Tras el ataque en el Palacio del Sol, Rand viaja con Min dejando pistas falsas a sus perseguidores. En Cairhien, Cadsuane continúa preparando la estrategia para la Última Batalla.

Perrin organiza el rescate de Faile y en Tar Valon se suceden las intrigas de la Torre Blanca. Los seanchan han conquistado Ebou Dar y Mat se encuentra atrapado allí junto a sus compañeros. Mientras se encuentra convaleciente, planea su fuga, para lo que aprovechará la ausencia de Tylin. La situación se complica cuando se ve forzado a ayudar a tres Aes Sedai a las que las Suldam todavía no han detectado.

Robert Jordan

El corazón del invierno

Siempre para Harriet,

siempre

Los sellos que frenan la noche se debilitarán, y en lo más crudo del invierno nacerá el corazón del invierno entre gemidos y rechinar de dientes, porque el corazón del invierno cabalgará en un corcel negro, y su nombre es Muerte.

Fragmento de El Ciclo Karaethon: Las Profecías del Dragón

Prologo

Nieve

Tres linternas irradiaban una luz titilante, más que suficiente para alumbrar el pequeño y austero cuarto con las paredes y el techo pintados en blanco, si bien Seaine mantenía la mirada prendida en la pesada puerta de madera. Sabía que era ilógico, un comportamiento estúpido en una Asentada del Ajah Blanco. El tejido de saidar que había extendido alrededor del marco de la puerta le llevaba de vez en cuando el distante rumor de pisadas en el laberinto de corredores de allá arriba, un rumor que se apagaba casi en el mismo instante de oírse. Era un tejido sencillo que le había enseñado una amiga en sus lejanos días como novicia, pero que le advertiría de la presencia de alguien mucho antes de que se acercara allí. De todos modos, eran contadas las personas que bajaban a tanta profundidad, al segundo sótano.

Su tejido captó lejanos chirridos de ratas. ¡Luz! ¿Cuánto hacía que había ratas en Tar Valon, en la propia Torre? ¿Serían algunas de ellas espías del Oscuro? Se lamió los labios con nerviosismo. En eso la lógica no contaba para nada. Cierto. Aunque ilógico. Le entraron ganas de echarse a reír. Merced a un gran esfuerzo consiguió controlarse para no caer en la histeria. Tenía que pensar en otra cosa que no fuesen ratas. Algo distinto… Un chillido amortiguado sonó en el cuarto, a su espalda, y se convirtió en un llanto apagado. Intentó hacer oídos sordos. ¡Concentración!

En cierto modo, lo que había llevado a sus compañeras y a ella hasta ese cuarto era que las cabezas de los Ajahs parecían estar reuniéndose en secreto. Ella misma había atisbado a Ferane Neheran hablando en voz baja con Jesse Bilal en un rincón apartado de la biblioteca, y, si bien Jesse no dirigía a las Marrones, sí ocupaba un puesto muy relevante en su Ajah. Creía que pisaba terreno más firme respecto a Suana Dragand, de las Amarillas. Eso creía. Pero ¿por qué Ferane había ido a pasear con Suana por una zona retirada del recinto de la Torre, ambas envueltas en capas corrientes? Las Asentadas de diferentes Ajahs aún hablaban abiertamente unas con otras, aunque con frialdad. Las demás habían visto cosas por el estilo; no mencionaban nombres de sus propios Ajahs, naturalmente, pero dos habían mencionado a Ferane. Todo aquello era un enigma perturbador. Actualmente la Torre era un pantano en ebullición; cada Ajah se llevaba como el perro y el gato con todos los demás y, sin embargo, las cabezas de éstos se reunían en los rincones. Nadie que no perteneciese a un Ajah sabía con certeza quién era la que lo dirigía, pero por lo visto ellas sí se conocían entre sí. ¿Qué se traerían entre manos? ¿Qué? Por desgracia no podía preguntárselo a Ferane así, sin más; aun en el caso de que Ferane fuese tolerante con las preguntas de cualquiera, no se habría atrevido. Ahora no.

Por muy concentrada que estuviera, Seaine no podía apartar de su mente aquella pregunta. Sabía que, si tenía la mirada fija en la puerta y le daba vueltas y vueltas a incógnitas que no podía resolver, era sólo para no mirar a su espalda. A la fuente de aquellos sollozos ahogados y gemidos amortiguados.

Como si pensar en esos sonidos la obligase a hacerlo, miró lentamente hacia atrás, a sus compañeras, y a medida que giraba la cabeza centímetro a centímetro, su respiración se tornó más irregular. Estaba nevando copiosamente sobre Tar Valon, pero la atmósfera del cuarto parecía inexplicablemente calurosa. Se obligó a mirar, a ver.

Con el chal de flecos marrones echado sobre los antebrazos, Saerin se encontraba de pie, los pies bien plantados y toqueteando la empuñadura de la daga altaranesa que llevaba metida en el cinturón. Una fría cólera le ensombrecía la tez olivácea, hasta el punto de que la cicatriz de su mandíbula resaltaba como una línea pálida. A primera vista, Pevara parecía más tranquila, pero asía prietamente la falda de bordados rojos con una mano mientras que en la otra sostenía la lisa y blanca Vara Juratoria como si fuese un garrote que estuviera dispuesta a utilizar como tal. Quizá lo estaba realmente; Pevara era mucho más dura de lo que sugería su complexión regordeta y lo bastante resuelta para que Saerin pareciese apocada en comparación.

Al otro lado de la Silla del Arrepentimiento, la diminuta Yukiri se ceñía fuertemente con los brazos; los largos flecos gris plateados de su chal se sacudían, denotando los temblores de su cuerpo. Yukiri echaba miradas preocupadas a la mujer que estaba de pie a su lado, Doesine. Esta, que más parecía un chico guapo que una hermana Amarilla de considerable renombre, no mostraba reacción alguna por lo que hacían. De hecho era la que manejaba los tejidos que se extendían hacia la Silla, y miraba fijamente el ter’angreal, concentrada en su trabajo con tal intensidad que el sudor le perlaba la frente. Todas ellas eran Asentadas, incluida la mujer alta que se retorcía en la Silla.

Talene estaba empapada de sudor, con el dorado cabello apelmazado y la ropa interior tan húmeda que se le pegaba al cuerpo. Sus otras ropas se amontonaban en un rincón. Sus párpados cerrados aleteaban y la mujer emitía una incesante sucesión de gemidos, lloriqueos y súplicas masculladas. Seaine sintió revuelto el estómago, pero fue incapaz de apartar los ojos de ella. Talene era una amiga. Había sido una amiga.

A despecho de su nombre, el ter’angreal no se parecía en absoluto a una silla; era simplemente un bloque rectangular que semejaba mármol gris. Nadie sabía de qué estaba hecho, pero el material era duro como el acero excepto la inclinada parte superior. La escultural Verde se hundía un poco en esa superficie que, de algún modo, se amoldaba a su cuerpo por mucho que se retorciese. El tejido de Doesine entraba por la única irregularidad de la Silla, un hueco rectangular del tamaño de la palma de una mano, en un lateral, con diminutas muescas repartidas de manera irregular a su alrededor. A los delincuentes atrapados en Tar Valon se los conducía allí abajo para someterlos a la Silla del Arrepentimiento y hacerles experimentar las consecuencias de sus actos, cuidadosamente seleccionadas. Cuando se los liberaba, abandonaban invariablemente la isla. En Tar Valon se cometían pocos delitos. Conteniendo la náusea, Seaine se preguntó si el uso que le daban a la Silla guardaría alguna relación con el que tenía en la Era de Leyenda.

—¿Qué está… viendo? —La pregunta le salió en un susurro a despecho de sí misma. Ver no sería lo único que Talene estaría experimentando; para ella, todo parecería real. Gracias a la Luz que no tenía Guardián, algo inusitado en una Verde. Había argumentado que una Asentada no lo necesitaba, pero ahora eran otras las razones que justificaban su proceder.

—La están flagelando unos jodidos trollocs —respondió Doesine con voz ronca. Un cierto dejo cairhienino había aparecido en su acento, cosa que rara vez ocurría salvo si se encontraba en tensión—. Cuando haya acabado… verá la olla de los trollocs con agua hirviendo sobre la lumbre, y a un Myrddraal observándola fijamente. Sabrá que lo siguiente que le pasará será lo uno o lo otro. Maldición, si ahora no se desmorona… — Doesine se limpió el sudor de la frente con gesto irritado e inhaló entrecortadamente—. Y deja de distraerme. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que hice esto.

—Ya es la tercera intentona —rezongó Yukiri—. ¡Hasta el soldado más duro se viene abajo al cabo de dos, aunque sólo sea por la propia culpa! ¿Y si es inocente? ¡Luz, es como robar ovejas a la vista del pastor! —Aunque temblorosa, se las arreglaba para tener un aire regio, si bien siempre hablaba como lo que había sido: una pueblerina. Dirigió una mirada iracunda a las demás, un tanto malograda por la sensación de náusea que se reflejaba en su semblante—. La ley prohíbe utilizar la Silla con iniciadas. ¡Nos destituirán a todas como Asentadas! Y, si expulsarnos de la Antecámara no es suficiente, probablemente nos exilien. ¡Y antes nos flagelarán con la vara, para mayor escarmiento! ¡Maldita sea, si nos hemos equivocado, nos podrían neutralizar a todas!

Seaine se estremeció. De eso último escaparían si sus sospechas resultaban ser ciertas. No; sospechas no. Certezas. ¡Tenían que estar en lo cierto! Pero, aun así, Yukiri tenía razón en lo demás. La ley de la Torre rara vez tenía en cuenta situaciones de necesidad o cualquier supuesto fin con más altas miras. Sin embargo, si lo que creían era verdad, merecería la pena pagar el precio. ¡Oh, por favor, quisiera la Luz que estuvieran en lo cierto!

—¿Estás ciega o sorda? —espetó Pevara mientras sacudía la Vara Juratoria ante Yukiri—. Rehusó prestar de nuevo el Juramento de no decir una palabra que no fuese verdad, y no puede achacarse simplemente al estúpido orgullo del Ajah Verde una vez que todas lo habíamos hecho ya. ¡Cuando la escudé, intentó acuchillarme! ¿Acaso eso clama su inocencia? ¿Lo hace? ¡Que ella supiera, intentábamos simplemente hablar hasta que se nos secara la lengua! ¿Qué razones tenía para esperar que hubiese algo más?

—Gracias a ambas por exponer lo que es obvio —intervino Saerin en tono seco— Demasiado tarde ya para dar marcha atrás, Yukiri, así que mejor será que sigamos adelante con ello. Y yo que tú, Pevara, no le gritaría a una de las cuatro mujeres en toda la Torre en las que sé que puedo confiar.

Yukiri enrojeció y se ajustó el chal, mientras que Pevara parecía un tanto avergonzada. Un tanto. Todas eran Asentadas, pero no cabía duda de que Saerin había tomado el mando, y Seaine no estaba segura de lo que pensaba al respecto. Unas cuantas horas antes, Pevara y ella habían sido dos viejas amigas embarcadas en una peligrosa búsqueda, dos iguales que tomaban decisiones juntas; ahora tenían aliadas. Debería sentirse agradecida de contar con más compañeras. Sin embargo, no estaban en la Antecámara y en ese asunto no podían acogerse a sus derechos como Asentadas. Ahora lo que contaba era el orden jerárquico de la Torre, con todas las distinciones sutiles —y no tan sutiles— de quién estaba dónde respecto a quién. A decir verdad, Saerin había sido novicia y Aceptada el doble de tiempo que casi todas ellas, pero cuarenta años como Asentada, mucho más de lo que nadie había ocupado ese cargo, tenían mucho peso. Seaine tendría suerte si Saerin le pedía opinión, cuanto menos consejo, antes de tomar una decisión. No obstante, y aun comprendiendo que era una estupidez, saberlo la molestaba como una espina clavada en el pie.

—Los trollocs la arrastran hacia la olla —dijo de pronto Doesine con voz chirriante. Un débil quejido escapaba entre los dientes prietos de Talene; la mujer se sacudía con tal violencia que parecía trepidar—. Yo… No sé si puedo… Mierda, no sé si soy capaz de…

—Hazla volver a la realidad —ordenó Saerin sin molestarse siquiera en mirar a nadie para ver qué opinaban—. Deja de enfurruñarte, Yukiri, y estáte preparada.

La Gris le lanzó una mirada feroz, pero cuando Doesine soltó el tejido y los azules ojos de Talene se abrieron, el brillo del saidar envolvió a Yukiri, que sin pronunciar palabra escudó a la mujer tendida en la Silla. Saerin tenía el mando y todas lo sabían, punto. Sí, una espina muy afilada.

El escudo no era realmente necesario. Talene, con el rostro convertido en una máscara de terror, temblaba y jadeaba como si hubiese corrido kilómetros y kilómetros a toda velocidad. Seguía hundida en la suave superficie; pero, ahora que Doesine no encauzaba en ella, el ter’angreal no se adaptaba a su cuerpo. Talene miró fijamente el techo, con los ojos desorbitados, y después los cerró fuertemente, aunque enseguida los volvió a abrir. Fuesen cuales fuesen los recuerdos que surgían tras sus párpados, no deseaba enfrentarse a ellos.

Salvando en dos zancadas la distancia que la separaba de la Silla, Pevara presentó la Vara Juratoria a la angustiada mujer.

—Renuncia a todos los juramentos que te atan y presta de nuevo los Tres Juramentos, Talene —instó duramente.

La Verde se apartó de la Vara como si ésta fuese una serpiente venenosa, y luego se volvió bruscamente hacia el lado opuesto cuando Saerin se inclinó sobre ella.

—La próxima vez, Talene, es la olla lo que te espera. O las tiernas atenciones del Myrddraal. —El semblante de Saerin era implacable, pero en comparación su tono hacía que pareciese suave—. Nada de despertar antes de que ocurra. Y, si con eso no basta, habrá otra vez, y otra más. Tantas como sea necesario, aunque tengamos que quedarnos aquí hasta el verano.

Doesine abrió la boca para protestar, pero la cerró con una mueca. Era la única del grupo que sabía cómo hacer funcionar la Silla, pero su posición era tan baja como la de Seaine.

Talene seguía mirando fijamente a Saerin. Las lágrimas arrasaron sus grandes ojos, y la mujer rompió a llorar con sollozos hondos y desconsolados. Cegada por las lágrimas, extendió la mano y tanteó hasta que Pevara le puso la Vara Juratoria entre los dedos. A continuación, Pevara abrazó la Fuente y encauzó un fino flujo de Energía en la Vara. Talene la agarraba con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos, pero aun así no hizo otra cosa que sollozar.

—Me temo que hay que volver a dormirla, Doesine —dijo Saerin mientras se ponía derecha.

El llanto de Talene se redobló, pero entre sollozo y sollozo farfulló:

—Re… renuncio… a todos los juramentos… que me atan. —No bien acabó de pronunciar la última palabra, empezó a aullar.

Seaine dio un brinco de sobresalto y luego tragó saliva con esfuerzo. Sabía por propia experiencia el dolor que conllevaba retractarse de un único juramento, y había intentado imaginar el espantoso sufrimiento que sería renunciar a más de uno a la vez, pero ahora la realidad se mostraba ante ella. Talene gritó hasta que no le quedó aliento, y después cogió aire y volvió a chillar de tal modo que Seaine casi esperó que la gente bajase corriendo de la Torre para ver qué pasaba. La alta Verde se sacudió, agitando brazos y piernas, y luego su cuerpo se arqueó hasta que sólo los talones y la cabeza tocaron la gris superficie, los músculos agarrotados y todo el cuerpo contraído por violentos espasmos.

De manera tan repentina como se había iniciado el ataque, Talene se desplomó flojamente, desmadejada, y yació sollozando como una niña perdida. La Vara Juratoria escapó de su mano fláccida y rodó por la inclinada superficie gris. Yukiri murmuró algo que sonó como una ferviente plegaria. Doesine musitaba una y otra vez, con voz temblorosa: «Luz, Luz, Luz».

Pevara recogió la Vara y cerró los dedos de Talene sobre ella de nuevo. En la amiga de Seaine no había atisbo de compasión; no en aquel asunto.

—Ahora presta los Tres Juramentos —instó.

Durante un momento pareció que Talene iba a negarse, pero la mujer repitió lentamente los juramentos que las convertían en Aes Sedai y las mantenían unidas: no decir una sola palabra que no fuese verdad; no fabricar un arma con la que un hombre matase a otro; no utilizar jamás el Poder Único como arma, salvo en defensa de su propia vida o de su Guardián o de otra hermana. Al final, empezó a llorar en silencio, sacudiéndose sin emitir sonido alguno. Quizás eran los juramentos, mientras se ceñían a ella. Nada más haberlos prestado se experimentaba una sensación desagradable. Quizá.

Entonces Pevara le dijo el otro juramento que se le exigía. Talene se encogió, pero pronunció las palabras en un tono de total desesperanza:

—Juro obedeceros a las cinco sin reservas. —Sus ojos miraban al frente con fijeza, vidriosos, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.

—Respóndeme con la verdad —le dijo Saerin—. ¿Eres del Ajah Negro?

—Lo soy. —Las dos palabras sonaron rechinantes, como si Talene tuviese la garganta oxidada.

La respuesta dejó paralizada a Seaine de un modo que jamás habría imaginado. Al fin y al cabo, se había lanzado a la caza del Ajah Negro y, a diferencia de muchas otras hermanas, creía en su existencia. Había puesto las manos en otra hermana, en una Asentada; había ayudado a conducir a Talene por los desiertos pasillos del sótano, envuelta en flujos de Aire; había roto una docena de leyes de la Torre; había cometido graves delitos. Y todo para escuchar una respuesta de la que casi había estado segura antes de que se hiciese la pregunta. Ahora ya la había oído. El Ajah Negro existía. Ante ella tenía a una hermana Negra, una Amiga Siniestra que llevaba el chal. Y el hecho de creerlo resultaba ser una pálida sombra del hecho de afrontarlo. Apretó las mandíbulas hasta que casi se le quedaron encajadas, para que los dientes no le castañetearan. Se esforzó por recobrar el control de sí misma, por pensar de un modo racional. Pero las pesadillas habían despertado y caminaban por la Torre.

Alguien exhaló con fuerza, soltando de golpe el aire, y Seaine comprendió que no era la única que se encontraba con su mundo vuelto del revés. Yukiri se sacudió y después clavó los ojos en Talene, como decidida a mantenerla escudada por pura fuerza de voluntad si era preciso. Doesine se lamía los labios y se alisaba la falda de color dorado oscuro con aire vacilante. Sólo Saerin y Pevara parecían tranquilas.

—Bien —dijo suavemente Saerin. Quizá «débilmente» fuera más apropiado—. Bien. El Ajah Negro. —Inhaló hondo, y su tono adquirió un timbre enérgico—. Ya no es necesario el escudo, Yukiri. Talene, no intentarás escapar ni presentar ningún tipo de resistencia. No tocarás la Fuente sin antes tener permiso de una de nosotras. Aunque supongo que serán otras quienes se ocupen de esto una vez que te entreguemos. Yukiri…

El escudo que aislaba a Talene se disipó, pero el brillo del saidar siguió envolviendo a Yukiri, como si la mujer no se fiara de la eficacia de la Vara en una hermana Negra.

—Antes de entregársela a Elaida, Saerin, quiero sacarle todo lo que podamos —adujo Pevara, fruncido el ceño—. Nombres, lugares, cualquier dato. ¡Todo lo que sabe!

Unos Amigos Siniestros habían acabado con toda la familia de Pevara, y Seaine estaba convencida de que la Roja se exiliaría con tal de dar caza, personalmente, a todas y cada una de las hermanas Negras. Todavía acurrucada en la Silla, Talene soltó lo que era en parte una risa amarga y en parte un sollozo.

—Cuando hagáis eso, estaremos todas muertas. ¡Muertas! ¡Elaida es del Ajah Negro!

—¡Eso es imposible! —barbotó Seaine—. La propia Elaida me dio la orden.

—Tiene que serlo —musitó Doesine—. Talene ha vuelto a prestar los juramentos, ¡y acaba de pronunciar su nombre!

Yukiri asintió con vehemencia.

—Utilizad la cabeza —gruñó Pevara con un gesto de desdén—. Sabéis tan bien como yo que si creéis en una mentira podéis decirla como si fuese verdad.

—Y eso sin duda es cierto —manifestó firmemente Saerin—. ¿Qué pruebas tienes, Talene? ¿Has visto a Elaida en vuestras… reuniones? —Asió con tanta fuerza la empuñadura del cuchillo que llevaba en el cinturón, que los nudillos se le pusieron blancos. Saerin había tenido que esforzarse con más empeño que la mayoría para alcanzar el chal y quedarse en la Torre. Para ella, la Torre era más que su hogar, más importante que su propia vida. Si Talene daba la respuesta equivocada, tal vez Elaida no viviese para ser sometida a juicio.

—No celebramos reuniones —masculló hoscamente Talene—. Excepto el Consejo Supremo, supongo. Pero tiene que serlo. Están enteradas de todos los informes que recibe, incluso los secretos, hasta la última palabra que se habla con ella. Conocen todas las decisiones que toma antes de que se anuncien. Días antes, a veces semanas. ¿Cómo podrían saberlo a menos que se lo cuente ella? —Se sentó incorporada con esfuerzo e intentó clavar una mirada intensa en cada una de las mujeres, pero sólo consiguió que pareciera que sus ojos iban de una a otra con ansiedad—. Tenemos que huir, hemos de encontrar un sitio donde ocultarnos. Os ayudaré, os contaré todo lo que sé, ¡pero, a menos que huyamos, nos matarán!

Curioso, pensó Seaine, la rapidez con que Talene había pasado a referirse a sus anteriores compinches como «ellas» e intentaba identificarse con el grupo. No. Fijarse en esos detalles era una excusa para eludir el verdadero problema, y hacer tal cosa era una estupidez. ¿Realmente Elaida le había ordenado rastrear al Ajah Negro? No había mencionado el nombre en ningún momento. ¿Se habría referido a otra cosa? Elaida había arremetido siempre contra cualquiera que mencionase el Ajah Negro. Casi todas las hermanas harían lo mismo, pero…

—Elaida ha demostrado que es una necia —manifestó Saerin—, y en más de una ocasión he lamentado haberle dado mi apoyo, pero no creo que pertenezca al Ajah Negro; no sin tener más pruebas.

Prietos los labios, Pevara asintió mostrándose de acuerdo. Como Roja que era, exigiría algo más contundente que una suposición.

—Quizá sea como dices, Saerin —intervino Yukiri—, pero no podemos retener a Talene mucho más antes de que las Verdes empiecen a preguntarse dónde está. Por no mencionar a las… las Negras. Más vale que decidamos enseguida qué hacer, o seguiremos cavando el fondo del pozo cuando descarguen las lluvias.

Talene dirigió a Saerin una débil sonrisa que probablemente tenía intención de ser obsequiosa, pero se borró ante el ceño de la Asentada Marrón.

—No podemos contarle nada a Elaida antes de que estemos en condiciones de inutilizar de un golpe a las Negras —adujo finalmente Saerin—. No discutas, Pevara; sabes que tengo razón. —Pevara alzó las manos y su expresión se tomó testaruda, pero no abrió la boca—. Si Talene está en lo cierto —continuó Saerin—, el Negro está al tanto de la misión de Seaine, o lo estará muy pronto, de modo que tenemos que velar por su seguridad todo lo posible. No resultará una tarea fácil, siendo sólo cinco. ¡Pero no podemos confiar en ninguna otra hasta estar seguras de su inocencia! Al menos tenemos a Talene, y ¿quién sabe lo que descubriremos antes de haberle sacado toda la información que tenga?

Talene intentó adoptar una expresión de estar más que dispuesta a que le sacaran lo que quisieran, pero nadie le prestaba atención. A Seaine se le había quedado seca la garganta.

—Puede que no estemos totalmente solas —comentó Pevara de mala gana—. Seaine, cuéntales tu pequeño ardid con Zerah y sus amigas.

—¿Qué? —Seaine dio un respingo—. Oh. Pevara y yo descubrimos un pequeño nido de rebeldes aquí, en la Torre —empezó en voz baja—. Diez hermanas enviadas para sembrar la discordia. —De modo que Saerin iba a asegurarse de que estuviera a salvo, ¿no? Sin preguntarle siquiera. Ella también era Asentada, y hacía casi cincuenta años que era Aes Sedai. ¿Qué derecho tenía Saerin o cualquiera para…?—. Pevara y yo hemos empezado a poner fin a eso. Ya hemos hecho que una de ellas, Zerah Dacan, preste el otro juramento, el mismo que prestó Talene, y le hemos ordenado que lleve a Bernaile Gelbarn a mis aposentos esta tarde, sin levantar sus sospechas. —Luz, cualquier hermana fuera de ese cuarto podía ser una Negra. Cualquiera—. Después utilizaremos a las dos para atraer a otra, hasta que las hayamos hecho jurar obediencia a todas. Por supuesto, les haremos la misma pregunta hecha a Zerah, la misma que le hemos hecho a Talene. —El Ajah Negro podía conocer su nombre ya, saber que se le había encargado darles caza. ¿Cómo podía mantenerla a salvo Saerin?—. A las que den la respuesta equivocada se las interrogará, y las que den la correcta podrán resarcirse en parte de su traición persiguiendo al Negro bajo nuestra dirección. —Luz, ¿cómo?

Cuando hubo acabado, las otras discutieron el asunto durante un rato, lo que sólo podía significar que Saerin no tenía claro qué decisión tomar. Yukiri insistió en entregar inmediatamente a Zerah y a sus cómplices a la ley, si es que podían hacerlo sin poner al descubierto su propia situación con Talene. Pevara argumentó a favor de utilizar a las rebeldes, aunque sin demasiado entusiasmo; la discordia que habían sembrado se centraba en repugnantes historias concernientes al Ajah Rojo y falsos Dragones. Doesine parecía sugerir que raptasen a todas las hermanas de la Torre y las obligaran a prestar el juramento extra, pero las otras tres apenas le prestaban atención.

Seaine no tomó parte en la discusión. Su reacción al aprieto en el que estaban fue la única posible, pensó. Tambaleándose, fue hacia un rincón y vomitó ruidosamente.

Elayne intentó no rechinar los dientes. Fuera, otra ventisca azotaba Caemlyn, oscureciendo el cielo de mediodía de tal manera que hubo que encender todas las lámparas de las paredes de la sala de estar.

Fuertes ráfagas de aire sacudían los cristales de las ventanas en arco. Los relámpagos alumbraban el exterior y los truenos retumbaban en lo alto. Una tormenta de nieve, la peor borrasca de invierno, la más violenta. En la sala no hacía frío precisamente, pero… Con las manos extendidas delante de los chisporroteantes leños del ancho hogar de mármol, aún podía sentir el helor traspasando las alfombras que cubrían el suelo, y también a través de sus escarpines de grueso terciopelo. El ancho cuello y los puños de piel de zorro negro que adornaban su vestido rojo y blanco eran bonitos, pero no estaba segura de que le procurasen mucho más calor que las perlas de las mangas. Rehusar que el frío la afectase no significaba que no fuese consciente de él.

¿Dónde se habría metido Nynaeve? ¿Y Vandene? Sus pensamientos bramaban como la tormenta en el exterior.

«¡Ya deberían estar aquí! ¡Luz! Yo deseando ser capaz de aguantar sin dormir, ¡y ellas tomándoselo con toda la calma del mundo!» No, eso era injusto. Habían pasado sólo cinco días desde su reclamación formal al Trono del León, y para ella todo lo demás tenía que quedar en un segundo plano de momento. Nynaeve y Vandene tenían otras prioridades; otras responsabilidades, a su modo de entender. Nynaeve estaba muy ocupada con Reanne y las demás componentes del Círculo de Labores de Punto para encontrar un modo de sacar a las Allegadas de las tierras controladas por los seanchan antes de que éstos las descubrieran y les pusieran el collar. Las Allegadas eran expertas en pasar inadvertidas, pero los seanchan no las dejarían en paz por ser espontáneas, como las Aes Sedai habían hecho siempre. Aparentemente, Vandene seguía conmocionada por la muerte de su hermana, apenas comía y no estaba en condiciones de dar consejos de ninguna clase. Lo de «comer apenas», era apropiado, pero descubrir a la asesina de su hermana la obsesionaba. Se suponía que caminaba por los pasillos sumida en el dolor a horas intempestivas, si bien en realidad buscaba el rastro de la Amiga Siniestra infiltrada entre ellas. Tres días antes, la mera idea habría hecho temblar a Elayne; ahora, era un peligro más entre muchos otros. Más próximo que la mayoría, cierto, pero no el único.

Se estaban ocupando de tareas importantes, aprobadas y respaldadas por Egwene, pero Elayne seguía deseando que se diesen prisa aunque pensar así fuese egoísta por su parte. Vandene era una excelente consejera, con la ventaja de su larga experiencia y sus conocimientos, y los años que Nynaeve había pasado tratando con el Consejo del Pueblo y el Círculo de Mujeres en Campo de Emond habían desarrollado en ella una gran intuición en asuntos de política, por mucho que la antigua Zahorí lo negase. «¡Demonios, tengo cientos de problemas, algunos aquí mismo, en palacio, y las necesito!» Si las cosas salían como quería, Nynaeve al’Meara se convertiría en la consejera Aes Sedai de la próxima reina de Andor. Necesitaba toda la ayuda que pudiera tener; ayuda de personas que gozaran de su confianza.

Serenando el gesto, se volvió de espaldas al crepitante fuego. Trece sillones de respaldo alto, de talla sencilla aunque realizada con pericia, formaban una herradura delante de la chimenea. Paradójicamente, el lugar de honor, donde la reina se sentaría si recibía allí, era el más alejado del calor del hogar. O del supuesto calor; porque, aunque la espalda empezó a calentársele inmediatamente, también el frío se dejó sentir enseguida por delante. Fuera, la nieva caía, el trueno retumbaba y el relámpago relumbraba. Igual que dentro de su cabeza. Calma. Una dirigente necesitaba tener tanta calma como una Aes Sedai.

—Hay que recurrir a los mercenarios —dijo, sin poder evitar que en su voz sonase una nota de pesar.

Los mesnaderos de sus heredades empezarían a llegar en el transcurso de un mes, en cuanto se enteraran de que seguía viva, pero ya habría entrado la primavera para cuando se hubiese reunido un número de hombres significativo, y los que Birgitte estaba reclutando necesitarían medio año o más para ser capaces de cabalgar y empuñar una espada al mismo tiempo.

—Y a Cazadores del Cuerno, si es que hay alguno que quiera firmar y jurar lealtad —añadió. Había muchos, tanto de los unos como de los otros, atrapados en Caemlyn por culpa del mal tiempo. Demasiados, a juicio de la mayoría de la gente, jaraneando, armando camorra y molestando a las mujeres que no querían tener nada que ver con sus atenciones. Al menos los tendría ocupados en algo provechoso, en poner fin a problemas en lugar de ocasionarlos. Ojalá no pensara que aún intentaba convencerse a sí misma de eso—. Será costoso, pero las arcas cubrirán el gasto. —Al menos durante un tiempo. No estaría de más empezar a recibir pronto ingresos de sus heredades.

Maravilla de maravillas, las dos mujeres que se encontraban de pie ante ella reaccionaron de un modo muy parecido.

Dyelin soltó un gruñido irritado. En el alto cuello de su vestido verde llevaba prendido un alfiler de plata, grande y redondo —labrado con el Búho y el Roble, emblema de la casa Taravin—, la única joya que lucía. Una exhibición de orgullo —quizá demasiado— por su casa; la Cabeza Insigne de la casa Taravin era una mujer absolutamente orgullosa. Hebras grises le surcaban el cabello dorado y unas finas arrugas se marcaban en el rabillo de sus ojos, pero su rostro era firme y su mirada penetrante. Tenía una mente agudísima, como el filo de una navaja de afeitar. O quizá de una espada. Era una mujer franca, o eso parecía, que no se guardaba sus opiniones.

—Los mercenarios conocen bien su trabajo —dijo, displicente—, pero son difíciles de controlar, Elayne. Cuando necesitas el toque ligero de una pluma, es probable que sean como un martillo, y cuando necesitas un martillo seguramente están en cualquier otra parte, y robando por si fuera poco. Son leales al oro, y sólo hasta que el oro dure. Eso, si no traicionan antes por más oro. A buen seguro que en esta ocasión lady Birgitte estará de acuerdo conmigo.

Cruzada de brazos y con los pies bien plantados, Birgitte torció el gesto, como hacía siempre cuando alguien utilizaba su nuevo título. Elayne le había concedido un predio tan pronto como llegaron a Caemlyn, donde podía registrarse a su nombre. En privado, Birgitte rezongaba constantemente por ello, y por el otro cambio que había sufrido su vida. Los pantalones azul celeste tenían el mismo corte que los que llevaba habitualmente, anchos y ajustados a los tobillos, pero la chaqueta corta, de color rojo, tenía cuello alto y puños blancos, ribeteados con trencilla dorada. Era lady Birgitte Trahelion y capitán general de la Guardia Real, y podía rezongar y quejarse todo lo que quisiera, siempre y cuando lo hiciera en privado.

—Lo estoy —gruñó de mala gana, y lanzó una mirada, no tan de soslayo, a Dyelin. El vínculo de Guardián le transmitió a Elayne lo que había estado percibiendo durante toda la mañana: frustración, irritación, determinación. Sin embargo, parte de aquello podría ser un reflejo de sí misma. Desde la vinculación, la una era el reflejo de la otra en un modo realmente sorprendente, tanto en lo emocional como en otras cosas. ¡Vaya, pero si hasta sus maldiciones habían cambiado para ser más acordes con las de la otra mujer!

La renuencia de Birgitte a aceptar la segunda alternativa en discusión era obviamente casi tan grande como su renuencia a manifestar su acuerdo con Dyelin.

—Los malditos Cazadores no son mucho mejor, Elayne —masculló—. Prestan el juramento como Cazadores del Cuerno para vivir aventuras y tener un lugar en la historia si es posible, no para sentar cabeza y hacer respetar la ley. La mitad son unos mojigatos altaneros que miran con arrogancia a todo el mundo, y el resto no se conforma con correr los riesgos que sean necesarios, sino que los va buscando. Y con que sólo surja un rumor sobre el Cuerno de Valere, tendrás suerte si únicamente dos de cada tres desaparecen de la noche a la mañana.

Dyelin esbozó una ligera sonrisa, como si le hubiese ganado una baza. El aceite y el agua no estaban a la altura de esas dos; tanto la una como la otra se entendían bien con casi todos los demás, pero por alguna razón podían ponerse a discutir sobre el color del carbón. Podían y lo hacían.

—Además, Cazadores y mercenarios, casi todos son forasteros. Y eso no sentará muy bien ni a las clases altas ni a las bajas. Nada bien. Sólo nos faltaba iniciar una rebelión.

Resplandeció un relámpago que iluminó fugazmente los cristales de las ventanas, y el retumbo de un trueno particularmente alto subrayó sus palabras. En el transcurso de un milenio, siete reinas de Andor habían sido derrocadas por una rebelión, y las dos que habían sobrevivido probablemente desearon no haberlo hecho.

Elayne reprimió un suspiro. En una de las mesitas auxiliares taraceadas, colocadas a lo largo de las paredes, había una pesada bandeja de plata labrada en la que habían dispuesto unas copas y una jarra de vino caliente con especias. Vino templado, a estas alturas. Encauzó brevemente Fuego, y un fino hilillo de vapor se alzó de la jarra. Recalentar el vino daba a las especias un sabor ligeramente amargo, pero valía la pena con tal de sentir en las manos el calor de la copa de plata. Sólo merced a un gran esfuerzo resistió la tentación de caldear el aire de la sala con el Poder, y soltó la Fuente; en cualquier caso, la temperatura no habría durado mucho a menos que mantuviese los tejidos. Había superado su renuencia a interrumpir el contacto con el Poder cada vez que utilizaba el saidar —bueno, hasta cierto punto—, pero últimamente el deseo de absorber más se volvía más intenso cada vez. Todas las hermanas tenían que enfrentarse a ese peligroso deseo. Con un gesto invitó a las otras a servirse la bebida en sus propias copas.

—Conocéis bien la situación —les dijo—. Sólo un necio no la consideraría apurada, y ninguna de vosotras es necia. —La Guardia Real era un mero vestigio de su pasada gloria, reducida a un puñado de hombres aceptables y el doble de camorristas y matones, más apropiados para echar de las tabernas a los borrachos o para que los echaran a ellos. Y, con la marcha de los saldaeninos y los Aiel, los actos delictivos estaban cundiendo con la pujanza de la hierba en primavera. Cualquiera habría imaginado que el frío y la nieve habrían sofocado su desarrollo, pero cada día traía nuevos robos, incendios provocados y cosas peores. La situación iba empeorando de día en día—. A este paso, tendremos disturbios en cuestión de semanas. Tal vez antes. Si soy incapaz de mantener el orden en la propia Caemlyn, la gente se volverá contra mí. —Si no podía mantener el orden en la capital, sería tanto como anunciar que no estaba capacitada para gobernar—. No me gusta recurrir a ellos, pero hay que hacerlo, y se hará. —Las otras dos mujeres abrieron la boca para seguir discutiendo, pero Elayne no les dio la oportunidad—. Y se hará —repitió, con firmeza en la voz.

La larga trenza de Birgitte se meció cuando la mujer sacudió la cabeza, mas a través del vínculo se transmitió una aceptación a regañadientes. Tenía un extraño concepto de la relación de ambas como Aes Sedai y Guardián, pero había aprendido a reconocer cuando Elayne no admitiría que la presionara. Lo había aprendido a su manera, claro. Estaba lo del predio y lo del título. Y lo de dirigir la Guardia Real. Y otros cuantos asuntillos.

Dyelin inclinó ligerísimamente la cabeza, y quizá dobló un tanto las rodillas; podría haberse interpretado como una reverencia, pero su expresión era pétrea. No estaba de más recordar que muchos de los que no querían a Elayne Trakand en el Trono del Sol sí querían en él a Dyelin Taravin. La mujer le había prestado todo su apoyo hasta ese momento, pero había pasado muy poco tiempo, se encontraban en los primeros compases de la lucha por el trono, y una vocecilla insistente no dejaba de susurrar en la mente de Elayne. ¿Estaría Dyelin esperando simplemente a que lo hiciera rematadamente mal antes de intervenir para «salvar» Andor? Alguien lo bastante prudente, lo bastante taimado, podría seguir esa táctica y quizás incluso tener éxito.

Elayne alzó la mano para frotarse la sien, pero rectificó e hizo como si se arreglase el cabello. Cuánto recelo, qué poca confianza. El Juego de las Casas había infectado Andor desde que ella lo había abandonado para ir a Tar Valon. Agradecía los meses que había pasado entre Aes Sedai por más razones que la de aprender a manejar el Poder. Para la mayoría de las hermanas el Da’es Daemar era un elemento tan esencial en sus vidas como respirar y comer. También agradecía las enseñanzas de Thom. Sin lo uno y lo otro seguramente no habría sobrevivido tanto tiempo tras su regreso. Quisiera la Luz que Thom estuviese a salvo, que él, Mat y los otros hubiesen escapado de los seanchan y se encontraran de camino a Caemlyn. Desde que se había marchado de Ebou Dar había rezado a diario para que fuese así, pero esa breve oración era para lo único que tenía tiempo actualmente.

Tomó asiento en el centro del arco, en el sillón de la reina, e intentó parecerlo, recta la espalda, la mano libre apoyada levemente en el brazo del sillón. «Parecer una reina no es suficiente —le había dicho a menudo su madre—, pero una mente lúcida, un conocimiento sólido de los asuntos y un corazón valeroso no dejarán de dar fruto si la gente no te ve como reina». Birgitte la observaba con intensidad, casi con recelo. ¡A veces el vínculo era en verdad un inconveniente! Dyelin se llevó la copa de vino a los labios.

Elayne respiró profundamente. Había enfocado este asunto desde todas las perspectivas que conocía, y no veía otro modo de abordarlo.

—Birgitte, para la primavera quiero que la Guardia Real sea un ejército que iguale a los que puedan reunir diez casas juntas, sean cuales sean, en un campo de batalla. —Seguramente no podría conseguirse, mas el simple hecho de intentarlo significaba conservar a los mercenarios que firmasen ahora y buscar más, incorporar a cualquier hombre que mostrase la más mínima inclinación. ¡Luz, qué enredo tan horroroso!

Dyelin se atragantó y los ojos se le desorbitaron; una rociada del oscuro vino salió de entre sus labios. Todavía tosiendo, sacó un pañuelo de puntillas de la manga y se enjugó la barbilla.

Una oleada de pánico surgió impetuosa a través del vínculo.

—¡Oh, así me abrase, Elayne, no dirás en serio que…! —exclamó Birgitte—. ¡Soy arquera, no un general! Es lo único que he sido siempre, ¿no lo entiendes? ¡Sólo hice lo que tenía que hacer, obligada por las circunstancias! De todos modos, ya no soy ella. ¡Sólo soy yo, y…! —No acabó la frase al comprender que había dicho más de la cuenta. Y no era la primera vez. Su rostro enrojeció, y Dyelin la miró con curiosidad.

Habían hecho correr la voz de que Birgitte era de Kandor, donde las mujeres llevaban ropas parecidas a las suyas, pero aun así saltaba a la vista que Dyelin sospechaba que era mentira. Y cada vez que Birgitte tenía un lapsus, más cerca estaba de revelar su secreto. Elayne le asestó una mirada que prometía un rapapolvo cuando estuviesen solas.

Nunca habría imaginado que Birgitte pudiera ponerse más colorada, pero se equivocaba. La vergüenza ahogó todas las otras sensaciones que le llegaban a través del vínculo, y fluyó hacia Elayne hasta que ésta sintió enrojecer su propia cara. Rápidamente adoptó una expresión severa, confiando en que su sonrojo se achacara a cualquier otra cosa excepto a un intenso deseo de que se la tragara la tierra por la humillación de Birgitte. ¡La reacción refleja del vínculo podía ser más que un simple inconveniente!

Dyelin no distrajo su atención en Birgitte más que un momento. Volvió a guardar el pañuelo en su sitio, dejó la copa en la bandeja con cuidado y se puso en jarras. Ahora su expresión era tormentosa.

—La Guardia Real ha sido siempre el núcleo del ejército de Andor, Elayne, pero esto… ¡Por la Luz bendita, es una locura! ¡Podría dar lugar a que todo el mundo se volviera contra ti, desde el río Erinin hasta las Montañas de la Niebla!

Elayne se concentró en la calma. Si se equivocaba, Andor se convertiría en otro Cairhien, otro país inmerso en un baño de sangre y sumido en el caos. Y ella moriría, desde luego, un precio que no bastaría para resarcir el daño causado. Sin embargo, no intentarlo quedaba descartado y, en cualquier caso, las consecuencias para Andor serían las mismas que con el fracaso. Calma, serenidad fría, imperturbable, férrea. Una reina no podía exteriorizar miedo, aun cuando estuviera asustada. Especialmente si lo estaba. Su madre había dicho siempre que había que evitar explicar las decisiones todo lo posible; cuanto más explicaciones se daban, más y más eran necesarias, hasta que llegaba el momento en que no había tiempo para nada más. Por su parte, Gareth Bryne era de la opinión de que uno debía explicarse si era posible, que la gente lo hacía mejor si sabía el porqué además del qué. Hoy seguiría el consejo de Gareth Bryne. Eran muchas las victorias conseguidas por seguir su parecer.

—Tengo tres rivales declarados. —Y quizás otro sin declarar. Se obligó a buscar los ojos de Dyelin. No con ira; sólo las miradas encontrándose. O quizá Dyelin la tomase como iracunda a causa de las mandíbulas prietas y la rojez de las mejillas. Pues que así fuera—. Por sí misma, Arymilla es insignificante, pero Masin ha unido la casa Caeren a la suya, y, tanto si es sensato como si no, su apoyo significa que hay que tenerla en cuenta. Naean y Elenia están encarcelados; sus mesnaderos no. La gente de Naean podría titubear y discutir hasta que encuentre un líder, pero Jarid es Cabeza Insigne de Sarand, y se arriesgará para sustentar las ambiciones de su esposa. La casa Baryn y la casa Anshar coquetean con ambos; lo mejor que puedo esperar es que una se decante por Sarand y la otra por Arawn. Diecinueve casas andoreñas son lo bastante fuertes para que las menores sigan sus directrices. Seis están en mi contra, y dos a mi favor. —Seis hasta el momento, ¡y quisiera la Luz que pudiese contar con dos! No iba a mencionar las tres grandes casas que se habían declarado a favor de Dyelin; al menos Egwene las tenía inmovilizadas en Murandy por ahora.

Señaló un sillón junto al que ocupaba, y Dyelin tomó asiento en él y se arregló cuidadosamente los pliegues de la falda. Las nubes tormentosas habían desaparecido en el rostro de la mujer. Estudió a Elayne sin dar el menor indicio sobre sus preguntas ni sus conclusiones.

—Sé todo eso tan bien como tú, Elayne, pero Luan y Ellorien unirán sus casas contigo, así como Abelle, estoy segura. —También puso cuidado en que su tono fuera comedido, pero fue adquiriendo vehemencia a medida que hablaba—. Entonces, otras casas entrarán también en razón. Siempre y cuando no las asustes y las hagas cambiar de idea. Luz, Elayne, ésta no es otra Sucesión. Una Trakand sucede a otra Trakand, no a otra casa. ¡Ni siquiera una Sucesión ha llegado alguna vez a una guerra abierta! Convierte la Guardia Real en un ejército, y lo arriesgarás todo.

Elayne echó la cabeza hacia atrás, pero su risa no era una manifestación de alborozo, sino que encajaba perfectamente con el retumbo del trueno.

—Lo arriesgué todo el día que regresé, Dyelin. Dices que Norwelyn y Traemane se unirán a mí, y quizá Pendar. Estupendo. Entonces tengo cinco para enfrentarme a seis. No creo que otras casas «entren en razón», según tus palabras. Si cualquiera de ellas da el paso antes de que esté tan claro como el agua que la Corona de la Rosa es mía, entonces lo hará en mi contra, no a mi favor.

Con suerte, esos lores y ladys esquivarían asociarse con los compinches de Gaebril, pero no le gustaba depender de la suerte. Ella no era Mat Cauthon. Luz, la mayoría de la gente estaba convencida de que Rand había matado a su madre y muy pocos creían que «lord Gaebril» había sido uno de los Renegados. ¡Enmendar el mal ocasionado por Rahvin en Andor podía llevarle toda la vida aun en el caso de que llegara a vivir tanto como las Allegadas! Algunas casas no se decantarían a su favor a causa de los ultrajes perpetrados por Gaebril en nombre de Morgase, y otras porque Rand había manifestado su intención de «darle» el trono. Amaba a ese hombre con todo su ser, pero ¡así se abrasara por haber dicho públicamente tal cosa! Aunque hubiese sido ese comentario lo que había refrenado a Dyelin. ¡Hasta el granjero más pequeño de Andor empuñaría su guadaña para quitar a una marioneta del Trono del León!

—Quiero evitar que los andoreños se maten unos a otros si es posible, Dyelin, pero ni que esto sea una Sucesión ni que no, Jarid está dispuesto a luchar, a pesar de que Elenia esté prisionera. Naean también está dispuesto a luchar. —Lo mejor sería traer cuanto antes a Caemlyn a esas dos mujeres; existían muchas probabilidades de que pudiesen enviar mensajes y órdenes desde Aringill—. Y la propia Arymilla está dispuesta, con los hombres de Masin respaldándola. Para ellos, esto es una Sucesión, y el único modo de pararlos para que no luchen es ser tan fuerte que no se atrevan a hacerlo. Si Birgitte es capaz de convertir la Guardia Real en un ejército para la primavera, mejor que mejor; porque, si no tengo un ejército antes de esa fecha, necesitaré uno. Y, si eso no te parece suficiente, recuerda a los seanchan. No se contentarán con Tanchico y Ebou Dar; lo quieren todo. No les permitiré que se apoderen de Andor, Dyelin, como no se lo permitiré a Arymilla.

El trueno retumbó sobre sus cabezas. Girándose un poco para mirar a Birgitte, Dyelin se humedeció los labios. Sus dedos toquetearon la falda en un gesto inconsciente. Había pocas cosas que la asustaran, pero las historias sobre los seanchan lo habían hecho. Pero lo que murmuró, como si hablase consigo misma, fue:

—Había confiado en evitar una guerra civil declarada.

¡Y eso podría no significar nada o significar mucho! Tal vez un pequeño sondeo esclarecería si era lo uno o lo otro.

—Gawyn —dijo de repente Birgitte. Su expresión era mucho más animada, al igual que las emociones que fluían a través del vínculo. El alivio sobresalía con mucho—. Cuando llegue, tomará el mando. Será tu Primer Príncipe de la Espada.

—¡Por los pechos de una madre lactante! —barbotó Elayne, y un relámpago alumbró las ventanas, dando énfasis a sus palabras. ¿Por qué tenía que cambiar de tema precisamente ahora?

Dyelin dio un respingo, y de nuevo se sonrojaron las mejillas de Elayne. A juzgar por la boca abierta de la otra mujer, sabía exactamente lo ordinaria que era esa imprecación. Resultó extrañamente embarazoso; no debería tener importancia que Dyelin hubiese sido amiga de su madre. En un gesto automático bebió un buen trago de vino, y casi sufrió una arcada por el amargor de la bebida. Borró rápidamente de su mente la imagen de Lini amenazándola con lavarle la boca con jabón, y se recordó que era una mujer adulta, una que se proponía ganar un trono. Dudaba que su madre se hubiese sentido como una necia tan a menudo.

—Sí, lo hará, Birgitte —continuó, ya más tranquila—. Cuando llegue.

Tres correos iban camino de Tar Valon. Aun cuando ninguno de ellos consiguiera pasar la información sin que Elaida la interceptara, Gawyn acabaría por enterarse de que había presentado su reclamación al trono, e iría a Caemlyn. Necesitaba desesperadamente a su hermano. No se hacía ilusiones respecto a sus propias dotes como general, y Birgitte tenía tanto miedo de no estar a la altura de la leyenda sobre ella que a veces parecía tener miedo hasta de intentarlo. Enfrentarse a un ejército, sí; dirigir un ejército, ¡ni pensarlo!

Birgitte era muy consciente de la maraña que era su propia mente. Justo en ese instante su expresión era impertérrita, pero por dentro rebosaba rabia y vergüenza, y la primera se imponía más y más por momentos. Con un atisbo de irritación, Elayne abrió la boca para continuar con el asunto de la guerra civil mencionada por Dyelin, antes de que empezara a reflejarse en ella la ira de Birgitte.

Sin embargo, antes de que hubiese pronunciado una palabra, las altas puertas rojas se abrieron. Su esperanza de que fuesen Nynaeve o Vandene se borró de un plumazo con la entrada de dos mujeres de los Marinos, descalzas a pesar del tiempo desapacible.

Una oleada de perfume almizcleño las precedía, y por sí mismas constituían un espectáculo de brillante seda brocada, dagas enjoyadas y collares de oro y marfil. Y otro tipo de alhajas. El liso y negro cabello, con aladares blancos, casi ocultaba los diez aros pequeños y gruesos que adornaban las orejas de Renaile din Calon, pero la arrogancia en sus oscuros ojos era tan evidente como la dorada cadena con medallones que unía una de las orejas con el anillo de la nariz. Su semblante mostraba un gesto inflexible y, a despecho del grácil contoneo en sus andares, la mujer parecía dispuesta a caminar a través de una pared. Casi un palmo más baja que su compañera y de tez más oscura que el carbón, Zaida din Parede lucía sobre su mejilla izquierda un cincuenta por ciento más de medallones dorados que Renaile, y su actitud no denotaba arrogancia sino autoridad, una certeza absoluta de que se la obedecería. Las canas salpicaban su negro cabello ensortijado, pero aun así era deslumbrante, una de esas mujeres que se volvían más bellas con la edad.

Dyelin se encogió al verlas e hizo intención de llevarse la mano a la nariz instintivamente, si bien reprimió el gesto. Era una reacción muy habitual en la gente que no estaba acostumbrada a los Atha’an Miere. Elayne torció el gesto, y no precisamente por los anillos de la nariz. Hasta se planteó el pronunciar otra maldición aún más… cáustica. A excepción de los Renegados, no sabía de ninguna otra persona a la que tuviera menos deseos de ver en ese momento que a esas dos mujeres. ¡Se suponía que Reene debía procurar que aquello no ocurriera!

—Disculpadme —dijo mientras se levantaba despacio—, pero estoy muy ocupada ahora. Asuntos de estado, ya sabéis, o de otro modo os recibiría como vuestro rango merece.

Los Marinos eran muy estrictos en la ceremonia y las normas, al menos en cuanto a su propio sistema. Seguramente habían conseguido pasar a la señora Harfor limitándose a no decirle que querían ver a Elayne, pero era más que probable que se dieran por ofendidas si las recibía sentada antes de que la corona fuera de ella. Y, así la Luz las cegara a las dos, ella no podía permitirse el lujo de ofenderlas. Birgitte apareció a su lado e hizo una reverencia formal antes de cogerle la copa. Siempre se mostraba cautelosa en presencia de las mujeres de los Marinos; también había hablado más de la cuenta delante de ellas.

—Os veré más tarde, en el transcurso del día —acabó Elayne, que añadió—. Si la Luz quiere.

También eran fanáticos del intercambio de frases solemnes, y ésa demostraba cortesía y dejaba abierta una salida. Renaile no se paró hasta encontrarse delante de Elayne, y demasiado cerca. Su mano tatuada gesticuló bruscamente dándole permiso para sentarse. ¡Permiso!

—Has estado evitándome. —Su voz era profunda para una mujer, y sonaba tan fría como la nieve que caía sobre el tejado—. Recuerda que soy la Detectora de Vientos de Nesta din Reas Dos Lunas, Señora de los Barcos de los Atha’an Miere. Todavía tienes que cumplir el resto del acuerdo que hiciste en nombre de tu Torre Blanca.

Las mujeres de los Marinos estaban enteradas de la división de la Torre —a estas alturas, lo sabía hasta el último mono—, pero Elayne no había considerado oportuno incrementar sus problemas haciendo público de qué lado estaba. Todavía no.

—¡Hablarás conmigo, ahora! —terminó Renaile con un timbre imperioso, y al diablo con la ceremonia y las normas.

—Creo que es a mí a quien ha estado evitando, no a ti, Detectora de Vientos. —En contraste con Renaile, Zaida hablaba como si sólo estuviesen manteniendo una charla. En lugar de cruzar la sala a grandes zancadas, deambuló sin prisa por la estancia, deteniéndose para tocar un jarrón alto de fina porcelana verde, y luego poniéndose de puntillas para atisbar a través de un caleidoscopio de cuatro tubos que había encima de un pedestal. Cuando miró hacia Elayne y Renaile, un brillo divertido surgió en sus negros ojos—. Al fin y al cabo, el acuerdo fue con Nesta din Reas, en representación de los barcos. —Además de Señora de las Olas del clan Catelar, Zaida era embajadora de la Señora de los Barcos. Ante Rand, no ante Andor, pero su acreditación la autorizaba a hablar y a alcanzar compromisos en nombre de la propia Nesta. Cambiando de un tubo cincelado en oro a otro, siguió de puntillas para atisbar de nuevo por el ocular—. Prometiste a los Atha’an Miere veinte maestras, Elayne. Hasta ahora, nos has facilitado sólo una.

Su entrada había sido tan repentina, tan histriónica, que Elayne se sorprendió al ver a Merilille volverse hacia la sala después de cerrar las puertas. Más baja aún que Zaida, la hermana Gris lucía un elegante vestido de paño azul oscuro, ribeteado con piel gris y el corpiño adornado con pequeñas piedras de la luna; sin embargo, poco más de dos semanas de impartir sus enseñanzas a las Detectoras de Vientos habían originado cambios. La mayoría de éstas eran mujeres poderosas, sedientas de conocimientos, más que dispuestas a exprimir a Merilille como un racimo de uvas en el lagar, exigiendo hasta la última gota de zumo. Antaño, Elayne había tenido a la Gris por una persona dueña de sí misma y a la que no sorprendía nada, pero ahora Merilille tenía los ojos muy abiertos constantemente, los labios siempre un tanto separados, como si acabara de llevarse una sorpresa tal que la hubiera dejado aturdida y esperase otro sobresalto en cualquier momento. Enlazó las manos sobre la cintura y esperó junto a la puerta, al parecer aliviada de no ser el centro de atención.

Emitiendo un sonido gutural y desaprobador, Dyelin se puso de pie y asestó una mirada ceñuda a Zaida y a Renaile.

—Tened cuidado con el modo en que habláis —gruñó—. Ahora estáis en Andor, no en uno de vuestros barcos, ¡y Elayne Trakand será reina de Andor! Vuestro acuerdo se cumplirá a su debido tiempo. En estos momentos tenemos asuntos más importantes de los que ocuparnos.

—Por la Luz que no hay ninguno más importante —replicó a su vez Renaile mientras se volvía hacia ella—. ¿Decís que el acuerdo se cumplirá? Así que salís como garante. Bien, pues sabed que también habrá sitio para colgaros por los tobillos en los aparejos si…

Zaida chasqueó los dedos. Eso fue todo, pero un temblor sacudió a Renaile, que asió una de las cajitas de perfume doradas que colgaban de uno de sus collares, se la llevó a la nariz e inhaló profundamente. Sería la Detectora de Vientos de la Señora de los Barcos, una mujer con gran autoridad y poder entre los Atha’an Miere, pero ante Zaida… no era más que una Detectora de Vientos. Lo que crispaba en exceso su orgullo. Elayne estaba convencida de que tenía que haber un modo de utilizar aquello para quitárselas de encima, pero todavía no había dado con ello. Oh, sí, para bien o para mal, ahora llevaba el Da’es Daemar metido en la sangre.

Pasó junto a Renaile, que hervía de rabia en silencio, como si pasara junto a una columna, un mueble cualquiera de la sala, pero no en dirección a Zaida. Si en la habitación había alguien que estaba en su derecho de actuar de un modo despreocupado, era ella. No podía permitirse el lujo de dar ni la más mínima ventaja a Zaida, o la Señora de la Olas tendría su cabellera para que la utilizaran los fabricantes de pelucas. Se paró delante de la chimenea y extendió las manos frente al fuego de nuevo.

—Nesta din Reas confiaba en que cumpliríamos el acuerdo, o jamás lo habría ratificado —dijo con calma—. Habéis recuperado el Cuenco de los Vientos, pero reunir otras diecinueve hermanas para que vayan con vosotras requiere tiempo. Sé que te preocupan los barcos que estaban en Ebou Dar cuando llegaron los seanchan. Haz que Renaile abra un acceso a Tear. Allí hay cientos de naves Atha’an Miere. —Todas las noticias así lo indicaban—. Podréis enteraros de lo que saben y reuniros con los vuestros. Os necesitarán, contra los seanchan. —Y así se libraría de ellas—. Enviaremos a las otras hermanas tan pronto como sea posible.

Merilille no se movió de la puerta, pero su cara adquirió el tinte verdoso del pánico ante la posibilidad de encontrarse sola entre los Marinos.

Zaida dejó de mirar a través del caleidoscopio y observó a Elayne de soslayo. Una sonrisa asomó a sus turgentes labios.

—Tengo que quedarme aquí, al menos hasta que hable con Rand al’Thor. Si es que viene algún día. —La sonrisa se tornó tensa un instante antes de florecer de nuevo; Rand lo iba a pasar mal con ella—. Y de momento Renaile y sus compañeras seguirán conmigo. Un puñado más o menos de Detectoras de Vientos no supondrá una gran diferencia contra esos seanchan, y aquí, si la Luz quiere, pueden aprender cosas que serán útiles.

Renaile resopló con desdén, justo lo bastante alto para que se la oyese. Zaida frunció el ceño fugazmente y empezó a toquetear el visor que estaba a la altura de su cabeza.

—Hay cinco Aes Sedai aquí, en tu palacio, contándote a ti —continuó con aire pensativo—. Quizás alguna de vosotras podría unirse a las enseñanzas.

Como si la idea acabara de ocurrírsele. ¡Y, si así fuera, Elayne podría levantar a las dos Atha’an Miere con una mano!

—Oh, sí, sería maravilloso —exclamó Merilille al tiempo que adelantaba un paso. Entonces miró a Renaile y su entusiasmo se esfumó a la par que un fuerte sonrojo le coloreaba las pálidas mejillas. Enlazando de nuevo las manos, asumió un aire humilde que la envolvió como si fuese una segunda piel. Birgitte sacudió la cabeza con sorpresa. Dyelin miraba de hito en hito a la Aes Sedai como si no la conociese.

—Quizá pueda arreglarse algo, si es la voluntad de la Luz —contestó con cautela Elayne. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no frotarse las sienes. Ojalá pudiese achacar el dolor de cabeza al incesante tronar. Nynaeve se pondría hecha una furia si le sugería que enseñara a las Atha’an Miere, y Vandene ni siquiera lo tomaría en cuenta, pero Careane y Sareitha quizá se avendrían a hacerlo—. Pero sólo durante unas horas al día, comprenderéis. Cuando tengan tiempo.

Evitó mirar a Merilille. Hasta Careane y Sareitha podrían rebelarse a que las pasaran por la prensa de vino. Zaida se tocó los labios con los dedos de la mano derecha.

—Queda acordado con la Luz por testigo.

Elayne parpadeó. Eso no auguraba nada bueno; al parecer, para la Señora de las Olas acababan de hacer otro trato. Su limitada experiencia en cuanto a negociar con los Atha’an Miere era que uno tenía suerte si salía de ello sin perder hasta la ropa interior. Bien, pues esta vez las cosas iban a ser diferentes. Por ejemplo, ¿qué ganaban a cambio las hermanas? Tenía que haber un toma y daca para que hubiese un trato. Zaida sonrió como si supiese lo que Elayne estaba pensando y parecía divertida. El hecho de que se abriese una de las puertas otra vez fue casi un alivio, ya que le daba una excusa para apartarse de la mujer de los Marinos.

Reene Harfor entró en la sala con aire deferente pero sin servilismo, y su reverencia fue comedida, apropiada para la Cabeza Insigne de una casa poderosa a su reina. Claro que cualquier Cabeza Insigne que se preciara de tal sabía de sobra que debía tratar con respeto a la doncella primera. La mujer llevaba recogido el canoso cabello en un moño alto, como una corona, y lucía una gonela escarlata sobre el vestido rojo y blanco, con la cabeza del León Blanco de Andor reposando sobre el generoso seno. Reene no tenía voz ni voto respecto a quién ocuparía el trono, pero se había puesto el uniforme completo de su cargo el día que Elayne llegó, como si la reina ya estuviese en palacio. La expresión de su cara redonda se endureció momentáneamente al ver a las Atha’an Miere, que la habían evitado para colarse allí, pero ésa fue la única señal de atención que les prestó. De momento. Iban a averiguar el precio que acarreaba incurrir en la animosidad de la doncella primera.

—Mazrim Taim ha venido por fin, milady. —Reene se las arregló para que aquello sonara muy parecido a «mi reina»—. ¿Le digo que espere?

«¡Ya iba siendo hora!», rezongó Elayne para sus adentros. ¡Lo había mandado llamar hacía dos días!

—Sí, señora Harfor. Ofrecedle vino. El tercero mejor, creo. Informadle que lo recibiré tan pronto como…

Taim entró en la sala como si el palacio le perteneciese. Elayne no necesitó que le dijeran que era él. Unos dragones azules y rojos se enroscaban en torno a las mangas de la negra chaqueta, desde los puños hasta los codos, a imitación de los dragones grabados en los brazos de Rand. Aunque sospechaba que al hombre no le haría gracia esa observación. Era alto, casi tanto como Rand, con nariz aguileña y ojos oscuros como un mal presagio, un hombre de fuerte constitución que se movía con algo de la mortífera gracia de un Guardián, pero las sombras parecían seguirlo, como si la mitad de las lámparas de la sala se hubiesen apagado; no eran sombras reales, sino más bien un aire de violencia inminente que parecía lo bastante palpable para absorber la luz.

Otros dos hombres con chaquetas negras lo seguían de cerca, un tipo calvo, con barba larga y canosa y ojos azules de expresión lasciva, y un hombre más joven, delgado como una serpiente y de cabello oscuro, con la sonrisa arrogante que los jóvenes adoptan a menudo antes de que la vida les haya dado unas cuantas lecciones. Ambos lucían el alfiler de plata en forma de espada y el esmaltado en rojo, con forma de dragón, prendidos en los picos del cuello alto de la chaqueta. Ninguno de los tres llevaba espada al cinto, sin embargo; no las necesitaban. De repente la sala pareció más pequeña, como si se encontrara abarrotada.

Instintivamente, Elayne abrazó el saidar y se abrió para coligarse. Merilille entró en el círculo con facilidad; cosa sorprendente, también lo hizo Renaile. Una rápida ojeada a la Detectora de Vientos disminuyó su sorpresa. Con la cara cenicienta, Renaile asía con tanta fuerza la daga metida en el fajín que Elayne pudo sentir el dolor de sus nudillos a través del vínculo. La mujer llevaba suficiente tiempo en Caemlyn para saber muy bien lo que era un Asha’man.

Los hombres supieron que alguien había abrazado el saidar, por supuesto, aunque no pudiesen ver el brillo que rodeaba a las tres mujeres. El tipo calvo se puso en tensión, y el joven delgado apretó los puños. Las miraron con enfado. Sin duda también habían asido el saidin. Elayne empezó a lamentar haberse dejado llevar por el instinto, pero ahora no pensaba soltar la Fuente. Taim irradiaba peligro del mismo modo que un fuego irradia calor. Elayne absorbió profundamente a través de la coligación, hasta ese punto en que la abrumadora sensación de vida se tornaba punzante, una especie de molestos pinchazos de advertencia. Incluso eso resultaba… gozoso. Con tanto saidar dentro de ella podría arrasar el palacio, pero se preguntó si sería suficiente para igualar a Taim y los otros dos. Deseó con todo su ser tener uno de los tres angreal que habían encontrado en Ebou Dar, ahora guardados a buen recaudo con el resto de las cosas del alijo, hasta que tuviese tiempo para ponerse a estudiarlas de nuevo.

Taim sacudió la cabeza con desdén y un atisbo de sonrisa asomó a sus labios.

—¿Para qué tenéis los ojos? —Su voz sonaba sosegada, pero dura y burlona—. Hay dos Aes Sedai aquí. ¿Tenéis miedo de dos Aes Sedai? Además, no querréis asustar a la futura reina de Andor, ¿verdad?

Sus compañeros se relajaron visiblemente y después intentaron emular su actitud de dominio innato.

Reene no sabía nada de saidar ni de saidin; se había vuelto hacia los hombres, ceñuda, tan pronto como entraron. Ni que fuesen Asha’man ni que no, esperaba que la gente se comportase debidamente. Masculló algo entre dientes, aunque no lo bastante bajo, y se oyeron las palabras «ratas furtivas».

La doncella primera enrojeció cuando se dio cuenta de que todos los presentes la habían escuchado, y Elayne tuvo la oportunidad de ver a Reene Harfor aturullada. Lo que significaba que la mujer se puso muy erguida y anunció, con una gracia y una dignidad que habrían sido la envidia de cualquier dirigente:

—Perdonadme, milady Elayne, pero me han informado que hay ratas en los almacenes. Muy inusitado, en esta época del año, y son muchas. Si me disculpáis, he de asegurarme de que mis órdenes para los exterminadores de plagas y los cebos envenenados se están llevando a cabo.

—Quedaos —le dijo fríamente Elayne, con calma—. El asunto de esos bichos podrá solucionarse a su debido tiempo. —Dos Aes Sedai. Taim no se había dado cuenta de que Renaile podía encauzar, y había puesto énfasis en que eran dos. ¿Ser tres representaría alguna ventaja? ¿O harían falta más? Obviamente, los Asha’man conocían alguna ventaja para las mujeres en círculos de menos de trece. De modo que se presentaban ante ella sin siquiera un simple «con vuestro permiso», ¿verdad?—. Podrás acompañar fuera a estos buenos hombres cuando acabe con el asunto que tengo con ellos.

Los compañeros de Taim se pusieron ceñudos al oír que los llamaba «buenos hombres», pero el propio Mazrim se limitó a insinuar otra de aquellas sonrisillas. Era lo bastante agudo para saber que pensaba en él cuando habló de «bichos». ¡Luz! Quizá Rand había necesitado a ese hombre antaño, pero ¿por qué lo mantenía a su lado ahora, y además en una posición de tanta autoridad? Bien, su autoridad no contaba para nada allí.

Sin prisa, volvió a tomar asiento y empleó unos instantes en arreglarse los vuelos de la falda. Los hombres tendrían que rodear el sillón para situarse delante de ella como peticionarios, o en caso contrario hablarle de lado mientras ella rehusara mirarlos. Durante un momento se planteó el pasar la dirección del pequeño círculo. Sin duda los Asha’man centrarían su atención en ella. Pero Renaile seguía desencajada, dividida entre la rabia y el miedo; podría atacarlos tan pronto como tuviera la coligación en su poder. Merilille estaba algo asustada, un miedo controlado por poco y entremezclado con una intensa sensación de… erizamiento, que encajaba con sus ojos muy abiertos y sus labios separados; sólo la Luz sabía lo que podría hacer ella teniendo la coligación.

Dyelin se desplazó hasta ponerse al lado del sillón de Elayne, como para protegerla de los Asha’man. Fuera lo que fuese lo que la Cabeza Insigne de la casa Taravin sintiera por dentro, su semblante se mostraba severo, sin asomo de miedo. Las otras mujeres no habían perdido tiempo en prepararse lo mejor posible. Zaida permanecía muy quieta junto al caleidoscopio, procurando parecer diminuta e inofensiva, pero tenía las manos a la espalda y la daga había desaparecido de su fajín. Birgitte se hallaba al lado de la chimenea, con la mano izquierda reposando en la jamba, aparentemente tranquila, pero la vaina de su cuchillo se encontraba vacía; y, por el modo en que su otra mano descansaba a su costado, estaba lista para lanzar el arma en un movimiento de abajo arriba. El vínculo transmitía… concentración. La flecha encajada en la cuerda, la cuerda tensa contra la mejilla, presta para disparar.

Elayne no hizo el menor esfuerzo en inclinarse para mirar a los hombres por detrás de Dyelin.

—Primero habéis sido demasiado tardo en obedecer mi llamada, maese Taim, y después os presentáis de un modo excesivamente repentino. —Luz, ¿estaría asiendo el saidin? Había métodos de interferir en el encauzamiento de un hombre que no distaban mucho de escudarlo, pero era una habilidad difícil, arriesgada, y ella sabía poco más que la teoría.

El hombre rodeó el sillón hasta situarse delante de Elayne, a varios pasos de distancia, pero no parecía un peticionario. Mazrim Taim sabía quién era, conocía su valía, aunque obviamente la situaba más alta que el cielo. Los destellos de los relámpagos a través de las ventanas arrojaron luces extrañas sobre su rostro. Mucha gente se sentiría intimidada por él, incluso sin aquella llamativa chaqueta ni su infame nombre. Ella no. ¡No! Taim se frotó la mejilla con gesto pensativo.

—Tengo entendido que habéis quitado los estandartes del Dragón en todo Caemlyn, señora Elayne. —¡Había jocosidad en su voz profunda, si bien no en sus ojos! Dyelin siseó con rabia ante el desaire a Elayne, pero ésta hizo caso omiso—. He oído que los saldaeninos se han retirado al campamento de la Legión del Dragón, y que muy pronto los Aiel también estarán en campamentos fuera de la ciudad. ¿Qué dirá él cuando se entere? —No cabía duda alguna sobre a quién se refería—. Y después de que os ha enviado un regalo. Desde el sur. Haré que os lo traigan después.

—Estableceré una alianza entre Andor y el Dragón Renacido a su debido tiempo —repuso Elayne con frialdad—, pero Andor no es una provincia conquistada, ni por él ni por ningún otro. —Se obligó a dejar las manos relajadas sobre los brazos del sillón. Luz, persuadir a los Aiel y a los saldaeninos de que abandonaran la ciudad había sido el mayor logro hasta el momento. Y, a pesar del recrudecimiento de la criminalidad en la ciudad, había sido necesario—. En cualquier caso, maese Taim, no sois quién para pedirme cuentas. Si Rand tiene objeciones que hacer, ¡lo resolveré con él!

Taim enarcó una ceja, y aquella extraña curvatura en sus labios reapareció un poco más marcada que antes.

«Maldita sea —pensó Elayne, indignada—. ¡No debería haber utilizado el nombre de Rand!» ¡Resultaba obvio que el hombre creía saber exactamente cómo resolvería el tema de la ira del puñetero Dragón Renacido! Y lo peor era que, si podía ponerle la zancadilla para tenderlo en una cama, lo haría. No para eso, no para tratar ese asunto con él, sino porque lo deseaba. ¿Qué regalo le habría enviado?

La ira le endureció la voz. Ira por el tono de Taim. Ira porque Rand llevase tanto tiempo lejos. Ira contra sí misma, por ponerse colorada y pensar en regalos. ¡En regalos!

—Habéis levantado un muro de seis kilómetros acotando territorio de Andor. —continuó, airada. ¡Luz, era una superficie la mitad de grande que la Ciudad Interior! ¿Cuántos de esos hombres podía albergar? La mera idea hizo que se le pusiera carne de gallina—. ¿Con permiso de quién, maese Taim? No me digáis que del Dragón Renacido. Él no tiene derecho a dar permiso para nada en Andor. —Dyelin rebulló a su lado. Ningún derecho, pero suficiente fuerza podía dárselo. Elayne mantuvo la atención en Taim—. Habéis negado a la Guardia Real la entrada a vuestro… recinto. —Tampoco lo habían intentado antes de que ella llegase—. La ley de Andor es vigente en todo el país, maese Taim. La justicia será la misma para nobles o granjeros… o Asha’man. No diré que forzaré la entrada allí. —Él empezó a sonreír de nuevo, o casi—. No me rebajaría a eso. Pero, a menos que se le permita entrar a la Guardia Real, os prometo que tampoco pasará ni una sola patata a través de vuestras puertas. Sé que podéis Viajar. Pues bien, que vuestros Asha’man empleen los días Viajando para comprar vituallas.

La sonrisilla desapareció para dar paso a una leve mueca; sus pies se movieron ligeramente. Pero la irritación del hombre sólo duró un instante.

—La comida es un problema menor —dijo suavemente mientras extendía las manos—. Como decís, mis hombres pueden Viajar. A cualquier lugar que les ordene. Dudo que pudieseis impedirme comprar lo que quisiera incluso a quince kilómetros de Caemlyn, pero no me quitaría el sueño si pudieseis hacerlo. Con todo, estoy conforme con permitir visitas cuando quiera que lo solicitéis. Visitas controladas, con escolta en todo momento. La preparación es dura en la Torre Negra. Mueren hombres casi a diario. No querría que ocurriese un accidente.

Estaba irritantemente acertado respecto hasta qué distancia de Caemlyn llegaba su mandato. Pero no era más que eso: irritante. Sin embargo, sus comentarios sobre que los hombres Viajaran a cualquier parte que él ordenara y sobre un posible «accidente», ¿eran amenazas veladas? A buen seguro que no. Una oleada de rabia la asaltó al darse cuenta de que su seguridad de que no la amenazaría era a causa de Rand. No pensaba esconderse detrás de Rand al’Thor. ¿Visitas «controladas»? ¿Cuando lo «solicitase»? ¡Debería reducir a cenizas a ese hombre allí mismo!

De pronto fue consciente de lo que le llegaba a través del vínculo con Birgitte: ira, un reflejo de la suya unida a la de la propia Birgitte, reflejándose de Birgitte a ella, rebotando de ella a Birgitte, nutriéndose de sí misma, acrecentándose. La mano con la que Birgitte sostenía el cuchillo temblaba con el deseo de arrojarlo. ¿Y ella? ¡La furia la colmaba! Una pizca más y soltaría el saidar. O arremetería con él.

No sin esfuerzo, se obligó a ahogar la cólera y sustituirla por algo parecido a la calma. Una semejanza apenas esbozada, todavía en ebullición. Elayne tragó saliva y bregó para mantener la voz impasible.

—Los soldados de la Guardia Real harán una visita diaria, maese Taim. —Y no sabía cómo iba a conseguir tal cosa con el tiempo que hacía—. Puede que vaya yo en persona, con unas cuantas hermanas. —Si la idea de tener Aes Sedai dentro de su Torre Negra molestaba a Taim, el hombre no lo puso de manifiesto. Luz, su intención era imponer la autoridad de Andor, no provocar a ese hombre. Llevó a cabo con presteza un ejercicio de novicia, el río contenido por las márgenes, buscando la calma. Le funcionó… un poco. Ahora sólo deseaba arrojarle todas las copas de vino—. Accederé a vuestra petición de llevar escolta, pero no se ocultará nada. No admitiré delitos tapados por vuestros secretos. ¿Me he explicado con suficiente claridad?

La reverencia de Taim fue burlona —¡burlona!— pero cuando habló había tirantez en su voz.

—Os entiendo perfectamente. Sin embargo, entendedme a mí. Mis hombres no son granjeros que agachan la cabeza cuando pasáis. Presionad demasiado a un Asha’man y quizá descubráis cuán fuerte es exactamente vuestra ley.

Elayne abrió la boca para contestar cuán fuerte era exactamente la ley en Andor.

—Es la hora, Elayne Trakand —dijo una voz de mujer desde la puerta.

—¡Rayos y centellas! —rezongó Dyelin—. ¿Es que todo el mundo va a entrar aquí sin llamar?

Elayne había reconocido la nueva voz. Había estado esperando esa llamada sin saber cuándo tendría lugar, pero consciente de que había que obedecerla al instante. Se puso de pie, deseando para sus adentros disponer de un poco más de tiempo para dejar muy claras las cosas a Taim. El hombre observó con el entrecejo fruncido a la mujer que acababa de entrar y luego a Elayne; era obvio que no sabía qué pensar de aquello. Bien. Que se cociera en su propia salsa hasta que ella tuviese tiempo para aclararle qué derechos especiales tenían los Asha’man en Andor.

Nadere era tan alta como cualquiera de los dos hombres que se encontraban junto a la puerta, con una constitución lo más parecida a corpulenta que había visto en cualquier Aiel. Sus verdes ojos examinaron a los dos hombres un momento antes de desestimarlos como alguien sin importancia. Los Asha’man no impresionaban a las Sabias. En realidad, pocas cosas las impresionaban. Mientras se ajustaba el oscuro chal sobre los hombros, en medio del tintineo de los brazaletes, se adelantó hasta detenerse delante de Elayne, dándole la espalda a Taim. A pesar del frío, sólo llevaba el chal encima de la fina blusa blanca aunque, curiosamente, portaba una capa de gruesa lana doblada sobre un brazo.

—Debes venir ahora —le dijo a Elayne—, sin demora.

Las cejas de Taim se arquearon de forma pronunciada; sin duda no estaba acostumbrado a que se hiciese caso omiso de él tan inequívoca y absolutamente.

—¡Luz bendita! —exclamó Dyelin mientras se frotaba la frente—. No sé de qué se trata, Nadere, pero tendrá que esperar hasta que…

Elayne le puso la mano en el brazo.

—No, no lo sabes, Dyelin, y de ningún modo puede esperar. Daré permiso para que se retiren todos e iré contigo, Nadere.

La Sabia movió la cabeza con gesto desaprobador.

—Una criatura que está a punto de nacer no puede perder tiempo diciendo a la gente que se marche. —Sacudió la gruesa capa—. Traje esto para proteger tu piel del frío. Quizá debería dejarlo y decirle a Aviendha que tu recato es mayor que tu deseo de tener una hermana.

Dyelin dio un respingo al comprender de repente. El vínculo de Guardián se estremeció con la indignación de Birgitte.

Sólo había una alternativa. En realidad, no tenía elección. Elayne dejó que se disolviese la coligación con las otras dos mujeres y a continuación soltó el saidar. No obstante, el brillo siguió rodeando a Renaile y a Merilille.

—¿Quieres ayudarme con los botones, Dyelin?

Elayne se sintió orgullosa de lo firme que sonaba su voz. Había estado esperando aquello. «¡Sólo que no con tantos testigos!», pensó con cierto desmayo. Le dio la espalda a Taim —¡al menos no tendría que verlo mientras la observara!— y empezó a desabrochar los diminutos botones de las mangas.

—Dyelin, por favor. ¡Dyelin!

Al cabo de un momento, la noble se movió como una sonámbula y empezó a soltar los botones de la espalda mientras mascullaba entre dientes en tono conmocionado. Uno de los Asha’man que aguardaban junto a la puerta soltó una risita burlona.

—¡Media vuelta! —espetó Taim, y el golpe de botas sonó cerca de la puerta.

Elayne ignoraba si él se había vuelto también —estaba segura de que podía sentir sus ojos sobre ella— pero de repente Birgitte se encontró a su lado, así como Merilille y Reene, y Zaida e incluso Renaile, pegadas hombro con hombro, ceñudas mientras formaban un muro entre ella y los hombres. No un muro muy adecuado, ya que ninguna de las presentes era tan alta como ella, y Zaida y Merilille sólo le llegaban al hombro.

«Concentración —se exhortó—. Estoy serena. Estoy tranquila. Estoy… ¡Me estoy quedando en cueros en una habitación llena de gente, eso es lo que estoy haciendo!» Se desvistió tan deprisa como le fue posible, dejando caer el vestido y la ropa interior al suelo, soltando los escarpines y las medias encima del montón de ropa. La piel se le puso de gallina por el frío; hacer caso omiso de la baja temperatura significaba simplemente que no tiritaba. Y no creía que el ardor de sus mejillas tuviese nada que ver con eso.

—¡Qué locura! —rezongó Dyelin en voz baja mientras recogía la ropa con brusquedad—. ¡Qué disparate!

—¿Qué pasa? ¿De qué se trata todo esto? —susurró Birgitte—. ¿Puedo acompañarte?

—Debo ir sola —contestó Elayne, también en un susurro—. ¡Y no discutas!

No es que Birgitte hubiese dado señales externas de que pensara hacerlo, pero con lo que transmitía el vínculo sobraba todo lo demás. Elayne se quitó los aros de oro de las orejas y se los tendió a Birgitte; vaciló un poco antes de hacer lo mismo con el anillo de la Gran Serpiente. Las Sabias habían dicho que debía ir igual que un bebé llegaba a su nacimiento. Le habían dado muchísimas instrucciones; la primera, que no le contase a nadie lo que iba a pasar. A decir verdad, a ella le gustaría saberlo. Pero un bebé nacía sin tener conocimiento previo de lo que iba a ocurrir. Los rezongos de Birgitte empezaron a sonar como los de Dyelin.

Nadere se adelantó con la capa, pero se limitó a sostenerla, y Elayne tuvo que cogerla y envolverse en ella a toda prisa. Todavía estaba segura de sentir los ojos de Taim. Sujetó la prenda para mantenerla bien cerrada; aunque el instinto la empujaba a salir corriendo de la sala, adoptó una postura erguida y se giró con lentitud. No pensaba escabullirse cubierta de vergüenza.

Los hombres que habían ido con Taim estaban firmes, de cara a las puertas, y el propio Mazrim contemplaba la chimenea, cruzado de brazos; entonces, sentir la mirada del hombre había sido imaginación suya. A excepción de Nadere, las otras mujeres la observaban con mayor o menor grado de curiosidad, consternación y conmoción. Nadere parecía simplemente impaciente. Elayne intentó adoptar su tono más regio.

—Señora Harfor, ofreced vino a maese Taim y a sus hombres antes de que se vayan. —Bueno, por lo menos la voz no le temblaba—. Dyelin, por favor atiende a la Señora de la Olas y a la Detectora de Vientos, y prueba a ver si puedes disipar sus temores. Birgitte, espero que me presentes tu plan para el reclutamiento esta noche.

Las mujeres a las que nombró parpadearon asombradas y luego asintieron en silencio. Entonces Elayne salió de la sala, seguida de Nadere, deseando para sus adentros haberlo hecho mejor. Lo último que escuchó antes de que la puerta se cerrara a sus espaldas fue la voz de Zaida.

—Extrañas costumbres, las que tenéis los confinados en tierra.

En el corredor intentó ir más deprisa, aunque no resultaba fácil al tener que caminar y sujetar cerrada la capa al mismo tiempo. Las baldosas rojas y blancas estaban muchísimo más frías que las alfombras de la sala. Unos cuantos criados, cálidamente envueltos en uniformes de buena lana, se quedaron mirándola de hito en hito al verla pasar y después reanudaron rápidamente sus tareas. Las llamas de las lámparas de pie titilaban; siempre había corrientes en los pasillos. De vez en cuando, el aire se movía con bastante fuerza para hacer que un tapiz se meciese perezosamente.

—Eso fue a propósito, ¿verdad? —le dijo a Nadere, sin preguntar realmente—. Cuando fuera que me llamaseis, teníais que aseguraros de que hubiese mucha gente para mirarme. Para cercioraros de que adoptar a Aviendha como hermana era lo bastante importante para mí. —Le habían dicho que debía ser más importante que cualquier otra cosa—. ¿Qué le habéis hecho a ella?

A veces Aviendha parecía tener muy poco pudor; a menudo iba y venía por sus aposentos desnuda, con despreocupación, sin darse cuenta siquiera cuando entraban sirvientes. Obligarla a desnudarse rodeada de un montón de gente no habría probado nada.

—Eso tiene que ser ella quien te lo cuente, si quiere —respondió con suficiencia Nadere—. Eres muy perspicaz, ya que te has dado cuenta. Muchas no lo pillan. —Su generoso busto se alzó en un gruñido que podría ser una risa—. Esos hombres, volviéndose de espaldas, y esas mujeres, protegiéndote. Lo habría impedido si el hombre de la chaqueta bordada no hubiese dejado de echar ojeadas por encima del hombro para admirar tus caderas. Y si tu sofoco no hubiese demostrado que sabías que lo estaba haciendo.

Elayne dio un traspié y tropezó. La capa se abrió, dejando escapar el poco calor corporal que se había acumulado debajo antes de que pudiera cerrarla de nuevo.

—¡Ese asqueroso puerco! —gruñó— ¡Le…! ¡Le…! —Maldición, ¿qué podía hacer? ¿Contárselo a Rand? ¿Dejar que se encargara él de Taim? Jamás!

Nadere la miró socarronamente.

—A la mayoría de los hombres les gusta contemplar el trasero de una mujer. Deja de preocuparte por ellos y empieza a pensar en la mujer que quieres por hermana.

Sonrojándose de nuevo, Elayne se centró en Aviendha. Hacerlo no contribuyó a calmar su nerviosismo. Había cosas específicas en las que le habían dicho que pensara antes de la ceremonia, y algunas la intranquilizaban.

Nadere mantuvo el paso marcado por Elayne, que llevó mucho cuidado para que las piernas no asomaran por la abertura de la capa —había servidumbre por todas partes—, de modo que tardaron un rato en llegar a la habitación donde se habían reunido las Sabias, más de una docena, vestidas con sus amplias faldas, blusas blancas y oscuros chales, engalanadas con collares y brazaletes de oro y plata, piedras preciosas y marfil, y sujetos los largos cabellos con pañuelos doblados. Se habían retirado todos los muebles y alfombras, dejando desnudas las blancas baldosas, y no había fuego encendido en el hogar. Allí, muy en el interior del palacio, sin ventanas, el retumbo de los truenos apenas se escuchaba.

Los ojos de Elayne fueron de inmediato hacia Aviendha, que se encontraba al otro lado de la habitación. Desnuda. Sonrió a Elayne con nerviosismo. ¡Nerviosa! ¡Aviendha! Elayne se despojó rápidamente de la capa y le devolvió la sonrisa. También ella con nerviosismo, comprendió. Aviendha soltó una queda risa y, al cabo de un momento, Elayne hizo otro tanto. ¡Luz, qué frío hacía! ¡Y el suelo estaba helado!

No conocía a la mayoría de las Sabias que había en el cuarto, pero uno de los rostros atrajo de inmediato su atención. El cabello prematuramente blanco de Amys, combinado con los rasgos propios de una mujer que aún no había entrado en la madurez, le daban cierta semejanza al aspecto de una Aes Sedai. Debía de haber Viajado desde Cairhien. Egwene había estado enseñando a las caminantes de sueños para corresponder a sus enseñanzas sobre el Tel’aran’rhiod. Y para saldar una deuda, afirmaba, aunque nunca aclaró qué deuda era.

—Esperaba que Melaine estuviese aquí —dijo Elayne. Le gustaba la esposa de Bael, una mujer afectuosa y generosa. No como otras dos que reconoció en la habitación, la huesuda Tamela, con su cara angulosa, y Viendre, un águila hermosa de ojos azules. Ambas eran más fuertes en el Poder que ella, más que cualquier hermana que conocía, a excepción de Nynaeve. Se suponía que tal cosa no tenía importancia entre las Aiel, pero a Elayne no se le ocurría otro motivo para que adoptasen un aire despectivo y altanero cada vez que la veían.

Había supuesto que Amys tendría el mando —siempre lo hacía, al parecer—, pero fue una mujer baja, llamada Monaelle, con el cabello rubio con toques rojizos, la que se adelantó. En realidad no era baja, pero aun así era la única en el cuarto a la que Elayne superaba en estatura. Y también la más débil en el poder, apenas lo suficiente, si hubiese ido a Tar Valon, para haberse ganado el chal. Quizá tal cosa no contaba realmente entre las Aiel.

—Si Melaine estuviese aquí —dijo Monaelle en tono enérgico pero no desagradable—, los bebés que lleva en su vientre formarían parte del vínculo entre tú y Aviendha si los flujos los rozaban. Si es que sobrevivían, claro; los nonatos no son lo bastante fuertes para esto. La cuestión es ¿lo sois vosotras? —Gesticuló con las manos, señalando dos lugares en el suelo, no lejos de ella—. Venid aquí las dos, al centro de la habitación.

Por primera vez, Elayne comprendió que el saidar iba a ser parte de aquello. Había pensado que sería sólo una ceremonia, un intercambio de compromisos, tal vez prestar juramentos. ¿Qué iba a pasar? No importaba, salvo que… Se dirigió despacio hacia Monaelle.

—Mi Guardián… Nuestro vínculo… ¿Esto la… afectará?

Aviendha, que había fruncido el entrecejo al advertir su vacilación, dirigió una mirada sobresaltada a Monaelle. Obviamente, aquello era algo en lo que no había pensado. La Sabia sacudió la cabeza.

—Los flujos no pueden tocar a nadie fuera de esta habitación. Es posible que sienta algo de lo que compartáis las dos, debido al vínculo que os une, pero sólo un poco.

Aviendha soltó un suspiro de alivio, coreado por otro de Elayne.

—Bien —continuó Monaelle—. Hay que seguir unos procedimientos. Venid. No somos jefes de clan discutiendo compromisos de agua entre copa y copa de oosquai.

Riendo, haciendo lo que parecían chistes sobre jefes de clan y el fuerte licor Aiel, las otras mujeres formaron un círculo alrededor de Aviendha y Elayne. Monaelle se sentó grácilmente en el suelo, cruzada de piernas, a dos pasos de las jóvenes desnudas. Las risas cesaron cuando su tono se tornó ceremonioso.

—Nos hemos reunido porque dos mujeres desean ser primeras hermanas. Comprobaremos si son lo bastante fuertes y, si lo son, las ayudaremos. ¿Se encuentran sus madres presentes?

Elayne dio un respingo, pero al momento Viendre se situaba detrás de ella.

—Yo actúo como la madre de Elayne Trakand, que no puede estar aquí. —Con las manos en los hombros de Elayne, Viendre la empujó hacia adelante y hacia abajo hasta que la joven se encontró de rodillas en las frías baldosas, delante de Aviendha, y a continuación se arrodilló ella—. Ofrezco a mi hija para su prueba.

Tamela apareció detrás de Aviendha y la empujó hacia abajo hasta que las rodillas de ésta tocaron las baldosas, casi pegadas a las de Elayne, y luego se arrodilló detrás.

—Yo actúo como la madre de Aviendha, que no puede estar aquí. Ofrezco a mi hija para su prueba.

En otro momento Elayne habría soltado una risita. Ninguna de las dos mujeres parecía tener media docena de años más que Aviendha y ella. En otro momento. No en ése. Las Sabias que se habían quedado de pie mostraban un gesto solemne. Las observaban a Aviendha y a ella como si las sopesaran y no estuviesen seguras de que darían la talla.

—¿Quién sufrirá los dolores del parto por ellas? —preguntó Monaelle, y Amys se adelantó.

Otras dos la siguieron, una pelirroja llamada Shyanda, a la que Elayne había visto con Melaine, y una mujer canosa a la que no conocía. Ayudaron a desnudarse a Amys. Orgullosa en su desnudez, Amys se volvió hacia Monaelle y se palmeó el terso y duro vientre.

—Yo he dado a luz. He dado de mamar —dijo, rodeando con las manos unos pechos que no parecían haber hecho tal cosa—. Me ofrezco.

Tras el circunspecto gesto de aceptación de Monaelle, Amys se puso de rodillas a dos pasos, al otro lado de Elayne y Aviendha, y se sentó sobre los talones. Shyanda y la canosa Sabia se arrodillaron flanqueándola, y de repente el brillo del Poder rodeó a todas las mujeres de la habitación, salvo a Elayne, Aviendha y Amys.

Elayne respiró profundamente y vio que Aviendha hacía lo mismo. De vez en cuando, un brazalete tintineaba contra otro entre las Sabias, el único sonido en el cuarto aparte de las respiraciones y el débil y lejano trueno. Fue casi un sobresalto cuando Monaelle habló.

—Las dos haréis lo que se os ordene. Si flaqueáis o tenéis dudas, vuestra devoción no es lo bastante fuerte. Os mandaré salir y ése será el final de esto, para siempre. Haré preguntas, y responderéis con sinceridad. Si rehusáis contestar, se os mandará salir. Si alguna de las presentes cree que mentís, se os mandará salir. Y podéis marcharos en cualquier momento que queráis, desde luego. Lo cual pondrá fin a esto de manera definitiva. Aquí no hay segundas oportunidades. Bien. ¿Cuál crees que es la mejor cualidad de la mujer que quieres como hermana primera?

Elayne casi esperaba esa pregunta. Era una de las cosas en las que le dijeron que pensara. Elegir una virtud entre tantas no había sido fácil, aunque ya tenía preparada la respuesta. Cuando habló, flujos de saidar se tejieron repentinamente entre Aviendha y ella, y de su boca no salió sonido alguno, ni de la de Aviendha. Sin pensarlo, una parte de su mente memorizó la forma de los tejidos; incluso en ese momento, intentar aprender era una parte de sí misma, tanto como el color de sus ojos. Los tejidos desaparecieron cuando cerró los labios.

Aviendha se siente muy segura de sí misma, muy orgullosa. No le importa lo que nadie piense que debería hacer o ser; es quien ella quiere ser, oyó Elayne decir a su propia voz, a la par que las palabras de Aviendha se hacían audibles de repente, al mismo tiempo. Incluso cuando Elayne está tan asustada que se le queda seca la boca, su espíritu no se doblega. Es la persona más valiente que conozco.

Elayne miró de hito en hito a su amiga. ¿Aviendha creía que era valiente? Luz, no era cobarde, pero ¿valiente? Curiosamente, Aviendha la miraba intensamente a ella, con incredulidad.

—La valentía es un pozo —le susurró Viendre al oído—, profundo en algunas personas, somero en otras. Profundos o someros, los pozos acaban secándose, aunque vuelvan a llenarse después. Afrontarás lo que no eres capaz de afrontar, las piernas te temblarán como si fuesen gelatina, y tu cacareado coraje te dejará tirada en el polvo, sollozando. Llegará el día.

Lo dijo como si quisiese estar allí para verlo. Elayne asintió con un seco cabeceo. Sabía todo sobre temblarle las piernas como si fuesen gelatina; se enfrentaba a ello a diario, al parecer.

Tamela hablaba al oído de Aviendha en un tono casi tan satisfecho como el de Viendre:

—El ji’e’toh te ata como bandas de acero. Por el ji, actúas exactamente como se espera de ti, hasta lo más mínimo. Por el toh, si es preciso te rebajas y te arrastras sobre el vientre. Porque te importa, y mucho, lo que todo el mundo piensa de ti.

Elayne casi soltó una exclamación ahogada. Eso era cruel. E injusto. Sabía algo del ji’e’toh, pero Aviendha no era así. Sin embargo, Aviendha estaba asintiendo, igual que había hecho ella antes. Una aceptación impaciente de lo que ya sabía.

—Buenas características que apreciar en una hermana primera —dijo Monaelle, que dejó resbalar el chal hasta los codos—, pero ¿qué es lo peor que ves en ella?

Elayne rebulló sobre las heladas rodillas y se lamió los labios antes de hablar. Había temido esto. No era sólo la advertencia de Monaelle; Aviendha había dicho que debían decir la verdad. Tenían que hacerlo, pues si no ¿qué valor tenía la unión de hermanas? De nuevo los tejidos retuvieron cautivas sus palabras hasta que desaparecieron.

Aviendha… dijo de repente la voz de Elayne, vacilante. Cree… Cree que la violencia es siempre la respuesta. A veces no piensa más allá de su cuchillo. ¡A veces es como un muchachito que nunca se hará mayor!

Elayne sabe que… empezó la voz de Aviendha, que tragó saliva y continuó de corrido. Sabe que es hermosa, sabe el poder que eso le da sobre los hombres. A veces va con la mitad del busto al aire, a la vista de todos, y sonríe para conseguir que los hombres hagan lo que quiere.

Elayne se quedó boquiabierta. ¿Aviendha pensaba eso de ella? ¡La hacía parecer una lagarta! Aviendha la miró ceñuda y empezó a abrir la boca, pero Tamela le apretó de nuevo los hombros y empezó a hablarle.

—¿Crees que los hombres no contemplan tu cara con aprobación? —Había un timbre incisivo en la voz de la Sabia, y «firme» sería el término más comedido para describir su rostro—. ¿Acaso no miran tus pechos en la tienda de vapor? ¿No admiran tus caderas? Eres hermosa, y lo sabes. ¡Niégalo, y te negarás a ti misma! Te han complacido las miradas de los hombres, y les has sonreído. ¿De verdad no sonreirás a un hombre para dar más peso a tus argumentos, o no le tocarás el brazo para distraerlo de la debilidad de tus razonamientos? Lo harás, y no serás menos por ello.

Las mejillas de Aviendha se tiñeron de rojo, pero Elayne tenía que escuchar lo que Viendre le decía a ella. E intentar no ponerse colorada.

—Hay violencia en ti. Niégalo, y te negarás a ti misma. ¿Acaso nunca has montado en cólera y has arremetido? ¿Es que nunca has derramado la sangre de alguien? ¿Nunca has deseado hacerlo? ¿Sin plantearte otra posibilidad? ¿Sin pensarlo siquiera? Mientras respires, eso formará parte de ti.

Elayne recordó a Taim, y otros casos similares, y su rostro se puso rojo como la grana.

En esta ocasión, hubo más de una respuesta.

—Tus brazos se debilitarán —le decía Tamela a Aviendha—. Tus piernas perderán su velocidad. Una persona joven podrá quitarte el cuchillo de la mano. ¿De qué te valdrán entonces destreza o ferocidad? El corazón y la mente son las verdaderas armas. Mas ¿acaso aprendiste a utilizar la lanza en un día, cuando eras Doncella? Si no aguzas corazón y mente ahora, te harás vieja y los niños te ofuscarán el entendimiento. Los jefes de clan te sentarán en un rincón para que juegues a las cunitas y, cuando hables, lo único que oirán todos será el viento. Tenlo en cuenta mientras estás a tiempo.

—La belleza desaparece —continuó Viendre al oído de Elayne—. El paso de los años hará que tus pechos se descuelguen, que tus carnes pierdan firmeza, que tu piel se torne seca y arrugada como el cuero. Hombres que sonreían al ver tu cara te hablarán como si fueses otro hombre. Tal vez tu esposo te vea siempre como la primera vez que puso los ojos en ti, pero ningún otro hombre soñará contigo. ¿Dejarás por ello de ser tú? Tu cuerpo es sólo una envoltura. Tu carne se marchitará, pero tú eres tu corazón y tu mente, y ésos no cambiarán salvo para hacerse más fuertes.

Elayne sacudió la cabeza, pero no en un gesto de negación. En realidad no. Sin embargo, nunca había pensado en envejecer. Sobre todo desde que había ido a la Torre. El paso de los años dejaba una huella muy leve incluso en las Aes Sedai de mucha edad. Mas, ¿y si llegaba a vivir tanto como las Asentadas? Eso significaría renunciar a ser Aes Sedai, por supuesto, pero ¿y si lo hacía? Las Allegadas tardaban mucho tiempo en tener arrugas, pero las tenían. ¿Qué estaría pensando Aviendha? La Aiel estaba allí de rodillas, con aire… huraño.

—¿Qué te parece más infantil en la mujer que quieres como hermana primera? —preguntó Monaelle.

Eso era más fácil, menos peliagudo. Elayne sonrió incluso mientras hablaba. Aviendha le devolvió la sonrisa, desaparecida ya la expresión hosca. Una vez más, los tejidos tomaron sus palabras y las liberaron a la par, las voces con un dejo de risa.

Aviendha no me deja que le enseñe a nadar. Lo he intentado. No le tiene miedo a nada, excepto a meterse en más cantidad de agua de la que cabe en una bañera.

Elayne se zampa golosinas a dos manos, como una niña que ha escapado a la vigilancia de su madre. Si sigue así, se pondrá gorda como un cerdo antes de que se haga mayor.

Elayne dio un respingo. ¿Zamparse? ¿Zamparse? Probaba un poco de vez en cuando, eso era todo. Sólo de vez en cuando. ¿Gorda? ¿Por qué Aviendha la miraba iracunda? Negarse a meterse en el agua donde cubría por encima de la rodilla era realmente infantil.

Monaelle se tapó la boca con la mano para toser levemente, pero a Elayne le pareció que lo que ocultaba era una sonrisa. Algunas de las Sabias que estaban de pie se echaron a reír sin tapujos. ¿Por la tontería de Aviendha o por su… debilidad por las golosinas?

Monaelle recobró su aire solemne mientras arreglaba la falda extendida sobre el suelo, pero cuando habló aún había un atisbo de regocijo en su voz.

—¿Qué es lo que más envidias de la mujer que quieres como hermana primera?

Quizás Elayne habría dado un rodeo a la respuesta a despecho de la exigencia de contestar con sinceridad. La verdad había surgido en su mente tan pronto como le dijeron que pensara en esto, pero había encontrado algo menos importante, menos embarazoso para ambas, que habría colado. Quizá. Pero estaba lo de que sonreía a los hombres y que enseñaba el busto. A lo mejor ella sonreía, ¡pero Aviendha pasaba delante de sirvientes abochornados sin llevar absolutamente nada encima y dando la impresión de que ni siquiera los veía! De modo que se zampaba golosinas, ¿verdad? Y que iba a ponerse gorda, ¿no? Manifestó la amarga verdad mientras los tejidos tomaban sus palabras y la boca de Aviendha se movía en un silencio huraño, hasta que por fin lo que habían dicho se liberó.

Aviendha ha yacido en los brazos del hombre al que amo. Yo nunca lo he hecho; puede que nunca lo haga, ¡y querría llorar cuando lo pienso!

Elayne tiene el amor de Rand al’Th… de Rand. El corazón me duele de desear que él me quiera a mí, pero no sé si llegará a amarme nunca.

Elayne miró intensamente el indescifrable rostro de Aviendha. ¿Que tenía celos de ella por causa de Rand? ¿Cuando ese hombre la evitaba como si tuviese la sarna? No tuvo tiempo para pensar nada más.

—Dale una bofetada lo más fuerte que puedas —instruyó Tamela a Aviendha mientras apartaba sus manos de los hombros de la joven.

Viendre apretó ligeramente los de Elayne.

—No te defiendas —advirtió.

¡De eso no habían dicho nada! Aviendha jamás le…

Parpadeando, Elayne se incorporó de las heladas baldosas. Se tocó la mejilla con sumo cuidado e hizo un gesto de dolor. Iba a tener la marca de la palma de la mano en la cara el resto del día. Esa mujer no tenía por qué haber golpeado tan fuerte.

Todas esperaron hasta que volvió a ponerse de rodillas, y entonces Viendre se acercó a su oído.

—Dale una bofetada lo más fuerte que puedas.

Bueno, pues lo que era ella no iba a soltarle un bofetón a Aviendha. Ella no iba a… Una tremenda bofetada tiró a Aviendha al suelo y la hizo deslizarse por las baldosas casi hasta donde se encontraba Monaelle. A Elayne le dolía la palma de la mano casi tanto como la mejilla.

Aviendha se incorporó a medias, sacudió la cabeza, y después volvió a su posición anterior; a gatas.

—Golpéala con la otra mano —dijo Tamela.

Esta vez, Elayne se deslizó sobre las heladas baldosas hasta dar contra las rodillas de Amys; la cabeza le zumbaba, y le ardían ambas mejillas. Y cuando se situó de nuevo de rodillas delante de Aviendha, cuando Viendre le dijo que golpeara, puso toda la fuerza de su cuerpo en la bofetada, hasta el punto de que casi se cayó encima de Aviendha cuando ésta se fue al suelo.

—Ahora podéis marcharos —dijo Monaelle.

Los ojos de Elayne se volvieron rápidamente hacia la Sabia. Aviendha, a medio recobrar la postura de rodillas, se quedó petrificada.

—Si queréis —añadió Monaelle—. Los hombres lo hacen generalmente al llegar a este punto, si no antes. También lo hacen muchas mujeres. Pero, si seguís queriéndoos la una a la otra lo bastante para continuar, entonces abrazaos.

Elayne se echó en los brazos de Aviendha, que a su vez se había lanzado hacia ella, y por poco no se fue de espaldas al suelo. Se estrecharon con fuerza. Elayne sintió que las lágrimas desbordaban sus ojos, y se dio cuenta de que Aviendha también lloraba.

—Lo siento —susurró fervientemente Elayne—. Lo siento mucho, Aviendha.

—Perdóname —contestó en otro susurro la Aiel—. Perdóname.

Monaelle se había puesto de pie y estaba junto a ellas ahora.

—Sentiréis cólera contra la otra en más ocasiones, os diréis palabras muy duras, pero siempre recordaréis que ya os habéis abofeteado. Y sin más motivo que os dijeran que lo hicieseis. Lo pasado, pasado. Perdonad esos golpes por todos los que podríais desear dar. Tenéis toh la una con la otra, un toh que no podéis saldar ni intentaréis saldarlo, porque cualquier mujer siempre está en deuda con su hermana primera. Volveréis a nacer.

La percepción del saidar en el cuarto estaba cambiando, pero Elayne no habría tenido ocasión de ver cómo ni aun en el caso de que se le hubiese ocurrido la idea. La luz menguó como si se hubiesen apagado las lámparas. La sensación del abrazo de Aviendha menguó. El sonido menguó. Lo último que oyó fue la voz de Monaelle.

—Volveréis a nacer.

Todo desapareció. Ella desapareció. Dejó de existir.

Una especie de conciencia. No pensaba en sí misma como tal, no pensaba en nada, pero era consciente. Del sonido. Un líquido rumoroso todo en derredor. Borboteos y retumbos sordos. Y un ruido rítmico amortiguado. Eso por encima de todo. Pu-pum. Pu-pum. No conocía la satisfacción, pero estaba satisfecha. Pu-pum.

Tiempo. No conocía el tiempo, pero transcurrieron eras. Había un sonido dentro de ella, un sonido que era ella. Pu-pum. El mismo sonido, el mismo ritmo que el otro. Pu-pum. Y procedente de otro sitio, cerca. Pu-pum. Otra. Pu-pum. El mismo sonido, el mismo latido, como el suyo. Otra no. Eran la misma; eran una. Pu-pum.

La eternidad transcurrió al ritmo de esa cadencia, todo el tiempo habido desde el principio, siempre. Tocó a la otra que era ella misma. Podía sentir. Pu-pum. Se movía, ella y la otra que era ella misma, retorciéndose una en la otra, los miembros enredándose, retirándose pero siempre regresando una a la otra. Pu-pum. A veces había luz en la oscuridad; tenue más allá de la percepción, pero intensa para quien sólo conocía oscuridad. Pu-pum. Abrió los ojos y miró los de la otra que era ella misma, y volvió a cerrarlos, satisfecha. Pu-pum.

Cambio; repentino, conmocionante para quien jamás había conocido cambios. Presión. Pu-pum-pu-pum. Aquel reconfortante latido era más rápido. Presión espasmódica. Otra vez. Otra vez. Cada vez más fuerte. ¡Pu-pum-pu-pum! ¡Pu-pum-pu-pum!

De pronto, la otra que era ella misma… desapareció. Estaba sola. No conocía el miedo, pero estaba asustada, y sola. ¡Pu-pum-pu-pum! ¡Presión! ¡Más fuerte que cualquiera antes! La apretaba, la aplastaba. Si hubiese sabido cómo gritar, si hubiese sabido lo que era un grito, habría chillado.

Y entonces la luz, cegadora, rebosante de formas en movimiento, arremolinadas. Tenía peso; nunca había sentido peso. Un dolor cortante en lo que sentía como su centro. Algo le hizo cosquillas en el pie. Algo le hizo cosquillas en la espalda. Al principio no se dio cuenta de que aquel plañido salía de ella. Pateó débilmente, agitando miembros que no sabía cómo mover. Fue levantada en el aire, y dejada sobre algo suave pero más firme que nada de lo que había sentido hasta entonces, excepto los recuerdos de la otra que era ella misma, la otra que había desaparecido. Pu-pum. Pu-pum. El sonido. El mismo sonido, el mismo latido. La soledad, no identificada, imperaba, pero también había satisfacción.

La memoria empezó a volver, lentamente. Alzó la cabeza, apoyada en un pecho, y contempló el rostro de Amys. Sí, Amys. Empapada en sudor y con aire de agotamiento, pero sonriente. Y ella era Elayne; sí, Elayne Trakand. Pero había en ella algo más ahora. No como el vínculo del Guardián, pero sí parecido en cierto modo. Más leve, pero más grandioso. Despacio, sobre un cuello que se bamboleaba inestable, giró la cabeza para mirar a la otra mitad que era ella misma, recostada sobre el otro pecho de Amys. Vio a Aviendha, el cabello apelmazado, el rostro y el cuerpo brillantes por el sudor… sonriendo gozosa. Riendo, llorando, se abrazaron con fuerza y siguieron así como si nunca fueran a soltarse.

—Ésta es mi hija Aviendha —dijo Amys—, y ésta es mi hija Elayne, nacidas el mismo día, a la misma hora. Ojalá se protejan, se apoyen y se amen siempre. —Rió queda, cansada, cariñosamente—. Y ahora, por favor, ¿quiere alguien traernos ropas antes de que mis nuevas hijas y yo nos muramos de frío?

En ese momento a Elayne no le importaba si se moría de frío. Se aferró a Aviendha riendo y llorando. Había encontrado a su hermana. ¡Luz, había encontrado a su hermana!

Toveine Gazal se despertó con el ruido de un quedo bullir, de otras mujeres moviéndose de aquí para allí, algunas hablando en voz baja. Tendida en el duro y estrecho catre, suspiró con lástima. Lo de sus manos cerradas en torno al cuello de Elaida sólo había sido un sueño agradable. La realidad era aquel diminuto habitáculo de paredes de lona. Había dormido mal, y se sentía débil, aturdida. También había dormido más de la cuenta; no tendría tiempo para desayunar. Retiró las mantas de mala gana. El edificio había sido un pequeño almacén de algún tipo, con gruesas paredes y pesadas vigas en el techo bajo, pero no tenía chimenea. Su aliento se condensó, y el aire gélido de la mañana traspasó su ropa interior antes de haber puesto los pies en las toscas planchas de madera del suelo. Aun en el caso de que se hubiese planteado quedarse acostada en ese lugar, tenía órdenes que cumplir. El asqueroso vínculo de Logain hacía imposible la desobediencia, por mucho y muy a menudo que deseara desobedecer.

Siempre intentaba pensar en él como en Ablar, simplemente, o, en el peor de los casos, en maese Ablar, pero siempre era Logain lo que le venía a la mente. El nombre que él había hecho infame. Logain, el falso Dragón que había destrozado los ejércitos de su tierra natal, Ghealdan. Logain, que se había abierto paso a sangre y fuego a través de los contados altaraneses y murandianos con valor suficiente para intentar detenerlo, hasta que llegó a amenazar a la propia Lugard. Logain, al que se había amansado y que, a saber cómo, podía encauzar otra vez, el que se había atrevido a implantar su maldito tejido de saidin en Toveine Gazal. ¡Seguro que lamentaba no haberle ordenado que dejara de pensar! Podía sentir al hombre en el fondo de su mente. Siempre estaba allí.

Por un instante, apretó los párpados con fuerza. ¡Luz! La granja de la señora Espigo le había parecido la Fosa de la Perdición, años de exilio y de penitencia, sin salida, excepto lo inconcebible: convertirse en una renegada perseguida. Apenas había pasado media semana desde su captura, pero ahora sabía a qué atenerse. Esto sí que era la Fosa de la Perdición. Y no había salida. Furiosa, sacudió la cabeza y se quitó con los dedos los brillantes reguerillos húmedos de las mejillas. ¡No! Escaparía, de algún modo, aunque sólo fuese el tiempo suficiente para poner de verdad sus manos en el cuello de Elaida. De algún modo.

Aparte del catre, sólo había otros tres muebles, pero aun así apenas dejaban espacio libre para moverse. Rompió el hielo del aguamanil que había sobre el lavabo con la hebilla de su cinturón, llenó la palangana blanca descascarillada, y encauzó para calentar el agua hasta que ésta soltó vapor. Estaba permitido encauzar para eso. Y para nada más. Como medida de precaución se limpió y aclaró los dientes con sal y soda, y después se puso una muda y medias limpias que guardaba en el pequeño arcón de madera, situado a los pies del catre. El anillo lo dejó en el arcón, metido debajo de todo lo demás, dentro de una bolsita de terciopelo. Otra orden. Todas sus cosas estaban allí, excepto la escribanía portátil. Con suerte, se había perdido cuando la prendieron. Sus vestidos colgaban de una percha, la última pieza de mobiliario de su habitación. Eligiendo uno sin mirar realmente, se lo puso de manera automática y utilizó el peine y el cepillo para arreglarse el cabello.

El movimiento del cepillo de mango de marfil se ralentizó cuando la mujer se vio realmente en el espejo barato e irregular del lavabo. Con la respiración agitada, soltó el cepillo al lado del peine a juego. El vestido que había escogido era de paño grueso y bien tejido, sin adornos, de un color rojo tan oscuro que casi parecía negro. Negro, como la chaqueta de un Asha’man. Su imagen distorsionada le devolvía la mirada, con los labios torcidos en una mueca. Cambiarse sería una especie de rendición. Con aire resuelto, cogió de la percha la capa gris, forrada con piel de marta.

Cuando apartó a un lado la lona de la entrada, alrededor de veinte hermanas ocupaban ya el pasillo central flanqueado con habitaciones de lona. Aquí y allí, unas pocas hablaban en murmullos, pero las demás evitaban los ojos de sus compañeras, aunque perteneciesen al mismo Ajah. El miedo estaba presente, pero era una vergüenza que se reflejaba en la mayoría de las caras. Akoure, una fornida Gris, se miraba fijamente la mano en la que normalmente lucía su anillo. Desandre, una esbelta Amarilla, tenía escondida la mano del anillo en el hueco de la axila del otro brazo.

Las quedas conversaciones cesaron cuando Toveine apareció. Varias mujeres la miraron hostilmente, sin tapujos. ¡Incluidas Jenare y Lemai, de su propio Ajah! Desandre recobró la compostura lo suficiente para volverse de espaldas fríamente. En el espacio de dos días, cincuenta y una Aes Sedai habían caído prisioneras de los monstruos de chaquetas negras, y cincuenta culpaban de ello a Toveine Gazal como si Elaida a’Roihan no hubiese tenido nada que ver con el desastre. De no haber sido por la intervención de Logain, se habrían cobrado venganza en su primera noche allí. No le agradecía que hubiese parado la paliza y que hubiera obligado a Carniele a Curarle los verdugones causados por cinturones y los cardenales dejados por puños y pies. Habría preferido que la mataran a golpes antes que estar en deuda con él.

Se echó la capa sobre los hombros y caminó orgullosamente pasillo adelante hasta salir al pálido sol matinal, tan acorde con su ánimo decaído. A su espalda, alguien gritó unas palabras acres antes de que la puerta las acallara al cerrarse. Se subió la capucha con manos temblorosas y ajustó la piel del forro en torno a la cara. Nadie avasallaba impunemente a Toveine Gazal. Hasta la señora Espigo, que la había reducido a una especie de sumisión con el transcurso de los años, descubrió tal cosa cuando su exilio finalizó. Ya les enseñaría. ¡Les enseñaría a todas!

El dormitorio que compartía con las otras se encontraba a un extremo de un pueblo grande, aunque extraño. Un pueblo de Asha’man. En algún otro lugar, según le habían contado, se estaba marcando el terreno para levantar un conjunto de estructuras que, por lo que se decía, haría parecer pequeña a la Torre Blanca, pero era aquí donde vivía la mayoría de ellos ahora. Cinco barracones grandes y amazacotados, repartidos a lo largo de calles tan anchas como cualquiera de Tar Valon, podían albergar a un centenar de soldados Asha’man. Todavía no estaban ocupados al completo, gracias a la Luz, pero los andamios cubiertos de nieve esperaban la llegada de los obreros en torno a las gruesas paredes de otros dos más, casi acabados para techarlos con paja. También había casi una docena de esos edificios en construcción. Esparcidas alrededor de ellos se alzaban unas doscientas casas, del tipo que podría encontrarse en cualquier pueblo, donde vivían algunos de los hombres casados y las familias de otros que estaban siendo entrenados.

Los varones que podían encauzar no la asustaban. Una vez se había dejado llevar por el pánico, cierto, pero eso no venía al caso. Sin embargo, quinientos hombres capaces de encauzar eran como una astilla de hueso encajada entre sus dientes que no podía sacarse. ¡Quinientos! Y algunos podían Viajar. Sí, una esquirla de hueso muy afilada. Además, había recorrido a través del bosque los casi dos kilómetros que había hasta el muro. Eso, lo que significaba, sí la asustaba.

El muro no estaba acabado en ninguna parte ni tenía más de cuatro metros de altura, y ninguna torre o bastión se encontraba más allá de los inicios de su construcción. En algunos sitios podría haber pasado por encima de los montones de piedra negra, de no ser por la orden de no intentar escapar. No obstante, tenía ya una extensión de trece kilómetros, y creía la afirmación de Logain de que su construcción se había iniciado hacía menos de tres meses. Ese hombre la tenía demasiado agarrada para molestarse en mentir. Según Logain, el muro era una pérdida de tiempo y de esfuerzo, y quizá lo fuese, pero a ella le hacía castañetear los dientes. Sólo tres meses. Hecho mediante el Poder. Con la mitad masculina del Poder. Cuando pensaba en ese muro negro, veía una fuerza implacable a la que no se podía parar, una avalancha de piedra negra que se deslizaba por la pendiente para enterrar a la Torre Blanca. Imposible, por supuesto. Imposible; pero, cuando no soñaba que estrangulaba a Elaida, soñaba con eso.

Había nevado por la noche y una espesa capa blanca cubría todos los tejados, pero no tuvo que andar con cuidado por las anchas calles. Se había limpiado el suelo de tierra apisonada, una tarea que correspondía a los hombres en fase de entrenamiento y que llevaban a cabo antes de salir el sol. ¡Utilizaban el Poder para todo, desde llenar las leñeras hasta limpiar sus ropas! Hombres con chaquetas negras iban presurosos de aquí para allí por las calles, y otros se agrupaban en filas delante de los barracones, con órdenes de pasar lista en voz alta. Mujeres abrigadas para combatir el frío pasaban junto a ellos llevando cubos de agua de la fuente más cercana, aunque cómo era posible que cualquiera de ellas se hubiese quedado después de saber lo que era su esposo escapaba a la comprensión de Toveine. Aun más extraño era el que los niños corriesen de aquí para allí, alrededor de los escuadrones de hombres que podían encauzar, chillando y riendo, haciendo rodar aros, lanzándose pelotas pintadas de colores, jugando con muñecas y perros. Un toque de normalidad que acentuaba el maligno hedor de lo demás.

Al frente, un grupo montado se aproximaba calle arriba, al paso. En el poco tiempo que llevaba allí —el interminable tiempo— no había visto a nadie del pueblo utilizar animales para desplazarse, excepto a los obreros en carretas o carros. Y tampoco a las visitas, cosa que debía de ser aquel grupo —escoltado por cinco hombres de negro—, una docena de soldados con chaquetas rojas y capas de la Guardia Real, con dos mujeres de cabello rubio al frente, una abrigada con una capa roja y blanca, forrada con pieles negras, y la otra… Las cejas de Toveine se enarcaron. La otra llevaba unos pantalones verdes kandoreses y una chaqueta que correspondía al capitán general de la Guardia. ¡Incluso tenía los nudos dorados del rango en los hombros! A lo mejor estaba equivocada respecto a los hombres. Ésa se iba a encontrar en un aprieto cuando se topara con verdaderos soldados de la Guardia Real. En cualquier caso, era una hora muy temprana para visitas.

Cada vez que el peculiar grupo llegaba ante una de las formaciones, el hombre que caminaba delante de ésta gritaba «¡Asha’man, vista al frente!» Y los tacones de las botas golpeaban la tierra apisonada cuando los hombres se ponían firmes como pilares de piedra.

Toveine tiró de la capucha para ocultar mejor la cara y, desviándose a un lado de la amplia calle, se pegó a la esquina de uno de los barracones de piedra más pequeños. Un viejo con barba salió del edificio; en el cuello de la chaqueta lucía el alfiler en forma de espada, y la miró con curiosidad, aunque sin aflojar el paso.

Lo que acababa de hacer le causó una gran impresión, como si le hubiesen arrojado un cubo de agua fría, y faltó muy poco para que se echase a llorar. Ahora, ninguno de aquellos extraños descubriría un rostro Aes Sedai, si sabía reconocerlo. Y si una de esas mujeres encauzaba, por inverosímil que fuera tal cosa, no pasaría lo bastante cerca para percibir que ella también lo hacía. Mucho preocuparse y enfurecerse rumiando cómo desobedecer a Logain, ¡y luego iba y hacía lo necesario para cumplir sus instrucciones incluso sin pensarlo!

Como un acto de desafío, se paró donde estaba y se volvió hacia las visitas para observarlas. De manera automática, sus manos comprobaron que tenía la capucha bien echada antes de que ella tuviese tiempo de bajarlas bruscamente a los costados. Era lastimoso, ridículo. Conocía, de vista al menos, al Asha’man que guiaba al grupo —un tipo corpulento, de mediana edad, negro cabello engominado, sonrisa untuosa y ojos agoreros—, pero no a los otros. ¿Qué esperaba sacar de esto? ¿Cómo podía confiar un mensaje a cualquiera del grupo? Aun en el caso de que la escolta desapareciera, ¿cómo iba a lograr acercarse lo bastante para pasar un mensaje, cuando tenía prohibido dejar que ningún forastero descubriese la presencia de Aes Sedai allí?

El tipo de ojos agoreros parecía aburrido del servicio que se le había encomendado esa mañana y apenas se molestaba en disimular sus bostezos tras la mano enguantada.

—Cuando terminemos aquí —estaba diciendo mientras pasaban delante de Toveine—, os mostraré la Villa de Artesanos. Bastante más grande que ésta. Tenemos todo tipo de artesanos, desde albañiles y carpinteros hasta forjadores y sastres. Podemos fabricar todo lo que necesitamos, lady Elayne.

—Excepto nabos —comentó una de las mujeres en voz bastante alta, y la otra rió.

Toveine giró bruscamente la cabeza y siguió con la vista a los jinetes que avanzaban calle adelante, acompañados por órdenes voceadas y golpes de tacones de botas. ¿Lady Elayne? ¿Elayne Trakand? La más joven de las dos podía encajar con la descripción que le habían dado. Elaida no había querido revelar por qué deseaba tan desesperadamente atrapar a la Aceptada huida, aunque fuese una que podría convertirse en reina, pero Elaida nunca dejaba que una hermana saliese de la Torre sin antes recibir órdenes sobre lo que debía hacer si encontraba a la chica.

«Ten mucho cuidado, Elayne Trakand —pensó Toveine—. No me gustaría que Elaida tuviese la satisfacción de echarte mano».

Deseaba pensar en aquello, en si habría algún modo de utilizar la presencia de la chica allí, pero de repente fue consciente de las sensaciones en el fondo de su mente. Una leve satisfacción y una creciente determinación. Logain había terminado de desayunar. No tardaría en salir. Y le había dicho que estuviese allí cuando lo hiciera.

Sus pies echaron a correr antes de que la mujer se diese cuenta, con el resultado de que la falda se le enredó en las piernas y se fue de bruces al suelo. El fuerte golpe la dejó sin resuello y la rabia la invadió, pero se incorporó rápidamente y, sin pararse para sacudir el polvo de su ropa, se remangó la falda y echó a correr otra vez, con la capa ondeando a su espalda. Los gritos estentóreos de los hombres la siguieron calle abajo, y los niños la señalaron, riendo de buena gana, al verla pasar.

De pronto, una manada de perros la rodeó, gruñendo, mordisqueándole los talones. Toveine saltó, giró sobre sí misma y les lanzó patadas, pero los animales siguieron hostigándola. Habría querido chillar de rabia y frustración. Los perros eran siempre una molestia, y no podía encauzar ni una pizca para ahuyentarlos. Un podenco hizo presa de la falda y tiró de la mujer hacia un lado. El pánico se apoderó de ella. Si volvía a caerse, la harían pedazos.

Una mujer con vestido de paño marrón gritó y agitó el pesado cesto que llevaba, amenazando al perro que tiraba de la falda de Toveine, y consiguió que se apartara. El cubo de otra mujer oronda acertó a dar en las costillas a un pinto, que huyó lanzando gañidos. Toveine se quedó boquiabierta, y su falta de atención le costó un trozo de media y algo de piel de la pierna izquierda, que tuvo que retirar bruscamente de otro de los perros. Estaba rodeada de mujeres que espantaban a los animales con lo que quiera que tuviesen en las manos.

—Marchaos, Aes Sedai —le dijo una mujer canosa y flaca mientras atizaba con una vara a un perro con manchas—. Ya no os molestarán. A mí me gustaría tener un gato, pero ahora los gatos no aguantan al esposo. Marchaos.

Toveine no perdió tiempo en darles las gracias a sus salvadoras. Corrió, furiosa por lo ocurrido. Las mujeres lo sabían. Si una estaba enterada, las demás también. Pero no llevarían ningún mensaje, no ayudarían a escapar a nadie, no cuando ellas permanecían allí de buen grado. No si se daban cuenta de para qué era su ayuda. No había que darle más vueltas al asunto.

A corta distancia de la casa de Logain, una de las varias que había en una calle lateral más estrecha, frenó la carrera y soltó la falda remangada. Ocho o nueve hombres con chaqueta negra esperaban fuera, jovenzuelos, vejetes y de edades intermedias, pero todavía no había señales de Logain. Seguía sintiéndolo, enfocado totalmente en algo, concentrado. Quizá leía. Recorrió el último tramo caminando, con aire circunspecto, sereno, Aes Sedai de la cabeza a los pies, sin importar las circunstancias. Casi logró olvidar la frenética huida de los perros.

La casa la sorprendía cada vez que la veía. Otras de la calle eran iguales de grandes, y había dos que eran mayores; una casa corriente de madera, de dos pisos, aunque la puerta, los postigos y los marcos de las ventanas en color rojo le daban un aspecto extraño. Unas cortinas sencillas ocultaban el interior, pero los cristales de las ventanas eran tan malos que dudaba que hubiese podido ver claramente a través de ellos aunque las cortinas estuviesen descorridas. Una casa adecuada para un comerciante no demasiado próspero, pero no la morada para uno de los hombres vivos más renombrados.

Se preguntó de pasada qué habría retrasado a Gabrelle. La otra hermana vinculada a Logain tenía las mismas instrucciones que ella y, hasta ahora, siempre había llegado la primera. Gabrelle estudiaba a los Asha’man con avidez, como si tuviese intención de escribir un libro sobre el tema. A lo mejor lo estaba haciendo; las Marrones escribían sobre cualquier cosa. Apartó de su mente a la otra hermana. Sin embargo, si Gabrelle llegaba tarde, tendría que descubrir cómo se las arreglaba para conseguirlo. De momento, tenía su propio tema de estudio.

Los hombres situados ante la puerta roja la miraron, pero no dijeron nada, ni siquiera hablaron entre ellos. Con todo, no había animosidad. Simplemente esperaban. Ninguno llevaba capa por más que, al respirar, el aliento formaba nubecillas de vapor frente a sus caras. Todos eran Dedicados, con el alfiler de plata en forma de espada prendido en los cuellos de las chaquetas.

Igual que todas las mañanas, cuando se «presentaba» allí, aunque no siempre eran los mismos hombres. Conocía a algunos, al menos sus nombres, y a veces algunos dejaban entrever pequeños detalles que le daban información. Evin Vinchova, el muchacho guapo que estaba presente cuando Logain la había capturado, se recostaba en la esquina de la casa y jugueteaba con un trozo de cuerda. Donalo Sandomere, si es que era su verdadero nombre, con su curtido rostro de granjero y su barba cortada en punta y untada con aceites, procuraba adoptar la pose lánguida que a su parecer mostraría un noble. El otro era el tarabonés Androl Genhald, un tipo cuadrado, con las espesas cejas fruncidas en un gesto pensativo y las manos enlazadas a la espalda; llevaba un sello de oro, pero Toveine lo tenía por un aprendiz que se había afeitado el bigote y renunciado al velo. Mezar Kurin, un domani con canas en las sienes, toqueteaba el granate que le adornaba la oreja izquierda; ése sí podría ser un noble de segunda fila. La Aes Sedai estaba recopilando nombres y rostros, archivando en su mente todos los datos que podrían ser útiles para ayudar a identificarlos.

La puerta roja se abrió y los hombres se pusieron firmes, pero no fue Logain quien salió.

Toveine parpadeó sorprendida, y después buscó los verdes ojos de Gabrelle con una mirada fría, sin hacer el menor esfuerzo para ocultar su desagrado. Aquel maldito vínculo con Logain había dejado muy claro en lo que había estado entretenido el hombre la noche anterior —¡Toveine había temido no poder dormirse!—, ¡pero ni por lo más remoto habría imaginado nunca que se trataba de Gabrelle! Algunos de los hombres parecieron tan sorprendidos como ella. Otros intentaron disimular la sonrisa. Kurin esbozó una mueca sin rebozo mientras se atusaba el fino bigote.

La mujer de tez morena ni siquiera tuvo la decencia de sonrojarse; levantó una pizca la nariz respingona y después se ajustó descaradamente el oscuro vestido sobre las caderas, como para proclamar que acababa de ponérselo. Se echó la capa sobre los hombros y ató las cintas mientras se encaminaba hacia Toveine, tan serena como si estuviese en la Torre.

Toveine asió del brazo a la otra mujer y tiró de ella para alejarse un poco de los hombres.

—Puede que estemos cautivas, Gabrelle —susurró secamente—, pero no es razón para rendirse. ¡Especialmente a los despreciables deseos lujuriosos de Ablar! —¡La Marrón ni siquiera parecía avergonzada! Entonces se le ocurrió una idea. Por supuesto—. ¿Te…? ¿Te lo ordenó?

Con un gesto que no distaba mucho de una mueca burlona, Gabrelle soltó las palabras de un tirón.

—Toveine, tardé dos días en decidir que debería «rendirme» a sus deseos lujuriosos, como tú lo expresas. Me siento afortunada de que sólo necesitara cuatro para convencerlo de que me lo permitiera. Vosotras, las Rojas, puede que no lo sepáis, pero a los hombres les encanta hablar y contar chismes. Sólo hace falta prestar oídos, o incluso fingir que uno lo hace, y un hombre contará toda su vida. —Su frente se frunció en un gesto pensativo, y la mueca burlona de sus labios desapareció—. Me pregunto si será igual para las mujeres corrientes.

—Si será igual ¿qué? —demandó Toveine. ¿Gabrelle lo estaba espiando? ¿O simplemente quería conseguir más material para su libro? ¡Pero eso era absolutamente increíble, hasta en una Marrón!—. ¿De qué demonios hablas?

La expresión pensativa no se borró de la cara de Gabrelle.

—Me he sentido… indefensa. Oh, él ha sido delicado, pero nunca había pensado realmente lo fuertes que son los brazos de un hombre, y mientras tanto yo sin poder encauzar en absoluto. Él tenía… el mando, supongo, aunque no es eso exactamente. Sólo… era el más fuerte, y yo lo sabía. Resultaba… extrañamente excitante.

Toveine se estremeció. ¡Gabrelle debía de estar loca! Iba a decírselo cuando Logain apareció en la puerta, que cerró tras él. Era alto, más alto que cualquier otro hombre de allí, con cabello oscuro que le llegaba a los hombros y enmarcaba un rostro arrogante. El cuello de la chaqueta llevaba tanto el alfiler de espada como esa ridícula serpiente con patas. Le lanzó una sonrisa a Gabrelle mientras los otros se reunían a su alrededor. La muy fresca le devolvió la sonrisa. Toveine volvió a estremecerse. Excitante. ¡Esa mujer sin duda estaba loca!

Como en las mañanas precedentes, los hombres empezaron a presentar informes. La mayoría de las veces, Toveine había sido incapaz de encontrar ni pies ni cabeza a esos reportes, pero escuchó.

—Encontré dos más que parecían interesados en esa nueva clase de Curación que la tal Nynaeve utilizó contigo, Logain —decía Genhald, ceñudo—, pero uno apenas es capaz de realizar la Curación que ya sabemos, y el otro quiere saber más de lo que puedo decirle.

—Lo que puedes decirle es todo lo que sé —contestó Logain—. La señora al’Meara no me contó mucho de lo que hacía, y sólo pude deducir algunas cosas escuchando las conversaciones de las otras hermanas. Vosotros limitaos a plantar la semilla y esperar a ver si da algún fruto. Es lo único que se puede hacer.

Otros hombres asintieron al tiempo que Genhald. Toveine archivó la información. Nynaeve al’Meara. Había oído ese nombre a menudo tras su regreso a la Torre. Otra Aceptada huida, otra a la que Elaida deseaba coger con más interés del normal que podría justificar querer prender a las mujeres que escapaban de la Torre. También era del mismo pueblo que al’Thor. Y asociada de algún modo con Logain. Eso podría conducir a algo, con el tiempo. Pero ¿una «nueva» clase de Curación? ¿Utilizada por una simple Aceptada? Aquello rayaba en lo imposible, pero ella ya había visto hacerse realidad lo imposible en otras ocasiones, de modo que también archivó en su memoria ese detalle. Reparó en que Gabrelle atendía a su vez con atención. Pero que al mismo tiempo no dejaba de observarla a ella por el rabillo del ojo.

—Hay un problema con algunos de esos hombres de Dos Ríos, Logain —dijo Vinchova. Un fuerte sonrojo tiñó sus suaves mejillas—. ¡Hombres, digo, pero esos dos son muchachos, catorce años a lo sumo! No quieren decirlo. —Por su cara barbilampiña, él podría tener uno o dos más—. Fue un crimen traerlos aquí.

Logain sacudió la cabeza; no era fácil afirmar si era con ira o pesar.

—He oído que la Torre Blanca acepta muchachas hasta de doce años. Cuida de los chicos de Dos Ríos. Sin mimarlos, o los demás se volverán contra ellos, pero intenta que no hagan una estupidez. Al lord Dragón puede que no le gustara que murieran demasiados de su comarca.

—Pues no parece preocuparle gran cosa nada, por lo que veo —murmuró un tipo delgado. Tenía un fuerte acento murandiano, aunque su bigote retorcido señalaba claramente su procedencia. Jugueteaba con una moneda de plata, que hacía girar sobre sus nudillos, y parecía tan interesado en eso como en su conversación con Logain—. Me contaron que fue el propio lord Dragón el que dijo al M’Hael que sacara a cualquier cosa del género masculino de esa región de Dos Ríos que pudiese encauzar, hasta los gallos. Teniendo en cuenta el número que trajo, me sorprende que no cogiera también a los pollitos y los corderillos.

Su broma provocó unas risitas, pero el timbre frío de Logain las cortó de golpe.

—Fuera lo que fuera lo que el lord Dragón ordenó, confío en haber dejado muy claras mis instrucciones.

Esta vez todas las cabezas asintieron, y algunos de los hombres murmuraron «Sí, Logain» y «Como digas, Logain».

Toveine se apresuró a borrar la mueca sarcástica de sus labios. Patanes ignorantes. La Torre aceptaba chicas de menos de quince años sólo si ya habían empezado a encauzar. Sin embargo, lo demás era interesante. Otra vez Dos Ríos. Todo el mundo decía que al’Thor había dado la espalda a su tierra natal, pero ella no lo tenía tan claro. ¿Por qué no dejaba de observarla Gabrelle?

—Anoche —empezó Sandomere al cabo de un momento—, me enteré de que Mishraile está recibiendo clases privadas del M’Hael. —Se atusó la puntiaguda barba como si hubiese sacado de la manga una gema de gran valor.

A lo mejor lo había hecho, pero Toveine no supo discernir de qué clase. Logain asintió lentamente con la cabeza, y los otros intercambiaron miradas en silencio; sus rostros parecían tallados en piedra. Siguió observando, hirviendo de frustración. Demasiado a menudo ocurría igual; cosas sobre las cuales los hombres no veían razón para hacer más comentarios —¿o temían hacerlos?—, y ella se quedaba sin entender nada. Siempre tenía la sensación de que eran datos muy valiosos, pero fuera de su alcance.

Un tipo fornido, cairhienino, que apenas le llegaba a Logain al pecho, abrió la boca; pero, si tenía intención de hablar de Mishraile, fuese éste quien fuese, Toveine nunca lo supo.

—¡Logain!

Welyn Kajima venía a todo correr por la calle, de manera que las campanillas sujetas en las puntas de sus negras trenzas tintineaban. Era otro Dedicado, un hombre de mediana edad que sonreía en exceso y que también se encontraba presente cuando Logain la había capturado. Kajima había vinculado a Jenare. Estaba casi sin resuello cuando se abrió paso a empujones entre los otros hombres, y ahora no sonreía.

—Logain —jadeó—, el M’Hael ha regresado de Cairhien, y ha anotado nuevos desertores en el tablón de palacio. ¡No creerás los nombres! —Soltó la lista rápidamente, falto de aliento, en medio de exclamaciones de los otros, que impidieron que Toveine escuchara poco más que fragmentos.

—Ya habían desertado Dedicados con anterioridad —murmuró el cairhienino cuando Kajima terminó—, pero jamás un Asha’man. Y ahora ¿siete a la vez?

—Si no me crees… —empezó Kajima, que se puso encrespado. Había sido amanuense en Arafel.

—Te creemos —intervino, apaciguador Genhald—. Pero Gedwyn y Torvil son los hombres del M’Hael. Rochaid y Kisman también. ¿Por qué iban a desertar? Les daba todo lo que podría desear incluso un rey.

Kajima sacudió la cabeza con irritación, haciendo tintinear las campanillas.

—Sabéis que en la lista nunca se explican las razones. Sólo se dan nombres.

—Pues adiós en buena hora —rezongó Kurin—. Al menos, sería así si no tuviésemos que darles caza ahora.

—Es lo de los otros lo que no consigo entender —intervino Sandomere—. Estuve en los pozos de Dumai, y vi al lord Dragón escoger después. Dashiva tenía la cabeza en las nubes, como siempre. Pero ¿Flinn, Hopwil y Narishma? Jamás encontraríais hombres más complacidos por esa elección. Eran como corderos sueltos en el cobertizo de cebada.

—Bien, yo no estuve en los pozos, pero sí en el sur, contra los seanchan —espetó un tipo fornido, con cabello canoso, que tenía acento andoreño—. Quizás a los corderos no les gustó el patio del matarife tanto como el cobertizo de cebada.

Logain había estado escuchando sin tomar parte en la conversación, cruzado de brazos. Su semblante era tan indescifrable como una máscara.

—¿Te preocupa el patio del matarife, Canler? —inquirió ahora.

El andoreño torció el gesto y después se encogió de hombros.

—Comprendo que todos iremos allí antes o después, Logain. No veo que tengamos muchas opciones, pero no tengo por qué ir sonriente.

—No, siempre y cuando estés allí el día señalado —respondió en tono quedo Logain.

Aunque sus palabras iban dirigidas al tipo llamado Canler, varios de los otros asintieron. Su mirada pasó por encima de los hombres y se fijó en Toveine y Gabrelle. Toveine intentó aparentar que no había estado escuchando y procurando recordar los nombres que había oído.

—Entrad y resguardaos del frío —les dijo—. Tomad té para entrar en calor. Me reuniré con vosotras tan pronto como pueda. Y no tocad mis papeles.

Tras reunir a los otros hombres con un gesto, los condujo en la dirección por la que había llegado Kajima.

Toveine apretó los dientes con frustración. Por lo menos no tendría que seguirlo a los campos de instrucción, pasando por el así llamado Árbol de los Traidores, en cuyas ramas peladas colgaban cabezas como frutas malsanas, y contemplar a los varones practicando cómo destruir con el Poder, pero había confiado en disponer del día libre para deambular por ahí y ver qué podía descubrir. Ya había oído hablar anteriormente a los hombres sobre el «palacio» de Taim, y hoy había esperado encontrarlo y, quizá, alcanzar a ver al hombre cuyo nombre era tan aciago como el de Logain. En cambio, siguió dócilmente a la otra mujer a través de la puerta roja. No tenía sentido resistirse.

Dentro, recorrió con la mirada la pieza principal mientras Gabrelle colgaba la capa en una percha. A despecho del aspecto exterior, había esperado algo más espléndido para Logain. Un fuego bajo ardía en el hogar de una tosca chimenea. Sobre las baldosas desnudas había una mesa larga y estrecha y unas sillas con el respaldo de travesaños. Un escritorio, realizado sólo con un poco más de esmero que el resto del mobiliario, le llamó la atención. Cajas de correspondencia tapadas y carpetas de piel llenas de hojas de papel cubrían el tablero. Se moría de ganas por echar un vistazo, pero sabía que aunque se sentase al escritorio no podría poner ni un dedo sobre uno solo de aquellos papeles.

Con un suspiro, siguió a Gabrelle hasta la cocina, donde una estufa de hierro irradiaba demasiado calor y los platos sucios del desayuno se apilaban sobre una repisa, debajo de la ventana. Gabrelle llenó de agua un recipiente y lo puso a hervir en la estufa; después cogió una tetera vidriada en color verde y un bote de madera de otro armario. Toveine dejó la capa en una silla y se sentó junto a la mesa cuadrada. No quería té a menos que lo acompañara el desayuno que se había perdido, pero sabía que iba a tomárselo.

La estúpida Marrón se puso a parlotear mientras realizaba las tareas domésticas como la esposa satisfecha de cualquier granjero.

—Me he enterado de un montón de cosas. Logain es el único varón con el rango de Asha’man que vive en este pueblo. Todos los demás viven en el «palacio» de Taim. Tienen sirvientes, pero Logain ha contratado a la esposa de un hombre que está entrenándose, para que cocine y haga la limpieza. No tardará en llegar, y siente devoción por él, así que mejor será que hablemos sobre cualquier cosa importante antes de que aparezca. Logain encontró tu escribanía.

Toveine sintió como si una mano helada le apretase la garganta. Intentó ocultarlo, pero Gabrelle la observaba atentamente.

—La quemó, Toveine. Después de leer el contenido. Cree que nos ha hecho un favor.

La mano aflojó su presa y Toveine pudo respirar de nuevo.

—La orden de Elaida se encontraba entre esos papeles —repuso; se aclaró la garganta para librarse de la repentina ronquera. Dicha orden disponía que se amansara a todos los varones que encontraran allí y se los ahorcara acto seguido, sin el juicio en Tar Valon que estipulaba la ley de la Torre—. Imponía condiciones rigurosas, y estos hombres habrían reaccionado con violencia si se hubiesen enterado. —A despecho del calor que soltaba la estufa se estremeció. Por ese único papel todas habrían acabado neutralizadas y colgadas—. ¿Por qué nos hace favores?

—No sé por qué, Toveine. No es un villano. No más que la mayoría de los hombres. Podría deberse a algo tan sencillo como eso. —Gabrelle dejó un plato con panecillos y otro con queso blanco sobre la mesa—. O quizás es porque este vínculo se asemeja al de un Guardián en más aspectos de lo que imaginamos. Tal vez no deseaba presenciar cómo nos ejecutaban a las dos.

A pesar de que su estómago no dejaba de hacer ruidos, la Roja cogió uno de los panecillos como si sólo le apeteciera picotear un poco.

—Sospecho que «rigurosas» es un modo comedido de calificar esas instrucciones —siguió Gabrelle mientras echaba cucharadas de té en la tetera—. He visto tu reacción cuando te lo he dicho. Por supuesto, se han metido en un buen problema para traernos aquí. Cincuenta y una hermanas en su terreno… E incluso con el vínculo deben de temer que encontremos un modo de sortear sus órdenes, algún cabo suelto que se les haya pasado por alto. La respuesta obvia es que nuestra muerte desataría las iras de la Torre. Teniéndonos vivas y prisioneras, hasta Elaida actuará con comedimiento. —Se echó a reír con jocosidad—. ¡Oh, Toveine, tendrías que verte la cara! ¿Acaso pensabas que he pasado todo el tiempo fantaseando con enredar mis dedos en el cabello de Logain?

La Roja cerró la boca y soltó el panecillo que no había probado. De todos modos estaba frío y se había puesto duro. Siempre era un error dar por sentado que las Marrones vivían al margen de la realidad del mundo, absortas en sus libros y estudios, excluyendo todo lo demás.

—¿Qué más has visto? —preguntó.

Todavía sujetando la cuchara, Gabrelle se sentó al otro lado de la mesa y se echó hacia adelante con un aire de intensa atención.

—Su muro puede que sea fuerte cuando se haya acabado, pero este lugar está lleno de fisuras. Está la facción de Mazrim Taim y la de Logain, aunque no estoy segura de que ellos se vean unos a otros como tal. Tal vez existan otras facciones. Cincuenta y una hermanas deberían ser capaces de sacar provecho de eso, a pesar del vínculo. La segunda cuestión es, ¿aprovecharlo para qué?

—¿La segunda cuestión? —demandó Toveine, pero la otra mujer guardó silencio—. Si conseguimos ensanchar esas fisuras —continuó la Roja—, dispersaremos diez o cincuenta o cien grupos por el mundo, cada cual más peligroso que cualquier ejército conocido. Atraparlos a todos podría tardar toda una vida, además de hacer pedazos el mundo, como un nuevo Desmembramiento, y eso con el Tarmon Gai’don en puertas. Es decir, si es que ese tipo, al’Thor, es el Dragón Renacido. —Gabrelle abrió la boca, pero Toveine desestimó lo que fuese a decir con un gesto de la mano. Seguramente que el chico lo era realmente, pero eso no tenía importancia en aquel momento—. Sin embargo, si no lo hacemos… Aun sofocando la rebelión e incorporando a esas hermanas a la Torre, convocando a todas las hermanas retiradas, no sé si todas juntas seríamos capaces de destruir este sitio. Sospecho que la mitad de la Torre moriría en el intento, en cualquier caso. ¿Cuál es la primera cuestión?

Gabrelle se recostó en la silla; su cara denotaba un repentino cansancio.

—Sí, no es una decisión fácil. Y siguen trayendo más hombres cada día. Quince o veinte desde que llegamos aquí, creo.

—¡Déjate de jueguecitos conmigo, Gabrelle! ¿Cuál es la primera cuestión?

La mirada de la Marrón se volvió penetrante mientras la observaba durante unos largos segundos.

—A no tardar, la conmoción se pasará —dijo finalmente—. ¿Qué pasará entonces? La autoridad que te otorgó Elaida se ha acabado; la expedición se ha acabado. La primera cuestión es: ¿somos cincuenta y una hermanas unidas o volvemos a ser Marrones, Rojas, Amarillas, Verdes y Grises? Y la pobre Ayako, que debe de estar lamentando que las Blancas insistiesen en que se incluyese a una de ellas en la expedición. Lemai y Desandre son las que se encuentran en una posición más alta entre nosotras. —Gabrelle agitó la cuchara en un gesto de advertencia—. La única posibilidad que tenemos de mantenernos unidas es si tú y yo nos sometemos públicamente a la autoridad de Desandre. ¡Tenemos que hacerlo! En cualquier caso, será el comienzo para lograrlo. Espero. Aunque sólo se nos unan unas cuantas en un primer momento, será un principio.

Toveine respiró profundamente y fingió tener la mirada perdida en la nada, como si meditara. Someterse a una hermana que se encontraba por encima de ella no era un problema en sí mismo. Los Ajahs siempre habían guardado secretos y a veces hasta habían maquinado un poco unos contra otros, pero la declarada disensión por la que pasaba ahora la Torre la consternaba. Además, había aprendido como mostrarse sumisa con la señora Espigo. Se preguntó qué le habría parecido a esa mujer encontrarse de repente pobre y tener que trabajar en una granja para una ama más exigente y estricta que ella misma.

—Sí, me siento capaz de hacerlo —dijo al cabo—. Deberíamos tener un plan de acción que presentar a Desandre y Lemai, si queremos convencerlas. —De hecho, ya tenía uno desarrollado en parte, aunque no para presentárselo a nadie—. Oh, el agua está hirviendo, Gabrelle.

Repentinamente sonriente, la estúpida mujer se levantó y se acercó a la estufa. Pensándolo bien, a las Marrones se les daba mejor leer libros que leer el pensamiento a la gente. Antes de que Logain, Taim y el resto fueran destruidos, ayudarían a Toveine Gazal a derrocar a Elaida.

La gran urbe de Cairhien era una mole dentro de enormes murallas, apiñada a orillas del río Alguenya. El cielo estaba despejado, pero un viento frío soplaba y el sol relucía sobre los tejados cubiertos de nieve y arrancaba destellos en los carámbanos, que no daban señales de derretirse. El Alguenya no se había congelado, pero pequeños témpanos flotaban en la superficie, arrastrados por la corriente desde zonas más altas, y de vez en cuando chocaban contra las quillas de los barcos que esperaban turno para atracar en los muelles. El trasiego comercial había decrecido por el invierno y las guerras y el Dragón Renacido, pero nunca se paralizaba por completo, no hasta que las propias naciones perecían. A despecho del frío, carretas, carros y gente se desplazaban por las calles que atravesaban las colinas de la urbe, escalonadas en terrazas. La Ciudad, como la llamaban allí.

Delante del Palacio del Sol y sus torres cuadradas se apiñaba una multitud en torno a la larga rampa de entrada —mercaderes vestidos con ropas de excelente paño y nobles ataviados con terciopelos junto a braceros de caras sucias y refugiados aún más mugrientos— y observaba con atención. A nadie le importaba a quién tenía a su lado, e incluso los cortabolsas se habían olvidado de realizar su oficio. Algunos hombres y mujeres se marchaban enseguida —a menudo sacudiendo la cabeza—, pero otros ocupaban su sitio de inmediato, y en ocasiones encaramaban a un niño en los hombros para que viese mejor el ala destrozada del palacio, donde los obreros limpiaban los escombros del tercer piso. Por todos los demás lugares de Cairhien, el aire resonaba con los martillazos de los artesanos, el chirrido de los ejes, los gritos de los tenderos, las protestas de los compradores, los murmullos de los mercaderes, pero la multitud reunida delante del Palacio del Sol guardaba silencio.

A un kilómetro y medio del palacio, Rand se encontraba junto a una ventana de la que hasta hacía poco se llamaba Escuela de Cairhien y que ahora se conocía por el más ostentoso nombre de Academia de Cairhien, y escudriñaba a través de los helados cristales el patio del establo, allá abajo. Había habido escuelas llamadas Academias en tiempos de Artur Hawkwing y antes, unos centros de enseñanza repletos de estudiosos llegados de todos los rincones del mundo conocido. La presunción de denominar así a ese centro no tenía importancia; podrían haberlo llamado El Granero siempre y cuando hicieran lo que él quería. Asuntos más peliagudos ocupaban su mente. ¿Había cometido un error al regresar tan pronto a Cairhien? Pero se había visto obligado a huir con demasiada precipitación, de modo que su huida se conocería en los lugares adecuados. Y había sido demasiado rápida para prepararlo todo. Había preguntas que tenía que hacer, y tareas que no podían aplazarse. Además, Min quería más libros de maese Fel. La oía murmurar entre dientes mientras rebuscaba en las estanterías donde se habían guardado tras la muerte de Fel. Con el constante acopio de libros que todavía no poseía, la biblioteca de la Academia empezaba a desbordar las estancias disponibles del otrora palacio de lord Barthanes. Alanna estaba presente en el fondo de su mente, aparentemente enfurruñada; sabría que se encontraba en la Ciudad. A tan corta distancia, la mujer habría podido ir directamente hacia él, pero lo sabría si la Verde lo intentaba. Por fortuna, Lews Therin guardaba silencio de momento. Últimamente ese hombre parecía más demente que nunca.

Frotó con la manga un trozo del cristal para quitar el hielo. La prenda era de paño gris oscuro, suficientemente buena para un hombre con un poco de dinero y cierta pretensión, pero no la clase de ropa con la que cualquiera esperaría ver al Dragón Renacido. La dorada melena de la cabeza de dragón, impresa en el dorso de su mano, resplandecía con un brillo metálico; allí no representaba un peligro. Rozó con la puntera de la bota la bolsa de cuero que había al pie de la ventana cuando se inclinó hacia adelante para mirar fuera.

Las piedras del pavimento del patio del establo se habían limpiado de nieve, y en el centro había una carreta grande, rodeada de cubos, como hongos crecidos en un claro del bosque. Media docena de hombres, abrigados con chaquetas gruesas, bufandas y gorros, parecía trabajar con la extraña carga de la carreta, unos artilugios mecánicos apiñados en torno a un grueso cilindro metálico que ocupaba más de la mitad de la caja del vehículo. Aún más extraño era que faltaban las varas de la carreta. Uno de los hombres cogía leña partida desde una carretilla y la metía por un lateral de una caja metálica, adosada a la parte inferior del gran cilindro. La trampilla abierta de la caja reflejaba el brillo rojizo del fuego que ardía dentro, y el humo salía por una chimenea alta y estrecha. Un tipo barbudo, y sin gorro que le protegiera la calva cabeza, se movía de un lado al otro de la carreta, gesticulando y aparentemente gritando órdenes, con las que al parecer no conseguía que los otros trabajaran más deprisa. El aliento de sus respiraciones formaba tenues nubecillas de vapor. Dentro del edificio la temperatura era templada; la Academia contaba con grandes hornos en los sótanos y un extenso sistema de conductos de ventilación. Rand notaba calientes las heridas del costado, aquellas que nunca acababan de curarse.

No conseguía entender las maldiciones de Min —porque no le cabía duda de que eran maldiciones— pero su tono bastaba para saber que todavía no se marcharían a no ser que la sacara a rastras de allí. Sin embargo, aún podía preguntar sobre un asunto o dos.

—¿Qué comenta la gente? Me refiero a lo del palacio.

—Lo que era de esperar —respondió lord Dobraine a su espalda con impasible paciencia, igual que había contestado a todas las demás preguntas. Aun en los casos en los que admitía falta de información, su tono era siempre el mismo—. Algunos dicen que los Renegados os atacaron, o que lo hicieron Aes Sedai. Los que creen que jurasteis lealtad a la Sede Amyrlin se decantan por el ataque de los Renegados. En cualquier caso, existe un gran debate sobre si estáis muerto o si os han raptado o si habéis huido. La mayoría cree que seguís vivo, estéis donde estéis, o eso afirma. Algunos, bastantes me temo, piensan que… —Calló sin acabar la frase.

—Que me he vuelto loco —terminó Rand por él, en el mismo tono impasible. No era un asunto por el que preocuparse ni encolerizarse—. Que yo mismo he destruido parte del palacio, ¿verdad? —No se referiría a los muertos. Habían sido menos que en otras ocasiones, en otros lugares, pero suficientes, y los nombres de algunos de ellos aparecían cada vez que cerraba los ojos. Uno de los hombres que estaban en el patio se bajó de la carreta, pero el tipo calvo lo agarró del brazo y lo obligó a subirse otra vez para que le enseñara qué había hecho. Un hombre del otro lado saltó al pavimento sin cuidado y resbaló, y el tipo que no llevaba gorro dejó al primero para rodear la carreta y obligar al otro a que volviera a subirse con él. ¿Qué demonios estarían haciendo? Rand giró levemente la cabeza para mirar hacia atrás—. No van muy desencaminados.

Dobraine Taborwin, un hombre de estatura baja, con la parte delantera de la cabeza afeitada y empolvada, y el resto del cabello canoso en su mayoría, le sostuvo la mirada con sus impávidos ojos oscuros. No era un hombre apuesto, pero poseía una calma inalterable y gran firmeza. Bandas azules y blancas surcaban la pechera de su chaqueta de terciopelo oscuro hasta casi las rodillas. Su sello era un rubí tallado, y lucía otro en el cuello de la chaqueta, no mucho más grande que el del anillo pero aun así aparatoso para un cairhienino. Era Cabeza Insigne de su casa, con más batallas a sus espaldas que la mayoría, y no había muchas cosas que lo asustaran. Lo había demostrado en los pozos de Dumai.

Claro que la mujer corpulenta y canosa que esperaba pacientemente su turno junto al noble se mostraba igual de serena y sin temor. En marcado contraste con la elegancia de Dobraine, el sobrio atuendo de Idrien Tarsin era de lana marrón, lo bastante sencillo para una tendera, y sin embargo la mujer poseía una gran autoridad y dignidad. Idrien era la rectora de la Academia, un título que se había otorgado a sí misma al ver que la mayoría de los estudiosos y mecánicos se autodenominaban «maestro de esto» o «maestra de aquello». Dirigía la escuela con mano dura y creía en las cosas prácticas, como nuevos métodos de recubrir calzadas o de hacer tinturas o mejoras para fundiciones y molinos.

También creía en el Dragón Renacido, una idea que podía ser práctica o no, pero sí era pragmática, y a Rand le bastaba con eso.

Se volvió hacia la ventana y de nuevo limpió un trozo del cristal. A lo mejor esa máquina servía para calentar agua; algunos de aquellos cubos parecían tener todavía algo de agua dentro, y en Shienar utilizaban grandes calderas para calentar agua para los baños. Pero ¿por qué en una carreta?

—¿Se ha marchado alguien de repente desde que me fui? ¿O ha venido de forma inesperada?

No esperaba que nadie hubiese hecho tal cosa; nadie de importancia para él. Entre las palomas de los mercaderes y los informadores de la Torre Blanca —y Mazrim Taim; no debía olvidar a Taim; Lews Therin gruñó ante ese nombre—, con todas esas palomas y espías y lenguas locuaces, dentro de unos pocos días más el mundo entero sabría que había desaparecido de Cairhien. Todo el mundo que importaba en ese momento. Cairhien ya no era el campo donde se libraría la batalla. La respuesta de Dobraine lo sorprendió.

—Nadie, excepto… Ailil Riatin y una alta oficial de los Marinos han desaparecido desde el… ataque. —Una mínima pausa, pero una pausa. Quizá tampoco estaba seguro de lo que había pasado. Aún así, cumpliría su palabra. Eso también lo había demostrado en los pozos de Dumai—. No se encontraron los cadáveres, pero podrían haberlas asesinado. La Señora de las Olas de los Marinos se niega a aceptar tal posibilidad, sin embargo. Está armando un revuelo exigiendo que aparezca su oficial. En realidad, Ailil puede haber huido al campo. O tal vez haya ido a unirse a su hermano, a pesar de su promesa de lealtad a vos. Vuestros tres Asha’man, Flinn, Narishma y Hopwil, siguen en el Palacio del Sol. Ponen nerviosa a la gente. Ahora más que antes.

La rectora hizo un ruido con la garganta, y se oyeron sus zapatos moviéndose sobre las tablas del suelo cuando la mujer rebulló. A ella, desde luego, la ponían nerviosa.

Rand desestimó a los Asha’man. A menos que se encontrasen mucho más cerca de lo que estaba el palacio, ninguno era lo bastante fuerte para haberle sentido abrir un acceso en la Academia. Esos tres no habían tomado parte en el ataque contra él, pero un planificador listo podría haber considerado la posibilidad del fracaso. Planear cómo mantener a alguien cerca de él si sobrevivía.

«Tú no sobrevivirás —susurró Lews Therin—. Ninguno de nosotros sobrevivirá».

«Vuelve a dormirte», pensó Rand, irritado. Sabía que no iba a sobrevivir. Pero lo deseaba. Una risa despectiva le respondió dentro de su cabeza, si bien el sonido se fue apagando y desapareció. Ahora el hombre calvo dejaba que los otros se bajaran de la carreta, y se frotaba las manos con aire complacido. ¡El tipo parecía estar haciendo un discurso, nada menos!

—Ailil y Shalon están vivas, y no huyeron —dijo Rand en voz alta. Las había dejado atadas y amordazadas, metidas debajo de una cama, donde las encontrarían los sirvientes en cuestión de horas, aunque el escudo que había tejido en torno a la Detectora de Vientos de los Marinos se habría disipado para entonces. Las dos mujeres habrían podido liberarse ellas mismas en tal caso—. Acudid a Cadsuane. Las tendrá en el palacio de lady Arilyn.

—Cadsuane Sedai entra y sale del Palacio del Sol como si le perteneciese —comentó diplomáticamente Dobraine—, pero ¿cómo podría haberlas sacado sin ser vistas? ¿Y por qué? Ailil es hermana de Toram, pero la reclamación de éste al Trono del Sol se ha convertido en polvo a estas alturas, si es que alguna vez fue algo más. Ahora Ailil ni siquiera es importante como contraria. En cuanto a retener a una Atha’an Miere de alto rango… ¿Con qué propósito?

—¿Y por qué tiene a lady Caraline y al Gran Señor Darlin como «invitados», Dobraine? —repuso Rand, procurando dar a su voz un tono despreocupado—. ¿Por qué hacen las Aes Sedai esto o aquello? Las encontraréis donde he dicho. Si es que Cadsuane os deja pasar para verlo.

Ésta no era una pregunta sin importancia. Lo que pasaba es que él no tenía la respuesta. Por supuesto, Caraline Damodred y Ailil Riatin representaban a las dos últimas casas que habían ocupado el Trono del Sol. Y Darlin Sisnera dirigía a los nobles de Tear que lo querían fuera de su preciosa Ciudadela, fuera de Tear.

Rand frunció el entrecejo. Había tenido la certeza de que Cadsuane estaba centrada en él a pesar de fingir lo contrario, pero ¿y si no fingía? Qué alivio, en tal caso. Pues claro que era un alivio. Sólo le faltaba una Aes Sedai que pensaba que podía meterse en sus asuntos. Sí, sólo le faltaba eso. A lo mejor Cadsuane se dedicaba ahora a entremeterse en los asuntos de otros. Min había visto a Sisnera llevando una corona extraña; había pensado mucho sobre esa visión de Min. No quería pensar en otras cosas que también había visto, concernientes a la hermana Verde y a él. ¿Sería simplemente que Cadsuane pensaba que podía decidir quién gobernaría tanto Tear como Cairhien?

¿Simplemente? Casi se echó a reír. Sin embargo, así era como actuaban las Aes Sedai. ¿Y Shalon, la Detectora de Vientos? Tenerla en su poder podría proporcionar a Cadsuane influencia sobre Harine, la Señora de las Olas, pero sospechaba que la Verde se la había llevado junto con Ailil para intentar ocultar quién tenía a la noble. Habría que sacar a Cadsuane de su error. Ya se había decidido quién gobernaría Tear y Cairhien. Se lo dejaría muy claro. Pero más adelante. Ese asunto se encontraba muy abajo en su lista de prioridades.

—Antes de marcharme, Dobraine, tengo que daros… —Las palabras se le quedaron paralizadas en la lengua.

En el patio, el hombre calvo había tirado de una manivela en la carreta, y uno de los extremos de un largo astil horizontal se levantó de golpe; después bajó, empujando otro astil mas pequeño a través de un agujero abierto en la base de la carreta. Y, vibrando hasta dar la impresión de que las sacudidas la harían pedazos, y echando humo por la chimenea, la carreta se movió hacia adelante mientras el astil subía y bajaba, lentamente al principio y después más deprisa. ¡Se movía, sin caballos!

No se dio cuenta de que había hablado en voz alta hasta que la rectora le respondió.

—¡Oh, eso! Es la carreta de vapor de Mervin Poel, como él la llama, milord Dragón. —Su voz, de timbre alto y sorprendentemente joven, estaba cargada de desaprobación—. Afirma que puede tirar de cien carretas con ese artilugio, aunque lo dudo, a menos que consiga hacer que se mueva más de cincuenta pasos sin que se le rompan piezas y se congele. Que yo sepa, ésa es la mayor distancia que ha recorrido.

En realidad, la… ¿carreta de vapor? se detuvo con una sacudida a menos de veinte pasos del punto de donde había partido. Fue una buena sacudida; y seguía estremeciéndose, más y más violentamente a cada segundo. La mayoría de los hombres se agolparon de nuevo a su alrededor, uno de ellos giraba frenéticamente algo, con la mano envuelta en un trapo. De repente, el vapor salió disparado por un tubo, y el cacharro empezó a estremecerse con mas lentitud hasta que se paró del todo.

Rand sacudió la cabeza. Recordaba a ese tipo, Mervin, con un artilugio que temblaba sobre el tablero de una mesa y no hacía nada. ¿Y esa maravilla había salido de aquello? Entonces había pensado que el aparato era para hacer música. El que ahora daba brincos y sacudía los puños a los otros debía de ser Mervin. ¿Qué otras cosas extrañas, qué maravillas, estaba construyendo la gente allí, en la Academia?

Cuando lo preguntó, todavía con la vista prendida en los trabajos con la carreta que seguían realizándose en el patio, Idrien aspiró aire por la nariz de forma sonora, despectiva. Sólo su respeto por el Dragón Renacido contuvo el tono cortante de su voz cuando empezó a hablar, que rápidamente dejó paso al desagrado.

—Como si no fuese bastante con tener que acoger a filósofos, historiadores, aritméticos y similares. Pero dijisteis que admitiese a cualquiera que desease construir algo nuevo y que los dejara quedarse si hacían progresos. Supongo que lo que esperabais eran armas, pero ahora tengo docenas de soñadores y gandules, todos con un libro antiguo o un manuscrito o más, los cuales, del primero al último, datan del Pacto de las diez naciones, ojo, si no de la propia Era de Leyenda, o eso dicen ellos, y todos intentan encontrar sentido a dibujos y bocetos y descripciones de cosas que jamás han visto y que quizá nadie vio nunca. He visto viejos manuscritos que hablan de gente con los ojos en la tripa, y de animales de tres metros de altura, con colmillos más largos que un hombre, y de ciudades donde…

—Pero ¿qué es lo que hacen, rectora Tarsin? —preguntó Rand. Los hombres del patio se movían con aire resuelto, no como si se enfrentaran a un fracaso. Y esa cosa se había movido.

En esta ocasión, la mujer resopló más fuerte aún.

—Estupideces, milord Dragón, eso es lo que hacen. Kin Tovere construyó un enorme visor de lentes, con el que podéis ver la luna tan clara como vuestra propia mano, así como lo que él afirma que son otros mundos, pero ¿para qué sirve eso? Y ahora quiere construir otro mayor aún. Maryl Harke construye inmensas cometas a las que llama planeadores, y cuando entre la primavera se volverá a lanzar desde las colinas. Le pone a uno el corazón en un puño verla deslizarse colina abajo en esas cosas; se romperá algo más que un brazo la próxima vez que uno de esos trastos se pliegue sobre ella, eso lo garantizo. Jander Parentakis cree que puede mover barcos fluviales con ruedas de molinos de agua, o algo parecido, pero cuando metió en el barco a los hombres suficientes para dar vueltas a las manivelas, no quedaba espacio para llevar carga, y cualquier velero podía dejarlo atrás. Ryn Anhara atrapa rayos en enormes tarros, aunque dudo que incluso él mismo sepa por qué. Y Niko Tokama está igual de tonta con su…

Rand se volvió tan deprisa que la mujer dio un paso atrás, e incluso Dobraine desplazó los pies, un movimiento de espadachín. No, no estaban seguros de él en absoluto.

—¿Que atrapa rayos? —preguntó en voz queda.

La comprensión se reflejó en el franco rostro de la mujer, que agitó las manos.

—¡No, no! No… de ese modo. —No como vos, era lo que había estado a punto de decir—. Es una cosa con cables y ruedas y grandes jarros de arcilla y la Luz sabe qué más. Él lo llama acumulador de chispas, y una vez vi a una rata caer en uno de los jarros, sobre las varillas metálicas que salen por la boca. Ciertamente parecía que la hubiese alcanzado un rayo. —Un tono esperanzado asomó a su voz—. Puedo ordenarle que lo deje, si queréis.

Rand intentó imaginar a alguien montado en una cometa, pero la idea era absurda. Atrapar rayos en jarros estaba más allá de su capacidad imaginativa. Y, sin embargo…

—Dejadlos que sigan como hasta ahora, rectora. ¿Quién sabe? A lo mejor uno de esos inventos resulta ser importante. Si alguno funciona como su creador afirma, dadle una recompensa.

El curtido y arrugado rostro de Dobraine traslucía duda, aunque casi consiguió disimularlo. Idrien inclinó la cabeza en un gesto de hosco asentimiento, e incluso hizo una reverencia, pero saltaba a la vista que pensaba que le pedía que dejase que los cerdos volaran si podían hacerlo.

Rand no estaba seguro de no coincidir con ella. Claro que, a lo mejor, a uno de los cerdos le crecían alas. La carreta realmente se había movido. Ansiaba muchísimo dejar algo al mundo, algo que lo ayudase a superar el nuevo Desmembramiento que las Profecías anunciaban que él traería. El problema era que no tenía ni idea de qué podría ser, aparte de los propios estudiosos. ¿Quién sabía qué maravillas serían capaces de crear? Luz, deseaba construir algo que perdurase, lo que fuera.

«Yo pensé que podía construir algo —murmuró Lews Therin dentro de su cabeza—. Me equivoqué. No somos constructores, ni tú ni yo ni el otro. Somos destructores. Destructores».

Rand se estremeció y se pasó las manos por el pelo. ¿El otro? A veces la voz sonaba más cuerda cuanto mayor era su demencia. Dobraine y la señora Tarsin lo estaban observando; el noble casi conseguía ocultar la incertidumbre, pero la rectora no se esforzaba lo más mínimo en disimularla. Actuando como si no pasara nada, Rand sacó dos delgados envoltorios de papel de su chaqueta. Ambos tenían estampado el dragón en sendos lacres de cera roja. La hebilla del cinturón que ahora no llevaba puesto resultaba un imponente sello.

—El primero os nombra mi administrador en Cairhien —explicó mientras le entregaba los envoltorios a Dobraine. Un tercero seguía guardado contra su pecho, para Gregorin den Lushenos, designándolo administrador en Illian—. Así no habrá problemas de que alguien cuestione vuestra autoridad durante mi ausencia. —Dobraine podía solucionar ese tipo de problema con sus mesnaderos, pero mejor era asegurarse para que nadie adujese desconocimiento o duda. Seguramente no habría ningún problema que solucionar si todos sabían que el Dragón Renacido caería sobre los transgresores—. Hay órdenes sobre cosas que quiero que se hagan; pero, aparte de ésas, podéis actuar como juzguéis oportuno. Cuando lady Elayne presente su reclamación al Trono del León, dadle completo apoyo.

Elayne. Oh, Luz, Elayne y Aviendha. Al menos estaban a salvo. La voz de Min sonaba más alegre ahora; debía de haber encontrado los libros de maese Fel. Iba a permitir que lo siguiera y hallara la muerte porque no era lo bastante fuerte para impedírselo. «Ilyena —gimió Lews Therin—. ¡Perdóname, Ilyena!» Cuando Rand volvió a hablar, su voz sonó fría como el corazón del invierno.

—Sabréis cuándo entregar la otra. Y si debéis o no entregarla. Tanteadlo si es necesario, y actuad según lo que diga. Si decidís que no o si él rehúsa, escogeré a otro. A vos no.

Quizás eso era brusco, pero la expresión de Dobraine no cambió apenas. Sus cejas se enarcaron ligeramente al ver el nombre escrito en el segundo envoltorio, pero nada más.

—Se hará como decís. Perdonad, pero habláis como si fueseis a estar ausente mucho tiempo.

Rand se encogió de hombros. Confiaba en el Gran Señor en la misma medida que confiaba en cualquiera. Casi.

—¿Quién sabe? Vivimos tiempos inciertos. Aseguraos de que la rectora Tarsin tenga el dinero que necesite, así como los hombres que han empezado la escuela en Caemlyn. Y también en Tear, hasta que las cosas cambien allí.

—Como digáis —repitió Dobraine mientras guardaba los envoltorios de papel en su chaqueta. Ahora su semblante no traslucía emoción alguna. Era un buen jugador del Da’es Daemar.

Por su parte, la rectora se las ingenió para mostrarse complacida y descontenta por igual, y se dedicó a arreglarse el vestido sin necesidad, como hacían las mujeres cuando las circunstancias las forzaban a no decir lo que pensaban. Por mucho que protestase por los soñadores y filósofos, miraba con gran celo por el bienestar de la Academia. No lloraría si esas otras escuelas desaparecían y sus estudiosos se veían obligados a acudir a la suya. Incluso los filósofos. ¿Qué opinaría de una orden en particular del envoltorio de Dobraine?

—He encontrado todo lo que necesito —anunció Min, que salió de entre las estanterías, tambaleándose ligeramente bajo el peso de tres abultadas bolsas de paño que llevaba colgadas. La sencilla chaqueta y las polainas de color marrón eran seguramente las mismas que llevaba cuando la vio por primera vez en Baerlon. Por alguna razón, había rezongado a costa de esas prendas hasta el punto de que cualquiera que la conociese habría pensado que Rand le pedía que se pusiese un vestido. Sin embargo, ahora sonreía complacida y con un asomo de malicia—. Espero que esos animales de carga sigan donde los dejamos, o milord Dragón tendrá que hacer las veces de mula de alabarda.

Idrien dio un respingo, escandalizada por la forma en que le hablaba, pero Dobraine se limitó a esbozar una sonrisa. Ya había visto a Min con Rand anteriormente.

Entonces Rand se libró de ellos lo antes posible, ya que habían visto y oído todo cuanto tenían que oír y ver, y los despidió con una última advertencia de que él jamás había estado allí. Dobraine asintió como si no hubiese esperado otra cosa. Idrien parecía pensativa cuando se marchó. Si se le escapaba algo donde pudiese oírla un sirviente o un estudioso, la noticia se conocería en toda la Ciudad al cabo de dos días. En cualquier caso, tampoco había mucho tiempo. Quizá nadie capaz de notarlo hubiese estado lo bastante cerca para percibir que había abierto un acceso, pero cualquiera que estuviera atento a las señales sabría a estas alturas que había un ta’veren en la ciudad. En sus planes no entraba que lo encontraran todavía.

Cuando la puerta se cerró tras ellos, Rand observó a Min un instante y después cogió una de las bolsas y se la colgó al hombro.

—¿Sólo una? —preguntó ella, que soltó las otras dos en el suelo y se puso en jarras, fruncido el ceño—. A veces eres un verdadero patán, pastor. Estas bolsas deben de pesar un quintal cada una. —No obstante, su tono era más divertido que molesto.

—Pues haber cogido libros más pequeños —le contestó mientras se metía los guantes para ocultar los dragones—. O que pesaran menos.

Se volvió hacia la ventana para recoger la bolsa de cuero, y sufrió un mareo. Las rodillas parecieron volverse de gelatina y se tambaleó. En su mente surgió la imagen rielante de un rostro, fugaz como un destello, que no llegó a distinguir. No sin esfuerzo, logró recobrar el equilibrio y obligó a sus piernas a sostenerlo. La sensación de que todo daba vueltas a su alrededor desapareció. Lews Therin jadeaba entrecortadamente en las sombras. ¿Sería aquélla su cara?

—Si crees que por eso voy a cargar con ellas todo el camino, intenta otra cosa —rezongó Min—. He visto mejores representaciones en mozos de cuadra. Prueba a desplomarte, a lo mejor así tienes más éxito.

—Quizá la próxima vez. —Estaba preparado para lo que ocurría cuando encauzaba, y podía controlarlo en cierta medida. Por lo general. La mayoría de las veces. Pero este mareo sin saidin era algo nuevo. A lo mejor era que se había girado demasiado deprisa. Sí, claro, y a lo mejor los cerdos volaban. Se colgó al hombro la bolsa de cuero. Los hombres en el patio del establo seguían trabajando afanosos. Construyendo—. Min…

Las cejas de la mujer se fruncieron de inmediato. Se estaba poniendo los guantes rojos e hizo una breve pausa; luego empezó a dar golpecitos en el suelo con el pie. Una señal peligrosa en cualquier mujer, especialmente en una que llevaba cuchillos.

—¡No vuelvas a lo mismo, Rand puñetero Dragón Renacido al’Thor! ¡De ningún modo vas a dejarme atrás!

—Es una idea que ni siquiera se me ha pasado por la cabeza —mintió. Era demasiado débil; era incapaz de pronunciar las palabras que la alejarían de él. «Demasiado débil —pensó amargamente—, y ella podría morir por eso, ¡así la Luz me abrase para siempre!»

«Así será», prometió quedamente Lews Therin.

—Sólo pensé que deberías saber lo que hemos estado haciendo y lo que vamos a hacer —continuó Rand—. No he estado muy comunicativo, supongo. —Preparándose, asió el saidin.

La habitación pareció girar a su alrededor, y Rand aguantó la avalancha de fuego y hielo, de inmundicia y náusea que bullía en su estómago. Sin embargo, fue capaz de mantenerse erguido sin tambalearse. Por poco. Y justo lo suficiente para tejer los flujos de un acceso que se abrió a un claro nevado, donde había dos caballos ensillados, atados a una rama baja de un roble.

Se alegró de ver que los animales siguiesen allí. El claro se encontraba bastante apartado de la calzada más cercana, pero había trotamundos que habían dado la espalda a familias y granjas, negocios y oficios, porque el Dragón Renacido había roto todos los vínculos y ataduras. Así lo decían las Profecías. Por otro lado, muchos de aquellos hombres y mujeres, con los pies doloridos y ahora medio helados además, estaban cansados de buscar sin tener ni idea de lo que buscaban. Incluso esas monturas anodinas habrían desaparecido en el momento en que alguien las hubiese encontrado solas. Tenía oro suficiente para comprar otras, pero no creía que a Min le hubiese hecho mucha gracia la hora de caminata hasta el pueblo donde habían dejado los animales de carga.

Entró apresuradamente en el claro, fingiendo que el cambio de suelo firme a una capa de nieve que llegaba hasta rodilla era la causa de que se tambaleara, y sólo esperó a que ella recogiese las bolsas de libros y cruzase el acceso tras él con pasos inestables para soltar el Poder. Se encontraban a ochocientos kilómetros de Cairhien, y Tar Valon era la población de importancia más próxima. Alanna había desaparecido de su mente cuando el acceso se cerró.

—¿Poco comunicativo? —dijo Min, en cuya voz había un timbre de sospecha; de sus motivos, confiaba Rand, o de cualquier otra cosa que no fuese la verdad. El mareo y la náusea remitieron poco a poco—. Tu actitud ha sido tan abierta como una ostra, pero no estoy ciega. Primero, Viajamos a Rhuidean, donde hiciste tantas preguntas sobre ese sitio, Shara, que cualquiera habría deducido que tenías intención de ir allí. —Frunció levemente el entrecejo y sacudió la cabeza mientras ataba uno de los bultos a la silla de su castrado marrón. Gruñó por el esfuerzo, pero no estaba dispuesta a soltar la otra bolsa de libros en la nieve—. Nunca imaginé que el Yermo de Aiel sería así. Esa ciudad es más grande que Tar Valon, aunque esté medio en ruinas. Y todas esas fuentes, y el lago. No se alcanzaba a ver la otra orilla. Creía que no había agua en el Yermo. Y hacía tanto frío como aquí. ¡Pensaba que era un sitio muy caluroso!

—En verano te asas durante el día, pero te hielas por la noche. —Rand se sentía bastante recuperado para empezar a colocar sus propios bultos en la silla del rucio. O casi. Lo hizo, de todos modos—. Si ya lo sabes todo, dime ¿qué hacía allí, aparte de preguntas?

—Lo mismo que en Tear anoche: asegurarte de que hasta el último gato supiese que te encontrabas allí. En Tear preguntaste por Chachin. Es evidente. Lo que intentas es confundir a cualquiera que trate de descubrir dónde estás y dónde vas a estar a continuación. —Colocada la segunda bolsa de libros de manera que equilibraba el peso de la otra, detrás de la silla, Min desató las riendas y montó—. Bien, ¿estoy ciega?

—Tienes vista de águila. —Confiaba en que sus perseguidores lo viesen con tanta claridad. O que lo hiciera quienquiera que los dirigiese. No sería suficiente que salieran a la carrera hacia la Luz sabía dónde—. Creo que debo dejar más pistas falsas.

—¿Por qué perder el tiempo? Sé que tienes un plan, y sé que está relacionado con algo que hay en esa bolsa de cuero. ¿Qué es, un sa’angreal? Y sé que es importante. No te sorprendas tanto. No has perdido de vista esa bolsa. ¿Por qué no llevas a cabo el plan que tengas y después dejas pistas falsas? Y la real, por supuesto. Según tú, vas a caer sobre ellos cuando menos lo esperen. Difícilmente podrás hacerlo si no te siguen donde quieres.

—Ojalá no hubieses empezado a leer nunca los libros de Herid Fel —rezongó malhumorado mientras montaba en el rucio. Ahora la cabeza apenas se le iba—. Desentrañas demasiadas cosas. ¿Puedo tener algún secreto contigo ahora?

—No pudiste nunca, zoquete —rió ella, que añadió a continuación, contradiciéndose—: ¿Qué planeas? Aparte de matar a Dashiva y a los otros, me refiero. Tengo derecho a saberlo si viajo contigo.

¡Como si no hubiese insistido en ir con él!

—Me propongo limpiar la mitad masculina de la Fuente —respondió con voz inexpresiva.

Un anuncio trascendental. Un gran proyecto; más que grande. Grandioso, diría la mayoría. Como si hubiese dicho que se disponía a dar un paseo, por la reacción de Min. La joven se limitó a mirarlo, con las manos apoyadas sobre la perilla de la silla, esperando a que siguiera hablando.

—No sé cuánto se tardará y, una vez que empiece, creo que cualquiera que esté a mil quinientos kilómetros de distancia y sea capaz de encauzar sabrá que está ocurriendo algo. Dudo que pueda pararlo simplemente, si Dashiva y los otros, o los Renegados, aparecen de pronto para ver qué es. Respecto a estos últimos no puedo hacer nada para evitarlo, pero, con suerte, antes podré acabar con los otros. —Quizá ser ta’veren le daría la ventaja que necesitaba tan desesperadamente.

—Fíate de la suerte y Corlan Dashiva o los Renegados, unos u otros, te merendarán —comentó Min mientras giraba al caballo para salir del claro—. Tal vez se me ocurra una alternativa mejor. Vamos, hay un cálido fuego en esa posada. Espero que consientas en que tomemos una comida caliente antes de marcharnos.

Rand se quedó mirándola con incredulidad. Habríase dicho que cinco desertores Asha’man, por no mencionar a los Renegados, eran una molestia menos importante que un dolor de muelas. Taconeó al rucio, que levantó una rociada de nieve al ponerse en movimiento, la alcanzó y cabalgaron en silencio. Todavía tenía unos cuantos secretos que ella no sabía, como la indisposición que había empezado a afectarlo cada vez que encauzaba, por ejemplo. Ésa era la verdadera razón de que no se hubiese ocupado de Dashiva y los otros en primer lugar. Así ganaba tiempo para superar la indisposición. Si es que tal cosa era posible. Si no, no estaba seguro de que los dos ter’angreal que llevaba detrás de la silla fueran a servir de algo.

1

Dejar al Profeta

La Rueda del Tiempo gira y las eras llegan y pasan y dejan tras de sí recuerdos que se convierten en leyenda. La leyenda se difumina, deviene en mito, e incluso el mito se ha olvidado mucho antes de que la era que lo vio nacer retorne de nuevo. En una era llamada la tercera por algunos, una era que ha de venir, una era transcurrida hace mucho, comenzó a soplar un viento sobre el Océano Aricio. El viento no fue un inicio, pues no existen ni comienzos ni finales en el eterno girar de la Rueda del Tiempo. Pero aquél fue un principio.

El viento sopló por encima del frío oleaje oceánico gris verdoso, en dirección a Tarabon, donde los barcos ya descargados o que esperaban su turno para entrar en el puerto de Tanchico se bamboleaban sujetos a las anclas a lo largo de kilómetros de costa. Más barcos, grandes y pequeños, abarrotaban el enorme puerto, y las barcazas transportaban personas y cargas hasta la orilla, pues no había espacio para amarrar en ninguno de los muelles. Los habitantes de Tanchico habían sentido miedo cuando la ciudad cayó en poder de sus nuevos señores, con sus peculiares costumbres y criaturas extrañas y mujeres atadas a correas que podían encauzar, y de nuevo se atemorizaron cuando llegó esta flota, abrumadora por su ingente número, y empezaron a desembarcar no sólo soldados, sino mercaderes con ojo de lince, y artesanos con las herramientas de su oficio, e incluso familias con carretas llenas de aperos y plantas desconocidas. Sin embargo, había un nuevo rey y una nueva Panarch para establecer las leyes, y si bien el rey y Panarch debían lealtad a una lejana emperatriz, si bien los nobles seanchan ocupaban muchos de los palacios y exigían una obediencia mayor que cualquier lord o lady tarabonés, la vida había cambiado poco para la mayoría de la gente, y siempre para mejor. La Sangre seanchan apenas tenía contacto con el pueblo llano, y las costumbres extrañas se podían sobrellevar. La anarquía que había hecho pedazos el país ahora sólo era un recuerdo, así como el hambre. Los rebeldes, bandidos y Juramentados del Dragón que habían asolado la nación estaban muertos o habían sido capturados, o se había hecho retroceder hacia el norte, al llano de Almoth, a los que no se habían sometido, y el comercio empezó a moverse de nuevo. Las hordas de refugiados famélicos que habían abarrotado las calles de la ciudad habían regresado a sus pueblos, a sus granjas. Y de los que todavía llegaban, se quedaban en Tanchico sólo los que la ciudad podía sostener sin agobios. A despecho de las nevadas, soldados y mercaderes, artesanos y granjeros, se desperdigaron tierra adentro por miles y decenas de miles, pero el viento helado sopló sobre una Tanchico en paz y, tras los duros tiempos vividos, en su mayoría contenta con su suerte.

El viento sopló hacia el este durante leguas, con ráfagas más o menos fuertes, pero sin parar nunca, hacia el este y virando al sur, a través de llanuras y bosques envueltos en invierno, la hierba marchita y las ramas peladas, cruzando finalmente lo que antaño había sido la frontera entre Tarabon y Amadicia. Todavía frontera, pero sólo de nombre, desmantelados los puestos de aduanas, los guardias desaparecidos. Al este y al sur, alrededor de las estribaciones meridionales de las Montañas de la Niebla, girando en remolinos a través de la amurallada ciudad de Amador. De la conquistada Amador. La bandera sacudida por el viento en lo alto de la maciza Fortaleza de la Luz ondeaba de manera que el halcón dorado parecía volar realmente, con los rayos aferrados entre sus garras. Pocos lugareños abandonaban sus hogares salvo por necesidad, y esos pocos se movían presurosos por las calles heladas, ciñéndose bien las capas y con los ojos bajos. Los ojos bajos no sólo para pisar con cuidados en el resbaladizo empedrado, sino para evitar mirar a alguno que otro seanchan montado en una de esas bestias que semejaban felinos con escamas broncíneas, del tamaño de un caballo, o con taraboneses cubiertos con velos de malla metálica que escoltaban grupos de los otrora Hijos de la Luz, ahora encadenados y trabajando como animales para sacar a rastras de la ciudad carretas de desechos. Llevaban apenas un mes y medio en el redil de los seanchan, pero las gentes de la capital de Amadicia sentían el cortante viento como un azote, y los que no maldecían su suerte meditaban sobre qué pecados los habían conducido a aquello.

