El Tarmon Gai’don, la Última Batalla, se cierne amenazadora y la humanidad no está preparada. Rand al’Thor, el Dragón Renacido, se esfuerza por conseguir la unión de reinos y alianzas para el enfrentamiento decisivo. Mientras frena la invasión seanchan hacia el norte —con la esperanza de conseguir al menos una tregua— sus a liados observan con espanto la sombra que parece crecer en el corazón del propio Dragón Renacido. Egwene al’Vere, la Sede Amyrlin de las Aes Sedai rebeldes, está cautiva en la Torre Blanca y sujeta a los caprichos de la tiránica dirigente. Su lucha pondrá a prueba el temple de las Aes Sedai, y el conflicto que plantea su presencia decidirá el futuro de la Torre Blanca y quizás el del propio mundo.

Robert Jordan

Brandon Sanderson

La tormenta

Para Maria Simons y Alan Romanczuk.

Sin ellos, escribir este libro habría sido imposible

Nubes y nieblas. Ratas. Grajos y cuervos. Podredumbre e insectos. Fenómenos raros y extraños sucesos. Lo normal, deforme y excepcional. ¡Portentos!

Los muertos echan a andar. Unos los ven, y no los ven otros. Pero, más y más, la noche nos asusta a todos.

Así han sido nuestros tiempos. Bajo un cielo muerto cae la lluvia. Nos aplasta con su furia hasta hacernos suplicar: «¡Que dé comienzo!».

Diario de un erudito desconocido Anotación de la Fiesta de Freia, 1000 NE

Prólogo

El significado de la tormenta

RRenald Fanwar se encontraba sentado en el porche —calentando la recia mecedora de roble negro que su nieto le había hecho hacía dos años— y miraba con fijeza hacia el norte.

A la masa de nubes negras y plateadas.

No había visto en toda su vida nubes como ésas; cubrían todo el horizonte septentrional y llegaban muy alto en el cielo. No eran grises, sino negras y plateadas. Nubes tormentosas y atronadoras, oscuras como una húmeda y fresca bodega a medianoche. Espectaculares relámpagos plateados —destellos de rayos que no hacían ruido— saltaban de unas a otras.

El aire estaba… denso, cargado de aromas a polvo, a tierra, a hojas secas y a lluvia que se resistía a caer. Ya era primavera y sin embargo los cultivos no crecían; ni un solo brote se había atrevido a asomar a través de la tierra.

El granjero se levantó despacio de la mecedora, que crujió y se balanceó a su espalda, y caminó hasta el borde del porche; chupó la pipa aunque estaba apagada, pero no quiso molestarse en encenderla otra vez. Las nubes lo tenían paralizado; eran tan negras… Como el humo de un fuego en la maleza, sólo que el humo de un incendio nunca llegaba tan alto en el aire. ¿Y qué pensar de las nubes plateadas? Hinchadas, resaltaban entre las negras como brillantes piezas de acero bruñido entre metal encostrado de hollín.

Renald, que había desviado la vista hacia el patio, se frotó la mejilla.

Una valla encalada cercaba un pequeño espacio salpicado de hierba y arbustos. Éstos se habían muerto, del primero al último; no habían aguantado el largo invierno. Tendría que arrancarlos dentro de poco. En cuanto a la hierba… En fin, seguía siendo paja reseca. No apuntaba ni una sola brizna verde.

El retumbo de un trueno sacudió al granjero, un sonido puro, penetrante, como un gran choque de metal contra metal. Las ventanas de la casa traquetearon, los tablones del porche temblaron y el hombre tuvo incluso la impresión de que los huesos le vibraban.

Reculó de un brinco. Ése había caído cerca, tal vez en su propiedad. Lo asaltó el deseo apremiante de comprobar los daños, porque el fuego de un rayo podía destruir a un hombre, abrasarle la tierra hasta dejarlo en la ruina. Allí arriba, en las Tierras Fronterizas, había muchas cosas que eran yesca involuntaria: hierba seca, tablillas secas, semillas secas…

Pero las nubes aún estaban lejos; era imposible que ese rayo hubiera caído en su propiedad; la masa de nubes negras y plateadas bullía y avanzaba, alimentándose y consumiéndose a sí misma.

El granjero cerró los ojos para calmarse e hizo una profunda respiración. ¿Se habría imaginado lo del rayo? ¿Acaso la cabeza le hacía agua, como bromeaba siempre Gaffin? Abrió los ojos.

Y allí estaban los nubarrones, justo encima de su casa.

Era como si hubieran avanzado de golpe, en un intento de atacar mientras desviaba la vista. Ahora dominaban el cielo y se extendían en todas direcciones, enormes, sobrecogedores. Casi se notaba su peso, que parecía estrujar el aire en derredor. Renald hizo una profunda inspiración e inhaló ese aire que de repente estaba cargado de humedad; la frente le escocía con el sudor.

Esas nubes tormentosas, negro intenso y plata, se agitaban sacudidas por blancas explosiones. De pronto se desbordaron hacia abajo como la manga oscura de un tornado que se lanzaba sobre él. El granjero gritó y levantó una mano como haría para protegerse de una luz intensa. Esa oscuridad. Esa infinita, sofocante negrura, se lo llevaría. Sabía que se lo llevaría…

Y, de repente, las nubes ya no estaban.

La pipa sonó al caer en las tablas del porche con un quedo tintineo, y el tabaco quemado se esparció por los escalones. Renald ni siquiera era consciente de haberla dejado caer; confuso, echando un vistazo al cielo azul, comprendió que se encogía acobardado por nada.

La masa de nubes volvía a encontrarse lejos, en el horizonte, a unas cuarenta leguas de distancia, y retumbaba sin hacer apenas ruido.

Recogió la pipa con mano temblorosa, salpicada de manchas de la edad, curtida por los años pasados al sol.

«No ha sido más que una mala pasada que te ha jugado la mente, Renald —se reprendió a sí mismo—. La cabeza te hace agua, tan cierto como que un huevo es un huevo».

Estaba preocupado por los cultivos; eso era lo que lo tenía con los nervios de punta. Y aunque a los chicos les hablaba con optimismo, aquello no era normal, no era natural. A esas alturas tendría que haber brotado algo; ¡llevaba cuarenta años labrando esa tierra! La cebada no tardaba tanto en germinar; pero no retoñaba, así lo abrasara la Luz. ¿Qué le pasaba al mundo? Ya no se podía contar con que las plantas germinaran y las nubes se quedaran donde debieran.

Se acercó con pesadez a la mecedora para sentarse porque las piernas le temblaban.

«Me hago viejo, eso es lo que pasa», pensó.

Toda la vida había trabajado en una granja, y en las Tierras Fronterizas no era un trabajo fácil, pero si uno se esforzaba podía ganarse bien la vida si conseguía cultivos resistentes.

Un hombre tiene tanta suerte como semillas en el labrantío, solía decir su padre.

Bien, pues, Renald era uno de los granjeros con más éxito en la comarca; lo había hecho tan bien como para comprar otras dos granjas aparte de la suya, y cada otoño llevaba al mercado treinta carretas cargadas con sus productos. En la actualidad tenía trabajando para él a seis buenos hombres que araban los campos y recorrían los cercados para repararlos y mantenerlos en buen estado. Eso no quería decir que él no se metiera en el barro a diario para enseñarles lo que era hacer un buen trabajo en el campo; uno no debía permitir que un pequeño éxito lo echara a perder.

Sí, había trabajado la tierra; o la había vivido, como siempre decía su padre. Sabía del tiempo todo lo que podía saber un hombre, y esas nubes no eran normales. Retumbaban con un ruido sordo, quedo, como cuando un animal gruñe en una noche oscura. A la espera. Acechando en el bosque aledaño.

Brincó sobresaltado por el estallido de otro trueno que sonó demasiado cercano. Pero ¿no estaban aquellas nubes a cuarenta leguas de distancia? ¿No era eso lo que había pensado antes? Más bien parecían encontrarse a diez leguas, ahora que observaba con atención la masa de nubes.

—No empieces con lo mismo —rezongó entre dientes.

Oír su propia voz le sentó bien. Sonaba a algo real. Era agradable oír otra cosa aparte de ese sordo retumbo y el esporádico chirrido de los postigos de alguna ventana. ¿No tendría que oírse dentro de la casa el trajín de Auaine preparando la cena?

—Estás cansado, eso es lo que pasa. Que estás cansado. —Metió los dedos en el bolsillo del chaleco y sacó la bolsa de tabaco.

Un débil retumbo sonó a su derecha, y al principio dio por sentado que era un trueno; sin embargo, era un ruido demasiado chirriante, demasiado regular. No, no era un trueno, sino unas ruedas en movimiento.

En efecto, una carreta grande tirada por bueyes coronó la colina de Mallard, justo al este. El propio Renald le había dado ese nombre; toda buena colina necesitaba un nombre, y el camino se llamaba calzada de Mallard, así que ¿por qué no ponerle el mismo nombre a la colina?

Se echó hacia adelante en la mecedora —sin prestar atención a los nubarrones a propósito— y dirigió una mirada escrutadora hacia la calzada, con los ojos entrecerrados, para distinguir la cara del conductor. ¿Thulin? ¿El herrero? ¿Qué hacía en una carreta cargada hasta los topes? ¡Se suponía que tendría que estar trabajando en el nuevo arado que él le había encargado!

Aunque delgado para alguien de su oficio, Thulin era dos veces más musculoso que la mayoría de los granjeros, tenía el pelo oscuro, la piel curtida de los shienarianos, y se afeitaba al estilo de esa nación, aunque no llevaba el clásico copete. Quizá la familia de Thulin podría rastrear sus raíces hasta los guerreros de su tierra fronteriza, pero él sólo era un sencillo campesino, como el resto de sus vecinos. Dirigía la herrería de Corriente del Roble, cinco millas al este de la granja. Renald había disfrutado de muchas partidas de guijas con el herrero durante las tardes de invierno.

A Thulin le habían ido bien las cosas; no había visto pasar tantos años como Renald, pero los últimos inviernos lo habían impulsado a hablar de retirarse. El oficio de herrero no era para hombres mayores. Claro que el de granjero tampoco lo era. En realidad, ¿había alguna ocupación para gente mayor?

Avanzando por la calzada de tierra compacta, la carreta de Thulin se aproximó a la valla blanca de Renald.

«Vaya —pensó el granjero—, esto sí que es raro». Detrás de la carreta iba una ordenada hilera de animales: cinco cabras y dos vacas lecheras. Atadas a los costados del vehículo había jaulas con gallinas de plumas negras, y en el propio suelo de la carreta se apilaban montones de muebles, costales y barriles. La joven hija de Thulin, Mirala, iba sentada con él en el pescante, al lado de su esposa, una mujer rubia del sur. Llevaban veinticinco años casados, pero Renald aún pensaba en Gallanha como la «chica sureña».

Toda la familia viajaba en la carreta y llevaba consigo sus mejores animales de granja; en marcha, evidentemente, pero ¿adónde? ¿A visitar a alguien de la familia, quizá? Thulin y él no echaban una partida de guijas hacía… tres semanas. Tampoco es que hubiera mucho tiempo para andar de visitas, ahora que había llegado la primavera y la siembra se había hecho con tanta prisa. Alguien tendría que arreglar los arados y afilar las guadañas. ¿Quién se encargaría de eso si la herrería de Thulin se cerraba?

Renald empezaba a cargar la cazoleta de la pipa con un pellizco de tabaco justo en el momento en que Thulin detenía la carreta al lado del patio. El nervudo y canoso herrero le tendió las riendas a su hija y después se bajó del pescante de un salto; al tocar el suelo, los pies levantaron polvo del camino. Detrás de él la lejana tormenta seguía fraguándose.

Thulin abrió la puerta de la valla y subió los peldaños del porche; parecía distraído. Renald abrió la boca para saludarlo, pero Thulin se adelantó.

—He enterrado mi mejor yunque en el huerto de fresas de Gallanha, Renald —dijo el herrero—. Te acuerdas de dónde está, ¿verdad? También he metido allí mi mejor juego de herramientas. Todo está bien engrasado y dentro de mi mejor baúl forrado, para mantenerlo seco. Eso debería evitar que se oxide al menos durante un tiempo.

Renald cerró la boca y sujetó con los dientes la pipa a medio llenar. Si el herrero había enterrado el yunque… Bien, pues eso quería decir que no tenía pensado volver enseguida.

—Thulin, ¿qué…?

—Si no vuelvo —lo interrumpió el herrero—, ¿querrás desenterrar mis cosas y ocuparte de que alguien cuide de ellas? Véndeselas a alguien a quien le importen, Renald. No querría que cualquiera martilleara en ese yunque. Tardé veinte años en reunir esas herramientas, ¿sabes?

—¡Pero, Thulin! —balbuceó el granjero—. ¿Dónde vas?

El herrero se volvió, apoyó un brazo en la baranda del porche y lo miró de forma solemne con aquellos ojos castaños.

—Se acerca una tormenta —dijo—. Así que imagino que tendré que encaminarme hacia el norte.

—¿Una tormenta? —preguntó Renald—. ¿Te refieres a esa que hay en el horizonte? Sí que parece mala, Thulin. Así se abrasen mis huesos, vaya si lo parece, pero no tiene sentido huir de ella. Hemos sufrido tormentas peores.

—Como ésta no, viejo amigo. Ésta no es la clase de tormenta de la que se hace caso omiso.

—¿De qué diantres hablas, Thulin?

Antes de que el herrero contestara, Gallanha preguntó desde la carreta:

—¿Le has dicho lo de las ollas?

—Ah, sí. Gallanha ha lustrado el juego de ollas con el fondo de cobre que siempre le han gustado a tu mujer. Están en la mesa de la cocina, esperando que Auaine vaya a buscarlas si las quiere. —Dicho esto, Thulin saludó a su amigo con un gesto de la cabeza y echó a andar de vuelta a la carreta.

Renald permaneció sentado, estupefacto. Thulin había sido siempre de los que iban al grano: decía lo que tenía en la cabeza y después se marchaba. Esa era una de las cosas que le gustaban del herrero, pero también era capaz de pasar por encima de una conversación igual que un enorme canto rodado por encima de un rebaño de ovejas, dejando atontados a todos.

El granjero se levantó de la mecedora de un salto, dejó la pipa en el asiento y cruzó el patio hacia la carreta, en pos de Thulin.

«Maldita sea», pensó Renald al mirar a un lado y a otro y reparar de nuevo en la hierba seca y los arbustos muertos; había trabajado mucho en ese patio.

El herrero comprobaba las jaulas de las gallinas atadas a los costados del vehículo. Renald alcanzó a su amigo y alargó la mano hacia él, pero Gallanha lo distrajo.

—Toma, Renald —le dijo la mujer desde lo alto de la carreta—. Quédate esto. —Al inclinarse para tenderle un cesto con huevos, se le escapó un mechón rubio del moño. El granjero alargó las manos para coger el cesto—. Dáselos a Auaine. Sé que andáis cortos de gallinas por culpa de los zorros que hubo el pasado otoño.

Renald sostuvo el cesto y vio que algunos de los huevos eran blancos y otros, morenos.

—Sí, vale, pero ¿dónde vais, Gallanha?

—Al norte, amigo mío —contestó Thulin, que pasó a su lado y puso una mano en el hombro del granjero—. Habrá un ejército agrupándose, imagino. Necesitarán herreros.

—Por favor, esperad unos minutos al menos —pidió Renald al tiempo que gesticulaba con el cesto—. Auaine acaba de poner un pan, una de esas hogazas melosas que os gustan. Podemos hablar de todo esto mientras jugamos una partida de guijas.

Thulin vaciló.

—Será mejor que nos pongamos en marcha —dijo en voz suave Gallanha—. Esa tormenta se acerca.

Thulin asintió con la cabeza y subió al pescante.

—Quizá también quieras ir al norte, Renald. Si lo haces, lleva contigo todo cuanto puedas. —Hizo una pausa—. Eres bastante hábil con las herramientas que tienes aquí para hacer un trabajo de metalistería sencillo, así que toma tus mejores guadañas y conviértelas en alabardas. Tus dos mejores guadañas; no escatimes y vayas a usar otras que sean buenas, pero de inferior calidad. Han de ser las mejores, porque son las armas que vas a utilizar.

—¿Cómo sabes que habrá un ejército? ¡Maldita sea, Thulin, yo no soy un soldado!

—Con una alabarda se puede tirar a un jinete del caballo y atravesarlo —continuó Thulin como si no hubiese oído los comentarios de su amigo—. Y, ahora que lo pienso, tal vez deberías tomar la tercera mejor guadaña y hacerte un par de espadas.

—¿Y yo qué sé de forjar una espada? O de utilizarla, ya puestos.

—Puedes aprender —contestó Thulin al tiempo que se volvía hacia el norte—. Todos haremos falta, Renald. Todos. Vienen por nosotros. —Miró de nuevo a su amigo—. Tampoco es tan difícil forjar una espada. Se coge la hoja de la guadaña y se endereza; después buscas un trozo de madera que sirva como guarda para evitar que el acero del enemigo se deslice por el tuyo y te corte la mano. En su mayor parte utilizarás cosas que ya tienes.

Renald parpadeó. Dejó de hacer preguntas, pero fue incapaz de no pensar en ellas; se le amontonaban en el cerebro como cabezas de ganado tratando de abrirse paso a la fuerza para salir a la vez por una tranquera con hueco para un único animal.

—Llévate todos tus animales de la granja, Renald —aconsejó Thulin—. Te los comerás; o se los comerán tus hombres. Y querrás tener leche. Y, si no es así, entonces habrá otros que te lo trocarán por carne de res o de carnero. La comida escaseará con lo que está pasando, que se estropea todo, además de que las reservas del invierno han menguado mucho a estas alturas. Llévate todo lo que tienes: alubias, fruta seca, todo.

El granjero se recostó en la portilla del patio porque se sentía débil, con flojera en las piernas. Por fin se obligó a plantear una pregunta:

—¿Por qué?

Thulin titubeó y después se apartó de la carreta para ponerle otra vez la mano en el hombro.

—Siento ser tan brusco. Yo… En fin, ya sabes mi forma de hablar, Renald. No sé qué es esa tormenta, pero sé lo que significa. No he blandido una espada en toda mi vida, pero mi padre combatió en la Guerra de Aiel, y yo soy un hombre de las Tierras Fronterizas. Y esa tormenta significa que se acerca el final, Renald. Hemos de estar allí cuando llegue. —Hizo una pausa para volverse hacia el norte y mirar el cúmulo de nubes igual que un mozo de granja miraría a una serpiente venenosa que hubiera encontrado en mitad del huerto—. La Luz nos guarde, amigo mío. Hemos de estar allí.

Y, sin más, retiró la mano del hombro del granjero, se encaramó al pescante y arreó a los bueyes. Renald los vio ponerse en marcha hacia el norte; los siguió con la mirada durante un buen rato, sin moverse, como agarrotado.

Sonó el lejano retumbo de un trueno cual chasquido de un látigo descargándose contra las colinas.

La puerta de la casa se abrió y se cerró. Auaine, con el pelo gris recogido en un moño, se acercó a su marido; ya hacía años que tenía el cabello de ese color porque le habían salido canas muy pronto, y para Renald ese tono era algo entrañable. Plateado, más que gris. Como las nubes.

—¿Ése era Thulin? —preguntó Auaine, con la vista fija en la lejana carreta que levantaba el polvo del camino.

Una pluma negra de gallina revoloteó por encima de la calzada.

—Sí.

—¿Y no se quedó, ni siquiera para charlar un poco?

Renald negó con la cabeza.

—¡Ah, pero Gallanha ha dejado unos huevos! —La mujer se hizo cargo del cesto y empezó a pasar los huevos al delantal recogido para llevarlos a la casa—. Es un encanto. Deja el cesto ahí, en el suelo; seguro que mandará a alguien a buscarlo.

Su esposo seguía con la vista fija en el norte.

—¡Renald! —llamó Auaine—. ¿Te ha dado un aire, viejo raigón?

—Su mujer lustró sus ollas para ti —dijo él—. Esas que tienen el fondo de cobre. Las dejó en la mesa de la cocina, y dijo que son tuyas si las quieres.

Auaine se quedó callada y entonces Renald oyó un chasquido y miró hacia atrás; su mujer había aflojado la mano con que sostenía el delantal y los huevos rodaban despacio y se estrellaban en el suelo.

—¿Dijo alguna otra cosa? —preguntó después en un tono muy tranquilo.

Su marido se rascó la cabeza, en la que no le quedaba mucho pelo.

—Sí, que la tormenta se acercaba y que tenían que dirigirse al norte. Y Thulin dijo que nosotros deberíamos ir también.

Se quedaron inmóviles un momento, pero enseguida Auaine recogió el borde del delantal y evitó que se cayeran casi todos los huevos; ni siquiera dirigió una ojeada a los que estaban rotos en el suelo, porque tenía la mirada fija en el norte.

Renald giró la cabeza en esa dirección; la tormenta había avanzado de golpe otra vez, y además parecía que, de algún modo, se hubiera vuelto más oscura.

—Creo que deberíamos hacerles caso —dijo su mujer—. Iré a… Iré a preparar lo que tendremos que llevarnos de la casa. Tú ve a reunir a los hombres. ¿Comentaron cuánto tiempo estaremos fuera?

—No, ni siquiera dijeron con claridad por qué, sólo que había que ir al norte por la tormenta. Y que… Que esto es el fin.

Auaine inhaló con brusquedad al oír aquello.

—Bien, ve a avisar a los hombres para que se preparen —contestó luego—. Yo me ocuparé de la casa.

Entró y se la oyó trajinar en el interior; Renald se obligó a dar la espalda a la tormenta, rodeó la casa y entró en el corral al tiempo que llamaba a los mozos de labranza para que se reunieran con él. Eran una cuadrilla de tipos recios, esos chicos; todos ellos. Los hijos del granjero se habían marchado para hacer fortuna en otros sitios, pero sus seis trabajadores casi eran como unos hijos para él. Merk, Favidan, Rinnin, Veshir y Adamand se congregaron a su alrededor. Todavía un poco aturdido, Renald les mandó a dos de ellos que fueran a recoger a los animales; a otros dos, que empaquetaran todo el grano y los víveres que quedaban de las provisiones del invierno, y al quinto lo mandó a buscar a Geleni, que había ido al pueblo a comprar semillas nuevas por si acaso la siembra no había prendido a causa de haber utilizado el grano que tenían almacenado.

Los cinco hombres salieron a hacer sus encargos y Renald se quedó un momento más en el corral, aunque enseguida entró en el establo a buscar la pequeña fragua para sacarla a cielo abierto. No era sólo un yunque, sino una forja completa, compacta, construida para desplazarla de sitio. El granjero la tenía montada sobre rodillos, porque dentro de un establo no se podía trabajar con una fragua: se corría el peligro de que se prendiera todo el polvillo que había en el aire. Empujó de los mangos y la llevó rodando hasta el cobertizo que había a un lado del patio, construido con buenos ladrillos, en el que realizaba pequeñas reparaciones cuando hacía falta.

Una hora más tarde tenía el fuego bien atizado; no era tan hábil como Thulin, pero había aprendido de su padre que ser capaz de ocuparse de hacer algunos trabajos de forja era muy importante. A veces uno no podía malgastar las horas que harían falta en ir a la ciudad y volver sólo para arreglar un gozne roto.

Las nubes seguían allí; Renald intentó no mirarlas cuando salió del cobertizo, camino al establo. Esas nubes eran como ojos que atisbaran por encima de su hombro lo que hacía.

Dentro del establo la luz se colaba a través de rendijas en la pared y caía sobre el polvo y el heno. Él mismo lo había construido hacía unos veinticinco años; siempre pensaba que tenía que reemplazar algunos de aquellos tablones pandeados del tejado, pero ahora no había tiempo para eso.

De la pared donde estaban las herramientas descolgó la tercera mejor guadaña que tenía, pero se detuvo y, tras respirar profundamente, tomó en cambio la mejor de todas. Salió de nuevo hasta la forja y sacó de un golpe el mango de la guadaña.

Mientras echaba a un lado el mango, Veshir —el mayor de los mozos de labranza— se acercó tirando de un par de cabras y al ver la hoja de la guadaña en el fuego se le ensombreció el rostro. Ató las cabras a un poste y después corrió hacia donde se encontraba Renald, pero no dijo nada.

¿Cómo hacer algo parecido a una alabarda, aunque fuera una sencilla? Thulin dijo que eran buenas para desmontar a un jinete del caballo. Bien, tendría que reemplazar el mango por un astil más largo y recto, de madera de fresno. El extremo rebordeado del astil tendría que sobresalir del doblez de la hoja; sería como una burda punta de lanza que iría revestida con una pieza de chapa, como refuerzo. Entonces calentaría la hoja y martillearía la curvatura hasta casi la mitad para hacer un gancho con el que tirar de un hombre para desmontarlo y tal vez herirlo al mismo tiempo.

Veshir se quedó allí parado más o menos un minuto, observando; por fin se adelantó y asió al hombre mayor por el brazo.

—Renald, ¿qué estamos haciendo?

—Nos vamos al norte —contestó al tiempo que se soltaba con un brusco tirón—. La tormenta se acerca y vamos al norte.

—¿Vamos al norte sólo por una simple tormenta? ¡Eso es una locura!

Thulin tenía razón. Las cosechas… El cielo… La comida que se estropeaba de repente, sin motivo. Incluso antes de haber hablado con Thulin, ya lo sabía; muy en su interior, en lo más profundo de la mente, pero lo sabía. Esa tormenta no pasaría por encima para después desvanecerse, sin más. Había que hacerle frente.

—Veshir, has trabajado en esta granja durante… ¿cuánto tiempo, quince años? —empezó Renald mientras reanudaba su trabajo—. Fuiste el primero que contraté. Dime ¿cómo os he tratado a ti y a los tuyos?

—Bien —respondió Veshir—. ¡Pero, así me abrase, Renald, es la primera vez que hablas de dejar la granja! Las cosechas se morirán y se convertirán en polvo si las abandonamos. Ésta no es una granja de las húmedas tierras del sur. ¿Cómo vamos a irnos así, sin más?

—Porque, si no nos vamos, entonces dará igual si sembramos o no.

Veshir frunció el entrecejo.

—Hijo, harás lo que te diga y no se hable más —añadió el granjero—. Ve y acaba de reunir los animales.

Veshir se alejó enfadado, pero hizo lo que le había mandado. Era un buen hombre, aunque un poco exaltado.

Renald sacó del fuego la hoja de metal al rojo vivo, la apoyó sobre el pequeño yunque y se puso a golpear en la parte nudosa donde se unía la empuñadura con la hoja en sí para aplanarla. El sonido del martillo en el metal parecía más fuerte de lo que tendría que haber sido. Resonaba como el retumbo del trueno y los dos sonidos se mezclaron, dando la impresión de que cada golpe del martillo formaba parte de la tormenta.

Mientras trabajada, tuvo la impresión de que los repiqueteos formaban palabras, como si alguien murmurara dentro de su cabeza la misma frase una y otra y otra vez…

Se acerca la tormenta… Se acerca la tormenta…

El granjero siguió martilleando con cuidado de no tocar el filo de la cuchilla, pero enderezando la hoja, y después dando forma a un gancho en el extremo. Todavía no sabía el porqué. Pero eso no importaba.

La tormenta se acercaba y tenía que estar preparado.

Observando a los soldados patizambos que ataban —cruzado en la silla de montar— el cuerpo de Tanera envuelto en una manta, Falendre refrenó el deseo de echarse a llorar otra vez y las ganas de vomitar. Era la de rango superior y tenía que mantener cierta compostura si quería que las otras cuatro sul’dam que habían sobrevivido aguantaran el tipo. Trató de convencerse de que había visto cosas peores, batallas en las que más de una sul’dam había muerto, así como más de una damane. Sin embargo, aquello le hacía recordar la forma en que Tanera y su Miri habían perecido, y eso la espantaba.

Acurrucada a su lado, Nenci gimoteó cuando Falendre acarició la cabeza de la damane e intentó transmitir sensaciones tranquilizadoras a través del a’dam. Eso solía funcionar, pero al parecer no surtía efecto ahora. Ella misma se sentía demasiado agitada; si fuera capaz de olvidar que la damane estaba escudada y por quién lo estaba… No, no por quién, sino por qué. Nenci gimoteó otra vez.

—¿Darás el mensaje como te he dicho? —habló un hombre detrás de ella.

No, no era un hombre cualquiera. El sonido de la voz le revolvió la bilis, pero hizo el esfuerzo de darse la vuelta para mirar a quien había hablado, para buscar aquellos ojos fríos, duros. Cambiaban de color dependiendo del ángulo en que inclinaba la cabeza —ora azules, ora grises— pero siempre semejaban gemas pulidas. Había conocido a muchos hombres duros, pero ¿alguna vez se había encontrado con uno tan imperturbable como para perder una mano y poco después comportarse como si hubiera perdido un guante? Le hizo una reverencia ceremoniosa a la par que torcía el a’dam para que Nenci hiciera lo mismo. Hasta ese momento —dadas las circunstancias— las habían tratado bien considerando que eran sus prisioneras; incluso les habían dado agua para lavarse y, al parecer, no permanecerían cautivas durante mucho más tiempo. Aun así, con ese hombre, ¿quién podía afirmar que tal cosa no cambiaría? La promesa de libertad bien podría ser parte de un ardid.

—Entregaré vuestro mensaje con el rigor requerido —empezó, pero se le trabaron las palabras. ¿Qué título honorífico debía utilizar con él?—. Milord Dragón —se apresuró a finalizar la frase. Las palabras le dejaron seca la lengua, pero él asintió con la cabeza, así que debía de bastar el tratamiento.

Una de las marath’damane apareció por uno de aquellos agujeros imposibles abiertos en el aire; era una mujer joven que llevaba el cabello trenzado en una larga trenza y que lucía joyas suficientes para pasar por alguien de la Sangre, así como un punto rojo pintado en mitad de la frente, nada menos.

—¿Cuánto tiempo tienes pensado que sigamos aquí, Rand? —demandó, como si el hombre joven de ojos pétreos fuera un sirviente en lugar de ser quien era—. ¿Qué distancia hay desde este sitio hasta Ebou Dar? Esa zona está llena a rebosar de seanchan, ¿sabes?, y es muy probable que tengan soldados volando en raken en misión de reconocimiento todo en derredor de la ciudad.

—¿Te envía Cadsuane a preguntarme eso? —inquirió él, y las mejillas de la joven se sonrojaron un poco—. No estaremos mucho más, Nynaeve. Unos minutos.

La joven desvió la vista hacia las otras sul’dam y damane, éstas, siguiendo el ejemplo de Falendre, hacían como si ninguna marath’damane las observara y, sobre todo, como si no hubiera hombres con chaqueta negra. Todas se habían arreglado lo mejor posible; Surya se había lavado la sangre de la cara y la de la cara de Tabi, y Malian les había atado unas compresas grandes que les daban el aspecto de llevar puesto un extraño sombrero. Ciar se las había apañado para limpiar casi todo el vómito que se había echado por la delantera del vestido.

—Sigo pensando que debería Curarlas —habló de improviso Nynaeve—. Los golpes en la cabeza pueden tener efectos secundarios que no se notan al principio.

Endurecido el gesto, Surya movió a Tabi detrás de ella, al parecer para proteger a la damane. Como si pudiera hacerlo. Los claros ojos de Tabi estaban desorbitados por el terror.

Falendre alzó la mano en un gesto suplicante hacia el hombre joven; el hombre que decía ser el Dragón Renacido.

—Por favor, recibirán atención médica tan pronto como lleguemos a Ebou Dar.

—Déjalo estar, Nynaeve —ordenó él—. Si no quieren la Curación, no hay más que hablar. —La marath’damane lo miró ceñuda y se asió la trenza con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Él desvió de nuevo la atención hacia Falendre—. La calzada a Ebou Dar se encuentra a una hora al este de aquí. Podéis llegar a la ciudad a la caída de la noche si apretáis el paso. Los escudos de las damane se desharán dentro de una media hora. ¿Es eso correcto para los tejidos del saidar, Nynaeve?

—Media hora, sí —repuso ella al cabo de unos segundos—. Pero esto no está bien, Rand al’Thor. Me refiero a mandar de vuelta a esas damane. No está bien y tú lo sabes.

Durante unos segundos los ojos del hombre se tornaron aún más fríos si cabe, aunque no se endurecieron más porque tal cosa era de todo punto imposible. En esos largos instantes las pupilas dieron la impresión de contener cavernas enteras de hielo.

—Lo que estaba o no estaba bien era fácil de distinguir cuando sólo cuidaba unas cuantas ovejas —repuso en voz queda—. Hoy día, a veces cuesta mucho apreciar la diferencia. —Dándole la espalda, alzó la voz—. Logain, lleva de vuelta a todos a través del acceso. Sí, sí, Merise, no es mi intención darte órdenes, así que, si te dignas unirte a nosotros, apresúrate porque no tardará en cerrarse.

Las marath’damane, las que se llamaban a sí mismas Aes Sedai, empezaron a entrar a través de aquella demencial abertura en el aire y las siguieron los hombres de chaqueta negra —los Asha’man—, todos mezclados con los soldados de nariz aguileña. Varios de estos últimos acabaron de atar a Tanera a la silla del caballo; las monturas se las había proporcionado el Dragón Renacido. Qué extraño que les hiciera regalos después de lo que había ocurrido.

El joven de ojos pétreos se volvió hacia ella.

—Repite las instrucciones.

—He de volver a Ebou Dar con un mensaje para nuestros líderes de allí…

—Para la Hija de las Nueve Lunas —corrigió con severidad el Dragón Renacido—. Le entregarás el mensaje a ella.

A Falendre se le trabó la lengua. ¡No era en absoluto digna de hablar con alguien de la Sangre, cuanto menos con la Augusta Señora, hija de la emperatriz, así viviera para siempre! Pero la expresión de ese hombre no admitía discusión, así que ella encontraría la forma de hacerlo.

—Le entregaré el mensaje a ella —repitió Falendre—. Le diré que… que vos no le guardáis rencor por este ataque y que deseáis que se celebre una reunión.

—Que aún deseo que se celebre —corrigió el Dragón Renacido.

Que Falendre supiera, la Hija de las Nueve Lunas no sabía nada de la primera reunión; el encuentro lo había preparado Anath en secreto. Y por eso Falendre tenía la convicción de que ese hombre era el Dragón Renacido, porque sólo él era capaz de enfrentarse a una Renegada y no sólo sobrevivir al choque, sino salir victorioso de él.

¿Realmente era una de las Renegadas? La mente de la sul’dam se tambaleaba ante la mera idea. No, imposible. Y, sin embargo, allí estaba el Dragón Renacido; si estaba vivo y presente en el mundo, entonces los Renegados también lo estarían. Falendre se sentía confusa y las ideas le daban vueltas y vueltas en la cabeza, pero reprimió el terror; de eso ya se ocuparía más tarde. Ahora necesitaba mantener el control.

Se obligó a buscar aquellas gemas heladas que el hombre tenía por ojos; era menester conservar cierta dignidad aunque sólo fuera para tranquilizar a las cuatro sul’dam que habían sobrevivido. Y a las damane, por supuesto. Si las sul’dam perdían de nuevo la compostura no habría esperanza para las damane.

—Le diré que aún deseáis celebrar una reunión con ella —repitió Falendre, que se las ingenió para que la voz le sonara tranquila—. Que creéis que debe haber paz entre nuestros pueblos. Y tengo que contarle que lady Anath era… Era una Renegada.

Vio de reojo que, a través del agujero en el aire, algunas de las marath’damane empujaban a Anath, la cual conservaba un porte majestuoso a pesar de ser una cautiva. Siempre había intentado mandar más de lo que correspondía a su posición. ¿De verdad sería lo que este hombre decía que era?

¿Cómo iba a presentarse ante la der’sul’dam para explicarle esta tragedia, esta terrible pérdida? Ansiaba marcharse de allí y buscar un sitio donde esconderse.

—Debemos tener paz —dijo el Dragón Renacido—. Me encargaré de que sea así. Dile a tu señora que podrá encontrarme en Arad Doman; forzaré el fin de la batalla que se libra contra vuestras fuerzas allí. Hazle saber que haré esto como un gesto de buena voluntad, igual que lo es el hecho de que os deje libres. Ser manipulado por un Renegado no es ninguna vergüenza, sobre todo si se trata de… esa criatura. En cierto modo, ahora estoy más tranquilo; me preocupaba que uno de ellos se hubiese infiltrado en la nobleza seanchan. Tendría que haber imaginado que sería Semirhage. Siempre le han gustado los retos.

Hablaba de los Renegados con una familiaridad increíble, y a Falendre le causaba escalofríos oírle. Él la miró.

—Podéis iros —dijo antes de alejarse y entrar por la rasgadura abierta en el aire.

Qué no daría ella por tener ese modo de viajar para Nenci. La última de las marath’damane pasó por el agujero y la abertura se cerró dejando solas a Falendre y las otras; formaban un grupo penoso. Talha aún lloraba, y Malian parecía a punto de vomitar. A varias de las que habían tenido sangre en la cara antes de lavarse se les marcaban tenues reguerillos rojos en las mejillas, además de tener escamillas de sangre reseca pegadas en la piel. Falendre se alegraba de no haberse visto obligada a aceptar que se usara la Curación en ellas; había visto a uno de esos… hombres Curando a miembros del grupo del Dragón. A saber qué mácula dejaría en una persona estar bajo aquellas manos infectas.

—Sed fuertes —ordenó a las demás, aunque se sentía mucho más insegura de lo que daba a entender su actitud.

¡Las habían dejado libres! No se había atrevido siquiera a abrigar la esperanza de que las cosas acabaran así, de modo que mejor sería marcharse enseguida. Cuanto antes. Metió prisa a las otras para que montaran en los caballos que les habían dado y pocos minutos después partían hacia el sur —cada una de las sul’dam con su compañera damane al lado— en dirección a Ebou Dar.

Los acontecimientos de ese día tal vez tendrían como resultado que le quitaran a su damane, incluso que le prohibieran para siempre asir el a’dam. Al no estar Anath, habría que castigar a otra. ¿Qué diría la Augusta Señora Suroth? damane muertas, el Dragón Renacido ofendido.

Seguramente lo peor que le pasaría sería perder el acceso al a’dam; no rebajarían a da’covale a alguien como ella, ¿verdad? La idea hizo que la bilis le subiera de nuevo a la boca.

Habría que explicar lo ocurrido ese día con mucho tiento; tenía que haber un modo de que pudiera presentar los hechos de forma que salvara la vida.

Había dado su palabra al Dragón de que hablaría directamente con la Hija de las Nueve Lunas, y lo haría. Pero tal vez no de inmediato. Se imponía una profunda y concienzuda reflexión sobre todo aquel asunto.

Falendre se inclinó sobre el cuello del caballo y azuzó a la montura para que se adelantara a las otras; así no verían las lágrimas de frustración ni el dolor y el terror que le desbordaban los ojos.

Tylee Khirgan, teniente general del Ejército Invencible, detuvo el caballo en lo alto de una colina arbolada y contempló el paisaje al norte de su posición. Qué distinta era aquella tierra; su tierra natal, Maram Kashor, era una isla seca cercana a la punta meridional de Seanchan; allí los árboles lumma eran colosos que se erguían rectos y altísimos, con frondosas copas semejantes a la cresta de pelo de un miembro de la Alta Sangre.

En comparación, esas cosas que pasaban por árboles en esta tierra eran arbustos ramificados, nudosos y retorcidos. Las ramas eran como dedos sarmentosos de viejos soldados, artríticos de tantos años de sujetar una espada. ¿Cómo llamaban los lugareños a esas plantas? ¿Árboles de monte bajo? Qué extraño pensar que algunos de sus antepasados podían proceder de ese sitio, que habían viajado con Luthair Paendrag a Seanchan.

Levantando polvo a su paso, el ejército de Tylee marchaba por la calzada, allá abajo. Miles y miles de hombres; no tantos como los que tenía antes, pero no muchos menos. Habían pasado dos semanas desde el combate contra los Aiel, cuando el plan de Perrin Aybara había funcionado de forma impresionante. Combatir al lado de un hombre como él resultaba siempre una experiencia agridulce. Dulce por la depurada genialidad del lance; amarga por la preocupación de que algún día tuvieran que enfrentarse en el campo de batalla. Tylee no era de los que disfrutaban de una lucha que representara un reto; siempre había preferido alzarse con la victoria del modo más rápido y fácil, y dejarse de historias.

Algunos generales afirmaban que no tener que esforzarse significaba no verse obligado a superarse. Tylee consideraba preferible que sus hombres y ella se superaran en el campo de prácticas, y dejar la lucha esforzada para sus enemigos.

No le gustaría enfrentarse a Perrin; no le gustaría en absoluto, y no sólo porque le cayera bien.

Se oyó el ruido de cascos en la tierra. La teniente general miró hacia un lado y vio a Mishima en su caballo, un castrado de capa clara que el oficial frenó junto al suyo. Llevaba el yelmo atado a la silla, y el rostro marcado con cicatrices se mostraba pensativo. Vaya pareja hacían ellos dos; el rostro de Tylee también tenía sus buenas cicatrices.

Mishima la saludó de un modo más respetuoso, como hacía desde que había sido ascendida a la Sangre. Aquel mensaje, entregado por un jinete de raken, había sido algo inesperado; era un honor, uno al que la mujer no se había acostumbrado aún.

—¿Todavía reflexionando sobre la batalla? —preguntó Mishima.

—Así es —admitió Tylee. Hacía dos semanas de ello y aún no podía sacárselo de la cabeza—. ¿A ti qué te parece?

—¿Os referís a Aybara? —inquirió él. Aún le hablaba como un amigo, bien que evitaba mirarla a los ojos—. Es un buen soldado, aunque tal vez demasiado centrado en una cosa, demasiado motivado. Pero sólido.

—Sí, cierto —convino Tylee, que después sacudió la cabeza—. El mundo está cambiando de formas que no podemos prever, Mishima. Primero, Aybara, y luego los sucesos extraños.

El oficial asintió con un cabeceo, pensativo.

—Los hombres no quieren hablar de ello.

—Los sucesos se han repetido con demasiado frecuencia para tratarse de ilusiones provocadas por alguien —manifestó Tylee—. Los exploradores están viendo cosas.

—Los hombres no desaparecen sin más ni más —dijo Mishima—. ¿Creéis en el Poder Único?

—No sé qué es —contestó la mujer mientras miraba hacia los árboles que había alrededor. Días antes había pasado junto a algunos que empezaban a echar brotes de primavera, pero ninguno de éstos —de aspecto esquelético— tenía retoños, aunque el aire era lo bastante cálido para que hubiera pimpollos.

—¿Hay árboles como éstos en Halamak?

—No exactamente iguales —repuso Mishima—. Pero no es la primera vez que veo árboles así.

—¿No tendrían que haber retoñado a estas alturas?

—Soy soldado, general Tylee —contestó él al tiempo que se encogía de hombros.

—No me había dado cuenta —repuso la mujer con sequedad.

—Lo que quiero decir es que no presto atención a los árboles. No sangran. Quizá tendrían que haber retoñado, o tal vez no. Pocas cosas tienen sentido a este lado del océano. Árboles que no retoñan en primavera, ésa es otra singularidad. Mejor eso que más marath’damane comportándose como si fueran de la Sangre, y todo el mundo haciéndoles reverencias y doblando la cerviz ante ellas. —El capitán se estremeció.

Tylee asintió con la cabeza, pero no compartía la repulsión de su oficial; no del todo. No sabía bien qué pensar de Perrin Aybara y sus Aes Sedai, y menos de sus Asha’man. Ella tampoco sabía mucho más de árboles que Mishima, pero tenía la sensación de que deberían haber empezado a retoñar. Y esos hombres que los exploradores seguían viendo en los campos, ¿cómo podían desvanecerse de un momento a otro, incluso con el Poder Único?

Hacía unas horas, el oficial de intendencia había abierto uno de los fardos de raciones de campaña y sólo había encontrado polvo. Tylee habría ordenado buscar a un ladrón o un bromista, si el oficial de intendencia no hubiera insistido en que acababa de comprobar el fardo unos minutos antes. Karm era un hombre digno de confianza; llevaba años siendo el oficial de intendencia y era de los que no cometían errores.

Allí era muy frecuente que la comida se echara a perder. Karm decía que era por culpa del calor que hacía en esta extraña tierra. Pero las raciones de campaña no podían estropearse ni pudrirse, o por lo menos no de forma tan imprevisible. Todos los augurios eran malos en los últimos tiempos; ese mismo día por la mañana había visto dos ratas muertas, boca arriba, una con la cola de la otra en la boca. Era el peor augurio que había visto en su vida, y aún le daban escalofríos al recordarlo.

Pasaba algo. Perrin no se mostró muy inclinado a hablar de ello, pero Tylee notó que algo lo agobiaba. Ese hombre sabía mucho más de lo que había contado.

«No podemos permitirnos el lujo de luchar contra esta gente», pensó. Era un pensamiento subversivo que no podía compartir con Mishima; ni siquiera se atrevía a sopesarlo. La emperatriz, así viviera muchos años, había ordenado reclamar y reconquistar esta tierra. Suroth y Galgan eran los líderes del imperio elegidos para dicha empresa hasta que la Hija de las Nueve Lunas se manifestara y se diera a conocer. Aunque Tylee no podía saber lo que opinaba la Augusta Señora Tuon, era evidente que Suroth y Galgan compartían el deseo de ver sometida esta tierra. Prácticamente era en lo único que estaban de acuerdo.

Ninguno de ellos escucharía sugerencias para que buscaran aliados entre las gentes de aquí, en lugar de hacerse enemigos. Era un pensamiento rayano en la traición o, al menos, la insubordinación. Tylee suspiró y se volvió hacia Mishima a fin de darle la orden de buscar un lugar donde acampar para pasar la noche.

Se quedó petrificada. Una flecha de aspecto horrendo, con lengüetas, atravesaba el cuello del capitán; ni siquiera había oído el golpe al alcanzarlo. Él la miró a los ojos, estupefacto, e intentó hablar, pero sólo le salió sangre de la boca. Se deslizó de la silla y se precipitó al suelo hecho un ovillo al tiempo que algo enorme cargaba a través del matorral que la mujer tenía a un lado y, quebrando las nudosas ramas, se abalanzaba contra ella. Tylee casi no tuvo tiempo de desenvainar la espada y gritar antes de que Paño —un buen caballo de batalla que jamás le había fallado en una contienda— se encabritara llevado por el pánico y la tirara al suelo.

Quizá fue eso lo que le salvó la vida, porque el atacante blandió una espada de hoja ancha que se hundió en la silla donde estaba ella un momento antes. Tylee se incorporó con precipitación en medio del tintineo de la armadura y lanzó el grito de alerta:

—¡A las armas! ¡Nos atacan!

Su voz se unió a centenares que gritaron lo mismo casi a la par. Los hombres chillaban; los caballos relinchaban.

«Una emboscada —se dijo para sus adentros al tiempo que alzaba la espada—. ¡Y nos hemos metido de cabeza en ella! ¿Dónde están los exploradores? ¿Qué ha pasado?» Se abalanzó contra el hombre que había intentado matarla; él se revolvió con un gruñido.

Y, por primera vez, Tylee vio lo que era. Nada de un hombre, sino un ser de rasgos deformes con la cabeza cubierta por un denso pelaje castaño, y en la frente, demasiado ancha, la gruesa piel arrugada. Los ojos eran inquietantemente humanos, pero la nariz era aplastada como la de un jabalí, y en la boca le asomaban dos colmillos prominentes. El ser rugió y la salpicó con la saliva que le salió de los labios casi humanos.

«Por la sangre de mis olvidados antecesores —pensó Tylee—. ¿Con qué nos hemos topado?»

El monstruo era una pesadilla a la que habían dado cuerpo y soltado para que matara, materializada en algo que siempre había desestimado al tenerlo por una superstición.

Cargó contra el ser y desvió la ancha espada cuando intentó atacarla; giró sobre sí misma ejecutando Golpear la broza y cercenó un brazo de la bestia por el hombro. Arremetió de nuevo, y la cabeza del ser siguió al brazo hasta el suelo, cortada limpiamente. A saber cómo, el monstruo dio tres pasos tambaleantes antes de desplomarse.

Los árboles se agitaron y se oyó el chasquido de más ramas. Al final de la ladera de la colina, Tylee vio centenares de seres que habían salido de los matorrales y atacaban a la columna de hombres por el centro, sembrando el caos. Más y más monstruos salían a raudales de los árboles.

¿Cómo había ocurrido aquello? ¿Cómo habían llegado esas cosas tan cerca de Ebou Dar? Se encontraban bastante dentro del perímetro defensivo seanchan, a un solo día de marcha de la capital.

Tylee cargó ladera abajo llamando a gritos a su guardia mientras más bestias surgían de los árboles tras ella, rugiendo.

Graendal estaba reclinada en una estancia de mampostería repleta de hombres y mujeres rendidos ante su presencia —todos y cada uno de ellos ejemplares perfectos— cubiertos con poco más que una túnica de diáfana tela blanca. Un cálido fuego crepitaba en el hogar y teñía de un tono rojo como sangre una delicada alfombra; ésta tenía un diseño de muchachitas y muchachitos enredados en posturas que habrían hecho enrojecer a cualquier cortesana experta. Las ventanas abiertas dejaban pasar la luz de la tarde; desde el palacio, emplazado a considerable altura, se tenía una hermosa vista de los pinos y del lago que había allá abajo.

Tomó un sorbo de zumo de cerdadulce; lucía un vestido azul pálido de corte domani —cada vez le gustaban más las modas de esas mujeres—, sólo que el tejido del suyo era muchísimo más transparente que el que ellas llevaban. Esas domani preferían recurrir al susurro, mientras que Graendal se decantaba por un buen grito. Dio otro sorbo al zumo. Qué sabor acídulo tan interesante tenía; en la era actual era algo muy exótico, ya que los árboles sólo crecían en unas islas lejanas.

Sin previo aviso, un acceso se abrió en el centro de la estancia. Graendal masculló una maldición cuando uno de sus mejores trofeos —una suculenta joven llamada Thurasa, miembro del Consejo de Mercaderes domani— estuvo a punto de perder un brazo. El acceso dejó entrar un golpe de calor bochornoso que echó a perder la perfecta combinación del frío aire de la montaña con la calidez del hogar que había en la estancia.

No sin esfuerzo, Graendal mantuvo la compostura y se reclinó en el diván mullido en exceso; un mensajero vestido de negro entró por el portal y ella supo de inmediato lo que quería antes de que hablara. Sólo Moridin sabía dónde encontrarla.

—Mi señora, vuestra presencia es requerida por…

—Sí, sí —lo interrumpió—. Ponte derecho y deja que te vea.

El joven se quedó inmóvil de pie, sólo dos pasos dentro de la habitación. ¡Oh, qué atractivo era! Cabello rubio claro, que era tan poco habitual en muchas partes del mundo; ojos verdes tan brillantes como el musgo que crecía en los estanques; figura esbelta, firme, con los músculos justos. Graendal chasqueó la lengua. ¿Intentaba Moridin tentarla enviándole a su chico más guapo o era una elección hecha al azar?

No, no. Entre los Elegidos no existían las casualidades. Graendal estuvo a punto de lanzar un tejido de Compulsión para apoderarse del joven y quedarse con él. Sin embargo, se contuvo; una vez que una persona había experimentado ese nivel de Compulsión ya no había forma de recuperarla, y Moridin podía encolerizarse. Debía tener cuidado con los arranques de Moridin; siempre había estado desequilibrado, incluso en los primeros años. Si quería verse a sí misma como Nae’blis algún día, era importante no exasperarlo mientras llegaba el momento de atacar.

Dejó de prestar atención al mensajero —si no podía tenerlo, entonces no le interesaba— y miró a través del acceso abierto. Detestaba verse obligada a reunirse con otro de los Elegidos en las condiciones impuestas por él, y también detestaba tener que dejar su plaza fuerte y a sus juguetes, pero lo que más odiaba era actuar de forma servil con quien tendría que ser su subordinado.

Era un hecho y no había nada que hacer: Moridin era el Nae’blis. De momento. Y ello significaba que, ni que le gustara ni que no, tenía que acudir a su llamada. Así pues, dejó la bebida a un lado, se puso de pie y cruzó el acceso envuelta en los brillos dorados del bordado en el diáfano vestido de color azul.

Al otro lado la atmósfera era perturbadoramente calurosa, por lo que Graendal tejió de inmediato Aire y Agua para enfriar el ambiente a su alrededor. Se encontraba en un edificio negro de piedra, y una luz rojiza entraba por las ventanas desprovistas de cristales; ese color era indicio de un ocaso, aunque en Arad Doman sólo mediaba la tarde. Imposible que hubiera Viajado tan lejos, ¿verdad?

Los únicos muebles de la estancia eran las duras sillas de madera de un negro profundo; desde luego, a Moridin le faltaba imaginación últimamente. Todo era rojo o negro, y todas sus ideas se centraban en matar a esos estúpidos chicos del pueblo de Rand al’Thor. ¿Es que sólo ella se daba cuenta de que ese tal al’Thor era la verdadera amenaza? ¿Por qué no matarlo a él y acabar de una vez con el problema?

La respuesta evidente a esa pregunta —es decir, que hasta el momento ninguno de ellos había demostrado ser lo bastante fuerte para derrotarlo— no era algo que le gustara plantearse.

Graendal se acercó a una ventana y descubrió la razón de que la luz tuviera aquel tono herrumbroso. En el exterior, el terreno —de aspecto arcilloso— estaba teñido de rojo por el componente de hierro del suelo. Se encontraba en una torre negrísima de piedra que atraía el calor abrasador del cielo. Poca vegetación germinaba allí fuera, y la que crecía tenía manchas negras. Así que era la zona nororiental del interior de la Llaga; hacía bastante tiempo que Graendal no había estado allí. Al parecer, Moridin había localizado nada menos que una fortaleza.

Había un conjunto de chozas de pésima calidad a la sombra de la construcción fortificada, y en la distancia se veían unos recuadros que eran campos de cultivos de especies de la zona. Probablemente hacían pruebas con una variedad nueva más resistente para intentar conseguir que arraigara y creciera allí; puede que incluso fueran distintos cultivos, lo que explicaría que hubiera campos diferentes. A pesar del calor, guardias con uniforme negro rondaban por los alrededores. Había que tener soldados para rechazar los ataques de diversos Engendros de la Sombra que habitaban en lo profundo de la Llaga; esos seres no obedecían a nadie salvo al Gran Señor en persona. ¿Qué hacía Moridin en una fortaleza situada tan dentro de la Llaga?

Las especulaciones de Graendal cesaron de repente cuando unos pasos anunciaron la llegada de otros convocados. Demandred entró por el acceso que daba al sur, acompañado por Mesaana. ¿Quería eso decir que habían llegado juntos? Daban por sentado que ella desconocía su pequeña alianza, un pacto que incluía a Semirhage. Pero, en serio: si querían mantenerlo en secreto, ¿por qué no entendían que no debían acudir juntos a la llamada?

Graendal disimuló una sonrisa al saludarlos a los dos con un gesto de la cabeza y después eligió para sentarse el sillón más grande y de aspecto más cómodo entre los que había en la estancia; pasó un dedo por la suave y oscura madera notando las vetas bajo el barnizado. Demandred y Mesaana la observaron con frialdad; los conocía lo bastante bien para captar indicios de la sorpresa que les causaba verla allí. Vaya, vaya. Así que esperaban esta reunión, pero no que ella estuviera presente, ¿verdad? Sería mejor fingir que en su caso no sentía desconcierto ni asombro, y les dirigió una sonrisa enterada a los dos que provocó un destello de ira en los ojos de Demandred.

Ese hombre la hacía sentirse frustrada, aunque eso no lo admitiría jamás en voz alta. Mesaana estaba introducida en la Torre Blanca haciéndose pasar por una de las que se llamaban a sí mismas Aes Sedai en la era actual. Qué fácil era interpretar las reacciones de esa mujer; los agentes de Graendal en la Torre Blanca la tenían bien informada sobre las actividades de Mesaana. Y, por supuesto, la recién forjada asociación entre ella y Aran’gar resultaba asimismo muy útil. Aran’gar estaba entre las Aes Sedai rebeldes, las que tenían la Torre Blanca bajo asedio.

No, Mesaana no la pillaba por sorpresa; y a los demás era fácil seguirles el rastro. Moridin reunía las fuerzas del Gran Señor para la Última Batalla, y sus preparativos de guerra le dejaban muy poco tiempo para ocuparse del sur, si bien sus dos adláteres, Cyndane y Moghedien, se dejaban ver por allí; pasaban el tiempo congregando a los Amigos Siniestros y, de vez en cuando, intentado ejecutar la orden de Moridin de que esos dos ta´veren —Perrin Aybara y Matrim Cauthon— fueran asesinados.

Graendal estaba convencida de que Sammael había muerto a manos de Rand al’Thor durante la lucha por Illian. De hecho —ahora que Graendal tenía una pista que apuntaba a que Semirhage había estado moviendo los hilos con los seanchan— estaba convencida de conocer los planes de los otros siete Elegidos que quedaban.

A excepción de Demandred.

¿Qué se traía entre manos ese maldito hombre? Graendal habría trocado todo cuanto sabía sobre las actividades de Mesaana y de Aran’gar a cambio de un simple indicio de los planes de Demandred. Allí estaba, apuesto, la nariz aguileña, los labios tirantes en una perpetua mueca iracunda; jamás sonreía y daba la impresión de que nunca disfrutaba con nada. A pesar de ser uno de los principales generales entre los Elegidos, parecía que la guerra no le proporcionaba placer. En cierta ocasión le había oído comentar que reiría el día que le partiera el cuello a Lews Therin, y sólo entonces.

Era un necio por albergar ese rencor; y pensar que podría estar en el otro lado, que podría haberse convertido en el Dragón si las cosas hubieran ido de otra forma… Aun así, necio o no, era muy, muy peligroso, y a Graendal no le gustaba desconocer los planes de ese hombre. ¿Dónde estaba instalado? A Demandred le gustaba tener ejércitos a sus órdenes, pero no quedaba ninguno en movimiento por el mundo.

Salvo, quizás, esas tropas de las Tierras Fronterizas. ¿Se las habría ingeniado para infiltrarse entre ellos? Esa habría sido sin duda toda una hazaña; sin embargo, a ella debería haberle llegado algún rumor, ya que tenía espías en ese campamento.

Sacudió la cabeza; ojalá tuviera algo de beber para mojarse los labios. El aire del norte era demasiado seco, y ella prefería la humedad de la atmósfera domani. Demandred se cruzó de brazos y permaneció de pie mientras Mesaana se sentaba. Ésta llevaba el pelo negro cortado a la altura de la barbilla y tenía los ojos de un tono azul desvaído; el vestido era blanco, largo hasta el suelo, sin bordados; la mujer tampoco lucía joyas. Intelectual hasta la médula. A veces Graendal pensaba que Mesaana estaba del lado de la Sombra porque le ofrecía una oportunidad mucho más interesante para investigar.

Mesaana estaba ahora dedicada por completo al Gran Señor, como el resto de ellos, pero parecía un miembro de segunda clase entre los Elegidos. Hacía alarde de cosas que no estaba en condiciones de cumplir, se aliaba con los grupos más fuertes, pero carecía de habilidad para manipularlos. Había llevado a cabo actos perversos en nombre del Gran Señor, pero nunca había conseguido los grandes logros de Elegidos como Semirhage y Demandred, y mucho menos Moridin.

Fue pensar en él, y Moridin entró en la estancia. Él sí que era una criatura hermosa; en comparación, Demandred parecía un pueblerino con cara de aldaba. Sí, ese cuerpo era mucho mejor que el anterior que había tenido. Casi era tan guapo como para tenerlo entre sus juguetes, aunque el mentón estropeaba un poco el conjunto; demasiado prominente, demasiado firme. Con todo, ese cabello negro como la noche, coronando un cuerpo alto, ancho de hombros… Sonrió al imaginarlo arrodillado, vistiendo un diáfano atuendo blanco, con una mirada de adoración en los ojos y envuelto en la Compulsión hasta el punto de no ver nada ni a nadie excepto a ella.

Mesaana se levantó de la silla tan pronto como Moridin entró, y Graendal, aunque de mala gana, hizo lo mismo. El hombre no era uno de sus juguetes; todavía. Era el Nae’blis y en los últimos tiempos había empezado a exigirles más y más muestras de obediencia. El Gran Señor le daba autoridad, y los otros tres Elegidos inclinaron la cabeza ante él con renuencia; sólo a él entre todos los hombres mostrarían deferencia. La mirada severa de Moridin registró su gesto de subordinación mientras caminaba con paso arrogante hasta el fondo de la estancia, hacia la chimenea con repisa instalada en la pared de piedras negras como el carbón. ¿Qué empujaría a alguien a construir una fortaleza de piedra negra en medio del calor de la Llaga?

Graendal se sentó otra vez. ¿Vendrían los otros Elegidos? Si no era así, ¿qué significaba esa ausencia?

Mesaana, que se adelantó un paso, habló antes de que Moridin tuviera ocasión de abrir la boca.

—Moridin, tenemos que rescatarla —dijo la mujer.

—Hablarás cuando te dé permiso para que lo hagas, Mesaana —replicó él con frialdad—. Aún no estás perdonada.

La mujer se amilanó, pero enseguida resultó obvio que estaba furiosa consigo misma por tener ese gesto de debilidad. Moridin, sin prestarle atención, dirigió la vista hacia Graendal, con los ojos entrecerrados. ¿A qué venía esa mirada?

—Puedes continuar —dijo por fin a Mesaana—, pero no olvides cuál es tu sitio.

Mesaana apretó los labios, pero no discutió.

—Moridin —prosiguió en un tono menos exigente—, comprendiste que acceder a reunirte con nosotros era de sentido común, lo que sin duda se debió a que también estabas consternado. Nosotros no disponemos de los medios necesarios para ayudarla, porque es indiscutible que estará bien vigilada por Aes Sedai y esos Asha’man. Necesitamos que nos ayudes a liberarla.

—Semirhage merece que la hayan capturado —contestó Moridin, que apoyó un brazo en la repisa de la chimenea, todavía sin volverse a mirar a Mesaana.

¿Semirhage, capturada? Graendal hacía poco que se había enterado de que la mujer se estaba haciendo pasar por una seanchan importante. ¿Qué había hecho para que la apresaran? ¡Si había presentes Asha’man, entonces la cosa tenía todos los visos de ser el propio al’Thor quien la había tomado prisionera!

A pesar de la tremenda sorpresa, Graendal mantuvo una sonrisa enterada. Demandred le dirigió una rápida ojeada; si él y Mesaana habían pedido tener esta reunión, entonces ¿por qué Moridin había mandado llamarla a ella?

—¡Pero piensa en lo que Semirhage podría revelar! —argumentó Mesaana sin hacer caso de Graendal—. Además es una de los Elegidos y nuestro deber es ayudarla.

«Y, además de eso, es miembro de la pequeña alianza que tenéis —pensó Graendal—. Tal vez el miembro más fuerte. Perderla sería un golpe para vuestra apuesta por controlar a los Elegidos».

—Desobedeció —respondió Moridin—. No tenía que intentar matar a al’Thor.

—No lo intentó —se apresuró a contradecirlo Mesaana—. La mujer que tenemos allí cree que la bola de fuego fue producto de una reacción de sorpresa, que no había intención de matar.

—¿Y tú qué opinas de eso, Demandred? —preguntó Moridin, que miró al hombre más bajo.

—Quiero a Lews Therin —repuso Demandred con voz profunda, la expresión sombría, como siempre—. Semirhage lo sabe. También sabe que, si lo hubiera matado, la habría buscado y le habría quitado la vida en represalia. Nadie matará a al’Thor. Nadie salvo yo.

—Tú o el Gran Señor, Demandred —lo corrigió Moridin, cuya voz había adquirido un timbre peligroso—. Su voluntad está por encima de todos nosotros.

—Sí, sí, por supuesto que lo está —interrumpió Mesaana, que se adelantó un poco más y el sencillo vestido barrió el espejeante suelo de mármol negro—. Moridin, el hecho es que ella no intentaba matarlo, sólo capturarlo. Yo…

—¡Claro que quería capturarlo! —bramó Moridin, y Mesaana se amilanó otra vez—. Eso fue lo que se le ordenó que hiciera. Y fracasó, Mesaana. ¡Fracasó de una forma estrepitosa al dejarlo herido en contra de mi orden expresa de que no se le hiciera daño! Y, por su incompetencia, sufrirá. No os prestaré ayuda alguna para rescatarla. De hecho, os prohíbo que le proporcionéis ayuda vosotros. ¿Queda entendido?

Por tercera vez, Mesaana se acobardó. No así Demandred, que le sostuvo la mirada a Moridin y después asintió con la cabeza. Sí, ése tenía hielo en las venas. A lo mejor Graendal lo había subestimado; bien podría ser el más fuerte de los tres, más peligroso que Semirhage. Ésta era impasible y controlada, cierto, pero a veces hacía falta un poco de emoción. La emoción podría empujar a Demandred a emprender acciones que otra persona con la cabeza más fría ni siquiera se plantearía.

Moridin bajó la vista al tiempo que flexionaba la mano izquierda, como si la tuviera agarrotada; Graendal vislumbró un atisbo de dolor en la expresión del hombre.

—Dejad que Semirhage se pudra —gruñó Moridin—. Dejad que descubra lo que significa ser ella la sometida a interrogatorio. Quizás el Gran Señor encuentre el modo de que sea útil en las próximas semanas, pero eso será él quien lo decida. Bien, ahora habladme de vuestros preparativos.

Una ligera palidez demudó el semblante de Mesaana, que echó un vistazo a Graendal; por el contrario, Demandred enrojeció como si no diera crédito a que le pidiera un informe de sus actividades delante de otra Elegida. Graendal les sonrió a los dos.

—Estoy perfectamente preparada —dijo Mesaana, que se volvió hacia Moridin—. La Torre Blanca y esas necias que la dirigen serán mías dentro de poco. Entregaré al Gran Señor no sólo una Torre Blanca dividida, sino toda una prole de encauzadoras que, de un modo u otro, servirán a nuestra causa en la Última Batalla. ¡Esta vez las Aes Sedai combatirán por nosotros!

—Osada afirmación —comentó Moridin.

—Conseguiré que sea así —afirmó Mesaana con sosiego—. Mis seguidoras infectan la Torre como una plaga invisible que pudre por dentro a un hombre de aspecto sano. Cada vez son más y más las que se unen a la causa. Algunas de forma intencionada y otras sin ser conscientes; tanto da lo uno como lo otro.

Graendal escuchaba, pensativa. Aran’gar afirmaba que, con el tiempo, las Aes Sedai rebeldes se harían con la Torre, aunque la propia Graendal lo dudaba. ¿Quién saldría victoriosa, la muchachita o la necia? ¿Importaba acaso?

—¿Y tú?—le preguntó Moridin a Demandred.

—Mi autoridad está consolidada —se limitó a responder el Elegido—. Congrego tropas y hago preparativos para la guerra. Estaremos listos.

Graendal ansiaba que añadiera algo más, pero Moridin no pidió más pormenores. Aun así, era mucho más de lo que habría logrado vislumbrar por sí misma. Al parecer Demandred ocupaba un trono y tenía ejércitos. Ejércitos que estaban agrupados. Que fueran los de las Tierras Fronterizas marchando por el este cobraba consistencia.

—Vosotros dos podéis retiraros —ordenó Moridin.

Mesaana estaba que echaba chispas por ser despedida así, pero Demandred se limitó a dar media vuelta y salir con paso majestuoso. Graendal asintió para sus adentros; tendría que vigilarlo. El Gran Señor estaba a favor de la acción, y a menudo los que contribuían con ejércitos a su causa recibían una recompensa mejor. Era muy probable que Demandred fuera su rival más importante; después del propio Moridin, desde luego.

Como a ella no le había ordenado que se fuera, Graendal se quedó sentada mientras los otros dos se retiraban. Moridin siguió en el mismo sitio, con un brazo apoyado en la chimenea. Durante un tiempo reinó el silencio en la estancia demasiado negra, y entonces un sirviente vestido con uniforme rojo entró llevando dos copas. Era un hombre feo, de cara anodina y cejas pobladas que no merecía más que un vistazo de pasada.

Graendal bebió un sorbo y saboreó un vino joven con un punto ácido, pero bastante bueno. Cada vez resultaba más difícil encontrar buen vino; la influencia del Gran Señor en el mundo contaminaba todo, estropeaba la comida, echaba a perder hasta lo que no habría tenido que estropearse.

Moridin despidió al sirviente con un gesto de la mano, sin coger su propia copa. Graendal tenía miedo de que la envenenaran, por supuesto; siempre lo temía cuando bebía en copas de otros. No obstante, Moridin no tenía motivo para envenenarla; era el Nae’blis. Cuanto más se resistían casi todos a mostrarle subordinación, más y más ejercía su voluntad con ellos empujándolos a posiciones subordinadas, como sus inferiores. Graendal sospechaba que, si él quisiera, la ejecutaría de cualquier modo que se le ocurriera y el Gran Señor se lo permitiría, así que bebió y esperó.

—¿Has recabado mucho de lo que has oído, Graendal? —preguntó Moridin.

—Tanto como era posible recabar —contestó con prudencia.

—Sé cómo ansías tener información. A Moghedien se la conoce desde siempre como la Araña que tira de los hilos desde lejos, pero en muchos sentidos tú eres mejor que ella en eso. Teje tantas telas que acaba atrapada en ellas. Tú tienes mucho más cuidado, atacas sólo cuando es atinado hacerlo, pero no te asusta el conflicto. El Gran Señor aprueba tu iniciativa.

—Mi querido Moridin, me abrumas con tus halagos —dijo mientras sonreía para sus adentros.

—No juegues conmigo, Graendal. —La voz del hombre se endureció—. Acepta los cumplidos y cállate.

La mujer respingó como si la hubiera abofeteado, pero no dijo nada más.

—He dejado que oyeras lo que decían los otros dos como recompensa. El Nae’blis ha sido elegido, pero habrá otros puestos de gran honor y gloria en el reino del Gran Señor. Algunos mucho más altos que otros. Lo de hoy ha servido para que degustes los privilegios que podrías disfrutar.

—Vivo para servir al Gran Señor.

—En tal caso, sírvele en lo siguiente —dijo Moridin mirándola con intensidad—. Al’Thor se dirige a Arad Doman. Ha de seguir vivo y sin sufrir daño hasta que se enfrente a mí el último día. Pero no hay que dejar que tenga paz en tus tierras. Va a intentar restaurar el orden, así que habrás de hallar el modo de impedir que tal cosa ocurra.

—Así se hará.

—Ve, pues. —Moridin agitó una mano con brusquedad.

Graendal se levantó de la silla, pensativa, y echó a andar hacia la puerta.

—Y, Graendal… —llamó él.

La mujer vaciló antes de volverse. Moridin seguía de pie junto la chimenea, casi de espaldas a ella. Parecía mirar al vacío, a las piedras negras de la pared opuesta. Cosa extraña, guardaba un gran parecido con al’Thor —del que Graendal tenía numerosos retratos a través de sus espías— cuando se quedaba así, como absorto.

—El final se aproxima —dijo Moridin—. La Rueda ha dado su postrer giro entre chirridos, el reloj ha perdido la cuerda, la serpiente exhala sus últimas boqueadas. Tiene que sentir dolor en el alma. Debe conocer la frustración y debe experimentar la angustia. Hazle llegar todo eso y serás recompensada.

Ella asintió con la cabeza y después salió por el acceso abierto, de vuelta a su plaza fuerte en las colinas de Arad Doman.

A maquinar.

La madre de Rodel Ituralde, que llevaba treinta años enterrada en las colinas arcillosas de su tierra natal domani, era aficionada a un dicho: Las cosas siempre empeoran antes de mejorar. Lo dijo cuando, siendo él un crío, le arrancó de un tirón el diente infectado, una dolencia que había pillado mientras jugaba a las espadas con los chicos del pueblo. Lo había dicho cuando perdió a su primer amor por un noble de pacotilla que llevaba un sombrero con plumas y cuyas manos sin callos y espada enjoyada demostraban que no sabía lo que era una batalla. Y lo habría dicho ahora si se encontrara con él en el cerro desde donde contemplaba el paso de los seanchan camino de la ciudad emplazada al abrigo del valle poco profundo que había allá abajo.

A través del visor de lentes —haciendo visera con la mano izquierda en el extremo para protegerlo del sol— observó la ciudad, Darluna. El castrado que montaba permaneció inmóvil a la luz del atardecer. Él y algunos de sus domani estaban al resguardo de un pequeño grupo de árboles; haría falta tener la suerte del Oscuro para que los seanchan lo divisaran, incluso si usaban sus visores.

Las cosas siempre empeoraban antes de mejorar. Podía decirse que había encendido un fuego en el patío de los seanchan al destruir sus depósitos de provisiones a todo lo ancho del llano de Almoth y en Tarabon, así que no debía extrañarle ver que un ejército grande como aquél —al menos ciento cincuenta mil hombres— se presentara para sofocar ese incendio. Demostraba cierto grado de respeto. Esos invasores seanchan no lo subestimaban, no. Ojalá lo hicieran.

Ituralde movió el visor para estudiar un grupo de jinetes de la fuerza seanchan. Cabalgaban en parejas, y una mujer de cada par vestía de gris, mientras que el atuendo de la otra era en rojo y azul. Estaban demasiado lejos —incluso con el visor— para distinguir los bordados en forma de rayos de los vestidos rojos y azules, y tampoco veía las cadenas que las unían entre sí, pero sabía lo que eran. Damane y sul’dam.

En ese ejército había cien parejas como poco, probablemente más. Como si con eso no fuera suficiente, divisaba en lo alto una de las bestias voladoras que, dirigida por su jinete, se acercaba para dejar caer un mensaje al general. Teniendo esas criaturas para transportar a los exploradores, el ejército seanchan contaba con una ventaja sin precedentes. Ituralde habría cambiado diez mil soldados por una de esas bestias voladoras. Otros comandantes habrían preferido las damane, con su habilidad para lanzar rayos y hacer estallar la tierra, pero las batallas —al igual que las guerras— a menudo se ganaban tanto por la información como por las armas.

Por supuesto, los seanchan también tenían mejores armas, al igual que mejores exploradores. Y también tenían tropas superiores. Ituralde se sentía orgulloso de sus domani, pero muchos de sus hombres no estaban bien entrenados o eran demasiado viejos para luchar. Casi se incluía a sí mismo en ese último grupo, ya que los años empezaban a pesarle como ladrillos amontonados encima; no obstante, ni siquiera se planteaba el retiro. De muchacho, a menudo había experimentado una sensación de urgencia, la preocupación de que cuando llegara a la mayoría de edad todas las grandes batallas hubieran terminado, de que toda la gloria estuviera ganada.

A veces envidiada la necedad de los muchachos.

—Marchan a buen paso, Rodel —dijo Lidrin. Era un joven con una cicatriz que le cruzaba el lado izquierdo de la cara y que lucía un fino bigote a la moda—. Están muy deseosos de apoderarse de esa ciudad.

A Lidrin no se le había hecho la prueba como oficial antes de que la campaña actual empezara, pero ahora ya era un veterano. Aunque Ituralde y sus tropas habían ganado casi todos los enfrentamientos tenidos con los seanchan, Lidrin había visto caer a tres de sus compañeros oficiales, el pobre Jaalam Nishur entre ellos. De sus muertes, Lidrin había aprendido una de las lecciones más amargas del arte de la guerra: la victoria no significa necesariamente que uno esté vivo para celebrarla.

Lidrin no llevaba el uniforme de rigor, como tampoco lo llevaba Ituralde ni ninguno de los hombres que lo acompañaban. Esos uniformes hacían falta en otra parte, lo cual los dejaba con un ajado atuendo compuesto de sencillas chaquetas y pantalones marrones, la mayoría prestados o comprados a los lugareños.

Ituralde alzó otra vez el visor mientras pensaba en el comentario de Lidrin. Era cierto que los seanchan se movían con celeridad; planeaban apoderarse de Darluna cuanto antes. Eran conscientes de la ventaja que eso representaría, porque el ejército seanchan era un adversario listo y le había devuelto a Ituralde la emoción que creía haber dejado atrás hacía años.

—Sí, avanzan deprisa —convino—. Sin embargo, ¿qué harías tú, Lidrin? Una fuerza enemiga de doscientos mil hombres detrás de ti, y otra de ciento cincuenta mil por delante. Con adversarios por todas partes, ¿harías que tus hombres marcharan un poquito más forzados de lo debido si supieras que encontrarías refugio al final?

Lidrin no respondió. Ituralde desvió el visor para examinar campos repletos de campesinos dedicados a la siembra de primavera. En esta región, Darluna se consideraban una gran ciudad; en el oeste no había ninguna equiparable a las grandes urbes del este y del sur, por supuesto, por mucho que a la gente de Tanchico o de Falme le gustara pensar lo contrario. Aun así, Darluna estaba protegida por una maciza muralla de granito con sus buenos veinte pies de altura; no tenía nada de bonita, pero era una muralla sólida y rodeaba una ciudad lo bastante grande para dejar boquiabierto a cualquier chico lugareño. En su juventud, Ituralde la habría descrito como grandiosa. Eso había sido antes de ir a Tar Valon a luchar contra los Aiel.

En cualquier caso, era la mejor fortificación que había en la zona, y a buen seguro que los comandantes seanchan lo sabían. Podrían haber elegido hacerse fuertes en lo alto de una colina; combatir rodeados habría puesto a pleno rendimiento a esas damane. Sin embargo, eso no sólo habría acabado con la opción de una retirada, sino que los habría dejado con poquísimas posibilidades de abastecerse. Una ciudad tendría pozos y, tal vez, parte de los productos almacenados para el invierno dentro de las murallas. Y Darluna, que había tenido que desplazar a su guarnición a otra parte, era muy pequeña para que ofreciera una resistencia seria…

Ituralde bajó el visor de lentes. No necesitaba observar lo que ocurría al llegar los exploradores seanchan a la ciudad y demandar que abrieran las puertas a la fuerza invasora. Cerró los ojos, a la espera. A su lado, Lidrin exhaló un quedo suspiro.

—No se han dado cuenta —susurró el joven oficial—. ¡Suben con el grueso de sus fuerzas hacia las murallas, convencidos de que los van a dejar pasar!

—Da la orden —contestó Ituralde, que abrió los ojos.

Había un problema con unos exploradores superiores como los voladores de raken. Cuando uno tenía acceso a una herramienta tan útil, se tenía la tendencia a confiar plenamente en ella, y de ese tipo de confianza el adversario podía sacar provecho.

En la distancia, los «campesinos» de los campos arrojaron a un lado las herramientas y sacaron arcos ocultos en los surcos de la tierra. Las puertas de la ciudad se abrieron y dejaron a la vista soldados escondidos dentro, unos soldados que los raken seanchan habían informado que se encontraban a cuatro días de distancia a caballo.

Ituralde alzó el visor de lentes. La batalla empezó.

Los dedos del Profeta arañaron la tierra, abrieron surcos mientras el hombre trepaba a trompicones hacia lo alto de la colina arbolada. Sus seguidores lo seguían un poco rezagados. ¡Tan pocos! Pero él volvería a reconstruirlo todo. La gloria del Dragón Renacido lo seguía, y fuera donde fuera encontraría almas bien dispuestas, las de aquellos cuyos corazones eran puros y ardían en deseos de destruir a la Sombra.

¡Sí! ¡Nada de pensar en el pasado, sino en el futuro, cuando el lord Dragón gobernara todas las tierras! Cuando los hombres sólo estuvieran sometidos a él; y al Profeta que estaba detrás de él. Esos días serían gloriosos, oh, sí; días en que nadie osaría mofarse del Profeta ni objetaría su voluntad; días en que el Profeta no tendría que sufrir la indignidad de vivir cerca del mismísimo campamento de un Engendro de la Sombra como era ese ser, Aybara. Días gloriosos. Se acercaban los días gloriosos.

Le costaba trabajo mantener en la mente esas glorias futuras. El mundo que lo rodeaba era sucio; los hombres negaban al Dragón y buscaban a la Sombra. Incluso sus propios seguidores. ¡Sí! Por eso debía de haber caído; ésa debía de ser la razón de que murieran tantos en el asalto a la ciudad de Malden y de los Amigos Siniestros Aiel.

El Profeta había estado plenamente convencido, había dado por hecho que el Dragón protegería a los suyos, que los conduciría a una grandiosa victoria, y entonces el Profeta por fin habría hecho realidad su deseo: ¡Matar a Perrin Aybara con sus propias manos! Retorcerle con los dedos ese grueso cuello de toro. Inhaló y exhaló mientras examinaba el terreno a su alrededor y oía el sonido de sus pocos seguidores supervivientes que trepaban detrás de él. El dosel de los árboles era denso y entraba muy poca luz del sol a través de las copas. Luz. Luz radiante.

El Dragón se le había aparecido la noche anterior al ataque. ¡Había aparecido en toda su gloria, una figura de luz que brillaba en el aire, vestida con ropas relucientes! ¡Mata a Perrin Aybara! ¡Mátalo!, le había ordenado el Dragón. Y por ello el Profeta había encargado la tarea a su mejor instrumento, el querido amigo del propio Aybara. Aram había muerto. Sus hombres se lo habían confirmado. ¡Qué tragedia! ¿Era por eso por lo que no habían prosperado sus planes? ¿Era ésa la razón por la que de sus miles de seguidores ahora sólo le quedaba un mísero puñado? ¡No, no! Debían de haberse puesto en su contra, rindiendo culto a la Sombra en secreto. ¡Aram era un Amigo Siniestro! Por eso había fracasado.

El primero de sus seguidores —magullado, sucio, ensangrentado, exhausto— llegó a lo alto de la cima. Vestían ropas gastadas, ropas que no los destacaban por encima de los demás; las ropas de la simplicidad y la probidad.

El Profeta los contó: menos de un centenar. Qué pocos. Ese maldito bosque estaba tan oscuro a pesar de la luz del día… Los gruesos troncos crecían pegados unos a otros y el cielo, allá arriba, se había oscurecido al encapotarlo las nubes. La maleza de monte bajo, con arbustos de fino ramaje de puntas filosas, se enmarañaba y formaba una barrera casi artificial, y esos matojos arañaban la piel como si fueran garras.

Con esa maleza y el empinado terraplén el ejército no podría seguirlos por allí. Aunque había escapado del campamento de Aybara hacía apenas una hora, ya se sentía a salvo; irían al norte, donde Aybara y sus Amigos Siniestros no los encontrarían. Allí reconstruiría su grey; si se había quedado con Aybara era sólo porque sus propios seguidores eran lo bastante numerosos y fuertes para mantener alejados a los Amigos Siniestros que Aybara tenía a sus órdenes.

Sus amados seguidores; hombres valientes y fieles, del primero al último. Lloró su pérdida y musitó una plegaria con la cabeza inclinada. Los que quedaban se reunieron con él; estaban rendidos, pero la luz del ardiente fervor les brillaba en los ojos. Todo aquel que era débil o carecía de dedicación había huido o había acabado muerto hacía mucho tiempo. Estos eran los mejores, los más fuertes, los más fieles. Todos ellos habían matado a muchos Amigos Siniestros en nombre del Dragón Renacido.

Con ellos reconstruiría su grey, pero antes tenía que huir de Aybara, porque ahora se sentía demasiado débil para hacerle frente. Sin embargo, más adelante lo mataría. Sí, sí… Los dedos en ese cuello… Sí…

El Profeta recordó los días en que lo conocían por otro nombre, Masema. Esos tiempos se estaban haciendo muy borrosos para él, como recuerdos de una vida anterior. Naturalmente, igual que todos los hombres renacían en el Entramado, también Masema había renacido, había desechado su profana vida anterior y se había convertido en el Profeta.

El último de sus seguidores se reunió con él en la cara del repecho. Escupió a los pies de todos ellos; le habían fallado, cobardes. ¡Tendrían que haber luchado mejor! Tendría que haber estado a su alcance conquistar esa ciudad.

Giró hacia el norte y siguió adelante. El paisaje empezaba a serle conocido, aunque no tenían nada parecido en las Tierras Fronterizas. Subirían a las tierras altas y después cruzarían y entrarían en el llano de Almoth. Allí había Juramentados del Dragón, seguidores del Profeta a pesar de que muchos no lo conocían. Allí reconstruiría todo con rapidez.

Se abrió paso entre un rodal de maleza oscura y accedió a un pequeño claro. Sus hombres se apresuraron a ir tras él; pronto necesitarían comida y tendría que mandarlos a cazar. Pero nada de lumbres; no podían correr el riesgo de alertar…

—Hola, Masema —dijo una voz queda.

Lanzó una maldición al tiempo que giraba sobre sí mismo, mientras sus seguidores se amontonaban a su alrededor y sacaban las armas, ya fueran espadas, cuchillos, varas de combate o alguna media pica. El Profeta recorrió con la vista el claro a la tenue luz de la tarde para buscar a la persona que había hablado. La vio de pie en un pequeño afloramiento rocoso que había a poca distancia, una mujer con una prominente nariz saldaenina, los ojos ligeramente rasgados y el cabello negro cortado a la altura de los hombros. Vestía de verde, con falda pantalón para cabalgar, y estaba con los brazos cruzados.

Faile Aybara, esposa del Engendro de la Sombra, Perrin Aybara.

—¡Prendedla! —gritó el Profeta, señalándola.

Varios de sus seguidores se abalanzaron hacia ella con precipitación, pero la mayoría vaciló. Habían visto algo que a él le había pasado inadvertido: sombras en el bosque detrás de la esposa de Aybara, en un semicírculo; eran formas de hombres que sostenían arcos apuntados hacia el claro.

Faile hizo un gesto brusco con la mano, y las flechas volaron por el aire. Los seguidores que corrían a cumplir la orden del Profeta fueron los primeros en caer con gritos que resonaron en el silencioso bosque, antes de desplomarse en la tierra de marga. El Profeta aulló como si todas aquellas flechas atravesaran su propio corazón. ¡Sus amados seguidores! ¡Sus amigos! ¡Sus queridos hermanos!

Una flecha lo golpeó y lo lanzó hacia atrás, tirándolo al suelo. A su alrededor los hombres morían, igual que había pasado horas antes. ¿Por qué, por qué no los había protegido el Dragón? ¿Por qué? De pronto, revivió el horror de todo lo ocurrido, el terror debilitante de ver caer a sus hombres en oleadas, de verlos morir a manos de esos Amigos Siniestros Aiel.

Era culpa de Perrin Aybara. ¡Si se hubiera dado cuenta antes, en los primeros tiempos, antes incluso de reconocer al lord Dragón por quien era realmente!

—Es culpa mía —musitó el Profeta, mientras moría el último de sus seguidores.

Había hecho falta acribillar a algunos con varias flechas para pararlos.

Eso lo hizo sentirse orgulloso. Despacio, no sin esfuerzo, se puso de pie otra vez con la mano en el hombro por el que asomaba el astil de la flecha. Había perdido demasiada sangre; mareado, cayó de rodillas.

Faile bajó de las rocas y entró en el claro. Dos mujeres vestidas con pantalón la siguieron; parecían preocupadas, pero Faile hizo caso omiso de sus protestas para que se quedara atrás. Caminó directamente hacia el Profeta y después desenvainó el cuchillo que llevaba en el cinturón. Era una hoja fina con una empuñadura moldeada a semejanza de una cabeza de lobo. Eso estaba bien; al mirarla, el Profeta recordó el día en que ganó su propia arma; el día en que su padre se la dio.

—Gracias por ayudar en el asalto a Malden, Masema—dijo Faile, que se paró justo delante de él.

A continuación, impulsó el brazo hacia arriba y le incrustó el cuchillo en el corazón. Él cayó al suelo de espaldas y sintió en el pecho la calidez de su propia sangre.

—A veces una esposa ha de hacer lo que su marido no puede —oyó que Faile les decía a las otras mujeres; los párpados le aletearon, en un intento de cerrarse—. Lo que hemos hecho hoy es terrible, pero necesario. Que nadie le diga una palabra de esto a mi marido. Nunca debe saber lo que ha pasado aquí.

La voz se fue perdiendo a lo lejos. El Profeta cayó.

Masema. Ése era su nombre. Se había ganado su espada en su decimoquinto cumpleaños. Su padre estaba tan orgulloso de él…

«Se acabó, pues —pensó—. ¿Lo hice bien, padre, o fracasé?» Incapaz de mantener los ojos abiertos, los cerró y fue como si cayera en un vacío interminable.

No hubo respuesta. Se fundió con el vacío y se hundió en un infinito mar de negrura.

1

Las Lágrimas del acero

La Rueda del Tiempo gira, y las eras llegan y pasan y dejan tras de sí recuerdos que se convierten en leyenda. La leyenda se difumina, deviene en mito, e incluso el mito se ha olvidado mucho antes de que la era que lo vio nacer retorne de nuevo. En una era llamada la tercera por algunos, una era que ha de venir, una era transcurrida hace mucho, comenzó a soplar un viento alrededor de la torre alabastrina llamada la Torre Blanca. El viento no fue un inicio, pues no existen ni comienzos ni finales en el eterno girar de la Rueda del Tiempo. Pero aquél fue un principio.

El viento rodeó la magnífica Torre rozando los sillares ajustados a la perfección y haciendo tremolar los majestuosos estandartes. El edificio resultaba grácil y poderoso a la vez; quizás era una metáfora de quienes lo habitaban desde hacía más de tres mil años. Mirando la Torre, serían muy pocos los que imaginarían que en el fondo, en su propia esencia, estaba rota y corrupta. Dividida.

El viento sopló y pasó por una ciudad que más parecía una obra de arte que una capital normal y corriente. Todos y cada uno de los edificios eran una maravilla; incluso las simples fachadas de granito de las tiendas eran producto del trabajo meticuloso de unas manos Ogier para evocar gracia y belleza. Aquí, una cúpula sugería la forma de un sol naciente; allá, los surtidores de una fuente en el tejado de un edificio aparentaban dos olas que chocaban. En una calle empedrada con adoquines se alzaba un par de edificios de tres plantas situados enfrente el uno del otro, ambos construidos en forma de doncella; estas creaciones de mármol —mitad estatua, mitad vivienda— tendían las manos la una hacia la otra como para saludarse, con las melenas ondeando hacia atrás, inmóviles y, sin embargo, talladas con tal delicadeza que hasta el último cabello daba la impresión de ondular al paso del viento.

Las calles en sí eran mucho menos imponentes; sí, claro que se habían proyectado con esmero para que irradiaran desde la Torre Blanca como rayos de sol; no obstante, esos haces luminosos estaban deslustrados por la suciedad y la basura amontonada, indicios del hacinamiento ocasionado por el asedio. Y tal vez la aglomeración no fuera la única razón del deterioro. Hacía mucho tiempo que no se limpiaban ni se adecentaban los letreros y los toldos de las fachadas de las tiendas; montones de desperdicios, que se pudrían en los callejones donde los habían arrojado, atraían a moscas y ratas, pero ahuyentaban a todos los demás seres. Peligrosos rufianes holgazaneaban en las esquinas de las calles, cosa que en otros tiempos no habrían osado hacer, y aún menos con tanta arrogancia.

¿Dónde estaba la ley de la Torre Blanca? Los jóvenes necios se reían y afirmaban que los problemas de la urbe eran por culpa del asedio, y que las cosas volverían a su cauce una vez que se sofocara la insurrección de las rebeldes. Los hombres mayores sacudían la cabeza encanecida y murmuraban que las cosas nunca habían ido tan mal, ni siquiera durante el cerco al que los salvajes Aiel habían sometido a Tar Valon unos veinte años atrás.

Por su parte, los mercaderes hacían caso omiso de las opiniones de jóvenes y viejos; tenían sus propios problemas, el principal de ellos en Puerto del Sur, donde el comercio de la ciudad a través del río casi había cesado por completo. Supervisados por una Aes Sedai que llevaba el chal con flecos rojos y que se valía del Poder Único para quitar salvaguardias y debilitar la piedra, trabajadores de recios torsos se afanaban en partir la roca y acarrearla a otro lugar.

Los obreros llevaban recogidas las mangas de las camisas dejando al aire los fornidos antebrazos mientras manejaban pico o martillo para golpear las antiquísimas piedras; el sudor les goteaba en su brega por extraer los anclajes de la cadena que cerraba el paso a la ciudad por el río y caía en la piedra o al agua. En la actualidad, la mitad de esa cadena era de indestructible cuendillar o, como algunos lo llamaban, piedra del corazón. El esfuerzo para liberarla y así permitir el acceso a la ciudad era agotador; la obra de sillería del puerto —magnífica y resistente, moldeada con el Poder— sólo era uno de los daños más evidentes acaecidos en la guerra silenciosa entre las Aes Sedai rebeldes y las que ocupaban la Torre.

El viento sopló por el puerto, donde los desocupados mozos de cuerda observaban a los obreros que arrancaban las piedras una a una, trozo a trozo, dejando caer al agua partículas de polvo blanco grisáceo. Los muy avispados —o quizá los muy simples— susurraban que tales portentos sólo podían significar una cosa: que el Tarmon Gai’don, la Última Batalla, debía de estar a punto de llegar.

El viento se alejó de los muelles y pasó por encima de los blancos muros defensivos conocidos como las Murallas Resplandecientes; al menos allí había limpieza y diligencia en los miembros de la Guardia de la Torre, que vigilaban atentos, arco en mano. Los arqueros, que iban bien afeitados y vestían tabardos blancos, sin rastro de manchas ni roces por el uso, vigilaban desde los parapetos con la peligrosa presteza de una serpiente lista para atacar. Esos soldados no tenían la menor intención de permitir que Tar Valon cayera mientras ellos estuvieran de servicio; Tar Valon había rechazado a todos sus enemigos. Los trollocs habían abierto brecha en las murallas, pero los habían derrotado en la ciudad; Artur Hawkwing había fracasado en su intento de tomar la urbe; ni siquiera los Aiel de rostro velado, que habían causado estragos en la comarca durante la Guerra de Aiel, habían llegado a tomar la ciudad. Muchos lo consideraron una gran victoria, pero otros se preguntaron qué habría ocurrido si los Aiel hubieran querido realmente entrar en la urbe.

El viento pasó sobre el brazo occidental del rio Erinin, dejó atrás la ciudad de Tar Valon y, a la derecha, el puente de Alindaer, que se alzaba imponente, como retando a cualquier enemigo a cruzarlo y morir. Pasado el puente, el viento entró en Alindaer, uno de los muchos pueblos próximos a Tar Valon; era una población casi deshabitada, ya que las familias habían huido por el puente para refugiarse en la ciudad. El enemigo había aparecido de súbito, sin previo aviso, como arrastrado por una ventisca, aunque muy pocos se cuestionaron lo ocurrido. Ese ejército rebelde estaba encabezado por Aes Sedai, y quienes vivían a la sombra de la Torre Blanca rara vez daban por sentado lo que las Aes Sedai podían o no podían hacer.

El ejército rebelde estaba preparado, pero no parecía decidido a actuar; con un contingente de más de cincuenta mil hombres, se hallaba acampado en un inmenso anillo de tiendas que rodeaba otro campamento más pequeño en el que se encontraban las Aes Sedai. Había un perímetro muy controlado entre el campamento interior y el exterior, un perímetro que desde hacía poco tenía como fin principal la exclusión de los hombres, en especial aquellos con capacidad para encauzar saidin.

El funcionamiento del campamento le daba tal aire de vida cotidiana que cualquiera habría pensado que las rebeldes pensaban establecerse allí de manera permanente. Mujeres de blanco iban y venían con premura de un sitio para otro; algunas llevaban el atuendo convencional de las novicias, mientras que los de otras eran meras aproximaciones. Al observarlas con más atención se advertía que muchas de esas mujeres distaban mucho de ser jóvenes; de hecho, algunas ya peinaban canas. No obstante, se las trataba con el término habitual, «pequeña», y eran obedientes a la hora de realizar tareas como lavar ropa, sacudir alfombras y restregar tiendas bajo la supervisión de serenas Aes Sedai. Y si bien dichas Aes Sedai echaban miradas de reojo al esbelto perfil de la Torre Blanca con más frecuencia de lo que sería normal, quien supusiera que se sentían incómodas o nerviosas se equivocaría. Las Aes Sedai no perdían el control. Nunca. Ni siquiera en un momento como el presente, tras sufrir una derrota imborrable: la captura y posterior reclusión en la Torre Blanca de Egwene al’Vere, la Sede Amyrlin rebelde.

El viento agitó unos cuantos vestidos, tiró algunas prendas lavadas de los tendederos y después continuó hacia el oeste con precipitación; dejó atrás el encumbrado Monte del Dragón y su ápice truncado y humeante, rebasó las Colinas Negras y cruzó a través de los anchurosos pastos de Caralain. Allí, al abrigo de las sombras proyectadas por salientes rocosos o junto a los contados agrupamientos de acacias negras, todavía se conservaban parches de nieve. Llegaba la época de la primavera con los brotes nuevos asomando a través de los matojos de hierba seca y las yemas apuntando en las delgadas ramas de los sauces, pero eran muy pocos los que había a la vista. La tierra seguía aletargada, como a la espera, con la respiración contenida; el calor anormal del otoño pasado se había prolongado hasta bien entrado el invierno y provocó una sequía que pareció achicharrar la tierra y la vida en todas las plantas excepto las más vigorosas. Cuando el invierno llegó por fin, lo hizo con tempestades de hielo, nieve y escarcha, y se prolongó más de lo debido. Ahora que por fin el frío había remitido, los desperdigados granjeros buscaban en vano un atisbo de esperanza.

El viento sopló sobre la agostada hierba del invierno y sacudió árboles de ramas aún desnudas. Al oeste, cuando se aproximaba a la tierra llamada Arad Doman —colinas crestadas y picos bajos—, algo chocó de pronto contra él, algo invisible, algo engendrado en la lejana oscuridad que se alzaba en el norte. Algo que se desplazaba contra el flujo y las corrientes naturales del aire. El viento quedó consumido por ese algo con una violenta vaharada que lo desplazó hacia el sur, a través de picos bajos y altozanos parduscos hasta una aislada casa de campo construida con troncos, emplazada entre colinas pobladas de pinos en la zona oriental de Arad Doman. El viento sopló entre la casa y las tiendas instaladas en un prado ancho y despejado que había delante, sacudió las agujas de pino y zarandeó las tiendas.

Rand al’Thor, el Dragón Renacido, se encontraba de pie ante una ventana abierta de la casa y observaba el exterior con las manos cruzadas a la espalda. Todavía pensaba en ellas así, en plural, aunque sabía que sólo tenía una; el brazo izquierdo acababa en un muñón. Al rozarse con los dedos de la mano ilesa, Rand notaba la suave piel curada con saidar, aunque aún tenía la sensación de que podía tocarse la mano perdida.

«Acero —pensó—. Soy acero. La pérdida de la mano es algo que ya no tiene arreglo, de modo que sigo adelante».

El edificio —una estructura de gruesos troncos de pino y cedro, del estilo preferido por los domani acaudalados— gimió y se acomodó al viento; un viento en el que algo olía a carne podrida, si bien no era un olor insólito en la actualidad porque la carne se estropeaba sin previo aviso, a veces cuando apenas hacía unos minutos que se había sacrificado al animal. Salarla o secarla no servía de nada. Era la mano del Oscuro, que cada día se notaba más. ¿Cuánto tardaría en volverse insoportable ese olor, tan aceitoso y nauseabundo como la mácula que antes contaminaba el saidin, la mitad masculina del Poder Único?

El cuarto en el que Rand se encontraba era ancho y largo, la pared exterior hecha con gruesos troncos mientras que las otras eran de tableros de pino que aún conservaban un ligero aroma a savia y tintura. La estancia tenía pocos enseres: una alfombra de pieles, un par de antiguas espadas cruzadas encima de la chimenea, muebles de madera con algunos trozos de corteza sin quitar. Toda la decoración tenía el propósito de mostrar que aquélla era una casa ideal en el bosque, lejos del ajetreo de las grandes ciudades. Nada que ver con una cabaña, por supuesto; era demasiado grande y demasiado espléndida para pasar por tal. Más bien era un lugar de retiro.

—Rand… —llamó una voz suave.

Él no se volvió, pero notó los dedos de Min rozarle el brazo y, un instante después, la joven le ciñó la cintura y le apoyó la cabeza en el brazo; Rand percibió la preocupación de Min a través del vínculo que compartían.

«Acero», repitió para sus adentros.

—Sé que no te gusta… —empezó Min.

—Las ramas —la interrumpió él, y señaló hacia la ventana—. ¿Ves esos pinos, al lado mismo del campamento de Bashere?

—Sí, Rand, pero…

—Se mueven en dirección contraria —la interrumpió de nuevo.

Min vaciló y, aunque no hubo en ella una reacción física, el vínculo que compartían los dos le transmitió a Rand un aguijonazo de alarma. Desde su ventana, situada en la planta alta de la casa, se veían las banderas que flameaban por encima del campamento: la Enseña de la Luz y el Estandarte del Dragón por Rand, y otra mucho más pequeña, con tres florecillas rojas llamadas realillos sobre campo azul, que indicaba la presencia de la casa Bashere. Las tres banderas ondeaban orgullosas al viento, pero al lado de los estandartes las agujas de los pinos se movían en dirección opuesta.

—El Oscuro rebulle, Min.

Que esas corrientes de aire soplaran en direcciones contrarias casi lo podría interpretar como su influencia ta’veren, pero los efectos que desataba esa condición de su naturaleza siempre eran cosas posibles. Sin embargo, ¿que el viento soplara en direcciones opuestas a la vez? Sea como fuere, Rand notaba que el movimiento de los pinos no era normal a pesar de que le costara trabajo distinguir las agujas en sí; no tenía tan buena vista como antes de que tuviera lugar el ataque en aquel día que perdió la mano. Era como si… Como si mirara a través del agua y viera las cosas distorsionadas; no obstante, aunque despacio, iba mejorando.

Aquel edificio era uno más en una larga lista de casas solariegas, predios y otros escondites aislados que Rand había utilizado durante las últimas semanas, a raíz de la fallida reunión con Semirhage. De ser por él, no habrían dejado de moverse, de saltar de un emplazamiento a otro, porque quería disponer de tiempo para pensar, para reflexionar y, con suerte, para desorientar a los enemigos que seguramente lo buscaban. Lástima que la mansión de lord Algarin, en Tear, estuviera comprometida; habría sido un buen lugar en el que estar. Sin embargo, él tenía que seguir yendo de un lado para otro.

Abajo, los saldaeninos de Bashere habían instalado el campamento en el prado de la finca, un espacio de terreno herboso y despejado que había frente a la fachada de la casa y que delimitaban filas de arbustos y árboles. Antes incluso de que llegara el ejército no estaba verde, sino cubierto de hierba agostada, paja de invierno entre la que asomaban, vacilantes, algunos brotes nuevos; brotes de aspecto enfermizo y amarillento, ahora pisoteados por cascos de caballos y botas de jinetes.

Las tiendas cubrían el prado y, vistas desde su posición en la segunda planta de la casa, las ordenadas hileras de tiendas pequeñas y picudas le recordaban a Rand los escaques de un tablero de guijas. Los soldados habían reparado en la peculiaridad del viento y algunos señalaban hacia arriba mientras que otros no alzaban la cabeza de sus quehaceres, ya fuera bruñir la armadura, llevar cubos de agua a las hileras de caballos atados o afilar la espada o la punta de la lanza. Por lo menos esta vez no se trataba de muertos que caminaban; hasta el hombre más animoso perdía la entereza al ver a los espíritus alzarse de sus tumbas, y Rand necesitaba que su ejército tuviera fuerza y arrojo.

Necesidad. Ya no era lo que Rand quería o deseaba; todo lo que hacía estaba enfocado en la necesidad, y lo que más necesitaba eran las vidas de quienes lo seguían: soldados que lucharan, que murieran, que preparan al mundo para la Última Batalla. El Tarmon Gai’don se acercaba, y lo que Rand necesitaba era que todos ellos estuvieran lo bastante fuertes para alzarse con la victoria.

En el extremo izquierdo del prado, corriendo al pie de la pequeña colina en la que descansaba la mansión, un arroyo serpenteante surcaba el terreno salpicado de varas amarillentas de carrizo y robles chaparros en los que aún no apuntaban brotes nuevos. Que el caudal de la corriente era reducido no tenía discusión, pero servía para abastecer de agua dulce al ejército.

De improviso, al otro lado de la ventana, las corrientes de aire soplaron en la misma dirección y los estandartes ondearon hacia el lado contrario; es decir, que al final resultaba que no era cosa de las agujas de los pinos, sino que eran las banderas las que se habían movido de forma anormal. Min dejó escapar un suave suspiro y Rand percibió el alivio en la muchacha, aunque no se borró la preocupación que sentía por él; en los últimos tiempos, ésa era una emoción permanente en Min. Por su parte, a Rand le preocupaban todas ellas, cada uno de los nudos de sensaciones que siempre tenía presentes en el fondo de la mente; tres eran de las mujeres a las que había permitido entrar allí, y el cuarto era el de la mujer que se había abierto paso a la fuerza, sin quererlo él. Uno de esos nudos se aproximaba en aquel momento; Aviendha caminaba junto a Rhuarc, que iba hacia la casa solariega para reunirse con él.

Las cuatro mujeres acabarían lamentando la decisión de vincularse con él; habría querido ser capaz de lamentar su propia decisión de permitírselo. O, al menos, de dejar que lo hicieran las tres a las que amaba, pero lo cierto era que necesitaba a Min, necesitaba su fortaleza y su amor; la utilizaría como utilizaba a muchos otros. No, dentro de él no había cabida para el arrepentimiento, pero ojalá le resultara tan fácil desechar la culpabilidad.

«¡Ilyena! Amor mío…», llamó a lo lejos una voz, dentro de la cabeza de Rand.

Lews Therin Telamon, Verdugo de la Humanidad, estaba bastante tranquilo ese día; Rand procuraba no darle demasiadas vueltas a lo que Semirhage le había dicho el día que perdió la mano en el ataque lanzado por la Renegada, porque ella diría cualquier cosa que creyera que causaría dolor a su presa.

«Torturó a toda una ciudad para demostrar sus conocimientos y su gran pericia —susurró Lews Therin—. Mató a un millar de hombres de un millar de formas distintas para comprobar en qué diferían los gritos de unos y otros. Sin embargo, rara vez miente. Muy rara vez».

Rand rechazó la voz.

—Rand —llamó de nuevo Min, esta vez en voz más queda.

Él se volvió hacia la joven; era grácil, de constitución menuda, y con frecuencia Rand tenía la impresión de ser mucho más alto que ella. El cabello, de color oscuro —aunque no tanto como los preocupados ojos— le caía en rizos cortos, y como siempre vestía chaqueta y pantalón. El atuendo de ese día era de un intenso color verde muy parecido al de las agujas de los pinos de fuera. No obstante, como una contradicción a sus preferencias en la ropa, el traje estaba cortado de manera que acentuaba las formas femeninas de la joven; bordados plateados de flores en forma de campanilla adornaban los puños de la chaqueta, y por las bocamangas asomaban puntillas. La envolvía un ligero aroma a lavanda, tal vez del jabón que solía usar de un tiempo a esta parte.

¿Para qué vestir con pantalones si se adornaba con puntillas? Hacía mucho tiempo que Rand había renunciado a tratar de entender a las mujeres; entenderlas no lo ayudaría a llegar vivo a Shayol Ghul. Además, no necesitaba entender a las mujeres para servirse de ellas; sobre todo si tenían la información que le hacía falta. Rechinó los dientes.

«No, no. Hay límites que no rebasaré. Hay cosas que ni siquiera yo haré».

—Estás pensando en ella otra vez —dijo Min en un tono casi acusatorio.

A menudo, Rand se preguntaba si existiría algún tipo de vínculo que sólo funcionara en una dirección; habría dado lo que fuera por tener algo así.

—Rand, es una Renegada —continuó Min—. Nos habría matado a todos sin dudarlo ni un momento.

—Su intención no era matarme —argumentó él en voz baja al tiempo que se volvía de nuevo hacia la ventana—. A mí me habría tomado prisionero.

Min se encogió y él percibió dolor, preocupación. La joven pensaba en el retorcido a’dam masculino que Semirhage llevaba consigo, escondido, cuando apareció haciéndose pasar por la Hija de las Nueve Lunas. El disfraz de la Renegada se desbarató merced al ter’angreal de Cadsuane, lo que permitió que Rand la reconociera. O, mejor dicho, que la reconociera Lews Therin.

El choque había acabado con la pérdida de una mano por parte de Rand, pero a cambio tenía en su poder a una Renegada. La última vez que se había encontrado en una situación parecida, no había terminado bien; aún no sabía adónde se había marchado Asmodean ni, para empezar, la razón de que ese hombre —artero como una comadreja— huyera, pero Rand sospechaba que habría revelado muchos de sus planes y actividades.

«Tendría que haberlo matado. Tendría que haberlos matado a todos».

Rand asintió con la cabeza y al instante se quedó petrificado. ¿Eso lo había pensado él o Lews Therin?

«Lews Therin, ¿estás ahí? —Le pareció oír una risa; o quizá fuera un sollozo—. ¡Así te abrases! ¡Háblame! El momento se acerca. ¡Necesito que me digas lo que sabes! ¿Cómo sellaste la prisión del Oscuro? ¿Qué salió mal y por qué tenía defectos la prisión? ¡Háblame!»

Sí, sin duda alguna lo que oía eran sollozos, no risas; tratándose de Lews Therin a veces costaba trabajo diferenciar lo uno de lo otro. Rand seguía pensando en el hombre muerto como un individuo aparte de él, por mucho que dijera Semirhage. ¡Él había limpiado el saidin! La mácula había desaparecido y ya no podía trastornarle la mente; no iba a volverse loco.

El declive a la locura terminal puede ser… repentino, le oyó decir de nuevo a la Renegada, pronunciado a propósito en voz alta para que los demás lo oyeran y poner al descubierto su secreto. Sin embargo, Min había tenido una visión en la que él y otro hombre se mezclaban. ¿Significaría eso que Lews Therin y él eran dos personas distintas, dos seres individuales metidos a la fuerza en un cuerpo?

El hecho de que la voz sea real no cambia nada. De hecho, empeora la situación… había añadido Semirhage.

Rand observó a un grupo de seis soldados que inspeccionaban las hileras de caballos atados a la derecha del prado, entre la última fila de tiendas y la línea de los árboles. Comprobaban los cascos de uno en uno.

Era incapaz de pensar en su locura, como tampoco era capaz de pensar en lo que Cadsuane estuviera haciéndole a Semirhage, por lo cual sólo le quedaba pensar en sus planes. El norte y el este han de ser como uno. El oeste y el sur han de ser como uno. Los dos han de ser como uno. Esa fue la respuesta que le habían dado los extraños seres que habían encontrado al otro lado del retorcido marco de piedra roja, y era todo lo que tenía para seguir adelante.

Norte y este. Tenía que lograr que reinara la paz en las naciones, tanto si querían como si no. De momento existía un delicado equilibrio en el este, al tener a Illian, Mayene, Cairhien y Tear bajo su control, ya fuera de un modo o de otro. Al sur gobernaban los seanchan, que controlaban Altara, Amadicia y Tarabon; y era probable que también Murandi pasara a ser suyo muy pronto si seguían presionando en aquella dirección. En consecuencia, sólo quedaban Andor y Elayne.

Elayne… Se encontraba al este, muy lejos, pero aún percibía el nudo de emociones que era ella. A tanta distancia costaba trabajo discernir gran cosa, pero a Rand le pareció notar que la joven se sentía… aliviada. ¿Querría decir eso que su lucha por conservar el poder en Andor iba por buen camino? ¿Qué pasaba con los ejércitos que la tenían cercada? ¿Y qué se traían entre manos aquellos fronterizos? Habían abandonado sus posiciones y se habían reunido para marchar hacia el sur en busca de Rand, pero sin explicar lo que querían de él. Se contaban entre los mejores soldados al oeste de la Columna Vertebral del Mundo y su ayuda sería inestimable en la Última Batalla; aun así, habían dejado desatendidas las regiones septentrionales. ¿Por qué?

No obstante, era reacio a encararse con ellos por si dar ese paso desembocaba en un enfrentamiento más, cosa que no podía permitirse en el momento actual. ¡Luz! Habría dado por seguro que, más que con cualquier otra nación, podía contar con las Tierras Fronterizas en la lucha contra la Sombra.

De momento no importaba; había paz —o algo que se le parecía— en la mayoría de los países; intentó no pensar en la rebelión contra él sofocada recientemente en Tear, ni en la inestabilidad de las fronteras con los seanchan, ni en las maquinaciones de la nobleza en Cairhien. Cada vez que creía tener segura una nación, parecía que otra docena se venía abajo. ¿Cómo iba a llevar la paz a unos pueblos que rehusaban aceptarla?

Notó en el brazo los dedos de Min ciñéndose con fuerza y respiró hondo; hacía cuanto estaba en su mano y, de momento, tenía dos objetivos: la paz en Arad Doman y una tregua con los seanchan. Las palabras que le habían dicho al otro lado de aquel umbral ahora estaban claras: no podía combatir con los seanchan y con el Oscuro al mismo tiempo. Tenía que evitar que los seanchan siguieran avanzando hasta que la Última Batalla hubiese acabado; después de eso, la Luz podía abrasarlos a todos.

¿Por qué los seanchan habían hecho caso omiso de su petición de mantener una reunión? ¿Sería ahora causa de tensiones el haber apresado a Semirhage? Sin embargo, había dejado marchar a las sul’dam. ¿Acaso no probaba con eso su buena voluntad? Con Arad Doman demostraría sus intenciones; si era capaz de poner fin a la lucha en el llano de Almoth dejaría claro a los seanchan que sus peticiones de tregua iban en serio. ¡Conseguiría hacérselo entender!

Rand hizo otra profunda respiración sin dejar de observar a través de la ventana. Los ocho mil soldados de Bashere montaban las tiendas picudas, excavaban un foso defensivo y levantaban un muro alrededor del prado; el creciente parapeto dé intenso color marrón contrastaba con el blanco de las tiendas. Rand había ordenado a los Asha’man que ayudaran con la construcción de las defensas y, aunque no creía que les divirtiera hacer ese humilde trabajo, sabía que su colaboración aceleraría en gran medida el proceso. Además, Rand sospechaba que ellos —al igual que él— se deleitaban en secreto con cualquier excusa que les permitiera asir el saidin. Desde su posición divisaba un grupo de Asha’man con las chaquetas negras; los tejidos giraban a su alrededor mientras excavaban otro trozo de tierra; en total había diez en el campamento, aunque sólo Flinn, Naeff y Narishma eran Asha’man de pleno derecho.

Los saldaeninos, con las clásicas chaquetas cortas, trabajaban con rapidez atendiendo a las monturas y clavando estacas para atarlas. Otros recogían paladas de tierra del montón formado por los Asha’man y las utilizaban para construir el parapeto. Rand notaba el desagrado que reflejaban muchos de los aguileños rostros saldaeninos; no les gustaba acampar en una zona arbolada, aunque fuera tan poco poblada como la ladera salpicada de pinos junto a la que estaban. Los árboles dificultaban las cargas de caballería y ocultaban la aproximación del enemigo.

El propio Davram Bashere llevaba su caballo al paso a través del campamento e impartía órdenes con una voz clara que se proyectaba por debajo del poblado bigote. A su lado iba lord Tellaen, un tipo corpulento y vestido con chaqueta larga que lucía un fino bigote domani; era conocido de Bashere.

Lord Tellaen se había puesto en peligro al alojar allí a Rand; albergar tropas del Dragón Renacido podría interpretarse como un acto de traición; sin embargo, ¿quién había en su país que pudiera castigarlo? El caos imperaba en Arad Doman, ya que el trono estaba amenazado por varias facciones rebeldes. Claro que también estaba el gran general domani Rodel Ituralde y su sorprendentemente efectiva guerra contra los seanchan en el sur.

Al igual que sus hombres, Bashere no llevaba armadura encima de la chaqueta corta de color azul; asimismo vestía el pantalón holgado que gustaba llevar, con las perneras remetidas en las botas, altas hasta la rodilla. ¿Qué pensaría Bashere de haber caído en la red ta´veren de Rand, de encontrarse, ya que no en directa oposición a la voluntad de su reina, sí en una incómoda posición divergente? ¿Cuánto tiempo hacía que no se presentaba ante su legítima soberana? ¿Acaso no le había prometido a Rand que la ayuda de su reina no tardaría en llegar? ¿Cuántos meses hacía de eso?

«Soy el Dragón Renacido. Rompo ataduras y juramentos. Las antiguas lealtades han dejado de tener importancia. Lo único importante es el Tarmon Gai’don. Eso, y los servidores de la Sombra».

—Me pregunto si encontraremos aquí a Graendal —dijo Rand pensativo.

—¿A Graendal? —repitió Min—. ¿Qué te hace pensar que podría encontrarse aquí?

Rand sacudió la cabeza. Asmodean le había dicho que Graendal estaba en Arad Doman, aunque de eso hacía ya varios meses. ¿Seguiría todavía allí? Parecía razonable; era una de las contadas naciones principales en las que podría hallarse. A Graendal le gustaba contar con una base de poder, un lugar desde el que ejercer su control lejos de los sitios por donde acechaban los otros Renegados; no se habría instalado en Andor, Tear ni Illian. Tampoco se habría dejado atrapar en los países del suroeste, con la invasión seanchan en marcha.

Debía de tener un retiro secreto en alguna otra parte; así era como actuaba ella. Probablemente lo tendría en las montañas, aislado, en algún punco al norte de donde se encontraban ellos en ese momento. No podía afirmarlo con seguridad, si bien, por lo que sabía de ella, tenía la corazonada de no equivocarse. Es decir, por lo que Lews Therin sabía de ella.

Sin embargo, sólo era una posibilidad; tendría cuidado, estaría atento por si aparecía. Cuantos más Renegados quitara de en medio, más fácil sería afrontar la Última Batalla. Le…

Unos pasos quedos se acercaron a la puerta cerrada.

Rand soltó a Min y los dos se dieron la vuelta, él alargando la mano hacia la espada en un gesto que ahora era inútil. La pérdida de la mano, aunque no fuera la que más utilizaba en el manejo de la espada, lo dejaba vulnerable si tuviera que enfrentarse a un adversario experto. A pesar de que el saidin era un arma mucho más potente, su primera reacción automática era asir la espada; tendría que cambiar ese reflejo porque podría muy bien ser la causa de que lo mataran en alguna ocasión.

La puerta se abrió y Cadsuane entró en la estancia haciendo gala de una seguridad propia de cualquier reina en su corte. Era una mujer bien parecida, de ojos oscuros y cara angulosa. Llevaba el pelo canoso recogido en un moño alto y adornado con una docena de minúsculos ornamentos de oro —todos ellos ter’angreal o angreal— que pendían del cabello. El vestido era de sencillo paño grueso, ceñido al talle con un cinturón amarillo; los bordados que lucía en el cuello también eran amarillos, en contraste con el vestido de color verde, lo que no era de extrañar puesto que pertenecía a ese Ajah. Rand pensaba a veces que el semblante severo de la mujer —intemporal como el de cualquier Aes Sedai que hubiera manejado el Poder el tiempo suficiente— habría encajado mejor en el Ajah Rojo.

Aflojó la mano en la espada, si bien no la soltó, y toqueteó la empuñadura forrada con tiras de tela. Era un arma larga, de hoja ligeramente curvada, y la vaina esmaltada llevaba pintado un largo y sinuoso dragón rojo y dorado. Parecía que hubiera sido hecha a propósito para Rand y, no obstante, tenía siglos; hacía muy poco que la habían desenterrado.

«Qué curioso que se haya encontrado ahora y que me la regalaran sin saber en absoluto lo que tenían en su poder», pensó.

Se había acostumbrado enseguida a llevarla a la cintura; al asirla daba la sensación de encajarle en los dedos a la perfección. No le dijo a nadie (ni siquiera a Min) que había reconocido el arma; y lo extraño es que no fue por los recuerdos de Lews Therin, sino por los suyos.

Cadsuane no entró sola en la habitación, sino con compañía; la presencia de Nynaeve era de esperar porque últimamente iba detrás de Cadsuane a menudo, siguiéndola como si la mujer mayor fuera una gata rival que hubiera entrado en su territorio; era probable que lo hiciera por él. La Aes Sedai de cabello oscuro nunca había renunciado del todo a ser la Zahorí de Campo de Emond, por mucho que ella dijera, y no daba cuartel a nadie que en su opinión abusara de alguien que tuviera bajo su protección; a menos, claro, que fuera la propia Nynaeve la que cometiera el abuso.

Ese día llevaba un vestido gris con un ceñidor amarillo —una nueva moda domani, por lo que había oído Rand— y lucía el acostumbrado punto rojo en la frente; se adornaba con un largo collar de oro y un fino cinturón que también era de ese metal precioso; ambas piezas hacían juego con un conjunto de brazaletes y anillos cuajados de grandes gemas rojas, verdes y azules. Las joyas eran un ter’angreal —o, más bien, lo eran algunas, en tanto que otras eran angreal— comparable al que llevaba Cadsuane. En ocasiones, Rand había oído rezongar a Nynaeve que le resultaba imposible conseguir que su llamativo ter’angreal de gemas hiciera juego con la ropa que tenía.

Si la presencia de Nynaeve no era una sorpresa, no ocurría lo mismo con la de Alivia; Rand no tenía ni idea de que la antigua damane estuviera involucrada en la… obtención de información. Sin embargo, se suponía que era más fuerte que Nynaeve en el Poder Único, así que quizá la habían incorporado al grupo como respaldo. Nunca eran demasiadas todas las precauciones posibles en lo concerniente a un Renegado.

Había hebras de plata en el cabello de Alivia, que era poco más alta que Nynaeve; esos toques blancos en el pelo era una señal reveladora, ya que la presencia de canas en una mujer que manejaba el Poder Único significaba una edad longeva. Muy longeva. Alivia afirmaba tener cuatro siglos. Ese día, la antigua damane llevaba un espectacular vestido rojo, como en un intento de provocación en contraposición con la norma, porque casi todas las damane, una vez liberadas de la correa, seguían siendo tímidas. No era ése el caso con Alivia; en ella había un ardor que casi recordaba a un Capa Blanca.

Rand notó que Min se ponía tensa y percibió su desagrado. Con el tiempo, Alivia lo ayudaría a morir; tal había sido una de las visiones de Min, y esas visiones nunca fallaban. Sólo que la joven había dicho que se había equivocado con Moraine; quizás eso significaba que él no tendría que…

No. Cualquier cosa que le hiciera pensar en salir con vida de la Última Batalla, todo cuanto le hiciera albergar esperanzas, era peligroso. Tenía que ser lo bastante fuerte para aceptar lo que le sobrevendría. Lo bastante duro para morir cuando llegara el momento.

«Dijiste que moriríamos —habló Lews Therin en su mente—. ¡Lo prometiste!»

Cadsuane no dijo nada mientras cruzaba el cuarto, se servía una copa de vino con especias y la dejaba en una pequeña mesa auxiliar que había junto a la cama, tras lo cual se sentó en una de las sillas de cedro rojo. Por lo menos no había exigido a Rand que le escanciara él el vino, lo que no sería nada extraño tratándose de esa mujer.

—¿Y bien? ¿Qué habéis descubierto? —inquirió Rand, que se apartó de la ventana para servirse también una copa de vino.

Min llegó hasta la cama, hecha con troncos de cedro y un cabecero desbastado de forma irregular para resaltar el intenso color marrón rojizo, y se sentó en ella con las manos descansando en el regazo. Desde allí observó con atención a Alivia.

Cadsuane enarcó una ceja al oír el timbre cortante en la voz de Rand. Éste suspiró y se obligó a reprimir el enojo; le había pedido que fuera su consejera y a cambio había accedido a las condiciones de la Aes Sedai. Min había dicho que había algo importante que debía aprender a través de Cadsuane (era otra de sus visiones) y, para ser sincero, sus consejos habían resultado ser útiles en más de una ocasión, por lo que merecía la pena sus constantes exigencias de un comportamiento correcto.

—¿Cómo ha ido el interrogatorio, Cadsuane Sedai? —preguntó en un tono más mesurado.

—Bastante bien —contestó ella, con una sonrisa para sus adentros.

—¿Bastante bien? —barbotó Nynaeve, que no había hecho a Cadsuane ningún tipo de promesa de comportarse de forma civilizada—. ¡Esa mujer es desesperante!

Cadsuane tomó un sorbo de vino antes de responder.

—Me pregunto qué otra cosa podría esperarse de una Renegada, pequeña. Ha tenido mucho, muchísimo tiempo para practicar cómo resultar… desesperante.

—Rand, esa… criatura es una roca —manifestó Nynaeve, que se volvió hacia él—. ¡Apenas se ha molestado en pronunciar palabra, cuanto menos ceder a contar algo útil a pesar de varios días de interrogatorio! Lo único que hace es repetir lo inferiores y retrasadas que estamos, con alguna digresión esporádica de que acabará matándonos a todos.

Se llevó la mano a la larga trenza, pero no llegó a darse un tirón de ella. Iba mejorando en cuanto a eso, y Rand se preguntó por qué se molestaba la antigua Zahorí, habida cuenta de que su mal genio era de todos conocido.

—Aunque lo haya expresado con tanto dramatismo —intervino Cadsuane, que señaló a Nynaeve con un gesto de la cabeza—, ha descrito bastante bien la situación. ¡Bah! Cuando dije «bastante bien» deberías haberlo interpretado como que había ido tan bien como era de esperar dadas nuestras desafortunadas restricciones. No se puede vendar los ojos a un artista y después sorprenderse porque no haya pintado nada.

—Eso no es un arte, Cadsuane —replicó Rand con aspereza—. Es tortura.

Min le dirigió una mirada y Rand percibió la preocupación de la muchacha. ¿Preocupación por él? No era a él al que estaban torturando.

«El arcón —susurró Lews Therin—. Deberíamos haber muerto allí dentro. Y así… Así todo habría acabado».

Cadsuane bebió otro sorbo de vino, pero Rand ni siquiera lo había probado; sabía que el gusto a especias era tan fuerte que hacía el vino imbebible, pero la alternativa era peor.

—Nos presionas para que tengamos resultados, muchacho —argumentó Cadsuane—. Pero nos niegas las herramientas que necesitamos para conseguirlos. Tanto si lo llamas tortura, interrogatorio o cocer al horno, yo lo llamo estupidez. Ahora bien, si nos permitieras…

—¡No! —bramó Rand al tiempo que agitaba la mano… el muñón en dirección a la mujer—. No la amenazaréis ni le haréis daño.

«Tiempo pasado en un arcón oscuro del que sólo se salía para recibir palizas una y otra vez». No permitiría que ninguna mujer que tuviera en su poder fuera sometida a ese trato; ni siquiera una Renegada.

—Podéis interrogarla, pero hay ciertas cosas que no permitiré.

—¡Rand, es una Renegada, un ser peligroso hasta lo inconcebible! —protestó Nynaeve.

—Soy muy consciente de la amenaza que representa —repuso él con voz inexpresiva al tiempo que alzaba el brazo mutilado.

El tatuaje dorado y rojo de un dragón brilló con la luz de la lámpara; la cabeza del tatuaje se había consumido con el tejido de Fuego que casi acabó con él. Nynaeve respiró hondo.

—¡Sí, bueno, pues entonces tienes que comprender que las reglas habituales no se le pueden aplicar a ella!

—¡He dicho que no! La interrogaréis, pero no le haréis daño.

«A una mujer no. Conservaré esta pizca de luz dentro de mí. Ya he causado la muerte y la desdicha a demasiadas mujeres».

—Sí así lo exiges, muchacho, entonces así se hará —habló Cadsuane con brusquedad—. Pero no gimotees si no podemos sacarle lo que tomó ayer para desayunar, cuanto menos la localización de los otros Renegados. Empiezo a preguntarme por qué insistes en seguir con esta farsa. Quizá deberíamos limitarnos a entregársela a la Torre Blanca y acabar así con este asunto.

Rand se dio la vuelta, de cara a la ventana. Fuera, los soldados habían acabado de estacar en filas a los caballos. Habían quedado bien, parejas y rectas, y los animales con la cantidad justa de cuerda floja.

¿Entregarla a la Torre Blanca? Eso no pasaría jamás. Cadsuane no permitiría que le quitaran a Semirhage hasta que le hubiera sacado las respuestas que quería. El viento seguía soplando en el exterior y hacía que ondearan sus estandartes.

—¿Que se la entreguemos a la Torre Blanca? —dijo, mirando de nuevo hacia el interior del cuarto—. ¿A cuál de ellas? ¿Se la confiaríais a Elaida?

¿O acaso os referíais a las otras? Dudo que Egwene se sintiera complacida si le pongo en el regazo a una de las Renegadas. Lo más probable es que dejara libre a Semirhage y me prendiera a mí, en cambio. Me obligaría a arrodillarme ante la justicia de la Torre Blanca y me amansaría con tal de marcar otra muesca en su cinturón.

—¡Rand! —le reprochó Nynaeve, ceñuda—. Egwene jamás…

—Es la Amyrlin —la interrumpió él, y acto seguido vació la copa de un trago. El gusto era tan repugnante como lo recordaba—. Aes Sedai hasta la médula. Para ella sólo soy otro peón en el juego.

«Sí, hemos de mantenernos lejos de todas ellas —susurró Lews Therin—. Se negaron a ayudarnos, ¿sabes? ¡Se negaron! Dijeron que mi plan era una temeridad y nos dejaron solos a los Cien Compañeros, sin mujeres para formar un círculo. ¡Traidoras! Todo esto es culpa suya, pero… Pero fui yo el que mató a Ilyena. ¿Por qué?»

Nynaeve dijo algo, pero Rand no le hizo caso.

«Lews Therin —se dirigió a la voz—, ¿qué es lo que hicisteis? ¿Las mujeres no os ayudaron? ¿Por qué?»

Pero Lews Therin se puso a llorar otra vez y la voz se fue apagando.

—¡Dímelo! —gritó Rand, que arrojó la copa al suelo—. ¡Así te abrases, Verdugo de la Humanidad! ¡Háblame!

El cuarto se sumió en el silencio.

Rand parpadeó. Nunca había… tratado de hablar con Lews Therin en voz alta si había alguien que pudiera oírle. Y lo sabían. Semirhage había mencionado la voz que él oía, y se había referido a él con desprecio, como si fuera un loco vulgar y corriente.

Rand alzó el brazo para pasarse los dedos por el pelo; más bien lo intentó, porque utilizó el brazo mutilado y no consiguió nada.

«¡Luz! Estoy perdiendo el control. La mitad del tiempo no sé qué voz es la mía y cuál la de él. ¡Se suponía que esto tendría que mejorar cuando limpiara el saidin! Se suponía que estaría a salvo…»

«A salvo, no —masculló Lews Therin—. Ya estábamos locos y ahora eso no se puede arreglar, no hay vuelta atrás». Se echó a reír, pero las risas se convirtieron en sollozos.

Rand miró a su alrededor. Los oscuros ojos de Min denotaban tal preocupación que Rand tuvo que mirar a otro lado. Alivia —que había presenciado la discusión sobre Semirhage con aquellos ojos penetrantes— tenía una expresión enterada. Nynaeve se dejó llevar por fin y se dio un tirón de la trenza. Esta vez Cadsuane no le llamó la atención por el arranque de ira, sino que se limitó a dar sorbos de vino. ¿Cómo podía beber esa porquería?

Hacerse semejante pregunta era una idea trivial, ridícula. Tenía ganas de reírse, sólo que no le salió la risa. Ya era incapaz de tener un gesto de humor, aunque fuera irónico; ya no.

«¡Luz! No puedo seguir así. Tengo la vista como si hubiera niebla, me han reducido a cenizas una mano y las viejas heridas del costado se abren si hago cualquier cosa que sea más brusca que respirar. Estoy seco, como un pozo utilizado en exceso. Necesito terminar mi labor aquí e ir a Shayol Ghul. En caso contrario, no quedará de mí nada que el Oscuro pueda matar».

Aquél no era un pensamiento que diera risa, sino que producía desesperación, pero Rand no lloró, porque del acero no manaban lágrimas.

De momento, los llantos de Lews Therin tendrían que bastar para los dos.

2

La naturaleza del dolor

Egwene se irguió, muy derecha, a pesar de que las nalgas le ardían con el ahora familiar dolor de una buena tunda a manos de la Maestra de las Novicias. Se sentía como una alfombrilla a la que acaban de sacudir el polvo con una tanda de varazos. A pesar de ello, se arregló la falda blanca y después se volvió hacia el espejo de la pared y se enjugó con cuidado las lágrimas que brillaban en el rabillo de los ojos. Esta vez sólo una en cada ojo; le sonrió a la imagen del espejo y las dos, ella y su reflejo, asintieron con un gesto de satisfacción.

En la superficie plateada del espejo se reflejaba también un cuarto pequeño revestido con paneles de madera oscura, de apariencia austera. En un rincón había una banqueta con el asiento oscurecido y pulido por años y años de uso. Estaba el escritorio de aspecto sólido, en el que descansaba el grueso tomo de la Maestra de las Novicias; la estrecha mesa —que se veía justo detrás de Egwene— tenía un sencillo dibujo labrado, pero el acolchado de cuero era lo más distintivo. Muchas novicias —y no pocas Aceptadas— se habían inclinado sobre él para que se las disciplinara por su desobediencia. Egwene casi creía que el color oscuro de la mesa se debía a incalculables lágrimas derramadas en ella, de las que muchas eran suyas.

Pero no ese día, porque sólo derramó dos y ninguna había rodado siquiera por las mejillas. Lo cual no quería decir que no sintiera dolor; tenía la impresión de que todo el cuerpo le ardiera por el escozor. En realidad, la severidad de las tundas se había incrementado a medida que pasaba el tiempo sin que ella dejara de desafiar los poderes de la Torre Blanca. Sin embargo, según aumentaban la frecuencia y la intensidad de los castigos, también crecía la resolución de Egwene de resistir. Aún no había logrado abrazar y aceptar el dolor como hacían los Aiel, pero notaba que estaba cerca de conseguirlo. Los Aiel eran capaces de reír durante la más cruel de las torturas; bien, pues ella era capaz de sonreír al momento de incorporarse de la mesa.

Cada azote que soportaba, cada dolor que sufría, era una victoria; y la victoria siempre era motivo de alegría, por mucho que le escocieran la piel o el orgullo.

De pie al lado de la mesa y reflejada en el espejo detrás de Egwene se encontraba la Maestra de las Novicias en persona. Silviana, fruncido el entrecejo, tenía la mirada puesta en la correa de cuero que sostenía en las manos. El intemporal rostro cuadrado de la mujer reflejaba un ligerísimo atisbo de desconcierto; contemplaba la correa como quien mira un cuchillo que no ha cortado o una lámpara que no se ha encendido.

Pertenecía al Ajah Rojo, hecho que ponía de manifiesto el adorno en el repulgo del sencillo vestido gris, así como el chal de flecos echado por los hombros. Era alta y fornida, y llevaba el negro cabello recogido en un moño. En muchos aspectos, Egwene la consideraba una excelente Maestra de las Novicias, aun cuando le hubiera administrado un número insólito de castigos; o tal vez por ese motivo. Silviana cumplía con su deber. ¡La Luz sabía que en la Torre había pocas de quienes se pudiera decir lo mismo!

Silviana alzó la vista y se encontró con los ojos de Egwene en el espejo; bajó la correa con rapidez y borró toda emoción en el rostro. Egwene se volvió hacia la Roja, tranquila. Silviana hizo algo poco corriente en ella: suspiró.

—¿Cuándo darás tu brazo a torcer, pequeña? —preguntó—. Reconozco que has demostrado tu postura con entereza admirable, pero debes saber que seguiré castigándote hasta que cedas. Hay que mantener el orden debido.

Egwene disimuló su sorpresa. La Maestra de las Novicias rara vez se dirigía a ella salvo para darle instrucciones o para reconvenirla. Sin embargo, ya había habido fisuras antes…

—¿Mantener el orden debido, Silviana? —preguntó Egwene—. ¿Igual que se mantiene en otras partes de la Torre?

La Maestra de las Novicias apretó los labios, se volvió e hizo una anotación en el libro.

—Te veré mañana temprano. Ahora, ve a cenar.

Ese castigo de la mañana sería por haber llamado a la Maestra de las novicias por su nombre sin añadir el honorífico «Sedai» a continuación. Y quizá también fuera porque ambas sabían que Egwene no haría una reverencia antes de salir.

—Volveré por la mañana, pero la cena ha de esperar —dijo la joven—. Se me ha ordenado que sirva a Elaida esta noche en la mesa.

La sesión con Silviana había sido larga —Egwene había llevado consigo toda una lista de infracciones— y ahora no tenía tiempo para tomar nada; el estómago le protestó ante tal perspectiva.

—¿Y no me lo dices hasta ahora? —Silviana dejó entrever un fugaz instante de emoción. ¿Era sorpresa?

—¿Habría cambiado algo que lo dijera antes?

—En tal caso, cenarás después de servir a la Amyrlin —dijo Silviana en lugar de responder a la pregunta—. Daré instrucciones a la Maestra de las Cocinas para que te guarde algo de cenar. Considerando lo a menudo que se te está dando Curación estos días, pequeña, tendrás que hacer todas las comidas. No quiero que te desplomes por falta de alimento.

Severa, pero justa. Lástima que se hubiera inclinado por el Rojo.

—De acuerdo —contestó la joven.

—Y después de cenar —continuó Silviana al tiempo que alzaba un dedo— regresarás a verme por tu falta de respeto hacia la Sede Amyrlin. Para ti nunca puede ser simplemente «Elaida». —Se inclinó sobre el gran libro y añadió—: Además, sólo la Luz sabe en qué problemas te meterás esta noche.

Cavilando sobre el último comentario de Silviana, Egwene abandonó el pequeño cuarto y salió al amplio pasillo de piedra y baldosas verdes y rojas. Quizá no había sido sorpresa la expresión que Silviana había dejado entrever al enterarse de la visita de Egwene a los aposentos de Elaida, sino que tal vez era de lástima. Elaida no tendría una buena reacción cuando Egwene le plantara cara y se comportara como hacía con todas las demás hermanas de la Torre.

¿Sería ésa la razón de que Silviana decidiera hacerla volver para darle otra tanda de correazos después de comer algo? Con las órdenes impartidas por la Maestra de las Novicias, Egwene tendría por fuerza que ingerir algo de comida antes de volver al estudio para recibir el castigo, incluso en el caso de que Elaida multiplicara los correazos que debía recibir.

Era sólo un pequeño gesto de amabilidad, pero Egwene estaba agradecida por ello; aguantar las tundas diarias ya era bastante difícil sin añadir el hecho de saltarse algunas comidas.

Pensaba en todo eso cuando dos hermanas Rojas —Katerine y Barasine— se acercaron a ella, la primera con una copa de latón en la mano; otra dosis de horcaria. Así que Elaida quería asegurarse de que no pudiera encauzar ni un hilillo mientras le servía comida. Egwene aceptó la copa sin protestar y se tomó la pócima de un trago, aunque saboreó el débil pero característico gusto a menta. Le tendió la copa a Katerine con gesto despreocupado, y la otra mujer no tuvo más remedio que cogerla, casi como si fuera la copera mayor de alguna reina.

La joven no se dirigió de inmediato a los aposentos de Elaida; el hecho de que el castigo fuera tan largo que había rebasado la hora de la cena daba pie a la irónica situación de dejarla con unos minutos de tiempo libre, y la joven no quería llegar pronto porque hacerlo sería un gesto deferente hacia Elaida. De modo que, en lugar de eso, remoloneó ante la puerta de la Maestra de las Novicias, con Katerine y Barasine. ¿Acudiría cierta persona a visitar el estudio?

En la distancia, pequeños grupos de hermanas caminaban por el pasillo de baldosas verdes y rojas; en los ojos de las mujeres se notaba un aire furtivo, como liebres al aventurarse en un claro del bosque para mordisquear hojas, pero temerosas del posible depredador que hubiera escondido en las sombras. En la actualidad, las hermanas de la Torre siempre llevaban puesto el chal y nunca salían solas del recinto de su Ajah. Algunas incluso abrazaban el Poder, como si tuvieran miedo de que las asaltaran bandidos dentro de la propia Torre Blanca.

—¿Os complace todo esto? —preguntó sin poder evitarlo.

Echó un vistazo a las dos Rojas; daba la casualidad de que ambas habían formado parte del grupo que la había capturado en el puerto.

—¿Qué es esto, pequeña? —inquirió con frialdad Katerine—. ¿Hablas a unas hermanas sin que te hayan hecho una pregunta antes? ¿Tan deseosa estás de recibir más castigos?

Llevaba un montón de color rojo en su atuendo; el vestido era de un intenso carmesí con acuchillados negros, y el oscuro cabello le caía en suaves ondas por la espalda.

Egwene pasó por alto la amenaza, pues ¿qué más podían hacerle?

—Deja a un lado los enfrentamientos por tonterías durante un momento, Katerine —respondió en cambio mientras observaba a un grupo de Amarillas que apretaron el paso al reparar en las dos Rojas—. Deja a un lado adoptar la pose de autoridad y las amenazas. Deja aparte todas esas cosas y mira, mira a tu alrededor. ¿Te sientes orgullosa de esto? La Torre ha pasado siglos sin tener una Amyrlin procedente del Rojo. Ahora, cuando por fin se le presenta la oportunidad, vuestra líder elegida le ha hecho esto. Las hermanas evitan los ojos de quienes no son de su confianza y se mueven en grupos. ¡Los Ajahs se comportan como si estuvieran en guerra unos contra otros!

Katerine se puso tensa al oír el comentario, aunque la desgarbada Barasine vaciló mientras echaba una ojeada al grupo de Amarillas que bajaba por el pasillo a buen paso, algunas de ellas lanzando miradas hacia atrás a las dos Rojas.

—¡Esto no lo ha causado la Amyrlin, sino tus estúpidas rebeldes con su traición! —replicó Katerine.

«¿Mis rebeldes? —pensó Egwene con una sonrisa para sus adentros—. ¿Así que ahora son mis, en vez de considerarme sólo una pobre Aceptada a la que embaucaron?»

—¿Acaso fuimos nosotras las que depusimos a una Amyrlin electa? —le preguntó en voz alta—. ¿Fuimos nosotras las que enfrentamos a los Guardianes o las que fracasamos a la hora de retener al Dragón Renacido? ¿Elegimos una Amyrlin con tal ansia de poder que ha ordenado la construcción de su propio palacio? ¿Una mujer que tiene a todas y cada una de las hermanas preguntándose si será la próxima a la que despojará del chal?

Como si se diera cuenta de que no debía dejarse arrastrar a una discusión con una simple novicia, Katerine no contestó. Barasine aún observaba a las Amarillas con los ojos muy abiertos. Preocupada.

—Yo diría que las Rojas no deberían ser las que amparan a Elaida, sino que por el contrario tendrían que hacer las críticas más duras, porque el legado de Elaida será vuestro legado. Recuerda eso.

Katerine le asestó una mirada feroz, y Egwene refrenó el impulso de encogerse. Quizás eso último había sido demasiado directo.

—Te presentarás esta noche ante la Maestra de las Novicias, pequeña —le informó Katerine, que puso énfasis en el tratamiento—. Le explicarás que demostraste falta de respeto a las hermanas y a la propia Amyrlin.

Egwene contuvo la lengua. ¿Por qué malgastar saliva tratando de convencer a unas Rojas?

La vetusta puerta de madera se cerró de golpe a su espalda; Egwene dio un brinco de sobresalto y miró hacia atrás. Los tapices que había a uno y otro lado del vano ondearon un poco y después se quedaran inmóviles. La joven se había dejado abierta la puerta una rendija al salir, sin darse cuenta. ¿Habría escuchado Silviana la conversación?

No quedaba tiempo para remolonear más. Por lo visto Alviarin no iba a presentarse en el estudio esa tarde. ¿Dónde estaría? Siempre llegaba a recibir el castigo a la hora en que ella salía de cumplir el suyo. La joven sacudió la cabeza y después echó a andar pasillo adelante, seguida por las dos Rojas; ahora estaban con ella casi a todas horas, siguiéndola, observándola, excepto cuando iba a los recintos de otros Ajahs para asistir a las sesiones de adiestramiento. Intentó actuar como si esas dos hermanas fueran un séquito de honor en lugar de sus carceleras. También procuró hacer caso omiso de los dolorosos pinchazos en el trasero.

Todas las señales indicaban que estaba ganándole la guerra a Elaida. Horas antes, durante la comida, Egwene había oído cuchichear a las novicias sobre el impresionante fracaso sufrido por Elaida al no lograr mantener cautivo a Rand. Hacía ya varios meses de ese hecho, y se suponía que debía ser un asunto secreto. También estaba el rumor de que los Asha’man habían vinculado hermanas a quienes se había enviado a destruirlos. Otra misión de Elaida que supuestamente debía ser secreta. Egwene se había ocupado de que esos fracasos quedaran bien grabados en las mentes de las ocupantes de la Torre, igual que había hecho con el trato inaudito dado a Shemerin.

Todo lo que las novicias cuchicheaban entre ellas llegaba a oídos de las Aes Sedai. Sí, estaba ganando, pero empezaba a perder la satisfacción que le proporcionaba antes esa victoria. ¿Quién disfrutaría viendo al colectivo Aes Sedai deshilachándose como un lienzo viejo? ¿Quién se alegraría de que Tar Valon, ciudad grandiosa entre las grandes, estuviera llena de basura? Por mucho que despreciara a Elaida era incapaz de regocijarse viendo a una Sede Amyrlin gobernar con tamaña incompetencia.

Y ahora, esa noche, se enfrentaría a Elaida en persona. La joven caminaba despacio por los pasillos, paseando para no llegar pronto. ¿Cómo debería proceder durante la cena? En los nueve días que llevaba de vuelta en la Torre, Egwene ni siquiera había visto de refilón a Elaida. Servir a esa mujer sería peligroso; si la ofendía aunque sólo fuera por una nimiedad podría enfrentarse a la ejecución. Sin embargo, no podía rebajarse con sonrisas afectadas y dándole coba; no se doblegaría ante esa mujer aunque en ello le fuera la vida.

Dobló una esquina y se frenó en seco, a punto de tropezar; el pasillo acababa de repente en un muro de piedra decorado con un colorido mural de teselas; el mosaico representaba la imagen de una antigua Amyrlin sentada en un dorado solio ornamentado y con la mano alzada en un gesto admonitorio dirigido a reyes y reinas del mundo. Según la placa embutida en la parte inferior, era una representación de Caraighan Maconar en el momento de poner fin a la rebelión en Mosadorin. Egwene reconoció vagamente el mural; la última vez que lo había visto estaba en la pared de la biblioteca de la Torre, sólo que, cuando lo vio allí, la cara de la mujer no era una máscara de sangre. Los cuerpos muertos que colgaban de aleros tampoco estaban antes en el mosaico.

Katerine se adelantó hasta llegar junto a Egwene; estaba muy pálida. A nadie le gustaba mencionar la forma anormal en que habitaciones y corredores cambiaban de sitio en la Torre. Las transformaciones servían como un serio recordatorio de que las peleas por la jerarquía eran cosas secundarias comparadas con los problemas del mundo, mucho más importantes y horribles. Ésta era la primera vez que Egwene veía no sólo un pasillo cambiado, sino también un mural. El Oscuro se agitaba, y el mismísimo Entramado se estremecía.

Egwene se volvió y se alejó a largos pasos del mural desubicado. No podía centrarse ahora en esos problemas. Para fregar bien un suelo, primero había que elegir un sitio por el que empezar y luego ponerse a trabajar. Ella había elegido el sitio: la Torre tenía que volver a ser un todo, unida e íntegra.

Por desgracia, ese desvío forzado le llevaría más tiempo, así que Egwene apretó el paso a regañadientes; no le gustaría llegar antes, pero prefería no llegar tarde. Sus dos vigilantes también caminaron más deprisa, en medio del frufrú de las faldas; mientras desandaban varios pasillos, Egwene vio de refilón a Alviarin doblando una esquina con prisa, gacha la cabeza, de camino al estudio de la Maestra de las Novicias. Así que, después de todo, acudía a su sesión de azotes. ¿Qué la habría retrasado?

Otros dos giros, seguidos de un tramo de fríos escalones de piedra, y Egwene se encontró atravesando el sector del Ajah Rojo de la Torre, ya que era la ruta más corta hasta los aposentos de la Amyrlin. En las paredes colgaban tapices rojos que resaltaban las baldosas carmesí del suelo; las mujeres que andaban por los pasillos exhibían expresiones austeras que eran casi un calco, con los chales echados con cuidado sobre los hombros y los brazos. Allí, en el sector de su propio Ajah, donde deberían sentirse seguras, parecían inseguras y desconfiadas incluso con la servidumbre que trajinaba de aquí para allá luciendo la Llama de Tar Valon en la pechera. Egwene pasó por los corredores deseando no haber tenido que caminar con tanta precipitación ya que eso la hacía parecer acobardada. En el centro de la Torre, subió varios tramos de escalones y por fin llegó al pasillo que conducía a los aposentos de la Amyrlin.

El ajetreo de sus quehaceres como novicia y las lecciones apenas le había dejado tiempo para pensar en su confrontación con la falsa Amyrlin. Ésa era la mujer que había depuesto a Siuan, la mujer que había golpeado a Rand, y la mujer que había empujado a las propias Aes Sedai al borde de la catástrofe. ¡Elaida tenía que conocer su cólera, tenía que ser humillada y avergonzada! Tenía que…

La joven se detuvo delante de la dorada puerta de Elaida.

«No», se dijo para sus adentros. Podía imaginarse la escena sin esforzarse mucho: Elaida encolerizada y ella arrojada a las oscuras celdas situadas bajo la Torre. ¿De qué serviría eso? No debía enfrentarse a esa mujer, todavía no; ello sólo conduciría a una satisfacción momentánea seguida de una frustración debilitadora.

¡Pero, Luz, tampoco podía doblegarse ante Elaida! ¡La Amyrlin no hacía nada semejante!

¿O sí? La Amyrlin hacía lo que se requería de ella. ¿Qué era más importante, la Torre Blanca o el orgullo de Egwene al’Vere? La única forma de vencer en esa batalla era dejar que Elaida pensara que estaba ganando ella. No, no… La única forma de alzarse con la victoria era dejar que Elaida pensara que no había una batalla.

¿Sería capaz de contener la lengua y ser cortés el tiempo suficiente para salir indemne del encuentro de esa noche? No podía asegurarlo; sin embargo, necesitaba marcharse del servicio de la cena a Elaida dejándole la sensación de que ella tenía el control, de que Egwene estaba convenientemente acobardada. El mejor modo de conseguir eso al tiempo que conservaba el orgullo hasta cierto punto sería no hablar nada.

Silencio. El silencio sería el arma que utilizaría esa noche. Armándose de valor, la joven llamó a la puerta.

La primera sorpresa que se llevó fue que abrió una Aes Sedai. ¿Es que Elaida no contaba con sirvientes que realizaran esa función? Egwene no reconoció a la hermana, pero la intemporalidad del rostro de la mujer era evidente. Se trataba de una Gris, a juzgar por el chal, y era delgada, pero con un busto generoso. El cabello, de color castaño dorado, le caía hasta la mitad de la espalda, y tenía una expresión acosada en los ojos, como si hubiera estado bajo una gran tensión recientemente.

Elaida se encontraba dentro, sentada, y Egwene vaciló en el umbral mientras observaba a su rival por primera vez desde que se había marchado de la Torre Blanca con Nynaeve y Elayne a dar caza al Ajah Negro, un punto de inflexión en su vida acaecido hacía una eternidad, o eso le parecía. Bien parecida y proporcionada, Elaida daba la impresión de haber perdido una pequeña parte de su severidad a cambio de un aire de seguridad; esbozaba una sonrisa, como si estuviera pensando en algo gracioso que sólo ella entendía. La silla que ocupaba más parecía un trono por las tallas y los dorados lacados en rojo y blanco. Había otro servicio puesto en la mesa, seguramente para la hermana Gris desconocida.

Egwene nunca había estado en los aposentos privados de la Amyrlin, pero podía imaginar cómo serían los que había ocupado Siuan: sencillos, aunque no austeros, justo con la ornamentación necesaria para señalar que era la estancia de alguien importante, pero no hasta el punto de convertirse en motivo de distracción. En el mandato de Siuan todas las cosas habrían tenido alguna utilidad, o tal vez más de una. Mesas con compartimentos secretos; tapices que también servían de mapas; espadas cruzadas encima de la chimenea que estaban untadas con aceite por si los Guardianes tenían que utilizarlas.

O quizá sólo era cosa de su imaginación. En cualquier caso, Elaida no sólo había ocupado varias habitaciones como aposentos privados, sino que la decoración era llamativamente cara. Esas estancias no estaban decoradas del todo —se comentaba que iba añadiendo cosas día a día—, pero lo que ya había era fastuoso y excesivo. Nuevos brocados de seda, todos en rojo, colgaban de paredes y techos. La alfombra teariana representaba aves en pleno vuelo y estaba tejida con tanta delicadeza que casi se confundía con una pintura. Repartidos por la habitación había muebles de una docena de estilos y facturas diferentes, todos ellos profusamente tallados y con incrustaciones de marfil: aquí, una serie de plantas trepadoras; allí, un diseño de acanaladuras rugosas; acullá, serpientes entrecruzadas.

Más exasperante que tanta extravagancia era la estola echada sobre los hombros de Elaida. Una estola de seis colores. ¡No de siete, de seis! Aunque Egwene no había elegido un Ajah, se habría inclinado hacia el Verde, pero eso no le impedía sentir un arrebato de cólera al ver aquel chal desprovisto del color azul. ¡Una no disolvía un Ajah sin más ni más, aunque la orden saliera de la Sede Amyrlin!

Pero Egwene se mordió la lengua; en esta reunión estaba en juego la supervivencia. Ella era capaz de soportar dolorosos correazos por el bien de la Torre, mas ¿tendría aguante para soportar también la arrogancia de Elaida?

—¿No hay reverencia? —preguntó Elaida al entrar Egwene en la estancia—. Dijeron que eras terca. Bien, pues, visitarás a la Maestra de las Novicias cuando se haya acabado esta cena y le informarás de la omisión. ¿Qué tienes que decir a eso?

«Que eres una plaga desatada sobre esta institución, tan maligna y destructiva como cualquier peste que haya atacado ciudades y gentes a lo largo de la historia. Que eres…»

Egwene apartó la vista de los ojos de Elaida y —a pesar de que la vergüenza por hacer ese gesto de sumisión la notó como una vibración en todos los huesos— inclinó la cabeza.

Elaida se echó a reír al interpretar el ademán por lo que era en realidad.

—De verdad, esperaba que fueras más problemática —dijo—. Por lo visto esa Silviana sabe hacer su trabajo, y eso está bien. Me preocupaba que también ella, como les pasa a muchas otras, demasiadas en la Torre últimamente, se hubiera arrugado. Bien, ponte a trabajar, no quiero que la cena se alargue toda la noche.

Egwene apretó los puños, pero no dijo nada. En la pared del fondo había una larga mesa de servir en la que descansaban varias fuentes de plata con pulidas tapas convexas, salpicadas de gotitas de condensación por el calor de los contenidos; asimismo había una salsera de plata. A un lado, la hermana Gris rondaba cerca de la puerta. ¡Luz! Esa mujer estaba aterrorizada. Egwene rara vez había visto semejante expresión en una hermana. ¿Qué la causaba?

—Ven, Meidani —le dijo Elaida a la Gris—. ¿Vas a estar de pie toda la noche? ¡Siéntate!

Egwene controló la momentánea sorpresa. ¿Meidani? ¡Era una de las que Sheriam y las otras habían mandado a la Torre a espiar! Mientras comprobaba los contenidos de las fuentes, echó un rápido vistazo hacia atrás. Meidani se había dirigido a la silla más pequeña y menos adornada, al lado de Elaida. ¿Llevaría siempre la Gris tantas galas para cenar? El cuello le resplandecía con las esmeraldas del collar, y el vestido verde era de la seda más cara, cortado de forma que acentuaba el busto que en otra mujer habría sido de término medio, pero que parecía exuberante en el delgado cuerpo de Meidani.

Beonin había dicho que había advertido a las hermanas Grises que Elaida sabía que eran espías, así pues ¿por qué no había huido Meidani de la Torre? ¿Qué la retenía allí? En fin, ahora al menos la expresión aterrada de la mujer tenía sentido.

—Meidani, hoy estás muy pálida —dijo Elaida que a continuación bebió vino de una copa—. ¿Estás tomando el sol al menos un rato?

—He pasado bastante tiempo enfrascada en los registros históricos, Elaida, ¿lo has olvidado? —repuso la Gris con voz insegura.

—Ah, es cierto —respondió Elaida, meditabunda—. Vendrá bien saber qué trato se dio a las traidoras en el pasado. La decapitación me parece un castigo demasiado fácil y simple. Habrá que encontrar algo especial para aquellas que han dividido nuestra Torre, aquellas que alardean de su defección. Bien, prosigue con tu búsqueda, pues.

Meidani se sentó con las manos apoyadas en el regazo; cualquier otra mujer que no fuera Aes Sedai habría tenido que enjugarse el sudor de la frente. Sosteniendo el cucharón con la mano tan prieta que tenía los nudillos blancos, Egwene removió el contenido de la sopera. Elaida lo sabía; sabía que Meidani era una espía y, sin embargo, la invitaba a cenar. Para jugar con ella, claro.

—Date prisa, pequeña—barbotó Elaida a Egwene.

La joven alzó la sopera por las asas, calientes al tacto, y se dirigió a la mesa pequeña. Llenó los cuencos con un caldo espeso de color marrón en el que flotaban setas corona de reina. Olía tanto a pimienta que cualquier otro sabor sería imposible de distinguir; era tanta la comida que se estropeaba que sin el condimento la sopa habría sido incomestible.

Egwene trabajaba de forma mecánica, como una rueda de carreta girando detrás de los bueyes. No tenía que hacer elecciones; no tenía que responder. Sólo trabajar. Llenó los cuencos con la medida justa, y después fue a buscar el cestillo del pan y colocó un trozo —no muy crujiente— en cada platillo de porcelana. Añadió en cada platillo un pedacito redondo de mantequilla que cortó con rapidez y precisión de un taco grande, dando un par de golpecitos con el cuchillo. Siendo hija de un posadero, una tenía que espabilarse y aprender a servir una comida como era debido.

Mientras trabajaba, la ansiedad que sentía iba en aumento. Cada paso era un tormento, y no debido al escozor que aún sentía en las nalgas. Ese dolor físico, cosa extraña, ahora parecía insignificante; lo hacía secundario el padecimiento de mantenerse callada, el malestar de no permitirse plantarle cara a esa espantosa mujer, tan arrogante, tan mayestática.

Cuando las dos mujeres sentadas a la mesa empezaron a tomar la sopa —pasando por alto a propósito los gorgojos que había en el pan—, Egwene se apartó a un lado de la estancia y se quedó de pie, con las manos enlazadas ante sí, muy tiesa. Elaida le echó una ojeada y a continuación sonrió viendo en eso, al parecer, otra señal de subordinación. En realidad, la joven prefería no mover ni un músculo porque se temía que cualquier cosa que hiciera tendría por colofón atizarle un buen bofetón a Elaida. ¡Luz, qué difícil era aguantarse!

—¿Qué se comenta en la Torre, Meidani? —preguntó Elaida mientras mojaba el pan en la sopa.

—No… dispongo de mucho tiempo para escuchar.

—Oh, pero sin duda sabrás algo. —Elaida se echó hacia adelante—. Tienes oídos, e incluso las Grises deben de chismorrear. ¿Qué hablan sobre esas rebeldes?

—Yo… yo… —balbució Meidani, que palideció aún más.

—Mmmm… Cuando éramos novicias no recuerdo que fueras tan lerda, Meidani. No me has causado muy buena impresión estas últimas semanas; empiezo a preguntarme por qué se te dio el chal.

La Gris abrió los ojos de par en par, y Elaida sonrió.

—Oh, sólo te tomo el pelo, pequeña —dijo—. Venga, come.

¡Bromeaba! Se burlaba de cómo había robado el chal a una mujer, humillándola a tal punto que había huido de la Torre. ¡Luz! ¿Qué le había pasado a Elaida? Egwene había tratado con ella antes, y Elaida le parecía severa, pero no tiránica. El poder cambiaba a la gente; en el caso de Elaida, parecía que ocupar la Sede Amyrlin le había quitado la severidad y la solemnidad para reemplazarlas por la crueldad y un excitante sentido de prerrogativa.

—Yo… —Meidani alzó la vista—. He oído a las hermanas expresar preocupación por los seanchan.

Elaida agitó la mano con indiferencia y sorbió un poco de sopa.

—Bah, están demasiado lejos para ser peligrosos para nosotras. Me pregunto si no estarán trabajando para el Dragón Renacido en secreto. Sea como sea, sospecho que los rumores sobre ellos son muy exagerados. —Elaida miró de soslayo a Egwene—. No deja de ser motivo de diversión para mí el hecho de que algunas crean todo lo que oyen.

Egwene no podía hablar; ni siquiera habría podido farfullar. ¿Qué pensaría Elaida de esos rumores «exagerados» si los seanchan le ciñeran un frío a’dam alrededor del cuello? Necia. A veces Egwene aún sentía esa banda metálica en la piel, irritante, imposible de quitar. A veces todavía le revolvía el estómago moverse con libertad, como si tuviera la impresión de que debería estar encerrada, encadenada al pilar de la pared por un sencillo aro de metal.

Sabía lo que había soñado, y sabía que ese Sueño era profético. Los seanchan atacarían la Torre Blanca. Elaida, evidentemente, descartaba sus advertencias.

—No, esos seanchan no representan un problema —aseguró Elaida, que hizo un gesto a Egwene para que le sirviera otro cucharón de sopa—. El verdadero peligro es la absoluta falta de obediencia demostrada por las Aes Sedai. ¿Qué tendré que hacer para poner fin a esas absurdas conversaciones en los puentes? ¿A cuántas hermanas tendré que imponer castigos antes de que reconozcan mi autoridad? —Se puso a dar golpecitos con la cuchara en el cuenco de sopa. Egwene, en la mesa de servir, cogió la sopera y retiró el cucharón del soporte de plata.

»Sí —continuó Elaida—, si las hermanas hubiesen sido obedientes, la Torre no estaría dividida. Esas rebeldes tendrían que haber obedecido en lugar de huir como una estúpida bandada de pájaros asustados. Si las hermanas fueran obedientes, tendríamos al Dragón Renacido en nuestras manos y nos habríamos ocupado hace mucho de esos hombres horribles que se entrenan en su «Torre Negra». ¿A ti qué te parece, Meidani?

—Yo… Desde luego la obediencia es importante, Elaida.

Elaida sacudió la cabeza mientras Egwene le servía la sopa en el cuenco.

—Cualquiera admitiría eso, Meidani. Te pregunté qué crees que debería hacerse. Por suerte, yo ya tengo una idea. ¿No te llama la atención que los Tres Juramentos no hagan mención a deber obediencia a la Torre Blanca? Las hermanas no pueden mentir, no pueden fabricar armas para que los hombres maten a otros hombres, y no pueden utilizar el Poder como arma contra otros, excepto en defensa propia. Esos juramentos siempre me han parecido demasiado permisivos. ¿Por qué no hay un juramento de obediencia a la Amyrlin? Si esa simple promesa formara parte de todas nosotras, ¿cuánto dolor y cuántas dificultades no se habrían evitado? Tal vez se impone llevar a cabo una revisión.

Egwene se quedó inmóvil. Hubo un tiempo en que ella no comprendía la importancia de los juramentos; sospechaba que muchas novicias y Aceptadas se habían cuestionado su utilidad. Pero había aprendido, como debía hacerlo toda Aes Sedai, cuál era su importancia. Los Tres Juramentos eran lo que hacía de una Aes Sedai lo que era, lo que aseguraba que las Aes Sedai hicieran lo mejor para el mundo. Pero, más que nada, eran el refugio donde cobijarse de las acusaciones.

Si se cambiaban… En fin, sería un desastre sin precedentes, y Elaida debería saberlo. La falsa Amyrlin siguió con la sopa, sonriendo para sí, sin duda considerando un cuarto juramento para exigir obediencia. ¿No se daba cuenta de que así socavaría la propia Torre? ¡Transformaría a la Amyrlin de líder en déspota!

La ira bullía dentro de Egwene, ardiente como la sopa que sostenía en las manos. Esa mujer, esa… ¡criatura! Ella era la causa de los problemas de la Torre Blanca, ella era la que había ocasionado la división entre rebeldes y lealistas. Ella había capturado a Rand y lo había maltratado. ¡Ella era el desastre!

Notó que temblaba. En cualquier otro momento habría estallado y le habría dicho a Elaida unas cuantas verdades. Unas verdades que bregaban por salirle de la boca y que Egwene contenía a duras penas.

«¡No, no! Si hago eso, la batalla habrá acabado para mí. Perderé la guerra», pensó la joven.

Así pues, hizo lo único que se le ocurrió para no hablar: dejó caer la sopera al suelo.

El líquido marrón roció la delicada alfombra roja con pájaros amarillos y verdes en pleno vuelo. Elaida maldijo y se levantó de un salto al tiempo que reculaba para apartarse del estropicio. Ni una gota de caldo le había manchado el vestido, lo que no dejaba de ser una lástima. Egwene tomó con tranquilidad un paño de la mesa de servir y se puso a limpiar lo que había tirado.

—¡Estúpida, torpe! —barbotó Elaida.

—Lo siento, ojalá no hubiese ocurrido —dijo Egwene.

Y era cierto. Ojalá que no hubiera ocurrido nada de aquella velada. Ojalá que Elaida no tuviera el control. Ojalá que la Torre nunca se hubiese dividido. Ojalá que no se hubiera visto obligada a derramar la sopa en el suelo. Pero lo había hecho, así que tenía que arreglarlo, de rodillas y restregando.

—¡Esa alfombra vale más que todo tu pueblo, espontánea! ¡Meidani, ayúdala! —farfulló Elaida.

La Gris no puso la menor objeción, sino que se movió con rapidez, agarró el cubo de agua helada en que se había tenido enfriando el vino, y se apresuró a ayudar a Egwene. Elaida se dirigió a la puerta, al otro extremo de la estancia, para llamar a los sirvientes.

—Mándame llamar —susurró Egwene cuando Meidani se arrodilló para cooperar en la limpieza.

—¿Qué?

—Que me mandes llamar para darme una clase —dijo en voz queda la joven al tiempo que miraba de reojo a Elaida, que estaba de espaldas—. Tenemos que hablar.

La primera intención de Egwene había sido evitar a las espías de Salidar y dejar que Beonin actuara como su mensajera, pero eran demasiadas preguntas las que tenía pendientes. ¿Por qué Meidani no había huido de la Torre? ¿Qué planeaban las espías? ¿Había adoptado medidas Elaida contra algunas de las otras y las tenía tan desmoralizadas como a Meidani?

La Gris lanzó una ojeada de soslayo a Elaida y luego volvió la vista hacia Egwene.

—Puede que a veces no lo parezca, pero sigo siendo una Aes Sedai, pequeña. No puedes ordenarme nada.

—Soy tu Amyrlin, Meidani —respondió la joven con calma al tiempo que retorcía en un bocal el paño empapado de sopa—. Y harás bien en recordarlo a menos que quieras que los Tres Juramentos se reemplacen por otros de servidumbre a Elaida para toda la eternidad.

Meidani la miró y después se encogió con los gritos de Elaida llamando a la servidumbre. Era evidente que la pobre mujer lo había pasado muy mal últimamente. Egwene le puso una mano en el hombro.

—Elaida puede ser depuesta, Meidani. La Torre volverá a estar unida. Me ocuparé de que sea así, pero hemos de mantener el coraje. Mándame llamar.

La Gris alzó la vista y estudió a Egwene.

—¿Cómo… cómo lo haces? Dicen que recibes castigos tres o cuatro veces al día, que hay que hacerte la Curación entre tanda y tanda para que puedan pegarte más. ¿Cómo lo aguantas?

—Lo aguanto porque he de hacerlo —respondió la joven, que apartó la mano del hombro de la Gris—. Igual que todas hacemos lo que debemos. Tu misión aquí vigilando a Elaida es difícil, salta a la vista, pero ten presente que tu labor no pasa inadvertida y se aprecia en lo que vale.

Egwene no sabía si a Meidani la habían enviado realmente a espiar a Elaida, pero siempre era mejor para una mujer pensar que su sufrimiento servía para un buen propósito. Al parecer era lo mejor que podía haber dicho, porque Meidani cobró ánimo y se puso erguida.

—Gracias —dijo al tiempo que asentía con la cabeza.

Elaida volvía ya, detrás de tres criadas.

—Mándame llamar —le ordenó de nuevo Egwene a Meidani en un susurro—. Soy una de las pocas en esta Torre que tienen una buena excusa para moverse entre los sectores de varios Ajahs. Puedo contribuir a restaurar lo que se ha roto, pero necesitaré tu ayuda.

—De acuerdo —aceptó la Gris tras un instante de vacilación.

—¡Tú! —espetó Elaida, que se acercó a Egwene—. ¡Fuera! ¡Quiero que le digas a Silviana que te azote con la correa como no ha azotado a ninguna otra mujer antes! ¡Quiero que te castigue, y que te Curen allí mismo y luego vuelva a azotarte! ¡Vete!

Egwene se puso de pie, le tendió el paño a una criada y después se dirigió a la salida.

—Y no creas que tu torpeza te va a permitir escapar a tus quehaceres —continuó Elaida a su espalda—. Volverás y me servirás de nuevo otro día. Y si se te ocurre derramar aunque sólo sea una gota, haré que te encierren en una celda sin ventanas ni luz durante una semana. ¿Lo has entendido?

Egwene salió del cuarto. ¿De verdad esa mujer había sido alguna vez una Aes Sedai que controlaba sus emociones?

Con todo, la propia Egwene también había perdido el control. No tendría que haberse dejado llevar al límite de tener que tirar la sopera. Había subestimado lo exasperante que podía llegar a ser Elaida, pero no volvería a ocurrir. Se tranquilizó a medida que caminaba, inhalando y exhalando. Irritarse no servía de nada. Uno no se encolerizaba con la comadreja que se colaba en el patio y se comía las gallinas; se limitaba a poner una trampa y se ocupaba del animal. Sulfurarse no tenía sentido.

Con las manos oliéndole todavía un poco a pimienta y especias, bajó al nivel inferior de la Torre, al comedor de las novicias situado junto a las cocinas. Egwene había trabajado allí con frecuencia durante los últimos nueve días; a todas las novicias se les exigía realizar ese tipo de tareas. Los olores propios de las cocinas —carbón y humo, sopas hirviendo a fuego lento y jabones ásperos— le resultaban muy familiares. De hecho, los olores no eran tan diferentes de los de la cocina de la posada de su padre, allá en Dos Ríos.

La sala de paredes blancas se hallaba vacía, sin nadie que atendiera las mesas, aunque había una pequeña bandeja en una de ellas cubierta con una tapadera de cazuela para conservar caliente la comida. También estaba allí el cojín que las novicias le habían dejado para aliviar la dureza del banco. Egwene se acercó pero, como tenía por costumbre, no utilizó el cojín, aunque agradecía el gesto. Por desgracia, lo único que encontró debajo de la tapadera fue un cuenco con la misma sopa de color marrón, si bien no había rastro del asado ni de la salsa de carne ni de las finas y alargadas alubias untadas con mantequilla que componían el resto de la cena para Elaida.

Aun así, era comida y el estómago de Egwene lo agradeció. Elaida no había ordenado que fuera de inmediato a recibir el castigo, de modo que la orden de Silviana de que comiera primero tenía prioridad. O al menos era argumento suficiente para protegerse.

Comió en silencio, sola; la sopa, en efecto, tenía muchas especias y sabía a pimienta tanto como le había olido antes, pero no le importó. Aparte de eso, estaba bastante buena; también le habían dejado unas lonchas de pan, aunque le tocaron los extremos de la pieza. En general no fue una mala comida, si se tenía en cuenta que había creído que no habría nada para ella.

Egwene comió con gesto absorto mientras oía a Laras y a las pinches de cocina trajinar con ollas en las pilas, al otro lado de la puerta del comedor, y se asombraba de lo tranquila que estaba. Había cambiado, se notaba distinta. Ver a Elaida, encararse por fin con la mujer que había sido su rival todos esos meses, la obligó a contemplar su propia labor a la luz de un enfoque nuevo.

Se había imaginado socavando la autoridad de Elaida para hacerse con el control de la Torre desde dentro; ahora se daba cuenta de que no tenía que minar la autoridad de Elaida porque esa mujer era más que capaz de conseguirlo por sí misma. ¡Diantre, ya imaginaba la reacción de las Asentadas y las cabezas de Ajah cuando Elaida anunciara su intención de cambiar los Tres Juramentos!

Esa mujer acabaría cayendo, con su ayuda o sin ella. El deber de Egwene, como Amyrlin, no era acelerar esa caída, sino hacer todo lo posible por mantener la Torre y a sus ocupantes unidas. No podían permitirse el lujo de empeorar la fisura existente; su obligación era contener el caos y la destrucción que las amenazaba a todas, reconstruir y consolidar de nuevo la Torre. Terminaba la sopa —valiéndose del último trozo de pan para rebañar el cuenco—, cuando comprendió que tenía que hacer todo cuanto estuviera en su mano para ser el pilar de fortaleza en que se apoyaran las hermanas de la Torre. Se acababa el tiempo. ¿Qué le estaba haciendo Rand al mundo sin alguien que lo guiara? ¿Cuándo atacarían los seanchan el norte? Tendrían que pasar a través de Andor para llegar a Tar Valon, y ¿qué destrucción ocasionaría eso? Seguro que contaba con algo de tiempo para reconstruir la Torre antes de que se produjera el ataque, pero no había que perder ni un momento.

Egwene llevó el plato a la cocina y lo lavó, con lo que se ganó un cabeceo de aprobación por parte de la fornida Maestra de las Cocinas. A continuación, Egwene se dirigió al estudio de Silviana; necesitaba que le diera el correctivo cuanto antes, porque tenía pensado visitar a Leane esa noche, como tenía por costumbre hacer. La joven llamó a la puerta y seguidamente entró; encontró a Silviana sentada al escritorio pasando las hojas de un grueso tomo a la luz de dos lámparas plateadas. Cuando entró Egwene, Silviana señaló la página con una fina tira de paño rojo y después cerró el libro. En la portada, desgastada por el uso, el título rezaba Reflexiones sobre la Llama Ardiente, un libro que versaba acerca del encumbramiento de varias Amyrlin. Qué curioso.

Sin traslucir el instantáneo e intenso dolor en el trasero, Egwene se sentó en la banqueta que había enfrente del escritorio y habló con calma sobre lo ocurrido durante la cena, aunque omitió el hecho de que había dejado caer la sopera a propósito. Sin embargo, sí explicó que la soltó después de que Elaida hablara de revocar y cambiar los Tres Juramentos. Aquello dejó a Silviana muy pensativa.

—Bien —dijo luego la Maestra de las Novicias mientras se ponía de pie y asía el flagelo—, la Amyrlin ha hablado.

—Sí, lo ha hecho —convino Egwene, que se puso de pie y se colocó en la mesa con la falda y la enagua alzadas para recibir la tunda.

Silviana vaciló, pero enseguida empezaron los azotes. Curiosamente, Egwene no sintió el deseo de gritar; dolía, por supuesto, pero no podía gritar. ¡Qué ridículo era ese castigo!

Recordó el dolor que había sentido al ver a las hermanas recorriendo los pasillos y mirándose unas a otras con miedo, desconfianza y suspicacia, recordó el tormento de servir a Elaida mientras se mordía la lengua para no hablar, y recordó el espanto producido por la idea de que toda la Torre estuviera obligada, por juramento, a obedecer a semejante tirana.

Todas y cada una de esas cosas provocaban un dolor intenso dentro de Egwene, una puñalada en el pecho que le partía el corazón. A medida que la paliza se alargaba, la joven se dio cuenta de que todo el daño que le hicieran a su cuerpo, fuera lo que fuera, no tendría comparación con el dolor que sentía en el alma viendo sufrir a la Torre Blanca a manos de Elaida. Comparada con ese sufrimiento anímico, la paliza resultaba ridícula.

Y entonces empezó a reírse.

No fue una risa forzada ni una risa desafiante. Era una risa producto del escepticismo. De la incredulidad. ¿De verdad creían que propinarle palizas resolvería algo? ¡Era ridículo!

Los azotes cesaron, y Egwene se volvió. Era imposible que el castigo hubiera acabado. Silviana la observaba con gesto preocupado.

—¿Te encuentras bien, pequeña? —preguntó.

—Sí, muy bien.

—¿Seguro? ¿Razonas con claridad?

«Cree que no he resistido la presión —comprendió la joven—. Me golpea y yo me río».

—Razono con absoluta claridad —contestó—. No me río porque me haya desmoronado, Silviana. Me río porque es absurdo darme estas palizas.

La expresión de la mujer se ensombreció.

—¿No lo notas? —preguntó Egwene—. ¿No sientes el dolor? ¿El sufrimiento de presenciar cómo se desploma la Torre a tu alrededor? ¿Es que cualquier paliza puede compararse a eso?

Silviana no contestó.

«Ahora lo comprendo —pensó Egwene—. No entendí lo que hacían los Aiel, di por hecho que sólo tenía que ser más dura y que sería eso lo que me enseñaría a reírme del dolor. Pero no se trata de ser duro, en absoluto. No es la fortaleza lo que me hace reír. Es la comprensión».

Dejar que la Torre cayera, que las Aes Sedai fracasaran… Ese dolor sí que la destruiría. Tenía que impedirlo, porque era la Sede Amyrlin.

—No puedo negarme a aplicarte los castigos ordenados. Lo entiendes, ¿verdad? —le dijo Silviana.

—Por supuesto. Pero, por favor, refréscame la memoria sobre algo. ¿Qué dijiste sobre Shemerin? ¿Por qué consiguió Elaida salirse con la suya y quitarle el chal?

—Porque Shemerin lo aceptó —contestó Silviana—. Se comportaba como si realmente hubiera perdido el chal. No opuso resistencia.

—No cometeré el mismo error, Silviana. Elaida dirá lo que quiera, pero eso no cambia lo que soy ni lo que es cualquiera de nosotras. Aunque intente cambiar los Tres Juramentos, habrá quienes se resistirán y serán consecuentes con lo que es correcto. Así, cuando me golpeas, golpeas a la Sede Amyrlin, y eso debería resultar lo bastante divertido para hacernos reír a las dos.

El castigo continuó y Egwene abrazó el dolor, lo incorporó a su ser, y lo juzgó insignificante, impaciente porque acabara de una vez.

Tenía mucho que hacer.

3

Los conceptos del honor

Aviendha se agachó con sus hermanas de lanza y unos cuantos exploradores Descendientes Verdaderos en lo alto de una colina baja y herbosa, desde donde observaron a los refugiados. Formaban un grupo lastimoso, esos habitantes de las tierras húmedas domani, sucias las caras de no haber visto una tienda de vapor hacía meses, y sus niños demacrados, tan hambrientos que ni fuerza tenían para llorar. Una pobre mula tiraba de un carro entre el centenar de personas que avanzaban con dificultades, cargadas con las cosas que no habían amontonado en el carro. Tampoco es que hubiera mucho. Andaban con paso cansino en dirección nordeste a lo largo del camino, que tenía poco de calzada. Tal vez había un pueblo en esa dirección; quizá sólo escapaban de la inseguridad que reinaba en las tierras costeras.

El paisaje montañoso estaba despejado a excepción de alguno que otro agrupamiento de árboles. Los refugiados no habían visto a Aviendha y sus compañeros a pesar de que se encontraban a menos de un centenar de pasos; la joven nunca había conseguido entender cómo estaban tan ciegos los habitantes de las tierras húmedas. ¿No vigilaban ni tenían presente cualquier singularidad en el horizonte? ¿No se daban cuenta de que viajar tan cerca de una cresta de colina era tanto como invitar a que unos exploradores los espiaran? Tendrían que haber asegurado la colina con sus propios exploradores antes de acercarse a ella.

¿No les importaba? Aviendha se estremeció. ¿Cómo podía no importarle a alguien que hubiera unos ojos vigilándolo, ojos que podían ser de un guerrero o una Doncella armados con lanzas? ¿Tantas ganas tenían de despertar del sueño? Aviendha no le tenía miedo a la muerte, pero había una gran diferencia entre abrazarla y desear encontrarla.

«Las ciudades son el problema», pensó. Eran sitios pestilentes, corrompidos, como heridas supurantes que nunca se curaban. Había algunas mejores que otras —Elayne hacía una labor admirable con Caemlyn— pero incluso la mejor de todas reunía a demasiadas personas y las habituaba a sentirse cada vez más cómodas permaneciendo en un mismo lugar. Esos refugiados se habían acostumbrado a viajar y habían aprendido a usar los pies en lugar de depender de los caballos, como hacían tan a menudo los habitantes de las tierras húmedas, y así no les sería tan difícil abandonar sus ciudades. Entre los Aiel, los artesanos estaban entrenados para defenderse a sí mismos, los niños sabían vivir durante días de lo que les ofrecía la naturaleza, e incluso los herreros eran capaces de viajar grandes distancias a buen paso. Todo un septiar podía estar en condiciones de ponerse en marcha en el plazo de una hora con todo lo que necesitaban cargado a la espalda.

Sí, los habitantes de las tierras húmedas eran raros, sin duda, pero aun así los refugiados seguían dándole lástima. Experimentar esa emoción la sorprendió, porque, aunque no fuera desalmada, su deber estaba en otro lado, con Rand al’Thor. No había razón para que se sintiera abatida por un grupo de habitantes de las tierras húmedas a los que ni siquiera conocía. Sin embargo, en el tiempo que había pasado con su primera hermana Elayne había comprendido que no todas las personas de esas tierras eran pusilánimes y débiles; sólo la mayoría. Había ji en cuidar de aquellos que no podían hacerlo por sí mismos.

Observando a esos refugiados, Aviendha intentó verlos como los vería Elayne, pero todavía le costaba entender la forma de liderazgo de su primera hermana. No se parecía al sencillo liderazgo de un grupo de Doncellas en un ataque, que era instintivo y eficaz por igual. Elayne no buscaría indicios de soldados escondidos o de peligro para esos refugiados, sino que se sentiría responsable de ellos aun cuando no eran sus coterráneos. Encontraría el modo de enviarles comida, incluso de utilizar sus tropas para afianzar un área segura en la que se instalaran y, de esta manera, hacerse con un trozo de ese país para sí misma.

En otro tiempo Aviendha habría dejado esas ideas a los jefes de clan y a las señoras del techo, pero ya no era una Doncella y lo había aceptado como un hecho. Ahora vivía bajo otro techo; le avergonzaba haberse resistido al cambio tanto tiempo.

No obstante, eso le planteaba un problema: ¿Qué honor había ahora para ella, sin ser ya Doncella ni ser del todo una Sabia? Toda su identidad había estado ligada a esas lanzas, y su ser, forjado en el acero de las puntas, tan seguro como que el fuego las había templado en la fragua. Había crecido con la convicción de que sería una Far Dareis Mai; de hecho, se había unido a las Doncellas lo antes posible, y se había sentido orgullosa de su vida y de la de sus hermanas de lanza. Habría servido a su clan y a su septiar hasta el día en que hubiera caído por una lanza derramando hasta su última gota de agua en el suelo reseco de la Tierra de los Tres Pliegues.

Ésta no era la Tierra de los Tres Pliegues, y había oído preguntarse a un algai’d’siswai si los Aiel volverían allí algún día. Sus vidas habían cambiado, y ella desconfiaba de los cambios. No se los podía localizar ni ensartar con la lanza; eran más silenciosos que el mejor de los exploradores y más letales que cualquier asesino. No, nunca se había fiado del cambio, pero lo aceptaría; aprendería de los métodos de Elayne y a pensar como un jefe.

Encontraría honor en su nueva vida. De algún modo lo haría.

—No son una amenaza —susurró Heirn, agazapado con los Descendientes Verdaderos, al otro extremo de las Doncellas.

Rhuarc también observaba a los refugiados, vigilante.

—Los muertos caminan —manifestó el jefe del clan Taardad—. Y sin previo aviso los hombres caen presas del mal del Cegador de la Vista, con la sangre corrompida como el agua de un pozo contaminado. Ésos quizá sean unos infelices que huyen de los estragos de la guerra, o tal vez son cualquier otra cosa. Nos mantendremos a distancia.

Aviendha echó otra ojeada a la columna de refugiados que se iba alejando. No creía que Rhuarc tuviera razón; esas personas no eran fantasmas ni monstruos en los que siempre se percibía algo… anómalo; a Aviendha le provocaban una desazón desagradable, como si estuvieran a punto de atacarla.

Con todo, Rhuarc era sabio; uno aprendía a ser cauteloso en la Tierra de los Tres Pliegues, donde hasta una ramita podía matarte. El grupo de Aiel abandonó la cresta de la colina y descendió a la llanura de hierba marchita que se extendía más allá. Aun después de llevar meses en las tierras húmedas, a Aviendha todavía le resultaba chocante el paisaje. Allí los árboles eran altos, con ramas largas y excesivos retoños; cuando los Aiel cruzaban parches de amarillenta hierba primaveral entre las hojas caídas del invierno, todo parecía tan repleto de agua que Aviendha casi esperaba que las briznas y las hojas reventaran al pisarlas. Sabía que los habitantes de las tierras húmedas decían que la actual era una primavera anormalmente tardía, pero ya era más fértil que su tierra natal.

En la Tierra de los Tres Pliegues, un septiar habría reclamado de inmediato como suya esa pradera —con colinas que proporcionaban puntos de vigilancia y cobijo— y la habría utilizado para cultivos. Aquí, sólo era una más entre un millar de extensiones de tierra virgen. De eso también tenían culpa las ciudades; las más cercanas se hallaban demasiado lejos para que esa área fuera un buen sitio para las granjas de los habitantes de las tierras húmedas.

Los ocho Aiel cruzaron con rapidez el herbazal serpenteando entre laderas, moviéndose deprisa y con sigilo; con su atronador galope, los caballos no tenían comparación con los pies de un hombre. Unas bestias terribles… ¿Por qué se empeñarían los habitantes de las tierras húmedas en montarlos? Qué desconcertante. Aviendha empezaba a entender el modo de pensar de un jefe o una reina, pero sabía que jamás comprendería del todo a los habitantes de las tierras húmedas. Eran demasiado raros, incluso Rand al’Thor.

Mejor dicho, en especial Rand al’Thor. La joven sonrió al evocar los ojos serios del hombre; recordaba su olor a los jabones de estas tierras, que olían a aceite, mezclado con el peculiar aroma almizcleño y terroso que era el suyo propio. Se casaría con él; en cuanto a eso estaba tan decidida como Elayne, y ahora que eran primeras hermanas podrían casarse las dos con él, como era debido. Sólo que, ¿cómo iba a casarse ella con nadie? Su honor estaba en sus lanzas, pero Rand al’Thor las llevaba ahora a la cintura, batidas y forjadas en forma de hebilla de cinturón que ella le había entregado con sus propias manos.

Él le había propuesto matrimonio tiempo atrás. ¡Un hombre proponiendo matrimonio! Otra de esas costumbres raras de esas tierras húmedas; incluso dejando a un lado lo fuera de lugar que estaba —y pasando por alto el insulto que su proposición era para Elayne— Aviendha nunca habría aceptado a Rand al’Thor como su esposo. ¿Es que no entendía que una mujer debía aportar honor a su matrimonio? ¿Qué podía ofrecer una simple aprendiza? ¿Aceptaría que se uniera a él como alguien inferior? ¡Sería motivo de gran vergüenza para ella hacer tal cosa!

Él no debía de entenderlo. Aviendha no lo tenía por un hombre cruel: sólo era corto de alcances. Iría a él cuando estuviera preparada; entonces dejaría la guirnalda nupcial a sus pies, cosa que no haría mientras no supiera quién era ella.

Los conceptos del ji’e’toh eran complejos; Aviendha sabía cómo medir el honor como una Doncella, pero las Sabias eran seres diferentes por completo. Creía que había ganado un poco de prestigio a los ojos de sus maestras; por ejemplo, le habían permitido pasar bastante tiempo con su primera hermana en Caemlyn. Claro que, de improviso, habían llegado Dorindha y Nadere y habían informado a Aviendha que había descuidado su preparación. La habían agarrado como a una niña a la que se sorprende escuchando a escondidas fuera de la tienda de vapor y se la habían llevado a remolque para reunirse con el resto del clan, que se desplazaba a Arad Doman.

Y ahora… ¡Ahora las Sabias la trataban con menos respeto que antes! No se habían ofrecido a enseñarle nada; de algún modo había dado un paso en falso a su modo de ver, cosa que le revolvía el estómago. ¡Incurrir en vergüenza ante las Sabias era tan malo como demostrar miedo delante de alguien tan valiente como Elayne!

Hasta ese momento las Sabias le habían permitido tener cierto honor al dejarle cumplir castigos, pero Aviendha no sabía qué había hecho para incurrir en su desagrado, para empezar. Preguntar sólo aumentaría la vergüenza, por supuesto. Hasta que no desentrañara el problema, no recobraría su toh y, lo que es peor, corría el peligro de volver a cometer el mismo error. Mientras no esclareciera ese problema, seguiría siendo una aprendiza y no podría llevar una guirnalda nupcial a Rand al’Thor.

La joven rechinó los dientes; otra mujer habría llorado, pero ¿de qué serviría? Fuera cual fuera su error, se había echado esa mancha y su deber era arreglarlo. Recobraría el honor y se casaría con Rand al’Thor antes de que muriera en la Última Batalla.

Eso significaba que lo que quiera que fuera que debía descubrir tenía que averiguarlo enseguida. Cuanto antes.

Se encontraron con otro grupo Aiel que esperaba en un claro, en medio de un pequeño pinar; el suelo estaba cubierto por una espesa capa de agujas y el cielo se perdía de vista entre los altísimos troncos. En el centro del claro se encontraban cuatro Sabias, todas ellas vestidas con la clásica falda marrón de lana y la blusa blanca. Aviendha llevaba un atuendo parecido que ahora le resultaba tan familiar como antes lo fuera el cadin´sor. El grupo de exploradores se desperdigó; guerreros y Doncellas se dirigieron hacia los miembros de sus clanes o de sus asociaciones. Rhuarc fue a reunirse con las Sabias, y Aviendha lo siguió.

Las cuatro Sabias —Amys, Bair, Melaine y Nadere— le lanzaron una mirada; Bair, la única Aiel del grupo que no pertenecía a los Taardad ni a los Goshien, había llegado no hacía mucho, tal vez para coordinar cosas con las otras. Fuera por uno u otro motivo, ninguna de las mujeres parecía complacida. Aviendha vaciló; si se marchaba ahora, ¿no daría la impresión de que intentaba evitar atraer su atención? ¿Y si al quedarse incurría más aún en el descontento de las mujeres?

—¿Y bien? —se dirigió Amys a Rhuarc.

Aunque Amys tenía el cabello blanco, su aspecto era el de una mujer bastante joven. En su caso no se debía a la manipulación del Poder, sino que había empezado a encanecer siendo aún una chiquilla.

—Era como los exploradores lo describieron, sombra de mi corazón —contestó Rhuarc—. Otro grupo lastimoso de refugiados de las tierras húmedas. No vi peligro alguno en ellos.

Las Sabias asintieron con la cabeza, como si fuera eso lo que esperaban oír.

—Es el décimo grupo de refugiados en menos de una semana —comentó la envejecida Bair con una expresión pensativa en los ojos de un tono azul desvaído.

—Sí —confirmó Rhuarc—. Corren rumores de ataques seanchan a puertos del oeste. Tal vez la gente se ha trasladado tierra adentro para evitar los combates. —Lanzó una mirada a Amys—. Este país hierve como agua vertida en una piedra caliente al fuego. Los clanes no saben bien qué quiere de ellos Rand al’Thor.

—Fue muy claro —señaló Bair—. Le complacerá que vosotros y Dobrain Taborwin aseguréis Bandar Eban, como pidió que se hiciera.

Rhuarc asintió con la cabeza.

—Con todo —agregó después—, sus intenciones siguen sin estar claras. Nos pidió que restaurásemos el orden. ¿Quiere eso decir que actuemos como guardias de ciudad de las tierras húmedas? Esa no es tarea para los Aiel. No podemos conquistar el lugar, por lo cual no podemos tomar el quinto, quedaban lo que hacemos recuerda mucho una ocupación. Las órdenes del Car’a’carn pueden ser claras y confusas a la vez. Creo que tiene un don especial para eso.

Bair asintió con la cabeza, sonriendo.

—Quizá pretende que hagamos algo con esos refugiados —dijo la Sabia.

—¿Y qué deberíamos hacer? —preguntó Amys al tiempo que sacudía la cabeza—. ¿Es que somos Shaido y se espera que hagamos gai’shain a los habitantes de las tierras húmedas? —El tono de voz dejaba bien claro la opinión que tenía tanto de los Shaido como de la idea de hacer gai’shain a la gente de esas tierras.

Aviendha asintió en un gesto de conformidad. Como decía Rhuarc, el Car’a’carn los habían mandado ir a Arad Doman a «restaurar el orden». No obstante, ése era un concepto de estas tierras; los Aiel llevaban consigo su propio orden. En guerras y batallas había caos, cierto, pero todos y cada uno de los Aiel sabían cuál era su sitio y actuarían de acuerdo con ello. Los niños pequeños entendían honor y toh, y un dominio seguiría funcionando después de que todos los líderes y Sabias hubieran muerto.

No ocurría así con la gente de las tierras húmedas. Salían en desbandada como una espuerta de lagartijas a las que se deja caer de pronto en piedras calientes. Tan pronto como sus líderes estaban ocupados o distraídos, reinaba el caos y el bandidaje, los fuertes abusaban de los débiles y ni siquiera los herreros quedaban a salvo.

¿Qué esperaba Rand al’Thor que hicieran los Aiel al respecto? No podían enseñar ji’e’toh a toda una nación. Rand al’Thor les había dicho que evitaran matar tropas domani, pero esas tropas —a menudo corruptas y entregadas al bandidaje— eran parte del problema.

—Quizás explique algo más cuando lleguemos a esa casa de campo donde se encuentra —intervino Melaine al tiempo que sacudía la cabeza de forma que el cabello rubio rojizo brilló al reflejar la luz. Empezaba a notársele el embarazo bajo la blusa de Sabia—. Y, si no lo hace, entonces no cabe duda de que será mejor para nosotros seguir aquí, en Arad Doman, que pasar más tiempo haraganeando de vuelta en la tierra de los asesinos del árbol.

—Como digáis —accedió Rhuarc—. Pongámonos pues en marcha. Aún queda un buen trecho que correr.

Se apartó para hablar con Bair. Aviendha dio un paso, pero una mirada severa de Amys la dejó paralizada.

—Aviendha, ¿cuántas Sabias iban con Rhuarc para vigilar a esa gente de las tierras húmedas? —preguntó la mujer de cabello blanco.

—Ninguna excepto yo —admitió la joven.

—Ah, ¿es que ahora eres una Sabia? —inquirió Bair.

—No —se apresuró a negar Aviendha, que se avergonzó más aún al enrojecer—. Me he expresado mal.

—Entonces habrá que castigarte —dijo Bair—. Ya no eres una Doncella, Aviendha. A ti no te corresponde explorar; eso es cometido de otros.

—Sí, Sabia.

La joven agachó la cabeza. No había pensado que ir con Rhuarc la haría incurrir en vergüenza, ya que había visto a otras Sabias hacer tareas semejantes.

«Pero no soy una Sabia —se recordó para sus adentros—. Sólo soy una aprendiza». Bair no había dicho que una Sabia no pudiera explorar, sólo que a ella no le correspondía hacerlo. Tenía que ver con ella personalmente y con lo que quiera que hubiera hecho —o que quizá seguía haciendo— que disgustaba a las Sabias.

¿Pensarían que se había vuelto blanda al estar tanto tiempo con Elayne? A la propia Aviendha le preocupaba que tal cosa fuera verdad; durante el tiempo pasado en Caemlyn se había sorprendido disfrutando con las sedas y los baños. Al final, sólo hacía débiles objeciones cuando Elayne encontraba cualquier excusa para que se pusiera un vestido frívolo y nada práctico, lleno de bordados y encaje. Era una suerte que las otras hubieran ido a buscarla.

Las «otras» seguían plantadas allí mirándola con expectación, los rostros inflexibles y severos cual rojas piedras del desierto. Aviendha rechinó los dientes de nuevo. Acabaría el aprendizaje y obtendría honor. Lo haría.

Sonó la llamada para emprender la marcha, y hombres y mujeres vestidos con cadin’sor empezaron a correr en pequeños grupos. Las Sabias se movían con igual ligereza que los guerreros a pesar de las voluminosas faldas. Amys tocó a Aviendha en el brazo.

—Correrás conmigo y así podremos discutir tu castigo.

La joven corrió a trote vivo junto a la Sabia. Era una velocidad que cualquier Aiel era capaz de mantener casi por tiempo indefinido. Su grupo, desde Caemlyn, se había encontrado con Rhuarc cuando éste viajaba desde Bandar Eban para reunirse con Rand al’Thor en la parte occidental del país. Dobraine Taborwin, un cairhienino, todavía mantenía el orden en la capital, donde supuestamente había localizado a un miembro del organismo dirigente domani.

Quizás el grupo de Aiel podría haber Viajado a través de un acceso el trecho que quedaba, pero no estaba lejos —sólo unos pocos días a pie— y habían partido temprano para llegar a la hora convenida sin utilizar el Poder Único. Rhuarc quería explorar en persona parte del entorno próximo a la casa de campo que Rand al’Thor utilizaba como base. Otras partidas de Aiel Goshien o Taardad se reunirían con ellos en la base utilizando accesos si hacía falta.

—¿Qué opinas de las exigencias del Car’a’carn de que estemos aquí en Arad Doman, Aviendha? —le preguntó Amys mientras corrían.

La joven reprimió el impulso de fruncir el entrecejo. ¿Qué pasaba con su castigo?

—Es una petición poco corriente —contestó—, pero Rand al’Thor tiene muchas ideas raras, incluso para ser un habitante de las tierras húmedas. Esta tarea no será la más inusual que nos ha encargado.

—¿Y el hecho de que Rhuarc se sienta incómodo con la tarea?

—Dudo que el jefe de clan se sienta incómodo. Sospecho que Rhuarc sólo dice lo que oye a otros, una forma de pasar información a las Sabias. No quiere avergonzar a otros revelando sus temores.

Amys asintió en silencio. ¿A qué venían esas preguntas? Seguro que Amys había llegado a la misma conclusión; no acudiría a ella a pedirle consejo.

Corrieron en silencio un rato, sin que hubiera mención alguna a los castigos. ¿Habían olvidado las Sabias su desconocido desaire? Seguro que no la deshonrarían así; tenían que darle tiempo para pensar lo que había hecho o, de otro modo, su vergüenza sería insoportable. Podría errar de nuevo, y esta vez aún peor.

Amys no dejaba entrever lo que pensaba; la Sabia había sido en tiempos Doncella, como Aviendha, y era dura incluso para una Aiel.

—¿Y del propio al’Thor? ¿Qué opinas sobre él? —preguntó a la joven.

—Lo amo.

—No he preguntado a Aviendha la niña boba, sino a Aviendha la Sabia.

—Es un hombre con muchas cargas —respondió Aviendha con pies de plomo—. Me temo que muchas de esas cargas las hace más pesadas de lo que deberían ser. Hubo un tiempo en que pensé que sólo había una forma de ser fuerte, pero aprendí de mi primera hermana que me equivocaba. Rand al’Thor… Creo que aún no ha aprendido eso, y me preocupa que confunda la dureza con la fortaleza.

Amys asintió de nuevo, como aprobando el comentario. ¿Serían esas preguntas una especie de prueba?

—¿Te casarías con él? —preguntó la Sabia.

«Creía que no hablábamos sobre Aviendha la niña boba», pensó la joven, aunque, por supuesto, no lo dijo. Una no le hablaba así a Amys.

—Me casaré con él —contestó en cambio—. No es una posibilidad, sino una certidumbre.

El tono empleado le reportó una mirada seca de Amys, pero Aviendha no se amilanó. Cualquier Sabia que se equivocara al hablar merecía que se la corrigiera.

—¿Y la mujer del oeste, Min Farshaw? —inquirió Amys—. Es evidente que lo ama. ¿Qué harás respecto a ella?

—Eso es algo que me atañe a mí —respondió Aviendha—. Llegaremos a algún arreglo. He hablado con Min Farshaw y creo que será fácil abordar el asunto con ella.

—¿Os convertiréis en primeras hermanas también? —quiso saber Amys, con un timbre que sonaba un tanto divertido.

—Llegaremos a un arreglo, Sabia.

—¿Y si no es así?

—Lo será —afirmó Aviendha con firmeza.

—¿Por qué estás tan segura?

La joven vaciló. Una parte de ella deseaba responder a esa última pregunta con el silencio, salvar ese terreno espinoso sin contestar a Amys. Pero sólo era una aprendiza y, si bien Amys no podía obligarla a hablar, sabía que seguiría presionándola hasta sacarle lo que quería. Aviendha esperaba no incurrir en mucho toh por responderle.

—¿Sabes lo de las visiones de esa mujer, Min? —preguntó.

Amys asintió con la cabeza.

—Una de esas visiones asocia a Rand al’Thor con las tres mujeres que amará. Otra asocia mis hijos con el Car’a’carn.

No dijo nada más y Amys no insistió. Era suficiente. Las dos sabían que sería más fácil encontrar a un Soldado de Piedra batiéndose en retirada a que una visión de Min no se cumpliera.

Por un lado, era positivo saber que Rand al’Thor sería suyo, aunque tuviera que compartirlo. No le importaba en cuanto a Elayne, por supuesto, pero Min… En fin, la verdad era que no la conocía. Sin embargo, la visión constituía un consuelo; aunque también resultaba irritante. Ella amaba a Rand al’Thor porque así lo quería, no porque estuviera destinada a amarlo. Claro que la visión de Min no garantizaba que Aviendha pudiera casarse con Rand, de modo que quizás lo que le había dicho a Amys estaba equivocado. Sí, él amaría a tres mujeres y tres mujeres lo amarían a él, pero ¿encontraría ella el modo de casarse con Rand?

No, el futuro no era seguro y, por alguna razón, eso la reconfortó. Quizá tendría que preocuparse, pero no lo hizo. Recobraría su honor y entonces se casaría con Rand al’Thor; tal vez él muriera poco después, pero también podía ocurrir que ese día les tendieran una emboscada y ella cayera abatida por una flecha. Preocuparse no resolvería nada.

El toh, sin embargo, era otra cosa muy distinta.

—He errado al hablar, Sabia —dijo—. Di por hecho que la visión indicaba que me casaría con Rand al’Thor, y eso no es verdad. Las tres lo amaremos, y aunque ese sentimiento suele ir parejo con el matrimonio, no lo sé con seguridad.

Amys asintió con la cabeza. No había toh; Aviendha había rectificado enseguida lo dicho. Eso estaba bien, porque no añadía más vergüenza a la que ya acumulaba.

—Bien, pues, discutamos el castigo de hoy —dijo Amys con la vista fija en el camino que tenía ante sí.

Aviendha se relajó un poco; así que aún disponía de tiempo para descubrir lo que había hecho mal. Los habitantes de las tierras húmedas parecían desconcertados por cómo enfocaban los castigos los Aiel, pero ellos entendían poco de honor. El honor no se ganaba por el hecho de que te castigaran, sino porque aceptando y soportando el castigo se recobraba el honor. Esa era el alma del toh: la voluntad de rebajarse uno mismo a fin de recuperar lo perdido. Le extrañaba que las gentes de aquí no lo entendieran; de hecho, era extraño que no siguieran el ji’e’toh de forma espontánea, por instinto. ¿Qué era la vida sin honor?

Amys, como debía ser, no le diría lo que había hecho mal. Sin embargo, Aviendha no estaba teniendo éxito en discurrir la respuesta por sí misma, y sería causa de menos vergüenza para ella si la descubría a través de una conversación.

—Sí, debería ser castigada—tanteó con cautela la joven—. El tiempo pasado en Caemlyn amenazaba con volverme endeble.

—No eres más blanda que cuando llevabas las lanzas, muchacha —repuso Amys con un resoplido—. Yo diría que eres un poco más fuerte. El tiempo que has pasado con tu primera hermana era importante para ti.

De modo que no se trataba de eso. Cuando Dorindha y Nadere habían ido a buscarla habían dicho que tenía que seguir con el entrenamiento como aprendiza. No obstante, desde que los Aiel habían salido hacia Arad Doman, Aviendha no había recibido lecciones. Le habían asignado la tarea de acarrear agua, de arreglar chales y de servir el té. Le habían aplicado todo tipo de castigos sin apenas explicaciones de lo que había hecho mal, y cuando hacía algo obvio —como ir a explorar cuando no debería hacerlo— la severidad del castigo siempre era mayor de lo que merecía la infracción cometida.

Casi daba la impresión de que fuera el castigo lo que las Sabias quisieran enseñarle, pero eso no podía ser. No era una habitante de las tierras húmedas a la que se tenía que enseñar los conceptos del honor. ¿De qué servía un castigo continuo e inexplicable, aparte de advertir de un grave error que hubiera cometido?

Amys se acercó a ella mientras desataba algo que llevaba en la cintura. Era una bolsa de paño que tenía el tamaño de un puño.

—Hemos llegado a la conclusión de que somos demasiado permisivas con tu enseñanza —dijo—. El tiempo es muy valioso y no hay lugar para las delicadezas.

Aviendha disimuló la sorpresa. ¿Que los castigos anteriores habían sido delicados?

—En consecuencia —continuó Amys al tiempo que le tendía la bolsa pequeña—, toma esto. Dentro hay semillas. Algunas son negras, otras son marrones y otras son verdes. Esta noche, antes de dormirte, separarás los colores y después contarás cuántas hay de cada uno. Si te equivocas, las mezclaremos y volverás a empezar.

Aviendha se quedó boquiabierta y casi se paró al trompicar. Acarrear agua era un trabajo necesario; arreglar la ropa era un trabajo necesario; cocinar era un trabajo necesario, sobre todo cuando el pequeño grupo de avanzadilla no se había hecho acompañar por ningún gai’shain.

Pero eso… ¡Eso era algo completamente inútil! No sólo carecía de importancia, sino que era frívolo. Era la clase de castigo reservado exclusivamente para las personas más tozudas, las que acumulaban más vergüenza. Casi… ¡Casi parecía que las Sabias la llamaran da’tsang!

—Por los ojos del Cegador de la Vista —susurró mientras reanudaba la marcha con esfuerzo—, ¿qué he hecho mal?

La Sabia le echó una mirada y Aviendha desvió la vista. Las dos sabían que no quería respuesta a esa pregunta. Tomó la bolsa en silencio. Era el castigo más humillante que había recibido en toda su vida.

Amys se apartó para correr con las otras Sabias. Aviendha se sacudió de encima el estupor, y la determinación volvió a ella; su error debía de haber sido más trascendente de lo que pensaba. El castigo de Amys era una indicación de ello, un indicio.

Abrió la bolsa y echó un vistazo dentro; había tres bolsitas de algode más pequeñas y vacías para facilitar la separación, y miles de minúsculas semillas que casi las sepultaban. Era un castigo pensado para hacerlo evidente, para procurarle más vergüenza. Lo que quiera que hubiese hecho era ofensivo no sólo para las Sabias, sino para todos los que estaban a su alrededor, aunque —como era su caso— no lo supieran.

Aquello sólo consiguió que su determinación cobrara más firmeza.

4

Al caer la noche

Gawyn vio al sol incendiar las nubes mientras moría por el oeste y la última luz del día se desvanecía. Aquella neblina de perpetua penumbra envolvía al propio sol como un sudario; igual que ocultaba las estrellas impidiéndole verlas por la noche. Ese día las nubes se elevaban en el cielo a una altitud anormal. A menudo, la cumbre del Monte del Dragón quedaba oculta en días nublados, pero esa bruma densa y gris flotaba a tal altura que, la mayor parte del tiempo, ni siquiera rozaba la cúspide truncada de bordes aserrados.

—Entablemos batalla con ellos —susurró Jisao, agazapado junto a Gawyn en lo alto de la colina.

Gawyn apartó la vista del ocaso para dirigirla hacia la aldea que había allá abajo. No debería haber nadie en las calles a excepción, tal vez, de algún cabeza de familia que hubiera salido para echar un último vistazo a los animales antes de ir a dormir; tendría que estar casi a oscuras, salvo por la luz de unas pocas velas de sebo tras las ventanas mientras la gente acababa de cenar.

Pero no estaba en penumbra ni las calles se encontraban desiertas; la aldea resplandecía con el intenso brillo de las antorchas enarboladas por una docena de figuras robustas. A la luz de esas antorchas y la tenue del sol a punto de ponerse, Gawyn distinguía que vestían uniformes anodinos, en marrón y negro, si bien no alcanzaba a ver la insignia con tres estrellas aunque sabía que la llevaban puesta.

Desde la alta y alejada posición que ocupaba, Gawyn observó que unos cuantos rezagados salían de sus casas con aire asustado y preocupado para reunirse con los demás en la plaza abarrotada. Esos aldeanos recibían a la fuerza armada con renuencia; las mujeres sujetaban con firmeza a los niños en tanto que los hombres ponían todo su empeño en mantener la vista baja, es decir, posturas y actitudes que transmitían que no querían problemas. Sin duda tenían noticias de otros pueblos y sabían que esos invasores eran gente disciplinada. Los soldados pagaban los víveres que tomaban y no obligaban a los muchachos jóvenes a enrolarse, aunque tampoco los rechazaban si algunos lo pedían. Desde luego, era un ejército invasor muy extraño; sin embargo, Gawyn sabía lo que debían de pensar los lugareños: ese ejército estaba dirigido por Aes Sedai y, habiendo Aes Sedai de por medio, ¿quién sabía lo que era raro y lo que era normal?

Gracias a la Luz no había hermanas con esa patrulla; los soldados, educados pero serios, pusieron en hilera a los aldeanos y los inspeccionaron, tras lo cual un par de soldados entraron de casa en casa y de establo en establo para registrarlos. No se sacó nada ni se rompió nada; todo se realizó con pulcritud y buenas maneras. Gawyn casi pudo oír al oficial disculpándose con el alcalde de la población.

—Gawyn —llamó Jisao—. Cuento sólo una docena, y si mandamos al pelotón de Rodic para que entre desde el norte, cortaremos los dos lados y los aplastaremos. Está oscureciendo y no verán que nos aproximamos. Los reduciríamos en un visto y no visto, sin apenas alboroto.

—¿Y los aldeanos? —preguntó Gawyn—. Ahí abajo hay niños.

—Eso no nos ha frenado en otras ocasiones.

—Esas ocasiones eran distintas —argumentó Gawyn, que sacudió la cabeza—. Los últimos tres pueblos que han registrado señalan en línea recta hacia Dorlan. Si esta patrulla desaparece, la próxima se preguntará qué fue lo que estuvo a punto de descubrir, y atraeríamos la atención de todo el ejército en esta dirección.

—Pero…

—He dicho que no —lo interrumpió Gawyn en voz baja—. Hay que saber cuándo replegarse, Jisao.

—Así que hemos hecho todo el recorrido hasta aquí para nada.

—Vinimos hasta aquí por si se nos presentaba una oportunidad. —Gawyn reculó para retirarse de la cumbre de la colina, con cuidado de que no se recortara su figura en contraste con el horizonte—. Y, ahora que hemos examinado esa oportunidad, no vamos a aprovecharla. Sólo un necio dispara la flecha por la mera razón de tener un pájaro delante de él.

—¿Por qué no dispararla si lo tienes ahí, justo delante de ti? —le preguntó Jisao mientras retrocedía a su vez.

—Porque a veces la recompensa no merece gastar esa flecha. Vámonos.

Allá abajo, echada la corredera de las linternas sordas y esperando en la oscuridad, se encontraban algunos de los hombres que los soldados buscaban en el pueblo. A Gareth Bryne no debía de hacerle ninguna gracia saber que había una fuerza de acoso oculta en alguna parte, a no mucha distancia. Había actuado con diligencia para hacerlos salir a descubierto, pero la campiña cercana a Tar Valon estaba repleta de pueblos, bosques y valles aislados en los que podía esconderse una pequeña fuerza de ataque con movilidad. Hasta el momento Gawyn se las había ingeniado para que sus Cachorros siguieran siendo ilocalizables a la vez que tenían éxito en alguna incursión o emboscada esporádica a las fuerzas de Bryne. No obstante, había un límite en lo que podía hacerse con trescientos hombres; sobre todo cuando uno se enfrentaba a uno de los cinco grandes capitanes generales.

«¿Estoy destinado a acabar enfrentándome con todos los hombres que han sido mis mentores?» Gawyn asió las riendas de su caballo y, en silencio, impartió la orden de retirarse alzando la mano derecha y señalando después con gesto brusco en dirección contraria a la de la aldea. Sin hacer comentarios, los hombres desmontaron y se pusieron en marcha conduciendo sus monturas con sigilo hacia terreno seguro.

Gawyn creía haber superado las muertes de Hammar y Coulin; el propio Bryne le había enseñado que, en ocasiones, de repente, el campo de batalla convertía en enemigos a aliados. Gawyn había combatido a sus antiguos maestros y había salido victorioso del lance. No había más que decir.

Sin embargo, últimamente la mente de Gawyn parecía empeñada en sacar a la luz esos cadáveres y llevarlos a cuestas a todas partes. ¿Por qué ahora, después de tanto tiempo?

Sospechaba que el sentimiento de culpabilidad tenía origen en la posible contingencia de tener que hacer frente a Bryne, que no sólo era su primer instructor en las artes de la guerra, sino el que había tenido más influencia en él. Gawyn sacudió la cabeza mientras guiaba a Reto por los campos sumidos en una oscuridad creciente; mantenía a sus hombres lejos de la calzada en previsión de que los exploradores de Bryne hubieran apostado allí vigías. Los cincuenta hombres que iban con él caminaban procurando no hacer ruido, en tanto que el sonido de los cascos de los caballos quedaba amortiguado por la esponjosa tierra.

Si a Bryne lo había consternado descubrir una fuerza hostigadora que atacaba a sus batidores, Gawyn también se había quedado de piedra al ver esas tres estrellas en los uniformes de los soldados a los que había matado. ¿Cómo habían conseguido los enemigos de la Torre reclutar a la mente militar más brillante de todo Andor? ¿Y qué hacía el capitán general de la Guardia Real luchando con un grupo de Aes Sedai rebeldes, para empezar? Debería estar en Caemlyn, protegiendo a Elayne.

Quisiera la Luz que Elayne hubiera llegado a Andor. Era imposible que siguiera con las rebeldes, estando su patria sin una reina que ocupara el trono; su deber para con Andor tenía más peso que su compromiso con la Torre Blanca.

«¿Y qué pasa con tu deber, Gawyn Trakand?», se censuró para sus adentros.

No estaba seguro de que aún quedara en él deber u honor; quizá su sentimiento de culpabilidad por la muerte de Hammar, sus pesadillas de guerra y muerte en los pozos de Dumai, se debían a la tardía comprensión de que tal vez había respaldado al bando equivocado, que su lealtad debía ser para Elayne y Egwene. Entonces, ¿qué hacía todavía librando una batalla que no le importaba y ayudando al bando que —según todo el mundo— se oponía al elegido por Elayne y Egwene?

«Sólo eran Aceptadas —reflexionó—. ¡Elayne y Egwene no han elegido bando, sólo hacen lo que les ordenan que hagan!» Pero las cosas que le había dicho Egwene tantos meses atrás, allá en Cairhien, indicaban que había tomado una decisión con pleno conocimiento y sin presiones.

Ella había elegido un bando, Hammar había elegido un bando y, al parecer, Gareth Bryne también lo había hecho. Pero él aún quería estar en ambos bandos, y el dilema lo desgarraba.

Una hora después de haber dejado atrás la aldea, Gawyn dio la orden de montar y tomar la calzada. Con suerte, a los exploradores de Bryne no se les ocurriría reconocer el área en torno al pueblo. Si lo hacían, el rastro de cincuenta jinetes sería difícil que se les pasara por alto, pero eso no se podía evitar. Ahora lo mejor era llegar a terreno firme, donde la señal de su paso quedaría oculta por el trasiego de caminantes y de tráfico a lo largo de mil años. Un par de soldados se adelantaron y otros dos se quedaron retrasados para vigilar; los demás siguieron adelante, todavía callados, aunque ahora los caballos galopaban en medio de una atronadora trápala de cascos. Ninguno inquirió por qué se retiraban, pero Gawyn sabía que se lo preguntaban para sus adentros, como había hecho Jisao.

Eran buenos hombres; tal vez demasiado. Mientras cabalgaban, Ragar acercó su montura a la de Gawyn. Pocos meses antes Ragar era un muchacho joven, pero ahora Gawyn era incapaz de pensar en él sin verlo como un soldado, un veterano. Algunos hombres ganaban experiencia a lo largo de años de vida; otros la ganaban a lo largo de meses de ver morir a sus amigos.

Gawyn miró hacia arriba, pero no vio estrellas porque ocultaban las caras tras aquellas nubes. Igual que hacían los Aiel tras los negros velos.

—¿En qué nos equivocamos, Ragar? —le preguntó Gawyn mientras cabalgaban.

—¿Equivocarnos, lord Gawyn? —preguntó Ragar—. Que yo sepa, no hemos cometido ningún error. Era imposible que supiéramos qué pueblos elegiría inspeccionar esa patrulla o que no se desviaría por la antigua calzada del Carretero, como esperabais.

—No hablo del ataque —contestó Gawyn al tiempo que negaba con la cabeza—. Me refiero a toda esta maldita situación. No tendrías que andar con incursiones para lograr suministros ni pasarte el tiempo matando exploradores; a estas alturas deberías haberte convertido en el Guardián de alguna Aes Sedai recién ascendida al chal.

«Y yo —añadió para sus adentros— debería estar de vuelta en Caemlyn, con Elayne».

—La Rueda gira según sus designios —sentenció el hombre más bajo.

—Bueno, pues al girar nos metió dentro de un agujero —rezongó Gawyn, que echó otra ojeada al cielo encapotado—. Y Elaida no parece tener muchas ganas de sacarnos de él.

Ragar lo miró con gesto de reproche.

—Los métodos de la Torre Blanca son de su incumbencia, lord Gawyn, como también los motivos. ¿De qué sirve que un Guardián cuestione las órdenes de su Aes Sedai? Es un buen modo de acabar muertos los dos, ni más ni menos.

«Tú no eres Guardián, Ragar. ¡Ese es el problema!» pensó Gawyn, pero no dijo nada. A ninguno de los demás Cachorros parecía que lo asediaran esas preguntas. Para ellos, el mundo era mucho más sencillo: se hacía lo que la Torre Blanca y la Sede Amyrlin ordenaban; daba igual si esas órdenes parecían pensadas para que uno acabara muerto.

Trescientos jóvenes contra una fuerza que superaba los quince mil soldados curtidos a las órdenes de Gareth Bryne, nada menos. Tanto si era voluntad de la Amyrlin como si no, a eso se lo llamaba trampa mortal. La única razón de que los Cachorros sobrevivieran después de tanto tiempo se debía a que él estaba muy familiarizado con los métodos de su maestro. Sabía dónde enviaría patrullas y avanzadillas Bryne, y sabía cómo esquivar sus tácticas de búsqueda.

Con todo, era un esfuerzo inútil. Gawyn no disponía ni de lejos de las tropas que necesitaría para organizar una verdadera fuerza de acoso, sobre todo habida cuenta de que Bryne se encontraba atrincherado en el cerco puesto a la ciudad. Por si eso fuera poco, estaba un tema tan notorio como que el ejército no contara con ninguna línea de abastecimiento. ¿Cómo conseguían comida? Adquirían víveres en los pueblos del entorno, pero con eso no cubrían ni de lejos sus necesidades. ¿Cómo era posible que hubieran viajado cargados con todo lo que necesitaban mientras se desplazaban con suficiente rapidez para aparecer, sin previo aviso, en mitad del invierno?

Los ataques de la fuerza de Gawyn eran poco menos que irrelevantes. Eso bastaba para que un hombre pensara que la Amyrlin quería quitárselos de en medio a él y a sus Cachorros. Antes de los pozos de Dumai, Gawyn sospechaba que tal era el caso; ahora la idea cobraba certeza. «Aun así —pensó—, sigo cumpliendo sus órdenes». Sacudió la cabeza. Los exploradores de Bryne se acercaban de forma peligrosa a su base de operaciones, y Gawyn no podía correr el riesgo de matar a más de esos batidores sin revelar su paradero. Era hora de regresar a Dorlan; quizá las Aes Sedai de allí tuvieran alguna sugerencia respecto al curso que convenía seguir.

Apretó las rodillas contra los flancos del caballo y continuó galopando en la noche mientras formulaba un deseo para sus adentros: «Luz, ojalá viera las estrellas».

5

Una narración sangrienta

Rand cruzó el prado pisoteado de la casa con los estandartes flameando frente a él, las tiendas rodeándolo y los caballos relinchando en las estacadas del extremo occidental. En el aire flotaban los olores de un campamento de guerra eficiente; el del humo de las lumbres y el del sabroso vapor que salía de las ollas eran mucho más intensos que el de un cuerpo que necesitaba un baño o alguna que otra vaharada a estiércol de caballo.

Los hombres de Bashere mantenían limpio el campamento y se ocupaban de los cientos de pequeñas tareas que permitían que el ejército funcionara, como era afilar espadas, engrasar cueros, arreglar sillas, ir a buscar agua del arroyo… Algunos practicaban cargas en la parte más alejada del prado, a la izquierda, en un espacio que quedaba entre las hileras de tiendas y los ralos árboles que crecían a la vera de la corriente de agua. Los hombres sostenían las relucientes lanzas equilibradas mientras trotaban por el embarrado suelo en una larga ringlera. Las maniobras no sólo los ayudaban a mantener la destreza necesaria para realizar su cometido, sino que de ese modo también ejercitaban las monturas.

Como siempre, a Rand lo seguía un montón de asistentes. Las Doncellas, que actuaban como su guardia personal, observaban a los soldados saldaeninos con recelo. Junto a él caminaban varias Aes Sedai; ahora siempre las tenía alrededor. Su insistencia de tiempo atrás en cuanto a que todas las Aes Sedai se mantuvieran a un paso de distancia de él no tenía cabida en el Entramado, que se tejía según sus propios designios. Además, la experiencia le había enseñado a Rand que necesitaba a esas Aes Sedai. Y lo que él deseara tampoco contaba ya; eso también lo entendía ahora.

Era un mínimo consuelo el hecho de que muchas de las Aes Sedai instaladas en su campamento le hubieran jurado lealtad. Todo el mundo sabía que las Aes Sedai cumplían a su modo los juramentos, y serían ellas quienes determinarían lo que esa «lealtad» requería de ellas.

Elza Penfell —que lo acompañaba ese día— era una de las que estaban comprometidas con él por dicho juramento. Perteneciente al Ajah Verde, tenía un rostro que podría considerarse bonito si quien la contemplase no supiera identificar la impronta de intemporalidad que la señalaba como Aes Sedai. Considerando su condición de hermana, era simpática a pesar del hecho de haber contribuido a capturar a Rand y a encerrarlo durante días en un arcón del que sólo lo sacaban para propinarle alguna que otra paliza.

En un rincón de la mente de Rand sonó el gruñido de Lews Therin.

Eso pertenecía al pasado. Elza había prestado juramento de lealtad, cosa que a él le permitía utilizarla. En cuanto a la otra mujer que lo acompañaba ese día, no era tan sencillo saber de antemano con qué iba a salir, además de ser una de las adláteres de Cadsuane: Corele Hovian —una Amarilla delgada de ojos azules, cabello muy oscuro y una sonrisa perpetua— no había prometido hacer lo que él dijera. A pesar de ello, Rand se sentía inclinado a confiar en la mujer puesto que una vez había intentado salvarle la vida. Si había sobrevivido entonces fue sólo gracias a ella, a Samitsu y a Damer Flinn, cuando recibió una de las heridas del costado que nunca terminaba de curarse —un regalo de la daga maldita de Padan Fain— y que le servía como recordatorio de lo ocurrido aquel día. El dolor constante de ese enconado mal revestía el dolor de otra herida más antigua que había debajo, la que había recibido durante la lucha con Ishamael, tanto tiempo atrás.

Dentro de poco una de esas heridas derramaría su sangre sobre las rocas de Shayol Ghul, o tal vez lo hicieran ambas. Rand no tenía la certeza de si sería eso lo que acabaría con él o no; con el número y la variedad de factores que competían por arrebatarle la vida, ni siquiera Mat habría sabido por cuál apostar como ganador.

Tan pronto como pensó en Mat los colores se le arremolinaron en la vista hasta cristalizar en la imagen de un hombre nervudo, de ojos castaños y tocado por un sombrero de ala ancha, que tiraba los dados ante una pequeña multitud de soldados que lo observaban. Mat esbozaba una sonrisa y parecía alardear —cosa nada insólita en él— a pesar de que no se veían monedas cambiando de manos por sus tiradas.

Las visiones surgían cada vez que pensaba en Mat o en Perrin, y Rand había dejado de desecharlas. Ignoraba lo que provocaba que aparecieran las imágenes; probablemente se debía a su naturaleza como ta’veren que interactuaba con la de los otros dos ta’veren de su pueblo natal. Fuera lo que fuera, se valía de ello; sólo era una herramienta más. Al parecer Mat seguía con la Compañía, pero ya no estaban acampados en terreno boscoso. Era difícil precisarlo desde ese ángulo, aunque daba la impresión de que Mat se encontrara a las afueras de una ciudad. Al menos se veía una calzada amplia a corta distancia.

Hacía un tiempo que Rand no veía con Mat a la mujer de estatura baja y piel oscura. ¿Dónde estaría? ¿Adónde habría ido?

La visión se desvaneció. Con suerte, Mat no tardaría mucho en reunirse con él. Iba a necesitarlo en Shayol Ghul; a él y a sus conocimientos tácticos.

Uno de los oficiales de intendencia de Bashere —un tipo de bigote poblado, piernas arqueadas y cuerpo achaparrado— vio a Rand y se acercó a paso rápido. Rand hizo un gesto con la mano al saldaenino para que se retirara; en aquel momento no tenía la cabeza para informes de suministros. El oficial de intendencia saludó y retrocedió al punto. En otro tiempo Rand se habría sorprendido de la rapidez con que le obedecían, pero ya no. Lo pertinente era que los soldados acataran las órdenes. Él era un rey, aunque en ese momento no llevara ceñida la Corona de Espadas.

Cruzó todo el prado repleto de tiendas e hileras de caballos estacados, pasó el parapeto defensivo de tierra —aún inconcluso— y dejó atrás el campamento; a partir de allí el pinar seguía extendiéndose por la suave inclinación, ladera abajo. Metida en un pequeño agrupamiento de árboles que se alzaban justo a la derecha, se hallaba la zona de Viaje, un sector cuadrado de tierra que se había cercado con cuerdas como medida de precaución en la zona de apertura de accesos.

En aquel momento se cernía en el aire uno abierto a otro lugar. Un grupo reducido de personas lo cruzaba y entraba en el terreno salpicado de piñas. Rand vislumbraba los tejidos que creaban el acceso, de modo que ése se había realizado con saidin.

La mayoría de la gente del grupo vestía las ropas coloridas del pueblo de los Marinos; los hombres tenían el torso desnudo a pesar del frío airecillo primaveral, y las mujeres iban con blusas amplias de tonos intensos. Todos llevaban pantalones holgados y lucían aros que atravesaban orejas y narices; los complejos adornos eran la forma de señalar el rango de las personas del Pueblo del Mar.

Mientras esperaba a los Marinos, uno de los soldados que estaba de guardia en la zona de Viaje se acercó a Rand y le entregó una carta precintada con un sello. La misiva sería una de las enviadas vía Asha’man desde uno de los lugares de interés para Rand en el este. En efecto, al abrirla vio que la enviaba Darlin, el rey teariano. Rand le había dejado órdenes de reunir un ejército y prepararlo para entrar en Arad Doman. Ya hacía un tiempo que el ejército estaba agrupado, pero Darlin cuestionaba —una vez más— sus órdenes. ¿Es que era tan difícil hacer lo que le mandaban a uno?

—Envía un mensajero —le dijo al soldado mientras se guardaba la carta con gesto impaciente—. Que le comunique a Darlin que siga reclutando soldados. Quiero que llame a filas a todo teariano capaz de sostener una espada y que les den entrenamiento, ya sea para el combate o para trabajar en las forjas. La Última Batalla es inminente. La tenemos en puertas.

—Sí, milord —contestó el soldado al tiempo que saludaba.

—Que le comunique también que enviaré Asha’man cuando se ponga en movimiento —explicó Rand—. Aún tengo intención de utilizarlo en Arad Doman, pero antes he de ver lo que los Aiel han descubierto.

El soldado le hizo una reverencia y se retiró al tiempo que Rand se volvía hacia los Marinos. Una de las mujeres se aproximó a él.

—Coramoor —saludó ella con un cabeceo.

Harine era una mujer atractiva, de mediana edad, con un mechón blanco en el cabello. La blusa Atha’an Miere era de un color azul tan intenso que dejaría pasmado a un gitano, y lucía cinco impresionantes aros de oro en cada oreja, así como una cadenilla hasta la nariz de la que colgaban medallones, asimismo de oro.

—No esperaba veros aquí para recibirnos en persona —añadió Harine.

—Tenía que hacer unas preguntas que no podían esperar.

Harine pareció sorprendida; era la embajadora de su pueblo ante el Coramoor, como llamaban a Rand. Los Marinos estaban enfadados con él por haber dejado pasar semanas sin tener a su lado a una agregada Atha’an Miere —había prometido tenerla junto a él a todas horas— y, sin embargo, Logain había mencionado que dudaban si mandar a Harine de nuevo. ¿Por qué razón? ¿Había alcanzado un rango más alto haciéndose demasiado importante para prestarle asistencia? ¿Es que alguien podía ser demasiado importante para servir con el Coramoor? Claro que, para Rand, pocas cosas de los Marinos tenían sentido.

—Responderé si puedo —dijo Harine con cautela.

Tras ella, los porteadores trasladaban el resto de sus pertenencias a través del acceso. Flinn se encontraba al otro lado, manteniendo abierto el portal.

—Bien —dijo Rand, que se puso a pasear de un lado para otro delante de la mujer mientras le hablaba.

A veces se sentía tan cansado, tan exhausto, que sabía que tenía que mantenerse en movimiento de forma constante. Si se paraba, sus enemigos lo encontrarían. O, si no, su propio agotamiento, tanto mental como físico, lo rendiría.

—Respóndeme una cosa —demandó sin dejar de pasear—, ¿dónde están los barcos prometidos? El pueblo domani se muere de hambre mientras el grano se pudre en el este. Logain dijo que habíais accedido a mis demandas, pero no ha habido ni asomo de vuestros barcos. ¡Han pasado semanas!

—Nuestros barcos son veloces, pero hay una gran distancia que recorrer, además de que hemos de navegar por mares controlados por los seanchan —repuso Harine, malhumorada—. Los invasores han sido diligentes en extremo con sus patrullas, y nuestras naves tuvieron que dar media vuelta y huir en varias ocasiones. ¿Esperabais que pudiéramos traer los víveres en un instante? Quizá la facilidad de viajar que ofrecen esos accesos os han vuelto impaciente, Coramoor. Hemos de afrontar las realidades de la navegación y de la guerra, aunque vos no lo hagáis.

El tono utilizado por la mujer de los Marinos implicaba que Rand tendría que afrontar dichas realidades en este caso.

—Espero resultados —contestó él a la par que sacudía la cabeza—. Y espero que no haya retrasos. Sé que a los Marinos no os agrada veros obligados a cumplir el acuerdo, pero no estoy dispuesto a sufrir retrasos para que alguien deje clara su postura. La gente muere por vuestra lentitud.

—A buen seguro que el Coramoor no quiere decir con eso que no tenemos intención de cumplir nuestro Compromiso. —El gesto de Harine era el de una persona a la que han abofeteado.

Los Marinos eran obstinados y orgullosos, y las Señoras de las Olas, más que la mayoría. Eran como toda una casta de Aes Sedai. Rand vaciló.

«No debería insultarla, y menos si es por sentirme frustrado por otras cosas».

—No —admitió por fin—, no quiero decir eso. Dime, Harine, ¿fuiste castigada con mucha dureza por la parte que tuviste en nuestro acuerdo?

—Me colgaron de los tobillos, desnuda, y me dieron correazos hasta que fui incapaz de gritar más.

No bien había pronunciado esas palabras, la mujer abrió los ojos como platos por la impresión. A menudo, a causa de la influencia de Rand por su condición de ta’veren la gente decía cosas que no tenía intención de reconocer en voz alta.

—¿Tan duro fue? —inquirió él con genuina sorpresa.

—No tanto como podría haber sido. Conservo la posición de Señora de las Olas de mi clan.

Pero saltaba a la vista que había perdido mucho prestigio o había incurrido en un gran toh, o comoquiera que los condenados Marinos llamaran al honor. ¡Incluso sin estar presente, él era causa de dolor y sufrimiento!

—Me alegro de que hayas vuelto —se obligó a decir. Sin sonreír, pero en un tono más suave. Era todo lo más que era capaz de llegar—. Me has impresionado, Harine, con tu buen juicio y serenidad.

Ella se lo agradeció con una ligera inclinación de cabeza.

—Mantendremos el Compromiso, Coramoor, no temáis.

Se le ocurrió algo más, una de las preguntas por las que había ido a recibirla.

—Harine, querría hacerte una pregunta delicada sobre tu pueblo.

—Preguntad —lo animó con cautela.

—¿Qué trato dais los Marinos a hombres con capacidad de encauzar?

—Ese no es un asunto que concierna a los confinados en tierra —respondió tras un instante de vacilación.

—Si accedes a contestarme, a cambio yo responderé otra pregunta tuya —le propuso Rand sosteniéndole la mirada.

La mejor forma de tratar con los Atha’an Miere no era presionar o intimidar, sino ofrecer un trato.

—Si me respondéis dos, contestaré —fue la contraoferta.

—Te responderé una, Harine —insistió él al tiempo que alzaba un dedo—. Pero te prometo que lo haré con toda la sinceridad que pueda. Es un trato justo, y lo sabes. Estoy en un momento en que no me sobra la paciencia.

Harine se llevó los dedos a los labios.

—Trato hecho, pues, bajo la Luz.

—Trato hecho, bajo la Luz —prometió Rand—. ¿Respuesta a mi pregunta?

—A los hombres que encauzan se les da una opción —explicó Harine—. Pueden saltar desde la proa de su barco cargando con una piedra que llevan atada a las piernas, o los abandonamos en una isla yerma, sin comida ni agua. La segunda opción está considerada vergonzante, pero hay algunos que optan por ella para vivir un poco más.

A decir verdad, no se diferenciaba mucho de lo que su propia gente hacía al amansar a los varones.

—El saidin ya está limpio —le dijo a la mujer—. Esa práctica debe acabar.

Harina lo observó con los labios fruncidos.

—Vuestro… hombre habló de eso, Coramoor, pero a algunos les cuesta darlo por cierto.

—Pues lo es —declaró con firmeza.

—No dudo que creáis que es verdad.

Rand rechinó los dientes y se tragó otro arranque de ira mientras cerraba el puño con fuerza. ¡Había limpiado la mácula! Él, Rand al’Thor, había realizado una hazaña como no se veía desde la Era de Leyenda, y ¿qué reacción despertaba? Desconfianza y duda. La mayoría daba por hecho que se estaba volviendo loco; en consecuencia, lo veían como una «limpieza» que no había ocurrido realmente.

Siempre se desconfiaba de los hombres que encauzaban y, sin embargo, eran los únicos que podían confirmar lo que él decía. Había creído que esa victoria sería acogida con gozo y asombro, pero tendría que haber imaginado que no sería así. Aunque hubo un tiempo en que los Aes Sedai varones eran tan respetados como sus colegas femeninas, de eso hacía mucho. No obstante, los tiempos de Jorlen Corbesan se perdían en el remoto pasado; lo único que la gente recordaba en la actualidad era el Desmembramiento y la Época de Locura.

Odiaban a los encauzadores varones y, aun así, al seguir a Rand, servían a uno ellos. ¿Es que no se daban cuenta de la contradicción? ¿Cómo convencerlos de que ya no había razón para que asesinaran hombres capaces de asir el Poder Único? ¡Los necesitaba! ¡Vaya, pero si podía haber otro Jorlen Corbesan entre esos varones que los Marinos arrojaban al océano!

Se quedó paralizado. Jorlen Corbesan había sido uno de los Aes Sedai más dotados antes del Desmembramiento, un hombre que había creado los ter’angreal más increíbles que Rand había visto en su vida… Sólo que Rand no los había visto; ésos eran recuerdos de Lews Therin, no suyos. El centro de investigación de Jorlen, en el Sharom, quedó destruido y él murió a causa de la violenta reacción del Poder con la Perforación.

«Oh, Luz, me estoy perdiendo —pensó con desesperación—. Me pierdo en él».

Lo más aterrador de todo era que Rand ya no quería expulsar de su interior a Lews Therin. Lews Therin había sabido un modo, aunque imperfecto, de sellar la Perforación, pero él no tenía la más ligera idea de cómo llevar a cabo la tarea. La seguridad del mundo podía depender de los recuerdos de un demente muerto.

Muchos de los que estaban a su alrededor parecían conmocionados, y en los ojos de Harine había una expresión incómoda y un tanto asustada. Rand comprendió que había estado mascullando otra vez y lo cortó con brusquedad.

—Acepto tu respuesta —dijo con voz tirante—. ¿Qué pregunta tienes para mí?

—La haré después, cuando haya tenido tiempo de considerarlo —repuso la mujer de los Marinos.

—Como gustes. —Se apartó y echó a andar seguido de su acompañamiento de Aes Sedai, Doncellas y ayudantes—. Los guardias de la zona de Viaje te conducirán a tus aposentos y llevarán el equipaje. —Del que había una verdadera montaña—. ¡Flinn, ven conmigo!

El Asha’man mayor saltó a través del acceso y gesticuló al último de los porteadores para que apretara el paso de vuelta a los muelles que había al otro lado del agujero. Dejó que el portal se redujera a una barra de luz antes de desvanecerse, tras lo cual echó a correr en pos de Rand. En el camino dedicó una ojeada y una sonrisa a Corele, que lo había vinculado como su Guardián.

—Me disculpo por la tardanza en regresar, lord Dragón.

Flinn tenía el rostro curtido y sólo le quedaba un leve rastro de pelo en la cabeza. Se parecía mucho a los granjeros que Rand conocía en Campo de Emond, aunque Flinn había sido soldado gran parte de su vida. Había acudido ante Rand porque quería aprender a Curar, pero en cambio lo había convertido en un arma.

—Hiciste lo que se te ordenó —contestó Rand, que encaminaba los pasos hacia el prado.

Quería culpar a Harine por los prejuicios de todo un mundo, pero no era justo. Tenía que dar con un método mejor, una forma de hacer que todos vieran la verdad.

—Nunca he sido gran cosa creando accesos —continuó Flinn—. Lo contrario que Androl. Tengo que…

—Flinn, basta ya —lo cortó Rand.

—Mis disculpas, milord Dragón —se excusó el Asha’man, avergonzado.

Al lado, Corele soltó una risita suave mientras le daba palmadas a Flinn en el hombro.

—No le hagas caso, Damer —dijo la Aes Sedai con esa forma de arrastrar las palabras que tenían los murandianos—. Lleva toda la mañana siendo más desagradable que una nube de tormenta invernal.

Rand le lanzó una mirada furibunda a la mujer, pero ella se limitó responder con una sonrisa bonachona. A pesar de todo lo que las Aes Sedai en general pensaran de los hombres que encauzaban, las que habían tomado Asha’man como Guardianes se mostraban tan protectoras con ellos como una madre con sus hijitos. Que Corele hubiera vinculado a uno de sus hombres no cambiaba el hecho de que Flinn fuera uno de los suyos: primero, Asha’man, y después, en segundo lugar, un Guardián.

—¿Qué opinas tú, Elza? —preguntó Rand volviéndose de Corele a la otra Aes Sedai—. Me refiero a la infección del saidin y lo que dijo Harine.

La mujer de cara redonda vaciló; caminaba con las manos enlazadas a la espalda y llevaba un vestido verde con un ligerísimo bordado por todo adorno. Práctica, para ser una Aes Sedai.

—Si milord Dragón afirma que la mácula ha sido limpiada, entonces es muy desacertado dudar de sus palabras estando presentes otros que pueden oírlo —respondió con pies de plomo la mujer.

Rand torció el gesto. Una respuesta Aes Sedai donde las hubiera. Juramento o no juramento, Elza hacía lo que quería.

—Oh, las dos estábamos en Shadar Logoth —intervino Corele, que puso los ojos en blanco—. Vimos lo que hicisteis, Rand. Además, yo percibo la parte masculina del Poder a través del querido Damer cuando nos coligamos. Ha cambiado. La mácula ha desaparecido. Como la luz del sol; así es, ni más ni menos. Aunque encauzar la mitad masculina sigue dando la impresión de forcejear contra un tornado de verano.

—Sí, pero, en cualquier caso, debéis comprender lo difícil que ha de ser para otros creer eso, lord Dragón —añadió Elza—. Durante la Época de Locura tuvieron que pasar décadas para que algunas personas aceptaran que los Aes Sedai varones estaban condenados a perder la razón. Es previsible que les cueste más tiempo aún superar esa desconfianza, cuando lleva arraigada tantísimo tiempo.

Rand apretó los dientes. Habían llegado a un pequeño montículo situado junto al campamento, justo al lado del parapeto. Siguió cuesta arriba, hacia la cima, seguido de las Aes Sedai. Allí se había levantado una plataforma de madera no muy alta, una torre de vigilancia para disparar flechas por encima del parapeto.

Rand se paró en lo alto del montículo, rodeado por las Doncellas; casi no reparó en los soldados que lo saludaban cuando se asomó al campamento saldaenino con sus ordenadas hileras de tiendas.

¿Sería eso todo lo que legaría al mundo? ¿La limpieza de una mácula, y sin embargo los hombres todavía serían ajusticiados o exiliados por algo que no podían evitar? Había obtenido la adhesión de la mayoría de las naciones, pero aun así sabía muy bien que cuanto más fuerte se ataba una bala de paja, más fuerte era el chasquido al cortar las ataduras. ¿Qué pasaría cuando muriera? ¿Guerras y devastación que estarían a la altura del Desmembramiento? No había sido capaz de evitar eso la última vez, porque la locura y el dolor por la muerte de Ilyena lo habían consumido. ¿Podría impedir que ocurriera algo similar esa vez? ¿Acaso tenía opción?

Era ta’veren. El Entramado se moldeaba y se recreaba a su alrededor. Con todo, enseguida había aprendido una cosa sobre ser rey: cuanta más autoridad se ganaba, menos control se tenía sobre la propia vida de uno. En verdad el deber era más pesado que una montaña; lo forzaba a actuar —lo quisiera o no— con tanta frecuencia como hacían las profecías. ¿O eran ambos lo mismo, el deber y la profecía, su naturaleza de ta’veren y su lugar en la historia? ¿Podía cambiar él su vida? ¿Podía dejar un mundo mejor merced a su muerte, en lugar de dejar las naciones con cicatrices, desgarradas y sangrando?

Observó el campamento, a los hombres que se movían de aquí para allá ocupados en sus quehaceres, a los caballos que olfateaban el suelo en busca de restos de hierba del invierno que no estuviera ya comida hasta las raíces. Aunque Rand había ordenado a su ejército que viajara ligero, también estaban los acompañantes. Mujeres que ayudaban con las comidas y la colada, herreros y albéitares que se ocupaban de caballos y equipamiento, jóvenes que llevaban mensajes y se entrenaban con las armas. Saldaea era una de las Tierras Fronterizas, y la batalla era un estilo de vida para sus habitantes.

—A veces los envidio —susurró Rand.

—¿Milord? —preguntó Flinn, que se acercó a su lado.

—A los del campamento. Hacen lo que les mandan, trabajan a diario cumpliendo órdenes, aunque a veces sean estrictas. Pero, con órdenes o sin ellas, esas personas son más libres que yo.

—¿Que vos, señor? —Flinn se frotó la cara curtida con el dedo envejecido—. ¡Sois el hombre más poderoso! Sois ta’veren. ¡Incluso el Entramados os obedece, diría yo!

—No funciona así, Flinn —repuso Rand al tiempo que sacudía la cabeza—. Esas personas de ahí abajo, cualquiera de ellas, podría huir a caballo, escapar si quisiera hacerlo. Dejar la batalla a otros.

—En mis tiempos conocí a unos cuantos saldaeninos, milord —explicó Flinn—. Perdonadme, pero dudo que cualquiera de ellos hiciera eso.

—Pero podrían hacerlo —insistió Rand—. Tienen la opción. A pesar de todas sus leyes y juramentos, son libres. En cambio, parece que yo puedo hacer lo que desee, pero estoy sujeto por ataduras tan fuertes que me cortan la carne. Mi poder e influencia carecen de sentido frente al destino. Mi libertad es una ilusión, Flinn, nada más, y por eso los envidio. A veces.

El viejo Asha’man enlazó las manos a la espalda; era obvio que no sabía qué responder.

Todos hacemos lo que debemos hacer, según lo dispone el Entramado. Para algunos hay menos libertad que para otros. Tanto da si lo elegimos nosotros como si se nos elige. Lo que ha de ser, será, volvió desde el pasado a su memoria la voz de Moraine.

Ella lo había comprendido.

«Lo intento, Moraine —pensó—. Haré lo que debe hacerse».

—¡Milord Dragón! —llamó una voz.

Rand se volvió hacia allí y vio a uno de los exploradores de Bashere corriendo colina arriba. Las Doncellas permitieron que el joven de cabello oscuro se acercara, aunque sin dejar de vigilarlo.

—Milord —saludó el explorador—, hay Aiel en las inmediaciones del campamento. Vimos a dos merodeando entre los árboles a media milla de la ladera.

De inmediato, las Doncellas se pusieron a hablar con el lenguaje de las manos, su código secreto.

—¿Alguno de esos Aiel te saludó con la mano, soldado? —preguntó Rand en tono seco.

—¿Perdón, milord? —preguntó el joven—. ¿Por qué iban a hacer tal cosa?

—Son Aiel. Si los viste significa que querían que los vieras, lo que a su vez significa que son aliados, no enemigos. Informa a Bashere que nos reuniremos con Rhuarc y Bael dentro de poco. Es hora de que hagamos de Arad Doman un lugar seguro.

O quizá de destruirlo; a veces no resultaba fácil distinguir lo uno de lo otro.

—Los planes de Graendal —dijo Merise—. Vuelve a explicarme lo que sabes de ellos.

La alta Aes Sedai, perteneciente al Ajah Verde como Cadsuane, mantuvo la expresión severa, con los brazos cruzados; una peineta de plata le sujetaba el negro cabello a un lado.

La tarabonesa era una buena elección para dirigir el interrogatorio; o por lo menos era la mejor opción que tenía Cadsuane. Merise no daba señales de sentirse incómoda por encontrarse tan cerca de uno de los seres más temidos de toda la creación, además de ser implacable en su modo de interrogar. Tal vez se excedía un poco en demostrar su severidad; por ejemplo, la forma en que llevaba recogido el cabello en un moño, tan tirante, o la manera de hacer alarde de su Guardián Asha’man.

El cuarto estaba en la segunda planta de la mansión domani de Rand al’Thor, con la pared exterior hecha de gruesos troncos de pino, mientras que las interiores eran de tablones, todas tintadas en el mismo tono oscuro. Esa habitación, que antes servía de dormitorio, se había vaciado hasta casi dejarla sin muebles; ni siquiera había una alfombra que cubriera la superficie lijada del suelo de madera. De hecho, el único mueble que había ahora era la recia silla en la que se encontraba sentada Cadsuane.

Ésta tomaba un té a sorbitos, con la atención de dar una imagen de aplomo y serenidad. Eso era importante, sobre todo si por dentro una no estaba en absoluto tranquila. En ese momento, por ejemplo, Cadsuane habrá querido hacer añicos la taza que tenía en las manos y después, tal vez, pasarse una hora pisoteando los fragmentos.

Dio otro sorbo.

La causante de la frustración de la Aes Sedai —y objetivo del interrogatorio de Merise— colgaba suspendida en el aire cabeza abajo, sujeta por tejidos de Aire y con los brazos atados a la espalda. La cautiva tenía el cabello corto y ondulado y la tez oscura; a pesar de las circunstancias, la expresión del semblante de la mujer no tenía nada que envidiar a la controlada serenidad que exhibía Cadsuane. La prisionera estaba escudada y atada, llevaba puesto un sencillo vestido marrón —el repulgo sujeto a los tobillos por un tejido de Aire con el propósito de evitar que la falda cayera y le tapara la cara—, pero aun así daba la impresión de ser ella la que tuviera todo controlado.

Merise se encontraba de pie enfrente de ella, y Narishma —la otra persona que había en la habitación— permanecía apoyado en la pared.

Cadsuane no dirigía el interrogatorio; todavía. Dejar que fuera otra quien lo llevara la beneficiaba; así tenía oportunidad de pensar y planear. Fuera del cuarto, Erian, Sarene y Nesune mantenían entre las tres el escudo de la prisionera, dos Aes Sedai más de las que normalmente se consideraba necesarias para esa tarea.

No se podía correr riesgos con los Renegados.

La prisionera era Semirhage, un monstruo que muchos tenían por una simple leyenda. Cadsuane ignoraba cuántas de las muchas historias que circulaban sobre la mujer eran ciertas, pero sabía que Semirhage distaba de ser fácil de intimidar, intranquilizar o manipular. Y eso constituía un problema.

—¿Y bien? —demandó Merise—. ¿Tienes respuesta a mi pregunta?

Semirhage la miró; un frío desprecio impregnó la voz de la Renegada al hablar.

—¿Sabes lo que le ocurre a un hombre cuando se le reemplaza la sangre por otra cosa?

—No he…

—Muere, claro está —la interrumpió Semirhage de forma que las palabras sonaron cortantes como cuchillos—. A menudo la muerte se produce al momento, y esas muertes rápidas carecen de interés. Mediante experimentos descubrí que ciertas soluciones reemplazan la sangre con mayor eficacia que otras y permiten que el sujeto viva durante un corto periodo de tiempo después de la transfusión.

Dicho lo cual, se calló.

—Responde a mi pregunta o te encontrarás otra vez colgando por la ventana y… —empezó Merise.

—La transfusión en sí precisa el uso del Poder, desde luego —la interrumpió de nuevo la Renegada—. Otros métodos no son tan rápidos como requiere el procedimiento. Yo misma desarrollé el tejido. Sé cómo sacar la sangre de un cuerpo de manera instantánea y depositarla en un recipiente al mismo tiempo que meto la solución a presión en la venas.

Merise rechinó los dientes mientras echaba una ojeada a Narishma. El Asha’man, reclinado en la pared de troncos, llevaba peinado el largo cabello oscuro en trenzas con campanillas en las puntas y vestía chaqueta y pantalones negros, como siempre; el rostro del hombre era juvenil, pero mostraba un aire peligroso cada vez más marcado en los rasgos. Quizá se debía al entrenamiento con los otros Guardianes de Merise, o tal vez el origen era su asociación con gente capaz de interrogar a una Renegada.

—Te advierto… —intentó hablar la Aes Sedai.

—Conseguí que un sujeto sobreviviera una hora completa después de la transfusión —la interrumpió Semirhage por tercera vez en un tono tranquilo y coloquial—. Lo considero uno de mis logros más importantes. Ni que decir tiene que estuvo sufriendo todo el tiempo. Sufriendo de verdad, un puro e intenso dolor que sintió en todas las venas, incluso en los finos capilares casi invisibles de los dedos. No conozco método mejor para causar tal sufrimiento en todo el cuerpo a la vez.

Buscó los ojos de Merise antes de añadir:

—Algún día te mostraré cómo es ese tejido.

La Aes Sedai palideció, aunque muy poco.

Con un leve gesto de la mano, Cadsuane tejió un escudo de Aire alrededor de la cabeza de la Renegada para que no pudiera oír nada y a continuación tejió Fuego y Aire para crear dos bolas de luz que le colocó justo delante de los ojos. No brillaban tanto como para cegarla o dañarle la vista, pero le impedirían ver. Ese era un recurso discurrido por la propia Cadsuane; demasiadas hermanas pensarían en taparle los oídos a la cautiva, pero sin estorbarle la vista para que no pudiera observar. Uno ignoraba quién había aprendido a leer los labios, y Cadsuane no estaba dispuesta a subestimar a su actual cautiva.

Merise miró a Cadsuane con un destello de cólera en los ojos.

—Estás perdiendo el control —afirmó Cadsuane mientras dejaba el té en el suelo, junto a la silla.

Merise vaciló, y luego asintió con la cabeza, ahora realmente furiosa; sin duda consigo misma.

—Es que no funciona nada con esta mujer —dijo—. No cambia el tono de voz, hagamos lo que le hagamos. Cualquier castigo que se me ocurre provoca más amenazas, a cada cual más horripilante. ¡Luz!

Apretó los dientes otra vez, descruzó y cruzó los brazos, y respiró hondo, por la nariz. Narishma se irguió, como dispuesto a acercarse a ella, pero la Aes Sedai le indicó con un gesto de la mano que volviera a su sitio. Merise sabía ser firme con sus Guardianes, aunque cortaba con brusquedad a cualquier otra mujer que intentara ponerlos en su sitio.

—Podemos quebrantarla —aseguró Cadsuane.

—¿Tú crees, Cadsuane?

—Pues claro que sí. Es un ser humano, como todos los demás.

—Cierto, aunque ha vivido durante tres mil años. Tres mil años, Cadsuane.

—La mayor parte de los cuales los pasó confinada —argumentó la Aes Sedai de pelo cano, haciendo un gesto desdeñoso—. Siglos encerrada en la prisión del Oscuro, seguramente sumida en un estado de hibernación. Resta esos años y no es mayor que cualquiera de nosotras. Yo diría incluso que bastante más joven que algunas.

Era un sutil recordatorio de su propia edad, tema del que rara vez se hablaba entre las Aes Sedai. En realidad, toda aquella conversación sobre la edad era señal de la intranquilidad que despertaba en Merise la Renegada. Las Aes Sedai estaban acostumbradas a aparentar sosiego, pero había un motivo por el que Cadsuane había dejado fuera del cuarto a las mujeres que mantenían el escudo: dejaban ver demasiadas cosas. Hasta Merise, por lo general imperturbable, perdía el control con demasiada frecuencia durante los interrogatorios.

Claro que Merise y las otras —al igual que todas las mujeres de la Torre en la actualidad— aún no llegaban a lo que una Aes Sedai debía ser. A esas Aes Sedai más jóvenes se les había permitido volverse blandas y débiles, con propensión a reñir por naderías. Algunas se habían dejado intimidar para jurar lealtad a Rand al’Thor. A veces a Cadsuane le entraban ganas de mandar a todas a hacer penitencia durante unas cuantas décadas.

O quizá sólo era su edad la que hablaba. Era vieja, y se iba haciendo más y más intolerante con las estupideces. Más de doscientos años antes se había jurado a sí misma que viviría para participar en la Última Batalla por mucho que ésta tardara en llegar. Usar el Poder Único alargaba la vida y Cadsuane había descubierto que la determinación y la entereza contribuían a alargarla aún más. Era una de las personas vivas de más edad que había en el mundo.

Por desgracia, los años le habían enseñado que por mucha previsión o determinación que se tuviera no siempre se conseguía que las cosas resultaran como una quería; saberlo, sin embargo, no impedía que se sintiera irritada cuando ocurría así. Cualquiera pensaría que los años también le habrían enseñado a tener paciencia, pero había sido al contrario. Cuanto mayor se hacía, menos ganas tenía de esperar, porque sabía que no le quedaban muchos años de vida.

Cualquier persona que afirmara que la vejez le había enseñado a ser paciente, mentía o estaba senil.

—Se la puede quebrantar y se la quebrantará —repitió—. No voy a permitir que una persona que conoce tejidos de la Era de Leyenda se precipite alegremente a su ejecución. Vamos a sacar hasta la última brizna de conocimiento que haya en el cerebro de esa mujer aunque para ello tengamos que utilizar con ella unos cuantos de sus propios tejidos «creativos».

—El a’dam. Ojalá el lord Dragón nos permitiera usarlo con ella… —deseó Merise al tiempo que lanzaba una ojeada a Semirhage.

Si en algún momento Cadsuane había tenido la tentación de romper su promesa, era por eso. Poner un a’dam a la mujer… Pero no. Para forzar a alguien a hablar con el a’dam había que causarle dolor, y eso era lo mismo que torturar, cosa que al’Thor había prohibido.

Semirhage había cerrado los ojos para resguardarlos de las luces de Cadsuane, pero seguía tranquila y controlada. ¿Qué ideas albergaría la mente de esa mujer? ¿Esperaría que alguien la rescatara? ¿Pensaría obligarlos a ejecutarla con tal de eludir una tortura de verdad? ¿Daba realmente por hecho que estaba a su alcance escapar y luego tomarse la revancha de las Aes Sedai que la habían interrogado?

Eso último era lo que le parecía más probable a Cadsuane, y costaba trabajo no sentir al menos una pizca de aprensión. Esa mujer sabía cosas del Poder Único que no habían sobrevivido ni siquiera en leyendas. Tres mil años era mucho, muchísimo tiempo. ¿Sabría cómo abrirse paso a través de un escudo de un modo que a ellas les era desconocido? Cadsuane no estaría tranquila del todo hasta conseguir echar mano a un poco de esa planta, la horcaria.

—Puedes deshacer tus tejidos, Cadsuane —dijo Merise al tiempo que se erguía—. He recobrado la calma, aunque me temo que tendremos que colgarla fuera de la ventana durante un rato, como le advertí que haría. A lo mejor podríamos amenazarla con causarle dolor. Ella ignora las absurdas exigencias de al’Thor.

Cadsuane se inclinó hacia adelante y deshizo el tejido que sustentaba las luces frente a los ojos de la Renegada, que los abrió de golpe y después buscó a Cadsuane. Sí, sabía quién mandaba; las miradas de ambas se trabaron.

Merise siguió con el interrogatorio e hizo preguntas sobre Graendal. Al’Thor creía que la otra Renegada podría encontrarse en algún lugar de Arad Doman. A Cadsuane le interesaban mucho más otras preguntas; pero, para empezar, las referentes a Graendal no estaban mal.

Esta vez Semirhage respondió a las preguntas de Merise con silencio, y Cadsuane se sorprendió pensando en al’Thor. El chico se había resistido a sus enseñanzas con la misma tozudez con que la Renegada se resistía al interrogatorio. Sí, claro, había aprendido algunas cosas de poca importancia, como tratarla con cierto respeto o al menos fingir buenos modos, pero nada más.

Cadsuane detestaba admitir un fracaso; aquello no lo era todavía, pero no le faltaba mucho. El chico estaba destinado a destruir el mundo, y quizá también a salvarlo. Lo primero era inevitable; lo segundo, dependía de otros factores. Habría querido que fuera a la inversa, pero los deseos eran tan inútiles como monedas de madera, que podían pintarse como se quisiera, pero seguirían siendo madera.

Apartó al chico de su mente; tenía que estar pendiente de Semirhage, porque cada vez que la mujer hablara cabía la posibilidad de que descubriera una pista. La Renegada le sostuvo la mirada haciendo caso omiso de Merise.

¿Gomo se quebrantaba a una de las mujeres más poderosas que habían existido jamás? ¿Una mujer que había perpetrado incontables atrocidades en una era de portentos, antes incluso de la liberación del Oscuro? Mirando aquellos ojos negros como ónice, Cadsuane comprendió algo: la prohibición de al’Thor de hacerle daño a Semirhage era irrelevante, porque a esa mujer no la quebrantarían con dolor. Semirhage era la torturadora por excelencia de los Renegados, alguien fascinado por la muerte y el tormento.

No, no se desmoronaría de ese modo ni aun en el caso de que les hubieran permitido valerse de esos medios. Estremecida por un escalofrío al mirarse en aquellos ojos, Cadsuane creyó ver algo de sí misma reflejado en esa criatura. Edad, malas mañas, y renuencia a ceder.

Eso, pues, le planteaba una pregunta: de encargar a alguien la tarea, ¿cómo conseguiría quebrantarse a sí misma?

El concepto era tan perturbador que fue un alivio para ella cuando Corele interrumpió el interrogatorio unos segundos después. La esbelta y alegre murandiana era leal a Cadsuane y había estado de guardia con al’Thor por la tarde. La noticia de que al’Thor se reuniría poco después con jefes Aiel puso fin al interrogatorio, y las tres hermanas que mantenían el escudo entraron y sacaron del cuarto a Semirhage para llevarla a la habitación donde la dejarían atada y amordazada con flujos de Aire.

Cadsuane vio cómo trasladaban a la Renegada en tejidos de Aire y después meneó la cabeza. Semirhage sólo había sido el primer acto del día; era hora de ocuparse del chico.

6

Cuando el hierro se derrite

Rodel Ituralde había visto muchos campos de batalla y algunas cosas siempre eran lo mismo: hombres muertos tirados como rimeros de harapos amontonados; cuervos ansiosos de darse un banquete; gemidos, gritos, quejidos y barboteos incoherentes de los desventurados que tardaban mucho tiempo en morir.

Cada campo de batalla tenía también su cuño particular. Se podía interpretar una batalla como quien sigue el rastro de animales de caza que van de paso. Los cadáveres tendidos en filas inquietantemente rectas indicaban una carga de soldados de a pie bajo andanadas de flechas. Cuerpos desperdigados y pisoteados eran el resultado de la infantería rompiendo filas frente a la caballería pesada. En esta batalla se había presenciado cómo un gran número de seanchan se apelotonaban contra las murallas de Darluna mientras luchaban con desesperación. Machacados contra las piedras. Un sector de la muralla estaba completamente hendido allí donde las damane habían tratado de huir al interior de la ciudad. Luchar en las calles y entre los edificios habría favorecido a los seanchan, pero no lo habían conseguido a tiempo.

Ituralde avanzó en su castrado a través de la carnicería. Las batallas eran siempre una escabechina. Las únicas batallas limpias eran las que se contaban en relatos o en libros de historia; ésas habían sido fregadas y refregadas por las abrasivas manos de estudiosos que buscaban concisión: El bando agresor ganó, hubo cincuenta y tres mil muertos; o El bando defensor resistió cayeron veinte mil.

¿Qué se escribiría de esta batalla? Dependería de quién la escribiera. Olvidarían incluir la sangre, batida contra la tierra hasta formar barro, así como los cuerpos despedazados, ensartados y mutilados, y la tierra hendida por damane encolerizadas. Quizá recordarían las cifras, que a menudo parecían importantes para los escribientes. La mitad de los cien mil efectivos de Ituralde, muertos; en cualquier otra batalla, tener cincuenta mil bajas habría sido motivo de vergüenza y cólera para él, pero se habían enfrentado a una fuerza que los triplicaba en número y que contaba con damane, además.

Siguió al joven mensajero que había ido a buscarlo, un muchacho de unos doce años vestido con el uniforme seanchan rojo y verde. Pasaron junto a un estandarte caído que pendía de un mástil roto, con la punta clavada en el barro; lucía la insignia de un sol sobre el que cruzaban seis gaviotas. A Ituralde lo irritaba no saber las casas y los nombres de los soldados contra los que luchaba, pero eso era imposible con extranjeros como los seanchan.

El sol crepuscular se ponía en el horizonte y proyectaba sombras que trazaban franjas en el campo. Al cabo de poco la oscuridad arroparía los cuerpos, y los supervivientes podrían pretender durante un tiempo que el herbazal era una tumba para sus amigos. Y para la gente que sus amigos habían matado. Rodeó un cerrillo y fue a dar con un grupo desperdigado de caídos pertenecientes a la elite seanchan. Casi todos esos muertos llevaban yelmos que imitaban una cabeza de insecto, y estaban abollados, rajados o mellados. Los ojos muertos de los soldados lo contemplaban con la mirada vacía tras las retorcidas mandíbulas del casco.

El teniente general seanchan seguía vivo, aunque por poco; tenía el yelmo quitado y la sangre le manchaba los labios. Estaba reclinado en un peñasco cubierto de musgo, con la espalda apoyada en un lío de ropa que parecía una capa, como si esperara que le sirvieran la comida. Sin embargo, esa imagen quedaba desbaratada por una pierna retorcida y el astil roto de una pica clavada en el estómago.

Ituralde desmontó. Como casi todos sus hombres, Ituralde vestía ropas de labrador: chaqueta y pantalón sencillos, de color marrón, así como una capa que le había prestado el hombre que llevaba su uniforme como parte de la trampa.

Se sentía raro sin el uniforme. Lástima; un hombre como el general Turan no merecía tener delante un soldado disfrazado. Ituralde hizo un gesto al joven mensajero para que se quedara atrás a fin de que no estuviera al alcance del oído, y se acercó solo al seanchan.

—Sois él, pues —dijo Turan alzando la vista hacia Ituralde.

Hablaba con ese peculiar modo de arrastrar las palabras, propio de los seanchan. Era un hombre robusto, más bien bajo, de nariz afilada. El cabello oscuro, muy corto, lo llevaba afeitado el ancho de un par de dedos a ambos lados de la cabeza; el yelmo depositado en el suelo, a su lado, lucía tres plumas blancas. Alzó la mano, temblorosa y enfundada en el guante negro, y se limpió la sangre de la comisura de los labios.

—Lo soy —respondió Ituralde.

—En Tarabon os llaman el Gran Capitán.

—Así es.

—Merecidamente —reconoció Turan entre toses—. ¿Cómo lo hicisteis? Nuestros exploradores… —Otro golpe de tos lo hizo enmudecer.

—Los raken —dijo Ituralde después de que el seanchan dejara de toser, acuclillándose al lado de su enemigo. El sol era un fino arco en el oeste y todavía bañaba el campo de batalla con una trémula luz dorada rojiza—. Vuestros exploradores observan desde aire y, a cierta distancia, la verdad es fácil de encubrir.

—¿El ejército que venía detrás de nosotros?

—Mujeres y jovencitos, en su mayoría —respondió Ituralde—. Y también un buen número de granjeros que vestían los uniformes que les dieron a cambio de sus ropas mis tropas situadas aquí.

—¿Y si nos hubiéramos dado la vuelta para atacar?

—No lo habríais hecho. Vuestros raken avisaron que os superaban en número. Mejor ir a la caza de una fuerza más pequeña que teníais un poco más adelante. Y, aún mejor, dirigirse hacia la ciudad que según vuestros exploradores apenas contaba con defensores, aun cuando eso significara hacer marchar a vuestros hombres casi hasta la extenuación.

—Sí, sí —asintió Turan, de nuevo entre toses—. Pero la ciudad estaba vacía. ¿Cómo conseguisteis que las tropas entraran en ella?

—Los exploradores aéreos no ven el interior de los edificios.

—¿Ordenasteis a vuestras tropas que permanecieran ocultas en las casas durante tanto tiempo?

—En efecto —confirmó Ituralde—. Con una rotación que permitía a un número reducido salir cada día para trabajar en los campos.

Turan movió la cabeza con incredulidad.

—¿Sois consciente de lo que habéis hecho? —preguntó, aunque en la voz del general no había amenaza. De hecho, denotaba admiración—. La Augusta Señora Suroth jamás aceptará esta derrota. Ahora no tendrá más remedio que acabar con vos, aunque sólo sea para no perder prestigio.

—Lo sé —confesó Ituralde, que se puso de pie—. Pero no está a mi alcance rechazaros atacando vuestra plaza fuerte, de modo que he de conseguir que vengáis a buscarme.

—No concebís el número ingente de efectivos que tenemos… Lo que habéis destruido hoy no es más que un soplo de brisa comparado con la tormenta que habéis levantado. Han escapado bastantes de los míos para contar vuestras artimañas. No volverá a funcionar.

Tenía razón. Los seanchan aprendían enseguida. Ituralde se había visto obligado a interrumpir los ataques por sorpresa en Tarabon a causa de la pronta reacción seanchan.

—Sabéis que no podéis derrotarnos —añadió Turan en voz queda—. Lo veo en vuestros ojos, Gran Capitán.

Ituralde asintió con un cabeceo.

—Entonces, ¿por qué? —preguntó Turan.

—¿Por qué vuela un cuervo? —preguntó a su vez Ituralde.

El oficial seanchan tosió sin apenas fuerzas.

Ituralde sabía que no podía ganar la guerra contra los seanchan y, cosa extraña, cada victoria que alcanzaba hacía que estuviera más convencido de que llegaría la derrota final. Los seanchan eran listos, estaban bien equipados y eran muy disciplinados. Lo que es más: eran persistentes.

El propio Turan debió de comprender que estaba condenado desde el momento en que aquellas puertas se abrieron, pero no se rindió; había combatido hasta que su ejército se fraccionó y se desperdigó en tantas direcciones que las tropas exhaustas de Ituralde no pudieron alcanzar a los que huían. Turan lo entendía; a veces, rendirse no merecía la pena. Ningún hombre aceptaba de buen grado la muerte, pero había finales mucho peores para un soldado. Dejar en manos de invasores la tierra natal… En fin, Ituralde era incapaz de hacer tal cosa, ni siquiera si se embarcaba en una lucha que era imposible ganar.

Hacía lo que tenía que hacerse cuando debía hacerse. Y en ese momento Arad Doman tenía que luchar. Los derrotarían, pero sus hijos sabrían siempre que sus padres habían resistido. Esa resistencia sería importante dentro de un siglo, cuando llegara la rebelión. Si es que había una rebelión.

Ituralde se puso de pie con intención de regresar junto a los soldados que lo esperaban.

Turan hizo un esfuerzo para alcanzar su espada; Ituralde vaciló y después volvió junto al general enemigo.

—¿Querríais hacerlo? —preguntó el oficial seanchan.

Ituralde asintió con la cabeza y desenvainó su propia espada.

—Ha sido un honor —dijo Turan, y cerró los ojos.

La espada de Ituralde, con la marca de la garza, cortó limpiamente la cabeza del hombre un instante después. También la espada de Turan llevaba grabada una garza, aunque apenas se veía en el reluciente fragmento de hoja que el seanchan había conseguido sacar de la vaina. Era una lástima que ellos dos no hubieran tenido ocasión de cruzar sus espadas, aunque, en cierto modo, las últimas semanas habían sido justamente eso, si bien a distinta escala.

Ituralde limpió la hoja de acero y volvió a envainar su arma en la funda. En un último gesto de respeto, sacó la espada de Turan y la ensartó en el suelo, al lado del general caído. Después montó de nuevo, se despidió del mensajero con un gesto de cabeza, y volvió sobre sus pasos a través del campo cubierto de cadáveres sobre el que empezaba a oscurecer el cielo.

Los cuervos daban comienzo a su banquete.

—He intentado animar a varios criados y Guardias de la Torre, pero no es tarea fácil —dijo Leane en voz queda; la mujer estaba sentada junto a los barrotes de su celda—. No estoy en mi mejor momento para resultar atrayente —dijo con una sonrisa a Egwene, que se encontraba sentada en un taburete, al otro lado de las rejas.

La sonrisa en respuesta de la joven fue irónica; entendía muy bien a qué se refería la prisionera. Leane llevaba el mismo vestido que tenía cuando la habían capturado, y desde entonces no se lo habían lavado. Cada tres días, después de asearse con un paño mojado por la mañana, se lo quitaba y utilizaba el cubo de agua para limpiarlo un poco en la palangana. No obstante, sin jabón poco podía hacerse. Se había trenzado el cabello a fin de darle cierta apariencia de pulcritud, pero no había nada que hacer con las uñas melladas.

