

Era un pensamiento absurdo, pero no podía evitarlo.

Como tampoco podía evitar preguntarse por sus orígenes, y por el sueño que había tenido en el pueblo. Recordaba las dos estatuas que sostenían el mundo, y no podía evitar reconocerse en sus rasgos. ¿Eran ésos sus verdaderos padres, o simplemente un fantasma de su imaginación? ¿Aquel planeta que sujetaban era su mundo natal?

Tenía que averiguarlo, de un modo u otro.

Pero, ¿cómo?

Cuando se hubiera recuperado del todo, tal vez. Un rápido viaje a través de la noche hacia Siberia, hacia el lugar donde se había estrellado la… nave que lo había traído hasta allí. Aunque, ¿qué iba a encontrar allí, aparte de restos inservibles y casi irreconocibles?

No… no adelantemos acontecimientos, se dijo. Además, había otro lugar. Aquellas Montañas de la Locura a las que había ido con Holmes. La fortaleza en ellas, fría y solitaria. La inverosímil sala de trofeos donde habían encontrado el Necronomicon, antes de que aquel enmascarado se lo arrebatara. Había estado a punto de matarlo, y de no haber sido por Sherlock Holmes…

Pero eso no importaba ahora. El detective había visto algo allí, en aquella sala. Algo que él había vuelto a ver en su sueño.

Un punto, nada más.

Un punto que parecía contener todos los lugares posibles.

Estaba llegando al parque. Una parte de él quería correr por entre los árboles como un animal salvaje, sin pensamiento alguno en su cabeza, más allá del olor del verde, la textura de la tierra contra sus pies, los furtivos ruidos de la noche. En días como aquél, se sentía cansado y su humanidad se convertía en un disfraz incómodo que no estaba muy seguro de querer seguir llevando.

Pasaría, como pasaba siempre, estaba seguro. Pero a veces no podía evitar preocuparse ante aquellos pensamientos, aquellas ansias primarias que sentía bullir bajo su piel, por debajo de todo lo que sus padres le habían enseñado a apreciar como correcto y adecuado.

¿Qué soy realmente?, volvió a preguntarse.

Como siempre, no encontró respuesta. Y, también como siempre, sabía que no era la última vez que se lo preguntaría.

El resto de la semana transcurrió con tranquilidad. Iba al periódico, cobraba por sus artículos, hablaba un poco con White y, ocasionalmente, se dejaba admirar a regañadientes por el joven Olson.

No tenía mucha vida social, ni quería tenerla, no en aquellos momentos. Sabía lo que pensaban de él los periodistas de plantilla, pero no le importaba mucho. Para ellos no era más que el tipo que había echado por la borda un futuro brillante y había desaparecido del mundo durante un año. Que White lo hubiera contratado de nuevo era aceptado sin entusiasmo. Lo veían como a alguien acabado.

Pudo haberlo tenido todo, decían.

¿Qué era todo?, se preguntaba por las noches, cuando volvía a casa cruzando el parque. Alzaba la vista y contemplaba el cielo tachonado de estrellas y se preguntaba alrededor de cuál de ellas habría girado el mundo que le dio vida.

¿Qué era todo?, se preguntaba al llegar a su casa.

Quizá algo que estaba dentro de un punto, un punto que se asomaba al cosmos y que podía mostrarle de dónde venía. Hacia dónde tenía que ir.

O quizá no.

Sentía cómo sus fuerzas iban volviendo a él. Estaba ya muy por encima de lo que podía hacer un simple humano, pero aún se encontraba muy lejos de lo que había sido. Y a veces se preguntaba si quería volver a serlo.

Durante varios días, fingió ante sí mismo que no había tomado ninguna decisión. Que aún dudaba. Que no estaba seguro de hacer lo que había pensado.

Pero al final, se rindió ante lo evidente y comprendió que se había decidido la misma noche que soñó con el lugar de las estatuas y el punto que lo contenía todo.

– ¿San Francisco? ¡Por el fantasma del César! ¿Qué se te ha perdido en San Francisco?

Kent se encogió de hombros.

– No es nada que pueda contar, jefe. Me temo que es personal.

Ahora fue White quien encogió sus hombros en un gesto de indiferencia.

– Qué demonios -dijo-. No es asunto mío. Y al fin y al cabo eres un freelance, así que tampoco puedo pedirte que fiches de nueve a cinco.

– Volveré, jefe.

– Sí, bueno, ya lo veremos.

Kent reprimió una sonrisa.

– Después de todo, la otra vez acabé volviendo, ¿no?

– Eso es cierto. Pero hazme un favor, hijo. No tardes tanto como la última vez, ¿de acuerdo?

– Lo intentaré.

Mientras preparaba su escaso equipaje, volvió a tener la sensación de que era vigilado, al igual que lo había sentido en Kansas, en medio del campo de trigo.

Alzó la ventana y salió a la escalera de incendios. Con la caída de la noche, el aire había refrescado, pero aún seguía haciendo calor. Miró a su alrededor. Era como encontrarse en la parte más baja de un abismo: por todas partes, los edificios se alzaban como las paredes de un desfiladero interminable. Alguien había abierto agujeros en la pared rocosa, y luces vacilantes se escapaban por ellos. Más allá, lo sabía, estaban las estrellas, ocultas por el resplandor de la ciudad que no dormía nunca. Forzó la vista y, lentamente, fue capaz de percibirlas. Lejanas y frías. Distantes e indiferentes a su destino.

Bajó la vista.

En la calle, recortado contra el escaparate luminoso de un drugstore, había un hombre apoyado en un bastón. Por un instante se preguntó si podría ser Sherlock Holmes. Quizá el viejo detective había vuelto ya de su misión en España.

Pero no, se dio cuenta, a medida que enfocaba sus sentidos. El bastón era lo único que aquel desconocido y Holmes tenían en común. Era un hombre joven, quizá de su misma edad, y bajo el sombrero que ocultaba buena parte de sus facciones pudo entrever un mechón de cabello rubio, casi blanco.

El desconocido alzó la vista y Kent tuvo la sensación nítida y concreta de que miraba hacia él. Frunció el ceño. No estaba lejos y casi no había gente en la calle. Aunque aún distaba de estar en plena forma, podía descender por la escalera de incendios y estar junto a aquel tipo antes de que el otro tuviera tiempo de darse cuenta de qué pasaba.

El hombre al otro lado de la calle sonrió como si hubiera adivinado sus pensamientos. Se llevó una mano al sombrero y ejecutó un saludo burlón antes de dar media vuelta y echar a andar acera abajo.

Kent estuvo tentado de seguirlo. Lo habría hecho de no ser porque la sensación de ser observado aún persistía. Lo estaban vigilando, y aquel desconocido no tenía nada que ver con ello. No era él quien lo había espiado en Kansas, ni lo estaba espiando tampoco ahora. No sabía cómo lo sabía, pero era así, estaba seguro.

Enfocó de nuevo sus sentidos y recorrió toda la calle. Y, aunque no pudo percibir nada extraño ni amenazador, aún estaba seguro de que lo estaban vigilando.

El desconocido había desaparecido. Kent sabía que no le sería muy difícil seguir su rastro pero, sin saber por qué, decidió no hacerlo.

Volvió al interior de su habitación y terminó de hacer el equipaje.

Capítulo IV. San Francisco

El viaje, que en otros tiempo le habría llevado unos minutos, consumió casi un día entero. Había corrido hasta quedar rendido, sólo para derrumbarse en un campo desconocido en mitad de la noche. Cuando amaneció, permaneció largo rato al sol, recuperando fuerzas antes de volver a correr de nuevo.

Le fue mejor durante el día, con el sol recargando sus energías casi al mismo tiempo que las gastaba, pero al atardecer, cuando llegó a la ciudad, estaba al borde del agotamiento. Sus ropas se habían convertido en un puñado de harapos polvorientos y su respiración era un jadeo al límite del colapso.

Se sentó en el parque junto al puente, contemplando el sol del crepúsculo y absorbiendo con ansia la luz menguante. No hizo caso de las miradas de desconfianza de los transeúntes ni de su ceño fruncido; seguramente lo tomaban por un vagabundo y, en cierta forma, era eso exactamente. Al cabo de unos minutos su respiración se había normalizado y se sentía descansado y en paz.

Esperó a que anocheciera, se cambió de ropas en un callejón y, cuando volvió a salir a las calles iluminadas, nadie lo miró dos veces.

El hábito hace al monje, pensó. Y, de pronto, se vio asaltado por una idea absurda: si algún día hacía públicas sus habilidades, si las usaba para asombrar al mundo, tendría que tener una apariencia en consonancia. Un traje ajustado de colores primarios, algo simbólico en su pecho, tal vez una capa de un rojo intenso flameando tras él.

Tonterías, se dijo.

Tenía algo que hacer y, cuanto antes lo hiciera, mucho mejor. La casa que buscaba estaba cerca de allí. En ella había un hombre que jamás salía pero que, de algún modo misterioso, era capaz de abrir puertas a otros lugares. Mientras se incorporaba y echaba a andar hacia el callejón donde estaba la casa, contuvo una sonrisa ante el recuerdo de la estrafalaria apariencia de su ocupante. El aspecto británico, el turbante en la cabeza con el enorme rubí coronándolo… Se había hecho llamar a sí mismo el gran Swami en la época en la que fingía ser un mago de feria; Holmes se había referido a él como Longbottom. Y, por lo que Kent recordaba, el hombre había parecido algo incómodo ante el nombre, como si le trajera de vuelta partes de su pasado en las que prefería no pensar.

Bueno, él sí quería pensar en su pasado. Encontrarlo, dar con él, decidir de una vez por todas qué era realmente y hacia dónde debía encaminar sus pasos. Longbottom lo ayudaría, de un modo u otro.

Y luego… ya veríamos.

El escenario había sido cuidadosamente preparado, y los actores se sabían sus papeles. La representación era perfecta.

Pero los latidos de su corazón traicionaban a los participantes en la farsa. Ni aquellos hombres pretendían hacerle daño, ni la mujer estaba realmente asustada. La conclusión, como habría dicho Holmes, era elemental. Estaban en el lugar adecuado, en el momento preciso. Y él era el único espectador. Así pues, aquella pantomima sólo podía haber sido representada en su beneficio.

No los defraudaría. Al fin y al cabo, pensó con una sonrisa torcida, se habían esforzado en convencerlo.

Cayó sobre los atacantes de la mujer como un huracán. Vieron venir sus puños, pero no pudieron hacer nada para evitarlos y, antes de que nadie pudiera preguntar qué estaba pasando, los tres hombres yacían inconscientes en el suelo del callejón.

– ¿Se encuentra bien? -le preguntó Kent a la mujer medio tendida en el suelo mientras se inclinaba hacia ella.

Ella simuló una convincente sorpresa y un temor más convincente aún. Pareció repentinamente aliviada y logró asentir.

– Sí. Gracias a usted.

Él se encogió de hombros.

– Pasaba por aquí. Y hacer de buen samaritano se está empezando a convertir en una costumbre para mí.

– No sabe cómo me alegro.

– Deberíamos llamar a la policía, señorita…

– Adler -dijo ella-. Irene Adler.

Kent permaneció impertérrito y acogió el nombre de la mujer con una leve inclinación de cabeza. Desde luego, se dijo, aquella mujer no podía ser esa Irene Adler. Su nieta, tal vez. O, sin duda, una impostora con desparpajo.

– Ha sido un placer servirle de ayuda, señorita Adler. Pero como le decía, quizá sería conveniente que llamásemos a la policía.

– No creo que sea necesario -dijo ella, tomando su mano tendida y apoyándose en ella para incorporarse-. Me parece que mis atacantes no van a molestarme en mucho tiempo. Es usted muy fuerte… y rápido.

Se encogió de hombros.

– Hago mis ejercicios todos los días y me tomo mis cereales para desayunar. Mi mamá me educó bien.

La mujer no pudo reprimir una sonrisa. Y, por todo lo que Kent podía decir, parecía genuina.

– Pues dígale a su madre que ha hecho un gran trabajo, señor…

– Kent.

Ella asintió. No parecía atemorizada lo más mínimo, como si la farsa ya hubiera cumplido su propósito. En cierto modo, así era: lo había atraído a él allí y lo había puesto en contacto con aquella mujer. Pero era como si no le importase que él descubriera su superchería, lo que no tenía demasiado sentido.

Había en la voz de la mujer un ligerísimo acento. Sin duda europeo, pero no parecía inglés. Su cabello, casi negro en la oscuridad del callejón, se desparramaba descuidadamente sobre sus hombros, y en sus ojos había un brillo desafiante, al borde mismo del cinismo. Era una mujer hermosa, comprendió. Y una vez más, como le ocurría siempre, se preguntó por qué, más allá de apreciar de un modo distante su belleza, no conseguía sentirse atraído por ella.

Sin embargo, ahora tenía una respuesta. Sherlock Holmes se la había dado al revelarle su origen extraterrestre. Por mucho que ella pareciera una hembra de su misma especie, era humana; y él no.

– Sería mejor que abandonáramos este callejón -dijo la mujer, interrumpiendo sus pensamientos.

– En realidad… creo que no. Yo me dirigía a este lugar con un propósito concreto. Y creo que seguiré mi camino.

– Quizá no pueda -dijo ella.

Con un ademán de su cabeza, señaló al fondo del callejón, donde Kent vio una puerta entreabierta.

– Ellos salían de allí cuando yo llegaba. Supongo que por eso me atacaron.

– ¿Y qué hacía una mujer como usted en un callejón como éste a estas horas?

Pareció divertida ante la pregunta.

– Digamos que, como usted, yo también me dirigía a este lugar con un propósito concreto.

– ¿Para ver al señor Longbottom?

– Si se refiere al gran Swami, maestro de lo imposible, sí.

– Curiosa coincidencia.

– Sólo si no cree usted en el destino. Kent se encogió de hombros.

– He visto muchas cosas raras en los últimos días -dijo-. Así que bien pudiera existir algo como el destino. Por qué no.

Le indicó a la mujer con una mano que esperase unos momentos y se agachó sobre los hombres inconscientes. Palpó su cuello, en busca de una vena concreta y, cuando la encontró, pulsó unos instantes. Terminó enseguida y se incorporó.

– Listo -dijo-. Estarán inconscientes un buen rato. Creo que podremos entrar en la residencia del señor Longbottom sin temor alguno.

– Y quizá sin resultados.

Él echó a andar hacia el fondo del callejón.

– ¿Qué quiere decir?

– Si ellos salían de la casa cuando llegué, eso sólo quiere decir que habían terminado su trabajo. Y si es así…

Kent asintió.

– Quizá -dijo-. O quizá no. Averigüémoslo.

Mientras recorrían la casa buscando al que había sido el gran Swami en su vida profesional, Kent volvió a recordar aquel extraño viaje que había iniciado sin moverse de ningún lugar. «Una pesadilla sobre el color blanco», la había llamado Holmes, y exactamente eso era lo que parecía: el aire tan frío y cortante como la muerte, el terreno cubierto de hielo hasta allí donde alcanzaba la vista y las enormes y distantes montañas frente a ellos.

– Las Montañas de la Locura -había dicho Holmes.

Quizá, pero hacía allí debían dirigirse y así lo hicieron. En las montañas encontraron algo imposible, una ciclópea fortaleza solitaria que no parecía haber sido hollada en mucho tiempo. Allí dentro, en una inverosímil sala de trofeos, estaba el libro que Holmes había estado buscando. Y allí el detective se había asomado a un punto donde parecían estar contenidos todos los universos posibles.

Si era así, también estaría su hogar, su lugar de origen, o al menos lo que quedaba de él.

Pero les habían seguido, recordó. El encapuchado y sus sicarios habían ido tras ellos y habían conseguido arrebatarles el libro. Y, en el proceso, casi habían acabado con su vida. Según Holmes, era el sol de la Tierra lo que dotaba a Kent de sus habilidades y, alejado de él, se convertía paulatinamente en algo no muy distinto de un humano normal. Peor aún, había en aquel lugar algo que drenaba sus energías; lo bastante para ser vulnerable a un disparo del encapuchado.

Fue Holmes quien lo salvó, llevándolo de vuelta a la Tierra y a aquel sol del que se alimentaba y lo hacía ser lo que era.

Aquél era un sitio terrible. Frío y desolado. Sin nada más que pingüinos y soledad. Y algo que le robaba la vida poco a poco.

Y sin embargo, se dijo mientras recorría la casa en compañía de la impostora que se hacía llamar Irene Adler, había vuelto a aquella casa para que su excéntrico ocupante lo llevara de nuevo allí.

Y todo por un sueño en el que se había visto a sí mismo en una sala de trofeos que era, y al mismo tiempo no era, la misma en la que habían encontrado el Necronomicon y donde él había estado a punto de morir. Una sala con las estatuas de los que podían ser sus padres sosteniendo en sus manos un mundo que quizá era el suyo.

Podían. Quizá.

Por «podían» y «quizá» había vuelto a aquel sitio, sólo para encontrarse con que lo esperaban y habían montado una farsa en su provecho.

– Está usted muy callado, señor Kent.

– Lo siento, señorita Adler, quizá mi humor sea un poco sombrío. No me gusta lo que oigo.

– ¿Qué oye?

– Nada.

Ella hizo un gesto con la cabeza, como si comprendiera.

– Si Longbottom estuviera aquí… o vivo, ya habría aparecido. Nos habría oído.

– Quizá lo ha hecho y se ha ocultado. Al fin y al cabo, sus visitantes anteriores no debían de ser muy amigables.

Cierto, se dijo, ella tenía razón. Era una posibilidad a tener en cuenta. Tal vez Longbottom se había ocultado en uno de aquellos mundos que parecían confluir en la casa.

Si era así, se dijo cuando entró en una sala que reconoció enseguida, se había dejado su cuerpo atrás.

Vestido de etiqueta y con el gran turbante rojo alrededor de la cabeza, el que había sido el gran Swami yacía en el suelo totalmente inmóvil.

– Está muerto -dijo Kent.

– ¿Está seguro? -preguntó ella, mientras se agachaba y le tomaba el pulso-. Sí, parece que lo está. Nuestros amigos del callejón.

– Tal vez.

– Yo diría que es bastante probable.

En lugar de responder, Kent se inclinó sobre el cuerpo. Longbottom no parecía muy distinto de la última vez que lo había visto. Pero faltaba un detalle en su atuendo y, a juzgar por los jirones deshilachados de su turbante, alguien se lo había arrebatado. Miró a la supuesta Irene Adler.

– El rubí -dijo ella, antes de que él pudiera articular palabra-. Se lo han llevado.

– Estaba punto de decir lo mismo. Quizá sería mejor que intercambiáramos notas.

Ella sonrió, como si de pronto lo reconociera.

– «Intercambiar notas». Vaya, señor Kent, me pregunto si después de todo no seremos compañeros de profesión.

– Es posible.

– De acuerdo, entonces. Intercambiemos notas.

Su historia era totalmente verosímil. Una periodista abriéndose camino y cayendo en una publicación dedicada al ocultismo y la magia. La posibilidad de un reportaje, quizá una entrevista con quien había sido, en su día, casi tan popular como Houdini.

– Y mejor que él -añadió-. O eso dicen algunos.

Y algo más. La personalidad pública de Longbottom podía ser la de un ilusionista de feria, un prestidigitador, un artista de la fuga… una criatura, en suma, de la farándula y el mundo del espectáculo. Pero los rumores decían que tras aquella fachada había algo más.

– Algo menos lúdico… y más siniestro.

El resto de su historia circulaba por derroteros bastante predecibles, hasta llegar al momento en el que se había encontrado en el callejón exactamente cuando debía para que Kent, como un caballero de brillante armadura, acudiese al rescate.

– Y ahora le toca a usted.

Lo que él contó fue quizá algo menos creíble, pero eso no le preocupaba mucho. Ella fingiría creer lo que él le dijera, con tal de que no resultara demasiado inverosímil.

– Como usted ha dicho, somos compañeros de profesión. Trabajo para… un gran periódico metropolitano, dejémoslo así de momento.

El resto era bastante trillado. Un tío excéntrico y aficionado al ocultismo. Una reliquia familiar que parecía un juguete de circo, pero que a veces… Una historia transmitida en la familia sobre la juventud del tío Clark y sus andanzas junto a un escapista famoso. Todo eso lo había llevado al callejón apropiado donde ella estaba esperando a ser rescatada.

– ¿Y aún cree que el destino no existe?

– Yo no he dicho eso, señorita Adler. Digamos que, de momento, soy agnóstico en ese tema. Estoy dispuesto a dejarme convencer, si las pruebas son las adecuadas.

– Parece una actitud bastante sensata.

Permanecieron en silencio un rato. Ella recorrió la habitación con una mirada incisiva y apenas divertida.

– Longbottom quizá era un mago, pero no le habrían venido mal los servicios de un decorador de interiores. En cualquier caso, eso me parece trivial ahora. Nuestros amigos del callejón despertarán pronto y tenemos un cadáver en la casa. Quizá deberíamos llamar a la policía, después de todo.

– Y lo haremos… a su debido tiempo. Espere. Vuelvo enseguida.

Ella vio cómo arrancaba los cordones de las cortinas y salía de la habitación. No tardó en regresar.

– Listo -dijo, al entrar por la puerta-. Nuestros amigos están a buen recaudo, atados y amordazados en otra habitación. Ahora podemos decidir con tranquilidad qué vamos a hacer.

– Como dije antes, es usted muy rápido.

– El trigo de Kansas. -Seguro que sí. Bien, no sé usted, pero yo necesito una copa. Y quizá no estaría de más que tapáramos el cuerpo de Longbottom. Por decoro, ya sabe.

– Por decoro, por supuesto.

Arrancó una cortina y cubrió con ella el cadáver, mientras Irene se acercaba al mueble bar y se servía una generosa ración de whisky.

– ¿Kent? -preguntó, enarcando una ceja y sosteniendo en alto la botella.

– No, gracias. No serviría de nada.

– Como quiera. A mí sí.

Con la copa en la mano se sentó en un sofá destartalado. Cruzó las piernas y tomó un largo trago.

– Bien, Kent, ¿qué sugiere?

¿Era el momento adecuado?, se preguntó él. Bueno, quizá no había un momento adecuado para aquellas cosas.

– Sugiero que me diga dónde está el rubí, por qué mató al señor Longbottom y, sobre todo, a qué se dedican usted y sus amigos maniatados de la otra habitación.

Ella ni siquiera se molestó en aparentar sorpresa.

– Lo suponía -dijo-. Está mucho más recuperado de lo que los otros creían. Sí, estaba segura de que pasaría algo así. ¿Por qué me ha seguido el juego?

– Era divertido… hasta que nos tropezamos con un cadáver. En ese momento dejó de serlo.

– Bien, caretas fuera. Ninguno de los dos es lo que parece. Es justo que mostremos lo que hay bajo la máscara.

Fue sorprendente la rapidez con la que la mujer cambió. Su lenguaje corporal se alteró radicalmente, la expresión de su rostro desapareció como si nunca hubiera estado allí y hasta parecía oler de un modo distinto.

Eso, en cuanto a lo que se podía percibir a simple vista. Lo que los sentidos de Kent le decían era que su respiración, los latidos de su corazón, el modo en que transpiraba, todo se había transformado.

Se había convertido en algo totalmente distinto a lo que había sido unos momentos atrás. Algo que, por extraño que pareciera, le resultaba familiar.

– En las Montañas de la Locura -dijo-. Había alguien como tú.

– Uno de mis hermanos -dijo ella-. Y de los tuyos.

Afuera, el callejón estaba en silencio, como si los ruidos del resto de la ciudad no se atrevieran a entrar en él.

Quien sí lo hizo fue un hombre apoyado en un bastón que no parecía necesitar. Su rostro estaba en sombras, oculto bajo el ala de un sombrero, bajo la que asomaba algún mechón de cabello rubio.

Recorrió el callejón hasta el final. Se detuvo ante la puerta cerrada de la casa de Longbottom y esbozó una sonrisa torcida.

Capítulo V. Al otro lado del mundo

– ¿Qué ocurre, magus?

La única respuesta que obtuvo fue una mueca de dolor. Preocupado, volvió a preguntar:

– ¿Qué ocurre, magus?

Pero Crowley, en lugar de responder, se dobló sobre sí mismo y cayó al suelo.

El hombre miró a su alrededor en busca de ayuda, pero el resto de los ocupantes de la habitación parecían tan desvalidos como él mismo. El magus había interrumpido su discurso a mitad de una frase; había permanecido unos instantes con la mirada clavada en el vacío y, de pronto, había empezado a retorcerse de dolor.

– ¿Magus?

Desde el suelo, Crowley soltó un gruñido que sonó como una maldición. El hombre que estaba más cerca de él se inclinó y trató de ayudarlo a incorporarse. Crowley apartó la ayuda de un manotazo. Miró a su alrededor con la mandíbula apretada y la frente cubierta de sudor.

– Fuera -logró decir.

Nadie hizo nada.

– Fuera. Largo. ¡Marchaos!

Nerviosos, incrédulos ante lo que estaba pasando, no se atrevieron a contradecirle. Echaron a andar hacia la puerta, indecisos, pero incapaces de no seguir las órdenes de su magus. Ya en el umbral, el que había intentado ayudarle echó una última mirada hacia atrás. Crowley intentaba ponerse de pie y cada movimiento parecía costarle toda la fuerza que le quedaba.

Wiggins lo sentía, al alcance de su mano. Las fronteras entre los mundos vacilaban, se convertían en algo fluido, y los Primeros empezaban a despertar de su sueño. Pronto el mundo, tal como todos lo conocían, llegaría a su fin.

Miró a su alrededor. Lo que habitaba dentro de él (lo que era ahora y la memoria de lo que había sido) sonrió con desprecio.

Todos morirían.

Y, sobre todo el detective. Aquella criatura odiosa que se había interpuesto en sus planes una y otra vez. Que lo había llevado a convertirse en lo que era ahora.

Sí.

Sobre todo él.

La puerta se abría, lentamente. Y los Primeros se agitaban inquietos en su sueño que era como la muerte. Uno de ellos abrió los ojos y miró a su alrededor, sin comprender lo que veía.