El viento aulló hacia el este, sobre una tierra desolada donde había tantas granjas y pueblos quemados como los que aún estaban habitados. La nieve que cubría por igual vigas carbonizadas y graneros abandonados suavizaba el panorama, aunque añadía la congelación a la hambruna como un modo de morir. Espada, hacha y lanza ya habían pasado por allí y seguían para volver a matar. Al este, hasta que el viento gimió un canto fúnebre por encima de la ciudad sin murallas, Abila. Ninguna bandera ondeaba en las torres de vigilancia, porque el Profeta del lord Dragón estaba allí, y el Profeta no necesitaba más bandera que su nombre. En Abila, la gente temblaba más con el nombre del Profeta que con el viento helado. Las gentes de otros lugares también temblaban al oír ese nombre.

Abandonando a grandes zancadas la casa de la alta mercader donde Masema vivía, Perrin dejó que el viento sacudiese violentamente su capa forrada de piel mientras se ponía los guantes. El sol de mediodía no daba calor y el aire penetraba hasta los huesos. Mantenía el gesto sereno, pero estaba demasiado furioso para sentir frío. Impedir que las manos se le fuesen al hacha requirió un gran esfuerzo por su parte. Masema —¡no llamaría Profeta a ese hombre, ni aunque le fuera en ello la cabeza!— seguramente era un necio, y con toda seguridad, un loco. Un necio poderoso, más que la mayoría de los reyes, y además loco.

Los guardias de Masema llenaban la calle de punta a punta, se extendían más allá de las esquinas de las calles adyacentes; eran tipos flacos, vestidos con sedas robadas, aprendices barbilampiños con chaquetas desgarradas, mercaderes antaño orondos, con lo que quedaba de sus ropas de buen paño. Su aliento formaba nubecillas blancas en el aire, y algunos que no llevaban capa tiritaban, pero todos empuñaban una lanza o una ballesta con la saeta encajada, lista para disparar. Aun así, ninguno se mostraba aparentemente hostil. Sabían que Perrin era conocido del Profeta, y lo miraban boquiabiertos, como si esperasen verlo saltar en el aire y echar a volar. O, al menos, que diese saltos mortales. Perrin filtró el olor a leña quemada de las chimeneas de la ciudad; todos ellos apestaban a sudor rancio y a cuerpos sucios, a ansiedad y temor. Y también a un extraño fervor que no había advertido antes, un reflejo de la locura de Masema. Hostiles o no, lo matarían —a él o a cualquiera— si Masema se lo ordenaba. Masacrarían naciones si se lo ordenaba. Al olerlos sintió un frío más intenso que el de cualquier viento invernal. Se alegraba más que nunca de haberse negado a que Faile lo acompañara.

Los hombres que había dejado al cuidado de los caballos jugaban a los dados —o fingían hacerlo— al lado de los animales, en un trozo del pavimento que se había limpiado de la nieve medio derretida. No se fiaba un pelo de Masema, y a ellos les pasaba igual. Estaban más pendientes de la casa y los guardias que del juego. Los tres Guardianes se incorporaron rápidamente nada más verlo y sus ojos se desviaron hacia los demás, que salían detrás de Perrin. Sabían lo que sus Aes Sedai habían sentido allí dentro. Neald se irguió con más lentitud, entreteniéndose en recoger los dados y las monedas. El Asha’man era un presumido, siempre atusándose el bigote, pavoneándose y sonriendo con suficiencia a las mujeres, pero ahora estaba como un muelle tenso, alerta como un felino al acecho.

—Por un momento creí que tendríamos que salir de ahí abriéndonos paso a la fuerza —musitó Elyas, que caminaba al lado de Perrin. Sus ojos dorados traslucían calma, sin embargo. Era un hombre entrado en años, larguirucho y desgarbado, con el grisáceo cabello largo hasta la cintura y una barba igualmente larga que se extendía sobre su pecho. Se cubría con un sombrero de ala ancha y llevaba un cuchillo largo en el cinto, no una espada. Pero había sido Guardián; y, en cierto modo, seguía siéndolo.

—Eso es lo único que salió bien —contestó Perrin mientras cogía las riendas de Recio, que le tendía Neald.

El Asha’man enarcó una ceja en un gesto interrogante, pero Perrin sacudió la cabeza, sin importarle qué pregunta era. Neald torció el gesto y entregó a Elyas las riendas de su castrado pardusco antes de montarse en su rodado.

Perrin no tenía tiempo para dedicarlo a los enfurruñamientos del murandiano. Rand lo había enviado para que llevase de vuelta a Masema, y Masema iría con ellos. Como le ocurría siempre últimamente cuando pensaba en Rand, surgió un remolino de colores dentro de su cabeza, y, también como siempre, hizo caso omiso. Masema era un problema demasiado importante para que él perdiese el tiempo preocupándose por unos colores. El maldito hombre tenía por blasfemia que cualquiera, excepto Rand, tocase el Poder. Al parecer, Rand no era un simple mortal; ¡era la Luz hecha carne! De modo que no habría Viaje, nada de un rápido salto a Cairhien a través de un acceso abierto por uno de los Asha’man, a pesar de que Perrin había intentado por todos los medios convencer a Masema. Tendrían que cabalgar las cuatrocientas leguas largas, a través de sólo la Luz sabía qué. Y mantener en secreto quiénes eran, al igual que a Masema. Ésas habían sido las órdenes de Rand.

—Sólo veo un modo de hacerlo, muchacho —dijo Elyas, como si Perrin hubiese hablado en voz alta—. Una mínima posibilidad. Seguramente habríamos tenido más probabilidades dejando inconsciente a ese tipo de un golpe y abriéndonos paso a la fuerza.

—Lo sé —gruñó Perrin. La idea se le había pasado por la cabeza más de una vez durante la discusión de horas. Con Asha’man, Aes Sedai y Sabias encauzando quizás hubiese sido posible. Pero había presenciado una batalla en la que se había combatido con el Poder Único, a hombres hechos pedazos sangrientos en un abrir y cerrar de ojos, a la propia tierra explotando en llamaradas. Abila se habría convertido en un patio de carnicero antes de que hubiese acabado todo. Si podía evitarlo, no volvería a ver algo así.

—¿Qué crees que le parece todo esto a Masema?

Perrin tuvo que apartar de su mente los pozos de Dumai y Abila transformada en otro campo de batalla como los pozos de Dumai antes de entender lo que Elyas decía. Ah, cómo iba a hacer lo imposible.

—Me importa poco lo que le parezca. —Ese hombre iba a causar problemas, de eso no cabía duda.

Irritado, se rascó la barba. Tenía que recortarla un poco. Es decir, hacer que se la recortaran. Si cogía las tijeras, Faile se las quitaría y se las pasaría a Lamgwin. Todavía le parecía imposible que aquel corpulento rompecrismas, con la cara surcada de cicatrices y los nudillos aplastados, conociese las funciones de un ayuda de cámara. ¡Luz! Un ayuda de cámara. Estaba adquiriendo desenvoltura con Faile y sus extrañas costumbres saldaeninas; pero, cuanto mejor se desenvolvía él, más se las ingeniaba ella para hacer las cosas a su conveniencia. De todos modos, las mujeres siempre hacían eso, por supuesto, pero a veces pensaba que había cambiado una clase de vorágine por otra. Quizá debería probar con uno de esos estallidos a grito pelado que tanto parecían gustarle. Un hombre tendría que poder cortarse su propia barba si quería. Sin embargo, no creía que lo hiciese. Ya resultaba bastante duro gritarle cuando era ella la que empezaba a gritar primero. En fin, era absurdo pensar en eso en un momento así.

Estudió a los demás mientras se dirigían a los caballos del mismo modo que estudiaría unas herramientas que necesitaría para un trabajo complejo y comprometido; porque se temía que Masema iba a hacer de este viaje el peor trabajo que había tenido que abordar en toda su vida, y las herramientas que tenía estaban llenas de fisuras.

Seonid y Masuri se pararon a su lado; llevaban la capucha bien calada para ocultar el rostro. Un olor punzante alteraba el suave aroma de sus perfumes, pero el miedo se hallaba bajo control. Masema las habría matado allí mismo de haber podido. Y los guardias aún estaban a tiempo si uno de ellos reconocía un rostro Aes Sedai. Entre tantos, tenía que haber alguno que supiese identificarlo. Masuri era la más alta por casi un palmo, pero aun así Perrin todavía le sacaba una cabeza. Haciendo caso omiso de Elyas, las hermanas intercambiaron una mirada bajo el resguardo de las capuchas; entonces Masuri habló en tono quedo.

—¿Veis ahora por qué hay que matarlo? Ese hombre es… una alimaña rabiosa.

En fin, la Marrón no solía andarse con remilgos a la hora de escoger las palabras. Por suerte, ninguno de los guardias se encontraba lo bastante cerca para oírla.

—Podríais escoger un sitio mejor para decir eso —respondió. No quería volver a escuchar sus argumentos, ni ahora ni después, pero mucho menos ahora. Y pareció que no tendría que hacerlo.

Edarra y Carelle se situaron detrás de las Aes Sedai, con el oscuro chal echado sobre la cabeza. Los picos que les colgaban sobre el pecho y la espalda no daban la impresión de servir de mucho contra el frío; claro que la nieve, la simple existencia de semejante cosa, era aún más molesta para las Sabias. La impasibilidad de sus semblantes curtidos por el sol era tal que habríase dicho que eran tallas de piedra; sin embargo, su efluvio era punzante como una punta de lanza. Los azules ojos de Edarra, por lo general tan circunspectos que no encajaban con sus rasgos juveniles, tenían la dureza del acero.

Por supuesto, su compostura enmascaraba dureza. Acerada y cortante.

—Éste no es sitio para hablar —les dijo suavemente Carelle a las Aes Sedai al tiempo que metía bajo el chal un mechón de cabello rojo intenso. Tan alta como muchos hombres, siempre era afable. Para ser una Sabia, se entiende. Lo que significaba que no te arrancaría la nariz de un mordisco sin previo aviso.

Las mujeres más bajas le hicieron una breve reverencia y se dirigieron presurosas a sus monturas, como si no fuesen Aes Sedai. Para las Sabias no lo eran. Perrin pensó que nunca se acostumbraría a eso. Hasta Masuri y Seonid parecían haberse habituado.

Con un suspiro, subió a Recio mientras las Sabias iban en pos de sus aprendizas Aes Sedai. Después de la larga inactividad, el semental retozó unos cuantos pasos, pero Perrin lo controló presionando las rodillas y manteniendo firmes las riendas. Las Aiel montaron torpemente, incluso después de la práctica adquirida durante las últimas semanas; las gruesas faldas quedaron remangadas, dejando descubiertas hasta las rodillas las piernas enfundadas en medias de lana. Estaban de acuerdo con las dos hermanas respecto a Masema, al igual que lo estaban las otras Sabias que se habían quedado en el campamento. Buen puchero hirviendo para que cualquiera lo llevase hasta Cairhien sin acabar escaldado.

Grady y Aram ya habían montado, y Perrin no pudo distinguir sus olores entre todos los demás. Tampoco era necesario. Grady siempre le había parecido un granjero a pesar de la chaqueta negra y la espada de plata prendida en el cuello, pero ahora no. Inmóvil como una estatua sobre su caballo, el fornido Asha’man observaba a los guardias con la expresión adusta del hombre que decide dónde hacer el primer corte. Y el segundo y el tercero y todos los que fuesen necesarios. Aram, con su chaqueta de gitano de un color verde bilioso ondeando al viento y la empuñadura de la espada asomando por encima de su hombro, sujetaba las riendas y en su semblante se reflejaba tal excitación que a Perrin se le cayó el alma a los pies. En Masema, Aram había encontrado un hombre que había entregado vida, alma y corazón al Dragón Renacido. Desde su punto de vista, el Dragón Renacido se encontraba casi al mismo nivel que Perrin y Faile.

«Le has hecho al chico un flaco favor —le había dicho Elyas—. Lo ayudaste a romper con lo que creía, y ahora lo único que le queda a lo que agarrarse y en lo que creer eres tú, y esa espada. No es suficiente para ningún hombre». Elyas había conocido a Aram cuando éste era todavía un gitano, antes de que cogiese la espada.

Un puchero que podía tener veneno para algunos.

Puede que los guardias contemplasen a Perrin con asombro, pero no se movieron para abrirles paso hasta que alguien gritó desde una ventana de la casa. Llegar hasta el Profeta no era fácil, sin su permiso. Y sin su permiso era imposible dejarlo. Una vez que dejaron atrás a Masema y a sus guardias, Perrin marcó un paso todo lo vivo que permitían las calles abarrotadas. Abila había sido una ciudad grande y próspera hasta no hacía mucho, con sus mercados de piedra y edificios techados de pizarra, de hasta cuatro pisos de altura. Seguía siendo grande, pero montones de escombros señalaban dónde se habían echado abajo casas y posadas. En Abila no quedaba una sola posada ni una casa donde alguien había tardado en proclamar la gloria del lord Dragón Renacido. La forma en que Masema mostraba su desaprobación nunca era sutil. Entre la muchedumbre eran pocos los que parecían ser vecinos de la ciudad, gente tan apagada como el color de su ropa en su mayor parte, que caminaba por los lados de la calle, huidiza y atemorizada; y no se veían niños. Y tampoco perros; a buen seguro que el hambre ya se dejaba sentir en la ciudad. Por doquier, grupos de hombres armados avanzaban chapoteando por la masa embarrada que la noche anterior había sido nieve y que llegaba hasta los tobillos, veinte aquí, cincuenta allí, empujando y derribando a aquellos que no andaban listos para apartarse de su camino, e incluso haciendo que los carros de bueyes se desviaran a su paso. En todo momento había cientos de ellos a la vista. Debía de haber a millares en la ciudad. El ejército de Masema era chusma, pero hasta el momento su número había compensado otras carencias. Gracias a la Luz el hombre había accedido a llevar sólo un centenar en el viaje. Había hecho falta discutir el asunto una hora, pero al final transigió, y gracias a que su deseo de llegar ante Rand cuanto antes, aunque no Viajando, lo había decidido. Muy pocos de sus seguidores tenían caballos, y cuantos más fueran a pie más despacio marcharían. Por lo menos no llegaría al campamento hasta la caída de la noche.

De hecho, Perrin no vio a nadie montado aparte de su grupo, que atraía las miradas de los hombres armados, miradas pétreas, febriles. Gente bien vestida acudía a ver al Profeta con frecuencia, nobles y mercaderes que esperaban que una sumisión en persona les reportaría más bendiciones y menos castigos, pero generalmente se marchaban a pie. No obstante, no encontraron impedimentos, aparte de tener que rodear a los grupos de los seguidores de Masema. Si se marchaban montados, entonces es que era voluntad del Profeta que lo hicieran así. Con todo, Perrin no tuvo necesidad de decir a nadie que no se separara del grupo. Se percibía una especie de espera en Abila, y nadie con dos dedos de frente querría encontrarse cerca cuando esa espera llegase a su fin.

Fue un alivio para Perrin ver aparecer a Balwer por una calle lateral, azuzando con las rodillas a su castrado, cerca ya del bajo puente de madera que conducía fuera de la ciudad; un alivio casi tan grande como el que sintió cuando hubieron cruzado el puente y dejado atrás a los últimos guardias. El hombrecillo, todo él huesos y ángulos, con la chaqueta que más que llevarla puesta parecía colgar de una percha, sabía cuidar de sí mismo a pesar de las apariencias, pero Faile estaba componiendo un cuerpo de servicio adecuado para una noble, y no le haría ni pizca de gracia si Perrin permitía que le ocurriese algo a su secretario. Al secretario de los dos. Perrin no estaba seguro de lo que le parecía eso de tener secretario, pero el tipo tenía otras habilidades aparte de una buena letra. Y lo demostró tan pronto como hubieron salido de la ciudad y se encontraron rodeados de colinas bajas y arboladas. La mayoría de las ramas estaban desnudas, y las que aún conservaban las hojas o las agujas ofrecían el marcado contraste del verde contra el blanco de la nieve. Tenían la calzada para ellos solos, pero el hielo formado en las rodadas los obligó a avanzar despacio.

—Perdonad, milord Perrin —murmuró Balwer mientras se inclinaba sobre la perilla para echar un vistazo a Elyas, que marchaba al otro lado—, pero he escuchado algo por casualidad, allí, en la ciudad, que podría interesaros. —Tosió discretamente, poniendo la mano enguantada delante de la boca, y después se apresuró a coger de nuevo la capa para cerrarla.

Elyas y Aram no necesitaron realmente el leve gesto de Perrin para que se retrasaran y se uniesen al grupo que marchaba un poco más atrás. Todos estaban acostumbrados al deseo del hombrecillo de hablar en privado. Perrin no entendía por qué ese afán de simular que nadie más sabía que sonsacaba información en todas las ciudades y pueblos por los que pasaban. Tenía que saber que después él comentaba con Fayle y con Elyas lo que le había contado. En cualquier caso, era bueno obteniendo información.

Balwer ladeó la cabeza para mirar a Perrin mientras cabalgaban uno junto al otro.

—Tengo dos noticias, milord, una que considero importante, y otra urgente. —Fuese o no urgente, hasta su voz sonaba seca, como el susurro de hojas muertas.

—¿Cómo de urgente? —Perrin hizo una apuesta consigo mismo respecto a con quién estaba relacionada esa primera noticia.

—Tal vez mucho, milord. El rey Ailron se ha enfrentado en batalla a los seanchan, cerca de la ciudad de Jeramel, unos ciento cincuenta kilómetros al oeste de aquí. Eso ocurrió hace diez días aproximadamente. —Los labios de Balwer se fruncieron fugazmente en un gesto irritado. Le desagradaba la imprecisión; le desagradaba no saber—. Escasea la información fidedigna, pero sin duda el ejército amadiciense está acabado, y sus hombres, muertos, cautivos o dispersos. Me sorprendería mucho si en alguna parte quedan más de un centenar juntos, y ésos se pasarán al bandidaje a no tardar. Ailron ha sido hecho prisionero, junto con toda su corte. Amadicia ya no tiene nobleza, al menos que cuente para nada.

Mentalmente, Perrin anotó la apuesta como perdida. Por lo general, Balwer empezaba con las noticias sobre los Capas Blancas.

—Una lástima por Amadicia, supongo. Por la gente capturada, en cualquier caso.

Según Balwer, los seanchan trataban con dureza a los que apresaban tras un enfrentamiento armado contra ellos. De modo que Amadicia no tenía ejército ni nobles que reunieran y dirigiesen otro. Nada impediría a los seanchan que se extendiesen hasta donde quisieran, aunque parecía que de todos modos lo hacían, por más que encontraran resistencia. Sería mejor ponerse en camino hacia el este tan pronto como Masema llegase al campamento, y luego avanzar tan deprisa como fuera posible, hasta que los hombres y los caballos aguantasen.

Así lo comentó en voz alta, a lo que Balwer hizo un gesto de asentimiento y una leve sonrisa de aprobación. El hombre apreciaba que Perrin supiese ver el valor de la información que le facilitaba.

—Otra cosa, milord —prosiguió—. Los Capas Blancas tomaron parte en la batalla, pero al parecer Valda se las arregló para sacar a la mayoría del campo de batalla al final. Tiene la suerte del Oscuro. Parece que nadie sabe dónde han ido. O, más bien, cada persona señala una dirección distinta. Si se me permite decirlo, me inclino por que se dirigen hacia el este, lejos de los seanchan.

Y hacia Abila, por supuesto. Entonces, no había perdido la apuesta, exactamente. Más bien era un empate. A lo lejos, un halcón planeaba muy alto en el cielo despejado, dirigiéndose hacia el norte. El ave de presa sobrevolaría el campamento mucho antes de que él llegara allí. Perrin aún recordaba un tiempo en el que había tenido tan pocas preocupaciones como aquel halcón. Al menos, comparándolo con ahora. Hacía mucho tiempo de eso.

—Sospecho que los Capas Blancas están más interesados en evitar a los seanchan que en crearnos problemas a nosotros, Balwer. De todos modos, tanto en su caso como en el de los seanchan, no está en mis manos apresurar la marcha para poner tierra por medio. ¿Eran ellos la segunda noticia que tenías?

—No, milord. Eso era simplemente una referencia de interés.

Balwer parecía odiar a los Hijos de la Luz, en especial a Valda —Perrin sospechaba que era un asunto de trato duro— pero, como en todos los demás aspectos del hombrecillo, también su odio era frío y seco. Desapasionado.

—La segunda noticia —siguió Balwer— es que los seanchan han disputado otra batalla, ésta al sur de Altara. Contra Aes Sedai, posiblemente, aunque algunos mencionaron a hombres que encauzaban. —Se giró a medias en la silla y miró a Grady y a Neald, con sus chaquetas negras. Grady conversaba con Elyas, y Neald con Aram, pero los dos Asha’man vigilaban el bosque del entorno con tanta atención como los Guardianes que cerraban la marcha. Las Aes Sedai y las Sabias también hablaban en voz baja—. Fuesen quienes fuesen contra los que combatieron, milord, lo cierto es que los seanchan perdieron y tuvieron que retirarse muy malparados, de vuelta a Ebou Dar.

—Buenas noticias —comentó Perrin en tono frío. De nuevo la imagen de los pozos de Dumai surgió como un destello en su mente, con mayor intensidad que antes. Durante un momento, se encontró otra vez espalda contra espalda con Loial, luchando desesperadamente, convencido de que cada bocanada de aire que inhalaba sería la última. Por primera vez en ese día, se estremeció. Al hombrecillo le gustaba saberlo todo, pero había ciertos secretos que nadie sabría jamás.

Los ojos de Perrin se volvieron hacia el ave de presa, ahora apenas visible incluso para él. Le recordaba a Faile, su esposa, su feroz halcón. Su hermoso halcón. Apartó de su mente a seanchan, Capas Blancas, batallas e incluso a Masema. De momento, al menos.

—Apretemos un poco el paso —ordenó a los otros.

El halcón divisaría a Faile antes que él, pero, a diferencia del ave, Perrin vería al amor de su vida. Y hoy no le gritaría, hiciese lo que hiciese ella.

2

Capturadas

El halcón se perdió de vista enseguida, y la calzada siguió vacía de otros viajeros; pero, a pesar de lo mucho que Perrin lo deseaba, las rodadas heladas —en las que un caballo podía romperse una pata y un jinete el cuello— no les permitían avanzar con mucha rapidez. El viento era puro hielo y traía consigo la promesa de una nueva nevada al día siguiente. Era ya media tarde para cuando Perrin y su grupo viraron para seguir a través del bosque, con un manto de nieve tan profundo que en algunos sitios llegaba hasta las rodillas de los caballos, y cubrieron el último kilómetro y medio que los separaba del campamento, donde se habían quedado los hombres de Dos Ríos, los Aiel, los mayenienses y los ghealdanos. Y Faile. Perrin no encontró en absoluto lo que esperaba.

Como siempre, había cuatro campamentos separados entre los árboles, pero las lumbres humeantes de la Guardia Alada estaban abandonadas alrededor de las tiendas de rayas de Berelain, en medio de cazos volcados y bártulos tirados sobre la nieve; las mismas señales de precipitación salpicaban el terreno pisoteado donde los soldados de Alliandre se habían instalado cuando el grupo se marchó por la mañana. La única evidencia de vida en ambos campamentos eran los cuidadores de los caballos y los carreteros, envueltos en mantas y acurrucados en grupos alrededor de los animales estacados o las grandes carretas de suministros. Todos miraban hacia lo que atrajo y retuvo los ojos de Perrin.

A quinientos pasos de la rocosa y truncada colina donde las Sabias habían instalado sus tiendas bajas, los mayenienses estaban formando, la totalidad de los aproximadamente novecientos hombres; las capas y las largas cintas rojas de las lanzas ondeaban con la fría brisa mientras los caballos pateaban impacientemente el suelo. Cerca de la colina, a un lado, justo a la orilla del arroyo helado, los ghealdanos conformaban un bloque de lanzas igual de grande, éstas con las cintas verdes. Las chaquetas —del mismo color— y las armaduras de los soldados de caballería parecían apagadas en comparación con los yelmos y petos rojos de los mayenienses, pero sus oficiales resplandecían en sus armaduras plateadas y sus chaquetas y capas escarlatas; las riendas y gualdrapas iban bordeadas en tono carmesí. Un soberbio espectáculo para un desfile, sólo que no estaban desfilando. La Guardia Alada se encontraba de cara a los ghealdanos, y éstos de cara a la colina. Y la cumbre de ésta aparecía rodeada por hombres de Dos Ríos, con los arcos largos en la mano. Nadie había disparado todavía, pero todos tenían una flecha encajada en la cuerda del arco. Aquello era una locura.

Perrin taconeó a Recio y lo puso a trote vivo, tan deprisa como podía el animal, y avanzó abriéndose paso entre la nieve seguido por los otros hasta que llegó a la cabeza de la formación ghealdana. Berelain se encontraba allí, envuelta en una capa roja, orlada en piel, así como Gallene, el capitán tuerto de la Guardia Alada; también estaba Annoura, su consejera Aes Sedai, al parecer discutiendo todos con el primer capitán de Alliandre, un tipo bajo, endurecido, llamado Gerard Arganda, que sacudía la cabeza tan enérgicamente que las lustrosas plumas del yelmo temblaban. La Principal de Mayene parecía a punto estallar, la irritación asomaba a través de la calma Aes Sedai de Annoura, y Gallene toqueteaba el yelmo con plumas rojas que llevaba colgado en la silla, como si estuviese decidiendo si ponérselo o no. Al reparar en Perrin, se apartaron e hicieron girar las monturas en su dirección. Berelain se erguía muy derecha, pero su negro cabello estaba alborotado por el viento, y la yegua blanca de finos remos tiritaba; la espuma, producto de una dura cabalgada, se había quedado pegada y congelada en los flancos del animal.

Con tanta gente junta resultaba imposible distinguir el efluvio particular de cada cual, pero Perrin no necesitaba su fino olfato para percibir la tensión en el aire. Antes de que tuviese tiempo de preguntar qué demonios estaban haciendo, Berelain habló con una actitud formal que al principio lo hizo parpadear.

—Lord Perrin, vuestra esposa y yo cazábamos junto a la reina Alliandre cuando fuimos atacados por Aiel. Logré escapar, pero nadie más del grupo ha regresado todavía, si bien podría deberse a que los hayan hecho prisioneros. He enviado un escuadrón de lanceros para que reconozcan el terreno. Nos encontrábamos a unos quince kilómetros al sudeste, de modo que regresarán con información a la caída de la noche.

—¿Faile fue capturada? —inquirió Perrin en una voz sorda por el miedo.

Incluso antes de cruzar a Amadicia desde Ghealdan ya les habían llegado noticias de Aiel incendiando y saqueando, pero siempre había sido en otro lugar, en el pueblo de más adelante o en el que habían dejado atrás, si no más lejos. Nunca lo bastante cerca para preocuparse o para tener la seguridad de que no eran simples bulos. ¡No cuando tenía que llevar a cabo las órdenes del maldito Rand al’Thor! Y mira lo que había pasado.

—¿Por qué seguís aquí? —inquirió en voz alta—. ¿Por qué no la estáis buscando todos? —Entonces se dio cuenta de que estaba gritando. Deseaba aullar, ensañarse con ellos—. Así os abraséis, ¿a qué esperáis?

El tono desapasionado de la respuesta de Berelain, como si informara cuánto forraje quedaba para los caballos, encendió más su ira. Y más porque sabía que la mujer tenía razón.

—Nos emboscaron doscientos o trescientos Aiel, lord Perrin, pero sabéis igual que yo, por lo que hemos oído, que fácilmente podría haber una docena o más de esas bandas merodeando por el campo. Si salimos con una fuerza numerosa quizá nos veríamos envueltos en una batalla contra los Aiel que tendría un alto coste en vidas, y ello sin saber si eran los que tienen a vuestra esposa. O incluso si aún vive. Debemos confirmar eso en primer lugar, lord Perrin, o cualquier cosa que hiciésemos sería inútil.

Si aún vivía. Perrin tembló; el frío se había colado de pronto dentro de él. En sus huesos. En su corazón. Tenía que estar viva. Tenía que estarlo. Oh, Luz, debería haberla dejado que lo acompañara a Abila. El semblante de Annoura era una máscara de compasión enmarcada por las finas trenzas tarabonesas. De repente fue consciente de un dolor en las manos, crispadas sobre las riendas. Se obligó a aflojarlas y flexionó los dedos.

—Se encuentra bien —dijo en voz queda Elyas mientras acercaba su castrado a Recio—. Contrólate. Ir dando tumbos por ahí, habiendo Aiel, es pedir a voces que te maten. Tal vez conducir a un montón de hombres a un mal final. Que mueras no servirá de nada si tu esposa sigue prisionera. —Intentó dar un tono más ligero a su voz, pero Perrin olía su efluvio a tensión—. En fin, la encontraremos, chico. Es posible incluso que ya se haya escapado ella, siendo la clase de mujer que es, y que esté intentando regresar a pie hasta aquí. Eso lleva tiempo, vestida con traje de montar. Los exploradores de la Principal localizarán algún rastro. —Mientras se pasaba los dedos por la larga barba, Elyas soltó una risita desdeñosa—. Si soy incapaz de encontrar algo más que los mayenienses, me comeré la corteza de un árbol. Te la traeremos de vuelta.

A Perrin no lo engañó.

—Sí —contestó duramente. Elyas no lo había engañado; nadie podía escapar a pie de los Aiel—. Vete. Deprisa. —No, no lo había engañado. Lo que Elyas esperaba encontrar era el cadáver de Faile. Tenía que estar viva, y eso significaba que la tenían cautiva, pero mejor la cautividad que…

No podían hablar entre ellos del mismo modo que lo hacían con los lobos, pero Elyas vaciló como si hubiese entendido lo que pensaba Perrin. Aun así, no intentó convencerlo de que se equivocaba. Su castrado se puso en marcha en dirección sudeste, al paso, tan deprisa como se lo permitía la nieve. Y, tras lanzar una rápida ojeada a Perrin, Aram lo siguió; el rostro del joven tenía una expresión tormentosa. Al antiguo gitano no le gustaba Elyas, pero adoraba a Faile aunque sólo fuera porque era la esposa de Perrin.

Azuzar a los animales no traería nada bueno, se dijo Perrin, que miraba ceñudo a los dos hombres que se alejaban. Pero deseaba que corrieran. Deseaba correr con ellos. Se sentía como si unas minúsculas grietas se estuvieran extendiendo por su ser, tornándolo quebradizo. Si regresaban con una mala noticia, se haría pedazos. Para su sorpresa, los tres Guardianes azuzaron sus monturas entre los árboles, en pos de Elyas y Aram, levantando rociadas de nieve y con sus sencillas capas ondeando tras ellos; después, cuando los alcanzaron, acomodaron el ritmo de marcha al de los dos hombres.

Perrin se las arregló para hacer una leve inclinación de cabeza, agradecido, a Masuri y a Seonid, incluyendo a Edarra y a Carelle. Quienquiera que hubiese hecho la sugerencia, no cabía duda de quién había dado permiso. El hecho de que ninguna de las hermanas hubiese intentado tomar el mando daba la medida del control que las Sabias habían establecido. Seguramente las Aes Sedai habrían querido hacerlo, pero sus enguantadas manos permanecieron sobre las perillas de las sillas, y ninguna de las dos demostró impaciencia ni siquiera con un pestañeo.

No todo el mundo observaba a los hombres que se alejaban. Annoura alternaba su atención entre dirigirle miradas de compasión a él y estudiar a las Sabias por el rabillo del ojo. A diferencia de las otras dos hermanas, Annoura no había hecho promesas, pero se mostraba casi tan circunspecta con las Aiel como ellas. El único ojo de Gallene estaba puesto en Berelain, esperando una señal de que empuñara la espada que toqueteaba, en tanto que la Principal tenía puesta su atención en Perrin, su rostro todavía sosegado e indescifrable. Grady y Neald habían acercado las cabezas y echaban ojeadas sombrías en su dirección. Balwer permanecía muy quieto, como un gorrión posado en la silla, procurando pasar inadvertido, escuchando atentamente.

Arganda pasó con su castrado ruano delante del caballo negro de Gallene, haciendo caso omiso de la mirada furibunda del mayeniense. La boca del primer capitán mascullaba con rabia tras las brillantes barras del visor del yelmo, pero Perrin no alcanzó a oír nada. Faile ocupaba todos sus pensamientos. ¡Oh, Luz, Faile! Sentía el pecho como si se lo estuviesen comprimiendo bandas de hierro. Casi lo dominaba el pánico, y se aferraba con uñas y dientes al borde del precipicio.

Desesperadamente, dejó que su mente vagara lejos, buscando lobos. Elyas ya había debido de intentar eso —Elyas no se habría dejado llevar por el pánico ante la noticia— pero tenía que intentarlo él en persona. Encontró las manadas de Tresdedos y de Aguafría, las de Crepúsculo, de Cuerno de Primavera y de otros. El dolor fluía en su súplica de ayuda, pero aumentó más y más en su interior en lugar de disminuir. Habían oído hablar de Joven Toro, y lamentaban la pérdida de su hembra, pero se mantenían alejados de los dos piernas, que ahuyentaban toda la caza y daban muerte a cualquier lobo al que sorprendiesen solo. Había tantas manadas de dos piernas por allí, a pie y montados en los cuatro patas de pies duros, que no sabían si alguna de ellas era la que Joven Toro buscaba. Los dos piernas eran iguales para ellos, no distinguían unos de otros, salvo los que encauzaban, y los pocos que podían hablar con ellos. Le dijeron que llorara su pérdida, que siguiese adelante, y que volviera a encontrarla en el Sueño del Lobo.

Una tras otra, las imágenes que su mente transformaba en palabras se borraron, hasta que sólo quedó una. «Llora su pérdida, sigue adelante, y vuelve a encontrarla en el Sueño del Lobo». Después también se borró.

—¿Estáis escuchando? —demandó duramente Arganda. No era un noble de rasgos suaves y, a despecho de las sedas y las incrustaciones de oro sobre la plata del peto, su aspecto denotaba lo que era: un soldado veterano que había empuñado la lanza por primera vez siendo un muchacho y que probablemente tenía dos docenas de cicatrices en el cuerpo. Sus oscuros ojos mostraban una expresión tan febril como la de los hombres de Masema. Olía a ira y a miedo—. ¡Esos salvajes también capturaron a la reina Alliandre!

—Encontraremos a vuestra reina cuando encontremos a mi esposa —repuso Perrin con una voz tan fría y dura como el filo de su hacha. Tenía que estar viva—. ¿Qué tal si me explicáis a qué viene todo esto? Parece que vuestros hombres están formados, listos para cargar. De hecho, contra los míos. —También tenía otras responsabilidades. Admitir tal cosa era más amargo que la hiel. Comparado con Faile nada contaba, pero los hombres de Dos Ríos eran su gente.

Arganda acercó su montura y agarró a Perrin por la manga.

—¡Escuchadme bien! La Principal Berelain dice que eran Aiel los que capturaron a la reina Alliandre, y hay Aiel resguardándose detrás de esos arqueros vuestros. Tengo hombres que se sentirían muy satisfechos de someterlos a interrogatorio. —Su mirada enardecida se dirigió fugazmente hacia Edarra y Carelle. A lo mejor estaba pensando que eran dos Aiel y sin arqueros que le impidieran llegar hasta ellas.

—El primer capitán está… alterado —murmuró Berelain mientras posaba una mano en el otro brazo de Perrin—. Le he explicado que ninguno de los Aiel que hay aquí están implicados en el ataque. Estoy convencida de que puedo convencerlo…

Perrin se sacudió de encima su mano y se soltó de la del ghealdano de un brusco tirón.

—Alliandre me juró lealtad, Arganda. Vos se la jurasteis a ella, y eso me convierte en vuestro señor. Dije que encontraré a Alliandre cuando encuentre a Faile. —El filo de un hacha. Ella estaba viva—. No interrogaréis a nadie no tocaréis a nadie, a menos que yo lo ordene. Lo que haréis será coger a vuestros hombres y regresar a vuestro campamento, ahora, y estad preparados para cabalgar cuando dé la orden. Si no estáis listos cuando llame, os dejaremos atrás.

Arganda lo miró fijamente; su respiración era agitada, y sus ojos se desviaron otra vez un momento, en esta ocasión hacia Grady y Neald, para después volver a clavarse en Perrin.

—Como ordenéis, milord —repuso fríamente.

Hizo dar media vuelta a su ruano, gritó órdenes a sus oficiales y se puso a galope antes de que éstos empezaran a transmitirlas a los hombres. Los ghealdanos comenzaron a retirarse en columnas, cabalgando en pos de su primer capitán. Hacia su campamento, aunque a saber si Arganda se proponía quedarse allí o no. Y si no sería para mal si lo hacía.

—Has llevado muy bien este asunto, Perrin —dijo Berelain—. Es una situación difícil, y un momento muy doloroso para ti.

La formalidad había desaparecido ahora. Era simplemente una mujer rebosante de compasión. Oh, sí, Berelain tenía mil disfraces distintos. La mujer alargó la mano, pero Perrin hizo recular a Recio antes de que pudiese tocarlo.

—¡Ya está bien, maldita sea! —gruñó—. ¡Han capturado a mi esposa! ¡No tengo paciencia para aguantar tus juegos infantiles!

Ella se irguió como si la hubiese golpeado. La sangre se agolpó en sus mejillas, y de nuevo cambió, el porte flexible y esbelto sobre la silla de montar.

—Nada de infantiles, Perrin —murmuró con una voz cargada de jocosidad—. Dos mujeres compitiendo por ti, teniéndote como premio. Deberías sentirte halagado. —Luego se volvió hacia el jefe de la Guardia Alada—. Acompañadme, mayor Gallene. Supongo que también nosotros deberíamos prepararnos para emprender la marcha al recibir la orden.

El hombre tuerto regresó junto a ella, al trote que permitía la nieve, hacia donde esperaban los hombres de la Guardia Alada. Iba inclinado un poco hacia Berelain, como si estuviese escuchando instrucciones. Annoura siguió parada allí, cogiendo las riendas de su yegua marrón. Bajo la nariz ganchuda su boca formaba una prieta línea.

—A veces sois un perfecto necio, Perrin Aybara. Muy a menudo, de hecho.

Él no sabía de qué hablaba la mujer, y tampoco le importaba. A veces la Aes Sedai parecía resignada a que Berelain anduviese detrás de un hombre casado, y otras parecía que le divertía y colaboraba incluso en ello arreglando las cosas para que Berelain se encontrase sola con él. En ese momento, tanto la Principal como la Aes Sedai le asqueaban. Taconeó a Recio en los flancos y se alejó al trote sin pronunciar palabra.

Los hombres situados en la cumbre de la colina abrieron un hueco para que pasara; hablaban en murmullos entre ellos, sin dejar de mirar a los lanceros al pie de la ladera que se alejaban, y volvieron a abrirse para dejar paso a las Sabias, las Aes Sedai y los Asha’man, que se dirigieron hacia sus tiendas. No rompieron filas y rodearon a Perrin, como éste había esperado, y por lo que se sintió agradecido. En la cumbre apestaba a recelo.

La nieve había sido pisoteada hasta quedar algunos parches limpios salvo por los pegotes helados, y otros tramos eran planchas de hielo. Las cuatro Sabias que se habían quedado cuando él cabalgó hacia Abila se encontraban de pie delante de una de las tiendas Aiel, altas e impasibles, con los oscuros chales sobre los hombros, observando a las dos hermanas acompañadas por Carelle y Edarra mientras desmontaban, y aparentemente sin prestar la menor atención a lo que ocurría a su alrededor. Los gai’shain que las servían, en lugar de criados, realizaban sus tareas cotidianas en silencio, sumisamente, el rostro oculto bajo la capucha de la túnica blanca. ¡Pero si incluso un tipo sacudía una alfombra colgada sobre una cuerda atada entre dos árboles! Entre los Aiel, la única señal de que habían estado a punto de enzarzarse en un combate se veía en Gaul y las Doncellas, que estaban en cuclillas, apoyados sobre los talones, con el shoufa envolviéndoles la cabeza, el velo negro cubriéndoles el rostro salvo los ojos, y las lanzas cortas y las adargas de piel de toro en las manos. Al tiempo que Perrin desmontaba de un salto, se pusieron de pie.

Dannil Lewin se acercó trotando, mordisqueándose nerviosamente el espeso bigote que hacía parecer su nariz aún más grande de lo que ya era. Llevaba el arco en una mano y guardaba una flecha en la aljaba que colgaba de su cinturón.

—No sabía qué otra cosa hacer, Perrin —dijo con voz entrecortada. Dannil había estado en los pozos de Dumai y se había enfrentado a los trollocs allá, en casa, pero esto estaba más allá de lo que era su visión del mundo—. Para cuando nos enteramos de lo que había ocurrido, esos tipos ghealdanos ya venían hacia aquí, así que envié a explorar a Jondyn Barran y a otros dos, Hu Marwin y Get Ayliah, y les dije a los cairhieninos y a tus sirvientes que formaran un círculo con las carretas y se quedaran dentro; hubo que atar a esa gente que sigue a lady Faile a todas partes, porque querían ir en su busca y ninguno de ellos sabe distinguir una huella de un roble. Después traje a todos los demás aquí. Creí que esos ghealdanos iban a cargar contra nosotros, hasta que la Principal llegó con sus hombres. Deben de estar locos para pensar que cualquiera de nuestros Aiel le haría daño a lady Faile.

Los hombres de Dos Ríos siempre se referían a Faile con su título, aunque a él siguiesen llamándolo por su nombre.

—Actuaste bien, Dannil —contestó Perrin mientras le entregaba las riendas de Recio. Hu y Get eran buenos conocedores de los bosques, y Jondyn Barran era capaz de seguir el rastro del viento del día anterior.

Gaul y las Doncellas empezaban a marcharse, en fila india. Todavía estaban velados—. Que uno de cada tres hombres continúe aquí —le ordenó apresuradamente Perrin a Dannil; sólo porque le hubiese hecho frente a Arganda allá abajo no era razón para creer que el hombre había cambiado de idea—. Los demás que vuelvan al campamento para recoger y empaquetar las cosas. Quiero salir tan pronto como se sepa algo.

Sin esperar respuesta, corrió para salir al paso a Gaul y detener al hombre más alto poniéndole la mano en el pecho. Por alguna razón, los verdes ojos de Gaul se estrecharon. Sulin y las demás Doncellas que venían en fila detrás de él adoptaron una postura de alerta.

—Encuéntrala, Gaul —dijo Perrin—. Todas vosotras, encontrad a los que la han atrapado, por favor. Si hay alguien capaz de rastrear a los Aiel, sois vosotros.

La tensión en los ojos de Gaul desapareció tan repentinamente como había aparecido, y las Doncellas también se relajaron. Es decir, hasta donde podía decirse tal cosa de un Aiel. Aquello era muy raro. No podían pensar que los culpaba de lo ocurrido en ningún sentido.

—Todos despertamos del sueño algún día —respondió con delicadeza Gaul—. Pero, si todavía sueña, la encontraremos. Sin embargo, si fueron Aiel los que la han atrapado, debemos partir ya. Se moverán rápidamente, incluso con… esto. —Pronunció la palabra con un tono asqueado y dio una patada a un montón de nieve.

Perrin asintió en silencio y se hizo rápidamente a un lado para dejar que los Aiel salieran al trote. Dudaba que pudiesen mantener ese ritmo mucho tiempo, pero de lo que no le cabía duda era de que avanzarían más deprisa de lo que podría cualquier otra persona. A medida que las Doncellas pasaban delante de él, cada una de ellas se llevaba los dedos a los labios, por encima del velo, y después lo tocaban en el hombro. Sulin, que marchaba a continuación de Gaul, le dedicó un breve cabeceo, pero ninguna pronunció palabra. Seguro que Faile sabía lo que significaba que se besaran los dedos.

Cayó en la cuenta de que había otra cosa rara en ellas cuando la última Doncella hubo pasado ante él. Dejaban que Gaul las condujera. Normalmente, cualquiera de ellas le habría clavado una lanza antes de permitir tal cosa. ¿Por qué? Quizá… Claro, Chiad y Bain habrían acompañado a Faile. A Gaul le importaba poco Bain, pero Chiad era otra historia. Ciertamente las Doncellas no habían alentado las esperanzas de Gaul de que Chiad renunciara a la lanza para casarse con él —¡ni mucho menos!—, pero quizá fuera por eso.

Perrin gruñó, enfadado consigo mismo. Chiad y Bain y a saber quién más. Aunque el miedo por Faile lo cegara, al menos debería haber preguntado eso. Si quería recuperarla, necesitaba ahogar el miedo y ver. Pero era como intentar desmenuzar una roca con las manos.

La cumbre de la colina bullía de actividad ahora. Alguien se había llevado a Recio, y hombres de Dos Ríos abandonaban el círculo formado alrededor de la cima y descendían presurosos hacia el campamento, comentando a gritos lo que habrían hecho si los lanceros hubiesen cargado. De vez en cuando, un hombre alzaba la voz preguntando por Faile, si alguien sabía si la señora se encontraba bien, si iban a ir a buscarla, pero otros lo hacían callar precipitadamente mientras dirigían miradas preocupadas a Perrin. Los gai’shain seguían realizando sus tareas con toda tranquilidad, en medio del bullicio. A menos que les ordenaran dejarlo, habrían actuado igual si la batalla hubiese estallado a su alrededor, sin hacer nada para ayudar ni para esconderse. Todas las Sabias se habían metido en una de las tiendas, con Seonid y Masuri, y los paños de la entrada no sólo estaban bajados, sino también atados. No querían que las molestaran. Sin duda estarían hablando de Masema. Posiblemente discutiendo cómo matar a ese hombre sin que Rand ni él se enteraran de que lo habían hecho.

Golpeó con el puño la palma de su otra mano, irritado. Se había olvidado de Masema. Se suponía que el hombre tenía que reunirse con él antes de la caída de la noche, con la dichosa guardia de honor de cien hombres. Con suerte, los exploradores mayenienses habrían regresado para entonces, y Elyas y los otros poco después.

—Milord Perrin… —dijo Grady detrás de él, y Perrin se volvió. Los dos Asha’man se encontraban allí con sus caballos, toqueteando las riendas en un gesto de incertidumbre. Grady cogió aire y continuó tras el cabeceo de asentimiento de Neald—. Nosotros dos podríamos cubrir un montón de terreno, Viajando. Y si encontramos al grupo que la ha raptado… En fin, dudo que ni siquiera unos cuantos cientos de Aiel puedan impedir que dos Asha’man la traigan de vuelta.

Perrin abrió la boca para decirles que empezaran de inmediato la búsqueda, pero volvió a cerrarla. Grady había sido granjero, cierto, pero no cazador ni un experto en terrenos boscosos. Neald consideraba un pueblo cualquier sitio que no tuviese muralla de piedra. Tal vez supiesen distinguir una huella de un roble, pero seguramente ni el uno ni el otro serían capaces de saber en qué dirección se dirigían esas huellas. Claro que él podía acompañarlos. No era tan bueno como Jondyn, pero… Sí, claro. Podía irse y dejar que Dannil se las entendiera con Arganda. Y con Masema. Por no mencionar las maquinaciones de las Sabias.

—Id a recoged vuestro campamento —respondió quedamente. ¿Dónde se habría metido Balwer? No se lo veía por ningún sitio. Desde luego, no parecía probable que él hubiese salido en busca de Faile—. Cabe la posibilidad de que se os necesite aquí.

Grady parpadeó sorprendido, y Neald se quedó boquiabierto.

Perrin no les dio ocasión de discutir. Echó a andar a zancadas hacia la tienda cerrada. No había manera de desatar los nudos desde el exterior. Cuando las Sabias querían que no las molestaran, no querían que las molestara nadie, ni jefes de clan ni ninguna otra persona. Incluido un habitante de las tierras húmedas a quien le habían enjaretado el título de Señor de Dos Ríos. Sacó el cuchillo del cinturón y se inclinó para cortar las lazadas; pero, antes de que pudiera introducir la hoja a través de la prieta unión de los paños de la entrada, éstos dieron un tirón como si alguien los estuviese desatando desde dentro. Perrin se puso derecho y esperó.

Los paños se abrieron, y Nevarin salió. Llevaba el chal atado alrededor de la cintura, pero salvo por la nubecilla de su aliento condensado no se veía otra señal de que la afectase el viento helado. Sus verdes ojos repararon en el cuchillo que Perrin empuñaba en la mano, y se puso en jarras en medio del tintineo de brazaletes. Era muy delgada, con el largo cabello de color dorado sujeto atrás por un pañuelo oscuro, y un palmo más alta que Nynaeve, pero le recordaba siempre a la antigua Zahorí. Le cerraba el paso a la tienda.

—Eres impetuoso, Perrin Aybara. —Su voz clara sonaba tranquila, pero él tuvo la impresión de que se planteaba la posibilidad de darle un bofetón. Sí, muy parecida a Nynaeve—. Aunque eso es comprensible dadas las circunstancias. ¿Qué quieres?

—¿Cómo…? —Tuvo que callarse para tragar saliva—. ¿Cómo la tratarán?

—No lo sé, Perrin Aybara. —No había compasión en su rostro, que se mostraba totalmente inexpresivo. Las Aiel podían dar lecciones a las Aes Sedai en eso—. Capturar habitantes de las tierras húmedas va en contra de las costumbres, salvo los Asesinos del Árbol, aunque eso ha cambiado. Como también matar sin necesidad. Pero muchos se han negado a aceptar las verdades reveladas por el Car’a’carn. El marasmo se apoderó de algunos y tiraron las lanzas, pero quizás las hayan tomado otra vez. Otros simplemente se marcharon para vivir como creían que debíamos hacerlo. Ignoro qué costumbres habrán conservado o cuáles habrán abandonado aquellos que abandonaron clan y septiar. —La única emoción que dejó entrever fue un atisbo de desprecio al final, por quienes habían dejado clan y septiar.

—Luz, mujer, ¡debes de tener alguna idea! O hacer alguna conjetura…

—Deja de actuar de forma irracional —lo interrumpió con brusquedad—. Los hombres suelen hacerlo en situaciones así, pero te necesitamos. Creo que tu imagen saldría mal parada ante los otros habitantes de las tierras húmedas si tenemos que atarte hasta que te calmes. Ve a tu tienda. Si eres incapaz de controlar tus pensamientos, bebe hasta que no puedas pensar. Y no nos molestes cuando celebramos consejo. —Volvió a meterse en la tienda, y los paños se cerraron bruscamente y empezaron a torcerse a medida que volvían a atarse las lazadas.

Perrin se quedó mirando la lona cerrada mientras pasaba el pulgar por la hoja del cuchillo, y después enfundó el arma. Era más que posible que hicieran lo que Nevarin había amenazado que harían si entraba a la fuerza. Además, no le dirían nada de lo que quería saber. No creía que la mujer le hubiese ocultado algo en un momento así. No sobre Faile, en cualquier caso.

Había más tranquilidad en la cima de la colina; la mayor parte de los hombres de Dos Ríos se habían ido. Los que quedaban seguían vigilando atentamente el campamento ghealdano, allá abajo, y pateaban el suelo para conservar calientes los pies, pero nadie hablaba. Los discretos gai’shain apenas hacían ruido. Los árboles ocultaban en parte los campamentos de los ghealdanos y los mayenienses, pero Perrin alcanzó a ver que se estaban cargando carretas en ambos. Aun así, decidió dejar hombres de guardia. Arganda podía estar intentando engañarlo para que se confiara. Un hombre que olía como él podía mostrarse… irracional, concluyó para sus adentros, malhumorado.

No podía hacer nada en la cima de la colina, de modo que empezó a caminar los ochocientos metros que lo separaban de su tienda. La tienda que compartía con Faile. Fue tropezando cada dos pasos, abriéndose paso trabajosamente cuando la nieve le llegaba por encima de las rodillas. Agarró los bordes de la capa, tanto para evitar que el viento la sacudiera como para conservar el calor. Pero no había calor en él.

El campamento de Dos Ríos bullía de actividad cuando llegó. Las carretas seguían colocadas en un gran círculo; las cargaban los hombres y mujeres de las fincas de Dobraine en Cairhien, y otros preparaban los caballos para ensillarlos. Las ruedas de las carretas, tan inútiles en aquella nieve profunda como en barrizales, estaban atadas a los costados de los vehículos y habían sido sustituidas por anchos deslizadores de madera. Abrigados con tantas capas de ropa que muchos parecían el doble de anchos de lo que eran realmente, los cairhieninos apenas hicieron una pausa en sus tareas para mirarlo; por el contrario, cada hombre de Dos Ríos que lo veía se paraba para mirarlo fijamente hasta que alguien le daba un codazo y le decía que siguiera con lo que estaba haciendo. Perrin agradeció que ninguno manifestara en voz alta la compasión reflejada en aquellas miradas, porque temía que se habría venido abajo y se habría echado a llorar en caso contrario.

Tampoco allí parecía que hubiese algo que él pudiera hacer. Su enorme tienda —suya y de Faile— ya había sido desmontada y cargada en un carro, junto con el contenido. Basel Gill caminaba junto a las carretas, con una larga lista en las manos. El rechoncho hombre ocupaba el puesto de shambayan, haciéndose cargo del gobierno doméstico de la casa de Faile —de Perrin— como una ardilla en un almacén de grano. Sin embargo, más acostumbrado a la ciudad que a viajar fuera de sus murallas, lo afectaba mucho el frío y, además de una capa, llevaba una gruesa bufanda alrededor del cuello, un sombrero de fieltro de ala caída y gruesos guantes de lana. Por alguna razón, Gill se encogió al verlo y murmuró algo sobre ir a comprobar los carros antes de salir disparado. Extraño.

Entonces a Perrin se le ocurrió una idea y, tras dar con Dannil, le ordenó que se relevara a los hombres de la cumbre cada hora y que se asegurara de que todo el mundo tomaba una comida caliente.

—Ocupaos de los hombres y los caballos primero —dijo una voz fina pero firme—. Pero después debéis cuidar de vos mismo. Hay sopa caliente en la olla, y algo que parece pan, y he dejado también un poco de jamón ahumado. Un estómago lleno hará que vuestro aspecto no recuerde tanto a un asesino suelto.

—Gracias, Lini —contestó. ¿Un asesino suelto? Luz, se sentía más como una víctima que como un asesino—. Comeré dentro de un rato.

La primera doncella de Faile era una mujer de apariencia frágil, con la piel como cuero curtido y cabello blanco, recogido en un moño alto, pero mantenía la espalda bien recta y sus oscuros ojos eran penetrantes y vivos. Sin embargo, ahora había arrugas de preocupación en su frente, y sus manos asían la capa con excesiva crispación. Desde luego, estaría preocupada por Faile, pero…

—Maighdin iba con ella —dijo, y no necesitó el gesto de asentimiento de la mujer. Por lo visto, Maighdin estaba siempre con Faile. Un tesoro, era como la había denominado Faile. Y Lini parecía considerarla casi una hija, aunque a veces daba la impresión de que a Maighdin no le gustaba tanto esa relación como a Lini—. Las traeré de vuelta —prometió—. A todas ellas. —La voz casi se le quebró al decir aquello—. Sigue con tu trabajo —añadió bruscamente, con precipitación—. Comeré dentro de un rato. Tengo que ocuparme de… De… —Se alejó sin terminar la frase.

No había nada de lo que tuviera que ocuparse. Nada en lo que pensar, excepto en Faile. Apenas fue consciente de hacia dónde se dirigía hasta que sus pasos lo llevaron fuera del círculo de carretas.

Un centenar de metros más allá de las hileras de caballos estacados, el oscuro pico de un risco pedregoso se alzaba sobre la nieve. Desde allí podría divisar las huellas dejadas por Elyas y los otros. Desde allí, los vería regresar.

Su olfato le advirtió que no se encontraba solo antes de que llegara a la estrecha cresta del risco, le reveló quién estaba allí arriba. El otro hombre no debía de estar atento, porque Perrin llegó a lo alto de la roca antes de que se incorporara bruscamente de donde había permanecido acuclillado sobre los talones. Tallanvor acarició la empuñadura de la larga espada mientras miraba a Perrin con incertidumbre. Era un hombre alto, que había recibido duros golpes en la vida, y por lo general se mostraba muy seguro de sí mismo. Quizás esperaba una reprimenda por no encontrarse con Faile cuando la capturaron, aunque ella había rehusado al espadachín como guardia personal; de hecho había rehusado tener guardia personal. Al menos, aparte de Bain y Chiad, que por lo visto no contaban. O quizá sólo pensaba que le mandaría marcharse de allí, de vuelta a las carretas, para así poder quedarse solo. Perrin intentó dar a su cara un aspecto menos… ¿Cómo había dicho Lini? ¿Asesino suelto? Tallanvor estaba enamorado de Maighdin, y se casaría pronto con ella si las sospechas de Faile eran ciertas. Tenía derecho a estar allí vigilando.

Se quedaron en lo alto del risco mientras la luz del día menguaba sin que nada se moviese en el nevado bosque en todo ese tiempo. La oscuridad llegó sin que hubiese cambios, y sin que Masema apareciera, pero Perrin ni siquiera se acordó de él. La luna creciente se reflejaba en la nieve y daba casi tanta luz como si estuviese llena. Hasta que las nubes empezaron a ocultarla y las sombras proyectadas se desplazaron veloces sobre la nieve, cada vez más espesas. Empezó a nevar en medio de un sonido susurrante, seco. La nieve taparía huellas y rastros. Silenciosos en el frío de la noche, los dos hombres siguieron allí, vigilantes, esperando, confiando.

3

Costumbres

Durante la primera hora tras haber sido capturada y mientras caminaba penosamente a través del bosque nevado, Faile temió congelarse. Las ráfagas de viento eran racheadas, intermitentes. Muy pocos de los dispersos árboles conservaban las hojas, y la mayoría de las que quedaban colgaban mustias, muertas. El viento penetraba en el bosque sin obstáculos y, a pesar de la corta duración de las ráfagas, su soplo era puro hielo. Perrin apenas ocupaba sus pensamientos, excepto con la esperanza de que de algún modo se enterara de los tratos secretos de Masema. Y lo de los Shaido, por supuesto; incluso si era ese pendón de Berelain la única que podía decírselo. Esperaba que la Principal hubiera escapado de la emboscada y le contase todo a Perrin. Y, después, que se cayera a un agujero y se rompiese el cuello. Sin embargo, tenía preocupaciones mucho más apremiantes que su marido. Había sido ella la que había tildado de otoñal el tiempo actual, pero lo cierto es que había gente que moría congelada en un otoño saldaenino; además, de sus ropas lo único que conservaba eran las oscuras medias de lana. Una de ellas le ataba los brazos a la espalda, por los codos, en tanto que la otra la llevaba anudada al cuello, a guisa de traílla. Las palabras valerosas servían de poco abrigo a la piel desnuda. Tenía demasiado frío para sudar, pero las piernas empezaron a dolerle enseguida por el esfuerzo de mantener el paso de sus captores. La columna Shaido, hombres y Doncellas velados, aflojaban el ritmo cuando la nieve les subía hasta las rodillas, pero de inmediato reanudaban un trote regular cuando volvía a bajarles a los tobillos, y no parecían cansarse. Unos caballos no avanzarían más deprisa en largas distancias. Tiritando, siguió adelante con esfuerzo, bregando por inhalar aire entre los dientes, que mantenía prietos para que no le castañetearan.

Los Shaido eran menos numerosos de lo que había calculado durante el ataque, unos ciento cincuenta, creía, y casi todos portaban lanzas o arcos, prestos para usar. La posibilidad de que alguien los pillara por sorpresa era mínima. Siempre alertas, caminaban silenciosamente a excepción del tenue crujido de la nieve bajo sus botas flexibles, altas hasta las rodillas. Pero los tonos verdes, grises y pardos de sus ropas destacaban en la blancura del paisaje. El color verde se había incorporado al cadin’sor desde que cruzaron la Pared del Dragón, le habían contado Bain y Chiad, para facilitar el camuflaje en un entorno verde. ¿Por qué no habrían añadido el blanco, para el invierno? Ahora se los podía divisar a cierta distancia. Faile procuró no pasar ningún detalle por alto, recordar cualquier cosa que pudiera ser de utilidad después, llegado el momento de escapar. Esperaba que sus compañeras prisioneras estuviesen haciendo lo mismo. Perrin habría salido en su busca, sin duda, pero la idea de ser rescatada no entró en sus cálculos en ningún momento. «Espera el rescate y quizás esperarás siempre». Además, tenían que escapar lo más rápidamente posible, antes de que sus captores se reuniesen con el resto de los Shaido. Todavía no sabía cómo, pero tenía que haber algún modo. La única baza a su favor era que el grueso del clan Shaido debía encontrarse a días de distancia. Esa zona de Amadicia era un completo caos, pero no parecía posible que hubiese miles de Shaido demasiado cerca sin que hubiesen tenido noticia de ello.

Una vez, a poco de emprender la marcha, había intentado mirar hacia atrás para ver a las mujeres que habían sido capturadas con ella, pero el único resultado fue acabar de bruces en un banco de nieve. Medio enterrada en el polvo blanco, jadeó, conmocionada por la impresión del frío, y volvió a aspirar aire bruscamente cuando el enorme Shaido que sujetaba la correa la puso de pie. Tan ancho como Perrin y una cabeza más alto que él, Rolan se limitó a agarrarla por el pelo y tirar para incorporarla, tras lo cual la obligó a reanudar la marcha con un enérgico azote en la desnuda nalga y retomó el ritmo de largas zancadas que la forzó a caminar rápidamente. El cachete habría servido para hacer que una yegua se moviera; a despecho de su desnudez, en los azules ojos de Rolan no había nada de la mirada del varón a una mujer. Una parte de ella se alegró profundamente; y otra parte se quedó ligeramente… desconcertada. Ni que decir tiene que no quería que ese Aiel la mirara con lujuria o interés siquiera, ¡pero aquellas miradas apacibles eran casi insultantes! Después de aquello, procuró por todos los medios no caerse, aunque, a medida que pasaban las horas sin hacer un alto en la marcha, mantenerse en pie simplemente fue requiriendo un mayor esfuerzo.

Al principio le preocupó qué partes de su cuerpo se congelarían antes, pero para cuando la mañana hubo dado paso a la tarde sin hacer un alto, su atención se enfocó exclusivamente en sus pies. Rolan y los que marchaban delante de él aplastaban la nieve haciendo una especie de camino, pero aun así quedaban fragmentos de costra helada, de bordes afilados, y Faile empezó a dejar manchas rojas en sus huellas. Peor era el propio frío. Había visto los resultados de la congelación. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que los dedos empezaran a ponérsele negros? Tambaleándose, flexionaba los pies al dar los pasos, y no dejaba de abrir y cerrar las manos. Los dedos, tanto de las manos como de los pies, eran los que corrían mayor peligro de congelarse, pero antes o después pasaría lo mismo con la piel desnuda, expuesta a los rigores del frío. En cuanto a la cara y al resto del cuerpo, sólo le cabía esperar que no sufrieran secuelas. Flexionar las extremidades era doloroso y hacía que los cortes en los pies le escocieran, pero cualquier sensación era mejor que no sentir nada. Cuando tal cosa ocurría, entonces es que quedaba poco tiempo de vida. Flexionar y dar un paso, flexionar y dar otro. Ése era el único pensamiento que ocupaba su mente: seguir caminando sobre las piernas temblorosas y evitar que manos y pies se le congelaran. Siguió adelante.

De pronto, chocó bruscamente contra Rolan y rebotó contra su ancho pecho, jadeando. Medio aturdida, si no atontada del todo, no se había dado cuenta de que el Aiel se había parado, al igual que los que lo precedían; en la columna, algunos miraban hacia atrás mientras que el resto vigilaba el entorno con cautela, empuñadas las armas como si esperasen un ataque. Eso fue todo lo que le dio tiempo a ver antes de que Rolan le agarrara un puñado de pelo de nuevo y se agachara para levantarle un pie y examinárselo. ¡Luz, ese hombre la trataba realmente como a una yegua!

Luego le soltó el cabello y el pie, le rodeó las piernas con un brazo y un instante después el enfoque visual de Faile giró al ser aupada sobre su hombro, cabeza abajo, junto al estuche del arco de cuerno que llevaba colgado a la espalda. La indignación de Faile aumentó cuando el Aiel la movió despreocupadamente hasta encontrar una postura más cómoda para cargar con ella, pero la mujer ahogó su ira antes de que la dominara. No era el lugar ni el momento. Sus pies ya no tocaban la nieve, y eso era lo que importaba. Además, así podía recobrar el aliento. No obstante, al menos podía haberle avisado.

No sin esfuerzo, arqueó el cuello para ver a sus compañeras, y sintió alivio al comprobar que todas continuaban en el grupo. Prisioneras desnudas, cierto, pero estaba segura de que sólo habrían dejado atrás un cadáver. Las que todavía seguían de pie llevaban atadas al cuello medias o tiras de tela cortadas de sus ropas, y la mayoría tenía los brazos atados a la espalda. Alliandre ya no intentaba inclinarse sobre sí misma para cubrirse. Otras preocupaciones habían reemplazado el pudor de la reina de Ghealdan. Jadeante y temblorosa, se habría desplomado de no ser porque el achaparrado Aiel que le examinaba los pies la tenía sujeta por los hombros. Achaparrado en un Aiel significaba que en la mayoría de los sitios su aspecto habría pasado inadvertido, salvo por los hombros casi tan anchos como los de Rolan. Alliandre tenía el oscuro cabello suelto y despeinado a la espalda, y el semblante demacrado. Detrás de la reina, Maighdin parecía encontrarse casi en tal mal estado como ella, jadeante, con el cabello dorado rojizo revuelto y los azules ojos mirando al vacío, pero aun así se las arreglaba para mantenerse erguida por sí misma mientras una Doncella muy delgada le examinaba uno de los pies. De algún modo, la doncella de Faile tenía más porte de reina que Alliandre, si bien una reina de aspecto desastroso.

En comparación, Bain y Chiad parecían encontrarse en tan buenas condiciones físicas como los Shaido, aunque la mejilla de Chiad estaba hinchada y amoratada por el golpe recibido cuando las atraparon, y la sangre oscura que apelmazaba el rojo y corto cabello de Bain y que le manchaba la cara parecía haberse congelado. Eso no era bueno; podría dejar una cicatriz. Sin embargo, ninguna de las dos Doncellas respiraba con dificultad, y ellas mismas se examinaron los pies. De todas las prisioneras eran las únicas que no iban atadas… salvo por costumbres más fuertes que unas cadenas. Habían aceptado tranquilamente su suerte, servir un año y un día como gai’shain. Bain y Chiad podrían ser de ayuda en una huida —Faile no estaba segura de hasta qué punto las coartaba la costumbre— pero ellas mismas no intentarían escapar.

Las últimas prisioneras, Lacile y Arrela, trataban de imitar la conducta de las Doncellas, por supuesto, aunque con poco éxito. Un Aiel alto se había limitado a coger a la diminuta Lacile bajo un brazo para examinarle los pies, y la humillación teñía de rojo sus pálidas mejillas. Arrela era alta, pero las dos Doncellas que se habían hecho cargo de ella eran más altas que la propia Faile, y manejaban a la teariana con indiferente soltura. El ceño crispaba su cara morena por el examen de que era objeto y tal vez por el rápido intercambio del lenguaje de señas entre ellas. Faile esperaba que la teariana no causara problemas, no ahora. Todos los componentes de Cha Faile intentaban ser como los Aiel, vivir como creían que ellos vivían, pero Arrela deseaba ser una Doncella, y le molestaba que Sulin y las demás no quisieran enseñarle ese lenguaje. Habría sido peor aún si hubiera sabido que Bain y Chiad le habían enseñado un poco a Faile. No lo suficiente para comprender todo lo que las Doncellas decían ahora, pero sí algo. Mejor que Arrela no lo entendiera. Pensaban que la habitante de las tierras húmedas tenía los pies delicados y que ella en conjunto era demasiado blanda y estaba mal criada, lo que sin duda habría hecho estallar a la teariana.

Resultó que Faile no tendría que haberse preocupado por Arrela. La teariana se puso tensa cuando una de las Doncellas se la cargó al hombro —fingiendo que se tambaleaba mientras utilizaba la mano libre para lanzar un rápido mensaje a la otra Doncella, que soltó una risotada detrás del velo—, pero después de ver que Bain y Chiad colgaban boca abajo, sumisamente, en el hombro de unos Aiel, Arrela se relajó. Lacile chilló cuando el hombretón que la sostenía la volteó de pronto para echársela también al hombro, pero después la joven se calló, si bien su rostro seguía rojo como la grana. Su emulación de las Aiel acabó resultando ser una ventaja, desde luego.

Por el contrario, con Alliandre y Maighdin, las últimas que Faile había esperado que causaran problemas, la situación fue totalmente distinta. Cuando comprendieron lo que sucedía, las dos se resistieron ferozmente. No podía llamarse lucha realmente, estando las dos desnudas, exhaustas, con los brazos atados a la espalda, pero se retorcieron y gritaron y dieron patadas a todos los que tenían cerca, y Maighdin llegó incluso a clavarle los dientes en la mano a un Aiel descuidado, y aguantó el mordisco como un perro de presa.

—¡Basta, no seáis necias! —gritó Faile— ¡Alliandre, Maighdin! ¡Dejad que os lleven! ¡Obedecedme!

Ni doncella ni vasalla le hicieron el menor caso. Maighdin rugía como un león, sin soltar la mano mordida del Aiel. Alliandre fue reducida y acabó tendida en el suelo, todavía chillando y pateando. Faile abrió la boca para gritar otra orden.

—La gai’shain guardará silencio —gruñó Rolan mientras le daba una fuerte palmada en las nalgas.

Faile rechinó los dientes y masculló en voz baja. ¡Lo que le costó otra palmada! El hombre llevaba los cuchillos que le había quitado metidos en el cinturón. ¡Si pudiera coger aunque sólo fuese uno…! No. Lo que debía soportarse, podía aguantarse. Su propósito era escapar, no hacer gestos inútiles.

La resistencia de Maighdin duró un poco más que la de Alliandre, hasta que un par de hombres fornidos fueron capaces de obligarla a abrir la mandíbula y soltar la mano del Aiel. Hicieron falta dos. Para sorpresa de Faile, en lugar de abofetearla, el tipo al que había mordido sacudió la mano para quitarse la sangre ¡y se echó a reír! Pero no por ello se libró Maighdin. En un visto y no visto, la doncella de Faile se encontraba boca abajo sobre la nieve, al lado de la reina. Sólo les dieron unos segundos para dar un respingo y tiritar por el frío. Dos Shaido, uno de ellos una Doncella, aparecieron entre los árboles pelando las ramas laterales de sendas varas flexibles con los pesados cuchillos. Luego, con un pie plantado entre los omóplatos de cada mujer y un puño sobre los codos atados para apartar las manos que se agitaban, unos rojos verdugones empezaron a florecer sobre las blancas caderas.

Al principio, las dos mujeres siguieron peleando, retorciéndose a pesar de tenerlas sujetas. Sus esfuerzos resultaron aún más inútiles que cuando estaban de pie. De la cintura para arriba sólo se movían sus cabezas y las manos. Alliandre no dejaba de chillar que no podían hacerle eso a ella, algo comprensible tratándose de una reina, aunque absurdo en aquellas circunstancias. Obviamente podían, y lo hacían. Lo sorprendente fue que Maighdin gritara exactamente lo mismo. Habríase dicho que pertenecía a la realeza en lugar de ser la doncella de una noble. Faile sabía con certeza que Lini la había azotado sin que hiciese tantos aspavientos. En cualquier caso, las protestas no les sirvieron de nada ni a la una ni a la otra. Los metódicos varazos prosiguieron hasta que las dos patearon y aullaron, pero sin decir nada, y continuaron un poco más, por si acaso. Cuando finalmente fueron cargadas a hombros como las demás prisioneras, lloraban amargamente, desaparecido todo afán de lucha.

Faile no las compadeció. Las muy necias se merecían cada varazo, en su opinión. Aparte de los pies cortados y de la congelación, cuanto más tiempo pasaran a la intemperie desnudas, mayor la posibilidad de que alguna de ellas no sobreviviera para huir. Los Shaido debían de llevarlas a algún tipo de refugio, y Alliandre y Maighdin habían retrasado la llegada a él. Quizá la demora había sido sólo un cuarto de hora, pero unos minutos podían significar la diferencia entre la vida y la muerte. Además de lo cual, hasta los Aiel bajarían un poco la guardia una vez que encontrasen refugio y encendiesen hogueras. Y podían descansar, cargados como iban. Estarían preparadas para aprovechar la oportunidad cuando se presentara.

Con las prisioneras al hombro, los Shaido reemprendieron la marcha con aquel paso veloz. Si acaso, parecían avanzar a través del bosque más deprisa que antes. Al mecerse, Faile se golpeaba contra el estuche del arco, y además empezaba a marearse. Cada zancada de Rolan le ocasionaba una punzada en el estómago. Subrepticiamente, intentó encontrar otra posición en la que los zarandeos y golpes no fuesen tan fuertes.

—Estáte quieta o te caerás —murmuró Rolan mientras le daba palmaditas en la cadera del mismo modo que habría hecho con un caballo para tranquilizarlo.

Faile levantó la cabeza y miró a Alliandre, fruncido el ceño. No era mucho lo que veía de la reina de Ghealdan, y esa parte estaba cruzada de verdugones escarlatas, desde las caderas hasta casi las rodillas en la parte posterior de los muslos. Pensándolo bien, un corto retraso y unos cuantos moretones quizá fuesen un pequeño precio a cambio de pegarle un buen mordisco a ese bruto que la zarandeaba como si fuese un saco de grano. Pero no en la mano. En la garganta sería mejor. Una idea muy osada, y completamente inútil. Y estúpida.

Aunque la llevaran a cuestas sabía que debía combatir el frío. En cierto modo, empezó a comprender, ir cargada era peor. Caminando al menos había tenido que luchar para mantenerse derecha y despierta; pero, a medida que avanzaba la tarde y crecía la oscuridad, el movimiento de balanceo sobre el hombro de Rolan parecía tener un efecto soporífero. No. Era el frío lo que le estaba embotando el cerebro, aletargando su sangre. Tenía que combatirlo o moriría.

Siguiendo un ritmo, movió las manos y los brazos atados, tensó y relajó las piernas, obligando a los músculos a activar el riego sanguíneo. Pensó en Perrin, planeando lo que su esposo debería hacer respecto a Masema y cómo lo convencería si rehusaba. Imaginó la discusión que tendrían cuando él se enterara de que había estado utilizando a los componentes de Cha Faile como espías, y planeó cómo afrontar su ira y conducirla. Era un arte guiar la ira de un marido en la dirección que se quería, y ella había aprendido de una experta: su madre. Sería una fantástica discusión. Y fantástica sería también la reconciliación que vendría después.

Pensar en esa reconciliación con Perrin hacía que se olvidara de flexionar los músculos, de modo que se centró en la discusión, en la planificación de su estrategia. Sin embargo, el frío le embotaba la mente; empezó a perder el hilo, y tuvo que sacudir la cabeza para comenzar de nuevo por el principio. Los gruñidos de Rolan de que se estuviera quieta ayudaban, era una voz en la que centrarse, que la mantenía despierta. Hasta los azotes en el trasero que la acompañaban eran una ayuda, a pesar de lo mucho que odiaba tener que admitir tal cosa; cada palmada era un sobresalto que la despertaba por completo. Al cabo de un tiempo, se esforzó por moverse más, después rebulló hasta estar a punto de caerse, para provocar los rudos azotazos. Cualquier cosa, con tal de mantenerse despierta. No habría sabido decir cuánto tiempo pasó, pero sus movimientos y zarandeos se fueron debilitando, hasta que Rolan dejó de gruñir, cuanto menos darle azotes. ¡Luz, quería que el tipo la golpeara como si fuese un tambor!

«¿Por qué demonios iba a querer yo tal cosa?», pensó, aturdida, y en un rinconcito de su mente embotada comprendió que la batalla estaba perdida. La noche parecía más oscura de lo que debería ser. Ni siquiera distinguía el brillo de la luna en la nieve. Se sentía deslizándose, más y más deprisa, hacia una oscuridad aún más profunda. Con un gemido silencioso, se sumió en el letargo.

Llegaron los sueños. Se encontraba sentada en el regazo de Perrin, cuyos brazos la ceñían tan fuerte que apenas podía moverse, delante de un gran fuego que ardía en un enorme hogar. Su barba rizada le arañaba las mejillas mientras le mordisqueaba las orejas casi dolorosamente. De repente, un ventarrón sopló a través de la habitación, ahogando el fuego como si fuese una vela. Y Perrin se convirtió en humo que se desvaneció en el viento. Sola en la horrible oscuridad, luchó contra el viento, pero éste la tiró y la hizo rodar una y otra vez hasta que se sintió tan mareada que no distinguía arriba de abajo. Sola y sin dejar de rodar en la helada oscuridad, sabiendo que nunca volvería a verlo.

Corría por una tierra helada, resbalando y tropezando de ventisquero en ventisquero, cayendo, incorporándose para echar a correr dominada por el pánico, inhalando aire tan frío que le hería la garganta como fragmentos de cristal. Los carámbanos brillaban en las desnudas ramas que la rodeaban, y un viento gélido soplaba a través del bosque deshojado. Perrin estaba muy enfadado, y ella tenía que huir. No recordaba por qué habían discutido, sólo que de algún modo había provocado en su hermoso lobo una inmensa cólera, hasta el punto de que había empezado a tirar cosas. Sólo que Perrin no tiraba cosas. Lo que iba era a ponerla boca abajo sobre sus rodillas, como había hecho en una ocasión, hacía mucho tiempo. Sin embargo, ¿por qué huía de eso? Todavía quedaba por venir la reconciliación. Y, por supuesto, haría que pagara la humillación. En realidad, lo había hecho sangrar un poco una o dos veces, con el tiro acertado de un cuenco o una jarra, sin querer hacerle daño realmente, y sabía que él nunca le haría daño a ella. Pero también sabía que debía correr, seguir adelante, o moriría.

«Si me alcanza —pensó—, al menos una parte de mí estará caliente». Y empezó a reírse por eso, hasta que la blanca y muerta tierra a su alrededor se puso a girar, y supo que ella también estaría muerta muy pronto.

La monstruosa hoguera se alzaba imponente ante ella, una enorme pila de gruesos troncos envueltos en el rugiente fuego. Estaba desnuda. Y tenía frío; mucho, mucho frío. Por mucho que se acercase a la hoguera, sentía el frío en los huesos, la carne tan helada que se quebraría si recibía un golpe. Se acercó más y más. El calor de las llamas aumentó hasta que la hizo encogerse de dolor, pero el frío glacial permanecía atrapado dentro de su piel. Más cerca. ¡Oh, Luz, quemaba, quemaba! Y el frío seguía dentro. Más cerca. Empezó a gritar al sentir el espantoso dolor de la quemadura, pero por dentro seguía siendo de hielo. Más cerca. Más cerca. Iba a morir. Chilló, pero sólo había silencio, y frío.

Era de día, pero un espeso manto de nubes cubría el cielo. La nieve caía constante, copiosamente; los copos ligeros como algodón giraban en el viento a través de los árboles. No era un viento fuerte, pero lamía con lenguas de hielo. En las ramas se amontonaba la nieve hasta que se apilaba demasiado y se venía abajo por su propio peso y por el viento, descargando más rociadas blancas sobre el suelo. El hambre le hincaba sus dientes romos en el estómago. Un hombre muy delgado y muy alto, con una capucha de lana blanca cubriéndole el rostro, le metía algo en la boca a la fuerza, el borde de una taza grande de loza. Sus ojos eran increíblemente verdes, como esmeraldas, y los rodeaban cicatrices fruncidas. Estaba arrodillado en una gran manta marrón, con ella, y otra manta, con rayas grises, envolvía su desnudez. El sabor de té caliente, muy cargado de miel, fue como un estallido en su lengua, y agarró débilmente la delgada muñeca del hombre con las dos manos, por si intentaba apartar la taza de su boca. Sus dientes castañeteaban contra la taza, pero tragó el dulzón y caliente brebaje con ansia.

—No tan deprisa; no debes derramar ni una gota —dijo mansamente el hombre de ojos verdes. La mansedumbre no encajaba con aquel rostro fiero, y tampoco con la voz de timbre grave—. Ofendieron tu honor. Pero eres habitante de las tierras húmedas, así que quizá no cuenta en tu caso.

Poco a poco cayó en la cuenta de que aquello no era un sueño. Las ideas fluían en un lento goteo de sombras que se disipaban si intentaba retenerlas con demasiado empeño. El bruto de la túnica blanca era un gai’shain. La traílla y las ataduras habían desaparecido. El hombre soltó su muñeca de los dedos que la sujetaban sin fuerza, pero lo hizo para verter un líquido oscuro del odre que llevaba colgado en el hombro. De la taza salió vapor y aroma a té.

Tiritando tan violentamente que casi se cayó, Faile se ajustó la manta de rayas alrededor del cuerpo. Un intenso dolor en los pies empezó a hacerse patente; de haberlo intentado Faile no habría podido ponerse de pie. Tampoco es que quisiera hacerlo. La manta le cubría todo, salvo los pies, siempre y cuando se mantuviera encogida; si se levantaba dejaría las piernas al aire, y puede que algo más. Sin embargo, era en el calor en lo que pensaba, no en el pudor, aunque era poco lo que le quedaba de ambas cosas. Los dientes del hambre se volvieron más afilados; no podía dejar de tiritar. Se sentía helada por dentro, y el calor del té ya era un recuerdo. Sus músculos parecían masa de pastel cuajada hacía una semana. Deseaba bajar la vista a la taza que se llenaba poco a poco, codiciando el contenido, pero se obligó a buscar a sus compañeras.

Todas estaban en fila junto a ella, Maighdin, Alliandre y todas las demás, desplomadas sobre las rodillas, encima de mantas, tiritando bajo mantas moteadas de copos de nieve. Delante de cada una de ellas había un gai’shain arrodillado, con un odre lleno y una taza, e incluso Bain y Chiad bebían como si estuviesen muertas de sed. Alguien había limpiado la sangre de la cara de Bain; pero, a diferencia de la última vez que Faile las había visto, las dos Doncellas parecían tan demacradas e inestables como las demás. Desde Alliandre hasta Lacile, sus compañeras estaban… ¿Cómo era la frase de Perrin? Ah, sí. Estaban hechas unos zorros. Pero todas seguían vivas, y eso era lo importante. Sólo los vivos podían escapar.

Rolan y los otros algai’d’siswai que se habían encargado de ellas formaban un grupo al otro extremo de la línea de mujeres arrodilladas. Eran cinco hombres y tres mujeres; a las Doncellas el manto de nieve les llegaba casi hasta la rodilla. El velo negro colgaba sobre el torso, y observaban a sus prisioneras y a los gai’shain con gesto impasible. Por un instante, Faile los miró con el entrecejo fruncido, intentando captar algo que se le escapaba. Sí, por supuesto. ¿Qué había sido de los demás? Huir sería más fácil si el resto se había marchado por alguna razón. Y había algo más, otra vaga incógnita que no acababa de pillar.

De repente, lo que había detrás de los ocho Aiel le saltó a la vista, y la pregunta y la respuesta le llegaron al mismo tiempo. ¿De dónde habían salido los gai’shain? A unos cien pasos de distancia, medio velado por los desperdigados árboles y la nieve que caía, fluía un constante río de gente, animales de carga, carros y carretas. Un río no; una riada de Aiel en marcha. En lugar de ciento cincuenta Shaido, ahora tenía que vérselas con todo el clan al completo. Parecía imposible que tanta gente pudiera pasar a un día o dos de marcha de Abila sin levantar cierta alarma, aun contando con la anarquía que reinaba en el campo, pero tenía la prueba delante de sus ojos. Sintió como si le cayese una losa encima. Quizá la huida no fuese más difícil, pero lo dudaba.

—¿Cómo me ofendieron? —preguntó entrecortadamente, y luego cerró la boca con fuerza para que los dientes dejaran de castañetear, aunque volvió a abrirla cuando el gai’shain llevó de nuevo la taza a sus labios. Tragó el precioso calor, se atragantó, y se obligó a beber más despacio. El té estaba tan cargado de miel que en otras circunstancias le habría parecido empalagoso, pero ahora calmó un poco su hambre.

—Vosotros, los habitantes de las tierras húmedas, no sabéis nada —dijo desdeñoso el hombre de las cicatrices—. Los gai’shain no llevan nada de ropa hasta que se les pueden proporcionar las adecuadas. Pero temían que os congelaseis hasta morir, y lo único que tenían para abrigaros eran sus chaquetas. Se te humilló, al tratarte de débil, si es que los habitantes de las tierras húmedas tenéis orgullo. Rolan y otros muchos del grupo son Mera’din, pero Efalin y los demás deberían haber sabido a qué atenerse. Efalin no debería haberlo permitido.

¿Humillarla? Más bien enfurecerla. Reacia a apartar la cara de la bendita taza, giró los ojos hacia el gigantón que la había transportado como un saco de grano y le había azotado las nalgas sin compasión. Recordó vagamente haber agradecido aquellas fuertes palmadas, pero eso era imposible. ¡Pues claro que era imposible! Rolan no tenía el aspecto de un hombre que hubiese pasado todo un día y parte de la noche trotando, cargado además con el peso de alguien. El aliento de su respiración, que se condensaba al contacto con el aire, salía de su boca de manera regular. ¿Mera’din? Le parecía recordar que eso significaba «sin hermanos» en la Antigua Lengua, lo que no le aclaraba nada, pero había percibido un timbre de desprecio en la voz del gai’shain. Tendría que preguntarles a Bain y Chiad, y esperaba que ésa no fuera una de las cosas sobre las que los Aiel no debían hablar con los habitantes de las tierras húmedas, ni siquiera con los que eran amigos íntimos. Cualquier tipo de información podía ayudar a llevar a buen fin la huida.

De modo que habían abrigado a sus prisioneras para resguardarlas del frío, ¿verdad? Bueno, pues si no hubiese sido por Rolan y los demás, ninguna habría corrido el peligro de congelarse. Aun así, quizá le debiera un pequeño favor. Muy pequeño, considerándolo todo. A lo mejor sólo le cortaba las orejas. Si es que alguna vez tenía ocasión de hacerlo, encontrándose rodeada de miles de Shaido. ¿Miles? El número de Shaido ascendía a cientos de miles, y decenas de miles de ellos eran algai’d’siswai. Furiosa consigo misma, luchó contra la desesperación. Escaparía; todas escaparían, ¡y se llevaría las orejas de ese hombre como trofeo!

—Me ocuparé de que Rolan lo pague como merece —masculló cuando el gai’shain apartó la taza de sus labios para volver a llenarla. El hombre le lanzó una mirada de sospecha, y Faile se apresuró a añadir—: Como bien dices, soy habitante de las tierras húmedas. Casi todas nosotras lo somos. No seguimos el ji’e’toh. Según vuestras costumbres, no se nos debería hacer gai’shain, ¿me equivoco? —La cara surcada de cicatrices del hombre no acusó ningún cambio, ni el más mínimo. En algún rincón de su cerebro se formó el pensamiento de que era demasiado pronto, que todavía no conocía el terreno que pisaba, pero su razonamiento, aún embotado por el frío, no dejó que la idea llegara a su mente para hacerle contener la lengua—. ¿Y si los Shaido deciden romper otras costumbres? Podrían decidir no dejarte marchar cuando hayas cumplido tu tiempo de servicio.

—Los Shaido rompen muchas costumbres —contestó plácidamente él—, pero yo no. Me queda medio año más de vestir de blanco. Hasta entonces, serviré como exige la tradición. Si ya estás en condiciones de hablar tanto, entonces es que has bebido suficiente té.

Faile le cogió la taza torpemente. Las cejas del hombre se enarcaron, y ella se apresuró a ajustarse con una mano la manta que la cubría, sintiendo que las mejillas le ardían. Él sí sabía que estaba mirando a una mujer. ¡Luz, no hacía más que meter la pata, como un buey ciego! Tenía que pensar, que concentrarse. Su cerebro era la única arma con la que contaba. Y, por el momento, más que cerebro parecía que tenía un queso congelado. Bebió el dulce y caliente té mientras se planteaba un nuevo enfoque de la situación y si de algún modo podía sacar ventaja de estar rodeada por miles de Shaido. Sin embargo no se le ocurrió nada. Nada de nada.

4

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Vaya, ¿qué tenemos aquí? —dijo la voz dura de una mujer.

Faile alzó la cabeza y se quedó mirando fijamente, olvidado por completo el té.

Dos mujeres Aiel, con una gai’shain mucho más baja que ellas en medio, aparecieron en la tormenta de nieve; a pesar de que se hundían casi hasta las pantorrillas en el profundo manto blanco caminaban con pasos firmes y largos. Al menos, las mujeres más altas; la gai’shain tropezaba y se tambaleaba en su afán por no quedarse atrás, y una de las otras la agarraba por el hombro para asegurarse de que fuera así. Las tres justificaban la mirada de hito en hito de Faile. La que vestía de blanco mantenía la cabeza sumisamente agachada, tanto como era posible, y llevaba las manos metidas en las anchas mangas de la túnica, como se suponía que debía hacer una gai’shain, pero sus ropas tenían el lustre de seda gruesa, nada menos. Los gai’shain tenían prohibido lucir joyas, pero un cinturón ancho, de oro y gotas de fuego, le ceñía el talle, y debajo de la capucha se atisbaba un collar a juego que casi le tapaba la garganta. Muy pocas personas, aparte de la realeza, podían permitirse joyas de esa categoría. Sin embargo, por muy extraña que fuese la gai’shain, Faile estudió a las otras. Algo le dijo que eran Sabias. Irradiaban demasiada autoridad para que fueran otra cosa; esas mujeres estaban acostumbradas a mandar y a que se las obedeciera. Pero, aparte de eso, su mera presencia llamaba la atención. La que tiraba de la gai’shain, una águila seria, de ojos azules, con el oscuro chal envuelto en la cabeza, debía de medir su buen metro ochenta, tanto como muchos hombres Aiel, mientras que la otra era al menos ¡medio palmo más alta que Perrin! No obstante, no era corpulenta, salvo en una parte de su anatomía en particular. El cabello rubio rojizo le llegaba hasta la cintura, y lo llevaba retirado de la cara con un ancho pañuelo oscuro, mientras que el chal marrón descansaba sobre sus hombros, abierto lo suficiente para dejar a la vista la mitad de un busto increíblemente opulento asomando por el escote de la blusa blanca. ¿Cómo no se congelaba dejando tanta piel expuesta a los rigores de un tiempo así? ¡Todos aquellos pesados collares de marfil y oro debían de tener el tacto de trozos de hielo!

Cuando se pararon delante de las prisioneras arrodilladas, la mujer de rostro de águila frunció el ceño desaprobadoramente a los Shaido que las habían capturado, e hizo un gesto seco con la mano libre, despidiéndolos. Por alguna razón, siguió asiendo fuertemente el hombro de la gai’shain. Las tres Doncellas dieron media vuelta de inmediato y corrieron a unirse a la riada de Shaido que avanzaba por el bosque. También lo hizo uno de los hombres, pero Rolan y los demás intercambiaron una mirada desabrida antes de seguirlos. Tal vez significaba algo o tal vez no. De repente Faile supo cómo se sentía una persona atrapada en un remolino, aferrándose desesperadamente a la esperanza.

—Lo que tenemos son más gai’shain para Sevanna —dijo la mujer increíblemente alta en un tono de sorna. Algunos habrían considerado bonito su rostro de rasgos firmes, si bien en comparación con la otra Sabia parecían blandos—. Sevanna no se sentirá satisfecha hasta que él mundo entero sea gai’shain, Therava. Tampoco es que me oponga a ello —acabó con una risa.

La Sabia de ojos de águila no rió. Su expresión era pétrea. Su voz sonó pétrea.

—Sevanna ya tiene demasiados gai’shain, Someryn. Tenemos demasiados gai’shain. Nos retrasan la marcha, obligándonos a ir despacio cuando deberíamos correr. —Su mirada acerada recorrió la línea de mujeres arrodilladas.

Faile se encogió cuando aquellos ojos se detuvieron en ella, y se apresuró a inclinar la cara sobre la taza. Jamás había visto a Therava, pero sólo con aquella mirada supo la clase de mujer que era: ansiosa de aplastar rotunda y totalmente cualquier desafío y capaz de ver un desafío hasta en una mirada casual. Bastante malo era ya cuando la mujer en cuestión era sólo una estúpida noble o alguien con quien se topaba uno en la calzada, pero escapar se convertiría en algo casi imposible si esa águila se interesaba personalmente en ella. De todos modos, la observó por el rabillo del ojo. Era como observar una serpiente coralillo, con las escamas brillando al sol, enroscada a un palmo de su cara.

«Sumisa —pensó—. Estoy arrodillada sumisamente, sin pensar en otra cosa que en beberme el té. No es necesario que me mires con atención, bruja de ojos fríos». Esperaba que las demás hubiesen advertido lo mismo que ella.

Alliandre no lo había hecho, obviamente. Intentó incorporarse sobre los hinchados pies, se tambaleó y volvió a caer de rodillas con un gesto de dolor. Aun así, adoptó una postura erguida, alta la cabeza, envuelta en la manta de rayas rojas como si fuera un chal de seda o una espléndida vestidura. Las piernas desnudas y el cabello alborotado por el aire estropeaban en cierto modo su porte, pero pese a ello seguía siendo la encarnación de la arrogancia sobre un pedestal.

—Soy Alliandre Maritha Kigarin, reina de Ghealdan —anunció en voz alta, como una soberana dirigiéndose a unos rufianes vagabundos—. Sería aconsejable que nos trataseis bien a mí y a mis compañeras, y que castigaseis a quienes se han comportando con tanta grosería y rudeza. Podéis conseguir un buen rescate por nosotras, más de lo que podáis imaginar, y el perdón por vuestros delitos. Mi señora y yo necesitaremos hospedaje adecuado para nosotras y para su doncella hasta que puedan hacerse los arreglos oportunos. Unos alojamientos más corrientes servirán para las demás, siempre y cuando no se les haga daño alguno. No pagaré rescate si tratáis mal a cualquiera de las criadas de mi señora.

Faile habría gemido —¿es que esa estúpida mujer pensaba que estas personas eran simples bandidos?—, sólo que no tuvo tiempo.

—¿Es eso cierto, Galina? ¿Es una reina de las tierras húmedas?

Otra mujer había salido de los árboles por detrás de las prisioneras, montada a caballo, un castrado negro de gran alzada. Faile pensó que debía de ser Aiel, pero no lo tenía muy claro. Resultaba difícil asegurarlo cuando la mujer iba a caballo, pero parecía al menos tan alta como ella, y pocas mujeres lo eran salvo entre las Aiel, ciertamente no con aquellos ojos verdes y la tez tostada por el sol. Y, sin embargo… A primera vista, la ancha falda, de color oscuro era muy semejante a las de las otras Aiel, sólo que estaba dividida para cabalgar a horcajadas y parecía de seda, igual que la blusa de color crema; y por el repulgo asomaban botas rojas, apoyadas en los estribos. El ancho pañuelo doblado que le sujetaba el cabello, largo y dorado, también era de seda roja brocada, y un aro de oro, del grosor de un pulgar y adornado con gotas de fuego, se ceñía sobre el pañuelo. En contraste con las joyas de oro trabajado y marfil tallado de las Sabias, los collares de gruesas perlas, esmeraldas, zafiros y rubíes medio ocultaban casi tanto busto como la tal Someryn exhibía. Los brazaletes casi le llegaban hasta los codos y se distinguían de los de las Sabias por la misma razón que los collares; y las Aiel no llevaban anillos, pero las piedras preciosas resplandecían en todos sus dedos. En lugar de un chal oscuro, una capa de intenso color carmesí, orlada con bordados de oro y forrada con piel blanca, ondeaba sobre sus hombros con el soplo del aire. No obstante, montaba con la torpeza propia de una Aiel.

—¿Y la señora de una reina? —inquirió extrañada—. ¿Eso significa que la reina le ha jurado lealtad? Entonces, es una mujer poderosa. ¡Respóndeme, Galina!

La gai’shain vestida de seda encorvó los hombros y dedicó una sonrisa rastrera a la mujer montada.

—Una mujer muy poderosa, si una reina le ha jurado lealtad, Sevanna —contestó anhelante—. Nunca había oído nada semejante, pero creo que es quien afirma ser. Vi a Alliandre una vez, hace años, y la muchacha que recuerdo podría haberse convertido en la mujer que está ahora aquí. Y fue coronada reina de Ghealdan. Ignoro por qué está en Amadicia. Los Capas Blancas o Roedran le echarían mano de inmediato si…

—Basta, Lina —instó firmemente Therava. La mano que descansaba sobre el hombro de Galina se apretó visiblemente—. Sabes que detesto que parlotees.

La gai’shain se encogió como si la hubiese golpeado, y cerró bruscamente la boca. Casi retorciéndose, sonrió a Therava con mayor adulación incluso que a Sevanna. El oro centelleó en uno de sus dedos al retorcerse las manos. También el miedo brilló en sus ojos. Unos ojos oscuros. Definitivamente no era Aiel. Therava parecía ajena al sometimiento de la mujer; había llamado al orden a un perro y éste había obedecido, simplemente. Su atención se centraba ahora en Sevanna. Someryn miró de reojo a la gai’shain, los labios fruncidos con desprecio, pero se cruzó el chal sobre el pecho y también volvió la vista hacia Sevanna. Los Aiel no dejaban traslucir apenas nada en sus semblantes, pero saltaba a la vista que Sevanna no le caía bien, y que al mismo tiempo era cautelosa con ella.

La mirada de Faile fue hacia la mujer del caballo, por encima del borde de la taza. En cierto modo, era como ver a Logain o a Mazrim Taim. Sevanna también había pintado su nombre en el cielo con sangre y fuego. Cairhien necesitaría años para recuperarse de lo que esa mujer había hecho allí, y las consecuencias se habían extendido a Andor, Tear y más allá. Perrin culpaba de ello a un hombre llamado Couladin, pero Faile había oído hablar lo suficiente sobre esa mujer para tener la perspicacia de adivinar de quién era la mano que estaba detrás de todo. Y nadie discutía que la matanza en los pozos de Dumai era culpa de Sevanna. Perrin había estado a punto de morir allí. Tenía una cuenta pendiente con Sevanna por eso. Accedería de buena gana a dejar que Rolan conservara sus orejas si podía resarcir esa cuenta.

La mujer vestida extravagantemente condujo su montura lentamente a lo largo de la hilera de mujeres arrodilladas. Sus ojos verdes eran casi tan fríos como los de Therava., El sonido de la nieve crujiendo bajo los cascos del animal pareció de repente muy fuerte.

—¿Cuál de vosotras es la doncella?

Extraña pregunta. Maighdin vaciló, prietas las mandíbulas, antes de levantar la mano por debajo de la manta. Sevanna asintió con gesto pensativo.

—¿Y la… señora de la reina?

Faile se planteó no contestar, pero, de un modo u otro, Sevanna se enteraría de lo que quería saber. De mala gana, levantó la mano. Y tembló por algo más que por el frío. Therava observaba la escena con aquellos ojos crueles, prestando mucha atención. A Sevanna y a aquellas que le interesaban.

Que ninguna advirtiera aquella mirada taladradora era algo que Faile no entendía, y sin embargo Sevanna no pareció darse cuenta mientras daba media vuelta al castrado al final de la fila.

—No pueden caminar con los pies así —dijo al cabo de un momento—. Y no veo razón para que vayan en las carretas con los niños. Cúralas, Galina.

Faile dio un respingo y casi dejó caer la jarra. Se la tendió al gai’shain, procurando disimular que era ésa exactamente su intención desde el principio. De todos modos estaba vacía. El tipo de la cara con cicatrices empezó a llenarla otra vez calmosamente. ¿Curar? No podía referirse a…

—De acuerdo —dijo Therava al tiempo que le propinaba un empujón a la gai’shain que la hizo trastabillar—. Hazlo rápido, pequeña Lina. Sé que no querrás decepcionarme.

Galina evitó por poco la caída, sólo para acercarse a trancas y barrancas hacia las prisioneras. Arrastraba la túnica y en algunos sitios se hundía en la nieve hasta más arriba de la rodilla, pero siguió con todo empeño hacia su meta. En su cara redonda se mezclaban el miedo y el asco con… ¿ansiedad, tal vez? En cualquier caso, era una combinación desagradable.

Sevanna completó el circuito, volviendo de nuevo donde Faile podía verla sin dificultad, y frenó al castrado frente a las Sabias. La boca de labios turgentes estaba tirante. El viento helado agitó su capa, pero ella no pareció advertirlo, como tampoco parecía notar la nieve que caía sobre su cabeza.

—Acabo de enterarme, Therava. —Su voz sonaba tranquila, pero sus ojos parecían a punto de descargar rayos—. Esta noche acampamos con los Jonine.

—Un quinto septiar —replicó fríamente Therava. Para ella tampoco parecían existir el viento y la nieve—. Cinco, mientras que aún quedan setenta y ocho esparcidos en el viento. Bueno será que recuerdes tu promesa de reunir de nuevo a los Shaido, Sevanna. No esperaremos para siempre.

Nada de rayos ahora: los ojos de Sevanna eran como volcanes verdes en erupción.

—Siempre hago lo que digo, Therava. Bueno será que lo recuerdes. Y recuerda que tú sólo me aconsejas, y que soy yo quien habla por el jefe del clan.

Hizo volver grupas al castrado y taconeó los flancos del animal intentando que galopara de vuelta al río de personas y carretas, aunque ningún caballo podía hacer tal cosa con una nieve tan profunda. El castrado negro consiguió avanzar a un ritmo algo más rápido que al paso, pero no mucho. Con los rostros tan inexpresivos como máscaras, Therava y Someryn siguieron con la mirada la marcha de caballo y amazona hasta que el blanco velo de copos casi los ocultó.

Un intercambió interesante, al menos para Faile. Sabía reconocer una tensión tan tirante como cuerdas de arpa, y un odio mutuo. Una debilidad de la que podría sacar partido si se le ocurría un modo de hacerlo. Y al parecer no todos los Shaido se encontraban allí, después de todo. Aunque eran más que suficientes, a juzgar por el interminable discurrir de personas y carros. Galina llegó entonces ante ella, y todo lo demás desapareció de su mente.

Relajando la expresión hasta adoptar una pobre semejanza de compostura, Galina tomó la cabeza de Faile con ambas manos, sin pronunciar palabra. Quizá Faile soltó una exclamación ahogada; no habría podido asegurarlo. El mundo pareció girar a su alrededor mientras su cuerpo se ponía tenso con una sacudida que casi la levantó sobre los pies. Transcurrieron horas en un suspiro, o quizá los segundos se dilataron. La mujer vestida de blanco se apartó, y Faile cayó de bruces sobre la manta marrón, donde yació jadeante, con la mejilla pegada a la tosca lana. Los pies ya no le dolían, pero la Curación despertaba el apetito, y ella no había comido nada desde el desayuno del día anterior.

Podría haber engullido platos y platos de cualquier cosa. También había desaparecido el cansancio, pero ahora sus músculos parecían agua en lugar de masa de pastel. Se empujó con los brazos, que no querían sostener su peso, y se sentó arrodillada mientras se envolvía de nuevo en la manta de rayas grises. Estaba conmocionada tanto por lo que había visto en la mano de Galina justo antes de que la mujer le cogiese la cabeza, como por el proceso de la Curación. Agradeció que el hombre de las cicatrices sostuviese la humeante taza de té contra sus labios. No estaba segura de que sus dedos hubiesen podido hacerlo.

Galina no había perdido el tiempo. Alliandre, aturdida, intentaba en ese momento levantarse, ya que también había caído de bruces, y la manta de rayas que la cubría se deslizó al suelo sin que ella se percatara. Los verdugones habían desaparecido, por supuesto. Maighdin todavía yacía despatarrada boca abajo entre las dos mantas, sacudiendo espasmódicamente las extremidades en todas direcciones mientras se retorcía débilmente en un intento de recobrar el control de su cuerpo. Chiad, con las manos de Galina a ambos lados de la cabeza, se sacudió hasta incorporarse del todo al tiempo que agitaba los brazos y exhalaba de golpe todo el aire que tenía en los pulmones. La contusión amarillenta de su cara se borró ante los ojos de Faile. La Doncella se desplomó como si la hubiesen tumbado de un golpe cuando Galina la soltó para pasar a Bain, aunque empezó a rebullir casi de inmediato.

Faile se centró en su té mientras su cerebro discurría a marchas forzadas. El brillo de oro en el dedo de Galina era un anillo de la Gran Serpiente. Habría deducido que se trataba de un extraño regalo que le había hecho la misma persona que le dio las otras joyas de no ser por la Curación. Galina era Aes Sedai. Tenía que serlo. Mas ¿qué hacía allí una Aes Sedai, con ropas de gai’shain? ¡Por no mencionar su aparente buena disposición a lamer la mano de Sevanna y besar los pies de Therava! ¡Una Aes Sedai!

De pie ante una desmadejada Airela, la última de la fila, Galina jadeaba ligeramente por el esfuerzo de Curar a tantas en tan corto espacio de tiempo, y volvió los ojos hacia Therava como si esperase de ella una palabra de elogio. Sin molestarse siquiera en mirarla, las dos Sabias se encaminaron hacia la larga procesión de Shaido, con las cabezas juntas, hablando. Al cabo de un momento, la Aes Sedai frunció el ceño, se remangó la túnica y fue en pos de ellas tan deprisa como se lo permitía el profundo manto de nieve. Sin embargo, miró hacia atrás más de una vez. Faile tuvo la sensación de que siguió haciéndolo después de que la copiosa nevada interpusiera una cortina entre ellas.

Más gai’shain aparecieron caminando en dirección contraria, alrededor de una docena de hombres y mujeres, y sólo una era Aiel, una pelirroja larguirucha con una fina cicatriz blanquecina que le surcaba la cara desde el nacimiento del pelo hasta la mandíbula. Faile identificó cairhieninos bajos y de tez pálida, y otros que parecían ser amadicienses y altaraneses, más altos y de piel más morena, e incluso una domani de tez cobriza. La domani y una de las otras mujeres llevaban anchos cinturones de cadenas de oro ceñidos a la cintura, y collares de los mismos eslabones planos alrededor del cuello. ¡Y también uno de los hombres! En cualquier caso, las joyas de los gai’shain carecían de importancia, salvo como una curiosidad, sobre todo a la vista de la comida y las ropas que portaban.

Algunos de los recién llegados acarreaban cestos con hogazas de pan, queso amarillo y carne seca, y los gai’shain que ya estaban allí, con los odres llenos de té, les proporcionaron bebida para pasarlo. Faile no fue la única que engulló la comida con increíble ansiedad incluso mientras se vestía, torpemente y más preocupada por hacerlo deprisa que por la modestia. La túnica blanca con capucha y las dos vestiduras interiores de gruesa tela le parecieron maravillosamente cálidas, al igual que las medias de lana y las flexibles botas Aiel que le llegaban hasta la rodilla —¡hasta las botas eran de color blanco!—, pero no llenaban el agujero que parecía tener el estómago. La carne era correosa como cuero, el queso estaba casi tan duro como una piedra, y el pan no le andaba muy lejos, ¡pero le parecían un festín! La boca se le hacía agua con cada bocado.

Sin dejar de masticar un trozo de queso, acabó de atar la última lazada de la segunda bota y se puso erguida, alisándose la túnica. Mientras Faile cogía otro trozo de pan, una de las gai’shain que llevaba adornos de oro, una mujer rellenita, poco agraciada y de mirada cautelosa, sacó otro cinturón de oro de una talega que llevaba colgada en el hombro. Faile se tragó deprisa lo que tenía en la boca y retrocedió un paso.

—Prefiero no ponerme eso, gracias. —Tuvo la abrumadora sensación de haber cometido un error al desestimar aquellos adornos como algo sin importancia.

—Lo que tú quieras no cuenta —repuso la mujer rellenita, en tono cansado. Su acento era amadiciense, y culto—. Ahora sirves a lady Sevanna. Te pondrás lo que se te dé y harás lo que se te diga, o serás castigada hasta que comprendas el error de tu actitud.

A unos pasos de distancia, Maighdin rechazaba a la domani, resistiéndose a que le pusiera el collar, en tanto que Alliandre retrocedía para retirarse del hombre que lucía las cadenas de oro, el cual le tendía uno de esos cinturones. Por suerte, también las dos la miraban a ella. A lo mejor aquella tanda de varazos en el bosque había servido de algo.

Tras soltar el aire con fuerza, Faile les hizo un gesto de asentimiento y después permitió que la regordeta gai’shain le ciñese el cinturón. Con su ejemplo, las otras dos bajaron las manos. Aquella última rendición pareció ser más de lo que Alliandre podía soportar, y se quedó mirando al vacío mientras le ponían cinturón y collar. Maighdin intentó traspasar con la mirada a la delgada domani. Faile trató de sonreír para infundirles ánimo, pero esbozar una sonrisa no era nada fácil. Para ella, el chasquido seco del cierre del collar sonó como la puerta de una prisión al cerrarse. Tanto el cinturón como el collar podían quitarse tan fácilmente como se habían puesto, pero los gai’shain al servicio de «lady Sevanna» estarían bajo una estrecha vigilancia. Los desastres se habían sucedido uno tras otro; por fuerza las cosas tenían que mejorar de ahora en adelante. Por fuerza.

Poco después, Faile caminaba trabajosamente a través de la nieve, sintiendo las piernas temblorosas, junto a una Alliandre de mirada apagada y una Maighdin ceñuda, rodeadas de gai’shain que conducían animales de carga o transportaban a la espalda grandes cestos cubiertos o tiraban de carretillas, con las ruedas montadas sobre deslizadores de madera. Los carros y las carretas también llevaban puestos deslizadores, mientras que las ruedas desmontadas iban atadas sobre la carga. La nieve sería algo nuevo para los Shaido, pero ya habían aprendido algo sobre cómo viajar por ella. Ni Faile ni las otras dos cargaban bultos, aunque la amadiciense regordeta les dejó claro que a partir del día siguiente y en adelante tendrían que hacerlo. Fuese cual fuese el número de Shaido que formaban la columna, parecía que toda una ciudad, si no una nación, se había puesto en movimiento. Los niños, hasta una edad de doce o trece años, iban montados en las carretas, pero aparte de ellos todo el mundo iba a pie. La totalidad de los hombres vestía cadin’sor, pero el atuendo de la mayoría de las mujeres se componía de falda, blusa y chal, como las Sabias, y la mayoría de los varones portaba una única lanza o ninguna arma, y parecían más blandos que los otros, entendiéndose por blandos que eran piedras menos duras que el granito.

Para cuando la amadiciense se hubo marchado, sin darles su nombre y sin decir nada aparte de que obedecieran o serían castigadas, Faile cayó en la cuenta de que había perdido de vista a Bain y a las otras tras la espesa cortina de blancos copos. Nadie le había ordenado que se situara en una posición en particular, de modo que caminó cansinamente atrás y adelante por la columna, acompañada por Alliandre y Maighdin. Llevar las manos cruzadas y metidas en las mangas hacía que caminar resultara dificultoso, sobre todo sobre la nieve, pero al menos así las conservaba calientes. Al menos todo lo calientes que cabía esperarse en las circunstancias actuales. El viento se ocupaba de que mantuvieran la capucha bien echada. A despecho de los cinturones dorados —una señal identificativa— ni gai’shain ni Shaido las miraban más que de pasada. Sin embargo, a pesar de cruzar la columna una docena de veces o más, la búsqueda resultó infructuosa. Había personas con las ropas blancas por todas partes, más que sin ellas, y cualquiera de aquellas profundas capuchas podía ocultar la cara de una de sus compañeras.

—Tendremos que encontrarlas esta noche —dijo finalmente Maighdin, que se las arreglaba para caminar con pasos enérgicos, aunque de un modo un tanto torpe. Sus azules ojos echaban chispas debajo de la capucha, y asía con una mano la ancha cadena que le rodeaba el cuello, como si deseara quitársela de un tirón—. Ahora mismo, lo único que estamos consiguiendo es dar diez pasos por cada uno que dan los demás. O veinte. No será de mucha ayuda que lleguemos al campamento esta noche demasiado exhaustas para movernos.

Al otro lado de Faile, Alliandre salió de su aturdimiento lo bastante para enarcar una ceja ante el tono contundente de Maighdin. Faile se limitó a mirar de soslayo a su doncella, pero bastó para que Maighdin enrojeciera y tartamudeara. ¿Qué le pasaba a esa mujer? No obstante, no sería lo que esperaba de una criada; pero, como compañera en la huida, desde luego no podía ponerle defectos a su temple. Lástima que su capacidad de encauzar fuese tan mínima. Hubo un tiempo en que Faile había albergado grandes esperanzas respecto a eso, hasta que se enteró de que Maighdin poseía tan poca habilidad que no servía de nada.

—Sí, será esta noche, Maighdin —convino. O todas las noches que fueran necesarias, pero eso no lo mencionó. Echó una rápida ojeada en derredor para comprobar que no había nadie lo bastante cerca para escucharlas. Los Shaido, vestidos con cadin’sor o sin él, avanzaban resueltamente bajo la nevada, dirigiéndose hacia una meta invisible. Los gai’shain, los otros gai’shain, se movían impulsados por un propósito distinto: obedecer o ser castigados—. Por el poco caso que nos prestan —continuó—, a lo mejor sería posible quedarse por el camino, siempre y cuando no se intente ante las narices de un Shaido. Si cualquiera de vosotras tiene oportunidad de hacerlo, adelante. Estas ropas os ayudarán a ocultaros en la nieve; y, una vez que encontréis un pueblo, el oro que tan generosamente nos han proporcionado servirá para que encontréis a mi esposo. Estará siguiéndonos. —No demasiado deprisa, esperaba. Al menos, no demasiado cerca. Los Shaido eran un ejército, tal vez pequeño comparado con otros, pero mayor que el de Perrin.

El semblante de Alliandre se endureció con una expresión de determinación.

—No me marcharé sin vos —dijo quedamente, pero en tono firme—. No tomo a la ligera mi juramento de fidelidad, milady. ¡O escapo con vos, o no lo haré!

—Habla en nombre de las dos —manifestó Maighdin—. Seré una simple doncella —pronunció la palabra con un tono desdeñoso—, pero no dejaré atrás a nadie con esos… ¡esos bandidos!

Su voz no sólo era firme: no admitía discusión. ¡Realmente, después de esto Lini tendría que mantener una larga conversación con ella para ponerla en su sitio! Faile abrió la boca para discutir; no, para ordenar. Alliandre le debía obediencia como su vasalla, y Maighdin como su doncella, por mucho que la hubiera desequilibrado la experiencia de la captura. ¡Seguirían sus órdenes! Pero dejó que las palabras murieran en su lengua.

Unas formas oscuras que se aproximaban en medio de la oleada de Shaido y la copiosa nevada se concretaron en un grupo de mujeres Aiel con el chal enmarcándoles el rostro. Therava iba al frente de ellas. Musitó una palabra, y las demás aflojaron el paso para quedarse un poco retrasadas, en tanto que Therava se unía a Faile y sus compañeras. Es decir, empezó a caminar a su lado. Sus fieros ojos parecieron helar hasta el entusiasmo de Maighdin, a pesar de que la Sabia se limitó a dirigirles una rápida ojeada. Para ella, no eran merecedoras de su mirada.

—Estáis pensando en escapar —empezó. Ninguna abrió la boca, pero la Sabia añadió en un tono desdeñoso—: ¡No intentéis negarlo!

—Intentaremos servir como debemos, Sabia —contestó con cuidado Faile. Mantenía la cabeza agachada, poniendo buen cuidado en no encontrarse con los ojos de la mujer.

—Conoces algo de nuestras costumbres. —Therava parecía sorprendida, pero eso desapareció de inmediato—. Bien. Pero me tomas por necia si piensas que creo que servirás mansamente. Veo carácter en vosotras tres, para ser habitantes de las tierras húmedas. Algunos nunca tratan de escapar y unos pocos lo intentan, pero sólo los que mueren lo consiguen. A los vivos siempre se los trae de vuelta. Siempre.

—Tendré en cuenta vuestras palabras, Sabia —repuso sumisamente Faile. ¿Siempre? Bien, tenía que haber una primera vez para todo—. Todas nosotras las tendremos en cuenta.

—Oh, muy bien —murmuró Therava—. Podrías convencer incluso a alguien tan ciega como Sevanna. Sin embargo, ten presente esto, gai’shain. Los habitantes de las tierras húmedas no son como los otros que visten de blanco. En lugar de ser liberadas al cabo de un año y un día, serviréis hasta que estéis demasiado encorvadas y arrugadas para que podáis trabajar. Yo soy vuestra única esperanza de eludir ese destino.

Faile tropezó en la nieve y, si Alliandre y Maighdin no la hubiesen agarrado por los brazos, se habría ido de bruces al suelo. Therava ordenó con un gesto impaciente que siguiesen caminando. Faile se sentía enferma. ¿Que Therava las ayudaría a escapar? Chiad y Bain afirmaban que los Aiel no sabían nada del Juego de la Casas y despreciaban a los habitantes de las tierras húmedas por utilizarlo, pero Faile percibió claramente todas las corrientes subterráneas que la rodeaban ahora. Unas corrientes que las arrastrarían al fondo si daba un paso en falso.

—No entiendo, Sabia. —Ojalá su voz no sonara tan ronca de repente.

Empero, quizá fue ese timbre enronquecido lo que convenció a Therava. La gente como ella creía en el miedo como motivación antes que cualquier otro sistema. Fuera como fuese, la mujer sonrió. No fue una sonrisa afable, sino simplemente una mueca que curvaba sus finos labios, y la única emoción que transmitía era satisfacción.

—Vosotras tres observaréis y escucharéis mientras servís a Sevanna, Una Sabia os preguntará a diario, y repetiréis cada palabra pronunciada por Sevanna y por la persona con la que hable. Si habla en sueños, también repetiréis lo que murmura. Complacedme, y yo me ocuparé de que se os deje atrás.

Faile no quería saber nada de eso, pero negarse quedaba descartado. Si rehusaba, ninguna de ellas estaría viva al día siguiente. De eso no le cabía la menor duda. Therava no correría riesgos. Puede que ni siquiera llegaran vivas a la caída de la noche; la nieve ocultaría rápidamente tres cadáveres vestidos de blanco, y dudaba mucho que alguien de alrededor protestase lo más mínimo si Therava decidía cortar unas cuantas gargantas aquí o allí. Además, todo el mundo estaba concentrado en seguir caminando a través de la nieve. Puede que ni siquiera lo vieran.

—Si se entera… —Faile tragó saliva. Therava les estaba pidiendo que caminaran al borde de un precipicio. No, les estaba ordenando que lo hicieran. ¿Matarían los Aiel a los espías? Nunca se le había ocurrido preguntarles ese detalle a Chiad y a Bain—. ¿Nos protegeréis, Sabia?

La mujer de rasgos duros asió la barbilla de Faile con dedos acerados, obligándola a detenerse bruscamente y a alzarse sobre las puntas de los pies. Los ojos de Therava se clavaron en los suyos y los retuvieron con idéntica firmeza. A Faile se le quedó la boca seca. Aquella mirada prometía dolor.

—Si se entera, gai’shain, yo misma os destriparé y os prepararé para cocinar, de modo que aseguraos de que no lo descubra. Esta noche serviréis en sus tiendas. Vosotras y un centenar más, así que no tendréis muchas ocupaciones que os distraigan de lo que es importante.

Tras unos instantes de observarlas intensamente a las tres, Therava asintió con la cabeza, satisfecha. Veía tres mujeres de las tierras húmedas, demasiado blandas y débiles para hacer otra cosa que no fuese obedecer. Sin añadir nada más, soltó a Faile y se dio media vuelta; en cuestión de segundos la nieve pareció tragárselas a ella y a las otras Sabias.

Durante un rato, las tres mujeres caminaron trabajosamente, en silencio. Faile no sacó el tema de que cualquiera huyese sola, cuanto menos el de dar órdenes. Estaba segura de que, si lo hacía, las otras rehusarían de nuevo. Aparte de todo lo demás, acceder ahora podría parecer que Therava las había hecho cambiar de idea, que lo había hecho el miedo. Faile conocía lo suficiente a las dos mujeres para estar convencida de que ninguna de ellas admitiría que esa mujer la asustaba. A ella sí, desde luego. «Y antes me tragaría la lengua que admitirlo en voz alta», pensó malhumorada.

—Me pregunto a qué se refería con eso de… cocinar —dijo finalmente Alliandre—. Los interrogadores de los Capas Blancas a veces atan a los prisioneros a un espetón y les dan vueltas encima del fuego, según me han contado.

Maighdin se rodeó a sí misma con los brazos, sacudida por un escalofrío, y Alliandre sacó la mano de la manga justo lo suficiente para darle unas palmaditas en el hombro.

—No te preocupes —dijo—. Si Sevanna tiene un centenar de sirvientes, puede que nunca tengamos que acercarnos lo bastante para escuchar lo que habla. Y podemos elegir lo que les contemos, de manera que no pueda rastrearnos por lo que se ha filtrado.

Maighdin rió amargamente bajo la capucha.

—Piensas que todavía tenemos opción de elegir algo. Pues no la tenemos. Te hace falta aprender qué es no tener opciones. Esa mujer no nos ha escogido porque tengamos «carácter». —Casi escupió la palabra—. Apuesto que Therava ha dado la misma charla a todos los sirvientes de Sevanna. Si se nos escapa una sola palabra que deberíamos haber escuchado, ten por seguro que se enterará.

—Puede que tengas razón —concedió Alliandre al cabo de un momento—. Pero no vuelvas a hablarme en esos términos, Maighdin. Las circunstancias que atravesamos son duras, por no decir algo peor, pero no olvides quién soy.

—Hasta que escapemos —replicó Maighdin—, eres una sirvienta de Sevanna. Si no piensas en ti misma como en una sirvienta cada momento, entonces es posible que acabes en el espetón. Y con sitio para nosotras, porque nos arrastrarás contigo.

La capucha de Alliandre le ocultaba el rostro, pero su espalda se puso más y más tensa con cada palabra. Era inteligente, y sabía cómo hacer lo que debía, pero tenía el genio de una reina cuando no lo controlaba, así que Faile habló antes de que estallase.

—Hasta que consigamos huir, todas somos sirvientas —manifestó firmemente. Luz, sólo le faltaba que esas dos empezaran a pelearse—. Pero tendrás que disculparte, Maighdin. ¡Ahora!

Con la cabeza agachada, su doncella murmuró algo que podría ser una disculpa. Prefería tomarlo como tal, en cualquier caso.

—En cuanto a ti, Alliandre, espero que seas una buena sirvienta. —Alliandre dejó escapar un sonido, una medio protesta, que Faile pasó por alto—. Si queremos tener una oportunidad de escapar, debemos hacer lo que nos manden, trabajar duro, y atraer la atención lo menos posible. —¡Como si no hubiesen llamado la atención ya, y de sobra!—. Y le contaremos a Therava hasta si Sevanna estornuda. No sé lo que Sevanna haría si se enterara, pero creo que todas tenemos una buena idea de lo que Therava hará si la contrariamos.

Aquello bastó para sumir a las dos mujeres en el mutismo. Sí, tenían una idea bastante clara de lo que Therava haría, y matarlas no sería lo peor.

La nevada se redujo a unos pocos copos sueltos al mediodía. Negros nubarrones seguían cubriendo el cielo, pero Faile llegó a la conclusión de que debía de ser más o menos esa hora porque les dieron de comer. Nadie se paró, pero cientos de gai’shain recorrieron la columna con cestos y bolsas llenos de pan y carne seca, así como odres que, esta vez, contenían agua, lo bastante fría para que le dolieran los dientes. Curiosamente, no sentía más hambre que la que podía justificarse a causa de caminar durante horas a través de la nieve. Sabía que a Perrin le habían practicado la Curación una vez y que a consecuencia de ello había tenido un hambre devoradora durante dos días. Quizá se debiera a que sus heridas habían sido muchos menos importantes que las de él. Advirtió que el apetito de Alliandre y Maighdin no era mayor que el suyo.

La Curación le recordó a Galina, y en el cúmulo de preguntas repetidas que se reducían a un incrédulo «¿por qué?» ¿Por qué una Aes Sedai —tenía que serlo— iba a adular a Sevanna y a Therava? O a cualquiera. Una Aes Sedai podría ayudarlas a escapar. O tal vez no. Podría traicionarlas si ello convenía a sus propósitos. Las Aes Sedai hacían lo que hacían, y al resto sólo le quedaba la alternativa de aceptarlo a menos que una fuera Rand al’Thor. Pero él era ta’veren y, encima, el Dragón Renacido; por el contrario, ella era una mujer con escasos recursos en ese momento y un peligro considerable pendiendo sobre su cabeza. Por no mencionar la cabeza de unas mujeres de las que era responsable. Cualquier tipo de ayuda sería bienvenido, procediese de quien procediese. La cortante brisa amainó mientras Faile consideraba el asunto de Galina desde todos los ángulos que se le ocurrían, y la nieve volvió y fue haciéndose más y más copiosa hasta que la visibilidad se redujo a diez pasos de distancia. Faile seguía sin decidir si podía confiar en esa mujer.

De pronto reparó en que otra mujer de blanco la observaba, casi oculta por los copos de nieve. Sin embargo, no eran tan abundantes como para tapar el ancho cinturón enjoyado. Faile tocó a sus acompañantes y señaló hacia Galina con un gesto de la cabeza.

Cuando la mujer se dio cuenta de que la habían visto, se acercó y se situó entre Faile y Alliandre. Seguía careciendo de garbo para moverse por la nieve, pero parecía estar más acostumbrada que ellas a caminar a través del blanco manto. En la mujer no había nada de adulador ahora. Su cara redonda mostraba una expresión dura bajo la capucha, y sus ojos eran penetrantes. Aun así, no dejaba de echar ojeadas hacia atrás, de lanzar miradas cautelosas para comprobar quién había cerca. Parecía un gato casero fingiendo ser un leopardo.

—¿Sabéis quién soy? —demandó, pero en un tono de voz que no habría sido audible a diez pasos de distancia—. ¿Lo que soy?

—Pareces una Aes Sedai —contestó con precaución Faile—. Por otro lado, ocupas una posición peculiar aquí para ser una Aes Sedai.

Ni Alliandre ni Maighdin dieron la menor señal de sorpresa. Obviamente ya se habían fijado en el anillo de la Gran Serpiente que Galina toqueteaba con nerviosismo. Las mejillas de la mujer se tiñeron de rojo, y ella intentó dar a entender que se debía a la cólera.

—Mi labor aquí es de gran importancia para la Torre, pequeña —repuso fríamente. Su expresión indicaba que tenía razones que ellas ni siquiera imaginarían ni entenderían. Sus ojos seguían lanzando ojeadas penetrantes en un intento de ver a través de la densa nevada—. No puedo fracasar. Eso es lo único que necesitáis saber.

—Lo que necesitamos saber es si podemos confiar en ti —contestó sosegadamente Alliandre—. Debes de haber sido entrenada en la Torre o, de otro modo, no sabrías realizar la Curación, pero hay mujeres que se ganan el anillo sin haber alcanzado el chal, y no puedo creer que seas Aes Sedai.

Al parecer, Faile no había sido la única que le había estado dando vueltas al asunto de Galina. La boca de la mujer se apretó en un gesto duro, y su puño apretado se alzó ante Alliandre, ya fuese como una amenaza o para mostrar el sello o ambas cosas.

—¿Crees que te darán un trato distinto porque llevas una corona? —Ahora no cabía duda de que su cólera no era fingida. La mujer se olvidó de vigilar si había alguien que pudiese escucharla, y el tono de su voz era agrio. La fuerza con que soltó su diatriba hizo que las palabras salieran acompañadas por gotitas de saliva—. Servirás el vino a Sevanna y restregarás su espalda en el baño igual que las demás. Todos sus sirvientes son nobles, o mercaderes ricos, u hombres o mujeres que saben cómo servir a la nobleza. A diario hace que azoten a cinco para que sirva de escarmiento a los demás y les sirva de estímulo en su trabajo, para que así todos vayan a contarle lo que han oído con la esperanza de ganarse su favor. La primera vez que intentéis escapar, os darán varazos en las plantas de los pies de manera que no podáis caminar, y os subirán a un carro, atadas y dobladas como los rompecabezas de los herreros, hasta que podáis hacerlo de nuevo. La segunda vez, será peor. Y la tercera, mucho peor. Hay un tipo aquí que antes era un Capa Blanca. Intentó escapar nueve veces. Un hombre duro, pero la última vez que lo trajeron de vuelta empezó a suplicar y a llorar antes incluso de que empezaran a despojarlo de las ropas para castigarlo.

Alliandre no acogió bien la arenga; se engalló, indignada, en tanto que Maighdin gruñía:

—¿Fue eso lo que te ocurrió a ti? ¡Ya seas Aceptada o Aes Sedai, eres una vergüenza para la Torre!

—¡Guarda silencio cuando hablan quienes son tus superiores, espontánea! —espetó Galina.

Luz, si la cosa iba a más, en cualquier momento se pondrían a chillar.

—Si tu intención es ayudarnos a escapar, entonces dilo ya claramente —instó Faile a la mujer vestida de seda. No dudaba de su condición de Aes Sedai sino de todo lo demás—. En caso contrario, ¿qué quieres de nosotras?

Un poco más adelante en la columna, apareció una carreta detenida en la nieve, inclinada sobre el costado donde uno de los deslizadores se había soltado. Dirigidos por un Shaido que tenía los brazos y los hombros de un herrero, varios gai’shain manejaban una palanca a fin de levantar la carreta lo suficiente para volver a colocar el deslizador en su sitio. Faile y las demás guardaron silencio mientras pasaban por delante del vehículo.

—¿Es ésta realmente tu señora, Alliandre? —demandó Galina una vez que se encontraron lejos de los hombres que trabajaban en la carreta. Su rostro seguía encendido por la ira, y su tono era cortante—. ¿Quién es para que le hayas jurado lealtad?

—Puedes preguntarme directamente —manifestó Faile con frialdad. ¡Malditas Aes Sedai y sus puñeteros secretos! Había veces que pensaba que una Aes Sedai no diría que el cielo era azul a menos que pudiese sacar alguna ventaja de ello—. Soy lady Faile t’Aybara, y eso es todo lo que necesitas saber. ¿Tienes o no intención de ayudarnos?

Galina trastabilló y cayó sobre una rodilla; su mirada se clavó en Faile con tanta intensidad que ésta se preguntó si habría cometido un error. Un instante después supo que sí.

Tras incorporarse, la Aes Sedai sonrió de un modo desagradable. Ya no parecía iracunda. De hecho, daba la impresión de sentirse tan complacida como la propia Therava y, lo que era peor, de un modo muy parecido.

—Así que t’Aybara —musitó—. Eres saldaenina. Hay un joven, Perrin Aybara. ¿Tu marido? Sí, veo que he dado en el clavo. Eso explicaría el juramento de Alliandre, desde luego. Sevanna tiene planes muy ambiciosos para un varón cuyo nombre está ligado al de tu esposo: Rand al’Thor. Si supiese a quién tiene en su poder… Oh, no temas que se entere por mí. —Su mirada se endureció y, de repente, pareció en verdad un leopardo—. No si todas vosotras hacéis lo que os diga. Incluso os ayudaré a escapar.

—¿Qué quieres de nosotras? —insistió Faile hablando con más seguridad de la que sentía. Luz, se había enfadado con Alliandre por atraer la atención sobre ellas al decir su nombre, y ahora había hecho lo mismo. O peor. «Y yo que pensaba que ocultando el nombre de mi padre me encubriría mejor», pensó con amargura.

—Nada que sea demasiado engorroso —contestó Galina—. ¿Os fijasteis en Therava? Sí, claro que sí. A nadie le pasa inadvertida. Guarda algo en su tienda, una vara blanca y pulida, de un palmo de largo, más o menos. La tiene en un arcón rojo, con bandas de latón, que nunca está cerrado. Traédmela, y os llevaré conmigo cuando escape.

—No parece muy complicado —comentó, dudosa, Alliandre—. En tal caso, ¿por qué no la coges tú misma?

—¡Porque os tengo a vosotras para que la cojáis! —Al caer en la cuenta de que había gritado, Galina se encogió y su capucha se meció cuando la mujer miró a uno y otro lado a fin de comprobar si había alguien en la multitudinaria columna que la hubiese escuchado. No parecía que nadie estuviera siquiera mirando en su dirección, pero aun así la voz de la Aes Sedai bajó de tono hasta convertirse en un siseo feroz—. Si no lo hacéis, os dejaré aquí hasta que tengáis canas y arrugas. Y el nombre de Perrin Aybara llegará a oídos de Sevanna.

—Puede llevarnos un tiempo —dijo Faile a la desesperada—. No podremos entrar libremente en la tienda de Therava cuando queramos. —Luz, lo que menos deseaba en este mundo era acercarse a esa tienda. Pero Galina había dicho que las ayudaría. Sería perversa, pero las Aes Sedai no podían mentir.

—Disponéis de todo el tiempo que haga falta —contestó Galina—. El resto de vuestras vidas, lady Faile t’Aybara, si no tienes cuidado. No me falles.

Tras lanzar una última mirada de advertencia a Faile, se apartó y se abrió camino trabajosamente a través de la nieve, cruzados los brazos como si intentara ocultar tras las amplias mangas el ancho cinturón enjoyado.

Faile siguió caminando en silencio. Tampoco ninguna de sus compañeras parecía tener nada que decir. No había nada que decir. Alliandre daba la impresión de estar sumida en reflexiones, con las manos guardadas bajo las mangas, la mirada fija al frente, como si vislumbrase algo más allá de la tormenta de nieve. Maighdin había vuelto a asir con fuerza el collar dorado. Se encontraban atrapadas, no en una, sino en tres trampas, y cualquiera de las tres podía acabar en la muerte. La idea de un rescate parecía de repente muy atractiva. No obstante, Faile se proponía hallar un modo de escapar de esas trampas. Apartando la mano de su propio collar, avanzó trabajosamente a través de la nieve, discurriendo planes.

5

Banderas

Corría por la llanura cubierta de nieve, olfateando el aire, buscando un efluvio, aquel preciado efluvio. Había parado de nevar y los copos ya no se licuaban sobre su empapada pelambrera, pero el frío no lo disuadiría. Las almohadillas de sus patas estaban entumecidas, pero corría frenéticamente a pesar de que los músculos le ardían, y avanzaba más y más deprisa, hasta que el paisaje se tornó borroso a su vista. Tenía que encontrarla.

De repente, un enorme lobo gris, cubierto por las cicatrices de muchos combates, descendió del cielo para correr a su lado persiguiendo al sol. Era otro gran lobo gris, pero no tan grande como él. Sus dientes desgarrarían las gargantas de los que se la habían llevado. ¡Sus mandíbulas aplastarían sus huesos!

«Tu hembra no está aquí —le comunicó Saltador—, pero tu presencia aquí es muy fuerte y llevas demasiado tiempo para tu cuerpo. Debes regresar, Joven Toro, o morirás».

«He de encontrarla», contestó. Hasta sus pensamientos parecían jadear. No pensaba en sí mismo como Perrin Aybara. Era Joven Toro. En una ocasión había encontrado al halcón allí, y podía hacerlo otra vez. Tenía que encontrarla. Comparada con esa necesidad, la muerte no significaba nada.

En un centelleo gris, el otro lobo se lanzó contra su costado. Y, aunque Joven Toro era más corpulento, estaba cansado y cayó pesadamente al suelo. Incorporándose trabajosamente en la nieve, soltó un gruñido y se lanzó a la garganta de Saltador. «¡No hay nada que importe más que el halcón!»

El lobo cubierto de cicatrices voló en el aire como un pájaro, y Joven Toro acabó despatarrado sobre la nieve. Saltador se posó suavemente en el suelo, a su espalda.

«¡Óyeme, cachorro! —explicó ferozmente Saltador—. ¡Tu mente está confundida, es presa del miedo! Ella no está aquí, y tú morirás si permaneces más tiempo. Búscala en el mundo de vigilia. Sólo podrás encontrarla allí. ¡Regresa, y encuéntrala!»

Los ojos de Perrin se abrieron de golpe. Estaba exhausto y sentía vacío el estómago, pero el hambre era una sombra en comparación con el vacío que había en su pecho. Todo él era un vacío, alejado incluso de sí mismo, como si fuese otra persona que viera sufrir a Perrin Aybara. Por encima, el techo de una tienda de rayas azules y doradas se agitaba con el viento. El interior de la tienda se encontraba en penumbra, pero la luz del sol imprimía un leve fulgor a la brillante lona. Y lo ocurrido el día anterior no había sido una pesadilla, como tampoco lo era lo de Saltador. Luz, había intentado matar a Saltador. En el Sueño del Lobo la muerte era… definitiva. El ambiente estaba caldeado, pero él tiritó. Yacía sobre un colchón de plumas, en un gran lecho con los gruesos postes de las esquinas tallados y dorados profusamente. Entre el olor a carbón ardiendo en los braseros, percibió un perfume almizclado, y a la mujer que lo llevaba. No había nadie más. Ni siquiera levantó la cabeza de la almohada para preguntar.

—¿Aún no la han encontrado, Berelain? —La cabeza le pesaba demasiado para levantarla.

Una de las sillas de campaña crujió ligeramente cuando la mujer se movió. Perrin había estado allí antes, a menudo, con Faile, para discutir planes. La tienda era lo bastante grande para albergar a toda una familia, y los muebles de Berelain no habrían desentonado en un palacio, con sus tallas intrincadas y sus dorados, si bien todos —mesas, sillas y el propio lecho— estaban ensamblados con clavijas, y podían desmontarse para cargarlos en una carreta; sin embargo, las clavijas no ofrecían verdadera solidez.

Mezclado con el aroma de su perfume, Berelain olió a sorprendida de que él supiese que se encontraba allí, mas su voz sonó sosegada.

—No. Tus exploradores no han regresado todavía, y los míos… Cuando cayó la noche sin que hubiesen vuelto, envié a toda una compañía. Encontraron muertos a mis hombres. Los emboscaron y los asesinaron antes de que hubiesen recorrido más de nueve o diez kilómetros. Ordené a lord Gallenne que reforzase la vigilancia alrededor de los campamentos. Arganda también tiene una guardia nutrida de hombres a caballo, pero envió patrullas. Desoyendo mi consejo. Es un necio. Cree que nadie excepto él puede encontrar a Alliandre. Dudo incluso que crea que los demás lo están intentando realmente. Desde luego, no cree que los Aiel lo hagan.

Las manos de Perrin se crisparon sobre las suaves mantas de lana que lo cubrían. A Gaul no lo pillarían por sorpresa, ni a Jondyn, aunque fuesen Aiel. Todavía seguían rastreando, y eso significaba que Faile estaba viva. Habrían regresado hacía mucho si hubiesen encontrado su cadáver. Tenía que creer eso. Tenía que aferrarse a eso. Levantó un poco una de las mantas azules. Estaba desnudo.

—¿Hay alguna explicación para esto?

La voz de la mujer no cambió, pero en su olor se mezcló la cautela.

—Tú y tu mesnadero habríais muerto congelados si no hubiese ido a buscarte cuando Nurelle regresó con la noticia de la suerte corrida por mis exploradores. Nadie más se atrevía a molestarte; al parecer, gruñías como un lobo a cualquiera que lo hacía. Cuando te encontré, estabas tan entumecido que ni siquiera oías lo que se te decía, y el otro hombre se hallaba a punto de desplomarse de bruces. Tu criada, Lini, se ocupó de él, ya que sólo le hacía falta sopa caliente y mantas, pero yo tuve que traerte aquí. En el mejor de los casos, habrías perdido algunos dedos de no ser por Annoura. Ella… Parecía temer que morirías incluso después de la Curación. Tu sueño era tan profundo que parecías muerto. Dijo que tu tacto era como el de alguien que ya hubiese perdido el alma; helado, por muchas mantas que apilamos sobre ti. Yo también lo noté cuando te toqué.

Demasiadas explicaciones, e insuficientes. Sintió aflorar la ira, una rabia distante, pero la aplastó antes de que cobrase fuerza. Faile se sentía celosa cuando le gritaba a Berelain. Pues de él no recibiría gritos esa mujer.

—Grady o Neald podrían haber hecho lo que quiera que hubiese sido necesario —dijo con voz fría—. Incluso Seonid y Masuri se encontraban más cerca.

—Mi consejera fue la primera que me vino a la mente. Nunca pensé en los demás hasta que casi había llegado aquí. En cualquier caso, ¿qué importa quién realizó la Curación?

Tan verosímil. Y si preguntaba por qué la Principal de Mayene en persona lo estaba cuidando en una tienda oscura, en lugar de sus criadas o alguno de sus saldados o incluso Annoura, también tendría otra respuesta verosímil. Perrin no quería oírla.

—¿Dónde están mis ropas? —preguntó mientras se incorporaba sobre los codos. Su voz seguía vacía de expresión.

Una única vela, en una mesa pequeña situada junto a la silla ocupada por Berelain, alumbraba la tienda, pero para sus ojos era más que suficiente, aunque estuviesen irritados por el cansancio. Ella iba vestida con bastante recato, con un traje de montar de color verde, de cuello alto y rematado con un volante fruncido de puntilla que le enmarcaba la barbilla. Vestir con recato a Berelain era como cubrir a una pantera con una piel de cordero: su semblante se mostraba ligeramente ensombrecido, hermoso y receloso. Cumpliría sus promesas pero, al igual que una Aes Sedai, por sus propias razones; y, sobre aquellas cosas que no había hecho promesa alguna, podía apuñalarlo a uno por la espalda.

—Sobre el arcón que está ahí —dijo, señalando con un gesto grácil de la mano, oculta casi bajo la pálida puntilla—. He hecho que Rosene y Nana las limpien, pero necesitas descanso y comida más que las ropas. Y, antes de ocuparnos de la comida y de cuestiones más importantes, quiero que sepas que nadie espera más que yo que Faile esté viva.

Su expresión era tan sincera que Perrin la habría creído si hubiese sido cualquier otra persona. ¡Incluso se las ingeniaba para oler a sinceridad!

—Necesito mi ropa ahora. —Se giró para sentarse en un lado de la cama, con las mantas envueltas en las piernas. Las prendas que había llevado el día anterior se encontraban primorosamente dobladas sobre un arcón de viaje tallado y dorado. También estaban allí su capa forrada con piel, doblada en un extremo del arcón, y su hacha, apoyada cerca de sus botas en las alfombras floreadas que cubrían el suelo. Luz, qué cansado se sentía. Ignoraba cuánto tiempo había permanecido en el Sueño del Lobo, pero estar despierto allí era estar en vigilia en lo que al cuerpo concernía. Su estómago retumbó sonoramente—. Y comida.

Berelain hizo un sonido de exasperación con la garganta y se levantó, alisándose la falda y con la barbilla bien levantada en un gesto de desaprobación.

—Annoura no se sentirá muy complacida contigo cuando regrese de su charla con las Sabias —manifestó firmemente—. Uno no puede hacer caso omiso de las Aes Sedai, sin más. No eres Rand al’Thor, como te lo demostrarán antes o después.

Sin embargo, salió de la tienda, dejando entrar una ráfaga de aire frío a su paso. En su enfado, ni siquiera se molestó en coger una capa. A través de la momentánea brecha entre los paños de la entrada, Perrin vio que seguía nevando. Hasta Jondyn tendría dificultades para encontrar rastros después de la noche anterior. Intentó no pensar en eso.

Cuatro braseros caldeaban el interior de la tienda, pero el frío le mordió los pies tan pronto como los plantó en las alfombras, y lo hizo acercarse presuroso a sus ropas. Trotó hacia ellas, más bien, pero sin exagerar. Estaba tan cansado que se habría tendido en las alfombras y se habría vuelto a dormir. Encima, se sentía tan débil como un corderillo recién nacido. A lo mejor el Sueño del Lobo tenía algo que ver con eso —ir allí tan intensamente, abandonando el cuerpo— pero a buen seguro la Curación había agravado las cosas. Sin haber comido nada desde el desayuno del día anterior y tras pasar una noche bajo la nevada, no le quedaban reservas de las que tirar. Ahora las manos le temblaban al realizar la simple tarea de ponerse la ropa interior. Jondyn la encontraría. O Gaul. La encontrarían viva. Ninguna otra cosa en el mundo importaba. Se sentía entumecido.

No había esperado que la propia Berelain regresara, pero una bocanada de aire frío entró llevando su perfume mientras él aún tiraba de los pantalones para acabar de ponérselos. La mirada de la mujer en su espalda fue como el roce acariciante de unos dedos, pero Perrin se obligó a seguir con lo suyo como si se encontrase solo. La mujer no tendría la satisfacción de verlo darse prisa porque lo estuviese observando. No miró hacia ella.

—Rosene va a traer comida caliente —dijo Berelain—. Me temo que sólo hay guiso de carnero, pero le dije que pusiera cantidad suficiente para tres hombres. —Vaciló, y él oyó sus escarpines moviéndose con inquietud en las alfombras. La oyó suspirar suavemente—. Perrin, sé que lo estás pasando muy mal. Hay cosas que quizá desees decir que no puedes hablar con otro hombre. Y no te imagino llorando en el hombro de Lini, así que te ofrezco el mío. Podemos hacer una tregua hasta que se encuentre a Faile.

—¿Una tregua? —repitió mientras se agachaba con cuidado para meterse una bota; con cuidado para no irse de bruces al suelo. Los gruesos calcetines de lana y las gruesas suelas de cuero harían entrar en calor sus pies muy pronto—. ¿Por qué necesitamos una tregua?

Ella guardó silencio mientras Perrin se ponía la otra bota y doblaba la vuelta por debajo de la rodilla; siguió sin hablar hasta que él se hubo atado los lazos de la camisa y metió los faldones por la cintura del pantalón.

—Muy bien, Perrin. Si quieres que sea así, así será.

Significara lo que significara tal cosa, lo dijo con gran determinación. De repente Perrin se preguntó si su olfato le fallaba. ¡La mujer olía a ofendida, nada menos! Pero, cuando la miró exhibía una débil sonrisa. Por otro lado, aquellos ojos enormes tenían un brillo de ira.

—Los hombres del Profeta empezaron a llegar antes de que amaneciese —siguió Berelain en un tono enérgico—, pero, que yo sepa, él no ha llegado todavía. Antes de que lo veas de nuevo…

—¿Que «empezaron» a llegar? —la interrumpió—. Masema accedió a traer sólo una guardia de honor, cien hombres.

—Accediera a lo que accediese, había tres o cuatro mil hombres la última vez que miré, un ejército de rufianes, todos los que hubiera en kilómetros a la redonda capacitados para empuñar una lanza, al parecer. Y siguen llegando más de todas direcciones.

Perrin se puso la chaqueta a toda prisa y se abrochó el cinturón sobre la prenda, colocando el peso del hacha a la altura de la cadera. Siempre parecía más pesada de lo que debería.

—¡Eso ya lo veremos! ¡Así me abrase, no permitiré que nos enjarete sus sabandijas asesinas!

—Sus sabandijas son una simple molestia comparadas con él. El peligro radica en Masema. —Su voz era fría, pero un miedo firmemente controlado se filtraba en su aroma. Siempre ocurría cuando hablaba de Masema—. Las hermanas y las Sabias tienen razón en eso. Si necesitas más pruebas que las que tienes ante tus propios ojos, además se ha estado reuniendo con los seanchan.

Aquello fue un mazazo, sobre todo después de la información de Balwer sobre los combates en Altara.

—¿Cómo lo sabes? —demandó—. ¿Por tus husmeadores?

Berelain tenía dos que había traído de Mayene, y los enviaba a descubrir lo que pudieran en todas las ciudades y pueblos por los que pasaban. Entre los dos nunca se enteraban de tanto como Balwer. Al menos, según lo que ella le contaba. Berelain sacudió ligeramente la cabeza, con pesar.

—No. Lo he sabido por los… partidarios de Faile. Tres de ellos nos encontraron justo antes de que los Aiel atacaran. Habían hablado con hombres que habían visto aterrizar a una enorme criatura voladora. —Tembló un poco ostentosamente, pero por su olor la reacción era real. Y no era de sorprender. Él había visto algunas de esas bestias en una ocasión, y parecían más Engendros de la Sombra que los propios trollocs—. Una criatura que transportaba una pasajera. La siguieron hasta Abila, hasta Masema. No creo que fuese un primer encuentro. Sonaba a algo conocido, llevado a cabo con anterioridad.

De repente sus labios se curvaron en una sonrisa ligeramente burlona, coqueta. Esta vez, su olor coincidía con su expresión.

—No fue muy amable de tu parte hacerme creer que esa pasa seca de tu secretario descubría más cosas que mis husmeadores, cuando contabas con dos docenas de informadores que se hacían pasar por seguidores de Faile. He de admitir que me engañaste. Siempre hay sorpresas nuevas en ti. ¿Por qué ese gesto de sobresalto? ¿De verdad pensabas que podías confiar en Masema después de todo lo que hemos visto y oído?

La expresión de Perrin no tenía que ver con Masema. Esa noticia podía significar mucho o no tener la menor importancia. A lo mejor el hombre pensaba que también podía atraer a los seanchan a las filas del lord Dragón. Estaba lo bastante loco para eso. Sin embargo… ¿Faile tenía a esos necios trabajando como espías? ¿Entrando subrepticiamente en Abila? Y sólo la Luz sabía dónde más. Claro que ella siempre decía que el espionaje era el trabajo de la esposa, pero prestar atención a las hablillas de palacio era una cosa, y esto otra muy distinta. Al menos podría habérselo contado. ¿O no le había dicho nada porque sus seguidores no eran los únicos que metían la nariz donde no debían? Eso sería muy propio de Faile. Su mujer tenía realmente el espíritu de un halcón. Podría parecerle divertido espiar ella misma. No, no iba a enfadarse con ella, ahora no. Luz, seguro que le parecería divertido hacer algo así.

—Me alegra ver que puedes ser discreto —murmuró Berelain—. No lo habría imaginado en ti, con tu forma de ser, pero la discreción puede ser algo bueno. Especialmente ahora. A mis hombres no los mataron Aiel, a menos que los Aiel hayan cambiado sus costumbres y utilicen ballestas y hachas.

Perrin alzó bruscamente la cabeza y, a despecho de sus buenas intenciones, le lanzó una mirada feroz.

—¿Te acabas de acordar de ese detalle? ¿Hay algo más que se te haya pasado por alto contarme, cualquier cosa que se te haya ido de la cabeza?

—¿Cómo puedes dudar de mi sinceridad? —dijo casi riéndose—. Tendría que desnudarme para revelarte más de lo que ya te he revelado. —Extendió los brazos hacia los lados y se retorció ligeramente, cual una serpiente, como para demostrarlo.

Perrin gruñó, asqueado. Faile había desaparecido, sólo la Luz sabía si seguía viva —¡Luz, que siguiese viva!—, y Berelain elegía ese momento para exhibirse más que nunca. Mas, era quien era. Debería sentirse agradecido de que hubiese guardado un comportamiento decente mientras él se vestía.

Mirándolo pensativamente, Berelain pasó la yema del dedo a lo largo del labio inferior.

—Pese a lo que puedas haber oído contar, has sido sólo el tercer hombre que se ha acostado en mi cama.

Sus ojos… humeaban. Y, no obstante, a juzgar por su actitud podría haber dicho que era el tercer hombre con el que había hablado ese día. Su olor… La única idea que le venía a la cabeza era un lobo mirando a un ciervo atrapado entre las zarzas.

—Los otros dos —continuó la Principal— fueron por motivos políticos. Lo tuyo será por placer. En más de un sentido —acabó con un inusitado dejo mordiente.

Justo en ese momento Rosene entró en la tienda, junto a una ráfaga de aire helado; llevaba la capa azul echada hacia atrás y traía una bandeja ovalada de plata, cubierta con un paño de lino blanco. Perrin cerró la boca de golpe, rogando porque la sirvienta no hubiese oído nada. Berelain sonreía como si no le importase. La fornida mujer soltó la bandeja en la mesa más grande, y a continuación extendió la falda a rayas azules y doradas en una profunda reverencia a la Principal, y otra, más breve, dirigida a él. Sus oscuros ojos se detuvieron unos instantes en Perrin y sonrió, tan complacida como su señora, antes de cerrarse la capa y salir apresuradamente obedeciendo a un gesto rápido de Berelain. Lo había oído, vaya que sí. De la bandeja salía un olor a estofado de carnero y vino con especias que provocó nuevos ruidos en el estómago de Perrin, pero éste no se habría quedado a comer aunque hubiese tenido rotas las piernas.

Se echó la capa sobre los hombros y salió mientras se ponía los guanteletes. Al tiempo que caminaba sobre la blanda nieve vio que un espeso manto de nubes ocultaba el sol, pero habían pasado algunas horas desde el amanecer, a juzgar por la luz. Se habían practicado caminos aplastando la nieve caída, pero los blancos copos que caían del cielo se apilaban en las ramas desnudas de los árboles caducos y ponían una nueva capa en las especies perennes. La tormenta no había llegado a su fin, ni mucho menos. Luz, ¿cómo podía esa mujer hablarle así? ¿Por qué hablaba así, precisamente ahora?

—Recuerda —dijo Berelain a su espalda, sin hacer el menor esfuerzo por bajar el tono de la voz—. Discreción.

Perrin se encogió y apretó el paso. Se había alejado varios metros de la gran tienda de rayas cuando cayó en la cuenta de que había olvidado preguntar la ubicación de los hombres de Masema. A su alrededor, los soldados de la Guardia Alada, armados y con las capas puestas, se calentaban junto a las hogueras, muy cerca de sus monturas, ya ensilladas y estacadas en rectas hileras. También sus lanzas estaban a mano, formando conos de puntas aceradas y cintas rojas ondeando al viento. A pesar de los árboles, podría haberse trazado una línea recta en cualquier fila de las lumbres, las cuales eran tan semejantes en tamaño entre sí como era humanamente posible hacerlo. Los carros de suministros que habían adquirido en su camino hacia el sur estaban todos cargados, los caballos de tiro equipados con los arreos, y también situados en hileras muy rectas.

Los árboles no ocultaban del todo la cima de la colina. Hombres de Dos Ríos seguían montando guardia allí arriba, pero las tiendas habían sido desmontadas, y Perrin divisó los caballos albardones ya cargados. También le pareció atisbar una chaqueta negra; uno de los Asha’man, aunque no alcanzó a distinguir cuál de ellos. Entre los ghealdanos, grupos de hombres contemplaban fijamente la cumbre de la colina, pero aun así parecían estar tan preparados como los mayenienses. Los dos campamentos habían sido dispuestos casi con idéntica precisión. Sin embargo, no había señal por ninguna parte de que miles de hombres estuviesen agrupándose, ninguna franja ancha de nieve pisoteada que pudiera seguirse. En realidad, no se veía una sola huella entre los tres campamentos. Si Annoura se encontraba con las Sabias, entonces es que llevaba mucho tiempo en lo alto de la colina. ¿De qué estarían hablando? Probablemente de cómo matar a Masema sin que pudiera descubrirse que eran las responsables. Echó una ojeada a la tienda de Berelain, pero la idea de regresar allí, con ella, le erizaba el pelo de la nuca.

A corta distancia de la tienda de rayas seguía montada otra de menor tamaño perteneciente a las dos sirvientas de Berelain. A pesar de que seguía nevando, Rosene y Nana se encontraban sentadas fuera en unas banquetas plegables, abrigadas con su capa, la capucha echada, y calentándose las manos en una lumbre pequeña. Parecidas como dos gotas de agua, ninguna de ellas era bonita, pero tenían compañía; seguramente ésa era la razón de que no estuviesen dentro, junto a un brasero. Sin duda Berelain insistía en que sus criadas guardasen un comportamiento más decoroso que el que ella tenía. Normalmente, los husmeadores de la Principal rara vez hablaban más de tres palabras seguidas, al menos en presencia de Perrin, pero ahora sostenían con Rosene y Nana una charla animada, salpicada de risas. Con sus ropas corrientes, los dos tipos resultaban tan anodinos que nadie repararía en ellos si tropezaba con uno en la calle. Perrin aún no tenía muy claro quién era Santes y quién Gendar. Un cazo pequeño, retirado a un lado de la lumbre, olía a estofado de carnero; Perrin intentó no prestar atención, pero a pesar de ello su estómago volvió a hacer ruidos.

La charla cesó cuando Perrin se encaminó hacia ellos y, antes de que llegase a la lumbre, las miradas de Santes y Gendar fueron de él a la tienda de Berelain, los rostros totalmente inexpresivos. Después se arrebujaron en su capa y se marcharon, evitando sus ojos. Rosene y Nana también miraron a Perrin y después hacia la tienda; rieron disimuladamente tras las manos. Perrin no supo si enrojecer o ponerse a dar gritos.

—¿Sabéis por casualidad dónde se están reuniendo los hombres del Profeta? —preguntó. Mantener un tono de voz desapasionado resultaba duro viendo las cejas enarcadas y las sonrisas de las dos mujeres—. Vuestra señora olvidó decirme el lugar exacto.

La pareja intercambió una mirada, oculta bajo las capuchas, y volvió a reír tapándose la boca con las manos. Perrin se preguntó si serían estúpidas, pero dudaba que Berelain soportara gente boba cerca de ella mucho tiempo.

Tras muchas risitas disimuladas, intercalando ojeadas hacia él, a la tienda de Berelain y entre ellas, Nana respondió que no estaba muy segura pero que creía que era en aquella dirección al tiempo que agitaba la mano vagamente hacia el sudoeste. Rosene añadió que había oído decir a su señora que se encontraban a unos tres kilómetros. O tal vez a unos cinco. Seguían riendo tontamente cuando Perrin se alejó. A lo mejor eran tontas de verdad.

Caminó cansinamente alrededor de la colina, pensando qué tenía que hacer. La profundidad del manto blanco por el que tuvo que avanzar, una vez que dejó atrás el campo mayeniense, no contribuyó precisamente a mejorar su malhumor. Y tampoco la decisión a la que llegó. Y había empeorado cuando alcanzó el campamento de su propia gente.

Todo se había hecho conforme a sus órdenes. Los cairhieninos, abrigados con las capas, se encontraban sentados en las carretas cargadas, con las riendas sujetas alrededor de la muñeca o pilladas bajo la cadera, y otras figuras de estatura baja se movían a lo largo de las hileras de remonta, tranquilizando a los caballos sujetos a ronzales. Los hombres de Dos Ríos que no se hallaban en la colina estaban en cuclillas alrededor de docenas de lumbres pequeñas repartidas entre los árboles, vestidos para cabalgar y sujetando las riendas de sus monturas. Nada de filas ordenadas, no como entre los soldados de los otros campamentos, pero se habían enfrentado a trollocs y a Aiel. Todos llevaban el arco colgado de través a la espalda, y la aljaba en la cadera, a veces equilibrando su peso con una espada, ya fuese larga o corta. Sorprendentemente, Grady estaba junto a una de las lumbres. Los dos Asha’man solían mantenerse apartados de los demás hombres, y viceversa. Nadie hablaba, simplemente se concentraban en mantenerse calientes. Los rostros sombríos revelaron a Perrin que Jondyn no había regresado aún, ni Gaul, ni Elyas ni ningún otro. Todavía quedaba una posibilidad de que la trajeran de vuelta. O, al menos, que descubrieran dónde la tenían retenida. Durante un tiempo pareció que aquéllas serían las dos últimas buenas ideas que iba a tener el resto del día. El Águila Roja de Manetheren y su propia bandera del Lobo Rojo colgaban flojamente bajo la nevada, en dos astiles apoyados contra un carro.

Había planeado utilizar aquellos dos estandartes con Masema del mismo modo que había hecho para bajar al sur, ocultando su intención tras lo obvio. Si un hombre estaba lo bastante loco para intentar reclamar la antigua gloria de Manetheren, nadie le prestaría atención; y por la mera razón de que marchaba con un pequeño ejército, siempre y cuando no remoloneara, la gente se sentía tan complacida de ver alejarse a un loco que no se molestaba en intentar detenerlo. Ya había suficientes problemas en el país para buscarse otros sin necesidad. Que luchasen otros, y sangraran y perdiesen hombres que harían falta cuando llegase el momento de la siembra en primavera. Las fronteras de Manetheren se habían extendido casi hasta donde ahora estaba Murandy, y, con suerte, Perrin podría haberse encontrado en Andor, donde Rand ejercía un fuerte dominio, antes de tener que renunciar al engaño. Ahora eso había cambiado, y sabía el precio. Un precio muy grande. Estaba dispuesto a pagarlo, sólo que no sería él quien lo pagaría. No obstante, lo acosarían las pesadillas por ello.

6

El olor de la locura

Perrin buscó a Dannil a través de la nevada; lo encontró junto a una de las lumbres, y se abrió paso entre los caballos. Los otros hombres se pusieron derechos y se apartaron lo bastante para dejarle paso. Sin saber si debían manifestar su compasión, apenas se atrevían a mirarlo, y apartaban bruscamente los ojos cuando lo hacían, ocultando el rostro bajo la capucha.

—¿Sabes dónde está la gente de Masema? —preguntó Perrin, y tuvo que disimular un bostezo tras la mano. Su cuerpo deseaba dormir, pero no había tiempo para eso.

—A unos cinco kilómetros al suroeste —contestó Dannil con voz agria, y se dio un tirón del bigote con irritación. De modo que esas dos tontas tenían razón, después de todo—. Agrupándose como los patos en el Bosque de las Aguas en otoño, y todos tienen pinta de haber despellejado a su propia madre.

Lem al’Dai, con su cara acaballada, escupió con asco entre la mella que le había quedado en los dientes tras la pelea sostenida con el guardia de un mercader de lana, mucho tiempo atrás. A Lem le gustaba pelear con los puños, y parecía ansioso de enzarzarse con algunos de los seguidores de Masema.

—Lo harían, si Masema se lo mandase —repuso quedamente Perrin—. Más vale que te asegures de que todos recuerden eso. ¿Os habéis enterado de cómo murieron los hombres de Berelain? —Dannil asintió con un brusco cabeceo, y algunos de los otros rebulleron y mascullaron furiosos entre dientes—. Así que lo sabéis. Todavía no hay pruebas.

Lem resopló, y los demás estaban tan sombríos como Dannil. Habían visto los cadáveres que dejaban a su paso los hombres de Masema. Empezó a nevar con más fuerza; los grandes copos caían sobre las capas de los hombres. Los caballos mantenían la cola metida hacia adentro para protegerse del frío. Dentro de unas pocas horas se desataría otra cellisca, si no antes. Un tiempo que no era para vivir sólo con el calor de una lumbre, sin refugio. Ni para viajar.

—Manda llamar a los que están en la colina, y empezad a moveros hacia donde tuvo lugar la emboscada —ordenó. Ésa era una de las decisiones que había tomado mientras iba hacia allí. Ya lo había retrasado demasiado, tanto daba quién o qué había ahí fuera. Los Aiel renegados llevaban mucha ventaja tal como estaban las cosas, y si se hubiesen encaminado en cualquier otra dirección que no fuese el sur o el oeste, alguien habría vuelto con noticias a esas alturas. Y estarían esperando que los siguiera—. Avanzaremos hasta que tengamos una idea más clara de hacia dónde dirigirnos, y entonces Grady o Neald nos llevarán allí a través de un acceso. Envía hombres para avisar a Berelain y a Arganda. Quiero que los mayenienses y los ghealdanos se pongan también en marcha. Destaca exploradores, y hombres que vigilen los flancos. Y diles que no estén tan ojo avizor a los Shaido como para que se olviden de que otros podrían querer matarnos. No quiero tropezar con nada ni nadie antes de saber que está ahí. Y pide a las Sabias que se mantengan cerca de nosotros. —No se fiaba de que Arganda no intentara someterlas a interrogatorio a pesar de sus órdenes. Si las Sabias mataban a algunos ghealdanos para defenderse, el tipo podría lanzarse de lleno al ataque, estuviese o no sujeto a vasallaje. Perrin tenía la sensación de que iba a necesitar hasta el último guerrero que pudiese encontrar—. Sé todo lo firme que puedas. O que te atrevas.

Dannil asumió el torrente de órdenes con tranquilidad, pero con la última su boca se torció en una mueca. A buen seguro, preferiría mostrarse firme con el Círculo de Mujeres de casa.

—A vuestras órdenes, lord Perrin —dijo con fría formalidad, al tiempo que se tocaba la frente con los nudillos, tras lo cual subió a la silla de arzón alto y empezó a impartir órdenes a voces.

Rodeado por hombres que se apresuraban a montar a caballo, Perrin cogió a Kenly Maerin por la manga cuando el joven acababa de poner el pie en el estribo, y le pidió que ensillara a Brioso y se lo trajera. Con una sonrisa de oreja a oreja, Kenly se tocó la frente con los nudillos.

—A vuestras órdenes, lord Perrin. Ahora mismo.

Perrin gruñó para sus adentros mientras Kenly avanzaba a zancadas hacia las hileras de caballos, llevando a su castrado castaño por las riendas. Ese joven cachorro no debería dejarse barba si no dejaba de rascársela continuamente. De todos modos era desgreñada.

Mientras esperaba que le llevaran su caballo, se acercó más a la lumbre. Faile decía que tenía que acostumbrarse a todo eso del tratamiento y las reverencias y los rascados de barbas crecidas, y la mayoría de las veces conseguía pasarlo por alto, pero en ese momento era como otra gota de hiel más. Podía sentir un abismo que se ensanchaba entre los demás hombres de casa y él, y al parecer él era el único que deseaba tender un puente. Gill lo encontró mascullando entre dientes, con las manos extendidas hacia el fuego de la lumbre.

—Perdonad si os molesto, milord —dijo Gill al tiempo que se inclinaba y se quitaba brevemente el sombrero, dejando al aire la cabeza apenas cubierta por pelo. El sombrero volvió de inmediato a su sitio, para protegerlo de la nieve. Criado en ciudad, el frío lo afectaba mucho. El orondo hombre no se mostraba obsequioso (pocos posaderos de Caemlyn lo hacían), pero parecía gustarle conservar cierta medida de formalidad. De hecho, había encajado en su nuevo puesto lo bastante para complacer a Faile—. Es el joven Tallanvor. Al romper el día, ensilló su caballo y partió. Dijo que le habíais dado permiso para que saliera si… si los grupos de búsqueda no habían regresado para entonces, pero, como no habéis dejado que salga nadie más, me pregunto…

El muy necio. Todo señalaba a Tallanvor como un soldado avezado, aunque nunca había dejado entrever gran cosa sobre su pasado; sin embargo, solo contra los Aiel, era como un conejo persiguiendo comadrejas. «¡Luz, querría estar cabalgando con él! No debí hacer caso a Berelain sobre las emboscadas». Pero había habido otra emboscada. Y los exploradores de Arganda podían tener el mismo final. Sin embargo, tenía que ponerse en marcha. Tenía que hacerlo.

—Sí —manifestó en voz alta—. Le dije que podía salir. —Si hubiese dicho otra cosa, después tendría que tenerlo en consideración. Los nobles hacían ese tipo de cosas. Si es que volvía a ver vivo al hombre—. Hablas como si quisieras ir también a la caza.

—Yo… aprecio mucho a Maighdin, milord —contestó Gill. Su voz tenía un timbre de dignidad y un atisbo de dureza, como si Perrin hubiese dicho que era demasiado viejo y gordo para esa tarea. Ciertamente olía a humillación, un efluvio picante e intenso, aunque su cara enrojecida por el frío mantenía una expresión relajada—. No como Tallanvor, por supuesto, pero la aprecio en cualquier caso. Y a lady Faile, por supuesto —se apresuró a añadir—. Lo que pasa es que parece que conozco a Maighdin de toda la vida. Merece una suerte mejor.

Perrin suspiró, y el aliento se condensó en una nubecilla blanca delante de su boca.

—Lo entiendo, maese Gill. —Y era verdad. Él deseaba rescatar a todos los que hubiesen hecho prisioneros, pero sabía que, si tuviera que escoger, cogería a Faile y dejaría a los demás. Con tal de salvarla, todo valía. El aire estaba cargado de olor a caballo, pero Perrin percibió a alguien que estaba irritado, y miró hacia atrás.

Lini le asestaba una mirada fulminante en medio del tumulto, apartándose sólo lo suficiente para no acabar atropellada accidentalmente por un animal mientras los hombres se apresuraban a formar en filas irregulares. Asía el borde de la capa con una de sus huesudas manos, y en la otra empuñaba un garrote forrado con latón, casi tan largo como su brazo. Lo asombroso es que no se hubiese ido con Tallanvor.

—Lo sabrás tan pronto como lo sepa yo —le prometió a la mujer. Unos ruidos en su estómago le recordaron repentina y enérgicamente el estofado que había despreciado. Casi podía saborear el carnero y las lentejas. Otro bostezo casi le descoyuntó las mandíbulas—. Perdóname, Lini —dijo cuando pudo hablar—. No dormí mucho anoche. Ni he probado bocado. ¿Hay algo de comer? ¿Un poco de pan, cualquier cosa que haya a mano?

—Todos comieron hace mucho —replicó secamente la mujer—. Ni siquiera quedan restos, y las cazuelas están limpias y guardadas. Si picoteáis de demasiados platos os merecéis un dolor de tripas que os haga reventar. Especialmente cuando no son vuestros platos.

Siguió mascullando entre dientes y lo miró ceñuda un momento más antes de dar media vuelta y echar a andar, lanzando miradas funestas a todo el mundo.

—¿Demasiados platos? —farfulló Perrin—. Pero si ni siquiera he comido uno. Ése es mi problema, no un dolor de tripa.

Lini avanzaba a través del campamento, abriéndose paso entre caballos y carros. Tres o cuatro hombres le hablaron al verla, y ella respondió de malas maneras a todos, e incluso agitaba el garrote si no se daban por aludidos. La mujer debía de estar loca de preocupación por Maighdin.

—¿O era ése otro de sus dichos? —preguntó Perrin, desconcertado—. Por lo general suelen tener más sentido.

—Eh… bueno, en cuanto a eso… Yo… —Gill se quitó el sombrero otra vez y miró el interior de la prenda, tras lo cual volvió a ponérselo—. Yo… Eh… Tengo que ocuparme de los carros, milord. He de asegurarme de que todo está dispuesto.

—Hasta un ciego vería que los carros están listos —le dijo Perrin—. ¿Qué ocurre?

Gill giró la cabeza a un lado y a otro, desesperado por encontrar cualquier otra excusa. Al no encontrarla, se encogió.

—Yo… Supongo que os enteraréis antes o después —farfulló—. Veréis, milord, Lini… —Inhaló aire profundamente—. Se dirigió al campamento mayeniense esta mañana, antes de amanecer, para ver cómo os encontrabais y… eh… por qué no habíais regresado. La tienda de la Principal estaba a oscuras, pero una de sus doncellas seguía despierta, y le dijo a Lini… Dio a entender que… Quiero decir… No me miréis así, milord.

Perrin suavizó el gesto y contuvo el rugido que empezaba a salir de su boca. O lo intentó, al menos. La rabia seguía en su voz cuando habló.

—Maldición, sólo dormí en esa tienda, hombre. ¡Eso es lo que hice! ¡Díselo!

Un violento ataque de tos sacudió al orondo Gill.

—¿Yo? —inquirió, con un hilo de voz cuando pudo hablar—. ¿Queréis que se lo diga yo? ¡Me partirá la cabeza si menciono semejante cosa! Creo que nació en Far Madding, en medio de una terrible tormenta. Probablemente mandó al trueno que se callara. Seguro que sí.

—Eres el shambayan —repuso Perrin—. No todo se reduce a vigilar la carga de los carros. —¡Oh, cómo deseaba morder a alguien!

Gill pareció notarlo y, tras murmurar una disculpa, hizo una brusca inclinación y se escabulló, ciñéndose la capa. No a buscar a Lini, de eso no le cabía duda a Perrin. Gill estaba a cargo del cuerpo de servicio, pero no de ella. Nadie daba órdenes a Lini excepto Faile.

Sumido en el desánimo, Perrin observó alejarse a los exploradores a través de la nevada, y ya había diez vigilando los árboles de alrededor antes de que perdieran de vista los carros. Luz, las mujeres creerían cualquier cosa de un hombre siempre que fuese algo malo. Y cuanto peor fuera, más hablaban de ello. Había creído que Rosene y Nana eran las únicas por las que tenía que preocuparse. Seguramente Lini se lo había contado a Breane, la otra doncella de Faile, nada más volver al campamento y, a estas alturas, Breane se lo habría contado a todas las mujeres del campamento. Había muchas entre los carreteros y los cuidadores de los caballos, y, siendo como eran los cairhieninos, a buen seguro no habrían tardado en compartirlo también con los hombres. Esa clase de cosas no era bien vista en Dos Ríos. Una vez que se tenía fama de esto o aquello, quitársela de encima no era fácil. De repente, vio desde una nueva perspectiva a los hombres que se apartaban para dejarle paso, y la forma indecisa de mirarlo, e incluso el gesto de Lem de escupir. En su memoria, la sonrisa de Kenly se convirtió en una mueca de complicidad. El único punto bueno en todo aquello era que Faile no lo creería. Desde luego que no. Seguro que no.

Kenly volvió trotando a trompicones a través de la nieve, llevando de las riendas a Brioso y a su larguirucho castrado. Los dos caballos acusaban las molestias del frío; tenían las orejas aplastadas hacia atrás y la cola pegada a las ancas, y el semental pardo no hizo el menor esfuerzo por morder a la montura de Kenly, como habría ocurrido en cualquier otro momento.

—Borra de una vez esa tonta sonrisita de tu cara —espetó Perrin mientras le cogía bruscamente las riendas de Brioso. El chico lo miró con recelo y después se escabulló, echando ojeadas hacia atrás.

Sin dejar de gruñir entre dientes, Perrin comprobó la cincha de la silla. Había llegado la hora de encontrar a Masema, pero no montó. Se dijo que era porque estaba cansado y hambriento, que sólo quería un poco de descanso y algo de comida en el estómago, si es que podía encontrar algo. Se lo dijo, pero no dejaba de ver granjas incendiadas y cadáveres de hombres, mujeres e incluso niños ahorcados junto a la calzada. Aun en el caso de que Rand estuviese todavía en Altara, había un largo camino hasta allí. Un largo camino, y él no tenía opción. Al menos, ninguna otra que se sintiese capaz de tomar.

Se encontraba de pie, con la frente apoyada contra la silla de Brioso, cuando una delegación de casi una docena de esos estúpidos jóvenes que se habían adherido a Faile fue en su busca. Se enderezó cansinamente, deseando que la nieve se los tragase a todos.

Selande, una mujer baja y delgada, se plantó junto a la grupa de Brioso, en jarras y ceñuda. Se las ingeniaba para dar la impresión de ir pavoneándose a pesar de estar inmóvil. A despecho de los copos que caían, llevaba un lado de la capa echado hacia atrás para darle más fácil acceso a la espada, lo que dejaba a la vista seis bandas brillantes en la pechera de la chaqueta, de color azul oscuro. Todas las mujeres llevaban atuendos varoniles, así como espadas, y por lo general eran aún más propensas a utilizarlas que los hombres, que ya era decir. Tanto ellos como ellas se mostraban muy susceptibles con todo el mundo, y habría habido duelos a diario si Faile no hubiese puesto remedio a tiempo. Hombres y mujeres por igual, el grupo entero de Selande olía a ira, hosquedad, malhumor y mal genio, todo revuelto, un conjunto que creaba un efluvio desagradablemente intenso para la nariz de Perrin.

—Os veo, milord Perrin —saludó formalmente Selande con su seco acento cairhienino—. Se están haciendo los preparativos para la partida, pero todavía se nos niega el acceso a nuestros caballos. ¿Querréis hacer el favor de enmendar ese asunto? —Habló como si fuese una orden.

Conque lo veía, ¿no? Pues ojalá él no la viese a ella.

—Los Aiel caminan —gruñó, y sofocó un bostezo, sin importarle un bledo las furiosas miradas que se ganó por ello. Intentó no pensar en dormir—. Si no queréis caminar, entonces montaos en los carros.

—¡No podéis hacer eso! —manifestó altaneramente una mujer teariana, que asía el borde de la capa con una mano y la empuñadura de la espada con la otra. Medore era alta, con brillantes ojos azules en un rostro de tez morena, y si no se la podía llamar hermosa era por muy poco. Las abultadas mangas de rayas rojas de su chaqueta resultaban muy chocantes con su generoso busto—. ¡Ala Roja es mi montura favorita! ¡No renunciaré a ella!

—Tercera vez —dijo enigmáticamente Selande—. Cuando acampemos esta noche, discutiremos tu toh, Medore Damara.

Supuestamente, el padre de Medore era un hombre entrado en años que se había retirado a sus posesiones del campo años atrás, pero Astoril seguía siendo un Gran Señor de todos modos. Según se consideraban tales cosas, ello situaba a su hija muy por encima de Selande, que sólo era una noble menor de Cairhien. Sin embargo, la teariana tragó saliva con esfuerzo y sus ojos se desorbitaron como si esperara ser desollada viva.

De pronto, Perrin ya no pudo seguir aguantando a esos idiotas y su interpretación de tres al cuarto de los Aiel y sus payasadas de niños bien.

—¿Cuándo empezasteis a espiar para mi mujer? —demandó.

No se habrían quedado más rígidos si la columna vertebral se les hubiese congelado.

—De vez en cuando realizamos pequeños encargos y tareas que nos ordena lady Faile —contestó Selande al cabo de unos instantes, con tono circunspecto. Exhalaba un intenso olor a cautela. Toda la pandilla olía a zorros preguntándose si un tejón habría ocupado su madriguera.

—¿Iba mi esposa realmente de caza, Selande? —gruñó furioso—. Nunca había querido hacerlo, hasta ahora. —La ira rugía dentro de su ser como un ardiente fuego que los acontecimientos del día habían avivado. Apartando a Brioso con la mano, se acercó un paso a la mujer, parándose imponente ante ella. El semental sacudió la cabeza hacia atrás al percibir su humor. A Perrin le dolía el puño de apretarlo sobre las riendas—. ¿O salió para reunirse con algunos de vosotros, procedentes de Abila? ¿La raptaron por vuestro jodido juego de espías?

Aquello no tenía sentido, y lo comprendió nada más haberlo dicho. Faile podría haber hablado con ellos en cualquier parte. Y jamás habría acordado reunirse con sus informadores —¡Luz, sus espías!— delante de Berelain. Siempre era un error hablar antes de pensar. Si estaba enterado de lo de Masema y los seanchan era gracias al trabajo de esos chicos. Sin embargo, deseaba arremeter, necesitaba descargar su ira, y los hombres a los que quería machacar hasta reducirlos a nada se encontraban a kilómetros de distancia. Con Faile.

Selande no retrocedió ante su estallido de cólera. Estrechó los ojos hasta convertirlos en rendijas, y abrió y cerró los dedos sobre la empuñadura de la espada; y no era la única.

—¡Nosotros moriríamos por lady Faile! —espetó—. ¡Nada de lo que hemos hecho la ha puesto en peligro! ¡Le prometimos lealtad por el juramento del agua!

A Faile, no a él, puso de manifiesto su tono. Perrin se dijo que debería disculparse; sabía que debería hacerlo. No obstante…

—Tendréis vuestros caballos si me dais vuestra palabra de que haréis lo que os mande y que no intentaréis ninguna acción precipitada. —«Precipitada» no era: la palabra adecuada para esa pandilla. Eran muy capaces de salir a galope tendido tan pronto como supieran dónde se encontraba Faile. Eran muy capaces de provocar que la mataran—. Cuando la encontremos, yo decidiré cómo rescatarla. Si vuestro juramento de agua dice otra cosa, hacedle un nudo, o el nudo os lo haré yo a vosotros.

La mujer apretó las mandíbulas y su ceño se volvió más pronunciado.

—¡Conforme! —accedió finalmente, como si le arrancasen la palabra a la fuerza.

Uno de los tearianos, un tipo narigudo llamado Carlon, empezó a protestar, pero Selande levantó un dedo y él cerró la boca. Con esa barbilla tan fina que tenía, seguramente lamentaba haberse afeitado la barba. La diminuta mujer tenía a esos necios en la palma de la mano, lo cual no la hacía menos necia a ella. ¡Conque el juramento del agua!

—Os obedeceremos hasta que lady Faile regrese —añadió, sin apartar los ojos de Perrin—. Después, volveremos a ser de ella. Y podrá decidir nuestro toh. —Aquello último parecía ir dirigido a los demás más que a él.

—De acuerdo —contestó. Trató de suavizar el tono, pero su voz seguía sonando dura—. Sé que le sois leales, todos vosotros. Eso lo respeto. —Seguramente era lo único que respetaba de ellos. Como disculpa no era gran cosa, y así fue como lo entendieron exactamente. Un gruñido de Selande fue la única respuesta que tuvo; y las miradas fulminantes de los demás cuando se marcharon. Entre toda esa pandilla no habían realizado un solo día de trabajo honrado.

El campamento se estaba quedando vacío. Los carros habían emprendido la marcha hacia el sur, deslizándose tras los caballos de tiro sobre las anchas tablas que sustituían a las ruedas. Los caballos dejaban profundos rastros, pero los deslizadores sólo marcaban surcos someros que los copos empezaban a cubrir rápidamente. Los últimos hombres que habían bajado de la colina montaban en las sillas y se unían a los otros, que avanzaban ya junto a los carros. Un poco apartado a un lado, el grupo de las Sabias empezó a pasar; incluso los gai’shain, que conducían a los animales de carga, iban montados. Ya fuera que Dannil se hubiera atrevido a mostrarse firme o no —esto último era lo más probable—, al parecer había sido suficiente. Las Sabias ofrecían un aspecto particularmente torpe a lomos de los caballos comparadas con la gracia de Seonid y Masuri, aunque no tan malo como el de los gai’shain. Todos los hombres y mujeres vestidos de blanco habían viajado montados a partir del tercer día de nevada, pero aun así iban inclinados sobre las perillas de las sillas y se aferraban al cuello o las crines de los animales como si temieran caerse al siguiente paso. Para empezar, conseguir que se montasen había requerido la orden expresa de las Sabias, y algunos todavía se bajaban de la silla y caminaban si no los veían.

Perrin montó a lomos de Brioso. Tampoco él tenía muy claro si se iría o no al suelo. No obstante, había llegado el momento de realizar ese trayecto que no deseaba hacer. Habría matado por un trozo de pan. O un poco de queso. O un suculento conejo.

—¡Se acercan Aiel! —gritó alguien desde la cabeza de la columna, y todos se detuvieron. Sonaron más gritos, pasando la noticia como si ya no lo hubiese oído de sobra todo el mundo, y los hombres descolgaron los arcos que llevaban a la espalda. Los carreteros se pusieron de pie en el asiento, escudriñando al frente, o bajaron de un salto para agazaparse junto al vehículo. Gruñendo entre dientes, Perrin taconeó a Brioso en los flancos.

En la cabeza de la columna, Dannil seguía montado en el caballo, así como los dos hombres que llevaban las puñeteras banderas, pero alrededor de una treintena estaban a pie, retiradas las protecciones de las cuerdas de los arcos y las flechas encajadas en ellas. Los hombres que sujetaban los caballos de los que habían desmontado se empujaban para señalar o intentar ver mejor. Grady y Neald también se encontraban allí, escrutando al frente con expresión concentrada, pero sentados tranquilamente en sus caballos. Todos los demás apestaban a agitación. Los Asha’man sólo olían a… estar prestos.

Perrin podía distinguir con mucha mayor claridad lo que ellos escudriñaban a través de los árboles: diez Aiel velados, trotando hacia ellos a través de la nevada. Uno conducía por las riendas a un alto caballo blanco, y un poco más atrás cabalgaban tres hombres, con capa y la capucha echada. Parecía haber algo raro en el modo en que los Aiel se movían. Y había un bulto atravesado y atado en la silla del animal blanco. Perrin sintió como si un puño le estrujase el corazón, hasta que reparó en que el tamaño del bulto no era lo bastante grande para que se tratara de un cadáver.

—Bajad los arcos —ordenó—. Ése es el castrado de Alliandre. Deben de ser los nuestros. ¿Es que no veis que todas son Doncellas? —Ninguna era lo bastante alta para ser uno de los hombres del Yermo.

—Apenas distingo si son Aiel —murmuró Dannil mientras lo miraba de reojo.

Todos daban por sentado que la vista de Perrin era excelente, e incluso se enorgullecían de ello —o solían hacerlo—, pero él intentaba que no supieran hasta qué punto era buena. Sin embargo, en ese momento le daba igual.

—Son los nuestros —le dijo a Dannil—. Que todo el mundo se quede aquí.

Lentamente, fue al encuentro del grupo que regresaba. Las Doncellas empezaron a retirarse los velos al verlo acercarse. Bajo la profunda capucha de uno de los hombres montados, Perrin distinguió la oscura tez de Furen Alharra. Entonces eran los tres Guardianes; sólo regresarían juntos. Sus caballos parecían tan cansados como él se sentía, casi exhaustos. Deseaba azuzar a Brioso para ponerlo a galope, para oír lo que tuvieran que informarle. Temía oírlo. Los cuervos se habrían cebado en los cuerpos, y los zorros, y quizá tejones, y sólo la Luz sabía qué más. A lo mejor habían pensado ahorrarle sufrimiento no trayendo lo que hubiesen encontrado. ¡No! Faile tenía que estar viva. Trató de fijar esa idea en su mente, pero dolía tanto como asir una cuchilla afilada con la mano desnuda.

Desmontó delante de ellos, se tambaleó y tuvo que agarrarse a la silla para no caer, presa de un embotamiento total por el intenso dolor que era aferrarse a aquella idea. Tenía que estar viva. Los pequeños detalles parecieron cobrar gran importancia por alguna razón. No era un solo bulto lo que iba atado a la trabajada silla, sino varios pequeños que parecían harapos enrollados. Las Doncellas llevaban raquetas de nieve, toscamente construidas con enredaderas y ramas flexibles de pino, que todavía conservaban las agujas. Por eso parecía que se movían de un modo raro. Jondyn debía de haberles enseñado cómo hacerlas. Perrin intentó concentrarse. Pensó que el corazón iba a salírsele del pecho.

Con las lanzas y la adarga sujetas en la mano izquierda, Sulin cogió uno de los pequeños envoltorios de tela atados a la silla antes de llegar junto a él. La cicatriz rosácea que surcaba su mejilla morena se torció al sonreír la mujer.

—Buenas noticias, Perrin Aybara —dijo quedamente mientras le tendía una tela de color azul oscuro—. Tu esposa vive.

Alharra intercambió una mirada con el otro Guardián de Seonid, Teryl Ivierno, que frunció el ceño. El Gaidin de Masuri, Rovair Kirklin, mantenía fija la mirada al frente con gesto pétreo. Era tan obvio como el bigote retorcido de Ivierno que ellos no estaban seguros de que fueran tan buenas noticias.

—Los demás continuaron para ver qué más podían descubrir —siguió informando Sulin—. Aunque ya hemos encontrado cosas raras de sobra.

Perrin dejó que el bulto que sostenía en la mano se desenrollara. Era el vestido de Faile, cortado por la parte delantera y a lo largo de las mangas. Inhaló profundamente, aspirando el olor de Faile, un leve rastro de su jabón de flores, un toque de su dulce perfume, pero, por encima de todo, el olor que era ella. Y ni rastro de sangre. Las demás Doncellas se agruparon a su alrededor; en su mayoría eran mujeres de edad, de rostros duros, aunque no tanto como el de Sulin. Los Guardianes desmontaron sin dar señales de que habían pasado la noche en la silla, pero siguieron detrás de las Doncellas.

—Asesinaron a todos los hombres —dijo la nervuda mujer—; pero, por las ropas que encontramos, Alliandre Kigarin, Maighdin Dorlain, Lacile Aldorwin, Arrela Shiego y otras dos más también fueron hechas gai’shain. —Las otras dos debían de ser Bain y Chiad; mencionar sus nombres, decir que habían sido capturadas, las habría cubierto de vergüenza. Perrin sabía algo sobre los Aiel—. Esto va contra la costumbre, pero las protege.

Ivierno frunció el entrecejo, dubitativo, y después intentó disimularlo ajustándose la capucha.

Los limpios cortes en la tela eran como los que se harían para despellejar a un animal, se le ocurrió de golpe a Perrin. ¡Alguien había desnudado a Faile cortándole la ropa!

—¿Sólo se llevaron mujeres? —La voz le temblaba.

Una joven Doncella carirredonda, llamada Briain, sacudió la cabeza.

—A tres hombres los habrían hecho gai’shain, creo, pero lucharon duramente y los mataron con cuchillo o lanza. Los demás murieron por flechas.

—No es eso, Perrin Aybara —se apresuró a decir Elienda, que parecía escandalizada. Era alta, con hombros anchos, y casi daba una imagen maternal, aunque Perrin la había visto tumbar a un hombre de un puñetazo. Hacer daño a un gai’shain es como hacérselo a un niño o a un herrero. No estuvo bien que tomaran a personas de las tierras húmedas, pero no puedo creer que hayan roto la costumbre hasta ese punto. Estoy convencida de que ni siquiera las castigarán si pueden mostrarse sumisas hasta que se las recupere. Hay otras que les advertirán cómo comportarse.

Otras; de nuevo Bain y Chiad.

—¿En qué dirección se fueron? —preguntó. ¿Podría ser sumisa Faile? No se la imaginaba así. Que lo intentase al menos, hasta que él pudiese encontrarla.