Leane suspiró al evocar aquellas mañanas pasadas de pie en un rincón de la celda para no estar a la vista, sin nada puesto encima, esperando que el vestido y la muda se secaran. El hecho de que fuera domani no significaba que le gustara pasearse por ahí en cueros. Una seducción de verdad requería habilidad y sutileza, y la desnudez no se valía de ninguna de las dos.

Tal como eran las celdas en general, la suya no estaba mal; tenía una cama pequeña, comida, agua en abundancia, una bacinilla que se vaciaba a diario… Pero no la dejaban salir nunca y siempre se hallaba vigilada por dos hermanas que la mantenían escudada. La única que la visitaba —a excepción de las que intentaban sacarle información respecto a Viajar— era Egwene.

La Amyrlin permanecía sentada en el taburete con expresión pensativa; Amyrlin de la cabeza a los pies. Imposible pensar en Egwene de otra forma. ¿Cómo había aprendido tan deprisa alguien tan joven? Esa espalda recta, esa actitud serena, ese aplomo. Tener el mando no tenía tanto que ver con el poder que se poseía, sino con el poder que uno dejaba entrever que poseía. De hecho, se parecía mucho a la relación con los hombres.

—¿Habéis oído comentar algo? —preguntó Leane—. Me refiero a lo que planean hacer conmigo.

Egwene sacudió la cabeza. Cerca, a la luz de una lámpara que había en una mesa contigua, dos hermanas Amarillas charlaban sentadas en el banco. Leane no había respondido a ninguna de las preguntas que le habían hecho sus captoras, y la ley de la Torre era muy estricta en cuanto a interrogar a otras hermanas. No podían hacerle daño, y menos aún con el Poder, pero sí podían dejarla allí sola para que se pudriera.

—Gracias por venir a verme estas noches —dijo Leane, que tendió la mano a través de los barrotes para asir la de Egwene—. Creo que, si sigo en mi sano juicio, os lo debo a vos.

—Lo hago con gusto —contestó Egwene a pesar de que los ojos denotaban un atisbo del agotamiento que sin duda soportaba.

Algunas hermanas que visitaban a Leane hacían mención a las palizas que sufría Egwene como «penitencia» por su insubordinación. Curioso que a una novicia a la que se impartía clases se la pudiera golpear, pero a una prisionera sometida a interrogatorio no. Y, pese al dolor, Egwene acudía a visitarla en la celda prácticamente todas las noches.

—Te liberaré, Leane —prometió la joven Amyrlin sin soltarla de la mano—. La tiranía de Elaida no puede perdurar, y estoy convencida de que no se prolongará mucho más.

Leane asintió con la cabeza, le soltó la mano y se puso de pie. Egwene se agarró a los barrotes para incorporarse e hizo un ligerísimo gesto de dolor al moverse. Se despidió de Leane con un asentimiento de cabeza, pero vaciló y frunció el entrecejo.

—¿Qué ocurre? —inquirió Leane.

La joven apartó las manos de los barrotes y se miró las palmas: parecían untadas de una sustancia reflectante, cerosa. Con el entrecejo fruncido, Leane miró los barrotes y se sorprendió al ver las marcas de las manos de Egwene en el hierro.

—¿Pero qué diantre…? —empezó Leane mientras daba un golpecito con el dedo a una de las barras de la reja.

El barrote cedió y se dobló bajo el dedo de la mujer como cera caliente que escurre en la palmatoria. De repente, las piedras bajo los pies de Leane se movieron y la mujer sintió que se hundía. Gritó. Grumos de cera derretida empezaron a gotear del techo y la salpicaron en la cara. No estaban calientes, pero de algún modo eran líquidos. ¡Tenían el color de la piedra!

Soltó un grito ahogado, dominada por el pánico cuando se tambaleó y se escurrió al hundírsele más los pies en el suelo resbaladizo. Una manó asió la suya; Leane alzó la vista hacia Egwene, que la tenía sujeta. La reja se derritió a la vista de Leane; las barras de hierro cayeron hacia los lados para licuarse acto seguido.

—¡Socorro! —gritó Egwene a las Amarillas que estaban fuera—. ¡Maldita sea! ¡No os quedéis ahí pasmadas, mirando!

Leane braceó buscando dónde sujetarse y hacer pie, aterrada, y quiso asirse a los barrotes para impulsarse hacia donde estaba Egwene, pero sólo aferró una sustancia cerosa. Un grumo de la barra se desprendió al tirar y se le escurrió en churretes entre los dedos mientras el suelo iba envolviéndola, tirando de ella hacia abajo.

Y, entonces, unos hilos de Aire la sujetaron y la sacaron de un tirón de la trampa. La celda dio un bandazo mientras Leane salía impulsada hacia Egwene y la tiraba de espaldas en el suelo. Las dos Amarillas —la canosa Musarin y la menuda Gelarna— se habían levantado de un brinco, envueltas en el brillo del saidar. Musarin llamó pidiendo ayuda sin dejar de mirar con ojos desorbitados la celda que se derretía.

Leane, que tenía el vestido y las piernas cubiertos de aquella extraña sustancia blanda, se levantó con rapidez de encima de Egwene, tabaleándose, y reculó a trompicones para alejarse de la celda. El suelo del corredor se mantenía estable. ¡Luz, cómo anhelaba ser capaz de abrazar la Fuente! Pero la habían atiborrado de horcaria, además de tenerla escudada.

Ayudó a Egwene a ponerse de pie y después todo movimiento cesó en el cuarto de guardia, salvo por el titileo de la lámpara; todas ellas miraban la celda de hito en hito, en silencio, inmóviles. La licuación había parado; la mitad superior de los barrotes partidos tenía churretes de acero solidificado en las puntas, mientras que la mitad inferior se inclinaba hacia afuera. Muchos habían quedado aplastados contra las piedras al escapar Leane, y el suelo del interior aparecía combado hacia adentro, como un embudo, con las piedras estiradas. Esas piedras mostraban surcos profundos allí donde Leane las había marcado en su esfuerzo por salir.

A Leane se le puso el corazón en la garganta al comprender que sólo habían pasado unos segundos. ¿Qué debían hacer? ¿Escabullirse, muertas de miedo? ¿Estaría el resto del corredor a punto de derretirse también?

Egwene se adelantó y dio golpecitos con el pie en uno de los barrotes. Resistió. Leane dio un paso, y el vestido crujió al tiempo que trocitos de piedra —como argamasa— caían al suelo. Se inclinó para sacudirse la falda, recubierta ahora de una capa áspera como piedra, en lugar de ser cerosa.

—Esta clase de sucesos son más frecuentes cada día —comentó con calma Egwene al tiempo que echaba una mirada a las dos Amarillas—. El Oscuro está cobrando fuerza, la Última Batalla se aproxima. ¿Qué hace vuestra Amyrlin al respecto?

Musarin la miró; la Aes Sedai mayor parecía profundamente desasosegada. Leane tomó ejemplo de Egwene e hizo un esfuerzo para tranquilizarse mientras se acercaba a la Amyrlin dejando caer en el camino pedacitos de piedra.

—Sí, bien —dijo Musarin—. Regresarás a tu cuarto, novicia. Y tú…

—Miró a Leane y a continuación a los restos de la celda—. A ti te… trasladaremos a otro sitio.

—Y también me conseguiréis un vestido nuevo, imagino —contestó Leane, que se cruzó de brazos.

Musarin desvió los ojos hacia Egwene.

—Vete, esto ya no es un asunto de tu incumbencia, pequeña. Nosotras nos ocuparemos de la prisionera.

Egwene apretó los puños, pero se volvió hacia Leane.

—Mantente firme —le dijo, y se marchó deprisa corredor adelante.

Exhausta, desasosegada por el episodio de la burbuja maligna que había deformado la piedra, Egwene se dirigió en medio del frufrú de los vuelos de la falda hacia el ala de la Torre en la que se encontraba la residencia de las novicias. ¿Qué más haría falta para convencer a esas estúpidas mujeres de que no había tiempo que perder en disputas?

Era tarde, había pocas mujeres por los pasillos y ninguna de ellas era novicia. Egwene se cruzó con varias criadas que iban de aquí para allá atareadas en los quehaceres nocturnos, en silencio, al ir calzadas con zapatillas suaves. Esos sectores de la Torre estaban bastante ocupados y las lámparas —baja la llama— ardían en las paredes e irradiaban una luz anaranjada. Un centenar de baldosas pulidas reflejaban las llamitas titilantes a semejanza de ojos que observaban el paso de Egwene.

Costaba entender que la tranquila velada hubiera desembocado en una trampa que casi había acabado con la vida de Leane. Si ni siquiera el suelo era de fiar, ¿qué quedaba, pues? Egwene sacudió la cabeza, demasiado cansada, demasiado dolida para ponerse a discurrir soluciones en ese momento. Casi ni se dio cuenta cuando las baldosas pasaron de ser grises a tener un color marrón intenso. Siguió adelante, sin más, internándose en el ala de la Torre y contando puertas mientras pasaba. La suya era la séptima…

Se frenó un poco y frunció el entrecejo al ver a la pareja de hermanas Marrones: Maenadrin —una saldaenina— y Negaine. Las dos estaban hablando en susurros y miraron ceñudas a Egwene mientras la joven pasaba junto a ellas. ¿Por qué habrían ido al sector de las novicias?

Un momento… En el sector de las novicias no había baldosas marrones. Ese suelo debería tener baldosas de un anodino color gris; además, las puertas en el pasillo tenían demasiada separación entre sí. ¡Aquello no parecía en absoluto la residencia de novicias! ¿Tan cansada se hallaba que había caminado en dirección contraria?

Volvió sobre sus pasos y se cruzó de nuevo con las dos hermanas Marrones. Encontró una ventana y se asomó; la blanca zona rectangular del ala de la Torre se extendía a su alrededor, como debería ser. No se había perdido.

Perpleja, miró hacia atrás, al pasillo. Maenadrin se había cruzado de brazos y los oscuros ojos observaban con fijeza a Egwene. La larguirucha Negaine se dirigió hacia Egwene.

—¿Qué te trae aquí a estas horas de la noche, pequeña? —demandó—. ¿Alguna hermana te mandó llamar? Deberías volver a tu cuarto a dormir.

Sin pronunciar palabra, Egwene señaló hacia la ventana. Negaine echó un vistazo fuera, ceñuda. Se quedó petrificada y ahogó una exclamación de sorpresa. Volvió la vista hacia el pasillo y de nuevo miró por la ventana, como si fuera incapaz de dar crédito a lo que veía.

Minutos después, la Torre habían quedado inmersa en un completo frenesí. Egwene, olvidada, se encontraba a un lado del pasillo con un grupo de novicias de ojos soñolientos mientras las hermanas discutían entre ellas con voces tensas intentando decidir qué hacer. Al parecer dos sectores de la Torre estaban intercambiados, y las adormiladas hermanas Marrones habían sido trasladadas desde su sector, en los pisos altos, al ala de abajo. Los cuartos de las novicias —intactos— estaban ahora ubicados donde antes se encontraba el sector de las hermanas Marrones. Nadie recordaba movimiento ni vibraciones cuando se había producido el intercambio, y el traslado no había dejado brechas ni fisuras. Una línea de baldosas había sido cortada limpiamente por la mitad y acto seguido se había unido con las baldosas del sector al que se las había desplazado.

«Va empeorando por momentos», pensó Egwene mientras las hermanas Marrones decidían —de momento— que tendrían que aceptar el cambio, porque no podían trasladar a las hermanas a unas habitaciones del tamaño que utilizaban las novicias.

Dejarían dividido el sector Marrón, la mitad en el ala de abajo y la mitad en su ubicación habitual, con un grupo de novicias entre medias. Una división adecuadamente representativa de las divisiones menos ostensibles que aquejaban a los Ajahs.

Por fin, a Egwene y a las otras les mandaron que se fueran a dormir, si bien la joven, exhausta, tuvo que subir muchos tramos de escalera hasta que llegó a su cama.

7

El plan para Arad Doman

Se avecina una tormenta —dijo Nynaeve, asomada a la ventana de la casa de campo.

—Sí —contestó Daigian desde la silla que ocupaba junto al hogar, sin molestarse en mirar hacia la ventana—. Creo que podrías tener razón, querida. ¡Juro que parece que el cielo llevara semanas encapotado!

—Pues sólo hace una —repuso Nynaeve, cerrada la mano alrededor de la larga y oscura trenza. Echó una ojeada a la otra mujer—. No he visto un cachito de cielo azul desde hace diez días.

Daigian frunció el entrecejo. Pertenecía al Ajah Blanco, era curvilínea y estaba metida en carnes. Lucía una pequeña gema en la frente, como Moraine, tanto tiempo atrás, aunque la de Daigian era una blanca piedra de luna, como era lógico. Al parecer, la tradición tenía algo que ver con ser una mujer de la nobleza cairhienina, al igual que los cuatro acuchillados con franjas de color que llevaba el vestido.

—¿Hace diez días, dices? ¿Estás segura? —le preguntó Daigian.

Nynaeve lo estaba; prestaba mucha atención al tiempo, ya que era una de las tareas encomendadas a la Zahorí de un pueblo. Ahora era Aes Sedai, pero eso no significaba que tuviera que dejar de ser lo que era. El tiempo siempre seguía ahí, presente en un rincón de su mente. Era capaz de percibir la lluvia, el sol o la nieve en los susurros del viento.

Sin embargo, últimamente las sensaciones no habían sido en absoluto unos susurros, sino más bien como gritos lejanos que cada vez sonaban con más fuerza. O como olas rompiendo unas contras otras, todavía muy lejos en el norte, aunque cada día costaba más trabajo hacer caso omiso del fragor.

—¡En fin, estoy segura de que no es la primera vez en la historia que el cielo ha estado encapotado durante diez días! —manifestó Daigian.

—No es normal —insistió Nynaeve, que sacudió la cabeza al tiempo que se tiraba de la trenza—. Y ese cielo tan nublado no es la tormenta a la que me refiero. Todavía está lejos, pero se acerca, y va a ser terrible, peor que cualquiera que se haya visto jamás. Mucho peor.

—Muy bien, pues, ya nos ocuparemos de ella cuando llegue —comentó Daigian con un atisbo de desasosiego en la voz—. ¿Vas a sentarte para seguir con lo que estamos?

Nynaeve echó una mirada a la regordeta Aes Sedai. Daigian era muy débil en el Poder; quizá la Blanca era la Aes Sedai más débil que Nynaeve conocía. Según las normas tradicionales —aunque tácitas— eso significaba que la antigua Zahorí debería ser la que llevara la voz cantante.

Por desgracia, la posición de Nynaeve aún era controvertida; Egwene la había ascendido al chal por decreto, al igual que a Elayne, y no habían pasado la prueba ni habían prestado juramento sobre la Vara Juratoria. Para la mayoría —incluso aquellas que aceptaban a Egwene como la verdadera Amyrlin— esas omisiones situaban a Nynaeve en una posición un poco inferior a la de una Aes Sedai. Tampoco tan baja como la de Aceptada, pero en absoluto igual que una hermana de pleno derecho.

Con las hermanas del grupo de Cadsuane era aún peor, ya que no se habían declarado a favor de la Torre Blanca ni de las rebeldes. Y con las que habían prestado juramento a Rand era peor incluso; la mayoría seguía siendo leal a la Torre Blanca y no veían un problema en apoyar tanto a Elaida como a Rand. Nynaeve se preguntaba todavía en qué habría estado pensando Rand para permitir que unas hermanas le juraran lealtad. Le había explicado su error en varias ocasiones —de un modo muy racional—, pero hablar con Rand ahora era como hablar con una pared; sólo que menos efectivo y muchísimo más irritante.

Daigian todavía esperaba que se sentara y, en lugar de dar pie a un pulso de voluntades, Nynaeve lo hizo. Daigian sufría aún por la muerte de su Guardián —Eben, un Asha’man— durante el enfrentamiento con los Renegados. La antigua Zahorí había estado durante toda la lucha absorta por completo en proporcionarle a Rand cantidades inmensas de saidar con las que tejer.

Nynaeve aún recordaba el puro gozo —la sublime euforia, la fuerza y la total sensación de vida— producto de absorber tanto Poder. La asustaba. Y se alegraba de que el ter’angreal que había utilizado para acceder a tal Poder se hubiera destruido.

Sin embargo, el ter’angreal masculino seguía intacto: una llave de acceso a un poderoso sa’angreal. Que ella supiera, Rand no había conseguido persuadir a Cadsuane de que se lo devolviera. Tanto mejor. Ningún ser humano, ni siquiera el Dragón Renacido, debería encauzar tanto Poder Único. Las cosas que uno estaría tentado de hacer…

Le había dicho a Rand que tenía que olvidarse de esa llave de acceso. Como si le hablara a una pared. Un gran muro pelirrojo e inflexible, el muy pedazo de idiota. Nynaeve rezongó entre dientes, lo que consiguió que Daigian enarcara una ceja. Esa mujer era buena controlando la pena, aunque Nynaeve —que dormía en una habitación de la mansión domani contigua a la de Daigian— la oía llorar por la noche. Perder a un Guardián era un trago difícil de pasar.

«Lan…»

No, mejor no pensar en él en ese momento. Lan estaría bien; sólo que al final de su viaje de miles de millas se encontraría en peligro. Allí era donde intentaría arrojarse contra la Sombra como una flecha solitaria disparada contra una pared de ladrillos…

«No —se dijo para sus adentros—. No estará solo. Me encargué de que no lo estuviera».

—Bien, pues, continuemos —dijo en voz alta, centrándose con esfuerzo en lo inmediato, sin mostrar deferencia hacia Daigian.

Le estaba haciendo un favor a esa mujer, distrayéndola de su pena. O, al menos, así era como lo había explicado Corele. No se reunían en beneficio de Nynaeve; ella no tenía nada que demostrar. Era Aes Sedai, y las otras podían pensar e insinuar lo que quisieran.

Aquello no era más que una estratagema para ayudar a Daigian, punto. Nada más.

—Éste es el tejido octogésimo primero —dijo la Blanca.

El brillo del saidar la envolvió, y Daigian encauzó para crear un tejido muy complejo de Fuego, Aire y Energía. Complejo, pero inútil. El tejido configuraba tres anillos de fuego en el aire que resplandecían con fuerza inusual, pero ¿de qué servía todo eso? Nynaeve ya sabía cómo crear bolas de fuego y esferas de luz; ¿por qué perder tiempo aprendiendo tejidos que repetían lo que ya sabía, sólo que de una forma mucho más complicada? ¿Y por qué cada anillo tenía que ser de una tonalidad ligeramente distinta?

Nynaeve movió una mano con aire indiferente y repitió el tejido con exactitud.

—¡Éste parece el más inútil de todo el grupo, en serio! ¿Para qué sirven todos ellos?

Daigian frunció los labios y no dijo nada, pero Nynaeve sabía que la otra mujer pensaba que todo aquello tendría que resultarle mucho más difícil.

—No puedo hablarte mucho sobre la prueba —dijo por fin Daigian—. Lo único que puedo decirte es que necesitarás repetir estos tejidos con exactitud, y hacerlos mientras estás sometida a una gran distracción. Cuando llegue el momento, lo comprenderás.

—Lo dudo —replicó de forma rotunda mientras repetía el tejido tres veces sin dejar de hablar—. Porque, como creo que ya te he dicho una docena de veces, no voy a pasar la prueba. Ya soy Aes Sedai.

—Por supuesto que sí, querida.

Nynaeve apretó los dientes. Esa no había sido una buena idea. Cuando había abordado a Corele —que se suponía que era miembro del mismo Ajah que Nynaeve— la mujer se había negado a aceptarla como a una igual. Lo hizo con afabilidad, como solía ser su modo de actuar, pero la implicación quedó muy clara; incluso se mostró compasiva. ¡Compasiva! Como si Nynaeve necesitara su conmiseración. Y le sugirió que saber y dominar los cien tejidos que cualquier Aceptada aprendía para la prueba de aspirantes a Aes Sedai, podría ayudarla a reforzar su credibilidad.

El problema era que hacerlo colocaba a Nynaeve en una situación en la que se la trataba de nuevo como a una estudiante. Claro que entendía la utilidad de saberse los cien tejidos —había dedicado muy poco tiempo a estudiarlos— y prácticamente todas las hermanas lo sabían. ¡No obstante, el hecho de aceptar recibir lecciones no implicaba que se viera a sí misma como una estudiante!

Alargó la mano hacia la trenza, pero se contuvo a tiempo. Denotar emociones era otro factor para que las demás Aes Sedai la trataran como lo hacían. ¡Si tuviera como ellas un rostro intemporal! ¡Bah!

El siguiente tejido de Daigian sonó como un taponazo en el aire y, una vez más, el tejido en sí era de una complejidad innecesaria. Nynaeve lo copió sin apenas pensarlo, al tiempo que lo aprendía de memoria.

Daigian se quedó mirando el tejido un instante, como abstraída.

—¿Qué pasa? —inquirió Nynaeve, malhumorada.

—¿Eh? Oh, nada, nada, es sólo que… La última vez que realicé este tejido sobresalté a… Bueno, no importa.

A Eben. Su Guardián era joven, tal vez quince o dieciséis años, y ella le tenía mucho cariño. Eben y Daigian solían compartir juegos como un niño y su hermana mayor, en vez de una Aes Sedai y su Guardián.

«Un muchacho de sólo dieciséis años, muerto —pensó Nynaeve—. ¿Es que Rand tenía que reclutarlos tan jóvenes?»

El semblante de Daigian adoptó un gesto severo, y la mujer controló sus emociones mucho mejor de lo que Nynaeve habría sido capaz de hacer en su caso.

«Quiera la Luz que nunca me encuentre en la misma situación —pensó—. Al menos hasta dentro de muchos, muchísimos años». Lan no era aún su Guardián, pero ella se proponía que lo fuera cuanto antes. Después de todo, ya era su esposo. Todavía le encolerizaba que Myrelle conservara el vínculo con él.

—Tal vez podría ayudarte, Daigian —se ofreció Nynaeve mientras se echaba hacia adelante y ponía la mano en la rodilla de la otra mujer—. Si lo intentara con la Curación, a lo mejor…

—No —fue la seca respuesta de la Aes Sedai.

—Pero…

—Dudo que puedas ayudarme.

—Todo es susceptible de ser Curado, aunque todavía no sepamos cómo —insistió Nynaeve con obstinación—. Todo excepto la muerte.

—¿Y qué harías, querida? —preguntó Daigian.

Nynaeve se preguntó si evitaba llamarla por su nombre a propósito o si era un efecto inconsciente por su relación. No podía utilizar la palabra «pequeña» como habría hecho con una verdadera Aceptada, pero llamarla por su nombre podría implicar igualdad.

—Haría algo —contestó—. Ese dolor que sientes tiene que ser resultado del vínculo y, en consecuencia, relacionado con el Poder Único. Si el Poder te causa el dolor, entonces el Poder puede quitarlo.

—¿Y por qué iba yo a querer eso? —le preguntó Daigian, de nuevo dueña de sí.

—Bueno… En fin, porque es dolor. Hace daño.

—Como debe ser —dijo Daigian—. Eben ha muerto. ¿Querrías tú olvidar tu dolor si perdieras a ese desmañado gigante tuyo? ¿Es que has amputado tus sentimientos hacia él como si fueran un trozo de carne podrida en un asado, por lo demás, excelente?

Nynaeve abrió la boca, pero no dijo nada. ¿Debería? No era tan sencillo… Sus sentimientos por Lan eran genuinos, y no debido a un vínculo. Era su esposo y lo amaba. Daigian había sido posesiva con su Guardián, pero lo suyo había sido el afecto de una tía por su sobrino preferido. No era lo mismo.

No obstante, ¿querría ella que le quitaran el dolor? Cerró la boca al ver de repente la dignidad que había en las palabras de Daigian.

—Lo entiendo, y te pido disculpas.

—No importa, querida. La lógica que guarda esto a veces me parece sencilla, pero me temo que otras no lo aceptan. De hecho, algunas argumentarían que la lógica del tema depende del momento y de cada persona. ¿Quieres que te enseñe el siguiente tejido?

—Sí, por favor —asintió Nynaeve, fruncido el entrecejo.

Ella misma era tan fuerte en el Poder (una de las más fuertes entre las Aes Sedai vivas), que a menudo no pensaba siquiera en su capacidad. Se parecía mucho al caso de un hombre muy alto que rara vez se fija en la talla de otras personas; todos los demás son más bajos que él, por lo cual la diferencia de tallas no tenía mayor importancia.

¿Qué sentiría alguien como Daigian, que había sido la mujer que había pasado más tiempo como Aceptada que se recordara? ¿Una mujer que había alcanzado el chal por muy poco o, como muchas decían, por los pelos y en el último suspiro? Daigian tenía que mostrar deferencia a todas las demás Aes Sedai. Estando con cualquier otra hermana, ella siempre era la inferior, y si era con otras dos, Daigian les serviría el té. En presencia de hermanas más poderosas se esperaba que fuera servil. Bueno, no tanto. Al fin y al cabo era Aes Sedai, pero aun así…

—Algo falla en este sistema, Daigian —comentó, absorta.

—¿Con la prueba? Es correcto que exista alguna clase de prueba que determine la valía de la aspirante, y la ejecución de tejidos difíciles sometida a una fuerte tensión nerviosa me parece que cumple con esa necesidad.

—No me refería a eso, sino al sistema que determina el trato que hemos de darnos las unas a las otras.

Daigian enrojeció. Se consideraba de mala educación referirse a la fuerza en el Poder de otra mujer, en cualquier circunstancia. Claro que ella nunca había sido muy buena en cuanto a amoldarse a las expectativas de otras personas, sobre todo cuando tales expectativas eran estupideces.

—Ahí estás, sabiendo tanto como cualquier otra Aes Sedai —dijo—, apostaría que más preparada que muchas, y en el momento en que cualquier Aceptada que acaba de quitarse el delantal alcanza el chal, tienes que hacer lo que diga ella.

—Deberíamos seguir con la clase —dijo Daigian, más sonrojada aún.

Es que no era justo. Sin embargo, Nynaeve dejó a un lado el asunto. Ya se había metido en esa misma trampa cuando había enseñado a las Allegadas a plantarse y mantenerse firmes con las Aes Sedai. Poco después le plantaban cara a ella también, algo con lo que Nynaeve no había contado. No estaba segura si deseaba repetir una revolución similar entre las propias Aes Sedai.

Intentó centrarse de nuevo en la clase, pero la sensación de una tormenta inminente hacía que los ojos se le desviaran a la ventana. La habitación se encontraba en el segundo piso y tenía una buena vista del campamento. Fue pura casualidad que captara una vislumbre de Cadsuane; ese moño gris adornado con ter’angreal de aspecto inocente llamaba la atención incluso desde lejos. La mujer cruzaba el patio a paso vivo en compañía de Corele.

«¿Qué se trae entre manos?», se preguntó Nynaeve. El paso rápido de Cadsuane despertó sus sospechas. ¿Qué habría pasado? ¿Algo que ver con Rand? Si ese hombre conseguía de nuevo que lo hirieran…

—Disculpa, Daigian, acabo de recordar que debo ocuparme de una cosa —dijo mientras se ponía de pie.

—Oh, bueno —empezó la otra mujer—. De acuerdo, Nynaeve, supongo que podemos continuar en otro momento.

Nynaeve ya había salido por la puerta con prisa y bajaba la escalera, cuando cayó en la cuenta de que Daigian la había llamado por su nombre. Sonreía cuando salió al prado.

En el campamento había Aiel, algo de por sí nada insólito; a menudo Rand tenía un grupo de Doncellas que actuaban como su guardia personal, pero esos Aiel eran hombres que vestían el polvoriento cadin’sor pardo y llevaban lanzas al costado. Un buen número de ellos llevaba ceñida a la frente la cinta marcada con el emblema de Rand.

¿Sería por eso por lo que Cadsuane tenía tanta prisa? Si los jefes de clan habían llegado, entonces Rand tendría que reunirse con ellos. Nynaeve caminó a través del prado —que de hecho no tenía ni una brizna verde— echando pestes. Rand no había mandado llamarla, y no porque no quisiera incluirla en la reunión, probablemente, sino porque era demasiado atolondrado para que se le ocurriera. Ni que fuera el Dragón Renacido ni que no, a ese hombre rara vez se le pasaba por la cabeza compartir sus planes con otros. Nynaeve habría pensado que, después de tanto tiempo, Rand se habría dado cuenta de la importancia de contar con alguien con más experiencia que él para que le aconsejara. ¿Cuántas veces lo habían raptado, herido o apresado por su imprudencia?

Puede que todos los demás del campamento le hicieran reverencias y se arrastraran ante él, pero Nynaeve sabía que no era más que un pastor de ovejas de Campo de Emond. Seguía metiéndose en líos igual que cuando Matrim y él hacían travesuras de muchachos. Sólo que, ahora, en lugar de aturullar a las chicas del pueblo podía sumir en el caos a naciones enteras.

Al extremo opuesto del prado —justo enfrente de la casa de campo y cerca del parapeto— los Aiel recién llegados empezaban a montar su propio campamento, incluidas las tiendas de color pardo. Las situaban de forma distinta de como los hacían los saldaeninos; en lugar de hacerlo en hileras rectas, los Aiel preferían juntarlas en pequeños grupos organizados por asociaciones. Algunos hombres de Bashere saludaban a los Aiel que pasaban cerca, pero ninguno hizo intención de prestarles ayuda. Los Aiel podían ser muy picajosos, y aunque Nynaeve consideraba a los saldaeninos mucho menos irracionales que la mayoría de la gente, eran hombres de las Tierras Fronterizas, al fin y al cabo. Las escaramuzas con los Aiel habían sido el pan de cada día para ellos en otras épocas, y la guerra de Aiel tampoco estaba tan distante en el tiempo. De momento, todos luchaban en el mismo bando, pero eso no era óbice para que los saldaeninos se movieran con más cuidado ahora que los Aiel habían llegado en gran número.

Nynaeve recorrió con la vista los alrededores buscando una señal de Rand o de cualquier Aiel que conociera. Dudaba que Aviendha se encontrara con el grupo; debía de seguir en Caemlyn, con Elayne, ayudándola a afianzarse en el trono de Andor. Nynaeve aún se sentía culpable por haberlas dejado solas, pero alguien tenía que ayudar a Rand a limpiar el saidin. Bien, ¿y dónde se había metido ese hombre?

La antigua Zahorí se detuvo en la línea divisoria entre los saldaeninos y el campamento recién montado de los Aiel. Soldados armados con lanzas la saludaron con un cabeceo respetuoso. Aiel vestidos con ropas marrones y verdes deambulaban por la hierba con movimientos suaves como el discurrir del agua. Mujeres con ropas azules y verdes cargaban con coladas desde el arroyo que había junto a la gran casa. Las anchas agujas de los pinos temblaban con el aire. En el campamento había tanto bullicio como en el Prado del pueblo durante la fiesta de Bel Tine. ¿En qué dirección había ido Cadsuane?

Notó que encauzaban hacia el nordeste y Nynaeve sonrió mientras echaba a andar con paso decidido, entre el frufrú de la falda amarilla; tenía que ser una Aes Sedai o una Sabia la que encauzaba. En efecto, enseguida vio una tienda Aiel más grande que se alzaba en una esquina del prado. Se dirigió directamente hacia allí consiguiendo que los soldados saldaeninos —ya fuera por las miradas que les lanzó o por su reputación— se apartaran de su camino. Las Doncellas que guardaban la entrada ni siquiera intentaron detenerla.

Rand se encontraba dentro, vestido con traje negro y rojo, y hojeaba mapas que había encima de una sólida mesa de madera, con el brazo izquierdo detrás de la espalda. Bashere estaba a su lado asintiendo con la cabeza y estudiando el pequeño mapa que sostenía ante sí.

Al entrar Nynaeve, Rand alzó la vista. ¿Cuándo había empezado a tener un aspecto tan semejante a un Guardián, con esa mirada instantánea de valoración? ¿Esos ojos que captaban cualquier amenaza, tenso el cuerpo, como si esperara un ataque en cualquier momento?

«Nunca debiste dejar que esa mujer se lo llevara de Dos Ríos —se reprochó para sus adentros—. Fíjate en lo que se ha convertido».

De inmediato frunció el entrecejo ante su propia estupidez. Si Rand se hubiese quedado en Dos Ríos se habría vuelto loco y quizá los hubiera destruido a todos… siempre y cuando los trollocs, los Fados o los propios Renegados no se hubieran encargado antes de la tarea. Si Moraine no hubiese ido a buscar a Rand ahora estaría muerto. Con él habría desaparecido la luz y la esperanza del mundo. Lo que pasaba es que costaba mucho desprenderse de sus viejos prejuicios.

—Ah, Nynaeve —dijo Rand, que se relajó y se centró de nuevo en los mapas. Hizo una seña a Bashere para que inspeccionara uno y después se volvió hacia ella—. Estaba a punto de mandar a buscarte. Rhuarc y Bael han llegado.

—¿Sí? —preguntó impasible, con una ceja enarcada y cruzada de brazos—. Y yo que, al ver a todos esos Aiel en el campamento, pensé que nos atacaban los Shaido.

El semblante de Rand se endureció ante el tono de la antigua Zahorí, y aquellos ojos se tornaron… peligrosos. Pero enseguida cambió de expresión y meneó la cabeza casi como para aclararse las ideas. Algo del antiguo Rand —el Rand que había sido un pastor inocente— pareció retornar a él.

—Sí, claro, te diste cuenta de su llegada —dijo—. Me alegro de que estés aquí. Empezaremos tan pronto como los jefes de clan regresen. He insistido en que se ocupen de que su gente se instale antes de empezar con la reunión.

Hizo un ademán indicándole que se sentara; por el suelo había cojines, pero no se veían sillas. Los Aiel las despreciaban y Rand querría que se sintieran cómodos. Nynaeve lo miró, sorprendida de lo tensa que se había puesto. El chico no era más que un campesino atolondrado por mucha influencia que tuviera. Lo era.

Sin embargo, no consiguió quitarse de la cabeza esa mirada en los ojos de Rand, ese relámpago de cólera. Se decía que tener una corona cambiaba a los hombres —siempre a peor— y ella tenía el firme propósito de que eso no le pasara a Rand al’Thor, mas ¿a qué recurriría si de repente decidía que la arrestaran? No podía hacer tal cosa, ¿verdad? Rand no.

«Semirhage dijo que estaba loco —pensó Nynaeve—. Dijo que… oía voces de su vida pasada. ¿Será eso lo que pasa cuando inclina la cabeza, como si escuchara cosas que nadie más puede oír?»

Se estremeció. Min se hallaba también en la tienda, por supuesto, sentada en un rincón leyendo un libro: La huella del Desmembramiento. La joven miraba con demasiada atención las páginas; había oído el intercambio entre Rand y ella. ¿Qué pensaría de los cambios sufridos por Rand? Estaba más cerca de él que nadie; tanto que, de haberse encontrado en Campo de Emond, Nynaeve les habría echado tal rapapolvo que la cabeza les habría dado vueltas. Y, aunque no se encontraban en Campo de Emond y ella ya no era Zahorí, se había encargado de hacer saber a Rand su desagrado. La respuesta del chico había sido sencilla:

Si me caso con ella, mi muerte le causará aún más dolor.

Otra idiotez, desde luego. Si uno se proponía ir al encuentro del peligro, mayor motivo entonces para casarse. Era evidente. Nynaeve se sentó en el suelo, se arregló los vuelos de la falda y, de forma intencionada, no pensó en Lan. Tenía que cubrir una distancia enorme, y…

Y ella debía asegurarse de que le dieran su vínculo antes de que llegara a la Llaga. Por si acaso.

De súbito, se sentó erguida. Cadsuane. La mujer no se encontraba allí; aparte de los guardias, en la tienda estaban Rand, Min, Bashere y ella. ¿Estaría esa mujer planeando algo que ella no…?

Cadsuane entró en ese momento. La Aes Sedai de cabello gris llevaba un sencillo vestido de color tostado. Su mera presencia bastaba para hacerse notar; no necesitaba un atuendo especial para eso. Y, por supuesto, el cabello le brillaba con los adornos dorados. Corele entró a continuación.

Cadsuane tejió una salvaguardia para evitar que los escucharan a escondidas, y Rand no puso objeciones. Debería hacerse valer más, porque esa mujer lo tenía prácticamente domesticado y era inquietante ver lo mucho que él la dejaba salirse con la suya. Como lo de interrogar a Semirhage. La Renegada era demasiado poderosa y peligrosa para que se la tratara tan a la ligera. A Semirhage habría que haberla neutralizado en el mismo momento de capturarla… Aunque la opinión de Nynaeve en cuanto a eso estaba relacionada directamente con su propia experiencia de mantener cautiva a Moghedien.

Corele sonrió a Nynaeve; solía sonreír a todo el mundo. Por su parte y como de costumbre, Cadsuane hizo caso omiso de la antigua Zahorí. Daba igual. Nynaeve no necesitaba la aprobación de esa mujer que se creía con derecho de mangonear a todos por la simple razón de haber vivido más que cualquier otra Aes Sedai. Bien, pues ella sabía a ciencia cierta que la edad tenía poco que ver con la sabiduría. Cenn Buie era más viejo que el llover, y tenía menos seso que un mosquito.

Muchas de las otras Aes Sedai del campamento, así como jefes de éste, fueron entrando en la tienda poco a poco en los siguientes minutos; tal vez era cierto que Rand había mandado mensajeros y que uno de ellos habría ido a buscarla. Entre los recién llegados se encontraban Merise y sus Guardianes, uno de los cuales era el Asha’man Jahar Narishma, con las campanillas tintineando en las puntas de las trenzas. También llegaron Damer Flinn, Elza Penfell y unos cuantos oficiales de Bashere. Rand alzaba la vista, alerta y receloso, cada vez que entraba alguien, pero enseguida volvía a centrarse en los mapas. ¿Se estaba volviendo paranoico? Algunos locos se volvían desconfiados con todo el mundo.

Por fin aparecieron Rhuarc y Bael, junto con otros cuantos Aiel. Cruzaron la amplia entrada de la tienda caminando con la majestuosa flexibilidad de un felino que está de ronda por su territorio. Un cambio curioso era que con el grupo iba un puñado de Sabias a las que Nynaeve había percibido cuando se acercaban. A menudo, entre los Aiel había asuntos que se consideraban de exclusiva incumbencia de los jefes o de exclusiva incumbencia de las Sabias, algo muy parecido a lo que pasaba en Dos Ríos con el Consejo del Pueblo y el Círculo de Mujeres. ¿Les habría pedido Rand que asistieran a la reunión o eran ellas las que habían decidido ir por motivos propios?

Nynaeve se había equivocado al suponer que Aviendha estaría en Caemlyn; la antigua Zahorí se sorprendió al ver entrar a la alta pelirroja en el grupo de Sabias, rezagada. ¿Cuándo se había marchado de Caemlyn? ¿Y por qué llevaba esa tela desgastada con el borde deshilachado?

Nynaeve no tuvo oportunidad de hacer preguntas a Aviendha, porque Rand saludó a Rhuarc y a los otros con un cabeceo y les hizo un gesto para que se sentaran, cosa que ellos hicieron. Por el contrario, Rand siguió de pie junto a la mesa con los mapas; pensativo el gesto, cruzó los brazos a la espalda, asiéndose el muñón con la mano derecha.

—Contadme lo que habéis hecho en Arad Doman —se dirigió a Rhuarc sin preámbulos—. Mis exploradores me informan que esta tierra dista mucho de estar pacificada.

Rhuarc aceptó una taza de té que le tendía Aviendha —así que la chica todavía estaba consideraba como una aprendiza— y se volvió hacia Rand sin haber probado la infusión.

—Apenas hemos tenido tiempo, Rand al’Thor.

—No quiero disculpas, Rhuarc, sólo resultados.

Esas palabras provocaron destellos de ira en los semblantes de algunos de los otros Aiel, y entre las Doncellas apostadas en la puerta hubo un frenético intercambio de signos con las manos.

El propio Rhuarc no dio ninguna muestra de enfado, aunque a Nynaeve le pareció que la mano del hombre se cerraba con fuerza en la taza.

—He compartido agua contigo, Rand al’Thor —dijo—. Nunca habría pensado que me harías venir aquí para oír insultos.

—Insultos no, Rhuarc —repuso Rand—. Sólo verdades. No hay tiempo que perder.

—¿Que no hay tiempo, Rand al’Thor? —intervino Bael. El jefe de clan de los Goshien Aiel era un hombre muy alto y daba la impresión de descollar incluso estando sentado—. ¡A muchos de nosotros nos dejaste en Andor durante meses sin nada que hacer aparte de sacar brillo a las lanzas y asustar a los habitantes de las tierras húmedas! Luego nos mandas venir a esta tierra con órdenes inviables y ¿al cabo de unas cuantas semanas exiges resultados?

—Estuvisteis en Andor para ayudar a Elayne —contestó Rand.

—Ella no quería ni necesitaba ayuda —repuso Bael con un resoplido—. Y tenía razón al rehusarla. Antes preferiría yo cruzar corriendo todo el Yermo con un único pellejo de agua que conseguir el liderazgo de mi clan porque otro me lo pone en las manos.

La expresión de Rand se ensombreció otra vez y volvió la expresión tormentosa a sus ojos, lo que de nuevo le recordó a Nynaeve la tempestad que amenazaba en el norte.

—Esta tierra está rota, Rand al’Thor —dijo Rhuarc en un tono más sosegado que el de Bael—. Y exponer ese hecho no es una excusa, ni actuar con cautela en una tarea difícil es cobardía.

—Hemos de poner paz aquí —gruñó Rand—. Si no sois capaces de…

—Muchacho —intervino Cadsuane—, quizá quieras pararte un momento a pensar. ¿Cuántas veces te han fallado los Aiel? ¿Cuántas les has fallado tú, lo has herido u ofendido?

Rand cerró de golpe la boca, y Nynaeve rechinó los dientes de rabia por no haberse adelantado ella para decírselo. Echó una ojeada a Cadsuane, a quien le habían llevado una silla para que se sentara; Nynaeve no recordaba haberla visto nunca sentada en el suelo. Era evidente que la silla provenía de la casona; estaba construida con pálidos cuernos de elgilrim —que se extendían como palmas abiertas— y tenía un cojín rojo. Aviendha le tendió a Cadsuane una taza de té que la Aes Sedai probó a pequeños sorbos.

Con un evidente y enorme esfuerzo, Rand controló el genio.

—Mis disculpas, Rhuarc, Bael. Han sido… unos cuantos meses fatigosos.

—No has incurrido en toh —contestó Rhuarc—. Pero, por favor, siéntate. Compartamos sombra y hablemos con cortesía.

Rand soltó un sonoro suspiro y después asintió con la cabeza para, acto seguido, sentarse enfrente de los dos jefes. Las Sabias presentes —Amys, Melaine y Bair— no parecían inclinadas a participar en la discusión. Eran —igual que ella, comprendió Nynaeve— meras espectadoras.

—Hemos de pacificar Arad Doman, amigos míos —dijo Rand mientras desenrollaba un mapa sobre la alfombra, entre los dos jefes y él.

Bael sacudió la cabeza con pesimismo.

—Dobraine Taborwin lo ha hecho bien en Bandar Eban —dijo—, pero Rhuarc estuvo acertado al decir que esta tierra está rota. Tan rota como una pieza de porcelana de los Marinos que hubiera caído desde el pico de una montaña. Nos encomendaste que descubriéramos quién gobernaba y ver si podíamos restaurar el orden. Bien, que nosotros sepamos, no hay nadie que gobierne. Cada ciudad depende de sí misma para defenderse.

—¿Y qué ha pasado con el Consejo de Mercaderes? —preguntó Bashere, que se sentó con ellos y se atusó el bigote con el nudillo mientras estudiaba el mapa—. Mis exploradores dicen que todavía conservan cierto poder.

—Eso es cierto en las ciudades que controlan —contestó Rhuarc—. Pero su predominio es frágil. En la capital sólo queda un miembro y apenas tiene poder allí. Frenamos la lucha en las calles, pero sólo merced a un gran esfuerzo. —Sacudió la cabeza—. Esto es lo que pasa cuando se intenta controlar tierras más extensas que dominios y clan. Sin su rey, esos domani no saben quién gobierna.

—¿Y el rey? —inquirió Rand.

—Nadie lo sabe, Rand al’Thor. Ha desaparecido. Algunos dicen que desde hace meses, y otros que hace años.

—Quizá lo tiene Graendal —susurró Rand, que examinó el mapa con atención—. Si es que está aquí. Sí, creo que es probable que esté. Pero ¿dónde? En el palacio del rey no, ésa no es su forma de actuar. Tendrá algún sitio que sea suyo, un lugar donde disfrutar de sus trofeos. Un emplazamiento que sea en sí mismo un trofeo más, pero en el que nadie pensaría de inmediato. Sí, lo sé. Tienes razón. Igual que hizo antaño…

¡Esa familiaridad! Nynaeve tuvo un escalofrío. Aviendha se arrodilló a su lado para ofrecerle una taza de té. Nynaeve la aceptó y se encontró con los ojos de la mujer y después empezó a preguntarle algo en un susurro, pero la Aiel sacudió la cabeza con brusquedad. Su expresión parecía indicar que lo aplazara para después. Luego se incorporó y volvió a situarse al fondo de la tienda; a continuación, con una mueca, cogió la tela deshilachada y empezó a tirar de los hilos de uno en uno. ¿Para qué haría eso?

—Cadsuane, ¿qué sabéis sobre el Consejo de Mercaderes? —preguntó Rand dejando a un lado los murmullos.

—La mayoría son mujeres —contestó la Aes Sedai—. Y mujeres de mucha astucia, dicho sea de paso. No obstante, también son una pandilla de egoístas. La elección del rey recae en el Consejo, y con la desaparición de Alsalam los miembros del Consejo tendrían que haber encontrado un sustituto. Muchos de ellos, demasiados, ven en esta situación una oportunidad, y eso les impide llegar a un acuerdo. Presumo que se han separado ante el caos reinante para reforzar el poder en sus ciudades natales a fin de lograr posición y alianzas, ya que cada uno de ellos presenta su propuesta del nuevo rey para que los demás lo sopesen.

—¿Y ese ejército domani que combate a los seanchan? —quiso saber Rand—. ¿Es obra de ellos?

—No sé nada sobre eso.

—Hablas del hombre llamado Rodel Ituralde —dijo Rhuarc.

—Sí.

—Combatió bien hace veinte años —comentó Rhuarc mientras se frotaba la mandíbula—. Es uno de los que llamáis aquí Gran Capitán. Me gustaría danzar las lanzas con él.

—No lo harás —dijo Rand, cortante—. No mientras yo viva, al menos. Estabilizaremos esta tierra.

—¿Y esperas que lo consigamos sin combatir? —preguntó Bael—. Según se dice, el tal Rodel Ituralde lucha como una tormenta de arena contra los seanchan y provoca su ira incluso mejor que tú, Rand al’Thor. No se cruzará de brazos mientras tú conquistas su tierra natal.

—Repetiré una vez más que no estamos aquí para conquistar.

Rhuarc suspiró.

—Entonces, ¿por qué nos mandas a nosotros, Rand al’Thor? —inquirió—. ¿Por qué no usas a tus Aes Sedai? Ellas entienden a los habitantes de las tierras húmedas. Este país es como un reino de niños, y somos muy pocos adultos para conseguir que nos obedezcan. Sobre todo si nos prohíbes que les demos una azotaina.

—Podéis luchar, pero sólo cuando sea necesario —dijo Rand—. Rhuarc, arreglar esto ya no está al alcance de las Aes Sedai. Vosotros podéis. A la gente la intimidan los Aiel; harán lo que les mandéis. Si conseguimos parar la contienda entre los domani y los seanchan, quizá su Hija de las Nueve Lunas verá que mi oferta de paz es seria. Entonces tal vez acepte reunirse conmigo.

—¿Por qué no haces como antes? —preguntó Bael—. ¿Por qué no te apoderas del país para ti?

A eso, Bashere asintió enérgicamente con la cabeza al tiempo que miraba a Rand.

—No funcionaría. Esta vez no. Una guerra aquí precisaría de muchos recursos. Lo que habéis contado sobre el tal Ituralde, que mantiene a raya a los seanchan sin apenas vituallas y pocos hombres… ¿Conseguiríamos captar para nuestra causa a un hombre de tantos recursos?

Qué pensativo parecía Bashere, como si de verdad considerara ganarse al tal Ituralde. ¡Hombres! Todos eran iguales. Se les ponía un reto delante y se sentían atraídos sin que importara que el desafío llevara implícito que, casi con toda seguridad, acabarían ensartados en una lanza.

—Quedan pocos hombres vivos como Rodel Ituralde —intervino Bashere—. Sería una gran ayuda para nuestra causa, con toda seguridad. Siempre me he preguntado si podría derrotarlo.

—No —repitió Rand, sin dejar de mirar el mapa.

Por lo que Nynaeve alcanzaba a ver, mostraba concentraciones de tropas marcadas con anotaciones. Los Aiel eran un revoltijo organizado de marcas negras a lo ancho de la parte norte de Arad Doman; las fuerzas de Ituralde se habían internado bastante en el llano de Almoth, combatiendo con los seanchan. El centro de Arad Doman era un mar de caóticas anotaciones en negro, probablemente sobre fuerzas personales de varios nobles.

—Rhuarc, Bael —dijo Rand—, quiero que apreséis a los miembros del Consejo de Mercaderes.

La tienda se sumió en el silencio.

—¿Estás seguro de que hacer eso sea acertado, muchacho? —preguntó al cabo de unos segundos Cadsuane.

—Corren peligro por los Renegados —contestó Rand mientras tamborileaba con los dedos en el mapa, abstraído—. Si es cierto que Graendal se ha apoderado de Alsalam, entonces rescatarlo no nos servirá de nada, porque estará tan sumido en su Compulsión que tendrá una mente casi infantil. Ella no es sutil en absoluto; nunca lo ha sido. Necesitamos que el Consejo de Mercaderes elija un nuevo rey. Es el único modo de traer la paz y el orden a este reino.

—Es un plan audaz —asintió Bashere con un cabeceo.

—Nosotros no somos secuestradores —gruñó Bael, ceñudo.

—Sois lo que yo diga que sois, Bael —respondió Rand con tranquilidad.

—Aún somos un pueblo libre, Rand al’Thor —arguyó Rhuarc.

—A mi paso cambiaré a los Aiel —manifestó Rand mientras sacudía la cabeza—. No sé qué seréis una vez que todo esto haya acabado, pero nunca volveréis a ser lo que erais. Tenéis que encargaros de esta tarea, porque de todos aquellos que me siguen sois en quienes más confío. Si vamos a capturar a los miembros del Consejo sin provocar un recrudecimiento en los conflictos de esta tierra, necesitaré vuestra astucia y vuestro sigilo. Vosotros podéis introduciros en sus palacios y casonas igual que os infiltrasteis en la Ciudadela de Tear.

Rhuarc y Bael, fruncido el ceño, intercambiaron una mirada.

—Una vez que tengáis al Consejo de Mercaderes —prosiguió Rand, al parecer indiferente a la preocupación de los dos hombres—, llevad a los Aiel a las ciudades gobernadas por esos mercaderes. Aseguraos de que la situación en esas poblaciones no se degrade. Restaurad el orden como hicisteis en Bandar Eban. Desde allí, empezad a dar caza a bandidos y haced cumplir la ley. Dentro de poco llegarán víveres a través de los Marinos, así que tomad primero las ciudades portuarias y después continuad tierra adentro. Dentro de un mes, los domani deberían acudir a vosotros en lugar de huir de vosotros. Ofrecedles seguridad y alimentos, y el orden se impondrá por sí mismo.

Un plan tan sensato que era sorprendente. En verdad Rand tenía una mente sagaz, considerando que era un hombre. Tenía muchas cosas buenas, quizás el mismísimo espíritu de un líder, si fuera capaz de controlar el genio.

—Colaboraré si podemos contar con algunos de tus saldaeninos, Davram Bashere. —Rhuarc seguía frotándose la mandíbula—. A los habitantes de las tierras húmedas no les agrada obedecer a los Aiel. Si pueden hacer como que son otros habitantes de las tierras húmedas los que mandan, será más probable que vengan a nosotros.

—También resultamos unas dianas estupendas —contestó entre risas Bashere—. ¡En cuanto nos apoderemos de unos cuantos miembros del Consejo, los restantes tendremos asesinos pisándonos los talones, eso seguro!

Rhuarc rió como si aquello le pareciera un buen chiste. El sentido del humor Aiel era en sí mismo algo único.

—Os mantendremos con vida, Davram Bashere. Si no lo conseguimos, te disecaremos y te montaremos en ese caballo tuyo. ¡Serás una fabulosa aljaba para sus flechas!

Bael prorrumpió en carcajadas al oír aquello, y las Doncellas apostadas en la puerta se lanzaron a otra frenética tanda de gestos con las manos.

Bashere rió entre dientes, aunque tampoco parecía pillar la gracia al chiste.

—¿Seguro que es eso lo que queréis hacer? —le preguntó a Rand.

—Sí —asintió éste con un cabeceo—. Divide algunas de tus fuerzas y envíalas con grupos Aiel según decida Rhuarc.

—¿Y qué pasa con Ituralde? —quiso saber el mariscal, que dirigió de nuevo la vista al mapa—. No habrá paz durante mucho tiempo una vez que constate que invadimos su tierra natal.

Rand se quedó pensativo un momento a la par que tamborileaba con los dedos en el mapa.

—Trataré con él personalmente —decidió al fin.

8

Camisas limpias

«Cielo de jefe de puerto», lo llamaban los marineros cuando lo encapotaban esas nubes grises que ocultaban el sol, inestables y sombrías. Quizá los demás —en el campamento que se levantaba a las puertas de Tar Valon— no habían reparado en esas nubes persistentes, pero Siuan sí. A ningún marinero le pasarían inadvertidas. No eran tan oscuras que presagiaran tormenta ni tan claras que pronosticaran una mar tranquila.

Un cielo como ése era equívoco. Uno salía a faenar, y podía ser que no cayera ni una gota de lluvia ni hubiera el menor indicio de tempestad. O que de un momento a otro, sin previo aviso, uno se encontrara en mitad de una turbonada. Ese manto de nubes era engañoso.

Casi todos los puertos cobraban una tarifa de atraque diaria a los barcos anclados en sus muelles, pero en días de tormenta —cuando ningún pescador conseguiría capturas— la tarifa se reducía a la mitad o no se cobraba nada. En un día como éste, sin embargo, si había nubes plúmbeas pero sin indicios de tormenta, los jefes de puerto cobraban el alquiler del día completo, por lo que el pescador se veía obligado a elegir entre quedarse en puerto y esperar o salir a pescar para resarcirse de la tarifa. En días como éste casi nunca había tormenta, era seguro salir a mar abierto.

Pero si la tormenta llegaba en un día así, solía ser muy mala. Muchas de las tempestades más terribles de la historia habían surgido de repente con un cielo de jefe de puerto. Por eso algunos pescadores tenían otro nombre para nubes como ésas. Las llamaban «velo de pez escorpión». Y hacía días que el cielo no cambiaba. Siuan se estremeció con un escalofrío y se arrebujó en el chal; era una mala señal.

Dudaba que hubiera muchos pescadores que eligieran salir de pesca este día.

—¡Siuan! —llamó Lelaine con un matiz de irritación en la voz—. Date prisa. Y no quiero oír más supersticiones tontas sobre el cielo, lo digo en serio. —La alta Aes Sedai se dio media vuelta y siguió pasarela adelante.

«¿Supersticiones? —pensó Siuan, indignada—. La experiencia adquirida a lo largo de mil generaciones de pescadores no es superstición. ¡Es sentido común!»

Pero no dijo nada y apretó el paso en pos de Lelaine. A su alrededor, el campamento de las Aes Sedai leales a Egwene continuaba con sus actividades diarias, tan regular como el mecanismo de un reloj. Si había algo que a las Aes Sedai se les diera bien era crear orden; las tiendas estaban agrupadas por Ajahs, como queriendo imitar la distribución de la Torre Blanca. Había pocos hombres y la mayoría de los que pasaban por allí —soldados con recados del ejército de Gareth Bryne o caballerizos que cuidaban de las monturas— realizaban sus tareas con rapidez. En el cuerpo de servicio había bastantes más mujeres, muchas de las cuales habían llegado incluso a bordar el símbolo de la Llama de Tar Valon en las faldas o los corpiños.

Una de las peculiaridades sobre el campamento —si se pasaba por alto el hecho de que eran tiendas en lugar de habitaciones, y pasarelas de madera en vez de pasillos de baldosas— era el número de novicias. Las había a cientos; de hecho, ahora debían de superar las mil, muchas más de las que la Torre había albergado en los últimos tiempos. Una vez que las Aes Sedai volvieran a unirse, habría que reabrir los cuartos de novicias que no se utilizaban hacía décadas. Puede que incluso hiciera falta otra cocina.

Esas novicias iban de aquí para allá apresuradamente, en los grupos llamados familias, y la mayoría de las Aes Sedai trataban de hacer como si no las vieran. Algunas por costumbre, porque ¿quién prestaba atención a las novicias? Pero otras lo hacían porque les desagradaba verlas. A su juicio, a mujeres con edad suficiente para ser madres o abuelas —en realidad muchas eran madres y abuelas— no se las debía haber inscrito en el libro de novicias. Mas ¿qué otra cosa podía hacerse? Egwene al’Vere, la Sede Amyrlin, había proclamado que debía ser así.

Siuan todavía notaba la conmoción en algunas de las Aes Sedai con las que se cruzaba. Tendrían que haber controlado a Egwene con más atención. ¿Qué había ido mal? ¿Cuándo se les había ido de las manos la Amyrlin? A Siuan le habrían causado más placer y satisfacción personal esas expresiones de algunas hermanas si ella misma no estuviera preocupada por la cautividad de Egwene en la Torre Blanca. Ese sí que era un velo de pez escorpión. Una situación potencial para un gran éxito, pero también para un gran desastre. Caminó deprisa detrás de Lelaine.

—¿En qué estado se encuentran la negociaciones? —preguntó la otra mujer, sin molestarse en mirar a Siuan.

«Podrías ir tú a alguna sesión y enterarte», pensó Siuan, pero Lelaine quería supervisar las cosas, no tomar parte activa en ellas. También el hecho de hacerle la pregunta en la calle era un movimiento calculado. Se sabía que Siuan era una de las confidentes de Egwene y todavía conservaba cierta notoriedad por haber sido asimismo Amyrlin. Lo que Siuan le contaba a Lelaine carecía de importancia; sin embargo, que se viera que le informaba de esos temas incrementaba la influencia de la mujer en el campamento.

—No van bien, Lelaine. Las emisarias de Elaida no se comprometen nunca a nada y se indignan en cuanto sacamos a relucir temas importantes, como reinstaurar el Ajah Azul. Dudo que tengan autoridad real de Elaida para hacer acuerdos vinculantes.

—Mmmm… —murmuró la otra mujer, pensativa, al tiempo que saludaba con un gesto de la cabeza a un grupo de novicias, las cual le hicieron reverencias. En una maniobra astuta, Lelaine había empezado a hablar de las recientes novicias de forma muy favorable.

Todo el campamento sabía el desagrado que Romanda sentía por ellas; ahora que Egwene no estaba, Romanda había empezado a insinuar que cuando se consiguiera llevar a buen puerto la reconciliación, esa «estupidez» de las novicias mayores tendría que solucionarse de forma rápida. Sin embargo, cada vez eran más las hermanas que se daban cuenta del acierto de Egwene. Había mucho potencial entre las nuevas novicias, y no serían pocas las que ascenderían a Aceptadas en cuanto se recuperara la Torre Blanca. No hacía mucho que Lelaine había establecido otro vínculo con Egwene al dar su aprobación tácita a esas mujeres.

Siuan siguió con la vista a la familia de novicias que se alejaba. Habían hecho una reverencia a Lelaine casi con la prontitud y la deferencia debidas a la Amyrlin. Cada vez era más evidente que, tras meses de estancamiento, Lelaine estaba ganando la batalla por la supremacía a Romanda.

Y eso era todo un problema.

A Siuan no le caía mal Lelaine. Era una mujer capaz, decidida y tenaz. Hubo un tiempo en que habían sido amigas, aunque su relación sufrió un drástico vuelco con el cambio de posición de Siuan.

Sí, podría decirse que Lelaine le gustaba, pero no confiaba en ella; sobre todo, no quería verla como Amyrlin. En otra era, Lelaine lo habría hecho bien en ese puesto, pero el mundo necesitaba a Egwene ahora y —por mucha amistad que hubiera— Siuan no podía correr el riesgo de permitir que esa mujer desplazara a la legítima Amyrlin. También tenía que asegurarse de que Lelaine no estuviera tomando medidas para impedir el regreso de Egwene.

—En fin, tendremos que hablar de las negociaciones en la Antecámara. La Amyrlin quiere que se sigan celebrando, así que debemos hacer lo necesario para que no se interrumpan. Con todo, ha de haber una forma de hacerlas fructíferas. Hay que atender los deseos de la Amyrlin, ¿no te parece?

—Sin duda —respondió Siuan con parquedad.

Lelaine la observó, y Siuan se maldijo por dejar ver sus emociones. Era preciso que Lelaine creyera que ella estaba de su parte.

—Lo siento, Lelaine, pero es que esa mujer me irrita. ¿Por qué sostiene Elaida conversaciones si no cede en ningún punto?

—Sí —asintió la otra mujer—. Mas ¿quién sabe las razones de Elaida para hacer lo que hace? Los informes de la Amyrlin indican que el liderazgo de Elaida en la Torre ha sido… imprevisible en el mejor de los casos.

Siuan se limitó a asentir con la cabeza. Por suerte, Lelaine no parecía sospechar que su lealtad fuera para otra. O quizás era que no le daba importancia. Resultaba asombroso lo inofensiva que creían a Siuan esas mujeres, ahora que su fuerza en el Poder había mermado tanto.

Ser débil era una nueva experiencia. Ya desde muy al principio de estar en la Torre, las hermanas habían reparado en su fuerza y su agudeza mental. Los comentarios en voz baja de que tenía madera de Amyrlin habían empezado casi de inmediato; a veces daba la impresión de que el propio Entramado hubiera empujado a Siuan hacia la Sede. A pesar de que su rápido ascenso a Amyrlin —siendo tan joven— sorprendió a muchas, a ella no le chocó. Cuando alguien pescaba con calamar como cebo, no era de sorprender que se capturara un pez colmillo. Si alguien quería pescar anguilas, utilizaría un cebo distinto por completo.

Cuando recibió la Curación, su fuerza reducida en el Poder fue una desilusión, pero eso había cambiado. Sí, no dejaba de ser irritante encontrarse por debajo de tantas, no tener el respeto de quienes la rodeaban. Sin embargo, por causa de su debilitamiento en el Poder muchas daban por hecho que sus mañas políticas estaban asimismo menguadas. ¿De verdad la gente olvidaba las cosas tan pronto? Siuan buscaba ahora un nuevo estatus entre las Aes Sedai desde el que recobrar prestigio.

—Sí, creo que ha llegado el momento de enviar delegadas a los reinos que al’Thor no ha conquistado —siguió Lelaine mientras saludaba a otro grupo de novicias—. Puede que no tengamos la Torre Blanca en sí, pero ésa no es razón suficiente para dejar a un lado nuestra posición política en el mundo.

—Sí, Lelaine, pero ¿estás segura de que Romanda no se opondrá a eso?

—¿Y por qué iba a oponerse? —preguntó a su vez la otra mujer, desdeñosa—. No tendría sentido.

—Pocas cosas de Romanda lo tienen —argumentó Siuan—. Creo que se opone sólo por fastidiarte. Aunque la vi charlando con Maralenda a principios de semana.

Lelaine frunció el entrecejo. Maralenda era una prima lejana en la línea al trono de los Trakand.

Siuan disimuló la sonrisa; era sorprendente lo mucho que una podía conseguir cuando la gente te tenía descartada. ¿A cuántas mujeres había descartado ella por carecer de poder manifiesto? ¿Cuántas veces la habían manipulado como ahora hacía ella con Lelaine?

—Investigaré eso —dijo la otra mujer. Daba igual lo que descubriera; mientras estuviera ocupada en preocuparse por Romanda, no dispondría de tanto tiempo para quitarle poder a Egwene.

Egwene. La Amyrlin tenía que darse prisa y poner fin a su complot en la Torre Blanca. ¿De qué serviría minar la posición de Elaida si las Aes Sedai del campamento se dividían sin ella saberlo? Siuan podía distraer a Romanda y Lelaine sólo hasta cierto punto, sobre todo ahora, que Lelaine tenía una notoria ventaja. ¡Luz! Había días que tenía la impresión de estar haciendo malabarismos con lucios vivos untados de mantequilla.

Siuan comprobó la posición del sol tras aquel cielo de jefe de puerto. La tarde caía.

—Tripas de pez —masculló entre dientes—. Tengo que irme, Lelaine.

—Tienes colada, presumo. —La otra mujer le lanzó una mirada—. Para ese rufián de general tuyo.

—No es un rufián —barbotó Siuan, que acto seguido se maldijo para sus adentros. Perdería mucha de la ventaja ganada si seguía replicando con malos modos a quienes se consideraban superiores a ella.

Lelaine sonrió y los ojos le brillaron como si supiera algo especial. Qué mujer tan insufrible. Por muy amiga que fuera, Siuan estuvo tentada de borrarle la… No, no.

—Lo siento, Lelaine —se obligó a disculparse—. Se me ponen los nervios de punta cuando pienso lo que ese hombre me exige hacer.

—Sí, lo entiendo. —Lelaine borró la sonrisa y torció el gesto—. He pensado en todo eso, Siuan. Puede que la Amyrlin haya consentido que Bryne intimide a una hermana, pero yo no lo permitiré. Ahora eres una de mis auxiliares.

«¿Una de tus auxiliares? Creía que sólo estaba para respaldarte hasta que Egwene regrese», pensó Siuan.

—Sí, creo que es hora de poner fin a tu situación de servidumbre con Bryne —continuó Lelaine, pensativa—. Saldaré tu deuda, Siuan.

—¿Saldar mi deuda? —Siuan pasó por un momento de pánico—. ¿Te parece juicioso? No me importaría librarme de ese hombre, claro, pero mi posición me facilita muchas veces la posibilidad de escuchar los planes que hace.

—¿Planes? —preguntó Lelaine, ceñuda.

Siuan se encogió por dentro. Sólo faltaría que hubiera dado a entender un comportamiento indebido por parte de Bryne. Luz, pero si ese hombre era tan estricto que, en comparación, los Guardianes parecían negligentes a la hora de cumplir sus compromisos.

Debería dejar que Lelaine saldara la deuda de su absurda situación de servidumbre, pero la mera idea le revolvía el estómago. Ya había decepcionado a Bryne más que suficiente al romper su juramento con él meses atrás. Bueno, no es que hubiera roto el juramento; sólo había pospuesto el periodo de servicio. Sin embargo, ¡a ver quién convencía a ese estúpido cabezota de que tal cosa era cierta!

Si ahora tomaba el camino fácil para salir del apuro, ¿qué pensaría Bryne de ella? Creería haber ganado y que ella había demostrado ser incapaz de cumplir su palabra. Ni hablar; no iba a permitir que pasara eso.

Además, no pensaba dejar que fuera Lelaine la que la liberara del compromiso. Sólo serviría para traspasarle a ella su deuda con Bryne. La Aes Sedai se la cobraría de forma mucho más sutil, pero acabaría pagando hasta la última moneda de un modo u otro, aunque fuera mediante exigencias de lealtad.

—Lelaine, no albergo ninguna sospecha hacia el buen general. Aun así, controla nuestro ejército y, en consecuencia, ¿se puede confiar en que haga lo que se requiere sin ninguna supervisión?

—Dudo que se pueda confiar en ningún hombre sin la debida guía —fue la respuesta de la otra Azul, que aspiró con fuerza por la nariz.

—Detesto hacerle la colada —dijo Siuan, y era cierto; aunque no renunciaría a cumplir con su parte ni por todo el oro de Tar Valon—. Pero esa tarea me mantiene cerca, atenta a lo que pueda oír…

—Sí, sí, veo que tienes razón —admitió Lelaine al tiempo que asentía con un lento cabeceo—. No olvidaré tu sacrificio, Siuan. De acuerdo, puedes irte.

Dicho esto, Lelaine se dio la vuelta y se miró la mano, como deseosa de ver algo en ella. A buen seguro, ansiosa de que llegara el día en que, como Amyrlin, pudiera ofrecer el anillo de la Gran Serpiente para que lo besaran cuando se separara de otra hermana. Luz, Egwene tenía que regresar pronto. ¡Por todos los lucios untados con mantequilla! ¡Puñeteros lucios resbaladizos!

Siuan se encaminó hacia el límite del campamento Aes Sedai. El ejército de Bryne lo rodeaba en un gran círculo, pero ella se hallaba justo al extremo opuesto de donde se encontraba Bryne. Le llevaría media hora larga ir a pie hasta su puesto de mando; por suerte se topó con un conductor que llevaba una carreta llegada a través de un acceso, con comida para el ejército. El hombre bajo, de pelo canoso, accedió de inmediato a transportarla junto con el cargamento de nabos, aunque le desconcertó que no fuera a pedir un caballo, como correspondía a su condición de Aes Sedai. Bueno, pues, tampoco estaba tan lejos, e ir montada junto a unos vegetales era mucho menos indigno que verse obligada a ir de aquí para allá dando brincos encima de un caballo. Si Gareth Bryne quería protestar por su tardanza, entonces le iba a decir unas cuantas cosas. ¡Vaya que sí!

Se recostó en un saco en el que se marcaban multitud de bultos, con las piernas colgando por la parte trasera de la carreta. A medida que el vehículo ascendía una pequeña cuesta, Siuan divisó el campamento Aes Sedai de tiendas blancas organizado a semejanza de una ciudad y circunvalado por las tiendas más pequeñas del ejército, éstas colocadas en hileras rectas; a su vez, esas tiendas estaban rodeadas por un creciente anillo de seguidores de campamento.

Y más allá del conjunto, acabado el deshielo de las nieves invernales, el color predominante en el paisaje era un marrón pardusco, sin apenas brotes de primavera. El campo aparecía salpicado de agrupamientos de robles; las sombras en los valles y las sinuosas volutas del humo de chimeneas apuntaban la presencia de pueblos distantes. Era sorprendente la sensación familiar y acogedora que transmitían esas praderas. Cuando había pisado Tar Valon por primera vez, estaba convencida de que jamás sentiría cariño por esa campiña sin acceso al mar.

Ahora llevaba viviendo en Tar Valon mucho más tiempo que en Tear; a veces le costaba trabajo recordar a la chica que había remendado redes y había salido de madrugada para pescar al arrastre en el barco de su padre. Se había convertido en una persona distinta, una mujer que mercadeaba con secretos, en vez de hacerlo con pescado.

Secretos; esos secretos poderosos, dominadores… Secretos que eran su vida ahora. Sin amor, excepto algún coqueteo de juventud, sin tiempo para enredos ni apenas hueco para amistades. Se había centrado de manera exclusiva en una cosa: encontrar al Dragón Renacido, ayudarlo, guiarlo y, con suerte, controlarlo.

Moraine había muerto en pos de esa misma misión, pero al menos había salido y había visto mundo. Siuan había envejecido —en espíritu, ya que no en lo físico— encerrada en la Torre, tirando de los hilos y espoleando al mundo. Algo bueno había hecho. El tiempo diría si habían bastado esos esfuerzos.

No lamentaba la vida que había llevado; en ese momento, sin embargo, mientras pasaba entre las tiendas del ejército —zarandeada en la carreta como espinas secas de pescado dentro de una olla por los baches y las rodadas del camino—, envidió a Moraine. ¿Cuántas veces se había molestado ella en asomarse a la ventana para contemplar el maravilloso verdor del paisaje antes de que todo empezara a salir mal? Moraine y ella habían luchado con todas sus fuerzas para salvar al mundo, pero se habían quedado sin nada con lo que disfrutar de él.

Quizás había cometido un error al elegir de nuevo el Azul, a diferencia de Leane, que había aprovechado la oportunidad a raíz de ser neutralizadas y posteriormente Curadas para elegir el Ajah Verde.

«No, no. Aún estoy volcada en salvar a este condenado mundo», pensó, sacudida por los brincos de la carreta y envuelta en el olor de los nabos agrios. No habría cambio al Verde para ella. Con todo, al pensar en Bryne habría querido que el Azul se pareciera un poco al Verde en ciertos aspectos.

Siuan la Amyrlin no había tenido tiempo para enredos amorosos, pero ¿y Siuan la ayudante? Guiar a la gente manipulándola de forma solapada requería mucha más habilidad que intimidarla con el poder de la Sede Amyrlin, y le estaba resultando mucho más gratificante. Además, también la libraba del peso aplastante de la responsabilidad que había tenido durante los años pasados al frente de la Torre Blanca. ¿Habría sitio en su vida para unos cuantos cambios más?

La carreta llegó a la otra punta del campamento del ejército y Siuan, sacudiendo la cabeza en un gesto de reproche por su estupidez, se bajó de un salto y le dio las gracias al carretero. ¿Acaso era una muchachita raspando la edad para pasar su primer día a jornada completa pescando pez negro con redes de arrastre? No tenía sentido pensar en Bryne así; al menos, de momento. Había mucho que hacer.

Caminó a lo largo del perímetro del campamento, con las tiendas del ejército a su izquierda. Empezaba a oscurecer, y las lámparas que quemaban el valioso combustible alumbraban grupos desorganizados de chabolas y tiendas a su derecha. Al frente había una empalizada circular, no muy alta pero lo bastante amplia para acoger varias docenas de tiendas para oficiales y algunas tiendas de mando más grandes. Se suponía que haría las veces de una fortificación en caso de emergencia, pero era un centro de operaciones en todo momento; a Bryne le agradaba tener una barrera física que separara el campamento grande del lugar en que conferenciaba con sus oficiales. De otro modo, con la confusión reinante en un campamento civil y con una linde tan grande que patrullar, sería fácil para los espías acercarse a esas tiendas.

Sólo estaban hechas tres cuartas partes de la empalizada, pero el trabajo avanzaba con rapidez. A lo mejor Bryne decidía al final rodear todo el ejército si el sitio se prolongaba bastante tiempo. De momento, la pequeña fortificación del puesto de mando serviría para dar seguridad a los soldados, además de transmitir la idea de autoridad.

Los postes de ocho pies de altura se alzaban un poco más adelante cual una línea de centinelas, con las puntas enfilando al cielo. Teniendo puesto un asedio, por lo general había que disponer de un montón de mano de obra para trabajar así. Los guardias de la empalizada —que conocían a Siuan— la dejaron pasar, y ella se dirigió con rapidez a la tienda de Bryne. Tenía que lavar ropa, pero era probable que no hiciera gran parte de la colada hasta el día siguiente por la mañana. Se suponía que debía reunirse con Egwene en el Tel’aran’rhiod tan pronto como oscureciera, y la luz del ocaso empezaba a menguar.

Como era habitual, la tienda de Bryne sólo estaba alumbrada por una débil luz. Mientras que la gente del cerco exterior derrochaba el combustible, él lo escatimaba. Muchos de sus hombres vivían mejor que él. Pedazo de tonto. Siuan se abrió paso al interior de la tienda, sin llamar. Si ese hombre era tan idiota de cambiarse sin meterse detrás del biombo, entonces es que merecía que vieran lo tonto que era.

Él se encontraba sentado ante el escritorio trabajando a la luz de una única vela. Parecía enfrascado en la lectura de los informes de exploradores.

Siuan resopló y dejó que los paños de la entrada de la tienda se cerraran tras ella. ¡Ni siquiera una lámpara! ¡Qué hombre!

—Os estropearéis la vista leyendo con tan poca luz, Gareth Bryne.

—Llevo casi toda la vida leyendo a la luz de una vela, Siuan —repuso él y, sin alzar la vista, pasó la página—. Y, si queréis saberlo, mi vista sigue siendo igual que cuando era un muchacho.

—¿De veras? ¿Queréis decir, pues, que nunca habéis tenido buena vista?

Bryne esbozó una sonrisa, pero no dejó de leer, y Siuan volvió a resoplar, esta vez con más fuerza para asegurarse de que él la oyera. Después tejió una esfera de luz y la dirigió flotando por el aire hasta el escritorio. Pedazo de tonto. No quería que se quedara tan ciego que cayera en combate por un ataque que no viera venir. Después de situar la esfera luminosa cerca de la cabeza del hombre —quizá demasiado para que se sintiera cómodo con ella sin apartarse un poco— se dirigió hacia la cuerda que había extendida en el centro de la tienda para recoger la ropa tendida que estuviera seca. Bryne no había protestado porque Siuan utilizara el interior de su tienda para tender ropa a secar ni había quitado la cuerda, por lo que Siuan se llevó un buen chasco, ya que esperaba poder echarle una bronca por quejicoso.

—Una mujer del campamento exterior se me acercó hoy y se ofreció para hacerme la colada —dijo Bryne mientras corría la silla hacia un extremo del escritorio, tras lo cual recogió otro montón de páginas—. Al parecer está organizando un grupo de lavanderas en el campamento, y asegura que me tendría hecha la colada más deprisa y mejor que una única criada distraída.

Siuan se quedó paralizada y miró de soslayo a Bryne, que repasaba sus papeles. La fuerte mandíbula quedaba iluminada a la izquierda por la blanca luz inmóvil de su esfera y a la derecha por la titilante luz anaranjada de la vela. Algunos hombres se debilitaban con la edad; a otros los hacía parecer cansados o astrosos. A Bryne la edad simplemente lo había vuelto distinguido, como una columna trabajada por un maestro albañil para después dejarla al azote de los elementos. Los años no habían mermado su eficacia ni su fuerza; sólo le habían otorgado carácter al cubrirle las sienes con plata y marcarle el firme semblante con arrugas de sabiduría.

—¿Y qué le dijisteis a esa mujer? —le preguntó.

Bryne pasó una página antes de responder:

—Le dije que estaba satisfecho con el lavado de mi ropa. —Entonces alzó la vista hacia ella—. He de admitir, Siuan, que estoy sorprendido. Di por sentado que una Aes Sedai no sabría mucho de un trabajo como éste, pero rara vez mis uniformes han conocido tan perfecta combinación de rigidez y comodidad. Sois digna de elogio.

Siuan le dio la espalda para ocultar el rubor. ¡Pedazo de tonto! ¡Había hecho que reyes se arrodillaran ante ella! ¡Manipulaba a las Aes Sedai y hacía planes para la salvación de la humanidad! ¿Y él la felicitaba por su habilidad para lavar la ropa?

El asunto era que, viniendo de Bryne, era una felicitación sincera y significativa. No miraba con superioridad a las lavanderas ni a los recaderos. Trataba a todo el mundo con equidad. Una persona no ganaba categoría a los ojos de Gareth Bryne porque fuera un rey o una reina; la ganaba cumpliendo sus promesas y sus obligaciones. Para él, una felicitación por lavar bien la ropa era tan significativa como una medalla entregada a un soldado que ha aguantado firme en su puesto ante el ataque del enemigo.

Le echó otra ojeada y se encontró con que él seguía mirándola. ¡Pedazo de tonto! Siuan se apresuró a recoger otra de sus camisas y después se puso a doblarla.

—Nunca me disteis una explicación satisfactoria de por qué rompisteis el juramento —dijo él.

Siuan se quedó paralizada y con la mirada prendida en el fondo de la tienda donde se proyectaban sombras de las prendas que seguían tendidas.

—Creía que lo habíais entendido —contestó mientras reanudaba la tarea de doblar la camisa—. Tenía información importante para las Aes Sedai de Salidar. Además, tampoco podía permitir que Logain anduviera libre por ahí, ¿verdad? Tenía que dar con él y llevarlo a Salidar.

—Ésas son excusas —dijo Bryne—. Oh, sé que lo que decís es cierto, pero sois Aes Sedai. Podéis citar cuatro datos ciertos y utilizarlos para ocultar la auténtica verdad con la misma eficacia con que otra persona se valdría de mentiras.

—¿Así que decís que soy una mentirosa? —demandó Siuan.

—No. Sólo una transgresora de juramentos.

Se quedó mirándolo con los ojos abiertos como platos. Vaya, le iba a enseñar lo que…

Vaciló. La estaba observando, bañada en el brillo de las dos luces, con gesto pensativo. Reservado, pero no acusador.

—Ese interrogante es lo que me condujo aquí, ¿sabéis? —continuó Bryne—. Es por lo que os perseguí hasta alcanzaros. Es por lo que al final me comprometí con las Aes Sedai rebeldes, aunque no me apetecía nada verme arrastrado a otra guerra en Tar Valon. Todo lo hice porque necesitaba comprender. Tenía que saber. ¿Por qué? ¿Por qué la mujer con esos ojos… apasionados, esos ojos atormentados, había roto su promesa?

—Os dije que volvería para cumplir mi juramento —repuso Siuan, que se dio la vuelta y sacudió con fuerza una camisa para desarrugarla.

—Otra excusa —apuntó él con suavidad—. Otra respuesta de Aes Sedai. ¿Tendré alguna vez toda la verdad sobre vos, Siuan Sanche? ¿Hay alguien que la haya sabido nunca?

Suspiró, y Siuan oyó el ruido de papeles y la luz de la vela titiló con los movimientos del hombre, que reanudó el examen de los informes.

—Siendo todavía una Aceptada en la Torre Blanca fui una de las cuatro personas que estaban presentes cuando se produjo la Predicción que anunciaba el nacimiento del Dragón Renacido en la ladera del Monte del Dragón.

El ruido de papeles cesó.

—Una de las otras tres personas presentes murió en el acto. Otra murió poco después. Estoy convencida de que ella, la mismísima Sede Amyrlin, fue asesinada por el Ajah Negro. Si le decís a alguien que he admitido tal hecho, os arrancaré la lengua.

»Bien, pues, antes de morir, la Amyrlin envió Aes Sedai en busca del Dragón. Una por una esas mujeres desaparecieron. Las Negras debieron de torturar a Tamra para sacarle los nombres antes de asesinarla. No debió de serles fácil conseguir que se los revelara. A veces aún me estremezco al pensar por lo que habría pasado.

»Poco después sólo quedaban dos que sabían lo ocurrido: Moraine y yo. No tendríamos que haber oído la Predicción, sólo éramos Aceptadas que nos encontrábamos allí por pura casualidad. Creo que Tamra logró, de algún modo, no revelar nuestros nombres a las Negras, porque de haberlo hecho no cabe duda que nos habrían matado como a las demás.

»Así pues, sólo quedábamos dos, las únicas en todo el mundo que sabíamos lo que se avecinaba. O, mejor dicho, las únicas dos personas enteradas de ello que servíamos a la Luz. Y así hice lo que tenía que hacer, Gareth Bryne. Dediqué mi vida a preparar las cosas para la llegada del Dragón. Juré que nos prepararíamos para la Última Batalla, que haría lo que fuera preciso, todo lo que fuera necesario, para llevar la carga que se me había entregado. Sólo había una persona en la que sabía que podía confiar, y ahora ha muerto.

Siuan se volvió de nuevo hacia él y le sostuvo la mirada desde el fondo de la tienda. Una brisa movió las paredes de lona e hizo vacilar la llama de la vela, pero Bryne permaneció inmóvil, en silencio, atento a sus palabras.

—Veréis, Gareth Bryne, tenía que retrasar el cumplimiento del juramento que os hice a vos para no romper otros juramentos. Juré que me ocuparía de todo esto hasta el final, y el Dragón aún no ha afrontado su destino en Shayol Ghul. Los juramentos de una persona deben seguir un orden de importancia. Cuando os hice el juramento, no prometí serviros de inmediato. Tuve mucho cuidado con ese punto. Vos lo llamaréis un juego de palabras Aes Sedai, pero yo le doy otro nombre.

—¿Y es? —preguntó él.

—Hacer lo que sea para proteger a su propio pueblo, su tierra y a sí mismo, Gareth Bryne. Me culpáis por la pérdida de un establo y unas cuantas vacas. Bien, pues, sugiero que consideréis el coste para vuestra gente si el Dragón Renacido fracasara. A veces hay que pagar un precio para prestar un servicio de más importancia. Imaginaba que un soldado sabría entenderlo.

—Debisteis decírmelo. Debisteis explicarme quién erais.

—¿Para qué? ¿Me habríais creído?

Él pareció vacilar.

—Además —prosiguió Siuan con franqueza—, no confiaba en vos. Nuestros encuentros previos no habían sido muy… amistosos, que yo recuerde. ¿Cómo iba a correr ese riesgo, Gareth Bryne, con un hombre al que no conocía? ¿Cómo iba a confiarle secretos que sólo yo conocía, secretos que había que transmitir a la nueva Sede Amyrlin? ¿Cómo iba a perder un solo instante cuando el mundo entero tenía puesto al cuello el nudo corredizo del verdugo?

Siuan sostuvo la mirada del hombre, exigiéndole una respuesta.

—No podíais —reconoció él por fin—. Así me abrase, Siuan, no podíais perder tiempo. ¡Ni siquiera deberíais haber prestado ese juramento, para empezar!

—Y vos deberíais haber escuchado con más atención —replicó Siuan mientras apartaba los ojos y soltaba un resoplido—. Sugiero que si en el futuro volvéis a pedir a alguien que os dé su palabra para hacer algo, tengáis cuidado y estipuléis un margen de tiempo para ese servicio.

Bryne asintió con un gruñido, y Siuan descolgó de un tirón la última camisa que quedaba colgada en la cuerda; ésta se sacudió y proyectó una sombra borrosa en la parte trasera de la tienda.

—Bien, pues, me dije que sólo os retendría en este trabajo mientras no obtuviera esa respuesta. Ahora ya sé la razón, de modo que…

—¡Callad! —espetó Siuan mientras giraba sobre sí misma con rapidez y lo señalaba con el índice.

—Pero…

—No lo digáis —amenazó—. Os amordazaré y os dejaré colgado en el aire hasta mañana al anochecer. No penséis que no lo haré.

Bryne siguió sentado, sin decir palabra.

—Aún no he terminado con vos, Gareth Bryne. —Sacudió la camisa con brío y después la dobló—. Os avisaré cuando llegue el momento.

—Luz, mujer —masculló él, casi entre dientes—. Si hubiera sabido que erais Aes Sedai antes de perseguiros hasta Salidar… Si hubiese sabido en lo que me estaba metiendo…

—¿Qué? —demandó Siuan—. ¿No me habríais perseguido?

—Por supuesto que sí —exclamó el hombre, indignado—. Pero habría tenido más cuidado y, tal vez, habría ido mejor preparado. ¡Salí a cazar jabalíes con un cuchillo para conejos, en lugar de una lanza!

Siuan dejó la camisa doblada encima de las otras y después recogió todo el montón. Dirigió a Bryne una mirada dolida.

—Haré todo lo posible para fingir que no acabáis de compararme con un jabalí, Bryne. Sed tan amable de tener más cuidado con lo que decís o, de otro modo, vais a encontraros sin criada y tendréis que dejar que esas damas del campamento se ocupen de vuestra colada.

Él la miró con estupefacción, pero después se echó a reír. Por su parte, Siuan no logró disimular la sonrisa. En fin, después de ese último intercambio, Bryne sabría quién tenía el control de la asociación existente entre los dos.

Pero… ¡Luz! ¿Por qué tuvo que contarle lo de la Predicción? ¡Era algo que rara vez compartía con alguien! Mientras guardaba las camisas en el baúl, echó una ojeada a Bryne, que seguía moviendo la cabeza y riéndose.

«Cuando deje de estar sujeta a otros juramentos, cuando esté convencida de que el Dragón Renacido está haciendo lo que se supone que debe hacer, quizás habrá tiempo. Por primera vez empiezo a tener ganas de acabar de una vez con esta misión», pensó. Realmente asombroso.

—Deberíais acostaros, Siuan —dijo Bryne.

—Todavía es pronto.

—Sí, pero el ocaso llega a su fin, y cada tres días os acostáis inusualmente temprano y con ese extraño anillo puesto, ese que tenéis escondido debajo de la almohada de vuestro catre. —Pasó una de las páginas que tenía en el escritorio—. Sed tan amable de transmitirle mis respetuosos saludos a la Amyrlin.

Siuan se giró bruscamente hacia él, boquiabierta. No podía saber nada del Tel’aran’rhiod, ¿verdad? Lo pilló sonriendo con satisfacción. Bien, quizá no supiera nada sobre el Mundo de los Sueños, pero era evidente que había deducido que el anillo y su horario de acostarse tenía algo que ver con comunicarse con Egwene. Qué zorro. La miró por encima de los papeles mientras pasaba delante de él y Siuan captó un brillo malicioso en los ojos de Bryne.

—Qué hombre tan insufrible —masculló mientras se sentaba en el catre y apagaba la esfera de luz.

Luego, con cortedad, sacó el anillo ter’angreal y se lo colgó al cuello; seguidamente se giró para darle la espalda a Bryne y se tumbó procurando dormirse. Cada tres días se aseguraba de levantarse muy pronto para estar cansada por la noche; ojalá le resultara tan fácil pillar el sueño como a Egwene.

¡Que hombre tan, tan insufrible! Tendría que hacer algo para desquitarse. Ratones entre las sábanas, quizá. Sí, ésa sería una buena forma de devolvérsela.

Permaneció despierta largo rato, pero por fin logró conciliar el sueño, todavía sonriendo para sí ante la perspectiva de una revancha apropiada. Despertó en el Tel’aran’rhiod sin llevar puesto encima más que una enagua escandalosa que apenas la cubría. Soltó un chillido y reemplazó de inmediato la prenda —recurriendo a la concentración— por un vestido verde. ¿Verde? ¿Por qué de ese color? Lo cambió a un tono azul. ¡Luz! ¿Cómo conseguía Egwene dominar tan bien las cosas en el Mundo de los Sueños, siempre, mientras que ella sólo lograba a duras penas que la ropa que llevaba puesta no cambiara cada vez que le pasaba alguna idea peregrina por la cabeza? Debía de ser porque ella tenía que utilizar esa copia inferior del ter’angreal que no funcionaba igual de bien que el original. La hacía parecer insustancial a quienes la veían.

Se encontraba en el centro del campamento Aes Sedai, rodeada de tiendas; los paños de entrada de cualquiera de ellas estaban abiertos en un momento y cerrados al siguiente. El cielo aparecía agitado por una tormenta violenta, aunque extrañamente silenciosa. Curioso, pero a menudo las cosas en el Mundo de los Sueños eran raras. Siuan cerró los ojos con el deseo de aparecer en el estudio de la Maestra de las Novicias, en la Torre Blanca. Abrió los ojos y se encontró allí, en un cuarto pequeño revestido con paneles de madera en el que había un escritorio macizo y una mesa para recibir los azotes.

Le habría gustado disponer del anillo original, pero ése se lo había llevado Elayne. Como solía decir su padre, debería estar agradecida por tener una captura, aunque fuera pequeña. Podría haberse quedado sin ninguno de los anillos; las Asentadas creían que el que estaba ahora en su poder lo llevaba Leane consigo cuando la habían capturado.

¿Se encontraría bien Leane? En cualquier momento la falsa Amyrlin podría optar por dictar su ejecución. Siuan sabía de sobra lo rencorosa que Elaida podía llegar a ser; todavía sentía una punzada de dolor cuando pensaba en el pobre Alric. ¿Se habría sentido culpable Elaida, aunque fuera sólo durante un segundo, por ordenar el asesinato de un Guardián a sangre fría antes de que la mujer a la que estaba derrocando hubiera sido destituida?

—¿Una espada, Siuan? —preguntó de repente la voz de Egwene—. Eso es algo nuevo.

Siuan miró hacia abajo y se quedó pasmada al verse empuñando una espada, a buen seguro con la idea de hundirla en el corazón de Elaida. La hizo desaparecer y después miró a Egwene. La joven era la viva imagen de una Amyrlin con aquel magnífico atuendo dorado y el cabello castaño recogido en un complejo peinado que sujetaban unas perlas. El semblante de la joven aún no había adquirido el aspecto intemporal de una hermana, pero Egwene estaba haciendo un gran trabajo en cuanto a mostrar la tranquila serenidad de una Aes Sedai. De hecho, parecía haber mejorado muchísimo en eso desde su captura.

—Tenéis buen aspecto, madre —dijo Siuan.

—Gracias —dijo Egwene con una débil sonrisa.

Con Siuan era más ella misma que con las demás; ambas sabían lo mucho que Egwene había dependido de sus enseñanzas para llegar donde estaba.

«Es muy probable que hubiera llegado igual, aunque no tan deprisa», admitió Siuan para sus adentros.

Egwene echó un vistazo a su alrededor y torció un poco el gesto.

—Sé que sugerí quedar aquí la última vez, pero últimamente vengo a este cuarto con demasiada frecuencia. Nos vemos en el comedor de las novicias —dijo. Y desapareció.

Una elección extraña, pero era un buen sitio para hablar porque allí no era fácil ocultarse para escuchar a escondidas y ellas dos no eran las únicas que utilizaban el Tel’aran’rhiod para reuniones clandestinas. Siuan cerró los ojos —no le hacía falta, pero así le era más fácil— e imaginó el comedor de las novicias con las filas de bancos y las paredes desnudas. Cuando abrió los ojos estaba allí, igual que Egwene. La Amyrlin se echó hacia atrás, y un majestuoso y mullido sillón apareció a su espalda, recogiéndola grácilmente mientras se sentaba. Siuan no confiaba en ser capaz de hacer algo tan complicado, por lo que se limitó a sentarse en uno de los bancos.

—Creo que deberíamos empezar a reunirnos con más frecuencia, madre —dijo Siuan, que tamborileó con los dedos en la mesa mientras ordenaba las ideas.

—¿En serio? —Egwene se sentó más erguida—. ¿Ha ocurrido algo?

—Varias cosas, y me temo que algunas huelen tan mal como la pesca de hace una semana.

—Cuéntame.

—Uno de los Renegados estuvo en el campamento —informó Siuan, a la que no le gustaba pensar en ese asunto con frecuencia porque le ponía la carne de gallina.

—¿Ha muerto alguien? —quiso saber Egwene; a pesar de hablar con calma los ojos parecían cuentas de acero.

—No, gracias a la Luz. Nadie más aparte de las que ya sabéis. Romanda fue la que supo relacionar unas cosas con otras. Egwene, ese ser ha estado entre nosotros desde hacía cierto tiempo, oculto.

—¿Quién?

—Delana Mosalaine o su sirvienta, Halima, aunque parece más probable que fuera esta última.

Egwene abrió los ojos por la sorpresa aunque sólo un poco más de lo normal. Halima la había atendido, la había tocado, la había servido… Una Renegada. Asumió bien la noticia, como una Amyrlin.

—Pero a Anaiya la mató un hombre —argumentó la joven—. ¿Esas otras muertes fueron diferentes?

—No. A Anaiya no la mató un hombre, sino una mujer que esgrimía saidin. Tuvo que ser así… Es lo único que tiene sentido.

Egwene asintió despacio con la cabeza. En cualquier cosa relacionada con el Oscuro, todo era posible. Siuan sonrió con satisfacción y orgullo. Esta chica estaba aprendiendo a ser Amyrlin. ¡Luz, era ya Amyrlin!

—¿Algo más?

—Sobre ese asunto, no mucho más —contestó Siuan—. Se nos escaparon, por desgracia. Desaparecieron el mismo día que las descubrimos.

—Me pregunto qué las pondría sobre aviso.

—Bueno, eso está relacionado con otra de las cosas que he de contaros. —Siuan respiró hondo. Lo peor ya estaba dicho, pero lo que venía a continuación no resultaría más fácil de aguantar—. Ese mismo día se celebró una sesión en la Antecámara a la que asistió Delana. En plena sesión un Asha’man anunció que percibía a un hombre encauzando en el campamento. Creemos que fue eso lo que la alertó. Hasta que descubrimos que Delana había huido no establecimos la conexión entre una cosa y otra. Fue ese mismo Asha’man quien nos dijo que su compañero se había topado con una mujer que podía encauzar saidin.

—¿Y por qué había un Asha’man en el campamento? —inquirió con frialdad Egwene.

—Era un emisario enviado por el Dragón Renacido —explicó Siuan—. Madre, al parecer algunos de los hombres que siguen a al’Thor han vinculado Aes Sedai.

La única reacción en Egwene fue parpadear una vez.

—Sí, había oído rumores sobre eso, aunque esperaba que fueran exageraciones. ¿Ese Asha’man dijo quién dio permiso a Rand para cometer semejante atrocidad?

—Es el Dragón Renacido —repuso Siuan con una mueca—. No creo que piense que necesita que nadie le dé permiso. Pero, en su defensa, parecer ser que no sabía que estuviera ocurriendo algo así. Las mujeres vinculadas por sus hombres fueron enviadas por Elaida para destruir la Torre Negra.

—Sí. —Por fin Egwene dejó traslucir algo de emoción—. De modo que los rumores eran atinados. Demasiado. —El hermoso vestido mantuvo la hechura pero adoptó el color marrón pardusco de las ropas Aiel sin que al parecer Egwene fuera consciente del cambio—. ¿Es que nunca va a acabar el mandato plagado de desastres de Elaida?

Siuan se limitó a sacudir la cabeza.

—Nos ofrecieron cuarenta y siete Asha’man para que los vinculáramos, como una especie de compensación por las mujeres que vincularon los hombres de al’Thor. No es un intercambio equitativo ni muchísimo menos, pero la Antecámara decidió aceptar la oferta, a pesar de todo.

—E hicieron bien —dijo Egwene—. Tendremos que ocuparnos de los desatinos del Dragón más adelante. Puede que sus hombres actuaran sin tener órdenes de él, pero Rand ha de asumir la responsabilidad de lo que hagan. Hombres. ¡Vinculando mujeres!

—Afirman que el saidin está limpio —comentó Siuan.

Egwene enarcó una ceja, pero no hizo objeciones.

—Sí, bien, supongo que es una posibilidad razonable, aunque necesitaremos algo más que lo confirme, por supuesto. Pero la infección apareció cuando todo parecía ganado, así pues ¿por qué no iba a desaparecer cuando todo parece abocado a la pura locura?

—No lo había considerado desde ese enfoque —contestó Siuan—. En fin, ¿qué hemos de hacer, madre?

—Que la Antecámara se encargue de eso. Parece que tiene las cosas bajo control.

—Las tendrían mejor controladas si volvieseis, madre.

—Lo haré. A su tiempo. —Egwene se reclinó en el sillón y entrelazó los dedos sobre el regazo, lo que la hizo parecer mucho mayor de lo que la cara sugería—. De momento tengo trabajo que hacer aquí. Deberás encargarte de que la Antecámara actúe como debería. Tengo mucha fe en ti.

—Y os lo agradezco, madre —contestó Siuan, que disimuló la frustración—. Pero las cosas se me están yendo de las manos. Lelaine ha empezado a comportarse como una segunda Amyrlin y lo hace simulando que os apoya. Se ha percatado de que aparentar que actúa en vuestro nombre redunda en su favor.

—Habría pensado que sería Romanda quien se aprovecharía, si se tiene en cuenta que fue ella la que descubrió a la Renegada —contestó Egwene con los labios fruncidos.

—Creo que piensa que mantiene la ventaja, pero pierde mucho tiempo recreándose en la victoria. No sin esfuerzo, Lelaine se ha convertido en la más devota servidora de la Amyrlin que haya existido. ¡Cualquiera diría al oírla hablar que vos y ella sois amigas íntimas! Se ha apropiado de mí como su ayudante, y cada vez que la Antecámara se reúne empieza con «Egwene quería tal cosa» o «Acordaos de lo que dijo Egwene cuando hicimos esto otro».

—Muy inteligente.

—Brillante —convino Siuan con un suspiro—. Pero sabíamos que una de ellas acabaría adelantándose a la otra como fuera. Sigo desviando su interés hacia Romanda, pero no sé cuánto tiempo más podré distraerla con eso.

—Haz todo lo que puedas —la animó Egwene—. Sin embargo, no te preocupes si Lelaine se resiste a que se la distraiga de su empeño.

—¡Pero está usurpando vuestro puesto! —protestó Siuan, ceñuda.

—Reforzándolo, mientras tanto —razonó Egwene con una sonrisa. Por fin reparó en que el vestido era marrón ahora, ya que le cambió el color en un visto y no visto, sin interrumpir la conversación—. La estrategia de Lelaine sólo tendrá éxito si no regreso. Me está utilizando como fuente de autoridad. Cuando vuelva, no tendrá más remedio que aceptar mi liderazgo, y todos sus esfuerzos habían servido para reforzar mi posición.

—¿Y si no volvéis, madre? —preguntó Siuan en voz queda.

—Entonces será mejor para las Aes Sedai contar con una cabecilla fuerte —respondió—. Si Lelaine ha sido la encargada de consolidar esa fuerza, que así sea, pues.

—Tiene buenas razones para asegurarse de que no volváis, ¿os dais cuenta? Como mínimo, apuesta contra vos.

—Bueno, tampoco se le puede reprochar que lo haga. —Egwene bajó la guardia lo suficiente para torcer un poco el gesto—. Si yo estuviera fuera, me sentiría tentada de apostar contra mí misma. Tú limítate a tenerla vigilada, Siuan. No puedo dejar que me distraigan otras cosas ahora, cuando veo tantas posibilidades de alcanzar el éxito aquí y que el precio que se pagaría por el fracaso sería mayor aún.

Siuan conocía ese gesto de tozudez en la mandíbula prieta de Egwene; no habría forma de persuadirla esa noche, así que tendría que volver a intentarlo en el siguiente encuentro.

Todo en conjunto —la limpieza del saidin, los Asha’man, el desmoronamiento de la Torre— le provocó un incómodo estremecimiento. A pesar de haberse preparado para la llegada de esos acontecimientos durante gran parte de su vida, todavía le resultaba inquietante ver que por fin llegaba el momento.

—La Última Batalla se aproxima —dijo Siuan, más para sí misma.

—En efecto —convino Egwene en voz solemne.

—Y voy a afrontarla con apenas una pizca de mi anterior capacidad en el Poder —comentó Siuan con una mueca.

—Bueno, tal vez podamos conseguir un angreal para ti una vez que la Torre esté reunificada. Utilizaremos todo cuanto tenemos cuando cabalguemos contra la Sombra.

—Eso sería estupendo, pero no imprescindible —sonrió Siuan—. Sólo rezongo por costumbre, supongo. De hecho, estoy aprendiendo a vérmelas con mi… nueva situación. No es difícil soportarlo ahora que veo que tiene ciertas ventajas.

Egwene frunció el entrecejo como si intentara imaginar qué ventajas podría haber en tener reducida la capacidad en el Poder, y acabó meneando la cabeza antes de comentar:

—Elayne me habló una vez de un cuarto de la Torre repleto de objetos de poder. Doy por sentado que existe, ¿verdad?

—Desde luego —confirmó Siuan—. El almacén del sótano, en el lado nordeste. Un cuarto pequeño, con una sencilla puerta de madera; pero no pasa inadvertida porque es la única del pasillo que está cerrada con llave.

—Ajá —asintió para sí misma la Amyrlin—. En fin, no puedo derrotar a Elaida por la fuerza bruta. Con todo, es bueno saber eso. ¿Alguna otra cosa importante de la que tengas que informarme?

—De momento no, madre.

—En tal caso, vuelve y duerme un poco. —Egwene vaciló—. Y el próximo encuentro será dentro de dos días. Aquí, en el comedor de las novicias, aunque podríamos empezar a reunirnos en la ciudad. No me fío de este sitio. Si había un Renegado en nuestro campamento, apostaría la mitad de la posada de mi padre que también hay otro espiando en la Torre Blanca.

—De acuerdo —asintió Siuan, que cerró los ojos y no tardó en encontrarse de vuelta en la tienda de Bryne, parpadeando.

La vela estaba apagada y se oía la tranquila respiración de Bryne en el catre que había al otro lado de la tienda. Se sentó y miró hacia allí, aunque la oscuridad era demasiado densa para ver algo aparte de las sombras. Cosa curiosa, después de hablar de Renegados y Asha’man la presencia del esforzado general en la tienda la reconfortaba.

«¿Que si hay algo más que contarte que sea digno de mención, Egwene?» —pensó Siuan, distraída, mientras se incorporaba para quitarse el vestido detrás del biombo y ponerse el camisón—. Creo que es posible que esté enamorada. «¿Es eso bastante digno de mención?» Para ella, era más chocante que el hecho de que estuviera limpia la infección del saidin o que una mujer lo encauzara.

Moviendo la cabeza con incredulidad, guardó el ter’angreal del sueño en el escondite habitual y después se metió debajo de las mantas, acurrucada.

Renunciaría a la jugarreta de los ratones; sólo por esta vez.

9

Adiós a Malden

Una fría brisa primaveral acarició el rostro de Perrin. El aire tendría que haber llevado consigo el aroma a polen, a fresco relente de madrugada, a terrones levantados con el empuje de los brotes en busca de la luz, a nueva vida y a tierra renacida.

El único olor que arrastraba ese airecillo era el tufo a sangre y muerte.

Perrin dio la espalda a la brisa, se arrodilló e inspeccionó las ruedas de la carreta. El vehículo estaba construido con recia madera de nogal, oscurecida por el paso de los años. Parecía estar bien conservada, pero Perrin había aprendido a ser precavido cuando se trataba del equipamiento de Malden. Los Shaido no despreciaban las carretas y los bueyes como hacían con los caballos, pero creían —como todos los Aiel— que había que viajar ligero. No se habían preocupado de conservar en buen estado carretas ni carros, y durante su inspección Perrin había descubierto más de un desperfecto inapreciable a simple vista.

—¡Siguiente! —gritó con voz enérgica mientras comprobaba el eje de la primera rueda. La llamada iba dirigida al montón de gente que esperaba para hablar con él.

—Milord —dijo una voz profunda y áspera, como de madera rozando contra madera. Gerard Arganda, primer capitán de Ghealdan. El hombre olía a armadura bien engrasada—. He de insistir en el tema de nuestra partida. Permitidme que me adelante con su majestad.

Con ese «su majestad» se refería a Alliandre, reina de Ghealdan. Perrin siguió trabajando en la rueda; no estaba tan familiarizado con la carpintería como con el trabajo de forja, pero su padre les había enseñado a sus hermanos y a él a identificar las señales de que una carreta tenía problemas; mejor solucionarlos antes de partir que quedarse atascado a mitad de camino del punto de destino. Perrin pasó los dedos por la suave madera castaña de nogal. Las vetas se veían a la perfección, y el antiguo herrero tanteó todos los puntos sometidos a tensión en busca de grietas. Las cuatro ruedas parecían en buen estado.

—Milord… —insistió Arganda.

—Todos partiremos juntos —dijo Perrin—. Ésa es mi orden, Arganda. No quiero que los refugiados piensen que los abandonamos.

Los refugiados. Había más de cien mil de los que ocuparse. ¡Cien mil! Luz, eran muchos más que los habitantes de toda la comarca de Dos Ríos. Y era responsabilidad suya alimentarlos a todos. Carretas. Muchos hombres no entendían la importancia de un buen vehículo de transporte. Perrin se tumbó en el suelo, boca arriba, para examinar los ejes, y la postura le permitió ver el cielo cubierto, tapado en parte por la cercana muralla de Malden.

Era una ciudad grande si se tenía en cuenta su situación, muy al norte de Altara. Más parecía una plaza fuerte que una población. Hasta el día anterior, el campo alrededor de esa ciudad había servido de hogar a los Shaido, pero ya no estaban allí; muchos habían muerto, otros habían huido, y sus cautivos fueron liberados merced a una alianza entre las tropas de Perrin y los seanchan.

Los Shaido le habían dejado dos cosas: el olor a sangre en el aire y cien mil refugiados de los que ocuparse. Aunque le satisfacía haberlos liberado, su objetivo del ataque a Malden había sido muy distinto: rescatar a Faile.

Otro grupo Aiel estaba en camino hacia su posición, pero por lo visto había aflojado la marcha y después había acampado, sin prisa aparente por seguir el avance hacia Malden. Tal vez los Shaido que habían huido de la batalla los habían puesto sobre aviso de que había un ejército grande más adelante, uno que había derrotado a los Shaido a pesar de sus encauzadoras. Al parecer, el nuevo grupo que tenía Perrin a la espalda tenía tan pocas ganas de enzarzarse en una batalla como él.

Eso le daba un margen de tiempo; al menos un poco.

Arganda seguía observándolo; el capitán llevaba puesto el reluciente peto y sostenía el yelmo acanalado debajo del brazo. El achaparrado militar no era un oficial bisoño, sino un hombre corriente que había ascendido de rango paso a paso. Combatía bien y hacía lo que se le ordenaba. Por lo general.

—No voy a ceder en esto, Arganda —dijo Perrin mientras se impulsaba sobre el suelo húmedo para meterse debajo de la carreta.

—¿Podríamos al menos utilizar accesos? —preguntó el oficial, que se arrodilló para asomarse debajo de la carreta y casi barrió el suelo con el pelo canoso.

—Los Asha’man están medio muertos de cansancio —replicó Perrin con brusquedad—. Vos lo sabéis.

—Están demasiado cansados para abrir un acceso grande, pero quizá podrían trasladar a un grupo pequeño —sugirió Arganda—. ¡Mi señora está exhausta debido a la cautividad! ¡A buen seguro no estaréis pensando que vaya a pie!

—Los refugiados también están agotados —repuso Perrin—. Alliandre dispondrá de un caballo para ir montada, pero partirá cuando lo hagamos todos los demás. Quiera la Luz que sea pronto.

Arganda suspiró, pero asintió con la cabeza y se puso de pie mientras Perrin pasaba los dedos por el eje. Con sólo mirar la madera, Perrin veía cualquier punto de tensión que hubiera, pero prefería asegurarse con el tacto, que era más de fiar. Allí donde la madera se debilitaba siempre había una grieta o hendedura, y con el tacto se notaba si estaba a punto de romperse. La madera era así de fiable.

A diferencia de los hombres. ¡A diferencia de él mismo!

Apretó los dientes. No quería pensar en eso; tenía que seguir trabajando, tenía que seguir haciendo algo que lo distrajera. Le gustaba trabajar y últimamente no se le habían presentado muchas ocasiones de hacerlo.

—¡Siguiente! —llamó, de forma que la voz resonó contra el fondo de la caja de la carreta.

—¡Milord, deberíamos atacar! —declaró una voz tonante junto al vehículo.

Perrin descansó la cabeza en la hierba pisoteada del suelo y cerró los ojos. Bertain Gallenne, mayor de la Guardia Alada, era a Mayene lo que Arganda era a Ghealdan. Aparte de esa única similitud, los dos capitanes eran todo lo diferentes que podían ser unos hombres. Desde su posición debajo de la carreta, Perrin veía las altas y excelentes botas de Bertain con hebillas trabajadas a semejanza de halcones.

—Milord —prosiguió Bertain—, una buena carga de la Guardia Alada dispersaría a esa chusma Aiel, estoy convencido. ¡Ved, si no, con qué facilidad nos ocupamos de los Aiel de la ciudad!

—Entonces teníamos a los seanchan —le recordó Perrin, que terminó de revisar el eje y se desplazó hacia la parte delantera de la carreta para comprobar el otro; llevaba puesta una vieja chaqueta sucia. Seguro que Faile lo reprendería por ello, ya que esperaba que actuara y vistiera como un noble. Sin embargo, ¿de verdad querría que se pusiera una buena chaqueta si pensaba pasarse una hora tendido en la hierba embarrada mientras comprobaba los fondos de las carretas?

Faile no querría que estuviera tirado en el suelo embarrado, para empezar. Perrin, puesta la mano en el eje delantero, vaciló al pensar en el cabello negro como ala de cuervo y la característica nariz saldaenina de su esposa. Ella era la suma entera de su amor; lo era todo para él.

Había tenido éxito, la había salvado. Entonces ¿por qué esa sensación, como si las cosas estuvieran casi tan mal como antes? Debería regocijarse, debería estar eufórico, debería sentirse aliviado. Había estado tan preocupado por ella durante el tiempo que había pasado cautiva… No obstante ahora, con su mujer a salvo, parecía que todo siguiera mal. De algún modo. De formas que era incapaz de explicarse.

¡Luz! ¿Es que nada marchaba como se suponía que debía ser? Bajó la mano al bolsillo impulsado por el deseo de tocar el cordón anudado que hasta hacía poco llevaba en él, pero lo había tirado.

«¡Basta ya! Ella ha vuelto. Podemos reanudar nuestra vida donde la dejamos antes de esto, ¿no es así?», pensó.

—Sí, claro —continuó Bertain—. Supongo que la marcha de los seanchan podría representar un problema en el ataque, pero ese grupo Aiel acampado a corta distancia es más pequeño que el que hemos derrotado. Y, si eso os preocupa, podríamos mandar aviso a ese general seanchan para que volviera. ¡Sin duda querría combatir de nuevo a nuestro lado!

Perrin se obligó a salir de su introspección. Sus absurdos problemas personales carecían de importancia; en aquel momento lo que había que hacer era poner en marcha esas carretas. El eje delantero estaba en buenas condiciones. Se empujó hacia atrás para salir de debajo del vehículo.

Bertain era de estatura media, aunque las tres plumas que lucía en su yelmo lo hacían parecer más alto. Llevaba puesto el parche encarnado —Perrin ignoraba dónde había perdido el ojo— y la armadura resplandecía. Parecía eufórico, como si creyera que el silencio de Perrin significaba que el ataque se llevaría a cabo.

Perrin se puso de pie y se sacudió el polvo de los pantalones de color marrón.

—Nos vamos —anunció, y alzó la mano de inmediato para acotar una posible discusión—. Vencimos a los septiares que estaban aquí, pero drogamos a sus Sabias con horcaria y nosotros teníamos a las damane. Estamos cansados, heridos y hemos recobrado a Faile. No hay razón para seguir luchando. Nos largamos.

Bertain no parecía satisfecho, pero asintió con un cabeceo, giró sobre sus talones y se alejó pisando fuerte el embarrado suelo hacia donde esperaban sus hombres a caballo. Perrin miró al pequeño grupo de gente que aguardaba cerca de la carreta para hablar con él. Hubo un tiempo en que los asuntos de ese tipo lo frustraban; le parecía un trabajo inútil, puesto que muchos de los peticionarios conocían de antemano cuál sería su respuesta.

Sin embargo, necesitaban oír esa respuesta de sus labios, y Perrin había llegado a comprender la importancia que eso tenía. Además, las preguntas lo ayudaban a distraerse de la extraña tensión que sentía tras haber rescatado a Faile.

Se encaminó hacia la siguiente carreta de la fila, seguido por su reducido acompañamiento. Había sus buenas cincuenta carretas colocadas en una larga caravana. Las primeras estaban cargadas de objetos rescatados de Malden; las del centro se encontraban en el proceso de seguir el mismo camino, y sólo le quedaban dos para inspeccionar. Quería dejar Malden muy atrás antes del ocaso; haciéndolo así seguramente se encontrarían lo bastante lejos para estar a salvo.

A menos que esos otros Shaido decidieran darles caza para vengarse. Con el número de gente que Perrin tenía que desplazar, hasta un ciego sería capaz de seguirles el rastro.

El sol —un punto brillante detrás de la capa de nubes— iniciaba el declive hacia el horizonte. Luz, qué desastre con el caos de organizar a refugiados y separar campamentos del ejército. ¡Se suponía que emprender la marcha era la parte fácil!

El campamento Shaido era un desastre. Los suyos habían apañado y empaquetado muchas de las tiendas abandonadas. Despejado ahora, el entorno de la ciudad era una extensión de barro y hierbajos pisoteados sembrada de desperdicios. Los Shaido, siendo Aiel, habían preferido acampar fuera de las murallas de la población, en vez de dentro. No se podía negar que eran raros; ¿quién habría desdeñado una buena cama —y no digamos ya una mejor posición militar— por estar fuera, en unas tiendas?

Pero es que los Aiel despreciaban las ciudades. Gran parte de los edificios o habían ardido durante el ataque inicial Shaido o se los había despojado de cualquier cosa valiosa. Las puertas se habían echado abajo, las ventanas estaban despedazadas, las pertenencias abandonadas en las calles y pisoteadas por gai’shain en sus idas y venidas por agua.

Todavía había gente que bullía de aquí para allá como insectos, ya fuera saliendo por las puertas o recorriendo el antiguo campamento Shaido para apoderarse de cualquier cosa que se pudiera transportar. Tendrían que dejar atrás las carretas una vez que decidieran Viajar —Grady no era capaz de abrir un acceso lo bastante grande para que lo cruzara una carreta—, pero de momento los vehículos serían una gran ayuda. También disponían de un número considerable de bueyes; había otro encargado de comprobar el estado de los animales para asegurarse de que estuvieran en condiciones de tirar de las carretas. Los Shaido habían dejado escapar a muchos caballos de la ciudad. Una lástima. Pero uno se arreglaba con lo que tenía.

Perrin llegó a la siguiente carreta e inició la inspección por la larga lanza a la que uncirían los bueyes.

—¡Siguiente!

—Milord, creo que soy el siguiente —dijo una voz chirriante.

Perrin echó una ojeada al que hablaba: Sebban Balwer, su secretario. El hombrecillo tenía un rostro enjuto y demacrado y una postura encorvada permanente que le daba aspecto de buitre posado en la percha. Aunque la chaqueta y los calzones que vestía estaban limpios, a Perrin le daba la impresión de que soltarían nubecillas de polvo a cada paso que diera Balwer. El hombre olía a añejo, como un libro antiguo.

—Balwer, creía que estabas hablando con los cautivos —comentó Perrin mientras pasaba los dedos por la lanza y después comprobaba las correas de los arreos.

—Sí, de hecho he estado muy atareado allí haciendo mi trabajo —dijo Balwer—. Pero hay algo que despierta mi curiosidad. ¿Por qué tuvisteis que dejar que los seanchan se quedaran con todas las cautivas Shaido que eran encauzadoras?

Perrin dirigió una mirada al añejo secretario. Las Sabias con capacidad para encauzar habían perdido el conocimiento merced a la horcaria, y se las había entregado a los seanchan mientras seguían inconscientes para que hicieran con ellas lo que les placiera. Con esa decisión Perrin no se había ganado la estima de sus aliados Aiel, pero no estaba dispuesto a que las encauzadoras anduvieran libres por ahí para vengarse de él.

—No había razón para quedárnoslas nosotros —le contestó a Balwer.

—Bueno, milord, hay muchas cosas interesantes que podríamos haber descubierto. Por ejemplo, que al parecer muchos de los Shaido se avergüenzan del comportamiento de su clan. O que había desacuerdo entre las propias Sabias. Asimismo, que tuvieron tratos con individuos muy extraños que les facilitaron objetos de Poder de la Era de Leyenda. Quienesquiera que fuesen sabían crear accesos.

—Renegados —dijo Perrin, que se encogió de hombros y se agachó junto a la primera rueda, apoyado en una rodilla, para examinarla—. Dudo que descubramos cuáles de ellos eran. Lo más seguro es que estuvieran disfrazados.

Por el rabillo del ojo vio que su comentario hacía que Balwer frunciera los labios.

—¿No estás de acuerdo? —le preguntó.

—Sí, milord. Los «objetos» que les dieron a los Shaido son muy sospechosos, a mi juicio. Sí, a los Aiel los embaucaron, pero a saber con qué propósito. Sin embargo, si tuviéramos más tiempo para registrar la ciudad…

¡Luz! ¿Es que todo el mundo del campamento iba a pedirle algo que no podía ser? Se tendió en el suelo para comprobar la parte posterior del cubo de la rueda. Tenía algo que no acababa de gustarle.

—Ya sabemos que los Renegados están contra nosotros, Balwer, y que con razón no recibirán a Rand con los brazos abiertos para que vuelva a encerrarlos o lo que quiera que vaya a hacer.

¡Malditos colores que le proyectaban imágenes de Rand en la mente! Las apartó, como hacía siempre. Surgían cada vez que pensaba en Rand o en Mat, y se concretaban en visiones de los dos.

—Sea como sea —continuó Perrin—, no sé qué esperas que haga. Nos llevaremos a los gai’shain Shaido. Las Doncellas han capturado a un buen número de ellos. Puedes interrogarlos, pero nos vamos de aquí.

—Sí, milord —dijo Balwer—, aunque es una pena que perdiéramos a las Sabias. Según mi experiencia, se cuentan entre los Aiel con mayor… entendimiento.

—Los seanchan las querían, así que se las quedaron. No iba a dejar que Edarra me hostigara por ese asunto; además, lo hecho, hecho está. ¿Qué esperas de mí, Balwer?

—Quizá se podría enviar un mensaje para que hagan algunas preguntas a las Sabias cuando vuelvan en sí —sugirió el secretario—. Yo… —Se calló y se inclinó para ver a Perrin—. Milord, todo esto distrae mucho y no deja pensar. ¿Por qué no buscamos a otro que se encargue de inspeccionar las carretas?

—Todos los demás están demasiado cansados o demasiado ocupados. Quiero que gran parte de los refugiados estén esperando en los campamentos para ponerse en marcha en cuanto dé la orden. Y casi todos nuestros soldados están rebuscando comida en la ciudad… Vamos a necesitar cada puñado de grano que encuentren, porque la mitad de las cosas están podridas. No puedo ayudar en esa tarea, ya que he de estar donde la gente pueda encontrarme. —Había aceptado que tenía que ser así, por mucho que lo pusiera de mal humor.

—Sí, milord, pero seguro que podéis estar accesible en cualquier otro sitio que no sea debajo de las carretas.

—Es un trabajo que puedo hacer mientras la gente habla conmigo. Para responder sólo necesito la lengua, no las manos. Y esa lengua te repite que olvides a las Aiel.

—Pero…

—No puedo hacer nada más, Balwer —lo interrumpió Perrin con firmeza al tiempo que le echaba una mirada entre los radios de la rueda—. Nos dirigimos al norte. No quiero saber nada más de los Shaido. Por mí, como si la Luz los ciega.

Balwer apretó los finos labios otra vez e irradió un leve olor a contrariedad.

—Desde luego, milord —dijo el hombrecillo, haciendo una rápida reverencia, y acto seguido se retiró.

Perrin se retorció para salir de debajo del vehículo y se puso de pie; llamó con un gesto de la cabeza a una joven que llevaba un vestido sucio y zapatos gastados, y que se encontraba al lado de la fila de carretas.

—Ve a buscar a Lyncon —le ordenó—. Dile que eche un vistazo al cubo de esta rueda. Me parece que le falta el cojinete y que está a punto de salirse en cualquier momento.

La muchacha asintió con un cabeceo y echó a correr. Lyncon era un maestro carpintero que había tenido la mala suerte de estar de visita en casa de unos parientes en Cairhien cuando atacaron los Shaido. Casi le habían arrancado todo rastro de voluntad a fuerza de golpes. Quizás habría tenido que ser él quien inspeccionara la carretas; pero, con aquella mirada atormentada en los ojos, Perrin no estaba seguro de hasta qué punto podía fiarse de que el hombre realizara el trabajo como era debido. No obstante, parecía estar preparado para ocuparse de problemas cuando se los señalaban.

Y lo cierto era que, mientras siguiera moviéndose, Perrin tenía la sensación de estar haciendo algo útil para acelerar la marcha. Y sin pensar en otros asuntos. Las carretas se arreglaban con facilidad, cosa que no pasaba con las personas, ni mucho menos.

Se volvió y contempló el campamento vacío sembrado de hoyos para lumbres y harapos desechados. Faile venía de regreso a la ciudad; había estado organizando las cosas para que algunos de sus seguidores exploraran los contornos. Estaba impresionante. Hermosa. Esa belleza no se debía sólo al rostro o a la figura, sino que surgía asimismo de la facilidad con que mandaba a la gente, la rapidez de saber siempre lo que había que hacer. Era inteligente como él no lo había sido nunca.

No es que fuera estúpido; lo que pasaba era que le gustaba pensar bien las cosas. Sin embargo, nunca había tenido mano con la gente, como Mat o Rand. Faile le había enseñado que no tenía que caerle bien a la gente —ni a las mujeres— siempre que hubiera una persona que lo entendiera. No tenía que dársele bien hablar con nadie más, mientras pudiera hablar con ella.

Pero ahora no encontraba palabras para expresarse; le preocupaba lo que le hubiera ocurrido durante su cautiverio, pero las posibilidades tampoco lo agobiaban. Lo encolerizaban, pero nada de lo que hubiera ocurrido era culpa de ella. Uno hacía lo que tuviera que hacer para sobrevivir, y la respetaba por su fortaleza.

«¡Luz! ¡Otra vez dándole vueltas a las cosas! ¡He de seguir trabajando!»

—¡Siguiente! —gritó, y se agachó para seguir revisando la carreta.

—Si hubiera tenido que sacar conclusiones sólo viendo tu cara, muchacho, habría dado por hecho que habíamos perdido la batalla —dijo una voz cordial.

Perrin se dio la vuelta, sorprendido. No se había dado cuenta de que Tam al’Thor era uno de los que esperaban para hablar con él. Ya no había tantos, pero aún quedaban varios mensajeros y ayudantes. Detrás, el corpulento y firme pastor se apoyaba en la vara de combate mientras esperaba. El cabello le había encanecido por completo; Perrin recordaba un tiempo en que lo tenía muy negro, cuando él era un crío, antes de saber lo que era un martillo o una forja.

Los dedos se le fueron hacia la herramienta que llevaba colgada a la cintura. Había sido la decisión correcta, pero había perdido el control de nuevo en la batalla de Malden. ¿Sería eso lo que lo incomodaba?

¿O era lo mucho que había disfrutado matando?

—¿Qué necesitas, Tam? —preguntó.

—Sólo traigo un informe, milord —contestó el hombre—. Los hombres de Dos Ríos están preparados para marchar, cada cual con dos tiendas cargadas a la espalda, por si acaso. No podemos utilizar el agua de la ciudad por culpa de la horcaria, así que envié a unos cuantos muchachos al acueducto, para que llenaran unos barriles allí. Nos vendría bien una carreta para traerlos de vuelta.

—Eso está hecho —dijo Perrin, sonriente. ¡Por fin alguien que hacía las cosas necesarias sin tener que preguntarle!—. Diles a los hombres de Dos Ríos que tengo intención de llevarlos a casa de vuelta lo antes posible. En cuanto Grady y Neald recobren la fuerza para crear un acceso, aunque eso podría tardar un tiempo.

—Es de agradecer, milord —dijo Tam. Qué extraño resultaba que utilizara un título—. No obstante, ¿podemos hablar un momento a solas?

Perrin asintió con la cabeza; vio acercarse a Lyncon —la cojera lo identificaba— para encargarse de la carreta. Tam y Perrin se apartaron del grupo de ayudantes y guardias y caminaron a la sombra de la muralla de Malden. El musgo crecía verde en la base de los enormes bloques de piedra que integraban la fortificación; era extraño que el musgo tuviera un color mucho más intenso que los manojos de hierba pisoteados y embarrados sobre los que caminaban. Aquella primavera parecía que lo único verde era el musgo.

—¿Qué ocurre, Tam? —preguntó Perrin tan pronto como estuvieron a cierta distancia.

Tam se frotó la cara; una crecida barba gris le apuntaba en las mejillas. Perrin había presionado mucho a sus hombres en los últimos días y no habían tenido tiempo para afeitarse. Tam llevaba una sencilla chaqueta azul de paño y a buen seguro que el grueso tejido resultaba un agradable escudo contra el vientecillo de la montaña.

—Los chicos se hacen preguntas, Perrin —dijo el hombre mayor en un tono menos formal, ahora que estaban solos—. ¿Dijiste en serio lo de renunciar a Manetheren?

—Ajá. Esa bandera sólo ha dado problemas desde que apareció. Es mejor que lo sepan los seanchan y todos los demás: yo no soy un rey.

—Pues hay una reina que te ha jurado lealtad como vasalla.

Perrin meditó lo dicho por Tam para formular la mejor respuesta posible. Hubo un tiempo en que ese comportamiento hacía pensar a la gente que era lento y torpe de entendederas. Ahora la gente daba por hecho que su profunda meditación significaba que era astuto y tenía una gran agudeza mental. ¡Lo que cambiaba llevar algunos títulos delante del nombre!

—Creo que hiciste bien —admitió Tam, sorprendentemente—. Llamar Manetheren a Dos Ríos no sólo habría provocado la hostilidad de los seanchan, sino de la propia reina de Andor. Habría implicado que tenías intención de apoderarte de algo más que Dos Ríos, que quizá querías conquistar todo lo que antaño abarcaba Manetheren.

Perrin sacudió la cabeza.

—No tengo intención de conquistar nada, Tam. ¡Luz! De hecho, no tengo intención de quedarme con lo que la gente dice que tengo. Cuanto antes ocupe el trono Elayne y envíe a Dos Ríos un señor como debe ser, mejor. Así se habrá acabado todo ese tema de lord Perrin y las cosas volverán a la normalidad.

—¿Y la reina Alliandre? —inquirió Tam.

—Que le preste juramento a Elayne —repuso Perrin, tozudo—. O que le jure lealtad a Rand directamente. Al parecer le gusta ir ocupando reinos tanto como a un niño jugar con un tentempié.

Tam olía a preocupación, a ansiedad, y Perrin miró a otro lado. Las cosas tendrían que ser más sencillas. Tendrían que serlo.

—¿Qué?

—No, nada, creía que estabas de vuelta respecto a eso.

—Nada ha cambiado desde los días precedentes al secuestro de Faile —dijo Perrin—. Sigue sin gustarme el estandarte de la cabeza de lobo, y creo que va siendo hora de quitar ése también.

—Los hombres creen en esa bandera, muchacho —manifestó el hombre mayor en voz baja. Había algo de suavidad en él, pero eso era lo que hacía que uno lo escuchara cuando hablaba. Por supuesto, por lo general hablaba con sentido común—. Quise que hiciéramos un aparte porque quería advertirte. Si das la oportunidad a los chicos de que vuelvan a Dos Ríos, algunos se irán, pero no muchos. He oído jurar a la mayoría que te seguirán hasta Shayol Ghul. Saben que la Última Batalla se acerca… ¿Y quién no lo sabría, con todas las señales habidas últimamente? No están dispuestos a que los dejen atrás. —Vaciló un instante—. Ni yo tampoco, me parece. —Olía a resolución.

—Ya veremos —contestó Perrin, pensativo—. Ya veremos.

Mandó a Tam con órdenes de requisar una carreta y llevársela para los barriles de agua. Los soldados le harían caso; Tam era el primer capitán de Perrin, aunque al joven le parecía que tendría que haber sido a la inversa. No sabía mucho del pasado de ese hombre, pero Tam había combatido en la Guerra de Aiel, muchos años atrás. Había empuñado una espada antes de que él naciera, y ahora estaba a sus órdenes.

Todos le obedecían. ¡Y querían seguir haciéndolo! ¿Es que no aprendían? Se apoyó en la muralla, quedándose a su sombra, sin dirigirse hacia sus ayudantes.

Ahora que lo había afrontado se daba cuenta de que era parte de lo que lo incomodaba. No todo, pero sí una parte que se unía a lo que le preocupaba, incluso ahora que Faile había vuelto.

No había sido un buen líder últimamente; nunca había sido un cabecilla modelo, por supuesto, ni siquiera cuando tenía a Faile a su lado para guiarlo. Pero durante la ausencia de su mujer había sido peor. Mucho peor. Había hecho caso omiso de las órdenes de Rand, había pasado por alto todo, cualquier cosa con tal de recuperarla.

Pero ¿qué otra cosa habría hecho un hombre? ¡Habían raptado a su mujer!

La había salvado, pero, al hacerlo, había abandonado todo lo demás. Y habían muerto hombres por su culpa; buenos hombres. Hombres que habían confiado en él.

De pie a la sombra de la muralla, recordó el momento —hacía sólo un día de ello— en que un aliado había caído abatido por flechas Aiel, con el corazón envenenado por Masema. Aram había sido un amigo, uno más de los que Perrin había dado de lado para salvar a Faile. Aram merecía mejor suerte.

«Jamás debí dejar a ese gitano empuñar una espada», pensó, pero no quería enfrentarse a ese problema de momento. No podía. Había mucho trabajo que hacer, así que se apartó de la muralla con intención de revisar la última carreta de la fila.

—¡Siguiente! —gritó mientras reanudaba la tarea.

Aravine Carnel se adelantó. La amadiciense ya no vestía las ropas de gai’shain, sino un sencillo vestido de color verde claro que no estaba limpio por haberlo sacado de entre las cosas rescatadas en la ciudad. Era una mujer rellenita, pero en su rostro ojeroso y demacrado todavía quedaban huellas de sus días de cautiverio. Había un aire de resolución en ella; era una extraordinaria organizadora y Perrin sospechaba que era de noble linaje. En su efluvio había algo que apuntaba en esa dirección, además de la seguridad en sí misma de la que hacía gala y en la facilidad que tenía para impartir órdenes. Era asombroso que cosas así hubieran sobrevivido a su cautiverio.

Mientras Perrin se agachaba para comprobar la primera rueda le pareció un tanto chocante que Faile hubiera elegido a Aravine para supervisar a los refugiados. ¿Por qué no había elegido a uno de los jóvenes de Cha Faile? Esos petimetres resultaban cargantes, pero habían demostrado ser bastante competentes.

—Milord —saludó Aravine con una reverencia tan ensayada que era otro indicativo de sus antecedentes aristocráticos—, he terminado de organizar a la gente para la marcha.

—¿Tan pronto? —preguntó Perrin, que alzó la vista de la rueda, asombrada.

—No resultó tan difícil como esperábamos, milord. Les mandé que se agruparan por nacionalidades, y después, por ciudades natales. Como era lógico, los cairhieninos forman el grupo más numeroso, seguidos por los altaraneses, a continuación los amadicienses, y por último una pequeña representación de otros países: unos cuantos domani, varios taraboneses y alguno que otro fronterizo y teariano.

—¿Cuántos serán capaces de aguantar un día o dos de marcha sin tener que subir a una carreta?

—La mayoría, milord. Los Shaido expulsaron a enfermos y ancianos cuando tomaron la ciudad, y la gente está acostumbrada a trabajar duro. Están exhaustos, milord, pero también están deseosos de no esperar más aquí, con esos otros Shaido acampados a medio día de camino.

—Muy bien, pues, que se pongan en marcha de inmediato —ordenó Perrin.

—¿De inmediato? —preguntó Aravine, sorprendida.

—Sí, sí. Los quiero en esa calzada dirigiéndose hacia el norte tan pronto como puedan ponerse en camino. Enviaré a Alliandre y a su guardia para que vayan en cabeza.

Así lograría que cesaran las protestas de Arganda y quitaría de en medio a los refugiados. Estando solas, las Doncellas se las arreglarían mucho mejor y serían mucho más eficientes recolectando provisiones; de todos modos, la recogida de suministros en la ciudad casi había terminado. Los suyos tendrían que sobrevivir en la calzada sólo unas pocas semanas, y después de eso podrían pasar por accesos a cualquier otro lugar más seguro. Andor, tal vez, o Cairhien.

Esos Shaido acampados a corta distancia lo desasosegaban; en cualquier momento podían decidir atacarlos, de modo que lo mejor era largarse y así eliminar la tentación.

Aravine hizo una reverencia y se alejó presurosa para hacer los preparativos; Perrin dio gracias a la Luz por contar con otra persona que no veía necesario cuestionar sus decisiones o juzgarlas a posteriori. Envió a un muchacho a informar a Arganda de la inminente partida, y después acabó la revisión de la carreta, tras lo cual se incorporó mientras se limpiaba las manos en los pantalones.

—¡Siguiente! —dijo.

Nadie se acercó. Los únicos que quedaban a su alrededor eran guardias, chicos mensajeros y unos cuantos carreteros que esperaban para uncir los bueyes y llevar las carretas a cargar. Las Doncellas habían reunido un buen montón de alimentos y otros suministros en el centro de lo que fuera el campamento Shaido, y Perrin vio allí a Faile organizándolo todo.

Mandó a los ayudantes que estaban con él que fueran a ayudarla, y entonces se encontró solo. Y sin nada que hacer.

Justo lo que había intentado evitar que pasara.

El viento sopló de nuevo llevando consigo aquel horrible tufo a muerte; también arrastraba recuerdos, como el frenesí de la batalla o la intensidad y la pasión de cada movimiento oscilante dirigido a golpear. Los Aiel eran guerreros excelentes, los mejores que conocía el mundo. Cada intercambio de golpes había sido muy igualado, y Perrin había recibido un montón de cortes y magulladuras, aunque ya se los habían curado hacía horas.

Luchar contra los Aiel había hecho que se sintiera vivo; todos los que mató eran expertos con las lanzas y habrían podido acabar con él. Pero había ganado, y durante esos momentos de combate había experimentado una pasión impetuosa; la pasión de estar haciendo algo por fin. Después de dos meses de espera, cada golpe había significado estar un paso más cerca de encontrar a Faile.

Se había acabado el hablar, el planear; tenía un propósito, un objetivo. Y ahora éste había desaparecido.

Se sentía vacío. Era como… Como aquella vez que su padre le había prometido algo especial de regalo para la Noche de Invierno. Había esperado meses, anhelante, haciendo sus tareas para ganarse el regalo incógnito. Cuando por fin recibió el pequeño caballo de madera vivió unos instantes de entusiasmo. Sin embargo, al día siguiente lo atenazaba una sorprendente melancolía; no por el regalo, sino porque ya no había nada por lo que luchar. El entusiasmo había desaparecido y sólo en ese momento se dio cuenta de cuánto más preciada había sido la expectación de la espera que el regalo en sí.

Poco después empezaron sus visitas a la forja de maese Luhhan y acabó siendo su aprendiz.

Se alegraba de tener a Faile de vuelta. Se alegraba muchísimo. Y, aun así, ¿qué le quedaba? Esos condenados hombres lo veían como su líder; ¡algunos incluso pensaban en él como su rey! Él no había pedido ni buscado eso, jamás. Les había hecho guardar las banderas cada vez que las sacaban, hasta que Faile lo persuadió de que utilizarlas sería una ventaja. Aún creía que el estandarte con la cabeza de lobo estaba fuera de lugar allí, ondeando sobre el campamento con insolencia.

Mas ¿debía quitarlo? Los hombres lo miraban, y él percibía en ellos el olor a orgullo cada vez que pasaban frente al estandarte. No podía negarles eso también. Rand necesitaría su ayuda —necesitaría ayuda de todo el mundo— en la Última Batalla.

La Última Batalla. ¿Podría alguien como él, un hombre que no quería tener el mando, dirigir a esos hombres en el momento más importante de sus vidas?

Los colores se arremolinaron y le mostraron a Rand sentado en lo que parecía una casa de piedra teariana. Su viejo amigo tenía sombría la expresión, como un hombre agobiado por pensamientos opresivos. Incluso sentado así, el aspecto de Rand era regio; su amigo sí era lo que se suponía que debía ser un rey, con esa chaqueta roja y ese porte noble, mientras que él sólo era un herrero.

Suspiró al tiempo que negaba con la cabeza para deshacerse de la imagen. Tenía que buscar a Rand; tenía la sensación de que algo tiraba de él, que lo arrastraba.

Rand lo necesitaba, y ése debía ser el punto en que debía centrarse ahora.

10

El último resto de tabaco

Rodel Ituralde fumaba tranquilamente su pipa, y el humo salía de la cazoleta como los movimientos sinuosos de una serpiente al desenroscarse. Los zarcillos de humo se retorcían sobre sí mismos y se acumulaban en el techo, por encima de él, para después filtrarse a través de las grietas en el tejado del desvencijado cobertizo. El paso del tiempo había combado las tablas de las paredes, de forma que se abrían rendijas al exterior, y la grisácea madera estaba agrietada y astillada. Un brasero ardía en el rincón, y el viento silbaba al colarse por los resquicios de las paredes. A Ituralde le preocupaba un poco que todo el edificio saliera volando con las fuertes ráfagas.

Se encontraba sentado en una banqueta, con varios mapas encima de la mesa que tenía delante. En una esquina de la mesa, la bolsa de tabaco sujetaba una hoja plegada en cuatro. El pequeño trozo de papel estaba deteriorado y marcado con dobleces de llevarlo en el bolsillo interior de la chaqueta.

—¿Y bien? —preguntó Rajabi.

De grueso cuello y actitud resuelta, tenía los ojos castaños, ancha la nariz y la barbilla bulbosa. Se había quedado completamente calvo y en cierto modo recordaba un enorme canto rodado. Además tenía tendencia a actuar como tal: podía costar mucho hacerlo rodar; pero, una vez que se conseguía, resultaba condenadamente difícil detenerlo. Había sido uno de los primeros en unirse a la causa de Ituralde a pesar del hecho de haber estado dispuesto a rebelarse contra el rey poco antes.

Hacía casi dos semanas de la victoria de Ituralde en Darluna. Para lograr esa victoria había forzado mucho las cosas; tal vez demasiado.

«Ay, Alsalam. Espero que todo esto mereciera la pena, viejo amigo. Que no haya sido porque te has vuelto loco. Puede que Rajabi sea un gigantesco canto rodado, pero los seanchan son una avalancha y hemos provocado que se nos venga encima con fuerza arrolladora».

—Y ahora, ¿qué? —apremió Rajabi.

—Ahora esperamos —contestó Ituralde. ¡Luz, cómo detestaba esperar!—. Y, después, luchamos. O quizás huyamos otra vez. Todavía no lo he decidido.

—Los taraboneses…

—No vendrán —lo atajó Ituralde.

—¡Prometieron que vendrían!

—Sí, lo prometieron.

Él había ido a hablar personalmente con ellos, los había animado, les había pedido que combatieran contra los seanchan una vez más. Todos jalearon y vitorearon, pero no se darían prisa; irían arrastrando los pies. Ya los había animado a luchar «una última vez» media docena de veces en diferentes ocasiones. Se daban cuenta hacia dónde llevaba esta guerra y ya no podía contar con su ayuda. Si es que había podido hacerlo alguna vez, para empezar.

—¡Jodidos cobardes! —rezongó Rajabi—. ¡Así los ciegue la Luz! Pues lo afrontaremos solos, no sería la primera ocasión.

Ituralde dio una larga chupada a la pipa en actitud contemplativa. Al final había decidido utilizar tabaco de Dos Ríos. Esa pipa era la última porque no le quedaba más tabaco; llevaba meses reservándolo. Buen sabor. El mejor que había. Estudió de nuevo los mapas sosteniendo ante sí uno más pequeño; la verdad es que no le vendría mal contar con mejores mapas.

—Este nuevo general seanchan dirige más de trescientos mil soldados, con nada menos que doscientas damane.

—Tampoco sería la primera ocasión que derrotamos a fuerzas más numerosas. ¡Fíjate lo que hicimos en Darluna! ¡Los aplastaste, Rodel!

Y hacerlo había requerido utilizar toda la astucia, la destreza y la suerte de que Ituralde pudo hacer acopio. Incluso así, había perdido más de la mitad de sus hombres y ahora corría renqueando delante de la segunda y más numerosa fuerza seanchan.

Esta vez no iban a cometer ningún error; los seanchan ya no fiaban la tarea de explorar sólo a los raken. Sus hombres habían interceptado a varios exploradores a pie, lo que significaba que había docenas que no se habían detectado. Esta vez los seanchan sabían el número exacto de efectivos con que contaba Ituralde y su localización exacta.

Sus enemigos ya no se dejaban llevar espoleados hacia una trampa; por el contrario, lo perseguían sin descanso y eludían sus tretas. Ituralde había planeado retirarse más hacia el interior de Arad Doman; eso jugaría en favor de sus tropas y forzaría a extender las líneas de suministro seanchan. Había pensado que aguantaría otros cuatro o cinco meses, pero esos planes ya no eran válidos; se habían hecho antes de que Ituralde descubriera que había todo un jodido ejército Aiel recorriendo Arad Doman. Si se daba crédito a lo que decían los informes —y los informes sobre los Aiel a menudo eran exageraciones, por lo que no sabía bien hasta qué punto podía creer lo que contaban— había más de cien mil controlando amplios sectores del norte, incluida la propia capital, Bandar Eban.

Cien mil Aiel. Era tanto como decir doscientos mil soldados domani, tal vez más. Ituralde recordaba la Batalla de la Nieve Sangrienta sostenida veinte años atrás, en la que parecía que perdían diez hombres por cada Aiel que caía.

Estaba atrapado, como una nuez aplastada entre dos piedras. Así las cosas, la mejor opción que tuvo fue retirarse allí, a ese stedding abandonado. Eso le daba cierta ventaja con los seanchan, aunque pequeña. Los seanchan tenían una fuerza diez veces más numerosa que la suya, y hasta el comandante más bisoño sabía que combatir con semejante desventaja era suicida.

—¿Has visto alguna vez a un maestro malabarista, Rajabi? —preguntó Ituralde, sin apartar la vista del mapa que estudiaba. Por el rabillo del ojo captó que el otro hombre fruncía el entrecejo, desconcertado.

—He visto juglares que…

—No, un juglar no. Un maestro del malabarismo —lo interrumpió.

Rajabi negó con la cabeza.

Pensativo, Ituralde dio otra calada a la pipa antes de hablar.

—Yo sí, una vez. Era el bardo de la corte de Caemlyn. Un tipo ágil, con ingenio, que habría encajado mejor en un salón público por cómo iba vestido. Los bardos casi nunca hacen malabarismos, pero a ese tipo no le importaba hacerlos si se lo pedían. Le gustaba hacer malabares para complacer a la joven heredera del trono, tengo entendido.

Se quitó la pipa de la boca y apretó el tabaco en la cazoleta.

—Rodel, los seanchan… —lo intentó de nuevo Rajabi.

Ituralde alzó un dedo y se colocó la pipa entre los dientes antes de continuar:

—El bardo empezó a lanzar tres bolas y después nos preguntó si creíamos que podría usar una más. Lo aplaudimos y utilizó cuatro, después cinco, después seis… Con cada bola que añadía los aplausos eran más entusiastas, y él siempre preguntaba si creíamos que conseguiría jugar con una más. Contestábamos que sí, por supuesto.

»Siete, ocho, nueve… Poco después tenía diez bolas en el aire en evoluciones tan complejas que yo no lograba seguir. El bardo tenía que esforzarse para que siguieran moviéndose; tenía que agacharse de forma constante para pillar bolas que casi se le escapaban. Estaba tan centrado en lo que hacía que no nos preguntó si debería añadir otra, pero la multitud se lo pidió: «¡Once! ¡Que sean once!» Y así, su ayudante le echó otra bola en medio del complejo ir y venir de las otras.

Ituralde chupó la pipa.

—¿Se le cayeron? —quiso saber Rajabi.

Rodel sacudió la cabeza.

—Esa última «bola» no era una bola en absoluto —continuó—. Era algún tipo de truco de los Iluminadores y, estando a mitad de camino del bardo, detonó en medio de un repentino estallido de luz y humo. Cuando se nos aclaró la vista, el bardo había desaparecido y había diez bolas en el suelo, puestas en línea. Miré alrededor y lo encontré sentado en una de las mesas junto al resto de los comensales, bebiendo una copa de vino y coqueteando con la esposa de lord Finndal.

El pobre Rajabi estaba completamente atónito. Le gustaba que le dieran respuestas claras y directas; a Ituralde le pasaba igual por regla general, pero esos días —con el cielo encapotado de aquel modo anormal y la sensación de una penumbra constante— le daba por filosofar.

Sacó de debajo de la bolsa de tabaco la hoja de papel doblada y se la tendió a Rajabi.

—«Dales fuerte a los seanchan. Hazlos retroceder, que regresen a sus barcos y crucen de vuelta el jodido océano. Cuento contigo, viejo amigo. Alsalam, rey» —leyó Rajabi. Luego bajó la carta—. Sabía lo de sus órdenes, Rodel. No me metí en esto por él, lo hice por ti.

—Sí, pero es que yo lucho por él —contestó Ituralde.

Era un hombre del rey y siempre lo sería. Se puso de pie, vació la cazoleta y aplastó las pavesas de tabaco con el tacón de la bota. Dejó la pipa a un lado y recobró la carta que sostenía Rajabi en la mano, tras lo cual se encaminó hacia la puerta.

Tenía que tomar una decisión: quedarse y luchar o huir a una posición peor, aunque así ganaría un poco más de tiempo.

La choza crujió y el viento sacudió los árboles en el momento en que Ituralde salió a la nublada mañana. La choza no era obra de los Ogier, desde luego. Demasiado endeble para serlo. Ese stedding llevaba abandonado mucho tiempo. Sus hombres estaban acampados entre los árboles; distaba mucho de ser una buena posición para un campamento de guerra, pero uno hacía la sopa con las especias que tuviera a mano; el stedding era un sitio demasiado útil para renunciar a él. Otro habría huido a una ciudad para esconderse detrás de la muralla, pero ahí, entre esos árboles, el Poder Único no funcionaba. Anular a las damane seanchan era mejor que tener murallas, por muy altas que éstas fueran.

«Debemos quedarnos», pensó Ituralde mientras observaba el trabajo de sus hombres abriendo zanjas y levantando una empalizada. Detestaba la idea de talar árboles de un stedding, antaño había conocido a unos cuantos Ogier y los respetaba. Era probable que esos inmensos robles todavía conservaran un resquicio de fortaleza de los tiempos en que los Ogier vivían allí. Cortarlos era un crimen, pero uno hacía lo que tenía que hacer. Huir quizá le diera algo más de tiempo, pero también podía ocurrir que lo acortara. Disponía de unos cuantos días allí antes de que los seanchan llegaran. Si conseguían atrincherarse bien a lo mejor los obligaban a ponerles sitio. El stedding los haría vacilar, y el bosque le daría ventaja a la fuerza más pequeña de Ituralde.

Detestaba permitir que lo acorralaran dejándolo inmovilizado; probablemente era el motivo de que lo hubiera estado pensando tanto tiempo a pesar de que, en el fondo, ya sabía que había llegado el momento de dejar de correr. Los seanchan lo habían pillado por fin.

Siguió caminando a lo largo de las filas para dejarse ver mientras saludaba con un cabeceo a los hombres que trabajaban. Le quedaban cuarenta mil soldados, lo que era un milagro habida cuenta del número de las tropas enemigas a las que se habían enfrentado. Esos hombres tendrían que haber desertado, pero habían visto cómo se alzaba con victoria tras victoria en batallas imposibles, lanzando al aire una bola tras otra y recibiendo más y más aplausos. Lo creían imparable; no entendían que cuando uno lanzaba más bolas al aire no era únicamente el número de malabarismo lo que se volvía más espectacular.

La caída al final también lo era.

Guardó para sí aquellos sombríos pensamientos, y Rajabi y él siguieron adelante para recorrer el campamento del bosque e inspeccionar la empalizada. La construcción progresaba a buen ritmo; los hombres colocaban gruesos troncos en las zanjas recién excavadas. Tras la inspección, Ituralde asintió para sus adentros.

—Nos quedamos, Rajabi. Haz correr la voz.

—Algunos de los otros dicen que quedarse aquí significa la muerte segura —contestó Rajabi.

—Se equivocan.

—Pero…

—Nada es seguro, Rajabi —lo interrumpió Ituralde—. Llena de arqueros los árboles que están dentro de la empalizada; serán tan eficaces como torres. Hemos de preparar una franja de la muerte fuera de las defensas. Que corten tantos árboles alrededor de la empalizada como sea posible para despejar esa franja, y después que coloquen los troncos dentro, como barreras, una segunda línea de retirada. Nos haremos fuertes ahí. Quizá me equivoque con esos taraboneses y al final vengan a ayudarnos. O tal vez el rey tiene un ejército escondido para defendernos. Puñetas, tal vez los rechacemos aquí sin ayuda de nadie. Veremos cuánto disfrutan luchando sin sus damane. Sobreviviremos.

Rajabi se irguió de forma visible al ganar confianza; Ituralde sabía que ése era el tipo de cosas que esperaba oír. Al igual que los demás, Rajabi confiaba en el Pequeño Lobo, no creía que pudiera fracasar.

Ituralde no quería engañarse, pero si uno sabía que iba a morir, lo hacía con dignidad. De joven, Ituralde había soñado a menudo con guerras, con la gloria de la batalla. El Ituralde viejo sabía que no había tal cosa —la gloria— en una batalla. Pero sí había honor.

—¡Milord Ituralde! —llamó un corredor que trotaba a lo largo de la parte interior de la inacabada empalizada. Era un muchachito lo bastante joven para que, probablemente, los seanchan lo dejaran con vida. De no creerlo así, Ituralde habría ordenado marcharse al chico y a otros como él.

—¿Sí? —preguntó mientras se volvía hacia el corredor. Rajabi permaneció a su lado como una montaña.

—Un hombre —empezó el chico, resoplando—. Los exploradores lo sorprendieron entrando en el stedding.

—¿Viene a unirse a nosotros? —Ituralde sabía que no era infrecuente que un ejército atrajera reclutas. Siempre había quienes se sentían tentados por el aliciente de la gloria o, al menos, por el aliciente de comidas regulares.

—No, milord, dice que viene a veros —siguió resoplando el chico.

—¿Seanchan? —barbotó Rajabi.

—No. —El chico sacudió la cabeza—. Pero viste buena ropa.

Entonces, el mensajero de algún noble; domani o, quizá, un tarabonés rebelde. Fuera quien fuese, no podría empeorar más la situación.

—¿Y venía solo?

—Sí, señor.

Un hombre valiente.

—Bien, traedlo aquí —ordenó Ituralde.

—¿Dónde lo recibiréis, milord?

—¿Qué? —espetó Ituralde—. ¿Crees que soy un elegante mercader con un palacio? Lo recibiré aquí mismo. Ve a buscarlo, pero no te des prisa en traerlo. Y asegúrate de que está vigilado como es debido.

El chico asintió con un cabeceo y echó a correr. Ituralde hizo un gesto con la mano a varios soldados y los mandó en busca de Wakeda y el resto de los oficiales. Shimron había muerto calcinado por la bola de fuego de una damane. Mala suerte. Ituralde habría preferido tenerlo a él que a muchos de los otros.

Gran parte de los oficiales llegó antes que el desconocido: el larguirucho Ankaer; el tuerto Wakeda, que de no ser por eso habría sido bien parecido; el achaparrado Melarned; el joven Lidrin, que aún seguía a Ituralde después de la muerte de su padre.

—¿Qué es eso que he oído? —preguntó Wakeda mientras se acercaba—. ¿Nos quedamos en esta trampa mortal? Rodel, no tenemos tropas suficientes para resistir. Si vienen, estaremos atrapados aquí.

—Tienes razón —fue la breve respuesta de Ituralde.

Wakeda se volvió hacia los otros y de nuevo se giró hacia Ituralde, parte de la irritación disipada ante la franca respuesta de Ituralde.

—Bien, pues, ¿por qué no huimos? —No hablaba con tantos humos como unos meses antes, cuando Ituralde había iniciado la campaña.

—No pienso endulzaros el mal trago —contestó Ituralde mientras los miraba de uno en uno—. No estamos en buena situación, pero nos encontraremos en otra peor si huimos, porque no nos quedan agujeros donde escondernos. Estos árboles nos dan ventaja y podemos fortificarnos. El stedding inutilizará a las damane, y sólo por eso vale la pena quedarse. Combatiremos aquí.

Ankaer asintió con la cabeza, entendiendo al parecer la gravedad de la situación.

—Hemos de confiar en él, Wakeda. Hasta ahora nos ha dirigido bien.

—Supongo que sí —aceptó Wakeda con un cabeceo.

Condenados idiotas. Cuatro meses antes la mitad de ellos lo habrían matado nada más verlo por seguir siendo leal al rey. Ahora creían que era capaz de hacer lo imposible. Una lástima; había empezado a pensar que conseguiría llevarlos ante Alsalam como sus fieles vasallos.

—De acuerdo, esto es lo que haremos para reforzar los puntos débiles —empezó mientras señalaba partes de la fortificación—. Quiero que…

Dejó la frase sin terminar al ver un grupo que se aproximaba a través del claro. El chico mensajero, acompañado por una patrulla de soldados, escoltaba a un hombre vestido con ropas rojas y doradas.

Algo en el recién llegado atrajo la mirada de Ituralde. Tal vez era la altura; el joven era tan alto como un Aiel, además de tener el cabello claro, como solía ser el de ellos. Pero ningún Aiel vestía chaqueta roja con bordados de hilo de oro. Llevaba espada al costado y la forma de moverse del recién llegado le hizo pensar a Ituralde que sabía cómo utilizarla. Caminaba con paso firme, decidido, como si los soldados que lo rodeaban fueran su guardia de honor. Un noble, pues, y uno acostumbrado a mandar. ¿Por qué habría ido en persona, en lugar de enviar a un mensajero?

El joven noble se detuvo a corta distancia ante Ituralde y sus generales y los miró de uno en uno para después centrarse en el cabecilla.

—¿Rodel Ituralde? —preguntó.

—Sí —repuso con cautela. ¿De dónde era ese acento? ¿De Andor?

El joven asintió con la cabeza.

—La descripción que hizo Bashere era correcta. Parece que os estáis encajonando aquí. ¿Realmente esperáis aguantar contra el ejército seanchan? Os superan varias veces en número y vuestros aliados taraboneses no parecen… ansiosos de acudir en vuestra ayuda.

Fuera quien fuera, inteligencia no le faltaba.

—No tengo costumbre de discutir mis defensas con desconocidos.

Estudió al joven noble. Parecía estar en buena forma, nervudo y magro de carnes, aunque no era fácil asegurarlo con la chaqueta puesta. Favorecía el uso de la mano derecha y, al observarlo con más detenimiento, Ituralde reparó en que le faltaba la izquierda. En lo poco que las mangas dejaban ver de los antebrazos se notaba que llevaba una especie de tatuaje extraño, en rojo y dorado.

Esos ojos… Eran ojos que habían visto la muerte en más de una ocasión. No era sólo un joven noble; era un joven general. Ituralde entrecerró los párpados.

—¿Quién sois?

—Soy Rand al’Thor, el Dragón Renacido —respondió el desconocido, sosteniéndole la mirada—. Y os necesito. A vos y a vuestro ejército.

Varios de los que estaban con Ituralde mascullaron maldiciones y él se volvió a mirarlos. La expresión de Wakeda era de incredulidad; la de Rajabi, sorprendida; la del joven Lidrin, abiertamente desdeñosa.

Ituralde miró de nuevo al recién llegado. ¿El Dragón Renacido? ¿Ese joven? Bueno, sí, ¿por qué no iba a ser posible? Muchos rumores coincidían en que el Dragón Renacido era un hombre joven de pelo rojizo. Claro que, según otros rumores, medía diez pies, y aun otros aseguraban que los ojos le relucían en la penumbra. Asimismo corrían historias de que había aparecido en el cielo de Falme. Maldición. ¡Ituralde no sabía si creía que el Dragón hubiera renacido, para empezar!

—No tengo tiempo para discutir —añadió el desconocido, impasible el semblante.

Parecía… mayor de lo que aparentaba. Y tampoco daba la impresión de que le preocupara estar rodeado de soldados armados. De hecho, el que hubiese llegado solo podría interpretarse como una forma de actuar absurda; sin embargo, a Ituralde le daba que pensar. Sólo alguien como el mismísimo Dragón Renacido se internaría en un campamento de guerra como aquél, sin más, y dando por sentado que sería obedecido.

Así se abrasara si ese hecho por sí mismo no hacía que Ituralde quisiera creerle. O ese hombre era quien afirmaba ser o era un completo chiflado.

—Si salimos del stedding os demostraré que puedo encauzar —sugirió el desconocido—. Eso debería tenerse en cuenta. Si me lo permitís, traeré diez mil Aiel y varias Aes Sedai que os jurarán que soy quien digo ser.

También había rumores sobre que los Aiel seguían al Dragón Renacido; los hombres que rodeaban a Ituralde tosieron y echaron vistazos con inquietud. Muchos habían sido Juramentados del Dragón antes de unirse a Ituralde. Con las palabras adecuadas, el tal Rand al’Thor —o quienquiera que fuera— podría conseguir que los que estaban en el campamento se pusieran unos contra otros.

—Aun cuando diéramos por sentado que os creo, no veo qué importancia puede tener —dijo Ituralde con mucho tiento—. Hay una guerra que he de librar y, supongo, vos tenéis otros asuntos de vuestra incumbencia.

—Vos sois un asunto de mi incumbencia —repuso al’Thor con una mirada tan dura que los ojos parecieron atravesar el cráneo de Ituralde y rebuscar dentro algo que fuera útil—. Debéis hacer la paz con los seanchan. Esta guerra no nos beneficia en nada. Os quiero en el norte, en las Tierras Fronterizas; no puedo disponer de mis hombres para vigilar la Llaga, y los propios fronterizos han abandonado sus puestos.

—Tengo órdenes —objetó Ituralde al tiempo que sacudía la cabeza.

Un momento. Tampoco haría lo que ese joven pedía aunque no las tuviera. Sólo que, esos ojos… Alsalam tenía los ojos así cuando los dos eran más jóvenes, ojos que exigían obediencia.

—¿Vuestras órdenes provienen del rey? ¿Por eso os lanzáis contra los seanchan como lo hacéis?

Ituralde asintió con un cabeceo.

—He oído hablar de vos, Rodel Ituralde. Hombres de mi confianza, hombres a los que respeto, confían en vos y os respetan. En lugar de huir y esconderos, os plantáis aquí para librar una batalla en la que sabéis que moriréis. Y todo por ser leal a vuestro rey. Un gesto digno de elogio, pero ha llegado la hora de dar media vuelta y afrontar una batalla que tiene significado, que lo significa todo. Venid conmigo y os entregaré el trono de Arad Doman.

Ituralde se irguió con brusquedad, alerta.

—¡Primero alabáis mi lealtad y acto seguido esperáis que destrone a mi propio rey!

—Vuestro rey ha muerto —dijo al’Thor—. O es eso o su mente se ha diluido como cera caliente. Cada vez estoy más convencido de que Graendal lo tiene en su poder. Veo su mano en el caos reinante en esta tierra. Tengáis las órdenes que tengáis, lo más probable es que sea ella la que las imparte, aunque aún no acabo de entender qué la impulsa a empujaros a luchar contra los seanchan.

Ituralde soltó un resoplido desdeñoso.

—Habláis de una de las Renegadas como si la hubieseis tenido como invitada a una cena.

Los ojos de al’Thor atraparon de nuevo la mirada de Ituralde.

—Los recuerdo a todos y cada uno de ellos, sus rostros, sus costumbres, la forma de hablar y de actuar como si los conociera desde hace miles de años. A veces los recuerdo mejor que mi propia infancia. Soy el Dragón Renacido.

Ituralde parpadeó. «Así me abrase —pensó—. Le creo. ¡Maldita sea!»

—Bien, eh… Veamos esa prueba que habéis dicho —pidió en voz alta.

Ni que decir tiene que hubo objeciones, casi todas provenientes de Lidrin, que consideraba demasiado peligroso hacer lo que decía el desconocido. Los otros estaban agitados, conmocionados. Tenían ante ellos al hombre al que habían jurado servir sin conocerlo siquiera. Ituralde tenía la impresión de que al’Thor irradiaba una… fuerza que tiraba de él exigiéndole que hiciera lo que le pedía. Bien, pues, antes quería ver esa prueba.

Enviaron a varios corredores en busca de caballos para cabalgar fuera del stedding.

—Quizás Alsalam siga vivo —empezó al’Thor mientras esperaban—. En tal caso, entiendo que no queráis su trono. ¿Os gustaría Amadicia? —Le hablaba como si fuera ya uno de sus hombres—. Necesitaré a alguien que gobierne ese país y no pierda de vista a los seanchan. Los Capas Blancas combaten allí ahora y aún no sé si conseguiré poner fin a ese conflicto antes de la Última Batalla.

La Última Batalla. ¡Luz!

—No aceptaré si matáis al rey de allí —dijo Ituralde—. Si los Capas Blancas lo han matado ya o si lo han hecho los seanchan, entonces, tal vez sí.

¡Ser rey! ¿Pero qué estaba diciendo? «Así te abrases, Rodel —se recriminó para sus adentros—. ¡Al menos espera a tener la prueba antes de aceptar tronos!» Había algo en ese hombre, la forma en que hablaba de acontecimientos como la Última Batalla —acontecimientos que la humanidad había temido durante miles de años— como si fuesen detalles de informes de campamento cotidianos.

Llegaron soldados con los caballos e Ituralde montó, al igual que lo hicieron al’Thor, Wakeda, Rajabi, Ankaer, Melarned, Lidrin y media docena de oficiales de segunda fila.

—He traído un gran número de Aiel a vuestro país —dijo Rand al’Thor cuando emprendieron galope—. Confiaba en que lograran restablecer el orden, pero tardan más de lo que querría. Estoy planeando poner en seguro a los miembros del Consejo de Mercaderes, así cuando los tenga a salvo y a mi alcance podré mejorar la estabilidad de la zona. ¿Qué os parece?

Ituralde no sabía qué pensar. ¿Poner en seguro a los miembros del Consejo? Eso sonaba a raptarlos. ¿En qué se había metido?

—Podría funcionar —respondió, para su sorpresa—. Luz, probablemente sea el mejor plan posible, dadas las circunstancias.

al’Thor asintió en silencio. Parecía ansioso por dejar atrás la empalizada y avanzó por la trocha en dirección al límite del stedding.

—Tendré que asegurar las Tierras Fronterizas, de todos modos. Yo cuidaré de vuestra nación. ¡Condenados fronterizos! ¿Qué se traerán entre manos? No, todavía no. Eso puede esperar. No, él servirá, puede controlarlo. Lo enviaré con Asha’man. —De repente, al’Thor se volvió hacia Ituralde—. ¿Qué podríais hacer si os proporcionara un centenar de hombres con capacidad de encauzar?

—¿Dementes?

—No, en su mayoría están equilibrados —aclaró al’Thor, sin que en apariencia se sintiera ofendido—. La locura que podría haberlos afectado antes de que limpiara la infección sigue en ellos, ya que quitar la mácula no los ha sanado, pero muy pocos han llegado a un punto preocupante. Y ya no empeoran, ahora que el saidin está limpio.

¿El saidin limpio? Si tuviera sus propios hombres encauzadores… Sus propios damane, por así decir… Ituralde se rascó el mentón. Todo iba muy deprisa… Claro que un general tenía que saber reaccionar con rapidez.

—Me vendrían estupendamente. Estupendamente —repitió.

—Bien —dijo al’Thor. Habían salido del stedding, el aire era diferente—. Tenéis una gran extensión de tierra que vigilar, pero gran parte de los encauzadores que os daré saben crear accesos.

—¿Accesos? —preguntó Ituralde.

al’Thor lo miró y después dio la impresión de que apretaba los dientes; cerró los ojos y se estremeció como si sintiese náuseas. Ituralde se sentó más erguido, alerta de súbito, y llevó la mano a la espada. ¿Veneno? ¿Estaba herido el hombre?

Pero no, al’Thor abrió los ojos, y en la profundidad de las pupilas pareció surgir una mirada de éxtasis. Se volvió al tiempo que movía una mano, y una línea de luz hendió el aire frente a él. Los hombres alrededor de Ituralde mascullaron maldiciones y retrocedieron. ¡Una cosa era que un hombre afirmara ser capaz de encauzar, y otra muy distinta que lo hiciera en las propias narices!

—Eso es un acceso —explicó al’Thor. La línea de luz giró sobre sí misma y abrió un gran agujero negro en el aire—. Dependiendo de la fuerza del Asha’man, un acceso puede ser lo bastante grande para que pasen carretas por él. Se puede viajar casi a cualquier sitio con rapidez, a veces de manera instantánea, en función de las circunstancias. Con unos cuantos Asha’man entrenados, vuestro ejército podría tomar el desayuno en Caemlyn y al cabo de unas pocas horas comer en Tanchico.

—Vaya, vaya, esto sí que es interesante. Muy interesante. —Ituralde se frotó el mentón. Si ese hombre decía la verdad y esos accesos funcionaban realmente…—. ¡Con esto podría expulsar a los seanchan de Tarabon y puede que de todo el continente!

—No —espetó al’Thor—. Haremos la paz con ellos. Por lo que me cuentan mis exploradores, ya va a ser bastante difícil convencerlos de que acepten un acuerdo sin tener que prometerles vuestra cabeza. No pienso irritarlos más aún.

—No hay nada más importante que mi tierra natal —declaró Ituralde—. Aun cuando esas órdenes estén falsificadas, conozco a Alsalam y estaría de acuerdo conmigo. No permitiremos que tropas extranjeras pisen el suelo de Arad Doman.

—Bien, en tal caso, haré una promesa —dijo al’Thor—. Me ocuparé de que los seanchan salgan de Arad Doman. Eso os lo prometo. Pero no nos enfrentaremos a ellos más allá de eso. A cambio, iréis a las Tierras Fronterizas y las protegeréis contra una invasión. Rechazad a los trollocs si aparecen y prestadme algunos de vuestros oficiales para que ayuden a pacificar Arad Doman y asegurar el país. Será más fácil restablecer el orden si la gente ve que sus propios lores trabajan conmigo.

Ituralde consideró la propuesta, aunque ya sabía cuál sería su respuesta. Ese acceso podía sacar a sus hombres de la trampa mortal; con los Aiel de su parte —con el Dragón Renacido como aliado— tenía una oportunidad de mantener el control en Arad Doman. Una muerte honorable era un buen final, pero la posibilidad de seguir adelante, luchando con honor… Ése era un galardón mucho más preciado.

—De acuerdo —aceptó al tiempo que tendía la mano, que al’Thor estrechó.

—Volved y dad la orden de levantar el campamento. Estaréis en Saldaea al caer la noche.

11

La muerte de Adrin

Creo que habría que pegarle otra vez —opinó Lerian moviendo las manos en los complejos signos del lenguaje de las Doncellas—. Es como un niño, y cuando un niño toca algo peligroso, hay que castigarlo. Si un niño se hace daño porque no se le ha enseñado que debe evitar los cuchillos, entonces la vergüenza cae sobre los padres.

La paliza anterior no parece que sirviera de mucho —dijo Surial—. La aceptó como un hombre, no como un niño, pero no cambió de actitud.

Entonces —concluyó Lerian—, habrá que intentarlo otra vez.

Aviendha echó la piedra al montón que había junto al puesto de vigilancia y después volvió sobre sus pasos. Hizo como si no viera a las Doncellas que estaban de guardia a la entrada del campamento, y las Doncellas hicieron otro tanto con ella. Si le hablaban estando castigada sólo serviría para aumentar su vergüenza y eso no lo harían sus hermanas de lanza.

Tampoco dio señales de haber entendido la conversación; si bien nadie esperaba que una antigua Doncella olvidara el lenguaje de señas, lo mejor era ser discreta respecto a eso. El lenguaje de señas pertenecía a las Doncellas.

Aviendha seleccionó una piedra grande de un segundo montón y a continuación inició el camino de vuelta al campamento. No habría podido asegurar si las Doncellas continuaban con la conversación, ya que no les veía las manos. Pero el tema en debate persistía en su mente. Estaban enfadadas porque Rand al’Thor había ido al encuentro del general Rodel Ituralde sin llevar una guardia personal. No era la primera vez que actuaba de un modo tan estúpido y, sin embargo, parecía reacio a aprender a comportarse como era debido.

Era probable que Aviendha tuviera un pequeño toh con sus hermanas de lanza. Enseñar a Rand al’Thor las costumbres Aiel era una tarea que le había sido encomendada a ella, y saltaba a la vista que había fracasado. Por desgracia, tenía mucho más toh con las Sabias, a pesar de que todavía no supiera la causa; de modo que su deber para con sus hermanas de lanza, menos importante, tendría que esperar de momento, o bien era incapaz de hacerlo.

Los brazos le dolían de acarrear piedras, que eran pesadas y pulidas; le habían ordenado extraerlas del río que había al lado de la mansión. Por suerte, el tiempo pasado con Elayne —cuando había tenido que bañarse en agua por fuerza— le había dado la valentía necesaria para meterse en el río; al menos con eso no se había echado más vergüenza encima. Y menos mal que ese río era pequeño; de hecho, los habitantes de las tierras húmedas lo llamarían, de forma incorrecta, «arroyo». Un arroyo era una minúscula escorrentía de montaña en la que uno podía meter las manos o llenar un odre; cualquier corriente lo bastante grande para no poder cruzarla de un salto era, sin discusión, un río.

El día estaba encapotado, como era habitual ahora, y en el campamento había poca animación. Hombres que trajinaban sin parar unos días antes —cuando los Aiel habían llegado— ahora se mostraban más aletargados. No es que el campamento estuviera descuidado, ni mucho menos; Davram Bashere era un comandante demasiado pendiente de todo para permitir que pasara algo así, a pesar de que fuera un hombre de las tierras húmedas. Sin embargo, los soldados se movían con más lentitud; Aviendha había oído a algunos protestar porque el cielo oscuro abatía el ánimo a cualquiera. ¡Qué raros eran los habitantes de las tierras húmedas! ¿Qué tendría que ver el tiempo con el estado de ánimo de una persona? Era comprensible que uno se desanimara cuando no había incursiones en perspectiva o porque la caza no había ido bien, pero ¿porque había nubes en el cielo? ¿Es que allí no sabían apreciar la sombra?

Movió la cabeza con gesto de incredulidad y siguió con su tarea; había elegido piedras que le tensarían los músculos por el peso. Hacer otra cosa habría sido aligerar el castigo y ella nunca caería en algo así, aunque cada paso atormentara su honor. ¡Tenía que cruzar el campamento de punta a punta, a plena vista de todos, llevando a cabo una labor inútil! Habría preferido que la dejaran desnuda fuera de la tienda de vapor, delante de todo el mundo. O correr mil vueltas al campamento; o que la azotaran tan fuerte que no pudiera andar.

Llegó al costado de la mansión y soltó la piedra con un suspiro de alivio contenido. Dos soldados de las tierras húmedas del ejército de Bashere estaban de guardia en la puerta de la casa, desempeñando la misma función que las dos Doncellas situadas en la otra punta del recorrido de Aviendha. Mientras recogía otra piedra grande del segundo montón que había junto a la pared, oyó hablar a los hombres sin querer.

—Maldita sea, qué calor hace —protestó uno de los hombres.

—¿Calor? —dijo el otro, echando una ojeada al cielo encapotado—. Estás de broma.

El primer guardia se abanicó con una mano, sudoroso.

—No me digas que no lo notas —resopló, sorprendido.

—Debes de tener fiebre o algo así.

—No —replicó el primer guardia—, lo que pasa es que no me gusta el calor, eso es todo.

Aviendha recogió la piedra y empezó a desandar el camino a través del prado. Tras reflexionar sobre el asunto, había llegado a la conclusión de que ser habitante de las tierras húmedas llevaba implícita una peculiaridad generalizada: la predisposición a protestar. Durante los primeros meses que había pasado en las tierras húmedas consideraba esa inclinación una vergüenza. ¿A ese guardia no le importaba perder prestigio al poner en evidencia su flaqueza delante de un compañero?

Todos eran así, incluso Elayne; ¡oyendo sus quejas por las molestias, los trastornos y las frustraciones achacables al embarazo, cualquiera diría que estaba a punto de morirse! No obstante, si quejarse era algo que Elayne hacía, entonces Aviendha se negaba a considerarlo un indicio de debilidad. Su primera hermana no actuaría de un modo tan vergonzoso.

En consecuencia, tenía que haber en ello algo de honor soterrado. Tal vez los habitantes de las tierras húmedas exponían las debilidades ante sus compañeros como una forma de ofrecer amistad y confianza. Que los amigos conocieran tus flaquezas les daba ventaja en caso de tener que danzar las lanzas con ellos. O, tal vez, quejarse en estas tierras era una forma de mostrar humildad semejante al modo en que los gai’shain mostraban honor siendo sumisos.

Le preguntó a Elayne sobre sus teorías y en respuesta sólo recibió una risa afectuosa. ¿Sería, pues, algún aspecto de la sociedad de las tierras húmedas sobre la que Elayne tenía prohibido hablar con forasteros? ¿Se habría reído Elayne porque ella había descubierto algo que no debía?

En cualquier caso, no cabía duda de que era una forma de demostrar honor y eso satisfizo a Aviendha. ¡Ojalá sus problemas con las Sabias fueran tan sencillos de resolver! De los habitantes de las tierras húmedas era de esperar que actuaran de manera impredecible y anormal, pero ¿qué debía hacer cuando las Sabias se comportaban de una forma tan extraña?

Empezaba a sentirse frustrada, aunque no con las Sabias, sino consigo misma. Era fuerte y valiente; no tan valiente como otras, desde luego; ojalá fuera tan arrojada como Elayne. Aun así, Aviendha sólo recordaba muy pocos problemas a los que no había sabido encontrar solución recurriendo a las lanzas, al Poder Único o a su ingenio. Aun así, había fracasado por completo a la hora de resolver la difícil situación por la que pasaba ahora.

Llegó al otro lado del campamento y soltó la piedra, tras lo cual se sacudió las manos. Las Doncellas permanecían inmóviles, pensativas. Aviendha fue al otro montón y levantó una piedra oblonga que tenía un borde dentado. Medía tres palmos de ancho y la pulida superficie le resbalaba en los dedos. Tuvo que cambiar varias veces la posición de las manos hasta lograr un buen agarre y entonces se encaminó hacia el prado para cruzar por la pisoteada hierba de invierno, dejando atrás las tiendas saldaeninas, en dirección a la casona.

Elayne le habría dicho que no había recapacitado sobre el problema el tiempo suficiente; ella se mostraba siempre sosegada y pensativa en situaciones en las que otros estaban tensos. A veces Aviendha se sentía frustrada por lo mucho que le gustaba hablar a su primera hermana antes de entrar en acción.

«He de seguir su ejemplo. Tengo que recordar que ya no soy una Doncella de la Lanza y no puedo cargar contra lo que sea con un arma enarbolada…»

Debía afrontar los problemas como hacía Elayne; sólo de esa forma conseguiría recobrar el honor, y sólo entonces podría tener a Rand al’Thor y hacerlo suyo, como lo era de Elayne o de Min. Lo sentía a través del vínculo; se encontraba en su dormitorio, aunque no dormía. Ese hombre se exigía demasiado y apenas descansaba.

La piedra se le resbaló y casi se fue de bruces al suelo mientras intentaba equilibrar el peso y sujetar la carga en los cansados brazos. Unos soldados de Bashere que se cruzaron con ella la miraron con estupefacción, y Aviendha notó que se ponía colorada. Aunque no supieran que cumplía un castigo, se sentía avergonzada ante ellos.

¿Cómo razonaría Elayne esta situación? Las Sabias estaban enfadadas porque, según ellas, no aprendía con suficiente rapidez, pero tampoco le enseñaban nada. Sólo le hacían el mismo tipo de preguntas, cosas tales como qué pensaba de la situación de los Aiel, o de Rand al’Thor, o sobre cómo se había desenvuelto Rhuarc en la reunión con el Car’a’carn.

Aviendha tenía la impresión de que esas preguntas eran pruebas; ¿estaría respondiéndolas mal? De ser así, ¿por qué no le enseñaban a dar las respuestas adecuadas?

Las Sabias no la tenían por una mujer con poco aguante. Entonces, ¿qué más quedaba? ¿Qué diría Elayne? Aviendha habría querido tener sus lanzas a mano para ensartarlas en algo. Atacar, ponerse a prueba en la lucha contra un adversario, encauzar la rabia y darle salida.

«No, no. Voy aprender a hacer esto como una Sabia —pensó con determinación—. ¡Encontraré la forma de tener honor otra vez!»

Llegó a la casona, soltó la piedra y se enjugó el sudor de la frente; hacer caso omiso del calor y del frío como le había enseñado Elayne no impedía que sudara cuando sometía el cuerpo a un ejercicio tan duro como ése.

—¿Adrin? —llamó uno de los guardias de la puerta a su compañero—. Luz, tienes muy mal aspecto, en serio.

Aviendha echó una ojeada a la puerta de la casona. El guardia que había protestado por el calor estaba apoyado contra el vano, con la mano en la frente. Desde luego tenía muy mal aspecto; Aviendha abrazó el saidar, no era muy buena con la Curación, pero quizá podría…

De repente el hombre se llevó las manos a las sienes y empezó a rascarse; los ojos se le pusieron en blanco mientras las uñas abrían surcos en piel y carne. Sin embargo, en lugar de brotar sangre, de las heridas salió una sustancia negra como el carbón, y Aviendha notó el intenso calor incluso desde donde se encontraba.

El otro guardia soltó una exclamación ahogada de terror mientras su amigo se abría desgarrones de fuego negro a los lados de la cabeza. Una especie de alquitrán negruzco fluyó hirviente, siseando. La ropa del hombre se prendió fuego y la carne se le arrugó por el calor abrasador.

No se quejó. No emitió un solo sonido.

Aviendha se sacudió de encima la impresión y tejió de inmediato Aire en un sencillo tejido para tirar del guardia indemne hacia el exterior y ponerlo a salvo. A esas alturas, su compañero no era más que una masa palpitante de alquitrán negro de la que, en algunos sitios, afloraban huesos ennegrecidos. Ni rastro del cráneo. El calor era tan fuerte que Aviendha tuvo que recular tirando al tiempo del guardia.

—¡Nos… nos están atacando! —susurró el hombre—. ¡Encauzadores!

—No —lo contradijo Aviendha—, esto es algo mucho más siniestro. ¡Corre a pedir ayuda!

El guardia parecía estar demasiado conmocionado para moverse, pero ella lo empujó y lo puso en marcha. El alquitrán en sí no parecía estar extendiéndose, lo cual era una bendición, pero ya empezaba a prender fuego al marco de la puerta de la casona. El edificio entero estaría en llamas antes de que alguien se diera cuenta del peligro.

Aviendha tejió Aire y Agua con el propósito de extinguir el fuego pero el tejido fluctuaba y se consumía al aproximarse a las llamas. No es que se destejiera, sino que de alguna forma el fuego se resistía a su efecto.

Se apartó otro paso de la terrible y abrasadora intensidad de las llamas; el sudor le perlaba la frente, y la joven tuvo que alzar el brazo para protegerse la cara del calor. Apenas distinguía el negro montón calcinado del núcleo de calor cuando empezó a irradiar un intenso brillo rojo y blanco, como ascuas extremadamente calientes. En muy poco tiempo apenas quedaba rastro de negro. El fuego se extendió por la fachada del edificio; Aviendha oyó gritos dentro.

Sacudiéndose el estupor que la inmovilizaba, la joven tejió Tierra y Aire y extrajo pedazos de tierra a su alrededor que arrojó al fuego con el propósito de sofocarlo. El tejido no pudo extinguir el calor, pero eso no la desanimó y siguió haciendo tejidos para lanzarlos contra el fuego. Los terrones de tierra cubiertos de hierba siseaban y silbaban a medida de las briznas descoloridas ardían y se convertían en ceniza con el increíble calor. Aviendha siguió tejiendo a pesar de sudar por el esfuerzo y la temperatura.

Oyó gente a lo lejos —tal vez el guardia estuviera entre ellos— pidiendo cubos a gritos.

¿Cubos? ¡Por supuesto! En la Tierra de los Tres Pliegues el agua era demasiado valiosa para utilizarla en la extinción de incendios, y por eso usaban tierra. Pero allí usarían agua. Aviendha retrocedió unos cuantos pasos para localizar el río serpenteante que corría cerca de la casona. Alcanzó a ver con dificultad la superficie que reflejaba los ondulantes tonos rojos y naranjas de las llamas. ¡Ahora toda la fachada del edificio ardía! Sintió que alguien encauzaba dentro, ya fueran Aes Sedai o Sabias; esperaba que pudieran huir por la parte trasera de la casa. El fuego se había extendido por el vestíbulo y las estancias que daban a él no tenían puerta al exterior.

Aviendha tejió una gigantesca columna de Aire y Agua extrayendo un chorro del cristalino líquido del río y atrayéndolo hacia sí. La columna onduló en el aire como la criatura del estandarte de Rand, un dragón serpentino que se precipitó sobre las llamas. El vapor salió lanzado hacia afuera con un siseo y la alcanzó.

El calor era intensísimo y la rociada de vapor le escaldó la piel, pero la joven no retrocedió. Extrajo más agua y lanzó otra gruesa columna al montón ennegrecido que apenas distinguía a través del vapor.

¡Qué calor tan horrible! Aviendha trastabilló unos pasos hacia atrás, prietos los dientes, y siguió tejiendo. Entonces se produjo una repentina explosión cuando otra columna de agua irrumpió desde el río y se precipitó sobre el fuego. Esa tromba, junto con su columna, desvió casi toda la corriente del río. Aviendha parpadeó. La otra columna la dirigían tejidos que no veía, pero sí distinguió una figura de pie junto a una ventana del segundo piso, con la mano adelantada y una expresión de total concentración en el semblante. Era Naeff, uno de los Asha’man de Rand; se decía que era muy fuerte en tejidos de Aire.

El fuego se replegó; sólo quedó la masa alquitranada que irradiaba un intenso calor. La pared que había cerca, así como la entrada, se habían convertido en un enorme agujero ennegrecido. Aviendha siguió sacando agua y la arrojó sobre la masa calcinada a pesar de que empezaba a estar muy, muy cansada. Manejar tanta agua le exigía encauzar casi al máximo de su capacidad.

Poco después el agua dejó de sisear y Aviendha aminoró el flujo hasta reducirlo a un hilillo que por fin dejó de gotear del todo. El suelo a su alrededor era un cenagal ennegrecido que soltaba un intenso olor a ceniza mojada. Trozos de madera y tizones flotaban en el barrizal, y los agujeros donde la joven había extraído tierra se habían llenado y formaban charcos. Aviendha echó a andar, vacilante, para inspeccionar el amasijo que eran los restos de desdichado soldado. Sólo quedaba un bulto negro y vítreo, como obsidiana, con un brillo húmedo. La joven asió un trozo de madera chamuscada —arrancada de la pared por la fuerza de su columna de agua— y la usó para empujar la masa; era dura, consistente.

—¡Maldito seas! —bramó una voz, y Aviendha alzó la vista del bulto negro. Rand al’Thor salió por el agujero que era ahora parte de la fachada de la casona. Miró al cielo al tiempo que sacudía el puño—. ¡Es a mí a quien quieres! ¡Tendrás tu guerra a no tardar!

—Rand —empezó la joven, insegura.

Los soldados se arremolinaban en el prado, preocupados, como si esperaran una batalla. Sirvientes aturullados se asomaban por las ventanas de la casona. El episodio completo del incendio había durando menos de cinco minutos.

—¡Te plantaré cara! —bramó Rand, provocando exclamaciones de alarma tanto en los criados como en los soldados—. ¿Me oyes? ¡Iré por ti! ¡No malgastes tu poder! ¡Lo vas a necesitar para usarlo contra mí!

—¡Rand! —gritó a su vez Aviendha.

Él enmudeció y se quedó inmóvil; luego miró hacia ella, aturdido. Se encontraron las miradas, y Aviendha percibió la cólera del hombre casi con tanta intensidad como había sentido el abrasador calor de las llamas no hacía mucho. Rand se volvió, entró a zancadas en el edificio y subió los ennegrecidos escalones de madera.

—¡Luz! ¿Pasan cosas así a menudo cuando él está presente? —preguntó con ansiedad una voz.

Aviendha se volvió y se encontró cara a cara con un joven que contemplaba la escena; llevaba un uniforme desconocido y era larguirucho, con el cabello castaño claro y la tez cobriza. Aviendha no recordaba su nombre, pero seguramente era uno de los oficiales que acompañaban a Rand a su regreso de la entrevista con Rodel Ituralde.

Se giró de nuevo hacia el estropicio y oyó a los soldados dando órdenes a lo lejos. Bashere había llegado y tomó el mando, encargando a los hombres que vigilaran el perímetro aunque seguramente se limitaba a mandarles hacer algo para tenerlos ocupados. Esto no era el inicio de un ataque; sólo era otra de las consecuencias del contacto del Oscuro con el mundo, como que la carne se pudriera, que escarabajos y ratas aparecieran de la nada y que los hombres se desplomaran muertos por dolencias extrañas.

—Sí, ocurre a menudo —contestó Aviendha a la pregunta del hombre—. Al menos, con más frecuencia en el entorno del Car’a’carn que en otros sitios. ¿Habéis tenido sucesos parecidos entre vuestros hombres?

—He oído algunas cosas, sólo que las descarté.

—No todo lo que se cuenta son exageraciones —argumentó ella, sin apartar la vista de los restos calcinados del soldado—. La prisión del Oscuro se debilita.

—Qué puñetas —masculló el joven mientras se daba la vuelta—. ¿En qué nos has metido, Rodel? —El noble se alejó al tiempo que movía la cabeza.

Los oficiales de Bashere impartieron órdenes para organizar a los hombres y limpiar el desbarajuste. ¿Se trasladaría Rand de casa ahora? Cuando surgían burbujas malignas era frecuente que la gente quisiera irse. Y, sin embargo, a través del vínculo con Rand, la joven no percibía urgencia. ¡De hecho parecía que había vuelto a su cuarto a descansar! Los cambios de humor de ese hombre empezaban a ser tan impredecibles como los de Elayne con el embarazo.

Aviendha sacudió la cabeza y empezó a recoger trozos de madera quemada para ayudar a limpiar. Mientras trabajaba, varias Aes Sedai salieron del edificio y se pusieron a inspeccionar los daños. Toda la fachada de la casona estaba surcada de marcas negras, y el agujero que había donde antes se encontraba la entrada tenía al menos quince pies de ancho. Una de las mujeres, Merise, dirigió una mirada apreciativa a Aviendha.

—Lástima —dijo.

La joven, todavía con las ropas empapadas —con esas nubes que cubrían el sol tardarían en secarse— se irguió levantando un trozo de madera quemada.

—¿Lástima? —preguntó—. ¿Por lo de la casona?

El corpulento lord Tellaen, propietario de la finca, gimió para sí y se sentó en una banqueta dentro del vestíbulo para enjugarse el sudor al tiempo que movía la cabeza con desaliento.

—Oh, no. Lástima por ti, pequeña —contestó Merise—. Tu destreza con los tejidos es impresionante. De haber estado en la Torre Blanca serías Aes Sedai a estas alturas. Hay cierta tosquedad en tu forma de tejer, pero aprenderías enseguida a pulir tu estilo si te enseñaran las hermanas.

Sonó un claro resoplido desdeñoso y Aviendha giró sobre sus talones con rapidez; Melaine se encontraba detrás de ella. La Sabia de cabello dorado estaba cruzada de brazos, y el vientre abultado por el embarazo empezaba a notársele. No era divertida la expresión del rostro de la Sabia. ¿Cómo habría dejado Aviendha que se acercara tanto a ella sin darse cuenta? El cansancio la estaba volviendo descuidada.

Melaine y Merise trabaron las miradas durante varios segundos; después, la alta Aes Sedai se volvió en medio de un remolino verde de faldas y se alejó para hablar con los criados que se habían quedado atrapados por las llamas para preguntarles si alguno necesitaba la Curación. Melaine la siguió con la mirada y después meneó la cabeza.

—Qué mujer tan insufrible —masculló—. ¡Y pensar lo mucho que las respetábamos antaño!

—¿Perdón, Sabia?

—Soy más fuerte que la mayoría de las Aes Sedai, Aviendha, y tú eres mucho más fuerte que yo. Posees un control y una comprensión de los tejidos que nos pone en vergüenza a casi todas nosotras. Otras tienen que esforzarse para aprender lo que a ti te sale de forma innata. ¡Así que «cierta tosquedad en tu forma de tejer», dice! Dudo que alguna Aes Sedai, salvo Cadsuane Sedai tal vez, hubiera sido capaz de realizar lo que hiciste con esa columna de agua. Para desplazar agua a esa distancia hay que hacer uso del flujo y la presión del propio río.

—¿Es eso lo que hice? —preguntó Aviendha, que parpadeó.

Melaine la miró y volvió a resoplar, esta vez con suavidad, casi para sí misma.

—Sí, eso es lo que hiciste. Tienes tanto talento, pequeña…

Aviendha se hinchó de orgullo; los elogios de las Sabias eran contados, pero siempre sinceros.

—Sin embargo, te niegas a aprender —continuó Melaine—. ¡No queda tiempo apenas! Y eso me lleva a hacerte otra pregunta: ¿qué opinas del plan de Rand al’Thor para raptar a esos jefes de mercaderes domani?

Aviendha parpadeó otra vez, tan cansada que le costaba trabajo pensar. Era irracional que los domani tuvieran mercaderes como líderes, para empezar. ¿Cómo podía dirigir al pueblo un mercader? ¿No eran sus productos el principal interés de un comerciante? Qué ridículo. ¿Alguna vez dejarían de sorprenderla las extrañas costumbres de los habitantes de las tierras húmedas?

¿Y por qué Melaine le hacía esa pregunta en aquel momento, precisamente?

—Su plan parece bueno, Sabia —contestó—. Aun así, a las lanzas no les gusta que se las utilice para secuestrar. Creo que el Car’a’carn debería haber hablado de ofrecer protección para los mercaderes, aunque fuera una protección forzada. Los jefes habrían respondido mejor a la idea de ser protectores, en vez de secuestradores.

—A la postre estarían haciendo lo mismo, lo llames como lo llames.

—Pero el nombre que se da a las cosas es importante —argumentó la joven—. No hay engaño si ambas definiciones son ciertas.

Los ojos de Melaine chispearon, y Aviendha creyó ver un asomo de sonrisa en los labios de la mujer.

—¿Qué más piensas sobre la reunión?

—Que Rand al’Thor todavía parece creer que el Car’a’carn puede exigir como un rey de las tierras húmedas. Y eso redunda en mi vergüenza, porque no supe hacerle entender las cosas como es debido.

Melaine agitó la mano.

—No has incurrido en vergüenza por eso. Todos sabemos lo obcecado que es el Car’a’carn. Las Sabias también lo han intentado y ninguna ha sido capaz de educarlo correctamente.

Vaya. Así que no era ésa la razón de incurrir en deshonor con las Sabias. Pues, entonces, ¿cuál era? Aviendha rechinó los dientes por la frustración y después hizo un esfuerzo para continuar:

—No obstante, hay que recordárselo una vez y otra, las que hagan falta. Rhuarc es un hombre sabio y paciente, pero no ocurre lo mismo con todos los jefes de clan. Sé que algunos de los otros se preguntan si fue un error la decisión de seguir a Rand al’Thor.

—Cierto. Pero mira lo que les pasó a los Shaido.

—No he dicho que esos jefes tengan razón, Sabia. —Aviendha vio que un grupo de soldados, con muchas vacilaciones, intentaba apalancar el brillante bulto negro, que parecía haberse fundido con el suelo—. Se equivocan al cuestionar las órdenes del Car’a’carn, pero hablan entre ellos. Rand al’Thor tiene que comprender que no admitirán una ofensa tras otra indefinidamente. Puede que no se vuelvan contra él, como los Shaido, pero no descartaría que Timolan, por ejemplo, emprendiera regreso a la Tierra de los Tres Pliegues y dejara al Car’a’carn con su arrogancia.

—No te preocupes —dijo Melaine, que asentía con la cabeza—. Estamos enteradas de esa… posibilidad.

Lo cual significaba que se había enviado a las Sabias para apaciguar a Timolan, jefe del clan Miagoma Aiel. No sería la primera vez. ¿Sabría Rand al’Thor el duro trabajo que hacían las Sabias para mantener la lealtad de los Aiel? Probablemente no. Los veía a todos como un grupo homogéneo, comprometido por un juramento, para que él lo utilizara. Ése era uno de los peores defectos de Rand. No se daba cuenta de que a los Aiel, como a cualquier otro pueblo, no les gustaba que los utilizaran como herramientas. Los clanes estaban mucho menos unidos de lo que él pensaba; se habían dejado a un lado las luchas intestinas entre clanes por él. ¿Es que no entendía lo increíble que era algo así? ¿No se daba cuenta de lo débil que esa alianza seguía siendo?

Sin embargo, ¿por qué iba a entenderlo? Además de haber nacido y crecido en las tierras húmedas, no era una Sabia. Entre los propios Aiel muy pocos sabían el trabajo que hacían las Sabias en una docena de campos distintos. ¡Qué sencilla le parecía la vida a Aviendha cuando era Doncella! La habría dejado pasmada descubrir cuántas cosas ocurrían que no estaban a la vista. Melaine miraba sin ver el edificio dañado.

—Un resto del resto —dijo la Sabia, como si hablara consigo misma—. ¿Y si nos deja quemados y rotos, como esas tablas? ¿Qué será de los Aiel entonces? ¿Regresamos renqueantes a la Tierra de los Tres Pliegues y seguimos como antes? Muchos no querrán marcharse. Estas tierras tienen mucho que ofrecer.

Aviendha parpadeó, abrumada por el peso de aquellas palabras. Rara vez había pensado en lo que ocurriría después de que el Car’a’carn acabara el compromiso con ellos. Se había centrado en el momento actual, en recobrar el honor y estar allí para proteger a Rand al’Thor en la Última Batalla. No obstante, una Sabia no podía pensar sólo en el ahora o en el mañana: tenía que pensar en los años venideros y en los tiempos que llegarían a lomos del viento.

Un resto del resto. Él había roto a los Aiel como pueblo. ¿Qué sería de ellos?

Melaine miró a Aviendha y suavizó el gesto.

—Ve a las tiendas, pequeña, y descansa. Pareces un sharadan que se ha arrastrado sobre el vientre tres días a través de arena.

Aviendha bajó la vista hacia los brazos, cubiertos de laminillas de ceniza del incendio. Llevaba la ropa empapada y manchada, y sospechaba que tendría la cara igual de sucia. Le dolían los brazos de acarrear piedras todo el día y, una vez que fue consciente de la fatiga, el cansancio la acometió como un huracán, aplastante. Apretó los dientes y se mantuvo erguida merced a un esfuerzo ímprobo. ¡No podía echarse encima más vergüenza cayéndose redonda a la vista de todos!

—Oh, por cierto, Aviendha —dijo Melaine—. Mañana hablaremos de tu castigo.

La joven se volvió hacia la Sabia, consternada.

—Por no acabar con las piedras —aclaró Melaine mientras recorría de nuevo con la vista los estragos—. Y por no aprender con suficiente rapidez. Ve.

Aviendha suspiró. Otra tanda de preguntas y otro castigo inmerecido. Había una correlación de algún tipo, pero ¿cuál?

Estaba demasiado exhausta para pensar en eso ahora. Lo único que quería era tumbarse a dormir, y se sorprendió recordando con alevosa complacencia el mullido y suntuoso colchón del palacio de Caemlyn. Apartó de la mente esos pensamientos. ¡Si una dormía tan profundamente, arrebujada en almohadas y edredones de plumas, estaría tan relajada que no se despertaría si alguien intentaba matarla por la noche! ¿Cómo se había dejado convencer por Elayne para dormir en una de esas trampas mortales de plumas?

Al tiempo que rechazaba esa idea, le vino a la mente otra, una traicionera… Pensó en Rand al’Thor, descansando en su habitación. Podía ir a él y…

¡No! Hasta que tuviera honor de nuevo, no; no acudiría a él como una mendiga, sino que lo haría como una mujer de honor. Eso, si es que algún día descubría qué era lo que estaba haciendo mal.

Meneó la cabeza con desánimo y se dirigió al trote hacia el campamento Aiel, a un lado del prado.

12

Encuentros inesperados

Egwene recorría los cavernosos salones de la Torre Blanca, absorta en sus pensamientos. Las dos vigilantes Rojas la seguían a corta distancia; en los últimos días se mostraban un poco hoscas. Cada vez con más frecuencia, Elaida ordenaba a las hermanas que no se separaran de ella y, aunque se turnaban, casi siempre llevaba dos pegadas a los talones. Sin embargo, daba la impresión de que las mujeres percibieran que Egwene las consideraba más unas acompañantes que unas guardianas.

Casi había pasado un mes desde que Siuan le había puesto al corriente de las inquietantes noticias en el Tel’aran’rhiod, pero Egwene seguía dándoles vueltas en la cabeza. Esos acontecimientos eran un recordatorio de que el mundo se estaba desmoronando. Aquél era un momento en que la Torre Blanca tendría que haber sido un punto referente de estabilidad; por el contrario, se dividía en facciones, en tanto que los hombres de Rand al’Thor vinculaban hermanas. ¿Cómo había permitido Rand que ocurriera algo así? Desde luego, era evidente que quedaba poco del muchacho con el que había crecido. Claro que tampoco quedaba mucho de la joven Egwene. Atrás quedaban los días en que los dos parecían destinados a contraer matrimonio para vivir en una pequeña granja de Dos Ríos.

Eso, cosa curiosa, la llevó a pensar en Gawyn. ¿Cuánto tiempo hacía desde que se habían visto por última vez y se habían robado besos en Cairhien? ¿Dónde estaba él ahora? ¿Correría peligro?

«Céntrate en lo que estás haciendo —se recriminó—. Friega el trozo de suelo en el que estás antes de seguir con el resto de la casa».

Gawyn sabía cuidar de sí mismo; lo había hecho bien en el pasado. En algunos casos, de un modo demasiado competente.

Siuan y las demás se encargarían del asunto de los Asha’man, pero las otras noticias eran mucho más inquietantes. ¿Uno de los Renegados en el campamento? ¿Una mujer que encauzaba saidin en vez de saidar? En otro momento Egwene habría dicho que tal cosa era imposible, mas había visto fantasmas en las estancias de la Torre Blanca y los pasillos parecían reubicarse a diario. Esa paradoja sólo era una señal más.

Se estremeció. Halima la había tocado, se suponía que para darle masajes que aliviaran los dolores de cabeza. Esas jaquecas habían desaparecido tan pronto como la habían capturado; ¿por qué no se le había ocurrido pensar que Halima podría ser la que se las causaba? ¿Qué más había tramado esa mujer? ¿Qué cuerdas ocultas harían tropezar a las Aes Sedai, qué trampas les habría tendido?

El suelo, de trozo en trozo… Limpiar hasta donde uno alcanzaba y, después, moverse un poco más allá. Siuan y las otras tendrían que ocuparse también de las maquinaciones de Halima.

A Egwene le dolían las nalgas, pero era una molestia que iba perdiendo relevancia de día en día; a veces reía mientras recibía los azotes, y otras veces no. Los correazos no eran importantes; lo que más dolía —todo lo que se le había hecho a Tar Valon— era mucho más apremiante. Saludó con un cabeceo a un grupo de novicias vestidas de blanco cuando se las cruzó en el vestíbulo, y las chicas le hicieron una reverencia. Egwene frunció el entrecejo, pero no les llamó la atención y confió en que no les cayera un castigo por parte de las Rojas que venían detrás por haberle mostrado deferencia.

Se dirigía al sector del Ajah Marrón, el que ahora se encontraba en la parte baja del ala del edificio. Meidani había dispuesto de un rato ese día para la tarea voluntaria de entrenar a Egwene; la orden de la Gris había llegado por fin, semanas después de la primera cena servida a Elaida. Cosa extraña, Bennaer Nalsad también se había ofrecido voluntaria para darle clase ese día. Egwene no había hablado con la Marrón shienariana desde aquella primera conversación, varias semanas antes. Nunca había dado clase dos veces con la misma hermana, y, sin embargo, por la mañana le habían indicado su nombre como la primera de las visitas que debía hacer ese día.

Cuando llegó al ala este, en la que ahora se encontraba el sector Marrón de la Torre, sus supervisoras Rojas —de mala gana— tomaron posiciones fuera, en el vestíbulo, para esperar hasta que ella saliera. Seguro que a Elaida le habría gustado que no se apartaran de ella, pero ya que las propias Rojas se mostraban tan estrictas en la protección de sus límites, pocas posibilidades había de que otro Ajah permitiera a las dos Rojas infiltrarse en sus dominios, ni aun tratándose de las apacibles Marrones. Egwene apretó el paso al entrar en el sector con las baldosas marrones, en el que se cruzó con mujeres acarreadas que caminaban deprisa y llevaban vestidos insulsos. Sería un día muy ocupado, dadas las citas que tenía con hermanas, las tandas de azotes programadas, y las tareas normales de fregar suelos u otras faenas propias de una novicia.

Llegó a la puerta de Bennaer, pero se quedó inmóvil, vacilando. Casi todas las hermanas accedían a dar clases a Egwene sólo si se veían obligadas a cumplir esa tarea, y con frecuencia la experiencia resultaba desagradable. A algunas les caía mal porque estaba con las rebeldes, a otras les molestaba la facilidad con que era capaz de realizar tejidos, y unas cuantas se ponían furiosas al descubrir que no les mostraba respeto, como correspondía a una novicia.

No obstante, esas «lecciones» se contaban entre las mejores oportunidades que tenía Egwene de sembrar semillas contra Elaida. Durante una de sus primeras visitas a Bennaer había plantado una de ellas, y se preguntaba si habría empezado a germinar.

Llamó a la puerta y entró al oír una voz que la invitaba a pasar. La salita de estar se hallaba repleta de diverso material de enseñanza en desuso; pilas y pilas de libros —como torres de una ciudad en miniatura— se sujetaban unas contra otras. Esqueletos de diversas criaturas se acumulaban en distintas etapas de construcción; esa mujer poseía huesos suficientes para montar una exposición de animales. Egwene tuvo un escalofrío al localizar en un rincón un esqueleto humano completo que se mantenía erguido y con las piezas unidas gracias a unos cordeles; unas anotaciones minuciosas aparecían escritas directamente en los huesos, con tinta negra.

Apenas quedaba hueco para moverse y sólo había un sitio despejado en el que sentarse: la silla almohadillada de Bennaer, con un par de huecos cóncavos en los reposabrazos, sin duda donde la Marrón apoyaba los brazos durante interminables sesiones de lecturas nocturnas. El techo bajo daba la impresión de serlo más por una cuantas aves momificadas y artilugios astronómicos que colgaban en el aire. Egwene tuvo que agachar la cabeza para pasar por debajo de un modelo del sol y llegar hasta donde estaba Bennaer de pie, revolviendo en un montón de volúmenes encuadernados en cuero.

—Ah —dijo la Aes Sedai al reparar en Egwene—. Bien.

Esbelta, a su estilo un poco huesudo, tenía el cabello oscuro con mechones grises propios de una edad avanzada. Llevaba el pelo recogido en moño y, como gran parte de las Marrones, utilizaba un vestido sencillo que había dejado de estar de moda hacía uno o dos siglos.

Bennaer se acercó al sillón mullido pasando por alto las sillas más duras que había junto al hogar; encima de esas dos sillas se acumulaban montones de papeles desde la visita anterior de Egwene. Ésta despejó un taburete dejando un polvoriento esqueleto de rata en el suelo, entre dos pilas de libros sobre el reinado de Artur Hawkwing.

—Bien, pues, supongo que deberíamos empezar con tu clase —dijo la Marrón mientras se acomodaba en el sillón, apoyada en el respaldo.

Egwene mantuvo la expresión sosegada. ¿De verdad había pedido Bennaer la oportunidad de volver a instruirla o se había visto obligada a hacerlo? Egwene imaginaba a una ingenua Marrón empujada una y otra vez a ocuparse de una tarea que nadie más quería hacer.

A petición de Bennaer, Egwene realizó varios tejidos, unos ejercicios que estaban fuera del alcance de casi todas las novicias, pero que para Egwene eran fáciles incluso con la capacidad encauzadora reducida por el efecto de la horcaria. Intentó sonsacar a la Marrón lo que pensaba de la nueva ubicación de sus aposentos, pero Bennaer —como hacían casi todas las Marrones con las que Egwene había hablado— prefirió no entrar en ese tema.

Egwene realizó otros cuantos tejidos y al cabo de un rato se preguntó qué motivo tendría esa reunión, puesto que en la primera visita que había hecho a los aposentos de Bennaer ésta le había pedido que realizara casi los mismos que ahora.

—Muy bien —dijo la hermana Marrón al tiempo que se servía una taza de té de una tetera que se mantenía caliente en un pequeño brasero de carbón, aunque no le ofreció té a ella—. Eres bastante hábil en eso, pero me pregunto… ¿Tienes la agudeza mental, la capacidad que se requiere de cualquier Aes Sedai para afrontar situaciones difíciles?

Egwene no contestó, si bien se sirvió una taza de té de manera intencionada, y Bennaer no puso objeciones.

—Veamos… —caviló la Marrón—. Supón que te encuentras en una situación en la que estás en conflicto con algunas hermanas de tu propio Ajah. Has topado con información que se suponía no deberías saber, y las dirigentes de tu Ajah están bastante molestas contigo. De pronto, te encuentras penalizada con algunas de las tareas más desagradables, como si intentaran barrerte debajo de la alfombra para olvidarse de ti. Dime, en esta situación, ¿cómo reaccionarías?

Egwene estuvo a punto de atragantarse con el té. La Marrón no era muy sutil. Así que había hecho preguntas sobre el decimotercer depósito, ¿verdad? ¿Y eso la había metido en problemas? Se suponía que eran muy pocas las Aes Sedai que sabían las historias secretas que Egwene había mencionado como quien no quiere la cosa durante la visita anterior a la Marrón.

—Bien, permíteme que aborde el tema con la mente abierta. Lo mejor es enfocarlo desde la perspectiva de las cabecillas del Ajah, diría yo.

—Supongo que sí. —Bennaer frunció ligeramente el entrecejo.

—Veamos. En esa situación que describes, ¿hemos de dar por sentado que la salvaguardia de esos secretos le ha sido confiada al Ajah? Ah, bien. En fin, desde su perspectiva, unos planes importantes y concienzudos han sido trastocados. Imagina lo que todo esto debe parecerles. Por un lado, alguien se ha enterado de secretos que no debería saber, y por otro, cabe la posibilidad de que corran rumores de una filtración preocupante entre los miembros de mayor confianza del Ajah.

—Sí, podría imaginarlo —contestó Bennaer, que había palidecido.

—Entonces, el mejor modo de manejar la situación sería atajarla por dos frentes. —Egwene sorbió un poco de té; sabía horrible—. En primer lugar, habría que devolver la confianza a las cabecillas del Ajah. Necesitan saber que no fue culpa suya que se filtrara esa información. Si fuera yo esa hipotética hermana en apuros (y si no hubiera hecho nada malo), iría a verlas y se lo explicaría. De ese modo dejarían de buscar quién filtró la información.

—Pero eso no creo que sirviera de mucho a la hermana (a la que hipotéticamente tiene problemas) para acabar con los castigos.

—Tampoco le haría ningún mal —argumentó Egwene—. Seguramente los castigos son para quitarla de en medio mientras las cabecillas del Ajah buscan a la traidora. Cuando descubran que no hay ninguna, lo más probable es que contemplen la situación de la hermana con compasión, sobre todo después de que les haya ofrecido una solución…

—¿Una solución? —repitió Bennaer. La taza reposaba entre las manos de la Marrón como si ésta se hubiera olvidado de ella—. ¿Y qué solución podría ofrecerles?

—La mejor: su aptitud. Es obvio que hay hermanas del Ajah que conocen esos secretos. Bien, pues, si esa hermana quisiera demostrar que es digna de confianza así como su potencial, quizá las cabecillas de su Ajah comprenderían que lo más indicado para ella sería estar entre las guardianas de los secretos. Una solución fácil, si lo piensas.

Bennaer se quedó pensativa; un pequeño pinzón momificado giró despacio del cordel justo encima de ella.

—Sí, pero ¿funcionará?

—Sin lugar a dudas eso es mejor que trabajar en algún almacén olvidado catalogando pergaminos —comentó Egwene—. A veces no se pueden evitar los castigos injustos, pero es aconsejable no permitir que las otras olviden que lo son. Si esa hermana acepta sin más que la traten de esa forma, entonces no pasará mucho tiempo antes de que todas den por sentado que merece estar donde la han puesto.

«Y gracias, Silviana, por ese pequeño consejo», acabó para sus adentros.

—Sí, cierto —convino Bennaer con un cabeceo—. Sí, supongo que tienes razón.

—Siempre estoy dispuesta a ayudar, Bennaer —dijo Egwene en un tono de voz más suave y tomó otro sorbo de té—. En situaciones hipotéticas, desde luego.

Durante un instante Egwene temió haber ido demasiado lejos al llamar a la Marrón por su nombre. Sin embargo, Bennaer le sostuvo la mirada y entonces llegó incluso a hacer una mínima inclinación de cabeza para darle las gracias.

Aun cuando la hora pasada con Bennaer hubiera sido un caso aislado, a Egwene le habría parecido un hecho memorable. No obstante, se quedó pasmada cuando, al salir del cubil que eran los aposentos de Bennaer, encontró a una novicia que la esperaba con un mensaje en el que se le indicaba que se reuniera con Nagora, una hermana Blanca. Egwene todavía tenía tiempo antes de reunirse con Meidani, de modo que acudió a la cita. No podía hacer caso omiso de la llamada de una hermana, aunque sin duda después tendría que ocuparse de tareas extra para compensar el haberse saltado el fregado de suelo.

En la reunión con Nagora recibió una lección sobre lógica, y los «enigmas lógicos» que le presentó la Blanca recordaban mucho a una petición de ayuda para tratar con un Guardián que se sentía frustrado por la avanzada edad y la incapacidad para luchar. Egwene ofreció la ayuda que pudo, ayuda que Nagora calificó de «lógica perfecta» antes de dejar que se marchara. Después de eso hubo otro mensaje, éste de Suana, una de las Asentadas del Ajah Amarillo.

¡Una Asentada! Era la primera vez que a Egwene se le ordenaba acudir a la llamada de una de ellas. Presurosa, se dirigió a la cita; la hizo pasar una doncella. Los aposentos de Suana más parecían un jardín que habitaciones. Como Asentada, Suana podía exigir estancias con ventanas, y sacaba el máximo partido del balcón corrido raso, que utilizaba como jardín de hierbas y plantas medicinales. Pero, además, tenía espejos situados de forma que reflejaban la luz dentro del cuarto, repleto de pequeños árboles en macetas, matojos plantados en grandes barreños llenos de tierra, e incluso un pequeño arriate donde crecían zanahorias y rábanos. Con desagrado, Egwene reparó en un pequeño montón de tubérculos podridos en un recipiente, seguramente recién recolectados pero que, de algún modo, ya se habían echado a perder.

En el cuarto había un intenso olor a albahaca, a tomillo y a una docena más de hierbas aromáticas. A pesar de los problemas de la Torre, a pesar de las plantas podridas, la Amarilla se mantenía con buen ánimo merced al olor a vida que flotaba en la estancia. ¡Y Nynaeve protestaba porque las hermanas en la Torre Blanca desconocían la utilidad de las hierbas! Le vendría bien pasar un rato con Suana, una mujer robusta, de rostro cuadrado.

A Egwene le pareció una mujer muy agradable. Suana le hizo repasar una serie de tejidos, muchos de ellos relacionados con la Curación, disciplina en la que Egwene no destacaba. Aun así, su habilidad debió de impresionar a la Asentada porque a mitad de la lección —Egwene estaba sentada en un taburete de asiento mullido, entre dos arbolillos metidos en macetas, en tanto que Suana ocupaba una silla tapizada con cuero— el tono de la conversación cambió.

—Creo que nos gustaría mucho tenerte en el Amarillo —dijo la Asentada, cuyo comentario hizo dar un respingo a Egwene.

—No he demostrado tener una habilidad especial para la Curación.

—Pertenecer al Amarillo no está relacionado con la habilidad, pequeña, sino con el entusiasmo —contestó Suana—. Si amas hacer bien las cosas, recomponer lo que está roto, aquí encontrarías un objetivo.

—Gracias por ofrecérmelo, pero la Amyrlin no tiene Ajah.

—Cierto, pero se la asciende perteneciendo a uno. Piénsalo, Egwene. Creo que encontrarías un buen hogar aquí.

Qué conversación tan chocante; era evidente que Suana no la consideraba la Amyrlin, pero el simple hecho de intentar reclutarla para su Ajah decía mucho. Significaba que aceptaba la legitimidad de Egwene, al menos hasta cierto grado, como una hermana.

—Suana —empezó la joven tanteando hasta dónde podía llegar con esa sensación de legitimidad—, ¿han hablado las Asentadas sobre qué hacer respecto a las tensiones entre los Ajahs?

—No veo de qué serviría —repuso la Amarilla, que desvió la mirada hacia el balcón repleto de plantas—. Si las hermanas de otros Ajahs han decidido ver como enemigo al Amarillo, entonces no está en mi mano obligarlas a dejar de ser unas necias.

«Seguramente las otras dirán lo mismo sobre ti», pensó Egwene.

—Alguien debe dar el primer paso —dijo en voz alta, sin embargo—. El cascarón de la desconfianza se está haciendo tan grueso que dentro de poco será difícil de romper. Quizá si algunas Asentadas de distintos Ajahs empezaran a comer juntas o se las viera recorriendo los pasillos en compañía de otras, sería aleccionador para el resto de la Torre.

—Sí, tal vez…

—No son tus enemigas, Suana —añadió Egwene, que dio un tono más firme a la voz.

La mujer la miró ceñuda, como si de pronto se diera cuenta de quién le estaba dando consejos.

—Sí, bien, creo que es mejor que te marches ya. No me cabe duda de que hoy tendrás mucho que hacer.

Egwene se dirigió a la puerta poniendo sumo cuidado en no rozar las ramas colgantes y los grupos de tiestos. Una vez que abandonó el sector de las Amarillas en la Torre y se reunió con las acompañantes del Ajah Rojo, cayó en la cuenta de algo. Había pasado por las tres reuniones sin que le impusieran un solo castigo. No sabía bien qué pensar de eso; ¡a dos de ellas las había llamado por su nombre a la cara!

Empezaban a aceptarla. Por desgracia, ésa sólo era una pequeña parte de la batalla. La más grande era asegurarse de que la Torre Blanca aguantara las tensiones a las que la estaba sometiendo Elaida.

Los aposentos de Meidani resultaron ser increíblemente cómodos y acogedores. Egwene siempre había pensado en las Grises como muy semejantes a las Blancas: carentes de pasión, las diplomáticas perfectas que no tenían tiempo para emociones personales ni frivolidades.

Esas habitaciones, sin embargo, ponían de manifiesto que las ocupaba una mujer a la que le encantaba viajar. Mapas encuadrados en marcos delicados colgaban centrados en las paredes como valiosas piezas de arte. Un par de lanzas Aiel pendían a ambos lados de uno de los mapas; otro era de las islas de los Marinos. Mientras que muchas hermanas habían optado por objetos de porcelana que se asociaban normalmente con el Pueblo del Mar, Meidani poseía una pequeña colección de pendientes y conchas pintadas, cuidadosamente enmarcados y expuestos, con una pequeña placa debajo en la que se indicaba la fecha en que habían sido incorporados a la colección.

La sala de estar era como un museo dedicado a los viajes de una persona. Un Cuchillo de Esponsales altaranés, adornado con cuatro rubíes resplandecientes, colgaba junto a una pequeña enseña cairhienina y una espada shienariana. Cada objeto contaba con una placa en la que se explicaba su trasfondo. Por ejemplo, el Cuchillo de Esponsales le había sido obsequiado a Meidani por la ayuda prestada para resolver una disputa entre dos casas altaranesas por la muerte de un hacendado muy importante. La viuda del hacendado le había entregado su cuchillo como muestra de agradecimiento.

¿Quién habría imaginado que la mujer acobardada de la cena de pocas semanas antes tenía semejante colección de la que sentirse orgullosa? Hasta la alfombra estaba etiquetada como el regalo de un comerciante que la había comprado en los puertos cerrados de Shara para después obsequiársela a Meidani en agradecimiento por Curar a su hija. Tenía un diseño extraño; estaba tejida con lo que parecían ser diminutos juncos teñidos, y mechones de una exótica piel gris remataban los bordes. El dibujo representaba criaturas exóticas de largos cuellos.

Meidani estaba sentada en una curiosa silla hecha con varas de mimbre tejidas y trabajadas de manera que daba la impresión de ser un grupo de ramas que, por capricho, crecieran en forma de silla. Habría estado fuera de lugar en cualquier otra habitación de la Torre, pero encajaba en esos aposentos, donde todos los objetos eran diferentes, sin relación entre sí, aunque de algún modo conectados con la temática general de obsequios recibidos durante los viajes.

El aspecto de la Gris era distinto por completo del que tenía durante la cena con Elaida. En lugar del vestido de escote bajo y color llamativo, llevaba un atuendo de cuello alto, en color blanco, y un corte pensado para que no resaltara el busto. El cabello, rubio intenso, estaba recogido en un moño; no llevaba ni una sola joya de adorno. ¿Había buscado a propósito ese contraste?

—Has tardado en llamarme —dijo Egwene.

—No quería despertar sospechas en la Amyrlin —contestó Meidani mientras Egwene cruzaba la exótica alfombra sharaní—. Además, aún no estoy segura de qué opinión me mereces.

—No me quita el sueño lo que opines de mí —respondió la joven con sosiego mientras se sentaba en una enorme silla de roble; una placa la identificaba como regalo de un prestamista de Tear—. Una Amyrlin no necesita el aprecio de quienes la siguen, siempre y cuando obedezcan.

—Fuiste capturada y derrocada.

Egwene enarcó una ceja y le sostuvo la mirada a Meidani.

—Capturada, sí, es cierto.

—La Antecámara de las rebeldes habrá elegido una Amyrlin nueva a estas alturas.

—Resulta que sé que no lo han hecho.

Meidani vaciló. Revelar que tenía contacto con las Aes Sedai rebeldes era un riesgo, pero si no conseguía obtener la lealtad de Meidani y las espías, entonces sí que estaría pisando terreno muy, muy inseguro. Teniendo en cuenta lo asustada que había visto a Meidani en la cena, había dado por sentado que sería fácil ganarse su respaldo. Pero, por lo visto, esa mujer no se acobardaba con tanta facilidad como parecía.

—Bien, pues, aunque eso sea cierto, debes saber que te escogieron como figura decorativa, una marioneta a la que manipular —dijo Meidani.

Egwene siguió mirando con fijeza a la Gris.

—No tienes verdadera autoridad —añadió Meidani con un leve temblor en la voz.

Egwene no apartó los ojos. Meidani la observó, frunció el entrecejo poco a poco, y en el terso semblante intemporal de la Aes Sedai empezaron a aparecer arrugas. Examinó los ojos de la joven como un maestro albañil examinaría un bloque de piedra en busca de grietas o imperfecciones antes de colocarlo en su sitio. Lo que encontró pareció desconcertarla más aún.

—Bien, ahora dime exactamente por qué no huiste de la Torre —exigió Egwene como si no acabara de ser cuestionada su autoridad—. Aunque considero que tu labor de espiar a Elaida es importante, por fuerza has de saber que corres un gran peligro ahora que Elaida ha descubierto a qué bando eres leal. ¿Por qué no te fuiste?

—Yo… No puedo decirlo —contestó Meidani, que eludió los ojos.

—Te estoy dando una orden como tu Amyrlin que soy.

—Aun así, no puedo decirlo. —Meidani bajó la vista al suelo, sonrojada.

«Qué curioso», pensó Egwene, que disimuló la frustración que sentía.

—Es evidente que no entiendes la gravedad de tu situación —le dijo a la Gris—. O aceptas mi autoridad o la de Elaida. No hay término medio, Meidani. Y te prometo una cosa: si Elaida retiene la Sede Amyrlin, descubrirás que el trato que da a quienes ve como traidoras es sumamente desagradable.

Meidani siguió con la vista baja; a pesar de la resistencia inicial, daba la impresión de que le quedaba muy poca fuerza de voluntad.

—Entiendo. —Egwene se puso de pie—. Nos has traicionado, ¿verdad? ¿Te pusiste de parte de Elaida antes de ser descubierta o después de la confesión de Beonin?

Melaine alzó la cabeza con brusquedad.

—¿Qué? ¡No! ¡Jamás traicioné nuestra causa! —Se había quedado pálida y apretaba la boca en un gesto asqueado—. ¿Cómo puedes pensar que apoyaría a esa horrible mujer? Odio lo que le ha hecho a la Torre.

Bueno, pues era una respuesta más que directa; en esas afirmaciones no había resquicios por los que escabullirse sin quebrantar los Tres Juramentos. O Meidani decía la verdad o era una Negra, aunque a Egwene le costaba trabajo creer que una hermana Negra corriera el riesgo de ponerse en evidencia con un embuste tan fácil de desmentir.

—¿Por qué no huiste, entonces? —preguntó de nuevo Egwene—. ¿Por qué te quedaste?

—No puedo decirlo —reiteró la Gris a la par que negaba con la cabeza.

Egwene hizo una profunda inhalación. Había algo en aquella conversación que la irritaba.

—¿Querrás al menos decirme por qué cenas con Elaida tan a menudo? No será por lo bien que te trata.

—Elaida y yo fuimos compañeras de almohada en los años de novicias. —La Gris enrojeció—. Las otras decidieron que, si reanudaba esa relación, quizá se me presentaría la ocasión de obtener información valiosa.

—A mi entender, era imprudente suponer que confiaría en ti. —Egwene se cruzó de brazos—. No obstante, el ansia de poder de Elaida la lleva a hacer sus propias jugadas arriesgadas, de modo que quizás el plan no fuera tan temerario. Aun así, ahora que sabe que no cuenta con tu lealtad, no te hará partícipe de secretos ni te ganarás su confianza.

—Lo sé, pero se decidió que no diera a entender que estaba al tanto de que ella me había descubierto. Si me retirara ahora, sería evidente que alguien nos ha puesto sobre aviso, y ésa es una de las pocas ventajas que aún tenemos.

Demasiado pocas para que no hubiera salido huyendo de la Torre a esas alturas. No ganaría nada con quedarse, así pues ¿por qué? Al parecer la mujer todavía se reservaba alguna información. Algo con mucho peso. ¿Una promesa?

—Meidani, necesito saber qué es lo que no me cuentas.

La Gris sacudió la cabeza; parecía asustada.

«¡Luz! No voy a hacer lo mismo que hace Elaida en esas veladas durante la cena», pensó Egwene.

—Ponte derecha, Meidani —pidió mientras se apoyaba en el respaldo—. No eres una novicia aturullada, sino una Aes Sedai, así que empieza a comportarte como tal.

La Gris alzó los ojos, relampagueantes por la pulla, y Egwene asintió en un gesto aprobador.

—Repararemos el daño que Elaida ha causado y yo ocuparé el lugar que legítimamente me corresponde, como Amyrlin. Pero tenemos que trabajar.

—No puedo…

—Sí, claro que puedes decirme qué pasa. Sospecho que tiene que ver con los Tres Juramentos, aunque la Luz sabe cómo. Abordaremos el problema dando un rodeo. Bien, no puedes decirme por qué sigues en la Torre, pero ¿puedes mostrármelo?

—No estoy segura. —Meidani ladeó la cabeza—. Podría llevarte hasta…—Enmudeció de golpe. Sí, uno de los Juramentos le impedía a la fuerza que siguiera hablando—. Tal vez pueda enseñártelo —acabó la Gris en un tono poco convencido—. No estoy segura.

—Comprobémoslo, entonces. ¿Habría peligro si esas Rojas que me controlan nos siguieran?

—Mucho. —Melaine palideció.

—Habrá que dejarlas atrás, pues —concluyó Egwene, que daba golpecitos con una uña en el reposabrazos del enorme sillón, pensativa—.

Podríamos salir del sector Gris de la Torre por otro camino, pero si nos ven quizá despertemos sus sospechas.

—Ha habido muchas Rojas al acecho cerca de las entradas y salidas de nuestro sector —informó Meidani—. Sospecho que todos los Ajahs se vigilan entre sí, y será muy difícil escabullimos sin que se den cuentan. A mí no me seguirían si fuera sola, pero si te ven…

¿Espías vigilando los alojamientos de otros Ajahs? ¡Por la Luz! ¿A ese extremo se había llegado? Era lo mismo que mandar exploradores a vigilar campamentos enemigos. No debía arriesgarse a que la vieran salir con Meidani, pero ir sola también llamaría la atención porque todas las Rojas sabían que estaba bajo vigilancia.

Se enfrentaba a un buen contratiempo, y a Egwene sólo se le ocurría una forma de solucionarlo. Observó a Meidani. ¿Hasta qué punto podía confiar en ella?

—¿Juras que no respaldas a Elaida y que aceptas mi liderazgo?

—Lo juro —asintió la otra mujer tras una pequeña vacilación.

—Si te enseño algo, ¿juras no revelárselo a nadie sin antes pedirme permiso?

—Sí —afirmó la Gris, aunque con el entrecejo fruncido.

Egwene tomó una decisión; respiró hondo y abrazó la Fuente.

—Observa con atención —instruyó, y empezó a tejer hilos de Energía.

Menguada por la horcaria su capacidad de encauzar, le faltaba fuerza para abrir un acceso, pero sí estaba en disposición de mostrar el tejido a Meidani.

—¿Qué es eso? —quiso saber la Gris.

—Se llama acceso, y se utiliza para Viajar —explicó la joven.

—¡Viajar es imposible! —saltó de inmediato Meidani—. Es una habilidad que se perdió hace… —No acabó la frase y los ojos se le abrieron más y más.

Egwene hizo que el tejido se deshiciera y, de inmediato, Meidani abrazó la Fuente con resolución.

—Piensa en el sitio al que quieres ir—instruyó Egwene—. Tienes que conocer muy bien el sitio que dejas atrás para lograr que esto funcione. Supongo que conocerás de sobra tus propios aposentos. Elige un punto de destino donde sea improbable que haya gente; los accesos son peligrosos si se abren en el sitio equivocado.

Meidani asintió con la cabeza y el moño rubio se meció mientras la mujer se concentraba. Hizo un trabajo admirable imitando el tejido de Egwene y se abrió un acceso justo entre las dos; la línea blanca hendía el aire y se plegaba sobre sí misma. El agujero estaba del lado de Meidani, así que Egwene sólo veía un parche titilante, como una corriente de calor combándose en el aire. Rodeó el acceso y, a través del agujero, vio más allá un oscuro corredor de piedra. Las baldosas eran de apagados tonos en blanco y marrón, y no había ventanas hasta donde alcanzaba la vista. Dedujo que se encontraban en la entrañas de la Torre.

—Deprisa —animó la joven a la otra mujer—. Si no vuelvo de tus aposentos después de una hora, como mucho, mis guardianas Rojas empezarán a preguntarse por qué tardo tanto. Ya resulta sospechoso que precisamente tú me hayas mandado llamar. Espero que Elaida no esté tan pendiente como para que le extrañe la coincidencia.

—Sí, madre —dijo Meidani, que se apresuró a coger una lámpara de bronce de la mesa.

La llama titiló al darle la corriente. Entonces vaciló.

—¿Qué pasa? —inquirió Egwene.

—Nada, sólo estoy sorprendida.

La joven estuvo a punto de preguntarle qué le parecía tan sorprendente, pero vio la respuesta en los ojos de la Gris. Meidani estaba sorprendida por la rapidez con que había obedecido; sorprendida por lo natural que era pensar en Egwene como la Amyrlin. Todavía no se había ganado del todo a esa mujer, pero faltaba poco.

—Aprisa —urgió Egwene.

Meidani asintió con un cabeceo y cruzó el acceso, seguida por Egwene. Aunque el suelo al otro lado del agujero no tenía polvo, el corredor estaba cargado del olor a cerrado de un sitio donde no corre el aire, y el único ruido que se oía era el de unas cuantas ratas que rascaban a lo lejos. Ratas. En la Torre Blanca. En otro tiempo eso habría sido impensable. Que las salvaguardias no funcionaran era sólo otra contingencia más que añadir a un montón en constante crecimiento.

Aquélla no era una zona de la que se ocuparan con frecuencia los criados de la Torre; seguramente era la razón de que Meidani la hubiera elegido para abrir un acceso. La elección estaba bien hecha, pero la Gris quizá se equivocaba en cuanto a la seguridad. Tardarían unos minutos muy valiosos en llegar desde un nivel tan profundo en los sótanos de la Torre a los pasillos principales para dar con lo que quiera que Meidani deseara enseñarle. ¿Qué pasaría si otras hermanas se fijaban en que Egwene recorría pasillos sin su habitual acompañamiento de guardianas Rojas?

Antes de que tuviera tiempo de articular esa preocupación, Meidani echó a andar, pero no corredor arriba, hacia los huecos de escalera, sino hacia abajo, descendiendo más en las entrañas de la Torre. La joven frunció el entrecejo, pero la siguió.

—No estoy segura de que se me permita enseñártelo —dijo la Gris en voz baja, el frufrú de las faldas tan apagado como los arañazos de las lejanas ratas—. Sin embargo, he de advertirte que quizá te sorprenda esto en lo que estás a punto de implicarte. Podría ser peligroso.

¿Se referiría a un peligro físico o político? Egwene creía que, en cuanto a lo segundo, ya no se podía estar más metida en harina de lo que estaba. De todos modos, se dio por enterada con un asentimiento de cabeza.

—Lo entiendo —añadió en voz solemne—. Pero, si en la Torre está pasando algo peligroso, debo saberlo. No sólo porque sea un derecho, sino una obligación que tengo.

Meidani no añadió nada más y condujo a Egwene por el sinuoso corredor y masculló entre dientes que le habría gustado hacerse acompañar por su Guardián. Por lo visto el hombre se encontraba en la ciudad haciendo algún recado. El pasillo giraba y giraba de forma muy parecida a las vueltas de la Gran Serpiente; justo cuando Egwene empezaba a impacientarse, Meidani se detuvo delante de una puerta cerrada. No parecía distinta de las otras docenas que daban a cuartos de almacenaje casi olvidados y que partían del corredor principal. Meidani alzó la mano, vaciló un momento y después llamó con firmeza.

La puerta se abrió de inmediato y apareció un Guardián de ojos penetrantes, cabello rojizo y mentón cuadrado. Miró a Meidani y después se volvió hacia Egwene al tiempo que su expresión se ensombrecía. Hubo una convulsión apenas perceptible en el brazo del hombre, como si hubiera frenado con un esfuerzo la intención de asir la espada que llevaba al costado.

—Debe de ser Meidani que viene a informar de su reunión con la chica —dijo una voz de mujer dentro del cuarto—. ¿Adsalan?

El Guardián se apartó y dejó a la vista una habitación pequeña en la que unas cajas hacían las veces de sillas. Dentro se encontraban cuatro mujeres, todas Aes Sedai. ¡Lo chocante era que pertenecían a Ajahs distintos! Egwene no había visto mujeres de cuatro Ajahs diferentes que hablaran siquiera en los pasillos, cuanto menos que se reunieran para conferenciar. Ninguna era Roja, aunque las cuatro eran Asentadas.

Seaine era la majestuosa mujer del vestido blanco con ribetes plateados, una Asentada del Ajah Blanco con una melena espesa, negra como las cejas, y unos ojos de color azul claro que miraban a Egwene con expresión sosegada. A su lado estaba Doesine, una Asentada del Ajah Amarillo. Era esbelta y alta considerando su origen cairhienino; el vestido de color rosa fuerte tenía bordados de hilo de oro, y llevaba el cabello adornado con zafiros, a juego con la gema que lucía en la frente.

Yukiri era la hermana Gris sentada junto a Doesine. Yukiri era una de las mujeres más bajas que Egwene conocía, pero tenía un modo de mirar tal que siempre daba la impresión de ser ella la que tenía el control, incluso estando acompañada por Aes Sedai muy altas. La última era Saerin, altaranesa de origen y Asentada del Marrón. Como muchas Marrones, siempre llevaba vestidos sin adornos, y éste en particular era uno muy soso, de color canela. Una cicatriz en la mejilla izquierda le deslucía la tez olivácea. Egwene no sabía casi nada sobre ella; de todas las hermanas que se encontraban en el cuarto, pareció ser la menos sorprendida por la aparición de Egwene.

—¿Qué has hecho? —increpó Seaine a Meidani, consternada.

—Adsalan, tráelas aquí —ordenó Doesine, que se levantó y gesticuló apremiándolo a actuar con rapidez—. Si pasara alguien por casualidad y viera a la chica al’Vere aquí…

Meidani se acobardó al oír las severas palabras… Sí, iba a tener que esforzarse mucho para recobrar la compostura de una Aes Sedai. Egwene entró en el cuarto antes de que el rudo Guardián la empujara. Meidani la siguió y Adsalan cerró de un portazo. Un par de candiles alumbraban la habitación, detalle que parecía complementar la naturaleza conspiradora de la conferencia de las mujeres.

Por el empaque de que hacían gala las cuatro Asentadas cualquiera habría pensado que estaban sentadas en tronos, en lugar de cajas, por lo cual Egwene se sentó también en otra.

—Nadie te ha dado permiso para sentarte, pequeña —dijo fríamente Saerin—. Meidani, ¿qué significa este atropello? ¡Tu juramento era para evitar este tipo de desliz!

—¿Juramento? —preguntó Egwene—. ¿Y qué juramento podría ser?

—Silencio, pequeña —espetó Yukiri, que golpeó a Egwene en la espalda con un azote tejido con Aire.

Era un castigo tan flojo que casi hizo reír a Egwene.

—¡No rompí mi juramento! —se apresuró a negar Meidani, que se acercó a Egwene—. Me ordenasteis no hablar con nadie de estas reuniones. Bien, pues, he obedecido… No le hablé de ello, se lo mostré. —Hubo una chispa de desafío en la Gris, y eso estaba bien.

Egwene no sabía a ciencia cierta lo que pasaba en el cuarto, pero cuatro Asentadas juntas constituían una oportunidad sin igual que se le presentaba. En ningún momento imaginó que tendría ocasión de hablar con tantas a la vez, y, si se mostraban dispuestas a reunirse, era posible que las rupturas que socavaban al resto de la Torre no hubieran hecho mella en ellas.

¿O acaso la reunión apuntaba algo más siniestro? Juramentos de los que Egwene no tenía noticia, reuniones lejos de los pasillos de los pisos altos, un Guardián de centinela en la puerta… ¿Esas mujeres eran de cuatro Ajahs o sólo de uno? ¿Había tropezado sin querer con una célula del Negro?

Con el corazón desbocado, Egwene se obligó a no sacar conclusiones precipitadas. Si eran Negras, estaba atrapada; si no lo eran, entonces debía ocuparse del trabajo que le tocaba hacer.

—Esto es muy inesperado —dijo la sosegada Seaine a la Gris—. Tendremos mucho más cuidado con los términos de futuras órdenes, Meidani.

—Sí —asintió Yukiri—. No creía que fueras tan inmadura como para descubrirnos por despecho. Debimos comprender que tú, como todas nosotras, tienes experiencia en amoldar y esquivar juramentos de acuerdo con las necesidades.

«Eh, un momento —pensó Egwene—. Eso parece…»

—De hecho —continuó Yukiri—, creo que se impone un castigo por esta infracción. Mas ¿qué vamos a hacer con esta pequeña que ha traído? No ha jurado en la Vara de Juramentos y por ello debería…

—Le impusisteis un cuarto juramento, ¿verdad? —interrumpió Egwene—. Por la Luz bendita, ¿en qué estabais pensando?

Yukiri la miró y Egwene sintió otro golpe de Aire.

—No se te ha dado permiso para hablar.

—La Amyrlin no necesita permiso para hacerlo —replicó la joven, que sostuvo la mirada de la otra mujer con firmeza—. ¿Qué habéis hecho aquí, Yukiri? ¡Habéis traicionado todo lo que somos! Los Juramentos no pueden utilizarse como herramientas para la división. ¿Es que toda la Torre se ha vuelto tan loca como Elaida?

—No es locura —intervino de improviso Saerin en la conversación. La Marrón sacudió la cabeza con un gesto más autoritario de lo que Egwene habría esperado de una hermana de su Ajah—. Se hizo por necesidad. En ésta no podíamos confiar, después de haber tomado partido por las rebeldes.

—No creas que ignoramos que tú también estás involucrada con ese grupo, Egwene al’Vere —dijo Yukiri. La arrogante Gris controlaba la ira a duras penas—. Si las cosas se hicieran a nuestro modo, no se te trataría con tanto mimo como hace Elaida.

Egwene hizo un ademán de indiferencia.

—Podéis neutralizarme, matarme o torturarme, Yukiri, pero la Torre seguirá patas arriba. Esas a las que con tanta ligereza llamas rebeldes no son las culpables de este desastre. Reuniones secretas en los sótanos, juramentos impuestos sin autorización… Esos son delitos que, como mínimo, igualan al de la división que está propiciando Elaida.

—No puedes poner en tela de juicio nuestros actos —manifestó Seaine en voz baja; parecía más tímida que las otras—. A veces hay que tomar decisiones difíciles. No podemos permitir que haya Amigas Siniestras entre las Aes Sedai, y se han tomado medidas para descubrirlas. Las que nos encontramos aquí demostramos a Meidani que no estamos con la Sombra, y por ende no hay nada malo en hacerle prestar un juramento. Era una medida razonable para asegurarnos de que todas trabajamos en pro de los mismos objetivos.

Egwene mantuvo sereno el semblante; ¡Seaine casi había admitido la existencia del Ajah Negro! Nunca había creído que oiría algo así de boca de una Asentada, sobre todo delante de tantos testigos. De modo que esas mujeres utilizaban la Vara Juratoria para descubrir a las hermanas Negras. Si se eliminaba la vinculación de los juramentos con una hermana y se la obligaba a prestarlos otra vez, entonces se le podía preguntar si pertenecía al Negro. Un método desesperado, pero —concluyó Egwene— uno que era legítimo si se tenía en cuenta los tiempos que corrían.

—Admito que es un plan razonable —dijo la joven—. ¡Pero hacerle prestar un juramento nuevo a esta mujer no era necesario!

—¿Y si se sabe que esa mujer tiene otras lealtades? —demandó Saerin—. Que una mujer no sea una Amiga Siniestra no significa que no nos traicionará de otra forma.

Y ese juramento de obediencia era probablemente la razón de que Meidani no pudiera huir de la Torre. Egwene sintió compasión por la pobre mujer. Enviada por las Aes Sedai de Salidar de regreso a la Torre para espiar, era de presumir que había descubierto a esas mujeres en su búsqueda de las Negras, y después había visto desenmascarado su verdadero propósito ante Elaida. Tres facciones distintas, todas azuzándola de un modo u otro.

—Sigue siendo improcedente —dijo la joven—. Pero de momento podemos dejar eso a un lado. ¿Qué pasa con Elaida? ¿Habéis determinado si ella pertenece al Negro? ¿Quién os encargó esta tarea y cómo se creó este grupo secreto?

—¡Bah! ¿Por qué habláis con ella? —exclamó Yukiri, que se levantó de la caja, puesta en jarras—. ¡Deberíamos estar decidiendo qué hacer con ella, no contestando sus preguntas!

—Si voy a ayudaros en vuestro trabajo, entonces necesito conocer los hechos —dijo Egwene.

—No estás aquí para ayudar, pequeña —intervino Doesine. La voz de la esbelta cairhienina sonaba firme—. Es evidente que Meidani te trajo para demostrar que no la tenemos dominada del todo. Como una chiquilla que pilla una rabieta.

—¿Y qué hay de las otras? —apuntó Seaine—. Hemos de reunirlas para asegurarnos de que las órdenes que tienen están bien expresadas. Sólo nos faltaba que una de ellas fuera a la Amyrlin antes de que sepamos de parte de quién está.

«¿Otras? ¿Han hecho prestar juramento a todas las espías, entonces?», pensó Egwene. Tenía sentido. Descubierta una, sería fácil conseguir los nombres de las otras.

—Entonces, ¿habéis encontrado hermanas del Negro? —preguntó—. ¿Quiénes son?

—Guarda silencio, pequeña —repitió Yukiri, que le clavó los verdes ojos—. Una palabra más y me encargaré de que se te castigue hasta que te quedes sin lágrimas que derramar.

—Dudo que puedas ordenar que se me castigue más de lo que ya han hecho, Yukiri —respondió con calma Egwene—. A menos que tenga que pasarme el día entero, a diario, en el estudio de la Maestra de las Novicias. Además, si me mandas con ella, ¿qué habré de decirle? ¿Que tú, personalmente, me impones el castigo? Sabría que no debía verte hoy, y eso podría dar pie a que se hiciera preguntas.

—Podemos hacer que Meidani te dé la orden de que se te castigue —argumentó Seaine, la Blanca.

—No hará tal cosa. Acepta mi autoridad como Amyrlin.

Las otras hermanas miraron a Meidani, y Egwene contuvo la respiración. La Gris se las arregló para hacer un gesto de asentimiento con la cabeza, aunque parecía aterrada por desafiar a las otras. Egwene soltó un suspiro de alivio.

Saerin parecía sorprendida, pero curiosa. Yukiri, todavía de pie y cruzada de brazos, no se dejaba disuadir con tanta facilidad.

—Eso carece de importancia. Sólo tenemos que ordenarle que te mande a recibir un castigo.

—¿De veras? Creía haber oído decir que el cuarto juramento surgió con el propósito de restaurar la unidad, de evitar que acudiera corriendo a Elaida a revelar vuestros secretos. ¿Y ahora usaríais ese juramento como un garrote para obligarla a convertirse en una herramienta a vuestro servicio?

Las palabras de Egwene consiguieron que el silencio se adueñara del cuarto.

—Por eso es una idea terrible el juramento de obediencia —manifestó la joven—. Ninguna mujer debería tener tanto poder sobre otra. Lo que habéis hecho a esas otras hermanas está sólo a un paso de la Compulsión. Todavía no he decidido si hay alguna razón que justifique esta abominación, aunque es muy probable que el trato que deis a Meidani y a las demás a partir de ahora influya en la decisión.

—¿Es que tengo que repetirme? —barbotó Yukiri, que se volvió hacia las otras—. ¿Por qué perdemos tiempo cacareando como gallinas con esta muchacha? ¡Hemos de tomar una decisión!

—Hablamos con ella porque parece decidida a dar la lata —manifestó Saerin con sequedad, fija la mirada en Egwene—. Siéntate, Yukiri. Yo me ocuparé de la pequeña.

Egwene sostuvo la mirada de Saerin sintiendo el latido desbocado del corazón. Yukiri resopló con desdén; después se sentó y adoptó una expresión serena cuando por fin pareció recordar que era una Aes Sedai. El grupo estaba sometido a una gran tensión; si se descubría lo que estaban haciendo…

Egwene no apartó la vista de Saerin; había dado por sentado que era Yukiri la que tenía el mando del grupo —la fuerza de una y otra en el Poder era semejante—, y muchas Marrones solían ser dóciles. Pero había cometido un error; resultaba demasiado fácil prejuzgar a alguien basándose en su Ajah.

Saerin se echó hacia adelante y habló con firmeza:

—Pequeña, hemos de tener tu obediencia. No es posible hacerte jurar en la Vara Juratoria y, de todos modos, dudo que prestaras un juramento de obediencia. Pero no puedes seguir con esta charada de ser la Sede Amyrlin. Todas sabemos que recibes castigos con mucha frecuencia y sabemos que no está sirviendo de nada. De modo que permíteme intentar algo que supongo que nadie más ha intentado contigo: razonar.

—Puedes decir lo que piensas —contestó la joven.

La Marrón hizo un gesto desdeñoso en respuesta.

—Muy bien, pues. Para empezar, no puedes ser Amyrlin. ¡Con toda esa horcaria apenas eres capaz de encauzar!

—¿Quiere eso decir que la autoridad de la Sede Amyrlin se basa en su capacidad de encauzar? —inquirió Egwene—. ¿Es sólo una mujer que se vale de la intimidación y a la que se obedece porque puede obligar a las demás a hacer lo que exige de ellas?

—Bueno, no —contestó Saerin.

—Entonces no veo por qué el hecho de que me hagan tomar horcaria ha de tener relación con mi autoridad.

—Has sido degradada a novicia.

—Sólo Elaida es lo bastante estúpida para dar por sentado que se puede despojar de su rango a una Aes Sedai —arguyó Egwene—. Nunca debió permitírsele que supusiera que tenía el poder de hacer algo así, para empezar.

—Si no lo supusiera, entonces tú estarías muerta, pequeña.

Egwene sostuvo de nuevo la mirada de Saerin.

—A veces creo que estaría mejor muerta que ver lo que Elaida les ha hecho a las mujeres de esta Torre —manifestó.

De nuevo el silencio se apoderó del cuarto.

—He de decir que tus aspiraciones son del todo irracionales. Elaida es la Amyrlin porque fue ascendida a la Sede por la Antecámara siguiendo los cauces debidos, correctamente. Por ende, tú no puedes ser Amyrlin.

Egwene sacudió al cabeza.

—Fue «ascendida» después de deponer con medios vergonzosos y nada ortodoxos a Siuan Sanche. ¿Cómo puedes calificar de «correcta» la posición de Elaida ante eso? —Se le ocurrió algo, una jugada arriesgada, pero sintió que debía intentarlo—. Dime una cosa. ¿Habéis interrogado a alguna de las mujeres que son Asentadas en la actualidad? ¿Habéis encontrado alguna Negra entre ellas?

Aunque la mirada de Saerin siguió siendo sosegada, Seaine apartó los ojos, conturbada. «¡Eso es! —comprendió Egwene—. ¡He acertado!»

—De modo que sí —dijo en voz alta la joven—. Tiene sentido. Si fuera miembro del Negro haría todo lo posible para que se nombrara Asentada a una de mis compañeras Amigas Siniestras. Desde la Antecámara pueden manipular mejor la Torre. Bien, decidme si alguna de esas Asentadas Negras se encontraba entre las que promovieron el ascenso de Elaida a la Sede y si alguna de ellas estaba a favor de deponer a Siuan.

Se hizo el silencio.

—Contestadme —insistió Egwene.

—Encontramos a una Negra entre las Asentadas —admitió Doesine por fin—. Y… sí, era una de las que estaban a favor de deponer a Siuan Sanche. —Habló en un tono muy serio; se había dado cuenta de adonde quería llegar la joven.

—Siuan fue depuesta raspando el número mínimo de votos requerido de Asentadas —apuntó Egwene—. Una de ellas era Negra, lo que convierte en nulo su voto. Neutralizasteis y depusisteis a vuestra Amyrlin, asesinasteis a su Guardián y todo lo hicisteis ilegalmente.

—Por la Luz, tiene razón —susurró Seaine.

—Esto no tiene sentido —intervino Yukiri, que se puso de pie otra vez—. ¡Si empezamos a juzgar a posteriori para intentar confirmar las Amyrlin que podrían haber ascendido a la Sede por votos del Negro, entonces tendríamos motivos para sospechar de todas las que han ocupado el puesto!

—¿De veras? —preguntó Egwene—. ¿Y cuántas de ellas ascendieron al solio por una Antecámara compuesta justo por el número mínimo de sus miembros actuales? Esa es la única razón de por qué fue un error grave destituir a Siuan de esa forma. Cuando ascendí a la Sede nos aseguramos de que todas las Asentadas presentes en la ciudad estuvieran enteradas de lo que iba a hacerse.

—Asentadas falsas —puntualizó Yukiri—. ¡A las que les fueron otorgados sus puestos de forma ilegal!

Egwene se volvió hacia ella, contenta de que no pudieran oír el alocado palpitar de su corazón. Tenía que mantener el control de la situación. Tenía que hacerlo.

—¿Nos llamas ilegítimas a nosotras, Yukiri? ¿A qué Amyrlin preferirías seguir? ¿A la que degrada Aes Sedai al nivel de novicias o Aceptadas, la que ha proscrito a todo un Ajah, la que ha causado divisiones en la Torre más peligrosas que cualquier ejército que la haya atacado? ¿Una mujer que ascendió en parte gracias a la ayuda del Ajah Negro? ¿O preferirías servir a la Amyrlin que intenta deshacer esos entuertos?

—No estarás diciendo que crees que el Negro nos ha utilizado para ascender a Elaida —intervino Doesine.

—Creo que todas estamos sirviendo a los intereses de la Sombra mientras sigamos divididas —replicó con sequedad—. ¿Cómo creéis que reaccionó el Negro al plan casi secreto de deponer a una Sede Amyrlin, seguido de una división de las Aes Sedai? No me sorprendería descubrir, tras realizar algunas investigaciones, que esa hermana Negra sin nombre que habéis descubierto no es la única Amiga Siniestra entre el grupo que promovió derrocar a la legítima Amyrlin.

Esos razonamientos provocaron otro silencio en el cuarto. Saerin se recostó en la pared y suspiró.

—No podemos cambiar el pasado —dijo luego—. A fin de cuentas, por muy esclarecedores que resulten tus argumentos, Egwene al’Vere, son infructuosos.

—Estoy de acuerdo en que no se puede cambiar lo que ha ocurrido —convino la joven, que asintió para sus adentros—. No obstante, sí podemos pensar en el futuro. Por muy digno de admiración que considere vuestro trabajo para descubrir al Ajah Negro, me motiva mucho más vuestra buena disposición para trabajar juntas en ello. En la Torre actual, la cooperación entre Ajahs es algo excepcional. Os desafío a que os pongáis como objetivo principal eso, traer la unidad a la Torre Blanca. Cueste lo que cueste.

Casi esperando que una hermana la reprendiera, se puso de pie, pero era como si las mujeres hubieran olvidado que hablaban con una «novicia» y una rebelde.

—Meidani, tú me aceptas como Amyrlin —dijo.

—Sí, madre —respondió la Gris al tiempo que inclinaba la cabeza.

—Entonces te encomiendo que sigas trabajando con estas mujeres. No son nuestras enemigas y nunca lo fueron. Hacerte volver aquí como espía fue un error que ojalá hubiera podido impedir. Sin embargo, ya que estás aquí puedes ser de utilidad. Lamento que tengas que seguir con tu papel ante Elaida, pero te elogio por el valor que demuestras a ese respecto.

—Serviré en lo que se me necesite, madre —dijo, aunque tenía el semblante descompuesto.

—Es mejor ganarse la lealtad que conseguirla a la fuerza —añadió Egwene mientras miraba a las otras—. ¿Tenéis la Vara Juratoria aquí?

—No —contestó Yukiri—. Es difícil sacarla a escondidas y sólo la usamos de vez en cuando.

—Lástima. Me habría gustado prestar los juramentos. Sin embargo, sacadla pronto para liberar a Meidani del cuarto juramento.

—Lo pensaremos —dijo Saerin.

—Como gustéis —respondió la joven, enarcada una ceja—. Pero sabed que, una vez que la Torre Blanca se haya reunificado, la Antecámara tendrá noticia de esta acción que habéis emprendido. Me gustaría poder informarles que os movía la precaución para prevenir males mayores, en vez de la búsqueda de un poder arbitrario. Si me necesitáis en los próximos días, podéis mandarme llamar, aunque agradecería que os ocupaseis de las dos hermanas Rojas que me vigilan. Preferiría no volver a utilizar el Viaje dentro de la Torre, no sea que sin querer revelemos demasiado a quienes es mejor que sigan ajenas a ciertos asuntos.

Dejó que ese planteamiento quedara en el aire para que lo asimilaran antes de encaminarse hacia la puerta. El Guardián no le cerró el paso, si bien no dejó de observarla con desconfianza. Quizá pertenecía a una de las otras espías enviadas desde Salidar y lo habían reclutado Saerin y las otras. Eso explicaría su actitud.

Meidani se apresuró a ir en pos de Egwene y salió del cuarto echando ojeadas hacia atrás, como si esperara que le llovieran trabas o palabras de censura. El Guardián se limitó a cerrar la puerta.

—No puedo creer que hayas tenido éxito —dijo la Gris—. ¡Deberían haberte alzado en el aire por los tobillos y hacerte aullar de dolor!

—Son demasiado listas para caer en eso —dijo Egwene—. Son las únicas en esta condenada Torre, aparte de Silviana, quizá, que parecen tener un poco de cabeza encima de los hombros.

—¿Silviana? —repitió Meidani, sorprendida—. ¿Pero no te azota a diario?

—Varias veces al día —precisó Egwene con aire absorto—. Es cumplidora y consecuente con su deber, además de juiciosa. Si tuviésemos más como ella, la Torre no habría llegado a esta situación, para empezar.

Meidani miró a Egwene con una expresión curiosa.

—Eres realmente la Amyrlin —dijo por último la Gris.

Un comentario raro. ¿Acaso no acababa de jurar que aceptaba su autoridad?

—Vamos —apremió Egwene al tiempo que apretaba el paso—. He de estar de vuelta antes de que esas Rojas empiecen a sospechar algo.

13

Una oferta y una partida

Gawyn, presta la espada, se enfrentaba a dos Guardianes. Por las rendijas de las paredes del establo penetraba la luz, y el aire brillaba con las motas de polvo y las briznas de paja que se habían levantado con el combate. Gawyn retrocedió despacio por el suelo de tierra compacta e iluminada a tramos por los haces de luz. Sentía el aire cálido en la piel y las gotas de sudor le corrían por las sienes, pero mantuvo el control mientras los dos Guardianes avanzaron hacia él.

El que tenía enfrente era Sleete, un hombre ágil, de brazos largos y unos rasgos que parecían tallados a golpe de hacha. A la luz desigual del establo, la cara del hombre parecía una obra inacabada en el taller de un escultor, con sombras alargadas sobre los ojos, la barbilla dividida por una hendidura, la nariz torcida por no haber sido Curada después de resultar rota. Tenía el pelo negro, que llevaba largo y con patillas.

Hattori se había sentido muy complacida cuando su Guardián había llegado por fin a Dorlan; había tenido que dejarlo atrás en los pozos de Dumai, y la historia de Sleete era de las que a bardos y juglares les gustaba cantar. El Guardián había pasado horas tendido en el suelo, herido, antes de que se las arreglara, delirante, para asir las riendas de su caballo y subirse a la silla. Semiinconsciente, aguantó durante horas mientras el leal animal lo llevaba hasta llegar a un pueblo habitado. Los lugareños habían estado tentados de vender a Sleete a una cuadrilla de bandidos de la zona, ya que el cabecilla había visitado el pueblo horas antes y les había prometido protección a cambio de delatar a cualquier refugiado de la batalla que había tenido lugar allí cerca. Sin embargo, la hija del alcalde había abogado por Sleete para salvarle la vida y convenció a la gente de que los bandidos debían de ser Amigos Siniestros si buscaban Guardianes heridos. Así pues, los vecinos decidieron esconder a Sleete en vez de entregarlo, y la muchacha había cuidado de él en lugar seguro.

El Guardián se había visto obligado a escabullirse una vez que se sintió lo bastante bien para viajar ya que, al parecer, la muchacha se había encariñado mucho con él. Entre los Cachorros corría el rumor de que la huida de Sleete se debía asimismo a que él también había empezado a sentir afecto por la chica. Casi todos los Guardianes eran lo bastante listos para no incurrir en el error de comprometerse con una mujer. Sleete se marchó por la noche, después de que la chica y su familia se durmieran, pero a cambio de la clemencia de los lugareños dio caza a los bandidos y se encargó de que no volvieran a acosar al pueblo.

Era la esencia de cuentos y leyendas, al menos entre los hombres normales y corrientes. Para un Guardián, la historia de Sleete era casi un hecho ordinario; los hombres como él atraían leyendas como un hombre cualquiera atraía las moscas. De hecho, Sleete no quería hablar de lo que había pasado y sólo a costa de la insistencia implacable de los Cachorros se lo habían sacado a regañadientes. Era un Guardián. Sobrevivir contra todo pronóstico, cabalgar sumido en el delirio a través de millas de terreno escabroso, acabar con toda una cuadrilla de asaltantes a pesar de no tener del todo sanadas las heridas… Era el tipo de cosas que uno hacía si era Guardián.

Gawyn los respetaba, incluso a los que había matado. Sobre todo a los que había matado, mejor dicho. Hacía falta ser un hombre muy especial para entregarse a una dedicación así, a un desvelo así. Para mostrar una humildad así. Mientras que las Aes Sedai manipulaban el mundo y monstruos como al’Thor alcanzaban la gloria, hombres como Sleete realizaban el trabajo de héroes sin hacer ruido, a diario. Sin ganar gloria ni reconocimiento. Si se los recordaba, por lo general sólo era en asociación con sus Aes Sedai. O lo hacían otros Guardianes; uno no olvidaba nunca a los suyos.

Con celeridad fulminante, Sleete atacó arremetiendo de frente con la espada. La víbora agita velozmente la lengua —un ataque osado— era más eficaz porque Sleete luchaba en tándem con el hombre bajo y escurrido que rodeaba a Gawyn por la izquierda. Marlesh era el otro Guardián que había en Dorlan, y su llegada había sido mucho menos dramática que la de Sleete. Él había estado con el grupo original de once Aes Sedai que habían huido de los pozos de Dumai, y había permanecido con ellas todo el tiempo. Su propia Aes Sedai, una joven y bonita domani del Ajah Verde, observaba el ejercicio desde un lado del establo.

Gawyn contestó a La víbora agita velozmente la lengua con El gato danza en la pared, desviando el golpe y arremetiendo contra las piernas en un barrido lateral. Sin embargo, el ataque no llevaba intención de herir; era una maniobra defensiva que le permitía no perder de vista a ninguno de los dos adversarios. Marlesh probó con La caricia del leopardo, pero Gawyn ensayó Pliegue del aire, con el que apartó la estocada y esperó el siguiente movimiento de Sleete, que era el más peligroso de los dos. Sleete tomó una nueva posición dando pasos relajados, con la espada al costado, mientras daba la espalda a las grandes balas de paja apiladas al fondo del mal ventilado establo.

Gawyn adoptó la pose El gato sobre arena ardiente, al tiempo que Marlesh probaba con El colibrí besa la madreselva. El colibrí no era la pose más indicada para ese tipo de ataque; rara vez funcionaba contra alguien puesto a la defensiva, pero saltaba a la vista que Marlesh estaba harto de que le parara todos los golpes y empezaba a mostrarse acucioso. Gawyn podía aprovechar esa circunstancia; y lo haría.

Sleete avanzaba otra vez, así que Gawyn puso el arma en guardia mientras sus adversarios se aproximaban en tándem y, en un visto y no visto, adoptó la pose Flores de manzano al viento. La hoja de acero centelleó tres veces, obligando al sorprendido Marlesh a retroceder. El Guardián maldijo y acto seguido arremetió, pero Gawyn alzó la espada pasando con fluidez de la pose anterior a Sacudir el rocío de la rama. Avanzó realizando una serie de seis golpes, tres contra cada oponente, y provocó que Marlesh retrocediera y cayera al suelo —el Guardián se había reincorporado a la lucha con demasiada rapidez— y desvió el acero de Sleete dos veces para acabar con la hoja de su espada apoyada contra el cuello del hombre.

Los dos Guardianes contemplaron a Gawyn con estupefacción. Era más o menos la misma expresión que tenían la última vez que los había derrotado, y también la anterior. Sleete blandía una espada con la marca de la garza y era casi legendario en la Torre Blanca por sus hazañas. Se contaba que incluso había vencido a Lan Mandragoran en dos combates de siete, cuando Mandragoran se entrenaba con otros Guardianes. Marlesh no era tan renombrado como su compañero, pero aun así era un Guardián muy capaz y bien entrenado, en absoluto un adversario fácil.

Pero Gawyn había ganado. Otra vez. Cuando se entrenaba las cosas le parecían tan sencillas… El mundo se reducía —se comprimía, como bayas exprimidas para sacarles el jugo— a algo más pequeño y más fácil de ver desde cerca. Todo lo que Gawyn quiso hacer siempre fue proteger a Elayne, defender Andor, tal vez conseguir parecerse un poco más a Galad.

¿Por qué no podía ser la vida tan sencilla como un combate de esgrima? Los adversarios sin tapujos y situados ante uno. La recompensa evidente: sobrevivir. Cuando los hombres se batían, surgía una conexión entre ellos, se convertían en hermanos al tiempo que intercambiaban golpes.

Gawyn retiró la espada y se apartó para enfundarla. Ofreció la mano a Marlesh, que la aceptó y sacudió la cabeza mientras se ponía de pie.

—Eres impresionante, Gawyn Trakand. Como una criatura de luz, color y sombras cuando te mueves. Me siento como un niñito que sostiene un palo cuando me enfrento a ti.

Sleete no dijo nada mientras envainaba su espada, pero hizo una ligera inclinación de cabeza hacia Gawyn en señal de respeto, igual que había hecho las dos veces anteriores que habían combatido. Era un hombre de pocas palabras, y para Gawyn eso era de agradecer.

En el rincón del establo había un barril lleno de agua por la mitad, y los hombres se dirigieron hacia él. Corbet, uno de los Cachorros, se apresuró a llenar el cacillo y se lo tendió a Gawyn, que a su vez se lo pasó a Sleete. El hombre de más edad cabeceó otra vez y bebió mientras Marlesh cogía una taza del polvoriento alféizar y se servía agua en ella.

—Por cierto, Trakand —comentó el hombre bajo—, habrá que buscarte una espada con garzas en la hoja. ¡Nadie debería enfrentarse a ti sin saber en lo que se está metiendo!

—No soy un maestro espadachín —respondió con calma Gawyn, que tomó el cacillo que le ofrecía Sleete y bebió agua. Estaba caliente, y la sensación era buena. Así no daba tanta impresión, era más natural.

—Tú mataste a Hammar, ¿verdad? —preguntó Marlesh.

Gawyn vaciló. La simplicidad experimentada antes, mientras luchaba, se desmoronó con rapidez.

—Sí.

—Bien, entonces eres un maestro espadachín —explicó Marlesh—. Debiste recoger su espada cuando cayó.

—Habría sido irrespetuoso —argumentó Gawyn—. Además, no tenía tiempo para reclamar trofeos.

Marlesh se echó a reír como si hubiese contado un chiste, aunque Gawyn no lo había dicho con esa intención. Echó una ojeada a Sleete, que lo observaba con una expresión de curiosidad en los ojos.

El frufrú de una falda anunció que Vasha se acercaba. La Verde tenía el cabello largo y negro, y unos impresionantes ojos verdes que a veces casi parecían felinos.

—¿Has acabado de jugar, Marlesh? —preguntó con un ligero acento domani.

Marlesh soltó una risita.

—Deberías sentirte feliz de verme jugar, Vasha. Creo recordar que mis «juegos» te han salvado el cuello un par de veces en el campo de batalla.

Con gesto desdeñoso, la Aes Sedai aspiró de forma sonora por la nariz y enarcó una ceja. Rara vez había visto Gawyn que una Aes Sedai y su Guardián mantuvieran una relación tan poco seria como esos dos.

—Vamos —dijo ella, que giró sobre sus talones y echó a andar hacia las puertas abiertas del establo—. Quiero ver qué ha entretenido tanto tiempo dentro a Narenwin y las demás. Me huele a toma de decisiones.

Marlesh se encogió de hombros y lanzó la copa a Corbet.

—Decidan lo que decidan, espero que tenga que ver con ponernos en movimiento. No me gusta estar de brazos cruzados en este pueblo, con esos soldados siguiéndonos la pista. Si crece un poco más la tensión en el campamento, probablemente me escape para unirme a los gitanos.

Gawyn cabeceó para mostrar su conformidad con el comentario del Guardián. Habían pasado semanas desde la última vez que se había atrevido a mandar a los Cachorros a una incursión. Las patrullas de reconocimiento de Bryne se aproximaban más y más a su escondite, por lo que los atraques por sorpresa a través de la campiña cada vez eran menos.

Vasha cruzó la puerta, pero aun así Gawyn la oyó decir:

—A veces hablas de un modo que pareces un chiquillo.

Marlesh se limitó a encoger los hombros y se despidió de Gawyn y de Sleete con un gesto de la mano antes de salir del establo.

Gawyn sacudió la cabeza, volvió a llenar el cacillo y bebió otro poco de agua.

—A veces esos dos me parecen más dos hermanos que otra cosa.

Sleete sonrió. Gawyn puso el cacillo en su sitio, saludó con la cabeza a Corbet y se dispuso a marcharse. Quería comprobar la cena de los Cachorros y asegurarse de que se distribuyera como era debido. Algunos de los jóvenes habían tomado por costumbre entrenarse y hacer prácticas cuando deberían estar comiendo.

Cuando echó a andar, sin embargo, Sleete lo asió por el brazo y Gawyn se volvió para mirarlo, sorprendido.

—Hattori sólo tiene un Guardián —dijo el hombre con aquella voz grave y suave a la vez.

—Sí —asintió Gawyn—, pero no es algo inaudito en una Verde.

—Se debe a que no está abierta a tener más —explicó Sleete—. Hace años, cuando me vinculó, dijo que sólo tomaría a otro si yo lo juzgaba digno, y me pidió que me encargara de buscarlo. No le da mucha importancia a ese tipo de cosas. Está demasiado ocupada con otros asuntos.

«Bueno, ¿y…?», pensó Gawyn, preguntándose por qué el otro hombre le contaba eso.

Sleete se volvió y lo miró a los ojos.

—Han pasado más de diez años, pero he encontrado a alguien digno. Te vinculará ahora mismo, si tú quieres.

Gawyn parpadeó, sorprendido. El larguirucho Guardián se había cubierto de nuevo con la capa de color cambiante sobre las anodinas prendas de vestir pardas y verdes. Había quienes criticaban que, con el largo cabello y las patillas, Sleete tenía un aspecto más desaliñado del que debería tener un Guardián. Pero «desaliñado» no era el calificativo adecuado para ese hombre. Rudo, tal vez, pero natural. Como una gema en bruto o como un roble nudoso pero recio.

—Me siento honrado, Sleete, pero acudí a la Torre Blanca para prepararme siguiendo las tradiciones andoreñas, no porque pensara ser Guardián. Mi sitio está junto a mi hermana. «Y, si alguien tiene que vincularme —se dijo para sus adentros—, será Egwene».

—Sí, viniste por esas razones, pero ya han quedado atrás —argumentó Sleete—. Has luchado en nuestra guerra, has matado Guardianes y defendido la Torre. Eres uno de nosotros. Tu sitio está aquí.

Gawyn vaciló.

—Buscas —continuó Sleete—. Igual que un halcón, miras aquí y allá, intentando decidir si posarte o cazar. Acabarás cansándote de volar. Únete a nosotros y conviértete en uno de nosotros. Verás que Hattori es una buena Aes Sedai, más sabia que la mayoría, mucho menos propensa a disputas y necedades que muchas de la Torre.

—No puedo, Sleete —repitió Gawyn al tiempo que sacudía la cabeza—. Andor…

—La Torre Blanca no considera influyente a Hattori —prosiguió el Guardián—. A las demás rara vez les importa lo que hace. Para tenerte de Guardián se encargaría de que la destinaran a Andor. Podrías tener las dos cosas, Trakand. Piénsalo.

Tras otra vacilación, Gawyn asintió con la cabeza.

—De acuerdo, lo pensaré —dijo.

—Bien, no es mucho pedir. —Sleete le soltó el brazo.

Gawyn se encaminó hacia la salida, pero se detuvo y se volvió a mirar a Sleete, parado en el polvoriento establo. Después llamó con un gesto a Corbet y le hizo una seña brusca. «Sal y vigila», significaba. El Cachorro asintió en silencio, con ansiedad; era uno de los más jóvenes del grupo, siempre deseoso de hacer algo para probarse a sí mismo. Vigilaría las puertas y daría la alarma si se acercaba alguien.

Sleete observó con curiosidad a Corbet mientras éste se situaba en su puesto, con la mano sobre la espada. Gawyn se adelantó entonces y habló en voz baja, para que Corbet no lo oyera.

—¿Qué piensas tú de lo que pasó en la Torre, Sleete?

El hombre mayor frunció el entrecejo y después se echó hacia atrás para apoyar la espalda en la pared del establo. Mientras hacía ese movimiento en apariencia despreocupado, el Guardián echó una ojeada a través de la ventana para comprobar que no había nadie cerca que pudiera escuchar la conversación desde fuera.

—Me pareció mal —admitió por fin en un susurro—. Un Guardián no tendría que haber luchado contra otro Guardián. Las Aes Sedai no tendrían que haber luchado contra otras Aes Sedai. No tendría que haber ocurrido algo así, ni ahora ni nunca.

—Pero ocurrió.

Sleete asintió en silencio.

—Y ahora tenemos dos grupos diferentes de Aes Sedai —prosiguió Gawyn—, con dos ejércitos diferentes, uno poniendo sitio al otro.