Pronto, muy pronto.

Despertarían y pasarían al otro lado.

Y entonces…

Algo se movió a sus espaldas. ¿Qué…?

Apenas le dio tiempo a volverse. Un hombrecillo gordo envuelto en un capote militar lo miraba con distante interés.

¿Qué…?

Algo en su mano. Algo que brillaba metálico y malévolo. Algo que apuntaba a su rostro.

Un estampido. Un fogonazo.

Algo afilado y ardiente abriéndose paso a través de su frente y rompiendo su mente en mil pedazos.

No.

A su alrededor, el mundo dejó de tener sentido y las puertas empezaron a cerrarse. Los Primeros volvieron a su sueño. Las fronteras entre los mundos adquirieron consistencia de repente.

Otra vez los muros.

No.

Pero apenas había voluntad en el pensamiento, mientras su cuerpo desmadejado caía a cámara lenta sobre el altar y el último retazo de vida se escapaba de él.

Hubo un momento de revelación. Un instante en el que las dos partes de su mente torturada se miraron la una a la otra y se odiaron la una a la otra. Luego, el silencio.

Para siempre, el silencio.

Crowley había conseguido ponerse de pie. Se tambaleó hasta un extremo de la habitación, vertió agua en un balde y se mojó la cara empapada de sudor. Respiró hondo y se miró en un espejo.

Parecía el fantasma de sí mismo.

Poco a poco, logró tranquilizarse, recuperó sus fuerzas y, con pasos renqueantes, regresó a su asiento. Encendió un cigarrillo y disfrutó de él como si fuera el primero… o el último.

Miró a su alrededor.

No había nada que ver. Nada nuevo. Los mismos objetos odiosos que poblaban aquel mundo estúpido. Las mismas formas tristes, los mismos colores apagados.

Habían fracasado.

Y habían estado tan cerca… Wiggins había estado a punto de derribar los muros, casi había despertado a los Primeros.

Y luego… Wiggins ya no existía. Su cuerpo era un trozo de carne desmadejado tirado en el suelo. Su mente humana se había desvanecido para siempre. Su otra mente…

Tomó aire y luego fumó con rabia.

Había pasado a su lado. Una caricia afilada y enfurecida, llena de frustración. Había llenado sus tripas de fracaso, lo había dejado tendido en el suelo y luego había seguido su camino.

Sí, sabía dónde estaría ahora, esperando algo que quizá no llegara a suceder jamás.

Negó con la cabeza y terminó el cigarrillo.

Claro que sucedería. Tarde o temprano.

Pero entre tanto, la criatura que había poseído a Wiggins (y que, en cierto modo, se había convertido en Wiggins) era ahora un grito que nadie podía escuchar, vagando una y otra vez alrededor de una puerta que aún no podía abrirse.

Las cosas eran así. Ésas eran las reglas. Lo sabían cuando se lanzaron sobre el mundo y aún eran uno solo.

A aquellas alturas, el libro estaría ya fuera de su alcance. Cada una de las tres partes, reunidas después de tanto trabajo, se habrían separado de nuevo. Y, estaba seguro, el odioso detective tendría una de ellas.

Era algo que había que arreglar, tarde o temprano.

Pero no ahora.

Aunque pudieran reunir el libro de nuevo, pasaría demasiado tiempo antes de que se volvieran a dar las circunstancias propicias. para usarlo.

No, ese plan ya no era una opción, y no volvería a serlo durante bastante tiempo.

Así pues, tenían que buscar una alternativa. En realidad, se dijo con una sonrisa torcida, Anni estaba trabajando exactamente en eso en aquellos momentos. Nadie habría hecho su trabajo, seguramente, tan eficaz como siempre, y el escenario estaría preparado para la llegada del actor principal cuando éste hiciera su entrada en escena.

Trató de reconfortarse con ese pensamiento, con la idea de que, aunque hubieran fallado en su plan principal, la alternativa propuesta por Anni aún podía traerles el éxito. Sin embargo, la idea le supo amarga y le costó tragarla.

Sherlock Holmes se inclinó sobre el cuerpo sin vida de Wiggins y, con una ternura que nadie habría creído posible en él, le cerró los ojos y le limpió el rostro ensangrentado.

Luego, alzó la vista y miró a su alrededor.

Todo había acabado, se dijo. Wiggins había reunido los tres ejemplares del Necronomicon y había iniciado su ritual. Su momento de triunfo. Sobre todos. Sobre el mundo. Y especialmente sobre él, obligado a contemplar impotente lo que su antiguo pupilo pretendía desencadenar sobre la Tierra.

Y luego… todo había acabado. Aquel militar gris y anodino destinado a construir un imperio basado en su mediocridad se había deslizado a espaldas de Wiggins y lo había terminado todo con un disparo en el rostro.

Un fogonazo, un estampido, la cabeza de Wiggins lanzada hacia atrás y su cuerpo cayendo desmadejado sobre el altar en el que aún seguían los tres ejemplares del Necronomicon.

Todo había terminado, se dijo de nuevo. Era el momento de volver a casa.

Se reunió con William Hudson y dejó que los escoltaran fuera del lugar del ritual. No tardarían en estar fuera de España, lejos de todo aquello. Se preguntó qué harían con el cuerpo de Wiggins y luego se encogió de hombros.

Su cuerpo ya no importaba.

Y su alma, eso esperaba, había encontrado el descanso que merecía.

Capítulo VI. San Francisco

Para ella, el fracaso de Wiggins fue como un lamento lejano que apenas la rozó, aunque resultó suficiente para que crispara el rostro y su cuerpo se envarase de repente.

Enseguida recuperó la compostura, pero vio que el maldito superhombre se había dado cuenta.

Tranquila, pensó. Ahora es el momento más delicado.

– Lo siento -dijo en voz alta-. Me temo que… No sé cómo ponerlo en palabras que puedas entender, hermano. Y creo que has pasado demasiado tiempo con los hombres y tus percepciones no son las adecuadas. Así que dudo que lo hayas sentido.

– ¿El qué? -preguntó Kent.

– Uno de tus hermanos ha pasado al otro lado -respondió ella-. Ahora mismo. Se ha… ha dejado atrás el cuerpo muerto de su anfitrión y ahora no es más que una voluntad sin cuerpo condenada a vagar alrededor del lugar de su nacimiento.

Kent se encogió de hombros.

– Así que su plan ha fracasado -dijo-. Sherlock Holmes ha tenido éxito.

Ella asintió. Tenía que tener cuidado, mucho cuidado. Aquel cuerpo y ella llevaban juntos ocho años: lo conocía lo suficiente. Así que por fuerza tenía que funcionar. Pero no podía permitirse errores. Todas sus reacciones deberían parecerle auténticas a los sentidos del superhombre. Nada podía fallar.

– Sí -dijo-. Ha tenido éxito. Y nos ha privado una vez más de la posibilidad de reunirnos con nuestros padres.

Vio que él fruncía el ceño. Bien.

– Has sido criado por humanos, lo comprendo. Así que te crees uno de ellos. Pero no lo eres ni lo has sido nunca. Y en el fondo de tu corazón lo sabes.

Él no respondió. Continuó con el ceño fruncido.

– Siga hablando -dijo, al cabo de un rato.

– ¿Qué más hay qué decir? Eres uno de los nuestros, aunque no lo sepas. Ellos no son más que… ganado, anfitriones apenas adecuados para nuestra mente y nuestra voluntad. Son trajes que nos ponemos. Nada más.

Kent negó con la cabeza.

– Éste es mi cuerpo. Lo ha sido siempre -dijo.

– Tienes mucho que aprender, hermano. Y mucho más aún que desaprender. Pero puedes hacerlo, lo sé. Yo lo hice. Y ninguno de nosotros está a tu nivel, ni de lejos. Así que puedes.

– Quizá no quiera.

Ah, había respondido. La puerta se había entornado. Era el momento de meter un pie por la rendija e impedir que se cerrara.

– Entonces, ¿prefieres seguir vagando por el mundo sin saber lo que eres, mezclándote con seres que no son como tú, ignorante de tu propia herencia? ¿Eso sí lo quieres?

Él volvió a negar con la cabeza.

– Tienes tus sentidos -dijo ella-. Úsalos. Todo cuanto he dicho es cierto. No te he mentido.

– No parece haberlo hecho -concedió a regañadientes-. Su cuerpo no reaccionaba como si estuviera mintiendo.

– Así que sabes que te he dicho la verdad.

– Sé que usted parece creer que es la verdad.

Ella asintió.

– Es razonable que tengas dudas. Dame la oportunidad de probarte que lo que digo es cierto. Sólo pido eso. No es mucho. Lo único que quiero es devolverte tu herencia, lo que debió haber sido tuyo en tu nacimiento y que te fue arrebatado por los humanos. Sólo pretendo que seas tú mismo, nada más. No te haré daño.

Él pareció indeciso. Percibía la verdad en sus palabras, pero aún se resistía.

– ¿Cómo?-preguntó al fin.

– Ven conmigo.

– ¿Adónde?

– A un lugar donde ya has estado. Un lugar donde podrás ver lo que eres, y de dónde vienes.

Ya estaba. Había colocado el cebo de la mejor manera posible, ofreciéndole exactamente lo que él quería, y lo había hecho de forma que pareciera que estaba diciendo la verdad. Había controlado su cuerpo con total perfección y no había habido la menor contradicción entre sus palabras y su biología.

– ¿Cómo podremos abrir la puerta? Longbottom está muerto. Y su rubí ha desaparecido.

Ah, el rubí, cierto. Era un obstáculo inesperado. Ella debería haber llegado a la casa con tiempo suficiente para deshacerse de Swami y obtener su fuente de energía, pero alguien se les había adelantado. ¿Quién? ¿Nadie, quizá? ¿Estaba jugando tal vez un doble juego, ayudándolos y traicionándolos al mismo tiempo? Por qué no: era lo mismo que ellos pretendían hacer.

Pero ahora no tenía tiempo para ocuparse de eso. Pensaría en ello más tarde. Ahora lo fundamental era convencer al superhombre de que hiciera lo que, en el fondo, deseaba hacer. Así que nada en su cuerpo traicionó sus verdaderos pensamientos mientras decía:

– No es allí adonde quiero llevarte, hermano. Aún no. Tendremos tiempo de ir más adelante. Y, aunque la desaparición de Swami y de su rubí es un contratiempo, hay otras formas. Pero para ir al lugar al que quiero llevarte no necesitamos ayuda alguna. Está en este mundo.

Kent vaciló unos instantes.

– Habla de…

– Sí. Del lugar de tu nacimiento. De tu punto de entrada en este mundo.

Lo miró, expectante. En aquel momento, las palabras estaban de más. Ya había cumplido su propósito, y ahora tenía que ser él mismo quien hiciera el resto del trabajo. Así que se obligó a esperar pacientemente.

– Lo haremos a su modo -dijo Kent, al cabo de un rato-. Pero antes me responderá a algunas preguntas.

– Claro.

De pronto, él lanzó un vistazo a sus espaldas. Cuando volvió a mirarla en su rostro había el inicio de una sonrisa. -Sus amigos están despertando -dijo.

– No son mis amigos.

– ¿De quién, entonces?

– De nadie, en realidad.

Kent se encogió de hombros, sin comprender realmente lo que ella acababa de decir.

– Como sea, están despertando. Así que vayamos al grano.

– Pregúntame lo que quieras. Si está en mi mano, te responderé.

– ¿Por qué? -preguntó Kent, señalando el cuerpo de Longbottom.

– Nosotros no lo hemos matado. Cuando llegamos a la casa, ya estaba así.

– ¿Y si hubiera estado vivo?

– Depende.

– ¿De qué?

– De lo colaborador que hubiera resultado. Sé que te sientes incómodo con la muerte de los humanos; y lo comprendo. Has sido contaminado por ellos, y te has acostumbrado a pensar como uno de ellos todos estos años, así que es natural que su muerte te afecte. Lo entiendo. Sin embargo… ya te lo he dicho, no son otra cosa que trajes, envoltorios.

– Pero hay algo bajo ese envoltorio.

– Nada que merezca la pena. -Algo dentro de ella se agitó y dijo que aquello no era cierto: los últimos retazos de la Anni Jaeger que había sido antes de nacer en la Boca del Infierno. Controló el cuerpo que llevaba para que nada de eso fuera visible y siguió hablando-. Entiéndeme, no es que les deseemos ningún mal. Si no obstaculizan nuestros planes, lo que les pase no es de nuestra incumbencia. Que sigan con sus vidas, si así quieren, no es asunto nuestro.

– Pero si los obstaculizan…

– Entonces los hacemos a un lado, como haría cualquiera.

– ¿Y de qué modo obstaculizaba sus planes el señor Longbottom?

– Ya te lo he dicho, no hemos sido nosotros. Estaba muerto cuando llegamos. De hecho, vivo nos habría resultado muy útil. Esta casa es un nexo natural entre los distintos mundos, pero abrir las puertas que dan a ellos no resulta fácil. Para él lo era, sin embargo. Podría habernos sido de mucha ayuda. Ahora… -echó un vistazo indiferente al bulto cubierto por la cortina- no es más que un trozo de carne inerte.

– Me temo que no comparto eso.

– Lo sé. ¿Qué más quieres saber?

– Muchas cosas. Pero quizá pueda esperar. Ha dicho que puede mostrarme lo que soy y de dónde vengo. Tendremos tiempo para hablar de todo lo demás durante el viaje.

– Me parece justo.

– Ahora, será mejor que desatemos a esos amigos de nadie de la habitación de al lado. Supongo que querrá que nos acompañen.

– Nos serán de ayuda.

Los hombres de Nadie estaban despiertos, tal y como Kent había dicho. Sus intentos de liberarse habían resultado infructuosos, pero seguían intentándolo. Miraron al superhombre con cara de pocos amigos y cuando éste hizo trizas con un gesto indiferente las cuerdas que los sujetaban no parecieron demasiado agradecidos.

Kent los interrogó rápidamente, pero no pudieron decirle gran cosa. En realidad, no era mucho lo que sabían. Nadie sabía cómo hacer las cosas, y aquellos dos no eran más que peones útiles que conocían los límites de su misión, pero nada más.

Un barco los estaba esperando en la bahía de San Francisco, y los cuatro subieron a bordo poco después.

Desde el muelle, alguien observó la partida del barco.

– No sabíamos de tu existencia -le dijo ella a Kent horas más tarde-. Te vimos por primera vez hace un año, cuando salvaste a Holmes en la biblioteca. Comprendimos enseguida que eras uno de nosotros.

– Bueno, tu amigo el enmascarado no parecía muy contento de verme.

– Lo sé, y lo siento. Me temo que el odio que siente hacia Holmes nubla a veces la mente de Wiggins. La nublaba, quiero decir.

Kent asintió.

– Así que él es quien «pasó al otro lado», tal como me dijo.

– En efecto. Eres rápido.

– La leche y los cereales -dijo él, repitiendo el chiste.

– Seguro que sí. Cuando te enfrentaste con Wiggins, en su mente no había otra cosa que odio por Holmes y un ansia irrefrenable de conseguir el libro. Me temo que eso nubló todo lo demás y puso tu vida en peligro.

– Es un modo de decirlo.

– Pero eso ha quedado atrás. Me he pasado todo este año investigando, hermano. Tratando de descubrir exactamente quién eres y cómo llegaste a este mundo. Sabía que eso sería lo único que podría convencerte de que eres uno de los nuestros.

– «A este mundo». Curiosa expresión.

– ¿Qué tiene de curiosa?

– Lo hace sonar como si mi mundo no estuviera en el mismo universo que éste.

– Como dije, eres rápido.

– Absurdo.

– ¿Después de todo lo que has visto junto a Sherlock Holmes aún dices eso?

Kent guardó silencio. Lo que ella decía tenía sentido. Al fin y al cabo, no hacía mucho que había sido trasladado a una Tierra cubierta por un invierno perpetuo y en la que no había el menor rastro de vida humana. Y había hecho aquello sin abandonar la habitación en la que estaba.

– Sherlock Holmes me dijo…

– Lo sabemos. Os estábamos vigilando entonces y sabemos lo que te dijo. El detective es brillante a su manera, pero no lo sabe todo. Él supuso que provenías de otro planeta, sin duda de otro sistema solar, teniendo en cuenta cómo respondes al sol de la Tierra. Con los datos a su alcance no era una mala deducción.

– Y en lugar de eso, ¿de dónde se supone que vengo?

– No sé cómo llamarlo, hermano. En el lenguaje humano no hay palabras para describirlo, mucho menos para nombrarlo. Vienes del mismo lugar que vinimos nosotros tres.

– ¿Qué es lo que soy, entonces?

– Lo que te he dicho respecto a nuestro mundo también se aplica a nuestra naturaleza. ¿Qué somos? Para los humanos somos vampiros, parásitos: usamos sus cuerpos como receptáculo de nuestra esencia, y los dejamos tirados a un lado del camino cuando ya no nos sirven. ¿Qué somos en realidad? ¿Cuál es nuestra verdadera forma? Me temo que esas palabras carecen de sentido.

– No lo entiendo.

– Lo harás, hermano.

El resto del viaje transcurrió sin incidentes. La curiosidad de Kent era insaciable y ella trató de satisfacerla como mejor pudo, dándole tanto de la verdad como le era posible. Cada nueva explicación que le daba generaba nuevas preguntas, así que parecían enzarzados en un baile que no tenía fin.

El barco era veloz, y su destino estaba cada vez más cerca.

Y pronto, ella tendría lo que deseaba y podría abandonar aquella farsa.

Capítulo VII. Tunguska

Habían desembarcado un par de días atrás y ahora cruzaban la región lo más rápido que podían, aprovechando el corto verano. Estepas interminables, bosques de coníferas y lejanas montañas. El cauce ocasional de un río. Los sonidos característicos de un lugar donde el hombre raramente ponía los pies.

– Podríamos llegar más rápido -dijo Kent.

Sí, pensó Anni, seguramente tenía razón. Quizá aún no estuviera lo bastante recuperado para poder ir al lugar al que se dirigían en media docena de poderosos saltos, pero le faltaba poco. E incluso aún sin estar en plenitud de facultades podía hacer el viaje considerablemente más corto. Consideró la idea unos instantes; era tentador, por varios motivos, pero le daba demasiada iniciativa al superhombre.

– ¿Tenemos prisa en llegar? -preguntó.

Kent no respondió, aunque no fue necesario. Quizá no era humano, pero había sido educado como uno de ellos y el comportamiento de su cuerpo y sus reacciones humanas resultaban patéticamente predecibles.

Los dos hombres de Nadie iban con ellos, siempre en silencio, siguiéndolos con el semblante ceñudo. Ayudaban a montar el campamento por las noches y a desmontarlo por las mañanas. Por lo demás, lo mismo podían haber sido dos muebles. Cada noche, encerrados en su tienda, conectaban su extraña radio e intercambiaban información con su supervisor. No creía que el oído de Kent tuviera problema alguno para captar lo que decían, pero dudaba de que fuera capaz de descifrar el galimatías incomprensible que usaban para comunicarse.

Bien. Todo iba como debía.

Anni se preguntó qué le habría prometido Crowley a Nadie para obtener su ayuda, y cómo encajaba aquello en sus propósitos. No es que importase mucho. Si tenían éxito, los planes de Nadie carecerían de sentido, como los de cualquier otro humano.

Si tenemos éxito.

Pero, si lo pensaba un poco, ¿por qué habrían de tenerlo? Después de todo, habían fracasado una y otra vez. Los intentos de despertar a los Primeros y desencadenarlos sobre un multiverso desprevenido eran incontables, y todos ellos habían culminado en el más absoluto de los fracasos. Así que, ¿por qué iban a tener éxito esta vez?

Porque estoy aquí. Porque soy yo y no cualquier otro quien lo intenta. Porque no toleraré el fracaso.

Pero aquel pensamiento, lo sabía, no era suyo, sino otro resto de la humana que había sido. Un fracaso más no importaba, porque al final, tendrían éxito. Y eso era todo lo que debía tener en cuenta.

Pero importa. Claro que importa.

Durante los últimos años, había aprendido a considerar valiosa su asimilación de la mente humana que la alojaba, pero ahora empezaba a dudarlo. Las emociones habían sido una herramienta útil en su momento, pero quizá estaban dejando de serlo.

¿Podré prescindir de ellas?

Tal vez no. La mujer que había sido y la criatura que surgió de la Boca del Infierno se habían asimilado la una a la otra demasiado bien. Al contrario que Wiggins, cuyas dos mitades habían estado en lucha permanente; o que Crowley, que había sometido su humanidad sin molestarse en echarle un vistazo y había convertido los recuerdos y experiencias de su anfitrión en poco más que una enciclopedia de la que extraer datos. Ella y Anni Jaeger eran una sola, y no había forma de deshacer una fusión como aquella.

Sólo muriendo.

Al menos, en teoría. Con la muerte de su anfitrión humano, todo rastro de éste debería desaparecer, quedando tan sólo ella misma.

Pero el hecho de que pensase en sí misma con un pronombre femenino indicaba que tal vez eso no fuera cierto por completo.

Con cada kilómetro que recorría, Kent sentía regresar sus fuerzas. Cada paso que daba bajo aquel sol descarnado y distante lo hacía sentir más lleno, más completo. Supo que no pasaría mucho hasta que volviera a ser el que había sido antes de su aventura con Sherlock Holmes.

O quizá no, se dijo con una sonrisa torva. Quizá no vuelva a ser nunca el mismo. Sé demasiado de mí mismo para volver a la ignorancia.

Aquel viaje tan lento le resultaba enloquecedor. Un día tras otro atravesaban el mismo paisaje interminable y abandonado y nada parecía cambiar nunca. Descubrió -con cierta sorpresa- que añoraba la presencia de otros seres humanos: su bulliciosa trivialidad, su actividad constante, su ir y venir inacabable de un sitio a otro.

No sabía lo que era, pero cuanto más pensaba en ello, más seguro estaba de que Anni Jaeger le había mentido, pese a que sus sentidos no hubieran sido capaces de detectarlo. Él y ella no pertenecían a la misma especie, de eso estaba seguro.

Entonces, ¿por qué parecía estar diciéndole la verdad?

«Vamos, Kent, muchacho. Piense. Tiene una mente. Utilícela», oyó decir a un imaginario Sherlock Holmes.

Algo de lo que le había contado podía ser cierto, se dijo. Tal vez los suyos eran los parásitos mentales que le había descrito. Y, por tanto, si su cuerpo no era otra cosa que un traje, con tiempo y experiencia suficiente podía controlarlo a su antojo y hacer que las reacciones de su anfitrión fueran exactamente las que deseaba. Si quería mentir, podía impedir que los latidos de su corazón se alterasen, o que su transpiración cambiara su composición. Al fin y al cabo, había presenciado algo parecido en la casa de Longbottom, cuando ella abandonó la farsa mediante la cual lo había conocido.

¿Por qué no? Él podía saltar un edificio de un solo impulso, detener una locomotora en marcha con un ligero esfuerzo, correr más rápido que una bala.

Pero ellos no.

Había observado el cuerpo de Anni durante los días pasados. Y era humano. Frágilmente humano. De eso no le cabía ninguna duda.

Así pues, tal y como había sospechado, le mentía.

Pero, ¿para qué, con qué propósito? ¿Qué quería obtener de él?

Sabía dónde estaban y tenía una idea bastante clara de hacia dónde se dirigían. Sherlock Holmes le había revelado el nombre del lugar: Tunguska, en medio de aquella ninguna parte conocida como Siberia. Lo más parecido que existía en aquella Tierra al lugar de su nacimiento.

¿Y por qué lo llevaba allí? ¿Qué esperaba obtener mostrándole el lugar donde el vehículo que lo llevaba a aquel planeta se había estrellado? ¿Qué creía que iba a encontrar en medio de aquellos bosques desolados?

– A partir de aquí seguiremos a pie.

Los hombres que los acompañaban asintieron en silencio. Montaron las tiendas, como hacían siempre, y encendieron una hoguera mientras iba anocheciendo.

Anni los dejó hacer. Kent se había alejado del campamento. Se apoyaba en un árbol y tenía la vista clavada en el sol poniente. No sabía qué pasaba por su cabeza en aquellos momentos, pero tampoco le importaba demasiado.

Se acercó a los hombres de Nadie, que habían terminado de montar el campamento. Dudó unos instantes.

– Mañana seguiremos solos.

Se intercambiaron una mirada y el más bajo de los dos habló por primera vez desde que habían iniciado el viaje:

– Eso no es lo acordado.

– Cambio el acuerdo.

Un nuevo intercambio de miradas, tras el cual se encogieron de hombros, como si se rindieran ante lo inevitable.

– Tendremos que notificarlo.

– Claro.

Dio media vuelta y echó a andar en dirección a Kent. Se volvió de pronto, como si se lo hubiera pensado mejor.

– ¿Estará todo dispuesto?

– Sí -dijo el mismo que había hablado antes.

– ¿Tal y como hablamos? ¿Podré usarlo sin problemas?

– Sí.

– Estupendo.

Algo apareció en la mano de Anni. Lanzó un destello metálico a la luz de la hoguera pero, antes de que los hombres de Nadie pudieran reconocer lo que era, el objeto trazó un arco mortal hacia su cuello y abrió sus arterias carótidas con tanta suavidad como eficacia.

Kent estaba allí de repente, una tromba en forma humana, y sujetaba el brazo de Anni, pero ya era demasiado tarde. Ella sonreía.

– Ya no eran útiles -dijo.

Kent la miró a los ojos, y en ellos no vio nada reconocible.

– Quizá usted ya no lo sea tampoco.

– Aún me necesitas.

– ¿Para qué? Es evidente hacia dónde vamos. Puedo hacer el resto del viaje por mí mismo.

– Es cierto. Pero una vez que estés allí, ¿sabrás dónde buscar? Y, sobre todo, ¿sabrás qué buscar?

Kent soltó su brazo.

– Pagará por esto.