—Casi hacia el sur —contestó Sulin—. Más hacia el sur que hacia el este. Después de que la nieve ocultó su rastro, Jondyn Barran vio otras huellas, y dijo que los otros las siguen. Le creo. Ve tanto como Elyas Machera. Hay mucho que ver. —Metió las lanzas detrás del estuche del arco, a su espalda, se colgó la adarga de la empuñadura del pesado cuchillo del cinturón, y sus dedos se movieron veloces en el lenguaje de señas. Elienda desató un segundo bulto, más grande, y se lo tendió—. Hay mucha gente moviéndose ahí fuera, Perrin Aybara, y cosas extrañas. Creo que debes ver esto primero. —Sulin desenrolló otro vestido cortado, éste en color verde. Perrin creyó recordar que era de Alliandre—. Esto lo recuperamos donde capturaron a tu esposa. —Dentro, había amontonadas unas cuarenta o cincuenta flechas Aiel. En los astiles se veían manchas oscuras, y Perrin captó el olor de sangre seca.

»Taardad —continuó Sulin mientras cogía una flecha y la tiraba de inmediato al suelo—. Miagoma. —Tiró otras dos—. Goshien. —Aquéllas hicieron que torciese el gesto; ella era Goshien. Fue nombrando un clan tras otro, todos excepto el Shaido, tirando flechas hasta que casi la mitad estuvo amontonada a sus pies. Después sostuvo el vestido cortado con las dos manos, y luego tiró las demás—. Shaido —dijo en un tono significativo.

Apretando contra su pecho el vestido de Faile —su aroma calmaba el dolor que le atenazaba el corazón y al mismo tiempo lo acentuaba—, Perrin miró ceñudo las flechas desparramadas en la nieve. Los copos ya habían tapado a medias algunas.

—Demasiados Shaido —dijo por último.

Deberían estar todos atascados en la Daga del Verdugo de la Humanidad, a quinientas leguas de distancia. Pero si alguna de sus Sabias había aprendido a Viajar… Tal vez incluso uno de los Renegados… Luz, estaba discurriendo como un idiota —¿qué tenían que ver los Renegados con aquello?— en lugar de pensar con claridad. Sentía el cerebro tan cansado como el resto de su cuerpo.

—Los otros son hombres que no aceptan a Rand como el Car’a’carn. —Aquellos malditos colores surgieron como relámpagos en su cabeza. No tenía tiempo para nada que no fuese Faile—. Se unieron a los Shaido. —Algunas de las Doncellas eludieron sus ojos. Elienda lo miró iracunda. Sabían que algunos habían hecho eso, pero era una de esas cosas que no les gustaba que se dijese en voz alta—. ¿Cuántos calculáis que eran en total? No el clan al completo, desde luego. —Si los Shaido se encontraran allí en masa, habría algo más que rumores sobre ataques en otros pueblos. Aun con todos los demás problemas, Amadicia entera lo sabría.

—Suficientes para andarle cerca, creo —murmuró Ivierno entre dientes. Se suponía que Perrin no tenía que oírlo.

Sulin rebuscó entre los bultos cargados en la silla y sacó una muñeca de trapo, vestida con cadin’sor.

—Elyas Machera encontró esto justo antes de que emprendiésemos el camino de vuelta, a unos sesenta kilómetros de aquí. —Sacudió la cabeza y por un instante su voz y su olor se tornaron… sorprendidos—. Dijo que lo había olido debajo de la nieve. Él y Jondyn Barran encontraron arañazos en los árboles y aseguraron que estaban hechos por carros. Muchos carros. Si hay niños… Creo que puede ser todo un septiar, Perrin Aybara, Tal vez más de uno. Hasta un único septiar contará al menos con un millar de lanzas, y más si la situación lo requiere. Todos los hombres excepto los herreros cogerán una lanza si es preciso. Se encuentran a varios días de nosotros, hacia el sur. Puede que más días de los que calculo, con esta nieve. Pero creo que los que atraparon a tu esposa van a reunirse con ellos.

—Pues este herrero ha cogido una lanza —murmuró Perrin. Mil, tal vez más. Él contaba con más de dos mil, incluyendo a la Guardia Alada y los hombres de Arganda. Sin embargo, contra Aiel, la proporción favorecía a los Shaido. Toqueteó la muñeca que sostenía Sulin en la nervuda mano. ¿Estaría una niña Shaido llorando por haberla perdido?—. Vamos hacia el sur.

Se giraba para montar a Brioso cuando Sulin le tocó el brazo para detenerlo.

—Te dije que vimos más cosas. En dos ocasiones, Elyas Machera encontró heces de caballo y restos de lumbres bajo la nieve. Muchos caballos y muchas lumbres.

—Millares —intervino Alharra. Sus ojos negros se encontraron con los de Perrin, impasibles; su voz sonaba realista. Simplemente exponía un hecho—. Cinco, puede que diez mil o más, no es fácil calcular. Pero eran campamentos de soldados. Los mismos en ambos sitios, creo. Machera y Barran coinciden en ello. Sean quienes sean, se dirigen también más o menos al sur. A lo mejor no tienen nada que ver los Aiel, pero podrían estar siguiéndolos.

Sulin miró al Guardián ceñuda, con impaciencia, y continuó sin hacer apenas una pausa por su interrupción.

—Tres veces vimos criaturas voladoras, como las que dices que utilizan los seanchan, seres enormes con alas como murciélagos, y con gente montada en la espalda. Y dos veces vimos huellas así. —Se agachó, cogió una de las flechas y trazó una figura redonda, semejante a la huella de un oso grande, pero con seis dedos más largos que los de un hombre—. A veces se marcan garras —dijo, dibujándolas, más largas incluso que las de los grandes osos de las Montañas de la Niebla—. Anda con zancadas largas. Y creo que corre muy deprisa. ¿Sabes qué es?

Lo ignoraba (ni siquiera había oído hablar de un animal con seis dedos, excepto los gatos de Dos Ríos; le había sorprendido ver que los de cualquier otro sitio sólo tenían cinco), pero sí podía llegar a una buena suposición.

—Otro animal seanchan. —De modo que había seanchan al sur, además de Shaido, y… ¿Qué más? ¿Capas Blancas o un ejército seanchan? Sólo podían ser unos u otros. Confiaba en la información de Balwer—. Aun así, nos dirigimos hacia el sur.

Las Doncellas lo miraron fijamente, como si les hubiese dicho algo tan obvio como que estaba nevando. Subió a la silla de Brioso y se volvió hacia la columna. Los Guardianes fueron a pie, conduciendo por las riendas a sus agotados caballos. Las Doncellas cogieron el castrado blanco de Alliandre y trotaron hacia donde aguardaban las Sabias. Masuri y Seonid se acercaban en sus monturas, al encuentro de los Guardianes. Perrin se preguntó por qué no se habrían acercado todas para meter las narices en la conversación. Quizás era por algo tan simple como dejar que estuviese solo con su dolor si resultaba que las noticias eran malas. Quizá. Trató de que todo encajase en su cabeza. Los Shaido, fuesen cuantos fuesen. Los seanchan. El ejército montado, ya fuera de Capas Blancas o de seanchan. Era como las piezas de los rompecabezas que maese Luhhan le había enseñado a construir, giros intrincados de metal que se separaban o volvían a ajustarse, como un sueño, si se conocía el truco. Sólo que ahora su mente estaba hecha un lío, toqueteando piezas que no encajaban en ninguna parte.

Todos los hombres de Dos Ríos estaban a caballo de nuevo cuando Perrin llegó junto a ellos. Los que habían desmontado, con los arcos prestos, parecían un poco avergonzados. Todos lo observaban inquietos, con cautela.

—Está viva —anunció, y fue como si todos y cada uno de ellos volviese a respirar. Acogieron el resto de la información con una extraña impasibilidad, algunos incluso asintiendo con la cabeza, como si no hubiesen esperado menos.

—No será la primera vez que afrontamos algo estando en clara desventaja —comentó Dannil—. ¿Qué hacemos, milord?

Perrin torció el gesto. Dannil seguía más firme que un palo.

—Para empezar, Viajaremos unos sesenta kilómetros hacia el sur. Después, ya veré. Neald, adelántate y encuentra a Elyas y a los demás. Diles lo que estoy haciendo. A estas alturas, deben de encontrarse bastante más adelantados. Y ve con cuidado. No puedes combatir a diez o doce Sabias. —Un septiar entero debía de tener ese número de mujeres capaces de encauzar, como mínimo. ¿Y si había más de uno? En fin, eso sería una ciénaga que se plantearía cómo cruzar si llegaba el caso.

Neald asintió con la cabeza antes de hacer volver grupas a su castrado en dirección al campamento, donde ya había memorizado el terreno. Sólo quedaban unas pocas órdenes más que dar. Había que enviar jinetes para encontrar a mayenienses y ghealdanos, los cuales avanzarían por separado del mismo modo que acampaban aparte. Grady pensaba que era capaz de memorizar el terreno allí mismo antes de que los dos grupos los alcanzasen, de manera que no era necesario desandar el camino todos, en pos de Neald. Y eso sólo dejaba una cosa pendiente.

—Necesito encontrar a Masema, Dannil —dijo Perrin—. O a alguien que pueda darle un mensaje, en cualquier caso. Con suerte, no tardaré mucho.

—Si vais solo entre esa chusma, milord, sí que necesitaréis suerte —repuso Dannil—. Oí lo que algunos de ellos decían de vos: que erais un Engendro de la Sombra, por vuestros ojos. —Su mirada coincidió con los dorados ojos de Perrin y se desvió—. Y que el Dragón Renacido os había domado, pero que aun así erais un Engendro de la Sombra. Deberíais llevaros unas docenas de hombres para que os guardaran las espaldas.

Perrin vaciló y dio unas palmaditas en el cuello de Brioso. Unas docenas de hombres no bastarían si la gente de Masema pensaba realmente que era un Engendro de la Sombra y decidía tomarse la justicia por su mano. Probablemente ni todos los hombres de Dos Ríos serían suficientes. A lo mejor no era necesario informar a Masema; podía dejar que se enterase por sí mismo.

Sus oídos captaron el trino de un herrerillo, procedente de los árboles del oeste, seguido un instante después por un segundo gorjeo que resultó audible para todo el mundo, y la decisión ya no estuvo en sus manos. No le cabía duda, y se preguntó si aquello formaba parte de ser ta’veren. Tiró de las riendas de Brioso para que el caballo girara en esa dirección y esperó.

Los hombres de Dos Ríos supieron lo que significaba al oír la llamada de ese pájaro en particular, un ave de su tierra: se acercaban hombres, bastantes, y no necesariamente en son de paz. Habría sido el gorjeo de un piquituerto si hubieran sido amigos, o el grito de alarma de un sinsonte de haber sido claramente enemigos. En esta ocasión, su comportamiento fue mejor. A lo largo del costado occidental de la columna, hasta donde le alcanzaba la vista a Perrin a través de la nevada, un hombre sí y uno no desmontó y entregó las riendas de su caballo al que estaba a su lado, para aprestar el arco a continuación.

Los extraños aparecieron entre los dispersos árboles, desplegados en una línea para acrecentar la apariencia de su número. Eran unos cien, con dos en avanzada, pero su lento progreso por la nieve era obvio; iban con las lanzas enarboladas, pero no enristradas, sino asidas como si estuviesen prestas para colocarse bajo el brazo. Su paso era regular, sostenido. Algunos vestían piezas de armadura, el peto o el yelmo, pero rara vez ambos al tiempo. Aun así, iban mejor equipados que la generalidad de los seguidores de Masema. Uno de los dos en avanzada era el propio Masema; el rostro fanático miraba fijamente entre los pliegues de la capucha cual un feroz puma escudriñando desde su cueva. ¿Cuántas de aquellas lanzas habían lucido cintas rojas en la mañana del día anterior?

Masema no ordenó detenerse a sus hombres hasta que se encontró a unos pocos pasos de Perrin. Se retiró la capucha y su mirada recorrió la hilera de hombres desmontados y con arcos. No parecía notar la nieve que caía sobre su afeitada cabeza. Su compañero, un tipo más corpulento, con una espada a la espalda y otra en el arzón de la silla, mantuvo la capucha echada, pero a Perrin le pareció que también llevaba la cabeza afeitada. El tipo se las ingenió para estudiar la columna y observar a Masema con igual intensidad. Sus oscuros ojos ardían casi tanto como los de Masema. Perrin se planteó decirles que, a esa distancia, las flechas disparadas por los largos arcos de Dos Ríos traspasarían un peto y a quien lo llevara de parte a parte. Se planteó mencionar a los seanchan. Discreción, había aconsejado Berelain. Quizá fuese una buena idea, dadas las circunstancias.

—¿Venías a mi encuentro? —dijo de repente Masema. Hasta la voz del hombre hervía de intensidad. Nada, ni una sola palabra en su boca era intrascendente. Todo lo que tenía que decir era importante. La cicatriz pálida y triangular de su mejilla convirtió su inesperada sonrisa en una mueca retorcida. Y no había en ella calidez alguna—. No importa, ahora ya estoy aquí. Como sin duda ya sabrás, los que siguen al lord Dragón Renacido, ¡que la Luz ilumine su nombre!, rehusaron quedarse atrás. No podía exigirles que lo hicieran. Le sirven, al igual que yo.

Perrin imaginó una oleada de llamas extendiéndose a través de Amadicia, entrando en Altara y quizá llegando más allá, dejando tras de sí un rastro de muerte y destrucción. Respiró hondo, llenando los pulmones con el frío aire. Faile era más importante que cualquier otra cosa. ¡Cualquiera! Y, si se condenaba por ello, que así fuera.

—Conduce a tus hombres al este. —Le impresionó lo firme que sonaba su voz—. Te alcanzaré cuando pueda. Unos Aiel han secuestrado a mi esposa, y me dirijo hacia el sur para rescatarla. —Por una vez, vio sorprendido a Masema.

—¿Aiel? Entonces, ¿es cierto el rumor? —Miró ceñudo a las Sabias, situadas al otro lado de la columna—. ¿Al sur, dices? —Cruzó las manos enguantadas sobre la perilla de la silla y enfocó su mirada escrutadora en Perrin. La locura impregnaba el olor del hombre; Perrin sólo percibía demencia en ese efluvio—. Te acompañaré —dijo luego, como si acabase de tomar una decisión. Curioso, cuando se había mostrado tan ansioso por reunirse con Rand sin demora. Al menos, mientras no lo tocara el Poder para hacerlo—. Todos los que siguen al lord Dragón Renacido, ¡que la Luz ilumine su nombre!, vendrán. Matar salvajes Aiel es trabajar para la Luz. —Sus ojos se desviaron hacia las Sabias, y su sonrisa se tornó aún más fría que antes.

—Te agradecería tu ayuda —mintió Perrin. Esa chusma sería inútil contra Aiel Sin embargo, eran millares. Y habían rechazado ejércitos, aunque no ejércitos Aiel. Una pieza del rompecabezas que tenía en la cabeza se movió y encajó en su sitio. A punto de desplomarse por la fatiga, no supo exactamente cómo, pero sí que lo había hecho. En cualquier caso, no iba a ocurrir—. Pero me llevan una gran ventaja. Tengo intención de Viajar, de utilizar el Poder Único para alcanzarlos. Sé cómo te sientes al respecto.

Unos murmullos inquietos recorrieron las filas de hombres detrás de Masema, y hubo intercambio de miradas y movimiento en las armas. Perrin alcanzó a escuchar maldiciones y también «ojos amarillos» y «Engendro de la Sombra». El otro hombre con la cabeza afeitada asestó una mirada iracunda a Perrin, como si éste hubiese blasfemado, pero Masema se limitó a observarlo fijamente; parecía intentar abrirle un agujero en el cráneo y ver qué había dentro.

—Él sufriría si le ocurriese algo malo a tu esposa —dijo finalmente el loco. El énfasis señalaba a Rand claramente como el nombre que Masema no permitía que se pronunciara—. Será una… dispensa, en este caso. Sólo para encontrar a tu esposa, porque eres amigo suyo. Sólo por eso. —Habló sosegadamente, tratándose de él, pero sus ojos hundidos eran oscuro fuego, y una furia inconsciente le crispó el rostro.

Perrin abrió la boca, y después la cerró sin pronunciar palabra. Que el sol saliese por el oeste era tan imposible como que Masema dijera lo que acababa de decir. De repente Perrin pensó que Faile podía estar más segura con los Shaido de lo que él lo estaba en ese momento.

7

Las calles de Caemlyn

El séquito de Elayne atraía gran atención a medida que pasaba a lo largo de las calles de Caemlyn, que ascendían y bajaban siguiendo el trazado de las colinas de la ciudad. El Lirio Dorado sobre la pechera de su capa carmesí, orlada de piel, bastaba para que los habitantes de la capital la identificasen, pero aun así mantenía la capucha algo retirada, enmarcándole el rostro de manera que la única rosa dorada de la diadema de la heredera del trono fuera claramente visible. No sólo Elayne, Cabeza Insigne de la casa Trakand, sino Elayne, heredera del trono. Que todo lo mundo lo viera y lo supiera.

Las cúpulas de la Ciudad Nueva resplandecían blancas y doradas en la pálida luz matinal, y los carámbanos destellaban en las ramas desnudas de los árboles, alineados en el centro de las calles principales. Aunque el sol se encontraba próximo al cenit y brillaba en un bendito cielo despejado, no proporcionaba calidez. Por suerte, ese día no soplaba el viento. La temperatura era lo bastante fría para congelar el aliento, mas, limpio de nieve el adoquinado de las calles, incluso en los callejones más estrechos y sinuosos, la ciudad volvía a estar viva, rebosante de gente y bullicio. Los carreteros, tan uncidos a su trabajo como los caballos entre las lanzas, se arrebujaban en su capa con resignación mientras avanzaban despacio entre la muchedumbre. Una gran carreta de agua pasó traqueteando, vacía a juzgar por el ruido, de vuelta para que la rellenaran de nuevo a fin de combatir los frecuentes incendios provocados. Unos cuantos vendedores ambulantes y buhoneros desafiaban el frío para pregonar sus mercancías, pero la mayoría de la gente se desplazaba presurosa en sus quehaceres, ansiosa por encontrarse a resguardo lo antes posible. No es que apresurarse significara moverse muy deprisa. La ciudad estaba llena a reventar; la población había aumentado hasta superar la de Tar Valon. En aquel enjambre, hasta los pocos que iban a caballo no avanzaban más deprisa que los que iban a pie. A lo largo de toda la mañana, Elayne sólo había visto dos o tres carruajes moviéndose lentamente por las calles. Si sus pasajeros no estaban inválidos o no tenían ante sí un trayecto de kilómetros, es que eran unos necios.

Todos los que la veían a ella y a su grupo se paraban un momento, como poco, y algunos se la señalaban a otros, o levantaban a un niño para que pudiese contemplarla mejor y así pudiese contar a sus propios hijos que la había visto. La cuestión era si decían que habían visto a la futura reina o a la mujer que dirigía la ciudad durante un tiempo. La mayoría se limitaba a observarla atentamente, pero de vez en cuando unas cuantas voces coreaban a su paso «¡Trakand! ¡Trakand!» o incluso «¡Elayne y Andor!». Habría sido mejor que hubiese más vítores, si bien era preferible el silencio a los abucheos. Los andoreños solían ser gentes que expresaban abiertamente su opinión, y en especial los caemlineses. Habían estallado rebeliones y se habían destronado reinas a causa de que los caemlineses proclamaron su desagrado en las calles.

Una idea hizo temblar a Elayne. «Quien controla Caemlyn controla Andor», rezaba el viejo dicho; no era exactamente cierto, como Rand había demostrado, pero Caemlyn era el corazón de Andor. Había reclamado su dominio sobre la ciudad —el León de Andor y la Clave de Plata de Trakand compartían un lugar de honor en las torres de la muralla exterior— pero ella todavía no controlaba el corazón de Caemlyn, y eso era mucho más importante que controlar piedra y mortero.

«Algún día me aclamarán todos —se prometió a sí misma—. Me ganaré su aplauso». Ese día, sin embargo, las abarrotadas calles parecían vacías por las pocas voces que se alzaban. Ojalá Aviendha estuviese con ella, haciéndole compañía, pero Aviendha no veía razón de montarse en un caballo para pasear por la ciudad, simplemente. En cualquier caso, Elayne podía sentirla. Era distinto del vínculo con Birgitte, pero podía percibir la presencia de su hermana en la ciudad del mismo modo que se percibe en la misma habitación a una persona que no se ve, y resultaba reconfortante.

Sus compañeros también llamaban la atención. Tras apenas tres años siendo Aes Sedai, la cara atezada y cuadrada de Sareitha aún no había adquirido la cualidad intemporal, y parecía una mercader próspera con sus ropas de fino paño en color bronce, y el gran broche de plata y zafiros que sujetaba su capa. Su Guardián, Ned Yarman, cabalgaba pegado a sus talones, y desde luego atraía las miradas. Un hombre joven, alto, de hombros anchos, con brillantes ojos azules y un cabello trigueño que le caía en ondas hasta los hombros, lucía la cambiante capa de Guardián, que lo hacía parecer una cabeza sin cuerpo flotando sobre un alto castrado gris que tampoco parecía estar completamente allí, cubierta como estaba su grupa por la capa. No cabía error en lo que era, ni en que su presencia anunciaba a una Aes Sedai. El resto del grupo, formando un círculo en torno a Elayne para ir abriéndole paso entre la multitud, también atraía muchas miradas. Ocho mujeres con las chaquetas rojas y los bruñidos yelmos y petos de la Guardia Real no era algo que se viese todos los días. Ni hasta entonces, dicho fuera de paso. Elayne las había elegido entre los nuevos reclutas por esa misma razón.

Su lugarteniente, Caseille Raskovni, delgada y dura como cualquier Doncella Aiel, era algo fuera de lo común, guardia de una mercader, casi veinte años en el oficio, como ella decía. Las campanillas de plata en las crines de su enorme ruano la señalaban como arafelina, aunque había sido poco precisa respecto a su pasado. La única andoreña entre las ocho era una mujer canosa de semblante plácido y anchos hombros, Deni Colford, que había mantenido el orden en una taberna concurrida por carreteros, en la Baja Caemlyn, fuera de las murallas, otro trabajo duro y singular para una mujer. Deni no sabía aún cómo utilizar la espada que llevaba a la cadera, pero Birgitte decía que tenía las manos muy rápidas, y una vista más rápida aún, además de ser una experta con el garrote de tres palmos de largo que colgaba en su otra cadera. Las demás eran Cazadoras del Cuerno, mujeres dispares, altas y bajas, delgadas y anchas, jovencitas ingenuas o entradas en años, y con pasados igualmente distintos, aunque algunas se mostraban tan discretas como Caseille y otras obviamente exageraban su anterior condición social. Ninguna de esas actitudes era infrecuente entre los Cazadores del Cuerno. Pero todas habían aprovechado de buen grado la oportunidad de alistarse en la Guardia. Y, lo que era más importante, habían pasado la estricta inspección de Birgitte.

—Estas calles no son seguras para ti —dijo de repente Sareitha, que taconeó su montura castaña para situarse junto al flanco del castrado negro de Elayne. Fogoso casi logró asestar un mordisco a la acicalada yegua antes de que Elayne le retirara hacia un lado la cabeza con un seco tirón de las riendas. La calle por la que marchaban era estrecha, apiñando más a la multitud y obligando a las mujeres de la Guardia a cerrarse más a su alrededor. La cara de la hermana Marrón era la viva imagen de la compostura Aes Sedai, pero una obvia preocupación daba un timbre agudo a su voz—. Puede ocurrir cualquier cosa en semejante aglomeración. Recuerda quién se hospeda en El Cisne de Plata, a menos de cuatro kilómetros de aquí. Diez hermanas no se alojan en la misma posada porque busquen compañía entre las de su clase, simplemente. Es posible que Elaida las haya enviado.

—Y también es posible que no lo haya hecho —repuso tranquilamente Elayne, con más sosiego del que sentía en realidad. Eran muchas las hermanas que se mantenían al margen del conflicto entre Elaida y Egwene, hasta ver en qué acababa. Desde su regreso a Caemlyn, dos hermanas se habían marchado de El Cisne de Plata y otras tres acababan de llegar. Eso no sonaba como un grupo enviado con una misión. Y ninguna era del Ajah Rojo; Elaida no habría dejado de incluir Rojas en él. Aun así, se las estaba vigilando lo mejor posible, dadas las circunstancias, aunque eso no se lo dijo a Sareitha. Elaida quería cogerla, con mucho más ahínco de lo que desearía atrapar a una Aceptada huida o a una relacionada con Egwene y las «rebeldes», según las denominaba Elaida, pero Elayne no acababa de entender el porqué. Una reina que era Aes Sedai resultaría una gran baza para la Torre Blanca, pero no se convertiría en reina si la obligaban a regresar a Tar Valon. En realidad, Elaida había dado la orden de llevarla de vuelta, por cualquier medio necesario, mucho antes de que hubiera alguna posibilidad de que ocupase el trono hasta pasados muchos años. Era un enigma sobre el que había reflexionado en más de una ocasión, desde que Ronda Macura le había hecho beber aquella horrible infusión que embotaba la capacidad de encauzar de una mujer. Un enigma muy preocupante, sobre todo ahora, que estaba proclamando a los cuatro vientos dónde se encontraba.

Sus ojos se detuvieron un momento en una mujer de cabello negro, con la capucha de su capa azul retirada. La mujer apenas le dedicó una mirada de pasada antes de entrar en la tienda de un fabricante de velas. Una bolsa de tela, pesada en apariencia, colgaba de su hombro. Elayne decidió que no era una Aes Sedai, sino simplemente otra mujer que envejecía bien, como Zaida.

—En cualquier caso —siguió firmemente—, no me quedaré encerrada en palacio por miedo a Elaida. —¿Qué se traerían entre manos las hermanas que se hospedaban en El Cisne de Plata?

Sareitha resopló, y no flojo precisamente; pareció a punto de poner los ojos en blanco, pero luego lo pensó mejor. De vez en cuando, Elayne pillaba una mirada extraña de algunas de las otras hermanas instaladas en palacio, sin duda preguntándose cómo había sido ascendida al chal, aunque, al menos de cara al exterior, la aceptaban como una Aes Sedai, así como que su capacidad con el Poder la situaba por encima de cualquiera de ellas, salvo Nynaeve. Eso no bastaba para impedirles que manifestasen su opinión, a menudo de un modo mucho más rotundo que el que habrían usado con una hermana que ocupase su posición y hubiese alcanzado el chal a través de la forma habitual.

—Olvida a Elaida, entonces —dijo Sareitha—, y recuerda a quién más le gustaría tenerte en sus manos. Una piedra arrojada con puntería y serás un bulto inerte, fácil de cargar para llevárselo en medio de la confusión.

¿De verdad tenía Sareitha que decirle que el agua mojaba? Raptar a otros aspirantes al trono era casi una práctica tradicional, después de todo. Cada casa que le disputaba el trono contaba con seguidores en Caemlyn que esperaban atentos cualquier oportunidad, o ella se comería sus escarpines en el almuerzo. Tampoco era que fueran a tener éxito, no mientras pudiese encauzar, pero lo intentarían si se les presentaba la ocasión. Jamás había pensado que llegar a Caemlyn le proporcionara seguridad.

—Si no me atrevo a salir de palacio, Sareitha, jamás conseguiré que el pueblo me respalde —argumentó quedamente—. Deben verme segura, sin miedo, fuera y dentro. —Tal era la razón de que llevase ocho miembros de la Guardia en lugar de los cincuenta que Birgitte habría querido. La mujer se negaba a entender la realidad de la política—. Además, necesitarían dos piedras arrojadas con buena puntería, encontrándote tú aquí.

Sareitha resopló de nuevo, pero Elayne puso gran empeño en hacer caso omiso de la obstinación de la otra mujer. Ojalá pudiese obviar también su presencia, pero eso era imposible. Él paseo de esa mañana no era sólo para que la viesen. Halwin Norry le había presentado datos y cifras a montones con su voz monótona que casi conseguía dormirla, pero quería comprobar esos informes por sí misma. Norry era capaz de hacer que un disturbio sonase tan anodino como un informe sobre el estado de las cisternas de la ciudad o sobre los gastos de la limpieza de las alcantarillas.

En la multitud abundaban los forasteros: kandoreses con barba dividida, illianos con barba y sin bigote, arafelinos con campanillas de plata en las trenzas, domani de tez cobriza, altaraneses de tez olivácea, atezados tearianos, cairhieninos que se distinguían por su baja estatura y pálida piel. Algunos eran mercaderes, atrapados por la repentina llegada del invierno o que esperaban llevar la delantera a la competencia, gentes ampulosas, de rostros satisfechos, que sabían que el comercio era la sangre vital de las naciones; y todos y cada uno de ellos afirmaban ser una arteria principal aun cuando los delatara una chaqueta mal teñida o un broche de latón y cristal. Gran parte de los que iban a pie llevaban chaquetas desgastadas y raídas, pantalones hasta la rodilla, vestidos con los bajos rozados, y capas gastadas o ni siquiera eso. Eran refugiados, o expulsados de sus hogares por la guerra o gentes que se habían lanzado a los caminos en la creencia de que el Dragón Renacido había roto todos los vínculos que los ataban. Caminaban encogidos para protegerse del frío, el rostro demacrado, la expresión derrotada, dejándose llevar por el río de personas.

Al fijarse en una mujer de ojos apagados, que avanzaba tambaleante entre la multitud, cargada con un niño, Elayne sacó una moneda de la escarcela y se la dio a una mujer de la Guardia, una joven de mejillas tersas y ojos fríos. Tzigan afirmaba ser de Ghealdan, hija de un noble menor; en fin, posiblemente era ghealdana, al menos. Cuando la mujer se inclinó sobre la silla para tender la moneda, la mujer cargada con el niño pasó de largo sin percatarse, sin verla. Había demasiados así en Caemlyn. El palacio alimentaba a miles cada día, en cocinas repartidas por toda la ciudad, pero eran muchos los que ni siquiera tenían fuerzas para ir a recoger su ración de pan y sopa. Elayne alzó una plegaria por la mujer y su hijo mientras volvía a guardar la moneda en la escarcela.

—No puedes dar de comer a todos —musitó Sareitha.

—En Andor no se permite que los niños pasen hambre —contestó Elayne, como si publicara un edicto; lo cierto es que no sabía cómo impedirlo. Todavía quedaban víveres de sobra en la ciudad, pero ninguna orden podía obligar a la gente que comiera a la fuerza.

Algunos de los forasteros habían llegado en tal estado a Caemlyn, hombres y mujeres que ya no vestían harapos ni mostraban en su rostro una expresión de acoso. Fuera lo que fuera lo que los había obligado a huir de sus hogares, habían empezado a pensar que ya habían viajado suficientemente lejos, a olvidarse de los oficios o negocios que habían abandonado, a menudo junto con todo lo que poseían. Sin embargo, en Caemlyn, cualquiera con destreza en un oficio y un poco de empuje siempre encontraba un banquero con dinero fresco. Actualmente se abrían negocios nuevos cada día. ¡Había visto tres tiendas de relojeros en el transcurso de la mañana! Desde donde se encontraba, alcanzaba a ver dos tiendas en las que se vendía cristal soplado, y se habían construido casi treinta fábricas al norte de la ciudad. A partir de ahora, Caemlyn exportaría cristal en lugar de importarlo, así como vidrio. La ciudad tenía ahora encajeras cuyos productos eran tan finos como los de Lugard, lo que no era de extrañar puesto que casi todas ellas procedían de allí.

Aquello le levantó el ánimo —los impuestos que se recaudarían con aquellos nuevos negocios servirían de ayuda, aunque llevaría un tiempo hasta que el montante fuera sustancioso—, mas había otros en la muchedumbre que atrajeron su atención. Forasteros o andoreños, los mercenarios eran fácilmente reconocibles; hombres de rostros duros, portadores de espadas, que mantenían el paso arrogante incluso cuando su marcha se frenaba casi por completo por la apiñada multitud. Los guardias de mercaderes también iban armados, unos tipos duros que apartaban con el hombro a otros hombres que se encontraban en su camino, pero parecían sumisos y moderados al compararlos con los soldados a sueldo. Y, en conjunto, exhibían menos cicatrices. Los mercenarios salpicaban la muchedumbre como pasas en un pastel. Con tanto donde elegir y con la escasa oferta de trabajo debido al invierno, Elayne no creía que alquilar sus servicios saliese demasiado caro. A menos que, como Dyelin temía, le costase Andor. De algún modo tenía que encontrar suficientes hombres para que no hubiese mayoría de forasteros en la Guardia Real. Y el dinero para pagarles.

De repente fue consciente de Birgitte. La otra mujer estaba enfadada —últimamente siempre lo estaba— y se aproximaba. Muy enfadada y acercándose muy deprisa. Una combinación ominosa que empezó a tocar gongs de alarma en la cabeza de Elayne.

Inmediatamente dio la orden de regresar a palacio por la ruta más directa —ésa sería por la que Birgitte vendría; el vínculo la conduciría directamente a ella—, y giraron en la primera esquina en dirección sur, para salir a la calle de la Aguja. De hecho era una vía bastante ancha aunque serpenteaba como un río, subiendo una colina y bajando por otra, pero generaciones atrás había estado llena de fabricantes de agujas. Ahora unas cuantas posadas pequeñas y tabernas se apiñaban entre cuchilleros, sastres y toda clase de tiendas excepto de venta agujas.

Antes de que hubiesen llegado a la Ciudad Interior, Birgitte las encontró subiendo el callejón del Vendedor de Peras, donde un puñado de fruteros todavía se aferraba a sus tiendas transmitidas de padres a hijos desde los tiempos de Ishara, aunque había muy poco que ver en los escaparates en esa época del año. A despecho de la multitud, Birgitte apareció llevando su caballo al trote, la capa roja ondeando tras ella, dispersando a la gente a derecha e izquierda, y sólo refrenó su larguirucho rucio cuando las vio un poco más adelante.

Como para compensar sus prisas, dedicó unos instantes a estudiar a las mujeres de la Guardia y a devolver el saludo de Caseille antes de dar media vuelta a su montura para marchar al lado de Elayne. A diferencia de las otras, Birgitte no llevaba espada ni armadura. Los recuerdos de sus vidas pasadas se estaban borrando de su memoria —afirmaba que ahora no se acordaba de nada anterior a la fundación de la Torre Blanca, aunque algunos fragmentos todavía afloraban a su mente— pero había algo que aseguraba recordar sin ningún género de dudas: cada vez que había intentado usar una espada, había estado a punto de ensartarse a sí misma, e incluso lo había hecho en más de una ocasión. Su arco iba metido en un estuche de cuero, adosado a la silla, y al otro lado colgaba una aljaba repleta de flechas. La ira bullía en su interior, y su ceño se fue acentuando a medida que hablaba.

—Media docena de palomas llegaron volando al palomar de palacio hace un rato, con un mensaje de Aringill. Los hombres que escoltaban a Naean y a Elenia cayeron en una emboscada y fueron asesinados a menos de ocho kilómetros de la ciudad. Por suerte, uno de los caballos regresó con manchas de sangre en la silla, o no habríamos sabido nada de lo ocurrido hasta pasadas unas semanas. Dudo que nuestra suerte llegue a que a ese par lo hayan capturado unos bandidos para pedir rescate.

Fogoso cabrioleó unos pasos, y Elayne lo refrenó bruscamente. Entre la multitud, alguien gritó lo que quizá fue un vítor para Trakand. O no. Los tenderos intentaban atraer a los clientes voceando lo bastante alto para ahogar las palabras.

—De modo que tenemos un espía en palacio —dijo, y luego apretó los labios, deseando haber contenido la lengua delante de Sareitha.

A Birgitte eso no pareció importarle.

—A menos que haya un ta’veren rondando por ahí del que no tenemos noticia —repuso secamente—. Quizás ahora me permitas asignarte una guardia personal. Sólo unos pocos soldados de la Guardia Real, bien elegidos y…

—¡No! —El palacio era su casa. No aceptaría una guardia allí. Dirigió una ojeada a la Marrón y suspiró. Sareitha escuchaba con gran atención. No tenía sentido intentar ocultar cosas ahora. No esto—. ¿Informaste de ello a la doncella primera?

Birgitte le lanzó una mirada de soslayo que, combinada con una oleada de moderada indignación a través del vínculo compartido, le dijo que si creía que podía enseñar a tejer a su abuela.

—Se propone investigar a todos los criados que no llevaran al servicio de tu madre al menos cinco años. Aún no sé bien si lo que quiso decir es que los sometería a interrogatorio. Por la expresión de su cara cuando le di la información, me alegré de salir de su estudio con la piel entera. Yo me encargaré de investigar a otros.

Se refería a la Guardia Real, pero no lo expresó en voz alta al encontrarse Caseille y las demás delante. Elayne dudaba que descubriese espías entre ellos; el reclutamiento le daba a cualquiera la oportunidad perfecta para introducir informadores, cierto, pero no podían contar con que se los asignase a un servicio en el que enterarse de algo útil.

—Si hay espías en palacio —intervino Sareitha en voz baja—, puede que haya algo peor. Quizá deberías aceptar la sugerencia de lady Birgitte en cuanto a una guardia personal. Existe un precedente.

Birgitte le enseñó los dientes a la Marrón; si lo que pretendía era sonreír, fracasó estrepitosamente. Sin embargo, por mucho que le desagradara que se dirigieran a ella con el título, miró a Elayne, esperanzada.

—¡He dicho que no, y lo he dicho en serio! —espetó Elayne. Un mendigo, que se acercaba con una sonrisa desdentada y la gorra en la mano al círculo de caballos que avanzaba lentamente, se encogió y se escabulló entre la multitud antes de que ella tuviese tiempo de pensar siquiera en sacar una moneda de la escarcela. No sabía con seguridad cuánta de esa ira era suya y cuánta de Birgitte, pero era apropiada al caso.

«Debería haber ido personalmente a buscarlos —gruñó amargamente». En cambio, había tejido un acceso para el mensajero y se había pasado el resto del día reuniéndose con mercaderes y banqueros—. Al menos, debería haber ordenado que los acompañara como escolta toda la guarnición de Aringill. ¡Diez hombres muertos porque he cometido un error garrafal! ¡Peor aún, y que la Luz me asista, porque es muchísimo peor: he perdido a Elenia y a Naean por eso!

La gruesa trenza dorada de Birgitte, que colgaba por encima de la capa, se meció cuando la mujer sacudió enérgicamente la cabeza.

—Para empezar, las reinas no van por ahí corriendo, encargándose de todo ellas mismas. ¡Son jodidas reinas! —Su cólera estaba remitiendo un poco, pero por encima de todo había una gran irritación, y su tono reflejó ambas. Deseaba que Elayne tuviese guardia personal, probablemente incluso dentro del baño—. Tus días de aventuras han quedado atrás. Sólo faltaba que salieses de palacio a hurtadillas, disfrazada, para deambular por ahí de noche, cuando podrías acabar con la cabeza partida por un matón callejero.

Elayne se sentó muy erguida en la silla. Birgitte lo sabía, por supuesto —no conocía ningún modo de esquivar el vínculo, aunque no le cabía duda de que debía de haber alguno—, pero la mujer no tenía derecho a sacarlo a relucir en ese momento. Si Birgitte lanzaba las indirectas suficientes, tendría a otras hermanas siguiéndola con sus Guardianes y tal vez a escuadrones de la Guardia Real también. Todos actuaban de un modo terriblemente ridículo respecto a su seguridad. Cualquiera pensaría que jamás había estado en Ebou Dar, cuanto menos en Tanchico, o en Falme. Además, sólo lo había hecho en una ocasión. Hasta entonces. Y Aviendha iba con ella.

—Las calles oscuras y frías no tienen punto de comparación con un agradable fuego y un libro interesante —comentó Sareitha, como si hablase consigo misma. Contemplaba las tiendas ante las que pasaban y parecía muy interesada en ellas—. A mí me desagrada mucho caminar por un pavimento helado, sobre todo de noche, sin llevar siquiera una vela. Las mujeres jóvenes y bonitas a menudo piensan que unas ropas sencillas y una cara sucia las hacen invisibles. —El cambio fue tan repentino, sin alterar el tono, que al principio Elayne no asimiló lo que estaba oyendo—. Que unos pendencieros borrachos la dejen a una inconsciente de un golpe y que la arrastren a un callejón es un modo muy duro de aprender que se tenía una idea equivocada. Claro que, si una es lo bastante afortunada de contar con una amiga que la acompaña y que también puede encauzar, y si ésta tiene la suerte de que los matones no acierten a golpearla tan fuerte como se suponía… En fin, no siempre se tiene tanta suerte. ¿No estáis de acuerdo, lady Birgitte?

Elayne cerró los ojos un instante. Aviendha había dicho que alguien las seguía, pero ella tuvo la absoluta convicción de que se trataba de un simple asaltante. Además, no había ocurrido así. No exactamente. La mirada feroz de Birgitte prometía una charla para después. Se negaba a comprender que un Guardián no podía echar regañinas a su Aes Sedai.

—En segundo lugar —continuó Birgitte en tono sombrío—, diez hombres o casi trescientos, el puñetero resultado habría sido el mismo. Maldición, era un buen plan. Unos pocos hombres habrían podido traer a Naean y a Elenia a Caemlyn sin llamar la atención. Dejar sin guarnición Aringill habría atraído hasta el ultimo par de ojos del este de Andor, y quienquiera que los haya cogido habría llevado suficientes mesnaderos para asegurarse. Seguramente, a estas horas tendrían Aringill en sus manos, además. Por pequeña que sea la plaza fuerte, Aringill se interpone ante cualquiera que quiera hacer algún movimiento contra ti desde el este, y cuantos más soldados de la Guardia salgan de Cairhien, mejor que mejor ya que casi todos te son leales. —Para tratarse de alguien que afirmaba ser simplemente una arquera, entendía muy bien la situación. Lo único que se había dejado en el tintero era que se habían perdido los impuestos aduaneros del comercio fluvial.

—¿Quién los ha prendido, lady Birgitte? —preguntó Sareitha, que se inclinó para mirarla sin que Elayne, que estaba entre ellas, la estorbara—. Ésa sí es una cuestión muy importante.

Birgitte suspiró fuerte, casi como un gemido.

—Me temo que no tardaremos en saberlo —comentó Elayne. La Marrón enarcó una ceja inquisitiva, y Elayne intentó no rechinar los dientes. Parecía hacer eso muy a menudo desde que había regresado.

Una tarabonesa, con una capa de seda verde, se apartó del paso de los caballos e hizo una profunda reverencia, de manera que las finas trenzas asomaron bajo la capucha. Su doncella, una mujer diminuta cargada con pequeños paquetes, imitó torpemente a su señora. Los dos hombres que iban detrás, guardias que empuñaban varas largas con conteras de latón, permanecían alertas. Las chaquetas largas, de grueso cuero, frenarían casi todo excepto una cuchillada directa.

Elayne inclinó la cabeza mientras pasaba, para responder a la cortesía de la tarabonesa. Hasta ese momento, ningún andoreño le había dado esa muestra de respeto. El rostro atractivo tras el velo transparente denotaba demasiada edad para pertenecer a una Aes Sedai. ¡Luz, tenía ya problemas de sobra que resolver para empezar a preocuparse también por Elaida!

—Es muy sencillo, Sareitha —contestó con voz cuidadosamente controlada—. Si Jarid Sarand las capturó, Elenia dará una oportunidad a Naean. Declarar a la casa Arawn en favor de Elenia, con algunas propiedades a cambio como soborno para Naean, o si no acabar con la garganta rajada de oreja a oreja en alguna celda, en alguna parte, y su cadáver enterrado detrás de un granero. Naean no cederá fácilmente, pero su casa discute quién tiene el mando hasta que ella regrese, así que titubearán; Elenia amenazará con tortura y puede que la utilice, y finalmente Arawn apoyará a Sarand y a Elenia. Y enseguida se les unirán las de Anshar y Baryn; irán allí donde vean fuerza. Si es gente de Naean quien las tiene, será Naean la que ofrezca la misma elección a Elenia, pero Jarid se lanzará contra Arawn a menos que Elenia le diga que no lo haga, y no lo hará si cree que su esposo tiene alguna oportunidad de rescatarla. Así que debemos esperar para enterarnos en las próximas semanas de que las haciendas de Arawn están siendo destruidas por incendios.

«Si no es así —pensó—, tendré cuatro casas unidas a las que enfrentarme, ¡y ni siquiera sé aún si yo cuento con dos!»

—Eso está muy bien… razonado —dijo Sareitha, en cuya voz se advertía cierta sorpresa.

—No me cabe duda de que tú también habrías llegado a ello, con tiempo —repuso Elayne con excesiva dulzura, y sintió una punzada de placer cuando la otra hermana parpadeó. ¡Luz, su madre habría esperado que viese una situación así con diez años!

El resto del camino de vuelta a palacio transcurrió en silencio, y Elayne apenas reparó en las brillantes torres de mosaico y las hermosas vistas de la Ciudad Interior. En cambio, pensó en Aes Sedai en Caemlyn y en espías en palacio, en quién se había llevado a Elenia y a Naean, y hasta qué punto Birgitte podría aumentar los reclutamientos, y sobre si había llegado la hora de vender la plata de palacio y el resto de sus joyas. Una lista sombría que tomar en consideración, pero mantuvo el gesto relajado y respondiendo serenamente a los contados vítores que sonaban a su paso. Una reina no podía mostrarse asustada, sobre todo cuando lo estaba.

El Palacio Real era una exquisita confección de balconadas cinceladas en intrincados diseños y pasarelas con columnatas en la cima de la colina más alta de la Ciudad Interior, la más alta de Caemlyn. Sus esbeltas torres y doradas cúpulas se recortaban contra el cielo de mediodía, visibles a kilómetros de distancia, proclamando el poder de Andor. Las llegadas y salidas triunfales se realizaban por la fachada principal, en la plaza de la Reina, donde en el pasado ingentes multitudes se habían reunido para escuchar las proclamaciones de reinas y gritar sus vítores a las dirigentes de Andor. Elayne entró por la parte posterior; los cascos de fogoso repicaron en los adoquines cuando entró en el patio del establo principal. Era un espacio amplio, flanqueado en dos lados por hileras de las altas puertas en arco de las cuadras; en lo alto se asomaba un único corredor de piedra blanca, sencillo y sólido. Algunas de las altas pasarelas con columnatas ofrecían una vista parcial desde allá arriba, pero aquél era un lugar de trabajo. Delante de la sencilla columnata que daba acceso al palacio en sí había una docena de soldados de la Guardia, firmes junto a sus caballos, preparados para relevar a los que estaban de servicio en la plaza, pasando la inspección de su lugarteniente, un tipo canoso que cojeaba al caminar y que había sido portaestandarte a las órdenes de Gareth Bryne. A lo largo de la muralla exterior otros treinta guardias subían a sus monturas, dispuestos a iniciar su turno de patrulla en parejas por la Ciudad Interior. Normalmente, tendría que haber habido guardias cuya principal misión fuese mantener el orden en las calles; pero, con un contingente tan reducido, los que se encargaban de proteger el palacio también tenían que ocuparse de eso. Careane Fransi también se encontraba allí; era una mujer fornida, vestida con un elegante traje de montar, en rayas verdes, y una capa verde azulada. Montaba un castrado gris, en tanto que uno de sus Guardianes, Venr Kosaan, subía a su zaino en ese momento. Atezado, con pinceladas grises tanto en la barba como en el cortísimo cabello, el hombre, delgado como la hoja de una espada, se cubría con una capa corriente de color marrón. Al parecer no querían ir pregonando por ahí quiénes eran.

La llegada de Elayne provocó una fugaz reacción de sorpresa en los establos. No en Careane ni en Kosaan, por supuesto. La hermana Verde se limitó a observarla pensativamente bajo la protectora capucha, y Kosaan ni siquiera hizo eso. Simplemente saludó a Birgitte y a Yarman con un leve gesto de la cabeza, de Guardián a Guardián. Sin prestarles más atención, salieron tan pronto como la última mujer de la escolta de Elayne hubo pasado por la puerta reforzada con bandas de hierro. No obstante, entre los que montaban a lo largo de la muralla hubo quienes hicieron una pausa, con el pie en el estribo, para mirarlas intensamente, y también hubo cabezas que se giraron hacia las recién llegadas entre los hombres que pasaban la inspección, en posición de firmes. No se esperaba que Elayne volviese hasta dentro de una hora al menos, y salvo aquellos pocos que nunca pensaban más allá de lo que sus manos hacían en ese momento, todos en palacio comprendieron que la situación era inestable. Los rumores se propagaban entre los soldados más deprisa que entre otros hombres, que ya era decir habida cuenta de la afición que tenían a cotorrear. Ésos tenían que saber que Birgitte había partido con prisa, y ahora regresaba con Elayne, antes de tiempo. ¿Marcharía otra casa contra Caemlyn? ¿Iba a atacar? ¿Les ordenarían apostarse en las murallas, que no podían cubrir del todo, aun contando con los hombres que Dyelin tenía en la ciudad? Hubo unos momentos de sorpresa y preocupación; entonces el curtido lugarteniente bramó una orden, y las cabezas volvieron prestas a mirar al frente mientras los brazos subían y se cruzaban sobre el tórax en un saludo. Sólo tres, aparte del antiguo portaestandarte, se habían inscrito recientemente en la lista de reclutamiento, pero entre los demás no había novatos.

Mozos de cuadra, con uniformes rojos y el León Blanco bordado en un hombro, salieron presurosos de los establos, aunque en realidad era poco lo que tenían que hacer. Las mujeres de la Guardia desmontaron en silencio obedeciendo la orden de Birgitte y empezaron a conducir sus caballos a través de las altas puertas de las cuadras. Ella misma bajó de un salto de la silla y echó las riendas a uno de los mozos, aunque no consiguió ser tan rápida como Yarman, que se acercó presuroso a sujetar la brida del castrado gris mientras Sareitha desmontaba. Era lo que algunas hermanas llamaban «captura reciente», ya que llevaba vinculado hacía menos de un año —la expresión databa de una época en la que a los Guardianes no siempre se les preguntaba si querían el vínculo— y se mostraba muy diligente con sus deberes. Birgitte se limitó a ponerse en jarras, ceñuda, observando aparentemente a los hombres que patrullarían la Ciudad Interior durante las próximas horas y que salían de los establos en columna de a dos. No obstante, a Elayne le habría sorprendido que aquellos hombres ocuparan la mente de Birgitte más que de pasada.

En cualquier caso, ella tenía sus propios problemas. Procurando que no se notase mucho, estudió a la nervuda mujer que asía la brida de fogoso, y al tipo fornido que colocó junto al caballo un escabel forrado de cuero y sujetó el estribo para que desmontara. Él se mostraba imperturbable y deliberadamente adusto, mientras que ella estaba centrada en acariciar el hocico del animal a la par que le susurraba. Ninguno de los dos reparó especialmente en Elayne, aparte de dedicarle una respetuosa inclinación de cabeza; la cortesía venía a continuación de lo realmente importante: asegurarse de que no saliese despedida de la silla porque el caballo se asustara si quienes lo atendían empezaban a hacer reverencias bruscas. Tampoco importaba si ella necesitaba o no su ayuda para desmontar. Ya no se encontraba en el campo, y había que guardar las formas exigidas por la etiqueta. Aun así, procuró no fruncir el ceño. Desentendiéndose de ellos mientras se llevaban a fogoso, no miró hacia atrás. A pesar de querer hacerlo.

El vestíbulo sin ventanas al que se accedía por la columnata parecía envuelto en la penumbra aunque había encendidas lámparas de pie, cuya estructura era simple hierro forjado, con adornos espirales. Todo era utilitario: las cornisas de yeso y sin adornos, las paredes de piedra, blancas y lisas. Se había corrido la voz de su llegada, y antes de que hubiesen recorrido más de unos pasos dentro del vestíbulo aparecieron una docena de hombres y mujeres, inclinándose y haciendo reverencias, para ocuparse de las capas y los guantes. Sus uniformes se distinguían del que vestía el personal del establo en que llevaban cuellos y puños blancos, y que el León de Andor iba bordado sobre la parte izquierda de la pechera, en lugar de estar en el hombro. Elayne no conocía a ninguno de los que prestaban servicio ese día. La mayoría de la servidumbre de palacio era gente nueva, y otros, ya jubilados, habían regresado para sustituir a los que habían huido asustados cuando Rand tomó la ciudad. Entre ellos había un tipo calvo, de cara campechana, que eludió los ojos sin atreverse a mirarla directamente, como si temiese parecer descarado, y una mujer joven, que puso un poquito de excesivo entusiasmo en su reverencia y en la sonrisa, aunque quizá simplemente deseaba mostrar buena disposición. Elayne se alejó, seguida de Birgitte, antes de ceder al deseo de asestarles una mirada iracunda. La desconfianza tenía un sabor amargo.

Sareitha y su Guardián las dejaron al cabo de unos pasos; la hermana Marrón murmuró una disculpa sobre unos libros que quería consultar en la biblioteca. No era una colección pequeña, aunque no tenía punto de comparación con la de las grandes bibliotecas, y Sareitha se pasaba allí las horas muertas todos los días. A menudo sacaba volúmenes ajados por el paso del tiempo que, según ella, no se conocían en ninguna otra parte. Yarman la siguió pegado a los talones cuando la mujer giró en uno de los corredores laterales; resultaba curiosa la imagen de los dos: un oscuro y rechoncho cisne seguido por una cigüeña curiosamente grácil. El Guardián todavía llevaba la inquietante capa doblada con cuidado en un brazo. Los Guardianes rara vez dejaban esa prenda fuera de su alcance. Seguramente Kosaan llevaba la suya guardada en las alforjas.

—¿Te gustaría tener una capa de Guardián, Birgitte? —preguntó Elayne mientras caminaban. No por primera vez, envidió los amplios pantalones de la otra mujer. Hasta una falda pantalón convertía en un esfuerzo cualquier cosa que no fuese un paso tranquilo. Al menos iba calzada con botas de montar, en lugar de escarpines. No había suficientes alfombras para cubrir el suelo de los pasillos, además de los de las habitaciones; en cualquier caso, se desgastarían enseguida con el constante ir y venir de la servidumbre de palacio—. Tan pronto como Egwene tenga la Torre en su poder, me ocuparé de que te hagan una. Deberías tenerla.

—Me importan un pimiento las puñeteras capas —replicó sombría Birgitte. Un gesto de aprensión le tensaba los labios, dándoles una expresión dura—. Pasó tan deprisa que creí que habías tropezado y te habías golpeado la jodida cabeza. ¡Rayos y centellas! ¡Derribada por unos camorristas callejeros! ¡Sólo la Luz sabe lo que podría haber ocurrido!

—No tienes por qué disculparte, Birgitte. —La indignación empezó a fluir a través del vínculo, pero Elayne estaba dispuesta a aprovechar la ventaja. Las reprimendas de Birgitte en privado ya eran bastante malas de por sí, y no pensaba aguantarlas también en un corredor, con sirvientes por todas partes que iban y venían realizando sus tareas, o sacando brillo a los paneles tallados de las paredes o lustrando las lámparas de pie, que allí eran doradas. Apenas hacían una pausa en su trabajo para saludarlas con silenciosas reverencias a Birgitte y a ella, pero sin duda todos se preguntaban por qué la capitana general de la Guardia Real parecía un nubarrón tormentoso, y aguzaban el oído para captar cualquier cosa—. No estabas allí porque yo no quería que estuvieras. Apuesto a que Sareitha tampoco iba acompañada por Ned. —Parecía imposible que el rostro de Birgitte se ensombreciese más, pero ocurrió. A lo mejor había sido un error mencionar a Sareitha, así que Elayne cambió de tema—. Realmente debes hacer algo para mejorar tu lenguaje. Empiezas a hablar como uno de esos vagos callejeros de la peor calaña.

—Mi… lenguaje —murmuró peligrosamente Birgitte. Hasta sus pasos cambiaron, asemejándose más a los de un leopardo irritado—. ¿Eres tú la que critica mi lenguaje? Al menos yo siempre sé lo que significan las palabras que utilizo. Al menos sé qué encaja en dónde y qué no encaja.

Elayne se puso colorada, y su cuello adoptó una postura muy tiesa. ¡Ella también lo sabía! Bueno, casi siempre. A menudo, al menos.

—En cuanto a Yarman —prosiguió Birgitte, todavía en un tono bajo, aún peligroso—, es un buen hombre, pero aún no ha superado el encadilamiento de ser un Guardián. Probablemente salta cuando Sareitha chasquea los dedos. Yo nunca me encandilé, y no salto. ¿Es por eso por lo que me has ensillado con un título? ¿Pensabas que así me dominarías con las riendas? Tampoco sería la primera idea estúpida que concibe esa cabeza tuya. Para ser alguien que discurre con tanta claridad la mayoría del tiempo… En fin. Tengo un escritorio enterrado bajo puñeteros informes que he de tragarme, si es que espero conseguir que alguna vez llegues a tener siquiera la mitad de los guardias que quieres, pero mantendremos una larga charla al respecto esta noche. Milady —añadió con demasiado firmeza. Su reverencia casi fue una parodia burlona. Se alejó, y fue un milagro que su larga y rubia trenza no estuviese erizada como la cola de un gato furioso.

Elayne pateó el suelo con frustración. El título de Birgitte era una recompensa bien merecida, ganada de sobra desde que la había vinculado. Y mil veces merecida antes de eso. Vale, había pensado en lo otro, pero no hasta después de concederle el título. Tanto en su condición de noble comprometida por un juramento como en su condición de Guardián, Birgitte obedecía únicamente las órdenes que le parecían bien. Sí lo hacía, por supuesto, cuando era algo importante —cuando ella pensaba que era importante—, pero en cuanto a todo lo demás, sobre todo en lo que llamaba riesgos innecesarios o comportamiento impropio, sólo seguía su criterio. ¡Como si Birgitte Arco de Plata pudiese dar charlas a nadie sobre correr riesgos! ¡Y en lo referente a un comportamiento apropiado, ella se iba de juerga a las tabernas! ¡Bebía y jugaba y se comía con los ojos a los hombres guapos! Porque le gustaba mirar a los que eran atractivos, aunque prefiriese a los que parecían que les hubiesen machacado la cara a golpes. Elayne no quería cambiarla —la admiraba, la apreciaba, la tenía por amiga—, pero ojalá enfocase su relación más como la de un Guardián con su Aes Sedai, y menos como la de una hermana mayor y baqueteada con una alocada e infantil hermana menor.

De repente cayó en la cuenta de que se había quedado parada, mirando ceñuda al vacío. Los sirvientes vacilaban al pasar a su lado y agachaban la cabeza como si temieran que la iracunda mirada estuviese dirigida a ellos. Relajó el gesto y llamó con un ademán a un muchacho larguirucho y con la cara llena de acné que venía pasillo adelante. El chico hizo una torpe reverencia, tan pronunciada que perdió el equilibrio y por poco no se fue de bruces al suelo.

—Busca a la señora Harfor y dile que se reúna inmediatamente conmigo en mis aposentos —le ordenó, y luego añadió con una voz no exenta de amabilidad—: Y convendría que recordaras que quizás a tus superiores no les agradaría encontrarte contemplando embobado el palacio cuando deberías estar trabajando.

El chico se quedó boquiabierto, como si le hubiese leído el pensamiento. Quizá creía que lo había hecho, porque sus desorbitados ojos bajaron hasta el anillo de la Gran Serpiente. Luego soltó un ruido ahogado e hizo otra reverencia aún más pronunciada que la anterior antes de salir corriendo a más no poder.

Elayne sonrió a despecho de sí misma. Había sido un tiro a ciegas, pero el muchacho era demasiado joven para trabajar como espía de nadie, y demasiado nervioso para estar metido en algo en lo que no debería. Por otro lado… Su sonrisa se borró. Por otro lado, no era mucho más joven que ella.

8

Atha’an Miere y Allegadas

Elayne no se sorprendió al encontrarse con la primera doncella en el pasillo, antes de llegar a sus aposentos. La señora Harfor hizo una reverencia y luego caminó a su lado; llevaba una carpeta de cuero debajo de un brazo. Sin duda se había levantado tan temprano como Elayne, si no antes, pero la gonela escarlata daba la impresión de estar recién planchada, y el emblema de León Blanco de la pechera, tan limpio y blanco como nieve recién caída. Los sirvientes se movían con mayor prontitud y frotaban con más energía cuando la veían. Reene Harfor no era severa, pero dirigía el funcionamiento de palacio con una disciplina tan férrea como la impuesta antaño a la Guardia por Gareth Bryne.

—Me temo que todavía no he pillado a ningún espía, milady —dijo en respuesta a la pregunta de Elayne, en un tono destinado a ser oído únicamente por su señora—, pero creo que he descubierto un par de ellos. Una mujer y un hombre, ambos incorporados al servicio durante los últimos meses de reinado de vuestra madre. Abandonaron palacio tan pronto como se corrió la voz de que estaba interrogando a todo el mundo. Sin entretenerse en recoger sus pertenencias, ni siquiera una capa. Eso es tanto como admitir su culpabilidad, diría yo. A menos que tuviesen miedo de ser sorprendidos en alguna otra mala acción —añadió a regañadientes—. Ha habido casos de hurtos, me temo.

Elayne asintió pensativamente. Naean y Elenia habían pasado en palacio mucho tiempo durante los últimos meses del reinado de su madre. Una oportunidad más que suficiente para colocar espías a su servicio. No eran ellos los únicos que habían frecuentado el palacio, sino también otros que se habían opuesto a que Morgase Trakand ocupase el trono, que habían aceptado su amnistía una vez que lo ocupó y que luego la habían traicionado. Ella no cometería el mismo error que su madre. Oh, sí, tendría que haber amnistía en los casos en que fuese posible concederla —cualquier otra cosa sería plantar la semilla para una guerra civil—, pero planeaba mantener estrechamente vigilados a aquellos que se acogieran al perdón. Como un gato vigilando a una rata que afirmara haber perdido todo su interés en el trigo almacenado en los graneros.

—Eran espías, sin duda —dijo—. Y seguramente habrá más. No sólo al servicio de las casas. Las hermanas de El Cisne de Plata también podrían tener informadores en palacio.

—Seguiré indagando, milady —contestó Reene a la par que inclinaba levemente la cabeza.

Su tono era absolutamente respetuoso; ni siquiera enarcó una ceja, pero de nuevo Elayne se sintió como si intentara enseñar a su abuela a tejer. Con todo, deseó para sus adentros que Birgitte supiese mantener las formas como la señora Harfor.

—Habéis regresado muy pronto —continuó la primera doncella—. Me temo que tendréis una tarde muy ocupada. Para empezar, maese Norry desea hablar con vos. De un asunto urgente, según él. —Su boca se endureció un instante. Siempre exigía saber para qué quería la gente ver a Elayne, y así separar el grano de la paja y evitar que Elayne quedara enterrada bajo un montón de la segunda. Sin embargo, el jefe amanuense nunca veía necesario darle siquiera una pista del asunto que quería tratar, así como ella no le daba explicaciones tampoco. Ambos defendían con celo los límites de sus feudos. La mujer sacudió la cabeza, desestimando a Halwin Norry—. Después, una delegación de comerciantes de tabaco ha pedido audiencia con vos, así como otra de tejedores, las dos para solicitar la remisión de impuestos porque corren tiempos difíciles. Milady no necesita de mi consejo para responderles que corren tiempos difíciles para todos. Un grupo de mercaderes extranjeros también espera ser recibido. Es un grupo muy numeroso. Simplemente es para desearos lo mejor de un modo que no los comprometa, por supuesto. Quieren estar a buenas con vos sin ponerse a malas con los demás, pero os sugiero que acortéis la reunión todo lo posible. —Posó los gordezuelos dedos sobre la carpeta que llevaba debajo del brazo—. También las cuentas de palacio requieren que estampéis vuestra firma antes de presentárselas a maese Norry. Me temo que lo harán suspirar. No era de esperar en invierno, pero lo cierto es que casi toda la reserva de harina está plagada de gorgojos y polillas, y la mitad de los jamones curados se ha estropeado, al igual que casi todo el pescado ahumado. —Su voz sonó en todo momento muy respetuosa. Y muy firme.

«Yo gobierno Andor —le había dicho su madre en una ocasión, en privado—, pero a veces creo que Reene Harfor me gobierna a mí». Morgase lo había comentado con gesto risueño, pero también como si lo dijese en serio. Pensándolo bien, la señora Harfor sería mucho peor que Birgitte como Guardián.

Elayne no tenía pizca de ganas de reunirse con Halwin Norry ni con los comerciantes y mercaderes. Deseaba sentarse tranquila en sus aposentos y pensar en lo de los espías, y en quién tenía a Naean y a Elenia, y cómo podía contraatacar. Sólo que… maese Norry había mantenido viva a Caemlyn desde la muerte de su madre. A decir verdad, por lo que había podido ver en los libros de cuentas, lo había venido haciendo desde que Morgase cayó en las garras de Rahvin, aunque Norry siempre se refería de un modo vago a esa época. Parecía ofendido por los acontecimientos de entonces, aunque de un modo muy evasivo. No podía quitárselo de encima, simplemente. Además, nunca había manifestado urgencia por nada. Y la buena voluntad de los mercaderes no era un asunto para tomárselo a la ligera, aunque fuesen extranjeros. También hacía falta firmar las cuentas. ¿Gorgojos y polillas? ¿Y jamones estropeados? Aquello era realmente extraño.

Habían llegado a las altas puertas con leones tallados de sus aposentos. Leones más pequeños que los de las puertas de las habitaciones utilizadas por su madre, también éstas más grandes que las que usaba ella, pero Elayne ni siquiera se había planteado instalarse en los aposentos de la reina. Eso sería tan presuntuoso como sentarse en el Trono del León antes de que se reconociese su derecho a la Corona de la Rosa.

Con un suspiro, tendió la mano hacia la carpeta.

Al fondo del pasillo vio a Solain Morgeillin y Keraille Surtovni, caminando tan deprisa como era posible sin dar la impresión de ir corriendo. Un brillo de plata se dejó entrever en el cuello de la mujer de gesto hosco que caminaba casi estrujada entre ellas, aunque las Allegadas le habían puesto un largo pañuelo verde alrededor para ocultar la cadena del a’dam. Eso sí que daría que hablar, y alguien acabaría viéndolo antes o después. Habría sido mejor no tener que trasladarlas ni a ella ni a las demás, pero no podía evitarse. Entre Allegadas y Detectoras de Vientos, las habitaciones en las dependencias de la servidumbre habían tenido que ocuparse para acoger al numeroso grupo de mujeres, incluso instalándolas a dos o tres en una cama, y hubo que utilizar el sótano de palacio como almacén, en lugar de mazmorras. ¿Cómo se las arreglaba Rand para hacer siempre mal las cosas? Que fuese varón no bastaba como excusa. Solain y Keraille desaparecieron en una esquina, con su prisionera.

—La señora Corly ha pedido veros esta mañana, milady. —La voz de Reene mantuvo un tono cuidadosamente neutral. También ella había estado observando a las Allegadas, y en su ancho rostro asomó un atisbo de ceño pensativo. Las mujeres de los Marinos eran extrañas, pero una Detectora de Vientos de un clan y su séquito podían tener cabida en su concepto del mundo, aun cuando no supiese exactamente qué era una Detectora de Vientos de un clan. Una forastera de alto rango, era una forastera de alto rango, y de los forasteros se esperaba que fuesen raros. Pero no podía entender por qué Elayne había dado cobijo a casi ciento cincuenta mercaderes y artesanas. Ni «Allegadas» ni «Círculo de Labores de Punto» habrían significado nada para ella si hubiese oído esos nombres, y no comprendía las tensiones tan peculiares que existían entre esas mujeres y las Aes Sedai. Tampoco comprendía lo de las mujeres que habían traído los Asha’man, prisioneras en realidad aunque no estuviesen confinadas en celdas, pero sí recluidas y sin que jamás se les permitiese hablar con nadie salvo las mujeres que las escoltaban por los pasillos. La primera doncella sabía cuándo no debía hacer preguntas, pero no le gustaba no entender lo que estaba pasando en palacio. Su voz no cambió un ápice—. Dice que tiene buenas noticias para vos. En cierto modo —añadió—. No pidió audiencia, sin embargo.

Aunque las noticias sólo fuesen buenas en cierto sentido, era mejor que ponerse a repasar cuentas, y albergaba esperanzas respecto a lo que trataban esas noticias. Dejó de nuevo la carpeta en las manos de la primera doncella.

—Dejad esto sobre mi escritorio, por favor —dijo—. Y decidle a maese Norry que lo veré dentro de un rato.

Echó a andar en la dirección por la que habían aparecido las Allegadas con su prisionera, y a buen paso a pesar de la falda, ya que, fueran mejores o peores las noticias, tenía que recibir a Norry y a los mercaderes, por no mencionar el repaso de las cuentas y su firma. Gobernar significaba semanas interminables de trabajo pesado y aburrido, y horas contadas de hacer lo que se quería. Muy, muy contadas. Percibía a Birgitte en el fondo de su mente, un prieto nudo de absoluta irritación y frustración. Sin duda, estaba metida hasta las cejas con aquel montón de papeles. Bueno, en su caso, el único rato relajado que tendría en todo el día sería cambiarse la ropa de montar y tomar un almuerzo rápido. Así que caminó muy deprisa, tan absorta en sus pensamientos que apenas si veía lo que tenía delante. ¿Qué sería lo que Norry consideraba urgente? Seguramente nada que ver con la reparación de las calles. ¿Cuántos espías habría? Las probabilidades de que la señora Harfor los descubriese a todos eran escasas.

Al girar en una esquina, sólo la repentina percepción de otra mujer capaz de encauzar evitó que chocara con Vandene, la cual venía en dirección contraria. Recularon ambas con sobresalto. Aparentemente, la Verde también iba absorta en sus cavilaciones. Las dos mujeres que la acompañaban hicieron que Elayne enarcase las cejas.

Kirstian y Zarya vestían de blanco y se mantenían un paso por detrás de Vandene, con las manos enlazadas a la altura de la cintura, en actitud sumisa. Se habían peinado con el cabello atado atrás y no lucían joyas. A las novicias se las disuadía enérgicamente de llevar tales adornos. Habían sido Allegadas —de hecho, Kirstian había formado parte del Círculo— pero eran huidas de la Torre, y estaba prescrito, determinado por la ley de la Torre, el trato que debía dárseles aunque hiciese mucho tiempo que habían escapado. A aquellas que eran traídas de vuelta se les exigía ser absolutamente perfectas en todo lo que hacían, el vivo modelo de una iniciada ansiosa por alcanzar el chal, y pequeños deslices que podrían pasarse por alto a otras, en ellas eran castigados de manera inmediata y firme. Además, les aguardaba un castigo mucho más duro cuando llegasen a la Torre: ser azotadas con la vara en público; e incluso entonces estarían sujetas a continuar por ese camino recto y doloroso durante al menos un año. A una mujer huida que era devuelta a la Torre se le hacía entender sin ningún género de dudas que nunca jamás desearía escapar de nuevo. ¡Jamás! Las mujeres entrenadas sólo a medias eran demasiado peligrosas para dejarlas libres.

Elayne había intentado ser indulgente las contadas veces que había estado con ellas —las Allegadas no eran realmente mujeres entrenadas a medias; tenían tanta experiencia con el Poder Único como cualquier Aes Sedai, aunque no su aprendizaje—, lo había intentado, con el resultado de descubrir que la mayoría de las otras Allegadas lo desaprobaba. Al dárseles otra oportunidad de convertirse en Aes Sedai —al menos las que podían— abrazaban todas las leyes y costumbres de la Torre con un fervor increíble. La sorpresa de Elayne no se debía a la sometida ansiedad que se reflejaba en los ojos de las dos mujeres ni al modo en que parecían irradiar una promesa de buen comportamiento —querían tener esa oportunidad tan intensamente como cualquiera—, sino al hecho de que estuviesen con Vandene. Hasta ahora, ésta había hecho caso omiso de las dos.

—Te buscaba, Elayne —dijo Vandene sin preámbulos. Su blanco cabello, recogido en un moño bajo con una cinta de color verde oscuro, le otorgaba un aire de mujer de edad a despecho de sus tersas mejillas. El asesinato de su hermana había añadido una expresión de severidad que le daba el aspecto de un juez implacable. Había sido delgada, pero ahora estaba en los huesos y tenía las mejillas hundidas—. Estas pequeñas… —Se interrumpió, y una débil mueca le atirantó los labios.

Era la forma apropiada de referirse a las novicias; el peor momento para una mujer cuando iba a la Torre no era cuando descubría que no se la consideraría una adulta hasta que se ganase el chal, sino cuando se daba cuenta de que mientras llevase el blanco de novicia era realmente una niña, una pequeña que podría hacerse daño o hacérselo a otras por ignorancia o por cometer algún error garrafal. Sí, era la forma apropiada, pero incluso a Vandene debía parecerle chocante. La mayoría de las novicias llegaban a la Torre a los quince o los dieciséis años y, hasta hacía poco tiempo, no se las admitía si tenían más de los dieciocho, a excepción de unas pocas que se las habían arreglado para salir airosas con una mentira. A diferencia de las Aes Sedai, las Allegadas utilizaban la edad para marcar la jerarquía, y Zarya —que se había hecho llamar Garenia Rosoinde, aunque Zarya Alkaese era el nombre inscrito en el libro de novicias, y a ese nombre era al que ahora respondía— con su firme nariz y ancha boca, tenía más de noventa años, si bien por su aspecto se habría dicho que había entrado en la edad adulta no hacía mucho. Ninguna de las dos mujeres poseía aspecto intemporal a pesar de llevar tantos años utilizando el Poder, y la bonita Kirstian, con sus negros ojos, parecía algo mayor, alrededor de los treinta, cuando en realidad tenía más de trescientos. Era mayor incluso que Vandene, de eso no le cabía duda a Elayne. Kirstian había huido de la Torre hacía tanto tiempo que no le había parecido arriesgado utilizar de nuevo su verdadero nombre, o parte de él. No encajaban en absoluto en el patrón habitual de una novicia.

—Las «pequeñas» —continuó Vandene con mayor firmeza mientras un profundo ceño se marcaba en su frente— han estado dándoles vueltas a los acontecimientos de Puente Harlon. —Allí era donde su hermana había sido asesinada. Y también Ispan Shefar; pero, en lo que a Vandene concernía, la muerte de una hermana Negra era equiparable a la muerte de un perro rabioso—. Por desgracia, en lugar de guardar silencio sobre sus conclusiones, acudieron a mí. Al menos no le han dado a la lengua donde cualquiera pudiese oírlas.

Elayne frunció ligeramente el entrecejo. A estas alturas todo el mundo en palacio estaba enterado de esos asesinatos.

—No lo entiendo —dijo despacio. Y con cuidado. No quería darle pistas a la pareja de que habían sacado a la luz realmente secretos concienzudamente guardados—. ¿Han resuelto que fueron Amigos Siniestros en lugar de ladrones? —Ésa era la explicación que habían dado: dos mujeres en una choza aislada, asesinadas para robar sus joyas. Sólo Vandene, Nynaeve, Lan y ella sabían la verdad de lo ocurrido. Hasta ahora, al parecer. Debían de haber llegado a esa conclusión, o Vandene las habría despedido con cajas destempladas.

—Peor. —Vandene miró en derredor y después se desplazó unos pasos hacia el centro del cruce de los pasillos, obligando a Elayne a seguirla. Desde aquel punto podían ver a cualquiera que se acercara desde cualquiera de los corredores. Las novicias mantuvieron atentamente sus posiciones en relación con la Verde. Quizá ya se habían llevado un rapapolvo. Había muchos sirvientes a la vista, pero ninguno se dirigía hacia ellas ni se encontraba lo bastante cerca para oír lo que hablaban. De todos modos, Vandene bajó el tono de voz, aunque ello no fue óbice para que su desagrado resultara patente—. Su razonamiento las ha llevado a la conclusión de que la asesina tiene que ser Merilille, Sareitha o Careane. Un razonamiento bien desarrollado por su parte, tengo que admitir, pero para empezar no tendrían que haber pensado en eso. Tendrían que haber estado volcadas en sus lecciones con tanto interés como para no tener tiempo para nada más.

A despecho del ceño que dirigió a Kirstian y a Zarya, las dos novicias sonrieron encantadas. Había habido un cumplido soterrado en la regañina, y Vandene era parca en alabanzas. Elayne no comentó que las dos podrían haber estado un poco más ocupadas si Vandene se hubiese avenido a tomar parte en sus lecciones. La propia Elayne y Nynaeve tenían demasiadas obligaciones, y, puesto que las hermanas se habían sumado a las lecciones diarias impartidas a las Detectoras de Vientos —mejor dicho, todas menos Nynaeve—, ninguna tenía energías para dedicarles mucho tiempo a las dos novicias. ¡Enseñar a las Atha’an Miere era como ser pasada por el rodillo escurridor de la lavandería! Esas mujeres tenían poco respeto a las Aes Sedai, e incluso menos por el rango de cualquiera entre los «confinados en tierra».

—Al menos no hablaron con nadie más —murmuró. Un punto a favor, aunque pequeño.

Cuando habían encontrado a Adeleas y a Ispan resultó obvio que su asesina tenía que haber sido una Aes Sedai. Las había inmovilizado con los efectos paralizantes del espino carminita antes de matarlas, y era de todo punto imposible que las Detectoras de Vientos conociesen una hierba que sólo se encontraba muy tierra adentro. E incluso Vandene estaba segura de que entre las Allegadas no había Amigas Siniestras. La propia Ispan había huido siendo novicia, e incluso llegó a Ebou Dar, pero la habían atrapado antes de que las Allegadas se descubrieran ante ella, revelándole que eran algo más que unas cuantas mujeres expulsadas por la Torre que habían decidido ayudarla siguiendo un impulso. Sometida a interrogatorio por Vandene y Adeleas, había revelado muchas cosas. De algún modo se había resistido a hablar sobre el Ajah Negro, excepto la confesión de viejos complots llevados a cabo hacía mucho, pero se mostró ansiosa de contar todo lo demás una vez que Vandene y su hermana acabaron de ponerla en su sitio con los castigos que utilizaron. No se habían andado con miramientos y habían sondeado hasta lo más hondo a la Negra, pero Ispan sólo sabía sobre las Allegadas lo que cualquier otra hermana. Si hubiese habido Amigas Siniestras entre ellas, el Ajah Negro lo habría sabido. De manera que, por mucho que desearan que fuera de otra forma, se llegaba a la conclusión de que la asesina era una de las tres mujeres que todas habían llegado a apreciar. Una hermana Negra entre ellas. O más de una. Todas se habían esforzado desesperadamente para guardar aquello en secreto. La noticia haría cundir el pánico por todo el palacio, puede que por toda la ciudad. Luz, ¿quién más habría estado reflexionando sobre lo ocurrido en Puente Harlon? Y, en tal caso, ¿tendría el sentido común de guardar silencio?

—Alguien tiene que ocuparse de ellas —dijo firmemente Vandene—, impedir que causen más daño. Les hacen falta clases regulares y trabajo duro. —Los semblantes alegres de las dos novicias denotaban un atisbo de petulancia, pero desapareció un tanto tras ese comentario. Habían recibido pocas lecciones, pero muy duras y muy estrictas—. Y eso significa que habréis de ser o tú, Elayne, o Nynaeve.

—¿Qué habrá de ser Nynaeve? —preguntó alegremente la interesada, acercándose a ellas. De algún modo se había agenciado un chal de flecos amarillos y bordado con hojas y flores, pero lo llevaba caído en los dobleces de los codos. A pesar de la baja temperatura, lucía un vestido azul con un escote demasiado bajo para las costumbres de Andor, aunque la gruesa y oscura trenza, echada sobre el hombro y descansando sobre los senos, contribuía a que lo que mostraba no pareciera tanto. El pequeño punto rojo en el medio de la frente, el ki’sain, resultaba muy chocante. Según la costumbre malkieri, un ki’sain rojo señalaba a la mujer casada, y ella había insistido en llevarlo tan pronto como se enteró. Jugueteaba ociosamente con la punta de la trenza y parecía… satisfecha, una emoción que nadie solía asociar con Nynaeve al’Meara.

Elayne dio un respingo al reparar en Lan, unos cuantos pasos más atrás, caminando en círculo alrededor de ellas y manteniendo la vigilancia en ambos corredores. A pesar de ser tan alto como un Aiel y tener los hombros de un herrero, el hombre de rostro pétreo se las ingeniaba para moverse como un fantasma bajo la capa verde. Llevaba la espada en el cinto incluso dentro de palacio. A Elayne le provocaba un escalofrío siempre. La muerte miraba desde sus fríos ojos azules. Es decir, excepto cuando miraba a Nynaeve.

La satisfacción desapareció del rostro de la antigua Zahorí tan pronto como se enteró de cuál sería su tarea. Dejó de toquetear la trenza y la asió con fuerza.

—Escúchame bien. Elayne quizá pueda pasarse el día jugando a hacer política, pero yo tengo trabajo de sobra. Más de la mitad de las Allegadas habría desaparecido a estas alturas si Alise no las tuviera agarradas por el cuello; y, puesto que no tiene esperanza de alcanzar el chal, no estoy segura de cuánto tiempo más seguirá reteniendo a nadie. ¡Y las demás creen que pueden discutir conmigo! Ayer, Sumeko me llamó… ¡muchacha!

Enseñó los dientes, pero ella era la única culpable de aquello. Después de todo, era la que había machacado a las Allegadas repitiendo que tenían que demostrar carácter, en lugar de arrastrarse ante las Aes Sedai. Bien, pues indudablemente habían dejado de arrastrarse. En cambio, parecían dispuestas a tratar a las hermanas según los parámetros de su Regla. ¡Y esperaban que éstas lo admitieran de buen grado! Puede que no fuera exactamente culpa de Nynaeve que aparentara tener poco más de veinte años —había empezado a retardar muy pronto—, pero la edad era importante para las Allegadas, y ella había elegido pasar casi todo el tiempo. No se estaba dando tirones de la trenza; simplemente tiraba de ella tan firme y constantemente que debía de estar a punto de arrancársela de raíz.

—¡Y esas condenadas mujeres de los Marinos! ¡Malditas mujeres! ¡Malditas, malditas, malditas! ¡Si no fuera por ese puñetero acuerdo! ¡Sólo me faltaba tener que ocuparme de un par de novicias llorosas y quejicas!

Los labios de Kirstian se tensaron un instante, y los oscuros ojos de Zarya destellaron de indignación antes de que la mujer consiguiera adoptar de nuevo la actitud humilde. O una semblanza. Sin embargo, tenían el suficiente sentido común para saber que las novicias no abrían la boca para replicar a una Aes Sedai.

Elayne controló el deseo de tranquilizar la situación. Lo que quería realmente era dar de bofetadas a Kirstian y a Zarya. Lo habían complicado todo por no mantener callada la boca, para empezar. También quería dar un bofetón a Nynaeve. Así que finalmente las Detectoras de Vientos la habían acorralado, ¿verdad? Aquello no despertó compasión alguna en ella.

—Yo no estoy «jugando» a nada, Nynaeve, ¡y lo sabes muy bien! ¡Te he pedido consejo en muchas ocasiones! —Respiró hondo e intentó calmarse. Los sirvientes que veía detrás de Vandene y las dos novicias habían hecho un alto en sus tareas para observar disimuladamente al grupo de mujeres. Elayne dudaba que se hubiesen fijado siquiera en Lan, por imponente que fuera el Guardián. Unas Aes Sedai discutiendo era algo que merecía la pena ver; y de lo que había que mantenerse apartado—. Alguien tiene que hacerse cargo de ellas —añadió más tranquila—. ¿O es que piensas que se les puede decir simplemente que se olviden de todo esto? Míralas, Nynaeve. Déjalas solas e intentarán descubrir quién fue en un abrir y cerrar de ojos. No habrían acudido a Vandene si no hubieran creído que les permitiría ayudarla.

La pareja se convirtió en la viva imagen de la inocencia de una novicia, con los ojos muy abiertos, y sólo una pizca de ofensa ante una acusación tan injusta. Elayne no las creyó. Habían tenido toda una vida para practicar el arte del disimulo.

—¿Y por qué no? —dijo Nynaeve al cabo de un momento mientras se ajustaba el chal—. Luz, Elayne, debes tener presente que no son lo que normalmente esperamos de unas novicias.

Elayne abrió la boca para protestar; ¡y tanto que no lo eran! Nynaeve nunca había sido novicia, pero sí Aceptada, y no hacía tanto tiempo de eso; por cierto, ¡una Aceptada muy quejica! Abrió la boca, pero Nynaeve no le dejó meter baza.

—Vandene puede servirse bien de ellas, estoy convencida —arguyó—. Y, cuando no estén con eso, puede darles lecciones. Recuerdo que alguien me contó que ya habías enseñado a novicias anteriormente, Vandene. Ya está. Todo arreglado.

Las dos novicias sonrieron de oreja a oreja, unas sonrisas ansiosas, expectantes; sólo les faltó frotarse las manos. Pero Vandene frunció el ceño.

—No quiero tener novicias enredando a mi alrededor mientras me ocupo de…

—Estás tan ciega como Elayne —la interrumpió Nynaeve—. Tienen experiencia en conseguir que las Aes Sedai las tomen por algo distinto de lo que son. Pueden trabajar para ti, y eso te dará tiempo para que comas y duermas, cosas que no creo que estés haciendo ahora. —Adoptó una postura erguida y se echó el chal de manera que le cubría los hombros y los brazos. Era toda una representación. A pesar de su baja talla, semejante a la de Zarya, que era mucho más baja que Vandene o Kirstian, se las ingenió para dar la impresión de que era la más alta por varios dedos. Era una habilidad que Elayne querría dominar como ella. Aunque nunca lo intentaría llevando un vestido como ése. Nynaeve corría el peligro de salirse por el escote. Aun así, aquello no disminuyó la importancia de su propia presencia; era la pura esencia de quien sabe que tiene el mando—. Lo harás, Vandene —dijo firmemente.

El ceño de la Verde se borró lentamente, pero desapareció. Nynaeve estaba por encima de ella en el Poder, e, incluso en el caso de que ni siquiera pensara conscientemente en ese hecho, las normas implantadas profundamente en su ser la hicieron doblegarse, por muy a regañadientes que fuera. Para cuando se dio media vuelta hacia las dos mujeres de blanco, su semblante denotaba toda la firme compostura que había asumido desde la muerte de Adeleas. Lo que significaba simplemente que el juez quizá no ordenara la ejecución en ese mismo momento. Más tarde, quizá. Su consumido rostro se mostraba sereno, y totalmente severo.

—Enseñé a novicias durante un tiempo —dijo—. Muy poco tiempo. La Maestra de las Novicias pensó que era demasiado dura con mis alumnas. —El entusiasmo de la pareja de blanco se enfrió un poco—. Se llamaba Sereille Bagand. —El semblante de Zarya palideció tanto como el de Kirstian, y ésta se tambaleó como si hubiese sufrido un repentino mareo. Maestra de las Novicias y más tarde Sede Amyrlin, Sereille era una leyenda. La clase de leyenda que hace que uno se despierte sudando en mitad de la noche—. Y sí que como —le dijo Vandene a Nynaeve—. Pero todo me sabe a ceniza.

Tras un seco gesto a las dos novicias, las condujo por el pasillo pasando delante de Lan. Las mujeres de blanco caminaban de un modo un tanto inestable.

—Terca mujer —rezongó Nynaeve, que miraba ceñuda las espaldas de las mujeres que se alejaban, pero en su voz se advertía un timbre de compasión—. Conozco una docena de hierbas que la ayudarían a dormir, pero no quiere probarlas. Casi estoy pensando en echarle algo en el vino de la cena.

«Una dirigente sabia —pensó Elayne— sabe cuándo hablar y cuándo callar». En fin, eso era de sabios en cualquier persona. No comentó que el hecho de que Nynaeve llamase a alguien «terca» era como si el gallo llamase orgulloso al faisán.

—¿Sabes qué noticias son las que tiene Reanne? —preguntó en cambio—. Buenas noticias «en cierto sentido», según tengo entendido.

—No la he visto esta mañana —murmuró la antigua Zahorí, que seguía sin apartar la vista de Vandene—. No he salido de mis aposentos. —De repente se sacudió y, por alguna razón, miró con expresión desconfiada a Elayne. Y después a Lan, nada menos. El Guardián siguió montando guardia, imperturbable.

Nynaeve afirmaba que su matrimonio era maravilloso —a veces hablaba con increíble franqueza de ello con otras mujeres— pero Elayne pensaba que debía de mentir a fin de disimular la decepción. Probablemente Lan mantenía una actitud de alerta, presto para atacar, presto para luchar, incluso cuando dormía. Sería como estar acostada junto a un león hambriento. Además, ese rostro pétreo bastaba para helar cualquier lecho conyugal. Por suerte, Nynaeve no tenía ni idea de lo que estaba pensando. De hecho, la antigua Zahorí sonrió. Curiosamente, era una sonrisa divertida. Divertida y… ¿prepotente, podría ser? No, pues claro que no. Imaginaciones suyas.

—Sé dónde está Reanne —dijo Nynaeve mientras dejaba que el chal resbalara de nuevo hasta los dobleces de los codos—. Ven conmigo, te llevaré hasta ella.

Elayne sabía exactamente dónde estaría Reanne, ya que no se encontraba encerrada con Nynaeve, pero de nuevo contuvo la lengua y dejó que la antigua Zahorí la precediese. Era una especie de castigo autoimpuesto por discutir antes, cuando lo que debería haber hecho era calmar las cosas. Lan las siguió, con aquellos ojos fríos escudriñando a ambos lados. Los sirvientes ante los que pasaban se encogían cuando la mirada del Guardián caía sobre ellos. Una mujer muy joven, de cabello claro, llegó incluso a recogerse las faldas y salió corriendo, y en el camino chocó contra una lámpara de pie, que se tambaleó a punto de caer.

Eso le recordó a Elayne que debía contarle a Nynaeve lo de Elenia y Naean, y lo de los espías. Nynaeve se lo tomó con bastante tranquilidad. Estuvo de acuerdo con Elayne en que no tardarían en saber quién había rescatado a las dos nobles, y soltó un resoplido displicente por las dudas de Sareitha al respecto. A decir verdad, manifestó sorpresa de que no se las hubiese rescatado de la propia Aringill hacía mucho tiempo.

—No podía creer que siguieran allí cuando llegamos a Caemlyn. Era obvio para cualquier necio que antes o después se las trasladaría aquí. Resultaba mucho más fácil sacarlas de una pequeña villa. —Una pequeña villa. Antes, una población como Aringill le habría parecido enorme—. En cuanto a los espías… —Miró ceñuda a un hombre larguirucho, canoso, que llenaba de aceite una de las lámparas doradas, y sacudió la cabeza—. Por supuesto que hay espías. Sabía desde el principio que tenía que haberlos. Lo que tienes que hacer es llevar cuidado con lo que hablas, Elayne. No digas nada a nadie que no conozcas bien, a no ser que te dé lo mismo que todo el mundo esté enterado.

«Saber cuándo hablar y cuándo callar», pensó Elayne, fruncidos los labios. A veces hacer tal cosa era un verdadero castigo, con Nynaeve.

También la otra mujer tenía sus propias noticias que dar. Dieciocho de las Allegadas que las habían acompañado a Caemlyn ya no se encontraban en palacio. Sin embargo, no habían huido. Puesto que ninguna de ellas era lo bastante fuerte para Viajar, Nynaeve había tejido personalmente los accesos y las había enviado a Altara, Amadicia y Tarabon, en las tierras tomadas por los seanchan, donde intentarían encontrar a cualquier Allegada que no hubiese podido escapar y traerlas de vuelta a Caemlyn.

Habría sido un detalle por su parte si a Nynaeve se le hubiese ocurrido informarle de ello el día anterior, cuando se marcharon, o mejor aún cuando ella y Reanne decidieron enviarlas, pero Elayne tampoco mencionó eso.

—Es muy valeroso lo que hacen —dijo en cambio—. Evitar que las capturen no será fácil.

—Valeroso, sí —repitió Nynaeve, cuyo tono sonaba irritado. La mano subió de nuevo hasta la trenza—. Pero ésa es la razón de que las eligiéramos a ellas. Alise opinaba que eran las que con más probabilidad huirían si no les encargábamos alguna tarea. —Echó un vistazo hacia atrás a Lan, y bajó bruscamente la mano que subía hacia la coleta—. No entiendo cómo se propone hacerlo Egwene —suspiró—. Está muy bien eso de que a las Allegadas se las «asociará» de algún modo a la Torre, pero ¿cómo? La mayoría no posee fuerza suficiente para alcanzar el chal. Muchas ni siquiera pueden llegar a Aceptadas. Y desde luego no estarán dispuestas a pasarse el resto de su vida siendo novicias o Aceptadas.

En esta ocasión Elayne no dijo nada porque no sabía qué decir. La promesa debía cumplirse; ella en persona la había hecho. En nombre de Egwene, cierto, y por orden de Egwene, pero ella había pronunciado la frase, y no faltaría a su palabra. Sólo que no sabía cómo cumplirla a menos que Egwene se sacase de la manga algo realmente fabuloso.

Reanne Corly se encontraba exactamente donde Elayne había dado por hecho que estaría, en un pequeño cuarto con dos estrechas ventanas que se asomaban a un patio interior no muy grande, adornado con una fuente, aunque ésta estaba seca en esa época del año, y los cristales encajados en las ventanas hacían un tanto cargado el ambiente en la reducida estancia. El suelo era de sencillas baldosas oscuras, sin alfombra, y por todo mobiliario sólo había una mesa y tres sillas. Dos personas acompañaban a Reanne cuando Elayne entró. Alise Tenjile, con un sencillo vestido gris de cuello alto, alzó la vista desde el extremo opuesto de la mesa. Aparentemente en la madurez, era una mujer de aspecto agradable, corriente, que resultaba realmente excepcional cuando se la llegaba a conocer aunque podía mostrarse muy desagradable cuando era necesario. Una única ojeada y después volvió a poner su atención en lo que ocurría en la mesa. Ni Aes Sedai ni Guardianes ni herederas del trono impresionaban a Alise; ya no. La propia Reanne estaba sentada a un lado de la mesa; su cara marcada de arrugas y con más cabellos grises que oscuros, lucía un vestido verde más trabajado que el de Alise. Se la había despedido de la Torre después de fallar en la prueba para ascender a Aceptada, y al encontrarse con la oferta de una segunda oportunidad no había tardado en adoptar los colores de su Ajah preferido. Enfrente de ella se encontraba una mujer regordeta, vestida con sencillo paño marrón, en cuyo rostro se plasmaba un gesto de desafiante obstinación mientras que sus oscuros ojos estaban clavados en Reanne, evitando la correa plateada del a’dam que yacía como una serpiente sobre la mesa, entre ellas. Sus manos acariciaban el borde del tablero, sin embargo, y Reanne exhibía una sonrisa segura que acentuaba las finas arrugas en los rabillos de los ojos.

—No me digas que has conseguido hacer entrar en razón a una de ellas —comentó Nynaeve antes incluso de que Lan hubiese cerrado la puerta tras ellos. Miró ceñuda a la mujer de marrón como si quisiera abofetearla, si no algo peor, y después sus ojos se desviaron hacia Alise.

A Elayne le parecía que Nynaeve se sentía algo intimidada por Alise; ésta, a pesar de no ser apenas fuerte en el Poder —nunca alcanzaría el chal—, sabía cómo ponerse al mando cuando quería y hacía que todos los que estaban a su alrededor lo aceptasen así. Incluidas Aes Sedai. Elayne pensó que ella también se sentía un tanto intimidada por Alise.

—Siguen negando que pueden encauzar —rezongó Alise, cruzándose de brazos y mirando con dureza a la mujer sentada enfrente de Reanne—. Realmente no pueden, pero siento… algo. No exactamente la chispa de una mujer con el don innato, pero casi. Es como si estuviese a punto de ser capaz de encauzar, a punto de dar el paso. Nunca había percibido nada igual. Al menos ya no tratan de atacarnos con los puños. ¡Creo que las puse derechas respecto a eso!

La mujer de marrón le lanzó una fugaz y huraña ojeada, pero apartó la vista ante la firme mirada de Alise y su boca se torció con una mueca enfermiza. Cuando Alise ponía derecho a alguien, lo ponía derecho de verdad. Las manos de la mujer seguían deslizándose por el borde del tablero. Elayne creía que ni siquiera era consciente de estar haciéndolo.

—También siguen negando que ven los flujos, pero están intentando convencerse a sí mismas —abundó Reanne con su voz musical, de timbre agudo. Continuó sosteniendo la mirada obstinada de la otra mujer con una sonrisa. Cualquier hermana habría envidiado la serenidad y el aplomo de Reanne. Había sido la Decana del Círculo de Punto, la más alta autoridad entre las Allegadas. De acuerdo con su Regla, el Círculo existía sólo en Ebou Dar, pero seguía siendo la mayor de las que se encontraban en Caemlyn, cien años mayor que cualquier Aes Sedai de la que se tuviese memoria, e igualaba a cualquier hermana con su aire de sosegado mando—. Afirman que las engañamos con el Poder, que lo utilizamos para hacerles creer que el a’dam puede retenerlas. Antes o después, se les acabarán las mentiras. —Tiró del a’dam hacia así y abrió el broche del collar con un movimiento diestro—. ¿Lo intentamos, Marli?

La mujer de marrón, Marli, siguió evitando mirar el objeto de metal plateado que Reanne sostenía en las manos, pero rebulló y sus dedos se agitaron sobre el borde de la mesa.

Elayne suspiró. Menudo regalo le había enviado Rand. ¡Regalo! Veintinueve sul’dam seanchan perfectamente dominadas por un a’dam, y cinco damane —detestaba ese término, que significaba Atadas con Correa o simplemente Atadas, pero eso es lo que eran—, cinco damane a las que no se les podía quitar el collar porque tratarían de liberar a las mujeres seanchan que las habían tenido sometidas. Unos leopardos atados con cuerda habrían sido mejor regalo. Al menos los leopardos no podían encauzar. Se las había puesto al cuidado de las Allegadas porque nadie más disponía de tiempo.

Con todo, Elayne había comprendido al punto qué había que hacer con las sul’dam: convencerlas de que podían aprender a encauzar, y después mandarlas de vuelta con los seanchan. Aparte de Nynaeve, sólo Egwene, Aviendha y unas pocas Allegadas estaban al tanto de su plan. Nynaeve y Egwene albergaban dudas sobre él; pero, por mucho que las sul’dam intentasen ocultar lo que eran una vez que hubiesen regresado, al final alguna cometería un desliz. Y eso sin contar con que informasen de todo de inmediato. Los seanchan eran gentes peculiares; incluso las damane seanchan creían firmemente que cualquier mujer con capacidad de encauzar debía ser atada con correa por el bien de todos los demás. Las sul’dam, con su habilidad de controlar a las mujeres que llevaban el a’dam, eran muy respetadas entre los seanchan. El descubrimiento de que las propias sul’dam podían encauzar sería un golpe que haría temblar los propios cimientos de su sociedad, puede que incluso resultase demoledor. Al principio había parecido un plan tan sencillo…

—Reanne, me dijeron que tenías buenas noticias —dijo—. Si no es que las sul’dam han empezado a desmoronarse, entonces ¿de qué se trata?

Alise miró ceñuda a Lan, que montaba guardia junto a la puerta, en silencio; a la mujer no le hacía gracias que él conociese sus planes; pero no dijo nada.

—Un momento, por favor —murmuró Reanne. No era realmente una petición. En verdad, Nynaeve había hecho un buen trabajo; más bien se había excedido en su intento de que las Allegadas cobraran confianza en sí mismas—. Ella no tiene por qué enterarse.

El brillo del saidar la envolvió de repente. Movió los dedos al tiempo que encauzaba, como si guiase los flujos de Aire que retenían a Marli en la silla; después los ató y unió las manos en forma de cuenco, como si moldeara la salvaguardia contra oídos indiscretos que acababa de tejer alrededor de la mujer. Los gestos no eran parte del encauzamiento, naturalmente, pero sí necesarios para ella, ya que había aprendido los tejidos de ese modo. Los labios de la sul’dam se crisparon ligeramente en un gesto de asco. El Poder Único no la asustaba en absoluto.

—Tranquila, tómate el tiempo que necesites. No hay prisa —comentó Nynaeve con acritud, puesta en jarras. Era obvio que Reanne no la intimidaba como le ocurría con Alise.

Claro que tampoco Nynaeve intimidaba ya a Reanne. Ésta no se apresuró, sino que examinó el trabajo que había hecho y después asintió con aire satisfecho antes de ponerse de pie. Las Allegadas habían intentado siempre encauzar lo menos posible, y ahora la mujer disfrutaba enormemente de la libertad de utilizar el saidar tantas veces como quisiera, además de ser una satisfacción para ella realizar bien los tejidos.

—La buena noticia —dijo mientras se alisaba los pliegues de la falda— es que tres de las damane parecen dispuestas a desprenderse de sus collares. Quizá.

Elayne enarcó las cejas e intercambió una mirada de sorpresa con Nynaeve. De las cinco damane que Taim les había llevado, una había sido capturada por los seanchan en Punta de Toman, y otra en Tanchico. Las demás eran seanchan.

—Dos de las seanchan, Marille y Jillari, todavía insisten en que merecen estar atadas, que es necesario que estén atadas. —Los labios de Reanne se apretaron con desagrado, pero su pausa sólo duró un instante—. Parecen realmente espantadas ante la idea de su libertad. Alivia ha dejado de sentirse así. Ahora dice que era solamente porque tenía miedo de que la capturaran de nuevo. Afirma que odia a todas las sul’dam, y desde luego lo demuestra contundentemente, enseñándoles los dientes y maldiciéndolas, pero… —Sacudió la cabeza lentamente, con gesto dudoso—. Le pusieron el collar cuando tenía trece o catorce años, Elayne, no lo sabe con certeza, y ha sido damane durante ¡cuatrocientos años! Y aparte de eso, es… Es… En fin, que Alivia es considerablemente más fuerte que Nynaeve —soltó de un tirón. Las Allegadas hablarían sin ambages sobre la edad, pero en cuanto al tema de la fuerza en el Poder se mostraban tan reticentes a sacarlo a colación como las Aes Sedai—. ¿Podemos arriesgarnos a dejarla libre? ¿Sería capaz una espontánea seanchan de demoler el palacio entero? —Las Allegadas también pensaban igual que las Aes Sedai respecto a las espontáneas. La mayoría.

Las hermanas que conocían a Nynaeve tenían mucho cuidado en cuanto a la forma de utilizar ese término cuando ella estaba presente, ya que podía ponerse muy irascible cuando se pronunciaba en un tono despectivo. Ahora se limitó a mirar fijamente a Reanne. A lo mejor sólo intentaba dar con una respuesta a la pregunta de la mujer. Elayne sabía cuál sería la suya, pero este asunto no tenía nada que ver con su reclamación del Trono del León ni con Andor. Era un tema cuya decisión correspondía a las Aes Sedai, y en consecuencia significaba que era Nynaeve la que debía decidirlo.

—Si no lo hacéis —intervino en voz queda Lan, desde la puerta—, mejor que la devolváis con los seanchan. —No lo azoraron lo más mínimo las miradas severas que le lanzaron las cuatro mujeres, a quienes su voz profunda pronunciando aquellas palabras debió de sonarles como el tañido de una campana tocando a muerto—. Tendréis que mantenerla bien vigilada; pero, si le dejáis puesto el collar cuando desea ser libre, no seréis mejores que ellos.

—Este asunto no te concierne a ti, Guardián —replicó firmemente Alise. El hombre le sostuvo la severa mirada con fría ecuanimidad, y Alise soltó un quedo gruñido de indignación y levantó las manos—. Deberías leerle la cartilla cuando estéis a solas, Nynaeve.

La antigua Zahorí debía de estar experimentando la intimidación que le causaban esas mujeres de un modo muy intenso, ya que sus mejillas se sonrojaron.

—Lo haré, no lo dudes —dijo en tono ligero. No miró a Lan en ningún momento. Admitiendo finalmente el frío que hacía, se echó el chal sobre los hombros y carraspeó antes de añadir—: Sin embargo, tiene razón. Al menos no tenemos que preocuparnos de las otras dos. Lo que me sorprende es que hayan tardado tanto en dejar de actuar como esas estúpidas seanchan.

—Yo no estoy tan segura —murmuró Reanne—. Ya sabes que Kara era una especie de Mujer Sabia en Punta de Toman, con mucha influencia en su pueblo. Espontánea, desde luego. Cualquiera pensaría que odia a los seanchan, pero no es así, no a todos ellos. Le tiene un gran afecto a la sul’dam que capturaron al tiempo que a ella, y se muestra muy ansiosa en cuanto a que no les hagamos ningún daño a las sul’dam. Por su parte, Lemore sólo tiene diecinueve años. Es una noble mimada que tuvo la malísima suerte de que se manifestase la chispa en ella el mismo día que cayó Tanchico. Dice que odia a los seanchan y que quiere que paguen lo que hicieron con Tanchico. Aun así, responde a su nombre de damane, Larie, con tanta presteza como cuando utilizamos el de Lemore, y sonríe a las sul’dam y deja que la mimen como a un animalito de compañía. No es que desconfíe de ellas, al menos no como de Alivia, pero dudo que ninguna de las dos fuese capaz de hacer frente a una sul’dam. Creo que si una sul’dam les ordena que la ayuden a escapar, lo harán, y me temo que no presentarían mucha resistencia si la sul’dam intentara ponerles el collar otra vez.

Cuando Reanne dejó de hablar se hizo un largo silencio.

Nynaeve parecía reflexionar, como si luchase contra sí misma. Su mano subió hacia la trenza, la asió y después la soltó para cruzarse de brazos. Dirigió una mirada iracunda a todo el mundo, excepto a Lan; a éste ni siquiera lo miró de pasada. Finalmente respiró hondo y se cuadró para enfrentarse a Reanne y Alise.

—Debemos quitarles el a’dam. Las retendremos hasta que estemos seguras, y a Lemore ni siquiera entonces: ¡hay que vestirla de blanco! Nos aseguraremos de que no se queden solas nunca, especialmente con las sul’dam, ¡pero el a’dam se les quita!

Habló con fiereza, como si esperase oposición por parte de las otras mujeres. Una ancha sonrisa de aprobación fue la respuesta de Elayne. Que hubiese otras tres mujeres cuya reacción era imprevisible difícilmente podía tomarse como una buena noticia, pero no tenían otra opción.

Reanne se limitó a asentir con la cabeza —al cabo de un momento—, pero una sonriente Alise rodeó la mesa para dar unas palmaditas a Nynaeve en el hombro, y la antigua Zahorí se puso colorada. Intentó disimularlo aclarándose la voz con un fuerte carraspeo, al tiempo que torcía el gesto al mirar a la seanchan aislada dentro del tejido que le impedía escuchar lo que hablaban. Empero, sus esfuerzos no tuvieron éxito; y, en cualquier caso, Lan los habría echado a perder.

Tai’shar Manetheren —musitó en voz queda.

Nynaeve se quedó boquiabierta, y después los labios insinuaron una trémula sonrisa. Sus ojos brillaron con la humedad de unas lágrimas repentinas mientras se volvía hacia él, el rostro rebosando júbilo. Lan le devolvió la sonrisa, y en sus ojos no había frialdad en ese momento, ni mucho menos.

Elayne tuvo que esforzarse para contener el gesto de asombro. ¡Luz! A lo mejor ese hombre no helaba el lecho de su matrimonio, después de todo. La idea hizo que se ruborizara. Procurando no mirar a la pareja, sus ojos fueron hacia Marli, todavía sujeta a la silla. La seanchan miraba fijamente al frente, y unas lágrimas se deslizaban por sus regordetas mejillas. Directamente al frente. A los tejidos que impedían que el sonido llegase hasta ella. Ahora no podía negar que veía los flujos. Sin embargo, cuando Elayne lo hizo notar, Reanne sacudió la cabeza.

—Todas lloran si se las obliga a mirar los tejidos durante mucho tiempo, Elayne —comentó con tono cansado. Y un punto triste—. Pero, una vez que los tejidos desaparecen, se convencen a sí mismas de que las hemos engañado. No tienen más remedio; lo entiendes, ¿verdad? De lo contrario serían damane, no sul’dam. No, llevará tiempo convencer al ama de los sabuesos de que ella misma es uno también. Me temo que en realidad no te he dado buenas noticias, ¿no es así?

—No muy buenas, cierto —contestó Elayne. Nada buenas, para ser sincera. Un problema más para amontonar con el resto. ¿Cuántas malas noticias se podían apilar antes de que uno se quedara enterrado bajo el montón? Por fuerza tenía que recibir alguna buena noticia, y pronto.

9

Una taza de té

De vuelta en el vestidor de sus aposentos, Elayne se cambió el traje de montar con ayuda de Essande, la jubilada de cabello blanco a la que había elegido como doncella. La delgada mujer, de aspecto digno, era un poquito lenta, pero conocía su trabajo y no perdía el tiempo con charlas ociosas. De hecho, rara vez pronunciaba palabra aparte de alguna sugerencia sobre el atuendo que podía ponerse y el comentario, repetido a diario, sobre lo mucho que Elayne se parecía a su madre. A un extremo del cuarto, en el alto hogar de mármol ardían gruesos troncos de leña, pero el fuego apenas templaba el frío del ambiente. Elayne se puso rápidamente un vestido de fino paño azul, con cuentas de perlas que creaban dibujos en el cuello alto y a lo largo de las mangas; después se ciñó el cinturón de plata trabajada, que completó con una pequeña daga enfundada en una vaina, también de plata. Por último se calzó los escarpines de terciopelo azul, con bordados plateados. Cabía la posibilidad de que no tuviese tiempo para cambiarse otra vez antes de recibir a los mercaderes, y debía impresionarlos. Tendría que asegurarse de que Birgitte se encontrara presente en la entrevista; ella sí que resultaba muy impresionante con su uniforme. Además, hasta asistir a la audiencia de unos mercaderes le parecería un agradable descanso en sus tareas. A juzgar por el acalorado nudo de irritación que Elayne percibía en el fondo de su mente, aquellos informes estaban resultando ser un trabajo penoso para la capitana general de la Guardia de la Reina.

Mientras se ponía unos pendientes de perlas, Elayne despidió a Essande para que regresara junto a su propio hogar, en el Alojamiento de los Jubilados. Elayne sospechaba que a la mujer le dolían las articulaciones, pero Essande lo había negado cuando le ofreció la Curación. De todos modos, ella ya estaba preparada. No se pondría la diadema de heredera del trono; ésta se quedaría en el pequeño cofre de marfil que había sobre su tocador. No poseía muchas joyas, ya que la mayoría las había empeñado. Y el resto quizá seguiría el mismo camino cuando se llevara la plata al prestamista. No tenía sentido preocuparse por eso ahora. Disponía de unos instantes para sí misma, y después tendría que volver a ocuparse de sus deberes.

La sala de estar, forrada con oscuros paneles de madera y con anchas cornisas de pájaros tallados, tenía dos grandes hogares de repisas muy trabajadas, uno a cada extremo del cuarto, de manera que el ambiente estaba más caldeado que el del vestidor, si bien allí también hacían falta las alfombras extendidas sobre las baldosas blancas. Para su sorpresa, encontró a Halwin Norry en la sala. Al parecer, el deber le salía al paso, sin darle respiro.

El jefe amanuense se levantó de una de las sillas de respaldo bajo cuando Elayne entró, sosteniendo prietamente contra su pecho una carpeta de cuero, y rodeó a trompicones la mesa con volutas talladas en los bordes que ocupaba el centro de la habitación a fin de hacer una torpe reverencia. Norry era alto y delgado, su nariz era larga y su escaso cabello parecía erizarse detrás de las orejas semejando plumas blancas. A menudo le recordaba una grulla. Por muchos escribientes que tuviese a su mando, él seguía utilizando la pluma a juzgar por la pequeña mancha de tinta que se marcaba en el borde de su tabardo rojo. La mancha no parecía reciente, sin embargo, y Elayne se preguntó si la carpeta no estaría ocultando otras. El jefe amanuense había cogido la costumbre de llevar así la carpeta cuando se había puesto su atuendo oficial, dos días después que la señora Harfor. La cuestión era si se había vestido así como una muestra de respeto hacia ella o simplemente porque la señora Harfor lo había hecho.

—Perdonad que sea tan precipitado, milady —dijo—, pero creo que hay asuntos importantes, aunque no propiamente urgentes, que tratar con vos.

Importantes o no, su voz seguía siendo un sonsonete monótono.

—Por supuesto, maese Norry. No querría apremiaros para que seáis breve. —El hombre parpadeó, y Elayne intentó reprimir un suspiro. Pensó si no estaría algo sordo, a juzgar por el modo en que inclinaba la cabeza hacia uno u otro lado, como para captar mejor lo que se le decía. Quizás ésa fuera la razón de que mantuviese un tono casi invariable. En cualquier caso, Elayne alzó la voz un poco, por si acaso. Aunque también podía ocurrir que fuera simplemente un pesado—. Sentaos y explicadme esos asuntos importantes.

Ella ocupó uno de los sillones tallados que había lejos de la mesa y le señaló otro, pero Norry permaneció de pie. Siempre lo hacía. Elayne se recostó en el respaldo para escuchar, cruzó una pierna sobre la otra y se arregló los vuelos de la falda.

El jefe amanuense no recurrió a la carpeta. Todo lo que hubiera escrito en los papeles estaría igualmente dentro de su cabeza, con total precisión; las hojas las llevaba sólo por si acaso ella pedía ver los datos con sus propios ojos.

—Lo primero, milady, y quizá lo más importante, es que se han descubierto grandes depósitos de alumbre en vuestras posesiones de Danabar. Un alumbre de primera calidad. Creo que los banqueros se mostrarán menos… uhmm… indecisos respecto a mis peticiones en vuestro nombre una vez que sepan esto. —Esbozó una breve sonrisa, una fugaz curvatura en sus finos labios. Tratándose de él, aquello era casi dar saltos de alegría.

Elayne se había sentado erguida tan pronto como el jefe amanuense mencionó el alumbre, y su sonrisa fue mucho más amplia. De hecho, tenía ganas de ponerse a dar saltos de alegría. Posiblemente lo habría hecho si su acompañante hubiese sido cualquier otra persona. Su euforia era tal que por un momento la irritación de Birgitte desapareció de su cabeza. Tintoreros y tejedores consumían alumbre en grandes cantidades, así como los fabricantes de vidrio y los de papel, entre otros. El único productor de alumbre de calidad era Ghealdan —o lo había sido hasta ese momento—, y los impuestos de su comercio habían bastado para sostener el trono de Ghealdan durante generaciones. El alumbre procedente de Tear y de Arafel distaba mucho de ser tan fino, pero aun así ingresaba en los cofres de esos países tanto dinero como el comercio de aceite de oliva y de gemas.

—Sí que es una noticia importante, maese Norry. La mejor que me han dado hoy. —La mejor desde que había llegado a Caemlyn, probablemente, pero sin duda la mejor de ese día—. ¿Cuánto tardaréis en vencer esa… «indecisión» de los banqueros?

Más bien había sido un portazo en las narices, sólo que sin ser tan groseros. Los banqueros sabían el número exacto de soldados que la respaldaban en ese momento, y cuántos eran los que tenían sus oponentes. Aun así, a Elayne no le cabía duda de que la riqueza que representaba el alumbre los convencería. Y al parecer Norry tampoco tenía dudas al respecto.

—Muy poco, milady, y creo que el acuerdo tendrá unas condiciones muy buenas. Les diré que, si su mejor oferta es insuficiente, tantearé a sus colegas de Tear o de Cairhien. No querrán correr el riesgo de perder los derechos arancelarios, milady. —Dijo todo aquello en su tono inexpresivo y monótono, sin atisbo alguno de la satisfacción que habría mostrado cualquier otro—. Serán préstamos contra futuros ingresos, naturalmente, y naturalmente habrá gastos. La propia explotación del yacimiento. El transporte. Danabar es una región montañosa, y hay cierta distancia hasta el camino de Lugard. No obstante, habrá suficiente para realizar vuestras aspiraciones para la Guardia, milady. Y para vuestra Academia.

—Deduzco que utilizar el término «suficiente» es quedarse corto si habéis renunciado a convencerme de que deje a un lado mis planes para la Academia, maese Norry —contestó Elayne, a punto de echarse a reír.

El jefe amanuense cuidaba con tanto celo de la tesorería de Andor como haría una gallina con un pollito, y se había opuesto categóricamente a que se hiciese cargo de la escuela que Rand había ordenado fundar en Caemlyn, repitiendo sus argumentos una y otra vez hasta que su voz semejaba un taladro abriéndole un agujero en el cráneo. Hasta la fecha la escuela consistía simplemente en unos pocos estudiosos con sus alumnos, esparcidos por varias posadas de la Ciudad Nueva, pero aun siendo invierno llegaban más cada día, y habían empezado a hacer oír sus voces reclamando más espacio. Ni que decir tiene que Elayne no pensaba entregarles el palacio, pero necesitaban un sitio. Norry intentaba administrar el oro de Andor, pero ella miraba por el futuro del país. Se aproximaba el Tarmon Gai’don, pero su obligación era dar por hecho que habría un futuro después, tanto si Rand volvía a hacer pedazos el mundo como si no. En caso contrario, no tenía sentido continuar nada, y no quería quedarse sentada a esperar. Aun cuando supiese con certeza que la Última Batalla acabaría con todo, no creía que pudiera quedarse mano sobre mano. Rand había empezado a fundar escuelas por si acaso acababa destruyendo el mundo, con la esperanza de salvar algo, pero esta escuela sería de Andor, no de Rand al’Thor. La Academia de la Rosa, dedicada a la memoria de Morgase Trakand. Habría un futuro, y ese futuro recordaría a su madre.

—¿O habéis decidido que, después de todo, el oro de Cairhien puede provenir del Dragón Renacido?

—Todavía creo que el riesgo es mínimo, milady, pero que ya no merece la pena tenerlo en consideración habida cuenta de la información que me ha llegado sobre Tar Valon. —Su tono no se alteró, pero resultaba obvio que estaba agitado. Cual arañas que bailaran, sus dedos tamborilearon en la carpeta que sujetaba contra el pecho, y después se detuvieron—. La… uhmmm… Torre Blanca ha publicado un edicto en que reconoce a… uhmmm… lord Rand como el Dragón Renacido y le ofrece… uhmmm… protección y guía. También impone anatema a todo aquel que trate con él salvo a través de la Torre. Es sensato mostrarse precavido con la ira de Tar Valon, milady, como vos misma sabéis.

Dirigió una mirada significativa al anillo de la Gran Serpiente que brillaba en la mano apoyada sobre el brazo del sillón. Estaba al tanto de la división de la Torre, por supuesto —a decir verdad, a estas alturas sólo algún campesino en una granja aislada de Seleisin no lo sabría—, pero el jefe amanuense había sido muy discreto y no le había preguntado de qué lado se encontraba. Sin embargo, era obvio que había estado a punto de decir «la Sede Amyrlin» en lugar de «la Torre Blanca», y sólo la Luz sabía qué otro término en lugar de «lord Rand». No se lo tuvo en cuenta. Era un hombre cauto, cualidad muy necesaria en su puesto.

Pero la proclamación de Elaida la dejó estupefacta. Fruncido el entrecejo, toqueteó el anillo con aire pensativo. Elaida había llevado ese aro más tiempo de lo que ella había vivido. Era arrogante, obcecada, ciega a cualquier punto de vista excepto el suyo propio, pero no era estúpida. Todo lo contrario.

—¿De verdad cree que él aceptaría semejante oferta? —musitó, más para sí misma—. ¿Protección y «guía»? ¡No se me ocurre un modo mejor de irritarlo! —¿Guía? ¡Nadie podía guiar a Rand a la fuerza!

—Podría ser que él ya hubiese aceptado, milady, según lo que me cuenta la persona con la que mantengo correspondencia en Cairhien. —Norry se habría estremecido ante la sugerencia de que en cierto modo era un jefe de espionaje. En fin, habría torcido el gesto con desprecio, como mínimo. El jefe amanuense administraba la tesorería, controlaba a los subalternos que se ocupaban de anotar los asuntos financieros y aconsejaba al trono en asuntos de estado. Ciertamente no tenía una red de informadores, como la tenían los Ajahs e incluso algunas hermanas en particular, pero sí mantenía un intercambio de cartas regularmente con gente entendida y a menudo bien conectada de otras capitales, para que de ese modo sus consejos estuvieran basados en los acontecimientos—. Envía una paloma sólo una vez por semana y, al parecer, nada más enviar la última, alguien atacó el Palacio del Sol utilizando el Poder Único.

—¿El Poder? —exclamó Elayne, que se echó bruscamente hacia adelante por la impresión. Norry asintió con la cabeza.

—Es lo que dice la persona que me escribe, milady. Tal vez fueron Aes Sedai, o Asha’man, o incluso los Renegados. Me temo que esto último es más rumores y hablillas que información. En cualquier caso, el ala de palacio donde se ubicaban los aposentos del Dragón Renacido quedó muy destruida, y él mismo ha desaparecido. Es creencia casi general que ha ido a Tar Valon a hincar la rodilla ante la Sede Amyrlin. Otros lo creen muerto en el ataque, pero son pocos. Mi consejo es que no hagáis nada hasta que tengáis una idea más clara de lo ocurrido. —Hizo una pausa y ladeó la cabeza, pensativo—. Por lo que sé y he visto de él, milady —añadió lentamente—, no lo creería muerto a menos que permaneciese tres días sentado junto a su cadáver.

Elayne abrió los ojos sorprendida. Aquello había sido casi un chiste. Al menos, un bosquejo de ocurrencia. ¡De Halwin Norry! Tampoco ella creía que Rand hubiese muerto. No creería que estaba muerto. En cuanto a lo de arrodillarse ante Elaida, era demasiado testarudo para someterse a nadie. Podrían superarse un montón de dificultades si fuese capaz de arrodillarse ante Egwene, pero no lo haría, aunque ella era su amiga de la infancia. Elaida tenía tantas posibilidades de conseguirlo como las de una cabra de conseguir pareja en un salón de baile, sobre todo después de que él se enterara de su proclama. Mas ¿quién lo había atacado? Desde luego los seanchan no podían haber llegado hasta Cairhien. Si los Renegados habían decidido actuar abiertamente, significaría más caos y destrucción de los que ya soportaba el mundo, pero la peor alternativa sería la de los Asha’man. Si sus propias creaciones se volvían contra él… ¡No! Ella no podría protegerlo, por mucho que necesitara ayuda. Tendría que arreglárselas solo.

«¡Necio! —rezongó para sus adentros—. ¡Seguramente anda por ahí con estandartes al viento, como si no hubiese nadie que quisiera matarlo! ¡Más vale que te valgas por ti mismo, Rand al’Thor, o te tumbaré a bofetadas cuando te ponga las manos encima!»

—¿Qué más cosas os han comunicado las personas con las que mantenéis correspondencia, maese Norry? —preguntó al tiempo que apartaba a Rand de sus pensamientos. Todavía no lo tenía a su alcance para ponerle las manos encima, y necesitaba concentrarse en intentar conservar Andor.

Esas personas que escribían a Norry tenían muchas cosas que contar, aunque algunas noticias eran ya bastante atrasadas. No todas utilizaban palomas, y las cartas entregadas a mercaderes de confianza podían tardar meses en llegar a su destino incluso en tiempos sin conflictos. Los mercaderes merecedores de poca confianza aceptaban el pago por el correo, pero luego no se molestaban en entregar la carta. Muy poca gente podía permitirse el lujo de contratar mensajeros. Elayne tenía en mente establecer un Correo Real si la situación lo permitía alguna vez. Norry se lamentaba del hecho de que sus últimas noticias de Ebou Dar y Amador habían quedado obsoletas por los acontecimientos ocurridos, que habían sido la comidilla de las calles durante semanas.

Tampoco todas esas noticias eran importantes. Los que le escribían no eran realmente informadores; simplemente comentaban las nuevas de su ciudad, lo que se hablaba en la corte. El tema de conversación en Tear era el incremento del número de barcos de los Marinos que entraban a través de los Dedos del Dragón sin la ayuda de los prácticos y que ahora abarrotaban el río y la ciudad, y el combate librado en el mar por los navíos de los Marinos contra los seanchan, aunque eso último era un simple rumor. Illian estaba tranquila, y llena de soldados de Rand que se recuperaban de una batalla contra los seanchan; no se sabía nada más, e incluso se ponía en duda que Rand hubiese estado en la ciudad. La reina de Saldaea seguía en su largo retiro en el campo, cosa que Elayne ya sabía, pero al parecer hacía meses que a la reina de Kandor tampoco se la había visto en Chachin, y el rey de Shienar supuestamente aún se encontraba realizando una extensa inspección por la Frontera de la Llaga, a pesar de que según los informes la Llaga pasaba por una época de tranquilidad como no se tenía memoria. En Lugard, el rey Roedran estaba agrupando a todos los nobles que podían aportar mesnaderos, y una ciudad ya preocupada por la presencia de dos grandes ejércitos acampados en las cercanías de la frontera con Andor —uno de ellos repleto de Aes Sedai y el otro de andoreños—ahora también tendría la preocupación de plantearse qué se proponía un disoluto gandul como Roedran.

—¿Y vuestro consejo en esto? —preguntó Elayne cuando Norry hubo acabado, a pesar de no necesitarlo.

En realidad, tampoco le había hecho falta en los otros asuntos. Los acontecimientos tenían lugar demasiado lejos para que afectasen a Andor o carecían de importancia, aparte de saber lo que ocurría en otros países. Aun así, se esperaba de ella que hiciese la pregunta aunque ambos sabían que ya tenía la respuesta: no hacer nada. Bien que Norry no había vacilado en contestar. En el caso de Murandy ni estaba lejos ni carecía de importancia, pero en esta ocasión el jefe amanuense vaciló y frunció los labios. Norry era lento y metódico, pero rara vez vacilaba.

—Ninguno en este caso, milady —dijo por último—. Normalmente, os habría aconsejado enviar un emisario a Roedran para intentar averiguar sus objetivos y sus razones. Quizá le den miedo los acontecimientos que tienen lugar al norte del país, o los ataques Aiel de los que tanto hemos oído hablar. Claro que también cabe la posibilidad de que, a pesar de no haber sido ambicioso nunca, tal vez ahora tiene proyectos para el norte de Altara. O Andor, considerando las circunstancias. Por desgracia… —Todavía sujetando la carpeta contra el pecho, extendió ligeramente las manos y suspiró, quizás en un gesto de disculpa o tal vez de consternación.

Por desgracia ella no era reina todavía, y ningún emisario suyo conseguiría acercarse a Roedran. Si él recibía a su enviado y después su reclamación del trono fracasaba, el aspirante que tuviera éxito podría apoderarse de una ancha franja de Murandy para darle una lección; sin olvidar que lord Luan y los otros ya habían ocupado un tramo de su territorio. Sin embargo, gracias a Egwene, ella tenía mejor información que el jefe amanuense. No estaba dispuesta a revelar su fuente, pero decidió aliviar el desasosiego del hombre. Eso debía de ser lo que le hacía fruncir la boca: saber lo que debería hacerse y ser incapaz de encontrar el modo de hacerlo.

—Conozco los objetivos de Roedran, maese Norry, y sus intereses radican en el propio Murandy. Los andoreños que se encuentran en ese país han aceptado juramentos de nobles murandianos del norte, cosa que pone nerviosos a los demás. Y hay un numeroso grupo de mercenarios… en realidad Juramentados del Dragón, aunque Roedran cree que son mercenarios, cuyo servicio ha contratado en secreto a fin de disponer de una fuerza disuasoria una vez que los otros ejércitos se hayan marchado. Planea utilizar la amenaza que representan las fuerzas extranjeras como presión para obligar a los demás nobles a comprometerse con él, de tal manera que cada cual tenga miedo de ser el primero en separarse cuando esas amenazas hayan desaparecido. Puede que se convierta en un problema en el futuro si su plan tiene éxito. Para empezar, querrá recobrar esos territorios del norte. Pero no plantea un problema inmediato para Andor.

Los ojos de Norry se abrieron de par en par, y el hombre ladeó la cabeza primero a un lado y después al otro, estudiándola. Se humedeció los labios con la lengua antes de hablar.

—Eso explicaría muchas cosas, milady. Sí, lo haría. —La lengua se paseó de nuevo por sus labios—. Había un punto que mencionaba la persona que me escribe desde Cairhien que… uhmmm… olvidé mencionar. Supongo que ya sabréis, que vuestra reclamación del Trono del Sol es bien conocida allí, y cuenta con mucho apoyo. Al parecer muchos cairhieninos hablan abiertamente de venir a Andor para ayudaros a conseguir el Trono del León y que así podáis sentaros en el Trono del Sol cuanto antes. Creo no equivocarme si digo que no necesitáis de mi consejo respecto a ese tipo de ofertas.

Elayne asintió, con bastante deferencia dadas las circunstancias, pensaba. La ayuda de Cairhien sería peor incluso que los mercenarios, ya que había habido demasiadas guerras entre Andor y Cairhien. El hombre no había olvidado mencionarlo. Halwin Norry nunca olvidaba nada. Así pues, ¿por qué había decidido contárselo, en lugar de dejar que el asunto la cogiese de sorpresa, tal vez con la llegada de partidarios cairhieninos? ¿Su exhibición de conocimientos lo había impresionado? ¿O le había hecho temer que ella llegase a descubrir que se había reservado la información? Norry aguardó pacientemente su reacción, como una grulla apergaminada esperando… ¿a un pez?

—Preparad una carta para que la firme y la selle, maese Norry, que se enviará a todas las casas principales de Cairhien. Empezad exponiendo mi derecho al Trono del Sol como hija de Taringail Damodred, y añadid que iré allí a presentar mi reclamación cuando los acontecimientos en Andor se encuentren más resueltos. Decid que no llevaré soldados, pues sé que soldados andoreños en suelo de Cairhien instigarían a todo el país contra mí, y con razón. Terminad manifestando mi agradecimiento por el apoyo ofrecido a mi causa por muchos cairhieninos, y mi esperanza de que cualesquiera divisiones que existan en Cairhien se pueden subsanar pacíficamente.

Los inteligentes sabrían entender el mensaje que había tras esas frases y, con suerte, se lo explicarían a cualquiera que no tuviese tanta lucidez.

—Una respuesta muy hábil, milady —dijo Norry, que encogió los hombros en un remedo de reverencia—. Así lo haré. Si se me permite preguntar, milady, ¿habéis tenido tiempo para firmar las cuentas? Oh, no importa. Enviaré a alguien a recogerlas más tarde. —Tras una reverencia apropiada, aunque no menos torpe que la anterior, se preparó para marcharse y entonces hizo una pausa—. Perdonad que sea tan osado, milady, pero me recordáis mucho a la anterior reina, vuestra madre.

Mirando la puerta que se cerraba tras él, Elayne se preguntó si podría contarlo entre los suyos. Administrar Caemlyn sin escribientes y subalternos, cuanto menos Andor, era imposible, y el jefe amanuense tenía el poder de poner de rodillas a una reina si no se lo controlaba. Un halago no era lo mismo que una declaración de lealtad.

No dispuso de mucho tiempo para reflexionar sobre ello, ya que, unos segundos después de la partida de Norry, entraron tres doncellas de uniforme que llevaban bandejas; las dejaron en fila sobre la larga mesa lateral que había junto a una de las paredes.

—La primera doncella nos dijo que milady había olvidado comer —manifestó una mujer oronda, de cabello gris, que hizo una reverencia al tiempo que gesticulaba hacia la más joven de sus compañeras para que retirara las altas tapas en forma de campana—, así que envía un surtido para que milady pueda elegir.

Un surtido. Sacudiendo la cabeza ante aquella exhibición, Elayne recordó que había pasado mucho tiempo desde que había desayunado, a la salida del sol. Había cuarto trasero de carnero en rodajas, con salsa de mostaza; capón asado con higos secos; panecillos dulces con piñones; crema de puerros y patatas; rollos de col con pasas y pimientos; y empanada de calabaza, por no mencionar una pequeña bandeja con tarta de manzana y otra con pastel borracho, coronado con crema cuajada. De dos jarras de vino de plata salía vapor, por si prefería un tipo de especias a otro. Una tercera jarra contenía té. Y apartada desdeñosamente en un rincón de una de las bandejas estaba la comida que siempre ordenaba a mediodía: sopa poco espesa y pan. Reene Harfor lo desaprobaba; afirmaba que Elayne estaba «delgada como una barra».

La primera doncella había propagado sus opiniones. La criada de cabello gris puso un gesto de reproche mientras colocaba el pan, la sopa clara y el té sobre la mesa del centro de la habitación, con una servilleta de lino blanco, una taza de porcelana azul con su platillo, y un tarro de plata con miel. Y unos pocos higos en un plato. Un estómago lleno a mediodía daba paso a una mente embotada por la tarde, como Lini solía decir. Pero nadie compartía sus opiniones. Las tres doncellas eran mujeres rellenas, e incluso la más joven parecía decepcionada cuando se marcharon con el resto de la comida.

La sopa estaba muy buena, caliente y ligeramente picante, y el té tenía un agradable sabor a menta, pero a Elayne no la dejaron mucho tiempo sola con su comida, ni con su idea de que a lo mejor probaba un poquito del pastel borracho. Antes de que hubiese tragado dos bocados, Dyelin entró en la estancia como un remolino, respirando agitada. Elayne dejó la cuchara y le ofreció té antes de caer en la cuenta de que sólo había una taza, que ya estaba usando ella, pero Dyelin lo rechazó con un ademán. Su rostro mostraba un ceño ominoso.

—Hay un ejército en el Bosque de Braem —anunció—, un ejército como no se había visto desde la Guerra de Aiel. Un mercader que venía de Nueva Braem trajo la noticia esta mañana. Se trata de un hombre fiable, llamado Tormon; un illiano que no es dado a fantasías ni a asustarse de su propia sombra. Dice que vio arafelinos, kandoreses y shienarianos, en distintos lugares. En conjunto, miles. Decenas de miles. —Se dejó caer en un sillón y se abanicó con la mano. Tenía la cara congestionada, como si hubiese ido corriendo a llevar la noticia—. ¿Qué demonios hacen gentes de las Tierras Fronterizas cerca de la frontera de Andor?

—Apostaría a que es por Rand —comentó Elayne, que sofocó un bostezo, apuró la taza de té y se sirvió más. La mañana había sido agotadora, pero el té la reanimaría.

—No creerás que los ha enviado él, ¿verdad? —Dyelin había dejado de abanicarse con la mano y se sentó erguida—. ¿Para… apoyarte?

Esa posibilidad no se le había ocurrido a Elayne. A veces lamentaba haber permitido que la otra mujer conociera sus sentimientos por Rand.

—No puedo creer que sea… Quiero decir, que fuese tan tonto.

¡Luz, sí que estaba cansada! A veces Rand se comportaba como si fuera el rey del mundo, pero por supuesto nunca se… No claro que no.

Disimuló otro bostezo y de repente abrió mucho los ojos mirando la taza. Un sabor fresco, a menta. Con cuidado la soltó; o lo intentó. Casi no acertó a llegar al platillo, y la taza se volcó, derramando el té sobre la mesa. Té mezclado con horcaria. Aun sabiendo que era inútil, intentó conectar con la Fuente, de llenarse con la vida y el gozo del saidar, pero habría conseguido lo mismo si hubiese tratado de coger el aire con una red. La irritación de Birgitte, más apaciguada que antes, seguía ubicada en un rincón de su mente. Intentó que saliera a flote el miedo, o el pánico, pero su cabeza parecía rellena de lana, totalmente embotada. «¡Ayúdame, Birgitte! —pensó—. ¡Ayúdame!»

—¿Qué ocurre? —demandó Dyelin mientras se echaba hacia adelante bruscamente—. Has pensado algo y, por tu gesto, es algo horrible.

Elayne parpadeó al mirarla. Había olvidado que la otra mujer se encontraba allí.

—¡Ve! —dijo con voz pastosa, y tragó saliva en un intento de aclararse la garganta. Sentía la lengua como si fuese el doble de grande de su tamaño—. ¡Trae ayuda! ¡Me… han envenenado! —Explicarlo llevaría mucho tiempo—. ¡Ve!

Dyelin la miró boquiabierta, petrificada, y después se incorporó de golpe, asiendo la empuñadura del cuchillo del cinturón.

La puerta se abrió y un criado asomó la cabeza, vacilante. Elayne sintió una oleada de alivio. Dyelin no la acuchillaría habiendo un testigo. El hombre se lamió los labios mientras sus ojos iban de una a otra mujer. Entonces entró y desenvainó un cuchillo largo de su cinturón. Otros dos hombres con uniformes rojos y blancos entraron a continuación, ambos desenvainando sendos cuchillos.

«No moriré como un gatito dentro de un saco», pensó amargamente Elayne. Merced a un ímprobo esfuerzo se puso de pie. Las rodillas se le doblaron y tuvo que sujetarse a la mesa con una mano, pero utilizó la otra para desenfundar su propia daga. La hoja adornada con grabados en el borde era poco más larga que su mano, pero bastaría. Tendría que haber bastado, pero sentía los dedos como madera en torno a la empuñadura. Hasta un niño la desarmaría. «No sin defenderme —pensó. Era como abrirse paso a través de una masa gelatinosa, pero aun así su determinación no decayó—. ¡No sin luchar!»

Curiosamente parecía que había pasado muy poco tiempo. Dyelin empezaba a girarse hacia sus esbirros, el último de los cuales cerraba la puerta tras él en ese momento.

—¡Asesinos! —gritó Dyelin, que levantó el sillón y lo arrojó contra los hombres—. ¡Guardias! ¡Guardias!

Los tres intentaron esquivar el sillón, pero uno no fue lo bastante rápido y le dio de lleno en las piernas. Con un chillido, cayó contra el hombre que tenía a su lado y ambos acabaron en el suelo. El otro, un joven delgado, rubio, de brillantes ojos azules, avanzó con el cuchillo adelantado.

Dyelin le salió al paso con el suyo, arremetiendo, pero él se movió con la agilidad de un hurón, esquivando el ataque fácilmente. La larga cuchilla de su arma centelleó, y Dyelin reculó bruscamente al tiempo que chillaba, con una mano apretada contra el estómago. El hombre se desplazó hacia adelante, diestramente, asestando cuchilladas, y la noble gritó y cayó al suelo como una muñeca de trapo. El individuo pasó por encima de Dyelin y se dirigió hacia Elayne.

Para ella no existía nada más que él y el cuchillo que sostenía en su mano. No se precipitó sobre ella. Aquellos enormes ojos azules la estudiaron con cautela mientras avanzaba con pasos medidos, regulares. Por supuesto; sabía que era Aes Sedai. Debía de estar preguntándose si la poción había hecho su trabajo. Elayne intentó mantenerse erguida, mirarlo ferozmente, ganar unos cuantos segundos con ese farol, pero él asintió en silencio mientras sopesaba su cuchillo, sin duda decidiendo que si Elayne hubiese podido hacer algo ya lo habría hecho a estas alturas. En su semblante no había complacencia. Simplemente tenía que realizar un trabajo, nada más.

De pronto se paró y bajó la vista, estupefacto, para mirarse a sí mismo. También Elayne se quedó mirando fijamente; a los treinta centímetros de acero que sobresalían de su pecho. La sangre burbujeó en la boca del hombre mientras caía sobre la mesa, que se desplazó violentamente por el impacto.

Elayne se tambaleó y cayó de rodillas, apenas capaz de agarrarse de nuevo al borde de la mesa para no desplomarse en el suelo. Estupefacta, contempló al hombre que sangraba sobre la alfombra. Por la espalda le asomaba la empuñadura de una espada. Su mente empezó a desbarrar. Esa alfombra nunca podría quedar limpia, con tanta sangre. Sus ojos se alzaron, pasaron sobre la forma inmóvil de Dyelin, que parecía que no respiraba, y llegaron a la puerta. A la puerta abierta. Uno de los otros dos asesinos yacía delante, con la cabeza torcida en un ángulo extraño, y sólo unida a medias al cuello. El tercero forcejeaba con otro hombre vestido con chaqueta roja, los dos rodando por el suelo y gruñendo, ambos luchando por hacerse con la misma daga. Con la mano libre, el asesino en ciernes trataba de soltar los dedos del otro, cerrados sobre su garganta. El otro. Un hombre de facciones afiladas como un hacha. Y con la chaqueta de cuello blando de la Guardia.

«Deprisa, Birgitte —pensó, aturdida—. Por favor, date prisa».

La oscuridad se la tragó.

10

Un plan que tiene éxito

Elayne abrió los ojos a la oscuridad, y contempló fijamente las tenues sombras que se movían en una borrosa neblina. Sentía fría la cara, y el resto del cuerpo caliente y sudoroso; algo le sujetaba los brazos y las piernas. La asaltó un pánico momentáneo, pero entonces percibió la presencia de Aviendha en la habitación, una simple y reconfortante percepción; y la presencia de Birgitte, un núcleo de ira controlada, sosegada, dentro de su cabeza. La tranquilizó sentirlas allí. Se encontraba en su dormitorio, tendida en su cama, bajo las mantas, con botellas de agua caliente amontonadas contra su cuerpo, contemplando el dosel de lino del lecho. Las pesadas cortinas de invierno del lecho estaban corridas y atadas a los postes tallados, y la única luz en la habitación provenía de las pequeñas y titilantes llamas del hogar, justo la suficiente para alejar las sombras, no para disiparlas.

Sin pensarlo buscó el contacto con la Fuente y la alcanzó. Rozó el saidar, extasiada, sin absorberlo. El deseo de absorber hasta llenarse se tornó intenso, pero lo dominó a regañadientes. Muy, muy a regañadientes, y no sólo porque su ansia de henchirse con la intensa vida del saidar fuera a menudo una necesidad sin fondo que debía controlar. Su mayor temor durante aquellos minutos de terror interminables no había sido la muerte, sino que jamás fuera capaz de tocar la Fuente otra vez. Tiempo atrás eso le habría parecido extraño.

De repente la memoria volvió y se sentó, inestable, en la cama; las mantas le resbalaron hasta la cintura. De inmediato se cubrió de nuevo con ellas. El frío era mordiente contra su piel, sudorosa y desnuda. Ni siquiera le habían dejado puesta la ropa interior, y, por mucho que intentase imitar la natural indiferencia de Aviendha para estar desnuda delante de otras personas, no lo conseguía.

—Dyelin —dijo con ansiedad mientras se giraba para envolverse mejor con las mantas, cosa que no resultaba tan sencilla, ya que se sentía exhausta y un tanto temblorosa—. Y el guardia. ¿Están…?

—El hombre no sufrió ni un arañazo —contestó Nynaeve mientras salía de las danzantes sombras, ella misma una sombra más. Puso la mano en la frente de Elayne y gruñó con satisfacción al encontrarla fresca—. Curé a Dyelin. Necesitará tiempo para recobrar completamente las fuerzas, sin embargo. Perdió mucha sangre. Tú también empiezas a recuperarte. Durante un tiempo pensé que ibas caer presa de la fiebre. Eso puede ocurrir de repente cuando se está debilitado.

—Te administró hierbas, en lugar de usar la Curación —dijo Birgitte con acritud desde la silla que ocupaba, al pie de la cama. En medio de la casi total oscuridad, la mujer era simplemente una forma agazapada, ominosa.

—Nynaeve al’Meara es lo bastante sabia para saber lo que puede y lo que no puede hacer —intervino Aviendha en tono frío. Su blusa blanca y un destello de plata bruñida era lo único que señalaba su presencia, agachada contra la pared. Como siempre, había preferido sentarse en el suelo en vez de hacerlo en una silla—. Reconoció el sabor de la horcaria en el té, e ignoraba cómo realizar los tejidos contra el veneno, así que no corrió riesgos estúpidos.

Nynaeve se puso tensa de repente. Sin duda tanto por la defensa de Aviendha como por la acritud de Birgitte. Quizá más por lo primero. Siendo como era, probablemente habría preferido pasar por alto lo que ignoraba y lo que no podía hacer. Y últimamente se mostraba aún más quisquillosa de lo habitual respecto a la Curación. Desde que se hizo evidente que varias de las Allegadas aventajaban ya su destreza.

—Deberías haberla reconocido tú misma, Elayne —dijo en un tono brusco—. En cualquier caso, la verdicaria y la lengua de cabra podían hacerte dormir, pero su eficacia es segura para los calambres de estómago. Pensé que preferirías no enterarte mientras surtían efecto.

Mientras sacaba las botellas de agua caliente de debajo de las mantas y las tiraba en la alfombra para no seguir asándose, Elayne tuvo un escalofrío. Los días posteriores después de que Ronda Macura les administró horcaria a Nynaeve y a ella habían sido algo espantoso que había intentado olvidar. Fueran cuales fueren las hierbas que Nynaeve le había dado no se sentía más débil de lo achacable a la droga. Creía que podía caminar, siempre y cuando no fuese un trecho largo y durante mucho tiempo. Y podía pensar claramente. Por las ventanas sólo se veía luz de luna. ¿Estaría muy avanzada la noche?

Abrazando de nuevo la Fuente, encauzó cuatro hilos de Fuego para encender una lámpara de pie primero, y después una segunda. Las pequeñas llamas, reflejadas en los espejos, iluminaron muchísimo la habitación, habida cuenta de la oscuridad anterior, y Birgitte se tapó los ojos con la mano al principio. La chaqueta de la capitana general le sentaba realmente bien; habría impresionado profundamente a los mercaderes.

—No deberías encauzar todavía —rezongó Nynaeve, que estrechó los ojos para protegerse de la luz repentina. Todavía llevaba el mismo vestido azul de escote bajo con el que Elayne la había visto por la mañana, y el chal de flecos amarillos echado sobre el doblez de los codos—. Lo mejor sería unos días de descanso para recobrar las fuerzas, y dormir mucho. —Miró ceñuda las botellas de agua caliente tiradas en el suelo—. Y te conviene conservar el calor del cuerpo. Mejor evitar una fiebre que tener que Curarla.

—Creo que Dyelin demostró su lealtad hoy —dijo Elayne, que colocó las almohadas de manera que pudo recostarse en ellas, contra el cabecero de la cama, y Nynaeve levantó las manos en un gesto irritado. En una de las mesitas auxiliares que flanqueaban el lecho había una copa de plata llena de oscuro vino, a la que Elayne dirigió una ojeada breve y desconfiada—. Una manera muy dura de probarlo. Creo que tengo toh con ella, Aviendha.

Aviendha se encogió de hombros. Desde que habían llegado a Caemlyn había vuelto a ponerse las ropas Aiel con una rapidez casi cómica, cambiando las sedas por blusas de algode y amplias faldas de lana como si de repente tuviese miedo del lujo de las tierras húmedas. Con un oscuro chal atado a la cintura y el pañuelo, también oscuro, doblado y ceñido en la frente para recoger su largo cabello, era la viva imagen de la aprendiza de una Sabia, si bien la única joya que lucía era un collar de plata, formado por discos de intrincado trabajo; un regalo de Egwene. Elayne seguía sin entender su prisa. Melaine y las demás parecían haberse mostrado proclives a dejarla seguir su propio camino cuando llevaba ropas de las tierras húmedas, pero ahora la tenían tan agarrada como cualquier novicia en las manos de las Aes Sedai. La única razón por la que le permitían estar en palacio —en la ciudad, realmente— es que Elayne y ella eran primeras hermanas.

—Si crees que lo tienes, entonces lo tienes. —Su tono, recalcando lo obvio, pasó a otro de cariñosa censura—. Pero un toh pequeño, Elayne. Tenías razones para dudar de ella. No puedes asumir obligación por cada pensamiento, hermana. —Rió como si de repente hubiese oído un chiste estupendo—. Ese camino lleva a un orgullo excesivo, y yo tendré que hinchar mi orgullo contigo, sólo que las Sabias no te pedirán cuentas a ti.

Nynaeve puso los ojos en blanco, pero Aviendha se limitó a sacudir la cabeza en un gesto paciente hacia la ignorancia de la otra mujer. Había estado estudiando algo más que el Poder con las Sabias.

—Bien, no nos gustaría que ninguna de los dos se volviera demasiado orgullosa —intervino Birgitte en un tono que sonaba sospechosamente a regocijo. Su cara estaba demasiado impasible, casi rígida por el esfuerzo de no echarse a reír.

Aviendha observó a Birgitte con una expresión de alerta y gesto impasible. Desde que ella y Elayne se habían adoptado, Birgitte también había adoptado a la Aiel en cierto modo. No como Guardián, desde luego, pero sí con la misma actitud de hermana mayor que tan a menudo utilizaba con Elayne. Aviendha no sabía muy bien qué pensar de aquello o cómo responder. Unirse al reducido círculo que conocía la verdadera identidad de Birgitte no había ayudado precisamente. Pasaba bruscamente de una feroz determinación de demostrar que Birgitte Arco de Plata no la sobrecogía a una actitud de sorprendente humildad, con extraños altos entre medias.

Birgitte le sonrió, una mueca divertida, pero el gesto se borró cuando recogió un envoltorio estrecho que tenía en el regazo y empezó a desenvolverlo con gran cuidado. Para cuando dejó a la vista una daga con la empuñadura forrada con cuero y una hoja larga, su expresión era severa, y una rabia sorda fluía a través del vínculo. Elayne reconoció el cuchillo de inmediato; había visto uno igual en la mano de un asesino rubio.

—No intentaban secuestrarte, hermana —dijo quedamente Aviendha.

Birgitte habló con aire grave.

—Después de que Mellar mató a los dos primeros, al segundo atravesándolo con su espada, que lanzó desde la puerta a la otra punta de la sala como en uno de los jodidos relatos de un juglar, cogió esto del último tipo y lo mató con él. —Sostuvo el cuchillo derecho, por la punta de la empuñadura—. Tenían cuatro armas casi idénticas. Ésta está envenenada.

—Esas manchas marrones en la cuchilla son de falso hinojo mezclado con polvo de hueso de durazno machacado —explicó Nynaeve mientras se sentaba al borde de la cama y hacía un gesto de asco—. Un vistazo a sus ojos y a su lengua, y supe que era eso lo que había matado al tipo, no el cuchillo.

—Bien —musitó Elayne al cabo de un momento. Bien, sí—. Horcaria para que no pudiese encauzar, o sostenerme de pie en realidad, y dos hombres para sujetarme mientras el tercero me hincaba un cuchillo envenenado. Un plan muy complicado.

—A los habitantes de las tierras húmedas les gustan los planes complicados —comentó Aviendha. Dirigió una mirada inquieta a Birgitte, rebulló contra la pared y añadió—: A algunos.

—Simple, a su manera —adujo Birgitte al tiempo que volvía a envolver el cuchillo con tanto cuidado como había utilizado para desenvolverlo—. Era fácil llegar hasta ti. Todo el mundo sabe que tomas la comida a mediodía sola. —La larga trenza se meció al sacudir la cabeza—. Suerte que el primer hombre que llegó a tu lado no llevaba esto; una cuchillada y estarías muerta. Suerte que Mellar pasara por casualidad por el pasillo y oyera maldecir a un hombre dentro de tus aposentos. Suerte suficiente para un ta’veren.

Nynaeve resopló con desdén.

—Podrías estar muerta con un corte profundo en el brazo, simplemente. El hueso del durazno es muy venenoso. Dyelin no habría sobrevivido si los otros cuchillos hubiesen estado envenenados también.

Elayne recorrió con la mirada los inexpresivos rostros de sus amigas y suspiró. Un plan realmente complicado. Como si no fuera suficiente tener espías en palacio.

—Una guardia personal reducida, Birgitte —accedió al final—. Algo… discreto. —Debería haber imaginado que su Guardián esperaba eso; el rostro de Birgitte no varió un ápice, pero a través del vínculo compartido llegó un leve destello de satisfacción.

—Las mujeres que hicieron de guardia hoy, para empezar —dijo sin molestarse siquiera en fingir una pausa para pensar—, y algunos más que escogeré yo. Quizás unos veinte, en total. Demasiados pocos no pueden protegerte de día y de noche, y debes estarlo, maldita sea —manifestó firmemente, aunque Elayne no había protestado—. Las mujeres te protegerán donde los hombres no puedan, y serán discretas por el simple hecho de ser mujeres. La mayoría de la gente creerá que son una guardia ceremonial, tus propias Doncellas Lanceras, y les daremos algo, tal vez un fajín, para incrementar esa impresión. —Aquel comentario hizo que se ganara una mirada penetrante de Aviendha, pero fingió no darse cuenta—. El problema es quién poner al mando —continuó, fruncido el entrecejo—. Dos o tres nobles, Cazadoras del Cuerno, ya empiezan a protestar por un rango «de acuerdo con su posición». Las malditas mujeres saben dar órdenes, pero no estoy segura de que sepan dar las jodidas órdenes correctas. Podría promocionar a Caseille al rango de teniente, pero en el fondo es más portaestandarte, creo. —Birgitte se encogió de hombros—. Quizás alguna de las otras muestre cualidades, pero creo que son mejores seguidoras que líderes.

Oh, sí; todo muy bien pensado ya. ¿Unas veinte? Tendría que estar atenta controlando a Birgitte para que el número no ascendiera a cincuenta. O a más. Protegerla donde los hombres no pudieran. Elayne se encogió. Eso probablemente significaba tener guardia hasta en el baño, como mínimo.

—Caseille servirá, seguro. Una abanderada podrá manejar a veinte mujeres. —No le cabía duda de que podría convencer a Caseille para que todo se realizara con discreción. Y que dejase fuera a la guardia mientras se bañaba—. El hombre que llegó justo en el momento oportuno, Mellar, ¿qué sabes de él, Birgitte?

—Doilin Mellar —dijo lentamente Birgitte, las cejas fruncidas en un ángulo pronunciado—. Un tipo con sangre fría, aunque sonríe demasiado. Principalmente a las mujeres. Pellizca a las criadas, y ha tumbado a tres en cuatro días, que yo sepa; le gusta hablar de sus «conquistas», pero no ha presionado a nadie que le haya dicho que no. Según él fue guardia de un mercader, después mercenario, y ahora Cazador del Cuerno, y desde luego posee destreza para ello. Lo bastante para que yo lo nombrase teniente. Es andoreño, de alguna parte del oeste, cerca de Baerlon, y dice que combatió por tu madre durante la Sucesión, aunque por entonces debía de ser un muchachito. En cualquier caso, respondió correctamente a mis preguntas cuando lo puse a prueba, así que quizás es cierto que tomó parte. Los mercenarios mienten sobre su pasado sin pestañear, por costumbre.

Elayne enlazó las manos sobre el estómago y pensó en Mellar. Sólo recordaba la imagen de un hombre nervudo, con la cara afilada, estrangulando a uno de sus asaltantes mientras luchaba para apoderarse del cuchillo envenenado. Un hombre con cualidades de soldado suficientes para que Birgitte lo hiciera oficial; procuraba que los oficiales, al menos, fueran andoreños en su mayoría. Un rescate justo a tiempo, un hombre contra tres, y una espada lanzada a través de la sala, como una lanza; sí recordaba la historia de un juglar.

—Merece una recompensa adecuada. Una promoción a capitán y comandante de mi guardia personal, Birgitte. Caseille puede ser su segundo al mando.

—¿Estás loca? —estalló Nynaeve, pero Elayne la hizo callar.

—Me siento mucho más segura sabiendo que está ahí, Nynaeve. A mí no intentará pellizcarme; no, estando Caseille y veinte más como ella a su alrededor. Con su reputación, lo vigilarán como halcones. ¿Dijiste veinte, Birgitte? Te cojo la palabra.

—Veinte —contestó Birgitte, como ausente—, más o menos. —No había nada de ausente en la mirada que clavó en Elayne, sin embargo. Se echó hacia adelante, con las manos sobre las rodillas—. Supongo que sabes lo que haces. —Estupendo; se iba a comportar como un Guardián por una vez, en lugar de discutir—. El guardia teniente Mellar se convierte en el guardia capitán Mellar por salvar la vida a la heredera del trono. Eso hará aumentar su arrogancia y fanfarronería. A menos que pienses que es mejor mantenerlo todo en secreto.

—Oh, no, en absoluto —negó Elayne a la par que sacudía la cabeza—. Que lo sepa toda la ciudad. Alguien intentó asesinarme, y el teniente, es decir, el capitán Mellar, me salvó la vida. Lo del veneno lo reservaremos para nosotras, en secreto. Por si acaso alguien se va de la lengua.

Nynaeve resopló y le dirigió una mirada de soslayo.

—Un día serás demasiado lista, Elayne. Tan aguda que te cortarás a ti misma.

—Es lista, Nynaeve al’Meara. —Aviendha se incorporó suave y ágilmente, se arregló la pesada falda y después se dio unas palmaditas en el cuchillo enfundado de su cinturón. No era tan grande como el que había llevado siendo Doncella, pero aun así seguía siendo un arma respetable—. Y me tiene a mí para guardarle la espalda. Me han dado permiso para quedarme con ella.

Nynaeve abrió la boca con expresión iracunda y, quién lo hubiera imaginado, volvió a cerrarla y recobró la compostura de manera visible, no sólo alisando su falda sino suavizando su gesto.

—¿Qué miráis tan fijamente? —murmuró—. Si Elayne quiere tener a ese tipo lo bastante cerca para que la pellizque cada vez que le apetezca, ¿quién soy yo para oponerme?

Birgitte se quedó boquiabierta y Elayne se preguntó si Aviendha no se ahogaría; los ojos, desde luego, casi se le salían de las órbitas. El apagado sonido del gong en la torre más alta de palacio, dando la hora, sobresaltó a Elayne. Era más tarde de lo que creía.

—Nynaeve, quizás Egwene nos esté esperando ya. —No veía sus ropas por ninguna parte—. ¿Dónde está mi escarcela? Tengo el anillo guardado en ella. —El sello de la Gran Serpiente seguía en su dedo, pero no era ése al que se refería.

—Iré yo sola a reunirme con Egwene —manifestó firmemente Nynaeve—. No te encuentras en condiciones de entrar en el Tel’aran’rhiod. De todos modos te has pasado la tarde durmiendo, y apostaría a que tardarás en volver a coger el sueño. Además, no tuviste mucha suerte intentando entrar en trance de vigilia, así que no hay más que hablar.

Sonrió con aire de suficiencia, segura de su victoria. Ella sí que se había puesto bizca y se había mareado cuando probó a entrar en el trance de vigilia que Egwene había intentado enseñarles.

—Así que apostarías, ¿verdad? —murmuró Elayne—. ¿Qué apostarías? Porque tengo intención de beber eso —Miró hacia la copa de plata que había en la mesilla—. Y yo apuesto a que me quedaré dormida en un visto y no visto. Por supuesto, si no hubieses puesto algo en el vino, si no tuvieses intención de engatusarme para que lo bebiera… Claro que, naturalmente, tú no harías algo así. Y bien, ¿qué apostamos?

Aquella sonrisa insufrible se borró en el rostro de Nynaeve y fue reemplazada por una intensa rojez en los pómulos.

—Qué bonito —dijo Birgitte mientras se incorporaba y se ponía en jarras a los pies de la cama; la expresión y el tono eran de censura—. Ella te salva de sufrir retortijones y un estómago revuelto, y tú la criticas en plan señorita Remilgos. Quizá si te bebes esa copa y te duermes y te olvidas de aventurarte en el Mundo de los Sueños esta noche, decidiré que ya has crecido lo suficiente para pensar que no harán falta como poco cien guardias para que sigas viva. ¿O va a ser necesario que te apriete la nariz para hacer que te lo bebas?

En fin, Elayne no había esperado realmente que Birgitte siguiese mucho tiempo sin meter baza. ¿Cien como poco? Aviendha se giró con brusquedad hacia Birgitte antes incluso de que ésta hubiese acabado de hablar, y apenas esperó a que las últimas palabras hubiesen salido de la boca de la otra mujer.

—No deberías hablarle así, Birgitte Trahelion —manifestó al tiempo que se erguía para sacar toda la ventaja de su mayor estatura. No era mucha, habida cuenta de los tacones que tenían las botas de Birgitte; mas, con el chal ceñido prietamente sobre los senos, parecía más una Sabia que una aprendiza. Los rostros de algunas Sabias no daban la impresión de tener muchos más años—. Eres su Guardián. Pregunta a Aan’allein cómo debes comportarte. Es un gran hombre, pero obedece lo que Nynaeve le dice.

Aan’allein era Lan, Un Hombre o el Hombre Solo, cuya historia era bien conocida y muy admirada entre los Aiel. Birgitte la miró de arriba abajo y adoptó una postura relajada con la que casi desaparecieron los centímetros extras que le proporcionaban los tacones de sus botas. Esbozando una sonrisa burlona, abrió la boca, con la evidente intención de pinchar la pompa de Aviendha si podía, cosa que generalmente lograba. Pero, antes de que tuviera ocasión de decir nada, Nynaeve habló en tono quedo y muy firme.

—Oh, por amor de la Luz, déjalo ya, Birgitte. Si Elayne dice que irá, entonces irá. No quiero oírte una sola palabra más. —Apuntó con el índice a la otra mujer—. O tú y yo tendremos unas palabras después.

Birgitte la miró de hito en hito mientras su boca se movía sin emitir sonido alguno; el vínculo de Guardián transmitía una intensa mezcla de irritación y frustración. Finalmente, volvió a sentarse en la silla con las piernas extendidas, los pies apoyados en las espuelas con forma de cabeza de león, y mascullando entre dientes. Si Elayne no la hubiese conocido tan bien habría jurado que estaba enfurruñada. Ojalá supiera cómo lo hacía Nynaeve. En otro tiempo Nynaeve se había sentido tan sobrecogida por Birgitte como lo estaba Aviendha, pero eso había cambiado. Completamente. Ahora trataba a Birgitte del mismo modo avasallador que a los demás. Y con más éxito del que tenía con la mayoría. «Es una mujer como otra cualquiera —había dicho Nynaeve—. Ella misma me lo dijo, y comprendí que tenía razón». Como si eso lo explicase todo. Birgitte seguía siendo Birgitte.

—¿Y mi escarcela? —preguntó Elayne y, quién lo hubiese dicho, Birgitte se dirigió al vestidor para recoger la bolsita roja con bordados de oro. Bueno, un Guardián no se ocupaba de ese tipo de cosas, pero Birgitte siempre tenía preparado algún comentario cuando lo hacía. Aunque quizá su regreso servía como tal. Le tendió la escarcela a Elayne al tiempo que realizaba una reverencia exagerada en floreos, tras lo cual dedicó una mueca a Nynaeve y a Aviendha. Elayne suspiró. No es que las mujeres se cayeran mal; en realidad se llevaban bien, si uno olvidaba sus pequeñas debilidades. Simplemente tenían roces de vez en cuando.

El extraño anillo retorcido, ensartado en un sencillo cordón de cuero, descansaba en el fondo de la bolsita, debajo de diversas monedas y al lado del pañuelo de seda, cuidadosamente doblado y lleno de plumas, que para ella era su mayor tesoro. El ter’angreal parecía de piedra, con motitas y líneas azules, rojas y marrones, pero su tacto era duro y resbaladizo como el acero, e incluso pesaba demasiado para ser de ese metal. Se metió el cordón por la cabeza, dejando que el anillo reposara entre sus senos; después tensó el cordoncillo de la escarcela y dejó ésta en la mesilla, de donde cogió la copa de plata. El aroma del contenido era simplemente de un buen vino, pero de todos modos enarcó una ceja y sonrió a Nynaeve.

—Me voy a mi habitación —dijo la antigua Zahorí con actitud tirante. Se levantó del lado de la cama donde se había sentado y repartió una mirada severa entre Birgitte y Aviendha. De algún modo, el ki’sain de su frente la hizo parecer más intransigente—. Vosotras dos quedaos despiertas ¡y sin bajar la guardia! Hasta que tenga a esas mujeres a su alrededor sigue estando en peligro. Y espero no tener que recordaros que también después.

—¿Crees que no lo sé? —protestó Aviendha.

—¡No soy idiota, Nynaeve! —gruñó al mismo tiempo Birgitte.

—Eso decís vosotras —les respondió Nynaeve—. Espero que sea así, por el bien de Elayne. Y por el vuestro propio. —Recogió su chal y atravesó la habitación con toda la majestuosidad que podría desear cualquier Aes Sedai. Estaba haciéndose toda una experta en eso.

—Cualquiera diría que es la jodida reina aquí —rezongó Birgitte.

—Ella sí que tiene hinchado el orgullo, Birgitte Trahelion —gruñó Aviendha—. Tanto como una Shaido con una cabra.

Las dos asintieron con la cabeza, en perfecto acuerdo, pero a Elayne no le pasó por alto el hecho de que esperasen a hablar hasta que la puerta se hubo cerrado tras Nynaeve. La mujer que con tanto empeño había negado querer ser Aes Sedai se estaba volviendo muy, pero que muy Aes Sedai. Quizá Lan tenía algo que ver en ello. Preparándola, con su experiencia. Todavía tenía que trabajar el mantener la compostura a veces, pero parecía salirle con más y más facilidad desde su peculiar boda.

El primer sorbo de vino sólo le supo a eso, a vino, uno muy bueno, pero Elayne miró la taza con el entrecejo fruncido y vaciló. Hasta que cayó en la cuenta de lo que hacía y por qué. El recuerdo de la horcaria disimulada en el té seguía muy presente en su memoria. ¿Qué habría puesto Nynaeve? No horcaria, desde luego. Pero ¿qué? Llevarse la copa a los labios para beber un buen trago resultaba difícil. Luego, en un gesto desafiante, lo apuró todo. «Tenía sed, eso es todo —pensó mientras soltaba la copa en la mesilla—. No intentaba demostrar nada, por supuesto».

Las otras dos mujeres la habían estado observando y, tan pronto como empezó a buscar una postura más cómoda para dormir, se volvieron la una hacia la otra.

—Yo montaré guardia en la sala de estar —dijo Birgitte—. Tengo mi arco y mi aljaba allí. Tú quédate aquí por si acaso te necesita.

En lugar de discutir, Aviendha desenvainó el cuchillo del cinturón y se situó en cuclillas a un lado, desde donde vería entrar a cualquiera por la puerta antes de que esa persona la viese a ella.

—Llama dos veces, luego una, y di quién eres antes de entrar —advirtió—. De otro modo, daré por hecho que se trata de un enemigo.

Y Birgitte asintió con la cabeza como si aquello fuese lo más razonable del mundo.

—Esto es absur… —Elayne se llevó la mano a la boca y reprimió un bostezo—. Absurdo —acabó cuando pudo hablar de nuevo—. Nadie va a intentar… —Otro bostezo, tan grande que habría podido meterse el puño en la boca. Luz, ¿qué demonios había puesto Nynaeve en el vino?—… matarme esta noche —siguió, adormilada—, y las dos sabéis… —Sentía pesados los párpados, que se le cerraban a pesar de sus esfuerzos por mantenerlos abiertos. Acomodando inconscientemente la cabeza en la almohada, intentó terminar lo que había estado a punto de decir, pero…

Se encontraba en el Salón del Trono de palacio. En el reflejo del Salón del Trono en el Tel’aran’rhiod. Allí, el anillo retorcido que en el mundo de vigilia era tan pesado para su tamaño daba la impresión de ser ligero como una pluma y flotar entre sus senos. Había luz, naturalmente, que parecía llegar de todas partes y de ninguna. No era luz del sol ni de lámparas, pero aunque también fuera de noche allí siempre había bastante de aquella extraña luz para poder ver. Como en un sueño. La conocida y siempre presente sensación de unos ojos invisibles observándola no se parecía a un sueño, sino más bien a una pesadilla, pero se había acostumbrado a ella.

En el Gran Salón se celebraban audiencias solemnes, como recibir formalmente a embajadores o anunciar tratados importantes y declaraciones de guerra a los dignatarios reunidos, y la enorme cámara hacía honor a su nombre y a su función. Desierta salvo por ella, parecía inmensa y tenebrosa. Dos hileras de relucientes columnas blancas, de dieciocho metros de altura, se extendían a lo largo de la estancia, y a un extremo el Trono del León descansaba sobre una grada de mármol, con la alfombra roja ascendiendo por los blancos escalones desde las baldosas rojas y blancas. Las dimensiones del trono eran adecuadas para una mujer, pero aun así su tamaño era grande, con sus patas a semejanza de las garras de ese felino, sus tallas y sus dorados, y el León Blanco —resaltado con piedras de la luna sobre un campo de rubíes— coronando el alto respaldo, anunciando que quienquiera que se sentase allí gobernaba una gran nación. Desde los ventanales de colores instalados en el techo en arco, a gran altura del suelo, las reinas que habían fundado Andor observaban fijamente el salón; sus imágenes se alternaban con el León Blanco y escenas de batallas que habían disputado para construir el país a partir de una única ciudad en el imperio en pleno desmoronamiento de Artur Hawkwing. Muchas naciones surgidas de la Guerra de los Cien Años ya no existían, pero Andor había sobrevivido el milenio transcurrido desde entonces y había prosperado. A veces Elayne sentía que aquellas imágenes la juzgaban, sopesando su valía para seguir sus pasos.

Tan pronto como se encontró en el Gran Salón apareció otra mujer, sentada en el Trono del León, una mujer joven, de cabello oscuro, con ropajes de seda roja y bordados de leones de plata en las mangas y el repulgo de la falda; una sarta de gotas de fuego, grandes como huevos de pichón, le adornaban el cuello, y la Rosa de la Corona reposaba sobre su testa. Una de sus manos descansaba ligeramente sobre el brazo del solio, que terminaba en la talla de la cabeza de un león, y la joven contemplaba regiamente el salón. Entonces sus ojos se posaron en Elayne, y hubo un brillo de reconocimiento en ellos, además de confusión. Corona, gotas de fuego y sedas desaparecieron, reemplazadas por un atuendo de sencillo paño y un largo delantal. Un instante después, también la joven desaparecía.

Elayne sonrió divertida. Hasta las pinches de cocina soñaban con sentarse en el Trono del León. Esperaba que la muchacha no se hubiese despertado sobresaltada por la impresión, o al menos que hubiese entrado de nuevo en otro sueño agradable. Un sueño más seguro que el Tel’aran’rhiod.

Otras cosas se movían en el salón del trono. Las trabajadas lámparas de pie, alineadas en filas a lo largo de la cámara, parecían vibrar contra las altas columnas. Las inmensas puertas de arco estaban ora abiertas ora cerradas, cambiando en un abrir y cerrar de ojos. Sólo aquello que había permanecido en el mismo sitio un tiempo considerable tenía un verdadero reflejo en el Mundo de los Sueños.

Elayne imaginó un espejo de cuerpo entero, y éste apareció al instante delante de ella reflejando su imagen, con un vestido de seda verde, cuello alto, con bordados de seda en el corpiño; unas esmeraldas le adornaban las orejas, y otras más pequeñas aparecían prendidas en sus bucles dorados rojizos. Hizo que desapareciesen las esmeraldas que adornaban el cabello y luego asintió con la cabeza. Una apariencia apropiada para la heredera del trono, pero no ostentosa en exceso. Había que tener cuidado con cómo se imaginaba uno allí, o en caso contrario… Su recatado vestido de seda verde se convirtió en otro tarabonés, ajustado, marcando la silueta, y a continuación éste dio paso a unos amplios y oscuros pantalones de los Marinos, completo con pendientes de oro y aro de la nariz y cadena llena de medallones; iba descalza e incluso tenía tatuajes en las manos. No llevaba blusa, como hacían los Marinos cuando estaban en alta mar. Sus mejillas enrojecieron y se apresuró a volver a la imagen del principio, además de cambiar los pendientes de esmeraldas por unos sencillos aros de plata. Cuanto más simple era el aspecto en que uno se imaginaba, más fácil era mantenerlo.

Dejó que el espejo de cuerpo entero desapareciese —para lo cual sólo fue necesario que dejara de concentrarse en él— y alzó la vista hacia aquellos severos rostros del techo.

—Otras mujeres han ocupado el trono siendo tan jóvenes como yo —les dijo. No habían sido muchas, sin embargo; sólo siete las que habían conseguido llevar la Corona de la Rosa durante muchos años—. Mujeres incluso más jóvenes que yo. —Tres. Y una de ellas apenas duró un año—. No afirmo que seré tan grande como vosotras, pero tampoco haré nada que os avergüence. Seré una buena reina.

—¿Hablando con unas cristaleras? —dijo Nynaeve, que la sobresaltó por la sorpresa. La antigua Zahorí utilizaba una copia del anillo que Elayne llevaba colgado al cuello, y su imagen resultaba borrosa, casi transparente. Frunció el entrecejo e intentó caminar hacia Elayne; se tambaleó y casi se fue al suelo, obstaculizada por el vestido tarabonés que era mucho más ceñido que el que Elayne había imaginado puesto en sí misma. Nynaeve miró boquiabierta el atuendo y de repente cambió a un vestido andoreño, en seda y del mismo color, bordado con hilo de oro en las mangas y el corpiño. Rezongó algo sobre que «el buen paño recio de Dos Ríos» era suficientemente bueno para ella; pero, aunque allí podía aparecer vestida con él si lo deseaba, casi nunca ocurría así.

—¿Qué pusiste en ese vino, Nynaeve? —preguntó Elayne—. Me apagué como una vela al soplarla.

—No intentes cambiar de tema. Si te dedicas a hablar con ventanales, entonces realmente deberías estar durmiendo, en lugar de encontrarte aquí. Me estoy planteando ordenarte que…

—No, por favor. No soy Vandene, Nynaeve. Luz, ni siquiera conozco la mitad de las costumbres que Vandene y las otras dan por sentadas, pero preferiría no tener que desobedecerte, por favor.

Nynaeve la miró ceñuda y se dio un tirón de la trenza. Algunos detalles de su vestido cambiaron, la falda se hizo más amplia, los dibujos bordados variaron, el cuello alto descendió y después volvió a subir, adornándose con puntillas. La antigua Zahorí no era muy buena en la concentración necesaria para conservar la apariencia elegida. Sin embargo, lo que nunca cambiaba ni vacilaba era el punto rojo de su frente.

—De acuerdo —accedió al tiempo que el ceño desaparecía. El chal de flecos amarillos apareció sobre sus hombros y el rostro adquirió algo de la cualidad intemporal Aes Sedai. En las sienes había mechones blancos. No obstante, sus palabras contrastaron con su apariencia y su tono sosegado—. Deja que hable yo cuando Egwene se reúna con nosotras. Me refiero a lo ocurrido hoy. Tú siempre acabas charlando por los codos, como si las dos os estuvieseis cepillando el pelo la una a la otra antes de iros a dormir. ¡Luz! No quiero que se ponga en el papel de Amyrlin conmigo, y sabes que lo hará con las dos si se entera.

—¿Si me entero de qué? —dijo Egwene.

Nynaeve giró rápidamente la cabeza, con expresión de pánico en los ojos, y durante un momento el chal de flecos y el vestido de seda fueron reemplazados por el blanco con bandas de color de una Aceptada. Incluso el ki’sain desapareció. Sólo fue un instante, y después su apariencia volvió a ser la misma de antes a excepción de los mechones blancos, mas aquello bastó para que en el semblante de Egwene se reflejara una expresión dolida. Conocía muy bien a Nynaeve.

—¿Si me entero de qué, Nynaeve? —reiteró, con firmeza.

Elayne respiró profundamente. En realidad no había tenido intención de ocultarle nada a Egwene. Nada importante, se entiende. Pero, con el estado de ánimo actual de Nynaeve, lo más seguro era que lo soltara todo, o por el contrario se empecinara e insistiera en que no había nada de lo que enterarse. Y con ello sólo conseguiría que Egwene presionase con mayor dureza.

—Alguien puso horcaria en mi té de mediodía —dijo, y continuó explicando de forma sucinta lo de los hombres con cuchillos y la fortuita aparición de Doilin Mellar, y sobre cómo había probado su lealtad Dyelin. Por si acaso, añadió la noticia sobre Elenia y Naean, así como el hecho de que la primera doncella investigaba la presencia de espías en palacio, e incluso el dato de que Zarya y Kirstian habían sido asignadas a Vandene, y el ataque a Rand y la desaparición de éste. Egwene no parecía alterada por el recital, e incluso la interrumpió sin contemplaciones en el asunto de Rand, comentando que ya lo sabía. Pero sacudió la cabeza con desdén al oír que Vandene no hacía progresos en cuanto a descubrir quién era la hermana Negra y que para ella eso era muy grave y lo más primordial—. Ah, y voy a tener una guardia personal —terminó Elayne—. Veinte mujeres, al mando del capitán Mellar. No creo que Birgitte encuentre Doncellas para ese puesto, pero no le andará lejos.

Un asiento sin respaldo apareció detrás de Egwene, que se acomodó en él sin mirar siquiera. Era mucho más hábil en el Mundo de los Sueños que Elayne o Nynaeve. Llevaba un traje de montar de paño, en verde oscuro, bien cortado y de calidad pero sin adornos, probablemente la ropa que había llevado puesta ese día en el mundo de vigilia. Y el atuendo no varió un ápice en ningún momento.

—Os habría dicho que os reunieseis conmigo en Murandy mañana, es decir, esta noche —manifestó—, si no fuera porque la llegada de las Allegadas provocaría un estallido entre la Asentadas.

Nynaeve había recuperado la compostura, bien que se ajustó la falda sin necesidad. Ahora los bordados del vestido eran de plata.

—Creí que ahora tenías a la Antecámara de la Torre dominada —comentó.

—Es lo mismo que tener sujeto a un hurón con la mano —repuso secamente Egwene—. Se retuerce y se enrosca para morderte la muñeca. Oh, sí, hacen lo que digo en lo referente a la guerra con Elaida, ya que no pueden eludirlo a pesar de lo mucho que protestan por el gasto de tener más soldados. Sin embargo, el acuerdo con las Allegadas no forma parte del plan de guerra, y tampoco permitir que las Allegadas sepan que la Torre estaba al corriente de sus actividades desde el principio. O pensaba que lo estaba. La Antecámara al completo sufriría una apoplejía sólo por descubrir cuántas cosas ignoraba. Están intentando por todos los medios encontrar el modo de parar la admisión de nuevas novicias.

—Pero no pueden hacerlo ¿o sí? —demandó Nynaeve. Hizo aparecer una silla para sí misma, pero era una copia del asiento de Egwene cuando miró para comprobar que estaba allí, una banqueta de tres patas cuando empezó a sentarse y una silla con respaldo de travesaños para cuando acabó de acomodarse. Ahora su vestido tenía falda pantalón—. Hiciste una proclamación: cualquier mujer de cualquier edad si pasaba la prueba. Sólo tienes que hacer otra sobre las Allegadas.

Elayne se preparó su asiento, una copia de las sillas de su sala de estar. De ese modo era mucho más fácil mantener la imagen sin que se cambiara.

—Oh, la proclamación de una Amyrlin es ley —contestó Egwene—. Hasta que la Antecámara encuentra un camino para soslayarla. La protesta nueva es que sólo tenemos dieciséis Aceptadas. Aunque la mayoría de las hermanas tratan a Faolain y a Theodrin como si aún lo fueran. Pero incluso dieciocho no son bastante ni con mucho para dar lecciones a las novicias, de las que supuestamente tienen que ocuparse las Aceptadas, pero son las hermanas quienes tienen que encargarse de ellas. Creo que algunas abrigaban la esperanza de que el mal tiempo frenara el número de las que acuden, pero no ha sido así. —Sonrió de repente y un brillo travieso asomó a sus oscuros ojos—. Hay una novicia nueva a la que me gustaría que conocieras, Nynaeve. Se llama Sharina Melloy. Es abuela. Y creo que coincidirías conmigo en que se trata de una mujer excepcional.

La silla de Nynaeve desapareció por completo, y ella cayó al suelo con un sonoro golpe. No pareció darse cuenta, y se quedó allí sentada, mirando estupefacta a Egwene.

—¿Sharina Melloy? —repitió con voz temblorosa—. ¿Que es una de las novicias?

Su vestido era ahora de un estilo que Elayne no había visto nunca, con amplias mangas, un profundo escote y adornado con flores bordadas y sartas de perlas. El cabello suelto le llegaba a la cintura y lo tenía sujeto con una cofia de piedras de la luna y zafiros ensartados en cordones de oro, finos como hilos. Y en el índice de la mano izquierda lucía un sencillo aro de oro. Sólo el ki’sain y el anillo de la Gran Serpiente permanecieron inalterables.

—¿Conoces el nombre? —preguntó Egwene, que parpadeó.

Nynaeve se puso de pie y miró fijamente su vestido. Alzó la mano izquierda y tocó el liso sello de oro casi con vacilación. Cosa curiosa, dejó que todo siguiese igual, sin sufrir cambios.

—Podría no ser la misma mujer —murmuró—. ¡No puede serlo! —Hizo aparecer otra silla igual a la de Egwene, y la miró ceñuda como si le ordenase que no alterase su aspecto, pero el mueble tenía respaldo alto y tallas para cuando quiso sentarse—. Había una Sharina Melloy… Fue durante mi prueba para Aceptada —añadió precipitadamente—. No tengo que hablar de ello. ¡Es la regla!

—Por supuesto que no tienes que hacerlo —dijo Egwene, bien que la mirada que dirigió a Nynaeve fue tan rara como Elayne sabía que tenía que ser la suya. Con todo, no había nada que hacer; cuando la antigua Zahorí se empeñaba en ser testaruda, hasta las mulas podían aprender de ella.

—Ya que has sacado a colación a las Allegadas, Egwene —intervino Elayne—, ¿has pensado más detenidamente en el tema de la Vara Juratoria?

Egwene alzó una mano como queriendo interrumpirla, pero su respuesta fue serena e impasible.

—No es necesario pensarlo más, Elayne. Los Tres Juramentos, prestados sobre la Vara Juratoria, son los que nos convierten en Aes Sedai. Al principio no supe verlo, pero ahora sí. El primer día que la Torre esté en nuestro poder, prestaré los Tres Juramentos sobre la Vara Juratoria.

—¡Eso es una locura! —saltó Nynaeve mientras se echaba hacia adelante en la silla. Y el vestido seguía sin cambiar. Muy sorprendente. Tenía prietos los puños sobre el regazo—. Sabes lo que hace. ¡Las Allegadas son la prueba! ¿Cuántas Aes Sedai viven más de trescientos años, o llegan siquiera a ellos? Y no me digas que no debería hablar de la edad. Ésa es una costumbre ridícula, y lo sabes. Egwene, a Reanne la llamaban la Decana porque era la mayor de Ebou Dar, pero la que es mayor en cualquier parte se llama Aloisia Nemosni, una mercader de aceite de Tear. Egwene, tiene casi… ¡seiscientos años! Cuando la Antecámara sepa eso, apuesto a que se mostrará más que dispuesta a dejar la Vara Juratoria en una estantería.

—La Luz sabe que trescientos años es un tiempo muy largo —intervino Elayne—, pero no puedo decir que me haga feliz la perspectiva de acortar mi vida en la mitad, Egwene. ¿Y qué pasa con la Vara Juratoria y tu promesa a las Allegadas? Reanne desea ser Aes Sedai, pero ¿qué ocurrirá cuando preste los Juramentos? ¿Y qué pasara con Aloisia? ¿Caerá fulminada, muerta de repente? No puedes exigirles que juren; no, sabiendo lo que sabemos.

—Yo no exijo nada. —El semblante de Egwene continuaba relajado, pero su postura era más erguida, recta la espalda, y su voz fría. Y con un timbre duro. Los ojos se tornaron más penetrantes, como taladros—. Cualquier mujer que quiera ser una hermana jurará. Y cualquiera que rehúse y se siga llamando Aes Sedai sentirá todo el peso de la justicia de la Torre.

Elayne tragó saliva con esfuerzo bajo aquella mirada impasible. No cabía error en lo que Egwene quería decir con eso. Ahora no oían a una amiga, sino a la Sede Amyrlin, y la Sede Amyrlin no tenía amigas cuando llegaba el momento de dictar sentencia. Aparentemente satisfecha con lo que veía en ellas, Egwene se relajó.

—Conozco el problema —continuó en un tono más normal; más normal, pero seguía sin admitir réplica—. Espero que cualquier mujer inscrita en el libro de novicias llegue hasta donde se lo permitan sus posibilidades, que consiga el chal si puede, y sirva como Aes Sedai, pero no deseo que nadie muera por ese motivo cuando podría seguir viviendo. Una vez que las componentes de la Antecámara sepan lo de las Allegadas, cuando dejen de estar tan alteradas que salten por cualquier cosa y pongan el grito en el cielo, creo que podré convencerlas para que acepten que una hermana que desee retirarse pueda hacerlo. Eliminados los Juramentos y su condición vinculante, se entiende.

Hacía tiempo que habían llegado a la conclusión de que la Vara se podía utilizar para desvincular al igual que para vincular; de otro modo ¿cómo podían mentir las hermanas Negras?

—Supongo que eso valdrá —admitió diplomáticamente Nynaeve. Elayne se limitó a asentir con la cabeza; no le cabía duda de que había algo más.

—Jubilarse entrando en la organización de las Allegadas, Nynaeve —añadió suavemente Egwene—. De ese modo también estarán comprometidas con la Torre. Mantendrán sus propias normas, por supuesto, su Regla, pero tendrán que aceptar que su Círculo de Labores de Punto se halla por debajo de la Amyrlin, ya que no de la Antecámara, y que su grupo está por debajo de las hermanas. Mi intención es que sean parte de la Torre, no que obren a su libre albedrío. Sin embargo creo que aceptarán.

Nynaeve volvió a asentir, contenta, pero su sonrisa se borró cuando el pleno significado de aquello se hizo patente en su cerebro.

—¡Pero…! —barbotó, indignada—. ¡La posición entre las Allegadas la marca la edad! ¡Habrá hermanas recibiendo órdenes de mujeres que ni siquiera podrían llegar a Aceptadas!

—Mujeres que antes fueron hermanas, Nynaeve. —Egwene tocó el anillo de la Gran Serpiente de su mano derecha y suspiró suavemente—. Ni siquiera las Allegadas que lograron el anillo lo llevan. Así que tendremos que renunciar a él también. Seremos Allegadas, Nynaeve, y dejaremos de ser Aes Sedai. —Hablaba como si ya pudiese sentir ese lejano día, esa lejana pérdida, pero apartó la mano del anillo y respiró hondo—. Bien, ¿hay alguna otra cosa más? Me espera una larga noche, y me gustaría disfrutar de un poco de sueño real antes de tener que enfrentarme de nuevo a las Asentadas.

Nynaeve se había puesto ceñuda; había apretado la mano en la que llevaba los anillos y tenía la otra encima para cubrirlos. Aun así, parecía dispuesta a dejar de discutir sobre las Allegadas. De momento.

—¿Todavía tienes dolores de cabeza? Mi opinión es que si los masajes de esa mujer sirviesen para algo habrías dejado de padecer jaquecas.

—Los masajes de Halima hacen maravillas, Nynaeve. Sin ella no podría conciliar el sueño ni poco ni mucho. Bien, ¿hay algo más que…? —Dejó la frase sin terminar. Tenía clavada la vista en las puertas de acceso al salón del trono, y Elayne se volvió para mirar.

Un hombre se encontraba allí, observando; un hombre alto como un Aiel, con el cabello rojizo oscuro surcado de canas, pero un Aiel nunca llevaría una chaqueta azul de cuello alto. Parecía musculoso, y su duro semblante resultaba familiar de algún modo. Cuando advirtió que lo miraban, dio media vuelta y echó a correr por el pasillo.

Elayne se quedó boquiabierta un instante. El hombre no se había soñado en el Tel’aran’rhiod de manera accidental, o a esas alturas habría desaparecido; en cambio, aún se oía el ruido de sus botas en las baldosas. O era un caminante de sueños —algo poco común en los hombres, según las Sabias— o tenía un ter’angreal.

Se levantó de un salto y corrió tras él, pero a pesar de su rapidez Egwene se le adelantó. En cierto momento tenía a Egwene detrás y al siguiente ya se encontraba en el umbral de las puertas, asomándose hacia el lado por el que el hombre había desaparecido. Elayne intentó imaginarse a sí misma de pie junto a Egwene, y ocurrió así. Ahora el corredor estaba vacío a excepción de las lámparas de pie, los arcones y los tapices, que titilaban y cambiaban.

—¿Cómo hicisteis eso? —demandó Nynaeve mientras corría hacia ellas con la falda recogida por encima de las rodillas. Las medias eran de seda, ¡y rojas! Se soltó la falda tan pronto como se dio cuenta de que Elayne había reparado en las medias y se asomó al corredor—. ¿Adónde ha ido? ¡Podría haberlo escuchado todo! ¿Lo reconocisteis? Me recordaba a alguien, no sé a quién.

—A Rand —dijo Egwene—. Podría ser un tío de Rand.

«Por supuesto —pensó Elayne—. Si Rand tuviese un tío malvado».

Un chasquido metálico resonó en el otro extremo del salón del trono. En la puerta que comunicaba con los vestidores que había detrás del estrado, cerrándose. En el Tel’aran’rhiod las puertas estaban abiertas o cerradas, y en ocasiones a medias; no se cerraban de golpe.

—¡Luz! —masculló Nynaeve—. ¿Cuánta gente ha estado escuchándonos a escondidas? Por no mencionar quién y por qué.