—Tú mantén la cabeza agachada —dijo Sleete—. Hay temperamentos fanáticos en la Torre, pero también hay mentes sabias. Haremos lo correcto.

—¿Que es…?

—Acabar con esto. Matando, si es necesario, y con otros métodos si es posible. Nada merece esta división. Nada.

Gawyn asintió con la cabeza, en tanto que Sleete la sacudía.

—A mi Aes Sedai no le gustaba el ambiente ni como estaban las cosas en la Torre. Quería salir de allí. Es lista… Lista y astuta. Pero no tiene influencia, así que las otras no le hacen caso. ¡Aes Sedai! A veces, lo único que parece importarles es quién lleva la vara más grande.

Gawyn se acercó más al otro hombre. Rara vez se oía hablar de la jerarquía y la influencia de las Aes Sedai; no tenían rangos, como los militares, pero siempre que había un grupo todas sabían de forma instintiva quién mandaba. ¿Cómo lo harían? Al parecer Sleete tenía una idea, pero no profundizó más en el asunto, así que de momento seguiría siendo un misterio.

—Hattori partió en esa misión de al’Thor sin saber de qué iba realmente aquello —continuó en voz queda el Guardián—. Lo único que quería era salir de la Torre. Una mujer sabia. —Suspiró, se irguió y puso la mano en el hombro de Gawyn—. Hammar era un buen hombre.

—Sí, lo era —corroboró, sintiendo un calambre en el estómago.

—Pero te habría matado —añadió Sleete—. Limpia y rápidamente. Fue él quien pasó a la ofensiva, no tú, y entendió por qué hiciste lo que hiciste. Ese día nadie tomó decisiones acertadas, porque ninguna era buena.

—Yo… —Gawyn se limitó a asentir con un gesto—. Gracias.

Sleete retiró la mano y se encaminó hacia las puertas, aunque echó una ojeada hacia atrás.

—Algunos opinan que Hattori tendría que haber vuelto a buscarme —comentó—. Esos Cachorros tuyos creen que me abandonó en los pozos de Dumai, pero no fue así. Ella sabía que estaba vivo, sabía que estaba herido, pero también confió en que cumpliría con mi deber como ella cumplía con el suyo. Hattori tenía que llevar a las Verdes información de lo ocurrido en los pozos de Dumai, de lo que entrañaba realmente la orden de la Amyrlin sobre al’Thor. Yo tenía que sobrevivir. Ambos cumplimos con nuestro deber. Pero, una vez enviado ese mensaje, si Hattori no hubiera percibido que me acercaba por mí mismo, habría ido a buscarme. Por encima de todo. Y los dos lo sabemos.

Sin más, se marchó. Gawyn se quedó dándole vueltas a esas últimas frases del Guardián. Con frecuencia, hablar con Sleete era un tanto peculiar. Como espadachín era muy ágil, pero una conversación con él no solía ser una charla intrascendente.

Meneó la cabeza, salió del establo e hizo un ademán a Corbet para que dejara la vigilancia. No había ninguna posibilidad de que aceptara ser otro Guardián de Hattori. La oferta había sonado tentadora durante un fugaz instante, pero sólo como una salida para escapar de sus problemas. Sabía que no sería feliz como Guardián de esa Aes Sedai; ni de ninguna otra, salvo Egwene.

Le había prometido a Egwene hacer cualquier cosa siempre que no fuera en perjuicio de Andor o de Elayne. Luz, le había prometido no matar a al’Thor. Al menos hasta que él pudiera demostrar sin lugar a dudas que el Dragón había matado a su madre. ¿Por qué no se daba cuenta Egwene de que el hombre junto al que había crecido se había convertido en un monstruo, transformado por el Poder Único? Había que acabar con al’Thor. Por bien de todos.

Abriendo y cerrando el puño, cruzó por el centro del pueblo; ojalá fuera capaz de trasladar a todos los ámbitos de su vida la paz y la quietud intrínsecas del combate a espadas. En el aire flotaba el olor penetrante a vacas y al estiércol de los establos; le habría gustado regresar a una ciudad propiamente dicha. El tamaño y la lejanía de Dorlan hacían de la población un buen lugar donde esconderse, pero Gawyn habría deseado que Elaida hubiese elegido un sitio menos oloroso para albergar a los Cachorros. Tenía la impresión de que a su ropa nunca se le quitaría de encima el olor a ganado… Eso, contando con que el ejército rebelde no los descubriera y acabara con todos en las próximas semanas.

Gawyn meneó la cabeza y se dirigió a la casa del alcalde. El edificio de dos pisos tenía el tejado a dos aguas y se alzaba en pleno centro del pueblo. El contingente de Cachorros se encontraba acampado en el pequeño prado que había detrás de la casa. Antes crecían zarzamoras en ese terreno, pero el tórrido verano seguido de las ventiscas de invierno habían marchitado los arbustos. Eran otras de tantas pérdidas que ese año conducirían a un invierno mucho más duro.

El prado no era la mejor posición donde acampar —los hombres no dejaban de rezongar porque se tenían que quitar espinas de las zarzas clavadas en la piel—, pero estaba cerca del centro del pueblo y, al mismo tiempo, aislado en cierto modo. Unas pocas espinas era un precio aceptable a cambio.

Para llegar al prado Gawyn tenía que cruzar por la plaza sin pavimentar del pueblo y pasar junto al canal que corría por delante de la casa del alcalde. Saludó con un cabeceo a las mujeres que lavaban ropa allí; las Aes Sedai las habían contratado para que hicieran la colada para las hermanas y los oficiales de Gawyn. Se les pagaba muy poco por tanto trabajo, y Gawyn les daba un pequeño extra que sacaba de su bolsillo, un gesto que le valió las risas de Narenwin Sedai, pero también el agradecimiento de las mujeres del pueblo. Su madre le había enseñado que los trabajadores eran la columna vertebral de un reino y si se rompía esa columna uno no tardaba en descubrir que ya no podía moverse. Los habitantes de esa población no eran súbditos de su hermana, pero no permitiría que sus tropas se aprovecharan de ellos.

Pasó frente a la casa del alcalde y se fijó en que tenía las contraventanas echadas. Marlesh estaba repantigado fuera mientras su menuda Aes Sedai se encontraba de pie, puesta en jarras, y dirigía una mirada ceñuda a la puerta. Por lo visto, no la dejaban entrar. ¿Por qué? Vasha no tenía mucho rango entre las Aes Sedai, pero no era tan bajo como el de Hattori. Si a Vasha se le había negado el acceso… En fin, quizás era porque se sostenía una conversación importante dentro de la casa, y eso despertó la curiosidad de Gawyn.

Sus hombres pasarían aquello por alto; Ragar le habría dicho que los asuntos de Aes Sedai era mejor dejarlos para las juntas de las hermanas, sin oídos indeseados que pudieran liar las cosas. Ésa era una de las razones por las que Gawyn no sería un buen Guardián. No se fiaba de las Aes Sedai. Su madre lo había hecho y mira lo que le había pasado. Y la forma en que la Torre Blanca había tratado a Elayne y Egwene… En fin, él apoyaría a las Aes Sedai pero, desde luego, no se fiaba de ellas.

Rodeó el edificio para hacer una inspección perfectamente legítima a los puestos de guardia. Casi ninguna Aes Sedai del pueblo tenía Guardián, o bien porque eran Rojas o bien porque habían dejado atrás a sus Guardianes. Algunas eran lo bastante mayores para haber perdido a su Guardián por morir de viejo y no habían tomado otro; dos mujeres habían tenido la desgracia de perder a los suyos en los pozos de Dumai. Gawyn y los otros hacían todo lo posible por fingir que no notaban los ojos enrojecidos o que no oían alguno que otro sollozo esporádico procedente de sus habitaciones.

Las Aes Sedai, por supuesto, afirmaban que no necesitaban a los Cachorros como protección, y probablemente tenían razón. Pero Gawyn había visto morir Aes Sedai en los pozos de Dumai; no eran invencibles.

En la puerta trasera, Hal Moir saludó y dejó pasar a Gawyn para que siguiera con la inspección. Gawyn subió un corto tramo de escalera y llegó al pasillo de arriba. Allí relevó a Berden, el teariano de tez oscura que estaba de guardia; Berden era oficial y Gawyn le dijo que fuera a comprobar la distribución de la comida en el campamento. El joven asintió con la cabeza y se marchó.

Gawyn vaciló delante de la habitación de Narenwin. Si quería oír lo que hablaban las Aes Sedai, lo obvio sería escuchar a escondidas. En el piso de arriba el único guardia era Berden y no había Guardianes que las protegieran de oídos curiosos. Sin embargo, la idea de escuchar a escondidas desagradaba a Gawyn. No debería hacer algo así, pero era el comandante de los Cachorros, y las Aes Sedai estaban sacando todo el provecho posible de sus tropas. Le debían algo de información y, en consecuencia, en vez de intentar oír lo que hablaban, llamó a la puerta con fuerza.

En un primer momento sólo le respondió el silencio, pero entonces la puerta se abrió una rendija por la que se veía un mínimo trozo de la cara ceñuda de Covarla. La Roja de cabello claro había estado al frente de las hermanas en el pueblo antes de ser desplazada, pero aún seguía siendo una de las mujeres más importantes en Dorlan.

—No se nos debe interrumpir —espetó a través de la rendija abierta—. Tus soldados tienen órdenes de no dejar pasar a nadie, incluidas las otras hermanas.

—Esas reglas no son aplicables en mi caso —repuso Gawyn, que le sostuvo la mirada—. Mis hombres corren un serio peligro en este pueblo, así que, si no se me permite tomar parte en los planes que se hagan, entonces exijo que al menos se me permita escuchar.

El semblante impasible de Covarla dejó entrever irritación.

—Tu atrevimiento aumenta de día en día, muchacho —dijo—. Tal vez sea necesario degradarte y que un sustituto más acorde sea ascendido a capitán de ese grupo.

Gawyn endureció el gesto.

—¿Crees que no prescindirían de ti si una hermana se lo ordenara? —inquirió Covarla con un atisbo de sonrisa—. Puede que sean un mal remedo de ejército, pero saben cuál es su sitio. Lástima que no se pueda decir lo mismo de su comandante. Vuelve con tus hombres, Gawyn Trakand.

Y sin más cerró la puerta.

Gawyn se acercó para entrar a la fuerza en la habitación, pero hacerlo sería una satisfacción que duraría dos segundos, justo el tiempo que tardarían las Aes Sedai en inmovilizarlo con el Poder. ¿Qué efecto tendría en la moral de los Cachorros ver a su comandante, el valiente Gawyn Trakand, expulsado del edificio con una mordaza de Aire en la boca? Se tragó la frustración y volvió hacia la escalera, entró en la cocina y se apoyó en la pared del fondo, sin perder de vista el tramo de escalera que llevaba al segundo piso. Al haber relevado a Berden se sentía obligado a estar de guardia o mandar a un corredor para que hiciera venir a otro de los hombres. Antes quería pensar un poco; si la conferencia en el piso de arriba se prolongaba, mandaría llamar a un sustituto.

Aes Sedai. Los hombres listos se mantenían apartados de ellas todo lo posible y las obedecían con prontitud cuando era imposible evitar estar cerca. Gawyn encontraba problemas en hacer cualquiera de las dos cosas; por una parte, su ascendencia le impedía no implicarse, y por otro, su orgullo dificultaba que las obedeciera. No había apoyado a Elaida en la rebelión porque esa mujer le cayera bien; siempre se había mostrado fría durante los años en que había sido consejera de su madre. No, la había apoyado porque le había disgustado el trato que Siuan daba a su hermana y a Egwene.

Sin embargo, Elaida no había tratado mejor a las jóvenes. ¿Lo haría cualquiera de ellas? Gawyn había tomado una decisión en un arrebato, estando enardecido; no había sido el acto de fidelidad desapasionado asumido por sus hombres.

¿Dónde estaba, pues, su lealtad?

Unos minutos más tarde, las voces apagadas en el pasillo de arriba y los pasos en la escalera anunciaron que las Aes Sedai habían terminado su conferencia secreta. Covarla, vestida con un atuendo rojo y amarillo, bajó los peldaños diciendo algo a las hermanas que iban detrás.

—… no puedo creer que las rebeldes ascendieran a su propia Amyrlin.

Detrás de ella, Narenwin —delgada y de rostro cuadrado— asintió con la cabeza. Entonces, sorprendentemente, Katerine Alruddin apareció a continuación en la escalera. Gawyn se incorporó, estupefacto. Katerine había abandonado el campamento semanas atrás, al día siguiente de la llegada de Narenwin. La Roja de cabello negro como ala de cuervo no formaba parte del grupo original destinado a Dorlan y se había valido de eso como excusa para regresar a la Torre Blanca.

¿Cuándo había vuelto a Dorlan? ¿Cómo había vuelto? Sus hombres le habrían informado si la hubieran visto, y dudaba que a los centinelas de los puestos avanzados se les hubiera pasado por alto la llegada de la mujer.

Miró a Gawyn con una sonrisa artera mientras las tres Aes Sedai pasaban por la cocina; se había dado cuenta de su estupefacción.

—Sí —dijo Katerine volviéndose hacia Covarla—. ¡Imagínate, una Amyrlin sin una Sede que ocupar! Son un grupo de estúpidas creando un espectáculo de marionetas para niños, con muñecas vestidas como sus superiores. Por supuesto, tenían que elegir a una espontánea para el papel, y encima, una simple Aceptada. Sabían que era una decisión patética.

—Pero al menos se ha capturado —comentó Narenwin, que se detuvo en la puerta mientras Covarla salía.

Katerine soltó una risa áspera.

—Capturado y haciéndola chillar la mitad del día. No me gustaría ser esa chica al’Vere ahora mismo. Naturalmente, tiene lo que se merece por permitir que le pusieran el chal de Amyrlin en los hombros.

«¿Qué?», pensó Gawyn, conmocionado.

Las tres salieron de la cocina y las voces se alejaron, pero Gawyn apenas se dio cuenta. Se tambaleó hacia atrás y buscó apoyo en la pared. ¡Era imposible! Parecía que hablaban de… Egwene… ¡Tenía que haber entendido mal!

Pero las Aes Sedai no podían mentir; había oído rumores de que las rebeldes tenían su propia Antecámara y su Amyrlin, pero… ¿Egwene? ¡Era ridículo! ¡Sólo era Aceptada!

No obstante, ¿quién mejor para ese puesto en previsión de una posible caída? Tal vez ninguna de las hermanas había querido jugarse el cuello al aceptar el título. Una mujer más joven como Egwene sería un peón perfecto.

Sacudiéndose de encima el estupor, Gawyn salió presuroso de la cocina y siguió a las Aes Sedai. Al pasar vio a la última luz de la tarde a Vasha, que miraba con la boca abierta a Katerine; por lo visto no era el único al que el repentino regreso de la Roja había dejado pasmado.

Gawyn asió por el brazo a Tando, uno de los Cachorros que hacía guardia en la fachada del edificio.

—¿La viste entrar en la casa?

—No, milord —negó con la cabeza el joven andoreño—. Uno de los hombres que estaba dentro informó haberla visto con las otras Aes Sedai. ¡Al parecer bajó del ático de improviso, pero ninguno de los guardias sabe cómo entró!

Gawyn soltó al soldado y fue deprisa en pos de Katerine. Alcanzó a las tres mujeres en el centro de la polvorienta plaza del pueblo. Las tres volvieron los rostros intemporales hacia él, con el mismo gesto ceñudo. Sobre todo, la mirada de Covarla era dura, pero a Gawyn le daba igual si le quitaban a los Cachorros de su mando y lo inmovilizaban colgado en el aire. La humillación daba igual; sólo había una cosa importante.

—¿Es cierto? —demandó. Después, avergonzado, se obligó a hablar con respeto—. Por favor, Katerine Sedai, ¿es cierto lo que he oído que decíais sobre las rebeldes y su Amyrlin?

La mujer lo observó con una mirada calculadora.

—Supongo que sería una buena idea dar esta noticia a tus soldados. Sí, la Amyrlin rebelde ha sido capturada.

—¿Y el nombre?

—Egwene al’Vere —contestó Katerine—. Haz que corra la voz; por una vez los rumores son ciertos. —Hizo un gesto con la cabeza con despectiva brusquedad y echó a andar con las otras dos—. Haced buen uso de lo que os he enseñado —les dijo—. La Amyrlin insiste en que las incursiones se redoblen, y esos tejidos os darán una movilidad sin precedentes. Sin embargo, no os sorprendáis si las rebeldes prevén vuestra jugada. Saben que hemos capturados a su mal llamada Amyrlin y lo más lógico es que supongan que también tenemos los nuevos tejidos. No pasará mucho tiempo antes de que Viajar lo dominemos todas. Aprovechad esa arma que se os ha dado antes de que el filo se embote.

Gawyn apenas les prestaba atención; una parte de su mente estaba pasmada. ¿Viajar? Cosas de leyenda. ¿Era así como Gareth Bryne mantenía abastecido a su ejército?

Pero gran parte del cerebro de Gawyn seguía paralizado. A Siuan Sanche la habían neutralizado antes de la proyectada ejecución, y sólo era una Amyrlin depuesta. ¿Qué le harían a una falsa Amyrlin, la cabecilla de una facción rebelde?

Haciéndola chillar la mitad del día…

Estaban torturando a Egwene. ¡La neutralizarían! Probablemente ya lo habían hecho. Y a continuación la ejecutarían. Gawyn vio alejarse a las tres Aes Sedai y después se dio media vuelta despacio, con una extraña calma, puesta la mano en el pomo de la espada.

Egwene estaba en peligro. Plantado en medio de la plaza, oyendo los mugidos del ganado a lo lejos y el borboteo del agua del canal a su lado, parpadeó con lentitud.

Egwene sería ejecutada.

«¿Con quién está tu lealtad, Gawyn Trakand?»

Cruzó el pueblo con paso firme, por extraño que pudiera parecer. Los Cachorros serían poco fiables en una acción contra la Torre Blanca; no podía contar con ellos para organizar un rescate. Tampoco parecía probable que él solo lograra llevarlo a cabo, lo cual sólo le dejaba una opción.

Diez minutos más tarde se encontraba en su tienda guardando cuidadosamente algunas cosas en las alforjas. Tendría que dejar allí la mayoría de sus pertenencias. Había puestos avanzados de reconocimiento a una distancia considerable y los había visitado otras veces para hacer inspecciones por sorpresa. Eso le daría una buena disculpa para abandonar el campamento.

No podía levantar sospechas. Covarla tenía razón: los Cachorros lo seguían, lo respetaban, pero no eran suyos, pertenecían a la Torre Blanca y se volverían contra él con tanta rapidez como lo había hecho él contra Hammar si tal era la voluntad de la Amyrlin. Si alguno de los jóvenes captaba el más leve indicio de lo que planeaba, no llegaría más allá de cien pasos.

Cerró y abrochó las alforjas. Tendría que arreglarse con eso. Salió de la tienda, se colgó las alforjas al hombro y se encaminó hacia las filas de caballos estacados. En el camino hizo una señal a Ragar, que enseñaba a un grupo de soldados algunas técnicas avanzadas de esgrima. Ragar dejó a otro hombre a cargo y después se acercó presuroso a Gawyn; frunció el entrecejo al fijarse en las alforjas.

—Voy a inspeccionar el cuarto puesto avanzado —le dijo Gawyn.

Ragar miró al cielo; empezaba a oscurecer.

—¿Tan tarde?

—La última vez hice la inspección por la mañana —explicó Gawyn; curioso, lo deprisa que le latía el corazón. Calma, serenidad—. Y la anterior a ésa, era por la tarde, pero la hora más peligrosa para ser sorprendidos es al anochecer, cuando todavía queda luz para atacar pero es bastante tarde para que los hombres estén cansados y reposando la cena.

Ragar asintió con un cabeceo y acompañó a Gawyn.

—La Luz sabe que los necesitamos bien despiertos y vigilantes ahora —convino mientras caminaban. Los exploradores de Bryne estaban registrando pueblos a menos de medio día a caballo de Dorlan—. Os proporcionaré una escolta.

—No es menester. La última vez el cuarto puesto adelantado me vio llegar a más de media milla de distancia. Un grupo a caballo levanta demasiado polvo. Quiero comprobar si tienen tan buena vista cuando sólo hay un jinete.

Ragar arrugó el ceño de nuevo.

—No me pasará nada —dijo Gawyn, que esbozó una sonrisa forzada—. Ragar, sabes que es así. ¿Temes que me rapten unos bandidos?

El Cachorro se relajó y soltó una risita divertida.

—¿A vos? Antes pillarían a Sleete. Muy bien, pues. Pero aseguraos de enviarme un mensajero cuando hayáis regresado al campamento. Me pasaré despierto la mitad de la noche si no volvéis, preocupado.

«En ese caso siento tenerte en vela, amigo mío», pensó Gawyn al tiempo que asentía con un cabeceo. Ragar regresó corriendo para supervisar el entrenamiento, y enseguida Gawyn se encontró en el perímetro del campamento desatando la maniota a Reto mientras un chico del pueblo —que trabajaba de mozo de cuadra— iba a buscar su silla.

—Tienes el aire de un hombre que ha tomado una decisión —dijo de improviso una voz queda.

Gawyn giró sobre sí mismo con rapidez mientras llevaba la mano a la espada. Al fijarse mejor consiguió distinguir la forma desdibujada de un hombre de nariz torcida. ¡Malditas capas de Guardián!

Intentó aparentar una actitud despreocupada como había hecho con Ragar.

—Feliz por tener algo que hacer, supongo —contestó mientras se volvía hacia el mozo de cuadras, que se acercaba. Le lanzó un céntimo de cobre, se encargó de la silla y le dio permiso para que se fuera.

Sleete siguió observándolo desde la sombra de un enorme pino mientras Gawyn le ponía la silla a Reto. El Guardián lo sabía. Su actuación había engañado a todos los demás, pero notaba que no funcionaría con ese hombre. ¡Luz! ¿Es que iba a tener que matar a otro hombre que respetaba?

«¡Así te abrases, Elaida! Y tú también, Siuan Sanche, y toda vuestra maldita Torre. Dejad de utilizar a la gente. ¡Dejad de utilizarme!»

—¿Cuándo he de decir a tus hombres que no vas a regresar? —preguntó Sleete.

Gawyn apretó la cincha y esperó que el caballo exhalara. Miró, ceñudo, por encima de Reto.

—¿Acaso piensas detenerme?

Sleete soltó una risita.

—Con la de hoy son tres las veces que he luchado contigo y no he ganado ni un asalto, a pesar de contar con un buen espadachín para ayudarme. Tienes la mirada de un hombre que matará si es preciso, y no estoy tan deseoso de morir como algunos podrían pensar.

—Tú te enfrentarías a mí —dijo Gawyn, que acabó de asegurar la silla, puso las alforjas en su sitio y las ató. Reto resopló. Al caballo no le gustaba tener que cargar peso extra—. Morirías si pensaras que era necesario. Si atacaras tú, aunque te matara, provocarías un alboroto, y nunca podría explicar por qué había matado a un Guardián. Podrían detenerme.

—Cierto.

—Entonces, ¿por qué dejas que me vaya?

Gawyn rodeó al castrado y tomó las riendas. Miró el rostro desdibujado por las sombras y le pareció ver un atisbo de sonrisa.

—Quizás es que me gusta ver que los hombres se preocupan —dijo Sleete—. Quizás es que espero que encuentres un modo de ayudar a poner fin a esto. Quizás es que estoy perezoso y dolorido y con el alma maltrecha por tantas derrotas. Ojalá encuentres lo que buscas, joven Trakand.

Sin añadir más, con un susurro de la capa, Sleete se retiró y se perdió en la oscuridad que anunciaba la caída de la noche.

Gawyn montó. Sólo se le ocurría un sitio al que ir en busca de ayuda para rescatar a Egwene.

Picando al castrado con los talones, dejó atrás Dorlan.

14

Se abre una caja

Así que ésta es una de las Depravadas de la Sombra —dijo Sorilea.

Mirando con gesto pensativo a Semirhage, la Sabia de cabello blanco dio una vuelta alrededor de la prisionera. Desde luego, Cadsuane no esperaba ver temor en alguien como Sorilea; la Aiel era una persona baqueteada, como una estatua deteriorada por tormentas sin cuento, que había aguantado con paciente estoicismo el azote de los vientos, y entre los Aiel se la tenía como modelo de excepcional fortaleza. Había llegado a la casona hacía poco tiempo, con los que habían presentado a al’Thor el informe de Bandar Eban.

Cadsuane había previsto que encontraría muchas cosas entre los Aiel que seguían a Rand al’Thor: guerreros feroces, costumbres extrañas, honor y lealtad, inexperiencia en cuanto a astucia y política. Y no se había equivocado. Pero lo que desde luego no esperaba encontrar era a una igual; y menos en una Sabia casi incapaz de encauzar. Aun así, por raro que pudiera parecer, así era como veía a la Aiel de tez curtida como un cuero.

Lo cual no significaba que confiara en Sorilea; la Sabia tenía sus propios objetivos, que podrían no coincidir del todo con los suyos. Sin embargo, consideraba a la Aiel competente, y en la actualidad había muy pocas personas en el mundo que merecieran ese calificativo.

De improviso, Semirhage dio un respingo y Sorilea ladeó la cabeza. La Renegada no colgaba en el aire en ese momento, sino que estaba de pie, con el vestido marrón encostrado por la suciedad y el oscuro y corto cabello enredado por no haber sido cepillado hacía mucho. Todavía denotaba un aire de superioridad y control; igual que habría hecho Cadsuane de encontrarse en una situación similar.

—¿Qué son esos tejidos? —preguntó Sorilea mientras los señalaba.

Los tejidos en cuestión eran el motivo de que Semirhage diera un respingo de vez en cuando.

—Un recurso mío, algo personal —contestó Cadsuane, que deshizo y rehízo los tejidos para mostrarle cómo se ejecutaban—. Tocan un sonido en los oídos y cada pocos minutos irradian un destello de luz dirigido a los ojos del sujeto para impedirle dormir.

—Esperas fatigarla al punto de inducirla a que hable —comprendió la Sabia, sin dejar de estudiar a la Renegada.

Semirhage estaba aislada por una salvaguardia a fin de que no las oyera, por supuesto. A pesar de llevar casi dos días sin dormir como era debido, la mujer mantenía una expresión serena, abiertos los ojos, si bien unas luces cegadoras le impedían ver. Sin duda dominaba alguna técnica mental con la que mantener a raya el agotamiento.

—Dudo que esto consiga que se venga abajo —reconoció Cadsuane—. ¡Bah! Casi ni se inmuta, aparte de un pequeño respingo.

La Aes Sedai, Sorilea y Bair —una Sabia añosa sin capacidad para encauzar— eran las únicas que se encontraban en el cuarto, porque las Aes Sedai encargadas de mantener el escudo de Semirhage estaban sentadas fuera.

—Una Depravada de la Sombra no se deja manipular con tanta facilidad —convino en voz alta Sorilea, que asintió con la cabeza al comentario de Cadsuane—. Aun así, haces bien en intentarlo, habida cuenta de tus… limitaciones.

—Podríamos hablar con el Car’a’carn e intentar convencerlo para que nos entregue a esta mujer durante un tiempo —sugirió Bair—. Unos cuantos días de… delicado interrogatorio Aiel y nos diría todo lo que quisieras.

Cadsuane esbozó una sonrisa evasiva. ¡Como si ella fuera a permitir que otras dirigieran el interrogatorio! Los secretos de esa mujer eran demasiado valiosos para ponerlos en riesgo, incluso si era en manos de aliadas.

—Bien, podéis preguntárselo si queréis, pero dudo que al’Thor haga caso —contestó—. Ya sabéis lo estúpido que puede llegar a ser ese chico en lo que se refiere a hacer daño a una mujer.

Bair suspiró. Resultaba chocante imaginar a esa mujer con aspecto de abuela involucrada en un «delicado interrogatorio Aiel».

—Sí, creo que tienes razón —admitió la mujer mayor—. Rand al’Thor es dos veces más testarudo que cualquier jefe de clan que conozco. Y también el doble de arrogante. ¡Esa presunción de que las mujeres somos incapaces de aguantar el dolor tan bien como los hombres!

Cadsuane resopló con desdén.

—Para ser sincera, me he planteado colgar y azotar a ésta, ¡y que las prohibiciones de al’Thor se las trague la Sombra! Pero no creo que funcionara. ¡Bah! Hemos de encontrar algo que no sea el dolor para quebrantarla.

Sorilea seguía sin quitarle ojo a Semirhage.

—Querría hablar con ella —dijo la Sabia.

Cadsuane hizo un gesto para deshacer los tejidos que impedían a Semirhage ver y oír y después se volvió hacia Sorilea y Bair. La Renegada parpadeó —sólo una vez— para aclararse la vista y después se volvió hacia Sorilea y Bair.

—Ah, Aiel —dijo—. Qué buenos servidores fuisteis antaño. Decidme, ¿cuesta mucho asumir cómo traicionasteis vuestros juramentos? Vuestros antepasados pedirían a gritos que se os castigara si supieran cuántas muertes son obra de sus descendientes.

Sorilea no mostró ninguna reacción a las malintencionadas palabras de la Renegada. Cadsuane sabía algunos detalles de lo que al’Thor había revelado sobre los Aiel, cosas que le llegaban de segunda o tercera mano. Al parecer, al’Thor afirmaba que antaño los Aiel seguían la Filosofía de la Hoja —comprometidos a no agredir a nadie—, antes de que traicionaran sus juramentos. Cadsuane estaba interesada en esos rumores y su interés aumentó al oír que Semirhage los corroboraba.

—Por su aspecto parece más humana de lo que imaginaba —le comentó Sorilea a Bair—. Su forma de expresarse, el tono de voz, el acento, aunque suenan un poco raros se entienden con facilidad. No me esperaba esto.

Semirhage estrechó los ojos un instante al oír las palabras de la Sabia. Qué curioso. Esa reacción era más intensa que cualquiera de las provocadas por los castigos aplicados hasta el momento. Los destellos de luz y los ruidos sólo generaban pequeños espasmos involuntarios. El comentario de Sorilea, sin embargo, parecía haber afectado a Semirhage a un nivel emocional. ¿Es que las Sabias iban a tener éxito en lo que ella fracasaba desde hacía tiempo?

—Creo que eso es lo que tenemos que recordar —contestó Bair—. Una mujer no es más que una mujer, tenga los años que tenga y sean cuales sean los secretos que guarda. La carne se puede cortar, la sangre se puede derramar, los huesos se pueden romper…

—A decir verdad, casi me siento decepcionada, Cadsuane Melaidhrin —agregó Sorilea al tiempo que sacudía la canosa cabeza—. Esta criatura tiene colmillos muy pequeños.

Semirhage no reaccionó en esta ocasión; de nuevo era dueña de sí misma, el semblante sereno, la expresión de los ojos imperiosa.

—Sé un poco sobre vosotros, nuevos Aiel sin juramentos, y sobre vuestras interpretaciones del honor. Disfrutaré muchísimo investigando cuánto dolor y sufrimiento harán falta antes de que miembros de vuestros clanes se cubran de vergüenza. Decidme: ¿hasta dónde creéis que habré de presionar antes de que uno de vosotros mate a un herrero y se coma su carne?

Sabía más que «un poco» si comprendía la condición casi sagrada que los herreros tenían para los Aiel. Sorilea se puso tiesa con el comentario, pero lo dejó pasar; volvió a tejer la salvaguardia para impedir que la prisionera oyera y a continuación, tras una pausa, también colocó los globos de luz frente a los ojos de Semirhage. Sí, era débil en el Poder, pero aprendía muy, muy deprisa.

—¿Es atinado tenerla así? —preguntó la Sabia en un tono que implicaba que a cualquier otra persona se lo habría exigido.

Para Cadsuane suavizaba sus modos, cosa que casi provocó una sonrisa en la Aes Sedai. Sorilea y ella eran como dos viejos halcones acostumbrados a dirigir el cotarro, que ahora se veían obligados a buscarse una percha en árboles vecinos. Tratar con deferencia a otros no le resultaba fácil a ninguna de las dos.

—Si tuviera que elegir —continuó la Sabia—, creo que le cortaría el cuello y dejaría el cadáver a secar en el polvo. Mantenerla con vida es como tener una picanegra de mascota.

—¡Bah! —dijo Cadsuane con gesto agrio—. Tienes razón respecto al peligro, pero matarla ahora sería peor. Al’Thor no puede (o no quiere) decirme el número exacto de Renegados a los que ha matado, pero da a entender que al menos la mitad de ellos siguen vivos. Estarán allí para luchar en la Última Batalla, y cada tejido que aprendamos de Semirhage será uno menos que puedan utilizar para sorprendernos.

Sorilea no parecía convencida, pero no insistió más sobre ello.

—¿Y el objeto? —preguntó la Sabia en cambio—. ¿Puedo verlo?

Faltó poco para que Cadsuane replicara un «no» con brusquedad, pero… Sorilea le había enseñado el Viaje, una herramienta increíblemente poderosa. Hacerlo había sido una ofrenda, una mano tendida, y ella necesitaba trabajar con esas mujeres, sobre todo con Sorilea. Al’Thor era un plan demasiado complejo para llevarlo sola una mujer.

—Venid conmigo —dijo Cadsuane, que abandonó el cuarto de madera seguida por las Sabias.

En el pasillo, Cadsuane dio instrucciones a las hermanas —Daigian y Sarene— de que se aseguraran de mantener despierta y con los ojos abiertos a Semirhage. No era probable que eso funcionara, pero era la mejor estrategia que Cadsuane tenía de momento.

Aunque… También tenía esa mirada fugaz, ese atisbo de ira que había mostrado por el comentario de Sorilea. Cuando uno controlaba la rabia de una persona también podía controlarle las otras emociones. Tal era la razón de que se esforzara con tanto empeño en enseñar a al’Thor a que controlara el genio.

Control y rabia. ¿Qué era lo que Sorilea había dicho y que había provocado esa reacción? Que Semirhage parecía decepcionantemente humana. Era como si la Sabia hubiese esperado que una Renegada fuera tan monstruosa como un Myrddraal o un Draghkar. ¿Y por qué no? Los Renegados habían sido personajes de leyenda durante tres mil años, unas sombras imponentes de oscuridad y misterio. Podría resultar decepcionante descubrir que, en muchos sentidos, eran los seguidores más humanos del Oscuro: mezquinos, destructivos y polemistas. Al menos así era como al’Thor afirmaba que actuaban. Era tan extraño oírlo hablar de ellos con esa familiaridad…

No obstante, Semirhage estaba demostrando ser algo más que una simple humana; esa pose, ese control de cuanto la rodeaba, era una fuente de fortaleza para ella.

Cadsuane sacudió la cabeza. Demasiados problemas y muy poco tiempo. El vestíbulo de madera era otro recordatorio de la estupidez del chico al’Thor; aún olía a humo, y era lo bastante intenso para que resultara desagradable. Por el agujero abierto en la fachada de la casona —tapado sólo con una tela— se colaba el frío aire de las noches primaverales. Tendrían que haberse mudado, pero él argumentaba que no estaba dispuesto a dejar que nadie lo ahuyentara y lo hiciera salir corriendo.

Casi parecía ansioso de que llegara la Última Batalla; o tal vez sólo se había resignado, y para llegar hasta allí sentía que debía abrirse paso a la fuerza a través de las banales reyertas de la gente como un viajero que en plena noche se abre camino a través de bancos de nieve para llegar a la posada. El problema era que al’Thor no estaba preparado para la Última Batalla; Cadsuane lo percibía en su forma de hablar, en el modo de actuar, y en cómo observaba el mundo con esa expresión sombría, casi aturdida. Si el hombre que era en ese momento se enfrentaba al Oscuro para decidir el destino del mundo, Cadsuane temía por la suerte de todos.

La Aes Sedai y las dos Sabias llegaron a la habitación de Cadsuane, un cuarto sólido e intacto que tenía una buena vista del prado pisoteado y del campamento instalado enfrente. No era exigente en cuanto a la decoración: una cama maciza, un baúl con cerradura y un palanganero con espejo; era demasiado mayor e impaciente para molestarse por algo más.

El baúl constituía un señuelo; en él guardaba algo de oro y otros objetos de poco valor, relativamente. Sus posesiones más valiosas las llevaba puestas —en forma del ter’angreal de adornos— o las guardaba bajo llave en una caja de documentos deslustrada que descansaba en la repisa del espejo. De roble gastado y con la tintura deslucida de forma irregular, la caja tenía bastantes melladuras y manchas para darle un aspecto usado, pero tampoco estaba tan ajada para que pareciera fuera de lugar con sus otras cosas. Mientras Sorilea cerraba la puerta una vez que hubieron entrado las tres, Cadsuane desarmó las trampas de la caja.

A la Aes Sedai le llamaba la atención que fueran tan pocas las hermanas que ensayaban innovaciones con el Poder Único. Aprendían de memoria tejidos tradicionales cuya validez había quedado probada al paso del tiempo. Sí, era cierto que experimentar con el Poder Único podía resultar desastroso, pero era factible realizar muchas extrapolaciones sencillas sin correr riesgos. El tejido utilizado para la caja era una de esas aplicaciones. Hasta hacía poco había usado un tejido estándar de Fuego, Energía y Aire para que se destruyera cualquier documento guardado en la caja si un intruso la abría. Muy eficaz, pero algo falto de imaginación.

El nuevo tejido era mucho más versátil: no destruía los objetos metidos en la caja; Cadsuane no estaba segura de si se podían destruir. En cambio, los tejidos —ejecutados a la inversa para hacerlos invisibles— saltaban en flujos retorcidos de Aire y capturaban a cualquiera que se encontrara en la habitación al abrirse la caja. Después, otro tejido emitía un sonido fuerte que imitaba cien trompetazos al tiempo que unas luces destellaban en el aire para dar la alarma. Los tejidos se accionarían también si alguien abría la caja, la movía o simplemente la tocaba con el más delicado de los flujos del Poder Único.

Cadsuane alzó la tapa y retiró la mano con rapidez; la precaución no estaba de más, porque dentro de esa caja se hallaban dos objetos que representaban un peligro muy serio.

Sorilea se acercó y se asomó para mirar dentro. Uno de los objetos era una figurilla que medía alrededor de un pie y que representaba a un hombre sabio, con barba, sosteniendo en alto una esfera. El otro era un collar de metal negro y dos brazaletes: un a’dam creado para un hombre. Con ese ter’angreal una mujer podía convertir en su esclavo a un varón encauzador y controlar su habilidad para utilizar el Poder Único. Tal vez podría controlarlo por completo; no lo sabía porque no habían probado el collar. Al’Thor lo había prohibido.

Pasando por alto la estatuilla, Sorilea centró la atención en los brazaletes y el collar; entonces dejó escapar un quedo siseo.

—Ese objeto es malévolo.

—Sí —convino con ella Cadsuane. Pocas veces habría calificado a un simple objeto de «malévolo», pero ése lo era—. Nynaeve al’Meara afirma tener algún conocimiento sobre este objeto, y aunque no he conseguido sacarle cómo sabe esas cosas, afirma que sólo existía un a’dam masculino y que arregló las cosas para que fuera arrojado al océano. Sin embargo, también admite que no vio personalmente que se dispusiera de él y, en consecuencia, cabe la posibilidad de que los seanchan lo hayan utilizado como molde.

—Esa posibilidad me preocupa mucho —manifestó Sorilea—. Si una de las Depravadas de la Sombra o incluso alguna seanchan lo capturara con esto…

—Que la Luz se apiade de todos —susurró Bair.

—¿Y la gente que tiene estas cosas es la misma con la que al’Thor quiere firmar la paz? —Sorilea sacudió la cabeza—. La mera creación de estas abominaciones sería merecedora de una guerra a sangre y fuego. He oído decir que hay otros semejantes. ¿Qué pasa con ésos?

—Están guardados en otra parte —contestó Cadsuane mientras cerraba la tapa—. Junto con los a’dam femeninos que encontramos. Unas conocidas mías, Aes Sedai que se retiraron del mundo, están haciendo pruebas para tratar de descubrir su punto débil.

También tenían en su poder Callandor. Cadsuane detestaba haber tenido que dejar la espada fuera de su alcance, pero creía que el sa’angreal todavía guardaba secretos que desentrañar.

—Guardo éste aquí porque busco una forma de probarlo con un hombre —prosiguió—. Esa sería la mejor manera de descubrir el punto débil. Pero al’Thor no permite que ninguno de sus Asha’man sea atado a la correa, ni siquiera durante unos segundos.

Ese razonamiento desagradó a Bair.

—Algo así como probar la resistencia de una lanza ensartándosela a alguien —rezongó.

Sorilea, por el contrario, asintió en un gesto de anuencia; ella lo entendía.

Una de las primeras cosas que Cadsuane —explicó— hizo después de apoderarse de esos a’dam femeninos fue ponerse uno y practicar modos de escapar del collar. Ni que decir tiene que lo había probado en circunstancias muy controladas, con mujeres en las que confiaba para que la ayudaran a zafarse de él. Al final fue lo que tuvieron que hacer, porque Cadsuane no consiguió encontrar la forma de lograrlo por sí misma.

Pero si tu enemigo planeaba hacerte algo, debías descubrir cómo contrarrestarlo aunque ello significara tener que atarte con correa. Al’Thor no lo entendía; cuando se lo había planteado, el chico se había limitado a rezongar algo sobre «ese maldito arcón» y sobre ser golpeado.

—Tenemos que hacer algo con este hombre —dijo Sorilea, que sostuvo la mirada de Cadsuane—. Ha empeorado desde la última vez que lo vimos.

—En efecto —convino la Aes Sedai—. Se ha vuelto un verdadero experto en hacer caso omiso de mis enseñanzas.

—Entonces, hablemos de ello —propuso Sorilea, que se acercó un taburete—. Hay que discurrir un plan, por el bien de todos.

—Por el bien de todos —reiteró Cadsuane—. Por el propio al’Thor, principalmente.

15

Un sitio por el que empezar

Rand despertó en el suelo de un pasillo. Se sentó y oyó el rumor lejano de agua. ¿El arroyo que pasaba junto a la casona? No, no era eso. Las paredes y el suelo de este lugar eran de piedra, no de madera. No había velas ni lámparas colgadas de la mampostería y, sin embargo, había luz; una luz ambiental en el aire.

Se puso de pie y se estiró la chaqueta roja; lo chocante era que sentía una extraña tranquilidad, que no estaba asustado. Aquella estancia le resultaba conocida de algo, un recuerdo lejano en la memoria. ¿Cómo había llegado allí? El pasado reciente era brumoso y parecía resbalar sobre él como jirones de niebla que se desvanecían poco a poco…

«No», se dijo para sus adentros con firmeza. Los recuerdos obedecieron y volvieron de golpe, en respuesta a la fuerza de su determinación. Antes se encontraba en la casona domani esperando el informe de Rhuarc sobre la captura de los primeros miembros del Consejo de Mercaderes. Min leía Cada castillo —una biografía—, sentada en el amplio sillón verde de la habitación que compartían.

Él se había sentido exhausto, como le pasaba a menudo últimamente, y se había ido a acostar; se había quedado dormido. ¿Era esto el Mundo de los Sueños? Aunque lo había visitado alguna que otra vez, no sabía casi ningún dato específico. Egwene y las caminantes de sueños Aiel hablaban de este sitio con reserva, sopesando lo que decían.

Pero el lugar donde se hallaba parecía distinto de aquel mundo onírico; además le resultaba familiar, por raro que pudiera parecer. Observó el pasillo; era tan largo que se perdía en las sombras; en las paredes, a intervalos regulares, había puertas de madera seca y agrietada. «Sí… —pensó aferrándose al recuerdo—. Ya he estado aquí antes, pero de eso hace mucho tiempo».

Eligió una de las puertas al azar —sabía que daba igual por cuál de ellas optara— y la abrió. Al otro lado había un cuarto no muy grande; al fondo se veía una serie de arcos de piedra gris, y más allá un pequeño patio y un cielo de llameantes nubes rojas. Las nubes se dilataban y salían unas de otras, como burbujas de agua hirviendo; eran nubes de una tormenta inminente, antinatural donde las hubiera.

Observó con más detenimiento y vio que cada nube cobraba la forma de un rostro atormentado, con la boca abierta en un grito silencioso. A continuación la nube se hinchaba, se expandía, el rostro se desfiguraba, la mandíbula se movía, las mejillas se contraían, los ojos se abombaban. Entonces se partía, otras caras salían y crecían en su superficie, chillando y borbotando. Era un espectáculo hipnótico y aterrador por igual.

No había suelo más allá del patio. Sólo aquel cielo terrible.

Rand no quería mirar a la izquierda del cuarto; allí se encontraba el hogar. Las piedras que conformaban el suelo, la chimenea y las columnas estaban deformadas, como si se hubieran derretido por efecto de un calor extremo. Lo que había al límite de su visión parecía oscilar y cambiar. Los ángulos y las proporciones del cuarto eran erróneos; igual que lo eran cuando había estado allí, mucho tiempo atrás.

No obstante, esta vez había algo diferente, algo relacionado con los colores. Muchas de las piedras, ennegrecidas, tenían el aspecto de haberse quemado, y las surcaba una red de fisuras. Una luz roja, lejana, brillaba en el interior de las piedras, como si contuvieran un núcleo de lava. En algún momento había habido una mesa allí, ¿verdad? Lustrada, de madera fina, con una hechura de líneas corrientes que creaba un contraste perturbador con los ángulos deformados de las piedras.

La mesa había desaparecido, pero delante del hogar había dos sillones de respaldo alto, de cara al fuego, ocultando a quienesquiera que estuvieran sentados en ellos. Rand se obligó a caminar hacia allí; las botas resonaron en las piedras que ardían. No sentía calor, ni en las piedras ni proveniente del fuego del hogar. Contuvo la respiración y el corazón le palpitó desbocado conforme se acercaba a esos sillones. Le daba miedo lo que encontraría en ellos.

Los rodeó. En el de la izquierda había un hombre sentado; era alto, joven, de rostro cuadrado y ojos azules, arcaicos; el fuego del hogar se reflejaba en ellos y teñía los iris con una tonalidad casi púrpura. El otro sillón se hallaba vacío, por lo que Rand fue hacia allí y se sentó para sosegar los latidos del corazón y observar la danza de las llamas. Había visto a ese hombre antes, en visiones semejantes a las que surgían cuando pensaba en Mat o en Perrin.

Los colores no aparecieron esta vez cuando pensó en sus amigos. Eso era extraño, pero —en cierto modo— no del todo inesperado. Las visiones que había tenido del hombre que ocupaba el otro sillón eran diferentes de las relacionadas con Perrin y Mat. Eran más viscerales y, de algún modo, más reales. A veces, durante esas visiones, Rand casi había tenido la sensación de que si alargaba la mano tocaría a ese hombre, pero le daba miedo lo que podría ocurrir si lo hacía.

Sólo se había encontrado con él en una ocasión, en Shadar Logoth. El desconocido le había salvado la vida y Rand se preguntaba a menudo quién era ese hombre. Ahora, en este lugar, Rand lo supo por fin.

—Estás muerto —susurró—. Yo te maté.

El hombre no apartó la vista del fuego del hogar mientras se reía. Era una risa destemplada, profunda, gutural, en la que no había verdadero alborozo. Tiempo atrás Rand había conocido a ese hombre sólo como Ba’alzamon —un nombre para el Oscuro— y creyó, necio de él, que al matarlo había derrotado a la Sombra de forma definitiva.

—Te vi morir —dijo Rand—. Te atravesé el pecho con Callandor, Isham…

—Ése no es mi nombre —lo interrumpió el hombre, todavía con la vista fija en las llamas—. Ahora se me conoce por el de Moridin.

—El nombre es irrelevante —replicó Rand, enfadado—. Estás muerto y esto sólo es un sueño.

—Sólo un sueño —repitió Moridin riendo entre dientes—. Sí. —Iba vestido todo de negro, color que sólo aliviaba el bordado rojo de las mangas de la chaqueta.

Por fin Moridin lo miró. Las llamas del fuego del hogar proyectaban intensos reflejos rojos y anaranjados sobre el semblante anguloso y los ojos que no parpadeaban.

—¿Por qué te lamentas y protestas siempre por todo? Sólo un sueño. ¿Sabes que muchos sueños son más reales que el mundo de vigilia?

—Estás muerto —repitió Rand, sin dar el brazo a torcer.

—Y tú. Yo también te vi morir a ti, ¿sabes? Desatando tu ira en una tempestad sobrenatural, creando toda una montaña para señalar tu tumba. Cuán arrogante.

Al descubrir que había matado a todos los que amaba, Lews Therin había absorbido el Poder de la Fuente Verdadera hasta destruirse a sí mismo y, en el proceso, el Monte del Dragón había surgido de las entrañas del mundo. La mención de aquel acontecimiento siempre llevaba aullidos de dolor y de rabia a la mente de Rand.

Pero esta vez sólo hubo silencio.

Moridin desvió la vista de nuevo hacia las llamas que no irradiaban calor. Al lado, en las piedras del hogar, Rand percibió movimiento: trémulos fragmentos de sombras apenas visibles a través de las grietas de las piedras. El calor abrasador irradiaba más allá, como roca derretida, y esas sombras se agitaban, frenéticas. Aunque apagado, Rand oyó el ruido de arañazos y lo identificó con ratas. Había ratas detrás de las piedras; atrapadas al otro lado, consumidas poco a poco por el terrible calor, arañaban con las garras los resquicios de las grietas en su afán por escapar y no morir calcinadas.

Algunas de esas garras casi parecían diminutas manos humanas.

«Sólo es un sueño», se repitió para sus adentros con firmeza. Sólo un sueño. Pero sabía la verdad que había en lo dicho por Moridin. Su enemigo seguía vivo. ¡Luz! ¿Cuántos de los otros habrían vuelto también? Apretó el reposabrazos del sillón con fuerza, encolerizado. Tal vez tendría que haber experimentado terror, pero hacía mucho tiempo que había dejado de huir de ese ser que estaba a su lado y de su amo. En Rand ya no había lugar para el miedo; de hecho, tendría que ser Moridin el que estuviera asustado, porque la última vez que se habían encontrado los dos, Rand lo había matado.

—¿Cómo has vuelto? —espetó.

—Hace mucho tiempo te ofrecí la posibilidad de que el Gran Señor te devolviera tu amor perdido. ¿No crees, pues, que para él es sencillo recobrar a quien lo sirve?

Otro de los nombres del Oscuro era Señor de la Tumba. Sí, claro que le sería fácil, aunque Rand querría haber podido rebatirlo. ¿Por qué se sorprendía de que sus enemigos regresaran, si el Oscuro tenía la capacidad de devolver la vida a los muertos?

—Todos renacemos —continuó Moridin—, se nos reincorpora al tejido del Entramado una y otra vez. La muerte no es barrera para mi señor, salvo para aquellos que perecen por el fuego compacto. Esos están fuera de su alcance, y lo asombroso es que podamos recordarlos.

De modo que algunos de los otros sí estaban realmente muertos. El fuego compacto era la clave, pero ¿cómo se había metido Moridin en su sueño si él levantaba salvaguardias todas las noches? Echó una ojeada a su adversario y notó algo raro en los ojos del hombre: unas minúsculas motas negras se movían por el blanco de los globos oculares y lo cruzaban de un lado a otro, como partículas de ceniza que flotaran a capricho de un viento suave.

—El Gran Señor puede otorgarte la cordura, ¿sabes? —dijo Moridin.

—La última vez que me hiciste el regalo de la cordura no me proporcionó consuelo alguno —replicó Rand, sorprendido al oír lo que decía.

Ése era un recuerdo de Lews Therin, no suyo. Sin embargo, Lews Therin había desaparecido de su mente. Lo chocante era que, en cierto sentido, se sentía más firme allí, en un lugar donde todo lo demás parecía inestable. Por fin todas las partes de sí mismo encajaban mejor. No a la perfección, por supuesto, pero sí mejor de lo que estaban en la memoria reciente.

Moridin soltó un resoplido suave, pero no dijo nada. Rand volvió la vista hacia el hogar y contempló los parpadeos y ondulaciones de las llamas. Creaban formas —como las nubes—, pero éstas eran de cuerpos descabezados, esqueléticos, con la espalda arqueada por el dolor, que se retorcían durante un instante en el fuego, convulsos, antes de deshacerse en la nada con un chisporroteo.

Rand se quedó un rato contemplando el fuego, absorto. Cualquiera los habría tomado por dos viejos amigos que disfrutaban del calor de la chimenea en invierno. Sólo que las llamas no proporcionaban calor y él volvería a matar a ese hombre. O volvería a morir a manos de él.

—¿Por qué has venido aquí? —preguntó Moridin, tamborileando los dedos en el reposabrazos del sillón.

«¿Que he venido?», pensó Rand, sobresaltado. ¿Es que no lo había llevado Moridin allí?

—Estoy tan cansado… —continuó Moridin mientras cerraba los ojos—. ¿Eres tú o soy yo? Querría estrangular a Semirhage por lo que hizo.

Rand frunció el entrecejo. ¿Estaba loco Moridin? A decir verdad, Ishamael parecía haber perdido la cabeza al final.

—No es el momento de que luchemos los dos. —Moridin hizo un gesto con la mano a Rand—. Vete, déjame en paz. Ignoro lo que sería de nosotros si nos matáramos el uno al otro. De todos modos, el Gran Señor te tendrá en su poder a no mucho tardar. Su victoria está asegurada.

—Ha fracasado antes y volverá a fracasar —contestó Rand—. Lo derrotaré.

Moridin rompió a reír de nuevo, con la misma desgana de antes.

—Es posible —dijo luego—. Pero ¿crees que eso importa? Piénsalo. La Rueda gira y gira sin tregua, las eras se suceden una y otra vez y los hombres combaten al Gran Señor. Pero algún día vencerá y, cuando lo haga, la Rueda se detendrá.

»Por eso tiene asegurada la victoria. Creo que será en esta era, pero si me equivoco, entonces será en otra. Si tú sales victorioso, eso sólo conducirá a otra batalla. Cuando salga victorioso él, todo acabará. ¿No te das cuenta de que no hay esperanza para ti?

—¿Es ésa la razón de que te pasaras a su bando? —inquirió Rand—. Siempre estabas lleno de ideas, Elan. La lógica te destruyó, ¿no es así?

—No hay camino hacia la victoria —manifestó Moridin—. El único camino viable es seguir al Gran Señor y prevalecer durante un tiempo, antes de que todo acabe. Los otros son unos necios. Van en pos de ambiciosas recompensas para toda la eternidad, pero no habrá eternidad. Sólo el ahora, los últimos días.

Otra vez rió y en esta ocasión sí había regocijo en la risa. Verdadero placer.

Rand se puso de pie y Moridin lo miró con recelo, pero siguió sentado.

—Hay un modo de vencer, Moridin —afirmó—. Me propongo acabar con él, matar al Oscuro. Que la Rueda gire sin su constante corrupción.

No hubo reacción en el otro hombre, que tenía la vista fija en las llamas.

—Estamos conectados —dijo Moridin por fin—. Sospecho que por eso viniste aquí, aunque ni yo mismo entiendo el vínculo que nos une. Dudo que seas capaz de entender la magnitud de la estupidez de tu aserto.

Rand tuvo un acceso de cólera, pero lo controló; no respondería a la provocación.

—Veremos —replicó.

Buscó el contacto con el Poder Único; lo percibió distante, muy, muy lejos. Al asirlo sintió un brusco tirón, como si lo arrastrara un sedal de saidin. El cuarto desapareció y también lo hizo el Poder Único cuando Rand entró en una profunda negrura.

Rand dejó por fin de agitarse violentamente en sueños, y Min contuvo la respiración confiando en que no empezara otra vez. La joven estaba sentada sobre las piernas dobladas, envuelta en una manta, y leía en el sillón colocado en un rincón del dormitorio. Una lamparilla titilaba y danzaba encima de la mesita baja que había al lado y que iluminaba la pila de libros mohosos: Esquisto caído, Señales y advertencias, Monumentos del pasado. Históricos, casi todos ellos.

Rand suspiró suavemente, pero no se movió; Min respiró y volvió a acomodarse en el sillón, señalando con el dedo la página que leía de un ejemplar de Meditaciones, de Pelateos. A pesar de estar los postigos de la ventana echados durante la noche, oía al viento murmurar entre los pinos. La habitación olía un poco a humo del extraño fuego. La rápida reacción de Aviendha había reducido a una simple molestia lo que podría haber sido un desastre en potencia. Tampoco es que la hubieran recompensado por su acción; las Sabias seguían haciéndola trabajar con más dureza que si fuera la peor mula de un mercader.

A Min le había sido imposible acercarse a ella lo bastante para sostener una conversación, a pesar de que llevaban juntas en el campamento un tiempo. No sabía qué pensar de la otra mujer. Se habían sentido un poco más cómodas aquella tarde, cuando habían compartido el oosquai, pero del trato de un día no nacían amistades, y ella —para qué negarlo— se sentía incómoda con la idea de compartir.

Echó otra ojeada a Rand, que estaba tendido boca arriba, con los ojos cerrados y respirando con normalidad ahora. Tenía el brazo izquierdo por encima de las mantas, con el muñón al aire. Min no entendía cómo conseguía dormir, con esas heridas del costado. No bien había pensado en ellas, la joven sintió el dolor como una parte del enroscado nudo de emociones que era la vaga presencia de Rand en el fondo de su mente. Ella había aprendido a hacer caso omiso del dolor; no había tenido más remedio. Y para él debía de ser mucho, muchísimo más intenso. No sabía cómo podía soportarlo.

Gracias a la Luz no era una Aes Sedai, pero de algún modo lo había vinculado a ella. Resultaba asombroso saber dónde se encontraba, o si estaba agitado. Casi había conseguido que las emociones de Rand no la desbordaran, excepto cuando eran fruto de la pasión. Pero ¿qué mujer no querría sentirse desbordaba en momentos así? Con el vínculo era una experiencia… especialmente estimulante que le permitía sentir por igual su propio deseo y el enardecido vendaval que era el deseo de Rand por ella.

Pensar en eso la hizo enrojecer, así que abrió Meditaciones para distraerse. Rand necesitaba dormir y no iba a privarlo del descanso. Además, ella debía investigar, aunque se le habían presentado conclusiones que no le gustaban.

Esos libros habían pertenecido a Herid Fel, el filósofo asesinado, despedazado por Engendros de la Sombra. Fel había descubierto algo en esos libros, algo que iba a decirle a Rand; algo relacionado con la Última Batalla y los sellos de la prisión del Oscuro. A Fel lo habían matado justo antes de que pasara esa información. Quizá fuera una coincidencia; quizá los libros no tenían nada que ver con su muerte. O tal vez sí. Min estaba resuelta a encontrar las respuestas, por Rand y por el propio Herid.

Dejó Meditaciones y recogió Pensamientos en medio de las ruinas, una obra de hacía más de mil años. Había señalado una página con un papelito, el de la nota —ahora raída— que Herid le había enviado a Rand poco antes de que lo mataran. Min la abrió y volvió a leerla.

El convencimiento y el orden procuran fortaleza. Hay que limpiar los escombros antes de poder construir. Lo explicaré la próxima vez que nos veamos. Que no venga la chica. Demasiado bonita.

Imaginó que leyendo algunos libros del filósofo podría seguir el rumbo de sus ideas. Rand le había pedido al filósofo información para sellar la prisión del Oscuro. ¿Descubrió Fel lo que ella creía haber descubierto?

Movió la cabeza, mortificada. ¿Qué diantres hacía ella empeñada en resolver un misterio para eruditos? Pero ¿quién más había para intentarlo? Una hermana Marrón estaría mejor preparada, mas ¿podían confiar en ellas? Hasta las que habían prestado juramento a Rand podían decidir que lo mejor para él era no hacerlo partícipe de ciertos secretos. El propio Rand se encontraba demasiado ocupado y, en los últimos tiempos, demasiado impaciente para leer libros. Con lo cual, sólo quedaba ella. Empezaba a enlazar fragmentos de lo que Rand tendría que hacer, pero había más —mucho más— que todavía no sabía. Presentía que se hallaba cerca de conseguirlo, pero le preocupaba revelarle a Rand lo que había descubierto. ¿Cómo reaccionaría?

Con un suspiro, se puso a repasar el libro. Jamás habría imaginado que ella, precisamente ella, se convertiría en una mentecata por culpa de un hombre. Y sin embargo, allí estaba, siguiéndolo dondequiera que fuera, anteponiendo sus necesidades a las de ella. Lo cual no significaba que lo siguiera como un perro, a pesar de lo que dijera la gente del campamento. Si acompañaba a Rand era porque lo amaba y porque sentía —literalmente— que él la correspondía. A despecho de la dureza que lo estaba invadiendo poco a poco, a despecho de la irritabilidad y la desolación de su vida, Rand la amaba. Así que ella hacía todo lo posible por ayudarlo.

Si lograra resolver aquel enigma —la incógnita de sellar la prisión de Oscuro— conseguiría algo que no sólo sería por Rand, sino por el propio mundo. ¿Qué importaba si los soldados del campamento ignoraban su valía? Sin duda era mejor que todos dieran por sentado que ella no merecía ser tenida en cuenta. Cualquier asesino que fuera a matar a Rand pensaría que podía desentenderse de ella. El asesino en ciernes descubriría enseguida —con sorpresa— los cuchillos que Min llevaba escondidos en las mangas. No era tan buena con ellos como Thom Merrilin, pero sabía manejarlos con la soltura necesaria para matar.

Rand se dio la vuelta en la cama, pero no se despertó. Lo amaba. No había elegido enamorarse de él, pero el corazón —o el Entramado o el Creador o lo que quiera o quienquiera que dispusiera esas cosas— lo había decidido por ella. Y ahora no cambiaría lo que sentía aunque pudiera hacerlo. Aunque amarlo significara correr peligro, aunque significara soportar las miradas de los hombres del campamento, aunque significara… compartirlo con otras.

Rand se rebulló otra vez. En esta ocasión gimió y abrió los ojos mientras se sentaba en la cama. Se llevó la mano a la cabeza; a saber cómo, parecía estar más agotado que cuando se había ido a dormir. Sólo llevaba puesta parte de la ropa interior, y tenía el torso al descubierto. Se quedó sentado unos segundos interminables y después se levantó y se dirigió hacia la ventana cerrada. Min cerró el libro.

—¿Se puede saber qué haces, pastor? ¡Apenas has dormido un par de horas!

Él abrió los postigos y la ventana, dejando a la vista la oscura noche que aguardaba fuera. Un soplo errabundo de aire hizo temblar la llama de la lámpara.

—Rand… —lo llamó; apenas alcanzó a oírle cuando le contestó.

—Está dentro de mi cabeza. Había desaparecido durante el sueño, pero ahora ha vuelto.

Min hizo un gran esfuerzo para no hundirse en el sillón. Luz, cómo detestaba escuchar los desatinos de Rand. Había albergado la esperanza de que cuando limpiara el saidin él se libraría de las alucinaciones producto de la infección.

—¿Quién? —preguntó, manteniendo la voz impávida con gran esfuerzo—. ¿La voz de… Lews Therin?

Él se volvió, con el nocturno cielo encapotado enmarcándole el rostro en tanto que la débil luz de la lámpara dejaba envueltos en sombra gran parte de los rasgos de la cara.

—Rand, tienes que hablar con alguien. —Min dejó el libro y se reunió con él en la ventana—. No puedes guardarte todo dentro.

—He de ser fuerte.

Min le tiró del brazo para que se volviera hacia ella.

—¿Mantenerme alejada significa que eres fuerte? —preguntó.

—No te estoy…

—Sí, claro que sí. Ahí están pasando cosas, detrás de esos ojos Aiel tuyos. Rand, ¿crees que dejaré de amarte por lo que oyes?

—Te asustarías.

—Oh, vaya. —La joven se cruzó de brazos—. De modo que soy una flor delicada, ¿es eso?

Rand abrió la boca sin encontrar palabras con las que contestar, como le pasaba antes, cuando sólo era un pastor viviendo una aventura.

—Min, sé que eres fuerte. Sabes que es cierto.

—Entonces, confía en que soy lo bastante fuerte para soportar la carga que llevas encima —respondió ella—. No podemos actuar como si no hubiese ocurrido nada. —Hizo un esfuerzo para continuar—. La infección te dejó secuelas. Sé que es así. Pero, si no te sientes capaz de compartirlo conmigo, ¿con quién lo compartirás?

Rand se pasó la mano por el pelo y después se dio la vuelta y empezó a pasear por la habitación.

—¡Maldita sea, Min! Si mis enemigos descubren mis debilidades les sacarán partido. Voy como un ciego corriendo en la oscuridad por un camino desconocido. ¡No sé si hay tajos en la calzada ni si al final acaba en un precipicio!

—Cuéntamelo. —Min lo sujetó por el brazo cuando pasó ante ella.

—Creerás que estoy loco.

—Ya pienso que eres un palurdo ignorante, por lo cual dudo que mi opinión sobre ti empeore mucho más.

Él la observó y parte de la tensión que había en su semblante se borró. Tomó asiento al borde de la cama con un quedo suspiro. Era un progreso.

—Semirhage tenía razón —empezó Rand—. Oigo… cosas. Una voz. La de Lews Therin, el Dragón. Habla conmigo y reacciona a lo que me rodea. A veces intenta asir el saidin a través de mí, y… Y en ocasiones tiene éxito. Está ido, Min. Loco. Pero las cosas que es capaz de hacer con el Poder Único son asombrosas.

Se quedó mirando al vacío y Min se estremeció. ¡Luz! ¿Dejaba que la voz que había en su cabeza blandiera el Poder Único? ¿A qué se refería? ¿Significaba eso que permitía que la parte perturbada de su cerebro tomara el control? Rand sacudió la cabeza.

—Semirhage afirma que eso no es más que la locura, desvaríos de mi mente, pero Lews Therin sabe cosas que yo ignoro. Cosas sobre la historia, sobre el Poder Único. Tuviste una visión sobre mí que mostraba dos personas fusionadas en una. ¡Eso significa que Lews Therin y yo somos distintos! Somos dos personas, Min. Él es real.

Ella se acercó y se sentó a su lado.

—Rand, él es tú. O tú eres él. Proyectado de nuevo en el Entramado. Esos recuerdos y esas cosas que puedes hacer son retazos de lo que fuiste antes.

—No. Min, él está loco, y yo no. Además, él fracasó. Yo no lo haré. No fracasaré, Min. No haré daño a quienes amo, como le ocurrió a él. Y, cuando derrote al Oscuro, no será para que regrese poco después a fin de aterrorizarnos otra vez.

¿Tres mil años era «poco después»? Lo rodeó con los brazos.

—¿Qué importa si es otra persona o si simplemente son recuerdos del pasado? La información es útil.

—Sí —contestó él; de nuevo parecía distante—. Pero me da miedo usar el Poder Único. Cuando lo hago, corro el riesgo de que tome el control. No es de fiar. Lews Therin no tenía intención de matarla, pero eso no cambia el hecho de que lo hiciera. Luz… Ilyena…

¿Era así como les ocurría a todos? ¿Cada cual dando por hecho que estaba cuerdo realmente y que era el «otro» que tenían dentro de la cabeza el que hacía cosas horribles?

—Eso ya ha acabado, Rand —le dijo mientras lo estrechaba contra sí—. Sea esa voz de quien sea, no irá a peor. El saidin está limpio.

Rand no contestó, pero se relajó. Min cerró los ojos y disfrutó de la sensación de la calidez del hombre a su lado; sobre todo porque se había dejado abierta la ventana.

—Ishamael está vivo —dijo Rand.

Min abrió los ojos de golpe.

—¿Qué? —¡Justo cuando empezaba a sentirse a gusto!

—Lo visité en el Mundo de los Sueños. Y antes de que lo preguntes: no, no era una pesadilla ni el delirio de un loco. Fue real y no podría explicarte por qué lo sé. Tendrás que fiarte de mí.

—Ishamael —musitó ella—. ¡Pero si lo mataste!

—Sí. En la Ciudadela de Tear. Ha vuelto, con un rostro nuevo y un nombre nuevo, pero es él. Tendríamos que habernos dado cuenta de que ocurriría, porque el Oscuro no renunciaría a herramientas tan útiles sin oponer resistencia. Su alcance llega más allá de la tumba.

—Entonces, ¿cómo vamos a vencer? Si todos los que matamos regresan…

—Fuego compacto. Los mataré definitivamente.

—Cadsuane dijo…

—Me da igual lo que dijo Cadsuane —bramó—. Es mi consejera y me aconseja, nada más. Soy el Dragón Renacido y yo decidiré cómo luchamos. —Hizo una pausa y respiró hondo—. Sea como sea, no importa si los Renegados vuelven a la vida, no importa a quién o qué manda contra nosotros el Oscuro. Al final lo destruiré, si es posible. Y, si no, entonces al menos lo encerraré bajo sellos tan seguros que el mundo podrá olvidarse de él. —Bajó la vista para mirarla.

»Por eso necesito… la voz, Min. Lews Therin sabe cosas. O las sé yo. Sea como sea, los conocimientos están ahí. En cierto modo, la propia infección del Oscuro será su perdición, porque me dio acceso a Lews Therin.

Min desvió la vista hacia los libros. El trozo de papel con la nota de Herid todavía asomaba entre las páginas de Pensamientos en medio de las ruinas.

—Rand, tienes que destruir los sellos de la prisión del Oscuro.

Él la miro con el entrecejo fruncido.

—Estoy segura de ello —insistió Min—. He estado leyendo los libros de Herid durante todo este tiempo y creo que es lo que quería decir con lo de «limpiar los escombros». Para reconstruir la prisión del Oscuro, antes tienes que abrirla. Quitar el parche puesto en la Perforación.

Esperaba que se mostrara incrédulo y, para gran sorpresa de la joven, él se limitó a asentir con la cabeza.

—Sí, suena lógico —dijo luego—. Dudo que muchos quieran oír esa idea. Si los sellos se rompen, no hay forma de saber lo que ocurrirá. Si no logro contenerlo…

Las profecías no anunciaban que Rand vencería, sólo que lucharía. Min se estremeció otra vez —¡maldita ventana!—, pero miró a Rand a los ojos cuando afirmó:

—Vencerás. Lo derrotarás.

—¿Fe en un demente, Min? —dijo él con un suspiro.

—Fe en ti, pastor.

De repente la joven vio que empezaban a girar visiones alrededor de la cabeza de Rand. Casi siempre conseguía no hacerles caso, a menos que fueran nuevas, pero ahora las seleccionó. Luciérnagas consumidas en la oscuridad. Tres mujeres ante una pira. Fogonazos de luz, oscuridad, sombra, señales de muerte, coronas, heridas, dolor y esperanza. Una tempestad alrededor de Rand al’Thor más intensa que cualquier tormenta real.

—Seguimos sin saber qué hacer —comentó él—. Los sellos ya están lo bastante frágiles para poder romperlos con las manos, pero después ¿qué? ¿Cómo lo detengo? ¿Dice algo sobre eso en tus libros?

—No podría asegurarlo —admitió—. Las pistas, si es que se trata de eso, son ambiguas. Seguiré buscando, te lo prometo. Encontraré esas respuestas para ti.

Él asintió con la cabeza, y a Min le sorprendió percibir la confianza del hombre a través del vínculo. Aquélla era una emoción tan poco frecuente en Rand en los últimos tiempos que casi daba miedo, pero no parecía irradiar tanta dureza como en días anteriores; aún era una roca, pero, quizá se abrían algunas grietas con el propósito de dejarla entrar. Era un comienzo.

Ciñó los brazos alrededor de Rand y volvió a cerrar los ojos. Un sitio por el que empezar, pero, quedaba tan poco tiempo… En fin, habría qué arreglárselas.

Resguardando con cuidado la vela encendida, Aviendha encendió el farol colgado de un palo; la llama titiló e iluminó el prado a su alrededor. En las hileras de tiendas se oían los ronquidos de los soldados. La noche era fría y despejada, y a lo lejos sonaba el matraqueo de las ramas; un búho solitario ululó. Aviendha estaba exhausta.

Había cruzado el prado cincuenta veces encendiendo y apagando el farol para después regresar al trote a fin de encender la vela en la casona antes de volver despacio, con cuidado —protegiendo la llama— para encender el farol otra vez.

Otro mes de ese tipo de castigos y probablemente se volvería tan loca como un habitante de las tierras húmedas. ¡Las Sabias se despertarían una mañana y la encontrarían yendo a darse un chapuzón en el río o llevando un odre medio lleno de agua o —incluso— montando a caballo por puro placer! Suspiró, demasiado cansada para pensar más, y se volvió hacia el sector Aiel del campamento para ir a dormir por fin.

Alguien estaba de pie detrás de ella.

Se sobresaltó y llevó la mano a la daga, pero se relajó al reconocer a Amys. De todas las Sabias, sólo ella —una antigua Doncella— habría podido acercarse con tanto sigilo a Aviendha.

La Sabia tenía las manos enlazadas delante; el chal marrón y la falda ondearon ligeramente con el aire. A la joven se le puso carne de gallina con la última ráfaga, más fría que las anteriores. El cabello plateado de Amys parecía casi fantasmagórico a la luz vespertina; una aguja de pino arrastrada por el aire se le había enganchado en un mechón.

—Abordas tus castigos con tanta… entrega, pequeña —dijo Amys.

Aviendha bajó la vista. Aludir a sus actividades era avergonzarla. ¿Se le acababa el tiempo? ¿Las Sabias habían decidido al fin dejarla por imposible?

—Por favor, Sabia, sólo hago lo que el deber me exige.

—Sí, lo haces. —Amys se pasó la mano por el pelo y encontró la aguja de pino, que tiró en la hierba seca—. Y, asimismo, no lo haces. A veces, Aviendha, estamos tan preocupados con lo que tenemos que hacer que no nos paramos a pensar qué es lo que no hemos hecho.

Aviendha se alegraba de que estuviera oscuro, porque así no se vio su sonrojo. A lo lejos, un soldado tocó la campana para dar la hora; el metal sonó con once repiques melancólicos. ¿Qué contestar a los comentarios de Amys? No parecía que hubiera una respuesta apropiada.

La salvó un destello de luz, justo más allá del campamento; era apenas perceptible, pero en la oscuridad no resultaba difícil ver el parpadeo.

—¿Qué pasa? —preguntó la Sabia al advertir la expresión de Aviendha, y se volvió para mirar en aquella dirección.

—Luz —contestó la joven—. En la zona de Viaje.

Amys frunció el entrecejo y al punto ambas echaron a andar hacia allí. Enseguida se encontraron con Damer Flinn, Davram Bashere y una reducida guardia de saldaeninos y Aiel que entraban en el campamento. ¿Qué pensar de un ser como Flinn? La infección se había limpiado, pero ese hombre —como muchos de los otros— había acudido para pedir que se los instruyera antes de que tal cosa ocurriera. Aviendha habría ido en busca del Cegador de la Vista antes que hacer algo así, pero al final habían demostrado ser unos instrumentos muy valiosos.

Amys y Aviendha se apartaron a un lado mientras el pequeño grupo se encaminaba a buen paso hacia la casona, alumbrada exclusivamente por las lejanas antorchas titilantes y el cielo encapotado en lo alto. Aunque la mayor parte de la fuerza enviada para reunirse con los seanchan eran soldados de Bashere, también había varias Doncellas en el grupo. Amys buscó la mirada de una de ellas, una mujer de cierta edad llamada Corana; ésta se quedó retrasada y, aunque en la oscuridad no era fácil saberlo, parecía preocupada. O quizás enfadada.

—¿Qué noticias hay? —preguntó Amys.

—Los invasores, esos seanchan —Corana pareció escupir la palabra—, han accedido a tener otra reunión con el Car’a’carn.

Amys asintió con un cabeceo; sin embargo, Corana —el corto cabello agitado por el frío viento— resopló de forma sonora.

—Habla —pidió la Sabia.

—El Car’a’carn tiene demasiado empeño en lograr la paz —repuso la Doncella—. Esos seanchan le han dado motivos para declarar una guerra a sangre y fuego, pero él sonríe tontamente y se muestra condescendiente. Me siento como un perro que ha sido adiestrado para ir a lamerle los pies a un desconocido.

Amys miró a Aviendha.

—¿Y a ti que te parece esto? —le preguntó.

—Mi corazón se identifica con lo que dice ella, Sabia, pero aunque el Car’a’carn sea un necio en ciertas cosas, no es ése el caso ahora. Mi mente está de acuerdo con él y, en esta ocasión, haré lo que me dicta la mente.

—¿Cómo puedes decir eso precisamente tú? —espetó Corana, que puso énfasis en lo último, como dando a entender que Aviendha, una Doncella hasta no hacía mucho, debería comprenderlo.

—¿Qué es más importante, Corana? —replicó la joven alzando el mentón—. ¿La discusión que sostienes con otra Doncella o el enfrentamiento de tu clan con su enemigo?

—El clan está antes, por supuesto, pero ¿qué tiene eso que ver?

—Los seanchan merecen que les presentemos batalla y tienes razón al decir que duele ofrecerles la paz, pero olvidas que tenemos un enemigo mayor —aclaró Aviendha—. El mismísimo Cegador de la Vista tiene un enfrentamiento con todos los hombres, y nuestro deber está por encima de cualquier lucha entre naciones.

—Habrá tiempo de sobra para enseñarles a los seanchan el peso de nuestras lanzas en otro momento —manifestó Amys, asintiendo a lo dicho por Aviendha, pero Corana sacudió la cabeza.

—Sabia, hablas como un habitante de las tierras húmedas. ¿Qué nos importan sus profecías y sus historias? El deber de Rand al’Thor como Car’a’carn es mucho más importante que su deber para con los habitantes de estas tierras. Tiene que conducirnos a la gloria.

Amys asestó una mirada durísima a la Doncella rubia.

—Hablas como un Shaido —dijo secamente.

Corana le sostuvo la mirada un instante, si bien enseguida se achantó y apartó los ojos.

—Perdón, Sabia —se disculpó por último—. He incurrido en toh. Pero deberías saber que los seanchan tienen mujeres Aiel en su campamento.

—¿Qué? —exclamó Aviendha.

—Están atadas a la correa —explicó Corana—, como sus domesticadas Aes Sedai. Las exhibían como trofeos cuando llegamos, sospecho que a propósito. Reconocí a muchas Shaido entre ellas.

Amys emitió un gruñido bajo. Ni que fueran Shaido ni que no, que hubiera Aiel retenidas como damane era un grave insulto. Y los seanchan hacían alarde de sus cautivas; aferró la daga con fuerza.

—¿Y qué dices ahora? —inquirió Amys mirando a Aviendha.

La joven rechinó los dientes.

—Lo mismo, Sabia, aunque casi preferiría cortarme la lengua que admitirlo.

Amys asintió en silencio y volvió a mirar a la Doncella.

—No creas que olvidaremos el insulto de esa gente, Corana. La venganza llegará. Una vez que esta guerra acabe, los seanchan sentirán la andanada cerrada de nuestras flechas y las puntas de nuestras lanzas. Pero será después. Ve a decirles a los dos jefes de clan lo que me has contado.

Corana asintió con un cabeceo —cumpliría su toh con Amys más tarde, en privado— y se marchó. Damer Flinn y los otros ya habían llegado a la casona; ¿despertarían a Rand? Ahora dormía, aunque Aviendha tuvo que amortiguar el vínculo a mitad de su castigo nocturno para no tener que soportar sensaciones que prefería evitar; es decir, si las sentía de forma indirecta.

—Se dirán palabras peligrosas sobre esto entre las lanzas —advirtió Amys, pensativa—. Habrá llamamientos a la lucha, exigencias de que el Car’a’carn renuncie a sus intentos de firmar la paz.

—¿Se quedarán a apoyarlo si se niega? —preguntó Aviendha.

—Por supuesto que sí. Son Aiel. —Amys miró a la joven de reojo—. No tenemos mucho tiempo, pequeña. Quizás ha llegado el momento de dejar de tratarte con mimo. Pensaré en castigos mejores para ti a partir de mañana.

«¿Tratarme con mimo? —Aviendha siguió con la mirada a Amys mientras la Sabia se alejaba—. ¡Es imposible que se le ocurra nada más inútil o deshonroso!»

Sin embargo, había aprendido hacía tiempo a no subestimar a Amys. Con un suspiro, Aviendha emprendió un trote ligero en dirección a su tienda.

16

En la torre blanca

Siento curiosidad por oír lo que piensa de esto la novicia. Dime, Egwene al’Vere, ¿cómo habrías encarado tú la situación?

Egwene alzó la vista de la cubeta de cáscaras, con el cascanueces de acero en una mano y una bulbosa nuez en la otra. Era la primera vez que una de las Aes Sedai presentes se dirigía a ella. Había empezado a pensar que ayudar a las tres Blancas iba a ser otra pérdida de tiempo.

Esa tarde se encontraba en un balcón raso del tercer nivel de la Torre Blanca. Las Asentadas tenían derecho a pedir aposentos no sólo con muchas ventanas, sino también con balcones, algo muy poco frecuente —aunque no inaudito— para hermanas corrientes. Éste tenía forma de torrecilla, con un sólido muro de piedra que trazaba una curva y un paramento similar colgando del saliente de arriba. Había un espacio amplio entre ambos y la vista era muy hermosa, orientada al este, a través de las estribaciones que se hacían más elevadas hasta llegar a la Daga del Verdugo de la Humanidad. La propia Daga se divisaría a lo lejos en un día claro.

Un soplo de aire pasó por la balconada; a esa altura era fresco y estaba libre del mal olor que había en la ciudad, allá abajo. Un par de sinuosas parras filosas —de hojas de tres puntas y tallos trepadores— crecían a ambos extremos de la balconada, con los zarcillos rastreros cubriendo el interior de la mampostería de forma que le daba aspecto de unas ruinas perdidas en el corazón de un bosque. Las plantas eran un adorno más llamativo de lo que Egwene habría esperado de una Blanca, pero se decía que Ferane tenía un punto de vanidosa. Probablemente le gustaba que su balconada fuera singular, incluso si el protocolo le requería mantener las parras podadas para que no deslucieran el reluciente perfil de la Torre.

Las tres Blancas estaban sentadas en sillones de mimbre alrededor de una mesa baja, y Egwene lo hacía en un taburete, también de mimbre, enfrente de ellas y de espaldas al exterior, sin disfrutar de la vista mientras partía nueces para ellas. Muchas de las criadas o trabajadoras de las cocinas podrían haber realizado esa tarea, pero ésa era la clase de cosas que las hermanas buscaban para tener ocupadas a aquellas novicias que, en su opinión, holgazaneaban demasiado.

Egwene había supuesto que lo del partir las nueces sólo era un pretexto; pero, después de que hicieran caso omiso de ella durante casi una hora, empezó a creer que se había equivocado. Sin embargo, ahora las tres la miraban. No debería dudar de sus corazonadas.

Ferane tenía la tez cobriza de una domani y un temperamento acorde, algo raro en una Blanca. Era baja, de cara ancha y redonda, como una manzana, y una cabellera oscura y lustrosa. El vestido, de un tono pardo rojizo, era bastante diáfano pero decente, y lo ceñía un fajín blanco, a juego con el chal que llevaba puesto. Al vestido no le faltaban bordados, y el tejido parecía un indicio, tal vez intencionado, de su ascendencia domani.

Las otras dos, Miyasi y Tesan, iban de blanco, como si temieran que un vestido de cualquier otro color fuera una traición a su Ajah. Esa idea se estaba convirtiendo en algo muy común entre todas las Aes Sedai. Tesan era tarabonesa y llevaba el oscuro cabello tejido en trencillas sujetas con cuentas blancas y doradas; enmarcaban un rostro estrecho que daba la impresión de que se lo hubieran pellizcado arriba y abajo y hubieran estirado de él. Siempre parecía preocupada por algo, aunque eso quizá se debía a los tiempos que corrían. La Luz sabía que todas tenían mucho por lo que preocuparse.

Miyasi era más sosegada; un moño alto, de cabello gris acerado, le coronaba la cabeza. El semblante Aes Sedai de la mujer no dejaba traslucir los muchos años que debía de tener para que el cabello estuviera tan canoso. Era alta y rellenita, y quería las nueces descascaradas de una forma especial. Nada de fragmentos ni trozos rotos para ella, sólo mitades enteras. Egwene sacó con cuidado de la cáscara una que acababa de partir y se la ofreció; el pedacito marrón del fruto, con sus arrugas y crestas, parecía el cerebro de un animalillo minúsculo.

—¿Qué me preguntabas, Ferane? —inquirió Egwene mientras cascaba otra nuez y echaba la cáscara en la cubeta que tenía a los pies.

La Blanca frunció apenas el entrecejo ante la respuesta inapropiada de la joven. Todas se estaban acostumbrando al hecho de que esa «novicia» rara vez se comportara como correspondía a su rango.

—Preguntaba qué habrías hecho tú de ser la Amyrlin —repitió Ferane con frialdad—. Considéralo como parte de tu adiestramiento. Sabes que el Dragón ha renacido y sabes que la Torre debe controlarlo a fin de proceder con la Última Batalla. ¿Cómo lo habrías tratado?

Curiosa pregunta; no sonaba mucho a «adiestramiento», aunque Ferane tampoco insinuaba una invitación a hablar mal de Elaida. En esa voz había demasiado desprecio por Egwene.

Las otras dos Blancas guardaron silencio. Ferane era Asentada y le debían deferencia y subordinación.

«Ha oído comentar que a menudo menciono el fiasco de Elaida con Rand —dedujo Egwene, que sostuvo la mirada de los acerados ojos oscuros de Ferane—. De modo que me pones a prueba, ¿no?» Aquello había que encauzarlo con muchísimo cuidado. Egwene sacó otra nuez del cuenco.

—Para empezar, habría enviado a un grupo de hermanas a su pueblo natal.

—¿Para intimidar a su familia? —preguntó Ferane, enarcando una ceja.

—Por supuesto que no. Para interrogarlos. ¿Quién es el Dragón Renacido? ¿Es un hombre de genio pronto, un hombre vehemente, impulsivo? ¿O es un hombre tranquilo, cauto, precavido? ¿Era de los que se pasan el tiempo solos en el campo, o por el contrario entablaba enseguida amistad con los otros muchachos? ¿Sería más fácil dar con él en una taberna o en un taller?

—Pero tú ya lo conoces —apuntó Tesan.

—Así es. —Egwene partió la nuez—. Pero hablamos de una situación hipotética.

«Hacéis bien en recordar que en el mundo real conozco personalmente al Dragón Renacido —pensó—. Y que nadie más en la Torre lo conoce».

—Supongamos que eres quien eres, y que él es Rand al’Thor, tu amigo de la infancia.

—De acuerdo.

—Dime, pues —pidió Ferane, que se echó hacia adelante—. De los tipos de hombre que has enumerado antes, ¿en cuál encaja mejor el tal Rand al’Thor?

—En todos ellos —respondió Egwene tras dudar un momento; soltó una nuez partida en trozos en un cuenco pequeño, junto a otras. Miyasi no las tocaría, pero las otras dos hermanas no eran tan exigentes—. Si yo fuera yo y el Dragón fuera Rand, lo tendría por una persona sensata, para ser un varón, aunque a veces un tanto cabezota. Bueno, casi siempre. Y, ante todo, lo tendría por un buen hombre, en el fondo. En consecuencia, el siguiente paso sería enviarle hermanas para ofrecerle orientación y consejos.

—¿Y si las rechazara? —inquirió Ferane.

—En ese caso enviaría espías para observarlo y comprobar si ya no era el mismo hombre que conocía.

—Y, mientras esperabas y espiabas, aterrorizaría a la población haciendo estragos y reuniendo ejércitos bajo su estandarte.

—¿No es eso acaso lo que queremos que haga? —preguntó Egwene—. No creo que hubiéramos podido impedir que empuñara Callandor, de habernos propuesto tal cosa. Se las ha arreglado para restablecer el orden en Cairhien, unificar Tear e Illian bajo el mando de un dirigente, y, es de suponer, ganarse el favor de Andor.

—Por no mencionar que ha subyugado a esos Aiel —intervino Miyasi al tiempo que acercaba la mano al cuenco para sacar un puñado de nueces.

Egwene le clavó una mirada cortante.

—Nadie subyuga a los Aiel. Rand se ganó su respeto; yo estaba con él por entonces.

Miyasi se quedó paralizada, con la mano a medio camino del cuenco de nueces peladas. Se sacudió para librarse de la intensa mirada de la joven, tomó el cuenco y volvió a recostarse en el sillón. Un vientecillo frío sopló en la balconada y agitó las parras que, según Ferane, no reverdecían esa primavera como tendrían que hacerlo. Egwene se centró de nuevo en las nueces.

—Al parecer, te limitarías a dejarle sembrar el caos como considerara oportuno —dijo Ferane.

—Rand al’Thor es como un río. Tranquilo y plácido si no se lo perturba, pero que se convierte en una corriente embravecida y mortífera si se lo oprime demasiado. Lo que le hizo Elaida fue el equivalente a tratar de meter al Manetherendrelle a la fuerza por un cañón de dos pies de ancho. Esperar a descubrir el temperamento de un hombre no es una estupidez ni una señal de debilidad. Actuar sin tener información es demencial, y la Torre Blanca se ha buscado la conmoción originada con su actuación.

—Tal vez —dijo Ferane—. Pero todavía no me has dicho cómo afrontarías la situación una vez que recibieras la información que querías y el momento de estar a la expectativa quedara atrás.

El genio de Ferane era de sobra conocido, pero ahora hablaba con la frialdad habitual de las Blancas. Era la frialdad de quien plantea algo sin emociones, pensando con lógica y sin tolerar influencias externas.

No era el mejor modo de enfocar problemas; la gente era mucho más compleja que un puñado de reglas y números. Había un tiempo para la lógica, sí, pero también había un tiempo para las emociones.

Rand era un problema en el que Egwene no había querido entrar ni darle vueltas; tenía que afrontar los problemas de uno en uno. Pero también había mucho que decir sobre hacer planes por anticipado. Si no se planteaba cómo tratar con el Dragón Renacido, acabaría encontrándose en una situación tan mala como Elaida.

Él había cambiado, ya no era el hombre que ella había conocido; y, sin embargo, los rasgos de su personalidad tenían que ser los mismos. Lo había visto montar en cólera durante los meses de viaje por el Yermo de Aiel; eso no ocurría con frecuencia siendo críos, pero Egwene comprendía ahora que era un rasgo latente en él. No es que de repente hubiera desarrollado el mal genio, sino que en Dos Ríos no pasaba nada que lo sacara de sus casillas, simplemente.

Durante los meses que había viajado con él, tuvo la impresión de que Rand se endurecía a cada paso que daba. Estaba sometido a mucha presión. ¿Cómo trataba una con un hombre así? A decir verdad, no tenía ni idea.

Pero esta conversación no versaba sobre qué hacer con Rand; en realidad, lo que Ferane procuraba establecer era qué clase de mujer era Egwene.

—Rand al’Thor se considera una especie de emperador —dijo la joven—. Y supongo que lo es, a estas alturas. No reaccionará bien si cree que lo llevan o lo empujan en una dirección específica. Si tuviera que tratar con él, enviaría una delegación a rendirle honores.

—¿Una comitiva fastuosa? —preguntó Ferane.

—No, no. Pero tampoco una en exceso modesta. Un grupo de tres Aes Sedai, encabezadas por una Gris acompañada por una Verde y una Azul. Tiene una opinión favorable de las Azules debido a relaciones anteriores, y al Verde a menudo se lo ve como el reverso del Rojo, una indicación sutil de que estamos dispuestas a trabajar con él en vez de amansarlo. La presencia de una Gris es porque se espera que sea así, pero también porque enviar a una hermana de ese Ajah significa que a continuación vendrán negociaciones, no ejércitos.

—Buena lógica —opinó Tesan.

Pero a Ferane no era tan fácil convencerla.

—Delegaciones de ese tipo fracasaron en el pasado. Tengo entendido que la delegación de Elaida estaba encabezada por una Gris —argumentó la Asentada Blanca.

—Sí, pero la delegación de Elaida tenía un defecto de base —repuso Egwene.

—¿Y eso por qué?

—Vaya, pues porque la enviaba una Roja, naturalmente. —Egwene cascó una nuez—. Me cuesta trabajo ver la lógica de ascender a un miembro del Ajah Rojo a la Sede Amyrlin en tiempos del Dragón Renacido. ¿No da la impresión de ser una medida destinada a crear animosidad entre él y la Torre?

—O podría ser que una Roja fuera necesaria en estos tiempos turbulentos, puesto que las Rojas son las que tienen más experiencia en vérselas con hombres capaces de encauzar —rebatió Ferane.

—Vérselas con ellos es por completo diferente de trabajar con ellos. Al Dragón Renacido no se lo debió dejar que actuara a su antojo, pero ¿desde cuándo se dedica la Torre Blanca a secuestrar a la gente y obligarla a hacer su voluntad? ¿Acaso no se nos tiene por las personas más sagaces y cautas del mundo? ¿No nos enorgullecemos de ser capaces de conseguir que otros hagan lo que deben, dejando que piensen que la idea era suya desde el principio? ¿En qué momento del pasado encerramos a reyes en arcones y los golpeamos por su desobediencia? ¿Por qué ahora, precisamente ahora, Luz bendita, hemos dado la espalda a una práctica que dominábamos a la perfección para convertirnos en cambio en simples asaltantes de caminos?

Ferane escogió una nuez. Las otras dos Blancas intercambiaron una mirada inquieta.

—Tiene sentido lo que dices —admitió por fin la Asentada.

—En el fondo Rand al’Thor es un buen hombre, pero necesita que lo guíen. —Egwene dejó a un lado el cascanueces—. Vivimos unos tiempos en que deberíamos haber sido más sagaces que nunca. Habría que haberlo convencido de que confiara en las Aes Sedai por encima de cualquier otro pueblo u organización, que confiara en nuestros consejos. Deberíamos haberle enseñado la sensatez que hay en escuchar. En cambio, se le ha demostrado que lo trataremos como a un chiquillo indómito. Incluso si lo es, no hay que dejar que crea que lo tenemos por tal, porque a causa de nuestra chapucería ha tomado cautivas a varias Aes Sedai y ha permitido que otras hermanas fueran vinculadas por esos Asha’man.

—Mejor no mencionar semejante atrocidad. —Ferane se sentó muy tiesa.

—¿Qué es lo que has dicho? —intervino Tesan, conmocionada, con la mano posada en el pecho. Algunas Blancas nunca prestaban atención a lo que pasaba a su alrededor—. Ferane, ¿tú lo sabías?

La Asentada no respondió.

—Yo había oído… rumores —confesó la robusta Miyasi—. Si son ciertos, entonces habrá que hacer algo.

—Sí, pero por desgracia ahora mismo no podemos centrarnos en al’Thor —manifestó Egwene.

—Él es el mayor problema que afronta el mundo —afirmó Tesan al tiempo que se echaba hacia adelante—. Hemos de ocuparnos de él ante todo.

—No, hay otros asuntos más apremiantes —argumentó Egwene.

—Con la Última Batalla a la vuelta de la esquina, no veo qué otros asuntos podrían ser más apremiantes —protestó Miyasi, ceñuda.

—Ocuparse ahora de Rand sería actuar como el granjero que mira su carreta y se preocupa porque no hay cargados productos para vender, y sin embargo pasa por alto el hecho de que tiene el eje partido. Llenad la carreta antes de tiempo y sólo conseguiréis que se rompa y os encontraréis en peor situación que al principio.

—¿Qué es exactamente lo que estás dando a entender? —demandó Tesan.

Egwene miró de nuevo a Ferane.

—Entiendo —dijo la Asentada—. Te refieres a la división de la Torre Blanca.

—¿Acaso puede una piedra resquebrajada ser una buena cimentación para un edificio? —preguntó la joven—. ¿Un ronzal deshilachado puede contener un caballo asustado? ¿Cómo podemos esperar, en nuestro estado actual, dirigir nada menos que al Dragón Renacido?

—Entonces —dijo Ferane—, ¿por qué sigues fomentando la división con tanto insistir en que eres la Sede Amyrlin? Vas en contra de tu propia lógica.

—¿Crees que renunciar a mi pretensión a la Sede Amyrlin reunificaría la Torre? —inquirió la joven.

—Sería una ayuda.

Egwene enarcó una ceja.

—Supongamos por un momento que renunciando a mi reclamación persuadiría a la facción rebelde para que reingresara en la Torre y aceptara el liderazgo de Elaida. —El gesto de la ceja enarcada se acentuó dando a entender lo poco probable que consideraba tal posibilidad—. ¿Mejorarían las divisiones?

—Acabas de decir que lo harían —intervino Tesan, ceñuda.

—¿De veras? ¿Dejarían las hermanas de recorrer los pasillos a toda prisa, casi a hurtadillas, asustadas de ir solas? ¿Los grupos de mujeres de diferentes Ajahs dejarían de mirarse con hostilidad cuando se cruzaran en los salones? Y, con todo el debido respeto, ¿dejaríamos de sentir la necesidad de llevar puestos los chales a todas horas para recalcar quiénes somos y con quién está nuestra lealtad?

Ferane bajó la vista un instante para mirarse el chal de flecos blancos. Egwene se echó hacia adelante y continuó:

—De todas las mujeres de la Torre Blanca, tú eres quien mejor debe ver la importancia de que los Ajahs trabajen juntos. Es necesario que hermanas con diferentes habilidades e intereses se congreguen en Ajahs, pero ¿tiene sentido que nos neguemos a trabajar juntas?

—El Blanco no ha provocado esta… lamentable tensión —dijo Miyasi con un ligero resoplido—. Los otros, actuando con ese derroche de emociones, la han creado.

—El actual liderazgo es el responsable —repuso Egwene—. Un liderazgo que enseña que está bien neutralizar a hermanas compañeras en secreto, y ejecutar Guardianes antes de que a sus Aes Sedai se las haya sometido siquiera a juicio. O que no hay nada malo en quitarle el chal a una hermana degradándola a Aceptada, o que es lícito disolver todo un Ajah. ¿Y qué decís de lo de actuar sin el consejo de la Antecámara en algo tan peligroso como raptar y encarcelar al Dragón Renacido? Con todo eso, ¿no es absolutamente lógico lo que nos ha pasado?

Las tres Blancas permanecieron calladas.

—No capitularé —manifestó Egwene—. No si con ello no evito que sigamos divididas. Seguiré afirmando que Elaida no es la Amyrlin. Sus actos lo demuestran. ¿Queréis ayudar a combatir al Oscuro? Bien, pues, el primer paso no es ocuparse del Dragón Renacido. El primer paso debería ser entrar en contacto con hermanas de otros Ajahs.

—¿Por qué nosotras? —preguntó Tesan—. Lo que hacen las otras no es responsabilidad nuestra.

—¿Y no tenéis culpa de nada? —inquirió la joven, que dejó aflorar un poco de rabia al hablar. ¿Es que ninguna de sus hermanas aceptaban tener un mínimo de responsabilidad?—. Vosotras, siendo del Blanco, tendríais que haber visto adónde conducía este camino. Sí, Siuan y el Azul no estaban libres de faltas, pero vosotras deberías haber visto que era un yerro derrocarla y después permitir que Elaida disolviera el Azul. Además, creo que varios miembros de vuestro Ajah fueron parte integrante del ascenso de Elaida como Amyrlin.

Miyasi retrocedió un tanto. A las Blancas no les gustaba que les recordaran el fracaso de Alviarin como Guardiana de las Crónicas con Elaida. En lugar de ponerse en contra de Elaida por desbancar a la Blanca, parecían haberse puesto en contra de su hermana de Ajah por la vergüenza que les había ocasionado.

—Aún creo que éste es un trabajo para las Grises —dijo Tesan, aunque no parecía tan convencida como unos segundos antes—. Deberías hablar con ellas.

—Ya lo he hecho —contestó Egwene, que empezaba a perder la paciencia—. Algunas no quieren hablar conmigo y siguen mandándome castigos. Otras dicen que estas desavenencias no son culpa suya, pero con un poco de persuasión han accedido a hacer lo que puedan. Las Amarillas se han mostrado muy razonables y creo que empiezan a ver los problemas de la Torre como una herida que se debe sanar. Todavía estoy trabajando con varias hermanas Marrones que, más que preocupadas, parecen fascinadas por los problemas. He encomendado a varias que busquen en la historia ejemplos de división con la esperanza de que se topen con la historia de Renala Merlon. Relacionar los casos debería ser fácil, y quizá empiezan a comprender que nuestros problemas pueden solucionarse.

»Las Verdes, irónicamente, han sido las más contumaces. En muchos aspectos pueden ser muy semejantes a las Rojas, lo que es desesperante ya que deberían sentirse inclinadas a aceptarme como una que habría estado entre ellas. Con eso, sólo queda el Azul, que ha sido disuelto, y el Rojo. Dudo que las hermanas de ese último Ajah se muestren muy receptivas a mis sugerencias.

Ferane se recostó en el respaldo, pensativa, y Tesan se quedó mirando de hito en hito a Egwene, con tres nueces olvidadas en la mano. Por su parte, Miyasi, con los ojos desorbitados por la sorpresa, se rascó el cabello gris acerado.

¿Habría revelado demasiado? Las Aes Sedai eran extraordinariamente semejantes a Rand al’Thor: no les gustaba saber que las estaban manipulando.

—Os veo sorprendidas —dijo—. ¿Por qué? ¿Creéis que me limitaría a sentarme, como la mayoría, y no haría nada mientras la Torre se desmorona? Este vestido blanco me ha sido impuesto contra mi voluntad y no acepto lo que representa, pero haré uso de él. En la actualidad, una mujer con el blanco de novicia es de las pocas que pueden ir del sector de un Ajah al de otro. Alguien tiene que trabajar para recomponer la Torre y yo soy la mejor opción. Además, es mi deber.

—Qué… racional por tu parte —comentó Ferane con el semblante intemporal marcado por el entrecejo fruncido.

—Gracias.

Egwene se preguntó si les preocupaba que se hubiera extralimitado en sus funciones o si estaban furiosas porque hubiera manipulado Aes Sedai o es que habían resuelto que recibiera otro castigo. Ferane se echó hacia adelante.

—Digamos que queremos trabajar en pro de recomponer la Torre. ¿Qué curso de acción nos recomendarías?

Egwene sintió una oleada de emoción; en los últimos días sólo había tenido contratiempos. ¡Estúpidas Verdes! Se sentirían como necias cuando ella fuera aceptada como Amyrlin, vaya que sí.

—Suana, del Ajah Amarillo, os invitará pronto a las tres a comer con ella —anunció Egwene. Al menos, Suana haría la oferta una vez que Egwene le diera un toque—. Aceptad y comed en un lugar público, quizás en uno de los jardines de la Torre. Que os vean disfrutando de la compañía de las otras. Procuraré conseguir que una hermana Marrón sea la siguiente en invitaros. Que las demás hermanas os vean mezclándoos con otros Ajahs.

—Es sencillo —dijo Miyasi—. Poco esfuerzo requerido a cambio de un excelente progreso en potencia.

—Veremos. Puedes retirarte, Egwene —concluyó Ferane.

A la joven no le gustó ser despedida de esa forma, pero era algo que no podía evitar. Aun así, la Asentada le había mostrado respeto al dirigirse a ella por su nombre. Egwene se levantó del taburete y entonces —con mucho cuidado— hizo una ligerísima inclinación de cabeza a Ferane. Aunque Tesan y Miyasi no demostraron una reacción llamativa, las dos abrieron un poco los ojos con sorpresa. A esas alturas, en la Torre era de sobra conocido que ella no hacía reverencias a nadie. Y lo más chocante fue que Ferane inclinara la cabeza a su vez, sólo un mínimo, en respuesta.

—Si decides elegir el Blanco, Egwene al’Vere —dijo la Asentada—, quiero que sepas que aquí serás bien recibida. La lógica que has demostrado hoy es extraordinaria en alguien tan joven.

Egwene disimuló una sonrisa. Hacía cuatro días que Bennaer Nalsad le había ofrecido un puesto en el Marrón, y Egwene todavía estaba sorprendida por el celo con que Suana le había recomendado el Amarillo. Casi la hicieron cambiar de idea, pero se debió más a la frustración que sentía con el Verde en aquel momento.

—Gracias. Pero recuerda que la Amyrlin debe representar a todos los Ajahs. Aun así, ha sido una conversación con la que he disfrutado, y espero que me permitas que me reúna de nuevo contigo más adelante.

Dicho esto, Egwene se retiró y esbozó una sonrisa de oreja a oreja al saludar con un cabeceo al robusto y patizambo Guardián de Ferane, que hacía guardia junto al vano del balcón. La sonrisa le duró hasta que dejó el sector del Blanco y se encontró con Katerine esperándola en el pasillo. La Roja no era una de las dos que le habían asignado a primera hora de la mañana, y en la Torre se comentaba que Elaida dependía cada vez más de Katerine ahora que su Guardiana había desaparecido en una misión misteriosa.

La cara afilada de Katerine lucía una sonrisa muy particular, y ésa no era una buena señal.

—Toma —dijo la mujer al tiempo que le tendía una copa de madera que contenía un líquido claro. Era la hora de que Egwene tomara su dosis vespertina de horcaria.

La joven torció el gesto, pero cogió la copa y bebió la infusión, se limpió la boca con el pañuelo y después echó a andar pasillo abajo.

—¿Dónde vas? —inquirió Katerine.

El aire de satisfacción de la Roja hizo dudar a Egwene, que se volvió con el entrecejo fruncido.

—Mi siguiente lección…

—No habrá más lecciones —dijo Katerine—. Al menos, no de la clase que has estado recibiendo. Todas coinciden en que tu destreza con los tejidos es impresionante, considerando que eres novicia.

Egwene frunció más el entrecejo. ¿Iban a ascenderla a Aceptada otra vez? No creía que Elaida le permitiera más libertad, y apenas pasaba tiempo en su habitación, por lo que el espacio extra de un cuarto de Aceptada no tenía importancia.

—No —prosiguió Katerine mientras jugueteaba con los flecos del chal—. Se ha decidido que lo que tienes que aprender es humildad. La Amyrlin se ha enterado de tu absurdo rechazo a hacer reverencias a las hermanas. En su opinión, es el último símbolo de tu naturaleza desafiante, y por ende recibirás un nuevo tipo de instrucción.

—¿Qué clase de instrucción? —preguntó Egwene con voz serena a pesar de haber sentido miedo durante un instante.

—Tareas domésticas.

—Ya lo hago a diario, como cualquier novicia.

—No me has entendido. A partir de ahora, todo lo que harás será eso. Has de presentarte de inmediato en la cocina, donde pasarás todas las tardes trabajando a partir del mediodía. A última hora de la tarde fregarás suelos. Y por las mañanas te presentarás al jefe de jardineros y trabajarás en los jardines. Esa será tu vida, con esas mismas tres actividades cada día, cinco horas en cada una, hasta que renuncies a tu estúpido orgullo y aprendas a hacer reverencias a quienes están por encima de ti.

Era el fin de la libertad —la poca que tenía— para Egwene; los ojos de Katerine brillaban con regocijo.

—Ah, veo que ahora entiendes. Se acabaron las visitas a hermanas en sus aposentos haciéndoles perder el tiempo mientras practicas tejidos que ya dominas. Se acabó el holgazanear, ahora trabajarás de verdad. ¿Qué te parece?

No era la dificultad del trabajo lo que preocupaba a Egwene; no le importaba hacer esas tareas a diario. Era la falta de contacto con otras hermanas lo que la desolaba. ¿Cómo iba a arreglar la Torre Blanca? ¡Luz! Qué desastre.

Apretó los dientes y se obligó a contener las emociones, tras lo cual le sostuvo la mirada a Katerine y dijo:

—De acuerdo. Vayamos hacia allí.

La Roja parpadeó. Era evidente que esperaba una pataleta o, al menos, oposición. Pero no era el momento. Egwene se encaminó hacia la cocina dejando atrás el sector de las Blancas. No debía dejar ver lo efectivo que era aquel castigo.

Contuvo el pánico mientras caminaba por los cavernosos corredores de la zona interior de Torre, alumbrados por lámparas de pared separadas en tramos regulares, unas lámparas sinuosas que chisporroteaban llamas minúsculas hacia el techo de piedra. Podía ocuparse de esto; se ocuparía de esto. No la domeñarían.

Quizá debería trabajar unos cuantos días y después fingir que había doblado la cerviz. ¿Debería hacer reverencias, como exigía Elaida? En realidad, era algo muy sencillo. Una reverencia y regresaría a sus otras ocupaciones más importantes.

«No, no. La cosa no acabaría ahí —pensó—. Habría fracasado en el instante que hiciera la primera reverencia». Ceder demostraría a Elaida que era factible quebrantarla. Hacer una reverencia iniciaría el descenso a la destrucción. Elaida no tardaría en decidir que Egwene debía empezar a usar los títulos honoríficos con las Aes Sedai. La falsa Amyrlin volvería a destinarla al mismo tipo de tareas, consciente de que ya había funcionado antes. ¿Se sometería también a eso, entonces? ¿Cuánto tardaría en perder toda la credibilidad que tuviera y acabaría olvidada, pisoteada en las baldosas de los pasillos de la Torre?

No podía ceder. Las palizas no habían conseguido hacer que cambiara el modo de comportarse y las tareas domésticas tampoco iban a conseguirlo.

Tres horas de trabajo en la cocina no le mejoraron precisamente el humor. Laras, la fornida Maestra de las Cocinas, la puso a fregar uno de los hogares que parecían hornos. Era un trabajo sucio, mugriento, que no ayudaba a pensar. Aunque tampoco había muchas formas de salir de esa situación.

Egwene, arrodillada, se echó hacia atrás y se apoyó en los talones al tiempo que alzaba el brazo y se enjugaba el sudor de la frente; al bajarlo lo vio pringado de hollín. La joven suspiró; tenía la boca y la nariz tapadas con un paño húmedo para evitar inhalar demasiada ceniza. Sentía el aliento caliente y congestionado en la cara, tenía la piel pegajosa de sudor y las gotas que le caían estaban negras del hollín; a través del paño húmedo le llegaba el olor de la ceniza muerta y encostrada que se había quemado una y otra y otra vez.

El fogón era una obra grande y cuadrada —hecha con ladrillos rojos requemados—, abierta por los dos lados y grande de sobra para entrar a gatas, que era exactamente lo que Egwene hizo. El interior tenía capas encostradas que se acumulaban en el tiro y la chimenea, y había que desprenderlas rascándolas a fin de evitar que atoraran la chimenea o se soltaran inesperadamente encima de la comida. Fuera, en el comedor, Egwene oía a Katerine y a Lirene charlando y riendo; las Rojas asomaban la cabeza con regularidad para echar un vistazo, pero quien la supervisaba de verdad era Laras, que se encontraba al otro extremo de la cocina fregando ollas.

Egwene se había cambiado y ahora llevaba la ropa de trabajo; aunque en tiempos el vestido era blanco, lo habían utilizado tantas novicias para limpiar los fogones que el hollín se había introducido en la fibra de la tela, de forma que había trozos grises que marcaban el vestido como sombras.

Egwene se frotó la zona lumbar; después se puso de nuevo a gatas y se introdujo más en el fogón. Valiéndose de un pequeño raspador de madera fue soltando pegotes de ceniza incrustada en las juntas de los ladrillos; de vez en cuando los recogía y los metía en cubos de latón que tenían los bordes pringados de un polvo ceniciento. La primera tarea de Egwene había sido recoger el hollín suelto y echarlo en los cubos; tenía las manos tan ennegrecidas que temía que, por mucho que se las restregara después, jamás volvería a tenerlas limpias. Le dolían las rodillas, que parecían ser un extraño complemento del trasero, todavía dolorido por la azotaina habitual de cada mañana.

Siguió rascando la parte requemada de los ladrillos, iluminados apenas por el pequeño candil que había puesto en un rincón, dentro del fogón; tenía unas ganas tremendas de utilizar el Poder Único, pero las Rojas que estaban fuera notarían que encauzaba. Por si fuera poco, había descubierto que la última dosis de horcaria era mucho más fuerte de lo habitual y la incapacitaba para encauzar siquiera un hilillo de saidar, de hecho, la infusión estaba tan fuerte que se sentía somnolienta, lo cual dificultaba más si cabía el trabajo.

¿Iba a ser ésta su vida? ¿Atrapada dentro de un fogón, rascando ladrillos que nadie veía, aislada del mundo? No estaría en condiciones de plantarle cara a Elaida si todas se olvidaban de ella. Tosió un poco y el ruido retumbó en las paredes del fogón.

Necesitaba un plan. Parecía que su único recurso era utilizar a las hermanas que intentaban arrancar de raíz al Ajah Negro, pero ¿cómo visitarlas? Sin tener clases con hermanas no había posibilidad de escapar de las vigilantes Rojas accediendo por los sectores de otros Ajahs. ¿Podría escabullirse de algún modo mientras realizaba las tareas domésticas? Si se descubría su ausencia seguro que acababa encontrándose en una situación incluso peor.

¡Sin embargo no podía permitir que ese trabajo servil controlara su vida! ¡La Última Batalla se avecinaba, el Dragón Renacido campaba por sus respetos, y la Sede Amyrlin estaba a gatas limpiando fogones! Apretó los dientes mientras restregaba con rabia. El hollín se había requemado durante tanto tiempo que formaba una satinada pátina negra en la piedra. Jamás acabaría de limpiar aquello, así que sólo tenía que asegurarse de dejarlo lo bastante limpio para que no se desprendiera ninguna capa.

Reflejada en aquella brillante pátina vio una sombra que se movía a través de la abertura que había en la pared de enfrente del fogón. Egwene hizo intención de asir la Fuente al punto, aunque sin resultado, por supuesto; tenía la mente embotada por la horcaria. Pero lo cierto es que había alguien fuera del fogón que se movía en silencio, a hurtadillas…

Egwene aferró el rascador con fuerza y muy despacio alargó la otra mano a fin de asir el cepillo que había utilizado para recoger la ceniza; entonces, se giró sobre sí misma con rapidez.

Laras se quedó paralizada, asomada al fogón. La Maestra de las Cocinas llevaba un largo delantal blanco, asimismo manchado de hollín en algunos sitios. La cara regordeta había visto pasar muchos inviernos; el cabello empezaba a encanecer y en los rabillos de los ojos se le marcaban las arrugas. Agarrada a un lado del fogón con los gruesos dedos e inclinada como estaba, la papada le formaba una segunda, una tercera y una cuarta barbilla.

Egwene se relajó. ¿Por qué esa seguridad de que alguien se le acercaba a hurtadillas? Sólo era Laras, que se había acercado para comprobar su trabajo.

Con todo, ¿por qué esa mujer se había acercado tan en silencio? Laras miró de soslayo hacia un lado con los ojos entrecerrados y después se llevó el índice a los labios. Egwene se puso en tensión de nuevo. ¿Qué pasaba?

Laras se retiró del fogón mientras hacía una seña a Egwene para que la siguiera. La Maestra de las Cocinas se movía con ligereza y mucho más en silencio de lo que Egwene habría creído posible en ella. Las ayudantes de cocina y pinches hacían ruido con los cacharros en otras zonas de la cocina, pero no se las veía por ningún sitio. Metiéndose el rascador en el cinturón y limpiándose las manos en el vestido, la joven salió a gatas del fogón. Se quitó el trapo húmedo de la cara, y aspiró con deleite el aire limpio de hollín. Hizo una profunda inhalación, lo que le valió una mirada severa de Laras, seguida de otro gesto de llevarse el dedo a los labios.

Egwene asintió con la cabeza y siguió a Laras a través de la cocina; al cabo de unos segundos, ella y Egwene se encontraban en una despensa cargada de olor a cereales secos y quesos curados; allí, los azulejos daban paso a una obra de mampostería más duradera. Laras apartó a un lado unos cuantos sacos y después tiró hacia arriba de una trampilla de madera que había en el suelo, aunque estaba revestida por encima con finas lascas de ladrillos para que diera la impresión de ser parte del suelo. Daba acceso a un cuarto pequeño de piedra, excavado debajo de la despensa y lo bastante amplio para que cupiera una persona, si bien un hombre alto habría tenido que encogerse.

—Quédate aquí hasta la noche —le susurró Laras—. No puedo sacarte ahora mismo con la Torre alborotada como un corral lleno de gallinas cuando hay cerca un zorro. Pero la basura se saca tarde, de noche, y te esconderé entre las chicas que la descargan. Un estibador te conducirá hasta un bote y te llevará en él al otro lado del río. Tengo amigos entre los guardias; se darán la vuelta y mirarán a otro lado. Cuando llegues a la orilla, dependerá de ti lo que hagas. Te aconsejaría que no regresaras con esas necias que te convirtieron en su marioneta. Encuentra un sitio donde quedarte y pasar inadvertida hasta que todo esto se calme, y después regresa a ver si quienquiera que esté al frente quiere aceptarte. No creo probable que sea Elaida, según marchan las cosas…

Egwene parpadeó por la sorpresa.

—Bueno, entra de una vez —apremió la mujerona.

—Yo…

—¡No hay tiempo para chácharas! —dijo Laras, como si no fuera ella la que no paraba de parlotear.

Que estaba nerviosa saltaba a la vista por la forma en que echaba ojeadas constantemente a un lado y a otro y daba golpecitos con el pie en el suelo. Pero lo que también era evidente es que aquélla no era la primera vez que hacía algo así. ¿Por qué una simple cocinera de la Torre Blanca era tan hábil y sigilosa, tan mañosa para tener un plan con el que sacar a Egwene de la ciudad fortificada y cercada? Y, para empezar, ¿por qué tenía un escondite subterráneo en la cocina? ¡Luz! ¿Cómo lo habían excavado?

—No te preocupes por mí —dijo Laras sin quitar ojo a Egwene—. Puedo arreglármelas. Mantendré al personal de cocina lejos de donde estabas. Esas Aes Sedai sólo se asoman cada media hora más o menos y, como acaban de hacerlo hace un minuto, pasará un rato antes de que vuelvan a asomarse a mirar. Cuando eso ocurra, diré que no sé nada y todas darán por hecho que te has escabullido de la cocina. Dentro de poco te habremos sacado de la ciudad y nadie se enterará.

—Sí —contestó por fin Egwene, que recuperó el habla—. Pero ¿por qué?

Habría jurado que después de ayudar a Min y a Siuan, Laras no tendría muchas ganas de prestar ayuda a otra fugitiva.

La Maestra de las Cocinas se volvió a mirarla; en los ojos de la mujer la determinación era tan firme como en los de cualquier Aes Sedai. ¡Egwene había pasado por alto a esa mujer! ¿Quién era en realidad?

—No tomaré parte en quebrantar el espíritu de una muchacha —repuso Laras en tono severo—. ¡Esas palizas son vergonzosas! Estúpidas Aes Sedai. He servido lealmente todos estos años, vaya que sí. Pero ahora me han dicho que te hiciera trabajar con tanta dureza como fuera posible, de forma indefinida. Bien, sé distinguir cuando a una muchacha se la aparta de sus clases para que se la golpee y se la maltrate. No lo consentiré. ¡En mi cocina no! ¡La Luz ciegue a Elaida si cree que puede hacer algo así! Que te ejecute o te degrade a novicia, me da igual. ¡Pero ese modo de quebrantar a alguien es inaceptable!

La mujer se había puesto en jarras y del delantal le salía una nubecilla de polvo de harina. Aunque parezca mentira, Egwene se sorprendió considerando la oferta. Había rechazado la propuesta de Siuan de rescatarla, pero si huía ahora regresaría al campamento rebelde escapando ella, lo cual tenía mucho más peso que ser rescatada. Podría dejar atrás todo esto, las palizas, el trabajo arduo…

¿Para hacer qué? ¿Sentarse fuera de la Torre viendo cómo se desmoronaba?

—No —le dijo a Laras—. Eres muy amable por ofrecerme esta posibilidad, pero no puedo aceptarla, lo siento.

—Eh, un momento… —empezó la mujerona, ceñuda.

—Laras —la interrumpió Egwene—, nadie habla en ese tono a una Aes Sedai, por muy Maestra de las Cocinas que sea.

—Chiquilla estúpida —masculló la mujer, vacilante—. No eres una Aes Sedai.

—Lo admitas o no, la cosa no cambia porque no puedo irme. A menos que me metas a la fuerza en ese agujero, amordazada y atada para impedir que me ponga a gritar, y a continuación me escoltes a través del río en persona… Si no, sugiero que me dejes volver a mi trabajo.

—Pero ¿por qué?

—Porque alguien tiene que plantarle cara —contestó la joven, que echó un vistazo al fogón.

—Así no puedes luchar —argumentó Laras.

—Cada día es una batalla. Cada día que me niego a doblegarme significa algo. Aunque sólo sean Elaida y sus Rojas las que lo saben, ya es algo. Un algo pequeño, pero ya es más de lo que podría hacer desde fuera. Vamos, todavía me quedan dos horas de trabajo aquí.

Se dio la vuelta y echó a andar de vuelta al fogón. Una renuente Laras soltó la trampilla del escondite subterráneo y después se reunió con ella. La mujer metía mucho más ruido ahora al caminar, rozaba los mostradores al pasar y los pasos resonaban en los ladrillos. Curioso, lo silenciosa que era cuando quería.

Un relumbrón de tela roja, como la sangre de un conejo en la nieve, se desplazó por la cocina y Egwene se quedó petrificada cuando Katerine, que llevaba un vestido con la falda carmesí y ribete amarillo, la vio. La Roja tenía prietos los labios y los ojos entrecerrados. ¿Las había visto a Laras y a ella salir de la despensa?

Laras también se quedó inmóvil.

—Bien, ahora veo lo que hacía mal —le dijo enseguida Egwene a la Maestra de las Cocinas mientras miraba un segundo fogón que había cerca de donde se encontraban las dos—. Gracias por enseñármelo, iré con más cuidado a partir de ahora.

—Más te vale que sea así —contestó Laras, saliendo del estupor—. En caso contrario, vas a saber lo que es un castigo de verdad, no esos badilazos desganados que da la Maestra de las Novicias. Vamos, vuelve a tu trabajo.

Egwene asintió con la cabeza e hizo intención de volver deprisa hacia el fogón, pero Katerine alzó la mano, deteniéndola con el gesto, y a Egwene la traicionó el corazón, que se puso a latir desbocado.

—No hace falta —dijo la Roja—. La Amyrlin ha pedido que la novicia le sirva la cena esta noche. Le dije a la Amyrlin que un día de trabajo no doblegaría a una pequeña tan estúpida y cabezota como ésta, pero ha insistido. Supongo que se te ofrece la primera oportunidad de demostrar tu humildad, pequeña, y sugiero que la aproveches.

Egwene se miró las manos ennegrecidas y el vestido pringado.

—Ve, deprisa —la apuró Katerine—. Lávate y ponte ropa limpia. No hay que hacer esperar a la Amyrlin.

Asearse resultó ser casi tan difícil como limpiar el fogón. El hollín le había penetrado en la piel de las manos de una forma muy parecida a como estaba metido en las fibras del vestido. Egwene se pasó casi una hora bañándose en una tina llena de agua templada procurando ponerse presentable. Tenía las uñas rotas de rascar los ladrillos y le daba la impresión de que cada vez que se aclaraba el pelo se quitaba todo un cubo de escantillas de hollín.

No obstante, se alegró de tener ocasión de usar la tina. Rara vez tenía tiempo para bañarse; por lo general todo lo más que hacía era un aseo rápido. Mientras se aclaraba y se restregaba en el pequeño cuarto de baño con baldosas y azulejos grises, meditó cuál sería su siguiente paso.

Había rechazado la oportunidad de huir; eso significaba que tenía que trabajar con Elaida y las Rojas, las únicas hermanas con las que estaría. Pero ¿sería posible hacerles ver sus errores? Ojalá estuviera en su mano mandar a todas a cumplir penitencia y librarse de ellas.

Pero no; era la Amyrlin y representaba a todos los Ajahs, incluido el Rojo. No podía tratarlas como Elaida había tratado a las Azules. Las Rojas eran sus principales antagonistas y eso significaba un mayor reto para Egwene. Creía estar haciendo ciertos progresos con Silviana; y, en cuanto a Lirene Doirellin, ¿Acaso no había admitido que Elaida había cometido graves errores?

Quizá las Rojas no eran las únicas con las que podía hablar para influir en ellas; existía la posibilidad de encuentros fortuitos con otras hermanas en los pasillos, y si alguna se acercaba para hablarle, las Rojas no estaban en condiciones de impedírselo. Debían conservar un mínimo de buenos modales, y eso le daría ocasión a Egwene de interactuar un poco con otras hermanas.

Sin embargo, ¿cómo tratar a la propia Elaida? ¿Sería aconsejable dejar que la falsa Amyrlin siguiera creyendo que la tenía acobardada? ¿O había llegado el momento de plantarle cara?

Al acabar de bañarse, Egwene no sólo se sentía mucho más limpia, sino también mucho más segura de sí misma. Su guerra había sufrido un serio revés, pero todavía estaba en condiciones de luchar. Se dio un rápido cepillado al pelo húmedo, se puso un vestido nuevo de novicia —¡Luz, que agradable sentir la tela suave y limpia en la piel!— y salió a reunirse con sus guardianas.

La escoltaron a los aposentos de la Amyrlin y en el camino se cruzaron con varios grupos de hermanas; en atención a ellas, la joven mantuvo una postura bien erguida. Las guardianas la condujeron por el sector Rojo de la Torre, con baldosas en rojo y negro. Había más gente moviéndose por aquí, mujeres con los chales puestos, criadas luciendo el emblema de la Llama de Tar Valon en la pechera de los uniformes. Nada de Guardianes; a Egwene siempre le chocaba ese detalle ya que era muy corriente verlos por otras zonas de la Torre.

Tras una larga subida y unos cuantos giros, llegaron a los aposentos de Elaida. Egwene se arregló los vuelos de la falda en un gesto instintivo; mientras se dirigían allí la joven había decidido que debía afrontar a Elaida en silencio, igual que había hecho la vez anterior. Irritarla más sólo conduciría a más restricciones; Egwene no estaba dispuesta a rebajarse, pero tampoco se tomaría la molestia de insultar a Elaida. Que creyera lo que quisiera, allá ella.

Una criada abrió la puerta e hizo entrar a Egwene en el comedor. Allí la joven se encontró con algo que la sorprendió; había dado por hecho que sólo serviría a Elaida, o tal vez a Meidani también, pero en ningún momento se le ocurrió que el comedor estaría lleno de mujeres. Había cinco, una de cada Ajah, excepto del Rojo y del Azul; y todas eran Asentadas. Yukiri se encontraba presente, al igual que Doesine, ambas del grupo clandestino de cazadoras del Ajah Negro. Ferane se hallaba asimismo allí, aunque pareció sorprendida de ver a Egwene; ¿la Blanca no sabía nada de esa cena unas horas antes o es que simplemente no lo había mencionado?

Rubinde, del Ajah Verde, estaba sentada al lado de Shevan, del Marrón, una hermana con la que Egwene había esperado tener un encuentro. Shevan era una de las que propugnaban negociar con las Aes Sedai rebeldes, y Egwene había confiado en darle un pequeño empujón para que la ayudara a unificar la Torre Blanca desde dentro.

No había una hermana Roja sentada a la mesa, aparte de Elaida. ¿Se debía a que las Asentadas Rojas se encontraban todas fuera de la Torre? Quizás Elaida consideraba que con ella estaba equilibrada la situación, ya que todavía se tenía por una Roja a pesar de que se suponía que no debía ser así.

La mesa era larga; las copas de cristal relucían y reflejaban la luz de las ornamentadas lámparas de pie —hechas de bronce— que se alineaban a lo largo de las paredes; éstas estaban pintadas en un aherrumbrado tono rojo amarillento. Todas las mujeres llevaban un buen vestido del color de su Ajah. La estancia olía a suculentas carnes y zanahorias cocidas al vapor. Las comensales sostenían una charla amigable, aunque un tanto forzada. Tensa. No deseaban estar allí.

Desde el otro lado del comedor, Doesine inclinó la cabeza en dirección a Egwene, casi con respeto. Era una indicación de algo. «Estoy aquí porque insististe en que este tipo de cosas era importante», parecía decir. Elaida, con una sonrisa satisfecha, ocupaba la cabecera de la mesa; llevaba un vestido rojo de mangas largas adornadas, al igual que el corpiño, con granates sin tallar. Las criadas trajinaban de aquí para allá sirviendo vino y llevando comida. ¿Por qué habría organizado Elaida una cena de Asentadas? ¿Sería un intento de arreglar las desavenencias de la Torre Blanca? ¿La habría juzgado mal Egwene?

—Oh, bien —exclamó Elaida a ver entrar a Egwene—. Por fin llegas. Ven aquí, pequeña.

Egwene cruzó el comedor mientras las otras Asentadas reparaban en su presencia. Algunas parecían desconcertadas y otras curiosas por su presencia. Mientras caminaba hacia la mesa Egwene se dio cuenta de algo.

Esa velada podía poner fin a todo aquello por lo que había estado trabajando.

Si las Aes Sedai presentes en el comedor la veían sirviendo sumisamente a Elaida, la opinión que esas mujeres tenían de ella se resentiría. Elaida había afirmado que Egwene estaba acobardada, pero ella había demostrado que no era así. Si esa noche se sometía a la voluntad de Elaida, aunque sólo fuera un poco, se interpretaría como una prueba.

¡Así la Luz abrasara a esa mujer! ¿Por qué había invitado a tantas de las mujeres con las que Egwene había hablado a fin de influir en ellas? ¿Era sólo casualidad? Egwene llegó junto a la falsa Amyrlin en la cabecera de la mesa, y una criada le tendió una jarra de cristal con brillante vino tinto.

—Ocúpate de que mi copa esté siempre llena —dijo Elaida—. Quédate ahí, pero no te acerques más. Preferiría que no me llegara el olor a hollín que todavía te queda del castigo de esta tarde.

Egwene apretó los dientes. ¿Olor a hollín? ¿Después de una hora de restregarse en la tina? Lo dudaba mucho. Desde su posición alcanzó a ver la satisfacción en los ojos de la falsa Amyrlin mientras daba un sorbo al vino. Después, Elaida se volvió hacia Shevan, que estaba sentada a su derecha. La Marrón era una mujer larguirucha, de brazos huesudos y rostro anguloso, como si estuviera hecha con palos nudosos; observaba con ojos pensativos a su anfitriona.

—Dime, Shevan —empezó Elaida—. ¿Todavía insistes en mantener esas absurdas conversaciones con las rebeldes?

—A las hermanas se les debe dar una oportunidad de reconciliarse —repuso Shevan.

—Ya la tuvieron —contrarrestó Elaida—. Sinceramente, esperaba más de una Marrón. Te comportas con terquedad, sin entender ni un ápice cómo funciona el mundo real. ¡Vaya, pero si hasta Meidani está de acuerdo conmigo y es una Gris! Ya sabes cómo son.

Shevan se volvió, en apariencia más incómoda que antes. ¿Por qué las había invitado Elaida a cenar si sólo las insultaba a ellas y a sus Ajahs? Mientras Egwene rumiaba aquello, la Roja centró su atención en Ferane y le expresó su desagrado respecto a Rubinde, la Asentada del Verde que también se resistía a la insistencia de Elaida de poner fin a las conversaciones. Mientras hablaba, Elaida alzó la copa hacia Egwene dándole unos ligeros golpecitos, a pesar de que apenas había tomado un par de sorbos.

Egwene apretó los dientes mientras se la llenaba. Las otras la habían visto hacer otros trabajos antes; vaya, pero si había estado cascando nueces para Ferane. Esto no estropearía su reputación, no a menos que Elaida la obligara a humillarse de algún modo.

Sin embargo, ¿cuál era el motivo de esa cena? No parecía que Elaida estuviera haciendo nada por acercar a los Ajahs. Si acaso, agravaba más las escisiones por la forma que trataba a las que no estaban de acuerdo con ella. De vez en cuando hacía que Egwene le llenara la copa, aunque no hubiera dado más que uno o dos sorbos.

Poco a poco Egwene empezó a entender. La cena no era para trabajar con los Ajahs; era para intimidar a las Asentadas a fin de que hicieran lo que Elaida creía que debían hacer. ¡Y Egwene se encontraba allí simplemente para lucirla como un trofeo! Todo aquello era para demostrarles a las otras el poder que tenía, puesto que podía coger a alguien que otras hermanas habían nombrado Amyrlin, vestirla con ropas de novicia y mandarle castigos todos los días.

Egwene notó que empezaba a irritarse otra vez. ¿Por qué esa mujer conseguía alterarla siempre? Se retiraron los cuencos de sopa y se sustituyeron por bandejas con zanahorias humeantes y untadas con mantequilla que olían un poco a canela. Egwene no había tenido tiempo para cenar, pero estaba demasiado asqueada para pensar en la comida.

«No, no acabaré esta cena antes de tiempo, como la otra vez —pensó mientras se armaba de valor—. Aguantaré. Soy más fuerte que ella. Soy más fuerte que su locura».

La conversación prosiguió en la misma tónica: Elaida haciendo comentarios insultantes para las invitadas, unas veces con intención y otras sin darse cuenta, al parecer. Las Asentadas desviaron el tema de conversación de las rebeldes hacia el cielo y las extrañas nubes que lo encapotaban. Al cabo de un rato, Shevan mencionó un rumor sobre los seanchan que trabajaban con Aiel en el lejano sur.

—¿Otra vez los seanchan? —se quejó Elaida con un suspiro—. No tenéis que preocuparos por ellos.

—Mis fuentes me dicen lo contrario, madre —repuso con frialdad Shevan—. Creo que debemos prestar mucha atención a lo que hacen. Encargué a algunas hermanas que preguntaran a esta pequeña sobre su experiencia con ellos, y lo hizo con detalle. Deberíais oír las cosas que les hacen a las Aes Sedai.

Elaida soltó una risa cantarina.

—¡Tienes que saber lo dada a exagerar que es esta pequeña! —Miró de soslayo a Egwene—. ¿Has estado difundiendo rumores para tu amigo, ese necio de al’Thor? ¿Qué te ordenó que dijeras sobre esos invasores? Trabajan para él, ¿verdad que sí?

Egwene guardó silencio.

—Habla —espetó Elaida al tiempo que gesticulaba con la copa—. Confiesa a estas mujeres que has estado diciendo mentiras. Confiesa o volveré a castigarte, pequeña.

Prefería el castigo que recibiría por no hablar que sufrir la ira de Elaida por contradecirla. El silencio era el camino hacia la victoria.

No obstante, cuando Egwene miró la larga mesa de caoba, con la vajilla de porcelana de los Marinos y los titilantes candelabros de velas rojas, vio cinco pares de ojos que la observaban, estudiándola. Vio las preguntas que se hacían. Egwene había hablado con audacia estando sola con ellas, pero ¿mantendría sus afirmaciones ahora, encontrándose ante la mujer más poderosa del mundo? ¿Una mujer que tenía la vida de Egwene en sus manos?

¿Era Egwene la Amyrlin? ¿O sólo era una chica a la que le gustaba aparentar?

«Así te ciegue la Luz, Elaida —pensó, prietos los dientes, al comprender que se había equivocado. El silencio no conduciría a la victoria, no delante de aquellas mujeres—. No te va a gustar el rumbo que va a tomar todo esto».

—Los seanchan no trabajan para Rand —empezó la joven—. Y representan un gran peligro para la Torre Blanca. No he difundido mentiras. Decir lo contrario sería traicionar los Tres Juramentos.

—No has prestado los Tres Juramentos —barbotó Elaida con severidad al tiempo que se volvía hacia ella.

—Sí lo he hecho —la contradijo Egwene—. No sostenía la Vara Juratoria, pero no es la Vara la que hace ciertas mis promesas. He pronunciado las palabras de los juramentos con el corazón, y para mí son más preciados porque no hay nada que me obligue a cumplirlos. Y por ese juramento al que estoy obligada, te lo repito de nuevo: soy una Soñadora y he soñado que los seanchan atacarán la Torre Blanca.

Un destello de cólera asomó fugaz a las pupilas de Elaida, que apretó el tenedor que sostenía en la mano hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Egwene le sostuvo la mirada y, por último, Elaida rompió a reír otra vez.

—Ah, tan testaruda como siempre, por lo que veo. Tendré que decirle a Katerine que tenía razón. Serás castigada por tus exageraciones, pequeña.

—Estas mujeres saben que no digo mentiras —repuso Egwene muy sosegada—. Y cada vez que insistes en que sí lo hago, te rebajas a los ojos de las aquí presentes. Aun en el caso de que no creas mi Sueño, has de admitir que los seanchan son una amenaza. Atan a cadenas a las mujeres encauzadoras y las utilizan como armas con una especie de ter’angreal maligno. He llevado ese aro en el cuello, todavía lo siento a veces, en mis sueños. En mis pesadillas.

El comedor se había sumido en el silencio.

—Eres una pobre estúpida, pequeña —dijo Elaida; saltaba a la vista que procuraba actuar como si Egwene no fuera una amenaza. Tendría que haber mirado a las otras; de hacerlo así, habría visto la verdad en sus ojos—. Bien, no me dejas opción y tendré que tomar medidas contigo. Te arrodillarás ante mí, pequeña, y suplicarás mi perdón. Ahora mismo. En caso contrario ordenaré que seas encerrada, sola. ¿Es eso lo que quieres? Empero, no creas que por eso las palizas cesarán. Seguirás recibiendo tu castigo diario, sólo que serás llevada de vuelta a la celda después de aplicártelo. Bien, pues, arrodíllate y pide perdón.

Las Asentadas intercambiaron miradas entre ellas; ya no había vuelta atrás. Egwene habría querido evitar que las cosas llegaran a ese punto, pero había ocurrido y Elaida había buscado el enfrentamiento. Había llegado el momento de presentar el suyo.

—¿Y si no me inclino ante ti? —inquirió la joven sin dejar de sostener la mirada a su adversaria—. Entonces, ¿qué?

—Te arrodillarás, sea de un modo u otro —gruñó Elaida al tiempo que abrazaba la Fuente.

—¿Vas a usar el Poder conmigo? —preguntó Egwene, muy tranquila—. ¿Tienes que recurrir a eso? ¿Es que sin encauzar careces de autoridad?

Elaida vaciló.

—Estoy en mi derecho de disciplinar a quien no muestra el debido respeto.

—Y así me harás obedecer. ¿Harás lo mismo con cualquiera de la Torre, Elaida? Un Ajah te planta cara y lo disuelves. Alguien te disgusta y le arrebatas su derecho de ser Aes Sedai. Tendrás a todas las hermanas doblegadas ante ti para cuando esto acabe.

—¡Tonterías!

—¿De veras? ¿Les has hablado sobre tu idea del nuevo juramento? ¿Uno prestado en la Vara Juratoria por todas las hermanas, de la primera a la última, con la promesa de obedecer a la Amyrlin y apoyarla en todo?

—Yo…

—Niégalo —desafió Egwene—. Niega que lo dijiste. ¿Te permitirán los Tres Juramentos negarlo?

Elaida se quedó paralizada. Si era del Negro podría negarlo, ni con Vara Juratoria ni sin ella. Pero de todos modos Meidani respaldaría lo que Egwene decía.

—Era sólo hablar por hablar —se justificó Elaida—. Simple especulación, pensamientos expresados en voz alta.

—A menudo la verdad se oculta en la especulación —contrarrestó Egwene—. Encerraste al propio Dragón Renacido en un arcón, y acabas de amenazarme con lo mismo delante de testigos. La gente lo acusa de ser un tirano, pero eres tú la que está destruyendo nuestras leyes y basas tu liderazgo en el miedo.

Elaida tenía los ojos desorbitados, dejando patente la cólera que la embargaba. Parecía… conmocionada, como si no lograra entender cómo había pasado de disciplinar a una novicia rebelde a un debate de igual a igual. Egwene vio que la mujer empezaba a tejer un filamento de Aire. Había que impedírselo. Una mordaza de Aire pondría fin al debate.

—Sigue adelante, vamos —animó con sosiego Egwene—. Utiliza el Poder para hacerme callar. Como Amyrlin ¿no deberías ser capaz de convencer a quien se te opone con palabras, en lugar de recurrir a la fuerza?

Otro destello de ira asomó a las pupilas de Elaida, que soltó el filamento de Aire.

—No tengo por qué rebatir nada a una simple novicia —barbotó—. La Amyrlin no tiene que dar explicaciones a alguien como tú.

La Amyrlin entiende de credos y de los debates más complejos —se puso a recitar de memoria Egwene—. No obstante, al final es la sierva de todos, incluso de los trabajadores más humildes.

Esas palabras las había dicho Balladare Arandaille, la primera Amyrlin ascendida del Ajah Marrón. Había usado tales frases en sus últimos escritos, antes de morir; esos escritos eran una explicación de su mandato y de lo que había hecho durante la guerra de Kavarthen. Arandaille creyó que, una vez superada la crisis, como Amyrlin tenía el deber moral de dar explicaciones al pueblo llano.

Sentada a la derecha de Elaida, Shevan asintió con la cabeza en un gesto de aprobación. La cita era un tanto abstracta; para sus adentros, Egwene dio gracias por la discreta preparación llevada a cabo por Siuan en cuanto a los conocimientos de antiguas Sedes Amyrlin. Gran parte de lo que había dicho provenía de historias secretas, pero también había varias perlas de sabiduría de mujeres como, por ejemplo, Balladare.

—¿Qué tonterías barbotas? —espetó Elaida.

—¿Qué te proponías hacer con Rand al’Thor una vez que lo capturaras? —inquirió Egwene, que pasó por alto la pregunta de la otra mujer.

—No tengo…

—No es a mí a quien has de responder, sino a ellas —la interrumpió Egwene al tiempo que señalaba con la cabeza a las mujeres sentadas a la mesa—. ¿Has dado tú explicaciones, Elaida? ¿Qué planes tenías? ¿O vas a eludir esta pregunta igual que has hecho con las otras que te he planteado?

Elaida tenía la cara encendida, pero hizo un esfuerzo para tranquilizarse.

—Lo habría mantenido a salvo y bien escudado aquí, en la Torre, hasta que llegara el momento de la Última Batalla. Eso habría evitado que ocasionara el sufrimiento y el caos que ha desatado en muchas naciones. Merecía la pena el riesgo de encolerizarlo.

—«Al igual que el arado rompe la tierra, así romperá él las vidas de los hombres, y todo lo que fue se consumirá en el fuego de sus ojos» —recitó Egwene—. «Las trompetas de la guerra sonarán al compás de sus pasos, los cuervos se alimentarán con su voz, y él llevará una corona de espadas».

Elaida frunció el entrecejo, pillada por sorpresa.

El Ciclo Karaethon, Elaida —apuntó la joven—. De tener a Rand encerrado para mantenerlo «a salvo», ¿habría conquistado Illian? ¿Se habría ceñido a la frente la que denominaría Corona de Espadas?

—Bueno, no.

—¿Y cómo esperabas que cumpliera las profecías si estaba retenido en la Torre Blanca? ¿Cómo iba a provocar guerras como las profecías dicen que debe hacer? ¿Cómo iba a desarticular las naciones y aunarlas bajo su bandera? ¿Cómo podría «matar a su gente con la espada de la paz» o «someter las nueve lunas a su servicio» si estaba encerrado? ¿Anuncian las profecías que será «desencadenado»? ¿Acaso no hablan del caos suscitado a su paso? ¿Cómo va a cumplirse nada de todo eso si se lo tiene encerrado y encadenado?

—Yo…

—Tu lógica es formidable, Elaida —dijo Egwene con frialdad, y sus palabras hicieron que Ferane esbozara una sonrisa; probablemente pensaba, una vez más, que Egwene encajaría en el Ajah Blanco.

—Bah, haces preguntas irrelevantes. Las profecías tendrían que haberse cumplido. No había otro camino.

—O sea, estás diciendo que tu intento de apresarlo estaba destinado al fracaso.

—No, en absoluto —negó Elaida, de nuevo encendidas las mejillas—. No tendríamos que molestarnos con estas cosas, ya que a ti no te incumben ni eres quien ha de decidir. ¡No, deberíamos hablar de tus rebeldes y lo que le han hecho a la Torre Blanca!

Un buen giro en la conversación, un intento de poner a Egwene a la defensiva. No era del todo incompetente esa mujer. Sólo arrogante.

—Lo que yo veo es que procuran arreglar las desavenencias entre nosotras —adujo Egwene—. No se puede cambiar lo ocurrido. No se puede cambiar lo que le hiciste a Siuan, aun cuando las que están conmigo han descubierto un método de Curar la neutralización y la curaron. Sólo nos queda seguir adelante y hacer todo lo posible para restañar las heridas y borrar las cicatrices. ¿Y tú qué haces en cambio, Elaida? Oponerte a las conversaciones, valerte de la intimidación con las Asentadas para que abandonen las reuniones, insultar a los Ajahs que no son el tuyo.

Doesine, del Amarillo, masculló unas palabras de anuencia; el murmullo atrajo la mirada de Elaida, que guardó silencio un momento, como dándose cuenta de que había perdido el control del debate.

—Ya está bien, se acabó —declaró.

—Cobarde —dijo Egwene.

—¡Cómo te atreves! —exclamó Elaida con los ojos desorbitados.

—Me atrevo a decir la verdad, Elaida —respondió con sosiego la joven—. Eres una cobarde y una tirana. Añadiría incluso una Amiga Siniestra, pero sospecho que el Oscuro se sentiría abochornado de estar asociado contigo.

Con un chillido estridente, Elaida tejió un relámpago de Poder que estrelló a Egwene contra la pared; la jarra de vino se estampó en el suelo de madera, junto a la alfombra, y se hizo añicos; saltó una rociada de líquido rojo como sangre que salpicó la mesa y a la mitad de las ocupantes, manchando el blanco mantel.

—¿Me llamas Amiga Siniestra? —gritó Elaida—. La Amiga Siniestra eres tú. Tú y esas rebeldes de fuera que buscan distraerme de hacer lo que debe hacerse.

Una ráfaga de Aire tejido lanzó a Egwene de nuevo contra la pared y la joven se desplomó en el suelo; cayó sobre los trozos de la jarra rota, que le abrieron cortes en los brazos. Una docena de latigazos se descargaron sobre ella y le desgarraron las ropas. La sangre le manó de los brazos y empezó a salpicar en el aire, manchando la pared a medida que Elaida la vapuleaba.

—¡Elaida, basta ya! —gritó Rubinde al tiempo que se ponía de pie en medio del frufrú del vestido verde—. ¿Es que te has vuelto loca?

Elaida se giró hacia ella con violencia.

—¡No me tientes, Verde! —amenazó.

Los latigazos continuaron descargándose sobre Egwene, que lo soportó en silencio; con un gran esfuerzo, se puso de pie. Sentía que la cara y los brazos empezaban a hinchársele, pero mantuvo la mirada serena prendida en Elaida.

—¡Elaida! —gritó Ferane, que también se puso de pie—. ¡Estás violando la ley de la Torre! ¡No puedes usar el Poder para castigar a una iniciada!

—¡Yo soy la ley de la Torre! —bramó Elaida, que señaló a las hermanas con el dedo—. Os burláis de mí, lo sé. A mi espalda. Me mostráis deferencia cuando me veis, pero sé lo que decís, lo que susurráis. ¡Necias ingratas! ¡Después de lo que he hecho por vosotras! ¿Creéis que os aguantaré para siempre? ¡Que ésta os sirva de ejemplo!

Se giró para señalar a Egwene y se tambaleó, estupefacta, al encontrar a la joven de pie y observándola con tranquilidad. Elaida soltó una exclamación ahogada y se llevó la mano al pecho mientras los latigazos no dejaban de descargarse. Todas veían los tejidos y veían que Egwene no chillaba a pesar de no tener una mordaza de Aire en la boca. La sangre le resbalaba por los brazos, el cuerpo era golpeado ante los ojos de las presentes y, sin embargo, Egwene no veía motivo para gritar. Por el contrario, dio las gracias para sus adentros a las Sabias, por su sabiduría.

—¿Y de qué he de servir de ejemplo, Elaida? —preguntó Egwene, sosegada.

El vapuleo continuó. ¡Oh, y cómo dolía! Las lágrimas se le formaban en los rabillos de los ojos a Egwene, pero había soportado cosas peores. Muchísimo peores. Lo sentía cada vez que pensaba en lo que esa mujer le estaba haciendo a la institución que amaba. Lo que le dolía de verdad no eran las heridas, sino la forma en que Elaida se estaba comportando delante de las Asentadas.

—Por la Luz —susurró Rubinde.

—Querría no encontrarme aquí, Elaida —dijo suavemente Egwene—. Ojalá que la Torre tuviera en ti una gran Amyrlin. Ojalá pudiera agacharme ante ti y aceptar tu liderazgo. Ojalá lo merecieras. Aceptaría de buen grado la ejecución si con ello dejara atrás una Amyrlin competente. La Torre Blanca es más importante que yo. ¿Puedes decir lo mismo tú?

—¡Conque quieres la ejecución! —aulló Elaida, que recuperó el habla—. ¡Bien, pues no la tendrás! ¡La muerte es demasiado fácil para ti, Amiga Siniestra! Veré cómo te apalean, todo el mundo lo verá, hasta que haya acabado contigo. ¡Sólo entonces morirás! —Se volvió hacia las criadas, que estaban boquiabiertas a los lados del comedor—. ¡Mandad que vengan los soldados! ¡Quiero que se la arroje a la celda más profunda que haya en la Torre! ¡Que se anuncie por toda la ciudad que Egwene al’Vere es una Amiga Siniestra que ha rechazado la gracia de la Amyrlin!

Las criadas salieron corriendo a cumplir la orden recibida. Los latigazos seguían cayendo, pero Egwene empezaba a estar entumecida, insensible. Cerró los ojos, debilitada… Había perdido mucha sangre por el brazo izquierdo, que era donde tenía el corte más profundo.

Había llegado al punto crítico, como temió que ocurriría. Se lo había jugado todo a una carta.

Pero no temía por su vida, sino que temía por la Torre. Mientras se apoyaba en la pared y los pensamientos se desdibujaban, la asaltó una profunda pena.

Su batalla desde dentro de la Torre llegaba a su fin, fuera de una forma u otra.

17

Cuestión de control

Deberías tener más cuidado —se oyó decir a Sarene dentro del cuarto—. Tenemos bastante influencia con la Sede Amyrlin. Si colaborases, quizá podríamos persuadirla para que paliara tus castigos.

El resoplido de desdén de Semirhage llegó sin dificultad a oídos de Cadsuane, que escuchaba en el pasillo —al otro lado de la puerta del cuarto de interrogatorios— sentada en una cómoda silla de caña. La Aes Sedai mayor tomaba sorbos de una infusión de estevia. El pasillo era de madera, cubierto a todo lo largo con una alfombra marrón y blanca, y lo alumbraban titilantes lámparas que semejaban prismas.

Había otras hermanas en el pasillo —Daigian, Erian y Elza— encargadas de mantener escudada a Semirhage. Aparte de Siuan, todas las Aes Sedai del campamento lo hacían por turnos; era demasiado peligroso encargar exclusivamente esa tarea a Aes Sedai de categoría inferior, so pena de arriesgarse a que se agotaran, y el escudo tenía que mantenerse fuerte. Sólo la Luz sabía lo que podría pasar si Semirhage se libraba de él.

Cadsuane sorbió otro poco de infusión, de espaldas a la pared. Al’Thor había insistido en que se permitiera a «sus» Aes Sedai interrogar también a Semirhage, en lugar de limitarse a las que eligiera Cadsuane, la cual no estaba segura de si esa decisión se debía a un intento del chico de hacer valer su autoridad o si creía de verdad que esas mujeres podrían tener éxito en lo que ella —hasta el momento— no había obtenido resultados.

En cualquier caso, tal era la razón de que Sarene se hubiera encargado del interrogatorio ese día. La Blanca tarabonesa era una persona juiciosa, por completo ajena al hecho de que era una de las mujeres más hermosas que había alcanzado el chal en años. Su aplomo no era un rasgo inesperado en alguien perteneciente al Ajah Blanco, como tampoco era infrecuente que las mujeres de ese Ajah se quedaran tan ensimismadas como las Marrones. Sarene ignoraba asimismo que Cadsuane se encontraba fuera, escuchando a escondidas, mediante el uso de un minúsculo tejido de Aire y Fuego. Era un recurso sencillo que las novicias eran muy dadas a aprender; mezclado con el recién descubierto recurso de invertir los tejidos de una misma, el resultado era que Cadsuane podía oír sin que nadie de dentro del cuarto supiera que lo hacía.

Las Aes Sedai que estaban en el pasillo veían lo que hacía, desde luego, pero ninguna de ellas hablaría. Aun cuando dos de ellas —Elza y Erian— se encontraban entre el grupo de necias que habían jurado lealtad al chico al’Thor, se andaban con cuidado teniéndola cerca, ya que sabían lo que pensaba de ellas. Estúpidas. A veces tenía la impresión de que la mitad de sus aliadas se proponían complicarle más el trabajo.

Sarene seguía con el interrogatorio al otro lado de la puerta. La mayoría de las Aes Sedai de la casa habían probado alguna vez a interrogar a la Renegada; Marrones, Verdes, Blancas y Amarillas, todas habían fracasado. La propia Cadsuane aún no había hecho preguntas a Semirhage directamente. Las otras Aes Sedai casi la consideraban una figura mítica, una reputación que ella explotaba y alentaba. Permanecía ausente de la Torre Blanca durante varias décadas seguidas; así se aseguraba de que muchas dieran por sentado que había muerto, y cuando reaparecía, se montaba un revuelo. Había dado caza a falsos Dragones por dos motivos: primero, porque era necesario, y segundo, porque con cada hombre que capturaba crecía su fama entre las otras Aes Sedai.

¡Todo su trabajo apuntaba a estos días finales, y así la cegara la Luz si iba a permitir que el chico al’Thor lo echara todo a perder ahora!

Disimuló el ceño bebiendo otro sorbo de infusión. Estaba perdiendo el control poco a poco, hilo a hilo. Antaño, algo tan espectacular como las disputas en la Torre Blanca habrían despertado su interés de inmediato, pero no podía enredarse con ese problema ahora. La propia creación había empezado a destejerse, y la única forma de combatirlo era dirigir todos sus esfuerzos hacia al’Thor.

Y él se resistía a todos sus intentos de ayudarlo; paso a paso, se iba convirtiendo en un hombre con entrañas de piedra, inamovible e incapaz de adaptarse. Una estatua sin sentimientos no podía enfrentarse al Oscuro.

¡Condenado chico! Y, ahora, también Semirhage, que seguía desafiándola. Cadsuane se moría de ganas de entrar y plantarle cara a esa mujer, pero Merise había hecho las mismas preguntas que ella habría planteado, y sin resultado. ¿Cuánto tiempo aguantaría intacta su imagen si resultaba ser tan incapaz de hacerla hablar, como les pasaba a las demás?

Sarene empezó a hablar otra vez.

—No deberías tratar así a las Aes Sedai —dijo con voz tranquila.

—¿Aes Sedai? —exclamó Semirhage, con una carcajada—. ¿No te da vergüenza utilizar ese título para describiros? ¡Es como si un cachorrito se considerara un lobo!

—Puede que no lo sepamos todo, lo admito, pero…

—No sabéis nada —la interrumpió la Renegada—. Sois niñas que juegan con los juguetes de sus mayores.

Cadsuane dio golpecitos en un lado de la taza con el índice; de nuevo se sorprendía por las similitudes entre Semirhage y ella, y de nuevo esas similitudes le producían comezón por dentro.

Por el rabillo del ojo vio a una criada espigada subir la escalera llevando una bandeja con judías y rábanos cocidos para la comida de Semirhage. ¿Ya era mediodía? Sarene había interrogado a la Renegada durante tres horas y había estado dando vueltas a lo mismo todo el tiempo. La criada se acercó y Cadsuane hizo un gesto indicándole que entrara.

Un instante después la bandeja caía con estruendo en el suelo. El ruido hizo que Cadsuane se incorporara de un salto al tiempo que abrazaba el saidar. Estuvo a punto de entrar corriendo en el cuarto, pero la voz de Semirhage frenó el impulso de la mujer.

—No pienso comer eso —rechazó la Renegada, dominando como siempre la situación—. Me he hartado de vuestra bazofia, de modo que ya estás mandando que me traigan algo apropiado.

—Si lo hacemos, ¿responderás nuestras preguntas? —inquirió Sarene, que estaba a la que saltaba para aprovechar cualquier ocasión que se le presentaba.

—Tal vez —contestó Semirhage—. Veremos si me complace.

Hubo un silencio y Cadsuane miró a las otras mujeres que se encontraban en el pasillo, que también se habían puesto de pie de un salto por el ruido, aunque no oían lo que hablaban dentro. Les indicó con una seña que se sentaran.

—Ve a traerle otra cosa —ordenó Sarene a la sirvienta que había llevado la comida—. Y manda a alguien para que limpie esto.

La puerta se abrió y después se cerró con rapidez cuando la criada se alejó a toda prisa.

—La siguiente pregunta —continuó Sarene— determinará si al final te comes lo que traigan o no.

A despecho de la firmeza de la voz, Cadsuane notó precipitación en las palabras de la Blanca; el repentino golpe de la bandeja en el suelo la había sobresaltado. Todas las que se hallaban cerca de la Renegada tenían los nervios de punta. Y no es que le mostraran deferencia, pero sí la trataban con cierta consideración. ¿Y cómo no? Era una leyenda. Uno no estaba en presencia de semejante ser —una de las criaturas más perversas que hubiera conocido el mundo— sin sentir al menos cierto grado de respeto.

—Ese es nuestro error —susurró Cadsuane. Después parpadeó, se dio media vuelta y abrió la puerta del cuarto.

Semirhage se hallaba en el centro de la pequeña habitación; volvía a estar atada con Aire, los tejidos rehechos probablemente en el mismo instante en que había tirado al suelo la bandeja de latón, que seguía donde había caído mientras el jugo de las judías empapaba las vetustas tablas. Ese cuarto no tenía ventana; había servido de almacén y, llegado el momento, pasó a ser una «celda» para la Renegada. El negro cabello de Sarene, tejido en trencillas rematadas con cuentas, enmarcaba el bello rostro, que denotaba sorpresa por la intrusión; la Blanca estaba sentada en una silla, enfrente de Semirhage. Su Guardián, Vitalien, un hombre de hombros anchos y tez pálida, se encontraba en un rincón de la habitación.

Semirhage no tenía la cabeza inmovilizada y los ojos se desviaron hacia la recién llegada.

Cadsuane se había comprometido; debía enfrentarse a esa mujer ahora. Por suerte, lo que planeaba no requería delicadeza; todo volvía a una única pregunta: ¿qué haría falta para que la propia Cadsuane se desmoronara? La solución era sencilla, ahora que se le había ocurrido.

—Oh, ya veo que la pequeña ha rechazado la comida que le trajeron —dijo con la actitud de quien no aguanta tonterías—. Sarene, suelta los tejidos.

Semirhage enarcó las cejas y abrió la boca para mofarse; pero, en el momento en que Sarene deshizo sus tejidos de Aire, Cadsuane agarró a la Renegada por el pelo y —con un imprevisto barrido de pie— la zancadilleó y la tiró patas arriba en el suelo.

Quizá debería haber utilizado el Poder, pero le parecía apropiado usar las manos para hacer eso. Preparó unos cuantos tejidos, aunque lo más probable era que no los necesitara. Semirhage, aunque alta, era una mujer de constitución esbelta, y Cadsuane siempre había sido más bien corpulenta. Además, la Renegada parecía absolutamente atónita por la forma en que la había tratado.

Cadsuane apoyó una rodilla en la espalda de la mujer y a continuación le metió la cara en la comida desparramada.

—Come —ordenó—. No veo con buenos ojos que se desperdicie la comida, pequeña, sobre todo en los tiempos que corren.

Semirhage barbotó unas cuantas frases que Cadsuane supuso que serían maldiciones, aunque no entendió nada; el significado debía de haberse perdido en la noche de los tiempos. A poco, las maldiciones amainaron y Semirhage se quedó callada, sin ofrecer resistencia. Cadsuane habría tomado la misma decisión, porque conducirse así habría perjudicado su imagen. El poder de Semirhage como cautiva radicaba en el miedo y el respeto que le tenían las Aes Sedai. Cadsuane tenía que cambiar eso.

—Tu silla, por favor —le dijo a Sarene.

La Blanca se puso de pie con gesto pasmado. Habían intentado todo tipo de tortura permitida conforme a los requerimientos de al’Thor, pero todo ello transpiraba respeto; trataban a Semirhage como una fuerza peligrosa y una enemiga digna, lo cual sólo había conseguido reforzar el desmedido amor propio de la Renegada.

—¿Vas a comer? —preguntó Cadsuane.

—Te mataré —expresó Semirhage con tranquilidad—. Serás la primera, antes que todas las demás. Les haré escuchar tus aullidos.

—Ajá. Sarene, ve y di a las tres hermanas que están fuera que pasen. —Cadsuane hizo una pausa, pensativa—. Vi unos criados limpiando los cuartos del otro lado del pasillo. Haz el favor de traerlos también aquí.

Sarene asintió con un cabeceo y salió a buen paso del cuarto mientras Cadsuane se sentaba en la silla y a continuación tejía filamentos de Aire con los que levantó a Semirhage. Elza y Erian se asomaron a la habitación con aparente curiosidad, tras lo cual entraron seguidas por Sarene. Al cabo de unos instantes, Daigian entraba con cinco sirvientes: tres mujeres domani que llevaban delantales, un hombre larguirucho que tenía los dedos manchados de dar otra mano de tintura a los maderos, y un muchacho del servicio. Excelente.

Aun estaban entrando cuando Cadsuane se valió del tejido de Aire para hacer girar a Semirhage y ponerla boca abajo sobre sus rodillas. Sin más, procedió a propinarle azotes a la Renegada.

Semirhage se contuvo al principio, pero después se puso a maldecir y a continuación a barbotar amenazas. Cadsuane siguió dándole a pesar de que la mano empezaba a dolerle. Las amenazas de Semirhage dieron paso a aullidos de indignación y dolor. La criada de la comida regresó con otra bandeja en mitad del incidente, para mayor vergüenza de Semirhage. Las Aes Sedai contemplaban la escena, boquiabiertas a más no poder.

—Bien, dime —dijo Cadsuane al cabo de unos instantes, en medio de los aullidos de dolor de la renegada—. ¿Vas a comer?

—Encontraré a todos los que has amado a lo largo de tu vida —dijo Semirhage con lágrimas en los ojos—. Haré que se coman unos a otros mientras tú lo ves. Les…

Cadsuane chascó la lengua y reanudó la azotaina. Los presentes en el cuarto observaban en silencio, estupefactos. Semirhage se puso a llorar, aunque no de dolor, sino por la humillación. Esa era la clave. A Semirhage no se la podía derrotar con dolor o con persuasión, sino destruyendo su imagen; para ella sería más terrible asimilar eso que cualquier otro castigo. Igual que le habría ocurrido a Cadsuane.

La Aes Sedai dejó darle palmetazos al cabo de unos minutos y soltó los tejidos que inmovilizaban a la Renegada.

—¿Vas a comer? —preguntó.

—Yo…

Cadsuane alzó la mano y Semirhage saltó prácticamente del regazo de la Aes Sedai y se echó al suelo para comer las judías.

—Es una persona —declaró Cadsuane mientras miraba a los demás—. Sólo una persona, como cualquiera de nosotros. Guarda secretos, pero hasta un muchacho tiene algún secreto que se niega a revelar. Recordad esto.

Dicho lo cual, se levantó de la silla y fue hacia la puerta; se detuvo un momento junto a Sarene, que contemplaba fascinada cómo la Renegada engullía las judías del suelo.

—Tal vez te vendría bien reanudar el interrogatorio con un cepillo del pelo en la mano —comentó Cadsuane—. Un objeto tan duro podría resultar muy doloroso.

—Sí, Cadsuane Sedai —contestó Sarene con una sonrisa.

«Bien, pues, ahora le toca a al’Thor —pensó la Aes Sedai mientras salía del cuarto—. ¿Qué hacer con él?»

—Milord —empezó Grady al tiempo que se frotaba la curtida cara—, me parece que no lo entendéis.

—Entonces, explícamelo —pidió Perrin.

Estaban en la falda de una colina desde donde contemplaba el ingente número de refugiados y soldados. Tiendas de muchas formas y colores distintos —pardas y con el techo en pico, de los Aiel; las grandes y coloridas de los cairhieninos; otras de diseño básico con techo de dos picos— se iban alzando a medida que la gente se preparaba para pasar la noche.

Los Aiel Shaido, como se esperaba, no los habían perseguido; habían dejado que el ejército de Perrin se retirara, aunque los exploradores decían que ahora habían avanzado para inspeccionar la ciudad. En cualquier caso, eso también daba más tiempo a Perrin. Tiempo para descansar, para alejarse renqueando, para —ojalá fuera así— utilizar accesos y transportar lejos a la mayoría de esos refugiados.

Luz, cuántos eran. Miles y miles de personas, una pesadilla en cuanto a coordinar y administrar. Los últimos días habían sido un continuo raudal de protestas, objeciones, resoluciones y papeleo. ¿De dónde sacaría Balwer tanto papel? Parecía satisfacer a muchos de los que se presentaban ante Perrin. Los arbitrajes y dictámenes de disputas les parecían mucho más oficiales si se resumían en un trozo de papel. Balwer opinaba que Perrin necesitaba un sello.

El trabajo lo había distraído, lo cual estaba bien, pero Perrin sabía que no podía dejar a un lado sus problemas durante mucho tiempo. Rand se desplazaba hacia el norte, y él tenía que marchar hacia la Última Batalla. Lo demás no importaba.

Sin embargo, esa fijación en una única meta —haciendo caso omiso de todo excepto su objetivo— había sido el origen de gran parte de los problemas que habían tenido durante la búsqueda de Faile. De algún modo tenía que encontrar el equilibrio, tenía que decidir por sí mismo si quería dirigir a esa gente; tenía que hacer las paces con el lobo que llevaba dentro, la bestia que se enfurecía cuando entraba en batalla.

Pero, antes de poder afrontar cualquiera de esas cosas, tenía que llevar a casa a los refugiados; algo que, por otro lado, estaba resultando ser un problema.

—Ya has tenido tiempo de descansar, Grady —dijo.

—La fatiga sólo es una parte del asunto, milord —argumentó el Asha’man—. Aunque, para ser sincero, todavía me siento como si pudiera dormir una semana seguida.

Realmente su aspecto era de estar agotado. Grady era un hombre robusto, con el físico —y también el temperamento— de un granjero. Perrin sabía que ese hombre cumpliría con su deber mejor que la mayoría de los nobles que conocía. Pero a Grady sólo se lo podía apretar hasta cierto límite. ¿Qué le ocurría a un hombre forzado a encauzar tanto? A Grady se le marcaban bolsas debajo de los ojos y estaba pálido a pesar de tener la piel curtida; aunque era un hombre joven, ya empezaban a salirle canas.

«Luz, he exigido demasiado a este hombre —pensó—. A él y a Neald, a ambos». Ese había sido otro efecto de la fijación en una idea, como ahora empezaba a entender. Lo que le había hecho a Aran, o dejar sin liderazgo a quienes lo rodeaban. «He de arreglarlo. He de encontrar el modo de ocuparme de todo».

Si no lo conseguía, cabía la posibilidad de que no llegara a la Última Batalla.

—Ese es el quid de la cuestión, milord. —Grady se frotó la mejilla otra vez mientras observaba el campamento. Los diversos contingentes (mayenienses, guardias de Alliandre, hombres de Dos Ríos, los Aiel, los refugiados de varias ciudades) acampaban por separado, en sus propios grupos—. Hay unas cien mil personas que han de volver a casa. O dirigirse a dondequiera que sea, en cualquier caso. Muchos dicen que se sienten más seguros aquí, con vos.

—No pueden renunciar a volver —protestó Perrin—. Su sitio está con sus familias.

—¿Y aquellos cuya familia está en tierras ocupadas por los seanchan? —Grady se encogió de hombros—. Antes de que llegaran los invasores muchas de estas personas habrían sido felices regresando a casa, pero ahora… En fin, no dejan de repetir que quieren quedarse donde hay comida y protección.

—Aun así todavía podemos llevar a los que quieran irse. Viajaremos más ligeros sin ellos.

—Ahí está el asunto, milord. Vuestro hombre, Balwer, hizo un cálculo. Yo soy capaz de abrir un acceso lo bastante grande para que lo cruce un par de personas al tiempo. Pongamos que tardan un segundo en pasarlo… En fin, llevaría horas y horas conseguir que lo cruzaran todos. No sé el total, pero Balwer afirma que serían días. Y añadió que probablemente era una estimación demasiado optimista. Milord, a duras penas puedo mantener abierto un acceso durante una hora, con lo cansado que estoy.

Perrin apretó los dientes. Tendría que conseguir que Balwer le diera esas cifras en persona, pero tenía la desalentadora impresión de que el secretario no se equivocaba.

—En tal caso, seguiremos en marcha —decidió—. Hacia el norte. Todos los días Neald y tú abriréis accesos para que vuelvan algunos a sus casas. Pero sin agotaros.

Grady, con los ojos hundidos por la fatiga, asintió con un gesto. Tal vez sería mejor esperar unos cuantos días antes de empezar ese proceso. Perrin inclinó la cabeza dando permiso al Dedicado para que se marchara, y Grady regresó al trote al campamento. Perrin se quedó en la ladera inspeccionando los distintos sectores del campamento mientras la gente hacía preparativos para la cena. Las carretas estaban agrupadas en el centro del campamento, cargadas de comida que —se temía— se echaría a perder antes de que hubieran llegado a Andor. ¿O debería dirigirse a Cairhien? Allí era donde había visto a Rand por última vez, aunque las visiones que tenía de él le hacían sospechar que no se encontraba en ninguno de esos dos países. Dudaba que la reina de Andor lo recibiera con los brazos abiertos después de los rumores sobre él y el condenado emblema del Águila Roja.

Perrin dejó a un lado ese problema por el momento. El campamento parecía estar estableciéndose; cada grupo de tiendas enviaba representantes al punto central de abastecimiento para pedir las raciones de esa noche. Cada grupo tenía a su cargo sus comidas; Perrin sólo supervisaba la distribución de las provisiones. Localizó al intendente —un cairhienino llamado Bavin Rockshaw— de pie detrás de una carreta para atender a cada representante por turno.

Satisfecho con la inspección, Perrin bajó al campamento pasando a través de las tiendas cairhieninas de camino a sus propias tiendas, que se encontraban entre las de los hombres de Dos Ríos.

Ahora ya daba por sentado sus sentidos desarrollados; le habían llegado junto con el color amarillo de las pupilas. A la mayoría de la gente que estaba con él no parecía que le llamaran la atención ya, pero era chocante cuando conocía a alguien nuevo. Por ejemplo, muchos de los refugiados cairhieninos dejaban lo que estuvieran haciendo entre las tiendas para mirarlo mientras pasaba y susurraban «Ojos Dorados».

No le importaba mucho el nombre; Aybara era el de su familia y lo llevaba con orgullo. Era uno de los pocos que podían perpetuarlo con sus descendientes. Los trollocs se habían encargado de ello.

Lanzó una ojeada a los grupos cercanos de refugiados, y ellos reanudaron con premura la tarea de clavar estacas para sujetar las tiendas. Entretanto, Perrin pasó junto a un par de hombres de Dos Ríos: Tod al’Caar y Jori Congar. Ellos lo vieron y lo saludaron llevándose el puño al corazón. Para ellos, Perrin Ojos Dorados no era una persona a quien había que temer, sino alguien a quien respetar, aunque todavía cuchicheaban sobre aquella noche que había pasado en la tienda de Berelain. Perrin habría querido poder huir de la sombra de aquel suceso. Los hombres aún estaban entusiasmados y llenos de energía por la derrota de los Shaido, pero ya hacía cierto tiempo que Perrin había notado que no era bienvenido entre ellos.

Aun así, de momento esos dos parecían haber dejado a un lado el desagrado que les suscitaba y, en lugar de poner mala cara, lo saludaron como a su superior. ¿Es que habían olvidado que habían crecido juntos? ¿Dónde quedaban aquellos tiempos en que Jori se burlaba de su lentitud para hablar y opinar? ¿O las veces que hacía un alto en la forja para fanfarronear sobre a qué chicas les había robado un beso?

Perrin se limitó a responder con un cabeceo; no tenía sentido hurgar en el pasado, ya que la lealtad de esos hombres a «Perrin Ojos Dorados» había servido para rescatar a Faile. Sin embargo, mientras se alejaba de ellos su afinado oído captó la charla que sostenían ambos sobre la batalla librada hacía unos pocos días y de la parte que habían tenido en ella. Uno de los dos todavía olía a sangre; no se había limpiado las botas. Lo más probable es que ni siquiera se hubiera fijado en el barro manchado de sangre.

A veces Perrin dudaba de que sus sentidos estuvieran más desarrollados que los de cualquier otra persona. La diferencia radicaba en que él se tomaba tiempo para advertir cosas que a otros se les pasaban por alto. ¿Cómo no se percataban de ese olor a sangre? ¿Y el aire frío de las montañas del norte? Traía olor a casa, aunque estuvieran a muchas leguas de Dos Ríos. Si los demás se tomaran tiempo para cerrar los ojos y prestar atención, ¿no olerían lo mismo que él? Si abrieran los ojos y observaran con más cuidado el mundo que los rodeaba, ¿considerarían que tenían la vista «aguda» como la suya?

No. Eso sería tergiversar las cosas. Sus sentidos estaban más desarrollados; su relación con los lobos lo había cambiado. Hacía tiempo que no pensaba en esa relación; había estado demasiado centrado en Faile. Pero había dejado de ser tan consciente de la peculiaridad de sus ojos; formaban parte de él y, en consecuencia, no tenía sentido refunfuñar por tenerlos así.

Con todo, esa rabia que sentía cuando luchaba, esa pérdida de control, lo preocupaba cada vez más. Lo había notado la primera vez aquella noche, hacía tanto tiempo, en que se había enfrentado a los Capas Blancas. Durante un tiempo no supo si era un lobo o un hombre.

Ahora —durante una de sus últimas visitas al mundo del Sueño del Lobo— había intentado matar a Saltador. En el Sueño del Lobo la muerte era definitiva, y Perrin casi se había perdido ese día. Recordarlo despertó viejos temores, miedos que había dejado a un lado. Miedos relacionados con un hombre encerrado en una jaula y que se comportaba como un lobo.

Siguió camino adelante hasta su tienda a la par que tomaban algunas decisiones. Había ido en pos de Faile con determinación, evitando el Sueño del Lobo igual que había evitado todas sus otras responsabilidades. Había afirmado que ninguna otra cosa tenía importancia, pero sabía que la verdad no era tan sencilla. Se había centrado en Faile porque la amaba muchísimo, pero —además— lo había hecho porque le convenía. El rescate de su mujer había sido una excusa para eludir cosas como su incomodidad con el liderazgo y la borrosa tregua entre él y el lobo que llevaba dentro de sí.

Había rescatado a Faile, pero todavía quedaban muchas cosas que estaban mal. Tal vez las respuestas se hallaban en sus sueños.

Había llegado el momento de regresar.

18

Un mensaje apremiante

En el instante en que entró en el campamento de las Aes Sedai, Siuan se detuvo en seco con el cesto de ropa sucia apoyado en la cadera; en esta ocasión la ropa del cesto era suya. Al final se había dado cuenta de que no tenía por qué ocuparse de la suya, además de la Bryne; ¿por qué no dejar que las novicias dedicaran un poco de tiempo a hacerle su colada? En la actualidad había novicias de sobra, dicho fuera de paso.

Y todas atestaban la pasarela que había alrededor del pabellón situado en el centro del campamento. Apoyadas hombro con hombro, y formaban un muro blanco coronado por cabezas de cabellos de todos los colores. Una asamblea ordinaria de la Antecámara no habría despertado tanto interés, así que estaba pasando algo fuera de lo normal.

Siuan soltó el cesto de mimbre encima de un tocón y después lo cubrió con una toalla. No se fiaba de ese cielo, a pesar de que no hubiera llovido a lo largo de toda la semana, aparte de algún calabobos esporádico. «No te fíes del cielo de jefe de puerto». Una regla en la que basar la vida; incluso si la consecuencia se reducía a un cesto de ropa mojada y, además, sucia.

Cruzó a toda prisa el camino de tierra y subió a una de las pasarelas de madera. Los toscos tablones se mecían un poco y crujían bajo las pisadas de Siuan, encaminadas hacia el pabellón. Se hablaba de cambiar las pasarelas por algo más permanente, quizás algo tan caro como la pavimentación.

Llegó a espaldas de las mujeres agrupadas; la última asamblea de la Antecámara que había despertado tanto interés era aquella en la que se había revelado que los Asha’man habían vinculado hermanas y que la infección se había limpiado. ¡Quisiera la Luz que no hubiera esperando más sorpresas de ese calibre! Ya tenía los nervios bastante de punta por el intercambio con el puñetero Gareth Bryne. Mira que sugerir que le permitiera enseñarle cómo empuñar una espada, sólo por si acaso… Nunca había considerado las espadas de mucha utilidad; además, ¿quién había oído hablar de una Aes Sedai combatiendo con un arma como una Aiel enloquecida? En serio, cómo era ese hombre…

Se abrió paso entre las novicias a la fuerza, enfadada por tener que llamar su atención a fin de que la dejaran pasar. Se apartaban tan pronto como veían que una hermana pasaba entre ellas, desde luego, pero estaban tan distraídas que costaba un triunfo conseguir que se quitaran de en medio. Regañó a unas cuantas por no estar ocupándose de sus tareas. ¿Dónde se había metido Tiana? Tendría que ocuparse de que las pequeñas regresaran a sus quehaceres. ¡Aunque el puñetero Rand al’Thor en persona apareciera en el campamento, las novicias deberían seguir con sus lecciones!

Por fin, cerca de los faldones de la entrada al pabellón, vio a la mujer que esperaba encontrar. Sheriam, como Guardiana de Egwene, no podía acceder a la Antecámara sin estar presente la Amyrlin, por lo que tenía que quedarse fuera, esperando. Probablemente le parecía mejor eso que estar en ascuas en su tienda.

La mujer de cabello rojo como el fuego había perdido algo de sus hechuras rollizas durante las últimas semanas. A decir verdad le hacía falta encargar vestidos nuevos, porque los antiguos empezaban a quedarle flojos. Aun así, parecía haber recobrado cierta calma recientemente y actuaba de un modo menos impredecible. Quizá lo que la había tenido angustiada había quedado atrás; de todas formas, siempre insistía en que no le pasaba nada.

—Tripas de peces —rezongó Siuan cuando una novicia le propinó un codazo sin querer, y asestó una mirada furiosa a la muchacha, que se escabulló a toda prisa, amedrentada. Siuan se volvió hacia Sheriam—. ¿Qué pasa aquí? ¿Alguno de los mozos de cuadra ha resultado ser el rey de Tear?

—Elaida tiene el Viaje —contestó Sheriam a la par que enarcaba una ceja.

—¿Qué? —exclamó Siuan al tiempo que miraba dentro de la tienda.

Los asientos estaban llenos de Aes Sedai y la desgarbada Ashmanaille, del Gris, se dirigía a ellas. ¿Por qué esa reunión no se había sellado para la Llama?

—Lo descubrimos cuando enviamos a Ashmanaille a recaudar a Kandor —explicó Sheriam.

La recaudación de tributos era una de las principales fuentes de ingresos para las Aes Sedai de Egwene. Durante muchos siglos, cada reino había enviado esas donaciones a Tar Valon. La Torre Blanca ya no dependía de esos ingresos, puesto que se sostenían por medios mucho mejores, medios que no dependían de la generosidad de otros. Con todo, los tributos nunca se rechazaban y muchos de los reinos de las Tierras Fronterizas todavía se atenían a esa antigua costumbre.

Antes de la división de la Torre Blanca, una de las ocupaciones de Ashmanaille era controlar esas donaciones y mandar las gracias mensualmente en nombre de la Amyrlin. La ruptura de la Torre y el descubrimiento del Viaje facilitaron a las Aes Sedai de Egwene enviar una delegación para recaudar los tributos en persona. Al tesorero kandorés no le importaba a cuál de las dos partes de la Torre Blanca ayudaba mientras el tributo se entregara, y se alegró de mandar el dinero directamente a través de Ashmanaille.

El cerco a Tar Valon había hecho posible desviar ese dinero de tributos que de otro modo habrían acabado en manos de Elaida, en vez de usarlo para pagar a los soldados de Bryne. Un golpe de suerte perfecto. Pero ningún mar gozaba de una calma perpetua.

—El tesorero estaba lívido —decía Ashmanaille con su habitual tono práctico—. «Ya entregué el dinero este mes. Se lo di a una mujer que vino hace menos de un día. Traía una carta de la Amyrlin en persona, debidamente sellada, en la que decía que sólo entregara el dinero a una hermana del Ajah Rojo», me explicó.

—Eso no quiere decir con seguridad que Elaida tenga el Viaje —apuntó Romanda, dentro de la tienda—. La hermana Roja pudo llegar a Kandor por otros medios.

—Vieron abrirse el acceso —aclaró Ashmanaille sacudiendo la cabeza—. El tesorero descubrió un error contable y envió a un escribiente en pos de la delegación de Elaida para entregarles unas cuantas monedas más. El hombre describió a la perfección lo que vio. Los caballos pasaban a través de un agujero negro en el aire. La vista de aquello le impresionó tanto que llamó a la guardia, pero para entonces el grupo de Elaida ya se había marchado. Lo interrogué personalmente.

—No me agrada fiarme de la palabra de un único hombre —argumentó Moria, que estaba sentada casi en primera fila.

—El tesorero describió con detalle a la mujer que se llevó el dinero —agregó Ashmanaille—. Estoy convencida de que era Nesita. ¿Podríamos indagar si se encuentra en la Torre? Eso probaría con más certeza que es verdad.

Otras plantearon objeciones, pero Siuan dejó de prestar atención; quizás aquello era una estratagema astuta con el propósito de distraerlas, pero no podían correr ese riesgo. ¡Luz! ¿Es que era la única que usaba la cabeza para pensar?

Asió a la novicia que tenía más cerca, una chica con aspecto de roedor que probablemente era mayor de lo que aparentaba; debía de serlo, ya que no parecía tener más de nueve años.

—Necesito un mensajero —le informó—. Ve a buscar a uno de los que lord Bryne dejó en el campamento para llevarle noticias. ¡Deprisa!

La chica soltó un chillido y después salió a toda carrera.

—¿A cuento de qué viene eso? —se interesó Sheriam.

—A cuento de salvar la vida de todos los que estamos aquí —contestó Siuan mientras asestaba una mirada abrasadora a las novicias apelotonadas—. ¡Muy bien! ¡Se acabó el holgazanear! —gruñó—. Si vuestras clases se han pospuesto por este fiasco, entonces buscad algo que hacer. ¡Cualquier novicia que siga plantada en esta pasarela dentro de diez segundos, va a tener que cumplir castigos hasta perder la cuenta!

Sus palabras provocaron un éxodo blanco en masa, con las familias de mujeres alejándose a toda prisa. En cuestión de pocos segundos, sólo quedaba un pequeño grupo de Aceptadas, junto con Sheriam y Siuan. Las Aceptadas se encogieron cuando Siuan las miró, pero ésta no les dijo nada. Parte del privilegio de ser Aceptada era una mayor libertad; además, mientras Siuan pudiera moverse sin tropezar a cada momento, se conformaba.

—Para empezar, ¿por qué esta reunión no se convocó sellada para la Llama? —le preguntó a Sheriam.

—Lo ignoro —admitió la otra mujer, sin dejar de mirar dentro de la tienda—. Es una noticia desalentadora, ciertamente.

—Esto tenía que ocurrir antes o después —comentó Siuan, aunque distaba mucho de estar tan tranquila como aparentaba—. La noticia sobre el Viaje tiene que estar extendiéndose.

«¿Qué habrá pasado? No es posible que hayan quebrantado a Egwene. Quiera la Luz que no fuera ella o Leane quienes se hayan visto forzadas a revelar este secreto —pensó—. ¡Beonin! Tiene que ser ella. ¡Maldita sea!» Sacudió la cabeza.

—Quiera la Luz que sepamos mantener en secreto el Viaje para los seanchan. Cuando asalten la Torre Blanca vamos a necesitar hasta la más mínima ventaja —añadió en voz alta.

Sheriam la miró de un modo que hacía patente su escepticismo. Gran parte de las hermanas no creía en el Sueño de Egwene sobre ese ataque. Necias… Querían pescar el pez, pero no destriparlo. No se ascendía a Amyrlin a una mujer para después no hacer caso de sus advertencias.

Siuan esperó con impaciencia dando golpecitos con el pie en los tablones de la pasarela mientras escuchaba lo que se hablaba dentro del pabellón. Justo cuando empezaba a preguntarse si tendría que mandar a otra novicia con el recado, uno de los correos de Bryne llegó al trote en un caballo. El bruto de mal carácter que montaba era negro como la noche y sólo tenía un poco de blanco por encima de los cascos; le resopló a Siuan cuando el jinete lo sofrenó; el correo vestía un uniforme limpio y llevaba el pelo muy recortado. ¿Por qué había tenido que llevar a ese animal con él hasta allí?

—Aes Sedai —llamó el hombre a la par que le hacía una reverencia desde lo alto de la silla—, ¿tenéis un mensaje para lord Bryne?

—Sí. Y ocúpate de llevárselo a toda prisa, ¿me has entendido? La vida de todos puede depender de ello.

El soldado asintió con un brusco cabeceo.

—Dile a lord Bryne… —empezó Siuan—. Dile que vigile los flancos. Nuestro enemigo ha aprendido el método que utilizamos nosotros para llegar aquí.

—Así lo haré.

—Repítemelo —ordenó Siuan.

—Por supuesto, Aes Sedai —contestó el hombre esbelto con una nueva reverencia—. Como sabéis, he sido mensajero a las órdenes del general durante más de una década. Mi memoria es…

—Basta —lo interrumpió Siuan—. No me importa cuánto tiempo llevas haciendo esto. No me importa que tengas una memoria excelente. No me importa si por un capricho del destino ya te han pedido que lleves este mismo mensaje un millar de veces. Repíteme lo que he dicho.

—Eh… Sí, Aes Sedai. He de decirle al general que vigile los flancos. Que nuestro enemigo ha aprendido el método que utilizamos nosotros para llegar aquí.

—Muy bien. Ve.

El hombre asintió con la cabeza.

—¡Vamos! —apremió Siuan.

El mensajero hizo que aquel horrible caballo se empinara y salió a galope del campamento, con la capa ondeando tras él.

—¿A qué venía todo eso? —preguntó de nuevo Sheriam, que apartó la vista de la marcha de la asamblea en la Antecámara.

—Quería asegurarme de que no nos despertamos con el ejército de Elaida rodeándonos. Apostaría a que soy la única que ha pensado en advertir a nuestro general que el enemigo podría haber anulado nuestra principal ventaja táctica. Se acabó el cerco.

Sheriam frunció el entrecejo como si no se le hubiese ocurrido la idea. No sería la única. Oh, sí, algunas pensarían en Bryne, y planearían enviar aviso al general; con el tiempo. Pero para muchas la catástrofe allí no era el hecho de que Elaida ahora pudiera desplazar a su ejército para flanquearlos ni que el cerco de Bryne fuera ya un acto inútil. Para ellas la catástrofe sería algo más personal: el conocimiento que habían procurado mantener en secreto ya estaba en manos de otras. ¡Viajar era de ellas, y ahora Elaida lo tenía también! Muy Aes Sedai. La indignación lo primero, y después, las consecuencias.

O quizás era que Siuan estaba resentida. Dentro de la tienda, por fin alguien pensó limitar la reunión a sellada para la Llama y, en consecuencia, Siuan se apartó y bajó de la pasarela al camino de tierra endurecida. Las novicias iban afanosas de aquí para allá, con la cabeza gacha para evitar los ojos de Siuan, si bien le hacían una reverencia con premura.

«Hoy no he hecho una buena actuación de pusilánime», pensó con una mueca.

La Torre Blanca se desmoronaba. Los Ajahs se debilitaban unos a otros con mezquinas luchas internas. Incluso allí, en el campamento de Egwene, casi todo el tiempo se empleaba en politiqueos, en vez de prepararse para la tormenta que se avecinaba.

Y Siuan era en parte responsable de esos fracasos.

Elaida y su Ajah cargaban con la mayor parte de la culpa, por supuesto; pero, para empezar, ¿se habría dividido la Torre si ella hubiera fomentado la cooperación entre los Ajahs? Elaida no había dispuesto de tanto tiempo para trabajar en eso. A cada hendidura que aparecía en la Torre seguramente se le podría seguir el rastro hasta minúsculas fisuras surgidas durante su mandato como Amyrlin. Si hubiese hecho un papel de mediadora entre las facciones de la torre Blanca, ¿habría sido capaz de dar fuerza y sensatez a esas mujeres? ¿Habría logrado impedir que se volvieran unas contra otra como peces galán en un sangriento frenesí?

El Dragón Renacido era importante, pero sólo era una figura en el tejido de estos días, al final de los tiempos. Era demasiado fácil olvidar eso, demasiado fácil mirar la dramática figura de leyenda y olvidarse de todos los demás.

Siuan suspiró, recogió el cesto de colada y —por costumbre— comprobó si todo seguía allí. Mientras lo hacía, una figura de blanco se acercó desde uno de los caminos laterales.

—Siuan Sedai…

Siuan alzó la vista, ceñuda. La novicia que tenía ante sí era una de las más raras del campamento. Con casi setenta años, Sharina tenía el rostro arrugado y ajado de una abuela; llevaba el cabello cano recogido en un moño, y aunque caminaba muy derecha se notaba una clara pesadez en ella. Había visto muchas cosas, había hecho muchas cosas, había vivido muchos años. Y, a diferencia de una Aes Sedai, Sharina los había vivido todos ellos, trabajando, creando una familia, incluso enterrando hijos.

Era muy fuerte con el Poder; muchísimo. Con toda seguridad vestiría el chal algún día y, tan pronto como ocurriera tal cosa, se encontraría muy por encima de Siuan. De momento, sin embargo, Sharina le hizo una profunda reverencia, y casi hizo una perfecta representación de deferencia. De todas las novicias, se la conocía por ser la que menos protestaba, la que menos problemas daba y la que estudiaba con más ahínco. Como novicia, ya entendía cosas que gran parte de las Aes Sedai nunca habían aprendido o habían olvidado en el momento en que se habían puesto el chal. Por ejemplo, a ser humilde cuando era preciso, a aceptar el castigo, a saber cuándo una debía aprender en vez de disimular que ya lo sabía.

«Ojalá tuviéramos unas cuantas veintenas más como ella, y unas pocas veintenas menos de Elaidas y Romandas», pensó Siuan.

—¿Sí, pequeña? ¿Qué ocurre?

—Os vi recoger ese cesto de ropa, Siuan Sedai, y pensé que quizás os lo podría llevar yo —se ofreció Sharina.

—No querría que te cansaras —contestó Siuan, vacilante.

Sharina enarcó una ceja con una expresión que no era común en una novicia.

—Estos viejos brazos han llevado cargas el doble de pesadas, ida y vuelta al río, y eso fue hasta el año pasado, Siuan Sedai, y al mismo tiempo haciendo juegos malabares con tres nietos. Creo que lo aguantaré bien. —Había algo en los ojos de la mujer que apuntaba que el ofrecimiento era algo más de lo que aparentaba. Por lo visto, esa mujer era experta en algo más que tejidos de Curación.

Siuan sintió curiosidad, así que dejó que Sharina cargara con el cesto y las dos echaron a andar camino abajo, en dirección a las tiendas de novicias.

—Es curioso que se organizara semejante alboroto por lo que a primera vista parece una simple revelación, ¿no os parece, Siuan Sedai? —dijo la mujer mayor.

—Que Elaida haya conseguido el tejido de Viajar es una revelación importante.

—Y, sin embargo, no es ni de lejos tan importante como las que surgieron durante la reunión de hace unos pocos meses, cuando ese encauzador visitó el campamento. Es raro que esto provocara semejante escena.

—La reacción de la multitud a menudo parece rara en una primera apreciación, Sharina. Todas siguen hablando de la visita de ese Asha’man y tienen ganas de saber algo más, así que reaccionan con vehemencia al presentárseles la ocasión de enterarse de otra cosa. Siendo así, las grandes revelaciones pueden presentarse sin hacer ruido, pero dan pie a que otras menos importantes se reciban con un estallido de ansiedad.

—Pues a mí me parece que cualquiera podría aprovecharse de esa reacción. —Sharina saludó con un cabeceo a un grupo de novicias que se cruzó con ellas—. Pongamos que hay alguien con ganas de causar zozobra.

—¿A qué te refieres? —preguntó Siuan, que entrecerró los ojos.

—Ashmanaille informó primero a Lelaine Sedai —contestó en voz queda Sharina—. Me contaron que fue Lelaine la que hizo correr la noticia porque habló de ella en voz alta, al alcance del oído de una familia de novicias, mientras se convocaba la reunión de la Antecámara. También soslayó varios requerimientos previos a que la reunión se celebrara sellada para la Llama.

—¡Ah, de modo que es por eso! —comentó Siuan.

—Me limito a relatar rumores, desde luego —añadió Sharina, que hizo un alto a la sombra de un nogal negro—. Probablemente sólo sean hablillas. Vaya, una Aes Sedai de la talla de Lelaine sabría que, si se le escapaba información donde podrían escucharla las novicias, enseguida se correría la voz y llegaría a todos los oídos deseosos de saber cosas.

—Y en la Torre, todos los oídos están bien dispuestos.

—Exactamente, Siuan Sedai —dijo Sharina con una sonrisa.

Lelaine había buscado hacer de la reunión un espectáculo… Buscó que las novicias oyeran lo que decía y que todas las hermanas del campamento se sumaran a la discusión. ¿Por qué? ¿Y por qué Sharina la hacía partícipe de sus conjeturas, impropias de una novicia?

La respuesta era obvia: cuanto más amenazadas se sintieran las mujeres en el campamento, cuanto más peligrosa vieran a Elaida, más fácil sería que una mano firme se hiciera con el control. Aunque las hermanas se sentían indignadas ahora por la simple pérdida de un secreto celosamente guardado, enseguida caerían en la cuenta del peligro que Siuan ya había visto. Pronto surgiría el miedo. La preocupación. La ansiedad. El cerco ya no funcionaría, ahora que las Aes Sedai de dentro podían Viajar dondequiera y cuando quiera que desearan. El ejército de Bryne en los puentes no servía de nada.

A menos que Siuan se equivocara en su suposición, Lelaine se estaría asegurando de que todas fueran conscientes de las implicaciones.

—Quiere que nos asustemos —susurró Siuan—. Busca una crisis.

Qué buena jugada. Siuan tendría que haberlo visto venir. Que no se hubiera dado cuenta antes y que no hubiera tenido la menor sospecha sobre los planes de Lelaine también era indicio de un hecho importante: esa mujer no confiaba en ella tanto como daba a entender. ¡Maldición!

Se centró de nuevo en Sharina. La mujer de cabello gris esperaba con paciencia a que Siuan digiriera lo que le había revelado.

—¿Por qué me cuentas esto? —preguntó Siuan—. Que tú sepas, soy lacaya de Lelaine.

—Por favor, Siuan Sedai —protestó Sharina, que enarcó las cejas—.

No estoy ciega, y veo a una mujer que trabaja con ahínco para mantener ocupadas a las enemigas de la Amyrlin.

—Estupendo, pero te expones mucho para recibir una recompensa muy pequeña.

—¿Pequeña? —repitió Sharina—. Con el debido respeto, Siuan Sedai, ¿qué suerte creéis que correré si la Amyrlin no regresa? Da igual lo que ella diga ahora, pero capto lo que de verdad piensa Lelaine Sedai.

Siuan vaciló. Aunque Lelaine interpretaba ahora el papel de devota defensora de Egwene, no hacía mucho tiempo que había mostrado su desagrado, como todas las demás, por las novicias demasiado mayores. A muy pocas les agradaba que cambiaran las tradiciones.

Ahora que las novicias nuevas habían entrado en el libro de novicias, sería muy difícil expulsarlas de la Torre, pero eso no significaba que las Aes Sedai dejaran entrar a más mujeres mayores. Lo que es más, casi con toda probabilidad —ya fuera Lelaine o quienquiera que acabara en la Sede— la nueva Amyrlin encontraría un modo de obstaculizar o interrumpir el progreso de las mujeres que habían sido aceptadas en contra de la tradición. Y eso, sin duda, incluía a Sharina.

—Haré saber a la Amyrlin tu proceder en este asunto. Serás recompensada —dijo Siuan.

—Mi recompensa será el regreso de Egwene Sedai, Siuan Sedai. Ruego que sea pronto. Enlazó nuestra suerte con la suya en el momento en que nos admitió. Después de lo que he visto y de lo que he sentido, no tengo intención de interrumpir mi entrenamiento. —La mujer levantó el cesto—. Supongo que queréis que esta ropa se lave y os sea entregada después, ¿verdad?

—Sí, gracias.

—Soy una novicia, Siuan Sedai. Es mi deber y lo hago con gusto.

La mujer mayor hizo una reverencia y siguió camino abajo con unos andares más jóvenes de lo que cabría haber esperado de sus años.

Siuan la siguió con la mirada y después paró a otra novicia. Otro mensajero para Bryne. Por si acaso. «Apresúrate, muchacha —apuró para sus adentros a Egwene al tiempo que echaba un vistazo a la Torre Blanca—. Sharina no es la única cuya suerte está enlazada a ti. Nos tienes a todas envueltas en esa red tuya».

19

Estrategias

Caos. El mundo entero era un caos.

Tuon se encontraba en el balcón de su salón de audiencias, en el palacio de Ebou Dar, con las manos asidas con fuerza a la espalda. En el recinto de palacio —de losas enjalbegadas como tantas superficies de la ciudad— un grupo de hombres de armas altaraneses vestidos con uniformes dorados y negros practicaba formaciones bajo la mirada atenta de un par de oficiales seanchan. Más allá, se alzaba la ciudad propiamente dicha, una extensión de blancas cúpulas con franjas de colores junto con altas y blancas torres.

Orden. Allí en Ebou Dar reinaba el orden, incluso en los campamentos de tiendas y carretas instalados extramuros. Soldados seanchan patrullaban y mantenían la paz; había planes para limpiar el Rahad. Que uno fuera pobre no justificaba —ni disculpaba— que viviera al margen de la ley.

Pero esa ciudad no era más que un reducto de orden muy, muy pequeño en un mundo tempestuoso. La propia nación Seanchan estaba dividida por una guerra civil ahora que la emperatriz había muerto. El Corenne había llegado, pero la reconquista de esas tierras de Artur Hawkwing progresaba con lentitud, atascada por el Dragón Renacido en el este y ejércitos domani en el norte. Aún esperaba tener noticias del teniente general Turan, pero los indicios no presagiaban nada bueno. Galgan mantenía que el resultado podría sorprenderlos, pero Tuon había visto una paloma negra al mismo tiempo que le informaban de los aprietos de Turan. Los augurios fueron claros: no regresaría vivo.

Caos. Miró de soslayo a su lado, donde estaba el fiel Karede con su gruesa armadura de colores rojo sangre y verde oscuro, casi negro. Era un hombre alto, de rostro cuadrado y casi tan sólido como la armadura que lucía. Ese día —el siguiente al regreso de Tuon a Ebou Dar— lo acompañaban al menos un par de docenas de Guardias de la Muerte, junto con seis Jardineros Ogier, todos firmes a lo largo de las paredes; jalonaban los costados de la estancia de techo alto y columnas blancas. Karede era consciente del caos reinante y no estaba dispuesto a que volvieran a secuestrarla. El caos era aún más mortífero cuando se hacían conjeturas sobre lo que podía emponzoñar y lo que no. Allí, en Ebou Dar, se habían manifestado en la forma de una facción empeñada en arrebatarle la vida a Tuon.

Ella había sorteado asesinatos desde que había sido capaz de caminar, y había sobrevivido a todos. Los había visto venir. En cierto modo, había prosperado a costa de ellos. ¿Cómo saber si una era poderosa, a menos que alguien mandara asesinos a matarte?

La traición de Suroth, sin embargo… Sí, no había más explicación que el caos cuando la propia cabecilla de los Precursores se convertía en una traidora. Devolver el orden al mundo iba a resultar muy, muy difícil. Tal vez imposible.

Tuon se irguió; había creído que no llegaría a emperatriz hasta pasados muchos años, pero cumpliría con su deber.

Se apartó del balcón y entró de nuevo en el salón de audiencias para enfrentarse a la multitud que la esperaba. Como los otros componentes de la Sangre, llevaba cenizas en las mejillas en señal de luto por la muerte de la emperatriz. Tuon no le había tenido mucho aprecio a su madre. Pero una emperatriz no necesitaba afecto; su tarea era proporcionar orden y estabilidad. Tuon empezaba a comprender la importancia de esas cosas a medida que el peso del gobierno caía sobre sus hombros.

El salón era amplio y rectangular y lo iluminaban grandes candelabros de pie situados entre las columnas, así como el radiante resplandor del sol que entraba a raudales por el gran balcón que Tuon iba dejando detrás. Tuon había ordenado quitar las alfombras de la estancia porque prefería las brillantes baldosas blancas. El techo tenía un mural que representaba pescadores en el mar, con gaviotas en el cielo despejado, y las paredes estaban pintadas en un azul muy suave. Había un grupo de diez da’covale arrodillados delante de los candelabros, a la derecha de Tuon; llevaban ropas transparentes y aguardaban órdenes. Suroth no se encontraba entre ellos. La Guardia de la Muerte se ocupaba de ella, al menos hasta que el pelo le creciera.

Tan pronto como Tuon entró en el salón, todos los plebeyos se arrodillaron, con la frente en el suelo, y los que pertenecían a la Sangre inclinaron la cabeza.

Enfrente de los da’covale, al otro lado del salón, Lanelle y Melitene estaban arrodilladas, con los vestidos adornados con rayos plateados en los rojos tablones laterales de la falda. Sus damane atadas a la correa estaban de rodillas, con la frente en el suelo. El secuestro de Tuon había sido insoportable para varias de las damane, que no habían parado de llorar con desconsuelo durante su ausencia.

El trono de audiencias era relativamente sencillo: un asiento de madera con terciopelo negro en los reposabrazos y el respaldo. Tuon se sentó; iba ataviada con un vestido plisado de un intenso color azul mar, y una capa blanca ondeando a la espalda. Tan pronto como se sentó, los presentes en el salón se alzaron de las posturas de sumisión, excepto los da’covale, que siguieron de rodillas. Selucia se puso de pie y fue a situarse detrás del sillón; llevaba el dorado cabello trenzado en una coleta al lado derecho, y afeitado el lado izquierdo de la cabeza. Selucia no tenía cenizas en las mejillas, ya que no pertenecía a la Sangre, pero la banda blanca en el brazo indicaba que ella —como todo el imperio— estaba de luto por la muerte de la emperatriz.

Yuril, secretaria de Tuon y en secreto su Mano, se situó al otro lado del sillón. Los Guardias de la Muerte se desplazaron con discreción para colocarse a su alrededor; la luz del sol otorgaba un brillo tenue a las oscuras armaduras. Últimamente se mostraban mucho más protectores con ella; Tuon lo entendía, si se tenían en cuenta los recientes acontecimientos.

«Aquí estoy, rodeada por mis fuerzas de seguridad, las damane a un lado y la Guardia de la Muerte al otro. Y, sin embargo, no me siento más protegida que cuando estaba con Matrim», pensó. Qué curioso que se sintiera segura con él.

Justo enfrente de Tuon, iluminados por la luz indirecta del sol que entraba por el balcón abierto tras ellos, se encontraban diversos miembros de la Sangre, el más encumbrado de los cuales era el capitán general Galgan. Ese día vestía armadura, el peto pintado de un azul profundo, tan oscuro que casi podía pasar por negro. El empolvado cabello blanco se extendía como un penacho por lo alto de la cabeza, entre los lados afeitados, y le caía trenzado hasta los hombros, ya que era de la Alta Sangre. Con él se encontraban dos miembros de la Sangre baja —el oficial general Najirah y el oficial general Yamada—, así como varios oficiales plebeyos. Esperaban pacientemente, evitando con cuidado los ojos de Tuon.

Un grupo de otros miembros de la Sangre se hallaba varios pasos más atrás para presenciar su actuación en la asamblea. Lo encabezaban el enjuto Faverde Nothish y el carilargo Amenar Shumada; eran dos figuras importantes, lo suficiente para que representaran un peligro para ella. Suroth no debía de haber sido la única que vio una oportunidad en los tiempos revueltos actuales. Si Tuon caía, prácticamente cualquiera podría convertirse en emperatriz. O emperador.

La guerra en Seanchan no acabaría enseguida, pero cuando lo hiciera no cabía duda de que el vencedor ocuparía el Trono de Cristal. Y entonces habría dos líderes del imperio seanchan separados por el océano y unidos por el deseo de derrotarse el uno al otro. Ninguno de los dos podía permitir que el otro quedara con vida.

«Orden —pensó Tuon mientras daba golpecitos en la madera negra del reposabrazos con la uña esmaltada en azul—. El orden ha de emanar de mí. Traeré vientos en calma para aquellos azotados por las tormentas».

—Selucia es ahora mi Palabra de la Verdad —anunció a los presentes en el salón—. Que se haga público entre la Sangre.

Era un anuncio esperado; Selucia inclinó la cabeza en un gesto de aceptación, aunque no deseaba ningún cargo a excepción de servir y proteger a Tuon. No recibiría con agrado ese puesto, pero también era sincera y directa, de modo que sería una excelente Palabra de la Verdad.

Al menos esta vez Tuon podía estar segura de que su Palabra de la Verdad no era una de las Renegadas.

Entonces, ¿es que creía la historia de Falendre? Rayaba en lo inverosímil; parecía uno de los relatos fantásticos de Matrim sobre criaturas imaginarias que acechaban en la oscuridad. Y, sin embargo, las otras sul’dam y sus damane habían corroborado el informe de Falendre.

Al menos, algunos hechos parecían correctos. Anath había estaba trabajando con Suroth, y ésta —tras un poco de persuasión— había admitido tener relación con una Renegada. O al menos, creía haberla tenido. No sabía que la Renegada era la misma persona que Anath, pero parecía que encontraba creíble la revelación.

Fuera o no fuera en realidad una Renegada, Anath se había reunido con el Dragón Renacido haciéndose pasar por la Hija de las Nueve Lunas, y entonces había intentado matarlo. «Orden —se repitió Tuon para sus adentros, manteniendo el semblante sereno—. Yo represento el orden».

Hizo unos rápidos gestos con las manos a Selucia, que seguía siendo su Voz —y su sombra protectora— además de la responsabilidad añadida como Palabra de la Verdad. Cuando impartía órdenes a quienes estaban muy por debajo de ella, Tuon se las transmitiría antes a Selucia, que sería quien les daría voz por ella.

—Ve y hazlo entrar —ordenó Selucia a un da’covale que había junto al trono.

El hombre hizo una inclinación hasta tocar el suelo con la frente, y después corrió presuroso al otro extremo del gran salón y abrió la puerta.

Beslan, rey de Altara y Cabeza Insigne de la casa Mitsobar, era un joven esbelto que tenía el pelo y los ojos negros, así como la tez olivácea común entre los altaraneses, pero se había aficionado a llevar las ropas que utilizaba la Sangre: pantalón amplio de color amarillo, chaqueta de cuello alto que le llegaba sólo a la mitad del torso y camisa amarilla debajo. La Sangre había dejado despejado un paso por el centro del salón y Beslan avanzó por él con los ojos bajos. Al llegar a la zona suplicatoria situada ante el trono, se puso de rodillas y después hizo una profunda reverencia. La imagen perfecta de un leal súbdito, salvo por la fina diadema de oro que lucía en la cabeza.

Tuon gesticuló con los dedos a Selucia.

—Se os invita a incorporaros —dijo la Voz.

Beslan se puso de pie, aunque mantuvo agachados los ojos. Era un buen actor.

—La Hija de las Nueve Lunas os expresa sus condolencias por vuestra pérdida —añadió Selucia.

—Yo se las doy a ella por su pérdida —contestó el joven—. Mi dolor es sólo una vela comparado con el gran fuego del pueblo seanchan.

Se mostraba demasiado servil. Era un rey, y no se le exigía rebajarse así; de hecho, era un igual de muchos miembros de la Sangre.

Cualquiera daría por sentado que Beslan se mostraba sumiso ante la mujer que pronto se convertiría en emperatriz. Pero Tuon conocía muy bien el temperamento de ese hombre a través de espías y por rumores.

—La Hija de las Nueve Lunas desea saber la razón de que hayáis dejado de convocar asambleas en la corte —habló Selucia, que observaba los movimientos de las manos de Tuon—. Le parece preocupante que vuestro pueblo no tenga audiencia con su rey. La muerte de vuestra madre ha sido tan trágica como inesperada, pero vuestro reino os necesita.

Beslan hizo una reverencia antes de contestar:

—Explicadle, por favor, que no creía apropiado encumbrarme por encima de ella. No sé muy bien cómo actuar, y no tenía intención de ofenderla.

—¿Estáis seguro de que ésa es la verdadera razón? —habló Selucia—. ¿No será, quizá, porque planeáis una rebelión contra nosotros y no os queda tiempo para cumplir con vuestros otros deberes?

—Majestad, yo… —Beslan alzó la vista bruscamente, con los ojos muy abiertos.

—No es menester que sigáis mintiendo, hijo de Tylin —dijo Tuon con su propia voz, hecho que provocó respingos de sorpresa de la Sangre reunida en el salón—. Estoy enterada de lo que le habéis dicho al general Habiger y a vuestro amigo, lord Malalin. Sé de vuestras reuniones secretas en el sótano de Las Tres Estrellas. Estoy al corriente de todo, rey Beslan.

El silencio se adueñó del salón, y Beslan agachó la cabeza un instante.

Entonces, de forma sorprendente, se puso de pie y la miró directamente a los ojos. Tuon no habría pensado que el joven de voz suave tuviera ese arranque.

—No permitiré que mi pueblo…

—Yo que vos dejaría quieta la lengua —lo interrumpió Tuon—. Tal como están las cosas, ya pisáis terreno peligroso.

Beslan vaciló. Era evidente la pregunta que asomaba a los ojos del joven rey. ¿Es que no iba a ejecutarlo?

«Si tuviera intención de matarte —pensó Tuon—, ya estarías muerto sin haber visto siquiera el cuchillo».

—Hay disturbios y agitación por todo Seanchan —dijo en voz alta sin dejar de mirarlo; el joven pareció sobresaltado por sus palabras—. ¿O creíais que no estaría enterada, Beslan? No me dedico a contemplar las estrellas mientras el imperio se derrumba a mi alrededor. Hay que afrontar la verdad. Mi madre ha muerto, no hay emperatriz.

»Sin embargo, las fuerzas del Corenne son más que suficientes para conservar nuestras posiciones a este lado del océano, incluida Altara.

Tuon se echó hacia adelante procurando proyectar una sensación de control, de firmeza. Su madre había sido capaz de hacerlo en todo momento. No tenía la talla de su madre, pero necesitaría ese halo. Los demás tenían que sentirse más seguros, más a salvo por el simple hecho de encontrarse en su presencia.

—En estos tiempos que corren —prosiguió—, las amenazas de rebelión no pueden tolerarse. Muchos verán una oportunidad en la inestabilidad del imperio, y las discordias causantes de enfrentamientos (si no se controlan) serán el fin de todos nosotros. En consecuencia, he de ser firme, muy firme, con quienes me desafían.

—Entonces, ¿por qué sigo vivo? —preguntó Beslan.

—Empezasteis a planear vuestra rebelión antes de que se conocieran los acontecimientos habidos en el imperio.

Él frunció el entrecejo, perplejo.

—Iniciasteis vuestra rebelión cuando Suroth tenía el mando y cuando vuestra madre aún era reina —continuó Tuon—. Desde entonces las cosas han cambiado mucho, Beslan. Muchísimo. En tiempos como éstos, hay posibilidades de alcanzar grandes logros.

—Debéis de saber que no tengo ansias de poder —contestó Beslan—. La libertad de mi pueblo es todo cuando deseo.

—Lo sé. —Tuon apoyó los codos en los reposabrazos del trono y enlazó las manos de curvadas uñas esmaltadas—. Y ésa es la otra razón de que sigáis vivo. No os rebelasteis por ansia de posición y rango, sino por pura ignorancia. Os aconsejaron mal, y eso significa que podéis cambiar si se os da la información correcta.

Él se quedó mirándola con aire confundido.

«Deja de mirarme, necio. ¡No me obligues a azotarte por tu insolencia!»

Como si hubiera captado lo que pensaba, Beslan apartó los ojos y después los bajó. Sí, no se había equivocado al juzgar a ese hombre.

¡Qué precaria era su posición! Sí, cierto, tenía ejércitos, pero la agresividad de Suroth había ocasionado una gran pérdida de efectivos.

A la larga, todos los reinos a este lado del océano tendrían que inclinarse ante el Trono de Cristal. Todas las marath’damane serían atadas a la correa, reyes y reinas prestarían el juramento. Pero Suroth había presionado demasiado, sobre todo en el fiasco con Turan. Cien mil hombres perdidos en una batalla. Qué locura.

Tuon necesitaba Altara. Necesitaba Ebou Dar. El pueblo quería a Beslan, y poner la cabeza del joven rey en una pica tras la misteriosa muerte de su madre… En fin, conseguiría dar estabilidad a Ebou Dar, pero preferiría no tener que dejar frentes de batalla sin tropas para lograr ese objetivo.

—La muerte de vuestra madre es una gran pérdida —dijo Tuon—. Era una buena mujer y una buena reina.

Beslan apretó los labios.

—Podéis hablar —lo animó Tuon.

—Su muerte sigue sin… resolverse —dijo él. Era obvio lo que implicaban sus palabras.

—Ignoro si Suroth fue responsable de que la asesinaran —contestó Tuon, que suavizó el tono—. Ella afirma que no, pero se está investigando. Si resulta que Suroth estuvo detrás de la muerte de la reina, vos y Altara recibiréis las disculpas del propio trono.

Más respingos y exclamaciones ahogadas de la Sangre. Los hizo callar con una mirada, y después volvió la vista hacia Beslan.

—La muerte de vuestra madre es una gran pérdida —repitió con énfasis—. Debéis saber que fue leal a sus juramentos.

—Sí, y también renunció al trono —repuso él con amargura.

—No —refutó Tuon en tono seco—. El trono os pertenece. Ésta es la ignorancia de la que hablaba antes. Vos debéis dirigir a vuestro pueblo. Vuestros súbditos deben tener un rey. Yo no tengo tiempo ni ganas de cargar con vuestras obligaciones.

Dais por sentado que el dominio seanchan en vuestra tierra significará la falta de libertad para vuestro pueblo, y no es cierto. Será más libre, más poderoso y estará más protegido cuando acepte nuestra autoridad.

»Estoy por encima de vos, pero ¿es eso tan poco deseable? Con el poder del imperio podréis mantener vuestras fronteras y patrullar vuestras tierras fuera de Ebou Dar. ¿Habláis de vuestro pueblo? Muy bien, he ordenado que preparen una cosa para vos. —Hizo un gesto con la cabeza hacia un lado, donde una grácil da’covale se adelantó llevando un cartapacio de cuero.

Dentro encontraréis cifras recogidas por mis exploradores y fuerzas de la guardia. Veréis los informes de delitos durante nuestra ocupación aquí. Leeréis informes y manifiestos comparando cómo estaba el pueblo antes del Retorno y después.

»Creo que sabéis lo que encontraréis ahí. El imperio es un recurso para vos, Beslan. Un aliado muy, muy poderoso. No os insultaré ofreciéndoos tronos que no deseáis. Os ganaré prometiendo estabilidad, alimento y protección para vuestro pueblo. Todo a cambio de un pequeño precio: vuestra lealtad.

Beslan aceptó el cartapacio un tanto vacilante.

—Os ofrezco la posibilidad de escoger —agregó Tuon—. Podéis elegir la ejecución si queréis. No os haré da’covale. Os permitiré morir con honor y se hará público que moristeis porque rechazasteis los juramentos y elegisteis no aceptar a los seanchan. Si es eso lo que queréis, os lo concederé. Vuestro pueblo sabrá que moristeis en rebeldía.

»O podéis elegir servirlo mejor. Podéis optar por seguir vivo. Si lo hacéis, seréis ascendido a la Alta Sangre. Ofreceréis vuestros servicios y reinaréis como vuestro pueblo necesita que lo hagáis. Os prometo que no dirigiré los asuntos de vuestro pueblo. Demandaré recursos y hombres para mis ejércitos, como es de ley, y vuestra palabra no podrá revocar la mía. Aparte de eso, vuestro poder en Altara será absoluto. Nadie de la Sangre tendrá derecho a mandar, perjudicar o encarcelar a vuestros súbditos sin vuestro permiso.

Aceptaré y revisaré una lista de familias nobles que creáis que deberían ser ascendidas a la Sangre baja, y como mínimo ascenderé a veinte. Altara se convertirá en la sede permanente de la emperatriz a este lado del océano. Como tal, será el reino más poderoso de estas tierras. Podéis elegir.

Se irguió en el trono al tiempo que desenlazaba los dedos.

—Pero entended bien esto: si decidís uniros a nosotros, os entregaréis a mí de corazón, y no sólo de palabra. No os permitiré pasar por alto los juramentos. Os he dado esta oportunidad porque considero que podéis ser un aliado fuerte y creo que se os aconsejó mal, tal vez por las redes retorcidas de Suroth.

»Disponéis de un día para tomar una decisión. Pensadlo bien. Vuestra madre consideró que éste era el mejor curso para seguir, y era una mujer sabia. El imperio significa estabilidad. Una rebelión sólo procuraría sufrimiento, hambruna y oscuridad. Vivimos unos tiempos que no son para estar solo, Beslan.

Se apoyó en el respaldo mientras el joven rey contemplaba el cartapacio que sostenía en las manos. Hizo una reverencia en petición de permiso para retirarse, aunque fue un gesto un tanto torpe, como si estuviera distraído.

—Podéis iros —le dijo Tuon.

Él se levantó, pero no se dio la vuelta para marcharse. El salón se sumió en el silencio mientras Beslan seguía con la mirada prendida en el cartapacio y en sus manos. Por la expresión del joven rey, Tuon veía con claridad la lucha interna en la que se debatía. Una da’covale se acercó para apremiarlo a que saliera, puesto que se le había dado permiso para salir, pero Tuon alzó la mano y la sirvienta se detuvo.

Tuon se echó hacia adelante en tanto que varios miembros de la Sangre cambiaban el peso ora a un pie, ora a otro, esperando. Beslan no apartaba la vista del cartapacio. Por fin, alzó los ojos; en las pupilas del rey había una expresión decidida. Entonces, inesperadamente, se puso de rodillas otra vez.

—Yo, Beslan de la casa Mitsobar, prometo fidelidad y servicio a la Hija de las Nueve Lunas y, a través de ella, al imperio seanchan, ahora y para siempre, salvo que ella decida exonerarme por propia voluntad. Mis tierras y mi trono son suyos, y los pongo en sus manos. Así lo juro por la Luz.

Tuon se permitió esbozar una sonrisa. Detrás de Beslan, el capitán general Galgan adelantó un paso y le habló al rey:

—Ése no es el modo correcto de… —empezó.

Tuon lo hizo callar con un ademán.

—Exigimos que su pueblo adopte nuestras costumbres, general —dijo—. Es pertinente que nosotros aceptemos algunas de las suyas.

No muchas de esas costumbres, desde luego, pero si ahora era capaz de entender esto tenía que agradecérselo a las largas conversaciones mantenidas con la señora Anan.

Quizá los seanchan habían cometido un error con estas gentes haciéndoles prestar los juramentos seanchan de obediencia. Matrim los había prestado también, pero, llegado el momento, había hecho caso omiso de ellos con gran habilidad; no obstante, había tenido buen cuidado de mantener sus promesas con ella, y sus hombres le aseguraron que era un hombre de honor.

Qué extraño que estuvieran dispuestos a anteponer un juramento a otro. Estas gentes eran raras; pero tendría que comprenderlas si quería dirigirlas, y habría de hacerlo para aumentar sus efectivos con vistas a regresar a Seanchan.

—Vuestro juramento me complace, rey Beslan. Os asciendo a la Alta Sangre y os otorgo a vos y a vuestra casa dominio sobre el reino de Altara, ahora y por siempre, para gobernarlo y administrarlo con absoluta potestad que sólo estará supeditada al propio trono imperial. Levantaos.

Beslan se puso de pie, aunque daba la impresión de que le temblaban las piernas.

—Mi señora, ¿seguro que no sois ta’veren? —preguntó—. Porque si hay algo de lo que estoy seguro es que no pensaba hacer esto cuando entré aquí.

Ta’veren. ¡Esta gente y sus necias supersticiones!

—Estoy complacida con vos —le contestó—. Conocí a vuestra madre durante muy poco tiempo, pero me parecía una persona muy competente. No me habría gustado verme obligada a ejecutar al único hijo que le quedaba vivo.

El rey asintió en un gesto de reconocimiento. A un lado, Selucia expresó su opinión moviendo los dedos con disimulo:

Un asunto bien llevado. De forma poco convencional, quizá, pero tratado con habilidad y delicadeza.

Tuon sintió una cálida sensación de orgullo. Luego se volvió hacia el general Galgan.

—General, soy consciente de que habéis esperado para hablar conmigo y vuestra paciencia es digna de elogio. Podéis exponer vuestras ideas. Rey Beslan, vos podéis retiraros o quedaros. Estáis en vuestro derecho de asistir a cualquier conferencia abierta que celebre en vuestro reino, y no necesitáis permiso ni invitación para asistir.

Beslan asintió con la cabeza e hizo una reverencia mientras retrocedía hacia un lado del salón para observar.

—Gracias, Excelsa Hija —respondió con reverencia Galgan al tiempo que se adelantaba unos pasos.

Llamó con un ademán a sus so’jhin, que se encontraban fuera, en el pasillo. Entraron y se postraron ante Tuon, tras lo cual colocaron con rapidez una mesa y varios mapas. Un sirviente llevó un paquete a Galgan, que lo tomó y se acercó a Tuon.

Karede estaba en ese momento situado a la derecha de Tuon, y Selucia, a la izquierda, pero Galgan mantuvo una distancia respetuosa. El general hizo una reverencia y a continuación desenrolló el paquete en el suelo. Era un estandarte rojo que llevaba en el centro un círculo dividido por una línea sinuosa. Una mitad del círculo era negra, y la otra mitad, blanca.

—¿Qué es? —preguntó ella, echándose un poco hacia adelante.

—El estandarte del Dragón Renacido —contestó Galgan—. Lo envió con un mensajero solicitando una reunión otra vez. —Alzó la vista, aunque sin mirarla a los ojos; el general tenía una expresión pensativa, preocupada.

—Cuando me levanté esta mañana vi en el cielo una especie de imagen con tres torres y un halcón que volaba a gran altura y pasaba entre ellas —dijo Tuon.

Varios miembros de la Sangre presentes en la sala asintieron con la cabeza en un gesto aprobatorio; el único que parecía desconcertado era Beslan. ¿Cómo vivía esa gente sin saber de augurios? ¿Es que no deseaban entender las visiones del futuro que el Entramado les ofrecía? El halcón y las tres torres anunciaban difíciles decisiones venideras, e indicaban que haría falta actuar con audacia.

—¿Qué opináis de la petición del Dragón Renacido para tener una reunión? —le preguntó a Galgan.

—Quizá no sea aconsejable reunirse con ese hombre, Excelsa Hija. No estoy seguro sobre sus pretensiones respecto a dicho título. Por otro lado, ¿es que el imperio no tiene otras preocupaciones en este momento?

—Os preguntáis por qué no se ha ordenado a nuestras fuerzas el regreso —afirmó Tuon—. Por qué no estamos de vuelta en Seanchan para asegurar el trono.

—Confío en vuestra sabiduría, Excelsa Hija —contestó el general, inclinando la cabeza.

—Él es el Dragón Renacido, no un impostor, estoy convencida—dijo Tuon—. Ha de inclinarse ante el Trono de Cristal antes de que empiece la Última Batalla, de ahí que debamos quedarnos. No es casualidad que el Retorno haya tenido lugar ahora. Se nos necesita aquí más de lo que, por desgracia, se nos necesita en nuestra tierra.

Galgan asintió despacio con un gesto. Estaba de acuerdo con Tuon en cuanto a no regresar a Seanchan, sólo que había dado por sentado que era lo que ella quería hacer. Al declarar que se quedarían, Tuon se había ganado su respeto. Eso no quitaba que siguiera considerando la idea de apoderarse del trono para sí. Un hombre no conservaba la posición que ocupaba él sin tener muchísima ambición.

No obstante, además de ambicioso también tenía fama de ser prudente. No atacaría a menos que estuviera persuadido de que era lo mejor y más provechoso. Habría de estar convencido de tener una alta probabilidad de éxito y que el hecho de deponer a Tuon sería lo mejor para el imperio. Esa era la diferencia entre un necio ambicioso y un hombre inteligente con ambiciones. El último comprendía que matar a alguien sólo era el principio. Quitarle la vida a Tuon y ocupar el trono él no le reportaría ningún beneficio si con ello se ganaba la enemistad del resto de la Sangre.

—Si deseáis seguir adelante con la guerra, Excelsa Hija, permitid que os explique la situación de vuestro ejército —empezó mientras se acercaba a la mesa de los mapas—. El teniente general Yulan está organizando uno de nuestros planes más ambiciosos.

Galgan hizo un gesto hacia los oficiales reunidos; un hombre bajo, de piel oscura y perteneciente a la Sangre baja —que llevaba una peluca negra para disimular la calvicie— se adelantó y se arrodilló ante Tuon, haciendo una reverencia.

—Se os manda que os levantéis y habléis, general —dijo Selucia, dando Voz a las órdenes de Tuon.

—Doy las gracias a la Excelsa Hija —contestó Yulan mientras se ponía de pie. En la mesa de los mapas llamó con un ademán a varios ayudantes para que sujetaran uno a fin de que Tuon lo viera—. Aparte de los contratiempos en Arad Doman, el proceso de reclamar estas tierras avanza como se esperaba. Más despacio de lo que querríamos, pero con grandes victorias. Las gentes de estos reinos no concentran fuerzas para defender a las naciones vecinas, y hemos tenido un gran éxito apoderándonos de ellas de una en una. Hay sólo dos cuestiones que nos preocupan. La primera es ese Rand al’Thor, el Dragón Renacido, que ha llevado a cabo una gran guerra de unificación al norte y al este. Hará falta la sabiduría de la Excelsa Hija para mostrarnos cómo dominarlo.

»El otro asunto es el gran número de marath’damane concentradas en un lugar llamado Tar Valon. Creo que la Excelsa Hija habrá oído hablar de la gran arma que utilizaron para destruir una amplia extensión de terreno al norte de Ebou Dar.

Tuon asintió con la cabeza.

—Las sul’dam jamás habían visto nada igual —continuó Yulan—. Suponemos que es algo relacionado con las damane, algo que se les puede enseñar si se atrapa a las marath’damane adecuadas. Y esa extraordinaria habilidad que tienen de transportarse de forma instantánea de un lugar a otro (si es que tal cosa es cierta), sería una segunda técnica de gran ventaja táctica que deberíamos conseguir.

Tuon asintió de nuevo mientras estudiaba el mapa en el que aparecía ese lugar llamada Tar Valon.

—La Excelsa Hija siente curiosidad por vuestros planes. Podéis continuar —comunicó Selucia.

—Mis más expresivas gracias —repuso con una reverencia Yulan—. Como capitán del Aire tengo el honor de comandar a los raken y to’raken puestos al servicio del Retorno. Creo que un ataque al corazón mismo de las tierras de nuestro enemigo no sólo sería posible, sino sumamente beneficioso. Aún no hemos tenido que enfrentarnos a muchas de esas marath’damane en combate; pero, a medida que nos internemos en países controlados por el Dragón Renacido, es seguro que nos harán frente en gran número.

»Dan por sentado que están a salvo de nosotros por ahora. Un ataque inmediato podría tener un gran impacto en el futuro. Cada marath’damane que atemos a la correa no sólo será una herramienta poderosa para nuestras fuerzas, sino una menos que tendrá el enemigo. Los informes preliminares afirman que hay cientos y cientos de marath’damane en ese sitio llamado la Torre Blanca.

«¿Tantas?», pensó Tuon. Una fuerza así podía cambiar por completo el curso de la guerra. Sí, cierto, esas marath’damane que habían viajado con Matrim dijeron que no participaban en guerras. De hecho, las marath’damane que habían sido Aes Sedai habían resultado ser —hasta el momento— inútiles como armas. Pero ¿habría alguna forma de desvirtuar sus supuestos juramentos? Algo que Matrim había comentado de pasada la hacía sospechar que existía esa posibilidad. Los dedos de Tuon volaron.

—La Hija de las Nueve Lunas se pregunta cómo sería factible un ataque contra ellas —les dio Voz Selucia—. Nos separa una gran distancia, cientos de leguas.

—Utilizaríamos una fuerza compuesta principalmente por to’raken, con algunos raken como escolta —respondió el general Yulan—. Los mapas que hemos requisado muestran grandes llanuras casi deshabitadas que podríamos utilizar como puntos de descanso a lo largo del camino. El asalto podría dirigirse a través de Murandy, aquí —señaló un segundo mapa que sostenían los ayudantes—, y entrar en Tar Valon desde el sur. Con el pláceme de la Excelsa Hija, podríamos lanzar el ataque de noche, mientras las marath’damane duermen. Nuestro objetivo sería capturar a tantas como fuera posible.

—Surge la pregunta de si este plan es realmente viable —dijo Selucia dando Voz a la cuestión de Tuon, que estaba intrigada—. ¿Qué número de efectivos habría que utilizar para semejante incursión?

—¿Si se nos diera el visto bueno tal como está concebida? Creo que podría reunir entre ochenta y cien to’raken para el asalto.

Entre ochenta y cien to’raken. Lo cual significaba alrededor de trescientos soldados con equipamiento y dejando espacio para llevar de vuelta a las marath’damane capturadas. Trescientos sería una fuerza considerable para ese tipo de asalto, pero tendrían que moverse con rapidez y ligereza para no quedar atrapados.

—Con permiso de la Excelsa Hija —habló el general Galgan al tiempo que se adelantaba de nuevo—. Opino que el plan del general Yulan es muy recomendable. Existe el riesgo de sufrir grandes pérdidas, pero jamás se nos presentará otra oportunidad igual. Si quienquiera que sea logra ejercer presión en esas marath’damane para que participen en el conflicto, podrían aplastarnos. Y si lográramos acceder a esa arma suya, o incluso a su habilidad de viajar grandes distancias… En fin, creo que vale la pena arriesgar todos los to’raken de nuestro ejército a cambio de las ventajas que podrían obtenerse.

—Con permiso de la Excelsa Hija —continuó el general Yulan—. Nuestro plan requiere el uso de veinte escuadrillas de los Puños del Cielo, doscientos efectivos en total, y cincuenta sul’dam. Creemos que, quizá, un pequeño grupo de Puñales Sanguinarios también sería conveniente.

Puñales Sanguinarios, los miembros de élite de los Puños del Cielo, un grupo en sí selecto. ¡Yulan y Galgan estaban volcados en esa operación, desde luego! No se recurría a los Puñales Sanguinarios a menos que la cosa fuera muy seria, porque no regresaban de la misión que les era encomendada. Su tarea era quedarse atrás después de que los Puños se hubieran retirado y causar todo el daño posible al enemigo. Si conseguían meter a unos cuantos de ellos en Tar Valon con órdenes de matar a tantas marath’damane como les fuera posible…

—El Dragón Renacido no reaccionará bien a esta incursión —apuntó Tuon a Galgan—. ¿No está asociado de algún modo con esas marath’damane?

—Según algunos informes, sí —contestó Galgan—. Otros dicen que está contra ellas. Incluso hay otros que afirman que son simples peones que él utiliza. La deficiente información de nuestra inteligencia en ese campo me avergüenza, Excelsa Hija. Me ha sido imposible separar las verdades de las mentiras. Hasta que no tengamos información más precisa, habremos de suponer lo peor: que esta incursión lo encolerizará muchísimo.

—¿Y aun así pensáis que merece la pena?

—Sí —repuso sin vacilación el general—. Si esas marath’damane están asociadas con el Dragón Renacido, razón de más para actuar ahora, antes de que pueda utilizarlas contra nosotros. Tal vez el asalto lo encolerice, pero también lo debilitará, y eso os situará en una posición mejor para negociar con él.

Tuon asintió con la cabeza, pensativa. Sin duda ésta era la elección difícil anunciada por el augurio; sin embargo, parecía obvio lo que debía hacer, no se trataba en absoluto de una decisión difícil. Había que atar a la correa a todas las marath’damane de Tar Valon, y ese plan constituía una forma excelente de debilitar la resistencia contra el Ejército Invencible con un golpe único y contundente.

Pero el augurio indicaba una decisión difícil. Tuon movió los dedos.

—¿Alguno de los aquí presentes desaprueba este plan? —dio Voz Selucia a la pregunta de su señora—. ¿Alguien quiere hacer alguna objeción a lo que el general Yulan y sus hombres han propuesto?

Los miembros de la Sangre presentes en el salón intercambiaron miradas entre sí; Beslan parecía algo agitado, pero guardó silencio. Los altaraneses no habían puesto ningún reparo en que sus marath’damane fueran atadas a la correa; por lo visto no confiaban en quienes encauzaban. No habían sido tan juiciosos como Amadicia, que tenía proscritas a esas Aes Sedai, pero tampoco eran bien recibidas en Altara. Beslan no pondría objeciones a lanzar un ataque a la Torre Blanca.

Tuon se apoyó en el respaldo esperando… ¿Qué? Tal vez no era ésa la decisión anunciada por el augurio. Abrió la boca para dar la orden de poner en marcha la incursión, pero no llegó a decir nada porque en aquel momento las puertas se abrieron.

Los Guardias de la Muerte que vigilaban en el umbral se apartaron un instante después para dejar paso a un so’jhin que estaba de servicio en el pasillo. El hombre fuertemente armado, Ma’combe, se postró en el suelo de forma que la negra trenza que le caía sobre el hombro derecho se deslizó hacia adelante y tocó las baldosas.

—Con permiso de la Hija de las Nueve Lunas, la teniente general Tylee Khirgan solicita que se le conceda audiencia.

Galgan se quedó estupefacto.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Tuon.

—No sabía que hubiera regresado, Excelsa Hija —contestó el general—. Con la debida humildad sugiero que se le dé permiso para hablar. Es una de mis mejores oficiales.

—Que entre —dio Voz Selucia a la orden de su señora.

Un da’covale con atuendo blanco pasó al salón precediendo a una mujer vestida con armadura y que sostenía el yelmo bajo el brazo. Alta, delgada y de tez oscura, llevaba el negro cabello de prietos rizos muy corto, aunque en las sienes apuntaban las canas. Las láminas imbricadas de la armadura lucían franjas lacadas en rojo, amarillo y azul, y chirriaban al compás de sus pasos. Era de la Sangre baja —ascendida recientemente por orden del general Galgan—, pero se le había informado de ese ascenso a través de un raken. Llevaba la cabeza afeitada apenas un dedo de ancho en los lados de la cabeza.

La fatiga enrojecía los ojos de Tylee; a juzgar por el olor a sudor y la peste a caballo que soltaba, había ido derecha a ver a Tuon nada más llegar a la ciudad. Tras ella entraron en el salón varios soldados más jóvenes, también exhaustos, uno de ellos cargado con un gran saco marrón. Al llegar a la zona suplicatoria —un cuadrado de paño rojo— todos se pusieron de rodillas; los soldados plebeyos procedieron a tocar con la frente en el suelo y Tylee hizo un movimiento brusco, como si fuera a imitarlos, pero se contuvo a tiempo. Todavía no se había acostumbrado a ser una de la Sangre.

—Salta a la vista que estáis cansada, guerrera —expresó Selucia en palabras los movimientos de dedos de su señora, que se echó hacia adelante—. Suponemos que traéis noticias muy importantes.

Tylee se puso sobre una rodilla y gesticuló hacia atrás. Uno de los soldados se incorporó sobre las rodillas y levantó el saco marrón, que tenía el fondo manchado con un líquido oscuro y encostrado. Sangre.

—Con permiso de la Excelsa Hija —dijo Tylee en una voz que delataba el agotamiento que tenía.

Hizo un gesto al soldado, que abrió el saco y echó cosas al suelo… Las cabezas de varios animales: un jabalí, un lobo y… ¿un halcón? Tuon tuvo un escalofrío. La cabeza del halcón era tan grande como la de una persona, tal vez más. Pero tenían algo… raro, algo que no encajaba. Esas cabezas estaban terriblemente deformadas.

Habría jurado que la cabeza del halcón, que rodó de forma que Tuon alcanzó a ver la cara con claridad, tenía ojos humanos. Y las otras cabezas… también tenían rasgos humanos. Tuon contuvo un estremecimiento. ¿Qué horrible augurio anunciaba aquello?

—¿Qué significa esto? —demandó Galgan.

—Presumo que la Excelsa Hija está enterada de mi empresa militar contra los Aiel —empezó Tylee, todavía hincada sobre una rodilla.

La teniente general había capturado damane durante el enfrentamiento, aunque Tuon no sabía mucho más que eso; el general Galgan había esperado su regreso con cierta curiosidad para que le relatara toda la historia.

—En esa empresa —continuó Tylee— se me unieron hombres de varias nacionalidades, ninguno de los cuales ha prestado los juramentos. Daré un informe completo cuando disponga de tiempo. —Vaciló y después miró las cabezas—. Estas… criaturas atacaron a mi compañía durante el camino de vuelta, a diez leguas de Ebou Dar. Sufrimos muchas bajas. Hemos traído varios cuerpos completos además de estas cabezas. Si bien caminan sobre dos extremidades como un hombre, su apariencia es más de animal. —Otra vacilación—. Creo que son lo que algunas personas a este lado del océano llaman trollocs, y que vienen hacia aquí.

Se desató el caos. La Sangre empezó a discutir sobre lo improbable que era tal cosa; el general Galgan ordenó de inmediato a sus oficiales que organizaran patrullas y enviaran corredores a advertir de un posible ataque a la ciudad; las sul’dam situadas a un lado del salón se acercaron presurosas para inspeccionar las cabezas, en tanto que los Guardias de la Muerte rodeaban en silencio a Tuon para tener una barrera más de defensa y sin perder de vista a nadie —ya fuera miembros de la Sangre, criados o soldados— con idéntica atención. Tuon pensó que debería sentirse preocupada pero, cosa rara, no lo estaba.

De modo que Matrim no se equivocaba sobre estos seres, le indicó con señas, disimuladamente, a Selucia. ¡Y ella había dado por sentado que los trollocs no eran más que producto de la superstición! Miró las cabezas de nuevo. Repulsivas.

Me pregunto si habrá más cosas de las que nos habló que desestimamos, respondió Selucia, que parecía preocupada.

Tendremos que preguntarle, señaló Tuon, vacilante. Me gustaría mucho tenerlo de nuevo a mi lado. Se quedó petrificada; no tenía intención de admitir tal cosa. Sin embargo, sus propias emociones le resultaron curiosas; se había sentido segura con él, por ridículo que pudiera parecer, y habría querido que estuviera con ella ahora.

Esas cabezas eran una prueba más de que lo conocía muy poco; retomó el control de la multitud que parloteaba en el salón.

—Se os pide que guardéis silencio —transmitió Selucia la orden de su señora.

Todos se callaron de inmediato, aunque los miembros de la Sangre y las sul’dam aún parecían muy alterados. Tylee seguía inclinada en una rodilla, con el soldado que había cargado el saco de cabezas arrodillado a su lado. Sí, habría que hacerle muchas preguntas a la oficial.

—Estas nuevas no cambian nada —dijo la Voz de Tuon—. Ya sabíamos que se acercaba la Última Batalla. Apreciamos en lo que vale la información de la teniente general Tylee, que recibirá una mención por ello. No obstante, esto sólo hace más urgente que sometamos al Dragón Renacido.

Hubo varios asentimientos de cabeza entre los presentes, incluido el general Galgan. Beslan no parecía convencido, sino preocupado.

—Con permiso de la Excelsa Hija —dijo Tylee, inclinando la cabeza.

—Se os da permiso para hablar.

—Estas últimas semanas he visto muchas cosas que me han dado que pensar —empezó Tylee—. Incluso antes de que mis tropas fueran atacadas, ya estaba preocupada. La sabiduría y la perspicacia de la Excelsa Hija sin duda le permiten ver más allá de lo que ve alguien como yo, pero creo que las conquistas que hemos hecho en estas tierras han sido fáciles en comparación con lo que quizá nos espera a partir de ahora. Si se me permite el atrevimiento, creo que el Dragón Renacido y quienes están asociados con él podrían resultar mejores aliados que enemigos.

Sí que era una declaración atrevida; Tuon se echó hacia adelante de forma que las uñas esmaltadas repicaron en los reposabrazos del trono. Encontrarse con un familiar de la emperatriz, cuanto más con la Excelsa Hija, infundiría un temor reverencial tal a muchos miembros de la Sangre baja que ni siquiera se atreverían a hablar; en cambio, ¿esa mujer se permitía hacer sugerencias? ¿En directa oposición al deseo manifestado por Tuon?

—Una decisión difícil no siempre es una decisión donde la dos partes se corresponden en igualdad, Tuon —intervino de repente Selucia—. Es posible que en este caso una decisión difícil sea la correcta, aunque requiera asimismo una crítica implícita.

Tuon parpadeó con sorpresa. «Claro, Selucia es ahora mi Palabra de la Verdad», comprendió. Le costaría un tiempo acostumbrarse a la nueva función desempeñada por la mujer; habían pasado años desde que Selucia la había corregido o lo había censurado en público por última vez.

Y, sin embargo, ¿reunirse en persona con el Dragón Renacido? Tenía que entrar en contacto con él y así lo estaba planeando, pero ¿no sería mejor presentarse ante él en una posición de fuerza, con los ejércitos del hombre derrotados y la Torre Blanca destruida?

—General Galgan, enviad raken a nuestras fuerzas situadas en el llano de Almoth y al este de Altara —ordenó con firmeza—. Decidles que protejan nuestros intereses, pero que eviten todo enfrentamiento con el Dragón Renacido. Y responded a su petición de tener un encuentro. La Hija de las Nueve Lunas se reunirá con él.

El general Galgan asintió con la cabeza e hizo una reverencia.

«Hay que traer orden al mundo —pensó Tuon—. Si para conseguirlo es preciso que baje un poco los ojos y me reúna con el Dragón Renacido, que así sea». Cosa extraña, se sorprendió deseando —de nuevo— que Matrim estuviera con ella; habría aprovechado bien el conocimiento que tenía del tal Rand al’Thor a fin de prepararse para ese encuentro. Volvió la vista al balcón, hacia el norte.

«Que sigas bien, hombre extraño. No te metas en problemas de los que luego no puedas escapar —deseó para sus adentros—. Ahora eres Príncipe de los Cuervos, así que no olvides actuar conforme a tu rango».

«Dondequiera que estés».

20

Por una calzada deteriorada

Las mujeres son como las mulas —rezongó Mat, a lomos de Puntos por la polvorienta calzada poco frecuentada—. No, espera… Como las cabras. Las mujeres son como las cabras, sólo que, en cambio, todas y cada una de las puñeteras mujeres se creen una valiosa montura, y una yegua corredora de primera, por añadidura. ¿Me entiendes, Talmanes?

—Lo tuyo es pura poesía, Mat —contestó el noble cairhienino mientras apretaba el tabaco en la cazoleta de la pipa.

Mat dio un golpecito a las riendas y Puntos siguió al trote camino adelante. Altos ejemplares de pino amarillo bordeaban la calzada empedrada; tenían suerte de haber encontrado esa antigua vía, que debía de datar de antes del Desmembramiento. Estaba cubierta de matojos en gran parte, con las piedras partidas en muchos sitios y en algunos tramos el pavimento… Bueno, no quedaba ni rastro de él.

Renuevos de pino empezaban a crecer a los lados de la vía y entre las rocas, unas versiones en miniatura de sus altísimos padres, que los miraban desde allá arriba. El camino era ancho, aunque accidentado, lo cual venía bien. Mat tenía siete mil hombres bajo su mando, todos a caballo, y habían cabalgado casi sin descanso en la semana —o poco menos— que llevaban de viaje desde que había mandado a Tuon de regreso a Ebou Dar.

—Razonar con una mujer es imposible —continuó Mat, con la mirada al frente—. Es como… En fin, razonar con una mujer es como sentarse a jugar una partida de dados amistosa, sólo que una mujer se niega a aceptar las jodidas reglas básicas del juego. Un hombre procurará hacerte trampas, pero lo hará en serio. Utilizará dados cargados para que creas que pierdes por azar. Y si no eres lo bastante listo para pillar lo que hace, entonces quizá merece quedarse con tus monedas, y ya está.

Una mujer, en cambio, se sentará a esa misma partida y sonreirá y actuará como si fuera a jugar. Sólo que, cuando le llegue el turno de tirar, lanzará un par de dados que serán suyos, unos dados que tienen las seis caras blancas, sin un solo punto. Examinará su tirada y entonces alzará los ojos hacia ti y dirá:

»—Es evidente que acabo de ganar.

»Tú te rascarás la cabeza y mirarás los dados. Después la mirarás a ella, y de nuevo a los dados.

»—Pero si ni tienen puntos —dirás.

»—Sí que tienen —afirmará ella—. Y los dos dados sacaron un uno.

»—Ese es exactamente el número que necesitabas para ganar —argumentarás tú.

»—Qué coincidencia —responderá ella.

»Y a continuación recogerá tus monedas. Y tú te quedarás allí sentado, intentando entender lo que acaba de pasar. Y entonces te darás cuenta de algo: ¡un par de unos no era la tirada ganadora! Si tú sacaste un seis en tu tirada, no. ¡Lo que significa que ella necesitaba un par de doses! Y te pondrás a explicar, muy excitado, lo que acabas de descubrir, sólo que entonces, ¿sabes qué hará ella?

—Ni idea, Mat —contestó Talmanes, que sujetaba la pipa entre los dientes mientras una fina voluta de humo se alzaba, sinuosa, de la cazoleta.

—Pues que recogerá sus dados y les frotará las caras blancas. Y entonces, con una expresión que es la viva imagen de la sinceridad, te dirá:

»—Lo siento. Había un poco de suciedad en el dado. ¡Se ve claramente que en realidad salieron doses!

»Y se lo creerá, encima. ¡La muy puñetera se lo creerá!

—Increíble —dijo Talmanes.

—¡Ah, pero es que ahí no acaba la cosa!

—Ya suponía que no, Mat.

—Ella recogerá todas tus monedas —gesticuló Mat con una mano mientras que con la otra sujetaba la ashandarei a través de la silla—. ¡Y en ese momento todas las mujeres presentes en la sala se acercarán y la felicitarán por su tirada del par de doses! Cuanto más protestes, más de esas puñeteras mujeres entrarán en la discusión. En un visto y no visto te encontrarás en clara desventaja numérica y todas esas mujeres afirmarán que esos dados marcan doses con toda claridad, y que en verdad tendrías que dejar de comportarte como un crío. ¡Todas ellas verán los jodidos doses! Hasta la más remilgada, ésa que ha odiado a tu mujer desde que nacieron, desde que la abuelita de tu mujer le robó a su abuelita la receta del pastel de miel cuando las dos eran doncellas, hasta esa mujer se pondrá en tu contra.

—Son criaturas nefandas, ciertamente —dijo en un tono inexpresivo y flemático Talmanes, que rara vez sonreía.

—Cuando todo haya acabado —prosiguió Mat, casi como si hablara más para sí mismo—, te habrás quedado sin una moneda y tendrás varias listas con encargos que hacer y la ropa que debes ponerte, además de un dolor de cabeza insoportable. Te quedarás allí sentado con la vista fija en la mesa y empezarás a preguntarte si quizá, sólo quizá, esos dados marcarían doses, después de todo. Aunque sólo sea para conservar lo que te queda de cordura. Pues así es razonar con una mujer, te lo digo en serio.

—Y lo has hecho. Largo y tendido.

—No te estarás burlando de mí, ¿verdad?

—¡Pero, Mat! Sabes que jamás haría eso —protestó el cairhienino.

—Pues es una pena —rezongó Mat, que lo observó con suspicacia—. No me vendría mal reír un poco. —Miró hacia atrás—. ¡Vanin! ¡Por el culo lleno de ampollas del Oscuro! ¿Se puede saber dónde estamos?

El antiguo ladrón de caballos alzó la vista. Cabalgaba a corta distancia detrás de Mat y llevaba un mapa de la zona desenrollado y doblado a través de un tablero para poder leerlo en la silla de montar. Llevaba enfrascado en el jodido mapa más de media mañana. ¡Él le había pedido que los llevara a través de Murandy sin llamar la atención, no que los metiera en las montañas para perderse allí durante meses!

—Ése es el Pico del Cegador —contestó Vanin al tiempo que señalaba con el dedo regordete hacia un cerro con la cima plana y visible apenas por encima de las copas de los pinos—. Al menos eso creo, aunque podría ser el monte Sardlen.

La colina achaparrada no tenía mucha apariencia de montaña, y casi no había nieve en la cumbre. Claro que en esa comarca pocas eran las «montañas» que resultaran imponentes si se las comparaba con las Montañas de la Niebla, no muy lejos de Dos Ríos. Aquí, al nordeste de las Damona, el paisaje se descolgaba en un agrupamiento de estribaciones bajas. Era un terreno difícil, pero franqueable si uno estaba decidido. Y Mat lo estaba; decidido a no quedarse bloqueado por los seanchan otra vez, decidido a no dejarse ver por nadie que no tuviera que saber que se encontraba allí. Había pagado una cuenta muy alta en vidas hasta el momento; quería salir de ese país que era como el nudo corredizo de un verdugo.

—Veamos. —Mat frenó a Puntos y lo llevó hacia atrás para ponerse junto a Vanin—. ¿Cuál de esas montañas es? A lo mejor deberíamos preguntar otra vez a maese Roidelle.

El mapa era del maestro cartógrafo; sólo gracias a él habían conseguido dar con esa calzada, para empezar. Pero Vanin había insistido en ser él quien guiara a los hombres, porque un cartógrafo no era lo mismo que un explorador. Uno no ponía a un ratón de biblioteca a la cabeza de la tropa para conducirla, había insistido Vanin.

A decir verdad, maese Roidelle no tenía mucha experiencia como guía; era un estudioso, un erudito. Explicaba un mapa a la perfección, pero tenía los mismos problemas que Vanin para identificar dónde se encontraban, porque la calzada por la que viajaban estaba destrozada y había muchos tramos discontinuos, además de que los pinos eran lo bastante altos para obstaculizar la localización de puntos de referencia en el paisaje y que las cimas de las estribaciones eran casi idénticas.

Claro que también contaba el hecho de que Vanin parecía sentirse amenazado por la presencia del cartógrafo, como si le preocupara que fuera a desbancarlo de su posición como guía para Mat y la Compañía. Mat nunca habría imaginado que vería aflorar tal emoción en el gordo ladrón de caballos; le habría hecho gracia si no hubieran estado perdidos casi todo el puñetero tiempo.

—Creo que ése tiene que ser el monte Sardlen —contestó Vanin, ceñudo—. Sí, tiene que serlo.

—¿Lo cual significa que…?

—Lo que significa que seguimos calzada adelante —repuso Vanin—. Lo mismo que dije hace una hora. Es imposible conducir a un jodido ejército a través de un bosque tan denso, ¿a que no? Eso significa que seguimos por las piedras de la calzada.

—Sólo preguntaba —contestó Mat, que se caló el ala del sombrero para protegerse los ojos del sol—. Un comandante tiene que hacer ese tipo de preguntas.

—Debería adelantarme un trecho y explorar —dijo Vanin, con el ceño más marcado; le gustaba fruncir el entrecejo—. Si ése es el Monte Sardlen, más adelante tendría que haber un pueblo de tamaño considerable, a una hora o dos de camino. A lo mejor podría divisarlo desde el próximo repecho.

—Ve, pues —accedió Mat.

Tenían avanzadillas de exploradores, por supuesto, pero ninguno era tan bueno como Vanin. A despecho de su corpulencia, ese hombre era capaz de aproximarse a hurtadillas a una fortificación enemiga lo bastante cerca para contarles los pelos de las barbas a los guardias del campamento sin que nadie lo viera; y era muy probable que se marchara dejándolos sin el guiso puesto a la lumbre.

Vanin sacudió la cabeza mientras estudiaba el mapa una vez más.

—De hecho —masculló—, ahora que lo pienso, es posible que ése sea el monte Favlend… —Y salió al trote antes de que Mat tuviera tiempo de hacer alguna objeción.

Mat suspiró y taloneó a Puntos para alcanzar a Talmanes; el cairhienino meneó la cabeza. Ese Talmanes podía ser un tipo muy serio. A poco de conocerse, Mat lo consideraba una persona muy adusta, incapaz de divertirse, pero después había comprendido su error. Talmanes no era adusto, sino simplemente reservado. A veces, sin embargo, en los ojos del noble parecía asomar un brillo divertido —como si se riera del mundo— a pesar del gesto serio y la ausencia de sonrisa en los labios.

Ese día vestía una chaqueta roja con adornos en oro y llevaba la frente afeitada y empolvada según la moda cairhienina. A Mat le parecía ridículo, pero ¿quién era él para juzgarlo? Talmanes tendría un horrendo gusto para la moda, pero era un oficial leal y un buen hombre. Además, tenía un paladar exquisito para el vino.

—No pongas ese gesto tan sombrío, Mat —dijo Talmanes, que chupó de la pipa adornada con un borde dorado. ¿Dónde diantres la habría conseguido? Mat no recordaba habérsela visto antes—. Tus hombres tienen la tripa llena, los bolsillos llenos y acaban de obtener una gran victoria. No hay mucho más que pueda pedir un soldado.

—Enterramos un millar de hombres —repuso Mat—. Eso no es una victoria.

Los recuerdos que guardaba en la cabeza, esos que no eran suyos, decían que debería sentirse orgulloso porque la batalla había salido bien. Pero eso no hacía que se borrara la muerte de unos hombres que había tenido a su cargo.

—Siempre hay pérdidas —argumentó Talmanes—. No debes dejar que esa idea te corroa. Son cosas que pasan.

—¡Sólo lucho cuando no puedo evitarlo! —barbotó Mat. Sólo luchaba cuando no quedaba más remedio, a tomar por saco. ¡Cuando lo acorralaban! ¿Por qué, entonces, parecía que aquello se repetía cada vez que se daba media vuelta?

—Lo que tú digas, Mat. —Talmanes se quitó la pipa de la boca y señaló a Mat con ella en un gesto enterado—. Pero hay algo que te tiene los nervios de punta, y no es la pérdida de esos hombres.

Jodidos nobles. Hasta los que no te caían mal, como Talmanes, se creían que sabían más que nadie, siempre.

Claro que también él era un noble ahora. «No pienses en eso», se exhortó para sus adentros. Talmanes se había pasado varios días llamándolo «Alteza» hasta que a él se le acabó la paciencia y le gritó… Los cairhieninos eran unos maniáticos del rango.

Cuando Mat cayó en la cuenta de lo que significaba su matrimonio con Tuon, se echó a reír con incredulidad, por no llorar. Y los demás le decían que era un hombre de suerte. Bien, pues, ¿por qué su suerte no lo había ayudado a esquivar ese destino? ¡El jodido Príncipe de los Cuervos! ¿Qué significaba eso?

En fin, ahora tenía que preocuparse por sus hombres; echó una ojeada hacia atrás para ver la tropa de soldados de caballería, seguidos por ballesteros montados. Había miles de ambos cuerpos, aunque Mat había ordenado que guardaran los estandartes. No era muy probable que se cruzaran con muchos viajeros por esa antigua vía en una zona apartada y solitaria, pero si por casualidad se topaban con alguien no quería que empezaran a darle a la lengua.

¿Los perseguirían los seanchan? Los dos —Tuon y él— sabían que estaban en bandos opuestos ahora, y ella había visto de lo que era capaz su ejército.

¿Lo amaría? Estaba casado con ella, pero los seanchan no pensaban como la gente corriente. Tuon había permanecido en su poder, soportando la cautividad, sin intentar huir. Pero Mat no dudaba lo más mínimo que iría contra él si creía que era lo mejor para su imperio.

Sí, enviaría hombres tras él, aunque esa posible persecución no lo inquietaba ni la mitad de lo que le preocupaba que ella no consiguiera regresar a Ebou Dar sin contratiempos. Alguien había ofrecido un gran montón de dinero por la cabeza de Tuon; ese seanchan traidor, el cabecilla del ejército que Mat había destruido. ¿Trabajaría solo o tendría cómplices? ¿En qué trampa habría soltado a Tuon? Esas preguntas lo acosaban.

—¿Crees que no debí dejar que se marchara? —preguntó en voz alta, para su propia sorpresa.

—Diste tu palabra, Mat —contestó Talmanes, que se encogió de hombros—. Además, me parece que ese seanchan tan grandullón de ojos resueltos y armadura negra no habría reaccionado bien si hubieras intentado que se quedara.

—Aún podría correr peligro —argumentó Mat, casi para sí mismo, y sin dejar de echar ojeadas atrás—. No debí perder de vista a esa majadera.

—Mat, me sorprendes —dijo Talmanes, que volvió a señalarlo con la pipa—. Vaya, pero si empiezas a hablar como el marido característico.

Eso le hizo dar un respingo a Mat, que se giró sobre la silla.

—¿Qué has dicho? ¿Qué significa eso?

—Nada, Mat —contestó a toda prisa el cairhienino—. Sólo que, por la fijación que tienes con ella, yo…

—No tengo fijación —barbotó al tiempo que se calaba un poco más el sombrero para después ajustarse el pañuelo. El medallón era un peso reconfortante alrededor del cuello—. Estoy preocupado, eso es todo. Sabe muchas cosas sobre la Compañía y podría revelar nuestros puntos fuertes.

Talmanes se encogió de hombros y chupó la pipa. Cabalgaron en silencio durante un rato; las agujas de pino susurraban en el viento y, de vez en cuando, Mat oía risas femeninas que llegaban de atrás, donde las Aes Sedai cabalgaban reunidas en un pequeño grupo. A pesar del hecho de que no se toleraban, por lo general daban la impresión de llevarse bien cuando estaban delante de otras personas. Pero, como le había dicho a Talmanes, las mujeres sólo eran enemigas entre sí siempre que no hubiera cerca un hombre contra el que confabularse.

La posición del sol se delataba por el tono rojizo en una masa de nubes; hacía días que Mat no veía luz del sol clara y limpia; el mismo tiempo que no veía a Tuon. Los dos sucesos parecían estar emparejados. ¿Habría una conexión entre ambos?

«Pedazo de idiota —se recriminó para sus adentros—. Lo siguiente será que empieces a pensar como ella, interpretando portentos en cada cosa insignificante, buscando símbolos y significados cada vez que un conejo se te cruza en el camino corriendo o un caballo suelta una flatulencia».

Todo eso de la adivinación y predecir el futuro era pura majadería; aunque tenía que admitir que ahora se encogía cada vez que oía a un búho ulular dos veces.

—¿Has amado alguna vez a una mujer, Talmanes? —De nuevo se sorprendió al hacer semejante pregunta.

—Varias —contestó el hombre bajo; al ir cabalgando, el humo de la pipa ondeaba hacia atrás en volutas.

—¿En alguna ocasión consideraste la idea de casarte con una de ellas?

—No, gracias a la Luz. —De pronto, al parecer, pensó mejor lo que acababa de decir—. Me refiero a que no era el momento adecuado para hacerlo, Mat.

Mat frunció el entrecejo. Si había elegido había decidido por fin seguir adelante con lo del matrimonio, ¿por qué puñetas no eligió otro momento, cuando no hubiera nadie más escuchando?

Pero no. Ella tenía que decirlo delante de todo el mundo, incluidas las Aes Sedai. Que era tanto como decir que estaba condenado. Las Aes Sedai eran geniales guardando secretos, a menos que tales secretos pudieran azorar o poner en aprietos a Matrim Cauthon. Entonces no cabía duda de que la noticia se extendería por todo el campamento antes de que pasara un día, y probablemente se conociera también en tres pueblos a lo largo del camino. Era probable que hasta su propia madre —a leguas y leguas de distancia— se hubiera enterado a esas alturas.

—No pienso renunciar al juego —rezongó—. Ni a la bebida.

—Sí, creo que ya me lo has dicho —confirmó Talmanes—. Unas tres o cuatro veces. Casi estoy convencido de que si me asomo a tu tienda por la noche te encontraré rezongando entre sueños: «¡Voy a seguir con el puñetero juego! ¿Dónde está la jodida bebida? ¿Alguien quiere jugársela?» —dijo el cairhienino con la cara perfectamente seria. Aunque, una vez más, se le notaba un brillo risueño en los ojos, si uno sabía dónde mirar.

—Sólo quiero asegurarme de que todo el mundo lo sepa —explicó Mat—. No me apetece que alguien empiece a pensar que me estoy volviendo un blando sólo porque… Bueno, ya sabes.

Talmanes le dirigió una rápida mirada consoladora.

—No te volverás blando sólo por casarte, Mat. Vaya, pero si algunos de los grandes capitanes lo están, creo. Davram Bashere lo está, eso seguro; y Rodel Ituralde. No, no te ablandarás por estar casado.

Mat asintió con un seco cabeceo. Bien, una cosa aclarada.

—Sin embargo, puedes volverte aburrido —apuntó Talmanes.

—Vale, se acabó. El primer pueblo que encontremos jugaremos a los dados en la taberna. Tú y yo.

—¿Con la clase de vino de tercera que hay en los pueblos de estas estribaciones? —Talmanes torció el gesto—. Por favor, Mat. Sólo me falta que quieras hacerme beber cerveza.

—No admito negativas.

Mat echó una ojeada hacia atrás al oír voces familiares. Olver (las orejas de soplillo y la cara diminuta más fea que Mat había visto en su vida) iba montado en Viento y charlaba con Noal, que cabalgaba a su lado en un castrado huesudo. El viejo sarmentoso asentía con expresión aprobadora a lo que Olver decía. El muchachito hablaba con sorprendente solemnidad; sin duda le explicaba otra de sus teorías sobre la mejor forma de colarse en la Torre de Ghenjei.

—Oh, vaya, ahí llega Vanin —avisó Talmanes.

Mat se volvió y avistó un jinete que se aproximaba por el pedregoso camino. Vanin tenía siempre un aspecto tan ridículo, encaramado en su montura como un melón y con los pies sobresaliendo por los costados del animal… Pero sabía cabalgar, de eso no cabía duda.

—Es el monte Sardlen —anunció Vanin al acercarse a ellos al trote mientras se limpiaba la sudorosa y calva frente—. Hay un pueblo un poco más adelante; el mapa indica que se llama Hinderstap. Sí que son buenos estos condenados mapas —añadió a regañadientes.

Mat soltó un suspiro de alivio. Había empezado a creer que estarían deambulando por esas montañas hasta que la Última Batalla hubiera acabado.

—Estupendo, podemos… —empezó.

—¿Un pueblo? —demandó con brusquedad una voz femenina.

Mat suspiró y se volvió mientras tres amazonas se abrían paso a la fuerza hasta la cabeza de la columna. Talmanes levantó la mano de mala gana a los soldados que iban detrás para detener la marcha en tanto que las Aes Sedai caían sobre el pobre Vanin. El orondo hombre se encogió en la silla con un gesto que parecía decir que habría preferido que lo sorprendieran robando caballos —y en consecuencia que acabara ejecutado— a tener que quedarse allí sentado para que las Aes Sedai lo interrogaran.

Joline encabezaba el grupo. Tiempo atrás Mat la habría descrito como una muchacha bonita de figura esbelta y grandes e invitadores ojos castaños. Pero ahora ese rostro intemporal Aes Sedai era para él una advertencia instantánea. No, ahora no se le ocurriría pensar en la Verde como una mujer bonita. Uno empezaba por pensar que una Aes Sedai era bonita, y antes de tener tiempo de chascar dos veces la lengua se encontraba enroscado en uno de sus dedos y presto a cumplir sus órdenes. ¡Vaya, pero si Joline ya había insinuado que le gustaría tenerlo como Guardián!

¿Seguiría resentida con él por la azotaina que le había propinado? No podía hacerle nada con el Poder, claro, ni siquiera aunque no llevara puesto el medallón, porque las Aes Sedai prestaban juramento de no utilizar el Poder para matar excepto en ocasiones muy específicas. Pero no era un estúpido; no se le había pasado por alto que en aquellos juramentos no se decía nada sobre el uso de cuchillos.

Las dos que iban con Joline eran Edesina, del Ajah Amarillo, y Teslyn, del Rojo. Edesina tenía un físico bastante agradable, a excepción de aquel rostro intemporal, pero Teslyn era más o menos tan apetecible como un palo. De cara afilada, la illiana era huesuda y deslavazada, como un gato viejo que llevara mucho tiempo abandonado a su suerte. Sin embargo, parecía tener la cabeza en su sitio, por lo que Mat había visto, y le había sorprendido tratándole a veces con cierto respeto. Imagina… respeto de una Roja.

Aun así, por el modo en que esas tres Aes Sedai lo miraron una tras otra conforme llegaban a la cabeza de la columna, nadie habría imaginado que le debían la vida. Así eran las mujeres. Le salvabas la vida a una, e inevitablemente afirmaría que se disponía a escapar por sus propios medios y, en consecuencia, no estaba en deuda contigo. Y encima te recriminaría cada dos por tres porque le habías desbaratado sus supuestos planes.

¿Por qué se molestaba? Un día de éstos, así se abrasara, aprendería y dejaría al siguiente grupito encadenado y deshecho en llanto.

—¿Y bien? —demandó Joline a Vanin—. ¿Por fin has decidido dónde estamos?

—Y tanto, qué puñetas —contestó Vanin que a continuación se puso a rascarse sin el menor empacho.

Buen hombre, ese Vanin; Mat sonrió. Trataba a todo el mundo igual, vaya que sí. Aes Sedai incluidas.

Joline miró al hombre a los ojos, fijamente, imponente como una gárgola en el tejado de la mansión de un noble. De hecho, Vanin, se acobardó, después se encogió y por fin bajó la vista, avergonzado.

—Quiero decir que sí, Joline Sedai —rectificó.

A Mat se le borró la sonrisa. «¡Maldición, Vanin, así te abrases!»

—Excelente —contestó Joline—. Y, según he oído, hay un pueblo más adelante, ¿verdad? Por fin, quizás, encontraremos una posada decente. No me vendría mal algo distinto de la «pitanza» que estos rufianes de Cauthon llaman comida.

—Eh, un momento —intervino Mat—, eso no es…

—¿A qué distancia estamos de Caemlyn, maese Cauthon? —lo interrumpió Teslyn, que hizo todo lo posible por actuar como si Joline no estuviera allí.

Últimamente esas dos estaban a la gresca todo el tiempo; eso sí, con el rostro impasible y el trato en apariencia más amistoso que haber pudiera, desde luego. Las Aes Sedai no se peleaban. Le habían dado una charla en cierta ocasión por llamar «peleas» a sus «debates». Daba igual si Mat tenía hermanas y sabía de sobra distinguir lo que era una buena gresca.

—¿Qué dijiste antes, Vanin? —preguntó Mat, mirándolo—. ¿Qué había unas doscientas leguas hasta Caemlyn?

Vanin asintió en silencio. Al principio el plan era dirigirse a Caemlyn, ya que Mat tenía que reunirse con Estean y Daerid y conseguir la información y las vituallas necesarias. Después cumpliría la promesa hecha a Thom. La Torre de Ghenjei tendría que esperar unas cuantas semanas más.

—Doscientas leguas —repitió Teslyn—. Entonces, ¿cuánto tardaremos en llegar?

—Bueno, supongo que eso depende —contestó Vanin—. Es probable que yo pudiera cubrir doscientas leguas en poco más de una semana si fuera solo, con un par de buenos caballos para cabalgar en ellos por turno y cruzara un terreno conocido. Pero ¿con todo el ejército, a través de estas estribaciones y por una calzada destrozada? Veinte días, diría yo. Quizá más.

Joline echó un vistazo a Mat.

—No vamos a dejar a la Compañía atrás —se adelantó él—. No es una opción, Joline.

La mujer apartó la vista con gesto insatisfecho.

—Podéis seguir sola, si queréis —ofreció Mat—. Y eso va por todas. Vosotras, Aes Sedai, no sois mis prisioneras; marchaos cuando gustéis, siempre y cuando os dirijáis al norte. No quiero correr el riesgo de que regreséis hacia el sur para que los seanchan vuelvan a atraparos.

¿Qué sería viajar de nuevo sólo con la Compañía, sin Aes Sedai a la vista? Ah, ojalá.

Teslyn parecía pensativa. Joline la miró, pero la Roja no dio ninguna indicación de si deseaba irse o no. Sin embargo, Edesina vaciló y después asintió con la cabeza a Joline. Estaba dispuesta.

—Muy bien —dijo Joline a Mat con aire arrogante—. Será agradable alejarse de tu falta de tacto, Cauthon. Prepáranos, digamos, veinticuatro monturas y nos marcharemos.

—¿Veinticuatro? —repitió Mat.

—Sí. Tu hombre mencionó que harían falta dos caballos para hacer el viaje en un tiempo razonable. Para cambiar de montura, supuestamente, cuando una de las bestias se canse.

—Cuento dos de vosotras —indicó Mat, que sentía que la cólera se apoderaba de él—. Eso significa cuatro caballos. Supongo que sois lo bastante lista para llegar a eso, Joline. —Después, en tono más suave añadió—: Aunque por los pelos.

Joline abrió los ojos como platos y la expresión de Edesina adquirió un asomo de estupefacción. Teslyn le lanzó una mirada escandalizada, al parecer defraudada. A un lado, Talmanes se quitó la pipa de la boca y soltó un leve silbido.

—Ese medallón tuyo te hace ser imprudente, Matrim Cauthon —contestó fríamente Joline.

—Es mi boca lo que me hace imprudente, Joline —repuso con un suspiro Mat al tiempo que toqueteaba el medallón oculto debajo de la camisa amplia—. El medallón sólo me hace ser sincero. Creo que ibais a explicarme por qué necesitáis veinticuatro de mis caballos cuando apenas tengo suficientes para mis hombres tal como están las cosas ahora, ¿verdad?

—Dos para cada uno de nosotros: Edesina, mis Guardianes y yo —repuso muy tiesa la Aes Sedai—. Dos para cada una de las antiguas sul’dam. No pensarás que voy a dejarlas atrás para que las corrompa tu pequeña compañía.

—Dos sul’dam —aceptó Mat sin hacer caso de la pulla—. Eso suma doce caballos.

—Dos para Setalle. Supongo que querrá apartarse de todo esto y venir con nosotras.

—Catorce.

—Dos más para Teslyn. Sin duda querrá acompañarnos, aunque ahora mismo no tenga nada que decir al respecto, y necesitaremos unas cuatro monturas de carga para llevar nuestras cosas. También tendrán que cargar los bultos por turno, con lo cual son cuatro más. Veinticuatro.

—Veinticuatro monturas que alimentaréis, ¿cómo? —preguntó Mat—. Si vais a cabalgar a esa velocidad, no tendréis tiempo de dejar que los caballos pasten. De todos modos, actualmente queda poco de lo que podrían comer.

Aquél había resultado ser un gran problema; la hierba de primavera no brotaba. Las praderas por las que pasaban estaban marrones con las hojas muertas, la nieve había aplastado las malas hierbas de invierno, y eran muy pocos los brotes de hierba o yerbajos. Los caballos podían alimentarse de las hojas muertas y la hierba de invierno, claro, pero los venados y otros animales salvajes habían estado activos y comiéndose todo cuanto encontraban.