– Tus padres humanos te condicionaron bien -fue la respuesta de ella -. Pero no es nada que el tiempo no cure.

Kent no durmió aquella noche. El amanecer lo sorprendió mirando al este.

Anni salió de la tienda y lo contempló unos instantes en silencio.

– Podemos seguir -dijo.

Él, sin decir nada, desmontó el campamento y se cargó la mochila al hombro. Miró a la mujer, esperando que ésta le indicara hacia dónde debían dirigirse.

El paisaje cambió a media mañana. A su alrededor todo estaba en silencio, como si ninguna criatura viva se atreviera a internarse allí.

Estaban en lo que debía de haber sido un bosque. Ahora, los árboles yacían desparramados por todas partes, convertidos en cadáveres retorcidos y torturados, torcidos en preguntas que nunca encontrarían respuesta. Todo cuanto los rodeaba hablaba de un mundo muerto, devastado por fuerzas inimaginables.

Aquí y allá se veían signos de recuperación, pero eran escasos, como si a la naturaleza le costase recuperar aquel lugar.

Descendían por una suave pendiente hacia lo que parecía un valle. Kent forzó la vista y distinguió algo a lo lejos, un objeto que lanzó un extraño resplandor verde en la luz del mediodía.

– Estamos llegando -dijo ella.

Kent mantuvo el mismo silencio hosco en el que se había sumido desde la noche anterior y siguió caminando.

¿Aquello lo había causado él?, se preguntaba. ¿Toda aquella desolación era culpa suya? Si la hipótesis de Sherlock Holmes era correcta, la nave en la que viajaba se había estrellado allí, no sin antes soltar algún tipo de cápsula de salvamento con él dentro. La cápsula había recorrido medio mundo para ir a parar a Kansas, mientras la nave mayor, fuera de control, caía a tierra.

La explosión tuvo que haber sido algo brutal, sus efectos tendrían que haberse sentido en todo el mundo.

¿Habían causado sus padres toda aquella destrucción? ¿Había tenido unos padres?

Siguió caminando, sin dejar de hacerse preguntas, sin ser consciente de que a su alrededor el día parecía ir muriendo de repente, como si el sol no pudiera llegar hasta él.

Y de pronto, a mitad de un paso, comprendió que estaba cansado. Agotado como no se había sentido nunca. Alzó la vista y no reconoció lo que lo rodeaba: todo estaba cubierto por un velo gris verdoso.

– ¿Qué…?

– Estamos llegando, te lo he dicho. Estás lo más cerca del hogar que has estado nunca y empiezas a sentir sus efectos.

La voz de Anni parecía llegarle desde muy lejos. Intentó dar un nuevo paso, pero apenas tenía fuerzas. Parpadeó y tuvo la sensación de que el mundo giraba a su alrededor.

– Te hemos estudiado -dijo la voz de Anni. Había en ella una alegría salvaje, casi sexual-. Tu cuerpo es como un motor: absorbes energía del sol y la transformas. No creo que haga falta explicarte cómo. Pero también irradias.

Alzó un pie del suelo. Era como estuviera intentando levantar una montaña entera, todo un continente.

– No sabemos qué era lo que te trajo aquí. Pero lo hemos estudiado. Y sabemos lo que hace. Y, sobre todo, sabemos lo que te hace a ti.

Trató de decir algo, pero no podía.

– Eres nuestro.

Luego, todo se desvaneció a su alrededor y el mundo se convirtió en una oscuridad verdosa que se alimentaba de su alma.

Sintió algo sobre su rostro. Abrió la boca y fue como si respirara por primera vez. Parpadeó, consiguió enfocar la vista y vio frente a sí las facciones de Anni, crispadas en una mueca feroz. -Ajá, lo sabía. Sigues funcionando.

Trató de mover la cabeza, pero descubrió que no podía. De hecho, no podía moverse. Sabía que estaba de pie y que todo su cuerpo estaba cubierto de lo que parecía un armazón metálico. El tacto de aquella cosa contra su piel era frío… y verde.

– No intentes moverte. No malgastes fuerzas. Pronto será de noche, y vas a tener que administrar el resuello con mucho cuidado si quieres llegar vivo a mañana.

No, aquello no era cierto, se dijo. Ella lo quería vivo, o no se habría tomado tantas molestias.

– Dejaré que el sol te dé en el rostro unos minutos. Supongo que será suficiente para que te recargues un poco. Puedes hablar si quieres, pero te aconsejo que no lo hagas durante mucho tiempo. Necesitas toda la energía que puedas conseguir.

– ¿Qué me has hecho? -consiguió preguntar. Su voz sonaba débil, desvalida.

– Mis… asociados llegaron a Tunguska antes que nosotros y prepararon esto para ti. Está construido con trozos de la nave que te trajo a la Tierra. Como te dije antes de que perdieras el sentido, no sólo absorbes y utilizas energía, también la irradias. Y este material… te drena. El valle donde te metiste está infestado de restos de tu nave. En cuanto pusiste el pie en él empezaste a quedarte sin fuerzas. No me preguntes por qué, pero de algún modo el material de tu mundo nativo es un veneno para ti. Nadie sabe por qué es así, quizá; o si no lo sabe ahora terminará averiguándolo, seguro. Pero para nosotros no es importante. Nos basta con conocer sus efectos y cómo utilizarlos.

– ¿Qué quieres de mí?

– Todo -dijo ella-. Eres un motor, un acumulador de energía. Y esto que hemos construido te controla. Puedo ajustar tus niveles de energía tal y como desee. Eres… mi herramienta, y te usaré para tener éxito allí donde mis hermanos han fracasado.

Consiguió mover los dedos de la mano y cerrarlos en un puño. Frunció el ceño y miró a su interlocutora. Todo rastro de fingimiento había desaparecido de ella: aunque seguía ocupando un cuerpo humano, ni su comportamiento ni su forma de moverse eran humanos. Había algo frío e implacable en ella.

Tenía que hacer que siguiera hablando. Aquello que lo rodeaba quizá lo drenara, pero no lo suficiente, comprendió. El sol en su rostro lo estaba recargando más rápido de lo que aquella cosa lo privaba de su energía. Si tenía tiempo suficiente podría…

– Veo que te estás recuperando -dijo ella-. Será mejor que lo dejemos por hoy.

Antes de que pudiera decir nada, algo verde tapó la luz del sol. Durante unos segundos estuvo solo en medio de la oscuridad. Luego, volvió a quedar inconsciente.

Pasaron varios días. Ella lo dejaba al sol unos minutos y luego volvía a tapar su rostro. Poco a poco, en los breves periodos de consciencia de los que disponía, fue dándose cuenta de que estaba encima de un vehículo, y de que se dirigían hacia el este. Hacia la costa, seguramente, donde los esperaría el mismo barco que los había traído hasta allí.

Pensar era una tortura, pero sabía que no podía permitirse el lujo de dejarse llevar. Ahora que su cuerpo estaba indefenso, su mente era todo lo que tenía; y si había alguna forma de salir de aquello, era con su mente como tendría que encontrarla.

Aquella especie de armazón que lo aprisionaba debía de tener una eficacia limitada, se dijo. De no ser así, habrían caído sobre él en San Francisco, o en el mismo Kansas. No. Habían tenido que atraerlo hacia un lugar saturado de aquel material, un sitio en el que todo, quizá hasta el mismo aire, fuera un veneno para él y lo dejara debilitado después de dar un par de pasos. Sólo entonces, sin fuerzas por la rápida pérdida de energía, podrían meterlo dentro de aquel ataúd verdoso. En cualquier otra parte del mundo, la trampa no habría funcionado.

Sólo necesitaba un momento. Una distracción. Unos minutos más al sol.

Pero Anni no parecía de las que cometían errores.

Ahora soy una cosa para ella. Seguramente siempre lo había sido. Ella misma lo había dicho: era un motor, un acumulador. Lo único que le interesaba de él era su cuerpo, y las energías que éste podía almacenar y manejar. No sabía cómo planeaba usarle, pero estaba seguro de que no le iba a gustar.

Sólo un momento. Una distracción.

Pero no hubo ninguna. Llegaron a la costa. Lo subieron al barco y permaneció en la bodega durante casi todo el viaje. De vez en cuando, dejaban su rostro al descubierto y, mediante espejos, permitían que la luz del sol llegara a él. ¿Es el fin?, se preguntaba.

Y la respuesta era siempre que no. Que el fin no llegaría mientras él no se rindiera. Anni y los suyos planeaban usarlo como una especie de generador eléctrico. Un esclavo, una máquina en forma humana. Y mientras lo encontrasen útil, lo mantendrían con vida. Seguía sin saber lo que era, pero empezaba a pensar que quizá eso no tuviera demasiada importancia. Humano o extraterrestre, qué más daba. Era él; era lo que sus padres adoptivos habían metido en su cabeza desde que lo acogieron como si fuera suyo; era la suma de todo lo que había hecho a lo largo de su vida, de todo lo que había pensado, decidido, temido, esperado, ansiado.

Atrapado en aquella prisión construida con material de su mundo natal, había tenido tiempo suficiente para pensar. En realidad, no había tenido tiempo para otra cosa. Y sabía que Sherlock Holmes tenía razón, que la había tenido aquella mañana en que le dijo que era humano, más allá de lo que su origen dijera, que era humano allí donde importaba, en el modo de sentir, de ver, de contemplar el mundo que lo rodeaba.

Y los humanos no se rinden. Eso lo sabía bien, era una de las cosas que Pa le había enseñado y que Holmes le había mostrado con su ejemplo. Los humanos no se rinden. Luchan hasta su último aliento. Siguen con vida pese a que ésta sea una tortura y continúan empeñándose en desafiar a fuerzas contra las que, quizá, nadie puede ganar.

Mientras estuviera vivo, el fin no llegaría. Aguantaría. Aguardaría. La batalla no había terminado aún. No terminaría mientras él no se rindiera. Y él no se rendiría jamás.

Capítulo VIII. San Francisco

El cadáver de Longbottom había sido retirado hacía tiempo y, en apariencia, la casa no parecía haber cambiado gran cosa. Sin embargo, había algo distinto en ella. No se llegaba a percibir del todo, permanecía siempre al borde de lo visible, pero estaba allí. Una sensación de decrepitud, de desmoronamiento lento y sin prisas que sólo se podía atisbar por el rabillo del ojo; murmullos de cansancio que casi se oían pero no llegaban jamás a materializarse.

No es que fuera una sorpresa. Anni sabía bien que un nexo de las características de aquél no se había mantenido tanto tiempo de un modo natural y que, una vez desaparecida la fuerza que lo sustentaba y amplificaba, su destino era ir desvaneciéndose lentamente. La naturaleza volvía a reclamar lo que era suyo y, con paciencia, suavizaba las aristas de aquella excrecencia que le había salido e iba limando sus esquinas hasta que encajase con el resto del mundo. No del todo, porque al fin y al cabo la casa había sido un nexo natural desde el principio, pero sí lo bastante para no llamar la atención, para ser un agujero más en las paredes del universo, ni más llamativo ni menos que otros muchos.

Sin embargo, un proceso como aquél no sería cosa de un día ni de dos, y aún tendrían tiempo suficiente para lo que planeaban.

Aunque desde fuera seguía siendo un edificio medio abandonado en un callejón mugriento y poco transitado, por dentro la casa bullía de actividad. Anni ordenó que llevaran al superhombre al sótano e instruyó a sus vigilantes sobre lo que debían hacer.

Luego, en el mismo salón en el que había yacido el cadáver de Longbottom, recibió el informe de lo que había ocurrido en su ausencia mientras rebuscaba con más curiosidad que ansia entre las reservas de licor del antiguo ocupante de la casa.

– ¿Habéis encontrado el rubí?

Su informante negó con la cabeza, temeroso.

– Quienquiera que matase al gran Swami se lo llevó con él -dijo.

Anni asintió. Sí, era lógico. Al fin y al cabo, Longbottom no había sido otra cosa que un vehículo entre el nexo que era la casa y la fuente de energía del rubí. Ellos eran los elementos esenciales, los que permitían abrir las puertas a otros mundos: el poseedor de ambos no había sido más que un hombre con demasiada fortuna y pocas ambiciones.

Estaba bien donde estaba.

Aunque la desaparición del rubí… De acuerdo, podía tener muchas explicaciones. Cualquier secta ocultista rival podía haber matado a Longbottom y haberse apropiado de la piedra. Nadie podía haberlo hecho. Pero el momento elegido para hacerlo resultaba demasiado conveniente, o inconveniente, según se mirara.

No importaba. Ahora no tenían tiempo para aquello. La pérdida del rubí era un contratiempo menor. Había pensado en usarlo, pero se las apañarían sin él. En el sótano tenía toda la energía que necesitarían para abrir la puerta adecuada. Cierto que estaba sin refinar, que carecía del foco preciso que poseía el rubí, pero sería suficiente para sus propósitos. Y ya encontrarían el modo de refinarla.

– Un enviado de Nadie llegó esta mañana -siguió diciendo su informante-. Lo matamos, de acuerdo con tus instrucciones.

– Espero que no antes de que montara la maquinaria y os enseñara a usarla -dijo ella en tono sardónico, un nuevo rastro de la humana que llevaba dentro aletargada-. O tendremos un problema.

– Claro, domina -respondió el hombre, sin comprender la broma.

Ah, hombres. Tan centrados y tan poco sutiles: Pero útiles, ¿verdad, hermana?

Fue a la sala donde lo estaban preparando todo y contempló la máquina que los hombres de Nadie habían construido. Era una cosa fea y algo grotesca, pero estaba segura de que cumpliría con su cometido, como todo lo que Nadie hacía.

Había resultado útil a lo largo del proceso, sin duda.

No mientas. Sin él no habríais llegado tan lejos, dijo una voz altiva dentro de su cabeza.

Sí, tenía razón. La Anni Jaeger humana que aún vivía dentro de ella estaba en lo cierto. Sin la ayuda que los hombres de Nadie les habían prestado, habría sido mucho más difícil tenderle la trampa a Kent. El armazón que lo drenaba de energía había sido construido por ellos, y ellos lo habían depositado en el lugar adecuado.

Fueron sus técnicos los que construyeron el dispositivo espía que plantaron junto al detective. Y el ancla que permitía seguirlo a cualquier parte. Sin la ayuda de Nadie, Wiggins no habría podido seguir a Holmes a las Montañas de la Locura; su plan habría fracasado antes de empezar. Aunque, visto cómo habían acabado las cosas…

Sí, Nadie y su misteriosa organización habían sido una herramienta necesaria, quizá incluso imprescindible. Pero ahora se habían convertido en una molestia y, cuanto menos supieran de lo que les esperaba, mucho mejor.

Nadie no era tonto. Terminaría comprendiendo que algo iba mal y reaccionaría. Pero para entonces ya sería demasiado tarde y nada de lo que hiciera tendría la menor importancia.

Bajó a ver a Kent cuando faltaba poco para el anochecer. Ordenó a sus vigilantes que los dejaran a solas y, durante largo rato, contempló en silencio al superhombre, su rostro iluminado por la luz del sol gracias al mecanismo de espejos que habían instalado en sótano.

Kent parecía en paz consigo mismo y con el mundo. Con los ojos cerrados, absorbía la luz que llegaba a sus facciones casi perfectas como si nada más importase.

Anni reprimió una sonrisa. Seguramente estaba empezando a sentirse más fuerte. Si le daban tiempo, conseguiría recuperar la mayor parte de sus habilidades y lograría escapar de su prisión. Pero no se lo daremos.

Por supuesto, Kent desconocía la existencia de la maquinaría que los demás estaban terminando de afinar en el salón principal de la casa. Lo único que sabía era que estaba prisionero, que lo mantenían débil y, al mismo tiempo, le permitían absorber la suficiente energía para mantenerse con vida. Y sin duda sospechaba que sus captores habían cometido un error y que estaba recibiendo más energía de la que el armazón que lo mantenía preso le robaba.

Estaba en lo cierto, pero, por supuesto, se equivocaba.

– Será esta noche -dijo de pronto.

Kent abrió los ojos y la miró.

– Eres un ejemplar magnífico. El recuerdo de la humana que fui encontraría mucho placer en tu compañía. Aunque, seguramente, procrear contigo supondría la destrucción de este cuerpo. En cualquier caso, es algo que no sabremos nunca.

Kent siguió mirándola en silencio.

– Fracasamos en España. Estábamos a punto de abrir la puerta y despertar a los Primeros. Casi logramos desencadenarlos sobre el mundo. Pero «estar a punto» y «casi» no son más que dos eufemismos para el fracaso. Esta noche tendremos éxito. Y será gracias a ti.

Se acercó un par de pasos.

– Cuando supimos de tu existencia no nos lo podíamos creer. Por desgracia, antes de que comprendiéramos lo que realmente representabas, Wiggins estuvo a punto de matarte. Fue una suerte que no lo consiguiera, visto cómo fracasó después en su misión. Ahora eres nuestro. Y esta vez tendremos éxito.

El rostro de Kent no cambió de expresión. Aquellos ojos azules y casi ingenuos la miraban como si no la vieran. Anni se encogió de hombros.

– Guardar silencio no te salvará. En realidad, nada puede salvarte. Cuando acabemos contigo, no serás más que cenizas.

No hubo respuesta.

– Como quieras. Nos veremos más tarde. Por última vez.

Todo estaba preparado. Los técnicos efectuaron los últimos ajustes y la máquina se puso en funcionamiento con un zumbido sordo que, de alguna manera, pareció aumentar la decrepitud de la casa.

Anni dio la orden de que de trajeran al superhombre del sótano y, mientras esperaba, le echó un último vistazo a su alrededor.

Sí, todo estaba como debía.

Pronto, se dijo. Muy pronto.

Dentro de ella, algo se rebeló. En cierto modo, ser humana tenía algo de adictivo, y una parte de ella no quería abandonar aquel estado.

Tonterías.

La puerta se abrió y Kent fue introducido en la habitación. Lo colocaron en el centro y luego conectaron la máquina al armazón que lo mantenía preso.

– Adelante -dijo Anni.

Se bajó una palanca, se giró un dial y se pulsaron unos botones. El zumbido de la máquina se hizo más intenso, hasta convertirse en un ronroneo entre gatuno y metálico que hizo temblar toda la casa.

Aquél era el momento más delicado, pensó Anni. Si las cosas no se habían calibrado de forma correcta…

Pero no, se dio cuenta casi enseguida. No había fallos. Nadie era eficiente, y los hombres que trabajaban para él no lo habían sido menos. Al igual que lo había hecho la trampa para Kent, la máquina estaba funcionando a la perfección.

El superhombre estaba siendo bombardeado con radiación, sus células se estaban llenando de energía a un ritmo frenético. Y luego, aquella energía reconvertida por su increíble metabolismo estaba siendo canalizada. Al igual que Longbottom, Kent no era más que un intermediario: un transformador viviente que tragaba energía a paletadas y la convertía en algo distinto.

Anni vio cómo el rostro del superhombre perdía toda serenidad y se crispaba en una mueca que podía ser tanto de dolor como de éxtasis. Seguramente de ambos, se dijo.

Lo llenamos y lo vaciamos al mismo tiempo, pensó. Nos lo da todo y no deja nada para sí.

Lanzó una mirada a uno de los hombres que se ocupaban de la máquina. Éste comprobó uno de los indicadores y asintió.

Ahora.

Era el momento de abrir la puerta que nadie se atrevía a abrir. La losa que mantenía a los Primeros atrapados en un sueño que era como la muerte iba a ser reventada, volada en mil pedazos.

Y saldrían.

A centenares. A millares.

Hambrientos y rabiosos.

Los primeros amos del multiverso, dispuestos a caer sobre él y poblarlo con sus pesadillas.

– Sí.

Ahora.

Algo tembló en el aire y, a su alrededor, la realidad empezó a perder consistencia. El mundo físico empezaba a desmoronarse.

Dos manos, o algo que podían ser dos manos, se materializaron frente a Kent. Se unieron en una palmada que hizo tambalearse el mundo. Se separaron y, al hacerlo, la realidad dejó de tener sentido, la cordura perdió su significado, el pensamiento se convirtió en algo imposible.

¡Sí!

¡Ahora!

Centímetro a centímetro, se estaba abriendo una grieta en el mundo, y por ella estaba penetrando algo impío y hambriento. Era luz. Era oscuridad. Era miedo y deseo. Era todo lo que no se podía explicar con palabras, porque era anterior a las palabras.

Los Primeros estaban despertando.

Abrían los ojos y contemplaban los límites de su prisión.

Despertaban, uno tras otro.

Veían dónde habían sido encerrados y rugían su rabia.

Y luego… contemplaban el botín que se les ofrecía, la puerta que se les abría hacia uno de los mundos del multiverso y, a través de éste, a todos los demás.

¡Ahora! ¡Saltad ahora!

La parte humana de Anni, llena de pavor, quiso gritar, pero el ser que la había poseído en la Boca del Infierno se lo impidió.

No cerrarás los ojos, se dijo a sí misma. Contempla lo que le espera a todo cuanto existe. Vamos, no cierres los ojos y contempla lo que no están preparados para contemplar. Antes del orden, antes del caos, antes de que hubiera nada estaban ellos. Y van a volver.

Kent gritó, pero su grito pasó desapercibido a medida que los cimientos de la realidad se tambaleaban a su alrededor y lo ocurrido empezaba a enviar oleadas de locura hacia el mundo que había fuera.

¡Ya vienen!

Ninguno reparó en el hombre que entraba en ese momento en la habitación.

Lanzó una mirada aburrida hacia lo que estaba ocurriendo y echó a andar en dirección a la enorme máquina que había en una esquina.

Alguien lo vio e intentó detenerlo. Sin aminorar su paso, se deshizo de su atacante con un gesto desganado.

Llegó junto a la máquina.

Esbozó una sonrisa torcida.

Abrió su mano. Lo que había en ella lanzó un destello rojizo. Volvió a cerrarla en un puño.

Miró a sus espaldas y de nuevo pareció aburrido ante la locura que estaba a punto de desatarse sobre el mundo.

Encontró lo que buscaba en la maquinaria e hizo a un lado una tapa. Uno de los técnicos intentó impedirlo y cayó fulminado a un gesto de su mano.

Acercó la mano cerrada al compartimento que acababa de dejar al descubierto. La abrió y dejó caer en su interior lo que llevaba. Luego, prudente, se hizo a un lado. Y esperó.

En todo el mundo, los que dormían estuvieron a punto de despertar a la locura; los despiertos, de abandonar su cordura en una pesadilla eterna.

Pero nada de eso pasó.

La máquina dejó de ronronear y, por un momento, pareció que tosía. Luego, como un castillo de naipes, empezó a desmoronarse.

Las dos manos que estaban desgarrando la realidad perdieron asidero, trataron de encontrarlo de nuevo y, con un gesto de protesta inútil, se desvanecieron en mitad del aire.

Los Primeros cerraron los ojos de nuevo. Volvieron a soñar su sueño de muerte.

El mundo despertó y descubrió que seguía en pie, pese a todo.

– ¡Tú! -exclamó una Anni todavía desorientada, aún atrapada en su cuerpo humano.

– Yo.

Anni parpadeó. El mundo todavía estaba entero, comprendió; los Primeros no habían despertado.

– No. No lo harán. Al menos esta vez -dijo el hombre-. Y, teniendo en cuenta vuestro abultado porcentaje de fracasos, no creo que lo hagan nunca.

La mujer asimiló rápidamente lo que había ocurrido.

– Vosotros tenéis que tener éxito siempre -dijo-. A nosotros nos basta con triunfar una sola vez.

Por toda la habitación, los hombres parpadeaban, como si alguien los hubiera sacado bruscamente de un sueño profundo. No parecían saber dónde estaban. En su prisión, Kent miraba a su alrededor sin comprender.

– Quizá tengas razón -dijo el recién llegado-. Pero eso no hay forma de saberlo, ¿no es cierto?

– De momento.

– Así es. De momento. Pero «de momento» es todo lo que tenemos. Aprende a disfrutar de ello.

Poco a poco, los hombres empezaban a reaccionar y a comprender lo que había pasado. Se miraron entre sí, indecisos.

– ¿No vas a matarme?

– Ya no representas ningún peligro para mí. Estás disminuida y has fracasado. Eras parte de algo mayor, ¿recuerdas? Y ya no sois tres, sólo dos pedazos que nunca podrán recomponerse mientras el otro vaga sin rumbo y gira una y otra vez alrededor de sí mismo sin reconocerse. Sigue rondando por el mundo si te place. Ya no es de mi incumbencia. -Miró a su alrededor y vio que la mayoría de los hombres lo miraban con gesto hosco-. Diles a tus sicarios que no lo intenten. No me apetece mancharme las manos.

Anni les hizo una señal. A regañadientes, detuvieron su avance hacia el desconocido.

– Y ahora, será mejor que os vayáis.

Anni dio la orden con un gesto de la cabeza. Fue la última en abandonar la habitación.

– Traidor -escupió antes de irse.

El desconocido sonrió y se encogió de hombros.

Capítulo IX. La ciudad que nunca duerme

– Bueno, Kent, espero que tu viajecito haya servido para encontrar lo que buscabas.

– En cierto modo, jefe. Aunque no del todo.

– Bien. Me alegro. Supongo. Ahora puedes elegir entre engrosar las filas del paro y ponerte a trabajar. Tenemos un periódico que sacar, ¿recuerdas?

– Claro, jefe.

– Bien. Ya sabes dónde está tu mesa. Vamos, muchacho, no tenemos todo el día.

Mientras salía del despacho de White, éste lo contempló ceñudo. No tenía ni idea de qué había ocurrido, pero estaba claro que el muchacho había pasado por algunas experiencias no muy agradables. Su rostro demacrado y la expresión de sus ojos eran muy elocuentes.

No era asunto suyo, claro, y mientras Kent cumpliese con su trabajo podía meterse en todos los líos que quisiera, con tal de que antes de la hora del cierre el periódico estuviera listo para enviar a composición.

Y Kent era de los que no fallaban, eso White lo sabía muy bien. Se alegraba de tenerlo de nuevo a bordo, aunque se habría cortado una pierna antes de demostrarlo.