—Quienesquiera que fuesen —repuso sosegadamente Egwene—, aparentemente, no conocen el Tel’aran’rhiod tan bien como nosotras. Lo que sí podemos afirmar es que no eran amigos, o en caso contrario no habrían escuchado a escondidas. Y creo que tampoco eran amigos entre sí, o de otro modo ¿por qué escuchar desde lados opuestos del salón? Ese hombre llevaba una chaqueta shienariana. En mi ejército hay shienarianos, pero las dos sabéis cómo son. Ninguno se parece a Rand.

Nynaeve resopló con desdén.

—Bueno, sea quien sea, hay demasiada gente escuchando en los rincones. Eso es lo que pienso. Quiero regresar a mi cuerpo, donde lo único de lo que tengo que preocuparme es de espías y dagas envenenadas.

«Shienarianos», pensó Elayne. Gente de las Tierras Fronterizas ¿Cómo podía haberse olvidado de eso? Bueno, había habido el asuntillo de la horcaria.

—Hay algo más —dijo, aunque en un tono cauteloso, confiando en que sólo las otras dos mujeres la oyeran, y relató la noticia de Dyelin sobre las gentes de las Tierras Fronterizas en el Bosque de Braem. Añadió las recibidas por Norry en las cartas que le enviaban, sin dejar en ningún momento de vigilar el corredor en ambas direcciones así como el salón del trono. No quería que la pillara desprevenida otro espía—. Creo que esos dirigentes se encuentran en el Bosque de Braem —terminó—. Los cuatro.

—Rand —musitó Egwene, que parecía irritada—. Incluso cuando no se lo puede encontrar complica las cosas. ¿Tienes idea de si han venido para ponerse a su servicio o para intentar entregárselo a Elaida? No se me ocurre ninguna otra razón para que hayan hecho un viaje de mil leguas. ¡Deben de estar cociendo los zapatos para hacer sopa, a estas alturas! No podéis imaginar lo difícil que es mantener bien suministrado y en marcha a un ejército.

—Creo que puedo enterarme —contestó Elayne—. Al motivo, me refiero. Y al mismo tiempo… Me has dado una idea, Egwene. —No pudo evitar sonreír. Por fin había salido algo bueno de ese día—. Creo que podría utilizarlos para asegurarme el Trono del León.

Asne examinó el bastidor de bordar que tenía delante y soltó un suspiro que se convirtió en un bostezo. Las titilantes lámparas apenas daban luz para esa tarea, pero no había razón para que los pájaros del bordado parecieran estar todos ladeados. Deseaba encontrarse en la cama, y odiaba bordar. Pero tenía que mantenerse despierta, y aquél era el único modo de evitar la conversación con Chesmal. O lo que Chesmal llamaba conversación. La engreída y arrogante Amarilla estaba muy concentrada en su propio bordado, al otro lado de la habitación, y daba por hecho que cualquiera que cogiese una aguja ponía el mismo interés y entusiasmo que ella en la labor. Por otro lado, Asne sabía que, si se levantaba de la silla, Chesmal no tardaría en empezar a obsequiarla con historias sobre su propia importancia. En los meses transcurridos desde la desaparición de Moghedien había escuchado al menos veinte veces el papel desempeñado por Chesmal en el interrogatorio a Tamra Ospenya; ¡y unas cincuenta sobre cómo Chesmal había inducido a las Rojas a asesinar a Sierin Vayu antes de que ésta ordenase su arresto! Quien la oyera contarlo pensaría que era la responsable de salvar al Ajah Negro, sin ayuda de nadie; y seguro que si se le presentaba la más mínima ocasión sería capaz de asegurar que había sido así. Esa clase de conversación no sólo resultaba aburrida, sino peligrosa. Incluso letal, si llegaba a oídos del Consejo Supremo. Así pues, Asne sofocó otro bostezo, estrechó los ojos para enfocarlos en la labor y empujó la aguja a través del lino tensado. A lo mejor si hacía el pinzón real más grande podía equilibrar las alas.

El chasquido del pestillo de la puerta hizo que ambas mujeres levantaran la cabeza. Los dos criados sabían que no debían molestarlas y, en cualquier caso, la mujer y su marido estarían durmiendo profundamente. Asne abrazó el saidar, preparando un tejido que achicharraría hasta los huesos a un intruso; también el brillo envolvía a Chesmal. Si la persona equivocada cruzaba esa puerta, lo lamentaría hasta que muriera.

Era Eldrith, con los guantes en la mano y la oscura capa todavía echada hacia atrás, sobre los hombros. El vestido de la regordeta Marrón también era oscuro y sin adornos. Asne detestaba llevar sencillas telas de paño, pero tenían que hacerlo para evitar llamar la atención. Aquellas ropas sosas y sin gracia le iban perfectamente a Eldrith. La recién llegada se paró al verlas, y parpadeó con un momentáneo gesto de desconcierto plasmado en el rostro.

—Oh, vaya —dijo—. ¿Quién pensabais que era? —Soltó los guantes en la mesita que había junto a la puerta; de pronto reparó en la capa y frunció el entrecejo como si acabara de darse cuenta de que había subido la escalera sin quitársela. Desprendió cuidadosamente el broche de plata del cuello, y echó la prenda sobre una silla, toda arrebujada.

El brillo del saidar que envolvía a Chesmal desapareció cuando la mujer apartó el bastidor de bordar para ponerse de pie. Su severo semblante la hacía parecer más alta de lo que era realmente, y era muy alta. Las flores multicolores que había bordado en la tela podrían haberse encontrado en un jardín.

—¿Dónde has estado? —demandó. Eldrith era la que ocupaba una posición más alta entre ellas, y además Moghedien le había dejado el mando, pero Chesmal había empezado a dar una mínima importancia a esa circunstancia, si es que le daba alguna—. Se suponía que regresarías por la tarde, ¡y ha pasado la mitad de la noche!

—No me di cuenta de la hora, Chesmal —replicó absorta Eldrith, que parecía ensimismada—. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuve en Caemlyn. La Ciudad Interior es fascinante, y he tomado una comida deliciosa en una posada que recordaba. Aunque he de decir que había unas cuantas hermanas allí. Sin embargo, nadie me reconoció. —Contempló el broche como preguntándose de dónde había salido y después lo guardó en la escarcela.

—Así que perdiste la noción del tiempo —comentó fríamente Chesmal mientras enlazaba los dedos a la altura de la cintura. Quizá para no cerrarlos sobre la garganta de Eldrith; sus ojos relucían de ira—. No te diste cuenta de la hora.

De nuevo Eldrith parpadeó como si la hubiera sobresaltado que se dirigiera a ella.

—Oh. ¿Temías que Kennit me hubiese encontrado otra vez? Te aseguro que desde lo de Samara he tenido mucho cuidado de mantener encubierto el vínculo.

A veces, Asne se preguntaba cuánto de verdad había en la aparente distracción de Eldrith. Nadie que estuviese tan inconsciente del mundo que lo rodeaba habría sobrevivido tanto tiempo. Por otro lado, la Marrón había estado lo suficientemente descentrada para que la ocultación desapareciese más de una vez antes de llegar a Samara, lo bastante para que su Guardián la rastreara. Obedientes a la orden de Moghedien de esperar su regreso, se habían escondido durante los disturbios ocurridos tras la partida de la Elegida; esperaron mientras las hordas del llamado Profeta arrasaban todo a su paso, en dirección sur, y entraban en Amadicia, y se quedaron en aquella derruida y maldita ciudad incluso después de que Asne tuvo la seguridad de que Moghedien las había abandonado. Sus labios se fruncieron al recordarlo. Lo que empujó a Eldrith a tomar la decisión de marcharse fue la llegada de su Guardián a la ciudad, convencido de que era una asesina, medio seguro de que pertenecía al Ajah Negro y decidido a matarla fueran cuales fuesen las consecuencias para él. Como era lógico, la que no quiso afrontar esas consecuencias había sido ella, y se negó a permitir que ninguna matase al hombre. La única alternativa que quedaba era huir. Claro que también fue ella la que había señalado Caemlyn como su única esperanza.

—¿Descubriste algo, Eldrith? —preguntó amablemente Asne. Chesmal era una necia. Por mucho que el mundo pareciera estar patas arriba en la actualidad, las cosas volverían a enderezarse. De un modo u otro.

—¿Qué? Oh. Sólo que la salsa de pimienta no era tan buena como la recordaba. Claro que eso fue hace cincuenta años.

Asne contuvo un suspiro. Quizá, después de todo, sí había llegado el momento de que Eldrith sufriese un accidente.

La puerta se abrió, y Temaile entró en la habitación tan en silencio que pilló de sorpresa a todas. La diminuta Gris de rostro zorruno se había echado sobre los hombros una bata bordada con leones, pero ésta se abría por delante y dejaba ver un camisón de seda, en color crema, que se le pegaba al cuerpo indecentemente. Envuelto en una mano llevaba un brazalete hecho de anillos de cristal retorcidos. El aspecto y el tacto de esos anillos eran de cristal, pero ni un martillo habría podido romper un trocito a uno de ellos.

—Has estado en el Tel’aran’rhiod —dijo Eldrith, que miró ceñuda el ter’angreal. Aun así, no habló con energía.

Todas tenían un poco de miedo a Temaile desde que Moghedien los había obligado a presenciar cómo rompían la última resistencia de Liandrin. Asne había perdido la cuenta de cuántas veces había asesinado o torturado en los ciento treinta y tantos años transcurridos desde que había obtenido el chal, pero rara vez había visto a nadie tan… entusiasta como Temaile. Observando a Temaile y fingiendo no hacerlo, Chesmal no parecía darse cuenta de que se lamía los labios con nerviosismo. Asne se apresuró a meter la lengua detrás de los dientes y esperó que nadie se hubiese fijado. Eldrith no, desde luego.

—Acordamos no utilizarlos —continuó la Marrón en un tono que no distaba mucho de hacer de la frase una súplica—. Estoy segura de que fue Nynaeve la que hirió a Moghedien; y, si puede superar a una Elegida en el Tel’aran’rhiod, ¿qué posibilidades tendría ninguna de nosotras? —Se volvió hacia las otras y trató dar a su voz un timbre reprobador—. ¿Sabíais algo de esto? —Se las arregló para parecer malhumorada.

Chesmal sostuvo la mirada de Eldrith con indignación, en tanto que Asne lo hacía con sorprendida inocencia. Lo sabían, pero ¿quién se atrevía a oponerse a Temaile? Asne dudaba mucho que Eldrith hubiese hecho algo más que una protesta simbólica si se hubiese encontrado allí.

Temaile sabía muy bien el efecto que tenía sobre ellas. Debería haber inclinado la cabeza ante la regañina de Eldrith, por tímida que hubiese sido, y haberse disculpado por ir en contra de sus deseos. En cambio sonrió; mas esa sonrisa nunca se reflejó en sus ojos, grandes, oscuros y demasiado brillantes.

—Tenías razón, Eldrith. En tu suposición de que Elayne vendría aquí, y también en que Nynaeve estaría con ella, al parecer. Se encontraban juntas, y era obvio que ambas viven en el palacio.

—Sí —dijo Eldrith, que rebulló un tanto bajo la intensa mirada de Temaile—. Bien. —También ella se lamió los labios, además de cambiar el peso ora a un pie ora a otro—. Aun así, hasta que encontremos el modo de llegar a ellas esquivando a todas esas espontáneas…

—No son más que espontáneas, Eldrith. —Dejándose caer pesadamente en un sillón, Temaile se despatarró con indolencia, y endureció el tono. No lo bastante para que resultara imperioso, pero era más que meramente firme—. Hay sólo tres hermanas que nos estorban, y podemos deshacernos de ellas. Podemos coger a Nynaeve y quizá también a Elayne, de paso. —De repente se echó hacia adelante, con las manos sobre los brazos del sillón. Estuviese o no desaliñada, ahora no había el menor rastro de dejadez en ella. Eldrith retrocedió como si los ojos de Temaile la hubiesen empujado—. ¿Para qué si no estamos aquí, Eldrith? Es para lo que vinimos.

Nadie podía argumentar contra eso. Tras ellas habían dejado una sarta de fracasos —en Tear, en Tanchico— que muy bien podría costarles la vida cuando el Consejo Supremo les pusiera las manos encima. Pero no si tenían a alguno de los Elegidos de patrocinador; y, si Moghedien había deseado tanto tener a Nynaeve, quizá también otro de ellos la querría. La verdadera dificultad sería encontrar a uno de los Elegidos para entregarle su regalo. Nadie excepto Asne parecía haber tomado en consideración esa parte del plan.

—Había otros allí —continuó Temaile, que volvió a recostarse. Hablaba casi con aburrimiento—. Espiando a nuestras dos Aceptadas. Un hombre que se dejó sorprender, y alguien más a quien no pude ver. —Frunció los labios en un mohín irritado. Es decir, habría pasado por un mohín de no ser por sus ojos—. Tuve que quedarme detrás de una columna para que las muchachas no me vieran. Eso debería complacerte, Eldrith. No me vieron. ¿Estás satisfecha?

Eldrith casi balbuceó al contestar lo satisfecha que se sentía.

Asne se permitió percibir a sus cuatro Guardianes, cada vez más próximos. Había dejado de encubrir el vínculo desde que habían partido de Samara. Sólo Powl era un Amigo de la Sombra, desde luego, pero los otros harían lo que quiera que ella dijera, creerían lo que quiera que les contara. Sería necesario mantener encubierta su presencia a las demás a menos que fuera absolutamente necesario, pero quería contar con hombres armados cerca de ella. Los músculos y el acero resultaban muy útiles. En el peor de los casos, siempre podía recurrir a la larga y estriada varita que Moghedien no había escondido tan bien como ella pensaba.

La primera luz del día que entraba por las ventanas de la sala de estar era gris; era más temprano de lo que lady Shiaine solía levantarse, pero esa mañana ya se había vestido cuando aún estaba completamente oscuro. Ahora pensaba en sí misma como lady Shiaine. Mili Skane, la hija del guarnicionero, casi había caído en el olvido. En todo lo que realmente importaba era lady Shiaine Avarhin, y lo había sido durante años. Lord Willim Avarhin había caído en la pobreza y se había visto reducido a vivir en una granja destartalada que ni siquiera pudo mantener en condiciones aceptables. Él y su única hija, la última de un linaje en declive, habían permanecido en el campo, lejos de cualquier lugar donde su penuria quedara expuesta a los demás, y ahora sólo eran huesos enterrados en el bosque cercano a la granja; y ella era lady Shiaine, y si la alta casa de piedra no era una mansión solariega, sí había sido la propiedad de una mercader adinerada, que también llevaba mucho tiempo muerta, tras poner todo su oro y posesiones a nombre de su «heredera». El mobiliario era de buena construcción, las alfombras costosas, los tapices e incluso los cojines de los asientos estaban bordados con hilos de oro, y el fuego crepitaba en un hogar de mármol de vetas azules. Había hecho tallar la otrora lisa repisa con el emblema de Avarhin, el Corazón y la Mano, en hilera, enmarcando todo el frente.

—Más vino, muchacha —ordenó secamente.

Falion se acercó presurosa con la jarra plateada de cuello alto para llenar de nuevo la copa con el humeante vino aderezado con especias. El uniforme de doncella, adornado con el Corazón Rojo y la Mano Dorada en la pechera, le iba bien a Falion. Su alargada cara era una rígida máscara mientras la mujer regresaba deprisa a dejar la jarra sobre el aparador y ocupaba de nuevo su puesto junto a la puerta.

—Estás jugando un juego peligroso —dijo Marillin Gemalphin mientras hacía girar entre las palmas de las manos su propia copa. La hermana Marrón, una mujer delgada, de cabello castaño claro y sin brillo, no parecía una Aes Sedai. Su estrecho rostro y su ancha nariz habrían encajado mejor con el uniforme de Falion que con el vestido de fino paño azul que llevaba, el cual a su vez era el apropiado para una mercader medianamente acomodada—. Está escudada de algún modo, lo sé, pero cuando pueda encauzar otra vez te hará aullar por esto. —Sus finos labios se curvaron en una sonrisa forzada—. O quizá te encuentres con que desearías poder aullar.

—Moridin eligió esto para ella —repuso Shiaine—. Falion fracasó en Ebou Dar, y él ordenó su castigo. Desconozco los detalles y tampoco quiero saberlos; pero, si Moridin quiere que tenga la nariz pegada al suelo, la empujaré lo bastante para que esté respirando polvo durante un año. ¿O acaso sugieres que desobedezca a uno de los Elegidos? —Apenas si fue capaz de contener un escalofrío ante la mera idea. Marillin intentó ocultar su expresión bebiendo, pero sus ojos denotaron tensión—. ¿Y tú qué dices, Falion? —preguntó Shiaine—. ¿Quieres que le pida a Moridin que te saque de aquí? A lo mejor te encuentra algo menos oneroso.

Eso ocurriría cuando las mulas cantaran como ruiseñores. Falion ni siquiera vaciló. Hizo una reverencia propia de una doncella y su semblante se tornó aún más pálido de lo que ya estaba.

—No, señora —repuso, presta—. Estoy conforme con mi situación.

—¿Ves? —dijo Shiaine a la otra Aes Sedai. Dudaba muchísimo que Falion se sintiese conforme ni de lejos, pero la mujer aceptaría cualquier cosa antes que afrontar directamente el desagrado de Moridin. Por la misma razón, Shiaine la trataría con mano dura. Uno nunca sabía qué podía llegar a oídos de un Elegido y que éste tomase a mal. En lo tocante a ella creía que su propio fracaso estaba enterrado muy hondo, pero no correría riesgos—. Cuando pueda volver a encauzar, no tendrá que ser una doncella todo el tiempo, Marillin. —En cualquier caso, Moridin le había dicho que podía matar a Falion si quería. Siempre le quedaba esa salida si su posición empezaba a resentirse demasiado. Le había dicho que podía matar a las dos hermanas si así lo quería.

—Puede ser —contestó enigmáticamente Marillin. Lanzó una mirada de reojo a Falion y torció el gesto—. Veamos, Moghedien me dio instrucciones de que te ofreciese la ayuda que creyera que estuviese en mi mano prestarte, pero ahora mismo ya puedo decirte que no entraré en el Palacio Real. En la ciudad hay demasiadas hermanas para mi gusto, pero además el palacio está abarrotado de espontáneas. No daría diez pasos sin que alguien se diese cuenta de mi presencia allí.

Suspirando, Shiaine se echó hacia atrás, cruzó una pierna sobre otra, y meció ociosamente el pie. ¿Por qué la gente siempre creía que uno no sabía tanto como ella? ¡El mundo estaba lleno de necios!

—Moghedien te ordenó que me obedecieras. Lo sé porque Moridin me informó de ello. Y, aunque él no lo dijo, creo que, cuando chasquea los dedos, Moghedien salta. —Hablar así de los Elegidos era peligroso, pero tenía que dejar las cosas claras—. ¿Quieres explicarme otra vez qué es lo que no harás?

La Aes Sedai de cara estrecha se lamió los labios al tiempo que echaba otra rápida ojeada a Falion. ¿Temía acaso acabar como ella? Para ser sincera, Shiaine habría cambiado a Falion por una verdadera doncella sin pensarlo. Es decir, siempre y cuando pudiese conservar sus otros servicios. Probablemente ambas tendrían que morir cuando aquello hubiese terminado. A Shiaine no le gustaba dejar cabos sueltos.

—No mentí en eso —contestó lentamente Marillin—. De verdad no podría dar más de diez pasos sin que me reconocieran. Sin embargo, ya hay una mujer en el palacio. Puede hacer lo que necesites, si bien es posible que tarde un poco en establecer contacto con ella.

—Tú asegúrate de que no sea demasiado tiempo, Marillin. —Vaya. Así que una de las hermanas que había en palacio era del Ajah Negro. Tenía que tratarse de una Aes Sedai, no una simple Amiga Siniestra, para que llevara a cabo lo que Shiaine necesitaba.

La puerta se abrió y Murellin se asomó y la miró inquisitivamente; su corpachón casi tapaba el umbral. Detrás de él, Shiaine distinguió a otro hombre. Al asentir ésta, Murellin se apartó a un lado e hizo una seña a Daved Hanlon para que entrara, tras lo cual cerró la puerta. Hanlon se cubría con una capa oscura, pero sacó rápidamente una mano para tantear el trasero a Falion. La mujer le dirigió una mirada agria, pero no se retiró. Hanlon era parte de su castigo. Aun así, Shiaine no tenía ganas de ver cómo toqueteaba a la mujer.

—Deja eso para después —ordenó—. ¿Fue todo bien?

Una ancha sonrisa apareció en su afilado rostro.

—Fue exactamente como lo planeé, por supuesto. —Echó hacia atrás un lado de la oscura capa para dejar a la vista los galones dorados de rango que lucía su chaqueta roja—. Estás hablando con el capitán de la escolta de la reina.

11

Ideas importantes

Sin echar siquiera una ojeada, Rand entró en una amplia y oscura habitación a través del acceso. La tensión de mantener el tejido, de luchar contra el saidin, lo hizo tambalearse; tenía ganas de vomitar, de doblarse por la cintura y arrojar todo lo que tenía dentro. Sostenerse derecho requirió todo un esfuerzo de voluntad. Se colaba un poco de luz por las rendijas de los postigos de los escasos ventanucos, situados en una pared a cierta altura, justo la claridad suficiente para ver mientras estuviera henchido de Poder. Muebles y enormes formas cubiertas con paños casi llenaban el cuarto, intercalados con grandes barriles destinados a almacenar loza, baúles de diversas formas y tamaños, cajas, cajones y menudencias. Entremedias sólo quedaban pasillos de poco más de un paso de ancho. Había tenido la seguridad de que no se toparía con criados que buscaran algo o estuviesen limpiando. El piso alto del Palacio Real tenía varios almacenes como aquél, semejantes a áticos de grandes granjas y casi dejados en el olvido. Además, después de todo era ta’veren. Suerte que no había nadie cuando abrió el acceso. Uno de sus bordes había cortado limpiamente la esquina de un baúl vacío, forrado de cuero podrido y agrietado, y el otro extremo había hecho un corte, suave como cristal, a lo largo del borde de una mesa taraceada, abarrotada de jarrones y cajas de madera. Quizás alguna reina de Andor había comido en esa mesa, uno o dos siglos atrás.

«Un siglo o dos —rió sordamente Lews Therin dentro de su cabeza—. Cuánto tiempo. ¡Por amor de la Luz, suéltalo ya! ¡Esto es la Fosa de la Perdición!» —La voz menguó a medida que el hombre huía a los recovecos de la mente de Rand.

Por una vez tenía sus propias razones para hacer caso a las protestas de Lews Therin. Hizo una señal a Min para que lo siguiera desde el claro del bosque que había al otro lado del acceso, y, tan pronto como la joven lo hizo, Rand soltó el saidin y dejó que se cerrara tras ella en una veloz línea de luz vertical. Afortunadamente, la náusea desapareció al mismo tiempo. La cabeza todavía le daba vueltas un poco, pero por lo menos ya no se sentía como si fuera a vomitar o a desplomarse o ambas cosas. Aun así, la sensación de inmundicia permaneció pues la contaminación del Oscuro rezumaba de los tejidos que había atado a su alrededor. Se cambió la bolsa de cuero de un hombro a otro para ocultar el gesto de limpiarse el sudor de la cara con la manga. Sin embargo, no habría tenido que preocuparse de que Min lo notara.

Las botas de la joven, azules y con tacones, removieron el polvo del suelo al primer paso, y con el segundo lo levantaron. Min sacó un pañuelo adornado con puntillas de la manga de la chaqueta justo a tiempo de recibir en él un sonoro estornudo, al que siguió un segundo y un tercero, cada cual más fuerte que el anterior. Ojalá, pensó Rand, hubiese accedido a llevar un vestido. La chaqueta azul tenía bordadas flores blancas en las mangas y en las solapas, y el ceñido pantalón, de un tono azul más claro, le moldeaba las piernas. Con los guantes de montar —también azules— bajo el cinturón, y la capa bordeada de adornos dorados y sujeta con un broche en forma de rosa, daba la impresión de haber llegado por medios más normales, pero atraería la mirada de todos. Él vestía ropas de basto paño marrón, del tipo que llevaría cualquier bracero. En los últimos días había hecho ostentación de su presencia en casi todos los sitios en los que había estado, pero esta vez no sólo quería marcharse antes de que alguien se enterara de que estaba allí, sino que tampoco quería que nadie, salvo unas pocas personas concretas, supiera siquiera que había ido.

—¿Por qué me miras con esa sonrisita y te tocas la oreja como un lelo? —demandó Min mientras guardaba de nuevo el pañuelo en la manga. Sus grandes y oscuros ojos rebosaban suspicacia.

—Sólo pensaba lo hermosa que eres —respondió quedamente él. Lo era. No podía mirarla sin pensar eso. O sin lamentar ser demasiado débil para alejarla de su lado por su seguridad.

Ella respiró hondo y estornudó antes de poder llevarse la mano a la boca; luego le lanzó una mirada enconada, como si fuese culpa de él.

—He abandonado mi caballo por ti, Rand al’Thor. Me he rizado el pelo por ti. ¡He renunciado a mi vida entera por ti! ¡No pienso renunciar también a mi chaqueta y a mis pantalones! Además, aquí nadie me ha visto con vestido más tiempo del que tardaba en cambiármelo por mi ropa habitual. Sabes que no funcionará si no me reconocen. Y tú, desde luego, no puedes pretender haber entrado de la calle sin más, con esa cara.

De manera inconsciente, Rand se pasó la mano por la mandíbula tanteándose su propio rostro, pero no era el que Min veía. Cualquiera que lo mirase vería a un hombre varios centímetros más bajo y varios años mayor que Rand al’Thor, de cabello negro y lacio, ojos castaños y sin brillo, y con una verruga en la bulbosa nariz. Sólo alguien que lo tocase podría penetrar la Máscara de Espejos. Ni siquiera un Asha’man lo notaría, al tener invertidos los tejidos. Aunque, si había Asha’man en palacio, eso querría decir que sus planes habían salido peor de lo que creía. Esta visita no podía, no debía, llegar a una matanza. En cualquier caso, ella tenía razón: con esa cara no le habrían permitido entrar en el Palacio Real de Andor sin escolta.

—Qué más da, mientras podamos acabar con esto y marcharnos rápidamente —dijo—. Antes de que alguien tenga tiempo para pensar que si tú estás aquí entonces quizá yo también esté.

—Rand —musitó la joven, y él la miró con recelo. Min le puso una mano en el pecho y alzó la vista hacia su rostro con una expresión seria—. Rand, de verdad necesitas ver a Elayne. Y a Aviendha, supongo. Sabes que probablemente se encuentre aquí. Si te…

Él sacudió la cabeza, y al instante deseó no haberlo hecho. Todavía no se le había pasado totalmente el mareo.

—¡No! —repuso bruscamente. ¡Luz! Dijese lo que dijese Min, no podía creer que Elayne y Aviendha, ambas, lo amaran. O que el hecho de que lo amaran, si era un hecho, no la molestase. ¡Las mujeres no eran extrañas hasta ese extremo! Elayne y Aviendha tenían razones para odiarlo, no para amarlo, y al menos Elayne lo había dejado bien claro. ¡Y lo que era peor es que él las amaba, además de amar a Min! Debía ser duro como el acero, pero temía que se haría añicos si tenía que enfrentarse a las tres al mismo tiempo—. Encontraremos a Nynaeve y a Mat y nos marcharemos lo antes posible. —Min abrió la boca, pero Rand no le dio ocasión de hablar—. No discutas conmigo, Min. ¡No es el momento!

La joven ladeó la cabeza y esbozó una sonrisa divertida.

—¿Y cuándo discuto contigo? ¿No hago siempre exactamente lo que me dices? —Como si esa mentira no fuera suficiente, añadió—: Lo que iba a decir es que, si quieres que nos demos prisa, ¿por qué seguimos plantados como pasmarotes en este polvoriento almacén? —Como para dar énfasis, soltó otro estornudo.

Aun yendo vestida así, ella era la que menos llamaría la atención, de modo que asomó la cabeza fuera del cuarto en primer lugar. Por lo visto la planta de almacenaje no estaba totalmente en el olvido; los goznes de la puerta apenas chirriaron. Ta’veren o no, se sintió aliviado al encontrar vacío el largo pasillo. Hasta el criado más tímido se habría extrañado al verlos salir de un desván en la planta más alta del palacio. Con todo, no tardarían en topar con gente. El Palacio Real no contaba con un cuerpo de servicio tan numeroso como el Palacio del Sol o la Ciudadela de Tear, pero aun así allí eran cientos los criados que había. Rand se puso junto a Min e intentó andar de manera desgarbada y mirar boquiabierto los coloridos tapices, los paneles de madera tallada y los pulidos arcones altos. Ninguno era tan fino como lo serían en los pisos de más abajo, pero un bracero se quedaría embobado.

—Tenemos que llegar a otro piso inferior cuanto antes —murmuró. Todavía no se veía a nadie, pero muy bien podrían encontrar a diez personas a la vuelta de la esquina—. Recuerda, pregunta al primer criado que veamos dónde están Nynaeve y Mat. No entres en detalles a menos que no tengas más remedio.

—Vaya, gracias por recordármelo, Rand. Sabía que algo se me había olvidado, y no conseguía acordarme qué. —Su fugaz sonrisa era demasiado tirante, y masculló algo entre dientes.

Rand suspiró. Aquello era demasiado importante para que empezara con sus jueguecitos, pero iba a hacerlo si él se lo permitía. Y no es que ella lo viera como un juego. Aun así, a veces sus ideas sobre lo que era o no importante diferían mucho de las suyas. Muchísimo. Tendría que vigilarla estrechamente.

—Vaya, señora Farshow —dijo una voz de mujer detrás de ellos—. Es la señora Farshow, ¿verdad?

La bolsa se meció y golpeó la espalda de Rand cuando éste giró sobre sí mismo. La rellena y canosa mujer que miraba a Min sin salir de su asombro era quizá la última persona que querría haber encontrado, aparte de Elayne o Aviendha. Preguntándose por qué llevaría una gonela roja con el León Blanco en la pechera, hundió los hombros y evitó mirarla directamente. No era más que un bracero haciendo su trabajo. No había razón para que le dedicara más que una mirada de pasada.

—¿Señora Harfor? —exclamó Min con una sonrisa radiante—. Sí, soy yo. Y vos sois justo la mujer que buscaba. Me temo que me he perdido. ¿Podéis indicarme dónde encontrar a Nynaeve al’Meara? ¿Y a Mat Cauthon? Este tipo trae algo que Nynaeve encargó.

La primera doncella miró ligeramente ceñuda a Rand antes de volver su atención a Min. Enarcó una ceja al fijarse en sus ropas, o quizá fuera por el polvo que tenían, pero no hizo ningún comentario.

—¿Mat Cauthon? No creo conocerlo. A menos que sea uno de los nuevos criados o guardias —añadió dubitativa—. En cuanto a Nynaeve Sedai, está muy ocupada. Supongo que no le importará que recoja yo lo que quiera que sea y lo lleve a su habitación.

Rand se irguió bruscamente. ¿Nynaeve Sedai? ¿Por qué las otras, las verdaderas Aes Sedai, permitían que siguiera con ese juego? ¿Y Mat no estaba allí? Por lo visto no había estado en ningún momento. En su cabeza giraron arremolinados los colores y una imagen que casi distinguió. En un abrir y cerrar de ojos desapareció, pero él se tambaleó. La señora Harfor volvió a dirigirle una mirada ceñuda, y aspiró sonoramente el aire por la nariz. Tal vez creía que estaba borracho.

Min también frunció el entrecejo, pero en un gesto pensativo, mientras se daba golpecitos en la mejilla con un dedo, bien que sólo duró un momento.

—Creo que Nynaeve… Sedai quiere verlo. —La vacilación apenas se notó—. ¿Podríais conducirlo a sus habitaciones, señora Harfor? Tengo otro asunto que tratar antes de marcharme. Bueno, Nuli, cuida tus modales y haz lo que te manden. Buen chico.

Rand abrió la boca; pero, antes de que tuviese tiempo de pronunciar palabra, Min se alejó corredor adelante, casi corriendo. La capa ondeaba a su espalda de tan deprisa que caminaba. ¡Maldición, iba a intentar dar con Elayne! ¡Podía echarlo todo a rodar!

«Tus planes fracasan porque deseas vivir, loco. —La voz de Lews Therin era un susurro áspero, jadeante—. Acepta que estás muerto. ¡Acéptalo y deja de atormentarme, loco!»

Rand acalló aquella voz hasta reducirla a un zumbido apagado, el de un mosquito en la oscuridad de su cabeza. ¿Nuli? ¿Qué clase de nombre era ése?

La señora Harfor siguió mirando boquiabierta a Min hasta que la joven desapareció al girar la esquina del corredor. Después dio un tirón innecesario a la gonela para ajustarla y enfocó su desaprobación en Rand. Incluso con la Máscara de Espejos veía a un hombre mucho más alto que ella, pero Reene Harfor no era una mujer que dejara que algo tan insignificante le hiciera perder la calma ni por un instante.

—No me fío de tu aspecto, Nuli —manifestó, fruncidas las cejas—, así que cuidado con lo que haces. Seguirás mi consejo si tienes dos dedos de frente.

Sujetando la correa de la bolsa cargada al hombro con una mano, Rand se llevó la otra hacia la frente en un saludo respetuoso.

—Sí, señora —masculló con un timbre áspero. La primera doncella podría reconocer su voz real. Se suponía que Min se ocuparía de hablar hasta que encontrasen a Nynaeve y a Mat. ¿Qué demonios iba a hacer si traía a Elayne? Y quizás a Aviendha. Probablemente estaba también allí. ¡Luz!—. Perdón, señora, pero deberíamos darnos prisa. Es urgente que vea a la señora Nynaeve lo antes posible. —Movió ligeramente la bolsa—. Está deseando recibir esto. —Si había acabado para cuando Min regresara, quizá podría escabullirse con ella antes de que tuviera que enfrentarse a las otras dos.

—Si Nynaeve Sedai pensara que es urgente —contestó de manera cortante la oronda mujer, poniendo énfasis en el título que él había omitido—, habría dejado recado de que se te esperaba. Bien, sígueme, y guárdate tus comentarios para ti.

Echó a andar sin esperar respuesta, sin mirar atrás, caminando con aire majestuoso. Después de todo, ¿qué otra cosa podía hacer él excepto lo que le había mandado? Según recordaba Rand, la primera doncella estaba acostumbrada a que todo el mundo hiciera lo que se le mandaba. Apretó el paso para alcanzarla y sólo dio un paso a su lado antes de que la mirada estupefacta de la mujer lo hiciera retroceder al tiempo que se tocaba de nuevo la frente y murmuraba disculpas. No estaba habituado a tener que caminar detrás de nadie, y aquello no contribuyó a mejorar su humor. Todavía le quedaba un vestigio del mareo, y seguía percibiendo la inmundicia de la infección. Últimamente parecía estar malhumorado la mayoría del tiempo, a menos que Min se encontrara con él.

No habían caminado mucho cuando empezaron a aparecer sirvientes en el pasillo, limpiando el polvo, lustrando y yendo y viniendo rápidamente en todas direcciones. Obviamente la ausencia de gente cuando Min y él salieron del almacén no era algo frecuente. Ta’veren, otra vez. Bajaron un tramo de una escalera de servicio, encastrada en la pared, y el número de criados aumentó. Y también el de otras personas, muchas mujeres que no iban de uniforme. Domani de piel cobriza, cairhieninas bajas y pálidas, mujeres de tez aceitunada y ojos oscuros que desde luego no eran andoreñas. Lo hicieron sonreír, una tensa sonrisa satisfecha. Ninguna tenía lo que él llamaría un rostro intemporal, e incluso varias mostraban arrugas que jamás marcaban ninguna cara Aes Sedai, pero a veces se le ponía carne de gallina cuando se acercaba a una de ellas. Estaban encauzando o, al menos, en contacto con el saidar. La señora Harfor lo condujo por delante de puertas cerradas donde también sintió ese cosquilleo. Detrás de aquellas puertas otras mujeres tenían que estar encauzando.

—Perdón, señora —dijo con la voz tosca que había adoptado para Nuli—. ¿Cuántas Aes Sedai hay aquí, en palacio?

—Eso no es de tu incumbencia —replicó secamente la mujer. No obstante, le echó una ojeada por encima del hombro, suspiró y transigió—. Supongo que no hay nada malo en que lo sepas. Cinco, contando a lady Elayne y a Nynaeve Sedai. —Hubo un toque de orgullo en su voz—. Ha pasado mucho tiempo desde que tantas Aes Sedai pidieron derecho de hospedaje aquí al mismo tiempo.

Rand se habría echado a reír, aunque no con regocijo. ¿Cinco? No, eso incluía a Nynaeve y a Elayne. Tres Aes Sedai verdaderas. ¡Tres! Quienesquiera que fuesen las demás no importaban realmente. Había empezado a creer que los rumores sobre cientos de Aes Sedai moviéndose hacia Caemlyn con un ejército significaba que en verdad habría tantas dispuestas a seguir al Dragón Renacido. En cambio, incluso su esperanza primera de dos puñados de ellas había sido exageradamente optimista. Los rumores sólo eran rumores. O se trataba de otra intriga de Elaida. Luz, ¿dónde estaba Mat? El color surgió como un destello en su mente —por un momento pensó que era el rostro de Mat— y él se tambaleó.

—Si has venido ebrio aquí, Nuli —dijo con firmeza la señora Harfor—, lo lamentarás amargamente. ¡Yo misma me ocuparé de que sea así!

—Sí, señora —murmuró Rand, de nuevo llevándose la mano a la frente. Dentro de su cabeza, Lews Therin soltó una risa demente, gemebunda. Había tenido que acudir a palacio porque era necesario, pero ya empezaba a lamentarlo.

Rodeadas por el brillo del saidar, Nynaeve y Talaan se encontraban frente a frente, a cuatro pasos, delante de la chimenea donde un vivo fuego había conseguido ahuyentar el frío del ambiente. O quizás era el esfuerzo lo que le daba calor, pensó agriamente Nynaeve. Esta lección ya había durado una hora, según señalaba el reloj situado sobre la repisa tallada del hogar. Una hora de encauzar sin descanso haría entrar en calor a cualquiera. Se suponía que Sareitha tendría que haber estado allí, no ella, pero la Marrón se había escabullido de palacio dejando una nota sobre alguna gestión urgente en la ciudad. Careane se había negado a encargarse de las clases dos días seguidos, y Vandene seguía rehusando impartirlas con el absurdo argumento de que enseñar a Kirstian y a Zayra no le dejaba tiempo libre.

—Así —dijo, golpeando con el flujo de Energía alrededor del intento de rechazarla realizado por la aprendiza Atha’an Miere, delgada como un muchacho.

Agregando la fuerza de su propio flujo, Nynaeve empujó más a la chica y al mismo tiempo encauzó Aire en tres tejidos separados. Uno hizo cosquillas en la cintura de Talaan a través de la blusa de lino azul. Era un simple ardid, pero la jovencita dio un respingo de sorpresa y durante un instante su conexión con la Fuente se debilitó una pizca. En aquel fugaz momento, Nynaeve dejó de empujar el flujo de Talaan y disparó el suyo propio hacia su diana original. Forzar el escudo sobre la muchacha todavía era como asestar una bofetada a un muro —excepto que el ardor se repartió regularmente por toda su piel en lugar de hacerlo sólo en la palma de una mano, lo que tampoco era mucho mejor como alternativa—, pero el brillo del saidar desapareció justo en el momento en que los otros dos flujos de Aire pegaron los brazos de Talaan contra los costados y le ciñeron las rodillas.

Un trabajo bien hecho, tuvo que admitir Nynaeve. La muchacha era muy ágil, muy diestra con sus tejidos. Además, intentar escudar a alguien que estaba en contacto con el Poder era aventurado en el mejor de los casos y fútil en el peor, a menos que se fuera mucho más fuerte que la otra persona —a veces aun así—, y Talaan casi la igualaba hasta el punto de que la diferencia no contaba. Aquello sirvió para que no asomara una sonrisa a sus labios. Parecía que había pasado muy poco tiempo desde que las hermanas se habían quedado sorprendidas por su fuerza y creían que sólo la de algunos de los Renegados era mayor. Talaan no había empezado a retardar todavía; era poco más que una niña. ¿Quince años? ¡Quizá menos! Sólo la Luz sabía cuál era su potencial. Al menos, ninguna de las Detectoras de Vientos lo había mencionado, y, por supuesto, Nynaeve no tenía intención de preguntarlo. No sentía interés alguno en saber en qué medida iba a ser más fuerte que ella una muchacha de los Marinos. Ninguno en absoluto.

Moviendo con inquietud los pies descalzos sobre la ornamentada alfombra verde, Talaan realizó un fútil intento de romper el escudo que Nynaeve mantenía sin dificultad; después suspiró con aire de derrota y bajó los ojos. Aun cuando había tenido éxito en seguir las instrucciones de Nynaeve, se comportaba como si hubiese fracasado, y ahora estaba hundida en tal desánimo que cualquiera habría pensado que la firme sujeción de los flujos de Aire era lo único que la sostenía en pie.

Nynaeve dejó que se disiparan sus flujos, se ajustó el chal y abrió la boca para decirle a Talaan lo que había hecho mal. Y para señalar —una vez más— que era inútil intentar liberarse a menos que se fuera mucho más fuerte que quienquiera que te hubiese escudado. Las mujeres de los Marinos no parecían creer nada de lo que les decía a menos que se lo repitiera diez veces y se lo mostrara veinte.

—Utilizó tu propia fuerza contra ti —manifestó sin contemplaciones Senine din Ryal antes de que Nynaeve hablara—. Y de nuevo la distracción. Es como la lucha cuerpo a cuerpo. Tú sabes cómo luchar.

—Inténtalo otra vez —ordenó Zaida al tiempo que acompañaba sus palabras con un seco ademán de su mano oscura y tatuada.

Todas las sillas de la habitación se habían retirado contra la pared, aunque no era necesario realmente disponer de un espacio despejado, y Zaida presenciaba la lección sentada, flanqueada por seis Detectoras de Vientos, un derroche de rojos, amarillos y azules en sedas brocadas y linos teñidos con vivos colores, una exhibición de pendientes y aros de nariz y cadenas cargadas de medallones que inducía a encogerse. Así se hacía siempre; se utilizaba a una de las dos aprendizas para la lección de turno —o a Merilille, según había oído contar Nynaeve, a la que obligaban a ocupar el puesto de una aprendiza a menos que ella misma estuviera impartiendo la clase— mientras Zaida y uno u otro grupo de Detectoras de Vientos observaban. La Señora de las Olas no podía encauzar, por supuesto, aunque siempre se encontraba presente, y ninguna de las Detectoras de Vientos se levantaría para participar personalmente. Oh, no, nunca.

En opinión de Nynaeve, el grupo de ese día era muy extraño, considerando la obsesión de los Marinos por el rango. La propia Detectora de Vientos de Zaida, Shielyn, estaba sentada a su derecha; era una mujer esbelta, fríamente reservada, casi tan alta como Aviendha y mucho más que Zaida. Su presencia era apropiada, en opinión de Nynaeve; pero a la izquierda de Zaida se hallaba Senine, la cual servía en un remontador, un tipo de barco de los más pequeños de los Marinos, y el suyo se contaba entre los más pequeños de esa clase. Claro que la curtida mujer, con su rostro surcado de arrugas y el canoso cabello, en el pasado había llevado más pendientes que los seis que lucía ahora, y más medallones dorados en la cadena que se extendía sobre su mejilla izquierda. Había sido Detectora de Vientos de la Señora de los Barcos antes de que Nesta din Reas fuese elegida para ese puesto; pero, conforme a su ley, cuando moría la Señora de los Barcos o una Señora de las Olas, su Detectora de Vientos tenía que volver a empezar otra vez en el escalafón más bajo. Pero el que se encontrase allí no se debía sólo al respeto por su anterior posición, de eso no le cabía duda a Nynaeve. Rainyn, una mujer joven de tersas mejillas, que también servía en un remontador, ocupaba la silla próxima a la de Senine, y Kurin, una mujer de expresión pétrea y ojos fríos, se encontraba al lado de Shielyn, tiesa como una talla negra. Esa disposición relegaba a Caire y a Tebreille a las sillas más alejadas, y ambas eran Detectoras de Vientos de Señoras de las Olas, con cuatro gruesos anillos en cada oreja y casi tantos medallones como la propia Zaida. Aunque quizás era sólo para mantener separadas a las dos hermanas de mirada altanera. Se odiaban con una pasión que sólo los parientes consanguíneos eran capaces de experimentar. Tal vez ésa era la razón. Comprender a las Atha’an Miere era peor que tratar de comprender a los hombres. Una mujer podía volverse loca intentándolo.

Mascullando entre dientes, Nynaeve dio un tirón a su chal y se preparó, disponiendo los flujos. El puro gozo de abrazar el saidar apenas lograba superar su irritación. Inténtalo otra vez, Nynaeve. Otra vez, Nynaeve. Hazlo ahora, Nynaeve. Al menos Renaile no se encontraba allí. A menudo querían que les enseñara cosas que no sabía tan bien como las otras hermanas —demasiado a menudo, cosas de las que apenas sabía nada, hecho que admitía a regañadientes; en realidad no había recibido mucho entrenamiento en la Torre— y, cada vez que titubeaba lo más mínimo, Ranaile se complacía en hacerla sudar. Las otras también la hacían sudar, pero no parecían disfrutar tanto con ello. En fin, tras una hora muy aprovechada, se encontraba cansada. ¡Maldita Sareitha y su gestión!

Golpeó de nuevo, pero en esta ocasión el flujo de Energía de Talaan recibió el suyo con mucha más ligereza de lo que esperaba, y su flujo barrió al otro más lejos de lo que era su intención. De repente, seis tejidos de Aire salieron disparados de la chica hacia ella, que los cortó rápidamente con Fuego. Los flujos cercenados retornaron violentamente hacia Talaan y la sacudieron de manera visible; pero, antes de que hubiesen desaparecido del todo, aparecieron otros seis, más rápidos que antes. Nynaeve golpeó. Y se quedó boquiabierta al ver el tejido de Energía de Talaan que se enredaba a su alrededor y cortaba el contacto con el saidar. ¡Estaba escudada! ¡Talaan la había escudado! Como humillación final, flujos de Aire le sujetaron los brazos y las piernas fuertemente, ciñéndole la falda. Si no hubiese estado tan irritada con Sareitha aquello no habría ocurrido nunca.

—La muchacha la tiene —dijo Caire, cuya voz denotaba sorpresa. Por la fría mirada que le dedicó, nadie habría pensado que era la madre de Talaan. De hecho, la propia Talaan parecía avergonzada de su éxito, y soltó los flujos de inmediato al tiempo que bajaba la vista al suelo.

—Muy bien, Talaan —elogió Nynaeve ya que nadie más pronunciaba una palabra de ánimo o de alabanza. Se retiró el chal con gesto irritado y lo dejó caer sobre el doblez de los codos. No era necesario decirle a la chica que había tenido suerte. Era rápida, cierto, pero Nynaeve no las tenía todas consigo de si sería capaz de seguir encauzando mucho más tiempo. Ciertamente no se encontraba en su mejor momento—. Me temo que es todo el tiempo que tenía disponible hoy, así que…

—Inténtalo otra vez —ordenó Zaida, que se inclinó hacia adelante con gesto atento—. Quiero ver algo. —No era una explicación ni nada parecido a una disculpa, simplemente la exposición de un hecho. Zaida nunca daba explicaciones ni se disculpaba. Sólo esperaba obediencia.

Nynaeve consideró la idea de decirle a la mujer que de todos modos no podía ver nada de lo que hacían, pero la rechazó al instante; no lo haría, habiendo seis Detectoras de Vientos en la habitación. Dos días antes había expresado sus opiniones abiertamente, y desde luego no quería repetir la experiencia. Había intentado pensar en ello como una penitencia por hablar sin pensar, pero eso no servía de mucha ayuda. Deseó no haberles enseñado nunca a coligarse.

—Una vez más —accedió con voz tensa mientras se volvía hacia Talaan—, y después tengo que irme.

Esta vez estaba preparada para el truco de la chica. Encauzó y recibió el tejido de Talaan con mayor destreza y sin tanta fuerza. La muchacha le sonrió con incertidumbre. Así que pensaba que en esta ocasión no se dejaría distraer por flujos superfluos de Aire, ¿verdad? El tejido de Talaan empezó a enroscarse alrededor de Nynaeve, que hiló diestramente el suyo para atraparlo. Estaría preparada cuando la muchacha lanzara sus flujos de Aire. O quizá no fueran de Aire esta vez. Nada peligroso, sin duda. Era una clase práctica. Sólo que el flujo de Energía de Talaan no completó el rizo, y el de Nynaeve se abrió demasiado en el viraje mientras que el de la muchacha arremetía derecho, directamente, y se ceñía. De nuevo el saidar se apagó en ella, y las ataduras de Aire le comprimieron los brazos a los costados y las rodillas una contra otra.

Inhaló despacio, con cuidado. Tendría que felicitar a la joven. No había escapatoria de su trampa. De haber tenido una mano libre, Nynaeve se habría arrancado de cuajo la trenza.

—¡Espera! —ordenó Zaida, que se levantó y caminó grácilmente hacia Nynaeve; los pantalones de seda roja se rozaban con un suave frufrú sobre los pies descalzos y el fajín del mismo color, anudado de manera compleja, se mecía contra su muslo. Las Detectoras de Vientos se levantaron de las sillas al mismo tiempo y la siguieron por orden de rango. Caire y Tebreille se apresuraron a ocupar sus puestos junto a la Señora de las Olas, haciendo caso omiso la una de la otra fríamente, en tanto que Senine y Rainyn se situaron un paso detrás de todas.

Obedientemente, Talaan mantuvo el escudo en Nynaeve, así como las ataduras, dejándola de pie e inmóvil como una estatua. Y echando humo como un hervidor de agua que lleva cociendo demasiado tiempo. Rehusó rebullir y agitarse como un títere roto, y eso era lo único que podía hacer a excepción de permanecer plantada en el sitio. Caire y Tebreille la estudiaron con gélido desdén, Kurin con el duro desprecio que reservaba para todos los habitantes de tierra firme. La mujer de ojos pétreos no exhibía ninguna mueca de mofa ni expresión alguna, pero era imposible estar con ella mucho tiempo sin ser consciente de lo que opinaba. Sólo Rainyn mostraba un ligero atisbo de compasión, una leve sonrisa atribulada.

Los ojos de Zaida se prendieron en los de Nynaeve; eran más o menos igual de altas.

—¿Está sujeta tan firmemente como puedes, aprendiza?

Talaan inclinó la cabeza haciendo una profunda reverencia mientras se tocaba la frente, los labios y el corazón.

—Como ordenasteis, Señora de las Olas —repuso en un quedo susurro.

—¿Qué significa esto? —demandó Nynaeve—. Suéltame. ¡Puede que os salgáis con la vuestra amenazando así a Merilille, pero si habéis pensado por un momento que…!

—Nos has dicho que no hay modo de romper el escudo a menos que se sea mucho más fuerte —la interrumpió Zaida. Su tono no era duro, pero hablaba para que se la escuchara, no que se la oyera sólo—. Si la Luz quiere, descubriremos si lo que nos has contado es correcto. Es bien sabido que las Aes Sedai saben dar la vuelta a la verdad como un torbellino. Detectoras de Vientos, formaréis un círculo. Kurin, tú lo dirigirás. Si consigue liberarse, ocúpate de que no cause daño alguno. Como incentivo… Aprendiza, prepárate para girarla cabeza abajo cuando yo cuente cinco. Uno.

El brillo del saidar rodeó a las Detectoras de Vientos, todas juntas al coligarse. Kurin se puso con los pies separados y en jarras, como si se balanceara en la cubierta de un barco. La misma falta de expresión parecía transmitir que ya estaba convencida de que descubrirían evasivas si no una descarada mentira. Talaan inhaló profundamente, y por una vez se irguió muy derecha, sin parpadear siquiera y sin quitar los ojos de Zaida.

Nynaeve parpadeó. ¡No! ¡No podían hacerle esto a ella! ¡Otra vez no!

—Os repito —dijo con mucha más calma de la que sentía— que no hay forma de romper el escudo. Talaan es demasiado fuerte.

—Dos —continuó Zaida mientras se cruzaba de brazos y miraba fijamente a Nynaeve como si realmente pudiese ver los tejidos.

Nynaeve empujó cautelosamente el escudo. El resultado fue el mismo que si hubiese empujado un muro de piedra, habida cuenta de que no cedió un ápice.

—Escúchame Za… eh… Señora de la Olas. —Desde luego no había necesidad de enojar más aún a la mujer. Las Atha’an Miere eran muy puntillosas con la utilización del tratamiento apropiado. Y puntillosas con demasiadas cosas—. Estoy segura de que Merilille os ha contado algo sobre escudar, al menos. Prestó los Tres Juramentos. No puede mentir. —Quizás Egwene tenía razón respecto a la Vara Juratoria.

—Tres. —La firme mirada de Zaida no flaqueó un solo instante, su expresión no cambió.

—Escúchame —siguió Nynaeve sin importarle en absoluto si su tono sonaba un poco desesperado. Quizás algo más que un poco. Empujó el escudo más fuerte, y después con toda la fuerza de que fue capaz. Por el resultado que tuvo habría dado igual si hubiese golpeado una roca con la cabeza. Instintiva e inútilmente se debatió entre las ataduras de Aire que la retenían, de forma que los flecos del chal y los vuelos sueltos de la falda se mecieron a su alrededor. Había tantas posibilidades de soltarse de aquellas ataduras como de romper el escudo, pero no podía evitarlo. ¡Otra vez no! ¡No podía afrontarlo!—. ¡Tienes que escucharme!

—Cuatro.

¡No! ¡No! ¡Otra vez no! Arremetió frenéticamente contra el escudo, como si lo arañara. Sería tan duro como la piedra, pero la sensación que daba era más de ser cristal, resbaladizo y terso. Podía percibir la Fuente al otro lado, casi verla, como luz y calor justo al borde del campo de visión. Desesperada, jadeante, tanteó la suave superficie. Tenía un filo, como un círculo a la vez lo bastante pequeño para agarrarse con los dedos y lo bastante grande para cubrir el mundo, pero cuando intentó deslizarse por esa fisura se encontró de vuelta en el centro del resbaladizo y duro círculo. Era inútil. Lo había aprendido hacía tiempo, había intentado lo mismo hacía tiempo. El corazón le latía tan fuerte que parecía que se le saldría del pecho. Bregando en vano para recobrar la calma, tanteó precipitadamente para llegar al borde, lo palpó en toda su extensión sin intentar sortearlo. Había un punto donde parecía más… blando. Eso no lo había notado antes. El punto blando —¿un ligero bulto?— no daba la sensación de ser distinto del resto y tampoco era mucho más blando, pero aun así se lanzó contra él. Y se encontró de nuevo en el centro. Histérica, se abalanzó con todas sus fuerzas contra el punto, una y otra vez, sin pausa, pero en cada ocasión rebotó de nuevo hacia el centro. Otra vez. Y otra. ¡Oh, Luz! ¡Por favor! ¡Tenía que lograrlo antes de…!

De repente se dio cuenta de que Zaida todavía no había dicho cinco. Aspiró aire como si hubiese corrido quince kilómetros, mirando con los ojos desorbitados. El sudor le resbalaba por la cara, por la espalda, entre los senos, vientre abajo. Las piernas le temblaban. La Señora de las Olas tenía los ojos clavados en los suyos mientras se daba golpecitos en el labio con el esbelto dedo, pensativa. El brillo aún envolvía al círculo de seis mujeres, y Kurin seguía pudiendo pasar por una pétrea estatua de gesto despectivo, pero Zaida no había dicho cinco.

—¿Realmente lo ha intentado con tanto denuedo como parece, Kurin, o todo ese retorcerse y esos gimoteos no son más que una comedia? —preguntó al cabo la Señora de las Olas.

Nynaeve trató de adoptar una mirada feroz e indignada. ¡No había gimoteado! Su gesto ceñudo causó tan poca impresión en Zaida como la lluvia sobre una roca.

—Con el esfuerzo que ha hecho, Señora de las Olas, podría haber acarreado un remontador a la espalda —admitió de mala gana Kurin. Sin embargo, las negras e impasibles cuentas que eran sus ojos seguían trasluciendo desprecio. Sólo quienes vivían en el mar le merecían cierto respeto a esa mujer.

—Suéltala, Talaan —ordenó Zaida, y el escudo y las ataduras desaparecieron mientras la Señora de las Olas giraba sobre sus talones y se dirigía de vuelta a las sillas, sin molestarse en dirigir ni una ojeada de pasada a Nynaeve—. Detectoras de Vientos, hablaré con vosotras después de que se haya marchado. Nos veremos mañana a la misma hora, Nynaeve Sedai.

La antigua Zahorí se arreglaba los vuelos de la falda y sacudía, irritada, el chal en un intento de recobrar algo de dignidad. No resultaba fácil, estando toda sudorosa y temblando. ¡No había gimoteado! Trató de no mirar a la joven que la había escudado. ¡Dos veces! Allí plantada, sumisa como una malva, con los ojos prendidos en la alfombra. ¡Ja! Nynaeve se ajustó el chal a los hombros con brusquedad.

—Mañana es el turno de Sareitha Sedai, Señora de los Vientos. —Al menos su voz sonaba firme—. Estaré ocupada hasta…

—Tus enseñanzas son más edificantes que las de las otras —repuso Zaina, todavía sin molestarse siquiera en mirarla—. A la misma hora, o enviaré a tus pupilas a buscarte. Puedes marcharte ya. —Eso último sonó más como «fuera de aquí».

Merced a un gran esfuerzo, Nynaeve se tragó sus argumentos. Sabían amargos. ¿Más edificantes? ¿Qué significaba eso? Mejor no saberlo.

Hasta que saliera de la habitación seguiría siendo la maestra —los Marinos eran rígidos en sus reglas; Nynaeve suponía que descuidar las normas en alta mar podía desembocar en problemas, pero ojalá estas mujeres se diesen cuenta de que no se encontraban en un barco—; seguiría siendo la maestra, lo cual significaba que no podía marcharse ofendida, por mucho que deseara hacerlo así. Peor aún, sus reglas eran muy específicas en cuanto a las instructoras de tierra adentro. Podría haberse negado a cooperar, simplemente, pero si incumplía el acuerdo en lo más mínimo ¡esas mujeres lo propagarían desde Tear hasta sólo la Luz sabía dónde! El mundo entero sabría que las Aes Sedai habían roto su promesa. No quería ni imaginar lo que tal cosa haría con el prestigio de las Aes Sedai. ¡Rayos y centellas! ¡Egwene tenía razón, y maldita fuese por ello!

—Gracias, Señora de las Olas, por permitirme instruirte —dijo al tiempo que hacía una venia y se tocaba la frente, los labios y el corazón con los dedos. No fue una reverencia muy pronunciada, sino una rápida inclinación de cabeza que era todo lo que recibirían ese día. Es decir, dos. A las Detectoras de Vientos había que hacerles otra—. Gracias, Detectoras de Vientos, por permitirme instruiros.

Las hermanas que fueran finalmente con las Atha’an Miere explotarían cuando se enteraran de que sus pupilas podían decirles qué enseñarles y cuándo, e incluso ordenarles qué hacer cuando no estuviesen enseñando. En un barco de los Marinos, una maestra de los habitantes en tierra firme sólo superaba en rango, aunque por muy poco, a los marineros. Y las hermanas ni siquiera obtendrían las rebosantes bolsas de oro que se ofrecían a otros preceptores para engatusarlos a fin de que se embarcaran.

Zaida y las Detectoras de Vientos reaccionaron como lo harían si el miembro más bajo de una tripulación hubiese anunciado su partida. Es decir, permanecieron en un apiñado y silencioso grupo, obviamente esperando a que se fuera y con escasa paciencia, por cierto. Sólo Rainyn le concedió una mirada breve, impaciente. Era una Detectora de Vientos, al fin y a la postre. Talaan seguía en el mismo sitio, una figura sumisa, con la mirada fija en la alfombra, delante de sus pies descalzos.

Alta la cabeza y la espalda recta, Nynaeve salió de la habitación haciendo gala de hasta el último jirón de dignidad que fue capaz de recobrar. Unos jirones sudorosos, arrugados. Ya en el pasillo, agarró la puerta con las dos manos y la cerró con un golpe, lo más fuerte que pudo. El enorme retumbo resultó muy satisfactorio. Siempre podía decir que la hoja de madera se le había escapado, si alguien protestaba. Y así había sido en realidad, una vez que le dio un buen empujón.

Tras dar la espalda a la puerta, se sacudió las manos con gesto satisfecho. Y dio un respingo al encontrarse cara a cara con la persona que la esperaba en el pasillo.

Vestida con un sencillo atuendo azul oscuro que le había proporcionado una de las Allegadas, Alivia no parecía una mujer fuera de lo corriente a primera vista; era un poco más alta que Nynaeve, con unas finas arrugas marcadas en los rabillos de sus ojos azules y hebras blancas en su cabello rubio. Pero aquellos ojos azules ardían de intensidad, como los de un halcón enfocados en la presa.

—La señora Corly me envía a deciros que le gustaría veros hoy en la cena —anunció el halcón de azules ojos, con su fuerte acento seanchan—. La señora Karistovan, la señora Arman y la señora Juarde estarán allí.

—¿Qué haces aquí sola? —demandó Nynaeve. Deseó ser capaz, como les ocurría a la mayoría de las otras hermanas, de ser consciente de la fuerza de otra mujer sin pensar siquiera en ello, pero eso era otra de las cosas que no había tenido tiempo de aprender. Quizás alguna de las Renegadas superase a Alivia, pero desde luego nadie más. Y era seanchan. Nynaeve deseó que hubiese alguien más aparte de ellas dos. Incluso Lan, pero le había ordenado que se mantuviese lejos durante las clases a las mujeres de los Marinos. No estaba segura de que él hubiese creído su explicación el otro día de que se había resbalado en la escalera—. ¡Se supone que no puedes ir a ninguna parte sin acompañante!

Alivia se encogió de hombros, un leve movimiento de uno de ellos. Pocos días atrás había sido un sumiso manojo de sonrisitas tontas que hacía parecer descarada a Talaan. Ahora no sonreía tontamente por nadie.

—No había nadie libre, así que salí sola. En cualquier caso, si me tenéis vigilada siempre, nunca llegaréis a confiar en mí, y yo jamás conseguiré matar sul’dam. —Aquello sonaba aún más escalofriante al manifestarlo en un tono tan indiferente—. Deberíais estar aprendiendo de mí. Esos Asha’man dicen que son armas, y no son malas armas, lo sé a ciencia cierta, pero yo soy mejor.

—Es posible —replicó, cortante, Nynaeve mientras se ajustaba el chal—. Y quizá nosotras sabemos más de lo que crees. —No le importaría nada hacer a esa mujer una demostración de unos cuantos tejidos que había aprendido de Moghedien. Incluidos unos pocos que todas habían estado de acuerdo en que eran demasiado crueles para utilizarlos con nadie. Sólo que… Tenía casi la absoluta certeza de que la otra mujer podía superarla sin dificultad, dijese lo que dijese. Mantener el tipo bajo aquella mirada intensa no resultaba nada fácil—. Hasta que decidamos lo contrario, no darás pie a que vuelva a verte sin dos o tres Allegadas si sabes lo que te conviene.

—Si vos lo decís —repuso Alivia, ni por asomo azorada—. ¿Qué mensaje queréis que transmita a la señora Corly?

—Dile que he de declinar su amable invitación. ¡Y tú recuerda lo que te he dicho!

—Se lo diré —manifestó la seanchan con su peculiar acento que arrastraba las vocales y pasando completamente por alto la reconvención—. Pero no creo que fuera exactamente una invitación. Una hora después de anochecer, indicó. Puede que queráis recordar eso. —Tras una leve y enterada sonrisa, se marchó sin apresurarse en absoluto a regresar a donde debía estar.

Nynaeve lanzó una mirada furibunda a la espalda de la mujer que se alejaba, y no porque también hubiese pasado por alto hacerle una reverencia. Bueno, no sólo por eso. Lástima que no hubiese conservado algo de su actitud meliflua, hacia las hermanas al menos. Tras lanzar una ojeada a la puerta que ocultaba a las Atha’an Miere, Nynaeve se planteó el seguir a Alivia para asegurarse de que hacía lo que se le había ordenado. No obstante, echó a andar en dirección contraria. Sin prisas. Sería muy desagradable si las mujeres de los Marinos salían y decidían que había estado escuchando a escondidas, pero desde luego no se apresuró. Simplemente le apetecía caminar a paso vivo. Eso era todo.

Las Atha’an Miere no eran las únicas en palacio a las que quería evitar. De modo que no se trataba exactamente de una invitación, ¿eh? Sumeko Karistovan, Chilares Arman y Famelle Juarde habían sido parte del Círculo con Reanne Corly. La cena sólo era una excusa. Querrían hablar con ella sobre las Detectoras de Vientos. Más concretamente, sobre la relación entre las Aes Sedai que estaban en palacio y las «espontáneas» de los Marinos. No la reprenderían exactamente por no saber mantener la dignidad de la Torre Blanca. No habían llegado tan lejos; aún no, aunque parecía que se acercaban más cada día. Empero, a lo largo de toda la cena no dejarían de sucederse las preguntas mordaces y los comentarios aún más afilados, pero nada lo bastante claro para que pudiera ordenarles que se callaran; cosa que dudaba que hicieran si no recurría a una orden. Y eran muy capaces de ir a buscarla si no se reunía con ellas. Tratar de enseñarles a mostrar carácter había sido un tremendo error por su parte, bien que al menos no era la única que tenía que aguantarlo; con todo, creía que Elayne se las había arreglado para eludir lo peor. Oh, qué ganas tenía de verlas con los vestidos blancos de Aceptadas puestos. ¡Y aún tenía más ganas de no volver a ver a las Atha’an Miere nunca jamás!

—¡Nynaeve! —sonó un grito a su espalda, extrañamente ahogado. Con el acento de las gentes de los Marinos—. ¡Nynaeve!

Obligándose a retirar la mano de la trenza, Nynaeve giró sobre sus talones, dispuesta a echar una bronca a quien fuera. Ahora no era una maestra, no estaban en un barco ¡y podían dejarla en paz de una puñetera vez!

Talaan llegó ante de ella, y se paró tan bruscamente que sus pies descalzos resbalaron sobre las baldosas de color rojo oscuro. La joven, que jadeaba, giró la cabeza a un lado y a otro como si tuviese miedo de que alguien apareciera de repente. Se encogía cada vez que un criado uniformado aparecía un momento a lo lejos, y sólo volvía a respirar cuando veía que sólo era un sirviente.

—¿Puedo ir a la Torre Blanca? —preguntó, falta de aliento, mientras se retorcía las manos y cambiaba el peso de un pie a otro—. Nunca me escogerán. Un sacrificio, lo llaman, dejar el mar para siempre, pero yo sueño con convertirme en novicia. Echaré mucho de menos a mi madre, pero… Por favor. Tienes que llevarme a la Torre. ¡Debes hacerlo!

Nynaeve parpadeó sorprendida. Muchas mujeres soñaban con convertirse en Aes Sedai, pero nunca había oído a nadie decir que soñaba con convertirse en novicia. Además… Las Atha’an Miere rehusaban el pasaje a las Aes Sedai en cualquier barco cuya Detectora de Vientos pudiera encauzar; pero, para evitar que las hermanas investigaran más a fondo, de vez en cuando se elegía a una aprendiza para que fuese a la Torre Blanca. Egwene aseguraba que sólo había tres hermanas de origen Atha’an Miere actualmente, todas débiles en el Poder. Durante tres mil años aquello había bastado para convencer a la Torre de que la habilidad era infrecuente y muy reducida en las mujeres de los Marinos y, por ende, que no merecía la pena investigarlo. Talaan tenía razón; nadie tan fuerte como ella recibiría permiso para ir a la Torre, ni siquiera ahora, que su subterfugio estaba llegando a su fin. De hecho, parte del acuerdo con ellas era que a las hermanas Atha’an Miere se les diera permiso para dejar de ser Aes Sedai y regresar a los barcos. ¡La Antecámara pondría el grito en el cielo por eso!

—Bueno, el entrenamiento es muy duro, Talaan —contestó suavemente—, y debes tener al menos quince años. Además… —Otra cosa que la chica había dicho se abrió paso en su mente—. ¿Que echarás de menos a tu madre? —preguntó, incrédula, sin importarle cómo sonaba aquello.

—¡Tengo diecinueve! —replicó, indignada, Talaan. Mirando su rostro y su cuerpo de muchachito Nynaeve no supo si creerle—. Y por supuesto que echaré de menos a mi madre. ¿Acaso no es natural? Oh, entiendo. No lo has comprendido. En privado somos muy afectuosas, pero debemos evitar cualquier muestra de favor en público. Eso es un delito serio entre nosotros. Podría provocar que despojaran de su rango a mi madre, y que a las dos nos colgaran cabeza abajo en los aparejos para ser azotadas.

Nynaeve torció el gesto ante la mención de colgar cabeza abajo.

—Desde luego entiendo muy bien que quisieras evitar eso —dijo—. Aun así…

—¡Todo el mundo intenta evitar el menor atisbo de favor, pero para mí es peor, Nynaeve!

Realmente, la muchacha, la joven, tendría que aprender a no interrumpir a una hermana si se convertía en novicia. Lo que no significaba que pudiese. Nynaeve trató de tomar de nuevo la iniciativa, pero las palabras salieron como un torrente de Talaan.

—Mi abuela es Detectora de Vientos de la Señora de las Olas del clan Rossaine. Mi bisabuela es Detectora de Vientos del clan Dacan, y su hermana del clan Takana. Para mi familia es un honor que cinco de nosotras hayamos llegado tan arriba. Y todo el mundo está atento a que haya alguna señal de que la familia Gelyn abuse de su influencia. Y con toda razón, lo sé; no puede permitirse el trato de favor. ¡Pero mi hermana estuvo como aprendiza cinco años más de lo normal, y mi prima seis! Así nadie puede argumentar que se las favoreció. ¡Cuando miro las estrellas y doy nuestra posición correctamente, se me castiga por ser lenta a pesar de que tengo la respuesta tan rápidamente como la Detectora de Vientos Ehvon! ¡Cuando pruebo el mar y digo la costa a la que nos aproximamos, se me castiga porque el gusto que he nombrado no es exactamente el que nota la Detectora de Vientos Ehvon! ¡Te he escudado dos veces, pero esta noche me colgarán por los tobillos por no hacerlo más deprisa! ¡Y se me castiga por fallos que a otras les pasan por alto, por fallos que nunca cometo pero que podría cometer! ¿Tu entrenamiento como novicia fue así de duro, Nynaeve?

—Mi entrenamiento de novicia —repitió débilmente la mujer. Ojalá la chica dejara de sacar a relucir lo de estar colgada por los tobillos—. Sí. Bueno. No te gustaría realmente saberlo. —¿Cuatro generaciones de mujeres con el don? ¡Luz! Hasta una hija siguiendo los pasos de la madre ya era poco corriente. La Torre querría tener a Talaan, por supuesto. Sin embargo, eso no iba a ocurrir—. Supongo que Caire y Tebreille se quieren realmente, ¿verdad? —dijo con el propósito de cambiar de conversación.

—Mi tía es taimada y falsa. —Talaan resopló—. Disfruta con cualquier humillación que pueda causar a mi madre. Pero mi madre la pone en su sitio, como merece. Un día, Tebreille va a encontrarse sirviendo en un remontador, ¡bajo el mando de una Navegante con mano de hierro y con dolor de muelas! —Asintió con gesto sombrío y a la vez satisfecho. Y después dio un brinco, abiertos los ojos como platos, cuando un criado pasó presuroso a su espalda. Aquello le recordó su propósito. Volvió a intentar vigilar en todas direcciones a la vez mientras hablaba deprisa—. No puedes decirlo durante las lecciones, por supuesto, pero servirá en cualquier otro momento. Anuncia que voy a la Torre, y no podrán negártelo. ¡Eres Aes Sedai!

Nynaeve miró a la chica con los ojos desorbitados. ¿Y acaso lo habrían olvidado todo al respecto la siguiente vez que impartiese una lección? ¡Esa muchacha tonta había visto lo que le hacían!

—No sé hasta qué punto deseas ir, Talaan, pero…

—Gracias —la interrumpió la joven, que hizo una rápida reverencia—. ¡Gracias! —Y volvió sobre sus pasos a toda carrera.

—¡Espera! —gritó Nynaeve, que avanzó un trecho tras ella—. ¡Vuelve! ¡No he prometido nada!

Los criados se giraron para mirarla y siguieron lanzando ojeadas sorprendidas en su dirección aun después de haber reanudado sus ocupaciones. Nynaeve habría corrido en pos de la tonta muchacha si no hubiera sido porque temía que tendría que llegar a donde estaban Zaida y las otras. Y a buen seguro que esa necia soltaría que iba a la Torre, que Nynaeve lo había prometido. ¡Luz, probablemente se lo diría de todos modos!

—Tienes un gesto como si acabaras de tragarte una ciruela podrida —comentó Lan, que apareció a su lado, alto y absolutamente atractivo con su chaqueta verde que tan bien le quedaba.

Nynaeve se preguntó cuánto tiempo llevaría allí. Parecía imposible que un hombre tan grande, de presencia tan imponente, pudiera mantenerse tan inmóvil que uno no reparaba en él, aun sin llevar la capa de Guardián.

—Toda una cesta —masculló al tiempo que apretaba la cara contra el ancho pecho de su esposo. Era muy agradable apoyarse en su fuerza, sólo durante un momento, mientras él le acariciaba el cabello suavemente. Aun cuando tuviera que apartar a un lado la empuñadura de la espada, clavada en sus costillas. Y cualquiera a quien no le gustara ver tal demostración de afecto en público podía irse al infierno. Nynaeve veía cómo un desastre se sumaba a otro. Incluso si les decía a Zaida y a las demás que no tenía intención de llevarse a Talaan a ninguna parte, iban a desollarla. En esta ocasión no podría ocultárselo a Lan; si es que había conseguido hacerlo la primera vez. Reanne y las otras se enterarían. ¡Y Alise! Empezarían a tratarla como a Merilille, pasando por alto sus órdenes, demostrándole tan poco respeto como las Detectoras de Vientos a Talaan. De algún modo le endosarían la responsabilidad de vigilar a Alivia, cosa que daría lugar a alguna catástrofe, a la más absoluta humillación. Últimamente parecía que era lo único que sabía hacer: encontrar otra manera de que la humillasen. Y, como si todo eso no fuera bastante, cada cuatro días aún tenía que enfrentarse a Zaida y a las Detectoras de Vientos.

—¿Recuerdas cómo me retuviste en nuestros aposentos ayer por la mañana? —murmuró a la par que alzaba la vista hacia su cara, a tiempo de ver una sonrisa reemplazando el gesto de preocupación. Por supuesto que lo recordaba. Nynaeve sintió que le ardían las mejillas. Hablar con amigas era una cosa, pero ser atrevida con su propio esposo todavía le parecía otra muy distinta—. ¡Bueno, pues quiero que me lleves allí ahora mismo y no dejes que me ponga ninguna ropa durante un año! —Al principio aquello la había enfurecido, mucho. Pero él tenía medios para hacerle olvidar que estaba furiosa.

Lan echó la cabeza hacia atrás y soltó una risa plena, sonora, y ella, al cabo de un momento, se unió a él. Sin embargo, deseaba llorar. No había hablado en broma, ni mucho menos.

Tener marido significaba que no debía compartir una cama con otra mujer, o con dos, además de disponer de una sala de estar. No era grande, pero siempre resultaba cómodo y acogedor, con una buena chimenea y una pequeña mesa y cuatro sillas. Desde luego, todo lo que Lan y ella necesitaban. No obstante, sus esperanzas de hallar intimidad allí se hicieron añicos tan pronto como entraron en la sala. La primera doncella esperaba en el centro de la alfombra de flores, tan majestuosa como una reina, tan perfectamente bien vestida como si acabara de ponerse las ropas, y en absoluto complacida. Y en un rincón del cuarto había un tipo de aspecto tosco, tanto él como su atuendo, y con una horrible verruga en la nariz; llevaba colgada al hombro una pesada bolsa de cuero.

—Este hombre afirma tener algo que queríais urgentemente —dijo la señora Harfor una vez que hubo hecho una breve reverencia. Muy breve, aunque correcta; las otras las tenía reservadas para Elayne. Su modo de hablar sonaba tan desaprobador hacia Nynaeve como hacia el tipo de la verruga—. No me importa decíroslo, pero no me gusta su aspecto.

Encontrándose tan cansada, abrazar la Fuente estaba casi fuera de su alcance, pero se las ingenió para hacerlo en un visto y no visto, espoleada por ideas de asesinos y la Luz sabía qué. Lan debía de haber captado algún cambio en su expresión, porque dio un paso hacia el tipo de la verruga; no llegó a tocar su espada, pero de repente su actitud fue como si empuñase ya un arma. Ignoraba cómo le leía el pensamiento a veces, cuando otra tenía su vínculo, pero eso la complacía. Se las había ingeniado para igualar a Talaan —¡en fuerza al menos!— pero no estaba segura de ser capaz de encauzar lo suficiente en ese momento para tirar una silla.

—Yo no… —empezó.

—Perdón, señora —murmuró con premura el tipo tosco a la par que hacía una reverencia—. La señora Nela Thane dijo que queríais verme de inmediato. Asunto del Círculo de Mujeres, dijo. Algo sobre Cenn Buie.

Nynaeve se sacudió para salir del pasmo, y al cabo de un momento se acordó de cerrar la boca.

—Sí —contestó lentamente mientras miraba fijamente al individuo. Ver otra cosa aparte de aquella horrible verruga resultaba difícil, pero de lo que no le cabía duda era de que nunca había visto al tipo. Asunto del Círculo de Mujeres. A ningún hombre se le permitiría meter las narices en eso. Era algo secreto. Aun así, no soltó el saidar—. Eh… ahora recuerdo. Gracias, señora Harfor. Sin duda son muchas las cosas de las que debéis ocuparos.

En lugar de coger la indirecta, la primera doncella vaciló y la miró ceñuda, desconfiada. El gesto ceñudo pasó hacia el tipo tosco y después se detuvo en Lan y se borró. Asintió para sí misma, ¡como si la presencia del hombre cambiara de algún modo las cosas!

—Os dejaré, entonces. Estoy segura de que lord Lan puede ocuparse de este individuo.

Soltando un resoplido de indignación, Nynaeve apenas esperó a que la puerta se cerrase para girar hacia el tipo y su verruga.

—¿Quién eres? —demandó—. ¿Cómo sabes esos nombres? No eres de Dos Rí…

El hombre… tremoló como una onda en el agua. No había otro modo de explicarlo. Tremoló y se hizo más alto, y de repente era Rand, haciendo una mueca de asco y tragando saliva, vestido con ropas arrugadas de paño, con aquellas terribles cabezas rojas y doradas reluciendo en el envés de sus manos, y la bolsa de cuero cargada al hombro. ¿Dónde había aprendido a hacer eso? ¿Quién le había enseñado? Nynaeve se resistió al impulso de disfrazarse, sólo durante un momento, para demostrarle que también ella podía hacerlo.

—Veo que no seguiste tu propio consejo —le dijo Rand a Lan, como si ella no estuviese allí—. Pero ¿por qué le permites que finja ser Aes Sedai? Aunque las verdaderas Aes Sedai la dejen, puede hacerse daño.

—Porque es Aes Sedai, pastor —repuso quedamente Lan. ¡Que tampoco la miró a ella! Y todavía parecía presto para desenvainar la espada en un visto y no visto—. En cuanto a lo otro… A veces es más fuerte que uno. ¿Lo seguiste tú?

Rand la miró entonces. Para fruncir el entrecejo con incredulidad. Y siguió haciéndolo aun cuando Nynaeve se ajustó intencionadamente el chal para que los flecos amarillos se mecieran. No obstante, lo que dijo mientras sacudía lentamente la cabeza fue:

—No. Tienes razón. A veces uno es demasiado débil para hacer lo que debería.

—¿De qué demonios habláis? —inquirió, cortante, Nynaeve.

—Sólo de cosas de las que hablan los hombres —repuso Lan.

—No lo entenderías —abundó Rand.

La mujer aspiró sonora y despectivamente por la nariz. Cotorreo y cháchara ociosa, ésas eran las conversaciones de los hombres nueve veces de cada diez. En el mejor de los casos. Cansada —de mala gana— soltó el saidar. Desde luego, no tenía que protegerse de Rand, pero le habría gustado mantener el contacto con la Fuente un poco más, simplemente tocarla, ni que estuviese cansada ni que no.

—Sabemos lo de Cairhien, Rand —dijo mientras se hundía, agradecida, en un sillón. ¡Esas malditas mujeres de los Marinos la habían agotado!—. ¿Es por eso por lo que estás aquí, vestido así? Si lo que intentas es ocultarte de quienquiera que fuera… —Parecía cansado. Más duro de como lo recordaba, pero muy cansado. Sin embargo permaneció de pie. Cosa curiosa, se parecía mucho a Lan, presto para empuñar una espada que ni siquiera llevaba. Quizás ese intento de matarlo bastaría para hacerlo entrar en razón—. Rand, Egwene puede ayudarte.

—No estoy ocultándome exactamente —contestó—. Al menos, hasta que acabe con ciertos hombres a los que es necesario matar. —¡Luz, hablaba de ello con tanta naturalidad como Alivia! ¿Por qué Lan y él seguían vigilándose y fingían que no lo hacían?—. En cualquier caso, ¿cómo podría ayudarme Egwene? —continuó mientras dejaba la bolsa sobre la mesa. Al posarse en el tablero, hizo un ruido suave pero sólido, con algo pesado en su interior—. ¿También se encuentra aquí? Vosotras tres y dos Aes Sedai de verdad. ¡Sólo dos! No. No tengo tiempo para eso. Necesito que guardes algo hasta que…

—Egwene es la Sede Amyrlin, estúpido cabeza de chorlito —gruñó Nynaeve. Era estupendo poder interrumpir a alguien, para variar—. Elaida es una usurpadora. ¡Espero que tengas suficiente sentido común para no acercarte a ella! ¡No saldrías de esa entrevista por tu propio pie, eso te lo aseguro! Aquí hay cinco Aes Sedai de verdad, incluyéndome a mí, y otras trescientas más con Egwene y un ejército, dispuestas a derrocar a Elaida. ¡Mírate! ¡Por muy aguerridas que sean tus palabras, alguien casi consiguió matarte, y ahora vas por ahí a escondidas, vestido como un mozo de cuadra! ¿Qué lugar es más seguro para ti que al lado de Egwene? ¡Ni siquiera esos Asha’man tuyos se atreverían a atacar a trescientas hermanas! —Oh, sí, verdaderamente estupendo. Él intentó ocultar su sorpresa, pero fracasó estrepitosamente y la miró de hito en hito.

—Te sorprendería lo que mis Asha’man se atreverían a hacer —repuso con sequedad al cabo de un momento—. Supongo que Mat está con el ejército de Egwene, ¿no? —Se llevó la mano a la cabeza y se tambaleó.

Sólo fue un instante, pero Nynaeve se había levantado de la silla antes de que él se hubiera enderezado. Abrazando el saidar con esfuerzo, alzó las manos para cogerle la cabeza entre ellas y tejió trabajosamente un Ahondamiento a su alrededor. Había tratado de hallar un método mejor para saber qué mal aquejaba a una persona, hasta el momento sin éxito. Pero bastó. No bien el tejido se acomodó en él, Nynaeve se quedó sin aliento. Conocía lo de su herida en Falme, que nunca se curaba del todo y se resistía a toda la Curación que ella conocía, como una pústula de maldad en su carne. Ahora había otra herida medio curada encima de la primera, y ésa también palpitaba de maldad. Una maldad distinta, de algún modo, como un espejo de la otra, pero igual de virulenta. Y ella no podía tocar ninguna de las dos con el Poder. En realidad no quería tocarlas —¡sólo de pensarlo se le ponía la piel de gallina!— pero lo intentó. Y algo invisible la frenó. Como una salvaguardia. Una salvaguardia que no podía ver. ¿Una salvaguardia de saidin?

Aquello bastó para que dejase de encauzar y retrocediese un paso. Se aferró a la Fuente; por muy cansada que estuviera, tendría que obligarse a soltarla. Ninguna hermana podía pensar en la mitad masculina del Poder sin experimentar al menos un atisbo de miedo. Él la miraba desde su imponente altura, sosegadamente, y eso la hizo estremecerse. Parecía un hombre distinto del Rand al’Thor que había visto crecer. Se alegraba mucho de que Lan estuviese allí, por duro que le resultara admitir tal cosa. De repente se dio cuenta de que Lan no se había relajado lo más mínimo. Podía charlar con Rand como dos hombres que se fumaban una pipa y tomaban una cerveza, pero creía que Rand era peligroso. Y Rand lo miraba a él como si lo supiera y lo aceptara.

—Nada de eso es importante ahora —dijo Rand mientras se volvía hacia la bolsa que había dejado en la mesa.

Nynaeve no supo si se refería a sus heridas o a dónde estaba Mat. De la bolsa sacó dos estatuillas de un palmo de alto, un hombre con aspecto de sabio, barbudo, y una mujer igualmente sabia y serena, ambos con ropas sueltas y ondeantes y sosteniendo en alto una esfera de cristal. Por el modo en que las sostenían, era más pesadas de lo que aparentaban.

—Quiero que me las guardes hasta que mande a buscarlas, Nynaeve —siguió Rand. Con la mano sobre la figurilla de la mujer, vaciló—. Y también a ti. Te necesitaré cuando las utilice. Cuando las utilicemos. Después de que me haya ocupado de esos hombres. Eso es lo primero.

—¿Utilizarlas? —repitió, recelosa. ¿Por qué matar a alguien era lo primero? Pero ésa pregunta carecía de importancia—. ¿Para qué? ¿Son ter’angreal?

Él asintió con la cabeza.

—Con éste puedes tocar el sa’angreal más grande que jamás se ha hecho para una mujer. Está enterrado en Tremalking, tengo entendido, pero eso no importa. —Su mano se había desplazado a la figurilla del hombre—. Con éste puedo tocar su equivalente masculino. Una vez me dijo… alguien que un hombre y una mujer que utilizasen esos sa’angreal podrían desafiar al Oscuro. Cabe la posibilidad de que se utilicen algún día para eso, pero entre tanto confío en que sirvan para limpiar la mitad masculina de la Fuente.

—Si tal cosa fuese posible, ¿no lo habrían hecho en la Era de Leyenda? —inquirió quedamente Lan. Quedamente del mismo modo que la hoja de acero de una espada se desliza fuera de su funda—. En cierta ocasión me dijiste que yo podría hacerle daño a ella. —Parecía imposible que su voz sonase más dura, pero lo hizo—. Ahora tú podrías matarla, pastor. —Y su tono dejó claro que no lo permitiría.

Rand sostuvo la fría mirada del Guardián con otra no menos fría.

—Ignoro por qué no lo hicieron. Y no me importa por qué. Hay que intentarlo.

Nynaeve se mordió el labio inferior. Suponía que la presencia de Rand hacía de ésta una ocasión pública en su relación matrimonial —cambiar del momento público al privado, decidir cuál era cuál, a veces la aturdía—, pero no le importó que Lan hubiese hablado cuando debería haber permanecido callado. Lo cierto era que él no era muy bueno en eso, pero a ella le gustaba un hombre sin pelos en la lengua. Necesitaba pensar; no sobre su decisión, que ya la había tomado, sino en cómo ponerla en práctica. A Rand podría no gustarle. Desde luego, a Lan no le gustaría. Bueno, los hombres siempre querían que las cosas se hiciesen a su manera, y a veces una debía enseñarles que no podían salirse con la suya en todas las ocasiones.

—Creo que es una idea maravillosa —dijo. Eso no era exactamente mentir. Sin duda era maravillosa, comparada con las alternativas—. Pero no veo razón para que me quede aquí esperando sentada a que me llames, como si fuese una doncella. Haré lo que quieres, pero nos iremos todos juntos.

Su suposición había sido acertada: a ninguno de los dos les gustó ni pizca.

12

Un lirio en invierno

Otro criado casi se fue de bruces al suelo por la pronunciada reverencia. Elayne suspiró y siguió caminando grácilmente por los pasillos de palacio. Al menos intentó caminar así. La heredera del trono, majestuosa y serena. Lo que deseaba era correr a pesar de que la oscura falda probablemente la habría hecho tropezar y caer si lo hubiese intentado. Casi podía sentir los ojos desorbitados del orondo criado siguiéndolas a sus compañeras y a ella. Una irritación sin importancia, que pasaría; un grano de arena en el zapato. «¡Rand Más-listo-que-nadie al’Thor es más irritante que un grano en el culo!», pensó. ¡Si se las arreglaba para escabullirse de ella esta vez…!

—Recordad —dijo firmemente—. ¡Ni una palabra de los espías ni de la horcaria ni de nada de eso! —Sólo le faltaba que decidiera «rescatarla». Los hombres hacían ese tipo de cosas estúpidas; Nynaeve lo llamaba «pensar con el pelo del pecho». ¡Luz, probablemente intentaría traer de vuelta a la ciudad a los Aiel y a los saldaeninos! Por amargo que resultara admitirlo, ella no podría impedírselo si lo hacía, no sin un enfrentamiento abierto, e incluso así podría no ser suficiente.

—No le cuento cosas que no necesita saber —contestó Min al tiempo que miraba ceñuda a una criada desgarbada y con los ojos abiertos como platos, cuya reverencia casi la hizo dar con sus huesos en las baldosas marrón rojizas.

Elayne miró de reojo a Min, recordando cuando ella llevaba polainas, y se preguntó por qué no intentarlo de nuevo. Desde luego daban mucha más libertad de movimientos que la falda. Pero no se pondría botas de tacón, decidió juiciosamente. Hacían parecer a Min casi tan alta como Aviendha, e incluso Birgitte se contoneaba al caminar cuando las llevaba de ese estilo, y con las ajustadas polainas que lucía Min y la chaqueta que apenas le cubría las caderas resultaba definitivamente escandaloso.

—¿Le mientes? —El tono de Aviendha estaba cargado de recelo. Incluso el modo en que se ajustó el oscuro chal sobre los hombros denotaba desaprobación; lanzó una mirada fulminante a Min.

—Por supuesto que no —replicó ésta, cortante, y le devolvió la mirada hosca—. No a menos que sea necesario.

Aviendha se echó a reír y después pareció sobresaltarse por haberse reído; adoptó de inmediato un gesto pétreo.

¿Qué iba a hacer con ellas?, pensó Elayne. Tenían que caerse bien. Forzosamente. Pero, desde que se habían conocido, las dos mujeres se habían estado observando como gatas desconocidas encerradas en un cuarto pequeño. Oh, se habían mostrado de acuerdo en todo —en realidad no quedaba otra alternativa, habida cuenta de que ninguna de ellas podía adivinar cuándo tendrían a ese hombre al alcance de las tres— pero confiaba en que no hicieran otra demostración sobre la destreza en manejar sus cuchillos; de un modo muy despreocupado, sin que implicase amenaza alguna, pero también de un modo muy desenvuelto. Por otro lado, a Aviendha le había impresionado bastante el número de cuchillos que Min llevaba encima.

Un criado joven y larguirucho, que llevaba en una bandeja unas caperuzas altas para las lámparas de pie, le hizo una reverencia mientras Elayne pasaba ante él. Por desgracia, la miraba tan fijamente que olvidó prestar atención a su carga. El estruendo de cristal al hacerse añicos en el suelo retumbó en el pasillo.

Elayne volvió a suspirar. Esperaba que todos se acostumbrasen pronto al nuevo orden de las cosas. No era ella el foco de todas aquellas miradas asombradas, por supuesto, ni Aviendha ni siquiera Min, aunque probablemente ella atraía algunas. No; eran Caseille y Deni, que las seguían de cerca, quienes hacían que los ojos se abriesen como platos y los criados tropezaran. Ahora tenía ocho guardias de escolta, y esas dos eran las que estaban de guardia a su puerta cuando despertó.

Muy probablemente algunos de los gestos de sorpresa se debían a que Elayne tuviera escoltas femeninas, además de que en la guardia hubiera mujeres. Todavía nadie se había acostumbrado a eso. Birgitte había dicho que las haría parecer ceremoniales, y lo había conseguido. Debía de haber puesto a trabajar hasta la última costurera y sombrerera de palacio tan pronto como había salido de los aposentos de Elayne la noche antes. Lucían sombrero de color rojo intenso, con una larga pluma blanca descansando sobre la ancha ala, así como una banda amplia, también roja, en bandolera sobre el pecho, bordeada con puntilla nívea y con Leones Blancos rampantes a todo lo largo. Las chaquetas carmesí con cuellos blancos eran de seda, y el corte se había cambiado un poco para que sentara mejor y llegara casi hasta la rodilla, por encima de los pantalones escarlatas, adornados con una banda blanca a lo largo de los laterales de las perneras. El encaje colgaba muy fruncido en las bocamangas y los cuellos; y las botas negras se habían frotado hasta hacerlas brillar. Su aspecto era gallardo, y hasta Deni, con sus plácidos ojos, se pavoneaba un poco. Elayne sospechaba que se sentirían incluso más enorgullecidas una vez que los cinturones y vainas labrados con oro estuviesen listos, así como los yelmos y los petos lacados. Birgitte había ordenado hacer petos apropiados para mujeres; ¡eso sí que habría hecho que a los armeros de palacio se les salieran los ojos de las órbitas!

En aquel momento Birgitte estaba muy atareada entrevistando mujeres para completar las veinte de la escolta personal. Elayne la percibía concentrada, sin signos de actividad física, de modo que debía de tratarse de eso, a menos que estuviese leyendo o jugando a las guijas, pero rara vez se tomaba un rato de asueto de sus tareas. Elayne esperaba que el número se limitara a veinte. Y que Birgitte estuviese lo bastante ocupada para no advertir que enmascaraba el vínculo hasta que fuera demasiado tarde. Y pensar que había estado tan preocupada por que Birgitte no percibiera lo que ella no quisiera, cuando la solución estaba en hacer una simple pregunta a Vandene. La respuesta había servido también como un penoso recordatorio de lo poco que sabía realmente sobre ser Aes Sedai, en especial en esas cosas que otras hermanas daban por sentadas. Aparentemente, todas las hermanas que tenían Guardianes sabían cómo hacerlo, incluso las que mantenían celibato.

Era extraño cómo surgían las cosas a veces. De no ser por las escoltas personales, por haberse planteado cómo arreglárselas para esquivarlas a ellas y a Birgitte, jamás se le habría ocurrido preguntar, jamás habría aprendido el enmascaramiento a tiempo para lo de ahora. No es que tuviera planeado eludir a sus escoltas en breve, pero era mejor estar preparada en previsión de que lo necesitara. Ciertamente, Birgitte ya no iba a permitirles a Aviendha y a ella deambular por la ciudad solas, ni de día ni de noche.

La llegada a la puerta de los aposentos de Nynaeve alejó de su mente todo pensamiento sobre Birgitte. A excepción de que no debía enmascarar el vínculo hasta el último momento. Rand estaba al otro lado de esa puerta. Rand, que a veces ocupaba sus pensamientos hasta que se preguntaba si era como una de esas estúpidas mujeres de los relatos que perdían la cabeza por un hombre. Siempre había pensado que esas historias las habían escrito hombres. Sólo que a veces Rand hacía que se sintiese idiota. Por lo menos él no se daba cuenta, gracias a la Luz.

—Esperad aquí y no dejéis pasar a nadie —ordenó a las dos mujeres guardias. No podía permitirse el lujo de interrupciones ahora. Con suerte, el uniforme de la escolta era lo bastante reciente para que nadie lo relacionara con ella—. Sólo tardaré unos minutos.

Saludaron, cruzando el brazo sobre el pecho, y tomaron posiciones a ambos lados de la puerta, Caseille con gesto pétreo y una mano sobre la empuñadura de la espada, y Deni sosteniendo el largo garrote con las dos manos y esbozando una leve sonrisa. Elayne estaba convencida de que la corpulenta mujer pensaba que Min la había llevado allí para reunirse con un amante secreto. Y sospechaba que Caseille también. No habían sido todo lo discretas que habrían debido delante de las dos mujeres; nadie había mencionado su nombre, pero había habido suficientes «él esto» «él aquello». Al menos, ninguna había intentado recurrir a una excusa para marcharse y avisar a Birgitte. Si eran sus escoltas, eran sus escoltas, no las de Birgitte. Sólo que no podrían impedir que Birgitte entrara si ella enmascaraba el vínculo demasiado pronto.

Y se dio cuenta de que estaba muy nerviosa. El hombre con el que soñaba todas las noches se encontraba al otro lado de esa puerta, y ella seguía plantada allí, como una tonta. Había esperado tanto tiempo, lo había deseado tanto… y ahora casi tenía miedo. No dejaría que aquello fuera mal. Con un esfuerzo, recobró la compostura.

—¿Preparadas? —Su voz no sonaba tan fuerte como habría deseado, pero al menos no temblaba. Sentía un cosquilleo en el estómago como si revolotearan dentro mariposas del tamaño de ardillas. Hacía mucho que no le ocurría algo así.

—Por supuesto —contestó Aviendha, pero antes tuvo que tragar saliva.

—Estoy lista —musitó débilmente Min.

Entraron sin llamar y cerraron rápidamente la puerta tras ellas.

Nynaeve se levantó de la silla de un brinco, con los ojos muy abiertos, antes de que las tres acabaran de entrar en la habitación, pero Elayne apenas si reparó en ella o en Lan, a pesar de que el aroma dulzón de la pipa de Guardián impregnaba la estancia. Rand estaba realmente allí; le había costado creer que era verdad. El horrible disfraz que Min había descrito había desaparecido, salvo por la tosca ropa, y estaba… guapísimo.

Él también saltó de la silla al verla, pero antes de encontrarse totalmente de pie se tambaleó y se agarró a la mesa con las dos manos, sacudido por las arcadas. Elayne abrazó la Fuente y dio un paso hacia él, pero se detuvo y se obligó a soltar el Poder. Su habilidad en la Curación era escasa y, de todos modos, Nynaeve sé había movido con igual rapidez; el brillo del saidar envolvió de golpe a la antigua Zahorí, que alzó las manos hacia Rand.

—No es algo que puedas Curar, Nynaeve —dijo él bruscamente mientras retrocedía y la rechazaba con un ademán—. En cualquier caso, parece que te has salido con la tuya. —Su semblante era una rígida máscara que ocultaba las emociones, pero Elayne tenía la sensación de que se la bebía con los ojos. Y también a Aviendha. Se sorprendió de que aquello la alegrara. Había esperado que ocurriera así, habría confiado en arreglárselas por el bien de su hermana, y ahora no había hecho falta el menor esfuerzo. Enderezarse fue un visible esfuerzo para él, y también apartar la mirada de las dos, a pesar de que intentó ocultar ambas cosas—. Se ha hecho tarde, Min. Tenemos que irnos.

Elayne se quedó boquiabierta.

—¿Crees que puedes irte sin siquiera hablar conmigo, con nosotras? —consiguió articular.

—¡Hombres! —mascullaron casi a la par Min y Aviendha, que se miraron sorprendidas. Se apresuraron a descruzar los brazos. Por un instante, a despecho de lo distintas que eran en casi todo, habían sido casi imágenes idénticas del desdén femenino.

—Los que intentaron matarme en Cairhien convertirían este palacio en un montón de escombros si supieran que me encuentro aquí —dijo quedamente Rand—. Quizás incluso con que sólo lo sospecharan. Supongo que Min os ha contado que fueron Asha’man. No confiéis en ninguno de ellos. Excepto en tres, tal vez. Damer Flinn, Jahar Narishma y Eben Hopwil. Es posible que podáis fiaros de ellos. En cuanto al resto… —Apretó los puños contra los costados, al parecer sin darse cuenta—. A veces una espada se revuelve en la propia mano, pero sigo necesitando una. Limitaos a manteneros lejos de cualquier hombre con chaqueta negra. Mirad, no hay tiempo para hablar. Es mejor que me marche cuanto antes.

Elayne pensó que se había equivocado. No era exactamente como lo había soñado. En él había habido un atisbo de muchacho a veces, pero eso había desaparecido por completo. Lo lamentó profundamente por él. No creía que él lo lamentara, o que pudiera.

—Tiene razón en algo —intervino Lan, hablando sin quitarse la pipa de los labios y en el mismo tono quedo. Otro hombre que parecía que jamás hubiese sido un muchacho. Sus ojos eran dos pedazos de hielo azul bajo la cinta de cuero trenzado que le ceñía la frente—. Cualquiera que esté cerca de él corre peligro. Cualquiera.

Por alguna razón, Nynaeve resopló. Después puso la mano sobre una bolsa de cuero, en la que se marcaban unos bultos duros, que había en la mesa y sonrió. Aunque al cabo de un momento su sonrisa flaqueó.

—¿Acaso mi primera hermana y yo tememos al peligro? —demandó Aviendha, poniéndose en jarras. El chal resbaló de los hombros y cayó al suelo, pero estaba tan concentrada que ni siquiera se dio cuenta—. Este hombre tiene toh con nosotras, Aan’allein, y nosotras con él. Hay que arreglarlo.

—Ignoro qué tiene que ver en esto «to» o «na» —dijo Min, con sorna—, ¡pero no voy a ninguna parte hasta que hables con ellas, Rand! —Fingió no reparar en la mirada iracunda que le lanzó Aviendha.

Suspirando, Rand se apoyó contra la esquina de la mesa y se pasó los dedos por los rizos rojizos que le caían sobre el cuello. Parecía estar discutiendo consigo mismo entre dientes.

—Lamento que hayáis tenido que ocuparos de las sul’dam y las damane —dijo finalmente. Parecía que lo sentía, aunque no mucho; era como si hubiese dicho que lamentaba que hiciera frío—. Se suponía que Taim debía entregárselas a las hermanas que, según yo creía, estaban con vosotras. Pero supongo que cualquiera puede cometer un error así. Quizá pensó que todas las Zahoríes y Mujeres Sabias que Nynaeve ha reunido eran Aes Sedai. —Su sonrisa era tranquila. No se reflejó en sus ojos.

—Rand —advirtió Min en voz queda.

Tuvo el valor de mirarla inquisitivamente, como si no supiera qué quería decir. Luego continuó.

—En cualquier caso, parece que tenéis suficientes para que se encarguen de un puñado de mujeres hasta que podáis entregárselas a las… otras hermanas, las que van con Egwene. Las cosas nunca salen exactamente como uno espera, ¿verdad? ¿Quién habría pensado que unas pocas hermanas que huyeron de Elaida acabarían organizando una rebelión contra la Torre Blanca? ¡Y con Egwene como Sede Amyrlin! Y con la Compañía de la Mano Roja por ejército. Supongo que Mat podrá seguir allí durante un tiempo. —Por alguna razón, parpadeó y se tocó la frente; luego continuó en un tono entre indiferente e irritado—. Bien. Un extraño giro de los acontecimientos por doquier. A este paso, no me sorprendería que mis amigas de la Torre reunieran el coraje suficiente para darse a conocer.

Elayne miró a Nynaeve con la ceja enarcada. ¿Zahoríes y Mujeres Sabias? ¿La Compañía de la Mano Roja el ejército de Egwene, y Mat con ellos? El intento de Nynaeve de abrir los ojos en un gesto de inocencia la hizo parecer más culpable que un reo. Elayne supuso que tampoco importaba tanto. Ya se enteraría de la verdad a no tardar si es que se lo podía convencer para que acudiera ante Egwene. Fuera como fuese, tenía asuntos más importantes que tratar con él. Estaba balbuceando como un necio, por muy despreocupado que quisiera mostrarse, lanzándoles cualquier cebo que les llamara la atención con la esperanza de distraerlas de su propósito.

—Eso no te funcionará, Rand. —Elayne apretó las manos contra la falda para evitar agitar el índice en su dirección en un gesto admonitorio. O un puño; no sabía cuál de las dos cosas. ¿Las «otras» hermanas? Las «verdaderas» Aes Sedai era lo que había estado a punto de decir. ¿Cómo se atrevía? ¡Como lo de sus «amigas» en la Torre! ¿De verdad creía todavía lo que decía la extraña carta de Alviarin? Cuando habló su voz sonó fría y firme, denotando que no consentiría estupideces—. Nada de eso importa un bledo ahora. De lo que tenemos que hablar es de ti, de Aviendha, de Min y de mí. Y hablaremos. ¡Ya lo creo que lo haremos, Rand al’Thor, y no te irás de palacio hasta que hayamos acabado!

Durante unos segundos larguísimos él se limitó a mirarla, sin que su expresión cambiase. Luego respiró hondo, de manera audible, y su rostro se tornó granito.

—Te amo, Elayne. —Sin que mediara pausa, y siempre con semblante pétreo, continuó como si las palabras brotaran como el agua de una presa rota—. Te amo, Aviendha. Te amo, Min. Y a ninguna una pizca menos o más que a las otras dos. No quiero sólo a una, os quiero a las tres. Así que, ahí tenéis: soy un libertino. Ahora podéis alejaros y darme la espalda sin mirar atrás. Es una locura, de todos modos. ¡No puedo permitirme amar a nadie!

—Rand al’Thor —chilló Nynaeve—, ¡eso es lo más desvergonzado que jamás te he oído decir! ¡La mera idea de confesar a tres mujeres que las amas! ¡Eres mucho peor que un libertino! ¡Discúlpate ahora mismo!

Lan se había quitado bruscamente la pipa de la boca y miraba a Rand de hito en hito.

—Te amo, Rand —se limitó a contestar Elayne—. Y aunque tú no me lo has pedido, quiero casarme contigo. —Se sonrojó levemente, pero se proponía ser mucho más atrevida a no tardar, de modo que suponía que esto poco importaba. Nynaeve abría y cerraba la boca, sin articular ningún sonido.

—Mi corazón está en tus manos, Rand —dijo Aviendha, que pronunció su nombre como algo singular y preciado—. Si preparas una guirnalda nupcial para mi primera hermana y para mí, la aceptaré.

También ella se sonrojó e intentó encubrirlo agachándose para recoger el chal del suelo y luego poniéndoselo en los brazos. Según las costumbres Aiel, nunca habría debido decir tal cosa. Finalmente Nynaeve consiguió articular un sonido: un chillido.

—Si a estas alturas no sabes que te amo —intervino Min—, ¡entonces es que estás ciego, sordo y muerto! —Ella no se sonrojó, desde luego; en sus oscuros ojos chispeaba un brillo pícaro, y parecía a punto de echarse a reír—. En cuanto a casarnos, bueno, ya arreglaremos eso entre las tres, ¡para que lo sepas!

Nynaeve se agarró la trenza con las dos manos y tiró de ella de manera firme y sostenida al tiempo que resoplaba por la nariz. Lan había empezado a hacer un detenido examen del contenido de la cazoleta de la pipa. Rand observaba a las tres como si jamás hubiese visto una mujer y se preguntara qué eran.

—Estáis locas de remate —dijo al fin—. Me casaría con cualquiera de vosotras, con todas, ¡la Luz me ayude!, pero es imposible y lo sabéis.

Nynaeve se desplomó sobre un sillón mientras sacudía la cabeza. Mascullaba algo entre dientes, aunque lo único que Elayne logró entender fue algo del Círculo de Mujeres tragándose la lengua por la impresión.

—Hay algo más que debemos discutir —dijo Elayne. ¡Luz, Min y Aviendha lo miraban como si fuese un pastelillo! Con esfuerzo consiguió que su propia sonrisa fuera menos… ansiosa—. En mis aposentos, creo. No hay necesidad de molestar a Nynaeve y a Lan. —Más bien, temía que la antigua Zahorí intentara impedirlo si lo oía. Era muy rápida a la hora de hacer valer su autoridad en lo referente a asuntos Aes Sedai.

—Sí —contestó lentamente Rand. Y luego, curiosamente, añadió—: Ya te dije que habías ganado, Nynaeve. No me marcharé sin verte antes.

—¡Oh! —Nynaeve dio un respingo—. Sí. Por supuesto que no. Lo he visto crecer —parloteó al tiempo que dirigía una sonrisa descompuesta a Elayne—. Casi desde el principio. Lo vi dar sus primeros pasos. No puede marcharse sin antes sostener una larga charla conmigo.

Elayne la observó con recelo. Luz, hablaba de un modo que recordaba a una vieja niñera. Aunque Lini nunca había divagado de ese modo. Esperaba que Lini siguiera viva y en perfectas condiciones, pero se temía mucho que no fuera verdad ni lo uno ni lo otro. ¿Por qué actuaba así Nynaeve? La mujer se traía algo entre manos; y, si no pensaba recurrir a su posición para llevarlo a cabo, entonces se trataba de algo que hasta ella sabía que no era correcto.

De repente Rand pareció ondear, como si el aire que lo rodeaba rielara por el calor, y Elayne se olvidó de todo lo demás. En un instante era… otro, más bajo y grueso, tosco y bruto. Y de aspecto tan repulsivo que ni siquiera consideró el hecho de que él estaba utilizando la mitad masculina del Poder. El negro y grasiento cabello le caía sobre un rostro de palidez enfermiza en el que abundaban las verrugas con pelo, incluida una en la bulbosa nariz, encima de los gruesos y fláccidos labios por los que la baba parecía a punto de resbalar. Entrecerró los ojos y tragó con esfuerzo, aferrándose a los brazos del sillón, como si no pudiese soportar verlas observándolo.

—Sigues siendo maravilloso, Rand —dijo Elayne con delicadeza.

—Ja! —saltó Min—. ¡Esa cara haría que una cabra se desmayara!

Bueno, era cierto, pero Min no debería haberlo dicho. Aviendha se echó a reír.

—Tienes sentido del humor, Min Farshaw. Esa cara haría que un rebaño entero de cabras cayera redondo por la impresión.

Oh, Luz. ¡Sí que lo conseguiría! Elayne se tragó una carcajada justo a tiempo.

—Soy quien soy —contestó Rand mientras se levantaba del sillón—. Sólo que no lo veis.

Cuando Deni vio a Rand con el disfraz, la sonrisa se borró en el rostro de la baja y fornida mujer. Caseille se quedó boquiabierta. «Adiós a las ideas de amantes secretos», pensó Elayne, riendo divertida para sus adentros. Estaba convencida de que Rand atraía tantas miradas como las mujeres de la guardia, caminando desgarbadamente entre ellas, con un gesto ceñudo y hosco. Desde luego nadie sospecharía quién era. Los criados con los que se cruzaron por los pasillos a buen seguro pensaron que lo habían prendido al sorprenderlo cometiendo un delito. Su aspecto encajaba perfectamente con tal suposición. Caseille y Deni no le quitaban ojo de encima como si ellas pensasen lo mismo.

Las dos mujeres casi llegaron a discutir cuando se dieron cuenta de que Elayne tenía intención de hacerlas esperar fuera de sus aposentos mientras ellas tres conducían dentro al hombre. De repente el disfraz de Rand ya no parecía divertido en absoluto. Caseille apretó los labios, y la ancha cara de Deni adquirió un gesto de tozudo desagrado. Elayne casi tuvo que agitar ante sus narices el anillo de la Gran Serpiente para conseguir que ocuparan sus puestos junto a la puerta; ceñudas, claro. Cerró tras de sí la puerta con suavidad, dejando fuera aquellas expresiones malhumoradas, pero en realidad le habría gustado dar un fuerte portazo. Luz, el maldito hombre podría haber escogido algo un poco menos desagradable para su disfraz.

En cuanto a él, fue directamente hacia la mesa taraceada y se apoyó en ella mientras el aire rielaba a su alrededor y recobraba su propia apariencia. Las cabezas de los dragones en el envés de las manos brillaban con un centelleo metálico, rojas y doradas.

—Necesito beber —dijo con voz pastosa al fijarse en la jarra plateada de cuello alto que había sobre la mesa alargada, pegada a la pared.

Todavía sin mirarlas ni a ella ni a Min ni a Aviendha se dirigió con pasos inestables hacia allí y llenó una copa de plata que casi vació de un trago. El vino dulce con especias lo habían dejado cuando se llevaron el servicio de desayuno, de modo que debía de estar helado a estas alturas. No esperaban que volviera a sus aposentos tan pronto, y el fuego del hogar eran meras ascuas bajo las cenizas. Sin embargo, que ella viera, no hizo intención de calentar el vino encauzando, pues al menos habría debido salir algo de vapor del líquido. ¿Y por qué había ido hasta la mesa para coger el vino, en lugar de encauzar para trasladarlo hasta donde se encontraba él? Era el tipo de cosas que él solía hacer, que las copas o las lámparas flotaran de un sitio a otro con flujos de Aire.

—¿Te encuentras bien, Rand? —preguntó Elayne—. Quiero decir que si estás enfermo. —El estómago se le contrajo con la idea de qué enfermedad podría ser, tratándose de él—. Nynaeve puede…

—Estoy todo lo bien que cabe esperar —repuso impasible. Seguía de espaldas a ellas. Vació del todo la copa y la volvió a llenar—. Bien, ¿qué es lo que no queréis que oiga Nynaeve?

Elayne enarcó las cejas; luego hubo un intercambio de miradas con Aviendha y Min. Si él se había dado cuenta del subterfugio, entonces también lo había hecho Nynaeve, sin lugar a dudas. ¿Por qué las había dejado marcharse? ¿Y cómo lo había pillado él? Aviendha sacudió levemente la cabeza, sorprendida. Min también sacudió la cabeza, pero con una sonrisa que venía a decir que debían esperar de él cosas así de vez en cuando. Elayne sintió una fugaz punzada —no exactamente de celos; los celos quedaban descartados entre ellas— de irritación porque Min hubiese pasado tanto tiempo con él y ella no. En fin, si Rand quería entrar en el juego de las sorpresas…

—Queremos vincularte de Guardián —dijo, arreglando los vuelos del vestido mientras tomaba asiento en un sillón. Min lo hizo en la mesa, con las piernas colgando, y Aviendha se acomodó en la alfombra, cruzada de piernas, y extendió con cuidado la falda de gruesa lana—. Las tres. Es costumbre pedirlo antes.

Él se volvió bruscamente, tanto que se derramó parte del vino de la copa y más de la jarra de la que se estaba sirviendo antes de que reaccionara y la pusiera derecha. Mascullando una maldición se apartó de la humedad que se extendía en la alfombra y soltó la jarra en la bandeja. Una gran mancha oscura decoraba su tosca chaqueta, así como gotas de vino que intentó sacudirse con la mano libre. Muy satisfactorio, sí.

—Estáis realmente locas —gruñó—. Sabéis lo que me aguarda. Sabéis lo que eso significa para cualquier mujer que esté vinculada conmigo. Aun en el caso de que no me vuelva loco, tendrá que pasar por la experiencia de sentir mi muerte y soportarlo hasta que lo supere. Además, ¿qué quieres decir con que las tres, Elayne? Min no puede encauzar. En cualquier caso, Alanna Mosvani se os adelantó, sin molestarse en pedirlo antes. Ella y Verin llevaban a varias chicas de Dos Ríos a la Torre Blanca. Hace dos meses que estoy vinculado.

—¿Y no me lo has dicho, pastor cabeza hueca? —demandó Min—. ¡Si lo hubiese sabido…! —Sacó hábilmente un cuchillo de la manga; después miró con ferocidad el arma y volvió a guardarla. Ese remedio habría sido tan duro para Rand como para Alanna.

—Eso fue en contra de la costumbre —comentó Aviendha, casi preguntando. Rebulló en la alfombra y toqueteó el cuchillo de su cinturón.

—Totalmente —repuso Elayne con expresión sombría. Que una hermana hiciese tal cosa a cualquier hombre era repugnante, pero ¡que Alanna se lo hubiese hecho nada menos que a Rand…! Recordó a la morena y fogosa Verde, con su humor impetuoso y su temperamento impetuoso—. ¡Alanna tiene más toh con él de lo que pueda compensar en una vida entera! Y con nosotras. ¡Y, aunque no muera, deseará que la hubiera matado después de que le ponga las manos encima!

—Después de que le pongamos las manos encima —dijo Aviendha, que asintió para dar énfasis a sus palabras.

—Bien. —Rand miraba fijamente el vino de la copa—. Veréis que todo esto no tiene razón de ser. Eh… creo que será mejor que me reúna con Nynaeve ahora. ¿Vienes, Min? —A despecho de lo que le habían dicho hablaba como si no lo creyera realmente, como si Min fuese a abandonarlo ahora. No había miedo en su voz, sólo resignación.

—Claro que la tiene —insistió Elayne. Se inclinó hacia él, tratando de hacerle aceptar lo que decía por pura fuerza de voluntad—. Un vínculo no te escuda de otro. Si las hermanas no vinculan al mismo hombre es por costumbre, Rand, porque no quieren compartirlo, no porque no pueda hacerse. Y tampoco va contra la ley de la Torre. —Por supuesto, algunas costumbres tenían tanto peso como la ley, al menos para las hermanas. Nynaeve no dejaba de dar la lata, más y más cada día, sobre conservar las tradiciones y la dignidad Aes Sedai. Cuando se enterase de esto, seguramente pondría el grito en el cielo—. Bien, pues, ¡nosotras sí que queremos compartirte! Te compartiremos, si accedes.

¡Qué fácil le había resultado decirlo! Hubo un tiempo en que estaba convencida de que no podría. Hasta que comprendió que quería a Aviendha tanto como a él, sólo que de un modo diferente. Y a Min también; otra hermana, aunque no se hubiesen adoptado. Si se le presentaba la ocasión, azotaría a Alanna hasta cubrirla de verdugones de la cabeza a los pies, pero con Aviendha y Min era distinto. Formaban parte de ella. En cierto modo eran ella, y viceversa.

—Te lo estoy pidiendo, Rand. —Suavizó su tono—. Te lo estamos pidiendo. Por favor, déjanos vincularte.

—Min —murmuró él, casi en tono acusador. Sus ojos se posaron llenos de desesperación en el rostro de Min—. Lo sabías, ¿verdad? Sabías que si las veía… —Sacudió la cabeza, incapaz de continuar o no queriendo hacerlo.

—Ignoraba lo del vínculo hasta que me lo contaron hace menos de una hora —contestó ella, sosteniendo su mirada con una ternura que Elayne jamás había visto—. Pero sabía, esperaba, lo que ocurriría si volvías a verlas. Algunas cosas han de ser, Rand. Han de ser.

Rand clavó la vista en la copa de vino; los segundos parecieron alargarse como horas. Finalmente la dejó en la bandeja.

—De acuerdo —respondió quedamente—. No puedo decir que no lo desee, porque mentiría. ¡Así la Luz me abrase por ello! Pero pensad en el precio. El que vosotras pagaréis.

Elayne no necesitaba pensar en eso. Lo había sabido desde el principio, lo había discutido con Aviendha para asegurarse de que ella también lo entendía. Se lo había explicado a Min. Toma lo que quieres y paga por ello, como rezaba el viejo dicho. Ninguna de ellas tenía que pensar sobre el precio; lo sabían y estaban dispuestas a pagarlo. Pero no había tiempo que perder. Ni siquiera ahora las tenía todas consigo de que él decidiese en el último momento que el precio era demasiado alto. ¡Como si la decisión fuese suya!

Se abrió al saidar, se coligó con Aviendha, compartiendo una sonrisa con ella. La percepción incrementada de la otra, ese compartir más íntimo de emociones y sensaciones físicas, siempre era un placer con su hermana. Se parecía mucho a lo que compartirían muy pronto con Rand. Lo había preparado cuidadosamente, estudiándolo desde todos los ángulos. Lo que había aprendido de los tejidos Aiel de la adopción había sido de gran ayuda. En aquella ceremonia fue cuando se le ocurrió la idea por primera vez.

Tejió Energía, un flujo de más de cien hilos, cada uno colocado con precisión, y situó el tejido sobre Aviendha, sentada en el suelo, y a continuación hizo otro tanto con Min, sentada en el tablero de la mesa. En cierto modo, no eran dos tejidos separados en absoluto. Brillaban con una similitud precisa, y parecía que al mirar uno también veía el otro. No eran los tejidos utilizados en la ceremonia de adopción, pero sí se basaban en los mismos principios esenciales. Se incluían; lo que le ocurría a alguien engranado en ese tejido, les ocurría a todos los que estuvieran engranados en él. Tan pronto como los tejidos quedaron acomodados, pasó la dirección del círculo de dos a Aviendha. Los tejidos ya hechos se mantuvieron, y Aviendha tejió inmediatamente otros idénticos alrededor de Elayne y después alrededor de Min otra vez, y los fundió con los de Elayne hasta que no se distinguieron unos de otros, antes de pasar el control a Elayne de nuevo. Ahora lo hacían con facilidad, después de muchísima práctica. Cuatro tejidos o, más bien, ahora tres, y sin embargo parecían el mismo.

Todo estaba dispuesto. Aviendha era una roca de seguridad, más firme de lo que jamás había sentido en Birgitte. Min seguía sentada en la mesa, asiendo el borde con las manos, y las piernas cruzadas por los tobillos; no podía ver los flujos, pero le dedicó una sonrisa de aplomo que sólo se echó a perder un poco cuando se lamió los labios. Elayne respiró profundamente. A sus ojos, las tres estaban rodeadas y arropadas en una delicada tracería de Energía que hacía parecer soso y sin gracia el más fino encaje. Y ahora sólo quedaba que funcionase como creía que lo haría.

Desde cada una de ellas extendió el tejido en finas hebras hacia Rand, retorciendo las tres hasta formar una sola, y cambiándola en el vínculo de Guardián. Aquel flujo lo puso sobre Rand con tanta delicadeza como si estuviera tapando a un bebé con una manta. La telaraña de Energía se acopló alrededor de él, entró en él. Rand ni siquiera parpadeó, pero estaba hecho. Elayne soltó el saidar. Hecho.

Él la miró fijamente, inexpresivo, y se llevó los dedos a las sienes despacio.

—Oh, Luz, Rand, el dolor —murmuró Min con la voz preñada de angustia—. No lo sabía; jamás lo imaginé. ¿Cómo puedes soportarlo? Hay dolores de los que ni siquiera pareces ser consciente, como si hubieses vivido con ellos desde hace tanto tiempo que ya forman parte de ti. Esas garzas en tus manos; todavía puedes sentir la marca ardiente. ¡Y esas cosas de tus brazos duelen! Y tu costado. ¡Oh, Luz, tu costado! ¿Por qué no estás gritando, Rand? ¿Por qué no gritas?

—Es el Car’a’carn —dijo, riendo, Aviendha—, ¡fuerte como la propia Tierra de los Tres Pliegues! —Su semblante denotaba orgullo, oh, cuánto orgullo; pero aun riendo las lágrimas resbalaban por sus morenas mejillas—. Las vetas de oro. Oh, las vetas de oro. Me amas, Rand.

Elayne se limitaba a mirarlo fijamente, sintiéndolo dentro de su mente. El dolor de heridas y daños que realmente había olvidado. La tensión y la incredulidad; el asombro. Sin embargo, sus emociones eran demasiado rígidas, como un nudo de resina de pino endurecida, casi pétrea. Empero, entretejidas con esas emociones, unas vetas doradas vibraban y brillaban cada vez que miraba a Min o a Aviendha. O a ella. La amaba. Las amaba a las tres. Y aquello hizo que deseara echarse a reír de júbilo. Otras mujeres podrían albergar dudas, pero ella siempre sabría la verdad de su amor por ella.

—Quiera la Luz que sepáis lo que habéis hecho —musitó él—. Quiera la Luz que no os… —La resina de pino se tornó un poco más dura. Estaba convencido de que sufrirían daño, y ya se estaba armando de valor—. Yo… He de irme ya. Al menos ahora sabré que estáis bien; no tendré que preocuparme por vosotras. —De repente sonrió; casi habría parecido un muchacho si la expresión también hubiese llegado a sus ojos—. Nynaeve estará frenética pensando que me he escabullido sin verla. Tampoco es que no se merezca ponerse un poco nerviosa.

—Hay algo más, Rand —dijo Elayne, que se calló para tragar saliva. Luz, y ella que había pensado que esta parte sería la fácil.

—Supongo que Aviendha y yo deberíamos hablar mientras tengamos ocasión —se apresuró a intervenir Min mientras se bajaba de un salto de la mesa—. En algún sitio en el que podamos estar solas. ¿Nos disculpáis?

Aviendha se levantó grácilmente de la alfombra y se alisó la falda.

—Sí. Min Farshaw y yo tenemos que conocernos mejor. —Miró a Min con aire dubitativo y se ajustó el chal. Pero salieron del cuarto agarradas del brazo.

Rand las siguió con la mirada, receloso, como si supiera que su marcha estaba planeada. Un lobo acorralado. Pero esas vetas de oro resplandecían dentro de la mente de Elayne.

—Hay algo tuyo que ellas tienen y yo no —empezó Elayne, que se atragantó al tiempo que enrojecía hasta la raíz del pelo.

¡Maldición! ¿Cómo encaraban esto otras mujeres? Con cuidado percibió dentro de la cabeza el manojo de sensaciones que era él, y el otro que era Birgitte. Todavía no había cambios en el segundo. Imaginó que lo envolvía en el pañuelo y que ataba éste prietamente, y Birgitte desapareció. Sólo quedó Rand. Y aquellas brillantes vetas. En su estómago ahora aleteaban mariposas del tamaño de perros lobo. Tragó saliva con dificultad y respiró muy, muy hondo.

—Tendrás que ayudarme con los botones —dijo, temblándole la voz—. No puedo quitarme el vestido yo sola.

Las dos mujeres de la guardia se movieron cuando Min salió al corredor con la Aiel, y se pusieron muy tiesas al cerrar aquélla la puerta, dándose cuenta de que nadie más salía del cuarto.

—Su gusto no puede ser tan malo —masculló entre dientes la baja y robusta de mirada adormilada, al tiempo que sus manos se tensaban sobre el largo garrote. Min suponía que el comentario no iba destinado a que lo oyese nadie.

—Demasiado coraje y demasiada inocencia —gruñó la delgada—. El capitán general nos advirtió sobre eso. —Puso una mano enguantada en la manilla con forma de cabeza de león.

—Entra ahí ahora, y puede que también te desuelle —dijo Min con aire risueño—. ¿Alguna vez la has visto encolerizada? ¡Podría hacer llorar a un oso!

Aviendha se soltó del brazo de Min y puso cierta distancia entre ambas. Sin embargo, su ceño se dirigió a las mujeres de la guardia.

—¿Dudáis que mi hermana sea capaz de encargarse de un único hombre? Es una Aes Sedai, y tiene el corazón de un león. ¡Y vosotras habéis jurado seguirla! Vais a donde os conduzca, pero no metéis la nariz donde no os llaman.

Las dos guardias intercambiaron una larga mirada. La mujer más gruesa se encogió de hombros. La delgada torció el gesto, pero retiró la mano del picaporte.

—He jurado mantener viva a esa muchacha —dijo con voz dura—, y tengo intención de cumplirlo. Así que vosotras, pequeñas, id a jugar con vuestras muñecas y dejadme hacer mi trabajo.

Min se planteó la idea de sacar un cuchillo y realizar uno de los malabarismos que Thom Merrilin le había enseñado. Sólo para demostrar quién era una niña. La mujer delgada no era joven, pero no había canas en su cabello, y parecía bastante fuerte. Y rápida. Min deseaba creer que parte del volumen de la otra mujer era grasa, pero lo dudaba. No veía imágenes ni halos alrededor de ninguna de ellas, pero tampoco mostraban el menor temor a hacer lo que quiera que considerasen necesario hacer. Bueno, al menos iban a dejar en paz a Rand y Elayne. Quizás el cuchillo no era necesario.

Por el rabillo del ojo advirtió que la Aiel apartaba de mala gana la mano del cuchillo de su cinturón. Si no dejaba de imitarla de ese modo, iba a empezar a pensar que había algo más en ese tejemaneje del Poder de lo que le habían contado. Claro que la cosa había empezado antes del tejemaneje con el Poder. Quizás es que pensaban de un modo parecido. Una idea perturbadora. Luz, toda esa charla sobre que se casara con las tres estaba muy bien para tema de conversación, pero ¿con cuál de ellas iba a casarse realmente?

—Elayne es valiente —les dijo a las mujeres de la guardia—. Tan valiente como la que más. Y no es estúpida. Si empezáis a pensar que lo es, a no tardar iréis por mal camino con ella. —Las dos mujeres la miraron desde la ventaja que les daban los quince o veinte años que le sacaban, firmes, impasibles y resueltas. Dentro de un momento volverían a decirle que se fuera a jugar—. En fin, no podemos seguir aquí, plantadas como pasmarotes si queremos hablar, ¿verdad, Aviendha?

—No —repuso la Aiel con voz tensa, sin dejar de mirar fieramente a las mujeres de la guardia—. No podemos quedarnos.

Las otras dos mujeres no dieron señal de reparar siquiera en su marcha. Tenían un trabajo que hacer, y éste no incluía observar a las amigas de Elayne. Min esperaba que realizasen bien su tarea. «No es estúpida en absoluto —pensó—. Sólo se deja llevar por su valor en ocasiones». Confiaba en que no la dejaran meterse en marañales de los que no pudiese salir.

Mientras caminaban pasillo adelante, observó de soslayo a la Aiel. Aviendha andaba tan separada de ella como era posible sin tener que irse a otro corredor. Sin mirar siquiera en dirección a Min, sacó un brazalete de marfil tallado con formas complejas que llevaba guardado en la bolsita del cinturón, y se lo puso en la muñeca izquierda con una leve y satisfecha sonrisa. Había estado de uñas desde el principio, y Min no entendía por qué. Se suponía que los Aiel estaban acostumbrados a que las mujeres compartiesen a un hombre; que era muchísimo más de lo que podía decir sobre sí misma. Lo que ocurría es que lo amaba tanto que estaba dispuesta a compartir, y si no quedaba más remedio que hacerlo prefería compartirlo con Elayne. Con ella no era nada parecido a compartir. Esta Aiel, en cambio, era una extraña. Elayne había dicho que era importante que las dos se conocieran, pero ¿cómo podían hacerlo si esa mujer no parecía querer hablar con ella?

Con todo, no pasó mucho tiempo preocupándose por Elayne ni por Aviendha. Lo que había en su mente era demasiado maravilloso. Rand. Un pequeño núcleo que le revelaba todo sobre él. Había tenido la seguridad de que todo el asunto fallaría, para ella al menos. ¿Qué se sentiría al hacer el amor con él después de esto, sabiéndolo absolutamente todo? ¡Luz! Por supuesto, también Rand lo sabría todo sobre ella. ¡Desde luego, no estaba muy segura de lo que sentía respecto a eso!

De repente se dio cuenta de que el manojo de emociones y sensaciones no era igual que al principio. Había un… rojo fragor ahora, como un rugiente incendio arrasando un bosque seco como yesca. ¿Qué podría…? ¡Luz! Tropezó y recobró el equilibrio a tiempo de no irse al suelo. ¡Si hubiese sabido que alentaba dentro de él aquel horno, aquella abrasadora ansia, le habría dado miedo dejarlo que la tocara! Por otro lado… Podría ser agradable saber que ella hacía estallar semejante infierno. Se moría de impaciencia por comprobar si ella le producía el mismo efecto que… Volvió a tropezar, y en esta ocasión tuvo que agarrarse a un arcón alto de complejas tallas. ¡Oh, Luz! ¡Elayne! Min sentía el rostro ardiéndole. ¡Aquello era como espiar entre las cortinas del lecho!

Probó rápidamente el truco del que Elayne le había hablado, imaginando que ataba el núcleo de emociones en su pañuelo. No ocurrió nada. Lo intentó de nuevo, frenéticamente, pero el rugiente fuego siguió allí. Tenía que dejar de mirar, dejar de sentir. ¡Cualquier cosa con tal de tener la atención en cualquier otra parte, menos allí!. ¡Cualquier cosa! Quizá, si se ponía a hablar…

—Debería haberse tomado la infusión de corazoncilla —balbució. Jamás decía lo que veía excepto a los implicados, y sólo cuando éstos querían oírlo, pero tenía que hablar, de lo que fuera—. Va a quedarse embarazada. Dos criaturas, un niño y una niña, ambos sanos y fuertes.

—Ella quiere sus bebés —murmuró la Aiel. Sus verdes ojos miraban fijamente al frente; tenía prieta la mandíbula, y el sudor le perlaba la frente—. Yo tampoco tomaré la infusión si… —Se sacudió y dirigió una mirada ceñuda a Min desde el ancho del pasillo que las separaba—. Mi hermana y las Sabias me hablaron de ti. ¿De verdad ves cosas sobre la gente que se hacen realidad?

—A veces. Y, si entiendo lo que significan, se cumplen —contestó Min. Sus voces, altas para escucharse la una a la otra, resonaron en el pasillo. Los criados con uniformes rojos y blancos se volvieron para mirarlas. Min se acercó al centro del corredor. Se acercaría la mitad del camino a la otra mujer, ni un centímetro más. Al cabo de un momento, Aviendha se situó a su lado.

Min se preguntó si debía contarle lo que había visto mientras estaban todos juntos. También Aviendha tendría bebés de Rand. ¡Cuatro a la vez! Sin embargo, en aquello había algo extraño. Los bebés nacerían sanos, pero aun así seguía habiendo algo raro. Y a menudo a la gente no le gustaba saber su futuro, aun cuando dijese que sí. Ojalá hubiera alguien que pudiese decirle si ella también…

Caminaban en silencio, y Aviendha se enjugó el sudor de la cara y tragó saliva con esfuerzo. Min también tuvo que tragar. Todo lo que Rand estaba sintiendo se encontraba en aquel núcleo. ¡Todo!

—El truco del pañuelo ¿tampoco te ha funcionado a ti? —preguntó con voz ronca.

Aviendha parpadeó y el rubor le enrojeció la cara.

—Eso está mejor —dijo al cabo de un momento—. Gracias, yo… Con él dentro de la cabeza se me había olvidado. —Frunció el entrecejo—. ¿A ti no te funcionó?

Min sacudió la cabeza con abatimiento. ¡Esto era indecente!

—Pero hablar me ayuda. —Tenía que hacerse amiga de esta mujer, de algún modo, si querían que aquel peculiar asunto tuviese alguna esperanza de funcionar—. Lamento lo que he dicho. Sobre lo del toh, me refiero. Conozco un poco vuestras costumbres. Hay algo en ese hombre que me vuelve impertinente y atrevida. Soy incapaz de controlar la lengua. Pero no pienses que voy a dejarte que empieces a azotarme o a trincharme. Puede que tenga toh, pero habremos de encontrar otro modo de satisfacerlo. Siempre podría ocuparme de almohazar tu caballo, cuando tengamos tiempo.

—Eres tan orgullosa como mi hermana —murmuró Aviendha, fruncido el entrecejo. ¿Qué quería decir con eso?—. También tienes un buen sentido del humor. —Parecía que hablara consigo misma—. No te pusiste en ridículo respecto a Rand y a Elayne, como haría la mayoría de las mujeres de las tierras húmedas. Y me recordaste lo de… —Con un suspiro, se subió el chal hasta los hombros—. Sé dónde hay algo de oosquai. Si te emborrachas lo bastante para no pensar, entonces… —Iba mirando al frente y de repente se quedó parada en seco—. ¡No! —gruñó—. ¡Todavía no!

Min se quedó boquiabierta al ver quién venía en su dirección. La consternación alejó de golpe a Rand de su pensamiento. Por comentarios oídos, sabía que el capitán general de la guardia de Elayne era una mujer y, además, su Guardián, pero nada más. Esa mujer tenía una gruesa trenza rubia, tejida de manera compleja, echada sobre el hombro de la chaqueta corta, de color rojo y con cuello blanco, y sus amplios pantalones iban metidos en las botas de tacón, tan altos como los de Min. A su alrededor se agitaban halos e imágenes fugaces, más de los que Min había visto nunca alrededor de nadie, miles aparentemente, que se precipitaba en cascada unos sobre otros. El capitán general de la guardia y Guardián de Elayne se… tambaleó ligeramente, como si ya le hubiese dado al oosquai. Los sirvientes que la veían decidieron que tenían trabajo que hacer en otra parte de palacio y las dejaron solas en el pasillo. Aparentemente no vio a Min ni a Aviendha hasta que casi topó con ellas.

—¡Maldición! Tú la ayudaste en esto, ¿verdad? —gruñó mientras clavaba los vidriosos ojos azules en la Aiel—. Primero desaparece de mi mente, ¡y después…! —Se estremeció y tuvo que hacer un esfuerzo visible para controlarse, pero incluso entonces su respiración siguió siendo agitada. Sus piernas parecían no querer sostenerla en pie. Se lamió los labios, tragó saliva y continuó, furiosa—. ¡Así se abrase, no puedo concentrarme lo suficiente para desentenderme de ello! ¡Deja que te diga que si está haciendo lo que creo que está haciendo, voy a ir dándole patadas por todo el jodido palacio, y después la azotaré en el trasero de manera que no pueda sentarse en un mes aunque tenga que encontrar horcaria para hacerlo! ¡Y a ti también!

—Mi primera hermana es una mujer adulta, Birgitte Trahelion —replicó Aviendha. A despecho de su tono truculento, tenía encogidos los hombros y no sostenía directamente la mirada de la otra mujer—. ¡Tienes que dejar de tratarnos como si fuésemos niñas!

—Cuando se comporte como una adulta, entonces la trataré como tal, pero no tiene derecho a hacer esto, ¡no dentro mi jodida cabeza! ¡No dentro de mi…! —De repente, los azules ojos de Birgitte se desorbitaron. La mujer rubia abrió la boca y se habría desplomado si Min y Aviendha no la hubiesen cogido por los brazos. Apretó los párpados y soltó un sollozo, sólo uno, y gimió—. ¡Un mes no, dos! —Se sacudió las manos de las otras dos mujeres de un tirón, se puso erguida y clavó en Aviendha los ojos azul claro como agua y tan duros como el hielo—. Aíslala de mí y dejaré que salgas de esto sin llevarte tu parte.

La mirada hosca e indignada que le dirigió Aviendha le resbaló.

—¡Eres Birgitte Arco de Plata! —exclamó Min. Había estado segura de ello aun antes de que Aviendha dijese el nombre. No era de extrañar que la Aiel se comportase como si temiera que aquellas amenazas fueran a llevarse a cabo en ese mismo instante. ¡Birgitte Arco de Plata!—. ¡Te vi en Falme!

Birgitte dio un respingo, como si alguien le hubiese tocado el trasero, y después echó un rápido vistazo en derredor. Al comprobar que se encontraban solas, se relajó. Un poco. Miró a Min de arriba abajo.

—Vieras lo que vieses, Arco de Plata ha muerto —manifestó, rotunda—. Ahora soy Birgitte Trahelion, nada más. —Sus labios se torcieron con una mueca sarcástica—. La jodida «lady» Birgitte Trahelion, si no te importa. Así bese a una cabra en el Día de la Madre si no puedo remediar eso. ¿Y quién demonios eres tú? ¿Vas siempre exhibiendo las piernas como una puñetera danzarina de las plumas?

—Soy Min Farshaw —replicó, cortante. ¿Y ésa era Birgitte Arco de Plata, heroína de cientos de leyendas? ¡Era una malhablada! ¿Y a qué se refería con lo de que Arco de Plata había muerto? ¡Pero si la tenía justo delante! Además, esa multitud de imágenes y halos se sucedían demasiado deprisa para que las captara claramente, pero no le cabía duda de que señalaban más aventuras de las que una mujer podía tener a lo largo de toda una vida. Cosa extraña, algunas imágenes estaban conectadas con un hombre feo que era mayor que ella, y otras a un hombre feo que era mucho más joven, pero de algún modo Min supo que se trataba de la misma persona. Ni que fuese una leyenda ni que no, aquel aire de superioridad la irritaba sobremanera—. Elayne, Aviendha y yo acabamos de vincular a un Guardián —dijo sin pensar—. Y si Elayne lo está celebrando un poco, en fin, más vale que lo pienses dos veces antes de entrar en su cuarto como un vendaval, o serás tú la que acabe con las posaderas doloridas.

Aquello bastó para ser de nuevo consciente de Rand. El ardiente incendio seguía allí, en absoluto atenuado, pero gracias a la Luz él ya no… La sangre se le agolpó en las mejillas. Rand había yacido en sus brazos suficientes veces, sin aliento entre el revoltijo de ropas de la cama, ¡pero esto parecía realmente cotillear entre las cortinas!

—¿Él? —dijo quedamente Birgitte—. ¡Por la leche de una madre! Podría haberse enamorado de un cortabolsas o un cuatrero, pero tuvo que elegirlo a él, la muy necia. Por lo que vi en ese sitio que has mencionado, es demasiado guapo para ser bueno para cualquier mujer. En cualquier caso, tiene que parar.

—¡No tienes derecho! —insistió Aviendha con voz malhumorada.

Birgitte adoptó una actitud de paciencia. Tensa, pero de paciencia al fin y al cabo.

—Puede que su comportamiento sea tan apropiado como el de una doncella talmouri excepto cuando llega la hora de poner la cabeza en el tajo, pero creo que acabará teniendo el valor de conducirlo por los mismos pasos otra vez y, aunque haga lo que hizo hace un rato para que yo no la sintiese, se le olvidará y la tendré de nuevo en mi cabeza. ¡Y maldita sea si consiento pasar por lo mismo una vez más! —Cuadró los hombros, obviamente dispuesta a reanudar la marcha y enfrentarse a Elayne.

—Enfócalo como una buena broma —dijo Aviendha, suplicante. ¡Suplicante!—. Te ha gastado una buena broma, eso es todo.

La mueca en los labios de Birgitte puso de manifiesto la opinión que le merecía eso.

—Hay un truco que Elayne me dijo —se apresuró a intervenir Min al tiempo que agarraba a Birgitte de la manga—. A mí no me funcionó, pero quizás…

Por desgracia, después de explicárselo…

—Sigue ahí —informó Birgitte al cabo de un momento, el gesto sombrío—. Apártate de mi camino, Min Farshaw, o… —instó mientras se soltaba el brazo.

—¡Oosquai! —La voz de Aviendha se alzó desesperadamente. ¡De hecho se retorcía las manos!—. ¡Sé donde hay oosquai! ¡Si se está ebrio…! ¡Por favor, Birgitte! Yo… me comprometeré a obedecerte, como una aprendiza a su maestra, ¡pero por favor, no la interrumpas! ¡No la avergüences así!

¿Oosquai? —murmuró Birgitte mientras se frotaba la mandíbula—. ¿Se parece al brandy? Ummm. ¡Creo que la chica está poniéndose colorada! En realidad actúa como una mojigata la mayor parte del tiempo, ¿sabéis? ¿Una broma, decías? —De repente sonrió y extendió los brazos—. Condúceme a ese oosquai, Aviendha. No sé qué pensaréis hacer vosotras, pero yo voy a emborracharme lo bastante para… quitarme la ropa y ponerme a bailar sobre la mesa. Y ni un pelo más.

Min no entendía nada, y tampoco por qué Aviendha se quedaba mirando fijamente a Birgitte y de repente empezaba a reír diciendo que era «una broma fantástica», pero lo que sí sabía de seguro era la razón de que Elayne estuviera enrojeciendo, si es que era cierto. Ese duro núcleo de sensaciones en su cabeza era otra vez un fuego abrasador y descontrolado.

—¿Podríamos ir ya por ese oosquai? —pidió—. ¡Quiero emborracharme como una rata ahogada, y deprisa!

Cuando Elayne despertó a la mañana siguiente el dormitorio estaba helado, caía una ligera nevada sobre Caemlyn, y Rand se había marchado. Excepto dentro de su cabeza. Eso bastaría. Sonrió; una lenta sonrisa. Por ahora bastaría. Se estiró lánguidamente bajo las mantas y recordó su entrega y su abandono la noche anterior —¡y también buena parte del nuevo día! ¡Casi no podía creer que hubiera sido ella!— y pensó que debería estar roja como la grana. Pero quería ser desenfrenada con Rand, y no creía que jamás volviera a sonrojarse por nada relacionado con él.

Y lo mejor de todo era que le había dejado un regalo. Sobre la almohada, cuando despertó, había un lirio dorado recién florecido, con el rocío fresco en los lozanos pétalos. No imaginaba dónde habría podido encontrar esa flor en pleno invierno. Realizó un tejido de Conservación alrededor del lirio y lo dejó sobre una de las mesillas, donde lo vería cada mañana al despertar. El tejido se lo había enseñado Moghedien, pero mantendría la flor fresca para siempre, sin que las gotas de rocío se evaporaran, un recordatorio constante del hombre al que había entregado su corazón.

La mañana comenzó con la noticia de que Alivia había desaparecido durante la noche, un asunto serio que tenía alborotadas a las Allegadas. Y, hasta que Zaida apareció hecha una furia porque Nynaeve no había acudido a una lección con las Atha’an Miere, no se enteró de que también la antigua Zahorí y Lan se habían marchado de palacio, y nadie sabía adónde o cómo. Hasta mucho después no supo que de la colección de angreal y ter’angreal que había traído de Ebou Dar faltaban los tres angreal más poderosos, además de otros objetos. Algunos de esos últimos, estaba segura, eran a propósito para una mujer que esperara que la atacaran en cualquier momento con el Poder Único. Lo cual hizo aún más inquietante la nota rápidamente garabateada por Nynaeve y que ésta había dejado entre los restantes objetos.

13

Noticias fantásticas

En el salón del Palacio del Sol hacía frío a pesar de los fuegos que ardían alegremente en las chimeneas ubicadas a ambos extremos de la estancia, de las gruesas alfombras y del inclinado techo de cristal que permitía que entrase la intensa luz matinal cuando la nieve retenida en los montantes de los ventanales no la ocultaba, pero resultaba apropiado para dar audiencias. Cadsuane había pensado que era mejor no apropiarse del salón del trono. Hasta el momento, lord Dobraine no había dicho palabra respecto a que ella estuviera reteniendo a Caraline Damodred y a Darlin Sisnera —no se le ocurría un modo mejor de impedir que continuaran con sus engorrosas travesuras que tenerlos bajo un férreo control—, pero Dobraine podría empezar a alborotar si presionaba más de lo que él consideraba adecuado. Estaba demasiado unido al chico para que ella quisiera forzarle la mano, y además era fiel a sus juramentos. Podía echar la vista atrás y recordar sus propios fracasos, algunos amargamente lamentados, y errores que habían costado vidas, pero no podía permitirse cometer un fallo aquí. En absoluto. ¡Luz, cómo deseaba morder a alguien!

—¡Exijo la entrega de mi Detectora de Vientos, Aes Sedai! —Harine din Togara, vestida totalmente con seda brocada verde, se encontraba sentada enfrente de Cadsuane, la postura rígida, prietos los carnosos labios. A despecho de su rostro sin arrugas, su pelo liso y negro tenía pinceladas grises. Señora de los Barcos de su clan durante diez años, había tenido a su mando un gran navío con anterioridad. Su Navegante, Derah din Selaan, una mujer más joven, vestida de azul, estaba sentada en una silla situada con precisión escrupulosa un paso detrás, conforme a sus ideas sobre protocolo. Las dos semejaban oscuras tallas que representaran la indignación ultrajada, y sus extravagantes alhajas reforzaban de algún modo el efecto. Ninguna de ellas dirigió siquiera una mirada de soslayo a Eben cuando éste hizo una reverencia y ofreció copas de plata con vino caliente con especias en una bandeja.

El muchacho pareció no saber qué hacer a continuación cuando las Atha’an Miere no cogieron nada. Frunció el entrecejo en un gesto de incertidumbre, y siguió inclinado hasta que Daigian lo agarró de la chaqueta roja y lo apartó de allí, sonriente, como una divertida paloma buchona en su vestido azul oscuro con cuchilladas blancas. El muchacho era delgado y tenía la nariz y las orejas grandes, de manera que nunca podría calificárselo de atractivo, cuanto menos de guapo, pero Daigian se mostraba muy posesiva con él. Se sentaron juntos en un banco acolchado que había delante de una de las chimeneas y se pusieron a jugar a las cunitas.

—Tu hermana está prestándonos su colaboración para saber lo que ocurrió ese infortunado día —repuso Cadsuane en tono sosegado y con cierto aire abstraído. Tomó un sorbo del vino con especias y esperó, sin importarle si advertían su impaciencia por terminar la reunión. Por mucho que Dobraine rezongase sobre la imposibilidad de cumplir el increíble acuerdo que Rafela y Merana habían hecho con las Atha’an Miere en nombre del chico al’Thor, él mismo podría haberse encargado de las mujeres de los Marinos. Por su parte, ni siquiera podía prestarles ni la mitad de su atención. Lo que quizá fuese una suerte para esas mujeres. Si se hubiese enfocado en ellas, habría tenido que hacer un gran esfuerzo para no darles un manotazo como a molestos bitemes, a pesar de que no eran la verdadera fuente de su exasperación.

Al otro extremo de la estancia, el opuesto al que ocupaban Daigian y Eben, había cinco hermanas acomodadas alrededor de la chimenea. Nesune tenía un gran libro con las cubiertas de madera, que había cogido de la biblioteca de palacio, abierto sobre un atril delante de su silla. Como las otras, su vestido era de sencillo paño, más apropiado para una mercader que para una Aes Sedai. Si cualquiera de ellas lamentaba la falta de sedas o el dinero para comprarlas, no lo demostraba. Sarene, con sus múltiples y finas trenzas adornadas con cuentas, trabajaba en el bordado tensado en un gran bastidor de pie, añadiendo puntadas menudas en otra flor de un campo cuajado de capullos recién abiertos. Erian y Beldeine jugaban a las guijas, observadas por Elza, que aguardaba su turno para enfrentarse a la vencedora. Según todas las apariencias, las hermanas disfrutaban de una mañana ociosa, sin preocuparse por el mundo. Quizá sabían que se encontraban allí porque Cadsuane quería estudiarlas. ¿Por qué habían jurado lealtad al chico al’Thor? Al menos Kiruna y las otras se hallaban en presencia del chico cuando habían decidido prestar juramento. Cadsuane estaba dispuesta a admitir que nadie podía resistir la influencia de un ta’veren cuando éste lo atrapaba, pero esas cinco habían sufrido un duro castigo por secuestrarlo, y tomaron la decisión de ofrecerle el juramento antes de que las llevaran ante él. Al principio se había sentido inclinada a aceptar sus diferentes explicaciones, pero durante los últimos días esa inclinación había recibido duros golpes. Inquietantes golpes.

—Mi Detectora de Vientos no está sometida a tu autoridad, Aes Sedai —replicó secamente Harine, como si negase la relación consanguínea. Shalon debe serme entregada de inmediato, y así se hará.

Derah asintió con un brusco cabeceo mostrando su conformidad. Cadsuane pensó que la Navegante haría lo mismo si Harine le ordenara que saltase por un acantilado. En la jerarquía Atha’an Miere, Derah se encontraba muy, muy por debajo de Harine. Y eso era casi todo lo que Cadsuane sabía sobre ese pueblo. Los Marinos podrían ser o no útiles, pero ella encontraría el modo de dominarlos en cualquier caso.

—Ésta es una investigación Aes Sedai —repuso en tono apático—. Debemos seguir la ley de la Torre. —Interpretada libremente, sin excesivo rigor, por supuesto. Siempre había creído que el espíritu de la ley era mucho más importante que la letra.

Harine bufó como una víbora y se lanzó a otra arenga enumerando sus derechos y demandas, pero Cadsuane sólo la escuchó a medias.

Casi podía entender a Erian, una illiana de tez pálida y cabello negro, que insistía ferozmente en que debía encontrarse al lado del chico cuando éste librase la Última Batalla. Y a Beldeine, tan reciente su obtención del chal que todavía no había adquirido el aspecto intemporal, tan resuelta a ser todo lo que una Verde debería ser. Y Elza, una andoreña de semblante plácido cuyos ojos casi resplandecían cuando hablaba de asegurarse de que el chico viviera para enfrentarse al Oscuro; era otra Verde, e incluso más vehemente que la mayoría. Nesune, inclinada hacia adelante sobre el libro, recordaba un pájaro de negros ojos examinando a un gusano; era Marrón, y sería capaz de meterse en una caja con un escorpión si quisiera estudiarlo. Sarene podría ser lo bastante necia para que le sorprendiera que cualquiera la creyera bonita, cuanto más una belleza deslumbrante, pero la Blanca insistía en la fría precisión de su lógica: al’Thor era el Dragón Renacido y, lógicamente, debía seguirlo. Razones turbulentas, razones idiotas, aunque podría haberlas aceptado si no fuera por las demás.

La puerta que daba al pasillo se abrió para dejar paso a Verin y a Sorilea. La Aiel de cabello blanco y piel curtida le entregó algo pequeño a Verin, que la Marrón metió en la escarcela. Verin llevaba un broche —trabajado a semejanza de unas flores— prendido en el sencillo vestido de color bronce, la primera joya que Cadsuane veía lucir a la mujer, aparte de su anillo de la Gran Serpiente.

—Eso te ayudará a dormir —dijo Sorilea—, pero recuerda: sólo tres gotas en agua o una en vino. Si se echa un poco más podrías pasarte todo el día durmiendo o quizá más. Si se aumenta mucho la dosis, no despertarás. No tiene sabor que te ponga sobre aviso, así que debes ir con cuidado.

Así que Verin también estaba teniendo problemas para dormir. Cadsuane no había disfrutado de un buen descanso nocturno desde que el chico había huido del Palacio del Sol. Si no conseguía conciliar bien el sueño pronto, creía que acabaría mordiendo a alguien. Nesune y las otras observaban a Sorilea con inquietud. El chico las había convertido en aprendizas de las Sabias, y ya habían descubierto que las Aiel se tomaban muy en serio su trabajo. Un chasquido de los huesudos dedos de Sorilea podía poner fin a su mañana de ocio.

Harine se echó hacia adelante en la silla y le dio un seco golpecito en la mejilla a Cadsuane.

—No me estás escuchando —dijo con dureza. La expresión de su semblante era tormentosa, y la de su Navegante no le andaba lejos—. ¡Pues te aseguro que me escucharás!

Cadsuane unió las manos por las puntas de los dedos y observó a la mujer por encima de ellos. No. No pondría a la Señora de las Olas haciendo el pino en ese momento. No la enviaría de vuelta a sus aposentos sollozando. Sería tan diplomática como podría desear Coiren. Rápidamente repasó lo que había escuchado.

—Hablabas de la Señora de los Barcos de los Atha’an Miere y de toda su autoridad, que es más de la que puedo imaginar —contestó afablemente. Y que, si tu Detectora de Vientos no ha regresado con vosotras dentro de una hora, te ocuparás de que el Coramoor me castigue severamente. Que exiges una disculpa por el encarcelamiento de tu Detectora de Vientos. Y que me exiges que haga que lord Dobraine aparte de inmediato la tierra que os prometió el Coramoor. Creo que esto cubre los puntos esenciales. —¡Salvo el referente a hacerla azotar!

—Bien —dijo Harine, que volvió a recostarse cómodamente al ver que controlaba la situación. Su sonrisa era asquerosamente ufana—. Aprenderás que…

—Me importa un pimiento vuestro Coramoor —continuó Cadsuane, todavía con voz afable. Todos los pimientos del mundo por el Dragón Renacido, pero ni uno por el Coramoor. No alteró el tono ni un ápice—. Si vuelves a tocarme sin permiso, te pondré en cueros, marcada de moretones, atada y llevada de vuelta a tu habitación dentro de un saco. —Bueno, la diplomacia nunca había sido uno de sus puntos fuertes—. Si no dejas de darme la lata sobre tu hermana… En fin, puede que realmente me enfade. —Se puso de pie haciendo caso omiso del resoplido indignado de la mujer de los Marinos y de su boca abierta por la sorpresa, y levantó la voz para que la escucharan desde el extremo de la estancia—. ¡Sarene!

La esbelta tarabonesa giró rápidamente la cabeza de su labor de manera que las cuentas de las trencillas repicaron, tras lo cual acudió con presteza junto a Cadsuane, apenas sin vacilar antes de extender los vuelos de la falda gris oscuro en una reverencia. Las Sabias debían de haberles enseñado a responder de inmediato cuando una de ellas hablaba, pero era algo más que la costumbre lo que los hacía saltar si quien llamaba era ella. Realmente había ventajas en ser una leyenda viva; en especial una leyenda de reacciones imprevisibles.

—Escolta a estas dos a sus habitaciones —ordenó—. Quieren ayunar y meditar sobre la cortesía. Ocúpate de que lo hagan así. Y, si pronuncian una sola palabra desconsiderada, les das una zurra a las dos. Pero hazlo de manera diplomática.

Serene dio un respingo y abrió un poco la boca como para protestar sobre lo ilógico de aquello, pero una ojeada al rostro de Cadsuane bastó para que se volviese rápidamente hacia las Atha’an Miere y les indicara con un gesto que se levantaran.

Harine se incorporó de un brinco; en su oscuro rostro se plasmaba una expresión dura y ceñuda. No obstante, antes de que pudiese pronunciar una sola palabra de su diatriba sin duda furiosa, Derah le rozó el brazo y se acercó para susurrarle algo al oído, tapándose la boca con la mano cubierta de oscuros tatuajes. Fuera lo que fuese lo que la Navegante le dijera, Harine cerró la boca. Su expresión, desde luego, no se suavizó, pero miró a las hermanas del otro extremo de la estancia y, al cabo de un momento, hizo un brusco ademán a Sarene para que la precediera. Harine podría estar fingiendo que la decisión de marcharse era suya, pero Derah la siguió tan pegada a los talones que más parecía que iba arreando ganado; lanzó una mirada intranquila hacia atrás antes de que la puerta se cerrase tras ella.

Cadsuane casi lamentó haber dado aquella frívola orden. Sarene haría exactamente lo que le había dicho. Pero las mujeres de los Marinos eran una molestia irritante, e inútiles hasta el momento, además. Debía librarse de la irritación para así concentrarse en lo importante; y, si encontraba alguna utilidad en esas mujeres, a las herramientas había que darles forma de un modo u otro. Estaba demasiado furiosa con ellas para que le importase cómo se hacía tal cosa, y por qué no empezar a llevarlo a cabo enseguida en lugar de más adelante. No; con quien estaba enfadada era con el chico, pero a él todavía no podía ponerle la mano encima.

Con un sonoro resoplido, Sorilea, que había seguido con la mirada la marcha de Sarene y las Atha’an Miere, se volvió y dirigió su ceño a las hermanas agrupadas al extremo de la habitación. Los brazaletes tintinearon en sus muñecas cuando se ajustó el chal. Otra que no parecía de muy buen humor. Las Atha’an Miere tenían unas ideas peculiares sobre las «salvajes Aiel» —aunque, a decir verdad, no mucho más extrañas que algunas que la propia Cadsuane había tenido antes de conocer a Sorilea—, y a la Sabia no le gustaban un pelo.

Cadsuane salió a recibirla con una sonrisa. Sorilea no era una mujer a la que una llamaba para que se acercara. Todo el mundo pensaba que se estaban haciendo amigas —lo que aún podía ocurrir, comprendió con sorpresa— pero nadie sabía lo de su alianza. Eben apareció con la bandeja y pareció aliviado cuando Cadsuane dejó la copa media vacía en ella.

—Anoche, a última hora —empezó Sorilea cuando el muchacho de chaqueta roja regresó presuroso junto a Daigian—, Chisaine Nurbaya pidió servir al Car’a’carn. —Su voz estaba cargada de desaprobación—. Antes de que amaneciese, Janine Pavlara lo pidió, después lo hizo Innina Darenhold y a continuación Vayelle Kamsa. No se les ha permitido hablar entre ellas. No puede ser connivencia. Acepté sus peticiones.

Cadsuane emitió un sonido irritado.

—Supongo que ya las tendrás cumpliendo castigo —murmuró, pensando a toda velocidad. Diecinueve hermanas habían estado prisioneras en el campamento Aiel, las diecinueve hermanas enviadas por la necia Elaida para raptar al chico, ¡y ahora todas ellas habían jurado seguirlo! Esas últimas eran las peores—. ¿Qué podría inducir a unas hermanas Rojas a jurar lealtad a un hombre que puede encauzar?

Verin empezó a hacer una observación, pero se calló por causa de la Aiel. Curiosamente, Verin se había tomado su propio aprendizaje forzoso con la querencia de una grulla a un pantano. Pasaba más tiempo en el campamento Aiel que fuera de él.

—Nada de castigo, Cadsuane Melaidhrin. —Sorilea hizo un gesto desdeñoso con la nervuda mano que produjo otro tintineo de los brazaletes de oro y marfil—. Intentan saldar un toh que no puede saldarse. Tan absurdo a su modo como el que nosotras las llamáramos da’tsang para empezar, pero quizá todavía puedan redimirse si tienen voluntad de intentarlo.

La mujer parecía convencida de que todas las Aes Sedai responderían adecuadamente con el tiempo, sometidas al aprendizaje de las Sabias.

—Espero que seguirás vigilándolas estrechamente —comentó Cadsuane—. Sobre todo a esas cuatro últimas. —Estaba segura de que guardarían aquel ridículo juramento, aunque quizá no siempre del modo que le gustaría al chico, pero siempre existía la posibilidad de que una o dos fueran del Ajah Negro. Hubo un tiempo en que pensó que estaba a punto de extirpar de raíz al Negro, sólo para acabar viendo cómo su presa escapaba entre sus dedos como el humo; era su más amargo fracaso, a excepción quizá de no enterarse de lo que el primo de Caraline Damodred se había traído entre manos en la Tierras Fronterizas hasta que lo supo con años de retraso, demasiado tarde para remediar nada. Ahora, incluso el Ajah Negro parecía una diversión para distraerla de lo que era realmente importante.

—A las aprendizas siempre se las vigila estrechamente —replicó la envejecida Aiel—. Creo que he de recordar a estas otras que deberían estar agradecidas por haberles permitido haraganear como jefes de clan.

Las cuatro hermanas que quedaban delante de la chimenea se levantaron con gran rapidez al verla aproximarse, hicieron profundas reverencias y escucharon atentamente lo que les dijo en voz baja, sin dejar de sacudir el índice. Sorilea pensaría que tenía mucho que enseñarles, pero ellas ya habían aprendido que un chal de Aes Sedai no ofrecía protección a una aprendiza de Sabia. El toh, a entender de Cadsuane, se parecía muchísimo a un castigo.

—Es… formidable —murmuró Verin—. Me alegro mucho de que esté de nuestra parte. Si es que lo está.

Cadsuane le asestó una mirada cortante.

—Tu apariencia es la de una mujer que tiene algo que decir pero que no desea hacerlo. ¿Es sobre Sorilea? —La alianza se había establecido en términos muy vagos. Hubiese o no amistad, podía muy bien ocurrir que la Sabia y ella estuviesen apuntando a diferentes objetivos.

—No —contestó la pequeña y regordeta hermana. A despecho de su cara cuadrada, el hecho de ladear la cabeza hacia un lado le daba el aspecto de un gorrión gordo—. Sé que no es asunto mío, Cadsuane, pero Bera y Kiruna no estaban llegando a ninguna parte con nuestras invitadas, de modo que sostuve una pequeña charla con Shalon. Tras un «afable» interrogatorio, soltó la historia entera, y Ailil lo confirmó todo una vez que comprendió que yo lo sabía ya. Poco después de que las mujeres de los Marinos llegaron, Ailil abordó a Shalon esperando descubrir qué querían del joven al’Thor. Por su parte, Shalon quería saber todo lo posible acerca de él y sobre la situación aquí. Eso condujo a reuniones, que a su vez dieron paso a la amistad, y ésta desembocó en una relación de almohada. Motivada tanto por la soledad como por otras cosas, imagino. En cualquier caso, eso era lo que ocultaban con más empeño que su recíproco fisgonear.

—¿Han soportado días de interrogatorio por ocultar eso? —inquirió Cadsuane con incredulidad. ¡Bera y Kiruna habían hecho chillar a ese par durante días!

Los ojos de Verin chispearon con un regocijo contenido.

—Las cairhieninas son mojigatas y gazmoñas, Cadsuane, al menos en público. Puede que se comporten como conejas cuando se echan las cortinas, ¡pero no admitirían que tocan a sus maridos si hay alguien escuchando! Y las mujeres de los Marinos son casi igual de puritanas. Al menos, Shalon está casada con un hombre que cumple su servicio en otro lugar, y romper los juramentos del matrimonio es un delito grave. Una brecha de la adecuada disciplina, al parecer. Si su hermana lo descubre, Shalon acabaría como… «Detectora de Vientos de un bote de remos», creo que fueron sus palabras exactas.

Cadsuane fue consciente de que los adornos de su cabello se mecían cuando sacudió la cabeza. Cuando, nada más finalizar el ataque, encontró a las dos mujeres amordazadas, atadas y metidas como fardos debajo de la cama de Ailil, había sospechado que sabían más del ataque de lo que estaban dispuestas a admitir; y, cuando rehusaron explicar por qué se reunían en secreto, estuvo plenamente convencida. Incluso pensó que quizás estaban involucradas en cierto modo, a pesar de que el ataque había sido obra de Asha’man renegados, aparentemente. O, al menos, supuestos renegados. Todo ese tiempo y esfuerzo perdidos en vano. O tal vez no fuese del todo en vano, habida cuenta de que deseaban mantenerlo oculto tan desesperadamente.

—Conduce a lady Ailil de vuelta a sus aposentos, Verin, con disculpas por el trato recibido. Dale garantías muy… ambiguas de que sus confidencias se guardarán. Asegúrate de que entienda lo ambiguas y frágiles que son. Y sugiere «convincentemente» que quizá quiera mantenerme informada de todo lo que sepa respecto a su hermano.

El chantaje era una herramienta que le desagradaba utilizar, pero ya lo había usado con los tres Asha’man, y Toram Riatin todavía podía causar problemas aun cuando su rebelión pareciera haberse evaporado. En realidad, a Cadsuane le importaba poco quién se sentaría en el Trono del Sol, pero las intrigas y las maquinaciones de quienes consideraban los tronos importantes a menudo solían interferir con asuntos de mayor trascendencia.

Verin sonrió, y el moño de la Marrón se meció cuando asintió con la cabeza.

—Oh, sí, creo que eso funcionará muy bien. Sobre todo teniendo en cuenta que siente muy poca simpatía por su hermano. Y lo mismo reza para Shalon, ¿verdad? Sólo que lo que querrás saber es lo que ocurre entre los Atha’an Miere, supongo. No estoy muy segura de hasta dónde será capaz de traicionar a Harine, sean cuales sean las consecuencias para ella.

—Traicionará a quien yo le diga que traicione —manifestó severamente Cadsuane—. Manténla encerrada hasta mañana, a última hora. No podía consentir que Harine creyera por un instante que había accedido a sus exigencias. Los marinos eran otra herramienta que utilizar con el chico, nada más. Todo y todos debía contemplarse con esa perspectiva.

A espaldas de Verin, Corele entró en la estancia y cerró la puerta con cuidado, como si no quisiera molestar a nadie. Ésa no era su forma habitual de proceder. La Amarilla, delgada como un muchacho, con tupidas y negras cejas y una espesa mata de pelo lustroso y negro cayéndole por la espalda, tenía un aire salvaje por muy pulcro que fuera su atuendo, y tratándose de ella lo más propio era que hubiese entrado en la habitación riéndose y haciendo ruido. Mientras se frotaba la respingona nariz, miró vacilante a Cadsuane sin que en sus azules ojos hubiese el habitual brillo chispeante.

Cadsuane le hizo un gesto perentorio, y Corele inhaló profundamente y cruzó el trecho que las separaba aferrando con las dos manos la falda azul con cuchilladas amarillas. Tras echar una ojeada a las hermanas apiñadas alrededor de Sorilea al otro extremo de la estancia, y a Daigian jugando a las cunitas con Eben en el lado opuesto, habló en voz baja, en la que se advertía el acento murandiano.

—Tengo una noticia maravillosa, Cadsuane. —Por su modo de decirlo, no parecía muy segura de cuán maravillosa era—. Sé que me ordenaste que mantuviese ocupado a Damer en palacio, pero él insistió en echar un vistazo a las hermanas que seguían en el campamento Aiel. Tendrá un carácter muy afable, pero es muy insistente cuando quiere, y está firmemente convencido de que no hay nada que no pueda remediar la Curación. Y, en fin, la cosa es que fue y Curó a Irgain. Cadsuane, es como si nunca la hubiesen… —Dejó la frase sin terminar, incapaz de pronunciar la palabra. Aun así, el término pareció flotar en el aire: neutralizado.

—Una noticia maravillosa —dijo fríamente Cadsuane.

Y lo era. Todas las hermanas albergaban el temor, en lo más recóndito de sus corazones, de que pudieran cortarles la conexión con el Poder. Y ahora se había descubierto un modo de Curar lo que no podía curarse. Por un hombre. Habría lágrimas y recriminaciones antes de que este asunto hubiese acabado. En cualquier caso, si bien todas las hermanas que se enteraran lo considerarían un descubrimiento excepcional, un acontecimiento extraordinario —en más de un sentido; ¡un hombre!— no sería más que una tormenta en un vaso de agua comparado con Rand al’Thor.

—Y supongo que se ha ofrecido a que la castiguen como a las otras, ¿no es así? —inquirió Cadsuane.

—No hará falta —respondió, absorta, Verin. Miraba ceñuda la mancha de tinta que tenía en un dedo, pero parecía estar estudiando algo que hubiese más allá—. Por lo visto las Sabias han decidido que Rand castigó suficientemente a Irgain y a las otras dos cuando les… hizo lo que hizo. Al mismo tiempo que trataban a las otras como animales inútiles, se han esforzado por mantener vivas a esas tres. Oí comentar algo sobre encontrar un esposo para Ronaille.

—Irgain sabe todo sobre los juramentos que las otras prestaron. —La voz de Corele denotaba asombro—. Empezó a llorar por la pérdida de sus Guardianes casi tan pronto como Damer acabó de Curarla, pero también está dispuesta a jurar. La cosa es que Damer quiere intentarlo también con Sashalle y Ronaille. —Sorprendentemente, adoptó una postura erguida, casi desafiante. Siempre había sido arrogante como cualquier otra Amarilla, pero siempre había sabido cuál era su sitio con Cadsuane—. No veo razón para dejar que una hermana siga en esas condiciones si hay un modo de remediarlo, Cadsuane. Quiero que Damer lo intente con ellas.

—Naturalmente, Corele.

Al parecer parte de la insistencia de Damer se le estaba contagiando. Cadsuane estaba dispuesta a pasar eso por alto, siempre y cuando no llegase demasiado lejos. Había empezado a reunir hermanas en las que confiaba, las que estaban aquí con ella y otras, desde el día en que tuvo la primera noticia de los extraños acontecimientos ocurrido en Shienar —sus informadores habían tenido vigiladas a Siuan Sanche y a Moraine Damodred durante años sin descubrir nada útil hasta entonces—, pero que confiase en ellas no significaba que tuviese intención de permitirles hacer lo que les pareciera. Había demasiado en juego. En cualquier caso, tampoco pensaba dejar así a una hermana.

La puerta se abrió violentamente y Jahar entró corriendo, haciendo tintinear las campanillas de plata entretejidas en las puntas de las oscuras trenzas. Las cabezas se volvieron hacia el joven vestido con la excelente chaqueta azul que Merise había elegido para él —incluso Sorilea y Sarene lo observaron fijamente— pero las palabras que salieron precipitadamente de la boca del joven borraron de golpe la idea de lo atractivo que era su rostro moreno.

—Alanna está inconsciente, Cadsuane. Se ha desplomado en el pasillo. Merise la ha llevado al dormitorio y me ha enviado a buscaros.

Imponiéndose sobre las exclamaciones conmocionadas, Cadsuane reunió a Corele y a Sorilea —a la que no se podía dejar aparte de esto— y ordenó a Jahar que las condujese allí. Verin también se unió al grupo, y Cadsuane no se lo impidió. La Marrón tenía instinto para reparar en lo que a otros les pasaba inadvertido.

Los criados de uniforme negro no tenían idea de quién o qué era Jahar, pero se apartaban prestamente del camino de Cadsuane, que caminaba a paso vivo detrás de él. Le habría dicho al joven que se moviese más deprisa, pero de haber apretado el paso habrían tenido que correr. Apenas habían recorrido un trecho cuando un hombre bajo, con la parte delantera de la cabeza afeitada, y vestido con una chaqueta oscura adornada de franjas horizontales de color a todo lo largo de la pechera de la prenda, le salió al paso e hizo una reverencia. Cadsuane tuvo que pararse.

—Que la gracia os sea propicia, Cadsuane Sedai —saludó con voz suave—. Disculpadme si os molesto cuando lleváis tanta prisa, pero pensé que debería informaros de que lady Caraline y el Gran Señor Darlin ya no se encuentran en el palacio de lady Arilyn. Van a bordo de un barco fluvial, con destino a Tear. Esta vez, fuera de vuestro alcance, me temo.

—Quizás os sorprendería descubrir lo que está a mi alcance, lord Dobraine —repuso en tono frío. Debería haber dejado al menos a una hermana en el palacio de Arilyn, pero había tenido la certeza de que la pareja estaba a buen recaudo—. ¿Creéis que fue sensato eso? —No le cabía duda de que había sido obra del hombre, aunque dudaba que tuviese el coraje de admitirlo. No era de extrañar que no la hubiese presionado respecto a ellos.

Su tono no impresionó al cairhienino. Y la sorprendió con su respuesta.

—El Gran Señor Darlin va a ser el administrador del lord Dragón en Tear, y parecía sensato enviar a lady Caraline fuera del país. Se ha retractado de su rebelión y de sus aspiraciones al Trono del Sol, pero otros aún podrían intentar utilizarla. Quizá, Cadsuane Sedai, no fue muy prudente dejarlos a cargo de sirvientes. La Luz sabe que no debéis culparlos por ello. Podían retener a dos… invitados, pero no resistirse a mis mesnaderos.

Jahar casi brincaba por la impaciencia en reanudar la marcha; Merise tenía mano firme. También Cadsuane estaba ansiosa por llegar junto a Alanna.

—Espero que sigáis opinando igual dentro de un año —dijo, a lo que Dobraine se limitó a responder con una reverencia.

El dormitorio al que habían llevado a Alanna, el más próximo que se encontró disponible, no era una pieza grande, además de que los oscuros paneles de madera que tanto gustaban a los cairhieninos lo hacían parecer aún más pequeño. Dio la impresión de hallarse abarrotado una vez que todos hubieron entrado. Merise chasqueó los dedos y señaló; Jahar se retiró a una esquina, pero eso no solucionó gran cosa el problema.

Alanna yacía en la cama, cerrados los ojos; su Guardián, Ihvon, arrodillado junto al lecho, le frotaba las muñecas.

—Parece temerosa de despertar —dijo el esbelto y alto hombre—. No le pasa nada que yo pueda notar, pero parece asustada.

Corele lo apartó a un lado para tomar el rostro de Alanna entre sus manos. El brillo del saidar rodeó a la Amarilla, y el tejido de Curación se introdujo en Alanna, pero la delgada Verde ni siquiera rebulló. Corele se retiró mientras sacudía la cabeza.

—Mi habilidad con la Curación quizá no sea tanta como la tuya, Corele —manifestó secamente Merise—, pero lo intenté. —Su acento tarabonés seguía siendo fuerte después de todos esos años, pero la mujer llevaba el oscuro cabello echado hacia atrás, en un sobrio peinado que destacaba la seriedad de su rostro. Cadsuane confiaba en ella más quizá que en cualquiera de las otras—. ¿Qué hacemos ahora, Cadsuane?

Sorilea contemplaba a la mujer tendida en la cama sin que en su cara se reflejase más expresión que una leve presión en los labios. Cadsuane se preguntó si no estaría revaluando su alianza. También Verin miraba a Alanna, y la Marrón parecía absolutamente aterrada. Cadsuane no había imaginado que nada pudiese asustar hasta ese punto a Verin; pero ella misma sentía un escalofrío de terror. Si la Verde perdía su conexión con el chico ahora…

—Ahora nos sentamos y esperamos a que se despierte —repuso con voz sosegada. No podía hacerse nada más. Nada.

—¿Dónde está? —gruñó Demandred, apretando los puños a la espalda.

Plantado con los pies bien separados, era consciente de que dominaba la estancia. Siempre lo hacía. Aun así, deseó que Semirhage y Mesaana estuviesen presentes. Su alianza era endeble —un simple acuerdo de que no se atacarían entre ellos hasta que los otros hubiesen sido eliminados— y, sin embargo, había resistido hasta el momento. Trabajando en equipo, habían desestabilizado a un oponente tras otro, haciendo que se inclinasen hacia su muerte o cosas peores. Pero a Semirhage le resultaba difícil acudir a estas reuniones, y Mesaana se había mostrado huidiza últimamente. Si estaba planteándose poner fin a la alianza…

—al’Thor ha sido visto en cinco ciudades, incluido ese maldito lugar del Yermo, y en una docena de poblaciones desde que esos ciegos estúpidos, ¡esos idiotas!, fallaron en Cairhien. ¡Y eso sólo abarca los informes que tenemos! Sólo el Gran Señor sabe qué otra noticia viene a paso de tortuga hacia nosotros, a caballo o en oveja o lo que quiera que esos salvajes puedan encontrar para transportar un mensaje.

Graendal había elegido el entorno ya que había sido la primera en llegar, y eso lo irritaba. Paredes visuales hacían que el suelo de madera desnuda pareciese estar rodeado por un bosque rebosante de plantas trepadoras y floridas, y de pájaros de plumaje aún más colorido revoloteando. El aire estaba impregnado de fragancias dulces y lleno de suaves gorjeos. Sólo el arco de la puerta echaba a perder la ilusión. ¿Por qué deseaba un recordatorio de lo que estaba perdido? Era tan imposible que crearan lanzas de descarga o volaplanos como una pared visual fuera de este sitio, cercano a Shayol Ghul. En cualquier caso, Graendal despreciaba cualquier cosa relacionada con la naturaleza, que él recordara.

Osan’gar frunció el ceño al oír lo de «idiotas» y «ciegos estúpidos» y con razón, pero enseguida relajó aquel rostro poco agraciado y arrugado, tan distinto del otro con el que había nacido. Tuviese el nombre que tuviese, siempre había sabido a quién podía desafiar y a quién no.

—Cuestión de suerte —comentó sosegadamente, aunque empezó a frotarse las manos como si se las secara. Un viejo hábito. Iba vestido como un dirigente de su Era, con una chaqueta tan cargada de bordados de oro que el color rojo del tejido casi desaparecía debajo, y botas bordeadas de borlas doradas. En el cuello y los puños llevaba suficiente encaje blanco para vestir a un niño. Ese hombre nunca había conocido lo que significaba exceso. De no haber sido por sus habilidades particulares jamás habría sido escogido como Elegido. Al caer en la cuenta de lo que hacían sus manos, Osan’gar asió bruscamente el alto vaso de vino hecho de cuendillar de la mesa redonda que había a su lado y aspiró profundamente el aroma del oscuro caldo—. Cuestión de probabilidades —murmuró, intentando parecer despreocupado—. La próxima vez, acabará muerto o apresado. El azar no puede protegerlo siempre.

—¿Vas a depender del azar? —Aran’gar estaba tendida en un largo sillón flotante como si fuera un diván. Dirigió una mirada humeante a Osan’gar y arqueó una pierna sobre los dedos desnudos del pie de manera que la raja de la falda de color rojo intenso la dejó al aire hasta la cadera. Cada inhalación amenazaba con hacer estallar el corpiño de satén rojo que ceñía sus amplios senos. Todos sus gestos y ademanes habían cambiado desde que se había convertido en una mujer, pero no la esencia, el núcleo que había sido puesto en aquel cuerpo femenino. Demandred no era de los que despreciaban los placeres carnales, pero algún día esas ansias de la mujer serían su muerte. Como lo habían sido ya una vez—. Eras responsable de vigilarlo, Osan’gar —continuó, con una voz que acariciaba cada sílaba—. Tú y Demandred. —Osan’gar se encogió, y ella soltó una risa ronca—. La persona que tengo a mi cargo está… —Apretó el pulgar sobre el borde de la silla como si aplastase algo y luego volvió a reír.

—Habría dicho que estarías más preocupada, Aran’gar —murmuró Graendal por encima de la copa de vino. Ocultaba su irritación tan poco como el casi transparente velo plateado de su vestido ocultaba sus turgentes curvas—. Tú y Osan’gar y Demandred. Y Moridin, esté donde esté. Quizá deberíais temer el éxito de al’Thor tanto como su fracaso.

Riendo, Aran’gar atrapó entre las suyas la mano de la mujer que estaba de pie. Sus ojos verdes chispearon.

—¿Y quizá tú podrías explicar mejor lo que quieres decir si estuviésemos solas?

El vestido de Graendal cambió a un color negro, como si el velo fuese humo encubridor. Se soltó la mano de un tirón al tiempo que pronunciaba un juramento grosero, y se alejó del sillón. Aran’gar… soltó una risita.

—¿Qué quieres decir? —inquirió secamente Osan’gar mientras se incorporaba con esfuerzo de la silla. Una vez de pie, adoptó una pose de conferenciante, agarrando las solapas de la chaqueta, y su tono se tornó pedante—. En primer lugar, mi querida Graendal, dudo que ni siquiera yo fuese capaz de desarrollar un método para liberar el saidin de la sombra del Gran Señor. Al’Thor es un primitivo. Cualquier cosa que intente resultará inevitablemente insuficiente, y yo, al menos, no puedo creer que sepa siquiera por dónde empezar. En cualquier caso, impediremos su intento porque el Gran Señor lo ordena. Puedo comprender el miedo a incurrir en el desagrado del Gran Señor si de algún modo fracasamos, por improbable que sea tal cosa, pero ¿por qué cualquiera de los que has nombrado de nosotros habría de tener un especial temor?

—Ciego como siempre, y árido como siempre —murmuró Graendal.

Al recobrar la compostura, su vestido era de nuevo una neblina ligera, aunque ahora roja. Quizá no estaba tan tranquila como quería dar a entender. O quizá quería que creyeran que controlaba cierta agitación. A excepción del velo, sus adornos procedían todos de la era actual: las gotas de fuego en el cabello dorado, un gran rubí que reposaba entre sus senos, y brazaletes de oro ornamentados en ambas muñecas. Y algo muy extraño —Demandred se preguntó si los otros habrían reparado en ello—: un sencillo aro de oro en el dedo meñique de la mano izquierda. Sencillo no era un término asociado nunca con Graendal.

—Si el joven quita de algún modo la sombra —continuó Graendal—, en fin… Que los que encauzáis saidin ya no necesitaréis la protección especial del Gran Señor. ¿Confiará entonces en vuestra… lealtad? —Sonrió y dio un sorbo de vino.

Osan’gar no sonrió. Su semblante palideció y se frotó la boca con la mano. Aran’gar se sentó al borde del sillón, sin intentar ya parecer voluptuosa. Las manos se le crisparon como garras sobre el regazo, y lanzó una mirada fulminante a Graendal como si en cualquier momento fuera a echársele encima.

Demandred aflojó los puños. Finalmente había salido a la luz. Había esperado que al’Thor pereciera —o, si eso no resultaba, que fuera capturado antes de que esa sospecha surgiera en su mente—. Durante la Guerra del Poder, más de una docena de Elegidos había muerto por incurrir en la desconfianza del Gran Señor.

—El Gran Señor está seguro de que todos sois leales —anunció Moridin, que entró como si fuese el Gran Señor de la Oscuridad en persona. Muy a menudo había parecido que él creía serlo, y el rostro de muchacho que ahora exhibía no había cambiado eso. Pese a sus palabras, su gesto era sombrío, y el negro sin paliativos de su vestimenta hacía apropiado su nombre, Muerte—. No tenéis que preocuparos hasta que deje de estar seguro.

La chica, Cyndane, trotaba a sus talones como una pechugona perrilla faldera de pelo plateado, con atuendo rojo y negro. Por algún motivo, Moridin llevaba una rata encaramada en el hombro; el pálido hocico del animal venteaba el aire y los negros ojos escudriñaban la estancia con cautela. O quizá no hubiese motivo. Que tuviese un semblante juvenil tampoco significaba que estuviese más cuerdo.

—¿Por qué nos has convocado aquí? —inquirió Demandred—. Tengo muchas cosas que hacer y no me sobra tiempo para perderlo en charlas triviales. —Inconscientemente trató de erguirse en toda su estatura para igualar al otro hombre.

—¿Vuelve a faltar Mesaana? —comentó Moridin en lugar de contestar. Lástima. Debería oír lo que tengo que decir. —Cogió a la rata por la cola y observó el inútil pataleo del animal. Nada salvo la rata parecía existir para él—. Asuntos pequeños, en apariencia sin importancia, pueden convertirse en algo trascendente —murmuró—. Esta rata, por ejemplo. O si Isam tiene éxito en encontrar y matar a esa otra alimaña, Fain. O una palabra susurrada en el oído equivocado o no dicha en el oído adecuado. Una mariposa agita las alas sobre una rama, y al otro lado del mundo se desploma una montaña. —De repente la rata se retorció e intentó hundirle los dientes en la muñeca. Con indiferencia, lanzó al animal por el aire; hubo una repentina llamarada, algo más abrasador que el fuego, y la rata despareció. Moridin sonrió.

Demandred se encogió a despecho de sí mismo. Aquello había sido Poder Verdadero; no había percibido nada. Una mota negra pasó deslizándose por los azules ojos de Moridin, y después otra, y otra, en un flujo constante. El hombre debía de haber estado utilizando exclusivamente el Poder Verdadero desde que lo había visto por última vez, para acumular tantos saa tan rápidamente. Él mismo nunca había tocado el Poder Verdadero salvo por necesidad. Por extrema necesidad. Por supuesto, sólo Moridin tenía ese privilegio ahora, desde su… ungimiento. El hombre estaba realmente loco por utilizarlo sin restricciones. Era una droga más adictiva que el saidin, más mortífera que el veneno.

Moridin cruzó el suelo desnudo y puso una mano sobre el hombro de Osan’gar; los saa hacían más ominosa su sonrisa. El hombre más bajo tragó saliva y respondió con una sonrisa titubeante.

—Es bueno que nunca hayáis considerado la idea de cómo quitar la sombra del Gran Señor —manifestó quedamente Moridin. ¿Cuánto tiempo había estado fuera? La sonrisa de Osan’gar se tornó enfermiza—. Al’Thor no es tan listo como vosotros. Cuéntales, Cyndane.

La menuda mujer se irguió. Por su rostro y su figura era como una suculenta ciruela madura, en su punto para arrancar del árbol, pero sus grandes ojos azules eran glaciales. Un durazno, quizá. Los duraznos eran venenosos en ese momento.

—Recordáis los Choedan Kal, supongo. —Por más que se esforzase, aquella voz grave y jadeante sólo podía sonar sensual, pero se las ingenió para inyectarle sarcasmo—. Lews Therin tiene dos de las llaves de acceso, una para cada uno. Y conoce a una mujer suficientemente fuerte para utilizar la parte femenina de la pareja. Se propone utilizar los Choedan Kal para llevar a cabo su plan.

Casi todos empezaron a hablar a la vez.

—¡Creía que todas las llaves se habían destruido! —exclamo Aran’gar al tiempo que se incorporaba bruscamente. El miedo le desorbitaba los ojos. ¡Podría hacer añicos el mundo sólo por tratar de utilizar los Choedan Kal!

—¡Si hubieses leído algo más aparte de un libro de historia, sabrías que es casi imposible destruirlas! —bramó Osan’gar, pero mientras hablaba se daba tirones del cuello de la chaqueta, como si le apretara demasiado, y sus ojos parecían a punto de salirse de las órbitas—. ¿Cómo puede saber esta chica que él las tiene? ¿Cómo?

El vaso de vino de Graendal había caído de su mano en el momento en que las palabras de Cyndane salieron de su boca, y el recipiente rebotó una y otra vez por el suelo. El vestido se tornó carmesí como sangre fresca, y la mujer torció el gesto como si estuviese a punto de vomitar.

—¡Y tú te limitabas a esperar simplemente a topar con él! —le gritó a Demandred—. ¡A esperar que alguien tropezase con él por casualidad! ¡Necio! ¡Estúpido!

Demandred pensó que la reacción de Graendal había sido un poquito exagerada incluso tratándose de ella. Habría apostado a que la noticia no la había cogido por sorpresa. Parecía a la expectativa. Demandred no dijo nada.

Poniéndose la mano sobre el corazón —como un amante, nada menos—, Moridin alzó la barbilla de Cyndane con las puntas de los dedos. El resentimiento brillaba en los ojos de ella, pero su rostro podría haber pasado por el inalterable de una muñeca. A decir verdad aceptó sus atenciones como una acomodadiza muñeca.

—Cyndane sabe muchas cosas —musitó Moridin—, y me cuenta todo lo que sabe. Todo. —La expresión de la menuda mujer no cambió, pero tembló visiblemente.

Representaba un enigma para Demandred. Al principio había creído que era Lanfear reencarnada. Los cuerpos para la transmigración se elegían supuestamente entre los que había disponibles, si bien Osan’gar y Aran’gar eran la prueba del cruel sentido del humor del Gran Señor. Había estado seguro de ello, hasta que Mesaana le dijo que la chica era más débil en el Poder que Lanfear. Mesaana y los demás creían que era una persona de la Era actual. Sin embargo, se refería a al’Thor como Lews Therin, igual que había hecho Lanfear, y hablaba de los Choedan Kal como alguien familiarizado con el terror que habían inspirado durante la Guerra del Poder. Sólo el fuego compacto había inspirado más miedo, y sólo un poco. ¿O acaso Moridin la había instruido para sus propios propósitos? Si es que tenía algún propósito real. Había habido ocasiones en que los actos de ese hombre fueron meras locuras.