Como la tierra no se decidiera enseguida a retoñar… En fin, se les venía encima un verano muy difícil. Pero ése era otro problema completamente distinto.

—Necesitaremos que nos proporciones forraje, por supuesto —dijo Joline—. Y algo de dinero para posadas…

—¿Y quién va a ocuparse de los caballos? ¿Vais a cepillarlos todas las noches, a comprobar los cascos, a verificar que la medida que se les da de comer es la correcta?

—Supongo que tendríamos que llevarnos unos cuantos soldados con nosotras —sugirió Joline, que no parecía muy satisfecha—. Un inconveniente necesario.

—Lo único necesario es que mis hombres estén donde se los quiera, no donde sólo sean un «inconveniente». No, se quedan, y no me sacaréis dinero. Si queréis iros, podéis coger un caballo para cada una y un animal de carga para llevar vuestras cosas. Os entregaré algo de forraje para las pobres bestias, y dándoos todo eso soy generoso.

—¡Pero con sólo un caballo cada una no iremos mucho más deprisa que el ejército! —protestó Joline.

—Es de suponer —contestó Mat, que se apartó de ella—. Vanin, ve y dile a Mandevwin que haga correr la voz de que acamparemos pronto. Sé que la tarde casi acaba de empezar, pero quiero a la Compañía lo bastante lejos de ese pueblo para que no parezca amenazadora, aunque sí lo suficientemente cerca para que unos cuantos de nosotros podamos ir allí a tantear cómo están las cosas.

—De acuerdo —contestó Vanin sin el respeto que había mostrado a la puñetera Aes Sedai. Dio media vuelta al caballo para ir al trote columna abajo.

—Y, Vanin —llamó Mat—. Asegúrate de que Mandevwin es consciente de que cuando digo «unos cuantos» me refiero a un grupo muy pequeño, encabezado por mí y por Talmanes. ¡No permitiré que ese pueblo se vea invadido por siete mil soldados con ganas de divertirse! Compraré una carreta en esa población y toda la cerveza que pueda encontrar, y la enviaré para los hombres. Ha de reinar un estricto orden en el campamento, sin que nadie, paseando al tuntún, aparezca de visita por allí. ¿Queda entendido?

Vanin asintió con un cabeceo, sombrío el gesto. Nunca era divertido ser el que tenía que informar a los hombres que no iban a tener ningún permiso. Mat se volvió hacia las Aes Sedai.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Vais a aceptar mi oferta o no?

Joline se limitó a resoplar por la nariz y después retrocedió con el caballo al trote columna abajo, rechazando, evidentemente, la oportunidad de viajar sola. Una lástima. Pensar en ello le habría hecho sonreír cada paso del camino. Sin embargo, era probable que le hubiera llevado tres días enteros a Joline encontrar algún bobo en un pueblo, en algún lugar, que le diera sus caballos a fin de que su grupo pudiera cabalgar más deprisa.

Edesina se alejó y Teslyn fue en pos de ella tras mirar a Mat con una curiosa expresión. Y también parecía estar desilusionada con él todavía. Mat miró a otro lado y se sintió enfadado consigo mismo. ¿Qué le importaba a él lo que pensara esa mujer? Talmanes también lo estaba observando.

—Eso ha sido muy raro en ti, Mat —dijo el cairhienino.

—¿El qué? ¿La restricción a los hombres? Son una buena banda, la Compañía, pero no conozco un grupo de soldados que no se meta en problemas de vez en cuando, sobre todo en un sitio donde puede haber cerveza.

—No me refería a los hombres, Mat —contestó Talmanes, que se inclinó para golpear la cazoleta de la pipa contra el estribo, y los residuos del tabaco cayeron revoloteando a las piedras del camino, junto al caballo—. Hablo de cómo has tratado a las Aes Sedai. ¡Luz, Mat, podríamos habernos librado de ellas! Veinticuatro caballos y un poco de dinero me parece una ganga con tal de estar libre de dos Aes Sedai.

—No permitiré que me avasallen —insistió Mat, obstinado; hizo una señal con la mano para que la Compañía reanudara la marcha—. Ni siquiera para librarme de Joline. Si quiere algo de mí, que lo pida con una pizca de educación, en vez de intentar acogotarme para que le dé lo que quiere. No soy un perrito faldero.

¡No lo era, así se abrasara! Y tampoco actuaba como el marido característico, significara lo que significara eso.

—En verdad la echas de menos —comentó Talmanes en un tono que denotaba cierta sorpresa, al tiempo que los caballos de los dos se ponían al paso.

—¿Pero qué tonterías dices?

—Mat, admito que no siempre eres el hombre más refinado del mundo. En ocasiones tu humor es un tanto escabroso y tu tono es más bien brusco, pero rara vez eres francamente grosero o intencionadamente ofensivo. Salta a la vista que tienes los nervios de punta, ¿no es cierto?

Mat no dijo nada y se limitó a tirar del ala del sombrero hacia abajo por tercera vez.

—Estoy convencido de que se encuentra bien, Mat —quiso tranquilizarlo Talmanes con un tono más suave—. Pertenece a la realeza, saben cómo cuidar de sí mismos. Y tiene a esos soldados que la protegen, y no digamos ya los Ogier. ¡Guerreros Ogier! ¿Quién hubiera imaginado tal cosa? No le pasará nada.

—Dejemos esta conversación —dijo Mat, que sostuvo la ashandarei en perpendicular, con la hoja curvada hacia el sol oculto y el cabo de lanza apoyado en el doblez de la correa que colgaba a un lado de la silla.

—Sólo intentaba…

—Ni una palabra más. No te queda tabaco, ¿verdad?

—Me fumé antes el último pellizco —contestó el cairhienino con un suspiro—. Buen tabaco, ése… Cultivo de Dos Ríos. La única bolsita que he visto desde hace tiempo. Fue un regalo del rey Roedran, así como la pipa.

—Debiste de ganarte su aprecio.

—Fue un buen trabajo, honrado —repuso Talmanes—. Además de aburridísimo. Nada que ver con cabalgar contigo, Mat. Es estupendo estar de vuelta contigo, con malas maneras y todo. Por cierto, lo que hablaste del forraje con la Aes Sedai me dejó preocupado.

—Claro. ¿Cómo andamos de raciones?

—Mal.

—Compraremos lo que se pueda en el pueblo. Tenemos dinero de sobra, con lo que te dio Roedran.

No era probable que una población pequeña tuviera suficientes provisiones para todo el ejército. Sin embargo, según los mapas, no tardarían en entrar en territorio más poblado. En esas zonas se pasaba por un pueblo o dos cada día viajando con una tropa rápida como la Compañía. Para mantenerse a flote, se rebuscaba y se compraba hasta la última pizca que era posible en cada población que había en la ruta. Una carreta llena aquí, un carretón allá, un par de cubos de manzanas en una granja a la vera del camino… Siete mil hombres eran muchas bocas que alimentar, pero un buen comandante sabía que no debía rechazar ni siquiera un puñado de grano. Todo contaba.

—Sí, pero ¿querrán vender los aldeanos? —preguntó Talmanes—. En el camino de vuelta para reunirnos contigo lo pasamos francamente mal para conseguir que alguien nos vendiera comida. Al parecer no hay mucho que llevarse a la boca hoy día. Los alimentos escasean vayas donde vayas, y da igual que tengas mucho dinero.

Jodidamente fantástico. Mat apretó los dientes y después se irritó consigo mismo por hacerlo. En fin, quizás era cierto que estaba un poco tenso, aunque no por Tuon, desde luego.

En cualquier caso, tenía que relajarse, y ese pueblo que se encontraba un poco más adelante… ¿Cómo había dicho Vanin que se llamaba? ¿Hinderstap?

—¿Cuánto dinero llevas encima?

—Un par de marcos de oro y una bolsa llena de coronas de plata. ¿Por qué? —quiso saber el cairhienino, extrañado.

—No es suficiente —dijo Mat mientras se frotaba el mentón—. Habrá que sacar un poco más de mi cofre personal. Tal vez tengamos que llevarnos el cofre entero. —Hizo volver grupas a Puntos—. Vamos.

—Espera, Mat —llamó Talmanes, que tiró de las riendas y dio la vuelta para ir tras él—. ¿Qué haces?

—Vas a ser tan amable de aceptar mi oferta de divertirnos en la taberna —repuso Mat—. Y, mientras estamos en ello, vamos a reabastecernos. Y, si la suerte no me ha abandonado, lo conseguiremos gratis.

Si Egwene o Nynaeve hubieran estado allí le habrían dado de bofetadas y le habrían dicho que ni se le ocurriera hacer tal cosa. Probablemente Tuon lo habría mirado con curiosidad y después habría dicho algo que lo habría hecho enrojecer desde la coronilla hasta la puntera de las botas.

Pero Talmanes se limitó a picar su caballo con gesto estoico y un brillo en los ojos que revelaba un atisbo de regocijo. Eso era lo bueno en él.

—¡Pues entonces, eso tengo que verlo! —exclamó el noble.

21

Rescoldos y cenizas

Perrin abrió los ojos y se encontró flotando en el aire.

Asaltado por un repentino terror, braceó torpemente en el cielo. Arriba bullían nubarrones negros, oscuros y ominosos. Abajo se extendía una llanura de parda hierba silvestre que ondeaba con el viento. Ni rastro de humanos. Ni tiendas de refugiados, ni calzadas, ni siquiera huellas de pisadas.

Perrin no caía; sólo flotaba, sin más. En un acto reflejo, movió los brazos como si nadara, pero le entró pánico al tratar de encontrar sentido a su desorientación.

«El Sueño del Lobo. Estoy en el Sueño del Lobo. Me fui a dormir con la esperanza de venir aquí», pensó.

Se obligó a respirar de forma regular y a dejar de manotear, aunque no era nada fácil tranquilizarse cuando uno flotaba en el cielo a cientos de pies del suelo. De repente, una forma gris y peluda pasó zumbando a su lado, saltando en el aire. El lobo descendió con suavidad hacia la parda llanura y se posó en el suelo con facilidad.

¡Saltador!

Baja aquí, Joven Toro. Salta. No hay peligro. Como siempre, la proyección del lobo le llegó como una mezcla de olores e imágenes. Perrin mejoraba más y más en la interpretación de esas sensaciones: la suave tierra como representación del suelo; las fuertes ráfagas de viento como la imagen del salto; el efluvio de la tranquilidad y la relajación como indicación de que no había por qué tener miedo.

—Pero ¿cómo?

Antes siempre corrías a la cabeza, como un cachorro recién destetado. Salta. ¡Salta! Allá abajo, a gran distancia, Saltador estaba sentado sobre las patas traseras en la pradera y miraba a Perrin, sonriente.

Perrin apretó los dientes y masculló una o dos maldiciones dirigidas a los lobos obstinados; a su entender, los más tozudos eran los que estaban muertos. Si bien Saltador tenía razón en algo: él había saltado ya en aquel sitio, aunque nunca desde el cielo propiamente dicho.

Respiró hondo, cerró los ojos y se imaginó a sí mismo saltando. El aire sopló con fuerza a su alrededor, de forma repentina, pero los pies se posaron con suavidad en la tierra. Abrió los ojos. Sentado en el suelo a su lado había un gran lobo gris, cubierto de cicatrices de muchas peleas; el mijo silvestre se extendía a su alrededor en una amplia llanura, mezclado con matas de altas hierbas que se erguían en el aire. Mecidos por el viento, los ásperos tallos le rozaban los brazos a Perrin y le causaban picazón. La hierba olía demasiado a seco, como el heno que ha pasado todo el invierno en el establo.

Algunas cosas eran transitorias en el Sueño del Lobo; las hojas se apilaban en un montón en cierto momento, pero al siguiente ya no estaban. Todas las cosas tenían un tenue olor a añejo, como si no estuvieran allí en realidad.

Alzó la cabeza y contempló el cielo borrascoso. Por lo general, las nubes en ese lugar eran tan efímeras como todo lo demás. Podía estar completamente encapotado y entonces, en un abrir y cerrar de ojos, se despejaba de repente. En esta ocasión, aquellas oscuras nubes de tormenta no se disipaban, sino que bullían, giraban y proyectaban culebrinas relumbrantes entre los núcleos tormentosos. Sin embargo, los relámpagos no retumbaban y tampoco caían rayos al suelo.

La llanura se hallaba sumida en un silencio extraño. Las nubes cubrían todo el cielo como un sudario, ominosas; y no desaparecían.

Se avecina la Última Cacería. El lobo miró al cielo. Correremos juntos, pues. A no ser que durmamos, en cambio.

—¿Dormir? ¿Qué pasa con la Última Cacería? —preguntó Perrin.

Que llega, reiteró el lobo. Si el Exterminador de la Sombra cae ante la tormenta, todos dormiremos para siempre. Si vive, entonces cazaremos juntos. Tú y nosotros.

Perrin se frotó el mentón mientras revisaba e intentaba clasificar y coordinar la proyección de imágenes, olores, sonidos, sentimientos. No le encontraba sentido.

En fin, el caso es que se encontraba allí. Había querido ir y había decidido que obtendría algunas respuestas de Saltador, si era posible. Era agradable reencontrarse con el lobo.

Corre, transmitió Saltador, pero no era una proyección de alarma, sino una propuesta. Corramos juntos.

Perrin asintió con la cabeza y empezó a trotar entre la hierba, con Saltador irradiando regocijo a su lado.

¿A dos patas, Joven Toro? ¡Así es muy lento! Esa última proyección era una imagen de hombres trastabillando y tropezando unos con otros debido a tener esas ridículas patas tan largas. Perrin vaciló.

—Tengo que mantener el control, Saltador —dijo—. Cuando dejo que el lobo lo tome… En fin, que hago cosas peligrosas.

El lobo, trotando a su lado a través de la pradera, ladeó la cabeza. Los tallos crujían y arañaban cuando pasaban entre ellos, hasta que dieron con una pequeña vereda utilizada por animales de caza y siguieron por ella.

Corre, acicateó el lobo, claramente confuso ante la renuencia de Perrin.

—No puedo.

Perrin se detuvo, y Saltador regresó junto a él en unos cuantos brincos; su efluvio era de desconcierto.

Saltador, tengo miedo de mí mismo cuando pierdo el control —explicó Perrin—. La primera vez que me pasó fue justo después de encontrarme con los lobos. Tienes que ayudarme a entender.

Saltador se limitó a seguir mirándolo atento, con las mandíbulas entreabiertas y la lengua asomándole un poco entre los dientes.

«¿Por qué hago esto?», pensó Perrin al tiempo que meneaba la cabeza. Los lobos no razonaban como los hombres; ¿qué importaba lo que pensara Saltador?

Cazaremos juntos, proyectó el lobo.

—¿Y qué pasa si no quiero cazar contigo? —Pronunciar esas palabras hizo que se le encogiera el corazón. Le gustaba aquel lugar, el Sueño del Lobo, por peligroso que fuera. Había cosas maravillosas sobre lo que le había pasado desde que salió de Dos Ríos.

Aun así, no podía permitirse seguir perdiendo el control, tenía que hallar el equilibrio. Descartar el hacha había representado un cambio. El hacha y el martillo eran armas diferentes; una sólo se utilizaba para matar, mientras que la otra le daba la opción de elegir.

Pero tenía que hacer buena esa opción. Tenía que controlarse. Y el primer paso parecía ser aprender a controlar el lobo que había en él.

Corre conmigo, Joven Toro. Olvida esas ideas. Corre como un lobo, proyectó Saltador.

—No puedo —repitió Perrin. Se volvió y recorrió con la mirada las llanuras—. Pero he de conocer este lugar, Saltador. He de aprender cómo utilizarlo, cómo controlarlo.

Hombres, pensó el lobo, proyectando los efluvios de displicencia y cólera. Control. Siempre control.

—Quiero que me enseñes —dijo Perrin mientras se volvía hacia Saltador—. He de llegar a dominar este lugar. ¿Me enseñarás cómo hacerlo?

El lobo se sentó en las patas traseras.

—Como quieras. Buscaré otros lobos que querrán hacerlo.

Se dio media vuelta y echó a andar trocha abajo. No identificaba dónde se encontraba, pero sabía por experiencia que el Sueño del Lobo era impredecible. Aquella pradera con hierba alta hasta la cintura e hileras de tejos podía estar en cualquier parte. ¿Dónde hallaría lobos? Proyectó la mente en la búsqueda y descubrió que allí era mucho más difícil de hacer. Delante de él apareció sentado Saltador.

No quieres correr, pero buscas lobos. ¿Por qué eres tan difícil, cachorro?

Perrin rezongó y acto seguido dio un brinco que lo lanzó por el aire a cien yardas; aterrizó con el pie sobre la hierba como si hubiera dado un paso normal.

Y allí encontró a Saltador, delante de él. Perrin no había visto saltar al lobo, que antes estaba en un sitio y, de repente, estaba en otro. Perrin rechinó los dientes mientras proyectaba la búsqueda de nuevo, hacia otros lobos. Percibió algo, a lo lejos. Tenía que esforzarse más. Se concentró; de algún modo, sacó más fuerza de sí y se las arregló para proyectar más lejos la mente.

Eso es peligroso, Joven Toro. Vienes aquí con excesivo empuje. Morirás, le llegó la proyección de Saltador.

—Siempre dices lo mismo —replicó Perrin—. Dime lo que quiero saber, muéstrame cómo aprender.

Cachorro obstinado. Vuelve cuando no estés empeñado en meter el hocico en el cubil de un áspid de fuego.

Sin más, algo pesado golpeó a Perrin en la mente. Todo se desvaneció y salió expulsado del Sueño del Lobo como una hoja arrastrada por la tormenta.

A su lado, Faile sintió que su esposo se rebullía en sueños. Lo miró en la oscuridad de la tienda; aunque yacía junto a él en el jergón no estaba dormida. Había esperado, atenta a la respiración de Perrin; él se giró y se tumbó boca arriba mientras mascullaba, somnoliento.

«Tenía que ser esta noche precisamente la que tuviera el sueño agitado», pensó, enfadada.

Hacía una semana que habían salido de Malden. Los refugiados habían montado el campamento —o mejor dicho, los campamentos— cerca de una vía navegable que conducía directamente a la calzada de Jehannah, la cual se encontraba a corta distancia.

Las cosas habían discurrido sin sobresaltos aquellos últimos días, aunque Perrin había considerado que los Asha’man estaban demasiado agotados para abrir accesos. Al caer la noche le había recordado a su marido varias razones importantes por las que se había casado con ella, para empezar. Ni que decir tiene que a él le había entusiasmado, aunque tenía esa extraña intensidad en la mirada. Nada peligroso, desde luego, sólo apesadumbrado. Se había vuelto obsesivo en el tiempo que habían estado separados, y lo entendía. También ella cargaba con algunos fantasmas propios. Uno no podía esperar que todo siguiera igual, y se daba cuenta de que él aún la amaba; la amaba con una intensidad arrolladora. Con eso le bastaba, y por ello no le dio más vueltas al asunto.

Pero tenía planeada una discusión que le haría sacar a flote todos los secretos de Perrin; sin embargo, esperaría unos cuantos días más para eso. De vez en cuando había que recordar al esposo que una no estaba conforme con todo lo que él hacía, pero no de forma que lo llevara a pensar que valoraba en poco tenerlo de nuevo a su lado.

Todo lo contrario. Sonrió, se giró hacia él y apoyó la mano en el velludo pecho masculino, y la cabeza en el hombro desnudo. Amaba a ese poderoso y arrollador alud de hombre; estar con él otra vez era aún más dulce que la victoria por escapar de los Shaido.

Él abrió los ojos y Faile suspiró. ¡Por mucho que lo amara, ojalá hubiera seguido dormido esa noche! ¿Es que no estaba ya bastante agotado?

Perrin la miró; los ojos dorados parecían brillar suavemente en la oscuridad, aunque Faile sabía que sólo era un efecto de la luz. Entonces la estrechó más contra él.

—No me acosté con Berelain, por mucho que digan los rumores —dijo con voz gruñona.

Querido, dulce, directo Perrin.

—Sé que no lo hiciste —lo consoló.

Había oído los rumores. Podía decirse que todas las mujeres del campamento, desde las Aes Sedai hasta las criadas, habían fingido que intentaban no decir esta boca es mía y, aun así, soltaban toda la historia: Perrin había pasado la noche en la tienda de la Principal de Mayene.

—No, de verdad —insistió él con un tono suplicante en la voz—. No lo hice, Faile. Por favor.

—He dicho que te creo.

—Parece como si… No sé. Maldita sea, mujer, hablas como si estuvieras celosa.

¿Es que ese hombre no iba a aprender nunca?

—Perrin, me costó casi todo un año seducirte, por no hablar de las muchas molestias, ¡y entonces sólo funcionó porque había por medio un futuro matrimonio! A Berelain le falta maña para engatusarte.

Él subió la mano y se rascó la barba con aire aturullado. Luego se limitó a sonreír.

—Además —añadió Faile, estrechándose más contra él—, si tú lo dices, te creo. Confío en ti.

—¿Así que no estás celosa?

—Por supuesto que sí —contestó a la par que le daba un palmetazo en el pecho—. Perrin, ¿no te he explicado ya esto? Un esposo necesita saber que su mujer está celosa. En caso contrario, no se daría cuenta de cuánto le importa. Vigilas lo que para ti es más valioso. ¡En serio, si sigues haciéndome que te explique estas cosas, entonces no me quedará ningún secreto!

Él resopló con sorna por el último comentario.

—Dudo mucho que eso sea posible —dijo luego.

Se calló y Faile cerró los ojos con la esperanza de que él volviera a dormirse. Fuera de la tienda se oían las voces lejanas de los guardias que charlaban mientras patrullaban, así como el ruido que hacía uno de los herreros —Jerasid, Aemin o Falton— enredado con algún trabajo a pesar de ser tarde, ya fuera martilleando una herradura o un clavo o herrando algún caballo para el trayecto del día siguiente. Era agradable oír de nuevo aquel sonido. Los Aiel eran inútiles en lo tocante a caballos, y los Shaido soltaban a los que capturaban o los convertían en animales de carga. Faile había visto muchas buenas yeguas de monta tirando de carros durante el tiempo que había vivido en Malden.

¿Tendría que sentirse rara por haber vuelto? Había pasado menos de dos meses cautiva, pero le habían parecido años. Años, dedicada a trabajar para Sevanna, de recibir castigos de forma arbitraria. Pero eso no la había hecho derrumbarse. Cosa extraña, se había sentido más como una noble en ese tiempo que en toda su vida.

Era como si no hubiera comprendido lo que significaba ser una dama hasta lo de Malden. Oh, sí, antes había conseguido no pocas victorias: Cha Faile, la gente de Dos Ríos, Alliandre, los miembros del campamento de Perrin. Había aprovechado su formación para que su esposo aprendiera a ser un líder. Todo eso había sido importante y le había exigido poner en práctica lo que su madre y su padre le habían enseñado a ser.

Pero Malden le había abierto los ojos. Allí había encontrado gente que la necesitaba más de lo que nadie la había necesitado jamás. Bajo la cruel dictadura de Sevanna, no había tiempo para juegos ni había lugar para equivocaciones. Había sufrido humillaciones, palizas, y casi había muerto. Y eso le había hecho comprender de verdad lo que significar ser una noble vasalla. De hecho, sentía una punzada de culpabilidad por todas las veces que había mangoneado a Perrin —así como a otros— procurando obligarlo a someterse a su voluntad. Ser una noble significaba ir al frente.

Significaba recibir golpes para que no se los dieran a otros. Significaba sacrificio, arriesgar la vida, proteger a aquellos que dependían de ti.

No, no era raro estar de vuelta, porque llevaba Malden —las cosas que importaban— consigo. Centenares de personas entre los gai’shain le habían jurado lealtad y ella las había salvado. Lo había hecho a través de Perrin, pero los planes los había fraguado ella y, de un modo u otro, habría huido y habría llevado de vuelta el ejército para liberar a quienes dependían de ella.

Había tenido que pagar un precio por algunas cosas, pero ya se ocuparía de ello más tarde esa noche, si la Luz quería. Abrió un ojo y escudriñó a Perrin. Parecía dormido, pero ¿respiraba con regularidad? Se apartó para liberar el brazo.

—No me importa lo que pasara —dijo él.

Faile suspiró. No, no dormía.

—¿Y qué pasó? —preguntó, confusa.

Perrin abrió los ojos y contempló el techo de la tienda.

—Los Shaido, el hombre que estaba contigo cuanto te salvé. Hiciera él lo que hiciera… Lo que quiera que hicieses, fue para sobrevivir. No pasa nada.

¿Era eso lo que lo incomodaba? ¡Luz!

—Grandísimo tonto —dijo, y le pegó con el puño en el pecho, arrancándole un gruñido—. ¿Qué quieres decir con eso? ¿Que habría estado bien que fuera infiel? ¿Nada más decirme que tú no lo has sido?

—¿Qué? No, es diferente, Faile. Estabas prisionera y…

—¿Y no sé cuidar de mí misma? Eres un mentecato. Nadie me tocó. Son Aiel. Sabes que no le harían daño a un gai’shain.

Eso no era del todo cierto; las mujeres habían sufrido abusos con frecuencia en el campamento Shaido porque ese clan había dejado de comportarse como Aiel.

Pero en el campamento había otros Aiel que no eran Shaido. Hombres que se negaron a aceptar a Rand como su Car’a’carn, pero que también tenían problemas para aceptar la autoridad Shaido. Los Sin Hermanos seguían siendo hombres de honor; aunque se llamaban a sí mismos los repudiados, eran los únicos en Malden que conservaban las viejas costumbres. Cuando las mujeres gai’shain empezaron a correr peligro, los Sin Hermanos decidieron proteger a todas cuantas pudieran, sin pedir nada a cambio.

Bueno… Eso tampoco era del todo cierto. Pedían mucho, pero no exigían nada. Rolan siempre fue un Aiel con ella en sus actos, ya que no con sus palabras. Pero —al igual que la muerte de Masema— su relación con Rolan era otra cosa que Perrin no tenía por qué saber. Ni siquiera había besado a Rolan, pero se había valido del deseo del hombre para aprovecharlo en su beneficio. Y sospechaba que él sabía que lo hacía.

Perrin había matado a Rolan, y ésa era otra razón por la que su marido no necesitaba saber la amabilidad del Sin Hermanos. Si supiera lo que había hecho por ella se sentiría muy mal.

Perrin se relajó y cerró los ojos. Había cambiado durante esos dos meses, quizá tanto como ella, y eso estaba bien. En las Tierras Fronterizas su gente tenía un proverbio: «Sólo el Oscuro no cambia». Los hombres se desarrollaban y progresaban; la Sombra permanecía como era: vil.

—Habrá que hacer planes mañana —dijo Perrin entre bostezos—. Una vez que sea posible abrir accesos, tendremos que decidir si forzar a la gente a que se marche y decidir quién se va primero. ¿Alguien ha descubierto qué ha pasado con Masema?

—No, que yo sepa —contestó con cuidado—. Pero faltando tantas pertenencias suyas de la tienda que ocupaba…

—A Masema no le importan sus pertenencias —masculló Perrin en voz baja, sin abrir los ojos—. Aunque tal vez se las habría llevado para rehacer su congregación. Supongo que podría haber huido, aunque es raro que nadie sepa hacia dónde ni cómo.

—Es posible que se escabullera durante la confusión que siguió a la batalla.

—Sí, es probable —convino Perrin—. Me pregunto… —Lo interrumpió un bostezo—. Me pregunto qué dirá Rand. Masema era la razón principal de este viaje; tenía que reunirme con él y llevarlo de vuelta, así que supongo que no he cumplido con mi parte.

—Destruiste a los hombres que asesinaban y robaban en nombre del Dragón y acabaste con el núcleo del liderazgo Shaido —arguyó Faile—. Eso, por no hablar de todo lo que has descubierto sobre los seanchan. Creo que el Dragón se dará cuenta de que lo que has conseguido aquí compensa con creces no llevar de vuelta a Masema.

—Quizá tengas razón —farfulló Perrin, adormilado—. Malditos colores… No quiero verte dormir, Rand. ¿Qué te ha pasado en la mano? Por la Luz bendita, necio, ten más cuidado… Eres todo lo que tenemos… Llega la Última Cacería…

Faile apenas oyó la última parte. ¿Por qué hablaba de la mano de Rand y de ir de caza? ¿Estaría durmiéndose por fin?

Así fue; poco después su marido roncaba suavemente. Faile sonrió y movió la cabeza en un gesto cariñoso. A veces era un mentecato, sí, pero era su mentecato. Se levantó del jergón y se movió en silencio por la tienda para ponerse un vestido y ceñirse el cinturón. A continuación se calzó unas sandalias y salió de la tienda. Arrela y Lacile montaban guardia fuera, junto con dos Doncellas. Éstas la saludaron con un cabeceo; le guardarían el secreto.

Faile dejó a las centinelas Doncellas, pero se llevó a Arrela y Lacile y se dirigieron hacia la oscuridad que envolvía el campamento. Arrela era una teariana de cabello oscuro y más alta que casi todas las Doncellas; había algo de brusquedad en sus movimientos. Lacile era baja, de tez pálida y muy esbelta, y se cimbreaba con gracia al caminar. Puede que por el aspecto fueran lo más distintas que cabría esperar entre dos mujeres, pero la cautividad las había unido a todas ellas. A las dos componentes de Cha Faile las habían capturado con Faile y habían estado en Malden como gai’shain.

Tras recorrer una corta distancia, se encontraron con otras dos Doncellas con las que probablemente habían hablado Bain y Chiad. Dejaron atrás el campamento y se encaminaron a un lugar donde se alzaban un par de sauces. Allí les salieron al encuentro dos mujeres que todavía vestían el atuendo blanco de los gai’shain. Bain y Chiad eran asimismo Doncellas, hermanas primeras, y muy apreciadas por Faile. Eran más leales incluso que quienes le habían prestado juramento. Leales a Faile y, sin embargo, libres de juramentos con ella. Una contradicción que sólo los Aiel eran capaces de conciliar.

A diferencia de Faile y de las otras, Bain y Chiad no podían quitarse el blanco porque sus captores hubieran sido derrotados. Llevarían esa ropa durante un año y un día. De hecho, acudir allí esa noche —lo que significaba reconocer su forma de vida anterior a la captura— rozaba los límites de lo que el honor les permitiría. No obstante, admitían que ser gai’shain en el campamento Shaido había sido todo salvo convencional.

Faile sonrió al verlas, pero no las avergonzó llamándolas por el nombre ni utilizó el lenguaje de señas de las Doncellas. No obstante, hubo una pregunta que no pudo evitar hacer mientras recogía el bulto que le tendía Chiad.

—¿Va todo bien?

Chiad era una mujer preciosa de ojos grises y cabello corto de color rubio rojizo que asomaba por debajo de la capucha del ropaje gai’shain. La Aiel se encogió al oír la pregunta.

—Gaul registró todo el campamento Shaido para encontrarme y, según los informes, derrotó a doce algai’d’siswai con su lanza. Cuando esto haya pasado, quizá tenga que preparar una guirnalda nupcial para él, después de todo.

Faile sonrió y Chiad respondió con otra sonrisa.

—Gaul no esperaba que uno de los hombres que mató resultara ser uno de aquellos para los que Bain trabajaba como gai’shain. No creo que Gaul esté feliz de tenernos a las dos sirviéndole.

—Pedazo de tonto —dijo Bain, la más alta de las dos—. Muy propio de él no mirar dónde clavaba la lanza. No fue capaz de matar al hombre correcto sin tener que acabar de forma fortuita con unos cuantos más.

Las dos Aiel se echaron a reír y Faile asintió y sonrió; el humor Aiel escapaba a su comprensión.

—Muchas gracias por recoger esto —dijo al tiempo que indicaba el pequeño bulto envuelto en tela.

—No tiene importancia —contestó Chiad—. Había muchas manos trabajando ese día, así que resultó fácil. Alliandre Maritha Kigarin te está esperando en los árboles. Nosotras hemos de regresar al campamento.

—Sí —añadió Bain—. A lo mejor a Gaul le apetece que le froten la espalda otra vez con agua recogida para él. Se pone furioso cuando se lo preguntamos, pero los gai’shain sólo ganan honor sirviendo, así pues ¿qué otra cosa podemos hacer?

Las mujeres se echaron a reír de nuevo, y Faile sacudió la cabeza mientras las veía correr de vuelta al campamento entre el frufrú de las ropas blancas. Faile se encogió con la mera idea de tener que vestirse así otra vez, aunque sólo fuera por el hecho de recordar los días pasados al servicio de Sevanna.

La larguirucha Arrela y la grácil Lacile la esperaban al pie de los dos árboles. Las Doncellas de guardia se habían quedado atrás, observándolas desde lejos; una tercera Doncella se unió a las otras dos saliendo de las sombras, probablemente enviada por Bain y Chiad para proteger a Alliandre. Faile encontró a la reina de cabello oscuro de pie junto a los árboles, de nuevo con aspecto de noble gracias al lujoso vestido rojo y al pelo recogido con una red de cadenillas doradas. Era una exhibición extravagante, como si estuviera resuelta a desmentir el tiempo que había trabajado como criada. El atuendo de Alliandre hizo que Faile fuera más consciente del sencillo vestido que llevaba puesto, pero no habría podido sacar otro mejor sin despertar a Perrin. Arrela y Lacile vestían las camisas y los pantalones bordados habituales entre los componentes de Cha Faile.

Alliandre sostenía una pequeña linterna sorda con la pantalla corrida de forma que dejaba salir apenas una rendija de luz que alumbraba el joven semblante de la mujer.

—¿Encontraron algo? —preguntó—. Por favor, decidme que sí.

Para ser una reina, siempre había sido una persona increíblemente sensata y realista, aunque un tanto exigente. El tiempo pasado en Malden parecía haber atemperado ese último aspecto de su carácter.

—Sí.

Faile sopesó el peso del paquete. Las cuatro mujeres se agruparon a su alrededor cuando se arrodilló en el suelo; las briznas de hierba iluminadas por la linterna brillaban y semejaban lenguas de fuego. Desenvolvió el paquete. El contenido no era nada extraordinario: un pañuelo amarillo de seda, pequeño; un cinturón de cuero labrado, con un dibujo de plumas de pájaro repujadas en los lados; un velo negro, y un fino cordón de cuero con una gema atada en el centro.

—Ese cinturón era de Kinhuin —dijo Alliandre al tiempo que señalaba el objeto—. Vi que lo llevaba antes de… —Dejó la frase en el aire y después se agachó para recogerlo.

—El velo es de una Doncella —apuntó Arrela.

—¿Son distintos? —inquirió Alliandre con sorpresa.

—Por supuesto que sí.

Arrela recogió el velo. Faile no había llegado a conocer a la Doncella que se convirtió en protectora de Arrela, pero sabía que había caído en la batalla, si bien no de un modo tan dramático como Rolan y los otros.

El pañuelo de seda era de Jhoradin; Lacile vaciló, pero enseguida lo levantó del suelo y al darle la vuelta dejó a la vista una mancha de sangre. Así que sólo quedaba el trozo de cordón de cuero, el que Rolan llevaba al cuello de vez en cuando, debajo del cadin’sor. Faile se preguntó qué significado guardaría para él y si tendría alguna trascendencia el fragmento de gema, un trocito de turquesa toscamente trabajado. Lo recogió y entonces miró a Lacile; cosa sorprendente, parecía que la esbelta mujer estaba llorando. Como Lacile había ocupado enseguida la cama del fornido Sin Hermanos, Faile había dado por hecho que la relación con él era por necesidad, no por afecto.

—Cuatro personas murieron —empezó Faile, que de repente notó seca la boca. Habló con actitud ceremoniosa porque era la mejor forma de evitar que la voz denotara emoción—. Nos protegieron, incluso nos quisieron. Aunque eran enemigos lloramos su muerte. Sin embargo, recordad que eran Aiel, y para un Aiel hay peores finales que la muerte en combate.

Las otras asintieron en silencio, pero Lacile buscó los ojos de Faile; para ellas dos era diferente. Cuando Perrin salió en tromba de aquel callejón —bramando de rabia al ver a Faile y a Lacile en apariencia maltratadas por unos Shaido— muchas cosas ocurrieron muy deprisa. En la reyerta, Faile distrajo a Rolan en el momento justo, haciendo que titubeara. Fue la preocupación por ella, la que lo hizo vacilar, pero esa pausa le permitió a Perrin acabar con él.

¿Había actuado ella de forma intencionada? Todavía no lo sabía; eran tantas las cosas que le habían pasado por la cabeza, tantas emociones al ver a Perrin… Había gritado y… No acababa de decidir si lo había hecho para distraer a Rolan y que éste muriera a manos de Perrin.

En el caso de Lacile no hubo esa vacilación. Jhoradin había saltado delante de ella, poniéndola tras de sí y enarbolando el arma contra el intruso. Y ella le había clavado un cuchillo en la espalda y por primera vez en su vida había matado a un hombre, el hombre con el que había compartido la cama.

Faile había matado a Kinhuin, el otro miembro de los Sin Hermanos que las protegía. No era el primer hombre al que le arrebataba la vida, ni el primero al que había atacado por detrás. Pero sí era el primero que había matado que la tenía por amiga.

No podía hacerse otra cosa; Perrin sólo vio Shaido, y los Sin Hermanos sólo vieron un enemigo invasor. Ese conflicto no podía acabar sin que Perrin o los Sin Hermanos murieran. Por mucho que les hubiera gritado ninguno de los hombres se habría detenido.

Pero eso hacía más trágico el suceso. Faile se armó de valor para evitar que las lágrimas le brotaran, como a Lacile. No amaba a Rolan y se alegraba de que fuera Perrin el que había sobrevivido al conflicto, pero Rolan había sido un hombre honorable y ella se sentía… manchada de algún modo, porque el Aiel había muerto por su culpa.

Eso no tendría por qué ser así; pero lo era. A menudo su padre hablaba de situaciones como ésa, cuando había que matar a gente que a uno le caía bien, por el solo hecho de encontrarla en el lado equivocado de la batalla, y ella no lo había entendido. Ahora sabía que si volviera a repetirse la situación actuaría de la misma forma. No dejaría que Perrin corriera el riesgo de morir. El que había tenido que morir era Rolan.

Aun así, el mundo le parecía un lugar más triste por haber tenido que hacer lo que había hecho.

Lacile se dio media vuelta; se la oía sorber las lágrimas. Faile se arrodilló y tomó un pequeño frasco de aceite que había en el paquete que le había dado Chiad. Sujetó el cordón de cuero y sacó la gema, tras lo cual soltó la tira de cuero en el centro del paquete. Vertió aceite en él y después, utilizando como yesca un palo que encendió en la llama de la lámpara, le prendió fuego al cordón.

Lo observó mientras se quemaba en las pequeñas llamas azules y verdes rematadas en naranja. El olor a cuero quemado era tan similar al de carne humana quemada que resultaba espeluznante. La noche era tranquila, silenciosa, sin viento que agitara las llamas, por lo que éstas danzaban a su antojo.

Alliandre remojó el cinturón con el aceite y lo echó al minúsculo fuego. Por su parte, Arrela hizo otro tanto con el velo. Por último, Lacile agregó el pañuelo; todavía lloraba.

No podían hacer nada más. No había sido posible ocuparse de rescatar los cuerpos en el caos de la marcha de Malden. Chiad había dicho que no había deshonor en dejarlos allí, pero Faile necesitaba hacer algo, encontrar un modo de honrar a Rolan y a los demás.

—Muertos por nuestra mano o simplemente por la batalla, estos cuatro guerreros nos trataron con dignidad —dijo Faile—. Como dirían los Aiel, tenemos un gran toh con ellos. No creo que podamos saldarlo, pero al menos guardaremos vivo su recuerdo. Los Sin Hermanos y una Doncella nos mostraron amabilidad cuando no tenían por qué hacerlo, mantuvieron el honor cuando otros lo abandonaron. Si existe una redención posible para ellos (y para nosotras), habrá de ser ésta.

—Hay un Sin Hermanos en el campamento de Perrin —dijo Lacile, en cuyos ojos se reflejaban las llamas de la minúscula pira—. Se llama Niagen, y es gai’shain de Sulin. Fui a contarle lo que los otros hicieron por nosotras. Es un hombre amable.

Faile cerró los ojos. Lacile debía de referirse a que se había metido en la cama con el tal Niagen; eso no lo tenían prohibido los gai’shain.

—No puedes reemplazar a Jhoradin así —argumentó Faile mientras abría los ojos—. Ni deshacer lo que hiciste.

—Lo sé —saltó Lacile a la defensiva—. Pero eran hombres tan rebosantes de buen humor a despecho de lo terrible de la situación… Tenían algo especial. Jhoradin quería llevarme de vuelta a la Tierra de los Tres Pliegues y hacerme su esposa.

«Algo a lo que jamás habrías consentido, lo sé muy bien —pensó Faile—. Pero ahora que está muerto te das cuenta de la oportunidad que perdiste».

Bueno, ¿y quién era ella para criticarla? Que hiciera lo que quisiera. Si el tal Niagen era la mitad de hombre que Rolan y los demás, entonces tal vez a Lacile le iría bien con él.

—Kinhuin acababa de empezar a cuidar de mí —dijo Alliandre—. Sé lo que quería, pero nunca lo exigió. Creo que planeaba abandonar a los Shaido y que nos habría ayudado a escapar. Aunque lo hubiera rechazado, nos habría ayudado.

—Marthea detestaba lo que hacían los Shaido, pero estaba con ellos por su clan —habló Arrela—. Murió por esa lealtad. Hay cosas peores por las que morir.

Faile observó cómo los últimos rescoldos de la pira en miniatura titilaban y se apagaban.

—Creo que Rolan me amaba —declaró. Y eso fue todo.

Las cuatro se levantaron y regresaron al campamento. Un antiguo proverbio saldaenino decía que el pasado era un campo de rescoldos y ceniza, un vestigio del fuego que era el presente. Dejaba tras ella esos rescoldos consumidos, pero conservaría la turquesa de Rolan. No por remordimiento, sino como remembranza.

Perrin yacía despierto en la silenciosa noche oliendo en la lona de la tienda el aroma único de Faile. No estaba allí, aunque no hacía mucho que faltaba. Había dado una cabezada y ahora ella se había marchado. A lo mejor había ido a las letrinas.

Contempló la oscuridad mientras procuraba encontrarle sentido a su encuentro con Saltador y el Sueño del Lobo. Cuanto más pensaba en ello, mayor era su determinación. Marcharía a la Última Batalla, y cuando lo hiciera quería ser capaz de controlar al lobo que llevaba dentro. Quería verse libre de toda esa gente que lo seguía o aprender a aceptar su lealtad.

Tenía que tomar algunas decisiones y no sería fácil, pero lo haría. Un hombre debía hacer cosas difíciles; así era la vida. Y eso era lo que no había hecho bien en la forma de enfocar la captura de Faile. En vez de tomar decisiones, las había eludido. Maese Luhhan se habría sentido decepcionado con él.

Y ello condujo a Perrin a otra decisión, la más difícil de todas. Iba a tener que dejar que Faile cabalgara hacia el peligro, tal vez que su vida corriera peligro otra vez. ¿Era ésa una decisión? ¿Sería capaz de tomarla? Con sólo pensar que ella corría peligro le daban ganas de vomitar. Pero tendría que hacer algo.

Tres problemas. Los afrontaría y decidiría, pero antes lo pensaría con detenimiento porque así era su forma de actuar. Un hombre era un necio si tomaba decisiones sin pensarlo antes.

La revolución de plantar cara a sus problemas le proporcionó un poco de tranquilidad, así que se dio media vuelta y volvió a quedarse dormido.

22

Lo último que podían hacerle

Semirhage se encontraba sola en el pequeño cuarto, sentada. Le habían quitado la silla y no le habían dejado ni una linterna ni una vela.

¡Maldita fuera esta era y malditas sus gentes! Lo que daría por unos globos radiantes en la pared. Por supuesto, ella había encerrado en la más absoluta oscuridad a varios de sus experimentos; pero eso era diferente, porque era importante descubrir el efecto que tenía en ellos la falta de luz. En la decisión de dejarla a oscuras de esas mal llamadas Aes Sedai que la retenían no había un motivo racional, sólo lo hacían para humillarla.

Se ciñó los brazos con más fuerza, acurrucada contra la pared de madera. No lloró. ¡Era una de los Elegidos! ¿Y qué, si se había visto obligada a humillarse? No se había venido abajo.

Sin embargo… Esas necias Aes Sedai ya no la miraban como antes. Ella no había cambiado, pero esas mujeres sí. De algún modo, de un plumazo, esa condenada mujer con la red de paralización en el cabello había destruido la autoridad que ejercía sobre todas ellas.

¿Cómo? ¿Cómo había perdido el control con tanta rapidez? Se estremeció al recordar cuando esa mujer la había tendido sobre sus rodillas y se había puesto a darle azotes con la mano. Y el desempacho y la displicencia con que lo había hecho. La había tratado —¡a ella, Semirhage, una de los Elegidos!— como si no mereciera la pena tenerla en cuenta. Eso le había escocido más que los golpes.

No volvería a pasar. La próxima vez estaría preparada para los golpes y no les daría importancia. Sí, eso funcionaría, ¿verdad?

De nuevo se estremeció. Había torturado a centenares, tal vez a miles de personas en nombre del entendimiento y la razón. La tortura tenía sentido. Uno veía realmente de qué estaba hecha una persona, en más de un sentido, cuando empezaba a trincharla. Ésa era una frase que había utilizado en numerosas ocasiones y, por lo general, la hacía sonreír.

Esta vez no fue así.

¿Por qué no le provocaban dolor? Dedos rotos, cortes en la carne, ascuas en el doblez de los brazos… Se había preparado mentalmente para afrontar todas esas cosas; de hecho, una pequeña y anhelante parte de sí misma las esperaba deseosa.

Pero ¿esto? ¿Verse obligada a ingerir comida en el suelo? ¿Que la trataran como a una niña delante de quienes la habían mirado con tanto respeto?

«La mataré —pensó no por primera vez—. Le arrancaré los tendones, uno a uno, usando el Poder para curarla a fin de que viva para experimentar el dolor. No, no. Le haré algo nuevo. ¡Le enseñaré lo que es un dolor agónico como nadie ha conocido en ninguna era!»

—Semirhage. —Un susurro.

Se quedó petrificada y alzó la vista en la oscuridad. Esa voz había sonado suave, pero también penetrante y mordiente como un viento helado. ¿Lo habría imaginado? Él no podía estar allí, ¿verdad que no?

—Has fracasado de forma estrepitosa, Semirhage —prosiguió la voz, muy suave.

Una luz tenue brillaba por debajo de la puerta, pero la voz sonaba dentro de la celda. La luz pareció hacerse más intensa y adquirió un vivo tinte rojo que iluminó el repulgo de la capa negra de una figura plantada ante ella. Alzó la vista. La luz rojiza reveló un rostro blanco, del color de piel muerta. El rostro no tenía ojos.

De inmediato se arrodilló en el suelo postrándose en la vieja madera. Aunque la figura que estaba ante ella tenía apariencia de Myrddraal era mucho más alto y mucho, muchísimo más importante que cualquier otro Fado. Se estremeció al recordar la voz del Gran Señor hablándole:

Cuando obedeces a Shaidar Haran, me obedeces a mí. Cuando le desobedeces…

—Tenías que capturar al chico, no matarlo —musitó la figura con un siseo que semejaba vapor escapando a través de una rendija entre la olla y la tapadera—. Lo privaste de una mano y casi de la vida. Te has revelado al mundo y has perdido unos peones valiosos. Te han capturado tus enemigos y ahora te han quebrantado.

Se notaba la sonrisa de los labios en la voz. Shaidar Haran era el único Myrddraal al que Semirhage había visto sonreír. Claro que ella no creía que esa cosa fuera de verdad un Myrddraal.

No refutó los cargos. Ante aquella figura uno no mentía; ni siquiera alegaba excusas.

De repente, el tejido que la escudaba desapareció y Semirhage contuvo la respiración. ¡Volvía a sentir el saidar, el dulce Poder! Sin embargo, cuando hizo intención de abrazarlo, vaciló. Esas pobres imitaciones de Aes Sedai que estaban fuera lo notarían si encauzaba.

Una mano fría, de largas uñas, le rozó la barbilla; el tacto de esa carne era como el de cuero muerto. Le hizo alzar la cabeza para que se encontrara con la mirada sin ojos.

—Se te ha dado esta última oportunidad —susurraron los labios con aspecto de gusanos—. No… falles… más…

La luz se apagó y la mano se apartó de la barbilla de Semirhage, que continuó de rodillas mientras trataba de superar el terror. Una última oportunidad. El Gran Señor siempre sancionaba los fracasos con métodos… imaginativos. Ella misma había aplicado esos escarmientos y no sentía el menor deseo de sufrirlos, porque harían parecer un juego de niños cualquier tortura o castigo que esas Aes Sedai pudieran imaginar.

Hizo un esfuerzo para ponerse de pie y tanteó a su alrededor. Así llegó a la puerta y, conteniendo la respiración, probó a abrirla.

La puerta cedió y salió del cuarto procurando que los goznes no chirriaran. Fuera yacían tres cuerpos en el suelo, desplomados de las sillas que habían ocupado. Eran las mujeres que mantenían el escudo. Y había alguien más allí, arrodillada en el suelo delante de las tres, inclinada la cabeza. Una de las Aes Sedai. Vestía de verde, tenía el cabello castaño y lo llevaba sujeto en una cola de caballo.

—Vivo para serviros, Insigne Señora —musitó la mujer—. Me han dado instrucciones de que os diga que hay una Compulsión en mi mente que tenéis que anular.

Semirhage enarcó una ceja; no se había dado cuenta de que hubiera una Negra entre las Aes Sedai de allí. Deshacer la Compulsión podía tener un efecto muy… desagradable en una persona. Si era una Compulsión fuerte… En fin, resultaría muy interesante de ver.

—Asimismo —continuó la mujer al tiempo que le tendía algo envuelto en un paño— he de entregaros esto.

Apartó la tela y dejó a la vista un collar metálico de color oscuro y sin brillo, así como dos brazaletes. El Dogal de Dominio. Confeccionado durante el Desmembramiento, guardaba un extraordinario parecido con el a’dam en el que Semirhage había estado trabajando tanto tiempo.

Con ese ter’angreal se podía controlar a un encauzador varón. Por fin una sonrisa se abrió paso a través del miedo de Semirhage.

Rand había estado en la Llaga una sola vez, aunque recordaba de forma vaga haber ido a esa zona en varias ocasiones, antes de que la Llaga infectara la tierra. Recuerdos de Lews Therin, no suyos.

El demente había empezado a gruñir y mascullar con ira mientras cabalgaban a través del breñal saldaenino. Incluso Tai’daishar se iba mostrando asustadizo a medida que avanzaban hacia el norte.

Saldaea era un paisaje pardo de monte bajo y matorrales en suelo oscuro, ni de lejos tan árido como el Yermo de Aiel, pero allí era difícil encontrar terreno fértil o frondoso. Las casonas eran comunes, pero casi parecían fortalezas, y los chiquillos actuaban como guerreros adiestrados. Lan le había dicho en cierta ocasión que entre las gentes de las Tierras Fronterizas un chico se convertía en hombre cuando se ganaba el derecho de empuñar una espada.

—¿Se os ha ocurrido pensar que lo que estamos haciendo aquí podría constituir una invasión? —inquirió Ituralde, que cabalgaba a la izquierda de Rand.

Éste hizo un gesto con la cabeza en dirección a Bashere, que cabalgaba a su derecha a través de la maleza.

—Traigo conmigo tropas de su propia estirpe —respondió luego—. Los saldaeninos son mis aliados.

—¡Dudo que la reina lo vea de ese modo, amigo mío! —dijo Bashere riendo—. Han pasado muchos meses desde la última vez que recibí órdenes suyas. Vaya, pero si no me sorprendería que hubiera pedido mi cabeza a estas alturas.

—Soy el Dragón Renacido. —Rand volvió la vista al frente—. No es una invasión marchar contra las fuerzas del Oscuro.

Más adelante se alzaban las estribaciones de las Montañas Funestas; tenían un matiz oscuro, como si las laderas estuvieran cubiertas con una capa de hollín.

¿Qué haría él si otro monarca utilizara un acceso para situar casi cincuenta mil combatientes dentro de sus fronteras? Era un acto de guerra, pero las fuerzas fronterizas se hallaban lejos, haciendo sólo la Luz sabía qué, y no estaba dispuesto a dejar estas tierras desprotegidas. A una hora de distancia a caballo, los domani de Ituralde habían instalado un campamento fortificado junto a un río que nacía en las tierras altas del Fin del Mundo. Rand había inspeccionado el campamento y pasado revista a las tropas, tras lo cual Bashere sugirió cabalgar un rato para reconocer la Llaga. Los exploradores habían quedado sorprendidos por la rapidez con que avanzaba la infección, y Bashere consideró importante que Ituralde y Rand lo vieran por sí mismos. Rand estuvo de acuerdo con él. A veces los mapas no mostraban la realidad que se descubría al verla directamente.

El sol se dirigía hacia el horizonte como un ojo adormilado. Tai’daishar golpeó el suelo con el casco y sacudió la cabeza. Rand alzó una mano para que se detuviera el grupo formado por dos generales, cincuenta soldados y otras tantas Doncellas, con Narishma cerrando la marcha para tejer los accesos.

Hacia el norte, en una vertiente poco profunda, matorrales y arbustos achaparrados se mecían al viento como olas. No había una línea específica que marcara dónde empezaba la Llaga —una mancha en una brizna aquí, un matiz enfermizo en un tallo allá—; cada mota en sí era inocua, pero había demasiadas; en exceso. En lo alto de la ladera no quedaba ni una sola planta que no tuviera marcas. La plaga parecía empeorar y extenderse incluso mientras la observaban.

En la Llaga había una sensación untuosa, de plantas que sobrevivían a duras penas, que se mantenían vivas como prisioneros famélicos, al mismo borde de la muerte. Si Rand hubiera visto algo así en un campo de Dos Ríos le habría prendido fuego a toda la cosecha y le habría sorprendido que nadie lo hubiera hecho ya.

A su lado, Bashere se pasó los nudillos por el largo y oscuro bigote, atusándoselo.

—Recuerdo cuando aún recorrías varias leguas más sin que empezara la infección —apuntó—. Y de eso no hace tanto.

—Ya tengo patrullas recorriendo la linde —informó Ituralde, que contemplaba el enfermizo paisaje—. Todos los informes dicen lo mismo: está todo muy tranquilo ahí fuera.

—Eso debería bastar como advertencia de que algo va mal —dijo Bashere—. Siempre hay que luchar contra patrullas o incursiones de trollocs. Y si no son ellos, entonces se debe a que algo más temible los ahuyenta, como los Gusanos o los tábanos gigantes.

Ituralde, apoyado un brazo en la perilla de la silla, meneó la cabeza sin dejar de mirar la Llaga y dijo:

—No tengo experiencia en la lucha contra esas criaturas. Sé cómo piensan los hombres, pero los grupos de asalto trollocs no tienen líneas de suministros y sólo he oído historias sobre lo que los Gusanos son capaces de hacer.

—Dejaré algunos oficiales de Bashere con vosotros, como consejeros —ofreció Rand.

—Sí, sería una ayuda —contestó Ituralde—, pero me pregunto si no sería mejor dejarlo a él aquí. Sus soldados podrían patrullar esta área y vos podríais utilizar mis tropas en Arad Doman. Sin ánimo de ofender, milord, ¿no os parece chocante tenernos trabajando a uno en el reino del otro?

—No.

No era chocante, sino frío razonamiento. Confiaba en Bashere, y los saldaeninos le habían servido bien, pero sería peligroso dejarlos en su tierra natal. Para empezar, Bashere era tío de la reina; y, por otro lado, ¿cómo reaccionarían sus hombres cuando sus propios compatriotas les preguntaran por qué se habían convertido en Juramentados del Dragón? Por extraño que pudiera parecer, Rand sabía que causaría una conflagración mucho menor dejando forasteros en suelo saldaenino.

El razonamiento respecto a Ituralde era igualmente implacable. Ese hombre le había prestado juramento, pero las lealtades podían cambiar. Allí, cerca de la Llaga, Ituralde y sus tropas tendrían pocas oportunidades de volverse contra él. Estaban en territorio hostil y los Asha’man de Rand serían el único medio rápido de regresar a Arad Doman. Por el contrario, si los dejaba en su tierra, Ituralde reuniría tropas y quizá decidiría que no necesitaba la protección del Dragón Renacido.

Era mucho más seguro tener a los ejércitos en territorio hostil. Rand detestaba pensar de esa forma, pero ésa era una de las principales diferencias entre el hombre que había sido y el hombre en que se había convertido. Sólo uno de esos hombres podría hacer lo que debía hacerse, por mucho que odiara tener que hacerlo.

—Narishma —llamó Rand—. Un acceso.

No tuvo que volverse para notar que Narishma asía el Poder Único y empezaba a tejer. La sensación le produjo cosquilleo a Rand; un cosquilleo tentador, pero lo combatió y lo rechazó. Cada vez le costaba más trabajo aferrar el Poder sin vomitar, y no estaba dispuesto a vaciar el estómago delante de Ituralde.

—Tendréis cien Asha’man a finales de semana —le dijo a Ituralde—. Sospecho que sabréis hacer buen uso de ellos.

—Sí, me parece que haré eso exactamente.

—Quiero informes a diario, incluso si no ocurre nada —respondió Rand—. Enviad a los mensajeros a través de un acceso. Dentro de cuatro días mandaré levantar el campamento para trasladarnos a Bandar Eban.

Bashere gruñó; era lo primero que Rand decía sobre ese movimiento. Rand hizo volver grupas al caballo y se dirigió hacia el amplio acceso que se había abierto detrás de ellos. Siendo las primeras como siempre, algunas de las Doncellas ya lo habían atravesado. Narishma se encontraba a un lado, con el oscuro cabello tejido en dos largas trenzas adornadas con campanillas. También él había sido un fronterizo antes de convertirse en Asha’man. Demasiadas lealtades entremezcladas. ¿Qué estaría en primer lugar para Narishma? ¿Su patria? ¿Rand? ¿La Aes Sedai de la que era Guardián? Rand estaba bastante seguro de que ese hombre era leal; se contaba entre los que habían acudido a los pozos de Dumai. Pero los enemigos más peligrosos eran aquellos que un daba por sentado que eran de fiar.

«¡No se puede confiar en ninguno de ellos! —afirmó Lews Therin—. Jamás debimos permitir que se nos acercaran tanto. ¡Se revolverán contra nosotros!»

El pobre demente siempre tenía problemas con otros varones capaces de encauzar. Rand azuzó a Tai’daishar para que avanzara e hizo caso omiso de las incoherencias de Lews Therin, aunque oír su voz lo llevó a revivir lo de aquella noche. La noche en que había soñado con Moridin y no había habido Lews Therin en su mente. A Rand le revolvía el estómago saber que sus sueños ya no eran seguros; había llegado a considerarlos como un refugio. Las pesadillas podrían asaltarlo, cierto, pero eran sus propias pesadillas.

¿Por qué Moridin había acudido a ayudarlo en Shadar Logoth durante la lucha con Sammael? ¿Qué complejas tramas estaba tejiendo? Había afirmado que era Rand quién había invadido su sueño, no al revés, pero ¿no sería ésa otra mentira?

«Tengo que destruirlos —pensó—. A todos los Renegados. Y esta vez he de hacerlo para siempre. He de ser inexorable».

Sólo que Min no quería que fuera duro. Y a ella precisamente no quería asustarla. Con Min no se jugaba; puede que lo llamara palurdo, pero no mentía, y eso lo hacía querer ser el hombre que ella deseaba que fuera. Pero ¿se arriesgaría? ¿Un hombre capaz de reír sería capaz también de afrontar lo que debía hacerse en Shayol Ghul?

Para vivir, debes morir, fue la respuesta que le habían dado a una de sus tres preguntas. Si tenía éxito, su recuerdo —su legado— perduraría tras su muerte. No deseaba morir, pero ¿quién quería? Los Aiel afirmaban que no buscaban la muerte, aunque la abrazaban cuando llegaba.

Entró en el acceso, Viajando de vuelta a la casona de Arad Doman y su anillo de pinos que rodeara el prado pisoteado y marrón y las largas hileras de tiendas. Había que ser un hombre duro para afrontar la propia muerte luchando contra el Oscuro mientras derramabas la sangre en las rocas de Shayol Ghul. ¿Quién tendría ganas de reír con semejante perspectiva?

Sacudió la cabeza. Tener en la mente a Lews Therin tampoco ayudaba.

«Ella tiene razón», dijo de repente Lews Therin.

«¿Ella?», preguntó Rand.

«La chica bonita. La del pelo corto. Dice que tenemos que romper los sellos. Tiene razón».

Rand se quedó helado y sofrenó con brusquedad a Tai’daishar sin hacer caso del mozo que había acudido a ocuparse del caballo. Oír que Lews Therin estaba de acuerdo en…

«¿Y qué hacemos después de eso?», preguntó.

«Morimos. ¡Prometiste que moriríamos!»

«Sólo si derrotamos al Oscuro. Sabes que si gana él no habrá nada para nosotros. Ni siquiera la muerte».

«Sí… nada. Eso estaría bien. Ni dolor, ni remordimiento. Nada».

Rand tuvo un escalofrío. Si Lews Therin empezaba a pensar de ese modo…

«No, no habría nada. Nos arrebataría hasta el alma y el dolor sería peor, mucho peor», dijo Rand.

Lews Therin se echó a llorar.

«¡Lews Therin! —espetó Rand para sus adentros—. ¿Qué hacemos? ¿Cómo sellaste la Perforación la última vez?»

«No funcionó —susurró Lews Therin—. Utilizamos saidin, pero tocamos al Oscuro con él. ¡Era la única forma! Tiene que tocarlo algo, algo que cierre el desgarro, pero él lo infectó. ¡El sello era débil!»

«Sí, pero ¿qué hacemos diferente?», insistió Rand.

Silencio. Rand permaneció inmóvil en la silla un instante y después desmontó y dejó a Tai’daishar a cargo del nervioso mozo para que se lo llevara. Las demás Doncellas entraron a través del amplio acceso, con Bashere y Narishma en la retaguardia. Rand no los esperó aunque vio a Deira Bashere —esposa de Davram— esperando fuera de la zona de Viaje. La alta y escultural mujer tenía el cabello oscuro con hebras blancas en las sienes; asestó a Rand una mirada de evaluación. ¿Qué haría si Bashere muriera al servicio de Rand? ¿Continuaría con él o conduciría a las tropas de vuelta a Saldaea? Tenía un carácter tan fuerte como su esposo; puede que más.

Rand pasó junto a ella y la saludó con un ligero cabeceo y una sonrisa antes de internarse en el campamento, en dirección a la casona. Así que Lews Therin no sabía cómo sellar la prisión del Oscuro. Entonces, ¿qué utilidad tenía esa voz? Así se abrasara… ¡Ese hombre había sido una de las pocas esperanzas que albergaba!

La mayoría de la gente sabía a qué atenerse y se apartaba de su camino al verlo cruzar el prado a zancadas. Rand recordaba otros tiempos en que no se sumía en tales estados de ánimo, unos tiempos en que sólo era un simple pastor. Rand el Dragón Renacido era un hombre completamente distinto, un hombre con responsabilidades y deberes. Tenía que serlo.

El deber. Pesado como una montaña. Él lo sentía como si estuviera atrapado entre su buena docena o más de montañas, todas moviéndose para destruirlo. Y, entre esas fuerzas, sus emociones parecían bullir por la presión. ¿Era pues de extrañar que saltaran de golpe, con un estallido?

Sacudió la cabeza y se acercó a la casona. Al este se alzaban las Montañas de la Niebla; el sol estaba a punto de meterse y una luz rojiza bañaba los picos. Tras ellos y hacia el sur, tan próximos que resultaba chocante, se encontraban Campo de Emond y Dos Ríos. Un hogar que no volvería a ver porque visitarlo sólo serviría para revelar a sus enemigos que era un lugar que quería. Se había esforzado mucho para hacerles creer que era un hombre sin afectos. A veces le daba miedo pensar que el embuste se había hecho realidad.

Montañas. Montañas pesadas como el deber. En este caso, el deber de la soledad, porque en alguna parte, hacia el sur de esas montañas tan cercanas, estaba su padre. Tam era su padre. Rand lo había decidido; no había conocido a su padre biológico, el jefe de clan Aiel llamado Janduin, y, aunque sin duda había sido un hombre de honor, Rand no se sentía inclinado a llamarlo «padre».

A veces Rand anhelaba oír la voz de Tam, echaba de menos su sabiduría. Era en esas ocasiones cuando Rand comprendía que debía ser más duro, porque tener un momento de debilidad —el de correr hacia su padre en busca de apoyo— destruiría casi todo aquello por lo que había trabajado; y probablemente significaría también la muerte de Tam.

Apartando la gruesa lona que ahora hacía las veces de puerta, entró en la casona a través del agujero quemado que había en la fachada, dando la espalda a las Montañas de la Niebla. Estaba solo. Era preciso que estuviera solo. Depender de cualquiera sería arriesgarse a ser débil cuando llegara a Shayol Ghul. En la Última Batalla no podría apoyarse en nadie salvo en sí mismo.

El deber. ¿Con cuántas montañas tenía que cargar un hombre?

Todavía olía a humo dentro de la casona. Lord Tellaen había protestado por el fuego de forma vacilante —aunque persistente— hasta que Rand ordenó indemnizarlo por los destrozos, a pesar de que la burbuja maligna no era culpa suya. ¿O sí? Ser ta’veren producía muchos y extraños efectos, desde hacer que la gente dijera cosas que en condiciones normales no diría, hasta ganarse la lealtad de quienes se habían mostrado indecisos. También era un foco que atraía problemas, incluidas esas burbujas. No había sido por elección suya, pero sí había sido su decisión quedarse en la casona.

En cualquier caso, Tellaen recibió una indemnización. Era una miseria si se comparaba con el montón de dinero que Rand gastaba para mantener sus ejércitos, e incluso eso era poco comparado con los fondos dedicados a llevar alimentos a Arad Doman y otras áreas con problemas. A ese paso, sus secretarios temían que no tardaría en ir a la bancarrota, a pesar de sus bienes en Illian, Tear y Cairhien. Rand no les había dicho que eso le daba igual.

Conduciría al mundo a la Última Batalla.

«¿Y ése será todo tu legado? —susurró una voz en un rincón de su mente. No era la de Lews Therin, sino la de su conciencia, esa parte de sí mismo que lo había empujado a fundar escuelas en Cairhien y en Andor—. ¿Quieres vivir después de morir? ¿Dejarás hambruna y caos a todos los que te seguirán a la guerra? ¿Será por la destrucción por lo que se te recordará?»

Rand sacudió la cabeza. ¡Él no podía arreglarlo todo! Sólo era un hombre. Mirar más allá de la Última Batalla era absurdo. No podía preocuparse por lo que sería el mundo después del conflicto, no podía. Hacerlo sería apartarse de su meta.

«¿Y cuál es la meta? —preguntó la voz—. ¿Es sobrevivir o es prosperar? ¿Dejarás puestas las bases para otro Desmembramiento o para otra Era de Leyenda?»

No tenía respuesta a esas preguntas. Lews Therin se soliviantó un poco y se puso a decir incoherencias. Rand subió la escalera hasta la segunda planta de la casona. Luz, qué cansado estaba.

¿Qué era lo que ese loco había dicho? ¿Qué había utilizado el saidin para sellar la Perforación en la prisión del Oscuro? Eso se debía a que hubo muchas Aes Sedai de la época que se pusieron en contra de él y lo dejaron solo con los Cien Compañeros, los Aes Sedai varones más poderosos de aquel tiempo. Ninguna mujer. Las mujeres Aes Sedai habían considerado su plan demasiado temerario.

Rand tuvo la inquietante sensación de que casi recordaba aquellos acontecimientos, no lo que había ocurrido, sino la rabia, la desesperación, la decisión. ¿El error era, pues, no utilizar la mitad femenina del Poder junto con la masculina? ¿Fue eso lo que permitió que el Oscuro contraatacara y contaminara el saidin, y abocara a la locura a Lews Therin y a los demás supervivientes de los Cien Compañeros?

¿Sería así de sencilla la respuesta? ¿Cuántas Aes Sedai harían falta? ¿Las necesitaría él? Eran muchas las Sabias capaces de encauzar. Seguro que tenía que haber algo más, que la solución no se reducía simplemente a eso.

Había un juego infantil, «Serpientes y zorros». Se decía que la única forma de ganar era saltarse las reglas. Entonces ¿qué pasaba con su otro plan? ¿Podría romper las reglas matando al Oscuro? ¿Era ésa una posibilidad que ni siquiera él, el Dragón Renacido, osaría considerar?

Cruzó el chirriante piso de madera del pasillo y abrió la puerta de su cuarto. Min, vestida con el pantalón verde adornado con bordados y una camisa de lino, se había acomodado en la cama recostada en los almohadones y pasaba las hojas de otro libro a la luz de la lámpara. Una criada entrada en años se movía afanosa por la habitación recogiendo los platos de la cena de Min. Rand se quitó la chaqueta y suspiró mientras flexionaba la mano.

Se sentó al borde de la cama al tiempo que Min dejaba a un lado el libro, un ejemplar titulado Deliberación exhaustiva sobre reliquias pre-Desmembramiento. Se sentó más incorporada y se frotó la nuca. Los cuencos repicaron cuando la criada los recogió, y la mujer inclinó la cabeza en un gesto de disculpa, tras lo cual se apresuró más para meterlos en un cesto.

—Otra vez te estás exigiendo más de la cuenta, pastor —dijo Min.

—Debo hacerlo.

La joven le pellizcó con fuerza el cuello, y él se encogió y soltó un gruñido.

—No, no debes —le dijo Min hablándole casi al oído—. ¿Es que no has prestado atención a lo que te he dicho? ¿Qué crees que podrás hacer si te agotas antes de la Última Batalla? ¡Luz, Rand, hace meses que no te oigo reír!

—¿Es que vivimos unos tiempos propicios para la risa? —preguntó él—. ¿Quieres que sea feliz mientras los niños mueren de hambre y los hombres se matan? ¿Habría de reírme al enterarme de que los trollocs aún se desplazan por los Atajos? ¿Debería sentirme contento porque la mayoría de los Renegados todavía andan por ahí, en alguna parte, fraguando el mejor modo de acabar conmigo?

—Bueno, no —contestó Min—. Por supuesto que no. Pero no debemos permitir que los problemas del mundo nos destruyan. Cadsuane dice que…

—Un momento —espetó mientras se giraba para mirarla de frente.

La joven se puso de rodillas en la cama, con la corta y oscura melena enroscándose en bucles por debajo del mentón; parecía sobresaltada por el tono que había utilizado.

—¿Qué tiene que ver Cadsuane en todo esto? —preguntó Rand.

—Nada. —Min arrugó el entrecejo.

—Te ha estado dictando lo que tienes que decir. ¡Te está utilizando para enredarme!

—No seas estúpido.

—¿Qué dice sobre mí?

—Le preocupa lo duro que te has vuelto. Rand, ¿qué pasa?

—Intenta dominarme, manipularme —contestó—. Y te está utilizando. ¿Qué le has contado, Min?

Min le pegó otro fuerte pellizco.

—No me gusta ese tono, palurdo. Tenía entendido que Cadsuane era tu consejera, así pues, ¿por qué iba a tener cuidado con lo que decía estando ella presente?

La criada seguía apilando platos. ¿Por qué diantres no se marchaba de una vez? Aquélla no era la clase de discusión que Rand quería tener delante de desconocidos.

Min no podía estar colaborando con Cadsuane, ¿verdad? No se fiaba de la Aes Sedai, lo mirase por donde lo mirase. Si había convencido a Min…

A Rand se le puso el corazón en un puño. No iba a sospechar ahora de Min, ¿verdad? Siempre había sido la persona en la que confiar por su sinceridad, la que no jugaba con él. ¿Qué haría si la perdiera?

«¡Así me abrase! Tiene razón, me he vuelto demasiado duro. ¿Qué va a ser de mí si empiezo a sospechar de quienes sé que me aman? —se reprochó—. No seré mejor que ese loco de Lews Therin».

—Min —empezó, en un tono mucho más suave—, quizá tengas razón. Quizás he ido demasiado lejos.

La joven se volvió para mirarlo, relajada, y entonces se quedó petrificada, con los ojos desorbitados por el horror.

Algo frío se cerró con un chasquido metálico en torno al cuello de Rand.

Al tiempo que se llevaba la mano al cuello, Rand giró velozmente sobre sí mismo. La criada estaba detrás, pero la forma de la mujer rielaba con una luz trémula. La figura de la criada desapareció, reemplazada por la de una mujer de tez oscura y ojos negros, con un gesto triunfal en el semblante afilado. Semirhage.

La mano de Rand tocó metal —un metal tan gélido que parecía hielo— ceñido contra la piel. Furioso, trató de desenvainar la espada de la funda negra con el dragón esmaltado, pero le fue imposible hacerlo. Las piernas le temblaban como si sostuvieran un peso increíble. Arañó el collar —los dedos todavía podía moverlos—, pero el metal parecía estar hecho de una sola pieza.

En aquel instante Rand sintió terror, pero de todos modos sostuvo la mirada a Semirhage, que sonreía de oreja a oreja.

—Llevo mucho tiempo esperando ponerte un Dogal de Dominio, Lews Therin —dijo la Renegada—. Qué curioso cómo se dan las circunstancias para que pasen las cosas, ¿no es cierto?

Hubo un destello en el aire, y Semirhage apenas tuvo tiempo de gritar antes de que algo desviara por poco el cuchillo… Un tejido de Aire, dedujo Rand, aunque no podía ver los flujos del saidar. Con todo, el cuchillo de Min dejó un corte profundo en la mejilla de la Renegada antes de seguir su vuelo para ir a clavarse en la puerta de madera.

—¡Guardias! —gritó Min—. ¡A las armas, Doncellas! ¡El Car’a’carn está en peligro!

Semirhage maldijo, hizo un gesto con la mano y Min enmudeció.

Rand se retorció con ansiedad en un intento —fallido— de asir el saidin. Algo lo tenía inmovilizado. A la par que la amordazaban, unos tejidos de Aire sacaron a rastras a Min de la cama. Rand intentó correr hacia ella, pero de nuevo sus esfuerzos fueron en vano; las piernas se negaban a moverse, punto.

En aquel momento, la puerta del cuarto se abrió y otra mujer entró a buen paso. Echó una ojeada al pasillo, como si comprobara algo, y después cerró tras de sí. Elza. Un atisbo de esperanza alentó en Rand, pero la diminuta mujer se reunió con Semirhage y asió el otro brazalete del a’dam ceñido al cuello de Rand. La Aes Sedai alzó la vista hacia él, rojos los ojos y el gesto aturdido, como si algo la hubiera golpeado de pronto en la cabeza. No obstante, al verlo arrodillarse, sonrió.

—Así pues, por fin te alcanza tu destino, Rand al’Thor. Te enfrentarás al Gran Señor y perderás.

Elza. ¡Elza era una Negra, así se abrasara! Se le puso carne de gallina al notar que la mujer abrazaba el saidar mientras se situaba junto a su señora. Ambas lo afrontaron, cada una de ellas con un brazalete; Semirhage se mostraba segura de sí misma en grado sumo.

Rand gruñó y se volvió hacia la Renegada. ¡No permitiría que lo atraparan así!

Semirhage se tocó el corte ensangrentado de la mejilla y chasqueó la lengua. Vestía un vestido de color marrón apagado. ¿Cómo había escapado a la cautividad? ¿Y dónde había conseguido ese maldito collarín? ¡Él se lo había entregado a Cadsuane para que lo guardara y la Aes Sedai había jurado que estaría a buen recaudo!

—No vendrán guardias, Lews Therin —dijo Semirhage con aire ausente mientras levantaba la mano en la que llevaba el brazalete; un brazalete que hacía juego con el aro macizo que se ceñía al cuello de Rand—. He puesto salvaguardias al cuarto para que nadie oiga nada. Verás que ni siquiera puedes moverte a menos que yo te lo permita. De hecho, ya lo has intentado, y habrás comprobado lo fútil de tu esfuerzo.

Desesperado, Rand trató una vez más de asir el saidin, pero no halló nada. Dentro de su mente Lews Therin se puso a gruñir y a sollozar, y Rand creyó que iba a sumarse a esos llantos. ¡Min! Tenía que llegar junto a ella. ¡Tenía que ser fuerte!

Hizo un esfuerzo para acercarse a Semirhage y a Elza, pero fue como si intentara mover las piernas de otra persona. Estaba atrapado en su propia cabeza, como Lews Therin. Abrió la boca para maldecir, pero sólo consiguió emitir un graznido.

—En efecto, tampoco puedes hablar sin permiso —dijo la Renegada—. Y te sugeriría que no vuelvas a intentar asir el saidin, porque la experiencia te resultará muy desagradable. Cuando probé el Dogal de Dominio vi que era una herramienta mucho más elegante que esos a’dam seanchan, los cuales permiten una mínima libertad basándose en la náusea como un inhibidor. El Dogal de Dominio exige mucha más obediencia. Harás exactamente lo que yo desee. Por ejemplo…

Rand se incorporó y las piernas se le movieron en contra de su voluntad. Entonces, su propia mano se alzó y empezó a apretarle la garganta por encima del collar. Boqueó y se tambaleó; frenético, intentó de nuevo asir el saidin.

Lo que encontró fue dolor; un dolor como si hubiera metido la mano en un tanque de aceite hirviendo y después el ardiente líquido se le hubiera introducido por las venas. Gritó, conmocionado por el dolor, y se desplomó en el suelo. El sufrimiento lo hizo retorcerse y empezó a verlo todo negro.

—¿Te das cuenta? —La voz de Semirhage le sonó lejana—. Ah, había olvidado cuán satisfactorio es esto.

El dolor era como un millón de hormigas metiéndosele por debajo de la piel hasta llegar al hueso; se arqueó, sacudido por espasmos.

«¡Estamos en el arcón otra vez!», gritó Lews Therin.

Y de repente, así fue; Rand veía los oscuros confines del arcón, aplastándolo. Tenía el cuerpo ulcerado por las palizas, la mente luchaba para conservar la cordura, frenética. Lews Therin había sido su única compañía; era una de las primeras veces que Rand recordaba haberse comunicado con el pobre demente. Lews Therin había empezado a responderle poco antes de aquel día.

Él no había querido ver a Lews Therin como una parte de sí mismo. La parte perturbada de su mente, la parte capaz de soportar el suplicio, aunque sólo fuera por la tortura que sufría ya; más dolor y más sufrimiento no significaban nada. Era imposible llenar una copa que ya había empezado a desbordarse.

Dejó de gritar. El dolor seguía allí, le hacía llorar los ojos, pero los gritos no salían; todo quedó en silencio.

Semirhage bajó la vista hacia él, ceñuda, la sangre goteándole del corte de la cara. Otra oleada de dolor lo asaltó. A quienquiera que fuera él.

Rand la miró de hito en hito. Callado.

—¿Qué haces? —inquirió ella, apremiante.

—Ya no se me puede hacer nada más —susurró.

Otra andanada de dolor. Lo conmocionó y algo dentro de él sollozó, pero de cara al exterior no hubo reacción en él. Y no porque contuviera los gritos, sino porque no sentía nada. El arcón, las dos heridas del costado corrompiéndole la sangre, las palizas, la humillación, los pesares y su suicidio. Matarse a sí mismo. Ahora, de forma repentina y descarnada, recordaba eso también. Después de todas esas cosas, ¿qué más podía hacerle Semirhage?

—Insigne Señora —empezó Elza mientras se volvía hacia la Renegada, todavía con un aire un tanto aturdido por algún motivo—, quizá deberíamos…

—Cállate, gusano —espetó Semirhage a la otra mujer; se limpió la sangre de la mejilla y después se miró los dedos—. Ésta es la segunda vez que esos cuchillos han probado mi sangre. —Sacudió la cabeza y entonces se volvió hacia Rand—. ¿Dices que no puedo hacerte nada más? Olvidas, Lews Therin, con quién estás hablando. El dolor es mi especialidad y aún eres poco más que un muchacho. He quebrantado hombres diez veces más fuertes que tú. Ponte de pie.

Él lo hizo. El dolor no había desaparecido; era evidente que la mujer quería seguir utilizándolo contra él hasta que obtuviera una reacción.

Obedeciendo órdenes no pronunciadas, Rand se volvió y vio a Min suspendida en el aire, atada por cuerdas invisibles de Aire. La joven tenía los ojos desorbitados por el terror, con los brazos sujetos a la espalda y la boca tapada por una mordaza de Aire.

—¿Que no puedo hacerte más, dices? —Semirhage soltó una risita.

Rand asió el saidin, aunque no por propia iniciativa, sino por voluntad de la mujer. El fragor de Poder lo embistió, y lo asaltó la extraña náusea que aún no había conseguido explicarse. Cayó a gatas en el suelo y vomitó con un gemido mientras el cuarto giraba y se sacudía a su alrededor.

—Qué extraño —oyó decir a Semirhage, muy a lo lejos.

Rand sacudió la cabeza, asiendo todavía el Poder Único, debatiéndose con él como siempre había hecho con el saidin, obligando a ese flujo poderoso y agitado a someterse a su voluntad. Era como encadenar una tormenta de aire, y eso ya era bastante difícil cuando estaba fuerte y sano, de modo que ahora era casi de todo punto imposible.

«¡Utilízalo! ¡Mátala ahora que puedes hacerlo!», gritó Lews Therin.

«No mataré a una mujer —pensó Rand, obstinado, una idea producto de la imaginación de alguien metido en un rincón de su mente—. Esa línea no la cruzaré».

Lews Therin bramó e intentó arrebatarle el saidin, aunque sin éxito. De hecho, Rand descubrió que estaba tan incapacitado para encauzar de forma voluntaria como para dar un paso sin permiso de Semirhage.

Se irguió siguiendo su mandato, y el cuarto dejó de dar vueltas a su alrededor a medida que desaparecía la náusea. Y entonces empezó a crear tejidos complicados de Energía y Fuego.

—Sí, eso es —dijo Semirhage, casi para sí misma—. Veamos, a ver si me acuerdo… La forma masculina de hacer esto es tan rara a veces…

Rand realizó los tejidos y luego los empujó hacia Min.

—¡No! —gritó al tiempo que lo hacía—. ¡Eso no!

—Ah, ¿lo ves? Después de todo no es tan difícil quebrantarte —dijo Semirhage.

Los tejidos tocaron a Min, que se retorció de dolor. Rand siguió encauzando, y las lágrimas le brotaban de los ojos mientras dirigía los tejidos a través del cuerpo de la joven. Sólo le causaban dolor, pero lo hacían muy bien. Semirhage debía de haberle quitado la mordaza a Min, porque ésta empezó a chillar entre sollozos.

—¡Por favor, Rand! —suplicó—. ¡Por favor!

Rand bramó de rabia al tiempo que trataba de parar, sin conseguirlo. Sentía el dolor de Min a través del vínculo, sentía cómo se lo causaba.

—¡Basta ya! —gritó a voz en cuello.

—Suplica —ordenó la Renegada.

—Por favor —pidió llorando—. Por favor, te lo suplico.

De repente, cesó; los tejidos de tortura se deshicieron. Min colgaba en el aire, sacudida por los sollozos, la mirada desenfocada por la conmoción del dolor. Rand volvió a mirar a Semirhage y a la figura más pequeña de Elza, de pie a su lado. La Negra parecía aterrada, como si se hubiera metido en un asunto para el que no estaba preparada.

—Ahora te das cuenta de que siempre has estado destinado a servir al Gran Señor —dijo la Renegada—. Saldremos de este cuarto y nos ocuparemos de las mal llamadas Aes Sedai que me tuvieron prisionera. Viajaremos a Shayol Ghul a presentarte ante el Gran Señor y después todo esto habrá acabado.

Él inclinó la cabeza. ¡Tenía que haber una escapatoria! Se la imaginó utilizándolo para hacer pedazos a sus propios hombres. Los imaginó temerosos de atacar para no hacerle daño. Vio la sangre, la muerte, la destrucción que ocasionaría. Y se quedó helado, como si fuera hielo por dentro.

«Han ganado».

Semirhage miró la puerta; luego se volvió hacia él y sonrió.

—Pero, antes, me temo que hemos de ocuparnos de ella en primer lugar, así que empecemos.

Rand se volvió y dio un paso hacia Min.

—¡No! —gritó—. Prometiste que si suplicaba…

—No prometí nada —dijo riendo la Renegada—. Suplicas muy bien, Lews Therin, pero he decidido pasar por alto tus súplicas. Puedes soltar el saidin, sin embargo. Esto requiere que sea algo más personal, más directo.

El saidin se desvaneció y Rand lamentó la desaparición del Poder; a su alrededor el mundo parecía más apagado. Se dirigió hacia Min y se encontró con los ojos suplicantes de la joven. Entonces cerró los dedos alrededor del cuello de Min y empezó a apretar.

—No… —musitó con espanto mientras la mano, en contra de su deseo, le cortaba el paso del aire.

Min se tambaleó y, en contra de su voluntad, Rand la echó al suelo sin costarle apenas trabajo reprimir su resistencia. Se alzó sobre ella, presionando la garganta con la mano, ahogándola. Ella lo miraba; los ojos empezaban a salírsele de las órbitas.

«Esto no puedo estar pasando».

Semirhage rió.

«¡Ilyena! ¡Oh, Luz, la he matado!», gritaba Lews Therin.

Rand apretó con más fuerza al tiempo que se inclinaba hacia adelante para hacer palanca; los dedos estrujaban la piel de Min y comprimían la tráquea. Era como si estrujara su propio corazón, y el mundo se oscureció a su alrededor haciendo que todo se volviera negro, excepto Min. Notaba el pálpito del pulso de la joven bajo sus dedos.

Esos hermosos ojos oscuros que lo observaban, amándolo incluso mientras la mataba.

«¡Esto no puede estar pasando!»

«¡La he matado!»

«¡Estoy loco!»

«¡Ilyena!»

¡Tenía que haber una escapatoria! ¡Tenía que haberla! Rand quería cerrar los ojos, pero le era imposible. Ella no se lo permitía… No Semirhage, sino Min. Le sostenía la mirada con la suya, mientras las lágrimas le humedecían las mejillas, el oscuro y rizoso cabello revuelto. Tan hermosa.

Buscó el saidin, pero no logró asirlo. Empleó toda su voluntad, hasta la última pizca, en un intento de aflojar los dedos, pero seguían apretando. Sintió horror, sintió el dolor de Min, que ya tenía la cara purpúrea; los párpados de la joven aletearon.

Rand emitió un plañido.

«¡ESTO NO PUEDE ESTAR PASANDO! ¡NO VOLVERÉ A HACER LO MISMO!»

Algo se rompió con un chasquido dentro de él. Se quedó frío; después el frío desapareció y ya no sintió nada. Ni emoción, ni cólera.

En aquel momento fue consciente de una fuerza extraña. Era como una represa de agua que bullía y hervía justo al límite de la vista. Acercó la mente hacia ella.

Un rostro borroso surgió como un destello frente al de Rand, uno cuyos rasgos no acababa de distinguir. Desapareció en un instante.

Y Rand se encontró henchido de un poder extraño. No era saidin ni era saidar, sino otra cosa. Algo que no había experimentado jamás.

«¡Oh, luz! ¡Eso es imposible! —gritó Lews Therin—. ¡No podemos utilizarlo! ¡Suéltalo! Lo que abrazamos ahora es muerte. Muerte y traición».

«¡Es ÉL!»

Rand cerró los ojos mientras se arrodillaba sobre Min, y después encauzó la fuerza extraña, desconocida. Un torrente de energía y vida —un Poder semejante al saidin sólo que diez veces más dulce y un centenar de veces más violento— inundó todo su ser. Lo hizo sentirse vivo, lo hizo darse cuenta de que nunca había estado vivo hasta ese instante. Le dio una fuerza como jamás habría imaginado. Incluso rivalizaba con el torrente de Poder que había absorbido a través de los Choedan Kal.

Gritó, tanto por el éxtasis como de rabia, y tejió unas enormes lanzas de Fuego y Aire. Las estrelló contra el collar ceñido a la garganta y el cuarto estalló en llamas y fragmentos de metal fundido, todos y cada uno de ellos distinguibles para Rand. Percibía cómo cada esquirla metálica saltaba lejos de su cuello y alabeaba el aire por el calor dejando una estela de humo al golpear en una pared o contra el suelo. Abrió los ojos y soltó a Min, que boqueó entre jadeos y rompió a llorar.

Rand se puso de pie y se volvió henchido con aquel magma al rojo blanco huyéndole por las venas, igual que cuando Semirhage lo había torturado, sólo que, de algún modo, antitético. Por doloroso que resultara, también era un puro éxtasis. Semirhage estaba tan conmocionada que no podía reaccionar.

—Pero… Eso es imposible… —balbució—. No noto nada. No puedes… —Alzó la vista y lo miró con los ojos desorbitados—. El Poder Verdadero. ¿Por qué me has traicionado, Gran Señor? ¿Por qué?

Rand alzó la mano y, rebosante del Poder que no entendía, realizó un único tejido. Una fina barra de pura luz blanca, un fuego purificador, salió disparada de su mano y golpeó a Semirhage en el pecho. La Renegada destelló y desapareció dejando reflejada una imagen en la retina de Rand. El brazalete que llevaba cayó al suelo.

Elza corrió hacia la puerta, pero desapareció antes de llegar —toda ella convertida en un destello durante un instante— cuando la alcanzó otra barra de luz. El brazalete también cayó al suelo en tanto que las mujeres que los habían llevado puestos se desintegraban por completo del tejido del Entramado.

«¿Qué has hecho? —espetó Lews Therin—. Oh, Luz, mejor habría sido volver a matar que hacer esto… Oh, Luz. Estamos condenados».

Rand saboreó el Poder un instante más y después —con renuencia— lo soltó. Habría seguido manteniéndolo, pero estaba demasiado exhausto; al desvanecerse el Poder, se quedó insensible.

O no… Esa insensibilidad no tenía nada que ver con el Poder que había absorbido. Se volvió para mirar a Min, que seguía en el suelo y tosía flojo mientras se frotaba el cuello. La joven alzó los ojos hacia él y pareció atemorizada. Rand no creía que Min volviera a verlo igual que antes.

Se había equivocado; sí que había algo más que Semirhage podía hacerle. Se había sentido a sí mismo matando a una persona a la que amaba profundamente. Antes, cuando lo había hecho siendo Lews Therin, estaba loco y era incapaz de controlarse. Apenas recordaba el momento de matar a Ilyena, era como un sueño borroso. Sólo se dio cuenta de lo que había hecho después de que Ishamael lo despertara.

Por fin, ahora, sabía muy bien lo que era presenciar cómo mataba a quienes amaba.

—Hecho está —susurró.

—¿Qué? —preguntó Min, que volvió a toser.

—Lo último que podían hacerme —contestó, sorprendido por lo tranquilo que estaba—. Ahora ya me han arrebatado todo.

—¿De qué hablas, Rand? —preguntó Min. La joven volvió a frotarse el cuello, en el que empezaban a marcarse moretones.

Él sacudió la cabeza cuando —por fin— sonaron voces en el pasillo. Tal vez los Asha’man lo habían sentido encauzar cuando torturaba a Min.

—He hecho una elección, Min —dijo, volviéndose hacia la puerta—. Tú me pedías flexibilidad y risa, pero esas cosas ya no están en mí para poder darlas. Lo siento.

En cierto momento, unas semanas atrás, había decidido que debía ser más duro, y donde había sido hierro, resolvió ser acero. Por lo visto el acero también era demasiado flexible.

Ahora sería más duro. Y entendía cómo. Donde antes era acero, ahora era otra cosa: a partir de ese momento era cuendillar. Había entrado en un lugar semejante al vacío que Tam le había enseñado a buscar, tanto tiempo atrás. Pero dentro de este otro vacío no había emociones. Ninguna en absoluto.

No podrían quebrantarlo ni doblegarlo.

Hecho estaba.

23

Una anomalia en el aire

¿Qué ha sido de las hermanas que guardaban la celda? —preguntó Cadsuane al tiempo que subía con fuertes pisadas la escalera de madera al lado de Merise.

—Corele y Nesune están vivas, gracias a la Luz, aunque las dejaron muy débiles —contestó Merise, que llevaba recogido el repulgo del vestido para no perder el paso. Narishma las seguía y las campanillas del extremo de las trenzas tintineaban con suavidad—. Daigian ha muerto. No sabemos por qué dejaron vivas a las otras dos.

—Por los Guardianes —contestó Cadsuane—. Mata a una Aes Sedai y sus Guardianes lo sabrán de inmediato; en consecuencia, nos habríamos enterado enseguida de que algo iba mal.

De todos modos, los otros Guardianes lo habrían notado; tendrían que interrogar a los hombres para ver qué habían sentido. Sin embargo, había una correlación posible.

Daigian no tenía ningún Guardián vivo; Cadsuane sintió una punzada de pesar por la agradable hermana, pero desechó la emoción. No había tiempo para eso.

—A las otras dos se les indujo una especie de trance —explicó Merise—. No vi residuos de tejidos, y Narishma tampoco. Descubrimos a las hermanas justo después de que se dio la alarma, y fuimos a buscaros en cuanto comprobamos que al’Thor estaba vivo y había acabado con el enemigo.

Cadsuane asintió con la cabeza, malhumorada. ¡Mira que encontrarse visitando a las Sabias esa noche, precisamente! Sorilea y un pequeño grupo de esas mujeres venían detrás de Narishma, y Cadsuane no quería aflojar el paso, no fuera a ser que las Aiel la pisotearan en su prisa por ver a al’Thor.

Llegaron al rellano y recorrieron con premura el pasillo hacia el cuarto de al’Thor. ¿Cómo se habría metido de nuevo en un lío tan gordo? ¿Y cómo diantres había escapado de la celda esa maldita Renegada? Alguien debía de haberla ayudado, pero eso significaba que tenían una Amiga Siniestra en el campamento. No sería de extrañar; si las había en la Torre Blanca, entonces era obvio que allí las habría también. Pero ¿qué Amiga Siniestra podría incapacitar a tres Aes Sedai? Sin duda, todas las hermanas habían notando que se encauzaba a tal nivel; o lo habían advertido los Asha’man del campamento, de haber sido un encauzador varón.

—¿Tuvo algo que ver la infusión? —preguntó en voz baja Cadsuane a Merise.

—No, que sepamos —contestó la Verde—. Sabremos algo más cuando las otras dos vuelvan en sí. Se quedaron inconscientes en el momento en que las sacamos del trance.

Cadsuane asintió con un cabeceo. La puerta del cuarto de al’Thor se hallaba abierta y las Doncellas se amontonaban fuera como un enjambre de avispas que acabara de descubrir que su nido ha desaparecido. Cadsuane no se lo podía reprochar porque, al parecer, al’Thor casi no había hablado sobre lo ocurrido. ¡Ese necio muchacho tenía suerte de seguir vivo! «Qué maldito enredo», pensó mientras se abría paso entre las Doncellas y entraba en el cuarto.

Un grupo pequeño de Aes Sedai se arracimaba al fondo de la habitación y sostenía una conversación en voz baja. Sarene, Erian, Beldeine… Todas las que había en el campamento que no estaban muertas o incapacitadas. Excepto Elza. ¿Dónde se había metido Elza?

Las tres saludaron a Cadsuane con una ligera inclinación de cabeza, pero ella apenas les prestó atención. Sentada en la cama, Min se frotaba el cuello; tenía los ojos enrojecidos, el corto cabello revuelto, y el semblante pálido. Al’Thor se encontraba junto a la ventana abierta que había al fondo. La chaqueta del chico se hallaba tirada en el suelo, hecha un gurruño, y él estaba en mangas de camisa; un viento frío entraba por la ventana y le revolvía el cabello dorado rojizo. Nynaeve lo observaba con el entrecejo fruncido.

Cadsuane recorrió la estancia con mirada escrutadora; detrás de ella, en el pasillo, las Sabias empezaron a interrogar a las Doncellas.

—¿Y bien? —preguntó Cadsuane—. ¿Qué ha ocurrido?

Min alzó la cabeza al oírla y Cadsuane vio que tenía marcas rojas en el cuello, el inicio de moretones. Rand no se volvió para mirarla. «Muchacho insolente», pensó mientras se internaba más en el cuarto.

—¡Habla, chico! —apremió—. Hemos de saber si el campamento corre peligro.

—El peligro ha sido abortado —contestó él en voz baja.

Algo en la voz de Rand hizo vacilar a Cadsuane. Había esperado encontrar en él ira o, tal vez, satisfacción. Fatiga, cuando menos. Sin embargo, la voz sonaba tranquila.

—¿Te importaría explicar qué significa eso? —demandó la Aes Sedai.

Por fin Rand se volvió y la miró. Ella dio un paso atrás de forma involuntaria, aunque no habría sabido decir el porqué. Seguía siendo el mismo muchacho estúpido. Demasiado arrogante, demasiado seguro de sí mismo, demasiado brusco. Ahora parecía envolverlo una extraña serenidad, pero era un sosiego que tenía algo de oscuro; igual que la calma que uno veía en los ojos de un condenado un momento antes de que subiera a la horca.

—Narishma —dijo Rand, mirando por encima de Cadsuane—, tengo un tejido para ti. Memorízalo; sólo te lo mostraré una vez.

Sin más, al’Thor alzó la mano hacia un lado y una barra de brillante fuego blanco salió disparada de sus dedos y alcanzó la chaqueta tirada en el suelo. La prenda desapareció en un estallido de luz.

Cadsuane ahogó una exclamación.

—¡Te dije que no usaras jamás ese tejido, chico! No vuelvas a hacerlo, ¿me has oído? Eso no es…

—Ése es el tejido que hemos de usar cuando luchemos contra los Renegados, Narishma —dijo al’Thor, interrumpiendo a Cadsuane con voz tranquila—. Si los matamos de cualquier otra forma, podrán renacer. Es una herramienta peligrosa, pero no deja de ser una herramienta. Como cualquier otra.

—Está prohibido —intervino Cadsuane.

—He decidido que no —contestó al’Thor, impávido.

—¡No tienes idea de lo que ese tejido puede ocasionar! Eres un niño jugando con…

—He visto ciudades destruidas por el fuego compacto —manifestó al’Thor, en cuyos ojos asomó una expresión acosada—. He visto a miles arder y desaparecer del Entramado por sus llamas purificadoras. Si me llamáis niño, Cadsuane, entonces ¿cómo llamar a aquellos de vosotros que sois miles de años más jóvenes que yo? —preguntó al’Thor, sosteniéndole la mirada.

¡Luz! ¿Qué le había pasado? Cadsuane hizo un esfuerzo para ordenar las ideas.

—De modo que Semirhage está muerta —dedujo.

—Peor que muerta. Y, en muchos sentidos, mejor que sea así, diría yo.

—Bien, pues, supongo que podemos seguir con…

—¿Reconocéis eso, Cadsuane? —preguntó al’Thor, señalando con un gesto de la cabeza algo metálico que había encima de la cama, en su mayor parte oculto por las sábanas.

Vacilante, Cadsuane se acercó y Sorilea echó una ojeada somera con expresión indescifrable. Por lo visto no quería verse envuelta en la conversación estando al’Thor de semejante humor, y Cadsuane no se lo reprochaba.

La Aes Sedai apartó las sábanas y dejó a la vista un par de brazaletes conocidos. El collar no estaba.

—Imposible —susurró Cadsuane.

—Eso es lo que yo daba por sentado —comentó al’Thor con esa voz terriblemente tranquila—. Me dije que, sin duda, no podía ser uno de los mismos ter’angreal a los que renuncié para entregároslos. Prometisteis que estarían protegidos y a buen recaudo.

—Bien, pues, todo aclarado —dijo Cadsuane, desconcertada, al tiempo que tapaba de nuevo los objetos metálicos.

—Lo está, sí. Envié gente a vuestra habitación. Decidme, ¿es ésta la caja donde guardabais los brazaletes? La encontramos abierta en el suelo de vuestros aposentos.

Una Doncella le mostró una conocida caja de roble. Era la suya, evidentemente. Cadsuane se volvió hacia él, encolerizada.

—¡Registraste mi habitación!

—Ignoraba que estuvieseis visitando a las Sabias —contestó al’Thor, que inclinó un poco la cabeza en un gesto de respeto hacia las Aiel, y éstas respondieron de igual modo, vacilantes—. Mandé criados a vuestro cuarto para comprobar si estabais bien, por temor a que Semirhage hubiera intentado vengarse de vos.

—No debieron tocarla —increpó Cadsuane mientras le quitaba la caja a la Doncella—. Estaba protegida con salvaguardias muy intrincadas.

—No lo suficiente, al parecer —repuso al’Thor, que se volvió y le dio la espalda. Todavía seguía junto a la oscurecida ventana, mirando hacia el campamento.

El silencio cayó sobre el cuarto. Narishma se había interesando por el estado de salud de Min, pero se calló cuando el chico al’Thor dejó de hablar. Era obvio que Rand la creía responsable del robo del a’dam masculino, pero eso era disparatado. Ella había preparado las mejores salvaguardias que conocía, pero ¿quién sabía los conocimientos que tenían los Renegados para saltarse salvaguardias?

¿Cómo había sobrevivido al’Thor? ¿Y dónde estaban las otras cosas que guardaba en la caja? ¿Tenía al’Thor en su poder la llave de acceso, o Semirhage se había adueñado de la estatuilla? El silencio prosiguió.

—¿Qué esperas? —preguntó por fin Cadsuane con toda la jactancia que fue capaz de acopiar—. ¿Que te pida disculpas?

—¿Vos? —preguntó al’Thor. No había el menor asomo de sorna en su voz, sólo la misma tranquilidad monótona—. No, sospecho que antes conseguiría que se disculpara una piedra.

—¿Entonces…?

—Quedáis exiliada de mi presencia, Cadsuane —contestó con suavidad—. Si vuelvo a veros la cara después de esta noche, os mataré.

—¡Rand, no! —gritó Min, de pie junto al lecho.

Él no se volvió hacia la joven.

Cadsuane sintió una punzada de pánico, pero un arrebato de cólera la ayudó a rechazarla.

—¿Qué? —exclamó—. Eso es una necedad, muchacho. Yo no…

Él se volvió, y de nuevo la mirada que le asestó hizo que Cadsuane dejara la frase sin terminar. En esa mirada había peligro, un viso oscuro en los ojos que le infundió un miedo más grande de lo que creyó que su viejo corazón sería capaz de resistir. Mientras lo miraba, el aire alrededor del joven pareció combarse y casi le hizo pensar que la habitación se había ensombrecido.

—Pero… —Se sorprendió balbuceando—. Pero tú no matas mujeres. Eso lo sabe todo el mundo. ¡Casi te resulta imposible poner en peligro a las Doncellas por temor a que salgan heridas!

—Me he visto obligado a revisar esa predisposición en particular —repuso al’Thor—. A partir de esta noche.

—Pero…

—Cadsuane, ¿creéis que sería capaz de mataros aquí mismo, ahora mismo, sin utilizar una espada o el Poder? —preguntó con suavidad—. ¿Creéis que, sólo porque yo desee que ocurra así, el Entramado se plegaría a mi alrededor y pararía vuestro corazón? ¿Por… coincidencia?

Cadsuane se dijo que ser ta´veren no funcionaba así. ¡Luz! No funcionaba así, ¿verdad? El chico no podía someter el Entramado a su voluntad, ¿no?

Y, sin embargo, al encontrarse con aquella mirada Cadsuane le creyó. Contra toda lógica, miró aquellos ojos y supo que, si no se marchaba, moriría.

Asintió despacio, en silencio, odiándose por hacerlo, sintiéndose muy débil.

Él le dio la espalda y miró por la ventana.

—Aseguraos de que no vea vuestro rostro. Jamás, Cadsuane. Podéis marcharos.

Aturdida, la Aes Sedai dio media vuelta y por el rabillo del ojo vio una profunda oscuridad que emanaba de al’Thor y acentuaba la anomalía en el aire. Cuando miró hacia atrás, ya no la vio. Prietos los dientes, salió del cuarto.

—Preparaos y preparad vuestros ejércitos —ordenó al’Thor a los que quedaban en la habitación, con una voz que levantó ecos a espaldas de Cadsuane—. Quiero que nos hayamos ido de aquí para el final de la semana.

Ya en el pasillo, Cadsuane se llevó una mano a la cabeza y se apoyó en la pared; el corazón le latía con fuerza y tenía las manos sudorosas. Antes peleaba con un muchacho terco, pero bueno. Alguien había cambiado ese muchacho por este hombre, el hombre más peligroso que había conocido en su vida. Se iba alejando de ellos de día en día.

Y, de momento, ella no tenía ni la más remota y maldita idea de qué hacer al respecto.

24

Un nuevo cometido

Exhausto tras varios días de cabalgar sin apenas descanso, Gawyn se detuvo en un cerro bajo, al suroeste de Tar Valon.

Esa campiña tendría que estar verde con la llegada de la primavera, pero en la ladera que tenía delante sólo había raquíticos hierbajos muertos por las nieves del invierno. Grupos de tejos y nogales negros asomaban aquí y allá rompiendo la monotonía del paisaje. Había muchas de esas agrupaciones compuestas sólo por tocones. Un campamento de guerra devoraba árboles como termes hambrientas y los usaba para hacer flechas, lumbres, construcciones y pertrechos de asedio.

Gawyn bostezó; había cabalgado fuerte durante toda la noche. El campamento de guerra de Bryne estaba bien asentado allí y se notaba un continuo ajetreo. Un ejército de ese tamaño generaba un caos organizado, en el mejor de los casos. Compañías pequeñas de caballería podían viajar ligeras, como habían hecho los Cachorros de Gawyn; una fuerza como la que él había dirigido podía incrementarse en varios miles y seguir siendo ágil. Se hablaba de que jinetes expertos, como los saldaeninos, eran capaces de manejar compañías de más de siete u ocho mil efectivos sin perder la movilidad.

Pero una fuerza como la que había allá abajo era otro cantar. Era algo enorme, desorganizado, en forma de una burbuja colosal con un campamento más pequeño en el centro; ése debía de ser el de las Aes Sedai.

Bryne también tenía fuerzas ocupando todas las villas de los puentes a ambos lados del río Erinin, y así cortaba con eficacia las vías de suministro por tierra con la isla.

El ejército esperaba agazapado cerca de Tar Valon como una araña que observa una mariposa revoloteando justo fuera de su tela. Hileras de tropas iban y venían, ya fuera a patrullar, a conseguir comida o a despachar mensajes; eran docenas y docenas de grupos, algunos montados y otros a pie, como enjambres de abejas entrando y saliendo de una colmena.

Gawyn sabía que los exploradores de Bryne lo habían visto cuando se aproximaba, pero ninguno le había dado el alto. Probablemente no lo harían a menos que intentara irse. Un hombre solo —vestido con una buena capa, pantalón gris y camisa blanca— no despertaba mucho interés. Podía ser un soldado de fortuna en busca de trabajo. O tal vez era un mensajero de un noble del lugar al que su señor enviaba para protestar por alguna acción de un grupo de exploradores. Incluso podía ser un miembro del ejército. En tanto que una buena parte de los que conformaban la fuerza de Bryne vestía uniforme, otros muchos sólo llevaban una banda amarilla en la manga de la chaqueta porque no había dinero para una insignia decente que coserse en ella.

No, un hombre solo que se adentraba en el ejército no era un peligro, pero un hombre solo que se alejara a caballo sí era motivo de alarma. Un hombre que iba al campamento podía ser amigo, enemigo o ninguna de las dos cosas. Un hombre que inspeccionaba el campamento y después se iba, casi con toda seguridad era un espía. Mientras Gawyn no se fuera antes de dar a conocer sus intenciones, no era probable que los centinelas a caballo lo molestaran.

Luz, pero qué bien le vendría una cama. Se había pasado dos noches sin descansar apenas; sólo había dormido un par de horas cada una de ellas, envuelto en la capa. Se sentía irritable y malhumorado, sobre todo consigo mismo por negarse a ir a una posada para que no le dieran caza los Cachorros. Los ojos cansados le parpadearon, y Gawyn picó a Reto para que descendiera por la ladera. Ahora ya estaba comprometido.

No. Lo estuvo desde el momento en que se separó de Sleete en Dorlan. A estas alturas los Cachorros estarían enterados de la traición de su cabecilla; Sleete no dejaría que perdieran tiempo buscándolo, les contaría lo que sabía. Gawyn habría querido convencerse de que la noticia los sorprendería, pero ya había recibido más de un gesto ceñudo o una expresión desconcertada por la forma en que hablaba de Elaida y las Aes Sedai.

La Torre Blanca no merecía su lealtad, pero los Cachorros… Ahora ya no podría volver con ellos nunca. Eso lo desazonaba; era la primera vez que su dilema se daba a conocer a un grupo numeroso. Nadie sabía que había ayudado a escapar a Siuan y muy pocos tenían conocimiento de que había coqueteado con Egwene.

Con todo, al decidir marcharse había hecho lo correcto. Por primera vez desde hacía meses sus actos eran acordes con sus sentimientos. Salvar a Egwene. Eso era algo en lo que podía creer.

Se acercó a las inmediaciones del campamento manteniendo el semblante impasible. Detestaba la idea de trabajar para las Aes Sedai rebeldes casi tanto como había detestado abandonar a sus hombres. Estas rebeldes no eran mejores que Elaida; eran las que habían encumbrado a Egwene como Amyrlin, usándola como blanco. ¡Egwene! Una simple Aceptada. Un peón. Si fracasaban en su apuesta por la Torre, ellas podrían eludir el castigo, pero Egwene sería ejecutada.

«Entraré. La salvaré de algún modo —se dijo para sus adentros—. Después la haré entrar en razón y la apartaré de todas las Aes Sedai. Puede que incluso haga entrar en razón a Bryne. Podríamos volver todos a Andor y ayudar a Elayne».

Cabalgó con renovada determinación, desaparecido en parte el agotamiento. Para llegar al puesto de mando tenía que atravesar el campamento de seguidores, más numerosos que las tropas. Cocineros para preparar las comidas, mujeres para servirlas y lavar los cacharros, conductores de carretas para transportar alimentos, carreteros para arreglar los vehículos que transportaban la comida, herreros para hacer herraduras para caballos que tiraban de las carretas cargadas de suministros, mercaderes para comprarlos e intendentes para organizado todo, otros mercaderes de peor reputación que buscaban sacar provecho de los soldados y de su paga, mujeres que buscaban lo mismo, chicos que llevaban mensajes con la esperanza de que algún día empuñarían una espada…

Era un maremágnum absoluto, una conglomeración de tiendas y chabolas, cada cual de color y diseño distintos y todas en mal estado. Incluso un general tan capacitado como Bryne sólo podía imponer orden hasta cierto punto en un campamento de seguidores. Sus hombres respetarían las normas, más o menos, pero no se podía obligar a los seguidores a mantener una disciplina militar.

Gawyn pasó a través de aquel caos sin hacer caso de quienes lo llamaban y le ofrecían lustrarle la espada o venderle un pastelillo dulce. Los precios serían bajos —aquél era un sitio que vivía de los soldados—, pero con su caballo de guerra y su buena ropa lo identificarían como un oficial. Si le compraba algo a uno, los otros olerían el dinero y acabaría rodeado de todos aquellos que esperaban venderle algo.

Hizo caso omiso de las llamadas y siguió avanzando, fija la vista al frente, hacia el ejército instalado más adelante; allí las tiendas estaban organizadas en hileras ordenadas, agrupadas por unidades y estandartes, aunque había algunos grupos más reducidos. Gawyn podría haber imaginado la disposición del campamento antes de verla. A Bryne le gustaba la organización, pero también creía firmemente en la delegación y dejaría que los oficiales dirigieran sus campamentos como quisieran; eso conducía a una estructura menos uniforme, pero que sin embargo funcionaba mucho mejor por sí misma.

Fue directo hacia la empalizada, si bien no resultó tan fácil hacer caso omiso de los seguidores de campamento que lo rodeaban y de las llamadas que persistieron en el aire junto con los olores a guisos, letrinas, caballos y perfume barato. El campamento no estaba tan abarrotado como una ciudad, pero tampoco recibía los mismos cuidados y mantenimiento; el resultado era un combinado de efluvios: el de sudor mezclado con el de lumbres de cocinar, que a su vez se mezclaba con el del agua estancada, que se mezclaba con el de cuerpos sin lavar. Le dieron ganas de taparse la nariz y la boca con un pañuelo, pero se contuvo. Eso lo haría parecer un noble arrogante que miraba por encima del hombro a la gente corriente.

La peste, el jaleo y los gritos no ayudaban a mejorarle el humor, y tuvo que apretar los dientes para no ponerse a lanzar maldiciones a todos los vendedores ambulantes que se le acercaban. Una figura cruzó a trompicones el camino, y Gawyn sofrenó al caballo. La mujer llevaba una falda marrón y una blusa blanca; tenía las manos mugrientas.

—Quítate de en medio —espetó Gawyn.

Su madre se habría indignado si lo hubiese oído hablar con tanta rudeza. En fin, su madre estaba muerta; a manos de al’Thor.

La mujer que tenía delante alzó la vista y salió del camino a toda prisa; llevaba el cabello claro sujeto con un pañuelo amarillo y estaba un poco metida en carnes. Gawyn atisbo el rostro de la mujer cuando se volvió.

Se quedó petrificado. ¡Era el rostro de una Aes Sedai! Era inconfundible. Se quedó pasmado mientras la mujer tiraba del pañuelo para taparse la cara y echaba a andar.

—¡Espera! —gritó, e hizo dar media vuelta al caballo.

Pero la mujer no se detuvo. Gawyn vaciló y bajó el brazo al ver que la mujer se unía a una fila de lavanderas que trabajaban entre varias bateas de madera, a corta distancia. Si fingía ser una mujer normal y corriente, entonces sería porque tenía sus propias y malditas razones de Aes Sedai, y no le haría ninguna gracia que la descubriera. Muy bien, pues. Gawyn se tragó el enfado a la fuerza. Egwene. Tenía que centrarse en ella.

Cuando llegó a la empalizada de mando, el aire, menos cargado de olores, mejoró de modo notable. Un grupo de cuatro soldados estaba de guardia; llevaban alabarda al costado y casco brillante a juego con el peto que lucía las tres estrellas doradas de Bryne. Un estandarte con la llama de Tar Valon ondeaba junto a la puerta.

—¿Reclutamiento? —preguntó uno de los soldados de la puerta al verlo acercarse.

El hombre corpulento lucía un galón rojo en el hombro izquierdo, lo que lo señalaba como sargento de guardia, y llevaba espada, en lugar de alabarda. El peto le ceñía a duras penas el orondo vientre y tenía el mentón cubierto de pelillos rojos de una barba de varios días.

—Tienes que ver al capitán Aldan —añadió con un gruñido—. La tienda grande de color azul, más o menos a un cuarto del perímetro exterior del campamento. Como tienes espada y caballo propios, conseguirás una buena paga.

El hombre señaló hacia un punto distante en el cuerpo principal del ejército, fuera de la empalizada. No era eso lo que Gawyn quería; había visto la enseña de Bryne ondeando dentro.

—No soy un recluta —explicó, haciendo girarse a Reto para ver mejor a los hombres—. Me llamo Gawyn Trakand y he de hablar con Gareth Bryne de inmediato sobre un asunto de cierta urgencia.

El soldado enarcó una ceja y después rió entre dientes.

—No me crees —dijo Gawyn, impávido.

—Deberías ir a hablar con el capitán Aldan —repitió el hombre con desgana, y señaló de nuevo hacia la lejana tienda.

Gawyn respiró hondo para calmarse y procuró reprimir la irritación.

—Si avisas a Bryne, verás que…

—¿Buscas problemas? —preguntó el soldado, encrespado como un gallo de pelea en tanto que los otros hombres preparaban las alabardas.

—No, no quiero problemas —contestó Gawyn, sosegado—. Sólo quiero…

—Si vas a formar parte de nuestro campamento, tendrás que aprender a hacer lo que se te dice —lo interrumpió el soldado al tiempo que daba un paso adelante.

—De acuerdo. —Gawyn sostuvo la mirada al hombre—. Si te empeñas, lo haremos así. Probablemente será la forma más rápida, de todos modos.

El sargento puso la mano en la empuñadura de la espada.

Gawyn sacó los pies de los estribos y desmontó. Sería muy difícil no matar al hombre si seguía subido al caballo. Sacó la espada en el mismo momento en que tocaba con los pies el suelo embarrado, y el acero se deslizó de la vaina con un sonido que parecía una inhalación. Gawyn adoptó la pose El roble sacude las ramas, una maniobra que no blandía golpes letales y que a menudo utilizaban los maestros para entrenar a sus discípulos. También era muy eficaz contra un grupo numeroso que utilizaba diversos tipos de arma.

Antes de que el sargento hubiera desenvainado la espada, Gawyn arremetió contra él y le propinó un codazo en la tripa, justo debajo del mal ajustado peto. El sargento gruñó y se dobló por la cintura; Gawyn lo golpeó en un lado de la cabeza con la empuñadura de la espada… Ese hombre hacía mal llevando el casco tan ladeado. Entonces Gawyn pasó a Partir la seda para hacer frente al primer alabardero. Mientras otro de los hombres gritaba pidiendo refuerzos, la hoja de Gawyn se descargó contra el peto del primer alabardero con un repique metálico, lo que obligó al hombre a retroceder. Gawyn terminó zancadilleando al hombre y tirándolo al suelo para, acto seguido, adoptar la pose Enroscar el viento, con la que paró dos arremetidas de los otros dos hombres.

Fue una lástima, pero tuvo que recurrir a herir en los muslos a los dos alabarderos que quedaban de pie. Habría preferido no tener que hacerlo, pero las luchas —incluso una como ésta, contra oponentes mucho menos diestros— se volvían impredecibles si se alargaban más de la cuenta. Uno tenía que controlar el campo de batalla total y rápidamente, de ahí su decisión de derribar a los dos soldados, que se desplomaron aferrándose los muslos sangrantes. El sargento estaba inconsciente por el golpe en la cabeza, pero el primer alabardero empezaba a levantarse, tembloroso. Gawyn apartó la alabarda del hombre de una patada y le propinó un punterazo en la cara que lo tiró de nuevo al suelo, con la nariz sangrándole.

Reto relinchó a espaldas de Gawyn, resopló y pateó el suelo con los cascos. El caballo de guerra notaba la lucha, pero estaba bien entrenado y sabía que cuando las riendas colgaban libremente tenía que quedarse quieto. Gawyn limpió la hoja en la pernera del pantalón y la envainó mientras los soldados heridos gemían en el suelo. Dio unas palmaditas a Reto en el hocico y volvió a sujetar las riendas. Detrás de Gawyn, seguidores de campamento que andaban cerca retrocedieron y después echaron a correr. Un grupo de soldados en el interior de la empalizada se acercó con los arcos listos para disparar. Eso no era bueno. Gawyn se volvió de cara a ellos, tiró de la espada envainada para soltarla del cinturón y la arrojó al suelo, delante de los hombres.

—Estoy desarmado —dijo en voz alta para hacerse oír por encima de los gemidos de los heridos—. Y ninguno de estos cuatro morirá hoy. Id e informad a vuestro general que un maestro espadachín acaba de derribar a un grupo de su guardia en menos de diez latidos de corazón. Soy un antiguo discípulo suyo. Querrá verme.

Uno de los hombres se adelantó presuroso para recoger la espada tirada de Gawyn en tanto que otro llamaba a un corredor. Los demás mantuvieron los arcos dispuestos. Uno de los alabarderos caídos empezó a alejarse arrastrándose. Gawyn hizo que Reto se girara en cierto ángulo y se dispuso a meterse detrás del caballo si los soldados hacían intención de disparar. Preferiría no tener que recurrir a eso; pero, de los dos, Reto era el que tenía más probabilidades de sobrevivir a unos pocos disparos de arcos cortos.

Varios soldados se animaron a acercarse para ayudar a sus amigos heridos. El fornido sargento empezaba a volver en sí; poco después se sentó y maldijo entre dientes. Gawyn no hizo ningún movimiento que pudiera interpretarse como amenazador.

Quizás había sido un error luchar con los hombres, pero ya había perdido demasiado tiempo. ¡Egwene podía estar muerta a esas alturas! Cuando un hombre como el sargento trataba de reafirmar su autoridad, sólo quedaban dos opciones: pasar por todos los rangos burocráticos convenciendo a cada soldado de cada nivel de que uno era importante, u organizar un alboroto. La segunda opción era la más rápida, y en el campamento había suficientes Aes Sedai para que se encargaran de Curar a unos pocos soldados heridos. Por fin un pequeño grupo de hombres salió de la empalizada. Los uniformes eran elegantes, la actitud peligrosa, los rostros curtidos. A la cabeza marchaba un hombre de rostro cuadrado con las sienes plateadas y de constitución fuerte y robusta. Gawyn sonrió. Bryne en persona. La jugada había salido bien.

El capitán general escrutó a Gawyn y después se acercó a sus soldados heridos para comprobar su estado. Por último, meneó la cabeza.

—Quedaos tumbados —ordenó a sus hombres—. Sargento Cords.

—¡Señor! —El corpulento sargento se puso de pie.

Bryne echó una mirada a Gawyn antes de hablar.

—La próxima vez que llegue un hombre a la puerta afirmando pertenecer a la nobleza y preguntando por mí, haz llamar a un oficial. De inmediato. No me importa si el hombre en cuestión lleva una barba desaliñada de dos meses y apesta a cerveza barata, ¿entendido?

—Sí, señor —contestó el sargento, que enrojeció—. Entendido, señor.

—Ocúpate de que lleven a tus hombres a la enfermería —añadió Bryne sin dejar de mirar a Gawyn—. Tú, ven conmigo.

Gawyn apretó las mandíbulas. Gareth Bryne no le había hablado así desde antes de que empezara a afeitarse. Con todo, no podía esperar que el hombre estuviera complacido. Nada más entrar en la empalizada, Gawyn vio a un muchacho que seguramente era un mozo de cuadra o un mensajero, así que le tendió las riendas de Reto al joven, que lo miraba con los ojos muy abiertos, y le dio instrucciones para que alguien se ocupara del caballo. Después recobró la espada del hombre que la sostenía y fue en pos de Bryne a buen paso.

—Gareth —empezó Gawyn cuando lo alcanzó—, yo…

—Silencio, muchacho —lo interrumpió Bryne sin volverse hacia él—. Aún no he decidido lo que voy a hacer contigo.

Gawyn cerró la boca con un chasquido. ¡Eso había estado fuera de lugar!

Llegaron a la alta tienda de pico en la que había dos guardias a la puerta. Bryne se agachó y entró en ella, seguido por Gawyn. El interior se hallaba ordenado y limpio, más de lo que Gawyn había esperado. Sobre el escritorio había mapas enrollados y hojas de papel apiladas con cuidado; los jergones depositados en un rincón se habían enrollado de forma esmerada, en tanto que las mantas estaban dobladas en cuadrados perfectos. Saltaba a la vista que Bryne tenía a alguien meticuloso que limpiaba y cuidaba de la tienda.

Bryne enlazó las manos a la espalda y, al girarse, la cara de Gawyn se reflejó en el peto.

—Muy bien, explícame qué haces aquí.

Gawyn se puso erguido.

—General —empezó—, creo que cometéis un error. Ya no soy uno de vuestros discípulos.

—Lo sé —repuso Bryne, cortante—. El muchacho al que entrené jamás habría montado semejante escena, peligrosa e infantil, para llamar mi atención.

—El sargento de guardia se mostró beligerante y no tuve paciencia para aguantar la actitud presuntuosa de un necio. Me pareció que era el mejor modo.

—¿El mejor modo de qué? —inquirió Bryne—. ¿De agraviarme?

—Quizás actué con precipitación, pero tengo una misión importante. Tenéis que escucharme.

—¿Y si no lo hago? ¿Y si en cambio te echo del campamento por ser un principillo malcriado con demasiado orgullo y muy poco seso?

—Cuidado, Gareth. —Gawyn frunció el entrecejo—. He aprendido mucho desde la última vez que nos vimos. Creo que descubriríais que vuestra espada no superaría a la mía con la facilidad de antaño.

—No me cabe duda —repuso Bryne—. ¡Por la Luz, muchacho! Siempre fuiste un discípulo aventajado. Pero ¿crees que sólo porque eres diestro con la espada tus palabras tienen más peso? ¿O que voy a escucharte porque si no lo hago me matarás? Creía que te había enseñado mucho mejor de lo que parece.

Bryne había envejecido desde que Gawyn lo había visto por última vez, pero la edad no lo había encorvado; llevaba bien los años. Unas cuantas pinceladas más de blanco en las sienes, unas cuantas arrugas más alrededor de los ojos, pero aún era lo bastante fuerte y enjuto de cuerpo para representar menos edad de la que tenía. Uno miraba a Bryne y veía ni más ni menos que un hombre en la flor de la vida.

Gawyn retuvo la mirada del general con la suya en un intento de impedir que la cólera lo desbordara. Bryne se la sostuvo con tranquilidad. Con firmeza. Como era lo propio en un general. Como debería ser lo propio en Gawyn.

El joven apartó los ojos; de repente se sentía avergonzado.

—Luz —susurró al tiempo que soltaba la empuñadura de la espada y se llevaba la mano a la cabeza. De pronto se sentía muy, muy cansado—. Lo siento, Gareth, tenéis razón. He sido un necio.

Bryne asintió con un gruñido.

—Me alegra oírte decir eso. Empezaba a preguntarme qué te había pasado —dijo el hombre mayor.

Gawyn suspiró y se limpió la frente; cómo le gustaría tomar algo fresco. Al desaparecer la ira, se sentía exhausto.

—Ha sido un año muy difícil —comentó—. Y he cabalgado sin descanso para llegar aquí. Estoy al borde del colapso.

—No eres el único, muchacho.

Bryne respiró hondo y fue hacia una mesita de servicio, donde le sirvió una taza de alguna bebida. Era té templado, nada más, pero Gawyn lo aceptó con agradecimiento y dio un sorbo.

—Vivimos unos tiempos que ponen a los hombres a prueba —continuó Bryne, que se sirvió otra taza, dio un sorbo y torció el gesto.

—¿Qué pasa? —preguntó Gawyn, que miró el contenido de su taza.

—No es nada. Odio esta porquería.

—Entonces, ¿por qué lo tomáis? —inquirió el joven.

—Se supone que mejora mi salud —rezongó Bryne y, antes de que Gawyn pudiera hacerle más preguntas, el general continuó—: Y bien, ¿vas a obligarme a que te meta en el cepo para que me digas por qué decidiste abrirte paso con la espada hasta mi puesto de mando?

—Gareth, se trata de Egwene, la tienen —contestó, adelantando un paso.

—¿Las Aes Sedai de la Torre Blanca?

El joven asintió con un cabeceo enérgico.

—Lo sé. —Bryne dio otro sorbo y volvió a poner mal gesto.

—¡Hemos de ir a salvarla! Vine a pediros ayuda porque me propongo organizar un rescate.

—¿Un rescate? —Bryne soltó un suave resoplido—. ¿Y cómo piensas entrar en la Torre Blanca? Ni siquiera los Aiel fueron capaces de irrumpir en esa ciudad.

—No quisieron hacerlo —contradijo Gawyn—. Pero no tengo que tomar la ciudad, sólo necesito introducir una pequeña fuerza y después sacar a una persona. Cualquier roca tiene una fisura. Hallaré el modo.

Bryne dejó la taza a un lado. Miró a Gawyn con firmeza, el rostro curtido a la intemperie cual un icono de nobleza.

—Dime una cosa, muchacho. ¿Cómo vas a convencerla para que huya contigo?

Gawyn se quedó momentáneamente sorprendido.

—Vaya, pues, porque se alegrará de huir. ¿Por qué no iba a querer?

—Porque nos ha prohibido que la rescatemos —respondió Bryne, que de nuevo enlazó las manos a la espalda—. O eso es lo que he podido recabar. Las Aes Sedai me cuentan pocas cosas. Cualquiera pensaría que tendrían más confianza en el hombre del que dependen para dirigir este cerco suyo. Sea como sea, la Amyrlin puede comunicarse con ellas de algún modo y les ha dado instrucciones de que la dejen en paz.

¿Qué? ¡Eso era ridículo! Las Aes Sedai del campamento estaban tergiversando los hechos.

—¡Bryne, la tienen prisionera! Las Aes Sedai a las que oí hablar dijeron que recibía palizas a diario. ¡La ejecutarán!

—No sé. Lleva allí con ellas semanas y no la han matado.

—La matarán —apremió Gawyn—. Sabéis que lo harán. Uno exhibe un enemigo caído ante sus soldados durante un tiempo, pero al final tiene que clavarle la cabeza en una pica para que sepan que ha muerto y todo ha acabado. Sabéis que tengo razón.

Bryne lo miró y después asintió con la cabeza.

—Quizá, pero sigo sin poder hacer nada. Estoy comprometido por juramentos, Gawyn. No puedo hacer nada a menos que esa chica me dé instrucciones.

—¿Dejaréis que muera?

—Si es preciso para cumplir mi promesa, entonces, sí.

Si Bryne estaba comprometido por juramento… En fin, antes oiría a una Aes Sedai decir una mentira que ver a Gareth Bryne romper una promesa. ¡Pero Egwene! ¡Tenía que haber algo que pudiera hacerse!

—Intentaré concertarte una audiencia con algunas de las Aes Sedai a las que sirvo —ofreció Bryne—. Tal vez puedan hacer algo. Si las persuades de que es preciso llevar a cabo un rescate y que la Amyrlin así lo desea, entonces veremos.

Gawyn asintió con la cabeza. Al menos era algo.

—Gracias.

El general hizo un gesto con la mano, quitándole importancia.

—Sin embargo, debería ponerte en el cepo, aunque sólo sea por haber herido a tres de mis hombres —le dijo al joven.

—Que los Cure una Aes Sedai —sugirió Gawyn—. Por lo que he oído, no faltan hermanas que os intimiden.

—Bah. Rara vez consigo que Curen a alguien a menos que la vida del soldado corra peligro. El otro día uno de los hombres sufrió un feo derrame mientras cabalgaba, y me dijeron que la Curación sólo serviría para que se volviera descuidado. El dolor sirve de lección, fue lo que dijo la condenada mujer. Quizá la próxima vez preferirá no hacer tonterías para que sus amigos se rían mientras monta a caballo.

—Pero sin duda harán una excepción por esos hombres. Después de todo, fue un enemigo quien los hirió.

—Veremos —dijo Bryne—. Las hermanas rara vez visitan a los soldados. Tienen que ocuparse de sus propios asuntos.

—Hay una ahora en el campamento exterior —comentó Gawyn con aire ausente, echando una ojeada hacia atrás.

—¿Una joven? ¿Cabello oscuro, aún sin el rostro intemporal?

—No, ésta era una Aes Sedai. Lo sé precisamente por la cara. Era rellenita, con cabello claro.

—Debe de andar buscando Guardianes —dijo Bryne con un suspiro—. Suelen hacerlo.

—No creo —replicó Gawyn, de nuevo mirando por encima del hombro—. Se ocultaba entre las lavanderas.

Ahora caía en la cuenta de que esa mujer podía ser muy bien una espía de las lealistas de la Torre Blanca.

El entrecejo de Bryne se arrugó un poco más; tal vez se le había ocurrido la misma idea.

—Llévame donde está —indicó al tiempo que se dirigía hacia los faldones de la entrada.

Los apartó y salió de nuevo a la luz de la mañana, con Gawyn a la zaga.

—Aún no me has dicho qué haces aquí, Gawyn —dijo Bryne mientras caminaban a través del organizado campamento, con los soldados saludando a su general cuando pasaba entre ellos.

—Os lo dije —contestó Gawyn, que llevaba la mano apoyada con ligereza en el pomo de la espada—. Voy a encontrar un modo de sacar a Egwene de esa trampa mortal.

—No me refiero a qué haces en mi campamento, sino qué haces en esta zona, para empezar. ¿Por qué no estás en Caemlyn, ayudando a tu hermana?

—¿Tenéis noticias de Elayne? —Gawyn se detuvo en seco. ¡Luz! Debería haber preguntado antes. Realmente estaba cansado—. Oí que estuvo en vuestro campamento con anterioridad. ¿Ha regresado a Caemlyn? ¿Está a salvo?

—Hace ya bastante que no se encuentra con nosotros —repuso Bryne—. Pero por lo visto lo está haciendo muy bien. —Se detuvo y miró a Gawyn—. ¿Quieres decir que no lo sabes?

—¿Qué?

—Bueno, los rumores son poco fiables, pero las Aes Sedai me han confirmado muchos de ellos, pues han Viajado a Caemlyn para traer noticias. Tu hermana ocupa el Trono del León. Por lo visto ha logrado deshacer gran parte del enredo que le dejó tu madre.

Gawyn respiró hondo. «Gracias a la Luz», pensó al tiempo que cerraba los ojos. Elayne seguía viva. Y tenía el trono. Cuando abrió los ojos, el cielo encapotado le pareció un poco más luminoso. Siguió andando y Bryne se puso al paso con él.

—Así que no lo sabías —dijo el general—. ¿Dónde has estado, muchacho? ¡Ahora eres el Primer Príncipe de la Espada o lo serás en cuanto regreses a Caemlyn! Tu sitio está junto a tu hermana.

—Egwene primero.

—Prestaste un juramento —le recordó Bryne, severo—. Ante mí. ¿Lo has olvidado?

—No, pero Elayne tiene el trono, así que de momento no corre peligro. Rescataré a Egwene y la llevaré a remolque a Caemlyn, donde no la perderé de vista. Donde las vigilaré y las cuidaré a las dos.

Bryne resopló con sorna.

—Creo que me gustaría ver cómo intentas llevar a cabo esa primera parte —señaló—. Pero, dejando eso a un lado, ¿por qué no acompañaste a Elayne cuando intentaba hacerse con el trono? ¿Qué has estado haciendo que sea más importante que eso?

—Yo… me fui implicando cada vez más con unos asuntos —respondió Gawyn, mirando hacia adelante.

—¿Que te implicaste? Te encontrabas en la Torre Blanca cuando todo esto… —El general se quedó callado de golpe y los dos caminaron en silencio un momento—. ¿Dónde oíste a esas hermanas hablar de la captura de Egwene? ¿Cómo sabes que la están castigando?

Gawyn no respondió.

—¡No fastidies, puñetas! —exclamó Bryne, que rara vez maldecía—. Sabía que la persona que dirigía esas incursiones contra mí estaba condenadamente bien informada. ¡Y yo que buscaba una filtración entre mis oficiales!

—Ahora ya no importa.

—Yo decidiré eso —determinó Bryne—. Has estado matando a mis hombres. ¡Has dirigido ataques contra mí!

—He dirigido ataques contra las rebeldes —lo rectificó Gawyn, que miró con dureza al general—. Podéis culparme por abrirme paso a la fuerza en vuestro campamento, pero ¿de verdad esperáis que me sienta culpable por ayudar a la Torre Blanca contra la fuerza que la sitia?

Bryne se quedó callado y después asintió con un brusco cabeceo.

—Bien, de acuerdo, pero eso te convierte en un comandante enemigo.

—Ya no. Dejé ese puesto.

—Pero…

—Las ayudé —lo interrumpió Gawyn—. Ya no lo hago. Nada de lo que vea aquí llegará de vuelta a vuestros enemigos, Bryne. Lo juro por la Luz.

Bryne no respondió de inmediato. Pasaron tiendas, sin duda para oficiales de alto rango, y se acercaron al muro de la empalizada.

—De acuerdo —accedió Bryne—. Daré por hecho que no has cambiado tanto como para romper tu promesa.

—Jamás incumpliría ese juramento —protestó el joven con aspereza—. ¿Cómo podéis pensar que haría algo así?

—Últimamente he sido testigo de inesperadas violaciones de juramentos —repuso el general—. He dicho que te creía, muchacho, y es verdad. Pero aún no me has explicado por qué no volviste a Caemlyn.

—Egwene se hallaba con las Aes Sedai y Elayne también, hasta donde yo sabía, por lo que éste me parecía un buen sitio donde encontrarme yo, aunque no estaba seguro de que me gustara la autoridad de Elaida.

—¿Y qué es Egwene para ti? —preguntó con suavidad Bryne.

—No lo sé —admitió el joven, mirándolo a los ojos—. Ojalá lo supiera.

Cosa extraña, Bryne se rió entre dientes.

—Ajá, entiendo. Vamos, encontremos a esa Aes Sedai que dices haber visto.

—La vi, Gareth —repitió el joven, que al salir por la puerta saludó con un cabeceo a los guardias.

Los hombres saludaron a Bryne, pero observaron a Gawyn como habrían hecho con una picanegra. Y hacían bien.

—Veremos qué encontramos. No obstante, quiero que me des tu palabra de que regresarás a Caemlyn una vez que te consiga la reunión con las cabecillas Aes Sedai. Deja que nosotros nos ocupemos de Egwene. Tienes que ayudar a Elayne, tu sitio está en Andor.

—Podría decir lo mismo de vos. —Gawyn escudriñó el hervidero que era el campamento de seguidores. ¿Dónde había visto a la mujer?

—Sí, podrías, pero no sería verdad —gruñó el general—. Tu madre se ocupó de ello.

Gawyn lo miró.

—Me echó como a caballo viejo, Gawyn. Me desterró y me amenazó con la muerte.

—¡Imposible!

—Yo tampoco podía creerlo. —Bryne tenía el gesto sombrío—. Pero es la verdad. Las cosas que dijo… me dolieron, Gawyn. Vaya si me dolieron.

Bryne no añadió nada más, pero, tratándose de él, era decir mucho. Gawyn nunca le había oído pronunciar una sola palabra de descontento sobre su posición o sus órdenes. Había sido leal a Morgase… Leal con la resuelta fidelidad que soñaría cualquier dirigente. Gawyn no había conocido en su vida a ningún hombre más seguro ni menos dado a quejarse.

—Debió de ser parte de alguna confabulación —dijo el joven—. Ya conocéis a madre. Si os hizo daño, habría una razón.

—Ninguna —sacudió la cabeza Bryne—, aparte de un amor absurdo por ese mequetrefe de Gaebril. Estuvo a punto de dejar que su mente obnubilada acabara con Andor.

—¡Jamás haría algo así! —espetó Gawyn—. ¡Gareth, vos más que nadie deberíais saberlo!

—Sí, debería —dijo el general bajando la voz—. Y ojalá hubiera sido así.

—Tenía otro motivo —insistió Gawyn, obstinado. De nuevo sentía que la cólera lo embargaba. A su alrededor, los vendedores ambulantes los miraban a los dos pero no decían nada. Sin duda sabían que no convenía acercarse a Bryne—. Pero ahora nunca lo sabremos, ya que está muerta. ¡Maldito al’Thor! Cómo ansío que llegue el día en que pueda atravesarlo con la espada.

El general le asestó una mirada penetrante.

—al’Thor salvó Andor, hijo. Al menos, hasta donde estaba en manos de un hombre hacerlo.

—¿Cómo podéis decir tal cosa? —reprochó Gawyn—. ¿Cómo podéis hablar bien de ese monstruo? ¡Mató a mi madre!

—No sé si dar crédito o no a esos rumores —argumentó Bryne al tiempo que se frotaba el mentón—. Pero si creyera lo que dicen, muchacho, entonces quizá le hizo un favor a Andor. No sabes hasta qué punto llegaron las cosas al final.

—No puedo creer que os esté oyendo decir eso. —Gawyn bajó la mano a la espada—. No permitiré que se mancille así su nombre, Bryne. Hablo en serio.

El general lo miró directamente a los ojos. La suya era una mirada firme, inconmovible como la de unos ojos de granito.

—Siempre digo la verdad, Gawyn, da igual quién lo ponga en duda. ¿Que es duro oírlo? Bien, pues, más duro fue vivirlo. Nada bueno sale de difundir acusaciones, pero sus hijos tienen que saberlo. Al final, Gawyn, tu madre se puso en contra de Andor al tomar a Gaebril. Había que deponerla. Y, si al’Thor lo hizo, entonces debemos agradecérselo.

Gawyn sacudió la cabeza, debatiéndose entre la ira y la estupefacción. ¿Ese hombre era Gareth Bryne?

—No es un amante desairado el que habla —añadió Bryne, serio el gesto, como rechazando cualquier emoción. Se expresaba con suavidad mientras Gawyn y él caminaban entre los seguidores de campamento, que se mantenían a distancia de los dos—. Puedo aceptar que una mujer deje de sentir afecto por un hombre y se lo conceda a otro. Sí, puedo perdonar a Morgase, la mujer, pero ¿a Morgase la reina? Entregó el reino a esa serpiente. Ordenó apalear y encarcelar a sus aliados. No estaba en su sano juicio. A veces, cuando a un soldado se le infecta el brazo herido, es necesario amputárselo para salvarle la vida. Me complace mucho el éxito de Elayne, y me duele mucho decir todo esto, pero tienes que enterrar ese odio por al’Thor. Él no era el problema. Lo era tu madre.

Gawyn tenía prietos los dientes. «Jamás. Jamás perdonaré a al’Thor. Por esto no», pensó.

—Veo la determinación en esa mirada —dijo Bryne—. Razón de más para que regreses a Andor. Allí verás las cosas con claridad. Si no confías en mí, pregunta a tu hermana. Escucha lo que tenga que decirte.

Gawyn asintió con un brusco cabeceo. Se acabó; no quería seguir hablando de aquel asunto. Un poco más allá localizó el sitio donde había visto a la mujer. Echó una ojeada hacia la lejana hilera de lavanderas, giró y se encaminó hacia allí abriéndose paso con cuidado entre dos apestosos gallineros llenos de aves cuyos dueños vendían huevos.

—Por aquí—dijo, quizás en un tono demasiado brusco.

No miró para comprobar si Bryne iba tras él, pero el general lo alcanzó enseguida y se puso a su paso, aunque tenía una expresión disgustada. Anduvieron por un camino abarrotado y serpenteante entre gente vestida con ropas pardas o grises, y enseguida llegaron a la hilera de mujeres arrodilladas junto a dos largas bateas de madera por las que fluía lentamente el agua. En el extremo opuesto, unos hombres vertían agua en las bateas, y la hilera de mujeres lavaba la ropa en la que estaba jabonosa para después aclararla en la batea con el agua más limpia. ¡No era de extrañar que el suelo estuviera tan mojado! Al menos allí olía a jabonadura y a limpieza.

Las mujeres llevaban recogidas las mangas hasta el codo y la mayoría charlaba mientras trabajaba restregando la ropa contra las tablas que había en las bateas. Todas vestían con la misma falda marrón con la que Gawyn había visto a la Aes Sedai. El joven posó la mano al desgaire en la empuñadura de la espada y examinó a las mujeres desde atrás.

—¿Cuál es? —preguntó Bryne.

—Un momento —pidió Gawyn.

Había docenas de mujeres. ¿Habría visto realmente lo que había creído ver? ¿Por qué una Aes Sedai iba a estar en este campamento, nada menos? Seguro que Elaida no enviaría a ninguna hermana a espiar; la peculiaridad del rostro hacía que fuera muy fácil identificar a una Aes Sedai.

Claro que, si resultaba tan fácil identificarlas, ¿por qué no la localizaba ahora? Y entonces la vio. Era una de las pocas mujeres que no hablaban con las que tenían cerca. Arrodillada y con la cabeza gacha, se cubría ésta con un el pañuelo amarillo que arrojaba sombras sobre la cara; unos cuantos rizos de cabello claro escapaban del pañuelo. Tenía una postura tan servil que casi se le pasó por alto a Gawyn, pero las hechuras del cuerpo la hacían destacar. Estaba rellenita y ese pañuelo era el único de color amarillo en la fila de lavanderas.

Gawyn avanzó a lo largo de la fila de mujeres, varias de las cuales se incorporaron con los brazos en jarras y dejaron muy claro que «los soldados con sus enormes pies y torpes codos» deberían estar lejos de unas mujeres que trabajaban. Gawyn hizo caso omiso de los comentarios y siguió adelante hasta llegar junto a la del pañuelo amarillo.

«Esto es demencial —pensó el joven—. No ha habido en toda la historia una sola Aes Sedai que haya conseguido adoptar una postura así».

Bryne se situó a su lado y Gawyn se inclinó en un intento de echar un vistazo a la cara de la mujer. Ésta se agachó más aún y restregó con más entusiasmo la camisa que tenía en la tabla.

—Mujer —dijo Gawyn—, ¿puedo verte la cara?

Ella no respondió, y Gawyn volvió la vista hacia Bryne. Vacilante, el general se agachó y echó hacia atrás el pañuelo amarillo. La cara que había debajo era sin discusión un rostro Aes Sedai por la peculiaridad inconfundible de intemporalidad. La mujer no alzó la vista y siguió trabajando.

—Dije que no funcionaría —intervino una mujer fornida que había cerca. La mujer se levantó y anadeó fila abajo; llevaba un vestido verde y marrón con aspecto de tienda de campaña—. «Señora, haced lo que os parezca bien, estaría bueno que os llevara la contraria, pero alguien va a fijarse en vos», le dije.

—¿Eres la encargada de las lavanderas? —preguntó Bryne.

—Sí que lo soy, general —asintió la mujerona con un cabeceo tan enérgico que los rizos pelirrojos le brincaron. Se volvió hacia la Aes Sedai e hizo una reverencia—. Lady Tagren, os lo advertí. Así me ciegue la Luz, pero os lo advertí. De verdad que lo siento.

La mujer llamada Tagren inclinó la cabeza. ¿Eran lágrimas lo que había en sus mejillas? ¿Cómo era posible tal cosa? ¿Qué pasaba allí?

—Mi señora —habló Bryne, que se puso en cuclillas a su lado—, ¿sois Aes Sedai? Si lo sois y me ordenáis que me vaya, lo haré sin rechistar.

Buena forma de abordar el asunto. Si era Aes Sedai, no podía mentir.

—No soy Aes Sedai —susurró la mujer.

Bryne alzó la vista hacia Gawyn, fruncido el entrecejo. ¿Qué significaba que dijera tal cosa? Una Aes Sedai no podía mentir. Así pues…

—Me llamo Shemerin —empezó la mujer en voz queda—. Antaño fui Aes Sedai, pero ya no. No desde que… —Bajó de nuevo la vista—. Por favor, dejad que siga trabajando, con mi vergüenza.

—Lo haré —la tranquilizó Bryne, que añadió, vacilante—: Pero antes tendré que llevaros al campamento para que habléis con algunas de las hermanas. Me arrancarían las orejas si no os llevo a hablar con ellas. La mujer, Shemerin, suspiró pero se puso de pie. —Vamos —le dijo Bryne a Gawyn—. No me cabe duda de que también querrán hablar contigo. Cuanto antes acabemos con esto, mejor.

25

A oscuras

Vacilante, Sheriam se asomó a la tienda oscura, pero no vio nada dentro. Permitiéndose el lujo de esbozar una sonrisa satisfecha, entró y cerró los faldones. Por una vez, las cosas iban muy bien.

Por supuesto, aún comprobaba su tienda antes de entrar, en busca de la persona que a veces esperaba dentro, escondida. Aquella a la que nunca consiguió percibir si bien siempre tuvo la sensación de que debería notar su presencia. Sí, Sheriam todavía miraba y probablemente lo seguiría haciendo durante meses; pero ya no hacía falta. Ningún fantasma la aguardaba dentro para castigarla.

La tienda, pequeña y cuadrada, era lo bastante amplia para estar de pie; tenía un camastro a un lado y un baúl en el otro. Quedaba un hueco justo para un escritorio, pero con otro mueble habría estado tan abarrotada que ella apenas habría podido moverse. Además, había un escritorio más que aceptable a corta distancia, en la tienda vacía de Egwene.

Se había hablado de dársela a alguien, ya que muchas hermanas tenían que compartir una, aunque todas las semanas llegaban más tiendas al campamento. Sin embargo, la tienda de la Amyrlin era un símbolo. Mientras hubiera esperanza de que Egwene regresara, el aposento la esperaría. La desconsolada Chesa la mantenía limpia y ordenada; Sheriam todavía sorprendía a la mujer llorando por la cautividad de su señora. En fin, mientras Egwene estuviera ausente, la tienda era funcionalmente de Sheriam para cualquier uso, excepto dormir. Después de todo, se suponía que la Guardiana debía ocuparse de los asuntos de la Amyrlin.

Sheriam sonrió otra vez y se sentó en el catre. No hacía mucho, su vida era un ciclo perpetuo de frustración y dolor, pero eso había quedado atrás. Gracias a Romanda. Fuera cual fuera su opinión sobre esa necia mujer, era ella la que había ahuyentado a Halima del campamento y acabado con los castigos de Sheriam.

El dolor volvería; el sufrimiento y el castigo acompañaban siempre al servicio que prestaba. Sin embargo, había aprendido a aceptar y valorar los intervalos de tranquilidad.

En ocasiones deseaba haber mantenido la boca cerrada, no haber hecho preguntas. Pero las había hecho, y allí estaba. Sus lealtades le habían proporcionado poder, como se le había prometido, pero nadie le había advertido sobre el dolor. No pocas veces ansiaba haber elegido el Marrón para estar metida en una biblioteca, en cualquier parte, sin tener que ver a nadie. Pero ahora se hallaba donde se hallaba. Carecía de sentido preguntarse cómo podrían haber sido las cosas.

Suspiró, se quitó el vestido y se puso la camisola. Lo hizo a oscuras porque las velas y el aceite estaban racionados y, con los menguantes fondos de las rebeldes, habría de mantener escondido lo que tenía para usarlo más adelante. Se metió en el catre y se tapó con la manta. No era tan ingenua como para sentirse culpable por las cosas que había hecho. Todas las hermanas de la Torre Blanca procuraban avanzar, adelantarse a las demás. ¡Así era la vida! No había una sola Aes Sedai que no apuñalara a sus hermanas por la espalda si con ello obtenía alguna ventaja. Las personas con las que trataba ella sólo eran un poco más… avezadas en ese juego.

Pero ¿por qué el fin de los tiempos debía llegar precisamente ahora? Otras de su asociación hablaban de la gloria y el gran honor de vivir esos tiempos, pero Sheriam no opinaba igual. Se había unido a ellas para ascender en la política de la Torre Blanca, para tener el poder de castigar a quienes le tenían ojeriza. ¡Jamás quiso participar en un ajuste de cuentas final con el Dragón Renacido, y desde luego nunca sintió el menor deseo de tener nada que ver con los Elegidos!

No obstante, eso ya no tenía remedio, y lo mejor era disfrutar de la tranquilidad de haberse librado de las palizas y del parloteo santurrón de Egwene. Oh, sí…

Fuera de la tienda, al otro lado de la entrada, había una mujer con mucha fuerza en el Poder.

Sheriam abrió los ojos de golpe; podía percibir a otras mujeres encauzadoras, como cualquier otra hermana. «¡Oh, puñetas! —se dijo con nerviosismo mientras apretaba los párpados—. ¡Otra vez no!»

Los faldones de la entrada susurraron. Sheriam abrió los ojos y se encontró con una figura negra como azabache de pie junto al catre; finos haces de luna se colaban a través de los faldones ondulantes, justo lo suficiente para perfilar la silueta de la figura. Estaba envuelta en una oscuridad antinatural, con cintas de paño negro agitándose tras ella y la cara oculta en una profunda negrura. Sheriam ahogó un grito y se echó al suelo de lona de la tienda para hacer una respetuosa reverencia. Apenas había espacio para arrodillarse; se encogió, esperando que el dolor le llegara otra vez.

—Ah… —dijo una voz áspera—. Muy bien, eres obediente. Me complace.

No era Halima. Sheriam nunca había percibido la presencia de Halima, que al parecer había encauzado saidin desde el principio. Asimismo, esa mujer nunca había hecho una aparición tan… impactante.

¡Qué fuerza! Lo más probable es que se tratara de una Elegida. O eso o, al menos, una servidora muy poderosa del Gran Señor, muy por encima de Sheriam. Lo cual la preocupaba lo indecible, y tembló al tiempo de inclinarse.

—Vivo para serviros, Insigne Señora—se apresuró a decir—. Dichosa de inclinarme ante vos, de vivir en estos tiempos, de…

—Basta de palabrería —gruñó la voz—. Tienes una buena posición en este campamento, según me han informado, ¿cierto?

—Sí, Insigne Señora. Soy la Guardiana de las Crónicas.

La figura resopló con desdén.

—Guardiana de un andrajoso grupo de mal llamadas Aes Sedai rebeldes. Pero eso no importa. Te necesito.

—Vivo para serviros, Insigne Señora —repitió Sheriam, cada vez más preocupada. ¿Qué querría de ella esa criatura?

—Egwene al’Vere debe ser depuesta.

—¿Qué? —preguntó sobresaltada la Verde. Un latigazo de Aire le restalló en la espalda, ardiente. ¡Necia! ¿Es que quería que la matara?—. Mis disculpas, Insigne Señora —rectificó con precipitación—. ¡Perdonad mi arranque, pero fue por orden de una de las Elegidas por lo que ayudé a que ascendiera a Amyrlin!

—Sí, pero ha resultado ser una… mala elección. Necesitábamos una jovencita, no una mujer con cara de niña. Hay que deponerla. Te ocuparás de que este grupo de estúpidas rebeldes deje de apoyarla. Y pon fin a esas condenadas reuniones en el Tel’aran’rhiod. ¿Cómo es que tantas de vosotras entráis allí?

—Tenemos ter’angreal —respondió Sheriam, vacilante—. Varios en forma de placa de ámbar, otros cuantos en forma de disco de hierro, y también hay un puñado de anillos.

—Ah, tejedores de sueños —dijo la figura—. Sí, ésos podrían ser útiles. ¿Cuántos?

Sheriam dudó. Su primer impulso fue mentir o contestar con evasivas; parecía una información que podría guardarla para más adelante. Pero ¿mentir a una de las Elegidas? Una mala decisión. Decidió ser sincera.

—Teníamos veinte, pero uno lo llevaba esa mujer que fue capturada, Leane, lo cual nos deja con diecinueve.

Justo el número necesario para las reuniones de Egwene en el Mundo de los Sueños, uno para cada una de las Asentadas y uno para la propia Sheriam.

—Sí —declaró la figura envuelta en oscuridad—, verdaderamente útiles. Roba los tejedores de sueños y entrégamelos. Esta chusma no debe hollar el lugar por el que caminan los Elegidos.

—Yo… —¿Robar los ter’angreal? ¿Cómo iba a conseguir tal cosa?—. Vivo para serviros, Insigne Señora.

—Sí, así es. Haz esto por mí y serás debidamente recompensada. Si me fallas… —La figura reflexionó unos instantes—. Dispones de tres días. Cada tejedor de sueños que no me traigas transcurrido ese plazo lo pagarás con un dedo de las manos o de los pies.

Sin más, la Elegida abrió un acceso justo en medio de la tienda y desapareció por él. Al otro lado, Sheriam vislumbró un instante las familiares baldosas de un pasillo de la Torre Blanca.

¡Robar los tejedores de sueños! ¿Todos ellos, los diecinueve? ¿En tres días? «¡Por la gran oscuridad! ¡Debí mentir sobre el número que tenemos! ¿Por qué no mentí?», se desesperó Sheriam.

Durante mucho tiempo siguió arrodillada, respirando acompasadamente y pensando en el aprieto en el que se hallaba. El periodo de tranquilidad había acabado, por lo visto.

Había sido breve.

—Se la enjuiciará, por supuesto —dijo Seaine.

La Blanca de voz suave estaba sentada en una silla que le habían proporcionado las dos Rojas que guardaban la celda de Egwene.

La puerta de la celda se encontraba abierta y Egwene permanecía sentada en el vano, en un taburete que también le habían llevado las Rojas. Las dos guardianas, la regordeta Cariandre y la adusta Patrinda, observaban con atención desde el corredor, ambas abrazando la Fuente y manteniendo el escudo de Egwene. Por su aspecto se diría que esperaban que la joven saliera atropelladamente de la celda buscando la libertad.

Ella hizo caso omiso de sus dos guardianas. Los dos días que llevaba retenida en la celda no habían sido agradables, pero lo soportaba con dignidad. Aunque la encerraran en un minúsculo cuartucho con una puerta que no dejaba pasar la luz. Aunque se negaran a permitirle cambiarse el vestido de novicia manchado de sangre. Aunque la golpearan a diario por la forma de tratar a Elaida. No pensaba doblegarse.

De mala gana, las Rojas permitieron que tuviera visitas, como estipulaba la ley de la Torre; Egwene se sorprendió de que las hubiera, pero Seaine no era la única que había ido a verla. Varias de ellas, Asentadas. Por curiosidad. Así y todo, Egwene estaba deseosa de tener noticias. ¿Cómo había reaccionado la Torre a su detención? ¿Las fisuras entre los Ajahs seguían siendo profundas y anchas, o su labor empezaba a tender puentes entre ellos?

—Elaida infringió la ley de la Torre de forma explícita —explicó la Blanca—. Y en presencia de cinco Asentadas de cinco Ajahs diferentes. Ha procurado impedir que se celebre un juicio, pero sin éxito. Sin embargo, hay quien ha prestado oídos a su argumentación.

—¿Que ha sido…? —preguntó Egwene.

—Que eres una Amiga Siniestra —contestó Seaine—. Y, por ello, te expulsó de la Torre y después te golpeó.

Egwene sintió un escalofrío. Si Elaida conseguía suficiente apoyo para ese argumento…

—No se sostendrá —dijo Seaine en tono consolador—. No estamos en una aldehuela aislada, donde la marca del Colmillo del Dragón pintada en la puerta de alguien basta para condenarlo.

Egwene enarcó una ceja. Ella se había criado en «una aldehuela aislada» y allí tenían el suficiente sentido común de basarse en algo más que rumores para condenar a alguien, fuera cual fuera el crimen del que se lo acusaba. Aun así, no dijo nada.

—Probar tal acusación es difícil con los criterios de la Torre —continuó Seaine—. De modo que sospecho que no intentará demostrarlo en un juicio, en parte porque hacerlo así le exigiría dejarte hablar a ti, y sospecho que su intención es no sacarte de aquí.

—Sí —estuvo de acuerdo Egwene, que echó una mirada a las Rojas, arrellanadas cerca—. Es probable que tengas razón, pero si no puede demostrar que soy una Amiga Siniestra y si no pudiera impedir que esto se presentara a juicio…

—No es una falta sancionable con la destitución —dijo Seaine—. El máximo castigo es la censura formal de la Antecámara y penitencia durante un mes. Conservaría el chal.

«Pero perdería un montón de credibilidad», pensó Egwene. Era alentador. Pero ¿cómo asegurarse de que Elaida no se saliera con la suya, dejándola oculta en los calabozos? ¡Tenía que mantener la presión sobre ella, algo condenadamente difícil de llevar a cabo estando encerrada en esa pequeña celda todos los días! Había pasado muy poco tiempo, pero ya la crispaba pensar en las oportunidades perdidas.

—¿Asistirás al juicio? —preguntó Egwene.

—Por supuesto —corroboró Seaine, ecuánime, como Egwene había llegado a esperar de la Blanca. Otras hermanas Blancas eran frialdad y lógica, por entero; Seaine era mucho más afable, pero no por ello dejaba de ser reservada—. Soy una Asentada, Egwene.

—Presumo que aún se dan los efectos del rebullir del Oscuro, ¿cierto?

—Sí, en efecto. —La voz de Seaine se tornó más suave—. Parece que van a peor. Mueren criados, la comida se estropea, sectores enteros de la Torre se reubican al azar… La segunda cocina se desplazó al sexto nivel anoche y desplazó al sótano a todo un sector de alojamientos del Ajah Amarillo. Es igual que lo que les ocurrió a las Marrones antes, y para eso todavía no se ha hallado solución.

Egwene asintió en silencio. Dada la forma en que esas estancias se habían desplazado, a las pocas novicias cuyas habitaciones no se habían movido se les había asignado ahora alojamiento en los niveles veintiuno y veintidós, donde habían estado los aposentos del Ajah Marrón. Las Marrones, a regañadientes, se habían cambiado todas abajo, al ala de la Torre donde antes estaban las novicias. ¿Sería un cambio permanente? Siempre, hasta entonces, las hermanas habían vivido en la Torre propiamente dicha, y las novicias y las Aceptadas, en el ala.

—Tienes que sacar a cuento esas cosas, Seaine —dijo Egwene con suavidad—. No dejes de recordar a las hermanas que el Oscuro se mueve y que la Última Batalla se aproxima. Mantén su atención en que han de trabajar todas juntas, no en provocar la división de los Ajahs.

Detrás de Seaine, una de las hermanas Rojas comprobó la vela que había en la mesa. El tiempo permitido para que Egwene recibiera visitas se acababa; dentro de poco volverían a encerrarla, volvería a oler la paja polvorienta y sucia que ahora tenía detrás.

—Debes ser dura, Seaine —instruyó Egwene, que se puso de pie al ver que las Rojas se acercaban—. Haz lo que yo no puedo hacer, y pídeles a las otras que lo hagan así también.

—Lo intentaré —contestó la Blanca.

Se puso de pie y observó cómo las Rojas recogían el taburete en el que había estado sentada Egwene y después le indicaban con un gesto que entrara en la celda. El techo del cuartucho era demasiado bajo para estar de pie sin agachar la cabeza, y Egwene se movió de mala gana, inclinándose.

—La Última Batalla se acerca, Seaine. Recuérdalo.

La Blanca asintió en silencio y la puerta se cerró, dejando a Egwene en la oscuridad. La joven se sentó. ¡Qué ciega se sentía! ¿Qué pasaría en el juicio? Aun cuando castigaran a Elaida, ¿qué sería de ella?

Elaida intentaría que la ejecutaran. Y tenía motivos en los que fundamentar la petición, ya que Egwene —según la definición de la Torre Blanca— se había hecho pasar por la Sede Amyrlin.

«Debo mantenerme firme —se dijo Egwene en la oscuridad—. Yo misma puse esta olla al fuego y ahora he de hervir en ella, si eso es lo que protegerá a la Torre».

Sabían que seguía resistiendo; era todo cuanto podía darles.

26

Una fisura en la roca

Aviendha recorrió con la mirada los alrededores de la casona, abarrotados de gente que hacía preparativos para la marcha. Considerando que eran de las tierras húmedas, los hombres y las mujeres de Bashere estaban bien entrenados y actuaban con eficacia empaquetando tiendas y disponiendo sus equipos. No obstante, comparados con los Aiel, los otros habitantes de las tierras húmedas —los que no formaban parte de las tropas— eran un desastre. Las mujeres del campamento se afanaban de aquí para allá como si tuvieran la certeza de que se dejarían alguna tarea sin hacer o algún objeto sin empaquetar. Los muchachos mensajeros corrían con sus amigos procurando dar la impresión de estar ocupados para así no tener que hacer nada. Las tiendas y los bártulos de los civiles se recogían con desesperante lentitud, y necesitarían caballos, carretas y conductores para que los condujeran dondequiera que tuvieran que ir.

Aviendha sacudió la cabeza; los Aiel sólo llevaban lo que podían cargar, y una partida de guerra sólo la componían lanzas y Sabias. Y, cuando hacían falta más acompañantes que no fueran lanzas, todos los trabajadores y artesanos sabían cómo prepararse para emprender la marcha con rapidez y eficacia. En ello había honor, un honor que exigía que cada persona fuera capaz de cuidar de sí misma y de los suyos sin retrasar al clan.

De nuevo sacudió la cabeza y reanudó su quehacer. Los únicos que realmente carecían de honor en un día como el actual eran quienes no trabajaban. Metió el dedo en un balde de agua que había en el suelo delante de ella y después alzó la mano y la puso en vilo sobre un segundo balde; una gota de agua cayó en él. A continuación, Aviendha repitió la maniobra.

Era el tipo de castigo al que ningún habitante de las tierras húmedas daría importancia. Considerarían una tarea fácil que estuviera sentada en el suelo, apoyada la espalda en los troncos de la casona y moviendo la mano a uno y otro lado para vaciar un balde y llenar el otro gota a gota. Tal vez para ellos ni siquiera fuera un castigo.

Eso se debía a que la gente de las tierras húmedas era perezosa a menudo y preferiría llenar un balde gota a gota que acarrear piedras, cuando esa última tarea implicaba actividad, y la actividad era buena para la mente y el cuerpo. Pasar agua gota a gota era irrelevante, inútil. No le permitía estirar las piernas ni ejercitar los músculos, y encima lo tenía que hacer mientras todo el campamento recogía tiendas para la marcha, lo cual hacía el castigo diez veces más vergonzoso. Su toh aumentaba cada instante que pasaba sin ayudar en los preparativos, pero ella no podía hacer nada al respecto.

Excepto pasar el agua gota a gota, a gota…

Pensarlo la enfureció, pero enseguida esa cólera la hizo avergonzarse. Las Sabias jamás permitían que las emociones las dominaran de ese modo; tenía que ser paciente e intentar entender por qué la castigaban.

Hasta el simple hecho de procurar abordar el problema hacía que le entraran ganas de gritar. ¿Cuántas veces podía repasar las mismas hipótesis con las mismas conclusiones? Quizás es que era demasiado estúpida para resolver esa incógnita. Tal vez no merecía ser una Sabia.

Metió de nuevo el dedo en el balde y pasó otra gota al segundo balde. No le gustaban los efectos que esos castigos estaban teniendo en ella. Era una guerrera aunque ya no empuñara la lanza. No temía el castigo ni temía el dolor; sin embargo, cada vez con más frecuencia le asustaba la idea de perder el ímpetu y acabar siendo tan inútil como alguien que se queda con la mirada perdida en la arena.

Deseaba ser una Sabia, lo deseaba con desesperación. Le sorprendió descubrirlo, porque jamás había imaginado que pudiera volver a desear algo con un apasionamiento tan intenso como había deseado, largo tiempo atrás, empuñar la lanza. No obstante, a medida que fue conociendo a las Sabias durante los últimos meses y su respeto por ellas crecía, Aviendha se aceptó como su igual para ayudar a dirigir a los Aiel en aquellos tiempos —más peligrosos que nunca— que vivían.

La Última Batalla sería una prueba distinta de todas cuantas había afrontado su pueblo hasta entonces. ¡Amys y las otras trabajaban para proteger a los Aiel, mientras que ella estaba sentada pasando gotas de agua de un cubo a otro!

—¿Te encuentras bien? —preguntó una voz.

Aviendha se llevó un susto tremendo; alzó la vista y alargó la mano hacia el cuchillo de forma tan brusca que a punto estuvo de tirar los baldes de agua. A corta distancia, una mujer de oscuro cabello corto se encontraba a la sombra del edificio, cruzada de brazos. Min Farshaw vestía una chaqueta de color azul cobalto con bordados en plata y un pañuelo atado al cuello.

Aviendha se relajó y soltó el cuchillo; ¿ahora dejaba que los habitantes de las tierras húmedas se le acercaran a hurtadillas?

—Sí, estoy bien —contestó mientras procuraba no enrojecer.

Tanto el tono como su modo de actuar deberían haber dejado claro que no deseaba que se la avergonzara con una conversación, pero Min no pareció darse cuenta de eso, sino que se volvió y echó una ojeada al campamento.

—¿No tienes… nada que hacer? —preguntó.

—Estoy haciendo lo que debo —le respondió Aviendha, que en esta ocasión fue incapaz de evitar el sonrojo.

Min asintió con la cabeza, y Aviendha procuró sosegar la agitada respiración; no podía permitirse el lujo de irritarse con esa mujer porque su primera hermana le había pedido que fuera amable con ella. Así pues, decidió no darse por ofendida; Min no sabía lo que decía.

—Se me ocurrió que podría hablar contigo —dijo Min sin apartar la vista del campamento—. No sé con quién más podría hacerlo. No confío en las Aes Sedai, ni él tampoco. De hecho, no sé si confía en mí ahora. Es posible que ni siquiera se fie de mí.

Aviendha le echó una mirada de reojo y vio que Min observaba a Rand al’Thor, que se movía a través del campamento vestido con una chaqueta negra; la luz del ocaso ponía destellos llameantes en el cabello rojizo dorado del hombre, que parecía alzarse imponente sobre los saldaeninos que lo acompañaban. Aviendha había oído hablar de los acontecimientos de la noche anterior, cuando Semirhage lo había atacado. Una Depravada de la Sombra, nada menos; ojalá hubiera podido verla antes de que él la matara. La sacudió un escalofrío.

Rand al’Thor había luchado contra la Depravada de la Sombra y la había vencido. Aunque hacía tonterías muchas veces, era un buen guerrero; y afortunado. ¿Qué otra persona viva podía jactarse de haber derrotado personalmente a tantos Depravados de la Sombra? Eso representaba mucho honor para él.

Esa última lucha lo había marcado de una forma que ella aún no entendía, pero sentía su dolor. También lo había sentido durante el ataque de Semirhage, aunque al principio lo tomó por una pesadilla, pero enseguida comprendió que se equivocaba. Ninguna pesadilla podía ser tan horrible. Todavía sentía ecos de aquel dolor terrible, de esas oleadas de un tormento agónico, del frenesí que lo agitaba.

Fue ella quien dio la alarma, pero no lo bastante deprisa. Tenía toh con él por su error; ya se ocuparía de eso cuando hubiera acabado con los castigos. Si es que acababa alguna vez.

—Rand al’Thor hará frente a sus problemas —afirmó al tiempo que pasaba otra gota de agua.

—¿Cómo puedes decir eso? —preguntó Min, que se volvió a mirarla—. ¿Es que no sientes su dolor?

—Lo siento cada instante, en todo momento —contestó Aviendha, prietos los dientes—. Pero ha de afrontar sus propias pruebas igual que yo afronto las mías. Quizá llegue el día en que él y yo podamos afrontar juntos las de ambos, pero éste no es el momento idóneo para eso.

«He de ser su igual —añadió para sus adentros—. No estaré a su lado siendo inferior a él».

Min la observó y Aviendha sintió un escalofrío. Se preguntó qué visiones vislumbraba la otra mujer; se decía que sus predicciones se cumplían siempre.

—No eres como esperaba —dijo Min por fin.

—¿Te he decepcionado? —quiso saber Aviendha, ceñuda.

—No, no me refiero a eso —repuso Min con una corta risa—. Quiero decir que me equivoqué contigo, supongo. No sabía qué pensar de ti después de esa noche en Caemlyn, cuando… En fin, la noche en que nos vinculamos con Rand. Me siento próxima a ti y, al mismo tiempo, te siento lejana. —Se encogió de hombros—. Supongo que esperaba que vinieras a buscarme en cuanto llegaste al campamento. Al fin y al cabo, tenemos cosas de las que hablar. Cuando no apareciste, me preocupé. Pensé que quizá te había ofendido.

—No tienes toh conmigo —contestó.

—Mejor —dijo Min—. A veces me preocupa todavía que lleguemos a… un enfrentamiento.

—¿Y de qué serviría un enfrentamiento?

—No lo sé. —Min se encogió de hombros—. Imaginé que sería la costumbre Aiel. Retarme a un combate de honor. Por él.

Aviendha soltó un resoplido desdeñoso.

—¿Luchar por un hombre? ¿Y quién haría tal cosa? Si tuvieras toh conmigo tal vez te exigiría que danzáramos las lanzas, pero sólo si fueses una Doncella. Y sólo si yo siguiera siéndolo. Supongo que podríamos luchar con cuchillos, pero no sería una lucha justa. ¿Qué honor podría obtenerse de un combate contra alguien sin pericia?

Min enrojeció como si la hubiera insultado. Qué reacción tan curiosa.

—Sobre eso no estoy tan segura —dijo Min, que sacó con un movimiento rápido un cuchillo que llevaba en la manga y giró el arma por encima de los nudillos—. No estoy indefensa, precisamente. —Hizo desaparecer el cuchillo por la otra manga.

¿Por qué la gente de las tierras húmedas hacía siempre tantas florituras con los cuchillos? Thom Merrilin también era propenso a actuar así. ¿Es que Min no entendía que ella podría cortarle el cuello dos veces en el tiempo que le llevaba a ella hacer aparecer ese cuchillo como un malabarista callejero? Sin embargo, Aviendha no hizo ningún comentario. Era evidente que Min se sentía orgullosa de esa habilidad y no había necesidad de avergonzarla.

—No tiene importancia —dijo mientras seguía con su tarea—. No lucharía contigo a menos que me ofendieras con un insulto grave. Mi primera hermana te considera una amiga y yo quisiera hacer lo mismo.

—De acuerdo. —Min se cruzó de brazos y desvió de nuevo la mirada hacia Rand—. En fin, supongo que eso es positivo. He de admitir que no me gusta mucho la idea de compartir.

Aviendha vaciló y después metió el dedo en el balde.

—A mí tampoco. —Al menos, no le gustaba la idea de compartir con una mujer a la que apenas conocía.

—Pues ¿qué hacemos, entonces? —preguntó Min.

—Seguir como hasta ahora —contestó—. Tú tienes lo que quieres y yo estoy ocupada con otros asuntos. Cuando llegue el momento, te lo diré.

—Tal franqueza es… loable por tu parte —dijo Min, que parecía desconcertada—. ¿Así que tienes otros asuntos que te mantienen ocupada? ¿Como por ejemplo meter el dedo en cubos de agua?

Aviendha enrojeció otra vez.

—Sí —espetó—. Exactamente eso. Si me disculpas…

Se puso de pie y se alejó, dejando atrás los baldes. Sabía que no tendría que haberse irritado, pero no había podido evitarlo. Por un lado Min, que no dejaba de referirse de forma constante a su castigo; por otro, su propia incapacidad para descifrar lo que las Sabias esperaban de ella; y, por si eso fuera poco, Rand al’Thor poniéndose en peligro cada dos por tres sin que ella fuera capaz de mover un dedo para ayudarlo.

Ya no lo soportaba. Cruzó la hierba parda del prado al tiempo que abría y cerraba los puños, procurando no pasar cerca de Rand. ¡Tal como marchaban las cosas ese día, seguro que él se fijaba en el dedo arrugado y le preguntaría por qué razón lo había tenido en remojo! Si descubría que las Sabias la estaban castigando, era muy probable que se pusiera en ridículo haciendo cualquier insensatez. Los hombres eran así, y Rand al’Thor el que más.

Cruzó a buen paso el prado; la hierba seca tenía marcas cuadradas allí donde antes se levantaban tiendas. Fue esquivando a la gente de las tierras húmedas que se movía de aquí para allá sin orden ni concierto y pasó junto a una fila de soldados que se pasaban sacos de grano unos a otros para cargarlos en una carreta enganchada a dos caballos de tiro, robustos y de fuertes cascos.

Siguió adelante haciendo un esfuerzo para no estallar. Lo cierto era que se sentía tan inclinada como Rand al’Thor a cometer una insensatez. ¿Por qué? ¿Por qué era incapaz de descifrar lo que estaba haciendo mal? Al parecer los otros Aiel del campamento también lo ignoraban aunque, por supuesto, no habían hablado con ella de los castigos. Recordaba bien haber visto correctivos similares cuando era Doncella y siempre tuvo el suficiente sentido común de mantenerse al margen de los asuntos de las Sabias.

Rodeó la carreta y se encontró de nuevo encaminándose hacia Rand al’Thor, que hablaba con tres intendentes de Davram Bashere; era una cabeza más alto que cualquiera de los tres. Uno de ellos, un hombre con un largo bigote, señaló hacia las hileras de caballos y dijo algo. Entonces Rand la vio y alzó la mano en su dirección, pero Aviendha se volvió con rapidez y se dirigió hacia el campamento Aiel, situado en el lado norte del prado.

Apretó los dientes e intentó —sin lograrlo— controlar la rabia. ¿Es que no tenía derecho a enfadarse, aunque fuera consigo misma? ¡El mundo se encaminaba hacia su fin, y ella se pasaba los días castigada! Un poco más adelante localizó a un pequeño grupo de Sabias —Amys, Bair y Melaine— de pie junto a un montón de tiendas pardas empaquetadas. Los bultos prietos, de forma oblonga, llevaban correas con el fin de cargarlos al hombro con facilidad.

Aviendha tendría que haber vuelto a los baldes y redoblar el esfuerzo para cumplir la tarea, pero no lo hizo. Como si fuera una chiquilla cargando contra un feroz nasguar sin más arma que un palo, se dirigió con paso airado hacia las Sabias, furiosa.

—Aviendha, ¿ya has acabado tu castigo? —preguntó Bair.

—No, no he acabado —respondió al tiempo que se detenía ante ellas, puesta en jarras.

El viento le tironeaba de la camisa, pero la joven dejó que la prenda se sacudiera. Los afanosos trabajadores del campamento, tanto Aiel como saldaeninos, daban un rodeo para no pasar cerca del grupo.

—¿Y bien? —insistió Bair.

—No aprendes lo bastante rápido —añadió Amys, sacudiendo la canosa cabeza.

—¿Que no aprendo lo bastante rápido, dices? —demandó Aviendha—. ¡He aprendido todo lo que me habéis pedido que aprenda! He memorizado todas las lecciones, he repetido cada punto, he llevado a cabo cada tarea. ¡He respondido a todas vuestras preguntas y os he visto asentir en un gesto de aprobación a cada una de mis contestaciones! —Las miró de hito en hito antes de proseguir:

Encauzo mejor que cualquier mujer Aiel viva. Dejé atrás las lanzas y acepté de buen grado ocupar un lugar entre vosotras. He cumplido con mi deber y he buscado honor en cada ocasión. ¡Sin embargo, seguís castigándome! No voy a tolerar más de lo mismo. O me decís qué es lo que queréis de mí o me expulsáis.

Esperaba un estallido de ira por parte de las mujeres. Esperaba expresiones de decepción. Esperaba que le explicaran que una simple aprendiza no era quien para cuestionar a unas Sabias. Esperaba, al menos, que le encomendaran un castigo mayor por su temeridad.

Amys miró a Melaine y a Bair.

—No somos nosotras quienes te castigamos, pequeña —dijo luego, escogiendo, al parecer, las palabras con cuidado—. Esos castigos llegan de tu propia mano.

—Sea lo que sea que haya hecho, no entiendo que por ello tengáis que convertirme en da’tsang. Os cubrís de vergüenza a vosotras mismas por darme ese trato.

—Pequeña —dijo Amys, que le sostuvo la mirada con intensidad—, ¿te niegas a realizar nuestros castigos?

—Sí, me niego —contestó con el corazón latiéndole desbocado.

—Crees que arriesgas tanto como nosotras, ¿verdad? —inquirió Bair, que se cubrió los ojos con la mano para resguardarlos de la luz—. ¿Supones que eres nuestra igual?

«¿Su igual? ¡No soy su igual! —pensó Aviendha con un repentino pánico—. Me quedan años de estudio. ¿Qué estoy haciendo?»

¿Podía echarse atrás ahora? ¿Pedir perdón, cumplir su toh de algún modo? Debería regresar a toda prisa a su castigo y pasar el agua de un recipiente a otro. ¡Sí! Eso era lo que tenía que hacer. Debía ir y…

—No veo motivos para seguir estudiando —se sorprendió diciendo en cambio—. Si esos castigos es todo lo que os queda por enseñarme, entonces habré de suponer que he aprendido todo lo que debo aprender, y que estoy lista para unirme a vosotras.

Apretó los dientes esperando un estallido de feroz incredulidad. ¿Qué estaba haciendo? No tendría que haber permitido que la estúpida charla de Min la sacara de quicio de ese modo.

Y entonces Bair se echó a reír.

Era una carcajada estruendosa que resultaba incongruente por salir de una mujer tan pequeña. Melaine se unió a la algazara sujetándose el estómago, algo abultado ya por el embarazo.

—¡Ha tardado más incluso que tú, Amys! —exclamó la Sabia de cabello dorado—. La chica más persistente que he visto en mi vida.

En el semblante de Amys había una expresión inusitadamente afectiva.

—Bienvenida, hermana —le dijo a Aviendha.

—¿Qué? —preguntó la joven, que pestañeó desconcertada.

—¡Ya eres una de nosotras, muchacha! —ratificó Bair—. O lo serás muy pronto.

—¡Pero si os he desafiado!

—Una Sabia no debe permitir que otras la pisoteen —explicó Amys—. Si entra a la sombra de nuestra hermandad pensando como una aprendiza, entonces nunca se verá a sí misma como una de nosotras.

Bair echó un vistazo a Rand al’Thor, que se encontraba a cierta distancia hablando con Sarene.

—No me había dado cuenta de lo importante que son nuestras costumbres hasta que estudié a esas Aes Sedai. Las que están abajo lloriquean y suplican como perros de caza, y aquellas que se consideran sus superiores no les hacen el menor caso. ¡Lo milagroso es que hayan logrado algo!

—Pero hay rangos entre las Sabias —apuntó Aviendha—. ¿No es así?

—¿Rangos? —Amys parecía desconcertada—. Algunas de nosotras tenemos más honor que otras, obtenido con sabiduría, actuaciones y experiencia.

—Pero es importante, vital incluso, que cada Sabia esté dispuesta a defender bien a los suyos —terció Melaine con el índice alzado—. Si cree que tiene razón, no puede permitir que nadie la aparte a un lado, ni siquiera otras Sabias, por expertas o mayores que sean.

—Ninguna mujer está preparada para unirse a nosotras hasta que ella misma manifieste que lo está —continuó Amys—. Ha de presentarse ante nosotras como una igual.

—Un castigo no lo es en realidad a menos que una lo acepte como tal, Aviendha —añadió Bair, sonriente—. Hace semanas que nosotras consideramos que estabas preparada, pero tú te empeñaste en seguir obedeciendo.

—Casi llegué a creer que eras orgullosa, muchacha —agregó Melaine con una sonrisa afectuosa.

—No, ya no es «muchacha» —dijo Amys.

—Oh, aún lo es. Hasta que lleve a cabo una cosa más —argumentó Bair.

Aviendha estaba mareada. Habían dicho que no aprendía con bastante rapidez. ¿Aprender a dar la cara? Ella nunca había permitido que otros la mangonearan, pero esas mujeres no eran «otras» personas cualesquiera, sino que eran Sabias, y ella, una aprendiza. ¿Qué habría pasado si Min no la hubiera irritado? Tendría que agradecérselo, aunque la otra mujer no comprendiera por qué le daba las gracias.

«Hasta que lleve a cabo una cosa más…»

—¿Qué más he de hacer?

—Rhuidean —contestó Bair.

Por supuesto. Una Sabia visitaba la ciudad más sagrada dos veces en su vida: una, cuando se convertía en aprendiza; otra, cuando se convertía en Sabia.

—Las cosas serán distintas ahora —comentó Melaine—. Rhuidean ya no es lo que era antaño.

—Lo cual no es razón para dejar a un lado las viejas costumbres —replicó Bair—. La ciudad estará abierta, pero nadie es tan necio como para meterse entre las columnas. Aviendha, tienes que…

—Bair, si no te importa, preferiría decírselo yo —la interrumpió Amys.

La otra Sabia vaciló, pero después asintió con un cabeceo.

—Sí, por supuesto. Es de justicia. Ahora te damos la espalda, Aviendha. No volveremos a verte hasta que regreses a nosotras como una hermana que vuelve de un largo viaje.

—Una hermana que hemos olvidado que conocíamos —dijo Melaine, sonriente.

Las dos se volvieron de espaldas y Amys echó a andar hacia la zona de Viaje. Aviendha tuvo que apretar el paso para alcanzarla.

—Esta vez puedes llevar la ropa puesta en señal de tu posición —aclaró Amys—. En situaciones normales yo sugeriría que viajaras a la ciudad a pie, aun cuando ahora conocemos el Viaje, pero creo que esa costumbre es mejor saltársela en este caso. Con todo, no debes Viajar directamente a la ciudad. Te sugiero que Viajes al dominio Peñas Frías y camines desde allí hasta Rhuidean. Has de pasar un tiempo en la Tierra de los Tres Pliegues para que reflexiones sobre tu peregrinaje.

—Allí necesitaré un odre de agua y víveres —convino Aviendha, con un gesto de asentimiento.

—Todo está preparado y esperándote en el dominio —informó Amys—. Esperábamos que saltaras ese abismo enseguida. Tendrías que haberlo saltado hace días considerando todas las pistas que te dimos. —Miró a Aviendha, que bajó la vista al suelo.

»No tienes por qué avergonzarte —añadió Amys—. Esa es una carga que pesa sobre nosotras. A pesar de la chanza de Bair, lo hiciste bien. Algunas mujeres se pasan meses y meses recibiendo castigos antes de decidir que no lo aguantan más. Tuvimos que ser duras contigo, pequeña, te tratamos con más dureza de lo que nunca había visto usar con una aprendiza preparada. ¡Pero es que casi no queda tiempo!

—Lo comprendo. Y… gracias —dijo Aviendha.

—Nos obligaste a ser muy creativas —comentó Amys con un resoplido—. No olvides este tiempo que has pasado y la vergüenza que sentiste, porque es la misma que cualquier da’tsang sentirá si lo relegas a su suerte. Y no pueden evadirse de ella simplemente por exigir que se los exculpe.

—¿Qué hacéis vosotras si una aprendiza afirma estar preparada para ser una Sabia durante los primeros meses de su adiestramiento?

—Azotarla unas cuantas veces y mandarle que excave unos agujeros, imagino —contestó Amys—. Ignoro si alguna vez ha ocurrido tal cosa. La que se acercó más a ese ejemplo fue Sevanna.

Aviendha se había preguntado por qué las Sabias habían aceptado a la Shaido sin protestar. La afirmación de la mujer había sido suficiente y, en consecuencia, Amys y las demás se habían visto obligadas a aceptarla.

La Sabia de cabello blanco se arrebujó en el chal.

—Las Doncellas que hacen guardia en la zona de Viaje tienen un paquete para ti. Cuando llegues a Rhuidean, dirígete al centro de la ciudad, donde encontrarás las columnas de cristal. Pasa a través de ellas y después vuelve aquí. Aprovecha bien los días que corras camino de la ciudad. Te presionamos mucho para que dispusieras de ese periodo de reflexión; probablemente será el último que tengas durante una temporada.

—La batalla está próxima —asintió Aviendha con la cabeza.

—Sí. Vuelve enseguida una vez que hayas dejado atrás las columnas. Tendremos que hablar sobre el mejor modo de ocuparnos del Car’a’carn. Ha… cambiado desde anoche.

—Comprendo. —Aviendha hizo una profunda respiración.

—Ve —exhortó Amys—. Y regresa. —Puso énfasis en la última palabra. Había mujeres que no sobrevivían a Rhuidean.

La joven sostuvo la mirada de la Sabia y asintió en silencio. En muchos sentidos, Amys había sido una segunda madre para ella. Fue recompensada con una de las contadas sonrisas de la mujer; después, la Sabia de cabello blanco le dio la espalda, igual que habían hecho antes las otras dos.

Aviendha volvió a respirar hondo mientras echaba una ojeada a través del prado pisoteado que había delante de la casona, donde Rand hablaba con los intendentes, seria la expresión y el brazo mutilado doblado a la espalda, en tanto que con el otro gesticulaba con viveza. Le sonrió, a pesar de que él no miraba en su dirección.

«Volveré por ti», pensó.

Acto seguido trotó hacia la zona de Viaje, recogió el paquete y tejió un acceso que la conduciría a una distancia segura del dominio Peñas Frías, cerca de la formación rocosa conocida como Lanza de la Doncella, desde donde correría hacia el dominio para prepararse. El acceso se abrió al familiar aire seco del Yermo.

Cruzó el acceso regocijándose —por fin— de lo que acababa de ocurrir.

Había recuperado el honor.

—Salí a través de la boca de un canal cubierto que da al río, Aes Sedai —dijo Shemerin, inclinando la cabeza ante las otras que se encontraban en la tienda—. A decir verdad, no resultó tan difícil una vez que abandoné la Torre y me encontré en la ciudad. No me atrevía a marcharme por uno de los puentes, porque no quería que la Amyrlin supiera lo que estaba haciendo.

En la tienda, alumbrada por las llamitas titilantes de dos candiles de latón, Romanda la observaba cruzada de brazos. Cinco mujeres escuchaban la historia de la fugitiva, entre ellas Lelaine, que había ido a la tienda de Romanda a pesar de los intentos de ésta para que no se enterara de la reunión. Romanda había confiado en que la esbelta Azul estaría demasiado ocupada disfrutando de su posición en el campamento como para querer tomarse la molestia de asistir a un acontecimiento tan trivial en apariencia.

A su lado se hallaba Siuan. La antigua Amyrlin se había pegado a Lelaine como una lapa. A Romanda le complacía mucho la recién descubierta habilidad de Curar una neutralización —no en vano era una Amarilla, después de todo—, pero una parte de ella deseaba que no hubiera funcionado con Siuan. Como si no tuviera bastante ya con encargarse de Lelaine. A Romanda no se le había olvidado la naturaleza artera de Siuan, aunque a otras muchas sí parecía que se les hubiera borrado de la memoria. Ser menos fuerte en el Poder no significaba una mengua en la capacidad de maquinar.

Sheriam también estaba presente, por supuesto. La Guardiana pelirroja se había sentado al lado de Lelaine. Sheriam se había encerrado en sí misma últimamente y apenas mantenía la dignidad de una Aes Sedai. Esa necia. Habría que cesarla de su cargo; cualquiera se daba cuenta de que era necesario. Si Egwene regresaba alguna vez —y Romanda rogaba que ocurriera así, aunque sólo fuera por desmontar los planes de Lelaine— entonces sería el momento oportuno de escoger una nueva Guardiana.

La otra persona que se encontraba en la tienda era Magla. Lelaine y Romanda habían discutido —de forma civilizada, por supuesto— sobre quién sería la primera en interrogar a Shemerin, y decidieron que la única solución aceptable era hacerlo juntas. Puesto que Shemerin era Amarilla, Romanda pudo convocar la reunión en su tienda; fue toda una sorpresa cuando Lelaine se presentó allí no sólo acompañada por Siuan, sino también por Sheriam. Sin embargo, no habían especificado cuántas ayudantes podían llevar, así que con Romanda sólo se encontraba Magla. La mujer, ancha de hombros, estaba sentada al lado de Romanda y escuchaba en silencio la declaración. ¿Debería haber enviado Romanda a buscar a alguien más? Habría sido una reacción demasiado evidente retrasar la reunión por ese motivo.

En realidad no era un interrogatorio; Shemerin hablaba de forma voluntaria, sin negarse a contestar a las preguntas. Se hallaba sentada en un taburete pequeño, enfrente de ellas, y había rechazado el cojín que le ofrecieron. Rara vez había visto Romanda a alguien tan decidido a castigarse a sí mismo como esa pobre pequeña.

«Nada de pequeña. Es una Aes Sedai de pleno derecho, diga lo que diga ella —pensó Romanda—. ¡Así te abrases, Elaida, por reducir a ese estado a una de nosotras!»

Shemerin había sido Amarilla. ¡Maldición! ¡Era una Amarilla! Llevaba casi una hora hablando con ellas y respondiendo preguntas sobre la situación de la Torre Blanca. Siuan fue la primera en preguntarle a la mujer cómo había escapado.

—Os pido perdón por buscar trabajo en el campamento sin presentarme ante vosotras, Aes Sedai —dijo Shemerin, gacha la cabeza—, pero había huido de la Torre contra la ley. Como Aceptada que ha salido sin permiso, soy una fugitiva. Sabía que sería castigada si me descubrían.

»Me quedé por la zona porque me es conocida y me faltaba valor para irme lejos de aquí. Cuando llegó vuestro ejército vi una posibilidad de encontrar trabajo y la aproveché. Pero, por favor, no me obliguéis a regresar. No represento ningún peligro. Llevaré la vida de una mujer corriente, con cuidado de no hacer uso de mis habilidades.

—Eres una Aes Sedai —manifestó Romanda, que procuró borrar el tono de irritación en la voz. La actitud de esta mujer corroboraba sobradamente las cosas que Egwene contaba sobre el reinado hambriento de poder de Elaida en la Torre—. Por mucho que Elaida diga lo contrario.

—Yo… —Shemerin se limitó a sacudir la cabeza.

¡Luz bendita! No es que antes hubiera sido un ejemplo de serenidad y aplomo Aes Sedai, pero era impactante ver hasta qué punto se había rebajado.

—Háblame de ese acceso al río por el canal —pidió Siuan, que se echó hacia adelante en la silla—. ¿Dónde está situado y cómo lo encontramos?

—Al lado sudoeste de la ciudad, Aes Sedai —contestó Shemerin—. A unos cinco minutos andando hacia el este desde donde están las antiguas estatuas de Eleyan al’Landerin y sus Guardianes. —Vaciló, sintiéndose de pronto ansiosa, al parecer—. Pero es un canal pequeño. No podríais meter a un ejército por allí. Yo sabía de su existencia porque tenía la tarea de ocuparme de los mendigos que viven en esa zona de la ciudad.

—De todos modos quiero un mapa —manifestó Siuan, que echó una mirada a Lelaine—. Al menos, creo que deberíamos tenerlo.

—Es una buena idea —admitió Lelaine en un repugnante tono magnánimo.

—Quiero saber algo más de tu… situación —intervino Magla—. ¿Cómo puede ser que Elaida pensara que degradar a una hermana era sensato? Egwene nos habló de este suceso y entonces también me pareció increíble. ¿Cuál era la idea de Elaida?

—Yo… No soy quién para hablar de lo que piensa la Amyrlin —contestó Shemerin.

La mujer se encogió cuando las Aes Sedai presentes en la tienda le lanzaron una mirada feroz, en absoluto sutil, por llamar Amyrlin a Elaida; todas salvo Romanda, que estaba pendiente de algo pequeño que se deslizaba por debajo del suelo de lona de la tienda y se desplazaba desde una esquina hacia el centro. ¡Luz! ¿Sería un ratón? No, era más pequeño, quizás un grillo. Romanda rebulló con inquietud.

—Pero sin duda hiciste algo para granjearte la ira de Elaida —dijo Magla—. Algo que mereciera semejante trato.

—Yo… —empezó Shemerin, que no dejaba de echar ojeadas a Siuan por alguna razón.

«Qué mujer tan necia», pensó Romanda, diciéndose que Elaida casi había actuado bien. Shemerin no tendría que haber recibido el chal, para empezar. Claro que degradarla a Aceptada tampoco era el modo de manejar la situación. A la Amyrlin no se le debería otorgar tanto poder.

Sí, no cabía duda de que había algo debajo de la lona del suelo, algo que se abría paso con decisión hacia el centro de la tienda; era un bulto muy pequeño que avanzaba a tirones, con movimientos bruscos.

—Me mostré débil ante ella —confesó al cabo Shemerin—. Hablábamos de… acontecimientos en el mundo, y yo no lo pude aguantar. No hice gala de la compostura apropiada de una Aes Sedai.

—¿Eso es todo? —preguntó Lelaine—. ¿No conspiraste contra ella? ¿No la contradijiste?

—Era leal —aseguró Shemerin al tiempo que sacudía la cabeza.

—Me cuesta creerlo —manifestó Lelaine.

—Yo le creo —opinó en tono seco Siuan—. En varias ocasiones, Shemerin demostró con creces que Elaida la tenía en el bolsillo.

—Esto sienta precedente, uno peligroso —apuntó Magla—. Así me abrase, pero lo sienta.

—Sí, en efecto —convino Romanda sin quitar ojo de lo que quiera que estuviera avanzando centímetro a centímetro por debajo de la lona—. Sospecho que utilizó a la pobre Shemerin para que sirviera de ejemplo aleccionador con el propósito de habituar a la Torre Blanca al concepto de degradación. Lo cual le permitiría llevarlo a la práctica con aquellas que son realmente sus enemigas.

Se hizo una pausa en la conversación. Las Asentadas que apoyaban a Egwene encabezarían sin duda la lista de aquellas a las que degradar, si Elaida conservaba el poder y las Aes Sedai se reconciliaban.

—¿Eso es un ratón? —preguntó Siuan mirando el suelo.

—Es demasiado pequeño. Y no tiene importancia —contestó Romanda.

—¿Pequeño? —repitió Lelaine, que se inclinó hacia adelante.

Romanda frunció el entrecejo y miró de nuevo hacia el bulto. Parecía haberse hecho más grande. A decir verdad…

El bulto dio una sacudida de repente, empujando hacia arriba. La lona del suelo se abrió y una enorme cucaracha —ancha como un higo— se coló por la raja. Romanda se echó hacia atrás, asqueada.

La cucaracha avanzó a grandes saltos por la lona agitando las antenas. Siuan se quitó un zapato con intención de aplastarla, pero por debajo del suelo de lona algo bullía cerca del desgarro y una segunda cucaracha salió por él. La siguió una tercera. Y entonces salieron en oleadas, rebosando a través de la raja como si alguien escupiera por la boca una bocanada de té demasiado caliente. En un visto y no visto, la lona se convirtió en una alfombra negra y marrón de criaturas que arañaban, se peleaban y se subían unas sobre otras en su afán por escabullirse.

Las mujeres chillaron de asco y tiraron patas arriba sillas y taburetes al levantarse de golpe. Dos Guardianes entraron en la tienda un instante después: Rorik, un hombre de espaldas anchas que estaba vinculado a Magla, y aquella roca de piel cobriza que era Burin Shaeren, vinculado a Lelaine. Al oír los gritos entraron con las espadas desenvainadas, pero la escena de las cucarachas pareció dejarlos perplejos y se quedaran parados mirando de hito en hito el raudal de asquerosos insectos.

Sheriam se encaramó a la silla, en tanto que Siuan encauzaba y empezaba a aplastar los bichos que tenía más cerca. Romanda detestaba usar el Poder Único para matar, incluso animales tan infectos, pero se sorprendió a sí misma encauzando Aire y despachurrando insectos a guadañadas. Sin embargo los bichos entraban por el desgarro de la lona demasiado deprisa y poco después el suelo bullía con aquel hervidero de cucarachas, por lo que las Aes Sedai se vieron forzadas a salir corriendo de la tienda a la oscuridad del campamento. Rorik cerró los faldones de la entrada aunque con eso no impediría que los insectos salieran retorciéndose por cualquier hueco que encontraran.

Fuera, Romanda no podía dejar de pasarse los dedos por el cabello, por si acaso, para asegurarse de que ninguna de las cucarachas se le había metido en él. La sacudió un escalofrío al imaginar a los insectos subiéndole por todo el cuerpo.

—¿Hay algo dentro a lo que tengas aprecio o sea importante para ti? —le preguntó Lelaine mientras se volvía para mirar la tienda.

A la luz de los candiles se veía las sombras de los insectos trepando por las paredes.

Romanda dedicó un pensamiento a su diario, pero sabía que sería incapaz de volver a tocar esas páginas después de que la tienda se infectara de aquel modo.

—Nada que quiera conservar ahora —contestó al tiempo que tejía Fuego—. Y nada que no pueda reemplazar.

Las otras se le unieron y la tienda estalló en llamas, con Rorik saltando hacia atrás mientras ellas encauzaban. Romanda creyó oír a los insectos estallando y chisporroteando dentro. Las Aes Sedai se retiraron por el repentino calor. En cuestión de segundos la tienda entera era una hoguera. De las tiendas cercanas salieron mujeres a mirar.

—No creo que eso fuera natural —susurró Magla—. Esos bichos eran cucarachas cuatro púas. Los marineros las ven en los barcos que navegan a Shara.

—Bien, no es lo peor que hemos visto del Oscuro —comentó Siuan, que se cruzó de brazos—. Y todavía veremos cosas peores, recordad lo que os digo. —Miró a Shemerin—. Ven, quiero que me ayudes con ese mapa.

Se marcharon con Rorik y las otras, que pondrían sobre aviso al campamento de que la mano del Oscuro lo había tocado esa noche. Romanda se quedó viendo cómo ardía la tienda, que enseguida quedó reducida a un montón de ascuas candentes.

«Luz. Egwene tiene razón —pensó—. Se acerca. Y deprisa». Y la chica estaba prisionera; se había reunido con la Antecámara la noche anterior en el Mundo de los Sueños y les había informado de la desastrosa cena servida en los aposentos de Elaida y las consecuencias de haber insultado a la falsa Amyrlin. Y, sin embargo, Egwene seguía negándose a que la rescataran.

Se encendieron antorchas y se despertó a los Guardianes como medida de precaución por si ocurría otro incidente. Romanda olió el humo. Eso era todo cuanto quedaba de lo que había poseído en este mundo.

La Torre tenía que unificarse. Costara lo que costase. ¿Estaría dispuesta a inclinarse ante Elaida con tal de conseguir tal cosa? ¿Se vestiría de nuevo como Aceptada si con ello se lograba la unidad para la Última Batalla?

Le fue imposible responder de forma afirmativa a sus preguntas. Y eso la perturbaba casi tanto como lo habían hecho esas cucarachas corriendo en desbandada.

27

El castrado achispado

Mat no logró escabullirse del campamento sin las Aes Sedai, por supuesto. Malditas mujeres.

Cabalgaba por la antigua vía pavimentada, ahora sin que lo siguiera la Compañía. Sin embargo, iba acompañado por tres Aes Sedai, dos Guardianes, cinco soldados, Talmanes, un caballo de carga y Thom. Por lo menos Aludra, Amathera y Egeanin no se habían empeñado en ir. El grupo ya era demasiado numeroso con los que iban.

Los pinos amarillos que jalonaban la calzada olían a savia, y el aire era una melodía de llamadas de pinzones de montaña. Mat había ordenado que la Compañía se detuviera poco antes del mediodía y aún faltaban varias horas para el ocaso. Cabalgaba un poco adelantado al grupo de Aes Sedai y Guardianes; después de negarle los caballos y los fondos a Joline, esas mujeres no estaban dispuestas a permitir que les ganara otro punto, sobre todo teniendo la posibilidad de obligarlo a llevarlas al pueblo, donde al menos pasarían una noche en una posada disfrutando de lechos blandos y baños calientes.

Tampoco discutió con mucho empeño. Detestaba que se diera más a la lengua a costa de la Compañía, y las mujeres chismorreaban, incluso si eran Aes Sedai. Pero, de todos modos, no era probable que la Compañía pasara sin causar revuelo por el pueblo. Si alguna patrulla seanchan se metía por esos sinuosos caminos de montaña… En fin, la única opción que tenía él era conducir a la Compañía a un paso regular hacia el norte, punto. No servía de nada lamentarse.

Además, empezaba a sentirse bien de nuevo, cabalgando a lomos de Puntos calzada adelante, con el frío airecillo primaveral. Había tomado por costumbre ponerse una de sus chaquetas viejas, una roja con ribetes marrones, desabrochada para dejar a la vista la vieja camisa de color avellana que llevaba debajo.

De eso se trataba, de viajar por pueblos nuevos, jugar a los dados en las posadas, dar pellizcos a unas cuantas camareras… No pensaría en Tuon. Puñetera seanchan. Estaría bien, ¿verdad?

Casi sentía comezón en las manos por las ganas de lanzar los dados. Había pasado muchísimo tiempo desde que había estado sentado en un rincón en alguna parte jugando con tipos corrientes. Llevarían la cara un poco más sucia y usarían un lenguaje más zafio, pero tendrían tan buen corazón como cualquier hombre; o mejor que la mayoría de los nobles.

Talmanes cabalgaba un poco más adelante; probablemente él querría encontrar una taberna mejor, un establecimiento en el que jugar una partida de cartas en lugar de tirar los dados, pero Mat dudaba de que hubiera mucho donde elegir. Era un pueblo de buen tamaño; de hecho, más parecía una ciudad pequeña, aunque no creía probable que tuviera más de tres o cuatro posadas, así que las opciones serían limitadas.

«Un buen tamaño», pensó Mat sonriendo para sus adentros mientras se quitaba el sombrero y se rascaba la nuca. Hinderstap «sólo» tendría tres o cuatro posadas, lo cual lo convertía en una ciudad pequeña. ¡Vaya, pero si aún recordaba cuando consideraba a Baerlon una gran ciudad, y probablemente no era mucho más grande que Hinderstap!

Un caballo se puso a su lado; Thom leía de nuevo aquella maldita carta. El aire agitaba los blancos cabellos del larguirucho juglar, que tenía una expresión pensativa, fija la mirada en las palabras escritas como si no las hubiera leído ya mil veces.

—¿Por qué no guardas eso? —le dijo, y Thom alzó la vista del papel.

A Mat le había costado trabajo convencerlo para que fuera al pueblo con ellos, pero Thom lo necesitaba, le hacía falta distraerse.

—Hablo en serio, Thom —prosiguió—. Sé que estás ansioso por ir en busca de Moraine, pero pasarán semanas antes de que podamos separarnos de los demás para emprender ese viaje. Con leer la carta una y otra vez sólo conseguirás impacientarte.

El juglar asintió en silencio y dobló el papel con actitud reverente.

—Tienes razón, Mat —admitió—. Pero hace meses que llevo encima esta carta y, ahora que la he compartido contigo, me siento… En fin, que lo único que quiero es ponerme a ello.

—Lo sé.

Mat miró hacia el horizonte. Moraine. La Torre de Ghenjei. Casi tuvo la sensación de ver la construcción surgiendo, imponente, a lo lejos. Hacia allí lo llevaba su derrotero, y Caemlyn sólo era un paso más a lo largo del camino. Si Moraine seguía viva… Luz, ¿qué significaría tal cosa? ¿Cómo reaccionaría Rand?

El rescate era otra razón por la que Mat notaba que le hacía falta una buena noche de jugar a los dados. ¿Por qué había accedido a acompañar a Thom para entrar en la torre? Esos jodidos zorros y serpientes… No tenía el menor deseo de volver a verlos.

Pero tampoco podía dejar que Thom fuera solo. Había algo de inevitable en todo aquello, como si una parte de sí mismo hubiera sabido desde el principio que tendría que volver y hacer frente a esas criaturas. Ya se la habían jugado dos veces, y los elfinios le habían embarullado el cerebro con todos esos recuerdos que le habían implantado en la cabeza. Tenía que saldar una cuenta con ellos, de eso no cabía duda.

Mat no sentía mucho aprecio por Moraine, pero no la dejaría en poder de esas criaturas aunque fuera una Aes Sedai. Maldición. Era posible que incluso sintiera la tentación de salvar a uno de los propios Renegados si estuviera atrapado allí.

De hecho, una de las Renegadas lo estaba, porque Lanfear había caído a través del mismo portal que Moraine. Diantre, ¿qué iba a hacer si se topaba con ella? ¿De verdad la rescataría también?

«Eres un idiota, Matrim Cauthon —se increpó—. De héroe, nada, sólo un necio, sin más».

—Iremos a rescatar a Moraine, Thom —dijo luego en voz alta—. Tienes mi palabra, maldita sea. La encontraremos. Pero hemos de dejar a la Compañía en algún lugar seguro, y necesitamos información. Bayle Domon dice que sabe dónde está la torre, pero no me sentiré satisfecho hasta que lleguemos a una ciudad grande y husmeemos en busca de los rumores y chismes que haya sobre esa torre. Alguien tiene que saber algo. Además, necesitaremos suministros, y dudo que encontremos lo que nos hace falta en estos pueblos de montaña. Hemos de llegar a Caemlyn si es posible, aunque, de camino allí, quizás hagamos un alto en Cuatro Reyes.

Thom asintió con la cabeza, aunque a Mat no le pasó inadvertido que lo exasperaba dejar a Moraine atrapada, torturada y quién sabía qué más. En los relucientes ojos azules de Thom había una expresión distante. ¿Por qué le importaba tanto? ¿Qué era Moraine para él sino otra Aes Sedai más, como las responsables de que el sobrino de Thom perdiera la vida?

—Maldición —masculló Mat—. ¡Se supone que no tenemos que pensar en cosas así, Thom! Vamos a pasar una buena noche jugando a los dados y riendo. Y puede que también haya tiempo para una o dos canciones.

Thom asintió de nuevo en silencio, aunque adoptó una expresión más relajada. Detrás de la silla llevaba atado el estuche del arpa, y Mat pensó que sería estupendo verlo abrir otra vez ese estuche.

—¿Tienes pensado hacer malabarismos para sacar gratis la cena otra vez, aprendiz? —preguntó Thom con un brillo divertido en los ojos.

—Mejor eso que intentar tocar la condenada flauta —rezongó Mat—. Nunca se me dio bien. Rand sí que se aficionó a tocarla, ¿verdad?

Los colores giraron dentro de la cabeza de Mat y se concretaron en una imagen de Rand sentado solo en una habitación, con las piernas estiradas; llevaba una camisa profusamente bordada; había una chaqueta negra y roja tirada en el suelo, arrugada, junto a la pared de troncos que estaba a un lado. Rand tenía una mano en la frente, como si tratara de librarse de un dolor de cabeza apretándosela. La otra mano…

El otro brazo terminaba en un muñón. La primera vez que Mat había visto esa imagen —hacía unas pocas semanas— había sufrido una fuerte impresión. ¿Cómo había perdido la mano Rand? Recostado en esa postura, inmóvil, casi ni parecía estar vivo. Sin embargo, daba la impresión de que movía los labios, como si mascullara o hablara entre dientes. «¡Luz! —pensó Mat—. ¡Maldita sea, mira lo que te estás haciendo a ti mismo!»

En fin, al menos no se encontraba cerca de él. «Puedes darte con un canto en los dientes», se dijo Mat para sus adentros. No es que hubiera llevado una vida fácil en los últimos tiempos, pero también podría haberse quedado atrapado cerca de Rand. Sí, claro, Rand era un amigo, pero no tenía intención de estar con él cuando se volviera loco y matara a todos los que conocía. Una cosa era la amistad y otra la estupidez. Lucharían juntos en la Última Batalla, por supuesto; eso era inevitable. Pero esperaba estar al otro lado del campo de batalla, lejos de los dementes encauzadores de saidin.

—Ah, Rand. Ese chico podría haberse ganado la vida como juglar, lo garantizo —comentó Thom—. Puede que incluso como un bardo de verdad si hubiera empezado de más joven.

Mat sacudió la cabeza para desechar esa visión. «Maldición, Rand. Déjame en paz».

—Esos sí que eran buenos tiempos, ¿eh, Mat? —Thom sonrió—. Nosotros tres viajando río Arinelle abajo.

—Y con Myrddraal persiguiéndonos por razones desconocidas —añadió Mat en voz lúgubre—. O Amigos Siniestros intentando apuñalarnos por la espalda cada vez que nos dábamos la vuelta.

—Mejor eso que los gholam y los Renegados tratando de asesinarnos.

—Eso es como decir que das las gracias por tener un nudo corredizo al cuello en vez de una espada en la barriga.

—Al menos te puedes escapar del nudo corredizo, Mat. —Thom se atusó el largo y blanco bigote con los nudillos—. Una vez que tienes clavada la espada, poco puedes hacer al respecto.

Mat vaciló y después se sorprendió estallando en carcajadas. Se frotó el pañuelo que llevaba ceñido al cuello.

—Supongo que tienes razón en eso, Thom. Supongo que tienes razón, sí. En fin, de momento, ¿por qué no olvidamos todo eso por hoy? ¡Venga, finjamos que todo es igual que antes!

—No sé si eso es posible, muchacho.

—Pues claro que sí —insistió Mat, testarudo.

—¿De veras? —preguntó Thom, divertido—. ¿Quieres volver a ser aquel chico que creía que el viejo Thom Merrilin era el hombre más sabio y más viajero que había visto en su vida? ¿Volverás a actuar como un campesino bobalicón que me mira extasiado y se aferra a mi chaqueta cada vez que pasemos por un pueblo en el que haya más de una posada?

—Eh, un momento. Yo no era tan palurdo, ni mucho menos.

—Permíteme que discrepe, Mat —lo contradijo Thom entre risas.

—No recuerdo gran cosa de entonces. —Mat se rascó la cabeza otra vez—. Aunque sí me acuerdo de que Rand y yo no lo hicimos nada mal solos, después de que nos separamos de ti. Al menos llegamos a Caemlyn. Y te llevamos la jodida arpa intacta, ¿o no?

—La madera del marco tenía unos cuantos rasguños…

—¡De eso nada, puñetas! —exclamó Mat al tiempo que lo señalaba con el dedo—. Rand dormía prácticamente con esa arpa. Ni siquiera se nos ocurrió la idea de venderla aunque teníamos tanta hambre que nos habríamos zampado las botas si no las hubiésemos necesitado para llegar a la siguiente ciudad.

Los recuerdos que Mat guardaba de aquellos días eran un tanto confusos, llenos de lagunas, como un cubo de hierro que se hubiera oxidado al dejarlo mucho tiempo a la intemperie. Pero había hilvanado varias cosas.

—No podemos volver al pasado, Mat —dijo Thom, riendo de buena gana—. La Rueda ha girado, para bien o para mal, y seguirá girando mientras se apagan las luces y los bosques oscurecen, mientras las tormentas estallan y el cielo se desploma. La Rueda gira y girará. La Rueda no es la esperanza, es indiferente a todo. Simplemente es, sin más. Pero, mientras gire, la gente tendrá esperanza, sentirá interés. Pues por cada luz que se apague, otra alumbrará con el tiempo, y cualquier tormenta devastadora a la larga se extinguirá. Mientras la Rueda gire. Mientras gire…

Mat guió a Puntos para que rodeara una grieta muy profunda que había en la vieja calzada. Un poco más adelante, Talmanes charlaba con varios de los guardias.

—Eso suena como una canción, Thom —comentó Mat.

—Ajá —convino el viejo juglar, casi con un suspiro—. Es una antigua canción que la mayoría ha olvidado. He descubierto tres versiones, todas con la misma letra, pero entonadas con melodías diferentes. Supongo que el entorno me ha hecho pensar en ella; se cuenta que Doreille en persona escribió el poema original.

—¿El entorno? —preguntó Mat, sorprendido, mientras miraba los pinos amarillos.

Thom asintió con la cabeza.

—Esta calzada es antigua, Mat. Muy antigua. Probablemente lleva aquí desde antes del Desmembramiento. Los puntos de referencia como este entorno tienden a encontrar el modo de entrar a formar parte de canciones y relatos. Creo que esta zona es lo que en tiempos se llamó las Colinas Hendidas. De ser así, entonces nos encontramos en lo que antaño era Coremanda, justo al lado de los Dominios del Águila. Te apuesto a que, si ascendemos a algunas de esas colinas más altas, encontraremos viejas fortificaciones.

—¿Y eso que tiene que ver con Doreille? —preguntó Mat, sintiéndose incómodo.

Doreille había sido reina de Aridhol.

—Que visitó estos parajes —contestó Thom—. Y escribió varios de sus más exquisitos poemas en los Dominios del Águila.

«Lo recuerdo, maldita sea», pensó Mat. Se acordaba de estar en las murallas de la fortaleza situada en las alturas, un lugar muy frío en lo alto de la montaña; contemplaba desde allá arriba una larga y sinuosa calzada destrozada y un ejército con gallardetes morados que cargaba ladera arriba bajo una lluvia de flechas. Las Colinas Hendidas. Una mujer en el balcón. La reina en persona.

Lo sacudió un escalofrío que desvaneció el recuerdo. Aridhol era una de las antiguas naciones que habían existido mucho tiempo atrás, cuando Manetheren era una potencia. La capital de Aridhol tenía otro nombre: Shadar Logoth.

Hacía mucho tiempo que Mat no sentía el tirón de la daga del rubí. Casi empezaba a olvidar lo que había sido estar vinculado a ella, si es que era posible olvidar algo así. Pero a veces recordaba aquel rubí, rojo como su propia sangre, y entonces la vieja ansia, el viejo anhelo, volvía a infiltrarse en su ser…

Mat sacudió la cabeza para rechazar esos recuerdos. ¡Maldición, se suponía que estaba divirtiéndose!

—¡Qué tiempos, muchacho! —comentó Thom con aire distraído—. Últimamente me siento viejo, Mat, como una alfombrilla descolorida que está tendida para que el aire la seque y en la que apenas se insinúan los colores que antaño lucían tan intensos. A veces me pregunto si te soy de alguna utilidad ya. No parece que me necesites.

—¿Qué? ¡Pues claro que te necesito, Thom!

El juglar entrado en años lo miró.

—El problema contigo, Mat, es que eres realmente bueno mintiendo, a diferencia de esos otros dos muchachos.

—¡Hablo en serio! Qué diantres, lo digo de verdad. Supongo que podrías marcharte y contar relatos y viajar como solías hacer, pero las cosas aquí podrían ponerse bastante difíciles y desde luego echaría en falta tus consejos y tu buen tino. Puñetas, seguro que te echaría de menos. Un hombre necesita tener amigos en los que confiar, y yo pondría mi vida en tus manos en cualquier momento.

—Vaya, Matrim —dijo Thom, que alzó la vista; los ojos le relucían, risueños—, ¿así que ahora levantas el ánimo a un hombre cuando está deprimido, convenciéndolo de que se quede y haga algo importante, en lugar de marcharse en busca de aventuras? Eso suena tremendamente responsable. ¿Qué te pasa?

—El matrimonio, supongo. —Mat torció el gesto—. ¡Pero que me aspen si dejo de beber y de jugar!

Un poco más adelante, Talmanes se giró en la silla y lanzó una mirada a Mat para después poner los ojos en blanco. Thom se echó a reír al ver el gesto de Talmanes.

—Bueno, muchacho, no era mi intención desanimarte. Sólo era un poco de cháchara. Todavía me quedan unas cuantas cosas que enseñar a este mundo. Si realmente soy capaz de liberar a Moraine… En fin, ya veremos. Además, tiene que haber alguien que sea testigo de lo que pasa y que después lo vuelque en una canción, llegado el momento. Saldrá más de una balada de todo esto. —Se giró en la silla y rebuscó en las alforjas—. ¡Ah! —exclamó al tiempo que sacaba su capa de juglar adornada con parches multicolores y se la echaba por los hombros con un floreo.

—Bien, cuando escribas sobre nosotros es posible que te encuentres con unos cuantos marcos de oro por el trabajo, si encuentras la forma de incluir un bonito verso sobre Talmanes. Ya sabes, algo sobre que tiene un ojo que mira en direcciones raras, y que a menudo lleva ese perfume que le recuerda a uno el de una cabreriza.

—¡He oído eso! —gritó Talmanes desde delante.

—¡Ésa era mi intención! —repuso Mat.

Thom rió con ganas mientras tiraba de la capa y se la colocaba de forma que luciera más.

—No prometo nada. —Soltó otra risa—. Sin embargo, si no te importa, Mat, creo que me separaré del grupo una vez que lleguemos al pueblo. Los oídos de un juglar podrían recoger información que no se daría en presencia de soldados.

—Cualquier información será bienvenida —dijo Mat mientras se frotaba el mentón. Un poco más adelante, el camino giraba; Vanin había dicho que encontrarían el pueblo justo detrás del recodo—. Me siento como si hubiese viajado a través de un túnel durante meses, sin ver ni oír nada del mundo exterior. Diantre, sería estupendo saber dónde anda Rand aunque sólo sea para no ir allí.

Los colores giraron y le mostraron a Rand, pero éste se encontraba de pie en un cuarto sin vistas al exterior, por lo que la imagen no le dio a Mat ninguna pista sobre su paradero.

—La vida es ese túnel casi siempre, me temo —comentó Thom—. La gente espera que un juglar le lleve noticias, así que las sacamos y las cepillamos para exhibirlas, pero muchas de las «noticias» que contamos sólo son otro lote de relatos, en muchos casos más ficticios que las baladas de hace un milenio.

Mat asintió con la cabeza.

—Además —añadió Thom—, veré si consigo obtener alguna pista para la incursión.

La Torre de Ghenjei. Mat se encogió de hombros.

—Es más probable que encontremos lo que buscamos en Cuatro Reyes o en Caemlyn.

—Sí, lo sé, pero Olver me hizo prometer que lo comprobaría. Si no hubieses encargado a Noal que tuviera distraído al chico, no me habría extrañado que al abrir tus alforjas te lo hubieras encontrado dentro. Deseaba muchísimo venir.

—Una noche de baile y juego no es la distracción más adecuada para un chico —rezongó Mat—. Ojalá no ocurra que los hombres del campamento lo corrompan más de lo que lo haría una taberna.

—Bueno, seguro que se quedará tranquilo y sin meter jaleo una vez que Noal saque el tablero. —Olver estaba convencido de que, si jugaba a serpientes y zorros lo suficiente, descubriría alguna estrategia secreta para derrotar a los alfinios y los elfinios—. El chico aún cree que va a venir a la torre con nosotros —añadió Thom en voz más baja—. Sabe que no puede ser uno de los tres, pero su plan es esperarnos fuera. Y quizás irrumpir en la torre para salvarnos si no volvemos enseguida. No quiero estar presente cuando descubra la verdad.

—Yo tampoco —convino Mat.

Más adelante, los árboles se abrieron a un pequeño valle con verdes pastos que crecían altos en las colinas que lo flanqueaban. Una ciudad de varios cientos de edificios se alzaba al abrigo de las vertientes; por el centro de la población corría un arroyo de montaña. Las casas eran de piedra gris oscura, todas con una gran chimenea, y de la mayoría salía humo. Los tejados tenían mucha caída para aguantar lo que sin duda serían inviernos de mucha nieve, aunque ahora lo único blanco visible estaba en las lejanas cumbres. Ya había trabajadores que trajinaban en varios tejados reemplazando los tejamaniles estropeados durante el invierno; cabras y ovejas se apacentaban en los prados de las laderas, vigiladas por pastorcillos.

Aún quedaban unas cuantas horas de luz y otros hombres trabajaban en fachadas de tiendas y en cercas. Otros caminaban por las calles del pueblo sin prisa. En conjunto, la pequeña ciudad tenía un aire relajado, mezcla de laboriosidad y holganza.

Mat se situó junto a Talmanes y los soldados.

—Es una agradable vista —comentó el noble—. Empezaba a pensar que todas las poblaciones del mundo se estaban cayendo a pedazos o se encontraban abarrotadas de refugiados o bajo el dominio de los invasores. Ésta al menos no parece que vaya a desvanecerse ante nuestras narices.

—Quiera la Luz que no —deseó Mat con un escalofrío al pensar en la ciudad de Altara que había desaparecido—. Sea como sea, esperemos que no les importe tratar con unos cuantos desconocidos. —Miró a los soldados; los cinco eran Brazos Rojos, de los mejores que tenía—. Tres de vosotros, id con las Aes Sedai. Sospecho que no querrán quedarse en la misma posada que elija yo. Nos reuniremos por la mañana.

Los soldados saludaron y Joline resopló cuando pasó con su caballo, sin mirar a Mat de forma intencionada. Ella y las otras se dirigieron cuesta abajo en un pequeño grupo, seguidas por los soldados de Mat.

—Aquello parece una posada —señaló Thom hacia un edificio grande situado en el lado oriental del pueblo—. Estaré allí.

Saludó con la mano y después picó a su montura, que partió al trote, y siguió adelante con la capa de juglar ondeando a la espalda. Llegar antes le daría más oportunidades de hacer una entrada espectacular.

Mat echó una ojeada a Talmanes, que se encogió de hombros. Los dos avanzaron cuesta abajo con dos soldados de escolta; debido al recodo del camino, se aproximaban desde el sudoeste. La antigua calzada seguía al nordeste del pueblo; resultaba chocante que una calzada tan grande pasara a través de un pueblo así y siguiera adelante, aunque fuera una vía vieja y destrozada. Maese Roidelle aseguraba que los conduciría directamente a Andor. Estaba demasiado estropeada para utilizarla como calzada principal y el recorrido que llevaba no pasaba ya por grandes ciudades, de modo que había caído en el olvido. Sin embargo, Mat daba las gracias por la suerte que habían tenido de encontrarla, ya que las vías principales por Murandy estaban plagadas de seanchan.

Según los mapas de Roidelle, la villa de Hinderstap se especializaba en la producción de corderos y queso de cabra para suministrar a varias ciudades y dominios de feudos de la región. Los lugareños tendrían que estar acostumbrados a ver forasteros. De hecho, varios chiquillos llegaron corriendo de los campos en el momento en que divisaron a Thom y su capa de juglar. El hombre causaría un alboroto, pero sería un revuelo conocido para ellos. La presencia de las Aes Sedai, en cambio, se convertiría en algo memorable.

«Qué se le va a hacer», pensó Mat mientras avanzaba junto a Talmanes por la calzada bordeada de hierba. Mantendría el buen humor; esta vez no permitiría que las Aes Sedai se lo agriaran.

Para cuando Mat y Talmanes llegaron al pueblo, Thom ya estaba rodeado por un pequeño gentío. El viejo juglar se mantenía muy erguido en la silla y hacía malabarismos con tres bolas de colores —para lo que utilizaba sólo la mano derecha— mientras charlaba de sus viajes por el sur. Los lugareños vestían chalecos y capas verdes de un grueso tejido afelpado; parecían prendas cálidas, aunque tras un examen más detenido Mat advirtió que muchas de ellas —ya fueran capas, chalecos o pantalones— tenían rotos que se habían remendado con primorosos zurcidos.

Otro grupo de gente —mujeres en su mayoría— se había reunido alrededor de las Aes Sedai. Bien; Mat casi había esperado que los lugareños se asustaran. Uno de los que se hallaban a un lado del grupo de Thom echó una ojeada evaluadora a Mat y a Talmanes. Era un tipo fornido, con gruesos brazos que dejaban al descubierto las mangas de lino, recogidas hasta el codo a pesar del fresco airecillo primaveral. Los tenía cubiertos de vello oscuro, un color en consonancia con la barba y el cabello.

—Tenéis aspecto de noble —dijo el hombre mientras se acercaba a Mat.

—Es un prí… —empezó Talmanes antes de que Mat lo cortara con precipitación.

—Supongo que lo parezco, sí —habló Mat sin quitar ojo a Talmanes.

—Soy Barlden, el alcalde de aquí —se presentó el hombre, que se cruzó de brazos—. Podéis entrar en el pueblo y negociar si queréis, pero sabed que no nos sobra gran cosa.

—Seguro que al menos habrá algo de queso —comentó Talmanes—. Eso es lo que producís aquí, ¿verdad?

—Todo lo que no se ha estropeado o se ha puesto mohoso lo necesitamos para nuestros clientes habituales —respondió el alcalde Barlden—. Así son las cosas en estos tiempos. —Vaciló un instante—. Pero si tenéis telas o ropas con las que comerciar, tal vez podríamos apartar algo para que comieseis hoy.

«¿Para que comamos hoy? —repitió Mat para sus adentros—. ¿Los trece?» Tendría que llevar al campamento una carreta llena, como poco; sin olvidar la cerveza que les había prometido a sus hombres.

—También debo informaros que tenemos toque de queda. Negociad y calentaos junto a los hogares un rato, pero sabed que todos los forasteros han de estar fuera de la ciudad antes de caer la noche.

Mat alzó la vista al cielo.

—¡Pero apenas faltan tres horas para que se haga de noche!

—Son nuestras reglas —replicó Barlden, cortante.

—Es ridículo —dijo Joline, que se apartó de las mujeres del pueblo. Acercó su caballo un poco más a Mat y a Talmanes, con sus Guardianes pisándole los talones, como siempre—. Maese Barlden, no podemos aceptar esa absurda prohibición. Comprendo que seáis cauteloso en los tiempos que vivimos, pero sin duda veréis que tales reglas no deberían aplicarse en nuestro caso.

El hombre mantuvo los brazos cruzados, sin decir nada.

Joline apretó los labios y arregló las riendas que sostenía en las manos a fin de dejar bien a la vista el anillo de la Gran Serpiente.

—¿Acaso el símbolo de la Torre Blanca significa tan poco hoy día?

—Respetamos a la Torre Blanca. —Barlden desvió los ojos hacia Mat. Era listo; sabía que sostener la mirada de una Aes Sedai solía debilitar la determinación de cualquiera—. Sin embargo, nuestras reglas son estrictas, mi señora. Lo lamento.

Sus palabras se ganaron un resoplido de Joline.

—Sospecho que los posaderos de vuestro pueblo no estarán nada satisfechos con tal disposición. ¿Cómo les va a alcanzar para vivir si no pueden alquilar cuartos a los viajeros?

—Las posadas reciben compensaciones —replicó con aspereza el alcalde—. Tres horas. Haced lo que hayáis venido a hacer y marchaos. Procuramos ser amistosos con todos los que pasan por aquí, pero no podemos permitir que se rompan nuestras normas.

Sin más, se dio la vuelta y echó a andar. Mientras se alejaba se le unió un grupo de hombres fornidos, varios de los cuales llevaban hachas. No con aire amenazador, sino de forma despreocupada, como si hubieran salido a cortar leña y por casualidad cruzaran por la pequeña ciudad en aquel momento. Juntos. En la misma dirección que el alcalde.

—Vaya, menudo recibimiento —masculló Talmanes.

Mat asintió con un cabeceo. En aquel instante los dados se pusieron a repicar dentro de su cabeza. «¡Maldición!» Decidió no hacerles caso. De todos modos, nunca servían para nada.

—Vayamos a buscar una taberna —dijo, y taloneó a Puntos.

—Aún estás decidido a prologar la velada, ¿no es así? —comentó Talmanes, sonriente, al situarse junto a Mat.

—Veremos —contestó Mat, que seguía escuchando los dados a pesar suyo—. Veremos.

Mat localizó tres posadas en el primer recorrido que hicieron por el pueblo. Había una al final de la calle principal y tenía dos faroles encendidos en la entrada aunque todavía no era de noche. Las paredes encaladas y los cristales limpios de las ventanas atraerían a las Aes Sedai como el fuego a las polillas. Ésa sería la posada destinada a mercaderes y dignatarios que estuvieran de viaje y tuvieran la mala fortuna de encontrarse en aquella comarca.

Pero ahora los forasteros no podían hacer noche allí. ¿Cuánto tiempo llevaría implantada la prohibición? ¿Cómo salían adelante esas posadas? Proporcionaban un baño y una comida, pero sin alquilar habitaciones…

A Mat le sonaba a pura filfa el comentario del alcalde respecto a que las posadas recibían compensaciones, porque si no hacían nada provechoso para el pueblo, ¿por qué pagarles? Era simplemente absurdo.

En cualquier caso, Mat no se encaminó hacia la bonita posada ni a la que Thom había elegido antes; ésa no se encontraba en la vía principal, sino en una calle ancha situada al nordeste. Sería adecuada para el viajero medio, hombres y mujeres respetables a los que no les hacía gracia gastar de más sin necesidad. El edificio se encontraba bien conservado; las camas estarían limpias y las comidas serían satisfactorias. Los lugareños la visitarían de vez en cuando para tomar unos tragos, sobre todo cuando pensaran que sus esposas no les quitaban ojo.

La última posada habría sido la más difícil de encontrar si Mat no hubiera sabido dónde buscarla. Estaba a tres calles del centro, en la esquina occidental del pueblo. Fuera no colgaba ningún rótulo; sólo se veía un tablero —en el que había labrado lo que parecía un caballo ebrio— por dentro de una de las ventanas. Ninguna de esas ventanas tenía cristales.

Del interior salían luz y risas. Casi todos los forasteros se sentirían incómodos ante la ausencia de un letrero que invitara a entrar o de faroles en la calle cerca de la posada; aunque más bien era una taberna. Mat dudaba de que alguna vez hubiera tenido algo más que unos pocos jergones en la parte trasera para alquilarlos por un cobre. Allí era donde los trabajadores del lugar se relajaban. Acercándose el anochecer, muchos ya se habrían dirigido al establecimiento. Era un sitio para relacionarse y distraerse un rato, un lugar en el que fumar un pellizco de tabaco con los amigos. Y para jugar unas partidas de dados.

Mat sonrió y desmontó, tras lo cual ató a Puntos en el poste que había fuera. Talmanes suspiró.

—Supongo que tienes claro que aguarán la bebida —argumentó el noble.

—Entonces tendremos que pedir el doble de rondas —contestó Mat mientras desataba unas cuantas bolsas de monedas de la silla y se las guardaba en los bolsillos interiores de la chaqueta.

Indicó con un gesto a los soldados que se quedaran y cuidaran de los caballos. El animal de carga llevaba un cofre con monedas que contenía los ahorros de Mat, ya que jamás se jugaría la soldada de la Compañía.

—Bien, de acuerdo —accedió Talmanes—. Pero que sepas que voy a asegurarme de que tú y yo vayamos a una taberna como es debido cuando lleguemos a Cuatro Reyes. Conseguiré educarte, Mat. Ahora eres un príncipe y tendrás que…

Mat alzó una mano e hizo callar a Talmanes. Después señaló el poste y el noble suspiró de nuevo, desmontó y ató su caballo. Mat fue hacia la puerta de la taberna, respiró hondo y entró.

Los hombres se apiñaban alrededor de las mesas, con las capas dobladas por encima de las sillas o colgadas en perchas, desabrochados los chalecos rotos y zurcidos, y las mangas arremangadas. ¿Por qué la gente de ese pueblo vestía ropa que antes debía de haber sido muy bonita pero que ahora estaba estropeada y remendada? Tenían montones de ovejas y, en consecuencia, lana de sobra.

De momento, Mat pasó por alto lo singular que tenía aquello. Los hombres que estaban en la taberna jugaban a los dados, bebían jarras de cerveza en mesas pegajosas y daban azotes en el trasero a las camareras cuando pasaban cerca. Parecían exhaustos y a muchos se les cerraban los ojos por el cansancio. Pero eso era de esperar tras un día de trabajo; a pesar de los ojos cansados, había una continua cháchara casi palpable en la sala, voces que se superponían en murmullos bajos y retumbantes. Unos cuantos alzaron la vista cuando Mat entró y otros fruncieron el entrecejo al fijarse en la calidad de su ropa, pero la mayoría no le prestó atención.

Talmanes fue en pos de él de mala gana, aunque no era el tipo de noble al que le importara codearse con gente de clase social más baja; en realidad, a pesar de tener por costumbre desaprobar las preferencias de Mat, había visitado no pocas tabernas sórdidas en sus tiempos. De modo que Talmanes fue tan rápido como Mat en arrimar una silla a una de las mesas en la que unos cuantos hombres estaban sentados. Mat sonrió de oreja a oreja y lanzó una moneda de oro a la camarera que pasaba para que trajera bebida. Eso sí que llamó la atención, tanto a los que ocupaban la mesa como a Talmanes.

—¿Qué haces? —susurró el noble, inclinándose hacia él—. ¿Es que quieres que nos abran en canal en el momento que salgamos de aquí?

Mat se limitó a sonreír. En una de las mesas cercanas se jugaba una partida de dados. Parecía la modalidad de la Zarpa de Gato, o al menos ése era el nombre que los participantes le daban la noche que Mat había jugado por primera vez. En Ebou Dar se llamaba la Tercera Joya, y en Cairhien había oído denominarla Plumas al Aire. Era el juego perfecto para su propósito. Sólo lanzaba los dados un jugador, con un montón de observadores que hacían apuestas en contra o a favor de sus tiradas.

Mat respiró hondo y después arrimó la silla a la mesa, soltó una corona de oro con un manotazo en el tablero, justo en el centro de un círculo húmedo de cerveza que había dejado el culo de una jarra; jarra que ahora sostenía un tipo bajo que había perdido casi todo el pelo pardusco, pero el poco que le quedaba le caía largo, alrededor del cuello. Casi se atragantó con la cerveza.

—¿Os importa si hago una tirada? —preguntó Mat a los ocupantes de la mesa.

—Yo… no sé si podemos cubrir eso —dijo un hombre que tenía barba negra y corta—. Milord —añadió tardíamente.

—Mi oro contra vuestra plata —contestó Mat, a la ligera—. Hace siglos que no juego una buena partida de dados.

Talmanes acercó la silla, interesado. Había visto a Mat hacer eso mismo en otras ocasiones, apostar oro y ganar plata. Su buena suerte compensaba la diferencia, y siempre acababa con ganancias; a veces ganaba incluso apostando oro contra monedas de cobre, pero era una táctica que no le reportaba apenas beneficio porque al cabo del rato los hombres que apostaban o se quedaban sin dinero o decidían dejar de jugar. Y Mat acababa con un puñado de monedas de plata y nadie contra quien jugar.

Eso no solucionaría la apurada situación actual. El ejército tenía dinero de sobra; lo que necesitaba era comida y, en consecuencia, había llegado el momento de probar algo diferente. Varios de los hombres pusieron monedas de plata y Mat cogió los dados y tiró. Afortunadamente, uno de los dados salió con un solo punto y el otro, con dos. Derrota directa al acabar la ronda con la primera tirada.

Talmanes parpadeó y los hombres que había alrededor de la mesa miraron a Mat con aire consternado, como si les avergonzara haber apostado contra un noble que saltaba a la vista que no esperaba perder. Ésa era la forma más sencilla de meterse uno en problemas.

—Vaya, fijaos —dijo Mat—. Supongo que ganáis. El dinero es vuestro.

Hizo rodar la moneda de oro al centro de la mesa para que se la repartieran entre los hombres que habían apostado contra él, según las reglas.

—¿Qué tal otra ronda? —propuso Mat, que soltó dos coronas de oro.

En esta ocasión hubo más jugadores que apostaron. De nuevo, lanzó los dados y perdió, lo que provocó un ataque de tos a Talmanes al atragantarse. Mat había perdido otras veces; esas cosas ocurrían, incluso a él, pero ¿dos tiradas seguidas?

Echó rodando las dos monedas a los ganadores y a continuación sacó cuatro más. Talmanes le puso una mano en el brazo.

—No te ofendas, pero quizá deberías dejarlo —le dijo en voz baja—. Todo el mundo tiene una mala noche. Terminemos las bebidas y vayamos a comprar las provisiones que podamos antes de que caiga el sol.

Mat sonrió mientras observaba cómo las apuestas se multiplicaban contra sus cuatro monedas. Tuvo que añadir una quinta moneda puesto que eran muchos los apostantes. Haciendo caso omiso de Talmanes, lanzó y perdió de nuevo. Talmanes gimió, después alargó la mano y se apoderó de una de las jarras encargadas por Mat, que por fin traía la camarera.

—No pongas esa cara lúgubre —susurró Mat, calculando el peso de la bolsa que tenía en la mano mientras se hacía con otra de las jarras—. Es justo lo que quería que pasara.

Talmanes enarcó una ceja y bajó la jarra.

—Puedo perder cuando quiero, si es para bien —le explicó Mat.

—¿Cómo es posible perder para bien? —preguntó Talmanes al tiempo que observaba la discusión de los hombres sobre cómo dividir el oro de Mat.

—Espera y verás.

Mat dio un trago de cerveza. Estaba aguada, como Talmanes se temía. Mat se volvió a la mesa y contó unas cuantas monedas de oro.

A medida que pasaba el tiempo, más y más gente se agrupaba alrededor de la mesa. Mat se aseguró de ganar algunas tiradas, igual que tenía que perder un poco cuando se pasaba la noche ganando, porque no quería levantar sospechas sobre su racha de mala suerte. Sin embargo, poco a poco, las monedas que tenía en las bolsas acabaron en manos de los hombres que jugaban contra él. Poco después el silencio reinaba en la taberna, con los hombres apiñados alrededor de Mat y esperando su turno para apostar contra él. Hijos y amigos habían corrido a buscar a padres y primos y los habían arrastrado a El Castrado Achispado, que era como se llamaba la posada.

En cierto momento —durante un descanso entre rondas mientras Mat esperaba otra jarra de cerveza— Talmanes hizo un aparte con él.

—No me gusta esto, Mat —susurró el nervudo noble.

Hacía rato que el sudor le había marcado regueros en la empolvada frente rasurada, por lo que se lo había enjugado con el pañuelo y había dejado la piel limpia.

—Ya te lo dije. —Mat echó un trago de la cerveza aguada—. Sé lo que hago.

Los hombres vitorearon cuando uno de ellos se bebió tres jarras de cerveza seguidas, una tras otra. El aire olía a sudor y a cerveza embarrada que se había derramado en el suelo de madera para después acabar pisoteada por las botas de los que llegaban de los pastos.

—No me refiero a eso —dijo Talmanes, que echó una ojeada a los hombres alegres—. Puedes derrochar tu dinero si quieres, siempre y cuando guardes unas monedas para pagarme las copas de vez en cuando. Eso ya no me preocupa.

—¿Qué, entonces? —quiso saber Mat.

—Hay algo raro en esta gente, Mat. —Talmanes habló muy bajo, sin dejar de echar ojeadas hacia atrás—. Mientras tú jugabas yo he charlado con ellos. Los trae sin cuidado el mundo: el Dragón Renacido, los seanchan, nada de nada… Ni lo más mínimo.

—¿Y qué? Son gente sencilla.

—La gente sencilla debería preocuparse más incluso —contradijo Talmanes—. Están atrapados aquí, entre ejércitos enemigos, pero se limitan a encogerse de hombros cuando les hablo de ello y después beben un poco más. Es como si… Como si estuvieran demasiado centrados en su celebración. Como si eso fuera lo único que les importa.

—Perfecto, entonces —aseguró Mat.

—No tardará en oscurecer —le recordó Talmanes, que echó una ojeada hacia la ventana—. Llevamos aquí una hora, es posible que más. Quizá deberíamos…

En ese momento, la puerta de la posada de abrió con un violento portazo, y el corpulento alcalde entró acompañado por los hombres que anteriormente se habían reunido con él en la calle principal, aunque ahora no llevaban las hachas. No pareció complacerles descubrir a medio pueblo dentro en la taberna, jugando con Mat.

—Mat —empezó de nuevo Talmanes.

Mat alzó la mano para que se callara.

—Esto es lo que hemos estado esperando que ocurriera.

—¿En serio? —preguntó el noble.

Mat se volvió hacia los jugadores en la mesa de dados, sonriente. Casi todas sus bolsas estaban vacías de monedas, pero le quedaban suficientes para unas cuantas tiradas más, sin contar con el dinero que había dejado fuera, por supuesto. Recogió los dados y contó varias coronas de oro; la multitud empezó a echar monedas propias, muchas de las cuales, a esas alturas, eran las de oro que le habían ganado a él.

Mat tiró y perdió, lo que provocó un griterío clamoroso de los participantes. A juzgar por su expresión, Barlden parecía querer echar de allí a Mat —se hacía tarde y no podía faltar mucho para el ocaso—, pero el hombre vaciló cuando vio que Mat sacaba otro puñado de monedas de oro. La codicia tentaba a todo el mundo, y las reglas «estrictas» podían acomodarse si se presentaba la oportunidad y hacía un guiño lo bastante incitante.

Mat tiró de nuevo y perdió. Más griterío.

Buscó en el bolsillo y sólo encontró aire. Los hombres que lo rodeaban se mostraron cariacontecidos, y uno pidió una ronda de bebidas para «ayudar al pobre y joven noble a olvidar su mala suerte».

«No lo veo probable, puñetas», pensó Mat, que disimuló una sonrisa. Se puso de pie al tiempo que alzaba las manos.

—Creo que se hace tarde —dijo a los ocupantes de la sala.

—Tardísimo —intervino Barlden, mientras se abría paso entre unos cuantos malolientes cabreros con chaquetas de cuello de borra—. Deberíais iros, forastero. Y no penséis que voy a obligar a estos hombres a devolveros lo que os han ganado en buena lid.

—Ni se me ocurriría sugerirlo —contestó hablando de forma que arrastraba un poco las palabras—. ¡Harnan, Delarn! —llamó a voz en grito—. ¡Traed el cofre!

Los dos soldados que esperaban fueran entraron a toda prisa unos instantes después cargados con el pequeño cofre que Mat había traído en el animal de carga. La taberna se sumió en el silencio cuando los soldados lo llevaron hacia la mesa y lo pusieron en ella. Mat sacó la llave con cierta torpeza y después abrió la cerradura, tras lo cual alzó la tapa y dejó a la vista el contenido.

Oro. Un montón de oro. Era prácticamente todo el dinero que le quedaba de sus fondos privados.

—Hay tiempo para otra tirada —dijo Mat a los estupefactos parroquianos que abarrotaban la sala—. ¿Hay apuestas?

Los hombres empezaron a echar monedas hasta que el montón tuvo gran parte de lo que Mat había perdido. No era ni de lejos suficiente para igualar lo que había en el cofre. Observó el montón y se dio golpecitos en el mentón con el dedo.

—Eso no es bastante, amigos. Puedo aceptar apuestas desiguales, pero si esta noche sólo hay tiempo para hacer otra tirada quiero tener la posibilidad de salir de aquí con algo.

—Es todo cuanto tenemos —dijo uno de los hombres en medio de varias voces que pedían a Mat que siguiera adelante y lanzara los dados, de todos modos.

Mat suspiró y cerró la tapa de cofre.

—No —dijo. Incluso Barlden observaba con un brillo especial en los ojos—. A menos que… —Hizo una pausa—. Vine aquí para comprar suministros. Supongo que podría aceptar un trueque. Podéis quedaros con las monedas que habéis ganado, pero apostaré este cofre contra el avituallamiento. Víveres para mis hombres, unos cuantos barriles de cerveza, una carreta para cargarlo todo…

—No queda tiempo. —Barlden echó un vistazo hacia las ventanas; fuera empezaba a oscurecer.

—Pues claro que sí. —Mat se inclinó hacia adelante—. Me marcharé después de esta tirada. Tenéis mi palabra.

—Aquí no se quebrantan las reglas —insistió el alcalde—. El precio por hacerlo es demasiado alto.

Mat esperaba las protestas de los hombres que jugaban oponiéndose al alcalde, suplicándole que hiciera una excepción, pero nadie abrió la boca. De repente sintió un escalofrío de miedo. Si después de perder tanto acababan echándolo de una patada…

Desesperado, alzó de nuevo la tapa del cofre dejando a la vista las monedas de oro que guardaba.

—Os daré la cerveza —dijo de repente el posadero—. Y, Mardry, tú tienes una carreta y un tiro de caballos. Está a una calle de distancia.

—Sí —confirmó Mardry, un hombre de rostro franco, de corto cabello oscuro—. Apostaré eso.

Los hombres empezaron a gritar que podían apostar comida, como grano de las despensas, patatas de las bodegas… Mat miró al alcalde.

—Todavía debe de faltar… ¿Cuánto? ¿Media hora para que caiga la noche? ¿Por qué no vemos lo que pueden reunir? El almacén del pueblo podría conseguir parte de esto, si pierdo. Apuesto que le vendría bien un poco de dinero extra, con el invierno que hemos tenido tan crudo.

Barlden vaciló y después asintió con la cabeza, sin quitar ojo al cofre de las monedas. Los hombres gritaron de alegría y echaron a correr en busca de la carreta mientras otros sacaban rodando los barriles de cerveza. No pocos fueron al trote a sus casas o al almacén del pueblo. Mat los vio marchar y esperó en la sala de la taberna, que se vaciaba con rapidez.

—Sé lo que os traéis entre manos —le dijo el alcalde a Mat. El hombre no parecía tener prisa para ir a recoger nada.

Mat se volvió hacia él con gesto interrogante.

—No permitiré que nos engañéis con una milagrosa tirada ganadora al final de la partida. —Barlden se cruzó de brazos—. Usaréis mis dados, y os moveréis despacito y con tiento cuando los tiréis. Sé que habéis perdido muchas partidas aquí, según me han informado los hombres, pero sospecho que si os registramos encontraremos un par de juegos de dados escondidos en vuestra persona.

—Podéis registrarme si queréis —ofreció Mat, alzando los brazos en cruz.

Barlden vaciló.

—Os habréis librado de ellos, claro —dijo por último—. Es un buen ardid, vestiros como un noble y usar dados cargados para que perdáis en lugar de ganar. No hay ningún hombre lo bastante temerario para tirar oro así con dados falsos.

—Si tan seguro estáis de que los estoy engañando, entonces ¿por qué habéis dado vuestro consentimiento para seguir con esto?

—Porque sé cómo pararos los pies —replicó el alcalde—. Como he dicho, usaréis mis dados para esta tirada. —Vaciló, después sonrió y tomó el par de dados que seguían en la mesa y que Mat había usado. Los lanzó. Salieron con un uno y un dos. Volvió a lanzarlos y sacó el mismo resultado.

—Mejor aún —añadió con una gran sonrisa—. Usaréis éstos. De hecho… la tirada la haré yo por vos. —A la tenue luz de la sala, el rostro de Barlden adquirió una expresión realmente siniestra.

Mat sintió de nuevo una punzada de pánico. Talmanes lo agarró del brazo.

—Está bien, Mat, creo que deberíamos irnos —dijo.

Mat alzó la mano. ¿Funcionaría su suerte si otra persona hacía la tirada? A veces la suerte le funcionaba para impedir que fuera herido en combate. De eso estaba seguro, ¿verdad?

—De acuerdo, tiraréis vos —le dijo a Barlden.

El hombre se quedó estupefacto.

—Podéis hacer la tirada —repitió Mat—. Pero valdrá igual que si hubiese lanzado yo. Una tirada ganadora y salgo de aquí con todo. Una tirada perdedora y me pondré en camino con mi sombrero y mi caballo, y vos os quedaréis con el jodido cofre. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Mat tendió la mano a Barlden para estrechársela, pero el alcalde se echó hacia atrás y cerró el puño, como protegiendo los dados.

—No —dijo—. No tendréis la oportunidad de cambiar estos dados, viajero. Salgamos fuera y esperemos. Y no os acerquéis a mí.

Siguieron las instrucciones del alcalde y, abandonando la bochornosa taberna que apestaba a cerveza, salieron a la calle; los soldados de Mat sacaron el cofre. Barlden exigió que el cofre continuara abierto para que no dieran el cambiazo. Uno de sus secuaces se puso a hurgar el cofre con un dedo todo alrededor y mordió monedas a fin de asegurarse de que estaba realmente lleno y que las monedas eran auténticas. Mat esperó, apoyado en la puerta, mientras la carreta llegaba allí y los hombres que había dentro de la taberna empezaban a sacar rodando los barriles de cerveza y los subían a la caja del vehículo.

El sol era poco más que una neblina rojiza en el horizonte, detrás de aquellas malditas nubes. Mientras esperaba, Mat vio que el alcalde estaba cada vez más nervioso. ¡Pero qué maniático era ese hombre con sus reglas, puñeta! Bueno, ya les enseñaría a él y a sus hombres.

¿Que les enseñaría qué? ¿Que nadie podía derrotarlo? ¿Y qué demostraba eso? Vio cómo la carreta se llenaba más y más de barriles y comestibles, y empezó a sentir una extraña sensación de culpabilidad.

«No estoy haciendo nada malo. Tengo que alimentar a mis hombres ¿verdad? —razonó para sus adentros—. Esta gente hace apuestas limpias, y yo también. Nada de dados cargados. Nada de trampas».

Excepto por su suerte. Bien, pues, su suerte era una habilidad propia, como la que tuviera cada hombre. Algunas personas nacían con talento para la música y se convertían en bardos y juglares. ¿Quién sentía envidia o veía con malos ojos que se ganaran la vida con ese don que el Creador les había dado? Él tenía suerte y la utilizaba. ¿Qué tenía de malo hacerlo?

Aun así, conforme los hombres regresaban a la taberna, Mat empezó a percibir lo que Talmanes había notado antes. Había un aire de crispación en aquellos hombres. ¿No se habían mostrado deseosos en exceso por jugar? ¿No habían sido temerarios con sus apuestas? ¿Qué era aquella expresión en los ojos, una mirada que Mat había confundido con agotamiento? ¿Bebían para celebrar el final de la jornada o lo hacían para desechar aquel aire acosado que tenían en la mirada?

—Quizás estabas en lo cierto —le dijo a Talmanes, que observaba el sol casi con tanta ansiedad como el alcalde.

Los últimos rayos se deslizaban por las vertientes de los tejados arriba hacia los caballetes y le daban al color avellana un tono más anaranjado. El sol poniente era un resplandor detrás de las nubes.

—Entonces ¿podemos irnos? —preguntó Talmanes.

—No. Nos quedamos.

Y los dados dejaron de repicar dentro de su cabeza. Fue un silencio tan repentino, tan inesperado, que se quedó paralizado. Aquello bastó para hacerle creer que había tomado la decisión equivocada.

—Nos quedamos, maldita sea —repitió—. Jamás me he echado atrás en una apuesta y no voy a hacerlo ahora.

Un grupo de jinetes regresó con sacos de grano cargados en los caballos. Era sorprendente lo mucho que motivaba un poco de dinero. Llegaban más jinetes cuando un muchachito apareció corriendo por la calzada.

—Alcalde —dijo, dando tirones al chaleco púrpura de Barlden; la prenda llevaba entrecruzadas rasgaduras remendadas por la pechera—, madre dice que las mujeres forasteras no han acabado de bañarse y les está metiendo prisa, pero…

El alcalde se puso tenso y lanzó una mirada airada a Mat, que en respuesta resopló con sorna.

—No creo que esté a mi alcance conseguir que esa pandilla se apresure —comentó después—. Si fuera a meterles prisa lo más probable es que se empecinaran como mulas plantadas en el camino y tardarían el doble.

Talmanes seguía observando las sombras cada vez más alargadas por toda la calzada.

—Maldición —murmuró—. Si esos fantasmas aparecen otra vez, Mat…

—Esto es otra cosa —contestó Mat mientras los recién llegados echaban el grano en la carreta—. La sensación es diferente.

El vehículo ya estaba cargado hasta los topes con comestibles; un buen botín para haberlo conseguido en un pueblo de ese tamaño. Era justo lo que los soldados de la Compañía precisaban, lo suficiente para empujarlos a seguir adelante, para que estuvieran alimentados hasta llegar a la siguiente ciudad. Esa comida no valía el precio de lo que había en el cofre, desde luego, pero casi cubría todo lo que había perdido dentro jugando a los dados, sobre todo estando incluidos los caballos y la carreta. Eran buenos animales de tiro, recios, bien cuidados a juzgar por el aspecto de la capa de pelo y los cascos.

Mat abrió la boca para decir que era suficiente, pero en ese momento advirtió que el alcalde cuchicheaba con un grupo de hombres. Eran seis, con los chalecos deslucidos y viejos, y el negro cabello desaseado. Uno gesticulaba en dirección a Mat y sostenía lo que parecía ser una hoja de papel en la mano. Barlden sacudió la cabeza, pero el hombre del papel gesticuló con más insistencia.

—Eh, fíjate —apuntó en voz baja Mat—. ¿Qué pasa ahí?

—Mat, el sol… —insistió Talmanes.

El alcalde hizo un seco ademán, y los hombres desastrados se apartaron con movimientos furtivos. Los que habían llevado la comida se estaban amontonando en el centro de la calle, crecientemente oscura; la mayoría miraba hacia el horizonte.

—Alcalde —llamó Mat—, ya es suficiente. ¡Tirad los dados!

Barlden vaciló y le echó una ojeada, tras lo cual bajó la vista hacia los dados que tenía en la mano, casi como si se hubiese olvidado de ellos. Los hombres que lo rodeaban asintieron con aire anhelante, así que alzó el puño para sacudir los dados; desde el centro de la calle miró a Mat a los ojos y lanzó los dados al suelo, entre ellos. Sonaron demasiado fuerte, como truenos de una minúscula tormenta, como huesos repicando unos contra otros.

Mat contuvo el aliento. Hacía mucho tiempo que no había tenido motivos para preocuparse por una tirada de dados; se inclinó para seguir los brincos y vueltas de los cubos blancos contra la tierra del suelo. ¿Cómo funcionaría su suerte con la jugada de otra persona?

Los dados se pararon. Un par de cuatros. Una tirada ganadora directa. Mat soltó un largo suspiro de alivio, aunque sentía correrle por la sien una gota de sudor.

—Mat… —llamó Talmanes en un tono quedo que lo hizo alzar la vista.

Los hombres apiñados en la calle no parecían complacidos. Varios gritaron de entusiasmo hasta que sus amigos les explicaron que una jugada ganadora del alcalde significaba que Mat se llevaba la apuesta. La tensión se apoderó de la multitud, y Mat buscó los ojos de Barlden.

—Idos —dijo el hombretón a la par que gesticulaba hacía él con asco y se daba la vuelta—. Coged vuestro botín y salid de aquí. Y no regreséis jamás.

—De acuerdo. —Mat estaba más relajado—. En tal caso, os doy las gracias por jugar. Nosotros…

—¡Idos! —bramó el alcalde.

Miró a los últimos restos de luz del sol en el horizonte y después maldijo y empezó a hacer gestos a los hombres para que entraran en El Castrado Achispado. Algunos remolonearon y lanzaron a Mat miradas hostiles y consternadas, pero los gestos apremiantes del alcalde los indujeron a entrar deprisa en la posada de techo bajo. La puerta se cerró dejando fuera a Mat, Talmanes y los dos soldados plantados en la calle, solos.

De pronto, se hizo un silencio inquietante. No había un solo lugareño en la calle. ¿No tendría que llegar algo de ruido del interior de la taberna, al menos? ¿El entrechocar de jarras o los refunfuños por perder la apuesta?

—En fin. —La voz de Mat retumbó contra las fachadas de las silenciosas casas—. Supongo que eso es todo. —Se dirigió hacia Puntos y tranquilizó al animal, que había empezado a moverse de un lado para otro, con nerviosismo—. ¿Ves, Talmanes? Te dije que no había por qué preocuparse.

Y entonces empezaron los gritos.

28

De noche en Hinderstap

¡Así te abrases, Mat! —maldijo Talmanes al tiempo que sacaba de un tirón la espada hincada en las tripas de un lugareño que se retorcía. Talmanes no maldecía casi nunca—. ¡Así te abrases por partida doble y otra vez de propina!

—¿Yo? —espetó Mat, que hizo girar la centelleante ashandarei y desjarretó a dos hombres con chalecos de color verde intenso. Cayeron a la tierra compacta de la calle en medio de gruñidos y barboteos, con los ojos desorbitados por la rabia—. ¿Yo? No soy yo quien intenta matarte, Talmanes. ¡Maldícelos a ellos!

El noble se las arregló para encaramarse a la silla.

—¡Nos dijeron que nos fuéramos! —gritó.

—Sí. —Mat asió las riendas de Puntos y tiró para apartar al animal de El Castrado Achispado—. Y ahora tratan de matarnos. ¡No es justo que me culpes a mí por su comportamiento insociable!

Aullidos, gritos y chillidos resonaban por todo el pueblo. Unos sonaban furiosos, otros aterrados y algunos angustiados.

Más y más hombres salían en tropel de la taberna, todos y cada uno de ellos gruñendo y chillando, todos y cada uno haciendo todo lo posible para matar a todas las personas que había alrededor. Algunos fueron por Mat, Talmanes o los Brazos Rojos de la Compañía, pero muchos atacaban a sus convecinos desgarrando piel con las manos y abriendo tajos con las uñas en las caras. Peleaban con una primitiva falta de destreza y sólo a unos pocos se les ocurría recoger piedras, jarras o trozos de madera para usarlos como armas.

Aquello era mucho más que una pelea de taberna. Esos hombres intentaban matarse unos a otros; de hecho, en la calle había ya media docena de cadáveres o que estaban a punto de serlo, y, por lo que Mat alcanzaba a ver dentro de la taberna, la pelea allí era igual de brutal.

Mat procuró acercarse poco a poco a la carreta cargada de alimentos, acompañado por el sonido de los cascos de Puntos, que avanzaba junto a él. El cofre con el oro seguía tirado en la calle; los hombres que luchaban no hacían el menor caso de los alimentos ni de las monedas, centrados los unos en los otros.

Talmanes, así como Harnan y Delarn —sus dos soldados— recularon con él tirando con nerviosismo de las monturas. Un grupo de hombres rabiosos se lanzó enseguida sobre los dos lugareños que Mat había desjarretado y les golpearon la cabeza contra el suelo una y otra vez hasta que dejaron de moverse. Después alzaron la vista hacia Mat y sus hombres con un brillo sanguinario en los ojos; era una expresión incongruente en las caras limpias de unos hombres con chalecos limpios y cabello peinado.

—Mierda, maldita sea —rezongó Mat, subiéndose de un salto a la silla—. ¡Montad!

Harnan y Delarn no necesitaron más aclaraciones. Maldiciendo, envainaron las espadas y subieron a sus monturas. El grupo de lugareños avanzó, pero Mat y Talmanes detuvieron el ataque. Mat procuraba propinar golpes que sólo causaran heridas, pero, en contra de lo que pudiera parecer, los lugareños eran fuertes y rápidos y se encontró luchando para impedir que lo desmontaran. Entre maldiciones y de mala gana, empezó a descargar golpes mortíferos y alcanzó con un barrido a dos hombres en el cuello. Puntos coceó y derribó a otro en el suelo al acertar a darle en la cabeza con un casco. En cuestión de segundos, Harnan y Delarn se unieron a la lucha.

Los lugareños no retrocedieron, sino que siguieron luchando con frenesí hasta que cayeron los ocho que componían el grupo. Los soldados luchaban con los ojos desorbitados por el terror, y Mat lo comprendía muy bien. ¡Era jodidamente aterrador ver a pueblerinos corrientes reaccionar así! Daba la impresión de que no quedara ni una pizca de humanidad en ellos; sólo se expresaban con gruñidos, siseos y gritos, los rostros desfigurados por la rabia y el ansia de matar. Los otros lugareños, los que no se habían lanzado sobre los hombres de Mat, empezaron a formar equipos que mataban a otros grupos más pequeños aporreándolos, arañándolos, mordiéndolos… Era un espectáculo que acobardaba.

En ese momento un cuerpo salió lanzado a través de una de las ventanas de la taberna. El cuerpo rodó por el suelo, con el cuello roto. Al otro lado, Barlden se erguía con una expresión salvaje en los ojos casi inhumanos. Gritó a la noche y entonces vio a Mat; durante un instante pareció mostrar una ligera indicación de que lo reconocía, pero enseguida se borró y el alcalde volvió a gritar. Saltó por la ventana rota y se abalanzó sobre un par de hombres que le daban la espalda.

—¡Moveos! —gritó Mat e hizo que Puntos se alzara sobre las patas traseras cuando otro grupo de lugareños paró mientes en él.

—¡El oro! —dijo Talmanes.

—¡A la mierda con él! —replicó Mat—. Podemos ganar más y esa comida no merece que demos la vida por ella. ¡Vamos!

Talmanes y los soldados hicieron volver grupas a las monturas y cabalgaron calle abajo; Mat taloneó a Puntos para unirse a ellos, dejando atrás el oro y la carreta. No merecía arriesgar la vida por eso; si era posible, llevaría al ejército al día siguiente para recuperarlo. Pero antes debían salir con vida de allí.

Galoparon un trecho y, cuando llegaban a la siguiente esquina, Mat los hizo aflojar el paso alzando la mano. Miró hacia atrás. Los pueblerinos aún los perseguían, pero el galope los había dejado atrás de momento.

—Todavía te culpo a ti de esto —manifestó Talmanes.

—Creía que te gustaba luchar —contestó Mat.

—Me gustan ciertas luchas. En un campo de batalla o en una agradable pelea en una bonita taberna. Esto… Esto es demencial.

El grupo de lugareños perseguidores se había puesto a cuatro patas y avanzaba en un extraño trote. Talmanes se estremeció de pies a cabeza. Ahora ya casi no había nada de luz; con el sol metido tras el horizonte, las montañas y las nubes grises obstaculizaban la poca luz que quedaba. Había faroles en muchas de las calles, pero al parecer nadie tenía intención de encenderlos.

—Mat, van ganando terreno —advirtió Talmanes, con la espada presta.

—Esto no es sólo por nuestra apuesta —dijo Mat, que escuchaba con atención los gritos y los chillidos.

Llegaban de todos los rincones del pueblo. Un poco más abajo, en una calle secundaria, un par de cuerpos que forcejeaban salieron lanzados por la ventana del piso superior de una casa. Eran mujeres que siguieron abriéndose tajos con las uñas mientras caían; se estrellaron contra el suelo con un nauseabundo ruido sordo. Ya no se movieron más.

—Vamos —dijo Mat haciendo volver grupas a Puntos—. Hemos de encontrar a Thom y a las mujeres.

Dejando atrás hombres y mujeres enzarzados en las cunetas, galoparon por una vía lateral que desembocaría en la calle principal. Un tipo gordo con las mejillas ensangrentadas avanzaba a trompicones por el centro de la calle, y Mat, a regañadientes, lo derribó con el caballo. Había demasiada gente luchando a los lados para correr el riesgo de conducir a los suyos esquivando al pobre necio. Mat vio niños peleando, a los más grandes mordiéndoles las piernas a los más pequeños y estrangulando a los que eran de su edad.

—Toda la maldita villa se ha vuelto loca —masculló con aire sombrío mientras los cuatro entraban a toda velocidad en la calle principal y viraban hacia la posada bonita y limpia.

Recogerían a las Aes Sedai y después se desviarían hacia el este para buscar a Thom, ya que la posada a la que se había dirigido el juglar era la más alejada.

Por desgracia, la calle principal se encontraba en condiciones mucho peores de lo que estaba cuando Mat se había ido de allí. Ahora se hallaba casi a oscuras. De hecho, le pareció que la oscuridad había llegado demasiado deprisa allí; con una rapidez sobrenatural. Toda la extensión de la calle bullía de sombras, figuras luchando, chillando, forcejeando en la creciente oscuridad… En las tinieblas, los cuerpos enzarzados parecían ser masas sólidas, formas de criaturas únicas. Monstruosidades horrendas con docenas de miembros que se agitaban y un centenar de bocas para chillar desde la negrura.

Mat espoleó a Puntos. Lo único que podía hacerse era cargar por el centro de la vía.

—Luz —chilló Talmanes mientras galopaban hacia la posada—. ¡Luz!

Mat apretó los dientes y se inclinó sobre Puntos, con la lanza pegada contra el costado mientras cabalgaba en medio de aquella pesadilla. Bramidos que sacudían la oscuridad y cuerpos que rodaban a través de la calle. Mat se estremeció ante aquel horror y maldijo entre dientes. Hasta la propia noche parecía intentar sofocarlos, estrangularlos; y engendrar bestias de negrura y muerte.

Puntos y los otros caballos estaban bien entrenados, y los cuatro cargaron calle abajo. Mat evitó por los pelos que lo arrancaran de la silla cuando unas formas oscuras saltaron a sus piernas en un intento de desmontarlo. Gritaban y siseaban como legiones de ahogados que trataran de arrastrarlo a un mar profundo y sobrenatural.

Al lado de Mat, el caballo de Delarn se plantó de golpe y después, cuando la masa de figuras negras saltó ante él, el castrado se encabritó, aterrado, y desmontó a Delarn.

Mat tiró de las riendas y se giró al oír el grito del hombre, que de algún modo era distinto y más humano que los aullidos que resonaban en derredor.

—¡Mat! —gritó Talmanes mientras pasaba a galope—. ¡Sigue adelante! ¡No podemos parar!

«No. No voy a abandonar a nadie a su suerte en algo así», pensó, desechando el pánico. Respiró hondo y, haciendo caso omiso de Talmanes, taconeó a Puntos de vuelta hacia el negro amasijo de cuerpos en el que había caído Delarn. El sudor que le perlaba la frente se quedó helado con el viento al ir a galope. La mezcla de gemidos, gritos y siseos que lo rodeaba pareció caer sobre él.

Mat bramó y desmontó de un salto… No podía seguir en su montura sin correr el riesgo de arrollar al hombre que quería salvar. Detestaba luchar a oscuras. ¡Luz, cómo lo detestaba! Atacó aquellas figuras negras cuyos rostros no veía salvo algún destello que otro de dientes o unos ojos enloquecidos que reflejaban la moribunda luz del ocaso. Aquello le recordó durante un instante otra noche matando Engendros de la Sombra en la oscuridad. Sólo que esas figuras con las que combatía ahora no tenían la gracia de un Myrddraal; ni siquiera tenían la coordinación de los trollocs.

Durante un instante Mat tuvo la sensación de que combatía contra las propias sombras, unas sombras creadas con crepitante luz de hogueras, azarosas y descoordinadas, pero aún más mortíferas por la incapacidad de Mat de adelantarse a sus movimientos. Escapó por los pelos de que le aplastaran el cráneo unos ataques sin sentido. A la luz del día tales ataques habrían sido irrisorios, pero provenientes de aquel grupo de hombres —y mujeres— a los que les daba igual a quién golpeaban o a quién herían, los ataques resultaban intimidantes. Mat se encontró de pronto luchando para sobrevivir y, blandiendo la ashandarei en amplios arcos, la utilizó para derribar tanto como para matar. Si algo se movía, en la oscuridad, arremetía. ¿Cómo iba a encontrar a Delarn en medio de aquella vorágine?

Una sombra que había a corta distancia se movió y Mat reconoció de inmediato una pose de lucha con espada. ¿La rata royendo el granop? Un lugareño no sabría hacer tal cosa. ¡Bien por el Brazo Rojo!

Mat giró con rapidez hacia aquella sombra acuchillando a otras dos sombras a lo ancho del torso, lo que provocó gruñidos y aullidos de dolor. La figura de Delarn cayó bajo un montón de varias sombras y Mat lanzó un bramido de rechazo, saltó por encima de un cuerpo tendido en el suelo y arremetió de arriba abajo con la lanza en un amplio barrido. Las sombras sangraron allí donde llegó la cuchilla de la ashandarei —aunque la sangre sólo era otra mancha de oscuridad— y Mat utilizó la punta del astil para golpear a otra. Se agachó, alzó de un tirón a una figura que tenía a los pies y oyó una ahogada maldición. Era Delarn.

—Vamos —dijo en tono acuciante mientras tiraba del hombre en dirección a Puntos, que aguantaba firme y soltando resoplidos en la oscuridad.

Los atacantes parecían hacer caso omiso de los animales, lo cual era una suerte. Mat empujó al tambaleante Delarn hacia el caballo y después se volvió e hizo frente al grupo que sabía que habría ido tras ellos. De nuevo, Mat danzó con la negrura y golpeó una y otra vez en un intento de dejar atrás la lucha para subir a la silla. Se arriesgó a echar un vistazo hacia atrás y vio que Delarn se las había ingeniado para subir a lomos de Puntos, pero el soldado estaba doblado sobre sí, acurrucado. ¿Estaría malherido? Parecía sostenerse a duras penas. ¡Puñetas!

Mat se giró hacia los atacantes dando vueltas a la lanza con intención de obligarlos a retroceder. Sin embargo, no les importaba ser heridos ni lo peligroso que era Mat y siguieron adelante, sin más. Lo rodearon. Se aproximaban por todos los lados. ¡Mierda! Se giró justo a tiempo de ver una figura oscura precipitándose sobre él.

Reflejando una luz muy lejana, algo destelló en la noche. La figura oscura que Mat tenía detrás se desplomó en el suelo. Hubo un segundo destello y cayó otra de las que Mat tenía delante. De repente, una figura montada en un caballo blanco pasó con precipitación y otro cuchillo centelleó en el aire, derribando a un tercer hombre.

—¡Thom! —exclamó Mat al reconocer la capa.

—¡Sube a tu caballo! —contestó la voz del juglar—. ¡Me estoy quedando sin cuchillos!

Mat blandió la lanza ante sí y derribó a otros dos lugareños; a continuación, confiando en que Thom le cubriera la espalda, echó a correr y saltó hacia Puntos. Su confianza no se vio defraudada, ya que tras de sí oyó unos gritos de dolor. Un instante después, una trápala atronadora en la calzada anunció la aproximación inminente de caballos. Mat se encaramó a la silla al tiempo que las monturas se abrían paso a través de la negra maraña, dispersando a los lugareños.

—¡Mat, pedazo de mentecato! —gritó Talmanes desde uno de los caballos, apenas visible como una silueta recortada contra la noche.

Mat sonrió con agradecimiento, hizo que Puntos volviera grupas y sujetó a Delarn cuando éste resbalaba de la silla. El Brazo Rojo seguía vivo, porque forcejeó con debilidad, pero en el costado tenía una mancha pegajosa. Mat lo sostuvo delante de él sin preocuparse por las riendas en la oscuridad y controló a Puntos con un veloz toque de rodillas. Desconocía las órdenes en batalla a lomos de un caballo, pero esos condenados recuerdos ajenos sí las sabían, de modo que había entrenado a Puntos a obedecerlas.

Thom pasó a galope y Mat hizo virar al caballo para ir tras él sujetando a Delarn con una mano y blandiendo la lanza con la otra. Talmanes y Harnan, situados a uno y otro lado de Mat, cargaron corredor de locura adelante hacia la posada que había al final.