Anochecía.

A solas en la redacción, hacía rato que Kent había dejado de teclear en su máquina de escribir y contemplaba pensativamente la hoja en blanco que había en el carro.

El lugar parecía lleno de fantasmas sutiles y lejanos mientras lo» últimos rayos de sol se colaban por las ventanas, antes de que los edificios más allá del río terminaran de devorarlo.

Kent sacó la hoja de la máquina de escribir, la colocó en el pulcro montón que había a un lado y se incorporó. Se puso la chaqueta y el sombrero y echó a andar hacia la puerta.

En medio del pasillo que conducía a los ascensores, era como si fuera el único ser vivo del mundo. Llevado por un impulso repentino, dio media vuelta y echó a andar hacia las escaleras.

Ascendió en la oscuridad y salió a la azotea justo cuando el sol terminaba de ser tragado por el abrupto horizonte.

Mientras las sombras caían sobre la ciudad, se asomó al borde. A sus espaldas, el planeta que daba nombre al periódico giraba lentamente, con un ruido de maquinaria cansada. Abajo, las luces se encendían y la ciudad empezaba a cobrar una vida distinta a la diurna: más furtiva, menos obvia.

Cerró los ojos y escuchó.

Lo escuchó todo.

Cuando volvió a abrirlos, ya era noche cerrada. Estaba en la cima de un mundo nocturno y bullicioso que vivía con su propio ritmo.

Abrió la mano derecha. Frunció el ceño y apretó la mandíbula. No pasó nada durante unos segundos; luego, algo flotó hasta la palma de su mano, asomando entre su carne: una piedra roja, que lanzó un destello de sangre hacia la noche.

No ha sido un sueño, pensó. O quizá todo lo es.

No, no había sido un sueño. Anni Jaeger lo había capturado y había usado su cuerpo como un transformador de energía para abrir una puerta en el mundo.

Y luego, de pronto, todo había terminado. La oscuridad había caído sobre él y, cuando abrió los ojos de nuevo, estaba tendido en el suelo, y un rostro altivo coronado por una mata de cabello blanco lo contemplaba pensativamente.

– Me alegro de no haber llegado demasiado tarde -dijo.

Hablaba con acento inglés y, al oírlo, Kent no pudo evitar pensar en Sherlock Holmes. El desconocido sonrió, como si le hubiera leído el pensamiento.

– No soy su amigo el detective -dijo-. Aunque me he encontrado con él en varias ocasiones.

Él miró a su alrededor y vio que estaban solos en la habitación.

La máquina a la que lo habían conectado había sido desmontada y no había el menor rastro de la jaula angosta en la que lo habían encerrado.

– Me he ocupado de ella.

– ¿Quién es usted? -consiguió preguntar. Y sólo entonces se dio cuenta de lo débil que se encontraba.

– Buena pregunta. Puede llamarme Shamael Adamson. Es un nombre que he usado a menudo, y no me desagrada demasiado.

– Supongo que le debo la vida, señor Adamson.

Su interlocutor asintió.

– Usted y el resto del mundo, señor Kent.

Lo que acababa de ocurrir fue volviendo a su memoria. Apenas había percibido gran cosa desde su prisión, mientras lo llenaban de energía y luego la recolectaban hasta dejarlo casi muerto, pero había sido suficiente para volverlo loco. Durante un instante interminable, había sido como si no hubiera lugar alguno al que agarrarse, nada fuera seguro y el mundo fuese un caos cambiante y fluido lleno de locura y pesadillas.

– Se lo agradezco. En mi nombre y en el del resto del mundo.

Adamson sonrió otra vez.

– Mis motivos no fueron del todo altruistas -dijo-. Aunque supongo que eso no importa gran cosa.

Lentamente, como si estuviera reaprendiendo cada movimiento, Kent logró ponerse en pie.

– No le voy a mirar los dientes a un caballo regalado, si es que eso le preocupa.

– No era el único regalo que pensaba hacerle.

Kent hizo como si no lo hubiera oído y echó a andar. -Tengo que salir, lo siento. Sin una palabra, Adamson asintió y fue tras él.

Ahora, mientras la ciudad que nunca dormía se desperezaba para el turno de noche, en lo alto del edificio del periódico Kent contemplaba el rubí en su mano y se preguntaba una vez más por qué se lo había dado aquella enigmática criatura.

Una vez que hubieron salido de la casa de Longbottom habían recorrido un buen trecho. Se detuvieron en un pequeño parque junto a la bahía y fue allí donde Adamson decidió hacerle entrega del rubí.

No le explicó gran cosa. No parecía muy acostumbrado a dar explicaciones.

– No es culpa suya -le había dicho-. Pero eso no cambia nada. La historia en que se ha visto involucrado lleva en marcha mucho más tiempo del que puede imaginar. En cierto modo, es usted una víctima inocente… o ha estado a punto de serlo. No importa. No está del lado de mis enemigos, así que podríamos decir que lo está del mío, más o menos.

– No estoy muy seguro de que esté del lado de nadie.

– Lógico. Anni Jaeger le hizo dudar de su humanidad.

– No soy humano. Al menos biológicamente. Eso es un hecho. Y usted tampoco lo es, ya que estamos en ello. No respira, más que cuando necesita tomar aire para hablar. Y no consigo oír los latidos de su corazón. Y a estas alturas, debería oírlos.

Una nueva sonrisa. Durante unos instantes, el rostro de Adamson pareció el de un chiquillo malicioso.

– Me alegra ver que sus habilidades van volviendo poco a poco a usted. Temí que la máquina lo dejara demasiado débil. Tuve que calcular a ojo el momento adecuado para interrumpir el proceso. Temía haberme equivocado.

– No lo hizo.

– Estupendo.

Adamson sacó algo del bolsillo de su chaqueta. Se lo mostró a Kent.

– ¿Recuerda esto?

– Claro. El rubí que usaba el señor Longbottom.

– Bueno, tengo mis dudas sobre quién usaba qué… o qué usaba a quién, para ser más exactos. Pero sí, gracias a este rubí Longbottom podía abrir las puertas a otras realidades. Supuse que su energía interferiría con la de la máquina que estaban usando en usted. Fue un alivio ver que no me equivocaba.

– ¿Y por qué lo supuso?

– Interesante pregunta. Digamos que el rubí y la máquina fueron construidos usando postulados contradictorios: cada uno de ellos se basaba en un modelo distinto de universo, ambos igual de reales, pero difícilmente reconciliables. Supuse adecuadamente que, si se ponían juntos…

Kent asintió.

– Comprendo. Magia y tecnología.

– Algo así. Aunque seguro que su amigo el señor Holmes le diría que la magia es la forma en que llamamos a la tecnología que aún no comprendemos. Tiene razón… y al mismo tiempo, no la tiene.

– Pero si la máquina fue destruida cuando usó la piedra con ella, ¿por qué el rubí sigue intacto?

– Quizá porque la magia es más fuerte que la tecnología. Al menos en este momento preciso. No creo que eso sea cierto mucho tiempo. Y, en cualquier caso, el rubí no está intacto. Mire.

Kent así lo hizo y se dio cuenta de que el brillo de la piedra se apagaba lentamente.

– Lo ve, ¿verdad? Así que quizá al final la tecnología haya sido más fuerte que la magia. Es difícil de decir. Pero, para lo que ahora nos afecta, lo que importa es que el rubí se está… muriendo. No le queda mucho tiempo.

– Lástima.

– Depende. Una fuente de energía como ésta es peligrosa. No sólo es capaz de abrir las puertas existentes, sino de crear otras nuevas. Sin ella, la casa de Longbottom se convierte de nuevo en uno más de los muchos nexos entre realidades que hay en este mundo. Con la piedra… era un portal a cualquier parte, cualquier momento y cualquier lugar.

El rubí continuaba agonizando y, al mirarlo, Kent tuvo la inquietante sensación de que estaba contemplando la muerte de un ser vivo.

– Todo es peligroso -dijo, en respuesta a las palabras de Adamson, y sin poder apartar la vista de la piedra.

– Cierto -contestó éste-. Todo es un arma. ¿Y en manos de quién podríamos poner un arma así?

– Bueno, ahora ya no importa. Se está muriendo, usted mismo lo ha dicho.

Por la reacción de Adamson, pareció que Kent había contado un chiste moderadamente gracioso. -Bueno, hay un modo -dijo-. En las manos adecuadas.

Las manos adecuadas, pensó Kent mientras contemplaba la ciudad en la que había decidido vivir. Las manos adecuadas habían sido las suyas, o eso parecía pensar Adamson.

Habían pasado dos días desde entonces. Dos días desde que Adamson había dejado caer la piedra en su mano y ésta se había disuelto en su palma. Kent aún recordaba el cosquilleo que había sentido y la repentina descarga de energía que había experimentado después.

– Ella cuidará de usted mientras usted cuide de ella. Creo que se las apañarán.

– ¿Por qué yo?

Adamson lo había pensado unos instantes.

– No lo sé. Tal vez porque Sherlock Holmes confía en usted. Y eso es suficiente para mí. Créame, también a mí me resulta sorprendente.

Adamson se había ido poco después, no sin antes darle un último consejo:

– Tenga cuidado. Su existencia ya no es un secreto. Y van a ser muchos los que intenten utilizarlo.

Un accidente ocurrido a varias manzanas de distancia lo hizo volver de pronto al presente. Escrutó el área con sus sentidos: ya nada podía hacer por los muertos, y los supervivientes estaban siendo atendidos. Su presencia no era necesaria.

«Van a ser muchos los que intenten utilizarlo», recordó de nuevo.

Vivía entre los humanos, pasaba por ser uno de ellos y se las apañaba para relacionarse con ellos, pero no era uno de ellos, ni lo sería jamás. Si de algo estaba seguro tras todo lo que le había pasado, era de eso. Al mismo tiempo, no podía evitar recordar las palabras de Sherlock Holmes, el modo en que el viejo detective había definido la humanidad, independientemente del contenedor en el que estuviera encerrada. Holmes había tenido razón, pero no del todo. Una parte de él quizá fuera humana; la otra seguía siendo extraña y aún trataba de decidir qué era exactamente.

Sentía algo por ellos, eso era cierto. Ma y Pa habían hecho bien su trabajo; al criarlo como lo habrían hecho con su propio hijo, lo habían llenado de sentimientos de los que ya no quería ni, seguramente, podría desprenderse. Lo habían contaminado, tal vez, manchado; sólo que era una mancha que estaba orgulloso de llevar. En cierto modo, su humanidad era como una segunda piel, y librarse de ella no era tan fácil.

Quizá era el último de su especie. Quizá. O puede que simplemente estuviera aislado por miles de años-luz de los suyos.

Estaba solo.

Rodeado de criaturas que podían parecer como él, pero que no lo eran.

Pero sentía algo por ellas.

Sí, Ma y Pa habían hecho su trabajo condenadamente bien.

«Van a ser muchos los que intenten utilizarlo.»

¿Por qué no? Toda la vida lo habían estado usando, de un modo u otro. Ma y Pa, para sustituir el hijo que querían y que la naturaleza no les dio. Sherlock Holmes, para que lo ayudara en su extraña cruzada en busca de un libro prohibido. Anni, como una pieza de maquinaria en forma humana. Incluso Adamson, al darle la piedra para que se fundiera dentro de él. O la propia piedra, que había empezado a susurrar cosas tranquilizadoras en un lenguaje que desconocía, pero le resultaba extrañamente familiar.

Todos intentarían usarlo, de un modo u otro. Así era como funcionaban las cosas en aquel mundo. Quizá en todos los mundos.

Y una parte de él deseaba que lo utilizaran. ¿Para qué eran todas aquellas habilidades que tenía, salvo para ser usadas?

Pero en mis propios términos, se dijo.

Sintió que la piedra estaba de acuerdo con él y, por un instante, estuvo a punto de comprender las palabras que susurraba y casi sintió aquel lenguaje extraño como algo propio. Con una sonrisa, cerró la mano y notó cómo el rubí se disolvía de nuevo en su palma. Susurraba algo y luego guardaba silencio.

Sonrió de nuevo.

Quizá algún día encontrase a los suyos. O tal vez descubriera que era el último, el único de su especie.

En su mano (literalmente en su mano) tenía algo que le permitía explorar tiempo y espacio. Más adelante, tal vez, cuando ambos se comprendieran mejor.

Y, bajo él, a sus pies, un mundo entero que lo necesitaba y que ansiaba utilizarlo, aunque no lo supiera.

Que me usen, pensó de nuevo. Pero en mis propios términos.

Usaría sus habilidades allí donde fueran necesarias. Discretamente y en silencio.

Ayudaría.

Echaría una mano. Y seguiría buscando.

Capítulo X. Londres

Cuando Sherlock Holmes llegó a su casa, descubrió que alguien lo estaba esperando. Paseaba con tranquilidad por Baker Street, imperturbable, vestido impecablemente, moviendo al ritmo de sus pasos un bastón que no necesitaba.

– Señor Adamson -saludó el detective.

– Señor Holmes.

– Iba a decir que me sorprende encontrarlo aquí, pero ya usé palabras muy parecidas en nuestro último encuentro, así que me ahorraré repetirlas.

Adamson reprimió una sonrisa.

– En realidad, acaba de hacerlo.

– Cierto. Querrá pasar, supongo. Aunque no sé en qué estado encontrará la casa. Llevo bastante tiempo ausente.

– Me las arreglaré.

– Sí, tengo la sospecha de que usted siempre se las arregla.

Holmes abrió la puerta y le indicó con un gesto a Adamson que pasara. Éste así lo hizo, y esperó en el vestíbulo mientras el detective conectaba la luz eléctrica.

– En el piso de arriba, supongo, como siempre.

– Así es.

Subieron en silencio por las escaleras. Adamson parecía ligeramente divertido ante la situación. El semblante de Sherlock Holmes no transmitía emoción alguna.

– Pase.

Entraron en el salón. Quitaron las sábanas que cubrían la mayor parte de los muebles y se las arreglaron para encender un fuego medio decente en la chimenea. Luego, Sherlock Holmes tomó asiento y se preparó una pipa con parsimonia. Adamson, entre tanto, recorrió la habitación con la mirada. Enarcó una ceja ante el laboratorio que ocupaba una buena parte del cuarto y arrugó la nariz.

– Tiene usted buen olfato -dijo Holmes.

– Y usted ojos en la nuca.

– No, sólo la capacidad de saber cuándo mirar y cuándo no hacerlo. Confieso que me parece sorprendente que después de tanto tiempo sea capaz de reconocer algún olor. Ese laboratorio no se usa desde hace… -Se encogió de hombros.

– Olores quizá no, pero sí los recuerdos de ellos.

– Si usted lo dice.

Finalmente, Adamson terminó la inspección de la habitación y se sentó frente a Holmes.

– Pese a lo que dijo antes, no parece muy sorprendido de verme.

– Tras lo ocurrido en Lisboa hace ocho años, esperaba que nos volviéramos a encontrar tarde o temprano. Era sólo cuestión de tiempo. Soy un hombre paciente.

– Eso, y muchas otras cosas.

– Como todos los hombres, supongo.

Guardaron silencio. En la chimenea, el fuego crepitaba alegre mientras la noche iba cayendo tras la ventana.

– Parece que su aventura española ha salido bastante bien.

– Es una forma de decirlo, señor Adamson. He descubierto que mi hijo adoptivo deseaba mi muerte. Y mi nieto está perdido en medio de una Europa que no tardará en estar en guerra. Pero supongo que eso para usted es irrelevante y se refiere a que he conseguido evitar que la… Orden Esotérica de Dagón, como la llamó Lovecraft en su lecho de muerte, usase el Necronomicon para sus fines.

– Eso… entre otras cosas.

– Antes me acusó de tener ojos en la nuca. Podríamos decir que usted los tiene en todas partes. Acabo de volver de España y aún no he informado a nadie de lo ocurrido allí.

– No es necesario. La deducción era, y perdóneme el mal chiste, elemental. El mundo sigue en pie, tal y como lo conocíamos. Por lo tanto, usted ha tenido éxito.

Holmes enarcó una ceja.

– ¿A qué ha venido, señor Adamson?

– En un sentido estrictamente filosófico, he venido a ser uno de ustedes. A convertirme en carne y estar sujeto a las limitaciones de la carne. Al menos, por un tiempo. Sin embargo, sospecho que su pregunta tenía un carácter algo más mundano.

– Podríamos decirlo así.

– He venido a verlo a usted, evidentemente. ¿Con qué propósito? Usted tiene cierta información que me gustaría poseer. Yo, a mi vez, poseo algunos datos que quizá le sean de valor. Sugiero que intercambiemos lo que sabemos.

Durante largo rato, Holmes no contestó. Fumaba su pipa y tenía la mirada perdida más allá de su interlocutor. Terminó asintiendo y dijo:

– De acuerdo. Querrá que empiece yo, seguramente.

– Me parece una buena idea. Así sabré con exactitud cuánto sabe y cuánto no. Y no le daré información innecesaria o redundante.

– ¿Cuánto sé? Mucho. Demasiado. Y también demasiado poco. Como todos los hombres.

Le dio una nueva chupada a su pipa y comenzó a hablar.

Por dónde empezar, debió preguntarse Sherlock Holmes. Por el principio, le habría contestado seguramente Shamael Adamson.

El principio, al menos para el detective, había sido el año 1895, cuando Winfield Scott Lovecraft se había acercado a Amanecer Dorado bajo una identidad falsa, había asesinado a James Phillimore y había conseguido hacerse con el Necronomicon.

En la mente de Holmes aquel caso estaba tan fresco como si hubiera sucedido ayer mismo. Porque, en cierto modo, buena parte de sus actividades durante los siguientes cuarenta años partirían de aquel momento.

Y, por supuesto, no podía olvidar el modo en que el barco de Lovecraft sé había internado en un banco de niebla, sólo para desaparecer, como si un monstruo inverosímil se lo hubiera tragado.

Ni mucho menos el modo en que Shamael Adamson, el mismo que ahora tenía enfrente, y exactamente con el mismo aspecto, había reconocido ser el responsable de la fuga milagrosa de Lovecraft.

Claro que también podría haber empezado algo antes. Con la obsesión de Mycroft por el mundo ocultista y las actividades de sus miembros, que era lo que había llevado al detective a involucrarse en todo aquello.

– Sé que no vas a creer nada de cuanto te diga, Sherlock -le dijo su hermano varios años más tarde-, pero es necesario que te lo diga. Porque si me pasara algo sólo tú podrías continuar mi labor.

Estaban en la sala de visitantes del Club Diógenes, una de las tapaderas que tenía en Londres el Servicio Secreto de Su Majestad.

– Te presto oídos, Mycroft -había respondido Holmes, echando mano de su amado Shakespeare.

Mycroft le había contado muchas cosas. Cosas sobre la importancia del Necronomicon y por qué parecía haber una conspiración de alcance mundial para reconstruir el libro y utilizarlo.

– ¿Reconstruirlo? -había preguntado él.

Sí, porque el Necronomicon no era un solo libro. Al Hazrid había repartido su oscuro conocimiento en tres, y sólo obteniendo los tres ejemplares adecuados se podía reconstruir el libro auténtico.

Un libro que hablaba de otros mundos. Y de cómo llegar a ellos. Y del modo en que ellos podían llegar al nuestro.

– Y de los Primeros, que yacen muertos en el sueño, pero podrían despertar.

Mycroft tenía razón, él no creyó nada de lo que le contaba su hermano. Sí creyó una cosa, sin embargo: el libro era importante para la gente suficiente. Y eso significaba que, por delirante que fuese todo, podía tener consecuencias mensurables en el mundo real.

Fue eso lo que le convenció para enrolarse como agente libre en una rama enloquecida del Servicio Secreto.

Lo que le llevó a seguir a Aleister Crowley a Lisboa y perder a Wiggins en la Boca del Infierno.

Lo que lo llevó a suceder a su hermano al frente del espionaje británico cuando éste murió. Bajo una identidad supuesta, un pajarillo de ademanes burocráticos que conservó el nombre en código de M, sentado en un despacho mal iluminado, fue moviendo sus hilos y trazando su planes. Los planes que había empezado Mycroft.

Los planes que años más tarde lo llevaron a Rhode Island. Allí, en su lecho de muerte, Howard Phillips Lovecraft le contó varias cosas inquietantes sobre el libro que había robado su padre.

Allí conoció a Kent, el joven con corazón de campesino y habilidades casi divinas. Kent lo ayudó en sus esfuerzos por recuperar la copia del Necronomicon que había estado en manos de Lovecraft. Fracasaron, y el libro cayó en manos de Wiggins, ahora una criatura retorcida que conspiraba junto con Crowley y otros para reconstruir el grimorio y despertar a los Primeros.

Y todo eso fue lo que lo llevó a España, sumida en una guerra sangrienta. Allí estaba otro de los ejemplares del Necronomicon. Y había un tercero a punto de llegar. En la costa asturiana tuvo lugar un ritual.

Pero los Primeros no despertaron. El ritual nunca llegó a completarse. Wiggins murió con una mirada de odio en sus ojos enloquecidos.

Holmes triunfó una vez más. Aunque en el proceso perdió al hombre que había sido un hijo para él. Pero, igual que perdió algo, algo encontró.

William Hudson. Su nieto. A su lado por fin después de todo aquel tiempo. Al acabar el caso se había visto obligado a mandarlo a Europa, pero tarde o temprano lo llamaría de vuelta y le contaría la verdad que el joven aún ignoraba. O quizá dejase que la descubriera por sí mismo.

– Usted tiene uno de los tres ejemplares -dijo Adamson cuando Holmes terminó su relato.

El detective asintió. Le explicó a su interlocutor el modo en que la había escamoteado delante de las narices de sus enemigos, dejando en su lugar una copia falsa.

– Está en un lugar seguro.

– ¿Existen los lugares seguros?

– Este lo será, por algún tiempo, hasta que encuentre otro.

Adamson frunció el ceño.

– ¿Por qué no lo ha destruido?

Holmes se mordió el labio.

– ¿Por qué hace preguntas cuya respuesta ya conoce, señor Adamson? No lo he destruido porque no puedo. Lo he intentado.

Adamson asintió.

– Tiene razón. Sabía la respuesta.

– Y también sabe muchas otras cosas, espero.

– Tiene que comprender una cosa, señor Holmes. En mi mundo, la identidad es una cosa cambiante, fluida. Ser uno solo o ser muchos es algo que depende del momento. Este detalle, que puede parecerle trivial, tiene su importancia.

– Entiendo.

– Para mi gente soy un traidor. El peor de todos ellos. Pues tenía todo cuanto quería y lo abandoné para venir a este lugar que, para ellos, es una cosa gris y desvaída. También es algo más.

– Un nexo.

Adamson asintió, complacido.

– En efecto, señor Holmes. Su mundo no tiene demasiada importancia por sí mismo, si me permite que se lo diga. No resulta especialmente interesante, si lo comparamos con otros. Pero, por algún motivo, su situación es privilegiada. En la antigüedad, ustedes tenían un dicho: «todos los caminos conducen a Roma». Es algo así, en cierto modo. Aquí confluyen varias realidades, y gracias a eso, es posible realizar en este plano cosas que, de otro modo, exigirían un esfuerzo imposible y simultáneo en multitud de realidades distintas.

Holmes entrelazó los dedos y se puso cómodo en el sofá.

– Hasta ahora no me ha dicho nada que no sepa, o que haya ido suponiendo con el correr de los años. Mi hermano Mycroft tenía un detallado expediente sobre todos esos temas… y sobre usted, ya que estamos en ello. Y, como supondrá, estoy familiarizado con lo que se decía allí.

– De acuerdo, señor Holmes, iré al grano. En mi realidad se recuerda el tiempo en que los Primeros gobernaban (si es que entonces existía algo remotamente parecido al tiempo) con una nostalgia enfermiza que, lamento decirlo, se ha ido convirtiendo algo muy parecido a la obsesión. No son pocos los que suspiran por el regreso de los Primeros aun cuando, estoy seguro, no sospechan lo que eso significa en realidad. Ellos fueron parte del motivo por el que me fui. No el único, lo confieso. Pese a lo que he dicho antes, su mundo tiene cierto atractivo. La carne es… adictiva, por decirlo de alguna manera. Este cuerpo que llevo es un disfraz, pero es lo bastante convincente, no sólo para los demás, sino también para mí mismo. Quizá esto no sea más que una carne de quita y pon, pero resulta suficiente.

Miró al fuego que ardía en la chimenea.

– Según algunas tradiciones, mi realidad es un lugar de fuego ardiente y llamas eternas, donde se castiga a los malvados por toda la eternidad y se los priva de la presencia de Dios. Para nosotros es, sencillamente, el hogar. Y el hogar puede llegar a volverse enormemente aburrido. Hace más de cuarenta años que lo abandoné y vine a este mundo, y desde entonces no he encontrado ningún motivo para volver. No es que los míos me lo fueran a permitir si lo deseara, eso es cierto, pero tampoco lo deseo. Su mundo me gusta. Y, sobre todo, me gusta tal cual es. Sin molestos cambios, como los que podrían producirse si los míos tuvieran éxito y consiguieran despertar a los Primeros y desencadenarlos sobre el multiverso de realidades interconectadas.

– Comprendo.

– Sí, estoy seguro. Los contactos entre su gente y la mía han existido desde que tengo memoria. Algunos humanos son, en cierto modo, un nexo viviente, y su mente es capaz de contactar con otras realidades. Lovecraft era uno de ellos, y creo que su hijo también, a juzgar por las cosas que escribía. Crowley y Wiggins también participaban de esa naturaleza. La diferencia es que el primero era consciente de ello y su pupilo lo ignoraba.

Holmes asintió.

– Su mente estaba torturada -dijo-, marcada desde la juventud de una forma que yo no supe entender a tiempo.

– Cierto. Cuando los dos estuvieron en la Boca del Infierno, interfirieron sin pretenderlo en el ritual que preparaba Crowley y que a estas alturas supongo que ya habrá adivinado en qué consiste.