—De modo que, después de todo, hay que acabar con él —dijo Demandred. Ocultar su satisfacción no le resultó fácil. Ya fuera Rand al’Thor o Lews Therin Telamon, se sentiría mucho más tranquilo cuando el tipo hubiese muerto—. Antes de que pueda destruir el mundo, y a nosotros. Lo cual hace que encontrarlo sea aún más urgente.

—¿Matarlo? —Moridin movió las manos como si sopesase algo—. Si llega el caso, sí —dijo finalmente—. Pero encontrarlo no representa ningún problema. Cuando toque los Choedan Kal, sabréis dónde se encuentra. E iréis allí y lo reduciréis. O lo mataréis, si es preciso. El Nae’blis ha hablado.

—Como ordene el Nae’blis —repuso ansiosamente Cyndane al tiempo que inclinaba la cabeza, y su respuesta se repitió por toda la estancia, aunque la de Aran’gar sonó hosca, la de Osan’gar desesperada y la de Graendal extrañamente pensativa.

Doblar el cuello le dolió a Demandred tanto como pronunciar aquellas palabras. De modo que «ellos» reducirían a al’Thor mientras éste intentaba utilizar los Choedan Kal, nada menos —¡él y una mujer absorbiendo suficiente Poder Único para consumir continentes enteros!—, pero nada de lo dicho indicaba que Moridin fuera a estar con ellos. Ni sus dos animalitos de compañía, Moghedien y Cyndane. Era el Nae’blis de momento, pero quizá las cosas podrían arreglarse para que no consiguiese otro cuerpo la próxima vez que muriera. A lo mejor podía arreglarse eso muy pronto.

14

Lo que un velo oculta

La Victoria de Kidron cabeceaba en las grandes olas, haciendo que las lámparas doradas del camarote de popa se mecieran en sus balancines, pero Tuon permanecía sentada tranquilamente mientras la navaja de afeitar se deslizaba sobre su cuero cabelludo en la firme mano de Selucia. A través de las altas ventanas de popa veía otros grandes barcos embistiendo contra las olas grisverdosas y levantando espuma, cientos de ellos, hilera tras hilera, extendiéndose hasta el horizonte. Un número cuatro veces superior se había quedado en Tanchico. Los Rhyagelle, Los Que Retornan al Hogar. El Corenne, el Retorno, había comenzado.

Un albatros volando alto parecía seguir al Kidron, un augurio de victoria, indiscutiblemente, bien que el ave tenía las alas negras en lugar de blancas. Tenía que significar lo mismo. Los augurios no cambiaban dependiendo de los sitios. El ulular de un búho al amanecer significaba una muerte, y una lluvia sin nubes una visita inesperada, ya fuera en Imfaral o en Noren M’Shar.

El ritual matinal con la navaja de afeitar de su camarera era relajante, y esa mañana necesitaba relajarse. La noche anterior había dado una orden llevada por la ira. No debía impartirse ninguna orden estando furiosa. Casi se sentía sei’mosiev, como si hubiese perdido honor. Su equilibrio se había alterado, y eso era tan mala señal para el Retorno como una pérdida de sei’taer, los sobrevolase o no un albatros.

Selucia limpió el resto de la espuma con un paño húmedo y después utilizó otro seco; por último, empolvó ligeramente el suave cuero cabelludo con una brocha. Cuando la camarera se apartó, Tuon se puso de pie y dejó que la bata de seda azul, complejamente bordada, se deslizara hasta la alfombra, de diseño dorado y azul. Al instante, el frío aire hizo que su oscura piel desnuda se pusiera de gallina. Cuatro de sus diez doncellas se levantaron grácilmente de donde habían permanecido arrodilladas contra las paredes, bonitas y esbeltas con sus traslúcidas ropas blancas. Todas habían sido adquiridas por su aspecto tanto como por sus habilidades, y eran muy diestras. Se habían acostumbrado a los movimientos del barco durante el largo viaje desde Seanchan, y se apresuraron a coger los ropajes que ya estaban dispuestos sobre baúles tallados, para llevárselos a Selucia. Ésta nunca permitía a las da’covale que la vistieran, ni siquiera las medias ni los escarpines.

Cuando metió por la cabeza de Tuon un vestido plisado, del color de marfil viejo, la mujer más joven no pudo evitar comparar las imágenes de las dos que se reflejaban en el alto espejo adosado a la pared interior. Selucia, de piel cremosa, cabello rubio y fríos ojos azules, poseía una majestuosa belleza. Cualquiera la habría tomado por alguien de la Sangre, y de alto rango, más que por so’jhin, si no hubiese tenido afeitado el lado izquierdo de la cabeza. Opinión que habría conmocionado en lo más hondo a la mujer de haberla expresado en voz alta. La mera idea de que alguien sobrepasara el límite de su propia posición espantaba a Selucia. Tuon sabía muy bien que ella misma jamás tendría aquel porte imponente. Sus ojos eran demasiado grandes, de color marrón. Cuando olvidaba adoptar la máscara severa, su cara triangular recordaba la de una chiquilla traviesa. Su coronilla apenas llegaba a la altura de los ojos de Selucia, y eso que su camarera no era una mujer alta. Tuon podía cabalgar con los mejores, sobresalía en la lucha y en el uso de armas, pero siempre tenía que ejercitar la mente para ofrecer un aspecto imponente. Había ejercitado aquello con tanto empeño como había hecho con todos los otros talentos en conjunto. Al menos el ancho cinturón de oro tejido ponía de relieve su talle lo bastante para que no la tomaran por un chico con vestido. Los hombres miraban cuando Selucia pasaba a su lado, y Tuon había oído algunos comentarios susurrados sobre sus generosos senos. Quizás eso no tenía nada que ver con un aspecto imponente, pero habría sido agradable tener algo más de pecho.

—La Luz me ampare —murmuró Selucia, que parecía divertida, mientras las da’covale regresaban presurosas a arrodillarse de nuevo junto a las paredes—. Habéis hecho eso todas las mañanas desde el primer día que os afeité la cabeza. ¿Aún pensáis después de tres años que voy a dejaros algún rastro de pelo?

Tuon cayó en la cuenta de que se había pasado la mano por el cráneo afeitado. Buscando algún pelo, admitió de mala gana para sus adentros.

—Si lo hubieses dejado —contestó con fingida severidad—, haría que te azotaran. En compensación por todas las veces que has utilizado la navaja de afeitar conmigo.

Selucia abrochó al cuello de Tuon una sarta de rubíes mientras reía.

—Si me hacéis pagar compensación por todas, nunca podré volver a sentarme.

Tuon sonrió. La madre de Selucia se la había entregado como regalo de nacimiento para que fuese su niñera y, lo más importante, su sombra, una escolta personal desconocida para todos. Los primeros veinticinco años de vida de Selucia habían estado centrados en su entrenamiento para realizar tales funciones, entrenamiento que había sido secreto en cuanto a la segunda tarea. En el decimosexto cumpleaños de Tuon, cuando su cabeza se afeitó por primera vez, había hecho los regalos tradicionales de su casa a Selucia: una pequeña propiedad por los cuidados demostrados; un perdón por las reprimendas que le había dado; una bolsa con cien tronos de oro por cada vez que había tenido que castigar a la niña que había tenido a su cargo. La Sangre reunida para asistir a su presentación como adulta se había quedado impresionada por tantas bolsas de monedas, más de las que muchos de ellos podían presumir de tener. Había sido… rebelde de pequeña, por no mencionar su testarudez. Y el último regalo tradicional: la oferta para que Selucia escogiera dónde ser designada a continuación. Tuon no habría sabido decir si había sido mayor su estupefacción o la de la multitud asistente cuando la majestuosa mujer dio la espalda al poder y la autoridad y en cambio pidió ser la camarera de Tuon, su primera doncella. Y todavía su sombra, por supuesto, aunque eso no se hizo público. A ella le había encantado que lo pidiera.

—Quizás en pequeñas dosis, prolongadas durante dieciséis años dijo. Al verse reflejada en el espejo, mantuvo la sonrisa el tiempo suficiente para dejar claro que en sus palabras no había mala intención, y después volvió a adoptar la máscara de seriedad. Ciertamente sentía más afecto por la mujer que la había criado que por la madre a la que sólo había visto dos veces al año antes de hacerse adulta, o a los hermanos y hermanas contra los que le habían enseñado a luchar por el favor de su madre desde que dio los primeros pasos. Dos de ellos habían muerto ya en esas luchas, y tres habían fracasado en su intento de matarla. Una hermana y un hermano habían sido hechos da’covale y sus nombres se habían borrado de los archivos con tanto rigor como si se hubiese descubierto que podían encauzar. Incluso ahora su posición distaba mucho de ser segura. Un mínimo error podía llevarla a la muerte o, peor, a ser despojada de todo y vendida en subasta pública. ¡Por la Luz bendita, cuando sonreía todavía parecía tener dieciséis años! ¡En el mejor de los casos!

Riendo bajito, Selucia se volvió para coger la cofia ceñida de encaje dorado que descansaba en su pie lacado en rojo, sobre el tocador. El diminuto tocado dejaría al aire la mayor parte de su cráneo afeitado, señalándola con el emblema del Cuervo y las Rosas. No sería sei’mosiev, pero por el bien del Corenne tenía que recobrar el equilibro. Podía pedirle a Anath, su Soe’feia, que le impusiera un castigo, pero hacía menos de dos años de la muerte inesperada de Neferi, y aún no se sentía cómoda del todo con su sustituta. Algo le decía que debía hacer esto ella misma. Quizás había visto un augurio que no había reconocido como tal conscientemente. No era probable ver hormigas en un barco, pero sí varias clases de escarabajos.

—No, Selucia —pidió sin alzar la voz—. Un velo.

Los labios de Selucia se apretaron en un gesto de desaprobación, pero volvió a colocar la cofia en su pie sin decir palabra. En privado, como en esos momentos, tenía permiso para hablar con libertad, bien que aun así sabía lo que podía decir y lo que no. Tuon sólo había tenido que castigarla en dos ocasiones, y, tan cierto como la Luz, ella lo había sentido tanto como Selucia. Sin decir nada, su camarera sacó un velo largo y finísimo que echó sobre la cabeza de Tuon y luego lo aseguró con una fina banda de oro trenzado y enjoyado con rubíes. Aún más traslúcido que los vestidos de las da’covale, el velo no ocultaba en absoluto su cara, pero sí ocultaba lo que era más importante.

Echando sobre los hombros de Tuon una larga capa azul, con bordados dorados, Selucia se apartó unos pasos e hizo una profunda reverencia, de manera que la punta de su larga trenza rubia rozó la alfombra. Las da’covale arrodilladas se inclinaron hasta tocar el suelo con el rostro. La intimidad estaba a punto de terminar. Tuon salió sola del camarote.

En el segundo camarote la aguardaban seis de sus sul’dam, tres a cada lado, con las mujeres a su cargo arrodilladas delante de ellas sobre las anchas y pulidas planchas de la cubierta. Las sul’dam se pusieron de pie cuando la vieron, orgullosas como los rayos plateados en las bandas rojas de sus faldas. Las damane vestidas de gris se irguieron, rebosantes de su propio orgullo. A excepción de la pobre Lidya, que siguió encogida de rodillas e intentó aplastar el rostro manchado de lágrimas contra el suelo. Ianelle, que sostenía la correa de la damane pelirroja, la miró ceñuda.

Tuon suspiró. Lidya había sido la responsable de que se encolerizara la noche anterior. No, había sido la causa, pero la propia Tuon era responsable de sus emociones. Había ordenado a la damane leerle la fortuna, sin embargo, no debería haber ordenado que le diesen palmetazos por no gustarle lo que oyó.

Se agachó, sujetando la barbilla de Lidya con la mano, de manera que las largas uñas lacadas en rojo rozaban la mejilla pecosa de la damane, y la hizo incorporarse hasta que quedó sentada sobre los talones. Lo cual provocó un gesto de dolor y más lágrimas, que Tuon limpió cuidadosamente con los dedos al tiempo que hacía que la damane se incorporara sobre las rodillas.

—Lidya es una buena damane, Ianelle —dijo—. Ponle en los verdugones tintura de sorfa y dale corazón de león para el dolor hasta que la inflamación haya bajado. Y, hasta ese momento, que se le dé crema dulce con cada comida.

—Como ordene la Augusta Señora —repuso formalmente Ianelle, pero esbozó una sonrisa. Todas las sul’dam apreciaban a Lidya, y no le había gustado castigar a la damane—. Si se pone gorda, la sacaré a correr, Augusta Señora.

Lidya giró la cabeza para besar la palma de la mano de Tuon.

—La señora de Lidya es amable —murmuró—. Lidya no se pondrá gorda.

Tuon avanzó a lo largo de las dos filas de mujeres y dirigió unas palabras a cada sul’dam así como palmeó la cabeza de las damane. Las seis que había llevado consigo eran las mejores, y le sonreían con un afecto igual al que sentía por ellas. Habían competido ansiosamente para ser elegidas. Las rellenitas y rubias Dali y Dani, hermanas que apenas habían necesitado la dirección de una sul’dam. Charral, con el cabello tan gris como sus ojos, pero aún la más ágil con el hilado. Sera, con cintas rojas en el rizadísimo cabello negro, la más fuerte, y orgullosa como una sul’dam. La menuda Mylen, más baja incluso que la propia Tuon. Mylen era de la que más orgullosa se sentía Tuon.

A muchos les pareció chocante cuando Tuon hizo las pruebas para sul’dam al alcanzar la mayoría de edad, aunque nadie podía llevarle la contraria. Excepto su madre, que lo había permitido al guardar silencio. En realidad, convertirse en sul’dam era inconcebible, por supuesto, pero disfrutaba tanto entrenando damane como entrenando caballos, y era igualmente buena en lo uno como en lo otro. Mylen era prueba de ello. La pálida y menuda damane estaba medio muerta por el miedo y la conmoción, y se negaba a comer o a beber, cuando Tuon la había comprado en los muelles de Shon Kifar. Todas las der’sul’dam habían dado por perdido su caso, afirmando que no viviría mucho tiempo, pero ahora Mylen le sonrió a Tuon y se inclinó hacia adelante para besarle la mano antes incluso de que la joven hiciera ademán de acariciarle el oscuro cabello. Antes huesos y piel, empezaba a estar un tanto gordita ahora. En lugar de reprenderla, Catrona, que manejaba su cadena, esbozó una sonrisa que dibujó arrugas en su rostro habitualmente severo y murmuró que Mylen era una damane perfecta. Era verdad, y nadie habría creído ahora que en otro tiempo se llamaba a sí misma Aes Sedai.

Antes de marcharse, Tuon impartió algunas órdenes concernientes a la dieta y el ejercicio de las damane. Las sul’dam sabían lo que tenían que hacer, igual que las otras doce del séquito de Tuon, o en caso contrario no se encontrarían a su servicio, pero ella era de la opinión de que no se debería permitir a nadie poseer damane a menos que siguiera con mucho interés todo lo relacionado con ellas. Tuon conocía todas las peculiaridades de las suyas tan bien como conocía su propia cara.

En el siguiente camarote, los Guardias de la Muerte, alineados junto a las paredes, con sus armaduras lacadas en rojo sangre y un verde oscuro casi negro, se pusieron firmes al entrar ella. Es decir, se pusieron firmes si es que unas estatuas podían hacerlo. Hombres de rostros duros, ellos y otros quinientos más que tenían a su cargo la seguridad de Tuon. Cualquiera de ellos daría la vida para protegerla. Y todos morirían si moría ella. Del primero al último se habían ofrecido voluntarios, pidiendo pertenecer a su guardia. Al reparar en el velo, el capitán Musenge ordenó sólo a dos que la acompañaran a cubierta, donde dos docenas de Ogier Jardineros, uniformados en rojo y verde, formaban en dos filas a ambos lados de la puerta, con las grandes hachas adornadas con borlones negros sujetas en alto frente a ellos y los sombríos ojos vigilando incluso allí por si surgía algún peligro. Ellos no morirían si perecía ella, pero también habían pedido formar parte de su guardia, y Tuon confiaría su vida en las enormes manos de cualquiera de ellos sin el menor reparo.

En los tres altos mástiles del Kidron, las velas aparecían hinchadas por el frío viento que empujaba la nave hacia la tierra firme que había al frente, una oscura costa lo bastante próxima ya para distinguir colinas y cabos. Hombres y mujeres abarrotaban la cubierta; todos los pertenecientes a la Sangre que se encontraban allí, vestidos con sus mejores sedas, pasaban por alto el viento que sacudía sus capas y hacían caso omiso de los descalzos tripulantes que corrían entre ellos de un lado para otro; esa actitud resultaba demasiado ostentosa en algunos de los nobles, como si pudiesen dirigir el barco mientras se arrodillaban o hacían reverencias cada dos pasos. Preparados para realizar una postración, los miembros de la Sangre hicieron en cambio ligeras reverencias, calcos unas de otras, cuando la vieron con el velo. Yuril, el hombre de afilada nariz al que todos tenían por su secretario, hincó rodilla en tierra. Era su secretario, desde luego, pero también su Mano, al mando de sus Buscadores. La mujer llamada Macura se postró para besar el suelo antes de que unas breves y quedas palabras de Yuril la hicieran volverse a poner de pie, arreboladas las mejillas y alisándose la roja falda plisada. Tuon había dudado en tomarla a su servicio, en Tanchico, pero la mujer había suplicado como una da’covale. Por alguna razón, profesaba un odio intenso y arraigado a las Aes Sedai, y, a despecho de las recompensas recibidas ya por información extremadamente valiosa, esperaba hacerles más daño.

Respondiendo a la Sangre con otra inclinación de cabeza, Tuon subió al alcázar, seguida de los Guardias de la Muerte. Tuvo que sujetar con fuerza la capa debido al viento, que le aplastó el velo contra la cara un momento y al siguiente lo levantó sobre su cabeza. No importaba; bastaba con que lo llevase puesto. Su emblema personal, dos leones dorados enganchados a un antiguo carro de guerra, ondeaba en la popa por encima de los seis timoneles que bregaban para controlar la larga caña del timón. Debían de haber arriado y guardado la bandera de los Cuervos y las Rosas tan pronto como el primer miembro de la tripulación la vio con el velo e hizo correr la voz. La capitana del Kidron, una mujer ancha, curtida, de cabello blanco y ojos de un increíble color verde, inclinó la cabeza en cuanto el pie de Tuon pisó el alcázar, e inmediatamente después puso de nuevo su atención en el barco.

Anath se encontraba junto a la batayola, vestida con seda totalmente negra, aparentemente imperturbable al gélido viento a pesar de no llevar capa. Era esbelta, y muy alta. Su cara, oscura como el carbón, era hermosa, pero sus enormes ojos negros parecían perforar como taladros. Soe’feia de Tuon, su Palabra de la Verdad, había sido nombrada por la emperatriz, así viviera para siempre, cuando Neferi murió. Una sorpresa, estando la Mano Izquierda de Neferi entrenada y lista para reemplazarla; pero, cuando la emperatriz hablaba desde el Trono de Cristal, su palabra era ley. Se suponía que uno no debía temer a su Soe’feia, pero Tuon la temía un poco. Se reunió con la mujer, cerrando las manos sobre la batayola, y tuvo que aflojar los dedos para no romperse una uña lacada. Eso habría significado una gran mala suerte.

—Vaya —empezó Anath, y la palabra penetró como una aguja en el cráneo de Tuon. La mujer la miraba ceñuda, y su voz estaba cargada de desdén—. Ocultáis el rostro, en cierto modo, y ahora sois simplemente la Augusta Señora Tuon. Sólo que todo el mundo sabe quién sois realmente, aunque no lo mencionen. ¿Durante cuánto tiempo os proponéis alargar esta farsa? —Los carnosos labios de Anath se curvaron en una mueca burlona, y la mujer hizo un gesto seco, displicente, con la esbelta mano—. Supongo que esta estupidez se debe al hecho de haber mandado golpear a la damane. Sois una necia si pensáis que vuestros ojos están bajados por algo tan nimio. ¿Qué os dijo para encolerizaros? Nadie parece saberlo, excepto que os cogisteis una pataleta, y lamento habérmelo perdido.

Tuon se obligó a mantener inmóviles las manos sobre la batayola, impidiendo que le temblaran. Y también se obligó a mantener una actitud circunspecta.

—Llevaré el velo hasta que un augurio me anuncie que ha llegado el momento de quitármelo, Anath —contestó, controlando la voz para que sonase sosegada. Sólo la suerte había impedido que cualquiera escuchase las enigmáticas palabras de Lidya. Todos sabían que la damane podía predecir el futuro, y, si alguien de la Sangre lo hubiese oído, ahora todos estarían cuchicheando tras sus manos sobre su destino.

Anath soltó una seca risa y empezó de nuevo a decirle lo necia que era, esta vez con más detalle. Con mucho más detalle. No se molestó en bajar la voz. La capitana Tehan miraba fijamente al frente, pero los ojos casi se le salían de la arrugada cara. Tuon escuchó atentamente, a pesar de que las mejillas enrojecieron más y más hasta que creyó que el velo se prendería.

Muchos miembros de la Sangre llamaban a sus Voces Soe’feia, pero las Voces de la Sangre eran so’jhin y sabían que se los podía castigar si a sus dueños les desagradaba lo que decían, aunque los llamaran Soe’feia. No se podían dar órdenes a un Dicente de la Verdad ni coaccionarlo o castigarlo de ningún modo. A la Palabra de la Verdad se le exigía que dijese la cruda verdad tanto si uno quería escucharla como si no, y que se asegurase de que se oía lo que decía. Los miembros de la Sangre que llamaban Soe’feia a sus Voces pensaban que Algwyn, el último varón que se había sentado en el Trono de Cristal, hacía casi mil años, había sido un demente por dejar que su Soe’feia viviera y siguiese en su puesto después de abofetearlo ante toda la corte. Entendían tan poco las tradiciones de su familia como la estupefacta capitana. Las expresiones de los Guardias de la Muerte no cambiaron tras las piezas delanteras de sus yelmos que ocultaban a medias las mejillas. Ellos sí comprendían.

—Gracias, pero no necesito un castigo —manifestó cortésmente cuando Anath acabó al fin su arenga.

Tiempo atrás, después de maldecir a Neferi por morir de un modo tan estúpido como caer rodando escalera abajo, le había pedido a su nueva Soe’feia que le prestara ese servicio. Maldecir a los muertos bastaba para convertirse en sei’mosiev durante meses. La mujer casi había sido tierna en el castigo, en ciertos aspectos, aunque le había costado lágrimas durante días, y ni siquiera había podido ponerse la ropa interior. No era ése el motivo de que rechazara la oferta, sin embargo; si un castigo no era severo no servía para reparar el equilibrio. No, no se decantaría por el camino más fácil porque ya había tomado una decisión. Y —tenía que admitirlo— porque deseaba resistirse al consejo de su Soe’feia. Porque no quería oírla en absoluto. Como decía Selucia, siempre había sido testaruda. Rehusar escuchar a su Palabra de la Verdad era abominable. Después de todo, quizá debería aceptar la oferta para reparar el equilibrio. Tres marsopas grises se elevaron junto al barco y emitieron un grito. Tres, y no volvieron a aparecer. Mantenerse en el curso elegido.

—Cuando estemos en tierra —dijo—, la Augusta Señora Suroth ha de ser elogiada por sus méritos. —Mantenerse en el curso elegido—. Y han de considerarse sus ambiciones. Ha hecho más con los Precursores de lo que había esperado la emperatriz, así viva para siempre, pero el éxito a esa escala a menudo engendra ambiciones equivalentes.

Molesta por el cambio de tema, Anath se puso erguida y apretó los labios. Sus ojos chispearon.

—Estoy segura de que la única ambición de Suroth está en la consecución de lo que sea más beneficioso para el imperio —replicó secamente.

Tuon asintió. Ella no estaba segura en absoluto. Esa clase de seguridad podía conducir a cualquiera a la Torre de los Cuervos, e incluso a ella. Quizás especialmente a ella.

—He de hallar un modo de entrar en contacto con el Dragón Renacido lo antes posible. Debe arrodillarse ante el Trono de Cristal antes del Tarmon Gai’don, o todo se habrá perdido. —Las Profecías del Dragón lo manifestaban claramente así.

La actitud de Anath cambió en un visto y no visto. Sonriendo, puso una mano en el hombro de Tuon casi de un modo posesivo. Aquello estaba yendo demasiado lejos, pero era Soe’feia, y tal vez la sensación de posesión sólo existía en la imaginación de Tuon.

—Debéis tener cuidado —ronroneó Anath—. No debéis dejar que descubra lo peligrosa que sois para él hasta que sea demasiado tarde para que escape.

Siguió dándole consejos, pero Tuon dejó que le resbalaran. Escuchaba sólo a medias, pero eran las mismas cosas que ya había escuchado cien veces. Al frente distinguió la bocana de un gran puerto. Ebou Dar, desde donde el Corenne se expandiría, al igual que se expandía desde Tanchico. La idea le causó un estremecimiento de placer, de logro alcanzado. Tras el velo, era simplemente la Augusta Señora Tuon, de un rango no más alto que muchos otros de la Sangre, pero en su corazón era Tuon Athaem Kore Paendrag, Hija de las Nueve Lunas, y estaba allí para reclamar lo que les había sido robado a sus antecesores.

15

Una razón para necesitar a un fundidor de campanas

La carreta con forma de cajón le recordaba a Mat las de los gitanos que había visto, una pequeña casa sobre ruedas, aunque la función de ésta, repleta de anaqueles, armarios y bancos de trabajo adosados a las paredes, no era la de servir de habitáculo. Mat rebulló incómodo en la banqueta de tres patas, el único sitio disponible para sentarse, al tiempo que arrugaba la nariz por los olores extraños y acres. La pierna y las costillas rotas casi se habían curado ya, así como los cortes que había sufrido cuando todo aquel puñetero edificio se desplomó sobre su cabeza, pero todavía le dolían las heridas de vez en cuando. Además, esperaba despertar compasión. A las mujeres les encantaba mostrarse compasivas, si se hacía bien el papel. Mat se obligó a dejar de dar vueltas al sello en el dedo. Si uno dejaba que una mujer se diera cuenta de que estaba nervioso, enseguida lo interpretaba a su modo y al momento siguiente tiraba la compasión por la ventana.

—Escucha, Aludra —dijo, adoptando su sonrisa más encantadora—, a estas alturas deberías saber que los seanchan no harán el menor caso a tus fuegos artificiales. Esas damane realizan una cosa que llaman Luminarias del Cielo que, según he oído comentar, hacen que tus mejores fuegos de artificios parezcan unas pocas chispas elevándose por la chimenea. Sin ánimo de ofender.

—Yo no he visto esas Luminarias del Cielo —repuso displicentemente la mujer con su fuerte acento tarabonés. Tenía la cabeza inclinada sobre un mortero de madera del tamaño de un barril, sobre uno de los bancos de trabajo, y a pesar de llevar sujeto el oscuro y largo cabello en la nuca con una cinta azul, en una lazada floja, el pelo le caía hacia adelante, tapándole la cara. El largo delantal blanco, salpicado de chafarrinones, no impedía que se apreciara lo bien que se ajustaba a sus caderas el vestido verde oscuro, pero Mat estaba más interesado en lo que la mujer hacía. Bueno, igual de interesado. Aludra machacaba un polvo grueso y negro con un majador de madera, casi tan largo como su brazo. El polvo se parecía al que Mat había visto dentro de los fuegos de artificio que había abierto cortándolos con el cuchillo, pero aún no sabía qué lo componía—. En cualquier caso —continuó la mujer, ajena al escrutinio de Mat—, no voy a revelarte los secretos de la Corporación. Lo entiendes, ¿verdad?

Mat se encogió. Llevaba días trabajando y preparando el terreno para llevarla a este tema, desde que en una visita casual al espectáculo ambulante de Valan Luca se había enterado de que la mujer se encontraba en Ebou Dar, y desde el principio había temido que Aludra mencionara la Corporación de Iluminadores.

—Pero ya no eres una Iluminadora, ¿recuerdas? Te dieron la pat… Ejem. Dijiste que habías abandonado la Corporación. —No por primera vez, Mat se planteó la posibilidad de recordarle que en cierta ocasión la había salvado de cuatro miembros de la Corporación que querían cortarle el gaznate. Ese tipo de cosas bastaba para que la mayoría de las mujeres se echaran al cuello de uno, lo besaran y le ofrecieran lo que quisiera. Pero, si cuando la salvó la ausencia de besos había sido más que notable, no parecía probable que empezase a besarlo ahora—. Sea como sea —continuó, como sin darle importancia—, no tienes que preocuparte por la Corporación. Llevas creando flores nocturnas desde… ¿hace cuánto tiempo? Y nadie ha venido para intentar impedírtelo. Vaya, apostaría a que no volverás a ver a otro Iluminador.

—¿Qué es lo que has oído comentar? —inquirió la mujer en voz queda, todavía con la cabeza inclinada. La rotación del majador perdió velocidad hasta casi detenerse—. Cuéntame.

Mat sintió que se le erizaba el vello de la nuca. ¿Cómo lo hacían las mujeres? Uno ocultaba todas las pistas y aun así iban directas a lo que uno quería ocultarles.

—¿A qué te refieres? He oído las mismas hablillas que tú, supongo. Principalmente sobre los seanchan.

Aludra se giró tan deprisa que su cabello se agitó como un mayal, y, asiendo el pesado majador con las dos manos, lo blandió por encima de la cabeza. Unos diez años mayor que él, tenía unos ojos grandes y oscuros y una boquita carnosa que por lo general parecía preparada para que la besaran. Mat había pensado hacerlo en un par de ocasiones. Casi todas las mujeres se mostraban más tratables después de unos cuantos besos. Ahora enseñaba los dientes y parecía dispuesta a arrancarle la nariz de un mordisco.

—¡Cuéntamelo! —ordenó.

—Jugaba a los dados con unos seanchan, cerca de los muelles —empezó de mala gana, sin quitar ojo al majador alzado. Un hombre podía marcarse faroles y bravuconear y luego largarse sin más si la cosa no era seria, pero una mujer era capaz de partirle a uno el cráneo por un impulso. Además, tenía la cadera entumecida y dolorida por haber estado sentado tanto tiempo, y no sabía lo rápido que podría ser en levantarse de la banqueta—. No quería ser yo quien te lo dijera, pero… La Corporación ya no existe, Aludra. La sala de reuniones del gremio en Tanchico ha desaparecido. —Y ésa era la única sala de reuniones de verdad que tenía la Corporación. La de Cairhien llevaba tiempo abandonada y, en cuanto al resto, los Iluminadores sólo viajaban ya para realizar exhibiciones para dirigentes y nobles—. Rehusaron dejar pasar al complejo a los soldados seanchan, y lucharon, o lo intentaron, cuando irrumpieron allí. Ignoro qué ocurrió, quizás un soldado dejó una linterna donde no debía, pero lo cierto es que la mitad del complejo explotó, según tengo entendido. Seguramente son exageraciones. Sin embargo, los seanchan pensaron que uno de los Iluminadores había utilizado el Poder, y los… —Mat suspiró e intentó usar un tono suave, dulce. ¡Maldición, no quería ser él quien le diera esa noticia! Pero Aludra lo miraba iracunda, con el puñetero majador enarbolado sobre su cabeza—. Aludra, los seanchan reunieron a todos los que quedaron vivos en el complejo, a algunos Iluminadores que habían ido a Amador y a todo aquel que tenía aspecto de Iluminador entre el trayecto de una ciudad y otra, y los han hecho da’covale. Eso significa…

—¡Sé lo que significa! —manifestó ferozmente la mujer. Se giró de nuevo hacia el enorme mortero y empezó a machacar con tanta fuerza que Mat temió que aquello explotara; el polvo era realmente lo mismo que iba dentro de los fuegos de artificio—. ¡Idiotas! —masculló ella, encolerizada, majando con más y más fuerza—. ¡Redomados imbéciles! ¡Con los poderosos hay que doblar un poco la testuz y seguir caminando, pero no se dieron cuenta! —Sorbió por la nariz y se frotó las mejillas con el envés de la mano—. Te equivocas, mi joven amigo. Mientras viva un Iluminador, la Corporación también seguirá viva, ¡y yo aún lo estoy! —Todavía sin mirarlo, volvió a limpiarse las mejillas con la mano—. ¿Y qué harías si te doy los fuegos de artificio? Lanzárselos a los seanchan con una catapulta, supongo. —Su resoplido dejó claro lo que opinaba de ello.

—¿Y que tiene de malo esa idea? —preguntó él a la defensiva. Una buena catapulta de campaña, un escorpión, podía lanzar una piedra de cinco kilos a quinientos pasos, y cinco kilos de fuegos de artificio harían más daño que cualquier piedra—. En cualquier caso, mi idea es mejor. Vi esos tubos que utilizas para lanzar flores nocturnas al cielo. Trescientos pasos o más, dijiste. Coloca uno de ésos con una inclinación de más o menos grados, y apuesto a que podría lanzar una flor nocturna a mil pasos.

Aludra escudriñó el interior del mortero, y Mat creyó oírle mascullar casi entre dientes «hablo demasiado» y algo sobre ojos bonitos, lo que no tenía sentido. Habló rápidamente para impedir que la mujer recordara de nuevo lo de los secretos de la Corporación.

—Esos tubos son mucho más pequeños que una catapulta, Aludra. Si estuvieran bien escondidos, los seanchan nunca sabrían de dónde venían. Podrías enfocarlo como una venganza por lo de la sala de reuniones.

Ella volvió la cabeza y le dirigió una mirada de respeto. Mezclada con sorpresa, pero Mat se las ingenió para pasar eso por alto. Tenía los ojos enrojecidos, y en las mejillas se veía el rastro de lágrimas. A lo mejor, si la rodeaba con el brazo… Por lo general las mujeres agradecían un poco de consuelo cuando lloraban.

Antes de que tuviera tiempo de levantarse, Aludra interpuso el majador entre los dos y le apuntó con él como si fuese una espada; con una sola mano. Aquellos finos brazos debían de ser más fuertes de lo que aparentaban; el majador de madera, que más semejaba un garrote, no tembló lo más mínimo. «Luz —pensó—, ¡no es posible que haya adivinado lo que pensaba hacer!»

—No está mal pensado para ser idea de alguien que ha visto los tubos lanzadores hace pocos días —comentó Aludra—. En mi caso, lo llevo pensando desde hace mucho más tiempo que tú. Tengo razones para ello. —Durante un instante su voz sonó amarga, pero de nuevo recobró la suavidad e incluso adquirió un ligero timbre divertido—. Te plantearé un enigma, ya que eres tan listo, ¿vale? —sugirió al tiempo que enarcaba una ceja. ¡Algo le divertía mucho, definitivamente!—. Adivina para qué puede servirme un fundidor de campanas, y yo te revelaré todos mis secretos. Incluso algunos que te harían enrojecer, ¿de acuerdo?

Vaya, eso sí que sonaba interesante. Pero los fuegos de artificio eran más importantes que una hora acurrucado junto a ella. ¿Qué secretos tenía que pudieran hacerlo enrojecer? En eso, a lo mejor sería él quien la sorprendería. No todos los recuerdos de los otros hombres que se habían alojado en su mente estaban relacionados con batallas.

—Un fundidor de campanas —musitó, sin tener la menor idea de qué más añadir. Ninguno de los recuerdos arcaicos le daba una pista sobre ese asunto—. Bueno, supongo… Un fundidor de campanas podría… Quizá…

—No —se apresuró a interrumpirlo la mujer—. Ahora te vas y vuelves dentro de dos o tres días. Tengo trabajo que hacer, y me estás distrayendo con tus preguntas y tus intentos de sonsacarme. ¡No discutas! Te irás ahora.

Enfurruñado, Mat se levantó y se encajó el sombrero negro. ¿Sonsacarle? ¡Sonsacarle! ¡Rayos y centellas! Al entrar, había dejado la capa tirada en el suelo, junto a la puerta, y gruñó bajito cuando se agachó para recogerla. Se había pasado sentado en aquella banqueta casi todo el día; pero quizás había hecho progresos con ella. Es decir, si conseguía resolver el enigma. Campanas de alarma. Gongs para dar las horas. No tenía sentido.

—Podría pensar en besar a un joven tan listo como tú si no pertenecieses a otra ya —murmuró ella en un tono muy, muy cálido—. Tienes un trasero precioso.

Mat se irguió bruscamente, sin volverse a mirarla. El ardor en su cara era de rabia, pero seguro que ella pensaría que se había azorado. Por lo general podía olvidarse de lo que llevaba puesto a menos que alguien lo sacara a relucir. Ya había habido un par de incidentes en tabernas. Mientras había permanecido tumbado, con la pierna rota entablillada, las costillas sujetas con un vendaje prieto y más vendajes por casi todo el cuerpo, Tylin le había escondido todas sus ropas, y él no había podido encontrarlas todavía, pero seguro que sólo estaban escondidas, no quemadas. Después de todo, no podía tener intención de retenerlo para siempre. Lo único que le quedaba de su propiedad era el sombrero y el pañuelo de seda negra anudado al cuello. Y la cabeza de zorro plateada, por supuesto, colgada de un cordón al cuello, debajo de la camisa. Y sus cuchillos; realmente se habría sentido perdido sin ellos. Cuando finalmente había conseguido levantarse de la puñetera cama, la maldita mujer ordenó que le hicieran ropa nueva, con ella delante, allí sentada, ¡mientras la maldita modista le tomaba medidas! Los puños de blanquísimo encaje casi le cubrían las jodidas manos, a menos que tuviera cuidado, y más encaje caía desde el cuello hasta casi la jodida cintura. A Tylin le gustaba que los hombres llevaran encajes y puntillas. La capa era de un intenso color escarlata, tanto como las calzas excesivamente ceñidas, y bordeada con filigranas doradas y rosas blancas, nada menos. Eso, por no mencionar el jodido óvalo blanco en el hombro izquierdo, con el emblema del Ancla y la Espada de la casa Mitsobar. La chaqueta tenía un azul chillón que habría encantado a un gitano, con grecas tearianas bordadas en rojo en la pechera y a lo largo de las mangas, además. No quería acordarse del momento que se había visto obligado a pasar para convencer a Tylin de que no le pusieran perlas y zafiros y sólo la Luz sabía que más. Y era corta, encima. ¡Indecentemente corta! A Tylin también le gustaba su puñetero culo, ¡y al parecer no le importaba quién más lo veía!

Se echó la capa sobre los hombros —al menos servía para taparlo— y cogió el bastón de donde lo había dejado apoyado, al lado de la puerta. La cadera y la pierna iban a fastidiarle hasta que acabara con el dolor a costa de caminar.

—Dentro de dos o tres días, entonces —dijo con tanta dignidad como logró reunir.

Aludra soltó una risita queda, pero no lo bastante para que él no la escuchara. ¡Luz, una mujer podía humillar más con una risa que un matón de los muelles con una sarta de insultos! Y tan deliberadamente como éste.

Salió cojeando del carro y, tan pronto como hubo bajado los peldaños de madera adosados a la caja, cerró de un fuerte portazo. El cielo vespertino ofrecía el mismo aspecto que por la mañana, gris y borrascoso, cubierto de negros nubarrones. Soplaba un viento cortante. En Altara no había invierno de verdad, pero se le parecía bastante. En lugar de nieve, caía una lluvia helada y llegaban borrascas del mar, y además la humedad era tanta que daba la impresión de que el frío fuera más intenso. Aun cuando no llovía, bajo las botas se sentía el suelo empapado. Ceñudo, Mat se alejó renqueando de la carreta.

¡Mujeres! No obstante, Aludra era bonita. Y sabía hacer fuegos de artificio. ¿Un fundidor de campanas? A lo mejor conseguía acortarlo a dos días. Eso, si es que Aludra no empezaba a perseguirlo. Últimamente parecía que muchas mujeres lo hacían. ¿Acaso Tylin había cambiado algo en él que hacía que otras mujeres lo persiguieran igual que ella? No. Eso era ridículo. El viento le agitó la capa, alzándola tras su espalda, pero Mat iba demasiado absorto para darse cuenta. Un par de mujeres delgadas —acróbatas, le pareció— le dedicaron sonrisas maliciosas cuando pasaron a su lado, y Mat respondió con otra sonrisa al tiempo que hacía su mejor reverencia. Tylin no lo había cambiado. Seguía siendo el mismo hombre que había sido siempre.

El espectáculo de Luca era cincuenta veces más grande de lo que Thom le había contado, puede que más; un extenso batiburrillo de tiendas y carretas, del tamaño de un pueblo. A pesar del mal tiempo, varios artistas practicaban. Una mujer, vestida con una amplia blusa blanca y unas polainas tan ajustadas como las suyas, se mecía en una cuerda sujeta a dos altos postes; entonces se tiró y, de algún modo, se sujetó con los pies a la cuerda justo antes de precipitarse al suelo. A continuación se retorció para coger la cuerda con las manos, se elevó a pulso hasta sentarse en ella de nuevo, y volvió a repetir los pasos de antes. No muy lejos, un tipo corría literalmente encima de una rueda con forma de huevo que debía de tener seis metros de largo, montado sobre una plataforma que lo situaba a más altura que la mujer, la cual no tardaría en romperse el cuello por necia. Mat observó a un hombre con el pecho ancho como un barril que hacia rodar tres brillantes bolas a lo largo de los brazos y los hombros sin tocarlas siquiera con las manos. Eso era interesante. Quizá él sería capaz de hacerlo. Al menos esas bolas no lo dejaban a uno hecho pedazos y sangrando. De las otras ya había tenido más que suficiente y de sobra para toda la vida.

Sin embargo, lo que le llamó la atención realmente fueron las hileras de caballos. Largas filas de caballos y, a su lado, dos docenas de hombres, abrigados para protegerse del frío, que cargaban el estiércol en carretillas. Cientos de caballos. Al parecer, Luca había dado cobijo a algún domador de animales seanchan, y su recompensa había sido una autorización o cédula, firmada por la Augusta Señora Suroth en persona, que le permitía conservar todos los animales. Puntos, el caballo de Mat, estaba a buen recaudo, a salvo del sorteo ordenado por Suroth, porque se encontraba en los establos del palacio de Tarasin, pero sacar al castrado de esos establos estaba fuera de su alcance. Tylin le había puesto una correa al cuello, y no tenía intención de soltarlo de momento.

Se dio media vuelta, y se planteó la idea de ordenar a Vanin que robara algunos de los caballos del espectáculo si la conversación que iba a mantener con Luca no tenía el resultado que esperaba. Por lo que sabía de Vanin, dicha tarea sería un paseo vespertino para aquel hombre insólito. A pesar de su gruesa constitución, Vanin podía robar y montar cualquier caballo parido por una yegua. Por desgracia, Mat dudaba que él fuera capaz de aguantar sobre una silla más de dos kilómetros. Con todo, era una posibilidad que debía tener en cuenta. Empezaba a estar desesperado.

Siguió avanzando renqueante y contemplando ociosamente los ejercicios de malabaristas y acróbatas mientras se preguntaba cómo era posible que las cosas hubiesen llegado a tal extremo. ¡Rayos y centellas! ¡Él era ta’veren! ¡Se suponía que el discurrir del mundo estaría marcado por su influencia! Pero ahí estaba, estancado en Ebou Dar, el juguete de Tylin —¡que ni siquiera había esperado a que se hubiera sanado completamente para saltar sobre él como un ganso sobre un escarabajo!—, mientras todos los demás lo pasaban en grande. Con esas Allegadas adulándola, Nynaeve estaría tratando con prepotencia a todo bicho viviente. Una vez que Egwene se diese cuenta de que esas chifladas Aes Sedai que la habían nombrado Amyrlin no lo habían hecho en serio, Talmanes y la Compañía de la Mano Roja la harían desaparecer como por arte de magia. ¡Luz! Y, si conocía bien a Elayne, ¡seguramente llevaría ya puesta la Corona de la Rosa a estas alturas! Y Rand y Perrin probablemente estarían haraganeando delante de una chimenea, en algún palacio, bebiendo vino y compartiendo anécdotas y chistes.

Torció el gesto y se frotó la frente al sentir un fugaz remolino de colores girando dentro de su cabeza. Eso le ocurría últimamente cada vez que pensaba en cualquiera de los dos. Ignoraba por qué, y tampoco quería saberlo. Lo único que quería es que dejara de pasar. ¡Si por lo menos pudiera escapar de Ebou Dar! Y llevarse consigo el secreto de los fuegos de artificio, por supuesto; pero en todo momento la huida tenía prioridad sobre esos secretos.

Thom y Beslan seguían donde los había dejado, bebiendo con Luca delante de la carreta de éste profusamente adornada, pero Mat no se reunió con ellos de inmediato. Por alguna razón, a Luca le había caído mal desde el primer momento. Era recíproco, desde luego, pero en su caso existía una razón. El semblante de Luca traslucía la petulancia de quien se siente ufano de sí mismo, además de esa sonrisa de suficiencia que dirigía a cualquier mujer. Y parecía pensar que todas las mujeres del mundo disfrutaban mirándolo. ¡Luz, ese hombre estaba casado!

Despatarrado en un sillón dorado, que debía de haber robado de un palacio, Luca reía y gesticulaba exagerada y arrogantemente a Thom y a Beslan, que ocupaban sendos bancos a su derecha e izquierda. Estrellas y cometas dorados cubrían su chaqueta y su capa, de un color rojo brillante. ¡Hasta un gitano se habría sentido avergonzado de llevar esas prendas! ¡Y su carreta habría hecho llorar a un gitano! Mucho más grande que la de Aludra, ¡parecía estar lacada! Todo en derredor de la caja se repetían las fases de la luna en tono plateado, y estrellas y cometas dorados de todos los tamaños cubrían el resto de la superficie roja y azul. En ese marco, el aspecto de Beslan casi parecía normal y corriente con su chaqueta y capa adornadas con aves abatiéndose en vuelo. La apariencia de Thom, que en ese momento se limpiaba el vino del largo bigote con los nudillos, resultaba indiscutiblemente sosa con sus ropas de sencillo paño color bronce y su oscura capa.

Una persona que debería encontrarse allí no estaba presente, pero una rápida ojeada en derredor le descubrió a Mat un grupo de mujeres en una carreta cercana. Las había de todas las edades, desde la de Mat hasta las que ya lucían canas, pero todas ellas reían divertidas con la persona a la que rodeaban. Suspirando, Mat se dirigió hacia allí.

—Oh, no puedo decidirme —se oyó una voz aguda en el centro del grupo—. Cuando te miro, Merici, contemplo los ojos más bonitos que he visto en mi vida. Pero al mirarte a ti, Neilyn, entonces pienso que los más bonitos son los tuyos. Tus labios son como cerezas, Gillin, y los tuyos, Adria, hacen que desee besarlos. Y tu cuello, Jameine, grácil como el de un cisne…

Tragándose una maldición, Mat apresuró el paso todo lo posible y se abrió camino entre las mujeres pidiendo disculpas a derecha e izquierda. Olver se encontraba en medio de ellas, y el chico, pálido y bajo, gesticulaba y les sonreía por turno. Por sí sola, aquella sonrisa enseñando los dientes bastaba para que en cualquier momento una de ellas decidiese darle de bofetadas.

—Por favor, disculpadlo —murmuró Mat mientras cogía de la mano al chico—. Vamos, Olver, tenemos que regresar a la ciudad. Deja de mover la capa. En realidad no sabe lo que dice. No sé dónde aprende esas cosas.

Por suerte, las mujeres se echaron a reír y alborotaron el cabello de Olver mientras Mat se lo llevaba. Algunas comentaron que era un chiquillo muy dulce, ¡nada menos! Una metió la mano por debajo de la capa del chico y le pellizcó el trasero. ¡Mujeres!

Una vez que se hubieron alejado de ellas, Mat lanzó una mirada ceñuda al chico, que caminaba a su lado con paso airoso y ligero. Olver había crecido desde que Mat lo vio por primera vez, pero aun así seguía siendo bajo para su edad. Y, con aquella boca grande y las orejas aún más grandes, nunca sería apuesto.

—Podrías meterte en un buen lío por hablar así a las mujeres —le dijo—. A las mujeres les gustan los hombres serios y formales, con buenos modales. Reservados y quizás un poco tímidos. Cultiva esas cualidades, y las cosas te irán bien.

Olver le dirigió una mirada asombrada, incrédula, y Mat suspiró. El muchacho tenía un puñado de «tíos» que cuidaban de él, y todos excepto Mat eran una mala influencia.

La presencia de Thom y Beslan bastó para devolverle la sonrisa a Olver, que se soltó de un tirón de la mano de Mat y corrió hacia ellos, riendo. Thom le estaba enseñando a hacer juegos malabares y a tocar el arpa y la flauta, y Beslan lo instruía en el manejo de la espada. Sus otros «tíos» le daban clases sobre una gran variedad de otros tipos de habilidades. Mat tenía intención de enseñarle a manejar el bastón de combate, así como el arco de Dos Ríos, una vez que él se encontrara en forma de nuevo. Y prefería ignorar lo que el chico estaba aprendiendo de Chel Vanin o de los Brazos Rojos.

Luca se levantó de su extravagante sillón al ver acercarse a Mat, a la par que su sonrisa fatua se tornaba en una mueca agria. Miró a Mat de arriba abajo e hizo ondear aquella capa ridícula con una exagerada floritura mientras anunciaba en voz bien alta:

—Soy un hombre muy ocupado, y tengo mucho que hacer. Es posible que a no tardar tenga el honor de ser invitado para una representación privada ante la Augusta Señora Suroth.

Sin añadir nada más, se alejó sujetando la adornada capa con una sola mano, de manera que las ráfagas de aire la hicieron flamear tras él como un estandarte.

Mat sujetó la suya con ambas manos. Una capa era para dar calor. Había visto a Suroth en palacio, si bien nunca de cerca —aunque sí todo lo cerca que quería él—, y no podía imaginarla concediendo un minuto de su tiempo al Gran Espectáculo Ambulante y Magnífica Exhibición de Maravillas y Portentos de Valan Luca, como anunciaba en grandes letras rojas de un paso de altura el letrero de tela extendido entre dos altos postes a la entrada del espectáculo. Y, si lo hacía, sería para merendarse a los leones. O para darles un susto de muerte.

—¿Ha accedido ya, Thom? —preguntó en voz queda mientras seguía con la mirada, ceñudo, la marcha de Luca.

—Podemos viajar con él cuando se marche de Ebou Dar —respondió el envejecido hombre—. Por un precio. —Resopló de manera que tembló su bigote, y se pasó la mano por el cabello blanco en un gesto irritado—. Podríamos comer y dormir como reyes por lo que pide; pero, conociéndolo, dudo que lo hagamos. No cree que seamos delincuentes puesto que podemos movernos libremente, pero sabe que huimos de algo, o en caso contrario viajaríamos por otros medios. Desgraciadamente, no tiene intención de partir hasta la primavera como muy pronto.

¡Hasta la primavera! Mat pensó en varias maldiciones bien escogidas. Sólo la Luz sabía qué habría hecho Tylin con él para entonces o lo que le habría hecho hacer. Quizá la idea de que Vanin robara unos caballos no era tan mala.

—Eso me dará más tiempo para jugar a los dados —comentó como si no le diese ni frío ni calor—. Si quiere tanto como dices, necesitaré engordar mi bolsa. Si algo puede decirse de los seanchan, es que no parece importarles perder.

Había tenido buen cuidado en no abusar de su suerte, y no se había enfrentado a amenazas de cortarle el cuello por tramposo, al menos desde que estuvo en condiciones de salir de palacio por su propio pie. Al principio, había creído que se debía a que su suerte había aumentado o quizás al hecho de que ser ta’veren empezaba a servir finalmente para algo útil.

Beslan lo observaba con gesto grave. Era un hombre delgado y moreno, un poco más joven que Mat, y tenía una actitud risueña, despreocupada y tarambana cuando Mat lo conoció, siempre dispuesto a recorrer tabernas, sobre todo si la velada acababa con mujeres o una pelea. Desde la llegada de los seanchan, sin embargo, se había vuelto más circunspecto. Para él, era un asunto serio.

—A mi madre no le hará gracia si descubre que estoy ayudando a su galán a huir de Ebou Dar, Mat. Me casará con una mujer bizca y tan bigotuda como un soldado de infantería tarabonés.

Después de tanto tiempo, Mat seguía encogiéndose. Nunca se acostumbraría a que el hijo de Tylin se tomara como algo natural lo que su madre hacía con él. Bueno, Beslan pensaba que la reina se había vuelto un poco posesiva —¡sólo un poco, ojo!—, pero ésa era la única razón de que estuviese dispuesto a prestarle ayuda. ¡Afirmaba que Mat era lo que su madre necesitaba para olvidar los acuerdos con los seanchan que se había visto obligada a aceptar! A veces Mat deseaba encontrarse de nuevo en Dos Ríos, donde uno sabía al menos el modo de pensar de la gente. Sólo a veces, claro.

—¿Podemos regresar a palacio ya? —preguntó Olver, más en tono de exigencia que de petición—. Tengo una clase de lectura con lady Riselle. Deja que apoye la cabeza en su pecho mientras me lee.

—Un logro notable, Olver —comentó Thom mientras se atusaba el bigote para disimular una sonrisa. Se acercó a los otros dos hombres y bajó la voz para que el chico no lo oyera—. Esa mujer me hizo que tocara el arpa para ella antes de dejarme apoyar la cabeza en esa magnífica almohada suya.

—Riselle siempre hace que cualquiera la entretenga antes —rió Beslan con aire avispado, y Thom lo miró estupefacto.

Mat gimió. Esta vez no era por su pierna ni por el hecho de que aparentemente todos los hombres de Ebou Dar pudieran elegir el pecho donde reposar la cabeza excepto Mat Cauthon. Los jodidos dados acababan de empezar a rodar nuevamente dentro de su cabeza. Se avecinaba algo malo. Algo muy malo.

16

Un encuentro inesperado

El paseo de vuelta a la ciudad —más de tres kilómetros a través de cerros bajos— hizo que se adormeciera el dolor de la pierna de Mat y que volviera a despertarse antes de que remontaran una elevación desde la que se divisaba Ebou Dar al fondo, detrás de la muralla blanca revocada, exageradamente ancha, que ninguna catapulta de asedio había sido capaz de derribar. También la ciudad era blanca, aunque se veían unas pocas cúpulas puntiagudas que lucían finas franjas de colores. Los enlucidos edificios, minaretes, torres y palacios resplandecían incluso en un gris día invernal. Aquí y allí una torre mostraba una línea resquebrajada e irregular en la parte alta o se veía un hueco donde se había destruido un edificio; pero, a decir verdad, eran contados los daños ocasionados por la conquista de los seanchan. Habían sido demasiado rápidos, demasiado fuertes, y se habían hecho con el control de la ciudad antes de que pudiera organizarse una verdadera resistencia.

Sorprendentemente, el comercio que existía en esta época del año apenas había acusado la toma de la ciudad. Los seanchan lo fomentaban, si bien a los mercaderes y los capitanes de barco y tripulaciones se les exigía prestar el juramento de obediencia a los Precursores y de servir a los Que Llegan Antes. En la práctica, tal cosa significaba en gran parte llevar la misma vida de antes, de modo que pocos se oponían. El enorme puerto estaba más y más abarrotado cada vez que Mat lo contemplaba. Esa tarde parecía que podría haber atravesado a pie desde Ebou Dar propiamente dicha hasta el Rahad, un barrio peligroso que prefería no volver a visitar nunca. A menudo, en los días que siguieron a aquel en que pudo volver a caminar otra vez, había bajado a los muelles para observar. No los barcos con velas nervadas ni los de los Marinos, que los seanchan aparejaban de nuevo y dotaban con sus propias tripulaciones, sino las naves en las que ondeaban las Abejas Doradas de Illian, o la Mano y la Espada de Arad Doman, o las Tres Lunas Crecientes de Tear. Había dejado de hacerlo ya. Ahora apenas si dirigió una mirada hacia el puerto. Aquellos dados rodando en su cabeza atronaban como una tormenta. Fuera lo que fuese lo que se avecinaba, dudaba mucho que resultara de su agrado. Casi nunca lo era cuando los dados le avisaban.

En medio del constante flujo de tráfico por las grandes puertas en arco de la entrada y de gente a pie que se apelotonaba para entrar, una ancha columna de carretas y carros de bueyes se extendía todo el trecho hasta la elevación donde se encontraban, esperando para acceder a la ciudad y sin apenas avanzar. Todos los que viajaban a caballo eran seanchan, ya tuviesen la piel tan blanca como los cairhieninos o tan oscura como la de los Marinos, y no sólo sobresalían por ir montados. Algunos de los hombres llevaban pantalones muy amplios y extrañas chaquetas ajustadas, con un cuello alto que se ajustaba a la garganta hasta la barbilla, e hileras de brillantes botones de metal en la pechera, o capas con trabajados bordados casi tan largas como un vestido de mujer. Pertenecían a la Sangre, al igual que las mujeres vestidas con trajes de montar de corte extraño que parecían hechos de finas tablas, con faldas pantalón bajo las que asomaban botas tobilleras de colores, y amplias mangas que colgaban hasta los estribos. Unas cuantas se cubrían con velos de encaje que les tapaban completamente el rostro salvo los ojos, a fin de no dejarlo expuesto a la vista de gentes de baja cuna. No obstante, la mayoría de los jinetes, con gran diferencia, lucían armaduras de brillantes colores, con petos de láminas imbricadas. Entre los soldados también había algunas mujeres, si bien era imposible distinguirlas bajo aquellos yelmos semejantes a cabezas de insectos monstruosos. Al menos ninguno llevaba la armadura negra y roja de la Guardia de la Muerte; incluso otros seanchan parecían sentirse nerviosos encontrándose cerca de miembros de ese cuerpo de elite, detalle suficiente para que Mat los evitara todo lo posible.

En cualquier caso, ninguno de los seanchan se molestó en dedicar más de una ojeada breve a tres hombres y un chico que caminaban lentamente hacia la ciudad, a lo largo de la columna de carretas y carros que esperaban entrar. Es decir, los hombres caminaban despacio; Olver iba brincando. La pierna resentida de Mat marcaba el paso a todos, si bien él intentaba que los demás no notaran demasiado que se apoyaba en el bastón. Por lo general los dados anunciaban incidentes de los que se las ingeniaba para salir por los pelos, ya fuesen batallas o edificios derrumbándose sobre su cabeza. O Tylin. Temía lo que ocurriría cuando dejasen de rodar esta vez.

Casi todas las carretas y los carros que salían de la ciudad iban conducidos por seanchan, o bien éstos caminaban junto a los vehículos; eran gentes vestidas de manera más sencilla que las que iban a caballo y de aspecto apenas peculiar, pero lo más probable era que los que esperaban en la fila para entrar fueran ebudarianos o habitantes de la zona de los alrededores, hombres con chalecos largos, mujeres con las faldas recogidas con puntadas a un costado para mostrar enaguas de colores o una pierna enfundada en la media, y en carretas y carros tirados por bueyes. En la cola se veían algunos forasteros, mercaderes con carretas tiradas por pequeños troncos de caballos. En invierno había más comercio allí, en el sur, que más hacia el norte, donde los mercaderes tenían que enfrentarse a calzadas nevadas; y algunos de ellos venían de bastante lejos. Una fornida domani con un lunar en la broncínea mejilla, que iba a la cabeza de un grupo de cuatro carretas, se arrebujaba en la capa y dirigía una mirada hosca a un hombre que iba sentado junto al conductor, cinco carretas más adelante en la línea, un tipo de aspecto adulador que ocultaba el espeso bigote tras un velo tarabonés. Un competidor, sin duda. Una kandoreña, que lucía una gran perla en la oreja izquierda y cadenas de plata sobre el pecho, permanecía tranquilamente en su silla de montar, con la enguantada mano reposando sobre la perilla, quizás aún ignorante de que su castrado gris y los caballos de tiro de su carreta participarían en el sorteo una vez que hubiese entrado en la ciudad. Los seanchan se habían quedado con un caballo de cada cinco de los lugareños y, para no ahuyentar al comercio, uno de cada diez de los forasteros. Pagándoselos, desde luego, y a un buen precio en otros tiempos, pero ni mucho menos el del mercado actual dada la gran demanda. Mat siempre se fijaba en los caballos, aunque fuera dándose cuenta a medias de lo que hacía y sin ser apenas consciente de ello. Un grueso cairhienino, que vestía una chaqueta tan sosa como las de los conductores de sus carretas, gritaba enfadado por el retraso, y su bonita yegua zaina pateaba con nerviosismo. Buena estampa la de esa yegua; iría a parar a manos de un oficial, seguramente. ¿Qué ocurriría cuando los dados se parasen?

Las grandes puertas en arco que daban acceso a la ciudad estaban guardadas, si bien era muy probable que sólo los seanchan reconocieran como tal a esas personas. Sul’dam con los vestidos azules y rayos en las franjas laterales caminaban arriba y abajo de la riada de tráfico, con las damane vestidas de gris y sujetas por los plateados a’dam. Una única de esas parejas habría bastado para sofocar cualquier tumulto que no llegase a un ataque a gran escala, y quizás incluso eso, pero no era ésa la verdadera razón de su presencia. Los primeros días que siguieron a la toma de Ebou Dar, mientras él permanecía confinado en la cama, esas seanchan habían registrado toda la ciudad buscando mujeres a las que llamaban marath’damane, y ahora se aseguraban de que no entrase ninguna. Cada sul’dam llevaba una correa extra enrollada al hombro, por si acaso. También patrullaban los muelles, y esperaban la llegada de cada barco o bote.

A un lado de las puertas se alzaba una plataforma alargada, con picas de seis metros de alto en las que aparecían las cabezas —ya ennegrecidas pero todavía reconocibles— de una docena de hombres y dos mujeres que habían sufrido el peso de la justicia seanchan. Sobre sus despojos colgaba el símbolo de esa justicia, un hacha de verdugo con filo curvo y el mango forrado con cuerda blanca, anudada de forma intrincada. Un cartel debajo de cada cabeza anunciaba el delito cometido: asesinato o violación, robo con violencia, asalto a un miembro de la Sangre. Los delitos menos graves se castigaban con multas o flagelación o haciendo da’covale a la persona. Los seanchan eran ecuánimes a la hora de impartir justicia. Ninguno de los despojos expuestos pertenecía a un miembro de la Sangre —a los que merecían ser ejecutados se los enviaba de vuelta a Seanchan o se los estrangulaba con una cuerda blanca— pero tres de aquellas cabezas habían ido unidas a un tronco seanchan, y el peso de la justicia caía por igual en los de alta o baja posición. Dos carteles con la palabra «rebelión» escrita colgaban debajo de las cabezas de una mujer que había sido Señora de los Barcos de los Atha’an Miere y de su Maestro de Armas.

Mat había pasado por las puertas tan a menudo que ya apenas reparaba en ello. Olver pasó brincando y entonando una cancioncilla. Beslan y Thom caminaban con las cabezas juntas, y en una ocasión Mat oyó que Thom susurraba «asunto peligroso», pero no le importaba de qué hablaban. Entonces entraron en el oscuro túnel por el que la calzada atravesaba la muralla, y el retumbo de las carretas habría hecho imposible escuchar nada aun en el caso de que hubiese querido. Manteniéndose pegados a un lado, bien separados de las ruedas de los carruajes, Beslan y Thom siguieron avanzando delante de él, hablando en quedos murmullos, con Olver corriendo tras ellos. Cuando Mat volvió a salir a la luz del día, tropezó con la espalda de Thom antes de darse cuenta de que los otros se habían parado, justo en la boca del túnel. A punto de hacer un comentario cáustico, de repente reparó en lo que los dos hombres observaban fijamente. La gente que venía caminando detrás los apartó a un lado, empujando, pero él siguió mirando de hito en hito.

Las calles de Ebou Dar siempre estaban llenas de gente, pero no hasta ese punto; era como si una presa se hubiera roto y hubiera anegado la ciudad con una riada de humanidad. La multitud abarrotaba la calle delante de él de lado a lado, rodeando grupos de ganado de un tipo que nunca había visto: reses blancas con manchas y largos cuernos enroscados hacia arriba; cabras de un color marrón claro, de pelo suave y tan largo que rozaba el pavimento de la calzada; ovejas con cuatro cuernos. Todas las calles que alcanzaba a ver se encontraban igual de abarrotadas. Carros y carretas avanzaban a paso de tortuga a través del gentío, cuando se movían; los gritos y maldiciones de los carreteros casi se ahogaban en el barullo de voces y el ruido de animales. No entendía palabras concretas, pero sí distinguía el acento. El lento acento, arrastrando las vocales, de los seanchan. Algunos daban codazos a los que tenían al lado y lo señalaban a él y a su llamativo atuendo; en realidad miraban boquiabiertos todo y lo señalaban todo, como si jamás hubiesen visto una taberna o una cuchillería, pero aun así Mat rezongó entre dientes y se caló mas el sombrero.

—El Retorno —murmuró Thom, y si Mat no hubiese estado pegado a su hombro no lo habría oído—. Mientras pasábamos el rato con Luca, se ha producido el Corenne.

Mat había imaginado que el Regreso del que los seanchan no dejaban de hablar era una invasión, un ejército. Uno de los carreteros gritó y agitó el largo látigo en dirección a unos chiquillos que habían trepado por el costado de la carreta para tocar lo que parecían ser cepas en barriles con tierra. Otra carreta transportaba una prensa de imprenta, y una más, que empezaba a girar fuera del túnel, llevaba lo que parecían cubas de cerveceros, y con un tenue aroma a lúpulo. Cajones llenos de gallinas, patos y gansos de extraños colores se amontonaban en algunas de aquellas carretas; nada de aves destinadas al mercado, sino los animales de cría de un granjero. Era un ejército, desde luego, sólo que no del tipo que él había imaginado. Una clase de ejército que sería más difícil de combatir que uno de soldados.

—¡Así se cieguen mis ojos, tendremos que abrirnos pasos a través de eso! —gruñó Beslan mientras se ponía de puntillas para otear más lejos por encima de la muchedumbre—. ¿Hasta dónde tendremos que llegar para encontrar una calle despejada?

Mat recordó lo que realmente no había mirado cuando lo tuvo ante sus ojos: el puerto lleno de barcos. Lleno a rebosar. Tal vez el doble o el triple de naves de las que había cuando se habían dirigido al campamento de Luca con las primeras luces del día, y no pocas de ellas todavía maniobraban con las velas desplegadas. Lo que significaba que todavía podían quedar más esperando a entrar en puerto. ¡Luz! ¿Cuántas podían haber soltado su carga desde por la mañana? ¿Cuántas quedarían todavía sin descargar? Luz, ¿cuánta gente podía transportar aquel número de naves? ¿Y por qué habían acudido todas allí, en lugar de ir a Tanchico? Un escalofrío le recorrió la columna vertebral. Quizás éstas no eran todas.

—Será mejor que intentéis ir por calles secundarias y callejones —dijo levantando la voz para hacerse oír sobre el barullo—. O no llegaréis a palacio antes de la noche.

Beslan se volvió hacia él.

—¿No vienes con nosotros? Mat, si vuelves a intentar comprar pasaje en un barco… Sabes que esta vez no te lo pasará así como así.

Mat sostuvo la ceñuda mirada del hijo de la reina con otra igual.

—Sólo quiero pasear por ahí un rato —mintió.

Tan pronto como regresara a palacio, Tylin empezaría a mimarlo y a hacerle carantoñas. Lo que tampoco estaría tan mal en realidad —no, nada mal— sólo que a ella no le importaba quién la veía acariciarle las mejillas y susurrarle ternezas en el oído, ni siquiera su hijo. Además, ¿y si los dados se paraban cuando llegara junto a la mujer? «Posesiva» no alcanzaba a describir a Tylin últimamente. ¡Rayos y centellas, esa mujer podía haber decidido casarse con él! No quería casarse, todavía no; además, sabía con quién se uniría en matrimonio, y esa persona no era Tylin Quintara Mitsobar. Pero ¿qué podía hacer él si la reina decidía lo contrario?

De repente recordó el murmullo de Thom: «asunto peligroso». Conocía a Thom y conocía a Beslan. Olver miraba boquiabierto a los seanchan, y echó a correr para ver mejor algo, sólo que Mat lo cogió a tiempo por el hombro y, a pesar de sus protestas, lo llevó a empujones hasta las manos de Thom.

—Llevad al chico a palacio e impartidle vuestras clases una vez que Riselle haya acabado con la de la lectura. Y olvidad cualquier locura que tengáis en mente. Podríais acabar con la cabeza expuesta fuera de la muralla, así como también la de Tylin. —Y la suya, dicho fuera de paso. ¡Que eso no se le olvidara nunca!

Los dos hombres le sostuvieron la mirada con gesto inexpresivo, lo que venía a confirmar sus sospechas.

—Quizá debería pasear contigo —dijo por último Thom—. Podríamos hablar. Eres increíblemente afortunado, Mat, y posees cierta tendencia a… digamos el riesgo y la ventura.

Beslan asintió. Olver se retorció entre las manos de Thom, intentando ver al mismo tiempo todo cuanto los rodeaba, sin preocuparse por lo que hablaban los mayores.

Mat gruñó con aspereza. ¿Por qué todo el mundo quería que fuese un héroe? Antes o después aquello iba a conducirlo a la muerte.

—No necesito hablar de nada. Están aquí, Beslan. Si no pudisteis impedirles que entraran, tampoco podréis expulsarlos; es tan cierto como que ahora hay luz del día. Rand se ocupará de ellos, si hemos de hacer caso a los rumores. —De nuevo el remolino de colores giró en su cabeza, casi ahogando el sonido de los dados durante un instante.

»Prestasteis el jodido juramento de esperar el Retorno; todos lo prestamos. —Rehusar habría significado acabar cargado de cadenas y enviado a trabajar en los muelles o a limpiar los canales del Rahad. Lo cual, a su entender, anulaba la validez del juramento—. Esperad a Rand. —Los colores surgieron de nuevo y desparecieron al instante. ¡Rayos y centellas! Sólo tenía que dejar de pensar en… ciertas personas. De nuevo se produjo el remolino en su cabeza—. Todavía podría salir bien, si dais tiempo al tiempo.

—No lo entiendes, Mat —replicó ferozmente Beslan—. Madre aún se sienta en el trono, y Suroth dice que gobernará Altara, no sólo el territorio que dirigimos alrededor de Ebou Dar, y puede que más sitios, incluso, pero madre tiene que mentirle a la cara y jurar fidelidad a una mujer que está al otro lado del Océano Aricio. Suroth dice que yo debería casarme con una mujer de su Sangre y afeitarme los laterales de la cabeza, y madre le hace caso en todo.

»Puede que Suroth finja que somos sus iguales, pero madre tiene que hacerle caso. Diga lo que diga Suroth, Ebou Dar ya no es realmente nuestro, y tampoco lo será el resto del reino. Quizá no podamos expulsarlos por la fuerza de las armas, pero podemos calentar el país demasiado para que se queden en él. Eso lo descubrieron los Capas Blancas. Pregúntales a qué se refieren con lo de «el Mediodía Altaranés».

Mat podía deducirlo sin necesidad de preguntarle a nadie. Se mordió la lengua para no replicar que había más soldados seanchan en Ebou Dar que Hijos de la Luz en todo Altara durante la Guerra de los Capas Blancas. Una calle repleta de seanchan no era un buen sitio para dar rienda suelta a la lengua, aun en el caso de que la mayoría parecieran ser granjeros y artesanos.

—Pareces ansioso por poner tu cabeza en lo alto de una pica —advirtió en voz baja; lo más baja posible y que aún fuese audible en medio de aquel guirigay de voces, mugidos y graznidos—. Sabes lo de sus Escuchadores. Ese tipo de ahí que parece un mozo de cuadra podría ser uno de ellos, o esa flaca mujer cargada con el fardo a la espalda.

Beslan dirigió una mirada tan furibunda a las dos personas que Mat había indicado, que si en realidad hubiesen sido Escuchadores podrían haberlo denunciado sólo por eso.

—Quizá cambies de opinión cuando lleguen a Andor —gruñó el joven, y se metió entre la multitud, apartando a empellones a todo el que se encontraba en su camino. A Mat no le habría extrañado que hubiese estallado una pelea, y sospechaba que era eso lo que el joven iba buscando.

Thom se dio media vuelta para ir en pos de él, con Olver, pero Mat lo agarró de la manga.

—Apacígualo si puedes, Thom. Y, ya puestos, apacíguate tú también. Habría dicho que a estas alturas ya debías de estar harto de afeitarte a ciegas.

—Tengo la cabeza fría, y estoy intentando que se enfríe la suya —replicó secamente el antiguo juglar—. No puede quedarse de brazos cruzados: es su país. —Un atisbo de sonrisa asomó a su arrugada cara—. Dices que no vas a correr riesgos, pero lo harás. Y, cuando lo hagas, en comparación cualquier cosa que pudiéramos intentar Beslan y yo parecería un paseo vespertino por el jardín. Estando tú presente, hasta el barbero es ciego. Vamos, chico —dijo, encaramando a Olver sobre sus hombros—. Puede que Riselle no te deje apoyar la cabeza si llegas tarde para la lección.

Mat lo siguió con la mirada, ceñudo, mientras se alejaba, avanzando mucho más deprisa que Beslan a pesar de llevar a Olver encima. ¿Qué había querido decir Thom? Él nunca corría riesgos a menos que lo obligaran. Nunca. Echó una ojeada hacia la mujer flaca, y al tipo con estiércol pegado en las botas. Luz, realmente podían ser Escuchadores. Cualquiera podía serlo. La idea bastó para que sintiese un picorcillo entre los omóplatos, como si alguien lo estuviese vigilando.

Recorrió una buena distancia a lo largo de calles que, de hecho, se encontraban más abarrotadas de personas, animales y carretas a medida que se acercaba a los muelles. Los puestos instalados en los puentes tenían cerrados los postigos. Los vendedores ambulantes habían recogido las mantas donde exhibían sus mercancías, y los saltimbanquis y juglares que de costumbre actuaban en todos los cruces de calles no habrían dispuesto de espacio para ejecutar sus números en el caso de que no se hubiesen marchado también. Los seanchan eran tantos que sólo podía decirse que había demasiados, y uno de cada cinco era un soldado, circunstancia que resultaba obvia —aun cuando no llevasen armadura— por la dureza de sus ojos y su postura, tan distintas de las de un granjero o un artesano. De vez en cuando un grupo de sul’dam y damane avanzaba por la calle en medio del pequeño espacio libre que la gente dejaba a su alrededor, mayor incluso que el que se abría al paso de un soldado. No era el miedo lo que inducía a la gente a apartarse, al menos en el caso de los seanchan, los cuales hacían respetuosas reverencias a las mujeres de vestidos azules con las franjas rojas marcadas por rayos, y sonreían aprobadoramente cuando las parejas pasaban ante ellos. Mat pensó que Beslan estaba loco. A los seanchan no los expulsaría nadie excepto un ejército de Asha’man como el que, según el rumor, se había enfrentado a ellos en el este, hacía una semana. O alguien armado con los secretos de los Iluminadores. ¿Para qué demonios le haría falta a Aludra un fundidor de campanas?

Puso gran empeño en no tener los muelles a la vista. Ya había aprendido esa lección. Lo que quería realmente era jugar una partida de dados, una que durase hasta bien entrada la noche. Preferiblemente lo bastante tarde para que Tylin estuviese dormida cuando él regresara a palacio. Ella le había escamoteado los dados, afirmando que no le gustaba que jugase mientras aún seguía postrado en la cama. Afortunadamente, siempre podían encontrarse otros dados; en cualquier caso, con su suerte siempre era mejor utilizar los del otro. Por desgracia, cuando descubrió que Tylin no estaba dispuesta a pagar un pase para que saliera —¡la mujer fingió que no sabía de lo que hablaba!— Mat los había utilizado para darle un poco de su propia medicina. Un grave error, por muy divertido que resultara en ese momento. Puesto que los pases caducaban, la actitud de Tylin había sido mucho peor que antes.

Las tabernas y tugurios en los que entró estaban tan abarrotados como las calles, sin espacio apenas para levantar la jarra de cerveza y cuanto menos para tirar los dados, rebosantes de seanchan que reían y cantaban y de ebudarianos cabizbajos que, sumidos en un silencio hosco, observaban a los seanchan. Aun así, preguntó a los taberneros y mozos de cervecería si disponían de un cuchitril que pudiera alquilar, pero todos respondieron sacudiendo la cabeza. En realidad no había esperado otra cosa. Ni siquiera antes de las nuevas llegadas había habido un hueco disponible. Con todo, empezó a sentirse tan desanimado como los mercaderes forasteros a los que veía con la mirada fija en sus copas de vino, sin duda preguntándose cómo iban a sacar sus mercancías de la ciudad sin disponer de caballos. Mat tenía oro para pagar lo que pidiese Luca y aún le sobraría, pero estaba todo en un baúl, en el palacio de Tarasin, y no tenía intención de sacar mucha cantidad de golpe, y menos después de que los sirvientes de palacio lo hubieron transportado de vuelta desde los muelles como quien acarrea un ciervo cobrado en una cacería. En aquella ocasión lo único que había estado haciendo era hablar con capitanes de barco; si Tylin se enteraba —y se enteraría— de que intentaba salir de palacio con más oro del que necesitaba para una velada de juego… ¡Oh, no! Tenía que encontrar una habitación, una buhardilla en el ático de una posada, aunque fuera tan pequeña como un armario, cualquier cosa donde pudiese ir guardando el oro que sacase en pequeñas cantidades, o tenía que venirle un golpe de suerte con los dados; le daba igual que fuese una cosa o la otra. Sin embargo, acabó por darse cuenta de que no iba a encontrar ni lo uno ni lo otro ese día. Y los jodidos dados seguían rueda que te rueda dentro de su cabeza, repicando.

No se quedó mucho tiempo en ningún sitio, y no sólo porque no hubiese juego o una habitación. Sus llamativas ropas —ropas que habían avergonzado hasta a un gitano— atraían las miradas. ¡Algunos seanchan pensaron que estaba allí para representar algún espectáculo e intentaron pagarle para que cantase! Estuvo a punto de cogerles el dinero una o dos veces, pero cambió de idea al saber que le pedirían que lo devolviese una vez que lo hubieran oído. Algunos de los ebudarianos, que llevaban los cuchillos curvos metidos en el cinturón y la rabia acumulada contra los seanchan, parecían querer descargarla con el payaso al que sólo le faltaba llevar la cara pintada para parecer el bufón de un noble. Mat se escabullía de vuelta a la atestada calle cada vez que veía que tipos así lo estaban observando. Había aprendido a fuerza de golpes que todavía no se encontraba en condiciones de luchar, y de poco le serviría a él que la cabeza de su asesino adornase luego otra pica junto a las puertas de entrada de la ciudad.

Descansó cuando encontró dónde hacerlo, sobre un barril vacío que había quedado abandonado junto a la entrada de un callejón, o en el inusitado hueco de un banco delante de una taberna, o en un escalón de piedra hasta que la propietaria del edificio salió y le quitó el sombrero con un golpe de su escoba. Tenía el estómago tan encogido que sentía como si le besara la espalda, empezaba a tener la impresión de que todo el mundo miraba boquiabierto su chillón atuendo, el frío húmedo lo había calado hasta los huesos, y los únicos dados en juego que iba a encontrar eran los que rodaban dentro de su cabeza con un estruendo semejante al trapaleo de cascos de caballo. No recordaba que nunca hubiesen sonado tan fuerte como en ese momento.

—¡No hay más remedio que regresar y ser el jodido perrito faldero de la reina! —gruñó mientras utilizaba el bastón para incorporarse del cajón roto tirado a un lado de la calle y en el que había estado sentado. Varios viandantes lo miraron como si ya llevase pintada la cara, pero Mat no hizo caso. No eran dignos de que lo hiciera. No iba a golpearlos en la cabeza con el bastón como merecían por mirar a un hombre con los ojos abiertos como platos.

Cayó en la cuenta de que en realidad las calles seguían tan atestadas como antes, y que ya se habría hecho de noche mucho antes de que llegara al palacio si intentaba ir abriéndose paso entre la multitud. Claro que, para entonces, quizá Tylin ya estaría durmiendo. Quizá. El estómago le sonó tan fuerte que casi ahogó el ruido de los dados. A lo mejor la reina ordenaba a las cocineras que no le diesen nada de comer si aparecía demasiado tarde.

Tras avanzar penosamente diez pasos entre la agolpada muchedumbre, Mat torció por un callejón estrecho y oscuro. Ni siquiera estaba pavimentado. El enyesado de las paredes sin ventanas se había desconchado en muchos sitios y dejaba a la vista los ladrillos de debajo. El aire estaba cargado de un pestilente olor a podrido, y Mat quiso creer que lo que se aplastaba bajo sus botas con un ruido fangoso al pisarlo era barro a pesar de que soltaba una peste horrible. Tampoco había gente, de manera que podía avanzar a buen paso; o, más bien, lo que podía considerarse a buen paso con sus capacidades actuales. Se moría de ganas por que llegase el día en el que pudiera volver a caminar unos cuantos kilómetros sin jadear, sin sentir dolor y sin necesitar apoyarse en un bastón. Un sinnúmero de callejones, algunos tan estrechos que rozaba con los hombros a los lados, cruzaban la ciudad en un laberinto en el que era fácil perderse. Sin embargo, Mat no se equivocó en un solo giro, ni siquiera cuando un pasaje angosto y sinuoso se bifurcaba de repente en tres e incluso cuatro, todos los cuales parecían serpentear más o menos en la misma dirección. Había tenido que evitar ser visto en Ebou Dar en muchas ocasiones, y conocía aquellos callejones como la palma de su mano. Pero, curiosamente, seguía teniendo la impresión de que alguien lo vigilaba. Suponía que no dejaría de notar esa sensación mientras llevara esas puñeteras ropas.

A pesar de no tener más remedio que abrirse paso con dificultad entre la masa de gente y animales para ir de un callejón a otro, y de vez en cuando avanzar a empujones a través de un puente que parecía un sólido muro de humanidad, se encontró cerca de palacio en el mismo tiempo que habría tardado en recorrer tres calles. Entró rápidamente por el pasaje oscuro, situado entre una taberna bien iluminada y una tienda de objetos de loza lacada, a esas horas cerrada, y se preguntó qué habrían preparado de cena en las cocinas. Más amplio que la mayoría, y lo bastante ancho para que cupiesen tres hombres si no les importaba tocarse con los hombros, aquel callejón desembocaba en la plaza de Mol Hara, casi enfrente del palacio de Tarasin. Suroth vivía allí, y el personal de cocina se había superado desde que la Augusta Señora los había hecho azotar a todos después de probar la primera comida. Puede que hubiese ostras con crema, y quizá pescado asado, y calamares con pimientos. Tras internarse diez pasos en las sombras, pisó algo que no se aplastó con un sonido fangoso, y Mat se fue al helado suelo al tiempo que soltaba un gemido; en el último instante se retorció para no caer sobre la pierna dañada. Un gélido líquido empapó de inmediato su chaqueta. Esperó que fuese agua.

Volvió a gruñir cuando unas botas cayeron sobre su hombro. El tipo tropezó con él y resbaló en el barro, deslizándose más hacia el interior del callejón, a la par que maldecía; cayó sobre una rodilla, pero recuperó el equilibrio justo a tiempo para no irse de bruces al suelo. Los ojos de Mat se habían acostumbrado a la penumbra lo suficiente para distinguir a un hombre delgado, de aspecto corriente. Un hombre que tenía la cara marcada con lo que parecía una cicatriz. Pero no era un hombre, sino una criatura a la que había visto desgarrar la garganta de su amigo con una mano, y sacarse un cuchillo hincado en las costillas para después arrojárselo a él. Y esa cosa habría aterrizado justo delante de él, a escasa distancia, si Mat no hubiese tropezado. Quizá un leve giro de su influencia ta’veren había actuado en su favor, ¡gracias a la Luz! Todas aquellas ideas pasaron por su mente en el espacio de tiempo que el gholam tardó en recuperar el equilibrio, apoyándose en la pared, para después volver la cabeza y asestarle una mirada feroz.

Mascullando un juramento, Mat recogió el bastón y lo arrojó torpemente contra la criatura, a guisa de lanza, apuntando a las piernas con la esperanza de que se enredara en él y así ganar unos segundos. El ser fluyó hacia un lado como si fuese agua, esquivando el bastón, mientras las botas resbalaban un poco en el barro, y después se lanzó sobre Mat. Pero el retraso había sido suficiente. Tan pronto como el bastón salió disparado de su mano, Mat buscó debajo de la camisa el medallón con forma de cabeza de zorro, rompió el cordón de un tirón y adelantó el colgante plateado. El gholam se arrojó contra él, y Mat agitó desesperadamente el medallón. La plata que había tenido un tacto fresco contra su pecho rozó la mano extendida de la criatura con un siseo semejante al de una loncha de tocino al tocar la sartén, y surgió olor a carne quemada. Con la fluida flexibilidad del azogue, gruñendo, el ser intentó evitar el medallón que giraba en el aire para coger a Mat por cualquier parte. Si le ponía las manos encima, Mat podía darse por muerto. Esta vez no se entretendría en jugar con él, como había hecho en el Rahad. Sin dejar de girar el cordón, logró tocarle con la cabeza de zorro primero una mano y luego la cara, y en cada ocasión el roce se vio acompañado del siseo y el olor a carne quemada, como si le hubiese dado con una plancha al rojo vivo. Enseñando los dientes, el gholam retrocedió, pero agazapado sobre las puntas de los pies, las manos crispadas como garras, presto para saltar sobre él a la menor vacilación.

Manteniendo los constantes giros del medallón, Mat se incorporó trabajosamente sin quitar ojo a la criatura que tenía aspecto de hombre. «Él desea tanto tu muerte como la de ella», le había dicho en el Rahad, sonriendo. Ahora no hablaba ni sonreía. No sabía quién era el «él» ni la «ella», pero el resto estaba claro como el agua. Y allí se encontraba, apenas capaz de sostenerse en pie. La cadera y la pierna le dolían de forma espantosa, y también las costillas. Por no mencionar el hombro sobre el que había aterrizado el gholam. Tenía que regresar a la calle, entre la gente. Quizá siendo muchos podrían detener a esa cosa. Era una esperanza ínfima, pero no veía ninguna otra. La calle no estaba lejos; podía oír el fárrago de voces, apenas atenuado por la distancia.

Retrocedió un paso, con cuidado, pero el pie le resbaló en algo que soltó un espantoso olor y que lo hizo golpearse contra la pared de la taberna. Sólo los frenéticos giros de la cabeza de zorro plateada mantuvieron alejado al gholam. Las voces de la calle sonaban tentadoramente próximas, pero tanto habría dado si hubiesen sonado en Barsine. Barsine había dejado de existir hacía mucho tiempo, y él no tardaría en hacer lo mismo.

—¡Ha entrado en ese callejón! —gritó un hombre—. ¡Seguidme, deprisa! ¡Se escapará!

Mat no apartó los ojos del gholam, cuya mirada se desvió de él hacia la calle y dejó entrever una vacilación.

—Tengo órdenes de evitar llamar la atención, salvo de aquellos a los que siego —espetó—, así que vivirás un poco más. Un poco más.

Dio media vuelta y corrió callejón adelante; resbaló algo en el barro, pero aun así dio la impresión de fluir cuando giró en la esquina, por detrás de la taberna.

Mat corrió en pos del ser. No habría sabido decir por qué, salvo que éste había intentado matarlo, que lo intentaría de nuevo y que él tenía el vello erizado. De modo que iba a matarlo cuando se le antojara, ¿no? Si el medallón podía herirlo, quizá también podía matarlo.

Llegó a la esquina de la taberna y vio al gholam al mismo tiempo que éste miraba hacia atrás y lo veía a él. De nuevo, la criatura vaciló un instante. La puerta trasera de la taberna, abierta de par en par, dejaba salir los sonidos de bulliciosa algarabía. La criatura metió las manos en un agujero donde faltaba un ladrillo, en la pared del edificio de enfrente de la taberna, y Mat se puso tenso. No parecía que aquella cosa necesitara armas, pero si había escondido una allí… No creía que pudiera salir vivo de un enfrentamiento con el ser blandiendo cualquier tipo de arma. A las manos les siguieron los brazos, y a continuación la cabeza del gholam penetró por el agujero. Mat se quedó boquiabierto. El torso del ser se deslizó por el hueco, luego las piernas, y desapareció… a través de una abertura del tamaño de las dos manos de Mat.

—Creo que jamás vi algo igual —dijo quedamente alguien a su lado, y Mat dio un brinco de sobresalto al darse cuenta de que ya no estaba solo. El que había hablado era un viejo cargado de hombros, de pelo blanco, con una enorme nariz ganchuda plantada en medio de un semblante triste; llevaba un fardo colgado a la espalda. En ese momento enfundaba una daga muy larga en una vaina metida debajo de la chaqueta.

—Yo sí —dijo con voz apagada Mat—. En Shadar Logoth. —A veces fragmentos de su propia memoria, que él pensaba que había perdido, surgían no sabía de dónde, y ése acababa de hacerlo al contemplar al gholam. Era un recuerdo que habría preferido que permaneciera dormido.

—No hay muchos que sobrevivan a una visita allí —comentó el viejo mientras lo observaba. Su cara arrugada le resultaba de algún modo familiar a Mat, pero no era capaz de situarla—. ¿Y qué demonios te llevó a Shadar Logoth?

—¿Dónde están tus amigos? —preguntó Mat—. La gente a la que gritabas. —En el callejón sólo estaban ellos dos. Seguían oyéndose los ruidos de la calle, pero no sonaba grito alguno advirtiendo que alguien iba a escapar si no se apresuraban.

—No estoy seguro de que nadie ahí fuera entendiese lo que les gritaba —respondió el viejo, encogiéndose de hombros—. Bastante difícil es ya entenderlos a ellos. Sea como sea, pensé que a lo mejor eso haría huir al tipo. Sin embargo, después de ver eso… —Señaló con un gesto el agujero de la pared y soltó una risa desganada que dejó a la vista una dentadura mellada—. Creo que tú y yo tenemos la suerte del Oscuro.

Mat torció el gesto. Esa frase la había escuchado demasiadas veces refiriéndose a él, y no le gustaba. Principalmente porque no estaba seguro de que no fuera verdad.

—Quizá la tengamos —murmuró—. Perdona, debería presentarme al hombre que me ha salvado el cuello. Soy Mat Cauthon. ¿Acabas de llegar a Ebou Dar? —Aquel fardo a la espalda le daba la apariencia de alguien que está de viaje—. Te resultará difícil encontrar un sitio donde dormir. —Tomó con cuidado la sarmentosa mano que el otro hombre le tendía. Era un cúmulo de huesos nudosos, como si todos se hubiesen roto a la vez y se hubiesen soldado mal. Pero el apretón era firme.

—Soy Noal Charin, Mat Cauthon. Y no, llevo aquí un tiempo, pero mi catre en el ático de Los Patos Dorados lo ocupa ahora un gordo mercader illiano, comerciante de aceite, al que han levantado de su cuarto esta mañana para dárselo a un oficial seanchan. Pensé que podría pasar la noche en este callejón. —Se frotó un lado de la enorme nariz con un huesudo dedo y rió como si dormir en un callejón no tuviera la menor importancia—. No será la primera vez que he dormido al raso, incluso en una ciudad.

—Creo que puedo arreglar eso —dijo Mat, pero el resto de lo que iba a decir no salió de sus labios. Cayó en la cuenta de que los dados seguían rodando en su cabeza. Se había olvidado de ellos con el ataque del gholam, pero seguían brincando, todavía esperando a pararse. Si le estaban advirtiendo de algo peor que el gholam, entonces no quería saberlo. Sólo que lo acabaría sabiendo, de eso no tenía la menor duda. Lo sabría; cuando fuera demasiado tarde.

17

Cintas rosas

Mat y Noal salieron presurosos del callejón; ráfagas de viento frío barrían la plaza de Mol Hara y levantaron la capa de Mat, amenazando con congelar el barro que pringaba su ropa. El sol descendía tras los tejados, medio oculto ya, y las sombras se alargaban. Asido el bastón con una mano y con la otra aferrando el cordón roto de la cabeza de zorro, dentro de un bolsillo de la chaqueta, de donde podía sacar el medallón rápidamente si era necesario, Mat no tenía más remedio que dejar que la capa ondeara al antojo del viento. Le dolía todo el cuerpo, desde la coronilla hasta los dedos de los pies, y los dados resonaban dentro de su cráneo, pero él apenas notaba ni lo uno ni lo otro. Estaba demasiado centrado en escudriñar en todas direcciones a la vez y preguntándose lo pequeño que podía ser un agujero por el que esa criatura pudiera colarse; se sorprendió observando con inquietud las grietas que había entre los adoquines del pavimento, aunque no parecía probable que esa cosa se le echase encima en un espacio abierto como la plaza.

De las calles adyacentes llegaba el murmullo lejano de voces, pero allí sólo había un perro al que se le marcaban las costillas y que pasó corriendo ante la fuente con la estatua de Nariene, la reina muerta mucho tiempo atrás. Algunos decían que la mano levantada de la estatua apuntaba hacia la prodigalidad del océano que había enriquecido a Ebou Dar, y otros que señalaba advirtiendo de los peligros. Otros, que su sucesor había querido llamar la atención hacia el hecho de que la estatua mostraba desnudo sólo uno de los pechos, proclamando que la rectitud de Nariene no había pasado de ser regular.

En los días que habían quedado atrás, a esas horas y a pesar de ser invierno, Mol Hara habría estado rebosante de amantes paseando, vendedores ambulantes que alargaban la jornada y esperanzados mendigos, pero a éstos los habían echado de las calles y los habían puesto a trabajar desde la llegada de los seanchan, y los demás no aparecían por allí ni siquiera durante el día. La razón era el palacio de Tarasin, el gran conjunto de blancas cúpulas, torres de mármol y balcones de hierro forjado, la residencia de Tylin Quintara Mitsobar, por la Gracia de la Luz reina de Altara —o del territorio de Altara que estaba a pocos días a caballo de Ebou Dar—, Señora de los Cuatro Vientos y Guardiana del Mar de las Tormentas. Y, quizá más importante, la residencia de la Augusta Señora Suroth Sabelle Meldarath, que comandaba a los Precursores de la emperatriz de Seanchan, así viviera para siempre, actualmente una posición de mucha más importancia en Ebou Dar. Apostados en todas las entradas había guardias de Tylin, con sus amplios pantalones blancos, petos dorados sobre las verdes chaquetas y botas del mismo color, así como hombres y mujeres equipados con aquellos yelmos semejantes a cabezas de insectos, con armaduras a rayas azules y amarillas o verdes y blancas o cualquier otra combinación que uno pudiera imaginar. La reina de Altara necesitaba seguridad y silencio para su descanso. O, más bien, Suroth decía que lo necesitaba, y todo lo que Suroth dijese que Tylin requería, Tylin no tardaba en decidir que, efectivamente, lo deseaba.

Tras unos instantes de reflexión, Mat condujo a Noal hacia una de las puertas de los establos. Había más probabilidades de introducir a un extraño por allí que hacerlo por la grandiosa escalinata de mármol que arrancaba en la plaza. Por no mencionar que él tendría muchas más posibilidades de quitarse el barro que llevaba encima antes de que Tylin lo viera. La mujer había dejado meridianamente claro su desagrado la última vez que él había llegado desastrado tras una reyerta de taberna.

—La bendición de la Luz sea con todos —murmuró Mat educadamente a los guardias ebudarianos. Siempre era mejor mostrarse amable con los ebudarianos hasta que uno estuviese seguro de ellos. En realidad, también después. Con todo, eran más… flexibles que los seanchan.

—Y con vos, milord —contestó el fornido oficial mientras se adelantaba. Mat reconoció a Surlivan Sarat, un buen tipo, siempre dispuesto a soltar una ocurrencia y con un ojo excelente para los caballos. Surlivan sacudió la cabeza y se dio golpecitos en el puntiagudo yelmo con la fina vara dorada de su cargo—. ¿Habéis tomado parte en otra pelea, milord? Se pondrá como una furia cuando os vea.

Mat se encrespó y adoptó una postura erguida a la par que intentaba no apoyarse en el bastón de manera evidente. Así que siempre dispuesto a soltar una ocurrencia. Pensándolo bien, el atezado hombre tenía una lengua mordaz. Y tampoco era tan bueno su ojo para los caballos.

—¿Habría algún problema para que aquí, mi amigo, durmiera con mis hombres? —preguntó duramente—. No debería haberlo. Hay sitio para uno más entre los míos. —A decir verdad, para más de uno. Hasta el momento habían muerto ocho hombres por seguirlo a Ebou Dar.

—Por mi parte ninguno, milord —repuso Surlivan, aunque miró al escuálido viejo que se encontraba junto a Mat y torció el gesto críticamente. Sin embargo, la chaqueta de Noal parecía de buena calidad, al menos con la escasa luz, y tenía encaje, en mejor estado que el de Mat. Quizás aquello inclinó la balanza—. Y ella no tiene por qué saberlo todo, de modo que tampoco habrá problema por su parte.

Mat frunció el ceño; pero, antes de que un exabrupto los pusiera a Noal y a él en una olla de agua hirviendo, tres seanchan equipados con armaduras llegaron galopando a la puerta y Surlivan se volvió hacia ellos.

—¿Tú y tu esposa vivís en el palacio de la reina? —preguntó Noal, dando un paso hacia la puerta.

—Espera —dijo Mat mientras tiraba del viejo hacia atrás y señalaba con la cabeza a los seanchan. ¿Su esposa? ¡Malditas mujeres! Jodidos dados en su jodida cabeza!

—Traigo unos despachos para la Augusta Señora Suroth —anunció uno de los seanchan, una mujer, al tiempo que daba unas palmadas a una cartera de cuero que le colgaba del hombro. El yelmo tenía una única pluma fina que indicaba su categoría de oficial de bajo rango, si bien la mujer montaba un castrado pardo, alto y con aspecto de ser veloz. Los otros dos animales eran robustos, pero poco más podía añadirse a eso.

—Entra, con la bendición de la Luz —dijo Surlivan, que hizo una ligera reverencia.

El saludo de respuesta de la mujer montada en la silla fue un fiel reflejo del de Surlivan.

—Que la bendición de la Luz también sea contigo —manifestó con su curioso acento, y los tres jinetes entraron en el patio acompañados por el trapaleo de cascos.

—Es muy extraño —musitó Surlivan, que seguía con la mirada a los recién llegados—. Siempre nos piden permiso a nosotros, no a ellos. —Señaló con la vara a los guardias seanchan, apostados al otro lado de las puertas. Que Mat hubiese visto, éstos no se habían movido lo más mínimo de su rígida postura ni habían echado siquiera una ojeada a los jinetes.

—¿Y qué harían si les contestaseis que no pueden entrar? —inquirió quedamente Noal mientras se colocaba mejor el fardo a la espalda.

Surlivan giró sobre sus talones.

—Basta que haya prestado juramento a mi reina —repuso con voz inexpresiva—, y que ella lo haya prestado… a quien lo ha prestado. Proporcionad una cama a vuestro amigo, milord. Y advertirle que hay cosas que es mejor no decirlas en Ebou Dar y preguntas a las que es mejor no responder.

Noal pareció aturullarse y empezó a protestar que sólo sentía curiosidad, pero Mat intercambió algunas bendiciones y cortesías más con el oficial altaranés —lo más deprisa posible, desde luego— y condujo a su nueva amistad a través de las puertas mientras le daba explicaciones en voz baja sobre los Escuchadores. Que el hombre le hubiese salvado el pellejo con el gholam no significaba que le fuera a permitir que se lo pusiera en bandeja a los seanchan. También tenían personas a las que llamaban Buscadores, y, por lo poco que había oído sobre ellos —hasta la gente que hablaba sin tapujos sobre la Guardia de la Muerte cerraba la boca cuando salían a relucir los Buscadores—, éstos hacían que los interrogadores de los Capas Blancas parecieran muchachos martirizando moscas en comparación, algo desagradable pero no peligroso para un hombre.

—Entiendo —dijo lentamente el viejo—. No sabía eso. —Parecía irritado consigo mismo—. Debes de pasar mucho tiempo con los seanchan. Entonces, ¿conoces también a la Augusta Señora Suroth? Vaya, no tenía idea de que estuvieses relacionado con estamentos tan altos.

—Paso el tiempo con los soldados en las tabernas, cuando puedo —replicó secamente Mat. Cuando Tylin se lo permitía. ¡Luz, era como si estuviese casado!—. Suroth ignora que existo. —Y esperaba fervientemente que siguiera siendo así.

Los tres seanchan ya se habían perdido de vista, y sus caballos eran conducidos a las cuadras, pero varias docenas de sul’dam hacían que las damane realizaran su ejercicio vespertino caminando en un amplio círculo por el patio. Casi la mitad de las damane vestidas de gris eran mujeres de piel oscura, sin las joyas que habían llevado como Detectoras de Vientos. Había más como ellas en el palacio y en otras partes; los seanchan habían recogido una rica cosecha de los barcos de los Marinos que no habían podido escapar. La mayoría mostraba un gesto pétreo o de hosca resignación, pero siete u ocho miraban fijamente al frente, aturdidas, aún sin dar crédito a lo que había pasado. Todas ellas tenían a su lado una damane seanchan que las cogía de la mano o las rodeaba con el brazo, sonriendo y susurrándole bajo la aprobadora mirada de las mujeres que llevaban los brazaletes unidos a sus cadenas plateadas. Unas pocas de esas aturdidas mujeres se aferraban a las damane que caminaban con ellas como si se agarrasen a una tabla de salvación. Aquello habría bastado para hacer que Mat se estremeciera si sus empapadas ropas no se hubiesen encargado ya de ello.

Intentó meter prisa a Noal a través del patio, pero el círculo en movimiento llevó cerca de él a una damane que no era seanchan ni Atha’an Miere; iba unida a una sul’dam canosa y regordeta, una mujer de tez aceitunada que habría podido pasar por altaranesa y por la madre de alguien. Una madre severa con una criatura rebelde, a juzgar por el modo en que miraba a la mujer que tenía a su cargo. Teslyn Baradon había adelgazado tras un mes y medio en poder de los seanchan, pero el gesto de su rostro intemporal todavía era el de quien come zarzas tres veces al día. Por otro lado, caminaba tranquilamente y obedecía las quedas órdenes de la sul’dam sin vacilar, e hizo un alto para realizar una profunda reverencia a Mat y a Noal. No obstante, durante una fracción de segundo sus oscuros ojos destellaron de odio hacia Mat antes de que su sul’dam y ella reanudaran el circuito alrededor del patio. Tranquila, obedientemente. Mat había visto damane tendidas en el suelo de aquel mismo patio y azotadas hasta que aullaban, por organizar cualquier tipo de escándalo, y a Teslyn entre ellas. La mujer no le había hecho ningún favor y quizá sí alguna que otra mala pasada, pero no le habría deseado esa suerte.

—Mejor que estar muerta, supongo —musitó Mat mientras seguía caminando. Teslyn era una mujer dura que seguramente tramaba cómo escapar en todo momento, pero la dureza sólo servía hasta cierto punto. La Señora de los Barcos y el Maestro de Espadas habían muerto en la pira sin gritar, pero eso no los había salvado.

—¿Eso crees? —preguntó, absorto, Noal, que toqueteaba torpemente el fardo para colocarlo mejor. Sus sarmentosas manos habían sostenido el cuchillo bastante bien, pero parecían torpes para cualquier otra cosa.

Mat lo miró con el entrecejo fruncido. No; en realidad no estaba seguro de creerlo. Aquellos a’dam plateados se parecían mucho al collar invisible que Tylin le había puesto a él. Claro que estaba dispuesto a que Tylin le hiciera cosquillas debajo de la barbilla el resto de la vida si eso lo salvaba de la hoguera. ¡Luz, ojalá aquellos jodidos dados se pararan y acabara todo de una vez! No, eso era una mentira. Desde que comprendió finalmente lo que significaba que rodasen, nunca había querido que los dados parasen.

El cuarto que Chel Vanin y los Brazos Rojos supervivientes compartían se encontraba no muy lejos de los establos; era una estancia larga y encalada, de techo bajo y demasiadas camas para los que quedaban vivos. Vanin estaba acostado en una, en mangas de camisa y con el libro abierto sobre el pecho. A Mat le sorprendía que supiese leer. Tras escupir por la mella de los dientes, Vanin observó las ropas manchadas de barro de Mat.

—¿Has estado peleando otra vez? —preguntó—. Creo que a ella no le va a hacer gracia. —No se levantó. Salvo unas pocas y sorprendentes excepciones, Vanin se consideraba tan bueno como cualquier lord o lady.

—¿Problemas, lord Mat? —gruñó Harnan, que se incorporó de un brinco. Era un hombre sólido, tanto en lo tocante a su físico como a su temperamento, pero la cuadrada mandíbula se tensó retorciendo el halcón toscamente tatuado en la mejilla—. Con todo respeto, no estáis en condiciones para eso. Decidnos qué aspecto tiene, y nos ocuparemos de él por vos.

Los últimos tres de sus hombres se agrupaban detrás de Harnan con expresión ansiosa; dos de ellos alargaron la mano hacia su capa mientras todavía se metían los faldones de la camisa. Metwyn, un cairhienino con aspecto de muchacho a pesar de tener diez años más que Mat, cogió la espada de donde la había apoyado a los pies de su cama y sacó un poco la hoja para comprobar el filo. Era el mejor espadachín del grupo, realmente bueno, aunque Gorderan no le andaba lejos a pesar de su aspecto de herrero. Gorderan no era ni mucho menos tan lento como sus anchos hombros lo hacían parecer. Una docena de Brazos Rojos había seguido a Mat Cauthon a Ebou Dar, ocho de los cuales habían muerto, y el resto estaba atrapado en palacio, donde no podían pellizcar a las camareras, ni meterse en una pelea por una partida de dados, ni beber hasta caerse de bruces, como podrían haber estado haciendo en una posada con la confianza de que el posadero haría que los subiesen a sus camas, aunque quizá con las bolsas de dinero algo más ligeras que antes.

—Aquí, Noal, puede contaros lo que ocurrió mejor que yo —contestó Mat mientras se echaba el sombrero hacia atrás—. Dormirá con vosotros aquí. Me ha salvado la vida esta noche.

Aquello provocó exclamaciones de consternación y gritos de aprobación para Noal, por no mencionar palmadas en la espalda que casi tiraron de bruces al viejo. Vanin llegó incluso a marcar el libro con su grueso dedo y a sentarse de lado en el estrecho catre.

Noal soltó el fardo en una cama vacante y relató lo sucedido con gestos exagerados, interpretando su propio papel e incluso haciendo un poco burla de sí mismo por los resbalones en el barro y por mirar boquiabierto al gholam, mientras Mat luchaba como un campeón. El hombre era un narrador de cuentos innato, tan bueno como un juglar en el arte de hacer ver a su público lo que describía. Harnan y los Brazos Rojos reían cordialmente, sabiendo el propósito del hombre —no quitar protagonismo a su capitán— y aprobándolo, pero las risas cesaron cuando llegó la parte en que el atacante de Mat se deslizaba a través de un pequeño agujero en la pared. También conseguía que uno viera aquello. Vanin soltó el libro y escupió otra vez. El gholam había dejado a Vanin y a Harnan medio muertos en el Rahad. Medio muertos porque la criatura andaba tras otra presa.

—Al parecer esa cosa me quiere por alguna razón —comentó Mat como sin darle importancia, cuando el viejo terminó y se sentó en la cama con aire exhausto—. Probablemente jugó a los dados conmigo alguna vez que no recuerdo. Ninguno de vosotros tiene que preocuparse, mientras no os metáis entre él y yo. —Esbozó una mueca con intención de hacer una broma de su comentario, pero ninguno de los hombres sonrió—. En cualquier caso, cogeré algo de oro para vosotros por la mañana. Compraréis pasaje en el primer barco que salga para Illian, y os llevaréis a Olver. Y Thom y Juilin pueden acompañaros, si quieren. —En fin. Imaginaba que el husmeador aceptaría—. Y Nerim y Lopin, por supuesto. —Se había acostumbrado a tener dos sirvientes ocupándose de sus cosas, pero en palacio no le harían falta—. Talmanes debe de estar en algún punto cerca de Caemlyn a estas alturas. No creo que tengáis demasiados problemas para encontrarlo. —Cuando se hubiesen ido, se quedaría solo con Tylin. ¡Luz, prefería enfrentarse al gholam otra vez!

Harnan y los otros tres Brazos Rojos intercambiaron miradas; Fergin se rascó la cabeza, como si no acabase de entender. Quizá no lo entendía. El huesudo hombre era un buen soldado —no el mejor, ojo, pero lo bastante bueno—, si bien no tenía muchas luces en cualquier otra cosa que no fuera su profesión.

—Eso no estaría bien —manifestó finalmente Harnan—. Para empezar, lord Talmanes nos desollaría si regresáramos sin vos.

Los otros tres asintieron con la cabeza. Eso sí que Fergin podía entenderlo.

—¿Y tú, Vanin? —preguntó Mat.

—Si aparto al chico de Riselle —contestó el orondo hombre, encogiéndose de hombros—, me destripará como a una trucha en cuanto me quede dormido. Yo lo haría, si estuviese en su lugar. En fin, aquí dispongo de tiempo para leer, y trabajando de herrador no creo que se presentaran muchas oportunidades de hacerlo. —Tal era uno de los oficios itinerantes que según él ejercía. El otro era mozo de cuadra. En realidad, era cuatrero y cazador furtivo, el mejor de dos países y puede que más.

—Estáis todos locos —dijo Mat, fruncido el entrecejo—. Porque esa cosa vaya detrás de mí no significa que no os mate a vosotros si os interponéis en su camino. La oferta sigue abierta, de modo que cualquiera que recupere la sensatez puede marcharse.

—He visto a otros como tú antes —comentó Noal de repente. El encorvado anciano era la imagen del agotamiento y la vejez difícil, pero sus ojos brillaban, penetrantes, al examinar a Mat—. Algunos hombres tienen algo que hace que otros los sigan a donde los guíen. Algunos los conducen a la catástrofe, otros a la gloria. Creo que tu nombre podría aparecer en los libros de historia.

Harnan parecía tan confuso como Fergin. Vanin escupió, se tendió de nuevo en la cama, y abrió el libro.

—Si mi suerte me abandona por completo, es posible —murmuró Mat. Sabía lo que hacía falta para entrar en la historia. Uno podía acabar muerto haciendo esa clase de cosas.

—Será mejor que os adecentéis antes de que ella os vea —intervino inopinadamente Fergin—. Todo ese barro será como meter un abrojo debajo de su silla de montar.

Mat recogió el sombrero bruscamente, con rabia, y salió con aire ofendido, sin añadir palabra. Es decir, salió con todo el aire ofendido que permitía ir caminando cojeando y apoyado en un bastón. Antes de que la puerta se cerrase tras él, oyó que Noal empezaba a contar algo sobre una vez que había navegado en un barco de los Marinos y aprendido a bañarse con agua fría y salada. Al menos, así comenzaba.

Tenía intención de asearse antes de que Tylin lo viera —realmente era su intención—; pero, mientras avanzaba cojeando por los pasillos adornados con floreados tapices ebudarianos, llamados colgaduras estivales debido a la estación que evocaban, cuatro sirvientes de palacio, vestidos con el uniforme verde y blanco, y no menos de sietes doncellas le sugirieron que quizá le convendría bañarse y cambiarse de ropa antes de que la reina lo viera, ofreciéndose a llevarle agua caliente para el baño y un atuendo limpio sin que ella se enterara. No lo sabían todo sobre ellos dos, gracias le fueran dadas a la Luz —sólo Tylin y él conocían los detalles peores— pero aun así lo que sabían ya era jodidamente demasiado. Peor aún: lo aprobaban, hasta el último criado de mierda del puñetero palacio de Tarasin. Por un lado, Tylin era reina y podía hacer lo que le diera la gana, en lo que a ellos concernía. Por otro, había estado muy irritable desde que los seanchan habían tomado la ciudad, y si el hecho de que Mat Cauthon estuviese limpio como los chorros del oro y emperifollado con encajes evitaba que descargara su malhumor con ellos por cualquier nimiedad, ¡entonces le restregarían a fondo las orejas y lo envolverían en encajes como si fuese un regalo de cumpleaños!

—¿Barro? —replicó a una bonita y sonriente doncella que extendió la falda en una reverencia; sus oscuros ojos brillaban, y el profundo escote del corpiño exhibía una generosa porción de un busto que casi rivalizaba con el de Riselle—. ¿Qué barro? ¡Yo no veo barro por ninguna parte!

La doncella se quedó boquiabierta, y se olvidó de incorporarse mientras lo miraba de hito en hito, todavía con la rodilla doblada, cuando Mat se alejó cojeando.

Juilin Sandar casi se dio de bruces con él al girar rápidamente en un recodo del pasillo. El husmeador teariano retrocedió de un salto a la par que mascullaba un juramento ahogado, y su morena tez se tornó gris hasta que vio quién era la persona que casi lo había atropellado. Después murmuró una disculpa e hizo intención de seguir su camino a toda prisa.

—¿Te ha mezclado Thom en sus tonterías, Juilin? —preguntó Mat.

Juilin y Thom compartían un cuarto en las dependencias de la servidumbre, y no había razón para que el husmeador se encontrara en esta zona del palacio. Con aquella chaqueta teariana, larga y con los vuelos rozando la parte alta de las botas, Juilin destacaría entre los criados como un pato en un gallinero. Suroth era estricta en cosas como ésa, más estricta que Tylin. La única razón que se le ocurría a Mat era que Thom o Beslan estuviesen implicados—. No, no te molestes en contestarme. He hecho una oferta a Harnan y a los otros, y también es válida para ti. Si quieres marcharte, te daré dinero para el viaje.

En realidad, Juilin no parecía dispuesto a contestar nada. El husmeador metió los pulgares en el cinturón y sostuvo la mirada de Mat con gesto impasible.

—¿Qué dijeron Harnan y los demás? ¿Y qué es lo que hace Thom para que lo llames tonterías? Éste es un conjunto de tejados por el que se mueve mucho mejor que tú o yo.

Thom era experto en el Juego de las Casas, y le encantaba meter las narices en la política.

—El gholam sigue en Ebou Dar, Juilin. Esa cosa intentó matarme a primera hora de la noche.

Juilin soltó un gruñido como si hubiese recibido un golpe en la boca del estómago, y se pasó la mano por el corto cabello negro.

—Tengo una razón para quedarme un poco más de tiempo —contestó—, a pesar de todo. —Su actitud cambió ligeramente a otra obstinada y defensiva, mezclada con culpabilidad. Que Mat supiera, nunca había demostrado ser mujeriego, pero cuando un hombre adoptaba esa actitud sólo podía significar una cosa.

—Llévala contigo —dijo—. Y si no quiere irse, bueno, seguro que no habrá pasado una hora tras tu vuelta a Tear y ya tendrás una mujer sentada en cada rodilla. Eso es lo bueno con las mujeres, Juilin. Si una dice no, siempre hay otra que dice sí.

Un criado que pasaba presuroso a su lado, cargado con un montón de toallas, se quedó mirando las ropas embarradas de Mat, estupefacto, pero Juilin pensó que la mirada iba dirigida a él y sacó los pulgares del cinturón, intentando adoptar una postura más sumisa. Sin demasiado éxito. Thom dormiría en las dependencias de los criados, pero desde el principio había conseguido de algún modo dar la impresión de que era por su propia elección, una excentricidad, y a nadie le extrañaba verlo en los pisos altos, quizá para entrar sin ser visto en la habitación de Riselle, la que antes había ocupado Mat. Desde el principio, Juilin se había empeñado en dejar claro que era un husmeador —nunca un rastreador— y a mirar directamente a los ojos a tantos noblecillos quisquillosos de tres al cuarto y tantos mercaderes pagados de sí mismos, para demostrar que valía tanto como ellos, que todo el mundo en palacio sabía quién y qué era; y dónde se suponía que debía estar, es decir, en los pisos inferiores.

—Milord es sagaz —dijo en voz demasiado alta, al tiempo que hacía una reverencia brusca y forzada—. Milord sabe todo sobre mujeres. Si milord disculpa a un humilde servidor, he de regresar a mi sitio. —Se volvió para marcharse, todavía hablando en voz alta—. He oído comentar hoy que si milord regresa otra vez con aspecto de que lo hayan arrastrado por la calle, la reina tiene intención de medir las costillas de milord con una vara.

Y aquello fue la gota que colmó el vaso.

Abriendo violentamente las puertas de los aposentos de Tylin, Mat entró en la estancia, lanzó el sombrero por el aire a todo lo ancho de la habitación… Y se paró en seco, boquiabierto, paralizadas en la lengua todas las cosas que pensaba decir. Su sombrero cayó en la alfombra y rodó sin que él viera hacia dónde. Una ráfaga de viento sacudió los tres altos ventanales en arco que daban a una larga balconada con celosías, que se asomaba a Mol Hara.

Tylin se volvió en el sillón en que estaba sentada, un mueble tallado de tal manera que semejaba hecho con bambú dorado, y lo miró fijamente por encima del borde de la copa de oro. Las ondas del negro y lustroso cabello, con toques grises en las sienes, enmarcaban un bello rostro de ojos de ave de presa, y no los de un ave muy complacida en ese momento. Los detalles intrascendentes parecieron saltarle a la vista. Tylin mecía ligeramente la pierna cruzada sobre la otra rodilla, haciendo oscilar las enaguas verdes y blancas. Puntilla de color verde pálido bordeaba el escote oval del vestido, que dejaba a la vista la mitad de su generoso busto, sobre el que colgaba el enjoyado puño de su Cuchillo de Esponsales. No estaba sola. Suroth se hallaba sentada enfrente de ella, mirando ceñuda su copa de vino y tamborileando las largas uñas sobre el brazo del sillón, dos de las cuales estaban pintadas en azul. Era una mujer bastante bonita a despecho de llevar afeitado el cabello salvo aquella larga cresta, pero hacía que Tylin pareciera un asustadizo conejo en comparación. Sentada a su lado había una chiquilla, nada menos, también ataviada con un ropón profusamente floreado sobre la falda plisada blanca, pero con un velo transparente cubriéndole toda la cabeza —¡que parecía afeitada por completo!— y una fortuna en rubíes encima. Aun encontrándose en un momento de conmoción, Mat reparaba en los rubíes y el oro. Otra mujer, esbelta, de tez casi tan oscura como sus ropajes absolutamente negros, y alta aunque hubiese sido una Aiel, se hallaba detrás del sillón de la muchacha con los brazos cruzados en un gesto de impaciencia mal disimulada. Llevaba corto el ondulado y negro cabello, pero no afeitado en ninguna zona, de modo que no pertenecía a la Sangre y tampoco era so’jhin. De una belleza imperiosa, eclipsaba tanto a Suroth como a Tylin. Mat también se fijaba en las mujeres hermosas aun cuando se sintiese como si le hubieran dado un martillazo en la cabeza.

Sin embargo, no fue la presencia de Suroth o de las dos extrañas lo que lo hizo frenarse en seco. Los dados habían dejado de rodar, parándose con el seco estampido de un trueno que retumbó en su cabeza. Eso nunca había ocurrido antes. Se quedó inmóvil, esperando que un Renegado saliese de repente de las llamas de la chimenea de mármol o que la tierra se tragara el palacio bajo sus pies.

—No me estás escuchando, pichón —ronroneó Tylin en un tono peligroso—. He dicho que bajes a las cocinas y comas un pastel hasta que tenga tiempo para ti. Y aprovecha para tomar un baño. —Sus oscuros ojos centellearon—. Hablaremos de ese barro después.

Aturdido, Mat repasó todo de nuevo; había entrado en la sala, los dados se habían parado, y… No había ocurrido nada. ¡Nada!

—Este hombre ha sido agredido —dijo la menuda figura cubierta con el velo mientras se ponía de pie. Su voz se tornó fría como el viento del exterior—. ¡Me dijiste que las calles eran seguras, Suroth! Estoy muy contrariada.

¡Algo tenía que ocurrir! ¡Ya tendría que haber ocurrido! Siempre ocurría algo cuando los dados se paraban.

—Os aseguro, Tuon, que las calles de Ebou Dar son tan seguras como las de la propia Seandar —contestó Suroth, y su tono sacó a Mat del estupor. Sonaba… inquieto. Suroth hacía que otros se sintieran inquietos, no al contrario.

Un esbelto y grácil joven, cubierto con un ropaje casi transparente de da’covale, apareció junto a Suroth con una alta jarra de porcelana azul, inclinó la cabeza y ofreció en silencio servirle más vino. Y aquello hizo que Mat sufriese otro sobresalto. No se había percatado de que hubiese alguien más en la sala. El hombre rubio con su ropa indecente tampoco era el único. Una mujer delgada pero provista de bonitas redondeces, luciendo el mismo tipo de vestidura transparente, se encontraba arrodillada junto a una mesa en la que había botellas de licores aromáticos y más jarras de porcelana de los Marinos, así como un pequeño brasero de bronce sobredorado, con los atizadores necesarios para calentar el vino, en tanto que una canosa criada de mirada nerviosa, vestida con el uniforme verde y blanco de la casa Mitsobar se situaba al otro extremo. Y en un rincón, tan inmóvil que Mat casi la pasó por alto, había otra seanchan, una mujer baja con la mitad del dorado cabello afeitado y un busto que habría superado en esplendidez al de Riselle si su vestido de franjas rojas y amarillas no le hubiese cubierto el cuello hasta la barbilla. Tampoco es que Mat tuviese verdaderas ganas de descubrirlo. Los seanchan eran muy quisquillosos respecto a sus so’jhin. Y Tylin lo era respecto a cualquier mujer. No había habido una criada más joven que su abuela en sus aposentos desde que fue capaz de levantarse de la cama.

Suroth miró al grácil joven como si se preguntara qué era; después sacudió la cabeza sin pronunciar palabra y volvió de nuevo su atención a la muchachita, Tuon, que despidió al joven con un ademán. La criada de uniforme se adelantó presurosa para cogerle la jarra de las manos e intentar servir otra copa a Tylin, pero la reina hizo un levísimo gesto que la envió de vuelta a su lugar en la pared. Tylin estaba sentada muy, muy quieta. No era de extrañar que quisiera evitar darse por enterada de que la tal Tuon asustaba a Suroth, cosa que resultaba evidente.

—Estoy contrariada, Suroth —repitió la muchacha, que miraba con gesto severo y ceñudo a la otra mujer. Incluso de pie, no era mucho más alta que la Augusta Señora, sentada en su silla. Mat supuso que también era otra Augusta Señora, sólo que más «augusta» que Suroth—. Has recobrado mucho, y eso complacerá a la emperatriz, así viva para siempre, pero tu mal planteado ataque al este fue un desastre que no puede repetirse. Y si las calles de esta ciudad son seguras, ¿cómo es que él ha sido agredido?

Los nudillos de Suroth se habían puesto blancos de tanto apretar las manos sobre los brazos del sillón y alrededor de la copa de vino. Lanzó una mirada iracunda a Tylin como si el rapapolvo fuera culpa suya, y la reina le dedicó una sonrisa de disculpa e inclinó la cabeza. ¡Oh, rayos y centellas, iba hacerle pagar por eso!

—Me caí, eso fue todo. —A juzgar por el modo en que todas las cabezas giraron hacia él, habríase dicho que su voz era el estampido de un fuego de artificio. Suroth y Tuon parecían conmocionadas porque hubiese hablado. Tylin lo fulminó con la mirada—. Miladys —añadió Mat, pero eso no pareció mejorar nada las cosas.

La mujer alta alargó la mano de repente y cogió la copa de Tuon con brusquedad, para a continuación arrojarla al fuego. Una lluvia de chispas ascendió por la chimenea. La criada se movió como si quisiera recoger la copa antes de que se estropease más, pero se inmovilizó ante el roce de la so’jhin.

—Estás actuando como una necia, Tuon —dijo la mujer alta, y su voz hizo que la severidad de la muchacha pareciera una broma. El acento de los seanchan, arrastrando las vocales, parecía casi ausente en su voz—. Suroth tiene la situación aquí bajo control. Lo que ocurrió en el este puede suceder en cualquier batalla. Debes dejar de perder tiempo en estúpidas nimiedades.

Suroth la miró boquiabierta por la sorpresa durante un instante antes de recobrar la máscara impasible. También Mat abrió un tanto la boca. ¡Si uno utilizaba ese tono con alguien de la Sangre, era afortunado si salía de ello con una visita al poste de flagelación! Pero lo realmente increíble fue que Tuon inclinó levemente la cabeza.

—Tal vez tengas razón, Anath —contestó con calma, e incluso con un dejo de deferencia—. El tiempo y los augurios lo dirán. Pero resulta obvio que el joven miente. Quizá tema la ira de Tylin, pero sus heridas son evidentemente más graves de lo que justificaría una caída, a menos que haya acantilados en la ciudad que no he visto.

Así que temía la ira de Tylin, ¿no? Bueno, a decir verdad, sí, un poco. Sólo un poco, ojo. Pero no le gustaba que se lo recordaran. Apoyado en el alto bastón intentó ponerse en una posición cómoda. Al menos podían pedirle que se sentara.

—Fui herido el día en que vuestros chicos tomaron la ciudad —dijo con su más descarada sonrisa—. Los vuestros no dejaban de lanzar rayos y bolas de fuego como locos. Sin embargo, ya casi estoy curado, gracias por preguntar.

Tylin hundió la cara en la copa, y aun así se las ingenió para asestarle una mirada por encima del borde que prometía represalias más tarde.

Tuon cruzó la alfombra hacia él en medio del frufrú de su falda. El oscuro semblante tras el traslúcido velo podría haber sido bonito, sin la expresión de un juez pronunciando la sentencia de muerte. Y con una buena mata de pelo, en lugar de un cráneo pelado. Tenía unos ojos grandes y brillantes, pero absolutamente impersonales. Todas las largas uñas estaban pintadas de un intenso color rojo, advirtió Mat. Se preguntó si aquello significaría algo. Luz, un hombre podría vivir con lujo durante años por el precio de aquellos rubíes.

Ella alzó una mano y posó las puntas de los dedos bajo la barbilla de Mat, que hizo intención de echarse hacia atrás; hasta que Tylin le lanzó una mirada feroz por encima de la cabeza de Tuon, prometiendo represalias en ese mismo instante si hacía tal cosa. Fruncido el ceño, dejó que la chica le levantara la cabeza para examinarlo.

—¿Luchaste contra nosotros? —demandó ésta—. ¿Has prestado los juramentos?

—Los he prestado —murmuró él—. En cuanto a lo primero, no tuve opción.

—Así que habrías luchado —comentó la chica, que empezó a girar lentamente a su alrededor, continuando el examen, tocando la puntilla de los puños, el pañuelo de seda negra atado al cuello, alzando el borde de la chaqueta para estudiar el bordado. Mat lo aguantó, rehusando cambiar de postura, y con una mirada feroz que igualaba a la de Tylin. ¡Luz, él había comprado caballos sin un examen tan a fondo! ¡Lo próximo que querría sería mirarle los dientes!

—El muchacho te dijo cómo resultó herido —intervino Anath en un tono gélido e imperativo—. Si lo quieres, entonces cómpralo y acaba de una vez. Ha sido un día muy largo y deberías estar en la cama.

Tuon se detuvo, observando el gran sello que lucía Mat en un dedo. La joya había sido cincelada como una pieza de ensayo, para demostrar la habilidad del orfebre, y representaba un zorro corriendo y dos cuervos en vuelo, todos rodeados por lunas crecientes; Mat lo había comprado por casualidad, aunque había acabado gustándole. Se preguntó si la chica lo querría. Ésta se irguió y alzó la vista hacia su rostro.

—Buen consejo, Anath —dijo—. ¿Cuánto pides por él, Tylin? Si es un favorito, di tu precio y lo doblaré.

Tylin se atragantó con el vino y empezó a toser. Mat casi se cayó al suelo. ¿Que la chica quería comprarlo? En fin, lo cierto es que podría estar mirando a un caballo a juzgar por su expresión.

—Es un hombre libre, Augusta Señora —manifestó, vacilante, Tylin cuando fue capaz de hablar—. Yo… Yo no puedo venderlo.

Mat se habría echado a reír si las palabras de Tylin no hubiesen sonado como si la mujer intentara evitar que los dientes le castañetearan, o si la jodida Tuon no hubiese acabado de preguntar cuánto costaba. ¡Un hombre libre! Ja.

La chica le dio la espalda como si lo desechara de su pensamiento.

—Estás asustada, Tylin. Y, por la Luz, no deberías estarlo. —Se deslizó hacia el asiento de la reina, alzó el velo con las dos manos de manera que dejó descubierta la mitad inferior del rostro, y se inclinó para besarla, en ambos ojos y luego en los labios. Tylin parecía estupefacta—. Eres una hermana para mí, y para Suroth —continuó Tuon en un tono sorprendentemente dulce—. Yo misma escribiré tu nombre como una de la Sangre. Serás la Augusta Señora Tylin así como reina de Altara, y más, como se te prometió.

Anath resopló de manera audible. Muy fuerte.

—Sí, Anath, lo sé —murmuró la chica mientras se enderezaba y dejaba caer el velo—. El día ha sido largo y arduo, y estoy cansada. Pero mostraré a Tylin qué tierras se tienen pensadas para ella, para que así lo sepa y se tranquilice. En mis habitaciones hay mapas, Tylin. ¿Querrás honrarme con tu compañía allí? Tengo unos masajistas excelentes.

—El honor será mío —respondió Tylin con una voz que no sonaba mucho más firme que antes.

A un gesto de la so’jhin, el hombre rubio corrió a la puerta y la sostuvo abierta, arrodillado, pero todavía quedaba todo el proceso de alisar y ajustar las ropas que las mujeres hacían antes de dirigirse a cualquier parte, ya fuesen seanchan, altaranesas o de cualquier otro lugar. Sin embargo, la da’covale pelirroja fue la que se encargó de hacer tal cosa para Tuon y Suroth. Mat aprovechó la oportunidad para apartar un poco a Tylin, lo suficiente para que no lo oyeran. Se dio cuenta de que los azules ojos de la so’jhin no dejaban de volverse hacia él una y otra vez, pero al menos Tuon, que aceptaba las atenciones de la esbelta da’covale, parecía haberse olvidado de que existía.

—No me caí simplemente —le susurró a la reina—. El gholam intentó matarme no hace mucho más de una hora. Sería mejor que me marchara. Esa cosa me quiere muerto, y también matará a cualquiera que esté cerca de mí. —El plan se le acababa de ocurrir, pero le pareció que había posibilidades de que tuviera éxito.

Tylin aspiró por la nariz con desdén.

—Él… Eso, no te tendrá, lechoncito. —Dirigió una mirada a Tuon que, de haberla visto ésta, podría haber hecho olvidar la idea de que la reina fuera una hermana—. Y tampoco ella. —Al menos tuvo el sentido común de hablar en susurros.

—¿Quién es? —preguntó Mat. Bueno, en realidad el plan sólo había tenido una posibilidad de que funcionara.

—La Augusta Señora Tuon, y ya sabes tanto como yo —contestó Tylin, hablando en voz baja—. Suroth salta cuando ella habla, y ella salta cuando habla Anath, aunque casi juraría que la tal Anath es una especie de criada. Son gentes muy peculiares, cielito. —De repente rascó un poco de barro de su mejilla con el dedo; Mat no se había dado cuenta de que también tenía la cara manchada de barro. De pronto la expresión de águila asomó intensamente a los ojos de la mujer—. ¿Recuerdas las cintas de color rosa, ricura? Cuando regrese, comprobaré cómo te sienta ese color.

Salió de la sala con Tuon y Suroth, seguida por Anath, la so’jhin y los da’covale, dejando a Mat con la criada canosa, que empezó a recoger la mesa de las bebidas. Él se hundió en uno de los sillones tallados a semejanza de bambú y apoyó la cabeza en las manos.

En cualquier otro momento, esas cintas rosas lo habrían hecho farfullar. Nunca habría debido intentar irritarla. Ni siquiera el gholam ocupaba mucho sus pensamientos. Los dados habían parado de rodar y… ¿Qué? Había estado cara a cara, o casi, con tres personas que no conocía, pero no podía ser eso. Quizá tenía algo que ver con el hecho de que Tylin se convirtiera en una de la Sangre. Pero, hasta el momento, cuando los dados se paraban, siempre le había pasado algo, personalmente.

Se quedó sentado allí dándole vueltas al asunto mientras la criada llamaba a otras para que se llevasen todo; siguió sentado hasta que Tylin regresó. La mujer no había olvidado las cintas rosas, y aquello consiguió que Mat se olvidara de todo lo demás durante mucho, mucho tiempo.

18

Una oferta

Los días posteriores al intento del gholam de matarlo entraron en una rutinaria sucesión repetitiva que irritaba sobremanera a Mat. El cielo gris no cambiaba nunca, salvo para descargar lluvia o no. Por las calles se hablaba de un hombre al que había matado un lobo, no muy lejos de la ciudad, desgarrándole la garganta. Nadie sentía preocupación, sólo curiosidad, ya que no se habían visto lobos en los alrededor de Ebou Dar desde hacía años. A Mat sí le preocupaba. La gente de ciudad podría pensar que un lobo no se acercaría a las murallas de una ciudad así, sin más, pero él sabía de lo que se trataba: el gholam no se había marchado. Harnan y los otros Brazos Rojos se obstinaban en no abandonar la ciudad, afirmando que podían cubrirle la espalda, y Vanin se negaba a dar explicaciones, a menos que el comentario entre dientes de que Mat tenía buen ojo para los caballos veloces pudiera considerarse como tal; aunque escupió después de decirlo. Riselle, cuya tez olivácea era lo bastante bonita para provocar que un hombre tragase saliva, y la expresión de sus oscuros ojos lo bastante avisada para dejarle la boca seca, le preguntó la edad de Olver. Cuando él contestó que casi diez años, pareció sorprenderse y se dio golpecitos en los turgentes labios pensativamente; pero, si la mujer cambió algo en las lecciones del chico, éste siguió saliendo de ellas parloteando sobre su busto y los libros que le había leído. Mat creía que Olver casi habría renunciado a las partidas nocturnas de Serpiente y Zorros por Riselle y los libros. Y, cuando el chico salía corriendo de los aposentos que antes habían sido suyos, a menudo Thom entraba con su arpa debajo el brazo. Aquello bastaba para que Mat rechinara los dientes, sólo que eso no era nada en realidad.

Thom y Beslan salían juntos a menudo, sin invitarlo, y se pasaban fuera la mitad del día o la mitad de la noche. Ninguno volvió a hacer mención de sus intrigas, si bien Thom tuvo la decencia de aparentar sentirse violento. Mat confiaba en que no fueran a provocar que matasen a gente para nada, pero ellos no demostraban mucho interés por sus opiniones. El gesto de Beslan se tornaba iracundo en cuanto veía a Mat. Juilin siguió subiendo a los pisos altos y lo sorprendió Suroth, y por ello lo azotaron con un cinturón, colgado por las muñecas de los postes de una cuadra en los establos. Mat vio los verdugones mientras lo curaba Vanin —éste afirmaba que tratar a hombres era igual que tratar caballos—, y le advirtió que podía ser peor la próxima vez, pero el muy necio volvía de nuevo a los pisos altos esa misma noche, todavía encogiéndose de dolor por el roce de la camisa en la espalda. Tenía que tratarse de una mujer, aunque el husmeador se negaba a decir nada. Mat sospechaba que era una de las nobles seanchan. Si hubiese sido una criada de palacio podría haberla recibido en su propio cuarto, ya que Thom pasaba tanto tiempo fuera.

Ni Suroth ni Tuon, eso seguro, pero ellas no eran las únicas de la Alta Sangre que había en palacio. La mayoría de los nobles seanchan alquilaban habitaciones o, más a menudo, casas enteras, en la ciudad, pero varios habían ido a palacio con Suroth y también un puñado de ellos con la chica. Más de una de las mujeres parecía una agradable «brazada» a pesar de las cabezas afeitadas salvo las crestas y su modo de mirar arrogante a todo el mundo que no llevaba afeitadas las sienes. Es decir, si es que les prestaban más atención que a un mueble. Y, si parecía imposible que una de esas altivas mujeres dedicara más que una mirada de pasada a un hombre que dormía en las dependencias de los criados… en fin, la Luz sabía que las mujeres tenían gustos peculiares respecto a los hombres. No le quedaba más opción que dejar a Juilin solo en aquello. Fuese quien fuese la mujer, todavía podía hacer que el husmeador acabara con la cabeza cortada, pero esa clase de fiebre tenía que consumirse por sí misma antes de que un hombre pudiera pensar claramente. Las mujeres hacían cosas raras con las mentes de los hombres.

Los barcos recién llegados seguían regurgitando gente, animales y carga durante días y días, en tales cantidades que las inmensas murallas habrían reventado si se hubiesen quedado todos, pero atravesaban la ciudad y salían a campo abierto, con sus familias, sus herramientas y su ganado, preparados para echar raíces. También pasaban miles de soldados, infantería bien organizada y caballería de jinetes con el aire experimentado de los veteranos, y se dirigían hacia el norte en sus armaduras de llamativos colores, y al este a través del río. Mat renunció a contarlos. A veces veía criaturas extrañas, aunque a la mayoría de esos animales los descargaban por encima de la ciudad para evitar las calles. Torm semejantes a grandes felinos con tres ojos y escamas bronceadas, cuya mera presencia provocaba que casi todos los caballos que había cerca se espantaran; corlm de la talla de un hombre con apariencia de aves peludas y sin alas, las altas orejas agitándose sin cesar y los largos picos aparentemente ansiosos de desgarrar carne; s’redit inmensos, con largos hocicos y colmillos aún más largos. Los raken y los más corpulentos to’raken que volaban desde su campo de aterrizaje, por debajo del Rahad, eran inmensos lagartos con alas semejantes a las de los murciélagos y llevaban hombres a la espalda. Los nombres eran fáciles de aprender; cualquier soldado seanchan estaba deseoso de hablar sobre la necesidad de exploradores montados en raken y la destreza de los corlm para seguir rastros, o si los s’redit servían para algo más que transportar cargas pesadas y los torm eran demasiado inteligentes para confiar en ellos. Mat se enteró de muchas cosas interesantes a través de hombres que querían lo que casi cualquier soldado; es decir, un trago, una mujer o un rato de juego, no necesariamente en ese orden. Aquellos soldados eran realmente veteranos. Seanchan era un imperio más grande que el conjunto de naciones comprendidas entre el Océano Aricio y la Columna Vertebral del Mundo, todo él bajo el mandato de una emperatriz, pero con una historia de rebeliones casi constantes que mantenían afinada la destreza de sus soldados. A los granjeros sería más difícil expulsarlos.

No todos los soldados se marchaban, por supuesto, sino que se había quedado una numerosa guarnición que, además de estar compuesta por seanchan contaba con lanceros taraboneses velados con acero y piqueros amadicienses con los petos pintados a semejanza de las armaduras seanchan. Había asimismo altaraneses, además de los soldados de la casa de Tylin. Según los seanchan, los altaraneses de tierra adentro —con franjas que cruzaban en zigzag los petos— pertenecían a la casa de Tylin tanto como los que guardaban el palacio de Tarasin, lo que, cosa curiosa, no parecía complacer a la reina. Y tampoco mucho a los tipos de la parte interior del país. Ellos y los hombres uniformados con los colores verde y blanco de la casa Mitsobar se observaban como gatos callejeros desconocidos que estuviesen encerrados en un cuarto pequeño. Había muchas miradas hoscas, entre taraboneses y amadicienses, amadicienses y altaraneses, y a la inversa, enemistades que venían de lejos y que salían a la superficie, pero nadie llegaba más allá de agitar puños o pronunciar unas cuantas maldiciones. Quinientos hombres de la Guardia de la Muerte habían bajado de los barcos y, por alguna razón, se habían quedado en Ebou Dar. Los delitos que habitualmente se esperaba que se dieran en una ciudad populosa habían descendido de forma llamativa bajo el mando de los seanchan, pero la Guardia patrullaba por las calles como si esperara que del pavimento brotaban cortabolsas, matones y puede que hasta bandas de asaltantes armados de los pies a la cabeza. Los altaraneses, los amadicienses y los taraboneses mantenían la agresividad bajo control. Sólo un necio discutiría con los Guardias de la Muerte; al menos, más de una vez. Y también otro contingente de la Guardia había sentado sus reales en la ciudad: un centenar de Ogier —quién lo hubiera pensado— con uniformes rojos y negros. A veces patrullaban las calles con los otros, y a veces deambulaban por ahí con las hachas de largos mangos echadas al hombro. No se parecían en absoluto a Loial, el amigo de Mat. Oh, sí, tenían la misma nariz ancha y las orejas copetudas y largas cejas que les caían hasta las mejillas por los lados de unos ojos grandes como tazas, pero los Jardineros lo miraban a uno como si se preguntaran si no haría falta arrancarle unos cuantos miembros. Nadie era lo bastante estúpido para discutir con los Jardineros ni siquiera una primera vez.

Los seanchan salían a raudales de Ebou Dar, y otros recién llegados entraban a raudales. Aunque tuvieran que dormir en áticos, los mercaderes se pavoneaban en los salones de las posadas, fumando sus pipas, y contaban lo que sabían que el resto ignoraba. Siempre y cuando contarlo no afectara a sus ganancias. A los guardias de los mercaderes les importaban poco las ganancias de las que no se llevaban parte, de modo que lo contaban todo, algo de lo cual era verdad. Los marineros compartían historias con cualquiera que los invitara a una jarra de cerveza o, mejor aún, a vino caliente con especias; y, cuando habían bebido lo suficiente, soltaban la lengua más todavía sobre puertos que habían visitado y sucesos que habían presenciado, y probablemente de los sueños que habían tenido después de la última vez que sus cerebros estuvieron embotados con alcohol. Aun así, era obvio que el mundo fuera de Ebou Dar se agitaba como el Mar de las Tormentas. Historias sobre Aiel saqueando y quemando llegaban de todas partes, así como de ejércitos en marcha además del seanchan, vistos en Tear y Murandy, en Arad Doman y en Andor, en Amadicia, que todavía no se encontraba por completo en poder de los seanchan, y docenas de grupos armados, demasiado pequeños para llamarlos ejércitos, en el corazón de la propia Altara. Salvo en lo que se refería a los hombres de Altara y Amadicia, nadie parecía estar realmente seguro de con quién se proponían luchar, y existían ciertas dudas sobre Altara. Los altaraneses eran de los que aprovechaban el desorden y los problemas para intentar vengarse de ofensas de sus vecinos.

Sin embargo, las noticias que impresionaban más a la ciudad eran sobre Rand. Mat hacía lo posible para no pensar en él ni en Perrin, pero resultaba difícil evitar el remolino de colores dentro de su cabeza cuando el Dragón Renacido se encontraba en boca de todos. Unos decían que si el Dragón Renacido había muerto, asesinado por Aes Sedai, por la Torre Blanca al completo que se había lanzado sobre él en Cairhien, o quizás había sido en Illian, o en Tear. No, lo habían raptado, y lo tenían prisionero en la Torre Blanca. No, él había ido voluntariamente a la Torre Blanca y había jurado fidelidad a la Sede Amyrlin. Esto último cobró crédito debido a que varios hombres afirmaban haber visto una proclamación, firmada por Elaida en persona, que anunciaba tal cosa. Mat albergaba sus dudas, al menos en lo tocante a que Rand hubiese muerto o hubiese jurado lealtad. Por alguna extraña razón, tenía el convencimiento de que lo sabría si Rand hubiera perecido; y, en cuanto a lo otro, no creía que su amigo se hubiese acercado voluntariamente a menos de doscientos kilómetros de Tar Valon. Ni que fuese el Dragón Renacido ni que no, debía de tener más sentido común que eso.

Esas noticias —con todas sus versiones— alborotaban a los seanchan del mismo modo que lo haría un palo hurgando un hormiguero. Oficiales de alto rango recorrían los pasillos del palacio de Tarasin a todas horas, de día o de noche, con sus extraños yelmos de plumas debajo del brazo, las botas repicando en las baldosas, el gesto severo. De Ebou Dar partían correos a caballo y en to’raken. Sul’dam y damane empezaron a patrullar las calles en lugar de quedarse a las puertas de la ciudad, de nuevo a la caza de mujeres que pudieran encauzar. Mat evitaba a los oficiales y saludaba con una cortés inclinación de cabeza a las sul’dam cuando se cruzaba con alguna en la calle. Fuera cual fuera la situación de Rand, él no podía hacer nada al respecto estando en Ebou Dar. Lo primero era salir de allí.

A la mañana siguiente al ataque del gholam, Mat quemó en la chimenea hasta la última de las largas cintas de color rosa —todo el puñetero montón— tan pronto como Tylin abandonó los aposentos. También quemó la chaqueta rosa que había encargado hacer para él, junto con dos pares de polainas y una capa del mismo color. La peste a paño y seda quemados llenó la habitación, y Mat abrió algunas ventanas para que saliera, pero en realidad no le importaba. Sintió un gran alivio al ponerse los pantalones de color azul brillante y la chaqueta verde bordada, así como la capa azul espantosamente cargada de adornos. Ni siquiera ese montón de encaje le molestó. Al menos nada era rosa. ¡No quería volver a ver jamás nada de ese color en particular!

Se encasquetó el sombrero y salió como una tromba del palacio de Tarasin con la renovada determinación de encontrar el cuchitril donde almacenar lo que necesitaba para la huida, aunque para ello tuviera que visitar diez veces todas las tabernas, posadas y tugurios de marineros de la ciudad. Hasta los locales del Rahad. ¡Y un centenar de veces! Gaviotas grises y picotijeras de alas negras se arremolinaban en un cielo plomizo que prometía más lluvia; el helado viento, que llevaba consigo el penetrante olor a sal, soplaba a rachas por Mol Hara agitando las capas de los viandantes. Mat pisaba el empedrado como si se propusiera romper cada adoquín. Luz, si fuera necesario, se marcharía con Luca con lo que llevase puesto. ¡Quizá Luca le permitiría trabajar como bufón! Ese hombre insistiría en que lo hiciera, seguramente. Al menos así se encontraría cerca de Aludra y de sus secretos.

Recorrió todo el ancho de la plaza antes de darse cuenta de que se encontraba delante de un ancho edificio blanco que conocía muy bien. El letrero que colgaba encima de la puerta en arco anunciaba La Mujer Errante. Un tipo alto, con armadura roja y negra, salió del local con el yelmo de tres finas plumas negras debajo del brazo, y se quedó esperando a que le llevaran su caballo. Era un hombre de rostro campechano, con pinceladas grises en las sienes; no miró hacia Mat, y éste evitó mirarlo a él. Por agradable que fuera su aspecto exteriormente, era un Guardia de la Muerte, y además un oficial general. La Mujer Errante, tan cercana a palacio, tenía alquiladas todas las habitaciones a altos cargos seanchan, y por esa razón Mat no había vuelto desde que pudo caminar de nuevo. Los soldados rasos seanchan no eran tan malos tipos, bien dispuestos a jugar durante media noche e invitar a una ronda cuando les llegaba su turno, pero los oficiales de alto rango podían ser también nobles. Con todo, tenía que empezar por alguna parte.

El salón seguía casi como lo recordaba, el alto techo y las lámparas bien alumbradas en todas las paredes a pesar de lo temprano de la hora. Sólidos postigos cubrían las altas ventanas en arco ahora para conservar el calor, y sendos fuegos crepitaban en las dos largas chimeneas. Una tenue nube del humo de las pipas flotaba en el aire, y también el olor de buena comida procedente de la cocina. Dos mujeres con flautas y un tipo con un tambor entre las rodillas tocaban una melodía ebudariana, de timbre penetrante y ritmo vivo que Mat llevó moviendo la cabeza. No se diferenciaba mucho de cuando él se había alojado allí, considerando la situación. Pero ahora todas las sillas estaban ocupadas por seanchan, algunos con armadura y otros con capas bordadas, que bebían, charlaban y estudiaban mapas extendidos sobre las mesas. Una mujer canosa, con la llama de una der’sul’dam bordada en el hombro, parecía estar presentando un informe en una de las mesas, y en otra una delgada sul’dam, con una carirredonda damane pegada a sus talones, parecía que recibía órdenes. Varios seanchan llevaban la cabeza afeitada en los lados y la parte posterior, de manera que daba la impresión de que llevaban cuencos, y el cabello restante en la parte trasera les caía como una ancha cola que llegaba hasta los hombros a los hombres y a menudo hasta la cintura a las mujeres. Aquéllos eran simples lores o ladys, no Alta Sangre ni Alto nada, pero eso poco importaba. Un lord era un lord y, además, los hombres y mujeres que iban a buscar a una camarera para que sirviese más bebidas tenían el mismo aire desdeñoso que los propios oficiales, lo que significaba que la gente para la que servían tenía rango suficiente para buscar problemas a un hombre. Algunos repararon en él y fruncieron el entrecejo, y faltó poco para que Mat se marchara.

Entonces vio a la posadera bajando la escalera sin barandilla, al fondo de la sala, una mujer majestuosa de ojos avellana, grandes aros de oro en las orejas y algunas hebras grises en el cabello. Setalle Anan no era ebudariana, y Mat sospechaba que ni siquiera era altaranesa, pero lucía el Cuchillo de Esponsales, colgando con el puño hacia abajo de un collar de plata y sobre el profundo y estrecho escote, así como un cuchillo de hoja curva en el cinturón. La mujer sabía que Mat era supuestamente un lord, pero él no estaba muy seguro de hasta qué punto lo creía ya o de qué serviría si Setalle todavía se tragaba ese cuento. En cualquier caso, la mujer lo vio en el mismo momento y esbozó una sonrisa amistosa de bienvenida que embelleció más aún su cara. Ya no quedaba otra opción que seguir adelante y saludarla y preguntarle por su salud, aunque no demasiado exageradamente. Su musculoso marido era capitán de barco pesquero, con más cicatrices de duelos de las que a Mat le gustaba recordar. Enseguida Setalle preguntó por Nynaeve y Elayne, y, para sorpresa de Mat, si él sabía algo sobre las Allegadas. Ignoraba que la mujer conociera siquiera su existencia.

—Se marcharon con Nynaeve y Elayne —susurró, manteniendo en alto la guardia para asegurarse de que ningún seanchan les prestaba atención. No tenía intención de explayarse, pero la idea de hablar sobre las Allegadas donde los seanchan podían oírlo le ponía de punta el pelo de la nuca—. Que yo sepa, están todas a salvo.

—Bien. Me dolería que a cualquiera de ellas le hubiesen puesto el collar.

¡La muy necia ni siquiera bajó el tono de voz!

—Sí, es estupendo —murmuró, y enseguida pasó a exponer lo que necesitaba, antes de que Setalle pudiese empezar a gritar lo feliz que se sentía de que unas mujeres que encauzaban se hubieran escapado de los seanchan. A él también le alegraba, claro, pero no tanto como para acabar encadenado por su alegría.

La posadera sacudió la cabeza, se sentó en la escalera y apoyó las manos en las rodillas. La falda verde oscuro, recogida con puntadas en el costado izquierdo, dejaba a la vista las enaguas. En verdad los ebudarianos parecían dejar en pañales a los gitanos a la hora de elegir colores. El murmullo de voces seanchan se sumaba a la música chillona y ambos sonidos los envolvían a los dos; Setalle se quedó sentada, mirándolo seriamente.

—No conocéis nuestras costumbres, ése es el problema —dijo—. Los galanes y galanas son una costumbre antigua y honrosa en Altara. Muchos jóvenes, chicos y chicas, deciden echar una cana al aire de ese modo antes de sentar cabeza, y reciben mimos y regalos a raudales. Pero, veréis, cualquiera de ellos se marcha cuando quiere. Tylin no debería trataros como he oído que hace —añadió diplomáticamente—. He de admitir que os viste muy bien. —Hizo un movimiento giratorio con la mano—. Sostened alto la capa y dad una vuelta para que os vea mejor.

Mat aspiró profundamente, para tranquilizarse. Y después respiró hondo tres veces más. La rojez de su cara se debía a la rabia, nada de sonrojo. ¡Por supuesto que no! Luz, ¿es que lo sabía toda la ciudad?

—¿Tenéis o no un hueco donde pueda guardar cosas? —demandó con voz estrangulada.

Resultó que sí lo tenía. Podía utilizar un anaquel de la bodega, que según ella permanecía seca todo el año, y estaba el pequeño agujero bajo la losa de la cocina en el que antes había guardado el cofre de oro. El precio del alquiler resultó ser que sostuviera la capa en alto y diera una vuelta para que la posadera pudiera verlo mejor. ¡La mujer sonrió como una gata! Una seanchan, una mujer cuyo rostro recordaba un ave rapaz y que llevaba armadura roja y azul, disfrutó tanto del espectáculo que le arrojó una gruesa moneda de plata en la que aparecían extrañas grabaciones, el semblante adusto de una mujer en una de las caras y una especie de pesada cadena en la otra.

Con todo, tenía un sitio donde guardar ropas y dinero, y una vez que regresó al palacio, a los aposentos de Tylin, descubrió que por fin también tenía ropas que guardar.

—Me temo que los trajes de milord se encuentran en un estado lamentable —anunció lúgubremente Nerim, pero el delgado y canoso cairhienino habría utilizado el mismo tono gemebundo para anunciar un regalo de un saco de gotas de fuego. Su alargada cara exhibía un perpetuo gesto de duelo. No obstante, mantenía vigilada la puerta en prevención de un inesperado regreso de Tylin—. Todo está muy sucio, y me temo que el moho ha estropeado varias de las mejores chaquetas de milord.

—Estaba todo en un armario, con los juguetes de la infancia del príncipe, milord —comentó, riéndose, Lopin al tiempo que tiraba de las solapas de una chaqueta oscura, semejante a la de Juilin. El hombre calvo era el reverso de Nerim, fornido en lugar de huesudo, la tez oscura en lugar de pálida, su orondo vientre siempre sacudido por la risa. Durante un tiempo, tras la muerte de Nalesean, había dado la impresión de que se proponía competir en suspiros con Nerim a juzgar por el modo en que lo hacía con todo lo demás, pero con el correr de las semanas había vuelto a ser él mismo. Es decir, siempre y cuando no se nombrase a su anterior señor—. Pero están polvorientas, milord. Dudo que nadie haya hurgado en ese armario desde que el príncipe guardó sus soldaditos.

Sintiendo que su suerte volvía a cobrar fuerza finalmente, Mat les dijo que empezaran a trasladar sus ropas a La Mujer Errante, sólo unas cuantas prendas a la vez, así como un bolsillo lleno de oro en cada viaje. Su lanza de astil negro, apoyada en un rincón del dormitorio de Tylin, junto con su arco desencordado de Dos Ríos, tendrían que esperar hasta el final. Sacarlos resultaría seguramente tan difícil como salir él. Siempre podría hacerse otro arco, pero no iba a abandonar la ashandarei.

«Pagué un precio demasiado alto por esa jodida arma para dejarla», pensó al tiempo que se toqueteaba la cicatriz oculta debajo del pañuelo atado al cuello. Una de las primeras, entre otras muchas; demasiadas. Luz, sería agradable pensar que tenía algo más que esperar que cicatrices y batallas que no deseaba. Y una esposa que no quería o que ni siquiera conocía. Tenía que haber algo más. Lo primero, sin embargo, era salir de Ebou Dar con el pellejo intacto. Eso, por encima de todo, era lo primero.

Lopin y Nerim saludaron con una reverencia antes de abandonar la habitación, con el equivalente de dos bolsas de oro repartido por sus ropas a fin de que no se notase ningún bulto. Empero, no bien se habían marchado cuando Tylin apareció queriendo saber por qué sus ayudantes de cámara corrían por los pasillos como si estuviesen haciendo una competición. Si Mat se hubiera sentido inclinado al suicidio le habría contestado que corrían para ver quién era el primero en llegar a la posada con el oro, o quizá simplemente el primero en empezar a limpiar sus ropas de antes. En cambio se dedicó a desviar la atención de Tylin, y no pasó mucho tiempo antes de que aquello ahuyentara cualquier otra idea de su mente, excepto un atisbo de que su suerte había empezado finalmente a dar beneficios aparte de hacerlo en el juego. Para que su fortuna fuese completa sólo hacía falta que Aludra le diese lo que quería antes de que él se marchara. Tylin se concentraba en lo que estaba haciendo, y durante un tiempo Mat se olvidó de fuegos de artificio, de Aludra y de escapar. Durante un tiempo.

Tras una corta búsqueda por la ciudad, encontró finalmente a un fundidor de campanas. En Ebou Dar había bastantes fabricantes de gongs, pero sólo un fundidor de campanas, un tipo cadavérico e impaciente, bañado en sudor por el calor procedente del enorme horno de hierro. El bochornoso y alargado local de la fundición podría haber pasado por una sala de tortura. De las vigas colgaban cadenas, y del horno brotaban repentinas llamaradas que proyectaban sombras titilantes y dejaban medio ciego a Mat. Y, no bien acababa de desaparecer la imagen grabada en las retinas tras haber parpadeado, cuando otra erupción lo obligaba de nuevo a estrechar los ojos. Hombres chorreantes de sudor volcaban bronce fundido del caldero en un molde cuadrado, bastante más alto que un hombre, que se había levantado con palanca hasta situarlo sobre rodillos. Otros grandes moldes semejantes se hallaban repartidos por el local, entre moldes más pequeños de diferentes tamaños.

—Milord tiene ganas de bromear. —Maese Sutoma soltó una risa forzada, pero no parecía divertido, con el empapado cabello oscuro colgando y pegado a su cara. Su risa sonó tan hueca como hundidas tenía las mejillas, y el tipo siguió lanzando miradas ceñudas a sus trabajadores, como si sospechara que aprovecharían para tumbarse y dormir si no los vigilaba estrechamente. Con aquel calor ni un muerto habría podido dormir. Mat sintió la camisa pegada al cuerpo por el sudor, y empezaron a marcarse manchas en su chaqueta—. No sé nada sobre Iluminadores, milord, y tampoco quiero saberlo. Los fuegos de artificio son fruslerías, no como las campanas. Si milord me disculpa, estoy muy ocupado. La Augusta Señora Suroth ha encargado trece campanas para una serie de la victoria, las más grandes que jamás se han forjado en ningún sitio. ¡Y Calwyn Sutoma las forjará!

El hecho de que fuera una victoria sobre su propia ciudad no parecía molestar en absoluto a Sutoma; sus últimas palabras bastaron para hacerlo sonreír y frotarse las huesudas manos.

Mat trató de hacer ceder a Aludra, pero por el nulo éxito de sus intentos se habría dicho que la mujer también había sido forjada de bronce. En fin, comprobó que era considerablemente más blanda que el bronce una vez que le permitió rodearla con el brazo, pero los besos que la dejaron temblando no sirvieron para debilitar su resolución.

—Soy de las que creen que a un hombre no se le debe decir más que lo que necesita saber —manifestó, falta de aliento mientras se sentaba a su lado en un banco mullido de su carreta. Sólo le permitió besarla, pero en eso se mostró muy entusiasta. Las finas trencillas adornadas con cuentas que volvía a llevar estaban enredadas—. Cotorreo de hombres, ¿verdad? Cháchara, cháchara, cháchara, y ni vosotros sabéis lo que vais a decir a continuación. Además, quizá sólo te planteé el enigma para que volvieras, ¿eh? —Y continuó con la tarea de despeinarse más y también despeinarlo a él.

Pero no volvió a lanzar flores nocturnas, después de que él le hubo contado lo de la casa gremial de Tanchico. Mat hizo otras dos intentonas visitando a maese Sutoma, pero en la segunda el fundidor de campanas tenía cerrada la puerta a cal y canto para él. Estaba forjando las campanas más grandes que se habían hecho nunca, y no iba a permitir que ningún estúpido forastero con sus estúpidas preguntas interfiriese en eso.

Tylin empezó a pintarse de verde las dos primeras uñas de las manos, si bien no se afeitó los laterales de la cabeza. Al final lo haría, le dijo, mientras se recogía el cabello estirado hacia atrás para mirarse en el espejo de marco dorado que había en la pared del dormitorio, pero antes quería hacerse a la idea. Estaba adaptándose a las costumbres de los seanchan, y Mat no podía culparla por ello a pesar de todas las miradas hoscas y furibundas que Beslan dirigía a su madre.

Era imposible que Tylin pudiese sospechar nada sobre Aludra; pero, al día siguiente de besar él a la Iluminadora, las doncellas con aspecto de matrona desaparecieron de sus aposentos y fueron reemplazadas por mujeres de pelo blanco y arrugadas como pasas. Tylin empezó a clavar el cuchillo curvo en uno de los postes de la cama por las noches, bien a mano, y a mascullar lo bastante alto para que él la oyera sobre qué aspecto tendría vestido con las simples ropas de un da’covale. De hecho, la noche no era el único momento en el que clavaba el cuchillo en el poste de la cama. Sirvientas sonrientes comenzaron a llamarlo a los aposentos de Tylin limitándose a anunciar que la reina había clavado su cuchillo en el poste, y él empezó a esquivar a cualquier mujer de uniforme que veía exhibiendo una sonrisa. No es que no le gustara acostarse con Tylin, salvo por el hecho de que era una reina y, por ende, tan estirada como cualquier otra noble. Y porque lo hacía sentirse como un ratón al que un gato había convertido en su mascota. Pero sólo había un número de horas de luz al día, aunque sí más que allá, en casa, en invierno, y hubo un momento en que se preguntó si Tylin se proponía consumirlas todas.

Por suerte, ella comenzó a pasar más y más tiempo con Suroth y Tuon. Su adaptación parecía abarcar también la amistad, al menos con Tuon. Con Suroth no había nadie que hiciese amistad. Tylin parecía haber adoptado a la chica, o viceversa. Tylin apenas le contaba nada de lo que hablaban, salvo en líneas generales, y a menudo ni siquiera eso, pero se encerraban a solas durante horas y paseaban por los pasillos de palacio conversando en voz baja o a veces riendo. Con frecuencia las seguían Anath o Selucia, la so’jhin de cabello dorado de Tuon, y de vez en cuando un par de Guardias de la Muerte de mirada dura.

Mat aún no había descifrado la relación existente entre Suroth, Tuon y Anath. De cara al exterior, Suroth y Tuon se comportaban como iguales, llamándose por su nombre y riendo las bromas de la otra. Ciertamente Tuon jamás daba una orden a Suroth, al menos que Mat hubiese visto, pero Suroth parecía tomarse las sugerencias de la chica como si fuesen órdenes. Anath, por otro lado, atormentaba sin piedad a Tuon con críticas cortantes como navajas, llamándola necia y cosas peores.

—Eso es la mayor estupidez que he oído, muchacha —la oyó decirle fríamente un mediodía en el pasillo.

Tylin no había enviado su ruda llamada —todavía— y Mat intentaba escabullirse antes de que tuviese ocasión de hacerlo, para lo cual se deslizaba por los pasillos pegado a las paredes y se asomaba a las esquinas. Tenía planeado hacer una visita a Sutoma y otra a Aludra. Las tres mujeres seanchan —cuatro, contando a Selucia, aunque Mat dudaba que ellas la consideraran así— estaban paradas justo al otro lado del siguiente giro del pasillo, y esperó impaciente a que se fueran, sin dejar de vigilar por si se acercaba alguna sirvienta. Fuera lo que fuera de lo que hablaban, no les haría ninguna gracia que él apareciese en mitad de la conversación.

—Unos pocos correazos te vendrían bien y te despejarían la cabeza de tonterías —continuó la alta mujer en un tono gélido—. Pídelo y acaba de una vez.

Mat se frotó el oído y sacudió la cabeza. Debía de haber escuchado mal. Selucia, parada plácidamente con las manos unidas a la altura de la cintura, ni se inmutó. Por el contrario, Suroth dio un respingo.

—¡La castigaréis por esto, sin duda! —manifestó coléricamente mientras lanzaba una mirada taladradora a Anath. O lo intentó, ya que, por el poco caso que le hizo la mujer alta, Suroth podría haber sido una silla.

—No lo entiendes, Suroth. —El suspiro de Tuon agitó el velo que le cubría la cara. Que la cubría, no que la ocultaba. Parecía… resignada. Mat se había quedado de piedra al enterarse de que la chica sólo era unos pocos años más joven que él. Él habría calculado diez. Bueno, seis o siete—. Los augurios dicen lo contrario, Anath —continuó sosegadamente la chica, en absoluto enfadada; simplemente exponía unos hechos—. Ten por seguro que te lo comunicaré si cambian.

Alguien le dio unos golpecitos en el hombro a Mat, que al mirar se encontró con el rostro de una criada que sonreía de oreja a oreja. En fin, tampoco eran tantas las ganas que tenía de marcharse de inmediato.

Tuon le preocupaba. Oh, claro que cuando se cruzaba en los pasillos él hacía su reverencia más cortés, y a cambio ella le hacía tan poco caso como Suroth o Anath, pero a Mat empezó a parecerle que recorrían los pasillos demasiado a menudo.

Una tarde, había entrado en los aposentos de Tylin tras comprobar que la reina mantenía una reunión a puerta cerrada con Suroth sobre uno u otro asunto, y en el dormitorio encontró a Tuon examinando su ashandarei. Se quedó paralizado al verla rozar con los dedos las palabras de la Antigua Lengua grabadas en el negro astil. A ambos extremos de la línea de escritura iban incrustados sendos cuervos de un metal aún más oscuro, y otro par grabados en la hoja ligeramente curva. Para los seanchan los cuervos eran símbolos imperiales. Conteniendo la respiración, intentó retroceder sin hacer ruido.

El rostro velado se giró hacia él. Un rostro bonito, realmente; incluso podría haber resultado hermoso si hubiera abandonado esa expresión de estar a punto de arrancar un trozo de madera de un bocado. Ya no pensaba que parecía un muchacho —aquellos cinturones anchos y ajustados que llevaba siempre conseguían que uno reparase en que había curvas— pero no le andaba lejos. Rara vez veía a una mujer adulta más joven que su abuela sin pensar al menos qué tal sería bailar con ella y quizá besarla, incluso a esas altaneras mujeres de la Alta Sangre, pero ni el menor atisbo de tales ideas se le pasaba por la mente con respecto a Tuon. Una mujer debía tener algo que rodear con el brazo, o en caso contrario ¿qué sentido tenía hacerlo?

—No me imagino a Tylin poseyendo algo como esto —dijo fríamente Tuon con su acento que arrastraba las vocales mientras volvía a dejar la lanza de larga moharra junto al arco—, así que debe de ser tuya. ¿Qué es? ¿Cómo la conseguiste?

Aquellas frías demandas de información hicieron que Mat apretara las mandíbulas. La puñetera mujer parecía estar dirigiéndose a un sirviente. ¡Luz, que él supiera, ni siquiera conocía su nombre! Tylin le había comentado que la chica nunca se había interesado por él ni lo había mencionado después de su oferta de comprarlo.

—Es una lanza, milady —contestó, resistiéndose al impulso de recostarse contra el marco de la puerta y meter los pulgares en el cinturón. Después de todo, ella pertenecía a la Alta Sangre—. La compré.

—Te doy diez veces el precio que pagaste —dijo Tuon—. Di cuánto.

Mat casi se echó a reír. Deseaba hacerlo, y no con regocijo, eso seguro. Nada de «si quieres venderla», sólo «la compro y esto es lo que pago por ella».

—El precio que pagué no fue en oro, milady. —Su mano fue involuntariamente hacia el pañuelo negro para comprobar que tapaba la irregular cicatriz que le circundaba el cuello—. Sólo un necio pagaría ese precio, cuanto menos diez veces éste.

Tuon lo observó intensamente un momento con expresión inescrutable a pesar de la transparencia del velo. Y después fue como si él hubiese desaparecido: pasó a su lado como si ya no estuviese allí y abandonó los aposentos.

Aquélla no fue la única vez que se encontró con la chica a solas. Ni que decir tiene que no siempre la seguían Anath o Selucia o los guardias; Mat tenía la sensación de que demasiado a menudo, cuando decidía regresar por algo, al darse media vuelta se encontraba con ella, sola, mirándolo; o cuando abandonaba la habitación de repente y se topaba con ella al otro lado de la puerta. En más de una ocasión había echado un vistazo hacia atrás al salir de palacio, y veía su cara velada asomada a una ventana. Cierto, no había intensidad ni interés en aquellas miradas; lo miraba y pasaba de largo como si hubiese dejado de existir, observaba desde una ventana y se retiraba al interior de la habitación tan pronto como él la veía. Para ella era una lámpara de pie en el pasillo, un adoquín de la plaza de Mol Hara. No obstante, empezaba a ponerlo nervioso. Después de todo había propuesto comprarlo. Una cosa así bastaba por sí misma para poner nervioso a cualquiera.

Sin embargo, ni siquiera Tuon era capaz de estropear la creciente sensación de que, por fin, las cosas comenzaban a salir bien. El gholam no había vuelto a aparecer, y Mat empezó a pensar que la criatura había ido en busca de otra «cosecha» más fácil de recolectar. En cualquier caso, se mantenía apartado de lugares oscuros y solitarios donde tendría una oportunidad de atacarlo. Era estupendo lo que hacía su medallón, pero era mejor estar rodeado de la multitud. Durante su última visita a Aludra a la mujer casi se le había escapado algo —de eso no le cabía duda— antes de recuperar el dominio de sí misma y echarlo apresuradamente de la carreta. No había nada que una mujer no acabara contando si uno la besaba lo suficiente. Se mantuvo lejos de La Mujer Errante para evitar levantar las sospechas de Tylin, pero Nerim y Lopin siguieron llevando a escondidas sus verdaderas ropas a la bodega de la posada. Puñado a puñado, la mitad del contenido del cofre reforzado con bandas de hierro, guardado debajo de la cama de Tylin, se trasladó a través de Mol Hara al agujero secreto bajo el suelo de la cocina de la posada.

No obstante, aquel agujero empezó a preocuparle. Había sido un buen escondite para el cofre; hasta un cincel podría romperse al intentar abrirlo. Además, por entonces él vivía en el piso de arriba de la posada. Ahora el oro se iría amontonando simplemente en el agujero después de que Setalle hiciese salir a todo el mundo de la cocina. ¿Y si a alguien se le ocurría la pregunta de por qué la posadera los echaba a todos cuando Lopin y Nerim iban allí? Cualquiera podía levantar esa baldosa, si sabía dónde buscar. Tenía que asegurarse por sí mismo. Después, mucho después, se preguntaría por qué los malditos dados no le habían advertido.

19

Tres mujeres

El viento venía del norte, con el sol sin acabar de asomar por el horizonte, circunstancia que la gente del lugar interpretaba como que iba a llover, y el cielo encapotado ciertamente amenazaba hacerlo mientras Mat cruzaba Mol Hara. El tipo de hombres y mujeres que ocupaban la sala de La Mujer Errante había cambiado, pero aun así el local seguía lleno de seanchan y de humo de pipas, si bien los músicos todavía no habían aparecido. La mayoría estaba desayunando, y muchos observaban el contenido de los cuencos con incertidumbre, como si no supieran muy bien qué se iban a comer —Mat se sentía igual respecto a las extrañas gachas de avena blancas que a los ebudarianos les gustaba desayunar—, pero no todo el mundo estaba centrado en la comida. Tres hombres y una mujer, vestidos con aquellos largos ropajes bordados, jugaban a las cartas y fumaban pipas en una de las mesas, todos con la cabeza afeitada al estilo de los nobles menores. Las monedas de oro sobre el tablero llamaron la atención de Mat durante un instante; las apuestas eran altas. Los montones de monedas apiladas más altos se encontraban delante de un hombre menudo de cabello negro, tan atezado como Anath, que sonreía lobunamente a sus oponentes sin quitarse de la boca la larga pipa de montura de plata. Mat tenía su propio oro, sin embargo, y su suerte con las cartas nunca había sido tan buena como con los dados.

No obstante, la señora Anan había salido a hacer uno u otro recado antes de amanecer, según le informó Marah, su hija, y la había dejado a ella a cargo. Era una joven rellenita, con unos bonitos y grandes ojos del mismo color avellana que los de su madre, y llevaba la falda recogida con puntadas en el lado izquierdo hasta la mitad del muslo, cosa que la señora Anan no habría permitido cuando él se hospedaba allí. A Marah no le complació verlo, y frunció el entrecejo tan pronto como se acercó a ella. Dos hombres habían muerto por su mano en la posada cuando se albergaba en ella, unos ladrones que intentaban partirle la cabeza, desde luego, pero esa clase de cosas no ocurrían en La Mujer Errante. Cuando se trasladó, ella le había dejado muy claro que se alegraba de verlo marchar.

A Marah tampoco le interesaba ahora lo que quería, y Mat no podía explicarlo en realidad. Sólo la señora Anan sabía lo que había escondido en la cocina, o eso esperaba fervientemente Mat, y él desde luego no iba a soltar esa información en mitad de la sala común. De modo que se inventó una historia sobre echar de menos los platos que la cocinera preparaba, y, al clavar los ojos en la falda llamativamente recogida, dejó caer la indirecta de que también lamentaba no haberla mirado más aún. Mat no entendía por qué mostrar un poco más las enaguas se consideraba escandaloso cuando todas las mujeres de Ebou Dar iban por ahí enseñando la mitad del busto; pero, si Marah se sentía descarada, a lo mejor unos cuantos halagos le allanarían el camino. Le dedicó la mejor de sus sonrisas.

Escuchándolo a medias, Marah agarró a una doncella que pasaba, una gata de ojos oscuros a la que Mat conocía bien.

—La copa del capitán del Aire Yulan está casi vacía, Caira —dijo enfadada—. ¡Se supone que tienes que mantenerla llena!

Caira, varios años mayor que Marah, le hizo una burlona reverencia. Y a Mat le lanzó una mirada furibunda. Antes de que Caira se hubiese erguido, Marah se volvió para agarrar a un chico que pasaba llevando con cuidado, para mantener el equilibrio, una bandeja llena de platos sucios.

—¡Deja de holgazanear, Ross! —espetó—. Hay trabajo que hacer. ¡Hazlo, o te llevaré al establo, y te aseguro que no te va a gustar!

El hermano menor de Marah la miró hoscamente.

—No veo el momento de que llegue la primavera, para trabajar otra vez en las barcas —masculló con resentimiento—. Has estado insoportable desde que Frielle se casó, sólo porque es más joven que tú y a ti aún no te lo ha pedido nadie.

La joven le lanzó un coscorrón a la cabeza que el chico esquivó fácilmente, si bien las tazas y los platos tintinearon y a punto estuvieron de caerse.

—¿Por qué no te recoges las enaguas en los muelles de pescadores? —gritó al tiempo que salía casi corriendo antes de que pudiera golpearlo.

Mat suspiró cuando la joven volvió su atención hacia él. Lo de recogerse las enaguas era nuevo para él, pero a juzgar por la cara de Marah —debería estar saliéndole humo por los oídos— no resultaba difícil imaginar su significado.

—Si queréis comer, tendréis que venir más tarde. O podéis esperar, como gustéis. No sé cuánto tiempo pasará hasta que os podamos servir.

Su sonrisa era maliciosa; nadie elegiría esperar en aquella sala común. Todos los asientos estaban ocupados por seanchan, y había más de pie, suficientes para que las camareras con delantal se vieran obligadas a zigzaguear entre ellos cuidadosamente, sosteniendo en alto bandejas de comida y bebida. Caira estaba llenando la copa del hombrecillo atezado al tiempo que le dedicaba la misma sonrisa seductora que antes le dirigía a él. ¿Y qué demonios era un capitán del aire? Tendría que enterarse. Después.

—Esperaré en la cocina —dijo—. Quiero decirle a Enid cuánto me gusta cómo cocina.

Marah empezó a protestar, pero una seanchan alzó la voz pidiendo vino. De mirada severa, con su armadura azul y verde y un yelmo adornado con dos plumas sujeto bajo el brazo, quería su «copa del estribo» inmediatamente. Todas las camareras parecían ocupadas, así que Marah le lanzó a Mat una última sonrisa forzada y se alejó presurosa, procurando adoptar una agradable sonrisa. Sin conseguirlo demasiado. Mat apartó el bastón y le hizo una floreada reverencia a la espalda de la joven.

Los agradables aromas que se habían mezclado con el olor dulzón del tabaco de las pipas en la sala común impregnaban la cocina: pescado asándose, pan horneándose, carne chisporroteando en los espetones. Hacía calor allí a causa de las cocinas y los hornos y el fuego que ardía en la alargada chimenea de ladrillos, y seis mujeres sudorosas y tres pinches corrían de un lado a otro a las órdenes de la jefa de cocina. Luciendo el níveo delantal como si fuese un ropaje oficial de su cargo y blandiendo una cuchara de madera de mango largo para gobernar sus dominios, Enid era la mujer más oronda que Mat había visto en su vida. No creía que hubiera podido rodearla con los brazos de haber querido hacerlo. La mujer lo reconoció enseguida, y una sonrisa maliciosa se dibujó en su ancha cara olivácea.

—Vaya, así que habéis comprobado que yo tenía razón —dijo mientras lo señalaba con la cuchara—. Habéis apretado el melón equivocado, y ha resultado que el melón era una escorpina disfrazada y vos sólo un bagre gordito. —Echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír con ganas.

Mat esbozó una sonrisa forzada. ¡Rayos y centellas! ¡Todo el mundo lo sabía! «Tengo que salir de esta maldita ciudad —pensó con sombría resolución—, ¡o estaré escuchando sus jodidas risas toda mi vida!»

De repente sus temores sobre el oro empezaron a parecerle absurdos. La baldosa gris delante de las cocinas parecía encajada firmemente en su sitio, y nada la diferenciaba de las otras del suelo. Había que conocer el truco para levantarla. Lopin y Nerim se lo habrían dicho si hubiesen notado la desaparición de una sola moneda entre visita y visita. La señora Anan seguramente habría rastreado y desollado al culpable si alguien hubiera intentado robar en su posada. Lo mejor que podía hacer era ponerse en camino; quizás a esa hora temprana Aludra no tendría la fuerza de voluntad tan firme. A lo mejor le daba de desayunar. Se había escabullido de palacio sin esperar a comer algo.

Para no despertar la curiosidad por su visita, le dijo a Enid lo mucho que había disfrutado con su pescado al horno y que era muchísimo mejor que el que servían en el palacio de Tarasin, y ello sin tener que exagerar la más mínimo. Enid era una maravilla. La mujer sonrió de oreja a oreja, complacida, y para sorpresa de Mat sacó un pescado del horno y lo sirvió en una bandeja para él. Comentó que alguien en la sala común podía esperar un poco más y puso la bandeja a un extremo de la larga mesa de trabajo de la cocina. Un gesto de la cuchara hizo que un fornido pinche se acercara con una banqueta.

A Mat se le hizo la boca agua al mirar el lenguado, dorado y crujiente. Seguramente la voluntad de Aludra no sería menos firme a esa hora que a cualquier otra; además, si se enfadaba por despertarla tan temprano, a lo mejor no le daba de desayunar. Su estómago sonó de manera audible. Colgó la capa en una clavija, al lado de la puerta que daba al patio del establo, apoyó su bastón, metió el sombrero debajo de la banqueta, y echó hacia atrás las chorreras de la pechera para no meterlas en la comida.

Para cuando la señora Anan entró por la puerta del patio del establo, quitándose la capa y sacudiendo las gotas de lluvia en el suelo, del desayuno quedaba bien poco, salvo el sabor en su lengua y las finas espinas blancas en la bandeja. Mat había aprendido a disfrutar de ciertas cosas extrañas desde su llegada a Ebou Dar, pero se había dejado los ojos del pescado, que lo miraban fijamente ¡ambos en el mismo lado de la cabeza!

Otra mujer entró detrás de la señora Anan mientras Mat se limpiaba la boca con la servilleta de lino, y cerró la puerta tras ella rápidamente. No se quitó la capa mojada, ni retiró la capucha, bien calada. Mat se levantó y en ese momento alcanzó a ver fugazmente el rostro escondido bajo aquella capucha; casi tiró la banqueta. Le pareció que había disimulado bien su sorpresa haciendo una reverencia a las dos mujeres, pero a decir verdad la cabeza le daba vueltas.

—Es una suerte que estéis aquí, milord —dijo la señora Anan en tono firme al tiempo que le entregaba su capa a uno de los pinches—. Iba a mandaros llamar. Enid, despeja la cocina, por favor, y vigila la puerta. Tengo que hablar con el joven señor a solas.

La cocinera sacó rápidamente a sus ayudantes y pinches al patio del establo, y, a pesar de sus protestas masculladas sobre la lluvia y sobre comida que se quemaría, saltaba a la vista que todos estaban tan acostumbrados como Enid a hacer aquello. La cocinera ni siquiera volvió a mirar a la señora Anan y a su acompañante antes de salir apresuradamente por la puerta que daba a la sala común, con la larga cuchara enarbolada como si fuese una espada.

—Qué sorpresa —dijo Joline Maza mientras se retiraba la capucha. Su vestido de paño oscuro, con un profundo escote al estilo ebudariano, le quedaba flojo y tenía aspecto de viejo. No obstante, nadie lo hubiese dicho a juzgar por su actitud despreocupada—. Cuando la señora Anan me dijo que conocía a un hombre que podría llevarme con él cuando se marchara de Ebou Dar, jamás imaginé que fueses tú.

Era bonita, de ojos castaños y una sonrisa casi tan cálida como la de Caira. Y con un rostro que clamaba a voces su condición de Aes Sedai. Y al otro lado de la puerta, guardada por una cocinera con su cucharón de madera, había docenas de seanchan. Joline se quitó la capa y la colgó de una de las clavijas, en tanto que la señora Anan hacía un ruido irritado con la garganta.

—Eso es peligroso, Joline —dijo de un modo que más parecía que le hablaba a una de sus hijas que a una Aes Sedai—. Hasta que no te haya dejado a salvo…

De repente se escuchó jaleo al otro lado de la puerta de la sala, Enid protestando a voces que nadie podía entrar, y, casi igual de alto, una voz con acento seanchan, exigiendo que se apartara a un lado.

Haciendo caso omiso de las protestas de su pierna, Mat se movió más deprisa de lo que le pareció que se había movido jamás, agarró a Joline por la cintura y se dejó caer en el banco que había junto a la puerta del patio, con la Aes Sedai en su regazo. La rodeó con los brazos y fingió estar besándola. Era una manera absurda de ocultarle la cara, pero fue lo único que se le ocurrió, aparte de echarle la capa sobre la cabeza. La mujer dio un respingo, indignada, pero el miedo le desorbitó los ojos cuando finalmente oyó la voz seanchan, y lo rodeó a su vez con los brazos en un visto y no visto. Rogando para que su suerte siguiese funcionando, Mat vio que la puerta se abría.

Todavía protestando en voz alta, Enid entró reculando en la cocina mientras golpeaba con la cuchara al so’jhin, que llevaba la capa mojada echada hacia atrás, y que la empujaba. Corpulento y ceñudo, con un comienzo de coleta que ni siquiera se acercaba a llegarle al hombro, frenaba la mayoría de los golpes con la mano libre y parecía no notar los pocos que le llegaban. Era el primer so’jhin que Mat veía con barba, lo que le daba un aspecto asimétrico al rostro, ya que le bajaba por el lado derecho de la mandíbula y ascendía por el lado izquierdo para cortarse de golpe a media altura de la oreja. Una mujer alta, de ojos azules y penetrantes en un rostro pálido y severo, lo seguía mientras se echaba hacia atrás una capa azul de complejos bordados, sujeta al cuello por un gran broche de plata con forma de espada, que dejaba a la vista un vestido plisado de un tono azul más pálido. Tenía el cabello oscuro cortado a tazón, y el resto del cráneo afeitado, por encima de las orejas. Mala cosa, pero mejor que una sul’dam con su damane. Un poco mejor. Al comprender que tenía la batalla perdida, Enid se retiró del hombre; pero, a juzgar por el modo en que agarraba el cucharón y le lanzaba miradas furibundas, estaba dispuesta a saltar sobre él de nuevo si la señora Anan así lo ordenaba.

—Un tipo ahí fuera dijo que había visto a la posadera entrando por la puerta trasera —empezó el so’jhin, que miraba a Setalle pero no perdía de vista a Enid—. Si sois Setalle Anan, entonces sabed que estáis en presencia de lady Egeanin Tamarath, capitana de los Verdes, y tiene una orden para que se le proporcione habitación firmada por lady Suroth Sabelle Meldarath en persona. —Su tono cambió, dejando un tanto de ser declaración para ser más bien la voz de un hombre que deseaba alojamiento—. Vuestra mejor habitación, ojo, con una buena cama, vistas a la plaza, y una chimenea que no eche humo.

Mat dio un respingo cuando el hombre habló, y Joline, quizá creyendo que alguien venía hacia ellos, gimió de miedo contra su boca. En sus ojos brillaban las lágrimas contenidas, y temblaba en sus brazos. Lady Egeanin Tamarath dirigió la mirada hacia el banco cuando Joline gimió, y luego torció el gesto con desagrado, dándose la vuelta para no ver a la pareja. Sin embargo, era el hombre quien intrigaba a Mat. ¿Cómo, en nombre de la Luz, un illiano se había convertido en so’jhin? Y el tipo le resultaba familiar, de algún modo. Seguramente era otro de aquellos miles de rostros de personas muertas hacía mucho tiempo que no podía evitar recordar.

—Soy Setalle Anan, y mi mejor habitación está ocupada por el capitán del aire, lord Abaldar Yulan —respondió tranquilamente la señora Anan, sin dejarse intimidar ni por so’jhin ni por Sangre. Se cruzó de brazos—. Mi segunda mejor habitación la ocupa el oficial general Furyk Karede, de la Guardia de la Muerte. Ignoro si un capitán de los Verdes los supera en rango, pero en cualquier caso tendréis que solventar vosotros mismos quién se queda y quién tiene que irse a otro lado. Mi política es no expulsar a ningún huésped seanchan. Siempre que pague la renta.

Mat se puso tenso, esperando la explosión —¡Suroth la habría hecho azotar por la mitad de lo que había dicho!—, pero Egeanin sonrió.

—Es un placer tratar con alguien que tiene carácter —comentó—. Creo que nos llevaremos bien, señora Anan. Siempre y cuando no os excedáis. El capitán da órdenes y la tripulación obedece, pero nunca he hecho arrastrarse a nadie por mi cubierta.

Mat frunció el entrecejo. Cubierta. La cubierta de un barco. ¿Por qué hurgaba eso en su memoria? A veces, los viejos recuerdos resultaban una verdadera molestia.

La señora Anan asintió, sin apartar un solo instante sus oscuros ojos de los azules de la seanchan.

—Como digáis, milady. Pero confío en que recordéis que La Mujer Errante es mi barco.

Por suerte para ella, la seanchan se echó a reír.

—Sed entonces la capitana de vuestro barco —dijo, todavía riendo—, y yo seré la capitana de los Oros. —A saber qué significaba eso. Con un suspiro, Egeanin sacudió la cabeza—. Verdad como la Luz, que sospecho que no supero en rango a muchos de los que están aquí, pero Suroth quiere tenerme a mano, así que alguien bajará y alguien saldrá a menos que quiera doblarse en dos. —De repente frunció el ceño, mirando de pasada a Mat y a Joline, y sus labios se curvaron en una mueca de desagrado—. Confío en que no dejaréis que ese tipo de cosas ocurran en todas partes, señora Anan.

—Os aseguro que no volveréis a ver nunca algo así bajo mi techo —respondió suavemente la posadera.

El so’jhin también miraba ceñudo a Mat y a la mujer sentada en sus rodillas, y Egeanin tuvo que tirarle de la manga de la chaqueta, a lo que él respondió dando un respingo antes de seguirla de vuelta a la sala común. Mat gruñó despectivamente; ese tipo podría fingir sentirse ofendido como su señora tanto como quisiera, pero él había oído hablar de los festivales en Illian, y eran casi tan escandalosos como los de Ebou Dar en lo tocante a la gente yendo por ahí medio vestida. Y no mucho mejor que los da’covale o esas danzarinas de shea de las que hablaban los soldados.

Intentó alzar de sus rodillas a Joline cuando la puerta se cerró tras la pareja, pero la mujer se aferró a él y enterró la cara en su hombro mientras sollozaba quedamente. Enid soltó un gran suspiro y se recostó en la mesa de trabajo como si los huesos se le hubiesen vuelto de gelatina. Hasta la señora Anan parecía temblorosa. Se dejó caer en la banqueta que Mat había dejado vacía y apoyó la cabeza en las manos, pero su flojedad sólo duró un momento, y luego volvió a ponerse de pie.

—Cuenta hasta cincuenta y luego haz pasar a todos los que están bajo la lluvia, Enid —instruyó en tono firme. Nadie habría dicho que un instante antes estaba temblando. Descolgó la capa de Joline de la clavija, cogió una fina astilla de una caja que había en la repisa de la chimenea y se agachó para encenderla en el fuego, debajo de los espetones—. Estaré en la bodega si me necesitas; pero, si alguien pregunta, tú no sabes dónde estoy. Hasta que diga lo contrario, nadie aparte de ti bajará allí. —Enid asintió como si aquello fuera lo más normal del mundo—. Traedla —le dijo la posadera a Mat—, y no os entretengáis. Cogedla en brazos si es necesario.