—Vamos, hombre —susurró Mat a Delarn—. Aguanta. Las Aes Sedai están un poco más adelante. Te dejarán como nuevo.

Delarn susurró algo en respuesta y Mat se inclinó para oírle.

—¿Qué decías? —preguntó.

—… y tiraremos los dados hasta que partamos a bailar con la Dama de las Sombras —musitó Delarn.

—Pues qué bien —masculló Mat.

Había luces un poco más allá y alcanzó a ver que provenían de la posada. A lo mejor encontraban un sitio en aquel jodido pueblo en el que la gente no tuviera los sesos hechos fosfatina.

Pero no. Esos estallidos de luz le resultaban familiares. Eran bolas de fuego que destellaban en las ventanas del piso alto de la posada.

—Pues parece que las Aes Sedai siguen vivas, que no es poco —comentó Talmanes a su izquierda.

Figuras apiñadas alrededor de la posada luchaban en la oscuridad y de vez en cuando las siluetas se perfilaban con los destellos luminosos en las ventanas altas.

—Vayamos por detrás —sugirió Thom.

—A galope —apremió Mat, que cargó a través de las figuras que peleaban.

Talmanes, Thom y Harnan siguieron de cerca a Puntos. Mat bendijo su suerte por no topar con un agujero o una raíz cuando entraron en el camino de tierra que rodeaba la posada hasta la parte trasera. No habría sido de extrañar que los caballos tropezaran y se hubieran roto una pata, arrastrándolos a todos al desastre.

El silencio reinaba en la posada por detrás del edificio y Mat frenó a Puntos. Thom bajó de un salto de su caballo con una agilidad que desmentía los comentarios quejumbrosos que el juglar había hecho sobre su edad unas horas antes. Se apostó en la esquina para vigilar el costado del edificio y comprobar si los seguían o no.

—¡Harnan! —llamó Mat a la par que señalaba los establos con la lanza—. Ve a sacar los caballos de las mujeres y tenlos preparados. Ensíllalos si es posible, pero estate preparado para salir disparado sin aparejarlos si es preciso. Si la Luz quiere, no tendremos que cabalgar mucho trecho, sólo una milla más o menos, hasta que salgamos del pueblo y nos alejemos de esta locura.

En la oscuridad, Harnan saludó, desmontó y salió corriendo hacia los establos. Mat esperó justo lo suficiente para asegurarse de que nadie iba a saltarle encima desde la negrura que los rodeaba y entonces le habló a Delarn, al que todavía sujetaba delante de él.

—¿Estás consciente? —preguntó.

—Sí, Mat —asintió Delarn sin apenas fuerzas—. Pero he recibido una herida en el vientre. Yo…

—Traeremos a las Aes Sedai —lo animó Mat—. Tú sólo procura seguir sentado en la silla y nada más, ¿de acuerdo?

Delarn asintió de nuevo con la cabeza. Mat vaciló al ver la debilidad del Brazo Rojo, pero Delarn asió las riendas de Puntos con aire decidido, así que Mat desmontó y sostuvo la ashandarei presta para utilizarla si era preciso.

—Mat —llamó Delarn desde la silla. Mat se dio la vuelta—. Gracias. Por volver por mí.

—No iba a dejar a un hombre abandonado en medio de eso —contestó con un escalofrío—. Morir en el campo de batalla es una cosa, pero morir ahí fuera, en esa oscuridad… En fin, que no iba a permitirlo. ¡Talmanes! Mira a ver si encuentras algo para encender una luz.

—Estoy en ello —contestó el cairhienino desde la puerta trasera de la posada.

Había encontrado una linterna sorda y, tras unos pocos golpes con el pedernal y el eslabón, un suave y tenue brillo alumbró el patio posterior de la posada. De inmediato, Talmanes corrió la pantalla opaca casi por completo para que sólo dejara salir un mínimo resquicio de luz. Thom volvió corriendo en ese momento.

—Nadie nos sigue, Mat —informó.

Mat asintió con un cabeceo. A la tenue luz de la linterna advirtió que Delarn se encontraba en muy malas condiciones. No era sólo la herida del vientre, sino que tenía también surcos en la cara, desgarrones en el uniforme y un ojo cerrado por la hinchazón.

De pie al lado de Puntos, Mat sacó un pañuelo y le presionó la herida del vientre con él.

—Sujeta esto con fuerza —instruyó al Brazo Rojo—. ¿Cómo recibiste esta herida? Ellos no utilizan armas.

—Uno me quitó la espada —respondió Delarn con un gruñido—. Y cuando la tuvo en su poder supo muy bien cómo utilizarla.

Talmanes había abierto la puerta trasera; miró a Mat y asintió en silencio. El acceso al interior estaba despejado.

—Volveremos pronto —prometió Mat a Delarn.

Sosteniendo la ashandarei con soltura, cruzó la corta distancia que había hasta la puerta e hizo un gesto de asentimiento a Talmanes y a Thom. Los tres hombres entraron en el edificio.

La puerta conducía a la cocina y Mat escudriñó la oscura estancia; Talmanes le dio con el codo y señaló varios bultos caídos en el suelo. El fino haz de luz que salía por la ranura abierta de la lámpara alumbró a un par de pinches —niños de apenas diez años— muertos en el suelo, con el cuello roto. ¡Luz! Sólo eran unos críos y ahora estaban muertos por esa locura.

Thom sacudió la cabeza con gesto sombrío y los tres hombres avanzaron con sigilo. Encontraron al cocinero en el siguiente pasillo. El tipo gruñía a la par que golpeaba la cabeza de otro hombre que parecía ser el posadero; al menos llevaba puesto un delantal blanco. Y ya estaba muerto. En cuanto Mat y Talmanes entraron en el pasillo, el grueso cocinero se volvió hacia ellos con una rabiosa expresión de ferocidad en los ojos. Mat arremetió de mala gana y lo silenció antes de que tuviera ocasión de aullar y atraer a más gente contra ellos.

—La lucha se libra en la escalera —dijo Talmanes al tiempo que señalaba hacia adelante con la barbilla.

—Apuesto a que hay una escalera de servicio —comentó Thom—. Por su aspecto, este sitio tiene toda la pinta de que la haya.

En efecto, atajando por dos pasillos traseros encontraron una escalera estrecha y desvencijada que subía hacia la oscuridad. Mat respiró hondo antes de empezar a subir los peldaños, con la ashandarei lista. La posada sólo tenía dos plantas y los destellos habían salido de la de arriba, cerca de la fachada.

Llegaron al segundo piso y, al abrir la puerta, les llegó el acre olor a carne quemada. Los pasillos allí eran de madera; una espesa capa de pintura blanca tapaba las vetas de las paredes y el suelo lo cubría una gruesa alfombra de color castaño oscuro. Mat hizo un gesto con la cabeza a Talmanes y a Thom, y los tres irrumpieron en el pasillo desde el hueco de la escalera con las armas aprestadas.

De inmediato, una bola de fuego silbó como un rayo en su dirección. Mat soltó una maldición y se echó hacia atrás de forma que empujó también a Talmanes, esquivando por poco el proyectil de fuego. Thom se tiró al suelo con la agilidad propia de un juglar para eludir las llamas por debajo. Faltó poco para que Mat y Talmanes cayeran rodando por la escalera.

—¡Maldita sea! —gritó Mat al pasillo—. ¿Qué puñetas hacéis?

Hubo un silencio y, por fin, se oyó la voz de Joline:

—¿Cauthon? —llamó.

—¿Pues quién puñetas creéis que soy, si no? —replicó a voces.

—¡No lo sé! —dijo la mujer—. Salisteis tan deprisa y con las armas listas… ¿Es que buscáis que os maten?

—¡Intentamos rescataros! —chilló Mat.

—¿Parece acaso que necesitamos que nos rescaten? —replicó la mujer.

—Bueno, todavía seguís aquí, ¿verdad? —fue la contrarréplica de Mat.

Silencio por toda respuesta.

—Oh, por la Luz bendita —gritó de nuevo Joline por fin—. ¿Queréis salir de ahí de una vez?

—No me lanzaréis otra bola de fuego, ¿verdad? —masculló Mat al tiempo que Talmanes y él salían al pasillo y Thom se incorporaba.

Encontró a las tres Aes Sedai en el rellano de una ancha y bonita escalera, al otro extremo del pasillo. Teslyn y Edesina seguían arrojando bolas de fuego a los lugareños —invisibles para ellos desde su posición— que había abajo; las dos tenían el cabello mojado y los vestidos desarreglados, como si se los hubieran puesto con precipitación. Joline sólo llevaba una bata; el bonito rostro mostraba sosiego y el oscuro cabello, echado sobre el hombre derecho, le goteaba. La bata estaba un poco abierta por el escote y dejaba ver un atisbo de lo que ocultaba debajo. Talmanes soltó un suave silbido.

—No es una simple mujer, Talmanes —advirtió Mat con un susurro—. Es una Aes Sedai. No pienses en ella como mujer.

—Lo intento, Mat, pero no es nada fácil. —Vaciló antes de añadir—: Así me abrase.

—Ve con cuidado o lo hará —dijo Mat mientras se calaba un poco más el sombrero—. De hecho, casi lo hizo hace unos segundos.

Talmanes suspiró y los tres hombres recorrieron el pasillo hasta donde estaban las mujeres. Los dos Guardianes de Joline y los tres Brazos Rojos se encontraban en el cuarto de los baños, con las armas empuñadas. Alrededor de una docena de criados estaban atados en un rincón: un par de muchachas jóvenes —debían de ser las ayudantes que atendían en el cuarto de baño— y varios hombres vestidos con chalecos y pantalones. Al parecer, el vestido de Joline había acabado cortado en tiras para usarlas como ataduras; la seda haría mucho mejor servicio que la lana de las toallas para esa función. Cerca del rellano, justo debajo de las Aes Sedai, Mat casi no distinguía la maraña amontonada de cadáveres que habían caído por heridas de espada, no de fuego.

Joline miró a Mat cuando éste se acercó y lo hizo de una forma que implicaba que, de algún modo, lo consideraba el culpable de todo aquello. Se cruzó de brazos de manera que cerró el escote de la bata, aunque Mat no sabía si lo hacía por el gesto boquiabierto de Talmanes o si la reacción de la mujer era pura coincidencia.

—Tenemos que ponernos en marcha —les dijo a las Aes Sedai—. La ciudad entera se ha vuelto loca.

—No podemos irnos y dejar a esos sirvientes en manos de la multitud. Además, tenemos que encontrar a maese Tobrad y comprobar si se encuentra bien.

—¿Maese Tobrad es el posadero? —preguntó Mat.

Una bola de fuego silbó escalera abajo.

—Sí —confirmó Joline.

—Demasiado tarde. Sus sesos ya decoran las paredes del piso de abajo. Mirad, como he dicho, todo el pueblo ha enloquecido. Esos sirvientes intentaron mataros, ¿verdad?

—Sí —respondió Joline, vacilante.

—Dejadlos —dijo Mat—. No podemos hacer nada por ellos.

—Pero si esperamos hasta el amanecer… —sugirió, insegura, Joline.

—¿Y qué? ¿Reducir a cenizas a todas las personas que intenten subir esa escalera? Habéis organizando un buen tumulto aquí que está atrayendo a más y más gente. Vais a tener que matarlos a todos para contenerlos.

Joline echó una ojeada a las otras dos mujeres.

—Mirad, tengo a un Brazo Rojo herido abajo e intento sacarlo vivo de aquí. No podéis hacer nada para ayudar a esta gente, y sospecho que los Guardianes y los Brazos Rojos tuvieron que matar a ese grupo de la escalera antes de que las tres os sintieseis lo bastante amenazadas para utilizar el Poder. Sabéis la resolución que los empuja a actuar.

—De acuerdo —aceptó Joline—. Nos iremos, pero nos llevamos a las dos jóvenes criadas. Blaeric y Fen se encargarán de ellas.

Mat suspiró —habría preferido que las armas de los Guardianes estuvieran libres y preparadas en caso de topar con problemas—, pero no añadió nada más. Hizo un gesto con la cabeza a Talmanes y a Thom y esperó impaciente a que los Guardianes levantaran a las muchachas y se las cargaran al hombro. Después, el grupo al completo retrocedió en silencio por la escalera de servicio, encabezado por Talmanes y con Mat y los Brazos Rojos en la retaguardia. Se oyeron gritos que sonaron medio furiosos, medio gozosos, cuando los lugareños que estaban al pie de la escalera comprendieron que no les caería encima más fuego. Hubo golpes y gritos, seguidos de puertas que se abrían, y Mat se encogió al imaginar a los otros criados —que estaban atados en el cuarto de los baños— cayendo en manos de la muchedumbre.

Mat y los otros salieron en tromba al patio trasero de la posada y se encontraron con Delarn caído en el suelo junto a Puntos. Harnan estaba arrodillado a su lado y el soldado barbudo alzó la vista con expresión de ansiedad.

—¡Mat! Se cayó de la silla. Yo…

Edesina corrió hacia ellos y lo interrumpió al arrodillarse junto a Delarn; cerró los ojos y Mat sintió el frío contacto del medallón en el pecho. Lo hizo temblar imaginar el Poder Único que pasaba de la mujer al soldado. ¡Eso era casi tan malo como morir, puñetas, vaya que sí! Aferró con fuerza el medallón que llevaba bajo la camisa.

Delarn se puso rígido, después boqueó y abrió los ojos con un parpadeo.

—Está hecho —dijo Edesina al tiempo que se ponía de pie—. Se sentirá débil por la Curación, pero llegué a tiempo.

Harnan había reunido y ensillado a todos los caballos, la Luz lo bendijera. Buen hombre. Las mujeres montaron y echaron varias miradas por encima del hombro a la posada.

—Es como si la propia oscuridad los intoxicara —comentó Thom mientras Mat ayudaba a Delarn a subir al caballo—. Como si la propia Luz los hubiera olvidado, dejándoselos a la Sombra…

—No podemos hacer nada—dijo Mat, que montó detrás de Delarn.

El soldado estaba demasiado débil tras la Curación para cabalgar solo. Mat miró a las criadas que los Guardianes habían echado por encima de sus caballos; las chicas se debatían contra las ataduras, con los ojos rebosantes de odio. Mat se volvió e hizo un gesto a Talmanes, que había colgado la linterna en un cuerno del arzón de la silla. El cairhienino abrió la pantalla opaca bañando de luz el patio de la posada. Un camino conducía hacia el norte, desde el patio hacia la oscuridad. Los alejaba de la posición del ejército, pero también los conducía directamente fuera del pueblo, hacia las colinas, y eso le bastaba a Mat.

—Cabalgad —dijo a la par que picaba a Puntos para que se pusiera en marcha. El grupo fue tras él.

—Te dije que debíamos irnos —recalcó Talmanes mientras se giraba en la silla para mirar hacia atrás. El noble cabalgaba a la izquierda de Mat—. Pero tú tenías que quedarte para hacer una última tirada.

—No es culpa mía, Talmanes. —Mat no se volvió a mirar—. ¿Cómo iba a saber que quedándonos ocasionaría que todos ellos empezaran a matarse?

—¿Que no lo sabías? —fingió extrañarse el cairhienino, que le lanzó una mirada—. ¿No es así como la gente reacciona por regla general cuando les dices que te quedas a pasar la noche?

Mat puso los ojos en blanco, pero no tenía ganas de reírse; condujo al grupo fuera del pueblo.

Horas más tarde, Mat se sentó en un afloramiento rocoso de una oscura ladera desde la que se divisaba, allá abajo, Hinderstap. El pueblo se hallaba a oscuras, no brillaba una sola luz y era imposible distinguir lo que estaba ocurriendo, pero aun así no apartó la vista. ¿Cómo iba a dormir una persona después de pasar por aquella experiencia de pesadilla?

Bueno, los soldados sí dormían, y Mat comprendía perfectamente que Delarn lo hiciera. La Curación de una Aes Sedai agotaba a un hombre hasta la extenuación. Él mismo había sentido ese frío helador alguna vez y no pensaba pasar de nuevo por ello. Talmanes y los otros Brazos Rojos no tenían la excusa de la Curación, pero eran soldados, y los soldados aprendían a dormir cuando tenían ocasión de hacerlo; además, la experiencia de esa noche no parecía haberlos perturbado tanto como a él. Oh, sí, habían estado preocupados en el rato de más intensidad en la lucha, pero ahora no era más que otra batalla que habían dejado atrás, otra batalla de la que habían salido con vida. Lo cual había llevado al corpulento Harnan a bromear y sonreír mientras se preparaban para acostarse.

No era el caso de Mat. Toda la experiencia tenía un fondo de maldad. ¿El propósito del toque de queda sería procurar —de algún modo— que aquel horror no ocurriera? ¿Habría provocado él la muerte de todas esas personas por quedarse? Maldición. ¿Es que ya no quedaba un solo sitio normal en el mundo?

—Mat, muchacho. —Thom se acercó con su acostumbrado paso renqueante. Se había fracturado un brazo en la reyerta, aunque ni siquiera lo mencionó hasta que Edesina le vio hacer un gesto de dolor e insistió en Curarlo—. Deberías dormir.

Ahora que la luna había salido, aunque escondidas tras las nubes, había luz suficiente para que a Mat no le pasara inadvertida la expresión preocupada del juglar.

El grupo se había detenido en una pequeña hondonada que había a un lado del sendero. Desde allí se tenía una buena vista del pueblo y —lo más importante— se divisaba el camino que Mat y los demás habían utilizado para escapar. La depresión se encontraba en una pronunciada vertiente y era el único camino para llegar desde abajo. Una persona de vigilancia localizaría enseguida a cualquiera que tratara de llegar a hurtadillas al campamento.

Las Aes Sedai se habían acostado cerca de la parte trasera de la hondonada, aunque Mat no creía que estuvieran dormidas. A los Guardianes de Joline se les había ocurrido la idea de llevar petates, por si acaso. Los Guardianes eran así. Los hombres de Mat sólo contaban con sus capas, pero eso no les impidió dormir. Talmanes incluso roncaba con suavidad a pesar del fresco aire primaveral. Mat había prohibido que se encendiera una lumbre; no hacía tanto frío para que fuera imprescindible y sólo serviría para señalar su posición a cualquiera que los buscara.

—Estoy bien, Thom —contestó Mat, que le hizo hueco para que el juglar se sentara con él—. Eres tú quien debería dormir un poco.

—Una cosa positiva que he notado respecto a hacerse mayor —contestó Thom al tiempo que negaba con la cabeza— es que parece que el cuerpo ya no necesita dormir mucho. Morir no requiere tanta energía como crecer, imagino.

—No empieces otra vez con lo mismo. ¿Tengo que recordarte que me has salvado el culo ahí abajo? ¿Qué era lo que te preocupaba a mediodía? ¿Que ya no me hicieras falta? Si no hubieses estado hoy conmigo, si no hubieses ido a rescatarme, ahora estaría muerto en ese sitio. Y Delarn también.

Thom sonrió y los ojos le relucieron a la luz de la luna.

—De acuerdo, Mat, no se repetirá, lo prometo.

Mat asintió en silencio. Los dos estuvieron sentados un rato en la roca contemplando la pequeña ciudad.

—No van a dejarme en paz, Thom —dijo Mat al cabo de un tiempo.

—¿A qué te refieres?

—A todo esto —contestó con voz cansina—. Al jodido Oscuro y sus engendros. Me han perseguido desde aquella noche en Dos Ríos y nada los ha detenido.

—¿Crees que lo de hoy está relacionado con él?

—¿Y qué otra cosa podría ser? —preguntó Mat—. ¿Gentes tranquilas de un pueblo que se convierten de pronto en locos furiosos? Es obra del Oscuro y tú lo sabes.

—Sí —admitió por fin Thom tras un breve silencio—. Supongo que es eso.

—Aún vienen por mí —continuó Mat, furioso—. Ese jodido gholam está ahí fuera, lo sé, pero no es más que una parte de todo lo demás, como Myrddraal y Amigos Siniestros, monstruos y fantasmas. Acosándome, persiguiéndome… Desde que empezó esto voy tropezando de un desastre en otro, manteniendo la cabeza fuera del agua a duras penas. No dejo de repetir que sólo quiero encontrar un agujero en alguna parte para jugar a los dados y beber, pero eso no lo frena. Y nada lo frenará.

—Eres ta’veren, muchacho —dijo Thom.

—Pero no pedí serlo. Puñetas, ojalá fueran todos a dar la tabarra a Rand. A él le gusta.

Sacudió la cabeza para desechar la imagen que se formaba en su mente mostrando a Rand dormido en la cama, con Min acurrucada a su lado.

—¿De verdad lo crees? —preguntó el juglar.

—Ojalá lo creyera —confesó tras una vacilación—. Eso haría más fáciles las cosas.

—Las mentiras nunca facilitan las cosas a la larga. A menos que vayan destinadas justo a la persona adecuada (una mujer por lo general) y justo en el momento oportuno. Cuando uno se las dice a sí mismo, lo único que consigue es buscarse más problemas.

—Los problemas se los busqué a esa gente del pueblo.

Desvió la vista hacia el campamento en el que los Guardianes, sentados, vigilaban a las dos criadas, que aún estaban atadas. Y seguían forcejando. ¡Luz! ¿De dónde sacaban las fuerzas? Era inhumano.

—No creo que fuera culpa tuya, Mat —manifestó Thom, pensativo—. Oh, no te discuto que los problemas te acompañan allí donde vas, y hasta el propio Oscuro parece hacerlo. Pero lo de Hinderstap… En fin, cuando canté en esa sala común oí unos cuantos chismes. No tenían pinta de ser nada fuera de lo normal, pero ahora que lo recuerdo se me hace muy raro que la gente pareciera esperar que ocurriera eso. O algo por el estilo.

—¿Y cómo iban a esperar una cosa así? Si lo de anoche hubiera ocurrido con anterioridad todos estarían muertos.

—No lo sé. —Thom se quedó pensativo y entonces pareció acordarse de algo y empezó a rebuscar en su capa—. Oh, lo había olvidado. Quizás sí existe alguna conexión entre lo que ha ocurrido y tú. Me las arreglé para quitarle esto a un hombre que estaba más borracho de lo que le convenía. —El juglar sacó un trozo de papel doblado y se lo tendió.

Mat frunció en entrecejo, cogió el papel y lo desdobló. Forzó la vista a la difusa luz de la luna, se acercó más y gruñó al distinguir lo que había en el papel: no era nada escrito, sino un dibujo muy preciso de su rostro, con el sombrero puesto. Incluso tenía el medallón de la cabeza de zorro dibujado alrededor del cuello. ¡Pero qué puñetas…! Controló la irritación.

—Un tipo apuesto. Buena nariz, dientes sanos, un sombrero elegante…

Thom resopló con sorna.

—Vi a algunos hombres enseñando un papel al alcalde —dijo Mat, que volvió a doblar el dibujo—. No vi lo que había en él, pero apuesto a que era igual que éste. ¿Qué dijo del dibujo el hombre al que se lo quitaste?

—Que una mujer de otro país los estaba repartiendo en algún pueblo al norte de aquí y ofreciendo recompensa a cualquiera que te hubiera visto y tuviera información. Al hombre le dio el papel un amigo, así que no tenía la descripción de la mujer ni el nombre del pueblo. O tal vez su amigo no deseaba darle más detalles porque quería la recompensa para sí mismo. O él estaba demasiado borracho para acordarse.

Mat se guardó el papel en el bolsillo de la chaqueta. Una tenue luz gris empezaba a clarear el cielo por el este; era lo que algunos conocían como «falso amanecer». Se había pasado toda la noche sentado en las rocas, pero no se sentía cansado, sólo… sin fuerzas.

—Voy a volver —anunció.

—¿Qué? —preguntó Thom, sorprendido—. ¿A Hinderstap?

Mat asintió con un cabeceo al tiempo que se ponía de pie.

—Tan pronto como haya luz. Tengo que…

Un juramento ahogado lo interrumpió. Giró sobre sí mismo con rapidez a la par que alargaba la mano hacia la ashandarei. Un par de cuchillos aparecieron empuñados en las manos de Thom en un abrir y cerrar de ojos. Fen, el Guardián saldaenino de Joline, era el que había soltado la maldición. Se hallaba de pie, con la mano sobre la espada, mientras registraba el suelo a su alrededor. Blaeric estaba junto a las Aes Sedai con la espada desenvainada, alerta y en guardia.

—¿Qué pasa? —preguntó Mat, tenso.

—Las prisioneras —contestó Fen.

Mat tuvo un sobresalto al darse cuenta de que los bultos tendidos cerca de los Guardianes habían desaparecido. Masculló una maldición y se acercó corriendo. Los ronquidos de Talmanes cesaron cuando el ruido despertó al noble, que se incorporó. Las ataduras hechas con las tiras del vestido de Joline aparecieron tiradas en el suelo, pero ni rastro de las criadas.

—¿Qué ha ocurrido? —inquirió Mat, alzando la vista hacia el hombre.

—Yo… —El Guardián de cabello oscuro parecía atónito—. No tengo ni idea. ¡Estaban ahí hace un instante!

—¿Diste una cabezada? —demandó Mat.

—Fen jamás haría tal cosa —intervino con voz sosegada Joline, que se sentó envuelta en el petate. Aún llevaba puesta sólo la bata.

—Muchacho, los dos las vimos hace apenas un minuto —dijo Thom.

Talmanes maldijo y despertó a los cinco Brazos Rojos. Delarn tenía mucho mejor aspecto, y la debilidad producto de la Curación no se le notó apenas cuando se puso de pie. Los Guardianes fueron a rastrear el terreno, pero Mat se volvió para mirar el pueblo que se extendía al pie de la ladera.

—La respuesta está allí —afirmó—. Thom, tú ven conmigo. Talmanes, cuida de las mujeres.

—No hace falta que nos «cuide» nadie, Matrim —replicó malhumorada Joline.

—Como queráis —espetó él—. Thom, tú vienes conmigo. Joline, vos cuidáis de los soldados. Sea una cosa u otra, todos os quedáis aquí. Ahora mismo no puedo estar pendiente de todo el grupo.

No les dio ocasión de discutir, y en cuestión de minutos Mat y Thom cabalgaban sendero abajo montados en sus caballos, en dirección a Hinderstap.

—Muchacho, ¿qué es lo que esperas encontrar?

—Lo ignoro. Si lo supiera, no tendría tantas ganas de echar una ojeada.

—Muy cierto —convino el juglar con suavidad.

Mat se fijó casi de inmediato en cosas chocantes. Las cabras se encontraban fuera, pastando en el prado del oeste. No podía asegurarlo a la débil la luz del amanecer, pero parecía que alguien las pastoreaba. Y esos parpadeos en el pueblo, ¿no eran luces? ¡En toda la noche no se había visto ni una sola luz encendida! Azuzó a Puntos para que apretara el paso y Thom lo siguió en silencio.

Tardaron casi una hora en llegar; la noche anterior Mat no había querido correr el riesgo de acampar demasiado cerca, y tampoco tenía ganas de ponerse a buscar, en la oscuridad, un camino que los llevara hasta el ejército dando un rodeo. A pesar de la hora temprana, cuando entraron a caballo en el patio de la posada ya se había hecho de día. Un par de hombres vestidos con chaquetas parduscas trabajaban en la puerta trasera, que al parecer había sido arrancada de las bisagras en algún momento después de que Mat y los demás se marcharan. Los hombres alzaron la vista cuando Mat y Thom entraron en el patio y uno de ellos se quitó la gorra con aire de ansiedad; ninguno de los dos hizo movimientos amenazadores.

Mat frenó a Puntos; uno de los hombres le susurró algo al otro, que entró disparado a la posada. Un momento después, un tercer hombre, éste calvo y equipado con un delantal blanco, apareció en el vano de la puerta. Mat notó que se ponía pálido.

—El posadero —susurró—. ¡Así me abrase, pero si os vi muerto!

—Será mejor que vayas a buscar al alcalde, hijo —le dijo el posadero a uno de los trabajadores; lanzó una mirada rápida a Mat—. Y deprisa.

—En nombre de la jodida mano izquierda de Hawkwing, ¿se puede saber qué está pasando aquí? —demandó Mat—. ¿Lo de anoche fue una especie de espectáculo de mal gusto? Vosotros…

Una cabeza asomó por la puerta y atisbó a Mat por detrás del posadero; el rizoso cabello rubio enmarcaba un rostro regordete. La última vez que Mat había visto a ese hombre —el cocinero— no había tenido más remedio que destriparlo y degollarlo.

—¡Tú! —dijo a la par que lo señalaba—. ¡Pero si te maté!

—Vamos, hijo, calmaos —dijo el posadero—. Entrad y os daremos un poco de té y…

—No voy a ninguna parte contigo, espíritu —rehusó Mat—. Thom, ¿estás viendo lo que yo?

—Quizá deberíamos hacer caso a este hombre, Mat —contestó el juglar, que se frotaba el mentón, pensativo.

—Fantasmas y espíritus —rezongó Mat antes de hacer dar media vuelta a Puntos—. Nos vamos.

Taconeó al caballo y rodeó a galope la posada hasta llegar a la fachada, seguido por Thom. Dentro del edificio alcanzó a ver durante un momento a muchos trabajadores cargados con cubos de pintura blanca; lo más probable, para arreglar los sitios en los que el fuego de las Aes Sedai había dado en el edificio. Thom se situó a su lado.

—En mi vida había visto nada semejante, Mat —dijo el juglar—. ¿Por qué iban a molestarse en pintar paredes y arreglar puertas unos espíritus?

Mat hizo un gesto negativo con la cabeza; acababa de localizar el sitio donde había luchado contra los lugareños para salvar a Delarn. Frenó a Puntos con brusquedad, lo que provocó que Thom soltara un juramento e hiciera dar media vuelta a su caballo para ponerse de nuevo a su altura.

—¿Qué pasa? —preguntó el juglar.

Mat señaló; había una mancha de sangre en el suelo y en algunas piedras junto a la calzada.

—Ahí hirieron a Delarn —dijo.

—Bueno, ¿y qué?

Desviando la vista para no mirarlos y manteniéndose a distancia, unos hombres pasaron a su alrededor.

«¡Rayos y centellas! Otra vez he dejado que nos rodeen —se reprochó Mat—. ¿Y si nos atacan? ¡Soy un jodido estúpido!»

—Así que hay sangre —continuó Thom—. ¿Y qué esperabas?

—¿Dónde está el resto de la sangre, Thom? —gruñó—. Maté alrededor de una docena de hombres y los vi sangrar. Tú derribaste a tres con los cuchillos. ¿Qué ha pasado con esa sangre?

—Desaparece —contestó una voz.

Mat hizo dar media vuelta a Puntos y se encontró con el alcalde de brazos velludos plantado en mitad de la calzada, a corta distancia. Debía de haber estado cerca, porque era imposible que el trabajador que había ido a buscarlo lo hubiera encontrado tan deprisa. Claro que, con las cosas que pasaban en ese pueblo, ¿quién podría afirmar nada con seguridad? Barlden llevaba puestas una capa y una camisa que tenía varios zurcidos nuevos.

—La sangre desaparece —repitió como si estuviera exhausto—. Ninguno de nosotros la ve. Sencillamente nos despertamos y se ha esfumado.

Mat vaciló y echó una ojeada a su alrededor. En las casas, las mujeres salían con niños en brazos para asomarse a la calle y los hombres se marchaban a los campos llevando cayados o azadas. Excepto por el aire de ansiedad que despertaba la presencia de ellos dos, nadie adivinaría que había pasado algo malo en el pueblo.

—No os haremos daño, así que no tenéis razón para estar tan preocupado como parece —dijo el alcalde, que se apartó un poco de Mat—. Al menos, hasta que el sol se ponga. Os daré una explicación, si la queréis. Tenéis dos opciones: venir y escuchar lo que os cuente o marcharos de aquí, sin más. Me trae sin cuidado lo que hagáis, siempre y cuando dejéis de perturbar mi ciudad. Tenemos trabajo que hacer, mucho más del habitual gracias a vos.

Mat miró al juglar.

—No se pierde nada por escuchar —opinó Thom, encogiéndose de hombros.

—No sé —dijo Mat, que echó una ojeada a Barlden—. No se pierde nada a menos que creas que podrías acabar rodeado de montañeses chiflados.

—Entonces, ¿nos marchamos?

—No. —Mat negó con la cabeza, despacio—. Que me aspen si me voy. Aún tienen mi oro. Vamos, veamos que tiene que decirnos.

—Empezó hace varios meses —contó el alcalde, que estaba de pie junto a la ventana.

Se encontraban reunidos en la sala de estar de su casa, limpia aunque sencilla. Las cortinas y la alfombra eran de un suave color verde, casi del mismo tono que las hojas del ojo de buey, y las paredes revestidas de paneles de madera castaño claro. La esposa del alcalde les había llevado una infusión preparada con bayas secas. Mat no quiso tomar nada y se las ingenió para situarse apoyado contra la pared, cerca de la puerta a la calle, con la lanza a su lado.

La esposa de Barlden era una mujer de estatura baja, cabello moreno, algo regordeta y aspecto maternal. Regresó de la cocina con un cuenco de miel para endulzar la infusión; vaciló al ver a Mat recostado en la pared y echó una ojeada a la lanza. Después dejó el cuenco en la mesa y se retiró.

—¿Qué pasó? —preguntó Mat a Barlden al tiempo que miraba a Thom.

El juglar también había declinado sentarse y estaba cruzado de brazos, junto a la puerta de la cocina. Hizo un gesto de asentimiento a Mat; la mujer no se había quedado en la puerta para escuchar a escondidas. Habían acordado que haría una señal si oía que alguien se acercaba.

—No sabemos si se debió a algo que hicimos nosotros o fue simplemente una cruel maldición del propio Oscuro —contestó el alcalde—. Era un día normal, a principios de este año, justo antes de la Fiesta de Abram. No ocurrió nada realmente especial, que yo recuerde. El tiempo había cambiado de golpe, pero sin traer nieves. Muchos de nosotros realizamos nuestras actividades normales a la mañana siguiente, sin darle importancia.

Las cosas raras eran nimiedades, ¿comprendéis? Alguna puerta rota, un desgarrón en la ropa de gente que no recordaba cómo se lo había hecho… Y las pesadillas. Todos las compartíamos, pesadillas de muerte y de matanzas. Unas cuantas mujeres empezaron a hablar del tema y se dieron cuenta de que no recordaban haber ido a dormir la noche anterior. Sí se acordaban de haber despertado cómodas y a salvo en sus camas, pero sólo unas cuantas recordaban haberse acostado. Las que se acordaban se habían metido pronto en la cama, antes de anochecer. Para todos los demás, la caída de la noche era algo borroso, confuso.

El alcalde se quedó callado. Mat miró a Thom, que no pareció darse cuenta. Con sólo ver los azules ojos del juglar, Mat comprendió que estaba memorizando lo ocurrido. «Más le vale pillarlo bien si me pone en alguna balada. Y más le vale no olvidar mi sombrero, porque es un sombrero jodidamente bueno», pensó a la par que se cruzaba de brazos.

—Esa noche estaba en los pastizales —prosiguió el alcalde—. Ayudaba al viejo Garken a arreglar un trozo de cercado roto, y de pronto… Nada. Un borrón confuso. Me desperté a la mañana siguiente en mi cama, al lado de mi esposa. Nos sentíamos cansados, como si no hubiésemos dormido bien. —Se calló un instante; luego añadió en voz baja—: Y tuve pesadillas. Eran vagas y se borraron, pero recuerdo una imagen vívida: el viejo Garken muerto a mis pies, como si lo hubiera matado una alimaña.

Barlden estaba junto a una ventana de la pared oriental, enfrente de Mat, y miraba hacia afuera.

—Pero fui a ver a Garken al día siguiente y se encontraba bien. Acabamos de arreglar la cerca. No me enteré de lo que se comentaba hasta que regresé a la ciudad y oí hablar de las pesadillas compartidas, de las horas perdidas justo después de ponerse el sol. Nos reunimos y lo discutimos, y entonces pasó otra vez. El sol se puso y cuando salió me desperté de nuevo en mi cama, cansado, con la mente rebosante de pesadillas.

Se estremeció; después se acercó a la mesa y se sirvió una taza de infusión.

—No sabemos qué ocurre por la noche —continuó el alcalde mientras removía una cucharada de miel.

—¿No lo sabéis? —demandó Mat—. Pues yo puedo decíroslo, puñetas. Os…

—No sabemos lo que pasa —lo interrumpió el alcalde, que dio énfasis a la negación—. Y no tenemos el menor interés en saberlo.

—Pero…

—No necesitamos saberlo, forastero —lo cortó con aspereza el alcalde—. Queremos vivir nuestra vida como mejor podamos. Muchos nos acostamos pronto, antes de la puesta de sol. Así no quedan agujeros en la memoria. Nos vamos a dormir y nos despertamos en la misma cama. Otros prefieren ir a la taberna y brindar por el anochecer. Tiene sus ventajas, imagino. Uno puede beber cuanto quiere sin preocuparse por tener que volver a casa porque siempre se despierta sano y salvo en su cama.

—No podéis actuar como si no pasara nada —comentó Thom en voz baja—. No podéis fingir que todo sigue como antes.

—Y no lo hacemos. —Barlden tomó un sorbo de infusión—. Tenemos reglas. Unas reglas de las que hicisteis caso omiso. No se enciende ningún fuego después del ocaso, porque no podemos permitirnos el lujo de que se declare un incendio por la noche sin que haya nadie que lo apague. Y prohibimos a los forasteros quedarse en la ciudad después de la puesta de sol. Esa lección la aprendimos enseguida. Las primeras personas que se quedaron atrapadas aquí tras caer la noche eran familiares de Sammrie, el tonelero. A la mañana siguiente encontramos sangre en las paredes de su casa, pero la hermana de Sammrie y su familia dormían tranquilos en las camas que les había preparado. —El alcalde hizo una pausa—. Ahora comparten las mismas pesadillas que tenemos nosotros.

—Pues marchaos de aquí —sugirió Mat—. ¡Dejad este condenado lugar e id a otro sitio!

—Ya lo intentamos. Y al despertarnos estábamos de vuelta aquí, por muy lejos que nos fuéramos. Algunos trataron de poner fin a su vida. Los enterramos. A la mañana siguiente se despertaron en su cama.

El silencio se adueñó de la sala de estar.

—Vaya jodienda —susurró Mat, estremecido.

—Sobrevivisteis a la noche —dijo el alcalde, que removió de nuevo la infusión—. Lo supuse al ver esa mancha de sangre. Sentíamos curiosidad por ver dónde despertabais. Gran parte de las habitaciones de las posadas están ocupadas de forma permanente por los viajeros que ahora, para bien o para mal, forman parte de nuestro pueblo. No está en nuestras manos elegir dónde despierta la gente. Ocurre, y punto. Una cama vacante encuentra un ocupante nuevo, y a partir de ese momento se despierta allí todas las mañanas.

»Sea como sea, cuando os oí hablar sobre lo que habíais visto comprendí que tuvisteis que escapar. Recordáis la noche con demasiada claridad, y cualquiera que se… une a nosotros, sólo tiene pesadillas. Así que podéis consideraros afortunados. Os sugiero que os pongáis en camino y os olvidéis de Hinderstap.

—En nuestro grupo hay Aes Sedai —intervino Thom—. Quizá podrían hacer algo para ayudaros. Podríamos avisar a la Torre Blanca para que enviaran…

—¡No! —se opuso con brusquedad el alcalde—. No es tan mala la vida que llevamos, ahora que sabemos cómo afrontar la situación. No queremos vivir de continuo bajo las escrutadoras miradas Aes Sedai. —Se volvió hacia la ventana—. Estuvimos a punto de echaros sin ambages del pueblo. A veces lo hacemos si nos da la impresión de que los viajeros no obedecerán nuestras reglas. Pero había Aes Sedai entre vosotros, y esas mujeres preguntan, sienten curiosidad. Nos preocupaba que, si no os admitíamos en la ciudad, eso las hiciera sospechar e intentaran entrar a la fuerza.

—Pues el hecho de obligarlas a marcharse al anochecer despertó más su curiosidad —replicó Mat—. Y que las jodidas ayudantes del cuarto de baño intentaran matarlas tampoco es un buen modo de guardar el secreto.

—Había quienes querían que… En fin, que os quedaseis atrapados aquí. —El alcalde tenía la cara demacrada—. Pensaban que si las Aes Sedai se encontraban sujetas a la ciudad por esas ataduras hallarían una forma de sacarnos a todos de esto. Pero no todos estuvimos de acuerdo. En cualquier caso, es problema nuestro. Sólo os pido que… os vayáis, por favor.

—Está bien. —Mat se puso erguido y asió la lanza—. Pero antes, decidme de dónde salió esto. —Sacó el papel que llevaba en el bolsillo, el que tenía dibujado su rostro.

—Encontraréis otros igual a ése por todos los pueblos de los alrededores —contestó Barlden tras echar un vistazo—. Alguien os anda buscando. Como le dije anoche a Ledron, no me dedico a traicionar a nuestros visitantes. No estaba dispuesto a secuestraros y reteneros aquí toda la noche sólo por una recompensa.

—¿Quién me busca? —se interesó Mat.

—Unas veinte leguas al nordeste hay una villa llamada Brisafiel. Según los rumores, si alguien quiere ganar un poco de dinero sólo tiene que llevar información sobre un hombre parecido al de este dibujo o al del otro. Para dar con quien os busca no tenéis más que visitar una posada en Brisafiel que se llama El Puño Amenazador.

—¿Otro dibujo? —inquirió Mat, ceñudo.

—Sí, de un tipo fornido, con barba. Al pie del dibujo hay una anotación en la que se indica que tiene los ojos dorados.

Mat miró a Thom, que enarcó una de las pobladas cejas.

—Tiene puñetas la cosa —masculló Mat, que dio un tirón al ala del sombrero y se lo caló. ¿Quién los estaba buscando a Perrin y a él y qué querría?—. Nos vamos, supongo —anunció, echando una mirada al alcalde. Pobre tipo. Y pobre todo el pueblo. Pero ¿qué podía hacer él? Había batallas que uno tenía posibilidad de ganar y otras que lo único que cabía hacer era dejárselas a otros.

—Vuestro oro está en la carreta, fuera —dijo Barlden—. No falta nada de lo que ganasteis en la apuesta. La comida también está allí. —Le sostuvo la mirada a Mat—. Aquí cumplimos la palabra dada. Hay otras cosas que escapan a nuestro control, sobre todo en cuanto a aquellos que no respetan las reglas, pero no vamos a robar a un hombre por el simple hecho de que sea forastero.

—Qué considerado por vuestra parte —contestó Mat con voz inexpresiva; abrió la puerta—. Que tengáis un buen día, pues, y cuando llegue la noche, procurad no matar a nadie a quien yo no mataría. ¿Vienes, Thom?

El juglar se reunió con él renqueando un poco a causa de la vieja herida. Mat miró atrás y echó una ojeada a Barlden, que estaba plantado en medio de la sala, con las mangas remangadas y la vista prendida en la taza de infusión. Por su expresión parecía desear que en esa taza hubiera algo más fuerte.

—Pobre tipo —dijo Mat, que salió a la luz de la mañana detrás de Thom y cerró la puerta a su espalda.

—Imagino que iremos en busca de esa persona que reparte dibujos tuyos, ¿cierto? —preguntó el juglar.

—Tan cierto como la Luz que nos alumbra —contestó mientras ataba la ashandarei a la silla de montar—. De todos modos está de camino a Cuatro Reyes. Llevaré tu caballo de las riendas si te encargas de conducir la carreta.

Thom asintió con un cabeceo, aunque siguió observando la casa del alcalde.

—¿Qué pasa? —preguntó Mat.

—Nada, muchacho. Es sólo que… En fin, es una triste historia. Algo anda mal en el mundo. Es como si aquí hubiera un remiendo en el Entramado. La ciudad lo descose de noche y después el mundo trata de recomponerlo para que las cosas vuelvan a ser como es debido.

—Bueno, tendrían que haber sido más claros —comentó Mat.

Los lugareños habían llevado hasta allí la carreta llena de comida con los dos grandes caballos de tiro uncidos a ella, mientras Mat y Thom charlaban con el alcalde. Los animales tenían la capa de color castaño claro y fuertes cascos.

—¿Más claros? —preguntó el juglar—. ¿Cómo? El alcalde intentó avisarnos.

Mat gruñó y se dirigió hacia el cofre para abrirlo y comprobar si estaba el oro. Estaba, como le había dicho el alcalde.

—No sé —dijo—. Podrían poner un cartel advirtiéndolo, algo así como: «Hola. Bienvenidos a Hinderstap. Si no os habéis marchado al ponerse el sol, os mataremos por la noche y nos comeremos vuestra jodida cara. Probad las empanadas de carne. Son frescas. Martha Baily las prepara a diario».

Thom no le rió la gracia.

—Eso es de mal gusto, muchacho. En esta ciudad se vive una tragedia demasiado grande para tomárselo a la ligera.

—Qué curioso. Cuanto más trágicas se vuelven las cosas, más ganas me entran de reír —dijo Mat, que contó una suma de oro que según sus cálculos sería un buen precio por la comida y la carreta. Unos instantes después añadió otras diez coronas de plata. Lo puso todo en un montón a la puerta de la casa del alcalde y después cerró el cofre.

—¿De verdad vamos a llevarnos la carreta?

—Necesitamos la comida —contestó Mat, que amarró el cofre a la parte trasera del vehículo. Había varios quesos blancos de buen tamaño y media docena de patas de carnero colocadas de forma prominente junto a los barriles de cerveza. La comida olía bien y el estómago le hizo ruido—. Gané de forma limpia.

Miró a los lugareños que pasaban por la calle. Cuando los había visto por primera vez la tarde anterior había supuesto que la lentitud con que caminaban se debía al carácter parsimonioso de los montañeses. Ahora comprendía que la razón era muy distinta.

Reanudó lo que estaba haciendo y comprobó los arreos de los caballos.

—Y no me siento culpable en absoluto por llevarme la carreta y el tiro de caballos, porque no creo que esta gente viaje mucho en el futuro…

29

En Bandar Eban

«Moraine Damodred, que murió por culpa de mi debilidad».

Rand hizo que Tai’daishar aflojara la marcha hasta ponerlo al paso para entrar a Bandar Eban por la enorme puerta de acceso a la ciudad, seguido por su séquito y precedido por filas de Aiel. Se decía que las dos hojas de la puerta tenían tallado el escudo de armas de la ciudad, pero tal como estaban abiertas de par en par Rand no alcanzaba a verlo.

«La Amiga Siniestra sin nombre, a quien decapité en aquellas colinas murandianas. He olvidado el aspecto de quienes estaban con ella, pero jamás olvidaré su cara».

La lista pasaba por su mente en una rápida letanía; era casi un ritual diario desgranar los nombres de todas las mujeres que habían muerto a sus manos o a causa de sus actos. La calle que se adentraba en la ciudad era de tierra compacta, marcada de surcos que se entrecruzaban en las intersecciones. La tierra allí era más clara que las que estaba acostumbrado a ver.

«Colavaere Saighan, que murió porque hice de ella una indigente».

Pasó a caballo entre hileras de domani, mujeres con vestidos diáfanos y hombres de bigotes frondosos y con chaquetas de vivos colores. En Arad Doman las calles tenían aceras entarimadas, y ahora se hallaban abarrotadas de gente que observaba su paso. Rand oía chasquear estandartes y banderas sacudidos por el viento; al parecer los había a montones en la ciudad.

La lista siempre empezaba con Moraine; era el nombre más doloroso de todos porque podría haberla salvado. Debería haberla salvado. Se odiaba a sí mismo por haber permitido que la mujer se sacrificara por él.

Un niño se bajó de la acera con intención de echar a correr hacia el centro de la calle, pero el padre lo asió de la mano y tiró de él metiéndolo de nuevo entre la apretada muchedumbre. Algunos tosían y cuchicheaban, pero la mayoría guardaba silencio. En comparación, el ruido que hacían las tropas de Rand marchando sobre la tierra compacta era estruendoso.

¿Estaría Lanfear viva otra vez? Si a Ishamael lo habían hecho volver a la vida, ¿habría ocurrido lo mismo con ella? En tal caso, la muerte de Moraine habría sido inútil y su cobardía resultaba aún más exasperante. Nunca jamás. La lista no desaparecería, pero nunca volvería a ser tan débil de no hacer lo que debía.

La gente que ocupaba las aceras no vitoreaba; claro que él no entraba en la ciudad como un libertador. Había ido para hacer lo que tenía que hacerse. A lo mejor encontraría a Graendal allí; Asmodean había dicho que la mujer vivía en el campo, pero de eso hacía mucho tiempo. Si daba con ella, a lo mejor eso acallaría su conciencia por la invasión.

¿Aún tenía conciencia? No podría asegurarlo.

«Liah, de los Cosaida del clan Chareen, a quien maté diciéndome que lo hacía por su propio bien». Cosa extraña, Lews Therin empezó a corear con él los nombres, creando una rara salmodia que le resonaba dentro de la cabeza.

Por adelante, un numeroso grupo de Aiel lo esperaba en una plaza adornada con una fuente de cobre con figuras de corceles que saltaban sobre una ola espumosa. Un hombre a caballo aguardaba delante de la fuente con una guardia de honor a su alrededor. Era un varón de rostro cuadrado, firme, con la piel marcada de arrugas y el cabello cano. Llevaba la frente afeitada y empolvada como era costumbre en los soldados cairhieninos. Dobraine era de fiar o, al menos, hasta donde uno podía fiarse de un cairhienino.

«Sendara, de los Montaña de Hierro del clan Taardad; Lamelle, de los Agua Humeante del clan Miagoma; Andhilin, de los Sal Roja del clan Goshien».

«Ilyena Therin Moerelle», recitó Lews Therin, metiendo el nombre entre los otros dos, y Rand lo dejó estar. Por lo menos el pobre demente no gritaba otra vez.

—Milord Dragón —saludó Dobraine con su habitual impasibilidad cuando Rand se acercó—. Os entrego la ciudad de Bandar Eban. El orden se ha restablecido, como ordenasteis.

—Te pedí que se restableciera el orden en todo el país, Dobraine, no sólo en la ciudad —contestó Rand con voz suave.

Un ligero desánimo se reflejó en el noble.

—¿Tienes a algún miembro del Consejo de Mercaderes? —inquirió Rand.

—Sí, a Milisair Chadmar, la última en huir del caos desatado en la ciudad.

En los ojos del noble había una mirada anhelante; siempre había sido leal, mas ¿sería sólo un ardid? Últimamente, a Rand le costaba confiar en alguien. Aquellos en apariencia más merecedores de confianza eran a quienes había que vigilar más. Y Dobraine era cairhienino. Habida cuenta de su Juego de las Casas, ¿podía correr el riesgo de fiarse de cualquier nativo de Cairhien?

«Moraine era cairhienina y confiaba en ella. Por regla general».

Quizá Dobraine esperaba que lo eligiera rey de Arad Doman. Había actuado como Administrador del Dragón Renacido en Cairhien, pero sabía —como casi todo el mundo— que su intención era que Elayne ocupara el Trono del Sol.

En fin que, considerándolo todo, podría darle este reino a Dobraine. Era mejor persona que la mayoría. Rand le hizo una seña con la cabeza para que encabezara la marcha, y el noble dio media vuelta con el grupo Aiel para encaminarse por una calle lateral abajo. Rand fue tras él, todavía desgranando la lista de nombres para sus adentros.

Los edificios eran altos y cuadrados, a semejanza de cajas amontonadas unas sobre otras. Muchos tenían balcones atestados de gente, como las aceras a pie de calle.

Cada nombre de la lista le causaba dolor a Rand, aunque ahora ese dolor se reducía a una sensación lejana, extraña. Su forma de sentir las cosas era… diferente desde el día en que había matado a Semirhage. La Renegada le había enseñado a enterrar la culpabilidad y el dolor; la intención de la mujer era encadenarlo, pero en cambio le había dado fortaleza.

Añadió su nombre y el de Elza a la lista, aunque en justicia no merecían formar parte de ella; Semirhage tenía más de monstruo que de mujer, y Elza lo había traicionado porque estaba al servicio de la Sombra desde el principio. Aun así, añadió los dos nombres, pues lo cierto era que estaba tan en deuda con ellas como con las demás por quitarles la vida; más incluso. No estuvo dispuesto a matar a Lanfear para salvar a Moraine, y sin embargo había utilizado el fuego compacto para borrar todo rastro de existencia de Semirhage con tal de que no volvieran a capturarlo.

Toqueteó el objeto que llevaba guardado en un bolsillo de la silla de montar. Era una figurilla de tacto suave; no le había dicho a Cadsuane que, siguiendo sus instrucciones, los criados la habían recuperado de su habitación. Ahora que Cadsuane estaba exiliada de su presencia, no se lo diría nunca. Sabía que esa mujer seguía metida entre su séquito, rozando los límites de su orden de no dejarse ver la cara en su presencia nunca más. No obstante, puesto que cumplía la orden, Rand lo dejó estar. No hablaría con ella ni ella le hablaría a él.

Cadsuane había sido una herramienta y había resultado inútil como tal. En consecuencia, no lamentaba haber prescindido de ella.

«Jendhilin, Doncella de los Pico Frío del clan Miagoma», continuó, con Lews Therin coreando el nombre al mismo tiempo que él. Era larga la lista; y crecería antes de que él muriera.

La muerte ya no le preocupaba. Por fin entendía los gritos de Lews Therin pidiendo que todo acabara. Él merecía morir. ¿Existiría una muerte tan demoledora que un hombre no tuviera que renacer? Llegó al final de la lista; hubo un tiempo en que la repetía para no olvidar los nombres, cosa que ya era de todo punto imposible que ocurriera porque no se le borrarían de la memoria aunque quisiera. Ahora los repetía como un recordatorio de lo que era él.

Pero Lews Therin tenía otro nombre que añadir: «Elmindreda Farshaw», susurró.

Rand frenó a Tai’daishar con tanta brusquedad que la columna de Aiel, caballería saldaenina y ayudantes de campamento se detuvo en mitad de la calle. Delante, a lomos de su semental blanco, Dobraine se giró en la silla con gesto inquisitivo.

«¡No la maté! Lews Therin, ella sigue viva. ¡No la matamos! Y, en cualquier caso, habría sido culpa de Semirhage», pensó Rand.

Silencio. Rand notaba todavía los dedos en la carne de Min, apretando, impotentes y, sin embargo, increíblemente fuertes. Aunque Semirhage hubiera estado detrás de lo ocurrido, él era el responsable por faltarle valor para apartar a Min y alejarla del peligro.

No la había obligado a marcharse, pero en realidad no se debía a una flaqueza por su parte; la razón era que, en su fuero interno, había dejado de preocuparle esa posibilidad. No por ella, porque la amaba apasionadamente y siempre la amaría. Pero sabía que la muerte, el dolor y la destrucción surgían a su paso, que los arrastraba tras de sí como un manto. Min podría morir allí, sí, pero si la mandaba lejos correría tanto o más peligro porque seguramente sus enemigos sospechaban que la amaba.

No había un lugar seguro. Si Min moría, añadiría su nombre a la lista y sufriría por ello.

Reanudó la marcha antes de que le preguntaran el motivo de la parada. Los cascos de Tai’daishar golpeaban las calles de tierra reblandecida por la humedad. Allí llovía con frecuencia; Bandar Eban era la principal ciudad portuaria de la costa noroccidental y, aunque no fuera una urbe grande como las del sur, sí resultaba impresionante. Hilera tras hilera de casas cuadradas de madera, con tejados de caballetes en el segundo y el tercer piso. De tan perfectas las formas cuadradas y las divisiones de las plantas, parecían cubos de construcción infantiles puestos unos sobre otros. Llenaban la ciudad y se extendían cuesta abajo, en un suave declive, hacia el enorme puerto.

La zona más ancha de la urbe estaba en el puerto, lo que le daba la apariencia de la cabeza de un hombre que abriera la boca de par en par para echar un trago del océano. Los muelles se encontraban casi vacíos y los únicos barcos que había amarrados eran unas cuantas naves de los Marinos —surcadores de tres palos— así como algunos barcos de pesca de arrastre. El gran tamaño del puerto hacía que pareciera más desolado por la ausencia de naves.

Ésa fue la primera señal de que no todo iba bien en Bandar Eban.

Aparte de un puerto prácticamente desocupado, el rasgo más característico de la ciudad lo ponían las banderas. Ondeaban en lo alto —o colgaban— de todos los edificios, por modestos que éstos fueran. Muchos de esos estandartes proclamaban el tipo de negocio que se llevaba a cabo en un edificio dado, es decir, que venían a prestar el mismo servicio que un sencillo letrero de madera en Caemlyn. Pero eran más extravagantes que la mayoría de los rótulos, con intensos colores que ondeaban en lo alto de los edificios, al costado de muchos de los cuales también colgaban otros estandartes a juego que semejaban tapices y en los que se anunciaba con inscripciones llamativas el nombre del propietario, maestro artesano o mercader de cada tienda. Incluso las viviendas lucían un estandarte con el nombre de la familia que habitaba en ellas.

De piel cobriza y cabello oscuro, a los domani les gustaba la ropa de colores vivos. Las mujeres domani tenían mala fama debido a los vestidos que usaban y que eran lo bastante translúcidos para resultar escandalosos. Se decía que las jovencitas domani practicaban el arte de manipular a los hombres a fin de prepararse para cuando llegaran a la mayoría de edad.

Verlos a todos allí, de pie en las calles, observando, era un espectáculo lo bastante llamativo para sacar a Rand de sus cavilaciones. Quizás un año atrás se habría quedado boquiabierto, pero ahora apenas les dedicó una mirada. De hecho, se le ocurrió que el pueblo domani era mucho menos impactante cuando sus gentes se agrupaban en una gran cantidad, como en ese momento. Una flor en un campo de malas hierbas siempre era algo digno de verse, pero si uno pasaba delante de macizos de flores ninguna en particular te llamaba la atención.

A pesar de estar algo distraído, a Rand no le pasaron inadvertidas las señales del hambre. No cabía error en el semblante atormentado de los niños, en el aspecto descarnado del rostro de los adultos. Aunque Dobraine y los Aiel hubieran restablecido el orden, la ciudad había estado sumida en el caos hasta hacía unas pocas semanas. Algunos de los edificios tenían ventanas mal reparadas o tablones rotos y algunos estandartes mostraban los remiendos hechos —un tanto chapuceros— para arreglar jirones. La ley se había restablecido, pero su ausencia seguía siendo un recuerdo reciente en la memoria.

El grupo de Rand llegó a un cruce principal en el que grandes y ondeantes estandartes anunciaban que se trataba de la plaza de Arandi, y Dobraine condujo a la comitiva hacia el este. Muchos de los Aiel que acompañaban al cairhienino llevaban la banda roja en la frente que los señalaba como siswai’aman. Las Lanzas del Dragón. Rhuarc tenía unos veinte mil Aiel acampados alrededor de la ciudad y en las villas cercanas; a esas alturas, casi todos los domani sabrían que esos Aiel seguían al Dragón Renacido.

Rand se alegró al ver que los surcadores de los Marinos habían llegado —por fin— cargados con grano del sur. Con suerte, eso ayudaría a restaurar el orden tanto como la presencia de Dobraine y los Aiel.

La comitiva giró hacia el sector acomodado de la ciudad. Rand supo dónde se dirigían mucho antes de que las casas empezaran a tener un aspecto más lujoso: lo más lejos posible de los muelles, aunque no tanto para no estar a una distancia cómoda de la muralla de la ciudad. Rand habría dado con los ricos sin necesitar siquiera un mapa. Podía decirse que el propio paisaje exigía el lugar de ubicación.

Un caballo al trote se acercó a Rand, que al principio creyó que sería Min; pero no, la joven cabalgaba detrás, con las Sabias. ¿Lo miraba ahora de forma diferente o sólo eran imaginaciones suyas? ¿Recordaba Min los dedos ceñidos a la garganta cada vez que lo miraba a la cara?

Era Merise la que se había adelantado para ponerse junto a él; montaba una tranquila yegua de color pardo. Las Aes Sedai estaban furiosas con él por exiliar a Cadsuane, lo que no era de extrañar. A las Aes Sedai les gustaba llevar puesta una máscara de sosiego y control, pero Merise y las demás se habían mostrado tan complacientes con Cadsuane como un posadero de pueblo con un monarca de visita.

La tarabonesa había decidido ponerse el chal ese día, como para proclamar su afiliación al Ajah Verde. Tal vez lo llevaba en un intento de reforzar su autoridad. Rand suspiró para sus adentros. Había esperado que hubiera un enfrentamiento, pero confiaba en que los asuntos que estaban en marcha la retrasarían hasta que el mal humor se hubiera apaciguado. Respetaba a Cadsuane, más o menos, pero nunca se había fiado de ella. Los errores y fracasos generaban consecuencias, y Rand sentía un gran alivio por haberse librado de ella. Ya no habría más cuerdas de Cadsuane que se enrollaran a su alrededor.

O, al menos, no tantas.

—Ese exilio es una necedad, Rand al’Thor —manifestó Merise en tono despreciativo.

¿Acaso trataba de exasperarlo a propósito para que así resultara más fácil intimidarlo? Tras varios meses de vérselas con Cadsuane, la burda imitación de esta mujer casi resultaba divertida.

—Deberíais pedirle perdón —continuó Merise—. Ha accedido a seguir con nosotros a pesar de que vuestra disparatada restricción la obliga a llevar la capa con la capucha echada a despecho del calor que hace hoy. Deberíais estar avergonzado.

Otra vez Cadsuane. No tendría que haberle dejado espacio para maniobrar esquivando su orden.

—¿Y bien? —inquirió Merise.

Rand se volvió y la miró a los ojos. En las últimas horas había descubierto algo sorprendente. Al reprimir la ira ardiente que bullía en su interior —al convertirse en cuendillar— había llegado a una conclusión que se le había escapado hasta ese momento.

La gente no reaccionaba a la ira, no reaccionaba a las exigencias. El silencio y las preguntas surtían mucho más efecto. De hecho, Merise —toda una Aes Sedai— se encogió ante aquella mirada.

Una mirada que no transmitía emoción alguna; la cólera, la rabia, la pasión… Aún estaban allí, enterradas en lo más profundo de su ser, pero las había envuelto en una capa de hielo fría, paralizadora. Era el hielo existente en el lugar al que Semirhage le había enseñado a ir, el sitio que se parecía al vacío, sólo que era mucho más peligroso.

Tal vez Merise alcanzaba a percibir la rabia helada que había dentro de él. O quizá notaba lo otro, el hecho de haber utilizado ese… poder. A lo lejos, Lews Therin se echó a llorar; el pobre demente siempre lo hacía cuando Rand pensaba en lo que había hecho para escapar del collar de Semirhage.

—Lo que hicisteis fue una estupidez —continuó Merise—. Deberíais…

—¿Quieres decir que me consideras un estúpido, entonces? —preguntó Rand en un tono muy suave.

Responder a las exigencias con el silencio, a los desafíos con preguntas. Era sorprendente lo bien que funcionaba. Merise enmudeció y se estremeció de forma visible. Bajó la vista hasta la bolsa de la silla de montar en la que Rand guardaba la estatuilla de un hombre que sostenía en alto una esfera; Rand la toqueteó al tiempo que sujetaba las riendas con flojedad.

No hacía alarde de la estatuilla; simplemente la llevaba con él, pero Merise y las demás sabían el poder casi ilimitado que podría encauzar con ella si quisiera. Era un arma mucho más poderosa que cualquier otra conocida. Con ella, estaría en sus manos aniquilar el mundo por completo. Y allí estaba, guardada en la silla de montar como algo inofensivo. Eso sí que surtía efecto en la gente.

—Yo… No, claro que no —admitió la mujer—. No siempre.

—¿Piensas, pues, que los fracasos han de quedar sin castigo? —quiso saber Rand, que seguía hablando con suavidad.

¿Por qué perdía los estribos antes? Esas pequeñas molestias no merecían una respuesta con pasión, con furia. Si alguien lo incordiaba demasiado, lo único que tenía que hacer era extinguirlo, como quien sopla una vela.

Un pensamiento peligroso. ¿Había sido suyo o de Lews Therin? ¿O… había llegado de… otra parte?

—Creo que habéis sido demasiado severo —dijo Merise.

—¿Demasiado severo? ¿Eres consciente del error que Cadsuane cometió, Merise? ¿Has considerado lo que podría haber pasado? ¿Lo que habría ocurrido?

—Yo…

—El fin de todas las cosas, Merise —susurró—. El Oscuro controlando al Dragón Renacido. Los dos, él y yo, luchando en el mismo bando.

La mujer guardó silencio y después contestó:

—Sí. Pero vos también habéis cometido errores, yerros que podrían haber acabado en un desastre similar.

—Yo pago por mis equivocaciones —dijo mientras se volvía—. Lo pago cada día, cada hora, con cada respiración.

—Pero…

—Basta.

No lo dijo gritando. Habló con firmeza, pero en voz baja. Le hizo sentir toda la intensidad de su desagrado con la mirada clavada en la de ella, paralizándola. De repente Merise se inclinó sobre la silla, como si se hundiera en ella, sin dejar de mirarlo con los ojos muy abiertos.

En aquel momento se produjo un crujido tremendo a un lado, seguido de un golpetazo. Los gritos hendieron el aire y Rand se giró, alarmado. Un balcón lleno de espectadores se había soltado de los soportes y había caído a la calle, donde se había roto como un barril alcanzado por una roca. Sonaron gemidos de dolor mientras otras voces pedían ayuda, pero los ruidos habían sonado a ambos lados de la calle. Rand frunció el entrecejo y se volvió; otro balcón —justo enfrente del primero— se había caído también.

Rand tocó con las rodillas los flancos de Tai’daishar para que siguiera adelante. Eso no había sido obra del Poder, sino de su naturaleza ta’veren que alteraba la ley de las probabilidades. Cuando pasaba por un sitio, tenían lugar acontecimientos fortuitos y extraordinarios: un gran número de nacimientos, de bodas, de accidentes… Había aprendido a no prestarles atención.

Sin embargo, rara vez había visto que hubiera un incidente tan… violento. ¿Podía estar seguro de que en ello no había alguna interacción con la nueva fuerza? ¿Con ese invisible y, tentador manantial de poder que él había rozado, usado y disfrutado? Lews Therin pensaba que lo ocurrido tendría que haber sido imposible.

La razón original de que la humanidad horadara la prisión del Oscuro había sido alcanzar un poder. Una nueva fuente de energía para encauzar, como el Poder Único, pero diferente. Desconocida y extraña, y potencialmente inmensa. Esa fuente de poder había resultado ser el propio Oscuro.

Lews Therin gimoteó.

Rand llevaba consigo la llave de acceso por una razón. Lo vinculaba con uno de los sa’angreal más grandes creados jamás. Con ese poder y la ayuda de Nynaeve había conseguido limpiar el saidin. La llave de acceso le había permitido tocar un río inimaginable, una tempestuosa fuerza tan vasta como el océano. Había sido lo más grande que había experimentado en toda su vida.

Hasta el momento en que utilizó el poder sin nombre.

Esa otra fuerza lo llamaba, le cantaba, lo tentaba. Tanto poder, tanto portento sobrehumano. Pero lo aterraba. No se atrevía a tocarla; otra vez no.

Y por eso llevaba la llave. No sabría decir cuál de las dos fuentes de energía era más peligrosa, pero mientras ambas lo llamaran, sería capaz de resistirse a las dos, lo mismo que si dos personas chillaran a la vez para llamar su atención y una ahogara el sonido de la voz de la otra. De momento.

Además, no volverían a atarlo al collar. La llave de acceso no lo habría ayudado contra Semirhage —no había Poder Único en el mundo, por mucho que fuera, que ayudara a un hombre si lo pillaban por sorpresa— pero quizá podría hacerlo en el futuro. Hubo un tiempo en que no quería llevarlo encima por miedo a lo que le ofrecía, pero ya no había lugar en él para permitirse semejante debilidad.

El destino al que se dirigían era fácil de localizar; unos quinientos soldados cairhieninos se hallaban acampados en los jardines de una mansión espaciosa y señorial. Asimismo había tiendas Aiel en el recinto, pero los Aiel también habían ocupado edificios cercanos y varios techos próximos. Para los Aiel, acampar en un sitio era esencialmente lo mismo que protegerlo, ya que un Aiel descansando estaba más o menos el doble de alerta que un soldado normal de patrulla. El grueso del ejército se había quedado fuera de la ciudad; dejaría en manos de Dobraine y de sus ayudantes encontrar alojamiento para sus hombres dentro de las murallas.

Rand frenó a Tai’daishar y después recorrió con la mirada su nuevo hogar.

«Nosotros no tenemos hogar. Lo destruimos. Lo quemamos, reduciéndolo a escoria, como arena en el fuego», susurró Lews Therin.

La mansión se encontraba sin duda un peldaño más arriba que la casona de troncos. Verjas de hierro cercaban los extensos jardines. Los parterres de flores se hallaban vacíos —las flores parecían remisas a salir esta primavera—, pero el césped estaba más verde que la mayoría de los que Rand había visto. Oh, sí, tenía más amarillo y marrón, pero había trozos de verde. Los jardineros trabajaban con gran empeño, pero sus esfuerzos también se manifestaban en las hileras de tejos aricios que bordeaban el prado y a los que les habían dado formas de animales fantásticos.

La mansión en sí era casi un palacio. Había uno en la ciudad, por supuesto; era del rey, pero se decía que no podía competir con los hogares de los miembros del Consejo de Mercaderes. El estandarte que ondeaba en lo alto de la mansión —negro y dorado brillante— proclamaba que aquélla era la residencia de la casa Chadmar. Quizá la tal Milisair había visto en la marcha de otros una oportunidad. De ser así, la única oportunidad real que había tenido en suerte era que Rand la capturara.

Las puertas al recinto de la mansión estaban abiertas y los Aiel que lo acompañaban en el séquito ya entraban a toda prisa y se reunían con grupos de su asociación o con miembros de su clan. Era irritante que rara vez esperaran sus órdenes, pero los Aiel eran como eran. Cualquier sugerencia de que deberían esperar sería recibida con una risa, simplemente, como si hubiese dicho un buen chiste. Sería más fácil domar al viento que conseguir que se comportaran como gente de las tierras húmedas.

Eso le hizo pensar en Aviendha. ¿Dónde se habría marchado de manera tan repentina? La percibía a través del vínculo, pero muy débil; se encontraba muy lejos. Al este. ¿Qué asunto la habría llevado al Yermo?

Rand sacudió la cabeza. Todas las mujeres eran difíciles de entender, y una Aiel, diez veces más incomprensible. Había confiado en poder pasar algo de tiempo con ella, pero Aviendha lo había rehuido a propósito. O tal vez era la presencia de Min lo que la mantenía alejada. A lo mejor estaría en su mano no herirla antes de que le llegara la muerte. Sí, era mejor que Aviendha se hubiera ido; sus enemigos aún no sabían nada de ella.

Azuzó a Tai’daishar para cruzar las puertas y lo condujo por el paseo que llevaba hasta la mansión propiamente dicha. Desmontó, sacó la estatuilla del bolso de la silla y se la guardó en el bolsillo grande de la chaqueta que le habían preparado a toda prisa con el fin de que cupiera en él. Le entregó las riendas a un mozo, uno de los del cuerpo de servicio de la mansión, vestido con chaqueta verde y camisa muy blanca, con chorreras en cuello y puños. Los criados de la mansión ya habían sido informados de que Rand ocuparía el palacete para su uso personal, ahora que a su anterior ocupante lo había tomado… bajo su protección.

Dobraine se reunió con él mientras subía la escalinata del edificio, pintado en un color blanquísimo y con columnas de madera en el pórtico de la entrada. Cruzó la doble puerta principal; a pesar de haber vivido en varios palacios se sintió impresionado; y asqueado. La opulencia que encontró tras las puertas de la mansión no reflejaba en absoluto el hecho de que la gente de la ciudad se moría de hambre. Una hilera de criados muy nerviosos esperaba en fila al fondo del vestíbulo. Rand percibía el miedo de esa gente. No todos los días la casa donde residía uno era ocupada por el Dragón Renacido en persona.

Rand se quitó el guante de montar metiendo la mano entre el brazo y el costado, tras lo cual sujetó el guante en el cinturón.

—¿Dónde está la Consejera? —preguntó a un par de Doncellas, Beralna y Riallin, que vigilaban a los criados.

—En la segunda planta —contestó una de las Doncellas—. Tomando un té mientras las manos le tiemblan de tal modo que en cualquier momento romperá la taza de porcelana.

—Le hemos repetido muchas veces que no es una prisionera —añadió la otra Doncella—. Sólo que no puede marcharse.

Eso les parecía muy divertido a las dos. Rand miró hacia un lado cuando Rhuarc se reunió con él en el vestíbulo. El alto y pelirrojo jefe de clan inspeccionó la estancia, con la gran lámpara de araña resplandeciente y los jarrones de adorno. Rand sabía lo que pensaba el jefe de clan.

—Podéis tomar el quinto —le dijo—. Pero sólo de los ricos que viven en este distrito.

No era así como se hacía; a los Aiel se les tendría que haber permitido tomar el quinto de todo, pero Rhuarc no discutió. Lo que los Aiel habían hecho en Bandar Eban no era en realidad una conquista, aunque hubieran luchado contra bandas de delincuentes y matones. Quizá no debería haberles dado nada, pero teniendo en cuenta que en las mansiones como en la que se encontraban había riqueza de sobra, que tomaran el quinto al menos de los ricos.

Las Doncellas asintieron con la cabeza, como si lo hubieran esperado, y después se alejaron con paso ligero, lo más probable para empezar a seleccionar su parte. Dobraine las siguió con la mirada, consternado. Cairhien había sufrido el quinto Aiel en varias ocasiones.

—Nunca he entendido por qué les permitís saquear como unos salteadores de caminos que encuentran dormidos a los guardias de una caravana —dijo Corele, que entró sonriente en el vestíbulo. Enarcó una ceja ante la riqueza del mobiliario—. Y en un sitio tan precioso como éste. Es como dejar que los soldados pisoteen los retoños de primavera, ¿no os parece?

¿Acaso la mandaban para ocuparse de él ahora que se había quitado de encima a Merise? La Aes Sedai le sostuvo la mirada con aire placentero, pero Rand no la apartó hasta que ella desvió los ojos y se dio media vuelta. Rand aún recordaba un tiempo, no hacía mucho, en que esa maniobra no funcionaba con las Aes Sedai. Se volvió hacia Dobraine.

—Lo has hecho muy bien —le dijo al noble—. A pesar de no haber restablecido el orden en tanta extensión del territorio como yo deseaba. Reúne a tus soldados. Narishma tiene instrucciones de proporcionaros un acceso para ir a Tear.

—¿A Tear, milord? —preguntó Dobraine, sorprendido.

—Sí. Dile a Darlin que deje de agobiarme con mensajeros. Tiene que seguir reuniendo a sus tropas; lo traeré a Arad Doman cuando decida que es el momento oportuno.

Eso sería después de reunirse con la Hija de las Nueve Lunas, reunión en que se determinarían muchas cosas.

Le pareció que Dobraine se quedaba un tanto cabizbajo. ¿O sólo eran imaginaciones suyas? La expresión del noble rara vez cambiaba. ¿Pensaría que sus expectativas de gobernar este reino menguaban? ¿Tramaría algo contra él?

—Como ordenéis, milord. Deduzco que he de partir de inmediato.

«Dobraine jamás nos ha dado motivos para dudar de él. ¡Pero si incluso ha buscado apoyos para que Elayne ocupe el Trono del Sol!»

Rand llevaba mucho tiempo separado del noble, demasiado para confiar en él. Aun así, lo mejor era tenerlo lejos de momento; había dispuesto de mucho tiempo para afianzar su posición en Bandar Eban, y Rand no creía que ningún cairhienino fuera capaz de evitar los juegos de política.

—Sí, debes irte antes de una hora —contestó; después se encaminó hacia la elegante escalera blanca.

Dobraine saludó, estoico como siempre, y abandonó la mansión por la puerta principal. Obedeciendo de inmediato, sin una palabra de queja. Era un buen hombre y Rand lo sabía.

«Luz, ¿qué me está pasando? He de confiar en alguien, ¿verdad?», pensó.

«¿Confiar…? —susurró Lews Therin—. Sí, quizá podemos fiarnos de él. No encauza. Luz, en los únicos en los que no podemos confiar es en nosotros mismos».

Rand apretó los dientes. Recompensaría a Dobraine con el reino si no se encontraba a Alsalam. Ituralde no lo quería.

La escalera subía directamente a un rellano amplio para después dividirse y subir en curva hacia la segunda planta, adonde llegaba por lados opuestos.

—Necesito una sala de audiencias —anunció Rand a la servidumbre que seguía abajo—. Y un trono. Deprisa.

Antes de diez minutos Rand se hallaba sentado en una sala elegantemente decorada de la segunda planta y esperaba que condujeran a su presencia a la mercader Milisair Chadmar. El blanco sillón de madera tallada no era exactamente un trono, pero serviría. Quizá la propia Milisair lo había utilizado para celebrar audiencias. La estancia había sido diseñada como un salón del trono, con el sillón en un estrado de poca altura para que se sentara en él. Tanto el estrado como el suelo sobre el que se alzaba estaban cubiertos con una alfombra tejida en verde y rojo, con un diseño caprichoso que hacía juego con los adornos de porcelana de los Marinos, colocados en las esquinas sobre pedestales. Cuatro amplios ventanales detrás del trono —lo bastante grandes para entrar por ellos— dejaban pasar la luz anubarrada que caía sobre la espalda de Rand; éste se había sentado hacia adelante en el sillón, con un brazo apoyado en las rodillas. La figurilla se encontraba en el suelo, justo delante de él.

Poco después, Milisair Chadmar entraba por la puerta, entre las guardias Aiel. Llevaba uno de los famosos vestidos domani que le cubría el cuerpo desde el cuello hasta los dedos de los pies, aunque de un tejido muy transparente que se le pegaba a las curvas, de las que no andaba escasa. El vestido era de un intenso color verde, y la mujer lucía perlas al cuello. El oscuro cabello, de rizos muy prietos, le caía más abajo de los hombros, con algunos mechones enmarcándole la cara. Rand no esperaba que fuera tan joven, ya que le calculaba unos treinta años.

Sería una lástima ejecutarla.

«Sólo un día y ya pienso en ejecutar a una mujer por no acceder a seguirme. Hubo un tiempo en que casi no soportaba tener que ejecutar a criminales que lo merecían», se dijo para sus adentros. Sin embargo, haría lo que tuviera que hacer.

La profunda reverencia de Milisair parecía implicar que aceptaba su autoridad. O tal vez no era más que un modo de facilitar que viera mejor lo que el vestido acentuaba; un recurso típicamente domani. Por desgracia para ella, Rand ya tenía más problemas con mujeres de los que era capaz de manejar.

—Milord Dragón —saludó Milisair mientras se incorporaba—, ¿en qué puedo serviros?

—¿Cuándo se recibió la última comunicación del rey Alsalam? —le preguntó Rand, sin darle permiso, a propósito, para que se sentara en una de las sillas que había en la sala.

—¿Del rey? —preguntó ella, sorprendida—. Hace semanas.

—Hablaré con el mensajero que trajo ese último mensaje.

—No estoy segura de que podamos encontrarlo. —Parecía nerviosa—. No sigo el rastro de las idas y venidas de todos los mensajeros de la ciudad, milord.

Rand se echó hacia adelante.

—¿Me estás mintiendo? —preguntó con suavidad.

Ella abrió la boca, tal vez sorprendida por su franqueza. Los domani no eran como los cairhieninos —que parecían tener una astucia innata para la política—, pero sí eran muy sutiles; sobre todo las mujeres.

Rand no era sutil ni astuto. Era un pastor convertido en conquistador y su corazón era el de un hombre de Dos Ríos, aunque le corriera sangre Aiel por las venas. Fuera cual fuera el juego de politiqueo que esa mujer utilizaba, no funcionaría con él. No soportaba esos juegos.

—Yo… —vaciló Milisair, prendida la mirada en la de él—. Milord Dragón…

¿Qué le ocultaba?

—¿Qué hicisteis con él? —preguntó Rand, haciendo una suposición—. Me refiero al mensajero.

—No sabía dónde se encuentra el rey —respondió con rapidez Milisair, como si las palabras le salieran a borbotones de la boca—. Lo interrogué de forma exhaustiva.

—¿Ha muerto?

—Eh… No, milord Dragón.

—Entonces tenéis que traerlo ante mí.

La mujer palideció más y miró de reojo, tal vez buscando una salida de forma refleja.

—Milord Dragón —dijo, vacilante, y mirándolo de nuevo a la cara—, ahora que estáis aquí, quizás el rey seguirá… oculto. Quizá no haga falta seguir buscándolo.

—Es preciso encontrar a Alsalam o, al menos, descubrir qué ha sido de él. Hemos de saber la suerte que ha corrido para que podáis nombrar a un nuevo rey. Así es como se hace, ¿no es cierto?

—Estoy segura de que podréis ser coronado enseguida, milord Dragón —dijo la mujer con voz suave.

—No seré rey aquí—objetó Rand—. Traedme al mensajero, Milisair, y quizá viváis para ver coronado al nuevo rey. Podéis iros.

Ella vaciló y después hizo otra reverencia y salió. Rand vislumbró a Min en el pasillo, junto a las Aiel, siguiendo con la mirada a la mercader que se alejaba. Los ojos de ambos se encontraron; la joven parecía preocupada. ¿Habría tenido alguna visión sobre Milisair? Rand estuvo a punto de llamarla, pero Min se marchó con paso vivo y desapareció. A un lado, Alivia la vio marchar con gesto de curiosidad. La antigua damane se había mostrado distante últimamente, como esperando el momento oportuno, aguardando hasta cumplir su destino de ayudarlo a morir.

Rand se puso de pie. Esa expresión en los ojos de Min… ¿Estaba enfadada con él? ¿Recordaba su mano en el cuello, la rodilla sujetándola contra el suelo? Volvió a sentarse. Min podía esperar.

—Está bien —dijo, dirigiéndose a las Aiel—. Traedme a mis escribas y mayordomos, así como a Rhuarc, Bael y a cualesquiera personalidades de la ciudad que no hayan huido o perecieran en los disturbios. Tenemos que revisar los planes de distribución del grano.

Las Aiel enviaron corredores y Rand se sentó recostado en el sillón. Se ocuparía de que la gente comiera, restablecería el orden y reuniría al Consejo de Mercaderes. Se encargaría incluso de que se eligiera un nuevo rey.

Pero también descubriría dónde había ido Alsalam. Porque allí, le decía su instinto, era el mejor lugar donde buscar a Graendal. Era su mejor pista.

Si daba con ella, se ocuparía de que muriera con el fuego compacto, igual que Semirhage. Haría lo que tuviera que hacer.

30

Un viejo consejo

Gawyn guardaba pocos recuerdos de su padre —nunca se había comportado como tal, al menos con él— pero sí recordaba con mucha precisión un día en los jardines del palacio de Caemlyn. Él se encontraba a la orilla de un pequeño estanque y lanzaba piedrecillas al agua. Taringail paseaba por el Pretil de la Rosa con el joven Galad a su lado.

La escena seguía siendo vívida en la mente de Gawyn. El intenso olor de las rosas en pleno florecimiento, las ondas plateadas del agua del estanque, los pececillos dispersándose lejos de la roca en miniatura que él acababa de arrojarles… Veía con todo detalle a su padre: alto, apuesto, con el cabello un poco ondulado. Incluso entonces, Galad caminaba con la espalda muy recta y el gesto serio. Unos meses más tarde, Galad lo salvaría de morir ahogado en ese mismo estanque.

Gawyn oyó a su padre pronunciar unas palabras que jamás olvidaría. Opinara lo que opinara de Taringail Damodred, aquel consejo tenía visos de ser cierto:

Hay dos categorías de personas en las que nunca debes confiar, le dijo a Galad mientras pasaban cerca de él. La primera agrupa a las mujeres bonitas. La segunda, a las Aes Sedai. La Luz se apiade de ti, hijo, si alguna vez tienes que enfrentarte a alguien que sea las dos cosas.

La Luz se apiade de ti, hijo, oyó de nuevo la voz de su padre.

—Es que no veo posible desobedecer el deseo expreso de la Amyrlin en este asunto —dijo Lelaine con remilgo mientras removía la tinta en el pequeño tintero que tenía en el escritorio.

Ningún hombre se fiaba de las mujeres bellas, por fascinantes que fueran; pero muy pocos eran conscientes de la verdad expresada por Taringail: una chica bonita, al igual que un carbón que se ha enfriado lo justo para no parecer que está caliente, podía ser mucho, muchísimo más peligrosa.

Lelaine no era hermosa, pero sí bonita, sobre todo cuando sonreía: esbelta y grácil, sin asomo de gris en el oscuro cabello, el óvalo de la cara almendrado y labios carnosos. Lo miró con unos ojos demasiado hermosos para pertenecer a una mujer astuta. Y ella parecía saberlo. Se daba cuenta de que era justo lo bastante atractiva para llamar la atención, pero no tan deslumbrante como para despertar recelo en los hombres.

Así pues, esa mujer pertenecía a la clase más peligrosa, que parecía normal, que hacía pensar a los hombres que tal vez podría atraer su atención. No era bonita al estilo de Egwene, que te hacía desear estar con ella; la sonrisa de esa mujer te hacía desear contar los cuchillos que llevabas en el cinturón y en las botas sólo para asegurarte de que no tenías ninguno enfilado a la espalda aprovechando que estabas distraído.

Gawyn se encontraba de pie junto al escritorio, a la sombra del techo plano de la tienda azul. Lelaine no lo había invitado a que se sentara ni él había solicitado ese privilegio. Hablar con una Aes Sedai, en especial con una importante, requería sensatez y comedimiento. Prefería quedarse de pie; quizás así se mantendría más alerta.

—Egwene trata de protegeros —argumentó Gawyn al tiempo que reprimía la frustración—. Ésa es la razón de que os ordenara que renunciaseis a llevar a cabo un rescate. Es evidente que no quiere que os arriesguéis, y se excede en su abnegación. —«Si no fuera así, jamás os habría permitido que la empujaseis a ser Sede Amyrlin», añadió para sus adentros.

—Pues parece estar muy segura de que no corre peligro —comentó Lelaine mientras mojaba la pluma en la tinta.

A continuación se puso a escribir en una hoja de papel; era una nota para alguien. Gawyn tuvo la delicadeza de no echar un vistazo para leer lo que ponía, aunque no le pasó inadvertido el gesto calculado de la mujer: demostrarle que no era lo bastante importante para exigir que le prestara atención. Prefirió no darse por enterado y pasar por alto el desaire. Intentar intimidar a Bryne no había funcionado, así que menos iba a funcionar con esa mujer.

—Lo que intenta es calmar vuestra preocupación, Lelaine Sedai —dijo en cambio.

—Tengo bastante buen ojo para la gente, joven Trakand, y no creo que la Amyrlin se sienta en peligro. —Sacudió la cabeza. Llevaba un perfume que olía a flores de manzano.

—No dudo de vuestra capacidad —contestó él—. Pero si supiera cómo os comunicáis con ella tal vez lo entendería mejor. Si pudiera…

—Se te ha advertido que no preguntes sobre eso, muchacho —respondió Lelaine con su suave y melodiosa voz—. Deja a las Aes Sedai lo que compete a las Aes Sedai.

Prácticamente la misma respuesta que todas las hermanas daban a su pregunta de cómo se comunicaban con Egwene. Apretó los dientes por la frustración. ¿Y qué esperaba? Lo que quiera que fuera tenía que ver con el uso del Poder Único. Después de tanto tiempo en la Torre Blanca seguía sin saber apenas nada de lo que podía y no podía hacerse con el Poder.

—Al margen de todo eso —continuó Lelaine—, la Amyrlin está convencida de que no corre el menor peligro, y lo que hemos descubierto por lo que nos contó Shemerin refuerza y corrobora lo que Egwene nos ha dicho. Elaida está tan ebria de poder que no considera una amenaza a la legítima Amyrlin.

Había algo más que esa mujer no decía, eso era obvio para Gawyn. No conseguía que ninguna le diera una respuesta clara sobre la situación actual de Egwene. Había oído rumores de que estaba encerrada en una celda y que ya no le permitían moverse libremente por la Torre como una novicia. ¡Pero sacar información a una Aes Sedai era casi tan fácil como batir rocas para hacer mantequilla!

Gawyn respiró hondo; no podía perder los nervios. Si lo hacía, nunca conseguiría que Lelaine atendiera su petición. Y la necesitaba. Bryne no movería un dedo sin la autorización de las Aes Sedai y, por lo que había deducido, la mejor posibilidad de conseguirlo era a través de Lelaine o de Romanda. Todo el mundo parecía hacer caso a la una o a la otra.

Por suerte Gawyn había descubierto que podía poner a la una en contra de la otra. Una visita a Romanda casi siempre tenía como respuesta otra invitación de Lelaine. Claro que, para empezar, la razón por la que estaban deseosas de hablar con él poco tenía que ver con Egwene. Sin duda la conversación se desviaría en esa dirección en cualquier momento.

—Quizá tengáis razón, Lelaine Sedai —dijo en un intento de cambiar de táctica—. Tal vez Egwene cree realmente que está a salvo, pero ¿no existe la posibilidad de que se equivoque? ¿Creéis de verdad que Elaida dejaría que una mujer que afirma ser la Amyrlin deambulara por la Torre Blanca a su albedrío? Parece evidente que eso no es más que una forma de exhibir a una rival capturada antes de ejecutarla.

—Quizá. —Lelaine siguió con la nota; escribía con soltura y tenía una letra un tanto recargada—. Sin embargo, ¿no he de respaldar a la Amyrlin aunque esté equivocada?

Gawyn no contestó. Por supuesto que la mujer podía saltarse los deseos de la Amyrlin. Sabía lo bastante sobre la política de las Aes Sedai para comprender que eso ocurría continuamente. Pero decirlo no le serviría de nada.

—Aun así… —añadió Lelaine con aire absorto—, tal vez pueda presentar una moción a la Antecámara. Quizá conseguiríamos persuadir a la Amyrlin de que tomara en consideración una nueva súplica. Veremos si soy capaz de formular otra argumentación distinta.

«Veremos» o «Tal vez pueda» o «Lo tomaré en consideración». Nunca un compromiso firme; cada remedo de oferta llegaba generosamente embadurnado con grasa de pato para escurrir el bulto con facilidad. ¡Luz, qué harto estaba de las respuestas Aes Sedai!

Lelaine alzó la vista y lo miró con una sonrisa.

—Bien, ya que he accedido a hacer algo por ti, tal vez te sientas inclinado a ofrecerme algo a cambio. Las grandes hazañas rara vez se culminan sin la colaboración de muchos participantes, como sabrás.

—Decid lo que queréis, Aes Sedai —dijo Gawyn con un suspiro.

—Tu hermana, según todos los informes, ha hecho un trabajo admirable para legitimar su posición en Andor —empezó Lelaine, como si no hubiese dicho casi exactamente lo mismo las tres últimas veces que se había reunido con él—. Sin embargo, tuvo que pisar unos cuantos pies para asegurarse el trono. ¿Qué enfoque crees que dará a lo referente a los campos de frutales de la casa Traemane? Durante el reinado de tu madre los tributos de tasación de tierras eran muy favorables para los Traemane. ¿Revocará Elayne ese privilegio especial o intentará utilizarlo como miel para suavizar a quienes tenía en contra?

Gawyn ahogó otro suspiro. La conversación, como siempre, volvía a centrarse en Elayne. Estaba convencido de que ni Lelaine ni Romanda tenían verdadero interés en rescatar a Egwene; estaban más que satisfechas con el creciente poder que les reportaba la ausencia de la joven. No, se reunían con él debido a la nueva reina sentada en el Trono del León.

Y no tenía la más remota idea de por qué una Aes Sedai del Ajah Azul estaba interesada en los tributos de tasación de campos de frutales. No creía que Lelaine buscara beneficios monetarios; no era el estilo Aes Sedai. Pero querría influencia, una forma de asegurarse una relación favorable con las casas nobles andoreñas. Gawyn se resistió a contestar. ¿Por qué ayudar a esa mujer? ¿De qué iba a valerle?

No obstante… ¿Estaba seguro de que la Aes Sedai no haría nada para lograr la liberación de Egwene? Si su rechazo hacía que las reuniones dejaran de ser útiles para Lelaine, ¿las suspendería? ¿Se encontraría sin acceso a la única fuente de influencia en el campamento, por pequeña que fuera?

—Bueno —contestó por fin—, creo que mi hermana será más estricta de lo que fue mi madre. Siempre ha opinado que la posición ventajosa de los cultivadores de árboles frutales ya no tenía justificación.

Advirtió que Lelaine, con disimulo, empezaba a tomar notas de lo que le decía al pie de la página. ¿Sería ésa la verdadera razón de haber preparado la pluma y la tinta?

No tenía otra opción que responder con toda la sinceridad que pudiera, aunque debía tener cuidado para no permitir que lo presionara demasiado a fin de conseguir información. Su relación con Elayne era lo único con lo que negociar, y debía racionar su utilidad para que durara lo más posible. Le fastidiaba; Elayne no era una moneda para hacer cambalaches.

Pero era lo único que tenía.

—Entiendo —dijo Lelaine—. ¿Y en cuanto a los cultivos de cerezos en el norte? Últimamente no han sido muy productivos, y…

Sacudiendo la cabeza, Gawyn salió de la tienda. Lelaine lo había azuzado para que hablara de las tasas tributarias andoreñas durante casi una hora. Y, una vez más, Gawyn no sabía si había conseguido algo útil a cambio durante la visita. ¡A ese paso no liberaría nunca a Egwene!

Como siempre, una novicia de blanco esperaba fuera de la tienda para escoltarlo hasta que saliera del campamento interior. En esa ocasión, la novicia era una mujer baja y rellenita que parecía tener bastantes más años de los adecuados para ir de blanco.

Gawyn dejó que la mujer lo condujera entre las tiendas del campamento de las Aes Sedai; la novicia procuraba fingir que sólo era una guía, en vez de la escolta que se cercioraba de que se marchaba como le habían ordenado. Bryne tenía razón: las mujeres no querían que hubiera nadie —sobre todo soldados— rondando sin motivo justificado por su ordenada y pequeña imitación de Torre Blanca. Se cruzaron con grupos atareados de mujeres de blanco que marchaban deprisa por las pasarelas y lo observaban con esa mirada de ligera desconfianza que hasta la gente más amistosa dedica a un forastero. También se cruzó con Aes Sedai, siempre seguras de sí mismas, daba igual que se vistieran con rica seda o con paño tosco. Vio algunos grupos de trabajadoras, mujeres mucho más aseadas que las que había en el campamento del ejército; de hecho, caminaban casi con aires de Aes Sedai, como si hubieran obtenido cierto grado de autoridad por haber sido admitidas en el campamento «de verdad».

Todos esos grupos se entrecruzaban por un espacio abierto y cuadrado de malas hierbas pisoteadas que constituía la zona comunal. Lo más desconcertante que había visto en ese campamento estaba relacionado con Egwene. Cada vez era más consciente de que allí la gente la consideraba realmente la Amyrlin. No era un simple señuelo puesto para atraer las iras sobre sí ni era un insulto premeditado con el fin de exasperar a Elaida. Para ellas, Egwene era la Amyrlin, punto.

Sí, era evidente que había sido elegida porque las rebeldes querían a alguien fácil de controlar, pero no la trataban como una marioneta; tanto Lelaine como Romanda hablaban de ella con respeto. La ausencia de Egwene era una ventaja para ellas, puesto que creaba un vacío de poder; en consecuencia, la aceptaban como una fuente de autoridad. ¿Sería él el único que recordaba que era una Aceptada hacía sólo unos meses?

La situación la había superado y se le había escapado de las manos. Sin embargo, también había impresionado a la gente de ese campamento. Era como cuando su madre había subido al trono de Andor muchos años atrás.

Pero ¿por qué se negaba a que la rescataran? ¡Por lo que había oído, el Viaje era un gran redescubrimiento, obra de la propia Egwene! Tenía que hablar con ella y entonces comprobaría si su renuencia a escapar era fruto del temor de poner en peligro a otras o si se debía a otra cosa.

Desmaneó a Reto del poste en el límite entre los campamentos de las Aes Sedai y del ejército, se despidió con un gesto de la cabeza de su novicia acompañante y subió a la silla, desde donde comprobó la situación del sol. Dirigió su montura hacia el este, a lo largo de un camino entre ambos campamentos, y emprendió un trote rápido. No le había mentido a Lelaine cuando le dijo que tenía otra cita, ya que había prometido reunirse con Bryne. Claro que había acordado la cita porque sabía de antemano que quizá necesitaría una disculpa para escapar de la Aes Sedai. Eso se lo había enseñado Bryne: no era señal de cobardía preparar la retirada por anticipado, sino simple y llanamente una buena estrategia.

Su buena hora de cabalgada más tarde, Gawyn encontró a su antiguo maestro donde habían planeado encontrarse: uno de los puestos de guardia del perímetro exterior. Bryne llevaba a cabo una inspección semejante a aquella a la que Gawyn había recurrido como excusa para ocultar su huida a los Cachorros. El general montaba en su castrado bayo de enorme hocico, cuando Gawyn llegó al trote a través de yerbajos de primavera y maleza rala. El puesto de guardia se hallaba en una depresión de suave declive, con una buena vista de la ruta de entrada por el norte. Los soldados mantenían una actitud respetuosa en presencia de su general y encubrían la hostilidad que sentían hacia Gawyn. Se había corrido la voz de que era él quien dirigía las incursiones contra ellos con tanto éxito. Un estratega como Bryne podría respetar a Gawyn por su capacidad aunque estuvieran en bandos opuestos, pero esos hombres habían visto morir a compañeros a manos de las tropas de Gawyn.

Bryne giró al caballo hacia él y lo saludó con un cabeceo.

—Llegas más tarde de que lo dijiste, hijo.

—¿Pero no más tarde de que lo esperabais? —repuso, frenando a Reto.

—En absoluto —contestó con una sonrisa el fornido general—. Visitabas a una Aes Sedai.

Gawyn sonrió también al oír eso último y los dos hicieron dar media vuelta a las monturas y emprendieron camino hacia las colinas despejadas del norte. Bryne tenía planeado inspeccionar todos los puestos de guardia del lado occidental de Tar Valon, una tarea que implicaba mucho tiempo a caballo, razón por la que Gawyn se había ofrecido a acompañarlo. Poca cosa más tenía que hacer para pasar el tiempo; eran contados los soldados que aceptaban entrenarse con él, y los que accedían lo intentaban con más dureza de lo normal para provocar un «accidente». Por otro lado, las Aes Sedai aguantaban hasta cierto punto sus insistentes requerimientos. En cuanto a las guijas, Gawyn no tenía la mente clara para jugar; estaba demasiado nervioso, demasiado preocupado por Egwene y demasiado frustrado por la falta de progreso en su objetivo. Para ser sincero, nunca había sido un buen jugador de guijas, al contrario que su madre. Bryne siempre le había insistido en que lo practicara de todas formas, como un método para aprender estrategia en batallas.

Las laderas de las colinas estaban salpicadas de yerbajos amarillentos y arbustos llamados alaudares, que eran unos matorrales de ramas nudosas, con hojas minúsculas y ligeramente azules. Deberían estar cubiertos de flores silvestres, pero no había florecido ni una. El paisaje tenía un aspecto enfermizo, pajizo a trozos y azul blanquecino en otros, con cantidades generosas de matas secas y muertas que no habían rebrotado tras el crudo invierno.

—Bien, ¿vas a contarme cómo fue la reunión? —preguntó Bryne mientras cabalgaban seguidos por una guardia de honor de varios soldados.

—Me da la sensación de que ya lo sabéis.

—Oh, no lo sé. Son tiempos extraños y las cosas extrañas están a la orden del día. Tal vez Lelaine decidió dejar las maquinaciones a un lado durante un rato y en cambio dar oídos a tus ruegos.

Gawyn torció el gesto y rezongó:

—Creo que sería más fácil dar con un trolloc dedicado a tejer que con una Aes Sedai alejada de las maquinaciones.

—Me parece que ya te lo advertí.

A eso no había réplica posible, así que se limitaron a cabalgar en silencio durante un rato. A la diestra quedaba el río, lejano, y más allá, los tejados y la Torre de Tar Valon. Una prisión.

—A la larga tendremos que hablar de ese grupo de soldados que dejaste atrás, Gawyn —le dijo de pronto Bryne, fija la vista al frente.

—No me parece que haya nada de lo que hablar —contestó Gawyn, lo que no era del todo verdad. Sospechaba lo que Bryne le preguntaría y no quería entrar en esa conversación.

—Necesito información, muchacho. —Bryne sacudió la cabeza—. Posición, número de efectivos y pertrechos… Sé que operabais desde una de las aldeas al este, pero ¿desde cuál? ¿Cuántos erais? ¿Qué clase de apoyo os prestaban las Aes Sedai de Elaida?

—Vine aquí para ayudar a Egwene —repuso Gawyn, también con la vista al frente—, no para traicionar a aquellos que confiaban en mí.

—Ya lo has hecho.

—No —espetó Gawyn con firmeza—. Los abandoné, sí, pero no los he traicionado. Y no tengo ninguna intención de hacerlo.

—¿Y esperas que deje pasar una posible ventaja sin aprovecharla? —preguntó Bryne, que se volvió para mirar a Gawyn—. ¡Lo que guardas en la cabeza podría salvar vidas!

—O segarlas, según se mire.

—No compliques las cosas, Gawyn.

—¿O qué? ¿Ordenaréis que sea sometido a interrogatorio?

—¿Sufrirías por ellos?

—Son mis hombres —respondió Gawyn con sencillez.

«O al menos lo eran», se dijo para sus adentros. De cualquier manera, ya estaba harto de que las circunstancias y las guerras hicieran de él un pelele. No serviría a la Torre Blanca, pero tampoco ofrecería su espada a las rebeldes. Su corazón y su honor pertenecían a Egwene y a Elayne. Y, si no podía entregárselos a ellas, serían de Andor —y del mundo entero— ya que daría caza a Rand al’Thor y se aseguraría de verlo muerto.

Rand al’Thor. Gawyn no creía lo que Bryne decía en defensa de ese hombre. Sí, sabía que Bryne pensaba lo que decía, pero se equivocaba. Podía pasarles incluso a las personas más sensatas, engatusadas por el carisma que irradiaba un ser como al’Thor. ¡Pero si hasta había embaucado a Elayne! La única manera de ayudarlos a todos sería desenmascarar a ese Dragón y deshacerse de él.

Volvió la vista hacia Bryne, que miraba de nuevo hacia adelante; lo más seguro es que siguiera pensando en los Cachorros. Era poco probable que ordenara que lo interrogaran. Gawyn conocía demasiado bien al general y su sentido del honor. No lo interrogarían, pero Bryne podría optar por apresarlo. Sería juicioso facilitarle un poco de información.

—Son muchachos, Bryne —le dijo. El general frunció el entrecejo—. Muchachos que apenas han superado la instrucción. Tendrían que estar entrenándose, no en un campo de batalla. Tienen buen corazón y su habilidad es aceptable, pero ya no representan ninguna amenaza para vos ahora que me he ido. Yo era el único que conocía vuestras estrategias. Sin mí, les será más difícil continuar con sus ataques. Sospecho que, si continúan atacando, pronto les llegará su hora. No hay necesidad de que yo se la adelante.

—De acuerdo, esperaré —respondió Bryne—. Pero, si se suceden los ataques con igual eficacia, te volveré a hacer la misma pregunta.

Gawyn asintió. Lo mejor que podía hacer por los Cachorros era ayudar a poner fin a la división reinante entre la Torre y las rebeldes. Pero eso parecía superar —con mucho— sus posibilidades. Quizás después de liberar a Egwene podría plantearse cómo hacerlo. ¡Luz! No tenían intención de llegar a las manos, ¿verdad? Bastante terribles habían sido las escaramuzas habidas tras la deposición de Siuan Sanche. ¿Qué podía suceder si se enfrentaran los dos ejércitos allí, a las puertas de Tar Valon? ¿Aes Sedai enfrentándose a Aes Sedai y Guardianes a Guardianes en un campo de batalla? Desastroso.

—No se debe llegar a esos extremos —se sorprendió Gawyn manifestando en voz alta.

Bryne observó al joven mientras avanzaban por el campo.

—No podéis atacar, Bryne —prosiguió—. Una cosa es sitiar la ciudad, pero ¿qué haríais si os ordenaran tomarla al asalto?

—Lo que siempre he hecho. Obedecer.

—Pero…

—Di mi palabra, Gawyn.

—¿Cuántas vidas vale esa palabra? Asaltar la Torre Blanca sería un desastre. Tanto da cuán desairadas se sientan estas Aes Sedai rebeldes. Si toman la ciudad con las armas no habrá reconciliación posible.

—Esa decisión no nos corresponde a nosotros. —Bryne lo observó, pensativo.

—¿Qué? —preguntó Gawyn al reparar en la mirada del general.

—Me preguntaba por qué te preocupas por eso. Creía que sólo estabas aquí por Egwene.

—Yo… —Gawyn se quedó sin palabras.

—¿Quién eres, Gawyn Trakand? —preguntó Bryne presionando a Gawyn—. ¿A quién te debes, realmente?

—Me conocéis mejor que la mayoría, Gareth.

—Sé quién se suponía que eras —respondió Bryne—. El Primer Príncipe de la Espada entrenado por Guardianes, pero sin estar vinculado a ninguna mujer.

—¿Acaso no es eso lo que soy? —le preguntó Gawyn a su vez, malhumorado.

—Tranquilo, hijo —dijo Bryne—. No pretendía insultarte, tan sólo era una observación. Sé que nunca fuiste tan dogmático como tu hermano, centrado en un único propósito. Supongo que debí darme cuenta y ver esto en ti.

Gawyn se volvió hacia el envejecido general. ¿De qué diantres hablaba?

—Es algo a lo que no se enfrentan muchos soldados, Gawyn. —Bryne suspiró—. Sí, tal vez se lo plantean, pero no dejan que los atormente. Es una pregunta para otro tipo de personas, para los que están arriba.

—¿A qué os referís? —preguntó Gawyn, perplejo.

—A escoger un bando —respondió Bryne—. Y, una vez hecho, preguntarse si fue la decisión correcta. Los soldados de a pie no tienen que realizar esta elección, pero nosotros, los que lideramos… Sí, ahora lo noto en ti. Esa habilidad que tienes con la espada no es un don de poca monta. ¿A favor de quién lo utilizarás?

—De Elayne —respondió al punto Gawyn.

—¿Como lo haces ahora? —le preguntó Bryne con sorna.

—Bueno, una vez que haya salvado a Egwene, sí.

—¿Y si Egwene no quiere irse? Conozco esa mirada que hay en tus ojos, muchacho, y también sé unas cuantas cosas sobre Egwene al’Vere. No abandonará el campo de batalla hasta que no haya un vencedor.

—Me la llevaré conmigo, a Andor.

—¿Te la llevarás a la fuerza, igual que entraste en mi campamento? ¿Te vas a convertir en un camorrista, en un matón conocido exclusivamente por su habilidad para castigar o matar a quienes no están de acuerdo contigo?

Gawyn no respondió.

—¿A quién servir? —continuó Bryne, pensativo—. Algunas veces nuestra propia destreza nos asusta. ¿De qué sirve la maestría en el combate si no se tiene una salida para descargar esa energía? ¿Qué es? ¿Un talento desaprovechado? ¿El camino para convertirse en un asesino? Tener el poder de proteger y defender es una sensación sobrecogedora, así que buscas ofrecer tu espada a alguien, a alguien que la utilice con sabiduría. La necesidad de decidir te corroe, incluso después de haberlo hecho. Veo más esa pregunta en los jóvenes. Los perros viejos como yo nos contentamos con tener un lugar frente al hogar. Si alguien nos dice que luchemos, no queremos remover demasiado las cosas. Los jóvenes, en cambio, se hacen preguntas.

—¿Vos también os las hiciste? —preguntó Gawyn.

—Sí, más de una vez. Aún no era capitán general durante la Guerra de Aiel, sino capitán de compañía. Me hacía muchas preguntas por aquel entonces.

—¿Que os asaltaron dudas sobre el bando al que debíais lealtad en la Guerra de Aiel, nada menos? —se escandalizó Gawyn, fruncido ceño—. Vinieron a masacrarnos.

—No venían por nosotros —contestó Bryne—. Sólo buscaban a los cairhieninos. Claro que, de primeras, era difícil saber sus intenciones; pero, para ser sincero, muchos de nosotros empezamos a hacernos preguntas. Laman merecía morir como murió. ¿Por qué teníamos que interponernos? Tal vez muchos más debieron haberse hecho esa pregunta.

—¿Cuál es la respuesta, pues? —inquirió Gawyn—. ¿En qué depositar la confianza? ¿A quién servir?

—No lo sé —respondió con sinceridad Bryne.

—Entonces, ¿por qué planteárselo siquiera? —dijo Gawyn, que hizo detenerse al caballo.

Bryne hizo lo propio y se volvió hacia él.

—No sé la respuesta porque no hay sólo una. Cada persona tiene la suya propia. Cuando era joven, luchaba por honor. Más tarde me di cuenta de que no había honor en matar a nadie y comprendí que había cambiado. Entonces luché porque estaba al servicio de tu madre. Confiaba en ella. Cuando me falló, volví a hacerme las mismas preguntas. ¿Qué había sido de todos aquellos años a sus órdenes, de todos los hombres que maté en su nombre? ¿Acaso importaba? ¿Tenía algún significado cualquiera de esas cosas?

Bryne dio media vuelta y sacudió las riendas, reemprendiendo la marcha. Gawyn se apresuró a alcanzarlo y se puso a su lado.

—¿Te preguntas por qué estoy aquí, y no en Andor? —inquirió Bryne—. Es porque no puedo dejarlo pasar. Es porque el mundo está cambiando y necesito ser parte de ese cambio. Es porque, una vez que se me despojó de todo lo que tenía en Andor, necesitaba otro lugar donde servir. El Entramado me ofreció esta oportunidad.

—¿Y la cogiste simplemente porque estaba ahí?

—No, lo hice porque soy un estúpido. —Bryne lo miró a los ojos—. Pero me quedé porque era lo correcto. Lo que se ha dividido debe volver a unirse, y ya he visto lo que unos pésimos gobernantes son capaces de hacer con sus reinos. No podemos permitir que Elaida arrastre al mundo en su caída.

Gawyn dio un respingo.

—Sí —dijo Bryne—. En verdad, he llegado a pensar como ellas. ¡Esas necias mujeres! Pero por la Luz, Gawyn, están en lo cierto. Lo que hago es correcto. Ella tiene razón.

—¿Quién?

Bryne sacudió la cabeza al tiempo que mascullaba:

—Maldita mujer.

«¿Egwene?», se preguntó Gawyn para sus adentros.

—Mis razones no son importantes para ti, hijo —continuó Bryne—. No eres uno de mis soldados, pero… Tendrás que tomar algunas decisiones. Dentro de poco deberás escoger un bando y deberás saber por qué lo hiciste. Es todo lo que puedo decirte.

Bryne taloneó al caballo y lo puso a un paso más rápido. A lo lejos, Gawyn distinguió otro puesto de guardia; se quedó rezagado mientras Bryne y sus hombres se acercaban al puesto.

Escoger un bando. ¿Y si Egwene no quería irse con él?

Bryne tenía razón: se avecinaba algo. Se olía en el aire, se sentía en la mortecina luz que lograba atravesar las nubes. Se notaba a lo lejos, hacia el norte, crepitando como una energía invisible en aquel oscuro horizonte.

Guerra, batallas, conflictos, cambios. Gawyn tuvo la sensación de no saber distinguir un bando del otro. Cuanto menos, saber cuál elegir.

31

Una promesa a Lews Therin

Cadsuane seguía con la capa puesta y la capucha echada a pesar del bochorno que entorpecía su habilidad para no sentir el calor. No se atrevía a bajarse la capucha ni a quitarse la capa. Al’Thor había hablado con meridiana claridad: si volvía a verle la cara, ordenaría que la ejecutaran. No iba a arriesgar la vida por unas cuantas horas de incomodidad, ni aun sabiendo que al’Thor se encontraba de vuelta en la nueva mansión que había confiscado. Con frecuencia el chico aparecía donde una menos lo esperaba; o deseaba.

Por supuesto, no tenía la menor intención de dejar que la desterrara. Cuanto más poder tenía un hombre, mayor era la posibilidad de que se comportara como un idiota a la hora de utilizarlo. «Dale a un hombre una vaca y se desvivirá por cuidarla y así alimentar a su familia con la leche. Dale a un hombre diez vacas y lo más seguro es que se considere rico; entonces dejará que las diez vacas se mueran de hambre por falta de cuidados», sentenció para sus adentros.

Echó a andar con pasos ruidosos por la acera entarimada y pasó por delante de edificios semejantes a cajas apiladas y adornados con estandartes. No le complacía gran cosa estar de vuelta en Bandar Eban. No es que tuviera nada contra los domani; simplemente prefería ciudades menos abarrotadas. Y, con los problemas existentes en los medios rurales, había más gente de lo normal en la ciudad. Un continuo goteo de refugiados seguía entrando en Bandar Eban a pesar de los rumores de la llegada de al’Thor. En un callejón a su izquierda vio a un grupo —una familia— con la cara oscurecida por la mugre.

al’Thor les había prometido grano y eso atraía bocas hambrientas, ninguna de las cuales deseaba regresar a sus granjas, ni siquiera después de que les hubieran dado comida. La situación en la campiña aún era demasiado caótica y la existencia de comida en la ciudad, demasiado reciente. Los refugiados no sabían si el grano se echaría a perder, sin más, como pasaba últimamente con muchas otras cosas. Así pues, se quedaban en la ciudad, que estaba cada vez más abarrotada.

Cadsuane sacudió la cabeza mientras seguía caminando por la acera; el ruidoso repicar de los malditos zuecos sobre la madera la acompañaba. La ciudad era conocida por estas largas y resistentes aceras que permitían andar por las calles evitando el barro que las cubría. Pavimentarlas con adoquines habría evitado ese problema, pero los domani se vanagloriaban de ser diferentes del resto del mundo. La comida era tan picante que costaba digerirla; eso sin tener en cuenta los horribles cubiertos que utilizaban para comer. Una capital ubicada junto a un enorme puerto y llena de frívolos estandartes. Mujeres con unos vestidos escandalosos y hombres con largos y finos bigotes y una afición por los pendientes que en nada tenía que envidiar a la de los Marinos.

Centenares de esos estandartes ondeaban al viento al paso de Cadsuane, que apretó los dientes para evitar la tentación de bajarse la capucha y sentir el viento en la cara. Maldita brisa marina. En Bandar Eban solía llover y hacer fresco; pocas veces había estado en la ciudad con un calor como el de ahora. De todas formas, la humedad era insoportable. ¡La gente sensata vivía tierra adentro!

Siguió avanzando por las calles, caminando por el fango al llegar a los cruces. Para ella, ése era el defecto incorregible de las aceras. La gente que vivía en la ciudad sabía por qué calle se podía cruzar y por cuál ibas a acabar con barro hasta los tobillos, pero a ella no le quedaba más opción que cruzar por donde podía. Ésa era la razón de que hubiera rebuscado por toda la ciudad hasta encontrar unos zuecos hechos a semejanza de los tearianos para proteger el calzado. Había sido complicado dar con un comerciante que los vendiera pues, a decir verdad, los domani tenían poco interés en ellos. La mayoría de la gente con la que se cruzaba iba descalza por el barro o sabía por dónde cruzar para no ensuciarse los zapatos.

Por fin, a mitad de camino de los muelles, llegó a su destino. Un bonito estandarte —que ondeaba en la fachada de madera movido por la brisa— indicaba que el nombre de la posada era El Viento a Favor. Cadsuane se quitó los zuecos en una especie de recibidor lleno de barro antes de entrar en la posada propiamente dicha. Sólo entonces se permitió bajarse la capucha. Y si diera la casualidad de que al’Thor se encontrara en esa posada precisamente, bien, tendría que ejecutarla.

La decoración de la sala común era más apropiada para la sala de banquetes de un rey que para una taberna. Manteles blancos cubrían las mesas y habían fregado el barnizado suelo de madera de tal manera que relucía. Preciosos cuadros de bodegones colgaban de las paredes: un frutero en la pared detrás del mostrador, un jarrón de flores en la pared contraria. Casi todas las botellas colocadas en el anaquel del bar eran de vino; había muy pocas que fueran de brandy o de otros licores.

El delgado posadero, de nombre Quillin Tasil, era un andoreño alto, de cara ovalada. El pelo, oscuro y corto a los lados, empezaba a escasearle en la coronilla, y lucía una barba corta y encanecida casi por completo. Vestía una preciosa chaqueta de color lila con puños de encaje blanco que asomaban por la bocamanga. No obstante, también llevaba puesto encima un delantal de posadero. Por lo general, solía tener buena información y además estaba dispuesto a recabarla entre sus conocidos para ella si Cadsuane lo necesitaba. Sin duda alguna, era un hombre muy útil.

Al verla entrar, le sonrió y se limpió las manos en un trapo. Con un ademán le indicó una mesa y volvió al mostrador para coger algo de vino. Cadsuane se puso cómoda mientras dos hombres empezaban a discutir de manera airada al otro lado del local. El resto de los parroquianos —cuatro, dos mujeres en una mesa en la pared opuesta y otros dos hombres en el mostrador— hicieron caso omiso de la discusión. Estando en Arad Doman, uno no tardaba mucho tiempo en aprender a pasar por alto los frecuentes estallidos de mal genio. Los hombres domani eran tan exaltados como los volcanes, y la mayoría de la gente admitía que las domani eran la razón. Sin embargo, esos dos hombres no se batieron en duelo como habría ocurrido en Ebou Dar. Sólo se gritaron el uno al otro durante unos instantes; luego empezaron a estar de acuerdo y después insistieron en invitarse mutuamente a una copa de vino. Las peleas eran frecuentes, pero no solía llegar la sangre al río. Las heridas no eran buenas para los negocios.

Quillin se acercó con una copa de vino; sería de una de sus mejores cosechas. Ella nunca se lo había pedido, pero tampoco protestaba.

—Señora Shore —saludó con voz afable—, ojalá hubiera sabido antes que estaba de vuelta en la ciudad. La primera noticia que tuve fue vuestra carta.

—No tengo por costumbre anunciar a todos mis conocidos adonde me dirijo, maese Tasil —respondió Cadsuane, tomando la copa que le ofrecía.

—Por supuesto que no, por supuesto que no —contestó el posadero, que no parecía en absoluto ofendido por el comentario tajante de Cadsuane.

Nunca había conseguido enojar a ese hombre; era algo que siempre había despertado su curiosidad.

—Parece que la posada va bien —le dijo con educación, lo que hizo que el hombre echara una ojeada alrededor para mirar a los escasos parroquianos.

Parecía que no se encontraban cómodos en aquellas mesas inmaculadas sobre un suelo reluciente. Cadsuane no sabía si el hecho de que todo estuviera tan limpio era la causa de que la gente no entrara en El Viento a Favor o si por el contrario era la terquedad de Quillin de no contratar juglares ni músicos; afirmaba que estropeaban el ambiente. Cadsuane observaba la sala y vio entrar a otro hombre con los zapatos llenos de barro. Se fijó en que las manos de Quillin parecían ansiosas de ir a limpiar el suelo.

—¡Vos! —Quillin llamó al hombre—. Sed tan amable de limpiaros los zapatos antes de entrar.

El hombre se quedó paralizado y frunció el entrecejo, pero se dio media vuelta e hizo lo que le habían indicado. Quillin suspiró y se sentó a la mesa con Cadsuane.

—Con la mano en el corazón, señora Shore, últimamente viene demasiada gente para mi gusto. ¡Incluso hay veces que no puedo atenderlos a todos! Hay gente que se marcha sin beber de tanto esperar a que les sirva.

—Podríais buscar alguien que os ayude —observó Cadsuane—. Una o dos camareras.

—¡Vaya! ¿Y dejar que sean ellas las que se diviertan? —respondió con absoluta seriedad.

Cadsuane bebió un sorbo de la copa. Una excelente cosecha, sí señor; quizá demasiado cara para que una posada —por espléndida que fuera— la tuviera preparada para servir en el mostrador. Suspiró. La domani con la que se había casado Quillin había sido una de las mejores comerciantes de seda de la ciudad, y muchos barcos de los Marinos venían antaño a comerciar ex profeso con ella. Quillin se había ocupado de llevar las cuentas del negocio de su mujer durante unos veinte años antes de retirarse, ambos con el riñón bien cubierto.

Y ¿qué había hecho con el dinero? ¡Abrir una posada! Por lo visto, era un sueño que siempre había acariciado. Hacía tiempo que Cadsuane había aprendido a no cuestionar las extrañas aficiones de gente que tenía demasiado tiempo libre.

—¿Qué novedades hay en la ciudad? —preguntó Cadsuane mientras deslizaba a través de la mesa una pequeña bolsa con monedas hacia el posadero.

—Señora, me ofendéis —respondió éste, alzando las manos—. No puedo aceptar vuestro dinero.

Cadsuane enarcó una ceja.

—No estoy para juegos hoy, maese Tasil. Si vos no lo queréis, entonces dádselo a los pobres. La Luz sabe que hoy día hay menesterosos de sobra en la ciudad.

El posadero suspiró y se guardó la bolsa en el bolsillo a regañadientes. Tal vez fuera ésa la razón de que la sala común estuviera a menudo vacía; un posadero que no mostraba interés por el dinero era un bicho raro. El propio Quillin haría que mucha gente corriente se sintiera tan incómoda con él como con el suelo limpio y las paredes decoradas con gusto.

Sin embargo, el posadero era muy buen informador; su esposa compartía con él todos los chismes. Era obvio que, por su semblante, Quillin sabía que Cadsuane era una Aes Sedai. De hecho, Namine —la hija mayor del posadero— había sido aceptada en la Torre Blanca; con el tiempo había elegido el Marrón y ahora trabajaba en la biblioteca. Una bibliotecaria domani no era algo inusitado, ya que la Biblioteca Terhana de Bandar Eban era una de las más grandes del mundo. Pero el conocimiento despreocupado —aunque perspicaz— que demostraba Namine sobre acontecimientos de actualidad había despertado la curiosidad de Cadsuane, que le había sonsacado cuál era su fuente de información, con la esperanza de encontrar unos padres bien situados. A menudo, vínculos como tener una hija en la Torre Blanca influían en que la gente se mostrara amistosa con las Aes Sedai. Y así había llegado hasta Quillin. No es que Cadsuane confiara del todo en él, pero le caía bien el posadero.

—¿Que qué novedades hay en la ciudad? —repitió Quillin la pregunta hecha por Cadsuane. A decir verdad, ¿qué posadero llevaba ropa de seda bordada bajo el delantal? No era de extrañar que la gente encontrara rara esa posada—. ¿Por dónde empezar? ¡Se puede decir que han sucedido tantas cosas que es difícil acordarse de todas!

—Empezad con Alsalam —le dijo Cadsuane dando un sorbo de vino—. ¿Cuándo lo vieron por última vez?

—¿Según gente en la que se puede confiar o según hablillas?

—Habladme de ambas.

—Ha habido feriantes y mercaderes que afirman haber recibido misivas del propio rey hace una semana, mi señora, pero contemplo esas afirmaciones con escepticismo. A poco de acaecer la… ausencia del rey, salieron a la luz cartas falsificadas que decían que dictaban sus deseos. He visto con mis propios ojos unas cuantas órdenes que pienso que son verdaderas —o al menos, creo que el sello lo es— pero ¿escritas por el rey? Yo diría que nadie en quien se pueda confiar plenamente lo ha visto desde hace casi medio año.

—¿Y dónde se encuentra, pues?

El posadero se encogió de hombros a modo de disculpa.

—Durante un tiempo creímos que el Consejo de Mercaderes estaba detrás de su desaparición. Sus miembros rara vez perdían de vista al rey y, con los problemas en la frontera sur, todos pensamos que habían llevado a Su Majestad a un lugar seguro.

—¿Pero…?

—Pero mis fuentes —con eso se refería a su mujer— ya no están tan convencidas de eso. Ha habido mucho desbarajuste en el Consejo de Mercaderes últimamente, con todos sus miembros procurando que no se fuera al traste su porción de Arad Doman. Si hubieran tenido al rey en su poder, ya se sabría a estas alturas.

Cadsuane golpeó levemente la copa con la uña, contrariada. ¿Sería verdad, entonces, lo que el chico al’Thor creía? ¿Que uno de los Renegados lo tenía en su poder?

—¿Qué más?

—Hay Aiel en la ciudad, señora —respondió Quillin, al tiempo que frotaba una mancha invisible en el mantel.

Cadsuane miró al posadero con ojos inexpresivos.

—No me había dado cuenta.

El posadero soltó una risita.

—Sí, claro, supongo que su presencia es evidente. Pero el número exacto en la zona es de veinticuatro mil. Hay quien dice que el Dragón Renacido los trajo aquí para demostrar su poder y su autoridad. Después de todo, ¿cuándo se había oído que los Aiel distribuyan comida? La mitad de los indigentes de la ciudad están demasiado asustados para ir a recoger los donativos, por miedo a que los Aiel hayan echado alguno de sus venenos en el grano.

—¿Venenos? ¿Los Aiel? —En su vida había oído nada semejante.

Quillin asintió antes de añadir:

—Algunos dicen que ésa es la causa de que la comida se eche a perder, señora.

—Pero empezó a echarse a perder mucho antes de que los Aiel llegaran al país, ¿no es así?

—Sí, sí, por supuesto —admitió Quillin—. A veces es difícil recordar ciertas cosas ante tanto grano estropeado. Además, desde la llegada del lord Dragón la putrefacción de los alimentos ha empeorado mucho.

Cadsuane disimuló el gesto ceñudo bebiendo un sorbo de su copa de vino. ¿Había empeorado con la llegada de al’Thor? ¿Sería eso cierto o sólo un rumor? Bajó la copa.

—¿Y qué me contáis sobre otros sucesos extraños que ocurren en la ciudad? —indagó Cadsuane con mucho tiento para ver qué podía descubrir.

—¿Así pues, ya habéis oído hablar de ellos? —contestó Quillin, que se inclinó sobre la mesa—. A la gente no le gusta hablar de esos temas, como es lógico, pero mis fuentes se enteran de cosas. Niños que nacen muertos, hombres que mueren por caídas que, en el peor de los casos, tendrían por consecuencia un simple arañazo, piedras que caen de los edificios encima de las mujeres y las matan mientras compran. Malos tiempos, señora. No me gusta dar pábulo a los chismes, pero he visto alguno de esos casos con mis propios ojos.

Tales sucesos no eran, de por sí, inusitados.

—Claro que también están las contrapartidas —apuntó Cadsuane.

—¿Contrapartidas?

—Se celebran más bodas —dijo Cadsuane moviendo una mano—, niños que se encuentran con bestias salvajes y resultan ilesos, tesoros ocultos bajo el suelo de la casa de un pobre. Ese tipo de cosas.

—Eso sería maravilloso, sin duda —respondió Quillin riéndose entre dientes—. Ojalá, señora.

—¿No habéis escuchado nada de eso? —le preguntó sorprendida Cadsuane.

—No, señora, pero podría hacer unas cuantas preguntas si queréis.

—Sí, hacedlo, por favor.

al’Thor era ta’veren, pero el Entramado se regía por la compensación del equilibrio. Por cada muerte accidental que causaba la presencia de Rand en la ciudad había una persona que sobrevivía de manera milagrosa.

Si no hubiera ya tal equilibrio, ¿qué significaría?

Cadsuane empezó a hacer preguntas más concretas a Quillin: el paradero de cada uno de los miembros del Consejo de Mercaderes, para empezar. Sabía que el chico al’Thor tenía intención de capturarlos a todos; si lograba conseguir información que él no tuviera acerca de dónde se encontraban, sería muy útil. También le preguntó al posadero sobre la situación económica del resto de las grandes ciudades domani, y si sabía cualquier cosa sobre las facciones rebeldes y las incursiones tarabonesas a lo largo de la frontera.

Cuando la Aes Sedai se marchó de la posada —subiéndose la capucha de mala gana y adentrándose de nuevo en la bochornosa tarde— cayó en la cuenta de que la información proporcionada por Quillin había dado pie a más preguntas de las que tenía al entrar.

Parecía que iba a llover, aunque, a decir verdad, el cielo sombrío y encapotado con nubes grises que se entremezclaban hasta formar una bruma uniforme era algo que se repetía casi a diario. Al menos había llovido la noche anterior, lo que, por alguna razón, hacía más tolerable el cielo nublado, como si fuera más natural. Eso le permitía fingir que aquella perpetua penumbra no era otro indicio de la intervención del Oscuro. Había consumido a las personas con las sequías, las había congelado con un invierno repentino, y ahora parecía estar resuelto a destruirlas de pura melancolía.

Cadsuane negó con la cabeza; pateó el suelo con los zuecos para asegurarse de que estaban bien ajustados y echó a andar acera embarrada abajo, en dirección al puerto. Tenía que constatar cuánto había de cierto en esos rumores sobre la podredumbre de los alimentos. ¿Acaso los extraños sucesos que acompañaban a al’Thor se habían vuelto más destructivos o es que ella interpretaba las señales para ver aquello que temía?

al’Thor. Tenía que afrontar la verdad; no había sabido llevar al chico. Y, por supuesto, no había cometido ningún error en lo que al a’dam masculino se refería, por mucho que al’Thor dijera lo contrario. Quienquiera que hubiera robado el collar era poderoso y astuto en extremo. Alguien capaz de llevar a cabo semejante maniobra no habría tenido problemas para hacerse con otro a’dam masculino de los seanchan. Seguro que tenían muchos de ese tipo.

Pero no; el a’dam lo habían robado de su habitación para sembrar la desconfianza, de eso estaba segura. Cabía incluso la posibilidad de que el robo se hubiera llevado a cabo para enmascarar otra cosa: facilitar que la figurilla volviera a estar en poder al’Thor. El carácter del chico se había vuelto tan sombrío que no era imposible saber la destrucción que podría causar con ella.

Ese pobre y necio muchacho. Jamás tendría que haber sufrido la experiencia de ser atado al collar a manos de una de las Renegadas; seguro que aquello le había hecho recordar los días en que las Aes Sedai lo habían golpeado y enjaulado; todo lo cual haría más difícil el trabajo de Cadsuane. Casi imposible.

Esa era la cuestión que debía plantearse ahora. ¿Estaba el chico más allá de toda redención? ¿Era demasiado tarde para recuperarlo? Y, si lo era, ¿qué podía hacer ella para cambiarlo, si es que podía hacerse algo? El Dragón Renacido tenía que enfrentarse al Oscuro en Shayol Ghul. Si no lo hacía, todo estaba perdido. Pero ¿y si fuera igual de catastrófico dejarlo que se enfrentara al Oscuro?

No. Se negaba a creer que la batalla estuviera ya perdida. Tenía que haber algo que hiciera cambiar el rumbo de al’Thor, pero ¿qué?

al’Thor no había reaccionado como la mayoría de los campesinos que de repente alcanzan el poder. No se había vuelto ni egoísta ni mezquino, no había acumulado riqueza y tampoco había incurrido en venganzas infantiles contra quienes lo habían menospreciado en su adolescencia. A decir verdad, la sensatez lo había guiado en muchas de sus decisiones; aquéllas que no habían implicado un acercamiento al peligro.

Cadsuane siguió andando por la acera entarimada cruzándose con refugiados domani vestidos con telas de colores llamativos. A veces tenía que rodear los grupos que se apiñaban sobre los húmedos maderos, o en un campamento improvisado que crecía alrededor de la entrada de un callejón, o en la puerta lateral de un edificio que no se utilizaba. Nadie se apartó para dejarle paso. ¿De qué servía tener el rostro intemporal de Aes Sedai si se llevaba cubierto? Había demasiada gente en esa ciudad.

Cadsuane aminoró el paso cerca de un grupo de estandartes en los que figuraba el nombre de la oficina de registro del puerto. Los muelles en sí se encontraban un poco más adelante y albergaban el doble de barcos de los Marinos que antes; muchos de ellos eran surcadores, el tipo de embarcación más grande de los Atha’an Miere. También se podían ver bastantes barcos seanchan reconvertidos y que a buen seguro habían sido capturados en Ebou Dar durante la huida masiva de unos meses atrás.

Los muelles se hallaban abarrotados de gente en busca de comida. La muchedumbre se empujaba y gritaba sin que pareciera preocuparle los «venenos» a los que se había referido Quillin. Ni que decir tiene que la hambruna hacía superar muchos miedos. Los trabajadores del puerto controlaban a la multitud, y entre ellos había Aiel con sus cadin’sor pardos, lanza en mano y asestando miradas furibundas como sólo sabían hacer los Aiel. También había un buen número de comerciantes en los muelles, probablemente con la intención de hacerse con algo de lo que se repartía, para almacenarlo y venderlo más adelante.

Los muelles tenían el mismo aspecto que a diario desde la llegada de al’Thor. Cadsuane se paró. ¿Qué la había hecho detenerse? Notaba una especie de picazón en la espalda, como si…

Al darse la vuelta, vio una comitiva que cabalgaba por la calle embarrada. Al’Thor, orgulloso a lomos de su castrado negro, vestía ropajes de ese mismo color con unos mínimos toques de bordados en rojo. Como era habitual, iba a la cabeza de una veintena de soldados, consejeros y un número creciente de aduladores domani.

Cadsuane tenía la impresión de encontrárselo por las calles con mucha frecuencia. Se obligó a quedarse donde estaba en lugar de escabullirse por algún callejón, aunque tiró de la capucha hacia abajo para cubrirse más el rostro. Al’Thor no dio señales de reconocerla cuando pasó delante de ella; parecía sumido en sus pensamientos, como de costumbre. Cadsuane habría querido gritarle que debía darse prisa, que tenía que asegurar la corona de Arad Doman y seguir adelante, pero guardó silencio. No iba a permitir que casi tres siglos de vida acabaran con una ejecución a manos del Dragón Renacido.

La comitiva pasó de largo. Igual que le había ocurrido antes, cuando se dio la vuelta le pareció ver —de reojo— oscuridad alrededor del chico, como si las nubes proyectaran demasiada sombra sobre él. De hecho, siempre que lo miraba directamente, desaparecía; sólo lo atisbaba de refilón y por casualidad.

Nunca había leído u oído semejante cosa en toda su vida, y verlo alrededor del Dragón Renacido la aterraba. Esto iba más allá de su orgullo, más allá de sus fracasos. No. Siempre había sido algo que la superaba. Guiar a al’Thor no se parecía en nada a guiar un caballo a galope: era como intentar dirigir una tormenta en pleno mar abierto.

Nunca conseguiría cambiar su rumbo. El chico no confiaba en las Aes Sedai, y no le faltaba razón. No parecía confiar en nadie salvo —tal vez— en Min, pero la chica se había resistido a todos sus intentos de involucrarla. Esa muchacha era casi tan terca como al’Thor.

Visitar los muelles era inútil. Hablar con sus informadores era inútil. Si no hacía algo pronto, todos estaban condenados. Pero ¿hacer qué? Se apoyó en el edificio que tenía a la espalda; unos estandartes triangulares ondeaban al viento frente a ella, apuntando hacia el norte. Hacia la Llaga y el postrer destino de al’Thor.

Una idea le vino a la cabeza. Se aferró a ella como lo haría a una tabla alguien que se estuviera ahogando en medio de un mar revuelto. No sabía lo que entrañaría al final, pero era su única esperanza.

Giró sobre sus talones y desanduvo el camino con la cabeza gacha, casi sin atreverse a pensar en su plan. Era tan fácil que se fuera al traste… Si al’Thor estaba tan dominado por la rabia como ella temía, ni siquiera esto lo ayudaría.

Pero si realmente el chico había llegado a ese extremo, entonces no había nada que pudiera ayudarlo. Lo cual quería decir que ella no tenía nada que perder. Salvo el mundo.

Abriéndose paso entre la gente, a veces incluso a empujones o bajando de la acera a la calle embarrada para así evitar a los otros transeúntes, llegó a la mansión. Algunos Aiel habían acampado en el mismo lugar que anteriormente ocupaban los soldados de Dobraine. El campamento se extendía por toda la casa: algunos se habían instalado en los jardines, otros en una de las alas de la mansión y otros en los edificios colindantes.

Cadsuane se adentró en el ala que pertenecía a los Aiel, pero nadie la detuvo. Disfrutaba de algunos privilegios entre los Aiel que no se le habían otorgado a ninguna de las otras hermanas. Vio a Sorilea y a otras Sabias reunidas en una de las bibliotecas. Estaban sentadas en el suelo, por supuesto. Al entrar Cadsuane, Sorilea saludó con la cabeza; la anciana Sabia era toda ella huesos y piel, y aun así ninguna persona diría que era frágil si se fijaba en esos ojos y en esa cara que, a pesar de estar curtida por el sol y el viento, era muy joven para su edad. ¿Por qué razón, a pesar de su longevidad, el rostro de las Sabias no se volvía intemporal como el de las Aes Sedai? Ésa era una pregunta para la que Cadsuane no había encontrado respuesta.

Se bajó la capucha y se unió a las Sabias, sentándose en el suelo pero evitando los cojines. Miró a Sorilea a los ojos y dijo:

—He fracasado.

Sorilea asintió como si hubiera estado pensando lo mismo, y Cadsuane hizo un esfuerzo para no dejar ver su malestar.

—Siempre que se deba a los fallos de otro, fracasar no acarrea vergüenza —le dijo Bair.

—El Car’a’carn es el hombre más testarudo que existe, Cadsuane Sedai —manifestó Amys al tiempo que asentía—. No tienes toh con nosotras.

—Vergüenza o toh, todo será irrelevante en breve —respondió Cadsuane—. Pero tengo un plan. ¿Me ayudaréis?

Las Sabias intercambiaron una larga mirada entre ellas.

—¿Cuál es el plan? —preguntó Sorilea.

Cadsuane sonrió y empezó a explicarlo.

Rand miró por encima del hombro y vio que Cadsuane se alejaba a toda prisa. A buen seguro, la mujer pensaba que no la había visto escondida a un lado de la calle. La capucha le tapaba el rostro, pero nada podía ocultar ese saber estar lleno de seguridad, ni siquiera los toscos zuecos. Incluso mientras se alejaba a buen paso, parecía controlar la situación y la gente se apartaba de su camino de forma instintiva.

Se la estaba jugando al seguirlo así por la ciudad. Sin embargo, no le había visto el rostro; la dejó ir, pues. Para empezar, quizás haberla exiliado había sido poco inteligente por su parte, pero ahora no había vuelta atrás. Tendría que controlar el mal genio en el futuro, mantenerlo envuelto en hielo y humeando en el pecho, muy dentro, palpitante como un segundo corazón.

Se volvió hacia los muelles. Quizás no tenía necesidad de comprobar en persona la distribución de comida. No obstante, se dio cuenta de que había más posibilidades de que esa comida llegara a manos de los necesitados si todos sabían que se los vigilaba. Aquél era un pueblo que había estado sin rey durante demasiado tiempo, y merecía saber que había alguien al frente.

Al llegar al embarcadero hizo que Tai’daishar girara para avanzar en diagonal por detrás de los muelles, sin apretar el paso. Rand miró al Asha’man que cabalgaba junto a él. Naeff tenía la cara cuadrada, de rasgos firmes, y la fibrosa complexión de un guerrero. Había sido soldado de la Guardia Real de Andor antes de dimitir, indignado, durante el reinado de «lord Gaebril». Naeff había entrado a formar parte de la Torre Negra y ahora lucía las dos insignias —la espada y el dragón— en el cuello de la chaqueta.

Rand sabía que, con el tiempo, tendría que dejar que Naeff regresara junto a su Aes Sedai —estaba entre los primeros Asha’man vinculados— o traerla a ella para que estuviera con él. Se resistía a tener otra Aes Sedai cerca, aunque Nelavaire Demasiellin, una Verde, era bastante agradable considerando su condición de Aes Sedai.

—Continúa —ordenó a Naeff mientras cabalgaban.

El Asha’man, junto con Bashere, se había encargado de transmitir mensajes a los seanchan para acordar las reuniones.

—Veréis, milord, me da en la nariz que no aceptarán Katar como lugar de encuentro. Se pusieron a la defensiva cuando lord Bashere y yo lo mencionamos y argumentaron que tenían que recibir nuevas instrucciones de la Hija de las Nueve Lunas. La forma de decirlo sugería que esas instrucciones serán que el lugar es inaceptable.

—Katar es terreno neutral —dijo Rand en voz queda—. No está en Arad Doman y tampoco demasiado dentro del territorio seanchan.

—Lo sé, milord. Lo hemos intentado. Os prometo que lo hemos hecho.

—Está bien —decidió Rand—. Si siguen tan obcecados respecto a eso, entonces escogeré otro sitio. Vuelve con ellos y diles que nos reuniremos en Falme.

Un quedo silbido se escuchó a sus espaldas. Era Flinn.

—Milord, Falme está bien adentrada en su territorio.

—Lo sé —respondió Rand mientras clavaba la vista en Flinn—. Pero… tiene un cierto significado histórico. Estaremos a salvo allí. El sentido del honor está bien arraigado en los seanchan. Si vamos con bandera blanca, no atacarán.

—¿Estáis seguro de eso? —preguntó Naeff sosegadamente—. No me gusta la manera en que me miran, milord. Me miran con desprecio, todos ellos. Desprecio y lástima, como si fuera un perro callejero que rebusca algo de comida entre los desperdicios de la parte trasera de una posada. ¡Así me abrase, me pone enfermo!

—Tienen a mano esos collares suyos, milord —interrumpió Flinn—. Con bandera blanca o sin ella, querrán echarnos el lazo a todos.

Rand entrecerró los ojos, sin dejar escapar la rabia de su interior, centrado en la salada brisa marina que lo acariciaba. Alzó el rostro y abrió los ojos para ver el cielo cubierto de grises nubes. No quería pensar en ese collar rodeándole el cuello, ni en su mano estrangulando a Min. Eso pertenecía al pasado.

Era más duro que el acero. Nada podía romperlo.

—Hemos de tener paz con los seanchan —dijo al cabo—. A pesar de las diferencias.

—¿Diferencias? —repitió Flinn—. Creo que no es hablar con propiedad llamar a eso «diferencias», milord. Quieren esclavizarnos, a todos y cada uno de nosotros. Tal vez ejecutarnos. ¡Y encima piensan que nos harían un favor!

Rand mantuvo la mirada del Asha’man. Flinn no tenía tendencias rebeldes; era tan leal como el que más. Aun así, Rand lo obligó a encogerse y agachar la cabeza. No podía tolerar disensiones. Las disensiones y las mentiras habían hecho que acabara con un collar en el cuello. Nunca más.

—Lo siento, milord —dijo Flinn al fin—. Así me aspen si Falme no es una buena elección. Los tendréis mirando al cielo con pavor, ¡vaya que sí!

—Lleva el mensaje ahora, Naeff—dijo Rand—. Quiero terminar con esto.

Naeff asintió, volvió grupas y salió de la columna al trote; un pequeño grupo de Aiel se unió a él. Sólo se podía Viajar si se conocía el lugar de partida muy bien, con lo que Naeff no podía abrir el acceso desde los muelles. Rand siguió su camino, preocupado por el silencio de Lews Therin. El pobre loco había estado bastante distante últimamente. Eso debería haber alegrado a Rand, pero en cambio lo perturbaba. Tenía algo que ver con el poder sin nombre que Rand había utilizado. Aún lo oía llorar a menudo, mascullando para sí, aterrado.

—Rand…

Se volvió; no había oído acercarse el caballo de Nynaeve. La mujer llevaba un vestido de color verde intenso, discreto —comparado con el más puro estilo domani— pero mucho más revelador de lo que jamás habría considerado ponerse cuando estaba en Dos Ríos.

«Tiene derecho a cambiar —pensó Rand—. ¿Qué tiene de malo un vestido revelador comparado con el hecho de que yo haya ordenado destierros y ejecuciones?»

—¿Qué has decidido? —preguntó ella.

—Nos encontraremos en Falme —respondió Rand.

Nynaeve masculló entre dientes.

—¿Qué has dicho? —le preguntó Rand.

—Oh, sólo que eres un cabeza de chorlito —le contestó ella, mirándolo a los ojos, desafiante.

—Aceptarán reunirse en Falme.

—Sí, claro, te pones totalmente en sus manos.

—No puedo permitirme esperar más, Nynaeve. Es un riesgo que debemos correr, pero dudo que ataquen.

—¿Acaso lo creías la última vez, cuando te dejaron sin mano?

Rand se miró el muñón.

—Es poco probable que esta vez tengan a uno de los Renegados en sus filas.

—¿Estás seguro?

Rand la miró a los ojos y ella le sostuvo la mirada, algo que poca gente parecía capaz de hacer hoy día.

—No puedo estar seguro —respondió por último, a la par que negaba con la cabeza.

En respuesta, como para dejar claro que había salido victoriosa de la discusión, Nynaeve aspiró fuerte por la nariz.

—En fin, tendremos que actuar con más prudencia —dijo después la antigua Zahorí—. A lo mejor les incomoda el recuerdo de la última vez que estuviste en Falme.

—Así lo espero —concedió Rand.

Nynaeve volvió a mascullar entre dientes pero no la entendió. Nunca sería una Aes Sedai perfecta; tenía las emociones a flor de piel, en especial el mal genio. Para Rand eso no era un fallo; al menos con ella sabía siempre qué terreno pisaba. Las intrigas no eran su fuerte y eso la convertía en una valiosa colaboradora porque se fiaba de ella. Era una de las pocas personas que gozaban de su confianza.

«Confiamos en ella, ¿no? —preguntó Lews Therin—. Podemos fiarnos, ¿verdad?»

Rand no contestó. Acabó de inspeccionar los muelles con Nynaeve a su lado. La antigua Zahorí parecía estar triste, aunque Rand no sabía el porqué. Con el destierro de Cadsuane, Nynaeve podía desempeñar ahora el papel como su principal consejera. ¿No la complacía?

Tal vez estaba preocupada por Lan. Rand ordenó a la comitiva dar media vuelta para regresar al centro de la ciudad.

—¿Sabes algo de él?

—¿De quién? —respondió Nynaeve, que lo miró con los ojos entrecerrados.

—Ya sabes a quién me refiero —contestó Rand dejando atrás una hilera de estandartes de un color rojo intenso que ondeaban en lo alto de una hilera de casas, todos con la insignia de una misma familia.

—Lo que él haga no es de tu incumbencia.

—Todo el mundo es de mi incumbencia, Nynaeve. ¿No estás de acuerdo?

Rand la miró fijamente. Nynaeve abrió la boca, sin duda para replicarle, pero vaciló al mirarle a los ojos.

«¡Luz! —pensó Rand al ver el gesto aprensivo en la mujer—. También la afecta a ella. ¿Qué es lo que ven al mirarme?» La expresión en los ojos de la antigua Zahorí casi lo asustó a él.

—Seguro que Lan está bien —dijo por fin Nynaeve, que apartó la vista.

—¿Partió hacia Malkier, verdad? —La pregunta hizo que Nynaeve se sonrojara—. ¿Cuánto tiempo hace que se fue? Aún no ha llegado a la Llaga, ¿verdad?

Al dejarlo libre de ir en pos de lo que él consideraba su deber y su destino, Lan se habría dirigido solo hacia Malkier, el reino —su reino— que la Llaga había consumido hacía décadas, poco después de nacer él.

—Dos o tres meses. Quizás un poco más. Se dirige a Shienar para defender el desfiladero, aunque deba hacerlo solo.

—Busca venganza —dijo en voz queda Rand—. Vengar lo que no puede defenderse.

—¡Cumple con su deber! —lo justificó Nynaeve—. Pero… me preocupa su impetuosidad. Me insistió en que lo llevara a las Tierras Fronterizas y así lo hice. Lo dejé en Saldaea, no obstante. Quería que estuviera lo más lejos posible del desfiladero de Tarwin. Tiene que atravesar un terreno difícil para llegar a su destino.

Una sensación de frío glacial le recorrió el cuerpo a Rand al pensar en Lan cabalgando hacia el desfiladero. De hecho, hacia su muerte. No había nada que hacer al respecto.

—Lo siento, Nynaeve —mintió Rand. Últimamente tenía problemas para sentir cualquier cosa.

—¿Crees que iba a enviarlo allí solo? —le contestó Nynaeve—. ¡Los dos sois unos cabezas de chorlito! Ya me he preocupado de que tenga su propio ejército aunque no lo quiera.

Y era muy capaz de conseguírselo. Habría dado aviso en nombre de Lan para reunir lo que quedaba de Malkier. Lan, por su parte, era una extraña mezcla: rehusaba levantar la bandera de Malkier o reclamar su lugar como rey, pues temía ver morir al último de sus compatriotas, y aun así estaría dispuesto a cabalgar él mismo hacia la muerte en nombre del honor.

«¿Es lo mismo que hago yo? —se preguntó Rand—. ¿Cabalgar hacia la muerte en nombre del honor? No, es diferente. Lan puede elegir». Ninguna profecía vaticinaba que Lan moriría, sin importar lo que ese hombre pensara sobre su propio destino.

—Sin embargo, no le iría mal algo de ayuda —dijo Nynaeve, incómoda. Pedir ayuda siempre la hacía sentirse incómoda—. Su ejército será pequeño. Dudo que resistan mucho tiempo frente a los trollocs.

—¿Tiene intención de atacar?

Nynaeve dudó.

—No lo dijo —contestó después—, aunque creo que es lo que hará, sí. Piensa que pierdes el tiempo aquí, Rand. Si llega con su ejército y hay trollocs en el desfiladero de Tarwin… Sí, atacará.

—Entonces, se merece lo que le pase, por irse sin nosotros —dijo Rand.

Nynaeve lo miró con el entrecejo fruncido.

—¿Cómo puedes decir eso? —lo increpó.

—Porque debo hacerlo —musitó Rand a modo de respuesta—. La Última Batalla es inminente. Tal vez mi propio ataque contra la Llaga suceda al mismo tiempo que el de Lan. O tal vez no.

Hizo una pausa, pensativo. Si Lan y el ejército que consiguiera reunir entraran en liza en el desfiladero… Quizás sería un buen señuelo. Si él no atacaba allí se zafaría de la Sombra, la cogería a contrapié. Podría arremeter donde no esperaban que lo hiciera mientras estaban pendientes de Lan.

—Sí, su muerte podría ser útil para mis planes, sí —murmuró pensativo.

Nynaeve lo miró con los ojos desorbitados por la rabia, pero Rand hizo caso omiso. Una parte de él, muy en el fondo de su ser, sintió preocupación por el amigo, pero tenía que dejar a un lado esa preocupación, acallarla. Sin embargo, una voz queda le susurró:

«Te llamó amigo. No lo abandones…»

Nynaeve logró controlar la ira, cosa que sorprendió a Rand.

—Volveremos a hablar sobre esto —le dijo ella con un tono seco—. Tal vez después de que hayas tenido tiempo para pensar lo que significaría exactamente abandonar a Lan.

Le gustaba pensar en Nynaeve como la misma Zahorí belicosa que lo intimidaba cuando estaban en Dos Ríos. En esa época parecía como si lo intentara con demasiado empeño, como si le preocupara que la gente no tomara en serio su título debido a su juventud. No obstante, había madurado mucho desde entonces.

Llegaron a la mansión, donde una cincuentena de soldados de Bashere hacía guardia frente a las puertas. Saludaron a una al paso de Rand, que cruzó el campamento Aiel de los jardines y desmontó en los establos. Retiró la llave de acceso guardada en la silla y la metió en el bolsillo grande de la chaqueta diseñado para la estatuilla, que era más bien una bolsa abotonada al interior de la prenda La mano que sostenía en alto el globo se tendía hacia arriba desde las profundidades del saquillo.

Rand se dirigió hacia el salón del trono. A la estancia no se le podía dar otro nombre, ahora que habían llevado allí el trono del rey. Éste era enorme, dorado con pan de oro y con gemas incrustadas en la madera de los reposabrazos y en el respaldo, por encima de la cabeza. Sobresalían cual ojos saltones, dando al trono una riqueza ornamental que a Rand le desagradaba. No lo habían encontrado en el palacio, sino bajo la «custodia» de uno de los mercaderes locales para protegerlo de los disturbios. A lo mejor también había considerado apoderarse del trono en un sentido menos literal.

Rand se sentó en el solio, a pesar de su majestuosidad, y bulló un poco hasta dar con la postura en que la llave de acceso no se le clavaba en el costado. Los poderosos de la ciudad no sabían qué pensar de él y Rand lo prefería así. No se había nombrado rey, pero sus ejércitos habían pacificado la ciudad. Había hablado de devolverle el trono a Alsalam y, aun así, se sentaba en él como si estuviera en su derecho. No se había instalado en palacio. Quería desconcertarlos.

A decir verdad, todavía no había tomado una decisión. En gran medida estaría basada en los informes que recibiría a lo largo del día. Saludó con un movimiento de cabeza a Rhuarc cuando éste entró en la estancia. El musculoso Aiel le devolvió el gesto. Rand se levantó del trono y se sentó junto a Rhuarc en una alfombra redonda con dibujos espirales de varios colores que cubría el suelo, delante del estrado alfombrado en color verde. La primera vez que se habían sentado así había causado un buen revuelo entre los ayudantes y funcionarios domani de la creciente corte de Rand.

—Hemos localizado y capturado a otra, Rand al’Thor —informó Rhuarc—. Alamindra Cutren se escondía en las tierras de sus primos, cerca de la frontera septentrional. La información que recabamos en sus propiedades nos llevó directamente hasta ella.

Con Alamindra ya eran cuatro los miembros del Consejo que estaban bajo su custodia.

—¿Y qué hay de Meashan Dubaris? Dijiste que también darías con ella.

—Ha muerto —respondió Rhuarc—. A manos de la turba, hace una semana.

—¿Estás seguro de eso? Podría ser un ardid para que le perdieras la pista.

—No he visto el cuerpo con mis propios ojos, pero hombres en los que confío sí lo vieron. Dicen que concuerda con su descripción. Así pues, estoy razonablemente seguro de que la pista no era falsa.

Es decir, cuatro capturados y dos muertos. Quedaban por localizar cuatro más antes de que dispusiera de los miembros suficientes para elegir un nuevo rey. No sería la elección del Consejo más ética que se hubiera visto en toda la historia domani. ¿Por qué se tomaba tantas molestias? Podía elegir al nuevo monarca o incluso nombrarse rey a sí mismo. ¿Qué le importaba a él lo que los domani consideraban correcto?

Rhuarc lo observaba con expresión meditabunda. Lo más seguro es que pensara lo mismo que él.

—Sigue buscando —ordenó Rand—. No tengo la intención de apoderarme de Arad Doman. Encontraremos a su rey o reuniremos al Consejo de Mercaderes para que elijan uno nuevo. No me importa quién sea, siempre que no se trate de un Amigo Siniestro.

—Como quieras, Car’a’carn —respondió Rhuarc levantándose.

—El orden es importante, Rhuarc. No tengo tiempo para pacificar este reino. No falta mucho para la Última Batalla. —Rand miró a Nynaeve, que se había unido a varias Doncellas que se hallaban al fondo de la pequeña sala—. Quiero a otros cuatro miembros del Consejo de Mercaderes bajo custodia para finales de mes.

—Marcas un ritmo exigente, Rand al’Thor.

Rand se levantó del suelo.

—Encuéntrame a esos mercaderes. Esta gente debe tener líderes.

—¿Y el rey?

Rand volvió la vista hacia donde aguardaba Milisair Chadmar, vigilada de cerca por guardias Aiel. Parecía… demacrada. Llevaba recogido en un moño la otrora espléndida melena azabache; así era más fácil su cuidado, obviamente. El vestido seguía siendo suntuoso, aunque estaba arrugado, como si lo llevara puesto desde hacía mucho tiempo. Tenía los ojos enrojecidos, pero aún era bonita; o tan bonita como lo sería un cuadro que se hubiera estrujado hasta hacerlo una bola para después alisarlo encima de una mesa.

—Que encuentres agua y sombra, Rhuarc —se despidió Rand dando por terminada la reunión.

—Que encuentres agua y sombra, Rand al’Thor —respondió el alto Aiel antes de abandonar la sala seguido de varias de sus lanzas.

Rand respiró hondo, subió al chillón estrado y se sentó en el trono. A Rhuarc lo trataba con el respeto que merecía, pero a otros… En fin, ellos también recibirían el que merecieran.

Se echó hacia adelante y le hizo una señal a Milisair para que se acercara. Una de las Doncellas le propinó un ligero golpe en la espalda para que empezara a caminar. La mujer parecía estar más atemorizada que la última vez que la había llamado a su presencia.

—¿Y bien? —le preguntó Rand.

—Milord Dragón… —empezó a hablar y miró a su alrededor como si buscara la ayuda de los ayudantes de cámara y mayordomos domani allí presentes.

Nadie se dio por aludido; hasta el petimetre de lord Ramshalan miró hacia otro lado.

—Habla, mujer —demandó Rand.

—El mensajero por el que os interesasteis… ha muerto —respondió.

Rand inspiró sonoramente.

—¿Y cómo sucedió tal cosa? —preguntó a la mujer.

—Los hombres a los que encomendé que lo vigilaran… ¡No me di cuenta de lo mal que lo trataban! —dijo de forma atropellada—. Como no le dieron de beber durante días le sobrevino una calentura…

—En otras palabras —la interrumpió Rand—, no conseguisteis sonsacarle información, así que dejasteis que se pudriera en una mazmorra, y no volvisteis a acordaros de él hasta que os dije que lo trajerais a mi presencia.

Car’a’carn —llamó una de las Doncellas, una chica muy joven de nombre Jalani, dando un paso al frente—, encontramos a esta mujer haciendo el equipaje, como si planeara escapar de la ciudad.

—Milord Dragón —dijo Milisair, que se había puesto muy pálida—, un momento de debilidad…

Rand ordenó con un gesto que se callara.

—¿Qué voy a hacer con vos?

—¡Deberíais ejecutarla, milord! —gritó Ramshalan con vehemencia.

Rand alzó la vista, ceñudo; su pregunta no buscaba respuesta. Ramshalan, larguirucho y con uno de esos finos bigotes domani, tenía una prominente nariz que quizás indicaba la existencia de un antepasado saldaenino. Llevaba una extravagante chaqueta en azul, naranja y amarillo, con encajes blancos en los puños. Por lo visto ésa era la moda entre el alto linaje domani. Lucía pendientes con la insignia de su casa burilada, y un lunar pegado en la mejilla que semejaba un ave en vuelo.

Rand había conocido a muchos como él, cortesanos con poco cerebro pero con muchísimos contactos de familia. El estilo de vida noble parecía criarlos del mismo modo que en Dos Ríos criaban ovejas. Ramshalan le resultaba especialmente molesto por su voz nasal y su ávida disposición a traicionar a los demás con tal de ganarse su favor.

Aun así, ese tipo de hombres eran útiles. De vez en cuando.

—¿Qué pensáis vos, Milisair? —preguntó Rand, pensativo—. ¿Debería ordenar que os ejecutaran, tal como este hombre sugiere?

La mujer no lloraba, pero era evidente que estaba aterrada. Las manos le temblaban y tenía los ojos muy abiertos, sin pestañear.

—No —dijo Rand al cabo—. Os necesito para escoger al nuevo rey. ¿De qué me serviría remover todo el país en busca de vuestros colegas si empezara a ejecutar a los que ya he encontrado?

Milisair soltó todo el aire que había retenido en los pulmones y la tensión en los hombros se aflojó poco a poco.

—Encerradla en la misma mazmorra en la que encarceló al mensajero del rey —ordenó Rand a las Doncellas—. Pero cuidad que no corra la misma suerte que ese infeliz… Al menos hasta que no haya acabado el asunto pendiente con ella.

Milisair gritó con desesperación. Las Doncellas Aiel la sacaron de la sala entre gritos, aunque Rand ya había pasado página en su mente. Ramshalan la vio salir con un gesto de satisfacción. Según decían, esa mujer lo había insultado varias veces en público. Un punto a favor de Milisair.

—Sobre los otros miembros del Consejo de Mercaderes —dijo Rand dirigiéndose a los funcionarios—, ¿alguno ha mantenido contacto con el rey?

—Ninguno de ellos desde hace cuatro o cinco meses, milord —respondió uno de los asistentes, un domani achaparrado y barrigudo llamado Noreladim—. Aunque no podemos asegurar nada respecto a Alamindra, ya que hace poco que fue… descubierta.

Quizás Alamindra tenía alguna noticia, aunque dudaba que tuviera una pista mejor que un mensajero que decía haber sido enviado por Alsalam en persona. ¡Maldita fuera esa Milisair por dejarlo morir!

«Si fue Graendal quien envió a ese mensajero, no habría podido sacarle nada —dijo Lews Therin de improviso—. Es demasiado buena con la Compulsión. Artera, muy, muy artera».

Rand vaciló. Tenía razón. Si el mensajero se hallaba sometido a la Compulsión de Graendal, no era en absoluto probable que revelara su paradero. Al menos, no sin antes haber levantado la red de la Compulsión, cosa que habría requerido una habilidad en la Curación superior a la que tenía Rand. Graendal siempre había cubierto bien su rastro.

Sin embargo, no estaba seguro de que se encontrara en el país. Si apareciera otro mensajero y estuviera bajo los efectos de la Compulsión, sería suficiente corroboración.

—Necesito hablar con cualquier persona que afirme traer un mensaje del rey —les dijo—. Puede haber otros en la ciudad que hayan tenido contacto con él.

—Los encontraremos, milord Dragón —respondió el remilgado Ramshalan.

Rand asintió con la cabeza, ausente. Si, como esperaba, Naeff lograba concertar un encuentro con los seanchan, entonces podría marcharse de Arad Doman al poco tiempo. Esperaba irse de allí dejándoles un nuevo rey, y esperaba encontrar y matar a Graendal, pero se contentaría con conseguir la paz con los seanchan y proporcionar comida a la población. No podía resolver los problemas de todo el mundo. Lo que sí podía hacer era obligarlos a aceptar una tregua que aplazara las hostilidades el tiempo suficiente para que él pudiera morir en Shayol Ghul.

Y entonces, una vez muerto, dejar que el mundo se desmembrara otra vez. Apretó los dientes. Ya había malgastado demasiado tiempo en cosas que no estaba en su mano arreglar.

«¿Es ésa la razón por la que me resisto a nombrar a un nuevo rey domani? Cuando yo haya muerto, ese hombre, perderá toda la autoridad y Arad Doman volverá al punto de partida. Si no dejo un rey que cuente con el respaldo del Consejo, entonces les estoy poniendo el reino en bandeja a los seanchan en cuanto yo muera».

Tantas cosas que considerar. Tantos problemas. No podía solucionarlos todos. No podía.

—No estoy de acuerdo con esto, Rand —dijo Nynaeve, cruzada de brazos junto a la puerta—. Y tampoco hemos acabado de hablar sobre Lan.

Rand movió la mano en un gesto de desinterés.

—Es tu amigo, Rand —continuó Nynaeve—. ¡Luz! ¿Y qué me dices de Perrin y Mat? ¿Sabes dónde están o qué les ha pasado?

Los colores giraron ante sus ojos, revelando una imagen de Perrin delante de una tienda, junto a Galad. De todas las personas de este mundo, ¿qué hacía Perrin con Galad, nada menos? ¿Y cuándo se había alistado en los Capas Blancas el hermanastro de Elayne? Los colores cambiaron a Mat, que cabalgaba por las calles de una ciudad que le resultaba familiar. ¿Era Caemlyn? Thom estaba con él.

Rand arrugó la frente. Sentía una especie de tirón que provenía de Perrin y de Mat, ambos distantes. Sería la naturaleza ta’veren de todos ellos, que intentaba reunirlos. Ambos tenían que estar con él en la Última Batalla.

—Rand, ¿no vas a responder? —lo urgió Nynaeve.

—¿Sobre Perrin y Mat? —preguntó a su vez Rand—. Están vivos.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé, punto. —Suspiró y meneó la cabeza—. Y más les vale seguir vivos, porque voy a necesitarlos antes de que esto termine.

—¡Rand! ¡Son tus amigos!

—Son hilos del Entramado, Nynaeve. —Se levantó del trono—. Ya casi ni los conozco, y sospecho que ellos dirían lo mismo de mí.

—¿Es que no te importan?

—¿Importarme? —Rand bajó los escalones del estrado—. Lo que me importa es la Última Batalla. Lo que me importa es conseguir la paz con esos malditos seanchan para así poder desentenderme de sus pendencias y centrarme en la verdadera batalla. Comparados con esas preocupaciones, un par de chicos de mi aldea son irrelevantes.

Rand se quedó mirando a Nynaeve con aire desafiante. Ramshalan y los otros retrocedieron sin hacer ruido para no quedar atrapados entre dos fuegos.

Nynaeve siguió callada, aunque el rostro manifestó una profunda tristeza.

—Oh, Rand —dijo al final—. No puedes seguir así. Esta dureza en tu interior te romperá.

—Hago lo que debo. —La ira creció en su interior. ¿Es que nunca iba a dejar de oír quejas por sus decisiones?

—Esto no es lo que debes hacer, Rand. Vas a destruirte, vas a…

La ira contenida estalló. Rand giró sobre los talones y señaló a Nynaeve.

—¿Quieres acabar exiliada como Cadsuane, Nynaeve? —gritó—. No voy a permitir que nadie juegue conmigo. ¡Nunca más! Aconséjame cuando te lo pida y el resto del tiempo no me trates con ese aire de superioridad.

Nynaeve retrocedió y Rand apretó los dientes procurando controlar la ira. Bajó la mano, pero se dio cuenta de que había ido a buscar instintivamente la llave de acceso que guardaba en el bolsillo. Los ojos de Nynaeve, muy abiertos, se habían percatado del movimiento. Despacio, no sin esfuerzo, apartó la mano de la estatuilla.

Ese estallido de ira lo sorprendió. Creía que tenía controlado el genio. Al final, logró tranquilizarse, aunque no fue nada fácil conseguirlo. Se dio media vuelta y salió de la habitación abriendo la puerta de un empellón. Las Doncellas lo siguieron.

—Hoy no recibiré a nadie más —les gritó a los funcionarios que intentaban seguirlo—. ¡Id y haced lo que os he dicho! Necesito a los otros miembros del Consejo. ¡Moveos!

Y, con esa orden, se dispersaron. Sólo permanecieron junto a Rand las Doncellas que lo protegían y que fueron con él hasta los aposentos que había hecho suyos en la mansión.

Tenía que aguantar un poco más. Sólo tenía que mantener las cosas equilibradas un poco más de tiempo. Y, después, que todo acabara. Se dio cuenta de que empezaba a anhelar ese final tanto como Lews Therin.

«Me prometiste que moriríamos», dijo el demente entre lejanos sollozos.

«Sí, te lo prometí —respondió Rand—. Y lo cumpliré».

32

Ríos de sombra

Nynaeve se encontraba en el adarve de la ancha muralla que rodeaba Bandar Eban, desde donde observaba la ciudad envuelta en sombras que se extendía a sus pies. La muralla se alzaba en el sector de tierra adentro de la urbe, pero Bandar Eban estaba construida en una pendiente, por lo que Nynaeve alcanzaba a ver —por encima y al otro lado de la ciudad— el océano que se encontraba más allá. La neblina nocturna avanzaba, flotando sobre un mar negro y quebradizo como un espejo, cual reflejo de las nubes altas que encapotaban el cielo, nubes que emitían una fantasmagórica luminiscencia perlada procedente de la invisible luna.

La niebla no entró en la ciudad; rara vez lo hacía. Se quedaba suspendida sobre el océano —bullendo, enroscándose— como un conato de incendio forestal frenado por alguna barrera invisible.

Aún notaba la tormenta al norte y sentía el impulso de correr por las calles dando la alarma. ¡Ocultaos en el sótano! ¡Haced provisión de víveres, porque se avecina un desastre! Por desgracia, levantar parapetos con sacos terreros o reforzar murallas no serviría de nada contra esa tempestad. Por su naturaleza, no tenía parangón con lo conocido hasta entonces.

Por regla general la niebla en el mar era el heraldo de vientos, y esa noche no iba a ser una excepción. Nynaeve se arrebujó en el chal para protegerse del aire que olía a sal, olor que se mezclaba con los inevitables de una ciudad atestada de gente: basuras, cuerpos con falta de aseo, hollín y humo de lumbres y estufas… Echaba de menos Dos Ríos. El viento era frío en invierno, pero siempre estaba limpio; en Bandar Eban era como si estuviera… cargado.

En Dos Ríos ya no volvería a haber un sitio para ella; lo sabía, pero saberlo no lo hacía menos doloroso. Ahora era Aes Sedai, con lo que se sentía de verdad identificada, y eso era más importante para ella que lo que en su momento había significado ser Zahorí. Con el Poder Único estaba capacitada para Curar a la gente de un modo que todavía le parecía milagroso. Y con la autoridad de la Torre Blanca respaldándola, era una de las personas más poderosas del mundo, igualada sólo por otras hermanas y por algún soberano.

En cuanto a los monarcas, ella estaba casada con uno. Puede que no tuviera un reino, pero Lan era rey. Si no para otros, sí para ella al menos. Lan no iba a sentirse a gusto viviendo en Dos Ríos y, a decir verdad, ella tampoco. Esa vida sencilla —la única que conocía antaño— ahora resultaría tediosa e insatisfactoria.

Aun así, le costaba trabajo no sentirse Zahorí, sobre todo cuando observaba las nieblas nocturnas.

—Allí —dijo Merise con una voz cargada de tensión.

Ella, junto con Cadsuane y Corele, observaban en la dirección opuesta, no hacia el sudoeste, por encima de la ciudad y del océano, sino hacia el este. Nynaeve había estado a punto de no acompañar al grupo, ya que estaba convencida de que Cadsuane la culpaba en parte a ella por su exilio. Sin embargo, la perspectiva de ver las apariciones había sido demasiado tentadora.

Nynaeve dio la espalda a la ciudad y cruzó la muralla hasta donde se hallaban las otras. Corele le echó una ojeada, pero Merise y Cadsuane hicieron caso omiso de ella, cosa que satisfizo a Nynaeve. Y eso que aún le fastidiaba que Corele, una Amarilla, se mostrara tan cauta a la hora de reconocerla como Aes Sedai. Corele era agradable, confortadora, pero inflexible en cuanto a admitir que Nynaeve también pertenecía al Amarillo. Bien, pues, con el tiempo, esa mujer tendría que revisar sus ideas una vez que Egwene afianzara su posición en la Torre Blanca.

Nynaeve escudriñó entre las almenas de la muralla recorriendo con la mirada el oscuro paisaje más allá de la ciudad. Distinguió vagamente los restos de las chabolas que hasta hacía poco se amontonaban contra las murallas. Los peligros en zonas rurales, algunos reales y otros exagerados, eran la causa de que la mayoría de los refugiados se apiñaran en las calles de la ciudad. Ocuparse de ellos y de las enfermedades y el hambre que traían consigo todavía demandada mucho tiempo a Rand.

Más allá de las ruinas de la ciudad de chabolas sólo había arbustos, árboles raquíticos y unos oscuros fragmentos de maderas rotas que podrían haber sido la rueda de una carreta. Los campos cercanos estaban pelados. Se habían arado y sembrado, pero seguían pelados. ¡Luz! ¿Por qué no crecían las cosechas? ¿De dónde sacarían comida para el próximo invierno?

En cualquier caso, no era eso lo que buscaba en ese momento. ¿Qué había visto Merise? ¿Dónde…?

Entonces lo vio. Semejante a un jirón de niebla del océano, una pequeña luz brillante se desplazaba sobre el suelo, como arrastrada por el viento. Creció, se hinchó hasta parecer una diminuta nube de tormenta e irradió un brillo perlado semejante al de las nubes en lo alto. Se concretó en la figura de un hombre que caminaba. Entonces, de aquella bruma luminiscente brotaron más figuras. En cuestión de segundos, toda una procesión luminosa avanzaba sobre el oscuro suelo desplazándose con paso fúnebre.

Nynaeve se estremeció; acto seguido se echó una reprimenda para sus adentros. Puede que fueran espíritus de los muertos, pero se encontraban muy lejos para que representaran un peligro. Con todo, por más que lo intentó, no consiguió evitar que se le erizara el vello de los brazos.

La procesión estaba demasiado lejana para distinguir detalles, pero en la hilera había hombres y mujeres vestidos con ropas que ondeaban y rielaban como los estandartes de la ciudad. A diferencia de casi todos los fantasmas que se manifestaban últimamente, no había color en esas apariciones, sólo palidez.

Éstas se componían por completo de una luz extraña, sobrenatural. Varias figuras del grupo —que para entonces ya eran unas doscientas— acarreaban un gran objeto. ¿Una especie de palanquín? O… No. Era un féretro. Entonces, ¿era un cortejo funerario de un remoto pasado? ¿Qué les había ocurrido a esas personas y por qué se habían visto arrastradas de vuelta al mundo de los vivos?

Los rumores que corrían por la ciudad contaban que la procesión había aparecido por primera vez la noche después de la llegada de Rand llegara a Bandar Eban. Los guardias de la muralla, que sin duda serían los más dignos de crédito, se lo habían confirmado a Nynaeve con un dejo de inquietud en la voz.

—No veo a qué viene tanto alboroto —dijo Merise con su acento tarabonés al tiempo que se cruzaba de brazos—. A estas alturas, todos estamos acostumbrados a los fantasmas, ¿o no? Al menos ellos no provocan que la gente se derrita o estalle en llamas.

Los informes de la ciudad indicaban que los «incidentes» eran cada vez más frecuentes. Sólo en los últimos días, Nynaeve había investigado tres informes fiables sobre personas a las que les habían salidos insectos de debajo de la piel, lo que les había matado. También estaba lo del hombre al que encontraron por la mañana en su lecho convertido en un carbón quemado, aunque las ropas de la cama ni siquiera se habían chamuscado. Ella misma había visto el cadáver.

Esos incidentes no los ocasionaban los fantasmas, pero la gente empezó a echar la culpa a las apariciones. Mejor eso que culparan a Rand.

—Esta espera en la ciudad es frustrante —añadió Merise.

—El tiempo que llevamos aquí no parece haber dado fruto —convino Corele—. Deberíamos ponernos en marcha. Le habéis oído anunciar que la Última Batalla empezará pronto.

Nynaeve sintió una punzada de preocupación por Lan, reemplazada enseguida por cólera contra Rand, que seguía convencido de que lanzar su ataque al mismo tiempo que el de Lan en el desfiladero de Tarwin confundiría a sus enemigos. El ataque de Lan podría ser muy bien el comienzo de la Última Batalla. ¿Por qué, pues, no enviaba Rand tropas en su ayuda?

—Sí, es muy probable que tenga razón —admitió Cadsuane, meditabunda.

¿Por qué no se retiraba esa capucha? Era evidente que Rand no andaba por allí.

—En ese caso, razón de más para ponernos en marcha —dijo Merise en tono severo—. ¡Rand al’Thor es un necio! Y Arad Doman carece de importancia. ¿Qué más da que tenga o no tenga rey?

—Los seanchan no son irrelevantes —intervino Nynaeve con un resoplido—. ¿Qué pasa con ellos? ¿Nos pondrías tú en marcha hacia la Llaga dejando nuestros reinos indefensos ante la invasión?

No hubo reacción en Merise; por su parte, Corele sonrió y se encogió de hombros, tras lo cual miró hacia Damer Flinn, que estaba apoyado contra la muralla, cruzado de brazos. La postura despreocupada del apergaminado hombre mayor sugería que para él la procesión de fantasmas no tenía nada de especial. Y, en la actualidad, era muy posible que tuviera razón.

Nynaeve volvió la vista hacia el cortejo fantasmal que avanzaba trazando un arco para rodear la muralla de la ciudad. Se reanudó la conversación de las otras Aes Sedai, y Merise y Corele aprovecharon la ocasión para manifestar su desagrado con Rand, cada una a su manera, la primera de forma adusta, y la otra con afabilidad.

A Nynaeve le entraron ganas de defenderlo. A pesar de que últimamente se hubiera vuelto problemático y sus reacciones impredecibles, tenía que llevar a cabo un trabajo muy importante en Arad Doman. La reunión con los seanchan en Falme tendría lugar dentro de poco. Aparte de eso, Rand tenía razón en preocuparse por dejar ocupado el trono domani. ¿Y si era verdad que Graendal se encontraba por allí, como él parecía sospechar? Las demás pensaban que tenía que estar equivocado con lo de la Renegada, pero Rand había descubierto Renegados en casi todos los otros reinos. ¿Por qué no en Arad Doman? ¿Con un rey desaparecido y una nación agitada por el caos, la hambruna y los conflictos? Todas esas cosas eran justo el tipo de problemas que se originarían encontrándose cerca uno de los Renegados.

Las otras seguían hablando y Nynaeve iba a marcharse, cuando se dio cuenta de que Cadsuane la observaba. Vaciló y se volvió hacia la mujer encapuchada. El rostro de Cadsuane apenas se veía a la luz de las antorchas, pero Nynaeve captó una mueca, como si a la mujer le desagradaran las protestas de las otras dos Aes Sedai. Nynaeve y Cadsuane se miraron durante unos instantes y después Cadsuane asintió con un brusco cabeceo. La Aes Sedai mayor se volvió y echó a andar en mitad de una de las diatribas de Merise contra Rand.

Las otras se apresuraron a alcanzarla. ¿A qué había venido esa mirada? Cadsuane tenía por costumbre tratar a las demás Aes Sedai como si merecieran menos respeto que una vulgar mula. Era como si para ella todas fueran unas chiquillas.

Claro, que, teniendo en cuenta la forma en que muchas Aes Sedai se habían comportado en los últimos tiempos…

Fruncido el entrecejo, Nynaeve se marchó en dirección contraria y saludó a los guardias de la muralla con un cabeceo. Era impensable que el gesto de asentimiento de Cadsuane lo hubiera dictado el respeto. Esa mujer era demasiado creída y arrogante para tener un detalle así.

¿Y qué hacer con Rand? No quería su ayuda —ni la de nadie—, pero eso no era nada nuevo. Se había comportado con tanta testarudez como un pastor, allá en Dos Ríos, y su padre era casi igual de cabezota. Lo cual nunca había detenido a Nynaeve la Zahorí, de modo que tampoco detendría a Nynaeve la Aes Sedai. Si había andado a la greña con los Coplin y los Congar; podía hacer lo mismo con el recreado Rand al’Thor. Tentada estaba de ir a su nuevo «palacio» y echarle una buena bronca.

Sólo que… Rand al’Thor no era un Coplin o un Congar cualquiera. Los tipos obstinados en Dos Ríos no tenían ese extraño halo amenazador.

Ella había tratado con hombres peligrosos antes; incluso su Lan era tan peligroso como un lobo de caza y también podía ser igual de susceptible, aunque se le diera bien ocultárselo a casi todo el mundo. Pero, por amenazador e intimidante que fuera Lan, antes se cortaría una mano que alzarla para hacerle daño a ella.

Rand era diferente. Nynaeve llegó a la escalera que conducía de la muralla a la ciudad y empezó a bajarla, no sin antes rechazar la sugerencia de un guardia de que se llevara a uno de ellos como escolta. Era de noche y había muchos refugiados deambulando por ahí, pero ella no estaba precisamente indefensa. Sin embargo, sí aceptó un farol de otro guardia. Usar el Poder Único para crear luz haría que la gente con la que se cruzara se sintiera incómoda.

Rand. En otro tiempo lo consideraba tan amable como Lan. Su inclinación a proteger a las mujeres casi era ridícula en su inocencia. Ese Rand había desaparecido. Nynaeve revivió el momento en que había exiliado a Cadsuane; le había creído cuando dijo que mataría a Cadsuane si volvía a verle la cara, y sólo recordarlo todavía le daba escalofríos. Seguro que había sido su imaginación, pero la habitación pareció oscurecerse notablemente en ese momento, como si una nube hubiera ocultado el sol.

Las reacciones de Rand al’Thor se habían vuelto imprevisibles. El estallido de ira que había tenido con ella unos días atrás sólo era un ejemplo más. Claro que a ella nunca la exiliaría, a pesar de lo que había dicho. Tampoco era tan duro. ¿O sí?

Llegó al pie de la escalera de piedra y echó a andar por una acera entarimada manchada con el barro dejado por los transeúntes de la tarde. Se ciñó más el chal. Grupos de gente se acurrucaban al otro lado de la calle, allí donde las entradas a las tiendas y los callejones ofrecían refugio, a resguardo del viento.

En un grupo alejado Nynaeve oyó toser a un niño; se quedó parada y entonces lo oyó otra vez. Era un sonido bronco que no presagiaba nada bueno. Mascullando entre dientes, cruzó la calle y, abriéndose paso entre los refugiados con el farol en alto, fue alumbrando a un grupo tras otro de gente amodorrada. Muchos tenían la tez cobriza de los domani, pero también había un número considerable de taraboneses. Y aquellos otros… ¿eran saldaeninos? Nunca lo habría imaginado.

La gran mayoría de los refugiados yacía en mantas harapientas, con sus escasas posesiones al lado. Una niñita sostenía una muñeca de trapo pequeña que debía de haber conocido tiempos mejores y a la que ahora le faltaba un brazo. Desde luego, a Rand se le daba bien someter países, pero sus reinos precisaban algo más que donaciones de grano; necesitaban estabilidad y algo en que creer, más bien de alguien, y Rand cada vez era menos capaz de ofrecer cualquiera de las dos cosas.

¿De dónde venía la tos? Pocos refugiados hablaban con ella, y todos se mostraban reacios a responder a sus preguntas. Cuando por fin dio con el niño, Nynaeve estaba más que irritada. Los padres habían preparado las camas en un hueco entre dos tiendas de madera y, al acercarse Nynaeve, el padre se puso de pie para hacerle frente. El hombre era un domani desaseado, con la negra barba desgreñada y un poblado bigote que quizás en otro tiempo llevaba arreglado al estilo domani. No tenía chaqueta, y la camisa estaba hecha jirones.

Nynaeve le dirigió esa mirada que había aprendido a asestar mucho antes de su etapa como Aes Sedai. ¡En serio, qué estúpidos podían ser los hombres! Era probable que su hijo estuviera muriéndose y aun así le hacía frente a una de las pocas personas de la ciudad capaz de ayudarlo. La esposa tenía más sentido común —como solía ser, por lo general— y puso la mano en la pierna de su marido, con lo que consiguió que bajara la vista hacia ella. Por último, él se dio media vuelta al tiempo que mascullaba algo entre dientes.

No resultaba fácil distinguir los rasgos de la mujer bajo la capa de mugre. En la suciedad había churretes dejados por las lágrimas y era evidente que llevaba un par de noches pasándolo mal.

Nynaeve se arrodilló —haciendo caso omiso del hombre que seguía de pie— y apartó la manta que tapaba la cara al niño que la mujer sostenía en brazos. Ni que decir tiene, el pequeño estaba flaco y macilento, y los párpados le aletearon hasta abrirse por el delirio.

—¿Cuánto tiempo lleva tosiendo? —preguntó Nynaeve mientras sacaba unos paquetitos de hierbas de la bolsa que llevaba colgada a la cadera. No tenía gran cosa, pero tendría que arreglarse con eso.

—Hace una semana, señora —contestó la mujer.

Nynaeve chasqueó la lengua con disgusto y señaló una taza de hojalata que había cerca.

—Llena eso de agua —espetó al padre—. Tenéis suerte de que el chiquillo haya sobrevivido tanto tiempo con una meningitis; lo más seguro es que no hubiera llegado vivo a mañana sin ponerle remedio.

A pesar de su anterior actitud reticente, el padre se apresuró a obedecer y llenó la taza con agua recogida en un barril que había cerca. Por lo menos el agua no faltaba, con las lluvias frecuentes.

Nynaeve tomó la taza y mezcló ulmaria con matricaria en el agua y a continuación tejió un hilo de Fuego con el que calentó el agua, que empezó a emitir un tenue vapor. El padre rezongó otra vez. Nynaeve sacudió la cabeza; siempre había oído decir que los domani eran pragmáticos en lo tocante al uso del Poder Único. La inquietud que se había apoderado de la ciudad debía de estar afectándolos.

—Bebe —le dijo al niño mientras se arrodillaba a su lado y utilizaba los Cinco Poderes en un complejo tejido de Curación que utilizó de forma instintiva.

Su habilidad había sorprendido a algunas Aes Sedai, pero también se había ganado el desprecio de otras por esa capacidad suya. Sea como fuere, su método funcionaba aunque ella no supiera explicar cómo lo hacía. Era una de las bendiciones y las maldiciones de ser espontánea; siguiendo su instinto, era capaz de realizar cosas que otras Aes Sedai sólo aprendían con un gran esfuerzo. No obstante, a Nynaeve le costaba mucho trabajo deshacerse de algunos de los malos hábitos adquiridos en sus años de Zahorí.

El niño, aunque atontado, respondió al tacto de la taza en los labios. El tejido de Curación penetró en él a medida que bebía; se puso rígido y dio un respingo. Las hierbas no hacían falta en realidad, pero ayudarían a fortalecerlo tras la drástica Curación. Nynaeve había superado la costumbre de usar hierbas cuando Curaba, pero todavía pensaba que no estaban de más y tenían su utilidad.

El padre se arrodilló con actitud amenazadora, pero Nynaeve lo frenó plantándole las puntas de los dedos en el pecho, obligándolo a retroceder.

—Deja que el niño tenga aire.

El pequeño parpadeó y Nynaeve le notó en los ojos que volvía en sí; un ligero escalofrío lo sacudió. La joven realizó el Ahondamiento para determinar hasta qué punto había funcionado la Curación.

—La fiebre se ha cortado —dijo al tiempo que asentía con un cabeceo. Se incorporó y soltó el Poder Único—. Tendrá que comer bien en los próximos días. Daré vuestra descripción a los jefes de puerto para que recibáis raciones extra. Pero no se os ocurra vender la comida u os encontraré y me enfadaré. ¿Habéis entendido?

—Jamás haríamos… —empezó la mujer con la cabeza gacha, avergonzada.

—Yo ya no doy nada por hecho —acotó Nynaeve—. Sea como sea, el niño vivirá si hacéis lo que os he dicho. Dadle esta noche lo que queda de la dosis, aunque sea a sorbitos si es necesario. Si vuelve la fiebre, traédmelo al palacio del Dragón.

—Sí, mi señora —contestó la mujer mientras el marido tomaba al niño en brazos y sonreía.

Nynaeve recogió el farol y se puso de pie.

—Señora —llamó la mujer—. Gracias.

—Debisteis traérmelo hace días —contestó—. Me da igual qué absurdas supersticiones está propagando la gente, pero las Aes Sedai no somos enemigas vuestras. Si conocéis a alguien que esté enfermo, animadlo para que venga a vernos.

La mujer asintió con la cabeza; el hombre parecía acobardado. Nynaeve salió del callejón de vuelta a la oscura calle pasando junto a personas que la observaban con una mezcla de respeto y pavor. ¡Qué majaderos! ¿Es que preferían dejar morir a sus hijos antes que someterlos a la Curación?

De vuelta en la calle, Nynaeve se calmó. No había perdido mucho tiempo por desviarse y —al menos esa noche— tiempo era una de las cosas que tenía de sobra. No estaba teniendo mucho éxito con Rand. Su único consuelo era que a Cadsuane le había ido peor como su consejera.

¿Cómo se manejaba una con un ser como el Dragón Renacido? Nynaeve sabía que el Rand de antes estaba allí, dentro de él, en alguna parte. Lo que pasaba era que lo habían maltratado y pateado tantas veces que se había escondido, dejando que esa versión más dura llevara la voz cantante. Por mucho que la exasperara, tenía que admitirlo: avasallarlo no serviría de nada. Sin embargo, ¿cómo iba a lograr convencerlo para que hiciera lo que debía si estaba demasiado escarmentado por el trato recibido para esperar que respondiera al estímulo de azuzarlo un poco?

Nynaeve se detuvo, con la luz del farol alumbrando la calle vacía. Había alguien que se las había ingeniado para trabajar con Rand al tiempo que le enseñaba y lo entrenaba. No había sido Cadsuane ni ninguna de las Aes Sedai que habían intentado capturarlo, engañarlo o intimidarlo.

La que lo había conseguido había sido Moraine.

Nynaeve echó a andar de nuevo. Durante los últimos meses de su vida, a la Azul sólo le había faltado adular a Rand. A fin de lograr que la aceptara como su consejera, había accedido a obedecer sus órdenes y a aconsejarlo sólo cuando se lo pidiera. ¿De qué servía aconsejar si sólo se hacía cuando era requerido? ¡El consejo que más necesitaba la gente era aquel que no quería oír!

No obstante, Moraine había tenido éxito. A través de ella, Rand había empezado a superar la aversión que sentía por las Aes Sedai. Si no hubiera existido esa aceptación de Moraine por parte de Rand, era poco probable que Cadsuane hubiera avanzado en su propósito de convertirse en su consejera.

Bueno, pues ella no estaba dispuesta a actuar igual con Rand al’Thor, por muchos títulos pomposos que tuviera. Aun así, debía aprender algo del éxito de Moraine; quizá Rand le había prestado oídos porque su subordinación lo halagaba, o quizá sólo estaba harto de que la gente procurara controlarlo. Debía de sentirse frustrado, y habían hecho mucho más difícil la tarea de Nynaeve, ya que ella era la única a la que Rand debía hacer caso.

A lo mejor sólo la veía como otra de aquellas irrelevantes manipuladoras.

Tenía que demostrarle que los dos trabajaban en pro de los mismos objetivos. No quería decirle lo que debía hacer; sólo quería que dejara de comportarse como un idiota. Y, aparte de eso, sólo quería que estuviera a salvo. También le gustaría que fuera un cabecilla respetado por la gente, no uno que infundiera miedo. Parecía ser incapaz de comprender que iba camino de convertirse en un tirano.

En realidad, ser rey no era tan distinto de ser alcalde de Dos Ríos. El alcalde tenía que gozar del respeto de la gente, tenía que caerle bien. La Zahorí y las Mujeres del Círculo podían ocuparse de las tareas ingratas, como castigar a los que se pasaban de la raya, pero el alcalde debía gozar de la estima de los vecinos. De ese modo se conseguía tener una comunidad civilizada y segura.

¿Cómo hacerle ver eso a Rand? Por las bravas, no sacaría nada; tenía que conseguir que la escuchara de otra forma que no lo pusiera a la defensiva. Un plan empezó a cobrar forma en su mente y, para cuando llegó a la mansión, ya tenía una idea sobre lo que debía hacer.

La entrada a los jardines estaba guardada por saldaeninos; los Aiel preferían permanecer más cerca de Rand, vigilando los cuartos y los pasillos de la mansión en sí. Haster Nalmat, el oficial de guardia, la saludó con una reverencia al verla acercarse; había personas que aún sabían cómo tratar a una Aes Sedai. Los jardines al otro lado de la verja eran ornamentales y muy trabajados. El farol que llevaba Nynaeve arrojaba extrañas sombras sobre la hierba cuando la luz brillaba a través de los árboles recortados en forma de animales fantásticos; las sombras se movían a la par que el farol, y las fantasmagóricas figuras se alargaban y se fundían con la oscuridad más profunda de la noche que rodeaba a Nynaeve. Como ríos de sombra.

Un grupo más numeroso de soldados saldaeninos —muchos más de los que eran necesarios— montaba guardia delante de la mansión. Cuando los hombres se encontraban de guardia sus amigos solían hacerles compañía, sin duda para chismorrear. Nynaeve caminó con paso firme hacia el grupo, a consecuencia de lo cual varios de ellos, que estaban recostados perezosamente en las columnas del pórtico de la mansión, se irguieron.

—¿Quiénes de vosotros no están de guardia ahora? —preguntó.

Como era de esperar, tres de los nueve soldados levantaron la mano, un tanto avergonzados.

—Excelente —dijo Nynaeve al tiempo que entregaba el farol a uno de ellos—. Vosotros tres, venid conmigo.

Entró en la mansión andando a zancadas, con los tres soldados siguiéndola de forma atropellada.

Era tarde —la aparición del cortejo fantasmal había ocurrido a las doce— y el silencio envolvía la mansión. La elaborada araña de cristal del vestíbulo estaba apagada, y los pasillos, a oscuras. Poniendo a prueba su memoria, Nynaeve escogió una dirección y echó a andar. Las paredes encaladas tenían un aspecto inmaculado, igual que en otros sectores de la mansión, pero carecían de ornamentación. La elección resultó ser correcta, ya que enseguida entraron en una pequeña despensa en la que los criados preparaban las fuentes de comida antes de llevarlas al comedor. El pasillo por el que habían entrado conducía a las salas de estar de la mansión; el otro pasillo de la parte posterior llevaba a la cocina, equipada con una enorme y sólida mesa de madera, así como con varios taburetes altos, ocupados ahora por un grupo de hombres que jugaban una partida de dados. Vestían camisas verdes y blancas —el uniforme de la casa Milisair— y pantalones de trabajo de tela gruesa.

Alzaron la vista con sobresalto cuando Nynaeve entró en la cocina; de hecho, uno de los hombres se levantó de un brinco y tiró el taburete al suelo, tras lo cual se quitó el sombrero —una cosa de color marrón y torcida que incluso a Mat le habría dado vergüenza ponerse— con la expresión de un niño al que sorprenden metiendo el dedo en la empanada antes de cenar.

A Nynaeve le importaba poco lo que estuvieran haciendo: había encontrado algunos criados de la mansión y eso era lo que importaba.

—Tengo que hablar con la nostrama —dijo, usando el término local que daban allí al ama de llaves—. Id a buscarla.

Su escolta entró detrás de ella; los tres eran saldaeninos y, aunque un tanto torpes, caminaban con el pavoneo de quien conoce a fondo la lucha. Nynaeve dudaba que esos sencillos criados necesitaran más intimidación que la presencia de una Aes Sedai, pero era muy probable que los soldados le fueran útiles después.

—¿Con la nostrama? —repitió por fin el criado del sombrero torcido—. ¿Seguro que no preferís ver al mayordomo o…?

—La nostrama —insistió Nynaeve—. Ve a buscarla ahora mismo. Dale tiempo para que se ponga una bata, pero nada más. —Señaló a uno de los soldados—. Tú, ve con él y asegúrate de que esa mujer no hable con nadie ni le des ocasión de escapar.

—¿De escapar? —exclamó el criado—. ¿Por qué iba a hacer eso Loral? ¿Qué ha hecho, mi señora?

—Nada, espero. ¡Ve!

Los dos hombres —el criado y el soldado— salieron disparados, y los otros tres sirvientes siguieron sentados a la mesa con aire de sentirse incómodos. Nynaeve se cruzó de brazos mientras consideraba su plan. Rand había decidido que la búsqueda del rey domani había llegado a un callejón sin salida a raíz de la muerte del mensajero, pero ella no estaba tan segura de eso. Había más gente involucrada, y unas cuantas preguntas bien planteadas a la persona adecuada podrían ser esclarecedoras.

No creía probable que la nostrama hubiera hecho algo malo, pero Nynaeve no quería que el criado que iba a buscarla le diera a la lengua con la gente que se encontrara en el camino; mejor infundirle una sensación de peligro y valerse del soldado para que mantuviera la boca cerrada. Además de que realizaría el encargo en el menor tiempo posible.

Su previsión logró el efecto deseado. En cuestión de minutos, el criado entraba a toda prisa en la cocina acompañado por una mujer mayor, despeinada y vestida con una bata de noche azul. El cabello canoso asomaba por debajo de un pañuelo rojo atado con precipitación, y el envejecido rostro domani estaba muy blanco por la aprensión. Nynaeve se sintió culpable; ¿cómo se sentiría esa mujer, al haberla despertado de repente en plena noche un criado aterrado que aseguraba que una Aes Sedai quería verla de inmediato?

El soldado saldaenino venía detrás y se situó junto a la puerta, de guardia. Era patizambo y achaparrado, y llevaba uno de esos largos bigotes saldaeninos. Los otros dos se pusieron junto a la puerta por la que habían entrado con Nynaeve; su actitud en apariencia despreocupada sólo sirvió para poner más nerviosos a los que se encontraban en la cocina. Por lo visto, los soldados habían percibido lo que se proponía conseguir con esa forma de actuar.

—Paz, nostrama —empezó Nynaeve al tiempo que señalaba con la cabeza la mesa—. Puedes sentarte. Todos los demás, id a la entrada principal y quedaos allí. No habléis con nadie.

Los cuatros criados salieron sin que tuviera que repetirles la orden. Nynaeve le dijo a uno de los soldados que fuera tras ellos y se asegurara de que hacían lo que les había dicho. Que fuera tarde jugaba a su favor; al estar durmiendo casi toda la servidumbre y los asistentes de Rand, se encontraba en condiciones de investigar sin alertar a quienes podrían ser culpables.

La marcha de los criados puso más nerviosa aún a la nostrama. Nynaeve se sentó a la mesa en uno de los taburetes vacíos. Con las prisas, los hombres habían dejado los dados en el tablero, si bien no olvidaron —por supuesto— recoger las monedas. La cocina estaba alumbrada por una pequeña lámpara que ardía en el antepecho de la ventana. El saldaenino se había llevado el farol cuando fue en pos de los criados.

—Te llamas Loral, ¿verdad? —preguntó.

La nostrama asintió con la cabeza, cautelosa.

—¿Sabes que las Aes Sedai no mentimos?

El ama de llaves volvió a asentir con la cabeza. La mayoría de las Aes Sedai no podían mentir, aunque, técnicamente, Nynaeve podría hacerlo ya que no había sostenido en la mano la Vara Juratoria; eso era en parte lo que, a los ojos de las otras, la situaba en un estatus inferior. La Vara Juratoria era sólo una formalidad; la gente de Dos Ríos no necesitaba un ter’angreal que la hiciera ser sincera y honrada.

—En tal caso, me creerás si te digo que no sospecho de ti por haber hecho nada malo. Sólo necesito tu ayuda.

Sus palabras parecieron relajar un poco a la mujer.

—¿Y en qué necesitáis ayuda, Nynaeve Sedai?

—Según mi experiencia, un ama de llaves sabe más del funcionamiento de una casa que los mayordomos o incluso que los propios dueños. ¿Llevas mucho tiempo trabajando aquí?

—He servido a tres generaciones de la casa Chadmar —contestó la mujer mayor con no poco orgullo—. Y confiaba en servir a la cuarta, si su señoría se…

El ama de llaves enmudeció de repente. Rand había encerrado a «su señoría» en su propia mazmorra, y eso no presagiaba nada bueno en cuanto a que hubiera una cuarta generación a la que servir.

—Sí, bien… —habló Nynaeve para salvar el incómodo silencio—. Las desdichadas circunstancias que afectan a tu señora son parte de mi ocupación esta noche.

—¿Podríais obtener su libertad, Nynaeve Sedai? —preguntó la mujer mayor con creciente ansiedad—. ¿Creéis que podréis conseguir que vuelva a gozar del favor del lord Dragón?

—Tal vez. —«Lo dudo, pero todo es posible», añadió para sus adentros—. El resultado de mi misión esta noche podría jugar a su favor. ¿Viste a ese mensajero, el que tu señora mandó encarcelar?

—¿El que envió el rey? —preguntó Loral—. No hablé con él, Aes Sedai, pero sí que lo vi. Un tipo alto, apuesto, que iba totalmente afeitado, algo muy raro en un domani. Me crucé con él en el pasillo. Tenía una de las caras varoniles más hermosas que creo, con razón, haber visto en toda mi vida.

—¿Y luego?

—Bueno, fue a hablar directamente con lady Chadmar y entonces… —la mujer dejó la frase sin acabar—. Nynaeve Sedai, no es mi intención meter en más líos a mi señora y…

—Entonces se lo llevaron para interrogarlo —resumió Nynaeve—. No tengo tiempo para tonterías, Loral. No estoy aquí para buscar pruebas contra tu señora, y no me importa en realidad a quién eres leal. Están en juego cosas mucho más importantes. Responde a mi pregunta.

—Sí, señora —respondió Loral, pálida—. Todos sabíamos lo que había ocurrido, por supuesto. No parecía correcto mandar a uno de los hombres del rey a un interrogador. Sobre todo un mensajero como ése. Una lástima estropear una cara tan hermosa.

—¿Sabes dónde localizar al interrogador y la mazmorra?

Loral vaciló y después asintió con la cabeza, de mala gana. Bien. El ama de llaves no tenía intención de retener información.

—Entonces, vayamos allí —dijo Nynaeve mientras se levantaba del taburete.

—¿Dónde, señora?

—Pues a la mazmorra. Supongo que no está en ningún rincón de la mansión, sobre todo si Milisair Chadmar fue tan cuidadosa como creo.

—Se encuentra a cierta distancia, en Festín de Gaviotas —advirtió Loral—. ¿Queréis ir esta noche? —preguntó con incredulidad.

—Sí —dijo Nynaeve, pero entonces vaciló—. A menos que decida visitar antes al interrogador en su casa.

—Está en el mismo sitio, mi señora.

—Excelente, vamos.

Loral no tenía otra opción que obedecer, aunque Nynaeve le permitió regresar a su cuarto para vestirse; eso sí, vigilada por un soldado.

Poco después, Nynaeve y los saldaeninos abandonaban la mansión haciéndose acompañar por la nostrama y los cuatro criados; a estos últimos para evitar que, por descuido, levantaran la liebre y pusieran sobre aviso a quien no debían. Los cinco parecían muy a disgusto. Sin duda creían esos rumores supersticiosos sobre que salir de noche era peligroso, pero Nynaeve sabía que no era cierto. Tal vez salir de noche no fuera muy seguro, pero no era peor que en otros tiempos. De hecho, podría ser incluso menos peligroso. Cuantas menos personas hubiera rondando por ahí, menos posibilidades de que a alguien le crecieran de repente espinas en la piel o estallara en llamas o muriera de alguna otra forma horrible.

Salieron de los jardines de la mansión; Nynaeve caminaba con paso firme confiando en que así evitaría que los demás se pusieran demasiado nerviosos. Saludó con un cabeceo a los guardias de la verja y emprendió la marcha en la dirección indicada por Loral. Los pasos del grupo resonaban en las tablas de las aceras; en lo alto, el cielo nocturno irradiaba un débil fulgor a causa de la luna oculta tras las nubes.

Nynaeve no se permitió el lujo de cuestionarse su plan. Había tomado una decisión y hasta ese momento todo iba bien. Sí, cierto, a lo mejor Rand se enfadaba con ella por disponer de soldados y buscar problemas. Pero a veces, para ver lo que había en el fondo de un barril lleno de agua de lluvia turbia, había que remover el agua para que saliera a la superficie lo que estaba posado en el fondo. Era mucha coincidencia. Milisair Chadmar había ordenado prender al mensajero hacía meses, pero el hombre moría justo antes de que Rand pidiera verlo. Él era la única persona en la ciudad que tenía una pista sobre el paradero del rey.

Las coincidencias se daban, sí. A veces, cuando dos granjeros se peleaban y una de sus vacas moría de noche, no era más que un accidente. Y a veces, al investigar un poco, se descubría lo contrario.

Loral condujo al grupo hacia Festín de Gaviotas, también conocido como Barrio de Gaviotas, que era una zona de la ciudad cercana al lugar donde los pescadores tiraban los desechos de sus capturas. Como casi toda la gente sensata, Nynaeve evitaba ese barrio de la ciudad, y el olfato le recordó el porqué a medida que se acercaban. Las tripas de peces serían un estupendo abono, pero los montones de fertilizante natural se olían desde varias calles de distancia. Hasta los refugiados evitaban esa oscura zona.

Como cabía esperar, era una larga caminata, ya que el sector rico de la ciudad estaba lejos de Festín de Gaviotas. Nynaeve caminaba sin prestar atención a los callejones y edificios sombríos, aunque su séquito —excepto los soldados— se apelotonaba a su alrededor con aprensión. Por el contrario, los saldaeninos no quitaban la mano de las espadas de hoja sinuosa e intentaban mirar en todas direcciones a la vez.

Nynaeve habría querido tener noticias de la Torre Blanca. ¿Cuánto tiempo hacía desde que había sabido algo de Egwene o de alguna de las otras? Se sentía como si estuviera ciega. Era culpa suya, por insistir en ir con Rand. Sin embargo, tenía que haber alguien que no le quitara ojo de encima, lo cual significaba que no podría estar pendiente de nadie más. ¿Seguiría dividida la Torre? ¿Aún sería Egwene la Amyrlin? Los chismes de la calle no servían de mucho. Como siempre, por cada rumor que oía había otros dos que lo contradecían: la Torre Blanca luchaba contra sí misma. No, luchaban contra los Asha’man. No, los seanchan habían destruido a las Aes Sedai. O había sido el Dragón Renacido. No, esos rumores eran mentiras difundidas por la Torre como cebos para que los mordieran sus enemigos.

Se hablaba muy poco de Elaida o de Egwene de forma específica, aunque se estaba extendido la noticia sobre dos Amyrlin. Eso era problemático. A ninguno de los dos grupos de Aes Sedai le gustaría difundir la noticia de una segunda Amyrlin. Lo único que conseguirían esos chismes de disputas entre las Aes Sedai sería que todas salieran perjudicadas.

Por fin Loral dejó de caminar y los cuatro criados se detuvieron detrás de ella, muy juntos y con expresión preocupada. Nynaeve miró a la mujer.

—¿Y bien?

—Ahí, mi señora. —La nostrama señaló con un dedo huesudo el edificio que había al otro lado de la calle.

—¿La cerería? —preguntó Nynaeve.

Loral asintió con la cabeza.

Nynaeve llamó a uno de los patizambos soldados saldaeninos.

—Tú, vigila a estos cinco y asegúrate de que no se meten en problemas. Y, vosotros dos, venid conmigo.

Empezó a cruzar la calle, pero al no oír pisadas tras ella bajando de la acera, se dio la vuelta con el entrecejo fruncido. Los tres guardias seguían juntos y miraban el único farol que tenían, seguramente maldiciéndose por no haber pensado en llevar otro.

—Oh, por la Luz bendita —espetó Nynaeve, que alzó la mano y abrazó la Fuente. Tejió una esfera de luz por encima de los dedos, que arrojaba una luz fría y estable sobre el suelo a su alrededor—. Dejad el farol.

Los dos saldaeninos obedecieron y corrieron en pos de ella. Nynaeve subió a la acera, delante de la puerta del cerero, tejió una salvaguardia contra oídos indiscretos y la situó alrededor de los dos soldados, de la puerta y de sí misma.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó a uno de los saldaeninos.

—Triben, mi señora. —Era un hombre con rostro de halcón y un bigote recortado; tenía la frente marcada por una cicatriz—. Y éste es Lurts —añadió, señalando al otro hombre, un tipo tan enorme que a Nynaeve le extrañó verlo uniformado como soldado de caballería.

—Muy bien, Triben, abre la puerta de una patada.

El soldado no dudó; se limitó a levantar el pie y le asestó un patadón a la hoja de madera. El marco saltó con facilidad y la puerta se abrió de golpe; pero, si había colocado bien la salvaguardia, nadie del edificio habría oído el estruendo. Nynaeve atisbó dentro. La habitación olía a cera y a perfumes, y el suelo de madera estaba señalado con numerosas marcas de haber goteado cera; a menudo las gotas dejaban marca después de haberlas limpiado.

—Deprisa —les dijo a los soldados al tiempo que soltaba la salvaguardia, aunque mantenía la esfera de luz—. Lurts, ve a la parte trasera de la tienda y vigila el callejón; ocúpate de que no escape nadie. Triben, ven conmigo.

Lurts se movió con una rapidez sorprendente si se tenía en cuenta la mole que era. La esfera iluminó barriles para sumergir velas y un cúmulo de cabos quemados y amontonados en un rincón que el cerero habría comprado por unos pocos céntimos para volver a fundir la cera. A la derecha, una escalera subía al piso de arriba. Un pequeño hueco en la parte delantera de la tienda hacía las veces de escaparate y contenía velas de diversos tamaños y formas, desde la candela blanca corriente hasta la perfumada y decorada, en forma de cubo. Si Loral se había equivocado en cuanto a que ése era el sitio que buscaban…

Sin embargo, cualquier buen centro de operaciones secreto tendría una fachada de negocio normal. El edificio era estrecho, y Triben y ella encontraron dos habitaciones en la primera planta; una de ellas tenía la puerta entreabierta una rendija, así que Nynaeve atenuó la intensidad de la esfera de luz y tejió una salvaguardia de silencio en la habitación. Entonces irrumpió en el cuarto seguida por el saldaenino, cuya espada chirrió contra la vaina al extraerla.

Sólo había una persona en la habitación, un hombre muy grueso que dormía en un jergón tirado en el suelo, con las mantas amontonadas alrededor de los pies. Nynaeve tejió unos cuantos hilos de Aire, con los que lo ató en un movimiento fluido. El hombre tenía los ojos desorbitados, y abrió la boca para gritar, pero Nynaeve tejió una mordaza de Aire que le metió entre los labios para acallarlo.

Luego se volvió hacia Triben y asintió con la cabeza mientras ataba los tejidos. Una vez inmovilizado, dejaron allí al hombre, que forcejeaba con las ataduras, y fueron hacia el otro cuarto. Antes de entrar, Nynaeve tejió de nuevo una salvaguardia para ahogar el sonido y envolvió la habitación.

Fue una suerte que lo hiciera, porque los dos hombres más jóvenes que dormían allí se despabilaron con mucha más rapidez. Uno de ellos se incorporó de golpe y gritó justo cuando Triben cruzaba el cuarto; el saldaenino le propinó un puñetazo en el estómago que lo dejó sin aliento.

Nynaeve lo ató con un tejido de Aire y después hizo otro tanto con el segundo joven, que empezaba a despertarse en su litera. Tiró de ambos hacia ella y los dejó suspendidos en el aire a pocas pulgadas de distancia antes de hacer que el globo de luz irradiara con más fuerza. Los dos eran domani, con el cabello oscuro, rasgos toscos y un fino bigote. Sólo llevaban encima la ropa interior; parecían demasiado mayores para ser aprendices.

—Creo que estamos en el sitio correcto, Nynaeve Sedai —dijo Triben, que dio una vuelta alrededor de los dos hombres y se detuvo junto a ella.

Nynaeve lo miró y enarcó una ceja.

—Estos no son los aprendices de un cerero —añadió Triben mientras envainaba la espada—. ¿Callos en las manos pero ninguna quemadura en los dedos? ¿Brazos musculosos? Además, son demasiado mayores. Al tipo de la izquierda le han roto la nariz por lo menos una vez.

Ella observó al hombre con más atención; Triben tenía razón. «Debí fijarme en eso», se reprochó; pero sí había caído en lo de la edad.

—¿A cuál crees que debería quitar la mordaza y a cuál debería matar? —preguntó con aire indiferente.

Los dos hombres empezaron a retorcerse, desorbitados los ojos por el miedo. Tendrían que saber que una Aes Sedai nunca haría algo así. De hecho, quizá ni siquiera debería haberlo dado a entender, pero los carceleros privados como ésos la sacaban de quicio.

—El de la izquierda parece tener más ganas de hablar, señora —contestó el soldado—. Quizás os diga lo que queréis saber.

Ella asintió con la cabeza y soltó la mordaza. El tipo se puso a hablar de inmediato:

—¡Haré todo lo que digáis! ¡Por favor, no me llenéis el estómago de insectos! No he hecho nada malo, señora, os lo prometo, yo…

Volvió a ponerle la mordaza.

—Demasiadas quejas —dijo—. Quizás el otro sabrá estar callado y hablará sólo cuando le pregunten. —Soltó la mordaza.

El segundo tipo se quedó suspendido en el aire, aterrado, pero permaneció callado. El Poder Único acobardaba incluso a los asesinos más encallecidos.

—¿Cómo entro en el calabozo? —le preguntó Nynaeve.

El gesto del hombre se tornó enfermizo, pero casi con toda seguridad ya habría adivinado que lo que le interesaba era el calabozo. Era absurdo que una Aes Sedai irrumpiera en una tienda después de medianoche porque le habían vendido una vela defectuosa.

—Por la trampilla —contestó el hombre—. Está debajo de la estera que hay en la parte delantera de la tienda.

—Excelente.

Nynaeve soltó los hilos de Aire que inmovilizaban las piernas a los hombres, si bien los dejó maniatados y volvió a poner la mordaza al que había hablado. No quería dejarlos suspendidos en el aire, pero tampoco quería ir tirando de ellos, así que prefirió dejar que caminaran.

Hizo que Triben fuera a buscar al hombre grueso que había en la otra habitación y después los condujeron escalera abajo a los tres. En la planta de la tienda encontraron al musculoso Lurts vigilando el callejón de atrás. Había un joven sentado en el suelo frente a él, y la esfera de luz de Nynaeve le alumbró la cara. Era un domani con el cabello inusualmente claro y estaba muy asustado; tenía las manos salpicadas con marcas de quemaduras.

—Vaya, éste sí que es un aprendiz de cerero —dijo Triben, rascándose la frente surcada por la cicatriz—. Probablemente lo tenían haciendo todo el trabajo de la tienda.

—Dormía en esas mantas que hay ahí. —Lurts señaló con la cabeza un oscuro montón en el rincón y se acercó a Nynaeve—. Intentó escabullirse por la puerta principal después de que subisteis la escalera.

—Tráelo aquí —ordenó Nynaeve.

En el pequeño cuarto delantero que era la tienda en sí, Triben apartó la estera y después utilizó la punta de la espada para hurgar entre las tablillas hasta topar contra algo que había debajo; Nynaeve dedujo que eran bisagras. Tras hacer un poco de palanca con mucho cuidado, el saldaenino consiguió abrir la trampilla. Una escalera de mano se hundía en la negrura del agujero.

Nynaeve se adelantó, pero Triben alzó una mano.

—Lord Bashere me colgaría de mis propios estribos si os permitiera ir delante, señora —manifestó—. A saber qué hay ahí abajo.

Saltó por el hueco de la trampilla con la espada en una mano y, ayudándose con la otra, se deslizó por la escalera de mano. Llegó abajo con un fuerte golpe y Nynaeve puso los ojos en blanco. ¡Hombres! Con un gesto indicó a Lurts que vigilara a los carceleros y después les soltó las ataduras para que pudieran bajar. Asestó a todos una mirada severa y a continuación procedió a descender por la escalera de mano sin recurrir al ridículo estilo de Triben, dejando a Lurts encargado de hacer bajar a los carceleros a continuación.

Alzó la esfera de luz y recorrió con la mirada el sótano. Las paredes eran de piedra, hecho que la tranquilizó en cuanto al peso del edificio que tenían encima. El suelo era de tierra compacta y había una puerta de madera encajada en la piedra de la pared del fondo. Triben se había acercado allí y escuchaba.

Nynaeve asintió con la cabeza y el soldado la abrió de golpe y entró como un rayo; al parecer, los saldaeninos estaban adquiriendo algunas costumbres de los Aiel. Nynaeve fue tras él al tiempo que preparaba, por si acaso, tejidos de Aire. Detrás, los taciturnos carceleros empezaron a bajar la escalera de mano, seguidos por Lurts.

No había mucho que ver en la otra habitación, aparte de dos calabozos con gruesas puertas de madera, una mesa con algunos taburetes y un arcón grande de madera. Nynaeve dirigió el globo de luz hacia el rincón cuando el saldaenino con cara de halcón se disponía a examinar el interior del arcón. El soldado levantó la tapa y enarcó una ceja, tras lo cual sacó varios cuchillos relucientes. Instrumental de ayuda para los interrogatorios. Nynaeve se estremeció; volvió la cabeza y asestó una dura mirada a los carceleros que estaban detrás.

Desató la mordaza al que había hablado antes.

—¿Las llaves? —preguntó.

—En el fondo del arcón —contestó el matón.

El carcelero grueso, sin duda el cabecilla del grupo ya que no compartía la habitación, le asestó una mirada furiosa, y Nynaeve levantó al tipo en el aire.

—No me provoques —gruñó—. Ya es un fastidio estar despierta a una hora tan tardía, en lugar de descansar como hace la gente sensata.

Asintió con la cabeza a Triben, que sacó del arcón las llaves y abrió las puertas de los calabozos. El primero se hallaba vacío; en el segundo había una mujer despeinada que todavía llevaba un buen vestido domani, aunque astroso. Lady Chadmar estaba sucia, desastrada y se acurrucó contra la pared, adormilada, sin apenas advertir que la puerta se había abierto. A Nynaeve le llegó la vaharada de una peste que, hasta ese momento, le había pasado inadvertida por el fuerte olor a pescado podrido: excrementos humanos y un cuerpo desaseado. Seguramente era una de las razones de que la mazmorra estuviera localizada en Festín de Gaviotas.

Nynaeve resopló al ver el trato dado a la mujer. ¿Cómo podía permitir Rand aquello? La propia mujer había hecho lo mismo con otros, pero no justificaba que él se rebajara a su nivel.

Hizo un ademán a Triben para que cerrara la puerta; después se sentó en uno de los taburetes y miró a los tres carceleros. Detrás, Lurts guardaba la salida y no le quitaba ojo al pobre aprendiz. El carcelero gordo seguía suspendido en el aire.

Necesitaba información; podría haber pedido permiso a Rand para visitar la cárcel por la mañana, pero de hacerlo así se habría arriesgado a alertar a esos hombres de que iban a tener una visita. Nynaeve dependía de la sorpresa y de la intimidación para destapar lo que había estado oculto.

—Veamos —les dijo a los tres—, voy a haceros algunas preguntas y vais a responderlas. Todavía no estoy segura de lo que haré con vosotros, así que más vale que seáis sinceros conmigo.

Los dos que estaban de pie en el suelo miraron al otro que flotaba en los tejidos invisibles de Aire y después asintieron en silencio.

—El hombre que os trajeron, el enviado del rey, ¿cuándo llegó aquí?

—Hace dos meses —respondió uno de los matones, el del mentón prominente y la nariz rota—. Llegó en un saco, junto con los cabos de vela de la mansión de lady Chadmar, igual que todos los prisioneros.

—¿Y vuestras instrucciones?

—Retenerlo —dijo el otro secuaz—. Mantenerlo con vida. No sabíamos mucho, eh… mi señora Aes Sedai. Jorgin es el que se ocupa de los interrogatorios.

Nynaeve alzó la vista hacia el hombre gordo.

—¿Eres tú Jorgin? —preguntó.

Él asintió de mala gana.

—¿Y qué instrucciones tenías?

Jorgin no respondió y Nynaeve soltó un suspiro.

—Mira —le dijo—, soy Aes Sedai y estoy obligada a cumplir mi palabra. Si me dices lo que quiero saber, me ocuparé de que no se os responsabilice de su muerte. Al Dragón no le importa ninguno de vosotros o, en caso contrario, no seguiríais al frente de esta pequeña… posta de paso vuestra.

—¿Si hablamos quedaremos libres? —preguntó el gordo sin dejar de mirarla—. ¿Dais vuestra palabra?

Nynaeve echó un vistazo al reducido cuarto con gesto de desagrado. Habían dejado a lady Chadmar a oscuras y cubierto con trapos el umbral de la puerta para amortiguar los gritos. El interior del calabozo resultaría oscuro, cargado y opresivo. Los hombres que dirigían un sitio como ése casi no merecían vivir, y menos aún la libertad.

Sin embargo, había un mal mucho mayor del que ocuparse.

—Sí —respondió, aunque la palabra le dejó un regusto amargo en la boca—. Y sabes que es mucho más de lo que os merecéis.

Jorgin vaciló un momento, pero enseguida asintió con la cabeza.

—Bajadme, Aes Sedai, y responderé vuestras preguntas.

Así lo hizo Nynaeve. El hombre no lo sabía, pero Nynaeve casi no tenía capacidad de maniobra para mantener la presión. Nunca recurriría a los métodos del carcelero para sacarle cosas a la fuerza, además de que actuaba sin conocimiento de Rand. Probablemente el Dragón no reaccionaría bien cuando se enterara de que había estado husmeando, a menos que pudiera ofrecerle información importante que hubiera descubierto.

—Mord, tráeme un taburete —le dijo Jorgin al tipo de la nariz rota.

Mord miró a Nynaeve esperando su aprobación, y ella la dio con un seco cabeceo. Jorgin acomodó la mole de su cuerpo en el taburete y se echó hacia adelante, con las manos enlazadas ante sí. Parecía un escarabajo gigantesco caído sobre el costado.

—No sé qué más necesitáis que os diga —empezó el hombre—. Parece que ya estáis enterada de todo lo relacionado con mis instalaciones y la gente que ha estado en ellas. ¿Qué más hay que saber?

¿Instalaciones? Menuda palabra para definir aquello.

—Eso es asunto mío —replicó Nynaeve al tiempo que le asestaba una mirada con la que confiaba dar a entender que los asuntos de las Aes Sedai no tenían por qué cuestionarse—. Dime, ¿cómo murió el mensajero?

—Sin dignidad. Como todos los hombres, según mi experiencia —respondió el carcelero.

—Sé más específico o volverás a estar colgado en el aire —amenazó Nynaeve.

—Abrí la puerta del calabozo hace unos cuantos días para darle de comer y me lo encontré muerto.

—¿Cuánto tiempo hacía desde la última vez que le diste de comer, pues?

Jorgin soltó un resoplido desdeñoso.

—No mato de hambre a mis huéspedes, señora Aes Sedai. Sólo los… estimulo a conseguir la libertad con lo que saben.

—¿Y cuánto estímulo le diste al mensajero?

—No tanto como para matarlo —saltó el carcelero a la defensiva.

—¿A quién quieres engañar? Ese hombre pasó meses en tu poder y, es de suponer, su estado fue aceptable durante todo ese tiempo. Entonces, justo el día antes de llevarlo a presencia del Dragón Renacido, ¿muere de repente? Ya tienes mi promesa de amnistía, así que dime quién te sobornó para que lo mataras y me ocuparé de que estés protegido.

—No pasó así —negó el carcelero, meneando la cabeza—. Os lo repito, murió, sin más. A veces ocurre.

—Me estoy cansando de tu juego.

—¡No es un juego, maldita sea! —bramó Jorgin—. ¿Creéis que un hombre llegaría lejos en mi profesión si se supiera que ha aceptado un soborno para matar a uno de sus huéspedes? ¡A partir de entonces os fiaríais de él tan poco como de un Aiel mentiroso!

Nynaeve pasó por alto el último comentario, aunque un hombre como aquél jamás sería de fiar.

—Mirad, ése no era el tipo de prisionero al que se mata, de todas formas —siguió él—. Todos quieren saber dónde está el rey. ¿Quién mataría al único que tiene información sobre eso? Ese hombre valía mucho dinero.

—Así que no está muerto —dedujo Nynaeve—. ¿A quién se lo vendiste?

—Oh, está muerto —reiteró el carcelero con una risita—. Si lo hubiese vendido, no habría vivido mucho para disfrutar del dinero. Ese tipo de cosas se aprenden enseguida, dedicándose a lo que me dedico.

Nynaeve se volvió hacia los otros dos secuaces.

—¿Miente? —les preguntó—. Cien marcos de oro al que pueda probar que está mintiendo.

Mord miró a su jefe y después torció el gesto.

—Por cien de oro os vendería a mi madre, señora. Así me aspen si no lo haría. Pero es verdad lo que Jorgin dice. Ese hombre estaba muerto y bien muerto. Los hombres del Dragón lo comprobaron cuando trajeron a la señora para que se quedara con nosotros.

Así que Rand también había considerado esa posibilidad. Aun así, seguía sin tener pruebas de que esos hombres decían la verdad. Si había algo que ocultar, se esforzarían para enterrarlo muy hondo. Decidió probar empleando otra táctica.

—Entonces, ¿qué conseguiste descubrir sobre el paradero del rey?

Jorgin soltó un sonoro suspiro.

—Como les dije a los hombres del lord Dragón y como le dije a lady Chadmar antes de que ella misma acabara aquí, en los calabozos, ese hombre sabía algo, pero no dijo nada.

—Oh, venga ya —exclamó Nynaeve, que echó una ojeada al arcón y su afilado contenido, pero tuvo que apartar la vista antes de encolerizarse—. ¿Un hombre con tu… destreza, y fuiste incapaz de sacarle ni la más mínima información?

—¡Que el Oscuro me lleve si miento! —El carcelero tenía la cara enrojecida, como si aquello fuera una cuestión de orgullo para él—. ¡Jamás había visto a un hombre resistir como lo hizo ese enviado! Un tipo como él, tan delicado y frágil, tendría que haberse desmoronado sin necesitar muchos alicientes, pero no lo hizo. ¡Accedía a hablar de cualquier otra cosa excepto de lo que queríamos que hablara! —Jorgin se inclinó hacia adelante—. No sé cómo lo hizo, señora. ¡Que me abrase si lo sé! Era como si… alguna fuerza le tuviera inmovilizada la lengua. ¡Como si no pudiera hablar aunque hubiese querido hacerlo!

Los dos secuaces mascullaron entre dientes con aire aprensivo. Parecía que el interrogatorio hubiera tocado un punto muy sensible.

—Es decir, que lo presionaste demasiado —imaginó Nynaeve—. Y por eso murió.

—¡Y zurra y dale, mujer! —bramó el carcelero—. ¡Pero qué jodienda! ¡No lo maté! A veces la gente muere, sin más.

Por desgracia, Nynaeve empezaba a creerle. Jorgin era un miserable al que no le vendría mal pasar una década haciendo tareas bajo la atenta vigilancia de una Zahorí, pero no mentía ahora.

Adiós a sus grandiosos planes. Suspiró, se puso de pie y entonces se dio cuenta de la magnitud de su cansancio. ¡Luz! Era muy probable que todo este asunto encolerizara más a Rand que cuando había querido persuadirlo de que atendiera a sus consejos. Tenía que regresar a la mansión para dormir un poco. Tal vez al día siguiente sería capaz de discurrir un modo mejor de demostrarle a Rand que estaba de su parte.

Hizo un gesto a los soldados para que llevaran al carcelero y a sus hombres de vuelta a la tienda. Después, tejió Aire para cerrar la puerta del calabozo en el que se hallaba Milisair Chadmar. Ella se ocuparía de que las condiciones de la mujer mejoraran. Aunque fuera un ser despreciable, no debía ser tratada de ese modo. Rand tendría que entenderlo cuando se lo explicara. ¡Vaya, pero si tenía el aspecto pálido y tembloroso de alguien a quien está por venirle la fiebre blanca! Abstraída, Nynaeve se acercó a la rendija que había en el centro de la puerta y tejió un Ahondamiento de Energía para asegurarse de que la mujer no estaba enferma.

Tan pronto como empezó con el Ahondamiento, Nynaeve se quedó paralizada. Había esperado encontrar a Milisair debilitada por el agotamiento. Había esperado encontrar indisposición, tal vez hambre.

Lo que no esperaba encontrar era veneno.

Maldiciendo, súbitamente alerta, abrió la puerta del calabozo y entró a toda prisa. Sí, lo veía claramente a través del Ahondamiento. Apio de perro. Ella misma se lo había dado una vez a un sabueso al que había que dormir. Era una planta bastante corriente y tenía un gusto muy amargo. No era buena como veneno, ya que tenía ese sabor tan desagradable y, sin embargo, la había ingerido.

Sí, como veneno no era adecuado… A menos que la persona a la que se quería envenenar estuviera cautiva y no tuviera más opción que tomar la comida que se le daba. Empezó la Curación tejiendo los cinco Poderes, para reprimir el efecto del veneno y fortalecer el cuerpo de Milisair. La Curación era relativamente fácil ya que los efectos del apio de perro no eran muy fuertes. Una de dos, o se utilizaba mucha cantidad —como había hecho ella con el sabueso— o había que administrarlo varias veces para que surtiera efecto. Pero si se hacía así, despacio, la persona a la que se envenenaba daría la impresión de fallecer de muerte natural.

Una vez que Milisair estuvo a salvo, Nynaeve salió disparada del calabozo.

—¡Alto! —les gritó a los hombres—. ¡Jorgin!

Lurts, que iba detrás, se giró sorprendido, pero asió al carcelero por el brazo y le hizo dar la vuelta.

—¿Quién prepara la comida de la prisionera? —demandó Nynaeve mientras se acercaba a zancadas al hombre.

—¿La comida? —repitió Jorgin con aire desconcertado—. Ésa es una de las tareas de Kerb. ¿Por qué?

—¿Quién es Kerb?

—El chico. Nadie importante. Un aprendiz que encontré entre los refugiados hace unos pocos meses. Un hallazgo afortunado, ya que nuestro último aprendiz huyó y éste ya conocía…

Nynaeve lo hizo callar alzando la mano, de repente ansiosa.

—¡El chico! ¿Dónde está?

—Estaba aquí mismo… —empezó Lurts—. Se fue con…

Arriba estalló de repente un alboroto. Nynaeve soltó una maldición y gritó a Triben que atrapara al chico. Se abrió paso a empujones hacia la escala de mano y subió. Salió corriendo por la tienda, seguida por la esfera de luz. Los dos secuaces se encontraban en el centro de la habitación, desconcertados, acobardados, y el guardia saldaenino los amenazaba con la espada. La miró con una expresión interrogante.

—¡El chico! —gritó Nynaeve.

Triben miró hacia la puerta. Estaba abierta. Preparando tejidos de Aire, Nynaeve salió disparada a la embarrada calle.

Allí encontró al chico, Kerb, sujeto por los cuatro criados que había llevado consigo desde la mansión. Nynaeve bajó de la acera al tiempo que los hombres levantaban del suelo al chico, que no dejaba de forcejear. El tercer saldaenino se encontraba en el umbral de la tienda, con la espada desenvainada, como si hubiera corrido hacia allí para ver si ella corría peligro.

—Salió como un rayo por la puerta, Aes Sedai —dijo uno de los criados—. Igual que si lo persiguiera el Oscuro en persona. Vuestro soldado corrió para ver si estabais en peligro, pero nosotros pensamos que era mejor atrapar al muchacho antes de que se escapara, por si acaso.

Nynaeve hizo una profunda inhalación para calmarse.

—Bien hecho —les dijo. El chico forcejeaba—. Pero que muy bien hecho.

33

Una conversación con el Dragón

Más vale que sea importante —le advirtió Rand.

Nynaeve se dio media vuelta y vio al Dragón Renacido en el umbral de la puerta de la sala de estar. Llevaba una bata de color rojo oscuro con unos dragones negros bordados en las mangas; el muñón le quedaba escondido entre los pliegues de la manga izquierda. A pesar de tener el pelo alborotado de haber estado durmiendo, la expresión en los ojos denotaba que estaba alerta.

Entró en la sala con paso decidido, siempre regio. Incluso a una hora tan avanzada de la noche y acabándose de levantar, caminaba con un aire de absoluta seguridad en sí mismo. Unos criados habían llevado una tetera caliente, y Rand se sirvió una taza mientras Min entraba en la habitación. Ella también iba vestida con un bata de noche —una de las prendas de moda en Bandar Eban—, aunque la suya era de seda amarilla y mucho más fina que la de Rand. Las Doncellas Aiel tomaron posiciones junto a la puerta y se sentaron en cuclillas como tenían por costumbre, siempre acechantes.

Rand dio un buen sorbo de té; cada vez le era más difícil a Nynaeve reconocer en él al chico de Dos Ríos que había visto crecer. ¿La línea de la mandíbula había tenido siempre ese rasgo de resolución? ¿Desde cuándo se habían vuelto sus pasos tan firmes, su porte tan autoritario? Ese hombre casi le parecía… una imitación del Rand que había conocido antaño, como una estatua esculpida en piedra a su semejanza, pero con exagerados aires heroicos.

—¿Y bien? ¿Quién es? —preguntó Rand.

Kerb, el joven aprendiz, estaba sentado —y maniatado con Aire— en uno de los mullidos sillones de la habitación. Nynaeve volvió la vista hacia él, abrazó la Fuente y tejió una salvaguardia contra las escuchas.

—¿Has encauzado? —inquirió Rand asestándole una dura mirada.

Si no tomaba precauciones al encauzar, él lo notaba porque se le ponía la carne de gallina, según habían revelado las investigaciones de Egwene y Elayne.

—Una salvaguardia —respondió; no iba a dejar que la amedrentara—. Que yo sepa, no necesito tu permiso para encauzar. Te habrás convertido en una persona poderosa, Rand al’Thor, pero no olvides que te zurraba el trasero cuando apenas alzabas dos palmos del suelo.

Antes, tal comentario habría provocado en él una reacción, un arranque de malhumor, cuando menos. Sin embargo, se limitó a mirarla. A veces, esos ojos parecían ser lo que más había cambiado de él. Rand suspiró.

—¿Por qué me has despertado, Nynaeve? ¿Quién es este chico larguirucho y aterrado? De haber sido cualquier otro quien me hubiera hecho llamar a estas horas de la noche, habría ordenado que Bashere lo azotara.

Nynaeve señaló a Kerb con un gesto de cabeza.

—Creo que este «chico larguirucho y aterrado» sabe dónde se encuentra el rey.

Eso despertó el interés de Rand. Y también el de Min, que se había servido una taza de té y se encontraba apoyada en la pared. ¿Por qué diantre no estaban casados?

—¿Sabe el paradero del rey? —preguntó Rand—. Entonces, también sabe dónde está Graendal. ¿Cómo lo has averiguado, Nynaeve? ¿Dónde lo encontraste?

—En los calabozos donde ordenaste encarcelar a Milisair Chadmar —contestó Nynaeve sin quitarle ojo de encima—. Es terrible, Rand al’Thor. No tienes ningún derecho a tratar así a nadie —lo reprendió.

Tampoco ese comentario hizo mella en Rand, que en cambio se acercó a Kerb.

—¿Oyó algo de lo que le sacaron al emisario en los interrogatorios?

—No, pero creo que lo mató —respondió Nynaeve—. Sé a ciencia cierta que intentaba envenenar a Milisair. Si yo no la hubiera Curado, estaría muerta a finales de semana.

Rand miró a Nynaeve y ésta casi llegó a sentir el proceso que seguía la mente del hombre para encadenar los pensamientos y deducir en qué había estado ocupada.

—Me he dado cuenta de que vosotras, las Aes Sedai, tenéis muchas cosas en común con las ratas —habló Rand, por fin—. Siempre estáis donde no se os llama.

Nynaeve resopló sonoramente.

—Si no me hubiera metido donde no me llaman, Milisair se estaría muriendo y Kerb seguiría en libertad.

—Supongo que ya le habrás preguntado quién le ordenó acabar con el emisario…

—Aún no. Pero encontré el veneno entre sus pertenencias y confirmé que fue él quien preparó las comidas tanto para Milisair como para el mensajero. —Nynaeve dudó antes de continuar—. Rand, no estoy segura de que el chico pueda responder todas tus preguntas. Le hice un Ahondamiento y, a pesar de que no está enfermo, físicamente hablando, hay… Hay algo ahí. En la mente.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Rand con suavidad.

—Hay una especie de bloqueo —respondió Nynaeve—. El carcelero parecía frustrado, incluso sorprendido, de que el mensajero hubiera sido capaz de resistir su… interrogatorio. Creo que él también debía de tener un bloqueo, algo que le impedía revelar más de lo debido.

—Compulsión —dijo Rand como sin darle importancia, y se llevó la taza a la boca.

La Compulsión era algo perverso, maligno. Ella lo había experimentado y aún temblaba al recordar lo que le había hecho Moghedien. Y eso que fue poca cosa, como privarla de algunos recuerdos.

—Hay pocos que tengan la habilidad de Graendal con la Compulsión —continuó Rand, pensativo—. Quizás ésta es la confirmación que buscaba. Sí, Nynaeve… Esto podría ser un gran descubrimiento, sin duda. Lo suficiente para que se me olvide cómo lo averiguaste.

Rand rodeó el sillón y se inclinó para mirar al joven directamente a los ojos.

—Libéralo —ordenó.

Nynaeve obedeció.

—Dime, ¿quién te ordenó envenenar a esa gente? —le preguntó Rand.

—¡Yo no sé nada! —chilló el joven—. ¡Yo sólo…!

—Basta —ordenó Rand sin alzar la voz—. ¿Crees que puedo matarte?

El muchacho calló y abrió más los azules ojos, cosa que Nynaeve no habría creído posible.

—¿Crees que con sólo pronunciar una palabra haría que el corazón te dejara de latir? —prosiguió Rand en ese tono de voz espeluznante, tranquilo—. Soy el Dragón Renacido. ¿Crees que puedo quitarte la vida, incluso el alma, con sólo desear que suceda?

Nynaeve volvió a ver la pátina de oscuridad alrededor de Rand, ese halo que no sabía a ciencia cierta si estaba ahí. Se llevó la taza a los labios; de golpe, el té se había vuelto rancio y amargo, como si hubiera reposado demasiado tiempo.

Kerb hundió la cabeza entre los hombros y se echó a llorar.

—Habla —exigió Rand.

El joven abrió la boca pero sólo emitió un gruñido. La presencia de Rand lo había dejado paralizado y ni tan siquiera pestañeó —o no pudo hacerlo— para evitar que el sudor le entrara en los ojos.

—Sí. Es Compulsión, Nynaeve. ¡Ella está aquí! ¡Tenía razón! —Rand miró a Nynaeve—. Tienes que deshacer la red de la Compulsión, quitársela de la mente para que pueda contarnos lo que sabe.

—¿Qué? —exclamó con incredulidad Nynaeve.

—Mi habilidad con este tipo de tejido es escasa —dijo Rand, moviendo la mano—. Presumo que puedes eliminar la Compulsión, si lo intentas. En cierto modo se parece a la Curación. Tienes que utilizar el mismo tejido que crea la Compulsión, sólo que ejecutándolo al revés.

Ella frunció el entrecejo. Curar al pobre chico era una buena idea; todas las heridas deberían Curarse, después de todo… Pero no le apetecía intentar algo que no había hecho nunca y además hacerlo delante de Rand. ¿Y si algo salía mal y le causaba daño al chico?

Rand se sentó en el mullido sillón situado enfrente de Kerb. Min se acercó para sentarse junto a él. La joven torció el gesto y miró el té que le quedaba en la taza; al parecer, el de ella también se había estropeado de pronto.

Rand miró a Nynaeve, esperando.

—Rand, yo…

—Inténtalo, nada más —le dijo Rand—. Como eres mujer no puedo decirte cómo hacerlo paso a paso. Pero eres ingeniosa y estoy seguro de que te las arreglarás.

Aunque no tuviera esa intención, el tono paternalista de Rand la enfureció; el hecho de estar tan cansada tampoco era de gran ayuda. Apretó los dientes, se volvió hacia el chico y tejió los Cinco Poderes. Los ojos de él se desplazaron con rapidez adelante y atrás a pesar de que no podía ver los tejidos.

Nynaeve realizó una Curación muy leve que causó que el muchacho se pusiera rígido. Tejió un hilo independiente de Energía para Ahondarle la cabeza con todo el cuidado posible y tocó apenas los hilos que se aglomeraban en la mente de Kerb. Sí, ahora veía una complicada red hecha con hilos de Energía, Aire y Agua. Observar mentalmente ese patrón entrecruzado en el cerebro del chico era algo horrible. Aquí y allá, algunos fragmentos del tejido semejantes a pequeños garfios se clavaban muy hondo en el cerebro.

Tejerlo a la inversa, le había dicho Rand, pero hacerlo distaba mucho de ser fácil. Tenía que desmontar la red de Compulsión capa a capa, y si cometía un error podía matarlo. Estuvo a punto de echarse atrás.

Pero ¿quién más podría hacerlo? La Compulsión era un tejido prohibido y dudaba que Corele o cualquiera de las otras tuvieran experiencia con ese tejido. Si no lo intentaba, Rand se limitaría a llamar a las otras y les pediría que lo hicieran en su lugar. Ellas obedecerían y después se reirían con disimulo de la Aceptada que se creía Aes Sedai de pleno derecho.

Pues bien, ¡ella había descubierto nuevos métodos de Curar! ¡Y había ayudado a limpiar la mancha del Poder Único! ¡Incluso había Curado la neutralización y el amansamiento!

Esto también podía hacerlo.

Trabajó deprisa hasta crear un reflejo invertido de la primera capa de Compulsión. Todos los hilos del Poder eran exactamente iguales que los que tenía el chico en la mente, pero tejidos al revés. Al terminar, Nynaeve colocó su copia sobre el tejido original, con suavidad, vacilante; pero, como Rand había previsto, las dos capas se deshicieron y desaparecieron.

«¿Cómo lo sabía?», se preguntó Nynaeve. Un escalofrío le recorrió la espalda al recordar lo que Semirhage había dicho de él. Eran recuerdos de otra vida, recuerdos sobre los que no tenía ningún derecho. Había una razón por la que el Creador les permitía olvidar las vidas pasadas: nadie debería recordar los yerros de Lews Therin Telamon.

Continuó separando los tejidos de la Compulsión capa tras capa, igual que un curandero despegaría las gasas adheridas a una pierna herida. Era un trabajo agotador, pero reconfortante. Cada tejido corregía un mal, sanaba al chico un poco más, aportaba otra pizca a lo que había de bueno en el mundo.

Tardó casi una hora y resultó ser una experiencia extenuante. Pero lo consiguió. Cuando hizo desaparecer la última capa de Compulsión, suspiró agotada y soltó el Poder Único; estaba convencida de no ser capaz de encauzar ni una chispa más ni aunque en ello le fuera la vida. Tambaleándose, se acercó a una silla y se dejó caer en ella con pesadez. Advirtió que Min se había quedado dormida en el sillón, hecha un ovillo junto a Rand.

Él no dormía. El Dragón Renacido observaba como si viera cosas que ella no podía ver; se levantó y se acercó a Kerb.

En su desfallecimiento, Nynaeve no se había percatado de la cara del joven aprendiz. Tenía una extraña expresión ausente, como la de una persona que hubiera recibido un fuerte golpe en la cabeza.

Rand reclinó una rodilla en el suelo, delante del chico, le sujetó la barbilla y lo miró a los ojos.

—¿Dónde? —preguntó con suavidad—. ¿Dónde está ella?

El chico abrió la boca y un hilo de baba le resbaló por la comisura de la boca.

—¿Dónde está? —insistió Rand.

Kerb gimió; aún tenía los ojos en blanco y la punta de la lengua le asomaba un poco entre los labios.

—¡Rand! —llamó Nynaeve—. ¡Basta! ¿Qué le estás haciendo?

—No le hago nada —respondió Rand, tranquilo—. Esto es lo que tú has provocado, Nynaeve, al deshacer el tejido. La Compulsión de Graendal es muy fuerte, aunque tosca en ciertos aspectos. Colma de Compulsión la mente a tal punto que borra cualquier atisbo de personalidad o intelecto, y convierte a la persona en una marioneta que sólo actúa según sus órdenes directas.

—¡Pero si antes fue capaz de interactuar con nosotros!

—Si preguntas a los carceleros —explicó Rand al tiempo que negaba con la cabeza—, te dirán que era bastante corto de entendederas y que apenas hablaba con ellos. En su mente ya no era una persona en realidad, tan sólo capas de tejidos de Compulsión, unas instrucciones diseñadas con gran ingenio para acabar con la personalidad de este pobre infeliz y convertirlo en una criatura que actuara según los deseos de Graendal. Lo he visto docenas de veces.

«¿Docenas de veces? —Nynaeve volvió a estremecerse—. ¿Lo has visto tú o lo vio Lews Therin? ¿A quién pertenecen los recuerdos que te gobiernan ahora?»

Con el estómago revuelto, miró de nuevo a Kerb. No tenía la mirada ausente como si hubiera recibido un golpe, tal como ella había pensado al principio. No, la mirada era aún más vacía. Cuando ella era joven, a poco de ser nombrada Zahorí, le habían llevado a una mujer que se había caído de un carro. Tras pasar varios días inconsciente, la mujer se despertó y tenía la misma mirada que el chico. No había ningún indicio de que reconociera a nadie ni tampoco de que siguiera alentando un alma en la cáscara vacía que era su cuerpo.

La mujer había muerto una semana después.

—Necesito que me digas dónde está —pidió Rand al chico—. Dame algo. Si aún queda en ti algún vestigio de resistencia, una chispa que lucha contra ella, te prometo que te vengaré. Un lugar. ¿Dónde está ella?

A Kerb le resbalaba baba entre los labios, unos labios que parecían temblar. Rand se irguió todo lo alto que era sin dejar de mirar al chico a los ojos. Entre temblores, Kerb susurró unas palabras:

—Refugio de Natrin.

Rand exhaló el aire despacio y soltó la barbilla de Kerb con un movimiento casi reverente. El joven se deslizó del sillón al suelo, y la baba goteó en la alfombra. Nynaeve maldijo, se levantó de un salto de la silla y se tambaleó al sentir como si la habitación le diera vueltas. Luz, estaba agotada. Procuró calmarse, cerró los ojos y respiró hondo; luego se arrodilló junto al chico.

—No te molestes. Ha muerto —le dijo Rand.

Nynaeve comprobó que, en efecto, estaba muerto. Entonces alzó la cabeza con brusquedad y miró a Rand. ¿Qué derecho tenía él de parecer estar tan exhausto como se sentía ella? ¡Si casi no había hecho nada!

—¿Qué le…?

—No le hice nada, Nynaeve. Sospecho que, una vez que retiraste la Compulsión, lo único que lo mantenía con vida era el odio que sentía hacia Graendal, enterrado muy dentro de su ser. La pequeña parte de él que aún vivía supo que la única ayuda que podía dar eran esas palabras. Y después se dejó ir, simplemente. No podíamos hacer nada más por él.

—No puedo aceptar lo que dices. ¡Se lo podría haber Curado! —replicó Nynaeve con frustración.

Ella tendría que haber sido capaz de ayudarlo. Deshacer el tejido de Compulsión de Graendal le había reportado una emoción tan satisfactoria, una sensación de estar haciendo algo tan legítimo… ¡No debería haber acabado así!

Se estremeció; se sentía mancillada, utilizada. ¿Es que ella era mejor que el carcelero que había hecho cosas horribles para conseguir información? Clavó en Rand una mirada hostil, penetrante. ¡Debió advertirle lo que provocaría deshacer la Compulsión!

—No me mires así, Nynaeve.

Rand caminó hacia la puerta e hizo una señal a las Doncellas apostadas fuera para que recogieran el cuerpo de Kerb; las Aiel obedecieron con presteza y sacaron el cadáver. Rand pidió otra tetera.

Regresó al sillón junto a la dormida Min, que se había puesto un cojín debajo de la cabeza. Una de las dos lamparillas casi se había consumido, y al sentarse Rand la mitad de la cara le quedó sumida en sombras.

—No podía suceder de otro modo —continuó él—. La Rueda gira según sus designios. Eres una Aes Sedai. ¿No es ése uno de vuestros lemas?

—No sé qué es —respondió cortante Nynaeve—, pero no justifica tus actos.

—¿Qué actos? Tú trajiste a este hombre a mi presencia. Graendal utilizó la Compulsión con él y ahora la mataré por ello. De ese acto sí seré yo el responsable. Y ahora, márchate. Intentaré dormirme otra vez.

—¿No sientes ni una pizca de culpabilidad? —inquirió Nynaeve.

Se trabaron las miradas de ambos, la de Nynaeve, frustrada e impotente. La de Rand… ¿Quién sabía lo que sentía Rand últimamente?

—¿Debería sufrir por todos ellos, Nynaeve? —le preguntó en respuesta, con tranquilidad, mientras se levantaba del sillón, la mitad de la cara aún sumida en sombras—. Carga esta muerte a mis espaldas, si lo deseas. Será una de tantas. ¿Cuántas piedras puedes cargar en la espalda de un hombre antes de que deje de importar el peso que soporta? ¿O cuánto tiempo puedes tener al fuego un trozo de carne hasta que sea irrelevante que siga quemándose? Si me permitiera sentir culpabilidad por este chico, entonces tendría que sentirme culpable por todos los demás y eso acabaría conmigo.

Ella lo contempló en el claroscuro del cuarto. Un rey, sin duda alguna. Un soldado, a pesar de haber librado contadas batallas. Se obligó a apaciguar la ira. ¿Acaso su intención en todo el episodio no había sido hacerle saber que podía confiar en ella?

—Oh, Rand —le dijo, dándose media vuelta—. Esto en lo que te has convertido, ese corazón sin más emoción que la ira… Eso será lo que te destruya.

—Sí —admitió quedamente, y Nynaeve volvió a mirarlo, perpleja.

»No deja de sorprenderme —prosiguió Rand, posando la mirada en Min— que todos deis por sentado que soy tan estúpido que no veo lo que para todos es tan obvio. Sí, Nynaeve, sí. Esta dureza me destruirá, lo sé.

—Entonces, ¿por qué? —preguntó Nynaeve—. ¿Por qué no dejas que te ayudemos?

Rand levantó la vista, pero no hacia ella, sino que se quedó mirando al vacío. Una sirvienta vestida con los colores blanco y verde oscuro de la casa de Milisair llamó a la puerta con suavidad. Entró en la habitación, dejó la nueva tetera y se llevó la otra al retirarse.

—Cuando era más joven —habló Rand en un quedo susurro—, Tam me contó una historia que había escuchado en sus viajes por el mundo. Me habló del Monte del Dragón. En aquel entonces yo no sabía que Tam lo había visto con sus propios ojos ni que me había encontrado allí. Yo no era más que un pastorcillo, y el Monte del Dragón, Tar Valon o Caemlyn eran lugares casi míticos para mí.

»Me contó que era tan alto que hacía que el Pico de Cuernos Gemelos, allí en casa, pareciera pequeño. Según la historia de Tam, ningún hombre había alcanzado la cima del Monte del Dragón. No por ser imposible, sino porque para llegar a la cumbre haría falta emplear todas las fuerzas que tuviera un hombre. Tan alta era la montaña que coronarla sería un esfuerzo que agotaría por completo a quien la escalara.

Rand se quedó en silencio.

—¿Y bien? —preguntó al fin Nynaeve.

Rand la miró.

—¿No te das cuenta? Las historias dicen que ningún hombre ha ascendido esa montaña hasta la cúspide porque después no tendría fuerzas para regresar. Un escalador podría llegar, alcanzaría la cima, vería lo que ningún otro hombre ha visto. Y entonces moriría. Los más grandes exploradores lo saben y, en consecuencia, ninguno la ha escalado jamás. Siempre lo han deseado pero todos esperan y posponen esa aventura para otro día, pues saben que será la última que emprendan.

—Pero es tan sólo una historia. Una leyenda.

—Eso es lo que soy yo —respondió Rand—. Una leyenda. Una historia que se contará en voz baja a los niños con el correr de los años. —Rand meneó la cabeza—. A veces no hay vuelta atrás, hay que seguir adelante. Y a veces uno sabe que esa escalada será la última que haga.

Todos afirmáis que no tengo sentimientos, que soy tan duro que al final me haré pedazos si sigo así. Pero todos dais por sentado que ha de quedar algo de mí para continuar. Que necesito descender de la montaña una vez que haya llegado a la cumbre.

»Ésa es la clave, Nynaeve. Ahora lo entiendo. No voy a salir con vida de esto, así que no tengo que preocuparme por lo que me pase después de la Última Batalla. No necesito reservar fuerzas, no necesito conservar ni un gramo de mi vapuleada alma. Sé que debo morir. Los que desean que sea más compasivo, que me adapte, son los que no pueden aceptar lo que va a ocurrirme.

Rand bajó de nuevo la vista hacia Min. Nynaeve lo había visto mirar a la joven con cariño muchas veces, pero en esos momentos tenía el gesto inexpresivo; no había emoción alguna en su rostro.

—Encontraremos un modo, Rand —le dijo—. Seguro que hay una manera de ganar y que sigas con vida.

—No —rechazó Rand—. No me des esperanzas, no me tientes con volver a un camino que sólo conduce al dolor, Nynaeve. Yo… Antes acariciaba la idea de dejar un legado que ayudara al mundo a sobrevivir una vez que yo hubiese muerto, pero en el fondo no era más que un vano empeño de querer seguir con vida, y eso no puedo permitírmelo. Escalaré esa maldita montaña y aceptaré lo que venga. A los demás os corresponde afrontar lo que llegue después. Así debe ser.

Nynaeve abrió la boca para replicarle, pero Rand le asestó una mirada penetrante.

—Así debe ser, Nynaeve —repitió—. Hoy lo hiciste bien —añadió Rand al ver que ella guardaba silencio—. Nos has ahorrado a todos muchos problemas.

—Lo hice porque quiero que confíes en mí —respondió Nynaeve y, acto seguido, se maldijo por ello.

¿Por qué había dicho eso? ¿Estaba tan cansada como para balbucear lo primero que le venía a la mente?

Rand se limitó a asentir con un cabeceo.

—Confío en ti, Nynaeve —dijo—. Tanto como confío en unos pocos y más de lo que confío en la mayoría. Crees saber lo que es mejor para mí, aún en contra mis deseos, pero eso lo acepto. La diferencia entre Cadsuane y tú es que tú te preocupas de verdad por mí. En cambio a Cadsuane sólo le preocupa mi papel en sus planes. Quiere que tome parte en la Última Batalla. Tú quieres que viva y por ello te doy las gracias. Sueña por mí, Nynaeve. Sueña con todo eso con lo que yo ya no puedo soñar.

Rand se inclinó para alzar a Min; lo consiguió pese a faltarle la mano, pasándole el otro brazo por debajo del cuerpo y sujetándola con la mano al tiempo que la impulsaba en el aire para levantarla. Min se rebulló y luego se acurrucó contra él; entonces se despertó y, entre balbuceos, rezongó que podía caminar. Rand no la bajó al suelo, tal vez por el cansancio que denotaba la voz de la joven. Nynaeve sabía que Min pasaba la mayoría de las noches en vela leyendo, forzándose hasta la extenuación casi tanto como Rand.

—Nos ocuparemos de los seanchan primero —dijo Rand mientras avanzaba hacia la puerta con Min en brazos—. Estate preparada para esa reunión, Nynaeve. Y después me ocuparé de Graendal.

Dicho esto, abandonó la sala. La lamparilla titilante se consumió al fin y sólo quedó la que estaba encendida en la mesa.

Rand la había vuelto a sorprender. Aún era un cabeza de chorlito; pero, cosa sorprendente, era muy consciente de cuanto lo rodeaba. ¿Cómo podía un hombre saber tanto y a la vez ser tan ignorante?

¿Y por qué no se le había ocurrido algo para rebatir lo que Rand había dicho? ¿Por qué no era capaz de gritarle y decirle que se equivocaba? Siempre quedaba la esperanza. Al prescindir de esa importantísima emoción, se haría más resistente, pero ponía en peligro toda la importancia que pudiera darle al resultado de sus batallas.

Por alguna razón, Nynaeve no conseguía encontrar palabras para rebatírselo.

34

Fábulas

¡De acuerdo! —dijo Mat mientras desenrollaba uno de los mejores mapas de Roidelle sobre la mesa.

Talmanes, Thom, Noal, Juilin y Mandevwin habían colocado las sillas alrededor. A un lado del mapa de la zona, Mat desenrolló el croquis de una ciudad de tamaño mediano. Les había costado mucho encontrar a un mercader dispuesto a dibujar el mapa de Brisafiel; pero, después de lo de Hinderstap, a Mat no le apetecía entrar en una población sin saber contra qué tenían que vérselas.

El pabellón de Mat se encontraba a la sombra del bosque de pinos en el que estaban acampados. Hacía un día frío. De vez en cuando el viento soplaba y una pequeña rociada de agujas se soltaba de las ramas y caía; algunas arañaban el techo del pabellón en su camino al suelo. Fuera, los soldados se llamaban entre ellos y se oía el golpeteo metálico de las ollas mientras se distribuían las raciones de mediodía.

Mat examinó el plano de la ciudad. Ya iba siendo hora de dejar de hacer el tonto. El mundo entero había decidido ponerse en su contra; hoy día, hasta las poblaciones rurales de montaña eran trampas mortales. Lo siguiente sería que las margaritas del camino se confabularían para devorarlo.

Esa idea le dio que pensar, porque le trajo a la memoria al pobre buhonero hundiéndose en el camino de aquella población shiotana. Cuando aquel lugar fantasmal había desaparecido, había dejado atrás un prado con mariposas y flores. Entre ellas, margaritas. «Maldita sea», pensó.

Bueno, pues, Matrim Cauthon no estaba dispuesto a acabar muerto en cualquier calzada de un lugar perdido de la mano del Creador. Esta vez haría planes y estaría preparado. Asintió con un cabeceo, satisfecho.

—La posada está aquí —señaló Mat en el plano de la población— El Puño Amenazador. Dos viajeros por separado coincidieron en que era una buena posada, la mejor de las tres que tenía la ciudad. La mujer que me busca no ha hecho ningún esfuerzo por ocultar su paradero, lo cual significa que cree estar bien protegida. Por lo tanto, es de esperar que tenga guardias.

Mat sacó otro de los mapas de Roidelle, uno que reflejaba mejor los accidentes de las inmediaciones de Brisafiel. La población estaba emplazada en una hondonada rodeada por colinas suavemente onduladas, junto a un lago pequeño alimentado por manantiales de montaña. Por lo visto en el lago se criaban unas truchas excelentes, y la preparación de éstas en salazón era la ocupación principal de la ciudad.

—Quiero tres secciones de caballería ligera aquí —indicó Mat poniendo el dedo en la parte alta de una pendiente—. Estarán ocultas por los árboles, pero tendrán buena visibilidad del cielo. Si una flor nocturna roja asciende en el aire, habrán de venir al rescate directamente por la calzada principal, aquí. Tendremos a cien ballesteros apostados a ambos extremos de la ciudad, como apoyo para la caballería. En cambio, si la flor nocturna es verde, la caballería habrá de dirigirse hacia las principales calzadas de la ciudad (aquí, aquí y aquí) y asegurar su posición en ellas. — Alzó la vista y señaló al juglar.

»Thom, llevarás a Harnan, Fergin y Mandevwin como tus «aprendices», y que Noal se haga pasar por tu criado.

—¿Criado? —repitió Noal. Era un hombre huesudo y de nariz ganchuda al que le faltaban dientes. Sin embargo, era duro como una vieja espada marcada con muescas de batallas que pasa de padres a hijos—. ¿Y para qué necesita criado un juglar?

—Vale, de acuerdo. Entonces serás su hermano que hace las veces de criado. Juilin, tú…

—Espera, Mat —intervino Mandevwin; el hombre se rascó la cara, cerca del parche del ojo—. ¿Voy a ser aprendiz de un juglar? Creo que no tengo una voz muy apropiada para entonar canciones. Tú me has oído, fijo. Además, con un solo ojo, dudo que se me dé bien hacer malabares.

—Eres un aprendiz nuevo —rectificó Mat—. Thom sabe que no tienes talento alguno, pero le diste pena a causa de tu tía abuela, con la que has vivido desde que tus padres murieron en una trágica estampida de bueyes; la vieja se puso enferma de viruela trifolia y se volvió loca. Empezó a darte de comer sobras y a tratarte como el perro de la casa, Marcas, que se escapó cuando tú tenías siete años.

Mandevwin se rascó la cabeza; tenía el pelo surcado de hebras grises.

—¿Y no te parece que soy un poco mayor para ser aprendiz? —preguntó después a Mat.

—Tonterías. Eres joven de corazón y, puesto que nunca te casaste (la única mujer que has amado huyó con el hijo del curtidor), la llegada de Thom te dio una oportunidad para empezar de cero.

—Pero es que no quiero abandonar a mi tía abuela —protestó Mandevwin—. ¡Ella me cuidó desde que era un niño! Un hombre como es debido no abandona a una anciana sólo porque se le vaya un poco la cabeza.

—No hay ninguna tía abuela —le recordó Mat con exasperación—. Sólo es una fábula, un cuento que he inventado como historia de fondo para tu personaje falso.

—¿Y no puedes inventarte uno en el que parezca un hombre más respetable?

—Demasiado tarde —contestó Mat, que se puso a rebuscar en una pila de papeles que tenía en el escritorio hasta dar con unas páginas garabateadas—. Ya no te puedo cambiar. Me pasé media noche desarrollando tu historia. Es la mejor de todas, de hecho. Toma, aprende esto de memoria. —Le tendió las páginas a Mandevwin y después sacó otras cuantas y se puso a repasarlas.

—¿No te parece que estás exagerando un poco con todo esto, muchacho? —preguntó Thom.

—No voy a dejar que me pillen desprevenido otra vez, Thom. Así me aspen si lo permito. Estoy harto de meterme en trampas como un incauto. Me propongo tomar las riendas y gobernar mi destino, dejar de salir de un problema para meterme en otro peor. Va siendo hora de tomar el mando.

—¿Y eso lo haces con…? —inquirió Juilin.

—Personajes elaborados con sus historias de fondo. —Mat tendió sus páginas a Thom y a Noal—. Y lo hago condenadamente bien.

—¿Y yo qué? —quiso saber Talmanes. En los ojos del noble volvía a estar ese brillo de guasa, a pesar de que parecía hablar con total seriedad—. Deja que adivine, Mat. Soy un mercader viajero que en otro tiempo recibió entrenamiento con los Aiel y que ahora viene al pueblo porque ha oído contar que en el lago vive una trucha que insultó a su padre.

—Tonterías. —Mat le tendió sus páginas—. Eres un Guardián.

—Eso suena muy sospechoso —le hizo notar Talmanes.

—Es que se supone que tienes que resultar sospechoso. Siempre es más fácil ganar a un hombre a las cartas cuando tiene la cabeza en otro sitio. Bien, así que tú serás nuestro «caso» raro. Un Guardián que pasa por la ciudad con alguna misión misteriosa no será un acontecimiento tan grandioso como para llamar demasiado la atención, aunque para los que saben lo que han de buscar en un viajero, será una buena maniobra de distracción. Usarás la capa de Fen. Me dijo que me la prestaba; todavía se siente culpable por dejar que esas criadas se escabulleran.

—Por supuesto, ya que tú no le aclaraste que las chicas se desvanecieron, sin más —añadió Thom—. Ni que era de todo punto imposible impedir que ocurriera.

—Es que, a mi juicio, no tenía sentido contárselo —respondió Mat—. Opino que no sirve de nada darle vueltas a algo que ha quedado atrás.

—Así que un Guardián, ¿no? —dijo Talmanes mientras repasaba sus páginas—. Tengo que practicar lo del gesto ceñudo.

—No te lo estás tomando en serio —dijo Mat mirándolo con gesto impasible.

—¿Qué dices? ¿Es que alguno se lo está tomando en serio?

Ese maldito brillo en los ojos del noble. ¿De verdad había creído en algún momento que a ese hombre le costaba reírse? Lo que pasaba es que lo hacía para sus adentros. Y ésa era la forma más irritante.

—Luz, Talmanes —dijo—. En esa ciudad hay una mujer que nos busca a Perrin y a mí. Conoce nuestro aspecto tan bien que está en condiciones de hacer un dibujo más preciso que el que habría sabido hacer mi propia madre. Me provoca escalofríos, como si tuviera al mismísimo Oscuro pegado a la espalda. ¡Y yo no puedo entrar en esa puñetera ciudad, puesto que cada hombre, mujer y niño de ese lugar tiene un dibujo con mi cara y la promesa de oro a cambio de información!

»Vale, quizá me excedí algo con los preparativos, pero estoy decidido a encontrar a esa persona antes de que dé la orden de degollarme por la noche a un tropel de Amigos Siniestros, o a algo peor. ¿Me explico?

Mat miró a los ojos a los cinco hombres, asintió con la cabeza y se dirigió al faldón de la entrada del pabellón, pero se detuvo junto a la silla de Talmanes, carraspeó para aclararse la garganta y masculló casi entre dientes:

—En secreto, sientes pasión por la pintura, y querrías escapar de esta vida de muertes con la que estás comprometido. Pasas por Brisafiel de camino al sur, en lugar de tomar otra ruta más directa, porque te encantan las montañas. También abrigas la esperanza de dar con alguna noticia sobre tu hermano menor, al que no ves desde hace años. Desapareció en una expedición de caza, al sur de Andor. Tienes un pasado muy tortuoso.

Después salió a buen paso de la tienda al oscuro mediodía, aunque le dio tiempo de ver de refilón a Talmanes poniendo los ojos en blanco. ¡Maldito hombre! ¡En esas páginas había un buen drama!

A través de los pinos se veía que el cielo estaba encapotado. Otra vez. ¿Cuándo iba a acabar esto? Mat sacudió la cabeza y echó a andar por el campamento respondiendo con un cabeceo a los grupos de soldados que saludaban con gestos o palabras para mostrar su respeto a «lord Mat». La Compañía pasaría allí un día —acampada en una aislada ladera arbolada, a medio día de marcha de la ciudad— mientras hacían los últimos preparativos para el ataque. Allí los pinos amarillos eran altos, con ramas que se extendían anchurosas, y a su sombra la maleza apenas medraba. Las tiendas se agrupaban alrededor de los pinos; el aire era fresco y umbroso, con olor a savia y marga.

Vagó por el campamento para supervisar las tareas de sus hombres y comprobar que todo se realizaba con eficiencia. Los viejos recuerdos, los que le habían dado los elfinios, habían empezado a combinarse de un modo tan uniforme con los suyos propios que le costaba discernir qué impulsos provenían de ellos y cuáles eran suyos.

Era estupendo estar de nuevo con la Compañía; no se había dado cuenta de lo mucho que los había echado de menos. Sería agradable reunirse con el resto de los hombres, las tropas dirigidas por Estean y Daerid. Con suerte, habrían tenido menos complicaciones que la fuerza que estaba a sus órdenes.

Los estandartes de la caballería fueron los primeros que aparecieron en su ronda. Se encontraban separados, en un extremo del campamento; los jinetes siempre se consideraban superiores a los soldados de infantería. Ese día, como muchos otros, los hombres estaban preocupados por el alimento para sus caballos. Para un buen soldado de caballería, su montura siempre tenía prioridad. El viaje desde Hinderstap había sido muy exigente para los animales, sobre todo porque no había mucho que pacer. Esta primavera apenas crecía pasto —ni nada— y los restos de hierba que quedaban del invierno eran ralos y escasos. Además, los caballos rechazaban la paja, casi como si se hubiera puesto mala, igual que ocurría con otras provisiones. No tenían mucho grano; habían confiado en vivir de lo que ofreciera la tierra, ya que se movían muy deprisa para llevar carretas de grano.

En fin, tendría que discurrir qué hacer respecto a ese problema. Mat había asegurado a los jinetes que estaba trabajando en ello, y habían dado por buena su palabra. Lord Mat nunca les había fallado. Claro que aquellos a los que sí les había fallado se pudrían ahora en sus tumbas. Rechazó la petición de izar la bandera; tal vez después de la incursión a Brisafiel.

En ese momento no tenía verdaderos soldados de infantería; todos estaban con Estean y Daerid. Talmanes, muy atinadamente, se había dado cuenta de que necesitaban movilidad y se había hecho acompañar por tres unidades de caballería y casi cuatro mil ballesteros montados. A continuación Mat supervisó a los ballesteros e hizo un alto para observar a un par de escuadrones que practicaban el tiro en línea, al fondo del campamento.

Mat se detuvo al lado de un pino alto al que las ramas más bajas le crecían a sus buenos dos pies por encima de su cabeza y se apoyó en el tronco. La línea de ballesteros practicaba más la coordinación que la puntería; en realidad, uno no apuntaba en la mayoría de las batallas, razón por la cual las ballestas tenían tan buen resultado. Requerían una décima parte de entrenamiento que los arcos largos. Sí, por supuesto que estos últimos disparaban más deprisa y a más distancia, pero si uno no disponía de toda una vida para dedicarse a practicar, entonces esas ballestas eran una buena alternativa.

Además, el proceso de recargar una ballesta facilitaba el adiestramiento para que las filas dispararan a la vez. El capitán del escuadrón se encontraba de pie a un lado y golpeaba una vara contra el tronco de un árbol cada dos segundos para marcar un ritmo. Cada chasquido en la madera era una orden: el primero, ballesta al hombro; disparad, el segundo; ballesta abajo, tercero; y el cuarto, cranequín. De nuevo, ballesta al hombro en el quinto golpe. Los hombres estaban mejorando mucho; disparar en oleadas coordinadas tenía por resultado una matanza más consistente. Con cada cuarto golpe en el tronco salía disparada una andanada de saetas que se clavaban en los árboles.

«Vamos a necesitar más de ésas», pensó Mat al reparar en que muchas de las saetas se astillaban durante los disparos de entrenamiento. Se desperdiciaba más munición en las prácticas que en una batalla, pero ahora cada saeta valía como dos o como tres en combate. Los hombres estaban mejorando, desde luego. Si hubiera tenido a su disposición unos cuantos escuadrones como éstos cuando había combatido en las Cataratas Baño de Sangre, quizá Nashif habría aprendido la lección mucho antes.

Claro que serían mucho más útiles si pudieran dispararse más deprisa. El cranequín era lo que retrasaba el procedimiento, aunque no por tener que girarlo para tensar la cuerda, sino porque había que bajar la ballesta para armarla. Se tardaba cuatro segundos en cambiar el arma de posición. La incorporación de esas cajas y esos cranequines nuevos que Talmanes había aprendido a hacer con aquel forjador de Murandy aceleraba muchísimo el proceso. Sin embargo, ese hombre iba de paso hacia Caemlyn para vender los cranequines allí; a saber quién más los había comprado a lo largo del camino. No pasaría mucho tiempo antes de que los tuviera todo el mundo. Cualquier ventaja quedaba anulada si la tenían tanto los propios ballesteros como los del enemigo.

Esas cajas le habían proporcionado un gran éxito en Altara contra los seanchan, y detestaba perder cualquier ventaja. ¿Habría algún otro modo de hacer que las ballestas dispararan aún más deprisa?

Pensativo, supervisó unas cuantas cosas más en el campamento; los altaraneses que habían reclutado para la Compañía se estaban adaptando bien y, aparte de comida para los caballos y tal vez saetas para las ballestas, parecía haber provisiones suficientes. Satisfecho, fue a visitar a Aludra.

La mujer se había instalado casi al fondo del campamento, junto a una pequeña hendidura de la rocosa ladera. Aunque esa posición era mucho más pequeña que el claro en los árboles donde se encontraban las Aes Sedai y sus ayudantes, era un lugar bastante más aislado. Mat tuvo que zigzaguear alrededor de tres grandes lienzos de algodón colgados entre los árboles —y colocados a propósito para ocultar el lugar de trabajo de Aludra— antes de llegar a donde estaba la mujer. Y tuvo que detenerse cuando Bayle Domon alzó una mano y lo retuvo hasta que Aludra le diera permiso para entrar.

La esbelta Iluminadora de cabello oscuro, sentada en un tocón que había en el centro de su pequeño campamento, se hallaba rodeada de polvos explosivos, rollos de pergamino, un tablero para escribir notas y herramientas colocadas ordenadamente en unas tiras de tela extendidas en el suelo. No llevaba trencillas y el largo cabello le caía suelto alrededor de los hombros, por lo que su aspecto le chocó a Mat. Sin embargo, seguía siendo bonita.

«Venga ya, Mat. Ahora estás casado», se reconvino para sus adentros. Así y todo, Aludra era bonita.

Junto a la Iluminadora vio a Egeanin, que sostenía derecho el tubo de una flor nocturna para que Aludra trabajara en ella. La Iluminadora tenía arrugada la frente y fruncía los carnosos labios en un gesto de concentración mientras daba golpecitos en el tubo. A Egeanin le estaba creciendo el oscuro cabello, y eso le daba un aspecto cada vez menos parecido al de la nobleza seanchan. Mat todavía tenía problemas a la hora de decidir cómo llamar a la mujer. Ella quería que la llamaran Leilwin, y a veces Mat pensaba en ella con ese nombre. Era absurdo cambiarse de nombre sólo porque alguien te dijera que tenías que hacerlo, pero a decir verdad Mat comprendía que la mujer no quisiera irritar a Tuon. Era una jodida cabezota, Tuon, vaya que sí. De nuevo se sorprendió a sí mismo mirando hacia el sur. ¡Rayos y centellas! Seguro que se encontraba bien.