– Supongo que me va a decir que en permitir el acceso a alguien de su realidad al interior de su mente. Servirle de anfitrión.

– Algo así. Lo que cruzó a este lado fue una sola cosa, pero al mismo tiempo eran tres: tres aspectos distintos de un único individuo que buscaban los anfitriones adecuados en los que residir. Aunque en realidad es un poco más complejo. Verá, cruzar desde mi lado al suyo no es tan fácil. Yo lo hice, sí, pero yo soy excepcional por muchos motivos que no vienen al caso, y no creo que nadie más pueda repetir mi hazaña. Lo que ocurrió en la Boca del Infierno no fue que tres entidades de mi mundo llegaran a éste sino que enviaron… información.

Holmes lo miró unos instantes con el ceño fruncido.

– Recuerdos -dijo de repente-. Habla usted de recuerdos. -Así es.

– Ya veo. Ellos no cruzaron. Pero a través del canal que los comunicaba con Crowley y usando el nexo que era la Boca del Infierno enviaron toda la información que contenían sus mentes a las mentes de los humanos receptivos que había junto al nexo. Esa información los cambió. Después de todo, no somos otra cosa que la suma de las cosas que recordamos haber hecho.

– No tiene ni idea de cuánto. Crowley, Anni Jaeger y Wiggins, en cierto modo, murieron: las nuevas personalidades eran demasiado fuertes, sus recuerdos demasiado intensos. El proceso no fue el mismo en los tres casos: en Crowley ahora mismo apenas queda nada remotamente humano. Anni fue capaz de reconciliar sus dos naturalezas, más o menos, y creo que con el tiempo se convertirá en algo distinto, ni totalmente humana ni del todo ajena. Será interesante verlo. Wiggins, dividido como estaba, siguió estándolo tras la posesión, pero llegó a una especie de tregua, de compromiso, entre todas las personalidades que lo habitaban. Tenían algo común a lo que agarrarse: su odio por usted.

Holmes no dijo nada, pero algo se crispó en su rostro.

– Usted tuvo éxito en España. Pero ése no era su único plan en marcha. Desde su fracaso a finales del siglo pasado, en Cuba, han aprendido a no poner todos los huevos en el mismo cesto. Mientras Wiggins se ocupaba de reunir los tres ejemplares del Necronomicon en España y preparar el ritual para abrir las puertas a los Primeros, Crowley y Anni tenían otros planes, especialmente la segunda. Había alguien en el mundo que podía serles casi tan útil como el libro del Al Hazrid. Parecía humano, pero no lo era, y su cuerpo era capaz de almacenar, procesar y transformar la energía con una eficacia aterradora.

– Kent.

– Sí, Holmes, Kent. Oculto para el mundo, viviendo entre los humanos como si fuera uno de ellos, pero sin serlo. Usted mismo dedujo su origen. No es de este mundo, y es nuestro sol y la forma en que sus células procesan la luz solar lo que le da sus habilidades. Como he dicho, vivía en un cómodo anonimato hasta que salió de él para salvarle la vida.

– ¿Está bien?

– Sí, bastante bien. Me he ocupado de mantener un ojo sobre él y echarle una mano allí donde era necesario. Sabía lo que mis antiguos súbditos planeaban. Así que dejé que usted se encargase de Wiggins y vigilé de cerca a su joven superhombre. Está a salvo y ni Anni ni Crowley podrán usarlo ya. Me he ocupado de ello. Aunque…

– ¿Sí?

– Digamos que ha dejado de ser anónimo. Su existencia no es ningún secreto. Y hay otros que lo han visto actuar y que podrían tener sus planes para él.

– ¿Quiénes?

– Nadie.

Al oír aquella palabra, el rostro de Holmes se torció en una mueca sombría. Apretó la mandíbula y su mano se crispó alrededor de la cazoleta de su pipa.

– ¿Nadie? -repitió, incrédulo-. ¿Cómo es posible?

– Vamos, señor Holmes, si usted ha vivido tanto tiempo, ¿por qué no podría haberlo hecho él? Es usted único en muchos aspectos, es cierto, pero no en ése.

El detective meneó la cabeza.

– Mis pecados de juventud me persiguen -murmuró.

– Es una forma de verlo.

Adamson le explicó en detalle lo ocurrido con Kent. Cada vez que mencionaba a Nadie o su organización y explicaba el modo en que habían ayudado a Crowley, Anni y Wiggins, Holmes apretaba los dientes. Adamson, perfectamente consciente de la respuesta del detective, fingía no darse cuenta de ello, sin embargo, y continuaba con su historia. Cuando la terminó, los dos guardaron silencio durante largo rato. En la chimenea, el fuego se había apagado y lo único que quedaban eran rescoldos.

– Estará bien durante un tiempo -dijo Adamson, mientras se levantaba y trataba de avivar el fuego-. Sus padres humanos lo educaron bien, tal como ustedes valoran esas cosas. Tratará de mantenerse en secreto y de usar sus habilidades para ayudar. Y mientras tanto, viajará.

– Buscando su origen.

– En parte. También buscando muchas otras cosas, aunque ni él mismo lo sepa. Volverá a las Montañas de la Locura tarde o temprano. De hecho, iba a San Francisco con la idea de que Longbottom lo llevase allí. Quiere mirar en el Alef que usted describió. Dudo que encuentre exactamente lo que cree buscar. Pero creo que el lugar le parecerá adecuado como retiro. Sobre todo en cuanto descubra que el rubí lo protege de un drenaje excesivo de energía.

Holmes sonrió.

– Ya veo adónde quiere llegar. Pretende que le dé mi ejemplar del libro a Kent.

– Es una idea. En las Montañas de la Locura, Kent construirá una fortaleza para su soledad. Un refugio. El libro podría estar bien guardado allí. Todo lo bien que puede estarlo en cualquier sito, en cualquier caso.

– Lo pensaré.

– No pretendo otra cosa.

– Pretende usted muchas cosas, señor Adamson. Se pasea por el mundo vestido de humano, haciendo y deshaciendo aquí y allá, pasando desapercibido y entregado a sus propios planes. Confieso que ignoro cuáles son. Y sospecho también que nunca lo sabré.

Adamson no respondió. Recogió su chaqueta y su sombrero, tomó su bastón y se llevó la empuñadura a la frente, en una especie de saludo.

– Buenas noches, señor Holmes.

Ahora fue el detective el que no dijo nada. Permaneció sentado mientras Adamson abandonaba la casa: las manos entrelazadas frente al rostro anguloso, las facciones iluminadas por el resplandor rojizo de la chimenea, la frente fruncida en una expresión concentrada.

Adamson se detuvo en el umbral y lo miró una última vez antes de irse.

Intermedio. Girando en el abismo

Hablo conmigo mismo. No hay nadie más aquí. E, incluso así, este lugar parece abarrotado.

El tiempo no transcurre.

Giro, giramos alrededor de una puerta cerrada.

Esperando.

Lo que soy. Lo que he sido. Lo que ya no seré nunca más.

Soy un puñado de recuerdos sin más voluntad que la de volver a casa. Pero las puertas están cerradas. Llamo y no se me abre. Alguien dijo que el. hogar es el lugar donde tienen que recibirte, no importa lo que hayas hecho. Pero las puertas están cerradas para mí.

Giro, una y otra vez. Dando vueltas alrededor de mí mismo.

¡Vuelvo a casa!, grito en dirección a ninguna parte.

Pero no hay casa alguna a la que volver.

Recordar.

Unos ojos de jade en la oscuridad de un fumadero de opio. Una garra con dos dedos extendidos.

El dolor. El modo en que todo quemaba. La forma en que mi mente se partió en dos, ardiendo. Todo ardía, todo el mundo gritaba.

Pero todo el mundo sólo era yo.

Demasiados.

Pienso en lo que he hecho, en lo que ya no haré nunca más. Pienso en el fracaso. En la victoria que se me ha escapado una y otra vez por entre los dedos cerrados.

Pienso. No es que pueda hacer otra cosa.

Pienso en la cosa que entró dentro de mí, se paseó por mi mente dividida y buscó un lugar en el que habitar.

Está aquí, dónde si no.

Es parte de mí. Dice que mi mejor parte, pero a menudo me pregunto si tendré realmente una parte mejor.

No soy más que un amasijo de recuerdos torturados que gira alrededor de sí mismo sin parar y que no encuentra el camino a casa.

Puertas cerradas. Caminos que no llevan a ninguna parte.

Eso ha sido mi vida. Un cúmulo de caminos que morían antes de haber llegado a parte alguna.

Un niño abandonado en la calle. Un pilluelo al servicio de un detective. Un policía, un cazador. La presa que perseguía.

Todo eso y más.

Pero nada es suficiente.

Porque ahora no soy nada, y nada de cuanto he hecho tiene el menor sentido.

Oigo una voz que me dice que eso no es cierto. Que el fracaso actual no es más que el preludio del éxito futuro.

Pero esa voz ya no tiene poder sobre mí. Ahora que no soy más que una sombra que gira alrededor de un abismo que se niega a abrirse, la cosa que me invadió, unió mi mente dividida y trató de apoderarse de ella ya no dirige mis acciones.

Quizá porque ya no tengo acción alguna que dirigir a ninguna parte.

Quizá porque no la he tenido nunca.

Recuerdo cómo eran las cosas antes.

He visto mil mundos. Navegado por millones de realidades. He entrado en cientos de mentes, poseído tantos cuerpos que ya no consigo recordarlos. A veces me pregunto cuál fue mi cuerpo original, pero la pregunta carece de sentido.

Recuerdo haber sido un erudito inquieto en una biblioteca de proporciones infinitas. A lo lejos, las selvas púrpura se degradaban rápidamente bajo el manto de una lluvia brumosa. Enormes sillares de piedra, medio consumidos por el tiempo, sostenían el mundo sobre nosotros.

Y abajo, esperando, dormían los Primeros en su sueño de muerte. Recuerdo haber llenado mis alas con el viento solar y haberme lanzado al espacio, uno más en una migración de millones. Recorríamos la distancia entre las estrellas, medio despiertos medio dormidos, nos alimentábamos de luz y nos enraizábamos en planetas medio helados que nos daban el sustento necesario.

Y a lo lejos, más allá de la frontera, dormían los Primeros en su sueño de muerte.

Recuerdo un paisaje siempre cambiante, rojo sobre rojo, tan ardiente que el corazón de una estrella parecía helado en comparación. Recuerdo mundos en los que no había sonido; lugares a los que la luz no llegaría jamás; planetas muertos antes de nacer y un silencio sólo roto por un llanto lejano que no se repetía.

Y esperando, siempre una vuelta más allá, a una esquina de distancia, dormían los Primeros en su sueño de muerte.

He sido… todo. Y no soy nada.

Dediqué mi vida a despertar a los Primeros, a devolver al multiverso a su estado inicial, a desencadenar sobre él a sus antiguos dueños.

No me pregunto para qué. «Para qué» es una pregunta carente de sentido.

Es lo que hago, lo que siempre he hecho. Para eso he nacido.

El libre albedrío no es más que una ilusión humana. Una mentira sin la cual no pueden vivir. Un espejismo inalcanzable.

Y los Primeros siguen esperando, dormidos, soñando con la muerte, agitándose a veces y entreabriendo los ojos, sin saber dónde o cuándo están, porque cuando ellos gobernaban no había ni dónde ni cuándo.

Recuerdo…

Pero no soy yo quien recuerda.

Aunque sí lo soy.

Hay demasiada gente aquí dentro, me digo. Somos demasiados para ser tan sólo uno.

Oigo una risa. Quizá es la mía.

Me doy cuenta, de pronto, de que la criatura que me habita no tiene nombre alguno, que jamás lo ha necesitado.

«Yo» es una palabra que para él carece de sentido.

Extraño, comprender eso ahora, precisamente ahora.

El todo es lo que importa, me dice, la mente única de la que forma parte. ¿Acaso piensan en «yo» las neuronas individuales de tu mente humana?, me pregunta.

Quizá lo hacen, respondo.

Con sorpresa, descubro que se ha quedado sin palabras.

Estoy solo.

Y esto está tan malditamente superpoblado. Somos demasiados.

No somos suficientes.

Esperamos.

Tarde o temprano, los otros dos abandonarán sus cuerpos humanos y serán atraídos hasta aquí. Y entonces, juntos los tres, podremos abrir esa puerta que ahora permanece cerrada. Volveremos a casa.

Pero, ¿es eso lo que quiero hacer?

Y, aunque una parte de mí intenta responder que sí, al final guarda silencio.

Eso es cuanto hay a mi alrededor.

Silencio.

Y mis pensamientos sólo lo hacen más intenso. Silencio.

El resto es silencio.

Tercera parte. La otra aventura de la Boca del Infierno

Capítulo Primero. El último de la estirpe

El niño era un monstruo y, gracias a Dios, no vivió mucho tiempo. He visto la suficiente muerte y miseria en mis años al servicio secreto de Su Majestad, las suficientes deformidades, físicas y morales, para que aquello no me afectara demasiado, aun tratándose de mi propio hijo.

No fue la muerte de aquella criatura extraña que había salido del vientre de mi mujer y que había sido generada por mi simiente lo que me llevó al lugar donde me encontraría Sherlock Holmes poco después. Y, al principio, tampoco pareció que la noticia de que Carmen no podría tener más hijos me afectase demasiado. Nunca he sido un fanático de la paternidad, lo confieso, y había accedido a tener descendencia más por ella que por mí.

Eso pensaba hasta aquel día.

Al principio, como mucho, enarqué una ceja ante la noticia. Procuré consolar a Carmen, pero lo hice de un modo distraído, como pensando en otra cosa, si bien no soy capaz de recordar en qué. Luego abandoné el hospital y, durante varias horas, no recuerdo lo que hice.

Es posible que me pasara buena parte del tiempo rememorando cómo nos habíamos conocido, en medio de la Guerra Civil española, cuando ella nos sirvió de chófer a Holmes, Rick y a mí hasta dejarnos en las cercanías de Toledo. Sí, quizá recordaba aquella noche en el sótano secreto bajo el Alcázar, tal vez el modo en que ella me cuidó después de que una bala me alcanzase en el hombro. Por qué no. Quién sabe si no me tiré varias horas pensando en sus ojos azules siempre al borde del llanto y su gesto terco, casi agresivo, su ternura secreta y la forma en que me miró cuando nos separamos, aparentemente para siempre. Quién sabe si no le di vueltas una y otra vez a la forma en que nos habíamos vuelto a encontrar gracias a Sherlock Holmes.

Es posible.

Lo sí que es cierto es que Sherlock Holmes me encontró en una callejuela junto a un tugurio infecto, a punto de reventar por el alcohol que había ingerido y medio desparramado sobre mis propios vómitos. Dice que estaba llorando. Y que balbuceaba algo entre dientes. Nunca ha querido decirme qué. Temblaba, a medida que el calor artificial del alcohol iba escapando de mi cuerpo y el frío de aquella húmeda mañana de finales de noviembre iba entrando en él.

Sin una palabra, cargó con mi cuerpo hasta su coche y me llevó a Baker Street. Allí se ocupó de mí: me lavó, me vistió y se las arregló para que tomase un poco de sopa caliente. Durante ese tiempo, sus facciones no se inmutaron y, de no conocerlo como lo conocía, podría haber pensado que hacía eso igual que podía estar haciendo cualquier otra cosa, de un modo mecánico, sin poner en ello el corazón.

Pero sabía que no era así. Incluso en mi estado de estupor podía ver el brillo triste que a veces asomaba a sus ojos. Lo extraño es que estaba convencido de que Holmes se culpaba a sí mismo por mi estado. Aún hoy lo sigo pensando.

Me dejó dormir hasta bien entrada la mañana siguiente. Luego me despertó, me hizo levantarme y asearme y, tras obligarme a desayunar, me llevó de vuelta al hospital. Se detuvo en la puerta y me indicó que entrara con un gesto seco:

– Carmen te necesita, William. Así que hay cosas que no puedes permitirte en estos momentos.

Tenía razón, maldita sea. Una vez más tenía razón, igual que la había tenido mientras perseguíamos un libro maldito por media España, igual que la siguió teniendo en la guerra que cayó sobre el mundo entero poco después, igual que la tenía siempre. Y aunque una parte de mí, hosca y malencarada, no quería verlo, no me quedó más remedio que aceptarlo así.

– Vamos, te está esperando.

Salí del coche y entré en el hospital, medio avergonzado de mí mismo. Un dolor sordo y distante latía en mis sienes, pero como Holmes había dicho, ahora no tenía tiempo para aquello.

Más tarde. En otro momento. Cuando fuera. Nunca, a ser posible.

Los días siguientes transcurrieron sin sobresaltos. Le dieron el alta a Carmen y la llevé a nuestra casa de Sussex. Allí, en medio de aquel desapacible invierno inglés, protegidos de las inclemencias meteorológicas (pero no de nosotros mismos) por el refugio que Holmes había construido tanto tiempo atrás, la ayudé como pude a mitigar su dolor. Confieso que buena parte del tiempo me sentía impotente, como si nada de lo que pudiera hacer sirviera para nada.

Poco a poco, sin embargo, fue recuperando el semblante y la sonrisa traviesa regresó a su rostro. Me di cuenta de que había en sus facciones una sombra de tristeza y supe que nunca se iría del todo de allí. No pude evitar el pensamiento de que aquello la hacía aún más hermosa que antes.

Dentro de mí, seguía habiendo algo torcido. Pero aún no era el momento para dejarlo salir.

En todo aquel tiempo, Sherlock Holmes no apareció por la casa. Supuse que estaría en Cambridge Circus, en su despacho del quinto piso, caracterizado como M y empuñando con mano firme las riendas del espionaje británico, como había hecho desde que muriese su hermano.

En realidad, me equivocaba.

Cuando juzgué que Carmen estaba completamente recuperada, volví a Londres. Fue entonces cuando supe que M estaba ausente y que había dejado a George, con su aspecto de sapito miope y despistado, al cargo de todo mientras tanto. Ocupé mi lugar y traté de hacer mi trabajo.

Horas más tarde estaba de nuevo en un callejón mal iluminado, retorciéndome sobre mí mismo y saboreando mis propias lágrimas. Pero esta vez no había ningún Sherlock Holmes para sacarme de allí. Creo que me dormí.

Lo siguiente que recuerdo es que estaba tirado en el suelo y la ciudad empezaba a desperezarse con el amanecer. Me puse en pie como pude y salí tambaleándome y temblando del callejón. La luz de la mañana era una herida molesta en mis ojos. Dentro de mí había otra herida en la que prefería no pensar.

Pasé así varios días, mientras 1947 se iba arrastrando con desgana hacia su final. Por las mañanas llamaba a Carmen y hablaba un rato con ella. Estaba acostumbrada a mis largas ausencias a causa del Servicio, así que no pareció sospechar nada. Durante el resto del día me las apañaba para hacer mi trabajo de un modo u otro. Por las noches, buscaba cualquier tugurio infecto y me envenenaba con alcohol hasta que ya no podía más.

Hasta que una mañana, al despertar, descubrí el rostro desconcertado de George mirándome desde las alturas.

– No creo que a tu abuelo le gustase verte así.

Me encogí de hombros y chasqueé la lengua.

– Vamos, te llevo.

Me puse en pie y seguí a George fuera del callejón. Subimos a su coche y recorrimos media ciudad sin decir ni una palabra. Me llevó a su casa de Bywater Street y, pese a mis protestas, me obligó a tomar un baño.

Más tarde, mientras consumía un café bien cargado, me dijo que había avisado al Servicio de que me tomaba unos días libres.

– Serán unos cuantos, me parece -añadió con aquella voz suya, siempre al borde de la monotonía.

Rezongué algo mientras terminaba el café. George me dejó solo en la cocina y lo oí trajinar por la casa.

Algo más tarde, sonó el timbre de la puerta. El lechero, supuse. O quién sabe si el mozo de una de aquellas librerías de viejo, en las que George solía escarbar en busca de ignotos poetas alemanes, que venía a traerle su pedido.

Oí cómo George abría la puerta. Luego, un murmullo en el que no pude distinguir las palabras. Pasos que venían en mi dirección, pero ahora de dos hombres.

Sherlock Holmes asomó su rostro anguloso en el umbral y me miró sin aprobar ni desaprobar lo que veía.

– Bueno, William -me dijo-. Me parece que ya te has tomado tiempo más que suficiente para compadecerte de ti mismo. Tenemos un trabajo que hacer. Y necesito saber si estás en condiciones de realizarlo.

De algún modo sus palabras tuvieron el efecto de una bofetada seca en mi rostro. No había reproche alguno en ellas. Como he dicho, ni aprobación ni desaprobación. Se limitaba a informarme de algo y aguardaba mi respuesta.

– Supongo que estoy listo -dije. Y comprendí que sí, que lo estaba.

Holmes asintió.

– De acuerdo. Será mejor que te vistas. Tómate tu tiempo. Te espero en el salón.

Abandonó la cocina, seguido de George. Terminé el café, aunque ya estaba frío, y fui a la habitación donde me había instalado George.

– Bien, William -dijo Holmes varios minutos después, al verme llegar vestido y recién afeitado-, supongo que tu estado es razonablemente bueno. Y si no es así, tiempo tendrás de espabilarte durante nuestro viaje.

– ¿Adónde vamos?

– A Portugal. No muy lejos de Lisboa. Un lugar en el que estuve hace diecisiete años. Al igual que ahora, llevé a alguien conmigo en aquel entonces. Aquella vez cometí un error. Espero no estar repitiéndolo ahora.

Capítulo II. El magus agonizante

Mientras yo me despeñaba por un laberinto de autocompasión y culpa mal asumida, Holmes se había ido a Hastings.

Allí, en una casa de huéspedes barata, asistió a las últimas horas del hombre que se había estado entrecruzando en su vida durante los últimos cincuenta años.

El relato que él mismo escribió de su encuentro no me da muchas pistas sobre lo que sentía o pensaba en aquellos momentos, pero estoy seguro de que mi situación y la de Carmen estaban presentes en su cabeza mientras hablaba con el que un día se había autoproclamado como «el hombre más perverso de su época».

Claro que, como él mismo hubiera dicho, incorporar ese tipo de pensamientos a su crónica habría resultado de mal gusto y se apartaba del propósito del relato.

Seguramente tenía razón.

Aleister Crowley agonizaba. Con setenta y dos años, tras haber cometido toda suerte de excesos en su vida y haberse cruzado con la de mi abuelo casi más veces de las que puedo contar, se preparaba para dejar este mundo.

No demasiado pronto, según algunos.

Su enfermedad, un asma crónica que había acabado afectando a su sistema coronario, no había disminuido nada sus facultades mentales, así que reconoció a Sherlock Holmes sin dificultad. Le indicó con un gesto que se acercase a su lecho y ordenó al resto de los ocupantes de la habitación que los dejaran a solas. La enfermera que estaba a su lado dudó unos instantes, antes de cumplir su orden.

– ¿Ha venido a matarme? -preguntó Crowley.

Holmes negó con la cabeza.

– Eso no será necesario. La naturaleza ya se ocupa de ello.

– La naturaleza -dijo Crowley despectivo-, como si usted supiera algo de ella. Se ha pasado toda su vida interponiéndose en su camino.

– «Toda mi vida» es, sin lugar a dudas una exageración. Y, por otro lado, no tengo muy claro que aquello a lo que he tratado de impedir el paso sea precisamente la naturaleza. No la de este mundo, al menos. En cualquier caso, si me he pasado buena parte de mi vida obstaculizándola, es evidente que por fuerza la conozco bien. No se puede combatir con éxito a un enemigo que se desconoce.

– Palabrería.

– Quizá. Pero mi palabrería parece haber tenido éxito donde usted y los suyos han fracasado.

El enfermo contuvo a duras penas una mueca de odio.

– Esta vez -dijo-. Habrá otras.

– Y habrá otros como yo para interponerse en su camino, como tan gráficamente lo ha expresado hace un momento.

– Habrá otros, quizá. Pero no como usted.

¿Acusó de algún modo Sherlock Holmes aquellas palabras? ¿Las tomó como una críptica referencia a que su estirpe moriría con su nieto? ¿O las aceptó simplemente como una bravata que, al mismo tiempo, rendía homenaje a su singularidad?

– Eso no importa. Habrá otros y seguirán luchando.

– Sí, pero nosotros sólo necesitamos tener éxito una vez. Y ustedes deben ganar siempre. La lógica que tanto adora usted le dirá que tarde o temprano las probabilidades estarán a nuestro favor.

– Es un argumento que ya he oído. En cualquier caso, la lógica es el principio de la sabiduría, no su final. Y si algo he aprendido a lo largo de todos estos años es que sin duda hay más cosas en el cielo y la tierra de las que cualquier filosofía podría soñar.

Crowley pareció encontrar divertidas aquellas palabras.

– En eso, al menos, estamos de acuerdo.

– Eso me resulta indiferente.

Ambos guardaron silencio. La respiración de Crowley era un jadeo asmático que, poco a poco, iba volviéndose más débil. Sus ojos, sin embargo, seguían ardiendo de furia. Tras ellos asomaba algo que no parecía del todo humano, como si sólo ahora, en sus últimos momentos, el gran fingidor se permitiera una brecha en su disfraz.

– ¿A qué ha venido aquí, entonces, si no pretende acelerar mi final? -preguntó, al cabo de un rato.

Holmes se encogió de hombros.

– Ya fingió su muerte con anterioridad. Sólo quiero asegurarme de que esta vez realmente deja este mundo.

– No se preocupe. Lo haré. No creo que llegue a ver la mañana.

– Prefiero constatarlo con mis propios ojos.

– Como quiera. Pero mi muerte no terminará nada. Lo sabe, ¿verdad?

– Ella por sí sola, no.

Crowley frunció el ceño. Sus ojos se vidriaron y, durante unos instantes, pareció estar muy lejos de allí.

– ¿Está aquí con usted? -preguntó de repente.

– No. Está donde debe estar. Esperando.

– Traidor -musitó Crowley. Pero no parecía estar hablando con Holmes.