Mat tuvo que hacerlo así. Todavía llorando sin hacer ruido, Joline no se soltaba de él y ni siquiera levantó la cabeza de su hombro. No pesaba mucho, gracias a la Luz, pero aun así un dolor sordo empezó a molestarle en la pierna mientras seguía a la señora Anan a la puerta de la bodega llevando su carga. Podría haber disfrutado de ello a pesar de los pinchazos en la pierna si la posadera no se hubiese tomado tanto tiempo para todo.

Como si no hubiese seanchan en cien kilómetros a la redonda, encendió una lámpara sobre la estantería que había junto a la pesada puerta, apagó cuidadosamente la astilla de un soplido antes de colocar la alta pantalla de cristal, y a continuación soltó la humeante astilla en una pequeña bandeja de estaño. Acto seguido sacó una llave larga de la escarcela del cinturón, abrió la cerradura de hierro y, finalmente, le indicó con una seña que cruzara el umbral. La escalera que arrancaba al otro lado era lo bastante ancha para subir un barril, aunque empinada, y desaparecía en la oscuridad. Mat obedeció, si bien esperó en el segundo peldaño mientras la mujer cerraba la puerta con llave, y dejó que fuera delante, sosteniendo en alto la lámpara. Sólo le faltaba tropezar y bajar rodando.

—¿Hacéis esto a menudo? —preguntó mientras colocaba mejor a Joline, que había dejado de llorar pero seguía aferrada fuertemente a él, temblando—. Me refiero a esconder a Aes Sedai.

—Oí rumores de que todavía había una hermana en la ciudad —contestó la señora Anan—, y conseguí localizarla antes de que lo hicieran los seanchan. No podía dejar que atraparan a una hermana. —Le lanzó una mirada feroz, como retándolo a llevarle la contraria. Cosa que Mat habría querido hacer, pero no logró decir palabra. Suponía que también él habría ayudado a cualquiera a escapar de los seanchan si hubiera estado en su mano, y además estaba en deuda con Joline Maza.

La Mujer Errante era una posada bien aprovisionada, y la oscura bodega era amplia. Entre los barriles de vino y cerveza apilados a los lados había cajones altos de tablillas repletos de patatas y nabos, hileras de estantes que contenían sacos de judías secas, guisantes y pimientos, y montones de cajones de madera que guardaban sólo la Luz sabía qué. No parecía haber mucho polvo, pero el aire tenía el olor seco habitual de los almacenes bien acondicionados.

Vio sus ropas, pulcramente dobladas sobre una estantería limpia —a menos que alguien más estuviera almacenando ropa allí— pero no tuvo oportunidad de fijarse bien. La señora Anan llegó al fondo de la bodega, y Mat dejó a Joline sobre un barril. Tuvo que soltarle los brazos a la fuerza, y la mujer se quedó acurrucada. Lloriqueando, sacó un pañuelo de la manga y se enjugó los ojos enrojecidos. Con el rostro lleno de manchas, además del desgastado vestido, no ofrecía el aspecto de una Aes Sedai.

—Se ha venido abajo —comentó la señora Anan, que puso la lámpara sobre otro barril, también éste boca abajo. Había más barriles vacíos en el suelo, esperando el regreso del cervecero, y aquél era el espacio más despejado que se veía en la bodega—. Ha estado escondida desde que llegaron los seanchan. En los últimos días sus guardianes han tenido que trasladarla varias veces, cuando los seanchan decidieron registrar edificio por edificio, en lugar de calles en general. Suficiente para destrozarle los nervios a cualquiera, supongo. Sin embargo dudo que intenten buscar aquí.

Recordando a todos los oficiales hospedados en el piso de arriba, Mat no tuvo más remedio que admitir que la posadera tenía razón. Con todo, se alegraba de no ser él quien corría el riesgo. Se puso en cuclillas delante de Joline, y gruñó al sentir una punzada de dolor en la pierna.

—Os ayudaré si puedo —dijo. Ignoraba cómo, pero estaba en deuda con ella—. Alegraos de haber tenido la gran suerte de esquivarlos durante todo este tiempo. Teslyn no fue tan afortunada.

Joline retiró bruscamente el pañuelo con el que se limpiaba los ojos y lo miró de hito en hito.

—¿Suerte? —espetó furiosa. De ser una mujer normal y no Aes Sedai, Mat habría pensado que estaba resentida, a juzgar por el modo en que adelantaba el labio inferior—. ¡Podría haber escapado! Tengo entendido que el primer día reinaba la confusión. Pero estaba inconsciente. Fen y Blaeric pudieron a duras penas sacarme de palacio antes de que los seanchan irrumpieran en él en tromba, y dos hombres acarreando a una mujer desmayada atraían demasiado la atención para llevarme en dirección a las puertas de la ciudad antes de que las tuvieran vigiladas y controladas. ¡Me alegro de que capturaran a Teslyn! ¡Me alegro! Me dio algo, ¡estoy segura! Por eso Fen y Blaeric no pudieron despertarme, y por eso he estado durmiendo en establos y escondiéndome en callejones por miedo a que esos monstruos me encontraran. ¡Le está bien empleado!

Mat parpadeó ante aquella diatriba. Dudaba haber oído nunca tanto veneno en una voz, ni siquiera en aquellos recuerdos arcaicos. La señora Anan miró ceñuda a Joline y su mano se crispó.

—En cualquier caso, os ayudaré en todo lo que pueda —se apresuró a decir Mat mientras se incorporaba para interponerse entre ambas mujeres. No permitiría que la señora Anan abofeteara a Joline, ni que fuese Aes Sedai ni que no, y Joline no parecía estar de humor para considerar la posibilidad de que una damane percibiera desde el piso de más arriba lo que quiera que hiciera para desquitarse. Era verdad que el Creador había hecho a las mujeres para que los hombres no tuviesen una vida fácil. ¿Cómo, en nombre de la Luz, iba a sacar a una Aes Sedai de Ebou Dar?—. Estoy en deuda con vos.

—¿En deuda? —La frente de Joline se arrugó levemente.

—Por la nota en que me decíais que advirtiera a Nynaeve y a Elayne —repuso despacio. Se lamió los labios y añadió—: La que dejasteis en mi almohada.

Ella agitó una mano como desestimando aquello, pero sus ojos, enfocados en el rostro de Mat, ni siquiera parpadearon.

—Todas las deudas que haya entre nosotros quedarán saldadas el día en que me ayudes a salir fuera de las murallas de esta ciudad, Mat Cauthon —dijo en un tono tan regio como una soberana en su trono.

Mat tragó saliva con esfuerzo. La nota la habían metido en el bolsillo de su chaqueta de algún modo, no la habían dejado en la almohada. Y ello quería decir que se había equivocado: no era a ella a quien le debía el favor.

Se despidió sin destapar la mentira de Joline —mentira aunque sólo fuera por permitir que siguiera en su error sin hacer nada por aclararlo—, y se marchó sin decírselo tampoco a la señora Anan. El problema era de él. Hacía que se sintiese enfermo. Ojalá nunca lo hubiera descubierto.

De vuelta en el palacio de Tarasin, se dirigió directamente a los aposentos de Tylin y extendió la capa sobre una silla para que se secase. El aguacero golpeaba contra las ventanas. Tras dejar el sombrero encima de una de las cómodas de tallas doradas, se secó la cara y las manos con una toalla y se planteó cambiarse la chaqueta. La lluvia había calado la capa en varios sitios y la chaqueta estaba algo húmeda. ¡Luz! ¿Qué demonios importaba un poco de humedad?

Gruñendo con fastidio, hizo un lío con la toalla de rayas y la tiró sobre la cama. Se estaba retrasando a propósito, incluso esperando —un poco— que Tylin entrase y clavara el cuchillo en el poste de la cama, para de ese modo posponer lo que tenía que hacer. Lo que debía hacer. Joline no le había dejado otra opción.

La disposición del palacio era sencilla, por decirlo de algún modo. La servidumbre vivía en el nivel inferior, donde estaban las cocinas, y algunos criados incluso en el sótano. El piso de encima tenía las amplias estancias públicas y los abarrotados estudios del cuerpo administrativo, y en el siguiente se encontraban los aposentos de los huéspedes menos distinguidos, en su mayoría ocupados ahora por seanchan de la Sangre. El piso más alto estaba destinado a los aposentos de Tylin, y dormitorios para huéspedes más ilustres, como Suroth, Tuon y unos cuantos más. Sólo que incluso los palacios tenían áticos, se llamasen como se llamasen.

Mat se detuvo al pie de un tramo de escalera oculta tras una esquina, donde no llamaba la atención, y respiró hondo antes de subir lentamente los peldaños. La enorme habitación sin ventanas, techo bajo y con el suelo de toscas tablas a la que llevaba la escalera se había vaciado de lo que quiera que guardase antes de la llegada de los seanchan, y se habían instalado una serie de minúsculos cuartos de madera, cada cual con su correspondiente puerta. Sencillas lámparas de pie en hierro alumbraban los estrechos corredores que había entre las hileras de casetas. La lluvia que golpeaba en el tejado sonaba fuerte. Mat volvió a hacer una pausa en el último escalón, y sólo volvió a respirar al comprobar que no se oía ningún rumor de pisadas. Una mujer lloraba en uno de los minúsculos cuartos, pero no había peligro de que apareciera alguna sul’dam y pretendiera averiguar qué hacía allí. Seguramente acabarían enterándose de que había subido al ático, pero no hasta después de que él hubiese descubierto lo que necesitaba saber, si se daba prisa.

Ignoraba qué caseta era la de ella, ése era el problema. Se dirigió a la primera y abrió la puerta justo el tiempo suficiente para asomarse al interior. Una Atha’an Miere con vestido gris se encontraba sentada al borde de la estrecha cama, las manos enlazadas sobre el regazo. La cama y el lavabo, con palangana, jarra y un pequeño espejo, ocupaban casi todo el cuarto. Varios vestidos grises colgaban de perchas en una de las paredes. La correa articulada de un a’dam plateado se extendía en un arco desde el collar que rodeaba el cuello de la mujer al brazalete, sujeto a un gancho de la pared, pero la Atha’an Miere podía llegar a cualquier parte del reducido espacio; los pequeños agujeros donde había lucido los pendientes y el aro de la nariz todavía no habían tenido tiempo de cerrarse. Parecían heridas. Cuando se abrió la puerta, levantó la cabeza con expresión asustada, que se borró para dar paso a otra especulativa. Y quizá de esperanza.

Mat cerró la puerta sin pronunciar palabra. «No puedo salvarlas a todas —pensó con aspereza—. ¡No puedo!» Luz, pero detestaba admitirlo.

Las siguientes puertas le descubrieron cuartos idénticos y a otras tres mujeres de los Marinos, una de ellas sollozando amargamente sobre la cama, y a continuación una mujer rubia dormida, todas con el a’dam sujeto flojamente en ganchos. Mat cerró aquella puerta como si estuviera intentando llevarse una de las tartas de la señora al’Vere justo delante de sus narices. Quizá la mujer rubia no fuese seanchan, pero no quería correr el riesgo. Una docena de puertas más adelante soltó un suspiro de alivio y se deslizó al interior, cerrando la puerta tras de sí.

Teslyn Baradon yacía en la cama, con la cara apoyada en las manos. Sólo sus oscuros ojos se movieron, clavándose en él; no dijo nada y se limitó a mirarlo como si intentara traspasarle el cráneo.

—Pusisteis una nota en el bolsillo de mi chaqueta —musitó Mat. Las paredes eran finas, y podía oírse el llanto de la otra mujer—. ¿Por qué?

—Elaida quiere a esas chicas tanto como desea la Vara y la Estola —se limitó a contestar Teslyn, sin moverse. Su voz seguía teniendo un timbre de dureza, pero menor de lo que Mat recordaba—. Especialmente a Elayne. Quería… causarle inconvenientes a Elaida, si podía. Y que las esperara sentada. —Soltó una risa queda teñida de amargura—. Incluso suministré horcaria a Joline para que no interfiriese con esas chicas. Y mira adónde me ha llevado. Joline escapó y yo… —Sus ojos se desviaron hacia el brazalete plateado sujeto del gancho.

Suspirando, Mat se recostó en la pared, junto a los vestidos colgados de las perchas. La mujer sabía lo que ponía la nota, una advertencia para Elayne y Nynaeve. Luz, había esperado que no lo supiera, que hubiese sido otra persona la que había puesto la maldita nota en su bolsillo. De todos modos no había servido de nada, ya que ambas sabían que Elaida iba tras ellas. ¡La nota no había cambiado nada! Además, la intención de la mujer no era ayudarlas, sino… causar inconvenientes a Elaida, simplemente. Podía marcharse con la conciencia tranquila. ¡Rayos y centellas! No debería haber hablado con ella. Ahora que ya lo había hecho…

—Intentaré ayudaros a escapar, si puedo —dijo a regañadientes.

Ella continuó inmóvil en la cama. Ni su expresión ni su voz cambiaron cuando habló; era como si estuviese explicando algo sencillo y sin importancia.

—Aun en el caso de que pudieses quitarme el collar, no llegaría muy lejos, quizá ni siquiera saldría de palacio. Y, aunque saliera, ninguna mujer capaz de encauzar puede cruzar las puertas de la ciudad a menos que lleve un a’dam. Yo misma he estado de guardia allí y lo sé.

—Se me ocurrirá algo —murmuró Mat. ¿Ocurrírsele algo? ¿Qué?—. Luz, ni siquiera parece que queráis escapar.

—Hablas en serio —susurró Teslyn en un tono tan bajo que Mat casi no la oyó—. Creía que sólo habías venido para zaherirme. —Se sentó lentamente y posó los pies en el suelo. Sus ojos se clavaron en los de él con intensidad y su voz adquirió un dejo de urgencia—. ¿Que si «quiero» escapar? Cuando hago algo que les complace, las sul’dam me dan dulces, y me sorprendo a mí misma ansiando esas recompensas. —En su voz asomó un tono horrorizado—. No porque me gusten los dulces, sino porque he complacido a las sul’dam. —Una lágrima se deslizó por su mejilla. Respiró hondo antes de continuar—. Si me ayudas a huir, haré cualquier cosa que me pidas que no incluya traicionar a la Torre… —Cerró la boca tan bruscamente que sus dientes sonaron; luego se sentó derecha y pareció contemplar algo a través de Mat. De pronto, asintió para sí misma—. Ayúdame a escapar y haré cualquier cosa que me pidas —dijo.

—Haré cuanto esté en mi mano —contestó él—. He de encontrar un modo.

La mujer asintió como si le hubiese prometido la huida al caer la noche.

—Hay otra hermana retenida prisionera aquí, en palacio. Edesina Azzedin. Tiene que venir con nosotros.

—¿Otra más? —exclamó Mat—. Creía que había visto tres o cuatro, contándoos a vos. En fin, no estoy seguro de que pueda sacaros, cuanto menos a…

—Las otras han… cambiado. —Teslyn apretó los labios—. Guisin y Mylen, a la que conocía como Sheraine Caminelle, pero ahora sólo responde a Mylen. Esas dos nos traicionarían. Edesina sigue siendo ella, y no la dejaré atrás, aunque sea una rebelde.

—Vamos a ver —empezó Mat con una sonrisa tranquilizadora—. He dicho que intentaré sacaros a vos, pero no veo ningún modo de sacaros a dos y…

—Será mejor que te marches ya —volvió a interrumpirlo—. No se permite a los hombres subir aquí y, en cualquier caso, levantarías sospechas si te descubren. —Lo miró ceñuda y aspiró por la nariz—. Sería una buena ayuda que no vistieses ropas tan llamativas. Ni diez gitanos borrachos llamarían tanto la atención como tú. Vete, deprisa. ¡Vete!

Así lo hizo Mat, mascullando para sí. Muy propio de una Aes Sedai. Uno se ofrecía a ayudarla y, antes de que quisiera darse cuenta, ya estaba escalando un risco en mitad de la noche para liberar a cincuenta personas de unas mazmorras sin contar más que consigo mismo. Aquello lo había hecho otro hombre, alguien muerto mucho tiempo atrás, pero Mat lo recordaba, y encajaba perfectamente en la situación presente. ¡Rayos y centellas! ¡No sabía cómo rescatar a una Aes Sedai y ella lo ponía en el brete de rescatar a dos!

Giró en la esquina que había al pie de la escalera y casi tropezó con Tuon.

—Las casetas de las damane están prohibidas a los hombres —dijo la muchacha mientras lo miraba fríamente a través del velo—. Podrías ser castigado sólo por entrar.

—Buscaba a una Detectora de Vientos, Augusta Señora —se apresuró a contestar Mat al tiempo que hacía una reverencia y pensaba más rápidamente que en toda su vida—. Me hizo un favor en cierta ocasión, y pensé que podría apetecerle algo de la cocina. Unos pasteles o algo por el estilo, pero no la he visto. Supongo que no se la capturó cuando… —No terminó la frase, y miró a la chica de hito en hito. La máscara severa que siempre exhibía había desaparecido de su rostro dando paso a una sonrisa. Una sonrisa realmente preciosa.

—Un buen detalle por tu parte —dijo ella—. Me alegra saber que eres amable con las damane, pero debes tener cuidado. Hay hombres que llevan damane a sus camas. —Sus carnosos labios se fruncieron en una mueca de asco—. No querrás que nadie piense que eres un pervertido. —De nuevo la expresión severa apareció en su rostro, como la del juez que sentencia que todos los prisioneros serán ejecutados de inmediato.

—Gracias por la advertencia, Augusta Señora —dijo con voz vacilante. ¿Qué hombre querría acostarse con una mujer sujeta a una correa?

Entonces, en lo que a la chica concernía, Mat desapareció, ya que ella siguió caminando pasillo adelante como si no viese a nadie. Sin embargo, por una vez, la Augusta Señora Tuon no le preocupaba en absoluto. Tenía una Aes Sedai escondida en la bodega de La Mujer Errante y a otras dos sujetas a la correa de damane, y todas esperaban que el jodido Mat Cauthon les salvara el cuello. No le cabía duda de que Teslyn informaría a la tal Edesina de todo el asunto tan pronto como tuviese oportunidad. Tres mujeres que podrían empezar a impacientarse si él no las llevaba muy pronto a un lugar seguro como por arte de birlibirloque. A las mujeres les gustaba hablar, y cuando hablaban mucho dejaban escapar cosas que más valía no decir. Las mujeres impacientes hablaban aún más que el resto. No sentía rodar los dados en la cabeza, pero casi podía escuchar el tictac de un reloj. Y la hora podría darla el hacha de un verdugo. Era capaz de planear batallas en sus sueños, pero esos viejos recuerdos no parecían de gran ayuda en este caso. Necesitaba una mente maquinadora, alguien acostumbrado a tramar y a pensar de un modo retorcido. Era hora de coger a Thom y sentarse a hablar con él. Y a Juilin.

Decidido a dar con cualquiera de los dos, se puso a tararear inconscientemente Estoy en el fondo del pozo. Bueno, lo estaba; y la noche empezaba a caer y la lluvia lo hacía con ganas. Como pasaba a menudo, otro nombre surgió de aquellos antiguos recuerdos, una canción de la corte de Takedo, en Farashelle, arrasada más de un milenio atrás por Artur Hawkwing. Pero, pese a los años transcurridos, la melodía no había sufrido apenas cambios. En aquel entonces se llamaba La última batalla de Mandenhar. En cualquier caso, encajaba jodidamente bien en su situación actual. Demasiado.

20

Cuestiones de traición

En su camino hacia las apretujadas casetas situadas en lo más alto del palacio de Tarasin, Bethamin sostuvo con cuidado el recado de escribir. A veces el corcho del tintero se aflojaba y las manchas de tinta no se quitaban fácilmente de la ropa. Mantenía su aspecto presentable en todo momento, como si fuesen a llamarla a presencia de alguien de la Alta Sangre. Mientras subían la escalera, no habló con Renna, que ese día la acompañaba en el servicio de inspección. Tenían que realizar una tarea asignada, no charlar ociosamente. Eso era parte de la razón de su silencio. En tanto que otras competían para estar completas con sus damane predilectas, y abrían los ojos como platos ante las cosas extrañas de esta tierra, y especulaban sobre las recompensas que se ganarían allí, ella se centraba en sus obligaciones, pidiendo a las marath’damane más difíciles de domar y someter al a’dam, trabajando el doble de duro y el doble de tiempo que cualquier otra.

Por fin había dejado de llover, y el silencio había vuelto a las casetas. Las damane harían algo de ejercicio —la mayoría se enfurruñaban cuando pasaban encerradas demasiado tiempo en las casetas, y esos cubículos improvisados eran muy reducidos—, pero lamentablemente no tenía asignado paseos ese día. A Renna nunca le asignaban esa tarea, aunque antaño había sido la mejor entrenadora al servicio de Suroth, y muy respetada; un tanto dura en ocasiones, pero muy eficiente. Hubo un tiempo en que todo el mundo decía que la nombrarían der’sul’dam a no tardar a pesar de su juventud. Las cosas habían cambiado. Siempre había más sul’dam que damane, pero nadie recordaba ver completa a Renna desde Falme; ni a ella ni a Seta, a la que Suroth había tomado a su servicio personal después de Falme. Bethamin disfrutaba chismorreando sobre la Sangre y quienes los servían tanto como cualquiera mientras tomaba vino, pero nunca aventuraba una opinión cuando la conversación giraba hacia Renna y Seta. Con todo, pensaba en ellas muy a menudo.

—Tú empieza por el otro extremo, Renna —ordenó—. ¿Y bien? ¿Quieres que de nuevo dé parte de ti a Essonde por pereza?

Antes de Falme, la mujer más baja había sido casi apabullante por la seguridad en sí misma, pero ahora hubo un tic nervioso en su pálida mejilla y dedicó a Bethamin una sonrisa obsequiosa antes de entrar apresuradamente por los estrechos pasillos de las casetas mientras se atusaba el largo cabello, como si temiera que estuviera despeinado. Salvo las amigas más íntimas de Renna, todo el mundo la intimidaba un poco, al menos para resarcirse de su anterior orgullo altanero. Hacer lo contrario era sobresalir, algo que Bethamin evitaba excepto en casos contados y cuidadosamente escogidos. Sus propios secretos permanecían enterrados tan profundamente como era posible, y guardaba silencio sobre los secretos que nadie sabía que conocía, pero deseaba fijar en la mente de todo el mundo que Bethamin Zeami era la viva imagen de la perfecta sul’dam. Se esforzaba por alcanzar la perfección absoluta, tanto en sí misma como en las damane que entrenaba.

Puso manos a la obra con la inspección de manera rápida y eficiente. Comprobó que las damane mantenían limpios y en orden tanto su propia persona como su habitáculo, escribiendo una breve nota con su pulcra letra en la parte superior de la página sujeta a la escribanía portátil cuando alguna no lo había hecho, y no perdió tiempo, excepto para dar caramelos a unas pocas que lo hacían particularmente bien en los entrenamientos. La mayoría de las que habían sido completas con ella recibieron su entrada con sonrisas al tiempo que se arrodillaban. Tanto si eran del imperio como de este lado del océano, sabían que era firme pero justa. Otras no sonrieron. En su mayoría, las damane Atha’an Miere la recibían con un gesto pétreo en el rostro, tan atezado como el de ella, o con una ira resentida que aparentemente creían que ocultaban.

No tomaba nota de esa rabia para que se las castigara, como habrían hecho otras. Todavía pensaban que estaban resistiendo, pero las demandas impropias de que se les devolviesen sus estrafalarias joyas ya eran cosa del pasado, y se arrodillaban y hablaban adecuadamente. Un nombre nuevo era una útil herramienta en los casos más difíciles, pues creaba una ruptura con lo que ya era el pasado, y respondían a esos nuevos nombres, por muy a regañadientes que lo hicieran. Esa renuencia desaparecería, junto con los ceños, y al cabo acabarían por olvidar que alguna vez habían tenido otro nombre. Era una pauta conocida, y tan indefectible como el amanecer. Algunas lo aceptaban de inmediato, y otras entraban en un estado de conmoción al descubrir lo que eran. Siempre había un puñado que cedía terreno de mala gana con el paso de los meses, mientras que con otras ocurría que un día protestaban a voces por el terrible error que se había cometido, que nunca podían haber fallado en las pruebas, y al día siguiente llegaba la aceptación y la calma. Los detalles se diferenciaban a este lado del océano, pero aquí o en el imperio el resultado final siempre era el mismo.

Tomó nota sobre dos damane que no tenía nada que ver con el orden y la limpieza. Zushi, la damane Atha’an Miere aún más alta que ella misma, llevaba aún la marca de los azotes. Su vestido estaba arrugado, su cabello despeinado, la cama sin hacer; pero tenía la cara hinchada de llorar y, no bien se había arrodillado, cuando los sollozos volvieron a sacudirla y las lágrimas corrieron por sus mejillas. El vestido gris que antes le quedaba bien ahora colgaba flojo, y para empezar nunca le habían sobrado carnes. La propia Bethamin le había puesto el nombre de Zushi, y sentía por ella una especial preocupación. Cogió la pluma de punta de acero, la mojó en la tinta y anotó una sugerencia de que a Zushi se la trasladara de palacio a algún lugar donde se la pudiera instalar en una caseta doble con una damane del imperio, preferiblemente una con experiencia en hacerse amiga íntima de otras recién atadas a la cadena. Antes o después, eso siempre ponía fin a los llantos.

Empero, no estaba segura de que Suroth lo permitiera. Suroth había reclamado a esas damane para la emperatriz, naturalmente —cualquiera que poseyese una décima parte de tantas sería sospechoso de tramar una rebelión o incluso podría ser acusado de inmediato—, pero aun así se comportaba como si fuesen de su propiedad. Si Suroth no daba su permiso, habría que hallar algún otro modo. Bethamin se negaba a perder una damane por abatimiento. ¡Se negaba a perder una damane por cualquier razón! La segunda sobre la que anotó un comentario especial fue Tessi, y en ese caso no esperaba encontrar objeciones.

Tan pronto como Bethamin abrió la puerta, la damane illiana se arrodilló grácilmente con las manos enlazadas sobre la cintura. Tenía hecha la cama, sus vestidos grises colgaban ordenadamente de las perchas, el cepillo y el peine se encontraban colocados correctamente en el lavabo, y el suelo estaba barrido. Bethamin no esperaba menos. Tessi había sido limpia desde el principio, y había recuperado carnes desde que aprendió a dejar limpio el plato. Aparte de las golosinas, la dieta de las damane se regulaba de manera estricta, ya que una damane con mala salud era un desperdicio. Sin embargo, a Tessi nunca se la engalanaría con cintas para entrar en la competición de la damane más guapa. Su rostro mostraba un perpetuo gesto de enfado, incluso en reposo; pero ese día lucía una leve sonrisa, y Bethamin estaba segura de que la había adoptado antes de que ella entrara. Tessi no era de esas de quienes una esperaba sonrisas; todavía no.

—¿Cómo está mi pequeña Tessi hoy? —preguntó.

—Tessi está muy bien —contestó suavemente la damane. Hasta el momento siempre había tenido que esforzarse para hablar como era debido, y se había ganado los últimos varazos por rehusar hacerlo el día anterior.

Toqueteándose la barbilla, Bethamin estudió a la damane arrodillada. Sospechaba de cualquier damane que antes se había llamado a sí misma Aes Sedai. La historia la fascinaba, e incluso había leído traducciones de la multitud de lenguas que habían existido antes de que empezara la Consolidación. Aquellas antiguas dirigentes disfrutaban con su dominio caprichoso y mortífero, y se deleitaban relatando cómo habían llegado al poder y el modo en que habían aplastado estados vecinos y debilitado a otros dirigentes. La mayoría habían muerto asesinadas, a menudo a manos de sus herederos o seguidores. Sabía muy bien cómo eran las Aes Sedai.

—Tessi es una buena damane —dijo afectuosamente mientras cogía un caramelo del envoltorio de papel que llevaba en la escarcela.

Tessi se inclinó hacia adelante para tomarlo y besar su mano en agradecimiento, pero la sonrisa falló un instante, bien que reapareció en cuanto tuvo el caramelo rojo en la boca. Bien. De modo que era eso. Fingir aceptar la situación a fin de engatusar a la sul’dam no era nada nuevo; pero, habida cuenta de lo que Tessi había sido, lo más probable es que también estuviese planeando escapar.

De vuelta en el angosto pasillo, Bethamin escribió una firme sugerencia de que se redoblase el entrenamiento de Tessi, además del castigo que debía aplicársele, y que las recompensas fuesen esporádicas, de manera que no pudiera siquiera estar segura de que la perfección le reportaría una palmadita en la cabeza. Era un método duro, uno que solía evitar, pero por alguna razón convertía incluso a la más recalcitrante marath’damane en una dúctil damane en poquísimo tiempo. Y también producía las damane más sumisas. Le desagradaba romper el temple de una damane, pero a Tessi le hacía falta para doblegarla al a’dam y que así olvidase el pasado. Al final, sería más feliz.

Acabó antes que Renna, de modo que esperó al pie de la escalera hasta que la otra sul’dam bajó.

—Lleva esto a Essonde cuando entregues lo tuyo —dijo, entregándole la escribanía portátil antes de que hubiese bajado el último peldaño. Como era de esperar, Renna aceptó el encargo tan sumisamente como había aceptado la orden anterior, y se alejó presurosa mientras echaba ojeadas al segundo recado de escribir como si se preguntara si en las páginas habría un informe sobre ella. Era una mujer muy distinta de la que había sido antes de Falme.

Bethamin recogió su capa y salió de palacio con intención de regresar a la posada donde se veía obligada a compartir cama con otras dos sul’dam, pero sólo durante el tiempo necesario para coger algo de dinero de su caja de seguridad. La inspección era la única asignación que tenía para ese día y el resto de las horas podía dedicarlas a lo que quisiera. Para variar, en lugar de pedir tareas extras las pasaría comprando recuerdos. Quizás uno de esos cuchillos que las mujeres de la localidad llevaban al cuello, si podía encontrar uno sin esas gemas en la empuñadura que tanto parecían gustarles. Y lacado, por supuesto; eso era algo tan bueno allí como en cualquier lugar del imperio, y los diseños resultaban sumamente… extraños. Sería relajante ir de compras. Y necesitaba relajarse.

Los adoquines de la plaza de Mol Hara todavía brillaban húmedos de la lluvia de la mañana, y un agradable olor a sal impregnaba el aire, recordándole el pueblo junto al mar de L’Heye, donde había nacido, si bien el intenso frío la hizo arrebujarse en la capa. En Abunai nunca hacía frío, y ella no acababa de acostumbrarse a éste por muy lejos que viajase. Pero en esos momentos los recuerdos del hogar no la reconfortaban. Mientras caminaba por las abarrotadas calles, Renna y Seta ocupaban sus pensamientos hasta el punto de que tropezaba con la gente, y una vez casi se cruzó al paso de una caravana de carretas de mercaderes que abandonaba la ciudad. El grito de la carretera la sacó de su abstracción y retrocedió de un salto justo a tiempo. El vehículo pasó traqueteando sobre los adoquines en los que había estado un momento antes, y la mujer que manejaba el látigo ni siquiera le dedicó una mirada. Esos forasteros desconocían el respeto debido a una sul’dam.

Renna y Seta. Todos los que habían estado en Falme guardaban recuerdos que deseaban olvidar y de los que no hablaban excepto cuando habían bebido demasiado. También ella los tenía, sólo que los suyos no se referían a la impresión de combatir fantasmas reconocidos a medias, salidos de las leyendas, ni del horror de la derrota ni de visiones dementes en el cielo. ¿Cuántas veces había deseado no haber subido la escalera aquel día? Ojalá no se hubiese preguntado qué estaría haciendo Tuli, la damane que poseía una maravillosa destreza con los metales. Pero se había dirigido a la caseta de Tuli y había visto a Renna y a Seta frenéticas, intentando quitarse la una a la otra los a’dam que llevaban puestos en el cuello, chillando de dolor, tambaleándose por las náuseas, y todo ello sin dejar de forcejear con los collares. Manchas de vómitos marcaban la parte delantera de sus vestidos; en su frenesí, no se dieron cuenta de su presencia ni de que retrocedía, conmocionada por el horror.

No era el simple horror de ver a dos sul’dam que revelaban ser marath’damane, sino su propio y repentino terror. A menudo pensaba que casi veía los tejidos de las damane, y siempre notaba la presencia de una de ellas y sabía lo fuerte que era. Muchas sul’dam tenían esa capacidad; todo el mundo sabía que venía de una larga experiencia en el manejo del a’dam. No obstante, la contemplación de aquellas dos mujeres desesperadas despertó ideas no deseadas y dio un nuevo y atemorizador cariz a lo que siempre había aceptado. ¿Veía «casi» los tejidos, o los veía realmente? A veces creía que también «sentía» cuando encauzaban. Incluso las sul’dam tenían que someterse a las pruebas anuales, hasta el vigésimo quinto día onomástico, y ella las había superado: el resultado había sido negativo en cada ocasión. Sólo que… Habría una nueva prueba después de que se hubo descubierto el caso de Renna y Seta, a fin de encontrar marath’damane que hubiesen eludido la primera de algún modo. El propio imperio temblaría en sus cimientos ante semejante golpe. Y, con la imagen de Renna y de Seta grabada a fuego en la mente, había sabido con absoluta certeza que tras dicha prueba Bethamin Zeami dejaría de ser una ciudadana respetada, y que una damane llamada Bethamin serviría al imperio.

La vergüenza se enroscaba en su interior todavía. Había antepuesto los temores personales a las necesidades del imperio, a todo aquello que había creído justo, verdadero y bueno. Cuando la batalla —y la pesadilla— llegó a Falme no había corrido a completarse con una damane para unirse a la línea de combate. Por el contrario, se había valido de la confusión para coger un caballo y huir, cabalgando tan deprisa y tan lejos como le fue posible.

Bethamin cayó en la cuenta de que se había parado y miraba el escaparate de una modista sin ver realmente lo que exhibía. Tampoco es que quisiera verlo. El vestido azul con las franjas rojas y los relámpagos era el único que había pensado llevar desde hacía años. Y desde luego jamás se pondría algo tan indecente que dejaría a la vista demasiado. Siguió caminando a paso vivo, con la faldas ondeando en torno a los tobillos, pero no pudo quitarse de la cabeza a Renna y a Seta; ni a Suroth.

Obviamente, Alwhin había encontrado a la pareja de sul’dam atada a la correa y había dado parte a Suroth, quien había salvaguardado el imperio protegiendo a Renna y a Seta, a pesar de lo peligroso que era hacer tal cosa. ¿Y si de repente empezaban a encauzar? Quizás habría sido mejor para el imperio que hubiese arreglado las cosas para que murieran, aunque matar a una sul’dam era asesinato incluso para la Alta Sangre. Dos muertes sospechosas entre las sul’dam sin duda habrían hecho intervenir a los Buscadores. De modo que Renna y Seta estaban libres, si es que podía llamarse así cuando nunca se les permitía estar completas. Alwhin había cumplido con su deber, y se la había recompensado convirtiéndola en la Voz de Suroth. Suroth también había cumplido con su deber, por desagradable que éste fuese. No habría prueba nueva. Su huida no había tenido razón de ser. Y si se hubiese quedado no habría acabado en Tanchico, una pesadilla que deseaba olvidar más incluso que la de Falme.

Un escuadrón de Guardias de la Muerte marchaba calle adelante, resplandecientes en sus armaduras, y Bethamin hizo un alto para verlos pasar. Dejaban un paso entre la multitud semejante a un gran barco navegando a todo trapo. Habría júbilo en la ciudad, en el país, cuando finalmente Tuon se revelara como quien era, y las celebraciones se llevarían a cabo como si acabase de llegar. Bethamin sentía un placer culpable cuando pensaba en la Hija de las Nueve Lunas por su nombre, como cuando hacía algo prohibido de pequeña, si bien, por supuesto, hasta que Tuon se quitase el velo era simplemente la Augusta Señora Tuon, con una posición no superior a la de Suroth. Los Guardias de la Muerte, dedicados en cuerpo y alma a la emperatriz y al imperio, desfilaron en medio del resonar de las botas, y Bethamin siguió caminando en dirección opuesta. Muy apropiado, puesto que ella estaba dedicada en cuerpo y alma a preservar su propia libertad.

Los Cisnes Dorados del Cielo era un nombre ostentoso para una posada encajada entre unos establos públicos y una tienda de productos lacados. Ésta se encontraba abarrotada de oficiales comprando todo lo que había en el establecimiento, los establos llenos de caballos adquiridos en el sorteo y aún no asignados, y Los Cisnes Dorados se hallaba repleta de sul’dam. Atestada, de hecho, al menos cuando caía la noche. Bethamin era afortunada de tener sólo dos compañeras de cama. Con la orden de acomodar a tantas como pudiera, la posadera había metido a cuatro o cinco en una cama cuando le parecía que podían caber en ella. Aun así, la ropa de cama estaba limpia y la comida era bastante buena, bien que peculiar. Y, habida cuenta de que la alternativa era probablemente un pajar, se sentía satisfecha de compartir un lecho.

A esa hora, las mesas redondas de la sala común se hallaban vacías. Algunas de las sul’dam que se alojaban allí sin duda tendrían servicios que cumplir, y el resto simplemente querría evitar a la posadera. Cruzada de brazos, ceñuda, Darnella Shoran observaba a varias criadas que barrían afanosamente el suelo de baldosas verdes. Era una mujer delgada, de cabello canoso que llevaba recogido en un moño bajo, y con una barbilla alargada que le otorgaba un aspecto beligerante; podría haber pasado por una der’sul’dam a despecho del ridículo cuchillo que lucía, con la empuñadura tachonada de gemas baratas, rojas y blancas. Supuestamente, las criadas eran libres, pero obedecían prestamente como propiedad cada vez que la posadera hablaba.

La propia Bethamin dio un respingo cuando la mujer se volvió hacia ella.

—¿Conocéis mis reglas respecto a los hombres, señora Zeami? —demandó. Después de todo ese tiempo, la rapidez con que hablaba esa gente aún le sonaba rara—. He oído hablar de vuestras extrañas costumbres, y si vos sois así, es asunto vuestro, pero no bajo mi techo. Si queréis reuniros con hombres, ¡lo haréis en otra parte!

—Os aseguro que no me he reunido con hombres ni aquí ni en ningún otro sitio, señora Shoran.

La posadera frunció el entrecejo y la miró con desconfianza.

—Bueno, él vino preguntando por vuestro nombre. Un hombre apuesto, de cabello rubio. No era un muchacho, pero tampoco muy mayor. Uno de los vuestros, arrastrando las palabras tanto al hablar que casi no se le entendía.

Bethamin adoptó un tono apaciguador e hizo todo lo posible por convencerla de que no conocía a nadie que encajara con esa descripción, y que con sus deberes no tenía tiempo para hombres. Ambas cosas eran verdad, pero habría mentido de ser necesario. Los Cisnes Dorados no había sido requisada, y tres en una cama era mucho mejor que un pajar. Intentó descubrir si la mujer querría algún pequeño regalo cuando fuera de compras, pero de hecho la posadera pareció ofenderse cuando le sugirió un cuchillo con gemas más llamativas. No había querido decir algo caro, nada que ver con un soborno —realmente no—, pero la señora Shoran pareció tomárselo así y resopló indignada. En cualquier caso, no estaba segura de haber tenido éxito en cambiar la opinión de la mujer ni un ápice. Por alguna razón, la posadera parecía creer que pasaban todo su tiempo libre dedicadas al libertinaje. Todavía seguía ceñuda cuando Bethamin subió la escalera sin barandilla, situada a un lado de la sala común, fingiendo que no tenía ninguna otra idea que la de ir de compras.

Sin embargo la identidad del hombre la preocupaba. En realidad no reconocía la descripción dada. Lo más probable es que la buscase por las indagaciones que ella había estado haciendo; pero, si tal era el caso, si había sido capaz de rastrearla hasta allí, eso quería decir que no había sido lo bastante discreta. Y quizá sí peligrosamente indiscreta. Con todo, confiaba en que el hombre regresase. Necesitaba saber. ¡Lo necesitaba!

Al abrir la puerta del cuarto se quedó paralizada. Su caja fuerte de hierro se encontraba sobre la cama con la tapa abierta. Era una cerradura muy buena, y la única llave estaba en el fondo de su escarcela. El ladrón seguía allí y, cosa extraña, ¡pasaba las hojas de su diario! ¿Cómo, en nombre de la Luz, había salvado ese hombre la vigilancia de la señora Shoran?

La paralización duró sólo un instante; desenvainó el cuchillo del cinturón y abrió la boca para gritar pidiendo auxilio.

La expresión del tipo no cambió, y tampoco intentó huir ni atacarla. Se limitó a sacar algo pequeño de su bolsita y a sostenerlo en alto para que ella lo viera; Bethamin sintió la garganta constreñida. Enfundó de nuevo el cuchillo con dedos torpes, y acto seguido extendió las manos para mostrarle que no sostenía arma alguna ni intentaba cogerla. Entre los dedos del hombre había una placa de marfil bordeada en oro, grabada con el dibujo de un cuervo y una torre. De repente vio realmente al individuo, rubio y de mediana edad. Tal vez fuese guapo, como la señora Shoran había dicho, pero sólo una demente pensaría en un Buscador de la Verdad desde esa perspectiva. Gracias a la Luz no había escrito nada peligroso en su diario; pero él debía de saberlo. Había preguntado por su nombre. ¡Oh, Luz, debía de saberlo!

—Cierra la puerta —dijo quedamente él mientras volvía a guardar la placa, y Bethamin obedeció, aunque lo que deseaba era echar a correr; quería suplicar clemencia, pero él era un Buscador, de modo que se quedó allí, temblorosa—. Siéntate. No hay necesidad de que estés incómoda.

Lentamente, la mujer colgó la capa y tomó asiento en una silla, por una vez sin importarle lo incómodo que era el extraño respaldo de tablas. No intentó disimular su temblor. Hasta alguien de la Sangre, incluso alguien de la Alta Sangre, temblaría al ser interrogado por un Buscador. Albergaba una pequeña esperanza; no se había limitado a ordenarle que lo acompañara. A lo mejor no lo sabía, después de todo.

—Has estado haciendo preguntas sobre una capitana de barco llamada Egeanin Sarma —dijo él—. ¿Por qué?

Toda esperanza desapareció con un sordo golpe que pudo sentir en su pecho.

—Buscaba a una antigua amiga —contestó con voz trémula. Las mejores mentiras contenían toda la verdad posible—. Estuvimos juntas en Falme, y no sé si sobrevivió. —Mentir a un Buscador era traición, pero ya había incurrido en su primera traición al desertar durante la batalla de Falme.

—Vive —replicó secamente el hombre. Se sentó a los pies de la cama sin quitarle los ojos de encima. Eran azules, e hicieron que Bethamin quisiera ponerse de nuevo la capa—. Es una heroína, una capitana de los Verdes, y ahora es lady Egeanin Tamarath, recompensa concedida por la Augusta Señora Suroth. También se encuentra aquí, en Ebou Dar. Reanudarás tu amistad con ella, y me informarás de a quién ve, adónde va, qué dice. Todo.

Bethamin apretó las mandíbulas para no soltar una risa histérica. No era a ella a la que perseguía, sino a Egeanin. ¡Gracias le fueran dadas a la Luz! ¡Bendita la Luz por su infinita misericordia! Sólo había intentado averiguar si la mujer aún vivía, si tenía que tomar precauciones. Egeanin la había liberado en una ocasión, y, sin embargo, durante los diez años que Bethamin la había conocido antes de aquello había sido un modelo cumpliendo su deber. Siempre había existido la posibilidad de que se arrepintiese de aquella irregularidad, le costara lo que le costase, pero, quién lo hubiese pensado, no había ocurrido así. ¡Y el Buscador iba tras ella, no tras…! Ante Bethamin surgieron posibilidades, certezas, y dejó de tener ganas de reír. En cambio, se lamió los labios.

—¿Cómo…? ¿Cómo puedo reanudar nuestra amistad? —En cualquier caso, nunca había sido amistad, sino otro tipo de relación, pero ya era demasiado tarde para decirlo—. Dices que ha sido elevada a la Sangre. Cualquier intento de acercamiento tiene que venir de ella. —El miedo la envalentonó. Y la hizo dejarse llevar por el pánico, como le ocurrió en Falme—. ¿Por qué necesitas que sea tu Escuchadora? Puedes llevarla a interrogar en cualquier momento que quieras.

Se mordió el interior de la mejilla para dejar quieta la lengua. Luz, que ese hombre hiciese aquello era lo último que ella deseaba. Los Buscadores eran la mano secreta de la emperatriz, así viviera para siempre. En su nombre, él podía someter a interrogatorio incluso a Suroth, o a la propia Tuon. Cierto, el Buscador moriría de un modo horrible si resultaba que se había equivocado, pero el riesgo era pequeño en el caso de Egeanin, que sólo pertenecía a la Sangre baja. Si interrogaba a Egeanin… Para su estupefacción, en lugar de limitarse a decirle que lo obedeciera, el hombre se quedó sentado, estudiándola.

—Te explicaré algunas cosas —dijo, y aquello fue una impresión aún mayor. Los Buscadores nunca daban explicaciones, que ella supiera—. No eres de utilidad para mí ni para el imperio a menos que sobrevivas, y no sobrevivirás si no alcanzas a entender a qué te enfrentas. Si revelas a alguien una sola palabra de lo que te diga, soñarás con la torre de los Cuervos como un alivio del lugar en el que te encontrarás. Escucha, y atiende. A Egeanin se la envió a Tanchico antes de que la ciudad cayese en nuestro poder, entre otras cosas como parte del esfuerzo de encontrar sul’dam que se habían quedado atrás en Falme. Curiosamente no halló ninguna, aunque otros sí lo hicieron, como los que te ayudaron a ti a volver. En cambio, Egeanin asesinaba a las sul’dam que encontraba. Yo personalmente la acusé de ese cargo, y no se molestó en negarlo. Ni siquiera demostró indignación ni irritación. Y también confraternizó en secreto con Aes Sedai. —Dijo el nombre con voz inexpresiva, no con el habitual desagrado, sino más bien como una acusación—. Cuando se marchó de Tanchico, viajaba en un barco capitaneado por un hombre llamado Bayle Domon. Organizó jaleo al ser abordado su barco, y se lo hizo propiedad. Ella lo compró y de inmediato lo convirtió en su so’jhin, lo que demuestra que para ella es de cierta importancia. Lo interesante es que había llevado al mismo hombre ante el Augusto Señor Turak en Falme. Domon se ganó la estima del Augusto Señor hasta el punto de que éste invitaba al tipo a conversar con él muy a menudo. —Torció el gesto—. ¿Tienes vino, o brandy?

Bethamin dio un respingo.

—Iona tiene un frasco del brandy local, creo. Es un brebaje tosco…

Él le ordenó que le sirviese una copa a pesar de ello, y la mujer obedeció rápidamente. Quería que siguiese hablando, cualquier cosa con tal de demorar lo inevitable. Sabía con certeza que Egeanin no había asesinado a las sul’dam, pero su testimonio la condenaría a compartir la amarga suerte de Renna y Seta. Si tenía suerte. Si es que este Buscador entendía su deber para con el imperio del mismo modo que Suroth. El hombre escudriñó la copa de peltre e hizo girar el oscuro brandy de manzana en su interior mientras ella volvía a tomar asiento.

—El Augusto Señor Turak fue un gran hombre —murmuró—. Quizás uno de los más grandes que se hayan visto en el imperio. Lástima que sus so’jhin decidieran seguirlo a la muerte. Un gesto honorable por su parte, pero que hizo imposible confirmar si Domon formaba parte del grupo que asesinó al Augusto Señor. —Bethamin se encogió. A veces los miembros de la Sangre morían unos a manos de otros, por supuesto, pero la palabra asesinato nunca se mencionaba. El Buscador continuó, todavía con la vista prendida en la copa, sin beber—. El Augusto Señor me había ordenado que vigilase a Suroth. Sospechaba que representaba un peligro para el propio imperio. Textualmente. Y, con su muerte, ella alcanzó el mando de los Precursores. No tengo evidencia de que ordenase su muerte, pero son muchas las cosas que lo apuntan. Suroth llevó una damane a Falme, una joven que había sido Aes Sedai. —De nuevo, la denominación sonó fría y dura—. Y que de algún modo escapó el mismo día en que Turak murió. Además Suroth tiene en su séquito una damane que también fue Aes Sedai. Nunca se la ha visto sin el collar, pero… —Se encogió de hombros, como si aquello fuese algo sin importancia. Los ojos de Bethamin se desorbitaron. ¿Quién quitaría el collar a una damane? Una damane bien entrenada era un gozo y una gran satisfacción, ¡pero aquello sería tanto como dejar suelto a un grolm borracho!—. Es muy probable que también posea una marath’damane oculta entre sus propiedades —continuó el hombre como si no estuviese relacionando delitos que eran poco menos que traición—. Creo que Suroth dio la orden de que las sul’dam que consiguiesen llegar a Tanchico fueran asesinadas, tal vez con el propósito de ocultar las reuniones de Egeanin con Aes Sedai. Vosotras, las sul’dam, afirmáis que podéis reconocer a una marath’damane sólo con verla, ¿no es así?

Alzó la vista de repente, y de algún modo Bethamin se las ingenió para sostener la mirada de aquellos gélidos ojos sin perder la sonrisa. Su semblante podía pertenecer a cualquier hombre, pero esos ojos… Se alegró de estar sentada, ya que las rodillas le temblaban de tal modo que le sorprendió que no se notara a través de la falda.

—No es tan sencillo, me temo. —Casi consiguió mantener la voz firme—. Sin duda… Sin duda tienes pruebas suficientes para acusar a Suroth del a… a… asesinato del Augusto Señor Turak. —Si detenía a Suroth entonces no habría necesidad de involucrarla a ella ni a Egeanin.

—Turak fue un gran hombre, pero mi deber es para con la emperatriz, así viva para siempre, y, a través de ella, para con el imperio. —Se bebió el brandy de un trago, y su rostro adquirió una expresión tan dura como su voz—. La muerte de Turak es polvo comparada con el peligro al que se enfrenta el imperio. Las Aes Sedai de estas tierras buscan poder en el imperio, una vuelta a los tiempos de caos y muerte en los que nadie podía cerrar los ojos por la noche con la certeza de despertar al día siguiente, y están recibiendo ayuda del venenoso gusano de la traición que va socavando desde dentro. Suroth puede que no sea siquiera la cabeza de ese gusano. Por el bien del imperio, no la prenderé hasta que pueda acabar con todo el gusano. Egeanin es un hilo que puedo seguir hasta el gusano, y tú eres un hilo hacia Egeanin. De modo que reanudarás la amistad con ella, cueste lo que cueste. ¿Me has entendido?

—Lo he entendido y obedeceré. —La voz le tembló, pero ¿qué otra cosa podía contestar? La Luz se apiadase de ella, ¿qué otra cosa podía contestar?

21

Un asunto de propiedad

Egeanin yacía de espaldas en la cama, con las manos levantadas, las palmas hacia el techo y los dedos extendidos. La falda azul pálido creaba un abanico sobre sus piernas, y ella intentaba permanecer tendida muy quieta para no arrugar mucho el fino plisado. A juzgar por el modo en que los vestidos limitaban los movimientos, tenían que ser una invención del Señor Oscuro. Allí tendida, examinó las uñas demasiado largas para poder agarrar un cabo sin romperse al menos la mitad. Tampoco es que hubiese cogido cabos personalmente desde hacía unos cuantos años, pero siempre había estado dispuesta y capacitada para hacerlo si llegaba el caso.

—¡… gran estupidez! —bramaba Bayle mientras atizaba los leños de la chimenea de ladrillos—. ¡Así la Fortuna me clave su aguijón! El Halcón del mar podría navegar aprovechando más el viento y más rápido que cualquier barco seanchan jamás construido. También habrá borrascas y…

Ella sólo escuchaba lo suficiente para saber que había dejado de rezongar por la habitación y retomado el mismo tema de discusión de siempre. La habitación forrada con paneles oscuros no era la mejor de La Mujer Errante, ni siquiera se le acercaba, pero cumplía con todos los requisitos, excepto por las vistas. Las dos ventanas se asomaban al patio del establo. Una capitana de los Verdes se igualaba en rango con un oficial general, pero en ese lugar la mayoría de los que superaba en rango eran ayudantes o secretarios de oficiales superiores del Ejército Invencible. Tanto en el ejército de tierra como en el mar, pertenecer a la Sangre no contaba para mucho más, a menos que se fuera de la Alta Sangre.

La laca verde mar de las uñas de los dedos meñiques relucía. Siempre había esperado ascender, quizás a capitana de los Oros, y dirigir flotas como había hecho su madre. De pequeña había soñado incluso con ser nombrada la Mano de la Emperatriz en el Mar, igual que su madre, y estar a la izquierda del Trono de Cristal como so’jhin de la emperatriz en persona, ojalá viviese para siempre, autorizada para hablarle directamente. Las jovencitas tenían sueños estúpidos, y debía admitir que tras haber sido elegida entre los Precursores consideró la posibilidad de un nuevo nombre. No creía que ocurriera, claro —eso habría sido situarse por encima de su posición—, pero aun así todo el mundo sabía que la reconquista de las tierras robadas significaría nuevas incorporaciones a la Sangre. Ahora era capitana de los Verdes, diez años antes de lo que podría haber esperado, y se encontraba en la pendiente de la empinada montaña que ascendía a través de las nubes hasta el sublime pináculo de la emperatriz, así viviera para siempre.

No obstante, dudaba que le dieran el mando de una nave grande, cuanto menos de una escuadra. Suroth aseguraba que había aceptado su historia; pero, de ser así, ¿por qué la habían dejado parada en Cantorin? ¿Por qué, cuando sus órdenes llegaron finalmente, eran para que se presentase allí y no en un barco? Claro que sólo había un número limitado de puestos de mando disponibles, incluso para una capitana de los Verdes. Tenía que ser eso. Debían de haberla elegido para que ocupase una posición cerca de Suroth, aunque sus órdenes mencionaban únicamente que viajase a Ebou Dar en el primer medio de transporte que hubiera disponible y esperase a recibir nuevas instrucciones. Quizá. La Alta Sangre podía dirigirse a la baja sin la intervención de una Voz, pero tenía la impresión de que Suroth se había olvidado de ella tan pronto como la despidió tras recibir su recompensa. Lo que también podría significar que Suroth recelaba algo. Simples lucubraciones que no llevaban a ninguna parte. En cualquier caso, podía darse por satisfecha si ese Buscador había abandonado sus sospechas. Debía de haberlo hecho, o en caso contrario ya la tendría en una mazmorra chillando; con todo, si también se encontraba en la ciudad, la estaría vigilando, esperando que diese un paso en falso. Ahora no podía derramar ni una gota de su sangre, pero los Buscadores eran expertos en vérselas con esa nimia dificultad. Sin embargo, mientras se conformara con vigilarla, podía mirarla hasta que los ojos se le secasen. Ahora pisaba una cubierta firme, y a partir de este momento tendría mucho cuidado con dónde pisaba. Puede que llegar a capitana de los Oros ya no fuera posible, pero retirarse como capitana de los Verdes era honorable.

—¿Y bien? —demandó Bayle—. ¿Qué dices a eso?

Ancho, sólido y fuerte, justo la clase de hombre que siempre le había gustado, Bayle se había parado junto a la cama, en mangas de camisa, el rostro ceñudo y con los puños en las caderas, en absoluto la postura que un so’jhin debería adoptar ante su señora. Con un suspiro, Egeanin dejó caer las manos sobre el estómago. Bayle no aprendería nunca cómo se suponía que debía comportarse un so’jhin. Se lo tomaba todo a broma, o como un juego, como si nada de aquello fuese real. A veces decía incluso que deseaba ser su Voz, por muchas veces que ella le explicara que no pertenecía a la Alta Sangre. En una ocasión había hecho que lo azotaran, y después se había negado a dormir en la misma cama con ella hasta que le pidió disculpas. ¡Disculpas!

Hizo un rápido repaso mental de los rezongos que había escuchado a medias. Sí; todavía los mismos argumentos después de todo ese tiempo. Nada nuevo. Bajó las piernas por el borde de la cama, se sentó y fue recalcando cada respuesta enumerándolas con los dedos. Lo había hecho tan a menudo que habría podido recitarlas de memoria.

—Si hubieses intentado huir, las damane del otro barco habría partido los mástiles del tuyo como si fuesen ramitas tiernas. No fue un encuentro casual, Bayle, y lo sabes; su primera orden de detener la nave fue para demandar si era el Halcón del mar. Obligándote a ponerte al pairo y anunciando que nos dirigíamos a Cantorin con un regalo para la emperatriz, así viva para siempre, disipé sus sospechas. De haber hecho otra cosa, ¡cualquier otra cosa!, habríamos acabado todos encadenados en la bodega y vendidos tan pronto como hubiésemos atracado en Cantorin. Dudo que hubiésemos sido lo bastante afortunados para afrontar el hacha del verdugo en cambio. —Alzó el pulgar—. Y, por último, si hubieses conservado la calma como te dije, tampoco habrías ido a la plataforma de subastas. ¡Me costaste un montón de dinero!

Al parecer, otras cuantas mujeres en Cantorin tenían el mismo gusto respecto a los hombres. Habían subido la puja desmesuradamente. Tozudo como era, el hombre se puso ceñudo mientras se rascaba la barba corta con gesto irritado.

—Sigo opinando que podríamos haberlo tirado todo por la borda —murmuró—. Ese Buscador no tenía prueba alguna de que esos objetos estuvieran en el barco.

—Los Buscadores no necesitan pruebas —repuso ella, imitando su acento en son de burla—. Los Buscadores las encuentran, y el modo de encontrarlas es doloroso. —Si se veía limitado a sacar a relucir lo que incluso él había admitido hacía mucho tiempo, quizás estaba cerca finalmente de poner fin a todo el asunto—. En cualquier caso, Bayle, ya has admitido que no hay nada malo en que Suroth tenga ese collar y esos brazaletes. Nadie puede ponérselos a menos que se acerque a él lo bastante, y no he oído nada que sugiera que alguien lo haya hecho o vaya a hacerlo. —Se contuvo de añadir que tampoco importaba gran cosa si alguna persona lo hacía. Bayle no estaba siquiera familiarizado realmente con las versiones de las Profecías que tenían a este lado del Mar del Mundo, pero se mostraba categórico en que ninguna mencionaba la necesidad de que el Dragón Renacido se arrodillase ante el Trono de Cristal. Tal vez fuese necesario ponerle ese a’dam masculino, pero Bayle nunca lo vería así—. Lo hecho, hecho está, Bayle. Si la Luz quiere, viviremos mucho al servicio del imperio. Bien, dices que conoces esta ciudad. ¿Qué puede verse o hacerse aquí que sea interesante?

—Siempre hay festivales de alguna clase —contestó lentamente, a regañadientes. Nunca le gustaba dar por perdida una discusión, por fútil que fuese—. Algunos podrían ser de tu agrado, y otros no, creo. Eres muy… quisquillosa.

¿Qué querría decir con eso? De repente el hombre sonrió, antes de continuar.

—Podríamos encontrar a una Mujer Sabia. Aquí ratifican los votos de matrimonio. —Se pasó los dedos por el lado afeitado del cráneo al tiempo que giraba los ojos hacia arriba, como si intentara vérselo—. Claro que, si recuerdo bien la charla que me diste sobre los «derechos y privilegios» de mi posición, los so’jhin sólo pueden casarse con otros so’jhin, así que tendrás que liberarme antes. Así la Fortuna me clave su aguijón, todavía no posees ni un palmo de esas propiedades que te prometieron. Yo podría reanudar la anterior actividad comercial y darte una propiedad a no tardar.

Se quedó boquiabierta. Esto no era algo viejo, sino muy, muy nuevo. Egeanin se había preciado siempre de ser equilibrada. Había ascendido a un puesto de mando merced a su buen hacer y su valor, una veterana de batallas navales, tormentas y naufragios, y en ese preciso momento se sentía como un grumete en su primer viaje que mira hacia abajo desde la cofa, mareado y aterrado, viendo girar el mundo a su alrededor y esperando una inevitable caída al mar, que no llega a abarcar con la mirada.

—No es así de sencillo —contestó al tiempo que se incorporaba, obligándolo a retroceder un paso. ¡Por la Luz bendita, detestaba oír entrecortada su voz!—. La manumisión requiere que te provea de medios para vivir como un hombre libre, asegurarme de que puedes mantenerte a ti mismo. —¡Luz! Soltar a borbotones las palabras era tan malo como tener entrecortada la voz. Se imaginó a sí misma en la cubierta de un barco, hecho que la ayudó un poco—. En tu caso, eso significa comprar un barco, supongo —añadió, al menos en un tono que sonaba sereno—, y, como me has recordado, todavía no tengo posesiones. Además, no podría dejarte volver al contrabando, y lo sabes. —Aquello era la pura verdad, y el resto no del todo una mentira. Sus años en el mar habían sido provechosos y, aunque el oro del que podía disponer fuera mera rebusca de la cosecha a los ojos de alguien de la Sangre, sí podía comprar un barco, siempre y cuando él no quisiera un barco de largas travesías; pero de hecho en ningún momento había negado que estuviera a su alcance adquirir uno.

Él le extendió los brazos, otra cosa que supuestamente no debía hacer, y al cabo de un momento Egeanin apoyaba la mejilla en el fuerte hombro y dejaba que la abrazara.

—Todo saldrá bien, nena —murmuró Bayle con ternura—. Saldrá bien, de algún modo.

—No debes llamarme «nena», Bayle —lo reprendió, mirando fijamente detrás de su hombro, hacia la chimenea, que parecía no conseguir enfocar. Antes de abandonar Tanchico había decidido casarse con él, una de esas fulgurantes decisiones que habían creado su reputación. Sería un contrabandista, pero ella habría podido cortar eso, y también era tenaz, firme, inteligente y fuerte, un marino. Esto último siempre había sido una necesidad para ella; sólo que no conocía sus costumbres. En algunos sitios del imperio eran los hombres quienes hacían la petición, y de hecho se ofendían si una mujer lo sugería incluso. Tampoco sabía nada de engatusar a un varón. Sus contados amantes habían sido hombres de igual rango, a los que podía acercarse abiertamente y despedirse de ellos cuando el uno o el otro recibía órdenes de trasladarse a otro barco o era ascendido. Y ahora él era un so’jhin. No había nada de raro en acostarse con el propio so’jhin, claro, siempre y cuando no se hiciera alarde de ello. Bayle se prepararía un jergón a los pies de la cama, como de costumbre, aun cuando nunca durmiera en él. Pero liberar a un so’jhin, privándolo de los derechos y privilegios de los que él se burlaba, era un acto cruel al máximo. No, de nuevo mentía al eludir toda la verdad, y lo que era peor es que se mentía a sí misma. Deseaba sin reservas casarse con Bayle Domon, pero se sentía tremendamente insegura de ser capaz de unirse a una propiedad manumitida.

—Será como mi señora diga —contestó él en una risueña pantomima de formalidad.

Egeanin le lanzó un puñetazo más abajo de las costillas. No muy fuerte. Justo lo suficiente para hacerle soltar un quedo gruñido. ¡Tenía que aprender! Ya no quería visitar los lugares de interés de Ebou Dar; sólo deseaba seguir donde estaba, rodeada por los brazos de Bayle, sin tener que tomar decisiones, permanecer para siempre así.

Una brusca llamada en la puerta bastó para que lo apartara de un empujón. Al menos él sabía lo suficiente para no protestar por eso. Mientras Bayle se colocaba bien la chaqueta, ella arregló los plisados del vestido e intentó alisar las arrugas marcadas por estar tumbada en la cama. Parecía haber muchas a pesar de la inmovilidad que había mantenido. Esa llamada podía ser tanto un requerimiento de Suroth como una criada que acudía para ver si necesitaba algo, pero fuera lo que fuese no iba a dejar que nadie la sorprendiera como si hubiera estado rodando por la cubierta de un barco.

Finalmente renunció al inútil intento y esperó hasta que Bayle acabó de abrocharse la chaqueta y adoptó la actitud que consideraba adecuada para un so’jhin. «La de un capitán de barco en el puente, listo para gritar órdenes», pensó, suspirando para sus adentros.

—¡Adelante! —contestó.

La mujer que abrió la puerta era la última persona que Egeanin esperaba ver. Bethamin la miró con expresión vacilante antes de entrar y cerrar suavemente la puerta a su espalda. La sul’dam inhaló hondo y después se arrodilló, manteniéndose rígidamente erguida. Su vestido azul oscuro, con las piezas rojas en forma de rayos, estaba recién limpio y planchado. El marcado contraste con su propio atuendo desarreglado irritó a Egeanin.

—Milady —empezó, indecisa, Bethamin, que a continuación tragó saliva—. Milady, os ruego me concedáis un momento para hablar con vos. —Dirigió una mirada a Bayle y se lamió los labios—. En privado, si milady hace el favor.

La ultima vez que Egeanin había visto a esa mujer fue en un sótano de Tanchico, cuando le quitó el a’dam y le dijo que se marchase. ¡Eso habría sido suficiente para hacerle chantaje aunque perteneciera a la Alta Sangre! Sin duda el cargo sería el mismo que por liberar a una damane: traición. Sólo que Bethamin no podía sacarlo a la luz sin condenarse también a sí misma.

—Él puede escuchar cualquier cosa que quieras decirme, Bethamin —respondió con sosiego. Navegaba por bajíos, y no eran unas aguas para enfrentarse a ellas salvo con calma—. ¿Qué quieres?

Bethamin rebulló sobre las rodillas y perdió varios segundos más lamiéndose los labios. Entonces, de repente, las palabras salieron a borbotones.

—Un Buscador vino a verme y me ordenó que reanudara nuestra… nuestra relación y le informara sobre vos. —En aparente intento de dejar de balbucear, se mordió el labio inferior y miró fijamente a Egeanin. Sus oscuros ojos tenían una expresión desesperada y suplicante, igual a la que habían mostrado en el sótano de Tanchico.

Egeanin sostuvo fríamente aquella mirada. Bajíos, y además un temporal inesperado. De pronto la extraña orden de ir a Ebou Dar tuvo explicación. No necesitaba la descripción del hombre para saber que se trataba del mismo. Y tampoco le hacía falta preguntar por qué Bethamin incurría en traición al descubrir la maniobra del Buscador. Si éste llegaba a la conclusión de que sus sospechas eran lo bastante sólidas para someterla a interrogatorio, ella acabaría contándole todo lo que sabía, incluido lo ocurrido en cierto sótano, y la sul’dam no tardaría en encontrarse con el a’dam puesto otra vez. La única esperanza de la mujer era ayudarla a eludir al hombre.

—Levántate —dijo—. Y toma asiento. —Por suerte había dos sillas, aunque ninguna parecía cómoda—. Bayle, creo que hay brandy en ese frasco que está sobre la cómoda.

Bethamin temblaba de tal modo que Egeanin tuvo que ayudarla a incorporarse y guiarla hasta una de las sillas. Bayle llevó copas de plata trabajada, en las que había servido un poco de licor, y se acordó de hacer una reverencia y ofrecerle primero a ella; pero, cuando el hombre regresó junto a la cómoda, Egeanin advirtió que también se había servido para él. Se quedó de pie allí, con la copa en la mano, y observándolas como si fuese lo más natural del mundo. Bethamin lo miraba con los ojos desorbitados.

—Crees que estás sobre la estaca de empalamiento —dijo Egeanin, y la sul’dam se encogió mientras su asustada mirada tornaba bruscamente hacia ella—. Te equivocas, Bethamin. El único delito real que he cometido fue liberarte.

No era del todo cierto, pero al final, después de todo, había puesto personalmente el a’dam masculino en manos de Suroth. Y hablar con Aes Sedai no era un delito. El Buscador podía sospechar —de hecho había intentado escuchar a escondidas tras una puerta de Tanchico—, pero ella no era una sul’dam, encargada de atrapar marath’damane. En el peor de los casos, aquello merecería una reprimenda.

—Siempre y cuando no se entere de eso —prosiguió—, no tiene motivos para arrestarme. Si desea saber lo que digo o cualquier otra cosa sobre mí, cuéntaselo. Lo único que tienes que recordar es que, si decide arrestarme, le daré tu nombre. —Sólo una advertencia evitaría que Bethamin pensara de repente que tenía una salida segura, dejándola a ella en la estacada.

Para su sorpresa, la sul’dam empezó a reír histéricamente. Es decir, hasta que Egeanin se echó hacia adelante y la abofeteó.

—Lo sabe casi todo excepto la existencia del sótano, milady —dijo mientras se frotaba la mejilla con gesto hosco.

A continuación empezó a describir una increíble red de traiciones que conectaba a Egeanin, a Bayle y a Suroth y tal vez incluso a la propia Tuon con Aes Sedai, marath’damane y damane que habían sido Aes Sedai. Un pánico creciente empezó a sonar en la voz de Bethamin a medida que pasaba de un increíble cargo a otro y, a no tardar, Egeanin comenzó a beber sorbos de brandy. Sólo sorbos. No se había puesto nerviosa. Tenía pleno control sobre sí misma. Estaba… Estaba navegando en algo peor que bajíos, acercándose a sotavento de la costa, y el Cegador de la Vista en persona cabalgaba en aquella tormenta, acercándose para robarle los ojos. Después de escuchar un rato con sus propios ojos cada vez más abiertos, Bayle vació de un trago la copa del tosco y oscuro licor. Egeanin se sintió aliviada al ver la conmoción del hombre, y a la vez culpable por sentirse así. Jamás creería que era un asesino. Además, era muy bueno utilizando las manos, pero sólo aceptable con una espada, mientras que, ya fuese con armas o sólo con las manos, el Augusto Señor Turak habría destripado a Bayle como a una carpa. Su única excusa de plantearse siquiera la posibilidad era que Bayle había estado en Tanchico con dos Aes Sedai. Todo aquel asunto era una estupidez. ¡Tenía que serlo! Aquellas dos Aes Sedai no habían tomado parte en ningún complot, simplemente había sido un encuentro casual. Tan verdad como la Luz que no eran más que unas chiquillas, y casi tan inocentes como tales, demasiado blandas de corazón para acceder a su sugerencia de cortarle el cuello al Buscador cuando tuvieron ocasión de hacerlo. Una verdadera lástima. Le habían entregado a ella el a’dam masculino. Un escalofrío le recorrió la columna vertebral. Si el Buscador se enteraba de que había tenido intención de librarse del a’dam como esas Aes Sedai le habían sugerido, si alguien se enteraba, sería juzgada por traición como si hubiese tenido éxito en deshacerse de él arrojándolo al océano. «¿Y no lo eres?», se preguntó para sus adentros. El Oscuro venía a robarle los ojos.

Con las lágrimas deslizándose por las mejillas, Bethamin apretaba la copa contra los senos como abrazándose a sí misma. Si lo que intentaba era dejar de temblar, fracasaba estrepitosamente. Estremecida, miraba de hito en hito a Egeanin, o quizás a algo que había más allá de la otra mujer. Algo aterrador. El fuego de la chimenea aún no había caldeado demasiado la habitación, pero el sudor perlaba el rostro de la sul’dam.

—Y, si se entera de lo de Renna y Seta —siguió balbuciendo—, ¡entonces ya no le cabrá duda! ¡Vendrá por mí y por las otras sul’dam! ¡Tenéis que detenerlo! ¡Si me coge, le diré vuestro nombre! ¡Lo haré! —Bruscamente se llevó la copa a los labios y tragó el licor con tanta ansiedad que se atragantó y empezó a toser, aunque al punto alargó la copa hacia Bayle para que le sirviese más. El hombre no se movió. Se había quedado de una pieza.

—¿Quiénes son Renna y Seta? —preguntó Egeanin. Estaba tan asustada como la sul’dam pero, como siempre, mantenía el gesto impasible, pétreo—. ¿Qué es lo que el Buscador puede descubrir sobre ellas? —Los ojos de Bethamin se desviaron, rehusando encontrarse con los suyos, y de repente Egeanin lo supo—. Son sul’dam, ¿verdad, Bethamin? Y también estuvieron atadas a la correa, como tú.

—Se encuentran al servicio de Suroth —contestó lloriqueando la otra mujer—. Pero nunca se les permite estar completas. Suroth lo sabe.

Egeanin se frotó los ojos, cansada. Quizás aquello sí era una conspiración, después de todo. O tal vez Suroth ocultaba lo de esas dos para proteger el imperio, que dependía de las sul’dam; su fuerza se basaba en ellas. La noticia de que las sul’dam eran mujeres que podían aprender a encauzar podría destruir el imperio, hacerlo añicos. A ella, desde luego, la había conmocionado. Y tal vez acabara destruyéndola. Ella no había liberado a Bethamin impulsada por el deber. Eran muchas las cosas que habían cambiado en Tanchico. Ya no creía que cualquier mujer capaz de encauzar se mereciera estar atada a la cadena. Los criminales por supuesto, y quizá quienes se negaban a prestar los juramentos al Trono de Cristal, y… No lo sabía. Hubo un tiempo en que su vida se basaba en certezas sólidas como la roca, como las estrellas que guiaban en la noche y que nunca fallaban. Quería volver a tener esa vida de antes. Quería tener algunas certezas.

—Pensé que —empezó Bethamin. Acabaría por desgastarse los labios si seguía lamiéndoselos—. Milady, si el Buscador… sufriera un accidente… quizás el peligro desaparecería con él.

¡Luz, la mujer creía realmente que era verdad lo de la intriga contra el Trono de Cristal, y estaba dispuesta a pasarlo por alto para salvar su propio pellejo! Egeanin se levantó, y la sul’dam no tuvo más remedio que imitarla.

—Pensaré en ello, Bethamin. Vendrás a verme todos los días que tengas libre. Es lo que el Buscador espera que hagas. Hasta que tome una decisión, no harás nada, ¿me entiendes? Nada excepto tus obligaciones y lo que yo te ordene.

La sul’dam entendió. Estaba tan aliviada de que otra persona se encargara de la peligrosa situación que volvió a arrodillarse y besó la mano de Egeanin. Sacando casi a empujones a la mujer del cuarto, Egeanin cerró la puerta y después arrojó la copa contra la chimenea. El recipiente se estrelló contra los ladrillos, salió rebotado y rodó por la pequeña alfombra. Cuando se paró, vio que estaba abollada. Su padre le había regalado ese juego de copas con ocasión de su primer puesto de mando. Se sentía como si le hubieran extraído toda la fuerza. El Buscador había tejido un nudo corredizo de rayos de luna y casualidades destinado a su cuello. Eso si no acababa siendo propiedad. Tal posibilidad hizo que la sacudiese un escalofrío. Hiciera lo que hiciese, el Buscador la tenía atrapada.

—Puedo matarlo. —Bayle flexionó las manos, anchas como el resto de su cuerpo—. Es un tipo flaco, según recuerdo, acostumbrado a que todo el mundo le obedezca. No esperará que nadie intente romperle el cuello.

—Nunca lo encontrarías para poder matarlo, Bayle. No se reunirá con ella dos veces en el mismo sitio, y, aunque la siguieses de día y de noche, podría ir disfrazado. No vas a matar a todos los hombres que hablen con esa mujer.

Irguiendo la espalda, se dirigió a la mesa donde tenía el escritorio portátil y abrió la tapa. Era de madera tallada, con un tintero de cristal y recipiente de plata para la arena; ése había sido el regalo de su madre por su primer puesto de mando. Las hojas de papel fino, cuidadosamente colocadas, llevaban impreso el emblema recién concedido, una espada y un ancla trabada.

—Redactaré tu manumisión —anunció mientras mojaba la pluma en el tintero de plata—, y te daré suficiente dinero para pagarte un pasaje. —La pluma se deslizó sobre el papel. Su caligrafía siempre había sido buena. Los diarios de a bordo tenían que ser legibles—. No bastante para comprar un barco, me temo, pero habrá que conformarse. Partirás en el primer barco en el que haya pasaje libre. Aféitate el resto de la cabeza y así no tendrás problemas. Todavía resulta conmocionante ver hombres calvos sin peluca, pero hasta ahora nadie parece haber… —Soltó una exclamación ahogada cuando Bayle le quitó el papel que estaba escribiendo.

—Si me liberas, no puedes darme órdenes —dijo él—. Además, tienes que asegurarte de que podré mantenerme si me das la libertad. —Metió la hoja en el fuego y observó cómo se ennegrecía y retorcía—. Un barco, fue lo que dijiste, y te tomo la palabra.

—Escucha bien y atiende —replicó ella con su mejor tono de mando en el alcázar, pero no causó mella en el hombre. Debía de ser por el condenado vestido.

—Te hace falta una tripulación —la interrumpió—, y yo puedo encontrar una, incluso aquí.

—¿De qué me serviría una tripulación? No dispongo de un barco. Y, aun cuando lo tuviera, ¿adónde me dirigiría que no pudiera encontrarme el Buscador?

Bayle se encogió de hombros como si aquello careciera de importancia.

—Lo primero, la tripulación. Reconocí al tipo que estaba en la cocina, el que tenía a la chica sentada en las rodillas. Deja de torcer el gesto. No hay nada malo en darse unos cuantos besos.

Egeanin se irguió, dispuesta a ponerlo en su sitio. Había fruncido el entrecejo, no torcido el gesto, porque esa pareja se magreaba en público como si fueran animales, ¡y él era su propiedad! ¡No podía hablarle de ese modo!

—Se llama Mat Cauthon —continuó Bayle mientras ella abría la boca—. Por sus ropas, ha venido a más, y mucho. La primera vez que lo vi llevaba una chaqueta de campesino y huía de los trollocs en un lugar al que incluso los trollocs temen. La última vez, casi la mitad de Puente Blanco ardía, y un Myrddraal intentaba matarlo a él y a sus amigos. Yo no lo presencié, pero en vista de todo lo demás creería cualquier cosa. Un hombre capaz de sobrevivir a trollocs y a un Myrddraal ha de ser útil, a mi entender. En especial ahora.

—Algún día —gruñó ella— voy a tener que ver a algunos de esos trollocs y Myrddraal de los que hablas. —Esas criaturas no podían ser ni la mitad de temibles de como él las describía.

Bayle sonrió y sacudió la cabeza. Sabía lo que ella pensaba sobre los llamados Engendros de la Sombra.

—Lo que es mejor aún, el joven maese Cauthon estuvo en mi barco con compañeros. Buenos hombres también para esta situación. A uno lo conoces. Thom Merrilin.

Egeanin se quedó sin habla. Merrilin era un hombre mayor muy avispado; un hombre mayor peligroso. Y se encontraba con esas dos Aes Sedai cuando había conocido a Bayle.

—Bayle, ¿existe una conspiración? Dímelo, por favor. —Nadie le pedía nada por favor a su propiedad, ni siquiera a un so’jhin. Es decir, no se hacía a menos que se deseara desesperadamente algo.

Él volvió a sacudir la cabeza, apoyó una mano en la repisa de la chimenea y miró ceñudo las llamas.

—Las Aes Sedai conspiran del mismo modo que los peces nadan. Podrían estar maquinando con Suroth, pero la cuestión es: ¿podría Suroth conspirar con ellas? La he visto mirar a las damane como si fuesen perros sarnosos llenos de pulgas y enfermedades contagiosas. ¿Podría siquiera hablar con una Aes Sedai? —Alzó la vista y sus ojos eran sinceros, sin ocultar nada—. Lo que digo es cierto. Juro por la tumba de mi abuela que no sé de ningún complot. Pero, si estuviera al tanto de diez, seguiría sin permitir que el Buscador o cualquier otra persona te hiciera daño.

Era la clase de cosas que un so’jhin leal diría. Bueno, ningún so’jhin que ella supiera habría sido tan directo, pero los sentimientos eran los mismos. Sólo que ella sabía que Bayle no lo había dicho en ese sentido, que nunca podría decirlo en ese sentido.

—Gracias, Bayle. —Una voz firme era necesaria para dirigir, pero se sentía orgullosa de que la suya sonara así ahora—. Encuentra a ese maese Cauthon y a Thom Merrilin si puedes. Quizá pueda hacerse algo.

Bayle no hizo reverencia alguna antes de salir, pero Egeanin ni siquiera consideró la idea de reprenderlo. Tampoco ella estaba dispuesta a permitir que el Buscador la pillara. Costara lo que costase. Ésa era una decisión que había tomado antes de liberar a Bethamin. Llenó la copa abollada hasta el borde con brandy, con la intención de embriagarse hasta el punto de no ser capaz de pensar, pero en cambio se sentó y miró fijamente el oscuro licor sin probar una gota. Costara lo que costase. ¡Luz, no era mejor que Bethamin! Pero saberlo no cambiaba nada. Costara lo que costase.

22

Surgir de la nada

El mercado de Amhara era uno de los tres existentes en Far Madding donde se permitía comerciar a los forasteros, pero a despecho del nombre la enorme plaza no tenía aspecto de mercado, ya que no había puestos ni se exhibían mercancías. Unos cuantos jinetes montados, un puñado de sillas de mano cerradas acarreadas por portadores vestidos con llamativos uniformes, y alguno que otro carruaje con las cortinas de las ventanillas echadas avanzaban entre una multitud no muy nutrida pero bulliciosa, como la que podría verse en una ciudad grande. La mayoría de la gente iba bien arrebujada en su capa para resguardarse del viento matinal que soplaba desde el lago que rodeaba la ciudad, y era el frío lo que los hacía ir presurosos más que asuntos urgentes. Alrededor de la plaza, al igual que en los otros dos mercados de forasteros de la ciudad, las altas casas de piedra pertenecientes a banqueros se alzaban pegadas a posadas con tejados de pizarra, donde se albergaban los mercaderes extranjeros, y junto a almacenes de piedra sin ventanas en los que se guardaban las mercancías, y entre medias establos y patios de carretas, también de piedra. Far Madding era una ciudad de paredes de piedra y tejados de pizarra. En esta época del año, las posadas estaban ocupadas sólo una cuarta parte de su capacidad, en el mejor de los casos, y los almacenes y los patios de carretas se hallaban aún más vacíos. Sin embargo, con la llegada de la primavera revivía el comercio, y los mercaderes pagarían el triple por cualquier hueco que pudiesen encontrar.

Un pedestal redondo de mármol, en el centro de la plaza, sostenía una estatua de Savion Amhara de tres metros y medio de altura, toda orgullo en sus marmóreos ropajes e intrincadas cadenas del cargo alrededor del cuello. Su rostro de mármol se mostraba severo bajo la diadema enjoyada de Primera Consiliaria; la mano derecha asía firmemente la empuñadura de una espada, con la punta apoyada entre los pies, en tanto que la izquierda, alzada, señalaba con el índice en un gesto de advertencia hacia la puerta de Tear, situada a poco más de un kilómetro. Far Madding dependía de los mercaderes de Tear, Illian y Caemlyn, pero el Consejo Supremo siempre desconfiaba de los extranjeros y de sus corruptas costumbres foráneas. Uno de los vigilantes urbanos, equipado con casco de acero y brigantina de cuero forrada con láminas cuadradas y luciendo en el hombro izquierdo la Mano Dorada, se encontraba debajo de la estatua y se valía de una vara larga y flexible para espantar a las palomas grises de alas negras. Savion Amhara era una de las tres mujeres más reverenciadas en la historia de Far Madding, aunque ninguna de ellas era conocida mucho más allá de las orillas del lago. Dos hombres de la ciudad se mencionaban en todas las historias del mundo, aunque cuando nacieron a uno se lo llamó Aren Mador y al otro Fel Moreina, pero Far Madding procuraba fervientemente olvidar a Raolin Perdición del Oscuro y a Yurian Arco Pétreo. En realidad, aquellos dos hombres eran el motivo de que Rand se encontrara en Far Madding.

Unas cuantas personas en la plaza Amhara le echaron ojeadas mientras pasaba, pero nadie le prestó mayor atención. Que era de fuera resultaba evidente, por sus ojos azules y su cabello cortado a la altura del hombro. Allí los hombres lo llevaban largo, a veces hasta la cintura, ya fuera atado en la nuca o sujeto con prendedor. Sin embargo, sus ropas de sencillo paño marrón eran corrientes, más o menos como las que llevaría un mercader moderadamente próspero, y no era el único que no se cubría con capa a pesar de las ráfagas que soplaban del lago. La mayoría de los otros eran kandoreses de barbas partidas o arafelinos de trenzas adornadas con campanillas, o saldaeninos de nariz aguileña, hombres y mujeres para los que ese tiempo era suave comparado con el invierno de las Tierras Fronterizas, pero en el aspecto de Rand nada indicaba que no fuera también de esas tierras. En lo que a él respectaba, rehusaba simplemente permitir que el frío lo afectara, haciendo caso omiso de él como si fuese una mosca zumbadora. Una capa podría estorbarlo si surgía la ocasión de actuar.

Por una vez ni siquiera su estatura llamaba la atención. Había muchos hombres muy altos en Far Madding, unos cuantos de ellos nativos. El propio Manel Rochaid era sólo unos dedos más bajo que él. Rand mantenía bastante distancia con el hombre al que seguía, dejando que la gente y las sillas de mano se interpusieran entre ambos y en ocasiones ocultaran a su presa. Con el cabello teñido de negro con las hierbas de Nynaeve, dudaba que el Asha’man renegado reparara en él aun en el caso de que el otro se diese la vuelta. Por su parte, no temía perder a Rochaid. La mayoría de los hombres oriundos de la ciudad vestían con ropas de colores apagados, con bordados algo más vivos en las pecheras y los hombros, y quizás un prendedor de pelo, enjoyado en los más prósperos, en tanto que los mercaderes forasteros preferían vestimentas sobrias y sencillas, como para no aparentar demasiada opulencia, y sus guardias y cocheros se cubrían con prendas de tosco paño. La chaqueta de seda de Rochaid, de un intenso tono rojo, destacaba. Cruzaba la plaza como un rey, con una mano posada ligeramente en la empuñadura de la espada, y la capa orlada en piel ondeando tras él. Era un necio. Aquella capa y aquella espada atraían las miradas. Su bigote untado con fijador y con las puntas retorcidas lo señalaba como murandiano, que debería tiritar como cualquier ser humano corriente, y esa espada… ¡Qué estúpido fanfarrón!

«Eres tú el necio, por venir a este lugar —dijo violentamente Lews Therin dentro de su cabeza—. ¡Es una locura! ¡Tenemos que salir de aquí! ¡Tenemos que salir!»

Rand hizo caso omiso de la voz, se ajustó mejor los guantes y siguió caminando a paso regular en pos de Rochaid. Varios de los vigilantes urbanos que había en la plaza observaban al hombre. A los forasteros se los consideraba alborotadores y exaltados, y los murandianos tenían reputación de quisquillosos. Un forastero armado con espada siempre atraía la atención de los vigilantes; Rand se alegraba de haber dejado la suya en la posada, con Min. A Min la percibía en el fondo de su mente con más intensidad que a Elayne o Aviendha; o que a Alanna. Sólo era vagamente consciente de las otras, mientras que ella parecía estar viva dentro de él.

Coincidiendo con la salida de Rochaid de la plaza, el cual se encaminó más hacia el interior de la ciudad, una bandada de palomas alzó el vuelo desde los tejados; pero, en lugar de realizar los certeros ascensos que las habrían llevado al cielo, las aves chocaron unas contra otras y algunas cayeron aleteando al pavimento. La gente se quedó boquiabierta, incluidos los vigilantes urbanos que habían estado vigilando a Rochaid con tanto interés un momento antes. El hombre ni miró atrás, pero tampoco habría importado si hubiese visto lo ocurrido. Sabía que Rand se encontraba en la ciudad sin necesidad de contemplar los efectos de la presencia de un ta’veren, o en caso contrario no estaría allí.

Siguió a Rochaid por la calle de la Alegría, en realidad dos anchas y rectas vías separadas por una fila de árboles deshojados y de corteza gris. Rand sonrió. Rochaid y sus amigos probablemente se consideraban muy listos. Quizás habían encontrado el mapa de la zona septentrional de los llanos de Maredo, colocado de nuevo boca abajo en los estantes de documentos, en la Ciudadela de Tear, o los libros sobre ciudades del sur metidos en estanterías equivocadas, en la biblioteca del palacio de Aesdaishar, en Chachin, o cualquier otra de las pistas que había dejado a su paso. Pequeños errores que un hombre con prisas podría cometer, pero dos o tres juntos dibujaban una flecha apuntando a Far Madding. Rochaid y los otros habían sido despabilados y lo habían visto, más deprisa de lo que él esperaba, o en caso contrario es que habían tenido ayuda para indicarles el destino. Fuera como fuese, daba igual.

No estaba seguro de por qué el murandiano se había adelantado a los demás, pero sabía que todos acudirían —Torvil y Dashiva, Gedwyn y Kisman— para tratar de acabar lo que habían echado a perder en Cairhien. Lástima que ninguno de los Renegados fuera lo bastante necio para ir hasta allí tras él; se limitarían a enviar a los otros. Si podía, quería acabar con Rochaid antes de que llegasen los demás. Éste llevaba dos días en Far Madding haciendo preguntas sin recato sobre un hombre alto de cabello rojizo, pavoneándose por ahí como si no tuviese la menor preocupación. El hombre había visto a varios que encajaban más o menos con esa descripción, pero seguía pensando que era el cazador, no la presa.

«¡Nos has traído aquí a morir! —gimió Lews Therin—. ¡El solo hecho de estar aquí es tan malo como la muerte!»

Rand se encogió de hombros, incómodo. Sobre eso último estaba de acuerdo con la voz. Se alegraría tanto como Lews Therin de abandonar ese lugar, pero a veces la única elección era escoger entre lo malo y lo peor. Rochaid caminaba delante, casi a su alcance; eso era lo único que importaba ahora.

Las tiendas y posadas de piedra gris a lo largo de la calle de la Alegría fueron cambiando a medida que se alejaban del mercado de Amhara. Los plateros sustituyeron a los cuchilleros, y después los orfebres reemplazaron a los plateros. Costureras y sastres exhibían en los escaparates sedas y brocados en lugar de tejidos de lana. Los carruajes que traqueteaban sobre los adoquines ahora llevaban emblemas lacados en las puertas y tiros de cuatro o seis animales iguales en color y tamaño, y se veían más jinetes montados en pura sangres tearianos o caballos de raza igualmente buenos. Las sillas de mano, acarreadas por portadores a la carrera, se hicieron casi tan numerosas como las personas que iban a pie, y, entre éstas, tenderos y comerciantes con chaquetas o vestidos profusamente bordados en pecheras y hombros quedaron superados por otras con uniformes tan coloridos como los de los porteadores de sillas. Con frecuencia se veían broches de pelo con pequeños cristales de colores o, de vez en cuando, perlas o gemas más valiosas. El viento era lo único que no cambió; y tampoco los vigilantes urbanos que patrullaban en grupos de tres, ojo avizor a cualquier problema. No había tantos como en los mercados de forasteros; pero, aun así, no bien acababa de desaparecer una patrulla cuando aparecía otra. Y allí donde una vía más ancha que un callejón desembocaba en la calle de la Alegría, se alzaba un puesto de guardia de piedra, con dos vigilantes esperando al pie de la construcción en caso de que el hombre ubicado en lo alto localizara alguna alteración. La paz se mantenía rigurosamente en Far Madding.

Rand frunció el entrecejo al reparar en la dirección que llevaba Rochaid, calle adelante. ¿Se dirigiría a la plaza de las Consiliarias, situada en el centro de la isla? Allí no había nada excepto la Cámara de las Consiliarias, monumentos de más de quinientos años de antigüedad, de cuando Far Madding era la capital de Maredo, y las contadurías de las mujeres más acaudaladas de la ciudad. En Far Madding, un hombre rico era aquel cuya esposa le daba un generoso fondo para gastos, o un viudo al que se había dejado en una buena posición económica. Quizá Rochaid iba a reunirse con Amigos Siniestros; pero, en tal caso, ¿por qué había esperado hasta ese momento?

De repente lo asaltó un intenso mareo y un rostro surgió en su visión durante un instante; Rand se tambaleó y chocó con un viandante. Más alto que el propio Rand, vestido con uniforme de color verde intenso, el hombre de cabello rubio desplazó el gran cesto que cargaba y desvió a Rand sin brusquedad. Una cicatriz larga, con los bordes de la piel encogida, le surcaba la mejilla tostada por el sol. Inclinó la cabeza al tiempo que musitaba una disculpa y prosiguió presuroso su camino.

Rand se irguió, recuperado el equilibrio, y masculló un juramento entre dientes.

«Ya los destruiste —susurró Lews Therin dentro de su cabeza—. Ahora hay alguien más a quien debes destruir, y no en tiempos pasados. Me pregunto a cuántos mataremos nosotros tres antes de que llegue el final».

«¡Cállate!» Pensó ferozmente Rand, pero una risa cascada, burlona, le respondió. No era el encuentro con el Aiel lo que lo incomodaba; había visto muchos desde su llegada a Far Madding. Por alguna razón, cientos de Aiel que habían huido tras enterarse de la verdad de su historia habían acabado allí, y trataban de seguir la Filosofía de la Hoja cuando su única idea sobre lo que eso significaba era que se suponía que debían ser gai’shain de por vida. Ni siquiera le preocupaba el mareo, o a quién pertenecía aquel rostro que vislumbraba cuando lo sufría. Un poco más adelante, un carruaje tirado por seis caballos pardos pasó entre el río de sillas de mano, presurosos servidores de uniforme, hombres y mujeres que entraban y salían de las tiendas casi corriendo, pero ni señal de la chaqueta roja. Golpeó con el puño en la palma de la otra mano, irritado.

Seguir adelante al tuntún era una estupidez. Podía topar con el hombre, o como mínimo que éste lo descubriera. Hasta el momento, Rochaid creía que él ignoraba que se encontraba en la ciudad, una ventaja demasiado importante para desperdiciarla. Sabía dónde se alojaba Rochaid, en una de las posadas que albergaban forasteros. Podía merodear por las cercanías del establecimiento la mañana siguiente y esperar a que se le presentase otra oportunidad. También era posible que los demás llegaran durante la noche. Rand creía que podía matar a dos de ellos al tiempo, o incluso a los cinco, pero en ese caso no ocurriría sin que hubiese jaleo. Sufriría heridas al enfrentarse a los cinco, y, en el mejor de los casos, tendría que abandonar su espada, cosa que era reacio a hacer. Era un regalo de Aviendha. Y en el peor…

Un atisbo de una capa orlada con piel atrajo su atención, ondeando al viento al tiempo que desaparecía por una esquina un poco más adelante, y Rand corrió hacia allí. Los vigilantes en el puesto de guardia se pusieron alertas, y el que estaba arriba sacó la carraca que llevaba en el cinturón. Uno de los que se encontraban al pie del puesto asió el largo garrote, en tanto que el otro cogió una larga traba que tenía apoyada en los escalones. El extremo ahorquillado estaba pensado para atrapar y sujetar un brazo, una pierna o el cuello, y el palo en sí iba forrado de hierro, como protección para los golpes de un hacha o una espada. Lo observaron atentamente, con una dura mirada.

Rand los saludó inclinando la cabeza y sonriendo, y después se asomó de manera ostentosa a la calle lateral, escudriñando entre la multitud que la llenaba; era un hombre que buscaba a alguien, no un ladrón en plena huida. El garrote volvió al enganche del cinturón, y la traba quedó apoyada de nuevo en los escalones. Rand se desentendió de los vigilantes. Captó más adelante un atisbo de la capa y quizá de una chaqueta roja cuando el que vestía esas prendas giró en otra esquina.

Alzando la mano como si llamara a alguien, Rand caminó a buen paso en pos del hombre, zigzagueando entre la gente y los carretones de buhoneros. Los vendedores ambulantes que exhibían alfileres, agujas o peines en las bandejas intentaban llamar su atención —o la de cualquiera— voceando sus mercancías. Muy pocas personas en esa zona vestían telas bordadas, y un simple cordón sujetando el cabello de un hombre abundaba más que hasta el más sencillo prendedor. Estas calles se encontraban abarrotadas y formaban un irregular laberinto donde las posadas baratas y los edificios de piedra de tres o cuatro pisos, divididos en viviendas, se alzaban por encima de carnicerías, barberías y velerías, tiendas de hojalateros, alfareros y caldereros. Los carruajes no cabían por estos callejones; tampoco había sillas de mano ni jinetes, y sólo un puñado de sirvientes uniformados que cargaban cestos o hacían recados, pero que paseaban y miraban a todo el mundo por encima del hombro, excepto a los vigilantes urbanos, de los que había patrullas y puestos de guardia incluso allí.

Por fin consiguió acercarse lo suficiente para ver bien al hombre que seguía. Rochaid había tenido por fin el sentido común de sujetarse la capa, ocultando la chaqueta roja y la inútil espada, pero no cabía duda de que era él. A decir verdad, ahora parecía tratar de llamar la atención lo menos posible, pues se deslizaba por el lateral de la calle, casi rozando las fachadas de las tiendas con el hombro. Inesperadamente miró hacia atrás de forma furtiva, y luego se internó veloz en un callejón que se abría entre una cestería pequeña y una posada con el letrero tan sucio que no se distinguía el nombre. Rand casi sonrió, y no perdió tiempo en ir rápidamente tras él. En los callejones de Far Madding no había vigilantes urbanos ni puestos de guardia.

El trazado de esos callejones era aún más sinuoso que el de las calles que acababa de dejar atrás, creando un dédalo propio dentro de cada manzana, y Rochaid ya se había perdido de vista, pero Rand podía oír sus pisadas resonando en el húmedo pavimento. Los pasos resonaron y se multiplicaron entre las lisas paredes de piedra hasta que casi fue incapaz de distinguir de qué dirección llegaban, pero siguió adelante, corriendo a lo largo de pasajes apenas lo bastante anchos para que dos hombres caminaran hombro con hombro. Si eran muy amigos. ¿Por qué había ido Rochaid a este laberinto? Se dirigiera a donde se dirigiera, se veía que quería llegar cuanto antes, pero era imposible que conociera los callejones para ir de un sitio a otro.

De pronto Rand cayó en la cuenta de que sus pisadas eran las únicas que se oían y se paró en seco. Silencio. Desde donde se encontraba, alcanzaba a ver otros tres pasajes estrechos que salían del callejón en que se hallaba él. Conteniendo la respiración aguzó el oído. Silencio. Casi tomó la decisión de volverse; y entonces escuchó un ruido distante, procedente del callejón más cercano, como si alguien hubiese dado una patada a una piedra de manera accidental al pasar. Lo mejor sería matarlo y acabar de una vez.

Rand giró en la esquina del callejón y se encontró a Rochaid que lo estaba esperando.

El murandiano volvía a llevar la capa retirada y tenía las dos manos sobre la empuñadura de la espada. El «nudo de paz» de Far Madding unía empuñadura y vaina dentro de una fina red de alambre. El hombre esbozaba una sonrisa avisada.

—Ha sido tan fácil hacerte caer en la trampa como a una paloma —dijo mientras empezaba a desenfundar la espada. Los alambres habían sido cortados y después colocados para que parecieran intactos a cualquier mirada de pasada—. Huye, si quieres.

Rand no lo hizo. Por el contrario, se adelantó y, dejando caer con fuerza la mano izquierda sobre el extremo de la empuñadura de la espada de Rochaid, mantuvo el arma a medio desenvainar. La sorpresa desorbitó los ojos del otro hombre, aunque aún no se había dado cuenta de que su anterior pausa para regodearse ya lo había matado. Retrocedió en un intento de poner espacio entre ambos para acabar de sacar la espada, pero Rand lo siguió sin hacer movimientos bruscos y sin soltar la empuñadura, tras lo cual realizó un giro de caderas, y asestó un duro golpe en la garganta de Rochaid con los nudillos de la otra mano. Sonó el seco chasquido de cartílago al romperse, y el Asha’man renegado olvidó toda idea de matar a nadie. Reculó a trompicones, con los ojos saliéndosele de las órbitas, y se llevó las manos a la garganta en un inútil y desesperado intento de inhalar aire a través de la tráquea destrozada.

Rand iniciaba ya el golpe de gracia, debajo del esternón, cuando un sonido apagado llegó desde atrás, y de repente la burlona provocación de Rochaid cobró un nuevo sentido. Empujó a Rochaid y se zambulló en el suelo, encima de él. Sonó un estruendo de metal chocando contra una pared de piedra, seguido de la maldición de un hombre. Asiendo la espada del murandiano, Rand rodó sobre sí mismo y acabó de sacar el arma en el momento de apoyar el hombro en el suelo. Rochaid emitió un grito agudo, gorgoteante, mientras Rand se incorporaba de cara a la dirección de la que había llegado.

Raefar Kisman estaba parado, mirando boquiabierto a Rochaid, a la cuchilla que iba dirigida a atravesar a Rand y que en cambio se había hundido en el tórax del murandiano. La sangre salió a borbotones por la boca de Rochaid, que clavó los talones en el pavimento y se ensangrentó las manos al asir la afilada hoja como si pudiera extraerla de su cuerpo. De estatura mediana y de tez pálida para un teariano, Kisman llevaba ropas tan sencillas como las de Rand a excepción del cinturón de la espada. Ocultándola bajo la capa, podría haber ido a cualquier lugar de Far Madding sin que reparasen en él.

Su consternación sólo duró un instante. En el momento en que Rand se incorporaba, asida la espada con ambas manos, Kisman sacó la suya de un tirón y no volvió a mirar a su cómplice, que se sacudía en el suelo. No apartó la vista de Rand, y sus manos se movieron en la larga empuñadura con nerviosismo. Sin duda era uno de los que se sentían tan orgullosos de utilizar el Poder como un arma que había desdeñado realmente aprender a manejar la espada. Cosa que Rand no había hecho. Rochaid sufrió una última sacudida y se quedó inmóvil, mirando fijamente el cielo.

—Hora de morir —dijo quedamente Rand; pero, cuando empezaba a lanzar el ataque, sonó una carraca en algún lugar detrás del teariano, un incesante tableteo. Los vigilantes urbanos.

—Nos prenderán a los dos —manifestó Kisman, en un tono frenético—. ¡Si nos sorprenden junto a un cadáver nos colgarán a ambos! ¡Sabes que lo harán!

Tenía razón, al menos en parte. Si los vigilantes los hallaban allí los conducirían a los dos a las celdas situadas en los sótanos de la Cámara de las Consiliarias. Sonaron más carracas, cada vez más próximas. Los vigilantes debían de haberse fijado en tres hombres que entraban en el mismo callejón uno tras otro; quizás incluso habían visto la espada de Kisman. De mala gana, Rand asintió.

El teariano retrocedió cautelosamente y, cuando vio que Rand no hacía ningún movimiento para ir en pos de él, envainó el acero y echó a correr tan deprisa que la capa ondeó a su espalda.

Rand tiró sobre el cadáver de Rochaid la espada que había tomado prestada y salió corriendo hacia el lado opuesto. Aún no se oían carracas en esa dirección. Con suerte saldría a las calles principales y se mezclaría con la multitud antes de que lo localizaran. No era a la horca a lo que tenía miedo; si se quitaba los guantes y mostraba los dragones marcados en los brazos bastaría para que no lo colgasen, estaba seguro. Pero las Consiliarias habían proclamado su aceptación a aquel absurdo decreto que Elaida había dictado. Cuando lo tuvieran en una celda, lo dejarían allí hasta que la Torre Blanca mandara a alguien a buscarlo. De modo que corrió tan deprisa como pudo.

Mezclándose en la muchedumbre de la calle, Kisman soltó un suspiro de alivio cuando tres vigilantes entraron a la carrera en el callejón del que él acababa de salir. Cerrando la capa para ocultar la espada enfundada, caminó con el flujo de la muchedumbre, al mismo paso que la mayoría e incluso más lento que algunos; ningún movimiento que llamase la atención de los vigilantes. Un par de ellos pasaron con un prisionero metido en un gran saco que colgaba de una pértiga, cargada a hombros de los vigilantes. Sólo se veía la cabeza del hombre, cuyos ojos iban enloquecidos de un lado a otro. Kisman se estremeció. ¡Así la Luz lo cegara, podría haberle ocurrido a él! ¡A él!

Había sido un necio por dejar que Rochaid lo convenciera. Se suponía que debían esperar a que hubiesen llegado todos, tras entrar en la ciudad de uno en uno para evitar llamar la atención. Rochaid quería para sí la gloria de ser el que matara a al’Thor; el murandiano ardía en deseos de demostrar que valía más que al’Thor. Ahora estaba muerto por eso, y casi había conseguido arrastrarlo a la muerte con él, y eso lo ponía furioso. Deseaba el poder más que la gloria, quizá dirigir Tear desde la Ciudadela. O tal vez más. Quería vivir para siempre. Ésas eran las cosas que se le habían prometido; el pago que merecía. Parte de su ira se debía a no estar seguro de que en realidad tenían que acabar con al’Thor. El Gran Señor sabía cómo ansiaba matarlo —¡no dormiría a gusto hasta que ese hombre estuviese muerto y enterrado!— y, sin embargo…

«Matadlo», había ordenado el M’Hael antes de enviarlos a Cairhien, y el hecho de que los descubrieran le había desagradado tanto como que hubiesen fracasado en su empeño. Far Madding sería su última oportunidad; había dejado eso tan claro como el agua. Dashiva había desaparecido, simplemente. Kisman ignoraba si había huido o si el M’Hael lo había matado, y tampoco le importaba.

«Matadlo», había ordenado Demandred después, y les había advertido que más les valía morir que permitir que los descubriese otra vez cualquiera, incluso el M’Hael, como si ignorase la orden dada por Taim.

«Matadlo si no hay más remedio, pero, por encima de todo, traedme todo lo que tenga en su poder. Eso compensará vuestros fallos previos», había dicho más tarde aún Moridin. Afirmaba ser uno de los Elegidos, y nadie estaba tan loco como para decir tal cosa sin ser verdad, pero aun así parecía pensar que las posesiones de al’Thor eran más importantes que su muerte, como si acabar con él fuera algo accidental y no realmente necesario.

Esos dos eran los únicos Elegidos que Kisman conocía, pero le daban dolores de cabeza. Eran peores que cairhieninos. Sospechaba que lo que no habían manifestado podía matar a un hombre más deprisa que una orden firmada del Gran Señor. En fin, una vez que Torvil y Gedwyn llegaran, podrían planear…

De pronto sintió como una punzada en el brazo derecho, y miró consternado la mancha de sangre que se extendía en su capa. No notaba el dolor de un corte profundo, y ningún cortabolsas habría errado hasta el punto de herirlo en el antebrazo.

—Él me pertenece —le susurró un hombre, pero cuando se volvió sólo encontró la muchedumbre que abarrotaba la calle, cada cual ocupándose de sus asuntos. Los pocos que advirtieron la mancha oscura en la capa apartaron la vista rápidamente. En Far Madding nadie quería verse involucrado en ningún acto violento, por mínimo que fuese. Eran expertos en pasar por alto lo que no querían ver.

La herida le palpitaba y ardía más que al principio. Se soltó la capa y con la mano izquierda hizo presión sobre el ensangrentado corte de la manga. Tenía el brazo inflamado y caliente. De pronto contempló con horror su mano derecha, que empezaba a ponerse negra e hinchada como un cadáver de una semana.

Echó a correr, enloquecido, empujando a la gente para apartarla, tirándola. No sabía lo que le estaba ocurriendo ni cómo se lo habían hecho, pero no tenía duda alguna sobre el resultado. A menos que pudiese salir de la ciudad, llegar más allá del lago, a las colinas. Entonces tendría una oportunidad. Un caballo. ¡Necesitaba un caballo! Debía tener una oportunidad. ¡Se le había prometido que viviría para siempre! Sólo había gente a pie, y se apartaba al verlo correr. Le pareció escuchar las carracas de los vigilantes, pero también podría ser la sangre palpitando en sus oídos. Todo se estaba volviendo oscuro. Su rostro chocó contra algo duro, y comprendió que se había desplomado. Su último pensamiento fue que uno de los Elegidos había decidido castigarlo, pero no sabía el porqué.

Cuando Rand entró en La Corona de Maredo sólo había unos cuantos hombres sentados en las mesas redondas de la sala común. A despecho de su ostentoso nombre, era una posada modesta, con dos docenas de habitaciones en los dos pisos altos. Las enlucidas paredes de la sala común estaban pintadas en amarillo, y los hombres que servían las mesas llevaban largos delantales del mismo color. Sendas chimeneas de piedra a cada extremo de la estancia proporcionaban un notable calor en comparación con la temperatura exterior. Los postigos se habían echado, pero las lámparas que colgaban de las paredes aliviaban la penumbra. Los olores que salían de la cocina prometían un sabroso almuerzo de pescado del lago. Rand sentiría perdérselo. Los cocineros de La Corona de Maredo eran buenos.

Vio a Lan sentado solo a una mesa que estaba junto a la pared. El cordón trenzado que sujetaba el cabello de Lan atraía miradas de soslayo de algunos de los otros hombres, pero él se negaba a quitarse el hadori ni siquiera durante un corto tiempo. Sus ojos se encontraron con los de Rand, y cuando éste señaló con un gesto la escalera, ubicada al fondo de la sala, no perdió tiempo con miradas interrogantes, sino que dejó la copa de vino, se levantó, y se dirigió hacia allí. Aun llevando sólo un cuchillo pequeño en el cinturón, irradiaba un aire peligroso, pero tampoco podía remediarse eso. Varios hombres sentados en las mesas miraron hacia Rand, pero, por alguna razón, se apresuraron a apartar la vista rápidamente cuando se encontraron con sus ojos.

Cerca de la cocina, en la puerta que conducía a la Sala de Mujeres, Rand se detuvo. No se permitía el paso de hombres allí. Aparte de unas cuantas flores pintadas en las paredes amarillas, la Sala de Mujeres no era mucho más elegante que la sala común, aunque las lámparas de pie también estaban pintadas en amarillo, así como el revestimiento de la chimenea. Los delantales amarillos que llevaban las mujeres que servían las mesas allí eran iguales a los que llevaban los hombres de la sala común. La señora Nalhera, la posadera, delgada y de cabellos grises, se encontraba sentada en la misma mesa que Min, Nynaeve y Alivia, y todas charlaban y reían mientras tomaban té.

Rand apretó las mandíbulas al ver a la antigua damane. Nynaeve afirmaba que la mujer había insistido en acompañarlos, pero él no creía que nadie «insistiese» en nada con Nynaeve. Era ella la que quería a Alivia a su lado por alguna razón. Se había estado comportando de un modo extraño, como si se esforzara al límite para ser una Aes Sedai desde el momento en que fue a buscarla después de dejar a Elayne. Las tres mujeres se habían puesto vestidos de cuello alto, al estilo de Far Madding, con muchos bordados de flores y pájaros en el corpiño, los hombros y hasta el alto cuello, aunque a veces Nynaeve rezongaba por eso. Sin duda habría preferido el buen paño de Dos Ríos en lugar de las finas telas de allí. Por otro lado, como si el punto rojo ki’sain que llevaba en la frente no bastara para llamar la atención, se había adornado con tantas joyas como si fuera a asistir a una audiencia real, con un fino cinturón de oro, un largo collar y varios brazaletes, todos salvo uno con incrustaciones de zafiros y pulidas gemas verdes que Rand desconocía, y en todos los dedos de la mano derecha lucía un anillo a juego. Su anillo de la Gran Serpiente estaría guardado en alguna parte para que no llamase la atención, pero el resto atraería diez veces más miradas. Mucha gente no reconocería el anillo de una Aes Sedai al verlo, pero cualquiera podía calcular el valor de esas joyas. Rand se aclaró la garganta e inclinó la cabeza.

—Esposa, necesito hablar contigo arriba —dijo, recordando añadir en el último momento—, si haces el favor. —No podía expresarse con más urgencia si no quería perder las formas, pero esperaba que no se demorasen. Podrían hacerlo, aunque sólo fuera por demostrar a la posadera que no estaban a su disposición. ¡Por alguna razón, la gente de Far Madding parecía creer que las mujeres de fuera saltaban cuando los hombres les decían que lo hicieran!

Min se giró en la silla y le sonrió como hacía cada vez que la llamaba «esposa». La percepción de ella dentro de su cabeza era cálida y de deleite, repentinamente chispeante de regocijo. Su situación en Far Madding le resultaba muy divertida. Se inclinó hacia la señora Nalhera, sin apartar los ojos de él, y le dijo algo en voz baja que hizo que la mujer de más edad soltase una risita y que puso en Nynaeve una expresión dolida.

Alivia se puso de pie, su actitud en nada parecida a la de la mujer sumisa que Rand recordaba haber entregado a Taim. Todas las sul’dam y damane capturadas habían resultado una carga de la que se alegró de librarse, nada más. Había hebras blancas en su cabello dorado y unas finas arrugas en el rabillo de los ojos, pero su mirada era fiera ahora.

—¿Y bien? —inquirió arrastrando las vocales como de costumbre, con la vista fija en Nynaeve, pero de algún modo hizo que las dos palabras sonasen a orden y a censura.

Nynaeve alzó los ojos hacia ella y no se apresuró a levantarse; empleó unos segundos en alisarse la falda, pero al fin se puso de pie.

Rand no esperó nada más para dirigirse rápidamente hacia la escalera. Lan esperaba al final del tramo de escalones, fuera de la vista de la sala común. En tono bajo, Rand hizo un breve resumen de lo ocurrido. El pétreo rostro de Lan no cambió de expresión en ningún momento.

—Al menos hay uno muerto —comentó mientras se volvía hacia el cuarto que compartía con Nynaeve.

Rand ya se encontraba en la habitación que Min y él compartían, recogiendo apresuradamente las ropas colgadas en el alto armario y metiéndolas de cualquier manera en uno de los cestos de mimbre, cuando la joven entró finalmente en el cuarto, seguida de Nynaeve y de Alivia.

—Luz, vas a estropearlo todo haciendo eso —exclamó Min, que lo apartó del cesto con el hombro. Empezó a sacar prendas y a doblarlas ordenadamente sobre la cama, junto a su espada sellada con el nudo de paz—. ¿Por qué hacemos el equipaje? —preguntó, aunque no le dio ocasión de responder—. La señora Nalhera dice que no estarías tan hosco si te azotase todas las mañanas. —Se echó a reír mientras sacudía una de las chaquetas que allí no se había puesto. Rand le había dicho que le compraría otras nuevas, pero ella se negó a dejar las chaquetas y polainas bordadas—. Le contesté que lo tendría en cuenta. Lan le gusta mucho. —Inopinadamente dio un timbre agudo a su voz, imitando la de la posadera—. «Un hombre gentil con buenas modales es mucho mejor que una cara bonita, eso es lo que yo digo siempre».

Nynaeve resopló.

—¿Quién quiere un hombre que salte por el aro cada vez que a una le apetece?

Rand la miró de hito en hito, y Min se quedó boquiabierta. Eso era exactamente lo que Nynaeve hacía con Lan, y Rand no entendía cómo ese hombre podía aguantarlo.

—Piensas demasiado en los hombres, Nynaeve —comentó Alivia. La antigua Zahorí frunció el ceño, pero en vez de replicar se quedó callada y tocando uno de los brazaletes, una pieza peculiar de oro con eslabones planos, que se extendía por el envés de su mano izquierda hasta los anillos que llevaba en los cuatro dedos. La mujer de más edad sacudió la cabeza como si la desilusionara que no hubiera réplica.

—Me he puesto a hacer el equipaje porque nos marchamos, y hemos de hacerlo deprisa —contestó con premura Rand. Puede que Nynaeve se quedase callada durante unos segundos, por extraño que fuera, pero si la expresión de su cara se tornaba más sombría empezaría a darse tirones de la trenza y se pondría a gritar hasta que nadie pudiese meter baza durante horas.

Antes de que hubiese acabado de relatar lo que le había anticipado a Lan, Min dejó de doblar prendas y empezó a meter sus libros en el segundo cesto con tal premura que ni siquiera los envolvió en las ropas como solía hacer siempre. Las otras dos mujeres se quedaron mirándolo fijamente como si nunca lo hubiesen visto. Por si acaso no habían sido tan rápidas como Min en captar el mensaje, añadió:

—Rochaid y Kisman me tendieron una emboscada. Sabían que seguía a uno de ellos. Kisman consiguió escapar, de modo que, si conoce esta posada, Dashiva, Gedwyn, Torvil y él podrían aparecer por aquí, puede que dentro de dos o tres días, o puede que dentro de una hora.

—No estoy ciega —repuso Nynaeve, todavía sin quitarle los ojos de encima. En su voz no se advertía acaloramiento; ¿protestaría por simple costumbre?—. Si quieres que nos movamos rápido, ayuda a Min en lugar de quedarte ahí plantado como un pasmarote. —Lo miró unos segundos más y luego sacudió la cabeza antes de salir del cuarto.

Alivia se frenó cuando iba a seguirla y le lanzó una mirada iracunda a Rand. No, ya no quedaba nada de sumiso en ella.

—Actuando así acabarás consiguiendo que te maten —dijo con tono desaprobador—. Aún te queda mucho por hacer para buscar la muerte antes de tiempo. Debes permitirnos que te ayudemos.

Rand frunció el ceño cuando la puerta se cerró tras la seanchan.

—¿Has tenido algunas visiones de ella, Min?

—Todo el tiempo, pero no de la clase a la que te refieres, nada que entienda. —Arrugó la nariz al ver un libro y luego lo apartó a un lado. No había muchas probabilidades de que abandonase un solo volumen de su biblioteca, nada reducida por cierto. Sin duda se proponía llevárselo y leerlo a la primera oportunidad que tuviese. Se pasaba horas con la nariz metida en aquellos libros—. Rand —empezó lentamente—, hiciste todo eso, matar a un hombre y enfrentarte a otro, y… Rand, no sentí nada. En el vínculo, me refiero. Ni miedo, ni cólera. ¡Ni siquiera preocupación! Nada.

—No estaba furioso con él. —Rand sacudió la cabeza y se puso de nuevo a guardar ropas en el cesto—. Era preciso matarlo, nada más. ¿Y por qué iba a sentir miedo?

—Oh —dijo la joven con un hilo de voz—. Entiendo. —Luego volvió a examinar los libros. El vínculo se había quedado silencioso, como si estuviese absorta en sus pensamientos, pero a través de esa quietud se deslizaba un hilo de preocupación.

—Min, prometo que no permitiré que te ocurra nada. —Ignoraba si podría cumplir tal promesa, pero su intención era hacerlo.

Ella le sonrió, casi riendo. Luz, qué hermosa era.

—Lo sé, Rand. Y yo no permitiré que te ocurra nada a ti. —El amor fluyó a través del vínculo como la calidez de un sol de mediodía—. Sin embargo, Alivia tiene razón. Tienes que dejar que te ayudemos de algún modo. Si describes bien a esos tipos quizá podríamos hacer indagaciones. Es obvio que tú solo no puedes registrar toda la ciudad.

«Estamos muertos —murmuró Lews Therin—. Los muertos deberían guardar silencio en sus tumbas, pero jamás lo hacen».

Rand apenas escuchó la voz dentro de su cabeza. De repente había comprendido que no era preciso que describiese a Kisman y a los otros. Podía dibujarlos con tanta precisión que cualquiera reconocería sus caras. Sólo que él nunca había sido capaz de trazar una línea. Pero Lews Therin sí sabía cómo hacerlo. Aquello debería haberlo asustado; debería, pero no lo hizo.

Isam caminaba de un lado a otro de la habitación observando las cosas a la luz siempre presente del Tel’aran’rhiod. Las ropas de la cama pasaban de estar arrugadas a encontrarse completamente estiradas y pulcramente colocadas de una ojeada a la siguiente. El cobertor cambiaba de un dibujo de flores a otro de color rojo oscuro y más acolchado. Lo efímero siempre cambiaba allí, y él ya apenas se fijaba. No podía utilizar el Tel’aran’rhiod del modo que lo hacían los Elegidos, pero allí era donde se sentía más libre. Allí podía ser quien quería. La idea lo hizo reírse.

Se detuvo junto a la cama y con cuidado desenfundó las dos dagas envenenadas, tras lo cual pasó del Mundo Invisible al de vigilia, y al hacerlo se convirtió en Luc. Parecía lo apropiado.

La habitación estaba a oscuras en el mundo de vigilia, pero la luz de la luna que se colaba por la única ventana bastaba para que Luc distinguiese las formas de dos personas durmiendo bajo las mantas. Sin la menor vacilación, hundió una daga en cada una de ellas. Despertaron con unos gritos ahogados, pero Luc sacó las armas y arremetió una y otra vez. Con el veneno no era probable que ninguna de las dos personas tuviese fuerza para gritar lo bastante alto para que la oyesen fuera del cuarto, pero quería ser el autor material de esas muertes, darles su toque personal, cosa que no garantizaba la sustancia ponzoñosa. A no tardar las figuras dejaron de sacudirse cuando hundió las hojas entre las costillas.

Limpió las dagas con la colcha y volvió a enfundarlas con tanto cuidado como había tenido al desenvainarlas. Se le habían concedido muchos dones, pero la inmunidad al veneno o a cualquier otra arma no era uno de ellos. A continuación sacó una vela pequeña de su bolsillo y sopló para retirar parte de la ceniza que cubría las brasas amontonadas en la chimenea, lo suficiente para encender el pabilo. Siempre le gustaba ver a las personas que mataba, aunque fuese después, si no podía hacerlo mientras llevaba a cabo el asesinato. Había disfrutado especialmente con aquellas dos Aes Sedai en la Ciudadela de Tear. La incredulidad plasmada en sus caras cuando él pareció surgir de la nada, el terror cuando comprendieron que no había ido a salvarlas, eran recuerdos muy preciados. Ése había sido Isam, no él, pero no por ello los recuerdos perdían valor. Ninguno de los dos conseguía matar Aes Sedai muy a menudo.

Durante un momento estudió los rostros de la pareja tendida en la cama, después apagó la llama de la vela con los dedos y guardó ésta en el bolsillo antes de regresar al Tel’aran’rhiod.

Su patrocinador actual lo esperaba. Era un hombre, de eso estaba seguro, pero Luc no conseguía verlo claramente. No ocurría como con esos escurridizos Hombres Grises, en los que uno no reparaba, simplemente. Una vez había matado a uno de ellos, en la propia Torre Blanca. Al tacto eran fríos, vacíos como una cáscara hueca. Fue como matar a un cadáver. No, con ese hombre era distinto, como si hiciese algo para que sus ojos se deslizaran sobre él del mismo modo que el agua resbalaba sobre el cristal. Incluso visto por el rabillo del ojo no pasaba de ser una mancha borrosa.

—La pareja que dormía en esta habitación dormirá para siempre —informó Luc—, pero el hombre era calvo, y la mujer tenía el pelo cano.

—Lástima —dijo el hombre, y su voz pareció diluirse en los oídos de Luc, de manera que no podría reconocerla si la escuchaba sin el disfraz. Tenía que tratarse de uno de los Elegidos. Muy pocos salvo los Elegidos sabían cómo llegar hasta él, y ninguno de esos pocos hombres podía encauzar, o de lo contrario habrían osado intentar darle órdenes. A excepción del propio Gran Señor, y más recientemente los Elegidos, sus servicios se solicitaban con respeto, si bien ninguno de los Elegidos que Luc conocía había tomado tantas precauciones como éste.

—¿Quieres que lo intente otra vez? —preguntó Luc.

—Quizá. Cuando te lo diga, pero no antes. Recuerda, ni una palabra de esto a nadie.

—Como ordenes —contestó Luc al tiempo que hacía una reverencia, pero el hombre creó un acceso, un agujero que se abría a un claro nevado de un bosque, y se marchó antes de que Luc se irguiera.

Era una verdadera lástima. Estaba deseando matar a su sobrino y a la zorra; pero, si había que dejar pasar un tiempo, cazar siempre resultaba muy placentero. Se convirtió en Isam. A Isam le gustaba matar lobos más incluso de lo que le gustaba a Luc.

23

Perder el sol

Procurando mantener bien ceñida al cuerpo la extraña capa de paño con una mano e intentando no caerse de la silla de montar, aún menos familiar, Shalon taconeó torpemente su caballo y siguió a Harine y a Moad, su Maestro de Espadas, por el agujero en el aire que conducía desde un establo del Palacio del Sol a… No sabía bien adónde, excepto que era una amplia y alargada área —¿un claro, lo llamaban? Le parecía que sí—, un claro más grande que la cubierta de un surcador, entre árboles raquíticos desperdigados por las colinas. Los pinos, la única especie que conocía, eran demasiado pequeños y retorcidos para que tuviesen utilidad, salvo extraer trementina y brea. La mayoría de los demás tenían las grises ramas desnudas y le recordaban huesos. El sol matinal asomaba por encima de las copas y, si acaso, el frío parecía aún más penetrante allí que en la ciudad que habían dejado atrás. Esperaba que el caballo no resbalara y la tirara sobre las rocas que asomaban allí donde la nieve no cubría las hojas medio podridas del suelo. Desconfiaba de los caballos. A diferencia de los barcos, los animales tenían sus propias ideas. Eran criaturas demasiado traicioneras para subirse encima de ellas. Y además tenían dientes. Cada vez que su montura enseñaba los suyos, tan cerca de sus piernas, Shalon se encogía y le palmeaba el cuello al tiempo que emitía sonidos tranquilizadores. Al menos, esperaba que esa bestia los considerara así.

La propia Cadsuane, de verde oscuro, montaba con aire seguro en el alto caballo de crin y cola negras, manteniendo el tejido que creaba el acceso. Los caballos no la preocupaban. Nada la preocupaba.

Un repentino soplo de aire agitó la capa gris oscuro, extendida sobre la grupa de su montura, pero ella no dio señales de sentir el frío. Los adornos dorados del cabello que colgaban alrededor del moño se mecieron cuando giró la cabeza para mirar a Shalon y a sus compañeros. Era una mujer guapa, pero no ese tipo de mujer a la que se miraría dos veces en medio de la multitud, salvo por el detalle de que su cara lisa no encajaba con el cabello surcado de hebras grises. Una vez que se la conocía, ya era demasiado tarde.

Shalon habría dado mucho con tal de ver cómo se hacía ese tejido, incluso si ello significaba permanecer cerca de Cadsuane, pero no le había permitido entrar en el establo hasta que el acceso estuvo abierto, y ver extender una vela en un penol no enseñaba cómo montarla y mucho menos cómo fabricarla. Lo único que sabía era el nombre. Pasó con el caballo frente a la Aes Sedai, evitando su mirada, pero aun así la sintió. Los ojos de esa mujer le ponían los pelos de punta. No veía salida, pero confiaba en encontrar una estudiando a las Aes Sedai. Estaba dispuesta a admitir que sabía muy poco de ellas —nunca había visto una antes de llegar a Cairhien, y sólo se acordaba de ellas para dar las gracias a la Luz por no haber sido elegida para convertirse en una de ellas—, pero existían corrientes muy profundas entre las compañeras de Cadsuane. Unas corrientes muy fuertes que podían alterar todo lo que parecía obvio en la superficie.

Las cuatro Aes Sedai que habían pasado detrás de Cadsuane esperaban en sus caballos al otro lado del… claro, junto a tres Guardianes. Al menos, Shalon estaba segura de que Ihvon era el fogoso Gaidin de Alanna, y que Tomás lo era de la baja y robusta Verin, pero también estaba convencida de haber visto con la chaqueta negra de Asha’man al jovencísimo muchacho que se encontraba cerca de la regordeta Daigian. No podía ser su Guardián, claro. ¿O sí? Eben no era más que un chiquillo. Sin embargo, cuando la mujer lo miraba, su habitual orgullo exagerado parecía hincharse aún más. Kumira, una mujer de aspecto agradable con unos ojos azules que podían tornarse penetrantes como cuchillos cuando algo despertaba su interés, observaba al joven Eben de un modo tan intenso que lo extraño era que el chico no estuviera tendido en el suelo, más exprimido que una foca a la que le han sacado toda la grasa.

—No voy a aguantar esto mucho más —rezongó Harine al tiempo que taconeaba con los talones desnudos para seguir adelante.

Su falda de brocado amarillo no la ayudaba a mantener una postura segura en la silla, al igual que le ocurría a Shalon con la suya azul. Se mecía y resbalaba con los movimientos del animal de tal modo que parecía a punto de caerse a cada paso. El viento sopló de nuevo, agitando las puntas del fajín y haciendo ondear su Capa, pero desechó la idea de sujetar la prenda. Las capas no servían de mucho en los barcos; estorbaban, podían enredarse en los brazos y las piernas cuando éstos hacían falta para sobrevivir.

Moad había rechazado ponerse una, prefiriendo la chaqueta azul acolchada que llevaba en los mares más fríos. Nesune Bihara, toda vestida con paño broncíneo, cruzó el acceso mirando a uno y otro lado como si intentase ver a todos a la vez, y después pasó Elza Penfell, que exhibía un gesto hosco por alguna razón y sujetaba la capa verde orlada con piel. Ninguna de las otras Aes Sedai parecía tomarse la molestia de resguardarse del frío.

—Quizá podré ver al Coramoor, dice —masculló Harine mientras tiraba de las riendas hasta que la yegua giró hacia el lado del claro opuesto al lugar donde se reunían las Aes Sedai—. ¡Quizá! Y me ofrece esta «oportunidad» como si ella me concediese un privilegio. —No era preciso que citase un nombre; cuando decía «ella» de ese modo no podía referirse más que a una única mujer—. ¡Tengo derecho, alcanzado a través de un trato y un acuerdo! ¡Se niega a proporcionarme el séquito convenido! ¡He tenido que dejar atrás a mi Navegante y a mis escoltas! —Erian Boroleos apareció a través del acceso, tan alerta como si esperara encontrarse con una batalla, seguida por Beldeine Nyram, que ni siquiera tenía aspecto de Aes Sedai. Ambas llevaban trajes en color verde, el de Erian completo y el de Beldeine con cuchilladas en las mangas y la falda. ¿Significaría algo eso? Seguramente no—. ¿Es que voy a tener que presentarme ante el Coramoor como un grumete que saluda a la Navegante poniendo la mano sobre el corazón? —Cuando se juntaban varias Aes Sedai se podía ver perfectamente sus rostros lisos, intemporales, de manera que no se sabía si una tenía veinte años o el doble aun cuando su cabello fuera blanco, y Beldeine simplemente parecía una muchacha de veinte. Y ese detalle revelaba tan poco como su falda—. ¿Es que voy a tener que airear las ropas de mi cama y lavarlas? ¡Ha tirado por la borda el protocolo! ¡No lo permitiré! ¡Se acabó!

Aquellas protestas no eran nuevas, las había expresado una docena de veces desde la noche anterior. Dichas condiciones eran estrictas, pero Harine no había tenido más opción que acceder, lo cual contribuía a hacerlas más amargas.

Shalon sólo escuchaba a medias, asintiendo y dando las respuestas adecuadas en voz baja. Acuerdo, desde luego. Su hermana esperaba que se cumpliese el acuerdo. Tenía casi toda su atención puesta en las Aes Sedai, aunque subrepticiamente. Moad simulaba no escuchar; claro que era el Maestro de Espadas de Harine. Ésta podía estar tan tensa como un nudo mojado con cualquier otra persona, pero a Moad le daba tanta libertad que uno pensaría que el hombre de ojos duros y cabello gris era su amante, sobre todo habida cuenta de que ambos eran viudos. Al menos lo pensaría si no conociese a Harine, la cual jamás tomaría como amante a alguien de posición más baja que la suya, y ahora, por supuesto, eso significaba que no podía tomar ninguno. En cualquier caso, una vez que hicieron detener a los caballos cerca de los árboles, Moad se acodó en la alta perilla de la silla, con la mano en la larga y tallada empuñadura de marfil de su espada, metida en el fajín verde, y observó sin disimulo a las Aes Sedai y a los hombres que las acompañaban. ¿Dónde había aprendido a montar a caballo? De hecho parecía sentirse… cómodo. Cualquiera advertiría su rango a primera vista, empezando por los ocho pendientes de gran peso y los nudos del fajín, aun cuando no llevase la espada y la daga a juego. ¿Acaso las Aes Sedai no tenía un modo de hacer lo mismo? ¿De verdad podían ser tan desorganizadas? Supuestamente la Torre Blanca era como un artilugio mecánico que trituraba tronos y les daba una nueva forma a voluntad. Claro que, al parecer, la maquinaria estaba ahora rota.

—Por cierto, ¿adónde nos ha traído, Shalon?

La voz de Harine, fría y cortante como una cuchilla, hizo que Shalon se quedase pálida. Servir a las órdenes de una hermana menor siempre resultaba difícil, pero con Harine era aún peor. En privado se mostraba más que fría, y en público era capaz de hacer colgar por los tobillos a una Navegante, cuanto más a una Detectora de Vientos. Y desde que esa mujer de los confinados en tierra, Min, le había dicho que algún día llegaría a ser Señora de los Barcos, se había vuelto aún más incisiva. Mirando con dureza a Shalon, alzó la caja de perfume de oro como para sofocar un olor desagradable, a pesar de que el frío acababa con cualquier perfume.

Shalon alzó rápidamente la vista al cielo, intentando hacer un cálculo por el sol. Deseó no haber tenido que dejar su sextante en el Espuma blanca —no se permitía que ningún confinado en tierra viera un sextante, y mucho menos ver cómo se utilizaba—, si bien no estaba segura de que le hubiese servido de gran ayuda. Los árboles serían bajos, pero aun así no divisaba el horizonte. Más hacia el norte las colinas daban paso a montañas que se extendían hacia el nordeste y sudoeste. Tampoco sabía a qué altura se encontraban; había muchas subidas y bajadas en el terreno para su gusto. Con todo, cualquier Detectora de Vientos sabía cómo hacer unos cálculos aproximados. Y cuando Harine exigía información, esperaba que se la diesen.

—Sólo puedo hacer una estimación, Señora de las Olas —contestó, a lo que Harine apretó las mandíbulas, pero ninguna Detectora de Vientos presentaría una estimación como si fuera un cálculo exacto—. Creo que nos encontramos a trescientos o cuatrocientas leguas al sur de Cairhien. Es todo lo que puedo decir. —Cualquier aprendiza en su primer día que utilizara una varacuerda para dar una estimación tan imprecisa habría recibido un buen castigo a manos del jefe de cubierta, pero sus palabras parecieron quemarle la lengua a Shalon cuando ésta comprendió el alcance de lo que había dicho. Una singladura de un centenar de leguas en un día era una buena marca para un deslizador. Moad frunció los labios, pensativo.

Harine asintió lentamente, mirando a través de Shalon como si pudiese ver deslizadores a toda vela surcando distancias a través de accesos tejidos en el aire con el Poder. Los mares serían realmente suyos, entonces. La mujer se sacudió e, inclinándose hacia Shalon, clavó sus ojos en los de la Detectora de Vientos como si fuesen arpones.

—Debes aprender a hacer esto, cueste lo que cueste. Dile que me espiarás si te enseña. Si la convences, seguramente lo haría, si la Luz quiere. O al menos podrías relacionarte con una de las otras para descubrirlo.

Shalon se humedeció los labios con la lengua. Esperaba que Harine no hubiese reparado en su sobresalto.

—La rechacé antes, Señora de las Olas. —Había necesitado dar una explicación del motivo por el que las Aes Sedai la habían retenido durante una semana, y una versión de la verdad le pareció lo más seguro. Harine lo sabía todo, excepto el secreto que Verin le había sonsacado. Excepto que Shalon había accedido a las exigencias de Cadsuane a fin de ocultar ese secreto. Que la Gracia de la Luz la protegiera; lamentaba lo ocurrido con Ailil, pero se había sentido tan sola que navegó demasiado lejos antes de darse cuenta de lo que hacía. Con Harine no había charlas vespertinas acompañadas por vino endulzado con miel para paliar los largos meses de separación de su esposo Mishael. En el mejor de los casos, transcurrirían muchos más meses antes de que pudiese yacer en sus brazos—. Con todo respeto, ¿por qué iba a creerme ahora?

—Porque ansías ese conocimiento. —Harine hizo un gesto seco con la mano, como si cortase el aire—. Los confinados en tierra siempre creen en la codicia. Tendrás que decir ciertas cosas, por supuesto, para probar tu sinceridad. Yo decidiré qué cuentas cada día. Quizá pueda guiarla hacia el rumbo que quiero.

Shalon tuvo la sensación de que unos dedos duros como el acero se hundían en su cráneo. Había intentado contarle a Cadsuane lo menos posible y con la mínima frecuencia factible, sólo lo suficiente para salir del paso y hasta que hallase un modo de librarse de ella. Si tenía que hablar con la Aes Sedai a diario y, lo que era peor, mentirle descaradamente, la mujer le sacaría más de lo que ella querría. Más de lo que Harine querría. Mucho más. Tan cierto como que amanecía cada día.

—Perdonad, Señora de las Olas —empezó con toda la deferencia que fue capaz—, pero si se me permite decirlo…

Se interrumpió cuando Sarene Nemdhal se acercó a caballo y frenó el animal delante de ellas. Las últimas Aes Sedai y Guardianes habían cruzado el acceso, y Cadsuane dejó que éste desapareciera. Corele, una mujer delgada aunque bonita, reía y sacudía la negra melena mientras hablaba con Kumira. Merise, alta, de ojos aún más azules que los de Kumira, un rostro más que atractivo y lo bastante severo para dar que pensar a Harine, realizaba gestos secos para dirigir a los cuatro hombres que conducían los animales de carga. Todos los demás cogían las riendas, al parecer preparándose para salir del claro.

Sarene era encantadora, aunque, por supuesto, la ausencia de joyas reducía el efecto de su aspecto, al igual que el sencillo vestido blanco que llevaba. Los confinados en tierra no parecían disfrutar con los colores. Hasta su capa negra estaba forrada con piel blanca.

—Cadsuane me ha pedido… me ha dado instrucciones de que sea vuestra ayudante, Señora de las Olas —anunció mientras inclinaba la cabeza respetuosamente—. Responderé a vuestras preguntas hasta donde me sea posible, y os ayudaré en lo referente a las costumbres lo mejor que pueda. Soy consciente de que quizás os sintáis incómoda por mi presencia; pero, cuando Cadsuane ordena algo, debemos obedecer.

Shalon sonrió. Dudaba que la Aes Sedai supiera que, en los barcos, una ayudante era lo que los confinados en tierra llamarían sirviente. Harine seguramente se reiría y exigiría saber si la Aes Sedai sabía lavar la ropa blanca adecuadamente. Sería estupendo que estuviese de buen humor.

No obstante, en lugar de reírse Harine se puso muy tiesa en la silla, como si la columna vertebral se hubiese convertido en un mástil.

—¡No me siento incómoda! —espetó—. Simplemente prefiero… plantear mis preguntas a otra persona…, a Cadsuane. Sí. A Cadsuane. ¡Y, por supuesto, yo no tengo que obedecer, ni a ella ni a nadie! ¡A nadie! ¡Salvo a la Señora de los Barcos!

Shalon frunció el entrecejo; no era propio de su hermana hablar de un modo tan atolondrado. Tras inhalar profundamente, Harine continuó en tono más firme, aunque, en cierto modo, de una manera tan extraña como antes.

—Hablo en nombre de la Señora de los Barcos de los Atha’an Miere, ¡y exijo el debido respeto! Lo exijo, ¿me has entendido? ¿Lo entiendes?

—Puedo pedirle que nombre a otra persona —contestó, pensativa, Sarene, como si esperara que esa petición no cambiaría nada—. Debéis entender que ese día me dio instrucciones muy específicas. Pero no debí perder los estribos. Ése es un defecto que tengo. El genio pronto destruye la lógica.

—Sé lo que es obedecer órdenes —gruñó Harine, agazapándose en la silla como si estuviera a punto de lanzarse al cuello de Sarene—. ¡Yo apruebo la obediencia de las órdenes! —En lugar de hablar, casi gruñía—. Sin embargo, las órdenes que ya se han cumplido pueden olvidarse. No es necesario referirse más a ellas. ¿Me entiendes?

Shalon la miró de reojo. ¿De qué hablaba? ¿Qué órdenes había llevado a cabo Sarene, y por qué Harine quería que se olvidaran? Moad no hizo el menor esfuerzo en disimular su gesto de enarcar las cejas. Harine se dio cuenta de la expresión escrutadora del hombre y su semblante se tornó tormentoso, aunque Sarene no pareció advertir nada.

—No veo cómo se puede olvidar algo deliberadamente —respondió lentamente al tiempo que se le marcaba una leve arruga en el entrecejo—, pero supongo que os referís a que deberíamos fingir que es así. ¿Es eso? —Las trencillas adornadas con cuentas, que asomaban por debajo de la capucha, tintinearon cuando sacudió la cabeza ante tamaña tontería—. Muy bien, de acuerdo. Responderé a vuestras preguntas todo lo mejor que sepa. ¿Qué queréis saber?

Harine respiró profunda y sonoramente. Aquello podía interpretarse como una demostración de impaciencia, pero a Shalon le pareció que era alivio lo que indicaba. ¡Alivio!

Fuera o no así, Harine volvió a ser la de siempre, dueña de sí misma y autoritaria, y sostuvo la mirada de la Aes Sedai como si intentara hacer que ésta la bajara.

—Puedes decirme dónde nos encontramos y adónde nos dirigimos —demandó.

—Estamos en las Colinas de Kintara —dijo Cadsuane, que apareció de repente junto al grupo; su montura se encabritó y pateó en el aire, esparciendo nieve—. Y nos dirigimos a Far Madding. —No sólo se mantuvo en la silla, ¡sino que ni siquiera pareció notar los movimientos bruscos del animal!

—¿El Coramoor se encuentra en ese sitio, Far Madding?

—La paciencia es una virtud, según me enseñaron, Señora de las Olas. —A pesar de utilizar el tratamiento adecuado, en su actitud no había respeto. Todo lo contrario—. Cabalgaréis conmigo. Mantened el paso e intentad no caeros. Resultaría muy desagradable que tuviera que llevaros como si fueseis sacos de grano. Una vez que lleguemos a la ciudad, guardad silencio a menos que yo os diga que habléis. No consentiré que creéis problemas por culpa de la ignorancia. Y os dejaréis guiar por Sarene. Tiene instrucciones.

Shalon esperaba un estallido de cólera, pero Harine contuvo la lengua, si bien merced a un obvio esfuerzo. No bien Cadsuane hubo dado media vuelta, Harine masculló furiosa, pero apretó los dientes cuando el caballo de Sarene empezó a moverse. Era evidente que sus rezongos no eran para que los oyesen las Aes Sedai.

Resultó que cabalgar con Cadsuane significaba ir detrás de ella a través de los árboles y en dirección sur. De hecho, a su lado marchaban Alanna y Verin, y una mirada de ésta, cuando Harine intentó unirse a ellas, dejó claro que no era bienvenida. De nuevo Shalon esperó un estallido que no se produjo. Por el contrario, Harine miró ceñuda a Sarene por alguna razón, y después tiró bruscamente de las riendas para volver grupas y ocupar de nuevo su posición entre Shalon y Moad. No se molestó en hacer más preguntas a Sarene, que cabalgaba al otro lado de Shalon, y se limitó a lanzar miradas fulminantes a las espaldas de las mujeres que marchaban delante. Si Shalon no hubiese conocido bien a Harine, habría dicho que en aquellas miradas había más de enfurruñamiento que de cólera.

Por su parte, Shalon se alegró de cabalgar en silencio. Montar a caballo ya era bastante difícil por sí mismo como para tener que hablar al mismo tiempo. Además, de repente comprendió el motivo por el que Harine se comportaba de manera tan peculiar: debía de estar intentando limar asperezas con las Aes Sedai. Tenía que ser eso. Harine nunca controlaba el genio si no era imprescindible. El esfuerzo de hacerlo ahora debía de tenerla con la sangre hirviendo. Y, si sus esfuerzos no tenían el resultado que esperaba, entonces la herviría a ella. Pensar en eso le dio dolor de cabeza a Shalon. La Luz la ayudara y la guiara; tenía que haber un modo de espiar a su hermana sin que acabase con la mejilla de la cadena desprovista de honores y a sí misma destinada a servir en una chalana, a las órdenes de una Navegante que rumiara por qué nunca había ascendido y más que dispuesta a descargar su resentimiento en todos los que la rodeaban. Y otra cosa igualmente mala era que Mishael podría declarar sus votos de matrimonio rotos. Tenía que haber algún modo.

A veces se giraba en la silla para mirar a las Aes Sedai que cabalgaban detrás. No había nada provechoso en observar a las que iban delante; de tanto en tanto, Cadsuane y Verin intercambiaban unas palabras, pero tan juntas las cabezas y hablando en voz tan baja que era imposible oír lo que decían. Alanna parecía absorta en lo que había al frente, los ojos clavados siempre en el sur. En dos o tres ocasiones aceleró la marcha de su montura unos cuantos pasos, hasta que Cadsuane la hizo volver atrás con una queda palabra que Alanna obedeció a regañadientes a la par que lanzaba una mirada sulfurada o adoptaba una mueca hosca. Cadsuane y Verin se mostraban solícitas con ella, la primera dándole palmaditas en el brazo, casi igual que Shalon hacía en el cuello de su montura, y la segunda sonriéndole, como si Alanna estuviera recuperándose de una enfermedad. Lo cual no le aclaraba nada a Shalon, de modo que Shalon se puso a pensar en las otras.

Una no ascendía en los barcos sólo por su habilidad en Tejer los Vientos o predecir el tiempo o determinar una posición. También había que captar la intención que subyacía en las palabras de una orden, e interpretar pequeños gestos y expresiones faciales; había que advertir quién manifestaba respeto por quién, incluso de un modo sutil, pues con el valor y la habilidad por sí solos únicamente se ascendía hasta cierta posición.

Cuatro de las Aes Sedai, Nesune, Erian, Beldeine y Elza, cabalgaban en un grupo, no muy lejos de ella, aunque no iban realmente juntas, sino solamente ocupando una misma posición. No hablaban ni se miraban. No parecían caerse muy bien. Mentalmente, Shalon las tenía ubicadas en el mismo bote que Sarene. Las Aes Sedai fingían ser un solo grupo a las órdenes de Cadsuane, pero saltaba a la vista que no era verdad. Merise, Corele, Kumira y Daigian navegaban en otro bote, el dirigido por Cadsuane. A veces Alanna parecía encontrarse en uno de los botes, y otras veces en el contrario, en tanto que Verin daba la sensación de hallarse en cierto modo en el de Cadsuane, pero no dentro de él; quizá nadando junto a él, con Cadsuane agarrándola de la mano. Como si aquello no fuera ya bastante extraño, estaba el tema de la deferencia.

Curiosamente, al parecer las Aes Sedai valoraban la fuerza en el Poder por encima de la experiencia o la habilidad. Determinaban el rango según la fuerza, como la marinería cuando peleaba en tabernas de la costa. Todas manifestaban respeto por Cadsuane, desde luego, y sin embargo existían singularidades entre el resto. Conforme a su propia jerarquía, algunas de las ocupantes del bote de Nesune se encontraban en posición de esperar deferencia por parte de algunas de las del bote de Cadsuane; pero, aunque éstas cumplían con ello, lo hacían como a un superior que ha cometido un delito grave conocido por todos. Según esa jerarquía, Nesune se encontraba en posición más alta que cualquier otra excepto Cadsuane y Merise, pero encaraba a Daigian —que se hallaba en el escalón más bajo— con un aire de deliberado desafío respecto a ese crimen, al igual que las demás de su bote. Todo ello con mucha discreción: una barbilla levemente levantada, una ceja ligeramente enarcada, un mínimo rictus en la comisura de los labios… aunque obvio a los ojos adiestrados para ascender en los barcos. Quizá no hubiese nada que pudiera ayudarla; pero, si tenía que entresacar la estopa, el único modo era encontrar una hilaza y tirar de ella.

El viento empezó a soplar; las ráfagas le aplastaban la capa contra la espalda y la agitaban a los costados, pero Shalon apenas lo notó.

Los Guardianes podrían ser otra hebra. Todos marchaban en retaguardia, ocultos por las Aes Sedai que cabalgaban detrás de Nesune y las otras tres. En realidad, Shalon había esperado que entre doce Aes Sedai hubiese más que esos siete Guardianes. Se suponía que cada Aes Sedai tenía uno, si no más. Sacudió la cabeza irritada. Salvo el Ajah Rojo, claro. No ignoraba todo sobre las Aes Sedai.

En cualquier caso, la pregunta no era cuántos Guardianes había, sino si todos lo eran. Estaba segura de que había visto también al viejo y canoso Damer y al guapo Jahar con chaquetas negras, antes de que empezaran a juntarse tan repentinamente con las Aes Sedai. En aquellos momentos no había tenido muchas ganas de mirar directamente a los que vestían las chaquetas negras y, a decir verdad, también había estado medio ciega con la delicada Ailil, pero sabía que no se equivocaba. Y, fuera cual fuese el caso de Eben, casi tenía la certeza de que los otros dos ahora eran Guardianes. Casi. Jahar reaccionaba tan rápidamente como Nethan o Bassane cuando Merise abría la boca, y, por el modo en que Corele sonreía a Damer, o el hombre era su Guardián o era el que le calentaba la cama, y Shalon no se imaginaba a una mujer como Corele llevando a su lecho a un hombre mayor, casi calvo y algo cojo. Puede que no supiese mucho sobre las Aes Sedai, pero estaba convencida de que vincular a hombres que encauzaban no era una práctica aceptada. Si pudiera demostrar que lo habían hecho, quizás eso fuera un cuchillo lo bastante afilado para cortar la cuerda y liberarse de Cadsuane.

—Los hombres ya no pueden encauzar —murmuró Sarene.

Shalon se giró tan deprisa en la silla que tuvo que agarrarse a la crin del caballo con las dos manos para evitar caerse. El viento le echó la capa sobre la cabeza, y se vio obligada a pelearse con la prenda para colocársela de nuevo. Salían de los árboles, por encima de una calzada que trazaba una curva hacia el sur, dejando atrás las colinas en dirección a un lago. Éste se hallaba a poco menos de dos kilómetros, en el borde de un terreno llano cubierto de hierba marchita, y semejaba un mar pardo que se extendía hasta el horizonte. El lago, bordeado en el oeste por una estrecha franja de carrizos, era una lamentable imitación de una extensión de agua, no superior a quince kilómetros de longitud y aún menos de anchura. Una isla de buen tamaño se alzaba en el centro, rodeada por una alta muralla jalonada de torres hasta donde alcanzaba la vista, y que protegía una ciudad. Shalon captó todo eso en una breve ojeada, y sus ojos se prendieron después en Sarene. Era casi como si la mujer le hubiese leído la mente.

—¿Los habéis… amansado? —Creía que ése era el término correcto, aunque, al parecer, hacer tal cosa mataba al hombre en cuestión. Siempre había imaginado que, por la razón que fuese, se trataba de un modo extraño de «suavizar» lo que en realidad era una ejecución.

Sarene parpadeó, y Shalon comprendió que la Aes Sedai había hablado para sí misma en voz alta. Durante un instante Sarene observó a Shalon mientras descendían la cuesta en pos de Cadsuane, y después volvió de nuevo la mirada hacia la isla.

—Te fijas en las cosas, Shalon. Sería mejor que guardases para ti lo que has notado sobre los hombres.

—¿Como por ejemplo que son Guardianes? —inquirió en tono bajo—. ¿Es ésa la razón de que hayáis podido vincularlos? ¿Porque los amansasteis? —Confiaba en sonsacar alguna admisión parcial de algo, pero la Aes Sedai se limitó a mirarla fijamente. No volvió a hablar hasta que llegaron al pie de la colina y giraron hacia la calzada, detrás de Cadsuane. La calzada era ancha, de tierra prensada y endurecida a costa de su incesante tráfico, pero sólo ellos la ocupaban.

—No es exactamente un secreto —dijo al cabo Sarene, y no de muy buena gana aunque, según ella misma, no era un secreto—, pero tampoco es algo que sepa mucha gente. No hablamos de Far Madding a menudo ni la visitamos, salvo las hermanas oriundas de aquí, e incluso ellas sólo vienen en contadas ocasiones. Aun así, deberías saberlo antes de entrar. La ciudad posee un ter’angreal. O quizá sean tres ter’angreal. Nadie lo sabe de cierto. Resulta tan imposible estudiarlo o estudiarlos como anularlos. Debieron de construirse durante el Desmembramiento, cuando el miedo a los varones dementes que encauzaban Poder era un tema de actualidad. Sin embargo, pagar semejante precio por la seguridad… —Las trenzas adornadas con cuentas repicaron sobre su pecho al sacudir la cabeza con incredulidad—. Esos ter’angreal reproducen un stedding. Al menos en las cosas importantes, me temo, aunque supongo que un Ogier no pensaría lo mismo. —Soltó un suspiro pesaroso.

Shalon la contempló boquiabierta, e intercambió una mirada desconcertada con Harine y con Moad. ¿Por qué las fábulas asustaban a una Aes Sedai? Harine abrió la boca, y después indicó con un gesto a Shalon que planteara la pregunta obvia. ¿Acaso esperaba que se hiciese asimismo amiga de Sarene para facilitarle a ella el camino? La cabeza le dolía terriblemente. Pero también sentía curiosidad.

—¿Y qué cosas son ésas? —preguntó con tiento. ¿De verdad la mujer creía en esos cuentos de que había gente de tres metros de altura que cantaba a los árboles? También se decía algo sobre hachas. ¡Que viene el alfinio para robarte el pan! ¡Que viene el Ogier a descabezarte de un hachazo! Luz, no había oído eso desde que Harine aún usaba los andadores. Con su madre ascendiendo de posición en los barcos, ella se había encargado de criar a Harine al tiempo que a su propio primogénito. Los ojos de Sarene se abrieron mucho por la sorpresa.

—¿De verdad no lo sabéis? —Su mirada volvió hacia la isla, y por su expresión cualquiera diría que estaba a punto de entrar en una sentina—. Dentro de los steddings no se puede encauzar. Ni siquiera se percibe la Fuente Verdadera. Ningún tejido creado en el exterior afecta a lo que está dentro, si bien eso no importa. En realidad, aquí existen dos steddings, uno dentro del otro. El mayor afecta a los varones, pero entraremos en el más pequeño antes de que lleguemos al puente.

—¿Así que no podréis encauzar allí dentro? —inquirió Harine. Cuando la Aes Sedai, ensimismada en la contemplación de la ciudad, respondió negando con la cabeza, una fina y gélida sonrisa asomó a los labios de la Señora de las Olas—. Quizá después de que encontremos alojamiento, tú y yo mantengamos una charla sobre «instrucciones y aprendizaje».

—¿Lees filosofía? —Sarene parecía impresionada—. Actualmente no se tiene muy buen concepto de la Teoría del Aprendizaje, pero siempre he creído que podrían adquirirse muchas enseñanzas de esa materia. Una charla para cambiar impresiones será agradable y así apartará de mi mente otros temas. Si Cadsuane lo permite.

La interpretación errónea de la Aes Sedai a su velada amenaza dejó tan atónita a Harine que incluso olvidó sujetarse a la silla; sólo gracias a que Moad la agarró del brazo no se fue al suelo.

Shalon nunca había oído hablar a su hermana de filosofía, y le traía sin cuidado lo que había querido decir. No podía apartar la vista de Far Madding y tragó saliva con esfuerzo. Había aprendido a aislar a otras del Poder, claro, y ella a su vez lo había experimentado como parte del entrenamiento; pero, aun así, cuando se estaba aislada todavía se percibía la Fuente. ¿Qué sería no percibirla, como el sol fuera del alcance visual, más allá del rabillo del ojo? ¿Qué se sentiría al perder el sol? A medida que se aproximaban al lago, percibía la Fuente más de lo que la había sentido la primera vez que experimentó el gozo de tocarla. Apenas pudo controlar el deseo de beber de ella, pero las Aes Sedai verían el brillo, sabrían que la había abrazado, y seguramente sabrían por qué. No podía avergonzarse a sí misma ni avergonzar a Harine de ese modo.

Pequeñas embarcaciones salpicaban la superficie del lago, ninguna de ellas de más de diez o doce metros de eslora; algunas faenaban con redes, otras se deslizaban al impulso de los remos. A juzgar por las olas que levantaba el viento en la superficie, las cuales chocaban a veces unas contra otras y levantaban surtidores de espuma, las velas habrían sido más un inconveniente que una ayuda. Aun así, las barcas casi resultaban una imagen familiar, aunque ni mucho menos como los cuatro, ocho o doce botes de líneas elegantes que solían transportar en los barcos. Un pequeño consuelo entre tantas cosas extrañas.

La calzada se convirtió en una lengua de tierra que penetraba casi un kilómetro en el lago, y de repente la Fuente desapareció. Sarene suspiró, pero fue la única señal de que había notado algo. Shalon se lamió los labios. No era tan malo como había temido. Se sentía… vacía, pero eso podía soportarlo. Siempre y cuando no tuviera que soportarlo mucho tiempo. El viento, racheado y en remolinos, trataba de quitarles las capas, y de pronto pareció mucho más frío.

Al final de la lengua de tierra, entre la calzada y el agua se alzaba un pueblo de casas de piedra gris con tejados de pizarra. Las mujeres del pueblo iban y venían presurosas, cargadas con cestos, pero se detuvieron al ver el grupo de jinetes. Más de una se tocó la nariz mientras observaba fijamente. Shalon se había acostumbrado en Cairhien a esas miradas fijas. En cualquier caso, la fortificación que se alzaba al otro lado del pueblo atrajo su atención, una mole de diez metros de altura, de bloques de piedra, con soldados vigilando a través de las viseras de barras de los yelmos, desde las torres situadas en las esquinas. Algunos sostenían ballestas en las manos. De una gran puerta forrada de hierro, en el extremo más próximo al puente, más soldados con cascos salieron a la calzada; llevaban armaduras de láminas cuadradas, con el emblema de una espada dorada en el hombro. Algunos portaban espadas a la cintura, y otros largas lanzas o ballestas. Shalon se preguntó si esperaban que las Aes Sedai intentarían pasar a la fuerza. Un oficial, con una pluma amarilla en el yelmo, le dio el alto a Cadsuane alzando la mano; después se acercó a ella y se quitó el yelmo, dejando a la vista su cabello surcado por hebras de plata, que le cayó hasta la cintura. Su gesto era duro, ceñudo.

Cadsuane se inclinó en la silla para intercambiar unas cuantas palabras con el hombre, en voz baja, y luego sacó una bolsa de dinero de la alforja. El hombre la cogió y se retiró, tras lo cual hizo un gesto llamando a uno de los soldados, un tipo alto y flaco que no llevaba yelmo. Sostenía un escritorio portátil, y su cabello, recogido en la nuca como el del oficial, también le llegaba hasta la cintura. Inclinó la cabeza con respeto antes de preguntar el nombre a Alanna, y lo escribió cuidadosamente, con la lengua pillada entre los dientes y mojando la pluma cada dos por tres. Sosteniendo el yelmo contra la cadera, el oficial de gesto hosco seguía estudiando con semblante inexpresivo a los demás que estaban detrás de Cadsuane. La bolsa de dinero colgaba de su mano como si se hubiese olvidado de ella. No parecía saber que había hablado con una Aes Sedai. O quizás es que no le importaba. Allí una Aes Sedai era como cualquier otra mujer. Shalon se estremeció. Allí, ella no era diferente de cualquier otra mujer, despojada de sus dotes durante su estancia. Despojada.

—Anotan los nombres de todos los forasteros —informó Sarene—. A las Consiliarias les gusta saber quién está en la ciudad.

—Quizás admitirían a una Señora de las Olas sin sobornos —comentó secamente Harine.

El huesudo soldado se apartó de Alanna y, antes de dirigirse hacia ellas, reaccionó con el respingo habitual de los confinados en tierra al ver las joyas de Shalon y Harine.

—¿Vuestro nombre, señora, por favor? —preguntó amablemente a Sarene al tiempo que inclinaba la cabeza otra vez.

La mujer se lo dio sin mencionar que era Aes Sedai, y Shalon fue igualmente escueta al dar el suyo, pero Harine agregó sus títulos también: Harine din Togara Dos Vientos, Señora de las Olas del clan Shodein, embajadora extraordinaria de la Señora de los Barcos de los Atha’an Miere. El tipo parpadeó; después se mordió la punta de la lengua y se inclinó sobre el escritorio portátil. Harine frunció el ceño; cuando quería impresionar a alguien, esperaba que esa persona se mostrara debidamente impresionada.

Mientras el delgaducho tipo escribía, un soldado bajo y fornido tocado con yelmo, que llevaba una bolsa de cuero colgada al hombro, se abrió paso entre el caballo de Harine y el de Moad, empujando con el hombro. Detrás de las barras de la visera, una cicatriz fruncida a lo largo de la mejilla tiraba de la comisura de los labios torciéndola en una mueca socarrona, pero inclinó la cabeza con respeto ante Harine. Y entonces intentó coger la espada de Moad.

—Debéis permitírselo o dejar las armas aquí hasta que partáis —se apresuró a explicar Sarene cuando el Maestro de Espadas desvió la vaina, poniéndola fuera del alcance de las manos del tipo fornido—. Este servicio es por el que Cadsuane ha pagado, Señora de las Olas. En Far Madding a ningún hombre se le permite llevar más que el cuchillo del cinturón, a menos que el arma lleve el nudo de paz para que no se pueda desenvainar. Ni siquiera los guardias de la muralla, como son estos hombres, pueden llevarse una espada de su puesto de servicio. Es así, ¿verdad? —le preguntó al soldado flaco, el cual contestó afirmativamente y añadió que era una buena medida.

Moad se encogió de hombros y soltó su espada del fajín; cuando el tipo con la perpetua mueca socarrona le pidió también la daga de empuñadura de marfil, se la entregó. El hombre metió la larga daga en su cinturón, tras lo cual sacó un carrete de alambre fino de la bolsa y empezó a envolver diestramente la espada en una red ligera. De vez en cuando hacía una pausa para arrancar un precinto de su cinturón y envolvía el pequeño disco de plomo alrededor de los alambres, pero sus manos eran rápidas y tenían mucha práctica.

—La lista de nombres se distribuirá a los otros dos puentes —continuó Sarene—, y los hombres tendrán que enseñar los alambres intactos o se los retendrá hasta que un magistrado determine que no se ha cometido un crimen. Incluso si no ha habido ninguno, la penalización es una fuerte multa, además de la flagelación. La mayoría de los forasteros depositan sus armas antes de entrar para ahorrarse las monedas, pero eso significaría que tendríamos que salir de la ciudad por este puente. Sólo la Luz sabe en qué dirección querremos ir cuando nos marchemos de aquí. —Miró hacia Cadsuane, que parecía estar refrenando a Alanna para que no cruzara el puente sola, y añadió casi en un susurro—: Al menos, confío en que ése sea su razonamiento.

—Esto es ridículo. —Harine resopló con desdén—. ¿Cómo va a defenderse sin su espada?

—No hace falta que ningún hombre se defienda en Far Madding, señora. —La voz del soldado fornido era áspera, pero no sonaba burlona; simplemente exponía un hecho—. Los vigilantes urbanos se ocupan de eso. Si permitiéramos llevar espada a todos los hombres que quisieran, a no tardar estaríamos tan mal como en cualquier otra parte. Me han contado lo que pasa, señora, y no queremos eso aquí. —Hizo una reverencia a Harine y avanzó a lo largo de la columna, seguido del tipo flaco que apuntaba los nombres.

Moad examinó brevemente la empuñadura y la vaina de sus armas, diestramente envueltas, y después volvió a colocarlas en el fajín, con cuidado de no enganchar la tela con los precintos.

—Las armas sólo se vuelven útiles cuando fallan las entendederas —comentó, a lo que Harine volvió a resoplar.

Shalon se preguntó cómo habría acabado ese soldado con una cicatriz en la cara si Far Madding era tan segura. Se escucharon protestas en la parte posterior del grupo, pero enseguida fueron acalladas; por Merise, habría apostado Shalon. A veces, esa mujer hacía que Cadsuane pareciera poco estricta en comparación. Sus Gaidines eran como los perros guardianes adiestrados que utilizaban los Amayares, prestos a saltar al oír un silbido, y Merise no vacilaba en reconvenir a los Guardianes de las otras Aes Sedai. Poco después todas las espadas estaban envueltas en el nudo de paz y se habían registrado los animales de carga en prevención de que hubiese armas escondidas, y el grupo empezó a cruzar el puente con el sonido de los cascos repicando sobre las piedras. Shalon intentó no perderse detalle, no tanto por interés como para no pensar en aquello que sentía en falta.

El puente era plano y tan ancho como la calzada que llevaba a él, con una especie de caballetes de piedra bajos que impedirían que una carreta se cayera por el borde, pero que no ofrecían resguardo a posibles atacantes, y también era largo, quizá más de un kilómetro, y recto como una flecha. De vez en cuando una de las embarcaciones pasaba por debajo, cosa que no habría sido posible si hubiesen tenido mástiles. Altas torres flanqueaban las puertas de la ciudad, reforzadas con bandas de hierro —según Sarene, se llamaba la puerta de Caemlyn—, donde los guardias con el emblema de la espada dorada en el hombro inclinaron la cabeza ante las mujeres y echaron miradas desconfiadas a los hombres. La calle que había más adelante…

Intentar ser observadora no servía de nada. La calle era ancha y recta, repleta de gente y carros, flanqueada por edificios de piedra de dos o tres pisos, pero todo parecía confundirse en un borrón. ¡No sentía la Fuente! Sabía que ésta volvería cuando abandonara ese lugar, y, Luz, deseaba irse ya, ahora. Pero ¿cuánto tiempo pasaría hasta que pudiera hacerlo? Tal vez el Coramoor se encontraba en la ciudad, y Harine quería amarrarse a él, quizá por ser quien era o quizá porque creía que eso la ayudaría a ascender a Señora de los Barcos. Hasta que Harine se marchara, hasta que Cadsuane las liberara del acuerdo, ella estaba anclada allí. Allí, donde no había Fuente Verdadera.

Sarene no dejaba de hablar, aunque Shalon apenas la escuchaba. Cruzaron una gran plaza, con una enorme estatua de una mujer en el centro, pero Shalon sólo captó su nombre, Einion Avharin, a pesar de que Sarene le estaba contando por qué la mujer era famosa en Far Madding y la razón por la que la estatua señalaba hacia la puerta de Caemlyn. Una hilera de árboles deshojados dividía la calle al otro lado de la plaza. Sillas de mano, carruajes y hombres con armaduras de placas cuadradas se movían entre la multitud, pero sólo sus ojos registraron esas imágenes. Temblando, se acurrucó. La ciudad desapareció. El tiempo desapareció. Todo desapareció excepto su miedo de que jamás volviera a sentir la Fuente. Hasta entonces no se había dado cuenta del consuelo que le había dado su presencia invisible. Siempre había estado allí, prometiendo un gozo inconcebible, una vida tan intensa que los colores se difuminaban cuando el Poder no la llenaba. Y ahora la propia Fuente se había disipado. Disipado. Era lo único que podía sentir. Sólo era consciente de eso. Se había disipado.

24

Ante las Consiliarias

Alguien agarró del brazo a Shalon y la sacudió. Era Sarene, y la Aes Sedai le estaba hablando. —Está ahí —dijo—, en la Cámara de las Consiliarias, debajo de la cúpula. —Le soltó el brazo, respiró hondo y asió las riendas—. Es ridículo pensar que el efecto es peor sólo porque lo tengamos más cerca, pero eso es lo que se siente —musitó.

Shalon salió de su ensimismamiento con esfuerzo. El vacío no desapareció, pero se forzó a hacer caso omiso de ello. Empero, realmente se sentía como una manzana a la que hubiesen quitado el corazón.

Se encontraban en otra plaza enorme, aunque ésta era redonda, y con el pavimento de piedra blanca. En el centro se alzaba un gran palacio, una construcción circular, blanca a excepción de la alta cúpula de color azul. Inmensas columnas estriadas rodeaban los dos niveles superiores situados debajo de la cúpula, y un río constante de gente subía y bajaba la amplia escalinata blanca que conducía al segundo nivel por ambos lados. A excepción de dos puertas en arco, de bronce, que se hallaban abiertas delante de ellos, el nivel inferior era piedra blanca con figuras talladas de mujeres coronadas por diademas, el doble de tamaño natural, y entre ellas gavillas de trigo, rollos de tela cuyos extremos sueltos parecían ondear al aire, montones de lingotes que podrían representar oro, plata, hierro o quizás las tres cosas, y sacos de los que se derramaban lo que parecían monedas y gemas. Debajo de los pies de las mujeres aparecían figuras mucho más pequeñas que conducían carretas y trabajaban en forjas y telares en una franja continua. Esa gente había levantado un monumento proclamando su éxito en el comercio. Qué necedad. Cuando la gente pensaba que uno era mejor comerciante que ella no sólo aparecía la envidia, sino que se volvía obstinada e intentaba alcanzar acuerdos ridículos. Y a veces no quedaba más alternativa que aceptarlos.

Shalon se dio cuenta de que Harine la miraba ceñuda, así que se sentó erguida en la silla.

—Disculpadme, Señora de las Olas —dijo. La Fuente había desaparecido, pero volvería, ¡claro que volvería!, y ella tenía una tarea que realizar. Se avergonzó por haberse dejado llevar de ese modo por el miedo, pero aun así el vacío continuó allí. Oh, Luz, ¡qué gran vacío!—. Ya me siento mejor. Lo haré mejor de ahora en adelante.

Harine se limitó a asentir con la cabeza, todavía ceñuda, y a Shalon se le erizó el cabello. Cuando Harine no echaba una bronca era porque se proponía hacer algo peor.

Cadsuane cruzó directamente la plaza y, atravesando las puertas abiertas de la Cámara de las Consiliarias, pasó a un gran espacio de techo alto que parecía ser un establo interior. Una docena de hombres con chaquetas azules, agachados en cuclillas junto a sillas de mano que tenían una espada y una mano doradas pintadas en las puertas, alzaron la mirada sorprendidos al verlos entrar a caballo. Igual hicieron los hombres de chalecos azules que estaban quitando los arreos a un tiro de un carruaje, éste también con el emblema de la espada y la mano, y los que barrían el suelo con enormes escobones. Otros dos mozos de cuadra conducían caballos por un ancho corredor del que llegaba olor a heno y estiércol.

Un hombre de mediana edad, orondo y con mejillas tersas, se acercó presuroso a la par que hacía leves reverencias con la cabeza y se frotaba las manos. Mientras que los otros hombres llevaban el largo cabello atado en la nuca, el suyo iba sujeto con un pequeño prendedor de plata, y su chaqueta azul parecía de un paño de buena calidad, con un bordado dorado de la Espada y la Mano de mayor tamaño en la parte izquierda de la pechera.

—Perdonad —dijo con una sonrisa untuosa—, no es mi intención ofenderos, pero me temo que os habéis equivocado de lugar. Ésta es la Cámara de las Consiliarias, y…

—Dile a la Primera Consiliaria Barsalla que Cadsuane Melaidhrin ha venido para verla —le interrumpió Cadsuane mientras desmontaba.

La sonrisa del orondo hombre se tornó mueca y sus ojos se abrieron de par en par.

—¿Cadsuane Melaidhrin? ¡Creía que habíais…! —Enmudeció ante la dura mirada de la mujer; luego tosió cubriéndose la boca con la mano y recobró la sonrisa empalagosa—. Perdonadme, Cadsuane Sedai. ¿Me permitís que os conduzca a vos y a vuestros compañeros a la sala de espera, donde se os atenderá mientras mando aviso a la Primera Consiliaria? —Sus ojos se desorbitaron un poco al reparar en dichos compañeros. Obviamente reconocía a las Aes Sedai, al menos al verlas en grupo. Shalon y Harine lo hicieron parpadear, pero sabía controlarse bien para ser un confinado en tierra; no se quedó boquiabierto.

—Te permito que corras a informar a Aleis que estoy aquí lo más deprisa que tus piernas puedan llevarte, muchacho —replicó Cadsuane al tiempo que se desabrochaba la capa y la echaba sobre la silla de montar—. Dile que estaré en la cúpula, y también que no dispongo de todo el día. ¿Y bien? ¿A qué esperas? ¡Vamos!

Esta vez la sonrisa del hombre no sólo se desdibujó, sino que se volvió forzada, pero el tipo sólo vaciló un instante antes de salir a todo correr a la par que llamaba a voces a los mozos de cuadra para que se ocupasen de los caballos. Sin embargo, Cadsuane se había olvidado de él no bien acabó de impartirle órdenes.

—Verin, Kumira, vosotras vendréis conmigo —anunció sucintamente—. Merise, ocúpate de que todos sigan juntos y preparados hasta que yo… Alanna, vuelve aquí y desmonta. ¡Alanna!

De mala gana, Alanna hizo volver a su montura de las puertas y desmontó, su gesto entre furioso y mohíno. Ihvon, su delgado Guardián, la observaba con ansiedad. Cadsuane suspiró como si estuviera a punto de acabársele la paciencia.

—Siéntate encima de ella si es necesario para que no se mueva de aquí, Merise —dijo y entregó las riendas de su caballo a un mozo de cuadra pequeño y nervudo—. Quiero a todo el mundo preparado para marcharnos cuando haya acabado de hablar con Aleis. —Merise asintió y Cadsuane se volvió hacia el mozo de cuadra—. Sólo necesita un poco de agua —instruyó mientras le daba al animal una palmada afectuosa—. Hoy no ha hecho mucho ejercicio.

Shalon se sintió más que contenta de dejar su montura en manos de un mozo de cuadra, sin darle instrucciones. Le daba igual si mataba al animal. Ignoraba cuánta distancia había cabalgado envuelta en una bruma, pero se sentía como si hubiese pasado subida en aquella silla cada uno de los cientos de leguas que hubiera desde Cairhien; tenía la ropa arrugada y el cuerpo machacado. De pronto cayó en la cuenta de que la bonita cara de Jahar no se encontraba entre las de los otros hombres. Tomás, el Guardián de Verin, un tipo fornido y canoso, tan duro como los otros, sujetaba por las riendas el pinto gris que había montado Jahar. ¿Dónde se había metido el joven? Desde luego a Merise no parecía preocuparla su ausencia.

—Esa Primera Consiliaria, ¿es una mujer importante aquí, Sarene? —gruñó Harine, permitiendo que Moad la ayudara a desmontar. El Marino había bajado de un salto, ágilmente.

—Podría decirse que es la dirigente de Far Madding, aunque las otras Consiliarias la llaman primera entre iguales, sea lo que sea lo que eso signifique. —Entregó las riendas de su montura a un mozo de cuadra; el aspecto de Sarene era casi perfecto, nada de ropas arrugadas. Quizás antes se hubiese sentido inquieta por ese ter’angreal que privaba de la Fuente, pero ahora toda ella era fría indiferencia, como una talla de hielo. El mozo se tropezó con sus propios pies al verle la cara—. Antaño, la Primera Consiliaria aconsejaba a las reinas de Maredo, pero desde la… disolución del reino la mayoría de las Primeras Consiliarias se han considerado a sí mismas las lógicas herederas de los dirigentes de Maredo.

Shalon sabía que sus conocimientos sobre la historia de los confinados en tierra eran tan imprecisos como sus conocimientos de geografía de tierra adentro, pero nunca había oído mencionar una nación llamada Maredo. No obstante, para Harine fue suficiente. Si esa Primera Consiliaria era quien mandaba allí, la Señora de las Olas del clan Shodein debía conocerla. Era lo mínimo que requería la dignidad de Harine, que caminó, renqueante aunque decidida, hacia Cadsuane.

—Oh, sí —dijo la insufrible Aes Sedai antes de que Harine hubiese tenido ocasión de abrir la boca—. Tú vendrás conmigo también. Y tu hermana, aunque no tu Maestro de Espadas. Un hombre en la cúpula sería un escándalo, pero uno con una espada haría que a las Consiliarias les diese un síncope. ¿Tenías alguna pregunta que hacer, Señora de las Olas? —murmuró Cadsuane.

Shalon gimió. Aquello no iba a mejorar precisamente el mal genio de su hermana. Cadsuane las condujo a lo largo de anchos pasillos de baldosas azules, adornados con tapices y alumbrados por lámparas de pie doradas, de relucientes espejos, en donde sirvientes de azul las miraban sin salir de su sorpresa primero y después ofrecían a su paso las precipitadas reverencias de los confinados en tierra. Las llevó por largos tramos de escaleras de piedra blanca que colgaban sin soportes excepto cuando tocaban una pálida pared, cosa que no siempre hacían. Cadsuane se deslizaba como un cisne, pero a tal velocidad que las doloridas piernas de Shalon empezaron a arderle. El semblante de Harine semejaba una máscara de madera que ocultaba su esfuerzo para subir peldaños casi al trote. Hasta Kumira parecía un tanto sorprendida, si bien no daba la impresión de que para ella fuera un esfuerzo mantener el vivo paso marcado por Cadsuane. La pequeña y regordeta Verin subía junto a Cadsuane, y de vez en cuando volvía la cabeza para sonreír a Harine y a Shalon. A veces Shalon pensaba que odiaba a Verin, pero no había desdén ni sorna en aquellas sonrisas, sino ánimo.

Cadsuane las condujo por un último tramo de escaleras de caracol, encastrada entre paredes, y de repente se encontraron en una balconada con una intrincada barandilla de metal dorado que recorría toda la circunferencia… Por un instante Shalon se quedó boquiabierta. Sobre ella se alzaba una cúpula azul de treinta metros o más de altura. Nada la sostenía salvo la propia estructura. De hecho, su ignorancia de los confinados en tierra se extendía a la arquitectura, además de la geografía y la historia —y las Aes Sedai—, y su desconocimiento sobre las gentes de tierra firme era casi absoluto, a excepción de los cairhieninos. Sabía cómo hacer los planos para un surcador y supervisar su construcción, pero no tenía la más mínima idea de cómo construir algo así.

Grandes arcos bordeados con piedra blanca, semejantes a los de las puertas por las que habían entrado, conducían a unas escaleras en otros tres puntos de la larga balconada circular, pero se encontraban solas y eso pareció complacer a Cadsuane, si bien la única señal que dio de ello fue un gesto de asentimiento para sí misma.

—Kumira, muestra a la Señora de las Olas y a su hermana el guardián de Far Madding. —Su voz levantó débiles ecos en la vasta cúpula. Hizo un aparte con Verin a cierta distancia y las dos acercaron las cabezas. No hubo ecos de sus susurros.

—Debéis disculparlas —dijo Kumira a Harine y a Shalon en voz queda, que a pesar de todo produjo una leve resonancia, ya que no exactamente un eco—. Luz, pero esto debe de resultar extraño incluso para Cadsuane. —Se pasó los dedos por el corto cabello castaño y sacudió la cabeza para volver a colocarlo en su sitio—. A las Consiliarias rara vez les hace gracia ver Aes Sedai, en especial a hermanas nacidas aquí. Creo que les gustaría fingir que el Poder no existe. Bien, su historia les da razones para ello, y durante los últimos dos mil años han dispuesto de medios para apoyar su pretensión. En cualquier caso, Cadsuane es Cadsuane, y ella rara vez ve una cabeza hinchada sin que decida desinflarla, aun cuando esa cabeza lleve una corona. O la diadema de una Consiliaria. Su última visita fue hace más de veinte años, durante la Guerra de Aiel, pero sospecho que algunos que la recuerden desearán esconderse debajo la cama cuando sepan que ha regresado. —Kumira soltó una corta y divertida risa. Shalon no veía nada de gracioso en aquello, y Harine esbozó una mueca forzada, aunque el gesto hizo que pareciera que tenía dolor de tripa.

«¿Queréis ver el… guardián? —continuó—». Un nombre tan bueno como cualquier otro, supongo. No hay mucho que ver. —Se acercó cuidadosamente a la barandilla dorada y se asomó como si temiera caerse, pero sus azules ojos habían vuelto a ser penetrantes—. Daría cualquier cosa por estudiarlo, pero es imposible, naturalmente. Quién sabe qué más podría hacer aparte de lo que ya sabemos. —En su voz había un timbre mezcla de sobrecogimiento y pesar.

A Shalon no le daban miedo los sitios altos, y se pegó contra la trabajada barandilla de metal, al lado de la Aes Sedai, deseando ver esa cosa que le había arrebatado la Fuente. Al cabo de un momento, Harine se reunió con ellas. Para sorpresa de Shalon, la caída que inquietaba a Kumira no superaba los seis metros hasta llegar a un suelo de baldosas azules y blancas que creaban un laberinto intrincado, centrado en una especie de óvalo rojo bordeado en amarillo. Debajo de la balconada había tres mujeres de blanco, sentadas en banquetas distribuidas de forma equidistante en el perímetro, justo contra la pared de la cúpula y al lado de sendos discos de casi dos metros de diámetro. Estos discos, encastrados en el suelo, parecían de cristal opaco y llevaban embutida una larga y fina cuña de cristal diáfano que apuntaba hacia el centro de la cámara. Unas abrazaderas metálicas cubiertas de marcas como un compás rodeaban los discos opacos, y entre las marcas de mayor tamaño había otras más pequeñas. Shalon no estaba segura, pero la abrazadera más próxima a ella parecía tener números grabados. Eso era todo. Nada de figuras monstruosas. Había imaginado algo inmenso y negro que absorbía la luz. Apretó las manos sobre la barandilla para evitar que le temblaran, y tensó las rodillas para que la sostuvieran. Fuera lo que fuera lo que había allí abajo, había robado la Luz.

El susurro de unos pasos anunció la llegada de más personas a la balconada por el mismo arco que habían cruzado ellas; eran unas doce mujeres sonrientes, con el cabello recogido en alto y ataviadas con ondeantes sobrevestes de seda de color azul encima de los vestidos, y ricamente bordadas en oro y tan largas por detrás que arrastraban por el suelo. Esas gentes sabían cómo poner de manifiesto el rango. Todas lucían un gran colgante en forma ovalada, rojo y engastado en oro, que pendía de una cadena de gruesos eslabones dorados; la misma forma ovalada aparecía en el centro de las estrechas diademas de oro. En una de las mujeres, eran rubíes los que formaban el símbolo ovalado, no simple esmalte, y los zafiros y piedras de la luna casi ocultaban el círculo dorado que le ceñía la frente; también llevaba un pesado sello de oro en el índice de la mano derecha. Era alta y majestuosa, con el negro cabello recogido en un gran moño alto, surcado con muchas hebras grises, si bien no había una sola arruga en su cara. Las demás eran altas o bajas, gruesas o delgadas, bonitas o poco agraciadas, ninguna joven y todas con un aire de autoridad, pero la primera mujer destacaba y no sólo por las gemas. Sus grandes ojos oscuros rebosaban compasión y sabiduría, y de ella irradiaba un aire de mando, no simple autoridad. Shalon no necesitaba que le dijeran que ella era la Primera Consiliaria, pero en cualquier caso la mujer lo anunció.

—Soy Aleis Barsalla, Primera Consiliaria de Far Madding. —Su voz meliflua, de timbre profundo para una mujer, parecía hacer una proclamación y esperar vítores; resonó en la cúpula creando una especie de aclamación—. Far Madding da la bienvenida a Harine din Togara Dos Vientos, Señora de las Olas del clan Shodein y embajadora extraordinaria de la Señora de los Barcos de los Atha’an Miere. Que la Luz os ilumine y os procure prosperidad. Vuestra llegada alegra todos los corazones de esta ciudad. Me complace la oportunidad de saber más sobre los Atha’an Miere, pero debéis encontraros cansada de los rigores de vuestro viaje. Se os han preparado aposentos en mi palacio. Cuando hayáis comido y descansado, podremos hablar; para provecho mutuo, si así lo quiere la Luz. —Las otras extendieron las faldas e hicieron una medio reverencia.

Harine inclinó levemente la cabeza; en su sonrisa había un atisbo de satisfacción. Aquí, al menos, había quienes le demostraban el debido respeto. Y seguramente ello contribuía a que no mirasen boquiabiertas sus joyas y las de Shalon.

—Al parecer, los mensajeros de las puertas son tan rápidos como siempre, Aleis —dijo Cadsuane—. ¿No hay bienvenida para mí?

La sonrisa de Aleis se desdibujó un instante; algunas de las otras se borraron por completo mientras Cadsuane se adelantaba para situarse junto a Harine, y las que se mantuvieron se notaba que eran forzadas. Una mujer bonita, de talante serio, llegó incluso a fruncir el ceño.

—Os agradecemos que nos hayáis traído a la Señora de las Olas, Cadsuane Sedai. —El tono de la Primera Consiliaria no parecía sonar particularmente agradecido. La mujer se irguió al máximo y miró fijamente al frente, por encima de la cabeza de Cadsuane, en lugar de mirarla a ella—. No me cabe duda de que podemos encontrar algún modo de hacer patente la profundidad de nuestro agradecimiento antes de que partáis.

No habría podido hacer más obvia su invitación para que se retirara, pero la Aes Sedai sonrió a la mujer más alta que ella. No era una sonrisa desagradable exactamente, pero tampoco era divertida ni por asomo.

—Puede que pase tiempo antes de que me marche, Aleis. Te agradezco la oferta de alojamiento y la acepto. Siempre es preferible un palacio en Las Cumbres que incluso la mejor posada.

Los ojos de la Primera Consiliaria se abrieron con sobresalto y después se estrecharon en un gesto de determinación.

—Cadsuane debe estar a mi lado —intervino Harine, que se las ingenió para que la voz no le sonase demasiado estrangulada, antes de que Aleis pudiese decir nada—. Donde ella no es bien recibida, tampoco lo soy yo. —Eso era parte del acuerdo que se había visto forzada a aceptar si querían acompañar a Cadsuane. Entre otras cosas, debían ir a donde la Aes Sedai dijese hasta que se reunieran con el Coramoor, e incluirla en cualquier invitación que recibieran. Esto último había parecido algo poco importante en su momento, sobre todo comparado con lo demás, pero obviamente la mujer sabía de antemano el recibimiento que tendría allí.

—No hay por qué desalentarse, Aleis. —Cadsuane se inclinó hacia la Primera Consiliaria en actitud confidencial, pero no bajó el tono de voz. Los ecos en la cúpula magnificaron sus palabras—. Estoy segura de que ya no tienes malos hábitos que deba corregirte.

El semblante de la mujer alta se tornó carmesí, y a su espalda surgieron ceños especulativos en las otras Consiliarias. Algunas la observaban como si la viesen con otros ojos. ¿Cómo alcanzarían un rango y cómo lo perderían? Aparte de Aleis, eran doce, sin duda una coincidencia, pero las Primeras Doce entre las Navegantes de un clan elegían a la Señora de las Olas, por lo general una de ellas mismas, al igual que las Primeras Doce de las Señoras de las Olas elegían a la Señora de los Barcos. Ésa era la razón de que Harine hubiese aceptado las palabras de la extraña chica, porque era una de las Doce Primeras. Eso y el hecho de que dos Aes Sedai afirmaran que la chica tenía verdaderas visiones. Una Señora de las Olas o incluso una Señora de los Barcos podía ser depuesta, aunque sólo por causas específicas, como por ejemplo una incompetencia crasa o perder la cabeza, y el fallo de las Doce Primeras debía ser unánime. Los confinados en tierra parecían hacer las cosas de manera distinta, y a menudo descuidadamente. El odio y a la vez una expresión de acoso asomaba a los ojos de Aleis, fijos en Cadsuane. Quizá percibía doce pares de ojos clavados en su espalda. Las otras Consiliarias la tenían puesta en la balanza. Mas, si Cadsuane había decidido injerirse en la política de este lugar, ¿por qué motivo lo había hecho? ¿Y por qué de un modo tan directo?

—Un hombre acaba de encauzar —dijo repentinamente Verin. No se había unido a las demás y se asomaba a la barandilla, a diez pasos de distancia del grupo. La cúpula llevó su voz hasta ellas—. ¿Habéis tenido muchos hombres encauzando últimamente, Primera Consiliaria?

Shalon miró abajo y parpadeó. Las cuñas antes transparentes estaban negras ahora y, en lugar de apuntar hacia el corazón de la cámara, de algún modo se habían vuelto más o menos hacia la misma dirección. Una de las mujeres que había abajo se había puesto de pie para examinar a qué punto de la abrazadera marcada señalaba la fina cuña negra, y las otras dos mujeres corrían ya hacia una puerta rematada en arco. De repente Shalon comprendió, pues la triangulación era un tema sencillo para cualquier Detectora de Vientos: en alguna parte, tras aquella puerta, había un mapa, y a no tardar se marcaría en él la posición desde la que el hombre había encauzado.

—Sería rojo para una mujer, no negro —aclaró Kumira casi en un susurro. Todavía seguía algo apartada de la barandilla, pero se agarraba a ella con las dos manos y se asomaba para observar lo que ocurría abajo—. Da la alarma, localiza y defiende. ¿Y qué más? Las mujeres que lo crearon habrían querido algo más, quizá necesitaban algo más. Ignorar ese más podría ser increíblemente peligroso. —Pese a sus palabras, su tono no sonaba asustado, sino excitado.

—Un Asha’man, espero —comentó sosegadamente Aleis, que apartó la mirada de Cadsuane—. No pueden causarnos problemas. Son libres de entrar en la ciudad, siempre y cuando obedezcan la ley. —Por tranquila que estuviese ella, algunas de las mujeres que tenía detrás soltaron una risita ahogada, como habrían hecho unas grumetes nuevas que se encontraran por primera vez entre los confinados en tierra—. Disculpadme, Aes Sedai. Far Madding os da la bienvenida. Me temo que no sé vuestro nombre, sin embargo.