En cualquier caso, si Tuon ya no estaba con ellos, ¿por qué Egeanin continuaba con la charada de hacerse llamar Leilwin? De hecho, él la había llamado por su verdadero nombre una o dos veces después de la partida de Tuon, pero la mujer le soltó una reprimenda. ¡Mujeres! No había quien las entendiera, y a las seanchan, las que menos.

Mat echó una ojeada a Bayle Domon. El barbudo y musculoso illiano permanecía apoyado en un árbol, junto a la entrada al campamento de Aludra, con dos grandes y ondeantes trozos de tela blanca extendidos a uno y otro lado, cerca de él. Todavía mantenía la mano alzada en un gesto de advertencia. ¡Como si todo el campamento no fuera de Mat, para empezar!

Sin embargo, no intentó pasar a la fuerza. No podía permitirse el lujo de ofender a Aludra. La mujer estaba jodidamente cerca de acabar con esos diseños suyos de los dragones y él se había hecho el firme a propósito de tenerlos. ¡Pero, por la Luz bendita, cómo le requemaba tener que pasar por un puesto de control en su propio campamento!

Aludra alzó la vista de su trabajo y se recogió un mechón suelto detrás de la oreja. Reparó entonces en Mat, pero se centró otra vez en su flor nocturna y empezó a dar golpecitos de nuevo con el martillo. ¡Puñetas! Aguantar aquello le recordó a Mat por qué visitaba a Aludra tan de tarde en tarde. El puesto de control ya era malo de por sí, pero ¿es que esa mujer tenía que dar golpes con un martillo en algo que era explosivo? ¿Es que no tenía sentido común? Pero todos los Iluminadores eran así. No tenían dos dedos de frente o, como decía su padre, les faltaban unos cuantos potrillos para tener la manada completa.

—Ya puedes entrar —dijo Aludra—. Gracias, maese Domon.

—Es un placer, señora Aludra —contestó Bayle, que bajó la mano e hizo un gesto amistoso con la cabeza animando a Mat a pasar.

Éste se arregló la chaqueta y entró con intención de preguntar cosas sobre ballestas. No obstante, algo captó de inmediato su atención: extendidos en el suelo detrás de Aludra había una serie de pergaminos con dibujos detallados, así como una lista de anotaciones con números al lado.

—¿Son éstos los planos para los dragones? —preguntó con ansiedad.

Puso rodilla en tierra para examinar los pergaminos sin tocarlos. Aludra era muy quisquillosa a veces con ese tipo de cosas.

—Sí.

La mujer seguía con los golpecitos de martillo. Le echó una mirada de soslayo con cierto aire de cortedad. Mat sospechaba que era por Tuon.

—¿Y esas cifras? —se interesó, procurando pasar por alto la sensación de incomodidad.

—Materiales requeridos —contestó ella, que soltó el martillo e inspeccionó el tubo de la flor nocturna por todos los lados. Le hizo un gesto de asentimiento a Leilwin.

¡Puñetas, qué cifras tan enormes! Una montaña de carbón, azufre y… ¿guano de murciélago? Según las notas, había una ciudad especializada en producirlo, allá por las estribaciones septentrionales de las Montañas de la Niebla. ¿Qué ciudad se especializaba en la recogida de guano de murciélago, nada menos? En la lista se pedía cobre y también estaño, aunque por alguna razón no había cifras al lado de esos materiales, sólo un asterisco.

Mat sacudió la cabeza. ¿Cómo reaccionaría el pueblo llano si supiera que las majestuosas flores nocturnas sólo eran papel, pólvora y —quién lo hubiera dicho— guano de murciélago? No era de extrañar que los Iluminadores se mostraran tan reservados con su arte. No era sólo para evitar la competencia. Cuanto más descubría uno sobre el proceso, menos maravilloso y más corriente se volvía.

—Esto es un montón de material —dijo.

—Un milagro, eso es lo que me pediste, Matrim Cauthon —replicó la mujer, que tendió la flor nocturna a Leilwin y recogió la tabla de anotaciones. Hizo algunas más en la hoja sujeta en la superficie—. Ese milagro lo he desglosado en una lista de componentes. Una gesta que es milagrosa en sí, ¿no crees? No protestes por tener calor cuando alguien te ofrece el sol en la palma de la mano.

—A mí no me parece tan razonable —rezongó Mat, casi para sí mismo—. ¿Esta cifra es la suma de los costes?

—No soy escriba —dijo Aludra—. Sólo es una estimación. Esos cálculos los he llevado hasta donde sé, pero el resto habrá que dejárselo a alguien más competente. El Dragón Renacido podrá hacer frente a esos gastos.

Leilwin observaba a Mat con una expresión curiosa. Las cosas también habían cambiado para ella. Por Tuon. Pero no como él esperaba.

Mencionar a Rand le trajo a Mat la visión de los colores arremolinados, pero los rechazó al tiempo que contenía un suspiro. Tal vez Rand podía afrontar unos gastos como ésos, pero desde luego se hallaban fuera de su alcance. ¡Vaya, tendría que jugar a los dados con la mismísima reina de Andor para conseguir esa cantidad de dinero!

Pero ése era problema de Rand. Rand; así se abrasara, más le valía apreciar lo que estaba aguantando por él.

—Aquí no se incluye una estimación de la mano de obra que va a hacer falta —apuntó Mat mientras repasaba las notas—. ¿Cuántos fundidores de campanas vas a necesitar para este proyecto?

—Todos los que puedas conseguir —replicó Aludra con brusquedad—. ¿No fue eso lo que me prometiste? Todos los fundidores de campanas desde Andor a Tear.

—Supongo —contestó, aunque de hecho no había esperado que tomara sus palabras tan al pie de la letra—. ¿Y qué me dices del cobre y el estaño? Tampoco hay una estimación de eso.

—Lo necesito todo.

—Todo… ¿Qué quieres decir con «todo»?

—Todo —repitió con la tranquilidad y el laconismo que emplearía al pedir otro poco de mermelada de camemoro para echar a las gachas de avena—. Hasta la última limadura de cobre y de estaño que puedas obtener, como sea, a este lado de la Columna Vertebral del Mundo. —Aludra hizo una pausa—. Quizás eso parezca demasiado ambicioso.

—Y tanto que parece ambicioso —masculló Mat.

—Sí. Pongamos por caso que el Dragón controla Caemlyn, Cairhien, Illian y Tear. Si me proporcionara acceso a la totalidad de las minas y los depósitos de cobre y estaño de esas cuatro ciudades, supongo que sería suficiente.

—Todas las existencias —apuntó Mat en un tono inexpresivo.

—Sí.

—En cuatro de las ciudades más grandes del mundo.

—Sí.

—Y «supones» que sería suficiente.

—Creo que es lo que he dicho, Matrim Cauthon.

—Fantástico. Veré qué puedo hacer al respecto. Ya puestos, ¿quieres que el jodido Oscuro venga a sacarte brillo a los zapatos? A lo mejor podríamos desenterrar a Artur Hawkwing y convencerlo para que baile para ti.

Leilwin asestó a Mat una mirada feroz ante la mención de Artur Hawkwing. Al cabo de unos segundos Aludra acababa con las anotaciones y entonces se volvió a mirarlo. Cuando habló lo hizo con voz impasible, apenas hostil.

—Mis dragones otorgarán un gran poder a un hombre de guerra. Afirmas que lo que pido es extravagante. Sólo es lo que se necesita. —Lo miró fijamente—. No voy a decir que no esperaba esa actitud desdeñosa de ti, maese Cauthon. El pesimismo es un íntimo amigo tuyo, ¿verdad?

—Eso estaba de más —gruñó Mat mientras echaba otra ojeada a los dibujos—. Y no me relaciono con él. Es un mero conocido, en el mejor de los casos. Tienes mi palabra.

Eso provocó un resoplido por parte de Bayle; si era de regocijo o de sarcasmo Mat no habría sabido decirlo a menos que se hubiera vuelto para verle la cara. Y no lo hizo porque Aludra tenía los ojos clavados en los suyos; se sostuvieron la mirada un momento y Mat comprendió que quizás había sido demasiado brusco con ella. Tal vez se sentía incómodo cerca de la mujer. Un poco. Habían estrechado su amistad antes de que apareciera Tuon. ¿Qué significaba ese dolor velado en los ojos de la Iluminadora?

—Lo siento, Aludra —se disculpó—. No debí hablarte así.

Ella se encogió de hombros y Mat respiró hondo antes de seguir:

—Mira, sé que… En fin, es extraño que Tuon…

Aludra agitó una mano, cortándole la frase a medias.

—Da igual. Tengo mis dragones. Me diste la oportunidad de crearlos. Lo demás es irrelevante ahora. Te deseo que seas feliz.

—Bien. —Se frotó el mentón y suspiró. Mejor dejarlo estar—. En cualquier caso, espero ser capaz de llevar esto a buen término. Pides muchos recursos.

—Esos fundidores de campanas y materiales es lo que necesito. Ni más ni menos —dijo la mujer—. He hecho aquí todo lo que he podido sin recursos. Todavía necesito unas semanas para experimentar. De entrada habrá que hacer un dragón para probar. Por lo cual todavía dispones de un corto plazo para conseguir todo esto. El proyecto llevará mucho tiempo y, sin embargo, te niegas a decirme cuándo harán falta los dragones.

—No puedo responderte a algo que ni yo mismo sé, Aludra. —Mat miró hacia el norte. Sentía una especie de tirón, como si alguien le hubiera enganchado el sedal de una caña de pescar en las entrañas y recogiera la línea con suavidad, pero con insistencia. «¡Maldita sea, Rand! ¿Eres tú?» Los colores se arremolinaron—. Será pronto, Aludra —se sorprendió a sí mismo diciendo—. Queda poco tiempo. Muy poco.

Como si percibiera algo en su voz, ella vaciló un momento antes de comentar:

—Bien, pues, si tal es el caso, entonces mis peticiones no son tan extravagantes, ¿verdad? Si el mundo entra en guerra, las forjas harán falta enseguida para fabricar puntas de flecha y herraduras. Más vale pues ponerlas a trabajar ahora en mis dragones. Te diré algo: cada uno que tengamos acabado igualará el valor de mil espadas en una batalla.

Mat suspiró, se incorporó y se tocó el ala del sombrero.

—De acuerdo —dijo—. Es razonable. Suponiendo que Rand no me convierta en un trozo de carne chamuscado y crujiente en el instante en que le sugiera esto, veré lo que puedo hacer.

—Si fueras listo, harías bien en tratar con más consideración a la señora Aludra, en vez de ser tan irrespetuoso con ella —le dijo Leilwin con el peculiar estilo seanchan de arrastrar las palabras al hablar.

—¡Lo he dicho en serio! —protestó—. Al menos la última parte. Diantre, mujer, ¿es que no distingues cuando un hombre es sincero?

La seanchan lo miró como si tratara de decidir si su declaración era alguna clase de chanza. Mat puso los ojos en blanco. ¡Mujeres!

—La señora Aludra es brillante —manifestó Leilwin con seriedad—. No te das cuenta del regalo que te está haciendo con estos diseños. Vaya, si el imperio tuviera esas armas…

—Bien, pues, mucho cuidado con entregárselos, Leilwin —replicó Mat—. ¡No quiero despertarme una mañana y descubrir que has huido con esos planos para intentar recobrar tu título!

La mujer parecía ofendida porque hubiera sugerido tal cosa, aunque sería lógico que lo hiciera. Los seanchan tenían un extraño sentido del honor; Tuon no había intentado ni una sola vez huir de él a pesar de tener sobradas ocasiones de hacerlo.

Claro que Tuon había sabido casi desde el principio que se casaría con él; tenía la Predicción de esa damane. Diantre, no pensaba mirar otra vez hacia el sur. ¡No lo haría!

—Mi barco navega con otros vientos, Cauthon —se limitó a contestar Leilwin, que le dio la espalda y miró a Bayle.

—Pero tampoco nos ayudarías a combatir a los seanchan —protestó—. Parece que te…

—Estás nadando en aguas profundas, muchacho —lo interrumpió Bayle con suavidad—. Sí, aguas profundas e infectadas de escorpinas. Quizá sea el momento de que dejes de chapotear tan fuerte.

—Está bien —dijo.

¿No tendrían que tratarlo los dos con más respeto? ¿No era una especie de príncipe seanchan importante o algo así? Tendría que haber sabido de antemano que eso no lo ayudaría con Leilwin ni con el marino barbudo.

Sea como fuere, él había sido sincero. La conclusión de Aludra tenía sentido, por mucho que al principio pudiera parecer una locura. Tendrían que destinar un montón de fondos a ese proyecto. Las semanas que tardarían en llegar a Caemlyn le parecían más exasperantes ahora. ¡Esas semanas perdidas en la calzada tendrían que emplearse en construir dragones! Un hombre juicioso sabía que no tenía sentido agobiarse con las marchas largas, pero últimamente él distaba mucho de actuar como un tipo juicioso.

—Está bien —repitió. Miró de nuevo a Aludra—. Aunque, por razones que nada tienen que ver con lo dicho, me gustaría llevarme estos planos y guardarlos a buen recaudo.

—¿Razones que no tienen nada que ver? —preguntó Leilwin en un tono frío, como si buscara otra ofensa en sus palabras.

—Sí. Razones como que no quiero que estén aquí cuando Aludra atice un golpecito mal dado a una de esas flores nocturnas y la explosión la mande volando hasta el desfiladero de Tarwin.

A la Iluminadora le entró la risa al oír aquello, si bien Leilwin adoptó otra vez un gesto ofendido. Curioso lo distintas que podían ser en muchos aspectos y, sin embargo, tan iguales en muchos otros.

—Puedes llevarte los diseños, Mat —le dijo Aludra—. Siempre y cuando los guardes en ese baúl con el oro. Ése es un objeto de este campamento que recibe toda tu atención.

—Muy amable, gracias —respondió mientras se agachaba para recoger los pergaminos, sin hacer caso del insulto velado. ¿No acababan de hacer las paces? Puñetera mujer—. Por cierto, casi lo olvido. ¿Sabes algo sobre ballestas, Aludra?

—¿Ballestas?

—Sí. Se me ocurrió que debía de haber un modo de armarlas más deprisa. Ya sabes, como esos cranequines nuevos, sólo que con algún tipo de muelle o algo por el estilo. Tal vez un cranequín que se pudiera enroscar sin tener que bajar el arma antes.

—Eso no entra en mi campo profesional, Mat.

—Lo sé, pero eres muy intuitiva con este tipo de cosas y quizá…

—Tendrás que buscar a otra persona —contestó Aludra, que se volvió para recoger otra flor nocturna medio acabada—. Estoy muy ocupada.

Mat se rascó la cabeza por debajo del sombrero.

—Eso… —empezó.

—¡Mat! —llamó una voz—. ¡Mat, tienes que venir conmigo!

Mat se volvió justo cuando Olver entraba corriendo en el campamento de Aludra. Bayle alzó la mano para que se detuviera, pero Olver se agachó y pasó por debajo, como era de esperar.

—¿Qué pasa? —preguntó Mat al tiempo que se incorporaba.

—Ha llegado alguien al campamento —informó el chico con una expresión de entusiasmo plasmada en la cara.

Y esa cara era todo un espectáculo: orejas de soplillo, nariz achatada, boca demasiado grande… En un chico de su edad la fealdad resultaba simpática, pero no tendría esa suerte cuando se hiciera mayor. Quizá los soldados estaban acertados al enseñarle el uso de las armas; con una cara así, más valía que supiera defenderse.

—Eh, para el carro —le dijo al chico mientras se guardaba los diseños debajo del cinturón—. ¿Cómo que ha venido alguien? ¿Quién? ¿Y por qué me necesitas?

—Talmanes me mandó a buscarte —contestó Olver—. Cree que es alguien importante. Dice que te informe que tiene algunos papeles con tu dibujo y que ella tiene una cara muy «distintiva», sea lo que sea eso. Y que…

Olver siguió hablando, pero Mat había dejado de escucharlo. Se despidió de Aludra y de los otros con un gesto de la cabeza y después salió al trote del campamento de la Iluminadora, dejando atrás las pantallas de tela para entrar en el bosque propiamente dicho. Olver lo seguía pegado a los talones, de camino a la parte delantera del campamento.

Allí, sentada en una yegua blanca de patas cortas, se encontraba una mujer regordeta, con aspecto de abuela. Llevaba un vestido marrón y el cabello surcado de mechones grises lo tenía recogido en un moño. La rodeaba un grupo de soldados, con Talmanes y Mandevwin plantados justo delante de la montura, como dos pilares de piedra que vigilaran el paso por la bocana de un puerto.

La mujer tenía el rostro característico de una Aes Sedai; iba acompañada por un Guardián de edad avanzada. Aunque con el pelo cano, el achaparrado hombre irradiaba esa sensación de peligro inherente a los Guardianes; escrutaba a los soldados de la Compañía con aire indoblegable, cruzado de brazos.

La Aes Sedai sonrió a Mat cuando éste llegó trotando.

—Oh, qué bien —dijo con remilgo—. Has aprendido a reaccionar con más prontitud desde la última vez que nos vimos, Matrim Cauthon.

—Verin —saludó Mat, algo falto de resuello por la carrera. Miró a Talmanes, que le tendió un papel, uno de los que tenía su retrato—. ¿Habéis descubierto que alguien ha estado distribuyendo dibujos míos en Brisafiel?

—Es una forma de decirlo, sí —dijo la Marrón, riendo.

La mirada de Mat se quedó prendida en los ojos castaños de la Aes Sedai.

—Rayos y centellas —rezongó—. De modo que sois vos, ¿verdad? ¡Sois la que me está buscando!

—Y desde hace tiempo, añadiría yo —contestó Verin con ligereza—. Y muy en contra de mi voluntad.

Mat cerró los ojos. Ya podía olvidarse de su intricado plan de asalto. ¡Maldición! Y encima era un buen plan. Abrió los ojos.

—¿Cómo supisteis que estaba aquí? —preguntó a la mujer.

—Un amable mercader me vino a ver en Brisafiel hace una hora. Me explicó que acababa de tener una agradable reunión contigo y que lo recompensaste generosamente por un plano de la ciudad. Imaginé que evitaría a esa pobre ciudad una incursión de tus… asociados si venía a buscarte personalmente.

—¿Hace una hora? —Mat frunció el entrecejo—. ¡Pero si Brisafiel se encuentra a medio día de marcha!

—Oh, sí, en efecto. —Verin sonrió.

—Maldición. Conocéis el Viaje, ¿verdad?

La sonrisa de la Aes Sedai se acentuó.

—Presumo que tienes intención de llegar a Andor con este ejército, maese Cauthon —dijo la Marrón.

—Eso depende —contestó Mat—. ¿Podéis llevarnos allí?

—En muy poco tiempo. Podría tener a tus hombres en Caemlyn al caer la noche.

¡Luz! ¿Ahorrarse veinte días de marcha? ¡A lo mejor conseguía tener en producción los dragones de Aludra muy pronto! Vacilante, echó una mirada a Verin e hizo un esfuerzo para frenar el entusiasmo. Habiendo Aes Sedai de por medio, siempre se pagaba un precio.

—¿Qué queréis? —preguntó a Verin.

—Te seré sincera —respondió ella con un leve suspiro—. ¡Lo que de verdad quiero, Matrim Cauthon, es escapar de tu red ta’veren! ¿Sabes cuánto tiempo me has obligado a esperarte en estas montañas?

—¿Obligado?

—Sí. Ven, tenemos mucho que hablar —dijo la Aes Sedai.

Con un golpe de riendas hizo avanzar a su montura hacia el campamento, y Talmanes y Mandevwin se apartaron de mala gana para dejarla pasar. Mat se unió a los dos hombres y siguió con la mirada a la Aes Sedai, que se dirigió directamente a las lumbres de cocinar.

—Deduzco que no habrá asalto —comentó Talmanes; no parecía desilusionado en absoluto. Por su parte, Mandevwin se toqueteó el parche del ojo antes de preguntar:

—¿Significa eso que puedo volver con mi pobre y anciana tía abuela?

—Tú no tienes una pobre y anciana tía abuela —gruñó Mat—. Venga, oigamos lo que esa mujer tiene que decirnos.

—Vale, pero la próxima vez seré yo el Guardián, ¿de acuerdo, Mat? —propuso Mandevwin.

Mat soltó un sonoro suspiro y apretó el paso para seguir a Verin.

35

Un halo de oscuridad

La fresca brisa marina acarició a Rand nada más cruzar a caballo el acceso. El viento, suave y liviano como una pluma, llevaba los aromas de miles de lumbres repartidas por la ciudad de Falme en las que se preparaba el desayuno.

Rand sofrenó a Tai’daishar, no estaba preparado para los recuerdos que acompañaban a esos olores. Recuerdos de una época en la que aún no sabía con certeza cuál era su papel en el mundo. Recuerdos de una época en la que Mat no dejaba de tomarle el pelo por vestir bonitas chaquetas, a pesar de que Rand procuraba no ponérselas. Recuerdos de una época en la que se avergonzaba de los estandartes que ahora ondeaban tras él. Otrora insistía en llevarlos guardados, como si de ese modo pudiera esconderse de su propio destino.

La comitiva lo esperaba; las hebillas de los arreos sonaban, los caballos resoplaban. Rand había estado en Falme una vez, brevemente. Por aquel entonces era incapaz de quedarse en un mismo sitio durante mucho tiempo. Persiguiendo o perseguido; así había vivido durante meses. Fain, al apoderarse del Cuerno de Valere y de la daga con el rubí engastado a la que Mat estuvo vinculado, provocó que lo siguiera hasta Falme. Los colores se arremolinaron de nuevo al pensar en Mat, pero Rand hizo caso omiso. Durante esos instantes él no vivía el presente.

Falme representó un punto de inflexión que fue decisivo en la vida de Rand y tan importante como el que tuvo lugar posteriormente en las inhóspitas tierras de los Aiel, donde se reveló como el Car’a’carn. Después de Falme no volvió a esconderse, no volvió a resistirse a ser lo que era. Éste era el lugar en el que, por primera vez, se reconoció como un asesino; el lugar en el que, por primera vez, se dio cuenta del peligro que representaba para aquellos que lo rodeaban. Trató de dejarlos atrás a todos, pero fueron tras él.

En Falme, el joven pastor ardió y sus cenizas fueron arrastradas y esparcidas por los vientos del océano. De aquellas cenizas surgió el Dragón Renacido.

Rand tocó a Tai’daishar con las rodillas para que avanzara, y la comitiva reanudó la marcha. Había ordenado que los accesos se abrieran a cierta distancia de la ciudad; con suerte, fuera del alcance de la vista de las damane. Por supuesto, fueron Asha’man quienes se encargaron de abrirlos, con lo que las mujeres no podían ver los tejidos. Sin embargo, tampoco quería darles ninguna pista sobre el Viaje. La incapacidad de los seanchan para Viajar era una de las mayores ventajas que Rand tenía sobre ellos.

Falme se encontraba en una pequeña lengua de tierra —conocida como Punta de Toman— que se adentraba en el océano Aricio. Altos acantilados a lo largo de ambos lados rompían las olas y creaban un apagado y distante fragor. Desperdigados como cantos rodados en el lecho de un río, edificios construidos con piedra oscura cubrían la península; la mayoría tenía sólo un piso y eran de construcción más ancha que alta, como si los habitantes esperaran que las olas saltaran por encima de los acantilados y rompieran contra sus casas. Las praderas no estaban tan mustias como en las tierras septentrionales, pero la nueva hierba primaveral empezaba a tener un tono amarillento y desvaído, como si los brotes se arrepintieran de haber salido a la luz.

La península descendía hacia un puerto natural donde fondeaban numerosas embarcaciones seanchan. Banderas del imperio ondeaban al viento y proclamaban que la ciudad era una parte integrante de aquél. El estandarte que flameaba a mayor altura en la ciudad, orlado en azul, mostraba un halcón dorado en vuelo que asía tres rayos con las garras.

Las extrañas criaturas que los seanchan habían traído del otro lado del océano se movían por calles distantes, demasiado alejadas para que Rand alcanzara a verlas con detalle. Los raken volaban en el cielo; al parecer, los seanchan contaban con un gran número de esos animales en la ciudad. Punta de Toman estaba justo al sur de Arad Doman, y Falme sería sin duda uno de los centros de operaciones más importantes con los que contarían en su campaña hacia el norte.

Sin embargo, la actual campaña terminaría ese mismo día. Rand tenía que lograr la paz, tenía que convencer a la Hija de las Nueve Lunas para que pusiera fin a los ataques de su ejército. Esa paz sería la calma que precede a la tormenta. Él no protegería a los suyos de la guerra, tan sólo se aseguraría de que murieran por él en otro lugar. Haría lo que tuviera que hacerse.

Nynaeve cabalgaba a su lado mientras se acercaban a Falme. Llevaba un bonito vestido azul y blanco de corte domani, pero de un tejido más grueso que lo hacía mucho más recatado. Parecía ir adoptando las modas de todas las naciones por las que pasaba y llevaba los vestidos propios de cada ciudad, si bien los adaptaba a lo que, a su juicio, era adecuado o no. Quizás en otro tiempo eso le habría hecho gracia a Rand, pero ésa era otra emoción que ya no se creía capaz de experimentar. Ahora sólo sentía la fría calma interior, la impasibilidad que aislaba una fuente de rabia congelada.

Mantendría el equilibrio entre la rabia y la calma el tiempo necesario. Tenía que hacerlo.

—Otra vez aquí… —dijo Nynaeve.

En cierto modo, las multicolores joyas ter’angreal que lucía estropeaban el aspecto del elegante vestido de excelente confección.

—Sí —dijo Rand, escueto.

—Recuerdo la última vez que estuvimos en esta ciudad —dijo distraída—. Tanto caos, tanta locura… Y cuando terminó todo, te encontramos con esa herida en el costado.

—Sí —susurró Rand.

Allí había recibido la primera de las heridas que no se le curaban, al batirse con Ishamael en el cielo, por encima de la ciudad. Sintió calor en la herida al recordarlo. Calor y dolor. Había empezado a considerar ese dolor como un viejo amigo, un recordatorio de que aún estaba vivo.

—Te vi en el cielo —continuó Nynaeve—. No podía creerlo. Luego… intenté Curarte la herida, pero aún estaba bloqueada por aquel entonces y no conseguí que me dominara la ira. Min no se separaba de tu lado.

Min no los acompañaba hoy. Seguía cercana a él, pero algo había cambiado entre ellos, como Rand siempre había temido que sucediera. Cuando Min lo miraba, Rand sabía que ella lo veía estrangulándola.

Sólo unas pocas semanas atrás, Rand habría sido incapaz de impedirle que lo acompañara; de ninguna manera. No obstante, esta vez se había quedado atrás sin una sola protesta.

Frialdad. Pronto acabaría. No habría lugar para los remordimientos ni la tristeza.

Los Aiel iban por delante en previsión de una posible emboscada. Muchos de ellos lucían la banda roja ceñida a la frente. Rand no temía caer en una celada; los seanchan no lo traicionarían, a no ser que tuvieran a otro Renegado en sus filas.

Rand alargó la mano y tocó la espada que llevaba a la cintura. Era la espada curva, guardada en una vaina de color negro adornada con el sinuoso dragón rojo y dorado. Había más de una razón por la que el arma le recordaba la última vez que había estado en Falme.

—En esta ciudad maté a un hombre con la espada por primera vez —dijo Rand con tranquilidad—. Nunca he hablado de ello. Era un lord seanchan, un maestro espadachín. Verin me dijo que no encauzara en la ciudad, así que me enfrenté a él sólo con la espada. Lo vencí. Lo maté.

—Entonces, tienes derecho a llevar la marca de la garza —dijo Nynaeve con una ceja enarcada.

—No hubo testigos —arguyó Rand—. Mat y Hurin estaban luchando en otra parte. Me vieron nada más acabar la lucha, pero no presenciaron el golpe que acabó con su vida.

—¿Y qué importa que no hubiera testigos? —le respondió Nynaeve con socarronería—. Derrotaste a un maestro espadachín y, por consiguiente, eres uno de ellos. Que alguien lo viera o no, es intrascendente.

—¿Para qué llevar la marca de la garza sino para que la vean los demás, Nynaeve? —le preguntó al tiempo que la miraba.

Ella no respondió. Un poco más adelante, justo a las puertas de la ciudad, los seanchan habían instalado un pabellón a rayas negras y blancas y a su alrededor parecía haber centenares de parejas de sul’dam y damane. Las damane llevaban el característico vestido gris, y las sul’dam, el rojo y azul con el relámpago en la pechera. Por su parte, Rand sólo había llevado unos cuantos encauzadores: Nynaeve, tres Sabias, Corele, Narishma y Flinn. Una pequeña parte de los que estaban a sus órdenes, sin contar con las fuerzas estacionadas al este. Pero no, era mejor llevar una guardia simbólica para demostrar que iba en son de paz. Si la reunión se convertía en una batalla, la única esperanza de Rand era una rápida huida a través de un acceso. Eso… o hacer algo para acabar con la batalla por sí solo.

La estatuilla del hombre sosteniendo la esfera colgaba en la silla de montar, a su alcance. Con ella, bien podría enfrentarse a cien damane. A doscientas. Aún recordaba el poder que había manejado a la hora de limpiar el saidin; un poder capaz de destruir ciudades, de destruir a cualquiera que se interpusiera en su camino.

No, no se llegaría a tales extremos. No podía permitirse ese desenlace. Seguro que los seanchan sabían que atacarlo sólo conduciría al desastre. Rand había ido a reunirse con ellos otra vez, consciente de que un traidor entre sus filas había intentando capturarlo o matarlo. Tendrían que reconocer su buena voluntad.

Pero si no lo hacían… Rand asió la llave de acceso, por si acaso, y la introdujo en el enorme bolsillo de la chaqueta. Tras ello, respiró hondo, se calmó para alcanzar el vacío y, desde él, abrazó el Poder Único.

Se tambaleó; las náuseas y el mareo amenazaron con tirarlo del caballo. Se aferró a Tai’daishar con las piernas, asió con fuerza la figurilla que guardaba en el bolsillo y apretó los dientes. En algún rincón de su mente, Lews Therin se despertó. El demente forcejeó encarnizadamente para asir el Poder Único. Cuando al final Rand se hizo con el control, se dio cuenta de que estaba inclinado sobre la silla de montar y de que hablaba para sí mismo entre dientes.

—¡Rand! —lo llamó Nynaeve.

Rand se irguió. Él era Rand, ¿verdad? Algunas veces, después de forcejeos como ése, le costaba trabajo recordar quién era. ¿Había logrado aislar finalmente a Rand —el intruso— y se había convertido en Lews Therin? El día anterior se había despertado a mediodía acurrucado en una esquina de la habitación, llorando y murmurando cosas acerca de Ilyena. Notaba en los dedos el suave tacto del largo cabello dorado de la mujer, recordaba tenerla abrazada contra sí y también ver su cuerpo inerte a sus pies, muerta a causa del Poder Único.

¿Quién era él? ¿Acaso importaba realmente?

—¿Te encuentras bien? —preguntó de nuevo Nynaeve.

—Estamos bien —respondió Rand, sin darse cuenta de que utilizaba el plural hasta que pronunció las palabras.

Iba recuperando la visión a pesar de que seguía un poco borrosa. Desde la batalla en que Semirhage lo había dejado sin mano lo veía todo un poco distorsionado. Ya casi ni reparaba en ello.

Enderezó la espalda y absorbió un poco más de Poder a través de la llave de acceso, hinchiéndose de saidin. Era tan dulce a pesar de las náuseas que le provocaba… Anhelaba absorber más, pero se refrenó. Ya estaba asiendo más Poder de lo que cualquier hombre podía asir sin ayuda. Con eso bastaría.

Nynaeve observó el débil resplandor de la esfera que sostenía en alto la estatuilla que aferraba Rand.

—Rand…

—Sólo he absorbido un poco más, como medida de precaución —le respondió.

Cuanto más Poder Único asía una persona, más difícil resultaba escudarla. Si las damane intentaban capturarlo, se llevarían una sorpresa por su resistencia. Incluso podría llegar a resistir un círculo completo.

—No volverán a capturarme —susurró—. Nunca más. No me pillarán por sorpresa.

—Tal vez deberíamos dar media vuelta —comentó Nynaeve—. Rand, no tenemos por qué reunirnos con ellos según sus condiciones. No…

—Nos quedamos —la interrumpió Rand—. Nos reuniremos con ellos aquí y ahora.

Un poco más adelante, en el pabellón, se distinguía una figura sentada a una mesa, en un estrado. En el lado opuesto de la mesa había otra silla situada a la misma altura. Un detalle que lo sorprendió; por lo que sabía de los seanchan, había esperado tener que discutir para recibir el mismo tratamiento que un miembro de la Sangre.

¿Era aquélla la Hija de las Nueve Lunas? ¿Esa chiquilla? Rand avanzó con el entrecejo fruncido, pero advirtió que no era una cría, sino una mujer muy menuda. Vestía ropajes negros y tenía la piel oscura, como la de los Marinos; en la cara, redonda y de expresión tranquila, llevaba ceniza de color grisáceo. Tras observarla mejor, Rand le calculó una edad cercana a la suya.

Respiró hondo y desmontó del caballo. Era hora de que acabara la guerra.

El Dragón Renacido era un hombre joven. A pesar de que ya se lo habían dicho, Tuon se sorprendió.

¿Por qué le sorprendía su juventud? Los grandes conquistadores solían ser jóvenes. El mismo Arthur Hawkwing, el gran fundador del imperio, era un hombre joven cuando había iniciado sus conquistas. Los conquistadores, los que dominaban el mundo, se consumían rápidamente, como velas sin despavesar el pabilo.

Al desmontar del enorme castrado negro y acercarse al estrado, los botones de la chaqueta negra brillaron; aparte de los bordados dorados y rojos que llevaban los puños de la prenda —al fijarse en ellos resultaba obvio que le faltaba una mano—, no lucía ningún otro tipo de adorno, como si no viera motivos para desviar de su rostro las miradas, atraídas por las galas.

Tenía pelo rojo oscuro, como un atardecer intenso. Su porte era regio, de andares firmes, con pasos seguros y la vista fija al frente. A ella la habían instruido para caminar de esa manera, para no dar cuartel allí donde pisara. Se preguntó quién lo habría preparado a él. Lo más probable es que se hubiera rodeado de los mejores instructores para que le enseñaran a conducirse al estilo de reyes y líderes. Aun así, los informes decían que había crecido como granjero en una aldea rural. ¿Una historia difundida a propósito para darle credibilidad y que tuviera un gran ascendiente sobre los plebeyos, quizás?

Subió al estrado; una marath’damane iba a su izquierda. La mujer, que lucía un vestido del color del cielo en un día claro con ribetes del color de las nubes, llevaba el pelo recogido en una oscura trenza y se había engalanado con joyas demasiado llamativas. A juzgar por el gesto —ceño fruncido y labios apretados— parecía estar molesta por alguna razón. Tuon se estremeció al verla. Cualquiera pensaría que después de haber viajado con Matrim estaría más acostumbrada a las marath’damane. Pero no. Eran criaturas aberrantes, peligrosas. Antes estaría más cómoda con una krait enroscada en el tobillo y sintiendo el cosquilleo de la lengua del ofidio en la piel, que teniendo cerca a una damane sin atar a la correa.

Y, si la marath’damane resultaba inquietante, qué decir de los dos hombres que caminaban a la derecha del Dragón. Uno de ellos, poco más que un muchachito, llevaba el pelo tejido en trenzas atadas con campanillas. El otro era un hombre mayor, con pelo blanco y rostro curtido. A pesar de la diferencia de edad entre ellos, ambos caminaban con el pavoneo despreocupado del hombre muy familiarizado con la batalla. Y los dos vestían chaquetas negras, con brillantes alfileres prendidos en los cuellos altos. Se los conocía como Asha’man, hombres que encauzaban. Abominaciones que más valía matar cuanto antes. En Seanchan había habido unos pocos que, en su ansia por obtener una inesperada ventaja, habían intentado entrenar a los Tsorov’ande Doon, esos Huracanes de Alma Negra. Los muy necios habían caído enseguida, a menudo destruidos por las mismas armas que pretendían controlar.

Tuon se armó de valor. Karede y los Guardias de la Muerte que la rodeaban se pusieron en tensión, aunque de forma apenas perceptible: apretar los puños a los costados, inhalar y exhalar despacio… Tuon no se volvió hacia ellos, si bien hizo un gesto encubierto a Selucia.

—Debéis mantener la calma —advirtió la Voz a los hombres con suavidad.

Lo harían, como era de esperar; pertenecían a la Guardia de la Muerte. Tuon odiaba tener que hacer el comentario, ya que implicaba hacerles perder prestigio, pero no iba a permitir que hubiera un percance. Reunirse con el Dragón Renacido sería peligroso y eso no había forma de evitarlo. Ni siquiera con sus veinte damane y sul’dam a cada lado del pabellón. Ni siquiera con Karede detrás de ella y el capitán Musenge y una tropa encubierta de acechantes arqueros apostada en un tejado, listos para disparar. Ni siquiera con Selucia a su derecha, tensa y dispuesta a caer sobre quien fuera, como un yagavi al acecho en las peñas altas. Aun con todo eso, era vulnerable. El Dragón Renacido era un incendio desatado inexplicablemente dentro de una casa, y uno no podía evitar que produjera daños en la habitación; la única esperanza era salvar el edificio.

Él caminó directamente hacia la silla colocada enfrente de Tuon y se sentó, sin pararse a pensar si ella lo admitía como su igual. Los demás se preguntarían por qué llevaba todavía las cenizas de duelo, por qué no se había proclamado aún emperatriz. El periodo de duelo había quedado atrás, pero Tuon no había ocupado el trono.

Y se debía a ese hombre. La emperatriz no podía reunirse con nadie como un igual, ni siquiera con el Dragón Renacido. La Hija de las Nueve Lunas, en cambio… Ese hombre podía presentarse como su igual. Y por eso había retrasado el nombramiento. Era poco probable que el Dragón Renacido reaccionara bien a que otra persona se pusiera por encima de él, por mucho que esa otra persona tuviera un motivo perfectamente legítimo para hacerlo.

En el momento en que el hombre se sentaba, el destello de un lejano relámpago trazó un arco entre dos nubes, aunque Malai —una de las damane capacitadas para hacer vaticinios sobre los fenómenos atmosféricos— había insistido en que no se avecinaban lluvias. Relámpagos en un día despejado. «Ve con pies de plomo y ten cuidado con lo que dices», se exhortó para sus adentros, interpretando el augurio. Tampoco es que fuera muy esclarecedor. ¡Si pisara con más cuidado flotaría en el aire!

—Sois la Hija de las Nueve Lunas —dijo el Dragón Renacido; lo afirmó, no lo preguntó.

—Vos sois el Dragón Renacido —respondió ella.

Al contemplar aquellos ojos acerados comprendió que su primera impresión era errónea. No era un hombre joven. Sí, el cuerpo encajaría en un hombre de esa edad, pero esas pupilas… Eran de unos ojos viejos.

Él se inclinó un poco hacia adelante, y de nuevo los Guardias de la Muerte se pusieron en tensión; se oyó el crujido del cuero endurecido.

—Sellaremos la paz —dijo al’Thor—. Hoy. Aquí.

Selucia emitió un quedo resoplido. Las palabras del hombre sonaban como una orden. Tuon le había mostrado un gran respeto al colocarlo a su nivel, pero uno no daba órdenes a la familia imperial.

al’Thor miró a la Voz.

—Podéis decirle a vuestra guardaespaldas que se tranquilice —expuso con sequedad—. Esta reunión no desembocará en un conflicto.

—Es mi Voz —aclaró Tuon con cuidado—, y mi Palabra de la Verdad. Mi guardaespaldas es el hombre que está detrás de mí.

al’Thor resopló con suavidad. Así que era un hombre observador. O afortunado. Eran pocos los que identificaban con acierto el verdadero cometido de Selucia.

—Queréis la paz —dijo Tuon—. ¿Y las condiciones para vuestra… propuesta?

—No es una propuesta, sino una necesidad —respondió al’Thor. Hablaba con suavidad. Toda la gente de estas tierras hablaba tan deprisa… Sin embargo, la palabras de al’Thor tenían peso. Le recordaba a su madre—. La Última Batalla se avecina. Sin duda vuestro pueblo recordará las profecías. Si proseguís con esta guerra vuestra, nos pondréis en peligro a todos. Mis fuerzas, las de todo el mundo, hacen falta en la lucha contra la Sombra.

La Última Batalla se dirimiría entre el imperio y las fuerzas del Oscuro. Eso lo sabía todo el mundo. Las profecías indicaban con claridad que la emperatriz derrotaría a los servidores de la Sombra, y entonces enviaría al Dragón Renacido a batirse en duelo con el Devorador de la Luz.

¿Cuántas cosas se habían cumplido en él? No parecía que estuviera ciego aún, así que eso aún estaba por venir. El Ciclo Essanik decía que se erguiría sobre su propia tumba y lloraría. ¿O esa profecía se refería a que los muertos caminaran, como ya estaba pasando? Desde luego, algunas de esas apariciones habían caminado sobre sus tumbas. A veces los escritos eran ambiguos.

Estas gentes parecían haber olvidado muchas de las profecías, igual que habían olvidado los juramentos de estar atentos al Retorno. Eso no lo dijo, no obstante. «Sé cuidadosa con lo que dices…»

—Entonces, ¿creéis que la Última Batalla está cerca? —preguntó.

—¿Cerca? —repitió al’Thor—. Tanto como un asesino que echa el fétido aliento en la nuca de su víctima mientras le pasa el cuchillo por la piel. Tan cerca como la última campanada de medianoche después de que hayan sonado las otras once. ¿Cerca? Sí, claro que está cerca. Terriblemente cerca.

¿La locura se habría apoderado ya de él? De ser así, eso haría las cosas mucho más difíciles. Lo observó buscando indicios de demencia. Parecía estar controlado.

Una suave brisa sopló desde el mar y pasó bajo el dosel haciendo ondear las lonas y llevando consigo el olor a pescado podrido. En la actualidad eran muchas las cosas que se echaban a perder.

«Esos seres, los trollocs…», pensó. ¿Qué vaticinaba su aparición? Tylee los había destruido y los exploradores no habían encontrado más. Contemplando la intensidad de ese hombre, vaciló. Sí, la Última Batalla estaba próxima, quizá tanto como él afirmaba. Razón de más para que ella unificara estas tierras bajo su bandera.

—Sin duda os dais cuenta de por qué es tan importante esto —dijo el Dragón—. ¿Por qué lucháis contra mí?

—Somos el Retorno —respondió Tuon—. Los augurios señalaron que había llegado la hora de que volviéramos, y esperábamos hallar un reino unido, listo para aclamarnos y dejarnos ejércitos para la Última Batalla. En cambio encontramos una tierra dividida que había olvidado sus juramentos y que no estaba preparada para nada. ¿Cómo es que no entendéis que hemos de luchar? Para nosotros no es un placer mataros, como tampoco es motivo de alegría para un padre castigar a un hijo descarriado.

—¿Decís que somos hijos para vosotros? —preguntó al’Thor con incredulidad.

—Sólo era una metáfora.

Él se quedó callado un momento y después se frotó el mentón con la mano que le quedaba. ¿La culparía a ella por haber perdido la otra? Falendre le había contado lo ocurrido.

—Así que una metáfora —dijo por fin—. Acertada, quizá. Sí, estas tierras carecían de unidad, pero yo he fraguado su unión. Puede que la soldadura sea débil, pero aguantará lo suficiente. De no ser por mí, vuestra guerra de unificación sería encomiable. Tal como están las cosas, sólo sois una distracción. Hemos de tener paz. Nuestra alianza sólo tiene que durar hasta que yo haya muerto. —Los ojos de ambos se encontraron y se sostuvieron la mirada—. Y os aseguro que eso no tardará mucho en ocurrir.

Tuon estaba sentada a la mesa con los brazos cruzados; la mesa era ancha, y por más que al’Thor alargara el brazo no llegaría a tocarla. Había sido premeditado, pero la precaución era ridícula vista en retrospectiva. No le haría falta utilizar la mano para matarla. Mejor no pensar en eso.

—Si sois consciente de la importancia de la unificación, entonces quizá deberíais aunar vuestras naciones bajo la bandera seanchan, hacer que los vuestros presten los juramentos y…

La mujer que permanecía de pie detrás de al’Thor, la marath’damane, fue abriendo los ojos más y más a medida que ella hablaba.

—No —la interrumpió al’Thor.

—Pero sin duda tenéis que daros cuenta de que un único dirigente, con…

—No —repitió él con suavidad y, sin embargo, con más firmeza. Con más peligro—. No consentiré que haya ni una sola persona más atada a vuestras viles correas.

—¿Viles? ¡Es la única forma de manejar a quienes encauzan!

—Hemos sobrevivido siglos sin necesitarlas.

—Y habéis…

—Ése es un punto en el que no cederé —manifestó al’Thor.

Los guardias de Tuon —incluida Selucia— rechinaron los dientes, y los primeros llevaron la mano a la empuñadura de la espada. La había interrumpido dos veces seguidas. A la Hija de las Nueve Lunas. ¿Cómo podía ser tan osado?

Porque era el Dragón Renacido, por eso. Pero lo que decía era una insensatez. Se inclinaría ante ella cuando fuera emperatriz. Las profecías lo exigían; y a buen seguro que eso significaba que sus reinos se unirían al imperio.

Tuon había dejado que la conversación se le fuera de las manos. Muchas personas a este lado del océano eran susceptibles en lo tocante al tema de las marath’damane. Seguramente comprendían la lógica que había en atar a la correa a esas mujeres, pero no renunciaban a sus tradiciones así como así; debía de ser por eso por lo que los perturbaba tanto hablar de ello.

Tenía que dirigir la conversación hacia otros derroteros, hacia un terreno que hiciera bajar la guardia al Dragón Renacido. Tuon lo observó con atención.

—¿Se reducirá a esto nuestra conversación? ¿A sentarnos uno frente al otro para hablar sólo de nuestras diferencias? —le preguntó.

—¿Y de qué otra cosa podemos hablar? —preguntó él a su vez.

—Quizá de algo que tenemos en común.

—Dudo que haya mucho en ese terreno que sea relevante.

—¿De veras? ¿Y qué me decís de Matrim Cauthon?

Sí, eso sí que lo sorprendió. El Dragón Renacido parpadeó y abrió un tanto la boca.

—¿Mat? ¿Conocéis a Mat? ¿Cómo…?

—Me raptó —explicó Tuon—. Y me llevó a la fuerza a través de casi toda Altara.

El Dragón Renacido se había quedado boquiabierto, pero cerró la boca y dijo casi en un susurro:

—Ahora recuerdo. Os vi. Con él. No os relacioné con aquel rostro. Mat… ¿qué has estado haciendo?

«¿Que nos viste?», pensó Tuon, escéptica. Así que la locura ya se había manifestado. ¿Haría que fuera más fácil manipularlo o más difícil? Probablemente lo último, por desgracia.

—Bien, confío en que Mat tuviera sus motivos —dijo por último al’Thor—. Siempre los tiene. Y en ese momento le parecen tan lógicas…

De modo que era cierto que Matrim conocía al Dragón Renacido; sería un excelente recurso que utilizar. Tal vez ésa era la razón de que se lo hubieran puesto en su camino, para disponer de medios con los que descubrir cosas sobre al’Thor. Era necesario recobrar a Matrim para que la ayudara en ese terreno.

A Matrim no le gustaría, pero tendría que atender a razones. Era el Primer Príncipe de los Cuervos. Había que ascenderlo a la Alta Sangre, afeitarle la cabeza y enseñarle a llevar un estilo de vida apropiado. Todo ello le parecía una lástima a Tuon, aunque ni siquiera ella misma entendía el porqué.

No pudo menos que preguntar algo más sobre él, en parte porque el tema de conversación parecía perturbar a al’Thor y en parte porque sentía curiosidad.

—¿Qué clase de hombre es el tal Matrim Cauthon? He de confesar que me pareció un sinvergüenza indolente que enseguida encuentra una disculpa para eludir juramentos prestados.

—¡No habléis así de él! —Cosa increíble, las palabras las barbotó la marath’damane que estaba de pie junto a la silla de al’Thor.

—Nynaeve… —empezó al’Thor.

—No me pidas que me calle, Rand al’Thor —dijo la mujer al tiempo que se cruzaba de brazos—. También es amigo tuyo. —Después volvió la vista hacia Tuon y la miró a los ojos. ¡A los ojos! ¡Una marath’damane!

»Matrim Cauthon es uno de los mejores hombres que conoceréis en vuestra vida, alteza —continuó la mujer—, y no permitiré que se hable mal de él. Lo que es justo, es justo.

—Nynaeve tiene razón —admitió al’Thor de mala gana—. Es un buen hombre. Puede que Mat parezca un poco grosero a veces, pero como amigo es todo lo que uno querría encontrar en un compañero. Aunque rezongue por lo que la conciencia lo fuerza a hacer.

—Me salvó la vida —dijo la marath’damane—. Me rescató arriesgando mucho y poniéndose en peligro cuando nadie más pensó en ir a buscarme. —Los ojos le ardían por la cólera—. Sí, bebe y juega demasiado, pero no habléis de él como si lo conocieseis, porque no lo conocéis. A pesar de las apariencias, tiene un corazón de oro, y si le habéis hecho daño…

—¿Hacerle daño? ¡Él me raptó a mí!

—Si lo hizo tendría un motivo —intervino al’Thor.

¡Qué lealtad! Una vez más se vio obligada a reconsiderar su opinión sobre Matrim Cauthon.

—Sin embargo, esto es irrelevante —continuó al’Thor, que se puso de pie de improviso.

Uno de los Guardias de la Muerte desenvainó la espada, y al’Thor asestó una fría mirada al hombre mientras Karede se apresuraba a hacerle una seña al guardia, que envainó el arma, avergonzado.

al’Thor puso la mano en la mesa, con la palma hacia abajo. Se echó un poco hacia adelante y retuvo los ojos de Tuon con la mirada. ¿Quién podría apartar la vista de aquellos intensos ojos grises, semejantes al acero?

—Nada de eso tiene importancia. Mat no tiene importancia. Nuestras similitudes y nuestras diferencias no importan. Lo único importante es la necesidad, y yo os necesito.

Se inclinó un poco más hacia ella, imponente. No sufrió ningún cambio, pero de pronto fue como si midiera cien pies de altura. Habló con la misma voz tranquila, penetrante, pero ahora había en ella un atisbo de amenaza. Un algo incisivo.

—Debéis poner fin a los ataques —dijo casi en un susurro—. Debéis firmar un tratado conmigo. Y no se trata de una petición. Es mi voluntad.

Tuon se encontró de repente deseando obedecerlo. Complacerlo. Un tratado. Sí, un tratado sería excelente, le daría la posibilidad de estabilizar su dominio en las naciones ocupadas. Planearía cómo reinstaurar el orden en Seanchan. Reclutaría soldados y los entrenaría. Ante ella se abrieron tantas posibilidades como si de pronto su mente hubiera decidido contemplar todas las ventajas de la alianza y ninguno de los fallos.

Buscó esos fallos, los problemas que reportaría la unión con ese hombre. Pero se licuaron y resbalaron de su mente; era incapaz de asirlos y establecer objeciones. El silencio se apoderó del pabellón; hasta la brisa se calmó.

¿Qué le estaba pasando? Notaba que le faltaba la respiración, como si un gran peso le oprimiera el pecho. ¡La sensación era de no ser capaz de hacer otra cosa excepto doblegarse a la voluntad de ese hombre!

La expresión de al’Thor era adusta. A despecho de la luz de la tarde, el rostro masculino estaba en sombras, mucho más que todo cuanto había bajo el pabellón. Incapaz de apartar los ojos de los del Dragón Renacido, Tuon empezó a respirar con inhalaciones cortas y rápidas. Por el rabillo de los ojos le pareció atisbar algo alrededor del hombre: una oscura neblina, un halo de negrura que emanaba de él y hacía que el aire ondulara a su alrededor, como cuando el calor era excesivo. La garganta se le contrajo y empezaron a formarse palabras. «Sí, sí. Haré lo que digáis. Sí. Debo hacerlo. Debo…»

—No —dijo, la palabra apenas un susurro.

La expresión del hombre se tornó más sombría y ella percibió su ira por la forma en que aplastó la mano contra la madera, los dedos temblorosos de presionar. Por la forma en que tensó la mandíbula. Por la forma de abrir más los ojos. Con tanta intensidad…

—Necesito… —empezó al’Thor.

—No —repitió Tuon con creciente seguridad—. Os postraréis ante mí, Rand al’Thor. No será al contrario.

¡Qué oscuridad! ¿Cómo podía contenerla dentro de sí un hombre? Parecía proyectar una sombra tan grande como una montaña.

No podía aliarse con un ser así. Ese odio hirviente la aterraba, y el terror era una emoción con la que no estaba familiarizada. A ese hombre no se lo podía dejar libre para que hiciera lo que quisiera. Había que controlarlo. Él la contempló un momento más.

—De acuerdo —dijo luego con voz gélida.

Giró sobre sus talones y echó a andar alejándose del pabellón sin mirar atrás. Su séquito fue tras él; todos ellos, incluida la marath’damane de la trenza, parecían desasosegados, como si ni siquiera ellos supieran a quién —o a qué— seguían al ir tras él.

Tuon lo siguió con la mirada, jadeante. No podía permitir que los demás advirtieran su agitación; no debían saber que, en el último momento, había tenido miedo de él. Estuvo mirándolo hasta que la figura montada a caballo se perdió más allá de las cuestas. Y las manos aún le temblaban. No se atrevía a hablar por miedo a que le fallara la voz.

Nadie dijo nada durante el rato que tardó en tranquilizarse. Quizás estaban tan alterados como ella. Por fin, mucho después de que al’Thor se hubo marchado, Tuon se puso de pie y se volvió para mirar a los miembros de la Sangre reunidos allí: generales, soldados y guardias.

—Soy la emperatriz —dijo en voz queda.

Todos a una cayeron de hinojos ante ella; incluso la Alta Sangre se postró.

No hacía falta ninguna otra ceremonia. Oh, sí, habría un rito formal de coronación en Ebou Dar, con procesiones y desfiles y audiencias. Ella recibiría el juramento personal de fidelidad de cada miembro de la Sangre y tendría la posibilidad —siguiendo la tradición— de ejecutar a cualquiera de ellos por su propia mano, sin razón alguna, si creía que se había opuesto a que subiera al trono.

Habría todo eso y más, pero su declaración era la verdadera coronación, la pronunciada por la Hija de las Nueve Lunas tras el periodo de duelo.

Las celebraciones empezaron en el instante en que les dio permiso para levantarse del suelo. Habría una semana de júbilo y festejos. Un tiempo de regocijo necesario. El mundo la necesitaba. Necesitaba una emperatriz. Todo iba a cambiar a partir de ese momento.

Mientras los da’covale se incorporaban y empezaban a entonar alabanzas a su coronación, Tuon se acercó al general Galgan.

—Transmitid mis palabras al general Yulan —ordenó en voz baja—. Decidle que prepare el ataque a las marath’damane de Tar Valon. Hemos de arremeter contra el Dragón Renacido, y deprisa. No podemos permitir que ese hombre acumule más poder del que ya tiene.

36

La muerte de Tuon

Emprendí viaje en Tear —empezó Verin tras sentarse en la mejor silla de Mat, hecha con madera de nogal oscuro y un bonito cojín color avellana. Tomás se situó detrás de ella, apoyada la mano en el pomo de la espada—. Mi propósito era llegar a Tar Valon.

—Entonces, ¿cómo es que habéis acabado aquí? —preguntó Mat, todavía suspicaz, a la par que se acomodaba en el banco con cojines.

Odiaba ese mueble; era imposible encontrar una postura en la que sentirse a gusto. Los cojines no servían de mucho; a saber cómo, hacían que el asiento resultara más incómodo. El maldito banco debía de haber sido diseñado por unos chiflados trollocs bizcos y construido con los huesos de condenados. Ésa era la única explicación razonable.

Rebulló en el asiento y estuvo a punto de pedir que le llevaran otra silla, pero Verin siguió hablando. Mandevwin y Talmanes se hallaban presentes, el primero de pie y con los brazos cruzados, y el segundo sentado en el suelo. Thom también estaba sentado en el suelo, al otro lado de la tienda, y observaba a Verin con mirada evaluadora. Se encontraban en la tienda de audiencias más pequeña, pensada para conferencias cortas entre oficiales. Mat no quería que la Aes Sedai entrara en el pabellón, ya que había dejado extendidos los mapas de Brisafiel con los planes de asalto a la ciudad.

—También yo me he hecho la misma pregunta, maese Cauthon —repuso Verin, sonriente, con el envejecido Guardián plantado a su espalda—. ¿Cómo he acabado aquí? Desde luego, no era ésa mi intención. Y, sin embargo, aquí estoy.

—Lo decís como si fuera un suceso fortuito, Verin Sedai —intervino Mandevwin—. ¡Pero hablamos de una distancia de varios cientos de leguas!

—Además —añadió Mat—, podéis Viajar. Así que, si vuestra intención es ir a la Torre Blanca, entonces ¿por qué no Viajáis allí y se acabó?

—Buenas preguntas, ya lo creo —dijo la Aes Sedai—. ¿Podría tomar un poco de té?

Mat suspiró, rebulló un poco más en el condenado sillón e hizo un gesto a Talmanes para que pidiera el té. El noble se levantó y salió unos instantes para transmitir la orden, hecho lo cual entró de nuevo y se sentó.

—Gracias. Tengo la boca seca —comentó Verin.

Transmitía ese aire distraído tan común entre las hermanas del Ajah Marrón. A causa de las lagunas en la memoria, el primer encuentro que Mat había tenido con Verin era un recuerdo borroso. De hecho, todo lo relacionado con ella lo era, pero sí recordaba su impresión de que la Marrón tenía el temperamento propio de los estudiosos.

Esta vez, al observarla, su afectación le pareció demasiado exagerada, como si se apoyara en las ideas preconcebidas sobre las Marrones y las utilizara para engañar a la gente, igual que un timador callejero que da gato por liebre a los muchachos pueblerinos con un ingenioso juego de barajar tres cartas.

La mujer lo miró. ¿Y esa sonrisa apenas insinuada en la comisura de los labios? ¿Era la sonrisa de un tramposo al que no le importaba que uno estuviera al tanto de su timo? Ahora que uno lo entendía, los dos podían disfrutar del juego y, tal vez, colaborando podrían embaucar a otros.

—¿Eres consciente de la enorme fuerza que tienes como ta’veren, joven? —preguntó Verin.

—Es Rand el que buscáis para ese tipo de cosas —contestó Mat, encogiéndose de hombros—. A decir verdad, comparado con él soy poca cosa.

—Oh, no se me ocurriría minimizar la importancia del Dragón —comentó Verin entre risas—. Pero es imposible que ocultes tu luz con su sombra, Matrim Cauthon. Al menos, no puedes esconderla en presencia de cualquiera que no sea ciego. En cualquier otro momento, habrías sido el ta’veren vivo más poderoso. Probablemente el más poderoso habido desde hace siglos.

Mat se agitó en el banco. Maldición, cómo detestaba que al hacer eso diera la impresión de que estaba nervioso. A lo mejor debería ponerse de pie.

—¿De qué habláis, Verin? —dijo en cambio. Se cruzó de brazos e intentó fingir, al menos, que se sentía cómodo.

—Hablo de cómo tiraste de mí a través de medio continente.

La sonrisa de la mujer se hizo más amplia justo en el momento en que un soldado entraba con una humeante taza de té con menta. La Aes Sedai la sostuvo en las manos, agradecida, y el soldado se retiró.

—¿Tirar de vos? —se extrañó Mat—. Pero si erais vos quien me buscaba a mí.

—Sólo después de llegar a la conclusión de que el Entramado tiraba de mí hacia alguna parte. —Verin sopló la infusión—. Lo que significaba Perrin o tú. No podía ser Rand, puesto que dejarlo a él me resultó fácil.

—¿A Rand? —Mat rechazó otra oleada de colores—. ¿Estuvisteis con él?

Verin asintió con la cabeza.

—¿Y cómo…? ¿Qué tal se encontraba? ¿Está…? Bueno, ya sabéis…

—¿Loco? —preguntó la Aes Sedai.

Mat asintió con la cabeza.

—Me temo que sí —contestó Verin con una mueca que le inclinó un tanto las comisuras de los labios—. Sin embargo, creo que sigue manteniendo el control de sí mismo.

—El jodido Poder Único —rezongó Mat mientras metía la mano bajo la camisa para sentir el reconfortante tacto del medallón de la cabeza de zorro.

—Oh, no estoy segura de que los problemas del joven al’Thor se deban exclusivamente al Poder, Matrim —comentó la Marrón, alzando la cabeza para mirarlo—. Muchos querrían culpar al saidin por sus estallidos de mal genio, pero hacer eso sería pasar por alto las increíbles presiones que hemos cargado sobre los hombros de ese pobre muchacho.

Mat miró a Thom con una ceja enarcada.

—Sea como sea, no se puede culpar demasiado a la infección. —Verin dio un sorbo de té antes de añadir—: Y no se puede porque ya no lo afecta.

—¿No? ¿Es que ha decidido dejar de encauzar? —se sorprendió Mat.

La Aes Sedai se echó a reír.

—Antes dejaría un pez de nadar. No, la infección no lo afecta porque ya no existe. Al’Thor limpió el saidin.

—¿Qué? —exclamó Mat al tiempo que se sentaba erguido.

Verin bebió otro poco de té.

—¿Habláis en serio? —preguntó Mat.

—Completamente en serio.

Mat echó otra ojeada a Thom. Entonces se estiró la chaqueta y se pasó las manos por el pelo.

—¿Qué haces? —preguntó Verin, divertida.

—No lo sé —contestó, un tanto avergonzado—. Supongo que tendría que sentirme diferente o algo. El mundo entero está cambiando a nuestro alrededor, ¿no es cierto?

—Podría decirse así, aunque yo argumentaría que la limpieza del saidin es como un guijarro arrojado a un estanque. Las ondas tardarán un tiempo en llegar a la orilla.

—¿Un guijarro? ¿Un guijarro? —repitió Mat.

—Bueno, digamos más bien una roca.

—Una jodida montaña, si queréis saber mi opinión —rezongó Mat, que volvió a acomodarse en el odioso banco.

Verin rió entre dientes. Puñeteras Aes Sedai. ¿Es que todas tenían que ser así? Seguro que era otro juramento que hacían y del que no hablaban a nadie, algo relacionado con actuar en plan misterioso. Mat la observó con fijeza y por fin le preguntó:

—¿A qué viene esa risita?

—A nada en particular. Es que imagino que dentro de poco vas a experimentar parte de lo que he experimentado yo este último mes.

—¿Experimentar qué?

—Bueno, creo que hablaba sobre eso antes de que nos saliéramos del tema desviándonos hacia asuntos irrelevantes.

—Sí, tan irrelevantes como la maldita limpieza de la Fuente Verdadera —rezongó Mat—. ¡Por favor!

—Bien, pues, experimenté un suceso realmente curioso —continuó Verin haciendo caso omiso de él, por supuesto—. Puede que no lo sepas, pero para Viajar desde un sitio hay que pasar cierto tiempo en él para conocerlo. Por lo general, pasar la noche en ese lugar es suficiente. En consecuencia, después de separarme del Dragón me dirigí a un pueblo cercano y alquilé una habitación en la posada. Me instalé y memoricé el cuarto a fin de abrir un acceso a la mañana siguiente.

»En mitad de la noche, sin embargo, me despertó el posadero. Explicó, muy consternado, que tenía que trasladarme a otra habitación. Por lo visto, se había descubierto una filtración en el tejado, encima del cuarto en el que estaba yo, y no tardaría en gotear agua por el techo. Protesté, pero él se mostró insistente.

»Así pues, me trasladé al otro lado del pasillo y empecé a memorizar esa habitación. Justo cuando empezaba a notar que conocía el cuarto lo bastante bien para abrir un acceso, volvieron a interrumpirme. Esta vez, el posadero (más azorado que antes) explicó que su esposa había perdido el anillo en esa habitación mientras hacía la limpieza por la mañana. La mujer se había despertado en plena noche y estaba muy disgustada. El posadero, que parecía muy cansado, me pidió con aire de disculpa que me trasladara de nuevo.

—¿Y qué? Simple coincidencia, Verin.

La Marrón lo miró con una ceja enarcada y después sonrió mientras Mat se movía en el banco ¡Maldición, no se sentía incómodo!

—Me negué a cambiar de cuarto, Matrim —prosiguió Verin—. Le dije al posadero que registrara la habitación después de que me marchara y le prometí que si encontraba un anillo no me lo llevaría, tras lo cual le cerré la puerta en las narices. —Bebió otro sorbo de infusión—. Pocos minutos después, la posada empezaba a arder. Por lo visto saltó un carbón de la chimenea al suelo y acabó incendiando el edificio hasta los cimientos. Todo el mundo escapó ileso, afortunadamente, pero el siniestro destruyó la posada. Cansados y con los ojos llorosos, Tomás y yo tuvimos que trasladarnos al siguiente pueblo y buscar allí habitaciones.

—¿Y qué? Sigue pareciéndome una casualidad —insistió Mat.

—Esto se repitió durante tres días —dijo Verin—. Incluso hubo interrupciones cuando intenté memorizar áreas exteriores, fuera de edificios. Un transeúnte ocasional que pedía compartir el fuego, un árbol que se desplomaba en el campamento, un rebaño de ovejas que pasaba por allí, una tormenta inesperada… Diversos acontecimientos fortuitos lograron impedir que aprendiera de memoria la zona.

Talmanes soltó un suave silbido y Verin asintió con la cabeza.

—Cada vez que intentaba memorizar un lugar, pasaba algo —prosiguió la Aes Sedai—. Por alguna razón, me veía obligada a moverme. En cambio, cuando decidía no intentar aprender de memoria una ubicación y no planeaba crear un acceso, no ocurría nada. Otra persona habría seguido camino adelante renunciando de momento al Viaje, pero mi carácter se impuso y empecé a estudiar el fenómeno. Era muy regular.

«Maldición», pensó Mat. Ése era el tipo de cosas que se suponía que debía de hacer Rand a otras personas, pero no él.

—Según vuestra explicación, seguiríais cerca de Tear —dijo en voz alta.

—Sí, pero enseguida empecé a notar como un tirón, como si algo tirara de mí. Como si…

—¿Como si alguien os tuviera enganchada por dentro con un anzuelo? —la interrumpió Mat al tiempo que rebullía otra vez—. ¿Como si tirara desde muy lejos, con tironcitos suaves pero insistentes?

—En efecto —contestó con una sonrisa Verin—. Qué descripción tan ingeniosa.

Mat no respondió.

—Decidí hacer uso de un medio más corriente para emprender viaje —prosiguió la Marrón—. Pensé que quizá mi incapacidad para Viajar tenía que ver con la proximidad de al’Thor o quizá con la perturbación en el Entramado debida a la influencia del Oscuro. Conseguí sitio en una caravana de mercaderes que viajaban hacia el norte, en dirección a Cairhien. Había una carreta vacía que accedieron a alquilarme por una tarifa razonable. Estaba muy fatigada por haber pasado despierta casi todas esas noches debido a incendios, llantos de bebés y continuos desplazamientos de una posada a otra. Tanto es así que me temo que dormí más de lo debido, y Tomás también.

Cuando despertamos, nos llevamos una sorpresa al descubrir que la caravana había cambiado el rumbo hacia el noroeste, en lugar de dirigirse hacia Cairhien. Hablé con el jefe de la caravana, el cual me explicó que había recibido una información de última hora respecto a que sus mercancías obtendrían un precio mucho mejor en Murandy que en Cairhien. Mientras me lo explicaba, cayó en la cuenta de que tendría que haberme advertido del cambio, pero se había olvidado de hacerlo. —Verin tomó otro sorbo de infusión.

»Fue entonces cuando ya no me cupo la menor duda de que me estaban dirigiendo. Casi nadie se habría dado cuenta, supongo, pero yo hice un estudio sobre la naturaleza de los ta’veren. La caravana no se había desviado hacia Murandy hacía mucho, sólo un día de viaje, pero eso, mezclado con la sensación de que tiraban de mí, fue suficiente. Hablé con Tomás y decidimos evitar ir a donde nos llevaban a la fuerza. Rasar es un sustituto inferior al Viaje, pero no impone la limitación de tener que conocer el lugar de partida. Abrí un acceso, pero cuando llegamos al final del viaje… ¡No aparecimos en Tar Valon, sino en un pueblecito al norte de Murandy!

»Eso no tendría que haber pasado. Sin embargo, cuando Tomás y yo lo meditamos nos dimos cuenta de que cuando yo abrí el acceso él estaba hablando con agrado de una excursión de caza a la que había ido en cierta ocasión, en el pueblo de Brisafiel, y en ese momento debí de tener la mente centrada en la localidad equivocada.

—Y aquí estamos —intervino Tomás, de pie tras la silla de su Aes Sedai, cruzado de brazos y con aire descontento.

—En efecto. Curioso, ¿no crees, joven Matrim? Me refiero a que acabara sin querer aquí, en tu camino, justo cuando necesitabas mucho de alguien que creara un acceso para tu ejército.

—Sigue siendo posible que se trate de una coincidencia.

—¿Y la sensación de que tiren de ti?

A eso Mat no supo qué decir.

—La coincidencia es cómo funciona el ser ta’veren —indicó Verin—. Te encuentras un objeto desechado que para ti es muy útil, u ocurre que te topas con alguien justo en el momento oportuno. Qué casualidad que las casualidades funcionen a tu favor, ¿no lo has notado? —Sonrió—. ¿Quieres apostarlo a una tirada de dados?

—No —respondió con desgana.

—Pero hay algo que me importuna —comentó Verin—. ¿No ha habido otra persona que por casualidad se cruzara en tu camino? al’Thor cuenta con esos Asha’man registrando la campiña en busca de varones con capacidad de encauzar, e imagino que áreas rurales como ésta encabezan sus listas, ya que es más probable que los encauzadores pasen inadvertidos en sitios así. Uno de ellos podría haber aparecido en tu camino y facilitarte un acceso.

—No es probable —repuso Mat con un escalofrío—. No pienso dejar a la Compañía en manos de esos tipos.

—¿Ni siquiera para llegar a Andor en un abrir y cerrar de ojos?

Mat vaciló. Bueno, tal vez por eso…

—Yo tenía que estar aquí por alguna razón —manifestó la Marrón, cavilosa.

—Sigo pensando que estáis dándole demasiada importancia a esto. —Sin poder evitarlo, Mat se agitó de nuevo en el condenado banco.

—Tal vez sí. O tal vez no. En primer lugar, deberíamos negociar el precio por llevaros a Andor. Supongo que quieres ir a Caemlyn, ¿verdad?

—¿Precio? ¡Pero si pensáis que el Entramado os ha forzado a venir hasta aquí! ¿Por qué me pedís un precio a mí?

—Porque mientras te esperaba… —alzando el índice dijo la Marrón— y para ser sincera no sabía si serías tú o el joven Perrin… comprendí que podía proporcionarte varias cosas que nadie más podría darte. —Buscó en un bolsillo del vestido y sacó varios papeles. Uno era el dibujo de Mat—. No me has preguntado de dónde lo saqué.

—Sois Aes Sedai —repuso Mat con gesto indiferente—. Supuse que vos… Bueno, ya sabéis, que lo habríais «saidareado».

—¿saidareado? —repitió ella en tono inexpresivo.

Mat se encogió de hombros.

—Este papel lo recibí, Matrim…

—Llamadme Mat —la interrumpió.

—Recibí este dibujo, Matrim —repitió la Marrón dando énfasis al nombre completo—, de una persona que es servidora de la Sombra y que me tiene por una Amiga Siniestra. Me dijo que uno de los Renegados había ordenado asesinar a los hombres que aparecen en estos dibujos. Perrin y tú corréis un gran peligro.

—No me sorprende. —Mat disimuló el escalofrío que el anuncio de la Aes Sedai le produjo—. Verin, los Amigos Siniestros tratan de acabar conmigo desde el día que salí de Dos Ríos. —Hizo una pausa—. Mejor dicho, desde un día antes de salir de Dos Ríos. ¿Qué tiene eso de nuevo?

—Esto es diferente —aseguró Verin, que se puso seria—. El nivel de peligro en el que te encuentras… Yo… En fin, pongamos que corres peligro, mucho peligro. Te sugiero que durante las próximas semanas tengas muchísimo cuidado.

—Siempre lo tengo.

—Bueno, pues ten más aún. Escóndete. No corras riesgos. Serás esencial antes de que esto haya acabado.

Mat se encogió de hombros. ¿Esconderse? Podría disfrazarse. Con ayuda de Thom sin duda cambiaría de tal forma que ni sus hermanas lo reconocerían.

—Podría hacer algo al respecto —dijo—. Un precio condenadamente bajo. ¿Cuánto tardaréis en llevarnos a Caemlyn?

—Eso no era mi precio, Matrim —lo sacó de su error la Marrón, divertida—. Sólo era una sugerencia. Un consejo al que deberías prestar oídos.

A continuación sacó un papel doblado que tenía debajo del dibujo y que estaba cerrado con un sello de cera roja como sangre.

—¿Qué es? —preguntó Mat al tiempo que lo tomaba con aire dubitativo.

—Son instrucciones que tendrás que seguir al décimo día de que os haya dejado en Caemlyn.

Mat se rascó el cuello, frunció el entrecejo e hizo intención de romper el sello.

—No abrirás las instrucciones hasta ese día —advirtió Verin.

—¿Qué? Pero…

—Ése es mi precio —se limitó a establecer la Aes Sedai.

—Maldita mujer. —Mat miró de nuevo el papel—. No pienso comprometerme a hacer nada sin saber de antemano qué es.

—Dudo mucho que mis instrucciones te parezcan rigurosas, Matrim.

Mat contempló el sello un instante y después se puso de pie.

—Ni hablar.

La Marrón frunció los labios.

—Matrim, tú no…

—Llamadme Mat —insistió mientras recogía el sombrero que tenía encima de los cojines—. Y he dicho que no hay trato. Estaré en Caemlyn dentro de veinte días de marcha, de todos modos. —Apartó las lonas de la entrada de la tienda y señaló hacia afuera—. No voy a permitir que me convirtáis en vuestra marioneta, mujer.

La Marrón no se movió, aunque sí frunció el entrecejo.

—Había olvidado lo difícil que puedes llegar a ser —dijo.

—De lo cual me enorgullezco —replicó Mat.

—¿Y si llegamos a un entendimiento, una solución intermedia? —propuso Verin.

—¿Me diréis qué hay en ese puñetero papel?

—No. Porque cabe la posibilidad de que no necesite que lleves a cabo las instrucciones que contiene. Confío en poder volver para liberarte de la carta y dejar que sigas tu camino. Pero si me es imposible…

—¿Cuál es pues la solución intermedia? —quiso saber Mat.

—Podrás elegir no abrir la carta y quemarla. Pero, si lo haces, tendrás que esperar cincuenta días en Caemlyn, por si acaso yo tardara en volver más de lo calculado.

Esa propuesta le dio que pensar. Cincuenta días era una larga espera, pero si era en Caemlyn, en lugar de viajando con sus propios medios…

¿Estaría Elayne en Caemlyn? Había estado preocupado por ella desde que había escapado de Ebou Dar. Si estuviera allí, al menos él podría conseguir que se empezara enseguida con la producción de los dragones de Aludra.

Pero ¿cincuenta días? ¿Esperando? ¿O eso o abrir la maldita carta y hacer lo que ponía en ella? No le gustaba ninguna de las dos opciones.

—Veinte días —fue su contraoferta.

—Treinta —contestó Verin mientras se ponía de pie y alzaba un dedo para cortar las objeciones que él iba a hacer—. Una solución intermedia, Mat. Entre el colectivo de Aes Sedai, creo que te pareceré mucho más flexible y dispuesta a entrar en razón que la mayoría. —Le tendió la mano.

Treinta días. Podría esperar treinta días. Miró la carta que tenía en las manos. Podría resistir la tentación de abrirla, y esperar treinta días no sería realmente una pérdida de tiempo, sólo un poco más de lo que habría tardado en llegar por sus medios a Caemlyn. ¡De hecho, el acuerdo era una puñetera ganga! Necesitaba unas cuantas semanas para poner en marcha la fabricación de los dragones, y necesitaba tiempo para descubrir algo más sobre la Torre de Ghenjei y de las serpientes y los zorros. Thom no podría protestar ya que, de todos modos, habrían tardado otras dos semanas en llegar a Caemlyn.

Verin lo observaba con un asomo de preocupación en el rostro. No debía dejar traslucir lo complacido que estaba. «Si esa mujer se da cuenta, encontrará algún modo de subirte el precio», se dijo para sus adentros.

—Treinta días —aceptó con aparente renuencia; le estrechó la mano—. Pero, cuando hayan pasado, podré marcharme.

—O puedes abrir la carta dentro de diez días y hacer lo que pone —le recordó Verin—. Una de las dos cosas, Matrim. ¿Tengo tu palabra?

—La tenéis. Pero no pienso abrir la puñetera carta. Voy a esperar treinta días y después seguiré adelante con mis asuntos.

—Veremos —dijo la Aes Sedai, sonriendo para sus adentros y soltándole la mano.

Dobló el dibujo y después sacó un pequeño portafolio del bolsillo. Lo abrió y metió dentro el dibujo; al hacerlo, Mat advirtió que dentro había un montoncito de papeles doblados y sellado, iguales que el que sostenía él en la mano. ¿Qué propósito tendrían?

Una vez que las cartas se encontraron a buen recaudo en el bolsillo, Verin sacó una gema traslúcida, un broche tallado en forma de lirio.

—Ordena que levanten el campamento, Matrim. Necesito hacer tu acceso lo antes posible, porque dentro de poco yo también he de Viajar.

—Muy bien. —Mat bajó la vista a la carta doblada y sellada que tenía en la mano. ¿Por qué actuaba Verin de un modo tan enigmático?

«¡Rayos y centellas! No voy a abrirla. Ni hablar».

—Mandevwin —llamó—, conduce a Verin Sedai a su tienda para que espere allí mientras se levanta el campamento y designa a un par de soldados para que la atiendan en cualquier cosa que necesite. Asimismo, informa a las otras Aes Sedai que Verin Sedai se encuentra aquí. Probablemente les interesará saber que ha venido, siendo como son Aes Sedai.

Mat se guardó la carta sellada debajo del cinturón y se dispuso a salir de la tienda, aunque antes añadió:

—Y que alguien le prenda fuego a ese jodido banco. No puedo creer que hayamos cargado con ese armatoste todo el camino.

Tuon había muerto. Suprimida, desechada, olvidada. Tuon había sido la Hija de las Nueve Lunas. Ahora ya sólo era una constancia dejada por escrito en la historia.

Fortuona era emperatriz.

Fortuona Athaem Devi Paendrag besó ligeramente en la frente al soldado cuando el hombre, inclinada la cabeza, se arrodilló ante ella en la corta hierba. Con el húmedo calor altaranés daba la impresión de que el verano hubiera llegado ya, pero la hierba —que sólo unas pocas semanas antes parecía exuberante y llena de vida— se había atrofiado y empezaba a amarillear. ¿Dónde estaba la yerba silvestre, los acantos, las centauras, los azulejos? Esa primavera las plantas no germinaban como era debido. Al igual que ocurría con el grano, se estropeaban y morían antes de haber crecido.

El soldado arrodillado ante Fortuona era uno de entre cinco. Detrás de los cinco soldados había doscientos miembros de los Puños del Cielo, la mejor unidad de elite de sus fuerzas de ataque. Vestían petos de oscuro cuero y yelmos de madera ligera y cuero, en forma de cabeza de insecto. Tanto los yelmos como los petos estaban adornados con el emblema del puño cerrado. Y cincuenta pares de sul’dam y damane, incluidas Dali y su sul’dam Malahavana, que Fortuona había dado para la causa. Había sentido la necesidad de sacrificar algo personal para la misión más importante de todas.

Dirigidos por sus cuidadores a fin de que estuvieran preparados para el vuelo, cientos de to’raken caminaban arremolinados por los corrales que había detrás. Para entonces, una bandada de raken ya volaba en gráciles círculos.

Fortuona bajó la vista hacia el soldado arrodillado ante ella y posó los dedos en la frente del hombre, donde antes lo había besado.

—Que tu muerte traiga la victoria —pronunció suavemente las palabras del ritual—. Que tu cuchillo derrame sangre. Que tus hijos canten tus alabanzas hasta el último amanecer.

El hombre inclinó más la cabeza. Como los otros cuatro que estaban en la fila, vestía de cuero negro. Tenía tres cuchillos colgados del cinturón, pero no llevaba capa ni yelmo. Era un hombre menudo; todos los miembros de los Puños del Cielo lo eran, y la mitad de la unidad la componían mujeres. El peso ligero siempre era una característica de quienes emprendían misiones con los to’raken. En un asalto, eran preferibles dos soldados pequeños y bien entrenados que un soldado grandullón con una pesada armadura.

La tarde llegaba a su fin; el sol empezaba a ponerse. El teniente general Yulan —que conduciría personalmente a la fuerza atacante— consideraba que era mejor emprender vuelo al acabar el día. Su misión daría comienzo en la oscuridad, la cual los ocultaría de quienes pudieran estar oteando el horizonte en Ebou Dar. En otros tiempos tal precaución no habría sido necesaria. ¿Qué importaba si la gente de Ebou Dar veía remontar el vuelo a centenares de to’raken? Las noticias no viajaban tan rápido como las alas raken.

Pero sus enemigos podían viajar mucho más deprisa de lo que deberían. Fuera un ter’angreal, un tejido o cualquier otra cosa lo que les daba esa capacidad, representaba un claro peligro. Mejor ser sigilosos. El vuelo a Tar Valon les llevaría varios días.

Fortuona se dirigió al siguiente soldado de la fila de cinco. Era una mujer y llevaba el cabello negro trenzado. Fortuona la besó en la frente y repitió las palabras rituales. Esos cinco soldados eran Puñales Sanguinarios. El anillo hecho con una piedra de un negro puro, que llevaban todos ellos, era un ter’angreal creado para un propósito en particular: les proporcionaría fuerza y velocidad, además de envolverlos en oscuridad, lo que les permitiría fundirse con las sombras.

Sin embargo, esas increíbles habilidades tenían un precio, porque los anillos absorbían la vida de sus huéspedes y los mataban en cuestión de días. Quitarse el anillo ralentizaría el proceso un poco, pero una vez activado —cosa que se hacía tocándolo con una gota de sangre de la persona mientras lo llevaba puesto— era irreversible.

Esos cinco no iban a regresar. Se quedarían en la retaguardia, fuera cual fuese el resultado del ataque, para matar tantas marath’damane como pudieran. Era un desperdicio terrible —habría que atar a la correa a todas esas damane—, pero mejor matarlas que dejarlas a disposición del Dragón Renacido.

Fortuona se acercó al siguiente soldado de la corta línea y le dio el beso y la bendición.

Habían cambiado tantas cosas en los días transcurridos desde su entrevista con el Dragón Renacido… Su nuevo nombre era sólo una de esas manifestaciones. Ahora incluso la Alta Sangre tenía que postrarse a menudo ante ella. Sus so’jhin —incluida Selucia— se habían rasurado la cabeza. A partir de ahora, mantendrían el lado derecho de la cabeza afeitado y se dejarían crecer el pelo en el lado izquierdo, trenzándolo a medida que creciera. De momento, se cubrían ese lado del cráneo con un gorro.

Los plebeyos caminaban con más confianza, con más orgullo. Volvían a tener una emperatriz. Con tantas cosas malas que pasaban en el mundo, al menos ésta era buena.

Fortuona besó al último de los cinco Puñales Sanguinarios y pronunció las palabras que los condenaban a muerte, si bien también los elevarían al heroísmo. Retrocedió, con Selucia a su lado, y el general Yulan dio un paso adelante e hizo una profunda reverencia.

—Que la emperatriz, así viva para siempre, sepa que no le fallaremos.

—Lo sabe —respondió Selucia—. La Luz os guíe. Sabed que Su Majestad, así viva para siempre, vio hoy que tres pétalos caían de una de las nuevas rosas primaverales del jardín, un augurio que vaticina vuestra victoria. Cumplid el augurio, general, y vuestra recompensa será inmensa.

Yulan se irguió y saludó llevándose el puño al pecho, de forma que el metal sonó contra el metal. Después condujo a los soldados hacia los corrales de los to’raken, con los cinco Puñales Sanguinarios delante. En cuestión de segundos, la primera criatura corría a lo largo del pasto que había detrás del corral, marcado con postes y banderolas, y a continuación se elevaba en el aire. La siguieron los demás, una escuadrilla, más de los que Fortuona había visto nunca volando a la vez en el cielo. Al tiempo que moría la última luz del ocaso, viraron hacia el norte.

Por regla general no se utilizaba a los raken y to’raken de ese modo. La mayoría de las incursiones se realizaban transportando las tropas hasta una zona donde hacían escala, y los to’raken esperaban a que los soldados regresaran del ataque. Pero esta incursión era de vital importancia. El plan de Yulan abogaba por un asalto más arrojado, de los que no se solían ver. Damane y sul’dam montadas en to’raken atacando desde el aire. Podía ser el principio de una nueva y brillante táctica. O podía conducirlos al desastre.

—Lo hemos cambiado todo —dijo Fortuona en voz queda—. El general Galgan se equivoca. Esto no situará al Dragón Renacido en una situación peor para negociar, sino que lo pondrá contra nosotros.

—¿Acaso no lo estaba ya? —preguntó Selucia.

—No —respondió Fortuona—. Éramos nosotros los que estábamos contra él.

—¿Y no es lo mismo?

—No —dijo Fortuona mientras observaba la nube de to’raken, apenas visible en el cielo—. Y me temo que pronto sabremos cuán grande es esa diferencia.

37

Fuerza de luz

Min observaba en silencio a Rand mientras éste se vestía. Los movimientos del hombre eran tensos y cuidadosos, como los pasos de un acróbata que avanza por la cuerda floja en un espectáculo ambulante. Se abrochó el puño izquierdo de la blanquísima camisa moviendo los dedos con deliberada lentitud. El puño derecho ya estaba abrochado; de eso se habían ocupado sus sirvientes.

La noche caía en el exterior. No estaba muy oscuro todavía, aunque ya se habían cerrado los postigos. Rand se puso una chaqueta negra con bordados dorados, metiendo primero una manga y después la otra. A continuación abrochó los botones; con eso no tenía problemas; cada vez tenía más soltura para manejarse con una sola mano. Botón tras botón. Primero, segundo, tercero, cuarto…

A Min le entraron ganas de gritar.

—¿Quieres que hablemos de ello? —le preguntó.

—¿De qué? —preguntó él a su vez, sin dejar de mirarse en el espejo.

—De los seanchan.

—No habrá paz —contestó mientras se colocaba bien el cuello de la chaqueta—. He fracasado. —La voz sonó impasible, aunque en cierta forma tensa.

—Es normal que te sientas frustrado, Rand.

—La frustración carece de importancia. La ira carece de importancia, ni la una ni la otra cambiarán los hechos, y el hecho es que no puedo perder más tiempo con los seanchan. Tendremos que correr el riesgo de sufrir un ataque por la retaguardia al marchar hacia la Última Batalla sin que haya estabilidad en Arad Doman. No es lo ideal, pero es lo que hay.

El aire reverberó por encima de Rand y apareció una montaña. Las visiones eran tan comunes en torno a él que, por lo general, Min hacía un esfuerzo para no prestarles atención a menos que fuera algo nuevo, aunque algunos días les dedicaba tiempo a todas procurando escogerlas y catalogarlas. Ésta era nueva y atrajo su atención. La colosal montaña estaba resquebrajada por un lado, con un agujero irregular en la ladera. ¿El Monte del Dragón? Se hallaba envuelto en sombras, como oscurecido por las nubes suspendidas en lo alto. Qué extraño; siempre que veía la montaña ésta se alzaba más alta que las propias nubes.

El Monte del Dragón en sombras. Sería importante para Rand en el futuro. ¿Qué era ese minúsculo haz de luz que llegaba desde el cielo hasta la cumbre de la montaña?

La visión se desvaneció. Aunque Min entendía lo que significaban algunas, ésta la desconcertó. Con un suspiro, se recostó en el mullido sillón rojo. A su alrededor había libros esparcidos por el suelo; cada vez dedicaba más y más tiempo a estudiar, en parte porque percibía la sensación de urgencia de Rand y en parte porque no sabía qué más hacer. Siempre le había gustado pensar que era capaz de cuidar de sí misma, y tiempo atrás había empezado a considerarse como una última línea de defensa para Rand.

No hacía mucho, Min había descubierto su validez como tal «línea de defensa». ¡Tan útil como una criatura! De hecho, fue un obstáculo, una herramienta que Semirhage utilizó contra él. Se había indignado cada vez que Rand sugería mandarla lejos y le soltaba un buen rapapolvo por el mero hecho de mencionarlo. ¡Mandarla lejos! ¿Por su seguridad? ¡Pero qué estupidez! Ella sabía cuidarse.

O eso era lo que siempre había creído, pero ahora sabía que él tenía razón.

Saberlo la ponía enferma. De ahí que estudiara y procurara mantenerse apartada. Aquel día Rand había cambiado, como si una luz se hubiera disipado dentro de él a semejanza de un candil que titila y se apaga al acabarse el aceite, para quedar sólo el recipiente. Ahora la miraba de un modo diferente. Cuando esos ojos la observaban, ¿sólo veían una responsabilidad?

Sintió un escalofrío e intentó desechar esa idea de la cabeza.

Rand se calzó las botas y se las abrochó.

Luego se puso de pie y recogió la espada que tenía apoyada en el baúl de la ropa. A la luz, el laqueado dragón rojo y dorado relució en la vaina negra. Qué arma tan extraña encontrada por aquellos estudiosos debajo de la estatua hundida; la espada irradiaba antigüedad. ¿La llevaba hoy Rand como un símbolo de algo? ¿Tal vez una señal de que cabalgaba a la batalla?

—Vas tras ella, ¿verdad? —preguntó Min, casi de forma involuntaria—. Graendal.

—He de solucionar los problemas que pueda.

Rand extrajo la espada de la vaina y examinó la hoja. No tenía marca de la garza, pero la esbelta cuchilla de acero relucía con la luz de la lámpara mostrando las líneas onduladas de los dobleces realizados en el metal durante su elaboración. Rand decía que estaba forjada con el Poder. Parecía saber cosas respecto al arma de las que no hablaba. Entonces la envainó en la negra funda y volvió la vista hacia ella.

Soluciona los problemas que están a tu alcance y no te agobies por lo que no está en tu mano resolver. Eso es algo que Tam me dijo en cierta ocasión. Arad Doman tendrá que resistir contra la invasión de los seanchan por sí mismo. Lo último que puedo hacer aquí por la gente es librarla de la Renegada que huella su tierra.

—Quizá te espera, Rand —advirtió Min—. ¿Se te ha ocurrido pensar que el chico que Nynaeve encontró era un infiltrado, puesto allí a propósito para que lo descubrieran y así conducirte a una trampa?

El vaciló y después sacudió la cabeza.

—Era real, Min. A Moghedien se le podría pasar por la cabeza un truco así, pero a Graendal no. Le ha preocupado mucho la posibilidad de ser rastreada. Hemos de actuar deprisa, antes de que le llegue la noticia de que se encuentra en una situación comprometida. He de atacar ahora.

Min se puso de pie.

—Entonces, ¿vas a venir? —le preguntó Rand, sorprendido.

«¿Y si las cosas van tan mal con Graendal como con Semirhage? —pensó al tiempo que enrojecía—. ¿Y si me convierto en un arma contra él?»

—Sí —respondió, sólo para demostrarse a sí misma que no se daba por vencida—. Por supuesto que voy. ¡No creas que vas a irte sin mí!

—Ni en sueños —dijo él con voz inexpresiva—. Vamos.

Min había esperado más oposición.

De la mesilla de noche él recogió la estatuilla del hombre que sostenía en alto una esfera. Dio la vuelta al ter’angreal en la mano, lo examinó y después alzó la vista hacia ella, como si la desafiara a decirle algo, a pesar de que Min no hizo intención de hablar.

Se guardó la figura en el bolsillo grande de la chaqueta y después salió de la habitación con la antigua espada forjada con el Poder ceñida a la cintura.

Min se apresuró a ir en pos de él, que echó una ojeada a las dos Doncellas que hacían guardia en la puerta.

—Voy a combatir —les dijo—. No vengáis más de veinte.

Las Doncellas intercambiaron una breve conversación con el lenguaje de señas; después una de ellas echó a correr, adelantándose, y la otra se situó detrás de Rand y lo siguió por el pasillo. Min aceleró para no quedarse descolgada; el golpeteo de sus pasos en las baldosas resonaba como un eco de los latidos del corazón. No era la primera vez que Rand se lanzaba a luchar contra los Renegados, pero por lo general dedicaba más tiempo a planearlo. Con Sammael había maniobrado durante meses antes de atacar en Illian. Con Graendal, en cambio, apenas había tenido un día para decidir qué hacer.

Min comprobó los cuchillos y se aseguró de que iban bien sujetos debajo de las mangas, si bien era consciente de que sólo se trataba de un gesto automático dictado por el nerviosismo. Rand llegó al final del pasillo y bajó la escalera, el semblante sosegado, el paso vivo pero sin premura. Aun así, daba la impresión de ser una nube de tormenta refrenada, constreñida, de algún modo dirigida y canalizada hacia un único objetivo. ¡Ojalá hubiera estallado y perdido los nervios como le pasaba antes! Entonces la exasperaba, pero nunca la había asustado. No como ahora, con esos ojos gélidos —indescifrables para ella— y ese halo de peligro. Desde el incidente con Semirhage repetía que haría «lo que tuviera que hacer» costara lo que costara, y Min sabía que debía de estar furioso por no haber conseguido convencer a los seanchan para que se aliaran con él. ¿A qué lo conduciría esa combinación de fracaso y determinación?

Al final de la amplia escalera, Rand se dirigió a un sirviente:

—Ve a buscar a Nynaeve Sedai y a lord Ramshalan. Condúcelos a la sala de estar.

¿Lord Ramshalan? ¿El hombre grueso que formaba parte del círculo de lady Chadmar?

—Rand —dijo en voz baja al llegar al pie de la escalera—, ¿qué planeas?

Él no respondió. Cruzó el piso blanco del vestíbulo y entró en la sala de estar, decorada con rojos intensos para contrastar con el suelo blanco. No se sentó, sino que siguió de pie, con los brazos a la espalda mientras estudiaba el mapa de Arad Doman que había ordenado colgar en la pared. El viejo mapa estaba en el sitio que antes ocupaba una delicada pintura al óleo, y parecía encontrarse fuera de lugar en la estancia.

En el mapa había una marca negra de tinta, al borde de un pequeño lago situado al sudeste. Rand la había hecho a la mañana siguiente de que Kerb muriera. Señalaba Refugio de Natrin.

—Antaño fue una fortaleza —comentó Rand con aire absorto.

—¿La ciudad donde se esconde Graendal? —preguntó Min mientras se acercaba a su lado.

—No es una ciudad —negó él con la cabeza—. He mandado exploradores y es un único edificio construido hace mucho tiempo para vigilar las Montañas de la Niebla, como protección contra incursiones de Manetheren a través de los pasos. No se ha utilizado con propósitos militares desde la Guerra de los Trollocs, y no es de extrañar. Poca preocupación ha de causar una improbable invasión por parte de la gente de Dos Ríos, que ni siquiera recuerda el nombre de Manetheren.

Min asintió con la cabeza, aunque después comentó:

—Sin embargo, Arad Doman fue invadida por un pastor de Dos Ríos.

En otros tiempos eso le habría hecho sonreír, pero ella seguía olvidando que Rand ya no sonreía.

—Hace unos cuantos siglos —prosiguió Rand, con los ojos entrecerrados, pensativo—, el rey de Arad Doman se adueñó de Refugio de Natrin en nombre del trono. Por entonces llevaba un tiempo ocupado por una familia noble de segunda fila, procedente de Punta de Toman, que intentaba establecer allí su propio reino. Eso ocurre de vez en cuando en llano de Almoth. Al rey domani le gustaba el emplazamiento y utilizó la fortaleza como palacio.

Pasaba mucho tiempo allí; de hecho pasaba tanto que varios mercaderes enemigos suyos ganaron en poder en Bandar Eban y el rey cayó, pero sus sucesores en el trono también utilizaron la fortaleza, que se convirtió en un retiro para la Corona cuando el rey necesitaba descansar de la corte. La práctica declinó durante los últimos cien años, más o menos, hasta que se cedió a un primo lejano del rey, hará unos cincuenta años. Esa familia ha vivido allí desde entonces. Para el pueblo domani, Refugio de Natrin cayó en el olvido hace mucho tiempo.

—¿Excepto para Alsalam? —preguntó Min.

—No. —Rand negó con la cabeza—. Dudo que él conociera su existencia. Supe esta historia por mediación del archivero real, que tuvo que buscar durante horas hasta localizar el nombre de la familia que utiliza la fortaleza. No se ha tenido noticias de ellos desde hace meses, aunque solían visitar las ciudades de vez en cuando. Los contados granjeros que hay en la zona dicen que al parecer alguien nuevo vive en el palacio, aunque nadie sabe dónde fueron los dueños anteriores. Parecían sorprendidos de que nunca se les hubiera ocurrido pensar cuan extraño es todo el asunto. —Rand la miró.

Éste es exactamente el tipo de emplazamiento que Graendal elegiría como centro de poder. Es una joya: una olvidada fortaleza, una construcción de belleza y poder, antigua y regia. Lo bastante cerca de Bandar Eban para influir en el gobierno de Arad Doman, pero lo bastante alejada para hacerla defendible y aislada. Cometí un error en mi búsqueda de Graendal; di por sentado que querría una hermosa mansión con jardines y terrenos. Debí darme cuenta; no es sólo belleza lo que colecciona, sino también prestigio. Una magnífica fortaleza para reyes encaja con ella tanto o más que una elegante mansión. Sobre todo si se tiene en cuenta que en la actualidad ésta tiene más de palacio que de recinto fortificado.

Unas pisadas en el vestíbulo atrajeron la atención de Min y unos segundos después un criado entraba con Nynaeve y el emperifollado Ramshalan, con su barba puntiaguda y el fino bigote. Ese día sólo llevaba campanitas diminutas en la punta de la barba y lucía un lunar de adorno en la mejilla, hecho de terciopelo y en forma de campana. Vestía un traje suelto de seda, en verde y azul, mangas muy largas, camisa de chorreras y puñetas que asomaban por debajo. A Min le daba igual lo que dictara la moda, pero ese hombre tenía un aspecto ridículo. Parecía un pavo real desgreñado.

—¿Milord mandó llamarme? —preguntó Ramshalan al tiempo que hacía una reverencia exagerada frente a Rand.

—Tengo una cuestión que plantearte, Ramshalan —le dijo Rand sin apartar los ojos del mapa—. Quiero saber qué opinas.

—¡Por supuesto, milord, decid!

—Bien, pues, respóndeme a esto: ¿Cómo puedo ser más astuto que un enemigo que sé que es más listo que yo?

—Milord —Ramshalan hizo otra reverencia, como si le preocupara que Rand no hubiera advertido la primera—. ¡Sin duda buscáis engañarme! No hay nadie más inteligente que vos.

—Ojalá fuera verdad —susurró Rand—. Me enfrento a algunas de las personas más arteras que jamás hayan existido. Mi actual adversaria conoce la mente de otros a tal punto que me es imposible igualar su maestría. Así pues, ¿cómo la derroto? Desaparecerá en el instante que la amenace y huirá a uno de los otros doce refugios que sin duda tendrá preparados. No se enfrentará a mí cara a cara, pero si destruyo su fortaleza en un ataque sorpresa, corro el riesgo de que se escabulla y yo no sepa si he acabado con ella.

—Realmente es un problema, milord —convino Ramshalan, que parecía desconcertado.

—Tengo que mirarla a los ojos —continuó Rand, como si asintiera para sus adentros—, ver su alma y saber que es ella la que tengo ante mí, y no un señuelo. He de hacerlo sin que se asuste y salga huyendo. ¿Cómo? ¿Cómo puedo matar a mi enemiga que es más lista que yo, una adversaria a la que es imposible sorprender y, sin embargo, tampoco quiere enfrentarse a mí?

Ramshalan parecía abrumado por tales peticiones.

—Yo… Milord, si vuestra enemiga es tan inteligente, entonces quizás la mejor opción sería pedir ayuda a alguien aún más listo.

Rand se volvió para mirarlo.

—Una sugerencia excelente, Ramshalan. Quizá ya lo he hecho.

El hombre se puso hinchado. «¡Se cree que ésa es la razón por la Rand lo mandó llamar!», comprendió Min, que ladeó la cabeza y alzó la mano para ocultar una sonrisa.

—Si tuvieras un enemigo así, Ramshalan, ¿qué harías? —demandó Rand—. Empiezo a impacientarme. Dame una respuesta.

—Establecería una alianza con él, milord —respondió Ramshalan sin dudarlo un segundo—. Cualquier persona que sea tan peligrosa es mejor tenerla como amiga que como enemiga, a mi entender.

«Idiota. Si tu enemigo es tan artero y despiadado, con una alianza sólo lograrías terminar con el cuchillo de un asesino en la espalda», censuró Min para sus adentros.

—Otra excelente sugerencia —habló Rand con suavidad—. Pero aún me intriga el primer comentario que hiciste. Dijiste que necesitaba aliados que sean más listos que yo, y eso es cierto. Es hora, pues, de que te pongas en marcha.

—¿Milord? —preguntó Ramshalan.

—Tú serás mi emisario —anunció al tiempo que movía la mano. Un acceso dividió de repente el aire al otro lado de la sala de estar y hendió la delicada alfombra que había en el suelo—. Demasiados domani del linaje se esconden, repartidos por todo el reino. Los aceptaría como mis aliados, pero ocuparía gran parte de mi tiempo ir a buscarlos a todos ellos. Por suerte, te tengo a ti para que vayas en mi nombre.

Ramshalan parecía excitado con esa perspectiva. A través del acceso Min atisbaba enormes pinos; al otro lado, el aire era frío y cortante. Se volvió para mirar a Nynaeve, de nuevo vestida de azul y blanco. La Aes Sedai observaba el intercambio con interés y Min leyó en el rostro de la otra mujer las mismas emociones que experimentaba ella. ¿Qué juego se traía Rand entre manos?

—Al otro lado de ese acceso —dijo Rand—, encontrarás una colina por la que se baja a un antiguo palacio habitado por una familia de mercaderes domani de segunda fila. Es el primero de los muchos lugares al que te enviaré. Ve en mi nombre y busca a quienes dirigen la fortaleza. Descubre si están dispuestos a apoyarme o incluso si saben algo sobre mí. Ofréceles recompensas por su lealtad; puesto que has demostrado ser inteligente, permitiré que tú determines los términos del acuerdo. No estoy acostumbrado a encargarme de ese tipo de negociaciones.

—¡Sí, milord! —respondió, más hinchado que antes, aunque miraba el acceso preocupado, sin fiarse del Poder Único, como la mayoría de la gente sobre todo cuando lo manejaba un varón.

De ser provechoso, ese hombre cambiaría su lealtad con tanta rapidez como había hecho cuando lady Chadmar había caído. ¿Qué buscaba Rand mandando a un fantoche como ése a reunirse con Graendal?

—Ve —ordenó Rand.

Ramshalan dio unos pasos vacilantes hacia el acceso.

—Yo… Milord Dragón, ¿podría llevar una especie de escolta para el camino?

—No hay por qué asustar ni alarmar a la gente que vive allí —dijo Rand sin quitar la vista del mapa. El aire frío siguió soplando a través del acceso—. Ve deprisa y vuelve, Ramshalan. Dejaré abierto el acceso hasta que hayas regresado. Mi paciencia no es ilimitada y hay muchos a los que podría recurrir para llevar a cabo esta misión.

—Yo… —El hombre pareció calcular los riesgos—. Por supuesto, lord Dragón.

Respiró hondo y atravesó el portal con evidente desasosiego, como haría un gato casero que se aventura a salir a un charco de agua. A Min le sorprendió descubrir que sentía pena por el hombre.

Las agujas caídas de los pinos chascaron cuando Ramshalan se internó en el bosque. Entre los árboles siseaba el aire; era extraño oír ese sonido encontrándose dentro de la cómoda mansión. Rand, todavía sin apartar la vista del mapa, dejó abierto el acceso.

—Está bien, Rand. ¿Qué es este juego? —demandó Nynaeve al cabo de unos minutos, cruzada de brazos.

—¿Cómo la derrotarías tú, Nynaeve? —preguntó él a su vez—. No sé de nada que sea acicate suficiente para que se enfrente a mí, como hice con Rahvin o Sammael. Y tampoco será fácil hacerla caer en una trampa. Graendal conoce a la gente mejor que nadie. Será retorcida, pero también es taimada y no se la debe subestimar. Recuerdo que Tohrs Margin cometió ese error, y ya sabes la suerte que corrió.

—¿Quién? —preguntó Min, fruncido el entrecejo, y miró a Nynaeve.

La Aes Sedai se encogió de hombros.

—Creo que la historia lo conoce como Tohrs el Despedazado —añadió Rand, mirándolas de soslayo.

Min negó con la cabeza de nuevo y Nynaeve se unió a ella. Ninguna de las dos estaba muy versada en historia, cierto, pero Rand actuaba como si tuvieran que conocer ese nombre. Él endureció el gesto y les dio la espalda, un poco sonrojado.

—La pregunta sigue planteada —dijo con suavidad aunque con un dejo tenso—. ¿Cómo combatirla, Nynaeve?

—No pienso entrar en tu juego, Rand al’Thor —replicó la Aes Sedai con un resoplido—. Salta a la vista que ya has decidido lo que vas a hacer. ¿Por qué me preguntas, pues?

—Porque lo que estoy a punto de llevar a cabo debería asustarme —le contestó—. Y no me asusta.

Min tuvo un escalofrío. Rand hizo un gesto de asentimiento a las Doncellas que esperaban en la puerta. Con movimientos ligeros, las mujeres cruzaron la estancia, saltaron por el acceso y se desperdigaron por el pinar perdiéndose de vista enseguida. Entre las veinte hicieron menos ruido que Ramshalan.

Min esperó. Al otro lado del acceso, el lejano disco del sol se ponía y teñía el umbrío suelo del bosque con la luz del ocaso. Pocos segundos después, Nerilea se asomó e hizo un gesto de asentimiento a Rand. Vía libre.

—Vamos —ordenó Rand, que cruzó el acceso.

Min fue en pos de él, aunque Nynaeve, de una carrera, llegó antes que ella al acceso.

Salieron a una alfombra de agujas de pino marrones, sucias tras el largo sueño bajo las desaparecidas nieves invernales. Las ramas se rozaban entre sí, mecidas por el aire de montaña, que era más frío de lo que parecía al principio. Min echó de menos la capa, pero no quedaba tiempo para volver a la habitación a buscarla. Rand echó a andar a través del bosque, con Nynaeve trotando detrás y hablando en voz baja.

La Aes Sedai no sacaría nada útil de Rand; encontrándose él en ese estado de ánimo no. Tendrían que esperar a ver qué revelaba. Min sólo atisbó fugazmente a alguna de las Aiel entre los árboles, y eso que se notaba que no ponían empeño en pasar inadvertidas. Desde luego se habían acostumbrado bien a la vida en las tierras húmedas. ¿Cómo era posible que alguien nacido en el Yermo supiera de forma tan intuitiva el modo de ocultarse en un bosque?

Un poco más adelante los árboles acababan al borde de un risco. Min se apresuró a reunirse con Rand y Nynaeve, que se habían detenido en lo alto de un suave declive. Desde allí había una vista por encima de los árboles, que descendían como un mar verde y ocre. Los pinos terminaban a orillas de un pequeño lago de montaña, embalsado en una depresión triangular del terreno.

En lo alto de otro risco, a cierta altura sobre el lago, se alzaba una imponente estructura de piedra blanca. Rectangular y alta, se había construido como torres apiladas una sobre otra, cada cual algo más estrecha que la que había debajo. Eso le daba al palacio una forma elegante; fortificada pero señorial.

—Es precioso —exclamó Min.

—Se construyó en otros tiempos —comentó Rand—. Una época en que la gente todavía pensaba que la majestuosidad de una construcción le prestaba solidez.

El palacio estaba lejos, pero no tanto como para que Min no divisara las figuras de hombres que hacían guardia en las almenas con alabardas al hombro y los petos reflejando la postrera luz del día. Un grupo retrasado de cazadores entró a caballo por las puertas con un gran ciervo atado en el animal de carga; cerca, un puñado de trabajadores cortaba un árbol talado, quizá para leña. Un par de criadas vestidas de blanco subían del lago acarreando pértigas con un cubo colgado en cada punta; a todo lo ancho de la construcción parpadeaban luces en algunas ventanas. Era un predio rústico agrupado en un único y enorme edificio en el que se vivía y se trabajaba.

—¿Crees que Ramshalan habrá dado con el camino? —preguntó Nynaeve, que, cruzada de brazos, trataba de disimular que estaba impresionada.

—Hasta un necio como él no pasaría por alto eso —respondió Rand, que tenía los ojos entrecerrados.

Todavía llevaba la estatuilla en el bolsillo. Min deseó que la hubiera dejado en la mansión; la ponía nerviosa la forma en que Rand la toqueteaba, como si la acariciara.

—Así que mandaste a ese hombre a su muerte —dijo Nynaeve—. ¿Qué conseguirás con eso?

—Graendal no lo matará.

—¿Cómo sabes que no lo hará?

—No es su estilo —repuso Rand—. No si hay una posibilidad de utilizarlo contra mí.

—No creerás que va a tragarse la historia que le has contado —apuntó Min—. Me refiero a enviarlo para tantear la lealtad de los nobles domani.

—No. —Rand negó lentamente con la cabeza—. Espero que considere al menos una parte de esa historia, pero lo dudo. Lo que dije sobre ella es cierto, Min. Es más astuta que yo. Y me temo que me conoce mucho mejor que yo a ella. Le sacará a Ramshalan toda la conversación que tuvimos. A partir de ahí encontrará la forma de utilizar esa conversación contra mí.

—¿Cómo? —se interesó Min.

—Lo ignoro. Ojalá lo supiera. Se le ocurrirá algo ingenioso, y entonces infectará a Ramshalan con una Compulsión muy sutil que yo no seré capaz de imaginar. Así no me dejará más opción que mantenerlo cerca y ver qué hace o mandarlo lejos. Pero, por supuesto, también tendrá en cuenta esa posibilidad y, haga lo que haga yo, pondrá en marcha sus otros planes.

—Lo dices como si fuera imposible que ganaras —intervino Nynaeve, ceñuda.

A ella no parecía afectarla el frío. De hecho, en Rand tampoco hacía mella. Fuera cual fuera ese «truco» para no notar el frío ni el calor, Min nunca había conseguido resolver el enigma. Ellos aseguraban que no tenía nada que ver con el Poder; pero, en tal caso, ¿por qué Rand y la Aes Sedai eran los únicos que lo controlaban? A las Aiel tampoco parecía que las molestara el frío, pero ellas no contaban porque parecían ajenas a cualquier incomodidad que sufriera cualquier persona normal; sin embargo, llegaban a ser muy susceptibles con las cosas más insignificantes y dispares.

—¿Que no podemos ganar, dices? —preguntó Rand—. ¿Es eso lo que tratamos de hacer? ¿Ganar?

—¿Es que ya no respondes a ninguna pregunta? —inquirió la Aes Sedai con una ceja enarcada.

Rand se volvió y miró a Nynaeve. Al encontrarse al otro lado, Min no veía la expresión de él, pero sí vio que Nynaeve se ponía pálida. Era culpa suya. ¿Es que no percibía lo tenso que estaba Rand? Tal vez la sensación de escalofrío que sentía no se debía sólo al aire; se acercó más a él, pero Rand no la rodeó con el brazo como habría hecho antes. Cuando por fin apartó la vista de Nynaeve, la Aes Sedai se inclinó hacia adelante un poco, como si la mirada de él la hubiera tenido alzada en vilo.

Rand no habló durante un tiempo, por lo que permanecieron callados en el borde del risco mientras el lejano sol se hundía en el horizonte. Las sombras se alargaron como dedos que se extendieran para alejarse del sol. Allí abajo, en las murallas de la fortaleza, un grupo de mozos de cuadra se puso a pasear unos caballos para que hicieran ejercicio. Se habían encendido más luces en las ventanas de la fortaleza. ¿Cuánta gente tenía allí Graendal? Docenas, si no cientos.

Un ruido en la maleza atrajo la atención de Min, que oyó también maldiciones y dio un respingo cuando el silencio se hizo de repente.

Un grupo reducido de Doncellas se acercó unos instantes después conduciendo al desarreglado Ramshalan, que llevaba el fino atavío lleno de agujas de pino y con rasgones de las ramas. El hombre se sacudió las ropas y después dio un paso hacia Rand.

Las Doncellas lo sujetaron y tiraron de él hacia atrás. El noble las miró con la cabeza muy erguida.

—¡Milord Dragón!

—¿Está infectado? —le preguntó a Nynaeve.

—¿De qué? —preguntó la Aes Sedai.

—El toque de Graendal.

Nynaeve se acercó a Ramshalan y lo miró un instante. Soltó un resoplido.

—Sí, lo está—dijo—. Rand, está sometido a una fuerte Compulsión.

Hay un montón de tejidos ahí. No tantos como tenía el aprendiz del cerero, o quizás es que son más sutiles.

—Milord Dragón, ¿qué pasa aquí? —dijo Ramshalan—. La dama del castillo de ahí abajo es muy amistosa… Es una aliada, milord. ¡No tenéis nada que temer de ella! Una mujer muy refinada, he de decir.

—¿De veras? —preguntó en voz baja Rand.

Estaba oscureciendo a medida que el sol se metía detrás de las lejanas montañas. Aparte de la tenue luz del ocaso, la única iluminación procedía del acceso todavía abierto tras ellos. Brillaba con la luz de las lámparas, un portal que parecía invitar a regresar al calor, lejos de aquel lugar de sombra y frialdad.

Qué dureza había en la voz de Rand. Más de la que Min había oído en ella nunca.

—Rand —dijo, tocándose el brazo—, regresemos.

—Tengo que hacer una cosa —contestó él sin mirarla.

—Piénsalo un poco más —pidió Min—. Al menos pide consejo. Podemos preguntar a Cadsuane o…

—Cadsuane me metió en un arcón, Min —susurró él.

Tenía el rostro envuelto en sombras, pero al girarlo hacia ella los ojos reflejaron la luz del acceso abierto. Naranja y roja. Había un dejo de ira en el tono de su voz.

«No debí mencionar a Cadsuane», comprendió ella. El nombre de esa mujer era una de las pocas cosas que todavía conseguían provocarle alguna reacción.

—En un arcón, Min —susurró de nuevo—. Aunque el arcón de Cadsuane tenía paredes que eran invisibles, era tan restrictivo como cualquiera en el que me hayan retenido. Su lengua era mucho más hiriente que cualquier vara con la que me hayan lacerado la piel. Eso lo sé ahora.

Rand se apartó para evitar el contacto con Min.

—¿A qué viene todo esto? —demandó Nynaeve—. ¿Enviaste a este hombre a ser víctima de una Compulsión sabiendo lo que le pasaría? ¡No pienso volver a ver a otro hombre retorcerse y morir por el mismo motivo! ¡Lo que quiera que esa Renegada lo haya compelido a hacer, no se lo quitaré! Y si a causa de ello mueres, tú te lo habrás buscado.

—¿Milord? —preguntó Ramshalan. El terror creciente en la voz del hombre le puso a Min los nervios de punta.

El sol se puso. Rand era sólo una silueta ahora, y la fortaleza, un perfil negro con lámparas alumbrando los agujeros de las paredes. Rand se encaramó al borde del risco mientras sacaba del bolsillo la llave de acceso. La figurilla empezó a emitir un tenue brillo, una luz roja procedente de su núcleo. Nynaeve inhaló con un respingo.

—Ninguna de las dos estabais cuando Callandor me falló —le dijo Rand a la noche—. Ocurrió dos veces. Una, cuando intentaba usarla para devolverle la vida a alguien, pero sólo conseguí un cuerpo que no era más que un títere hueco. En la otra, intentaba utilizarla para destruir a los seanchan, pero causé tantas bajas entre mis propios hombres como entre sus filas.

»Cadsuane me dijo que el segundo fallo se debía a un defecto de la propia Callandor. Un solo hombre no puede controlarla, ¿entendéis? Sólo funciona si ese hombre está en un arcón. Callandor es una correa concienzudamente tentadora, pensada para hacerme capitular de forma voluntaria.

La esfera de la llave de acceso se iluminó con un color más intenso que la hizo parecer cristalina. Dentro, la luz era escarlata, con el núcleo radiante, como si alguien hubiese echado una piedra esplendente en un estanque de sangre.

—He encontrado otra solución para mis problemas —continuó Rand, todavía en un susurro—. Las dos veces que me falló Callandor la emoción me hizo ser temerario. Me dejé llevar por los sentimientos. No soy capaz de matar si estoy furioso, Min. Tengo que mantener controlada esa rabia dentro de mí, he de encauzarla igual que encauzo el Poder Único. Cada muerte ha de ser deliberada. Intencional.

Min era incapaz de hablar, de expresar sus temores, de encontrar las palabras que lo detuvieran. De algún modo, los ojos de Rand seguían sumidos en la oscuridad a pesar de la luz líquida que sostenía ante sí. Esa luz alejaba las sombras de su figura, como si él fuera el punto de una explosión silenciosa. Min se volvió hacia Nynaeve; la Aes Sedai contemplaba la escena con los ojos desorbitados y los labios ligeramente entreabiertos. Tampoco ella podía articular palabra.

Min miró de nuevo a Rand. Cuando había estado a punto de matarla con su propia mano ella no le había tenido miedo, pero es que entonces sabía que no era él quien le hacía daño, sino Semirhage.

Pero este Rand —la mano llameante, la mirada tan centrada y sin embargo tan desapasionada— la aterrorizaba.

—Ya lo he hecho antes —susurró él—. Hubo un tiempo en que dije que no mataba mujeres, pero era mentira. Asesiné a una mujer mucho antes de enfrentarme a Semirhage. Se llamaba Liah. La maté en Shadar Logoth. La fulminé y me dije que era un acto de misericordia.

Se volvió hacia el palacio fortaleza que se alzaba allá abajo.

—Perdón —dijo, pero no pareció que se dirigía a Min—, por llamar también a esto compasión.

Algo increíblemente brillante se formó en el aire delante de él, y Min gritó al tiempo que retrocedía. El propio aire pareció combarse, como si se apartara de Rand empujado por el miedo. El polvo se alzó de la tierra en un círculo a su alrededor y los árboles gimieron, alumbrados por la cegadora luz blanca; las agujas de pino chirriaron como cien mil insectos forcejando y trepando unos sobre otros. Min ya no veía a Rand, sólo una cegadora, llameante fuerza de luz. Poder puro acumulado, haciendo que el vello de los brazos se le erizara con la fuerza de su nebulosa energía. En ese momento, tuvo la sensación de ser capaz de entender lo que era el Poder Único. Estaba allí, ante ella, encarnado en el hombre llamado Rand al’Thor.

Y entonces, como un sonido semejante a un suspiro, él lo soltó. Una columna de pura blancura explotó desde él y surcó, abrasadora, el silencioso cielo nocturno iluminando los árboles desde arriba en una oleada. Se desplazó con la rapidez de un chasquear de dedos y golpeó la muralla de la lejana fortaleza. Las piedras se encendieron como si hubieran inhalado la fuerza de la energía. Toda la fortaleza resplandeció y se transformó en un asombroso y espectacular palacio de luz viva, de energía pura. Bellísima.

Y de pronto desapareció. Borrada del paisaje —y del Entramado— como si jamás hubiese existido. Toda la fortaleza, centenares de pies de piedra y todos cuantos vivían en ella.

Algo golpeó a Min, una especie de onda expansiva en el aire. No era una explosión física ni la hizo tambalearse, pero le retorció las entrañas. El bosque en derredor —todavía iluminado por la brillante llave de acceso que Rand sostenía en la mano— pareció encogerse y temblar. Fue como si el propio mundo gimiera de dolor.

Y se replegó con un seco chasquido, pero Min siguió sintiendo aquella tensión. En ese instante fue como si la mismísima sustancia del mundo hubiera estado a punto de hacerse pedazos.

—¿Qué has hecho? —susurró Nynaeve.

Rand no contestó. Min le veía la cara otra vez, ahora que la enorme columna de fuego compacto había desaparecido y sólo quedaba la brillante llave de acceso. Estaba en éxtasis, con los labios entreabiertos, y sostenía ante él la llave, en alto, como en un gesto de victoria. O de reverencia.

Entonces apretó los dientes, los ojos se le desorbitaron y abrió la boca como si estuviera bajo una gran presión. La luz destelló una vez e inmediatamente se apagó. Todo quedó a oscuras. Min parpadeó ante la repentina oscuridad para tratar de acostumbrar los ojos al cambio. Parecía tener grabada a fuego en las retinas la poderosa imagen de Rand. ¿De verdad había hecho lo que ella imaginaba? ¿Había consumido la fortaleza entera con fuego compacto?

Toda esa gente. Los hombres que volvían de la cacería… Las mujeres acarreando agua del lago… Los soldados en las murallas… Los caballerizos en el exterior…

Habían desaparecido. Borrados del Entramado. Asesinados. Muertos para siempre. El espanto hizo que Min se tambaleara, y apoyó la espalda contra el tronco de un árbol para sostenerse de pie.

Tantas vidas desaparecidas en un instante. Muertas. Destruidas. Por Rand.

Una luz apareció junto a Nynaeve; Min se volvió y vio a la Aes Sedai iluminada por el cálido y suave fulgor de una esfera que flotaba sobre la mano de la mujer. Los ojos parecían arderle casi con luz propia.

—Has perdido el control, Rand al’Thor —declaró.

—Hago lo que debo hacer —respondió, ahora hablándoles a las sombras. La voz sonaba exhausta—. Compruébalo, Nynaeve.

—¿Qué?

—Ahonda a ese necio. ¿Sigue todavía la Compulsión en él? ¿Ha desaparecido el tejido de Graendal?

—Odio lo que acabas de hacer, Rand —gruñó Nynaeve—. No. El término «odiar» no es lo bastante fuerte. Abomino lo que has hecho. ¿Qué te ha pasado?

—Ahóndalo —repitió Rand con un susurro peligroso—. Antes de condenarme, descubramos si mis pecados han conseguido algo aparte de mi propia condenación.

Nynaeve respiró profundamente y después miró a Ramshalan, al que todavía sujetaban varias Doncellas. La Aes Sedai le puso la mano en la frente y se concentró.

—No hay nada —dijo—. Borrado.

—Entonces, ella ha muerto —dijo Rand desde la oscuridad.

«¡Luz! —exclamó Min al comprender lo que había hecho—. No utilizó a Ramshalan como emisario ni como cebo. Se valió del hombre como un medio para comprobar si Graendal estaba muerta». El fuego compacto borraba por completo del Entramado a cualquiera, de forma que era como si sus actos más recientes nunca hubieran tenido lugar. Ramshalan recordaría su visita a Graendal, pero la Compulsión habría dejado de existir. En cierto modo, había sido asesinada antes de que Ramshalan se reuniera con ella.

Min se tocó el cuello, donde las marcas de los dedos de Rand todavía no se habían borrado.

—No comprendo —dijo el noble con una voz que era casi un graznido.

—¿Cómo se combate a alguien más listo que uno mismo? —susurró Rand—. La respuesta es sencilla: haces creer a esa persona que estás sentado a la mesa, enfrente de ella, preparado para entrar en su juego. Entonces le das un puñetazo en la cara lo más fuerte posible. Me has servido bien, Ramshalan. Te perdonaré que te hayas jactado ante los lores Vivian y Callswell de que me manejabas a tu antojo.

A Ramshalan se le doblaron las piernas por la impresión y las Doncellas lo dejaron caer de rodillas.

—¡Milord! Había bebido mucho vino esa noche y… —empezó a protestar.

—Silencio —ordenó Rand—. Como decía antes, hoy me has servido bien. No te ejecutaré. Vete. Encontrarás un pueblo al sur, a dos días de camino.

Sin más, Rand dio media vuelta; Min lo veía sólo como una sombra deslizándose por el bosque. Se dirigió hacia el acceso y lo cruzó. Min corrió tras él y Nynaeve hizo otro tanto. Las Doncellas fueron las últimas y dejaron a Ramshalan arrodillado en el bosque, estupefacto. Cuando la última Doncella hubo entrado por el acceso, el portal se cerró, cortando el sonido del llanto de Ramshalan, que sollozaba en la oscuridad.

—Lo que has hecho es una abominación, Rand al’Thor —manifestó Nynaeve en cuanto el acceso se hubo cerrado—. ¡Allí debía de haber docenas, tal vez cientos de personas viviendo en ese palacio!

—Todas ellas convertidas en pobres idiotas por la Compulsión de Graendal —replicó Rand—. Jamás permite que nadie esté cerca de ella sin antes destruirle la mente. El muchacho que envió a trabajar en la mazmorra apenas sufrió una fracción de la tortura que la mayoría de sus mascotas padecen. Las deja sin capacidad de pensar o actuar; todo lo que hacen es arrodillarse y adorarla, tal vez realizar recados que les ordena. Les hice un favor.

—¿Un favor? —repitió Nynaeve—. ¡Rand, utilizaste fuego compacto! ¡Han sido borrados de toda existencia!

—Eso dije —repuso él con suavidad—. Un favor. A veces desearía esa misma bendición para mí. Buenas noches, Nynaeve. Duerme tan bien como sea posible, porque nuestra estancia en Arad Doman ha llegado a su fin.

Min lo vio alejarse y quiso correr tras él, pero se contuvo. Cuando hubo salido de la habitación, Nynaeve se dejó caer en una de las sillas de color castaño, suspiró y reclinó la cabeza en la mano.

Min tenía ganas de hacer lo mismo. Hasta ese momento, no había sido consciente de lo exhausta que estaba. Últimamente, encontrarse cerca de Rand obraba ese efecto en ella, incluso cuando no estaba ocupado en actividades tan terribles como las de esa noche.

—Ojalá estuviera Moraine aquí —murmuró en voz queda Nynaeve, y entonces se quedó paralizada, como si la hubiera sorprendido oírse decir tal cosa.

—Tenemos que hacer algo, Nynaeve —dijo Min.

—Quizá —asintió la Aes Sedai con gesto ausente.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Bueno, ¿y si él tiene razón? —preguntó—. Aunque sea un botarate cabeza hueca, ¿y si realmente ha de ser así para vencer? El Rand de antes jamás habría destruido una fortaleza llena de gente para matar a una Renegada.

—Por supuesto que no —convino Min—. ¡Entonces todavía le preocupaba matar a alguien! Nynaeve, todas esas vidas…

—¿Y cuánta gente seguiría viva ahora si hubiera sido tan implacable desde el principio? —preguntó Nynaeve desviando la vista—. ¿Si hubiera sido capaz de enviar a sus seguidores al peligro como hizo con Ramshalan? ¿Si hubiera podido atacar sin preocuparse de a quién tendría que matar? Si hubiera ordenado a sus tropas asaltar la fortaleza de Graendal, sus seguidores habrían resistido con fanatismo y habrían acabado muertos de todas formas. Y ella habría escapado.

»Tal vez esto es lo que él tenía que ser. La Última Batalla está encima, Min. ¡La Última Batalla! ¿Enviaríamos a luchar contra el Oscuro a un hombre que no se sacrificaría por lo que tenga que hacerse?

Min sacudió la cabeza antes de objetar:

—¿Y lo enviaríamos a él como está, con esa mirada en los ojos? Nynaeve, ha dejado de afectarlo todo. Para él no hay nada importante excepto derrotar al Oscuro.

—¿Y acaso no es eso lo que queremos que haga?

—Yo… —Se calló—. Que se alce con la victoria no será una victoria en absoluto si Rand se vuelve tan perverso como los Renegados… Hemos de…

—Comprendo —la interrumpió de repente la Aes Sedai—. Así me ciegue la Luz, pero lo entiendo, y tú tienes razón. Lo que pasa es que no me gustaban las respuestas que me daban esas conclusiones.

—¿Qué conclusiones?

—Cadsuane tenía razón —suspiró Nynaeve, que en un susurro apenas audible añadió—: Qué mujer tan insufrible. —Se puso de pie—. Vamos. Tenemos que encontrarla y descubrir cuáles son sus planes.

—¿Seguro que los tiene? —preguntó Min, uniéndose a la Aes Sedai—. Rand fue duro con ella. Tal vez se ha quedado con nosotros sólo para ver cómo titubea y fracasa sin su ayuda.

—Tiene planes, sí. Si hay una cosa que podamos dar por segura con esa mujer es que está tramando algo. Sólo hemos de convencerla para que nos deje participar.

—¿Y si no quiere? —planteó Min.

—Querrá. —Nynaeve dirigió la vista hacia el sitio en el que el acceso de Rand había desgarrado la alfombra—. Cuando le contemos lo de esta noche, accederá. Esa mujer no me cae bien y sospecho que es un sentimiento recíproco, pero ninguna de nosotras está capacitada para dirigir sola a Rand. —Frunció los labios—. Lo que me preocupa es que no podados manejarlo juntas. Vamos.

Min fue tras ella. ¿«Manejar» a Rand? Ése era otro problema. Nynaeve y Cadsuane —las dos— estaban tan preocupadas con «manejar» que no se daban cuenta de que, en vez de dirigirlo, quizá lo mejor sería ayudarlo. A Nynaeve le importaba Rand, pero lo veía como un problema que había que solucionar, en lugar de ver a un hombre necesitado de ayuda.

Así pues, acompañó a la Aes Sedai al exterior de la mansión. Salieron al oscuro patio —con la luz de la esfera de luz creada por Nynaeve— y fueron hacia la parte posterior a buen paso dejando atrás el establo, en dirección a la cabaña del guarda de la finca. Se cruzaron con Alivia en el camino. La antigua damane parecía contrariada; Alivia empleaba mucho tiempo intentando conseguir que las Aes Sedai le enseñaran tejidos nuevos.

Por fin llegaron a la cabaña en la que había vivido el guarda hasta que Cadsuane lo había convencido para que se mudara. Era un edificio de una planta, construido en madera pintada de amarillo y con el techo de bálago. La luz de dentro escapaba por las rendijas de las contraventanas.

Nynaeve se detuvo ante la puerta y llamó en la maciza hoja de roble; enseguida, Merise acudió a la llamada.

—¿Sí, pequeña? —preguntó la Verde como si tratara de aguijonear a propósito a Nynaeve.

—Tengo que hablar con Cadsuane —gruñó la antigua Zahorí.

—Cadsuane Sedai no tiene nada que hablar contigo ahora —replicó Merise, haciendo intención de cerrar la puerta de la cabaña—. Vuelve mañana y quizás acceda a verte.

—Rand al’Thor acaba de borrar del Entramado un palacio entero lleno de gente usando fuego compacto —dijo Nynaeve en voz lo bastante alta para que la oyeran quienes se encontraban dentro del edificio—. Yo estaba con él.

Merise se quedó petrificada.

—Déjala entrar —dijo desde dentro la voz de Cadsuane. A regañadientes, Merise abrió la puerta del todo. Dentro, Min vio a Cadsuane sentada en unos cojines en el suelo con Amys, Bair, Melaine y Sorilea. Las mujeres sentadas casi tapaban la sencilla alfombra marrón que decoraba la pieza principal de la cabaña. Un fuego ardía despacio en el hogar de piedra gris que había al fondo; la leña casi se había consumido y las llamas eran bajas. En un rincón había un taburete con una tetera encima.

Nynaeve apenas dedicó una mirada de reojo a las Sabias; se abrió paso apartando a Merise, y Min la siguió con menos decisión.

—Háblanos de ese suceso, pequeña —dijo Sorilea—. Desde aquí sentimos combarse el mundo, pero ignorábamos la causa. Dimos por sentado que era obra del Oscuro.

—Os lo contaré —empezó Nynaeve, que hizo una profunda inhalación antes de seguir—. Pero quiero tomar parte en vuestros planes.

—Veremos —intervino Cadsuane—. Relata la experiencia.

Min se sentó en una banqueta de madera que había a un lado de la habitación, mientras Nynaeve contaba lo ocurrido con Refugio de Natrin. Las Sabias escucharon con los labios prietos. Cadsuane se limitó a asentir con la cabeza de vez en cuando. Merise, descompuesto el semblante por el espanto, llenó de nuevo las tazas con la infusión de la tetera que estaba en el taburete —a juzgar por el aroma, era té negro de Tremalking— y después la dejó cerca del fuego. Nynaeve acabó de explicar lo ocurrido sin haberse sentado.

«Oh, Rand. Esto debe de estar desgarrándote por dentro», pensó Min. Pero lo percibía a través del vínculo y sus emociones parecían haberse helado.

—Hiciste bien en acudir a nosotras para informarnos, pequeña —le dijo Sorilea a Nynaeve—. Puedes retirarte.

—Pero… —A Nynaeve se le desorbitaron los ojos de rabia.

—Sorilea —intervino Cadsuane con sosiego, atajando a Nynaeve—, esta pequeña podría ser útil para nuestros planes. Sigue estando unida al chico al’Thor; aún confía en ella lo bastante para haberla llevado con él esta noche.

Sorilea miró a las otras Sabias. La anciana Bair y la rubia Melaine asintieron con un gesto. Amys se quedó pensativa, pero no hizo objeciones.

—Quizá —contestó Sorilea—. Pero ¿puede ser obediente?

—¿Y bien? —le preguntó Cadsuane a Nynaeve. Todas parecían hacer caso omiso de Min—. ¿Puedes?

Nynaeve seguía teniendo los ojos muy abiertos, llenos de cólera.

«Luz. ¿Obedecer Nynaeve a Cadsuane y a las otras? —se alarmó Min—. ¡Les explotará en la cara!»

Nynaeve se tiró de la trenza; la asía con tanta fuerza que tenía blancos los nudillos.

—Sí, Cadsuane Sedai —respondió con los dientes apretados—. Puedo.

A las Sabias pareció sorprenderles que pronunciara las palabras, pero Cadsuane se limitó a asentir de nuevo con la cabeza, como si hubiera esperado esa respuesta. ¿Quién habría imaginado que Nynaeve se mostrara tan…? En fin, tan razonable.

—Siéntate, pequeña —indicó Cadsuane con un gesto de la mano—. Veamos si realmente eres capaz de cumplir órdenes. Puede que de la nueva cosecha seas la única recuperable. —Sus palabras hicieron enrojecer a Merise.

—No, Cadsuane, no es la única —intervino Amys—. Egwene tiene mucho honor.

Las otras dos Sabias asintieron con sendos cabeceos.

—¿Cuál es el plan? —quiso saber Nynaeve.

—Tu parte en esto es… —empezó Cadsuane. ¿Mi parte? —la interrumpió Nynaeve—. Quiero saberlo todo.

—Lo sabrás cuando estemos dispuestas a decírtelo —repuso con sequedad Cadsuane—. Y no hagas que me arrepienta de mi decisión de interceder por ti.

Nynaeve hizo un esfuerzo por mantener la boca cerrada, aunque los ojos le llameaban. Sin embargo no le replicó con brusquedad.

—Tu parte —continuó Cadsuane— es encontrar a Perrin Aybara.

—¿Y de qué servirá eso? —preguntó Nynaeve, que añadió—: Cadsuane Sedai.

—Eso es asunto nuestro —contestó Cadsuane—. Ha estado viajando por el sur no hace mucho, pero no conseguimos localizar dónde exactamente. El chico al’Thor podría saber dónde se encuentra. Descúbrelo y quizás entonces te explicaré la razón.

Nynaeve asintió con un cabeceo, a regañadientes, y las demás se lanzaron a una discusión respecto a cuánta tensión ocasionada por el fuego compacto soportaría el Entramado antes de destejerse por completo. Nynaeve escuchó en silencio; era evidente que con la intención de recabar más sobre el plan de Cadsuane, aunque de aquella conversación no parecía probable que sacara muchas pistas.

Min sólo escuchaba a medias. Fuera cual fuera el plan, alguien tendría que estar pendiente de Rand. Lo que había hecho esa noche lo estaría destruyendo por dentro, dijera lo que dijera él. Ya había mucha gente preocupada por lo que tendría que hacer en la Última Batalla. A ella le tocaba conseguir que llegara a la Última Batalla vivo y sano, con el alma de una pieza.

De algún modo.

38

Noticias en el Tel’aran’rhiod

Egwene, sed razonable —dijo Siuan, cuya imagen resultaba algo translúcida debido al anillo ter’angreal que utilizaba para entrar en el Tel’aran’rhiod—. ¿De qué va a servir que os pudráis en esa celda? Elaida se asegurará de que jamás seáis libre después de lo que me comentasteis que hicisteis en esa cena. —Siuan meneó la cabeza—. Madre, a veces no hay más remedio que afrontar la verdad. Una red sólo puede remendarse un número determinado de veces antes de tener que deshacerse de ella y tejer una nueva.

Egwene estaba sentada en una banqueta de tres patas en uno de los rincones de la habitación, en la parte delantera de una zapatería. Había escogido el lugar al azar para evitar reunirse en la Torre Blanca, por si acaso. Los Renegados sabían que tanto Egwene como las otras caminaban por el Mundo de los Sueños.

Con Siuan, Egwene se comportaba de una manera más relajada, más cómo era ella de verdad. Ambas sabían que Egwene era la Amyrlin y Siuan una subordinada; pero, al mismo tiempo, compartían un vínculo, un compañerismo debido a la posición que habían ocupado las dos. Ese vínculo, extrañamente, se había convertido en algo parecido a la amistad.

—Ya hemos hablado de esto —contestó de forma tajante Egwene, que en aquel momento habría estrangulado a su amiga—. No puedo huir. Cada día que pase en cautiverio sin desmoronarme es otro golpe al mandato de Elaida. ¡Si desaparezco antes de que se celebre su juicio, destruiremos todo aquello por lo que hemos estado trabajando!

—El juicio será una farsa, madre —respondió Siuan—. Y, si no lo fuera, el castigo será leve. Por lo que me habéis dicho, no os rompió ningún hueso cuando os golpeó. ¡Ni siquiera os hizo un corte!

Eso era cierto. Un vaso roto fue lo que había hecho sangrar a Egwene. No los latigazos de Elaida.

—Incluso si la Antecámara se limita a sancionarla con una censura formal, servirá para socavar su autoridad —replicó Egwene—. Mi resistencia, mi rechazo a escapar de la celda, tiene un significado. ¡Hasta las Asentadas vienen a verme! Si huyera, parecería que me he doblegado ante Elaida.

—¿No os acusó de ser Amiga Siniestra? —preguntó Siuan sin andarse con rodeos.

—Sí, lo hizo —repuso Egwene tras dudar un momento—. Pero no tiene pruebas.

La ley de la Torre era compleja, y establecer los castigos adecuados o las interpretaciones también lo era. Los Tres Juramentos tendrían que haber evitado que Elaida utilizara el Poder Único como un arma. Por consiguiente, Elaida debía creer que lo que estaba haciendo no iba contra ellos. Una de dos: o la situación se le había ido de las manos o tenía a Egwene por una Amiga Siniestra. Podía utilizar cualquiera de los dos argumentos en su defensa. La última la exoneraría casi de toda culpabilidad, aunque la primera sería mucho más fácil de probar.

—Podría conseguir que os condenaran —dijo Siuan, al parecer siguiendo la misma línea de pensamiento—. Incluso que os ejecutaran. ¿Entonces, qué?

—No lo logrará. No tiene ninguna prueba de que sea una Amiga Siniestra, y la Antecámara nunca lo permitiría.

—¿Y si os equivocáis?

—Está bien —dijo Egwene tras vacilar un momento—. Si la Antecámara falla mi ejecución, dejaré que me saquéis de aquí. Hasta entonces no, Siuan. Hasta entonces no.

—Tal vez no tengáis esa oportunidad, madre —arguyó Siuan, con un resoplido—. Si Elaida logra acobardarlas, actuará con rapidez. Los castigos de esa mujer pueden ser tan rápidos como un huracán y cogeros desprevenida. Doy fe de ello.

—Si sucediera tal cosa, mi muerte sería una victoria. Elaida sería la que habría cedido, no yo.

—Inamovible como un amarradero —murmuró Siuan al tiempo que sacudía de nuevo la cabeza.

—Hemos terminado con este asunto, Siuan —habló Egwene, tajante.

Siuan suspiró, pero no dijo nada más. Se encontraba demasiado nerviosa para estar sentada, así que no utilizó la otra banqueta que había en la habitación y se quedó de pie cerca del escaparate, a la derecha de Egwene.

En la zapatería había indicaciones de que era un lugar muy concurrido. Un mostrador macizo dividía en dos la habitación y en la pared de detrás había docenas de huecos hechos a propósito para colocar el calzado. A veces, la mayoría estaban ocupados con recios zapatos de trabajo hechos de cuero o lona, con los cordones colgando hacia adelante o las hebillas brillando en la fantasmagórica luz del Tel’aran’rhiod. Pero, cada vez que Egwene volvía a mirar la pared, los zapatos habían cambiado, apareciendo unos y desapareciendo otros. No debían de permanecer mucho tiempo en los huecos en el mundo real, pues sólo dejaban una imagen fugaz en el Mundo de los Sueños.

La parte delantera de la tienda se hallaba abarrotada de banquetas a disposición de los clientes. Había variedad de modelos y patrones en el calzado expuesto en la pared trasera, así como zapatos de muestra para probar las tallas. Los clientes acudían a la tienda, comprobaban su talla y luego escogían el modelo. Entonces, el zapatero —o sus ayudantes, lo más probable— le hacían los zapatos para que los pasara a buscar más tarde. En la ancha ventana del escaparate, unas letras blancas anunciaban que el nombre del zapatero era Naorman Mashinta, y al lado llevaba rotulado un pequeño número tres. La tercera generación Mashinta que regentaba el negocio. Eso no era inusual entre la población. De hecho, a Egwene —esa parte que aún estaba influenciada por Dos Ríos— le chocaba que alguien se planteara abandonar el negocio familiar para dedicarse a otro, a no ser que fuera el tercero o cuarto hijo.

—Ahora que ya hemos tratado de este tema obvio, ¿qué más noticias hay? —continuó Egwene.

—Bien —dijo Siuan, apoyándose en la ventana con la vista puesta en la calle de Tar Valon,—, inquietantemente desierta. Un viejo conocido vuestro ha llegado al campamento.

—¿De verdad? —preguntó Egwene sin darle importancia—. ¿Quién?

—Gawyn Trakand.

Egwene dio un respingo. ¡Eso era imposible! Gawyn había apoyado el bando de Elaida durante la rebelión y jamás se habría pasado al rebelde. ¿Lo habían capturado? Pero Siuan no lo había expresado así.

Durante un fugaz momento, Egwene se convirtió en una chica temblorosa, atrapada en la intensidad de las promesas que él le había susurrado. No obstante, logró mantener la compostura de Amyrlin y rechazó esos pensamientos para volver al presente.

—¿Gawyn? —preguntó en un forzado tono de indiferencia—. Qué extraño. Nunca habría imaginado que aparecería por allí.

—Lo habéis hecho muy bien. —Siuan sonrió—. Aunque vuestra pausa fue demasiado larga y, al preguntar por él, hablasteis con excesivo desinterés. Eso os delató.

—Así te ciegue la Luz —la reprendió Egwene—. ¿Era otra prueba o es verdad que se encuentra en el campamento?

—Aún observo los juramentos, gracias —respondió ofendida Siuan.

Egwene era una de las pocas que lo sabía. Como consecuencia de la neutralización y posterior Curación, Siuan había quedado liberada de los Tres Juramentos. Aun así, al igual que Egwene, había decidido no mentir.

—De todos modos, me gustaría pensar que ya quedó atrás el tener que ponerme a prueba.

—Cualquier persona con la que os relacionéis, madre, os probará. Tenéis que estar preparada para las sorpresas. En cualquier momento alguien podría decidir probaros para ver vuestra reacción.

—Gracias —respondió Egwene con frialdad—. Pero realmente no es menester el recordatorio.

—¿De veras? —inquirió Siuan—. Eso suena un poco a lo que diría Elaida.

—¡No es justo!

—Demostradlo, pues —dijo Siuan con suficiencia.

Egwene se tranquilizó, aunque con esfuerzo. Siuan tenía razón: era mejor aceptar los consejos —y más cuando eran buenos— que quejarse.

—Tienes razón, Siuan —se disculpó Egwene, que se alisó el vestido y al mismo tiempo borró la frustración del rostro—. Cuéntame algo más sobre la llegada de Gawyn.

—No sé mucho más —confesó Siuan—. Os lo tendría que haber dicho ayer pero nuestro encuentro se vio interrumpido.

Se veían con más regularidad últimamente (todas las noches desde que Egwene estaba encarcelada), pero la noche pasada un suceso había despertado a Siuan antes de que hubieran acabado de hablar. Había habido una burbuja maligna en el campamento, le informó; varias tiendas de campaña habían cobrado vida y tratado de estrangular a las ocupantes. De las tres personas muertas, una era Aes Sedai.

—De cualquier manera —prosiguió—, no he oído mucho de lo que haya dicho Gawyn. Creo que vino porque se enteró de que os habían capturado. Se comportó como un auténtico torbellino al llegar, pero ahora permanece en el puesto de mando con Bryne y visita a las Aes Sedai con asiduidad. Planea algo, porque habla con Romanda y Lelaine con frecuencia.

—Preocupante.

—Ellas son los dos centros de poder del campamento —continuó Siuan—. Excepto cuando Sheriam y las otras logran hacerse con un poco de autoridad. Las cosas no han ido bien desde que estáis ausente. El campamento necesita liderazgo. A decir verdad, ansiamos tener una cabecilla tanto como un pescador desea hacerse con una captura. A las Aes Sedai nos gusta el orden, supongo. Sería… Siuan se calló. Lo más seguro es que había estado a punto de ponerse a hablar de nuevo sobre el asunto del rescate. Miró a Egwene y entonces continuó:

—En fin, será estupendo cuando estéis de regreso con nosotras, madre. Cuanto más tiempo estamos sin vos, más fuerza cobran esas facciones. En estos días casi se palpa una línea divisoria en el campamento. Romanda a un lado y Lelaine al otro; hay un número de personas que no quieren tomar partido, pero se reduce día a día.

—No podemos permitirnos otra división —dijo Egwene—. Entre nosotras no. Tenemos que demostrar que somos más fuertes que Elaida.

—Al menos nosotras no nos separamos por Ajahs —respondió a la defensiva Siuan.

—Grupos y escisiones —contestó Egwene, levantándose—, luchas y riñas internas. Nosotras estamos por encima de eso, Siuan. Comunica a la Antecámara que quiero reunirme con ellas. Digamos, dentro de dos días. Mañana tú y yo volveremos a vernos.

—Muy bien. —Siuan asintió dubitativa.

—¿No crees que sea una buena decisión? —preguntó Egwene, que la miró con atención.

—No es eso. Me preocupa que os esforcéis en exceso. La Amyrlin necesita aprender a racionar su energía. Otras mujeres que ocuparon vuestro puesto fracasaron y no por falta de cualidades, sino por forzar esas mismas cualidades más de la cuenta, por correr a toda velocidad cuando deberían haber caminado.

Egwene se abstuvo de señalar que Siuan había pasado la mayor parte de su tiempo como Amyrlin corriendo a una velocidad vertiginosa y bien podría ser ella también el ejemplo de forzar demasiado las cualidades y de caer a resultas de ello. ¿Quién podría hablar con mayor criterio de los peligros de esa actitud que una persona que había sufrido en sus propias carnes las consecuencias?

—Aprecio tu consejo, hija —dijo Egwene—. Pero no hay por qué preocuparse. Paso los días sola, con alguna que otra zurra para darles un poco de interés. Estos encuentros nocturnos me ayudan a sobrevivir.

Egwene se estremeció, apartó la vista de Siuan y miró la calle, sucia y solitaria, a través de la ventana.

—¿Es difícil de soportar? —preguntó Siuan en voz queda.

—La celda es tan estrecha que puedo tocar las dos paredes sin extender los brazos —contestó Egwene—. Tampoco es muy larga. Cuando me tumbo, tengo que doblar las rodillas para caber. No puedo ponerme bien de pie; el techo es tan bajo que tengo que encorvarme. Tampoco puedo sentarme sin sentir dolor, pues ya no me Curan después de recibir los azotes. La paja es vieja y pica, y la puerta, gruesa, con lo que no entra mucha luz entre las grietas de la madera. No estaba al corriente de que la Torre tuviera celdas de este tipo. —Volvió a mirar a Siuan—. Una vez que sea confirmada Amyrlin de pleno derecho, eliminaré ese calabozo y todos los que se le parezcan. Arrancaré las puertas de cuajo y los rellenaré con piedra y mortero.

—Nos aseguraremos de eso, madre —asintió Siuan.

Egwene se dio la vuelta y vio, avergonzada, que había permitido que su camisola se cambiara por el cadin’sor de una Doncella Aiel, además de ir equipada con las lanzas y el arco a la espalda. Hizo reaparecer la camisola y respiró hondo.

—Nadie tendría que estar encerrado en esas condiciones. —Egwene hizo una pausa—. Ni siquiera…

Siuan frunció el entrecejo al ver que Egwene no acababa la frase.

—¿Sí, madre?

Egwene negó con la cabeza.

—Me ha venido a la memoria que… Esto también habrá sido así para Rand. No, debe de haber sido peor. Se dice que lo encerraron en un arcón más pequeño que mi celda. Al menos yo puedo pasar parte de la noche hablando contigo. Él no tenía a nadie. Él no tenía ninguna convicción de que lo que sufría tuviera razón de ser.

Quisiera la Luz que ella no se viera obligada a resistir tanto como Rand; llevaba pocos días encarcelada. Siuan permaneció callada.

—Además, yo tengo el Tel’aran’rhiod. Durante el día mi cuerpo está cautivo, pero mi alma es libre por la noche. Y cada día que resisto es otra prueba de que la voluntad de Elaida no es la ley. No puede quebrantarme. El apoyo que recibía de otras está mermando, créeme.

—De acuerdo —asintió Siuan al tiempo que se levantaba—. Vos sois la Amyrlin.

—Sin duda alguna —respondió Egwene con gesto absorto.

—No, Egwene. Lo digo de corazón.

La joven se volvió hacia ella, sorprendida.

—¡Pero tú siempre has creído en mí! Es decir, casi desde el principio —admitió al ver que Siuan enarcaba una ceja.

—Siempre creí que teníais potencial —la corrigió Siuan—, y lo habéis conseguido. En parte, al menos. En su mayor parte. Termine este tumulto como termine, habéis demostrado una cosa: os merecéis el lugar que ocupáis. ¡Luz, muchacha, puede que acabéis siendo la mejor Amyrlin que haya visto este mundo desde los tiempos de Arthur Hawkwing! —Siuan dudó—. Como comprenderéis, no me ha sido fácil admitir lo dicho.

Sonriente, Egwene asió a Siuan por los brazos. ¡Oh, los ojos de Siuan, llorosos, parecían brillar con orgullo!

—Lo único que hice fue dejarme encerrar en una celda —dijo.

—Y lo hicisteis como una Amyrlin, Egwene. Bien, tendría que regresar. Algunas de nosotras no disfrutamos de unos días tan relajados como los vuestros. Necesitamos dormir de verdad o de lo contrario lo más probable es que nos desmayemos mientras hacemos la colada. —Siuan hizo una mueca y se soltó de las manos de Egwene.

—Tal vez podrías decirle…

—¡Ah, no! No voy a entrar en esa discusión —dijo Siuan, mientras agitaba el índice delante de la joven. ¿Acaso había olvidado que acababa de alabar la actuación de Egwene como Amyrlin?—. ¡Di mi palabra, y antes prefiero acabar en las tripas de un pez que romperla!

—Ni se me había pasado por la cabeza obligarte —respondió Egwene, que pestañeó y disimuló una sonrisa tras la mano al darse cuenta de que la imprecisa imagen de Siuan lucía entonces una cinta de un intenso color rojo en el pelo—. Muy bien, puedes retirarte.

Siuan se despidió con un movimiento de cabeza a modo de reverencia, luego se sentó en una de las banquetas y cerró los ojos. La imagen de la mujer se desvaneció poco a poco del Tel’aran’rhiod.

Egwene dudó, con la vista prendida en el lugar que Siuan había ocupado. Probablemente era hora de regresar al sueño normal y dejar que su mente se recuperara. Pero regresar a ese sueño normal era un paso adelante hacia la vigilia, y al despertar sólo encontraría la oscuridad restrictiva de la minúscula mazmorra. Deseaba permanecer en el Mundo de los Sueños un poco más de tiempo. Se planteó visitar los sueños de Elayne para concertar una entrevista… Pero mejor no; tardaría demasiado… Eso, suponiendo que Elayne pudiera utilizar su ter’angreal del sueño, ya que rara vez tenía oportunidad de hacerlo hoy día.

Sin ser del todo consciente de ello, vio que la zapatería se desdibujaba a su alrededor y salió de Tar Valon para aparecer en el campamento de las Aes Sedai rebeldes. Una elección bastante estúpida, quizás. Si había Amigos Siniestros o Renegados en el Mundo de los Sueños, bien podrían estar inspeccionando el lugar y buscando información, tal como lo había hecho ella misma algunas veces al visitar el estudio de la Amyrlin en el Tel’aran’rhiod para buscar pistas de los planes de Elaida. Sin embargo, Egwene necesitaba ir allí. No se preguntó el porqué; simplemente creía que debía hacerlo.

Las calles del campamento estaban embarradas y llenas de rodadas de las carretas que pasaban por ella. Lo que antaño fuera sólo un prado, las Aes Sedai lo habían convertido en… otra cosa; en parte, un sitio de guerra, con los soldados de Bryne acampados en círculo a su alrededor; en parte, una pequeña ciudad, a pesar de que hasta entonces ninguna villa había albergado tal cantidad de Aes Sedai, novicias y Aceptadas; y en parte, un monumento a la decadencia de la Torre Blanca.

Egwene echó a andar por la calle principal del campamento, donde la hierba había quedado enterrada bajo el barro, que a su vez se había ido prensando a modo de calzada. La flanqueaban las pasarelas de madera, y las tiendas cubrían todo el terreno alrededor. No había gente, sólo alguna que otra aparición fugaz de alguien que soñaba y entraba por casualidad en el Mundo de los Sueños unos instantes. Vio durante un breve momento la imagen de una mujer vestida con una bonita bata verde. Una Aes Sedai que soñaba, quizás, aunque bien podría ser una sirvienta que soñaba que era una reina. Un poco más allá, vio a una mujer vestida de blanco, una mujer de poblada cabellera rubia, demasiado mayor para ser novicia. Eso ya no era insólito. El libro de novicias se tendría que haber abierto a todas las mujeres hacía tiempo. La Torre Blanca era demasiado débil para permitirse rechazar cualquier recurso.

Las dos mujeres se desvanecieron casi tan deprisa como habían aparecido. Pocas personas dormidas pasaban mucho tiempo en el Tel’aran’rhiod, para permanecer más tiempo hacía falta poseer una habilidad especial, como Egwene, o un ter’angreal como el anillo que Siuan utilizaba. Había una tercera posibilidad: quedar atrapada en una pesadilla viviente. Últimamente no había habido ninguna de ésas, gracias a la Luz.

El campamento tenía un aspecto raro al estar desierto. Hacía mucho tiempo que Egwene había dejado de ponerse nerviosa ante la escalofriante ausencia de gente en el Tel’aran’rhiod. Pero ese campamento era, de alguna manera, diferente. Su aspecto era el que tendría un campamento de guerra después de que todos los soldados hubieran perecido en el campo de batalla. Desierto, si bien una bandera aún proclamaba que allí había vivido gente. Egwene sintió que casi podía ver la división a la que se había referido Siuan: las tiendas estaban agrupadas como manojos de flores silvestres.

Sin gente de por medio, Egwene podía apreciar las evidencias, los problemas que las aquejaban. Ella podría acusar a Elaida de propiciar las escisiones entre los Ajahs en la Torre Blanca; sin embargo, la unidad entre sus propias Aes Sedai empezaba a romperse también. A decir verdad, si tres Aes Sedai se reunían era raro que dos de ellas no se aliaran. Era saludable contar con mujeres que hacían planes y se preparaban; el problema venía cuando empezaban a ver a sus iguales como enemigas, en lugar de simples rivales.

Por desgracia, Siuan tenía razón. Egwene no podía pasar mucho más tiempo alimentando sus esperanzas de una reconciliación. ¿Qué sucedería si la Torre no deponía a Elaida? ¿Y si, a pesar de todo el esfuerzo de Egwene, las disputas entre los Ajahs no se superaban jamás? ¿Qué ocurriría entonces? ¿La guerra?

Había otra opción, una opción que nadie había pensado: descartar para siempre la reconciliación y crear una segunda Torre Blanca. Sería dejar a las Aes Sedai divididas, quizás a perpetuidad. Egwene se estremeció ante semejante perspectiva; sintió una comezón en la piel que era su forma de rebelarse contra esa idea.

¿Y si no había otra opción? Debía tener en cuenta todas las posibles consecuencias, aunque le parecieran desalentadoras. ¿Cómo iban a animar a las Allegadas o a las Sabias a que se unieran a las Aes Sedai si ellas mismas eran incapaces de estar unidas? Las dos Torres Blancas se convertirían en fuerzas opuestas, confundirían a los dirigentes de las naciones cuando las Aes Sedai intentaran utilizar los países para alcanzar sus propósitos. Aliados y enemigos por igual perderían el respeto a las Aes Sedai, y bien podía ocurrir que los monarcas crearan sus propios centros para mujeres con la capacidad de encauzar.

Egwene domeñó las emociones y relegó el desánimo mientras caminaba por la pasarela embarrada y las tiendas cambiaban a lo largo del camino; las lonas de entrada —ora abiertas, ora cerradas, ora abiertas de nuevo— al efímero estilo del Mundo de los Sueños. Egwene notó que la estola de Amyrlin le aparecía alrededor de los hombros, demasiado pesada, como si estuviera tejida con plomo.

Conseguiría que la Torre Blanca se pusiera bajo su dirección. Elaida sería depuesta. Pero si no… Entonces Egwene haría lo necesario para proteger a la gente y al mundo del Tarmon Gai’don.

Se alejó del campamento, de las tiendas y de las rodadas; las calles vacías quedaron atrás, desaparecieron. De nuevo, no sabía muy bien adónde la llevaría la mente. Viajar por el Tel’aran’rhiod de esta manera —dejando que fuera la necesidad la que la guiara— podía ser peligroso, pero también muy revelador. En ese caso, ella no buscaba un propósito, sino conocimiento. ¿Qué era lo que necesitaba saber? ¿Lo que necesitaba ver?

Todo a su alrededor se volvió borroso para después quedar enfocado de nuevo. Se encontraba de pie en medio de un pequeño campamento; delante de ella, un fuego ardía con lentitud en un agujero para lumbres y de él salía una fina espiral de humo que ascendía hacia el cielo. Eso era extraño. El fuego solía ser demasiado fugaz para reflejarse en el Tel’aran’rhiod. De hecho, no había llamas, a pesar del humo y del brillo anaranjado que calentaba los cantos de río que formaban el círculo del hoyo para lumbres. Alzó la vista hacia el cielo tormentoso y demasiado oscuro. Esa tormenta silenciosa también era otra anomalía en el Mundo de los Sueños, a pesar de que últimamente se había convertido en algo tan usual que ya ni reparaba en ella. ¿Acaso podía decirse que algo era normal en ese lugar?

Sobresaltada, se fijó en que a su alrededor había carromatos de vívidos colores verdes, rojos, naranjas y amarillos. ¿Estaban ahí hacía un instante? Se encontraba en un claro grande en el interior de un bosque de fantasmagóricos álamos blancos. La maleza era espesa allí; los altos y débiles dedos de la hierba crecida brotaban en matojos irregulares. Una calzaba cubierta de hierbajos avanzaba sinuosa entre los árboles, a la derecha; las coloridas carretas formaban un círculo alrededor de la lumbre. Pinturas alegres adornaban los costados de los vehículos cuadrados, que tenían paredes y tejados, como casas minúsculas. Los bueyes no se reflejaban en el Mundo de los Sueños, pero sí se veían platos, copas y cucharas que aparecían y desaparecían cerca del hoyo para lumbres o en los asientos de las carretas.

Era un campamento del Pueblo Errante, los Tuatha’an. ¿Por qué había aparecido en ese sitio? Egwene caminó ociosamente alrededor del hoyo de la lumbre mientras contemplaban las carretas, con las capas de pintura recientes, sin rastro de agrietamiento ni de manchas. Esta caravana era mucho más reducida que la que Perrin y ella habían visitado hacía tanto tiempo, pero irradiaba las mismas sensaciones que aquélla. Casi podía oír las flautas y los tambores, casi imaginaba que esa titilación en el hoyo de la lumbre eran las sombras de hombres y mujeres que bailaban. ¿Aún bailarían los Tuatha’an, con ese cielo tan cargado de tristeza y oscuridad, con los vientos tan cargados de malas noticias? ¿Qué lugar había para ellos en un mundo que se preparaba para la guerra? A los trollocs los traía sin cuidado la Filosofía de la Hoja. ¿Ese grupo de Tuatha’an iba en busca de un lugar donde esconderse de la Última Batalla?

Egwene se acomodó en los peldaños laterales de una carreta situada de forma que estuviera de cara a la hoguera cercana. Por un instante dejó que su vestimenta cambiara a un sencillo vestido verde de paño de Dos Ríos, muy semejante al que llevaba puesto cuando había estado con el Pueblo Errante. Miró fijamente las inexistentes llamas, sumida en recuerdos y reflexiones. ¿Qué habría sido de Aram, Raen e Ila? Seguramente se encontraban sanos y salvos en algún campamento igual que ése, esperando para ver qué hacía con el mundo el Tarmon Gai’don. Egwene sonrió al evocar esos días en los que había coqueteado y bailado con Aram bajo la ceñuda y desaprobadora mirada de Perrin. Qué tiempos aquellos, tan sencillos y sin preocupaciones; claro que los gitanos parecían capaces de hacer que los tiempos fueran siempre sencillos y sin preocupaciones para ellos.

Sí, ese grupo seguiría bailando. Bailarían hasta el día en que el Entramado ardiera, tanto si encontraban su canción como si no, aunque los trollocs arrasaran el mundo o el Dragón Renacido lo destruyera.

¿Se había permitido a sí misma perder de vista todas esas cosas que eran más preciadas? ¿Por qué luchaba con tanto empeño por asegurar su posición en la Torre Blanca? ¿Por poder? ¿Por orgullo? ¿O porque creía de verdad que era lo mejor para el mundo?

¿Iba a exprimirse hasta no dejar nada dentro de sí mientras libraba esa batalla? Había —o habría— elegido el Verde, no el Azul. La preferencia no era sólo porque le gustara la forma en que las Verdes se plantaban firmes y luchaban; a ella le parecía que las Azules estaban demasiado centradas en un fin. La vida era más compleja que una sola causa. La vida era vivir. Era soñar, reír y bailar.

Gawyn estaba en el campamento de las Aes Sedai. Ella decía que había elegido el Verde por su agresiva determinación; era el Ajah de Batalla. Sin embargo, una parte de sí misma —más oculta, más sincera— admitía que Gawyn era también otro motivo para tomar esa decisión. Entre las hermanas del Ajah Verde era muy corriente casarse con el Guardián. Egwene tendría a Gawyn como su Guardián. Y como su esposo.

Lo amaba. Lo vincularía. Esos deseos de su corazón eran menos importantes que el destino del mundo, cierto, pero no por ello dejaban de ser asimismo importantes.

Egwene se incorporó de los peldaños al tiempo que el vestido volvía a convertirse en el atuendo blanco y plateado de Amyrlin. Dio un paso adelante y dejó que el mundo cambiara.

Se encontró frente a la Torre Blanca. Alzó los ojos siguiendo la línea del níveo fuste, elegante y delicada y aun así poderosa. Aunque el cielo bullía en una negra agitación, algo arrojaba una sombra desde la Torre que caía justo sobre Egwene. ¿Sería algún tipo de visión? La Torre la empequeñecía y sintió su peso, como si la sostuviera en pie por sí sola, apuntalando esas paredes, impidiendo que se resquebrajaran y se vinieran abajo.

Siguió largo rato allí, bajo el cielo hirviente, con el perfecto fuste de la Torre proyectando su sombra sobre ella. Contempló la cúspide intentando decidir si había llegado el momento de dejarla caer.

«No, todavía no. Unos pocos días más», pensó de nuevo.

Cerró los ojos y entonces los abrió a la oscuridad. El dolor la asaltó de repente, con feroz intensidad; el trasero, en carne viva por los azotes, le ardía; los brazos y las piernas sufrían calambres por verse forzada a yacer encogida en la diminuta celda. Olía la paja vieja y húmeda, y sabía que si no estuviera acostumbrada a ello también habría olido la peste de su propio cuerpo, falto de aseo. Ahogó un gemido; fuera había mujeres que la vigilaban y mantenían el escudo a su alrededor. No permitiría que la oyeran quejarse, ni siquiera un gemido.

Se incorporó un poco; llevaba aún el mismo vestido de novicia que tenía la noche de la cena de Elaida. Las mangas estaban tiesas por la sangre seca, manchas que se agrietaban cuando se movía, además de arañarle la piel. Tenía la boca seca, pues nunca le daban suficiente agua; pero no protestaba. Ni gritos, ni chillidos, ni súplicas. Merced a un esfuerzo se sentó, a pesar del dolor, y sonriendo para sí al ver cómo se sentía. Cruzó las piernas, apoyó la espalda en la pared y —uno tras otro— fue estirando los músculos de los brazos. Después se puso de pie y se inclinó hacia adelante para estirar la espalda y los hombros. Por último, se tendió boca arriba y estiró las piernas en el aire mientras torcía el gesto al sentir los calambres de los músculos. Tenía que mantener la flexibilidad. El dolor no era nada. Nada en absoluto comparado con el peligro en el que estaba la Torre Blanca.

Volvió a sentarse con las piernas cruzadas e hizo respiraciones profundas mientras se repetía que deseaba estar encerrada en esa celda. Podría huir si quisiera, pero seguía allí, porque quedándose debilitaba a Elaida. Porque demostraba que algunas no se doblegarían ni aceptarían en silencio la caída de la Torre Blanca. Ese encarcelamiento tenía un significado.

Las palabras, repetidas para sus adentros, la ayudaban a alejar el pánico y considerar la posibilidad de pasar otro día en esa celda. ¿Qué habría hecho sin los sueños nocturnos para conservar la cordura? De nuevo le llegó el recuerdo del pobre Rand, encerrado en un espacio reducido. Ahora ellos dos tenían algo en común. Una afinidad más allá de la infancia compartida en Dos Ríos. Los dos habían sufrido los castigos de Elaida; pero no habían quebrantado a ninguno.

Sólo quedaba esperar. Más o menos a mediodía abrirían la puerta y la sacarían para recibir los azotes. No sería Silviana quien aplicaría el castigo. Propinar las palizas se consideraba una recompensa para las hermanas Rojas, una retribución por tener que pasar todo el día sentadas en las mazmorras, vigilándola.

Tras los azotes, Egwene regresaría a la celda y le darían un cuenco con unas gachas de avena insípidas. Día tras día era lo mismo, pero no se derrumbaría, sobre todo mientras pudiera pasar las noches en el Tel’aran’rhiod. De hecho, en muchos sentidos las horas nocturnas eran sus días —vividas en libertad, activa— mientras que las horas diurnas eran sus noches, sumida en una oscuridad inactividad. Se repitió eso con convicción.

La mañana transcurrió con lentitud. Por fin, las llaves de hierro tintinearon al girar una de ellas en la antigua cerradura. La puerta se abrió y un par de esbeltas hermanas Rojas se perfilaron al otro lado del umbral, apenas unas siluetas, ya que Egwene apenas distinguía sus rasgos al no tener los ojos acostumbrados a la luz. Las Rojas la sacaron sin miramientos a pesar de que no ofreció resistencia y la tiraron al suelo. Oyó el látigo cuando una de ellas lo golpeó contra la otra mano, con impaciencia, y Egwene se preparó para los azotes. La oirían reír, igual que todos los días precedentes.

—Esperad —dijo una voz.

Los brazos que la sujetaban se pusieron en tensión. Egwene, con la mejilla pegada contra la fría baldosa, frunció el entrecejo. Esa voz… Era la de Katerine.

Despacio, las hermanas que la sujetaban le soltaron los brazos y tiraron de ella para que se pusiera de pie. Egwene parpadeó al herirle en los ojos la brillante luz de las lámparas y vio a Katerine de pie en el pasillo, a corta distancia, cruzada de brazos.

—Hay que ponerla en libertad —dijo la Roja con un timbre que, curiosamente, sonaba a estar muy satisfecha de sí misma.

—¿Qué? —preguntó una de las carceleras.

Al acostumbrársele los ojos a la luz, Egwene vio que se trataba de la larguirucha Barasine.

—La Amyrlin ha comprendido que está castigando a la persona equivocada —dijo Katerine—. El fallo no hay que achacárselo del todo a esta… insignificante novicia, sino a la persona que debió meterla en cintura.

Egwene observó a Katerine y entonces todo encajó en su sitio.

—Silviana —musitó.

—Por supuesto —confirmó Katerine—. Si no se puede controlar a las novicias, ¿cómo no va a ser responsabilidad de quien debe enderezarlas?

De modo que Elaida se había dado cuenta de que no podía demostrar que ella era una Amiga Siniestra. Desviar la atención hacia Silviana era un movimiento inteligente; si a Elaida se le imponía una sanción por utilizar el Poder para golpear a Egwene, pero a Silviana se la castigaba mucho más por permitir que Egwene se insubordinara, entonces la Amyrlin salvaría las apariencias.

—Creo que la Amyrlin tomó una sabia decisión —añadió Katerine—. Egwene, a partir de ahora serás… instruida sólo por la Maestra de las Novicias.

—Pero dijiste que Silviana es quien ha fallado —comentó Egwene, desconcertada.

—No hablo de Silviana —la contradijo Katerine; la satisfacción se hizo más patente en la Roja—. Me refiero a la nueva Maestra de las Novicias.

Egwene le sostuvo la mirada a la mujer.

—Ah, ¿y crees que tú tendrás éxito en lo que Silviana no consiguió? —le dijo.

—Ya lo verás. —Katerine dio media la vuelta y se alejó pasillo adelante—. Llevadla a su cuarto.

Egwene movió la cabeza con incredulidad. Elaida era más competente de lo que ella había dado por sentado. Al comprender que el encarcelamiento no funcionaba, había encontrado un chivo expiatorio, en cambio. Pero ¿Silviana destituida de su puesto como Maestra de las Novicias? Eso sería un golpe tremendo para la moral de la propia Torre, para muchas hermanas que consideraban a Silviana una Maestra de las Novicias ejemplar.

De mala gana, las Rojas empezaron a conducir a Egwene hacia el sector de las novicias, ahora en su nueva ubicación en la vigésima segunda planta. Parecían irritadas por haber perdido la oportunidad de azotarla.

No les hizo caso. Después de pasar encerrada tanto tiempo, el mero hecho de poder caminar era maravilloso. ¡No era estar en libertad, con ese par de guardianas, aunque se le parecía mucho! ¡Luz! ¡No estaba segura de cuántos días más habría aguantado en ese agujero insalubre!

Pero había ganado. Hasta ese momento no había caído en la cuenta. ¡Había vencido! ¡Había aguantado los peores castigos que Elaida había sido capaz de maquinar y había salido victoriosa! La Amyrlin sería castigada por la Antecámara y ella quedaría libre.

Cada pasillo parecía brillar con una luz de felicitación y cada paso que daba era como una marcha victoriosa de un millar de hombres a través del campo de batalla. ¡Había vencido! La guerra no había acabado, pero esa batalla se la apuntaba Egwene. Subieron una escalera y después entraron en los sectores más poblados de la Torre. Enseguida vio pasar a un grupo de novicias que susurraron entre ellas al ver a Egwene y después cada cual se fue en direcciones distintas.

Al cabo de unos minutos, la reducida comitiva de Egwene empezó a cruzarse por los pasillos con más y más personas. Hermanas de todos los Ajahs que parecían atareadas, si bien aflojaban la marcha para ver pasar a Egwene. Aceptadas con vestidos blancos y bandas de colores en el repulgo se mostraban mucho menos disimuladas; se paraban en las intersecciones y miraban a Egwene boquiabiertas. En los ojos de todos ellas había sorpresa. ¿Por qué estaba libre? Parecían tensas. ¿Había ocurrido algo que Egwene no sabía?

—Ah, Egwene —dijo una voz al pasar por un pasillo—. Excelente, ya estás libre. Quiero hablar contigo.

Egwene se volvió parar mirar estupefacta a Saerin, la resuelta Asentada Marrón. La cicatriz que tenía en la mejilla siempre la hacía parecer mucho más… intimidante que la mayoría de las Aes Sedai, una impresión que acrecentaban los mechones blancos del cabello, el indicativo de su considerable edad. A pocas hermanas del Marrón se las describiría como intimidatorias, pero desde luego Saerin era una de ese grupo selecto.

—La llevamos a su cuarto —dijo Barasine.

—Bien, pues hablaré con ella mientras la acompañáis —resupo con serenidad la Marrón.

—No tiene que…

—¿Vas a prohibírmelo, Roja? ¿A una Asentada? —inquirió Saerin.

—A la Amyrlin no le complacerá enterarse de esto —argumentó Barasine, que había enrojecido.

—En ese caso, ve corriendo a contárselo —animó Saerin—. Mientras, discutiré algunos asuntos importantes con la joven al’Vere. —Miró con fijeza a las dos Rojas—. Retiraos un poco de nosotras, si hacéis el favor.

Las dos Rojas no consiguieron hacer que bajara la vista, así que se quedaron un poco retrasadas. Egwene observó el intercambio con curiosidad. Parecía que la autoridad de la Amyrlin —y desde luego la de todo su Ajah— había menguado un tanto. Saerin se volvió hacia Egwene e hizo un gesto, de modo que las dos echaron a andar pasillo adelante, seguidas por las hermanas Rojas.

—Corres un riesgo al dejar que te vean hablando conmigo así —dijo Egwene.

—Hasta salir de los propios aposentos es correr un riesgo hoy día — repuso la Marrón con un resoplido—. Me siento cada vez más frustrada por lo que está pasando para andarme ya con sutilezas. —Hizo una pausa y después miró a Egwene—. Además, en la actualidad dejarme ver en tu compañía puede ser más una ventaja que un riesgo. Quería constatar una cosa.

—¿Qué? —preguntó Egwene con curiosidad.

—Bueno, de hecho quería comprobar si se las podía mangonear. La mayoría de las Rojas no se han tomado muy bien tu liberación. Lo ven como un gran fracaso por parte de Elaida.

—Tendría que haberme matado —concluyó Egwene al tiempo que asentía con la cabeza—. Hace días.

—Eso también se habría interpretado como un fracaso.

—¿Un fracaso igual que verse obligada a destituir a Silviana? —preguntó Egwene—. ¿O decidir de repente que vuestra Maestra de las Novicias es la culpable, al cabo de una semana de que ocurriera el hecho?

—¿Es eso lo que te han contado? —se interesó Saerin con una sonrisa, y mirando hacia adelante—. ¿Que Elaida tomó «de repente» esa decisión por sí misma?

Egwene enarcó una ceja.

—Silviana demandó ser oída por el pleno de la Antecámara mientras estábamos reunidas —explicó Saerin—. Se plantó ante nosotras, delante de la propia Elaida, e insistió en que el tratamiento que se te estaba dando era ilegal. Cosa que, probablemente, es cierta. Aunque no seas una Aes Sedai no tendrían que haberte tenido en unas condiciones tan terribles. —Saerin miró a Egwene—. Silviana exigió tu liberación. Yo diría que parece respetarte mucho. Al hablar de cómo recibías sus castigos se le notaba orgullo en la voz, como si fueras una estudiante que había aprendido bien la lección. Denunció a Elaida y pidió que fuera destituida como Amyrlin. Fue… En verdad extraordinario.

—Por la Luz… —se asombró Egwene—. ¿Qué le hizo Elaida?

—Le ordenó que se pusiera el vestido de novicia —informó Saerin—. Eso ocasionó un escándalo en la Antecámara. —Saerin hizo una pausa—. Silviana se negó, por supuesto. Elaida ha anunciado que será neutralizada y ejecutada. La Antecámara no sabe qué hacer.

—¡Luz! —exclamó Egwene con una punzada de miedo—. ¡No debe ser castigada! Tenemos que impedir tal cosa.

—¿Impedir? ¡Pequeña, el Ajah Rojo se está desmoronando! Se revuelven unas contra otras, igual que lobos que atacan a miembros de su manada. Si a Elaida se le consiente que lleve adelante su propósito de ejecutar a una hermana de su propio Ajah, todo el apoyo que tuviera en sus filas se evaporará. Vaya, pero si no me sorprendería que, cuando pase la tormenta y las cosas vuelvan a la normalidad, nos encontremos con que el Ajah se ha debilitado tanto a sí mismo que te sería fácil disolverlo y acabar con él para siempre.

—Pero es que no quiero disolverlo —argumentó Egwene—. ¡Saerin, ése es uno de los problemas en la forma de pensar de Elaida, para empezar! La Torre Blanca necesita a todos los Ajahs, incluso al Rojo, para afrontar lo que se avecina. De ningún modo podemos permitirnos perder a una mujer como Silviana sólo para demostrar que nos asiste la razón. Reúne todo el apoyo que puedas. Hemos de movernos con celeridad para detener esta burda parodia.

—¿De verdad crees que tienes controladas las cosas aquí, pequeña? —preguntó la Marrón con un parpadeo.

Egwene le sostuvo la mirada antes de preguntar a su vez:

—¿Quieres controlarlas tú?

—¡Luz, no!

—Bien, pues, ¡deja de ponerme trabas y muévete! Hay que destituir a Elaida, sí, pero no podemos permitir que toda la Torre se nos desmorone encima mientras llega el momento de llevarlo a cabo. ¡Regresa a la Antecámara y mira qué puedes hacer para detener esto!

De hecho, Saerin asintió con la cabeza en un gesto de respeto antes de alejarse por un pasillo lateral. Egwene se volvió y lanzó una mirada a las dos ayudantes Rojas.

—¿Habéis oído lo que se ha dicho aquí?

Las dos mujeres intercambiaron una mirada. Claro que lo habían oído.

—Imagino que querréis ir a comprobar por vosotras mismas lo que ocurre —les sugirió Egwene—. ¿Qué hacéis todavía aquí?

Las dos mujeres la miraron con gesto contrariado.

—El escudo —aclaró Barasine—. Se nos ha dado instrucciones de que haya siempre dos hermanas al menos para mantenerlo.

—Oh, es por eso… —Egwene respiró hondo—. Bien, y si juro que no abrazaré el Poder hasta que esté de nuevo bajo la custodia de otra hermana Roja, ¿será garantía suficiente para vosotras?

Las dos la observaron con suspicacia.

—Ya lo imaginaba —dijo Egwene. Se volvió hacia un grupo de novicias que se encontraban en un pasillo lateral haciendo como si fregaran los azulejos de la pared mientras miraban boquiabiertas a Egwene—. Tú —señaló a una de ellas—. Marsial, ¿verdad?

—Sí, madre —respondió con un graznido la muchacha.

—Ve a buscar un poco de infusión de horcaria. Katerine tendrá algo en el estudio de la Maestra de las Novicias, que no está lejos. Dile que Barasine la necesita para usarla conmigo. Cuando la tengas, llévala a mis aposentos.

La novicia salió disparada a cumplir el encargo.

—Me tomaré la dosis y entonces una de vosotras al menos podrá irse —comentó Egwene—. Vuestro Ajah se está desmoronando y va a necesitar de todas las mentes lúcidas que puedan acudir; tal vez podréis convencer a vuestras hermanas de que es imprudente permitir que Elaida ejecute a Silviana.

Las dos Rojas intercambiaron una mirada de incertidumbre; después, la larguirucha cuyo nombre Egwene ignoraba, maldijo entre dientes y se alejó a paso rápido en medio del frufrú de la falda. Barasine la llamó, pero la otra Roja no hizo caso.

Barasine miró a Egwene y masculló algo en voz baja, pero no se marchó.

—Esperaremos que traigan la horcaria —dijo, sosteniendo la mirada a Egwene—. Sigamos hacia tu habitación.

—De acuerdo, pero cada minuto de retraso podría costaros muy caro.

Subieron la escalera hasta el nuevo sector de las novicias, que se encontraba incrustado junto a la parte que quedaba del sector Marrón en la Torre. Se detuvieron ante la puerta de Egwene para esperar la horcaria. Mientras aguardaban en el pasillo, las novicias empezaron a agruparse alrededor. En los pasillos alejados, algunas hermanas y sus Guardianes se movían por ellos con un aire de urgencia. Con suerte, la Antecámara conseguiría hacer algo para frenar a Elaida. Si esa mujer llegaba al extremo de ejecutar a hermanas por el mero hecho de estar en desacuerdo con ella…

La novicia —desorbitados los ojos— llegó por fin con una copa y un paquetito de hierbas. Barasine lo examinó y por lo visto lo encontró a su satisfacción, porque lo volcó en la taza, que después tendió a Egwene con impaciencia. Suspirando, Egwene la aceptó y apuró la infusión. La dosis era suficiente para impedir que encauzara siquiera un hilillo, pero con suerte no estaría tan fuerte que la dejara inconsciente.

Barasine se dio media vuelta y se alejó a toda prisa, dejando a Egwene sola en el pasillo. Y no sólo eso, sino también en condiciones de hacer lo que quisiera. No se le presentaban muchas oportunidades así.

En fin, tendría que ver qué podía sacar de ello. Pero antes debía cambiarse ese sucio vestido manchado de sangre y también asearse. Abrió la puerta de su habitación.

Y se encontró a una persona sentada dentro.

—Hola, Egwene —saludó Verin, y dio un sorbo a una humeante taza de té—. ¡Vaya! Empezaba a preguntarme si tendría que asaltar esa celda en la que estabas encerrada para poder hablar contigo.

Egwene hizo un esfuerzo para salir de la estupefacción. ¿Verin? ¿Cuándo había regresado esa mujer a la Torre Blanca? ¿Cuánto tiempo hacía que no la veía?

—Pues ahora no tengo tiempo, Verin —respondió mientras abría con rapidez el pequeño ropero donde guardaba el otro vestido de repuesto—. Tengo cosas que hacer.

—Mmmm… Sí —se mostró de acuerdo Verin, que dio otro sorbo de té—. Supongo que sí. Por cierto, ese vestido que llevas es verde.

Egwene frunció el entrecejo al oír aquella absurda frase y bajó la vista hacia el vestido. Pues claro que no era verde. ¿A qué diantres jugaba Verin? ¿Es que se había vuelto…?

De pronto se quedó paralizada y miró a la mujer.

Lo que había dicho era una mentira. ¡Verin podía mentir!

—Sí, imaginé que eso te llamaría la atención —dijo Verin con una sonrisa—. Deberías sentarte. Tenemos mucho que hablar y poco tiempo para hacerlo.

39

La visita de Verin Sedai

Nunca sostuviste la Vara Juratoria —la acusó Egwene, todavía de pie junto al armario.

Verin seguía sentada en la cama y bebía el té. La gruesa Aes Sedai llevaba un sencillo vestido marrón de corte adecuado para una mujer de mediana edad, con el corte por debajo del pecho y un grueso cinturón de cuero. Era de falda pantalón y, a juzgar por las botas manchadas que asomaban por debajo del repulgo, acababa de llegar a la Torre Blanca.

—No seas tonta. —Verin se retiró un mechón que se le había soltado del moño; una mecha gris resaltaba en el cabello castaño—. Pequeña, sostuve la Vara Juratoria y presté juramento con ella antes de que naciera tu abuela.

—En ese caso, has hecho que se anulen los Juramentos —argumentó Egwene. —Tal cosa era posible con la Vara Juratoria; después de todo, Yukiri, Saerin y las otras los habían anulado y puesto de nuevo en vigor.

—Bueno, sí —admitió con su clásico aire maternal.

—No me fío de ti —barbotó Egwene, para su sorpresa—. Creo que nunca lo he hecho.

—Muy atinado por tu parte —comentó Verin entre sorbo y sorbo de té. La infusión tenía un olor que Egwene no supo identificar—. Después de todo, soy del Ajah Negro.

Egwene sintió un repentino escalofrío, como si una punta de hielo le entrara por la espalda y le llegara al pecho. El Ajah Negro. Verin era una Negra. ¡Luz!

De inmediato buscó el Poder Único pero, claro está, la horcaria hizo inútil el intento. ¡Y había sido ella misma la que sugirió que se la dieran! Luz, ¿es que había perdido el juicio? Se sentía tan segura tras su victoria que ni se le pasó por la cabeza qué podría pasar si se topaba con una hermana Negra. Pero ¿a quién se le habría ocurrido algo así? Encontrarse con una Negra sentada tranquilamente en tu cama, bebiendo té y mirándote con esos ojos que siempre daban la sensación de saber demasiado. ¿Qué mejor forma de ocultarse que como una Marrón sin pretensiones, siempre descartada por las otras hermanas por su carácter distraído y estudioso?

—Oh, pues sí que está bueno este té —dijo Verin—. Cuando veas a Laras, haz el favor de darle las gracias de mi parte por conseguirlo. Prometió que tenía un poco que no se había estropeado, pero no le creí. En estos tiempos, una no puede fiarse así como así, ¿verdad?

—¿Qué? ¿Laras es una Amiga Siniestra? —exclamó Egwene.

—Cielos, no. Es muchas cosas, pero no una Amiga Siniestra. Antes darías con un Capa Blanca casado con una Aes Sedai que ver a Laras jurando lealtad al Gran Señor. Una mujer extraordinaria. Y muy buena para juzgar el sabor de los tés.

—¿Qué vas a hacerme? —preguntó Egwene, que consiguió hablar con serenidad.

Si hubiera querido matarla, ya lo habría hecho a esas alturas. Era evidente que Verin quería utilizarla y eso le ofrecía a ella una oportunidad para escapar e invertir la situación. ¡Luz, no habría podido pasar en un momento más inoportuno!

—Bien, en primer lugar te pediré que te sientes. Te ofrecería un poco de té, pero dudo mucho que quieras nada mío.

«¡Piensa, Egwene!», se exhortó para sus adentros. Pedir ayuda sería inútil, porque lo más probable era que las únicas que la oirían serían novicias, ya que las dos guardianas Rojas se habían marchado. ¡Qué momento para quedarse sola! Jamás se habría imaginado que desearía tener cerca a sus carceleras.

En cualquier caso, Verin la ataría y la amordazaría con tejidos de Aire si gritaba. Y, si la oían las novicias, correrían a ver cuál era el problema, lo que las conduciría a caer también en las garras de Verin. Así pues, fue hacia el único taburete de madera que había en el cuarto y se sentó en él, aguantando el dolor del trasero al apoyarlo en un asiento duro.

El pequeño cuarto estaba frío y limpio, ya que había permanecido desocupado cuatro días. Egwene se devanó los sesos buscando una vía de escape.

—Te felicito por lo que has hecho aquí, Egwene —dijo Verin—. He seguido un poco los desatinos que están teniendo lugar entre las facciones de Aes Sedai, aunque decidí no involucrarme en ellos. Era más importante seguir mi investigación y no perder de vista al joven al’Thor. Es un chico impetuoso, he de decir. Me preocupa ese muchacho. No estoy segura de que entienda cómo opera el Gran Señor. No todo lo maligno es tan… notorio como los Elegidos. Los Renegados, como los llamáis vosotros.

—¿Notorios? —repitió Egwene—. ¿Los Renegados?

—Bueno, en comparación. —Verin sonrió y se calentó las manos con la taza de té—. Los Elegidos son como un puñado de niños que se pelean, cada cual procurando gritar más alto que los demás a fin de atraer sobre sí la atención de su padre. Es fácil deducir lo que quieren: poder sobre los otros hijos, la prueba de ser el más importante. Estoy convencida de que no es inteligencia, astucia ni habilidad lo que hace al Elegido, aunque, por supuesto, esas cosas son importantes. No, creo que es el egoísmo lo que el Gran Señor busca en sus principales cabecillas.

Egwene frunció el entrecejo. ¿Sería posible que estuvieran sosteniendo una tranquila charla sobre los Renegados?

—¿Y por qué elegiría ese atributo? —inquirió.

—Porque hace muy fácil prever sus reacciones. Una herramienta de la que se sabe con seguridad que funcionará como uno espera es mucho más valiosa que otra que no se entiende. O tal vez sea porque cuando pelean entre ellos sirve para que sólo sobreviva el más fuerte. No lo sé, de verdad. Es fácil prever cómo actuarán los Elegidos, pero el Gran Señor es todo lo contrario. A pesar de consagrar décadas a su estudio, no puedo asegurar qué es exactamente lo que quiere ni por qué lo quiere. Sólo sé que esta batalla no se va a librar como al’Thor da por hecho que será.

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

—No mucho —admitió Verin mientras chasqueaba la lengua como disgustada consigo misma—. Me temo que me despisto y me dejo llevar hacia temas secundarios. Y, encima, quedando tan poco tiempo. Debo prestar más atención, en serio.

Seguía teniendo el mismo aire de agradable y estudiosa hermana Marrón. Egwene siempre había creído que las hermanas Negras serían… diferentes.

—En fin —prosiguió Verin—, hablábamos de lo que has hecho aquí, en la Torre. Temía que al llegar te encontraría todavía perdiendo el tiempo con tus amigas de fuera. Imagina mi asombro al descubrir que no sólo te habías infiltrado en la organización de Elaida, sino que al parecer has conseguido poner a la mitad de la Antecámara contra ella. Desde luego has sacado de quicio a algunas de mis compañeras, eso te lo aseguro. No están muy contentas que digamos. —Verin negó con la cabeza y dio otro sorbo de té.

—Verin, yo… —Hizo una pausa—. ¿Qué es lo…?

—No hay tiempo, me temo —la interrumpió Verin, que se echó hacia adelante.

De repente, algo pareció cambiar en ella. Aunque seguía siendo la mujer mayor (y a veces maternal), la expresión se tornó más decidida. Retuvo la mirada de Egwene, y la intensidad de aquellos ojos fue un impacto para Egwene. ¿Era ésa la misma mujer de antes?

—Gracias por seguir la corriente a las divagaciones de una mujer mayor —dijo Verin con voz más suave—. Ha sido tan agradable tener una charla tranquila para acompañar el té… Al menos una vez más. Y, ahora, hay algunas cosas que debes saber. Hace unos años me enfrenté a una decisión. Me encontré en una situación en la que, o aceptaba prestar los juramentos al Oscuro, o confesaba que, de hecho, nunca había deseado ni tenido intención de hacerlo, con lo cual habría sido ejecutada.

Quizás otra persona habría sabido encontrar una solución menos comprometida. Y muchas habrían optado por la muerte, sin más. Yo, sin embargo, lo entendí como una oportunidad. Verás, rara vez se nos presenta una ocasión como ésa para estudiar a una bestia desde su interior, de ver qué es lo que realmente hace que la sangre fluya, de descubrir adónde llevan todas las venas y los pequeños capilares. Una experiencia en verdad extraordinaria.

—Un momento —la interrumpió Egwene—. ¿Dices que te uniste al Ajah Negro para estudiarlo?

—Me uní para conservar la piel intacta —respondió Verin con una sonrisa—. Estoy muy encariñada con ella, aunque Tomás no paraba de hablar de este mechón blanco. En cualquier caso, tras unirme a él, la posibilidad de estudiarlo era mi forma de sacar el mejor partido posible a la situación.

—Tomás. ¿Sabe él lo que has hecho?

—Él era un Amigo Siniestro, pequeña —contestó Verin—. Deseoso de dar con una salida. Bueno, en realidad no existe ninguna cuando el Gran Señor te tiene en sus garras. Pero sí había una forma de luchar, de compensar un poco lo que hacíamos. Le ofrecí esa posibilidad a Tomás y creo que me estaba muy agradecido por eso.

Egwene vaciló en su esfuerzo por asimilar todo aquello. Verin era una Amiga Siniestra, pero al mismo tiempo no lo era…

—¿Dices que te «estaba» muy agradecido?

Verin no respondió de inmediato. Se limitó a tomar otro sorbo de té.

—Los juramentos que se hacen al Gran Señor son muy específicos —continuó por fin—. Y, cuando se instalan en una persona que encauza, son muy vinculantes. Es imposible quebrantarlos. Puedes traicionar a otros Amigos Siniestros, te puedes poner en contra de los Elegidos si tienes una justificación. El egoísmo ha de preservarse. Pero, jamás puedes traicionarlo a él. Nunca puedes delatar a los intrusos lo que es en sí la organización. Los juramentos son específicos. Muy específicos. —Alzó la vista y le sostuvo la mirada a Egwene—. «Juro no traicionar al Gran Señor y guardar mis secretos hasta la hora de mi muerte». Eso es lo que prometí, ¿comprendes?

Egwene bajó la vista a la taza humeante que Verin sostenía en las manos.

—¿Veneno?

—Hace falta un té muy especial para lograr que la aspimonia pútrida sea agradable de pasar —contestó Verin, que dio otro sorbo—. Como dije antes, te ruego que le des las gracias a Laras en mi nombre.

Egwene cerró los ojos. Nynaeve le había mencionado que una sola gota de aspimonia pútrida bastaba para matar. Era una muerte rápida, tranquila, y a menudo se producía… a la hora de haberla ingerido.

—Un agujero curioso en los juramentos —susurró Verin—. Permitir que se cometa traición en tu hora final. No puedo evitar preguntarme si el Gran Señor lo sabe. De ser así, ¿por qué no cerró ese agujero?

—Quizá no lo ve como una amenaza —sugirió Egwene, que abrió los ojos—. Después de todo, ¿qué clase de Amigo Siniestro se mataría en pro de una buena obra? No parece la clase de actuación que sus seguidores se plantearían.

—Puede que tengas razón en eso —admitió Verin, que dejó la taza a un lado—. Sería conveniente que te aseguraras de que se dispone de eso con cuidado, pequeña.

—¿Así que ya está? —preguntó Egwene, helada—. ¿Y qué pasa con Tomás?

—Ya nos despedimos. Está pasando la última hora de vida con su familia.

Egwene sacudió la cabeza. Le parecía una gran tragedia.

—¿Viniste a mí para confesarlo y matarte en una búsqueda final de redención?

—¿Redención? —dijo Verin riendo—. Yo diría que eso no sería tan fácil de obtener. La Luz sabe que he hecho suficiente para necesitar una clase de redención muy especial. Pero mereció la pena el precio. Ya lo creo que sí. O tal vez es que necesito convencerme de que es así.

Alargó la mano hacia un lado y sacó una carpeta de cuero de debajo de la manta doblada a los pies de la cama. Soltó las correas con cuidado y sacó dos objetos: dos libros, ambos encuadernados en cuero. Uno, el más grande, parecía un libro de consulta, aunque no tenía título en la cubierta roja. El otro era un libro fino, de color azul. Las cubiertas de ambos estaban deslucidas por el uso.

Verin se los tendió a Egwene que, vacilante, los aceptó; el grande, que asió con la mano derecha, era pesado; por el contrario, el azul le pareció ligero en la izquierda. Pasó un dedo por encima de la suave piel, fruncido el entrecejo, y luego alzó la vista hacia la mujer.

—Todas las hermanas del Marrón buscan hacer algo duradero —explicó Verin—. Una investigación o un estudio que sean significativos. Otras nos acusan a menudo de hacer caso omiso del mundo que nos rodea, en la creencia de que sólo miramos atrás. Bien, pues, eso es inexacto. Si somos distraídas se debe a que miramos hacia adelante, a los que vendrán después. Y la información, el conocimiento que reunimos, lo dejamos para ellos. Los otros Ajahs se preocupan de mejorar el hoy; nosotras anhelamos hacer mejor el mañana.

Egwene dejó el libro azul a un lado y abrió primero el rojo. Estaba escrito con una letra pequeña y enérgica —aunque apretada— que identificó como la de Verin. Ninguna de las frases tenía sentido. Era un galimatías.

—El libro pequeño es una clave, Egwene —explicó Verin—. Contiene el código con el que escribí este tomo. Es… el trabajo. Mi trabajo. El trabajo de mi vida.

—¿Qué es? —preguntó con suavidad Egwene, aunque sospechaba que sabía la respuesta.

—Nombres, lugares, explicaciones… —respondió Verin—. Todo lo que he podido recabar sobre ellos: los cabecillas entre los Amigos Siniestros, del Ajah Negro, de las profecías en las que creen, de los objetivos y las motivaciones de los distintos grupos. Todo eso junto a una lista, al final, con cada hermana del Ajah Negro a la que logré identificar.

—¿Todas ellas?

—Dudo que las haya descubierto a todas —contestó Verin con una sonrisa—, pero creo que tengo a la mayoría. Ten por seguro, Egwene, que puedo ser muy concienzuda.

Egwene bajó la vista hacia los libros, sobrecogida. ¡Luz, era increíble! Un tesoro más valioso que el que podría poseer un rey. Un tesoro tan importante como el Cuerno de Valere. Levantó la vista; imaginar toda una vida en el interior del Ajah Negro vigilando, anotando y trabajando por el bien de todos hizo que se le saltaran las lágrimas.

—Oh, no empieces —dijo Verin. El rostro de la mujer empezaba a adquirir un matiz pálido—. Tienen a muchas agentes entre nosotras, como los gusanos que comen las frutas desde el corazón. Bien, pues, pensé que ya era hora de que hubiera una de nosotras entre ellas. Esto vale el precio de la vida de una mujer. Pocas personas han tenido la oportunidad de hacer algo tan útil y maravilloso como el libro que sostienes en las manos. Todas buscamos cambiar el futuro, Egwene, y creo que con eso acabo de tener la posibilidad de conseguirlo.

Verin respiró profundamente y luego se llevó una mano a la cabeza.

—¡Vaya! Hace efecto rápido. Hay otra cosa más que debo contarte. Abre el libro rojo, por favor.

Egwene obedeció y vio una fina tira de piel con remaches de acero en los extremos, de las que se utilizaban para marcar la página donde se deja la lectura, aunque era mucho más larga de lo habitual.

—Pasa la tira alrededor de los libros marcando cualquier página. Después ata los extremos por la parte de arriba.

Egwene así lo hizo, llena de curiosidad, y siguió las instrucciones que le daba Verin. Puso la tira de piel en una página al azar y cerró el libro. Luego, colocó el libro más pequeño encima del otro y juntó los extremos del marcador de lectura y los entrelazó. Se dio cuenta de que los remaches encajaban y los ajustó.

Los libros desaparecieron.

Egwene se sobresaltó. Aún los notaba en las manos pero no los veía.

—Me temo que sólo funciona con libros —dijo Verin entre bostezos—. A alguien de la Era de Leyenda, por lo que parece, le preocupaba bastante que su diario estuviera oculto para los demás. —Una ligera sonrisa se le dibujó en los labios; se estaba poniendo muy pálida.

—Gracias, Verin —contestó Egwene al tiempo que desabrochaba y desataba la tira. Los libros aparecieron de nuevo—. Ojalá hubiera otra manera de…

—Te confieso que el veneno era un plan secundario. No ansío la muerte; aún tengo cosas pendientes por hacer. Afortunadamente, ya he dejado unas cuantas puestas en marcha para que… otros se ocupen de llevarlas a cabo en caso de que no regresara. No obstante, mi plan principal era encontrar la Vara Juratoria y ver si servía para anular los juramentos del Gran Señor. Por desgracia, parece ser que la Vara ha desaparecido.

«Saerin y las otras —pensó Egwene—. Deben de habérsela llevado para utilizarla otra vez».

—Lo siento, Verin —dijo en voz alta.

—Podría no haber funcionado, de todas formas —contestó Verin; se recostó en la cama y se colocó una almohada bajo la cabeza—. El procedimiento para prestar esos juramentos al Gran Señor era… peculiar. Ojalá hubiera sido capaz de descubrir un poco más. Una de las Elegidas está en la Torre, pequeña. Es Mesaana, estoy completamente segura de ello. Albergaba la esperanza de conseguir darte el nombre tras el que se esconde, pero en las dos ocasiones en que me reuní con ella iba velada de tal modo que no logré reconocerla. Todo lo que vi está anotado en el libro rojo.

Ándate con ojo y ve con mucho cuidado cuando ataques. Dejaré a tu elección decidir si quieres apresarlas a todas a la vez o, si por el contrario, quieres capturar por separado a las más importantes de forma discreta. O quizá decidas estar a la expectativa y ver si puedes contrarrestar sus planes. Tal vez un buen interrogatorio podría arrojar algo de luz sobre algunas cuestiones a las que no encontré respuesta. Son tantas las decisiones que tienes que tomar y eres tan joven… —Bostezó y luego hizo una mueca al sentir un dolor punzante.

Egwene se levantó y se acercó junto a la mujer.

—Te lo agradezco, Verin. Te agradezco que me hayas escogido para llevar esta carga.

—Hiciste un buen trabajo con todas las menudencias que te he ido dando. —Verin esbozó una sonrisa—. Ésa sí que fue una situación interesante. La Amyrlin me ordenó que te diera información para cazar a las hermanas Negras que huyeron de la Torre, así que tuve que obedecer a pesar de las renuencias que levantó la orden entre las cabecillas del Negro. Por otra parte, no tendría que haberte dado el ter’angreal del sueño, pero siempre he sentido aprecio por ti.

—No creo merecer tal confianza. —Egwene bajó la mirada al libro—. Una confianza como la que me has mostrado.

—Tonterías, pequeña —dijo Verin. Bostezó de nuevo; los ojos se le empezaron a cerrar—. Serás Amyrlin, estoy segura de ello. Una de las armas de la Amyrlin debe ser el conocimiento y eso, por encima de cualquier otra cosa, es la tarea más sagrada de las Marrones: armar al mundo con conocimiento. Aún sigo siendo una de ellas. Por favor, hazles saber que, aunque quizá la palabra Negra vaya unida a mi nombre para siempre, mi alma es Marrón. Díselo…

—Lo haré, Verin —prometió Egwene—, pero tu alma no es Marrón. La veo. —La mujer mayor abrió los párpados con esfuerzo y, fruncido el entrecejo, miró a Egwene a los ojos—. Tu alma es de un blanco puro, Verin —añadió Egwene en voz queda—. Como la propia Luz.

Verin sonrió y se le cerraron los ojos. La muerte en sí llegaría unos minutos más tarde, pero antes y de forma rápida llegó la inconsciencia. Egwene se sentó y la tomó de la mano. Elaida y la Antecámara podían arreglárselas solas; ella había plantado bien sus semillas y aparecer en ese momento para plantear exigencias sería extralimitar su autoridad.

Una vez que dejó de percibir el pulso a Verin, Egwene tomó la taza de veneno y la apartó a un lado. A continuación, cogió el platillo y lo puso bajo la nariz de la mujer, pero la brillante superficie no se empañó. Hacer esa segunda comprobación parecía un acto insensible, pero había venenos que daban a la gente la apariencia de estar muerta aunque aún respirase ligeramente. Si Verin hubiera querido engañarla y acusar con falsedad a un grupo de hermanas inocentes, ése habría sido un método maravilloso. Sí, claro que era un gesto realmente insensible comprobar que estaba muerta, e hizo que Egwene se sintiera mal, pero era la Amyrlin y, por ende, hacía lo que era difícil y tenía en cuenta todas las posibilidades.

A buen seguro que ninguna hermana Negra estaría dispuesta a morir para crear tal engaño de desorientación. El corazón le dictaba que confiara en Verin pero la mente quería asegurarse. Volvió la vista hacia el sencillo escritorio donde había puesto los libros. En ese momento, la puerta de la habitación se abrió sin previo aviso y una joven Aes Sedai se asomó y echó una ojeada. Se llamaba Turese, una de las hermanas Rojas, y era tan reciente su ascensión al chal que su rostro aún no había adquirido la cualidad de intemporal. Al final le habían asignado a alguien para vigilarla, pues. El tiempo de libertad llegaba a su fin, aunque lamentarse por lo que podría haber hecho no serviría de nada. Ese rato lo había empleado muy bien. Sí, ojalá Verin hubiera venido una semana antes, pero… Lo hecho, hecho estaba.

La hermana Roja frunció el entrecejo al ver a Verin y Egwene se llevó el dedo a los labios a la par que asestaba a la hermana joven una mirada severa e iba hacia la puerta con rapidez.

—Acaba de llegar de viaje y quería hablar conmigo respecto a una tarea que me encomendó hace mucho tiempo, antes de la división de la Torre. A veces, cuando se centran en un tema, las hermanas Marrones no ven nada más. —Todo lo dicho, hasta la última palabra, era verdad.

Turese asintió con un mohín al último comentario sobre las Marrones.

—Ojalá hubiese elegido su propia cama para tumbarse —añadió Egwene—. Ahora no sé qué hacer con ella.

De nuevo, todo era cierto. Oh, en serio que tenía que sostener en las manos esa Vara Juratoria. Mentir empezaba a parecer muy conveniente en un momento como aquél.

—Debe de estar cansada de tanto viaje —contestó Turese en voz baja pero firme—. Deja que haga lo que quiera; ella es Aes Sedai y tú una simple novicia. No la molestes.

Dicho esto, la Roja cerró la puerta y Egwene sonrió para sus adentros, satisfecha. Después miró el cadáver de Verin y la sonrisa se le borró. Tarde o temprano tendría que revelar que Verin había muerto. ¿Cómo lo explicaría? Bien, ya se le ocurriría algo. Si la presionaban podría limitarse a contar la verdad.

Antes, sin embargo, tenía que dedicar tiempo a ese libro. Las posibilidades de que se lo quitaran en un futuro próximo eran muchas, incluido el ter’angreal marcador de páginas. Probablemente debería guardar por separado el libro del código del libro escrito en clave. Tal vez incluso aprendérselo de memoria y después destruirlo. ¡Todo aquello sería mucho más fácil de planear si supiera cómo se habían desarrollado las cosas en la Antecámara! ¿Habrían depuesto a Elaida? ¿Silviana estaba viva o la habían ejecutado?

Poco podía descubrir de momento, mientras la tuvieran custodiada. Tendría que esperar, simplemente. Y leer.

El código resultó ser bastante complejo y su explicación ocupaba gran parte del libro azul; lo cual era a la vez ventajoso y frustrante; descifrar el libro en clave sin el libro azul sería muy difícil, pero también resultaría casi imposible aprender de memoria el código. No sería capaz de dominarlo antes de la mañana siguiente, y para entonces tendría que revelar el verdadero estado de Verin.

Miró hacia la mujer; la realidad era que Verin parecía dormir apaciblemente. Egwene sacó la manta y la tapó hasta el cuello, tras lo cual le quitó los zapatos y los puso junto a la cama para reforzar el engaño. Sintiéndose un poco irrespetuosa, decidió tumbar de lado a Verin. La hermana Roja ya se había asomado un par de veces y ver a la mujer acostada en otra postura resultaría menos sospechoso.

Hecho lo cual, Egwene miró la vela para calcular el paso del tiempo. La habitación no tenía ventanas; ninguna la tenía en el sector de las novicias. Desechó el anhelo de abrazar el Poder y crear una esfera de luz para leer. Tendría que conformarse con la llama de la vela.

Se sumergió en su primer cometido: descifrar los nombres de las hermanas Negras que aparecían en una lista al final del tomo. Eso era incluso más importante que aprenderse el código de memoria. Tenía que saber en quién podía confiar.

Las siguientes horas se encuadraron entre las más inquietantes y desagradables de toda su vida. Algunos nombres le eran desconocidos y muchos apenas le sonaban. Otros eran de mujeres con las que había trabajado, a las que había respetado y en las que incluso había confiado. Maldijo cuando encontró el nombre de Katerine casi al principio de la lista y después ahogó una exclamación de sorpresa al salir el de Alviarin. Había oído ya que Elza Penfell y Galina Casban lo eran, aunque no imaginó siquiera que encontraría allí unos cuantos nombres que iban a continuación.

Sintió un vacío dentro de sí que le provocó náuseas al leer el nombre de Sheriam. Sí, cierto, hubo un tiempo en que sospechó de ella, pero eso había sido en sus tiempos de novicia y Aceptada. Durante esos días —en los que empezó a dar caza al Ajah Negro— la traición de Liandrin todavía era muy reciente, y por entonces Egwene sospechaba de todo el mundo.

Durante el exilio en Salidar había trabajado con Sheriam muy de cerca y la mujer había acabado cayéndole bien. Pero era una Negra. Su propia Guardiana de las Crónicas era Negra. «Contrólate, Egwene, y ármate de valor», se exhortó para sus adentros antes de seguir leyendo la lista. Desechando sentimientos de amargura, de pesar, de saberse traicionada, fue descodificando los nombres. No permitiría que las emociones se interpusieran en su deber.

Las hermanas Negras estaban repartidas por todos los Ajahs; algunas eran Asentadas, otras eran Aes Sedai de las menos poderosas y de niveles más bajos. Y eran muy numerosas, algo más de doscientas, según las cuentas de Verin. Veintiuna en el Azul, veintiocho en el Marrón, treinta en el Gris, treinta y ocho en el Verde, diecisiete en el Blanco, veintiuna en el Amarillo y nada menos que cuarenta y ocho en el Rojo. También había nombres de Aceptadas y novicias; en el libro se indicaba que ésas probablemente fueran Amigas Siniestras antes de entrar en la Torre Blanca, ya que el Ajah Negro no reclutaba a nadie que no fuera Aes Sedai. Remitía a otra página de las precedentes para una explicación más extensa, pero Egwene continuó con la lista de hermanas. Necesitaba saber los nombres de todas ellas. Lo necesitaba.

Había Negras entre las Aes Sedai rebeldes y entre las de la Torre Blanca, e incluso había algunas entre las que no habían tomado partido al encontrarse fuera de la Torre durante la división. Aparte de Sheriam, el descubrimiento más perturbador de la lista fue el de las hermanas que eran Asentadas, ya estuvieran en la Torre o con las rebeldes: Duhara Basaheen; Velina Behar; Sedore Dajenna; Delana Mosalaine, por supuesto; y también Talene Minly. Meidani había admitido en secreto ante Egwene que Talene era la hermana Negra que Saerin y las otras habían descubierto, pero que había huido de la Torre.

Moria Karentanis. Esa última era del Ajah Azul, una mujer que llevaba el chal desde hacía más de cien años, conocida por su sabiduría y sagacidad. Egwene había conversado con ella en numerosas ocasiones y se había inspirado en su experiencia dando por hecho que ella —una Azul— sería una de las más dignas de confianza de cuantas la apoyaban. Moria había sido una de las que se habían mostrado más deseosas de elegirla como Amyrlin y no había dudado en ponerse de su parte en varios momentos cruciales. Cada nombre lo sentía como una espina en la piel. Dagdara Finchey, que la había Curado una vez que se torció el tobillo al dar un traspié. Zanica, que le había impartido lecciones y se había mostrado tan agradable. Larissa Lyndel. Miyasi, para quien Egwene había partido nueces no hacía mucho. Nesita. Nacelle Kayama. Nalaene Forrel, que — como Elza— estaba comprometida por juramento a Rand. Birlen Pena. Melvara. Chai Rugan…

La lista seguía. Ni Romanda ni Lelaine eran Negras, y eso la irritó de algún modo. Tener la posibilidad de prender y cargar de cadenas a una de ellas o a las dos habría sido muy conveniente. ¿Por qué Sheriam y no alguna de esas dos?

«Basta, Egwene —se reprendió—. Te estás comportando de forma irracional». Además, desear que ciertas hermanas fueran Negras no la llevaba a ninguna parte.

Cadsuane no aparecía en la lista, como tampoco ninguna de las amigas más queridas de Egwene. No esperaba encontrarlas en ella, pero a pesar de todo fue estupendo acabar la lista sin ver ninguno de sus nombres. El grupo dedicado a la caza del Ajah Negro en la Torre Blanca estaba limpio, ya que ninguno de los nombres figuraba en la relación. Tampoco aparecía el nombre de ninguna de las espías que habían enviado desde Salidar.

Asimismo, el nombre de Elaida no aparecía en la lista. Al final había una anotación en la que Verin explicaba que había observado muy de cerca a Elaida en busca de alguna prueba que demostrara que era Negra, pero los comentarios de otras hermanas del Negro la llevaron a la casi certeza de que la Roja no pertenecía al Ajah Negro. No era más que una mujer inestable que a veces provocaba tanta frustración al Negro como al resto de la Torre.

Tenía sentido, por desgracia. Saber que Galina y Alviarin eran Negras la había hecho sospechar que quizás encontraría el nombre de Elaida en la lista. Pero parecía más lógico que las Negras eligieran para Amyrlin a alguien a quien pudieran manipular y después colocar a una Negra como Guardiana de las Crónicas para mantenerla a raya.

Sin duda se habían valido de alguna información facilitada por Alviarin o por Galina —de la que Verin comentaba que probablemente se las había arreglado para convertirse en cabeza del Ajah Rojo— para usarla contra Elaida y tener ascendiente sobre ella. Así habían forzado o sobornado a Elaida para que hiciera lo que deseaban ellas sin saber que estaba haciendo el juego al Ajah Negro. Y ésa podía ser la explicación de la extraña caída de Alviarin. ¿Habría ido demasiado lejos, tal vez? ¿Se habría extralimitado, granjeándose la ira de Elaida? Parecía verosímil, aunque no lo sabrían con certeza hasta que Elaida hablara o Egwene pudiera someter a interrogatorio a Alviarin, cosa que tenía intención de hacer lo antes posible.

Pensativa, cerró el grueso libro rojo; la vela se había consumido casi hasta la base. Empezaba a ser tarde; a lo mejor era un buen momento para insistir en que se le diera alguna información sobre la situación de la Torre.

Antes de que pudiera decidir cómo abordar el asunto, alguien llamó a la puerta. Egwene alzó la cara al tiempo que enrollaba las bandas del señalador y hacía desaparecer ambos libros. Que llamaran significaba que ahí fuera había alguien que no era la Roja.

—Adelante —contestó.

La puerta se abrió y Egwene vio a la esbelta Nicola de grandes y oscuros ojos en el pasillo, vigilada atentamente por Turese. A la Roja no parecía hacerle gracia que Egwene tuviera una visita, pero el humeante cuenco que Nicola llevaba en una bandeja indicaba la razón de que hubiera recibido permiso para llamar.

Nicola le hizo una reverencia a Egwene, lo que provocó que el ceño de Turese se acentuara, si bien la novicia no se dio cuenta.

—Es para Verin Sedai —dijo en voz baja al tiempo que señalaba con un gesto de cabeza hacia la cama—. Lo envía la Maestra de las Cocinas porque ha oído que Verin Sedai se encuentra exhausta tras el viaje.

Egwene asintió en silencio y señaló la mesa procurando ocultar la excitación. Nicola se acercó deprisa y dejó la bandeja en la mesa.

—He de preguntaros si confiáis en ella—susurró entre dientes, echando otra ojeada a la cama.

—Sí —respondió Egwene, que disimuló el sonido moviendo la banqueta hacia atrás.

Así que sus aliadas ignoraban que Verin había muerto. Eso estaba bien; el secreto seguía a salvo, de momento.

Tras asentir con un cabeceo, Nicola dijo en voz alta:

—Le convendría comérselo mientras esté caliente, aunque lo dejaré aquí si preferís no despertarla. Me han ordenado que os advierta que no lo toquéis.

—No lo haré a menos que a ella no le haga falta —repuso, dándose media vuelta.

Unos instantes después la puerta se cerraba a espaldas de Nicola. Egwene aguardó unos minutos que se le hicieron largos esperando que Turese abriera la puerta y comprobara lo que hacía; empleó el tiempo en lavarse la cara y las manos y en ponerse el vestido limpio. Por fin, segura de que no la interrumpirían, asió la cuchara y buscó en la sopa. Como era de suponer, encontró un frasquito con un trozo de papel enrollado dentro.

Muy inteligente. Por lo visto sus aliadas se habían enterado de la presencia de Verin en la habitación de Egwene y decidieron usarlo como excusa para que entrara alguien. Desenrolló el papel; sólo tenía escrita una palabra: «Esperad».

Suspiró, impaciente, pero no había nada que hacer. Sin embargo, no se atrevió a sacar el libro para seguir leyendo. Poco después oyó voces fuera, enredadas en lo que parecía una discusión. Sonó otra llamada a la puerta.

—Adelante —dijo con curiosidad.

La puerta se abrió para dar paso a Meidani, que la cerró en las narices de Turese a propósito.

—Madre —saludó con una reverencia. La esbelta mujer llevaba un ajustado vestido gris que le quedaba un poco tirante a la altura del generoso busto. ¿Tendría que cenar con Elaida esa noche?—. Siento haberos tenido esperando.

—¿Cómo es que Turese te dejó pasar? —preguntó Egwene, agitando la mano para quitar importancia a la espera.

—Se sabe que Elaida me… favorece con invitaciones —contestó—. Y la ley de la Torre señala que no se pueden prohibir las visitas a ninguna prisionera. No podía impedir que una hermana visitara a una novicia, aunque trató de oponerse.

Egwene asintió con la cabeza y Meidani miró a Verin, fruncido el entrecejo. Entonces se puso pálida. El semblante de Verin tenía un color ceroso y saltaba a la vista que algo no iba bien. Menos mal que Turese no había mirado de cerca a la mujer «dormida».

—Verin Sedai está muerta —informó Egwene, que echó una ojeada hacia la puerta.

—¿Qué ha pasado, madre? ¿Os atacó? —preguntó Meidani.

—A Verin Sedai la envenenó una Amiga Siniestra poco antes de que hablara conmigo. Era consciente de lo que le pasaba y vino para transmitirme cierta información importante en sus últimos minutos de vida. —Era increíble lo que unos pocos asertos verdaderos podían ocultar.

—¡Luz! ¿Una asesina dentro de la Torre Blanca? ¡Tenemos que decírselo a alguien! Llamar a la guardia y…

—Ya nos ocuparemos de ello —la interrumpió Egwene, tajante—. Baja la voz y contrólate. No quiero que la vigilante que está fuera oiga lo que hablamos.

Meidani palideció y miró a Egwene con cara de preguntarse cómo podía actuar con tanta impasibilidad. «Bien. Dejemos que vea a la serena y decidida Amyrlin». Mejor que no percibiera en ella el dolor, la confusión o la ansiedad que ocultaba.

—Sí, madre. Lo siento —se excusó Meidani haciendo una reverencia.

—Bien, traes noticias, supongo.

—Sí, madre —respondió Meidani tras recobrar la compostura—. Saerin me ordenó que me presentara ante vos. Me dijo que querríais saber los acontecimientos del día.

—Así es —contestó Egwene procurando no dejar ver su impaciencia.

Luz, ya había intuido que ésa era la razón de su visita. ¿Por qué no hablaba de una vez esa mujer? ¡Aún tenían que ocuparse del Ajah Negro!

—Elaida sigue siendo Amyrlin, pero por los pelos —dijo Meidani—. La Antecámara de la Torre se reunió y la censuraron formalmente. Le advirtieron que el mandato de la Amyrlin no se basa en el absolutismo y que no podía continuar promulgando decretos ni resoluciones sin consultarlo con ellas.

—Tampoco es que sea un desenlace inesperado —asintió Egwene.

En el pasado, más de una Amyrlin se había convertido en una figura decorativa por haberse extralimitado de un modo parecido. Elaida iba en esa dirección y, de no haber sido por el fin de los tiempos, habría resultado una solución satisfactoria.

—¿Y el castigo? —inquirió.

—Tres meses. Uno por lo que os hizo y dos por conducta impropia de su cargo.

—Interesante —concedió pensativa Egwene.

—Hubo voces que pidieron más dureza, madre. Por un momento, tuve la impresión de que iban a deponerla allí mismo.

—¿Estabas presente? —preguntó con cierta sorpresa Egwene.

Meidani asintió.

—Elaida pidió que el proceso fuera sellado para la Llama, pero nadie apoyó su propuesta —explicó—. Creo que su propio Ajah estaba detrás de ello, madre. Todas las Asentadas del Ajah Rojo, las tres, se encuentran ausentes. Aún me pregunto adonde habrán ido Duhara y las otras.

«Duhara. Una Negra. ¿Qué se traerá entre manos? ¿Y las otras dos? ¿Estarán las tres juntas? En tal caso, ¿serán también las otras dos del Ajah Negro?» Ya se ocuparía de eso más adelante.

—¿Cómo se lo tomó Elaida?

—No dijo mucho, madre. Estuvo sentada y observando casi todo el tiempo. No parecía muy complacida. Me sorprende que no empezara a despotricar.

—Las Rojas… —dijo Egwene—. Si realmente estuviera perdiendo el apoyo de su propio Ajah, haría tiempo que le habrían advertido que no causara más quebraderos de cabeza.

—Eso mismo dijo Saerin —respondió Meidani—. Y también recalcó que el hecho de que hicieseis hincapié en no dejar que el Ajah Rojo se desmoronara (comentario difundido por un grupo de novicias que os oyó) era, en parte, lo que evitó que se destituyera a Elaida.

—No me importaría verla depuesta —dijo Egwene—. Lo que no quería era que el Ajah se disolviera. Bien, no hay mal que por bien no venga. Elaida debe caer de modo que no arrastre a la Torre con ella. —Aunque, si pudiera volver atrás, retiraría esas palabras dichas horas antes. No quería que nadie creyera que apoyaba a Elaida—. Supongo que la condena a Silviana ha sido desestimada, ¿no es así?

—No exactamente, madre —respondió Meidani—. Está bajo custodia de la Antecámara hasta que decidan qué hacer con ella. Desafió a la Amyrlin de forma pública. Se habla de castigarla.

Egwene frunció el entrecejo. Sonaba a un trato. Lo más seguro era que Elaida se hubiera reunido a puerta cerrada con la cabeza del Ajah Rojo fuera quien fuera, tras la desaparición de Galina— para perfilar los detalles. Silviana recibiría un castigo, aunque no tan severo, pero Elaida tendría que someterse a la voluntad de la Antecámara, lo que indicaba que Elaida pisaba terreno resbaladizo, si bien aún estaba en posición de hacer demandas. No había perdido tantos apoyos con su Ajah como Egwene esperaba.

Aun así, los hechos habían tomado un buen derrotero. Silviana viviría y, por lo que parecía, autorizarían a Egwene a retomar su vida como «novicia». Las Asentadas estaban lo bastante descontentas con Elaida para reprenderla. Egwene tenía la certeza de que, si se le daba un poco más de tiempo a la situación, podía derrocarla y unificar la Torre. Mas ¿podría permitirse esperar ese tiempo?

Egwene miró hacia el escritorio, donde los valiosos libros permanecían ocultos a la vista. Si preparaba un ataque masivo al Ajah Negro, ¿provocaría una batalla? ¿Desestabilizaría la Torre más aún? Y de verdad, siendo realista, ¿esperaba atraparlas a todas de ese modo? Necesitaba tiempo para considerar la información. De momento, eso significaba quedarse en la Torre y trabajar contra Elaida. Y, por desgracia, también significaba dejar libres a la mayoría de las hermanas Negras.

Pero no a todas ellas.

—Meidani, quiero que comuniques a las otras lo siguiente: deben prender a Alviarin y someterla a la prueba de la Vara Juratoria. Diles que asuman todo el riesgo que sea razonable con tal de llevarlo a cabo.

—¿A Alviarin, madre? ¿Por qué a ella? —preguntó Meidani.

—Es una Negra —contestó, sintiendo que el estómago se le revolvía—. Y es una de las que ocupan un puesto alto en su organización en la Torre. Verin murió para traerme esa información.

—¿Estáis segura, madre? —Meidani se había puesto pálida.

—Confío en la fiabilidad del informe de Verin —respondió Egwene—. Pero aún seria más aconsejable encargarles que le quitaran y volvieran a poner los juramentos a Alviarin y entonces preguntarle si es Negra. A cualquier mujer se le debería dar esa oportunidad de demostrar su inocencia aunque haya pruebas de lo contrario. Imagino que tenéis la Vara Juratoria, ¿verdad?

—Sí. La necesitamos para comprobar si Nicola era de fiar. Las otras querían incluir a algunas Aceptadas y novicias en el grupo para que llevaran mensajes donde no pueden hacerlo las hermanas.

Era una buena medida, habida cuenta de la división entre los Ajahs.

—¿Por qué ella? —quiso saber Egwene.

—Por la frecuencia con que habla a las otras sobre vos, madre —explicó Meidani—. Es notorio que Nicola es una de vuestras principales partidarias entre las novicias.

Resultaba chocante oír decir eso de una mujer que la había traicionado, pero tampoco se le podía echar en cara que actuara así si se tenía en cuenta todo.

—No dejaron que prestara los tres juramentos, desde luego —añadió Meidani—. No es Aes Sedai. Pero sí juró el relacionado con mentir y demostró que no era una Amiga Siniestra. Después le quitaron ese juramento.

—¿Y a ti, Meidani? ¿Te han librado ya del cuarto juramento?

—Sí, madre, gracias —dijo la mujer con una sonrisa.

—Ve, pues, y transmite mi mensaje. Hay que prender a Alviarin. —Miró el cadáver de Verin—. Me temo que habré de pedirte que te la lleves contigo también. Será mejor si desaparece, en lugar de tener que explicar su muerte en mi habitación.

—Pero…

—Usa un acceso. Rasa, si no conoces bien este cuarto.

Meidani asintió y abrazó la Fuente.

—Primero teje otra cosa —aconsejó Egwene, pensativa—. Da igual lo que sea, algo que requiera mucho Poder. Tal vez uno de los cien tejidos que se deben hacer en la prueba para ascender a Aes Sedai.

Meidani frunció el entrecejo en un gesto de extrañeza, pero hizo lo que le pedía y tejió un intensificador de Poder muy complejo. Poco después de que empezara, Turese asomaba la cabeza por la puerta con aire desconfiado. Por suerte, el tejido se interponía en su campo de visión de forma que la impedía ver la cara de Verin, aunque Turese no estaba interesada en la Marrón «dormida», sino que se centró en el tejido al tiempo que abría la boca.

—Me enseña algunos tejidos que me hará falta saber si me someto a la prueba para ascender a Aes Sedai —explicó Egwene con sequedad, adelantándose a lo que la Roja iba a decir—. ¿Está prohibido también?

Turese le asestó una mirada fulminante, pero se retiró y cerró la puerta.

—Eso era para evitar que se asomara y viera los tejidos para el acceso —explicó Egwene—. Venga, date prisa y llévate el cadáver. Cuando Turese se asome otra vez le diré la verdad, que Verin y tú os marchasteis por un acceso.

—Pero ¿qué hemos de hacer con el cuerpo? —Meidani echó una ojeada a la mujer muerta.

—Lo que consideréis más adecuado —repuso Egwene, que empezaba a irritarse—. Esa decisión os la dejo a vosotras. Yo no tengo tiempo de ocuparme del asunto ahora. Y llévate esa taza; el té está envenenado. Deshazte de ella con cuidado.

Egwene echó un vistazo a la vela, que titilaba; estaba tan consumida que casi llegaba al tablero del escritorio. A un lado, Meidani suspiró bajito y después creó un acceso. Unos hilos de Aire movieron el cuerpo de Verin y lo llevaron a través de la abertura; Egwene lo vio desaparecer con pesar. La mujer merecería una despedida mejor. Algún día se sabría lo que había sufrido y lo que había logrado alcanzar. Pero tendría que pasar tiempo para eso.

Una vez que Meidani se hubo marchado con el cadáver y el té, Egwene encendió otra vela y se acostó en la cama, aunque procuró evitar la idea de que allí había yacido el cuerpo de Verin. Se relajó y pensó en Siuan, que se acostaría pronto. Tenía que ponerla sobre aviso en cuanto a Sheriam y las otras Negras del campamento.

Egwene abrió los ojos en el Tel’aran’rhiod. Se encontraba en su cuarto o, al menos, su versión soñada. La cama estaba hecha y la puerta, cerrada. Se cambió de vestido por otro verde y majestuoso, acorde a la posición de Amyrlin, y a continuación se desplazó al Jardín de Primavera de la Torre. Siuan no había llegado, pero aún era un poco pronto para la reunión acordada.

Al menos allí no se veía la suciedad que se amontonaba en la ciudad ni la corrupción que corroía las raíces de la unidad entre los Ajahs. Moviéndose como fuerzas naturales, los jardineros de la Torre plantaban, cultivaban y recolectaban mientras las Sedes Amyrlin ascendían y caían. El Jardín de Primavera era más pequeño que casi todos los demás jardines de la Torre; era una parcela triangular encajada entre dos muros. Quizás en otra ciudad esa parcela se habría utilizado para almacenaje o se habría cegado con piedra, sin más. Sin embargo, en la Torre Blanca ambas alternativas se habrían considerado antiestéticas.

La solución era un pequeño jardín repleto de plantas que medraban a la sombra. Las hortensias trepadoras crecían pegadas a las paredes y brotaban alrededor de maceteros. Las dicentras aparecían plantadas en hileras, con los diminutos capullos rosas en forma de corazón colgando del delicado tallo de hojas compuestas. Árboles ornamentales en floración, también en hileras, ocupaban el espacio triangular comprendido entre las paredes hasta confluir en el vértice.

Caminando arriba y abajo junto a los árboles mientras esperaba, Egwene pensó en Sheriam como una Negra. ¿En cuántas cosas había intervenido? Había sido Maestra de las Novicias durante los años en que Siuan había ocupado el cargo de Amyrlin. ¿Había utilizado su posición para intimidar a otras hermanas, tal vez para hacerlas cambiar? ¿Había estado detrás del ataque del Hombre Gris, ocurrido hacía ya tanto tiempo?

Sheriam formaba parte del grupo que había Curado a Mat. Seguramente no pudo hacer nada malicioso participando en un círculo con tantas mujeres, pero todo lo que hubiera estado relacionado con esa mujer resultaba sospechoso. ¡Y eran tantas cosas! Sheriam había sido una de las que estaba al frente de Salidar antes de que Egwene subiera al poder. ¿Qué había hecho Sheriam, cuánta manipulación había llevado a cabo, cuánto había traicionado en favor de la Sombra?

¿Había sabido con anticipación los planes de Elaida para deponer a Siuan? Galina y Alviarin eran Negras, y habían sido dos de las principales instigadoras, de modo que lo más probable era que otras Negras estuvieran enteradas de lo que iba a pasar. ¿El éxodo de la mitad de la Torre, la agrupación en Salidar y la subsiguiente espera con sus debates eran parte del plan de Oscuro? ¿Y su propia ascensión al poder? ¿Cuántas cuerdas de la Sombra la habían hecho bailar como una marioneta sin que ella lo supiera?

«Darle vueltas a eso no sirve de nada. No sigas por ese camino», se dijo con firmeza para sus adentros. Incluso sin los libros de Verin, Egwene sospechaba ya que la división de la Torre era obra del Oscuro. Pues claro que lo complacería que las Aes Sedai se dividieran en dos bandos, en vez de estar unidas detrás de una dirigente.

Ahora todo el asunto se había vuelto más personal. Se sentía mancillada, embaucada. Durante un instante se sintió como la chica pueblerina por la que muchas la tenían. Si Elaida había sido un peón de las Negras, entonces ella también. ¡Luz! Cómo debía de haberse reído el Oscuro al ver a sus fieles adeptas al lado de dos Amyrlin rivales para azuzarlas una contra la otra.

A pesar de consagrar décadas a su estudio, no puedo asegurar qué es exactamente lo que quiere ni por qué lo quiere, había dicho Verin.

Un escalofrío la hizo estremecer. Fuera cual fuera el plan del Oscuro, lo combatiría. Se opondría. Le escupiría en el ojo aunque venciera, como decían los Aiel.

—Vaya, menuda estampa —dijo la voz de Siuan.

Egwene giró sobre sus talones a toda velocidad y cayó en la cuenta, con desazón, de que ya no llevaba el vestido de Amyrlin, sino una armadura completa, como un soldado que se dirige a la batalla. Por si fuera poco, en la mano sostenía un par de lanzas Aiel.

Hizo que se esfumaran armadura y lanzas y consiguió que reapareciera el vestido.

—Siuan, tal vez quieras hacer que aparezca una silla —dijo en tono tajante—. Ha ocurrido algo.

—¿Qué? —preguntó la mujer, fruncido el entrecejo.

—Para empezar, Sheriam y Moria son del Ajah Negro.

—¡Qué! —exclamó Siuan, conmocionada—. ¿Pero qué tonterías son ésas? —Se quedó petrificada y luego añadió, con retraso—: Madre.

—No son tonterías, sino la verdad, me temo. Hay más, pero tendré que darte los nombres más adelante. Todavía no podemos detenerlas.

Necesito tiempo para planear las cosas y pensar, puede que unas cuantas horas. Atacaremos enseguida, pero hasta entonces quiero que Sheriam y Moria estén vigiladas. Y no te quedes sola con ellas.

Siuan movió la cabeza a uno y otro lado, sin salir de su asombro.

—¿Qué certeza tenéis sobre este asunto, Egwene? —preguntó después.

—La suficiente. Vigílalas, Siuan, y ve pensando qué hacer. Quiero oír tus propuestas. Necesitamos apresarlas con discreción y después demostrar a la Antecámara que lo que hemos hecho estaba justificado.

—Esto podría ser peligroso. —Siuan se frotó la barbilla—. Espero que sepáis lo que hacéis, madre. —Dio énfasis al tratamiento.

—Si yerro, entonces caerá sobre mi cabeza. Pero no creo que me equivoque. Como he dicho, muchas cosas han cambiado.

—¿Seguís encarcelada? —preguntó Siuan tras hacer una inclinación de cabeza.

—No exactamente. Elaida ha… —Egwene vaciló y frunció el entrecejo. Pasaba algo.

—¡Egwene! —llamó Siuan, nerviosa.

—Yo… —empezó, y entonces se estremeció. Algo tiraba de su mente, enturbiándola. Algo estaba…

Tirando de ella, de vuelta… El Tel’aran’rhiod desapareció, y Egwene abrió los ojos en su cuarto; una nerviosa Nicola la zarandeaba por el brazo.

—Madre —llamaba—. ¡Madre!

La muchacha tenía un corte en la mejilla que sangraba. Egwene se sentó de golpe, y en ese momento toda la Torre tembló como si hubiera habido una explosión. Nicola la asió del brazo y chilló de miedo.

—¿Qué está pasando? —demandó Egwene.

—¡Engendros de la Sombra! —gritó Nicola—. ¡En el aire, serpientes que arrojan llamas y tejidos de Poder Único! ¡Oh, madre, es el Tarmon Gai’don!

Egwene vivió un instante de pánico irracional, casi incontrolable. ¡El Tarmon Gai’don! ¡La Última Batalla!

Oyó chillidos a lo lejos, seguidos por los gritos de Guardias de la Torre o de Guardianes. No… ¡No, tenía que centrarse! Serpientes en el aire. Serpientes que utilizaban el Poder Único… O con jinetes que manejaban el Poder Único. Egwene se quitó la manta de un tirón y se levantó de la cama de un salto.

No era el Tarmon Gai’don, aunque era otra cosa casi igual de horrible. Los seanchan atacaban finalmente la Torre blanca, como ella había Soñado. Y ni siquiera era capaz de encauzar suficiente Poder para encender una vela, cuanto menos para presentar batalla contra los atacantes.

40

La torre tiembla

Siuan se despertó sobresaltada. Algo iba mal. Algo iba muy, pero que muy mal. Al tiempo que se levantaba de su jergón, una sombra empezó a moverse al otro lado de la tienda. Se oyó el chirrido metálico de una hoja de acero al ser desenfundada. Siuan se quedó inmóvil, abrazó la Fuente de manera instintiva e hizo aparecer una esfera de luz.

Gareth Bryne estaba de pie, alerta, empuñando la desnuda espada con la marca de la garza, lista para arremeter. Iba vestido sólo con la ropa interior, y Siuan tuvo que refrenarse para no mirar el cuerpo bien musculado, mucho más en forma que el de la mayoría de los hombres a los que les doblaba la edad.

—¿Qué sucede? —preguntó él, tenso.

—¡Luz! —respondió Siuan—. ¿Dormís con la espada?

—Siempre.

—Egwene se encuentra en peligro.

—¿En qué tipo de peligro?

—No lo sé —reconoció Siuan—. Estábamos reunidas y ella desapareció de pronto. Creo… Me temo que Elaida puede haber decidido ejecutarla. O al menos sacarla de la celda para… hacerle algo.

Bryne no preguntó más detalles. Envainó la espada y fue a ponerse unos pantalones y una camisa. Siuan aún llevaba la blusa y la falda —ahora arrugada— de color azul. Tenía por costumbre cambiarse de ropa al finalizar las reuniones con Egwene, cuando Bryne llevaba ya rato dormido.

Sentía una ansiedad que no podía describir. ¿Por qué estaba tan nerviosa? No era inusual que algo despertara a una persona mientras se encontraba en el Tel’aran’rhiod.

Sin embargo, Egwene no era como la mayoría de la gente. Ella dominaba el Mundo de los Sueños. Si algo la hubiera despertado accidentalmente, una vez resuelta la situación habría vuelto para calmar la preocupación de Siuan. Pero no había regresado, a pesar de que Siuan la había esperado durante lo que le pareció una eternidad.

Bryne se acercó a ella abotonándose el alto cuello de la chaqueta del uniforme; lucía tres estrellas en la pechera izquierda y charreteras doradas en los hombros. También vestía el pantalón gris del protocolario uniforme.

—¡General Bryne! ¡Mi general! —llamó una voz agitada desde fuera.

Bryne miró primero a Siuan y luego a las lonas de entrada de la tienda.

—Adelante —dio permiso Bryne.

Un soldado joven con el cabello negro bien arreglado entró en la tienda y lo saludó de manera brusca. No se disculpó por despertarlo a esas horas de la noche; Bryne había facultado a sus hombres para que lo despertaran en caso de necesidad.

—Un informe de los exploradores, señor. Algo sucede en la ciudad.

—¿«Algo», Tijds? —preguntó Bryne.

—Los exploradores no están seguros, señor —respondió el joven, que torció el gesto—. Cielo cubierto, noche cerrada. Los visores de lentes no sirven de mucho. Se han observado estallidos de luz cerca de la Torre, como un espectáculo de los Iluminadores, pero hay sombras en el cielo.

—¿Engendros de la Sombra? —preguntó de nuevo Bryne mientras abandonaba la tienda.

El joven soldado y Siuan, esfera de luz en mano, lo siguieron. La luna era tan sólo una fina rodaja en el cielo y, con esas nubes perpetuas, ver algo resultaba difícil. En derredor, las tiendas de los oficiales seguían sumidas en la oscuridad del sueño nocturno. La única luz que se distinguía con claridad era la de las hogueras encendidas por los guardias de la entrada del recinto empalizado.

—Podrían ser Engendros de la Sombra, milord —respondió el soldado, que apretó el paso para alcanzar a Bryne—. Corren historias sobre criaturas de la Sombra que vuelan como éstas, pero los exploradores no saben con seguridad qué es lo que ven. Lo que se puede asegurar, no obstante, es que hay estallidos de luz.

Bryne asintió con la cabeza, y se dirigió hacia la entrada al tiempo que impartía órdenes:

—Alertad a la guardia nocturna. Los quiero despiertos y equipados, por si acaso. Que los corredores lleven el mensaje a los diferentes puestos del cerco a la ciudad. ¡Y conseguidme más información!

—¡Sí, señor! —El soldado saludó y echó a correr.

Bryne miró a Siuan a la luz de la esfera luminosa que flotaba por encima de la mano de la mujer.

—Los Engendros de la Sombra no se atreverían a atacar la Torre Blanca —empezó Bryne—. A menos que contaran con un apoyo terrestre considerable y, sinceramente, dudo que haya cien mil trollocs esperando tras la casi inexistente cobertura que proporcionan estas llanuras. ¿Qué diantres sucede?

—Los seanchan —respondió Siuan, que notó un nudo en el estómago—. ¡Tripas de pescado, Gareth! Tienen que ser ellos. Egwene lo predijo.

—Sí —dijo Bryne asintiendo con la cabeza—. Los rumores dicen que los seanchan montan Engendros de la Sombra.

—Bestias voladoras, no Engendros de la Sombra —lo corrigió Siuan—. Egwene dice que se llaman raken.

El hombre la miró dubitativo.

—Y ¿cómo es posible que los seanchan sean tan imprudentes que atacan sin contar con apoyo terrestre?

Siuan asintió. Siempre había pensado que el ataque seanchan contra la Torre Blanca sería una invasión a gran escala y, según Egwene, aún faltaban meses para que sucediera. ¡Luz! Por lo visto Egwene también se equivocaba.

Bryne se volvió para mirar las hogueras; el fuego estaba bien alimentado por la noche, e irradiaban luz frente a la empalizada. En el interior del recinto cercado, los oficiales empezaban a despertarse y a avisar a las tiendas contiguas. Candiles y farolillos comenzaron a encenderse.

—Bien —asintió Bryne—, mientras sigan atacando Tar Valon, no es problema nuestro. Sólo tenemos que…

—Voy a sacarla de allí —lo interrumpió Siuan, sorprendiéndose incluso a sí misma.

Bryne giró con rapidez sobre sus talones y se acercó a ella. Por la luz de la esfera, Siuan vio que el general tenía en la cara una sombra de barba que le había empezado a crecer por la noche.

—¿Qué?

—Hemos de ir allí a buscar a Egwene. ¡Este ataque nos ofrece una oportunidad perfecta, Gareth! Podemos entrar y sacarla sin que nadie se dé cuenta.

Bryne la miraba con fijeza.

—¿Qué? —preguntó Siuan.

—Disteis vuestra palabra de no rescatarla, Siuan —respondió él.

¡Luz! Qué bonito era oírle decir su nombre. «¡Céntrate!», se reprendió Siuan para sus adentros.

—Eso no importa ahora. Está en peligro y nos necesita —dijo en voz alta.

—No quiere nuestra ayuda —le contestó Bryne con severidad—. Tenemos que centrarnos en que nuestro ejército se mantenga a salvo. La Amyrlin está segura de saber cuidar de sí misma.

—Yo también lo creía y mirad cómo he terminado —respondió Siuan. Negó con la cabeza y miró la lejana Torre de Tar Valon. Una explosión de luz la iluminó ligeramente durante unos instantes—. Cuando Egwene habla acerca de los seanchan, siempre se estremece. Pocas cosas la alteran. Ni los Renegados, ni el Dragón Renacido. Gareth, no sabéis lo que los seanchan hacen a las mujeres que encauzan. —Siuan lo miró a los ojos—. Tenemos que ir a buscarla.

—No tomaré parte en esto —respondió con terquedad Bryne.

—De acuerdo —barbotó Siuan casi escupiendo las palabras. ¡Menudo estúpido!—. Id a cuidar de vuestros hombres. Creo saber quién me ayudará.

Siuan echó a andar en dirección a una tienda en el interior de la empalizada.

Egwene apoyó la espalda contra la pared del pasillo para no perder el equilibrio mientras toda la Torre se sacudía de nuevo. Incluso las piedras temblaban. Laminillas de argamasa caían del techo y un azulejo de la pared se soltó y se hizo trizas en el suelo. Nicola chilló y se asió a Egwene con todas sus fuerzas.

—¡El Oscuro! —gritó—. ¡La Última Batalla! ¡Ya está aquí!

—¡Nicola! —espetó Egwene mientras se erguía—. Contrólate. No es la Última Batalla. Son los seanchan.

—¿Los seanchan? ¡Pero si creía que se trataba de un rumor!

«Estúpida muchacha», pensó Egwene, que echó a andar a toda prisa por un pasillo lateral. Nicola corría a pasitos cortos detrás de ella, con el candil. A Egwene no le falló la memoria y, tal como recordaba, en el siguiente pasillo se encontraron el muro exterior de la Torre, por lo que había una ventana que daba fuera. Hizo una seña a Nicola para que se apartara a un lado y después se arriesgó a echar una ojeada a la oscuridad de la noche.

Y claro que en la negrura del cielo distinguió el perfil de unas formas oscuras que aleteaban en el aire. Demasiado grandes para tratarse de raken. Entonces, eran to’raken. Se lanzaban en picado, muchos de ellos envueltos en tejidos relucientes y vibrantes a los ojos de Egwene. Estallidos de fuego surgían de repente e iluminaban parejas de mujeres montadas a lomos de los to’raken: damane y sul’dam.

Allá abajo, partes de las alas de la Torre estaban envueltas en llamas y, para su espanto, Egwene vio varios agujeros enormes abiertos en los lados de la Torre. Los to’raken se aferraban a la pared de la Torre y trepaban como murciélagos a los agujeros para descargar soldados y damane dentro del edificio. Mientras Egwene observaba, uno de los to’raken saltó al vacío desde la pared. El picado desde esa altura le permitió alcanzar la velocidad requerida para remontar el vuelo cerca del suelo. No era tan grácil como los raken, más pequeños, pero su jinete hizo un gran trabajo y consiguió dirigirlo de vuelta al aire. La criatura pasó junto a la ventana desde la que miraba Egwene y el viento levantado a su paso le echó el cabello hacia atrás. Egwene oyó gritos débiles mientras el to’raken pasaba de largo. Gritos aterrorizados.

No era un ataque a gran escala. ¡Era una incursión! ¡Un asalto para capturar marath’damane! Egwene se apartó a un lado cuando un estallido de fuego pasó zumbando frente a la ventana y alcanzó la pared a corta distancia. Oyó el estruendo de piedras cayendo y la torre se sacudió con violencia. Polvo y humo impulsados por el estallido se extendieron por el pasillo donde desembocaba aquel en el que se encontraban ellas.

Enseguida aparecerían soldados. Soldados y sul’dam. Con esas horrendas correas. Egwene se estremeció y se ciñó con los brazos. El frío metal sin fisuras ni uniones. Revivió la náusea, la degradación, el pánico, la desesperación y, para su vergüenza, la culpabilidad de no servir a su ama con su máxima capacidad. Recordaba la mirada acosada de una Aes Sedai cuando consiguieron quebrantarla. Sobre todo, recordaba su propio terror.

El terror de comprender que, con el tiempo, acabaría siendo como las demás: otra esclava más, feliz de poder servir.

La Torre tembló. A lo lejos, el fuego brillaba en los pasillos, acompañado por gritos y chillidos de desesperación. Olía a humo. ¡Oh, Luz! ¿De verdad estaba pasando aquello? No volvería a vivir lo mismo. No permitiría que la atasen a la correa otra vez. ¡Tenía que escabullirse! Tenía que ocultarse, huir, escapar…

¡No!

Se puso erguida.

No, no huiría. Era la Amyrlin.

Nicola, acurrucada en el suelo contra la pared, lloriqueaba.

—Vienen por nosotras —susurró—. ¡Oh, Luz, vienen por nosotras!

—¡Que vengan! —bramó Egwene mientras se abría a la Fuente.

Gracias a la Luz, había pasado bastante tiempo para anular un poco el efecto de la horcaria y consiguió absorber un chorrillo mínimo de Poder.

Era pequeño, tal vez la menor cantidad de Poder que había encauzado en toda su vida. Ni siquiera podría tejer un filamento de Aire para levantar un trozo de papel, pero sería suficiente. Tenía que bastar.

—¡Lucharemos! —declaró.

Nicola sorbió por la nariz y alzó la vista hacia ella.

—¡Pero si apenas podéis encauzar, madre! —gimió—. Lo veo. ¡No podemos combatirlos!

—Podemos y lo haremos —afirmó Egwene con certeza—. ¡En pie, Nicola! Eres una iniciada de la Torre, no una medrosa moza vaqueriza.

La chica alzó la vista de nuevo.

—Te protegeré —le dijo Egwene—. Lo prometo.

Al parecer la muchacha recobró el ánimo y se puso de pie; Egwene echó un vistazo hacia el lejano pasillo donde había sonado la explosión. Estaba oscuro, con las lámparas apagadas, pero le pareció distinguir unas sombras. Se internarían en el edificio y atarían a la correa a cualquier mujer con la que toparan.

Se volvió a mirar hacia el otro lado. En aquella dirección todavía sonaban gritos amortiguados. Eran los que había oído después de que Nicola la despertara. Ignoraba dónde estaría la guardiana Roja apostada en su puerta y, a decir verdad, tampoco le importaba mucho.

—Vamos —dijo al tiempo que echaba a andar asida al minúsculo hilo de Poder como se aferraría a una cuerda de salvamento una persona que se estuviera ahogando.

Nicola la siguió; todavía sorbiendo las lágrimas, pero la siguió. Unos instantes después Egwene descubría lo que había confiado en encontrar. El pasillo se hallaba repleto de muchachas, algunas con el vestido blanco, otras en camisón. Las novicias estaban apretujadas unas contra otras, y muchas chillaban con cada explosión que sacudía la Torre. Seguramente habrían querido encontrarse abajo, donde había estado siempre el sector de las novicias.

—¡La Amyrlin! —exclamaron varias al entrar Egwene en el pasillo.

Daba pena verlas, presas de terror, iluminadas por velas sujetas por manos temblorosas. Las preguntas brotaron con la rapidez y el empuje de las setas de chopo en primavera:

—¿Qué ocurre?

—¿Nos están atacando?

—¿Es el Oscuro?

Egwene levantó las manos y las chicas, gracias a la Luz, se callaron.

—Los seanchan están atacando la Torre —informó con voz sosegada—. Vienen a capturar mujeres encauzadoras y tienen medios para obligar a esas mujeres a servirlos. No es la Última Batalla, pero corremos un grave peligro. No voy a permitir que se lleven a ninguna de vosotras. Sois mías.

El pasillo se sumió en el silencio. Las chicas la miraban esperanzadas, nerviosas. Había cincuenta, o puede que más. Tendría que arreglarse con ellas.

—Nicola, Jasmen, Yeteri, Inala —nombró Egwene a algunas de las que estaban entre las novicias más fuertes en el Poder—. Adelantaos. Las demás, prestad mucha atención. Voy a enseñaros algo.

—¿El qué, madre? —preguntó una de las chicas.

«Esto tiene que funcionar», se dijo Egwene para sus adentros.

—Voy a enseñaros cómo coligaros —anunció en voz alta.

Se oyeron muchos respingos. Egwene sabía que eso no se les enseñaba a las novicias, ¡pero así evitaría que las sul’dam encontraran presas fáciles en el sector de las novicias!

Enseñarles el método llevó largos y angustiosos minutos porque cada dos por tres se producía otra explosión seguida de más gritos. Las novicias estaban asustadas y a muchas les costaba trabajo abrazar la Fuente, cuanto más aprender una técnica nueva. Durante su aprendizaje Egwene había dominado el tejido tras unos pocos intentos, pero con las novicias la asimilación del proceso se alargó cinco tensísimos minutos.

Nicola era una ayuda —había aprendido a coligarse en Salidar— y colaboraba en las demostraciones. Mientras practicaban, Egwene se unió a Nicola. La joven novicia se había abierto a la Fuente, pero se detuvo justo a punto de rendirse al Poder y dejó que Egwene lo absorbiera a través de ella. ¡Funcionaba, bendita fuera la Luz! Egwene sintió una oleada exultante cuando el Poder Único —que tanto tiempo le había sido negado en cantidades significativas— fluyó en ella. ¡Qué dulce era! El mundo parecía más vibrante a su alrededor, los sonidos eran más gratos, los colores más hermosos.

Sonrió por la emocionante sensación. Percibía a Nicola, notaba su miedo, las emociones que bullían dentro de la joven. Egwene había formado parte de suficientes círculos para saber cómo separarse de Nicola, pero Egwene recordaba aquella primera vez y la sensación de ser arrastrada hacia algo mucho más grande que ella.

Se necesitaba una habilidad especial para abrirse a un círculo. No era difícil de aprender, pero tampoco disponían de tiempo. Por suerte, algunas de las muchachas lo pillaron enseguida. Yeteri, una rubia bajita que estaba en camisón, fue la primera. Inala, una larguirucha domani de tez cobriza, tampoco tardó mucho más. Egwene se apresuró a formar un círculo con Nicola y las otras dos novicias. El Poder fluyó en su interior.

A continuación hizo que las otras se pusieran a practicar. Por las conversaciones sostenidas con las novicias durante su estancia en la Torre, tenía una vaga idea de cuáles eran más diestras con los tejidos, así como las más sensatas. No siempre coincidían en las mismas chicas esas cualidades con la de ser fuertes en el Poder, pero eso no tendría importancia si contaban con la fuerza del círculo respaldándolas. Egwene las apremió a formar grupos mientras explicaba cómo aceptar la Fuente a través de una coligación. Con suerte, al menos algunas de ellas lo captarían.

Lo importante era que Egwene asía ahora el Poder, una cantidad aceptable, casi tanto como manejaba sin sufrir los efectos de la horcaria. Sonrió con expectación y empezó un tejido cuya complejidad dejó sobrecogidas a varias novicias.

—Lo que estáis viendo —advirtió Egwene— es algo que no debéis intentar hacer, ni siquiera las que dirijáis los círculos. Es muy difícil y aún más peligroso.

Una fina línea de luz hendió el aire al fondo del pasillo y rotó sobre sí misma. Egwene confiaba en que el acceso se abriera en la ubicación correcta; se guiaba por las indicaciones de Siuan, que habían sido un tanto vagas, aunque también tenía la descripción original de aquel sitio a través de Elayne.

—Asimismo —añadió en tono severo—, no repetiréis este tejido para nadie sin mi permiso expreso, ni siquiera a otra Aes Sedai.

Dudaba que se diera el caso, ya que el tejido era complejo y pocas novicias tendrían ya la habilidad requerida para repetirlo.

—¡Madre! —dijo con un timbre agudo una chica de nariz aguileña llamada Tamala—. ¿Vais a escapar? —En la voz de la muchacha había miedo y también no poca esperanza, como si pensara que Egwene iba a llevarla también.

—No —repuso con firmeza—. Regresaré dentro de unos instantes. ¡Y, cuando vuelva, quiero ver formados al menos cinco buenos círculos!

Con Nicola y sus otras dos ayudantes pisándole los talones, entró por el acceso a una estancia oscura. Tejió una esfera de luz, y el resplandor reveló un almacén con estantes que cubrían las paredes. Soltó un suspiro de alivio. Había salido a la ubicación correcta.

Esos estantes, así como dos filas cortas de repisas que sobresalían en el suelo, estaban repletos de objetos de diseños curiosos. Globos de cristal, estatuillas exóticas; aquí, un colgante de cristal al que la luz arrancaba reflejos azules; allá, una colección de guanteletes de metal con los puños guarnecidos de gotas de fuego. Egwene entró en la habitación, y las tres novicias se quedaron mirando de hito en hito, maravilladas. Seguramente percibían lo que Egwene sabía: que eran objetos del Poder Único, ter’angreal, angreal, sa’angreal. Reliquias de la Era de Leyenda.

Egwene recorrió los estantes con la mirada. Los objetos de Poder resultaban terriblemente peligrosos de usar si no se sabía con exactitud su función. Cualquiera de esas cosas podría matarla. Si sólo…

Sonrió de oreja a oreja y se subió a una repisa para alcanzar la vara blanca y estriada, larga como su antebrazo, que descansaba en el estante de arriba. ¡La había encontrado! La sostuvo con aire reverente durante unos instantes y después buscó el Poder Único a través de la vara. Un torrente asombroso, casi abrumador, fluyó a través de ella.

Yeteri ahogó un grito al notarlo. Pocas mujeres habían absorbido jamás tanto Poder. La inundó como si lo hubiera absorbido con una profunda inhalación; le entraron ganas de gritar de gozo. Miró a las tres novicias con una gran sonrisa.

—Ahora sí estamos preparadas —les dijo.

Que intentaran las sul’dam escudarla mientras empuñaba uno de los sa’angreal más poderosos que poseían las Aes Sedai. ¡La Torre Blanca no caería mientras ella fuera Amyrlin! Al menos, no sin antes librar una batalla que rivalizaría con el mismísimo Tarmon Gai’don.

Siuan encontró iluminada la tienda de Gawyn, con la sombra del joven proyectada en las paredes de lona mientras él se movía dentro. La tienda estaba montada sospechosamente cerca del puesto de guardia; le habían dado permiso para instalarse dentro de la empalizada, quizá con la intención de que Bryne —y los soldados de guardia— no lo perdieran de vista.

Bryne —más puñetero y cabezota que un pulpo— no se quedó en la entrada de la empalizada como ella le dijo, sino que la siguió, maldiciendo y llamando a sus asistentes para que fueran con él, en vez de reunirse todos en el puesto de guardia. Siuan llegaba a la tienda del joven Gawyn cuando Bryne, apoyada la mano en el pomo de la espada, apareció detrás de ella y la miró con aire descontento. ¡Bien, pues, no iba a permitirle ser juez de su honor! Haría lo que le diera la gana.

Aunque hacerlo casi seguro que tendría por resultado que Egwene se enfadara mucho, mucho, con ella. «Pero al final lo agradecerá», pensó.

—¡Gawyn! —bramó desde fuera.

El apuesto joven salió a toda prisa de la tienda dando brincos para meterse la bota izquierda a base de pisotones. Llevaba la espada envainada en la mano, con el cinturón a medio poner.

—¿Qué? —preguntó a la par que recorría el campamento con la mirada—. ¿Nos atacan?

—No. —Siuan lanzó una ojeada a Bryne—. Pero quizás a Tar Valon sí.

—¡Egwene! —gritó Gawyn mientras acababa de abrocharse el cinturón a toda prisa. Luz, ese chico era de ideas fijas.

—Muchacho —empezó Siuan, cruzada de brazos—, estoy en deuda contigo por sacarme de Tar Valon. ¿Querrás aceptar mi ayuda para entrar en la ciudad y saldar esa deuda contigo?

—¡Con gusto! —accedió, anhelante, Gawyn, que metió la espada en el cinturón—. ¡Quedará saldada más que de sobra!

—Bien. Ve a buscar caballos. Es posible que sólo seamos nosotros dos.

—Correré el riesgo. ¡Por fin!

—No utilizaréis mis caballos en esa absurda misión —advirtió Bryne con severidad.

—En sus establos hay monturas que pertenecen a las Aes Sedai, Gawyn —informó Siuan, que hizo caso omiso de Bryne—. Ensilla una para mí. Una tranquila, ojo. Muy, muy tranquila.

Tras asentir con la cabeza, Gawyn echó a correr y se perdió en la noche. Siuan fue tras él a un paso más sosegado mientras discurría un plan. Todo sería mucho más fácil si fuera capaz de crear un acceso, pero no tenía suficiente fuerza en el Poder para ese tejido. Habría tenido de sobra antes de que la neutralizaran, claro, pero desear que las cosas fueran diferentes era tan inútil como desear que el lucio plateado que uno había capturado fuera en cambio un pez lanceta. Se vendía lo que se tenía y se agradecía cualquier clase de captura conseguida.

—Siuan —empezó en voz queda Bryne, que se acercó a ella. ¡Por qué no la dejaba en paz!—. Escuchadme. ¡Esto es una locura! ¿Cómo vais a entrar?

—Shemerin salió —repuso.

—Eso fue antes de que poner sitio a la ciudad, Siuan. —Se notaba la exasperación del hombre en el tono de voz—. Ahora hay mucha más vigilancia.

—Shemerin estaba vigilada estrechamente —repuso mientras negaba con la cabeza—. Salió por la boca de una especie de canal cubierto que da al río; apuesto a que no está vigilado, ni siquiera ahora. Yo ignoraba que existía, y fui Amyrlin. Tengo un plano con la localización.

Bryne vaciló un momento; entonces endureció el gesto.

—Eso no importa. Los dos solos no tendréis la menor oportunidad.

—Pues, entonces, venid con nosotros —replicó Siuan.

—No tomaré parte en algo que os haga romper de nuevo un juramento.

—Egwene dijo que podíamos intervenir si creíamos que corría peligro de que la ejecutaran —arguyo Siuan—. ¡Me dijo que entonces sí permitiría que la rescatáramos! Bien, pues, por la forma en que desapareció de nuestra reunión esta noche, me inclino a pensar que se encuentra en peligro.

—¡Pero ese peligro no proviene de Elaida, sino de los seanchan!

—No lo sabemos con seguridad.

—La ignorancia no es una excusa —dijo Bryne con seriedad, acercándose más a ella—. Habéis abusado en demasía de romper una promesa cuando os viene bien, Siuan, y no quiero que lo convirtáis en una costumbre. Aes Sedai o no Aes Sedai, Amyrlin o no Amyrlin, la gente ha de marcarse unas reglas y unos límites. ¡Eso, sin tener en cuenta el hecho de que probablemente conseguiréis que os maten al intentar lo que os proponéis!

—¿Y vais a impedírmelo? —Todavía abrazaba la Fuente—. ¿Creéis que seréis capaz de hacerlo?

El general rechinó los dientes, pero no dijo nada. Siuan le dio la espalda y echó a andar hacia las hogueras encendidas en la entrada del recinto empalizado.

—Condenada mujer —oyó maldecir a Bryne detrás—. Acabaréis conmigo.

Ella se volvió para mirarlo y enarcó una ceja.

—Iré —dijo Bryne, que asía con todas sus fuerzas la empuñadura de la espada envainada. Presentaba una estampa imponente en la noche, el corte recto de la chaqueta en consonancia con el gesto tirante del rostro—. Pero con dos condiciones.

—Decid.

—La primera es que me vinculéis como vuestro Guardián.

Siuan dio un respingo. ¿Qué él quería…? ¡Luz! ¿Bryne quería ser su Guardián? La asaltó una oleada de emoción.

Sin embargo, no se había planteado tomar un Guardián desde la muerte de Alric. Perderlo había sido una experiencia terrible. ¿Querría pasar de nuevo por lo mismo?

¿Se arriesgaría a dejar pasar la oportunidad de tener a ese hombre vinculado a ella, sentir sus emociones, tenerlo a su lado? ¿Después de todo lo que había soñado y todo lo que había deseado?

Con una sensación reverente, caminó de vuelta hacia Bryne y entonces puso una mano en el pecho del hombre, ejecutó los tejidos de Energía requeridos y los arraigó en él. El hombre inhaló con brusquedad cuando una nueva percepción floreció dentro de ambos, una nueva conexión. Siuan notaba sus emociones, la preocupación que sentía por ella, que era sorprendentemente intensa. ¡Estaba por encima de la preocupación que sentía por Egwene y la responsabilidad hacia sus soldados! «¡Oh, Gareth!», se emocionó, y se dio cuenta de que sonreía al percibir la dulzura del amor que le profesaba.

—Siempre me pregunté qué se sentiría —dijo Bryne mientras alzaba la mano y la cerraba y la abría varias veces a la luz de las antorchas. A juzgar por el timbre de la voz estaba asombrado—. ¡Ojalá pudiera darles esto a todos los hombres de mi ejército!

Siuan resopló con sorna.

—Dudo muchísimo que sus esposas y familias lo aprobaran —respondió.

—Lo aprobarían si de ese modo se consiguiera mantener vivos a los soldados —afirmó Bryne—. Sería capaz de correr mil leguas sin quedarme sin resuello. Podría enfrentarme a cien adversarios a la vez y reírme de todos ellos.

Siuan puso los ojos en blanco. ¡Hombres! Le había dado un vínculo profundamente personal y emocional con otra persona —uno que ni siquiera experimentarían unos esposos— ¡y todo lo que se le ocurría pensar era lo mucho que podría mejorar en el combate!

—¡Siuan! —llamó una voz—. ¡Siuan Sanche!

Se volvió. Gawyn, montado en un caballo negro, se acercaba. Otra montura trotaba detrás de él, una yegua marrón y peluda.

¡Bela! —exclamó Siuan.

—¿Os parece apropiada? —preguntó Gawyn, algo jadeante—. Bela fue la montura de Egwene hace tiempo, creo recordar, y el jefe de cuadras dijo que era la más tranquila que tenía.

—Servirá a la perfección —contestó Siuan, que después se volvió hacia Bryne—. Dijisteis que había dos condiciones.

—Os diré la segunda más adelante. —Bryne aún parecía estar algo falto de aliento.

—Una respuesta muy ambigua. —Siuan se cruzó de brazos—. No me gusta prometer algo sin saber qué es.

—Bueno, pues, tendréis que hacerlo de todos modos —respondió Bryne, que le sostuvo la mirada.

—De acuerdo, pero más vale que no sea nada indecente, Gareth Bryne.

El hombre frunció el entrecejo.

—¿Qué? —inquirió Siuan.

—Es extraño —dijo él con una sonrisa—. Noto vuestras emociones ahora. Por ejemplo, diría que… —Se interrumpió y ella percibió que empezaba a sentirse un tanto azorado.

«¡Ha notado que casi quería que me exigiera algo indecente! —intuyó Siuan, consternada—. ¡Maldición!» Notó que se ruborizaba. Aquello iba a ser muy incómodo.

—¡Oh, por la Luz bendita! Acepto vuestros términos, grandísimo patán. ¡Moveos! Tenemos que marcharnos.

Él asintió con la cabeza.

—Dejad que aperciba a mis capitanes para que se encarguen de todo, en caso de que la lucha se extienda fuera de la ciudad. Llevaremos una guardia con los mejores cien hombres. Es un grupo lo bastante pequeño para entrar, dando por sentado que esa puerta sea realmente accesible.

—Lo será —afirmó ella—. ¡Id!

De hecho la saludó, el gesto impasible, pero Siuan percibía que por dentro se reía… y que probablemente él sabía que lo había notado. ¡Qué hombre tan insufrible! Se volvió hacia Gawyn que, sentado en su caballo, parecía desconcertado.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó el joven.

—Que al final no iremos solos. —Siuan respiró hondo y después se armó de valor para subir a la silla de Bela. Los caballos no eran de fiar, ni siquiera esa yegua, aunque fuese mejor que la mayoría—. Lo cual significa que las oportunidades de sobrevivir el tiempo suficiente para rescatar a Egwene acaban de mejorar. Lo que es una suerte, ya que si llevamos a cabo lo que estamos a punto de acometer, seguro que después Egwene exigirá tener el privilegio de matarnos personalmente.

Adelorna Bastine corría por los pasillos de la Torre Blanca. Por una vez, lamentó el acrecentamiento de los sentidos que proporcionaba tener abrazado el Poder. Los olores le parecían más penetrantes, pero lo único que olía era madera quemada y carne consumiéndose. Los colores eran más intensos y lo único que veía eran cicatrices cenicientas en la piedra resquebrajada, allí donde las explosiones de las bolas de fuego habían impactado. Los sonidos eran más claros, pero sólo oía gritos, maldiciones y las llamadas roncas de esas bestias horrendas en el aire.

Avanzó a trompicones por un pasillo oscuro, respirando con jadeos, hasta que llegó a una intersección. Se detuvo y se llevó la mano al pecho. Tenía que encontrar grupos de oposición; Luz, no podían haber caído todas, ¿verdad? Un puñado de Verdes había estado luchando con ella. Había visto morir a Josaine con un tejido de Tierra que destruyó la pared que estaba al lado y había visto que capturaban a Marthera con alguna clase de correa metálica que le ciñeron al cuello. Adelorna no sabía dónde estaban sus Guardianes. A uno lo habían herido. Otro vivía. El último… No quería pensar en eso. Quisiera la Luz que al menos pudiera llegar enseguida al herido Talric.

Se enderezó y se limpió la sangre que le goteaba de la frente, donde una lasca de piedra la había alcanzado. Había tantos invasores, con esos extraños yelmos y esas mujeres utilizadas como armas. ¡Y qué diestras eran con aquellos tejidos mortíferos! Adelorna se sentía avergonzada. ¡Y se llamaban a sí mismas el Ajah de Batalla! Las Verdes que habían combatido a su lado sólo había aguantado unos minutos antes de caer derrotadas.

Respirando con agitación, siguió pasillo abajo. Se mantuvo apartada de la pared exterior de la Torre, donde era más probable que se topara con los invasores. ¿Habría despistado a los que la perseguían? ¿Dónde se encontraba? ¿En el nivel veintidós? Había perdido la cuenta de los huecos de escalera por los que había huido.

De pronto se quedó paralizada; percibía encauzadoras acercándose por la derecha. Podrían ser invasoras o podían ser hermanas. Vaciló, pero apretó los dientes. ¡Era la Capitán General del Ajah Verde! No podía huir y esconderse.

Del pasillo en cuestión irradió la luz de una antorcha que proyectaba las sombras ominosas de soldados con extrañas armaduras. Un pelotón de invasores apareció doblando la esquina del pasillo; llevaban un par de mujeres con ellas, de las que estaban conectadas por una correa. Adelorna soltó un corto grito a su pesar y salió disparada tan deprisa como los pies podían llevarla. Sintió el empuje de un escudo, pero asía el saidar con demasiada firmeza y dobló la siguiente esquina antes de que se encajara a su alrededor y la aislara de la Fuente. Siguió huyendo, aturdida, jadeante.

Dobló en otra esquina y casi se precipitó por un agujero abierto en la pared exterior de la Torre. Se tambaleó al borde del vacío al contemplar el cielo repleto de monstruos terribles y haces de fuego. Reculó a trompicones, con un grito, y dio la espalda al agujero. A su derecha había escombros y trepó por encima de las piedras. ¡Allí seguía el pasillo! Tenía que…

Un escudo se interpuso entre ella y la Fuente, está vez encajando a la perfección. Boqueó y cayó al suelo. ¡No permitiría que la apresaran! ¡No podían apresarla! ¡Eso no!

Intentó seguir adelante, pero un flujo de Aire le ciñó el tobillo y la arrastró por el suelo de baldosas rotas tirando de ella hacia atrás. ¡No! La llevaban directamente hacia el escuadrón de soldados, ahora acompañados por dos parejas de mujeres conectadas por correas. En cada par había una que llevaba un vestido gris y otra con vestido rojo y azul adornado con el dibujo de un rayo.

Otra mujer de rojo y azul se acercó; llevaba algo plateado en las manos. Adelorna gritó con rechazo mientras forcejeaba con el escudo. La tercera mujer se arrodilló con tranquilidad y le ciñó al cuello un collar plateado.

Aquello no estaba pasando. No podía estar pasando.

—Ah, muy bonita —dijo la tercera mujer hablando de un modo que arrastraba las palabras—. Me llamo Gregana, y tú serás Sivi. Sivi va a ser una buena damane, lo sé. He esperado mucho tiempo que llegara este momento, Sivi.

—No —susurró Adelorna.

—Sí. —Gregana sonrió de oreja a oreja.

Entonces, de forma inesperada, el collar se desabrochó del cuello de Adelorna y cayó al suelo. Gregana se quedó estupefacta durante un instante, antes de que la consumiera un estallido de fuego.

Adelorna abrió los ojos con sorpresa y reculó de la repentina radiación de calor. Un cadáver envuelto en un ennegrecido vestido rojo y azul se desplomó en el suelo ante ella, humeando y apestando a carne quemada.

Fue entonces cuando Adelorna fue consciente de la fuente encauzadora extremadamente poderosa que llegaba de atrás.

Los invasores chillaron y las mujeres de gris tejieron escudos. Eso resultó ser una mala decisión, ya que las correas de ambas se desataron cuando unas líneas retorcidas de Aire las soltaron con rápida destreza. Un instante después, una de las mujeres de rojo y azul desaparecía en un destello cegador mientras la otra quedaba envuelta en lenguas llameantes que semejaban serpientes atacando. Chilló y murió, y un soldado gritó. Debía de ser la orden de retroceder, porque los soldados huyeron dejando atrás a las dos aterradas mujeres a las que los filamentos de Aire habían desatado de la correa.