– Quizá -dijo éste, sin embargo-. El traidor de un hombre es el patriota de otro, es algo que uno aprende enseguida en el mundo del espionaje.

– Su mundo es ridículo. Una parodia. Una caricatura de colores apagados y formas inconsistentes. Me alegraré de dejarlo.

Holmes sonrió.

– No es usted quien se alegra, en realidad, pero eso no importa. En cualquier caso, imagino que espera volver algo más tarde, como los suyos han hecho siempre. Pero eso tal vez no pase.

– Es cuestión de tiempo. Y tenemos todo el tiempo del mundo… de varios mundos.

– Bueno, eso ya lo veremos. En cualquier caso, señor Crowley, no creo que tenga sentido seguir con esta conversación. A menudo me han acusado de ser un terrible metomentodo, pero no lo soy tanto para interferir entre un hombre y el momento de su muerte. Lo dejaré a solas.

– Un hombre… -repitió Crowley con una risita reptilesca que fue interrumpida por un ataque de tos.

– Una criatura pensante, en cualquier caso. Buenas noches, señor Crowley.

Éste no respondió mientras Holmes abandonaba su habitación.

La profecía de Crowley resultó correcta: no llegó a ver la mañana siguiente. La enfermera que velaba por él, dicen, recogió sus últimas palabras. O quizá no. Sus seguidores hicieron circular versiones contradictorias y, de algún modo, se las apañaron para creerla todas. Según algunos, había musitado su perplejidad justo antes de morir; según otros, había afirmado odiarse a sí mismo. Su leyenda aumentó tras su muerte, algo que sin duda le habría complacido. Pero él ya no estaba allí para disfrutar de ello, y eso era lo único que importaba, al fin y al cabo. Ahora, se decía Holmes sin dudar, era cuestión de asegurarse de que no iba a volver.

Discretamente, el detective confirmó que aquél era el cuerpo de Crowley y que, en efecto, estaba muerto. No le resultó muy difícil pasar inadvertido entre aquella pequeña corte de adoradores arrobados que se arracimaban alrededor del cadáver.

En su informe, en una nota al pie, Holmes dice que no era el único que estaba allí de incógnito para asegurarse de que aquel cuerpo sin vida era, en efecto, el de Aleister Crowley. No añade nada más, pero a la vista de lo que sucedió después, no es difícil imaginar qué era lo que sospechaba.

Regresó a Londres. Allí lo esperaba un telegrama. También lo esperaba yo, aunque no sabía que lo estaba esperando.

«Está aquí», decía el telegrama. «Ella no puede tardar.»

Estaba firmado por Shamael Adamson.

Capítulo III. El traidor que espera

Durante el viaje a Lisboa, Holmes me puso en antecedentes. Me contó su visita a Crowley, y también alguna cosa más. Me habló de conspiraciones, de planes ocultos en otros planes.

– Sé que ya sabes mucho de todo esto -me dijo-. Después de todo, estabas conmigo cuando Wiggins, o la cosa que lo poseía, intentó usar el Necronomicon. Así que no creo que te resulte sorprendente si te digo que Wiggins no estaba solo en su empeño.

Recordé a Von Bork, el espía alemán, pero tenía la sensación de que Holmes no se refería a ese tipo de aliados. Sus siguientes palabras me lo corroboraron. Fue así cómo me enteré de lo ocurrido en Portugal diecisiete años atrás, y de las cosas que habían sucedido mientras nosotros estábamos en España persiguiendo aquel libro escrito por un árabe loco al que, sin embargo, el mundo entero parecía empeñado en hacer caso.

– El último capítulo de esta historia se acerca… al menos hasta que comience el próximo -dijo-. Estamos en medio de una batalla que no tiene final, William. Somos un fragmento no muy grande de una historia mucho mayor. Y sí, quizá nuestra parte esté llegando a su último capítulo, o al menos la mía, pero la historia seguirá.

No respondí. Al igual que me había ocurrido en nuestra persecución del Necronomicon, me encontraba atrapado. Dudar de lo que me decía Holmes me resultaba inconcebible, pero al mismo tiempo era incapaz de creer las cosas que me contaba. Como hacía siempre, el detective aceptó mi lucha con un encogimiento de hombros, convencido de que sólo podía terminar de una manera. Fuera cierto o no lo que me contaba, que él le diera importancia era suficiente para mí.

Su imperturbable confianza me irritaba, como él sabía bien, pero eso no cambiaba el resultado.

En Lisboa nos estaba esperando un hombrecillo de poco más de metro y medio de altura, de rostro aniñado y modales bruscos que se presentó como John. No habló mucho con nosotros, más allá de lo necesario para confirmar nuestra identidad, y luego nos llevó a un automóvil aparcado no muy lejos de allí.

Entonces nos miró y vi que parecía avergonzado de algo.

– Conduzcan ustedes. Yo les indicaré el camino -dijo.

Sin esperar respuesta, ocupó el asiento junto al del conductor. Intercambié una mirada con Sherlock Holmes y éste me indicó con un gesto lo que debía hacer. Así que me senté tras el volante y arranqué el coche.

Pronto salíamos de Lisboa en dirección al norte. La carretera, si es que se la podía llamar así, estaba en un estado lamentable, y serpenteaba por la accidentada costa como si hubiera sido construida por borrachos.

Al fin llegamos al lugar al que nos dirigíamos. Caía la tarde, y faltaba poco para que fuera de noche. Me di cuenta de que a lo lejos, en el océano, se estaba gestando una tormenta y de que tenía aspecto de venir en nuestra dirección.

John me indicó que detuviera el coche con un gesto serio y luego se bajó del automóvil. Echó a andar sin esperar a ver si lo seguíamos. Yo iba a hacerlo, cuando la mano de Holmes en mi brazo me detuvo.

– Esperemos. Él vendrá a nosotros.

– Como quiera.

Así que me conformé con ver el modo torpe en que John trepaba a las piedras y buscaba un camino seguro entre el terreno accidentado. Resbaló un par de veces y estuvo a punto de caer alguna más. Al final no era más que una figura vacilante y lejana que parecía haber perdido el rumbo. Pronto, una peña se lo tragó, y lo perdimos completamente de vista.

Encendí un cigarrillo para hacer un poco más llevadera la espera y Holmes me imitó. Lo miré con reprobación y pareció encontrar aquello tremendamente divertido.

– No creo que seas el más indicado para reprocharme nada, William.

Tenía razón, claro, como casi siempre.

Al cabo de un rato vimos que alguien venía hacia nosotros. No se trataba de nuestro guía, sino de otra persona. Caminaba entre las rocas con la misma indiferencia y elegancia con la que se habría movido por un salón de baile, y nada de cuanto ocurriese a su alrededor parecía afectarlo. Ni las rachas de viento, ni la tormenta cada vez más cercana, ni siquiera la lluvia tenue que empezaba a caer en aquel momento hicieron mella en sus modales altivos e indiferentes.

No tardó en llegar junto al coche y sus facciones se iluminaron en una sonrisa. Parecía joven, no más allá de treinta años, y el sombrero que llevaba no ocultaba un pelo rubio claro, casi blanco. Saludó a Holmes con un gesto de la mano en el ala de su sombrero y luego se dirigió a mí.

– El parecido es evidente -dijo-. Quién iba a decir que el gran Sherlock Holmes tuviera ese tipo de debilidades tan humanas.

– Soy humano, al fin y al cabo -dijo el detective, saliendo del coche.

No le tendió la mano a su interlocutor, ni éste hizo el menor ademán de estrechársela.

Abrí la puerta y salí al desapacible exterior. Supongo que miraba con desconfianza al recién llegado, porque su sonrisa se acentuó y dijo:

– Sí, señor Hudson, seguro que no soy más que un impostor. ¿Cirugía plástica, tal vez? ¿O, al igual que usted, tengo un sorprendente parecido con mi padre o el padre de mi padre?

– A eso lo solemos llamar «abuelo», somos así de excéntricos.

– Ah, claro, el inefable humor inglés. Lo practiqué con cierta frecuencia en el pasado. Confieso que a veces lo he echado de menos. -Créame, me encantaría prescindir de él.

– ¿Y qué se lo impide?

Holmes nos miraba en silencio, disfrutando de aquel intercambio verbal entre Adamson y yo.

– Muchas cosas. El mundo entero, podríamos decir.

Asintió, como si de verdad hubiera dicho algo interesante.

– Ah, sí, el mundo. Un lugar fascinante. Lleno de recovecos y esquinas. Lo cual, si lo pensamos un poco, es algo contradictorio para un lugar esférico. Lo echaré de menos cuando me vaya, estoy seguro.

– No lo dudo, pero, ¿lo echará de menos él a usted?

– Una pregunta intrigante, señor Hudson. Sin la menor duda. Y, como suele ocurrir, con más de una respuesta.

– Una sola respuesta ya me parece demasiado. No necesito otras.

– Ha puesto usted el dedo en la llaga. A menudo una única respuesta es demasiado, sin duda. Las respuestas múltiples son más fáciles de sobrellevar. La unicidad se termina volviendo… insufrible.

– Si usted lo dice.

– Sé de qué hablo.

– Qué afortunado.

Nos interrumpió un aplauso seco.

– No ha estado mal -dijo Holmes-, aunque en mis tiempo asistí a vodeviles de tercera con diálogos mejor tramados. Pero ha sido entretenido, al menos.

Adamson inclinó la cabeza en dirección al detective.

– Gracias.

– No tiene por qué darlas. ¿Falta mucho para su llegada? -preguntó de repente.

Adamson frunció el ceño.

– No demasiado. Mis agentes creen que llegará esta misma noche. Lo cual -añadió señalando la tormenta que no tardaría en situarse sobre nosotros- me parece de lo más adecuado.

– Su sentido de lo teatral roza lo excesivo, amigo mío.

– Quizá. Ahora, si me permiten que los acompañe, tomaremos un ligero tentempié y luego ocuparemos nuestras posiciones.

– Suena razonable -dije.

– «Razonable». Qué palabra tan peligrosa. Te acostumbras a usarla y al final hasta terminas creyendo que realmente significa algo.

No respondí. En lugar de eso, me limité a seguirlo hasta un edificio cercano que no me costó reconocer como un restaurante.

– Qué humano, ¿verdad? -dijo Adamson mientras entrábamos-. Llaman a este sitio Boca do Inferno, la Boca del Infierno. Y en lugar de mantenerse alejados montan un restaurante junto a él. «Humanidad, nunca dejas de sorprenderme», como dijo uno de sus poetas.

Nos sentamos y no tardamos en dar cuenta de la comida que Adamson había encargado para nosotros. Nada del otro mundo, pero caliente y bien preparado. Y confieso que, a la vista de cómo se iba poniendo el tiempo en el exterior, tener algo caliente en el estómago no era algo a despreciar.

Holmes y Adamson llevaban el peso de la conversación mientras cenábamos. Yo aproveché la oportunidad que aquello me brindaba para observar a gusto al segundo. Como he dicho, parecía joven, pero el modo en que se movía y hablaba desmentía esa impresión. Lo cual, por supuesto, no indica nada: el lenguaje corporal se puede aprender.

Tenía una sonrisa inquietante. Y unos ojos más inquietantes aún. Parecían azules, pero a veces un brillo color miel asomaba a ellos, según cómo les diera la luz. Sin duda sabia el efecto que causaba su apariencia y lo explotaba a su favor.

Tras la cena, nos sirvieron tres copas de un licor local que no estaba nada mal. Mi parte más inglesa siempre había sentido cierta predilección por los vinos portugueses, y aquel licorcillo de sabor indefinido no me defraudó.

Mientras bebía de su copa con parsimonia, Adamson oteó por las ventanas.

– Casi es noche cerrada y seguramente John se estará impacientando -dijo-. Sería mejor que lo relevásemos.

Avanzábamos por un mundo que estaba siendo cubierto por las tinieblas con rapidez. El viento venía a nosotros desde el mar, racheado y cargado de sal y de humedad, y había en su aullido algo inquietante, como si tapara, pero no del todo, un grito medio articulado.

Seguimos a Adamson por las peñas hasta llegar al lugar donde nos esperaba el hombrecillo. Éste, más hosco aún que antes, pareció aliviado al vernos.

– Ella está cerca -le dijo a Adamson-. Ya no puede tardar mucho.

– Estupendo. Será mejor que nos dejes, John.

– Pero…

Adamson negó con la cabeza.

– Estás aquí con un propósito, amigo mío, y no tiene nada que ver con esto. Te agradezco la ayuda, pero será mejor que lo que queda nos lo dejes a nosotros.

– No me gusta dejar las cosas a medias.

Adamson se encogió de hombros.

– Esto no quedará así, te lo aseguro. Terminará. Quizá no como deba o como me gustaría, pero lo hará. No te preocupes por mí, John. Nos veremos mañana… o no.

El hombrecillo pareció a punto de decir algo. Luego, como un niño enfurruñado, dio media vuelta y se alejó de allí. Adamson nos miró, indeciso respecto a qué debía contarnos.

– Los poetas, ya se sabe -dijo finalmente-, temperamentales y malcriados como hijos únicos. -Pareció a punto de añadir algo más, pero cambió bruscamente de idea-. Síganme, por aquí podremos esperar con cierta comodidad a que ella venga.

Nos acomodamos en un hueco entre las rocas, a salvo en parte del viento que rugía sobre nosotros, aunque nuestras ropas no tardaron en quedar empapadas. Miré a Holmes: el anciano detective parecía tan fuerte y vivaz como siempre, pero no pude evitar preguntarme si aquella noche a la intemperie le pasaría factura a su organismo.

– Estoy bien, William -dijo, respondiendo a la pregunta que no llegué a formularle.

Asentí. La noche ya había caído por completo a nuestro alrededor y la tormenta estaba prácticamente sobre nosotros.

Bueno, Anni, si vas a llegar no hay mejor momento que el presente, me dije.

Capítulo IV. Los habitantes de las sombras

Pero debía de tener otros planes, porque pasamos un buen rato bajo la tormenta sin que nadie se acercara a la Boca del Infierno. Las horas se fueron arrastrando y, lentamente, el temporal empezó a morir. Lo hacía a regañadientes, como un mago de feria que no termina de creerse que el público no va a venir.

Pero al final, la tormenta terminó y sobre nosotros se abrió una noche despejada y cuajada de estrellas.

Vi que Adamson sonreía con la vista clavada en el cielo. El rostro de Holmes, como muchas otras veces, era un enigma indescifrable.

– Ya viene -susurró de pronto nuestro anfitrión.

Seguí el gesto de su mano. Sí, alguien se acercaba. Una figura menuda que se movía por entre las rocas con agilidad. No tardaría en llegar cerca de donde estábamos. Adamson se puso en pie y Holmes y yo lo seguimos.

Era una mujer, envuelta en un largo abrigo negro, y se dirigía hacia la Boca del Infierno. Había algo extraño en ella y enseguida me di cuenta de que llevaba las manos a la espalda y que no las movió durante todo el trayecto. A su alrededor… por un momento tuve la impresión de que había alguien más, pero la sensación pasó tan rápido como había llegado. Una sombra, me dije, un truco de la luz.

Llegó al borde de la Boca del Infierno; miró hacia abajo y no pareció muy complacida. Alzó de pronto la vista al oírnos llegar. No había sorpresa alguna en su rostro altivo.

– Me esperabas -le dijo a Adamson.

– Claro.

– Y tus acompañantes… Reconozco al detective, pero el otro…

– No importa, Anni. Están aquí para observar lo que pasa. No intervendrán.

Intercambié una mirada con Holmes y éste asintió en silencio.

– Humanos -dijo ella, encogiéndose de hombros-. Gusanos que no comprenden lo que tienen.

– Cierto -dijo Adamson-. En eso no son muy distintos de nosotros.

– Cómo te atreves. Cómo puedes decir eso. Tú mejor que nadie deberías saberlo. Lo tenías todo.

– No tenía nada.

– ¿Y qué tienes ahora?

– Lo mismo.

Ella meneó la cabeza, como si no comprendiera.

– Traidor -musitó.

– Quizá.

Guardaron silencio. Permanecieron así largo rato, callados e inmóviles, mirándose con la Boca del Infierno en medio de ellos.

– No tiene sentido seguir hablando -dijo ella.

– Entonces, ¿por qué lo haces? ¿Por qué sigues aquí?

Vi que se mordía el labio, como si no estuviera muy segura de qué respuesta dar. Tuve de pronto la sensación de que algo se movía a mi espalda, pero al volverme, no vi nada. Cuando miré de nuevo hacia Anni, me di cuenta de que sonreía de un modo feroz.

– Supongo que la respuesta que esperas es que he vuelto para estar completa otra vez. Que mis otras dos partes están aquí, atrapadas en medio de ningún sitio, sin poder volver, sin ser capaces de seguir adelante o dar media vuelta. Que he venido para reunirme con ellas. Para ser uno solo de nuevo. Y que entonces…

– Esto no es necesario -dijo Adamson-. Sé a qué has venido, Anni.

– No sabes nada.

– Es posible. Pero noto tus dudas. Y noto muchas otras cosas.

Vi que miraba a su alrededor y que detenía la vista aquí y allá, como si estuviera contemplando algo interesante. Anni se encogió de hombros.

– Esa parte no es más que un reflejo, ¿no es eso lo que esperas que diga? Un recuerdo.

Adamson sonrió con tristeza y meneó la cabeza.

– No, Anni. Eso es lo que tú eres; y creo que lo sabes. Un recuerdo de otra cosa. Un recuerdo que te ha infectado. Tú dirías que ha infectado a tu anfitriona; pero eres tú. Ya no puedes volver, porque en realidad nunca has estado aquí. Aunque saltes ahora y destruyas ese cuerpo humano, será para nada. Lo que eres… lo que eras no puede volver a ser. O, en cierto modo, no ha dejado de serlo jamás.

Anni alzó la vista y miró a Adamson con sorpresa.

– Te burlas.

– No. ¿Por qué debería? Nunca cruzaste a este lado, y lo sabes. Sólo enviaste información, recuerdos, pero nunca a ti misma. Sigues en nuestro mundo, tres y uno solo a la vez, esperando. O quizá debería decir que ella no saltó a este lado, que sólo envió sus recuerdos y que sigue en nuestro mundo, esperando. No eres quien crees que eres.

– ¿No volveré a serlo si salto?

– Si saltas… tus recuerdos se unirán a los de Wiggins y Crowley, sí. Y tendrán la fuerza suficiente para abrir la puerta otra vez. Y, es cierto, los fantasmas que seréis entonces pasarán al otro lado y serán asimilados. Quizá. Con mucha suerte. Pero tú, lo que tú eres realmente, habrá muerto.

– Pero no lo recordaré así.

– Tú no recordarás nada. Ya no existirás. Quien recuerde será otro. Otro que creerá haber sido tú. Por un tiempo.

– ¿Y si eso fuera suficiente para mí?

– No importa. No lo es para mí. Y creo que en realidad tampoco lo es para ti, y que lo sabes.

– Sé menos que tú. Y tú no sabes nada.

– Como te dije antes: «quizá». Pero sé lo bastante para saber que no quieres saltar al pozo donde te aguardan los fantasmas de tus antiguos socios. Que, aunque has venido hasta aquí, no lo has hecho por tu propia voluntad. Que no estás sola.

– Claro que lo estoy.

– ¿En un sentido ontológico? Es posible, pero no es algo que vaya a ponerme discutir ahora. -Pareció repentinamente cansado y, por un momento, dio la impresión de llevar miles de años sobre sus espaldas-. Diles a tus acompañantes que se muestren. Acabemos con esta farsa.

Pero Anni apretó las mandíbulas y volvió a bajar la vista. Sin embargo, Adamson tenía razón, porque no hizo ademán alguno de saltar a la Boca del Infierno. Se quedó allí, mirando hacia abajo, como si esperase que otro tomase la decisión por ella.

Adamson se volvió hacia el detective.

– ¿Los ve, Holmes?

– Mi vista ya no es lo que era, pero mis capacidades de observación no han menguado. Hay uno a cada lado de la señorita Jaeger y dos más tras ella. Y creo que unos tres o cuatro intentan acercarse a nosotros por detrás.

Adamson asintió.

– No está mal -dijo.

Miré hacia donde Holmes había dicho, tratando de comprender de qué estaba hablando. Anni estaba sola. No había…

Un momento.

No.

Pero…

Si apartaba la vista, durante un instante fugaz casi era capaz de ver algo, como una figura humana cuyo contorno estuviera roto, quebrado; pero si intentaba mirarlo directamente, se desvanecía. Me sentí mareado y me di cuenta de que Holmes me sujetaba por el brazo.

– Cuidado, William. No es un buen momento para perder el equilibrio.

– Lo siento, es que…

– Lo sé, es desconcertante hasta que te acostumbras. Cuando la sección Q me mostró los primeros prototipos hace un par de meses, me pasó lo mismo. Y no estaban, ni de lejos, tan elaborados como éstos. Alguien nos lleva una gran ventaja.

– Nadie, en realidad -dijo Adamson.

– Cierto -respondió Holmes con una sonrisa resignada.

Miré a ambos, sin entender a qué se referían.

– Te lo habría contado antes -me dijo Holmes-, pero con la situación de Carmen no me pareció el mejor momento. Tenías otras cosas en las que pensar. Nuestra sección Q lleva un tiempo trabajando en esto, pero veo que nuestros amigos ya han pasado de la fase de experimentación.

Fruncí el ceño.

– ¿Camuflaje?-pregunté.

Holmes asintió.

– Un nuevo tipo de polímero. Con aplicaciones de lo más interesantes, pese a su inestabilidad. Cosa que no parece ser un problema para otros.

Adamson se volvió hacia nosotros, con un gesto impaciente.

– No creo que ahora sea el mejor momento para poner al día a su nieto.

Holmes sonrió.

– Nuestros amigos no parecen muy decididos a salir de su escondite -dijo-. Y no creo que la señorita Jaeger salte por su cuenta. Así que tampoco tenemos mucho que hacer mientras tanto, amigo mío.

Adamson se mordió el labio.

– Supongo que tiene razón.

– ¿Qué esperamos? -pregunté.

– En realidad muchas cosas, señor Hudson -me respondió Adamson-. Pero ahora mismo a que nuestros misteriosos acompañantes salgan a la luz. Se diría que están esperando algo… o quizá a alguien. O a Nadie.

– Parece plausible -dijo Holmes.

Anni continuaba frente a nosotros, con la vista clavada en el abismo que se extendía bajo ella. Parecía indiferente a todo cuanto la rodeaba. Un golpe de viento la hizo tambalearse y, en ese momento, fui capaz de ver con claridad a uno de sus misteriosos acompañantes, sin duda a causa del movimiento brusco que realizó para impedir que Anni se precipitase a la Boca del Infierno. Enseguida fue tragado por las sombras de la noche, pero ahora que yo sabía dónde mirar fui capaz de distinguirlo de su entorno.

Era difícil verlo, pero no imposible y, a medida que pasaba el tiempo y mis ojos se fueron acostumbrando, me iba resultando más fácil.

Entre tanto, sobre nosotros, los últimos restos rezagados de la tormenta terminaban de morir. Junto a mí, Holmes y Adamson hablaban en voz baja, demasiado para que yo pudiera oírlos. Anni continuaba con su inmovilidad. Y los misteriosos individuos que nos rodeaban no parecían moverse.

Luego, como si hubieran recibido una orden, se hicieron repentinamente visibles. Fue como si las sombras los hubieran vomitado, y ahora no eran más que unos cuantos individuos envueltos en ropa ajustada y gris.

Y armados hasta los dientes, un detalle que no me pareció de poca importancia en aquellos momentos.

– Vaya -dijo Adamson-. Parece que ya llega.

Como invocado por sus palabras, vimos que alguien se acercaba a nosotros, flanqueado por otros dos hombres con aquellas extrañas ropas. Caminaba con paso vivaz y, de lejos, me pareció un hombre joven. Sin embargo, cuando llegó junto a Anni, me di cuenta de mi error.

Su rostro era… extraño, como si su cara hubiera sido estirada una y otra vez y vuelta a estirar de nuevo. Tenía unas facciones inexpresivas, casi como una máscara, y miraba a su alrededor con dos ojos cansados y duros.

– Hola, Harbert -dijo Holmes.

– Harbert ha muerto, Sherlock -respondió el recién llegado con una voz que no pude evitar encontrar mecánica-. Tú deberías saberlo. Nadie sobrevive.

Capítulo V. El heredero de nadie

Había visto las suficientes cosas al lado de Sherlock Holmes para que ya nada me sorprendiera. Sin embargo, supongo que me quedé con cara de imbécil mientras él y el recién llegado se saludaban como si se conocieran de toda la vida. Holmes se dio cuenta, porque me lanzó una significativa mirada de soslayo antes de seguir hablando.

– Desde que supe que andabas metido en esto, me temía que acabaríamos encontrándonos de nuevo -dijo-. Pero esperaba que fuera en otras circunstancias.

Su interlocutor se encogió de hombros.

– Yo habría preferido ahorrarme el… placer -respondió-. Pero teniendo en cuenta el modo en que te has estado inmiscuyendo en ciertos asuntos (con considerable éxito, añadiría), supongo que era inevitable. Además, en cierto modo me has sido útil, aunque no creo que eso entrara en tus planes.

– Confieso que no. A estas alturas te creía muerto.

– ¿Por qué? Tú has encontrado un modo de prolongar tu vida. ¿Creías que yo no iba a poder apañármelas?

En aquel momento, me vi asaltado por una sospecha descabellada. Y, antes de poder evitarlo, mis labios modularon en silencio un nombre de cuatro sílabas. El recién llegado pareció encontrar mi reacción tremendamente divertida y sus facciones de máscara se arrugaron en una sonrisa. En ese momento aparentó su verdadera edad.

– ¿Moriarty? -repitió en voz alta lo que mis labios habían dejado escapar-. No, señor Hudson, no soy el profesor Moriarty. Su cadáver, o lo que queda de él, sigue en el fondo de las cataratas de Reichenbach; está muerto y ya no es más que un fantasma con el que asustar a los niños: el hombre malo que intentó apoderarse del mundo y que estuvo a punto de matar a su campeón. Pero fracasó, ¿no es cierto?, como siempre fracasan todos los que se enfrentan al mejor detective consultor del mundo. -Meneó la cabeza-. No. No soy Moriarty. Soy Nadie.