Verin seguía contemplando el suelo de la cúpula; Shalon se asomó de nuevo por la barandilla y parpadeó mientras las finas cuñas negras… cambiaban. En cierto momento eran negras y señalaban al norte, y al siguiente volvían a ser transparentes y apuntaban de nuevo hacia el centro del laberinto. No se giraron; simplemente eran una cosa y después otra.

—Podéis llamarme Eadwina —contestó Verin, y Shalon dio un respingo de sorpresa, si bien Kumira ni siquiera parpadeó—. ¿Tenéis en cuenta la historia, Primera Consiliaria? —continuó Verin sin alzar la vista—. El asedio de Guaire Amalasan a Far Madding duró sólo tres semanas. Un asunto violentamente salvaje al final.

—Dudo que quieran oír hablar de él —intervino secamente Cadsuane.

En realidad, por alguna razón, más de una de las Consiliarias parecía sentirse incómoda. ¿Quién, en nombre de la Luz, era ese tal Guaire Amalasan? El nombre le sonaba vagamente familiar a Shalon, si bien no conseguía situarlo. Algún conquistador confinado en tierra, obviamente. Aleis dirigió una mirada a Cadsuane y apretó la boca.

—La historia señala a Guaire Amalasan como un notorio general, Eadwina Sedai —replicó—, quizás el segundo mejor, sólo por detrás del propio Artur Hawkwing. ¿Por qué lo sacáis a colación?

Shalon nunca había visto a ninguna de las Aes Sedai que viajaban con Cadsuane pasar por alto su más mínima advertencia ni dejar de acatarla con igual rapidez con que obedecían sus órdenes, pero Verin no hizo el menor caso esta vez. Ni levantó la vista.

—Sólo pensaba que no podía utilizar el Poder, y aun así aplastó a Far Madding como una ciruela pasada. —La pequeña y regordeta Aes Sedai hizo una pausa como si se le acabase de ocurrir algo—. ¿Sabéis? El Dragón Renacido tiene ejércitos en Illian y Tear, así como en Andor y Cairhien. Por no mencionar muchas decenas de miles de Aiel. Muy fieros, esos Aiel. Me asombra que podáis estar tan confiadas teniendo una avanzadilla de sus Asha’man aquí.

—Creo que ya las has asustado bastante —dijo firmemente Cadsuane.

Por fin Verin dio la espalda a la barandilla dorada; tenía muy abiertos los ojos y recordaba una rechoncha ave costera sobresaltada por algo. Sus regordetas manos incluso se agitaron como alas.

—Oh, no era mi intención… Oh, no. Yo diría que el Dragón Renacido ya os habría atacado si fuera ése su propósito. No; sospecho que los seanchan… ¿Habéis oído hablar de ellos? Lo que cuentan que esa gente ha hecho en Altara y más hacia el oeste resulta realmente espantoso. Al parecer barren todo a su paso. Creo que, de algún modo, ellos son más importantes en los planes del Dragón Renacido que tomar Far Madding. A menos que hagáis algo para encolerizarlo, por supuesto, o molestéis a sus seguidores. Pero no me cabe duda de que sois demasiado inteligentes para caer en tal error. —Su actitud no podía ser más inocente.

Se produjo un movimiento inquieto entre las Consiliarias, igual que las ondas creadas por pequeños peces en la superficie del mar cuando una escorpina nadaba por debajo de ellos. Cadsuane suspiró; obviamente se le estaba acabando la paciencia.

—Si quieres seguir hablando del Dragón Renacido, Eadwina, lo harás sin mí. Quiero lavarme la cara y tomar un té caliente.

La Primera Consiliaria dio un respingo como si se hubiera olvidado de la existencia de Cadsuane, por increíble que tal cosa pudiese parecer.

—Sí. Sí, por supuesto. Cumere, Narvais, ¿hacéis el favor de escoltar a la Señora de las Olas y a Cadsuane Sedai a… mi palacio y de ocuparos de que se instalen cómodamente? —Aquella mínima vacilación fue la única señal que demostró de su desagrado por tener albergada a Cadsuane en sus dominios—. Me gustaría conversar un poco más con Eadwina Sedai, si a ella le parece bien.

Seguida de la mayoría de las Consiliarias, Aleis se deslizó balconada adelante. Verin pareció repentinamente alarmada e insegura cuando llegaron junto a ella y la condujeron entre el grupo. Shalon no dio crédito a esa sorpresa o inquietud, como tampoco se lo había dado a la supuesta inocencia de antes. Creyó saber ahora dónde se encontraba Jahar, aunque ignoraba la razón de aquello.

Las dos mujeres que Aleis había nombrado —la bonita que había mirado ceñuda a Cadsuane y una mujer delgada y canosa— tomaron al pie de la letra, como una orden, la petición de la Primera Consiliaria, cosa que quizás era así. Extendieron los ropajes mientras hacían esas medio reverencias y pedían a Harine si era tan amable de acompañarlas y manifestaban su placer por escoltarla. Harine las escuchó con un gesto agrio. Podían derramar cestos de pétalos de rosas a su paso si querían, pero la Primera Consiliaria la había dejado al cuidado de sus inferiores. Shalon se preguntó si habría algún modo de evitar a su hermana hasta que su mal humor se hubiese aplacado.

Cadsuane no siguió con la mirada la marcha de Verin con Aleis —no abiertamente—, pero sus labios se curvaron en un atisbo de sonrisa cuando desaparecieron por el siguiente arco que había a lo largo de la balconada.

—Cumere y Narvais —dijo de repente—. Cumere Powys y Narvais Maslin, ¿verdad? He oído algunas cosas sobre vosotras. —Aquello atrajo la atención de las dos mujeres hacia ella—. Existen pautas que cualquier Consiliaria debe cumplir —continuó en tono firme mientras las cogía por una manga y las hacía darse media vuelta hacia la escalera, una a cada lado de ella. Las mujeres se lo permitieron al tiempo que intercambiaban miradas preocupadas; aparentemente, se habían olvidado por completo de Harine. Ya en el umbral, Cadsuane hizo un alto para mirar atrás, pero no a Harine ni a Shalon—. Kumira… ¡Kumira!

La otra Aes Sedai dio un respingo y, tras echar una última ojeada por encima de la barandilla, se apartó de allí para ir en pos de Cadsuane, lo que dejó a Harine y a Shalon sin otra opción que seguirla también o quedarse y averiguar por sí mismas el camino de la salida. Shalon la siguió a buen paso, y Harine no le anduvo muy a la zaga. Todavía agarrando a las Consiliarias, Cadsuane descendió la curva escalera mientras hablaba en voz baja. Con Kumira entre ella y las tres mujeres, Shalon no alcanzó a escuchar nada. Cumere y Narvais intentaban hablar, pero Cadsuane no dejaba que pronunciasen más que unas pocas palabras antes de interrumpirlas y empezar ella otra vez. Parecía tranquila, indiferente, en tanto que las otras dos empezaron a tener un aire de ansiedad. ¿Qué se traería entre manos Cadsuane?

—¿Te afecta este lugar? —preguntó Harine de repente.

—Tanto como si hubiese perdido la vista. —Shalon se estremeció ante la verdad que albergaba su respuesta—. Estoy asustada, Señora de las Olas, pero si la Luz quiere puedo controlar ese miedo. —Luz, esperaba ser capaz. Lo necesitaba desesperadamente.

Harine asintió sin quitar su mirada ceñuda de las mujeres que iban delante bajando la escalera.

—Ignoro si el palacio de Aleis tiene una bañera lo bastante grande para que nos bañemos juntas, y dudo que sepan cómo endulzar el vino con miel, pero encontraremos algo. —Apartó los ojos de Cadsuane y de las otras y rozó torpemente el brazo de Shalon—. Tenía miedo de la oscuridad cuando era pequeña, y tú nunca me dejabas sola hasta que el miedo se me pasaba. Tampoco yo te dejaré sola, Shalon.

Shalon dio un traspié y estuvo a punto de caer rodando por los escalones. Harine no solía utilizar su nombre excepto en privado desde que había recibido su primer nombramiento como Navegante; y no se había mostrado tan amistosa en privado incluso desde mucho antes.

—Gracias —contestó, y añadió con un esfuerzo—: Harine.

Su hermana le palmeó el brazo y sonrió. Harine no tenía costumbre de sonreír, pero el gesto denotaba afecto. Empero, no había rastro de ese sentimiento en la ojeada que dirigió hacia las mujeres que caminaban delante.

—Quizá pueda realmente alcanzar un acuerdo aquí. Cadsuane ya ha hecho que cambien el lastre, de manera que navegan escoradas. Tienes que intentar descubrir por qué, Shalon, cuando estés con ella. Me gustaría colgar los colmillos de Aleis en un cordón por su desfachatez al marcharse sin decir nada, pero no a expensas de permitir que Cadsuane meta al Coramoor en algún problema aquí. Debes descubrirlo, Shalon.

—Creo que quizá Cadsuane se injiere en todo del mismo modo que los demás respiramos —contestó Shalon con un suspiro—, pero lo intentaré, Harine. Haré todo lo posible.

—Siempre lo has hecho, hermana. Siempre lo harás. Necesito que sea así.

Shalon volvió a suspirar. Era demasiado pronto para poner a prueba la profundidad del recién descubierto afecto de su hermana. La confesión conllevaría o no la absolución, y ella no soportaría la pérdida de su matrimonio y de su rango de un mismo golpe. Por primera vez desde que Verin le expuso los términos de Cadsuane para guardar su secreto, Shalon empezó a considerar la posibilidad de confesar su falta.

25

Vínculos

Rand se encontraba sentado en la cama de su habitación en La Cabeza de la Consiliaria, con las piernas dobladas y la espalda contra la pared, tocando la flauta engastada en plata que Thom Merrilin le había dado hacía tanto tiempo. Hacía una era. La habitación, con paneles de madera tallados y ventanas que se asomaban al mercado de Nethwin, era mejor que la de La Corona de Maredo. Las almohadas estaban rellenas de plumas, la cama tenía un dosel bordado y cortinas, y en el espejo de encima del lavabo no había una sola burbuja. La repisa de la chimenea de piedra llevaba incluso una sencilla talla. Era una habitación adecuada para un próspero mercader forastero. Se alegraba de haber llevado consigo suficiente oro cuando partió de Cairhien; había perdido esa costumbre. Al Dragón Renacido se le había proporcionado todo. Aun así, podría haberse pagado alguna cama con la flauta. La canción se llamaba Lamento por la larga noche, y nunca la había oído en su vida; pero Lews Therin sí. Pasaba igual que con la habilidad al dibujar. Rand pensaba que eso debería asustarlo o irritarlo, pero simplemente se limitó a tocar allí sentado mientras Lews Therin sollozaba.

—Luz, Rand —rezongó Min—, ¿es que vas a quedarte ahí sentado, soplando esa cosa? —Sus faldas se mecían a medida que caminaba de un lado a otro del cuarto, sobre la alfombra floreada. El vínculo con ella, Elayne y Aviendha era una sensación como ninguna otra que hubiese conocido ni querría conocer. Respiraba, y estaba vinculado con ellas; lo uno era tan natural como lo otro—. Si dice algo equivocado donde puedan oírla, si ya lo ha dicho… ¡No permitiré que nadie te arrastre a una celda para entregarte a Elaida!

Nunca había sentido el vínculo de Alanna así. No es que hubiese cambiado, pero desde aquel día en Caemlyn ese vínculo había sido como una creciente intrusión, como la mirada de alguien ajeno a su intimidad, como una china dentro de la bota.

—¿Es que tienes que tocar eso? —siguió Min—. Me dan ganas de llorar y al mismo tiempo me pone la carne de gallina. ¡Si esa mujer te pone en peligro…! —Sacó uno de los cuchillos del sitio secreto en una de las mangas anchas y lo hizo girar entre los dedos.

Rand apartó la flauta de sus labios y miró a la joven en silencio. Min enrojeció y, con un repentino gruñido, arrojó el cuchillo, que se clavó, cimbreante, en la puerta.

—Está allí —dijo él, utilizando la flauta para señalar. Inconscientemente movió el instrumento musical, siguiendo exactamente la posición de Alanna—. Vendrá pronto. —La Aes Sedai se encontraba en Far Madding desde el día anterior, y Rand no entendía por qué había esperado hasta ese momento. Alanna era una maraña de emociones dentro de su cabeza: nerviosa y precavida, preocupada y decidida, y, por encima de todo, furiosa. Una furia apenas contenida—. Si prefieres no estar aquí, puedes esperar en… —Min hizo un gesto de negación. En su cabeza, justo al lado del cúmulo de sensaciones que era Alanna, se encontraba ella. También en ella bullía la preocupación y la rabia, pero el amor brillaba a través como un faro cada vez que lo miraba y a menudo cuando ni siquiera lo hacía. También asomaba el miedo, aunque intentaba ocultar eso. Rand se llevó la flauta de nuevo a los labios y empezó a tocar El buhonero borracho; ésa era lo bastante alegre para animar a los muertos. Lews Therin le gruñó.

Min lo observó, cruzada de brazos, y después se dio un brusco tirón del vestido, ajustándoselo a las caderas. Con un suspiro, Rand bajó la flauta y esperó. Cuando una mujer se ajustaba el vestido sin ninguna razón aparente, era igual que cuando un hombre apretaba las correas de su armadura y comprobaba la cincha de la silla de montar; es decir, que esa mujer se proponía lanzar un ataque, y si uno corría acababa matándolo como un perro. La determinación era tan fuerte en Min ahora como en Alanna, astros gemelos irradiando abrasadores en el fondo de su cerebro.

—No hablaré más de Alanna hasta que llegue aquí —manifestó la joven con firmeza, como si hubiese sido él el que insistiera en hacerlo. Su voz mostraba determinación y también miedo, mucho más intenso que antes, constantemente aplastado y constantemente surgiendo de nuevo.

—Vaya, por supuesto, esposa, si ése es tu deseo —contestó mientras inclinaba la cabeza según la costumbre de Far Madding. Ella resopló sonoramente.

—Rand, me gusta Alivia. De verdad, aunque tenga a Nynaeve con los nervios de punta. —Con el puño plantado en la cadera, Min se echó hacia adelante y apuntó el índice en dirección a la nariz de Rand—. Pero va a matarte. —Pronunció las palabras como si las mordiera.

—Dijiste que iba a ayudarme a morir —repuso él quedamente—. Ésas fueron tus palabras. —¿Qué sentiría al morir? Tristeza por dejarla, por dejar a Elayne y a Aviendha. Tristeza por el dolor que les causaría. Le gustaría volver a ver a su padre antes del final. Aparte de esas cosas, casi pensaba que la muerte sería un alivio.

«Si la muerte es un alivio —dijo fervientemente Lews Therin—. Yo deseo la muerte. ¡Merecemos morir!»

—Ayudarme a morir no es lo mismo que matarme —continuó Rand. Ahora era un experto haciendo caso omiso de la voz—. A menos que hayas cambiado de opinión respecto a lo que viste.

Min alzó las manos en un gesto exasperado.

—Vi lo que vi y es lo que te dije, pero así me trague la Fosa de la Perdición si veo alguna diferencia. ¡Y no entiendo por qué crees que la hay!

—Antes o después, Min, tengo que morir —dijo pacientemente. Se lo habían contado aquellos a quienes tenía que creer. «Para vivir, debes morir». A eso todavía no le encontraba sentido, pero dejaba patente un hecho, frío y duro: exactamente como las Profecías del Dragón parecían manifestar, él tenía que morir—. No pronto, espero. Planeo que no sea así. Lo lamento, Min. Nunca debí permitir que me vinculaseis. —Pero no había sido lo bastante fuerte para negarse, como tampoco lo había sido para apartarla de su lado. Era demasiado débil para hacer lo que debía hacerse. Tenía que beber el invierno, empaparse de invierno hasta que el corazón del invierno pareciese la tarde del Día Solar comparado con él.

—Si no hubieses accedido, te habríamos atado y lo habríamos hecho de todos modos.

Rand decidió que era mejor no preguntar en qué se habrían diferenciado entonces de Alanna. Evidentemente, ella sí veía una diferencia. Min se puso de rodillas en la cama y le asió la cara con las manos.

—Escúchame, Rand al’Thor. No permitiré que mueras. Y, si lo consigues sólo por llevarme la contraria, iré en pos de ti y te traeré de vuelta. —De repente él sintió dentro de su mente una gruesa veta de hilaridad que se filtraba a través de la seriedad, y la voz de Min asumió un tono de fingida severidad—. Y después te haré volver aquí, a vivir en Far Madding. Te obligaré a dejarte crecer el cabello hasta la cintura y te lo recogeré con un pasador de piedras de luna.

Rand le sonrió. Todavía conseguía hacerlo sonreír.

—No sabía que hubiese un destino peor que la muerte, pero ése encaja bien.

Alguien llamó a la puerta, y Min se quedó paralizada. En una muda pregunta articuló en silencio el nombre de Alanna. Rand asintió y, para su sorpresa, Min lo empujó sobre las almohadas y se echó encima de su pecho. Se retorció hacia un lado y alzó la cabeza, y Rand comprendió que intentaba verse en el espejo del lavabo. Finalmente encontró una posición que le gustaba, tendida a medias sobre él, con una mano tras su nuca y la otra junto a su propia cara, encima de su pecho.

—Adelante —contestó.

Cadsuane entró en la habitación y se detuvo para mirar ceñuda el cuchillo clavado en la puerta. Con el vestido de fino paño verde y una capa forrada en piel, sujeta por el broche de plata al cuello, habría pasado por una mercader próspera o una banquera, aunque los pájaros y las flores, las estrellas y las lunas doradas que colgaban del moño canoso en lo alto de su cabeza habrían resultado ostentosos en cualquiera de los dos casos. No llevaba el anillo de la Gran Serpiente, de modo que daba la impresión de que hacía cierto esfuerzo para no llamar la atención.

—¿Habéis estado discutiendo, pequeños? —preguntó suavemente.

Rand casi pudo sentir a Lews Therin quedarse inmóvil, como un felino de montaña agazapado en las sombras; era casi tan cauteloso con esa mujer como él. Sonrojada, Min se incorporó precipitadamente y se alisó el vestido con gesto furioso.

—¡Dijiste que era ella! —dijo en tono acusador, justo en el momento en que Alanna entraba. Cadsuane cerró la puerta.

Alanna miró una vez a Min y se desentendió de ella para enfocar toda su atención en Rand. Sin quitar los oscuros ojos de él, se despojó de la capa y la echó sobre una de las sillas. Sus manos reposaron sobre la falda gris oscura, y asieron los pliegues con fuerza. Tampoco ella llevaba el anillo de Aes Sedai. Desde el instante en que sus ojos se posaron en Rand, éste percibió gozo a través del vínculo. Todo lo demás continuaba allí —el nerviosismo, la furia—, ¡pero jamás esperó que la mujer sintiese alegría! Sin cambiar de postura, tendido en la cama, cogió la flauta y jugueteó con ella.

—¿Debo sorprenderme de veros, Cadsuane? Aparecéis de repente cuando no quiero veros demasiado a menudo para mi gusto. ¿Quién os enseñó a Viajar? —Tenía que tratarse de eso. En cierto momento Alanna había sido una vaga percepción al borde del pensamiento, y al siguiente surgía a la vida con plena fuerza dentro de su cabeza. Al principio había pensado que era ella la que había aprendido a Viajar de algún modo, pero al ver a Cadsuane comprendió su error.

Alanna apretó los labios, e incluso Min pareció desaprobar sus palabras. Las emociones que fluían de una saltaban y resbalaban a lo largo del vínculo de Guardián, y en la otra ahora sólo había rabia mezclada con deleite. ¿Por qué sentía alegría Alanna?

—Todavía con menos modales que una cabra, por lo que veo —comentó secamente Cadsuane—. Chico, no creo necesitar tu permiso para visitar el lugar de mi nacimiento. En cuanto a Viajar, no es asunto tuyo dónde o cuándo he aprendido nada. —Se desabrochó la capa, guardó el pasador en el cinturón, a mano, y dobló la prenda sobre un brazo como si realizar aquello adecuadamente fuese mucho más importante que él. En su voz sonó un timbre de irritación—. Me has enjaretado un montón de compañeros de viaje, sea de un modo u otro. Alanna estaba tan desesperada por verte de nuevo que sólo un corazón de piedra se habría negado a traerla, y Sorilea dijo que algunas de las otras que te juraron lealtad no servirían para nada a menos que se les permitiese acompañar a Alanna, así que he acabado trayendo también a Nesune, Sarene, Erian, Beldeine y Elza. Por no mencionar a Harine, además de su hermana, esa Detectora de Vientos suya. No sabía si desmayarse, gritar o morder a alguien cuando se enteró de que Alanna salía a la calle para encontrarte. Y están esos tres amigos tuyos de chaqueta negra. Ignoro hasta qué punto tendrán ganas de verte, pero también se encuentran aquí. En fin, ahora que te hemos localizado, puedo mandarte a las mujeres de los Marinos y a las hermanas y dejar que te ocupes de ellas.

Rand se incorporó de un brinco, mascullando un juramento.

—¡No! ¡Mantenedlas lejos de mí!

—Te he advertido anteriormente respecto a tu lenguaje —adujo Cadsuane, que estrechó los ojos—. No volveré a advertírtelo. —Lo miró ceñuda un instante más y después asintió, como si pensara que él había aprendido bien la lección—. Veamos, ¿qué te hace pensar que puedes decirme lo que debo hacer, chico?

Rand entabló una batalla consigo mismo. No podía impartir órdenes allí. Y nunca había sido capaz de ordenar nada a Cadsuane en ningún sitio. Min afirmaba que necesitaba a esa mujer, que ella le enseñaría algo que debía aprender; pero, si acaso, aquello sólo conseguía que se sintiese más inquieto con ella.

—Quiero acabar los asuntos que me han traído aquí y marcharme sin meter jaleo —respondió al cabo—. Si se lo decís, al menos aseguraos de que entienden que no puedo permitirme el lujo de dejar que se acerquen a mí. No hasta que esté preparado para marcharme. —La mujer enarcó una ceja, esperando, y Rand inhaló hondo. ¿Por qué tenía que ponerle siempre las cosas tan difíciles?—. Apreciaría mucho que no le dijeseis a ninguno dónde me encuentro. —De mala gana, muy a regañadientes, añadió—: Por favor.

Min soltó el aire como si hubiese estado conteniendo la respiración.

—Bien —dijo Cadsuane al cabo de un momento—. Puedes comportarte con buenos modales cuando te lo propones, aun cuando lo hagas con un gesto como si tuvieses dolor de muelas. Supongo que puedo guardarte el secreto, de momento. Ni siquiera todos ellos saben que te encuentras en la ciudad. Ah, sí. Debería decirte que Merise ha vinculado a Narishma, Corele a Damer y el joven Hopwil es de Daigian.

Expuso aquello como si fuera una información sin importancia que se le hubiese pasado por alto. Rand soltó una palabrota, esta vez en voz alta, no entre dientes, y Cadsuane le asestó tal bofetón que por poco no le desencaja la mandíbula y que hizo que aparecieran puntos negros ante sus ojos. Una de las mujeres soltó una exclamación ahogada.

—Te lo dije —adujo plácidamente Cadsuane—. No más advertencias.

Min dio un paso hacia él, pero Rand sacudió levemente la cabeza. Aquello lo ayudó a aclarar los puntitos oscuros de su vista. Deseaba frotarse la mandíbula, pero mantuvo las manos a los costados. Tuvo que esforzarse para aflojar los dedos que sujetaban la flauta. En cuanto a Cadsuane, era como si lo de la bofetada no hubiese ocurrido en ningún momento.

—¿Por qué accedieron Flinn y los otros a que los vinculasen? —demandó Rand.

—Pregúntales cuando los veas —repuso ella—. Min, supongo que Alanna desea estar sola con él un rato. —Se volvió hacia la puerta sin esperar respuesta de la joven y añadió—: Alanna, te espero abajo, en la Sala de Mujeres. No tardes. Quiero regresar a Las Cumbres. Min…

La muchacha lanzó una mirada furibunda a Alanna, otra a Rand, y después levantó las manos y fue en pos de Cadsuane mascullando algo entre dientes. Cerró de un portazo al salir.

—Me gustas más con el pelo de tu color. —Alanna se cruzó de brazos y lo observó atentamente. La rabia y la alegría luchaban entre sí a través del vínculo—. Había esperado que encontrándome más cerca de ti sería mejor, pero sigues siendo como una piedra en mi cabeza. Aun estando ahí de pie, casi no puedo saber si estás molesto o no. Con todo, estar aquí es mejor. Me desagrada permanecer separada de un Guardián tanto tiempo.

Rand hizo caso omiso de ella y del júbilo que fluía a lo largo del vínculo.

—No preguntó por qué he venido a Far Madding —dijo en voz queda, con la mirada prendida en la puerta como si pudiese ver a Cadsuane a través de la hoja de madera. Sin duda tenía que estar preguntándose el porqué—. Le dijiste que me encontraba aquí, Alanna. Tuviste que ser tú. ¿Qué ha ocurrido con tu juramento?

La mujer respiró profundamente, y transcurrieron unos segundos antes de que contestara.

—No sé si a Cadsuane le importas un pimiento —espetó—. Mantengo ese juramento lo mejor que puedo, pero tú lo haces muy difícil. —Su voz empezó a endurecerse, y la ira fluyó con más ímpetu por el vínculo—. Debo lealtad a un hombre que se marcha y me deja atrás. Díme de qué forma se supone que he de servirte. Y, lo más importante, ¿qué has hecho? —Cruzó el trecho que los separaba y alzó la vista hacia él; la rabia ardía en sus ojos. Él la superaba en más de treinta centímetros, pero la mujer no pareció notarlo—. Hiciste algo, lo sé. ¡Estuve inconsciente durante tres días! ¿Qué hiciste?

—Decidí que, si tenía que estar vinculado, podía estarlo también por alguien a quien le dijera que podía hacerlo. —Tuvo que andar listo para agarrarle la mano antes de que ésta se estrellara en su mejilla—. He recibido suficientes bofetadas para un día.

Alanna lo miraba furiosa, enseñando los dientes como si fuera a arrancarle un trozo de garganta de un mordisco. Ahora el vínculo transmitía rabia e indignación, destilaba dagas.

—¿Dejaste que otra te vinculara? —gruñó—. ¡Cómo osaste! ¡Sea quien sea, la llevaré ante la justicia! ¡Haré que la azoten! ¡Eres mío!

—Porque tú me tomaste, Alanna —contestó fríamente—. Si lo supiesen otras hermanas, sería a ti a la que azotarían. —Min le había dicho en una ocasión que podía confiar en Alanna, que había visto a la Verde y a otras cuatro hermanas «en su mano». Confiaba en ella, hasta cierto punto, pero aun así también él estaba en la mano de Alanna, y no quería estarlo—. Libérame, y negaré que ocurrió. —Ignoraba que podía hacerse hasta que Lan le habló de Myrelle y de él—. Libérame y te eximiré de tu juramento.

La ardiente ira que fluía por el vínculo perdió intensidad sin desaparecer del todo, pero el rostro de la mujer recobró la calma y su voz sonó sosegada.

—Me estás haciendo daño en la muñeca.

Rand lo sabía. Podía sentir el dolor a través del vínculo. La soltó, y ella se dio masajes en la muñeca de una manera exagerada, más de lo que era necesario para el daño que se percibía. Todavía frotándose la zona magullada, se sentó en una silla y cruzó una pierna sobre otra. Parecía pensativa.

—He pensado librarme de ti —dijo finalmente—. He soñado con ello. —Soltó una risa corta y desganada—. Incluso pedí a Cadsuane que me dejase pasarle el vínculo a ella, hecho que indica lo desesperada que estaba. Si existe alguien capaz de manejarte, es Cadsuane. Pero ella se negó. La encolerizó que se lo pidiera sin preguntártelo, pero, aun en el caso de que hubieses estado de acuerdo, no lo quería. —Extendió las manos—. Así que eres mío. —Su semblante no cambió, pero el júbilo irradió de nuevo por el vínculo—. Te tomara como te tomase, eres mi Guardián, y tengo una responsabilidad. Eso tiene tanto peso en mí como el juramento que presté de obedecerte. El mismo peso. Así que no te liberaré a menos que sepa que esa mujer puede manejarte apropiadamente. ¿Quién te vinculó? Si está capacitada, dejaré que te tenga.

La mera posibilidad de que Cadsuane pudiese haber recibido su vínculo hizo que le corrieran escalofríos por la columna. Alanna nunca había sido capaz de controlarlo con el vínculo, y Rand no creía que ninguna hermana pudiera, pero jamás correría el riesgo con esa mujer. ¡Luz!

—¿Qué te hace pensar que no le importo a Cadsuane? —preguntó a su vez en lugar de responder a Alanna. Ni que pudiese confiar en ella ni que no, nadie sabría aquello si él podía evitarlo. Lo que Elayne, Min y Aviendha habían hecho podría estar permitido por la ley de la Torre, pero tenían algo peor que temer que el castigo de otras Aes Sedai si se descubría que estaban ligadas a él de ese modo. Se sentó en el borde de la cama y jugueteó con la flauta—. ¿Sólo porque rehusó mi vínculo? Quizá no se tome tan a la ligera como tú las consecuencias. Acudió a mí en Cairhien, y se quedó allí más tiempo de lo que podría justificar cualquier otra razón que no fuese yo. ¿De verdad se supone que tengo que creer que ha venido a visitar a unos amigos cuando casualmente me encuentro yo aquí? Te trajo a Far Madding para que me encontrases.

—Rand, quería saber dónde estabas todos los días —respondió Alana como quitándole importancia—, pero dudo que haya un pastor en Seleisin que no se pregunte dónde estás. El mundo entero quiere saberlo. Yo sabía que te encontrabas al sur, lejos, y que no te habías movido desde hacía días. Nada más. Cuando me enteré de que ella y Verin venían aquí, tuve que suplicarle, ¡de rodillas!, que me dejara acompañarla. Pero ni siquiera yo tenía la seguridad de que estarías aquí hasta que salí del acceso en las colinas desde las que se divisa la ciudad. Antes de eso, creía que habríamos de Viajar hasta mitad de camino de Tear para encontrarte. Cadsuane me enseñó a Viajar cuando vinimos aquí, así que no creas que podrás evitarme tan fácilmente de ahora en adelante.

¿Que Cadsuane le había enseñado a Viajar? Bueno, eso seguía sin aclarar quién le había enseñado a Cadsuane. Tampoco es que importara.

—¿Y Damer y los otros dos consintieron que los vinculasen? ¿O esas hermanas hicieron con ellos lo mismo que hiciste tú conmigo?

Un tenue rubor asomó a las mejillas de la mujer, pero cuando habló su voz sonó firme.

—Oí a Merise preguntarle a Jahar. Le costó dos días decidirse, y, que yo viera, ella nunca lo presionó en ese tiempo. No puedo hablar por las otras, pero, como dice Cadsuane, siempre puedes preguntarles a ellos. Rand, tienes que entenderlo, esos hombres tenían miedo de regresar a esa «Torre Negra» tuya. —Sus labios se torcieron en una mueca al pronunciar el nombre—. Temían que les echaran la culpa del ataque contra ti, y sabían que si se limitaban a huir se los perseguiría como desertores. Tengo entendido que ése es tu reglamento, ¿no? ¿A qué otro sitio podían ir, salvo con las Aes Sedai? Y fue una acertada decisión que lo hicieran. —Sonrió como si acabase de recordar algo maravilloso, y su voz se tornó excitada—. ¡Rand, Damer ha descubierto un modo de Curar la neutralización! Luz, me es imposible pronunciar esa palabra sin que se me paralice la lengua. Curó a Irgain, a Ronaille y a Sashalle. También ellas han prestado el juramento de fidelidad, como todas las demás.

—¿Qué quieres decir con «todas las demás»?

—Me refiero a todas las hermanas que retenían los Aiel. Incluso las Rojas. —A su voz asomó un tono de incredulidad al decir esto último, y con toda razón, pero la incredulidad dio paso a la intensidad mientras descruzaba las piernas y se echaba hacia adelante en la silla, con los ojos prendidos en los de él—. Todas han prestado el juramento y han aceptado el castigo que impusiste a Nesune y a las otras, las primeras cinco que juraron. Cadsuane no se fía de ellas. No les permitió que trajeran a ninguno de sus Guardianes. Admito que al principio albergué dudas, pero creo que sí puedes confiar en ellas. Prestaron el juramento, y sabes lo que eso significa para una hermana. No podemos romper un juramento, Rand. Es imposible.

Incluso las Rojas. Se había sorprendido cuando las primeras cinco cautivas le juraron lealtad. Elaida las había enviado para secuestrarlo y lo habían hecho. Había estado convencido de que su condición de ta’veren había sido la causa de que se sometieran a esa promesa, pero el efecto ta’veren meramente alteraba el azar, hacía que sucediera algo que, sin esa influencia, sólo ocurriría una vez entre un millón. Resultaba difícil creer que hubiera alguna circunstancia en que una Roja pudiera prestar juramento a un hombre que encauzaba.

—Nos necesitas, Rand. —La mujer se levantó de la silla como si quisiera pasear por la habitación, pero en cambio se quedó inmóvil, observándolo sin pestañear. Sus manos alisaron la falda en un gesto inconsciente—. Necesitas el apoyo de las Aes Sedai. Sin él, tendrás que conquistar todas las naciones, una por una, y no lo has hecho muy bien hasta el momento. Quizá te parezca que la rebelión en Cairhien ha terminado, pero el nombramiento de Dobraine como tu administrador no ha gustado a todo el mundo. Cabe la posibilidad de que muchos se unan a Toram Riatin si éste vuelve a aparecer. El Gran Señor Darlin se ha acomodado en la Ciudadela, según hemos sabido, tras el anuncio de que es tu administrador en Tear, pero los rebeldes no han salido de Haddon Mirk para darle su apoyo. En cuando a Andor, Elayne Trakand puede que diga que te apoyará una vez que haya ocupado el trono, pero se las ha ingeniado para sacar a tus soldados de Caemlyn, y me pondré campanas para ir a la Llaga si permite que se queden en Andor cuando tenga éxito en ocupar el trono. Las hermanas podemos ayudarte. Elayne nos hará caso. Los rebeldes de Cairhien y de Tear también nos lo harán. La Torre Blanca se ha encargado de poner fin a guerras y rebeliones durante tres mil años. Puede que no te guste el tratado que Rafela y Merana negociaron con Harine, pero lograron todo lo que pedías. ¡Luz, hombre, déjanos ayudarte!

Rand asintió lentamente con la cabeza. El que las Aes Sedai le prestasen juramento de fidelidad le había parecido un simple modo de impresionar a la gente con su poder. El miedo de que pudieran manipularlo para sus propios fines lo había cegado a todo lo demás. No le gustó admitir aquello. Había sido un necio.

«Un hombre que confía en todos es un necio —manifestó Lews Therin—, y el que no confía en nadie también lo es. Si vivimos lo suficiente, todos acabamos siéndolo». Esa reflexión casi hizo que pareciese cuerdo.

—Regresa a Cairhien —dijo Rand—. Diles a Rafela y Merana que quiero que se pongan en contacto con los rebeldes en Haddon Mirk. Y que los acompañen Bera y Kiruna. —Eran las cuatro hermanas, además de Alanna, de las que Min había dicho que podía fiarse. ¿Qué había dicho respecto a las otras cinco que Cadsuane había traído con ella? Que cada cual le serviría a su estilo. Eso no era suficiente; aún no—. Quiero que Darlin Sisnera sea mi administrador y que sigan vigentes las leyes que hice. Todo lo demás pueden negociarlo siempre y cuando ello ponga fin a la rebelión. Después… ¿Qué ocurre?

La expresión de Alanna se había vuelto desanimada, y la mujer volvió a sentarse en la silla.

—Es sólo que acabo de hacer todo el camino hasta aquí y me mandas de vuelta otra vez. Supongo que es lo mejor, estando esa chica —musitó—. No tienes idea de lo que he pasado en Cairhien, cubriendo el vínculo lo suficiente para evitar que lo que estabais haciendo vosotros dos me mantuviese despierta toda la noche. Eso es mucho más difícil que aislarlo totalmente, pero me desagrada perder el contacto con mis Guardianes por completo. Sólo que regresar a Cairhien será casi igual de malo.

Rand se aclaró la garganta.

—Es lo que quiero que hagas. —Ya se había dado cuenta de que las mujeres hablaban sobre ciertas cosas de un modo mucho más abierto que los hombres, pero todavía le resultaba chocante cuando lo hacían. Esperaba que Elayne y Aviendha aislaran el vínculo cuando hacía el amor con Min. Cuando los dos estaban en la cama, para él no existía nadie más, igual que le había pasado con Elayne. Desde luego, no quería hablar de ello con Alanna—. Quizás haya terminado aquí para cuando tú acabes en Cairhien. Si no es así, puedes… puedes volver. Pero tendrás que mantenerte apartada de mí hasta que te diga lo contrario. —Aun con esa restricción, el gozo reapareció de nuevo en el vínculo.

—No vas a decirme quién te vinculó, ¿verdad? —preguntó, a lo que Rand contestó sacudiendo la cabeza, y ella suspiró—. Será mejor que me marche. —Se puso de pie, recogió la capa y se la echó sobre un brazo—. Cadsuane estará impaciente, como poco. Sorilea le advirtió que nos cuidase como una gallina a sus polluelos, y lo hace. A su modo. —Ya en la puerta se paró para hacer otra pregunta—. ¿Por qué has venido aquí, Rand? Quizás a Cadsuane no le importe, pero a mí sí. Te guardaré el secreto, si quieres. Nunca he sido capaz de pasar más que unos cuantos días en un stedding. ¿Que razón puede haber para que te quedes voluntariamente en este sitio, donde ni siquiera percibes la Fuente?

—Quizás esa carencia no sea una sensación tan mala para mí —mintió. Comprendió que podía contárselo; confiaba en que guardaría el secreto. No obstante, ella lo veía como su Guardián, y era una Verde. Ninguna explicación conseguiría que lo dejara afrontar el problema solo, pero en Far Madding tenía tan pocas posibilidades de defenderlo como Min, quizá menos—. Anda, vete, Alanna. Ya he perdido bastante tiempo.

Cuando la mujer se hubo marchado, se acomodó de nuevo en la cama, sentado y con la espalda apoyada en la pared, y toqueteó la flauta, aunque en lugar de tocar se puso a pensar. Min había dicho que necesitaba a Cadsuane, pero ésta no tenía interés en él, salvo como una curiosidad. Una curiosidad impertinente. Tenía que conseguir interesarla de algún modo, pero, en nombre de la Luz, ¿cómo hacerlo?

No sin dificultad, Verin salió por la puerta de la silla de manos al patio del palacio de Aleis. Su constitución no era la adecuada para encajar en esos trastos, pero eran el medio más rápido de desplazarse por Far Madding. Los carruajes siempre se quedaban atascados en la multitud, antes o después, y no podían llegar a ciertos sitios a los que ella quería ir. El húmedo viento del lago se estaba volviendo más frío a medida que la tarde avanzaba hacia el ocaso, pero dejó que las ráfagas agitaran su capa mientras sacaba dos céntimos de plata de su monedero y se los entregaba a los porteadores. Se suponía que no debería darles nada, ya que eran chicos de Aleis, pero Eadwina no lo habría sabido. Tampoco ellos deberían haberlo aceptado, pero la plata desapareció en sus bolsillos en un abrir y cerrar de ojos, y el más joven de los dos, un tipo guapo en plena madurez, llegó incluso a hacerle una florida reverencia antes de cargar con la silla y salir trotando hacia el establo, una estructura baja que había en una esquina del muro del fondo. Verin suspiró. Un chico en plena madurez. No había tenido que estar de vuelta en Far Madding mucho tiempo para empezar a pensar como si nunca se hubiese ido de allí. Tenía que ser cautelosa con eso; podría resultar peligroso, y no poco si Aleis o las otras descubrían su engaño. Sospechaba que la orden de exilio de Verin Mathwin seguía en vigor. Far Madding guardaba silencio cuando una Aes Sedai cometía un delito, pero las Consiliarias no tenían razón para temer a las Aes Sedai, y, por sus propias razones, la Torre guardaba silencio a su vez en esas contadas ocasiones en las que a una hermana se le aplicaba la pena de flagelación impuesta por la justicia. Verin no tenía la menor intención de ser la última razón de que la Torre guardase silencio.

Ni que decir tiene que el palacio de Aleis no tenía punto de comparación con el Palacio del Sol o el Palacio Real de Andor o cualquiera de los palacios desde los que gobernaban reyes y reinas. Era una propiedad personal de Aleis, no una residencia adscrita a su cargo de Primera Consiliaria. Otras construcciones, más grandes y más pequeñas, se alzaban a ambos lados, todas rodeadas por un alto muro excepto en el extremo donde Las Cumbres, el único punto en toda la isla que se asemejaba a una colina, se precipitaba al agua por un acantilado vertical. Aun así, tampoco era una mansión pequeña. Las mujeres de la familia Barsalla habían estado metidas en tratos comerciales y en política desde que la ciudad se llamaba todavía Fel Moreina. Corredores con altas columnatas rodeaban el palacio Barsalla en los dos pisos, y el edificio cuadrado de mármol ocupaba casi todo el terreno vallado por el muro.

Encontró a Cadsuane en una sala de estar desde la que se habría disfrutado de una buena vista del lago si las cortinas no hubiesen estado echadas para conservar el calor del fuego en la ancha chimenea de mármol. Cadsuane se encontraba sentada, con su cesto de labor sobre una pequeña mesa taraceada que había junto a su silla, bordando sosegadamente en el bastidor. No estaba sola. Verin dobló su capa, la dejó en el respaldo de una silla, y ocupó otra, esperando.

Elza apenas le dirigió una mirada de pasada. La Verde, de semblante aplacible por lo general, se hallaba de pie en la alfombra, delante de Cadsuane, con aire muy irritado, las mejillas encendidas y los ojos echando lumbre. Elza siempre era consciente de cuál era su puesto respecto a las demás hermanas; el hecho de que hiciese caso omiso de Verin y, más aún, que se enfrentase a Cadsuane ponía de manifiesto que debía de haber perdido los estribos.

—¿Cómo pudiste dejarla marchar? —demandó a Cadsuane—. ¿Cómo vamos a encontrarlo sin ella?

Ah, vaya, de eso se trataba. La cabeza de Cadsuane siguió inclinada sobre el bastidor, y la aguja continuó dando puntadas pequeñas.

—Puedes esperar hasta que regrese —respondió la mujer, sosegada.

—¿Cómo puedes mostrarte tan indiferente? —exclamó Elza, que apretó los puños junto a los costados—. ¡Es el Dragón Renacido! ¡Este lugar podría ser una trampa mortal para él! ¡Tienes que…! —Cuando Cadsuane levantó un dedo, cerró la boca con tanta brusquedad que sonaron sus dientes. Fue todo lo que hizo la otra mujer, pero tratándose de ella era más que suficiente.

—He soportado tu diatriba más de la cuenta, Elza. Puedes irte. ¡Ya!

Elza vaciló, pero en realidad no tenía opción. Su rostro seguía encendido cuando hizo una reverencia, asiendo la larga falda verde oscuro con los puños crispados, y, si bien abandonó la sala de estar con aire ofendido, también era cierto que lo hizo sin demora. Cadsuane soltó el bastidor sobre su regazo y se recostó en la silla.

—¿Querrías prepararme un poco de té, Verin?

A despecho de sí misma, Verin dio un respingo. La otra hermana ni siquiera había mirado en su dirección.

—Por supuesto, Cadsuane. —En una de las mesas auxiliares había una tetera de plata profusamente tallada, sobre una base de cuatro patas. Por suerte, todavía estaba caliente—. ¿Fue juicioso dejar que Alanna se marchara? —preguntó.

—Difícilmente podía impedírselo sin revelar al chico que hay algo más, ¿no te parece? —fue la seca respuesta.

Sin apresurarse, Verin inclinó la tetera para verter la infusión en una fina taza de porcelana azul. No era de los Marinos, pero sí de buena calidad.

—¿Tienes idea del motivo por el que vino a Far Madding, nada menos? Casi me tragué la lengua cuando se me ocurrió que la razón de que hubiese dejado de dar saltos de un sitio para otro era porque se encontraba aquí. Si se trata de algo peligroso, quizá deberíamos impedírselo.

—Verin, puede hacer todo lo que desee su corazón, cualquier cosa, siempre y cuando siga vivo para llegar al Tarmon Gai’don. Y siempre y cuando yo pueda estar a su lado el tiempo suficiente para enseñarle a reír y a llorar otra vez. —Cerró los ojos, se frotó las sienes con las puntas de los dedos y suspiró—. Se está volviendo de piedra, Verin. Y, si no aprende otra vez que es humano, ganar la Última Batalla puede que no sea mucho mejor que perderla. La joven Min le ha dicho que me necesita; logré sonsacárselo sin que ella se diera cuenta, sin levantar sus sospechas. Pero debo esperar a que él acuda a mí. Ya has visto cómo pisotea a Alanna y a las otras. Será muy difícil enseñarle aun en el caso de que lo pida. Se resiste a que lo guíen, cree que debe hacerlo todo él, aprenderlo todo por sí mismo, y, si no hago que se esfuerce para lograrlo, no aprenderá nada. —Sus manos reposaron sobre el bastidor—. Parece que esta noche me siento inclinada a hacer confidencias, lo que es poco habitual en mí. Si acabas de servir el té de una vez, es posible que te haga alguna más.

—Oh, sí, por supuesto. —Verin llenó apresuradamente una segunda taza y volvió a guardar en su escarcela el pequeño frasquito, sin abrir. Resultaba agradable estar segura de Cadsuane finalmente—. ¿Lo tomas con miel? —preguntó con su tono de voz más aturullado—. Nunca consigo acordarme.

26

Expectación

Caminando junto a Egwene a través del prado marchito de Campo de Emond, Elayne se entristeció al ver los cambios. Egwene parecía conmocionada. Cuando había aparecido en el Tel’aran’rhiod le colgaba una larga trenza por la espalda, llevaba un sencillo vestido de paño, nada menos, y bajo el repulgo del vestido asomaban unos zapatos fuertes. Elayne suponía que era la clase de atuendo que había llevado su amiga cuando vivía en Dos Ríos. Ahora su oscuro cabello le llegaba a los hombros, recogido por una pequeña cofia de encaje fino, y sus ropas eran tan delicadas como las de Elayne, de un color azul intenso, con bordados de plata en el corpiño, en el alto cuello y en los bordes de la falda y de las mangas. Unos escarpines de terciopelo, trabajados con plata, habían sustituido a los zapatos de grueso cuero. Elayne necesitaba mantener enfocada la concentración para que su traje de montar, de seda verde, no sufriera cambios, quizás a un estilo que la avergonzaría, pero en el caso de su amiga los cambios operados, sin lugar a dudas, eran un acto deliberado.

Esperaba que Rand todavía amase Campo de Emond, pero había dejado de ser el pueblo donde él y Egwene habían crecido. No había gente en el Mundo de los Sueños, aunque obviamente se había convertido en una villa de considerable tamaño, y próspera, ya que casi una casa de cada tres estaba construida de piedra bien labrada, alguna de tres pisos, y había más con el techo de tejas de todos los colores del arco iris que con techumbre de paja. Algunas calles estaban pavimentadas con adoquines bien encajados, nuevos y sin desgastar todavía, e incluso había una gruesa muralla de piedra rodeando la población, con torres y puertas reforzadas con hierro que no habrían desentonado en una ciudad de las Tierras Fronterizas. Al otro lado de la muralla se veían molinos harineros y aserraderos, una fundición y grandes talleres para tejedores, tanto de paños como de alfombras, y en el interior había tiendas de carpinteros, alfareros, costureras, cuchilleros, plateros y orfebres, y muchos de sus productos eran tan finos como los que podían verse en Caemlyn, aunque algunos de los estilos parecían proceder de Arad Doman o Tarabon.

El aire era fresco, pero no frío, y no había señal de nieve en el suelo, al menos de momento. Aquí el sol se encontraba en su cenit, aunque Elayne confiaba en que todavía fuese de noche en el mundo de vigilia. Deseaba disfrutar de un sueño real, descansado, antes de tener que afrontar lo que trajera la mañana. Siempre se sentía cansada en los últimos días; había tanto que hacer y eran tan pocas las horas… Había tenido que acudir a Campo de Emond porque no parecía probable que un espía pudiera encontrarlas allí, pero Egwene se había entretenido observando los cambios habidos en el lugar de su nacimiento. Y Elayne tenía sus propias razones, aparte de Rand, para desear echar un vistazo a la villa. El problema —uno de ellos— era que en el mundo de vigilia podía transcurrir una hora mientras uno pasaba cinco o diez en el Mundo de los Sueños, pero también podía ocurrir al contrario. Cabía la posibilidad de que en Caemlyn ya se hubiese hecho de día.

Egwene se paró al borde del prado y volvió la vista hacia el ancho puente de piedra que trazaba un arco sobre el rápido y caudaloso arroyo procedente de un manantial, el cual brotaba de un afloramiento rocoso con la fuerza suficiente para derribar a un hombre. Un macizo pilar de mármol, todo él cubierto con nombres cincelados, se alzaba en el centro del prado, así como dos altas astas de bandera con bases de piedra.

—Un monumento a una batalla —murmuró—. ¿Quién habría imaginado algo así en Campo de Emond? Aunque Moraine dijo que una vez se disputó una gran batalla en este lugar, durante la Guerra de los Trollocs, cuando sucumbió Manetheren.

—Aparecía en la historia que estudié —contestó quedamente Elayne, que tenía prendida la vista en las vacías astas de bandera. Vacías de momento. Allí no podía sentir a Rand. Oh, sí, todavía permanecía dentro de su cabeza al igual que Birgitte, un núcleo, prieto como una piedra, de emociones y sensaciones físicas que resultaban más difíciles de interpretar ahora que él se encontraba lejos; sin embargo, en el Tel’aran’rhiod no sabía en qué dirección se encontraba. Echaba en falta ese conocimiento, por pequeño que fuera. Lo echaba de menos a él.

En lo alto de las astas aparecieron estandartes que duraron justo el tiempo suficiente para ondear perezosamente una vez. El tiempo suficiente para ver en uno un águila roja volando sobre un campo azul. No un águila cualquiera, no: el Águila Roja. En cierta ocasión, mientras visitaba el lugar con Nynaeve en el Tel’aran’rhiod, le había parecido atisbarla, pero decidió que debía de haberse equivocado. Maese Norry había empezado a sacarla de su error. Amaba a Rand; pero, si alguien del lugar donde había crecido estaba intentando levantar a Manetheren de su antigua tumba, tendría que tomar cartas en el asunto por mucho que le doliese a él. Aquel estandarte y aquel nombre todavía tenían suficiente poder para representar una amenaza para Andor.

—Había oído hablar de los cambios a Bode Cauthon y a las otras novicias del lugar —continuó Egwene, que miraba con la frente arrugada las casas que rodeaban el prado—, pero no imaginaba algo así. —Casi todas las viviendas eran de piedra. Una pequeña posada seguía aún junto a los grandes cimientos de otro edificio mucho más grande, con un enorme roble alzándose en medio, pero lo que parecía ser una posada muchas veces mayor estaba casi terminada al otro lado de los cimientos, con un gran cartel, en el que se leía «Los Arqueros», ya colgado sobre la puerta—. Me pregunto si mi padre seguirá siendo el alcalde. ¿Estarán bien mi madre y mis hermanas?

—Sé que mañana pones en marcha el ejército —dijo Elayne—, si es que no es ya mañana, pero a buen seguro podrías encontrar unas pocas horas para visitar este lugar una vez que llegues a Tar Valon. —Viajar hacía las cosas tan fáciles… Puede que ella misma enviase a alguien a Campo de Emond; si sabía en quién confiar para esa misión. O si pudiese prescindir de cualquiera de las personas de su confianza. Egwene sacudió la cabeza.

—Elayne, he tenido que ordenar que se azote a mujeres con las que he crecido porque no creen que sea la Sede Amyrlin o, si lo creen, porque piensan que pueden romper las reglas porque me conocen. —De repente una estola de siete colores apareció sobre sus hombros. Cuando reparó en ella, hizo una mueca y la prenda desapareció—. No me creo capaz de afrontar Campo de Emond como la Amyrlin —dijo tristemente—. Todavía no. —Se sacudió y su voz cobró firmeza—. La Rueda gira, Elayne, y todo cambia. He de acostumbrarme a ello. Me acostumbraré. —Al hablar así recordaba mucho a Siuan Sanche. La Siuan Sanche de Tar Valon, antes de que todo cambiase. Con estola o sin ella, Egwene actuaba como la Amyrlin—. ¿Estás segura de que no quieres que te envíe algunos de los soldados de Gareth Bryne? Los suficientes para que te ayuden a asegurar Caemlyn, al menos.

De repente se vieron rodeadas de una brillante capa de nieve que les llegaba a las rodillas. Un reluciente manto cubría los tejados, como tras una intensa nevada. Ésta no era la primera vez que tal cosa había ocurrido, y se limitaron a rehusar que el frío repentino las afectase, en lugar de imaginar capas y ropas más gruesas.

—Nadie va a atacarme antes de primavera —contestó Elayne. Los ejércitos no se movían en invierno, a menos que contasen con la ventaja de Viajar, como el de Egwene. La nieve lo empantanaba todo y, cuando se derretía, entonces era el barro el que ocasionaba problemas. Esas gentes de la Tierras Fronterizas a buen seguro habían iniciado su viaje hacia el sur pensando que el invierno no llegaría ese año—. Además, necesitarás a todos los hombres cuando llegues a Tar Valon.

Como era de esperar, Egwene asintió con la cabeza sin insistir más en su oferta. Incluso con el intenso reclutamiento llevado a cabo durante el último mes, Gareth Bryne no contaba todavía ni con la mitad de los soldados que le había dicho que necesitaría para tomar Tar Valon. Según Egwene, el hombre estaba dispuesto a iniciar la campaña con lo que tenía, pero obviamente el asunto la preocupaba.

—Tengo que tomar decisiones muy difíciles, Elayne. La Rueda gira según sus designios, pero sigo siendo yo la que tiene que decidir.

Siguiendo un impulso, Elayne se abrió paso por la nieve y rodeó a Egwene con sus brazos para estrecharla fuertemente. Es decir, empezó a abrirse paso entre la nieve, porque mientras abrazaba a su amiga la nieve desapareció, sin dejar siquiera una mancha húmeda en sus vestidos. Las dos se cimbrearon como si estuviesen bailando y faltó poco para que cayesen al suelo.

—Sé que tomarás la decisión correcta —manifestó Elayne, riendo a despecho de sí misma.

—Eso espero —repuso seriamente Egwene, que no se unió a su risa—, porque, decida lo que decida, habrá gente que morirá por ello. —Dio unas palmaditas en el brazo a Elayne—. En fin, tú conoces bien ese tipo de decisiones, ¿no es cierto? Y las dos necesitamos volver a nuestras camas. —Vaciló un instante antes de proseguir—. Elayne, si Rand se reúne de nuevo contigo, debes contarme lo que te diga, y si lo que hable te da cualquier indicio de lo que se propone hacer o adónde se propone ir.

—Te contaré todo lo que pueda, Egwene. —Elayne sintió una punzada de culpabilidad. Le había dicho todo, o casi todo, pero no que había vinculado a Rand con Min, Aviendha y ella. La ley de la Torre no prohibía lo que habían hecho. Un cuidadoso interrogatorio a Vandene había dejado muy claro eso, pero lo que no estaba tan claro era si se permitiría. Aun así, se repitió lo que le había oído decir a un mercenario arafelino reclutado por Birgitte: «Lo que no está prohibido está permitido». Casi sonaba como uno de los refranes de Lini, aunque dudaba que su niñera hubiese sido jamás tan permisiva—. Estás preocupada por él, Egwene. Más de lo habitual, quiero decir. Lo noto. ¿Por qué?

—Tengo razones para estarlo, Elayne. Los informadores nos hacen llegar rumores muy inquietantes. Sólo rumores, espero, pero si no lo son… —Ahora sí que su porte era de Sede Amyrlin, una esbelta y joven mujer que parecía fuerte como el acero y alta como una montaña. La determinación llenaba sus oscuros ojos y ponía un gesto firme en su mandíbula—. Sé que lo amas. Yo también lo quiero, pero no estoy intentando sanar a la Torre Blanca para que él pueda encadenar a las Aes Sedai como damane. Que duermas bien y tengas sueños placenteros, Elayne. Los sueños placenteros son más valiosos de lo que la gente imagina. —Y sin más desapareció, de vuelta al mundo de la vigilia.

Por un instante, Elayne se quedó mirando el espacio ocupado antes por Egwene. ¿A qué se había referido? ¡Rand jamás haría algo así! ¡Aunque sólo fuese por amor a ella, no lo haría! Tanteó aquel núcleo duro como una roca que sentía en el fondo de su mente. Encontrándose él tan lejos, las vetas de oro brillaban sólo en el recuerdo. Por supuesto que no haría eso. Inquieta, salió del sueño, de vuelta a su cuerpo dormido.

Necesitaba descansar, pero no bien había regresado a su cuerpo cuando la luz del sol cayó sobre sus párpados. ¿Qué hora era? Tenía acordadas citas a las que acudir, deberes que cumplir. Quería dormir meses enteros; se debatió contra el deber, pero éste se impuso. Le esperaba un día duro, repleto de ocupaciones. Todos los días pasaba lo mismo. Abrió los ojos de golpe; los sentía irritados, como si los tuviese llenos de arena, como si no hubiese dormido nada en absoluto. Por la luz que se colaba por las ventanas, el amanecer hacía rato que había quedado atrás. Podía quedarse tumbada allí, simplemente. El deber. Aviendha rebulló en sueños, y Elayne le dio un fuerte codazo en las costillas. Si ella tenía que despertarse, entonces Aviendha no iba a quedarse holgazaneando.

Aviendha despertó sobresaltada y alargó la mano hacia el cuchillo que había en la mesita auxiliar, al lado de la cama; pero, antes de que su mano llegase a tocar la oscura empuñadura de asta, apartó los dedos.

—Algo me despertó —murmuró—. Creía que había un Shaido… ¡Eh, mira el sol! ¿Por qué me has dejado dormir tanto? —demandó mientras bajaba precipitadamente de la cama—. Sólo porque tenga permiso para quedarme contigo no… —Sus palabras quedaron amortiguadas brevemente al sacarse de un tirón el camisón arrugado por la cabeza—… significa que Monaelle no vaya a azotarme si cree que estoy siendo perezosa. ¿Es que piensas pasarte tumbada ahí todo el día?

Con un gemido, Elayne salió de la cama. Essande ya esperaba a la puerta del vestidor; nunca despertaba a Elayne a menos que ésta se acordara de dar la orden la noche anterior. La joven se rindió a los casi silenciosos cuidados de la mujer de cabello blanco en tanto que Aviendha se vestía y compensaba el mutismo de la sirvienta con una sarta de comentarios risueños acerca de que una debía de sentirse como un bebé al tener a alguien que la vistiese, y que quizás Elayne había olvidado cómo hacerlo y por eso necesitaba que alguien la vistiera. Había ocurrido lo mismo todas las mañanas desde que habían empezado a compartir la cama. A Aviendha le resultaba muy divertido. Elayne no pronunció palabra, salvo para contestar a las sugerencias de su doncella respecto a lo que debería ponerse, hasta que el último botón de nácar estuvo abrochado y ella se examinó con ojo crítico en el espejo de cuerpo entero.

—Essande —dijo entonces, como de pasada—, ¿están preparadas las ropas de Aviendha? —El vestido de fino paño azul, con un toque de bordado en plata, serviría bien para lo que tenía que hacer ese día.

—¿Os referís a todas las bonitas sedas y encajes de lady Aviendha, milady? —inquirió, sonriente, Essande—. Oh, sí. Todas limpias y planchadas y recogidas —contestó, señalando los armarios que cubrían una pared.

Elayne giró la cabeza y sonrió a su hermana. Aviendha miraba fijamente los armarios, como si cobijaran víboras, y luego tragó saliva y acabó de ceñirse a las sienes el pañuelo oscuro doblado, con precipitación. Una vez que hubo dado permiso para irse a Essande, Elayne añadió:

—Es sólo por si las necesitas.

—Está bien, vale —murmuró Aviendha, que se puso el collar de plata—. Se acabaron las bromas de que una mujer te viste.

—Estupendo. O le diré que empiece a vestirte a ti. Eso sí que sería realmente divertido.

Por los rezongos entre dientes sobre la gente que no aguantaba una broma, resultó obvio que Aviendha no coincidía con esa opinión. Elayne casi esperaba que su hermana exigiera que se desecharan todos los vestidos que había adquirido. Le sorprendía un tanto que Aviendha no se hubiera ocupado ya de hacerlo.

El almuerzo que engulló Aviendha en la sala de estar consistió en jamón curado con pasas, huevos cocinados con ciruelas pasas, pescado salado preparado con piñones, pan untado con una gruesa capa de mantequilla, y té espeso y almibarado como jarabe por tanta miel. Bueno, quizá no fuera tan empalagoso, pero ése era el aspecto que tenía. Elayne no puso mantequilla en el pan, y añadió muy poca miel en el té; y, en lugar de jamón, huevos y pescado, comió unas gachas calientes de cereales y hierbas que se suponía que eran muy saludables. No sentía síntomas de estar encinta, por mucho que Min le hubiese dicho a Aviendha, pero Min también se lo había contado a Birgitte, cuando las tres empezaron a embriagarse. Entre su Guardiana, Dyelin y Reene Harfor, ahora se encontraba limitada a una dieta «adecuada para una mujer en su estado». Si tenía ganas de darse un capricho y mandaba a alguien a la cocina, nunca le llegaba por un motivo u otro, y, si se escabullía hasta allí en persona, las cocineras le dirigían miradas tan desaprobadoras que volvía a marcharse sin haber tomado nada.

No echaba de menos realmente el vino con especias y los dulces y las otras cosas que ahora tenía prohibidas —en fin, no mucho, excepto cuando Aviendha engullía tartas o pudines—, pero todo el palacio sabía que estaba embarazada. Y, por supuesto, eso significaba que se sabía cómo se había quedado en ese estado, ya que no de quién. Con los hombres no era tan malo, aparte del hecho de que lo sabían y de que ella sabía que estaban enterados, pero las mujeres no se molestaban en disimular que estaban al tanto. Ya fuera que aceptaran o reprobaran la situación, la mitad la miraba como si fuese un marimacho, y la otra mitad con expresión especuladora. Obligándose a tragar las gachas —en realidad no sabían tan mal, pero le habría encantado comer un poco del jamón que Aviendha estaba cortando en lonchas o un poco de los huevos con pasas—, se metió en la boca otra cucharada de las grumosas gachas; casi deseaba empezar con las náuseas del embarazo para que así Birgitte compartiese la sensación de tener el estómago revuelto.

El primer visitante que entró en sus aposentos esa mañana, aparte de Essande, fue el candidato principal entre las mujeres de palacio como padre de su recién engendrado hijo.

—Mi reina —saludó el capitán Mellar al tiempo que hacía una reverencia acompañada por una floritura con su sombrero—. El jefe amanuense espera la venia de vuestra majestad. —Los ojos del capitán, oscuros e impasibles, ponían de manifiesto que nunca tendría pesadillas por los hombres que había matado, y el fajín orlado de encaje que le cruzaba el pecho y las puntillas del cuello y los puños le daban un aspecto aún más duro. Aviendha se limpió con una servilleta de lino la grasa que le manchaba la mejilla y lo observó con los ojos inexpresivos. Las dos mujeres de la guardia que flanqueaban las puertas en el exterior hicieron una ligera mueca. Mellar ya tenía fama de pellizcar los traseros de las componentes de este cuerpo, al menos de las más guapas, por no mencionar los comentarios desdeñosos respecto a sus habilidades que hacía en las tabernas de la ciudad. Para las mujeres de la guardia, eso último era mucho peor.

—Todavía no soy reina, capitán —repuso secamente Elayne. Siempre intentaba ajustarse todo lo posible al tema con el hombre—. ¿Cómo va el reclutamiento de mi guardia personal?

—Hasta ahora sólo treinta y dos, milady. —Sin soltar el sombrero, el hombre de cara chupada apoyó las dos manos en la empuñadura de la espada, en una postura relajada que difícilmente podía considerarse adecuada encontrándose en presencia de la que había llamado su reina. Y tampoco lo era su sonrisa—. Lady Birgitte ha marcado unos niveles rigurosos, que pocas mujeres pueden alcanzar. Dadme diez días y encontraré cien hombres que los superarán y que os tendrán en tanta estima como yo.

—Creo que no, capitán Mellar. —Le costó esfuerzo evitar dar un timbre frío a su voz. Ese hombre tenía que haber oído los rumores referentes a ellos dos. ¿Acaso pensaba que porque no los había negado podía parecerle… atractivo? Apartó el plato todavía medio lleno de gachas y contuvo un escalofrío. ¿Treinta y dos ya? El número aumentaba rápidamente. Algunas de las Cazadoras del Cuerno que venían demandando rango últimamente habían llegado a la conclusión de que servir en el cuerpo de guardia personal de Elayne otorgaba cierto estilo. Elayne admitía que las mujeres no podían estar de servicio día y noche; pero, por mucho que dijese Birgitte, la meta de cien le parecía excesiva. No obstante, su Guardiana se cerraba en banda ante cualquier sugerencia de reducir ese número—. Por favor, decidle al jefe amanuense que puede pasar —ordenó, a lo que él respondió con otra estudiada reverencia.

Elayne se levantó para alcanzarlo en la puerta y, mientras Mellar abría una de las hojas con los leones tallados, le puso una mano en el brazo y sonrió.

—Gracias de nuevo por salvarme la vida, capitán —dijo, esta vez con un timbre cálido.

¡El tipo le sonrió con aire de suficiencia! Las mujeres de la guardia que Elayne alcanzó a ver en el pasillo antes de que la puerta se cerrase tras él tenían la vista al frente, como estatuas de piedra, y cuando Elayne se volvió se encontró con la mirada de Aviendha fija en ella y apenas más expresiva que la que le había dirigido antes a Mellar. Esa pizca de expresión, sin embargo, era de estupefacción, y Elayne suspiró.

Cruzó la sala y se inclinó para rodear con el brazo los hombros de su hermana y hablarle en voz queda, para que sólo la oyese ella. Confiaba en las mujeres de su guardia personal lo bastante para compartir cosas, pero había otras que no osaría decirles.

—Vi que pasaba una doncella, Aviendha. Las criadas chismorrean más que los hombres, y cuantas más crean que este hijo es de Doilin Mellar, más seguro estará. Si es necesario, dejaré que ese hombre me pellizque el trasero.

—Entiendo —contestó lentamente Aviendha, que frunció el entrecejo y se quedó contemplando fijamente su plato, como si viese en él algo más que los huevos y las pasas, y empezó a empujarlos con el cubierto.

Maese Norry le presentó su habitual informe del mantenimiento de palacio y la ciudad, chismes recibidos de sus corresponsales en capitales extranjeras y noticias recogidas de mercaderes, banqueros y otras personas que tenían contactos más allá de las fronteras, pero la primera de todas fue, con mucho, la más importante para Elayne, si no la más interesante.

—Los dos banqueros más prominentes de la ciudad se muestran más… inclinados a avenirse a razones, milady —dijo con aquella voz seca como polvo. Sosteniendo contra el pecho la carpeta de cuero, miró a Aviendha de reojo. Todavía no se había acostumbrado a su presencia mientras presentaba los informes. Ni a la de las mujeres de la guardia. Aviendha le sonrió enseñándole los dientes, y el hombre parpadeó y después tosió tapándose la boca con la huesuda mano—. Maese Hoffley y la señora Adnscale estaban… indecisos al principio, pero conocen el mercado del alumbre tan bien como yo. Sería aventurado decir que sus cofres se encuentran a vuestra disposición ahora, pero he acordado el ingreso de veinte mil coronas de oro a la cámara blindada de palacio, cantidad que se irá incrementando a medida que se necesite.

—Informad de ello a lady Birgitte —respondió Elayne, que disimuló su alivio. Birgitte todavía no había contratado suficientes guardias para controlar una ciudad del tamaño de Caemlyn, cuanto menos el país, pero Elayne no podía contar con recibir las rentas de sus heredades antes de la primavera, y los mercenarios costaban mucho dinero. Ahora no los perdería por falta de oro antes de que Birgitte reclutase hombres para reemplazarlos—. ¿Qué más, maese Norry?

—Me temo que hay que dar la máxima prioridad a las alcantarillas, milady. Las ratas se están reproduciendo en ellas como si ya fuese primavera, y…

El hombre mezclaba unas cosas con otras, según lo que a su entender era más urgente. Norry parecía tomarse como un fracaso personal no haber descubierto aún a los responsables de la liberación de Elenia y Naean, a pesar de haber transcurrido sólo una semana desde su rescate. El precio del trigo estaba subiendo desorbitadamente, junto con los de todos los productos comestibles, y ya era evidente que la reparación de los tejados de palacio se alargaría más de lo previsto y costaría más de lo que los albañiles habían calculado al principio; pero el precio de los alimentos siempre subía conforme avanzaba el invierno, y las obras de los albañiles siempre costaban más de lo que se había dicho en un primer momento. Norry admitió que la última correspondencia recibida de Nueva Braem databa de varios días atrás, pero los llegados de las Tierras Fronterizas parecían conformes con seguir donde se encontraban, cosa que él no entendía. Cualquier ejército, y más uno tan grande como se decía era ése, tenía que estar dejando pelados de recursos los campos del entorno a estas alturas. Elayne tampoco entendía por qué lo hacían, pero se alegraba de que fuera así. De momento. Rumores en Cairhien sobre Aes Sedai que juraban fidelidad a Rand daban al menos un motivo para la preocupación de Egwene, aunque resultaba difícil de creer que cualquier hermana hiciese semejante cosa. Aquélla era la noticia menos importante, desde el punto de vista de Norry, pero no para Elayne. Rand no podía permitirse el lujo de provocar el distanciamiento de las hermanas del bando de Egwene; no podía permitirse el lujo de perder el apoyo de ninguna Aes Sedai. Sin embargo, parecía encontrar el modo de hacerlo.

Reene Harfor reemplazó enseguida a Halwin Norry; la mujer saludó a las mujeres de la guardia con un gesto de la cabeza y dedicó una sonrisa a Aviendha. Si a la rellena y canosa mujer le había extrañado en algún momento que Elayne llamase «hermana» a Aviendha, jamás lo había demostrado, y ahora parecía que su aprobación era genuina. No obstante, ni que sonriese ni que no, su informe resultó mucho más sombrío que cualquiera de los del jefe amanuense.

—Jon Skellit está a sueldo de la casa Arawn, milady —dijo Reene, y la severidad de su rostro era digna de un verdugo—. Se lo ha visto ya aceptar dos veces una bolsa de dinero de manos de hombres que se sabe están a favor de Arawn. Y no cabe duda de que Ester Norham también está a sueldo de alguien. No ha robado, pero tiene más de cincuentas coronas de oro escondidas debajo de una baldosa suelta, y anoche agregó otras diez.

—Proceded como en los otros casos —instruyó tristemente Elayne. La primera doncella había desenmascarado a nueve espías seguros, hasta el momento, cuatro de ellos empleados por alguien cuya identidad Reene aún no había sido capaz de descubrir. Que se hubiese desenmascarado a alguien bastaba para encolerizar a Elayne, pero los casos del barbero y la peluquera eran peores, ya que ambos habían estado al servicio de su madre. Una lástima que no les hubiese parecido apropiado trasladar su lealtad a la hija de Morgase.

Aviendha torció el gesto cuando la señora Harfor contestó que así lo haría, pero que no tenía sentido despedir a los espías, o matarlos, como había sugerido la Aiel. Lo único que se conseguiría con ello sería que los sustituyesen por otros espías que les serían desconocidos. «Un espía es el arma de tu enemigo hasta que sabes quién es —había dicho su madre—. Entonces pasa a ser un arma a tu disposición». «Cuando descubras a un espía —le había dicho Thom—, guárdalo entre algodones y dale de comer con cuchara como a un bebé». A los hombres y las mujeres a su servicio que la habían traicionado se les permitiría «descubrir» lo que Elayne quisiera que supiesen, y no todo ello verdad, como por ejemplo el número de soldados que Birgitte había reclutado.

—¿Algo nuevo respecto al otro asunto, señora Harfor?

—Todavía nada, milady, pero albergo esperanzas —respondió Reene con una expresión aún más severa que antes—. Albergo esperanzas.

A continuación de la primera doncella entraron dos delegaciones de mercaderes, la primera consistente en un numeroso grupo de kandoreses con pendientes engastados de gemas y las cadenas de plata del gremio cruzadas sobre el torso, y luego, justo detrás de ellos, media docena de illianos, con un mínimo toque de bordados en sus chaquetas o vestidos en el mejor de los casos, y de un color liso y apagado en la mayoría de ellos. Elayne los recibió en una de las salas de audiencias más pequeñas. Los tapices que flanqueaban el hogar de mármol representaban escenas de caza, en lugar del emblema del León Blanco, y los pulidos paneles de madera de las paredes carecían de tallas. Eran mercaderes, no diplomáticos, aunque algunos parecieron sentirse desairados porque sólo les ofreciese vino y ella no compartiera la bebida. Kandoreses o illianos, también miraron con recelo a las dos mujeres de la guardia que la siguieron a la sala y se apostaron junto a la puerta, aunque si para entonces no se habían enterado del rumor que corría sobre el intento de asesinarla es que tenían que estar sordos. Otras seis componentes de su guardia personal aguardaban al otro lado de la puerta.

Los kandoreses estudiaban subrepticiamente a Aviendha cuando no escuchaban con atención a Elayne, y los illianos evitaron mirarla tras la primera ojeada sorprendida. Era evidente que interpretaban como relevante la presencia de una Aiel, a pesar de que ésta se limitara a estar sentada en el suelo, en un rincón, sin decir palabra; empero, ya fuesen illianos o kandoreses, los mercaderes querían lo mismo: la confirmación de que Elayne no encolerizaría al Dragón Renacido hasta el punto de que éste interfiriese con el comercio al enviar sus ejércitos de Aiel a saquear Andor, si bien no dieron la cara para decirlo expresamente así. Tampoco mencionaron que los Aiel y la Legión del Dragón tenían grandes campamentos a pocos kilómetros de Caemlyn. Bastó con sus corteses preguntas respecto a los planes de Elayne, ahora que había hecho retirar el Estandarte del Dragón y la Enseña de la Luz. Les respondió lo mismo que respondía a todos, que Andor se aliaría con el Dragón Renacido, pero que no era una nación conquistada. A cambio, ellos le contestaron con vagos augurios de bienestar y sugirieron que apoyaban incondicionalmente su petición al Trono del León, sin decir, de hecho, nada que se le pareciera. Después de todo, si ella fracasaba en sus aspiraciones, no serían bienvenidos en Andor bajo el gobierno de quienquiera que alcanzase la corona en su lugar.

Después de que los illianos se hubieron marchado tras hacer reverencias y saludos corteses, Elayne cerró los ojos un instante y se frotó las sienes. Todavía le quedaba una reunión con una delegación de vidrieros antes de la comida de mediodía, y otras cinco más con mercaderes o artesanos por la tarde; un día muy ocupado, repleto de tópicos y ambigüedades excesivamente comedidos. Como Nynaeve y Merilille se habían marchado, le tocaba a ella otra vez dar clase a las Detectoras de Vientos esa noche, una experiencia que, en el mejor de los casos, resultaba menos agradable que cualquier reunión con mercaderes. Quizá le quedase un poco de tiempo para estudiar los ter’angreal que había sacado de Ebou Dar antes de que estuviese tan agotada que no pudiera mantener abiertos los ojos. Resultaba embarazoso cuando Aviendha tenía que llevarla a la cama, pero no había modo de evitarlo. Eran muchas las cosas que tenía que hacer y siempre le faltaba tiempo.

Quedaba casi una hora antes de la reunión con los vidrieros, pero Aviendha se opuso sin contemplaciones a su sugerencia de echar una ojeada a los objetos de Ebou Dar.

—¿Es que Birgitte ha hablado contigo? —demandó Elayne mientras su hermana casi la arrastraba escaleras arriba por un estrecho tramo. Cuatro mujeres de la guardia las precedían, y las demás iban detrás, deliberadamente haciendo caso omiso de lo que pasaba entre Aviendha y ella, aunque le pareció ver que Rasoria Domanche, una fornida Cazadora del Cuerno con ojos azules y el cabello de un color rubio que rara vez se encontraba entre los tearianos, esbozaba una sonrisa.

—¿Acaso necesito que ella me diga que pasas demasiadas horas encerrada en palacio y que duermes excesivamente poco? —replicó Aviendha con desdén—. Necesitas un poco de aire fresco.

Ciertamente el aire en la columnata era fresco; mucho, a pesar de que el sol estaba alto en el cielo gris. Frías ráfagas soplaban entre las columnas, de manera que las mujeres de la guardia, prestas para defenderla de las palomas —única amenaza que existía allí—, tenían que sujetarse los sombreros adornados con plumas. En un arranque perverso, Elayne se negó a aislarse del frío.

—Dyelin habló contigo —rezongó mientras tiritaba.

Dyelin afirmaba que una mujer embarazada necesitaba dar largos paseos diarios. No se había andado por las ramas recordándole que, a pesar de su condición de heredera del trono, en realidad de momento sólo era Cabeza Insigne de la casa Trakand; y que, si la Cabeza Insigne de Trakand quería charlar con la Cabeza Insigne de Taravin, podría hacerlo mientras paseaban arriba y abajo por los pasillos del palacio o no hablarían en absoluto.

—Monaelle ha dado a luz siete hijos —contestó Aviendha—. Dice que tengo que ocuparme de que tomes el aire. —A pesar de que sólo llevaba el chal echado sobre los hombros, no daba señales de sentir el frío viento. Claro que las Aiel eran tan buenas como las hermanas a la hora de despreocuparse de los elementos. Rodeándose con los brazos, Elayne frunció el entrecejo—. Deja de enfurruñarte, hermana. —Aviendha señaló uno de los patios de los establos, que se veía entre los tejados blancos—. Mira, Reanne Corly ya está comprobando si Merilille Ceandevin ha regresado.

La ya familiar línea vertical de luz apareció en el patio y rotó sobre sí misma hasta formar un agujero en el aire de casi tres metros de alto y otros tantos de ancho.

Elayne contempló ceñuda la cabeza de Reanne. No estaba «enfurruñada». Quizá no debería haber enseñado a Reanne a Viajar, ya que la Allegada no era todavía Aes Sedai, pero ninguna de las otras hermanas era lo bastante fuerte para conseguir que el tejido funcionase, y si se permitía que las Detectoras de Vientos lo aprendieran, entonces, a su modo de ver, también debía permitirse que aprendiesen las pocas Allegadas que eran capaces de hacerlo. Además, ella no podía ocuparse de todo. Luz, ¿realmente el invierno había sido tan crudo antes de que aprendiera a impedir que el frío o el calor la afectasen?

Para su sorpresa, Merilille cruzó el acceso sacudiéndose nieve de la oscura capa forrada con piel, seguida por los guardias con yelmos que la habían acompañado cuando había partido hacía siete días. Zaida y las Detectoras de Vientos se habían mostrado muy molestas —por no decir algo peor— con la marcha de la Aes Sedai, pero la Gris había aprovechado la oportunidad de escapar de ellas aunque sólo fuera durante unos días. Había hecho falta comprobar a diario si se proponía regresar, abriendo un acceso en el mismo punto, si bien Elayne no había esperado verla aparecer hasta pasada, como mínimo, una semana en el mejor de los casos. Cuando el último de los diez guardias de capa roja hubo puesto pie en el patio, la esbelta y menuda hermana Gris desmontó, entregó las riendas a una caballeriza, y se apresuró a entrar en palacio antes de que la mujer tuviese tiempo para algo más que apartarse de su camino.

—Estoy «disfrutando» del aire fresco —comentó Elayne, conteniendo apenas el castañeteo de dientes—. Pero, si Merilille ha regresado, tengo que bajar.

Aviendha enarcó una ceja como si sospechara una maniobra de evasión, pero fue la primera en empezar a bajar la escalera. La vuelta de Merilille era importante, y, a juzgar por sus prisas, o traía noticias muy buenas o muy malas.

Para cuando Elayne y su hermana entraron en la sala de estar —seguidas por dos de las mujeres de la guardia, naturalmente, que se apostaron en la puerta—, Merilille ya se encontraba allí. Su capa, con manchas de humedad, descansaba en una silla, los guantes de color gris claro estaban sujetos debajo del cinturón, y su negro cabello necesitaba un cepillado. El pálido semblante de la Aes Sedai tenía ojeras púrpuras, y denotaba un cansancio tan profundo como el que sentía la propia Elayne.

A pesar de su rapidez en subir desde el patio de los establos, Merilille no se encontraba sola. Birgitte se hallaba de pie con ceño pensativo, apoyado un brazo en la repisa tallada de la chimenea. Con la otra mano se aferraba la larga trenza dorada, casi como Nynaeve. Hoy vestía unos amplios pantalones de color verde oscuro y la corta chaqueta roja, una combinación que hacía daño a los ojos. El capitán Mellar hizo una estudiada reverencia, acompañada por una floritura de su sombrero de plumas blancas. No tenía por qué estar allí, pero Elayne lo dejó quedarse e incluso le dirigió una agradable sonrisa. Una sonrisa muy cálida.

La joven y regordeta doncella que acababa de dejar una gran bandeja de plata sobre un aparador parpadeó y miró a Mellar con los ojos muy abiertos, antes de acordarse de hacer una reverencia y marcharse. Elayne mantuvo la sonrisa hasta que la puerta se hubo cerrado. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa que sirviera para que su bebé no corriera peligro. En la bandeja había vino caliente con especias, para los demás; para ella, un té flojo. En fin, por lo menos estaba caliente.

—Tuve mucha suerte —dijo con un suspiro Merilille una vez que se hubo sentado; echó una ojeada vacilante a Mellar por encima de la copa de vino. Conocía la historia de cómo había salvado la vida a Elayne, pero se había marchado antes de que los rumores empezaran—. Resultó que Reanne había abierto el acceso a menos de ocho kilómetros del lugar donde acampan las gentes de las Tierras Fronterizas. No se han movido de allí desde que llegaron. —Encogió la nariz—. De no ser por el tiempo, el hedor de las letrinas y del estiércol de caballo sería insoportable. Tenías razón, Elayne. Los cuatro dirigentes están allí, en cuatro campamentos separados por unos pocos kilómetros. Cada cual cuenta con un ejército. Encontré a los shienarianos el primer día, y desde entonces casi todo el tiempo lo he dedicado a hablar con Easar de Shienar y con los otros tres. Nos reuníamos en un campamento diferente cada día.

—Y también dedicaríais algo de tiempo a observar, espero —adujo respetuosamente Birgitte desde la chimenea. Se mostraba respetuosa con todas las Aes Sedai salvo con aquella con que estaba vinculada—. ¿Cuántos son?

—Imagino que no sabréis la cifra exacta —intervino Mellar, cuya actitud denotaba que no esperaba otra cosa. Por una vez su rostro estrecho no sonreía. Con la mirada fija en la copa, se encogió de hombros—. No obstante, cualquier cosa que vieseis podría ser de utilidad. Si son muchos, a lo mejor se mueren de hambre antes de que representen una amenaza para Caemlyn. El ejército más grande del mundo se reduce a un número de cadáveres andantes si no se cuenta con vituallas ni forraje.

Se echó a reír, y Birgitte le lanzó una mirada sombría, pero Elayne levantó ligeramente la mano junto al costado, una señal para que la otra mujer guardara silencio.

—No andan sobrados de suministros, capitán —dijo fríamente Merilille, que se sentó más derecha a pesar de su evidente cansancio—, pero tampoco pasan hambre. Yo no contaría con la inanición para vencerlos, llegado el caso. —Después de haber pasado un tiempo alejada de las Atha’an Miere, sus grandes ojos ya no tenían una expresión de sobresalto perpetuo; y, a despecho de su sosegada compostura de Aes Sedai, resultaba evidente que había decidido que Doilin Mellar no le caía bien, hubiese salvado la vida de quien fuera—. En cuanto a su número, yo calculo que algo más de doscientos mil, y dudo mucho que nadie, a excepción de sus propios oficiales, tenga una cifra más exacta que ésa. Aun con hambre, ésas son muchas espadas.

Mellar repitió el gesto de encogerse de hombros, sin alterarse por las miradas severas de la Aes Sedai.

La delgada Gris no volvió a mirarlo pero tampoco hizo caso omiso de él de un modo obvio; en lo concerniente a ella, fue como si el hombre se hubiese convertido en una pieza más del mobiliario.

—Hay al menos diez hermanas con ellos, Elayne —prosiguió—, aunque hicieron un gran esfuerzo en ocultar ese detalle. No son partidarias de Egwene, diría yo, pero eso no significa que tengan que serlo de Elaida. Me temo que son muchas las hermanas que parecen haberse sentado a un lado hasta que los problemas de la Torre se hayan resuelto. —Volvió a suspirar, quizás esta vez no debido al cansancio.

Con una mueca, Elayne dejó la taza de té. No habían subido miel, y no le gustaba amargo.

—¿Qué quieren, Merilille? Los dirigentes, no las hermanas. —La presencia de diez Aes Sedai en aquel ejército lo hacía diez veces más peligroso, en especial para Rand. No, para cualquiera—. No han estado todo ese tiempo sentados ahí fuera, en la nieve, por gusto.

La Gris extendió ligeramente sus esbeltas manos.

—A largo plazo, sólo puedo hacer suposiciones. A corto plazo, quieren reunirse contigo, y lo antes posible. Enviaron mensajeros a Caemlyn cuando llegaron a Nueva Braem, pero en esta época del año puede pasar otra semana o más antes de que lleguen aquí. A Tenobia de Saldaea se le escapó, o fingió que se le escapaba, que saben que tienes cierta conexión, o al menos cierta relación, con cierta persona en la que también tienen interés, al parecer. De algún modo, se han enterado de tu presencia en Falme cuando ocurrieron ciertos acontecimientos. —Mellar frunció el entrecejo, desconcertado, pero nadie le aclaró nada—. No quise revelar el asunto de Viajar debido a esas hermanas, pero dije que podría volver pronto con una respuesta.

Elayne intercambió una mirada con Birgitte, que también se encogió de hombros, aunque en su caso no fue por indiferencia ni por desdén. El mayor obstáculo en las esperanzas de Elayne de utilizar al ejército de las Tierras Fronterizas para influir en sus oponentes al trono había sido cómo ponerse en contacto con unos dirigentes entronizados siendo ella simplemente la Cabeza Insigne de Trakand y la hija heredera de una reina difunta. El gesto de Birgitte daba a entender que debía darse por satisfecha de que se hubiese despejado el obstáculo, pero Elayne se preguntaba cómo se habían enterado esas gentes de las Tierras Fronterizas de cosas que muy pocos sabían. Y, si era así, ¿de cuántas más estaban enterados? Protegería al hijo que llevaba en las entrañas.

—¿Te importaría regresar allí de inmediato, Merilille? —preguntó. La otra hermana accedió con prontitud y abriendo ligeramente los ojos, lo que sugería que aguantaría cualquier cosa con tal de no tener que volver con las Detectoras de Vientos un poco más de tiempo—. En tal caso, iremos juntas. Si quieren reunirse pronto conmigo, hoy es un buen momento.

Sabían demasiado para retrasarlo. No podía permitir que hubiese nada que amenazara a su hijo. ¡Nada!

27

Sorprender a reinas y reyes

Ni que decir tiene que era más sencillo decir que se marchaba que hacerlo.

—Eso no es prudente —manifestó Aviendha en un tono severo mientras Merilille salía para asearse. En realidad, la Gris salió disparada, con aire de estar alerta por si aparecía alguna de las Atha’an Miere. Cuando una hermana de la posición de Elayne decía que debía ir a algún sitio, Merilille obedecía. Con los brazos cruzados y el chal ceñido a la manera de las Sabias, Aviendha se quedó de pie junto al escritorio, donde se había sentado Elayne—. Es una insensatez.

—¿Prudencia? —gruñó Birgitte, plantada con los pies separados y puesta en jarras—. ¿Sensatez? ¡No sabría lo que son aunque las tuviese delante de las narices! ¿Por qué esas prisas? Deja que Merilille haga lo que es el trabajo de las Grises: que acuerde un encuentro para parlamentar dentro de unos días, o una semana. Las reinas detestan que se las sorprenda, y los reyes lo desprecian. Créeme, lo sé por propia experiencia. Encuentran el modo de hacer que uno lo lamente. —El vínculo de Guardián reflejaba fielmente la ira y la frustración de la mujer.

—Pero es que lo que quiero es cogerlos por sorpresa, Birgitte. Podría ayudarme a descubrir cuánto saben sobre mí. —Torció el gesto y retiró la hoja en la que había caído una gota de tinta; sacó otra nueva de la caja de palo rosa con incrustaciones. La anterior debilidad había desaparecido con las noticias de Merilille, pero escribir con letra firme y clara le resultaba difícil. Además, era preciso que la redacción fuese correcta. No iba a ser una misiva de la hija heredera de Andor, sino de Elayne Trakand, Aes Sedai del Ajah Verde. Tenían que ver lo que ella quería que vieran.

—Intenta hacerla entrar en razón, Aviendha —rezongó Birgitte—. Y, por si acaso no lo logras, más vale que vaya a ver si puedo reunir una jodida escolta adecuada.

—Nada de escoltas, Birgitte, aparte de ti. Una Aes Sedai y su Guardiana. Y Aviendha, por supuesto. —Elayne dejó de escribir un instante para sonreír a su hermana, que no respondió a su gesto.

—Conozco tu valor, Elayne —dijo la Aiel—. Lo admiro. ¡Pero hasta los Sha’mad Conde saben cuándo ser prudentes!

¿Y era ella la que hablaba de prudencia? Aviendha no la reconocería aunque… En fin, ¡aunque se diera de narices con ella!

—¿Una Aes Sedai y su Guardiana? —exclamó Birgitte—. Te lo dije y te lo repito. ¡Ya no puedes salir por ahí de aventuras!

—Nada de escoltas —insistió firmemente Elayne mientras mojaba la pluma en la tinta—. Esto no es ninguna aventura, sino la forma en que hay que llevarlo a cabo.

Birgitte alzó las manos, exasperada, y masculló varios juramentos, pero Elayne ya había oído antes cosas iguales o semejantes.

Para su sorpresa, Mellar no puso objeciones a quedarse en palacio. Una reunión con cuatro dirigentes no sería, ni con mucho, tan aburrida como otra con unos mercaderes, pero el hombre pidió permiso para marcharse y seguir con sus deberes ya que no lo necesitaba. Elayne se alegró por ello. La presencia de un capitán de la Guardia Real habría dado pie a que la gente de las Tierras Fronterizas pensara en ella como la hija heredera mucho antes de lo que quería. Por no mencionar que Mellar podría decidir lanzarle miradas lascivas.

Sin embargo, el resto de su guardia personal no compartió la despreocupación del capitán. Una de las mujeres debía de haber ido corriendo a avisar a Caseille, porque la alta arafelina entró en la sala de estar con aire decidido mientras Elayne seguía escribiendo, y exigió acompañarla con toda la guardia personal. Al final, Birgitte tuvo que ordenarle que saliera para poner fin a sus protestas.

Por una vez, Birgitte pareció reconocer el hecho de que Elayne no iba a cambiar de opinión, y se marchó al mismo tiempo que Caseille para cambiarse de ropa. Es decir, salió indignada y farfullando juramentos, y cerró de un portazo, pero al menos se fue. Cualquiera habría imaginado que se alegraría de tener la oportunidad de quitarse el uniforme de capitán general, pero el vínculo fue como un eco de sus maldiciones. Aviendha no maldijo, pero siguió con sus amonestaciones. No obstante, hubo que prepararlo todo tan deprisa que ello le dio a Elayne una excusa para hacer caso omiso de sus advertencias.

Se llamó a Essande, que empezó a sacar ropas adecuadas mientras Elayne tomaba apresuradamente el almuerzo aunque aún no era la hora acostumbrada. Ella no había mandado que se lo trajeran, sino Aviendha. Por lo visto, Monaelle decía que saltarse comidas era tan perjudicial como comer demasiado. La señora Harfor, informada de que tendría que ocuparse de los vidrieros y también de otras delegaciones, torció levemente el gesto a la par que aceptaba la orden con un asentimiento de cabeza. Antes de salir de la sala, anunció que había comprado cabras para el palacio; al parecer Elayne debía beber leche de cabra, y mucha. Careane gimió al enterarse de que tendría que dar clases a las Detectoras de Vientos esa noche, pero al menos la mujer no hizo ningún comentario sobre la dieta de Elayne. En realidad, Elayne confiaba en estar de regreso a palacio al caer la noche, pero también esperaba encontrarse tan cansada como si hubiese impartido esa clase. Vandene tampoco le dio consejos sobre ese tema. Elayne había estudiado sobre las naciones de la Frontera de la Llaga, junto con todos los demás países, como parte de su educación, y había comentado sus intenciones con la Verde de pelo canoso, que también conocía las Tierras Fronterizas, si bien a Elayne le habría encantado poder llevar con ella a Vandene. Alguien que había vivido en esas tierras podría reparar en matices que quizás a ella le pasarían inadvertidos. Con todo, sólo se atrevió a hacerle unas cuantas preguntas más mientras Essande la vestía, únicamente para reafirmar cosas que Vandene ya le había dicho. Tampoco es que lo necesitara, comprendió. Se sentía tan concentrada en su propósito como cuando Birgitte apuntaba con el arco.

Por último, hubo que hacer venir a Reanne de donde se encontraba, intentando de nuevo convencer a una antigua sul’dam de que también ella podía encauzar. Reanne había estado realizando ese tejido en el patio de las caballerizas a diario, desde el día en que lo había llevado a cabo por primera vez para enviar a Merilille a través del acceso, y podía abrirlo en el mismo punto del Bosque de Braem sin dificultad. No había en palacio mapas de esa zona que fuesen lo bastante detallados para que Merilille marcara la ubicación del campamento con mucha precisión; así pues, si Elayne o Aviendha tejían el acceso, éste podría abrirse a quince kilómetros o más de los campamentos que el punto del pequeño claro que Reanne conocía. Había dejado de nevar en el Bosque de Braem antes de que la Gris regresara; pero, aun así, quince kilómetros a través de nieve recién caída podían significar otras dos horas de camino, en el mejor de los casos. Elayne quería resolver ese asunto con rapidez.

Las mujeres de los Marinos debían de haberse dado cuenta del ajetreo que bullía en el palacio, con las mujeres de la guardia corriendo por los pasillos, portadoras de mensajes o yendo a buscar a una persona u otra, pero Elayne se aseguró de que no les contasen nada. Si Zaida decidía ir también y Elayne se negaba, era muy capaz de hacer que una de las Detectoras de Vientos abriera su propio acceso, y la Señora de las Olas representaba una complicación que debía evitarse. La mujer ya se comportaba como si tuviese tantos derechos en palacio como la propia Elayne. Que Zaida intentase avasallarla podía echarlo todo a perder tanto como una sonrisa lasciva de Mellar.

Darse prisa parecía estar fuera del alcance de Essande, pero todos los demás volaban y, para cuando el sol se encontró en el punto culminante de su trayectoria, Elayne se hallaba a lomos de fogoso, avanzando a través de la nieve del Bosque de Braem, casi a cincuenta leguas al norte de Caemlyn en línea recta, pero sólo a un paso a través del acceso, que la condujo a una densa fronda de altos pinos, cedros y robles, mezclados con árboles de ramas grises que habían perdido la hoja. De vez en cuando se abría un amplio prado cubierto de nieve, como una blanca alfombra intacta salvo por las huellas dejadas por el caballo de Merilille. Ésta había salido antes llevando la carta, y Elayne, Aviendha y Birgitte la siguieron al cabo de una hora para darle tiempo a llegar al campamento de los habitantes de las Tierras Fronterizas. La calzada de Caemlyn al Bosque de Braem se hallaba a varios kilómetros al oeste, y el lugar por donde marchaban podría haberse encontrado a mil leguas de cualquier población humana.

Para Elayne la elección de su atuendo había sido tan seria como escoger una armadura. Su capa estaba forrada con pieles de martas para proporcionarle calor, pero el exterior era de paño color verde oscuro, suave pero grueso, y el traje de montar era de seda verde y sin adornos. Incluso los guantes eran de cuero liso, del mismo color. A menos que las espadas se hubiesen desenvainado, aquélla era la clase de armadura con la que una Aes Sedai se enfrentaba a los dirigentes. La única joya visible era un pequeño broche con forma de tortuga, y, si a alguien le parecía eso extraño, le daba igual. Un ejército de habitantes de las Tierras Fronterizas estaba más allá de cualquier trampa que pudiese tenderle cualquiera de sus rivales al trono, o incluso Elaida, pero esas diez hermanas —diez o más— sí podrían ser de Elaida. No estaba dispuesta a permitir que la ataran como un paquete y la mandasen de vuelta a la Torre Blanca.

—Podemos volver y dejar esto sin incurrir en toh, Elayne. —Aviendha, ceñuda, seguía vestida con sus ropas Aiel y luciendo el sencillo collar de plata y el pesado brazalete de marfil. Su zaino, de fornida constitución, era un palmo más bajo que fogoso o que el esbelto rucio de Birgitte, y mucho más fácil de manejar, aunque ella cabalgaba bastante mejor que al principio. Al ir montada a horcajadas, las piernas, enfundadas en medias negras, le quedaban descubiertas hasta la rodilla, pero no parecía sentir frío, y el único cambio era el chal echado sobre la cabeza. A diferencia de Birgitte, no había dejado de intentar disuadir a Elayne de su propósito—. Lo de sorprenderlos está muy bien, pero te respetarán más si han de salir a tu encuentro hasta la mitad del camino.

—No puedo dejar en mal lugar a Merilille —contestó Elayne con más paciencia de la que sentía. Puede que no estuviese tan cansada ya, pero tampoco se sentía particularmente en buena forma, y no le apetecía tener que aguantar la insistencia de su hermana; sin embargo no quería contestarle con brusquedad—. Podría sentirse como una necia, allí plantada con una carta que anuncia mi llegada y que no aparezca. Lo que es peor, yo me sentiría como una necia.

—Mejor sentirse necia que serlo —rezongó Birgitte entre dientes.

Su capa oscura se extendía por detrás de la silla, y la coleta, de intrincado trenzado, colgaba desde la abertura de la capucha hasta casi su cintura. Subirse la capucha justo lo suficiente para enmarcar su rostro era la única concesión que había hecho para protegerse del frío y del mordiente viento que a veces levantaba los copos de nieve como si fuesen plumas, pues la arquera no quería que nada le obstaculizara la vista. La cubierta del estuche del arco, colgado de la silla, era para mantener seca la cuerda, y lo llevaba de manera que lo tenía a mano para cogerlo rápidamente. La sugerencia de que llevase una espada había sido rechazada con tanta indignación como si Elayne le hubiese pedido a Aviendha que utilizase una. Birgitte sabía manejar el arco, pero afirmaba que podía atravesarse a sí misma al intentar desenvainar la espada. Aun así, la corta capa verde se habría confundido en la fronda en otra época del año y, cosa sorprendente, también sus pantalones eran del mismo color. Ahora era una Guardiana, no la capitana general de la Guardia Real, si bien ese título no parecía complacerla como podría haberse esperado. El vínculo transmitía tanta frustración como vigilancia. Elayne suspiró y el aliento se tornó vaho en el aire.

—Ambas sabéis lo que espero conseguir con esta reunión. Lo habéis sabido desde que lo decidí. ¿Por qué me tratáis de repente como si fuese de cristal?

Las dos intercambiaron una mirada por encima de ella, cada cual esperando que la otra hablase primero, y después volvieron la vista al frente en silencio, y entonces Elayne comprendió.

—Cuando mi hija haya nacido —manifestó fríamente—, ambas podéis solicitar el puesto de nodriza. —Eso si es que el bebé era niña. Si Min había dicho algo al respecto, Aviendha y Birgitte lo habían olvidado en la bruma del alcohol que les embotaba el cerebro aquella noche. Quizá sería mejor tener un varón primero, para que así pudiera empezar su entrenamiento antes de que naciera su hermana. No obstante, una hija aseguraba la sucesión, en tanto que un hijo varón único sería apartado a un lado. Y, por mucho que deseara tener más de uno, nada le aseguraba que fuera a dar a luz a otro hijo. Quisiera la Luz que hubiera más hijos de Rand, pero tenía que ser práctica—. Yo no necesito nodriza.

Las mejillas morenas de Aviendha enrojecieron; la expresión de Birgitte no varió, pero a través del vínculo llegó la misma emoción.

Marcharon lentamente, siguiendo las huellas de Merilille durante casi dos horas, y Elayne pensaba que el primer campamento debía de encontrarse próximo ya cuando, de repente, Birgitte señaló al frente.

—Shienarianos —dijo, y a continuación sacó el arco del estuche. La sensación de alerta ahogó la de frustración y todo lo demás que había transmitido el vínculo.

Aviendha tanteó la empuñadura del cuchillo del cinturón como para asegurarse de que se encontraba en su sitio. Esperando debajo de los árboles, a un lado de las huellas de Merilille, hombres y caballos por igual permanecían tan inmóviles que Elayne casi los tomó por un afloramiento de rocas hasta que distinguió las extrañas cimeras de los yelmos. Sus monturas no iban protegidas con armaduras, como solía ser con los caballos shienarianos, pero los hombres en sí llevaban petos y largas espadas sujetas a la espalda, así como otras más cortas y mazos colgados en los cinturones y en las sillas. Sus oscuros ojos no parpadeaban. Uno de los caballos sacudió la cola y, en medio de tanta inmovilidad, ver la leve ondulación fue casi un sobresalto.

Un hombre de rostro afilado habló a Elayne y a sus dos compañeras cuando frenaron los caballos delante de él. La cimera de su yelmo semejaba unas alas estrechas.

—El rey Easar os transmite su compromiso de garantizar vuestra seguridad, Elayne Sedai, al que sumo el mío propio —dijo con una voz de timbre duro—. Soy Kayen Yokata, señor de Fal Eisen, que la Paz me abandone y la Llaga consuma mi alma si algún mal os acontece en nuestro campamento a vos o a quienes os acompañan.

Aquello no era tan tranquilizador como Elayne hubiera deseado. Todas esas garantías de su seguridad sólo dejaban claro que se había planteado alguna duda sobre el asunto, y que todavía podía haberla.

—¿Es que una Aes Sedai necesita garantías de los shienarianos? —contestó. Comenzó a realizar el ejercicio de novicia para calmarse y cayó en la cuenta de que no lo necesitaba. Muy extraño—. Podéis conducirme allí, lord Kayen.

El hombre se limitó a asentir con la cabeza e hizo volver grupas a su caballo. Algunos de los shienarianos observaron a Aviendha con ojos inexpresivos, reconociendo en ella a una Aiel, pero en su mayoría se limitaron a situarse detrás. Sólo los cascos, aplastando la capa dura de la nieve que ocultaba la caída recientemente, rompieron el silencio durante el corto tramo que recorrieron. Elayne no se había equivocado: el campamento shienariano se encontraba muy cerca. Pocos minutos después empezó a ver centinelas, montados y equipados con armaduras, y a no tardar entraron en el campamento.

Extendido entre los árboles, parecía más grande de lo que ella había imaginado. Tanto si miraba a izquierda, a derecha o al frente, tiendas, lumbres, hileras de caballos atados y filas de carretas se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Mientras su escolta y ella pasaban, los soldados los observaban con curiosidad. Eran hombres de semblantes duros, con las cabezas afeitadas excepto el mechón en lo alto de cráneo que a veces les llegaba a los hombros; pocos llevaban puestas piezas de sus armaduras, pero éstas y las armas siempre estaban a mano. El olor no era tan malo como Merilille lo había descrito, aunque sí percibía un débil hedor a letrinas y estiércol bajo el aroma de lo que quiera que se estuviera cocinando en todas aquellas ollas. Nadie parecía hambriento, aunque muchos estaban delgados; no la delgadez famélica de falta de alimento, sólo la propia de hombres que nunca han tenido demasiada grasa en el cuerpo. Elayne notó que no había espetones sobre ninguna de las lumbres, que ella viese. La carne debía de ser más difícil de conseguir que el grano, aunque el propio trigo no había abundado en este tardío invierno. Una sopa no fortalecía a un hombre como ocurría con la carne. Tendrían que ponerse en movimiento pronto; no había ningún lugar que pudiera mantener a cuatro ejércitos de ese tamaño durante mucho tiempo. Lo que tenía que hacer ella era asegurarse de que se moviesen en la dirección correcta.

No todas las personas que vio eran soldados con la cabeza afeitada, por supuesto, aunque también tenían un aspecto casi tan duro como ellos. Había flecheros haciendo flechas, carreteros trabajando en las carretas, herradores poniendo herraduras a los caballos, lavanderas, mujeres cosiendo que podrían ser costureras o esposas. Un gran número de personas seguía siempre a un ejército en marcha, a veces tantas como los propios soldados. Elayne no avistó ninguna mujer que pudiese ser Aes Sedai, sin embargo; no parecía muy probable que una hermana se remangase y removiera con las palas de madera las ropas metidas en las ollas de lavar ni zurcir o poner parches a chaquetas o pantalones. ¿Por qué querían permanecer ocultas? Elayne resistió el deseo de abrazar la Fuente, de absorber saidar a través del angreal con forma de tortuga que llevaba prendido en el pecho. Cada batalla a su tiempo, y la primera era luchar por Andor.

Kayen desmontó y la ayudó a hacer lo propio delante de una tienda mucho más grande que cualquiera de las otras que alcanzaba a ver, con la lona de color pálido y un único pico largo. El hombre vaciló, sin saber si hacer otro tanto con Birgitte y Aviendha, pero Birgitte le solucionó el dilema desmontando ágilmente y tendiendo las riendas a un soldado que esperaba, mientras Aviendha hacía lo mismo, sólo que estuvo a punto de caerse. La Aiel había mejorado su técnica de cabalgar, pero montar y desmontar todavía le daban problemas. Dirigiendo una mirada feroz en derredor para ver si alguien se reía, Aviendha se alisó la amplia falda y después se quitó el chal de la cabeza y se lo puso alrededor de los hombros. Birgitte observó cómo se llevaban su caballo, como si deseara haber cogido el arco y la aljaba de las flechas, que iban colgados en la silla. Kayen abrió una de las solapas de lona de la entrada e hizo una reverencia.

Tras inhalar profundamente para tranquilizarse, Elayne entró delante de las otras dos mujeres. No podía permitir que esa gente la viera como una suplicante. No estaba allí para solicitar nada, ni para defender nada. «A veces —le había dicho Gareth Bryne cuando era una niña—, uno se ve superado por sus adversarios, sin un hueco por el que escabullirse. En esos casos, Elayne, haz siempre lo que menos espera tu enemigo: atacar». Desde el principio, tenía que atacar.

Dentro, Merilille se dirigió hacia ella a través de las alfombras extendidas sobre el suelo de tierra. La sonrisa de la diminuta Gris no era precisamente de alivio, pero obviamente revelaba que la mujer se alegraba de ver a Elayne. Aparte de ella sólo había otras cinco personas presentes, dos mujeres y tres hombres, y uno de éstos era un sirviente —un viejo soldado de caballería, a juzgar por la forma combada de sus piernas y su cara marcada de cicatrices— que se acercó para coger las capas y los guantes —y mirar parpadeando a Aviendha— antes de retirarse hasta una mesa de sencilla madera en la que había una bandeja de plata, con una jarra de cuello alto y un surtido de copas. Las otras cuatro personas regían las naciones de las Tierras Fronterizas. El restante mobiliario de la tienda lo componían diversas sillas de campaña sin respaldo y cuatro grandes braseros en los que ardían ascuas de carbón. Ésa no era la clase de recibimiento que podría haber esperado la hija heredera de Andor, con cortesanos y muchos sirvientes, y conversaciones ociosas antes de entrar en asuntos serios, y también hombres y mujeres, situados al lado de los dirigentes, para aconsejarlos. Lo que encontró era lo que había esperado encontrar.

La Curación había hecho desaparecer las ojeras de Merilille antes de que saliese de palacio, y la mujer presentó a Elayne con sencilla dignidad.

—Ésta es Elayne Trakand, del Ajah Verde, como os anuncié.

Eso y nada más. Merced a Vandene, Elayne sabía lo bastante sobre esas personas para distinguir quién era cada dirigente que tenía ante ella.

—Os doy la bienvenida, Elayne Sedai —dijo Easar de Shienar—. La Paz y la Luz os sean propicias.

Era un hombre de baja estatura, no más alto que ella, delgado y con la cara sin arrugas a pesar de que el largo copete que colgaba por un lado de su cabeza era blanco. Llevaba una chaqueta de color bronce. Mientras miraba sus tristes ojos, Elayne recordó que se lo tenía por un dirigente sabio y un experto diplomático, así como un buen soldado. Su apariencia no daba a entender ninguna de esas cosas.

—¿Puedo ofreceros vino? —continuó Easar—. Las especias no son frescas, pero han ganado sabor con la edad.

—Cuando Merilille nos comunicó que vendríais hoy desde Caemlyn, confieso que habría dudado de ella si no fuese Aes Sedai.

La que había hablado era Ethenielle de Kandor, alrededor de medio palmo más alta que Merilille y algo rellenita; su negro cabello tenía algunas hebras blancas, pero no había nada de maternal en ella a pesar de su sonrisa. Una regia dignidad la envolvía tanto como lo hacía su buen vestido de paño azul. También sus ojos eran azules, limpios y firmes.

—Nos complace que hayáis venido —dijo Paitar de Arafel con una voz sorprendentemente profunda y rica que hizo que Elayne se sintiese, de algún modo, bien acogida—. Tenemos que hablar de muchas cosas con vos.

Vandene había dicho que era el hombre más maravilloso de las Tierras Fronterizas, y quizá lo había sido hacía mucho tiempo, pero la edad había marcado profundas arrugas en su rostro y sólo le quedaba una fina orla de cabello. Era alto, de hombros anchos, y bajo su ropa de color verde claro se advertía que era fuerte. Y en absoluto un necio.

Mientras que los otros llevaban muy bien la edad, Tenobia de Saldaea hacía ostentación de juventud ya que no de belleza, con aquella nariz aguileña y esa ancha boca. Sus ojos rasgados, de un color casi purpúreo, eran su mejor rasgo. Quizás el único. En tanto que los otros vestían con sencillez, aun cuando dirigían naciones, su vestido azul pálido iba repujado con perlas y zafiros, y lucía más de estas últimas gemas en el cabello. Adecuado para una corte, pero no para un campamento. Y mientras que los otros se mostraban corteses…

—Por la Luz, Merilille Sedai —manifestó Tenobia en voz alta, fruncido el entrecejo—, sé que decís la verdad, pero parece más una cría que una Aes Sedai. Y no mencionasteis que traería a una Aiel de ojos negros.

El gesto de Easar no varió, pero Paitar apretó los labios y Ethenielle llegó incluso a lanzar una mirada a Tenobia apropiada para una madre. Una madre muy irritada y contrariada.

—¿Negros? —farfulló Aviendha, desconcertada—. No tengo los ojos negros. Nunca vi ojos negros, salvo en algún buhonero, hasta que crucé la Pared del Dragón.

—Sabéis que sólo puedo decir la verdad, Tenobia, y os aseguro que… —empezó Merilille, pero Elayne la hizo callar tocándole el brazo.

—Basta con que sepáis que soy Aes Sedai, Tenobia. Ésta es mi hermana Aviendha, del septiar Nueve Valles, de los Aiel Taardad. —Aviendha les sonrió, o al menos enseñó los dientes—. Y ésta es lady Birgitte Trahelion, mi Guardián. —Birgitte hizo una breve reverencia.

Las dos presentaciones originaron miradas de estupefacción —¿Una Aiel su «hermana»? ¿Una «mujer» su Guardián?— pero Tenobia y los demás dirigían tierras al borde de la Llaga, donde las pesadillas podían aparecer caminando en pleno día y cualquiera que se dejase vencer por la sorpresa podía darse por muerto. No obstante, Elayne no les dio oportunidad de recuperarse. «Ataca antes de que sepan lo que haces —había dicho Gareth Bryne—, y sigue atacando hasta que los derrotes o abras brecha en la barrera».

—¿Podemos dar por cumplidos los preámbulos de cortesía? —dijo mientras cogía una taza que olía a vino con especias de la bandeja que le ofrecía el viejo soldado. Un impulso de precaución llegó a través del vínculo de Guardián, y vio que Aviendha miraba con recelo la copa, pero Elayne no tenía intención de beber. Se alegró de que ninguna hablase—. Sólo un necio pensaría que habéis venido de tan lejos para invadir Andor —manifestó al tiempo que se dirigía hacia las sillas para tomar asiento.

Aunque fuesen dirigentes, no tenían otra opción que seguirla o quedarse mirando su espalda; es decir, a la espalda de Birgitte, que caminaba detrás de ella. Como siempre, Aviendha se acomodó en el suelo y arregló los vuelos de la falda en un perfecto abanico. Los demás, claro, la siguieron.

—Lo que os ha traído es el Dragón Renacido —continuó—. Pedisteis esta audiencia conmigo porque estuve en Falme. La cuestión es: ¿por qué eso es tan importante para vosotros? ¿Pensáis que puedo contaros algo más de lo que ocurrió allí de lo que ya sabéis? Se tocó el Cuerno de Valere, los héroes de leyenda muertos cabalgaron contra los invasores seanchan, y el Dragón Renacido luchó contra la Sombra en el cielo, a la vista de todos. Si ya sabéis eso, entonces sabéis tanto como yo.

—¿Audiencia? —repitió Tenobia con incredulidad, tanto que se paró a medias de sentarse. La silla de campamento crujió cuando se dejó caer en ella—. ¡Nadie «solicitó audiencia»! ¡Aun en el caso de que ya fuese vuestro el trono de Andor…!

—Centrémonos en el tema, Tenobia —la interrumpió suavemente Paitar, que en lugar de sentarse continuó de pie y bebiendo un sorbo de vino de vez en cuando. Elayne se alegró de poder ver aquellas arrugas en su cara; en caso contrario, esa voz podría confundir los pensamientos de una mujer.

Ethenielle lanzó otra rápida mirada a Tenobia mientras se sentaba, y masculló algo entre dientes. A Elayne le pareció oír la palabra «matrimonio» con un tono pesaroso, pero eso no tenía sentido. En cualquier caso, la mujer se dirigió a Elayne tan pronto como hubo tomado asiento.

—Seguramente me gustaría vuestra ferocidad en otro momento, Elayne Sedai, pero no resulta muy divertido caer en una emboscada que uno de los propios aliados ha contribuido a tender. —Tenobia se puso ceñuda a pesar de que Ethenielle ni siquiera volvió aquellos ojos penetrantes en su dirección—. Lo que ocurrió en Falme no es tan importante como lo que resultó de ello —continuó la reina de Kandor—. No, Paitar, tenemos que decirle lo que debemos decirle. Ya sabe demasiado para actuar de otro modo. Sabemos que fuisteis compañera del Dragón Renacido en Falme, Elayne. Una amiga, quizá. Tenéis razón, no hemos venido a invadiros, sino a encontrar al Dragón Renacido. Y hemos recorrido tan larga distancia para encontrarnos con que nadie sabe dónde se encuentra. ¿Sabéis dónde está?

Elayne ocultó su alivio ante la pregunta directa. Nunca se lo habrían preguntado si hubieran pensado que era algo más que una compañera o una amiga. También ella podía ser directa. Atacar y seguir atacando.

—¿Por qué queréis encontrarlo? Emisarios o mensajeros habrían podido llevar cualquier cosa que quisieseis enviarle. —Lo cual venía a significar que para qué habían traído consigo tan vastos ejércitos.

Easar no había cogido vino, y estaba puesto en jarras.

—La guerra contra la Sombra se combate a lo largo de la Llaga —manifestó, severo—. La Última Batalla se combatirá en la Llaga, si no en el propio Shayol Ghul. Y él hace caso omiso de las Tierras Fronterizas y se preocupa por naciones que no han visto un Myrddraal desde la Guerra de los Trollocs.

—El Car’a’carn decide dónde danzar las lanzas, hombre de las tierras húmedas —repuso con sorna Aviendha—. Si lo seguís, entonces tenéis que combatir donde él diga.

Nadie la miró. Todos los ojos estaban prendidos en Elayne. Nadie aprovechó la oportunidad ofrecida por Aviendha.

Elayne se obligó a respirar sosegadamente y a sostener aquellas miradas sin pestañear. Un ejército de las Tierras Fronterizas era una trampa demasiado grande para que la tendiese Elaida con el único propósito de atraparla, pero para atrapar a Rand al’Thor, el Dragón Renacido, era otro cantar. Merilille rebulló sobre la silla, si bien tenía instrucciones, por lo cual continuó callada. Daba igual cuántos tratados había negociado la hermana Gris: una vez que Elayne hubiese empezado a hablar, ella tenía que guardar silencio. La seguridad fluyó a lo largo del vínculo con Birgitte. La percepción de Rand en su mente era una piedra, indescifrable y distante.

—¿Conocéis la proclama de la Torre Blanca respecto a él? —inquirió sosegadamente. Tenían que estar enterados a estas alturas.

—La Torre impone anatema sobre cualquiera que se acerque al Dragón Renacido salvo por mediación de la Torre —contestó Paitar en un tono igualmente tranquilo. Por fin tomó asiento y la miró con expresión seria—. Sois Aes Sedai. Sin duda eso viene a ser lo mismo.

—La Torre se entremete en todo —rezongó Tenobia—. No, Ethenielle, ¡pienso decirlo! Todo el mundo sabe que la Torre está dividida. ¿A quién seguís, Elayne, a Elaida o a las rebeldes?

—El mundo rara vez sabe lo que cree que sabe —intervino Merilille en un tono que pareció bajar la temperatura dentro de la tienda. La menuda mujer que corría cuando Elayne le ordenaba algo y que chillaba cuando las Detectoras de Vientos la miraban, estaba sentada muy derecha y hacía frente a Tenobia como una Aes Sedai, su terso rostro tan gélido como su voz—. Los asuntos de la Torre sólo son para las iniciadas, Tenobia. Si quieres enterarte, pide la inscripción de tu nombre en el libro de novicias, y dentro de veinte años quizá sepas un poco.

Su Preclara Majestad, Tenobia si Bashere Kazadi, Escudo del Norte y Espada de la Frontera de la Llaga, Cabeza Insigne de la casa Kazadi, señora de Shahayni, Asnelle, Kunwar y Ganai, miró a Merilille con toda la furia de una tempestad… y no dijo nada. El respeto de Elayne por ella aumentó ligeramente.

La desobediencia de Merilille no le disgustó. La había salvado de contestar con evasivas mientras daba a entender que decía sólo la verdad. Egwene afirmaba que tenían que tratar de vivir como si ya hubiesen prestado los Tres Juramentos, y en esos momentos Elayne sentía todo su peso. En ese instante no era la hija heredera de Andor luchando para reclamar el trono de su madre; o, al menos, no sólo eso. Era una Aes Sedai del Ajah Verde, con más motivos para ser cuidadosa con lo que decía que para ocultar simplemente lo que quería que permaneciese oculto.

—No puedo deciros exactamente dónde está. —Verdad, porque sólo habría podido darles una dirección vaga, más o menos hacia Tear, y a una distancia desconocida; verdad, porque no confiaba en ellos lo suficiente ni siquiera para eso. Tenía que ser prudente con lo que decía y cómo—. Sé que al parecer se propone quedarse donde esté durante un tiempo. —Hacía días que no se movía y, desde que se había marchado, era la primera vez que permanecía en un sitio más de medio día—. Os diré lo que me sea posible, pero sólo si accedéis a marcharos hacia el sur antes de una semana. De todos modos, se os agotará la cebada como se os ha agotado la carne si continuáis aquí mucho más tiempo. Os prometo que así marcharéis hacia el Dragón Renacido. —Al principio, al menos.

—¿Queréis que entremos en Andor? —Paitar sacudió la calva cabeza—. Elayne Sedai… ¿O debería llamaros lady Elayne ahora? Os deseo la bendición de la Luz en vuestra empresa de lograr la corona de Andor, pero no tanto como para ofrecer mis hombres para que luchen por ella.

—Elayne Sedai y lady Elayne son la misma persona —respondió—. No os pido que luchéis por mí. En realidad, espero de todo corazón que crucéis Andor sin que se produzca la menor escaramuza. —Levantó la copa de plata y se mojó los labios sin beber el vino.

Un destello de precaución surgió a través del vínculo de Guardián y, a despecho de sí misma, Elayne se echó a reír. Aviendha, que la observaba por el rabillo del ojo, frunció el entrecejo. Aun entonces iban a cuidar de la futura madre.

—Me alegro de que alguien encuentre esto divertido —dijo secamente Ethenielle—. Intenta pensar como un habitante del sur, Paitar. Aquí practican el Juego de las Casas, y creo que ella es una buena jugadora. Es lo lógico, supongo. Siempre he oído decir que fueron Aes Sedai quienes crearon el Da’es Daemar.

—Piensa en tácticas, Paitar. —Easar estudiaba a Elayne con un atisbo de sonrisa—. Nos movemos hacia Caemlyn como invasores, así es como lo entenderá cualquier andoreño. Puede que el invierno sea suave aquí, pero aun así tardaremos semanas en recorrer esa distancia. Para cuando lo hagamos, ella habrá reunido suficientes casas andoreñas contra nosotros y, en su caso, ya tendrá el Trono del León, o andará cerca. Como mínimo, habrá tropas suficientes puestas a su servicio para que ningún otro aspirante pueda resistir mucho contra ella.

Tenobia rebulló en la silla, fruncido el ceño y arreglándose la falda; pero, cuando miró a Elayne, en sus ojos había un respeto que antes no existía.

—Y cuando lleguemos a Caemlyn, Elayne Sedai —adujo Ethenielle—, negociaréis… para que salgamos de Andor sin que se libre ninguna batalla. —Aquello sonó no exactamente con un tono de pregunta, pero casi—. Muy, muy inteligente.

—Siempre y cuando todo salga como ha planeado —dijo Easar, cuya sonrisa se borró. Extendió una mano sin mirar, y el viejo soldado puso en ella una copa—. Eso rara vez ocurre con las batallas, creo, ni siquiera en las incruentas, como sería este caso.

—Deseo fervientemente que todo sea incruento —contestó Elayne. ¡Luz, tenía que ser así, o en lugar de salvar a su país de una guerra civil lo habría abocado a algo peor!—. Me esforzaré para que ocurra de ese modo. Y espero que vosotros también.

—¿Por casualidad no sabréis dónde se encuentra mi tío Davram, Elayne Sedai? —inquirió Tenobia de repente—. Davram Bashere. Me gustaría hablar con él tanto como con el Dragón Renacido.

—Lord Davram no está lejos de Caemlyn, Tenobia, aunque no puedo prometer que siga allí para cuando lleguéis. Es decir, si es que estáis de acuerdo. —Elayne se obligó a respirar, a ocultar su ansiedad. Ahora había traspasado la línea donde ya no podía dar marcha atrás. Marcharían hacia el sur, de eso no le cabía duda, pero sin su acuerdo a la propuesta habría derramamiento de sangre.

El silencio se prolongó largos instantes, roto sólo por el crepitar de los carbones de uno de los braseros. Ethenielle intercambió una mirada con los dos hombres.

—Siempre y cuando consiga ver a mi tío, yo estoy de acuerdo —dijo Tenobia con vehemencia.

—Estoy de acuerdo, por mi honor —manifestó resueltamente Easar.

—Por la Luz, estoy de acuerdo —dijo casi al momento Paitar en un tono más suave.

—Entonces lo estamos todos —intervino Ethenielle—. Y ahora os toca a vos, Elayne Sedai. ¿Dónde podemos encontrar al Dragón Renacido?

Un estremecimiento sacudió a Elayne, y no supo discernir si era de exultación o de miedo. Había hecho aquello para lo que había ido allí, corriendo riesgos tanto para ella como para Andor, y sólo el tiempo diría si había tomado la decisión acertada. Respondió sin vacilación.

—Como ya os he dicho, no puedo decirlo exactamente. Una búsqueda en Murandy, sin embargo, sería provechosa. —Verdad, aunque lo sería para ella, no para ellos, si se producía. Egwene se había puesto en marcha desde Murandy ese mismo día, llevándose el ejército que retenía en el sur a Arathelle Renshar y a los otros nobles. Quizá la marcha de las gentes de la Tierras Fronterizas hacia el sur obligaría a Arathelle, Luan y Pelivar a tomar la decisión que Dyelin creía que tomarían: apoyarla. Quisiera la Luz que ocurriera así.

A excepción de Tenobia, los demás no parecieron muy contentos de saber dónde podrían encontrar a Rand. Ethenielle soltó el aire de un modo que casi parecía un suspiro, y Easar asintió simplemente y frunció los labios, pensativo. Paitar se acabó el vino de un trago, la primera vez que bebía realmente. Daba la impresión de que, por mucho que desearan encontrar al Dragón Renacido, no tenían muchas ganas de reunirse con él. Tenobia, por otro lado, llamó al viejo soldado para que le sirviera vino y continuó hablando sobre lo mucho que deseaba ver a su tío. Elayne nunca habría imaginado que la mujer tuviese tanto afecto familiar.

La noche caía temprano en esa época del año, y sólo quedaban unas pocas horas de luz, como señaló Easar, que ofreció lechos en los que pasarla. Ethenielle sugirió que su propia tienda sería más cómoda, pero aun así no dieron muestras de decepción cuando Elayne dijo que tenía que partir de inmediato.

—Notable que podáis recorrer semejante distancia tan rápidamente —comentó Ethenielle—. He oído hablar a Aes Sedai sobre algo que se llama Viajar. ¿Uno de los Talentos perdidos?

—¿Habéis encontrado a muchas hermanas en vuestro viaje? —inquirió Elayne.

—Alguna —repuso Ethenielle—. Hay Aes Sedai por todas partes, al parecer.

Incluso Tenobia asumió un gesto inexpresivo en ese momento. Elayne dejó que Birgitte le pusiera sobre los hombros la capa forrada de pieles de marta y asintió con la cabeza.

—Sí que las hay. ¿Podéis pedir que nos traigan los caballos?

Ninguna de las tres habló hasta que se encontraron fuera del campamento, cabalgando entre los árboles. El olor a caballo y a letrina había parecido poco intenso en el campamento, pero su ausencia allí hizo que el aire resultara muy fresco, y la nieve más blanca de algún modo.

—Estuviste muy callada, Birgitte Trahelion —comentó Aviendha mientras taconeaba su caballo en los flancos. Creía que el animal dejaría de caminar si no se le recordaba que siguiese avanzando.

—Un jodido Guardián no habla por su Aes Sedai, sino que escucha y le guarda la espalda —replicó secamente Birgitte. No era muy probable que en el bosque hubiese alguien que pudiera representar una amenaza para ellas, tan cerca del campamento shienariano, pero mantenía la cubierta del arco retirada, y sus ojos no dejaban de examinar los árboles.

—Una forma de negociación mucho más rápida de la que yo estoy acostumbrada, Elayne —dijo Merilille—. Normalmente, esos asuntos requieren días o semanas de conversaciones, si no meses, antes de que se haya acordado algo. Tuviste suerte de que no fueran domani. O cairhieninos —admitió diplomáticamente—. La actitud directa y abierta de los habitantes de las Tierras Fronterizas resulta inusitada y bienvenida. Fácil de tratar.

¿Directa y abierta? Elayne sacudió ligeramente la cabeza. Querían encontrar a Rand, pero habían ocultado el motivo. También habían ocultado la presencia de hermanas en el campamento. Al menos se alejarían de él, una vez que hubiesen emprendido camino a Murandy. De momento, habría que conformarse con eso, pero quería advertirle cuando consiguiera discurrir cómo hacerlo sin ponerlo en peligro. «Cuida de él, Min —pensó—. Cuídalo por nosotras».

A unos cuantos kilómetros del campamento, Elayne frenó al caballo para examinar el bosque con tanto interés como Birgitte. Especialmente detrás de ellas. El sol tocaba ya las copas de los árboles. Un zorro blanco apareció trotando de repente y al segundo desapareció. Algo se movió en la rama desnuda de un árbol, un pájaro o quizás una ardilla. Un oscuro halcón se zambulló inesperadamente desde el cielo, y un fino chillido sonó en el aire y enmudeció de golpe. No las seguían. No eran los shienarianos lo que la preocupaban, sino esas hermanas escondidas. La debilidad que había desaparecido por la mañana, con las noticias de Merilille, se volvía a dejar sentir con más intensidad ahora que la reunión con los habitantes de las Tierras Fronterizas había acabado. Lo que más deseaba en ese momento era meterse en la cama, y lo antes posible, pero no hasta el punto de revelar el tejido de Viajar a hermanas que no lo conocían.

Podría haber tejido un acceso al patio de caballerizas de palacio, pero corriendo el riesgo de matar a alguien que cruzara por casualidad donde se abriera, de modo que, en su lugar, tejió otro hacia un sitio que conocía igual de bien. Estaba tan cansada que le costó esfuerzo realizar el tejido; tanto, que no se acordó siquiera del angreal prendido en la pechera del vestido, hasta que la reluciente línea plateada apareció en el aire y se abrió a un campo cubierto de hierba marchita y aplastada por anteriores nevadas, un campo al sur de Caemlyn, donde Gareth Bryne la había llevado a menudo para que viese las prácticas de los Guardias de la Reina a caballo, y cómo rompían las columnas para formar una línea de fondo al sonido de una orden.

—¿Vas a quedarte aquí mirándolo? —demandó Birgitte.

Elayne parpadeó. Aviendha y Merilille la observaban con preocupación. El semblante de Birgitte no traslucía nada, pero el vínculo también transmitía preocupación.

—Sólo estaba pensando —dijo, y taconeó a fogoso para que cruzase el acceso. Acostarse sería maravilloso.

Desde el antiguo campo de entrenamiento hasta las altas y arqueadas puertas de la ciudad, encastradas en las murallas de quince metros de altura, había una corta cabalgada. A esa hora, los alargados edificios del mercado, alineados en las inmediaciones de las puertas, estaban vacíos, pero los centinelas seguían montando guardia. Observaron la entrada de Elayne y las otras dos mujeres sin que, al parecer, la reconocieran. Seguramente eran mercenarios. No la reconocerían a menos que la vieran en el Trono del León. Con la ayuda de la Luz, y con suerte, la verían en él.

El ocaso se aproximaba muy deprisa; el cielo se iba volviendo de un gris oscuro, y las sombras se alargaban paulatinamente. Había poca gente en las calles, sólo unas cuantas personas que caminaban presurosas para acabar sus tareas del día antes de regresar a sus casas para cenar junto a un cálido fuego. Un par de porteadores, cargados con la oscura silla de mano de un mercader, pasaron trotando un poco más adelante, y unos segundos después una de las grandes carretas de bombas de agua traqueteó en dirección opuesta, tirada por ocho caballos a galope, y las ruedas forradas de hierro resonaron estruendosamente sobre el pavimento. Otro fuego en alguna parte. Ocurrían con mayor frecuencia por la noche. Una patrulla de cuatro guardias montados se cruzó con ellas y continuó su camino sin mirarlas más que por encima. Tampoco ellos la reconocieron, como los hombres apostados en las puertas de la ciudad.

Medio tambaleándose en la silla, siguió avanzando pensando en la cama.

Fue una conmoción darse cuenta de que la desmontaban. Abrió los ojos, sin recordar que se le hubiesen cerrado, y se encontró con que Birgitte la llevaba en brazos al interior del palacio.

—Bájame —dijo, cansada—. Todavía puedo caminar.

—Apenas te tienes en pie —gruñó Birgitte—. Quédate quieta y callada.

—¡No podéis hablar con ella! —gritó Aviendha.

—Realmente necesita dormir, maese Norry —intervino Merilille con tono firme—. Tendréis que esperar a mañana.

—Disculpad, pero esto no puede esperar a mañana —repuso Norry que, maravilla de maravillas, habló con firmeza—. ¡Es muy urgente que hable con ella ahora!

Elayne levantó la cabeza, sintiendo que se le bamboleaba. Halwin Norry asía aquella carpeta de cuero contra su delgado tórax, como siempre, pero el seco hombre que hablaba de cabezas coronadas con el mismo tono monótono con que se refería a las reparaciones del tejado casi brincaba sobre las puntas de los pies en su esfuerzo por abrirse paso entre Aviendha y Merilille, las cuales lo agarraban por los brazos, reteniéndolo.

—Bájame, Birgitte —volvió a pedir, y, de nuevo maravilla de maravillas, Birgitte obedeció, si bien la mantuvo rodeada con un brazo, cosa que Elayne agradeció. No estaba segura de que las piernas la aguantaran mucho tiempo—. ¿Qué ocurre, maese Norry? Soltadlo, Aviendha, Merilille.

El jefe amanuense se adelantó prestamente, tan pronto como las dos mujeres le soltaron los brazos.

—Las noticias empezaron a llegar a poco de que os marchasteis, milady —dijo; esta vez su voz distaba de ser monótona, y el hombre fruncía las cejas en un gesto preocupado—. Hay cuatro ejércitos… pequeños, diría ahora, supongo. Luz, recuerdo cuando cinco mil hombres constituían un ejército. —Se pasó la mano por la calva cabeza, dejando los finos mechones blancos levantados detrás de las orejas, despeinados—. Hay cuatro ejércitos pequeños que se aproximan a Caemlyn, por el este —continuó en un tono más parecido al habitual en él. Casi—. Me temo que habrán llegado aquí dentro de una semana. Veinte mil hombres. Puede que treinta mil. No lo sé seguro. —A punto estuvo de extender la carpeta hacia Elayne como si le ofreciera ver los papeles que había dentro. Oh, sí, estaba muy agitado.

—¿Quién? —preguntó ella. Elenia tenía posesiones, y fuerzas, en el este, pero también las tenía Naean. Sin embargo, ninguna podía reunir veinte mil hombres. Y la nieve y el barro debería haberlos inmovilizado hasta la primavera. «No se construyen puentes con debería o tendría que», le pareció escuchar decir a Lini.

—Lo ignoro, milady —contestó Norry—. Aún.

En realidad no importaba quién. Fuera quien fuese, se estaba aproximando.

—Con las primeras luces del día, maese Norry, quiero que empecéis a comprar todas las vituallas que podáis encontrar fuera de las murallas y almacenarlas dentro. Birgitte, que el oficial de alistamiento anuncie que los mercenarios tienen cuatro días para firmar con la guardia, o deberán abandonar la ciudad. Y que ese anuncio se haga también a los ciudadanos, maese Norry. Quienquiera que desee marcharse antes de que se inicie el asedio, ha de partir ahora. Eso reducirá el número de bocas que tendremos que alimentar, y también puede inducir a más hombres a alistarse en la guardia. —Retiró el brazo de Birgitte, y echó a andar pasillo adelante, hacia sus aposentos. Los demás se vieron obligados a seguirla—. Merilille, informa a las Allegadas y a las Atha’an Miere. Quizá también quieran marcharse antes de que empiece. Birgitte, mapas. Haz que lleven buenos mapas a mis aposentos. Y otra cosa, maese Norry…

No había tiempo para dormir; no lo había para el cansancio. Tenía que defender una ciudad.

28

Noticias en un costal

A la mañana siguiente de que Mat hubo prometido ayudar a Teslyn si podía —y a Joline ¡y a la tal Edesina, a la que aún no había visto!—, Tylin anunció que se marchaba de la ciudad.

—Suroth me va a enseñar la extensión de Altara que controlo ahora, pichón —dijo.

Su cuchillo estaba hincado en el pilar tallado de la cama, y todavía yacían en medio de un lío de ropas de cama y arrugadas sábanas de lino, él sólo con el pañuelo de seda que le cubría la cicatriz del cuello, y ella sin más abrigo que su propia piel; una piel fina, por cierto, suave como la que más. Tylin siguió las marcas de sus otras cicatrices con la larga uña lacada en verde. De un modo u otro, Mat había acabado teniendo unas cuantas, y no porque no hubiera intentado evitarlo. Desde luego, en una subasta sacarían poco por su pellejo, eso seguro, pero a Tylin le fascinaban las cicatrices.

—De hecho no fue idea de ella —continuó Tylin—. Tuon cree que me… ayudaría verlo con mis propios ojos en lugar de mirar en un mapa, y lo que esa chica sugiere Suroth lo hace. Sin embargo, quiere acabar con ese asunto cuanto antes, así que iremos en to’raken para cubrir la distancia con rapidez. Al parecer esas criaturas recorren hasta ciento cincuenta kilómetros al día. Oh, no pongas esa cara, pichón. No te obligaré a subirte en uno de esos bichos.

Mat soltó un suspiro de alivio. La perspectiva de volar no era lo que lo había alterado; de hecho creía que le gustaría hacerlo. Pero, si se ausentaba de Ebou Dar fuera por el tiempo que fuese, sólo la Luz sabía si Teslyn o Joline o incluso esa Edesina podían impacientarse tanto como para hacer algo estúpido, o la clase de idiotez que era capaz de cometer Beslan. Éste le preocupaba casi tanto como las mujeres. Tylin, excitada por el inminente vuelo en una de esas bestias de los seanchan, parecía más un águila que nunca.

—Estaré ausente poco más de una semana, cielito. Mmmmm. —La uña verde trazó el sesgado recorrido de la cicatriz fruncida, de un palmo de largo, que le cruzaba las costillas—. ¿Tendré que atarte a la cama para estar segura de que no te pasará nada hasta mi regreso?

Corresponder a la maliciosa sonrisa de la mujer con otra encantadora le costó cierto esfuerzo. Estaba casi seguro de que bromeaba, pero sólo casi. Las ropas que le eligió para que se pusiera tenían un color rojo tan intenso que hacía daño a los ojos; es decir, totalmente rojas a excepción de las flores bordadas en la chaqueta y en la capa, y el pañuelo y el sombrero negros, por supuesto. Las puntillas blancas en el cuello y en los puños hacían que el resto pareciese aún más rojo. Con todo, Mat se apresuró a vestirse, ansioso de salir de los aposentos. En lo tocante a Tylin, un hombre demostraba ser listo si no daba por sentado nada con ella. Cabía la posibilidad de que no estuviese bromeando.

Al parecer, Tylin no había exagerado la impaciencia de Suroth. En poco más de dos horas, según el reloj cilíndrico incrustado de gemas que había en la sala de estar de Tylin, y que era regalo de Suroth, Mat acompañaba a la reina a los muelles. Es decir, Suroth y Tylin cabalgaban a la cabeza de unos veinte miembros de la Sangre que iban a acompañarlas, así como sus correspondientes so’jhin, hombres y mujeres que inclinaban las cabezas medio rapadas ante la Sangre y miraban por encima del hombro a todos los demás, y Mat marchaba montado en Puntos. El «galán» de una reina altaranesa no podía cabalgar junto a la Sangre, lo cual incluía ahora a la propia Tylin, naturalmente. No era como si fuese un sirviente heredado o algo de esa categoría.

La Sangre y la mayoría de los so’jhin montaban buenos animales, elegantes yeguas de cuellos arqueados y delicado paso; castrados de fieros ojos, fuerte cruz y ancho torso. La suerte de Mat no parecía funcionar en las carreras de caballos, pero él habría apostado por Puntos contra cualquiera de ellos. El castrado zaino de hocico chato no era vistoso, pero Mat estaba convencido de que en una carrera corta superaría a casi todos esos bonitos animales, y a todos en un trayecto largo. Después de haber pasado tanto tiempo en los establos, Puntos quería retozar ya que no podía correr, y Mat tuvo que recurrir a toda su destreza —en fin, la destreza que había adquirido de algún modo con los recuerdos de esos otros hombres— para controlar al animal. Cuando aún no habían llegado a mitad de camino de los muelles, la pierna le dolía hasta la cadera. Si se marchaba de Ebou Dar en un corto plazo de tiempo, habría de hacerlo por mar o con el espectáculo de Luca. Si llegaba el caso, tenía una buena idea de cómo forzar la situación para que el hombre se pusiera en camino antes de la primavera. Quizá fuera una idea peligrosa, pero no parecía que tuviese otra elección. La alternativa era aún más arriesgada.

No era el único que iba en retaguardia. Más de cincuenta hombres y mujeres, que afortunadamente llevaban gruesas prendas de lana blanca sobre los ropajes transparentes que solían vestir, marchaban detrás de él en dos filas. Algunos conducían animales de carga con canastas de mimbre repletas de manjares. La Sangre no sabía arreglárselas sin sus sirvientes; de hecho, parecían pensar que dormirían a la intemperie llevando tan pocos. Los da’covale rara vez alzaban los ojos del pavimento, y sus expresiones eran dóciles como malvas. Un día había visto mandar azotar a un da’covale, un hombre rubio más o menos de su edad, y el tipo había corrido a buscar el instrumento con el que le aplicarían el correctivo, sin intentar siquiera retrasarlo o esconderse, cuanto menos escapar del azotamiento. Mat no entendía a esa gente.

Delante de él marchaban seis sul’dam, con las cortas faldas pantalón mostrando los tobillos. Unos bonitos tobillos en un par de casos, pero las mujeres se comportaban como si también pertenecieran a la Sangre. Las capuchas de las capas adornadas con rayos les caían por la espalda, y dejaban que las ráfagas de viento agitaran las capas como si el frío no las afectase o no se atreviera a incomodarlas. Dos llevaban damane atadas a la correa, que caminaban al lado de sus caballos.

Mat estudió disimuladamente a las mujeres. Una de las damane, una mujer baja, con ojos de color azul pálido, iba unida por un a’dam plateado a la rellena sul’dam de tez olivácea a la que Mat había visto dando el paseo de ejercicio a Teslyn. La damane de cabello oscuro respondía al nombre de Pura. En su rostro terso resultaba evidente la cualidad intemporal Aes Sedai. No había dado crédito realmente a Tylin cuando le contó que la mujer se había convertido en una verdadera damane, pero la canosa sul’dam se inclinó en la silla para decirle algo a la mujer que había sido Ryma Galfrey y, fuera lo que fuese que cuchicheara la seanchan, Pura se echó a reír y batió palmas de alegría.

Mat se estremeció. Sin duda la puñetera mujer se pondría a chillar pidiendo auxilio si intentara quitarle el a’dam del cuello. ¡Luz! ¿Pero qué demonios estaba pensando? Bastante tenía ya con haberse cargado con el muerto de sacarles las castañas del fuego a tres Aes Sedai —¡así se abrasara, pero parecía que siempre acababan enjaretándole la misma faena cada vez que se daba la vuelta!—, bastante tenía ya con eso para plantearse la idea de intentar sacar a más de Ebou Dar.

El de Ebou Dar era un importante puerto marítimo, quizás el más grande del mundo conocido, y los atracaderos semejaban largos dedos grises de piedra que salían del muelle, el cual se extendía a todo lo largo de la ciudad. Casi todos los desembarcaderos estaban ocupados por embarcaciones seanchan de todos los tamaños, y las tripulaciones encaramadas a los aparejos vitorearon con vehemencia al paso de Suroth, un estruendo de cientos de voces clamando su nombre. Los hombres de otros barcos agitaban los brazos y gritaban también, aunque muchos parecían confusos en cuanto a quién o a qué aclamaban. Sin duda pensaban que se esperaba que lo hicieran. En esas embarcaciones, la brisa que soplaba en el puerto agitaba las Abejas Doradas de Illian, las Tres Lunas Crecientes de Tear y el Halcón Dorado de Mayene. Por lo visto Rand no había ordenado a los mercaderes de esos lugares que dejasen de comerciar con los puertos conquistados por los seanchan, o quizá los mercaderes lo hacían a su espalda. Un remolino de colores surgió en la mente de Mat, que sacudió la cabeza para despejarse. La mayoría de los mercaderes comerciarían con el asesino de su propia madre si hacerlo les reportaba beneficios.

El muelle más meridional había sido desalojado de barcos, y un buen número de oficiales seanchan, con sus lacados yelmos adornados con plumas, aguardaban para ayudar a Suroth y a Tylin a bajar la escalerilla que llevaba a una de las grandes embarcaciones a remos que esperaban, con ocho hombres en cada una de las largas palas. ¡Es decir, después de que Tylin le hubo dado un último beso, casi arrancándole el pelo al hacerle agachar la cabeza, y después de pellizcarle el jodido trasero como si no hubiese nadie mirando! Suroth frunció el entrecejo con impaciencia hasta que por fin Tylin se hubo acomodado en la embarcación, y, a decir verdad, la seanchan ni siquiera entonces dejó de incordiar, pues siguió dando órdenes con el lenguaje de los dedos a Alwhin, su so’jhin, de manera que la mujer de cara afilada iba y venía constantemente entre los bancos para llevarle esto o aquello.

El resto de la Sangre recibió pronunciadas reverencias de los oficiales, pero tuvieron que bajar solos la escalerilla, con ayuda de sus so’jhin. Las sul’dam ayudaron a las damane a subir a las grandes barcas y nadie ayudó a las personas de blanco a embarcar las canastas y menos a ellas. A no tardar, las barcas cruzaban el puerto hacia donde se encontraban los raken y los to’raken, al sur del Rahad, zigzagueando entre la extensa flota seanchan anclada y los montones de barcos Atha’an Miere capturados que sembraban el puerto. Parecía que a la mayoría de estos últimos les habían puesto nuevos aparejos, con las nervadas velas seanchan y diferentes cabos. También las tripulaciones eran seanchan. A excepción de las Detectoras de Vientos, en las que Mat intentó no pensar, y tal vez alguno que hubiese sido vendido, todos los Atha’an Miere supervivientes se encontraban en el Rahad con los otros da’covale, limpiando los canales encenagados. Y él no podía hacer nada. No les debía nada, y ya tenía más en su plato de lo que podía tragarse; no, no podía hacer nada. ¡Y se acabó!

Deseaba marcharse del puerto de inmediato, dejar atrás los barcos de los Marinos. Nadie le prestaba la menor atención en el muelle. Los oficiales se habían ido tan pronto como las barcas soltaron amarras. Alguien, Mat no recordaba quién, se había llevado a los animales de carga. Los marineros bajaron de los aparejos y regresaron a sus quehaceres, y los miembros del gremio de los estibadores empezaron a empujar sus carretillas bajas y pesadas, cargadas con pacas, cajas y barriles. Sin embargo, si se marchaba demasiado pronto, Tylin podría pensar que planeaba seguir cabalgando sin parar hasta dejar atrás la ciudad, y mandar a buscarlo; por lo tanto, siguió a lomos de Puntos en el extremo del embarcadero, agitando la mano como un idiota hasta que la mujer se encontró lo bastante lejos para no verlo a menos que atisbase con un visor de lentes.

A pesar de las dolorosas punzadas en la pierna, Mat recorrió despacio casi toda la longitud del muelle principal, evitando mirar el puerto. Mercaderes vestidos sobriamente observaban cómo se embarcaban o desembarcaban sus cargas, en ocasiones deslizando una bolsa de dinero en la mano de un hombre o una mujer con chaleco de cuero verde, a fin de conseguir que se manipulara la mercancía con más cuidado o mayor rapidez, si bien parecía difícil que los miembros del gremio pudieran moverse con más celeridad. Los sureños siempre daban la impresión de moverse a medio trote a menos que el sol estuviera en el cenit en verano, cuando el calor allí podía asar un pato, y ahora, con el cielo gris y el cortante viento del mar, habría hecho frío estuviese en la posición que estuviese el astro.

Para cuando se encontró frente a Mol Hara, había contado más de veinte sul’dam patrullando los muelles con damane, metiendo la nariz en los botes que venían de barcos anclados y que no eran seanchan, abordando cualquier embarcación recién llegada a los muelles o, incluso, a punto de largar velas. Mat había estado bastante seguro de que se encontrarían allí. Tendría que ser con Valan Luca. La única alternativa era demasiado azarosa, y quedaba descartada salvo para una emergencia. También la de Valan Luca era arriesgada, pero era la única que quedaba realmente.

De vuelta en el palacio de Tarasin, se bajó de Puntos haciendo una mueca de dolor y sacó su bastón, que llevaba detrás de la cincha de la silla. Dejó a un mozo de cuadra que se ocupara del zaino y entró cojeando, sintiendo que la pierna izquierda apenas lo sostenía. Quizás un buen baño caliente aliviaría el dolor. A lo mejor entonces sería capaz de pensar. A Luca había que cogerlo por sorpresa, pero antes de eso había otros cuantos problemillas que resolver.

—Ah, estáis aquí —dijo Noal, apareciendo de pronto delante él.

Mat sólo había visto de lejos al viejo desde que lo había instalado con sus hombres. Noal parecía descansado con su chaqueta gris recién cepillada, considerando que desaparecía en la ciudad a diario y sólo regresaba a palacio por la noche. El viejo se arregló las puntillas de las bocamangas y sonrió con aire seguro, enseñando las mellas de la dentadura.

—Planeáis algo, lord Mat —continuó—, y me gustaría ofrecer mis servicios.

—Planeo que la pierna no aguante mi peso —contestó Mat con tanta despreocupación como pudo. Noal parecía bastante inofensivo. Según Harnan, contaba historias antes de ir a dormir, historias que Harnan y los otros Brazos Rojos parecían tragarse enteras, incluso la de algún sitio llamado Shibouya, que supuestamente se hallaba más allá del Yermo de Aiel, donde mujeres que encauzaban llevaban tatuadas las caras, había más de trescientos delitos castigados con la pena de muerte, y debajo de las montañas vivían gigantes, hombres más altos que los Ogier, con las caras en el estómago. Afirmaba haber estado allí. Nadie que hiciese tales afirmaciones podía ser otra cosa que inofensivo. Por otro lado, la única vez que Mat lo había visto empuñando esas largas dagas que llevaba debajo de la chaqueta, su aspecto estaba lejos de parecer inofensivo. Había algo en el modo de coger un hombre un arma que revelaba que estaba acostumbrado a utilizarla—. Si decido planear cualquier otra cosa, te tendré en cuenta.

Todavía sonriendo, Noal se dio golpecitos en la picuda nariz con uno de los deformados dedos.

—Todavía no confiáis en mí, y es comprensible. Sin embargo, si os deseara algún mal sólo tendría que haberme quedado de manos cruzadas esa noche en el callejón. Tenéis esa expresión en los ojos. He visto a grandes hombres proyectando planes, y también a maleantes tan siniestros como la Fosa de la Perdición. Un hombre tiene una mirada especial cuando proyecta planes peligrosos de los que no quiere saber nada.

—Tengo los ojos cansados, simplemente —dijo riendo Mat, que se apoyó en el bastón. ¿Grandes hombres proyectando planes? Sí, seguramente el viejo los había visto en Shibouya, con los gigantes—. Te agradezco tu ayuda en el callejón. Si hay algo más que pueda hacer por ti, dímelo. Pero ahora mismo voy a darme un baño caliente.

—¿Ese gholam bebe sangre? —preguntó Noal mientras cogía del brazo a Mat cuando éste empezaba a dar el primer paso.

Luz, ojalá no hubiese mencionado ese nombre donde el viejo lo hubiera oído. Ojalá Birgitte no le hubiese hablado de esa cosa.

—¿Por qué lo preguntas? El gholam vive de la sangre. No se alimentan de nada más.

—Anoche han encontrado otro hombre con la garganta destrozada, sólo que ni en él ni en la cama había apenas sangre. ¿He mencionado que se albergaba en una posada cerca de la puerta de Moldine? Si esa cosa se había marchado de la ciudad, entonces ha vuelto. —Dirigió la vista más allá de Mat e hizo una profunda y rebuscada reverencia a alguien—. Si cambiáis de idea, siempre estaré listo —concluyó en un tono más bajo mientras volvía a ponerse erguido.

Mat miró hacia atrás, y el viejo se escabulló. Tuon se encontraba debajo de una de las doradas lámparas de pie observándolo bajo su velo. Al menos mirándolo. ¿Echándole una ojeada? Como siempre, en el momento en que la vio, ella se dio media vuelta y se deslizó pasillo adelante, en medio de un suave rumor de la plisada falda blanca. Nadie la acompañaba en esta ocasión.

Por segunda vez en ese día, Mat se estremeció. Lástima que la chica no se hubiese ido con Suroth y Tylin. En fin, un hombre al que le regalaban una hogaza no debería protestar porque faltasen algunas migas; sin embargo, entre Aes Sedai y seanchan, gholam siguiéndolo, viejos metiendo las narices en sus asuntos y chicas flacas observándolo, bastaba para que a cualquiera le diese un soponcio. Quizá debería olvidar la idea de poner en remojo su pierna, y no perder tiempo.

Se sintió mejor después de haber enviado a Lopin a recoger el resto de sus verdaderas ropas en el armario de juguetes de Beslan. Y a Nerim a buscar a Juilin. La pierna le seguía doliendo de un modo espantoso y se tambaleaba cuando quería caminar; pero, si no quería perder tiempo, cuanto antes pusiera todo en marcha, mejor. Quería salir de Ebou Dar antes de que Tylin regresara, y eso le daba diez días. Menos, para tener un margen de seguridad.

Cuando el husmeador asomó la cabeza en el dormitorio, Mat se observaba en el espejo de cuerpo entero. Las ropas rojas dormían en el armario, junto con el resto de las horteradas que Tylin le había regalado. A lo mejor le hacían algún servicio a su próximo galán. La chaqueta que se puso era la más sencilla que tenía, una prenda de buen paño azul, sin pizca de bordados. La clase de chaqueta que un hombre se sentía orgulloso de llevar sin tener que aguantar las miradas de todo el mundo. Una chaqueta decente.

—Quizás un poco de encaje —murmuró mientras toqueteaba el cuello de la camisa—. Sólo un poco. —Realmente era una chaqueta sencilla, pensándolo bien. Casi sobria.

—Yo de encajes no entiendo —dijo Juilin—. ¿Para eso me has mandado llamar?

—No, claro que no. ¿A qué viene esa sonrisita? —A decir verdad no era sólo una sonrisilla, sino una sonrisa de oreja a oreja.

—Estoy contento, eso es todo. Suroth se ha marchado y yo estoy feliz. Si no me has llamado para lo del encaje, ¿qué quieres?

¡Rayos y centellas! ¡La mujer en la que Juilin estaba interesado debía de ser una da’covale de Suroth! Una de las que había dejado en palacio. ¿Qué otra razón podía tener si no para que le importara que se hubiese marchado y más para estar contento por ello? ¡Y pretendía llevarse a una propiedad de esa mujer! En fin, quizá no era para tanto si se comparaba con llevarse a un par de damane.

Se adelantó cojeando y rodeó los hombros de Juilin con un brazo para conducirlo hasta la sala de estar.

—Necesito un vestido de damane que le quede bien a una mujer más o menos así de alta —señaló con la mano a la altura de su hombro—, y delgada. —Sonrió a Juilin, pero la sonrisa de éste casi se borró—. Y también necesito tres vestidos de sul’dam, y un a’dam. Y se me ocurrió que el hombre que mejor sabe cómo robar algo sin que lo cojan sería un rastreador.

—¡Yo rastreo ladrones, no soy un uno de ellos! —gruñó el hombre, que se sacudió de encima el brazo de Mat.

También Mat dejó que su sonrisa se borrara.

—Juilin, sabes que el único modo de sacar a esas tres hermanas de la ciudad es si los guardias creen que aún son damane. Teslyn y Edesina ya llevan lo que necesitan, pero tenemos que disfrazar a Joline. Suroth regresará dentro de diez días, Juilin. Si para entonces no nos hemos ido, lo más probable es que tu palomita siga siendo su propiedad cuando nos vayamos. —No pudo evitar pensar, con un estremecimiento, que si ellos no se habían ido para entonces, ninguno lo haría nunca. Luz, en esa ciudad uno tiritaba aunque estuviese puertas adentro.

Juilin metió los puños en los bolsillos de su oscura chaqueta teariana y le asestó una mirada furibunda. En realidad, la mirada iba dirigida a algo que no estaba allí y que al rastreador no le gustaba.

—No será fácil —murmuró finalmente, torciendo el gesto.

Los días que siguieron fueron de todo menos fáciles. Las sirvientas reían con más o menos descaro al ver sus nuevas ropas. Es decir, sus antiguas ropas. Sonreían y apostaban —cuando él podía oírlas— sobre la rapidez con la que se cambiaría cuando Tylin regresase. La mayoría parecía pensar que correría por los pasillos quitándose a tirones lo que quiera que llevase puesto tan pronto como supiera que ella estaba de camino, pero Mat pasó por alto sus pullas. Excepto en lo tocante al regreso de Tylin. La primera vez que una sirvienta lo mencionó, se llevó un susto de muerte al pensar que realmente había vuelto por alguna razón.

Varias de las mujeres y casi todos los hombres interpretaron el cambio de vestuario como el anuncio de que se marchaba. De que huía, lo llamaban desaprobadoramente, y hacían lo que podían para ponerle obstáculos. A su modo de ver, era un bálsamo que adormecía el dolor de muelas de Tylin, y no querían que ella regresara y los mordiera por haberlo perdido. Si Mat no se hubiera asegurado de que Lopin o Nerim estuvieran siempre en los aposentos de Tylin, protegiendo sus pertenencias, la ropa habría desaparecido otra vez, y sólo gracias a Vanin y a los Brazos Rojos se impidió que Puntos se esfumase de los establos.

Mat procuró dar alas a esa creencia. Cuando él se marchara y dos damane desaparecieran al mismo tiempo, sin duda se relacionarían ambos hechos; pero, estando Tylin ausente y siendo evidente su intención de huir antes de que regresara, quedaría libre de sospechas. A diario, aunque estuviese lloviendo, montaba en Puntos y daba vueltas en el establo, cada día un poco más de tiempo, como si intentara ir incrementando su resistencia. Lo que de hecho era cierto, comprendió al cabo de un tiempo. La pierna y la cadera seguían doliéndole a rabiar, pero empezó a pensar que podría arreglárselas para cabalgar quince kilómetros seguidos antes de tener que desmontar. Bueno, diez.

A menudo, si el cielo estaba despejado, las sul’dam sacaban a pasear a las damane mientras él se ejercitaba. Las seanchan eran conscientes de que Mat no era propiedad de Tylin, pero, por otro lado, oyó a algunas llamarlo su juguete. El juguete de Tylin, decían, ¡como si ése fuese su nombre! No lo consideraban lo bastante importante para enterarse de si tenía otro. Para ellas, una persona era da’covale o no lo era, y ese asunto de medias tintas les parecía divertido. Mat cabalgaba con el sonido de las risas, e intentaba convencerse de que todo era para bien. Cuanta más gente comentara que se estaba preparando para escabullirse antes de que Tylin volviera, mejor para ella. Sólo que para él resultaba muy desagradable.

De vez en cuando veía rostros Aes Sedai entre las damane que sacaban a pasear, tres además de Teslyn, pero no tenía el menor indicio sobre el aspecto de Edesina. Podría ser la pálida y baja mujer que le recordaba a Moraine, o la alta, con cabello rubio plateado; o la esbelta de pelo negro. Desplazándose junto a una sul’dam, cualquiera de ellas podría haber estado dando un paseo, de no ser por el brillante collar que le ceñía la garganta o la correa que la ataba a la muñeca de la sul’dam. La expresión de la propia Tylin se ensombrecía progresivamente siempre que la veía, manteniendo la vista fija al frente. Cada vez parecía haber más resolución en su semblante. Y también algo que podría ser pánico. Mat empezó a preocuparse por ella; y por su impaciencia.

Quería tranquilizarla —no necesitaba aquellos viejos recuerdos para saber que la resolución combinada con el pánico podía conducir a la gente a la muerte, pero sí confirmaban su opinión—; quería tranquilizarla, sólo que no se atrevía a acercarse otra vez a las casetas del ático. Tuon seguía estando allí cuando se daba media vuelta, observándolo o mirándolo o lo que quiera que hiciera, demasiado a menudo para sentirse cómodo. Tampoco lo suficiente para hacerle pensar que lo seguía. ¿Por qué hacía eso? Demasiado a menudo. En ocasiones la acompañaba su so’jhin, Selucia, y alguna que otra vez Anath, aunque la extraña y alta mujer pareció desaparecer de palacio al cabo de un tiempo, al menos de los pasillos. Estaba «en retiro», oyó comentar, significase lo que significase eso, aunque ojalá se hubiese llevado con ella a Tuon. Dudaba que la chica se creyera que llevaba dulces a una Detectora de Vientos por segunda vez. A lo mejor era que todavía quería comprarlo. En tal caso, Mat seguía sin entender el porqué. Nunca había sido capaz de comprender qué atraía a las mujeres hacia un hombre —parecían salírseles los ojos con los tipos más corrientes— pero sí sabía que él no era guapo, dijese lo que dijese Tylin. Las mujeres mentían para llevarse a un hombre a la cama, y, cuando ya lo tenían allí, mentían más todavía.

En cualquier caso, Tuon era una molestia sin importancia. Una mosca en la oreja. Sólo eso. Hacía falta algo más que mujeres chismosas o chicas mironas para hacerlo sudar. Tylin, en cambio, sí que lo conseguía a pesar de estar ausente. Si regresaba y le pescaba preparando la marcha, podría cambiar de opinión respecto a venderlo. Después de todo, ahora también era una Augusta Señora, y a Mat no le cabía duda de que se afeitaría la cabeza dejándose una cresta a no mucho tardar. Una adecuada seanchan de la Alta Sangre, y entonces ¿quién sabía lo que podría hacer? Tylin lo hacía sudar un poco, pero había otras cosas más que suficientes para que un hombre acabara empapado en sudor.

Noal siguió informándole sobre los asesinatos del gholam, y a veces se lo contaba Thom. Había uno nuevo cada noche, aunque nadie salvo los otros dos hombres y él parecía conectar los asesinatos. Mat se mantenía en espacios abiertos todo lo posible, y con gente alrededor si podía ser. Dejó de dormir en el lecho de Tylin y nunca pasaba dos noches seguidas en el mismo sitio. Y si ello significaba tener que dormir en el altillo del establo, no pasaba nada; ya lo había hecho antes, aunque no recordaba que la paja se le clavase a través de la ropa. Con todo, mejor que lo pinchase la paja que acabar con la garganta rajada.

Había buscado a Thom nada más decidir que intentaría liberar a Teslyn, y lo había encontrado en las cocinas charlando con las cocineras sobre el pollo glaseado con miel. Thom se llevaba igualmente bien con cocineros como con granjeros, mercaderes o nobles. Tenía el don de llevarse bien con todo el mundo, de escuchar la cháchara de todos y asimilarlo para sacar un cuadro general. Podía mirar las cosas desde una perspectiva que a otros se les pasaba por alto. Tan pronto como hubo terminado el pollo, Thom había planteado el único modo de sacar a las Aes Sedai ante la guardia. Entonces la idea le había parecido fácil; sólo durante un corto tiempo. Pero surgieron otros obstáculos.

Juilin tenía también ese modo retorcido de ver las cosas, quizá debido a sus años como rastreador, y algunas noches Mat se reunía con él y con Thom en el cuartito que los dos hombres compartían en las dependencias de la servidumbre, y planeaban cómo superar esos obstáculos. Ésos eran los que realmente hacían sudar a Mat.

Al principio de las reuniones, la noche en que Tylin se marchó, Beslan entró sin llamar, buscando a Thom, o eso dijo. Por desgracia, antes había estado escuchando en la puerta, lo suficiente para no poder quitárselo de encima con cualquier cuento. Y, peor aún, quería tomar parte; incluso les dijo cómo hacerlo.

—Un levantamiento —manifestó mientras se sentaba en la banqueta de tres patas que había entre los dos estrechos catres.

Un lavabo con un aguamanil blanco desconchado y palangana, pero sin espejo, acababa de abarrotar el cuarto. Juilin se había sentado en el borde de una de las camas, en mangas de camisa y con gesto indescifrable. Y Thom estaba tendido en la otra, examinándose los nudillos con el ceño fruncido. Lo cual dejaba a Mat el puesto junto a la puerta, apoyado contra ella para impedir que entrase alguien más a meter baza; Mat no sabía si ponerse a reír o echarse a llorar. Resultaba obvio que Thom había estado al tanto de toda esa locura desde el principio; eso era lo que había estado intentando aplacar.

—La gente se levantará cuando yo dé la orden —continuó Beslan—. Mis amigos y yo hemos hablado con hombres por toda la ciudad. ¡Están dispuestos a luchar!

Suspirando, Mat cargó el peso en la pierna sana. Sospechaba que, cuando Beslan diese la orden, él y sus amigos serían los únicos que se alzarían. La mayoría de la gente se mostraba más inclinada a hablar de luchar que a hacerlo, especialmente contra soldados.

—Beslan, en las historias de juglares, mozos de cuadra con horquillas y panaderos con adoquines derrotan ejércitos porque quieren ser libres. —Thom resopló con fuerza y su blanco bigote se agitó, pero Mat no le hizo caso—. En la vida real, los mozos de cuadra y los panaderos acaban muertos. Sé reconocer buenos soldados cuando los veo, y los seanchan son muy buenos.

—¡Si liberamos a las damane junto con las Aes Sedai, combatirán de nuestro lado! —insistió Beslan.

—Debe de haber doscientas damane o más en el ático, Beslan, en su mayoría seanchan. Libéralas y todas saldrán corriendo a encontrar a sus sul’dam. ¡Luz, ni siquiera podemos confiar en todas las mujeres que no son seanchan! —Mat levantó la mano para acallar las protestas de Beslan—. No hay forma de saber en cuáles confiar, y tampoco disponemos de tiempo. Y, si lo hiciésemos, tendríamos que matar al resto. No estoy dispuesto a matar a una mujer cuyo único crimen es estar atada a una correa. ¿Y tú?

Beslan desvió la mirada, pero tenía prieta la mandíbula. No pensaba renunciar.

—Liberásemos o no a cualquier damane —continuó Mat—, si la gente se alza los seanchan convertirán Ebou Dar en un matadero. Sofocan las rebeliones con dureza, Beslan. ¡Con mucha dureza! Podríamos matar a todas las damane del ático, y traerían más de los campamentos. Tu madre regresaría para encontrar escombros dentro de las murallas y tu cabeza clavada en una pica fuera de ellas. Donde la suya no tardaría en unirse. ¿Piensas que creerían que no sabía lo que su propio hijo estaba planeando? —Luz, ¿lo sabría? Esa mujer era lo bastante valiente para intentarlo; sin embargo, no la creía tan necia…

—Ella dice que somos conejos —repuso amargamente Beslan—. «Cuando aparecen los podencos, los conejos se quedan quietos o se los comen» —citó—. No me gusta ser un conejo, Mat.

Mat respiró un poco más tranquilo.

—Es mejor un conejo vivo que uno muerto, Beslan. —Seguramente no era la forma más diplomática de plantearlo, y de hecho Beslan torció el gesto, pero era verdad.

Animó al príncipe a sumarse a las reuniones, aunque sólo fuera para tenerlo controlado, pero Beslan apenas acudió a ellas, y recayó sobre Thom la tarea de apaciguar el ardor del joven cuando y como pudiera. Lo más que consiguió Mat fue persuadir a Beslan para que prometiese que no llamaría al levantamiento hasta un mes después de que ellos se hubiesen marchado, a fin de que nadie más se viera implicado. No era un resultado muy satisfactorio, pero sí mejor que nada. Sus intentos para conseguir más fueron como hablar con una pared. O como darse contra ella.

La amada de Juilin lo tenía bien cogido. Por ella, al rastreador no pareció importarle cambiarse su atuendo teariano por el uniforme verde y blanco de un sirviente, ni perder horas de sueño para pasarse dos noches barriendo el suelo, cerca de la escalera que llevaba a las casetas. Nadie prestaba atención a un criado manejando una escoba, ni siquiera otro criado. El palacio de Tarasin tenía suficientes para que no se conociesen todos, y, si veían a un hombre de uniforme con una escoba, daban por sentado que se suponía que tenía que utilizarla. Juilin también se pasó barriendo dos días, y finalmente informó que las sul’dam inspeccionaban las casetas a primera hora de la mañana y justo después de anochecer, y también podían ir o venir en cualquier momento del día, pero por la noche se dejaba solas a las damane.

—He oído decir a una sul’dam que se alegraba de no estar en los campamentos, donde… —Tendido sobre el fino colchón, Juilin hizo una pausa para bostezar. Thom estaba sentado en el borde de la cama, lo cual dejaba la banqueta para Mat. Era mejor que seguir de pie, aunque no mucho. La mayoría de la gente estaría durmiendo a esas horas—. Donde tendría que hacer guardia algunas noches —prosiguió el rastreador cuando pudo hablar de nuevo—. Y añadió que le gustaba poder dejar dormir a las damane toda la noche, y así se encontraban descansadas al amanecer.

—De modo que tenemos que actuar por la noche —murmuró Thom, que se toqueteó el blanco bigote. No era necesario agregar que cualquier cosa que se moviera por la noche llamaba la atención. Los seanchan patrullaban las calles de noche, cosa que la Fuerza Civil nunca había hecho. La Guardia también había estado bien dispuesta a los sobornos, hasta que los seanchan la disolvieron. Ahora, era muy probable encontrar en la calle por la noche a los Guardias de la Muerte, y si alguien intentaba sobornarlos seguramente no viviría para ser citado a juicio.

—¿Has encontrado ya un a’dam, Juilin? —preguntó Mat—. ¿O los vestidos? Los vestidos no serán tan difíciles como el a’dam.

El rastreador volvió a bostezar antes de contestar.

—Los conseguiré a su debido momento. Tampoco los dejan por ahí, tirados, ¿sabes?

Thom descubrió que no era posible sacar a pasear damane por las puertas. O, más bien, admitió, era Riselle la que lo había descubierto. Al parecer, uno de los oficiales de alto rango que se hospedaban en La Mujer Errante tenía una voz para el canto que a la mujer le resultaba muy agradable.

—Un miembro de la Sangre puede sacar damane sin que le hagan preguntas —informó Thom en la siguiente reunión. Esta vez, Juilin y él estaban sentados en la cama. Mat empezaba a odiar la dichosa banqueta—. O con muy pocas, en cualquier caso. Pero las sul’dam necesitan una orden firmada y sellada por un miembro de la Sangre, un oficial que sea capitán o más, o una der’sul’dam. Los guardias de las puertas y en los muelles tienen listas de todos los sellos que pueden dar ese permiso, así que no puedo hacer un sello simplemente y esperar que lo acepten. Necesito una copia de la clase de orden adecuada con la clase de sello adecuado. Eso plantea la pregunta de quiénes serán nuestras tres sul’dam.

—Quizá Riselle pueda ser una —sugirió Mat. La mujer ignoraba lo que estaban haciendo, y contárselo podía ser arriesgado. Thom le había hecho todo tipo de preguntas, como si estuviera intentando aprender cosas sobre la vida bajo el mandato de los seanchan, y ella no había tenido inconveniente en preguntar a su vez a su amiga seanchan, pero quizá no se mostrara tan inclinada a poner en peligro su hermosa cabeza para que la clavaran en una pica. Y quizá no se conformara con decir simplemente que no—. ¿Y qué me dices de tu amada, Juilin? —Él tenía una idea sobre quién podía ser la tercera. Le había pedido a Juilin que encontrase un vestido de sul’dam que encajara a Setalle Anan, aunque aún no había tenido oportunidad de planteárselo a la mujer. Sólo había vuelto a La Mujer Errante una vez desde que Joline había entrado en la cocina de la posada, y sólo fue para asegurarse de que la Aes Sedai entendiese que estaba haciendo todo lo que podía. Ella no lo entendió, pero la señora Anan se las había arreglado para aplacar la ira de la Aes Sedai antes de que ésta empezase a dar voces. Setalle sería la sul’dam perfecta para Joline.

—Ya me ha resultado bastante difícil convencer a Thera para que huya conmigo. —Juilin se encogió de hombros, incómodo—. Ahora es… tímida. Puedo ayudarla a superar eso con el tiempo. Sé que puedo hacerlo. Pero no creo que se encuentre en condiciones de fingir que es una sul’dam.

—No es probable que Riselle se marche por ninguna circunstancia. —Thom se atusó el bigote—. Por lo visto le gusta tanto cómo canta el oficial general lord Yamada que ha decidido casarse con él. —Suspiró, pesaroso—. Me temo que se ha acabado la información en esa fuente. —Su expresión decía que también se había terminado reposar la cabeza en la almohada de sus senos—. En fin, seguid pensando los dos a quién podemos pedírselo. Yo veré si puedo echar mano a una copia de esas órdenes.

Thom se las arregló para conseguir la tinta y el papel adecuado, y estaba preparado para imitar cualquier escritura y sello. Desdeñaba los sellos; decía que cualquiera con un nabo y un cuchillo podía copiarlos. Imitar la escritura de otro hombre de manera que ese hombre creyera que era de su puño y letra era un arte. Pero ninguno de ellos fue capaz de encontrar una copia de órdenes con el sello preciso para copiarlo. Como con los a’dam, los seanchan tampoco dejaban las órdenes tiradas por ahí. Tampoco Juilin parecía hacer progresos con el a’dam. Era como darse contra una pared en un callejón sin salida. Y habían pasado ya seis días, en un suspiro. Quedaban cuatro. Para Mat, era como si hubiesen pasado seis años desde la marcha de Tylin, y que faltaban cuatro horas para que regresara.

El séptimo día, Thom paró a Mat en un pasillo tan pronto como éste volvió del diario paseo a caballo. Sonriendo como si conversara de cosas sin importancia, el antiguo juglar bajó el tono de voz. Los sirvientes que pasaban presurosos junto a ellos sólo escucharon susurros.

—Según Noal, el gholam volvió a matar anoche. Se ha ordenado a los Buscadores que encuentren al asesino aunque para ello tengan que dejar de comer o de dormir, pero no he podido descubrir quién dio la orden. Incluso el hecho de que se les ha dado una orden de hacer algo parece ser secreto. Sin embargo, están prácticamente preparando el potro y calentando los hierros de tortura.

A pesar de que Thom mantenía el tono bajo, Mat miró en derredor para ver si había alguien escuchando. La única persona a la vista era un hombre fornido y canoso llamado Narvin, vestido con el uniforme de servicio, que no caminaba presuroso ni llevaba nada. Los criados del rango de Narvin no llevaban nada ni se daban prisa. Parpadeó al observar que Mat intentaba mirar en todas direcciones a la vez y frunció el entrecejo. Mat habría querido gritar, pero en cambio esbozó la sonrisa más encantadora que pudo, y Narvin siguió su camino, ceñudo. Mat estaba convencido de que ese tipo había sido el responsable del primer intento de sacar a Puntos de los establos.

—¿Noal te contó lo de los Buscadores? —susurró, sin salir de su asombro, tan pronto como Narvin se encontró lo bastante lejos.

—Por supuesto que no —repuso Thom, agitando desdeñosamente la mano—. Sólo lo del asesinato. Pero parece estar atento a los rumores, y sabe lo que significan. Un talento poco corriente, ése. Me pregunto si realmente habrá estado en Shara —dijo, pensativo—. Nos contó que… —Carraspeó al ver la mirada ceñuda de Mat—. En fin, ya habrá tiempo para hablar de eso. Cuento con otras fuentes aparte de la muy añorada Riselle. Algunas son Escuchadores. Los Escuchadores sí parecen enterarse de todo.

—¿Que has estado hablando con Escuchadores? —La voz de Mat se quebró en una nota chirriante como un pestillo oxidado. ¡Tuvo la impresión de que la garganta entera se le había oxidado!

—No pasa nada, siempre y cuando no sepan que uno lo sabe —dijo Thom riendo—. Mat, con los seanchan hay que dar por sentado que todos son Escuchadores. De ese modo, uno se entera de lo que quiere saber sin decir algo equivocado en el oído equivocado. —Tosió y se atusó el bigote con los nudillos, sin acabar de ocultar la sonrisa tan exageradamente modesta que invitaba a la alabanza—. Ocurre que conozco a dos o tres que lo son realmente. En cualquier caso, nunca viene mal tener más información. Quieres marcharte antes de que Tylin regrese, ¿no es así? Pareces un poco… desamparado estando ella ausente.

Mat sólo pudo gemir.

Esa noche, el gholam atacó de nuevo. Lopin y Nerim le comunicaron con excitación la noticia antes de que Mat hubiese terminado de desayunar su pescado. La ciudad entera estaba alborotada, afirmaban. La última víctima, una mujer, había sido descubierta en la boca de un callejón, y de repente la gente había empezado a hablar, relacionando los asesinatos. Un loco andaba suelto, y la gente exigía más patrullas seanchan por las calles de noche. Mat retiró el plato, perdido totalmente el apetito. Más patrullas. Y, por si eso no fuera bastante, Suroth podría regresar antes de lo previsto si se enteraba de esto, trayendo a Tylin con ella. En el mejor de los casos, sólo contaba con dos días más. Pensó que iba a vomitar lo que había ingerido.

Se pasó el resto de la mañana paseando —es decir, cojeando— de un lado a otro de la alfombra en el dormitorio de Tylin, haciendo caso omiso del dolor en la pierna, mientras intentaba discurrir algo, cualquier cosa, que le permitiese llevar a cabo lo imposible en el plazo de dos días. El dolor en realidad no era tan intenso ya. Había dejado de usar el bastón, a fin de recobrar fortaleza en los músculos. Creía ser capaz de caminar tres o cuatro kilómetros sin necesidad de dar un descanso a la pierna; un poco de descanso, quizá.

A mediodía, Juilin le llevó la única noticia realmente buena que había oído en una era. No se trataba exactamente de una noticia. Era un costal de tela que contenía dos vestidos envueltos alrededor de un objeto plateado: un a’dam.

29

Otro plan

La bodega techada con vigas de La Mujer Errante era grande, pero parecía tan abarrotada como el cuarto que Thom y Juilin compartían a pesar de que sólo había en ella cinco personas. La lámpara de aceite colocada sobre un barril vuelto boca abajo arrojaba sombras y luces titilantes. Un poco más allá, la bodega se perdía en la oscuridad. El pasillo entre los anaqueles y las toscas paredes de piedra era poco más ancho que la altura de un barril, pero no era eso lo que hacía que pareciera abarrotada.

—Te pedí ayuda, no que me pusieras un nudo corredizo en el cuello —dijo fríamente Joline. Tras casi una semana de estar al cuidado de la señora Anan, comiendo los platos de Enid, la Aes Sedai ya no tenía aspecto demacrado. El vestido deshilachado con el que Mat la había visto aquel día había sido reemplazado por otro de fino paño azul, el cuello alto con un toque de encaje, así como en los puños. A la parpadeante luz, su cara quedaba medio en sombras, pero se advertía la furia que denotaba, y sus ojos parecían querer traspasar el rostro de Mat—. ¡Si algo, cualquier cosa, saliera mal, estaría indefensa!

Mat no estaba dispuesto a aguantarlo. Uno ofrecía ayuda por tener buen corazón —en fin, más o menos— y mira lo que recibía. Prácticamente sacudió el a’dam bajo la nariz de la mujer; el objeto se retorció en su mano cual una larga serpiente de plata resplandeciente con la tenue luz de la lámpara. El collar y el brazalete arañaron el suelo de piedra, y Joline se remangó la falda y retrocedió para evitar que la rozara. Por el modo en que la mujer torció la boca, habríase dicho que el a’dam era una víbora. Mat se preguntó si le encajaría; el collar parecía más grande que su esbelto cuello.

—La señora Anan os lo quitará tan pronto como dejemos atrás las murallas —gruñó—. Confiáis en ella, ¿verdad? Arriesgó la cabeza por ocultaros aquí abajo. ¡Os lo repito, no hay ningún otro modo de hacerlo!

Joline levantó la barbilla con aire obstinado, y la señora Anan masculló iracunda entre dientes.

—No quiere llevar esa cosa —intervino Fen con voz inexpresiva, detrás de Mat.

—Si no quiere llevarla, no la llevará —abundó Blaeric en un tono aún más frío, al lado de Fen.

Los Guardianes de Joline eran como dos gotas de agua a pesar de ser tan distintos. Fen, con rasgados ojos oscuros y una barbilla que podría arrancar lascas de piedra, era un poco más bajo que Blaeric y tal vez un poco más ancho de hombros y tórax, si bien habrían podido cambiar las ropas sin problemas. Mientras que el cabello de Fen, liso y negro, le caía hasta los hombros, Blaeric llevaba muy corto el suyo, que era un poco más claro, y tenía los ojos azules. A Fen, un saldaenino, no parecía gustarle mucho nada, excepto Joline. A los dos les gustaba Joline un montón. Ambos hablaban igual, pensaban igual, se movían igual. Y, si bien vestían camisas deslucidas y chalecos de paño corriente, de trabajadores, que les llegaban a las caderas, cualquiera que los tomase por jornaleros, incluso con tan escasa luz, es que estaría ciego. De día, en los establos donde la señora Anan los tenía trabajando… ¡Luz! Mat advirtió que lo miraban como mirarían unos leones a una cabra que les hubiera enseñado los dientes, y se desplazó de manera que no tendría que verlos ni por el rabillo del ojo. Los cuchillos que guardaba en distintas partes del cuerpo no servían de mucho consuelo, teniéndolos a su espalda.

—Si no le haces caso, Joline Maza, entonces me lo harás a mí. —Puesta en jarras, Setalle se enfrentó a la esbelta Aes Sedai; sus ojos avellanados echaban chispas—. ¡Me propongo verte de vuelta en la Torre Blanca aunque para ello tengo que llevarte a empujones todo el camino! Quizás en el camino me demostrarás que sabes lo que significa ser Aes Sedai. Me conformaría con un atisbo de mujer adulta. ¡Hasta ahora, lo único que he visto es a una novicia gimoteando en la cama y teniendo pataletas!

Joline se quedó mirándola fijamente, con aquellos enormes ojos castaños abiertos al máximo, como si no diese crédito a sus oídos. Tampoco Mat tenía claro si había oído bien o no. Las posaderas no arremetían contra las Aes Sedai. Fen gruñó y Blaeric masculló algo que sonó poco halagador.

—Sólo tendréis que ir hasta donde los guardias de la puerta no alcancen a veros —se apresuró a decir Mat a Setalle, con la esperanza de desviar cualquier explosión que Joline estuviese considerando poner en práctica—. Mantened la capucha de la capa bien echada… —¡Luz, tenía que conseguir una de esas extravagantes capas! En fin, si Juilin era capaz de robar un a’dam, también podría robar una jodida capa—. Y los guardias verán simplemente a otra sul’dam. Podréis estar de vuelta aquí antes de que amanezca, sin que nadie se entere. A menos que insistáis en llevar vuestro cuchillo de esponsales. —Rió su propio chiste, pero no así la mujer.

—¿Es que creéis que podría quedarme en un sitio donde a las mujeres se las considera animales porque pueden encauzar? —demandó mientras salvaba la distancia que los separaba a largas zancadas—. ¿Creéis que iba a dejar que mi familia se quedara?

Si antes sus ojos habían dirigido una mirada feroz a Joline, ahora clavaron otra más abrasadora en Mat. Francamente, a Mat nunca se le había ocurrido plantearse esa pregunta. Por supuesto que le gustaría ver libres a las damane, pero ¿por qué tenía tanta importancia para la posadera? Sin embargo, saltaba a la vista que la tenía; la mano de Setalle pasó a lo largo de la empuñadura del cuchillo del cinturón, acariciándola. Los ebudarianos no se tomaban muy bien lo de los insultos, y a ese respecto ella era pura ebudariana.

—Empecé a negociar la venta de La Mujer Errante dos días después de que llegaron los seanchan, cuando vi lo que eran. Debería haber entregado el negocio a Lydel Elonid hace días, pero lo he estado retrasando porque Lydel no esperaría encontrar una Aes Sedai en la bodega. Cuando estéis listo para partir, le entregaré las llaves y me iré con vos. Lydel empieza a mostrarse impaciente —añadió con intención, dirigiéndose a Joline por encima del hombro.

Mat habría querido preguntar, indignado, qué pasaba entonces con su oro. ¿Le dejaría Lydel sacarlo, siendo una ganancia como llovida del cielo? Aun así, fue otra cosa lo que lo hizo atragantar. De repente se vio a sí mismo cargado con toda la familia de la señora Anan, incluidos los hijos casados, con sus niños, y puede que también unos cuantos tíos y tías y primos. Docenas de ellos. Veintenas, tal vez. Ella sería de fuera, pero su marido tenía familia por toda la ciudad. Blaeric le palmeó la espalda con tanta fuerza que Mat se tambaleó.

Le enseñó los dientes al tipo y esperó que los shienarianos tomasen ese gesto por una sonrisa de agradecimiento. La expresión de Blaeric no varió un solo segundo. Jodidos Guardianes! Jodidas Aes Sedai! ¡Dos veces jodidas posaderas!

—Señora Anan —empezó con tiento—, el plan que tengo pensado para salir de Ebou Dar sólo admite un número de personas. —No le había hablado todavía del espectáculo de Luca. Había una posibilidad de que no pudiese convencer al hombre, después de todo. Y la dificultad para convencer a Luca crecería de forma proporcional a la cantidad de gente que tendría que admitir en su espectáculo—. Regresad aquí cuando nosotros nos encontremos ya fuera de la ciudad. Si queréis marcharos, id en uno de los barcos pesqueros de vuestro esposo. Pero os aconsejo que esperéis varios días. Una semana, más o menos. Una vez que los seanchan descubran que faltan dos damane, se echarán encima de cualquiera que desee marcharse.

—¿Dos? —intervino con voz cortante Joline—. ¿Teslyn y quién más?

Mat se encogió. Se le había escapado eso sin querer. Tenía catalogada a Joline, e irascible, testaruda y consentida eran las palabras que le venían a la mente de inmediato. Cualquier cosa que la hiciese pensar que aumentaba la dificultad del plan, que había más posibilidades de que saliese mal, podría bastar para que decidiese intentar cualquier plan descabellado de su propia cosecha. Algo que sin duda echaría a perder el suyo. La capturarían, indudablemente, si intentaba huir por sus propios medios, y ella lucharía. Y una vez que los seanchan descubrieran que habían tenido una Aes Sedai justo delante de sus narices, intensificarían otra vez la búsqueda de marath’damane, incrementarían las patrullas callejeras más de lo que ya lo habían hecho a causa del «asesino loco», y, lo peor de todo, no sería de extrañar que pusieran mayores dificultades a la hora de pasar las puertas de la ciudad.

—Edesina Azzedin —contestó de mala gana—. Es lo único que sé de ella.

—Edesina —repitió lentamente Joline. Una ligera arruga frunció su tersa frente—. Había oído decir que se… —Fuera lo que fuese lo que había oído, cerró firmemente la boca y clavó en Mat una mirada fiera—. ¿Tienen retenidas a más hermanas? ¡Si Teslyn va a salir libre, no dejaré a ninguna otra hermana en manos de esos seanchan!

A Mat le costó un gran esfuerzo no quedarse boquiabierto. ¿Irascible y consentida? Ahora más parecía una leona que no desentonaba con Blaeric y Fen.

—Creedme, no dejaré a una Aes Sedai en las casetas a menos que desee quedarse —dijo, dando a su voz un tono tan sarcástico como pudo.

Seguía siendo testaruda. Era capaz de insistir en que rescatara a otras dos como Pura. ¡Luz, jamás tendría que haberse dejado enredar con Aes Sedai, y no necesitaba recuerdos antiguos que se lo advirtieran! Los suyos propios bastaban, muchas gracias.

Fen le dio unos golpecitos en el hombro con un índice duro como el acero.

—No seas tan deslenguado —advirtió.

Blaeric le dio golpecitos en el otro hombro.

—¡Recuerda con quién hablas!

Joline se había puesto tensa al oír su tono, pero no presionó más. Mat sintió como si se aflojase un nudo pegado en su nuca, más o menos allí donde el hacha de un verdugo se descargaría. Las Aes Sedai tergiversaban lo que le decían a la gente, pero no esperaban que otros utilizasen sus propios trucos con ellas.

—Señora Anan —Mat se volvió hacia Setalle—, tenéis que entender que los barcos de vuestro esposo son un medio mucho mejor que…

—Sin duda —lo interrumpió la mujer—, sólo que Jasfer zarpó con sus diez barcos y toda nuestra familia hace tres días. Supongo que el gremio querrá hablar con él si es que regresa alguna vez. Se supone que no puede llevar pasajeros. Navegan por la costa hacia Illian, donde me esperarán. Veréis, mi intención no es llegar hasta Tar Valon.

Esta vez Mat no pudo contenerse y se encogió. Había pensado recurrir a los barcos de Jasfer Anan si fracasaba su intento de convencer a Luca. Una opción peligrosa, cierto; más que peligrosa. Demencial, tal vez. Las sul’dam de los muelles querrían sin duda comprobar cualquier orden que enviase fuera a damane en barcos de pesca, sobre todo por la noche. Pero los barcos siempre habían estado en el fondo de su mente, como un recurso a la desesperada. En fin, iba a tener que retorcerle bien el brazo a Luca, tanto como fuese preciso.