Adelorna se giró con incertidumbre. Una mujer de blanco se encontraba encima de un montón de escombros, a corta distancia, envuelta en un inmenso halo de poder, con el brazo extendido en dirección a los soldados que huían al tiempo que los seguía con una mirada intensa. La mujer se erguía como la encarnación de la venganza, el poder del saidar semejante a una tormenta a su alrededor. El propio aire parecía encendido, y el cabello castaño se agitaba con el aire que entraba por la grieta abierta en la pared. Egwene al’Vere.

—Deprisa —dijo Egwene.

Un grupo de novicias trepó por encima de los escombros y llegaron junto a Adelorna para ayudarla a ponerse de pie. La Verde se incorporó, estupefacta. ¡Estaba libre! Varias novicias se apresuraron a aferrar a las dos mujeres de gris, quienes, cosa sorprendente, se habían quedado de rodillas en el pasillo, sin hacer nada. Podían encauzar; Adelorna lo notaba. ¿Por qué no contraatacaban? En cambio, sollozaban.

—Ponedlas con las otras —ordenó Egwene, que pasó por los escombros y se asomó al exterior por la grieta de la pared—. Quiero… —Egwene se quedó muy quieta y después alzó las manos.

De repente, más tejidos surgieron alrededor de la joven. ¡Luz! ¿Era el sa’angreal de Vora lo que sostenía en la mano, la vara blanca estriada? ¿De dónde la había sacado Egwene? De la mano abierta de la joven salieron disparados rayos que zigzaguearon a través de la abertura de la pared y algo soltó un chillido ronco y cayó en el exterior. Adelorna, se acercó a Egwene mientras abrazaba la Fuente, sintiéndose una estúpida por dejar que la capturaran. Egwene arremetió de nuevo y otro de esos monstruos voladores cayó.

—¿Y si llevaban cautivas? —preguntó Adelorna mientras observaba la caída de una de las bestias envuelta en las llamas disparadas por Egwene.

—Entonces esas cautivas estarán mejor muertas —respondió la joven; se volvió hacia ella—. Créeme, sé lo que digo. —Se volvió hacia las novicias—. Retiraos del agujero, todas. Esos estallidos pueden haber llamado la atención.

Shanal, Clara, vigilad este agujero desde una distancia segura. Corred hacia nosotras si cualquier to’raken se posa aquí. No los ataquéis.

Las dos chicas asintieron en silencio y tomaron posiciones en los escombros. Las demás novicias se alejaron con premura, metiendo prisa a las dos extrañas mujeres invasoras que conducían. Egwene avanzó pasillo adelante detrás de las chicas, como un general en la línea de batalla. Y tal vez lo era. Adelorna apretó el paso para alcanzarla.

—Bien —empezó—, has hecho una gran labor para organizaros, Egwene, aunque es bueno que una Aes…

Egwene se paró en seco y la miró con aquellos ojos tan serenos, tan controlados.

—Estoy al frente hasta que la amenaza haya pasado. Puedes llamarme madre. Castígame después si has de hacerlo, pero de momento mi autoridad no ha de ser cuestionada. ¿Ha quedado claro?

—Sí, madre —se sorprendió diciendo Adelorna, conmocionada.

—Bien. ¿Dónde están tus Guardianes?

—Uno, herido. Otro a salvo, con el herido. Y uno, muerto.

—Luz, mujer, ¿y aún aguantas de pie?

Adelorna irguió la espalda.

—¿Acaso tengo otra opción?

Egwene asintió con la cabeza. ¿Por qué la mirada de respeto que le había dirigido obró de forma que la Verde se hinchó, enorgullecida?

—Bien, me alegro de contar contigo —dijo Egwene, que echó a andar otra vez—. Sólo hemos rescatado a otras seis Aes Sedai, ninguna del Verde, y estamos teniendo problemas para mantener a raya a los seanchan en las escaleras orientales. Le diré a una novicia que te enseñe cómo desatar los collares, pero no corras ningún riesgo. Por lo general, es mucho más fácil (y más seguro) matar a la damane. ¿Qué tal conoces los almacenes de angreal de la Torre?

—Muy bien.

—Excelente —dijo Egwene que, con aire absorto, ejecutó el tejido más complejo que Adelorna había visto nunca. Una línea de luz hendió el aire y después rotó sobre sí misma creando un agujero a la oscuridad—. Lucain, corre y di a las otras que aguanten. Enseguida volveré con más angreal.

Una novicia trigueña asintió con la cabeza y se alejó deprisa. Adelorna aún miraba el oscuro agujero.

—Viajar —dijo en un tono monótono—. Es cierto que lo has redescubierto. Creía que esa información sólo era un rumor dictado por el deseo de haberlo conseguido.

Egwene se volvió a mirarla.

—Nunca te lo habría enseñado si no fuera porque acaban de informarme que Elaida ha estado difundiendo el conocimiento de este tejido. Así pues, puede verse comprometido el secreto del conocimiento de Viajar, lo cual significa que quizá los seanchan lo sepan a estas alturas si por casualidad han tomado prisionera a cualquiera de las mujeres a las que Elaida enseñó.

—¡Por los pechos de una madre lactante!

—Y tanto —repuso Egwene con una mirada gélida—. Hemos de detenerlos y destruir todos los to’raken que veamos, lleven o no llevan cautivas. Si existe la menor posibilidad de impedirles que regresen a Ebou Dar con alguien que sabe Viajar, hemos de aprovecharla.

Adelorna asintió en silencio.

—Vamos —dijo Egwene—. Necesito saber qué objetos de este almacén son angreal. —Entró por el acceso.

Adelorna se quedó parada, aún impresionada por lo que había dicho Egwene.

—Podríais haber huido —dijo luego—. Podríais haber escapado en cualquier momento con el Viaje.

Egwene se volvió hacia ella y la miró a través del portal.

—¿Huir? —repitió—. Si me hubiese marchado no habría sido escapar de vosotras y de la Torre, Adelorna, habría sido abandonaros a vuestra suerte. Soy la Sede Amyrlin y mi sitio está aquí. No me cabe duda de que has oído que Soñé este ataque.

Adelorna sintió un escalofrío. Pues claro que lo había oído.

—Vamos —repitió Egwene—. Hemos de actuar con rapidez. Esto no es más que una incursión. Su objetivo es apresar a todas las encauzadoras que puedan y marcharse con ellas. El mío es asegurarme de que pierdan más damane que las Aes Sedai que capturen.

41

Una fuente de poder

VVaya, que me aten un pañuelo a la cara y me llamen Aiel —exclamó uno de los soldados de Bryne, que iba arrodillado junto al general en la proa de la estrecha barca—. Es cierto que está ahí.

Gawyn iba acuclillado en la proa de otra barca; el agua oscura se rizaba y chapoteaba contra los costados de la embarcación. Al final necesitaron trece barcas para llevarlos a todos, y emprendieron el cruce por el río en silencio y sin problemas; es decir, lo hicieron después de que Siuan Sanche acabara de inspeccionarlos y decidir que estaban en condiciones de realizar la travesía. Por los pelos.

Cada embarcación iba provista de una única linterna sorda. Gawyn casi no distinguía las otras barcas que se deslizaban por el río, negro como el ébano; los soldados —que bogaban a remos callados— los acercaron en silencio al dique de piedra del lado sudoccidental de Tar Valon. Los estallidos de luz en el cielo actuaban como distracción; Gawyn alzaba la vista cada dos por tres y distinguía bestias serpentinas al iluminarlas durante unos segundos los destellos blancos de rayos o el fulgor rojo del fuego abrasador.

Al parecer, la propia Torre Blanca ardía y se recortaba contra el cielo perfilada por las llamas, imponente, toda blanca y roja. El humo ascendía en remolinos hacia la noche encapotada. A través de muchas ventanas se veían incendios, y un resplandor en la base de la Torre indicaba que edificios periféricos y árboles también eran pasto de las llamas.

Un momento antes de que la barca de Gawyn se deslizara con suave gracilidad junto a la de Bryne, los soldados alzaron los remos sin sacarlos de los toletes para pasar por debajo de un saledizo de cantería, donde la piedra sobresalía por encima del río. El saliente impidió que Gawyn siguiera viendo la feroz batalla, si bien seguía oyendo el estruendo de las explosiones. De vez en cuando, una rociada de piedras desmenuzadas caía sobre los adoquines con un sonido semejante a una lluvia lejana.

Gawyn alzó la linterna, aunque sólo abrió la pantalla una pequeña rendija. A pesar de la escasa luz distinguió lo que el soldado de Bryne había visto. La isla de Tar Valon estaba rodeada de bastiones creados por Ogier como parte del trazado original de la ciudad; esos bastiones reforzaban las orillas y evitaban que se erosionaran. Como casi todas las obras Ogier, los bastiones eran hermosos. Allí, la piedra se proyectaba hacia afuera en un delicado arco, cinco o seis pies por encima del agua, y formaba un resalte que imitaba la cresta de una ola rompiente. A la suave luz de la linterna, la parte inferior de dichas piedras tenía un aspecto tan real, tan delicado, que costaba trabajo distinguir dónde acababa la piedra y dónde empezaba el río.

Una de esas ondas de piedra ocultaba una hendedura que era casi imposible de localizar incluso desde tan cerca. Los soldados de Bryne dirigieron la barca hacia la estrecha abertura, estaba delimitada con piedra por los lados y por encima. A continuación iba la barca de Siuan, y Gawyn indicó con un gesto a sus remeros que fueran tras ella. La hendidura daba paso a un túnel muy angosto, y Gawyn abrió más la pantalla de la linterna, como habían hecho poco antes Bryne y Siuan. Las piedras cubiertas de liquen tenían a los lados oscuras marcas dejadas por las señales de los niveles del agua. A buen seguro, habría habido muchos años en que ese pasadizo debió de estar sumergido por completo bajo el agua.

—Seguramente se diseñó para los trabajadores —dijo Bryne un poco más adelante, y aunque habló en voz baja las palabras levantaron ecos en el húmedo canal. Hasta los movimientos de los remos en el agua sonaban amplificados, igual que los lejanos sonidos de goteo y del suave romper de las ondas del río—. Para que salieran por aquí a fin de ocuparse del mantenimiento de la obra de cantería.

—Me trae sin cuidado por qué lo construyeron —intervino Siuan—. Me alegra que exista y me mortifica no haberme enterado hasta ahora. Una de las principales defensas de Tar Valon ha sido siempre el hecho de que los puentes la hacían segura. Gracias a ellos se controla quién entra y quién sale.

Bryne resopló con suavidad, si bien el sonido resonó en el túnel.

—Es imposible controlar todo en una ciudad de este tamaño, Siuan. Esos puentes, en cierto modo, os dieron una falsa impresión de control. Sí, claro que esta ciudad es impenetrable para un ejército invasor, pero un sitio así, aunque esté tan cerrado como una funda de almohada, todavía puede tener una docena de agujeros para que las pulgas se cuelen por ellos.

Siuan guardó silencio. Gawyn se tranquilizó y respiró con normalidad. Por fin hacía algo para ayudar a Egwene, aunque la oportunidad había tardado en presentarse mucho más tiempo de lo que habría querido. ¡Quisiera la Luz que aún llegara a tiempo!

El túnel tembló con una explosión lejana. Gawyn miró hacia atrás, a las otras barcas, repletas de soldados recelosos. Se dirigían directamente a una zona de guerra donde ambos bandos eran más fuertes que ellos y ninguno de los dos tenía motivos para considerarlos amigos. Por si fuera poco, tanto el uno como el otro manejaban el Poder Único. Había que ser un tipo de hombre especial para afrontar esas desventajas sin echarse a temblar.

—Aquí —dijo Bryne, perfilado contra la luz. Levantó una mano para que la fila de barcas se detuviera. El túnel se abría a la derecha, donde un saliente de piedra —un rellano con un tramo de escalones— esperaba. El húmedo túnel proseguía hacia adelante.

Bryne, que estaba de pie, se inclinó y saltó al rellano, donde amarró la barca a un fiador. Lo siguieron los soldados de su barca, todos ellos cargados con un pequeño bulto marrón. ¿Qué sería? Gawyn no se había dado cuenta de que metieran esos bultos en las barcas. Cuando el último soldado de esa embarcación hubo saltado a tierra, empujó la barca y alargó la sirga a un soldado de la barca de Siuan. Conforme la fila avanzaba, cada bote se iba amarrando al que tenía delante. El último hombre aseguraría su barca al poste de atracada, de modo que sujetaría a todos en su sitio.

Gawyn salió al saliente de piedra cuando llegó su turno y subió los escalones al trote; el tramo de escalera daba a los adoquines de un callejón. Lo más probable era que ese acceso hubiera caído en el olvido hacía mucho tiempo, excepto para los pocos mendigos que lo utilizaban como refugio. En el fondo del callejón, varios soldados se encargaban de atar a un pequeño grupo de esos hombres. Gawyn torció el gesto, pero no dijo nada; las más de las veces, los mendigos venderían secretos a cualquiera que quisiera prestarles oídos, y la noticia de que un centenar de soldados se había colado a hurtadillas en la ciudad estaría muy bien pagada por la Guardia de la Torre.

Bryne se encontraba junto a Siuan en la boca del callejón y echaba una ojeada a la calle en la que desembocaba. Gawyn se reunió con ellos sin apartar la mano de la empuñadura de la espada. Las calles estaban desiertas; sin duda la gente se escondía en sus casas rogando que la incursión acabara pronto.

Los soldados se amontonaron en el callejón; Bryne ordenó a un grupo de diez que se quedara para vigilar las barcas. Entonces, el resto abrió los bultos marrones y blandos en los que Gawyn había reparado antes y sacaron tabardos blancos que se metieron por la cabeza y se ataron a la cintura. Todos lucían la llama de Tar Valon.

Gawyn soltó un ahogado silbido; por su parte, Siuan estaba puesta en jarras y parecía indignada.

—¿De dónde los habéis sacado? —exigió saber.

—Encargué a las mujeres del campamento exterior que los confeccionaran —contestó Bryne—. Siempre es buena idea disponer de unas cuantas copias del uniforme del enemigo.

—Es indigno —condenó Siuan, cruzada de brazos—. Servir en la Guardia de la Torre es un deber sagrado. Ellos…

—Ellos son vuestros enemigos, Siuan —la interrumpió Bryne, tajante—. Al menos, de momento. Ya no sois la Amyrlin.

Ella lo miró con intensidad, pero no dijo nada. Bryne observó a los soldados y después asintió en un gesto de aprobación.

—Eso no engañará a nadie de cerca, pero de lejos servirá. Salid a la calle y formad en filas; correremos hacia la Torre, como si acudiésemos a ayudar en la batalla. Siuan, un par de esferas de luz contribuirán a reforzar el disfraz; si quienes nos vean también ven en cabeza a una Aes Sedai, darán por sentado lo que queremos que crean.

Ella adoptó una actitud desdeñosa, pero hizo lo que le pedía; creó dos esferas de luz y después las situó flotando en el aire junto a su cabeza. Bryne dio la orden y el grupo entero salió del callejón y formó en filas. Gawyn, Siuan y Bryne tomaron posiciones al frente —Gawyn y el general un poco más adelantados que Siuan, como si fueran Guardianes— y emprendieron la marcha a paso ligero calle adelante.

Mirándolo bien, el engaño era muy bueno. A primera vista, el propio Gawyn habría tomado como cierto el disfraz. ¿Qué cosa más natural que ver a un escuadrón de la Guardia de la Torre marchando hacia la escena del ataque, guiado por una Aes Sedai y sus Guardianes? Desde luego, era mucho mejor que meter a un centenar de hombres a escondidas a través de la ciudad, por callejuelas, sin que los vieran.

Al aproximarse al recinto de la Torre, entraron en una pesadilla. El humo arremolinado que reflejaba el rojo resplandor del fuego envolvía la Torre en una amenazadora bruma carmesí. Agujeros y grietas hendían las paredes del otrora majestuoso edificio; en el fuste y en varias construcciones aledañas había incendios. Los raken dominaban el aire haciendo picados y volando en círculos alrededor de la Torre como gaviotas dando vueltas sobre una ballena muerta en las olas. Chillidos y gritos traspasaban el aire, y el denso y acre humo le escocía a Gawyn en la garganta.

Los soldados de Bryne aflojaron el paso conforme se acercaban. Parecía haber dos puntos principales de combate en la incursión; en la base de la Torre, con las dos alas que la flanqueaban, se producían destellos de luz. Los jardines estaban sembrados de cadáveres y de heridos. Arriba, casi a la mitad de altura de la Torre y desde varios agujeros en la pared, salían disparados rayos y bolas de fuego contra los atacantes. El resto de la Torre parecía desierto y en silencio, aunque sin duda se luchaba en los corredores.

El grupo se detuvo ante las puertas de la verja, que encontraron abiertas y sin vigilancia, una circunstancia que no auguraba nada bueno.

—¿Y ahora qué? —susurró Gawyn.

—Buscaremos a Egwene —contestó Siuan—. Empezaremos por la planta baja y después descenderemos a los sótanos. Hoy mismo estaba encarcelada abajo, en alguna parte, y probablemente es donde tendríamos que buscar antes.

Una rociada de lascas se desprendió del techo y cayó en la mesa mientras la Torre Blanca se sacudía con otra explosión. Saerin maldijo para sus adentros mientras quitaba las esquirlas de piedra y a continuación desenrollaba un ancho pergamino, que sujetó por los extremos con trozos de baldosas rotas.

A su alrededor, el cuarto era un completo caos; se encontraban en la planta baja, en la sala de reuniones, una estancia grande y cuadrada situada en el ala oriental de la Torre propiamente dicha. Miembros de la Guardia de la Torre apartaban mesas a fin de hacer hueco para que pasaran los grupos. Las Aes Sedai echaban ojeadas por las ventanas con cautela y oteaban el cielo. Los Guardianes paseaban de un lado para otro como fieras enjauladas. ¿Qué podía hacerse contra bestias voladoras? Tal como estaban las cosas, el mejor sitio donde encontrarse era allí, protegiendo el centro de operaciones. Saerin acababa de llegar.

Una hermana con vestido verde llegó rápidamente hasta ella. Moradri era una mayeniense de largas piernas y piel oscura que iba acompañada por dos apuestos Guardianes, ambos de la misma nacionalidad que su Sedai. Corría el rumor de que eran hermanos que habían acudido a la Torre Blanca para defender a su hermana, aunque Moradri nunca hacía referencia a ese tema.

—¿Cuántas? —demandó Saerin.

—En la planta baja hay al menos cuarenta y siete hermanas —respondió Moradri—. Incluidos todos los Ajahs. Es la cuenta más aproximada que he conseguido, ya que luchan en pequeños grupos. Les dije que estábamos organizando un puesto central de mando aquí. La mayoría parecía pensar que era una buena idea, aunque muchas estaban demasiado cansadas, demasiado conmocionadas o demasiado aturdidas para responder con algo más que un cabeceo de asentimiento.

—Señala su ubicación en el mapa, aquí —instruyó Saerin—. ¿Encontraste a Elaida?

La Verde sacudió la cabeza.

—Maldición —masculló Saerin cuando la Torre tembló de nuevo—. ¿Alguna Asentada Verde?

—No encontré ninguna. —Moradri echó un vistazo hacia atrás, gesto que puso de manifiesto su deseo de volver a la lucha.

—Lástima. Os gusta llamaros el Ajah de Batalla, después de todo. En fin, eso me pone a mí al frente para organizar el combate.

—Supongo que sí. —Moradri se encogió de hombros y echó otra ojeada hacia atrás.

Saerin miró a la hermana Verde y después dio golpecitos con el dedo en el mapa.

—Marca la ubicación de los grupos, Moradri. Podrás volver a la batalla enseguida, pero los datos que has recopilado son más importantes ahora mismo.

La Verde suspiró, pero enseguida se puso a hacer anotaciones en el mapa. Mientras trabajaba, Saerin tuvo la alegría de ver entrar al capitán Chubain. El jefe de la Guardia de la Torre tenía un aspecto muy joven para sus cuarenta y tantos inviernos, sin una sola hebra gris en el cabello negro. Algunos hombres se sentían inclinados a menospreciar la destreza del capitán por tener un rostro demasiado atractivo, pero a oídos de Saerin había llegado información de la humillación sufrida por esos hombres a manos del capitán y de su espada como consecuencia de los insultos.

—Ah, bien —dijo ella—. Por fin algo que sale bien. Capitán, acercaos aquí, por favor.

El hombre cojeó hacia la mesa, sin apoyar demasiado la pierna izquierda. El tabardo blanco que le cubría la cota de malla estaba chamuscado y llevaba la cara embadurnada de hollín.

—Saerin Sedai —saludó con una reverencia.

—Estáis herido.

—Es insignificante, Aes Sedai, en la gloria de una lucha como ésta.

—Que os Curen, de todos modos —ordenó Saerin—. Sería ridículo que nuestro capitán de la guardia corriera el riesgo de morir a causa de una herida «insignificante». Si os hiciera tambalearos en un momento inoportuno podríamos perderos.

El hombre se acercó un poco más y habló en voz baja:

—Saerin Sedai, la Guardia de la Torre es poco menos que inútil en este tipo de batalla. Con los seanchan utilizando a esas… monstruosas mujeres, casi no hemos logrado acercarnos a ellos antes de que nos hagan trizas o nos reduzcan a ceniza.

—En ese caso, tendréis que cambiar de táctica, capitán —respondió Saerin con firmeza. ¡Luz, qué desastre!—. Decidles a los hombres que utilicen los arcos. No corráis el riesgo de acercaros a las encauzadoras del enemigo. Disparad desde lejos. Una simple flecha podría cambiar el resultado de la batalla a nuestro favor; superamos mucho en número a sus soldados.

—Sí, Aes Sedai.

—Como diría una Blanca, es simple lógica. Capitán, nuestra principal tarea es organizar un centro de operaciones. Aes Sedai y soldados por igual van por ahí, al tuntún, por separado, actuando como ratas que se enfrentan a lobos. Tenemos que reunirnos y, juntos, plantarles cara.

Lo que no mencionó era lo avergonzada que se sentía. Las Aes Sedai habían dedicado siglos a guiar reyes e influir en guerras, pero ahora —con su bastión asaltado— habían demostrado ser tristemente incompetentes en su defensa.

«Egwene tenía razón —pensó—. No sólo por predecir este ataque, sino al reprendernos por estar divididas». Saerin no necesitaba informes de Moradri ni de los exploradores para saber que los Ajahs estaban combatiendo cada cual por su lado.

—Capitán, Moradri Sedai está marcando en el mapa focos de resistencia. Preguntadle cuál Ajah está representado en cada grupo. Moradri tiene una memoria excelente y podrá daros datos concretos. Enviad corredores de mi parte a cualquier grupo de hermanas Amarillas o Marrones. Que les digan que se presenten aquí, en esta sala.

»A continuación, enviad corredores a los otros grupos y que les digan que vamos a enviarles una hermana Marrón o una Amarilla con el fin de realizar Curaciones. También habrá un grupo de hermanas aquí que proporcionará la Curación. Cualquier persona herida ha de presentarse aquí de inmediato.

El capitán saludó.

—Oh —añadió Saerin—. Y mandad a alguien fuera para que eche un vistazo a los principales destrozos de arriba. Hemos de saber dónde ha penetrado más la invasión.

—Aes Sedai… —empezó—. El recinto exterior es peligroso. Los que vuelan atacan con fuego a todo lo que se mueve en el suelo.

—En ese caso, enviad hombres que sean buenos ocultándose —gruñó ella.

—Sí, Aes Sedai. Les…

—¡Esto es un desastre! —gritó con enfado una voz.

Saerin se volvió y vio a cuatro hermanas Rojas que entraban en la estancia. Notasha llevaba un vestido blanco lleno de sangre por el lado izquierdo, aunque si la sangre era suya debían de haberla Curado. La larga y negra melena de Katerine estaba enmarañada y salpicada de lascas. Las otras dos mujeres tenían la ropa hecha jirones y la cara manchada de cenizas.

—¡Cómo se atreven a atacar aquí! —continuó Katerine mientras cruzaba la sala.

Los soldados se escabullían a su paso y varias hermanas menos influyentes que se habían agrupado a las órdenes de Saerin de repente encontraron cosas que hacer en los rincones más alejados de la estancia. Retumbaron lejanos estampidos que semejaban los ruidos de un espectáculo de los Iluminadores.

—Se atreven porque cuentan con los medios y el deseo de hacerlo, es evidente —replicó Saerin, que controló la irritación y mantuvo la calma. Aunque no le resultó fácil—. Hasta ahora, el ataque ha resultado ser tremendamente eficaz.

—Bien, yo asumo el mando aquí —gruñó Katerine—. ¡Hemos de hacer batidas por la Torre y eliminarlos a todos!

—No vas a asumir el mando —la contradijo con firmeza Saerin. ¡Qué mujer tan insufrible! Tranquilidad, mantener la serenidad—. Y tampoco montaremos ninguna ofensiva.

—¿Y quién va a impedírmelo? ¿Tú, una Marrón? —gruñó Katerine, envuelta por el brillo del saidar.

—¿Desde cuándo la Maestra de las Novicias supera en rango a una Asentada de la Antecámara, Katerine? —inquirió a su vez Saerin, con una ceja enarcada.

—Yo…

—Egwene al’Vere predijo esto —señaló Saerin, torcido el gesto—. En consecuencia, habremos de asumir que todo lo demás que nos contó sobre los seanchan también es cierto. Los seanchan capturan mujeres encauzadoras y las utilizan como armas. No han traído tropas de a pie; sería casi imposible conducirlas hasta aquí a través de territorio hostil, en cualquier caso. Lo cual significa que esto es una incursión con el único propósito de atrapar a tantas hermanas como sea posible.

»La batalla ya se ha alargado más de lo normal para este tipo de asalto, tal vez porque hemos ofrecido una resistencia tan penosa que se sienten seguros de poder tomarse todo el tiempo que les venga en gana. Sea como sea, hemos de crear un frente unido y mantenernos firmes sin ceder terreno. Cuando la batalla empiece a ir peor para ellos, se retirarán. No estamos ni mucho menos en posición de «hacer batidas por la Torre» y expulsarlos.

Katerine vaciló mientras consideraba las palabras de la Asentada. Fuera retumbó otra explosión.

—¿De dónde siguen saliendo esos estallidos? —preguntó Saerin, irritada—. ¿Es que no han hecho ya bastantes agujeros?

—¡Ese no iba dirigido contra la Torre, Saerin Sedai! —informó desde la puerta de la sala uno de los soldados que había salido al jardín para echar un vistazo.

«Tiene razón. La Torre no tembló —cayó en la cuenta Saerin—. Como tampoco lo hizo la vez anterior».

—Entonces ¿a qué disparan? ¿A gente que hay abajo?

—¡No, Aes Sedai! —contestó el guardia—. ¡Creo que era un estallido que partió del interior de la Torre, lanzado desde uno de los pisos altos contra las bestias voladoras!

—Bueno, al menos hay alguien que les está respondiendo —comentó Saerin—. ¿Desde dónde se lanzó, dices?

—No llegué a verlo bien —contestó el soldado, que seguía mirando hacia arriba—. ¡Luz, ahí va otro! ¡Y otro!

Los destellos rojos y amarillos se reflejaron en el humo suspendido en el aire y tiñeron de luz el jardín, apenas visible a través de la puerta y las ventanas. Sonaron gritos de dolor de raken.

—¡Saerin Sedai! —dijo el capitán Chubain, apartándose de un grupo de soldados heridos. Saerin no los había visto entrar al estar tan pendiente de Katerine—. Estos hombres bajan de los niveles altos. Por lo visto hay un segundo punto de concentración de fuerzas para la defensa, y lo está haciendo muy bien. Los seanchan están abandonando los ataques a nivel del suelo para concentrarse allí arriba.

—¿Dónde? ¿Dónde exactamente? —pregunto Saerin, anhelante.

—En el nivel veintidós, Aes Sedai. Sector nordeste.

—¿Qué? —exclamó Katerine—. ¿En el sector del Ajah Marrón?

No. Ese sector estaba allí antes, pero ahora, con los cambios sufridos en los corredores de la Torre, esa zona era…

—¿El sector de la novicias? —exclamó sorprendida Saerin. Era completamente absurdo—. ¿Cómo es posible…? —Dejó la frase sin terminar y los ojos se le desorbitaron un poco antes de susurrar—: Egwene.

Cada seanchan anónimo que derribaba, Egwene lo veía en su mente como si fuera Renna, la sul’dam. Se había apostado en uno de los agujeros abiertos en la pared de la Torre Blanca mientras el viento le sacudía el vestido blanco y le agitaba el cabello como si aullara al compás de su cólera.

No era una cólera desbocada, sino fría, sintetizada, destilada. La Torre se hallaba en llamas. Lo había anunciado con una Predicción, lo había Soñado, pero la realidad era mucho peor de lo que ella había temido. Si Elaida se hubiera preparado para el evento, el daño habría sido mucho menor. Sin embargo, no tenía sentido lamentar lo que pudo haber sido y no fue.

En cambio, enfocó la rabia —la cólera del justo, la ira de la Amyrlin— y la dirigió contra los to’raken que volaban en el cielo y fue derribando uno tras otro. Maniobraban con mucha más torpeza que sus ágiles y más pequeños parientes, los raken. Para entonces, debía de haber derribado una docena y sus ataques habían atraído la atención de los que estaban fuera, que empezaron a abandonar el asalto a nivel del suelo para dirigir todos los ataques hacia donde se encontraba ella. En las escaleras, las novicias se enfrentaban a seanchan que dirigían grupos de asalto y los obligaban a retroceder. Los to’raken volaban en el aire y circunvalaban la Torre haciendo picados en un intento de contener a Egwene con escudos o con estallidos de fuego. Unos raken, más pequeños, volaban como flechas de aquí para allá con ballesteros en el lomo que le disparaban saetas.

Pero Egwene era una fuente de Poder que absorbía de lo más profundo de la vara estriada que sostenía en las manos y que encauzaba a través de un grupo de novicias y Aceptadas que se ocultaban en el cuarto que había detrás, coligadas con ella en el círculo. Egwene era uno de los fuegos que ardían dentro de la Torre, fuegos que teñían de rojo el cielo con el brillo de las llamas y pintaban de oscuro el cielo por el humo. Casi no parecía de carne y hueso, sino de puro Poder, una fuerza que enjuiciaba y castigaba a quienes habían osado llevar la guerra hasta la mismísima Torre Blanca. Descargas de rayos retumbaban en el cielo, por debajo de las nubes agitadas. El fuego salía disparado de sus manos.

Quizás tendría que haber sentido el recelo de estar rompiendo uno de los Tres Juramentos, pero no experimentaba tal temor. Aquélla era una lucha que había que librar, si bien no deseaba matar; aunque, tal vez, la cólera que sentía por las sul’dam se le parecía mucho. Los soldados y las damane eran bajas lamentables.

La Torre Blanca, la sagrada morada de las Aes Sedai, estaba siendo atacada. Todas corrían peligro, un peligro mayor que la muerte. Esos collares plateados eran muchísimo peores y Egwene se defendía a sí misma y defendía a todas las mujeres que se encontraban en la Torre.

Conseguiría hacer que los seanchan se retiraran.

Escudo tras escudo caía sobre ella en un intento de aislarla de la Fuente, pero eran como manos infantiles que trataran de detener el rugiente caudal de una catarata. Con tanto Poder, nada podía detenerla salvo un círculo completo y los seanchan no los utilizaban: los a’dam lo impedían.

Los atacantes preparaban tejidos para acabar con ella, pero Egwene se adelantaba siempre, ya fuera para desviar las bolas de fuego con un estallido de aire o simplemente derribando los to’raken que transportaban a las mujeres que intentaban matarla.

Algunas bestias se habían alejando volando en la noche, cargadas de cautivas. Egwene había derribado todas las que tuvo a su alcance, pero había demasiados to’raken en ese asalto y algunos conseguirían escapar. Habría hermanas capturadas.

Creó una bola de fuego en cada mano, con las que abatió en el aire a otra bestia cuando se dirigía en picado hacia ella. Sí, algunas escaparían, pero los seanchan lo pagarían muy caro. Ésa era otra de sus metas. Tenía que asegurarse de que jamás volvieran a atacar la Torre.

Esa incursión debían pagarla muy cara.

—¡Bryne! ¡Encima de ti!

Gareth se agachó y se tiró hacia un lado, pero rodó sobre sí mismo con un gruñido al sentir que la armadura se le clavaba en los costados y en el vientre al caer sobre los adoquines. Algo enorme pasó por encima de él, casi rozándolo, y a continuación se oyó un gran estruendo. Bryne se incorporó sobre una rodilla y vio a un raken en llamas rodar por el suelo dando tumbos, donde unos segundos antes se encontraba él de pie, y el jinete —ya muerto por la explosión de fuego que había acabado con su montura— salió dando tumbos por el suelo, como un muñeco de trapo. El cadáver del raken, todavía ardiendo, acabó tendido junto al muro de la Torre, en tanto que el jinete se quedó tendido donde había caído mientras el yelmo salía rodando y se perdía en la oscuridad. Al cadáver del hombre le faltaba una bota.

Bryne se puso de pie y sacó el cuchillo de la funda que llevaba en el cinturón, ya que al rodar por el suelo había soltado la espada. Giró sobre sí mismo, atento a un posible peligro, porque de eso había de sobra todo en derredor. Bestias voladoras —grandes y pequeñas— hacían picados, aunque casi todos estaban pendientes de la parte alta de la Torre. Delante de la Torre, el césped del recinto aparecía sembrado de grandes trozos de piedra y de cuerpos retorcidos en posturas horrendas. Los hombres de Bryne combatían contra un escuadrón de soldados seanchan. Los invasores, con las armaduras que les daban aspecto de insectos, habían salido en tropel de la Torre unos segundos antes. ¿Huían de algo o es que buscaban enzarzarse en un combate? Debían de ser unos treinta.

¿Tal vez los soldados habían salido a ese patio para montar en alguna de las bestias voladoras y partir? Bueno, fuera lo uno o lo otro, se habían topado con la inesperada fuerza de combate de Bryne. Gracias a la Luz no había encauzadoras en el grupo.

Con una ventaja a su favor de más de dos a uno, los hombres de Bryne tendrían que haber resuelto el enfrentamiento con facilidad; por desgracia, unos cuantos raken de los grandes sobrevolaban el área y dejaban caer piedras y arrojaban bolas de fuego sobre los ocupantes del patio. Además, los seanchan luchaban bien. Pero que muy bien.

Bryne dio orden a sus soldados de no ceder terreno y aguantar firme mientras miraba a su alrededor para encontrar su espada. Gawyn —que era quien le había gritado para advertirle antes— se hallaba cerca del arma, batiéndose con dos seanchan a la vez. ¿Es que ese chico no tenía sentido común? Su fuerza tenía ventaja numérica y el joven debería haber formado pareja con otro espadachín para combatir. Debería…

Gawyn despachó a los dos seanchan con un único y grácil movimiento. ¿Había usado La flor del loto se cierra? Bryne no había visto nunca realizarla con tanta efectividad contra dos hombres a la vez. Gawyn limpió la hoja del arma como parte del tradicional floreo final y después envainó el arma y alzó la espada de Bryne con un punterazo de la bota y la recogió en el aire. Adoptó la posición en guardia, la espada enarbolada, vigilante. La línea de los hombres de Bryne aguantaba bien a pesar de los ataques provenientes del aire. Gawyn le hizo un gesto de asentimiento y movió la espada para indicar que se acercara.

En el patio resonaba el golpeteo de metal contra metal y las sombras se proyectaban sobre la hierba machacada e iluminada por el fuego que ardía en lo alto. Bryne recuperó la espada y Gawyn desenvainó la suya, nervioso.

—Mirad ahí arriba —dijo, al tiempo que señalaba a la Torre con el arma.

Bryne estrechó los ojos y escudriñó hacia donde el joven señalaba. Había mucho movimiento cerca de un agujero abierto en uno de los niveles altos. Sacó el visor de lentes y lo enfocó allí, confiado en que Gawyn le avisaría si se presentaba algún peligro.

—Luz bendita… —susurró, observando la grieta de la pared.

Una figura solitaria, vestida de blanco, se erguía al borde del agujero de la Torre. Se hallaba demasiado lejos para distinguirle la cara, incluso con el visor, pero quienquiera que fuera desde luego les estaba causando mucho daño a los seanchan. Tenía alzados los brazos y lanzaba fuego con ambas manos; el resplandor proyectaba sombras a través de la pared de la Torre, en torno a la mujer. Las descargas de fuego se sucedían en un constante raudal y derribaban a las bestias voladoras.

Subió el visor despacio, recorriendo el fuste de la Torre en busca de más focos de resistencia. Había actividad en el tejado plano y circular, pero Bryne apenas distinguía nada por la distancia. Daba la impresión de haber unas pértigas que se alzaban, a continuación algún raken descendía en picado sobre ellas, y… ¿Qué? Cada vez que una de las bestias sobrevolaba esa especie de perchas, cuando se alejaba llevaba algo suspendido de cuerdas.

«Cautivas —comprendió Bryne con un escalofrío—. Suben al tejado a las Aes Sedai que han capturado, las atan y después los raken asen esas cuerdas con las garras y se llevan a las mujeres por el aire». ¡Luz! Avistó fugazmente a una de las cautivas cuando la alzaban en el aire. Le pareció ver que llevaba un saco atado a la cabeza.

—Hemos de entrar en la Torre —dijo Gawyn—. Esta lucha sólo es una distracción.

—Estoy de acuerdo —contestó Bryne mientras bajaba el visor. Echó una ojeada a un lado del patio, donde Siuan dijo que esperaría mientras los hombres luchaban. Era hora de recogerla y…

Había desaparecido. La sorpresa lo dejó paralizado, pero al instante lo asaltaba una punzada de miedo. ¿Dónde se había metido esa mujer? Si por imprudencia la habían matado…

Pero no. La percibía dentro de la Torre. No la habían herido. Ese vínculo era algo maravilloso, pero aún no estaba acostumbrado a él. ¡Debería haber notado que ella se iba! Recorrió con la mirada la línea de sus soldados. Los seanchan habían combatido bien, pero ahora era evidente su derrota. La línea de combate se rompía y los hombres se dispersaban en todas direcciones; Bryne bramó la orden a sus hombres de que no los persiguieran.

—Primero y segundo escuadrón, reunid a los heridos, deprisa —mandó—. Llevadlos a un lado del patio. Los que puedan caminar deberán regresar de inmediato a las barcas. —Torció el gesto—. Los que no puedan caminar tendrán que esperar a que los curen las Aes Sedai.

Los soldados asintieron. A los malheridos habría que abandonarlos en manos del enemigo, pero antes de emprender la misión ya se les había advertido que eso podría pasar. Recuperar a la Amyrlin era más importante que cualquier otra cosa.

Algunos hombres morirían por las heridas recibidas mientras esperaban, pero Bryne no podía hacer nada para remediarlo. Con suerte, la mayoría recibiría la Curación a través de las Aes Sedai de la Torre. Después los encarcelarían, pero no había otra opción. El grupo principal de soldados tenía que seguir adelante con rapidez, no había tiempo que perder acarreando literas con heridos.

—Tercero y cuarto escuadrón —empezó en tono urgente.

Se interrumpió al fijarse en una figura familiar vestida de azul que salía de la Torre, seguida por una chica de blanco. A decir verdad, ahora Siuan sólo parecía un poco mayor que la muchacha. Había veces que a Bryne le costaba trabajo relacionarla con la mujer severa que había conocido años atrás.

Envuelto en una oleada de alivio, se encaró con Siuan mientras ella se acercaba.

—¿Quién es ésa? —demandó—. ¿Dónde fuisteis?

Siuan chasqueó la lengua, le dijo a la novicia que esperara y después, tirando de Bryne para hacer un aparte con él, habló en voz baja:

—Tus soldados estaban ocupados y decidí que era un buen momento para conseguir algo de información. Y quiero señalar, Gareth Bryne, que vamos a tener que trabajar en lo concerniente a tu actitud. Ésas no son maneras apropiadas de que un Guardián trate a su Aes Sedai.

—Empezaré a preocuparme por eso cuando vos empecéis a actuar como una mujer que tiene dos dedos de frente. ¿Y si hubieseis topado con seanchan?

—Entonces habría estado en peligro —repuso ella, puesta en jarras—. No sería la primera vez. No podía correr el riesgo de que otras Aes Sedai me vieran contigo y con tus soldados. Unos disfraces tan burdos no engañarían a una hermana.

—¿Y si os hubiesen reconocido? —replicó él—. ¡Siuan, esta gente trató de ejecutaros!

Siuan resopló con desdén.

—Ni siquiera Moraine me reconocería con esta cara. Las mujeres de la Torre sólo verían una Aes Sedai joven que les resultaba vagamente familiar. Además, no me topé con nadie, a excepción de esta pequeña. —Miró a la novicia, una chica que llevaba corto el cabello negro y contemplaba, aterrada, la batalla que se libraba allá arriba, en el cielo—. Hashala, ven aquí —llamó Siuan.

La novicia se acercó presurosa.

—Dile a este hombre lo que me has contado a mí —ordenó Siuan.

—Sí, Aes Sedai —obedeció la novicia a la par que realizaba una reverencia con nerviosismo.

Los soldados habían rodeado con una guardia de honor a Siuan, y Gawyn se abrió paso entre ellos para colocarse junto a Bryne. Los ojos del joven no dejaban de echar ojeadas a la mortífera batalla que se libraba en el aire.

—La Amyrlin, Egwene al’Vere —empezó la novicia con voz temblorosa—, fue liberada de las celdas hoy y se le permitió regresar a los aposentos de las novicias. Yo me encontraba en la cocina de abajo cuando se produjo el ataque, así que no sé qué ha sido de ella. Pero probablemente esté en el nivel veintiuno o veintidós, en alguna parte. Es ahí donde se encuentra ahora el sector de las novicias. —Torció el gesto—. Últimamente el interior de la Torre es un caos. Nada es como debería ser.

Siuan buscó los ojos de Bryne al hablar.

—A Egwene se le ha estado administrando horcaria en dosis fuertes. Apenas podrá encauzar un hilo de Poder.

—¡Tenemos que ir a buscarla! —exclamó Gawyn.

—Por supuesto. —Bryne se frotó la barbilla—. Para eso hemos venido. Supongo que habremos de subir en vez de bajar, pues.

—Estáis aquí para rescatarla, ¿verdad? —El timbre de la novicia sonaba anhelante.

Bryne la miró. «Pequeña —dijo para sus adentros—, ojalá no hubieras llegado a esa conclusión». Detestaba la idea de dejar a una simple novicia atada en medio de aquella vorágine, pero no podía permitir que la chica corriera a advertir a las Aes Sedai de la Torre Blanca.

—Quiero ir con vosotros —pidió la joven en tono ferviente—. Soy leal a la Amyrlin. A la verdadera Amyrlin. La mayoría de las novicias lo somos.

Bryne enarcó una ceja y miró a Siuan.

—Que venga —respondió la Aes Sedai—. De todos modos, es la opción menos comprometida. —Se acercó a la chica para hacerle más preguntas.

Bryne desvió la vista hacia un lado cuando uno de sus capitanes, un hombre llamado Vestas, se acercó.

—Los heridos ya están organizados. Hemos perdido doce hombres y otros quince están heridos pero pueden caminar y se dirigen hacia las barcas. Hay otros seis con heridas demasiado graves para ir con ellos. —Vestas vaciló—. Tres hombres no aguantarán más de una hora, milord.

—Seguimos adelante —repuso Bryne, que apretó los dientes.

—He notado ese dolor, Bryne. ¿Qué ocurre? —inquirió Siuan, que se había girado hacia él y lo observaba.

—No tenemos tiempo. La Amyrlin…

—Podemos esperar un momento más. Dime, ¿qué pasa?

—Hay tres hombres graves —dijo él—. Tengo que dejar a tres de mis hombres para que mueran aquí.

—Si los Curo no —lo contradijo Siuan—. Muéstrame dónde están.

Bryne no puso más objeciones, aunque echó un vistazo al cielo. Varios de los raken —unas vagas siluetas negras— se habían posado en otra zona del recinto de la Torre, alumbrados por el brillo anaranjado del fuego. Los seanchan en retirada se congregaban a su alrededor.

«Ésas eran las tropas de tierra del asalto —comprendió—. Es evidente que se marchan. La incursión llega a su fin».

Lo que significaba que se les acababa el tiempo. Tan pronto como los seanchan se marcharan, la Torre Blanca empezaría a reorganizarse. ¡Tenían que encontrar a Egwene! Quisiera la Luz que no fuera una de las mujeres capturadas.

Aun así, si Siuan quería Curar a los soldados entonces la decisión era suya. A él sólo le quedaba esperar que esas tres vidas no acabaran costando la vida de la Amyrlin.

Vestas había tumbado a los tres soldados a un lado del césped, debajo de las ramas de un gran árbol. Dejando que Gawyn organizara al resto de los hombres, Bryne se hizo acompañar por un escuadrón de soldados y siguió a Siuan hasta donde estaban los heridos. La Aes Sedai se arrodilló al lado del primer hombre; la Curación no era una de sus mejores habilidades, algo de lo que había advertido a Bryne por adelantado. Pero quizá podría mejorar a los tres lo suficiente para que sobrevivieran hasta que alguien de la Torre los descubriera y se encargara de ellos.

Siuan trabajó deprisa y Bryne comprendió que la mujer no se había hecho justicia en cuanto a su habilidad. A él le parecía que realizaba un buen trabajo con la Curación. Aun así, le llevó tiempo. Mientras, él recorría con la vista el patio, cada vez más nervioso. Aunque las explosiones seguían sucediéndose en los pisos altos, en los otros niveles inferiores y en la planta baja reinaba el silencio. Los únicos sonidos próximos eran los gemidos de los heridos y el crepitar de las llamas.

«Luz», pensó mientras contemplaba los escombros y recorría con la mirada la base de la Torre. El tejado del ala este y el muro más alejado habían quedado arrasados por completo, y las llamas titilaban dentro de la estructura.

El patio era un desbarajuste de cascotes y agujeros. El humo flotaba en el aire, espeso y acre. ¿Accederían los Ogier a volver para reconstruir el magnífico edificio? ¿Volvería a ser lo mismo alguna vez o lo que se tenía por un monumento eterno había caído esa noche? ¿Se sentía orgulloso o apesadumbrado de haber sido testigo de ello?

Una sombra se movió en la oscuridad, al lado del árbol.

Bryne se movió sin pensar, mezcladas en él tres cosas: años de entrenamiento con la espada, toda una vida de reflejos practicados en batallas y una percepción nueva realzada por el vínculo. Todo ocurrió en un único movimiento. Desenvainó la espada en un abrir y cerrar de ojos y ejecutó El último ataque de la picanegra, ensartando la espada directamente en el cuello de la oscura figura.

Todo siguió en silencio. Siuan, estupefacta, alzó la vista del hombre al que Curaba. La espada de Bryne se extendía directamente por encima de su hombro y se hundía en el cuello de un seanchan vestido con una armadura negra. El hombre dejó caer una horrible espada corta, con la hoja armada de lengüetas y untada con un líquido viscoso. Sufrió un estremecimiento y alzó la mano hacia la espada de Bryne, como si quisiera sacársela; los dedos asieron el brazo de Bryne un instante.

Entonces se deslizó hacia atrás, se soltó de la hoja de Bryne y cayó al suelo. Sufrió otra convulsión mientras susurraba algo muy claro a pesar del borboteo de la ensangrentada garganta:

Marath… damane…

—¡La Luz me valga! —exclamó Siuan, que se llevó una mano al pecho—. ¿Qué ha sido eso?

—No va vestido como los otros —dijo Bryne, que negó con la cabeza—. La armadura es diferente. Debe de ser una especie de asesino.

—Luz —repitió Siuan—. ¡Ni siquiera lo vi! ¡Parecía formar parte de la propia oscuridad!

Asesinos. Siempre tenían el mismo aspecto, pertenecieran a la cultura que pertenecieran. Bryne envainó la espada. Aquélla había sido la primera vez que había utilizado El último ataque de la picanegra en combate. Era una maniobra sencilla, pensada con un único propósito: rapidez. Sacar la espada y asestar el golpe en el cuello en un único y grácil movimiento. Por lo general, si uno fallaba estaba muerto.

—Me has salvado la vida —dijo Siuan, que alzó los ojos hacia Bryne. Tenía el rostro envuelto en sombras casi por completo—. Por los mares a medianoche —maldijo—. Esa condenada chica tenía razón.

—¿Quién? —preguntó Bryne, que observaba la oscuridad con cautela por si hubiera más asesinos.

Hizo un brusco ademán y sus hombres, abochornados, abrieron un poco más las linternas sordas. El ataque del asesino se había producido con tal rapidez que los hombres casi ni habían tenido tiempo de moverse. Si Bryne no hubiera contado con la velocidad del vínculo de un Guardián…

—Min —respondió Siuan con voz cansada. Las Curaciones parecían haberla dejado exhausta—. Dijo que debía permanecer cerca de ti. —Hizo una pausa—. Si no hubieses venido esta noche, habría muerto.

—Bueno, soy vuestro Guardián —contestó él—. Sospecho que no será la única vez que os salve. —¿Por qué le había sobrevenido esa repentina sensación de calor?

—Sí. —Siuan se puso de pie—. Pero esto es diferente. Min dijo que moriría, y… No, espera. Eso no es exactamente lo que dijo Min. La chica afirmó que, si no me quedaba cerca de ti, los dos moriríamos.

—¿Qué estáis…? —empezó Bryne mientras se volvía hacia ella.

—¡Calla! —ordenó Siuan, que le asió la cabeza entre ambas manos.

Bryne sintió una extraña comezón. ¿Estaba utilizando Siuan el Poder con él? ¿Qué pasaba? Identificó esa conmoción, como si le corriera hielo por las venas. ¡Lo estaba Curando! Pero ¿por qué? No tenía herida alguna. Siuan retiró las manos de su cara y entonces se tambaleó un poco, con aire de total agotamiento. Bryne la sujetó para que recobrara el equilibrio, pero la mujer negó con la cabeza y se irguió.

—Mira —dijo al tiempo que le levantaba el brazo de manejar la espada y lo giraba para dejar a la vista la muñeca.

Allí, clavado en la piel, tenía un minúsculo alfiler negro. Siuan lo sacó de un tirón y Bryne sintió un helor que nada tenía que ver con la Curación.

—¿Está envenenado? —preguntó mientras echaba una mirada al hombre muerto—. Así que cuando alargó la mano para asirme del brazo no fue un estertor previo a la muerte.

—Sin duda lleva un componente insensibilizador para que la víctima no lo note —masculló Siuan, furiosa; le permitió que la ayudara a sentarse y arrojó a un lado el alfiler, que de repente estalló en llamas y el veneno se evaporó con el calor encauzado.

Bryne se pasó la mano por el cabello. Tenía la frente sudorosa.

—¿Me habéis… Curado? —preguntó.

—Sí. Resultó sorprendentemente fácil; sólo tenías una mínima cantidad en el organismo, pero de todos modos te habría matado. Tendrás que darle las gracias a Min la próxima vez que la veas, Bryne. Acaba de salvarnos la vida a los dos.

—¡Pero no me habrían envenenado si no hubiera venido! —protestó él.

—No trates de aplicar tu lógica a una visión o a una Predicción como ésta —argumentó Siuan con una mueca—. Estás vivo. Estoy viva. Sugiero que lo dejemos así. ¿Te sientes con fuerzas para seguir adelante?

—¿Acaso importa eso? —inquirió Bryne—. No voy a permitir que sigáis sin mí.

—Pues, en tal caso, pongámonos en marcha. —Siuan respiró hondo y se puso de pie. El corto descanso casi no había durado, pero él no osó llevarle la contraria—. Tus tres soldados sobrevivirán toda la noche. He hecho por ellos cuanto he podido.

Egwene estaba sentada en un montón de escombros, exhausta, mirando la noche a través del agujero abierto en el muro de la Torre Blanca y los fuegos que ardían abajo. Alrededor de los incendios se movían figuras y, uno tras otro, los fuegos se iban apagando. Quienquiera que hubiera dirigido la resistencia tenía la claridad mental suficiente para comprender que los incendios podían ser tan peligrosos como los seanchan. Pero unas cuantas hermanas tejiendo Aire y Agua acabarían pronto con las llamas y preservarían la Torre. O lo que quedaba de ella.

Egwene cerró los ojos y se echó hacia atrás; apoyándose en los fragmentos de pared, sintió la fresca brisa de la noche. Los seanchan se habían marchado y el último to’raken se había perdido en la noche. En aquel momento, al verlo huir volando, fue cuando Egwene se dio cuenta de hasta qué punto se había puesto a prueba a sí misma y a las pobres novicias a través de las cuales había absorbido Poder. Las había dejado marchar con órdenes estrictas de que se fueran a dormir de inmediato. Las otras mujeres que había reunido se ocupaban de atender a los heridos o a combatir los incendios de los niveles superiores.

Egwene deseaba ayudar o, al menos, una parte de ella quería hacerlo. Una parte muy, muy pequeña. ¡Pero, Luz, qué cansada se sentía! No había sido capaz de encauzar un hilillo más, ni siquiera usando el sa’angreal. Había forzado el límite de lo que era capaz de controlar, pero ahora estaba tan agotada que ni siquiera habría podido abrazar la Fuente de haberlo intentado.

Había luchado. Había sido gloriosa y destructiva, la Amyrlin del juicio y la ira, del Ajah Verde hasta la médula. Y, aun así, la Torre había ardido. Y, aun así, habían escapado más to’raken de los que había abatido. La cuenta de las mujeres heridas entre las que había reunido era un dato alentador. Sólo tres novicias y una Aes Sedai muertas, en tanto que ellas habían capturado a diez damane y matado a docenas de soldados. Pero ¿qué había pasado en los otros niveles? La Torre Blanca no saldría airosa de esta batalla tras el descalabro sufrido.

La Torre Blanca se hallaba ahora destrozada físicamente, además de espiritualmente. Necesitarían una dirigente fuerte para la reconstrucción. Los próximos días serían fundamentales. Pensar en el trabajo que tenía por delante hacía que se sintiera más cansada.

Había protegido a muchas mujeres. Había resistido y combatido. Pero ese día seguiría representando uno de los mayores desastres en la historia de las Aes Sedai.

«No debes pensar en eso —se exhortó—. Has de centrarte en lo que hay que hacer para arreglar las cosas…»

Se incorporaría enseguida. Encabezaría a las novicias y a las Aes Sedai de esos niveles altos mientras limpiaban y evaluaban los daños. Sería fuerte y capaz. Las otras estarían tentadas de hundirse en la desesperación y ella debía mostrarse optimista. Por ellas.

Pero podía esperar unos minutos, sólo necesitaba descansar un poco…

Casi ni se dio cuenta de que alguien la levantaba del montón de escombros. Entreabrió los ojos con cansancio y —a través de la niebla de la mente embotada— se quedó estupefacta al descubrir que Gawyn Trakand la llevaba en brazos. Él tenía la frente manchada de sangre reseca, pero su gesto era decidido.

—Te tengo, Egwene —dijo, bajando la vista hacia ella—. Te protegeré.

«Oh, bien —pensó—. Qué sueño tan agradable». Volvió a cerrar los ojos, sonriente.

Un momento. No. Eso no estaba bien. No debía abandonar la Torre. Trató de dar voz a una protesta, pero apenas logró farfullar.

—Tripas de pescado —oyó decir a Siuan Sanche—. ¿Qué le han hecho?

—¿Está herida? —se interesó otra voz. La de Gareth Bryne.

«No, no, tenéis que soltarme —protestó, aletargada—. No puedo irme. Ahora no…»

—La dejaron aquí, Siuan, sin más —dijo Gawyn. Qué grato escuchar de nuevo su voz—. ¡Indefensa en mitad de un pasillo! Cualquiera habría podido toparse con ella. ¿Y si los seanchan la hubieran descubierto?

«Los destruí. —Sonrió complacida mientras los pensamientos parecían resbalarle de la mente hasta desaparecer—. Fui una guerrera de fuego, una heroína a la que emplazó el Cuerno. No osarán enfrentarse a mí de nuevo». Se estaba quedando dormida, pero al notar el zarandeo por los pasos de Gawyn se despertó. Un poco.

—¡Oh! —oyó la exclamación de Siuan, como desde muy lejos—. ¿Qué es esto? ¡Luz, Egwene! ¿De dónde sacaste esto? ¡Es el más poderoso que hay en la Torre!

—¿Qué es eso, Siuan? —preguntó la voz de Bryne.

—Nuestra llave para salir de aquí —repuso Siuan, como absorta. Egwene notó algo. Encauzar. Con muchísima fuerza—. ¿No preguntabas cómo íbamos a escabullimos con toda esa actividad en el patio? Bien, pues, con esto tendré bastante fuerza con el Poder para Viajar. Vayamos a reunirnos con los soldados que están en las barcas y volvamos de un salto al campamento.

«¡No! Estoy ganando, ¿es que no lo veis? —se desesperó Egwene, luchando para salir del amodorramiento y abrir los ojos—. ¡Si ahora les ofrezco mi liderazgo, mientras se limpian los escombros, comprenderán que soy sin duda la Amyrlin! ¡Tengo que quedarme! ¡He de…!»

Gawyn la llevó a través del acceso y dejaron atrás los pasillos de la Torre Blanca.

Saerin se permitió por fin el lujo de sentarse. La sala que era su centro de operaciones también se había convertido en un pabellón para examinar y Curar a los heridos. Hermanas Amarillas y Marrones pasaban a lo largo de las hileras de soldados, criados y otras hermanas, y se ocupaban en primer lugar de los casos más graves. Había una terrible cifra de bajas, incluidas más de veinte Aes Sedai hasta ese momento. Pero los seanchan se habían retirado, como ella había predicho que harían. Gracias a la Luz por ello.

Saerin se encontraba sentada en una pequeña banqueta al fondo de la sala, en la esquina noroccidental —debajo de una bella pintura de Tear en primavera— e iba recogiendo los informes según iban llegando. Los heridos gemían y la sala olía a sangre, a milenrama (o, como se conocía entre los soldados, la planta de las heridas), y a verbena (la curalotodo que, entre otras cosas, tenía cualidades sedativas). Estas plantas se administraban a aquellos cuyas heridas no exigían una Curación inmediata. La sala olía también a humo, algo omnipresente esa noche. El número de soldados con informes iba en aumento y le proporcionaban datos sobre daños y bajas. Saerin no quería leer más, pero eso era mejor que oír los gemidos. Por la Luz bendita, ¿dónde se había metido Elaida?

Nadie había visto a la Amyrlin durante la batalla, pero gran parte de los niveles superiores de la Torre se habían quedado aislados de los de más abajo. Con suerte, la Amyrlin y la Antecámara estarían en condiciones de reunirse enseguida a fin de presentar un fuerte liderazgo ante la crisis.

Saerin aceptó otro informe y al leerlo enarcó las cejas. ¿Sólo habían muerto tres novicias del grupo de Egwene, de un total de sesenta o más muchachas? ¿Y sólo una hermana de unas cuarenta a las que había agrupado? ¿Diez encauzadoras seanchan capturadas y más de treinta raken derribados en el aire? ¡Luz! En comparación, aquello hacía que todos sus esfuerzos parecieran los de una aficionada. ¿Y ésa era la mujer sobre la que Elaida insistía en afirmar que sólo era una novicia?

—Saerin Sedai… —llamó la voz de un hombre.

—¿Mmmmm? —murmuró ella, distraída.

—Deberíais oír lo que esta Aceptada tiene que contar.

Saerin alzó la vista al caer en la cuenta de que la voz era la del capitán Chubain. El soldado tenía la mano en el hombro de una joven Aceptada arafelina de ojos azules y rostro redondo y rellenito. ¿Cómo se llamaba? Mair, eso era. La pobre criatura tenía un aspecto desastrado, con la cara marcada por varios cortes y algunas erosiones que seguramente se le pondrían amoratadas. El vestido de Aceptada estaba desgarrado por la manga y el hombro.

—Dime, pequeña —la animó Saerin, echando un vistazo al rostro preocupado de Chubain. ¿Qué diantres pasaba ahora?

—Saerin Sedai —susurró la chica a la par que hacía una reverencia, aunque ello le costó torcer el gesto en una mueca de dolor—, yo…

—Vamos, pequeña, suéltalo —demandó la Aes Sedai—. Ésta no es una noche para andar perdiendo el tiempo.

—Es la Amyrlin, Saerin Sedai —habló la joven, que agachó la cabeza—. Elaida Sedai. Estaba ayudándola esta noche con las transcripciones, y…

—¿Y qué? —apremió Saerin, sacudida de repente por un escalofrío.

La muchacha rompió a llorar y habló entre sollozos:

—Toda la pared saltó en pedazos, Saerin Sedai. Los cascotes me taparon y creo que pensaron que ya había muerto. ¡No pude hacer nada! ¡Lo siento!

«¡La Luz nos ampare! —pensó Saerin—. No puede estar diciendo lo que creo que dice, ¿verdad?»

Elaida despertó con una sensación muy extraña. ¿Por qué se movía la cama? Ondeaba, se mecía. De forma rítmica. ¡Y qué viento! ¿Es que Carl ya había dejado abierta la ventana? De ser así, haría que azotaran a la doncella. Ya se lo había advertido en otras ocasiones. Ya se lo…

No estaba tumbada en una cama. Elaida abrió los ojos y se encontró mirando hacia el suelo, a un paisaje oscuro que se extendía cientos de pies más abajo. Se hallaba atada boca abajo sobre el lomo de alguna bestia extraña y no podía moverse. ¿Por qué no podía moverse? Buscó contacto con la Fuente y entonces sintió un repentino e intenso dolor, como si de pronto la hubieran golpeado en cada centímetro de su cuerpo con miles de varas.

Irguió el cuello para alzar la cabeza, aturdida, y notó que llevaba un collar en la garganta. Vio una figura oscura montada en la silla, a su lado; no había linternas que alumbraran el rostro de la mujer, pero Elaida la percibía de algún modo. Recordaba, como algo borroso, haber pasado un tiempo colgando en el aire, atada a unas cuerdas, perdiendo y recobrando la conciencia de forma alternativa. ¿Cuándo la habían subido a la bestia? ¿Qué ocurría?

—Perdonaré ese pequeño error —susurró una voz en la noche—. Llevabas mucho tiempo siendo marath’damane y era de esperar que cayeras en las malas costumbres. Pero no buscarás la Fuente otra vez sin permiso. ¿Lo has entendido?

—¡Suéltame! —bramó Elaida.

El dolor reapareció, sólo que multiplicado por diez, tan intenso que Elaida sintió náuseas. El vómito y la bilis cayeron por el costado de la bestia y se precipitaron hacia el lejano suelo.

—Vamos, vamos —dijo la voz con paciencia, como haría una mujer hablando a una niñita—. Tienes que aprender. Te llamas Suffa, y Suffa será una buena damane. Sí que lo será. Una damane muy, muy buena.

Elaida volvió a gritar y esta vez no dejó de hacerlo cuando llegó el dolor. Siguió gritando en medio de la indiferente noche.

42

En la ciudadela de Tear

«No sabemos los nombres de las mujeres que había dentro del palacio de Graendal —dijo Lews Therin—. No podemos añadirlas a la lista».

Rand intentaba hacer caso omiso del demente, pero era inútil. «¿Cómo seguiremos con la lista si no sabemos sus nombres? —insistió Lews Therin—. Después de una batalla, siempre preguntábamos el nombre de las Doncellas caídas. El de todas ellas. ¡Esta lista está incompleta! ¡No puedo continuar!»

«No es tu lista —gruñó Rand—. Es mía, Lews Therin. ¡Mía!»

«¡No! —barbotó en respuesta el demente—. ¿Quién eres tú? ¡Es mi lista! Yo la hice. No puedo continuarla ahora que han muerto. ¡Oh, Luz! ¿Fuego compacto? ¿Por qué utilizamos el fuego compacto? Prometí no volver a hacerlo…»

Rand cerró los ojos con fuerza y se aferró a las riendas de Tai’daishar. El caballo de guerra avanzaba calle abajo acompañado por el golpeteo rítmico de los cascos contra la tierra compacta.

«¿En qué nos hemos convertido? —susurró Lews Therin—. Volveremos a hacerlo, ¿verdad? Los mataremos a todos. A todos los que hemos amado. Una y otra y otra vez…»

—Y otra y otra —masculló Rand—. Y eso qué importa mientras que el mundo sobreviva. Me maldijeron antaño, utilizaron mi nombre y el del Monte del Dragón para blasfemar, pero ellos vivieron. Ahora estamos aquí, listos para luchar. Una y otra vez.

—Rand… —llamó Min.

Abrió los ojos. Min cabalgaba en su yegua parda junto a Tai’daishar. No podía permitirse tener un descuido delante de ella ni de cualquiera de los otros. No debían saber cuán cerca se hallaba de venirse abajo.

«Hay tantos nombres que desconocemos —susurró Lews Therin—. Tantas muertes que hemos causado».

Y no era más que el principio.

—Me encuentro bien, Min —respondió—. Sólo pensaba.

—¿En la gente? —inquirió Min.

La muchedumbre llenaba las aceras de madera de Bandar Eban. Rand ya no se fijaba en los colores de las ropas, sino en lo desgastadas que estaban, en los rasgones de los magníficos tejidos, en los parches raídos, en la suciedad y las manchas. En Bandar Eban prácticamente todo el mundo era un refugiado de un tipo u otro. Y lo miraban con ojos angustiados.

Hasta entonces, siempre que había conquistado un reino lo había dejado en mejores condiciones de como lo había encontrado. Había depuesto a Renegados que ejercían de tiranos, había acabado con guerras y sitios, había expulsado a los invasores Shaido, había suministrado comida, les había dado estabilidad. Podría decirse que, en lo esencial, cada país que había destruido, lo había salvado al mismo tiempo.

Sin embargo, con Arad Doman era diferente. Había llevado comida, sí, pero esa comida había atraído a más refugiados, con lo que los suministros se habían quedado cortos. No sólo había fracasado en su intento de llevarles la paz con los seanchan, sino que también se había adueñado de sus tropas y las había enviado al norte para vigilar las Tierras Fronterizas. La navegación seguía sin ser segura, porque la diminuta emperatriz seanchan no confiaba en él y continuaría con sus ataques, puede que incluso los redoblara.

Los domani acabarían machacados bajo los cascos de los caballos de guerra, aplastados entre el ejército invasor trolloc procedente del norte y los seanchan que avanzaban desde el sur. Y él los abandonaba a su suerte.

De algún modo, los domani lo sabían y a él le resultaba muy duro mirarlos a la cara. Los ojos hambrientos lo acusaban. ¿Para qué llevarles esperanza para luego dejar que se marchitara, que se secara como un nuevo pozo recién excavado cuando azota la sequía? ¿Por qué los había obligado a aceptarlo como su dirigente para después abandonarlos?

Flinn y Naeff se habían adelantado. Rand vio las chaquetas negras un poco más allá; montados en sus caballos, los dos hombres observaban la aproximación de la comitiva a la plaza de la ciudad. Los alfileres brillaban en los altos cuellos de las chaquetas. El agua de la fuente que había en la plaza aún brotaba de los relucientes caballos de cobre que brincaban sobre la espumosa ola del mismo metal. ¿Quiénes, entre aquellos domani silenciosos, seguirían abrillantando la fuente cuando no gobernara ningún rey y la mitad del Consejo de Mercaderes continuara en paradero desconocido?

Los Aiel de Rand no habían logrado dar con los consejeros necesarios para conseguir una mayoría. Rand sospechaba que Graendal había matado o capturado el suficiente número de miembros del Consejo para evitar que se eligiera un nuevo rey. Y, si algunos de esos consejeros le habían parecido lo suficientemente hermosos, entonces los habría incorporado a su colección de mascotas… Lo que quería decir que él los había matado.

«¡Ah! —exclamó Lews Therin—. Más nombres que añadir a la lista. Sí…»

Bashere, que cabalgaba al otro lado de Rand, se atusó el bigote con aire pensativo.

—Vuestra orden se ha cumplido —anunció.

—¿Y lady Chadmar? —preguntó Rand.

—Regresó a su mansión —informó Bashere—. Hemos hecho lo mismo con los otros cuatro miembros del Consejo de Mercaderes que los Aiel retenían cerca de la ciudad.

—¿Entendieron lo que tienen que hacer?

—Sí, pero dudo que lo cumplan —respondió Bashere con un suspiro—. Si queréis saber mi opinión, creo que, tan pronto como nos hayamos ido, se marcharán de la ciudad como ladrones que escapan de prisión cuando los carceleros se marchan.

Rand no mostró ninguna reacción ante el comentario. Había ordenado a los consejeros que eligieran nuevos miembros para cubrir las vacantes del Consejo y que luego designaran un rey. Aunque era muy probable que Bashere tuviera razón. Rand ya había recibido informes sobre otras ciudades a lo largo de la costa de las que había ordenado retirarse a sus Aiel. Los líderes de las ciudades desaparecían y todo indicaba que huían del supuesto ataque seanchan.

Arad Doman, como reino, estaba acabado. Era como una mesa cargada con muchos bultos, y pronto se hundiría bajo el peso. «Eso no es problema mío —pensó Rand, sin mirar a la gente—. Hice todo lo que pude».

Eso no era cierto. A pesar de querer ayudar a los domani, sus verdaderas razones para ir allí eran reunirse con los seanchan, averiguar qué había pasado con el rey y encontrar a Graendal. Y, por descontado, asegurar las Tierras Fronterizas en la medida de lo posible.

—¿Se sabe algo de Ituralde? —preguntó Rand.

—Nada bueno, me temo —respondió Bashere con gesto adusto—. Escaramuzas con los trollocs, pero eso vos ya lo sabíais. Los Engendros de la Sombra se retiran rápidamente, pero Ituralde nos avisa que se está preparando algo importante. Sus exploradores han avistado fuerzas lo bastante numerosas para arrasar a sus tropas. Si los trollocs se están reuniendo allí, lo más seguro es que también lo estén haciendo en otros lugares. Sobre todo en el desfiladero de Tarwin.

«Malditos fronterizos —pensó Rand—. Tendré que hacer algo con ellos, y pronto». Al llegar a la plaza, sofrenó a Tai’daishar e hizo un gesto con la cabeza a Flinn y Naeff.

A su señal, cada uno de los dos abrió un acceso grande en medio de la plaza de la ciudad. Rand había pensado Viajar directamente desde los jardines de la mansión de lady Chadmar, pero eso habría sido desaparecer como un ladrón, que un día estaba ahí y al otro ya se había marchado. Al menos dejaría que la gente lo viera irse para que se diera cuenta de que los abandonaba a su suerte.

Se amontonaban en las pasarelas de madera, tal como habían hecho cuando Rand había entrado en la ciudad por primera vez. Si tal cosa era posible, en ese momento estaban aún más callados que aquel primer día. Las mujeres llevaban vestidos delicados y los hombres, chaquetas de colores y camisas de mangas con puntillas. Había muchas personas que no tenían la piel cobriza de los domani. Las promesas de alimento habían atraído a tanta gente a la ciudad…

Era hora de marcharse. Se acercó a uno de los accesos, pero entonces se oyó gritar una voz:

—¡Lord Dragón!

Puesto que la muchedumbre guardaba silencio, fue fácil escuchar la llamada. Rand giró su montura para ver quién había sido. Vio a un hombre esbelto, vestido con una camisa adornada con volantes debajo de una chaqueta roja de corte domani y abrochada a la altura de la cintura, con el cuello abierto en forma de «V». Los pendientes dorados brillaban mientras se abría camino a codazos a través de la gente. Los Aiel detuvieron al hombre, pero Rand lo reconoció como uno de los jefes de puerto. Con un gesto de cabeza, indicó a los Aiel que dejaran que el hombre —de nombre Iralin— se acercara.

Iralin se acercó con presteza hacia Tai’daishar. Inusitado en un domani, el hombre iba del todo afeitado; en los ojos se le notaba la falta de sueño.

—Milord Dragón —dijo, casi en un susurro, de pie junto al caballo de Rand—, la comida. ¡Se ha echado a perder!

—¿Cuánta? —preguntó Rand.

—Toda. —Había tensión en la voz del hombre—. Cada tonel, cada saco, en todos nuestros almacenes y en los barcos de los Marinos. ¡Oh, milord, no sólo está repleta de gorgojos, sino que ha ennegrecido y sabe amarga! ¡Los hombres enferman al comerla!

—¿Toda la comida? —repitió Rand estupefacto.

—Toda —respondió en voz queda Iralin—. Cientos y cientos de toneles. Pasó de repente, en un abrir y cerrar de ojos. Estaba bien y de pronto… ¡Milord, ha venido tanta gente a la ciudad al oír que había comida! Y ahora no tenemos nada. ¿Qué haremos?

Rand cerró los ojos.

—¡Milord! —insistió Iralin.

Rand abrió los ojos y taconeó a Tai’daishar. Dejó atrás al jefe de puerto, boquiabierto, y cruzó el acceso. Ya no podía hacer nada más. No iba a hacer nada más.

Se quitó de la cabeza la hambruna inminente que castigaría la ciudad costera. Le sorprendió comprobar lo poco que le había costado hacerlo.

Bandar Eban desapareció junto a la silenciosa muchedumbre en las aceras pero, en el momento que cruzó el acceso, se elevaron vítores del gentío que lo esperaba. Era un contraste tan chocante que Rand frenó su montura, estupefacto.

Tear se abría ante él. Era una de las grandes urbes, enorme y en expansión. Los accesos se habían abierto directamente al Raso de Festejos, una de las principales plazas de la ciudad. Un pequeño destacamento de Asha’man lo saludó llevándose el puño al pecho. Rand los había enviado a primera hora de la mañana para preparar su llegada a la ciudad y despejar la plaza para abrir los accesos.

La gente seguía vitoreándolo. Se habían concentrado miles de personas, y la Enseña de la Luz ondeaba sobre docenas de astas que la gente mantenía en alto. Tal adulación alcanzó a Rand como una onda de reproche, pues no se creía merecedor de tales elogios. No después de lo que había hecho en Arad Doman.

«Había que seguir adelante», se dijo Rand y taloneó de nuevo a Tai’daishar. Los cascos del caballo repicaron sobre un pavimento de losas en lugar de tierra empapada por la lluvia. Bandar Eban era una ciudad grande, pero Tear era otra cosa por completo diferente. Dondequiera que mirara, las calles serpenteaban entre edificios que la mayoría de la gente de campo habría tachado de hacinados, pero que eran muy normales para los tearianos. En muchos de los tejados a dos aguas —de pizarra o de tejas— se habían encaramado hombres y niños con la esperanza de ver mejor al lord Dragón. Las piedras de los edificios tenían un tono más claro que en Bandar Eban y eran el material de construcción que más abundaba. Quizá se debía a la fortaleza que dominaba la ciudad: la Ciudadela de Tear, una impresionante reliquia de otra era.

Rand avanzó al trote, todavía flanqueado por Min y Bashere. Con qué fuerza aclamaba la multitud… Cerca de él, dos de las banderas que ondeaban al viento se enredaron inexplicablemente. Los hombres que las sostenían en alto, cerca de la primera fila de la gente, bajaron las astas e intentaron separarlas, pero se habían anudado con fuerza debido al viento. Rand pasó junto a ellos casi sin prestar atención al incidente. Ya no se sorprendía por lo que provocaba su naturaleza ta’veren.

Sin embargo, lo que sí lo sorprendió fue ver a tantos forasteros entre la multitud. Eso no era tan insólito porque en Tear siempre había muchos extranjeros, ya que la ciudad acogía con agrado a cualquiera que comerciara con especias y sedas del este, porcelana de los Marinos, grano y tabaco del norte, así como cualquier rumor recabado en dondequiera que fuera. No obstante, Rand había visto que los forasteros —sin importar la ciudad— solían prestarle menos atención. Y ocurría lo mismo aunque esos forasteros fueran de un país que Rand también había conquistado. Cuando se encontraba en Cairhien los cairhieninos lo adulaban, pero si se encontraba en Illian esos mismos cairhieninos intentaban evitarlo. Quizá no querían que se les recordara que su señor también era el señor de su enemigo.

Allí, sin embargo, no tenía problema alguno para diferenciar a los forasteros. Había Marinos de piel oscura con ropas amplias y de colores vivos; murandianos con largas chaquetas y bigotes encerados; illianos barbudos con los cuellos de las chaquetas altos; cairhieninos de blanca piel y con bandas de colores en las ropas… También vio hombres y mujeres que vestían sencilla lana de Andor. Pocos de los forasteros vitoreaban tanto como los locales, pero ahí estaban, vigilantes.

Bashere recorrió con la vista a la muchedumbre.

—La gente parece sorprendida —dijo Rand sin darse cuenta.

—Habéis estado fuera durante bastante tiempo. —Bashere se atusó el bigote con los nudillos, pensativo—. Sin duda, los rumores han volado más rápido que las flechas y más de un posadero ha contado la historia de vuestra muerte o desaparición para dar tiempo a los parroquianos a pedir otra ronda.

—¡Luz, me parece que me paso media vida desmontando un rumor u otro! ¿Cuándo acabará?

—Cuando seáis capaz de acabar con un rumor dejaré mi caballo y montaré en una cabra —contestó Bashere entre risas—. ¡Ja! Y también me haré de los Marinos.

Rand se quedó en silencio. Sus seguidores seguían cruzando los accesos y, al entrar en Tear, los saldaedinos —casi a la par y con los caballos haciendo cabriolas— sujetaron sus lanzas más rectas. Nadie vería una Aes Sedai acicalándose, pero los rostros intemporales no denotaban tanto el cansancio y los ojos miraban a la multitud con aire sagaz. Y los Aiel —con los acechantes andares un poco más relajados y la expresión menos cautelosa— parecían encontrarse más cómodos entre los vítores que entre el silencio acusador de los domani.

Bashere y Rand se hicieron a un lado; Min los siguió en silencio. Parecía distraída. Nynaeve y Cadsuane no estaban en la mansión cuando Rand había anunciado su marcha. ¿Qué estarían tramando? No creía que estuvieran juntas, puesto que difícilmente esas mujeres soportarían encontrarse en una misma habitación. De cualquier manera, ya se enterarían de adonde había ido y lo seguirían. A partir de ese momento, sería fácil dar con él. Se había acabado esconderse en casas de campo. Se había acabado viajar solo. Se había acabado el sigilo estando Lan y sus malkieri cabalgando hacia la Llaga. Casi no quedaba tiempo.

Bashere miró hacia los accesos abiertos; los Aiel los cruzaban en absoluto silencio. Se estaban acostumbrando a ese modo de viajar.

—¿Se lo diréis a Ituralde? —preguntó al fin Bashere—. Me refiero a vuestro repliegue.

—Ya se enterará. Se ordenó a sus mensajeros que llevaran informes a Bandar Eban. Pronto se darán cuenta de que ya no me encuentro allí.

—¿Y si abandona las Tierras Fronterizas para retomar su guerra contra los seanchan?

—Entonces, los frenará un poco y evitará que me atosiguen por la retaguardia. Será un modo de servirme tan bueno como cualquier otro.

El general lo miró en silencio.

—¿Qué quieres que haga, Bashere? —añadió Rand en voz baja, porque a pesar de saber que en esa mirada había un desafío, aunque sutil, no quería darse por enterado. Su ira seguía congelada.

—No lo sé. —Bashere suspiró—. Todo esto es un embrollo y… Vaya, que no le veo salida. Marchar a la guerra con los seanchan a nuestra espalda es la peor situación que uno pueda imaginarse.

—Lo sé —respondió Rand al tiempo que echaba una ojeada la ciudad—. Cuando esto acabe Tear estará en su poder e Illian también, probablemente. Así me abrase, pero podremos considerarnos afortunados si no llegan hasta Andor mientras les damos la espalda.

—Pero…

—Hemos de suponer que Ituralde abandonará su posición una vez que se entere de mi fracaso. Así que nuestro siguiente movimiento tiene que centrarse en los ejércitos de las Tierras Fronterizas. Sea cual sea la queja de tus compatriotas, debe resolverse cuanto antes. Tengo poca paciencia con los hombres que abandonan sus posiciones.

«¿Y no es eso lo que hemos hecho nosotros? —preguntó Lews Therin—. ¿A quiénes hemos abandonado?»

«¡Cállate! —gruñó Rand—. ¡Sigue llorando, demente, y déjame en paz!»

Bashere se acomodó en la silla; seguía meditabundo. Si lo que estaba pensando era que Rand había abandonado a los domani, no lo dijo. Al final, el general meneó la cabeza.

—No sé qué se propone Tenobia. Podría ser tan simple como que estuviera enfadada porque me marchara para seguiros o podría ser tan complicado como que se os pidiese que os doblegaseis a la voluntad de los monarcas de las Tierras Fronterizas. No sé qué es lo que los ha alejado tanto de la Llaga en unos tiempos como los que corren.

—Pronto lo sabremos —respondió Rand—. Quiero que tomes un par de Asha’man y averigües dónde están acampados Tenobia y los otros. Tal vez descubramos que han renunciado a esa absurda pantomima y vuelven donde deben estar.

—Muy bien, pues, dejadme que me ocupe de instalar a mis hombres en el campamento y me pondré en camino.

Rand asintió con un gesto brusco y después giró su montura y trotó calle abajo. La gente se alineaba a ambos lados, de forma que señalaba el camino. La última vez que había visitado Tear había procurado ir disfrazado para pasar inadvertido, pero cualquiera que supiera buscar las señales sabría que se encontraba en la ciudad. Sucesos extraños, como banderas que se ataban con el aire o los hombres que se caían de edificios y salían ilesos, eran sólo el principio. Su influencia ta’veren parecía ser cada vez más fuerte y causaba distorsiones mayores —y más peligrosas— a pasos agigantados.

Durante su última visita había encontrado Tear sitiada por los rebeldes, pero la ciudad no había sufrido las consecuencias del asedio. Tear tenía demasiado comercio para que algo tan nimio como un sitio importunara a la ciudad. La gente había seguido con su vida normal casi sin percatarse de los rebeldes. Los nobles podían entretenerse con sus juegos siempre que no molestaran a la gente honrada.

Además, todo el mundo sabía que la Ciudadela resistiría, como casi siempre lo había hecho. Tal vez Viajar había dejado obsoleta su cualidad de inexpugnable; pero, para los invasores que no tuvieran acceso al Poder Único, la Ciudadela era casi imposible de tomar. Sólo la fortaleza ya era más grande que muchas ciudades, una colosal extensión de murallas, torres y fortificaciones sin una sola juntura en la piedra. Dentro había forjas, almacenes, miles de soldados —los Defensores— y contaba con su propio puerto fortificado.

Nada de eso serviría para hacer frente a un ejército seanchan compuesto por damane y raken.

El gentío lo flanqueó hasta Márgenes de la Roca, una enorme explanada despejada que rodeaba la impresionante fortificación por tres lados.

«Es un lugar apropiado para el exterminio», sentenció Lews Therin.

Allí, más gente vitoreaba a Rand. Las puertas de la Ciudadela estaban abiertas y un comité de bienvenida lo esperaba. Darlin —el otrora Gran Señor y ahora rey de Tear— montaba un deslumbrante semental blanco. El teariano, una cabeza más bajo que Rand, llevaba el negro pelo y la barba muy recortados; no era guapo debido a la prominente nariz. Rand lo consideraba un hombre honrado y de mente lúcida. Después de todo, Darlin se había opuesto a Rand desde el principio, en vez de unirse a quienes se habían apresurado a rendirle pleitesía. Normalmente, un hombre cuya lealtad costaba conseguir sería el que, con toda seguridad, continuaría siendo leal después de que uno se ausentara.

Darlin le hizo una reverencia a Rand. Situado junto al rey se encontraba Dobraine, el noble cairhienino de pálida tez. Vestía chaqueta azul y pantalón blanco, y montaba un ruano castrado. Exhibía una expresión inescrutable, aunque Rand sospechaba que todavía se sentía decepcionado por haberle ordenado que se marchara de Bandar Eban tan pronto.

Había Defensores de la Ciudadela apostados en filas a lo largo de la muralla, con las espadas alzadas en un gesto de saludo y las corazas y los morriones tan brillantes que casi resplandecían. Las mangas abullonadas iban listadas en negro y dorado; sobre ellos ondeaba el estandarte de Tear, con tres lunas crecientes blancas en diagonal sobre campo mitad rojo, mitad dorado. Rand vio que el interior de las murallas rebosaba de soldados, muchos de ellos con los uniformes de los Defensores, pero también eran muchos los que no vestían más uniforme que una cinta negra y dorada atada al brazo. Ésos debían de ser los nuevos reclutas, los hombres que había pedido a Darlin que alistara.

Era una puesta en escena preparada para despertar asombro. O quizá para halagar el orgullo de un hombre. Rand detuvo a Tai’daishar delante de Darlin. Por desgracia, el engallado Weiramon también acompañaba al rey, con su caballo detrás del de Darlin. Weiramon era tan mentecato que Rand nunca le confiaría una tarea sin la debida supervisión, y menos aún pondría tropas a su mando. Cierto, el hombre era arrojado, pero seguramente se debía a que era demasiado corto de entendederas para ser consciente de la mayoría de los peligros. Como siempre, Weiramon se ponía más en ridículo al intentar aparentar ser otra cosa que el bufón que era realmente. Llevaba la barba untada, el pelo arreglado con cuidado para disimular la avanzada calvicie y vestía ropajes suntuosos, con chaqueta y bombachos de corte pensados para imitar un uniforme de campaña, si bien nadie vestiría tales ropajes en una batalla. Nadie, excepto Weiramon.

«Me gusta», pensó Lews Therin.

«A ti no te gusta nadie», replicó Rand, sobresaltado.

«Es sincero —respondió Lews Therin, que a continuación se rió—. ¡Más de lo que lo soy yo, por descontado! Nadie escoge ser idiota, pero sí escoge ser leal. Hay muchas cosas peores que tener de seguidor a este hombre».

Rand se mordió la lengua. Discutir con ese demente no tenía sentido. Lews Therin tomaba decisiones sin una razón aparente. Al menos no había vuelto a canturrear cuando veía una mujer bonita. Eso sí que resultaba molesto.

Darlin y Dobraine hicieron otra reverencia a Rand y Weiramon los imitó. Detrás del rey había otras personas, por supuesto. Lady Caraline no podía faltar. La esbelta cairhienina seguía tan bonita como Rand la recordaba. Un ópalo blanco le colgaba en la frente, con la dorada cadena entrelazada en el pelo oscuro. Rand tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la vista de ella. Se parecía mucho a su prima, Moraine. Lews Therin se puso a recitar los nombres de la lista de mujeres muertas empezando por Moraine, claro está.

Rand se preparó para continuar la inspección del resto del grupo mientras el hombre muerto proseguía con la letanía en un rincón de su mente. Los demás Grandes Señores y Señoras de Tear se encontraban presentes en sus monturas. Anaiyella, con su sonrisa bobalicona, estaba montada en su zaino, junto a Weiramon y… ¿El pañuelo que llevaba lucía los colores del hombre? Rand siempre la había tenido por una mujer más exigente. En el rostro lleno de bultos de Torean había una sonrisa. Lástima que siguiera con vida cuando hombres mucho mejores entre los Grandes Señores habían muerto. Asimismo estaban Simaan, Estanda, Tedosian, Hearne… Los cuatro se habían opuesto a Rand y habían encabezado el sitio a Tear. Ahora, todos ellos le hicieron una reverencia.

Alanna también se encontraba presente. Rand no la miró, pero a través del vínculo percibió que la embargaba la tristeza. Le estaba bien empleado.

—Milord Dragón —dijo el rey, poniéndose firme en la silla—, gracias por enviar a Dobraine para transmitirme vuestros deseos. —La voz de Darlin denotaba malestar. Se había apresurado a reunir el ejército que le había pedido Rand, para después tenerlo sin hacer nada durante semanas. En fin, dentro de poco los hombres agradecerían esas semanas extras de entrenamiento—. El ejército está preparado —continuó Darlin, indeciso—. Estamos listos para partir hacia Arad Doman.

Rand asintió. Al principio tenía la intención de enviar a Darlin a Arad Doman para así disponer de los Aiel y los Asha’man y situarlos en otra parte. Rand se volvió hacia la muchedumbre y se dio cuenta de por qué había tantos forasteros entre ellos. Se había reclutado a la mayoría de los ciudadanos, que ahora permanecían en hileras en el interior de la Ciudadela.

Quizá la gente que se había arremolinado en la plaza y las calles no estaba ahí para vitorear a Rand. Tal vez esas personas creían que aclamaban la marcha de sus ejércitos hacia la victoria.

—Bien hecho, rey Darlin —dijo Rand—. Ya era hora de que alguien en Tear aprendiera a acatar órdenes. Sé que vuestros hombres están impacientes, pero tendrán que esperar un poco más. Preparad habitaciones para mí en la Ciudadela y haced arreglos para albergar al ejército de Bashere y a los Aiel.

—De acuerdo. —La confusión de Darlin se hizo más patente—. ¿No se nos necesita en Arad Doman, pues?

—Lo que Arad Doman necesita no está al alcance de nadie —respondió Rand—. Tus ejércitos vendrán conmigo.

—Por supuesto, mi señor. Y… ¿Hacia dónde marcharemos?

—A Shayol Ghul.

43

Sellado para la llama

Egwene se encontraba sentada en su tienda, callada y con las manos en el regazo. Controlaba la conmoción, la ardiente cólera y la incredulidad.

La regordeta y bonita Chesa también estaba sentada en un cojín que había en un rincón, en silencio, y bordaba el repulgo de uno de los vestidos de Egwene. La tienda se hallaba aislada, instalada entre un grupo de árboles situado dentro del campamento de las Aes Sedai. Esa mañana no había permitido que entrara ninguna ayudante aparte de Chesa. Incluso había rehusado ver a Siuan, que sin duda había acudido para darle algún tipo de disculpa. Egwene necesitaba tiempo para pensar, para prepararse, para afrontar su fracaso.

Porque era un fracaso. Sí, lo habían forzado otros, pero esos otros eran sus seguidores y sus amigos. Sabrían de su cólera por su parte en el fiasco, pero antes tenía que reflexionar, juzgar qué tendría que haber hecho mejor.

Ocupaba el sillón de madera de respaldo alto y ornamentado con dibujos de volutas en los reposabrazos. La tienda seguía tal como estaba a su partida: el escritorio bien ordenado, las mantas dobladas, los cojines y almohadas apilados en un rincón. Y todo limpio, sin duda gracias a Chesa. Igual que un museo que se utilizaba para instruir a niños de antaño.

Egwene se había mostrado todo lo categórica que pudo con Siuan durante sus encuentros en el Tel’aran’rhiod y, sin embargo, aun así, habían ido a buscarla en contra de sus deseos. Quizás ella había sido muy reservada. El secretismo era peligroso; de hecho, era lo que había derrocado a Siuan. El tiempo que esa mujer había estado como cabeza de los informadores del Ajah Azul le había enseñado a ser mezquina con la información, que repartía poquito a poco, como un patrón cicatero el día de pago. Y así, de haber sabido las otras la importancia del trabajo de Siuan, tal vez no habrían decidido ponerse en su contra.

Egwene pasó los dedos por la bolsita suave, de un tejido muy tupido, que ahora llevaba atada al cinturón. Dentro guardaba un objeto fino y alargado, retirado en secreto de la Torre Blanca esa mañana temprano.

¿Había caído en la misma trampa que Siuan? El peligro existía. Al fin y a la postre, era Siuan quien la había instruido. Si ella hubiese explicado con más detalle lo bien que iba su trabajo en la Torre Blanca, ¿se habrían quedado al margen los otros?

Era como andar por la cuerda floja. Había muchos secretos que una Amyrlin debía guardar, porque actuar con transparencia debilitaría su autoridad. Sin embargo, con Siuan tendría que haber sido más abierta, ya que esa mujer estaba demasiado acostumbrada a actuar por su cuenta. El hecho de que se hubiera guardado el ter’angreal del sueño sin conocimiento ni permiso de la Antecámara era una muestra de ello. No obstante, ella había aprobado que lo hiciera y, de forma inconsciente, había animado a Siuan a desafiar la autoridad de las Asentadas.

Sí, ella también había cometido errores; no podía echarles toda la culpa a Siuan, Bryne y Gawyn. Era my probable que también hubiera cometido otros fallos, de modo que más adelante tendría que examinar sus propios actos con más detenimiento.

De momento, se centró en el problema más grave: había ocurrido un desastre. La habían sacado de la Torre Blanca cuando se disponía a alcanzar el éxito. ¿Qué se podía hacer al respecto? No se levantó de la silla para pasear por la tienda mientras pensaba. Pasear era indicio de nerviosismo o frustración y tenía que aprender a ser circunspecta en todo momento, no fuera a adquirir malas costumbres sin darse cuenta. Así pues, siguió sentada, apoyadas las manos en los reposabrazos.

Ese día llevaba un vestido de seda en color verde, con dibujos amarillos en el corpiño. Qué rara se sentía con esa falda. Qué… fuera de lugar. Los vestidos blancos se habían convertido en un símbolo de desafío, aunque la obligaran a ponérselos. Cambiar ahora significaba poner fin a su oposición. Estaba cansada —tanto física como emocionalmente— tras la batalla de la noche anterior, pero no debía dejarse vencer por la fatiga. Esa no sería la primera noche que pasaba casi en vela, previa a un día muy importante en cuanto a decisiones y problemas.

Se sorprendió tamborileando con los dedos en los reposabrazos e hizo un esfuerzo para relajar las manos.

Ahora era imposible regresar a la Torre Blanca como novicia. Su desafío sólo había funcionado porque era una Amyrlin cautiva. Si regresaba de forma voluntaria su actitud se entendería servil o arrogante. Además, esta vez Elaida no dudaría en ejecutarla.

Así que se encontraba metida en un atolladero, tan atrapada en la situación actual como cuando la habían prendido las vigilantes de la Torre Blanca. Apretó los dientes. Hubo un tiempo en que creía —erróneamente— que los giros imprevistos del Entramado no podían zarandear así como así a una Amyrlin, porque se suponía que ella controlaba las cosas. Todos los demás tardaban días en reaccionar, pero la Amyrlin era una mujer de acción.

Cada vez se daba más cuenta de que el hecho de ser la Amyrlin no cambiaba nada. La vida era un vendaval, daba igual si una era una moza de granja o una reina. La diferencia radicaba en que las reinas dominaban mejor el arte de ofrecer una imagen de control en medio de esa tormenta. Si Egwene se mostraba como una estatua, sin que los vientos la afectaran, se debía a que sabía cómo inclinarse con esos vientos. Era lo que daba una imagen ilusoria de control.

No. No era sólo una ilusión. La Amyrlin tenía más control, aunque sólo fuera porque se controlaba a sí misma y mantenía fuera la tempestad. Se mecía ante el empuje de las necesidades del momento, pero sus acciones estaban bien meditadas. Tenía que ser tan lógica como una Blanca, tan reflexiva como una Marrón, tan vehemente como una Azul, tan contundente como una Verde, tan compasiva como una Amarilla, tan diplomática como una Gris y, sí, tan vengativa como una Roja cuando fuera preciso.

No había vuelta a la Torre Blanca como novicia y tampoco podía esperar a seguir con las negociaciones. No una vez que los seanchan habían tenido la osadía de atacar la Torre Blanca. Y tampoco estando Rand sin la debida supervisión. Ni con el mundo sumido en el caos y la Sombra agrupando sus fuerzas para la Última Batalla. Todo lo cual la colocaba ante una difícil decisión: disponía de un ejército descansado de cincuenta mil hombres, en tanto que la Torre Blanca acababa de recibir un fortísimo golpe. Las Aes Sedai estarían agotadas, la Guardia de la Torre, herida y destrozada.

Dentro de unos días las Curaciones se habrían terminado y las mujeres estarían descansadas. E ignoraba si Elaida había sobrevivido al ataque, pero ella tenía que dar por sentado que la Roja seguía al frente de la Torre. Todo lo cual la dejaba con un margen de tiempo para actuar muy limitado.

Sabía lo que debía hacer. No disponía de tiempo para esperar a que las hermanas de la Torre Blanca tomaran la decisión correcta, así que tendría que forzarlas a aceptarla como Amyrlin.

Confiaba en que, a la larga, la historia la perdonaría.

Se levantó del sillón y abrió las lonas de la puerta, pero se paró en seco. Había un hombre sentado en el suelo, justo delante de ella.

Gawyn se puso de pie con rapidez, tan apuesto como Egwene lo recordaba. No era guapo, como su hermanastro. Gawyn era más sólido, más… tangible. Qué increíble que esas peculiaridades lo hicieran más atractivo para ella que Galad, que era más como un ser irreal, un personaje de leyenda y relatos. Como una estatuilla de cristal que se pone en una repisa para admirarla, pero sin tocarla nunca.

Gawyn era diferente. Apuesto, con ese lustroso pelo rojizo y esos ojos tan dulces. Y, mientras que Galad nunca se angustiaba por nada, el interés de Gawyn lo hacía más auténtico; al igual que su habilidad para cometer errores, por desgracia.

—Egwene —empezó mientras se colocaba bien la espada y se sacudía el polvo de las perneras del pantalón.

¡Luz! ¿Es que había dormido allí, delante de la tienda? El sol se encontraba a mitad de camino del zenit. ¡Ese hombre habría tenido que ir a descansar un poco!

Reprimió la preocupación y la intranquilidad por él. No era el momento de actuar como una muchachita perdidamente enamorada, sino como la Amyrlin.

—Gawyn —dijo a la par que levantaba una mano para que no se acercara a ella—. Ni siquiera he empezado a plantearme qué hacer contigo. Hay otros asuntos que demandan mi atención. ¿Se ha reunido la Antecámara como ordené?

—Creo que sí —respondió él, que se volvió para mirar hacia el centro del campamento.

A través de los achaparrados árboles apenas se alcanzaba a ver desde allí la gran tienda de reuniones de la Antecámara.

—En tal caso, he de presentarme ante las Asentadas. —Egwene respiró hondo y echó a andar.

—No. —Gawyn se interpuso en su camino—. Egwene, tenemos que hablar.

—Después.

—¡No, después no, maldita sea! Llevo meses esperando. Necesito saber qué hay entre nosotros. Necesito saber si tú…

—¡Basta!

Él se quedó petrificado. ¡No iba a permitir que la atrapara en esos ojos! En ese momento no.

—He dicho que aún no he analizado mis sentimientos —continuó Egwene con frialdad—. Y lo dije en serio.

Gawyn tensó la mandíbula.

—No me creo ese sosiego Aes Sedai, Egwene. No lo creo si tus ojos hablan con más sinceridad. He sacrificado…

—¿Que tú has sacrificado? —lo interrumpió, dejando que la voz denotara un poco de ira—. ¿Y lo que yo he sacrificado para reconstruir la Torre Blanca? Unos sacrificios que menoscabasteis al actuar en contra de mis expresos deseos. ¿Es que Siuan no te dijo que había prohibido que se intentara un rescate?

—Lo hizo —repuso con tirantez—. ¡Pero estábamos preocupados por ti!

—Bien, pues, esa preocupación era el sacrificio que yo exigía, Gawyn —replicó, exasperada—. ¿Es que no ves la poca confianza que has demostrado tener en mí? ¿Cómo voy a confiar en ti si vas a desobedecerme para estar más tranquilo?

Gawyn no parecía avergonzado, sólo desconcertado. Lo cual era una buena señal; como Amyrlin necesitaba un hombre que le hablara con franqueza. En privado. Pero en público necesitaba a alguien que la respaldara. ¿Es que no se daba cuenta?

—Me amas, Egwene —insistió, obcecado—. Lo noto.

—Egwene la mujer te ama —contestó—. Pero Egwene la Amyrlin está furiosa contigo. Gawyn, si vas a estar conmigo tendrás que estar con ambas, la mujer y la Amyrlin. Esperaba que tú, un hombre adiestrado para ser el Primer Príncipe de la Espada, supieras asumir esa distinción.

Gawyn desvió la vista.

—¿No lo crees, verdad? —preguntó Egwene.

—¿El qué?

—Que soy la Amyrlin. No aceptas ese título.

—Lo estoy intentando —admitió él, que volvió a mirarla—. Pero, por la Luz bendita, Egwene, cuando nos separamos sólo eras una Aceptada, y de eso no hace tanto tiempo. ¿Y ahora te han nombrado Amyrlin? No sé qué pensar.

—¿Y tampoco te das cuenta de cómo esta falta de convicción que demuestras está minando lo que hubiera podido haber entre nosotros?

—Puedo cambiar. Pero tienes que ayudarme.

—Que es por lo que quería hablar después. ¿Vas a dejarme pasar?

Gawyn se apartó a un lado con renuencia.

—Esta conversación no ha terminado —le advirtió a Egwene—. Por fin he tomado una decisión sobre algo y no estoy dispuesto a dejar de intentarlo hasta conseguirlo.

—Estupendo. —Egwene lo dejó atrás—. Ahora no puedo dedicarle tiempo a eso. He de ir a dar la orden a gente que me importa que ataque a otro grupo de gente que me importa.

—De modo que vas a hacerlo, ¿verdad? —dijo a su espalda Gawyn—. Corren por el campamento ciertas especulaciones. Han llegado a mis oídos a pesar de que apenas me he movido de aquí en toda la mañana. Hay quien cree que ordenaste a Bryne atacar la ciudad.

Egwene vaciló.

—Sería una lástima que ocurriera eso —continuó él—. Tar Valon me trae sin cuidado, pero creo saber cómo repercutiría en ti atacar la ciudad.

Egwene se volvió hacia él.

—Haré lo que deba hacerse, Gawyn —dijo, mirándolo a los ojos—. Por el bien de las Aes Sedai y de la Torre Blanca. Aunque sea doloroso. Aunque me desgarre por dentro. Lo haré si hay que hacerlo. Siempre.

Gawyn asintió despacio con la cabeza, y Egwene se encaminó hacia el pabellón situado en el centro del campamento.

—Fue culpa tuya, Jesse —dijo Adelorna, todavía con los ojos enrojecidos.

Había perdido un Guardián la noche anterior, igual que muchas otras. Pero también era dura como un feroz sabueso y saltaba a la vista que estaba decidida a no manifestar su dolor.

Jesse Bilal se calentó las manos en la taza de infusión de grosella espinosa, sin dejarse espolear por la otra mujer. La pregunta de Adelorna era inevitable; y tal vez Jesse merecía la reprimenda. Todas ellas la merecían, por supuesto, ya fuera de un modo u otro. Excepto, quizás, Tsutama, que por aquel entonces no era cabeza de su Ajah. En parte, ésa era la razón de que no se hubiera invitado a la mujer a esa reunión en particular. Eso, y el hecho de que el Ajah Rojo no gozaba del favor de los otros en ese momento.

En el cuarto pequeño y hacinado apenas cabían las cinco sillas y la estufa de leña colocada contra la pared y de la que irradiaba un agradable calorcillo. No quedaba sitio para una mesa y, menos aún, una chimenea; sólo había el espacio justo para cinco mujeres. Las más poderosas del mundo. Y, por lo visto, las más estúpidas.

Formaban una penosa hermandad esa mañana, la que siguió al mayor desastre en la historia de la Torre Blanca. Jesse echó una ojeada a la Aes Sedai que tenía al lado; Ferane Neheran —Razonadora Mayor del Blanco— era una mujer baja y gruesa que, cosa extraña entre las Blancas, a menudo se mostraba más temperamental que lógica. Ese día era una de tales ocasiones y permanecía sentada, ceñuda y cruzada de brazos; había rechazado una taza de infusión.

Junto a ella se encontraba Suana Dragand, Tejedora Mayor del Ajah Amarillo. Era fornida y tenía la barbilla prominente, muy en consonancia con su naturaleza inquebrantable. Adelorna, la que había acusado a Jesse, se hallaba sentada a su lado. Nadie podía reprochar a la Capitán General su resentimiento, precisamente a ella, que había sido azotada por Elaida y que la pasada noche había estado a punto de morir a manos de los seanchan. La esbelta mujer tenía un aspecto desaliñado, algo inusual en ella, con el pelo recogido en un moño práctico y el blanco vestido todo arrugado.

La última mujer que se hallaba en el cuarto era Serancha Colvine, Primera Agregada del Ajah Gris. Tenía el cabello castaño claro y el rostro con ese gesto perpetuo y tan peculiar que le daba aspecto de acabar de probar algo muy amargo, aunque ese día se acentuaba más que nunca.

—Tiene su punto de razón, Jesse —intervino Ferane, el tono lógico en claro contraste con su evidente disgusto—. Fuiste tú la que sugirió este curso de acción.

—«Sugerir» en un término exagerado. —Jesse tomó un sorbo de la infusión—. Me limité a mencionar que en algunos de los documentos más… privados de la Torre se menciona que en ocasiones gobernaron las cabezas de los Ajahs, en vez de la Amyrlin. —Las cabezas de los Ajahs tenían conocimiento de la existencia del decimotercer depósito, si bien no tenían permiso para visitarlo a menos que fueran asimismo Asentadas. Eso no impedía que casi todas ellas recurriesen a sus Asentadas para conseguir la información que precisaran—. Puede que yo haya actuado como mensajera, pero con frecuencia tal es el papel de las Marrones. Ninguna se mostró tan indecisa para que hiciera falta «obligarla» a seguir este curso de acción.

El razonamiento de Jesse provocó unas cuantas miradas de soslayo, y las mujeres aprovecharon para examinar con gran atención el contenido de sus tazas. Sí, todas estaban implicadas, y eran conscientes de ello. Jesse no cargaría con la responsabilidad de aquel desastre.

—De poco sirve echarle la culpa a nadie. —Suana procuró mostrarse conciliadora, aunque había un timbre de amargura en su voz.

—No voy a conformarme con tanta facilidad —gruñó Adelorna. Algunas Aes Sedai reaccionaban con tristeza a la pérdida de un Guardián; otras, con ira. No cabía duda por cuál de las dos se inclinaba la Verde—. Se ha cometido un error muy, muy grave. La Torre Blanca arde, la Amyrlin ha sido capturada por los invasores, y el Dragón Renacido sigue recorriendo el mundo sin ningún tipo de trabas. ¡Muy pronto todas las naciones sabrán nuestra desgracia!

—¿Y de qué servirá culparnos las unas a las otras? —repuso Suana—. ¿Tan infantiles somos que nos pasaremos toda la reunión discutiendo sobre cuál de nosotras acabará colgada con tal de eludir nuestra propia responsabilidad?

Jesse agradeció con un gesto las palabras de la robusta Amarilla. Ni que decir tiene que Suana había sido la primera de las cabezas de los Ajahs en acceder al plan de Jesse, por lo que era la siguiente en la fila de la metafórica horca.

—Tienes razón. —Serancha bebió un sorbo de la taza—. Hemos de hacer las paces entre nosotras. La Torre necesita liderazgo y no vamos a conseguirlo en la Antecámara.

—También en eso tenemos parte de culpa —admitió Ferane, que parecía disgustada.

Era cierto. Al principio el plan les había parecido brillante. La división de la Torre, la marcha de tantas en rebelión y la elección de una nueva Amyrlin no había sido culpa de ellas. Pero sí presentó varias oportunidades; la primera fue la más fácil de aprovechar: enviar Asentadas a las rebeldes para guiarlas y acelerar la reconciliación. Se eligió a las Asentadas más jóvenes, con sus reemplazos en la Torre destinadas a servir sólo durante un corto plazo. Las cabezas de los Ajahs estaban seguras de que ese escarceo de rebelión se sofocaría con facilidad.

No se lo habían tomado del todo en serio. Ése fue su primer error. El segundo fue más grave. Era cierto que hubo momentos en el pasado en que las cabezas de los Ajahs —no la Sede Amyrlin ni la Antecámara de la Torre— habían dirigido a las Aes Sedai. En secreto, por supuesto, pero con excelentes resultados. Vaya, pero si el mandato de Cemaile Sorenthaine habría desembocado en un completo desastre si las cabezas de los Ajahs no hubiesen intervenido. Y la actual situación parecía muy similar. Los días de la Última Batalla se aproximaban, eran tiempos muy especiales que requerían mucha atención. Atención de mujeres de mente lógica, con la cabeza en su sitio y mucha experiencia. Mujeres capaces de hablar en confianza y decidir el mejor curso que debía seguirse evitando las discusiones en las que se enredaba la Antecámara.

—¿Dónde os parece que nos equivocamos? —preguntó en tono sosegado Serancha.

Las mujeres guardaron silencio. Ninguna quería reconocer sin rodeos que el plan había sido contraproducente. Adelorna se recostó en la silla, cruzada de brazos y echando chispas, pero sin lanzar más acusaciones.

—Elaida —dijo Ferane—. Nunca fue muy… lógica.

—Un puñetero desastre, eso es lo que fue —rezongó Adelorna.

—No se debió sólo a eso —admitió Jesse—. Elegir directamente Asentadas que podíamos controlar para reemplazar a las que se enviaron con las rebeldes era una buena decisión, pero tal vez resultaba demasiado obvia. Las mujeres de nuestros Ajahs empezaron a sospechar; sé de varios comentarios que han hecho hermanas del Marrón. No pasamos tan inadvertidas como imaginamos.

—Sí —asintió Serancha—. Olía a conspiración, y eso hizo que las mujeres desconfiaran. Y además estaban las rebeldes, mucho más difíciles de controlar de lo que previmos.

Todas asintieron con la cabeza. Ellas, como Jesse, habían dado por sentado que, guiadas de forma adecuada, las rebeldes habrían vuelto a la Torre para pedir perdón. Esa división tendría que haber acabado sin más daños que unos cuantos egos heridos.

No habían contado con la resistencia ni la eficacia demostradas por las rebeldes. Todo un ejército que había aparecido alrededor de Tar Valon en mitad de una tormenta de nieve, dirigido por una de las mentes militares más preclaras de la era presente. Con una Amyrlin nueva y un cerco de una eficacia frustrante. ¿Quién lo habría imaginado? ¡Y algunas de las Asentadas enviadas habían empezado a apoyar más a las rebeldes que a la Torre Blanca!

«Jamás debimos permitir que Elaida disolviera el Ajah Azul —se dijo Jesse para sus adentros—. Las Azules podrían haberse sentido inclinadas a regresar, de no ser por eso. Sin embargo, la medida significaba tal deshonor que no dieron el brazo a torcer». Sólo la Luz sabía lo peligroso que era aquello; la historia estaba repleta de relatos sobre lo contumaces que las Azules podían llegar a ser para hacer las cosas a su manera, sobre todo si se las acorralaba.

—Creo que es hora de admitir que no hay esperanza de sacar adelante nuestros planes —dijo Suana—. ¿Estamos de acuerdo?

—Sí —contestó Adelorna.

Una tras otra, las hermanas asintieron con la cabeza, al igual que hizo la propia Jesse. Hasta en aquel cuarto resultaba difícil aceptar los errores, pero era hora de poner fin a los desatinos y empezar la reconstrucción.

—Esto tiene sus propios problemas en particular —dijo Serancha, ahora más sosegada la voz.

También las otras mujeres parecían más seguras de sí mismas. No es que esas cinco se fiaran entre ellas, pero estaban mucho más cerca de conseguirlo que cualquier otro grupo con autoridad en la Antecámara.

—Hay que ocuparse del asunto —añadió Ferane—. La división ha de subsanarse.

—La rebelión era contra Elaida —dijo Adelorna—. Si ya no es Amyrlin, entonces ¿qué razón hay para rebelarse y contra qué?

—Es decir, ¿que la abandonamos? —preguntó Jesse.

—Se lo merece —sentenció Adelorna—. Repitió una y otra vez que los seanchan no representaban una amenaza. Bien, pues, ahora paga por su irreflexión en sus propias carnes.

—El rescate de Elaida está fuera de nuestro alcance —añadió Ferane—. La Antecámara ya ha discutido este punto. La Amyrlin está perdida en alguna parte entre una masa de cautivas de los seanchan, y no tenemos ni los medios ni la información necesarios para intentar ese rescate.

«Y no digamos ya las pocas ganas de hacerlo», añadió para sus adentros Jesse. Muchas de las Asentadas que habían presentado esos temas a la Antecámara eran las que habían recibido castigos por orden de Elaida. Jesse no se contaba entre ellas, pero sí estaba de acuerdo en que Elaida se lo había buscado, aunque sólo fuera por haber empujado a los Ajahs a enzarzarse unos contra otros.

—En tal caso, hay que buscar alguien que la reemplace, pero ¿quién? —comentó Serancha.

—Ha de ser alguien fuerte —apuntó Suana—. Pero también cauta, a diferencia de Elaida. Una mujer en torno a la cual las hermanas formen una piña.

—¿Qué os parece Saerin Asnobar? —sugirió Jesse—. Últimamente ha demostrado una gran sabiduría y es una persona que cae bien a todas.

—Tenías que elegir a una Marrón, claro —dijo Adelorna.

—¿Y por qué no? —preguntó desconcertada Jesse—. Imagino que todas sabréis lo bien que actuó al asumir el mando durante el ataque de anoche.

—Seaine Herimon encabezó su propia resistencia —intervino Ferane—. Diría que el momento actual pide una mujer que tenga un temperamento desapasionado para dirigirnos. Alguien que nos ofrezca una guía racional.

—Tonterías —argumentó Suana—. Las Blancas son demasiado impasibles, no queremos distanciadas a las hermanas, sino que queremos reunirlas. ¡Sanarlas! Vaya, una Amarilla…

—Estáis olvidando algo —intervino Serancha—. ¿Qué hace falta ahora? Una reconciliación. El Ajah Gris es el que se ha dedicado durante siglos a practicar el arte de la negociación. ¿Quién mejor que una Gris para encargarse de una Torre dividida y del propio Dragón Renacido?

Adelorna apretó con fuerza los antebrazos de la silla e irguió la espalda. Las otras empezaban también a ponerse en tensión y, cuando Adelorna abrió la boca para hablar, Jesse se le adelantó.

—¡Basta! —espetó—. ¿Es que vamos a pelearnos como ha estado haciendo la Antecámara toda la mañana? ¿Empecinarnos en que cada Ajah proponga a sus propios miembros y que los demás los rechacen, sin más?

El cuarto volvió a sumirse en el silencio. Era verdad; la Antecámara había estado en sesión durante horas y acababa de hacer un corto receso. Ningún Ajah se acercaba ni de lejos a obtener el respaldo necesario para una de sus candidatas. Las Asentadas no admitirían a ninguna que perteneciera a otro Ajah; había mucha animosidad entre ellas. ¡Luz, que desastre!

—Lo ideal sería una de nosotros cinco —sugirió Ferane—. Tendría sentido.

Las cinco se miraron y Jesse vio la respuesta a esa propuesta en los ojos de las demás. Eran las cabezas de los Ajahs, las mujeres más poderosas del mundo. En aquel momento estaban equilibradas en poder y, aunque se fiaran entre sí más que la mayoría, no habría forma de que ninguna permitiera el ascenso a la Sede Amyrlin de la cabeza de otro Ajah. Sería otorgarle a esa mujer demasiado poder. Tras el fracaso de su plan, la confianza había menguado más si cabía.

—Si no tomamos pronto una decisión, la Antecámara podría hacerlo por nosotras —apuntó Suana.

—Bah. —Adelorna agitó una mano en un gesto de desdén—. Están tan divididas que ni siquiera son capaces de ponerse de acuerdo en el color que tiene el cielo. Las Asentadas no tienen ni idea de lo que hacen.

—Al menos algunas de nosotras no elegimos Asentadas que eran demasiado jóvenes por muchos años de diferencia para ocupar un puesto en la Antecámara —arguyó Ferane.

—¿De veras? —dijo Adelorna—. ¿Y cómo solventaste tú eso, Ferane? ¿Eligiéndote a ti misma como Asentada?

Los ojos de Ferane se desorbitaron por la ira. No era una buena idea buscarle las vueltas a esa mujer.

—Todas cometimos errores —se apresuró a intervenir Jesse—. Muchas hermanas que elegimos eran peculiares. Queríamos mujeres que hicieran exactamente lo que deseábamos, pero en cambio nos encontramos con un grupo de mocosas pendencieras con una exagerada opinión de sí mismas y demasiado inmaduras para influir en mentes más moderadas.

Adelorna y Ferane pusieron todo su empeño en no mirarse la una a la otra.

—Esto nos sigue dejando con un problema sin resolver —intervino Suana—. Necesitamos una Amyrlin. La labor de sanar las heridas abiertas ha de empezar enseguida, cueste lo que cueste.

—Para ser sincera, no se me ocurre ninguna mujer a la que apoyaría un número suficiente de Asentadas —apuntó Serancha al tiempo que movía la cabeza en un gesto de negación.

—A mí sí —manifestó Adelorna casi en un susurro—. Hoy se la mencionó en la Antecámara varias veces. Sabéis a quién me refiero. Es joven y sus circunstancias son insólitas, pero en el momento actual todo es anómalo.

—No sé —dijo Suana, con el entrecejo fruncido—. Se la mencionó, sí, pero por aquellas que tienen motivos que no son de fiar.

—Saerin parece estar muy impresionada con ella —admitió Jesse.

—Es demasiado joven —argumentó Serancha—. ¿No acabamos de recriminarnos el haber elegido Asentadas sin suficiente experiencia para ese puesto?

—Es joven, sí —convino Ferane—, pero tendrás que admitir que tiene cierto… talento natural. No se me ocurre de nadie en la Torre que le plantara cara a Elaida con tanta energía como ella. ¡Y nada menos que encontrándose en su situación!

—Habéis oído los informes de lo que hizo durante el ataque —agregó Adelorna—. Puedo confirmar que son ciertos. Yo estuve con ella casi todo el tiempo.

Jesse se sorprendió al oír las palabras de la Verde. No había caído en la cuenta de que Adelorna se hallaba en el nivel veintidós durante la batalla.

—Seguro que es una exageración todo lo que se ha contado —dijo la Marrón.

—No, no lo es —Adelorna reforzó la negación con la cabeza—. Parece increíble, pero… En fin, ocurrió. Todo, de principio a fin.

—Las novicias casi la adoran —informó Ferane—. Si las Asentadas no aceptarían a una hermana de otro Ajah, ¿qué me decís de una mujer que nunca ha elegido uno, una mujer que tiene cierta experiencia (por injustificada que sea) en asumir esa posición de la que hablamos?

Jesse se sorprendió a sí misma haciendo un gesto de asentimiento. Mas ¿cómo se había ganado la joven rebelde tanto respeto de Ferane y Adelorna?

—Tengo mis dudas —dijo Suana—. Me parece otra decisión precipitada.

—¿No eras tú la que decía hace un momento que hemos de sanar las heridas de la Torre al precio que sea? —inquirió Adelorna—. ¿De verdad se te ocurre un modo mejor de conseguir que las rebeldes vuelvan con nosotras? —Se volvió hacia Serancha—. ¿Cuál es el mejor método de aplacar a un grupo desairado? ¿No sería contemporizar, ceder un poco ante ellas reconociendo lo que han hecho bien?

—Tiene razón —admitió Suana. Torció el gesto y apuró de un trago lo que quedaba en la taza—. Luz, sí que tiene razón, Serancha. Debemos hacerlo.

La Gris las fue mirando de una en una.

—Imagino que no seréis tan necias para creer que a esa mujer la podréis llevar por donde queráis, ¿verdad? No pienso acceder a esto si nos estamos limitando a crear otra marioneta. Ese plan fracasó. Fracasó estrepitosamente.

—Dudo que volvamos a encontrarnos en tal situación —adujo Ferane con un atisbo de sonrisa—. Ésta no es de las que se dejan intimidar. No tenéis más que ver cómo afrontó las medidas coercitivas de Elaida.

—Sí —asintió Jesse, que de nuevo se sorprendió a sí misma—. Hermanas, si aceptamos esta propuesta, habremos puesto fin a nuestro sueño de gobernar en la sombra. Para bien o para mal, estaremos eligiendo una Amyrlin de carácter firme.

—Yo, por mi parte, creo que es una idea espléndida —manifestó Adelorna—. Esto ya ha durado más de la cuenta.

Una a una, las demás dieron su consentimiento.

Siuan se encontraba de pie, inmóvil, bajo las ramas de un pequeño roble. El árbol estaba rodeado por el campamento y su sombra se había convertido en un espacio frecuentado por Aceptadas y novicias para tomar la comida. En aquel momento no había ninguna dedicada a esa actividad; las hermanas, demostrando un buen juicio extraordinario en esta ocasión, les habían encargado tareas para tenerlas ocupadas y que no se congregaran alrededor de la tienda donde se reunía la Antecámara.

Por ende, Siuan se encontraba sola y vio a Sheriam cerrar las lonas de la entrada al gran pabellón; ahora que Egwene había vuelto, la Guardiana tenía de nuevo autorización para asistir a las asambleas. Fue fácil percibir el tejido de una salvaguardia para evitar que alguien escuchara a escondidas, de forma que la reunión quedaba sellada para la Llama y excluía a gente curiosa con ganas de fisgar.

Una mano se posó en el hombro de Siuan, pero ella no se sobresaltó; el vínculo la había apercibido de la cercana presencia de Bryne. El general caminaba con sigilo, aunque no fuera necesario; iba a ser un excelente Guardián.

El hombre se situó a su lado, sin quitarle la mano del hombro, y ella se permitió el lujo de dar un paso que la acercó un poco más a él. La estatura y la fuerza de Bryne hacían que se sintiera cómoda. Era como saber que, aunque en el cielo atronara la tormenta o el mar se embraveciera, el casco de tu barco estaba calafateado y las velas fabricadas con la tela más fuerte.

—¿Qué creéis que les dirá? —preguntó Bryne con voz contenida.

—Para ser sincera, no tengo ni idea. Podría exigir mi neutralización, supongo.

—Dudo que lo haga. No es una persona vengativa. Además, sabe que actuasteis convencida de que hacíais lo que debíais hacer. Por su propio bien.

—A nadie le gusta que se desobedezcan sus órdenes —argumentó Siuan con una mueca—. Y a la Amyrlin menos que a nadie. Pagaré un precio por lo de anoche, Bryne. Tienes razón en que probablemente no sea de forma pública, pero me preocupa haber perdido la confianza de la chica.

—¿Y mereció la pena ese precio?

—Sí. No se daba cuenta de lo poco que faltaba para que esta pandilla se le escabullera de las manos. Tampoco sabíamos con seguridad que estuviera a salvo en la Torre durante el ataque. Si hay algo que mi pertenencia a la Torre Blanca me ha enseñado, es que hay que hacer cada cosa a su tiempo: hay momentos para reunirse y hacer planes, pero también los hay para actuar. Y no se puede esperar siempre a tener la certeza de saber cuál de ellos es.

A través del vínculo percibió que Bryne sonreía. Luz, qué bueno era tener de nuevo un Guardián. No se había dado cuenta de lo mucho que había echado de menos ese reconfortante núcleo de emociones en el fondo de la mente. Esa estabilidad. Los varones no pensaban igual que las mujeres, y las cosas que a ella le parecían complicadas y confusas, para Bryne eran sencillas y evidentes. Tomar una decisión y adelante. Había una claridad útil en la forma de razonar del hombre. Lo cual no significaba que no fuera complicado, sino menos inclinado a lamentar las decisiones que ya había tomado.

—¿Y qué hay de lo demás por lo que habéis pagado? —preguntó Bryne.

Siuan notó la incertidumbre, la preocupación del hombre. Se volvió hacia él, divertida.

—Qué tonto eres, Gareth Bryne.

El general frunció el entrecejo.

—Vincularte nunca fue un precio que tuviera que pagar. Pase lo que pase por este fiasco, ese aspecto de los acontecimientos de anoche fue en mi provecho, pura y simplemente.

Él soltó una risita.

—Bueno, en tal caso habré de asegurarme muy bien de que mi segunda condición sea un desatino mayor.

«Tripas de pescado», pensó Siuan. Casi se le había olvidado esa otra parte. Aunque no era probable que Bryne se lo planteara, sin embargo.

—¿Y cuándo piensas pedirme esa otra condición?

Él no contestó de inmediato, sino que se quedó mirándola mientras se frotaba el mentón.

—¿Sabéis? Creo que, de hecho, ahora os entiendo, Siuan Sanche —dijo después—. Sois una mujer de honor. Lo que pasa es que las exigencias que os hagan otros nunca serán más duras o más rigurosas que las que vos misma os hacéis. Con vuestro sentido del deber, tenéis con vos misma una deuda autoimpuesta de tal magnitud que dudo que haya ser humano capaz de saldarla.

—Cualquiera que oyera eso pensaría que estoy centrada en mí misma.

—Por lo menos no os he comparado otra vez con un jabalí.

—¡De modo que crees que soy egocéntrica! —exclamó.

Maldito hombre. Seguro que estaba notando que su comentario le había molestado y que no discutía porque sí. ¡Maldito otra vez!

—Sois una mujer obstinada, Siuan Sanche, empeñada en salvar al mundo de sí mismo. Y por ello os resulta tan sencillo restar importancia a este o aquel juramento.

Siuan hizo una profunda inhalación.

—Esta conversación se vuelve tediosa a marchas forzadas, Gareth Bryne —manifestó ella—. ¿Vas a decirme cuál es tu otra petición o me harás esperar más?

El hombre la miró a la cara durante unos segundos, pensativo, y entonces soltó:

—Bueno, francamente, estoy pensando pediros que os caséis conmigo.

Siuan parpadeó, estupefacta. ¡Luz! El vínculo revelaba que era sincero.

—Pero sólo después de que os hayáis convencido de que el mundo puede cuidar de sí mismo. No estaré dispuesto hasta entonces, Siuan. Habéis dedicado la vida a un propósito. Me ocuparé de que sobreviváis a esa empresa y espero que, cuando haya acabado, estéis dispuesta a dedicar la vida a otra cosa.

Siuan se sobrepuso a la estupefacción. No iba a permitir que un estúpido hombre la dejara sin habla.

—Bien —empezó merced a un esfuerzo—, después de todo veo que tienes sentido común. Veremos si accedo o no a esa «petición». Lo pensaré.

Bryne rió entre dientes mientras Siuan se volvía para mirar el pabellón y esperar que Egwene reapareciera. Ese hombre percibía la sinceridad en ella, igual que ella la sentía en él. ¡Luz! Ahora entendía la razón de que fuera tan frecuente el matrimonio entre las Verdes y sus Guardianes. Sentir el cariño del hombre por ella mientras ella sentía lo mismo por él le provocaba vértigo.

Era un pedazo de tonto. Y ella no lo era menos. Movió la cabeza con pesar, pero se dejó llevar y se echó hacia atrás para apoyarse un poco en él, y Bryne volvió a ponerle la mano en el hombro. Con suavidad, no con fuerza. Dispuesto a esperar. Él sí la entendía.

Egwene se encontraba delante de un grupo de rostros inexpresivos que disimulaban muy bien la ansiedad. Por costumbre, había ordenado a Kwamesa que tejiera una salvaguardia contra escuchas a escondidas, ya que la Gris de nariz afilada era la más joven de las Asentadas que había en la gran tienda. El pabellón casi parecía desierto al haber tan pocos sitios ocupados. Eran doce, dos de cada Ajah; tendría que haber habido tres de cada uno, pero todos los Ajahs habían mandado una Asentada en la representación diplomática a la Torre Negra. Las Grises ya habían reemplazado a Delana con Naorisa Cambral.

Doce Asentadas, además de Egwene y la otra mujer. Egwene no miraba a Sheriam, que se había sentado en su sitio, a un lado de la tienda. Sheriam parecía preocupada cuando entró. ¿Habría adivinado lo que Egwene sabía? No, imposible. De ser así no habría acudido a la reunión.

Con todo, ser consciente de que estaba allí —y saber lo que era— la ponía nerviosa. Con el caos del ataque de los seanchan, Siuan no había podido vigilar a la Guardiana. ¿Por qué llevaba esa mujer un vendaje en la mano izquierda? Egwene no se tragaba la explicación del accidente mientras cabalgaba, que el dedo meñique se le había enganchado en las riendas. ¿Por qué había rehusado la Curación? ¡Maldita Siuan! ¡En lugar de vigilar a Sheriam había ido a raptarla a ella!

La Antecámara guardó silencio; las mujeres esperaban ver la reacción de Egwene a su «liberación». Romanda, con vestido amarillo y el cabello peinado en un moño, estaba sentada con aire remilgado; exudaba satisfacción. Por el contrario, Lelaine —sentada al otro lado de la tienda— parecía malhumorada, aunque procuraba actuar como si la complaciera el regreso de Egwene. Después de todo aquello por lo que había pasado en la Torre Blanca, Egwene encontraba aquel pique ridículo e intrascendente.

Hizo una profunda respiración y abrazó la Fuente. ¡Qué sensación tan grata! Se había acabado la amarga horcaria que reducía su fuerza en el Poder a un hilillo. Se había acabado el tener que buscar el Poder a través de otras mujeres para que le prestaran fuerza. Se había acabado necesitar un sa’angreal. Por delicioso que hubiera sido absorber saidar a través de la vara estriada, ser fuerte por sí misma resultaba mucho más satisfactorio.

Varias de las mujeres pusieron ceño ante esa acción y no pocas abrazaron la Fuente a su vez, como un gesto reflejo, al tiempo que miraban a su alrededor como esperando una amenaza.

—Eso no será necesario —les dijo Egwene—. Aún no. Soltad la Fuente, por favor.

Hubo cierta vacilación, pero —aparentemente— la aceptaban como la Amyrlin, y el brillo del Poder fue desapareciendo en una tras otra. Salvo en Egwene.

—Me alegra mucho ver que estáis de vuelta sana y salva, madre —dijo Lelaine. Había sorteado los Tres Juramentos al añadir «sana y salva».

—Gracias —respondió Egwene con sosiego.

—Dijisteis que teníais revelaciones importantes que hacer —intervino Varilin—. ¿Es en relación con el ataque seanchan?

Egwene buscó en el bolsillo de la falda y sacó lo que guardaba en él: una vara blanca, lisa, con la cifra tres inscrita en ella con la grafía de la Era de Leyenda, cerca de la base. Sonaron varios respingos.

Egwene tejió Energía en la Vara y a continuación dijo con voz clara:

—Por la Luz, juro no pronunciar una sola palabra que no sea verdad. —Sintió cómo penetraba en ella el juramento como algo físico, atirantándole la piel, produciéndole picazón. Hacer caso omiso de las molestias no era difícil; ese dolor no era nada comparado con todo lo que había soportado—. Por la Luz, juro no crear armas para que un hombre mate a otro. Por la Luz, juro no utilizar nunca el Poder Único como arma excepto contra los Engendros de la Sombra o, como último recurso, en defensa de mi vida, la vida de mi Guardián o la de otra hermana.

El silencio se adueñó de la Antecámara mientras Egwene deshacía el tejido. ¡Qué sensación tan extraña en la piel! Era como si alguien la hubiese estirado demasiado desde la base de la nuca y a lo largo de toda la columna vertebral, tirando y amarrándola en su sitio.

—Que a partir de ahora no vuelva a pensarse que puedo eludir el cumplimiento de los Tres Juramentos —anunció—. Que a partir de ahora deje de decirse que no soy una Aes Sedai de pleno derecho. —Ninguna de las presentes mencionó que no se había sometido a la prueba para obtener el chal. De cumplir ese requisito ya se encargaría otro día—. Y, ahora que me habéis visto utilizar la Vara Juratoria y sabéis que no puedo mentir, os revelaré algo. Durante el tiempo que he pasado en la Torre Blanca una hermana acudió a mí y me confió que era del Ajah Negro.

Las mujeres abrieron los ojos como platos y varias ahogaron una exclamación.

—Sí, ya sé que no nos gusta hablar de ellas, pero ¿alguna de nosotras puede afirmar con sinceridad que el Ajah Negro no existe? ¿Podéis cumplir los juramentos mientras aseguráis que jamás os habéis planteado la posibilidad (incluso la probabilidad) de que haya Amigas Siniestras entre nosotras?

Nadie osó desdecirla. Hacía calor en la tienda a pesar de lo temprano de la hora y el aire estaba cargado. Ni que decir tiene que ninguna de ellas sudaba, ya que sabían el antiquísimo truco para evitarlo.

—Sí, es vergonzoso —continuó Egwene—, pero se trata de una verdad que nosotras, como guías de nuestra gente, debemos admitir. No en público, desde luego, si bien entre nosotras no se debe soslayar. No permitiré que la misma infección de la Torre nos contagie aquí. Somos de diferentes Ajahs, pero tenemos un único propósito. Necesitamos saber que podemos confiar las unas en las otras de forma implícita, porque en este mundo hay muy pocas cosas más que inspiren confianza.

Egwene bajó la vista a la Vara Juratoria que horas antes había recogido de manos de Saerin; la frotó con el pulgar. «Ojalá hubieras dispuesto de esto cuando me visitaste, Verin —pensó—. Puede que no te hubiera salvado, pero me habría gustado intentarlo. Tu ayuda me habría venido bien». Alzó la vista hacia las mujeres.

—No soy una Amiga Siniestra —proclamó a las presentes en la Antecámara—. Y sabéis que es imposible que diga una mentira.

Las Asentadas parecían perplejas; bien, pues, enseguida entenderían a qué venía todo aquello.

—Es hora de ponernos a prueba —continuó—. A algunas mujeres perspicaces de la Torre Blanca se les ocurrió esta idea y tengo intención de extenderla. Ahora, por turno, cada una de nosotros utilizará la Vara Juratoria para liberarnos de los Tres Juramentos y después volveremos a prestarlos, por turno. Una vez comprometidas todas, estaremos en posición de prometer que no somos servidoras de…

Sheriam abrazó la Fuente, pero Egwene ya tenía previsto que lo hiciera, de modo que interpuso un escudo entre la Fuente y la mujer, y ésta dio un respingo. Berana gritó por la sorpresa y otras cuantas mujeres abrazaron el saidar al tiempo que miraban en derredor.

Egwene se volvió y miró a Sheriam a los ojos; la mujer tenía la cara casi tan roja como el cabello y respiraba con agitación, como un conejo con la pata atrapada en un lazo y los ojos desorbitados por el miedo. Se asía la mano vendada con fuerza…

«Oh, Sheriam —pensó Egwene—. Confiaba en que Verin se hubiera equivocado respecto a ti».

—Egwene —empezó Sheriam con desasosiego—, sólo iba a…

Egwene se acercó a ella.

—¿Eres del Ajah Negro, Sheriam? —le preguntó.

—¿Qué? ¡Pues claro que no!

—¿Estás en connivencia con los Renegados?

—¡No!

—¿Tienes el cabello pelirrojo?

—Por supuesto que no, yo jamás… —enmudeció, paralizada.

«Y gracias también por ese truco, Verin», pensó con un suspiro para sus adentros.

En la tienda se hizo un profundo silencio.

—Me equivoqué al hablar, desde luego —protestó Sheriam, que sudaba profusamente—. No sabía a qué pregunta respondía. No puedo mentir, por supuesto. Ninguna de nosotras puede…

Dejó la frase en el aire cuando Egwene alzó la Vara Juratoria.

—Demuéstralo, Sheriam. La mujer que acudió a mí en la Torre me dio tu nombre como una de las cabecillas del Ajah Negro.

Sheriam sostuvo la mirada a Egwene antes de hablar en voz queda y expresión afligida:

—Oh, vaya. ¿Y quién fue la que se presentó ante vos?

—Verin Mathwin.

—En fin. —Sheriam volvió a sentarse en la silla—. He de decir que jamás lo habría esperado de ella. ¿Cómo consiguió salvar los juramentos del Gran Señor?

—Bebió veneno —respondió Egwene, con el corazón en un puño.

—Muy lista. —La mujer pelirroja asintió en silencio—. Yo sería incapaz de hacer algo así. Jamás lo haría…

Egwene creó ligaduras de Aire con las que rodeó a Sheriam y después ató los tejidos antes de volverse hacia un grupo de mujeres incrédulas, pálidas. Algunas aterradas.

—El mundo se encamina a la Última Batalla —manifestó Egwene en tono severo—. ¿Acaso esperabais que nuestros enemigos nos dejaran en paz?

—¿Quién más? —susurró Lelaine—. ¿A quién más mencionó?

—A muchas otras. Entre ellas, Asentadas.

Moria se levantó de un brinco de la silla y corrió hacia la salida. Apenas logró dar dos pasos. Una docena de hermanas envolvieron a la antigua Azul con escudos y la inmovilizaron con tejidos de Aire. En cuestión de segundos, estaba suspendida en el aire, amordazada, mientras las lágrimas le corrían por el rostro ovalado.

Caminando alrededor de ella, Romanda chasqueó la lengua.

—Las dos del Azul —hizo notar—. Tienes una forma muy dramática de hacer revelaciones, Egwene.

—Cuando te dirijas a mí utilizarás el tratamiento de «madre», Romanda —ordenó Egwene, que bajó del estrado—. Y no es tan raro que haya un porcentaje más alto de Azules aquí, ya que todo el Ajah huyó de la torre Blanca. —Sostuvo en alto la Vara Juratoria—. La razón de que haya hecho las revelaciones de esta forma es muy sencilla. ¿Cómo habríais reaccionado si me hubiera limitado a acusarlas de pertenecer al Negro sin ofrecer pruebas?

—Tenéis razón en ambos puntos, madre —admitió Romanda, que asintió con la cabeza.

—En tal caso, presumo que no te importará ser la primera en prestar los juramentos de nuevo, ¿verdad?

Romanda sólo vaciló un instante y echó una mirada a las dos mujeres inmovilizadas con ligaduras de Aire. Casi todas las mujeres presentes en la tienda abrazaban la Fuente y se miraban unas a otras como si fueran a crecerles serpientes en el pelo en cualquier momento.

Romanda asió la Vara Juratoria y siguió los pasos que le indicó Egwene para librarse de los juramentos. Saltaba a la vista que el proceso era doloroso, pero la mujer aguantó con una inhalación controlada, sibilante.

Las otras observaban con atención, pendientes de una posible treta, pero Romanda renovó directamente los juramentos. Después le tendió la vara a Egwene.

—No soy una Amiga Siniestra —afirmó—. Y jamás lo fui.

—Gracias, Romanda —dijo Egwene mientras asía la Vara Juratoria—. Lelaine, ¿quieres ser la siguiente?

—Con mucho gusto —respondió la otra mujer, que probablemente sentía la necesidad de vindicar el buen nombre del Ajah Azul.

Una tras otra, las otras Asentadas abjuraron —soltando un jadeo o un siseo por el dolor— y después renovaron los juramentos y prometieron que no eran Amigas Siniestras. Egwene dejó escapar un quedo suspiro de alivio con cada juramento de las mujeres. Verin había admitido que habría hermanas a las que no había descubierto y que cabía la posibilidad de que Egwene desenmascarara a otros miembros del Negro entre las Asentadas.

Cuando Kwamesa, la última, le devolvió la Vara a Egwene y declaró no ser Amiga Siniestra, se produjo un perceptible alivio en la tensión que reinaba en la tienda.

—Muy bien. —Egwene regresó a la cabecera de la Antecámara—. A partir de ahora seguiremos adelante todas a una. Se acabaron las riñas. Se acabaron las peleas. Todas y cada una de nosotras queremos lo mejor para la Torre Blanca (y para el mundo) desde el fondo del corazón. Al menos entre nosotras doce existe la confianza.

»Una limpieza nunca es fácil y, a menudo, resulta dolorosa. Hoy nos hemos limpiado, pero lo siguiente que hemos de hacer será igualmente doloroso.

—¿Sabéis… los nombres de muchas más? —preguntó Takima, que por una vez no parecía distraída en absoluto.

—Sí. Más de doscientas en total, repartidas por todos los Ajahs. Aquí en el campamento, entre nosotras, hay alrededor de setenta. Tengo los nombres. —Había vuelto por la noche para recoger los libros de Verin que había dejado en su cuarto. Ahora se encontraban guardados a buen recaudo en su tienda, invisibles—. Propongo que las arrestemos, aunque no será tarea fácil ya que habrá que hacerlo a un tiempo.

Su mayor ventaja, aparte del factor sorpresa, sería la naturaleza desconfiada inherente al Ajah Negro. Verin y otras fuentes apuntaban que pocas hermanas Negras conocían más de un puñado de nombres de otras mujeres de su Ajah. Había toda una reseña en el libro sobre la organización del Negro y su sistema de grupos, llamados «núcleos», entre los cuales existía una mínima interacción a fin de mantener en secreto la identidad de sus miembros. Con suerte, ese mismo sistema retardaría la capacidad de reacción para que se dieran cuenta de lo que ocurría. Las Asentadas parecían sentirse amilanadas.

—En primer lugar —continuó Egwene—, anunciaremos que hemos de transmitir noticias importantes a todas las hermanas, pero que los soldados del campamento no deben oír lo que hablemos. Emplazaremos a las hermanas por Ajahs en este pabellón, que es lo bastante grande para que quepan unas doscientas personas. Distribuiré entre vosotras la lista de los nombres de todas las hermanas Negras. Cuando entre cada uno de los Ajahs, repetiré lo mismo que os he dicho a vosotras y les explicaré que todas tendrán que renovar los Tres Juramentos sosteniendo la Vara. Estaremos preparadas para apresar a las Negras que intenten escapar. Las ataremos y las dejaremos en la tienda de audiencias.

Esa tienda era más pequeña y se comunicaba a la Antecámara por un costado que podía cerrarse, de forma que las siguientes hermanas que entraran no verían a las cautivas.

—Tendremos que hacer algo con los Guardianes —advirtió Lelaine, sombría—. Imagino que habrá que dejar que pasen con ellas y estar preparadas para apresarlos también.

—Algunos serán asimismo Amigos Siniestros, pero no todos —informó Egwene—. Y desconozco quiénes sí y quiénes no. —Verin había dejado algunas notas sobre eso, pero no muchas, por desgracia.

—Luz, qué desbarajuste —masculló Romanda.

—Ha de hacerse —dijo la altiva Berana, que movió la cabeza.

—Y ha de hacerse con rapidez para que las hermanas Negras no tengan tiempo de escapar —recalcó Egwene—. Por si acaso, pondré sobre aviso a lord Bryne para que monte un perímetro de seguridad con arqueros y hermanas en las que confiemos para que detengan a cualquiera que intente huir. Sin embargo, esa medida sólo será eficaz para aquellas que no tengan fuerza suficiente para abrir un acceso.

—No debemos permitir que las cosas lleguen a ese extremo —manifestó Lelaine—. Una guerra dentro del propio campamento…

Egwene asintió con la cabeza en un gesto de conformidad.

—¿Y qué pasa con la Torre Blanca? —se interesó Lelaine.

—Una vez que hayamos limpiado nuestro grupo, entonces haremos lo que deba hacerse para reunificar a las Aes Sedai.

—¿Os referís a…?

—Sí, Lelaine. Me propongo lanzar un asalto a Tar Valon esta noche. Haced correr la noticia y comunicad a lord Bryne que tenga preparados a sus hombres. La noticia servirá para distraer a las hermanas Negras que hay entre nosotras y hará más difícil que se percaten de lo que nos traemos entre manos.

Romanda miró a Sheriam y a Moria, suspendidas en el aire a un lado de la tienda; las dos lloraban sin rebozo, silenciadas con mordazas de Aire.

—Ha de hacerse. Presento una moción a la Antecámara para emprender la acción sugerida por la Amyrlin.

La tienda se sumió en el silencio. Después, poco a poco, cada mujer se levantó y dio su consentimiento. Fue una decisión unánime.

—La Luz nos guarde —susurró Lelaine—. Y nos perdone por lo que estamos a punto de hacer.

«Es exactamente lo mismo que estoy pensando yo, punto por punto», añadió Egwene para sus adentros.

44

Efluvios desconocidos

¡El desfiladero de Tarwin es el lugar más indicado! —opinó Nynaeve.

Rand y ella cabalgaban por una calzada cubierta de maleza a través de los llanos de Maredo, acompañados por un destacamento de Aiel. Nynaeve era la única Aes Sedai presente. Narishma y Naeff, que iban casi en la retaguardia del grupo, tenían hosco el semblante; Rand había ordenado a sus Aes Sedai quedarse atrás. Últimamente Rand parecía decidido a reafirmar su independencia respecto a ellas.

Nynaeve montaba una yegua completamente blanca llamada Luz de luna que le habían asignado en los establos de Rand, en Tear. Aún le resultaba extraño que el chico tuviera su propio establo y más aún que tuviera uno en todas las ciudades más importantes del mundo.

—El desfiladero de Tarwin —dijo Rand, negando con la cabeza—. No. Cuanto más lo pienso, más me doy cuenta de que no tenemos que luchar allí. Lan me está haciendo un favor. Si puedo coordinar mi ataque con el suyo obtendremos una gran ventaja, pero no quiero desviar mis ejércitos hacia el desfiladero. Sería desaprovechar los recursos.

¿Desaprovechar los recursos? Lan se dirigía hacia el desfiladero como una flecha salida de un arco largo de Dos Ríos. ¡Se dirigía allí para morir! ¿Y Rand decía que ir en su ayuda sería un despilfarro? ¡Estúpido cabeza de chorlito!

Apretó los dientes e hizo un esfuerzo para calmarse. Ojalá discutiera con ella en lugar de usar esa actitud distante que había adoptado no hacía mucho, tan carente de emociones. Sin embargo, ella había visto liberarse a la bestia que llevaba agazapada dentro, y atemorizarla con sus bramidos. Como no sacara todas esas emociones pronto, al final acabarían devorándolo desde dentro.

Pero ¿cómo hacerlo entrar en razón? Había planteado un argumento tras otro, le había explicado y razonado cada uno de ellos, sin prisa y con claridad, durante el tiempo que habían pasado en Tear. Rand hizo caso omiso de todos ellos y dedicó los dos últimos días a reunirse con sus generales a fin de planear la estrategia para la Última Batalla.

Cada día que pasaba, Lan se acercaba un paso más a una batalla que no podía ganar y ella se ponía más nerviosa. Incluso había estado a punto de abandonar a Rand en varias ocasiones para cabalgar hacia el norte. Si Lan iba a librar un combate imposible, entonces quería estar junto a él. Pero se había quedado. ¡Se había quedado! ¡Así la Luz se llevara a Rand al’Thor! ¿De qué serviría ayudar a Lan si el mundo sucumbía frente a la Sombra debido a la obstinación de un pastor tozudo? ¡Cuánta cabezonería!

Se dio un fuerte tirón de la trenza. Las pulseras enjoyadas y los anillos que lucía en los dedos brillaron con la débil luz del sol. El cielo estaba encapotado, por supuesto; llevaba semanas así. Todos procuraban actuar como si no se dieran cuenta de lo anómalo de ese fenómeno atmosférico, pero Nynaeve aún percibía la tormenta que se formaba al norte.

¡Quedaba tan poco para que Lan llegara al desfiladero! Quisiera la Luz que se retrasara por los malkieri que hubieran acudido en su ayuda. ¡Luz, que no estuviera solo! Imaginó a Lan cabalgando hacia la Llaga para enfrentarse a las hordas de Engendros de la Sombra que infestaban su país natal…

—¡Tenemos que atacar allí! —insistió, espoleada por esa idea—. Ituralde dice que la Llaga es un hervidero de trollocs. El Oscuro está concentrando sus fuerzas. ¡Puedes apostar a que el grueso de las tropas se encontrará en el desfiladero, desde donde les será más fácil cruzar y atacar Andor y Cairhien!

—Ésa es la razón por la que no atacaremos en el desfiladero, Nynaeve —respondió Rand con voz fría, imperturbable—. No vamos a permitir que nuestro enemigo decida el campo de batalla. Lo peor que podemos hacer es combatir donde quieran ellos o donde esperan que lo hagamos nosotros. —Miró al norte—. Sí, dejemos que se congreguen. Me buscan, pero no pienso ponerles las cosas en bandeja entregándome. ¿Por qué luchar en el desfiladero de Tarwin? Tiene más sentido llevar al grueso de nuestras fuerzas directamente a Shayol Ghul.

—Rand —contestó Nynaeve, procurando hablar en tono razonable. ¿Acaso no veía lo razonable que era ella?—. Es de todo punto imposible que Lan haya logrado reunir un número suficiente de hombres para resistir un ataque en masa de los trollocs, sobre todo si consideramos que gran parte de los ejércitos de las Tierras Fronterizas andan dando tumbos por aquí, sabe la Luz por qué. ¡Los trollocs los desbordarán e invadirán las tierras!

La mención de los fronterizos provocó un endurecimiento en el gesto de Rand. Se dirigían a entrevistarse con sus emisarios.

—Y los trollocs invadirán las tierras —repitió Rand.

—¡Sí!

—Bien, eso los mantendrá ocupados mientras yo hago lo que debe hacerse.

—¿Y qué hay de Lan? —inquirió Nynaeve.

—Su ataque está bien posicionado. —Rand asintió con la cabeza—. Atraerá la atención de mis enemigos a Malkier y al desfiladero y creerán que estoy allí. Los Engendros de la Sombra no pueden utilizar los accesos, así que no están en condiciones de movilizarse tan rápido como yo. Cuando se enfrenten a Lan, yo ya me encontraré a su espalda y atacando el corazón del Oscuro.

»No abandonaré las tierras sureñas a su suerte, en absoluto. Cuando los trollocs arremetan en el desfiladero, se dividirán en pelotones para la invasión. Ése es el momento en que mis fuerzas, con Bashere a la cabeza, los atacarán. Viajarán a través de accesos para caer sobre cada grupo de trollocs por los flancos o por la retaguardia. De esa manera, seremos nosotros los que escojamos dónde presentar batalla, según nos convenga.

—¡Rand, Lan encontrará la muerte! —La ira que crispaba el rostro a Nynaeve se trocó en una expresión de terror.

—¿Quién soy yo para negársela? Todos nos merecemos una oportunidad para encontrar la paz.

Nynaeve se dio cuenta de que estaba boquiabierta. ¡Realmente Rand pensaba lo que decía! O al menos, intentaba convencerse de ello.

—Mi deber es acabar con el Oscuro —dijo Rand, casi para sí mismo—. Acabaré con él y luego moriré. Eso es todo.

—Pero…

—Basta ya, Nynaeve. —Rand habló con suavidad pero con ese peligroso tono ahora característico en él. No consentiría que lo presionara más.

Nynaeve se echó hacia atrás en la silla de montar, frenética, e intentó discurrir la forma de seguir insistiendo en el asunto. ¡Luz! ¿Es que Rand iba a dejar que la gente que vivía en las Tierras Fronterizas sufriera y muriera a manos de los trollocs? A ninguno de ellos les importaría si se derrotaba al Oscuro, pues estarían troceados y cocinándose en algún caldero trolloc. Eso haría que Lan y el resto de los malkieri lucharan solos, un pequeño ejército para resistir la acometida impetuosa de todos los monstruos que la Llaga pudiera escupir.

Los seanchan seguirían con su guerra al sur y al oeste. Los trollocs atacarían desde el norte y el este. Con el tiempo, ambas fuerzas se encontrarían. Andor y los otros reinos se convertirían en un gigantesco campo de batalla; la población —buena gente, como la de Dos Ríos— no tendría ninguna opción ante una guerra de tal envergadura. Todos acabarían aplastados.

¿Qué hacer para que eso cambiara? Tenía que pensar otra estrategia que influyera en Rand. En el fondo, todo estaba dirigido a un propósito: proteger a Lan. ¡Tenía que conseguirle ayuda!

El grupo cabalgaba por una planicie herbosa en la que se veía alguna granja de vez en cuando. Pasaron por delante de una que quedaba a la derecha, una alquería solitaria que no se diferenciaba mucho de las de Dos Ríos. Aun así, en Dos Ríos ella nunca había visto a un granjero observar a los viajeros con una hostilidad tan patente. El hombre de barba pelirroja, apoyado en una valla a medio terminar, vestía unos pantalones sucios y llevaba las mangas recogidas casi hasta los hombros. Había dejado el hacha —como al desgaire, pero bien a la vista— sobre unos troncos apilados junto a él.

Su labrantío había conocido tiempos mejores. A pesar de haber arado y labrado la tierra con esmero, sólo habían germinado unos brotes diminutos. Había trozos casi pelados allí donde, inexplicablemente, las semillas se habían negado a arraigar, y las pocas plantas que crecían tenían un color amarillento.

Un grupo de hombres más jóvenes arrancaba un tocón de un campo adyacente; pero, a los expertos ojos de Nynaeve, era evidente que no se ocupaban en ello. No habían puesto los aparejos al buey ni habían cavado la tierra alrededor del tocón para facilitar la tarea de tirar de él. Los palos esparcidos en la hierba eran demasiado recios y estaban muy bien trabajados para ser simples mangos de herramientas. Bastones de combate. La escena casi era cómica si se tomaba en consideración que Rand llevaba doscientos Aiel con él, pero significaba algo: esos hombres esperaban problemas y se preparaban para afrontarlos. Sin duda, ellos también notaban la tormenta.

Esta zona quedaba relativamente a salvo de los bandidos al estar cercana a las rutas comerciales y en el área de influencia de la ciudad de Tear; además, se hallaba situada lo bastante al norte para no verse involucrada en las pendencias entre Tear e Illian. Ése debería ser un lugar donde los granjeros no necesitaran convertir una buena madera en un bastón de combate, ni tampoco mirar a los desconocidos con la actitud alerta de quien espera un ataque.

Esa cautela les sería de gran ayuda cuando los trollocs llegasen hasta ellos, siempre y cuando los seanchan no los hubieran conquistado y alistado a la fuerza para entonces. Nynaeve se dio otro tirón de la trenza.

Sus pensamientos volvieron de nuevo hacia Lan. ¡Tenía que hacer algo! Pero no había manera de hacérselo entender a Rand. Tal como estaban las cosas, sólo quedaba el misterioso plan de Cadsuane. ¡Esa necia mujer se había negado a explicárselo! Nynaeve había dado el primer paso al ofrecerle colaboración y ¿cómo había reaccionado Cadsuane? Con una arrogancia desmedida, por supuesto. ¿Cómo había osado darle la bienvenida a su pequeño grupo de Aes Sedai como si fuera una chiquilla perdida en el bosque?

¿De qué modo ayudaría a Lan el encargo que le había hecho de descubrir el paradero de Perrin? Durante toda la semana pasada, Nynaeve había presionado a esa mujer para conseguir más información, pero había sido, en vano.

«Lleva a buen puerto esta tarea, pequeña, y tal vez te demos otras de más responsabilidad en el futuro —le había dicho Cadsuane—. Has demostrado ser muy terca a veces y eso es algo que no toleraremos».

Nynaeve suspiró. ¿Cómo se suponía que iba a descubrir dónde estaba Perrin? La gente de Dos Ríos no había sido de gran ayuda. Muchos de sus hombres seguían a Perrin, pero hacía tiempo que no los veían. Se encontraban en algún lugar del sur, probablemente en Altara o Ghealdan… Pero eso comprendía una amplia zona de búsqueda.

Debería haber imaginado que no sería fácil conseguir la respuesta en Dos Ríos. Era obvio que Cadsuane había intentado encontrar a Perrin por sí misma y había fracasado. Por eso le había dado esa tarea a ella. ¿Había encargado Rand a Perrin alguna misión secreta?

—Rand… —dijo Nynaeve. Un escalofrío le recorrió la espalda al ver que Rand murmuraba de nuevo entre dientes—. ¡Rand! —lo llamó otra vez, con más insistencia.

Él dejó de murmurar y la miró. Nynaeve tuvo la impresión de ver esa ira escondida muy dentro de él, un destello de irritación por haberlo interrumpido. Entonces desapareció, sustituido por el gélido y atemorizador control.

—¿Sí? —preguntó Rand.

—¿Sabes…? ¿Sabes dónde se encuentra Perrin?

—Le encomendé ciertas tareas y las está llevando a cabo —contestó Rand, que apartó la vista de ella—. ¿Por qué preguntas?

Mejor no mencionar a Cadsuane.

—Aún me preocupo por él. Y por Mat.

—¡Ah! —exclamó Rand—. Veo que estás muy poco acostumbrada a mentir, ¿no es así, Nynaeve?

Nynaeve se sonrojó por la vergüenza. ¿Cuándo había aprendido a interpretar tan bien a las personas?

—Me preocupo por él, Rand al’Thor —respondió—. Es una persona de naturaleza pacífica, sin pretensiones, y siempre se dejaba mangonear demasiado por los amigos.

¡Ea! Que Rand pensara sobre eso.

—Sin pretensiones… —dijo Rand pensativo—. Sí, supongo que sigue siendo así, pero ¿pacífico? Perrin ya no es muy… pacífico, que digamos.

Así que había mantenido contacto con Perrin no hacía mucho. ¡Luz! ¿Cómo lo sabía Cadsuane y cómo se le habían pasado por alto a ella esas comunicaciones?

—Rand, si Perrin está haciendo algo para ti, ¿por qué lo has mantenido en secreto? Me merezco…

—No he estado manteniendo reuniones con él, Nynaeve, cálmate —respondió Rand—. Hay ciertas cosas que sé, cosas sencillas, nada más. Estamos conectados los tres, Perrin, Mat y yo.

—¿Cómo? ¿A qué te…?

—No voy a decir nada más sobre ello, Nynaeve —la interrumpió Rand a mitad de la frase con suaves palabras.

Nynaeve volvió a acomodarse en la silla y apretó los dientes de nuevo. Las otras Aes Sedai hablaban de tener controladas las emociones, pero eso era porque ellas no trataban con Rand al’Thor, claro. Nynaeve también podría estar calmada si no se esperara de ella que se ocupara del hombre más necio y tozudo que pisaba la faz del mundo.

Avanzaron en silencio durante un tiempo, con el cielo encapotado sobre ellos como un lejano campo alfombrado de musgo gris y turba. El punto de encuentro con los fronterizos era un cruce de calzadas no muy lejano. Podrían haber Viajado directamente allí, pero las Doncellas habían convencido a Rand para que no lo hiciera y así recorrer el corto trecho que los separaba con más precaución. Viajar era sumamente práctico, pero también podía llegar a ser peligroso. Si los enemigos sabían dónde iba a aparecer uno, era posible abrir el acceso y verse emboscado por una línea de arqueros. Enviar por delante a los exploradores a través de los accesos tampoco era tan seguro como Viajar a un punto donde nadie te esperaba.

Los Aiel aprendían —y se adaptaban— con suma rapidez. Resultaba en verdad sorprendente. El Yermo era un lugar sin apenas diversidad; todo tenía el mismo aspecto, dondequiera que como fuera. Claro que ella también había oído comentar lo mismo sobre las tierras húmedas a algunos guardias Aiel.

La encrucijada a la que se dirigían no era importante desde hacía tiempo. Si Verin u otra hermana Marrón los hubieran acompañado, seguramente habrían sabido explicar la razón. Lo único que sabía Nynaeve era que el reino que antaño gobernaba esas tierras había desaparecido tiempo ha y que su único vestigio era la ciudad-estado de Far Madding. La Rueda del Tiempo giraba. Los reinos más grandes caían, se enmohecían y, con el tiempo, se convertían en tierras sin historia, sometidas el arado de los granjeros que se preocupaban por cultivar una buena cosecha de cebada. Había sucedido con Manetheren y también había sucedido allí. Las grandes calzadas por las que otrora avanzaba las legiones se habían convertido en olvidados caminos rurales faltos de mantenimiento.

Mientras seguían avanzando, Nynaeve hizo aminorar el paso a Luz de luna —dejando que Rand se adelantara— hasta quedar por fin a la altura de Narishma, el Asha’man de oscuro pelo trenzado y adornado con campanillas en las puntas. Vestía de negro, como la mayoría de los Asha’man, y los alfileres de la espada y el dragón brillaban en el cuello de la chaqueta. En los meses que llevaba vinculado como Gaidin, el chico había cambiado. Al mirarlo ya no veía a un muchacho joven, sino a un hombre con la gallardía de un soldado y la mirada cautelosa de un Guardián. Un hombre que había visto la muerte y se había enfrentado a los Renegados.

—Narishma, tú eres fronterizo —inició la conversación Nynaeve—. ¿Se te ocurre alguna razón para que tus coterráneos hayan abandonado sus puestos?

Narishma negó con la cabeza sin dejar de escrutar los alrededores.

—Yo era el hijo de un zapatero, Nynaeve Sedai. Nada sé sobre la nobleza. —Vaciló antes de añadir—: Además, ya no soy fronterizo.

Lo que quería dar a entender estaba claro. Protegería a Rand, sin importar lo mucho que pudieran tirar de él otras lealtades. Una manera de pensar muy propia de los Guardianes. Nynaeve asintió con la cabeza, despacio.

—¿Tienes alguna idea de con qué nos encontraremos?

—Mantendrán su palabra —respondió Narishma—. Un fronterizo moriría antes que romperla. Prometieron enviar una delegación para reunirse con el lord Dragón, y eso es lo que harán. Sin embargo, ojalá se nos hubiera permitido traer a nuestras Aes Sedai.

Los informes decían que el ejército fronterizo contaba con trece Aes Sedai. Un número peligroso. Justo el necesario para neutralizar a una mujer o amansar a un hombre. Un círculo de trece mujeres podía escudar a los encauzadores más poderosos. Rand había insistido en que no hubiera más de cuatro de las trece Aes Sedai en la delegación con la que se reuniría. A cambio, su propia comitiva no tendría más de cuatro encauzadores: dos Asha’man —Narishma y Naeff—, Nynaeve y él mismo.

Merise y las otras habían exhibido el equivalente Aes Sedai de un arrebato —lo que implicaba un buen número de gestos de descontento y de preguntas del tipo «¿Estáis seguro de querer hacer eso?»— cuando Rand les había prohibido que lo acompañaran.

—No parece que confíes en ellos —dijo Nynaeve al advertir la postura tensa del Asha’man.

—El lugar de un fronterizo se encuentra en las Tierras Fronterizas —respondió Narishma—. Yo era el hijo de un zapatero y aun así se me instruyó en el uso de la espada, la lanza, el arco, el hacha y la honda. Incluso antes de entrar a formar parte de los Asha’man, estaba capacitado para derrotar en un duelo a cuatro de cada cinco soldados sureños. Vivimos para defender, pero eso no ha sido óbice para que se marchen. Precisamente ahora, nada menos. Y con trece Aes Sedai. —Miró alrededor con esos ojos oscuros que tenía—. Quiero confiar en ellos. Los tengo por buena gente pero… La buena gente también es capaz de hacer cosas malas. Sobre todo cuando hay de por medio hombres que encauzan.

Nynaeve guardó silencio. Narishma tenía razón, aunque ¿por qué iban a querer hacer daño a Rand los fronterizos? Habían combatido las invasiones de la Llaga y los Engendros de la Sombra durante siglos y tenían la lucha contra el Oscuro grabada en el alma. No se volverían en contra del Dragón Renacido.

Había en los fronterizos un sentido especial del honor que podía llegar a ser frustrante, cierto, pero eso los hacía lo que eran. La reverencia que Lan sentía por su patria —sobre todo cuando muchos otros de sus compatriotas habían abandonado la identidad de su origen— era una de las razones por las que Nynaeve lo amaba.

«Oh, Lan. Encontraré a alguien que te ayude. No dejaré que cabalgues solo a las fauces de la Sombra».

Mientras se aproximaban a una pequeña loma verde, aparecieron varios Aiel que regresaban de explorar. Rand hizo que el grupo se detuviera y esperó que los exploradores vestidos con cadin’sor se acercaran a él. Varios de ellos llevaban ceñida a la frente la cinta roja con el antiguo símbolo de los Aes Sedai. A pesar de haber ido y vuelto corriendo al lugar de la reunión, ninguno estaba falto de aliento. Rand se inclinó sobre su montura.

—¿Han hecho lo que les dije? ¿No más de doscientos hombres y no más de cuatro Aes Sedai?

—Sí, Rand al’Thor, sí —respondió uno de los exploradores—. Se han ceñido admirablemente a tus condiciones. Tienen gran honor.

Nynaeve identificó el extraño sentido del humor Aiel en el tono de voz del explorador.

—¿Qué sucede? —preguntó Rand.

—Un hombre, Rand al’Thor —dijo el Aiel—. Su delegación se compone de un solo hombre. Un hombre bajo y escuálido, aunque da la impresión de saber bailar las lanzas. El cruce de calzadas está detrás de ese repecho.

Nynaeve miró hacia adelante. En efecto, ahora que sabía lo que buscaba, localizó otra calzada que se acercaba desde el sur; era de suponer que se juntaría con la suya al otro lado de la loma.

—¿Qué clase de trampa es ésta? —preguntó Naeff al tiempo que acercaba el caballo a Rand. Un gesto de preocupación apareció en el delgado rostro del Asha’man—. ¿Una emboscada?

Rand levantó la mano para pedir silencio. Taloneó su caballo castrado, y los exploradores fueron tras él sin protestar. Faltó poco para que Nynaeve se quedara atrás; Luz de luna era una yegua mucho más tranquila de lo que ella habría querido. Mantendría una pequeña conversación con el caballerizo mayor de Tear al regresar a la ciudad.

Rodearon el repecho y se encontraron con un cuadrado y polvoriento descampado de tierra lleno de antiguos agujeros para lumbres abiertos allí donde las caravanas se habían detenido a hacer noche. Una calzada más pequeña que la que ellos habían utilizado para llegar allí serpenteaba de norte a sur. Un solitario shienariano los esperaba en el lugar donde se cruzaban las calzadas. La melena grisácea le colgaba hasta los hombros y le enmarcaba un rostro enjuto —acorde con su complexión— surcado de huellas dejadas por el paso del tiempo. Tenía entrecerrados los ojos pequeños para escudriñar a la comitiva que se acercaba.

«¿Hurin?» se preguntó Nynaeve, sorprendida. No había visto al husmeador desde que la había acompañado de vuelta a la Torre Blanca tras los sucesos de Falme.

Rand sofrenó su caballo, con lo que Nynaeve y los Asha’man pudieron ponerse a su altura. Los Aiel se desplegaron como hojas impulsadas por una ráfaga de viento y tomaron posiciones para vigilar los alrededores de la encrucijada. Nynaeve estaba bastante segura de que los dos Asha’man habían asido la Fuente, y lo más probable es que Rand hubiera hecho otro tanto.

Hurin rebulló, nervioso. Seguía siendo tal como lo recordaba Nynaeve; tenía el pelo un poco más canoso, pero aún vestía las mismas ropas sencillas de color marrón y llevaba una espada corta y una quiebraespadas colgadas del cinto. Había atado su caballo a un tronco caído. Los Aiel miraban al animal con desconfianza, como otros mirarían una jauría de perros guardianes.

—¡Vaya, lord Rand! —llamó Hurin, nervioso—. ¡Sois vos! Bueno, con toda certeza habéis llegado alto, sí señor. Me alegro de…

Hurin se calló de golpe al sentir que algo lo levantaba en vilo. Se le escapó una exclamación de sorpresa cuando unos flujos invisibles de Aire lo pusieron cabeza abajo. Un escalofrío estremeció a Nynaeve. ¿Llegaría el día en que no la alteraría ver encauzar a hombres?

—¿Quién nos persiguió, Hurin, cuando nos quedamos atrapados en aquella lejana tierra sombría? ¿De qué nación eran los hombres a los que abatí con mi arco?

—¿Hombres? —preguntó Hurin, la voz semejante a un graznido—. ¡Lord Rand, en aquel lugar no había hombres! O al menos no vimos a ningún ser humano, si no contamos a lady Selene, claro. ¡Sólo recuerdo a aquellas bestias con apariencia de rana, las mismas que cabalgan los seanchan, por lo que cuenta la gente!

Rand hizo girar al hombre en el aire, y lo miró con ojos gélidos. Luego acercó su montura a él. Nynaeve y los Asha’man hicieron lo propio.

—¿No creéis que soy yo, lord Rand? —preguntó el husmeador, todavía colgado en el aire.

—Hoy día me cuestiono todo lo que tengo delante de los ojos —respondió Rand—. Supongo que los fronterizos te han enviado porque nos conocemos, ¿no?

Hurin, sudando a mares, asintió. Nynaeve sintió pena por él. El hombre era un ferviente admirador de Rand. Habían pasado juntos mucho tiempo persiguiendo a Fain y el Cuerno de Valere. En el viaje de vuelta a Tar Valon, Nynaeve se había librado pocas veces de que Hurin le contara las grandes hazañas realizadas por Rand. Verse tratado de esa manera por el hombre que idolatraba debía de ser muy duro para el enjuto husmeador.

—¿Por qué has venido solo? —preguntó Rand con calma.

—Bueno —suspiró Hurin—, os dijeron que… —Hurin dejó la frase a medias, al parecer distraído por algo. Husmeó sonoramente—. ¡Vaya, qué extraño! Nunca había olido algo así.

—¿Qué? —inquirió Rand.

—No lo sé —dijo Hurin—. El aire huele como… a mucha muerte, a mucha violencia, pero no es eso. Es algo más oscuro, más terrible.

El hombre se estremeció visiblemente. La habilidad de Hurin de husmear la violencia era una de esas rarezas que escapaban a la comprensión de la Torre. No era nada relacionado con el Poder pero, sin lugar a dudas, tampoco era algo natural. A Rand no parecía importarle lo que Hurin oliese.

—Dime por qué te han enviado sólo a ti, Hurin.

—Os lo estaba explicando, lord Rand. Bien, estamos aquí para discutir las condiciones.

—Condiciones relacionadas con el regreso de vuestros ejércitos donde deben estar —dijo Rand.

—No, lord Rand —respondió Hurin, incómodo—. Condiciones para concertar un encuentro de verdad con ellos. Supongo que esa parte de su misiva era algo ambigua. Dijeron que os podíais enfadar al llegar aquí y ver que sólo estaba yo.

—Se equivocaban —respondió Rand en un tono de voz tan quedo que Nynaeve tuvo que echarse hacia adelante para oír lo que decía—. Ya no me encolerizo, Hurin. No me es útil para nada. ¿Por qué tendría que haber condiciones para una reunión? Supuse que mi oferta de venir acompañado sólo por una pequeña fuerza sería aceptable.

—Bueno, lord Rand, veréis, de verdad desean reunirse con vos. En fin, que viajamos hasta aquí, incluso marchamos durante el puñetero invierno. Mis disculpas, Aes Sedai, pero fue un invierno en verdad muy puñetero. Y muy malo, aunque tardó mucho tiempo en llegarnos. Sea como sea, vinimos por vos, lord Rand. Así que, como veis, quieren reunirse con vos. Lo desean muchísimo.

—¿Pero…?

—Pero… Bien, la última vez que estuvisteis en Far Madding hubo…

Rand levantó un dedo y Hurin se calló. Todo a su alrededor se quedó en silencio; incluso los caballos daban la impresión de aguantar la respiración.

—¿Los fronterizos se encuentran en Far Madding?

—Sí, lord Rand. Tendréis que entrar dentro del ámbito de protección del Guardián, ¿comprendéis? Y…

Rand hizo un brusco gesto con la mano para hacer callar a Hurin. Un acceso apareció al momento. No obstante, no parecía llevar a Far Madding. Estaba abierto a la calzada por la que el grupo había transitado hacía unos momentos.

Rand liberó a Hurin y con un ademán indicó a los Aiel que dejaran que el hombre montara en su caballo. Acto seguido, entró con Tai’daishar en el acceso. ¿A qué venía eso? Todo el mundo lo siguió y, una vez que hubieron pasado, Rand creó un nuevo acceso, esta vez hacia una pequeña hondonada boscosa. Nynaeve creyó reconocerla. Era el lugar donde se habían detenido después de la visita a Far Madding con Cadsuane.

«¿Por qué el primer acceso?» se preguntó Nynaeve, desconcertada. De pronto, la respuesta le vino a la mente. No se necesitaba conocer el punto de partida si se Viajaba a un lugar no muy alejado, y Viajar a un sitio hacía que se conociera ese lugar lo suficiente como para abrir otro acceso desde allí.

Así pues, al Viajar primero un poco hacia atrás, Rand había memorizado el lugar tanto como para poder abrir un acceso a dondequiera que quisiera ir sin tener que esperar el tiempo necesario para aprender el lugar. Era una maniobra muy inteligente. Nynaeve se sonrojó por no haber caído antes en usar el tejido de esa manera. ¿Desde cuándo sabía Rand ese truco? ¿Acaso se lo había recordado esa… voz en su cabeza?

Rand dirigió a Tai’daishar hacia la hondonada, y los cascos del caballo levantaron las hojas caídas mientras se abría paso entre los matorrales.

Nynaeve lo siguió, procurando que su dócil yegua no se quedara rezagada. Ese jefe de establos la iba a escuchar, de eso no cabía duda. ¡Le arderían las orejas cuando acabara de hablar con él!

Hurin puso su caballo al trote, y los Aiel se situaron a su altura —y sutilmente a su alrededor— dando grandes zancadas. Llevaban los rostros velados, con las lanzas o los arcos en la mano. En cuanto dejaron atrás los árboles y matorrales de la hondonada, Rand detuvo a Tai’daishar en un lugar desde el que se divisaba la vetusta ciudad de Far Madding a través de la pradera que llevaba hasta ella.

No era enorme en comparación con las grandes urbes, ni tampoco bonita si se la comparaba con las maravillas construidas por los Ogier que Nynaeve había visto; pero, dentro de todo, era grande y albergaba bonitos edificios y antiguas reliquias. Situada en la isla de un lago, recordaba vagamente a Tar Valon y sólo se podía acceder a ella a través de tres puentes que cruzaban las plácidas aguas.

Un enorme ejército había levantado campamento alrededor del lago y tal vez cubría más terreno del que ocupaba la propia ciudad. Nynaeve contó docenas de enseñas, cada una en representación de una casa diferente. Había hilera tras hilera de caballos y las tiendas se extendían como las cosechas estivales, plantadas y organizadas a conciencia, a la espera de la siega. Era el ejército de las Tierras Fronterizas.

—He oído hablar de este lugar —dijo Naeff, que se había acercado a caballo; a pesar de llevar el pelo castaño oscuro bastante corto, el viento se lo alborotaba. Entrecerró los ojos con un gesto de descontento en la cara angulosa—. Es como un stedding, sólo que no tan seguro.

El enorme ter’angreal de Far Madding —al que se conocía como el Guardián— creaba unas burbujas intangibles que protegían a la gente de la ciudad y aislaban a los encauzadores, que no podían tocar el Poder Único. Había maneras de evitarlo mediante el uso de ter’angreal muy especializados… Y, por suerte, Nynaeve llevaba uno de ellos, aunque sólo sería una pequeña ayuda.

El ejército estaba instalado lo bastante cerca para quedar dentro de la burbuja que impedía a los hombres encauzar y que se extendía una milla alrededor de la ciudad.

—Sabrán que he venido —dijo Rand con suavidad, con los ojos entrecerrados—. Es lo que han estado esperando, que cabalgara hacia su arcón.

—¿Arcón? —preguntó dubitativa Nynaeve.

—La ciudad es un arcón. Toda la ciudad y el área que la rodea. Quieren estar en un lugar donde puedan controlarme, pero no lo entienden. Nadie me controla. Ya no. Ya estoy cansado de arcones y prisiones, de cadenas y ataduras. Nunca más me pondré a merced de nadie.

Sin dejar de mirar la ciudad, alargó la mano para coger la estatuilla del hombre que sostenía una esfera en alto y que llevaba colgada en la silla de montar. Nynaeve sintió un frío intenso. ¿Tenía que llevarla con él a todos los sitios que iban?

—Quizá necesitan una lección —comentó Rand—. Un estímulo para que cumplan con su cometido y me obedezcan.

—Rand… —Nynaeve trató de discurrir algo. ¡No podía permitir que sucediera aquello otra vez!

La llave de acceso empezó a irradiar un brillo tenue.

—Quieren capturarme —musitó él—. Tenerme en sus manos. Golpearme. Ya lo hicieron una vez en Far Madding. Ellos…

—¡Rand! —lo interrumpió Nynaeve con brusquedad. Él se calló y la miró, como si la viera por primera vez—. Ésos no son esclavos con la mente consumida por la Compulsión de Graendal. ¡Ahí abajo hay una ciudad llena de gente inocente!

—No haría daño a la gente de la ciudad —respondió Rand, la voz vacía de toda emoción—. Es ese ejército el que necesita una lección, no la ciudad. Una lluvia de fuego sobre ellos, quizás. O un sinfín de rayos.

—No han hecho nada salvo pedirte que te reúnas con ellos —dijo Nynaeve, acercando aún más su montura a la de Rand.

Ese ter’angreal era como una víbora en las manos del hombre. Había ayudado a limpiar el saidin, sí, ¡pero ojalá se hubiera destruido, como había sucedido con el ter’angreal femenino!

No estaba segura de lo que sucedería si Rand apuntaba el tejido hacia la burbuja protectora de Far Madding, pero sospechaba que no lo detendría. El Guardián no evitaba que se crearan tejidos; ella misma había tejido cuando había utilizado las reservas de su Pozo.

De cualquier manera, sabía que tenía que evitar que Rand descargara la rabia —o lo que fuera que sintiera— en sus aliados.

—Rand —le dijo en voz queda—. Si haces esto, no habrá vuelta atrás.

—No hay vuelta atrás para mí, Nynaeve —respondió Rand. Tenía una mirada intensa en los ojos; unos ojos que, según en qué momento, parecían grises o azules y ese día tenían un color gris férreo. Siguió hablando con voz inexpresiva—. Empecé a recorrer este camino en el mismo instante en que Tam me encontró llorando en esa montaña.

—Por favor, nadie tiene por qué morir hoy.

Rand volvió la vista hacia la ciudad. Gracias a la Luz, el brillo que emitía la llave de acceso desapareció con lentitud.

—¡Hurin! —bramó Rand.

«Debía de estar a punto de explotar —pensó Nynaeve—. La rabia se ha abierto paso y le rezuma en la voz». El husmeador cabalgó hacia la cabeza del grupo. Sin embargo, los Aiel no se movieron.

—¿Sí, lord Rand?

—Vuelve con tus amos a su arcón —ordenó Rand, la voz de nuevo bajo control—. Tienes que entregarles un mensaje de mi parte.

—¿Cuál es el mensaje, lord Rand?

Rand dudó un instante, pero guardó la llave de acceso en su sitio.

—Diles que el Dragón Renacido no tardará en cabalgar hacia la batalla en Shayol Ghul. Si quieren regresar con honor a sus puestos, les proporcionaré transporte hasta la Llaga. De lo contrario, pueden quedarse aquí, escondidos, y que sean ellos los que expliquen a sus hijos y a sus nietos por qué se encontraban a cientos de leguas de distancia de sus casas cuando se acabó con el Oscuro y las profecías se cumplieron.

—Así lo haré, Lord Rand —respondió Hurin, muy afectado.

Sin más, Rand volvió grupas y cabalgó de vuelta hacia el claro. Nynaeve lo siguió, aunque con demasiada lentitud. Por preciosa que fuera Luz de luna, no habría dudado en cambiarla por un caballo dócil y fiable de Dos Ríos, como Bela.

Hurin se quedó atrás; aún parecía conmocionado. Evidentemente, su reencuentro con «lord Rand» distaba mucho de ser como había esperado. Nynaeve apretó los dientes cuando los árboles taparon la figura del husmeador. Dentro del claro, Rand había abierto ya otro acceso, uno directo a Tear.

Salieron a la zona destinada al Viaje que se había preparado en el exterior de las caballerizas de la Ciudadela. Allí, a pesar del cielo encapotado, el aire era caliente y bochornoso, y estaba saturado de sonidos de hombres entrenándose y de gritos de gaviotas. Rand avanzó hacia donde esperaban los palafreneros y allí desmontó, el rostro inescrutable.

Mientras Nynaeve desmontaba y entregaba las riendas de Luz de luna a un mozo de cara rubicunda, Rand pasó junto a ella.

—Busca una escultura —le dijo Rand.

—¿Qué? —preguntó Nynaeve, sorprendida.

Rand se detuvo y la miró.

—Me preguntaste dónde se encontraba Perrin. Está acampado con un ejército a la sombra de una enorme escultura caída que parece una espada hincada en la tierra. Estoy convencido de que ciertas personas eruditas podrán indicarte dónde se encuentra; es muy peculiar, inconfundible.

—¿Cómo…? ¿Cómo sabes eso?

—Lo sé, y punto —repuso Rand, que se encogió de hombros.

—¿Por qué me lo has dicho? —le preguntó Nynaeve mientras caminaba junto a él por el patio de tierra compacta.

No esperaba que le respondiera, porque Rand había tomado por costumbre no explicar nada de lo que sabía, incluso si ese conocimiento era insignificante.

—Porque… Estoy en deuda contigo por preocuparte cuando a mí me es imposible —contestó Rand con un susurro casi inaudible, sin dejar de dirigirse hacia la fortaleza—. Si vas a buscar a Perrin, dile que pronto lo necesitaré.

Dicho lo cual, la dejó atrás.

Plantada en el patio del establo, Nynaeve lo siguió con la mirada hasta perderlo de vista. El aire traía un aroma húmedo, el de una lluvia reciente, y se dio cuenta de que había lloviznado. No lo suficiente como para limpiar el ambiente o embarrar el suelo, pero sí para dejar húmedos algunos tramos de piedra en los rincones sombríos. A su derecha, bajo un cielo pardusco, los hombres galopaban y ejercitaban las monturas cabalgando por la arenosa tierra entre los palos para atar los caballos. Que Nynaeve supiera, la Ciudadela era la única fortaleza con zonas para que entrenara la caballería; claro que la Ciudadela distaba mucho de ser una fortaleza normal y corriente.

La trápala de los cascos sonaba como una tormenta lejana, y Nynaeve advirtió que estaba mirando hacia el norte. Aquella tormenta parecía estar más cercana que antes. Había supuesto que se estaba formando en la Llaga, pero ahora ya no estaba tan segura.

Respiró hondo y echó a andar a buen paso hacia la fortaleza. Pasó por delante de varios Defensores con los uniformes inmaculados, la parte superior de las mangas abullonada, y los petos relucientes y curvados. Pasó por delante de mozos de establo, quienes probablemente soñaban con lucir ese uniforme algún día, pero que por el momento sólo llevaban los caballos de vuelta a los establos para darles heno y almohazarlos. Pasó por delante de docenas de sirvientes vestidos con ropas de lino, sin duda un tejido mucho más cómodo que el paño granate que llevaba Nynaeve.

La fortaleza era una altísima construcción de roca, la superficie de las paredes verticales hendida sólo por las ventanas, si bien Nynaeve comprobó que aún seguía rota la sección de piedra que Mat había destruido con los fuegos de artificio de los Iluminadores cuando había acudido para rescatarlas a ella y a las otras después de que las encarcelaran. ¡Ese muchacho tonto! ¿Dónde estaría? Hacía tiempo que no lo veía, desde que Ebou Dar había caído en manos de los seanchan. En cierto modo, tenía la sensación de haberlo abandonado, aunque nunca lo admitiría. ¡Oh, cómo se había puesto en ridículo ante la Hija de las Nueve Lunas al defender a ese sinvergüenza! Aún no sabía por qué había actuado así.

Mat sabía cuidar de sí mismo. Probablemente estaría de juerga en alguna posada, embriagándose hasta caer redondo y jugando a los dados mientras los demás se esforzaban en salvar el mundo. Lo de Rand era harina de otro costal; tratar con él había sido más fácil mientras se había comportado como los demás hombres, tozudo e inmaduro, pero sabiendo siempre la reacción que podía esperar en él. Este nuevo Rand, de voz gélida y frío como un témpano, era desconcertante, perturbador.

Nynaeve seguía sin familiarizarse con los estrechos pasillos de la Ciudadela y se perdía con frecuencia. Tampoco la ayudaba el hecho de que corredores y paredes cambiaran de lugar de vez en cuando. Había intentado desestimar esos comentarios tachándolos de tonterías supersticiosas, pero el día anterior, al levantarse, había descubierto que su habitación se había «movido» de manera misteriosa, sin más. Al abrir la puerta, vio que le cerraba el paso una pared de roca suave y sin uniones, igual que aquella con la que estaba construida la Ciudadela. Se vio obligada a salir de allí mediante un acceso y luego se llevó una sorpresa al descubrir que la ventana de la habitación se encontraba dos pisos más arriba que la noche anterior.

Cadsuane había dicho que era el Oscuro que tocaba el mundo y causaba que el Entramado se destejiera. Cadsuane decía muchas cosas y pocas de ellas eran de las que Nynaeve quería escuchar.

Se perdió dos veces mientras andaba por los pasillos, pero al final llegó a la habitación de Cadsuane. Por lo menos Rand no había prohibido a los sirvientes que le prepararan una habitación a esa mujer. Nynaeve llamó a la puerta —había aprendido que era mejor hacerlo— y después entró.

Merise y Corele, las Aes Sedai del grupo de Cadsuane, estaban sentadas en la habitación; hacían punto y bebían té mientras procuraban aparentar que no se hallaban al servicio de los caprichos de la condenada mujer. Cadsuane, a su vez, hablaba tranquilamente con Min, de la que casi se había apropiado en los últimos días. A Min no parecía importarle, quizá porque ya no era tan fácil pasar el tiempo con Rand. Nynaeve sintió lástima por la chica; ella sólo tenía que tratar con Rand como amigo, así que afrontar esa situación sería mucho más duro para alguien que compartía sentimientos más intensos con él.

Todas las cabezas se volvieron hacía Nynaeve cuando cerró la puerta.

—Creo que lo he encontrado —anunció Nynaeve.

—¿A quién, pequeña? —respondió Cadsuane, que seguía pasando hojas en uno de los libros de Min.

—A Perrin. Tenías razón, Rand sabía dónde estaba.

—¡Excelente! —respondió Cadsuane—. Bien hecho. Al parecer puedes ser de utilidad.

Nynaeve no habría sabido decir qué le molestaba más, si el cumplido equívoco de Cadsuane o que el corazón le palpitara enorgullecido al oírlo. ¡Hacía mucho tiempo que llevaba el pelo trenzado para que se sintiera halagada por palabras de esa mujer!

—¿Y bien? —preguntó Cadsuane alzando la vista del libro. Las otras mujeres permanecían en silencio, aunque Nynaeve vio que Min le dedicaba una sonrisa como si la felicitara—. ¿Dónde está?

Nynaeve abrió la boca para contestar pero se contuvo. ¿Qué tenía esa mujer para que deseara obedecerla, así, sin más? No tenía nada que ver con el Poder Único ni con nada relacionado con él. Simplemente, Cadsuane proyectaba una imagen de abuela severa pero justa, de ésas a las que nunca llevarías la contraria, pero que te daban dulces horneados a modo de recompensa si fregabas el suelo cuando ella te lo pedía.

—Ante todo, quiero saber por qué Perrin es tan importante.

Nynaeve fue a sentarse en el único lugar que quedaba libre en la habitación, un taburete de madera pintado. Al sentarse, se dio cuenta de que eso la colocaba un par de pulgadas por debajo de Cadsuane, como una alumna frente a la maestra. Se habría levantado, si hacerlo no hubiera llamado más la atención.

—¡Uf! ¿Serías capaz de no compartir esta información, aun a riesgo de la vida de aquellos a los que quieres?

—Quiero saber en qué me he metido —le respondió, tozuda, Nynaeve—. Quiero saber que esta información no hará más daño a Rand.

Cadsuane soltó un resoplido desdeñoso.

—¿Te atreves, pues, a pensar que le haría daño al chico?

—No daré por sentado lo contrario a no ser que me digas qué os traéis entre manos.

Cadsuane cerró el libro, Ecos de su dinastía, con semblante preocupado.

—Al menos me dirás cómo ha ido el encuentro con los fronterizos —respondió Cadsuane—. ¿O también retendrás esa información para pedir un rescate por ella?

¿Acaso creía esa mujer que podía distraerla con tanta facilidad?

—Fue mal, como era de esperar. Acamparon en Far Madding y rehusaron reunirse con Rand a no ser que entrara en el radio de alcance del Guardián y que así no tuviera acceso a la Fuente.

—¿Se lo tomó bien? —preguntó Corele desde el asiento mullido que ocupaba a un lado de la habitación.

Esbozaba una sonrisa; por lo visto era la única que encontraba divertidos los cambios sufridos por Rand, en lugar de aterradores. Sin embargo, ¿qué se podía esperar de una mujer que había vinculado a un Asha’man a las primeras de cambio?

—¿Que si se lo tomó bien? —repitió la pregunta Nynaeve en un tono inexpresivo—. Eso depende. ¿Crees que sacar el maldito ter’angreal y amenazar con hacer llover fuego sobre el ejército es tomárselo bien?

Min palideció, en tanto que Cadsuane enarcaba una ceja.

—Logré detenerlo. Por poco. No sé, tal vez ya sea demasiado tarde para obrar un cambio en él.

—Ese chico volverá a reír —dijo Cadsuane en voz baja, pero con vehemencia—. No he vivido tanto tiempo para fracasar ahora.

—¿Qué más da? —dijo Corele, con lo que se ganó una mirada atónita de Nynaeve—. Sí, ¿qué más da? —repitió la Aes Sedai, que dejó a un lado la labor—. Está claro que vamos a tener éxito.

—¡Luz! ¿Y qué te hace pensar tal cosa? —inquirió Nynaeve.

—Hemos pasado la tarde sacándole a esta chica todas sus visiones. —Corele señaló con la cabeza a Min—. Siempre se cumplen y ha visto cosas que, ciertamente, no pueden suceder hasta después de la Última Batalla. Así que sabemos que Rand derrotará al Oscuro. El Entramado ya lo ha decidido, de modo que podemos dejar de preocuparnos.

—No, eso no es así —la contradijo Min.

—Pequeña, ¿estás diciendo que has mentido sobre las cosas que has visto? —preguntó Corele, ceñuda.

—No, pero si Rand fracasara, no habría Entramado.

—La chica tiene razón —secundó Cadsuane, que parecía sorprendida—. Lo que esta pequeña ve son hilos del Entramado de un tiempo aún lejano. Si venciera el Oscuro, destruiría el Entramado por completo. Ésta sería la única manera en que sus visiones no se cumplirían. Lo mismo se aplica a otras profecías o Predicciones. Nuestra victoria no está en absoluto asegurada.

Esas palabras sumieron a la habitación en el silencio. No estaban discutiendo sobre los asuntos de una aldea o el dominio de una nación. Lo que estaba en juego era la propia creación.

«Luz, si no revelo esa información, ¿ayudaría de algún modo a Lan?» Pensar en él le desgarraba el alma. Tenía pocas opciones. A decir verdad, la única esperanza de Lan parecía residir en los ejércitos que Rand lograra comandar y los accesos que su gente estuviera en condiciones de abrir.

Rand tenía que cambiar. Por Lan. Por todos ellos. Y, por desgracia, a ella no se le ocurría qué otra cosa hacer aparte de confiar en Cadsuane. Nynaeve se tragó el orgullo.

—¿Sabéis dónde se encuentra una enorme escultura que representa una espada caída que parece clavarse en la tierra?

Corele y Merise intercambiaron una mirada desconcertada.

—La mano del amahn’rukane—dijo Cadsuane, que apartó los ojos de Min con una ceja enarcada—. Nunca se completó toda la escultura, según dicen los entendidos. Está cerca de la calzada de Jehannah.

—Perrin ha acampado a su sombra.

Cadsuane apretó los labios.

—Supuse que iría hacia el este, a las tierras conquistadas por al’Thor. —Cadsuane hizo una profunda inspiración—. Muy bien, vamos a buscarlo ahora mismo. —La Aes Sedai dudó un instante y se quedó mirando a Nynaeve—. Respondiendo a tu pregunta anterior, pequeña, la verdad es que Perrin no es importante para nuestros planes.

—¿No lo es? —preguntó Nynaeve—. Entonces…

Cadsuane la hizo callar levantando un dedo con gesto admonitorio.

—Pero hay personas con él que son de vital importancia. Una en especial.

45

La torre resiste

Egwene había pedido sin prisa a través del campamento rebelde, vestida con una falda pantalón de color carmesí. El color provocó que no pocas mujeres enarcaran una ceja. Si se tenía en cuenta lo que había hecho el Ajah Rojo, no era probable que ninguna de las Aes Sedai del campamento se pusiera ropa con ninguna tonalidad de ese color. Incluso las sirvientas del campamento se habían hecho eco y habían vendido o hecho jirones sus vestidos rojos y granates.

Egwene pidió ese color a propósito. En la Torre, las hermanas habían tomado por costumbre vestir sólo el color de su Ajah y esa práctica había ayudado a exacerbar la división. Sentirse orgullosa del Ajah al que se pertenecía le parecía bien, pero creer que no se podía confiar en nadie que no vistiera los propios colores era algo peligroso.

Ella pertenecía a todos los Ajahs. En ese día, el rojo simbolizaba muchas cosas para ella: la inminente reunificación con el Ajah Rojo, un recordatorio de la división con la que era preciso acabar, y un símbolo de la sangre que se demarraría, la sangre de hombres buenos que luchaban para defender la Torre Blanca.

La sangre de las Aes Sedai que habían sido decapitadas hacía menos de una hora en cumplimiento de sus órdenes.

Siuan había encontrado el anillo de la Gran Serpiente de Egwene; era magnífico volver a lucirlo en el dedo.

El cielo tenía un color gris plomizo, y el olor a suciedad en el aire iba acompañado del movimiento que había en el campamento. Las mujeres hacían la colada a toda prisa, como si llegaran tarde a entregar la ropa antes de una fiesta. Las novicias corrían —literalmente— de una lección a otra, y las Aes Sedai las observaban con los brazos cruzados, como si fueran a fulminar con la mirada a aquellas que no mantuvieran el ritmo.

«Acusan la tensión del día —se dijo Egwene para sus adentros—. Y yo no puedo menos que sentir esa ansiedad». La noche anterior, por el ataque de los seanchan y el subsiguiente regreso de la Amyrlin, que se había pasado la mañana purgando Aes Sedai. Y ahora, a primera hora de la tarde, los tambores de guerra.

Tenía dudas de que el campamento de Bryne se encontrara en tal estado de agitación. Sus hombres estarían preparados para atacar. Era muy probable que el general hubiese estado preparado para asaltar la Torre Blanca en el mismo momento de ordenarle que lo hiciera, sin previo aviso, cualquier día del sitio. Serían sus soldados los que decidirían esa guerra, porque Egwene no llevaría a sus Aes Sedai a la batalla, donde tendrían que buscar la forma de sortear el juramento de no utilizar el Poder para matar. Esperarían allí y se las llamaría para ocuparse de la Curación.

O se las emplazaría a la lucha en el caso en que las hermanas de la Torre Blanca se unieran a la batalla participando de forma activa. La Luz confiriera sabiduría a Elaida para impedirlo. Si las Aes Sedai utilizaban el Poder unas contra otras, sería en verdad un día aciago.

«¿Acaso podría serlo más?», se preguntó. Muchas de las Aes Sedai con las que se cruzaba por el campamento la miraban con respeto, sobrecogimiento y un poco horrorizadas. Tras una larga ausencia, la Amyrlin había regresado y había traído consigo una estela de destrucción y juicios.

Se había neutralizado a más de cincuenta hermanas Negras antes de ejecutarlas. Pensar en esas muertes hacía que se le revolviera el estómago. Sheriam había dado la impresión de sentirse aliviada cuando le había llegado la hora, aunque enseguida había empezado a forcejear y a sollozar con desesperación. Confesó haber cometido crímenes turbulentos, al parecer con la esperanza de que ello sirviera de atenuante y se le concediera la amnistía.

Le hicieron apoyar la cabeza en el tajo y se la cortaron, como a todas las demás. Esa escena perduraría en la memoria de Egwene para siempre: su antigua Guardiana arrodillada, con la cabeza en posición, el vestido azul y el cabello pelirrojo bañados de repente por una luz dorada y cálida al abrirse las nubes un resquicio, justo en la posición del Sol. Y, entonces, el hacha plateada cayendo para segarle la vida. Quizás el Entramado sería más benevolente con ella la próxima vez que se le permitiera ser parte del gran tapiz. O tal vez no. La muerte no conllevaba escapar del Oscuro. El terror que se apoderó de Sheriam al final tal vez fue una señal de que pensaba eso mismo cuando el hacha la decapitó.

Ahora entendía por completo que los Aiel se rieran de una simple paliza. ¡Con gusto habría aceptado ser azotada con la vara unos cuantos días más en lugar de tener que ordenar la ejecución de mujeres con las que había trabajado y que incluso le habían caído bien!

Algunas Asentadas abogaron por el interrogatorio en lugar de la ejecución, pero Egwene se mostró inflexible. Cincuenta mujeres eran demasiadas para mantenerlas escudadas y bajo vigilancia. Además, ahora que sabían que la neutralización se podía Curar, no había otra opción. No, la historia demostraba lo escurridizas y peligrosas que podían llegar a ser las hermanas Negras, y Egwene estaba cansada de preocuparse sobre lo que podría pasar. Había aprendido de Moghedien que la codicia tenía un precio, aunque fuera una apetencia vehemente de información. Tanto ella como las demás se habían mostrado demasiado ansiosas —demasiado orgullosas de los «descubrimientos» que habían hecho— como para plantearse la conveniencia de librar al mundo de una Renegada.

Bien, pues, no iba a consentir que hubiera otro fallo similar. La ley era conocida, la Antecámara había fallado en consecuencia y no se había mantenido en secreto. Verin había muerto para poner freno a esas mujeres, y Egwene se iba a asegurar de que su sacrificio no hubiera sido en vano.

«Lo hiciste bien, Verin. Tan, tan bien…» Había ordenado repetir los Tres Juramentos a todas las Aes Sedai del campamento, y sólo se había descubierto a otras tres hermanas del Ajah Negro que no figuraban en la lista de Verin. Un trabajo concienzudo, el de la antigua Marrón.

Los Guardianes de las Negras se encontraban bajo custodia. Ya se ocuparían de ellos más adelante, cuando dispusieran de tiempo para separar los que eran realmente Amigos Siniestros de los que sólo estaban enfurecidos por la pérdida de su Aes Sedai. La mayoría de ellos buscaría la muerte, incluso los inocentes. Quizás a ésos se los podría convencer de que vivieran lo suficiente para luchar en la Última Batalla.

Cerca de veinte hermanas Negras que había en la lista de Verin habían escapado a pesar de las precauciones tomadas por Egwene. No se le ocurría cómo se habrían enterado. Los guardias de Bryne habían apresado a algunas más débiles en el Poder que intentaban escapar y también habían caído soldados para retrasarlas, pero, aun así, muchas habían escapado.

No servía de nada llorar por ello. Cincuenta Negras habían sido ajusticiadas y eso era una victoria. Espantosa, sí; pero, no obstante, una victoria.

Y así caminaba por el campamento, vestida de rojo y calzada con las botas de montar, el pelo castaño suelto al viento y adornado con cintas de color escarlata que representaban la sangre que había hecho derramar hacía poco menos de una hora. Comprendía muy bien a las hijas que le dirigían miradas furtivas, así como su preocupación encubierta y su miedo. Y su respeto. Si quedaba alguna duda sobre si era la Amyrlin, se había disipado. La habían aceptado, la temían. Y nunca jamás tendría un lugar entre ellas. La Amyrlin era una persona aparte y siempre lo sería.

Una figura vestida de azul avanzaba con aire decidido entre las tiendas y se acercó a Egwene. La altiva mujer le dedicó la reverencia apropiada, aunque como ambas caminaban deprisa Egwene no se detuvo para que le besara el anillo de la Gran Serpiente.

—Madre —empezó Lelaine—, Bryne ha mandado recado de qué todo está listo para el asalto. Dice que los puentes del oeste serían el lugar apropiado para atacar, aunque sugiere que se utilicen accesos para llevar una fuerza de sus hombres detrás de las líneas de la Torre Blanca a fin de flanquearlas. Os pregunta si eso sería posible.

No era utilizar el Poder como arma, pero se le parecía mucho. Una sutil diferencia, si bien ser Aes Sedai tenía mucho que ver con diferencias sutiles.

—Dile que yo misma abriré el acceso —respondió.

—Excelente, madre —dijo Lelaine al tiempo que inclinaba la cabeza; la perfecta y leal subordinada.

Era sorprendente lo rápido que había cambiado su actitud con respecto a ella. Se habría dado cuenta de que su única opción era pegarse por completo a Egwene y desistir de su intento de hacerse con el poder. De esa manera, no parecería una hipócrita y quizás escalaría posiciones gracias a ella… Suponiendo que lograra establecerse como una Amyrlin fuerte y poderosa.

Era una buena suposición.

Lelaine debía de haberse sentido frustrada por el cambio de carácter de Romanda. Unos pocos metros más adelante, la Amarilla esperaba a un lado del camino como si hubiera buscado hacer su entrada en el momento justo. Lucía un vestido del color de su Ajah y llevaba el pelo recogido en un majestuoso moño. Cuando Egwene llegó a su altura, Romanda le hizo una reverencia y se situó a su derecha, lejos de Lelaine, a la que apenas dedicó una ojeada.

—Madre, he llevado a cabo la investigación que me encomendasteis. No hemos tenido contacto con las enviadas a la Torre Negra. Ni el más mínimo.

—¿Te parece extraño? —preguntó Egwene.

—Sí, madre —contestó Romanda—. Hoy día, con el Viaje, han tenido tiempo de sobra para llegar allí, gestionar el asunto que se les encargó y volver. O al menos, deberían haber avisado. El silencio es inquietante.

Lo era, en efecto. Y aún más habida cuenta de que Nisao, Myrelle, Faolain y Theodrin iban en esa delegación. Todas ellas le habían jurado lealtad a Egwene; una coincidencia preocupante. Sobre todo, la marcha de Faolain y Theodrin resultaba sospechosa. Se suponía que habían ido porque no tenían Guardianes, pero las hermanas del campamento no consideraban Aes Sedai de pleno derecho a ninguna de las dos, aunque, por supuesto, nadie lo mencionaría delante de Egwene.

¿Por qué se había escogido para la delegación a esas cuatro mujeres de entre los centenares de Aes Sedai que había en el campamento? ¿Sería una mera coincidencia? Tal cosa rayaba en los límites de la verosimilitud. Entonces, ¿cuál era el motivo? ¿Acaso alguien había alejado de forma intencional a las partidarias de Egwene? Y, si era así, ¿por qué no lo habían hecho con Siuan? ¿Era obra de Sheriam? La mujer había confesado varias cosas antes de la ejecución, pero ésa no había sido una de ellas. De cualquier modo, algo pasaba con esos Asha’man. Tendrían que ocuparse de la Torre Negra más adelante.

—Madre —dijo Lelaine, llamando la atención de Egwene; la Azul no miró a su rival—, tengo más noticias.

Romanda sorbió por la nariz en un gesto de desdén.

—Cuéntame —respondió Egwene.

—Sheriam no mentía. Los ter’angreal utilizados para Soñar han desaparecido. Todos y cada uno de ellos.

—¿Cómo es eso posible? —inquirió Egwene dejando entrever un atisbo de ira.

—Sheriam era la Guardiana, madre —se apresuró a responder Lelaine—. Guardábamos todos los ter’angreal juntos, como es costumbre en la Torre Blanca, y con vigilancia. Pero ¿por qué iban los guardias a impedir a Sheriam que entrara?

—¿Qué crees que nos habría dicho al respecto? Ese robo no habría podido ocultarse durante mucho tiempo.

—No lo sé, madre —contestó Lelaine negando con la cabeza—. Los guardias dijeron que Sheriam parecía… nerviosa, cuando se llevó los ter’angreal. Esto sucedió anoche.

Egwene apretó los dientes mientras pensaba en lo que Sheriam había confesado en su hora final. El robo de los ter’angreal estaba lejos de ser lo más espeluznante que había mencionado. Elayne se pondría furiosa. Ella había hecho las copias robadas y, a pesar de que ninguna de ellas tenía tan buenos resultados como el anillo original, hacían su función. No le haría ninguna gracia que esos ter’angreal estuvieran en manos de una Renegada.

—Madre —continuó Lelaine en voz baja—, ¿y sobre las otras… confesiones de Sheriam?

—¿La de que hay una Renegada en la Torre Blanca personificando a una Aes Sedai? —preguntó Egwene.

Sheriam les había dicho que había entregado los ter’angreal a esa… persona.

Lelaine y Romanda caminaban en silencio, con la mirada al frente, como si no quisieran plantearse siquiera tan desalentadora hipótesis.

—Sí, sospecho que decía la verdad —respondió al fin Egwene—. No sólo se infiltraron en nuestro campamento, sino también en la aristocracia de Andor, de Illian y de Tear. ¿Por qué no en la Torre Blanca? —Egwene no añadió que Verin confirmaba en su libro la presencia de una Renegada. Creía que lo mejor era mantener algunas de las revelaciones de Verin en secreto.

»Yo no me preocuparía mucho sobre eso. Con la incursión a la Torre y nuestro regreso, sea quien sea esa Renegada seguro que habrá considerado prudente escabullirse y buscar un objetivo más fácil para sus maquinaciones.

El comentario no pareció reconfortar a Lelaine ni a Romanda. Las tres mujeres llegaron a los límites del campamento de las Aes Sedai, donde las esperaban las monturas así como un gran número de soldados y una Asentada de cada Ajah, sin contar el Azul ni el Rojo. No había ninguna Azul porque Lelaine era la única Asentada de su Ajah que quedaba en el campamento, y la razón por la que no había del Rojo era obvia. Egwene había escogido, en parte, vestir de rojo por ese motivo; una sutil insinuación de que todos los Ajahs deberían estar representados en la acción que se disponían a llevar a cabo. Sería por el bien de todos.

Cuando Egwene montó, reparó en que Gawyn, que la había seguido a una distancia respetuosa, también montaba. ¿De dónde había salido? No habían vuelto a hablar desde primera hora de la mañana. Egwene picó el caballo para abandonar el campamento con Lelaine, Romanda, las Asentadas y los soldados, y vio que Gawyn la seguía a una distancia segura. Aún no había pensado qué iba a hacer con él.

El campamento se encontraba casi desierto. No había nadie en las tiendas y el suelo aparecía pisoteado por hombres y caballos; atrás quedaban muy pocos. Egwene abrazó la Fuente al poco rato de salir del campamento de las Aes Sedai, preparada para crear ciertos tejidos en caso de que alguien quisiera atentar contra ella en el camino. Aún no descartaba que Elaida utilizara un acceso para obstaculizar el asalto. Era probable que la falsa Amyrlin estuviera aún muy ocupada con las secuelas de la incursión seanchan, pero ese tipo de suposiciones, como la de confiar en estar a salvo, habían sido las que habían conducido a Egwene a acabar capturada, para empezar. Como Sede Amyrlin no podía ponerse en peligro. Era frustrante, pero sabía que los días de actuar por su cuenta —de acometer una iniciativa como ella tuviera a bien— habían llegado a su fin. Podría haber muerto en lugar de haber sido capturada semanas atrás, con lo que la rebelión de Salidar habría fracasado y Elaida seguiría como Amyrlin.

Por eso Egwene conducía a su ejército desde la villa de Darein hacia la batalla. Aún quedaban rescoldos en los incendios de la Torre Blanca, ya que una densa y amplia espiral de humo se elevaba desde el centro de la isla y envolvía la alta construcción. Incluso desde la distancia, se apreciaban las brechas y los destrozos causados en el edificio por la incursión seanchan. Esos agujeros negros semejaban manchas de putrefacción en lo que, de otra manera, sería una manzana sana. Daba la impresión de que la Torre gemía, si una se quedaba mirándola. Llevaba en pie tanto tiempo, resistiendo… Había sido testigo de tantas cosas… Pero la habían herido de gravedad, tanto que aún sangraba al día siguiente.

Y, aun así, aguantaba a pie firme. ¡Aguantaba, alabada fuera la Luz! Se erguía imponente, altísima, herida pero a salvo, apuntando al sol oculto detrás de las nubes, desafiando a aquellos que querrían verla rota, por dentro y por fuera.

Bryne y Siuan esperaban a Egwene en la retaguardia del ejército. Qué pareja tan dispar hacían esos dos. El general curtido en mil batallas, con el cabello canoso en las sienes y el rostro como una armadura inflexible, firme, de rasgos angulosos; y, junto a él, la menuda mujer de rostro agradable, ataviada con vestido azul cielo; parecía tan joven que podría haber sido la nieta de Bryne a pesar de que, en realidad, tenían casi la misma edad.

Siuan hizo una reverencia desde el caballo cuando Egwene se acercó a ellos y Bryne le dedicó un saludo militar. Aún parecía preocupado, avergonzado de su papel en el rescate, aunque Egwene no tenía nada que reprocharle. Era un hombre de honor. Si se había visto forzado a participar para proteger a los mentecatos de Siuan y Gawyn, entonces Bryne era digno de elogio por mantenerlos con vida.

Al reunirse con ellos, Egwene se dio cuenta de que ambos cabalgaban muy juntos. ¿Al fin había admitido Siuan que se sentía atraída por ese hombre? Además… Bryne tenía cierto aire que le resultaba familiar, algo tan imperceptible que bien podría estar imaginándoselo, pero si se tenía en cuenta la relación entre ellos dos…

—Así que por fin has tomado otro Guardián, ¿verdad? —le preguntó a Siuan.

—Ajá —respondió la mujer, que estrechó los ojos.

Bryne parecía sorprendido. Y algo avergonzando.

—Haced cuanto podáis para evitar que se meta en líos, general —dijo Egwene mientras miraba a los ojos a Siuan—. Se ha visto envuelta en bastantes últimamente. Estoy tentada de proponeros que la utilicéis como soldado de infantería. Creo que la disciplina militar le vendría bien y le recordaría que a veces la obediencia prevalece sobre la iniciativa.

Siuan desvió la mirada, alicaída.

—Aún no he decidido qué hacer contigo, Siuan —continuó Egwene en tono más suave—. Pero despertaste mi ira y he perdido la confianza en ti. Tendrás que aplacar la primera y avivar la segunda si quieres que vuelva a fiarme de ti.

Dicho esto, Egwene apartó la vista de Siuan para mirar al general, que parecía estar pasándolo mal, quizás por verse obligado a sentir la vergüenza de Siuan.

—Vuestra valentía es digna de elogio, general, al haber dejado que os vinculara. Soy consciente de que mantenerla alejada de los problemas es una tarea que raya en lo imposible, pero confío en vos.

—Lo haré lo mejor que sepa, madre. —El general se relajó. Entonces giró el caballo para echar una ojeada a las filas de soldados—. Hay algo que deberíais ver. Seguidme, si sois tan amable.

Egwene asintió y cabalgó junto al general por la calzada adoquinada de la villa. Se había evacuado a la población y en la principal vía pública se alineaban miles de los soldados de Bryne. Siuan acompañó a Egwene y Gawyn los siguió. Lelaine y Romanda se quedaron con las otras Asentadas acatando la indicación que les hizo Egwene. La nueva obediencia que mostraban esas dos estaba resultando útil, sobre todo si se tenía en cuenta que, al parecer, habían decidido competir entre ellas para ganar su aprobación. Seguro que ambas buscaban ser elegidas como su nueva Guardiana, ahora que Sheriam había muerto.

El general la condujo hasta las líneas de vanguardia del ejército, y Egwene preparó un tejido de Aire en prevención de que alguien le disparara una flecha. Siuan la miró pero no dijo nada respecto a esa medida de precaución. No era necesaria, pues los Guardias de la Torre nunca dispararían contra una Aes Sedai, ni siquiera en medio de un conflicto como aquél. Sin embargo, no podía decirse lo mismo de los Guardianes; a veces ocurrían accidentes. A Elaida le vendría como anillo al dedo que una flecha perdida acabara en el cuello de su rival.

Cruzaron a través del pueblo y por fin se detuvieron cerca del puente de Darein, una majestuosa construcción blanca que salvaba el Erinin hasta Tar Valon. Allí estaba lo que Bryne quería enseñarle. En el puente, al otro lado del río, se encontraba un destacamento de la Guardia de la Torre protegido por un parapeto de piedras y grandes troncos; debían de ser unos trescientos. Detrás, en lo alto de la muralla, se veían más soldados, pero en total no habría más de un millar de hombres.

La fuerza de asalto de Bryne contaba con diez mil soldados.

—Ya sé que nunca fue la diferencia de efectivos lo que hizo que no atacáramos, pero la Guardia de la Torre debería de ser capaz de desplegar una fuerza mayor, sobre todo con la conscripción obligatoria de ciudadanos. Dudo que hayan pasado estos meses tallando ganchos de ropa junto al fuego y recordando los viejos tiempos. Si Chubain tiene dos dedos de frente, habrá entrenado nuevos reclutas.

—¿Y dónde están, pues? —preguntó Egwene.

—Sólo la Luz lo sabe, madre —contestó Bryne moviendo la cabeza—. Sufriremos algunas bajas para cruzar esa barrera, pero no muchas. Será una derrota aplastante.

—¿De verdad pueden haber causado tantas bajas los seanchan?

—No lo sé, madre. Fue una noche mala, con muchos incendios y muchos hombres muertos. Pero yo cifraría esas pérdidas en cientos de hombres, no en miles. Quizá la Guardia de la Torre está ocupada en quitar los escombros y apagar los incendios, pero aun así sigo creyendo que tendrían que haber desplegado una fuerza mayor cuando me vieron tomar posiciones aquí. Los he observado con el visor de lentes y más de uno de esos chicos tiene cara de cansado y los ojos irritados.

Egwene consideró la situación, agradecida por la suave brisa que soplaba río abajo.

—No habéis cuestionado la prudencia de este ataque, general.

—No suelo cuestionar lo que me ordenan, madre.

—¿Y qué opináis del asunto, si se os pregunta?

—¿Si se me pregunta? Bien, el ataque es una decisión táctica juiciosa. Hemos perdido la ventaja del Viaje, de modo que si nuestro enemigo puede reabastecerse y mantener el contacto con el exterior cuando le plazca, entonces ¿de qué sirve el asedio? Es hora de atacar o de recoger y marcharse.

Egwene asintió, pero a pesar de todo seguía indecisa. Ese ominoso humo que subía al cielo, la Torre dañada, los atemorizados soldados sin refuerzos. Todo parecía susurrarle una advertencia de ser precavida.

—¿Cuánto podemos esperar antes de que tengáis que lanzar por fuerza el asalto, general? —preguntó Egwene.

El hombre frunció el entrecejo, pero no le cuestionó el posible retraso. Alzó la vista al cielo.

—Se hace tarde. Una hora, quizá. Pasado ese plazo, habrá oscurecido demasiado y, siendo nuestro número de hombres superior al suyo, no querría que la aleatoriedad de una batalla nocturna se sumara a la incertidumbre de la lucha.

—Entonces, esperaremos una hora —dijo Egwene, acomodándose en la silla. Los demás parecían desconcertados, pero no dijeron nada. La Sede Amyrlin había hablado.

¿A qué esperaba? ¿Qué le dictaba el instinto? Egwene se puso a pensar sobre ello mientras pasaban los minutos y, al final, se dio cuenta de qué era lo que la había hecho esperar. Una vez que se diera ese paso, no habría vuelta atrás. La Torre Blanca había sufrido la noche anterior: era la primera vez que un enemigo la atacaba utilizando el Poder Único contra ella. El asalto de Egwene sería también una primera vez: la de que un grupo de Aes Sedai liderara unas tropas contra otro grupo de hermanas. Antes había habido luchas entre facciones de la Torre, choques de un Ajah contra otro que habían llegado incluso al derramamiento de sangre, como había sucedido cuando se había depuesto a Siuan. En las Crónicas Secretas se mencionaban esos sucesos.

Pero jamás la discordia había cruzado las puertas de la Torre Blanca, jamás unas tropas dirigidas por Aes Sedai habían cruzado los ríos. Y, si lo llevaba a cabo, eso marcaría para siempre su mandato como Amyrlin. Cualesquiera que fueran los logros que alcanzara después, siempre quedarían ensombrecidos por los hechos de este día.

Su deseo había sido conseguir la liberación y la unificación; en cambio, iba a utilizar la fuerza y la subyugación. Si tenía que ser así, daría la orden, pero aguardaría hasta el último momento. Si ello significaba esperar una hora angustiosa bajo el cielo nublado, oyendo los resoplidos de los caballos al notar la tensión de sus jinetes, que así fuera.

La hora de plazo dada por Bryne llegó y pasó. Egwene aún dudó unos cuantos minutos más, tantos como se atrevió a alargar la espera. Nadie acudió a engrosar los efectivos de los pobres soldados apostados en el puente. Seguían ahí, mirándolos desde detrás de su pequeño parapeto, con aire resuelto.

A su pesar, Egwene se dio la vuelta para dar la orden.

—¡Un momento! —dijo Bryne, irguiéndose sobre la silla—. ¿Qué es eso?

Egwene se volvió para mirar hacia el puente. A lo lejos, apenas visible, una comitiva avanzaba para entrar en él. ¿Habría esperado demasiado? ¿Había enviado refuerzos la Torre Blanca? ¿Su obstinada renuencia sería causa de que se produjeran más muertes entre sus hombres?

No. Ese grupo no lo componían soldados, sino mujeres con falda. ¡Eran Aes Sedai!

Egwene levantó la mano para detener cualquier ataque por parte de sus soldados. La comitiva cabalgó directamente hacia el parapeto levantado por la Guardia de la Torre y, a continuación, una mujer vestida de gris y acompañada por un único Guardián salió de detrás del parapeto. Egwene forzó la vista en un intento de ver la cara de la mujer, pero Bryne se apresuró a ofrecerle el visor de lentes. Egwene lo aceptó, agradecida, aunque ya había visto quién era la mujer: Andaya Forae, una de las nuevas Asentadas de la Antecámara escogida tras la ruptura. Del Ajah Gris. Eso quería decir que había voluntad de negociar.

El brillo del poder rodeó a la mujer y Siuan lanzó una exclamación, lo que originó que varios soldados alzaran los arcos. Egwene levantó la mano otra vez.

—Bryne —dijo con severidad—, que no se dispare una sola flecha mientras yo no dé la orden.

—¡En descanso! —gritó el general—. ¡Arrancaré la piel a tiras a cualquiera que se atreva siquiera a encajar una flecha en la cuerda!

Los hombres bajaron los arcos.

La mujer de gris utilizó un tejido que Egwene no alcanzó a distinguir y luego, con una voz claramente amplificada, anunció:

—Queremos hablar con Egwene al’Vere —dijo Andaya—. ¿Se encuentra presente?

Egwene creó el tejido para amplificar la voz.

—Heme aquí, Andaya. Diles a las otras que vienen contigo que se adelanten para que las vea.

De forma sorprendente, la obedecieron. Nueve mujeres salieron de detrás de la barricada y Egwene las escrutó una a una.

—Diez Asentadas —dijo. Devolvió el visor de lentes a Bryne y deshizo el tejido para poder hablar sin que oyeran sus palabras—. Dos por Ajah, a excepción del Azul y del Rojo.

—La cosa promete —comentó Bryne mientras se frotaba el mentón.

—O bien podrían encontrarse aquí para exigir que me rinda —apuntó Egwene—. De acuerdo —dijo, amplificando su voz de nuevo—. ¿Qué queréis de mí?

—Hemos venido… —empezó Andaya. Dudó por un momento—. Venimos a comunicaros que la Antecámara de la Torre Blanca os ha elegido para ser ascendida a la Sede Amyrlin.

Siuan dejó escapar una exclamación ahogada de sorpresa y Bryne soltó un juramento entre dientes. Varios soldados murmuraron que era una trampa. Pero Egwene se limitó a cerrar los ojos. ¿Osaría albergar la esperanza de que fuera verdad? Había dado por sentado que el rescate no deseado se había producido antes de tiempo. Sin embargo, si hubiera logrado cimentar su trabajo antes de que la sacaran Siuan y Gawyn… Abrió los ojos.

—¿Y qué pasa con Elaida? —demandó Egwene, y la voz retumbó sobre el puente—. ¿Habéis depuesto a otra Amyrlin?

Al otro lado del río se produjo un silencio.

—Están hablando entre ellas —dijo Bryne, que había levantado su visor de lentes.

Entonces sonó de nuevo la voz de Andaya:

—Elaida do Avriny a’Roihan, Vigilante de los Sellos, Llama de Tar Valon, la Sede Amyrlin… desapareció en la incursión de anoche. Su paradero se desconoce. Se cree que ha muerto o, si no, que está incapacitada para cumplir con sus obligaciones.

—¡Por la Luz! —dijo Bryne bajando el visor.

—Es lo que se merece —murmuró Siuan.

—Ninguna mujer se merece eso —dijo Egwene a Siuan y Bryne. Sin darse cuenta, se llevó los dedos al cuello—. Más le valdría haber muerto.

—Podría ser una trampa —sugirió Bryne.

—No veo cómo podría serlo —contestó Siuan—. Andaya se encuentra sometida a los juramentos. No estaba en vuestra lista de las Negras, ¿verdad, Egwene?

Egwene negó con la cabeza.

—Aún albergo dudas, madre —argumentó Bryne.

Egwene volvió a hilar el tejido que le amplificaba la voz.

—¿Dejaréis entrar a mi ejército? ¿Aceptaréis a las otras Aes Sedai en la comunidad y reinstauraréis el Ajah Azul?

—Preveíamos esas exigencias. Sí, serán cumplidas.

Silencio. Lo único que se oía era el rumor del agua al chapalear contra la ribera.

—Entonces, acepto —contestó Egwene.

—Madre —dijo con precaución Siuan—, podría ser precipitado. Quizá deberíais hablar con…

—No es precipitado. —Egwene soltó el tejido y sintió renacer la esperanza—. Esto es lo que queríamos. —Miró a Siuan—. Además, ¿con qué derecho me sermoneas tú sobre actuar con precipitación? —Siuan bajó los ojos—. General, preparad a vuestros hombres para cruzar el puente y que las Asentadas de la retaguardia vengan aquí. Enviad corredores al campamento con la noticia y aseguraos de que vuestros hombres apostados en los otros puentes sepan que no deben atacar.

—Sí, madre —respondió Bryne; espoleó al caballo para impartir las órdenes pertinentes.

Egwene respiró hondo y taloneó a la yegua para que avanzara hacia el puente. Siuan masculló una grosería de pescador y fue tras ella. Egwene oyó también que el caballo de Gawyn la seguía y, tras él, una escuadra de soldados obedeciendo una seca orden de Bryne.

Egwene cruzó por el puente, y el cabello —adornado con las cintas rojas— ondeó al viento. La asaltó una extraña sensación de trascendencia, el peso de ser consciente de la importancia del momento al pensar lo que acababan de evitar entre todas. Esa sensación no tardó en ser remplazada por una alegría y una satisfacción crecientes.

La yegua blanca movió un poco la cabeza arriba y abajo y rozó las manos de Egwene con la sedosa crin. En el puente, las Asentadas dieron media vuelta para volver a la ciudad. La Torre se erguía frente a Egwene. Herida. Sangrante.

Pero aún aguantaba a pie firme. ¡Luz, aún resistía!

46

Forjada de nuevo

Después de cruzar, victoriosa, el puente a Tar Valon, el resto del día pasó a ser una imagen borrosa para Egwene, que se dirigió hacia la Torre Blanca a toda prisa. Tanto es así, que Siuan y Gawyn se las vieron y se las desearon para no quedarse rezagados. En la Torre, un grupo de sirvientes le dio la bienvenida; las Asentadas la esperaban en la Antecámara.

Las criadas la condujeron a un sencillo cuarto revestido con paneles de madera donde había un par de sillas mullidas y tapizadas con cuero. Era la primera vez que Egwene estaba en ese cuarto que parecía ser una especie de sala de espera, situada cerca de la Antecámara. Olía a cuero, y un pequeño brasero quemaba carbón en una esquina.

Poco después entraba una hermana Marrón —baja y con apariencia de rana— llamada Lairain, que instruyó a Egwene en cuanto al protocolo establecido para la ceremonia. La menuda mujer de pelo rizado no parecía acusar la importancia del momento. Era la primera vez que Egwene la veía y, casi con toda seguridad, sería una de esas Marrones que se pasaban la vida encerradas entre polvorientos montones de libros de fondos de biblioteca y sólo se dejaban ver una vez cada cien años más o menos para enumerar instrucciones a futuras Amyrlin. Egwene la escuchó con atención porque, aunque ya había pasado por ello antes, la ceremonia era muy compleja.

Aún se acordaba de los nervios de aquel día, meses atrás, cuando la habían investido en Salidar. Por aquel entonces aún estaba aturdida por todo lo que le estaba pasando. ¿Ella, la Amyrlin?

Ese desconcierto había desaparecido. En realidad no le preocupaba incurrir en alguna equivocación durante la ceremonia, pues al fin y al cabo sólo era un rito y la decisión importante ya se había tomado. Mientras Egwene prestaba atención a Lairain, oyó que Siuan discutía al otro lado de la puerta con una de las hermanas y le explicaba que Egwene ya había sido nombrada Amyrlin y, por ende, la ceremonia no era necesaria. Egwene hizo callar a Lairain con un ademán y llamó a Siuan, la cual asomó la cabeza por la puerta entreabierta.

—Fui ascendida por las rebeldes, Siuan —dijo, tajante—. Estas mujeres también necesitan la oportunidad de pronunciarse a mi favor. De lo contrario, nunca podré exigirles su lealtad. La ceremonia debe llevarse a cabo de nuevo.

Siuan frunció el entrecejo, pero asintió.

—Muy bien —dijo.

Lairain abrió la boca para continuar con su explicación, pero Egwene la atajó con otro ademán, lo que le valió una mirada enfurruñada de la Marrón.

—¿Qué noticias traes, Siuan?

—Bien —dijo Siuan abriendo la puerta un poco más—, la mayoría de los hombres de Bryne ya han cruzado los puentes y el general ha relevado a la Guardia de la Torre de sus puestos en las fortificaciones a fin de que ayuden a otros escuadrones de sus tropas en la extinción de incendios en la ciudad. Los seanchan les prendieron fuego a algunas casas para cubrir su retirada.

Eso explicaba la falta de tropas en la barricada. Eso, además de saber que la Antecámara estaba ocupada deliberando sobre el nombramiento de Egwene como Sede Amyrlin. Seguramente no eran conscientes de lo poco que había faltado para que estallara la guerra.

—¿Qué queréis hacer con las hermanas de vuestro campamento? —preguntó Siuan—. Empiezan a preguntarse qué ocurre.

—Diles que acudan a la Puerta del Ocaso —respondió Egwene—. Que formen por Ajahs, con las Asentadas al frente. Cuando haya acabado con la ceremonia, saldré a recibirlas para aceptar formalmente su disculpa por la rebelión y darles la bienvenida a la Torre.

—¿Aceptar sus disculpas? —preguntó Siuan, incrédula.

—Se rebelaron contra la Torre Blanca, Siuan —contestó Egwene, sin dejar de mirarla—. Por muy necesario que fuera lo que hicieron, hay motivos para disculparse.

—¡Pero si estuvisteis con ellas!

—Ya no las represento sólo a ellas, Siuan —repuso Egwene con firmeza—. Represento a la Torre. A toda la Torre. Y la Torre tiene que saber que las rebeldes lamentan la división. No tienen por qué mentir y decir que ojalá se hubieran quedado, pero considero que lo indicado es que manifiesten su pesar por las dificultades que esa división suscitó. Las absolveré y así seguiremos cicatrizando las heridas.

—Sí, madre —dijo Siuan resignada.

Egwene vio que Tesan estaba detrás de Siuan; la tarabonesa de pelo trenzado asintió en conformidad a las palabras de Egwene.

Egwene dejó que Lairain prosiguiera con las instrucciones y luego le repitió a la Marrón las frases que tendría que pronunciar y lo que debería hacer. Cuando la Marrón estuvo satisfecha, Egwene se levantó, abrió la puerta y vio que Siuan ya se había marchado a trasmitir sus órdenes. Tesan permanecía de pie en el pasillo, cruzada de brazos, sin dejar de mirar a Gawyn; éste se encontraba apoyado contra la pared, no muy lejos, con la mano posada en el pomo de su espada envainada.

—¿Es vuestro Guardián? —preguntó Tesan.

Egwene miró a Gawyn y hubo de enfrentarse a un torrente descontrolado de emociones: rabia, afecto, pasión y congoja. ¡Qué extraña mezcla!

—No —dijo por fin, sin perder de vista los ojos de Gawyn—. No puedes formar parte de lo que voy a hacer a continuación, Gawyn. Espera aquí.

Él abrió la boca para objetar, pero lo pensó mejor; entonces, se puso erguido y le dedicó una reverencia. Su actitud fue incluso más insolente que cualquier discusión que hubieran podido tener.

En un gesto desdeñoso, Egwene aspiró por la nariz con suavidad —si bien se aseguró de que él la oyera— y luego dejó que Tesan la condujera a la Antecámara de la Torre. La Antecámara: un lugar y un grupo de personas, ambas cosas, porque eran una misma; como también lo era la Sede Amyrlin, la persona y el solio en que se sentaba.

Se detuvo ante las puertas de la Antecámara y, al ver la Llama de Tar Valon grabada en plata sobre la oscura madera, sintió que el corazón le latía desbocado. Siuan apareció de repente con un par de zapatillas y le señaló las botas de montar. Por supuesto. El suelo de la Antecámara estaba delicadamente pintado. Se puso las zapatillas y Siuan se llevó las botas. ¡No tenía por qué estar nerviosa!

«Ya he estado aquí antes —pensó de improviso—. No sólo en Salidar. También en mi prueba. Ya he estado ante esta puerta, ya me he enfrentado a las mujeres que hay detrás. En mi prueba…»

De pronto sonó un gong, un sonido tan alto que parecía capaz de hacer que toda la Torre se sacudiera, un sonido que avisaba que estaba a punto de nombrarse a una Amyrlin. El gong sonó otra vez, seguido de una tercera, y las ornamentadas puertas se abrieron. Sí, sería una experiencia completamente diferente de la vivida en aquel humilde edificio de madera donde la habían nombrado Amyrlin en Salidar. En muchos sentidos, la ceremonia en Salidar no había sido más que un ensayo.

Las puertas acabaron de abrirse, y Egwene sofocó una exclamación. La magnífica sala coronada por una cúpula ahora tenía un agujero —un enorme boquete abierto al vacío— causado por una explosión. A través de él se divisaba el Monte del Dragón. La estancia no había resultado tan dañada como otras en el ataque seanchan; había muy pocos escombros, y la destrucción apenas había llegado más allá de la pared exterior. Ni la plataforma elevada que se extendía alrededor de la sala ni los asientos instalados en ella habían sufrido daño alguno. Dieciocho sillones, en grupos de tres, cada cual pintado y con el mullido cojín del color del Ajah de quien se sentaba en él.

El solio de la Sede Amyrlin se encontraba justo delante del agujero abierto en la pared del fondo, dando la espalda al paisaje que se abría detrás y al lejano Monte del Dragón. Si la explosión seanchan hubiera penetrado unos pocos pies más, la Sede habría quedado destruida; pero, gracias a la Luz, el solio no estaba dañado.

Egwene percibió un ligero olor a pintura en el aire. ¿Se habrían apresurado a pintar la Sede para que luciera de nuevo los siete colores? De ser así, habían trabajado rápido. Sin embargo, no habían tenido tiempo de reponer los sillones correspondientes a las Asentadas del Azul.

Egwene vio a Saerin, Doesine y Yukiri sentadas cada cual en su Ajah. Seaine también se hallaba presente y la observaba con esos ojos azules y calculadores. ¿Cuánto peso habían tenido esas cuatro mujeres en los acontecimientos? Suana, la Amarilla de rostro cuadrado, sonreía sin reparos, satisfecha, mientras miraba a Egwene; y, si bien la mayoría de las otras Asentadas exhibían el semblante sereno e inexpresivo Aes Sedai, Egwene percibió aprobación en su actitud. O, al menos, la ausencia de hostilidad. Las cazadoras del Ajah Negro no eran las únicas responsables de esta decisión.

Saerin se levantó de su asiento en el sector Marrón.

—¿Quién comparece ante la Antecámara de la Torre? —demandó en voz alta y clara.

Egwene vaciló, pues seguía examinando a las Asentadas. Los asientos estaban situados alrededor de la plataforma que se extendía por el perímetro de la sala, separados entre sí por una distancia igual. Había muchos vacíos; demasiados. Sólo asistían dos Asentadas Verdes, ya que Talene había huido hacía semanas. En las Grises, faltaba Evanellein, quien había desaparecido a primera hora del día. Velina y Sedore tampoco se hallaban presentes. Su ausencia no era buena señal, pues los nombres de esas dos mujeres se encontraban en la lista del Ajah Negro de Verin. ¿Las habrían puesto sobre aviso? ¿Que Evanellein desapareciera quería decir que su nombre se le había pasado por alto a Verin?

Tampoco había ninguna Asentada del Ajah Rojo. Sobresaltada, Egwene recordó que Duhara había abandonado la Torre hacía unas semanas. Nadie sabía la razón, pero se decía que Elaida le había encomendado una misión. Tal vez lo que se traía entre manos era algún asunto del Ajah Negro. Las otras dos Asentadas Rojas, Javindhra y Pevara, habían desaparecido asimismo de forma misteriosa.

Con lo cual, el número de Asentadas presentes ascendía a once. Un número insuficiente para escoger una Amyrlin según las antiguas leyes de la Torre, pero Elaida las había enmendado al disolver el Ajah Azul. Al haber menos Asentadas, el número de mujeres requerido para la elección era menor: once. Tendría que valer con ésas. Al menos todas las Asentadas que se encontraban en esos momentos en la Torre sabían lo que había sucedido. No era ningún secreto, como había ocurrido con el nombramiento de Elaida. Y Egwene tendría una certeza razonable de que ninguna de las Asentadas Negras la respaldaría.

Mirando extrañada a Egwene, Saerin se aclaró la voz y repitió:

—¿Quién comparece ante la Antecámara de la Torre?

A su lado, Tesan se inclinó hacia adelante como si tuviera intención de decirle en voz baja lo que debía contestar. Egwene, sin embargo, la atajó levantando la mano.

Le había estado dando vueltas a una cosa; sería algo atrevido, pero justo. Sabía que lo era. Sentía que lo era.

—¿El Ajah Rojo está sin representación? —preguntó Egwene en voz baja a Tesan.

La Blanca asintió con la cabeza y las trenzas que lucía en el pelo le rozaron los lados de la cara.

—No tenéis que preocuparos por las Rojas —respondió con su ligero acento tarabonés—. A raíz de la desaparición de Elaida, se retiraron a sus alojamientos. Las Asentadas aquí presentes estaban preocupadas de que el Ajah Rojo eligiera enseguida nuevas representantes en la Antecámara para que atendieran a este procedimiento. Creo que ciertas misivas bastante… concisas de la Antecámara de la Torre bastaron para acobardarlas.

—¿Qué hay de Silviana Brehon? ¿Sigue encarcelada?

—Por lo que sé, así es, madre —respondió Tesan, que tuvo un desliz al utilizar el título a pesar de que la Antecámara aún no había investido a Egwene—. No os preocupéis por Leane, ya ha sido liberada. La hemos escoltado junto a las otras rebeldes que esperan vuestro perdón.

Egwene asintió en silencio, pensativa.

—Que traigan a Silviana aquí, a la Antecámara de la Torre, ahora mismo —ordenó Egwene. Tesan enarcó una ceja.

—Madre, no creo que sea el momento…

—Hazlo —la interrumpió con un susurro, tras lo cual se volvió hacia la Antecámara—. Alguien que acude obedientemente, en la Luz —pronunció la respuesta con voz firme.

Saerin se relajó.

—¿Quién comparece ante la Antecámara de la Torre?

—Alguien que acude humildemente, en la Luz —respondió Egwene. Fue mirando a todas y cada una de las Asentadas. Mano firme, tendría que mostrar mano firme. Necesitaban liderazgo.

—¿Quién comparece ante la Antecámara de la Torre? —concluyó Saerin.

—Alguien que acude a la citación de la Antecámara —respondió Egwene—, obediente y humildemente en la Luz, pidiendo sólo aceptar la voluntad de la Antecámara.

La ceremonia continuó, y todas las Asentadas se desnudaron hasta la cintura para demostrar que eran mujeres. Egwene hizo lo mismo; le faltó poco para sonrojarse al recordar que Gawyn ya había dado por sentado que iba a acompañarla a la ceremonia.

—¿Quién presenta a esta mujer y se compromete por ella, corazón por corazón, alma por alma, vida por vida? —preguntó Saerin después de que las Asentadas se hubieron cubierto de nuevo el torso.

Por el contrario, Egwene debía seguir con el busto al aire, con lo que sentía la fría brisa que soplaba a través del agujero acariciándole la piel.

Yukiri, Seaine y Suana se pusieron de pie con rapidez.

—Yo me comprometo —respondió cada una de ellas por turno.

La primera vez que Egwene se había sometido a esa ceremonia lo había hecho en un estado de ansiedad. Temía cometer un error a cada paso. Peor aún, temía que al final todo fuera una artimaña o un error.

El miedo había desaparecido. Mientras se hacían las preguntas rituales, mientras Egwene avanzaba tres pasos y se arrodillaba en el suelo pulido —Elaida había ordenado que se volviera a pintar con sólo seis colores la espiral que nacía del símbolo de la Llama de Tar Valon—, Egwene supo mirar más allá de la pompa de la ceremonia y ver lo que realmente sucedía. Esas mujeres estaban aterradas, al igual que lo habían estado las otras mujeres en Salidar. La Sede Amyrlin era una fuerza estabilizadora y ellas tendían las manos para asirse a esa estabilidad.

¿Por qué la habían escogido? La respuesta pareció ser la misma en ambas ocasiones. Porque ella era la única candidata en la que podían estar todas de acuerdo. Había caras sonrientes en el grupo. Eran las sonrisas de mujeres que habían logrado evitar que sus rivales se hicieran con la Sede, aunque bien podrían ser las sonrisas de mujeres que se sentían aliviadas porque alguien tomaba la decisión de asumir el liderazgo. Quizás algunas sonreían por no ser ellas quienes iban a ocupar la Sede. En la historia reciente, ese puesto no era más que una fuente de peligros que había desembocado en disensiones y en dos tragedias calamitosas.

Allí, en Salidar, Egwene había pensado que las mujeres se comportaban como idiotas. Sin embargo, ahora tenía más experiencia y, con suerte, era también más sabia y se daba cuenta de que el comportamiento de esas mujeres no había sido estúpido, sino que habían actuado como Aes Sedai: habían encubierto el temor actuando con demasiada precaución —aunque a la vez con cinismo— al escoger a alguien a quien no les importaría ver caer, y corriendo cierto riesgo, pero sin ponerse en peligro directo ellas mismas. Las mujeres de ahora estaban actuando igual, sólo que encubrían el miedo con caras inexpresivas y gestos de control.

Cuando llegó el momento de que las Asentadas se levantaran para apoyarla, Egwene no se sorprendió al ver que las once lo hacían. Nadie disintió, así que no habría lavatorio de pies en esta ocasión.

No, no estaba sorprendida. Sabían que no tenían otra opción. No con un ejército a las puertas; no con Elaida prácticamente muerta. La manera Aes Sedai de abordar el asunto era actuar como si no hubiera existido jamás la rebelión. Se tenía que alcanzar el consenso.

Saerin, en cambio, sí parecía sorprendida de que nadie permaneciera sentada, aunque sólo fuera para demostrar que no se dejaría mangonear. De hecho, más de una Asentada daba la impresión de estar sorprendida, y Egwene sospechó que varias lamentaban haberse levantado con tanta rapidez. Se podía ganar cierto poder al ser la única persona que permanecía sentada, obligando así a Egwene a lavarle los pies y pedirle permiso para servir. Por supuesto, también podría granjearle la animadversión de la nueva Amyrlin hacia esa Asentada.

Las mujeres volvieron a sentarse poco a poco. Egwene no necesitaba dirección y tampoco se la ofrecieron. Se levantó y avanzó por la estancia a través la piedra pintada con la Llama, sin hacer ruido. Una ráfaga de viento sopló en la habitación, de forma que agitó los chales y acarició el torso desnudo de Egwene. El hecho de elegir esa sala para la ceremonia —a pesar del vacío vertiginoso que se divisaba a través del agujero— hablaba favorablemente de la fuerza de la Antecámara.

Saerin recibió a Egwene en la Sede. La altaranesa de tez olivácea empezó a abrocharle el corpiño con cuidado y luego, con reverencia, recogió de la Sede la estola de Amyrlin en la que estaban representados los siete colores; al parecer, la habían recuperado de donde fuera que Elaida la hubiera desechado. Saerin miró a Egwene por unos instantes como evaluándola mientras sopesaba la estola.

—¿Estás segura de que quieres cargar con este peso, pequeña? —preguntó Saerin con una voz muy suave. Esa pregunta no formaba parte de la ceremonia.

—Ya cargo con él, Saerin. —La respuesta de Egwene fue casi un susurro—. Elaida se lo quitó de encima al intentar hacer y deshacer a su antojo. Yo tomé el relevo y cargo con el peso desde entonces. Cargaré con él hasta mi muerte. Lo haré.

Saerin asintió.

—Creo que ésa puede ser la razón por la que mereces llevarlo. Dudo que haya nada en la historia que sea comparable a los tiempos que se avecinan. Sospecho que, en el futuro, los estudiosos volverán la vista a nuestros días y dirán que fueron tiempos tan difíciles que pusieron a prueba mentes, cuerpos y almas más que la Época de Locura o incluso el propio Desmembramiento.

—Entonces, que el mundo nos tenga a nosotras es bueno, ¿verdad? —preguntó Egwene.

Saerin dudó y luego asintió con la cabeza.

—Supongo que sí. —Levantó la estola y se la puso alrededor de los hombros—. ¡Se os asciende a la Sede Amyrlin! —declaró, y en ese punto las voces de las otras Asentadas se unieron a la suya—. En la gloria de la Luz, que la Torre Blanca perdure para siempre. ¡Egwene al’Vere, Vigilante de los Sellos, Llama de Tar Valon, la Sede Amyrlin!

Egwene se dio la vuelta para mirar al grupo de mujeres y luego se sentó en el solio. Tuvo la sensación de haber regresado a casa después de un largo viaje. El mundo se doblegaba bajo la presión de la mano del Oscuro pero, en ese momento, en el momento que ocupó su puesto, le pareció que la situación mejoraba un poco, que era algo más segura.

Las mujeres se alinearon en orden ante ella según la edad, con Saerin ocupando la última posición. De una en una fueron haciéndole una profunda reverencia, le pidieron permiso para servir y le besaron al anillo de la Gran Serpiente antes de apartarse para dar paso a la siguiente. Mientras lo hacían, Egwene se dio cuenta de que Tesan había regresado. La Blanca comprobó que todas estaban vestidas antes de entrar con un grupo de cuatro guardias con la Llama de Tar Valon en la pechera. Egwene reprimió un suspiro. Por lo visto, habían llevado encadenada a Silviana.

Después de que todas le hubieron besado el anillo, las Asentadas regresaron a sus asientos. Aún faltaba un poco más para concluir la ceremonia, pero la parte importante ya había terminado. Esta vez sí que de verdad, de verdad, Egwene era por fin la Amyrlin. ¡Cuánto tiempo llevaba esperando este día!

Había llegado el momento de dar algunas sorpresas.

—Liberad a la prisionera de sus cadenas —mandó.

Los soldados que esperaban fuera de la Antecámara la obedecieron con cierta renuencia; se oyó el ruido de los grilletes. Las Asentadas miraron hacia allí con aire desconcertado.

—Silviana Brehon —llamó Egwene al tiempo que se levantaba—, puedes acercarte a la Sede Amyrlin.

Los soldados se hicieron a un lado y dejaron que Silviana entrase. No había recibido buen trato durante el tiempo que llevaba encarcelada por órdenes de Elaida. El otrora precioso vestido rojo se hallaba arrugado y sucio en las rodillas. El pelo negro, que solía llevar recogido en un moño, estaba trenzado de cualquier manera. Y, aun así, la cara cuadrada de la mujer rebosaba serenidad.

Cosa sorprendente, se arrodilló delante de Egwene después de cruzar la sala. La joven Amyrlin bajó la mano y dejó que la mujer le besara el anillo. Las Asentadas observaban, confusas porque Egwene había interrumpido la ceremonia.

—Madre, ¿creéis que éste es el mejor momento para emitir un veredicto? —preguntó por último Yukiri.

Egwene retiró la mano y miró a Yukiri; después fue mirando de una en una a las Asentadas.

—Todas vosotras cargáis con una gran vergüenza —dijo.

En los severos rostros Aes Sedai se enarcaron cejas y se abrieron los ojos de par en par, con enfado. ¡No tenían derecho! La ira de esas mujeres no era nada comparada con la suya.

—Esto —señaló el agujero en la pared—, es responsabilidad vuestra. —Apuntó con el dedo a Silviana, que seguía arrodillada en el suelo—. También sois responsables de eso. Sois responsables del modo en que las hermanas se tratan entre ellas por los pasillos y sois responsables por dejar que la división de la Torre haya durado tanto. ¡Muchas de vosotras sois responsables de la división, para empezar!

»Sois una vergüenza. La Torre Blanca, que ha sido el orgullo de la Luz, el poder para la estabilidad y la verdad desde la Era de la Leyenda, por poco se hace añicos por vuestra culpa.

Los ojos de las Asentadas estaban desorbitados y unas cuantas tosieron, atragantadas.

—Elaida… —empezó una.

—¡Elaida era una loca, y todas lo sabéis! —atajó Egwene; las miró de hito en hito, bien alta la cabeza, con confiada entereza—. Lo habéis sabido durante los últimos meses mientras ella nos llevaba a la destrucción sin darse cuenta. Luz, probablemente muchas de vosotras lo sabíais cuando la ascendisteis.

»Ha habido otras Amyrlin insensatas antes, ¡pero ninguna estuvo tan cerca de acabar con la Torre! Vosotras sois un mecanismo de control sobre la Amyrlin. ¡Estáis para evitar que haga cosas como ésa! ¡Permitisteis que disolviera un Ajah! ¿En qué pensabais? ¿Cómo habéis permitido que la Torre haya caído tan bajo? ¡Y nada menos que en los días en que el Dragón Renacido camina por el mundo!

Tendríais que haberla depuesto en el mismo momento que supisteis de su desastroso intento de apresar a Rand al’Thor. Tendríais que haberla depuesto cuando visteis que sus dimes y diretes y su mezquindad enfrentaban a unos Ajahs contra otros. ¡Y, por supuesto, tendríais que haberla depuesto cuando rehusó hacer lo necesario para unir la Torre, para que de nuevo fuera un todo!

Egwene recorrió con la vista las filas de hermanas, deteniéndose para mirar a cada una a los ojos hasta que agachaban la vista. Ninguna osaba sostenerle la mirada mucho tiempo. Por fin observó que la vergüenza empezaba a asomar a través de esas máscaras. ¡Y con razón!

—Ninguna de vosotras se enfrentó a ella —espetó Egwene—. ¿Y os atrevéis a decir que sois la Antecámara de la Torre? ¿Vosotras, que os acobardasteis? ¿Vosotras, que estabais demasiado asustadas para hacer lo que debía hacerse? ¿O acaso estabais demasiado inmersas en vuestras riñas y politiqueos para ver qué se debía hacer?

Egwene miró a Silviana.

—Sólo una mujer en esta habitación estuvo dispuesta a defender lo que sabía que era justo. Sólo una mujer se atrevió a desafiar a Elaida y aceptó el precio por hacerlo. ¿Y pensabais que llamé a esta mujer a mi presencia para vengarme de ella? ¿De verdad estáis tan ciegas para pensar que castigaría a la única persona de la Torre que demostró tener dignidad y honestidad estos últimos meses?

En ese momento, no quedaba ninguna Asentada que no estuviera mirando el suelo. Incluso Saerin evitaba mirarla a los ojos.

Silviana alzó la vista hacia Egwene.

—Cumpliste con tu deber, Silviana —le dijo la Amyrlin—. Y lo hiciste bien. Ponte en pie.

La mujer se levantó. Tenía la cara demacrada y los ojos hinchados de no dormir. Egwene sospechaba que también tendría problemas para mantenerse de pie. ¿Le habrían llevado comida y agua durante el caos de los últimos días?

—Silviana, se ha investido a una nueva Amyrlin. Y me avergüenza decir que se hizo con un subterfugio similar al utilizado para ascender a Elaida. De los siete Ajahs, sólo estaban representados cinco. Sé que el Azul me apoyaría si sus Asentadas estuvieran presentes, pero al Rojo ni siquiera se le ha dado la oportunidad de expresar si lo aprobaban o no.

—Hay sus buenos motivos para ello, madre —respondió Silviana.

—Tal vez sea cierto, pero con esto puede asegurarse que mi mandato estará marcado por las tensiones entre el Rojo y yo. Percibirán malevolencia cuando no la haya y con ello perderé la fuerza de cientos de mujeres. Mujeres a las que voy a necesitar muchísimo.

—Yo… No veo cómo evitarlo, madre.

—Yo sí —contestó Egwene—. Silviana Brehon, quiero que seas mi Guardiana de las Crónicas. Que no se diga que desairé al Rojo.

Silviana parpadeó, sorprendida. Se oyeron algunas exclamaciones ahogadas entre las Asentadas, aunque Egwene no se fijó en quiénes fueron. Miró a Silviana a los ojos. No hacía mucho, esa mujer la había tenido inclinada en un extremo de la mesa para azotarla en cumplimiento de las órdenes de Elaida. Pero Silviana se había arrodillado ante ella, sin necesidad de ninguna orden. Aceptaba la autoridad de la Antecámara para ascender a Egwene. ¿La aceptaba a ella también?

La oferta de Egwene la pondría en una situación comprometida y peligrosa. Las Rojas podrían interpretarlo como una traición. ¿Qué respondería Silviana? Egwene dio gracias por conocer el truco para no sudar o, de lo contrario, sabía que las gotas le caerían por las sienes y las mejillas.

—Para mí será un honor, madre —dijo Silviana, arrodillándose de nuevo—. Un verdadero honor.

Egwene respiró con alivio. Su labor de reunir a los Ajahs desavenidos sería difícil, pero que las Rojas la vieran como su enemiga haría la tarea casi imposible. Con Silviana de su parte, tendría una emisaria que las Rojas no podrían rechazar. Con suerte.

—Serán tiempos difíciles para el Ajah Rojo, hija —dijo Egwene—. Su misión siempre ha sido capturar a los hombres que encauzaban; pero, según dicen los informes, el saidin ha sido limpiado.

—Aún habrá muchos encauzadores que desafíen el orden, madre —respondió la mujer—. No se puede confiar en los varones.

«Algún día tendremos que superar la creencia en que se basa ese último comentario —pensó Egwene—. Pero, por hoy, sigue teniendo bastante de verdad para dejarlo estar así».

—No quise decir que el propósito de tu Ajah desaparecería, sólo que habrá que adaptarlo. Preveo grandes cosas para el Ajah Rojo en un futuro, una ampliación de miras, una renovación de su tarea. Me complace tenerte a mi lado para ayudarme a guiar a las mujeres del Rojo.

Egwene miró a las Asentadas, que observaban en completo silencio, estupefactas.

—Os ordenaría a todas que os impusierais penitencia si no fuera por el hecho de que sé que algunas de vosotras trabajabais entre bastidores para evitar que la Torre Blanca se viniera abajo. Lo que hicisteis no fue suficiente, pero hicisteis algo. Además de eso, creo que las penitencias a las que nos sometemos nosotras mismas son ridículas. A decir verdad, ¿qué es el dolor físico para una Aes Sedai? —Egwene volvió a hacer una profunda inhalación.

»En lo que a mí respecta, también soy culpable. Comparto parte de vuestra vergüenza, pues fue durante mi mandato cuando estos desastres sucedieron. Me puse de parte de las rebeldes, permití que me ascendieran ellas porque no había otra opción. Pero incluso esa única opción me hace culpable.

Cargad con vuestra vergüenza, Asentadas, pero llevadla con resolución. No dejéis que os quebrante. La hora de la sanación ha llegado, ya no hay motivo para señalar con el dedo. Habéis fracasado. Pero sois todo cuanto tenemos. Somos lo único que tiene el mundo.

Las mujeres empezaron a alzar los ojos.

—Venid —ordenó Egwene, que atravesó la sala. Silviana no tardó en ponerse a su lado—. Vayamos a dar la bienvenida a las rebeldes.

Recorrieron los pasillos de la Torre, que aún olían a humo, y en los que se amontonaban escombros en algunos puntos. Egwene trató de no fijarse en las manchas de sangre. Las Asentadas la seguían, agrupadas por Ajahs a pesar de la reprimenda de Egwene. Se necesitaría mucho trabajo para sanar las heridas.

—Madre, he de dar por sentado que ya teníais una Guardiana entre las rebeldes. ¿Vuestra intención es mantenernos a las dos? —preguntó Silviana en voz baja mientras caminaban. El timbre tenso de voz revelaba lo que pensaba de un arreglo tan poco convencional.

—No —respondió Egwene—. Mi anterior Guardiana fue ejecutada por pertenecer al Ajah Negro.

—Entiendo. —Silviana palideció.

—No podemos andarnos con paños calientes en estas cosas, Silviana —dijo Egwene—. Recibí una visita muy importante antes de que me… rescataran. Esa mujer pertenecía al Ajah Negro y me reveló los nombres de otras hermanas Negras. Me he asegurado de que ninguna Aes Sedai rebelde lo sea merced a la Vara Juratoria.

—¿La Vara Juratoria? —exclamó Silviana.

—Sí —respondió Egwene mientras se acercaban a una escalera—. Una aliada en la Torre me la dio anoche. Aunque me parece que tendremos que trasladar de almacén los ter’angreal y mantener el depósito en secreto y vigilado de forma constante. No pasará mucho tiempo antes de que todas las hermanas con un mínimo de poder aprendan a Viajar, y no me gustaría que muchas de ellas, incluidas algunas en las que confío, tomen «prestados» angreal cuando les parezca bien.

—Sí, madre —respondió Silviana y en una voz más queda añadió—: Me temo que tendré que acostumbrarme a muchos cambios.

—Yo también lo temo —dijo Egwene—. Y uno de no poca importancia será la elección de una Maestra de las Novicias adecuada, una que pueda ocuparse de cientos de nuevas iniciadas, muchas de las cuales no serán de la edad normal. Ya he empezado el proceso de aceptar para su entrenamiento a cualquier mujer que muestre una cierta habilidad para encauzar, sin importar la edad. Sospecho que no tardaremos mucho en ver la Torre Blanca llena a rebosar de novicias.

—En tal caso, consideraré las opciones para ocupar ese puesto rápidamente, madre —respondió Silviana.

Egwene aprobó el comentario con un gesto de cabeza. Sin ninguna duda, Romanda y Lelaine se pondrían furiosas al enterarse de que había escogido a Silviana de Guardiana; pero, cuantas más vueltas le daba, más satisfecha se sentía Egwene de su decisión. No sólo porque Silviana fuera del Rojo, sino porque era una mujer competente. Saerin habría sido una buena opción, pero muchas la habrían considerado la guía de Egwene y quizás el poder real detrás de la Sede. Escoger una Azul habría causado más división aún con el estado en que se encontraba la Torre. Además, siendo una Amyrlin que se había puesto de parte de las rebeldes —un hecho que tardaría en olvidarse, por mucho que Egwene dijera o hiciera—, tener una Guardiana escogida entre las lealistas sería de gran ayuda para sanar las heridas.

No tardaron mucho en llegar a la Gran Plaza de la Torre, en el lado este del edificio. Tal y como había ordenado, allí estaban reunidas las mujeres según el Ajah al que pertenecían. Egwene había escogido este lugar por la alta escalinata que conducía a la Torre y que acababa en un espacioso rellano. Se situó de espaldas a las majestuosas puertas talladas. Era el lugar perfecto para dirigirse a una multitud.

También estaba ubicada entre las alas, que eran las construcciones que se habían llevado la peor parte durante el ataque de la noche anterior. En el ala este aún ardían los rescoldos, la cúpula se había desplomado y una de las paredes se había derrumbado. Sin embargo, desde esa posición estratégica no había a la vista ningún agujero y la Torre parecía estar libre de daños, relativamente.

Egwene vio caras asomadas a las ventanas de la planta baja. Aes Sedai y novicias por igual la observaban. Al parecer, además de dirigir unas palabras a las rebeldes, Egwene tendría la oportunidad de dirigirse a la mayoría de las ocupantes que quedaban en la Torre. Hiló un tejido para dar potencia a la voz; nada de un volumen retumbante, pero sí lo suficiente para que oyeran tanto los que tenía detrás como los que estaban abajo.

—Hermanas —empezó—, hijas. He sido investida Sede Amyrlin según los preceptos establecidos por la ley. Las dos facciones enfrentadas en este conflicto me eligieron, ambas siguieron los procedimientos prescritos y ambas me aceptan ahora como su Amyrlin. Es hora de que vuelvan a unirse.

»No haré como si nuestra división no hubiera ocurrido. Nosotras, las mujeres de la Torre Blanca, a veces estamos demasiado deseosas de olvidar ciertos hechos que no queremos reconocer. Éste no se puede ocultar, no para quienes lo hemos vivido. Estuvimos divididas, casi llegamos a enfrentarnos en una guerra. Hemos dado un espectáculo lamentable que redunda en el descrédito de nuestra hermandad.

Vosotras, las rebeldes, hicisteis algo terrible. Dividisteis la Torre y nombrasteis a una Amyrlin rival. Por primera vez en la historia, unas Aes Sedai han dirigido tropas contra otras Aes Sedai. Yo las dirigí. Soy consciente de ese acto vergonzoso.

Fuera o no necesaria tal acción, es una vergüenza. En consecuencia, exijo que admitáis vuestra culpabilidad. Debéis responsabilizaros de los delitos cometidos, incluso de aquellos llevados a cabo en aras de un mal menor.

Recorrió con la mirada a las Aes Sedai que estaban al pie de la escalinata. Si su decisión de ordenarles que formaran en filas —para después dejarlas esperando hasta que tuvo a bien salir— no había conseguido que se dieran cuenta de su postura en lo ocurrido, puede que entonces lo hicieran sus palabras.

—No habéis llegado aquí cubiertas de gloria —prosiguió—. No habéis entrado aquí victoriosas, porque no hay victoria ni puede haberla cuando la hermana lucha contra la hermana y el Guardián contra el Guardián. —Localizó a Siuan en las primeras filas y le sostuvo la mirada a través de la distancia. También se encontraba allí Leane, desaliñada tras el largo encarcelamiento.

—Se han cometido errores en ambos bandos —continuó—. Y todas tendremos que trabajar de firme para remediar lo que hemos hecho. Los herreros dicen que cuando una espada se ha partido no volverá a ser una pieza íntegra. Tiene que forjarse de nuevo, fundir el metal para sacar la escoria y después trabajarlo y volver a darle forma.

En los próximos meses se producirá nuestra reparación renovadora. Nos hendimos y casi acabamos rotas de forma definitiva. ¡Se aproxima la Última Batalla, y antes de que llegue me propongo conseguir que seamos de nuevo una espada forjada con solidez, una espada íntegra y sin fisuras! Voy a exigiros mucho. A todas. Y lo que os pediré no será fácil ni agradable. El esfuerzo os llevará al límite de la resistencia y creeréis que no vais a soportarlo. ¡Esos agujeros abrasados se cubrirán! Habrá que hacer ajustes entre nosotras, porque hay demasiadas Asentadas para la Antecámara, y no digamos ya cabezas de Ajah. Algunas tendréis que bajar de nivel e inclinaros con humildad ante aquellas que os desagradan.

¡Serán días que nos pondrán a prueba a todas! Os obligaré a trabajar con aquellas que considerabais enemigas hace apenas unas horas. Marcharéis al lado de quienes os despreciaban u os ofendían u os odiaban.

»Pero nosotros somos más fuertes que nuestras debilidades. ¡La Torre Blanca aguanta a pie firme y nosotras aguantaremos con ella! Volveremos a ser un todo. ¡Volveremos a ser una congregación de la que se hablará en los relatos! Cuando haya acabado con vosotras, no se escribirá que la Torre blanca estaba debilitada. Nuestras discordias se olvidarán a la vista de nuestras victorias. No se nos recordará como la Torre Blanca que se volvió contra sí misma, sino como la Torre Blanca que resistió firme e inamovible contra la Sombra. ¡Serán días legendarios!

Estalló un clamor de vítores, sobre todo entre las novicias y los soldados, ya que las Aes Sedai eran demasiado reservadas para hacer ese tipo de demostraciones. Por lo general. Algunas de las más jóvenes gritaron, contagiadas por el entusiasmo. Menos mal que las aclamaciones sonaban en ambas facciones; Egwene los dejó que jalearan un poco más y después alzó los brazos, acallándolos.

—¡Que se sepa en todo el mundo! —gritó—. Que se hable de ello, que se cuente con ello, que se recuerde: la Torre Blanca es una, íntegra e intacta. ¡Y nadie, ni hombre ni mujer ni creación de la Sombra, volverá a vernos divididos!

El clamor fue casi ensordecedor esta vez y, cosa sorprendente, se sumaron a él más Aes Sedai. Egwene bajó las manos.

Esperaba que siguieran aclamándola en los meses venideros. Había mucho, muchísimo que hacer.

47

El que perdió

Rand no regresó a sus aposentos de inmediato. El fallido encuentro con los fronterizos lo había desestabilizado. No se debía al malintencionado intento de atraerlo a Far Madding, lo cual resultaba frustrante, pero no inesperado. La gente siempre intentaba controlarlo y manipularlo, y los fronterizos no eran diferentes.

No, era otra cosa lo que lo había alterado, algo que no lograba definir del todo. Y, así, deambulaba por la Ciudadela de Tear con dos Doncellas Aiel siguiéndole los pasos, en tanto que su presencia sobresaltaba a criados y ponía nerviosos a los Defensores.

Los corredores giraban y doblaban. Las paredes —allí donde los tapices ornamentales no las cubrían— tenían el color de la arena mojada, pero eran mucho más sólidas que cualquier tipo de roca que Rand conocía, además de extrañas, insólitas, cada tramo uniforme y suave, un recordatorio de que esa construcción no era natural.

Rand se sentía igual. Tenía el aspecto y la hechura de un humano; es más, tenía las peculiaridades y los antecedentes inherentes a uno. Sin embargo, era algo que ningún humano —ni siquiera él mismo— alcanzaba a entender. Una figura de leyenda, una creación del Poder Único, tan anormal como un ter’angreal o un fragmento de cuendillar. Lo vestían como un rey, igual que decoraban aquellos corredores con borlas doradas y alfombras rojas, igual que adornaban las paredes con tapices, en cada uno de los cuales se representaba a un famoso general teariano. Esos ornatos estaban pensados para embellecer, aunque también servían para encubrir. Los tramos de pared desnuda ponían en relieve hasta qué punto era aberrante aquel sitio. Alfombras y tapices conseguían darle un aspecto más… humano. Igual que una corona y una elegante chaqueta en Rand servían para que lo aceptaran. Se suponía que los reyes eran un poco diferentes. Daba igual que la naturaleza de Rand, oculta bajo la corona, fuera mucho más ajena a la de ellos. Daba igual que su corazón fuera el de un hombre muerto largo tiempo atrás, que sus hombros se hubieran creado para cargar con el peso de la profecía, que su alma estuviera aplastada bajo las necesidades, los deseos y las esperanzas de un millón de personas.

Dos manos. Una para destruir, la otra para salvar. ¿Cuál de ellas había perdido?

Era fácil extraviarse en la Ciudadela. Desde mucho antes que el Entramado empezara a destejerse, esos corredores tortuosos de roca marrón ejercían una influencia engañosa que desorientaba. Se habían diseñado para confundir a posibles atacantes. Se llegaba de repente a intersecciones y, además de existir pocos puntos de referencia por los que guiarse, los pasillos interiores de la fortaleza no tenían ventanas. Los Aiel decían que se habían quedado impresionados por lo difícil que les había resultado tomar la Ciudadela. No fueron los Defensores los que les habían impresionado, sino la magnitud de la extensión y el trazado del monstruoso edificio.

Por suerte, la caminata de Rand no tenía un propósito concreto; sólo quería andar.

Había aceptado lo que tenía que ser. Entonces, ¿por qué lo irritaba tanto esa aquiescencia? Una voz en lo más profundo de su ser —no en la mente, sino en el corazón— había empezado a estar en desacuerdo con lo que hacía. No era estridente ni violenta, como la de Lews Therin. Sólo susurraba, era un apagado runrún, como una desazón arrumbada. Algo no iba bien. Algo no encajaba…

«¡No! —se dijo para sus adentros—. He de ser fuerte. ¡Por fin me he convertido en lo que he de ser!»

Se detuvo en el pasillo, prietos los dientes. En el amplio bolsillo de la chaqueta llevaba la llave de acceso. La toqueteó, siguió con las yemas de los dedos los contornos fríos y suaves. No se atrevía a dejarla al cuidado de un servidor por muy de fiar que éste fuera.

«Hurin —comprendió de pronto—. Eso era lo que me incomodaba. Haber visto a Hurin».

Echó a andar de nuevo y enderezó la espalda. Tenía que ser fuerte en todo momento, o al menos aparentarlo.

Hurin era una reliquia de una vida anterior, de aquellos tiempos en que Mat todavía se burlaba de las chaquetas de Rand. Tiempos en que Rand albergaba la esperanza de casarse con Egwene y, de algún modo, regresar a Dos Ríos. Había viajado con Hurin y Loial, resuelto a detener a Fain y recuperar la daga de Mat para demostrar que era un amigo. Aquéllos eran tiempos mucho más sencillos, aunque él no lo sabía entonces, tiempos en que se habría preguntado si ocurriría algo peor que pensar que sus amigos lo odiaban.

Vislumbró un remolino de colores. Perrin caminaba a oscuras por un campamento, con aquella espada de piedra recortándose imponente en el aire, por encima de él. La visión cambió a Mat, que aún seguía en esa ciudad. ¿Sería Caemlyn? ¿Por qué Mat podía estar cerca de Elayne mientras que él tenía que permanecer tan alejado? Apenas percibía las emociones de la mujer a través del vínculo. Cómo la echaba de menos. Hubo un tiempo en que ambos se habían robado besos entre los muros de esta misma fortaleza.

«No —se reprendió—. Soy fuerte». La añoranza era una emoción que le estaba prohibida. La nostalgia no lo conduciría a ningún sitio. Procuró borrar esas sensaciones mientras se metía en el hueco de una escalera y bajaba los peldaños, ejercitando el cuerpo hasta conseguir que la respiración se redujera a jadeos.

«¿Huimos del pasado, pues? —preguntó Lews Therin en un susurro—. Sí, eso está bien. Mejor soslayarlo que afrontarlo».

El tiempo compartido con Hurin había llegado a su fin en Falme. De aquellos días sólo quedaba un recuerdo borroso. Los cambios que se habían producido en él entonces —ser consciente de que debía matar, de que jamás volvería a retomar el estilo de vida que amaba— eran cosas a las que no debía dar más vueltas. Separado de sus amigos, había salido para Tear casi delirante, viendo a Ishamael en sueños.

Eso último había empezado a pasarle otra vez.

Resollando, Rand irrumpió en uno de los niveles bajos de la fortaleza, seguido por las Doncellas, que no jadeaban. Avanzó por el pasillo y entró en una sala enorme, con hileras de columnas robustas y tan anchas que un hombre no alcanzaría a rodearlas con los brazos. El Corazón de la Ciudadela. Varios Defensores se pusieron firmes y saludaron a Rand cuando pasó ante ellos.

Se dirigió hacia el centro de la sala, al Corazón. En otros tiempos Callandor colgaba allí, suspendida en el aire, resplandeciente con la luz. La espada de cristal se hallaba ahora en poder de Cadsuane. Ojalá esa mujer no hubiera cometido otra pifia y la hubiera perdido, como había pasado con el a’dam masculino. A decir verdad, le daba igual. Callandor era un objeto imperfecto ya que, para utilizarlo, un encauzador tenía que estar subordinado a la voluntad de una mujer. Además, era poderoso, pero ni de lejos tanto como el Choedan Kal. La llave de acceso era una herramienta mucho mejor. Rand acarició la estatuilla con suavidad mientras contemplaba el lugar donde Callandor pendía antaño.

Eso siempre lo había incomodado. Callandor era el arma mencionada en las profecías. El Ciclo Karaethon vaticinaba que la Ciudadela no caería hasta que el Dragón Renacido empuñara Callandor. Algunos eruditos habían interpretado que ese pasaje de las profecías implicaba que la espada jamás sería empuñada. Pero las profecías no funcionaban así, existían para que se cumplieran.

Rand había estudiado la Profecía Karaethon pero, por desgracia, desentrañar su significado era como tratar de desenmarañar una cuerda de cien yardas enredada. Con una mano.

Asir la Espada que no Puede Tocarse fue una de las primeras profecías fundamentales que se habían cumplido. Sin embargo, ¿el hecho de que empuñara Callandor era una señal irrelevante o había significado un paso adelante? Todo el mundo conocía la profecía, pero pocos se planteaban la pregunta que debería haber sido inevitable: ¿por qué? ¿Por qué tenía él que asir la espada? ¿Para utilizarla en la Última Batalla?

Como sa’angreal, la espada era inferior, y dudaba mucho que se hubiera creado para utilizarla sólo como espada. ¿Por qué no se hablaba en las profecías de los Choedan Kal? Los había utilizado para limpiar la infección del saidin. La llave de acceso le proporcionaba un poder mucho mayor de lo que Callandor podría darle, aparte de que ese poder no conllevaba ataduras. La estatuilla era libertad, mientras que Callandor sólo era otro arcón. Aun así, en las profecías no había referencia alguna a los Choedan Kal y sus llaves.

Eso lo frustraba, porque las profecías eran —en cierto modo— el arcón más temible y opresivo de todos. Estaba atrapado en ellas. Acabarían asfixiándolo.

«Les advertí…» susurró, Lews Therin.

«¿Qué les advertiste?», demandó Rand.

«Que el plan no funcionaría —respondió Lews Therin en tono quedo—. Que la fuerza bruta no lo contendría. Calificaron de temerario mi plan, pero esas armas que crearon eran demasiado peligrosas. Demasiado aterradoras. Ningún hombre debería manejar semejante Poder…»

Rand se debatió con los pensamientos, con la voz, con los recuerdos. No recordaba apenas nada del plan de Lews Therin para sellar la prisión del Oscuro. Los Choedan Kal… ¿se habrían construido con ese propósito?

¿Era ésa la respuesta? ¿Acaso Lews Therin había optado por la elección equivocada? ¿Por qué, entonces, no se hacía mención de ellos en las profecías?

Rand se dio la vuelta para abandonar la cámara vacía.

—Que se deje de montar guardia en este lugar a partir de ahora —les dijo a los Defensores—. No hay nada que valga la pena proteger. Ni siquiera estoy seguro de que lo haya habido alguna vez.

Los hombres parecían conmocionados, mortificados como niños castigados por un padre amado. Pero se aproximaba una guerra, y Rand no estaba dispuesto a dejar atrás soldados para defender una sala vacía.

Apretó los dientes y salió al pasillo a zancadas. Callandor. ¿Dónde la tendría escondida Cadsuane? Rand sabía que la mujer se había instalado en unos aposentos de la Ciudadela, de nuevo forzando los límites de su orden de exilio. Tendría que hacer algo al respecto; tal vez expulsarla de la Ciudadela. Subió corriendo los peldaños y después salió del hueco de escalera a un piso cualquiera, al azar, para seguir moviéndose. Se volvería loco si se sentaba en aquel momento.

Se había esforzado tanto para impedir que lo ataran… Sin embargo, como último recurso, las profecías se encargarían de que hiciera lo que se suponía que debía hacer. Eran más manipuladoras, más taimadas que cualquier Aes Sedai.

La cólera brotó dentro de él, arremetiendo contra las compuertas que la constreñían. La queda voz interior se estremeció ante aquella tempestad. Rand apoyó el brazo izquierdo en la pared y agachó la cabeza mientras apretaba los dientes.

—Seré fuerte —musitó. Pero la ira no desaparecía. ¿Por qué iba a desaparecer? Los fronterizos lo desafiaban. Los seanchan lo desafiaban. Las Aes Sedai fingían obedecerle, si bien cenaban con Cadsuane a sus espaldas y bailaban al son que ella tocaba.