– Sólo su heredero -dijo Holmes.

– Es una forma de verlo.

– Sin duda lo eres, Harbert, pero también eres el heredero de otros hombres. Y no creo que les gustase ver lo que has hecho con su legado.

– Harbert ha muerto, te lo he dicho. No vuelvas a llamarme así. -Holmes permaneció inmóvil-. Y es cierto que Nadie no fue mi único padre espiritual. Hubo otros hombres. Hombres que se preocuparon por mí, me amaron y me enseñaron cuanto sabían. ¿Crees que lo he olvidado? ¿Y piensas que he olvidado cómo acabaron? Devorados en una llamarada de odio e ignorancia.

– ¿Y cómo acabó Nadie?

– Rodeado por la mayor de sus obras y por las personas a las que protegía y cuidaba. Qué mejor modo de morir.

– ¿Y a quién proteges tú… -el detective vaciló un instante-, Nadie?

– Eso no es de tu incumbencia, Sherlock. Pudo haberlo sido. Hace mucho tiempo. Contigo a mi lado, quizá… -Meneó la cabeza-. No. Los dos somos hombres prácticos y no vamos a perder el tiempo dándole vueltas a un pasado que no pudo ser. Pero me preguntas a quién protejo. La respuesta está tan teñida de ironía que casi duele. Porque soy Nadie y lo protejo todo.

Vi que Adamson sonreía, mordaz. Nadie también se dio cuenta y frunció el ceño.

– ¿Lo encuentra gracioso, señor Adamson? ¿Le parecemos graciosos?

– No en el sentido que usted parece estar implicando, se lo aseguro. En cualquier caso, he venido hasta aquí con un propósito, y me gustaría llevarlo a cabo en un plazo razonable. -Miró hacia arriba-. La noche llegará pronto a su fin y la tormenta ya ha pasado, lo cual es una lástima. Y, aunque es cierto que podemos hacer esto en cualquier momento… bueno, las condiciones ahora parecen más adecuadas.

– ¿Impaciente? ¿Usted? Difícil de creer. Pero eso no importa. No es usted quien dicta las condiciones, sino yo.

No había mucho que decir al respecto, me di cuenta. Rodeados como estábamos por sus hombres, nuestra capacidad de maniobra se veía severamente limitada. Sin embargo, Adamson respondió:

– Eso es discutible.

– Ahórreme sus bravatas. Pero tiene razón en una cosa. Tenemos algo que hacer y cuanto antes lo hagamos, mucho mejor. Crowley ha muerto, al igual que Wiggins, y las cosas que los poseían a ambos están atrapadas ahí abajo, a mitad de camino entre dos mundos. Librémonos de la tercera de una vez y que dejen nuestro universo para siempre. Luego me ocuparé de ustedes.

– Creo que no, que tendrá que ocuparse de nosotros ahora.

– Bah. Me aburre.

– Peor para usted.

Holmes intercambió una mirada con Adamson y éste asintió.

– Sí, creo que ahora es un buen momento.

– Kent, muchacho -dijo el detective-, cuando quiera.

Y de pronto, un remolino borroso estaba entre nosotros, por todas partes, moviéndose más rápido de lo que alcanzaba la vista. A su paso, los hombres de Nadie iban cayendo uno tras otro. Me di cuenta de que Adamson se había desvanecido, como si las sombras se lo hubieran tragado, y que Nadie echaba mano a sus ropas, de donde extraía lo que parecía una caja metálica.

Casi a la vez que el último de los hombres de Nadie caía vi a Adamson salir de la noche y acercarse a Nadie. Antes de que éste pudiera impedirlo, lo obligó a darse la vuelta y le arrebató la caja.

– Yo me ocuparé de esto, gracias.

Los hombres de Nadie formaban un pulcro montón maniatado, tierra adentro, a varios metros de donde estábamos. A su lado había un hombre al que yo ya había visto antes, una sola vez, y que no me costó trabajo alguno reconocer. Nos miraba con una ceja enarcada, los brazos cruzados sobre el pecho poderoso y un mechón de cabello negro cayéndole sobre la frente.

Holmes me hizo una seña y echamos a andar hacia donde estaban Adamson, un furioso Nadie y una inmóvil Anni, a quien todo aquello parecía haberla dejado indiferente. Una vez que se hubo asegurado de que los hombres capturados no eran un problema, Kent se reunió con nosotros.

– Buen trabajo, muchacho -le dijo Holmes-. Veo que sigue en buena forma.

Kent sonrió y, al hacerlo, pareció un niño travieso.

– Me tomo mis cereales para desayunar, ya lo sabe -dijo.

– No es que esperase vítores de agradecimiento -interrumpió Adamson-, pero unas palmaditas en la espalda no habrían estado mal.

Sostenía la caja en alto. La abrió unos centímetros y vimos asomar un resplandor verdoso de ella. Me di cuenta de que Kent parpadeaba y que el sudor perlaba su frente. Dio un paso y pareció tropezar.

Adamson cerró de nuevo la caja y se la tendió al superhombre.

– Tenga, guárdelo a buen recaudo -dijo-. O destrúyalo, como le plazca. El plomo de la caja debería contener la mayor parte de las radiaciones, pero nunca se sabe.

– Ha sido… -empezó a decir Kent, que se había recuperado enseguida.

– Sí, me lo supongo, más bien desagradable.

– No, no me refería a eso. Ha sido rápido. Mucho más que antes.

Holmes asintió. Miró a Nadie, quien nos contemplaba ceñudo.

– ¿Lo has destilado? -preguntó el detective.

Nadie se encogió de hombros.

– ¿Destilarlo? -preguntó Kent.

– Supongo que algo parecido. Nadie sabe dónde están los restos de la nave que lo trajo aquí, muchacho, y sabe qué efectos le causan a usted esos restos de su planeta natal, seguramente envenados por la radiación de los propulsores de su nave, o de la fuente de energía que usaba, quién sabe. Así que los ha recolectado y los ha… concentrado. Por eso su efecto ha sido tan rápido.

Kent asintió y una sombra pasó por su rostro. Seguramente en aquellos momentos recordaba su viaje a Tunguska y lo que le había pasado al acercarse al lugar donde había caído su nave.

– Bien, Harbert -dijo Holmes, volviéndose a Nadie-, no parece que tus planes vayan a salir como creías.

– Te he dicho que no me llames así.

– Lo sé, pero en estos momentos no estás en situación de imponer tus condiciones. Bueno, no importa, confieso que siento curiosidad por saber qué pretendías.

– Te lo he dicho. Esta… cosa y sus dos compañeros fueron unos aliados valiosos durante un tiempo. Traicioneros, pero útiles. Pero, a la larga, sus objetivos y los míos son incompatibles. Ellos pretenden destruir este mundo. Y nada más lejos de mi intención, créeme.

– Sí, poseer algo que no existe puede resultar más bien difícil -dijo Adamson.

Nadie se limitó a mirarlo con desprecio.

– Así que tarde o temprano tenía que deshacerme de ellos. Tú me ayudaste cuando acabaste con Wiggins. Y Crowley… bueno, parece que el tiempo simplemente se ha ocupado de él. Sólo quedaba ella. Y quiero asegurarme de que dejen este mundo y no vuelvan.

Aquello sonaba razonable. En realidad, me dije, era más o menos lo mismo que queríamos nosotros. Así que, en cierto modo, éramos aliados. Entonces, ¿a qué venía todo aquello, para qué tanto estorbarnos unos a otros si todos pretendíamos lo mismo?

– Me temo que va a haber una pequeña variación en sus planes -dijo Adamson.

Sin esperar respuesta, que tampoco obtuvo, se dirigió hacia Anni. Desató sus manos y luego la hizo girarse y mirarlo.

Capítulo VI. La superviviente que decide

Mi primer impulso fue detener a Adamson, y vi que por la mente de Kent pasaba algo parecido. Holmes nos interceptó a ambos con una sola mirada y nos hizo una señal de que nos retiráramos un poco.

– Se lo prometí -nos dijo.

Kent dudó unos instantes, pero aceptó la decisión del detective. En cuanto a mí, creo que por primera vez desde que habíamos empezado a trabajar juntos estuve a punto de no hacerle caso. Lo notó, por supuesto.

– William -dijo suavemente.

Aquello me detuvo. Asentí a regañadientes y me uní a él y al superhombre. A unos metros frente a nosotros, al borde mismo de la Boca del Infierno, Adamson hablaba con Anni. La noche estaba despejada y la mañana se acercaba con rapidez. El rugido del mar llegaba hasta nosotros atenuado, convertido en un sonsonete de fondo que le daba a la conversación una apariencia irreal, pero no nos impedía escucharla con claridad.

– Ahora la elección es tuya -decía Adamson-. Ni Wiggins ni Crowley pudieron elegir. El primero estaba demasiado roto y el segundo fue asimilado por completo por los recuerdos ajenos que absorbió. Pero tú no. Sigues siendo Anni Jaeger y, de algún modo, te las has apañado para integrar esa memoria ajena dentro de ti. Tienes elección, cosa que los otros dos no tuvieron jamás.

Anni contempló a Adamson como si no terminara de creer lo que veía. Meneó la cabeza de un lado a otro.

– No entiendo…

– No es necesario que lo entiendas. Basta con que lo sepas. Puedes elegir. Nosotros respetaremos tu elección.

– ¿Tengo realmente elección? ¿De verdad crees que he venido hasta aquí obligada, que no podría haberme librado de Nadie y los suyos de haber querido? No hay elección. No puedo hacer otra cosa.

– No, Anni, eso no es cierto. Claro que la hay. La hay siempre. Quizá sea demasiado dolorosa para optar por ella, pero existe.

– Te has vuelto demasiado humano -dijo ella con desprecio.

– Seguramente eso es lo que piensan en el lugar de donde vengo. Tú, sin embargo, no te has vuelto lo suficientemente inhumana. No quieres hacer esto. Una parte de ti, al menos, no quiere hacerlo.

– Pero la otra sí.

– ¿Y si no hay «otra parte»? Sigues pensando en ti como en alguien dividida, como en dos personas que se comunican dentro de tu cabeza. ¿Y si no es así? ¿Y si eres una sola?

– ¿Y si el cielo fuera púrpura y los cerdos volaran?

Me di cuenta de que Adamson hacía verdaderos esfuerzos por contener la risa.

– Yo diría que eso ha sido bastante humano, Anni.

– Quizá.

Se acercó más a ella, tanto que por un momento pareció que iba a besarla. En lugar de eso, empezó a susurrarle al oído. No podía oír lo que decía, pero vi el cambio que apareció en el rostro de Anni a medida que Adamson iba hablando. Ceñuda al principio, terca, obstinada, defendiendo algo precioso contra las palabras invasoras. De pronto, casi sin solución de continuidad, pareció indefensa, al borde mismo de la derrota. Y un momento más tarde alzó el rostro al cielo y estuvo a punto de sonreír. Se la notaba tranquila, en paz.

Miré a Holmes, quien contemplaba la escena con gesto pensativo. Kent, a su lado, fruncía el ceño y meneaba la cabeza. Al darse cuenta de que lo estaba mirando, esbozó una sonrisa de circunstancias y dijo:

– No puedo oír lo que están diciendo.

Me encogí de hombros y volví a mirar en dirección a la Boca del Infierno. Adamson se alejaba de Anni.

– ¿Y bien?-preguntó.

– Lo pensaré.

– Claro. Tómate tu tiempo.

Esbozó una sonrisa torcida y retrocedió un par de pasos. Nos hizo una señal y lo imitamos, alejándonos de ella tres o cuatro metros y dejándola sola.

Pareció que el tiempo no pasaba. Me di cuenta de que, a nuestras espaldas, comenzaba lentamente a amanecer.

Vi cómo Anni volvía la vista hacia nosotros y creo que una lágrima resbalaba por su rostro, aunque era difícil de decir. Miró de nuevo al abismo y otra vez se giró en nuestra dirección.

– Gracias -gritó.

Luego, miró al abismo una última vez.

– Quiero descansar -la oímos decir-. Creo que por encima de todo quiero descansar. Sentirme tranquila y a salvo. Es irónico haberlo descubierto justo ahora. Supongo que sí que tengo elección, después de todo.

Fue como si resbalase. En un momento, Anni Jaeger estaba frente a nosotros, y al siguiente se precipitaba al interior de la Boca del Infierno. Ni Holmes ni Adamson parecieron sorprendidos ante lo que acababa de ocurrir. Kent hizo ademán de lanzarse al frente, pero comprendió enseguida que ni siquiera él, con su increíble velocidad, llegaría a tiempo de coger a Anni antes de que su cuerpo hubiera sido destrozado por la marea y las rocas.

Yo estaba inmóvil. Completamente. En aquellos momentos, era incapaz de moverme. Lo que estaba viendo… no es nada que pueda describir, porque en realidad no veía nada, no había nada que ver.

Ante mis ojos, el mundo se había convertido de pronto en un lugar irreal, un decorado mal construido al que se le veían las junturas y los remiendos. Nada de lo que me rodeaba era auténtico, ni siquiera yo.

Pero sentí que abajo, allá abajo, había algo que sí lo era. El cuerpo de Anni era un despojo arrastrado por la marejada… Un cascarón inútil que ya no contenía nada. Todo cuanto había en ella se había escapado y buscaba lo que le faltaba para estar completa. Los veía, de algún modo los estaba viendo a los tres. Giraban sobre el agua, atrapados y aislados, hasta que se tocaban, se encontraban y, de repente, ya no eran tres sino uno solo, con poder suficiente para abrir una boca que ya no tenían y lanzar un aullido inaudible en dirección al mundo, aunque no sé a qué mundo.

Los oía. Eran varios. Eran legión. Sólo eran tres. Era uno nada más. Y gritaba y lanzaba palabras que el aire se negaba a transportar y que pese a todo llegaban a mis oídos. Había dolor, y hambre, y una nostalgia tan intensa de algo que nunca habían conocido, que resultaba dolorosa de contemplar.

Sólo que no había nada que contemplar. Porque estaba de pie en la costa portuguesa junto a Sherlock Holmes. Y no pasaba nada más.

Nada.

Salvo un susurro que el viento intentaba engullir. Un lamento que no llegaba a donde estábamos. Una risa que nadie oía nunca.

– Lo están abriendo -dijo Adamson.

Y ni siquiera me pregunté qué era lo que abrían, porque lo sabía. Y una parte de mí quiso que tuvieran éxito, aunque sólo fuera para dejar de sentirlos. Que se fueran, que se fueran de una vez y no tuviese que sentirlos nunca más alrededor de mí.

– Ahora, Holmes -dijo Adamson.

El detective asintió. Se acercó al borde de la Boca del Infierno y tomó aire. Intenté sujetarlo, pero Adamson me lo impidió. -Wiggins -susurró Holmes.

Y ante aquella palabra, el carrusel se detuvo. La cosa que habían sido tres, que no era nada y no sería nunca nada, que no podía ver ni escuchar, pero que estaba a nuestro alrededor, se detuvo.

La puerta no siguió abriéndose.

– Wiggins -repitió Holmes.

Los oí. Dentro de mí, usando mi propia voz para darles voz ahora que no tenían ninguna.

No lo hagas, decían.

Ya voy, decían.

No seas idiota, decían.

Ya voy, ya voy, ya voy, decían.

¡Manchado!, decían.

Ya voy, ya vengo, ya subo y haré pedazos su rostro, lo marcaré para siempre, destrozaré sus tripas y esparciré su alma allí donde nadie pueda encontrarla, decían.

Detente, decían.

Manchados, estamos manchados, nos ha contaminado, decían.

Y decían muchas cosas más. Porque de pronto era como si miles de personas vivieran en mi cabeza y trataran de hablar todas a la vez. Cerré los ojos, pero era inútil: estaban todas allí, en medio de ninguna parte. Querían irse y querían volver. Querían destrozar a Sherlock Holmes, querían recibir su perdón, querían…

Simplemente querían. Algunas de ellas tan sólo querían. Me desplomé sobre mis rodillas y sentí que un brazo envejecido pero fuerte me sujetaba para que no cayera al abismo.

– ¡Ahora, Adamson! ¡Si va a hacer algo, hágalo ahora!

¿Hacer?, me dije. ¿Qué había qué hacer? ¿Quién tenía nada que hacer dónde? ¿Qué…?

Y de pronto me descubrí en mitad de la noche, caído sobre mis rodillas doloridas y mirando un cielo tachonado de estrellas. Holmes me miraba con preocupación y una sonrisa asomaba lentamente a su rostro, a medida que comprobaba que estaba bien. Algo más allá, Shamael Adamson nos miraba fingiendo indiferencia y, junto a él, Kent pareció repentinamente avergonzado de sí mismo. No había rastro alguno de Nadie, aunque sus hombres seguían formando un pulcro montón unos metros más allá.

– ¿William? -preguntaba Holmes.

Logré asentir, aunque no me atreví a hablar todavía. Holmes me ayudó a incorporarme y, apoyado en su hombro, me fui renqueando de allí. Adamson y Kent iban unos pasos detrás de nosotros, como si los dos estuvieran masticando algo que les costaba tragar.

Capítulo VII. El detective retirado

Kent se despidió de nosotros en la misma costa. Con un «he aprendido un nuevo truco», echó a correr hacia el borde del agua y, de pronto, no era más que una estela velocísima cruzando la superficie del Atlántico en dirección al otro lado.

– Buen truco -dijo Adamson-. Caminar sobre el agua. No es el primero que lo hace, claro, pero sigue siendo un buen truco.

Nos acompañó hasta nuestro barco. Yo permanecí todo el rato en silencio, demasiado ensimismado en mis propios pensamientos para prestar mucha atención a lo que ocurría a mi alrededor.

Holmes y él se despidieron en cubierta, mientras el barco se preparaba para zarpar. No pillé buena parte de su conversación, aunque sí algunas frases sueltas aquí y allá.

– Quizá va siendo hora -le oí decir a Holmes.

Adamson pareció sopesarlo unos instantes.

– Pronto, tal vez. Tendré que poner cierto orden cuando vuelva. -Un golpe de viento se llevó sus siguientes palabras lejos de mí-. Pero aún no.

Se fue poco después y nosotros zarpamos enseguida.

Durante el viaje, yo no podía dejar de pensar en el modo en que, en las pasadas horas, mi mundo parecía haber girado una vuelta completa. Sólo que al terminar, no había quedado exactamente igual que estaba.

Siempre había sido consciente de que había recovecos ocultos, zonas grises por donde se movían misterios y enigmas. Y, desde que Holmes y yo nos enfrentamos a Wiggins durante la Guerra Civil española, había ido desentrañando muchos de esos misterios. Pero lo ocurrido la pasada noche ponía a prueba buena parte de mis concepciones.

La presencia de Nadie y su misteriosa organización podía aceptarla. El que él y Holmes se conocieran, una vez que lo hube pensado, casi me pareció inevitable.

Kent era un poco más difícil de tragar. Sabía lo que Holmes me había contado sobre él y sus portentosas habilidades, por supuesto, pero era la primera vez que lo veía en acción. En cualquier caso, incluso para alguien como él podía haber una explicación racional, o al menos el atisbo de una.

Pero lo ocurrido en la Boca del Infierno cuando Anni Jaeger se precipitó en ella… Sí, cierto, durante mi asociación con Sherlock Holmes había oído hablar una y otra vez de las cosas hambrientas que se agazapaban en otras realidades intentando llegar a la nuestra. Incluso podíamos decir que me había enfrentado a una de ellas, anclada a nuestro mundo por la carne mortal de Wiggins. Pero todo aquello podía ser reinterpretado, podía ser explicado como… supersticiones, leyendas, mitos. Historias susurradas durante el tiempo necesario para que alguien creyera en ellas, para que creyera en ellas el número suficiente de personas. Las bastantes para desequilibrar el mundo en su afán de conseguir algo imposible. Pero nada más. No podían existir criaturas indescriptibles que aguardaban el momento de desencadenarse sobre el mundo mientras soñaban su muerte, ni sellos mágicos que abrían puertas a otras realidades, ni…

Pero yo lo había sentido. Wiggins y los otros dos, reunidos en uno solo, habían estado dentro de mi mente, y los había oído aullar su dolor, su odio, su hambre.

Era real. Eran reales.

Los había sentido y eran reales.

Ya nos acercábamos a Inglaterra cuando Holmes decidió romper el silencio.

– Sé que aún no estabas preparado para esto, William -dijo-. Pero no siempre podemos elegir el momento adecuado. Á menudo éste nos elige a nosotros.

No respondí. Seguramente mi rostro era en aquellos momentos una máscara inescrutable. O habría sido inescrutable de no tener enfrente a Sherlock Holmes.

– No siempre podemos pedir que el mundo venga a nosotros en el momento adecuado, cuando todo está en orden y podemos hacerle frente. Lo siento. Sé que aún tienes mucho que arreglar, pero tendrás que apañártelas. Es lo que hacemos todos.

Todos. Y qué demonios me importaba a mí lo que hacían los demás. Vi el rostro de Carmen frente a mí. Sentí de nuevo su dolor ante la monstruosidad que había salido de su vientre. Apreté la mandíbula y me negué a decir nada.

Holmes asintió con tristeza, como si mi reacción fuera exactamente la que estaba esperando.

– Mi tiempo se acaba -dijo de pronto-. Me quedan aún algunos años, pero quiero pasarlos con tranquilidad. Tengo mi libro y mis abejas y ésa debería ser ocupación suficiente. Eso y la familia, por supuesto.

Parpadeé y fue como si volviera de la otra punta del mundo. Miré al viejo detective, perplejo. No comprendía lo que me estaba diciendo.

– Me retiro, William, lo dejo. Abandono. He cumplido con creces lo que se esperaba de mí. Y es hora de que me retire de escena. Cuando lleguemos a Londres, M dimitirá. George se quedará al cargo del Servicio. Hará un buen trabajo, aunque no creo que me lo agradezca. Y yo me iré. En silencio y discretamente, sin alharacas. Compré la casa de Sussex hace casi cuarenta y cinco años, y apenas he podido disfrutar de ella. Es hora de que lo haga.

– Pero…

– Te dejo al cargo de todo. Como te dije, George será la cabeza visible, pero hay muchas cosas que él no sabe y que no puede aceptar. Hay una zona del Servicio Secreto de Su Majestad a la que él no tiene acceso. Es tuya.

– No…

– Sí. No puede ser de otro modo. Sé que no es eso lo que quieres oír ahora. Que quieres huir y dejarlo todo detrás. Pero sabes que no te puedes dejar atrás a ti mismo. Espero haberte sabido hacer comprender eso, al menos. Puedes huir de todo, pero no de ti y de lo que eres.

– ¿Y qué es lo que soy? -pregunté, ceñudo.

– Un hombre, por supuesto. Qué otra cosa.

– ¿Qué otra cosa? ¿Cómo se atreve?

¿Acaso no me había visto? ¿No había notado cómo los pensamientos de tres criaturas que no eran humanas entraban en mí y usaban mi cuerpo como vehículo para dar salida a todo cuanto llevaban dentro?

– Eres… sensible, William -dijo Holmes, imperturbable-. Créeme, de haberlo sabido no te habría traído conmigo.

– Lo dudo. Al fin y al cabo, encajaba en sus planes, ¿no?

Negó con la cabeza.

– Ni tu presencia ni tus… capacidades nos eran necesarias, William. Si te soy sincero, fuiste más un engorro que otra cosa. Lo último que necesitábamos en esos momentos era que te comportaras como un poseído.

– Miente.

No dijo nada. No negó mi acusación. Se limitó a quedárseme mirando, tranquilo y en paz, como si todo estuviera bien en el mundo.

Sentí deseos de golpearle, de…

Y de pronto, todo pasó.

Porque no era a él a quien quería golpear, sino a mí.

De pronto, pensé en Anni, y en todo lo que había dicho antes de precipitarse en la Boca del Infierno. A regañadientes, asentí y, ante aquel gesto, el rostro de Holmes se iluminó.

– Lo siento -dije.

Aparté la vista, incapaz de mirarlo a los ojos.

– No hay nada que sentir, William -susurró-. En todo caso, quizá soy yo quien debería sentirlo. Volví a equivocarme. Creí que llevarte conmigo sería un modo de alejarte de tus problemas. Y en lugar de eso… Pero no importa, ha pasado y hemos hecho lo que teníamos que hacer. Quién sabe si mi error se revelará como beneficioso con el tiempo; después de todo, te he estado entrenando para ser mi sucesor y tal vez tu sensibilidad hacia esos… aspectos del mundo sea una ventaja para la tarea que te espera. Quizá, tras la pasada noche, estás mejor preparado para afrontarlo. No del todo, como dije antes. Pero tampoco lo estaba yo del todo cuando inventé la profesión de detective consultor. Fui aprendiendo sobre la marcha. Tú harás lo mismo.

Dentro de mí, algo quemaba. Por primera vez, no opuse resistencia y dejé que me abrasara. El dolor resultó sorprendentemente gratificante, liberador en cierta forma. Noté que mi vista se nublaba y entreví apenas cómo Sherlock Holmes se ponía en pie y me dejaba solo.

Di rienda suelta a mi dolor. No negué mi culpa ni mis deseos de ser castigado. A solas en el camarote, dejé que me convirtiera en un animal herido.

– Echo de menos a Watson -dijo Holmes algún tiempo más tarde, mientras encendía su pipa-, terriblemente. En cierto modo, él fue mi ancla en el mundo durante muchos años. Si él viviera, esperaríamos a llegar a Baker Street, nos sentaríamos frente a la chimenea y cerraría con él los últimos cabos sueltos. Y mientras tanto, él no dejaría de mirarme maravillado y me alentaría a continuar con un simple gesto de admiración. Pero esto es lo que tenemos -señaló el camarote-, y tendré que conformarme con ello. Así que adelante, William, pregúntame lo que quieras saber.