Cadsuane era quien más lo desafiaba al quedarse cerca de él desobedeciendo sus órdenes y tergiversando sus intenciones. Sacó la figurilla y la toqueteó. La Última Batalla se avecinaba, amenazadora, y él se pasaba el poco tiempo que tenía cabalgando para reunirse con gentes que lo insultaban. El Oscuro destejía un poco más el Entramado de día en día y quienes habían jurado proteger las fronteras se ocultaban en Far Madding.

Echó una ojeada a su alrededor al tiempo que respiraba hondo. En ese pasillo había algo que le resultaba familiar, aunque no sabía bien el porqué; tenía el mismo aspecto que todos los demás, con alfombras doradas y rojas. Un poco más adelante había una intersección.

Tal vez no debía haber dejado sobrevivir a los fronterizos tras su desafío. Quizá debería volver y encargarse de que aprendieran a temerlo. Pero no. No los necesitaba; podía dejárselos a los seanchan. Ese ejército fronterizo serviría para retrasar a sus enemigos allí, en el sur. Quizás ese obstáculo impediría que los seanchan se le acercaran por los flancos mientras él se ocupaba del Oscuro.

Pero… ¿Tal vez tenía ahí la solución para frenar a los seanchan de una vez por todas? Bajó la vista a la llave de acceso. Una vez había intentado utilizar Callandor para combatir contra los invasores extranjeros. En aquel momento no entendía la razón de que resultara tan difícil controlar la espada, y sólo después del desastroso ataque Cadsuane le explicó lo que sabía sobre el sa’angreal: que él debía formar un círculo con dos encauzadoras antes de poder manejar con seguridad la Espada que no es una Espada.

Aquél había sido su primer gran fracaso como comandante.

Sin embargo, ahora disponía de un arma mejor, la más poderosa jamás creada; era imposible que un ser humano pudiera manejar más Poder Único de lo que él había utilizado para limpiar el saidin. Destruir a Graendal y Refugio de Natrin había requerido sólo una parte muy pequeña de lo que él era capaz de absorber.

Si dirigía esa fuerza contra los seanchan, entonces podría marchar a la Última Batalla con tranquilidad, sin tener que preocuparse de lo que tendría a la espalda. Les había dado, no una, sino varias oportunidades. Había advertido a Cadsuane, le había dicho que haría que la Hija de las Nueve Lunas se sometiera a él… de un modo u otro.

No le llevaría mucho tiempo.

«Ahí —dijo Lews Therin— Ahí resistimos».

Rand frunció el entrecejo. ¿Qué mascullaba ese demente? Miró a su alrededor. El suelo del ancho pasillo era de baldosas rojas y negras que formaban dibujos. Unos pocos tapices ondulaban con suavidad en la paredes. Con un sobresalto, Rand advirtió que varios lo representaban a él tomando la Ciudadela, enarbolando Callandor, matando trollocs.

«La batalla con los seanchan no fue nuestro primer fracaso —susurró Lews Therin—. No, nuestro primer fracaso ocurrió aquí, en este pasillo».

Exhausto tras la lucha contra trollocs y Myrddraal. Con la dolorosa punzada en el costado. La Ciudadela resonando todavía con los gritos de los heridos. Sintiéndose capaz de hacer cualquier cosa. Lo que fuera.

De pie junto al cadáver de una chiquilla. Una niñita. Y Callandor brillando en su mano. El pequeño cadáver se había sacudido.

Moraine lo había frenado. Traer a los muertos de vuelta a la vida estaba más allá de sus posibilidades, le había dicho.

«Cómo me gustaría tenerla aquí», pensó Rand. A menudo había hecho que se sintiera frustrado, pero ella —más que ninguna otra persona— parecía captar exactamente lo que se esperaba de él. Había conseguido que estuviera más dispuesto a hacerlo, incluso cuando estaba enfadado con ella.

Dio media vuelta. Moraine tenía razón. Él no podía devolver la vida a los muertos. En cambio, era un experto en dar muerte a los vivos.

—Id a buscar a vuestras hermanas de lanza —ordenó por encima del hombro a sus guardias Aiel—. Vamos a la batalla.

—¿Ahora? —preguntó una de ellas—. ¡Está anocheciendo!

«¿Tanto llevo caminando?», se preguntó Rand, sorprendido.

—Sí. La oscuridad no importa, ya me ocuparé yo de crear luz de sobra. —Tanteó la estatuilla y sintió un estremecimiento de emoción y de horror a la vez. Ya había hecho retroceder a los seanchan hacia el océano una vez. Volvería a hacerlo. Solo.

Sí, los haría retroceder… Al menos, a los que quedaran vivos.

—¡Id! —les gritó a las Doncellas.

Las mujeres se marcharon trotando pasillo adelante. ¿Qué había sido de su autocontrol? Últimamente el hielo había perdido grosor.

Regresó hacia el hueco de escalera y subió unos cuantos tramos, hacia su alojamiento. Los seanchan conocerían su cólera. ¿Se atrevían a provocar al Dragón Renacido? ¿De modo que les ofrecía la paz y se reían de él?

Abrió sin miramientos las puertas de sus aposentos y acalló a los ansiosos Defensores que montaban guardia con un brusco gesto de la mano. No se hallaba de humor para escuchar su cháchara.

Irrumpió en tromba en el cuarto y se irritó al descubrir que los guardias habían permitido que entrara alguien. Una figura desconocida estaba de espaldas a él y contemplaba el paisaje a través de las puertas abiertas del balcón.

—¿Qué…? —empezó a decir Rand.

El hombre se volvió. No era un extraño. No era alguien desconocido en absoluto.

Era Tam. Su padre.

Rand reculó, tambaleándose. ¿Se trataba de una aparición? ¿Algún artificio insidioso del Oscuro? Pero no, era Tam. Imposible confundir los ojos afables del hombre. Aunque más bajo que él, Tam siempre había dado la impresión de ser más sólido que el mundo que lo rodeaba. Imposible mover el amplio torso y las piernas firmes, y no porque tuviera una fuerza excepcional. En sus viajes, Rand había conocido hombres mucho más fuertes. La fuerza era pasajera, pero Tam era real. Permanente, estable. Con sólo mirarlo uno se sentía reconfortado.

Pero el consuelo se daba de bruces con lo que Rand era ahora. Sus mundos se encontraron —la persona que había sido y la persona en que se había convertido— como un chorro de agua en una piedra al rojo vivo. La una, quebrándose; el otro, tornándose vapor.

Tam se quedó inmóvil, indeciso, en las puertas del balcón, iluminado por dos titilantes lámparas de pie que había en el cuarto. Rand comprendía la vacilación del hombre. Tam no era su verdadero padre; su padre biológico había sido Janduin, jefe de clan de los Taardad Aiel. Tam sólo era quien lo había encontrado en la ladera del Monte del Dragón.

Sólo era el hombre que lo había criado. Sólo era el hombre del que había aprendido todo cuanto sabía. Sólo era el hombre al que Rand quería y reverenciaba. Y siempre sería así, aunque no fuera de su misma sangre.

—Rand. —La voz de Tam sonó cohibida.

—Por favor —habló Rand, todavía impresionado—. Siéntate, por favor.

Tam asintió con la cabeza. Cerró las puertas del balcón y después se dirigió hacia uno de los sillones. Rand también se sentó. Los dos hombres se miraron a través del cuarto. Las paredes de piedra estaban desnudas porque Rand las prefería sin adornos de tapices o cuadros. La alfombra era amarilla y roja, y tan grande que llegaba hasta las cuatro paredes.

La habitación daba una impresión de ser demasiado perfecta. Un jarrón con flores recién cortadas se encontraba justo en el lugar en que debía estar. Los sillones en el centro, colocados con precisión. No parecía un cuarto en el que vivir. Como tantos otros lugares en los que había estado Rand, éste tampoco era el hogar. No había tenido un verdadero hogar desde que había salido de Dos Ríos. Tam sentado en un sillón y él en otro. Rand cayó en la cuenta de que todavía llevaba en la mano la figurilla, así que la soltó en la alfombra, a su lado. Tam le miró el muñón, pero no dijo nada. Entrelazó las manos y las apretó con fuerza, sin duda deseando tener algo que hacer. Tam siempre se había sentido más cómodo hablando de cosas molestas cuando tenía algo que hacer con las manos, ya fuera comprobar las correas de un arnés o esquilando ovejas.

«Luz —pensó Rand, asaltado por un repentino deseo de estrechar a Tam en un abrazo. La familiaridad y los recuerdos lo desbordaron. Tam llevando brandy a la Posada del Manantial para Bel Tine. El deleite que era para Tam encender la pipa. Su paciencia y su afabilidad. La inesperada marca de la garza en la hoja de su espada—. Lo conocía tan bien y, sin embargo, rara vez he pensado en él últimamente».

—¿Cómo…? —empezó Rand—. Tam, ¿cómo llegaste aquí? ¿Cómo me has encontrado?

Tam soltó una risita queda.

—En estos últimos días has estado enviando mensajeros de continuo a todas las grandes ciudades notificándoles que reunieran y prepararan sus ejércitos para la guerra. Creo que uno tendría que estar ciego, sordo y ebrio para no saber dónde dar contigo.

—¡Pero mis mensajeros no pasaron por Dos Ríos!

—Yo no estaba en Dos Ríos. Algunos de nosotros hemos luchado al lado de Perrin.

«Por supuesto», se dijo para sus adentros Rand. Nynaeve debía de haberse puesto en contacto con Perrin, preocupada como se sentía por Mat y por él. Los colores se arremolinaron ante su vista. Habría sido fácil para Tam regresar con ella.

¿De verdad estaba manteniendo esta conversación? Había renunciado a volver a Dos Ríos, incluso a ver de nuevo a su padre. Qué agradable sensación, a pesar de lo embarazoso de la situación. El rostro de Tam tenía más arrugas que antes, y algunos mechones del negro cabello por fin se habían rendido y ahora eran plateados, pero él seguía siendo el mismo.

Era tanta la gente que había cambiado a su alrededor (Mat, Perrin, Egwene, Nynaeve), que parecía un milagro encontrar a alguien de su vida anterior que siguiera siendo igual. Tam, el hombre que le había enseñado a buscar el vacío. Para él, Tam era una roca más firme y más fuerte que la propia Ciudadela. El estado de ánimo de Rand se ensombreció un poco.

—Un momento, espera —empezó—. ¿Perrin ha estado utilizando a la gente de Dos Ríos?

—Nos necesitaba —repuso Tam, asintiendo con la cabeza—. Ese muchacho realizó un número de equilibrista que habría impresionado a cualquier artista de un espectáculo ambulante. Con los seanchan y los hombres del Profeta por medio, y no digamos ya con los Capas Blancas y la reina…

—¿La reina? —lo interrumpió Rand.

—Ajá —confirmó Tam—. La madre de Elayne, aunque afirma que ya no es la reina.

—Entonces, ¿está viva? —preguntó Rand.

—Lo está, aunque no gracias a los Capas Blancas, que de ser por ellos… —respondió Tam con aversión.

—¿Y ha visto a Elayne? —se interesó Rand—. Mencionaste a los Capas Blancas… ¿Cómo topó Perrin con ellos? —Tam empezó a responderle, pero Rand alzó la mano—. No, espera. Puedo tener el informe de Perrin directamente cuando quiera. No voy a dedicar el tiempo que pasemos juntos haciéndome tú de mensajero.

Tam esbozó una sonrisa.

—Ay, hijo —dijo, todavía con las diligentes manos entrelazadas ante sí—, en verdad lo han conseguido. Han ido y han hecho un rey de ti. ¿Qué ha pasado con el muchacho larguirucho que miraba todo con los ojos muy abiertos en Bel Tine? ¿Dónde está ese chico inseguro al que crié durante todos esos años?

—Muerto —repuso de inmediato Rand.

—Eso es evidente. —Tam asintió despacio—. Entonces, debes de saber que… Bueno, que yo…

—¿Que no eres mi padre? —lo atajó Rand.

Tam asintió con la cabeza y agachó los ojos.

—Lo he sabido desde el día que salí de Campo de Emond —repuso Rand—. Hablaste de ello en tus sueños febriles. Me negué a creerlo durante un tiempo, pero al final me persuadieron los hechos.

—Sí, ya veo cómo. Yo… —Se apretó las manos con más fuerza—. Nunca tuve intención de mentirte, hijo. Oh, vaya, supongo que ya no debería llamarte así, ¿verdad?

«Puedes llamarme hijo —pensó Rand—. Eres mi padre, da igual lo que digan algunos». Sin embargo, fue incapaz de decirlo en voz alta.

El Dragón Renacido no podía tener un padre porque sería una debilidad de la que sacarían provecho, incluso más que de una mujer como Min. Tener amantes se daba por supuesto, pero el Dragón Renacido debía encarnar la figura de un mito, un ser tan grande como el propio Entramado. Ya le costaba trabajo conseguir que la gente lo obedeciera tal como estaban las cosas, de modo que, si llegaba a saberse que tenía cerca a su padre, ¿qué repercusiones tendría? ¿O si se descubriera que el Dragón Renacido se apoyaba en la firmeza de un pastor?

La voz queda de su interior gritaba a más no poder.

—Lo hiciste muy bien, Tam —se sorprendió a sí mismo diciendo—. Al mantener en secreto mi verdadera procedencia, seguramente me salvaste la vida. Si la gente hubiese sabido que era un niño abandonado y se hubiera descubierto que me encontraste nada menos que cerca del Monte del Dragón… En fin, la noticia se habría difundido. Es más que posible que me hubieran asesinado de pequeño.

—Oh, entonces, bien, me alegra haberlo hecho así.

Rand recogió la llave de acceso —tenerla en la mano también lo reconfortaba— y después se puso de pie. Tam hizo lo mismo con rapidez. A medida que pasaba el tiempo, se comportaba cada vez más como un subordinado o un ayudante.

—Llevaste a cabo un gran servicio, Tam al’Thor —dijo Rand—. Al protegerme y criarme, has abierto la puerta a una nueva era. El mundo está en deuda contigo y me ocuparé de que no te falte de nada el resto de tu vida.

—Un detalle que aprecio en lo que vale, señor, pero sólo hice lo que debía —contestó Tam—. Además, tengo todo cuanto necesito.

¿Estaba disimulando una sonrisa? Tal vez su parrafada había sido demasiado ampulosa. De repente Rand tuvo la impresión de que el ambiente del cuarto era sofocante, por lo que se dirigió hacia las puertas del balcón y volvió a abrirlas. El sol hacía rato que se había puesto y la oscuridad cubría la ciudad. Una vivificante brisa oceánica lo acarició cuando salió al balcón y se apoyó en el antepecho, bajo la noche.

Tam se puso a su lado.

—Me temo que perdí tu espada —comentó Rand antes de ser consciente de lo que decía. Era una estupidez.

—No tiene importancia. Ni siquiera estoy seguro de que la mereciera, de todos modos —contestó Tam.

—¿De verdad eras un maestro espadachín?

—Supongo —admitió Tam, con un gesto de asentimiento—. Maté a un hombre que lo era, delante de testigos, pero jamás me perdoné por ello… a pesar de que era necesario hacerlo.

—A menudo, las cosas que deben hacerse parecen ser las que menos nos gusta tener que hacer.

—Es la verdad más grande que he oído en mi vida —contestó Tam con un suave suspiro, y se acodó en el antepecho. Abajo, en la oscuridad, empezaban a brillar los recuadros de ventanas encendidas—. Es tan extraño… Mi muchacho, el Dragón Renacido. Todas esas cosas que oí contar durante mis viajes por el mundo, y resulta que formo parte de ellas.

—Pues imagina cómo me siento yo.

—Sí —dijo Tam riendo—. Sí, supongo que entiendes muy bien a lo que me refiero, ¿verdad? Tiene gracia, ¿no?

—¿Gracia? No, no es eso —dijo, sacudiendo la cabeza—. Mi vida no me pertenece. Soy un títere para el Entramado y las profecías, una marioneta creada para bailar por bien del mundo antes de que me corten las cuerdas.

—Eso no es cierto, hijo —lo contradijo Tam, ceñudo—. Eh… señor.

—Pues soy incapaz de verlo de otro modo.

Tam cruzó los brazos sobre el pulido antepecho de piedra y a continuación habló.

—Supongo que lo entiendo. Recuerdo haber experimentado algunas de esas emociones yo mismo, en mis tiempos como soldado. ¿Sabes que combatí contra Tear? Cualquiera habría pensado que venir aquí me traería recuerdos dolorosos, pero a menudo un enemigo acaba siendo igual que otro. No guardo rencores.

Rand puso la llave de acceso encima del antepecho, pero la sujetó con fuerza. No se inclinó para apoyarse, como Tam, sino que permaneció muy derecho, recta la espalda.

—Un soldado tampoco tiene muchas posibilidades de escoger sobre su propio destino —comentó Tam mientras daba golpecitos con un dedo en el antepecho—. Los que toman las decisiones son hombres más importantes. Hombres como… En fin, como tú.

—Pero no soy yo quien las toma, sino que lo hace el Entramado por mí. Yo tengo menos libertad incluso que los soldados. Tú podrías haber huido, haber desertado. O, al menos, salir del ejército por medios legales.

—¿Y para ti no hay escapatoria? —preguntó Tam.

—No creo que el Entramado me lo permitiera —repuso Rand—. Lo que hago es demasiado importante, y volvería a meterme en vereda. En realidad, ya lo ha hecho una docena de veces.

—¿Y querrías huir de verdad? —inquirió Tam.

Rand no contestó.

—Yo habría podido marcharme de esas guerras, pero, al mismo tiempo, me habría sido imposible —explicó Tam—. A menos, claro, que hubiera traicionado lo que era. Creo que pasa lo mismo contigo. ¿Qué importancia tiene que puedas huir cuando sabes que no vas a hacerlo?

—Voy a morir al final de este conflicto —dijo Rand—. Y no tengo elección.

Tam se puso erguido y frunció el entrecejo. En ese instante, Rand se sintió como si volviera a tener doce años.

—No quiero oírte hablar así —dijo el hombre mayor—. Aunque seas el Dragón Renacido, no lo admito. Siempre se tiene elección. Tal vez no puedas elegir dónde te ves obligado a ir, pero sigues teniendo una elección.

—¿Y eso, cómo?

Tam posó la mano en el hombro de Rand antes de contestar:

—La elección no es siempre qué quieres hacer, hijo, sino por qué lo haces. Cuando era soldado había hombres que luchaban por dinero, nada más. Había otros que luchaban por lealtad, lealtad hacia sus compañeros o a la corona o a lo que fuera. El soldado que muere por dinero y el que muere por lealtad están muertos los dos, pero hay una diferencia entre ellos: una muerte fue por algo importante. La otra no.

»Ignoro si es cierto que tengas que morir para que todo esto acabe, pero los dos sabemos que no vas a huir de ello. Aunque hayas cambiado, hay cosas que siguen siendo iguales. Así que no admitiré quejas a propósito de esto.

—No me quejaba… —empezó Rand.

—Lo sé —lo atajó Tam—. Los reyes no se quejan. Deliberan. —Era como si citara a alguien, aunque Rand no tenía idea de a quién. De forma inesperada Tam soltó una corta carcajada—. Bah, no tiene importancia —continuó—. Rand, creo que eres capaz de sobrevivir a esto. No me entra en la cabeza que el Entramado no te dé algo de paz considerando el servicio que nos estás haciendo a todos. Pero eres un soldado que va a la guerra y lo primero que aprende un soldado es que puede morir. Tal vez no esté en tu mano elegir las tareas que te encomienden, pero sí puedes escoger por qué las llevas a cabo. ¿Por qué vas a la batalla, Rand?

—Porque he de hacerlo.

—Ésa no es razón suficiente. ¡A los cuervos con esa mujer! Ojalá hubiera acudido antes a mí. Si lo hubiera sabido…

—¿Qué mujer?

—Cadsuane Sedai —respondió Tam—. Me trajo aquí, dijo que tenía que hablar contigo. ¡Antes me mantuve alejado porque pensé que sólo te faltaba tener a tu padre metiéndose en tus cosas!

Tam siguió hablando, pero Rand había dejado de escucharlo.

Cadsuane. Tam había ido por Cadsuane. No era porque Tam hubiera aprovechado la oportunidad al ver a Nynaeve. No era porque quería ver cómo le iba a su hijo. Por nada de eso, sino porque lo habían manipulado para que fuera.

¿Es que esa mujer no iba a dejarlo en paz nunca?

Las emociones que había despertado Tam con su presencia eran tan fuertes que habían derretido el hielo. Demasiado cariño era como demasiado odio. El uno y el otro le hacían experimentar sentimientos, lo cual era algo que él no podía permitirse.

Pero lo había hecho y, de repente, el sentimiento casi lo desbordó. Un estremecimiento lo sacudió y le dio la espalda a Tam. ¿Esa conversación era otro de los juegos de Cadsuane? ¿Era Tam parte de ese juego?

—Rand… —llamó Tam—. Lo siento, no debí mencionar a la Aes Sedai. Me dijo que podrías enfadarte si la mencionaba.

—¿Y qué más te dijo? —demandó mientras se giraba hacia el fornido hombre con brusquedad.

Tam retrocedió un paso, inseguro. La brisa nocturno soplaba alrededor de los dos, y las luces de la ciudad eran meros puntos, allá abajo.

—Bueno, me dijo que debía hablarte de tu juventud, recordarte tiempos mejores —contestó Tam—. Ella opinaba que…

—¡Esa mujer me manipula! Y te manipula a ti —añadió en voz queda, mirando a Tam a los ojos—. ¡Todo el mundo me ata con cuerdas!

La cólera bullía en su interior e intentó contenerla, pero era muy difícil. ¿Dónde estaba el hielo, la tranquilidad? Desesperado, Rand buscó el vacío, procuró volcar todas sus emociones en la llama de la vela, como Tam le había enseñado a hacer tanto tiempo atrás.

El saidin aguardaba allí mismo. Sin pensarlo, Rand lo asió y, al hacerlo, las emociones se adueñaron de él, emociones que creía haber dejado atrás. El vacío saltó en pedazos pero, de algún modo, el saidin siguió allí, forcejeando con él. Gritó cuando la náusea lo asaltó con violencia, y volcó la ira en ella, desafiante.

—Rand, deberías saber que…

—¡CÁLLATE! —aulló Rand al tiempo que arrojaba al suelo a Tam con un flujo de Aire. Se debatía con la ira por un lado y con el saidin por el otro, y entre ambos amenazaban con aplastarlo.

Era por esto por lo que debía ser fuerte. ¿Es que no se daban cuenta? ¿Cómo podía un hombre reír cuando tenía que vérselas con fuerzas como aquéllas?

—¡Soy el Dragón Renacido! —le gritó al saidin, a Tam, a Cadsuane y al mismísimo Creador—. ¡No seré vuestra marioneta! —Apuntó a Tam con la llave de acceso, a su padre, que estaba tirado en el suelo de piedra del balcón—. ¡Vienes enviado por Cadsuane, fingiendo que me quieres, pero lo que haces es desenrollar otra de sus cuerdas para atármela al cuello! ¿Es que nunca me veré libre de todos vosotros?

Había perdido el control, pero no le importaba. Querían que sintiera. ¡Pues, bien, sentiría! ¿Querían que riera? ¡Reiría mientras se consumían en el fuego!

Gritándoles a todos, tejió hilos de Aire y Fuego. Lews Therin aulló dentro de su mente mientras el saidin intentaba destruirlos a ambos. Y la queda voz que le hablaba desde el corazón, desapareció. Se perdió.

Saliendo del centro de la llave de acceso, un finísimo haz de luz apareció delante de Rand. El tejido para crear el fuego compacto se urdió ante él y el brillo de la estatuilla se intensificó conforme Rand absorbía más Poder.

A la luz de ese brillo, Rand vio el semblante de su padre alzado hacia él, mirándolo.

Aterrorizado.

«¿Qué estoy haciendo?»

Empezó a temblar mientras el fuego compacto se destejía antes de que tuviera tiempo de lanzarlo. Retrocedió a trompicones, espantado.

«¿QUÉ ESTOY HACIENDO?», se gritó de nuevo para sus adentros.

«Nada que no hayamos hecho antes», susurró Lews Therin.

Tam lo miraba todavía, ahora con el rostro envuelto en las sombras de la noche.

«Oh, Luz —gimió Rand con terror, consternación y rabia—. Estoy haciéndolo otra vez. Soy un monstruo».

Sin soltar del todo el saidin, Rand tejió un acceso a Ebou Dar y lo cruzó para huir del horror reflejado en los ojos de Tam.

48

Leyendo la exégesis

Sentada junto a las demás, Min esperaba en la pequeña habitación de Cadsuane para enterarse de cómo había ido el reencuentro de Rand con su padre. En el hogar ardía un fuego bajo, y las lámparas colocadas en las esquinas de la habitación iluminaban a las mujeres que aguardaban noticias haciendo punto, bordando y zurciendo.

Min ya había dejado atrás el remordimiento por haberse aliado con Cadsuane. Se había sentido culpable durante los primeros días, cuando la Aes Sedai no la dejaba ni a sol ni a sombra y le preguntaba por todas las visiones que había tenido sobre Rand. Esa mujer era tan meticulosa como una Marrón y anotaba cada visión y el significado que le atribuía Min. ¡Era como estar en la Torre Blanca de nuevo!

A Min se le escapaba todavía que el hecho de que Nynaeve se sometiera a la voluntad de Cadsuane autorizase a esa mujer a interrogarla a ella, pero todo indicaba que era la interpretación que la Aes Sedai daba a lo ocurrido. Si a lo anterior se le sumaba la incomodidad que sentía últimamente cuando estaba con Rand y su propio deseo de averiguar qué tramaban Cadsuane y las Sabias… El resultado era que tenía la impresión de hallarse en presencia de esa mujer casi todo el día.

Sí, la culpabilidad vino y se fue. Y después Min pasó a una actitud resignada no exenta de frustración. Cadsuane conocía bastante bien las materias que ella estudiaba en los libros, pero esa mujer compartía su saber como si fuera mermelada de camemoro, una pequeña recompensa a cambio de buen comportamiento y una promesa insinuada de que podría haber más, con lo que evitaba que Min se marchase.

Tenía que encontrar respuestas. Rand las necesitaba.

Dándole vueltas a esa idea, Min se acomodó en el mullido sillón y volvió a abrir el libro que estaba leyendo. Era una obra de Sajius titulada Exégesis del Dragón. Había una frase que la perturbaba, una frase que muchos de los entendidos habían pasado por alto: Asirá una espada de luz en las manos y los tres serán uno.

Los glosadores de la obra encontraban ese vaticinio demasiado impreciso comparado con otros pasajes, como la toma de la Ciudadela o la sangre de Rand siendo derramada en las rocas de Shayol Ghul.

Procuró no pensar en eso último. Lo importante era que, con un poco de reflexión y elucubración, muchas de las profecías solían tener sentido. A posteriori, incluso lo tenían las referentes a Rand marcado por dragones y garzas. Pero ¿a qué se refería aquella frase? Lo más probable era que la espada de luz fuese Callandor. ¿Y lo de los tres que serían uno? Algunos estudiosos teorizaban que se refería a tres grandes núcleos urbanos, Tear, Illian y Caemlyn, aunque, si el estudioso de turno era de Cairhien, entonces decía que eran Tear, Illian y Cairhien. El problema era que Rand tenía ya más de tres grandes urbes a su mando. También había conquistado Bandar Eban, sin olvidar la imperiosa necesidad de poner a las Tierras Fronterizas bajo su bandera.

Aun así, él era el dirigente —o algo muy parecido— de tres reinos. Había renunciado a Andor, pero Cairhien, Illian y Tear estaban directamente bajo su control a pesar de que Rand sólo llevara una corona. Tal vez este pasaje quería decir únicamente lo que los expertos ya habían explicado, y ella se dedicaba a buscarle cinco pies al gato cuando sólo tenía cuatro.

¿Acaso sus estudios se revelarían tan inútiles como la protección que había creído darle a Rand? «Min —se dijo a sí misma—, la autocompasión no te llevará a ninguna parte». Lo único que estaba en su mano hacer era estudiar, pensar y confiar.

—Esto está mal —se sorprendió diciendo en voz alta.

Al otro lado de la habitación, Beldeine soltó un resoplido desdeñoso. Min alzó la vista y frunció el entrecejo.

Las mujeres que habían jurado lealtad a Rand (Erian, Nesune, Sarene y Beldeine) se encontraban ahora con que su presencia cerca de él era peor acogida a medida que Rand perdía confianza en las Aes Sedai. A la única que permitía verlo con regularidad era a Nynaeve. No era pues de extrañar que las otras hubieran acabado retirándose al «campamento» de Cadsuane.

¿Y qué pasaba con la relación de Min con Rand? Ella aún era bienvenida a su lado; eso no había cambiado. Pero había algo que no iba bien, algo fuera de lugar. Él levantaba barreras cuando la tenía cerca, pero no para dejarla fuera, sino para evitar que saliera el verdadero Rand, como si tuviera miedo de lo que podría hacer a aquellos a los que amaba…

«Otra vez está sufriendo —pensó para sus adentros, al percibirlo a través del vínculo—. Cuánta rabia». ¿Qué pasaba? Sintió que el miedo se apoderaba de ella, pero lo rechazó. Tenía que confiar en el plan de Cadsuane. Era un buen plan.

Corele y Merise —que para entonces estaban al servicio de Cadsuane de manera casi continua— se hallaban sentadas en dos sillas iguales cerca del hogar y seguían con sus labores. Cadsuane se lo había sugerido a fin de que tuvieran las manos ocupadas mientras esperaban. Parecía que la anciana Aes Sedai pocas veces hacía algo que no tuviera el propósito de dar lecciones a quien fuera.

En ese momento, Beldeine era la única mujer presente en la habitación de las que habían jurado lealtad a Rand. Cadsuane, sentada junto a Min, examinaba concienzudamente un libro. Nynaeve paseaba de aquí para allá y se daba un tirón de la trenza de vez en cuando. Nadie hacía el menor comentario en cuanto a la tensión que se palpaba en la habitación.

¿De qué estarían hablando Rand y Tam? ¿Sería capaz el padre de Rand de hacerlo entrar en razón?

No había mucho espacio por el que moverse en la habitación con tres sillas en la alfombra cercana al hogar, un banco contra la pared y Nynaeve paseándose delante de la puerta cual perro de caza. Por si fuera poco, las lisas paredes de piedra otorgaban al lugar el aspecto de una caja, y además sólo había una ventana abierta a la noche, detrás de Cadsuane. El carbón del hogar y las lámparas iluminaban la estancia. Los Guardianes de las hermanas hablaban en voz baja en la habitación contigua.

La habitación no era muy amplia, cierto; pero, habida cuenta de que estaba desterrada, Cadsuane tenía suerte de disponer de un sitio en la Ciudadela donde alojarse.

Con un suspiro, Min retomó Exégesis del Dragón. La misma frase le saltó a la vista otra vez: Asirá una espada de luz en la mano y los tres serán uno. ¿Qué querría decir?

—Cadsuane —llamó Min, que alzó un poco el libro—, creo que la interpretación de este verso es errónea.

De nuevo, Beldeine dejó escapar un leve, casi imperceptible, resoplido de desdén.

—¿Tienes algo que decir, Beldeine? —preguntó Cadsuane sin levantar la vista del libro, una obra titulada La correcta doma del Poder.

—No mucho, Cadsuane Sedai —respondió en tono ligero Beldeine.

Con los rasgos propios de su procedencia saldaenina, habría personas que calificarían de bonito el rostro de la Verde, pero era lo bastante joven como para que aún no se reflejara la intemporalidad en él, y quizá fuera ésa la razón de que a menudo pareciera esforzarse más de la cuenta para demostrar su valía.

—Salta a la vista que pensaste algo cuando habló Min, Beldeine —respondió Cadsuane mientras pasaba una página del libro—. Habla.

Un ligero rubor encendió el rostro de Beldeine. Si se pasaba mucho tiempo con Aes Sedai, al final uno llegaba a advertir esas cosas. Acusaban las emociones, sólo que de forma sutil, casi inapreciable. A no ser, claro, que la Aes Sedai en cuestión fuera Nynaeve, quien a pesar de haber mejorado mucho a la hora de controlar las emociones… En fin, que seguía siendo Nynaeve.

—Me parece gracioso el modo en que la pequeña devora esos libros, como si fuera una erudita.

Min se habría tomado a mal tal comentario si lo hubiera dicho otra persona; pero, viniendo de Beldeine, sus palabras eran pragmáticas, nada más.

—Comprendo. —Cadsuane pasó otra página—. Min, ¿qué me decías?

—Nada importante, Cadsuane Sedai.

—No te pregunté si era importante o no, muchacha —replicó de inmediato Cadsuane—. Te pedí que lo repitieras. Habla.

Min suspiró. Nadie podía humillar tanto a otra persona como una Aes Sedai, porque lo hacían sin malicia. Moraine se lo había explicado de manera muy simple: la mayoría de las Aes Sedai consideraban que era importante establecer un liderazgo cuando no había problemas graves y así, si ocurría algo importante, la gente sabría a quién acudir.

Era muy frustrante.

—Decía que la interpretación del verso es errónea. Estoy leyendo una exégesis sobre El Ciclo Karaethon. Sajius afirma que esta frase sobre tres convirtiéndose en uno se refiere a la unificación de tres reinos bajo la Insignia del Dragón, pero creo que se equivoca.

—¿Y por qué crees saber más que un respetado erudito ducho en las profecías? —le preguntó Cadsuane.

—Porque esa teoría no tiene mucho sentido —respondió Min un tanto encrespada—. En realidad Rand sólo tiene una corona. Aún se podría considerar acertado ese razonamiento si Rand no hubiera entregado Tear a Darlin; pero, al hacerlo, esa teoría ya no se sostiene. Creo que el verso se refiere al modo en que Rand debe utilizar Callandor.

—Entiendo —respondió Cadsuane, que pasó otra página—. Una interpretación muy poco convencional… —Un esbozo de sonrisa apareció en el rostro de Beldeine, que retomó la labor de bordado—. Y, a decir verdad, tienes razón.

Min alzó la vista.

—Ese verso fue lo que hizo que me interesara en Callandor —continuó Cadsuane—. Tras una larga investigación, descubrí que la espada sólo se puede usar correctamente con un círculo de tres. Y lo más probable es que el significado del verso sea ése.

—Lo cual querría decir que, en algún momento, Rand tendría que utilizar Callandor siendo parte de un círculo —dijo Min, mirando la frase de nuevo. Que ella supiera, Rand no la había utilizado jamás de ese modo.

—Así es —respondió Cadsuane.

Min sintió que la emoción la embargaba. Una pista, quizás, algo que Rand no sabía. ¡Algo que podría ayudarlo! Sólo que… A fin de cuentas, Cadsuane ya lo sabía y ella no había descubierto nada de vital importancia.

—No obstante, creo que se te debe reconocer el mérito —dijo Cadsuane—. Después de todo, no se pueden tolerar los malos modales.

Beldeine levantó la vista; tenía el gesto sombrío. Entonces, sin mediar palabra, se levantó y salió de la habitación. Su Guardián, un joven Asha’man llamado Karldin, de inmediato se puso en movimiento en el cuarto contiguo, cruzó la estancia donde se encontraban las mujeres y siguió a Beldeine al pasillo. Cadsuane aspiró el aire por la nariz con desdén y después se sumergió de nuevo en la lectura.

La puerta se cerró y Nynaeve le dirigió una mirada a Min antes de reanudar su impaciente ir y venir. Min leyó muchas cosas en esa mirada. Nynaeve se sentía molesta porque nadie más en la habitación parecía estar nerviosa y se sentía frustrada por no haber encontrado la manera de poder escuchar la conversación entre Rand y Tam. Asimismo, como era de esperar, también estaba preocupada por Lan. Min la entendía porque sentía algo parecido con respecto a Rand.

Y… ¿qué era esa visión que acababa de aparecer de repente encima de la cabeza de Nynaeve? La veía arrodillada con un gesto de dolor junto a un cadáver. La visión desapareció acto seguido.

Min meneó la cabeza. No sabía interpretar la visión, así que lo dejó estar. No podía perder tiempo en desentrañar todas las visiones que tenía. Por ejemplo, la reciente de un cuchillo negro dando vueltas alrededor de la cabeza de Beldeine podría significar cualquier cosa.

Se centró en el libro. Así pues, Rand tenía que utilizar Callandor corno integrante de un círculo, ¿no? ¿Y tres que serían uno? Pero ¿por qué motivo y con quiénes? Si debía enfrentarse al Oscuro, no tenía sentido que estuviera en un círculo controlado por otra persona, ¿verdad?

—Cadsuane, sigue sin cuadrarme. Tiene que haber algo más. Algo que no hemos descubierto.

—¿Sobre Callandor? —preguntó la mujer. Min asintió con la cabeza—. Sí, también albergo esa sospecha —respondió. ¡Qué extraño verla hablar con tanta franqueza!—. Pero no he logrado discernir qué. Ojalá ese estúpido chico revocara mi exilio. Así podríamos ocuparnos de cosas más importantes y…

La puerta de la habitación de Cadsuane se abrió de golpe. El susto hizo que Merise se levantara de un brinco de la silla, y Nynaeve tuvo que dar un pequeño salto hacia atrás para evitar que la hoja de madera la golpeara.

En la puerta se encontraba Tam al’Thor, muy enfadado. El hombre asestó una mirada feroz a Cadsuane.

—¿Qué le habéis hecho? —exigió Tam.

Cadsuane bajó el libro.

—Yo no he hecho nada al chico, aparte de animarlo a tener mejores modales. Algo que, por lo que parece, también les vendría bien aprender a otros miembros de su familia.

—Medid vuestras palabras, Aes Sedai —gruñó Tam—. ¿Lo habéis visto? Cuando entró, la oscuridad pareció cernerse sobre la habitación. Y ese semblante… ¡He visto más emoción reflejada en los ojos de un muerto! ¿Qué le ha pasado a mi hijo?

—¿He de entender, pues, que la reunión no ha ido como esperábamos? —preguntó Cadsuane.

Tam inspiró profundamente y dio la impresión de que la ira lo abandonaba. Seguía firme y con expresión disgustada, pero ya no había ni asomo de rabia. Min también había visto a Rand controlarse con igual rapidez antes de que las cosas se empezaran a torcer en Bandar Eban.

—Intentó matarme —respondió Tam con voz serena—. Mi propio hijo. Hubo un tiempo en que era todo lo noble y afectuoso que podría desear cualquier padre de su hijo. Esta noche encauzó el Poder Único y lo dirigió contra mí.

Min se llevó una mano a la boca, asaltada por un intenso pánico. Las palabras le trajeron a la memoria el recuerdo de Rand inclinado amenazadoramente sobre ella, intentando matarla.

¡Pero no había sido él! Había sido Semirhage, ¿verdad? «Oh, Rand —se lamentó al recordar el dolor que había notado en él a través del vínculo—. ¿Qué has hecho?»

—Interesante —dijo Cadsuane, vacía de emoción la voz—. ¿Y le dijiste lo que te preparé?

—Empecé a hacerlo, pero vi que no funcionaba, que así no iba a abrirse conmigo, ¡y con razón! ¡Un hombre siguiendo el guión elaborado por una Aes Sedai, con su propio hijo! No sé lo que hicisteis con él, mujer, pero reconozco el odio cuando lo veo. Tenéis muchas cosas que explicar…

Tam dejó de hablar cuando, de repente, unas manos invisibles lo alzaron en el aire.

—¿Has olvidado lo que dije sobre los modales, muchacho? —preguntó Cadsuane.

—¡Cadsuane! —intervino Nynaeve—. ¡No hay necesidad de…!

—No pasa nada, Zahorí —dijo Tam.

El hombre miró a Cadsuane. Min había visto a la Aes Sedai tratar así a otros, incluido Rand. A Rand lo hacía sentirse frustrado, pero los demás eran más proclives a gritar. Sin embargo, Tam le sostuvo la mirada.

Conozco hombres que, cuando se les lleva la contraria, siempre recurren a los puños para hacer valer su opinión —dijo éste—. Nunca me gustaron las Aes Sedai y me alegré de perderlas de vista al regresar a mi granja. Un camorrista es un camorrista, tanto da si utiliza su fuerza física o de cualquier otro tipo.

Cadsuane resopló, pero las palabras del hombre le fastidiaron ya que dejó libre a Tam.

—Bien —empezó Nynaeve, como si hubiera sido ella quien había apaciguado la situación—, tal vez podríamos centrarnos en lo importante. Tam al’Thor, esperaba que tú pudieras controlar esta situación mejor que nadie. ¿No te advertimos que Rand se había vuelto un poco inestable?

—¿Inestable? —preguntó Tam—. Nynaeve, el chico está al borde de la locura. ¿Qué le ha pasado? Sé lo que la guerra puede hacer en un hombre, pero…

—Eso es irrelevante —dijo Cadsuane—. ¿Te das cuenta, muchacho, de que ésta puede haber sido la última oportunidad de salvar a tu hijo?

—Si me hubieseis explicado la opinión que tenía de vos, habría sido diferente. ¡Maldita sea! Esto me pasa por prestar oídos a una Aes Sedai.

—Eso es lo que te pasa por ser un cabeza de chorlito y no hacer caso de lo que te dicen —replicó Nynaeve.

—Esto es lo que nos pasa a todos por dar por sentado que podemos obligarlo a hacer lo que queramos —dijo Min.

La habitación quedó en silencio.

Acto seguido, Min se dio cuenta de que percibía a Rand a través de su vínculo. Lejos, al oeste.

—Se ha marchado —susurró.

—Sí. —Tam suspiró—. Abrió uno de esos accesos justo en el balcón. Me dejó con vida, aunque después de verle los ojos habría jurado que tenía intención de matarme. He visto esa mirada en los ojos de muchos hombre y el episodio acaba siempre con alguno de los dos sangrando en el suelo.

—¿Qué sucedió luego? —preguntó Nynaeve.

—Él… Algo pareció distraerlo, de pronto. Cogió esa pequeña estatuilla y cruzó el acceso.

—¿Y por casualidad no verías adonde llevaba ese acceso? —preguntó Cadsuane, que había enarcado una ceja.

«Al oeste —pensó Min—. Lejos, al oeste».

—No estoy seguro. Estaba oscuro, aunque me pareció que…

—¿Qué? —lo apremió Nynaeve.

—Está en Ebou Dar —dijo Min, sorprendiéndolos a todos—. Ha ido a destruir a los seanchan, tal como les dijo a las Doncellas que haría.

—En cuanto a eso último, no sé nada, pero sí parecía ser Ebou Dar —dijo Tam.

—La Luz nos guarde —susurró Corele.

49

Sólo un hombre más

Rand caminaba con el muñón metido en el bolsillo de la chaqueta y la cabeza agachada; llevaba la llave de acceso bien envuelta en un paño de lino y atada al cinturón, a un costado. Nadie se fijaba en él. Era sólo un hombre más que recorría las calles de Ebou Dar. Sin nada especial, a pesar de ser más alto que la mayoría. Tenía el cabello dorado rojizo, lo que quizá apuntaba a parte de sangre Aiel en su ascendencia. Pero eran muchos los extraños que se habían refugiado en la ciudad en los últimos tiempos buscando la protección seanchan. ¿Qué importaba uno más?

Mientras que esa persona no encauzara, podía encontrar estabilidad allí. Y seguridad.

Eso le molestaba. Eran sus enemigos. Eran conquistadores. Creía que las naciones que controlaban no deberían estar tranquilas, sino en una situación terrible, con mucho sufrimiento por el dominio tiránico. Sin embargo, no era así en absoluto.

A menos, claro, que uno encauzara. Lo que los seanchan hacían con los encauzadores era aterrador. No todo era agradable bajo esa capa superficial de felicidad. Y, no obstante, resultaba chocante lo bien que trataban a los demás.

Había gitanos acampados en grandes grupos fuera de la ciudad. Las carretas no se habían movido desde hacía semanas y daba la impresión de que estuvieran formando pueblos. Mientras Rand deambulaba entre ellos oyó que algunos hablaban de establecerse allí. Por supuesto, otros se oponían. Eran gitanos, el Pueblo Errante. ¿Cómo iban a encontrar la Canción si no la buscaban? Eso formaba parte de ellos tanto como la Filosofía de la Hoja.

La noche anterior Rand los había estado escuchando junto a una de las fogatas. Le dieron la bienvenida y lo alimentaron sin preguntar siquiera quién era. Él tuvo cuidado de mantener oculto el dragón de la mano, así como la llave de acceso guardada a buen recaudo en el bolsillo de la chaqueta, y permaneció contemplando el fuego que iba consumiendo las brasas.

Nunca había llegado a entrar en Ebou Dar propiamente dicha; sólo había estado en las colinas que se alzaban al norte, donde había esgrimido Callandor en combate contra los seanchan. Allí había fracasado. Ahora había regresado a Altara, pero ¿por qué?

Por la mañana, cuando se abrieron las puertas de la ciudad, entró con otros que, como él, habían llegado de noche. Los gitanos los habían acogido a todos ya que, al parecer, los seanchan les daban raciones de comida para que albergaran a los viajeros que llegaban a deshora, con las puertas ya cerradas. Se dedicaban a estañar ollas, coser uniformes y hacer otros trabajos. A cambio, recibían protección de los gobernantes por primera vez en su larga historia.

Rand había pasado bastante tiempo con los Aiel para que se le pegara algo del desdén que sentían por los gitanos. No obstante, ese desdén entraba en conflicto con su conocimiento de que los Tuatha’an, en muchos sentidos, seguían costumbres Aiel más tradicionales, más genuinas. Rand recordaba lo que era vivir como lo hacían ellos. En sus visiones de Rhuidean él seguía la Filosofía de la Hoja. También había visto la Era de Leyenda. Había vivido esas vidas —las de otros— durante unos breves instantes.

Caminó por las calles abarrotadas de la bochornosa ciudad, todavía un poco envuelto en una especie de aturdimiento. La pasada noche había hecho un trueque con un gitano: su excelente chaqueta negra por otra normal de color marrón, desgastada en los bordes y zurcida en algunos sitios. No era la de un gitano, sino una prenda que uno de ellos había remendado a un hombre que nunca había vuelto a recogerla. Así no llamaba tanto la atención, aunque tenía que llevar la llave de acceso colgada del cinturón, en lugar del bolsillo grande. El gitano también le había facilitado un bastón de paseo que Rand utilizaba para caminar algo encorvado. Su altura podía ser motivo de que alguien reparara en él y luego lo recordara. Quería pasar inadvertido por completo para esas personas.

Había estado a punto de matar a su padre. Ni Semirhage lo había obligado ni Lews Therin había tenido nada que ver. Ni excusas ni explicaciones. Él, Rand al’Thor, había intentado matar a su propio padre. Había absorbido Poder, había ejecutado tejidos y casi los había lanzado.

La cólera había desaparecido, reemplazada por la aversión. Había buscado con empeño ser duro. Necesitaba ser duro. Pero a esto era a lo que lo había conducido la dureza. Lews Therin pudo escudarse en su demencia para justificar sus atrocidades. Él no tenía excusa, no tenía nada con lo que justificarse, no había refugio donde escapar de sí mismo.

Ebou Dar. Una ciudad ajetreada y atestada, dividida en dos por el anchuroso río. Rand caminó por la orilla occidental a través de plazas adornadas con bellas estatuas y calles bordeadas de fila tras fila de blancas casas de muchas plantas. Varias veces pasó cerca de hombres que peleaban a puñetazos o con cuchillo y nadie hizo el menor esfuerzo por separarlos. Hasta las mujeres lucían cuchillos al cuello. Los llevaban envainados en fundas enjoyadas y les colgaban sobre los escotes bajos de vestidos que dejaban a la vista enaguas multicolores.

Hizo caso omiso de todos los transeúntes y se sumió en reflexiones sobre los gitanos. Los gitanos se hallaban a salvo allí, pero ni siquiera el padre de Rand estaba seguro en su imperio. Sus amigos lo temían; lo había visto en los ojos de Nynaeve.

Los vecinos de esa ciudad no se mostraban asustados. Había oficiales seanchan que caminaban entre la muchedumbre luciendo esos yelmos que semejaban cabezas de insectos y la gente se apartaba para dejarles paso, pero por respeto, no por temor. Cuando Rand oía hablar al pueblo llano, se notaba su satisfacción por la estabilidad de que disfrutaba. ¡De hecho, elogiaban a los seanchan por haber conquistado su país!

Rand cruzó un puente corto que salvaba un canal. Pequeñas barcas se deslizaban perezosamente por la corriente, y los barqueros se saludaban unos a otros. El trazado de la ciudad no daba la impresión de que tuviera ningún tipo de orden; donde habría esperado encontrar viviendas, se topaba con tiendas, y en lugar de haber comercios similares agrupados en un mismo sitio —como ocurría en la mayoría de las urbes— allí estaban desperdigados, en un caótico desorden. Al otro lado del puente pasó ante una alta y blanca mansión y a continuación, justo al lado, había una taberna.

Un hombre con un chaleco muy colorido tropezó con Rand en la calle y se deshizo en disculpas exageradas en cuanto a amabilidad y extensión. Rand apretó el paso, no fuera a ser que el hombre quisiera empezar un duelo.

Aquél no parecía un pueblo oprimido. No se apreciaba un resentimiento soterrado. Los seanchan tenían Ebou Dar mucho mejor controlada de lo que él tenía a Bandar Eban, ¡y los habitantes eran felices, incluso prósperos! Claro que Altara —como reino— nunca había sido muy fuerte. Rand sabía por sus tutores que la autoridad de la Corona no llegaba mucho más allá de las lindes de la ciudad. Era más o menos lo mismo que ocurría en otras tierras conquistadas por los seanchan: Tarabon, Amadicia, el llano de Almoth. Algunos eran más estables que Altara y otros, menos, pero todos acogerían de buen grado la seguridad.

Rand se detuvo y se apoyó en otro edificio blanco; éste era el taller de un herrador. Se llevó el muñón a la frente en un intento de aclarar las ideas.

No quería afrontar lo que había estado a punto de hacer en la Ciudadela. No quería afrontar lo que había hecho: tejer Aire y tirar a Tam al suelo, amenazándolo. Fuera de sí.

Era incapaz de centrarse en eso. No había ido a Ebou Dar a pasear, boquiabierto como un palurdo. ¡Había ido a destruir a sus enemigos! Lo habían desafiado; había que eliminarlos. Por el bien de todas las naciones.

Pero, si absorbía tanto Poder a través de la llave de acceso, ¿qué daños ocasionaría? ¿A cuántas vidas pondría fin? ¿Y no encendería así una almenara que atraería a los Renegados, como había ocurrido cuando limpió el saidin?

«Pues que vengan». Se puso erguido. Podía derrotarlos.

Era hora de atacar. Hora de borrar del mundo a los seanchan. Dejó a un lado el bastón y soltó la llave de la tira del cinturón, pero fue incapaz de desenvolverla de la mortaja de lino. La miró de hito en hito, durante un tiempo, y luego, dejándose olvidado el bastón, echó a andar de nuevo. Era una sensación muy rara ser sólo un forastero más. El Dragón Renacido caminaba entre esas gentes y no lo conocían. Para ellos, Rand al’Thor estaba muy, muy lejos. La Última Batalla era algo secundario respecto a la conveniencia de llevar o no los pollos al mercado o si el hijo se recuperaría de la tos o si podrían permitirse comprar ya ese nuevo chaleco de seda que deseaban tener.

No conocerían a Rand hasta que los destruyera.

«Será un acto de piedad —susurró Lews Therin—. La muerte siempre es una bendición». El demente no parecía tan ido como antes. De hecho, la voz había empezado a sonar tremendamente parecida a la suya.

Rand se detuvo en la parte alta de otro puente y desde allí contempló el enorme palacio de muros blancos, residencia de la corte seanchan. Tenía cuatro plantas, con círculos dorados en la base de las cuatro cúpulas, y más dorado en las puntas de las numerosas agujas de las torres. La Hija de las Nueve Lunas se encontraría allí. Estaba en su mano otorgar a aquellas paredes una culminación, una pureza jamás conocidas. Eso haría que, en cierto modo, el edificio alcanzara la perfección justo en el instante previo a desvanecerse en la nada.

Desenvolvió la llave de acceso. Sólo un forastero más, de pie en el embarrado puente. Tras destruir el palacio tendría que actuar con rapidez. Lanzaría haces de fuego compacto para destruir los barcos atracados en el puerto y después utilizaría algo más corriente para hacer llover fuego sobre la ciudad propiamente dicha y sumirla en el pánico. El caos retrasaría la reacción de sus enemigos. A continuación, Viajaría a los acuartelamientos en las puertas de la ciudad y los destruiría. Recordaba de forma vaga los informes de los exploradores sobre los campamentos de aprovisionamiento en el norte, bien abastecidos de soldados y vituallas. Sería lo siguiente que destruiría.

Desde allí, tendría que desplazarse a Amador y después a Tanchico y a otros lugares. Viajaría deprisa, sin quedarse en un sitio el tiempo suficiente para que los Renegados lo atraparan. Sería una parpadeante luz letal, como un ascua latente que cobraba vida aquí, después, allá. Morirían muchos, pero casi todos serían seanchan. Invasores.

Bajó la vista a la llave de acceso y asió el saidin.

La náusea lo asaltó con una intensidad desconocida hasta entonces. La contundencia de la embestida lo tiró al suelo como si recibiera un puñetazo. Gritó sin apenas ser consciente de que se desplomaba sobre las piedras. Gimió mientras se aferraba a la llave de acceso, enroscado alrededor de la figurilla. Era como si se le abrasaran las entrañas; volvió la cabeza y giró sobre el hombro para vomitar en el puente.

Pero no soltó el saidin. Necesitaba el Poder. El suculento, maravilloso Poder. Hasta la peste del vómito le parecía más real, más dulce, gracias al Poder que lo henchía.

Abrió los ojos. La gente se había arremolinado a su alrededor, preocupada. Se aproximaba una patrulla seanchan. Era el momento. Tenía que atacar. Pero se sintió incapaz. Los transeúntes que lo rodeaban lo miraban con tanta ansiedad, con tanta zozobra… Preocupados por él.

Gritando de frustración, Rand abrió un acceso, con lo que provocó que la gente se apartara de un salto, espantada. A gatas, se incorporó a trompicones y se lanzó a través del acceso mientras los soldados seanchan desenvainaban las espadas y gritaban palabras extrañas.

Rand aterrizó en una plataforma —un gran disco blanco y negro— en medio de un vacío de oscuridad. El portal se cerró a su espalda dejando atrás Ebou Dar, y el disco empezó a desplazarse. Flotó a través del vacío, alumbrado por una extraña luz envolvente. Rand se tumbó en el disco, hecho un ovillo, y acunó la llave de acceso al tiempo que respiraba hondo varias veces.

«¿Por qué no soy tan insensible como debería? —No sabía si el pensamiento era suyo o de Lews Therin. Los dos eran el mismo—. ¿Por qué no puedo hacer lo que debo?»

La plataforma viajó un corto espacio de tiempo a través de aquel vacío en el que el único sonido era la respiración de Rand. El disco guardaba semejanza con uno de los sellos de la prisión del Oscuro, dividido por una línea sinuosa que separaba la mitad negra de la blanca. Rand yacía justo encima. A la mitad negra la llamaban Colmillo del Dragón, y para la gente simbolizaba el mal. La destrucción.

Pero Rand era una destrucción necesaria. ¿Por qué el Entramado lo había presionado tanto si no tenía que destruir? Al principio él había intentado no matar, pero lo cierto era que la posibilidad de lograrlo era ínfima. Después se impuso no matar mujeres; otra cosa que le resultó imposible de cumplir.

Él era destrucción. Tenía que aceptarlo. Alguien tenía que ser lo bastante duro para hacer lo que debía hacerse, ¿o no?

Se abrió un acceso y Rand se puso a pie a trompicones, aferrado a la estatuilla. Un acceso abierto al lugar en que tiempo atrás había luchado contra los seanchan con Callandor. Y había fracasado.

Estuvo contemplando aquel sitio durante mucho tiempo, inhalando y exhalando, y después tejió otro acceso. Éste se abrió a un espacio nevado y el viento helado arremetió contra él. Salió y la nieve crujió bajo las botas; dejó que el acceso se cerrara.

Allí, el mundo se extendía ante él.

«¿Por qué he venido aquí?», se preguntó Rand.

«Porque creamos esto—respondió Rand—. Aquí fue donde morimos».

Se encontraba en la mismísima cúspide del Monte del Dragón, el solitario pico que había surgido violentamente cuando Lews Therin se había inmolado tres mil años atrás. A un lado, veía cientos de pies en declive hasta donde la ladera de la montaña había estallado abriéndose a una sima.

La abertura era enorme, más grande de lo que parecía de perfil. Una ancha perforación oval de roca roja, agitada, incandescente. Era como si faltara un trozo de montaña, arrancado de cuajo, dejando que el pico se alzara en el aire, pero con toda la ladera desaparecida.

Rand contempló desde lo alto aquel abismo hirviente. Semejaba las fauces de una bestia. El calor irradiaba de abajo y las cenizas ascendían, revoloteando, hacia el cielo.

Arriba, el pardusco firmamento estaba encapotado. Abajo, el suelo parecía igualmente distante, apenas visible, como una colcha de parches de tela. Allí, un trozo verde que era un bosque; allá, un pespunte que era un río. Al este divisó un pequeño punto en el río, como una hoja que flotara en la diminuta corriente. Tar Valon.

Rand se sentó y la nieve crujió bajo su peso. Dejó la llave de acceso en un montón de nieve que había delante de él y tejió Aire y Fuego para mantener caliente el cuerpo.

A continuación, acodado en las rodillas y con la cabeza apoyada en la mano, clavó los ojos en la estatuilla del hombre con la esfera.

Para pensar.

50

Vetas de oro

El viento soplaba alrededor de Rand, que estaba sentado en la cima del mundo. El tejido de Aire y Fuego había derretido la nieve en torno a él y había dejado al descubierto un pico de bordes irregulares y del color de la pizarra, de unos tres pasos de ancho. La cima era como una uña rota apuntando al cielo, y Rand se encontraba en la punta. Que Rand viera, se hallaba en la mismísima cúspide del Monte del Dragón, puede que en el punto más alto del mundo.

Seguía sentado en el pequeño afloramiento, con la llave de acceso apoyada en la roca, delante de él. A esa altitud el aire estaba enrarecido y le había costado trabajo respirar hasta que descubrió el modo de tejer Aire para que se comprimiera un poco más a su alrededor. Al igual que el tejido que lo mantenía caliente, tampoco sabía muy bien cómo había realizado este otro. Tenía un vago recuerdo de Asmodean tratando de enseñarle un tejido similar, y que él había sido incapaz de hacerlo bien. Sin embargo, ahora lo había ejecutado como sin nada. ¿Sería por la influencia de Lews Therin o tal vez se debía a su creciente familiaridad con el Poder Único?

La boca abierta, rota, del Monte del Dragón se hallaba varios centenares de pies más abajo de su posición, hacia la izquierda. El olor a ceniza y azufre era intensísimo, a pesar de la distancia. Los bordes del cráter estaban negros de ceniza y enrojecidos por las rocas ígneas, las llamaradas y la lava.

No había soltado la Fuente. No se atrevía. Asirla esa última vez había sido la peor que recordaba y temía que las náuseas lo vencieran si volvía a intentarlo.

A pesar de no sentirse cansado llevaba horas allí contemplando el ter’angreal. Pensando.

¿Qué era él? ¿Qué era el Dragón Renacido? ¿Un símbolo? ¿Un sacrificio? ¿Una espada pensada para destruir? ¿Una mano protectora pensada para proteger?

¿Una marioneta que interpretaba el mismo papel una y otra vez?

Estaba furioso. Furioso con el mundo, furioso con el Entramado, furioso con el Creador por dejar que los humanos lucharan contra el Oscuro sin dirección, al buen tuntún. ¿Qué derecho tenía ninguno de ellos a exigirle la vida?

Sí, él se la había ofrecido. Le había costado mucho aceptar la muerte, pero al final lo había hecho y se sentía en paz consigo mismo. ¿No era más que suficiente? ¿También tenía que estar sufriendo hasta el final?

Había creído que si se volvía lo bastante duro el dolor desaparecería. Si no sentía nada, nada le haría daño.

Las heridas del costado le dolían terriblemente, aunque durante un tiempo había conseguido hacer caso omiso de ellas. Por otro lado, las muertes que había causado le excoriaban el alma hasta dejársela en carne viva. Esa lista que encabezaba Moraine. Todo había empezado a ir mal al morir ella. Hasta entonces él había tenido esperanza.

Hasta entonces, nadie lo había metido en un arcón.

Consciente de lo que se exigiría de él, se había transformado en aquello en lo que creía que debía transformarse. Esas modificaciones de conducta eran para evitar verse desbordado, superado. ¿Morir para proteger gente a la que no conocía? ¿Elegido para salvar a la humanidad? ¿Elegido para obligar a los reinos del mundo a unirse bajo su bandera y destruir a los que se negaban a aceptarlo? ¿Elegido para ocasionar la muerte de millares que combatían en su nombre y echarse a los hombros esas almas, un peso con el que tenía que cargar? ¿Qué hombre era capaz de hacer esas cosas y seguir cuerdo? La única forma que se le había ocurrido era erradicar todo tipo de emociones, convertirse en cuendillar.

Pero había fracasado. Le había sido imposible reprimir sus sentimientos. Pese a ser tan débil, la voz interior lo había pinchado como una aguja que le había abierto minúsculos agujeros en el corazón. Hasta el más pequeño agujero bastaría para que la sangre fluyera, gota a gota.

Esos agujeros lo habrían desangrado hasta dejarlo seco.

La voz queda ya no estaba. Había desaparecido cuando había tirado a Tam al suelo y había estado a punto de matarlo. Sin esa voz, ¿se atrevería a seguir adelante? Si había sido el último vestigio del antiguo Rand —el que había creído saber la diferencia entre lo estaba bien y lo que estaba mal—, entonces ¿qué significaba su silencio?

Rand recogió la llave de acceso, se puso de pie y las botas rechinaron en la roca. Era mediodía, si bien el sol aún seguía oculto tras las nubes. Abajo, Rand divisaba colinas y bosques, lagos y pueblos.

—¡¿Y qué pasa si no quiero que el Entramado continúe?! —bramó.

Adelantó un paso, justo hasta el borde de la roca, con la llave apretada contra el pecho.

—¡Vivimos la misma vida! —les gritó—. Una vez y otra y otra. Cometemos los mismos errores. Los reinos incurren en las mismas majaderías. Los dirigentes les fallan a sus pueblos sin solución de continuidad. ¡Los hombres siguen haciendo daño y odiando y muriendo y matando!

Las ráfagas de viento lo zarandeaban, azotaban la tosca chaqueta marrón y el excelente pantalón teariano. Pero propagaban sus palabras, haciéndolas eco en las rocas resquebrajadas del Monte del Dragón. El nuevo aire era frío y vivificante. El tejido de Aire lo protegía y lo mantenía con suficiente calor para sobrevivir, pero eso no impedía que el helor lo traspasara. Porque tampoco él lo habría querido así.

—¿Y qué pasa si creo que todo carece de sentido? —demandó con la voz potente de un rey—. ¿Qué pasa si no quiero que siga girando? ¡Vivimos a costa de la sangre de otros! Y a esos otros se los olvida. ¿De qué sirve tanto sacrificio si todo lo que sabemos se desvanecerá? ¡Grandes hazañas o grandes tragedias, ni unas ni otras significan nada! ¡Se convertirán en leyendas, las leyendas caerán en el olvido y después todo volverá a empezar de nuevo!

La llave de acceso empezó a brillar en la mano de Rand. Sobre él, las nubes parecieron hacerse más oscuras.

La rabia latía en su interior al mismo ritmo que el corazón, exigiendo que la dejara salir.

—¿Qué pasa si él tiene razón? —bramó—. ¿Qué pasa si es mejor que todo esto acabe? ¿Qué pasa si la Luz ha sido una mentira desde el principio y esto no es más que un castigo? Vivimos una y otra vez, debilitándonos, muriéndonos, eternamente atrapados. ¡Destinados a sufrir la misma tortura por siempre jamás!

El Poder penetró en Rand como olas llenando un nuevo océano. Revivió, regocijándose en el saidin, sin importarle el hecho de que el brillante despliegue debía de ser visible para todos los encauzadores varones. Se sentía irradiar con el Poder como un sol para el mundo que estaba allá abajo.

—¡NADA DE ESTO IMPORTA!

Cerró los ojos y siguió absorbiendo más y más Poder, se sintió como sólo se había sentido en otras dos ocasiones. Una, cuando había limpiado el saidin. Otra, cuando había creado esa montaña.

Y siguió absorbiendo más.

Sabía que tanto Poder lo destruiría, pero eso también había dejado de importarle. La rabia que llevaba acumulándose dentro de él durante dos años emergió y se liberó, desatándose por fin. Extendió los brazos en cruz, con la llave de acceso en la mano. Lews Therin había hecho bien en inmolarse y crear el Monte del Dragón. Sólo que no había llegado todo lo lejos que tendría que haber llegado.

Rand recordaba ese día. El humo, el estruendo, los horribles dolores de una Curación que lo había llevado de vuelta a la cordura en medio de un palacio derruido. Pero esos dolores no fueron nada comparados con el tormento de la lucidez, con la agonía de contemplar las hermosas paredes destrozadas, de ver montones de cadáveres de familiares arrojados al suelo como harapos desechados.

De ver a Ilyena a sus pies, con el dorado cabello desparramado por el suelo.

Percibió el palacio a su alrededor, sacudido por los sollozos del propio mundo. ¿O era el Monte del Dragón, que vibraba por la inmensidad del Poder que lo henchía a él en este momento?

Olió el aire cargado del metálico efluvio de la sangre, de la peste del hollín, del hedor a muerte. Y de dolor. ¿O era el olor de un mundo agonizante, ese que ahora se extendía ante él?

Los vientos arremolinados empezaron a azotarlo. Por encima, nubes colosales se retorcían sobre sí mismas como arcaicos leviatanes deslizándose por negras profundidades abismales.

Lews Therin había cometido un error. Había muerto, pero había dejado al mundo vivo, herido, renqueando para seguir adelante. Había dejado la Rueda del Tiempo girando, rotando, pudriéndose y trayéndolo a él de vuelta una vez más. No podía escapar de aquello. No sin ponerle fin a todo.

—¿Por qué? —musitó Rand a los vientos que giraban en un desenfrenado torbellino a su alrededor.

El Poder que penetraba en él a través de la llave de acceso era mayor aún que el que había absorbido durante la limpieza del saidin. Quizá mayor de lo que ningún hombre había absorbido jamás. Tan inmenso que bastaría para deshacer el mismísimo Entramado y conseguir la paz definitiva.

—¿Por qué hemos de hacer esto otra vez? —susurró—. Ya he fracasado antes. Ella ha muerto a mis manos. ¿Por qué me haces vivirlo de nuevo?

En el cielo restalló un relámpago y el retumbo del trueno lo zarandeó. Al borde mismo del vacío que se precipitaba en una caída de miles y miles de pies, en medio de un vendaval gélido, Rand cerró los ojos. A través de los párpados percibía la cegadora luz de la llave de acceso. El Poder que lo henchía reducía esa luz a algo intrascendente. Él era el sol. Era el fuego. Era la vida y la muerte.

¿Por qué? ¿Por qué tenían que hacer aquello una vez y otra? El mundo no podía darle respuestas.

Rand alzó los brazos todo cuanto le fue posible, convertido en un canal de poder y energía. La encarnación de la muerte y la destrucción. Él le pondría fin. Pondría fin a todo y libraría a los hombres del sufrimiento dándoles, finalmente, el descanso.

Pondría fin a tener que vivir una y otra y otra vez. ¿Por qué? ¿Por qué les hacía esto el Creador? ¿Por qué?

«¿Que por qué volvemos a vivir?», preguntó de forma inesperada Lews Therin con una voz clara, precisa.

«Sí, dímelo —suplicó Rand—. ¿Por qué?»

«El porqué… —empezó Lews Therin, y con una pasmosa lucidez, sin el más leve asomo de locura en él, habló queda, reverentemente—. Acaso… Sí… Quizás es para que tengamos una segunda oportunidad».

Rand se quedó petrificado. El vendaval lo azotaba sin tregua, pero no lo movería. El Poder vaciló en su interior, suspendido como el hacha de un verdugo, trémula, sobre el cuello del criminal. Tal vez no esté en tu mano elegir las tareas que te encomienden —oyó la voz de Tam, sólo un recuerdo que se repetía en su mente—, pero sí puedes escoger por qué las llevas a cabo.

¿Por qué? ¿Por qué vas a la batalla, Rand? ¿Con qué objeto?

¿Por qué?

Todo estaba en silencio. Hasta la tempestad, los vientos, el estruendo de los truenos. Todo era silencio.

«¿Que por qué? —pensó Rand, maravillado—. Porque cada vez que vivimos, volvemos a amar».

Ésa era la respuesta. Todo le llegó de golpe: las vidas vividas, los errores cometidos, el amor cambiándolo todo. En su visión mental vio el mundo entero iluminado por el brillo que salía de su mano. Recordó vidas, centenares de ellas, miles, extendiéndose hasta el infinito. Recordó el amor, y la paz, y la alegría, y la esperanza.

En ese instante, de repente, se le ocurrió algo asombroso. «¡Si yo vuelvo a vivir, entonces ella también podría vivir de nuevo!»

Ésa era la razón de que luchara. Ésa era la razón para vivir otra vez. Y ésa era la respuesta a la pregunta de Tam: «Lucho porque la última vez fracasé. Lucho porque quiero enmendar lo que hice mal».

«Quiero hacerlo bien esta vez».

El Poder que lo henchía alcanzó un crescendo y, dirigiéndolo a través de la llave de acceso, lo enfocó hacia su origen. El ter’angreal estaba conectado a una fuerza mucho mayor, un inmenso sa’angreal situado al sur, un objeto de Poder construido para detener al Oscuro. Demasiado poderoso, habían dicho algunos. Demasiado poderoso para utilizarlo siquiera. Demasiado aterrador.

Rand esgrimió el poder del sa’angreal contra el propio objeto y machacó la lejana esfera, despedazándola como si la aplastaran las manos de un gigante.

El Choedan Kal explotó.

El Poder titiló y se apagó.

La tempestad cesó.

Y Rand abrió los ojos por primera vez desde hacía mucho tiempo. De algún modo sabía que no volvería a oír la voz de Lews Therin en su mente. Y no la oiría porque no eran dos hombres y nunca lo habían sido.

Contempló el mundo que se extendía a sus pies. En lo alto, las nubes se abrieron por fin, aunque sólo un hueco, justo encima de él. La oscuridad se dispersó, y Rand vio el sol suspendido sobre su cabeza.

Alzó la vista hacia el astro y sonrió. Entonces soltó una risa profunda, ronca, genuina, pura.

Cuánto tiempo hacía. Cuánto. Demasiado.

EPILOGO

Bañados en luz

Egwene trabajaba a la luz de dos lámparas de bronce que tenían la forma de una mujer con las manos enlazadas en alto y la llama brotando de las palmas. La plácida luz amarilla se reflejaba en la curvatura de manos, brazos y caras de las figuras. ¿Simbolizaban la Torre Blanca y la Llama de Tar Valon? ¿O eran en cambio representaciones de una Aes Sedai que tejía Fuego? Quizá sólo eran reliquias del gusto de alguna Amyrlin del pasado.

Había una a cada lado del escritorio. Un escritorio de verdad, por fin, con un sillón de verdad en el que sentarse. Se encontraba en el estudio de la Amyrlin, de donde se había quitado todo lo relacionado con Elaida, lo cual significaba que el estudio se había quedado desmantelado, con las paredes vacías, los paneles de madera sin cuadros ni tapices que los adornasen, las mesas auxiliares sin ninguna obra de arte. Incluso se habían vaciado las estanterías, no fuera a ser que se molestara si encontraba alguna pertenencia de Elaida.

Cuando Egwene vio lo que habían hecho, ordenó guardar bajo llave todos los efectos personales de Elaida, vigilados por mujeres de su confianza. Entre todos esos objetos habría pistas sobre los planes de Elaida. Podrían ser tan sencillas como notas ocultas entre las páginas de un libro, dejadas ahí para ser revisadas posteriormente, o podrían ser tan crípticas como la correlación entre los libros que había estado leyendo o los objetos que guardaba en los cajones del escritorio. Sin embargo, no tenían a Elaida para poder preguntarle nada, de modo que no había forma de saber si alguna de sus tramas se volvería contra la Torre Blanca más adelante. Egwene tenía intención de revisar esos objetos y luego interrogar a todas y cada una de las Aes Sedai que habían estado en la Torre para así determinar qué pistas podían esconder.

No obstante, de momento tenía otras cosas de las que ocuparse. Sacudió la cabeza y dio la vuelta a otra página del informe de Silviana. En verdad, la mujer estaba demostrando ser una Guardiana eficaz, con mucha más habilidad de la que Sheriam había demostrado jamás. Las mujeres que habían apoyado a la Torre Blanca respetaban a Silviana, y el Ajah Rojo daba la impresión de haber aceptado, al menos en parte, la oferta de paz de Egwene al haber elegido a una de las suyas como Guardiana.

Por supuesto, Egwene tenía también dos cartas de tajante desaprobación —una de Romanda y la otra de Lelaine— debajo de la pila de papeles. Las dos mujeres le habían retirado su efusivo apoyo casi con tanta rapidez como se lo habían dado. En ese momento se discutía qué hacer con las damane que Egwene había capturado durante el ataque a la Torre Blanca, y a ninguna de las dos le gustaba la elección de Egwene de entrenarlas como Aes Sedai. Por lo visto Romanda y Lelaine iban a buscarle las vueltas durante años.

Apartó el informe a un lado. Estaba mediada la tarde y la luz entraba por las rendijas de las tablillas de las contraventanas del balcón. No las abrió, pues prefería el sosiego que ofrecía estar a media luz; la soledad resultaba grata.

La escasa decoración de la habitación no le quitaba el sueño, por el momento. Sí, cierto, le recordaba el estudio de la Maestra de las Novicias más de la cuenta, pero ningún tapiz conseguiría que olvidara los recuerdos de su cautiverio y menos aún siendo Silviana su Guardiana. Eso estaba bien. ¿Por qué iba a querer olvidar esos días? En ellos había alcanzado algunas de sus más gratificantes victorias.

Aunque, por supuesto, no le importaba en absoluto poder sentarse sin torcer el gesto con una mueca de dolor.

Esbozó una sonrisa al empezar a leer el siguiente informe de Silviana, pero después frunció el entrecejo. La mayor parte de las mujeres del Ajah Negro que se encontraban en la Torre habían huido. Ese informe, escrito con la caligrafía cuidada y fluida de Silviana, explicaba que se había conseguido atrapar a varias Negras en las horas siguientes a la ascensión de Egwene, pero eran las más débiles del grupo. Sesenta hermanas Negras habían escapado, entre ellas una Asentada —como ya se había percatado Egwene en la ceremonia de su ascensión a la Sede— cuyo nombre figuraba en la lista de Verin. La desaparición de Evanellein indicaba claramente que pertenecía al Ajah Negro.

Egwene pasó a otro informe y de nuevo arrugó la frente. Era una lista de todas las mujeres que había en la Torre Blanca, una amplia relación de varias páginas con los nombres separados por Ajahs. Muchos de los nombres tenían una anotación al lado: Negra, huida; Negra, capturada; Apresada por los seanchan.

Ese último grupo era mortificante. Saerin, previsora, había hecho un censo tras el ataque para establecer con exactitud quiénes habían sido capturadas. Casi cuarenta iniciadas —entre ellas cerca de dos docenas de Aes Sedai de pleno derecho— secuestradas en la noche. Parecía un cuento para niños a la hora de dormir, como advertencia de que los Fados se llevaban a los que eran malos. Esas mujeres serían maltratadas, encerradas y convertidas en simples herramientas.

Egwene tuvo que hacer un esfuerzo para no llevarse la mano al cuello, donde antaño había tenido ceñido el collar. ¡No era ése el asunto en el que estaba centrada en esos momentos, maldición!

Tras el ataque, se habían visto sanas y salvas a todas las integrantes del Ajah Negro anotadas en la lista de Verin, pero la mayoría había escapado antes de la llegada de Egwene a la Torre para ocupar la Sede. Velina había huido, así como Chai y Birlen. Y Alviarin, ya que las cazadoras de Negras no habían logrado llegar tiempo para atraparla.

¿Qué las había puesto sobre aviso? Por desgracia, era probable que tuviera que ver con la captura de las Negras en el campamento rebelde. A Egwene le había preocupado que se le fuera la mano, pero ¿qué otra opción tenía? Su única esperanza era apresar a todas las Negras del campamento y confiar en que la noticia no llegara a la Torre Blanca.

Pero se había corrido la voz. Habían capturado a las que quedaban en la Torre y las había hecho ejecutar. Luego había ordenado que todas las hermanas de la Torre juraran de nuevo sobre la Vara Juratoria. Ni que decir tiene que no les había gustado, pero saber que todas las mujeres del campamento rebelde lo habían hecho las convenció. Y, si no fue por eso, seguro que lo consiguió la noticia de que Egwene había ejecutado a su Guardiana. A decir verdad, fue un alivio que Silviana se ofreciera a jurar la primera, delante de toda la Antecámara, para demostrar que no pertenecía al Negro. Egwene repitió una vez más la prueba y luego comunicó a la Antecámara, con toda sinceridad, que había estado presente mientras todas y cada una de las mujeres del campamento demostraban que no eran Amigas Siniestras. Habían capturado tan sólo a tres mujeres que no figuraban en la lista de Verin. Sólo a tres. ¡Qué precisión! Una vez más se había puesto de manifiesto el buen hacer de Verin.

Egwene dejó a un lado el informe. Aún la carcomía saber que habían escapado esas mujeres. Conocía el nombre de sesenta Amigas Siniestras y se le habían escapado de las manos. Un total de ochenta mujeres, si se contaban las que habían escapado del campamento rebelde.

«Te encontraré, Alviarin —pensó Egwene, tamborileando con los dedos sobre la lista—. Os encontraré a todas. Fuisteis una infección dentro de la Torre. La peor, y no permitiré que se extienda».

Dejó la hoja a un lado y tomó otra lista. En esa hoja había pocos nombres. Eran los de todas las mujeres de la Torre no incluidas en la lista de Verin y que o habían sido capturadas por los seanchan o habían desaparecido a raíz del ataque.

Verin había sospechado que una de las Renegadas, Mesaana, se escondía en la Torre, y la confesión de Sheriam lo corroboraba. Prestar los juramentos de nuevo sobre la Vara no había desenmascarado a ninguna Amiga Siniestra de gran poder. Con suerte, el acto de prestar de nuevo los Juramentos ayudaría a aliviar la tensión entre los Ajahs. Así dejarían de preocuparse por si había Negras entre ellas. Por supuesto, también podría debilitar a las Aes Sedai, pues era una prueba de que el Ajah Negro había existido en la Torre, para empezar. De cualquier manera, aún había un problema. Egwene volvió a mirar la lista que tenía delante. Todas las mujeres de la Torre Blanca habían demostrado que no eran Amigas Siniestras. Se sabía a ciencia cierta la suerte corrida por cada mujer de la lista de Verin: había sido ejecutada o arrestada o capturada por los seanchan; o había huido de la Torre el día de la ascensión de Egwene o estaba ausente de la Torre en ese momento… o desde hacía un tiempo. Las hermanas tenían instrucciones de mantenerse alertas a la aparición de cualquiera de esas mujeres.

Quizá les había sonreído la suerte y la Renegada era una de las mujeres secuestradas por las seanchan. Pero Egwene no confiaba mucho en ese tipo de suerte. No se capturaba a una Renegada con tanta facilidad. En primer lugar, seguro que sabría que iban a atacar.

Eso dejaba tres nombres en la lista que sostenía Egwene. Nalasia Merhan, una Marrón; Teramina, una Verde; y Jamilila Norsish, una Roja. Todas eran muy débiles en el Poder. Las mujeres de esa lista llevaban años en la Torre. Parecía improbable que Mesaana se hubiera hecho pasar por una de ellas y que lo hubiera hecho tan bien que nadie se diera cuenta de su subterfugio.

Egwene tenía una corazonada. Una premonición, quizá. O, al menos, un temor. Esos tres nombres eran los únicos en los que se podría esconder la Renegada; pero ninguna de ellas encajaba, ni lo más mínimo. La estremeció un escalofrío. ¿Acaso Mesaana seguía oculta en la Torre?

Si era así, sabía una forma de eludir la vinculación de la Vara Juratoria.

Sonó una suave llamada a la puerta, que un momento después se abría apenas una rendija por la que se asomó Silviana.

—Madre —llamó. Egwene levantó la vista, con las cejas enarcadas—. Creí que querríais ver una cosa —explicó la Roja mientras entraba en el estudio; llevaba de nuevo el pelo negro recogido en un moño bien hecho y la estola roja de Guardiana sobre los hombros.

—¿Qué es?

—Deberíais venir a verlo.

Vencida por la curiosidad, Egwene se levantó del sillón. No había tensión en la voz de Silviana, por lo que no podía ser nada grave. Las dos mujeres abandonaron el estudio y caminaron alrededor de la zona exterior del edificio en dirección a la Antecámara de la Torre. Al llegar allí, Egwene enarcó de nuevo una ceja. Silviana le indicó con un gesto que entrara.

La Antecámara no estaba en sesión, por lo que los asientos se encontraban vacíos. Sobre unas sábanas blancas extendidas en un rincón se veían herramientas de albañilería esparcidas, y un grupo de trabajadores, vestidos con pantalón de peto marrón y camisa blanca con las mangas recogidas, se agrupaba delante del agujero que los seanchan habían causado en la pared. Egwene había ordenado que se colocara un rosetón en el hueco —en lugar de cerrarlo del todo con obra— como recordatorio de que la Torre Blanca había sido atacada y como advertencia para evitar que tal cosa volviera a suceder. Sin embargo, antes de comenzar con el rosetón, los albañiles estaban arreglando la pared y preparando el encastre para acoplarlo como era debido.

Egwene y Silviana entraron sin hacer ruido en la sala y bajaron por la corta rampa hacia el piso de la cámara, pintado de nuevo con los colores de los siete Ajahs. Los albañiles las vieron y se apartaron con respeto; uno de ellos se descubrió la cabeza y se llevó la gorra al pecho. Tras cruzar la sala y llegar delante del agujero, Egwene contempló lo que Silviana quería que viera desde allí.

Después de tanto tiempo, las nubes se habían abierto por fin de manera que formaban un círculo alrededor del Monte del Dragón. El sol brillaba radiante e iluminaba la lejana cima cubierta de nieve. La boca del cráter y el pico más alto de la montaña resquebrajada estaban bañados en luz. Era la primera vez que Egwene recordaba ver la luz del sol desde hacía semanas. Puede que hiciera más tiempo.

—Unas novicias fueron las primeras en darse cuenta, madre —dijo Silviana mientras se ponía a un lado—. Y las noticias se propagan con rapidez. ¿Quién iba a pensar que un pequeño círculo de luz iba a causar tanto alboroto? En realidad es algo normal, sin importancia. Nada que no hayamos visto antes, pero…

En aquello había algo de hermoso. La luz, bajando en una columna firme y pura. Lejana, aunque impactante. Era como ver algo olvidado, pero que de alguna manera seguía siendo familiar, algo que brillaba desde un recuerdo lejano para irradiar calor de nuevo.

—¿Qué significará? —preguntó Silviana.

—No lo sé, pero me alegra verlo —respondió Egwene. Tuvo una fugaz vacilación—. La abertura en las nubes es demasiado regular para que sea un suceso natural. Marca el día de hoy en los calendarios, Silviana. Algo ha ocurrido. Con el tiempo, quizá sepamos qué ha sido.

—Sí, madre —respondió Silviana mientras echaba otra mirada por el agujero.

Egwene se quedó de pie junto a la Guardiana en lugar de regresar a su estudio de inmediato. Era relajante contemplar esa luz lejana, tan acogedora, tan noble.

«Pronto llegarán las tormentas —parecía decir—, pero de momento, estoy aquí».

Estoy aquí.

Al final de los tiempos,
cuando los muchos se conviertan en uno,
la última tormenta concentrará sus vendavales violentos
para destruir una tierra ya moribunda.
Y en el centro de la tempestad
el ciego estará de pie,
erguido sobre su propia tumba.
Allí volverá a ver,
y llorará por lo que se ha hecho.

De Las Profecías del Dragón,Ciclo Essanik. Traducción oficial de Malhavish, Archivo Imperial de Seandar, Cuarto Círculo de Ascensión.

Glosario

Aclaración sobre las fechas de este glosario

El calendario Tomano (ideado por Toma dur Ahmid) se adoptó aproximadamente dos siglos después de la muerte de los últimos varones Aes Sedai y registró los años transcurridos después del Desmembramiento del Mundo (DD). Muchos anales resultaron destruidos durante las Guerras de los Trollocs, de tal modo que, al concluir éstas, se abrió una discusión respecto al año exacto en que se hallaban en el antiguo sistema. Tiam de Gazar propuso un nuevo calendario, en conmemoración de la supuesta liberación de la amenaza trolloc, en el que los años se señalarían como Año Libre (AL). El calendario Gazariano ganó amplia aceptación veinte años después del final de la guerra. Artur Hawkwing intentó establecer un nuevo anuario que partiría de la fecha de fundación de su imperio (DF, Desde la Fundación), pero únicamente los historiadores hacen referencia a él actualmente. Tras la generalizada destrucción, mortalidad y desintegración de la Guerra de los Cien Años, Uren din Jubai Gaviota Voladora, un erudito de las islas de los Marinos, concibió un cuarto calendario, el cual promulgó el Panarch Farede de Tarabon. El calendario Farede, iniciado a partir de la fecha, arbitrariamente decidida, del fin de la Guerra de los Cien Años, que registra los años de la Nueva Era (NE), es el que se utiliza en la actualidad.

Abanderado: Rango militar seanchan equivalente al de portaestandarte.

Acechante: Véase Myrddraal.

Aceptadas, las: Jóvenes que se hallan en fase de formación para convertirse en Aes Sedai y que han accedido a cierto grado de poder y superado determinadas pruebas. Las novicias tardan normalmente de cinco a diez años para ascender a la condición de Aceptadas. Las Aceptadas no están tan sujetas a las reglas como las novicias y tienen la posibilidad de elegir, si bien de forma restringida, las áreas en que prefieren centrar sus estudios. Una Aceptada tiene derecho a llevar un anillo con la Gran Serpiente, pero únicamente en el tercer dedo de la mano izquierda. Cuando es promovida al rango de Aes Sedai, escoge su Ajah, accede al privilegio de vestir el chal y puede ponerse el anillo en cualquier dedo o no llevarlo, según dicten las circunstancias. (Véase también Aes Sedai.)

A’dam: Un artilugio creado para controlar, en contra de su voluntad, a mujeres capaces de encauzar; sólo lo puede utilizar una mujer que encauza o una que podría aprender a hacerlo, pero no surte efecto en quien no posea esta habilidad. Crea un vínculo entre las dos mujeres. La versión seanchan consiste en un collar y un brazalete unidos mediante una correa, todo ello de metal plateado. Sin embargo, se ha creado un ejemplar de una versión sin correa, y se cree que existe otra variante, única en su clase, que permite a una mujer controlar a un hombre capaz de encauzar. Si a un hombre de estas características se lo vincula por medio de un a’dam corriente a una mujer que también encauza, el resultado más probable es la muerte de ambos. Cuando el artilugio lo lleva puesto una mujer con la habilidad de encauzar la energía, el simple hecho de tocar el a’dam puede ocasionar dolor a un hombre que encauza. El collar lo lleva la damane, y el brazalete, la sul’dam. (Véanse damane, seanchan y sul’dam, coligación y seanchan.)

Adan, Heran: Gobernador de Baerlon.

Adelin: Doncella Lancera del septiar Jindo, de los Taardad Aiel, que viajó a la Ciudadela de Tear.

Aes Sedai: Poseedoras del Poder Único. Desde la Época de Locura y del del Desmembramiento del Mundo, todos los Aes Sedai supervivientes son mujeres. Con frecuencia inspiradoras de desconfianza, temor e incluso odio entre la gente, muchos les achacan la responsabilidad del Desmembramiento del Mundo y les critican su entrometimiento en los asuntos de las naciones. Aun así, pocos son los gobernantes que no disponen de un consejero Aes Sedai, incluso en las tierras en donde tal relación debe mantenerse en secreto. Tras encauzar repetidamente el Poder Único durante varios años, las Aes Sedai adquieren un aspecto físico especial que se caracteriza por la indefinición de la edad en sus rasgos, de modo que, por ejemplo, una Aes Sedai que podría ser abuela no aparenta señal alguna de vejez, salvo tal vez algunas canas. (Véanse Ajah; Sede Amyrlin, y Desmembramiento del Mundo y Época de Locura)

Agelmar: lord Agelmar de la casa de Jagad: señor de Fal Dara. Sus insignias son tres zorros rojos en actitud de correr.

Ahondamiento: 1) La capacidad de usar el Poder Único para diagnosticar condiciones físicas y enfermedades. 2) La habilidad de hallar depósitos de minerales metalíferos con el Poder Único. El hecho de que ésta sea una habilidad perdida por las Aes Sedai mucho tiempo atrás puede explicar que el nombre se haya relacionado con otra facultad.

Aiel: El pueblo del Yermo de Aiel. Duros y luchadores, se cubren los rostros antes de matar, lo cual ha dado origen al dicho «actuar como un Aiel de rostro velado» para describir a alguien que se comporta de manera violenta. Terribles guerreros, Terribles guerreros con armas o a cuerpo, nunca tocan una espada; tampoco montan en un caballo a menos que se los presione. Sus flautistas los acompañan en las batallas con música de danzas, y los Aiel llaman a la batalla «la danza» o «la danza de las lanzas». Se dividen en doce clanes: el Chareen, el Codarra, el Daryne, el Goshien, el Miagoma, el Nakai, el Reyn, el Shaarad, el Shaido, el Shiande, el Taardad, y el Tomanelle. A veces se refieren a un decimotercer clan, el Clan que No lo Es, los Jenn, quienes fueron los constructores de Rhuidean. Es de todos ellos sabido que, supuestamente, su pueblo faltó a su deber para con las Aes Sedai en algún momento del pasado, por lo que se los desterró al Yermo de Aiel en castigo por ese pecado, y que serán destruidos si vuelven a incurrir en la misma falta. (Véanse también asociaciones guerreras Aiel; gai’shain; marasmo; Rhuidean y Yermo de Aiel.)

Aile Jafar: Grupo de las islas de los Marinos situado al oeste de Tarabon.

Aile Somera: Grupo de las islas de los Marinos situado al oeste de Punta de Toman.

Ajah: Sociedades entre las Aes Sedai; cada Aes Sedai, con la sola excepción de la Sede Amyrlin, pertenece a un Ajah concreto. Son siete y se designan por colores Éstos se designan por colores: Azul, Rojo, Blanco, Verde, Marrón, Amarillo y Gris. Cada uno de ellos sigue una filosofía específica respecto al uso del Poder Único y los cometidos de las Aes Sedai. El Ajah Rojo, por ejemplo, dedica todas sus energías a buscar y amansar a los hombres que pretenden utilizar el Poder. El Ajah Marrón, por su parte, prohíbe el compromiso con el mundo y se consagra a la profundización en el conocimiento, en tanto que el Ajah Blanco, que se abstiene en la medida de lo posible del contacto con el mundo y el saber práctico directamente relacionado con él, se concentra en las cuestiones filosóficas y la búsqueda de la verdad. El Ajah Verde (llamado el Ajah de Batalla durante la Guerra de los Trollocs) se mantiene en pie de guerra, listo para enfrentarse a los Señores del Espanto cuando llegue el Tarmon Gai’don, mientras que el Ajah Amarillo se concentra en el estudio de la Curación. Las hermanas Azules toman partido por las causas justas, en tanto que las Grises son mediadoras y buscan la armonía y el consenso. Corren rumores (furiosamente desmentidos por las Aes Sedai y nunca mencionados en presencia de una de ellas) sobre la existencia de un Ajah Negro, abocado al servicio del Oscuro.

¡Al Ellisande!: En la Antigua Lengua, «¡Por la Rosa del Sol!» al’Meara, Nynaeve: La Zahorí de Campo de Emond.

Al’Meara, Nynaeve: Una mujer de Campo de Emond, pueblo situado en Dos Ríos, en el reino de Andor.

al’Thor, Rand: Un joven de Campo de Emond, antaño pastor de ovejas.

Alanna Mosvani: Una Aes Sedai del Ajah Verde.

Alantin: En la Antigua Lengua, «Hermano»; abreviatura de tia avende alantin, «Hermano de los Árboles»; «Hermano Árbol».

Alar: La más anciana de los Mayores del stedding Tsofu.

Aldieb: En la Antigua Lengua, «Viento del Este», el viento que transporta las lluvias de primavera.

Alfinios: Una raza de seres con apariencia humana pero de características similares a las serpientes y que ofrecen respuestas ciertas a tres preguntas. Sea cual sea la pregunta, las respuestas siempre son correctas, si bien con frecuencia las dan de una forma que no queda claro. Las preguntas sobre la Sombra pueden resultar extremadamente peligrosas. Su verdadera localización se desconoce, pero se los puede visitar pasando a través de un ter’angreal que antaño estaba en posesión de Mayene, pero que en años recientes se guardaba en la Ciudadela de Tear. Existen informes de que también es posible llegar hasta ellos entrando por la Torre de Ghenjei. Hablan en la Antigua Lengua, mencionan pactos y acuerdos, y preguntan si aquellos que entran llevan hierro, instrumentos de música o artefactos con los que se puede hacer fuego. (Véase elfinios, serpientes y zorros.)

Algai’d’siswai: En la Antigua Lengua, «guerreros lanceros» o «guerreros de la lanza». Es el nombre por el que se conoce a los Aiel que pueden manejar la lanza y tomar parte en batallas de manera habitual, a diferencia de aquellos otros dedicados a profesiones artesanales.

Allegadas, las: Incluso durante la Guerra de los Trollocs, hace más de dos mil años (alrededor del 1000-1350 DD), la Torre Blanca seguía manteniendo el nivel exigido y expulsaba a las mujeres que no daban la talla. Un grupo de esas mujeres, temerosas de regresar a sus casas en mitad de una guerra, huyó a Barashta (en las inmediaciones de donde se alza actualmente Ebou Dar), lo más lejos posible del conflicto en aquel tiempo. Se llamaron a sí mismas las Allegadas o las Emparentadas; mantuvieron en secreto su grupo y ofrecieron un refugio seguro a otras que habían sido expulsadas. Con el tiempo, el hecho de entrar en contacto con mujeres a las que se les ordenaba abandonar la Torre las condujo a abordar a las fugitivas y, aunque las razones exactas quizá no se sepan nunca, las Allegadas empezaron a aceptar también a las que huían de la Torre. Ponían gran empeño en que esas jóvenes no descubrieran nada sobre su grupo hasta tener la seguridad de que las Aes Sedai no caerían sobre ellas de repente para arrastrarlas de vuelta a la Torre. Al fin y a la postre, era de todos sabido que a las fugitivas se las atrapaba siempre, antes o después, y las Allegadas sabían que, a menos que mantuvieran en secreto su organización, ellas mismas serían castigadas severamente.

Las Allegadas ignoraban que las Aes Sedai tenían conocimiento de su existencia casi desde el principio, pero la prosecución de la guerra no les dejaba tiempo para ocuparse de ellas. Al finalizar el conflicto, la Torre cayó en la cuenta de que no le convenía desmantelar el grupo de las Allegadas. Hasta entonces, la gran mayoría de las fugitivas había logrado escapar en contra de la propaganda de la Torre, pero una vez que las Allegadas empezaron a ayudarlas a huir, la Torre sabía exactamente adónde se encaminaba cualquier fugitiva, y así comenzó a recuperar a nueve de cada diez. Puesto que las Emparentadas se mudaban cada cierto tiempo de Barashta (y posteriormente de Ebou Dar) con el propósito de mantener en secreto su existencia y el número de las componentes del grupo, sin que su estancia se prolongase más de diez años para no correr el riesgo de que nadie advirtiera que no envejecían a un ritmo normal, la Torre creyó que eran muy pocas, además de que llevaban a raja tabla no llamar la atención. Con el propósito de utilizar a las Allegadas como una trampa para las fugitivas, la Torre decidió dejarlas en paz, en contra de lo que habían hecho con cualquier otro grupo similar a lo largo de su historia, así como guardar en secreto su existencia para cualquiera que no fuese Aes Sedai.

Las Allegadas no tienen leyes, sino más bien unas reglas basadas en parte en las establecidas por la Torre Blanca para novicias y Aceptadas, y en parte por la necesidad de conservar su secreto. Como sería de esperar dados los orígenes de las Allegadas, el mantenimiento de sus reglas es estricto con todas sus integrantes. Recientes contactos entre Aes Sedai y Allegadas —aunque tal circunstancia es conocida únicamente por un puñado de hermanas— han dado lugar a varias sorpresas, entre ellas el hecho de que hay el doble de Emparentadas que Aes Sedai, así como que algunas de las primeras superan en un siglo la edad a la que ha llegado cualquier Aes Sedai desde antes de la Guerra de los Trollocs. El efecto que estos descubrimientos puedan tener tanto en las Aes Sedai como en las Allegadas aún está por verse. (Véanse Hijas del Silencio, las; Círculo de Labores de Punto, el.)

Al’Meara, Nynaeve: Una mujer que había sido Zahorí de Campo de Emond, pueblo situado en Dos Ríos, en el reino de Andor, y que ahora es una de las Aceptadas.

Altara: Nación a orillas del Mar de las Tormentas, aunque en realidad es poco lo que la unifica salvo el nombre. Las gentes de Altara se consideran, en primer lugar, oriundos de una ciudad o pueblo, o súbditos de este o aquel noble, y sólo después, si acaso, como altaraneses. Son pocos los nobles que pagan impuestos a la corona; en general, ofrecen su acatamiento sólo de palabra y en casos contados prestan algún servicio de escasa importancia. El dirigente de Altara (en la actualidad la reina Tylin Quintara, de la casa Mitsobar) rara vez es algo más que el noble más poderoso del país, y en ocasiones ni siquiera ha sido eso. El Trono de los Vientos posee tan escaso poder que muchos nobles poderosos han desdeñado ocuparlo cuando podrían haberlo hecho. La bandera de Altara muestra dos leopardos dorados sobre un campo ajedrezado de cuatro por cuatro, en rojo y azul. El emblema de la casa Mitsobar es un ancla verde y una espada, dispuestas en cruz. (Véase Mujer Sabia.)

al’Thor, Rand: Un joven campesino y pastor de Dos Ríos, Campo de Emond y que es ta’veren. Antes fue pastor de ovejas. Ahora se ha proclamado como el Dragón Renacido.

al’Thor, Tam: Granjero y pastor de Dos Ríos que en su juventud partió para hacerse soldado, y a su regreso trajo consigo una esposa (Kari, ahora fallecida) y un hijo (Rand).

Altísima: Título que ostenta la cabeza del Ajah Rojo. Dicha posición la ocupa en la actualidad Tsutama Rath.

Al’Vere, Egwene: Hija menor del posadero de Campo de Emond. Actualmente se está formando para acceder a la condición de Aes Sedai.

Alviarin Freidhen: Una Aes Sedai del Ajah Blanco, ahora ascendida a Guardiana de las Crónicas, máxima autoridad después de la Sede Amyrlin. Una mujer de fría lógica y aun más fría ambición.

Amadicia: Nación situada al sur de las Montañas de la Niebla, entre Tarabon y Altara. Su capital, Amador, es la sede de los Hijos de la Luz, cuyo capitán general ostenta, de hecho ya que no de nombre, más poder que el propio rey. Cualquier persona con capacidad para encauzar está considerada como proscrita en este país; según la ley han de ser encarceladas o exiliadas, pero en realidad a menudo se las mata cuando se «resisten al arresto». El estandarte de Amadicia es una estrella plateada de seis puntas, superpuesta a un espino rojo, sobre campo azul. (Véanse encauzar e Hijos de la Luz.)

Amalasan, Guaire: véase Guerra del Segundo Dragón.

Amalisa, lady: Shienariana de la casa de Jagad; hermana de lord Agelmar.

Amansar: Eliminar la capacidad de un varón para encauzar el Poder Único. La mayoría de la gente considera esto necesario debido a que todo hombre que aprende a encauzarlo acaba enloqueciendo a causa de la infección que afecta al saidin y puede producir horribles daños utilizando el Poder antes de que la infección lo mate. Un hombre que ha sido amansado puede detectar todavía la Fuente Verdadera, pero no establecer contacto con ella. La evolución del grado de locura se detiene con el amansamiento, aun cuando no se cura, y si éste se efectúa en el inicio es factible evitar la muerte que sobreviene tras este tratamiento. Un varón amansado, sin embargo, renuncia inevitablemente a seguir viviendo; aquellos que no tienen éxito con el suicidio acaban muriendo al cabo de un año o dos de todas formas. Antaño considerado permanente, en la actualidad hay quienes saben que puede ser reversible merced a una técnica de Curación altamente especializada. (Véase neutralización y Poder Único.)

Amayares, los: Habitantes de tierra firme en las islas de los Marinos. Conocidos por muy poca gente aparte de los Atha’an Miere, los Amayares son los artesanos que fabrican lo que se conoce como porcelana de los Marinos. Seguidores de la Filosofía del Agua, que valora la aceptación de lo que es en vez de lo que podría ser deseable, se sienten muy incómodos en el mar y sólo se aventuran por el agua en pequeños botes con los que pescan, sin perder de vista la tierra en ningún momento. Su estilo de vida es muy pacífico y apenas es precisa la supervisión de los gobernantes nombrados entre los Atha’an Miere. Puesto que los gobernantes Atha’an Miere no desean encontrarse lejos del mar, son esencialmente los Amayares quienes dirigen sus pueblos de acuerdo con sus propias reglas y costumbres.

Amigos Siniestros: Los seguidores del Oscuro, que abrigan expectativas de cobrar gran poder y recibir recompensas, incluida la inmortalidad, cuando aquél sea liberado de su prisión. Forzosamente reservados, se organizan en grupos llamados «círculos» y los miembros de uno de estos círculos rara vez —o nunca— conocen a los integrantes de otro. El rango en el mundo exterior no tiene por qué ir parejo con el rango en los círculos; un rey o una reina que sea Amigo Siniestro debe obedecer incluso a un mendigo si éste le muestra los signos adecuados. Entre ellos a veces utilizan el antiguo nombre de Amigos de la Sombra.

Amys: Caminante de sueños y Sabia del dominio Peñas Frías, del septiar Nueve Valles de los Taardad Aiel. Esposa de Rhuarc, hermana conyugal de Lian, que es señora del techo del dominio Peñas Frías y segunda madre de Aviendha.

Anaiya: Una Aes Sedai del Ajah Azul.

Andor: Una próspera nación que se extiende, al menos sobre el mapa, desde las Montañas de la Niebla hasta el río Erinin, si bien desde hace varias generaciones el control de la reina no ha llegado más al oeste que el río Manetherendrelle. El reino al que pertenece Dos Ríos. El símbolo de Andor es un león blanco rampante sobre fondo rojo. (Véase heredera del trono.)

Angreal: Un objeto, vestigio de la Era de Leyenda, que permite a quienes son capaces de encauzar el Poder Único el manejo de una cantidad superior a la que podrían utilizar nunca sin esa ayuda e incluso sin salir malparados. Unos se crearon para ser usados por mujeres, y otros, por hombres; los rumores acerca de ciertos tipos de angreal utilizables tanto por varones como por féminas no se han confirmado nunca. Su método de elaboración se desconoce en la actualidad, y son muy pocos los que existen hoy en día. (Véanse también encauzar, sa’angreal y ter’angreal.)

Antecámara de la Torre: Cuerpo legislativo de las Aes Sedai y que tradicionalmente estaba compuesto por tres Asentadas de cada uno de los siete Ajahs. En la actualidad, existe una Antecámara funcionando en la Torre Blanca que no cuenta con Asentadas del Ajah Azul, y otra entre las Aes Sedai que se oponen a Elaida do Avriny a’Roihan. Esta Antecámara rebelde no cuenta con Asentadas del Ajah Rojo. Aunque, por ley, la Sede Amyrlin es el poder absoluto en la Torre Blanca, de hecho ese poder siempre ha dependido de su habilidad para dirigir, controlar o intimidar a la Antecámara, ya que hay muchos modos de que las integrantes de este cuerpo legislativo puedan obstaculizar los planes de la Amyrlin. Para que ciertos asuntos se aprueben por la Antecámara, puede requerirse alguno de los dos niveles de acuerdo que existen: el consenso simple y el consenso plenario. Este último exige que asista un mínimo de once Asentadas y que todas las hermanas que se encuentran presentes se pongan de pie para mostrar su acuerdo; también se requiere una Asentada como mínimo de cada Ajah, salvo cuando el asunto presentado a la Antecámara es la destitución de una Amyrlin o una Guardiana, en cuyo caso el Ajah al que perteneció ésta no será informado de la votación hasta que la decisión haya sido tomada. El consenso simple también requiere un quórum de once Asentadas, pero sólo es necesario que se pongan de pie dos tercios de las asistentes para que el tema a debate se apruebe. Otra diferencia es que no se precisa que haya representación de todos los Ajahs en un consenso simple salvo en el caso de una declaración de guerra hecha por la Torre Blanca; éste es uno entre varios temas que se dejan en manos del consenso simple, aunque son muchas las personas que opinan que debería someterse al consenso plenario. La Sede Amyrlin puede exigir la dimisión de cualquier Asentada o, de hecho, de todas las integrantes de la Antecámara, y esa petición ha de ser tenida en cuenta. Sin embargo, esto rara vez ocurre ya que no hay ningún impedimento para que un Ajah vuelva a votar a la misma Asentada o las mismas Asentadas, excepto la costumbre de que las hermanas no sirven de nuevo en la Antecámara después de dejar el puesto. Como ejemplo de lo serio que sería una exigencia de dimisión general, se tiene por cierto que algo así sólo ha ocurrido en cuatro ocasiones durante los más de tres mil años de existencia de la Torre Blanca, y que, mientras que en dos de los casos el resultado fue la selección de una Antecámara totalmente renovada o casi, los otros dos derivaron en la dimisión y el exilio de la Amyrlin implicada en cada ocasión.

Antecámara de los Siervos: En la Era de Leyenda, la gran sala de reuniones de los Aes Sedai.

Antigua Lengua: La lengua que se hablaba durante la Era de Leyenda. Las personas nobles y cultivadas deben, en principio, haber aprendido a hablarla, pero la mayoría sólo conoce algunas palabras. A menudo su traducción resulta harto difícil, ya que es un lenguaje susceptible de ofrecer diversas interpretaciones mediante sutiles variaciones en el significado. (Véase Era de Leyenda.)

Arad Doman: Una nación situada en las costas del Océano Aricio. En la actualidad sufre los estragos de una guerra civil, además de las que sostiene de manera simultánea contra quienes se han declarado partidarios del Dragón Renacido. Su capital es Bandar Eban, a la que se han desplazado numerosos refugiados y donde hay escasez de alimentos. En Arad Doman, a aquellos que descienden de la nobleza que fundó el país se los conoce como «del linaje», lo que los distingue de los que ascendieron a la nobleza con posterioridad. El monarca (rey o reina) lo elige un consejo de las cabezas de los gremios de mercaderes (el Consejo de Mercaderes), que casi siempre son mujeres. El soberano debe pertenecer a la clase noble, no a la de los mercaderes, y su elección es de por vida. Legalmente, el monarca tiene absoluta autoridad, pero se lo puede destronar con los votos de los tres cuartos del Consejo. El actual dirigente es el rey Alsalam Saeed Almadar, Señor de Almadar, Cabeza Insigne de la casa Almadar. Su paradero actual está envuelto en un velo de misterio.

Arafel: Una de las tierras fronterizas. Su símbolo está formado por tres rosas blancas sobre fondo rojo, cuarteadas con tres rosas rojas sobre fondo blanco.

Aram: Un apuesto joven, miembro del pueblo Tuatha’an.

Árbol, el: véase Avendesora.

Artur Hawkwing: Véase Hawkwing, Artur.

Asesinos del Árbol: Nombre despectivo, siempre pronunciándolo con horror y repulsión extremos, con que los Aiel designan a los cairhieninos, junto con el de «quebrantadores de juramentos». Ambos hacen referencia a la orden del rey Laman de cortar Avendoraldera, un regalo de los Aiel, acto con el que se rompieron los juramentos hechos en el momento de entregar el regalo. Para los Aiel, ambos términos están a la altura de los peores insultos que pueden dirigirse a una persona. (Véase Guerra de Aiel.)

Asha’man: 1) En la Antigua Lengua «Guardián» o «Defensor», con una fuerte implicación de que es un defensor de la verdad y la justicia. 2) El nombre adoptado por los seguidores del Dragón Renacido, hombres que han acudido a lo que ahora se llama la Torre Negra, a fin de aprender a encauzar. Algunos van porque han soñado siempre con poder encauzar a pesar de los terribles riesgos que implica, mientras que otros se quedan únicamente porque el hecho de pasar la prueba de habilidad para aprender los ha puesto en el camino de encauzar el Poder y ahora deben aprender a controlarlo antes de que los mate. No sólo se instruyen en el uso del Poder Único, sino también en el manejo de la espada y en la lucha Aiel practicada con manos y pies. Los Asha’man, que visten unas características chaquetas negras, se dividen conforme al nivel de conocimientos que han alcanzado, siendo el inferior el de soldado. El siguiente nivel es el de Dedicado y se indica con un alfiler de plata con forma de espada, que se lleva prendido en el cuello de la chaqueta. El nivel más alto se llama simplemente Asha’man, y se reconoce por un alfiler esmaltado en rojo y oro con la forma de un dragón, que se lleva prendido en el cuello de la chaqueta, al otro lado de la espada de plata. A diferencia de las Aes Sedai, que hacen todo lo posible para asegurarse de que las mujeres a las que enseñan no avancen demasiado deprisa por considerarse peligroso, a los Asha’man se les exige muchísimo y se los presiona desde el principio, en especial a que aprendan a usar el Poder como un arma. El resultado es que, mientras que en la Torre Blanca se hablará con horror durante años de una novicia que haya muerto o se haya neutralizado durante su aprendizaje, en la Torre Negra se da por sentado que cierto número de soldados Asha’man morirá o se consumirá al intentar aprender. La existencia de los Asha’man y su conexión con el Dragón Renacido ha hecho que algunas Aes Sedai se replanteen la necesidad imperiosa de amansar varones que encauzan, si bien muchas no han cambiado un ápice su opinión al respecto. Aunque muchas mujeres, incluidas las esposas, huyen cuando descubren que sus compañeros pueden encauzar, un número considerable de los hombres de la Torre Negra están casados y utilizan una versión del vínculo de los Guardianes con sus Aes Sedai a fin de crear un nexo con sus esposas. Este mismo vínculo, alterado para compeler a la obediencia, ha empezado a usarse recientemente a fin de capturar también Aes Sedai. . A los Asha’man los dirige Mazrim Taim, que se ha designado a sí mismo M’Hael, título que en la Antigua Lengua significa «líder». (Véanse amansar y neutralización.)

Asociaciones guerreras Aiel: Los guerreros Aiel están incorporados sin excepción a una de las doce asociaciones guerreras: los Buscadores del Agua (Duadhe Mahdi’in), los Corredores del Alba (Rahien Sorei), los Danzarines de Montaña (Hama N’dore), los Descendientes Verdaderos (Tain Shari), las Doncellas Lanceras (Far Dareis Mai), los Escudos Rojos (Aethan Dor), los Hermanos del Águila (Far Aldazar Din), los Hijos del Relámpago (Sha’mad Conde), los Lanceros Nocturnos (Cor Darei), los Mano Cuchillo (Sovin Nai), los Ojos Negros (Seia Doon), y los Soldados de Piedra (Shae’en M’taal). Cada agrupación tiene sus propias costumbres y, en ocasiones, cometidos específicos. Por ejemplo, los Escudos Rojos hacen las veces de policía. Los Soldados de Piedra actúan como tropas de retaguardia durante una retirada, mientras que las Doncellas Lanceras realizan el cometido de exploradoras. Los clanes Aiel luchan con frecuencia entre sí, pero los miembros de una misma asociación no se enfrentan jamás, aun cuando lo hagan sus clanes. Así, siempre hay vías de contacto amistosas entre los clanes, incluso cuando se encuentran en estado de guerra declarada. (Véanse Aiel, Yermo de Aiel y Far Dareis Mai.)

Asunawa Rhadam: Inquisidor Supremo de la Mano de la Luz. A sus ojos, interferir con el Poder Único es usurpar el poder del Creador y la causa de todos los males del mundo. Tiene como meta principal destruir a todo aquel que pueda encauzar o incluso que desee hacerlo; en el ejercicio de su ministerio, la Mano de la Luz debe arrancar a estas personas la confesión de su pecado antes de ejecutarlas. (Véase interrogadores.)

Atha’an Miere: Véase Marinos, los.

Avendesora: En la Antigua Lengua, el Árbol de la Vida, mencionado en innumerables historias y leyendas que lo sitúan en diversos lugares. Su verdadera ubicación la conocen muy pocas personas.

Avendoraldera: Un árbol que creció en la ciudad de Cairhien a partir de un retoño de Avendesora. Los Aiel regalaron dicho retoño a la ciudad en el 566 NE, a pesar del hecho de que ningún documento demuestra relación alguna entre los Aiel y Avendesora. (Véase Guerra de Aiel)

Aviendha: Una mujer del septiar Agua Amarga de los Taardad Aiel; una Far Dareis Mai o Doncella Lancera. Actualmente se está instruyendo para ser Sabia. No le teme a nada, excepto a su destino.

Avispa de mar: Una pequeña criatura acuática que parece de gelatina y que produce un doloroso escozor urticante con su roce.

Aybara, Perrin: Un joven de Campo de Emond, antaño aprendiz de herrero. Es ta’veren. (Véase también ta’veren.)

Ba’alzemon: En el idioma trolloc «Corazón de la Oscuridad». Existe la creencia, errónea, de que éste es el nombre que dan los trollocs al Oscuro. (Véanse Oscuro y trollocs.)

Baerlon: Una ciudad de Andor emplazada en el camino que va de Caemlyn a las minas de las Montañas de la Niebla.

Bain: Una mujer del septiar Roca Negra de los Shaarad Aiel. Una Doncella Lancera.

Bair: Una caminante de sueños y Sabia del septiar Haido de los Shaarad Aiel. No posee la habilidad de encauzar. (Véase caminante de sueños)

Balwer, Sebban: Otrora secretario de Pedron Niall (el capitán general de los Hijos de la Luz) oficialmente, aunque en secreto era su jefe de espías. Tras la muerte de Niall, Balwer ayudó a Morgase (antes reina de Andor) a escapar de los seanchan en Amador por sus propios motivos, y ahora trabaja como secretario de Perrin t’Bashere Aybara y de Faile ni Bashere t’Aybara. No obstante, sus cometidos se han ampliado y ahora dirige las actividades del Cha Faile al tiempo que actúa como jefe de espías para Perrin, si bien éste no ve a Balwer como tal. (Véase Cha Faile.)

Barran, Doral: La Zahorí de Campo de Emond que ocupó el cargo antes de Nynaeve al’Meara.

Barthanes, lord, señor de la casa Damodred: Lord cairhienino, cuyo poder únicamente es superado por el del rey. Su emblema personal es un oso en posición de ataque. La enseña de la casa Damodred es la Corona y el Árbol.

Bashere, Zarina: Una joven de Saldaea que participa en la Cacería del Cuerno. Desea ser llamada Faile, que, en la Antigua Lengua, significa «halcón».

Bel Tine: Festividad primaveral que celebra el final del invierno, el incipiente crecimiento de las cosechas y el nacimiento de los primeros corderos.

Be’lal: Uno de los Renegados.

Berelain sur Paendrag: Principal de Mayene por la gracia de la Luz, Defensora de las Olas, Sede Suprema de la casa Paeron. Una bella y voluntariosa joven, y una gobernante muy hábil. (Véase Mayene.)

Birgitte: Legendaria heroína, de cabellos dorados, de los relatos, renombrada por su belleza casi en igual medida que por su valentía y su destreza como arquera. Utilizaba un arco y flechas de plata, con los que nunca erraba el tiro. Aunque a excepción de su belleza y su destreza con el arco, guarda poco parecido con la mujer que describen las leyendas. Se la vincula siempre con Gaidal Cain, un legendario espadachín. Ahora es Guardián de Elayne Trakand; posiblemente sea la primera mujer que desempeña esa tarea, algo que ha ocasionado no pocas dificultades aparte de las que eran de esperar en tales circunstancias. Se contaba entre los héroes llamados a volver de la tumba con la llamada del Cuerno de Valere, pero fue trasladada violentamente del Tel’aran’rhiod al mundo material durante una refriega con Moghedien y el único modo que tuvo Elayne de salvarla de la muerte fue vinculándola a ella. A excepción de su belleza y su destreza con el arco, guarda poco parecido con la mujer que describen las leyendas. (Véanse Cain, Gaidal, Cuerno de Valere, Guardián y Renegados.)

Biteme: Un pequeño, casi invisible insecto de peligrosa picadura.

Bornhald, Dain: Un oficial de los Hijos de la Luz, hijo del capitán Geofram Bornhald.

Brazos Rojos, los: Soldados de la Compañía de la Mano Roja a quienes se ha elegido para realizar una tarea policial de forma temporal a fin de evitar que otros soldados de la Compañía ocasionen problemas o daños en una ciudad o un pueblo. Llamados así porque, mientras realizan su tarea, llevan unos brazaletes anchos de color rojo que les cubren las mangas casi por completo. Por lo general se los escoge entre los hombres más veteranos y dignos de confianza. Ya que cualesquiera daños ocasionados han de pagarlos los Brazos Rojos que estén de servicio, éstos se esfuerzan para que reine la paz y el orden. De entre los Brazos Rojos se eligió a cierto número de hombres para acompañar a Mat Cauthon a Ebou Dar. (Véase Compañía de la Mano Roja y Véase Shen an Calhar.)

Breane Taborwin: Anteriormente una noble importante de Cairhien que se ha arruinado y es refugiada en Andor, donde ha encontrado la felicidad con la clase de hombre que en otros tiempos hubiera hecho expulsar a latigazos por sus criados.

Bryne, Gareth: Antaño capitán general de la Guardia Real de Andor, en la actualidad tiene a su mando el ejército de las Aes Sedai que se han rebelado contra la autoridad de Elaida do Avriny a’Roihan. Está considerado como uno de los mejores generales vivos. Su relación con Siuan Sanche es tan problemática y perturbadora para él como para la propia Siuan. El emblema de la casa Bryne es un toro salvaje, con la corona de rosas de Andor alrededor del cuello. Su insignia personal representa tres estrellas doradas de cinco puntas.

Buscadores, los: O, más formalmente, los Buscadores de la Verdad, es una organización policial y de inteligencia perteneciente al trono. Aunque la mayoría son da’covale y propiedad de la familia imperial, tienen poderes casi ilimitados. Incluso pueden arrestar a un miembro de la Sangre por no responder a sus preguntas o no cooperar plenamente con ellos, y son los propios Buscadores quienes definen el nivel de cooperación requerido, sólo sujeto a modificación por la propia emperatriz. Sus informes los envían a Manos Menores, quienes los controlan a ellos y a los Escuchadores. Casi todos los Buscadores son de la opinión de que las Manos no dan curso a tanta información como deberían. A diferencia de los Escuchadores, ellos sí desempeñan un papel activo en la organización. Los Buscadores que son da’covale llevan un tatuaje en cada hombro con un cuervo y una torre. A diferencia de los Guardias de la Muerte, los Buscadores no gustan de mostrar sus cuervos, en parte porque hacerlo implica revelar quiénes y qué son. (Véanse Mano; Escuchadores.)

Byar, Jaret: Un oficial de los Hijos de la Luz.

Cabeza del Gran Consejo de las Trece: Título que ostenta la cabeza del Ajah Negro. Dicha posición la ocupa en la actualidad Alviarin Freidhen.

Cacería Salvaje, la: Son muchos los que sostienen que el Oscuro (que a menudo recibe el nombre de Siniestro o Viejo Siniestro en Tear, Illian, Murandy, Altara y Ghealdan) sale por la noche a cazar almas con los «perros negros» o Sabuesos del Oscuro. A ello se lo denomina la Cacería Salvaje. La lluvia puede impedir que los Sabuesos del Oscuro salgan de noche, pero, una vez que han encontrado el rastro de su víctima, se ha de luchar contra ellos y derrotarlos o de lo contrario ésta morirá irremediablemente. Existe la creencia de que el simple hecho de ver pasar la Cacería Salvaje acarrea una muerte inminente, ya sea para el observador o la de alguno de sus seres queridos, y se considera particularmente peligroso encontrárselos en una encrucijada en el crepúsculo, nada más ponerse el sol o justo antes del amanecer. (Véase Sabuesos del Oscuro.)

Cachorros, los: Los primeros Cachorros eran jóvenes a los que instruían los Guardianes en la Torre Blanca y que lucharon contra aquellos de sus maestros que trataron de liberar a Siuan Sanche cuando a ésta se la depuso como Sede Amyrlin. Dirigidos por Gawyn Trakand, los Cachorros permanecieron leales a la Torre Blanca y sostuvieron refriegas contra los Capas Blancas que estaban a las órdenes de Elmon Valda. Acompañaron a la delegación de hermanas destacadas a Cairhien para entrevistarse con el Dragón Renacido, y entraron en combate contra Aiel y Asha’man en los pozos de Dumai. A su regreso a Tar Valon, se encontraron con que tenían prohibido el acceso a la ciudad.

Los Cachorros visten chaqueta verde, con el emblema del Jabalí Blanco de Gawyn; aquellos que lucharon contra sus maestros en Tar Valon lucen un alfiler de plata, en forma de torre, prendido en el cuello de la chaqueta. Aceptan reclutas a dondequiera que van, pero no admiten veteranos ni hombres mayores que ellos. Un requisito es que el recluta debe estar dispuesto a renunciar a toda lealtad excepto a los Cachorros. Los miembros de más edad enseñan a los reclutas las técnicas de los Guardianes, ya que han renunciado a ser instruidos por éstos, y varios han rechazado ofertas de Aes Sedai para vincularse a ellas. En muchos aspectos parecen estar desligados totalmente de la Torre y de las Aes Sedai. Esto se debe en parte a sus sospechas de que se quería que no sobrevivieran a la expedición a Cairhien.

Cadin’sor: Atuendo de los Aiel algai’d’siswai, compuesto por chaqueta y calzones en tonos grises y pardos que se confunden con las rocas del entorno o con las sombras, así como botas de cuero suave, altas hasta las rodillas y atadas con cordones. En la Antigua Lengua, «ropas de trabajo», aunque ésta, por supuesto, es una traducción imprecisa. (Véase algai’d’siswai.)

Cadsuane Melaidhrin: Una Aes Sedai del Ajah Verde que casi ha alcanzado la categoría de legendaria entre las hermanas estando aún viva, aunque en realidad la mayoría de las Aes Sedai creen que debe de llevar muerta años a estas alturas. Nacida alrededor del 705 NE, lo que la convertiría en la Aes Sedai de más edad viva, también había sido la más fuerte en el Poder durante los últimos mil años hasta la aparición de Nynaeve, Elayne y Egwene, e incluso ellas no la superan en mucho. A lo largo de los años y aun siendo una Verde, Cadsuane ha capturado más hombres con capacidad para encauzar que cualquier otra hermana viva; un dato curioso y apenas conocido es que los hombres que llevó a la Torre Blanca solían vivir durante un tiempo considerablemente superior después de haber sido amansados que aquellos capturados por otras hermanas.

Caemlyn: La capital de Andor. (Véase Andor.)

Cain, Gaidal: Un famoso espadachín mencionado en leyendas y en la historia, al que siempre se vincula con Birgitte y del que se dice que era tan apuesto como hermosa era ella. Se dice que era invencible cuando pisaba su suelo natal. Es uno de los héroes llamados a volver de la tumba cuando suene el Cuerno de Valere. (Véanse también Birgitte y Cuerno de Valere.)

Cairhien: Nombre dado a una nación situada junto a la Columna Vertebral del Mundo y a su capital. La ciudad fue quemada y saqueada durante la Guerra de Aiel Aiel (976—978 NE), al igual que muchas otras poblaciones. El subsiguiente abandono de las zonas de cultivo próximas a la Columna Vertebral del Mundo obligó a la importación de grandes cantidades de cereales. El asesinato del rey Galldrain (998 NE) ha provocado una guerra civil entre las casas nobles que se disputan el Trono del Sol, la interrupción de los envíos de cereales y la hambruna. La capital sufrió el asedio de los Shaido en lo que algunos han dado en llamar la Segunda Guerra de Aiel; a dicho asedio le pusieron fin otros Aiel al mando de Rand al’Thor. Posteriormente la mayoría de los nobles cairhieninos, así como muchos de Tear, juraron fidelidad al Dragón Renacido, pero en un país donde el Juego de las Casas se ha convertido en un arte, no es de extrañar que incluso muchos de los que prestaron juramento estén dispuestos a intrigar a fin de obtener cualquier ventaja que se les presente. La enseña de Cairhien representa un radiante sol dorado elevándose sobre un fondo azul cielo. (Véase Guerra de Aiel.)

Calendario: Una semana tiene diez días, y un mes, veintiocho; el año consta de trece meses. Varios festivos no forman parte de ningún mes, entre ellos el Día Solar (el más largo del año), la Fiesta de Acción de Gracias (celebración cuatrienal, en el equinoccio de primavera), y el Día de la Salvación de las Almas, también llamado Día de Todas las Ánimas (fiesta decenal, en el equinoccio de otoño). Aunque muchas festividades se celebran en todas partes (como la Fiesta de las Luces, con la que termina el año viejo y comienza el nuevo), todos los países tienen también las suyas propias, y en muchos casos ocurre otro tanto con ciudades y pueblos. En general, las Tierras Fronterizas son las que cuentan con menos festividades, en tanto que las ciudades de Illian y Ebou Dar son las que tienen mayor número. Aunque los meses tienen nombre —Taisham, Jumara, Saban, Aine, Adar, Saven, Amadame, Tammaz, Maigdhal, Choren, Shaldine, Nesan y Danu— rara vez se utilizan salvo en documentos oficiales y por los funcionarios. Para la mayoría de la gente es suficiente regirse por las estaciones.

Callandor: La Espada que no es una Espada, La Espada que no Puede Tocarse. Una espada de cristal que estuvo guardada en la Ciudadela de Tear. Es un poderoso sa’angreal para ser utilizado por un varón. El que fuera retirada de la cámara llamada el Corazón de la Ciudadela, junto con la caída de la fortaleza, fue uno de los signos principales del Renacimiento del Dragón y de la proximidad del Tarmon Gai’don. Rand al’Thor volvió a colocarla en el Corazón de la Ciudadela, hincada en las baldosas. (Véanse también Ciudadela de Tear, la; Dragón Renacido, el y sa’angreal.)

Caminante de sueños: Término con que los Aiel denominan a la mujer capaz de entrar en el Tel’aran’rhiod, de interpretar los sueños y hablar con otros en sus sueños. Las Aes Sedai también utilizan este vocablo al referirse a las Soñadoras, aunque en muy contadas ocasiones. (Véanse Talentos y Tel’aran’rhiod.)

Canalizar: Controlar el flujo del Poder Único.

Canto al árbol: véase Cantor de Árboles.

Cantor de Árboles: Un Ogier que posee la habilidad para entonar el llamado «canto al árbol», con el que los cura, contribuye a su crecimiento o floración o elabora objetos a partir de su madera sin dañarlos. Dichos objetos se denominan «madera cantada» y son muy apreciados. Quedan muy pocos Ogier Cantores de Árboles; al parecer esa clase de talento está extinguiéndose.

Capas Blancas: Véase Hijos de la Luz.

Capitán de Espadas: Véase Capitán de Lanzas.

Capitán de Lanzas: En la mayoría de las naciones, en circunstancias normales las mujeres nobles no dirigen personalmente a sus mesnaderos en la batalla. En cambio, contratan a un soldado profesional, casi siempre un plebeyo, que es el responsable del entrenamiento de los mesnaderos así como de dirigirlos. Dependiendo del país, ese hombre puede llamarse Capitán de Lanzas, Capitán de Espadas, Maestro de los Caballos o Maestro de las Lanzas. A menudo, y quizá de manera inevitable, surgen rumores sobre otro tipo de relación entre la noble y el guerrero aparte de la de patrona y asalariado. En ocasiones dichos rumores son ciertos.

Capitán general: 1) Rango militar del cabecilla de la Guardia Real de Andor. Esta posición la ocupa actualmente lady Birgitte Trahelion. 2) Título que ostenta la cabeza del Ajah Verde, aunque sólo la conocen las hermanas del Verde. Dicha posición la ocupa actualmente Adelorna Bastine, en la Torre, y Myrelle Berengari en el contingente de Aes Sedai rebeldes al mando de Egwene al’Vere. 3) Rango seanchan, el más alto en el Ejército Invencible a excepción del de mariscal, que es un rango temporal que se da en ocasiones a un capitán general responsable de dirigir una guerra.

Car’a’carn: En la Antigua Lengua, «jefe de jefes». Según la profecía Aiel, un hombre que llegaría de Rhuidean al amanecer, marcado con dos dragones, y que los conduciría a través de la Pared del Dragón. La Profecía de Rhuidean augura que unirá a los Aiel y los destruirá, salvo a un resto del resto. (Véanse Aiel y Rhuidean.)

¡Carai an Caldazar!: En la Antigua Lengua, «¡Por el honor del Águila Roja!», el antiguo grito de guerra de Manetheren.

¡Carai an Ellisande!: En la Antigua Lengua, «¡Por el honor de la Rosa del Sol!» El grito de guerra del último rey de Manetheren.

Caraighan Maconar: Hermana Verde legendaria, la heroína de centenares de aventuras a quien se le atribuyen proezas que incluso algunas Aes Sedai consideran inverosímiles a pesar de estar consignadas en los legajos de la Torre Blanca, como por ejemplo que sofocó una rebelión en Mosadorin sin ayuda de nadie o que acabó con los Disturbios de Comaidin cuando no tenía Guardianes. En el Ajah Verde se la tiene por el arquetipo de una hermana Verde. (Véanse: Aes Sedai y Ajah.)

Caralain: Una de las naciones escindidas del imperio de Artur Hawkwing durante la Guerra de los Cien Años. A partir de entonces fue debilitándose y los últimos vestigios de su existencia se perdieron alrededor del 500 NE.

Carlinya: Una Aes Sedai del Ajah Blanco.

Carridin, Jaichim: Un Inquisidor de la Mano de la Luz, comandante de los Hijos de la Luz y un Amigo Siniestro.

Cauthon, Abell: Un granjero de Dos Ríos, padre de Mat Cauthon. Está casado con Natti; las hijas del matrimonio se llaman Eldrin y Bodewhin, a la que se conoce por el diminutivo Bode.

Cauthon, Mat: Un joven de Campo de Emond que es ta’veren. Su nombre de pila completo es Matrim.

Cegador de la Vista: Véase Oscuro.

Cha Faile: 1) En la Antigua Lengua, «Garra del Halcón». 2) Nombre adoptado por los jóvenes cairhieninos y tearianos que intentan seguir el ji’e’toh. Han jurado lealtad a Faile ni Bashere t’Aybara y secretamente actúan como sus exploradores y espías. Desde que los Shaido capturaron a Faile realizan sus actividades bajo la dirección de Sebban Balwer. (Véase Balwer, Sebban.)

Chaendaer: Una montaña del Yermo de Aiel, al pie de la cual se extiende el valle de Rhuidean. (Véanse Yermo de Aiel, el y Rhuidean.)

Charin, Jain: Véase Galopador, Jain el.

Chiad: Una Doncella Lancera del septiar Río Pedregoso de los Goshien Aiel, quienes mantienen rencillas hereditarias con los Shaarad.

Ciclo Karaethon, el: Véase Dragón, Profecías del

Cien Compañeros, los: Los cien varones Aes Sedai, seleccionados entre los más poderosos de la Era de Leyenda, que, encabezados por Lews Therin Telamon, libraron el combate final de la Guerra de la Sombra y sellaron de nuevo la prisión del Oscuro. El contraataque del Oscuro contaminó el saidin y, a consecuencia de ello, los Cien Compañeros enloquecieron e iniciaron el Desmembramiento del Mundo. (Véanse Época de Locura; Desmembramiento del Mundo; Fuente Verdadera y Poder Único.)

Cinco Poderes, los: El Poder Único tiene varias aplicaciones y cada persona canaliza más fácilmente algunas que otras. Dichas vías de utilización reciben su nombre según el tipo de efectos que pueden producir —tierra, aire, fuego, agua y energía—y se denominan conjuntamente los Cinco Poderes. Todos los poseedores del Poder Único dispondrán de un mayor grado de fuerza con uno —o quizá dos— de ellos y un potencial menor con los restantes. Algunos elegidos pueden obtener prodigiosos resultados con tres, pero desde la Era de Leyenda nadie ha tenido un poder equiparable con los cinco. Incluso entonces ése era un fenómeno extremadamente raro. El grado de efectividad varía de modo sensible entre los individuos, de manera que algunos que canalizan el Poder son mucho más poderosos que otros. Para realizar ciertos actos con el Poder Único es menester dominar uno o varios de los Cinco Poderes. Por ejemplo, la generación o control del fuego requiere fuego, la modificación del tiempo meteorológico, aire y agua, mientras que para la curación se necesita poner en juego el agua y la energía. El dominio de la energía se ha manifestado igualmente en hombres y mujeres, pero la habilidad extrema en el manejo de la tierra y el fuego suele darse en los varones, mientras que el agua y el aire son con frecuencia vías que canalizan mejor las mujeres. Han existido casos excepcionales, pero tan raros que la tierra y el fuego pasaron a ser considerados como Poderes masculinos y el aire y el agua, femeninos. Por lo general, no se atribuye a ninguna fuerza una destreza superior a cualquier de las otras, si bien existe un dicho entre las Aes Sedai que reza: «No existe roca cuya dureza no puedan vencer el viento y el agua, ni fuego tan vigoroso que el agua y el viento no sean capaces de apagar». Debe tenerse en cuenta que tal afirmación comenzó a utilizarse mucho después de que hubiera perecido el último varón Aes Sedai. Cualquier refrán equivalente entre los varones Aes Sedai se perdió en el olvido hace mucho tiempo.

Círculo de Labores de Punto, el: La junta dirigente de las Allegadas. Puesto que ninguna de las componentes del grupo ha sabido nunca cómo organizan las Aes Sedai su propia jerarquía —conocimiento que sólo se adquiere cuando una Aceptada ha pasado su prueba para obtener el chal—, las Allegadas no se basan en la fuerza con el Poder sino que dan gran importancia a la edad, de modo que la mujer mayor siempre está por encima de la más joven. Por consiguiente, el Círculo de Labores de Punto (nombre escogido, al igual que el de Allegadas, por su carácter inofensivo) está formado por las trece mujeres mayores residentes en Ebou Dar en ese momento, y la de mayor edad recibe el título de la Rectora. Conforme a las reglas, todas tendrán que dejar el puesto cuando les llegue el momento de mudarse, pero mientras residen en Ebou Dar tienen autoridad absoluta sobre las Allegadas, hasta un grado que cualquier Sede Amyrlin envidiaría. (Véase Allegadas, las.)

Círculo de mujeres: Un grupo de mujeres elegidas por las mujeres de un pueblo, encargadas de la toma de decisión de cuestiones que se consideran exclusivamente del dominio femenino (ej., el momento idóneo para plantar las cosechas o la época de su recolección). Su autoridad es equiparable a la del Consejo del Pueblo, en líneas y áreas de responsabilidad claramente delimitadas. A menudo en conflicto con el Consejo del Pueblo. Véase también Consejo del Pueblo.

Ciudadela de Tear: Una gran fortaleza situada en la ciudad de Tear, que se cree que fue erigida poco después del Desmembramiento del Mundo utilizando el Poder Único. La Ciudadela se menciona en dos ocasiones en las Profecías del Dragón. En un pasaje se afirma que la Ciudadela no se rendirá nunca hasta que llegue el Pueblo del Dragón. En otro, se dice que la Ciudadela no sucumbirá hasta que la mano del Dragón empuñe la Espada que no Puede Tocarse, Callandor. Algunos consideran que en dichas Profecías se halla el origen de la antipatía que profesan los Grandes Señores por el Poder Único, y de la ley teariana que prohíbe encauzar. A pesar de esta antipatía, la Ciudadela contiene una colección de angreal y ter’angreal que rivaliza con la de la Torre Blanca y que, a decir de algunos, fue reunida para tratar de disminuir el relumbre de la posesión de Callandor. Ha sido asediada y atacada incontables veces, pero nunca había sido sido tomada hasta que cayó en el transcurso de una noche en manos del Dragón Renacido y de unos pocos cientos de Aiel, cumpliéndose así dos pasajes de las Profecías del Dragón.

Colavaere de la casa Saigahn: Una noble de alto rango de Cairhien, maquinadora e intrigante, definiciones que describen a la nobleza cairhienina en general, y que posee tanto poder que en ocasiones olvida su propia vulnerabilidad ante otro poder superior.

Coligación: La capacidad que poseen las mujeres que encauzan para combinar sus flujos del Poder Único. Aunque el flujo unificado no es tan fuerte como la suma de los flujos individuales, los dirige la persona que conduce la coligación, por lo que puede utilizarse de un modo mucho más preciso y eficaz que cualquier flujo individual. Los varones no están capacitados para unir sus habilidades sin la presencia de una o varias mujeres en el círculo. Participar en una coligación es, normalmente, un acto voluntario que requiere, cuando menos, el consentimiento, pero en ciertas circunstancias un círculo ya formado y lo bastante grande puede hacer entrar a la fuerza a otra mujer, siempre y cuando no haya ningún hombre participando en él. Que se sepa, es imposible obligar a un varón a entrar en un círculo por muy grande que sea éste. El número de mujeres que pueden coligarse sin que sea necesaria la presencia de un hombre llega hasta trece. Con la incorporación de un varón, el círculo se puede ampliar hasta veintiséis mujeres, con la de dos varones, el número aumenta hasta treinta y cuatro, y así sucesivamente hasta un máximo de seis hombres y sesenta y seis mujeres, si bien hay coligaciones en las que el número de varones aumenta y el de las féminas disminuye. Pero, salvo en las integradas por un hombre y una mujer, dos hombres y una mujer o dos hombres y dos mujeres, en el círculo siempre ha de haber, como mínimo, una mujer más que el total de varones. En la mayoría de los círculos, la coligación puede estar controlada indistintamente por un individuo de uno u otro sexo, pero tiene que ser un hombre quien controle el círculo de setenta y dos, así como los círculos mixtos de menos de trece integrantes. A pesar de que los varones son, por lo general, más fuertes en el Poder que las mujeres, los círculos más poderosos son aquellos conformados por un número lo más equilibrado posible de ambos sexos. (Véanse Aes Sedai.)

Colmillo del Corazón: Véase Oscuro.

Colmillo del Dragón, el: Una marca estilizada, normalmente negra, con la forma de una lágrima apoyada en su extremo más delgado. Grabada en la puerta de una casa, es una acusación de tratos demoníacos contra las personas que viven en ella o un intento de atraer sobre ellas la atención del Oscuro y los daños que de ésta pueden derivar.

Columna Vertebral del Mundo: Una imponente cordillera de montañas, que sólo puede atravesarse por algunos puertos y que separa el Yermo de Aiel de las tierras occidentales. También se la llama la Pared del Dragón.

Compañeros, los: El cuerpo militar de elite de Illian que actualmente está al mando del primer capitán Demetre Marcolin. Los Compañeros proporcionan escolta al rey de Illian y guardan los puntos clave en toda la nación. Además, a los Compañeros se los ha utilizado tradicionalmente en la batalla para atacar las posiciones enemigas más fuertes y sacar ventaja de sus puntos débiles, así como cubrir la retirada del rey si llegara el caso. A diferencia de la mayoría de las unidades de elite de su clase, a los forasteros no sólo se los acoge de buen grado en sus filas (excepto tearianos, altaraneses y murandianos), sino que incluso pueden ascender al rango más alto; lo mismo reza para los plebeyos, cosa que tampoco es habitual. El uniforme de los Compañeros consiste en chaqueta verde, peto adornado con las Nueve Abejas de Illian y un yelmo cónico con visera de hendiduras en acero. El primer capitán luce cuatro galones trenzados de oro en las bocamangas, y un penacho de tres finas plumas doradas en el yelmo. Los tenientes llevan dos galones amarillos en las bocamangas y dos finas plumas verdes, mientras que los subtenientes llevan un galón amarillo y una pluma verde. Los distintivos de los abanderados son dos galones abiertos de color amarillo en las bocamangas y una pluma del mismo tono, y los hombres del pelotón sólo llevan un galón abierto, también amarillo.

Compañía de la Mano Roja: 1) Una legendaria compañía de héroes (Shen an Calhar) del tiempo de la Guerra de los Trollocs y cuyos integrantes murieron en la batalla de Campo de Aemon, cuando Manetheren sucumbió. 2) Una unidad militar que se creó para seguir a Mat Cauthon. En la actualidad marcha a corta distancia del contingente de las Aes Sedai rebeldes y su ejército, y tiene órdenes de conducir a Egwene al’Vere bajo la protección de Rand al’Thor, si es que expresa su deseo de escapar de su situación actual, así como también a cualquier otra hermana que quiera unirse a ella. Véase Shen an Calhar.

Compeler, competido: Forzar a un encauzador a absorber todo el Poder que es capaz durante largos periodos de tiempo y encauzar continuamente. De ese modo aprenden más deprisa y adquieren más fuerza antes. Las Aes Sedai llaman «compeler» o «estar compelido» a esa práctica, que no utilizan con novicias ni Aceptadas por el peligro de muerte o de consunción que entraña.

Congar, Daise: Una mujer de Dos Ríos que es la actual Zahorí de Campo de Emond. Está casada con Wit Congar.

Consejo de los Nueve: En Illian, un consejo de nueve Señores que supuestamente actúan como consejeros del rey, pero que históricamente vienen enfrentándose a él para hacerse con el poder. Tanto el rey como los Nueve disputan a menudo con la Corporación.

Consejo del Ajah Marrón: Al Ajah Marrón lo encabeza un consejo, en lugar de una Aes Sedai. La cabeza actual del consejo es Jesse Bilal, en la Torre Blanca. No se conoce la identidad de los otros miembros del consejo de la Torre, y tampoco la de quienes componen el del campamento rebelde.

Consejo del Pueblo: En la mayoría de los pueblos un grupo de hombres, elegidos por los varones de la población y encabezados por un alcalde, que tienen la responsabilidad de tomar decisiones que afectan a la totalidad del pueblo y de negociar con los Consejos de otras localidades los asuntos que conciernen conjuntamente a más de un pueblo. Las diferencias que mantienen con el Círculo de mujeres alcanzan tal grado en gran parte de las poblaciones que dicho conflicto ha pasado a considerarse como tradicional. Véase también Círculo de mujeres.

Consolidación, la: Cuando los ejércitos enviados por Artur Hawkwing a las órdenes de su hijo Luthair desembarcaron en Seanchan, se encontraron con un mosaico cambiante de numerosísimas naciones que guerreaban frecuentemente entre sí y que a menudo estaban regidas por Aes Sedai. Al no existir un equivalente de la Torre Blanca, las Aes Sedai actuaban a favor de sus propios intereses y poderío valiéndose del Poder Único. Formaban pequeños grupos e intrigaban constantemente unas contra otras. En gran parte, esas continuas maquinaciones en provecho propio y las resultantes guerras entre las miles de naciones fue lo que permitió a los ejércitos del este del Océano Aricio iniciar la conquista de todo un continente y que sus descendientes finalizaran dicha tarea. Esa conquista, en cuyo transcurso los descendientes de los ejércitos originales se convirtieron en seanchan a medida que conquistaban a los oriundos, se prolongó más de novecientos años y se la conoce como la Consolidación. (Véase Torres de Medianoche)

Corazón de la Ciudadela: Véase Callandor.

Corenne: En la Antigua Lengua, «el Retorno». Nombre dado por los seanchan tanto a la flota de miles de barcos como a los cientos de miles de soldados, artesanos y demás que transportaron esas naves y que llegaron detrás de los Precursores para reclamar las tierras robadas a los descendientes de Artur Hawkwing. El Corenne está liderado por el capitán general Lunal Galgan. (Véanse Precursores, Hailene\Rhyagelle)

Corporación, la: Una delegación illiana de mercaderes y patrones de barco elegidos por los miembros de ambos gremios, en teoría destinada a aconsejar al rey y a los Grandes Señores, pero tradicionalmente en pugna con ellos por la consecución de parcelas de poder.

Correcta doma del poder, La: Libro del que se sabe poco.

Couladin: Un ambicioso hombre del septiar Domai de los Shaido Aiel. Pertenece a la asociación guerrera Seia Doon, los Ojos Negros.

Crónicas, Guardiana de las: Aes Sedai que ostenta la máxima autoridad después de la Sede Amyrlin, para la cual trabaja como secretaria. Es elegida vitaliciamente por la Antecámara de la Torre y a menudo pertenece al mismo Ajah que la Amyrlin. Otra forma de tratamiento menos formal para referirse a ella es la Guardiana. (Véanse Ajah y Sede Amyrlin.)

Cuendillar: Una sustancia supuestamente indestructible creada durante la Era de Leyenda. Absorbe cualquier fuerza conocida —incluido el Poder Único— que intente romperla, lo que incrementa su dureza. Aunque se creía que los conocimientos para crearla se habían perdido para siempre, han empezado a correr rumores sobre objetos nuevos fabricados con ella. También se la conoce como piedra del corazón. (Véase piedra del corazón)

Cuerno de Valere: El legendario objeto de la Gran Cacería del Cuerno. Al Cuerno se le atribuye el poder de llamar a los héroes fallecidos y sacarlos de sus tumbas para combatir a la Sombra. Se ha convocado una nueva Cacería del Cuerno, y los cazadores que han prestado juramento en Illian, están dispersos por muchos países. Entre las Aes Sedai son pocas las que saben que el Cuerno se ha encontrado y ha sido usado o que ahora está escondido en la Torre Blanca.

Cúpula de la Verdad: Gran sala de audiencia de los Hijos de la Luz, ubicada en Amador, la capital de Amadicia. Existe un rey de Amadicia, pero los Hijos son quienes gobiernan de hecho. (Véase Hijos de la Luz.)

Da’covale: 1) En la Antigua Lengua, «el que es posesión» o «persona que es propiedad». 2) Entre los seanchan, término utilizado a menudo, junto con el de «propiedad», para «esclavos». La esclavitud tiene una historia larga e inusitada entre los seanchan, ya que hay esclavos con posibilidad de ascender a posiciones de gran poder y autoridad, incluso sobre aquellos que son libres. También puede ocurrir lo contrario, que a alguien situado en una posición de mucho poder se lo degrade a da’covale. (So’jhin)

Da’es Daemar: El Gran Juego, también conocido como el juego de las Casas. Nombre dado a las intrigas, conspiraciones y manipulaciones urdidas por las casas nobles para conseguir ventajas. En él se da gran valor a la sutileza y a la simulación, al aparentar apuntar a un objetivo cuando en realidad se dedican las energías a otro y a obtener resultados con el menor esfuerzo aparente.

Dai Shan: Un título de las Tierras Fronterizas que significa Señor Tocado con la Diadema de Guerra. (Véase Tierras Fronterizas.)

Dama de las Sombras: Término seanchan para referirse a la muerte.

Damane: En la Antigua Lengua, literalmente «Las Atadas con Correa». Es el término con el que los seanchan denominan a las mujeres capaces de encauzar y a quienes mantienen prisioneras mediante el uso del a’dam. Cada año se realizan pruebas a muchachas jóvenes a todo lo ancho del territorio seanchan, que se repiten hasta que alcanzan la edad en la que se manifiesta el don innato. Al igual que con los muchachos que se revelan capaces de encauzar (y a los cuales se ajusticia), los nombres de las damane quedan reflejados en un registro familiar y son borrados de las listas de ciudadanos, como se hace al fallecer cualquier otra persona, dándoselas por muertas a todos los efectos. A las mujeres con la capacidad de encauzar pero a las que todavía no se las ha hecho damane, se las llama marath’damane, que significa literalmente «Las que Deben Atarse con Correa». (Véanse a’dam, seanchan y sul’dam.)

Damodred, lord Galadedrid: Hermanastro de Elayne y Gawyn al ser los tres hijos del príncipe Taringail Damodred. Su insignia es una espada de plata alada, con la punta hacia abajo.

Damodred, príncipe Taringail: Un príncipe real de Cairhien, casado con Tigraine y padre de Galadedrid. Tras la desaparición de Tigraine, se desposó con Morgase y engendró a Elayne y Gawyn. Desapareció en misteriosas circunstancias y hace años que se lo considera presumiblemente muerto. Su emblema era un hacha de guerra dorada de doble filo.

Deane Aryman: La Sede Amyrlin que salvó a la Torre Blanca del perjuicio ocasionado por Bonwhin al intentar controlar a Artur Hawkwing. Nacida alrededor del 920 AL en el pueblo de Salidar, en Eharon, fue ascendida a Sede Amyrlin del Ajah Azul en el 992 AL. Se le atribuye haber convencido a Souran Maravaile de levantar el cerco a Tar Valon (que se había iniciado en el 975 AL) a la muerte de Hawkwing. Deane devolvió el prestigio a la Torre y se cree que en el momento de su muerte, acaecida en el 1085 AL al caerse de un caballo, estaba a punto de convencer a los nobles que se disputaban los despojos del imperio de Hawkwing de que pusieran fin a las guerras y aceptaran el liderazgo de la Torre Blanca como un medio para devolver la unidad a los territorios. (Véanse: Sede Amyrlin y Artur Hawkwing.)

Defensores de la Ciudadela, los: La unidad militar de elite de Tear. El actual Capitán de la Ciudadela (el comandante de los Defensores) es Rodrivar Tihera. En dicho cuerpo sólo se admiten tearianos, y por lo general los oficiales son de la nobleza, aunque a menudo pertenecen a casas menores o a ramas menores de casas importantes. Los Defensores tienen a su cargo la salvaguardia de la inmensa fortaleza llamada Ciudadela de Tear, en la ciudad del mismo nombre, la defensa de la urbe y las tareas propias de un cuerpo policial o una guardia ciudadana u otra organización semejante. Salvo en tiempos de guerra, sus funciones rara vez los llevan lejos de la ciudad. Así, como ocurre con todas las unidades de elite, son el núcleo en torno al cual se forma el ejército. El uniforme de los Defensores consiste en una chaqueta negra con mangas acolchadas, listadas en negro y dorado, con puños negros, peto bruñido y yelmo con reborde y visera de hendiduras de acero. El Capitán de la Ciudadela luce tres plumas blancas y cortas en el yelmo, y en los puños de la chaqueta, tres galones dorados y entrelazados sobre banda blanca. Los capitanes llevan dos plumas blancas y un galón dorado sobre puños blancos; los tenientes, una pluma blanca y un galón negro sobre puños blancos; los subtenientes, una corta pluma negra y los puños blancos, sin galones. Los Portaestandartes llevan puños dorados en las chaquetas, y los hombres del pelotón, los puños listados en negro y dorado.

Deliberación exhaustiva sobre reliquias pre-Desmembramiento: Un libro del que se sabe muy poco, aparte del título.

Depósito: Sección de la biblioteca de la Torre. Son doce los depósitos públicos conocidos, y en cada uno de ellos se guardan libros e informes pertenecientes a un tema o temas en particular. Existe otro depósito, el decimotercero, que sólo conocen las Aes Sedai y que contiene documentos, informes e historias a las que únicamente tienen acceso la Amyrlin, la Guardiana de las Crónicas y las Asentadas de la Antecámara de la Torre; y, por supuesto, un puñado de bibliotecarias encargadas del mantenimiento de ese depósito.

Der’morat: 1) En la Antigua Lengua, «maestro adiestrador». 2) Entre los seanchan el término se aplica para indicar a un adiestrador eminente y experto en una de las disciplinas exóticas, alguien que entrena a otros, por ejemplo, el der’morat’raken. Los der’morat pueden disfrutar de una posición social muy importante, y la más elevada la ostentan las der’sul’dam, adiestradoras de sul’dam, que se equiparan con oficiales militares de alto rango. (Véase morat)

Desmembramiento del Mundo, el: Cuando Lews Therin Telamon y los Cien Compañeros crearon la prisión del Oscuro, el contraataque de éste infectó el saidin. Finalmente todos los varones Aes Sedai capaces de valerse del Poder Único hasta un grado ahora desconocido, enloquecieron de manera espantosa. En su enajenamiento, aquellos hombres, capaces de valerse del Poder Único hasta un grado ahora desconocido, modificaron la faz de la tierra. Provocaron grandes terremotos, arrasaron cordilleras de montañas, hicieron brotar nuevas cumbres, elevaron tierra firme en terrenos ocupados por los mares y anegaron con océanos las tierras habitadas. Muchas partes del mundo quedaron completamente despobladas y los supervivientes se vieron diseminados como polvo azotado por el viento. Esta destrucción es recordada en relatos, leyendas y en la historia como el Desmembramiento del Mundo. (Véase Época de Locura y Cien Compañeros, los.)

Dha—vol, Dhai’mon: Véase trollocs.

Día Solar: Una festividad de verano, celebrada en múltiples regiones del mundo.

Din Jubai Vientos Borrascosos, Coine: Una mujer de los Atha’an Miere, el pueblo de los Marinos. Navegante del bergantín Tajador de olas.

Djevik K’Shar: En la Antigua Lengua, «La Tierra de la Muerte». El nombre con que denominan los trollocs el Yermo de Aiel.

Do Miere A’vron: véase Vigilantes sobre las Olas.

Dobraine de la casa Taborwin: Un noble cairhienino de alto rango que es partidario de cumplir sus juramentos a la letra.

Domon, Bayle: El capitán del Spray oriundo de Illian que en una ocasión fue hecho prisionero por los seanchan. Actualmente medra con el contrabando en Tarabon y Arad Doman que siguen en pie de guerra. En tiempos coleccionista de antigüedades, es un hombre que siempre salda sus deudas. Coleccionista de antigüedades.

Draghkar: Una criatura del Oscuro, creada por deformación de la materia humana. El Draghkar tiene el aspecto de un hombre con alas similares a las de los murciélagos y con una piel extremadamente pálida y los ojos de tamaño desmesurado. El canto del Draghkar es capaz de atraer a sus presas, suprimiendo su fuerza de voluntad. Existe un dicho que reza «El beso del Draghkar es muerte». No muerde, pero su beso consume primero el alma de su víctima y luego su vida.

Dragón:Una nueva arma muy potente que lanza cargas explosivas a gran distancia con las que se causan graves daños al enemigo.

Dragón, el: Nombre con que se conocía a Lews Therin Telamon durante la Guerra de la Sombra. Arrebatado por la misma locura que aquejó a todos los varones Aes Sedai, Lews Therin mató a todas las personas de su familia y a todos sus seres queridos, haciéndose acreedor del nombre de Verdugo de la Humanidad. Actualmente se aplica la expresión «estar poseído por el Dragón» a aquellos que ponen en peligro a quienes los rodean o los amenazan, en especial cuando no tienen motivos para hacerlo. (Véanse Dragón Renacido y Dragón, Profecías del.)

Dragón, falso: De vez en cuando surgen hombres que pretenden ser el Dragón Renacido y, en ocasiones, alguno de ellos llega a reunir un número de seguidores que requiere la intervención de un ejército para abatirlos. Algunos han provocado guerras en las que se han visto involucradas muchas naciones. A lo largo de los siglos, la mayoría han sido hombres incapaces de encauzar el Poder Único, pero unos cuantos lo han logrado. Todos, no obstante, han desaparecido o han sido capturados o ejecutados sin que se cumplieran ninguna de las profecías relativas al Renacimiento del Dragón. A estos hombres se los llama falsos Dragones. Entre quienes fueron capaces de encauzar el Poder, los más poderosos fueron Raolin Perdición del Oscuro (335-336 DD), Yurian Arco Pétreo (hacia 1300-1308 DD), Davian (AL 351), Guaire Amalasan (AL 939-43) y Logain (997 NE). (Véase Dragón renacido.)

Dragón, Profecías del: Apenas conocidas excepto entre los eruditos, y escasamente mencionadas, las Profecías, expuestas en El Ciclo Karaethon, predicen que el Oscuro volverá a liberarse para extender su mano sobre el mundo, y que Lews Therin Telamon, el Dragón, volverá a nacer para librar el Tarmon Gai’don, la Última Batalla, contra la Sombra. Según las Profecías, el Dragón salvará al mundo y volverá a desmembrarlo. (Véase Dragón, el.)

Dragón Renacido: Según las profecías y leyendas, el Dragón volverá a nacer en la hora en que la humanidad se halle en la más acuciante necesidad de salvar el mundo. La gente no desea que ello ocurra, debido a que las profecías auguran que el Dragón Renacido producirá un nuevo Desmembramiento del Mundo y a que el nombre de Lews Therin Telamon, el Dragón, es capaz de estremecer a cualquiera, incluso más de tres mil años después de su muerte. De acuerdo con las Profecías, el hombre en el que se ha reencarnado Lews Therin Verdugo de la Humanidad. La mayoría de la gente, aunque no toda, reconoce a Rand al’Thor como el Dragón Renacido. (Véanse Dragón, el; Dragón, falso y Dragón, Profecías del)

Easar; rey Easar de la casa Togita: Rey de Shienar. Su emblema es un ciervo blanco, el cual, de acuerdo con la tradición shienariana, se considera también como enseña de Shienar junto con el halcón negro.

Ebou Dar: Capital de Altara cuyo puerto es uno de los más grandes. Tiene muchas costumbres extrañas que resultan difíciles de asimilar para un forastero. (Véase Altara.)

Ecos de su dinastía: Un libro del que se sabe poco.

Egeanin: Una mujer seanchan, capitana de barco rebajada de servicio.

Egwene al’Vere: Una joven de Campo de Emond, en la comarca de Dos Ríos, en Andor. Actualmente una Aceptada, se está instruyendo con las caminantes de sueños Aiel y posiblemente es una Soñadora. (Véanse caminantes de sueños y Talentos.)

Elaida do Avriny a’Roihan: Aes Sedai que antes pertenecía al Ajah Rojo y que ha sido ascendida a Sede Amyrlin, aunque existe una oponente que reclama para sí dicho título. En otra época actuó como consejera de la reina Morgase de Andor. A veces realiza predicciones.

Elayne de la casa Trakand: Hija de la reina Morgase y heredera del trono de Andor. Ha accedido al grado de Aceptada. Su emblema es un lirio dorado. (Véase heredera del trono.)

Elfinios: Una raza de seres con apariencia humana pero de características similares a los zorros y que conceden tres deseos, aunque a cambio hay que pagar un precio. Si la persona que hace la petición no negocia ese precio, los elfinios deciden cuál será. El más común en esas circunstancias es la muerte, pero aun así cumplirán con su parte del trato, si bien la forma en que lo llevan a cabo rara vez coincide con lo que espera el peticionario. Su verdadera localización se desconoce, pero se los puede visitar pasando a través de un ter’angreal que otrora estaba ubicado en Rhuidean. Moraine Damodred llevó ese ter’angreal a Cairhien, donde se destruyó. Se dice que también es posible llegar hasta ellos al entrar en la Torre de Ghenjei. Al igual que los alfinios, hablan en la Antigua Lengua y hacen las mismas preguntas respecto al fuego, al hierro y los instrumentos musicales. (Véase alfinios, serpientes y zorros)

Elsa Grinwell: La hija de un granjero que conocen Rand y Mat de camino a Caemlyn.

Enaila: Una Doncella Lancera, del septiar Jarra del clan Aiel Chareen. Muy quisquillosa en lo que se refiere a su estatura, demuestra una chocante actitud maternal hacia Rand al’Thor considerando que sólo es un año mayor que él.

Encauzar: Controlar el flujo del Poder Único. (Véase Poder Único.)

Entramado de una Era: La Rueda del Tiempo teje los hilos de las vidas humanas formando el Entramado de una Era, con frecuencia denominado simplemente el Entramado, el cual compone la sustancia de la realidad de dicha Era. ; se lo denomina asimismo Urdimbre de una Era (Véase ta’veren.)

Época de Locura: Los años transcurridos después de que el contraataque del Oscuro contaminara la mitad masculina de la Fuente Verdadera, cuando los varones Aes Sedai enloquecieron y desmembraron el mundo. Se desconoce la duración exacta de este período, aun cuando existe la creencia de que se prolongó casi un siglo. Únicamente finalizó por completo con la muerte del último varón Aes Sedai. (Véanse Cien Compañeros; Fuente Verdadera, Desmembramiento del Mundo, el y Poder Único)

Era de Leyenda: La era concluida con la Guerra de la Sombra y el Desmembramiento del Mundo, una época en que los Aes Sedai ejecutaron prodigios que actualmente sólo caben en la imaginación. (Véanse Cien Compañeros, Fuente Verdadera y Poder Único, Rueda del Tiempo, Desmembramiento del Mundo y Guerra de la Sombra.)

Erith: Hija de Iva, nieta de Alar. Una atractiva joven Ogier con quien Loial tiene intención de casarse, aunque de momento huye de ella.

Escuchadores: Organización de inteligencia seanchan. Casi cualquier persona del cuerpo de servicio de un noble, mercader o banquero puede ser un Escuchador, incluidos los da’covale alguna que otra vez, aunque casi nunca los so’jhin. No participan de forma activa, sino que se limitan a observar, escuchar e informar. Esos informes se envían a Manos Menores que los controlan tanto a ellos como a los Buscadores y que deciden qué ha de pasarse a los Buscadores para que emprendan las acciones pertinentes. (Véanse Buscadores; Mano.)

Escudos Rojos: Véase asociaciones guerreras Aiel.

Espontánea: Una mujer que ha aprendido a encauzar el Poder Único por sus propios medios y ha sobrevivido a la crisis que sólo una de cada cuatro superan. Dichas mujeres suelen erigir barreras con el fin de no conocer racionalmente lo que hacen, pero, si llegan a desprenderse de tal actitud defensiva, las espontáneas llegan a situarse entre las más poderosas encauzadoras. Este término se utiliza a menudo con sentido despectivo.

Esquisto caído: Relato histórico del que se sabe poco.

Exégesis del Dragón: Un libro del que se sabe poco, escrito por Sajius.

Fado: Ver Myrddraal.

Faile: En la Antigua Lengua «halcón». Seudónimo adoptado por Zarina Bashere, una joven de Saldaea.

Fain, Padan: 1) Un buhonero que llega al Campo de Emond justo antes de la Noche de Invierno. 2) Un hombre encarcelado en Fal Dara bajo la acusación de ser un Amigo Siniestro. 3)El otrora Amigo Siniestro es ahora algo mucho peor y más poderoso, y enemigo de los Renegados tanto como lo es de Rand al’Thor, a quien odia con pasión. La última vez que se lo vio utilizaba el nombre de Jeraal Mordeth y actuaba como consejero de lord Toram Riatin en su rebelión contra el Dragón Renacido en Cairhien.

Faolain Orande: Una Aceptada a la que no le gustan las espontáneas.

Far Dareis Mai: En la Antigua Lengua, literalmente «Doncellas Lanceras» o «Doncellas de la Lanza». Una asociación guerrera Aiel, la cual, a diferencia de las demás, únicamente admite mujeres como miembros. A una Doncella no le está permitido casarse y permanecer en la sociedad, ni luchar durante los meses de gestación, ni luchar teniendo un hijo a su cuidado. Al nacer, los hijos de las Doncellas son entregados a otra mujer para que se encargue de su crianza, de tal modo que nadie sepa quién fue la madre del pequeño. («No puedes pertenecer a un hombre, ni tener hombre ni hijo. La lanza es tu amante, tu hijo y tu vida».) Estos niños son considerados como un preciado bien, pues las profecías predicen que un hijo de una Doncella reunirá los clanes y traerá de nuevo a los Aiel la grandeza que conocieron durante la Era de Leyenda. (Véanse también Aiel y asociaciones guerreras Aiel.)

Fel, Herid: Autor de Razón y sinrazón, entre otros libros. Fel era estudiante (y profesor) de historia y filosofía en la Academia de Cairhien. Se lo encontró muerto en su estudio, desgarrado en pedazos.

Fortaleza de la Luz: La gran fortaleza de los Hijos de la Luz, ubicada en Amador, capital de Amadicia. Amadicia tiene un rey, pero en realidad son los Hijos quienes gobiernan el país. (Véase Hijos de la Luz.)

Fuente Verdadera: La fuerza vital del universo que hace girar la Rueda del Tiempo. Está dividida en una mitad masculina (saidin) y una mitad femenina (saidar), las cuales interactúan colaborando y enfrentándose a un tiempo. Únicamente un hombre puede absorber el saidin, únicamente una mujer puede absorber el saidar. Desde el inicio de la Época de Locura, el saidin permanece contaminado a causa del contacto del Oscuro. (Véase Poder Único.)

Gaidal Cain: Un famoso espadachín mencionado en leyendas y en la historia, al que siempre se vincula con Birgitte y del que se dice que era tan apuesto como hermosa era ella. Se dice que era invencible cuando pisaba su suelo natal. Es uno de los héroes llamados a volver de la tumba cuando suene el Cuerno de Valere. (Véanse también Birgitte y Cuerno de Valere.)

Gaidin: En la Antigua Lengua, literalmente, «Hermano para Batallas». Un título utilizado por las Aes Sedai para designar a los Guardianes. (Véase Guardián.)

Gai’shain: En la Antigua Lengua, «Comprometidos con la Paz en la Batalla» es la traducción más fiel posible. Un Aiel tomado prisionero por otro Aiel durante una incursión o batalla queda obligado por el ji’e’toh a servir a su aprehensor —sea éste hombre o mujer— sumisa y obedientemente durante un año y un día, y en ese plazo no tocar un arma ni actuar con violencia. Está mal visto tomar como gai’shain a una Sabia, un herrero, un niño o una mujer con hijos menores de diez años. A partir de la revelación de que los antepasados de los Aiel eran en realidad pacifistas y seguidores de la Filosofía de la Hoja, un gran número de gai’shain se ha negado a quitarse las ropas blancas una vez cumplido su período de servicio. Además, aunque una tradición que tiene tanto peso como una ley estipula que no se puede hacer gai’shain a nadie que no siga el ji’e’toh, los Aiel Shaido han empezado a poner los ropajes blancos de servidumbre a cairhieninos y otros prisioneros capturados, y se está extendiendo la opinión de que, puesto que estas personas no siguen el ji’e’toh, no es obligatorio liberarlas al cumplirse el plazo de un año y un día. (Véase marasmo)

Galad: Lord Galadedrid Damodred, más conocido por el diminutivo Galad. Hermanastro de Elayne y Gawyn al ser los tres hijos del príncipe Taringail Damodred. Su insignia es una espada de plata alada, con la punta hacia abajo. (Véase Damodred, lord Galadedrid.)

Galedrain su Riatin Rie: Literalmente, Galldrain de la casa Riatin, rey de Cairhien. (Véase Cairhien.)

Galopador, Jain el: Un héroe de las tierras norteñas que viajó a muchos países y participó en muchas aventuras; autor de varios libros, así como protagonista de libros y relatos. Desapareció el año 994 NE, tras regresar de una incursión a la Gran Llaga, que a decir de algunos lo había llevado hasta el mismo Shayol Ghul.

Gareth Bryne: Anteriormente el capitán general de la Guardia Real de Andor y a quien Morgase exilió. Está considerado como uno de los mejores generales vivos. El emblema de la casa Bryne es un toro salvaje, con la corona de rosas de Andor alrededor del cuello. Su insignia personal representa tres estrellas doradas, con cinco rayos cada una.

Gaul: Un Aiel del septiar Imran de los Shaarad, que mantienen rencillas hereditarias con los Goshien. Es un Shae’en M’taal, un Soldado de Piedra.

Gawyn de la Casa Trakand: Hijo de la reina Morgase y hermano de Elayne, que será Primer Príncipe de la Espada cuando Elayne ascienda al trono. Hermanastro de Galad Damodred. Está metido en más de un aprieto; desprecia a las Aes Sedai y, sin embargo, ha jurado servirles; odia a Rand al’Thor, pero aun así ha prometido no alzar la mano contra él. Y todo ello por el inmenso amor que profesa a Egwene al’Vere, aunque ignora que ésta no sólo se ha convertido en Aes Sedai, sino que es la Sede Amyrlin que disputa el puesto a la Amyrlin que él reconoce como legítima. Su emblema es un jabalí blanco.

Gelb, Floran: Antiguo marinero con buenas razones para evitar a Bayle Domon.

Gitanos: Su denominación más correcta es los Tuatha’an. Pueblo nómada también conocido como el Pueblo Errante, que vive en carromatos pintados con abigarrados colores y practica una ideología pacifista llamada la Filosofía de la Hoja que no les permite el uso de la violencia en ninguna circunstancia. A los Tuatha’an que quebrantan este principio se los llama «los Perdidos» y los demás actúan como si ya no existieran. Se cuentan entre los pocos que pueden cruzar el Yermo de Aiel sin ser molestados, pues los Aiel evitan todo contacto con ellos. Poca gente imagina siquiera que los Tuatha’an son descendientes de unos Aiel que se escindieron del grupo principal con el fin de encontrar el modo de recuperar los tiempos de paz. (Véase Aiel.)

Goaban: Una de las naciones escindidas del imperio de Artur Hawkwing durante la Guerra de los Cien Años, que fue debilitándose y perdió su autonomía alrededor del 500 NE. (Véanse Artur Hawkwing y Guerra de los Cien Años.)

Graendal: Una de las Renegadas. Conocida antaño como Kamarile Maradim Nindar, una renombrada asceta, fue la segunda de los Renegados que decidió servir al Oscuro. Asesina implacable, es responsable de las muertes de Aran’gar y de Asmodean, así como de la destrucción de Mesaana. Su situación actual es incierta.

Gran Cacería del Cuerno, la: Ciclo de historias que narra la legendaria búsqueda del Cuerno de Valere, llevada a cabo entre los años transcurridos desde el fin de la Guerra de los Trollocs y el inicio de la Guerra de los Cien Años. Llevaría muchos días relatar la totalidad del ciclo. (Véase Cuerno de Valere.)

Gran Entramado: La Rueda del Tiempo teje los Entramados de las Eras formando el Gran Entramado, en el cual se reúne la totalidad de la existencia y la realidad, el pasado, presente y futuro. Conocida asimismo como Urdimbre de las Eras. Véase también Entramado de una Era; Rueda del Tiempo.

Gran Juego, el: Véase Da’es Daemar.

Gran Llaga, la: Una región situada en los confines del norte, totalmente corrompida por el Oscuro. Guarida de trollocs, Myrddraal y otras criaturas del Oscuro.

Gran Señor de la Oscuridad: El nombre que dan los Amigos Siniestros al Oscuro, en la creencia de que el uso de su verdadero nombre resultaría blasfemo.

Gran Serpiente: Símbolo del tiempo y la eternidad cuyos orígenes se remontan a un tiempo anterior a la Era de Leyenda, que representa a una serpiente mordiéndose la cola. Las mujeres que acceden al grado de Aceptadas entre las Aes Sedai reciben un anillo moldeado con la forma de la Gran Serpiente.

Grandes Señores de Tear: El consejo de Grandes Señores gobierna la nación de Tear, que no tiene soberano. No se compone de un número fijo de miembros y a lo largo de los años su composición ha variado desde veinte componentes a tan sólo seis. No se ha de confundir con los Señores de la Tierra, aristócratas tearianos de menor categoría.

Gregorin: Su nombre completo es Gregorin Panar de Lushenos. Miembro del Consejo de los Nueve de Illian que actualmente ejerce de Administrador del Dragón Renacido en Illian.

Grulla Dorada, la: El estandarte de Malkier, la desaparecida nación de las Tierras Fronterizas.

Guardia Alada, la: Guardia personal de la Principal de Mayene y unidad militar de elite de ese país. Los miembros de la Guardia Alada llevan relucientes petos rojos, yelmos del mismo color y de forma acampanada, que por la parte posterior bajan hasta la nuca, y lanzas adornadas con cintas asimismo rojas. Los yelmos de los oficiales tienen labradas unas alas en los laterales, y unas finas plumas denotan el rango.

Guardia Real, la: La unidad militar de elite de Andor. En tiempos de paz la Guardia es responsable de hacer respetar la ley de la reina y guardar el orden. El uniforme de la Guardia Real se compone de almilla roja, cota de malla y peto bruñidos, brillante capa roja y yelmo cónico, con la visera de barras. Los oficiales de alto rango lucen nudos de graduación en las hombreras y a veces llevan espuelas doradas en forma de cabeza de león. Una reciente incorporación a la Guardia Real es la escolta personal de la heredera del trono, compuesta enteramente por mujeres con la sola excepción de su capitán, Doilin Mellar. Estas mujeres de la guardia visten un uniforme mucho más trabajado que sus homólogos varones, lo que incluye sombreros de ala ancha con plumas blancas, petos y yelmos lacados en rojo y bordeados en blanco, y fajines orlados con puntilla en los que va bordado el León Blanco de Andor.

Guardián: Un guerrero vinculado a una Aes Sedai. El lazo que los une proviene del Poder Único y, por medio de él, el Guardián recibe dones entre los que se cuentan la rápida curación de las heridas, la posibilidad de resistir largos períodos sin comida, bebida o reposo y la capacidad de detectar la infección del Oscuro a cierta distancia. A través del vínculo, Guardián y Aes Sedai comparten ciertas sensaciones físicas y anímicas experimentadas por el otro, que perciben como algo propio. Mientras el Guardián permanezca con vida, la Aes Sedai a quien está vinculado tendrá conciencia de ello por muy lejos que se encuentre y, cuando muera, conocerá el momento y el modo en que ha muerto. Mientras que la mayoría de los Ajahs sostienen que una Aes Sedai puede disponer de un solo Guardián unido a ella, el Ajah Rojo rechaza el nexo con cualquier Guardián, y el Ajah Verde cree que una Aes Sedai es libre de disponer de tantos Guardianes como desee. Éticamente, el Guardián debe acceder a que se establezca la vinculación, pero se tienen noticias de casos en que ésta se le impuso en contra de su voluntad. Los beneficios que obtienen las Aes Sedai de esta unión constituyen un secreto celosamente guardado. Conforme a todos los documentos históricos, los Guardianes siempre han sido varones, pero una mujer ha sido vinculada recientemente, y se han puesto de manifiesto algunas diferencias en los efectos. (Véase Birgitte, Aes Sedai.)

Guardias de la Muerte: La unidad militar de elite del imperio seanchan, formada tanto por humanos como por Ogier. Todos los integrantes humanos de los Guardias de la Muerte son da’covale, nacidos esclavos, y se los elige a temprana edad para servir a la emperatriz, de quien son propiedad. Fanáticamente leales y ferozmente orgullosos, a menudo exhiben los cuervos tatuados en sus hombros, la marca de un da’covale de la emperatriz. A los miembros Ogier se los conoce como Jardineros, y no son da’covale. A pesar de ello, los Jardineros son tan fanáticamente leales como los Guardias de la Muerte humanos, e incluso más temidos. Humanos u Ogier, los Guardias de la Muerte no sólo están dispuestos a morir por la emperatriz y la familia imperial, sino que creen que sus vidas le pertenecen a la emperatriz para que ésta disponga de ellas a su arbitrio. Los yelmos y las armaduras de su unidad van lacados en verde oscuro (tan oscuro que con frecuencia se confunde con el negro) y rojo sangre, y los escudos, en negro; sus lanzas, espadas, hachas y alabardas llevan borlas también negras. (Véase da’covale.)

Guerra de Aiel: (976-978 NE) Cuando el rey Laman de Cairhien cortó el Avendoraldera, cuatro clanes Aiel atravesaron la Columna Vertebral del Mundo, y saquearon y quemaron la capital de Cairhien así como otras muchas ciudades y pueblos. El conflicto se propagó hasta Andor y Tear. Oficialmente se sostiene que los Aiel fueron finalmente derrotados en la Batalla de las Murallas Resplandecientes, delante de Tar Valon, pero, de hecho, el rey Laman pereció en dicha batalla y, habiendo cumplido su objetivo, los Aiel volvieron a cruzar la Columna Vertebral del Mundo. (Véanse Avendoraldera, Cairhien y Columna Vertebral del Mundo.)

Guerra de la Sombra: También conocida como Guerra del Poder, puso fin a la Era de Leyenda. Comenzó poco tiempo después de que se efectuara un intento de liberar al Oscuro, y pronto se vieron involucradas en ella todas las naciones. En un mundo donde incluso el recuerdo de la guerra había caído en el olvido, se redescubrieron todos y cada uno de los rostros de la guerra, a menudo desfigurados por la mano del Oscuro que se cernía sobre el mundo, y el Poder Único fue utilizado como arma. La guerra se concluyó volviendo a sellar las puertas de la prisión del Oscuro. Oscuro en un ataque llevado a cabo por Lews Therin Telamon, el Dragón, y un centenar de varones Aes Sedai conocidos como los Cien Compañeros. El contraataque del Oscuro tuvo por resultado la contaminación del saidin, lo que hizo enloquecer a Lews Therin y a los Cien Compañeros, con lo que comenzó la Época de Locura. (Véanse Dragón, el; Poder Único y Época de Locura, Cien Compañeros, los y Dragón, el)

Guerra de los Cien Años: Una serie de guerras sucesivas entre alianzas de naciones constantemente modificadas, precipitada por la muerte de Artur Hawkwing y las luchas por acceder al mando de su imperio que ésta acarreó. Duró del AL 994 al AL 1117. Esta contienda dejó despobladas extensas zonas de las naciones situadas entre el Océano Aricio y el Yermo del Aiel y entre el Mar de las Tormentas y la Gran Llaga. La destrucción tuvo tal alcance que apenas se conservan algunos documentos dispersos sobre la época. El imperio de Artur Hawkwing se dislocó, dando lugar a la actual distribución de naciones. (Véase Hawkwing, Artur.)

Guerra de los Trollocs: Una serie de guerras, iniciadas hacia el 1000 DD que se prolongaron durante más de tres siglos, a lo largo de los cuales los trollocs arrasaron el mundo bajo el mando de los Myrddraal y los Señores del Espanto. Finalmente los trollocs fueron abatidos u obligados a refugiarse en la Gran Llaga, pero algunas naciones dejaron de existir, mientras que otras quedaron casi despobladas. Toda la información que resta sobre aquel período es fragmentaria. (Véase Pacto de las Diez Naciones, Myrddraal; Señores del Espanto y trollocs)

Guerra del Poder: Véase Guerra de la Sombra.

Guerra del Segundo Dragón: La contienda librada (AL 939-943) contra el falso Dragón Guaire Amalasan. En el transcurso de esa guerra un joven rey llamado Artur Paendrag Tanreall, posteriormente conocido como Artur Hawkwing, alcanzó una posición preponderante sobre el resto de los soberanos.

Hadori: Cordón de cuero trenzado que los malkieri se ceñían a la frente para sujetarse el pelo hacia atrás. Hasta que Malkier sucumbió a la Llaga, era tradición que todos los varones adultos malkieri llevasen el pelo largo hasta los hombros y sujeto con el hadori. Al igual que la entrega de la espada, la autorización para llevar el hadori marcaba la transición a la edad adulta para los jóvenes de Malkier simbolizaba los deberes y las obligaciones inherentes a esa nueva etapa, como también su relación con el reino. (Véase ki’sain.)

Hailene: En la Antigua Lengua, «Precursores» o «los Que Llegan Antes». Término aplicado por los seanchan a la masiva fuerza expedicionaria enviada a través del Océano Aricio para explorar las tierras antaño regidas por Artur Hawkwing. Actualmente al mando de la Augusta Señora Suroth, los Hailene, cuyas filas se han engrosado con los reclutamientos realizados en los países conquistados, han superado con creces sus objetivos originales que, de hecho, han continuado con el Corenne. (Véanse Corenne; Rhyagelle.)

Hanlon, Daved: Un Amigo Siniestro, antiguo comandante de los Leones Blancos al servicio del Renegado Rahvin en la época en que éste tuvo Caemlyn bajo su dominio utilizando el nombre falso de lord Gaebril. Posteriormente, Hanlon condujo a los Leones Blancos a Cairhien con órdenes de fomentar la rebelión contra el Dragón Renacido. Los Leones Blancos fueron destruidos por una «burbuja maligna», y Hanlon recibió instrucciones de regresar a Caemlyn, donde, con el nombre de Doilin Mellar, se ha congraciado con Elayne, la heredera del trono. Según los rumores, ha hecho mucho más que congraciarse con ella.

Hawkwing, Artur: Rey legendario, Artur Paendrag Tanreall, que reinó entre 943-994 AL, y unió todas las tierras situadas al oeste de la Columna Vertebral del Mundo, así como algunos países que se extendían más allá del Yermo de Aiel. Llegó incluso a enviar ejércitos al otro lado del Océano Aricio (AL 992) pero se perdió todo contacto con éstos a su muerte, que desencadenó la Guerra de los Cien Años. Su emblema era un halcón dorado volando. (Véase Guerra de los Cien Años.)

Heredera del trono: La hija mayor de la reina de Andor, la cual sucede en el trono a su madre. Si la reina no tiene ninguna hija, la corona pasa a la mujer de parentesco más próximo a ella. Las disensiones sobre quién está más cerca en la línea sucesoria han desembocado en luchas por el poder en varias ocasiones, la última conocida como «la Sucesión» en el propio Andor, y como «la Tercera Guerra de Sucesión de Andor» en el resto de los países, y que llevó a Morgase de la casa Trakand a ocupar el trono.

Hermana conyugal: Término Aiel de parentesco. En ocasiones, dos mujeres que son medio hermanas o primeras hermanas descubren que aman al mismo hombre, o simplemente, no quieren que un varón las separe. Se casan, pues, ambas con él, y de ese modo se convierten en hermanas conyugales. A veces, las Aiel que no tienen lazos de parentesco y se enamoran del mismo hombre tratan de ver la posibilidad de convertirse en medio hermanas y adoptarse como primeras hermanas, un primer paso para llegar a ser hermanas conyugales. Un varón Aiel que se encuentra en esta situación sólo tiene la opción de casarse con las dos mujeres o con ninguna de ellas; si ya tiene una esposa que decide adoptar una primera hermana, entonces se encuentra con que tiene una segunda esposa.

Hija de la Noche: Véase Lanfear.

Hijas del Silencio: Durante la historia de la Torre Blanca (más de tres mil años), diversas mujeres que fueron expulsadas no quisieron aceptar su destino e intentaron agruparse. Tales grupos —o al menos casi todos ellos— fueron dispersados por la Torre Blanca tan pronto como se descubrió su existencia, y a sus componentes se las castigó severa y públicamente a fin de asegurarse de que llegara a oídos de las demás y sirviera de lección. Las integrantes del último grupo dispersado se llamaban a sí mismas las Hijas del Silencio (794-798 NE), y lo componían dos Aceptadas, a las que la Torre había expulsado, y otras veintitrés mujeres a las que reunieron y entrenaron. Todas fueron conducidas a Tar Valon y castigadas; a las veintitrés se las inscribió en el libro de las novicias. Sólo una de ellas, Saerin Asnobar, logró obtener el chal. (Véase Allegadas, las.)

Hijos de la Luz: Una asociación que no debe sumisión a reino alguno, que mantiene estrictas creencias ascéticas y está consagrada a derrotar al Oscuro y a la destrucción de todos los Amigos Siniestros. Fundada durante la Guerra de los Cien Años por Lothair Mantelar para perseguir al creciente número de Amigos Siniestros, se transformó durante la guerra en una organización de marcado carácter militar, de creencias extremadamente rígidas, entre las que destaca la certeza de que ellos son los únicos que se hallan en posesión de la verdad. Profesan un profundo odio por las Aes Sedai, a las cuales consideran, al igual que a sus simpatizantes, Amigos Siniestros. Conocidos despectivamente como Capas Blancas —nombre que ellos mismos detestan— anteriormente estaban acuartelados en Amador, capital de Amadicia, pero se vieron obligados a huir cuando los seanchan conquistaron la ciudad. Galad Damodred pasó a ser el capitán general de los Hijos después de batirse en duelo con Elmon Valda y matarlo por abusar de su madrastra, Morgase. La muerte de Valda provocó un cisma en la organización, con lo que ahora Galad lidera una facción y Rhadam Asunawa, el Inquisidor Supremo de la Mano de la Luz, la otra. Su emblema es un dorado sol radiante sobre fondo blanco. (Véase interrogadores)

Hombre de las Sombras: Véase Myrddraal.

Hombre Gris: Alguien que ha entregado voluntariamente su alma para convertirse en un asesino al servicio de la Sombra. Los Hombres Grises tienen un aspecto tan anodino que con frecuencia nadie suele reparar en su presencia. La gran mayoría de los Hombres Grises son, como su nombre indica, varones, pero un reducido número de ellos son mujeres. También se los conoce como los Sin Alma.

Huella del Desmembramiento, La: Un libro del que se conoce poco.

Huevos de dragón:Nombre dado a las cargas explosivas lanzadas por los dragones.

Hurin: Un shienariano que tiene la capacidad de detectar por medio del olfato los lugares donde se han cometido actos violentos y de seguir el rastro del olor de quienes los han llevado a cabo. Llamado un «husmeador», colabora con la justicia real de Fal Dara, en Shienar.

Illian: Gran ciudad portuaria del Mar de las Tormentas, capital de la nación del mismo nombre. Illian es enemiga irreconciliable de Tear desde tiempos remotos. Su enseña representa nueve abejas doradas sobre campo verde.

Iluminadores, Corporación de: Una organización que mantiene el secreto del proceso de fabricación de fuegos de artificio. El nombre de la Corporación proviene de los grandes espectáculos, llamados iluminaciones, que proporcionan a los gobernantes y en ocasiones a los grandes señores. También venden cohetes de menor lucimiento para uso de otros ciudadanos, pero con severas advertencias respecto a las desastrosas consecuencias que pueden derivarse del intento de conocer lo que hay en su interior. Otrora, la Corporación tenía casas capitulares en Cairhien y Tanchico, pero las dos han sido destruidas. Además, los miembros de la Corporación en Tanchico presentaron resistencia a la invasión de los seanchan y a los supervivientes se los hizo da’covale, de modo que la Corporación ha dejado de existir. Sin embargo, algunos Iluminadores han escapado del dominio seanchan y tal vez puedan verse exhibiciones de fuegos de artificio más impresionantes en un futuro no muy lejano. (Véase da’covale.)

Imfaral: Situada al noroeste de Seandar, es la sexta ciudad más importante por extensión de Seanchan. En ella se encuentran las Torres de Medianoche. (Véase Torres de Medianoche.)

Ingtar, lord Ingtar de la casa Shinowa: Un guerrero shienariano con quien se encuentran los protagonistas en Fal Dara. Su emblema es la Lechuza Gris.

Inquisidores o interrogadores, los: Una orden de los Hijos de la Luz. Su cometido es descubrir la verdad en controversia y desenmascarar a los Amigos Siniestros. En su búsqueda de la verdad y de la Luz, utilizan habitualmente la tortura como método de interrogatorio; su actitud normal es la de conocer con antelación la verdad, con lo cual únicamente deben obligar a sus víctimas a confesarla. Los interrogadores se autodenominan la Mano de la Luz, la Mano que arranca la verdad, y en ocasiones actúan como si se hallaran al margen de los Hijos y del Consejo de Ungidos, órgano de máxima autoridad entre los Hijos. El dirigente de los interrogadores es el Inquisidor Supremo, el cual forma parte del Consejo de Ungidos. Su enseña es una vara de pastor de color rojo sangre. (Véase Hijos de la Luz.)

Isendre: Una bella y ambiciosa mujer que viaja por el Yermo de Aiel y que incurrió en la cólera de la peor mujer que podía buscarse como enemiga y que por una vez en la vida dijo la verdad cuando negó que no había robado.

Isendre: Una bella y misteriosa mujer que viaja por el Yermo de Aiel.

Ishamael: En la Antigua Lengua, «Traidor de la Esperanza», uno de los Renegados. Nombre dado al líder de los Aes Sedai que se sumaron a las huestes del Oscuro a lo largo de la Guerra de la Sombra. Se dice que incluso llegó a olvidar su verdadero nombre. (Véase Renegados.)

Ishara: Primera reina de Andor (alrededor de 994-1020 AL). A la muerte de Artur Hawkwing, Ishara convenció a su esposo, uno de los generales más destacados de Hawkwing, de que levantara el asedio a Tar Valon y la acompañara a Caemlyn con todos los soldados que pudiera apartar del ejército. Mientras otros intentaban adueñarse de todo el imperio de Hawkwing y fracasaban, Ishara se apoderó de una pequeña parte y logró su propósito. En la actualidad, casi todas las casas nobles de Andor descienden en mayor o menor medida de Ishara, y el derecho a reclamar el Trono del León depende por igual de pertenecer a la estirpe directa de dicha reina como del número de linajes relacionados con ella que puedan establecerse de manera fehaciente.

Jerarquía de los Marinos: Los Atha’an Miere, o los Marinos, están gobernados por la Señora de los Barcos de los Atha’an Miere. En el desempeño de su tarea, ésta cuenta con la ayuda de la Detectora de Vientos de la Señora de los Barcos y del Maestro de Armas. En el escalafón inmediatamente inferior se encuentran las Señoras de las Olas de los clanes, cada cual ayudada por sus correspondientes Detectora de Vientos y Maestro de Espadas. A continuación están las Navegantes (capitanas de barco) de sus respectivos clanes, que a su vez disponen de la asistencia de su Detectora de Vientos y su Maestre de Cargamento. La Detectora de los Vientos de la Señora de los Barcos tiene autoridad sobre todas las Detectoras de Vientos de las Señoras de las Olas de los clanes, quienes, a su vez, tienen potestad sobre todas las Detectoras de Vientos de sus clanes respectivos. Asimismo, el Maestro de Armas tiene autoridad sobre todos los Maestros de Espadas, y éstos sobre los Maestres de Cargamento de sus clanes. El rango no es hereditario entre los Marinos. Son las Doce Primeras de los Atha’an Miere quienes eligen, de por vida, a la Señora de los Barcos; estas mujeres son las doce Señoras de las Olas de más edad en los clanes. A la Señora de las Olas del clan la eligen las doce Navegantes mayores de su clan, a las cuales se las conoce por el título abreviado de las Doce Primeras, una denominación que también se utiliza para designar a las Navegantes decanas que se encuentren presentes en cualquier parte. De igual modo, puede ser destituida por el voto de esas mismas Doce Primeras. De hecho, se puede destituir y degradar a cualquiera —excepto a la Señora de los Barcos— incluso a marinero de cubierta, ya sea por cobardía, malversación u otros delitos.

Cuando una Señora de los Barcos o una Señora de las Olas muere, su Detectora de Vientos está obligada a servir, forzosamente, a otra mujer de rango inferior, con lo que su propio rango también disminuye al nivel más bajo —equivalente al de aprendiza a la que acaban de ascender a Detectora de Vientos— el día en el que ella misma renuncia a todos sus honores. La Detectora de Vientos de la Señora de los Barcos tiene autoridad sobre todas las Detectoras de Vientos, y la Detectora de Vientos de una Señora de las Olas de un clan está al mando de todas las Detectoras de Vientos de dicho clan. Del mismo modo, el Maestro de Armas ejerce autoridad sobre todos los Maestros de Espadas y Maestres de Cargo, y un Maestro de Espadas sobre los Maestros de Cargamento de su clan.

Los Atha’an Miere, que hasta hace muy poco habían mantenido las distancias con las Aes Sedai mediante distintas triquiñuelas y distracciones, son conscientes de que las mujeres que encauzan tienen una esperanza de vida mucho más larga que otras personas, si bien la vida a bordo es tan peligrosa que rara vez llegan a vivir todos los años que podrían y, en consecuencia, saben que una Detectora de Vientos puede ascender a lo más alto y caer al nivel más bajo muchas veces antes de morir.

Ji’e’toh: En la Antigua Lengua «honor y obligación» u «honor y servicio». Es el complejo código por el que se rigen los Aiel y cuya explicación ocuparía una estantería de volúmenes. Como primer ejemplo, hay muchos modos de obtener honor en la batalla, el menor de los cuales es matar, ya que cualquiera puede hacerlo, y el mayor es tocar a un enemigo vivo y armado sin causarle daño. En algún punto intermedio entre el uno y el otro está el hacer gai’shain a un enemigo. Como segundo ejemplo, la vergüenza, que también tiene muchos niveles en el ji’e’toh, está considerada en muchos de esos niveles peor que el dolor, las heridas o incluso la muerte. Un tercer ejemplo: hay también muchos grados del toh, u obligación, pero incluso al menos importante ha de darse pleno cumplimiento. El toh tiene más peso que cualquier otra consideración, hasta el punto de que un Aiel a menudo acepta la vergüenza, si es preciso, para cumplir una obligación que a cualquier extranjero podría parecerle insignificante. (Véase gai’shain.)

Juego de las Casas, el: Nombre dado a las intrigas, conspiraciones y manipulaciones urdidas por las casas nobles para conseguir ventajas. En él se da gran valor a la sutileza y a la simulación, al aparentar apuntar a un objetivo cuando en realidad se dedican las energías a otro y a obtener resultados con el menor esfuerzo aparente. También conocido como el Gran Juego y por su nombre en la Antigua Lengua: Da’es Daemar. (Véase Da’es Daemar.)

Juglar: Un narrador de historias, músico, malabarista, acróbata y animador errante. Conocidos por sus singulares capas de parches multicolores, actúan normalmente en los pueblos y ciudades pequeñas, dado que en las grandes ciudades disponen de otro tipo de entretenimientos, actúan normalmente en los pueblos y ciudades pequeñas.

Juilin Sandar: Un rastreador de Tear que está enamorado de una mujer a la que nunca imaginó que podría amar.

Juramentados del Dragón: Término con el que designan a los partidarios del Dragón Renacido quienes, generalmente, se oponen a él o al menos creen que son neutrales. De hecho, muchas de las personas a las que dan ese nombre no han hecho ningún tipo de juramento y con frecuencia también se aplica a bandidos y asaltantes, algunos de lo cuales afirman serlo con la esperanza de que el nombre ponga fin a la resistencia de sus víctimas. Son innumerables las atrocidades cometidas por gentes que aseguran ser Juramentados del Dragón.

Juramentos, los Tres: Los juramentos que presta una Aceptada al ascender a la condición de Aes Sedai. Se pronuncian asiendo la Vara Juratoria, un ter’angreal se compromete a cumplir las promesas, que son: 1) No decir nunca algo que no sea cierto. 2) No fabricar ningún arma con la que un hombre pueda matar a otro. 3) No utilizar nunca el Poder como arma salvo contra los Engendros de la Sombra o, como último recurso, en defensa de la propia vida, la del propio Guardián o de otra Aes Sedai. Antiguamente no se exigían estos juramentos, pero los diversos acontecimientos que se produjeron antes y después del Desmembramiento impusieron su necesidad. El segundo juramento fue el primero en adoptarse, como reacción a la Guerra de los Poderes. Aunque se mantiene al pie de la letra, el primero suele ser eludido por medio de una cuidadosa selección de las palabras. Existe la creencia de que los dos últimos son inviolables.

Kadere, Hadnan: Un buhonero que viaja por el Yermo de Aiel. Un hombre que sabe vender, siempre y cuando dé con el precio justo.

Kaensada: Una región de Seanchan poblada por tribus montañesas apenas civilizadas. Estas tribus pelean mucho entre sí, al igual que lo hacen familias de una misma tribu. Cada tribu tiene sus propias costumbres y tabúes, y a menudo estos últimos no tienen sentido para cualquiera que no pertenezca a ellas. En su mayoría, evitan entrar en contacto con los otros residentes de Seanchan más civilizados.

Kaf: Una bebida seanchan, estimulante y de color oscuro, que se toma muy caliente y que a veces se endulza pero, generalmente, no.

Kandor: Una de las Tierras Fronterizas. La enseña de Kandor es un caballo rojo erguido sobre fondo verde claro.

Katar: Una ciudad de Arad Doman famosa por sus minas y forjas. Katar es tan próspera que a sus nobles hay que recordarles de vez en cuando que forman parte de Arad Doman.

Keille Shaogi: Véase Shaogi, Keille.

Kinch, Hyam: Un granjero con quien Rand y Mat se encuentran en el camino de Caemlyn.

Ki’sain: Pequeña marca en forma de punto que las mujeres malkieri se pintaban en la frente todas las mañanas como promesa de consagrar o haber consagrado a sus hijos a la lucha contra la Sombra. Esta promesa no conllevaba por fuerza que tuvieran que convertirse en soldados, sino que combatirían a la Sombra de cualquier manera posible, día tras día. Como el hadori con los hombres, el ki’sain también se consideraba un símbolo que relacionaba a las mujeres con Malkier, con los lazos que las unían con otros malkieri y con la transición a la edad adulta. Según el color del ki’sain se sabía el estado civil de la mujer: azul, para las solteras; rojo, para las casadas; blanco, para las viudas. Al morir, se marcaba la frente de la difunta con los tres colores, sin importar si había llegado a casarse o no. (Véase hadori.)

Ko’bal: Véase trollocs.

Laman: Rey de Cairhien, de la casa Damodred, que perdió el trono durante la Guerra de Aiel. (Véanse Guerra de Aiel y Avendoraldera.)

Lamgwin Dorn: Un tipo duro de las calles de Caemlyn y un camorrista, que es leal a su reina.

Lan, al’Lan Mandragoran: 1) Guerrero del Norte; Un Guardián, vinculado a Moraine. 2) Rey no coronado de Malkier, una nación que desapareció, consumida por la Llaga, el año en que él nació (953 NE), Dai Shan (Señor de la Guerra) y el último señor superviviente malkieri. A los dieciséis años inició una guerra personal contra la Llaga y la Sombra, que se prolongó hasta que Moraine lo vinculó como su Guardián, en el 979 NE. (Véanse Guardián, Malkier y Dai Shan y Moraine)

Lanfear: En la Antigua Lengua, «Hija de la Noche». Una de las Renegadas, tal vez la más poderosa después de Ishamael. A diferencia de los demás Renegados, fue ella quien eligió este nombre. Se dice que estuvo enamorada de Lews Therin Telamon y que profesaba un profundo odio por su esposa, Ilyena. (Véanse Renegados, Telamon y Dragón, el.)

Laras: Maestra de las Cocinas de la Torre Blanca, centro del poder de las Aes Sedai, en Tar Valon. Una mujer con unos conocimientos sorprendentes y un pasado chocante.

Las Atadas con Correa: Véase damane.

Leane Sharif: Antes una Aes Sedai del Ajah Azul y Guardiana de las Crónicas. Ahora ha sido depuesta y neutralizada, y su principal afán es volver a encontrarse a sí misma. (Véanse Ajah, Crónicas, Guardiana de.)

Legión del Dragón, la: Una gran unidad militar de infantería que ha jurado lealtad al Dragón Renacido y ha sido entrenada por Davram Bashere de acuerdo con unas pautas ideadas por él mismo y por Mat Cauthon, las cuales difieren radicalmente de las empleadas de manera habitual por los soldados de a pie. Aunque muchos de sus integrantes acuden por propia iniciativa, un gran número de hombres de la Legión es recogido por grupos de reclutamiento procedentes de la Torre Negra, quienes primero reúnen a todos los varones de una zona que desean seguir al Dragón Renacido y sólo después de conducirlos a través de accesos próximos a Caemlyn comprueban a cuáles de ellos se les puede enseñar a encauzar. A los restantes, la mayoría con gran diferencia, se los envía a los campamentos de entrenamiento de Bashere.

Legión del Muro: Anteriormente una fuerza militar de Ghealdan que no era sólo el núcleo de cualquier ejército que se formara con los mesnaderos de la nobleza, sino que proporcionaba una guardia personal para el dirigente de Ghealdan y realizaba las tareas propias de un cuerpo policial en Jehannah en sustitución de una guardia ciudadana u otra organización semejante. Después de la matanza a manos de los seguidores del Profeta Masema y la dispersión de los supervivientes, los nobles de la Cámara Alta de la Corona llegaron a la conclusión de que, sin la Legión, su propio poder e influencia sobre cualquier dirigente se habían incrementado, de modo que se las ingeniaron para impedir que la Legión reapareciera como unidad militar. Sin embargo, la reina actual, Alliandre Maritha Kigarin, tiene planes para poner remedio a esa carencia, planes que desatarían una reacción explosiva si llegaran a conocimiento de la Cámara Alta de la Corona.

Legua: Unidad de longitud equivalente a 5,5 Km.

Lews Therin Telamon, Verdugo de la Humanidad: Véase Dragón, el.

Liandrin: 1) Una Aes Sedai del Ajah Rojo, de Tarabon. 2)Una Aes Sedai de Tarabon que pertenecía al Ajah Rojo. Se desconoce si forma parte del Ajah Negro.

Lini: Antigua nodriza de lady Elayne y que anteriormente lo fue también de Morgase, su madre, así como de su abuela. Es una mujer de gran fortaleza interior, muy perspicaz y conocedora de infinidad de dichos. Jamás se hará a la idea de que las niñas que estuvieron a su cargo se han hecho mayores.

Llaga, la: Véase Gran Llaga, la.

Llama de Tar Valón: El símbolo de Tar Valon y de las Aes Sedai y de las Aes Sedai. Una representación estilizada de una llama; una lágrima blanca con la parte más delgada hacia arriba.

Logain Ablar: Nacido en Ghealdan el 972 NE, se proclamó el Dragón Renacido. Capturado después de desencadenar la guerra por todo Ghealdan, Altara y Murandy, fue llevado a la Torre Blanca y allí se lo amansó, bien que después escapó aprovechando la confusión generada por la destitución de Siuan Sanche. El restablecimiento de su habilidad para encauzar, sucedido por accidente, fue la primera indicación de que tal pérdida no era algo permanente. Confinado tras su Curación, volvió a escapar y se desconoce su paradero actual. Un hombre al que todavía le aguarda un destino de grandeza. (Véase Dragón, falso, amansar y neutralización.)

Loial hijo de Arent, nieto de Halan: Un Ogier del stedding Shangtai. Autor en ciernes de un libro sobre el Dragón Renacido.

Luc, lord Luc de la casa Mantear: Hermano de Tigraine, que hubiera ocupado el cargo de Primer Príncipe de la Espada cuando ella ascendiera al trono. Se considera que su desaparición en la Gran Llaga está de algún modo conectada con la posterior desaparición de Tigraine. Su emblema era una bellota.

Lugard: Capital de Murandy, aunque sólo de nombre, ya que esa nación es un mosaico de multitud de feudos leales a distintos nobles, y quienquiera que se siente en el trono rara vez posee un verdadero control incluso en la propia ciudad. Lugard es un centro de comercio de primer orden, así como terreno abonado para el latrocinio, la corrupción y el libertinaje, de modo que tiene, merecidamente, muy mala fama.

Luhhan, Haral: Herrero de Dos Ríos y miembro del Consejo del Pueblo de Campo de Emond. Su esposa Alsbet es miembro del Círculo de Mujeres.

Luthair Paendrag Mondwin: Hijo de Artur Hawkwing, comandante de los ejércitos que Hawkwing envió al otro lado del Océano Aricio. Su emblema era un halcón dorado con las alas extendidas, aferrando un haz de rayos. (Véase Hawkwing, Artur.)

Luz, Hijos de la: Véase Hijos de la Luz.

Machera, Elyas: Un hombre que encuentran Perrin y Egwene en el bosque.

Madera cantada: Véase Cantor de Árboles.

Maestro de las Lanzas: Véase Capitán de Lanzas.

Maestro de los Caballos: Véase Capitán de Lanzas.

Mahdi: En la Antigua Lengua, Buscador. Título del dirigente de una caravana de Tuatha’an.

Maighande: Una de las principales batallas de la Guerra de los Trollocs. La victoria conseguida allí por la humanidad fue el inicio de la larga ofensiva que finalmente confinó de nuevo a los trollocs en la Gran Llaga. (Véanse Gran Llaga y Guerra de los Trollocs.)

Malkier: Una nación que antaño formaba parte de las tierras fronterizas, ahora consumida por la Gran Llaga. La enseña de Malkier era una grulla dorada volando.

Mandarb: En la Antigua Lengua, «Espada».

Manetheren: Una de las diez naciones aliadas en el Segundo Pacto y también la capital de dicha nación. Tanto la ciudad como el reino fueron arrasados por completo durante las Guerras de los Trollocs. Su emblema es una águila roja en vuelo. (Véase Guerra de los Trollocs.)

Mano: En Seanchan, Mano hace referencia a un ayudante principal o alguien de la jerarquía de funcionarios imperiales. Una Mano de la Emperatriz es del Primer Rango, y las Manos Menores pertenecen a rangos inferiores. Algunas Manos actúan en secreto, como las que dirigen a Buscadores y Escuchadores; otras son públicas y hacen gala de su cargo luciendo el número correspondiente de manos doradas bordadas en la ropa.

Maradon: La capital de Saldaea.

Marasmo, el: Término dado por los Aiel a la conmoción provocada en muchos al conocer que, en lugar de haber sido siempre guerreros feroces, sus antepasados fueron pacifistas a ultranza que se vieron forzados a defenderse durante el Desmembramiento del Mundo y los años posteriores. Muchos creen que fue por ese cambio por lo que les fallaron a las Aes Sedai. Algunos arrojan las lanzas y huyen. Otros se niegan a quitarse las ropas blancas de gai’shain cuando se ha cumplido su período de servicio. Empero, también los hay que niegan que tal cosa sea cierta y, por ende, niegan que Rand al’Thor sea el verdadero Car’a’carn; estos últimos regresan al Yermo de Aiel o se unen a los Shaido, el clan que se le opone. (Véanse Aiel; Car’a’carn; gai’shain y Yermo de Aiel.)

Marath’damane: En la Antigua Lengua, «Las que Deben Atarse con Correa» y también «alguien que debe atarse con correa». Término utilizado por los seanchan para designar a las mujeres capaces de encauzar, pero a las que aún no se les ha puesto el collar de damane.

Marca: Véase medidas de superficie.

Marchitador de las Hojas: Véase Oscuro.

Marinos, los:Vease Atha’an Miere

Masema: Un soldado shienariano que odia a los Aiel.

Mashiara: En la Antigua Lengua, «querido», pero haciendo referencia a un amor irremisiblemente perdido.

Mat Cauthon: Un joven de Campo de Emond, de la comarca de Dos Ríos, en Andor, que es ta’veren y muy afortunado en los juegos de azar. Su nombre de pila completo es Matrim.

Mayene: Ciudad-estado del Mar de las Tormentas que históricamente ha estado supeditada a la opresión de Tear. Su riqueza e independencia deriva de su conocimiento de los emplazamientos de los bancos de peces clavo, los cuales rivalizan en importancia económica con los olivares de Tear, Illian y Tarabon. De los peces clavo y las aceitunas se extrae la casi totalidad del aceite consumido por las lámparas. La dirigente actual de Mayene es Berelain, la Principal de Mayene. Los gobernantes de Mayene afirman ser descendientes de Artur Hawkwing. El título del dirigente de Mayene es «el Principal», si bien antaño era Supremo Señor o Suprema Señora; los Principales afirman ser descendientes de Artur Hawkwing. El título «Viceprincipal», que antiguamente poseía un único lord o lady, lo han ostentado incluso hasta nueve nobles a la vez en los últimos cuatro siglos. El emblema de Mayene es un halcón dorado en posición de vuelo, sobre campo azul.

Mazrim Taim: Un falso Dragón que causó estragos en Saldaea hasta que fue derrotado y capturado, aunque posteriormente escapó, al parecer con la ayuda de sus seguidores. No sólo puede encauzar, sino que es muy fuerte en el Poder, y ahora ostenta el cargo de M’Hael («líder» en la Antigua Lengua) de los Asha’man. (Véase Asha’man.)

Medidas de longitud: 1 pulgada = 3 cm; 3,33 pulgadas = 1 mano (10 cm); 3 manos = 1 pie (30 cm); 3 pies = 1 paso (91 cm); 2 pasos = 1 espán (1,8 m); 1.000 espanes = 1 milla (1,8 km); 4 millas = 1 legua (7,3 km). (Estas medidas no se corresponden con las reales, sino que son invención de R. Jordán.)

Medidas de superficie: 1) tierra: 1 ribete = 20 pasos x 10 pasos (200 pasos cuadrados; 1 cordón = 20 pasos x 50 pasos (1.000 pasos cuadrados); 1 acra =100 pasos x 100 pasos (10.000 pasos cuadrados); 1 cuerda = 100 pasos x 1.000 pasos (100.000 pasos cuadrados); 1 marca = 1.000 pasos x 1.000 pasos (una milla cuadrada). 2) tela: 1 paso = 1 paso y 1 mano x 1 paso y 1 mano. (Estas medidas no se corresponden con las reales, sino que son invención de R. Jordán.)

Medio hermano/hermana: Términos Aiel de parentesco que indican una estrecha relación de amistad muy próxima a la de primeros hermanos o primeras hermanas. A menudo las medio hermanas se adoptan oficialmente como primeras hermanas en una compleja ceremonia celebrada en presencia de las Sabias, después de la cual los otros Aiel las consideran como verdaderas hermanas gemelas, si bien unas gemelas con dos madres. Por el contrario, los medio hermanos casi nunca lo hacen.

Meilan de la casa Mendiana: Un Gran Señor de Tear, general competente pero dominado por la ambición y el odio. (Véase Grandes Señores de Tear.)

Melaine: Caminante de sueños y Sabia del septiar Jhirad de los Goshien Aiel. Es moderadamente fuerte con el Poder. Está casada con Bael, jefe de clan de los Goshien, y es hermana conyugal de Dorindha, señora del techo del septiar Manantial Humeante. (Véase caminante de sueños)

Melindhra: Una Doncella Lancera del septiar Jumai de los Shaido Aiel. Su lealtad está dividida. (Véase asociaciones guerreras Aiel.)

Mellar, Doilin: Véase Hanlon, Daved.

Mera’dim: En la Antigua Lengua, «los Sin Hermanos». Nombre adoptado, como una asociación guerrera, por los Aiel que abandonaron clan y septiar y se unieron a los Shaido porque no podían aceptar como Car’a’carn a Rand al’Thor, un habitante de las tierras húmedas, o porque rehusaron admitir sus revelaciones referentes a la historia y los orígenes de los Aiel. Desertar del clan y del septiar por cualquier razón se considera abominable entre los Aiel, por lo cual ni siquiera sus propias asociaciones guerreras de los Shaido quisieron admitirlos en sus filas, y, en consecuencia, formaron su propia asociación, los Sin Hermanos.

Merrilin, Thom: Un juglar muy poco corriente que llega a Dos Ríos para realizar una representación en Bel Tine y que, en su juventud, fue amante de la reina Morgase.

Mesnaderos: Soldados que deben lealtad o vasallaje a un lord o lady en particular.

Min: Una muchacha que trabaja en la posada del Ciervo y el León, en Baerlon y que posee la capacidad de leer señales relacionadas con las personas en las aureolas que a veces percibe en torno a ellas.

Moneda: Tras muchos siglos de comercio, los tipos de moneda son los mismos en todos los países: coronas (la mayor en tamaño), marcos y peniques. Las coronas y los marcos se pueden acuñar en oro o en plata, mientras que los peniques pueden ser de plata o de cobre; a un penique de esta última aleación se lo llama a menudo un «cobre», simplemente.

Dependiendo de las naciones, sin embargo, estas monedas son de distintos tamaños y pesos. Incluso en una misma nación se han acuñado monedas de distintos tamaños y pesos por diferentes gobernantes. A causa del comercio, las monedas de muchos países se encuentran casi en cualquier parte. Por esa razón, banqueros, prestamistas y mercaderes utilizan balanzas para determinar el valor de cualesquiera monedas. Se pesan incluso grandes cantidades de monedas por dicho motivo. Las monedas de más peso son las que se acuñan en Andor y Tar Valon, y en esos dos lugares los valores relativos son: 10 peniques de cobre = 1 penique de plata; 100 peniques de plata = 1 marco de plata; 10 marcos de plata = 1 corona de plata; 10 coronas de plata = 1 marco de oro; 10 marcos de oro = 1 corona de oro. En contraste, en Altara, donde las monedas más grandes contienen menos oro o plata, los valores relativos son: 10 peniques de cobre = 1 penique de plata; 21 peniques de plata = 1 marco de plata; 20 marcos de plata = 1 corona de plata; 20 coronas de plata = 1 marco de oro; 30 marcos de oro = 1 corona de oro.

El único papel moneda son las «cartas de valores» que extienden los banqueros, garantizando a su presentación la entrega de cierta cantidad de oro o plata. A causa de la gran distancia entre ciudades, el tiempo que hace falta para viajar de unas a otras y las dificultades para hacer transacciones a larga distancia, una carta de valores se acepta al cien por cien de su valor en una población próxima al banco que la ha expedido, pero es posible que en una ciudad más lejana sólo se acepte a un valor más bajo. Por lo general, una persona pudiente que va a hacer un largo viaje llevará una o más cartas de valores para cambiarlas por dinero cuando lo necesite. Las cartas de valores sólo las suelen aceptar banqueros o mercaderes, y nunca se utilizan en tiendas y otros establecimientos.

Monumentos del pasado: Crónica de la que se sabe muy poco.

Moraine Damodred: Una Aes Sedai del Ajah Azul. Nacida en el 956 NE, en el Palacio Real de Cairhien, del linaje de la casa Damodred, aunque no en la línea sucesoria del trono, se crió en el Palacio Real de Cairhien y rara vez utiliza su nombre de casa y mantiene su conexión con ella tan en secreto como le es posible. Tras su ingreso en la Torre Blanca como novicia en el 971 NE, su ascensión fue meteórica y adquirió el grado de Aceptada en sólo tres años, y el de Aes Sedai en otros tres más, al final de la Guerra de Aiel. A partir de entonces emprendió la búsqueda de un joven que, según Gitara Moroso —una Aes Sedai con el Talento de la Predicción— había nacido en las laderas del Monte del Dragón, durante la Batalla de las Murallas Resplandecientes, y que sería el Dragón Renacido. Fue ella quien condujo a Rand al’Thor, Mat Cauthon, Perrin Aybara y Egwene al’Vere fuera de Dos Ríos. Desapareció a través de un ter’angreal en Cairhien mientras luchaba contra Lanfear, por lo que se supone que acabó con su propia vida y con la de la Renegada. Puesto que ha localizado al Dragón Renacido y matado a otro Renegado, Be’lal, ya se la empieza a ver como una de esas heroínas legendarias. (Véase Renegados.). Sin embargo, Thom Merrilin reveló haber recibido una carta que parece ser de ella. Dicha misiva se reproduce a continuación:

Mi querido Thom:

Habría querido escribirte muchas palabras, palabras salidas del corazón, pero he escrito éstas porque sabía que debía hacerlo y ahora apenas queda tiempo. Hay muchas cosas que no te puedo decir a no ser que quiera provocar el desastre, pero las que sí puedo, te las contaré. Pon mucha atención a lo que voy a decirte. Dentro de poco bajaré a los muelles y allí me enfrentaré a Lanfear. ¿Que cómo lo sé? Ese secreto les pertenece a otros. Baste decir que lo sé y dejo que esa precognición sirva de prueba para todo lo demás que voy a decir.

Cuando recibas esto te dirán que he muerto. Todos lo creerán. No estoy muerta, y es posible que viva hasta la edad que tenía designada. También puede ser que tú y Mat Cauthon y otra persona, un hombre que no conozco, intentéis rescatarme. Y digo puede ser porque es posible que no lo hagas o no puedas hacerlo, o porque Mat podría rehusar. No me profesa el mismo afecto que tú pareces sentir, y tiene sus razones para ello que cree que son buenas. Si lo intentas, sólo debéis ser tú, Mat y el otro hombre. Que seáis más significará la muerte para todos. Que seáis menos significará la muerte para todos. Incluso si vienes sólo con Mat y con el otro también hay posibilidad de que se produzca la muerte. Os he visto intentarlo y morir, a uno o a dos o a los tres. Me he visto a mí misma morir en ese intento. Nos he visto a todos sobrevivir y morir como cautivos.

Si de todos modos decidís realizar el intento, el joven Mat sabe cómo encontrarme, pero aun así no debes mostrarle esta carta antes de que te pregunte por ella. Eso es de la máxima importancia. No debe saber nada de lo que pone en la carta hasta que pregunte. Los acontecimientos han de sucederse conforme a unas pautas, cueste lo que cueste.

Si vuelves a ver a Lan, dile que todo esto es para bien. Su destino sigue otro camino distinto del mío. Le deseo toda la felicidad con Nynaeve.

Una última cosa. Recuerda que sabes jugar a serpientes y zorros. Recuerda y presta atención.

Es la hora, y he de hacer lo que debo hacer.

«Que la Luz te ilumine y te otorgue alegría, mi querido Thom, nos volvamos a ver o no».

Moraine

Morat: En la Antigua Lengua, «adiestrador». Entre los seanchan se utiliza para designar a los que adiestran y se encargan de disciplinas exóticas, por ejemplo, el morat’raken, un adiestrador o jinete de raken, también llamado de manera informal «volador». (Véase der’morat.)

Mordeth: Consejero que incitó a la ciudad de Aridhol a utilizar métodos propios de los Amigos Siniestros para combatir a éstos y con ello la llevó a la perdición y la hizo acreedora de un nuevo nombre, Shadar Logoth («Donde Acecha la Sombra»). Únicamente un ser sobrevive en Shadar Logoth aparte del odio que acabó con ella, y éste es el propio Mordeth, confinado en las ruinas durante dos mil años, esperando a que acuda alguien para así consumir su alma y encarnarse en su cuerpo.

Morgase: Por la gracia de la Luz, reina de Andor, cabeza visible de la casa Trakand., Defensora del Reino, Protectora del Pueblo, Sede Suprema de la casa Trakand. Ahora exiliada y dada por muerta, asesinada, en opinión de muchos, por el Dragón Renacido. Su emblema consta de tres llaves doradas. La enseña de la casa Trakand es una piedra angular de plata.

Mujeres Sabias: Tratamiento honorífico que se da en Ebou Dar a las mujeres notables por sus increíbles habilidades para curar prácticamente cualquier herida. De sus conocimientos terapéuticos y su gran competencia con las hierbas medicinales se habla incluso hasta en las Tierras Fronterizas, llegando a estar considerada su labor como la mejor después de la Curación practicada por las Aes Sedai. Tradicionalmente el distintivo de una Mujer Sabia es un cinturón rojo. Si bien algunas personas han reparado en que gran parte —por no decir la mayoría— de las Mujeres Sabias ebudarianas no son oriundas de Altara, cuanto menos de la propia Ebou Dar, lo que se ignoraba hasta no hace mucho, y aún sólo lo saben unos pocos, es que las Mujeres Sabias son en realidad Allegadas que utilizan varias versiones de la Curación y que aplican hierbas y emplastos sólo como tapadera. Con la huida de las Allegadas de Ebou Dar después de que los seanchan tomaran la ciudad, no queda allí ninguna Mujer Sabia. (Véase Allegadas, las.)

Myrddraal: Criaturas del Oscuro, bajo cuyo mando se encuentran los trollocs. Deformes descendientes de los trollocs en los que la materia humana utilizada para crearlos ha regresado a la superficie, pero infectada por la malignidad que los generó. Físicamente son como los hombres, salvo en el hecho de que no tienen ojos, aunque posean la agudeza visual de un águila, tanto de día corno de noche. Gozan de ciertos poderes emanados por el Oscuro, entre los que se cuenta la capacidad de paralizar de terror con la mirada y la posibilidad de esfumarse en los lugares que se hallan a oscuras. Uno de sus pocos puntos débiles de que se tiene conocimiento es su temor al agua corriente. En muchos países se los conoce con diferentes nombres, entre ellos: Semihombres, Seres de Cuencas Vacías, Hombres de la Sombra y Fados.

Natael, Jasin: 1) Un juglar que viaja por el Yermo de Aiel. 2)Alias utilizado por Asmodean, uno de los Renegados.

Nedeal, Corianin: Véase Talentos.

Neutralización: La acción, realizada por Aes Sedai, mediante la cual se corta el acceso al Poder Único de una mujer capaz de encauzarlo. La mujer que ha sido neutralizada detecta la Fuente Verdadera, pero no puede establecer contacto con ella. Oficialmente, la neutralización es consecuencia de un juicio por un delito y su sentencia; la última vez que se llevó a cabo fue en el 859 NE. Las novicias deben aprender los nombres de todas las mujeres que la han padecido y los delitos por los que recibieron el castigo. Cuando ocurre de manera accidental, se lo llama «consunción», pero en la práctica se suele utilizar el término «neutralización» para ambos casos. Las mujeres que han sido neutralizadas rara vez sobreviven mucho tiempo; parecen renunciar a la vida y mueren a menos que encuentren algo con lo que reemplazar el vacío dejado por el Poder Único. Aunque siempre se había creído que la neutralización era irreversible, se ha descubierto recientemente un método de Curación, bien que parecen existir límites en su recuperación que aún tienen que ser investigados.

Niall, Pedron: Capitán general de los Hijos de la Luz. (Véase Hijos de la Luz.)

Nisura, lady: Una aristócrata shienariana, dama de compañía de lady Amalisa.

Núcleo: Unidad básica de organización —de hecho, una célula— en el Ajah Negro. El núcleo consta de tres hermanas que se conocen entre sí; cada miembro de un núcleo conoce a una hermana Negra perteneciente a otro, pero que es desconocida para las restantes dos de su núcleo.

Nynaeve al’Meara: Una mujer que ha sido Zahorí de Campo de Emond, un pueblo de la comarca de Dos Ríos, en el reino de Andor, y que ahora es una de las Aceptadas.

Ogier: 1) Una raza no humana, caracterizada por una gran estatura (tres metros de altura media en los varones adultos), anchas narices casi hocicudas y largas orejas copetudas. Viven en áreas llamadas steddings. Su alejamiento de estos steddingsdespués del Desmembramiento del Mundo (en una época que los Ogier denominan el Exilio) tuvo como consecuencia lo que se conoce con el nombre de Añoranza; un Ogier que permanece demasiado tiempo fuera del stedding, enferma y muere. Rara vez abandonan los steddingsy suelen mantener escaso contacto con los hombres. Los humanos apenas conocen detalles acerca de ellos y son muchos los que creen que los Ogier son sólo seres de leyenda. Aunque se los tiene por un pueblo pacífico y les cuesta llegar a enfurecerse, algunas narraciones antiguas afirman que lucharon junto a los humanos en la Guerra de los Trollocs y los describen como implacables enemigos. Valoran sobremanera el conocimiento, y sus libros e historias contienen a menudo información que la humanidad ha perdido ya. La esperanza media de vida de un Ogier es tres o cuatro veces superior a la de un humano. Su destreza como albañiles y canteros es extraordinaria y son obra suya la mayoría de las urbes edificadas después del Desmembramiento del Mundo. 2) Cualquier individuo perteneciente a dicha raza no humana. (Véanse Desmembramiento del Mundo; stedding y Cantor de Árboles)

Ordeith: En la Antigua Lengua, «Ajenjo». Seudónimo adoptado por un hombre que

Oscuro, nombrar al: El hecho de pronunciar el verdadero nombre del Oscuro (Shai’tan) atrae su atención, lo que acarrea inevitablemente desgracias y mala suerte. Por ese motivo, se utilizan innumerables eufemismos, entre los que se encuentran el Oscuro, Padre de las Mentiras, Cegador de la Vista, Señor de la Tumba, Pastor de la Noche, Ponzoña del Corazón, Ponzoña del Alma, Colmillo del Corazón, Viejo Siniestro, Arrasador de la Hierba y Marchitador de las Hojas. Los Amigos Siniestros lo llaman Gran Señor de la Oscuridad. Con frecuencia se aplica la expresión «nombrar al Oscuro» a las personas que parecen abrir sus puertas al infortunio.

Oscuro: El nombre más comúnmente utilizado en todos los países para mencionar a Shai’tan. El origen del mal, la antítesis del Creador. Encarcelado por el Creador en el momento de la Creación en una prisión de Shayol Ghul. El intento de liberarlo de ella desencadenó la Guerra de la Sombra, la contaminación del saidin, el Desmembramiento del Mundo y el fin de la Era de Leyenda. (Véanse Dragón, Profecías del.)

Pacto de las diez naciones: Unión formada en los siglos posteriores al Desmembramiento del Mundo (hacia el 300 DD). Tenía como finalidad derrotar al Oscuro. Se desintegró durante la Guerra de los Trollocs. (Véase Guerra de los Trollocs.)

Padan Fain: Antaño un buhonero que comerciaba en Dos Ríos y Amigo Siniestro, fue transformado en Shayol Ghul de manera que no sólo se lo capacitó para encontrar al joven que se convertiría en el Dragón Renacido del mismo modo que un perro encuentra la presa para el cazador, sino que también se le inculcó la necesidad perentoria de hallarlo. El horrible dolor padecido mientras se llevaba a cabo dicha transformación infundió en Fain un odio profundo tanto por el Oscuro como por Rand al’Thor. Mientras seguía el rastro de al’Thor se encontró con el espíritu de Mordeth, confinado en Shadar Logoth, y éste intentó apoderarse del cuerpo de Fain. Sin embargo, a causa de la transmutación sufrida en Shayol Ghul por el antiguo buhonero, en la fusión resultante de ambos predomina en mayor medida la naturaleza Fain, el cual posee ahora unas habilidades muy superiores a las que tenía originalmente cualquiera de los dos hombres, si bien Fain todavía no las entiende ni las controla por completo. La mayoría de los seres humanos sienten miedo ante la mirada sin ojos de un Myrddraal, pero a los Myrddraal les atemoriza la mirada de Fain.

Padre de las Mentiras: Véase Oscuro. Pastor de la Noche: Véase Oscuro.

Pared del Dragón, la: Véase Columna Vertebral del Mundo.

Pelateos: Autor de Meditaciones.

Pelotón: La unidad militar básica de los trollocs, de composición variable; consta siempre, de más de un centenar de trollocs, pero no sobrepasa nunca los doscientos. Con frecuencia, aunque no siempre un pelotón está capitaneado por un Myrddraal.

Pensamientos en medio de las ruinas: Antiguo libro de historia.

Perdición del Corazón: Véase Oscuro.

Perseguidores: Véase Myrddraal.

Piedra del corazón: Una sustancia indestructible creada durante la Era de Leyenda. Absorbe cualquier fuerza que intente romperla, incrementando así su dureza. También se la conoce como cuendillar.

Poder Único, el: El poder que se obtiene de la Fuente Verdadera. La gran mayoría de la gente está completamente incapacitada para aprender a encauzarlo. Un reducido número de personas pueden llegar a hacerlo recibiendo enseñanzas de expertos y algunas, las menos, disponen de una capacidad innata para entrar en contacto con la Fuente Verdadera y encauzar el Poder involuntariamente, sin siquiera ser conscientes a veces de ello. Esta disposición innata suele manifestarse al final de la adolescencia o en el inicio de la edad adulta. Si nadie les enseña a controlar el Poder o no aprenden por sí solos a hacerlo (lo cual es extremadamente difícil y únicamente llega a conseguirlo uno de cada cuatro), están destinados a una muerte segura. Desde la Época de Locura, ningún varón ha sido capaz de encauzar el Poder sin acabar enloqueciendo de un modo espantoso, aun cuando hubiera logrado un cierto control, para luego morir a causa de una devastadora enfermedad que hace que quienes la padecen se descompongan vivos…, una enfermedad producida, al igual que la locura, por la contaminación del Oscuro en el saidin. Para una mujer, la muerte que sobreviene como consecuencia de la incapacidad de controlar el Poder no es tan terrible, aunque es también muerte al fin y al cabo. Las Aes Sedai tratan de localizar a las muchachas que nacen con dicho talento, tanto para salvarles la vida como para incorporarlas a sus filas, y a los hombres, para prevenir los destrozos que inevitablemente causan con el Poder al perder la cordura. (Véanse Aes Sedai; encauzar; Cinco Poderes, los; Desmembramiento del Mundo, Época de Locura y Fuente Verdadera.)

Poderes, los Cinco: Véase Cinco Poderes, los.

Precursores, los: Véase Hailene.

Primer hermano/primera hermana: Términos Aiel de parentesco con los que se indica que se tiene la misma madre. Entre los Aiel, el parentesco consanguíneo materno es más estrecho que el paterno.

Primer Príncipe de la Espada: Título ostentado por el hermano mayor de la reina de Andor, el cual ha sido educado desde la infancia para dirigir los ejércitos reales en tiempo de guerra y ser su consejero en época de paz. Si la reina no tiene ningún hermano, ella nombra a alguien para ocupar el cargo.

Primera Agregada: Título que se da a la cabeza del Ajah Gris. Esta posición la ostenta Serancha Colvine al día de hoy, en la Torre Blanca. Se la tiene por una mujer muy exigente y maniática.

Profeta, el: O, más formalmente, el Profeta del lord Dragón. Antaño conocido como Masema Dagar, un soldado shienariano que tuvo una revelación y decidió que había sido llamado a difundir la nueva del renacimiento del Dragón. Cree que nada —¡absolutamente nada!— es más importante que reconocer al Dragón Renacido como la Luz hecha carne y que hay que estar preparado para cuando éste llame a la acción; a tal fin, él y sus seguidores utilizarán cualquier medio para obligar a otros a entonar las alabanzas del Dragón Renacido. Los que se niegan están marcados para morir, y los que tardan en aceptarlo pueden encontrarse con sus hogares y negocios convertidos en cenizas y ellos mismos, azotados. Ha renunciado a cualquier otro nombre que no sea el de Profeta, y ha desatado el caos en gran parte de Ghealdan y Amadicia, de las cuales controla zonas extensas, aunque después de que se marchó los seanchan han restablecido el orden en Amadicia y la Cámara Alta de la Corona en Ghealdan. Lo siguen hombres y mujeres de la peor calaña; si no eran así cuando los atrajo su carisma, lo son ahora a causa de su influencia.

Pueblo Errante: Véase Tuatha’ an.

Puñales Sanguinarios: Una división de élite de soldados seanchan. A cada uno se le entrega un ter’angreal que aumenta su fuerza y velocidad y lo envuelve en oscuridad. El ter’angreal se activa poniendo una gota de la sangre del Puñal Sanguinario sobre el anillo, que, una vez activado, consume lentamente la vida del portador. La muerte se produce al cabo de unos días.

Puños del Cielo, los: Cuerpo de infantería ligera seanchan cuyos integrantes son transportados a la batalla a lomos de criaturas voladoras llamadas to’raken. Son hombres o mujeres menudos, en gran parte por el límite de peso que un to’raken puede cargar a la espalda a cualquier distancia. Considerados unos de los soldados más duros del ejército, se los emplea principalmente para incursiones, ataques sorpresa a posiciones de la retaguardia enemiga y allí donde es trascendental la rapidez para situar soldados en un lugar.

Ragan: Un guerrero shienariano.

Rand al’Thor: Un joven de Campo de Emond, de la comarca de Dos Ríos, en Andor, que es ta’veren. Antes fue pastor de ovejas. Ahora ha sido proclamado como el Dragón Renacido, así como El que Viene con el Alba, del que se profetizó que uniría a los Aiel. Muy probablemente sea también el Coramoor —o el Elegido— esperado por los Marinos. (Véanse Aiel y Dragón Renacido, el.)

Rashima Kerenmosa: Conocida como la Amyrlin Guerrera. Nació alrededor del 1150 DD. Fue ascendida a la estola desde el Ajah Verde, en el 1251 DD. Dirigió personalmente el ejército de la Torre y se alzó con grandes victorias, entre las que destacan la del paso de Kaisin, la del Umbral de Soralle, la de Larapelle, la de Tel Norwin y la de Maighande, donde murió en el 1301 DD. Su cadáver se descubrió después de la batalla, rodeado por los de sus cinco Guardianes y un gran cerco de trollocs y Myrddraal muertos, así como no menos de nueve Señores del Espanto. (Véanse: Aes Sedai; Ajah; Guardianes; Sede Amyrlin y Señores del Espanto.)

Razonadora Mayor: Título que ostenta la cabeza del Ajah Blanco. Dicha posición la ocupa Ferane Neheran en la actualidad, en la Torre Blanca. Ferane Sedai es una de las únicas dos cabezas de Ajah que ocupan actualmente un escaño en la Antecámara de la Torre.

Recientes contactos entre Aes Sedai y Allegadas: —aunque tal circunstancia es conocida únicamente por un puñado de hermanas— han dado lugar a varias sorpresas, entre ellas el hecho de que hay el doble de Emparentadas que Aes Sedai, así como que alguna de las primeras superan en un siglo la edad que ha llegado a alcanzar cualquier Aes Sedai desde antes de la Guerra de los Trollocs. El efecto que estos descubrimientos puedan tener tanto en las Aes Sedai como en las Allegadas aún está por verse. (Véanse Hijas del Silencio, las; Círculo de Labores de Punto, el.)

Reflexiones sobre la Llama Ardiente: Libro que versa sobre la ascensión de varias Amyrlin.

Rendra: Una mujer de Tarabon. Posadera de El Patio de los Tres Ciruelos.

Renegados, los: Nombre dado a trece de los Aes Sedai más descollantes de la Era de Leyenda y, por ende, los más poderosos que se hayan conocido nunca, los cuales se incorporaron a las filas del Oscuro durante la Guerra de la Sombra a cambio de la promesa de inmortalidad. Se designan a sí mismos «los Elegidos». De acuerdo con las leyendas y los fragmentos de documentos históricos conservados, fueron encarcelados junto con el Oscuro cuando volvió a sellarse su prisión. Sus nombres aún se utilizan hoy en día para asustar a los niños, y son: Aginor, Asmodean, Balthamel, Be’lal, Demandred, Graendal, Ishamael, Lanfear, Mesaana, Moghedien, Rahvin, Sammael y Semirhage. El número de los Renegados se ha reducido en cierto modo desde que despertaron hasta el momento actual. A algunos de los que perecieron se los ha reencarnado en cuerpos nuevos y se les ha dado nombres nuevos.

Renna: Una mujer seanchan; una sul’dam. (Véase seanchan y sul’dam.)

Retorno, el: Véase Corenne.

Rhuidean: Una gran urbe, la única del Yermo de Aiel, cuya existencia es desconocida por el resto del mundo. Durante casi tres mil años permaneció abandonada, y antaño a los hombres Aiel se les permitía entrar en ella una sola vez a fin de someterse a una prueba, dentro de un gran ter’angreal, con la que demostraban su capacidad para convertirse en jefe de clan (sólo un hombre de cada tres sobrevivía a la experiencia), mientras que las mujeres podían hacerlo en dos ocasiones, también para pasar una prueba en el mismo ter’angreal y así convertirse en Sabias, si bien la media de supervivencia entre ellas era considerablemente superior a la de los varones. En la actualidad, la ciudad vuelve a estar habitada por Aiel, y el extremo del valle de Rhuidean lo ocupa un gran lago que se alimenta de un océano subterráneo de agua dulce, y que a su vez da origen al único río del Yermo. La ubicación de este lugar es un secreto celosamente guardado por los Aiel, y la muerte es el castigo prescrito para cualquier forastero que entre en Rhuidean, si bien a unos pocos afortunados (como buhoneros o juglares) sólo se los despoja de sus ropas y se les entrega un odre de agua, concediéndoles la posibilidad de intentar salir del Yermo en esas condiciones. (Véase Aiel.)

Rhyagelle, los: En la Antigua Lengua «Los Que Retornan al Hogar». Es otro modo de denominar a los seanchan que han regresado a las tierras antaño en posesión de Artur Hawkwing. (Véanse Corenne, Hailene.)

Rogosh Ojo de Águila: Un héroe legendario mencionado en gran número de relatos antiguos.

Ronda Macura: Una modista de Amadicia que intenta servir a demasiados amos y amas sin saber quiénes son todos.

Rueda del Tiempo: El Tiempo es una rueda con siete radios, cada uno de los cuales constituye una Era. Con el girar de la Rueda, las Eras vienen y van, dejando recuerdos que se convierten en leyendas y luego en mitos, para caer en el olvido llegado el momento del retorno de una Era. El Entramado de una Era es ligeramente distinto cada vez que se inicia dicho período y está sujeto a cambios progresivos de mayor consideración, pero las Eras siempre vuelven a reproducirse.

Ryma: Una Aes Sedai del Ajah Amarillo.

Sa’angreal: Un objeto extremadamente raro que permite que un individuo pueda encauzar, sin sufrir daños, una gran cantidad de Poder Único. Un sa’angreal es similar a un angreal, pero cien veces más poderoso que éste. La diferencia en la cantidad de Poder que puede manejarse con un sa’angreal y la que permite esgrimir un angreal es equiparable a la que media entre el Poder utilizado con un angreal y el poseído sin ninguna clase de ayuda. Son vestigios de la Era de Leyenda, cuyo método de elaboración se desconoce hoy en día. Al igual que con los angreal, también hay sa’angreal para su uso específico por hombres o mujeres. Quedan muy pocos ejemplares, muchísimo más escasos que los angreal.

Sabia: Entre los Aiel, las Sabias son mujeres elegidas por otras Sabias para instruirlas en el arte de la curación, en el uso de las hierbas y en otras materias, de un modo muy parecido a las Zahoríes. . Por lo general sólo hay una Sabia para cada clan o dominio de septiar. Poseen gran autoridad y responsabilidad, así como una poderosa influencia sobre los jefes de septiares y clanes, aunque a menudo estos hombres las acusen de entremeterse demasiado en sus asuntos. Algunas de estas mujeres pueden encauzar en mayor o menor grado; encuentran a todas las mujeres Aiel que han nacido con el don y a la mayoría de aquellas con capacidad para aprender a hacerlo, pero es una habilidad que no hacen pública, el resultado de esto es que muchos Aiel ignoran cuáles de ellas tienen dicha capacidad y cuáles no. También por costumbre, las Sabias evitan, con mayor empeño que el resto de los Aiel, todo contacto con las Aes Sedai. Las Sabias no se involucran en pleitos de sangre y batallas entre clanes, y de acuerdo con el ji’e’toh no se les debe hacer daño ni poner trabas de ningún tipo a su labor. El que una Sabia participe en una batalla constituirá una grave violación de costumbres y tradiciones. En la actualidad hay tres Sabias que son caminantes de sueños, con facultad para entrar en el Tel’aran’rhiod y hablar con otras personas en sus sueños, entre otras cosas. (Véanse caminante de sueños y Tel’aran’rhiod.)

Sabuesos del Oscuro: Engendros de la Sombra que se formaron de material canino corrompido por la Sombra. Aunque semejantes a sabuesos en su forma básica, son más oscuros que la noche y tan grandes como ponis, con un peso entre cien y ciento treinta kilos. Por lo general van en jaurías de diez o doce individuos, aunque se ha visto huellas de una manada más grande. No dejan huellas impresas en terreno blando, pero sí quedan marcadas en la piedra. Con frecuencia los acompaña un hedor a azufre ardiente. Normalmente no se aventuran a salir si llueve; pero, si ya están en marcha, la lluvia no basta para detenerlos. Una vez que se han lanzado tras el rastro de alguien, hay que hacerles frente y derrotarlos o de lo contrario la muerte de la víctima es inevitable. Únicamente se puede evitar esto cuando la presa consigue poner una corriente de agua entre ella y los Sabuesos, ya que no la cruzarán. O eso es lo que se supone. Su sangre y su saliva son venenosas; si una gota de cualquiera de las dos roza la piel, la víctima morirá muy lenta y dolorosamente. (Véase Cacería Salvaje, la)

Saidar, Saidin: Véase Fuente Verdadera.

Sajius: Autor de Exégesis del Dragón.

Saldaea: Una nación de las Tierras Fronterizas cuya capital es Maradon. El palacio real lleva por nombre Cordamora (o, lo que es lo mismo, «corazón del pueblo» en la Antigua Lengua). Es una monarquía hereditaria que puede gobernar un rey o una reina, indistintamente. La Cámara Alta de la Corona, también conocida como Consejo de los Lores, aconseja y asiste al monarca en la administración de la nación. El cónyuge del monarca de Saldaea no es un mero consorte, sino que casi es un corregente. En la actualidad, Saldaea está gobernada por Su Preclara Majestad Tenobia si Bashere Kazadi, Reina de Saldaea, Defensora de la Luz, Escudo del Norte y Espada de la Frontera de la Llaga, Cabeza Insigne de la casa Kazadi, señora de Shahanyi, Asnelle, Kunwar y Ganai. Su heredero y mariscal de sus ejércitos es su tío Davram Bashere, quien, sin embargo, lleva ausente de su puesto hace un tiempo. La enseña de Saldaea se compone de tres peces plateados sobre un fondo azul oscuro.

Saltador: Un lobo.

Sanche, Siuan: La hija de un pescador teariano que, de acuerdo con las leyes de Tear, fue embarcada con destino a Tar Valon antes de la segunda puesta de sol después de que se descubriera que tenía potencial para encauzar. Perteneció al Ajah Azul y fue ascendida a Sede Amyrlin en el 985 NE.

Sandar, Juilin: Un rastreador de Tear.

Sangre, la: Término utilizado por los seanchan para designar a la nobleza, de la que existen cuatro grados, dos de la Alta Sangre y dos de la Sangre baja o inferior. La Alta Sangre se deja crecer las uñas hasta una longitud de una pulgada y se afeita los lados de la cabeza de forma que queda una cresta que se extiende por el centro de la cabeza, más estrecha en los hombres que en las mujeres. La longitud de la cresta varía según el dictado de la moda. La Sangre baja también se deja crecer las uñas, pero se afeita los laterales de la cabeza de forma que queda lo que parece un cuenco de pelo, con una ancha cola en la parte posterior que se deja crecer frecuentemente hasta los hombros en el caso de los hombres o hasta la cintura en el de las mujeres. A quienes ocupan el nivel más encumbrado de la Alta Sangre se los llama Augusta Señora o Augusto Señor, y únicamente se pintan las uñas de los dos primeros dedos de cada mano, mientras a que los que ocupan el nivel inmediatamente inferior de la Alta Sangre se los llama simplemente lord o lady y sólo se pintan las uñas de los dedos índices. A los de Sangre inferior también se los llama lord o lady pero los de mayor rango se pintan las uñas de los dos últimos dedos de cada mano, pero si pertenecen al rango más bajo sólo llevarán pintadas las uñas de los meñiques. La emperatriz y los miembros cercanos de la familia imperial se afeitan totalmente el cráneo y se pintan las uñas de todos los dedos. Además de pertenecer por nacimiento, puede obtenerse tal dignidad por ascenso, lo que con frecuencia es una recompensa por grandes logros o por servicios al imperio.

Sa’sara: Una danza saldaenina extremadamente indecorosa que sigue interpretándose a pesar de haber sido declarada ilegal por varias reinas de Saldaea. En los registros históricos saldaeninos figuran tres guerras, dos rebeliones e innumerables uniones o rencillas hereditarias entre las casas nobles, así como incontables duelos provocados por mujeres al danzar la sa’sara. Supuestamente, una rebelión quedó sofocada cuando la reina derrotada la bailó para el victorioso general, que la desposó y le devolvió el trono. Este suceso no figura en las crónicas oficiales de la historia, y todas las reinas de Saldaea lo han negado sistemáticamente.

Seana: Una caminante de sueños y Sabia del septiar Riscos Negros de los Nakai Aiel.

Seanchan: 1) Descendientes de los ejércitos que mandó Artur Hawkwing al otro lado del Océano Aricio, que conquistaron aquellas tierras y que han regresado para reclamar las tierras de sus antepasados. Consideran que cualquier mujer capaz de encauzar debe estar controlada por el bien y la seguridad de los demás, y, por la misma razón, que ha de darse muerte a cualquier hombre que pueda encauzar. 2) La tierra de donde proceden los seanchan.

Seandar: La capital imperial de Seanchan, donde gobierna la emperatriz, sentada en el Trono de Cristal, en la Corte de las Nueve Lunas. Localizada al nordeste del continente Seanchan. También es la urbe más grande del imperio.

Sede Amyrlin: 1) Título de la dirigente de las Aes Sedai. Elegida vitaliciamente por la Antecámara de la Torre, el máximo consejo de las Aes Sedai, que consta de tres representantes (llamadas Asentadas) procedentes de cada uno de los siete Ajahs. La Sede Amyrlin posee, al menos en teoría, una autoridad casi suprema entre las Aes Sedai. Su rango es equiparable al de un rey o reina. La forma de tratamiento ligeramente menos formal para referirse a ella es la Amyrlin. 2) El trono en el que se sienta la dirigente de las Aes Sedai.

Segundo Pacto: Véase Pacto de las diez naciones.

Sehn an Calhar: En la Antigua Lengua, «Compañía de la Mano Roja». 1) Un grupo legendario de héroes autores de grandes hazañas y que finalmente murieron defendiendo Manetheren cuando dicha nación fue destruida durante la Guerra de los Trollocs. 2) Una unidad militar formada casi de manera fortuita por Mat Cauthon y organizada conforme al estilo de las fuerzas de combate existentes durante lo que se considera el auge de las artes marciales, en los tiempos de Artur Hawkwing y los siglos inmediatamente precedentes.

Sei’mosiev: En la Antigua Lengua, «ojos bajos» o «bajar la vista». Entre los seanchan, decir que alguien se ha «vuelto sei’mosiev» significa que esa persona ha «perdido el prestigio». (Véase sei’taer.)

Sei’taer: En la Antigua Lengua, «ojos altos» o «mirar de frente». Entre los seanchan, se refiere al honor o el prestigio, a la capacidad de sostener la mirada de alguien. Es posible «ser» o «tener» sei’taer, lo que significa que dicha persona posee honor y prestigio, y también «cosechar» o «perder» sei’taer. (Véase sei’mosiev.)

Selectora Mayor: Título que ostenta la cabeza del Ajah Azul. No se sabe quién ocupa dicha posición en la actualidad, aunque se sospecha que es Lelaine Akashi.

Selene: Un nombre utilizado por la Renegada llamada Lanfear.

Semihombre: Véase Myrddraal.

Señales y advertencias: Relato histórico del que se sabe poco.

Señores del Espanto: Los hombres y mujeres que, disponiendo de la capacidad de encauzar el Poder Único, pasaron al servicio de la Sombra durante la Guerra de los Trollocs y cumplieron las funciones de comandantes de las huestes de trollocs y Amigos Siniestros. Las gentes ignorantes los confunden a veces con los Renegados.

Ser de Cuencas Vacías: Véase Myrddraal.

Serpientes y zorros: Juego que les encanta a los niños hasta que maduran lo suficiente para comprender que nunca se puede ganar sin romper las reglas. Se juega en un tablero que tiene una red de líneas con flechas que indican la dirección. Hay diez fichas que llevan pintados triángulos para representar a los zorros, y otras diez con líneas onduladas que representan a las serpientes. El juego empieza diciendo un jugador: «Valor para fortalecer, fuego para cegar, música para aturdir, hierro para encadenar» y entretanto traza con la mano en el aire un triángulo con una línea sinuosa que lo atraviesa. Se tiran dados para determinar los movimientos de jugadores y de serpientes y zorros. Si una serpiente o un zorro cae sobre una ficha de un jugador, éste queda fuera de la partida; y, mientras se cumplan las reglas, eso es algo que ocurre siempre. (Véanse alfinios; elfinios.)

Seta: Una mujer seanchan; una sul’dam. (Véanse seanchan y sul’dam.)

Sevanna: Una mujer del septiar Domai de los Shaido Aiel. Viuda de Suladric, que fue jefe del clan Shaido y, por ende, señora del techo del dominio Comarda hasta que sea elegido un nuevo jefe.

Shadar Logoth: En la Antigua Lengua, «el Lugar Donde Acecha la Sombra». Es una ciudad abandonada y evitada por hombres y criaturas del Oscuro desde la Guerra de los Trollocs. Su suelo está contaminado y ni siquiera los guijarros son de fiar. También denominada «La Espera de la Sombra». (Véase Mordeth.)

Shai’tan: Véase Oscuro.

Shaogi, Keille: Una buhonera que viaja por el Yermo de Aiel. Una mujer que abriga planes aun más grandes que ella misma.

Shara: Tierra misteriosa situada al este del Yermo de Aiel y origen de la producción de seda y marfil, entre otros productos de comercio. Protegida tanto por su inhóspita orografía como por murallas construidas por el hombre. Poco se sabe sobre Shara, ya que sus gentes se esfuerzan en mantener en secreto su cultura. Los sharaníes niegan que la Guerra de los Trollocs los afectara, a pesar de que los Aiel afirman lo contrario. También niegan tener conocimiento del intento de invasión de Artur Hawkwing, a despecho de la versión de los Marinos como testigos de vista. La poca información que se ha filtrado revela que los sharaníes están gobernados por un monarca absoluto llamado Sh’boan si es mujer y Sh’botay si es varón. El monarca gobierna como único dirigente exactamente durante siete años y después muere. El gobierno pasa a manos de su pareja, que entonces escoge un nuevo compañero o compañera y reina hasta que muere al cabo de siete años. Esta pauta ha permanecido virtualmente inalterada desde los tiempos del Desmembramiento. La gente cree que las muertes son simplemente la «Voluntad del Entramado». En Shara hay encauzadores, conocidos como Ayyad, a los que les tatúan la cara al nacer. Las mujeres Ayyad hacen cumplir estrictamente las leyes relativas a los de su clase. El ayuntamiento entre Ayyad y no Ayyad está penalizado con la muerte para el segundo, y también para el Ayyad si se demuestra que éste forzó al otro. Si hay un hijo de esta unión se lo abandona a la inclemencia de los elementos para que muera. A los varones Ayyad se los considera simples reproductores para las mujeres Ayyad. A la edad de veintiún años —o antes si dan señales de empezar a encauzar— las Ayyad los matan e incineran los cadáveres. Supuestamente las Ayyad sólo encauzarán si se lo ordena la Sh’boan o el Sh’botay, que siempre está rodeado o rodeada de mujeres Ayyad. Ni siquiera se sabe con seguridad el nombre de esta tierra. Se sabe que los nativos la llaman por muchos nombres distintos, entre ellos Shamara, Co’dansin, Tomaka, Kigali y Shibouya.

Shayol Ghul: Una montaña ubicada en las Tierras Malditas, más allá de la Gran Llaga, donde está encarcelado el Oscuro.

Shen an Calhar: En la Antigua Lengua, «Compañía de la Mano Roja». 1) Un grupo legendario de héroes autores de grandes hazañas y que finalmente murieron defendiendo Manetheren cuando dicha nación fue destruida durante la Guerra de los Trollocs. 2) Una unidad militar formada casi de manera fortuita por Mat Cauthon y organizada conforme al estilo de las fuerzas de combate existentes durante lo que se considera el auge de las artes marciales, en los tiempos de Artur Hawkwing y los siglos inmediatamente precedentes.

Sheriam: Una Aes Sedai del Ajah Azul. La Maestra de las Novicias de la Torre Blanca.

Shienar: Una de las tierras fronterizas. El emblema de Shienar es un halcón negro inclinado.

Shoufa: Una prenda que utilizan los Aiel, habitualmente una tela del color de la arena o la roca, para envolverse la cabeza y el cuello, dejando únicamente la cara al descubierto.

Sin Alma: Véase Hombre Gris.

Siniestro, Viejo: Véanse Oscuro y Cacería Salvaje.

Sisnera, Darlin: Un Gran Señor de Tear que otrora se alzó en rebelión contra Rand al’Thor. Después de ejercer como Administrador del Dragón Renacido en Tear durante un breve periodo, fue elegido primer rey de Tear.

Siswai’aman: En la Antigua Lengua «lanzas del Dragón», aunque el término lleva implícito un fuerte significado de propiedad. Es el nombre adoptado por muchos varones Aiel, pero por ninguna mujer. Esos hombres no reconocen ni mencionan tal nombre (en realidad ningún Aiel lo hace) pero llevan una cinta de tela roja ceñida a la frente, con el dibujo de un disco, la mitad blanco y la mitad negro, que queda encima de las cejas. Aunque normalmente los gai’shain tienen prohibido ponerse ninguna prenda que lleven los algai’d’siswai, muchos gai’shain han empezado a usar la cinta roja. (Véase gai’shain.)

So’jhin: La traducción que más se ajusta a esta locución de la Antigua Lengua sería «lo alto entre lo bajo», aunque algunos la interpretan con el significado de «tanto el cielo como el valle» entre otras cuantas posibilidades. So’jhin es el término que los seanchan utilizan para designar a los sirvientes hereditarios de alto rango. Éstos son da’covale, o propiedad, si bien ocupan posiciones de considerable autoridad y a menudo de poder. Incluso la Sangre procede con gran tiento con los so’jhin de la familia imperial, y a los de la propia emperatriz les hablan como a iguales. (Véanse Sangre, la; da’covale.)

Soldados de Piedra: Véase asociaciones guerreras Aiel.

Soñadora: Véase Talentos.

Sorilea: Sabia del dominio Shende, una Jarra de los Chareen, con escasa capacidad para encauzar y que es la Sabia más anciana de todas, aunque no por tantos años como creen muchos.

Stedding: Tierra natal de un Ogier. Muchos stedding fueron abandonados desde el Desmembramiento del Mundo. La historia y las leyendas los describen como refugios, lo cual se debe a que por alguna razón, indescifrable hoy en día, ningún Aes Sedai puede canalizar el Poder Único, ni siquiera detectar la existencia de la Fuente Verdadera, en el interior de sus límites. Los intentos de esgrimir el Poder Único desde fuera del stedding no surten efecto dentro de sus márgenes. Ningún trolloc entra por propia voluntad en un stedding e incluso los Myrddraal lo hacen únicamente impelidos por una extrema necesidad y con la mayor de las aprensiones. Los propios Amigos Siniestros, cuando están dedicados por entero al servicio del Oscuro, se sienten incómodos dentro de un stedding.

Sucesión: En general, cuando una casa sucede a otra en el trono. En Andor este término se utiliza normalmente para referirse a la lucha por el trono que se desencadenó a la muerte de Mordrellen. La desaparición de Tigraine había dejado la casa Mantear sin una heredera del trono, y transcurrieron dos años antes de que Morgase, de la casa Trakand, ocupara el solio. Fuera de Andor, a este conflicto se lo conoce como la Tercera Guerra de Sucesión de Andor.

Sul’dam: Literalmente, Asidora de la Correa. Es el término seanchan para designar a una mujer que ha superado las pruebas que demuestran que es capaz de llevar el brazalete de un a’dam y controlar, por consiguiente, a una damane. A las jóvenes seanchan se les hacen pruebas para esta habilidad al mismo tiempo y a la misma edad que se realizan para las damane. En Seanchan se considera un honor desempeñar este cometido, que confiere una posición respetable en la sociedad. Muy pocas personas saben que las sul’dam son, de hecho, mujeres a quienes se podría enseñar a encauzar. (Véanse a’dam; damane y seanchan.)

Suroth, Augusta Señora: Una aristócrata seanchan de alta alcurnia.

Sursa: Pareja de finos palillos que se utiliza en Arad Doman como utensilio para comer, en lugar del tenedor.

Tabaco: Una hierba, cultivada en muchas naciones, cuyas hojas, una vez secas y curadas, se queman en recipientes de madera llamados pipas, mediante los cuales se inhala el humo producido.

Taborwin, Breane: En tiempos una aburrida noble de Cairhien que ahora, tras perder fortuna y posición social, no sólo es una sirvienta sino que mantiene una relación sentimental seria con un hombre al que antaño habría mirado con desprecio.

Taborwin, Dobraine: Un señor noble cairhienino que actualmente ejerce como Administrador del Dragón Renacido en Cairhien.

Tai’shar: En la Antigua Lengua, «De la auténtica estirpe de».

Talentos: Habilidades en el uso del Poder Único en áreas concretas. La aptitud en los distintos Talentos varía mucho de una persona a otra y rara vez guarda relación con la fuerza de la habilidad de encauzar de esa persona. Hay Talentos mayores, de los cuales el más conocido es, por supuesto, la Curación. Otros ejemplos son la Danza de las Nubes, o control del tiempo atmosférico, y el Canto de la Tierra, que supone controlar los movimientos de la tierra, como por ejemplo prevenir u ocasionar terremotos o avalanchas. También existen los Talentos menores, a los que rara vez se les da nombre, tales como la habilidad de ver la condición de ta’veren de una persona o copiar el efecto de alterar el destino de los ta’veren, bien que en una área pequeña y localizada que rara vez cubre más de unos cuantos metros cuadrados. En la actualidad muchos de los Talentos sólo se conocen de nombre y a veces con descripciones vagas. Algunos, como el Viaje (la capacidad de desplazarse de un sitio a otro sin cruzar el espacio que media entre ellos), empiezan a descubrirse de nuevo recientemente. Otros, como la Predicción (la posibilidad de prever acontecimientos futuros, pero de una manera general) y el Ahondamiento (la localización de minerales metalíferos y posiblemente su extracción de la tierra) se dan en muy contadas ocasiones. Otro Talento que se tenía por perdido desde hace tiempo es el del Sueño, en el que se incluye, entre otras cosas, la interpretación de los sueños de la Soñadora para augurar eventos futuros de una manera más específica que en el caso de la Predicción. Algunas Soñadoras estaban dotadas para entrar en el Tel’aran’rhiod, el Mundo de los Sueños, y se dice que incluso en los sueños de otras personas. La última Soñadora conocida fue Corianin Nedeal, que falleció en el 526 NE, pero actualmente hay otra, si bien su condición es conocida por pocas personas. (Véase Tel’aran’rhiod)

Tallanvor, Martyn: Lugarteniente de la Guardia Real. Ama a Morgase más que a su propia vida o a su honor. (Véase Morgase.)

Ta’maral’ailen: En la Antigua Lengua, «Trama del Destino». Un gran cambio en el Entramado de una Era, centrado alrededor de una o varias personas que sean ta’veren. (Véase Entramado de una Era y ta’veren.)

Tanchico: Capital de Tarabon. (Véase Tarabon)

Tanreall, Artur Paendrag: Véase Hawkwing, Artur.

Tar Valon: Una ciudad asentada en una isla del río Erinin. El centro del poder de las Aes Sedai y ubicación de la Sede Amyrlin.

Tarabon: Nación bañada por el Océano Aricio. En otros tiempos un país con gran desarrollo comercial, exportador, entre otros productos, de alfombras, tintes y fuegos artificiales producidos por la Corporación de Iluminadores. En decadencia y debilitada por los estragos de una guerra civil y las contiendas entabladas contra Arad Doman y los partidarios del Dragón Renacido, era una «fruta madura» a la llegada de los seanchan, que ahora ejercen un férreo control sobre esta nación ocupada. Destruyeron la casa capitular que tenía la Corporación de los Iluminadores y a casi todos sus miembros los hicieron da’covale. La mayoría de los taraboneses parecen estar agradecidos de que los seanchan hayan restablecido el orden, y puesto que les permiten seguir adelante con sus vidas sin apenas interferir, no desean entablar más batallas para intentar expulsar a los seanchan de su nación. No obstante, hay algunos nobles y soldados que se mantienen fuera de la esfera de influencia seanchan y que están luchando para recuperar su tierra.

Tarmon Gai’don: La última Batalla. (Véanse Dragón, Profecías del y Cuerno de Valere.)

Ta’veren: Una persona en torno a la cual la Rueda del Tiempo teje los hilos vitales de quienes se hallan a su alrededor, quizá de la totalidad de los hilos de las vidas, para formar una Trama del Destino. Se sabe muy poco de este tipo de tejido, salvo que parece, en muchos sentidos, una alteración del azar, de modo que lo que sólo es posible que ocurra, pasa, bien que únicamente en raras ocasiones. El efecto de este tejido es a veces muy localizado; por ejemplo, alguien influido por un ta’veren puede decir o hacer cosas que sólo habría dicho o hecho una vez entre un millón encontrándose en esas mismas circunstancias, o tienen lugar sucesos que parecen imposibles, como que un niño se precipite desde una torre de treinta metros y salga indemne de la caída. Otras veces los efectos parecen extenderse de modo que influyen en la propia historia, aunque a menudo es a través de los efectos localizados. Se cree que ésta es la verdadera razón de que nazcan ta’veren, a fin de que cambien la historia y devuelvan el equilibrio a los giros de la Rueda.

Tear: Una nación a orillas del Mar de las Tormentas y su capital, una gran ciudad portuaria. El emblema de Tear son tres lunas crecientes sobre un fondo mitad rojo y mitad dorado. (Véase Ciudadela de Tear.)

Tejedora Mayor: Título que ostenta la cabeza del Ajah Amarillo. Dicha posición la ocupa Suana Dragand en la actualidad, en la Torre Blanca. Suana Sedai es una de las únicas dos cabezas de Ajah que ocupan actualmente un escaño en la Antecámara de la Torre. Entre las Aes Sedai rebeldes, es Romanda Cassin quien ostenta dicho cargo.

Telamon, Lews Therin: Véase Dragón, el.

Tel’aran’rhiod: En la Antigua Lengua, «el Mundo Invisible» o «el Mundo de los Sueños». Un mundo entrevisto en sueños que, según las creencias de los antiguos, impregnaba y rodeaba el resto de los mundos posibles. Muchas personas pueden entrar durante unos segundos en el Tel’aran’rhiod mientras duermen, pero son muy pocas las que han tenido la habilidad de entrar en él a voluntad. A diferencia de los sueños comunes, lo que les ocurre a los seres vivos en el Mundo de los Sueños es real; una herida recibida allí seguirá existiendo al despertar, y quien muera allí ya no despertará. Aparte de eso, no obstante, lo que se haga allí no tiene ningún tipo de consecuencias en el mundo de vigilia.

Ter’angreal: Una clase específica de los objetos que quedaron de la Era de Leyenda que utilizan el Poder Único. A diferencia de los angreal y sa’angreal, cada ter’angreal fue creado para realizar una función concreta. Las Aes Sedai usan algunos de ellos, pero desconocen los cometidos originales de la gran mayoría. Unos requieren que se encauce para funcionar, mientras que otros puede utilizarlos cualquier persona. Algunos causan la muerte o destruyen la capacidad para encauzar de cualquier mujer que los utilice. Como ocurre con los angreal y los sa’angreal, su método de elaboración se desconoce desde el Desmembramiento del Mundo. (Véanse angreal y sa’angreal.)

Términos Aiel de parentesco: Las relaciones familiares Aiel se expresan de formas complejas que resultan muy enrevesadas para los forasteros, pero que los Aiel consideran precisas. Unos cuantos ejemplos bastarán para demostrarlo, ya que sería necesario todo un libro para dar una explicación completa. Primer hermano y primera hermana son aquellos que tienen la misma madre. Segundo hermano y segunda hermana se refieren a los hijos de la primera hermana o primer hermano de la madre de uno, mientras que las madres segundas y los padres segundos son hermanas primeras y hermanos primeros de la madre de uno. Abuelo y abuela se refieren al padre o la madre de la madre de uno, mientras que a los padres del padre de uno se los llama abuelo segundo y abuela segunda; uno está más próximo, en términos consanguíneos, a la madre que al padre. A partir de ahí, las otras categorías de parentescos se van complicando más y más, embrollándose por factores tales como la posibilidad de que unos amigos íntimos se adopten entre sí como hermanos primeros o hermanas primeras. También se considera la alternativa de que unas mujeres Aiel que sean amigas íntimas a veces se casen con el mismo nombre, convirtiéndose de ese modo en hermanas conyugales, y si además se unen en matrimonio entre sí al igual que con él, entonces la relación es incluso más enrevesada.

Thakan’dar: Un valle eternamente cubierto de niebla situado bajo las laderas de Shayol Ghul.

Thom Merrilin: Un juglar muy poco corriente y viajero empedernido. (Véase juglar y Merrilin, Thom.)

Tia avende alantin: Hermano de los Árboles.

Tia mi aven Moridin isainde vadin: En la Antigua Lengua, «La tumba no constituye una frontera a mi llamada». Inscripción del Cuerno de Valere. (Véase Cuerno de Valere.)

Tierras Fronterizas, las: Las naciones que bordean la Gran Llaga: Saldaea, Arafel, Kandor y Shienar. Su historia es una sucesión continua de ataques y guerras contra trollocs y Myrddraal. (Véase Gran Llaga, la.)

Tierras Malditas: Las tierras desoladas que rodean Shayol Ghul, al otro lado de la Gran Llaga.

Tigraine: Siendo heredera del trono de Andor, tomó por esposo a Taringail Damodred y dio a luz a su hijo Galadedrid. Su desaparición en el 972 NE, ocurrida poco después de la de su hermano Luc, acaecida en la Llaga, desembocó en las luchas llamadas de Sucesión de Andor y en los sucesos que tuvieron lugar en Cairhien, los cuales desencadenaron finalmente la Guerra de Aiel. Su emblema era una mano de mujer asiendo un espinoso tallo de rosa coronado con una flor blanca.

Tocón, el: Asamblea pública de los Ogier. Las asambleas pueden ser de un único stedding o de varios y las preside el Consejo de Mayores de un stedding, pero sólo un Ogier adulto puede hablar ante el Tocón o elegir a un letrado para que lo represente. Estas asambleas suelen celebrarse en el tocón más grande de un stedding y en ocasiones duran varios años. Cuando surge un problema que afecta a todos los Ogier, se convoca el Gran Tocón y a él acuden Ogier de todos los steddings para deliberar sobre el asunto en cuestión. Los steddings se turnan para ser el anfitrión que acoge la celebración del Gran Tocón.

Torre Blanca: El palacio de la Sede Amyrlin de Tar Valon y lugar donde se lleva a cabo la formación de las Aes Sedai. Sede donde radica el poder de las Aes Sedai, localizada en el centro de la gran ciudad insular de Tar Valon.

Torre de los Cuervos, la: La prisión central imperial de Seanchan. Situada en la capital, Seandar, sirve de cuartel general a los Buscadores de la Verdad. En su interior, se encarcela, interroga y ejecuta a miembros de la Sangre, aunque tanto el interrogatorio como la ejecución deben realizarse sin derramar una gota de su sangre. (Véase Buscadores.)

Torres de Medianoche, las: Trece fortalezas de mármol negro sin pulir situadas en Imfaral, Seanchan. Durante la Consolidación de Seanchan fueron el centro del poder militar, y allí tuvo lugar la última batalla de dicha Consolidación, que aupó a los descendientes de Hawkwing al poder. Desde entonces permanecen deshabitadas. Cuenta la leyenda que, en tiempos de extrema necesidad, la familia imperial regresará a las Torres de Medianoche para «rectificar los yerros». (Véase Consolidación.)

Traidor de la Esperanza: Véase Ishamael.

Trama del Destino: Un gran cambio en el Entramado de una Era, centrado en torno a una o varias personas que son ta’veren. (Véase ta’maral’ailen.)

Trollocs: Criaturas del Oscuro, creadas durante la Guerra de la Sombra. De elevada estatura y depravados en extremo, son una deforme mezcolanza de animal y materia humana, y matan por el mero placer de dar muerte. Astutos, engañosos y traidores, únicamente pueden confiar en ellos quienes les infunden temor. Son omnívoros y comen todo tipo de carne, incluyendo la humana y la de sus propios congéneres. Siendo de origen parcialmente humano, pueden cruzarse con la raza humana, pero la descendencia suele nacer muerta o perecer a los pocos meses. Están divididos en bandas de carácter tribal, entre las principales de las cuales se encuentran los Ahf’frait, Al’ghol, Bhan’sheen, Dha’vol, Dhai’mon, Dhjin’nen, Ghar’ghael, Ghob’hlin, Gho’hlem, Ghraem’lan, Ko’ bal y Kno’ mon.

Tuatha’an: Un pueblo nómada, también conocido como los gitanos y el Pueblo Errante, que vive en carromatos pintados con abigarrados colores y sigue una ideología pacifista llamada la Filosofía de la Hoja. Los cacharros que arreglan los Tuatha’an suelen quedar como nuevos, pero el Pueblo Errante está proscrito en algunos pueblos debido a los rumores que corren, según los cuales raptan a los niños e intentan convertir a los jóvenes a sus creencias. Se cuentan entre los pocos que pueden cruzar el Yermo de Aiel sin ser molestados, pues los Aiel evitan todo contacto con ellos.

Turak, Augusto Señor de la casa Aladon: Un seanchan de alta alcurnia, dirigente de los Hailene. (Véanse seanchan y Hailene.)

Unidades de peso: 10 onzas = 1 libra; 10 libra = 1 estón; 1 estón = 5 kg; 10 estones = 1 quintal (50 kg); 1 quintal métrico = 100 kg; 10 quintales métricos = 1 tonelada. (Estas medidas no se corresponden con las reales, sino que son invención de R. Jordán.)

Urdimbre de las Eras: Véase Gran Entramado, el y Entramado de una Era.

Valda, Elmon: Un capitán de los Hijos de la Luz, un hombre impaciente y radical, partidario del refrán «no se puede hacer tortilla sin romper huevos» y que cree que en ocasiones es necesario prender fuego al granero para librarse de las ratas. Se considera a sí mismo una persona práctica y aprovechará cualquier situación ventajosa que se le presente. Está convencido de que Rand al’Thor no es más que un títere de la Torre Blanca y que seguramente ni siquiera puede encauzar. El odio a los Amigos Siniestros (lo que, por supuesto, incluye a las Aes Sedai) es el pilar fundamental de su vida. (Véase Hijos de la Luz.)

Verin Mathwin: Una Aes Sedai del Ajah Marrón a quien se vio por última vez en Dos Ríos con la supuesta misión de buscar jóvenes a las que poder enseñar a encauzar. (Véase Ajah.)

Viajes de Jain el Galopador, Los: Un libro muy conocido de viajes y observaciones, obra de un prestigioso escritor y viajero malkieri. Se imprimió por primera vez en el 968 NE y desde entonces se ha seguido publicando ininterrumpidamente. Jain el Galopador desapareció poco después de terminada la Guerra de Aiel y casi todo el mundo lo da por muerto.

Viejo Siniestro: Véase Oscuro.

Vigilantes sobre las Olas: Un grupo que profesa la creencia de que los ejércitos que envió Artur Hawkwing al otro lado del Océano Aricio regresarán un día, por lo cual mantienen vigilancia en la ciudad de Falme, situada en la Punta de Toman.

Yermo de Aiel: El inhóspito, accidentado y casi estéril país situado al este de la Columna Vertebral del Mundo, y al que los Aiel llaman la Tierra de los Tres Pliegues. Son pocos los forasteros que se aventuran en él, no sólo porque casi le es imposible encontrar agua allí a alguien que no ha nacido en aquel terreno, sino además porque los Aiel se consideran en guerra con todos los otros pueblos y no reciben con buenos ojos a los extranjeros. Los buhoneros, los juglares y los Tuatha’an son los únicos a quienes se les permite entrar libremente, aunque los Aiel evitan todo contacto con estos últimos, a los que llaman «los Errantes». No se conoce la existencia de ningún mapa del Yermo.

Zahorí: En los pueblos, una mujer elegida por el Círculo de Mujeres para ocuparse de su dirección por su sabiduría como curandera, su habilidad para predecir el tiempo y su sentido común. Una posición de gran responsabilidad y autoridad, tanto real como supuesta. Generalmente su importancia se considera equiparable a la del alcalde y, en algunas localidades, incluso superior. A diferencia del alcalde, la Zahorí es designada de por vida y es muy raro que alguna de ellas sea destituida de su cargo antes de morir. Casi tradicionalmente en conflicto con la figura del alcalde. Según los países, su función se designa con nombres distintos, como Guía, Curandera, Mujer Sabia, Sabia o Indagadora. (Véase Círculo de Mujeres.)