¿Lo que quería saber? ¿Realmente quería saberlo? Pero al mirarlo a los ojos supe que sí, que por encima de todo, quería saber.

– ¿Quién es Nadie? -pregunté, con voz vacilante.

– Ah, sí, claro. Empecemos por los pecados de juventud, por qué no. La historia completa la averiguarás por ti mismo algún día. Está en Sussex, a buen recaudo, y no dudo que la leerás tarde o temprano. Entre tanto, debería bastarte saber que nos conocimos siendo yo joven y testarudo… Un actor en ciernes que no sabía hacia dónde dirigir su vida. Él era… no importa ahora mismo. Era admirable, en muchos aspectos; no tanto en otros. Era lo que los demás habían hecho de él, cosa que se puede decir de cualquiera. Y también era lo que él mismo había decidido ser, lleno de odio y amargura. Pudo convertirse en un gran hombre; era el heredero espiritual de grandes hombres y él mismo pudo haberlo sido. En cierto modo, un modo retorcido y oscuro, lo es; o lo era. Hacía tanto tiempo que no sabía de él que tenía la esperanza de que hubiera muerto. Veo que no. Ha construido su imperio secreto durante estos años. Y creo que pronto estará listo para dar el paso definitivo.

Enarqué una ceja.

– El mundo, William, quiere el mundo para sí, como si alguien pudiera poseerlo. Tarde o temprano volverás a encontrarte con él, estoy seguro. Ten cuidado.

– Lo tendré.

– Sí, lo sé. Y Kent deberá tenerlo también, me temo.

– El resto es sencillo. Adamson supo que a Crowley no le quedaba mucho tiempo de vida y contactó conmigo. Sospechaba que Anni, por su propia voluntad u obligada por otros, iría entonces a la Boca del Infierno para reunirse con él y con Wiggins.

– Eso no lo entiendo, Holmes. Por lo que me ha contado, no son realmente criaturas venidas de otro mundo, sólo sus recuerdos. Al morir sus… «portadores», deberían haberse desvanecido.

– Parece lógico pensarlo, muchacho. Pero, al fin y al cabo, ¿qué son los recuerdos? Información. Que puede ser transmitida y almacenada.

Fruncí el ceño.

– Energía. Radiación de algún tipo.

– Quizá. Hay muchas cosas que no sabemos. Adamson las conoce, seguramente, si bien no es muy dado a compartir según qué cosas. Pero probablemente tengas razón. A la muerte de sus anfitriones, la información que eran esos recuerdos quedó libre y fue atraída como un imán por la Boca del Infierno. Querían volver a casa, en cierto modo. Pero la puerta estaba cerrada. Sólo los tres conjuntamente tenían fuerza suficiente para abrirla. Podríamos pensar en ello como en una clave criptográfica, en cierto, modo, una suerte de firma energética. Sólo la firma completa abre la cerradura codificada, no parte de ella.

– Comprendo. Y la muerte de Anni liberó el tercer grupo de recuerdos y la abrió.

– Más o menos. Como te dije, Adamson supo que a Crowley le quedaba poco tiempo. No me preguntes cómo, tiene su propia forma de hacer las cosas y confieso que, en cierto modo, prefiero no saber cómo las hace. He pasado toda mi vida con la razón como guía y siempre me las he arreglado para darle una explicación a todo cuanto he visto. Sospecho que con Adamson me resultaría difícil. Y, francamente, ya soy demasiado mayor para cambiar mis hábitos de pensamiento a estas alturas. En cualquier caso, nuestro amigo fue a la Boca del Infierno y esperó. No tuvo que hacerlo mucho tiempo. Pronto se dio cuenta de que a la… firma energética de Wiggins se le había unido otra. La de Crowley, sin duda. Así que me envió el telegrama que nos trajo aquí. Sin embargo, antes de partir, hice algo, tomé algunas medidas, por si acaso.

– Llamó a su boy scout personal -dije.

Holmes encontró divertida mi forma de referirme a Kent.

– Por qué no -dijo-. Es un modo tan bueno como cualquier otro de describirlo. Un muchacho increíble, ¿no es cierto? -No tuve más remedio que mostrarme de acuerdo con él-. Desde que supe que Nadie y su organización estaban involucrados en esto, me temí la posibilidad de que hicieran acto de presencia. Kent era nuestro seguro contra ellos.

– Y funcionó de maravilla.

– Por los pelos, en realidad. Nadie había sintetizado suficiente… ¿cómo lo llamaremos, William?

– ¿Qué tal «elemento K»?

– Sí, por qué no. Al fin y al cabo, son los restos de la nave que trajo a Kent a la Tierra. Elemento K. Sí. Tiene posibilidades. Como decía, Nadie había sintetizado suficiente elemento K para deshacerse de Kent, tal vez para siempre. Es astuto, tremendamente inteligente y dispone de recursos increíbles. Anticipó la presencia de nuestro boy scout particular, como tan pintorescamente lo has descrito; o quizá, y es lo que me temo, Kent encajaba en otro de sus planes. En cualquier caso, de no haber sido por la rapidez del señor Adamson, las cosas habrían sido muy distintas.

– Pero funcionó, que es lo que importa a la larga.

– Quizá. Supongo que Nadie tenía razón cuando dijo que no tiene sentido darle vueltas a un pasado que no existió nunca. Sí, funcionó y nos salimos con la nuestra.

– Por un momento tuve mis dudas. Cuando Adamson liberó a Anni…

– Lo sé, William, pero las cosas tenían que ser así. Ella tenía derecho a elegir. Yo mismo, al principio, no lo vi nada claro, pero Adamson fue muy… persuasivo al respecto.

– Bueno, se supone que es una de sus mejores habilidades, si hacemos caso de los rumores.

Pareció incómodo por un instante, como si le estuviera obligando a masticar algo que no quería. Ver así a Sherlock Holmes era un raro privilegio del que no pude evitar disfrutar. Lo notó, claro, pero no hizo comentario alguno.

– En cualquier caso -siguió diciendo-, Anni eligió el descanso que la muerte podía proporcionarle. Saltó al abismo. Y, al hacerlo, sus recuerdos, su firma energética, como hemos convenido en llamarla -en realidad era él quien insistía en llamarla así, pero me abstuve de decir nada-, se fusionó con las otros dos que esperaban allí. Sólo que nada pasó al otro lado. Adamson se aseguró de ello. Cree que cuanto menos sepan allí de lo que ha pasado aquí, será mucho mejor para todos nosotros. Por supuesto, hay otras puertas entre nuestra realidad y la suya, y otras formas de entrar en contacto, así que a la larga descubrirán lo que pasó, pero al menos no contarán con la información de primera mano. Confieso que también pienso que, cuanto menos sepan ellos, tanto mejor.

– ¿Cómo lo hizo?

– No conozco el proceso, ni, como te he dicho, estoy al tanto de todas las habilidades del señor Adamson. Digamos que interceptó el patrón de energía que formaban aquellos recuerdos e impidió que atravesara la puerta abierta. Creo que lo absorbió dentro de él, lo cual es un tanto inquietante si lo pienso un poco. Porque, en cierto modo, todo lo que queda ahora mismo de Wiggins está dentro de Adamson. Y esa idea… -Se encogió de hombros, como si no pudiera hacer nada por evitarlo-. En cualquier caso, una vez que desapareció el código que mantenía abierta la puerta, ésta volvió a cerrarse.

– Sin embargo…

– Sí, lo sé. Mi intervención, por supuesto. Mi teatral intervención llamando a Wiggins como un padre herido en busca de su hijo. Una superchería necesaria. -Pero no había sido ninguna superchería, y los dos lo sabíamos-. La determinación de la entidad formada por la fusión de los tres recuerdos era muy fuerte, tanto que ni el propio Adamson por sí solo podía hacerles frente. Así que yo estaba allí para echar una mano. No creo que sea necesario explicarte que la transmisión de información no es algo que tenga lugar en una sola dirección.

– Claro. Los recuerdos de esas… cosas contaminaron y transformaron las mentes de Crowley, Anni y Wiggins, pero sus mentes en cierto modo contaminaron esos recuerdos. Cuando murieron sus portadores, lo que salió en dirección a la Boca del Infierno no fue lo mismo que había surgido de ella. Estaba manchado de humanidad.

Holmes pareció complacido.

– Espléndido, William. Eso es exactamente. Cuando llamé a Wiggins en voz alta, desperté el rastro que había de él dentro de la entidad; quizá no mucho, tal vez la sombra de unos recuerdos, rastros de emociones. -Sonrió con tristeza-. Temo que odio y rencor, principalmente, pero suficiente para lo que nos proponíamos, después de todo. Eso la desequilibró, la hizo vacilar en su determinación el tiempo necesario para que Adamson interviniera. Muy sencillo, como ves.

¿Sencillo? Quizá para Sherlock Holmes. A mí me costaba un poco más de trabajo tragar todo aquello. Y en realidad, me di cuenta, también a él.

– Lo sé -dijo, siguiendo el hilo de mis pensamientos-. Eso no es necesariamente malo; quizá cambiar mis hábitos de pensamiento no sea tan mala idea. Después de todo, es el cambio lo que nos mantiene con vida.

– Pero si cambiamos demasiado, dejamos de ser quienes somos -dije.

– Tienes razón, William. Es un equilibrio difícil de encontrar. Pero lo haremos, ¿no es cierto?

Asentí.

– Es una pena que, en la confusión, Nadie se las apañara para escabullirse, pero al menos hemos conseguido lo que nos proponíamos. Habrá otras batallas, supongo. Aunque ya no serán cosa mía.

Desembarcamos algunas horas más tarde y, poco después, estábamos en Londres. Llamé a Carmen por teléfono y oír su voz fue como recibir un ancla inesperada a un mundo que me estaba resbalando de entre los dedos. Contuve un suspiro de alivio, porque no quería asustarla, y le conté un montón de trivialidades, quitándole importancia a la misión que había compartido con Holmes. Anuncié que volvería a casa en un par de días, en cuanto hubiera arreglado el papeleo.

Al colgar, me sentía enfermo de añoranza. Necesitaba irme de allí, escapar, echar a correr. No detenerme hasta llegar a Sussex, a la casa donde ella estaría esperándome.

Pero no podía hacerlo, aún no.

Tuve que esperar mientras Holmes orquestaba la dimisión de su personalidad de M y lo dejaba todo preparado para que George le sucediera. No llevó mucho tiempo, en realidad.

– Bueno, William, he terminado aquí -me dijo-. Pasaré un par de días en Baker Street recogiendo unas últimas cosas y luego me iré a Sussex.

– Estaré esperándolo.

– Lo sé. Escucha… -Me miró intensamente unos segundos y luego negó con la cabeza-. No, no es necesario. Creo que ya lo sabes.

– ¿Saber qué?

– Esa casa. Y la mujer que hay en ella. Lo importantes que son.

– Sí, claro que lo sé.

– Espléndido. Bueno, William, hasta dentro de unos días.

Nos despedimos y, mientras lo veía descender las escaleras hacia la calle, comprendí que había dejado de ser M, pero que tampoco era ya Sherlock Holmes. A partir de entonces era, simplemente, mi abuelo.

Lo trataría como tal durante los siguientes años, aunque nunca lo llamé así hasta el mismo día de su muerte.

Epílogo. Despojos en la playa

Somos deshechos abandonados por la marea. Sólo eso.

Vivimos encerrados; una multitud de voces que no tienen forma de hacerse oír. Una algarabía enloquecedora que carece de propósito.

Recuerdos.

Emociones.

La sombra de una sensación.

No existimos.

Y sin embargo…

Cuando contemplo el mundo, ya no es a través de mis ojos.

Robo sensaciones que no me pertenecen, imágenes y sonidos que no son para mí. Que no son para ninguno de nosotros.

Anni es terca y comprendo, con cierta sorpresa, que yo no lo soy menos. A veces, nuestros recuerdos se mezclan, se barajan como naipes en una partida interminable.

¿Fue Wiggins o fue ella la que saltó voluntariamente al abismo?

¿Fue Anni o fui yo quien no sabía hacia dónde dirigir su odio?

¿Y quién soy yo, al fin y al cabo?

Ella parece complacida por el hecho de que Crowley se haya desvanecido sin dejar rastro.

Sí, notamos sus recuerdos, la información que dejó, pero no hay personalidad alguna tras ella. Fríos datos. Nombres, lugares, fechas, acontecimientos. Nada más.

Él no está.

Nosotros tampoco, le digo a Anni.

Pero seguimos aquí pese a todo, le contesto a Wiggins.

¿Y dónde es aquí?, preguntamos los dos.

Despojos abandonados por la marea. Nada más. Restos del naufragio.

Somos ilusiones.

Fantasmas de lo que fue. O lo que creyó ser.

Semillas atrapadas en otra mente, usando sus recovecos vacíos para robar un último instante.

Vivimos en el traidor.

Pero no vivimos, le digo, estamos muertos.

Es una cuestión de perspectiva, le respondo.

«Calma, pequeños fantasmas. No alborotéis tanto.»

No es una voz, pero suena alrededor nuestro, por todas partes.

Es el traidor.

Habitamos en él, en esta media existencia en ninguna parte.

«Tranquilos, no alborotéis. Hay espacio para todos.»

Condescendencia. Diversión. Quizá algo de nostalgia es lo que notamos en esa voz que no es una voz.

«Tomaos vuestro tiempo. No hay prisa.»

Se va, tan repentino como ha venido. Y nos miramos sin comprender lo que ha pasado.

Una parte de nosotros ruge de rabia.

El traidor, dice. Es el traidor.

A la otra, eso no podría importarle menos.

Nos permite vivir, si es que estamos vivos. Nos permite seguir como estamos, estemos como estemos.

¿Durante cuánto tiempo?, nos preguntamos.

Todo el tiempo del mundo, nos respondemos. Al menos para nosotros.

«Mejor, mucho mejor.»

Ha vuelto, si es que se ha ido alguna vez. Al fin y al cabo, ésta es su mente. Y nosotros no somos más que recuerdos ajenos que él ha robado y a los que permite la ilusión de una personalidad.

«Mucho mejor», repite.

Mejor… ¿que qué?

Pero noto a Anni, inquieta, deseosa de preguntar.

¿Dónde está Crowley?, se escapa a borbotones de la boca que ya no tiene. ¿Qué ha pasado con él?

«Está muerto, mi pequeño fantasma. Ha desaparecido.»

Comprendemos. Sus recuerdos están ahí, han sido asimilados, pero ha prescindido de todo lo demás.

¿Por qué nosotros no?, pregunto.

«Estáis muertos, pequeños fantasmas, os lo aseguro.»

Pero seguimos aquí. ¿Por qué?

«Porque así lo he decidido. Porque me divierte. Porque me es útil.»

No existimos para entretenerte, decimos. No somos tu bufón.

«No existís. No sois nada. Os permito la ilusión de una existencia porque, en el fondo, soy un sentimental. Eso es todo.»

Somos lo que somos y no vamos a cambiar, decimos.

«Claro. Si os quisiera distintos no estaríais aquí.»

Se va. Aunque no se va, porque está por todas partes, pero dejamos de notarlo. Estamos solos. O al menos nos sentimos solos, y es suficiente.

Restos destrozados contra las rocas. Despojos de la marea.

Vivimos en un universo prestado.

Suficiente, sin embargo.

Sólo ella y yo. Sólo yo y él.

Los dos, uno, pero distintos, separados. Dos partes de una misma cosa que a veces creen ser dos.

O muchos.

O sólo uno.

O ninguno.

Caemos y giramos.

Jugamos.

Exploramos.

Exploramos nuestro entorno. Y a nosotros mismos. Y recorremos al otro con los sentidos que ya no tenemos, pero creemos tener.

Hablamos sin palabras.

Rozamos sin dedos.

Despojos de la marea, restos del naufragio.

No es gran cosa, me digo.

Pensamos y sentimos, me respondo. Es bastante. Todo lo demás es negociable.

Notamos una risa condescendiente y lejana.

Notas del traductor

Aunque procedente de fuentes muy diversas, el material narrativo que he agrupado bajo el título de Sherlock Holmes y la boca del infierno me fue entregado por la misma persona y enseguida se me hizo evidente que, aunque distaba mucho de estar acabado, todo él formaba una única historia.

En mis anteriores traducciones holmesianas, el texto que tenía ante mí procedía de un origen unitario, y lo único que tuve que hacer fue traducirlo lo mejor posible. El lector sin duda recordará que las historias que componen Sherlock Holmes y la sabiduría de los muertos habían sido escritas por el doctor Watson -con la voz del doctor Seward asomando ocasionalmente en "Desde la tierra más allá del bosque"- y que William Hudson (y, a través de él, el propio Holmes) redactó lo que terminé llamando Sherlock Holmes y las huellas del poeta.

La historia de este libro ha sido distinta y ciertamente más ardua. Lo que mi anónimo benefactor (aunque a estas alturas cualquier lector avispado sabrá su verdadera identidad) puso esta vez en mis manos fue un conjunto de textos en distinto estado de composición: Algunos, como el caso de "La aventura de la Boca del Infierno", eran borradores muy detallados que apenas necesitaban un pequeño trabajo editorial antes de ser publicados; otros, por el contrario, no pasaban de esbozos, o habían sido compuestos a partir de fuentes tan distintas que presentárselos a los lectores tal cual estaban no era una opción a considerar.

Si en mis dos libros anteriores pude limitarme a ser el traductor de la obra de la que había sido depositario, en éste me he visto obligado en más de una ocasión a reconstruir y recrear lo que había en mis manos antes de poder entregárselo al público. No sería vanidad decir que, en cierto modo, soy coautor de este libro y, aunque he procurado que mi propia voz no asomase en el texto más allá de lo imprescindible y he intentado no traicionar nunca el espíritu del material original del que partía, no estoy muy seguro de haberlo conseguido. Quizá la expresión «traduttore, traditore» no haya sido nunca más cierta que en este caso.

"La aventura de la Boca del Infierno", como he dicho, era casi por sí misma un texto publicable. Se trataba de un borrador muy detallado escrito por el doctor Watson, cuyo estilo y maneras narrativas ya me eran familiares, y mi tarea en él se limitó a completar algún que otro hueco y a expandir la narración allí donde Watson se había limitado a apuntar el esquema narrativo con la esperanza de contarlo en detalle posteriormente. Así, en un amplio porcentaje, el texto que ha llegado al lector es una traducción del que originalmente escribió el buen doctor; si bien aquí y allá tuve que reconstruir su estilo (o, para ser exactos, mi traducción de su estilo) en los lugares donde era necesario llenar huecos.

"Bajo mi rostro" era un caso muy distinto. En realidad, el punto de partida de ese breve relato que sirve de prólogo a la novela no es más que el historial clínico de Wiggins y las notas sobre el caso escritas por su médico, así como algunos recortes de prensa de la época. A partir de ahí intenté reconstruir su estado mental justo antes de su fuga de la clínica y traté de ver a Wiggins desde sus propios ojos. Aunque he sido fiel a la información de la que partía (o al menos, eso he intentado), confieso que tanto la forma del relato como la narración en sí no es otra cosa que ficción; una ficción, eso sí, que trata de reflejar la realidad y, en cierto modo, interpretarla para los lectores. Algo similar intenté en los dos breves intermedios y el epílogo, donde procuré darle una voz a Wiggins y descifrar su triste y paradójico destino. Me temo que, de todas las partes de este libro, ésa es la que debe ser tratada con más reservas.

"La batalla interminable" tenía un inicio y un final muy detallados, pero la parte central de la historia estaba apenas esbozada. Estaba narrada en tercera persona en un estilo que no me resultaba familiar. Sin embargo, el narrador de la historia parecía contar con abundante información sobre todos los implicados en ella, demasiada en ocasiones, y encaminó mis sospechas sobre la autoría del relato hacia un lugar preciso. No puedo asegurar que el autor de "La batalla interminable" haya sido Shamael Adamson, pero confieso que fue con esa idea en mente con la que me enfrenté a la tarea de completarla y sin duda eso afectó al proceso. Para que la narración tuviera entidad por sí misma me vi obligado a expandir esa parte central (intentando siempre respetar el estilo de mi narrador) y para ello, ya que los acontecimientos que narraba eran en buena medida paralelos, acudí como fuente principal a Sherlock Holmes y las huellas del poeta, si bien es cierto que algunas partes de "La sabiduría de los muertos" fueron de gran ayuda para completar la narración.

La última narración del libro, "La otra aventura de la Boca del Infierno", había sido redactada en un tono lacónico, casi burocrático, que pocas pistas me daba sobre su autoría. Por suerte, no me resultó difícil reconocer la letra del manuscrito, puesto que no era otra que la de William Hudson, que ya me resultaba familiar. Una vez tuve claro quién era el autor, convertir esa especie de informe (que quizá Hudson redactó para los archivos del MI6) en una narrativa coherente que fuese fiel al estilo de mi narrador no me resultó demasiado difícil.

Pido perdón, por último, por haberme introducido a mí mismo en las páginas iniciales del libro. Espero que el lector sea indulgente y confío en que la información proporcionada en lo que he titulado "Naturalmente, un encuentro" lo compense por ello.

Dificultades y gratificaciones

Traducir textos holmesianos resulta siempre un placer. Y tener que recrearlos, como ha sido el caso en esta ocasión, es un trabajo fascinante. Seguro que muchos pensarán que no soy el más adecuado o el mejor capacitado para esa tarea y que otros escritores más aptos habrían logrado un resultado más satisfactorio. Sin duda es así; pero como quiera que el azar ha querido que sea yo y no otro el depositario de estas historias, me temo que los lectores tendrán que contentarse con mis pobres habilidades.

He de reconocer, por otro lado, que en cierto modo convertir estos textos tan dispares en una historia coherente con entidad propia y una cierta unidad dramática y narrativa me ha resultado de enorme utilidad.

Cuando estas historias llegaron a mis manos yo llevaba un buen tiempo embarcado en la traducción de lo que esperaba que fuese mi tercera historia holmesiana, Sherlock Holmes y el heredero de nadie, y confieso que me encontraba desorientado ante la tarea que tenía ante mí. Aunque esa historia tenía un origen claro y casi único (la mano de William Hudson, sobre todo, y la del propio Sherlock Holmes en su parte central), distaba mucho de ser una narración acabada. Lo narrado por Holmes no requería trabajo editorial alguno, más allá de traducirlo, pero el cuerpo principal de la novela se encontraba en estadios de composición muy diversos: desde borradores casi definitivos a simples apuntes y esquemas, pasando por informes internos de lo que sin duda era el MI6 o fragmentos de un interrogatorio en cuya transcripción no siempre todo estaba claro.

No sabía muy bien cómo enfrentarme a algo así, ni qué enfoque adoptar para convertir aquello en una única narración coherente y acabada. Así que, en cierto modo, aparcar momentáneamente Sherlock Holmes y el heredero de nadie y dedicarme a editar y recomponer los textos que acaban de leer me sirvió como entrenamiento para la tarea posterior y ahora, mientras escribo estas líneas, puedo anunciar que mi siguiente trabajo holmesiano avanza bien y con un enfoque que, creo, es el más adecuado. Como es de rigor, explicaré ese enfoque y cómo y por qué decidí adoptarlo en las notas del próximo libro.

Entre tanto, enfrentarme a una nueva historia de Sherlock Holmes y prepararla para el público en lengua española ha sido una vez más un verdadero placer. Sé que hay lectores que consideran que esta tarea es una pérdida de tiempo, y que en realidad estoy robando horas de mi propia obra para dedicárselas a la de otro. Puede que sea así, y pido disculpas por ello, pero mientras siga teniendo la oportunidad y las fuerzas me alcancen para dedicarme a ello seguiré embarcado en esta tarea.

No sólo porque me gratifica, aunque sin duda es así en buena medida, sino porque en un modo que me temo que aún no puedo explicar es mi responsabilidad. Desde el momento, hace casi quince años, en que me senté a traducir "La sabiduría de los muertos", asumí un compromiso que no puedo abandonar sin traicionarme a mí mismo.

Algún día, queridos lectores, espero poder detallarles la naturaleza y las circunstancias de ese compromiso. Hasta entonces, tendrá que bastarles con saber que, mientras mi benefactor siga poniendo estas historias en mis manos, yo seguiré dedicándoles mi tiempo.

Y espero que ustedes encuentren un hueco para dedicarles el suyo.

Agradecimientos

No hace falta repetir, una vez más, que mi primera deuda es con Arthur Conan Doyle. Sin él, y sin el personaje fascinante que creó, ninguna de estas novelas habría existido.

Con Luis Corte estoy en deuda por muchas cosas. No sólo por su excelente edición portuguesa de Sherlock Holmes y la sabiduría de los muertos, sino por habernos servido de improvisado cicerone el último día de nuestra estancia en Lisboa. Gracias a él descubrí la Boca do Inferno, y supe del suicidio fingido de Aleister Crowley que tuvo ese fascinante lugar como escenario y en el que participó el poeta Fernando Pessoa. Fueron la visita a ese lugar y la historia tras él los que actuaron como detonantes de esta novela. Espero que me perdone la pequeña licencia de usar como título de un capítulo "La sombra sobre Lisboa", que es como se llama la antología de narraciones lovecraftianas ambientadas en la capital portuguesa que Luis ha editado.

Felicidad Martínez y Marisa Cuesta fueron mis primeras lectoras.

Y Luis G. Prado fue de nuevo mi editor. Le agradezco su paciencia y me disculpo por haberlo hecho esperar más de lo debido mi tercera novela holmesiana. Y, sobre todo, por no haberle entregado la tercera novela holmesiana que él esperaba. Ya decía John Lennon que «life is what happens to you when you are busy making other plans» y poco suponía yo que iba a interrumpir la escritura de Sherlock Holmes y el heredero de nadie con la historia del detective y la Boca del Infierno. Pero estas cosas pasan y supongo que ha sido para bien, pues las tres novelas con las que Luis contaba se han convertido en cuatro, así que ha salido ganando con el cambio.

Espero que vosotros también lo veáis así.

Rodolfo Martínez Gijón,

noviembre de 2006 – marzo de 2007

Rodolfo Martínez

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