—¿Dejaste que tu familia saliera al mar en esta estación? —La incredulidad y el desdén se mezclaban en la voz de Joline—. ¿Cuando se desatan las peores tormentas?

De espaldas a la Aes Sedai, la señora Anan levantó la cabeza orgullosamente, pero no por sí misma.

—Confiaría en Jasfer para que navegase hacia las fauces de una cemara si fuera preciso. Confío en él tanto como tú en tus Guardianes.

Frunciendo el ceño de repente, Joline levantó la lámpara y la movió para arrojar luz sobre el rostro de la posadera.

—¿Nos conocemos de antes? A veces, cuando no te veo la cara, tu voz me suena familiar.

En lugar de responder, Setalle le cogió el a’dam a Mat y toqueteó el plano brazalete segmentado que remataba un extremo de la plateada correa. El objeto estaba segmentado en su totalidad, pero tan bien encajado que resultaba imposible ver cómo se había hecho.

—Podríamos hacer una prueba.

—¿Una prueba? —inquirió Mat, y aquellos ojos avellanados le lanzaron una mirada fulminante.

—No todas las mujeres pueden ser sul’dam. Deberíais saber eso a estas alturas. Albergo esperanzas de que puedo, pero más vale que lo comprobemos ahora que en el último momento. —Mirando ceñuda al brazalete, que se resistía a abrirse, le dio vueltas en las manos—. ¿Sabéis cómo se abre esto? Ni siquiera veo por dónde se abre.

—Sí, será mejor que lo probemos ahora —contestó débilmente Mat.

Las únicas veces que había hablado con seanchan sobre sul’dam y damane había hecho preguntas discretas sobre cómo las utilizaban en la batalla. En ningún momento se le había ocurrido pensar cómo se elegían las sul’dam. Podía haber combatido contra ellas —aquellos antiguos recuerdos no le permitían dejar de pensar en cómo librar batallas— pero desde luego nunca había tenido intención de reclutar a ninguna.

Los cierres no tenían secretos para él, de modo que el brazalete no representaba ninguna dificultad. Sólo era cuestión de apretar en los puntos correctos, arriba y abajo, no exactamente en la parte opuesta a la correa. Podía hacerlo con una sola mano; el brazalete se abrió de golpe con un chasquido metálico. El collar era un poco más grueso, y requería que utilizase las dos manos. Puso los dedos sobre los puntos adecuados a ambos lados de donde iba unida la cadena, apretó, y luego giró y tiró mientras mantenía la presión. No ocurrió nada, que él viera, hasta que giró los dos lados en sentido contrario. Entonces se separaron justo al lado de la correa, con un chasquido más fuerte que el brazalete. Sencillo. Claro que deducirlo le había costado casi una hora, en palacio, incluso contando con la ayuda de Juilin. Aun así, nadie lo felicitó en la bodega; ¡ni siquiera cambiaron el gesto, como si hubiese hecho algo que cualquiera de ellos sabría hacer!

Setalle cerró el brazalete alrededor de su muñeca, recogió la correa en lazadas sobre el antebrazo y luego levantó el collar abierto. Joline lo miraba con repulsión, y apretó los puños.

—¿Quieres huir? —preguntó quedamente la posadera.

Al cabo de un momento, Joline se puso erguida y levantó la barbilla. Setalle cerró el collar alrededor de la garganta de la Aes Sedai con el mismo chasquido seco con el que se había abierto. Mat pensó que debía haberse equivocado al calcular el tamaño, porque le encajaba perfectamente sobre el cuello alto del vestido. Los labios de Joline se crisparon, nada más, pero Mat casi pudo sentir cómo Blaeric y Fen se ponían tensos a su espalda. Contuvo el aliento.

Pegadas la una a la otra, las dos mujeres dieron un corto paso, al lado de Mat, y éste empezó a respirar. Joline frunció el entrecejo en un gesto inseguro. Entonces dieron un segundo paso.

La Aes Sedai lanzó un grito y cayó al suelo, retorciéndose de dolor. No emitía palabras, sólo gemidos cada vez más fuertes. Se encogió, haciéndose un ovillo, sus brazos, piernas e incluso dedos retorcidos en ángulos extraños.

Setalle se arrodilló en el suelo tan pronto como Joline cayó, y tendió las manos hacia el collar, pero no fue tan rápida como Blaeric y Fen, aunque lo que hicieron los hombres resultó chocante. Arrodillado, Blaeric levantó a la gemebunda Joline y la estrechó contra su pecho mientras empezaba —¡nada menos!— a darle masajes en el cuello. Fen hacía lo mismo en sus brazos. El collar se soltó, y Setalle se sentó sobre los talones, pero Joline continuó sufriendo sacudidas y sollozando, y sus Guardianes continuaron dándole masajes como si intentaran aliviarle unos calambres. Y lanzaron frías miradas a Mat, como si todo fuese culpa de él.

Contemplando todo su estupendo plan hecho pedazos, Mat apenas se fijó en ellos. No sabía qué hacer ni por dónde empezar. Tylin podía estar de vuelta dentro de dos días, y estaba convencido de que tenía que marcharse antes de que regresara. Se acercó a Setalle y le palmeó suavemente el hombro.

—Decidle que intentaremos otra cosa —murmuró. Pero ¿qué? Obviamente tenía que ser una mujer con las habilidades de una sul’dam la que manejase el a’dam.

La posadera lo alcanzó en la oscuridad, al pie de la escalera que subía a la cocina, mientras él recogía el sombrero y la capa; una capa gruesa, de paño liso, sin bordados. Un hombre podía arreglarse muy bien sin bordados; él, desde luego, no los echaba en falta. ¡Ni todas esas puntillas! ¡Pues claro que no!

—¿Tenéis pensado otro plan? —preguntó la mujer.

Mat no veía su rostro en la oscuridad, pero aun así el a’dam plateado brillaba, y ella toqueteaba el brazalete ceñido a la muñeca.

—Siempre tengo otro plan —mintió, mientras le desabrochaba el brazalete—. Al menos ya no tendréis que pensar en arriesgar el cuello. Tan pronto como me haga cargo de Joline, podréis reuniros con vuestro esposo.

La posadera se limitó a gruñir. Mat sospechaba que la mujer sabía que no tenía otro plan.

Mat quería evitar la sala común, abarrotada de seanchan, así que salió desde la cocina al patio del establo y por la puerta de éste a Mol Hara. No temía que ninguno de los seanchan se fijase en él o se preguntara por qué se encontraba allí. Con su ropa discreta, cuando había entrado debían de haberlo tomado por alguien que hacía algún recado para la posadera. Pero entre los seanchan había visto a tres sul’dam, dos de ellas con damane. Empezaba a temerse que tendría que dejar a Teslyn y a Edesina atadas a la correa, y en ese momento no quería ver a ninguna damane. ¡Maldición, rayos y centellas, sólo había prometido que lo intentaría!

El débil sol seguía alto en el cielo, pero la brisa del mar soplaba más fuerte, impregnada de sal y de un frío que prometía lluvia. A excepción de un escuadrón de Guardias de la Muerte que marchaba a través de la plaza, formado por más humanos que Ogier, todos lo que caminaban por Mol Hara lo hacían a buen paso para acabar lo que quiera que estuvieran haciendo antes de que empezase a llover. Cuando Mat llegaba a la base de la alta estatua de la reina Nariene con su seno desnudo, una mano cayó sobre su hombro.

—No te reconocí al principio sin esas otras ropas estrafalarias, Mat Cauthon.

Mat se volvió para encontrarse cara a cara con el so’jhin illiano que había conocido el día en que Joline había reaparecido en su vida. No era una asociación de ideas agradable. El tipo carirredondo tenía una pinta extraña, entre esa barba y la mitad del cabello afeitado, y, por si fuera poco, iba en mangas de camisa y tiritaba.

—¿Me conoces? —preguntó Mat, cauteloso.

El fornido hombre sonrió de oreja a oreja.

—Así la Fortuna me clave su aguijón, pues claro que sí. Hiciste un viaje memorable en mi barco una vez, con trollocs y Shadar Logoth por un lado y un Myrddraal y Puente Blanco ardiendo en llamas por el otro. Bayle Domon, maese Cauthon. ¿Me recuerdas ahora?

—Recuerdo, sí. —Era cierto, hasta cierto punto. La mayoría de aquel viaje permanecía borroso en su mente, salpicado de agujeros que los recuerdos de aquellos otros hombres habían llenado—. En algún momento tendremos que sentarnos a charlar de los viejos tiempos mientras tomamos vino caliente con especias. —Cosa que nunca ocurriría si él veía antes a Domon. Lo que quedaba en su memoria de aquel viaje era extrañamente desagradable, como evocar una enfermedad mortal. Claro que, en cierto modo, él había estado enfermo. Otro recuerdo desagradable.

—Qué mejor momento que ahora —repuso riendo Domon al tiempo que echaba el grueso brazo sobre los hombros de Mat y lo hacía volver hacia La Mujer Errante.

Aparte de resistirse con violencia, no parecía haber otro modo de escaparse del hombre, de modo que Mat se dejó llevar. Una pelea no era la mejor manera de evitar llamar la atención. En cualquier caso, no estaba seguro de que pudiese ganar. Domon parecía gordo, pero la capa de grasa se extendía sobre una dura musculatura. De todos modos, no le vendría mal un trago. Además de lo cual, ¿no había sido Domon una especie de contrabandista? Quizá conocía caminos para entrar y salir de Ebou Dar que otros ignoraban, y podría revelárselos si sabía cómo interrogarlo. Sobre todo habiendo vino de por medio. En un bolsillo de la chaqueta llevaba una bolsa repleta de oro, y no le importaba gastarlo todo para emborrachar al hombre como un violinista en el Día Solar. Los hombres embriagados hablaban.

Domon lo condujo a través de la sala común, haciendo reverencias a izquierda y a derecha a la Sangre y a los oficiales, que apenas se fijaron en él —si es que lo vieron—, pero no entró en la cocina, donde Enid podría haberles dejado el banco del rincón. Por el contrario, llevó a Mat escalera arriba. Hasta que lo hizo pasar a una habitación, en la parte trasera de la posada, Mat dio por hecho que Domon iba a coger su chaqueta y su capa. Un buen fuego ardía en la chimenea y caldeaba la habitación, pero de repente Mat sintió más frío que en la calle.

Domon cerró la puerta tras él y se plantó delante, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Estás en presencia de la capitana de los Verdes, lady Egeanin Tamarath —entonó, y luego añadió en un tono más normal—: Éste es Mat Cauthon.

La mirada de Mat fue de Domon a la alta mujer sentada rígidamente en una silla. El vestido plisado era hoy de un color amarillo pálido, y encima llevaba un ropón con flores bordadas, pero Mat la recordaba. Su pálido semblante era duro y sus azules ojos tenían una expresión tan depredadora como la de Tylin, sólo que Mat sospechaba que no eran besos tras lo que anclaba la mujer. Tenía unas manos esbeltas, pero en ellas vio las callosidades de un espadachín. Mat no tuvo ocasión —y tampoco necesidad— de preguntar a qué venía aquello.

—Mi so’jhin me ha informado que el peligro no es algo desconocido para vos —dijo ella tan pronto como Domon acabó de hablar. Su estilo de hablar, arrastrando las palabras, no dejaba de sonar perentorio e imperativo; claro que era de la Sangre—. Necesito hombres así para la tripulación de un barco, y pagaré bien. En oro, no en plata. Si conocéis a otros como vos, los contrataré, pero tenéis que saber guardar silencio. Mis asuntos sólo me conciernen a mí. Bayle mencionó otros dos nombres: Thom Merrilin y Juilin Sandar. Si alguno de ellos se encuentra en Ebou Dar, también puedo utilizar sus servicios. Me conocen, y saben que pueden confiarme hasta sus vidas. Y vos también, maese Cauthon.

Mat se sentó en la otra silla del cuarto y echó la capa hacia atrás. Se suponía que no debía tomar asiento ni siquiera delante de alguien de la Sangre inferior —como el corte del oscuro cabello y las uñas pintadas en verde de los meñiques proclamaban que era la mujer—, pero necesitaba pensar.

—¿Tenéis un barco? —preguntó, para ganar tiempo.

La mujer abrió la boca en un gesto de enfado; se suponía que si se planteaban preguntas a la Sangre había que hacerlo con delicadeza. Domon gruñó y sacudió la cabeza, y por un momento Egeanin pareció aún más enfadada, pero su severo semblante se suavizó. Por otro lado, sus ojos se clavaron en Mat como taladros; se levantó, plantando los pies bien separados y los puños en las caderas.

—Dispondré de una embarcación a finales de primavera, lo más tarde, en cuanto pueda traerse mi oro desde Cantorin —dijo con voz gélida.

Mat suspiró. Bueno, realmente tampoco había oportunidad de que pudiese sacar Aes Sedai en un barco propiedad de una seanchan; en realidad, no.

—¿Cómo es que conocéis a Thom y a Juilin? —Domon podía haberle hablado de Thom, claro, pero, Luz, ¿cómo conocía a Juilin?

—Hacéis demasiadas preguntas —replicó firmemente ella mientras se daba la vuelta—. Me temo que no me serviréis, después de todo. Bayle, sácalo de aquí. —Eso último fue una orden perentoria.

Domon no se movió de la puerta.

—Díselo —la instó—. Antes o después, tendrá que saberlo todo o te pondrá en más peligro del que ahora afrontas. Díselo.

Aun siendo un so’jhin, al parecer se permitía mucha familiaridad. Los seanchan eran muy estrictos en cuanto a que la propiedad se comportara como le correspondía. Y también todos los demás, dicho fuera de paso. Egeanin no debía de ser ni un cuarto de dura de lo que aparentaba. Y en ese momento parecía serlo mucho, caminando de un lado a otro a zancadas y mirando con cara de pocos amigos a Domon y a Mat. Por fin se paró.

—Les presté cierta ayuda en Tanchico —dijo, y al cabo de un momento añadió—: Y a dos mujeres que estaban con ellos, Elayne Trakand y Nynaeve al’Meara. —Sus ojos se clavaron intensamente en Mat, observando para ver si los nombres le eran conocidos.

Mat sintió el pecho comprimido. No era un dolor, sino más bien como si contemplara un caballo por el que había apostado y que estaba en racha, corriendo directo a la línea de meta seguido muy de cerca por los demás, y sin que todavía estuviese seguro el resultado final. ¿En qué demonios se habían metido Nynaeve y Elayne en Tanchico para que hubiesen necesitado la ayuda de una seanchan y la hubieran conseguido? Thom y Juilin no habían dicho ni palabra sobre esos detalles. De todos modos, ésa era una cuestión aparte. Egeanin buscaba hombres que supiesen guardar su secreto y a los que no les asustara el peligro. Ella misma estaba en peligro. Había pocas cosas que fuesen peligrosas para alguien de la Sangre, excepto otros miembros de la Sangre, y…

—Los Buscadores van detrás de vos —dijo.

El modo en que la mujer levantó la cabeza fue una confirmación más que suficiente, y su mano se desplazó hacia el costado, como si buscase una espada. Domon rebulló en su sitio y flexionó las grandes manos, fijos los ojos en Mat. Unos ojos repentinamente más duros que los de Egeanin. El hombre ya no parecía un tipo gracioso, sino amenazador. De pronto a Mat se le ocurrió que quizá no saldría vivo de aquella habitación.

—Si necesitáis escapar de los Buscadores, puedo ayudaros —se apresuró a decir—. Tendréis que ir a un lugar que no esté bajo el control de los seanchan. En cualquiera de esos sitios los Buscadores podrán encontraros. Y es mejor irse cuanto antes. Siempre podréis conseguir más oro. Eso, si es que los Buscadores no os cogen antes. Thom me ha contado que andan muy activos por algo, que están calentando los hierros y preparando el potro.

Durante unos segundos Egeanin permaneció inmóvil, contemplándolo de hito en hito. Por fin, intercambió una mirada con Domon.

—Quizá sea una buena idea marcharse lo antes posible —manifestó en voz baja, aunque cuando volvió a hablar su tono era otra vez firme. Si en su rostro se reflejó la preocupación durante un instante, ya había desaparecido—. Los Buscadores no me impedirán salir de la ciudad, creo, pero piensan que puedo conducirlos hacia algo que desean más que a mí. Me seguirán, y, hasta que abandone las tierras ocupadas ya por los Rhyagelle, estarán en posición de llamar a la guardia para arrestarme, cosa que harán tan pronto como sospechen que me dirijo a unas tierras que aún no se han tomado. Entonces será cuando necesite las habilidades de vuestro amigo Thom Merrilin, maese Cauthon. Entre aquí y allí, los Buscadores deben perderme de vista. No tengo el oro de Cantorin, pero sí lo suficiente para recompensaros generosamente. Eso os lo garantizo.

—Llamadme Mat —dijo mientras le dedicaba su mejor sonrisa. Hasta las mujeres más duras se suavizaban con esa sonrisa. En fin, no la suavizó mucho aparentemente; si acaso, asomó un ligero ceño en su frente, pero si había una cosa que Mat sabía sobre las mujeres era el efecto que sus sonrisas tenían en ellas—. Sé cómo haceros desaparecer ahora. No tiene sentido esperar, ¿sabéis? Los Buscadores podrían decidir arrestaros mañana. —Aquello dio de lleno en el blanco, si bien la mujer no se encogió; Mat sospechaba que había pocas cosas que la hicieran encogerse. En cualquier caso, casi asintió—. Hay una cosa, Egeanin. —Aquello todavía podía explotarle en la cara como uno de los fuegos artificiales de Aludra, pero Mat no vaciló. A veces uno tenía que lanzar los dados, y punto—. No necesito oro, pero sí necesito tres sul’dam que sepan mantener cerrada la boca. ¿Creéis que podríais proporcionármelas?

Tras unos segundos que le parecieron horas, la mujer asintió y Mat sonrió para sus adentros. Su caballo había cruzado la meta el primero.

—Domon —dijo Thom en un tono inexpresivo, sin quitarse de la boca la pipa, sujeta entre los dientes. Estaba tumbado en la cama, con la fina almohada doblada en dos debajo de la cabeza, y parecía estudiar la tenue neblina azul suspendida en el aire del cuarto sin ventana. La única lámpara daba una luz titilante—. Y Egeanin.

—Y ella es de la Sangre ahora. —Sentado en el borde de su cama, Juilin miraba fijamente la cazoleta de su pipa—. No sé si eso me gusta.

—¿Quieres decir que no podemos fiarnos de ellos? —demandó Mat mientras apretaba el tabaco con el pulgar descuidadamente.

Retiró el dedo a la par que soltaba un juramento suave y se lo metió en la boca para aliviar el escozor de la quemadura. De nuevo sólo había podido escoger entre sentarse en la banqueta o quedarse de pie, pero, para variar, no le importó ocupar la banqueta. La conversación con Egeanin no le había ocupado mucho tiempo de esa tarde, pero Thom había estado ausente de palacio hasta después de anochecer, y Juilin había tardado más aún en dar señales de vida. Ninguno de los dos parecía tan complacido por la noticia como Mat había esperado. Thom se limitó a comentar que por fin había conseguido echar un buen vistazo a uno de los sellos autorizados, pero Juilin fruncía el ceño cada vez que echaba una ojeada al bulto de ropa que había en un rincón del cuarto, donde lo había soltado. No tenía por qué comportarse así sólo porque ya no hicieran falta los malditos vestidos de sul’dam.

—Os diré que esos dos tienen la boca seca de miedo por los Buscadores —continuó Mat cuando el dedo dejó de dolerle. Bueno, quizá no tuviesen la boca seca, pero sí estaban asustados—. Egeanin será de la Sangre, pero ni siquiera se inmutó cuando le dije que hacían falta sul’dam. Se limitó a contestar que conocía a tres que harían lo que necesitáramos, y que podía tenerlas preparadas mañana.

—Una mujer honorable, esa Egeanin —comentó Thom. De vez en cuando hacía una pausa para echar al aire un anillo de humo—. Extraña, cierto, aunque es lógico si se tiene en cuenta que es seanchan. Creo que incluso a Nynaeve acabó cayéndole bien, y sé que a Elayne le gustaba. Y ocurría lo mismo a la inversa, aunque fuesen Aes Sedai, como ella creía. Resultó muy útil en Tanchico. Mucho. Más que meramente competente. En verdad me gustaría saber cómo llegó a ascender a la Sangre, pero, sí, creo que podemos fiarnos de Egeanin. Y de Domon. Un hombre interesante, ese Domon.

—Un contrabandista —murmuró desdeñosamente Juilin—. Ahora le pertenece a ella. Los so’jhin son algo mas que una simple propiedad, ya sabéis. Hay so’jhin que le dicen a la Sangre lo que han de hacer. —Thom lo miró enarcando una ceja. Sólo hizo eso, pero, al cabo de un momento, el husmeador se encogió de hombros—. Supongo que Domon es digno de confianza —admitió a regañadientes—. Para ser un contrabandista.

Mat resopló. A lo mejor se sentían celosos. Bueno, él era ta’veren y tendrían que aguantarse.

—Entonces, mañana por la noche nos marchamos. El único cambio en los planes es que tenemos tres sul’dam de verdad, y alguien de la Sangre para que nos saque por las puertas.

—¿Y esas sul’dam van a sacar de la ciudad a tres Aes Sedai, las dejarán marchar, y ni siquiera se les pasará por la cabeza dar la alarma? —comentó Juilin—. Una vez, estando Rand al’Thor en Tear, vi una moneda lanzada al aire caer de canto cinco veces seguidas. Finalmente nos marchamos y la dejamos allí, sobre la mesa. Supongo que puede pasar cualquier cosa.

—O confías en ellos o no, Juilin —gruñó Mat. El husmeador dirigió otra mirada ceñuda al bulto de vestidos tirados en un rincón, y Mat sacudió la cabeza—. ¿Qué hicieron para ayudaros en Tanchico, Thom? ¡Maldita sea, no empecéis a mirarme otra vez de esa manera inexpresiva! ¡Ellos lo saben, vosotros lo sabéis, y no estaría de más que yo también lo supiera!

—Nynaeve dijo que no se lo contásemos a nadie —contestó Juilin como si eso importara realmente—. Elayne también lo dijo. Lo prometimos. Podría decirse que hicimos un juramento.

—Las circunstancias cambian las cosas, Juilin. —Thom sacudió la cabeza en la almohada—. En cualquier caso, no fue un juramento. —Lanzó al aire tres anillos de humo perfectos, uno dentro de otro—. Nos ayudaron a conseguir una especie de a’dam masculino y a deshacernos de él, Mat. Al parecer el Ajah Negro quería utilizarlo con Rand. Entenderás por qué Nynaeve y Elayne querían que se guardase en secreto. Si se corre la voz de que existe algo así, sólo la Luz sabe qué clase de historias empezarían a correr por ahí.

—¿A quién le importan los cuentos que se invente la gente? —¿Un a’dam masculino? Luz, si el Ajah Negro hubiese puesto eso al cuello de Rand, o lo hubiesen hecho los seanchan… El remolino de colores surgió de nuevo en su cabeza, y se obligó a dejar de pensar en Rand—. Los chismorreos no perjudicarán a… nadie. —No hubo colores esta vez; podía evitarlo mientras no pensara en… Los colores giraron una vez más en su cabeza, y Mat apretó los dientes sobre la boquilla de la pipa.

—Eso no es cierto, Mat. Las historias poseen fuerza. Las de los juglares, los cantos épicos de los bardos, y las de la calle por igual. Despiertan pasiones, y cambian el modo en que los hombres ven el mundo. Hoy oí decir a un hombre que Rand había jurado fidelidad a Elaida, que estaba en la Torre Blanca. El tipo lo creía, Mat. ¿Y si, digamos, empiezan a dar crédito a eso los suficientes tearianos? A los tearianos no les gustan las Aes Sedai. ¿No es así, Juilin?

—A muchos no —admitió el husmeador, que a continuación añadió, como si Thom se lo sacase a la fuerza—: Prácticamente a ninguno. Pero son muchos los que nunca han conocido una Aes Sedai. Existiendo esa ley que prohibía encauzar, pocas Aes Sedai viajaron a Tear, y rara vez anunciaron que lo eran.

—Eso no viene al caso, mi buen amigo teariano amante de las Aes Sedai. Y, si acaso, da más peso a mi argumentación. Tear sigue comprometida con Rand, al menos los nobles, porque tienen miedo de que, si no lo hacen, él volverá; pero, si creen que la Torre lo retiene, entonces quizá no pueda regresar. Si piensan que es un instrumento de la Torre, tendrán una razón más para volverse en su contra. Como haya suficientes tearianos que crean esas dos cosas, el resultado habría sido el mismo que si se hubiese marchado de allí nada más empuñar Callandor. Eso es sólo uno de los rumores, y sólo en Tear, pero podría causar el mismo daño en Cairhien o en Illian o en cualquier parte. Ignoro la clase de historias que podrían surgir a raíz de un a’dam masculino en un mundo con el Dragón Renacido y Asha’man, pero soy demasiado viejo para desear descubrirlo.

Mat lo entendía, hasta cierto punto. Un hombre siempre intentaba que quienquiera que comandaba las tropas que combatían contra él creyera que estaba haciendo algo distinto de lo que hacía realmente, que iba hacia donde no tenía intención de ir, y el enemigo intentaba hacer exactamente lo mismo con él, si es que era un enemigo que sabía lo que se traía entre manos. A veces ambos bandos llegaban a tal confusión que ocurrían cosas de lo más extrañas. A veces tragedias. Ardían ciudades a las que nadie tenía intención de dirigirse, sólo que los que la habían incendiado creían lo que no era cierto, y morían miles de personas. Se destruían cosechas por la misma razón, y decenas de miles perecían en la hambruna que seguía.

—Así que mejor me olvido de ese a’dam para hombres —dijo—. Supongo que a alguien se le ha ocurrido la idea de contárselo a… él, ¿o no? —Remolino de colores. A lo mejor podía hacer caso omiso de los colores o acostumbrarse a ellos. Desaparecían con igual rapidez con que surgían, y no era doloroso. Simplemente, no le gustaban las cosas que no entendía, sobre todo si estaban relacionadas de algún modo con el Poder. La cabeza de zorro de plata que llevaba debajo de la camisa podría protegerlo contra el Poder, pero esa protección tenía tantos agujeros como sus propios recuerdos.

—No hemos mantenido exactamente una comunicación regular con él —repuso secamente Thom, que movió arriba y abajo las cejas—. Supongo que Elayne y Nynaeve habrán encontrado algún modo de informarle si creen que es importante.

—¿Y por qué iban a hacerlo? —intervino Juilin al tiempo que se agachaba para sacarse una bota—. Esa cosa está en el fondo del mar. —Frunció el entrecejo y arrojó la bota sobre el paquete de ropa, en el rincón—. ¿Vas a dejar que durmamos un poco, Mat? Dudo que mañana por la noche podamos hacerlo, y al menos me gustaría dormir un poco un día sí y otro no.

Esa noche Mat decidió acostarse en la cama de Tylin, y no movido por los viejos tiempos. Esa idea lo hizo reír, aunque la risa sonaba demasiado a gemido para que resultara divertida. Sólo era porque un buen colchón y unas almohadas de plumas resultaban una opción mucho mejor que la paja de un desván cuando no se sabía en qué momento se podría disfrutar otra vez de una buena noche de descanso.

El problema fue que no pudo conciliar el sueño. Yació tumbado en la oscuridad, con los brazos cruzados debajo de la cabeza y el cordón del medallón enroscado en la muñeca, a fin de poder cogerlo si el gholam se deslizaba por la rendija de debajo de la puerta, pero no fue el gholam el que lo mantuvo despierto. No podía dejar de repasar el plan una y otra vez. Era un buen plan, y sencillo; sencillo a más no poder, considerando las circunstancias. Sólo que ninguna batalla salía nunca como se había planeado, ni la mejor pensada. Grandes capitanes se ganaban la fama no sólo por desarrollar planes brillantes, sino por ser capaces de alcanzar la victoria incluso después de que esos planes empezaban a hacerse pedazos. Así que, cuando las primeras luces asomaron por las ventanas, Mat seguía tumbado, despierto, dándole vueltas al medallón sobre el envés de los dedos e intentando imaginar qué podría salir mal.

30

Gotas de lluvia gordas, frías

El día amaneció frío, con nubarrones grises que ocultaron la salida del sol y vientos procedentes del Mar de las Tormentas que sacudían los cristales flojos de las ventanas. En las historias de juglares nunca habría sido la clase de día adecuado para llevar a cabo rescates y huidas, más bien para asesinatos; una idea desagradable e inoportuna cuando uno esperaba vivir para ver otro amanecer. Pero el plan era realmente sencillo. Ahora que disponía de un miembro de la Sangre seanchan, nada podía salir mal. Mat intentó con todas sus fuerzas convencerse de eso último.

Lopin le llevó el desayuno —pan, jamón y un poco de queso amarillo— mientras él se vestía y Nerim doblaba unas cuantas prendas que tenían que llevarle a la posada, incluidas algunas de las camisas que Tylin había mandado que le confeccionaran. Eran buenas camisas, después de todo, y Nerim afirmaba que podría hacerse algo con las puntillas, si bien empleó un tono que más parecía haberse ofrecido a confeccionar una mortaja. Al lúgubre y canoso hombrecillo se le daba bien la aguja, como Mat sabía por propia experiencia. Le había cosido muchas de sus heridas.

—Nerim y yo saldremos con Olver por la puerta por la que sacan las basuras, en la parte trasera de palacio —recitó Lopin con exagerada paciencia y las manos entrelazadas a la altura de la cintura. Los sirvientes de palacio rara vez se perdían una comida, y su oscura chaqueta teariana se ceñía más ajustada que nunca sobre su orondo vientre. A decir verdad, el botón de la prenda parecía quedarle muy tirante—. Por allí nunca hay nadie excepto los guardias hasta que los carros de la basura se marchan por la tarde, y están acostumbrados a vernos, de cuando sacamos las cosas de milord por esa puerta, así que no llamaremos su atención. En La Mujer Errante, reuniremos el oro y el resto de las ropas de milord, y Metwyn, Fergin y Gorderan se reunirán con nosotros y traerán los caballos. Los Brazos Rojos y nosotros nos iremos con el joven Olver por la puerta de Dal Eira, a media tarde. Tengo los vales del sorteo para los caballos, incluidos los animales de carga, en mi bolsillo, milord. Hay un establo abandonado en la Gran Calzada del Norte, a unos dos kilómetros del Circuito del Cielo, donde esperaremos hasta que veamos a milord. Confío en haber entendido correctamente las instrucciones de milord.

Mat se tragó el último trozo de queso y se limpió las manos.

—¿Crees que te hago repetirlas demasiadas veces? —dijo mientras se ponía la chaqueta, una prenda de color verde oscuro. Algo discreto era lo mejor para los asuntos que le esperaban ese día—. Quiero asegurarme de que te las hayas aprendido de memoria. Recuerda, si no me veis antes de que amanezca mañana, seguid adelante hasta que encontréis a Talmanes y al resto de la Compañía.

La alarma saltaría con la inspección matutina de las casetas; si para entonces ya no estaba fuera de la ciudad, suponía que descubriría si su suerte iba a acabar en el tajo de un verdugo. Le habían pronosticado que su destino era morir y volver a vivir —una profecía o casi—, pero estaba bastante seguro de que eso ya había ocurrido.

—Por supuesto, milord —contestó con voz anodina Lopin—. Se hará como ordene milord.

—Desde luego, milord —murmuró Nerim, tan fúnebre como siempre—. Milord manda y nosotros obedecemos.

Mat sospechaba que mentían, pero dos o tres días de espera no los perjudicarían, y para entonces tendrían que admitir que él no acudiría ya. Metwyn y los otros dos soldados los convencerían, si llegaba el caso. Esos tres seguían a Mat Cauthon, pero no eran tan tontos como para poner los cuellos sobre el tajo si su cabeza ya había rodado. Por alguna razón, no estaba tan seguro de que Lopin y Nerim actuaran así.

Olver no se mostró disgustado por abandonar a Riselle, como Mat había temido que ocurriría. Sacó a colación el tema mientras ayudaba al chico a recoger sus cosas para llevarlas a la posada. Todas las posesiones de Olver se encontraban colocadas ordenadamente sobre la estrecha cama del que había sido el cuarto de malos humores, una reducida sala de estar, cuando los aposentos los había ocupado Mat.

—Se va a casar, Mat —dijo pacientemente Olver, como si le explicara a alguien una cosa obvia que no veía. Abrió una caja tallada que Riselle le había dado, justo el tiempo suficiente para asegurarse de que la pluma de halcón rojo estaba en perfectas condiciones; luego la cerró y la guardó en la bolsa de cuero que llevaría al hombro. Se había mostrado tan cuidadoso con la pluma como lo había sido con la bolsa que contenía veinte coronas de oro y un puñado de monedas de plata—. No creo que a su esposo le gustara que siguiera enseñándome a leer. A mí no me gustaría, si estuviera en su lugar.

—Oh —fue todo lo que contestó Mat. Riselle se había movido deprisa una vez que había tomado la decisión. Su matrimonio con el oficial general Yamada se había anunciado públicamente el día anterior, y se celebraría ese mismo día, aunque por costumbre se esperaba generalmente unos meses entre lo uno y lo otro. Yamada sería un buen general, cosa que Mat ignoraba, pero jamás había tenido una sola opción frente a Riselle y su maravilloso busto. Esa mañana iban a mirar un viñedo en las colinas Rhannor que el novio pensaba comprar como regalo de bodas—. Se me ocurrió que quizá quisieras… No, sé, llevarla con nosotros, o algo.

—No soy un niño, Mat —replicó secamente Olver. Envolvió en un paño la concha de tortuga rayada y la guardó también en la bolsa—. Jugarás a Serpientes y Zorros conmigo, ¿verdad? A Riselle le gusta jugar, y tú ya nunca tienes tiempo.

A despecho de las ropas que Mat iba apilando sobre una capa, que a su vez se metería en un cesto, el chico llevaba también un par de pantalones, unas camisas y medias limpias en la bolsa. Y el juego de Serpientes y Zorros que su fallecido padre había hecho para él. Era más difícil perder lo que uno llevaba encima, y Olver ya había perdido más en sus diez años que la mayoría de la gente a lo largo de toda la vida. Pero también creía todavía que se podía ganar al juego de Serpientes y Zorros sin saltarse las reglas.

—Lo haré —prometió Mat. Y lo haría si se las arreglaba para huir de la ciudad. Desde luego estaba rompiendo reglas más qué suficientes para merecer ganar—. Tú cuida de Viento hasta que me reúna con vosotros.

Olver sonrió ampliamente y, tratándose de él, lo de sonreír de oreja a oreja resultaba muy descriptivo. Al chico le gustaba el castrado gris patilargo casi tanto como jugar a Serpientes y Zorros.

Por desgracia, Beslan era otro que parecía pensar que se podía ganar en ese juego.

—Esta noche —gruñó el príncipe, mientras paseaba arriba y abajo delante de la chimenea, en la sala de estar de Tylin. Los ojos del esbelto joven irradiaban una frialdad que parecía apagar el calor del hogar. Mantenía las manos fuertemente unidas a la espalda, como para no llevarlas a la empuñadura de su espada de hoja delgada. El reloj cilíndrico adornado con gemas, que estaba encima de la repisa de la chimenea, tocó cuatro veces para la segunda hora de la mañana—. ¡Con sólo unos días de advertencia podría haber organizado algo magnífico!

—No quiero nada magnífico —respondió Mat. No quería nada de él, pero Beslan había visto por casualidad a Thom escabullirse en el interior del patio del establo, en La Mujer Errante, un poco antes. Thom había ido para entretener a Joline hasta que Egeanin llevara a su sul’dam por la tarde, a tranquilizarla y animarla con modales cortesanos, pero podría haber habido infinidad de razones para que el antiguo juglar fuera a la posada. Bueno, quizá no tantas, encontrándose el establecimiento lleno de seanchan, pero sí varias. Sólo que Beslan había imaginado el motivo con tanto acierto como un pato atrapando un insecto, y se había negado a que lo dejasen fuera del asunto—. Será suficiente si algunos de tus amigos les prenden fuego a los almacenes que los seanchan tienen en la calzada de la Bahía. Después de medianoche, ojo; mejor una hora después que una hora antes. —Con un poco de suerte, estaría fuera de la ciudad para entonces—. Eso atraerá su atención hacia el sur, y sabes que perder lo que tienen almacenado los perjudicará.

—He dicho que lo haría —replicó con sequedad Beslan—, pero no puedo convenir contigo en que prender fuego a unos almacenes sea un acto grandioso.

Mat se sentó, apoyó las manos en los brazos del sillón tallado a semejanza del bambú, y frunció el entrecejo. Su intención era dejarlas quietas, pero el sello hizo un ruido metálico sobre la madera dorada cuando empezó a tamborilear los dedos.

—Beslan, te dejarás ver en alguna taberna cuando estallen esos incendios, ¿verdad? —El otro hombre torció el gesto—. ¡Beslan!

Beslan levantó las manos.

—Lo sé, lo sé. No debo poner en peligro a mi madre. Me dejaré ver en algún sitio público. ¡A medianoche estaré tan borracho como el marido de una tabernera! ¡Puedes apostar a que me verán! Pero eso es muy poco heroico, Mat. Estoy en guerra con los seanchan, tanto si mi madre lo está como si no.

Mat intentó no suspirar. Y casi lo consiguió.

Evidentemente, no había forma de que los tres Brazos Rojos sacaran caballos del establo sin ser vistos. Dos veces durante la mañana Mat reparó en sirvientas entregando dinero a otras, y en ambas ocasiones la mujer que entregaba las monedas le lanzó una mirada feroz al verlo. A pesar de que Vanin y Harnan siguieran arrellanados en los barracones próximos a las caballerizas, todo el palacio sabía que Mat Cauthon no tardaría en marcharse, y ya empezaban a pagarse las apuestas hechas. Lo único que tenía que hacer era asegurarse de que nadie descubriera lo pronto que iba a ser hasta que ya fuera demasiado tarde para remediarlo.

El viento arreció a medida que avanzaba la mañana, pero Mat hizo ensillar a Puntos y cabalgó en círculo por el patio de los establos de palacio, un poco encogido en la silla y arrebujándose bien en la chaqueta. Cabalgó más despacio de lo habitual, de manera que los cascos de Puntos hacían un sonido perezoso y pesado en los adoquines. De vez en cuando torcía el gesto al mirar las negras nubes y sacudía la cabeza, dando a entender que a Mat Cauthon no le gustaba estar fuera con ese tiempo horrible; Mat Cauthon se quedaría en algún sitio caliente y seco hasta que el cielo aclarase, vaya que sí.

Las sul’dam que paseaban damane trazando sus propios círculos en el patio también sabían que se marcharía pronto. Quizá las criadas no hablaran directamente con las seanchan, pero lo que sabía una mujer no tardaban en saberlo todas las que hubiese en un kilómetro a la redonda. Un incendio en el campo no se propagaba por los bosques secos con tanta rapidez como el cotorreo entre las mujeres. Una sul’dam alta y rubia echó una ojeada en su dirección y sacudió la cabeza. Otra sul’dam, ésta baja, fornida y con la piel más oscura que cualquiera de las Atha’an Miere, se echó a reír. Él no era más que el «Juguete de Tylin».

Las sul’dam no le preocupaban, pero Teslyn sí. Durante varios días, hasta esa mañana, no la había visto entre las damane que hacían ejercicio. Las sul’dam dejaban que sus capas ondeasen al viento, pero las damane sujetaban las suyas bien ceñidas al cuerpo, excepto la gris de Teslyn, que se sacudía a uno y otro lado, olvidada, mientras la mujer trastabillaba un poco cuando pisaba alguna irregularidad del pavimento. En aquel rostro de Aes Sedai los ojos aparecían muy abiertos y preocupados. De cuando en cuando lanzaba rápidas ojeadas a la sul’dam de cabello negro y busto generoso que llevaba el otro extremo de la correa plateada, y, cuando lo hacía, se lamía los labios con incertidumbre.

Mat sintió un nudo en el estómago. ¿Adónde había ido a parar la determinación? Si la mujer estaba a punto de ceder a la presión…

—¿Va todo bien? —preguntó Vanin cuando Mat desmontó y le entregó las riendas de Puntos. Había empezado a llover, unas gotas gordas y frías, y las sul’dam se apresuraban a llevar dentro a las damane, riendo y corriendo para no mojarse. Algunas de las damane reían también, y ese sonido le heló a Mat la sangre en las venas. Vanin no dejó que alguien se preguntara por qué seguían plantados bajo la lluvia para hablar. El hombre grueso se inclinó para levantar la pata delantera izquierda de Puntos y observó el casco—. Estás un poco más paliducho de lo normal.

—Toda va estupendamente —contestó Mat. La pierna y la cadera le ardían, pero apenas era consciente de ello, como tampoco de la lluvia que arreciaba. Luz, si Teslyn se estaba viniendo abajo ahora…—. Tú recuerda esto: si esta noche oyes gritar dentro de palacio o cualquier ruido que indique problemas, tú y Harnan no esperéis. Salís de inmediato y vais a buscar a Olver. El chico estará…

—Sé dónde estará ese pillastre. —Soltó la pata de Puntos y se enderezó, tras lo cual escupió por una de las mellas de su dentadura. Las gotas de lluvia le caían en la cara—. Harnan no es tan tonto como para no saber ponerse las botas él solo, y yo sé qué hacer. Tú ocúpate de tu parte y asegúrate de que tu suerte funcione. Vamos, chico —añadió en un tono mucho más afectuoso a Puntos—. Tengo una estupenda avena para ti. Y un estupendo pescado cocido para mí.

Mat sabía que él también debería comer, pero se sentía como si se hubiese tragado una piedra que no dejaba hueco para la comida. Regresó cojeando a los aposentos de Tylin, echó la capa húmeda sobre una silla y, durante un rato, se quedó mirando fijamente hacia el rincón donde su lanza de mango negro estaba apoyada contra la pared, al lado del arco desencordado. Planeaba regresar a coger la ashandarei en el último momento. Todos los miembros de la Sangre deberían estar acostados para cuando empezara a moverse, y los sirvientes también, de modo que sólo quedarían despiertos los guardias del exterior; no quería correr el riesgo de que alguien lo viera con el arma antes de ese momento. Hasta los seanchan que lo llamaban «Juguete» se fijarían en él si llevaba un arma por los pasillos en mitad de la noche. También quería llevarse el arco. El buen tejo negro era casi imposible de encontrar fuera de Dos Ríos, y además la longitud a la que lo cortaban era muy reducida. Sin encordar, un arco debía ser dos palmos más alto que el hombre que fuese a utilizarlo. No obstante, quizás al final tendría que dejarlo allí; necesitaba las dos manos para manejar la ashandarei, si llegaba el caso, y el instante que perdería en tirar el arco podría bastar para que lo mataran.

—Todo irá de acuerdo con lo planeado —dijo en voz alta. ¡Rayos y centellas, parecía el insensato de Beslan hablando!—. ¡No tendré que luchar para salir del jodido palacio! —Y casi igual de idiota que él. La suerte era una buena ventaja para jugar a los dados, pero depender de ella en otras cosas podía conducir a la muerte.

Se tumbó en la cama, apoyó el talón de una bota sobre la puntera de la otra, y siguió contemplando fijamente el arco y la lanza. Tenía abierta la puerta que comunicaba el dormitorio con la sala de estar para escuchar cómo daba las horas el reloj cilíndrico. Luz, esa noche sí que necesitaba su suerte.

La luz que se filtraba a través de la ventana disminuía tan lentamente que Mat casi se levantó para comprobar si el sol se había parado, pero por fin la luz gris pasó al púrpura del ocaso y después a la oscuridad total. El reloj tocó dos veces, y a continuación los únicos sonidos fueron el tamborileo de la lluvia y el silbido del viento racheado. Los trabajadores que habían tenido que hacer frente al mal tiempo habrían dejado la faena y se habrían dirigido fatigosamente a sus casas.

Nadie fue a encender las lámparas ni a avivar el fuego de las chimeneas. Nadie esperaba que se encontrara allí puesto que había dormido en la cama la noche anterior. El fuego en la chimenea del dormitorio se consumió poco a poco hasta apagarse. Ahora ya se habría puesto todo en marcha. Olver estaría recogido y bien abrigado en aquel viejo establo, que todavía conservaba gran parte del techo. El reloj dio la primera hora de la noche, y después de lo que le pareció casi una semana, sonaron los cuatro toques de la segunda.

Mat se levantó de la cama y se dirigió a tientas hacia la oscura sala de estar; allí abrió una de las ventanas. El ventarrón hacía que la lluvia se colara a través de la intrincada celosía blanca de hierro forjado, y su chaqueta se empapó a no tardar. Las nubes ocultaban la luna, y la ciudad era una masa oscura envuelta en lluvia cuya negrura no rompían siquiera los relámpagos. Aparentemente todas las lámparas de las calles se habían apagado por el viento y el agua; la noche los ocultaría cuando abandonaran el palacio. Y también despertarían el interés de cualquier patrulla que los viera con ese tiempo. Temblando por el frío viento que traspasaba su chaqueta mojada, Mat cerró la ventana.

Tomó asiento en uno de los sillones tallados a semejanza del bambú, apoyó los codos en las rodillas y dirigió la mirada hacia el reloj de encima de la chimenea apagada. No podía verlo en la oscuridad, pero allí sí oía el regular tictac. Permaneció inmóvil, aunque el toque único de otra hora hizo que se retorciera. Sólo quedaba esperar. Dentro de poco, Egeanin estaría presentando a Joline a su sul’dam; si es que realmente había sido capaz de encontrar a tres que actuarían como ella afirmaba que harían. Y si Joline no se dejaba llevar por el pánico cuando le pusieran el a’dam. Thom, Joline y los demás que estaban en la posada se reunirían con él justo antes de que llegase a la puerta de Dal Eira. Y, si no lo conseguía, Thom ya se había adelantado tallando el dichoso nabo; estaba convencido de que los dejarían pasar por las puertas con su orden falsificada. Al menos tendrían una oportunidad si todo se venía abajo. Si. Demasiados «síes» condicionales para tenerlos en cuenta ahora; ya era demasiado tarde para eso.

Sonó otro toque del reloj, semejante al sonido de una copa de cristal golpeada con una cuchara. Otro más. A esta hora más o menos, Juilin estaría dirigiéndose al encuentro de su preciosa Thera, y, con suerte, Beslan empezaría a beber sin freno en alguna taberna. Soltando un hondo suspiro, Mat empezó a comprobar a tientas sus cuchillos, en las mangas, debajo de la chaqueta, metidos en las vueltas de las botas, uno colgando por el interior de la parte trasera del cuello. Hecho esto, salió de los aposentos. Demasiado tarde para todo, salvo para ponerse en marcha.

Los pasillos vacíos que recorrió estaban apenas alumbrados —sólo una lámpara de pie, de cada tres o cuatro, llameaba entre los espejos—, pequeños estanques de luz intercalados con sombras que no alcanzaban a ser oscuridad. Sus botas sonaban con fuerza en las baldosas, en las escaleras de mármol. No era probable que hubiese alguien despierto tan tarde, pero si cualquiera lo veía no debía parecer que merodeaba intentando pasar desapercibido. Con los pulgares metidos en el cinturón, se obligó a caminar con aire despreocupado. Después de todo, no era más difícil que escamotear una tarta dejada a enfriar en el alféizar de una ventana. Sin embargo, pensándolo bien, los fragmentados recuerdos que conservaba de su infancia se referían a verse medio despellejado un par de veces por hacer aquello.

Salió a la columnata que rodeaba el perímetro del patio de los establos y se subió el cuello de la chaqueta para protegerse del viento y la lluvia que éste traía y que se colaba entre las blancas columnas estriadas. ¡Jodida lluvia! Uno podía ahogarse con ella aun cuando no hubiese salido al exterior aún. Las lámparas de pared se habían apagado, excepto el par que flanqueaba las puertas abiertas, y eran los únicos puntos luminosos en medio del aguacero. No alcanzó a distinguir a los guardias; el escuadrón seanchan estaría tan inmóvil como si hiciera una agradable tarde de primavera, y seguramente también ocurriría lo mismo con los ebudarianos, a quienes no les gustaba que nadie los dejase en mal lugar en ningún aspecto. Al cabo de un momento, Mat retrocedió hasta la puerta de la antesala para no empaparse del todo. Nada se movía en el patio del establo. ¿Dónde estaban? ¡Rayos y centellas! ¿Dónde…?

En las puertas aparecieron unos jinetes encabezados por dos hombres a pie que llevaban linternas sujetas a la punta de palos largos. Mat no pudo contarlos a causa de la lluvia, pero eran demasiados. ¿Los mensajeros seanchan tenían linternas de ese tipo? Quizá sí, cuando hacía este tiempo. Torció el gesto y retrocedió otro paso hacia la antesala. La tenue luz de una única lámpara de pie a su espalda fue suficiente para convertir la noche en el exterior en un manto negro, pero aun así escudriñó. Pocos minutos después aparecía una figura resguardaba bajo una gruesa capa, dirigiéndose presurosa hacia la puerta. Si eran mensajeros, pasarían a su lado sin apenas fijarse en él.

—Vuestro hombre, Vanin, es grosero —anunció Egeanin mientras se retiraba la capucha tan pronto como dejó atrás las columnas.

En la oscuridad, su rostro era un borrón de sombras, pero la frialdad de su voz bastó para poner sobre aviso a Mat de lo que vería antes de que la mujer entrara en la antesala, obligándolo a echarse hacia atrás. Egeanin tenía las cejas fruncidas, y sus ojos azules eran témpanos de hielo. Un Domon de gesto severo la seguía, sacudiéndose la lluvia de la chaqueta, y a continuación un par de sul’dam, una mujer pálida de cabello rubio y otra con el pelo largo y castaño. Mat no distinguió muchos más detalles ya que conservaban puesta la capucha y la cabeza agachada, fija la mirada en el suelo.

—No me dijisteis que tenía dos hombres con ella —continuó Egeanin al tiempo que se quitaba los guantes. Resultaba extraño cómo era capaz de conseguir que su deje lento y suave sonara enérgico y rápido. No daba oportunidad de que otro metiese baza en la conversación—. Ni que esa señora Anan venía también. Por suerte, sé cómo adaptarme a las circunstancias, y siempre hace falta adaptar los planes una vez que se ha zarpado y el ancla está seca. Y, hablando de estar seco, ¿habéis estado correteando ya por ahí fuera? Confío en que no hayáis atraído la atención sobre vos.

—¿Qué queréis decir con eso de adaptar los planes? —demandó Mat, que se pasó las manos por el pelo. ¡Luz, sí que estaba empapado!—. ¡Lo tenía todo planificado! —¿Por qué esas dos sul’dam estaban tan quietas y calladas? Si alguna vez había visto estatuas encarnando la renuencia, era ese par—. ¿Quiénes son los otros de ahí fuera?

—La gente de la posada —respondió Egeanin, impaciente—. Para empezar, necesito un séquito apropiado para que las patrullas de las calles no se extrañen. Esos dos… ¿Guardianes? En fin, son tipos musculosos; resultan unos excelentes portadores de lámparas. En segundo lugar, no quería arriesgarme a perderlos en este vendaval. Es mejor que estemos todos juntos desde el principio. —Volvió la cabeza, siguiendo la mirada de Mat, hacia las sul’dam—. Éstas son Seta Zarbey y Renna Emain. Sospecho que querrán que os olvidéis de esos nombres después de esta noche.

La mujer pálida se encogió al oír el nombre de Seta, lo cual indicaba que la otra era Renna. Ninguna de las dos levantó la cabeza. ¿Qué dominio tendría Egeanin sobre ellas? Bueno, eso daba igual; lo importante era que estaban allí y dispuestas a hacer lo que fuera necesario.

—No tiene sentido que sigamos plantados aquí —dijo Mat—. Empecemos de una vez.

No hizo más comentarios sobre los cambios introducidos por Egeanin en el plan. Después de todo, en las horas que había pasado tendido en aquella cama de los aposentos de Tylin, había decidido correr el riesgo de efectuar un cambio o dos él mismo.

31

Lo que dijeron los alfinios

La noble seanchan manifestó sorpresa, y no poca irritación, cuando Mat la acompañó hacia las casetas. Seta y Renna conocían el camino, por supuesto, y él se suponía que debería recoger mientras la capa y lo demás que quisiera llevarse. Las dos sul’dam los siguieron por los pasillos apenas iluminados, con las capas colgando a la espalda y los ojos prendidos en el suelo. Domon cerraba la marcha, como si la pareja fuese ganado al que conducía. La coleta que le colgaba por un lado de la cabeza se mecía cuando miraba rápidamente a un lado y a otro en un cruce de corredores, y a veces se tanteaba la cintura como si esperase encontrar allí una espada o una porra. A excepción de ellos, los pasillos jalonados de tapices se encontraban silenciosos y vacíos.

—Tengo que resolver un asuntillo allí arriba —le dijo Mat a Egeanin en un tono tan despreocupado como sólo él sabía adoptar, y añadió una sonrisa—. No tendréis que molestaros con ello. No tardaré ni un minuto. —Su mejor sonrisa no pareció causar más impresión en ella de lo que lo había hecho el día anterior en su habitación de la posada.

—Si me haces naufragar ahora… —advirtió en un tono amenazador.

—Recordad quién planeó todo esto —repuso, y ella gruñó. ¡Luz, las mujeres parecían pensar siempre que podían adelantarse y tomar las riendas, y encima hacer un trabajo mejor que el que era experto en ese trabajo!

Al menos no protestó más. Subieron rápidamente al piso alto de palacio, y después por la estrecha escalera que conducía al enorme ático. Sólo había encendidas unas cuantas lámparas, menos incluso que en los pasillos de abajo, y el laberinto de angostos corredores entre las minúsculas casetas de madera era una masa de pálidas sombras. No se movía nada, y Mat respiró más tranquilo. Y más tranquilo habría respirado si Renna no hubiese suspirado con evidente alivio.

Ella y Seta sabían dónde estaban las distintas damane y, aunque no corrieron exactamente, se internaron hacia el fondo del ático sin remolonear, tal vez porque Domon seguía pisándoles los talones. No era una imagen que inspirase confianza. En fin, si los deseos fuesen caballos, los mendigos no irían a pie. Un hombre tenía que arreglarse con lo que hubiera; sobre todo si no tenía otra opción.

Egeanin le lanzó otra mirada dura y volvió a gruñir, esta vez sin decir nada, y después fue en pos de los otros, con la capa ondeando tras ella. Mat torció el gesto. El modo de caminar de esa mujer habría inducido a cualquiera a tomarla por un hombre si no hubiera llevado vestido.

Tenía algo que hacer realmente, y no era un asuntillo sin importancia. Ni algo que deseara hacer. ¡Luz, había intentado convencerse para cambiar de idea! Sin embargo, era algo que no podía pasar por alto. Tan pronto como Egeanin desapareció en una esquina, detrás de Domon y de las otras dos mujeres, Mat se dirigió como un rayo hacia la caseta más próxima en la que recordaba que había una de las Atha’an Miere.

Abrió la lisa hoja de madera sin hacer ruido y se deslizó sigilosamente en el interior sumido en la negrura. La mujer dormida dentro roncaba con un sonido rasposo. Muy despacio, Mat avanzó tanteando en la oscuridad hasta que dio con la rodilla en la cama, y después siguió la forma del cuerpo tendido bajo las mantas con más rapidez; encontró la cabeza justo a tiempo de taparle la boca cuando la mujer se despertó con un sobresalto.

—Quiero que respondas a una pregunta —susurró. Rayos y centellas, ¿y si se había equivocado de caseta? ¿Y si ésa no era una Detectora de Vientos, sino una de las jodidas mujeres seanchan?—. ¿Qué harías si te quitara el collar? —Levantó la mano y contuvo la respiración.

—Liberaría a mis hermanas, si fuera la voluntad de la Luz que tal cosa ocurriera. —El acento del pueblo de los Marinos en la oscuridad consiguió que Mat respirara de nuevo—. Si la Luz quisiera, cruzaríamos la bahía, de algún modo, hasta donde tienen retenida a nuestra gente, y liberaríamos a todos los que pudiéramos. —La voz de la mujer se mantuvo baja, pero rezumaba fiereza en cada palabra—. Si fuese voluntad de la Luz, recuperaríamos nuestros barcos y combatiríamos para salir a mar abierto. ¡Bien! Si esto es un truco, castígame por ello y acabemos, o mátame. Estaba a punto de sucumbir y ceder, y la vergüenza de hacer eso me atormentará siempre, pero me has recordado quién soy, y ahora jamás me someteré. ¿Me has oído? ¡Jamás!

—¿Y si te pidiera que esperases tres horas? —preguntó Mat, todavía inclinado sobre la mujer—. Recuerdo que los Atha’an Miere calculan lo que tarda en pasar una hora con una diferencia de sólo unos minutos. —El que se acordaba no era él, pero ahora el recuerdo le pertenecía, el de una travesía en un barco Atha’an Miere desde Allorallen hasta Barashta, y la mujer de los Marinos de relucientes ojos que lloró cuando se negó a seguirlo a tierra firme.

—¿Quién eres? —susurró ella.

—Me llamo Mat Cauthon, si sirve para algo.

—Soy Nestelle din Sakura Estrella del Sur, Mat Cauthon. —La oyó escupir, y supo lo que hacía. Escupió en su propia palma y las dos manos se estrecharon en la oscuridad. La de ella estaba tan callosa como la de Mat, y su apretón denotaba fuerza—. Esperaré —dijo Nestelle—. Y no me olvidaré de ti. Eres un gran hombre, y bueno.

—Sólo soy un jugador —contestó.

La mano de la mujer guió la suya hasta el collar segmentado que rodeaba el cuello, y Mat lo abrió con un chasquido metálico. Nestelle soltó un profundo suspiro.

Mat sólo tuvo que ponerle los dedos en los sitios adecuados y mostrarle el truco una vez para que ella lo aprendiera, pero hizo que lo cerrara y lo abriera tres veces antes de darse por satisfecho. Ya que se había decidido a hacer aquello, más valía hacerlo bien.

—Tres horas, calculándolas lo mejor que sepas —le recordó.

—Lo más preciso posible —susurró ella.

La mujer podía echarlo todo a perder; pero, si él no podía correr un riesgo, ¿quién podía, entonces? Después de todo, era el hombre con suerte. Quizá no había sido tan obvio últimamente, pero había encontrado a Egeanin justo cuando la necesitaba. Mat Cauthon seguía teniendo suerte.

Salió sigilosamente de la caseta, tan en silencio como había entrado, y cerró la puerta. Y a punto estuvo de tragarse la lengua de la impresión. Estaba mirando la espalda de una mujer corpulenta, canosa, con un vestido de piezas rojas y relámpagos. Enfrente de ella se encontraba Egeanin, erguida todo lo posible, y Teslyn, conectada a Renna por la cadena plateada de un a’dam. No había rastro de Domon, Seta ni la tal Edesina a la que todavía no conocía. Egeanin mostraba el aire fiero de una leona sobre su presa recién cobrada, pero Teslyn temblaba y tenía los ojos desorbitados, aterrada casi hasta el punto de perder los estribos, y la boca de Renna mostraba un gesto que indicaba que la mujer podría vomitar en cualquier momento.

Sin atreverse a respirar, dio un cauteloso paso hacia la mujer canosa, con las manos extendidas. Si la reducía antes de que pudiese gritar, podrían esconderla… ¿Dónde? Seta y Renna querrían matarla. Por mucho que dijese Egeanin, esa mujer podría identificarlas.

Los azules y severos ojos de Egeanin se encontraron con los de Mat por encima del hombro de la sul’dam un breve instante antes de volverse de nuevo hacia la mujer.

—¡No! —dijo secamente—. No puedo perder tiempo cambiando mis planes ahora. La Augusta Señora Suroth dijo que podía utilizar a cualquier damane que quisiera, der’sul’dam.

—Por supuesto, milady —contestó la mujer canosa, que por el tono de voz parecía desconcertada—. Me limité a indicar que Tessi no está realmente entrenada. De hecho subí a verla. Está haciendo buenos progresos ahora, milady, pero…

Todavía conteniendo la respiración, Mat retrocedió de puntillas. Descendió por la oscura escalera poniendo las manos en la pared a fin de apoyar todo el peso posible de su cuerpo. No recordaba que ningún escalón hubiera crujido cuando habían subido, pero había riesgos y riesgos; un hombre corría los que debía, pero si no, no forzaba su suerte. Eso conducía a una larga vida, algo que él deseaba fervientemente tener.

Al pie de la escalera, hizo una pausa para respirar hasta que el corazón dejó de latirle. En fin, hasta que recuperó un ritmo menos frenético. Quizá no dejase de latir hasta el día siguiente. No se acordaba de haber respirado desde que había visto a la mujer de cabello gris. ¡Luz! Si Egeanin pensaba que tenía dominada la situación, estupendo, pero aun así… ¡Luz! ¡Debía de tener a las dos sul’dam cogidas por el cuello con un nudo corredizo! ¿Su plan? Bueno, en lo que sí tenía razón era en que no había tiempo que perder. Mat echó a correr.

Y corrió hasta que la cadera le dio una fuerte punzada y chocó con una mesa con incrustaciones de turquesas. Se agarró a un tapiz para no irse al suelo, y la colgadura bordada de flores se soltó de la cornisa de mármol hasta la mitad de su anchura. El alto jarrón de porcelana blanca que había encima de la mesa se cayó y se hizo añicos en las baldosas azules y rojas, con un estruendo que levantó ecos en el pasillo. Mat se alejó cojeando; pero cojeando tan deprisa como nunca. Si acudía alguien a investigar el ruido, no iba a encontrar a Mat Cauthon plantado junto al desastre, ni siquiera a dos corredores de distancia.

Renqueó hasta los aposentos de Tylin, y cruzó la salita y entró en el dormitorio antes de darse cuenta de que las lámparas estaban encendidas. El fuego en la chimenea de la habitación ardía, alimentado con los troncos cortados que había en el cajón de leña dorado. Tylin, echados los brazos hacia atrás para desabrocharse los botones, alzó la vista al oírlo entrar y frunció el entrecejo. El traje de montar verde oscuro estaba arrugado. El fuego chisporroteó y lanzó una lluvia de chispas, chimenea arriba.

—No te esperaba todavía —dijo Mat mientras intentaba discurrir. De todas las cosas que había pensado que podrían salir mal esa noche, el regreso adelantado de Tylin no era una de ellas. Sentía como si el cerebro se le hubiese congelado.

—Suroth se enteró de que un ejército ha desaparecido en Murandy —contestó lentamente Tylin al tiempo que se ponía derecha. Hablaba con aire ausente, como si la mayor parte de su atención estuviera puesta en Mat Cauthon—. Ignoro qué ejército ni cómo puede desaparecer uno, pero decidió que era urgente regresar. Dejamos a todos los demás atrás, y vinimos tan deprisa como una de esas bestias pudo llevarnos sólo a las dos y a la mujer que la manejaba. Luego requisó dos caballos para cabalgar desde los muelles hasta aquí, solas. Incluso fue a esa posada que hay al otro lado de la plaza, donde se albergan todos sus oficiales, en lugar de venir aquí. No creo que tenga intenciones de dormir esta noche, ni de dejar que ninguno de ellos lo…

Sin terminar la frase, Tylin se deslizó hacia Mat y tocó la sencilla chaqueta verde.

—El problema de tener un zorro como animal de compañía —murmuró— es que antes o después recuerda que es un zorro. —Aquellos ojos grandes y oscuros lo contemplaron intensamente. De repente, lo agarró por el pelo y le bajó la cabeza para darle un beso tal que a Mat se le encogieron los dedos de los pies dentro de las botas—. Eso —dijo ella falta de aliento cuando finalmente lo soltó— es para mostrarte cuánto te echaré de menos. —Sin que se reflejara el menor cambio de expresión en su rostro, le atizó una bofetada tan fuerte que Mat vio las estrellas—. Y eso es por intentar escabullirte mientras yo estaba ausente. —Le dio la espalda y se echó la espesa melena, negra como ala de cuervo, sobre el hombro—. Desabróchame los botones, mi precioso zorrillo. Llegamos tan tarde que decidí no despertar a mis doncellas, pero con estas uñas es casi imposible manejar los botones. Una última noche juntos, y mañana te pondré en camino.

Mat se frotó la mejilla. ¡Esa mujer podría haberle roto un diente! Al menos había conseguido que la cabeza empezara a funcionarle otra vez. Si Suroth se encontraba en La Mujer Errante, entonces no estaba en el palacio de Tarasin, donde podría ver lo que no debía ver. Su suerte seguía funcionando. Sólo tenía que preocuparse por la mujer que tenía delante. El único rumbo posible era hablar claro.

—Me voy esta noche —dijo mientras ponía las manos en los hombros de Tylin—. Y, cuando me vaya, me llevaré a un par de Aes Sedai del ático. Vente conmigo. Enviaré a Thom y a Juilin a buscar a Beslan y…

—¿Que me vaya contigo? —repitió ella con incredulidad, mientras se apartaba y se daba media vuelta para mirarlo. En su orgulloso rostro había un gesto desdeñoso—. Pichón, no me apetece convertirme en tu manceba, y tampoco tengo intención de convertirme en refugiada. O dejar Altara a quienquiera que los seanchan eligieran para reemplazarme. Soy la reina de Altara, la Luz me valga, y no abandonaré ahora a mi pueblo. ¿De verdad te propones liberar a las Aes Sedai? Te deseo lo mejor, a ti y a las hermanas, si te sientes en la obligación de hacerlo, pero parece un buen modo de poner tu cabeza clavada en una pica, dulzura. Es una cabeza demasiado bonita para que la corten y la embadurnen con brea.

Mat intentó cogerla otra vez por los hombros, pero ella reculó un paso y su penetrante mirada hizo que Mat bajase las manos. Luego puso en su voz hasta el último resquicio de urgencia que pudo encontrar dentro de sí.

—Tylin, me aseguré de que todo el mundo supiera que pensaba marcharme, y que ansiaba irme antes de que regresaras, para que los seanchan comprendieran que tú no tenías nada que ver en ello, pero ahora…

—Regresé y te sorprendí —lo interrumpió ferozmente—, y me ataste y me dejaste debajo de la cama. Cuando me encuentren por la mañana, estaré furiosa contigo. ¡Indignada! —Sonrió, pero el modo en que sus ojos centelleaban daba a entender que no se encontraba lejos de sentir tal indignación, por mucho que hablara de zorros y de ponerlo en camino—. Ofreceré una recompensa por ti, y le diré a Tuon que puede comprarte cuando te cojan, si aún está interesada. Seré la perfecta Alta Sangre en mi cólera. Me creerán, lechoncito. Ya le he dicho a Suroth que voy a afeitarme el cabello.

Mat sonrió débilmente; lo creía a pies juntillas. Lo vendería si lo atrapaban. «Las mujeres son un laberinto a través de zarzas en mitad de la noche», rezaba el viejo dicho, y ni siquiera ellas conocían el camino.

Tylin insistió en supervisar las ataduras; parecía tomárselo muy en serio. Tenía que atarla con tiras cortadas de la falda, como si ella hubiese entrado inesperadamente, sorprendiéndolo, y él la hubiera reducido. Los nudos debían estar bien prietos para que no pudiera soltarse por mucho que lo intentara, y lo intentó una vez que estuvo atada, tirando y retorciéndose con tanto empeño que parecía que quisiera liberarse realmente. A lo mejor era así; torció la boca en un gruñido cuando sus intentos fracasaron. También tuvo que atarle los tobillos y las muñecas a la espalda, a la altura de las caderas, y ponerle otra tira al cuello y sujeta a una pata de la cama para evitar, supuestamente, que no se arrastrara por el suelo y saliera al pasillo. Y, por supuesto, tampoco podía gritar para pedir auxilio. Cuando Mat le metió suavemente uno de sus pañuelos de seda en la boca y ató otro para sujetarlo en su sitio, ella sonrió, pero sus ojos echaban chispas. Un laberinto de zarzas en medio de la noche.

—Voy a echarte de menos —dijo Mat quedamente mientras la metía debajo de la cama. Para su sorpresa, comprendió que era verdad. ¡Luz! Recogió apresuradamente la capa, los guantes y la lanza, y apagó las lámparas en su camino hacia la puerta. Las mujeres podían enredar a un hombre en un laberinto antes de que se diera cuenta de lo que pasaba.

Los pasillos seguían vacíos y silenciosos excepto por el sonido de sus propios pasos renqueantes, pero el alivio que eso hubiera podido darle desapareció cuando llegó a la antesala del patio de los establos.

La única lámpara encendida arrojaba una luz titilante sobre los inevitables tapices floreados, pero Juilin y su compañera no se encontraban allí, y tampoco estaban Egeanin y los demás. Con el tiempo que había empleado en atar a Tylin, todos deberían estar esperándolo a esas alturas. Más allá de la columnata la lluvia caía como una densa cortina oscura que ocultaba todo. ¿Habrían ido a los establos? La tal Egeanin cambiaba su plan cada vez que se le antojaba.

Rezongando entre dientes, se echó encima la capa y se preparó para dirigirse a las cuadras a través del aguacero. Esa noche estaba llegando al límite de su paciencia de aguantar a las mujeres.

—De modo que intentas marcharte. No puedo permitirlo, «Juguete».

Barbotando un juramento, Mat giró sobre sus talones y se encontró cara a cara con Tuon, cuyo semblante tras el largo y transparente velo se mostraba severo. La estrecha diadema que sujetaba el velo sobre la afeitada cabeza era un conjunto de gotas de fuego y perlas, y representaba otra fortuna junto con el ancho cinturón enjoyado que le ceñía el talle y el largo collar. ¡Pues vaya momento para fijarse en joyas, por valiosas que fuesen! ¿Qué demonios hacía despierta? ¡Maldición, si salía corriendo y llamaba a la guardia para que lo detuvieran…!

Desesperado, intentó agarrar a la chica, pero ella se escabulló de sus manos e hizo volar por el aire la ashandarei con un seco golpe que le dejó la muñeca medio dormida. Mat esperaba que la flaca muchacha saliera huyendo, pero en cambio empezó a descargar golpes sobre él, asestando puñetazos con los nudillos doblados y con el canto de las manos como si fuesen hojas de hacha. Mat tenía las manos rápidas, las más rápidas que Thom había visto nunca según el viejo juglar, pero se las vio y se las deseó para interceptar los golpes, y por supuesto olvidó por completo su intención de agarrarla. Si no hubiese estado tan ocupado procurando que no le rompiera la nariz —o quizás otra cosa: golpeaba muy fuerte, para ser una cosita tan menuda—, de no ser por eso, la situación podría haberle parecido divertida. Era mucho más alto que ella, a pesar de que su talla no sobrepasaba gran cosa a la media, pero la chica lo atacaba con furia concentrada, como si la más fuerte y la más alta fuese ella y esperara arrollarlo. Por alguna razón, al cabo de unos segundos sus carnosos labios se curvaron en una sonrisa, y si Mat no hubiera sabido a qué atenerse habría pensado que aquellos enormes y luminosos ojos adquirían un brillo de deleite. ¡Así la Luz lo fulminara! ¡Pensar en lo bonita que era una mujer en un momento así era tan estúpido como intentar valorar las joyas que lucía!

De repente, la chica se echó hacia atrás y utilizó las dos manos para ajustarse la diadema de gemas que sujetaba su velo. En ese momento no había el menor asomo de deleite en su expresión, sino concentración absoluta. Colocó los pies cuidadosamente, fija la mirada en la cara de Mat en todo momento, y empezó a remangarse la blanca falda plisada, recogiéndola en pliegues por encima de las rodillas.

Mat no entendía por qué no había empezado a gritar ya pidiendo ayuda, pero sí sabía que se disponía a asestarle una patada. Bueno ¡eso si él la dejaba, claro! Saltó hacia ella y todo ocurrió al mismo tiempo. Una intensa punzada de dolor en la cadera lo hizo caer sobre una rodilla. Tuon, con la falda recogida casi hasta las caderas, lanzó la delgada pierna enfundada en una media blanca, descargando una patada que le pasó rozando la cabeza, y a la par se levantó en el aire inopinadamente.

Mat debería haberse sorprendido al ver a Noal rodeando con los brazos a la muchacha como ella se sorprendió al encontrarlos ciñéndola, pero reaccionó más deprisa que Tuon. Mientras ella abría la boca para gritar finalmente, Mat se puso de pie y empezó a meterle el velo entre los dientes, a la vez que tiraba la diadema enjoyada al suelo con un gesto rápido de la mano. Ni que decir tiene que la chica no cooperó como había hecho Tylin. Sólo gracias a sujetarle con fuerza la mandíbula evitó que le clavara los dientes en los dedos. Unos sonidos furiosos salían de su garganta, y sus ojos traslucían una rabia que no había mostrado siquiera en lo más sañudo de su ataque. Se retorcía entre los brazos de Noal y agitaba las piernas, pero el viejo y sarmentoso hombre se las ingenió para levantarla en vilo y evitar a un tiempo las patadas de los talones. Viejo o no, no parecía tener dificultad en mantenerla sujeta.

—¿Tenéis este tipo de problemas con mujeres a menudo? —preguntó suavemente el hombre, mostrando una sonrisa desdentada. Llevaba la capa puesta, y un envoltorio con sus pertenencias colgado a la espalda.

—Siempre —repuso ásperamente Mat, y gruñó cuando un rodillazo lo alcanzó en la dolorida cadera. Arreglándoselas para desatarse el pañuelo del cuello con una sola mano, lo utilizó para asegurar la mordaza del velo metido en la boca de Tuon, aunque se llevó un mordisco de refilón en el pulgar. Luz, ¿qué iba a hacer con ella?

—No sabía que era esto lo que planeabais —comentó Noal, cuya respiración no se había alterado a pesar del modo en que la menuda muchacha se sacudía y retorcía entre sus brazos—; pero, como podéis ver, también me marcho esta noche. Creo que dentro de un día o dos éste podría convertirse en un lugar muy desagradable para alguien a quien le ofrecisteis un lecho.

—Una sabia decisión —masculló Mat. ¡Luz, tendría que haber pensado en advertírselo a Noal!

Se puso de rodillas, evitando las patadas de Tuon —o casi todas— el tiempo suficiente para agarrarle las piernas. Con un cuchillo que sacó de una manga de la chaqueta empezó a cortar el repulgo del vestido, y luego arrancó una tira de tela para atarle los tobillos. Menos mal que había cogido práctica con Tylin un poco antes: no estaba acostumbrado a atar a mujeres. Tras desgarrar otra tira de tela del borde de la falda, recogió la diadema del suelo y se puso de pie, soltando un gruñido por el esfuerzo y otro más fuerte al recibir una última patada dirigida a su cadera con las dos piernas de la chica. Cuando volvió a ponerle la diadema en la cabeza, Tuon lo miró fijamente a los ojos. Había dejado de debatirse inútilmente, pero no estaba asustada. Luz, en su lugar, él se estaría ensuciando los pantalones.

Juilin llegó por fin, envuelto en la capa y completamente equipado, con la espada corta y el quiebraespadas en el cinturón, y el bastón de bambú en una mano. Una mujer esbelta y de cabello oscuro, con el grueso ropón blanco que las da’covale llevaban al salir a la calle, lo agarraba del brazo derecho. Era bonita, aunque le daba un aire mohíno su boca semejante a un capullo de rosa, y cinco o seis años mayor de lo que Mat había imaginado; sus grandes ojos y oscuros dirigían rápidas miradas a uno y otro lado, con timidez. Al ver a Tuon, lanzó un gritito y se soltó de Juilin como si el hombre fuera una estufa al rojo vivo, tras lo cual se postró en el suelo, junto a la puerta, con la cabeza contra las rodillas.

—He tenido que convencer a Thera otra vez para que huya —suspiró el husmeador mientras miraba preocupado a la mujer. Fue toda la explicación que dio por el retraso antes de volver su atención a la chica que sujetaba Noal. Retiró un poco hacia atrás el ridículo gorro cónico y se rascó la cabeza—. ¿Y qué hacemos con ella? —preguntó simplemente.

—Dejarla en los establos —contestó Mat. Lo harían si Vanin había convencido a los mozos de cuadra para que los dejasen a él y a Harnan encargarse de los caballos que entraran con los mensajeros. Hasta ese momento, eso sólo había parecido una precaución suplementaria, realmente innecesaria. Hasta ese momento—. En el desván. La encontrarán por la mañana, cuando bajen paja fresca para las cuadras.

—Y yo que pensaba que la secuestrabais —intervino Noal, que volvió a soltar en el suelo a Tuon y dejó de rodearla para sujetarla por los brazos desde atrás.

La menuda joven no se molestó en resistirse y mantuvo alta la cabeza. Incluso con la mordaza, el desprecio era patente en su cara. Rehusaba luchar no porque estuviese indefensa o desesperada, sino porque había decidido no hacerlo. Unos pasos resonaron en el pasillo que conducía a la antesala, aproximándose. Quizá fuera Egeanin, por fin. O, tal y como iba desarrollándose la noche, también podrían ser los Guardias de la Muerte. Y los Ogier.

Mat se apresuró a indicar a los demás mediante un gesto de la mano que se apartaran hacia los rincones, fuera de la vista de quien cruzara la puerta, y después se acercó cojeando a recoger su lanza negra. Juilin levantó a Thera del suelo y la situó a su izquierda; allí la mujer se acurrucó en el rincón mientras él se ponía delante, con el bastón asido con ambas manos. Parecía un arma frágil, pero el husmeador sabía utilizarla con mucha eficacia y contundentes efectos. Noal arrastró a Tuon hacia el rincón opuesto de la sala y le soltó un brazo para meter la mano libre debajo de la chaqueta, donde llevaba sus largos cuchillos. Mat se plantó en mitad de la habitación, de espaldas a la lluviosa noche y con la ashandarei recta delante de él. Entrara quien entrara en la antesala, no iba a poder brincar de un lado para otro, teniendo la cadera agarrotada por las patadas de Tuon, pero si ocurría lo peor al menos dejaría marcados a unos cuantos.

Cuando Egeanin cruzó el umbral, Mat se tambaleó ligeramente, apoyado en la lanza, invadido por el alivio. Dos sul’dam entraron tras ella, y a continuación Domon. Mat vio a Edesina por primera vez sabiendo quién era, aunque la recordó de un día en el patio, cuando las damane hacían ejercicio; era una mujer atractiva, alta, con el negro cabello cayéndole hasta la cintura. Llevaba uno de aquellos sencillos vestidos grises, y, a pesar del a’dam que la ataba a la muñeca de Seta, Edesina se mostraba tranquila. Sería una Aes Sedai atada a la correa, pero una que tenía la certeza de que esa correa desaparecería muy pronto. Por otro lado, Teslyn era un manojo de ansiedad, se lamía los labios y miraba fijamente la puerta de los establos. Renna y Seta apuraron a las dos Aes Sedai para que siguieran a Egeanin, aunque sin apartar la vista de la puerta que daba al patio.

—Tuve que tranquilizar a la der’sul’dam —dijo Egeanin tan pronto como entró en la antesala—. Todas ellas se muestran muy protectoras con las que están a su cargo. —Al reparar en Juilin y Thera frunció el ceño; no había habido razón para hablarle de Thera, y menos con su aceptación de ayudar a las damane, pero obviamente no le gustaba aquella sorpresa vestida con paño gris—. La presencia de Seta y Renna le hizo ver las cosas de otra manera, claro, pero… —Su voz se cortó de golpe, como sesgada por un cuchillo, cuando su mirada se posó en Tuon. Egeanin era pálida de tez, pero se puso blanca. Tuon le devolvió la mirada con ira y con la severa ferocidad de un verdugo—. ¡Oh, Luz! —exclamó, ronca la voz, y cayó de rodillas—. ¡Estás loco! ¡Se castiga con la muerte por tortura lenta el poner las manos sobre la Hija de las Nueve Lunas!

Las dos sul’dam soltaron una exclamación ahogada y se arrodillaron sin vacilación, no sólo arrastrando con ellas a las dos Aes Sedai, sino tirando del a’dam para obligarlas a poner el rostro contra el suelo. Mat gimió como si Tuon acabara de soltarle una patada en la entrepierna. Se sentía como si lo hubiera hecho. La Hija de las Nueve Lunas. Los alfinios le habían dicho la verdad, por mucho que odiara reconocerlo. Que moriría y volvería a vivir, si es que aún no había pasado por eso. Que daría la mitad de la luz del mundo para salvar el mundo, lo que ni siquiera quería imaginar qué significaba. Que se casaría con…

—Es mi esposa —musitó lentamente. Alguien soltó un sonido ahogado, le pareció que Domon.

—¿Qué? —exclamó Egeanin con un tono chillón mientras giraba la cabeza hacia él tan deprisa que la cola de pelo se meció hasta darle en la cara. Mat nunca habría imaginado que esa mujer chillara—. ¡No puedes decir eso! ¡No debes decirlo!

—¿Por qué no? —demandó. Los alfinios siempre daban respuestas verdaderas. Siempre—. Es mi esposa. ¡Vuestra jodida Hija de las Nueve Lunas es mi esposa!

Todos lo miraban de hito en hito, excepto Juilin, que se había quitado el gorro y observaba fijamente el interior de la prenda. Domon sacudió la cabeza, y Noal soltó una queda risita. Egeanin se había quedado boquiabierta. Las dos sul’dam también, como si estuvieran viendo a un demente, absolutamente loco de atar, y suelto. Tuon lo contemplaba fijamente, pero su expresión resultaba indescifrable, ocultando lo que pensaba tras aquellos ojos negros. Oh, Luz, ¿qué iba a hacer? Bien, para empezar, ponerse en marcha antes de que…

Selucia entró corriendo en la antesala, y Mat gimió. ¿Es que todo el jodido palacio iba a aparecer allí? Domon intentó agarrarla, pero ella lo esquivó y siguió hacia el centro de la estancia. La so’jhin rubia y de generoso busto no mostraba su habitual actitud majestuosa, ya que se retorcía las manos y miraba a su alrededor como un animal acorralado.

—Perdonadme por hablar —empezó en un tono rebosante de temor—, pero lo que hacéis es peor que una locura. —Con un gemido, corrió a situarse entre las sul’dam arrodilladas, y se acurrucó, con una mano en el hombro de cada una de las mujeres como si buscase su protección. Sus azules ojos no dejaban de ir de un lado a otro de la antesala—. Sean cuales sean los augurios, esto todavía puede arreglarse si accedéis a no derramar sangre.

—Cálmate, Selucia —dijo Mat en tono tranquilizador. La mujer no lo miraba a él, pero la mujer de todos modos acompañó sus palabras con gestos también tranquilizadores. En ninguno de sus recuerdos había podido encontrar un modo de vérselas con una mujer histérica. Aparte de esconderse—. Nadie va a salir herido. ¡Nadie! Te lo prometo. Cálmate.

Por alguna razón, la consternación asomó fugazmente al rostro de la so’jhin, pero se apoyó en las rodillas y enlazó las manos sobre el regazo. De repente, todo su miedo desapareció y volvió a exhibir el aire majestuoso de siempre.

—Os obedeceré, siempre y cuando no hagáis daño a mi señora. Si lo hacéis, os mataré.

Viniendo de Egeanin, esas palabras le habrían dado que pensar. Viniendo de esa mujer rellenita y de mejillas sonrosadas, de baja altura aunque fuera más alta que su señora, Mat desechó la amenaza. La Luz sabía que las mujeres eran peligrosas, pero se creía capacitado para manejar a la doncella de una noble. Al menos ya no estaba histérica. Curioso, cómo ese estado iba y venía en las mujeres.

—Supongo que os proponéis dejarlas a las dos en el desván —comentó Noal.

—No —contestó Mat, que miró a Tuon. Ésta le sostuvo la mirada sin pestañear, todavía sin mostrar expresión alguna que él pudiera descifrar. Una chiquilla menuda, delgada como un muchacho, cuando a él le gustaban las mujeres con carne rellenando los huesos. Heredera del trono del Seanchan, cuando las nobles le ponían carne de gallina. Una joven que había querido «comprarle», y que ahora seguramente deseaba clavarle un cuchillo en las costillas. Y sería su esposa. Los alfinios siempre daban respuestas verdaderas—. Nos las llevamos —dijo.

Finalmente el rostro de Tuon reflejó una expresión. Una sonrisa, como si de repente hubiera descubierto un secreto. Sonrió, y Mat se estremeció. Oh, Luz, tembló de pies a cabeza.

32

Una parte de sabiduría

La Rueda Dorada era una posada grande, justo al lado del mercado de Avharin, con una sala común larga, techada con vigas, y abarrotada de mesas pequeñas. Sin embargo, ni siquiera a mediodía había más de una de cada cinco mesas ocupadas, generalmente por algún mercader forastero sentado frente a una mujer vestida con ropas de colores sobrios y con el cabello recogido en lo alto de la cabeza o en la nuca, en un moño bajo. También ellas eran mercaderes, o banqueras; en Far Madding el comercio y la banca les estaban vetado a los hombres. Todos los forasteros que había en la sala eran varones, puesto que las mujeres comerciantes podían pasar a la Sala de Mujeres. El olor a pescado y cordero preparándose en la cocina impregnaba el aire, y de vez en cuando un sirviente acudía a la llamada de una de las mesas; los sirvientes esperaban en una línea en la parte trasera de la sala. Aparte de esas llamadas, mercaderes y banqueras mantenías las voces bajas. El sonido de la lluvia en el exterior era más fuerte.

—¿Estás seguro? —preguntó Rand mientras cogía los dibujos arrugados al sirviente de cara afilada al que había llevado a un lado de la sala.

—Me parece que es él —contestó el tipo con incertidumbre al tiempo que se limpiaba las manos en el largo delantal, adornado con el bordado de una rueda amarilla—. Se parece. No tardará en regresar. —Sus ojos fueron más allá de Rand y suspiró—. Será mejor que encarguéis un trago u os vayáis. A la señora Gallger no le gusta que hablemos cuando deberíamos estar trabajando. Y le gustaría menos que estuviera hablando de un cliente, en este o en cualquier otro momento.

Rand miró hacia atrás. Una mujer delgada, con una peineta de marfil hincada en el oscuro moño, se encontraba de pie en el arco pintado de amarillo que conducía a la Sala de Mujeres. Por el modo en que contemplaba la sala común —mitad reina supervisando sus dominios, mitad granjera supervisando sus campos, y en ambos casos contrariada por el escaso movimiento del negocio— la señalaba como la posadera. Cuando su mirada cayó sobre Rand y el tipo de cara afilada, frunció el entrecejo.

—Ponche de vino y especias —pidió Rand mientras entregaba unas monedas al hombre, de cobre por el vino y marcos de plata por su información, por incierta que ésta fuese. Había pasado más de una semana desde que había matado a Rochaid y Kisman se había escapado, y en todos esos días ésta era la primera vez que había conseguido algo más que un encogimiento de hombros o una sacudida de cabeza cuando mostraba los dibujos.

Había una docena de mesas vacías cerca, pero Rand quería estar en un rincón, en la parte delantera de la sala, desde donde podría ver quién entraba sin que lo vieran a él; y, mientras se dirigía allí entre las mesas, captó fragmentos de conversaciones.

Una mujer alta y pálida, con un vestido de seda en color verde oscuro, sacudió la cabeza al hombre fornido y bajo que tenía delante, un tipo con una chaqueta negra teariana demasiado ajustada; de perfil, y con el moño gris acerado, la mujer guardaba cierto parecido con Cadsuane. El hombre parecía estar hecho con bloques de piedra, pero su rostro moreno y cuadrado tenía una expresión preocupada.

—Podéis tranquilizaros respecto a Andor, maese Admira —dijo ella en un tono confortador—. Creedme, los andoreños gritarán y se amenazarán con espadas, pero nunca llegan a entablar la lucha. Lo mejor que podéis hacer por vuestro propio interés es mantener la ruta actual para vuestras mercancías. Cairhien os gravará un quinto más que Far Madding. Pensad en el gasto extra.

El teariano torció el gesto como si lo estuviera pensando. O preguntándose si realmente sus intereses coincidían con los de la mujer.

—Oí comentar que el cuerpo estaba negro e hinchado —dijo en otra mesa un enjuto illiano de barba blanca, que llevaba una chaqueta azul oscuro—. Y que las Consiliarias ordenaron que se incinerara. —Alzó las cejas en un gesto significativo y se dio golpecitos en la nariz puntiaguda, que le daba aspecto de comadreja.

—Si hubiese una plaga en la ciudad, maese Azereos, las Consiliarias lo habrían anunciado —contestó sosegadamente la delgada mujer que se encontraba sentada enfrente de él. Lucía dos complejas peinetas en el cabello recogido, y su rostro de rasgos zorrunos resultaba bonito, y tan impasible como el de una Aes Sedai, aunque se le marcaban finas arrugas en el rabillo de los ojos castaños—. Mi opinión es contraria a que trasladéis cualquiera de vuestros negocios a Lugard. Murandy pasa por una situación agitada e inestable al máximo. Los nobles jamás tolerarán que Roedran reúna un ejército. Y hay Aes Sedai involucradas, como sin duda habréis oído comentar. Sólo la Luz sabe lo que harán ellas.

El illiano se encogió de hombros con gesto desasosegado. En la actualidad nadie sabía lo que harían las Aes Sedai, si es que se había sabido alguna vez.

Un kandorés con pinceladas grises en la barba dividida y una gran perla en la oreja izquierda se inclinaba hacia una mujer robusta vestida con ropas de color gris oscuro que llevaba el pelo recogido en un prieto moño enroscado en lo alto de la cabeza.

—He oído que el Dragón Renacido ha sido coronado rey de Illian, señora Shimel. —Encogió la frente, de manera que se le marcaron más las arrugas—. Considerando la proclamación de la Torre Blanca, me estoy planteando enviar mis carretas en primavera a lo largo del Erinin hasta Tear. La calzada del Río será una ruta más dura, pero Illian no es tan buen mercado para pieles como para que me anime a correr demasiados riesgos.

La robusta mujer sonrió, una sonrisa apenas insinuada para aquella cara tan redonda.

—Me han contado que casi no se lo ha visto en Illian desde que se puso la corona, maese Posavina. En cualquier caso, la Torre se encargará de él, si es que no lo ha hecho ya, y esta mañana he recibido información de que la Ciudadela de Tear se encuentra bajo asedio, Tampoco ésa me parece una situación muy propicia para un buen mercado de pieles, ¿no creéis? No, Tear no es el lugar indicado para evitar riesgos.

Las arrugas en la frente de maese Posavina se marcaron más aún.

Al llegar a la pequeña mesa del rincón, Rand echó la capa sobre el respaldo de la silla y se sentó de espaldas a la pared; se subió el cuello de la chaqueta. El tipo de cara afilada le llevó una copa de peltre con vino caliente con especias, murmuró un apresurado «gracias» por las monedas de plata, y se marchó corriendo para atender a otra mesa desde la que llamaban. Dos grandes chimeneas a ambos lados de la sala caldeaban el ambiente, pero si alguien reparó en que Rand se dejaba los guantes puestos nadie prestó atención al detalle. Rand fingió estar mirando el contenido de su copa, que rodeaba con las dos manos, aunque en realidad no perdía de vista la puerta de la calle.

La mayoría de los fragmentos de conversaciones que había escuchado casi no le interesaba. Había oído más o menos lo mismo con anterioridad, y a veces sabía más que la gente a la que escuchaba por casualidad. Elayne coincidía con la opinión de la mujer pálida, por ejemplo, y ella tenía que conocer Andor mucho mejor que cualquier comerciante de Far Madding. Sin embargo, lo de que la Ciudadela estaba bajo asedio era algo nuevo. Con todo, no se preocupó por ese rumor todavía. La Ciudadela nunca había caído, salvo en su caso, y sabía que Alanna se encontraba en algún lugar de Tear. Había sentido el salto justo desde un punto al norte de Far Madding hasta algún sitio mucho más al norte, y luego, un día después, a otro lugar lejano hacia el sudeste. La mujer se encontraba lo bastante distante para que Rand no pudiera distinguir si era Haddon Mirk o la propia ciudad de Tear, pero no le cabía duda de que era en uno de esos dos lugares; además, iba acompañada por cuatro hermanas en las que él confiaba. Si Merana y Rafela habían conseguido lo que quería de los Marinos, también lo conseguirían de los tearianos. Rafela era de allí, y eso podría ser una ventaja. El mundo podía continuar sin él un poco más de tiempo. Tenía que hacerlo.

Un hombre alto, arrebujado en una capa larga y mojada, con la capucha ocultándole la cara, entró de la calle, y los ojos de Rand lo siguieron hasta la escalera situada al fondo de la sala. Al alzar la cabeza para mirar hacia arriba, el tipo se echó la capucha hacia atrás de manera que asomó debajo un poco de cabello gris y una cara pálida y cansada. No podía ser el tipo al que se había referido el criado. Nadie que tuviese ojos en la cara lo confundiría con Perel Torvil.

Rand volvió a contemplar el vino de la copa mientras sus ideas se tornaban amargas. Min y Nynaeve se habían negado a pasar una hora más «pateando» las calles, como lo había expresado Min, y Rand sospechaba que Alivia sólo cubría el expediente en cuanto a enseñar los dibujos. Si es que hacía siquiera eso. Las tres se encontraban fuera de la ciudad durante todo el día, en las colinas, calculó Rand por lo que le revelaba el vínculo con Min. La joven se sentía muy excitada por algo. Las tres creían que Kisman había huido tras su fallido intento de matarlo, y que los otros Asha’man renegados o se habían ido con Kisman o ni siquiera habían llegado a la ciudad. Hacía días que intentaban convencerlo para marcharse de Far Madding. Al menos Lan no se había dado por vencido.

«¿Y por qué no pueden tener razón las mujeres? —susurró ferozmente Lews Therin dentro de su cabeza—. Esta ciudad es peor que cualquier prisión. ¡Aquí no está la Fuente! ¿Por qué iban a querer quedarse? ¿Por qué iba a quedarse cualquier hombre en su sano juicio? Podríamos salir a caballo, y llegar más allá de la barrera, sólo durante un día, unas pocas horas. ¡Luz, sólo unas pocas horas! —La voz rió descontrolada, demencialmente—. ¡Oh, Luz! ¿por qué tengo a un loco dentro de mi cabeza? ¿Por qué? ¿Por qué?»

Furioso, Rand forzó a Lews Therin a reducirse a un apagado zumbido, como el de un biteme que volase cerca. Había pensado acompañar a las mujeres en su salida a caballo, sólo para sentir la Fuente de nuevo, aunque únicamente Min mostró cierto entusiasmo. Nynaeve y Alivia no dijeron por qué querían salir a cabalgar cuando el cielo matinal amenazaba con la lluvia que ahora caía a mares. No era la primera vez que se marchaban; para sentir la Fuente, sospechaba Rand. Para absorber el Poder de nuevo, aunque fuese durante un rato. Bien, pues él podía aguantar no poder encauzar. Podía aguantar la ausencia de la Fuente. ¡Podía hacerlo! Tenía que hacerlo, para acabar con los que habían intentado matarlo.

«¡Ésa no es la razón! —gritó Lews Therin, superando la barrera impuesta por Rand un momento antes—. ¡Tienes miedo! ¡Si el mareo se apodera de ti mientras intentas utilizar el ter’angreal de acceso, podría matarte o algo peor! ¡Podría matarnos a todos!», gimió.

El vino resbaló por la muñeca y le mojó el puño de la camisa; Rand aflojó los dedos que apretaban la copa. A decir verdad, ésta tampoco estaba del todo redonda antes, así que no creía que advirtieran que la había aplastado un poco. ¡No tenía miedo! Se negaba a que el miedo lo afectara. Luz, al final tenía que morir; lo había aceptado.

«Intentaron matarme, y los quiero muertos por ello —pensó—. Si tardo un poco en conseguirlo, bien, quizás el mareo se habrá pasado para entonces. Maldita sea, tengo que seguir vivo para la Última Batalla».

Dentro de su cabeza Lews Therin rió más dementemente que nunca.

Otro hombre alto entró en la taberna por la puerta del patio del establo, casi enfrente de la escalera al fondo de la sala. Se sacudió la lluvia de la capa, se retiró la capucha y se encaminó hacia el acceso a la Sala de Mujeres. Con su boca de gesto burlón, la afilada nariz y una mirada que pasó despectivamente por todas las mesas, guardaba cierto parecido con Torvil, sólo que treinta años mayor y con quince kilos más de grasa en el cuerpo. Se asomó al arco amarillo, y llamó con voz alta y remilgada, de fuerte acento illiano:

—¡Señora Gallger, me marcho por la mañana temprano, así que cerrad la cuenta esta noche, ojo!

Torvil era tarabonés. Rand recogió su capa, dejó la copa de vino en la mesa y salió sin esperar más.

El cielo vespertino se mostraba gris y frío; si la lluvia había amainado no lo había hecho en exceso, y, sumada a las ráfagas que soplaban del lago, bastaba para ahuyentar a la gente de las calles. Rand se arrebujó en la capa, agarrando la prenda con una mano, tanto para proteger los dibujos que llevaba en un bolsillo de la chaqueta como para resguardarse él, y con la otra sujetó la capucha que el viento zarandeaba. Las gotas de lluvia impulsadas por el aire le golpeaban la cara como agujas de hielo. Una silla de mano lo pasó; el cabello de los porteadores les colgaba empapado por la espalda y las botas chapoteaban en los charcos formados entre los adoquines. Unas cuantas personas recorrían las calles arrebujadas en sus capas. A pesar de lo encapotado que estaba el día todavía quedaban unas horas de luz, pero Rand pasó frente a una posada llamada El Centro del Llano sin entrar en ella, y después ante Las Tres Damas de Maredo. Se dijo a sí mismo que era por la lluvia; no era el tiempo apropiado para ir de posada en posada. Sin embargo, sabía que mentía.

Una mujer baja y fornida que venía caminando por la calle, envuelta en una capa oscura, de repente viró en su dirección, y cuando se paró delante y levantó la cabeza Rand vio que era Verin.

—Así que estás aquí, después de todo —dijo la Aes Sedai. Las gotas de lluvia caían sobre su cara, pero ella no parecía advertirlo—. Tu posadera creía que tenías intención de ir caminando hasta el Avharin, pero no estaba segura. Me temo que la señora Keene no presta mucha atención a las idas y venidas de los hombres. Y aquí me tienes, con los zapatos calados y las medias mojadas. Me gustaba caminar bajo la lluvia cuando era una jovencita, pero eso ha perdido su encanto en algún punto a lo largo del camino.

—¿Os envía Cadsuane? —inquirió Rand, procurando evitar que en su voz hubiese un atisbo de esperanza. Había seguido albergado en La Cabeza de la Consiliaria después de que Alanna se fue para que Cadsuane pudiese encontrarlo. Difícilmente podría interesarla si tenía que ir buscándolo de posada en posada, sobre todo teniendo en cuenta que la mujer no había dado señales de que tuviese intención de hacerlo.

—Oh, no, ella jamás haría eso. —Verin parecía sorprendida ante semejante idea—. Se me ocurrió que quizá quisieras saber la noticia. Cadsuane ha salido a caballo con las chicas. —Frunció el entrecejo, pensativa, y ladeó la cabeza—. Aunque supongo que no debería llamar «chica» a Alivia. Interesante mujer. Demasiado mayor para hacerse novicia, por desgracia; oh, sí, una verdadera lástima. Absorbe cualquier cosa que se le enseña. Creo que conoce todos los modos posibles de destruir utilizando el Poder, pero ignora casi todo lo demás.

Rand la condujo a un lado de la calle, donde las salientes cornisas de una casa de piedra de un piso ofrecía algo de refugio contra la lluvia, ya que no del viento. ¿Que Cadsuane estaba con Min y las otras? Quizá no significara nada; no era la primera vez que veía Aes Sedai fascinadas por Nynaeve y, según Min, Alivia era incluso más fuerte.

—¿Qué noticia, Verin? —preguntó quedamente.

La oronda y baja Aes Sedai parpadeó como si la hubiese olvidado, y después sonrió de repente.

—Oh, sí. Los seanchan. Están en Illian. No en la ciudad; todavía no. No tienes por qué ponerte pálido. Pero han cruzado la frontera, y están construyendo campamentos fortificados a lo largo de la costa y tierra adentro. Sé poco sobre asuntos militares. Siempre me salto las batallas cuando leo la historia. Pero parece que, tanto si han llegado a la ciudad como si no, es allí hacia donde se dirigen. Tus batallas no parecen haber hecho mucho para frenarlos. Ésa es la razón de que no lea las batallas. Rara vez parecen cambiar algo a largo plazo, sólo a corto. ¿Te encuentras bien?

Rand se obligó a abrir los ojos. Verin lo observaba atentamente, como un gorrión cachigordo. Toda aquella lucha, todos esos hombres muertos, hombres que él había matado, y no había cambiado nada. ¡Nada!

«Se equivoca —murmuró Lews Therin—. Las batallas pueden cambiar la historia. —No parecía complacido por ello—. El problema es que, a veces, uno no sabe cómo va a cambiar la historia hasta que es demasiado tarde».

—Verin, si fuera a visitar a Cadsuane, ¿querría hablar conmigo? Me refiero a otros asuntos aparte de si mis modales le parecen buenos o no. Eso es lo único que parece importarle desde el principio.

—Oh, vaya, me temo que Cadsuane es muy tradicionalista en ciertos aspectos, Rand. De hecho nunca la he oído llamar soberbio a un hombre, pero… —Posó las yemas de los dedos sobre sus labios un instante, con gesto pensativo, y después asintió, de manera que las gotas de lluvia resbalaron por su cara—. Creo que escuchará lo que quieras decirle, si te las arreglas para borrar la mala impresión que le causaste, o al menos suavizarla todo lo que puedas. Pocas hermanas se impresionan por títulos o coronas, Rand, y Cadsuane menos que ninguna otra que conozca. Le interesa mucho más si las personas son necias o no. Si eres capaz de demostrarle que no lo eres, te escuchará.

—Entonces, decidle que… —Hizo una pausa para respirar hondo. ¡Luz, quería estrangular a Kisman y a Dashiva y a todos los otros con sus propias manos!—. Decidle que me marcho mañana de Far Madding, y que espero que venga conmigo, como mi consejera. —Lews Therin suspiró con alivio por la primera parte de la frase, y, si hubiese sido algo más que una voz, Rand habría jurado que se puso tenso al escuchar la segunda—. Decidle que acepto sus condiciones, que me disculpo por mi comportamiento en Cairhien y que haré todo lo posible por cuidar mis modales en el futuro. —Decir aquello no lo mortificó. Bueno, un poco; pero, a menos que Min se equivocara, necesitaba a Cadsuane, y Min nunca erraba en sus visiones.

—¿Así que has encontrado lo que viniste a buscar? —Verin sonrió y le dio unas palmaditas en el brazo cuando Rand frunció el ceño—. Si hubieses venido a Far Madding esperando conquistar la ciudad anunciando quién eres, te habrías marchado nada más darte cuenta de que aquí no puedes encauzar. Eso sólo deja la posibilidad de que buscases algo o a alguien.

—Quizás haya encontrado lo que necesitaba —repuso secamente. Lo que necesitaba, tal vez, pero no lo que quería.

—Entonces ve esta noche al palacio de Barsalla, en Las Cumbres. Cualquiera puede indicarte cómo llegar allí. Estoy completamente convencida de que querrá escucharte. —Se colocó mejor la capa y pareció advertir por primera vez la humedad de la prenda—. Oh, vaya. He de ir a ponerme algo seco, y sugiero que tú hagas lo mismo. —Se volvió a medias para marcharse, pero hizo una pausa y giró la cabeza para mirar a Rand. Sus oscuros ojos no parpadearon. De repente su modo de hablar no sonó aturullado en absoluto—. Podrías hacer una elección mucho peor eligiendo consejera, pero dudo que encuentres otra mejor que Cadsuane. Si acepta, y en verdad no eres un necio, prestarás oídos a sus consejos. —Sin más echó a andar, como si se deslizase bajo la lluvia cual un cisne regordete.

«A veces esa mujer me asusta», murmuró Lews Therin, y Rand asintió. Cadsuane no lo asustaba, pero despertaba su recelo. Cualquier Aes Sedai que no le hubiese jurado lealtad lo hacía recelar, a excepción de Nynaeve. Y a veces tampoco estaba muy seguro con ella.

Dejó de llover mientras recorría los tres kilómetros de vuelta a La Cabeza de la Consiliaria, si bien el viento cobró fuerza, y el letrero que colgaba sobre la puerta, pintado con el severo semblante de una mujer que lucía la diadema de Primera Consiliaria, se mecía en los oxidados goznes. La sala común era más pequeña que la de La Rueda Dorada, pero los paneles de madera estaban tallados y pulidos, y las mesas bajo las vigas rojas del techo no se encontraban tan apiñadas. También era de color rojo el arco que conducía a la Sala de Mujeres, y cincelado con tallas delicadas como encaje, al igual que los dinteles de las chimeneas de mármol. En La Cabeza de la Consiliaria, los sirvientes llevaban sujeto el cabello con prendedor de plata. Sólo se veía a dos de ellos, de pie cerca de la puerta de la cocina, pero en las mesas sólo había tres hombres, mercaderes forasteros sentados muy separados entre ellos y cada cual centrado en lo que bebía. Quizás eran competidores, ya que de vez en cuando uno u otro rebullía en la silla y miraba ceñudo a los otros dos. Uno, un hombre canoso, llevaba una chaqueta de seda gris oscura, y un tipo delgado, de rostro duro, lucía en una oreja una gema roja, del tamaño de un huevo de paloma. La Cabeza de la Consiliaria albergaba a los mercaderes extranjeros más prósperos, y actualmente no había muchos de ésos en Far Madding.

El reloj sobre una repisa de la Sala de Mujeres —un reloj con caja de plata, según Min— tocó la hora con delicados campanillazos en el momento en que Rand entraba en la sala común, y, antes de que hubiese acabado de sacudir el agua de su capa, entró Lan. No bien se encontraron los ojos del Guardián con los suyos, el otro hombre sacudió la cabeza. En fin, Rand no había esperado realmente encontrarlos tan pronto. Hasta para un ta’veren sería como forzar lo imposible.

Una vez que los dos tuvieron sendas copas de humeante vino y se hubieron acomodado en un largo banco rojo, delante de una de las chimeneas, le dijo a Lan la decisión que había tomado y el porqué; parte del porqué. La parte importante.

—Si les pusiera las manos encima en este momento, los mataría y aprovecharía la oportunidad para huir, pero matarlos no cambia nada. Es decir, no cambia lo suficiente —se corrigió, mirando ceñudo las llamas—. Puedo pasarme semanas, meses, esperando un día más, confiando en dar con ellos al siguiente. Sólo que el mundo no me esperará a mí. Creía que habría acabado con ellos a estas alturas, pero los acontecimientos se han adelantado más de lo que esperaba. Y eso sólo de los que tengo noticia. Luz, ¿qué estará ocurriendo que yo ignoro porque no he escuchado la cháchara de algún mercader mientras toma su vino?

—Nunca puede saberse todo —respondió quedamente Lan—, y parte de lo que se sabe siempre es erróneo. Quizás hasta las cosas más importantes. Una parte de sabiduría es ser consciente de eso. Una parte del valor radica en seguir adelante a pesar de ello.

Rand estiró las piernas y acercó los pies al fuego.

—¿Te ha contado Nynaeve que ella y las demás han estado viendo a Cadsuane? Precisamente hoy han ido a cabalgar juntas. —Al parecer se encontraban ya de regreso, pues podía sentir a Min más y más cerca. No tardaría mucho en llegar. Todavía seguía excitada por algo, una sensación que aumentaba o disminuía, como si ella intentara contenerla.

Lan sonrió, algo que rara vez hacía sin hallarse presente Nynaeve. Sin embargo, el gesto no se reflejó en sus ojos.

—Me prohibió que te lo dijera, pero ya que lo sabes… Ella y Min convencieron a Alivia de que, si lograban despertar el interés de Cadsuane hacia ellas, quizá podrían aproximarla a ti. Se enteraron dónde se alberga y le pidieron que les enseñara. —Su sonrisa desapareció, dejando un rostro duro como piedra—. Mi esposa ha hecho un sacrificio por ti, pastor —añadió quedamente—. Espero que recuerdes eso. No habla mucho de ello, pero creo que Cadsuane la trata como si aún fuese una Aceptada, o quizás una novicia. Sabes lo duro que es para Nynaeve aguantar algo así.

—Cadsuane trata a todo el mundo con si fuese una novicia —rezongó Rand. ¿Soberbio? Luz, ¿cómo iba a arreglárselas con esa mujer? Y, no obstante, tenía que hallar un modo. Guardaron silencio y contemplaron el fuego hasta que empezó a salir vaho de las suelas de sus botas, casi pegadas a la chimenea.

El vínculo le advirtió, y Rand giró la cabeza justo a tiempo de ver aparecer a Nynaeve por la puerta del patio del establo. A continuación entraron Min y Alivia, sacudiéndose la lluvia de las capas y arreglándose las faldas de los trajes de montar, y torciendo el gesto al ver las manchas de humedad, como si hubiesen esperado no mojarse si salían a cabalgar con aquel tiempo. Como siempre, Nynaeve llevaba puesto su ter’angreal enjoyado que incluía cinturón, collar, brazaletes y anillos, así como el extraño angreal de brazalete y anillos.

Todavía arreglándose, Min miró a Rand y sonrió, en absoluto sorprendida de verlo allí, por supuesto. La calidez fluyó desde ella a través del vínculo cual una caricia, aunque Min seguía tratando de suprimir su excitación. Las otras dos mujeres tardaron un poco más en reparar en Lan y en él; pero, cuando lo hicieron, tendieron sus capas a uno de los sirvientes para que las subiese a sus habitaciones y, tras reunirse con los dos hombres junto a la chimenea, extendieron las manos hacia el calorcillo del fuego.

—¿Disfrutasteis del paseo a caballo con Cadsuane? —preguntó Rand y se llevó la copa a los labios para beber un trago del dulce vino.

Min volvió bruscamente la cabeza hacia él, y un fugaz chispazo de culpabilidad se transmitió por el vínculo, pero la expresión de su rostro fue de pura indignación. Rand casi se atragantó con el vino. ¿Cómo era posible que esos encuentros con Cadsuane a su espalda fuesen culpa suya?

—Deja de mirar así a Lan, Nynaeve —dijo cuando pudo hablar—. Me lo contó Verin.

Nynaeve dirigió entonces su severa mirada hacia él y sacudió la cabeza. Había oído comentar a mujeres que cualquier cosa, fuera lo que fuera, siempre era culpa de un hombre, ¡pero es que a veces hasta lo creían!

—Me disculpo por todo lo que hayáis tenido que aguantar con ella a mi costa —continuó—, pero ya no será necesario que sigáis soportándolo. Le he pedido que sea mi consejera. O, más bien, le he pedido a Verin que le comunique que deseo pedírselo. Esta noche. Con suerte, partirá mañana con nosotros.

Esperaba exclamaciones de sorpresa y alivio, pero no fue eso lo que obtuvo.

—Una mujer notable, Cadsuane —comentó Alivia mientras se arreglaba el cabello rubio plateado. Su voz, de acento lento y ronco, sonaba impresionada—. Una mujer estricta y exigente; puede enseñar.

—A veces eres capaz de ver el bosque, pedazo de asno, si se te lleva por la nariz —dijo Min mientras se cruzaba de brazos. El vínculo transmitía aprobación, pero Rand no creía que fuera por la decisión de renunciar a encontrar a los Asha’man renegados—. Recuerda que quiere una disculpa por lo de Cairhien. Piensa en ella como en una tía, esa que no pasa tonterías, y te irá bien con ella.

—Cadsuane no es tan mala como parece. —Nynaeve miró ceñuda a las otras dos mujeres, y su mano hizo intención de ir hacia la trenza echada sobre el hombro, aunque lo único que habían hecho era mirarla—. ¡Bueno, no lo es! Arreglaremos nuestras… diferencias con el tiempo. No hará falta nada más. Sólo un poco de tiempo.

Rand intercambió una mirada con Lan, que se encogió de hombros ligeramente y bebió otro trago. Rand respiró con lentitud. Nynaeve tenía diferencias con Cadsuane que arreglaría con el tiempo; Min veía en ella a una tía estricta; y Alivia, a una maestra estricta. En el primero caso, saltarían chispas hasta que aquello funcionara, si conocía a Nynaeve; y, en los otros dos, no quería pensarlo siquiera. Tomó otro sorbo de vino.

Los hombres en las mesas no se encontraban lo bastante cerca para oírlos a menos que hablasen alto, pero aun así Nynaeve bajó la voz y se inclinó sobre Rand.

—Cadsuane me enseñó lo que hacen mis dos ter’angreal —susurró con un brillo de excitación en los ojos—. Apuesto a que esos adornos que lleva en el pelo también son ter’angreal. Identificó los míos nada más tocarlos. —Sonriendo, Nynaeve acarició uno de los tres anillos de la mano derecha, el que tenía una gema verde pálido—. Yo sabía que esto detectaría a alguien encauzando saidar a cinco kilómetros de distancia, si lo enfoco, pero ella dice que también detecta el saidin. Parece pensar que indica la dirección en la que se encuentre esa persona, aunque no logramos discernir cómo.

Alivia dio la espalda a la chimenea y resopló sonoramente, pero también bajó la voz cuando habló.

—Y te sentiste muy satisfecha cuando le fue imposible descubrirlo. Lo vi en tu cara. ¿Cómo puede complacerte no saber, seguir en la ignorancia?

—Me complace que ella no lo sepa todo —rezongó Nynaeve, que contempló malhumorada a la otra mujer, bien que al cabo de un instante su sonrisa reapareció—. Lo más importante, Rand, es esto. —Sus manos se posaron sobre el fino cinturón que le ceñía el talle—. Lo llamó un «Pozo». —Rand dio un respingo al sentir que algo le rozaba la cara, y Nynaeve soltó una risita. ¡Nynaeve riendo como una chiquilla!—. Es realmente un Pozo —dijo riendo, y se tapó la boca con los dedos—, o un barril, en cualquier caso. Y está rebosante de saidar. No mucho, pero lo único que he de hacer para rellenarlo es abrazar la Fuente a través de él como si fuese un angreal. ¿No te parece maravilloso?

—Maravilloso, sí —contestó Rand sin demasiado entusiasmo. De modo que Cadsuane iba por ahí con ter’angreal en el cabello, ¿verdad? Y casi con toda seguridad con uno de esos «Pozos» entre ellos, o de otro modo no habría reconocido el de Nynaeve. Luz, no creía que se hubiesen encontrado dos ter’angreal que sirviesen para hacer lo mismo. Encontrarse con ella esa noche ya habría sido bastante malo de por sí sin saber que la mujer podía encauzar incluso en esta ciudad.

Iba pedirle a Min que lo acompañara, cuando la señora Keene entró; llevaba el blanco moño tan tirante que parecía que intentaba arrancarse la piel de la cara. Lanzó una ojeada de sospecha y desaprobación a Rand y a Lan y frunció los labios, como si considerara qué habrían hecho mal. Rand la había visto dirigir esa mirada a los mercaderes de la posada. Bueno, a los hombres en general. Si el alojamiento no hubiese sido tan cómodo y las comidas tan buenas, posiblemente no habría tenido clientes.

—Esto lo trajeron para vuestro esposo esta mañana, señora Farshaw —dijo al tiempo que le tendía a Min una carta sellada con un descuidado lacre de cera roja. La puntiaguda barbilla de la posadera se alzó un poco más—. Y una mujer vino preguntando por él.

—Verin —se apresuró a decir Rand a fin de anticiparse a las preguntas y librarse de la mujer. ¿Quién lo conocía allí para enviarle cartas? ¿Cadsuane? ¿Uno de los Asha’man que iban con ella? ¿Tal vez una de las otras hermanas? Miró con el entrecejo fruncido el papel doblado que Min tenía en la mano, impaciente porque la posadera se marchara.

Los labios de Min se curvaron fugazmente, y ella evitó mirarlo con tanto empeño que Rand comprendió que él era la causa de la sonrisa. Su alborozo se transmitió como un cosquilleo a través del vínculo.

—Gracias, señora Keene —respondió Min—. Verin es una amiga.

Aquella afilada barbilla se alzó más aún.

—Si queréis saber mi opinión, señora Farshaw, cuando se tiene un marido guapo hay que vigilar también a las amigas.

Siguiendo con la mirada a la posadera mientras ésta volvía hacia el arco rojo, los ojos de Min chispearon con la hilaridad que fluía por el vínculo, y se notó su esfuerzo por contener la risa. En lugar de entregarle la carta a Rand, rompió el sello con el pulgar y desdobló el papel, tal como si fuera oriunda de esa desquiciada ciudad.

Frunció levemente el entrecejo a medida que leía, pero un fugaz destello de ira fue la única advertencia que tuvo Rand. Acto seguido arrugó el papel en una bola y se volvió hacia la chimenea; Rand se incorporó rápidamente del banco para cogérselo de la mano antes de que pudiera arrojarlo al fuego.

—No hagas una tontería —dijo Min agarrándole la muñeca. Lo miró a los ojos; en los suyos, grandes y oscuros, había una expresión terriblemente seria. A través del vínculo sólo le llegaba una severa intensidad—. Por favor, no cometas una estupidez.

Rand alisó el papel sobre su pecho. Era una letra de trazos delgados e inseguros que no conocía, e iba sin firmar.

«Sé quién eres y te deseo lo mejor, pero también deseo que te marches de Far Madding. El Dragón Renacido deja un rastro de muerte y destrucción por donde pasa. Asimismo sé por qué has venido. Mataste a Rochaid, y Kisman también ha muerto. Torvil y Gedwyn se albergan en el último piso de la tienda de un fabricante de botas llamado Zeram, en la calle de la Carpa Azul, justo en la puerta de Illian. Mátalos y vete, y deja en paz a Far Madding».

El reloj de la Sala de Mujeres dio la hora. Todavía quedaban horas de luz antes de que tuviera que reunirse con Cadsuane.

33

Calle de la Carpa Azul

Min estaba sentada en la cama, cruzada de piernas, una postura no tan cómoda con el traje de montar como lo era con pantalones, y hacía girar uno de sus cuchillos sobre el envés de los dedos. Thom le había dicho que era una habilidad sin utilidad ninguna, pero a veces atraía los ojos de la gente y captaba su atención sin necesidad de hacer nada más. En mitad de la habitación que compartían, Rand sostenía en alto la espada envainada para examinar los cortes que había hecho al nudo de paz, y no le hacía el menor caso. Los colores rojo y dorado de las cabezas de los dragones marcadas en el envés de sus manos relucían con un brillo metálico.

—Admites que esto tiene que ser una emboscada —dijo, mirándolo ceñuda—. Lan lo admite también. ¡Hasta una cabra medio ciega del Seleisin tiene suficiente sesera para no meterse de cabeza en una trampa! ¡«Sólo los necios besan avispones o comen fuego»! —citó.

—Una trampa no lo es realmente si se sabe que está ahí —respondió con aire absorto mientras doblaba ligeramente la punta de uno de los alambres cortados para que se alinease mejor con su pareja—. Si sabes que está, quizá puede encontrarse el modo de meterte en ella sin que resulte una trampa en absoluto.

Min lanzó el cuchillo con todas sus fuerzas. El arma pasó zumbando por delante de la cara de Rand para ir a hundirse en la puerta, donde cimbreó unos segundos, y la joven dio un brinco al recordar la última vez que había hecho eso. Bueno, ahora no estaba tumbada encima de él y Cadsuane no entraría en la habitación, sorprendiéndolos. ¡Qué se le iba a hacer! Maldito hombre; aquel nudo pétreo de emociones que era dentro de su cabeza no acusó reacción alguna cuando el cuchillo le pasó rozando, ¡ni siquiera un atisbo de sorpresa!

—Aun en el caso de que veas a Gedwyn y a Torvil, sabes que los otros estarán allí, escondidos. ¡Luz, pueden tener cincuenta mercenarios esperándote!

—¿En Far Madding? —Rand dejó de mirar el cuchillo clavado en la hoja de madera, pero enseguida sacudió la cabeza y reanudó el examen del nudo de paz—. Dudo que haya dos mercenarios en toda la ciudad, Min. Créeme, no es mi intención encontrar la muerte aquí. A menos que descubra cómo hacer saltar la trampa sin quedar atrapado en ella, no me acercaré.

¡Una roca habría demostrado más miedo que él! ¡Y casi más inteligencia! ¡Que no era su intención encontrar la muerte, como si alguien la buscara a propósito!

Min se bajó de la cama y abrió la puerta de la mesilla para sacar la correa que la señora Keene dejaba en todas las habitaciones, aun cuando la alquilasen forasteros. Era tan larga como su brazo y ancha como su mano, con un mango de madera a un extremo, y el otro partido en tres colas.

—¡Quizá si utilizo esto contigo conseguiré que el olfato se te afine lo suficiente para que ventees lo que tienes delante de las narices! —gritó.

En ese momento Nynaeve, Lan y Alivia entraron en el cuarto. Nynaeve y Lan llevaban puestas las capas, y el Guardián, la espada a la cadera. Por su parte, la antigua Zahorí se había despojado de todas las joyas excepto un brazalete enjoyado, y el cinturón, el Pozo. Lan cerró la puerta sin hacer ruido. Nynaeve y Alivia se habían quedado paradas, mirando fijamente a Min, que tenía la correa levantada sobre la cabeza.

Min la tiró precipitadamente al suelo y la metió debajo de la cama con el pie.

—No entiendo por qué permites que Lan haga esto, Nynaeve —dijo con tanta firmeza como fue capaz, que a decir verdad no era mucha en ese instante. ¿Por qué tenía la gente que entrar siempre en el peor momento?

—A veces una hermana tiene que confiar en la opinión de su Guardián —repuso fríamente Nynaeve mientras se ponía los guantes. Su semblante semejaba el de una muñeca de porcelana, vacío de toda expresión. Oh, sí, estaba siendo una Aes Sedai hasta la médula.

«No es tu Guardián, sino tu marido —habría querido contestar Min—, y al menos tú puedes ir para cuidar de él. Yo ignoro si mi Guardián se casará alguna vez conmigo, ¡y me ha amenazado con atarme si intento ir tras él!»

Tampoco había insistido excesivamente. Si quería ser un completo necio, había mejores medios de salvarlo que tratar de clavar un cuchillo a alguien.

—Si vamos a hacer eso, pastor —intervino seriamente Lan—, más vale que nos pongamos a ello mientras quede luz para ver. —Sus azules ojos parecían más fríos que nunca, y tan duros como piedras pulidas. Nynaeve le dirigió una mirada preocupada que casi consiguió que Min sintiese lástima de ella. Casi.

Rand se ciñó la espada encima de la chaqueta, se puso la capa, con la capucha colgando a la espalda, y luego se volvió hacia Min. Su expresión era tan dura como la de Lan, y sus ojos azulgrisáceos casi igual de fríos, pero dentro de su cabeza aquella piedra congelada ardía con vetas de intenso oro. Deseaba agarrarle el pelo teñido de negro y besarlo, por mucha gente que hubiese mirando. Sin embargo, se cruzó de brazos y alzó la barbilla para dejar muy claro su desaprobación. Tampoco tenía intención de que acabara muriendo allí, y no estaba dispuesta a que él empezara a pensar que cedería porque él era un cabezota.

Rand no hizo intención de abrazarla. Asintió, como si la hubiese entendido, y recogió los guantes de la mesita que había junto a la puerta.

—Volveré lo antes posible, Min. Después iremos a visitar a Cadsuane.

Aquellas vetas de oro continuaron brillando incluso después de que hubo salido de la habitación, seguido de Lan. Nynaeve se quedó parada, sujetando la puerta.

—Cuidaré de ambos, Min. Alivia, quédate con ella y ocúpate de que no haga una tontería, por favor. —Toda ella era frialdad, digna compostura Aes Sedai. Hasta que miró hacia el pasillo—. ¡Malditos! —chilló—. ¡Se marchan! —Y echó a correr dejando la puerta medio abierta.

Alivia la cerró.

—¿Quieres que juguemos a algo para pasar el tiempo, Min? —Cruzó el cuarto y se sentó en la banqueta, delante de la chimenea, y sacó una cuerda de la bolsita del cinturón—. ¿A las cunitas?

—No, gracias, Alivia —contestó Min, casi sacudiendo la cabeza ante la ansiedad que denotaba la voz de la otra mujer. Rand estaría satisfecho con lo que Alivia iba a hacer, pero Min se había propuesto conocerla, y lo que había descubierto era sorprendente. A primera vista, la antigua damane era una mujer adulta que parecía estar en la madurez, de carácter serio, fuerte e incluso intimidante. Desde luego conseguía intimidar a Nynaeve, quien rara vez pedía nada por favor excepto a Alivia. Pero la habían hecho damane a los catorce años, y su inclinación por los juegos infantiles no era el único rasgo extraño que tenía.

Min habría querido que hubiese un reloj en la habitación, aunque la única posada que imaginaba con un reloj en todas las habitaciones sería una destinada a reinas y reyes. Paseó de un lado a otro del cuarto bajo la atenta mirada de Alivia, contando los segundos para sus adentros e intentando calcular cuánto tiempo tardarían Rand y los demás en perder de vista la posada. Cuando decidió que habían pasado suficiente tiempo, cogió la capa del armario.

Alivia corrió a ponerse delante de la puerta, con los brazos en jarras, y nada infantil en su expresión.

—No irás tras ellos —manifestó firmemente—. Sólo ocasionarías problemas, así que no puedo permitirlo.

Considerando que era rubia y tenía los ojos azules, Min ignoraba por qué, pero le recordaba a su tía Rania, que siempre parecía saber lo que uno había hecho mal y que se ocupaba del asunto de manera que uno deseaba no volver a hacerlo.

—¿Recuerdas las conversaciones que tuvimos sobre los hombres, Alivia? —La otra mujer se puso muy colorada y Min se apresuró a añadir—: Me refiero a lo de que no siempre piensan con el cerebro. —A menudo había oído decir a las mujeres que algunas no sabían nada sobre los hombres, pero en realidad nunca había conocido a una así hasta que encontró a Alivia. ¡De verdad no sabía nada sobre ellos!—. Rand se meterá en problemas más que suficientes sin mi participación. Voy a ver a Cadsuane, y si intentas impedírmelo… —Alzó el puño bien prieto.

Durante unos largos segundos, Alivia la contempló ceñuda.

—Cogeré mi capa —dijo finalmente—. Te acompaño.

No había sillas de mano ni sirvientes uniformados por la calle de la Carpa Azul, y los carruajes no habrían podido entrar por el angosto y sinuoso pasaje. Tiendas y casas de piedra con tejados de pizarra se alineaban a ambos lados, la mayoría de dos pisos, a veces pegadas unas a otras y en ocasiones separadas por un estrecho callejón. El pavimento seguía resbaladizo por la lluvia, y el frío viento parecía querer arrancar la capa a Rand, pero había gente que iba de aquí para allí con prisas. Tres vigilantes urbanos, uno con una traba al hombro, se pararon para echar una ojeada a la espada de Rand y después siguieron su camino. A no mucha distancia, en el otro lado de la calle, se encontraba la tienda del fabricante de botas, Zeram, un edificio de tres pisos, sin contar el ático bajo el tejado de dos aguas.

Un hombre flaco, sin apenas barbilla, se guardó la moneda de Rand en la bolsa y utilizó una fina tira de madera para levantar un pastel de carne de la parrilla de su carretón. Tenía la cara llena de arrugas, y llevaba el largo y canoso cabello atado con un cordón de cuero, y una oscura chaqueta muy gastada. Sus ojos lanzaban rápidas miradas a la espada de Rand y se apartaban con igual presteza.

—¿Por qué preguntáis por el fabricante de botas? Esta carne es del mejor cordero de aquí. —Una sonrisa desdentada hizo que su barbilla desapareciera casi, y de pronto sus ojos parecieron muy furtivos—. Ni la Primera Consiliaria la come mejor.

«Cuando era pequeño había pasteles de carne que se llamaban empanadas —musitó Lews Therin—. Las comprábamos en el campo y…»

Mientras se pasaba el pastel de una mano a otra, ya que el calor se dejaba sentir incluso a través de los guantes, Rand acalló la voz.

—Me gusta saber qué clase de hombre hace mis botas. Por ejemplo, ¿desconfía de los forasteros? Un hombre no hace su mejor trabajo si desconfía de uno.

—Sí, señora —dijo el tipo sin barbilla mientras inclinaba la cabeza ante una fornida y canosa mujer. Envolvió cuatro pasteles en un trozo de papel basto y se lo entregó antes de coger las monedas—. Un placer, señora. Que la Luz brille sobre vos. —La mujer se alejó sin pronunciar palabra, agarrando los pasteles de carne debajo de la capa, y el vendedor sonrió agriamente a su espalda antes de volver a poner su atención en Rand—. Zeram nunca ha sido desconfiado, y, si lo fuera, Milsa no se lo permitiría. Es su esposa. Desde que se casó su último hijo, Milsa ha alquilado el piso alto. Es decir, cuando encuentra a alguien a quien no le importe quedarse encerrado por la noche. —Se echó a reír—. Milsa hizo poner una escalera hasta el tercer piso, con la idea de que quedase independiente, pero no quiso pagar lo que costaba que abrieran una nueva puerta, de modo que la escalera da a la tienda, y no es tan confiada para dejarla sin cerrar por la noche. ¿Vais a comeros el pastel o sólo pensáis mirarlo?

Rand dio un buen bocado y se limpió el jugo que le escurrió por la barbilla mientras iba a cobijarse bajo la cornisa de una pequeña cuchillería. A lo largo de la calle otros tomaban una comida rápida comprada en los vendedores ambulantes, ya fueran pasteles de carne, pescado frito o cucuruchos de papel llenos de guisantes tostados. Observó a la gente; tres o cuatro hombres tan altos como él y dos o tres mujeres tan altas como la mayoría de los otros hombres que había por la calle podrían ser Aiel. Quizás el tipo de barbilla retraída no era furtivo como parecía, o quizás era sólo que él no había comido nada desde el desayuno, pero Rand se sorprendió deseando engullir el pastel y comprar otro. Sin embargo, se obligó a comer despacio. Al parecer Zeram tenía un buen negocio. Un flujo de hombres, si no constante sí regular, entraba en la tienda, en su mayoría llevando un par de botas que necesitaban un arreglo. Aun en el caso de que Zeram dejara que unos visitantes subieran la escalera sin antes avisar a los inquilinos, sí que podría identificarlos después, y quizá también pudieran hacerlo dos o tres de los clientes, aparte del tendero.

Si los Asha’man renegados tenían alquilado el piso alto a la esposa del fabricante de botas, no sería un gran inconveniente para ellos que cerraran la puerta por las noches. Hacia el sur, un callejón separaba la tienda de una casa de un único piso, una caída peligrosa; pero, por el lado contrario, un edificio de dos plantas, con la tienda de una costurera en el piso bajo, estaba pegado pared con pared con el del fabricante de botas. La casa de Zeram sólo tenía ventanas en la fachada delantera —por la parte posterior había otro callejón para sacar las basuras; Rand ya lo había comprobado—, pero tenía que haber un modo de subir al tejado a fin de reparar las pizarras cuando hiciera falta. Desde allí sería un pequeño salto al tejado de la casa de la costurera, y sólo habría que cruzar otros tres para llegar a otro edificio bajo, una tienda de velas, y desde allí, a la calle de un salto fácil o al callejón que corría por detrás de las casas. No representaría un gran riesgo por la noche, y ni siquiera a la luz del día si uno se mantenía apartado del borde del tejado para que no lo vieran desde abajo, y luego tenía cuidado de que las patrullas no lo sorprendieran cuando saltara a la calle. Por el modo en que se curvaba la calle de la Carpa Azul, los puestos de vigilancia más próximos no estaban a la vista.

Dos hombres que se acercaban a la tienda de botas lo hicieron darse media vuelta y fingir que examinaba el pequeño escaparate del cuchillero, donde se exhibían tijeras y cuchillos sujetos a un tablón. Uno de los hombres era alto, aunque no tanto como los supuestos Aiel. Las capuchas les ocultaban la cara, pero ninguno llevaba botas y, aunque se sujetaban la capa con las dos manos, el viento hacía ondear el repulgo lo suficiente para dejar a la vista la parte inferior de espadas enfundadas. Una ráfaga retiró la capucha del hombre más bajo, que volvió a ponérsela rápidamente, pero no antes de que el mal ya estuviera hecho. Charl Gedwyn había adoptado la costumbre de sujetarse el cabello en la nuca con un prendedor de plata, adornado con una gema roja, pero seguía siendo un hombre de rostro duro con un aire desafiante. Y la presencia de Gedwyn señalaba al otro como Torvil; Rand habría apostado por ello. Ninguno de los otros era tan alto.

Esperó hasta que los dos hubieron entrado en la tienda de Zeram para limpiarse unas migajas grasientas pegadas a los guantes y fue a buscar a Nynaeve y a Lan. Los encontró tras recorrer un corto trecho a lo largo de la curva que trazaba la calle y que ocultaba la tienda de botas. La tienda de velas en la que había reparado como una posible vía para bajar de los tejados quedaba a su espalda, un poco más atrás, con un callejón a un lado. Al frente, la estrecha calle giraba de nuevo en sentido contrario. Unos cincuenta pasos más adelante había un puesto de guardia, con su vigilante urbano apostado arriba, pero otro edificio de tres plantas, el taller de un ebanista que compartía el callejón con el fabricante de velas, le tapaba los tejados que había a continuación.

—Media docena de personas han reconocido a Torvil y a Gedwyn —dijo Lan—, pero a los otros nadie. —Mantenía baja la voz aunque nadie les prestaba atención. Un atisbo de dos hombres que llevaban espadas bajo las capas era suficiente para que cualquiera que reparara en el detalle apretara el paso.

—Un carnicero que hay un poco más abajo dice que esos dos le compran a él —añadió Nynaeve—, pero nunca más de lo que es suficiente para dos. —Miró de reojo a Lan como si la suya fuera la prueba definitiva.

—Los he visto —dijo Rand—. Han entrado ahora. Nynaeve, ¿puedes subirnos a Lan y a mí hasta ese tejado, desde el callejón que hay detrás del edificio?

Nynaeve miró con el entrecejo fruncido al edificio de Zeram mientras toqueteaba el cinturón con una mano.

—De uno en uno, podría —dijo finalmente—. Pero utilizaría más de la mitad de lo que contiene el Pozo. Luego no podría bajaros.

—Con subirnos es suficiente —contestó Rand—. Nos marcharemos por los tejados y descenderemos por el costado de la tienda de velas.

Nynaeve protestó, naturalmente, mientras regresaban hacia la tienda de botas; siempre se oponía a cualquiera cosa que no se le ocurriese a ella.

—¿Y se supone que sólo tengo que subiros y quedarme esperando? —rezongó, mirando a derecha e izquierda tan ceñudamente que la gente la esquivó tanto o más que a los dos hombres que la flanqueaban, llevasen o no espadas. Sacó la mano de debajo de la capa para mostrar el brazalete con las gemas de color rojo pálido—. Esto puede protegerme con una armadura mejor que cualquiera de acero. Ni siquiera sentiría el golpe de una espada. Creí que entraría con vosotros.

—¿Para hacer qué? —preguntó quedamente Rand—. ¿Sujetarlos con Poder mientras nosotros los matamos? ¿Para matarlos tú misma?

Nynaeve clavó la vista en el suelo, sin que se borrara su ceño y sin decir palabra. Pasaron la tienda de Zeram, y Rand se paró frente a la casa baja, tras lo cual miró a su alrededor con la mayor indiferencia posible. No había vigilantes urbanos a la vista; pero, cuando empujó suavemente a Nynaeve para que entrara en el callejón, se movió con rapidez; tampoco había visto vigilantes el día que había seguido a Rochaid.

—Estás muy callada —dijo Lan, que los seguía de cerca.

La mujer dio otras tres rápidas zancadas antes de contestar, y no frenó el paso ni se volvió a mirar atrás.

—Antes no había pensado en ello —contestó quedamente—. Lo enfocaba como una aventura, enfrentarse a Amigos Siniestros, a Asha’man renegados, pero vais a subir a ejecutarlos. Los mataréis antes de que se den cuenta de que estáis ahí, si podéis, ¿no es verdad?

Rand echó una ojeada a Lan por encima del hombro, pero éste se limitó a sacudir la cabeza, tan desconcertado como él. Por supuesto que los matarían sin previa advertencia si era posible. Aquello no era un duelo; era una ejecución, como ella lo había definido. Al menos eso era lo que Rand esperaba fervientemente que fuera.

El callejón que había detrás de los edificios era un poco más ancho que el que desembocaba en la calle, y el suelo de tierra pedregosa estaba marcado con surcos de los carretones de basura que pasaban por las mañanas. A su alrededor se alzaban paredes de piedra negra. Nadie quería una ventana para ver los carros de basura.

Nynaeve observó intensamente la parte trasera del edificio de Zeram, y después suspiró.

—Matadlos mientras duermen, si podéis —musitó en un tono muy quedo para unas palabras tan feroces.

Algo invisible ciñó el torso de Rand por debajo de los brazos, sin presión y lo alzó lentamente en el aire hasta que flotó por encima de la cornisa. El arnés invisible desapareció, y sus botas tocaron el tejado inclinado, resbalando un poco sobre las húmedas pizarras. Agazapado, se apartó gateando del borde. Unos segundos más tarde Lan flotaba y aterrizaba también en el tejado. El Guardián se agazapó igualmente, y se asomó al callejón.

—Se ha marchado —dijo al cabo. Se volvió para mirar a Rand y señaló—. Ahí está nuestra entrada.

Era una trampilla encajada entre las pizarras, cerca del vértice del tejado, con tapajuntas metálico para que no entrase agua en el ático, que quedó a la vista al levantarla. Rand bajó a pulso a un espacio polvoriento y apenas iluminado por la claridad que se colaba por la trampilla. Durante unos segundos se quedó colgado por las manos y después se soltó, dejándose caer los palmos que lo separaban del suelo. Salvo una silla con tres patas y un baúl que tenía abierta la tapa, el cuarto alargado estaba tan vacío como el baúl. Al parecer, Zeram había dejado de utilizar el ático como almacén cuando su esposa empezó a coger huéspedes.

Los dos hombres, que pisaban haciendo el menor ruido posible, examinaron los tablones del suelo hasta que encontraron otra trampilla, ésta más grande. Lan tanteó los goznes de latón y susurró que, aunque no estaban engrasados, tampoco tenían herrumbre. Rand asintió y desenvainó la espada, y Lan abrió la trampilla de golpe.

Rand no sabía bien qué iba a encontrarse cuando saltó por el hueco, utilizando una mano en la albardilla para controlar la caída. Aterrizó suavemente sobre las punteras de los pies, en un cuarto que parecía hacer las veces de ático ya que había armarios y cómodas arrimadas a las paredes, arcones de madera apilados unos sobre otros y mesas con sillas puestas encima. Lo último que esperaba, no obstante, era ver dos hombres muertos, despatarrados en el suelo como si los hubiesen llevado a rastras hasta el almacén y abandonado allí. Las caras hinchadas y ennegrecidas resultaban irreconocibles, pero el más bajo de los dos llevaba un prendedor de pelo de plata, con una gran gema roja engastada.

Lan aterrizó silenciosamente desde el ático, miró los cadáveres y enarcó una ceja. Eso fue todo. Nada lo sorprendía nunca.

—Fain está aquí —susurró Rand. Como si pronunciar el nombre hubiera actuado al igual que un percutor amartillado, las dos heridas del costado empezaron a dolerle de golpe, la más antigua cual un círculo de hielo, y la más reciente como una barra de fuego sobre ella—. Fue él quien envió la carta.

Lan señaló hacia la trampilla con su espada, pero Rand sacudió la cabeza. Había querido acabar con los Asha’man renegados con sus propias manos; pero, ahora que Torvil y Gedwyn estaban muertos —y probablemente Kisman también, comprendió al recordar el cadáver hinchado que había mencionado el mercader en La Rueda Dorada—, se daba cuenta de que le daba igual que muriesen a manos de quien fuera, el caso era acabar con ellos. Si un extraño mataba a Dashiva, tampoco importaba. Pero Fain era harina de otro costal. Fain había arrasado Dos Ríos con trollocs y le había infligido una nueva herida que no se curaría. Si tenía a Fain a su alcance, no dejaría que se escapase. Indicó por señas a Lan que harían lo mismo que en el ático, y se situó delante de la puerta, asiendo la espada con las dos manos. Cuando el Guardián abrió de un tirón la hoja de madera, Rand entró de un salto en una gran habitación alumbrada con lámparas; había una cama grande en la pared opuesta y el fuego chisporreteaba en una pequeña chimenea.

Sólo la rapidez con que entró le salvó la vida. Captó un fugaz movimiento por el rabillo del ojo, algo golpeó la capa que ondeaba tras él, y giró sobre sí mismo atropelladamente para frenar las arremetidas de una daga curva. Cada movimiento requirió una gran fuerza de voluntad. Las heridas del costado no sólo le dolían, sino que se hincaban en su carne cual garras de hierro fundido y ardiente hielo que parecían querer desgarrarlo. Lews Therin aullaba. Rand casi no podía pensar, cegado por el dolor.

—¡Te dije que él es mío! —chilló el huesudo hombrecillo mientras saltaba hacia atrás para evitar la arremetida de Rand. Con el rostro contraído por la furia, la enorme nariz y las orejas salientes, tenía el aspecto de un espantajo inventado para asustar a los niños, pero en sus ojos se agazapaba la muerte. Enseñó los dientes en un gruñido sordo, como una comadreja enloquecida por el ansia de matar. Una comadreja rabiosa, dispuesta a atacar ferozmente incluso a un leopardo. A decir verdad, con aquella daga podría matar a varios leopardos—. ¡Mío! —chilló Padan Fain, que volvió a saltar hacia atrás cuando Lan entró corriendo en la habitación—. ¡Tú mata al feo!

Sólo cuando el Guardián se apartó de Fain advirtió Rand que había alguien más en el cuarto, un hombre alto, de tez pálida, que se lanzó casi con ansiedad al combate, espada contra espada, con Lan. Toram Riatin tenía el semblante demacrado, pero se sumergió en la danza de las espadas con la gracia propia del maestro espadachín que era. Lan lo recibió con igual gracia, una danza de acero y muerte.

A pesar de la sorpresa de ver en Far Madding vestido con una chaqueta raída al hombre que había intentado ocupar el trono de Cairhien, Rand no apartó la vista de Fain ni dejó de blandir la espada contra el que antaño había sido buhonero. Moraine lo había descrito como un Amigo Siniestro y algo mucho peor, en un tiempo que ahora le parecía a Rand muy lejano. El intenso dolor en el costado lo hacía trastabillar al arremeter contra Fain, pero trató de hacer caso omiso del vibrante choque de los aceros a su espalda, al igual que de los gemidos de Lews Therin dentro de su cabeza. Fain se desplazaba atrás y adelante, intentando aproximarse lo suficiente para usar la daga que había asestado en el costado de Rand la cuchillada que nunca sanaba, y barbotaba maldiciones entre dientes cuando las arremetidas de su adversario lo obligaban a retroceder. Inopinadamente se dio media vuelta y echó a correr hacia la parte trasera del edificio.

El insoportable dolor que lo desgarraba se redujo a una punzada amortiguada cuando Fain desapareció de la habitación, pero aun así Rand fue en pos de él, sin bajar la guardia. No obstante, en el umbral vio que Fain no intentaba ocultarse, sino que lo esperaba en el descansillo de la escalera que conducía hacia los pisos inferiores, todavía asiendo la curvada daga en una mano. El enorme rubí que remataba la empuñadura brillaba, atrapando la luz de las lámparas colocadas sobre varias mesas en el cuarto sin ventanas. Tan pronto como Rand entró en la habitación, el fuego y el hielo se clavaron en su costado con ferocidad hasta que sintió el corazón palpitando estremecido en su pecho. Mantenerse de pie le exigió un esfuerzo de voluntad indescriptible, y avanzar un paso hizo que aquel esfuerzo desmedido pareciera una nimiedad, pero dio aquel paso, y el siguiente.

—Quiero que sepa quién lo mata —aulló Fain malhumorado. Miraba feroz y directamente a Rand, pero parecía hablar consigo mismo—. ¡Quiero que lo sepa! Si está muerto, entonces dejará de hostigarme en mis sueños. Sí, entonces dejará de hacerlo. —Con una sonrisa, levantó la mano libre.

Torvil y Gedwyn subían por la escalera, con las capas echadas sobre un brazo.

—Te digo que no vamos a acercarnos a él hasta que sepa dónde están los otros —gruñó Gedwyn—. El M’Hael nos matará si…

Sin pensar, Rand hizo un giro de muñecas, ejecutando Cortar el viento, seguido de inmediato por Desplegar el abanico.

La ilusión de los hombres muertos vueltos a la vida desapareció, y Fain saltó hacia atrás a la vez que soltaba un chillido y la sangre resbalaba por su mejilla. De repente ladeó la cabeza, como si escuchase algo, y un instante después corrió escaleras abajo sin dejar de gritar ininteligible y furiosamente contra Rand.

Desconcertado, Rand hizo intención de seguirlo, pero Lan lo cogió por el brazo.

—La calle de la puerta delantera se está llenando de vigilantes, pastor. —Una mancha oscura y húmeda se marcaba en el lado izquierdo de la chaqueta del Guardián, pero su espada estaba enfundada, lo que probaba quién había bailado mejor aquella danza mortal—. Tendríamos que subir al tejado si es que vamos a marcharnos.

—En esta ciudad uno ni siquiera puede andar por un callejón espada en mano —rezongó Rand mientras envainaba su arma. Lan no rió su chiste, aunque Rand no esperaba que el Guardián hiciera tal cosa, salvo para Nynaeve.

En el hueco de la escalera sonaron gritos y chillidos. Quizá los vigilantes urbanos capturarían a Fain, y tal vez lo colgarían por los cadáveres dejados en el piso alto. No bastaba para satisfacerle, pero tendría que conformarse. Estaba harto de tener que conformarse con esto o aquello.

En el ático, Lan saltó para agarrar la albardilla de la trampilla y se alzó a pulso hasta el tejado. Rand dudaba de ser capaz de dar ese salto. El dolor intenso había desaparecido con Fain, pero sentía el costado como si se lo hubiesen molido a golpes. Mientras se preparaba para intentarlo, Lan asomó la cabeza por la trampilla y le tendió la mano.

—A lo mejor no suben de inmediato, pastor, pero, ¿tiene algún sentido quedarnos aquí para comprobarlo?

Rand agarró la mano del Guardián y dejó que lo alzara hasta donde pudo agarrar la albardilla e impulsarse al tejado. Agazapados, avanzaron por las húmedas pizarras hacia la parte posterior del edificio y después iniciaron el corto ascenso al pináculo. Podría haber vigilantes en la calle, pero aún tenían una oportunidad de huir sin ser vistos, sobre todo si podían avisar a Nynaeve para que realizase una maniobra de distracción.

Rand alargó la mano hacia el vértice del tejado; de pronto, detrás de él, una bota de Lan resbaló con un chirrido. Rand se giró y agarró la muñeca del Guardián, pero el peso de Lan lo arrastró por la resbaladiza superficie gris. En vano se afanaron en encontrar algún punto de agarre con las manos libres, el borde de una pizarra, cualquier cosa. Ninguno de los dos pronunció palabra. Las piernas de Lan salieron por el borde y a continuación el resto de su cuerpo. Los dedos de Rand encontraron algo y se agarraron a ello; no sabía qué y tampoco le importaba. Su cabeza y un hombro chocaron con el reborde del tejado, y Lan quedó colgando de su mano sobre el vacío de diez metros hasta el callejón anexo a la casa baja.

—Suéltame —dijo quedamente Lan, que miraba a Rand con sus ojos fríos y duros, y el rostro impasible—. Suéltame.

—Cuando el sol se vuelva verde —respondió Rand. Si pudiese alzar un poco al Guardián, lo suficiente para que se agarrase a la cornisa…

Lo que quiera que hubiesen agarrado sus dedos se rompió con un seco chasquido, y el callejón salió vertiginosamente al encuentro de ambos.

34

El secreto del colibrí

Procurando que no resultara demasiado obvio que vigilaba el callejón junto a la tienda de velas, Nynaeve dejó la tira de trencilla verde en la bandeja de la vendedora ambulante y volvió a meter la mano debajo de la capa para sujetar la prenda que agitaba el viento. Era una capa más fina que las que llevaban los otros transeúntes, pero lo bastante sencilla para que nadie la mirara interesado. Sin embargo, sí llamaría la atención si se veía el cinturón. Las mujeres que lucían joyas no frecuentaban la calle de la Carpa Azul ni compraban a los buhoneros. Cuando Nynaeve ya llevaba allí parada un rato, toqueteando todas y cada una de las trencillas de la bandeja, la flaca mujer torció el gesto, pero Nynaeve ya había comprado tres de las cintas trenzadas y un paquete de alfileres a otros vendedores para matar el tiempo. Los alfileres siempre eran útiles, pero no sabía qué iba a hacer con lo demás.

De repente oyó un alboroto calle adelante, en la dirección del puesto de guardia, y el repiqueteo de la carraca de los vigilantes urbanos que sonaba cada vez más próximo. El vigilante bajó de su puesto de observación. Los transeúntes que se encontraban cerca del puesto de guardia miraron calle abajo y, más allá, a la calle de la Carpa Azul, y luego se apresuraron a pegarse contra las paredes cuando los vigilantes aparecieron corriendo y haciendo girar las carracas de madera. No eran ni una ni dos ni tres patrullas, sino una avalancha de hombres armados que corría calle de la Carpa Azul adelante, y otra más se unía a la riada desde la otra calle. La gente se paraba para quitarse del paso o la apartaban a empellones, y un hombre acabó pisoteado bajo las botas, pero los vigilantes no frenaron su carrera.

La vendedora de trencillas tiró la mitad de su mercancía al retirarse precipitadamente a un lado de la calle, y Nynaeve reaccionó con igual rapidez y se pegó contra la fachada de piedra de la casa, al lado de la boquiabierta mujer. Abarrotando la calle, con las trabas y los garrotes sobresaliendo como picas sobre sus cabezas, los vigilantes pasaron golpeándola con los hombros, empujándola contra la pared. La vendedora de trencillas chilló cuando perdió la bandeja en uno de los empellones y ésta desapareció de su vista, pero los vigilantes continuaron su camino sin mirar hacia atrás.

Una vez que hubo pasado el último de ellos, Nynaeve se encontraba diez pasos más abajo de la calle del punto donde se hallaba antes. La vendedora de cintas gritaba enfurecida y sacudía los puños a los hombres que se alejaban corriendo. Con aire indignado, Nynaeve se arregló la capa retorcida y se planteó hacer algo más que gritar. Casi lo había decidido cuando…

De repente se quedó sin aliento. Los vigilantes urbanos, quizás un centenar, se habían frenado a la vez y se gritaban unos a otros como si de repente no supieran qué hacer a continuación. Se habían detenido delante de la tienda de botas. Oh, Luz, Lan. Y Rand también, siempre Rand, pero primero y ante todo el corazón de su corazón, Lan.

Se obligó a respirar. Un centenar de hombres. Tocó el cinturón enjoyado, el Pozo, que le ceñía el talle. Quedaba menos de la mitad de saidar de lo que había almacenado en él, pero a lo mejor era suficiente, si bien todavía no sabía exactamente para qué. Se caló la capucha y echó a andar hacia donde estaban los hombres. Nadie miraba en su dirección. Podría…

Unas manos la agarraron, tirando de ella hacia atrás y a la vez dándole media vuelta para ponerla mirando en dirección contraria.

Vio que Cadsuane le agarraba un brazo y Alivia el otro, y que ambas la hacían caminar rápidamente calle adelante. Alejándose de la tienda de botas. Andando al lado de Alivia, Min echaba miradas preocupadas por encima del hombro. De repente se encogió.

—Creo que… ha caído —susurró—. Me parece que está inconsciente y herido, pero ignoro lo grave que es.

—Quedándonos no lo ayudaremos a él ni a nosotras, muchacha necia. —La voz de Cadsuane sonaba fría como acero—. Te advertí sobre los guardianes de Far Madding. Has desatado el pánico de las Consiliarias con tu encauzamiento donde nadie puede encauzar. Si los vigilantes los apresan, es por ti.

—Creí que el saidar no importaría —respondió débilmente Nynaeve—. Sólo fue un poco, y durante muy poco tiempo. Pensé… que quizá ni siquiera lo notarían.

Cadsuane le lanzó una mirada de desagrado.

—Por aquí, Alivia —dijo, tirando de Nynaeve hacia una esquina, junto al puesto de guardia abandonado. Grupos pequeños de gente muy excitada ocupaban la calle y cuchicheaban. Un hombre gesticuló violentamente como si blandiese una traba, y una mujer señaló el puesto de guardia vacío y sacudió la cabeza, estupefacta.

—Di algo, Min —suplicó Nynaeve—. No podemos dejarlos ahí. —Ni siquiera se planteó dirigirse a Alivia, que tenía una expresión que hacía parecer dulce la de Cadsuane en comparación.

—No esperes comprensión por mi parte. —La voz queda de Min sonó casi tan fría como la de Cadsuane. Cuando miró a Nynaeve, fue una ojeada de soslayo antes de volver los ojos de nuevo hacia el frente de la calle—. Te supliqué que me ayudaras a impedírselo, pero tú tenías que ser tan estúpida como ellos. Ahora tenemos que depender de Cadsuane.

Nynaeve aspiró sonoramente por la nariz.

—¿Qué puede hacer ella? ¿Tengo que recordarte que Lan y Rand están ahí detrás y nos vamos alejando más de ellos a cada minuto que pasa?

—El chico no es el único que necesita unas lecciones de buenos modales —murmuró Cadsuane—. Todavía no me ha pedido disculpas, pero le dijo a Verin que lo haría, y supongo que puedo aceptar eso de momento. ¡Bah! Ese chico me causa más problemas que diez juntos de los peores que he conocido. Haré lo que esté en mi mano, muchacha, lo que es mucho más de lo que podrías hacer tú intentando abrirte paso a la fuerza entre los vigilantes urbanos. ¡De ahora en adelante harás exactamente lo que te diga, o mandaré a Alivia que se siente encima de ti! ¡Y a Min también!

Nynaeve torció el gesto. ¡Se suponía que esa mujer debía manifestarle respeto! Pese a ello, una invitada de la Primera Consiliaria podría hacer más que una Nynaeve al’Meara común y corriente, aun en el caso de que se pusiera el anillo de la Gran Serpiente. Por Lan, aguantaría a Cadsuane lo que fuera necesario.

Pero, cuando preguntó lo que la otra Aes Sedai planeaba hacer para liberar a los hombres, la única respuesta que la mujer le dio fue:

—Mucho más de que lo quisiera, muchacha, si es que puede hacerse algo. Pero le hice una promesa al chico y yo siempre cumplo mis promesas. Espero que recuerde eso. —Pronunciada con una voz gélida, no era una respuesta que inspirara confianza.

Rand despertó en medio de la oscuridad y el dolor, tendido de espaldas en un tosco jergón. Le habían quitado las botas… y sus guantes habían desaparecido. Sabían quién era. Con toda clase de precauciones, se sentó. Notaba la cara magullada y le dolían todos los músculos como si lo hubiesen golpeado, pero no parecía que tuviese nada roto.

Se puso lentamente de pie y tanteó la pared de piedra contra la que estaba pegado el catre; llegó al rincón casi de inmediato, y luego a una puerta reforzada con toscas bandas de hierro. Sus dedos encontraron la pequeña hoja, pero no pudo abrirla. Ni rastro de luz se colaba por los bordes. Dentro de su cabeza, Lews Therin empezó a jadear. Rand siguió avanzando a tientas, sintiendo las frías losas bajo los pies descalzos. Llegó al siguiente rincón casi de inmediato, y después al tercero, donde los dedos de los pies chocaron contra algo que repicó contra el suelo. Sin apartar una de las manos de la pared, se agachó y tocó un cubo de madera. Lo dejó donde estaba y completó el circuito, de vuelta a la puerta reforzada con hierro. Completo. Se encontraba dentro de un hueco negro de tres pasos de largo y poco más de dos pasos de ancho. Alzó una mano y encontró el techo de piedra a menos de un palmo por encima de su cabeza.

«Encerrados —jadeó roncamente Lews Therin—. Es el arcón otra vez, como cuando esas mujeres nos metieron en él. ¡Tenemos que salir! ¡Tenemos que salir!»

Rand hizo caso omiso de los gritos que resonaban en su cabeza y retrocedió desde la puerta hasta lo que calculó que era el centro de la celda, tras lo cual se agachó y se sentó cruzado de piernas en el suelo. Se había puesto tan lejos de las paredes como era posible, y en la oscuridad intentó imaginar que estaban aún más apartadas, pero tenía la sensación de que si abría los brazos no tendría que extenderlos del todo para tocar la piedra a ambos lados. Se sentía temblar, como si el cuerpo de otra persona se sacudiese de forma incontrolada. Tenía la impresión de que las paredes estaban pegadas a él y el techo casi rozándole la cabeza. Debía luchar contra esa sensación, o se habría vuelto tan loco como Lews Therin cuando alguien viniera a sacarlo. Lo dejarían salir antes o después, aunque sólo fuera para entregarlo a quienquiera que enviase Elaida a buscarlo. ¿Cuántos meses tardaría en llegar un mensaje a Tar Valon y las emisarias de Elaida en viajar hasta Far Madding? Si había hermanas leales a Elaida en algún punto más próximo que la Torre Blanca, eso podría ocurrir antes. El horror aumentó sus temblores cuando comprendió que esperaba que esas hermanas estuvieran más cerca, incluso en la propia ciudad ya, para que así lo sacaran de aquella caja.

—¡No me rendiré! —gritó—. ¡Seré tan duro como sea menester! —En aquel espacio confinado, su voz retumbó con el trueno.

Moraine había muerto porque él no había sido lo bastante duro para hacer lo que debía hacer. Su nombre siempre encabezaba la lista grabada en su cerebro con los de las mujeres que habían muerto por su culpa. Moraine Damondred. Cada nombre de aquella lista despertó en él tal angustia que le hizo olvidar los dolores de su cuerpo, las paredes de piedra que se alzaban al alcance de las puntas de sus dedos. Colavaere Saighan, que murió porque la había despojado de todo lo que ella valoraba. Liah, Doncella Lancera, de los Cosaida Chareen, que murió a sus manos porque lo siguió a Shadar Logoth. Jendhilin, una Doncella de los Miagoma de Pico Frío, que murió porque quiso tener el honor de guardar su puerta. ¡Tenía que ser duro! Recitó los nombres de aquella larga lista uno por uno, forjando pacientemente su alma en el fuego del dolor.

Los preparativos llevaron más tiempo de lo que Cadsuane había esperado, principalmente porque tuvo que recalcar a varias personas que quedaba descartado un rescate espectacular, de acuerdo con la mejor tradición de relatos de juglar, de modo que se había hecho de noche cuando se encontró caminando a lo largo de los pasillos iluminados por las lámparas, en la Cámara de las Consiliarias. Con paso reposado, nada de prisas. Si se caminaba deprisa la gente daba por sentado que uno estaba ansioso y que ellos tenían dominada la situación. Y, si alguna vez en su vida había necesitado dominar la situación desde el principio, era esa noche.

Los corredores deberían haberse encontrado vacíos a esas horas, pero los acontecimientos del día habían cambiado el curso normal de las cosas. Funcionarios uniformados de azul corrían de aquí para allí, y a veces se paraban un instante para mirar boquiabiertos a los acompañantes de Cadsuane. Era muy probable que nunca hubieran visto a cuatro Aes Sedai a la vez —Cadsuane no estaba dispuesta a dar ese título a Nynaeve hasta que prestara los Tres Juramentos— y con el alboroto de ese día se agravaría su confusión ante un hecho tan inusitado. Sin embargo, los tres hombres que cerraban la marcha recibían casi tantas miradas como ellas. Los funcionarios no sabrían el significado de sus chaquetas negras ni de los alfileres que adornaban los cuellos de las prendas, pero no era muy probable que alguno de ellos hubiese visto a tres hombres portando espadas por esos corredores. En cualquier caso, con un poco de suerte nadie iría corriendo a informar a Aleis sobre quién iba a irrumpir en la sesión a puerta cerrada de las Consiliarias. Era una lástima que no hubiese podido llevar consigo a los hombres solos, pero incluso Daigian había sacado carácter ante su sugerencia. Una verdadera lástima que no todas sus compañeras exhibieran la compostura mostrada por Merise y las otras dos hermanas.

—Esto no funcionará —rezongó Nynaeve por décima vez, quizá, desde que habían salido de Las Cumbres—. ¡Deberíamos haber atacado duro desde el principio!

—Debimos haber actuado más deprisa —masculló, sombría, Min—. Puedo sentirlo cambiando. ¡Si antes era una piedra, ahora es acero! Luz, ¿qué le están haciendo?

Incluida en el grupo únicamente porque era un vínculo con el chico, no había dejado de dar informes, cada uno más sombrío que el anterior. Cadsuane no le había contado cómo eran las celdas, considerando que la muchacha se había venido abajo sólo por explicarle lo que le habían hecho las hermanas que habían secuestrado al chico.

Cadsuane suspiró. Menudo ejército había reunido; sin embargo, hasta el ejército más improvisado necesitaba disciplina. En especial cuando la batalla era inminente. Y aún habría sido peor si no hubiese obligado a quedarse a las mujeres de los Marinos.

—Puedo hacer esto sin ninguna de vosotras dos, llegado el caso —adujo firmemente—. No, no digas nada, Nynaeve. Merise o Corele pueden llevar ese cinturón tan bien como tú, así que si no dejáis de lloriquear, muchachas, encargaré a Alivia que os lleve de vuelta a Las Cumbres y os dé algo por lo que lloriquear con motivo.

Ésa era la única razón por la que había llevado a la extraña espontánea. Alivia tenía tendencia a mostrar modales afables con aquellos a los que no podía hacer apartar la vista con la mirada, pero contemplaba ferozmente a esas dos cotorras parlanchinas.

Volvieron la cabeza hacia la mujer rubia a una, y el parloteo cesó. Callaron, pero no se convencieron. Min podía rechinar los dientes cuanto quisiera, pero el ceño huraño de Nynaeve irritaba a Cadsuane. La chica tenía buena pasta, pero su entrenamiento había sido excesivamente breve. Su habilidad con la Curación era casi milagrosa, y su habilidad para casi todo lo demás, pésima. Y no se la había sometido a las lecciones de que de lo que debía soportarse, podía soportarse. En realidad, Cadsuane la comprendía. En cierto modo. Era una lección que no todo el mundo podía aprender en la Torre. Ella misma, rebosante de orgullo con su chal nuevo y su propia fuerza, lo había aprendido a manos de una espontánea casi desdentada, en una granja en el corazón de las Colinas Negras. Oh, sí, era un pequeño ejército muy variopinto el que había reunido para intentar darle cien vueltas a Far Madding.

Funcionarios y mensajeros llenaban a medias la antesala de columnas, anexa a la Cámara de las Consiliarias, pero, después de todo, sólo eran funcionarios y mensajeros. Los primeros vacilaron con oficioso desconcierto, cada cual esperando que otro hablara primero, pero los mensajeros de chaqueta roja, que sabían que no les correspondía decir nada, retrocedieron hacia los lados de la estancia, y los funcionarios se apartaron a su paso, sin que ninguno se atreviera a ser el primero en abrir la boca. Aun así, se oyó un respingo generalizado cuando Cadsuane abrió las altas puertas, talladas con la Mano y la Espada.

La Cámara de las Consiliarias no era grande. Cuatro lámparas de pie con espejos bastaban para iluminarla, y una gran alfombra teariana, con dibujos rojos, azules y dorados, cubría casi todo el suelo de baldosas. A un lado de la habitación, un ancho hogar de mármol lograba caldear el ambiente, aunque el viento nocturno zarandeaba las puertas de cristal que conducían a la columnata exterior con suficientemente violencia para ahogar el tictac del alto y dorado reloj illiano que había sobre la repisa de la chimenea. Trece sillones, tallados y dorados, casi unos solios, formaban un arco de cara a la puerta, y todos estaban ocupados por mujeres de expresión preocupada.

Aleis, en el centro del arco, frunció el entrecejo cuando vio entrar a Cadsuane a la cabeza de su pequeña fuerza.

—Esta sesión es a puerta cerrada, Aes Sedai —dijo en un tono a la vez formal y frío—. Podemos pediros que os reunáis con nosotras después, pero…

—Sabéis a quién tenéis en las celdas —la interrumpió Cadsuane.

No era una pregunta, pero Aleis intentó salir del apuro.

—A varios hombres, creo. Ebrios en público, varios forasteros arrestados por luchar o robar, un hombre de las Tierras Fronterizas capturado hoy mismo y que podría haber asesinado a tres hombres. No llevo un registro personal de los arrestos, Cadsuane Sedai.

Nynaeve respiró profundamente al oír mencionar al hombre capturado por asesinato, y sus ojos relucieron peligrosamente, pero al menos la muchacha tuvo suficiente sentido común para mantener cerrada la boca.

—Así que intentarás ocultar el hecho de que retienes al Dragón Renacido —adujo sosegadamente Cadsuane. Había esperado, ¡esperado fervientemente!, que el trabajo preparatorio de Verin les ahorrara esto. No obstante, quizás aún podía arreglarse sin complicaciones—. Puedo quitaros esa responsabilidad. Me he enfrentado a más de veinte hombres que podían encauzar, a lo largo de los años. Él no me da miedo.

—Agradecemos la oferta —repuso suavemente Aleis—, pero preferimos comunicarnos antes con la Torre Blanca. —Negociar su precio, quería decir. Bien, las cosas eran como eran—. ¿Os importa decirnos cómo os habéis enterado de…?

—Quizá debí mencionarlo antes —la interrumpió de nuevo Cadsuane—. Estos hombres que están detrás de mí son Asha’man.

Entonces los tres avanzaron un paso, como les habían instruido que hicieran, y Cadsuane tuvo que admitir que ofrecían un aspecto peligroso. El canoso Damer parecía un oso gris con dolor de muelas; el guapo Jahar semejaba un leopardo oscuro y esbelto; y la intensa y fija mirada de Eben resultaba particularmente ominosa viniendo de aquel rostro tan joven. Ciertamente causaron efecto en las Consiliarias. Algunas sólo rebulleron en los sillones, como para retroceder, pero Cyprien se quedó boquiabierta, para su desgracia, habida cuenta de su dentadura saliente. Sybaine, que tenía tantas canas como Cadsuane, se hundió en el asiento y se abanicó con la esbelta mano, en tanto que Cumere torcía la boca como si fuese a vomitar en cualquier momento. Aleis estaba hecha de mejor pasta, pero aun así apretó las dos manos contra el estómago.

—Os dije una vez que los Asha’man tenían libertad de visitar la ciudad siempre y cuando observaran la ley. No les tememos, Cadsuane, aunque debo decir que me sorprende veros en su compañía. Particularmente considerando la oferta que acabáis de hacer.

Vaya, de modo que ahora era Cadsuane a secas, ¿verdad? Con todo, lamentó que fuera preciso derrumbar a Aleis. Dirigía bien Far Madding, pero quizá no se recobraría nunca de esta noche.

—¿Estás olvidando qué más ocurrió hoy, Aleis? Alguien encauzó dentro de la ciudad.

De nuevo las Consiliarias rebulleron, y los ceños preocupados arrugaron más de una frente.

—Una aberración. —La frialdad había desaparecido de la voz de Aleis, siendo reemplazada por la ira y, tal vez, un atisbo de miedo. Sus ojos brillaron sombríamente—. Quizá los guardianes cometieron un error. Ninguna persona a la que se interrogó vio nada que sugiriera que…

—Incluso lo que creemos que es perfecto puede tener fisuras, Aleis. —Cadsuane absorbió saidar de su propio Pozo en una pequeña cantidad. Tenía práctica; el pequeño colibrí de oro no podía contener ni de lejos tanto como el cinturón de Nynaeve—. Las fisuras pueden pasar inadvertidas durante siglos hasta que se descubren. —El flujo de Aire que tejió fue justo lo suficiente para alzar la diadema incrustada de gemas de la cabeza de Aleis y dejarla sobre la alfombra delante de los pies de la mujer—. Pero una vez que se descubren, parece que cualquiera que busque puede encontrarlas.

Trece pares de ojos desorbitados miraban fijamente la diadema. Todas las Consiliarias parecían paralizadas, respirando apenas.

—Más que fisuras, una puerta de un granero, a mi entender —dijo Damer—. Creo que queda más bonita sobre vuestra cabeza.

El brillo del Poder envolvió de repente a Nynaeve, y la diadema voló hacia Aleis, frenándose en el último instante para colocarse suavemente sobre la pálida frente en lugar de romperle la cabeza. Sin embargo, la luz del saidar no desapareció alrededor de la muchacha. Bueno, que vaciase su Pozo, si quería.

—¿Será…? —Aleis tragó saliva; pero, cuando continuó, su voz sonaba quebrada—. ¿Será suficiente con que os lo entreguemos? —Si se dirigía a Cadsuane o a los Asha’man no quedó claro, quizá ni siquiera para ella.

—Creo que sí —repuso sosegadamente Cadsuane, y Aleis se tambaleó como una marioneta a la que se le aflojan las cuerdas.

A pesar de la conmoción experimentada por el hecho de haber visto encauzar ante sus propios ojos, las otras Consiliarias intercambiaron miradas interrogantes entre sí. Los ojos se clavaron en Aleis, las expresiones se tornaron más firmes y hubo intercambio de cabeceos. Cadsuane respiró hondo. Había prometido al chico que cualquier cosa que hiciera sería por su bien, no por el de la Torre ni por el de nadie más, y ahora había echado abajo a una buena mujer por el bien del chico.

—Lo lamento mucho, Aleis —dijo. «Estás acumulando ya una gran deuda, muchacho», pensó.

35

Con los Choedan Kal

Rand cabalgó a través del ancho puente de piedra que conducía hacia el norte desde la puerta de Caemlyn, sin mirar atrás. El sol era una pálida bola dorada que empezaba a asomar por el horizonte en un cielo despejado, pero el aire era lo bastante frío para que el aliento se tornara vaho, y el viento del lago zarandeaba su capa. No sentía el frío, salvo como algo distante y que en realidad no le concernía. Él era más frío de lo que podría ser cualquier invierno. Los guardias que habían ido a sacarlo de la celda la noche anterior se sorprendieron de encontrarlo con una leve sonrisa curvándole la boca. Nynaeve había Curado sus contusiones utilizando el último saidar del cinturón, pero aun así el oficial tocado con yelmo que salió a la calzada, al pie del puente, un hombre fornido y de aspecto rudo, dio un respingo al verlo, como si su cara siguiera hinchada y llena de moretones.

Cadsuane se inclinó en la silla para hablar unas cuantas palabras en voz baja y le tendió al oficial un papel doblado. El hombre frunció el entrecejo y empezó a leer, tras lo cual alzó bruscamente la cabeza para mirar sorprendido a los hombres y mujeres que esperaban pacientemente en los caballos detrás de ella. Empezó de nuevo en el encabezado de la página y leyó moviendo los labios, como si quisiera estar seguro de cada palabra, y no era de extrañar. Firmada y sellada por las trece Consiliarias, la orden decía que no se debía realizar inspección en los nudos de paz ni registrar los animales de carga. Los nombres de ese grupo tenían que borrarse de los libros de registro, y la propia orden había que quemarla. Nunca habían ido a Far Madding. Ni Aes Sedai, ni Atha’an Miere, ni ninguno de ellos.

—Ya acabó, Rand —le dijo suavemente Min, que había acercado la resistente yegua castaña al castrado gris, a pesar de que ya estaba tan cerca de él como Nynaeve de Lan. La antigua Zahorí había Curado las contusiones de Lan y un brazo roto antes de que atendiera a Rand. El rostro de Min reflejaba la preocupación que fluía a través del vínculo. Dejando que el aire hiciera ondear su capa, le dio unas palmaditas en el brazo—. No tienes que pensar más en ello.

—Estoy agradecido a Far Madding, Min. —Su voz sonaba carente de emoción, distante, como lo había sido cuando asía el saidin al principio. Le habría dado un tono más cálido para ella, pero eso parecía estar fuera de su alcance—. Realmente encontré aquí lo que necesitaba. —Si una espada tuviera memoria, podría estar agradecida al fuego de la forja, pero jamás le tendría aprecio. Cuando les indicaron que siguieran adelante, Rand puso al castrado a medio galope por la calzada de tierra apelmazada, en dirección a las colinas, y ni siquiera miró hacia atrás una sola vez hasta que los árboles ocultaron por completo la ciudad.

La calzada ascendía sinuosa a través de arboladas colinas en las que sólo los pinos y los cedros conservaban el color verde, mientras que las ramas del resto aparecían desnudas y grises; de repente la Fuente volvió de nuevo, percibida justo un poco más allá del rabillo del ojo. Palpitaba y lo llamaba y lo llenaba con el ansia de un hambriento. Sin pensarlo, Rand se abrió a ella y colmó el vacío de su interior con saidin, una avalancha de fuego, una tormenta de hielo, todo impregnado con la sucia mácula que hacía que la herida más grande de su costado palpitara. Se tambaleó en la silla cuando la cabeza le dio vueltas, y el estómago se le revolvió mientras todavía luchaba para resistir a la avalancha que intentaba consumir su mente, alzarse por encima de la tormenta que trataba de corroer su alma. No había perdón ni piedad en la mitad masculina del Poder. Un hombre lo combatía o moría. Podía sentir a los tres Asha’man que iban detrás llenarse también, bebiendo el saidin como quien acaba de salir del Yermo y encuentra agua. Dentro de su cabeza, Lews Therin suspiró con alivio.

Min arrimó su montura a él tanto que sus piernas se tocaron.

—¿Te encuentras bien? —preguntó, preocupada—. Pareces enfermo.

—Estoy tan fresco como agua de lluvia —contestó, y la mentira no se refería sólo a su estómago. Era acero y, para su sorpresa, aún no lo bastante duro. Había intentado mandarla a Caemlyn con Alivia, para que la protegiera. Si la mujer rubia iba a ayudarlo a morir, entonces tenía que ser capaz de confiar en ella. Había planeado lo que iba a decir; pero, al mirar los oscuros ojos de Min, no fue lo bastante duro para obligar a su lengua a que pronunciara las palabras. Desvió al castrado gris entre los árboles de ramas desnudas y se dirigió a Cadsuane volviendo la cabeza hacia atrás—. Éste es el sitio.

Ella lo siguió, claro. Todos lo hicieron. Harine apenas lo había perdido de vista el tiempo suficiente para dormir unas pocas horas la noche anterior. Rand la habría dejado atrás, pero respecto a ese asunto Cadsuane le había dado su primer consejo: «Hiciste un trato con ellos, chico, que es lo mismo que firmar un tratado. O dar tu palabra. Cúmplela o diles que el trato queda roto. En caso contrario, no serías más que un ladrón». Directa, sin andarse por las ramas, y en un tono que no dejaba duda respecto a su opinión sobre los ladrones. Él no había prometido en ningún momento seguir sus consejos, pero la mujer se mostraba tan reacia a ser su consejera que no quería arriesgarse a que se apartara de él, así que la Señora de las Olas y los otros dos miembros de los Marinos cabalgaban junto a Alivia, delante de Verin y de otras cinco Aes Sedai que le habían jurado lealtad, y de cuatro que eran compañeras de Cadsuane. Seguro que ésta lo dejaría antes a él que a ellas; sí, seguro que lo haría.

A los ojos de cualquier otra persona, no había nada que distinguiera el lugar donde había excavado antes de ir a Far Madding. A los suyos, una fina línea que brillaba como una linterna se alzaba a través del húmedo mantillo del suelo del bosque. Incluso otro hombre capaz de encauzar podría haber caminado a través de aquella línea sin saber que estaba allí. No se molestó en desmontar. Utilizó flujos de Aire para apartar la gruesa capa de hojas y ramitas podridas y abrir la húmeda tierra hasta dejar al aire un bulto estrecho y alargado, atado con cordones de cuero. Los terrones de tierra siguieron adheridos al trozo de tela que la envolvía mientras hacía flotar hacia su mano a Callandor. No se había atrevido a llevar el arma a Far Madding. Sin una vaina, habría tenido que dejarla en el fortín del puente, cual una peligrosa bandera que esperara a anunciar su presencia. No parecía probable que se encontrara en el mundo otra espada hecha de cristal, y mucha gente sabía que el Dragón Renacido tenía una. Y, aun habiéndola dejado allí, en el bosque, había acabado metido en un agujero oscuro y reducido de piedra en el que… No. Eso ya había quedado atrás, había terminado. Se acabó. Lews Therin jadeó en los recovecos de su mente.

Sujetó a Callandor en la cincha de la silla e hizo volver grupas al caballo para mirar a los demás. Los caballos mantenían las colas pegadas contra las patas por el viento, pero de vez en cuando uno de ellos pateaba el suelo con un casco o agitaba la cabeza, impaciente por reanudar la marcha después de la larga estancia en los establos. La bolsa de cuero que llevaba Nynaeve colgada al hombro resultaba casi incongruente con todos los enjoyados ter’angreal que se había puesto. Ahora que se acercaba el momento, la mujer acariciaba la abultada bolsa, sin que aparentemente se diera cuenta de que lo hacía. Intentaba ocultar su miedo, pero la barbilla le temblaba. Cadsuane lo miraba con gesto impasible. La capucha había resbalado hacia atrás, y a veces una ráfaga de viento más fuerte que las otras zarandeaba los pájaros y peces dorados, las estrellas y las lunas que colgaban de su moño.

—Voy a quitar la mácula que infecta la mitad masculina de la Fuente —anunció.

Los tres Asha’man, vestidos ahora con chaquetas y capas oscuras como los demás Guardianes, intercambiaron miradas excitadas, pero entre las Aes Sedai hubo una reacción que se extendió como una oleada. Nesune soltó una exclamación ahogada, tan profunda que no parecía propia de la esbelta hermana con aspecto de pájaro. La expresión de Cadsuane no varió un solo instante.

—¿Con qué? —preguntó mientras enarcaba la ceja en un gesto escéptico al dirigir la mirada hacia el envoltorio que Rand llevaba en la cincha.

—Con los Choedan Kal —contestó. Ese nombre era otro regalo de Lews Therin y ahora residía en la mente de Rand como si hubiese estado siempre allí—. Los conocéis como enormes estatuas, sa’angreal; uno de ellos está enterrado en Cairhien, y el otro en Tremalking. —Al oír el nombre de la isla de los Marinos, Harine levantó bruscamente la cabeza, de manera que los medallones dorados de la cadena que unía la nariz a una oreja tintinearon—. Son demasiado grandes para moverlos sin dificultad, pero tengo un par de ter’angreal que se llaman llaves de acceso. Utilizándolos, los Choedan Kal se pueden «abrir» desde cualquier parte del mundo.

«Muy peligroso —gimió Lews Therin—. Una locura». Rand no hizo caso. De momento, sólo importaba Cadsuane.

El zaino de la Aes Sedai agitó una oreja negra, con lo que pareció más excitado que su amazona.

—Uno de esos sa’angreal está hecho para una mujer —adujo fríamente—. ¿Quién propones que lo utilice? ¿O es que esas llaves te permiten hacer uso de ambas por ti mismo?

—Nynaeve se coligará conmigo. —Confiaba en Nynaeve para coligarse, y en nadie más. Era Aes Sedai, pero había sido la Zahorí de Campo de Emond; tenía que confiar en ella. La mujer le sonrió y asintió firmemente; la barbilla había dejado de temblarle—. No intentéis impedírmelo, Cadsuane.

Ella no dijo nada, sólo lo observó atentamente con sus oscuros ojos, sopesándolo y tomándole la medida.

—Perdona, Cadsuane —intervino Kumira, rompiendo el silencio, y taconeando su rodado para adelantarse—. Joven, ¿has considerado la posibilidad del fracaso? ¿Has considerado las consecuencias del fracaso?

—Esa misma pregunta hago yo —manifestó secamente Nesune, sentada muy derecha en la silla; sus oscuros ojos sostuvieron la mirada de Rand sin vacilar—. Por todo lo que he leído, la tentativa de utilizar esos sa’angreal puede conducir al desastre. Juntos pueden ser lo bastante fuertes para resquebrajar el mundo como un huevo.

«¡Como un huevo! —convino Lews Therin—. Nunca se probaron, nunca se comprobaron. ¡Esto es demencial! —chilló—. ¡Estás loco! ¡Loco!»

—Según mis últimas informaciones —respondió Rand a las hermanas—, un Asha’man de cada cincuenta se ha vuelto loco y ha habido que abatirlo como a un perro rabioso. A estas alturas habrá habido más. Existe un riesgo en hacer esto, pero es una mera posibilidad. La única certeza es que, si no lo intento, más y más hombres perderán la razón, puede que veintenas, quizá todos nosotros, y antes o después serán demasiados para acabar fácilmente con ellos. ¿Os gustaría esperar a la Última Batalla con un centenar de rabiosos Asha’man merodeando por ahí, o doscientos o quinientos? ¿Y tal vez siendo yo uno de ellos? ¿Cuánto tiempo sobreviviría el mundo a eso? —Se dirigió a las dos Marrones, pero era a Cadsuane a la que observaba. Los ojos casi negros de la mujer no se apartaron de él un solo momento. Necesitaba conservarla a su lado; pero, si intentaba hacerlo cambiar de opinión, rechazaría su consejo, fueran cuales fueren las consecuencias. ¿Y si intentaba impedírselo…? El saidin rugía embravecido dentro de él.

—¿Lo llevarás a cabo aquí? —preguntó la Aes Sedai.

—En Shadar Logoth —contestó Rand, y ella asintió.

—Un lugar apropiado —dijo—, si es que vamos a correr el riesgo de destruir el mundo.

Lews Therin gritó; fue un aullido que retumbó en el cráneo de Rand hasta apagarse paulatinamente a medida que la voz huía a los más recónditos recovecos de su mente. Sin embargo, no había dónde esconderse. No había ningún lugar donde estar a salvo.

El acceso que tejió no se abría dentro de la ciudad en ruinas de Shadar Logoth, sino en la cima irregular de una colina escasamente arbolada, unos cuantos kilómetros al norte, donde los cascos de los caballos repicaron sobre el pedregoso terreno, sin apenas vegetación, con contados árboles pelados de hojas y cubierto en algunas zonas con parches de nieve. Mientras Rand desmontaba, atrajo su mirada la imagen lejana del lugar antaño llamado Aridhol, asomando por encima de las copas de los árboles; torres que terminaban bruscamente en piedras resquebrajadas y cúpulas blancas con forma de bulbo que habrían albergado un pueblo entero de haber estado completas. No miró mucho tiempo. A despecho del cielo matinal despejado, aquellas pálidas cúpulas no brillaban como habría sido de esperar; era como si algo arrojase una sombra sobre las extensas ruinas. Incluso a esa distancia de la ciudad, la segunda herida sin curar del todo en su costado había empezado a darle suaves punzadas. La cuchillada propinada por la daga de Padan Fain, que procedía de Shadar Logoth, no palpitaba a la par con la herida más grande sobre la que se extendía de través, sino más bien contra ella, superponiéndose.

Como era de esperar, Cadsuane se puso al mando dando secas órdenes. Ya fuera de un modo u otro, las Aes Sedai siempre lo hacían si se les daba la menor oportunidad, y Rand no intentó impedírselo. Lan, Nethan y Bassane siguieron montados y descendieron hasta internarse en el bosque, para vigilar, y los otros Guardianes retiraron presurosos los caballos y los ataron a ramas bajas. Min se alzó sobre los estribos y tiró de la cabeza de Rand para llegar a besarle los ojos. Sin pronunciar palabra, se marchó para unirse a los hombres con los caballos. El vínculo rebosaba de amor, de una seguridad y una confianza tan plenas en él que la siguió con la mirada, sorprendido.

Eben se acercó a coger el caballo de Rand, sonriendo de oreja a oreja. Junto con su nariz, aquellas orejas parecían formar la mitad de su cara, pero ahora era un joven esbelto más que desgarbado.

—Será maravilloso encauzar sin la infección, milord Dragón —dijo excitado. Rand creía que Eben debía de tener unos diecisiete años, pero al hablar parecía más joven—. Siempre hace que me den ganas de vomitar, si lo pienso. —Se alejó trotando con el zaino, sonriendo todavía.

El Poder rugía violentamente dentro de Rand, y la infección que empañaba la pura vida del saidin se filtraba en su interior como malolientes riachuelos que portaban la locura y la muerte.

Cadsuane reunió a las Aes Sedai a su alrededor, así como a Alivia y a la Detectora de Vientos de los Marinos. Harine rezongó de manera audible sobre ser excluida hasta que un dedo de Cadsuane, señalando, la indujo a cruzar a zancadas la cima de la colina. Moad, con su extraña chaqueta azul acolchada, condujo a Harine hasta un afloramiento rocoso y la ayudó a sentarse, tras lo cual empezó a hablarle en tono apaciguador, bien que sus ojos no dejaban de vigilar los árboles de alrededor; su mano se desvió hasta la larga empuñadura de marfil de su espada. Jahar apareció por la dirección hacia la que habían llevado los caballos; iba quitando el trapo que envolvía Callandor. La espada de cristal, con la larga y transparente empuñadura y la hoja ligeramente curvada, centelleó con la pálida luz del sol. A un gesto imperioso de Merise, el joven apretó el paso para reunirse con ella. También estaban Damer y Eben en aquel grupo. Cadsuane había pedido que no se utilizara Callandor, eso podía pasarse. De momento, sí.

—¡Esa mujer acabaría hasta con la paciencia de una piedra! —rezongó Nynaeve mientras se acercaba a Rand. Con una mano sujetaba firmemente la correa de la bolsa cargada al hombro, mientras que con la otra asía con igual firmeza la gruesa trenza que asomaba debajo de la capucha—. ¡A la Fosa de la Perdición con ella, es lo que yo digo! ¿Seguro que Min no puede estar equivocada esta vez? Bueno, supongo que no. ¡Pero aun así…! ¿Quieres dejar de sonreír de ese modo? ¡Pondrías nervioso hasta a un gato!

—Podríamos empezar ya —contestó Rand, y ella parpadeó.

—¿No deberíamos esperar a Cadsuane?

Nadie habría imaginado que un momento antes protestaba a causa de la Aes Sedai. Si acaso, cualquiera pensaría que su tono denotaba el deseo de no incomodarla.

—Ella hará lo que tenga que hacer, Nynaeve. Con tu ayuda, yo haré lo que tengo que hacer.

La antigua Zahorí siguió vacilando, apretando la bolsa contra el pecho y echando miradas preocupadas hacia las mujeres reunidas alrededor de Cadsuane. Alivia se alejó del grupo y corrió hacia ellos por el desnivelado terreno, sujetándose la capa con las dos manos.

—Cadsuane dice que yo he de tener los ter’angreal, Nynaeve —anunció con aquel acento suave que arrastraba las vocales—. Vamos, no discutas, no es momento para eso. Además, a ti no te servirán de nada si vas a estar coligada con él.

Esta vez, la mirada que Nynaeve lanzó hacia las mujeres fue casi asesina, pero se quitó anillos y brazales mientras mascullaba entre dientes, y le tendió también el cinturón enjoyado y el collar a Alivia. Al cabo de un momento, suspiró y se desabrochó el peculiar brazalete que se conectaba con los anillos por cadenitas planas.

—Coge esto también. Supongo que no necesito un angreal si voy a utilizar el sa’angreal más poderoso que se ha creado. Pero quiero que se me devuelvan, ¿entendido? —terminó, ferozmente.

—No soy una ladrona —replicó, remilgada, la mujer de ojos de halcón mientras se ponía los anillos en los dedos de la mano izquierda. Curiosamente, el angreal que se ajustaba tan bien a Nynaeve encajó en su mano, más grande, con igual facilidad. Las dos mujeres miraron el objeto de hito en hito.

A Rand se le ocurrió entonces que ninguna de ellas había mencionado la posibilidad de que él pudiera fallar. Deseó tener tanta seguridad como ellas. Sin embargo, lo que debía hacerse tenía que hacerse.

—¿Vas a esperar todo el día, Rand? —preguntó Nynaeve cuando Alivia regresó junto a Cadsuane, aún más deprisa de lo que había ido. Alisando la capa debajo, Nynaeve se sentó en una piedra gris, del tamaño de un banco pequeño, puso la bolsa sobre su regazo y abrió la solapa de cuero.

Rand se acomodó en el suelo delante de ella, cruzado de piernas, mientras Nynaeve sacaba las dos llaves de acceso, unas estatuillas blancas, pulidas, de un palmo de altura, cada una de las cuales sostenía una esfera transparente en la mano alzada. La figura de un hombre barbudo, con túnica, se la tendió a él. La de una mujer con vestiduras semejantes la colocó en el suelo, a sus pies. Los rostros de ambas figuras eran serenos, firmes y con la sabiduría de los años.

—Debes llegar justo al punto de abrazar la Fuente —lo instruyó a Rand al tiempo que se alisaba la falda, que en realidad no necesitaba de ello—. Entonces podré coligarme contigo.

Con un suspiro, Rand dejó en el suelo la estatuilla del hombre barbudo y soltó el saidin. Desapareció la rugiente avalancha de fuego y hielo, y con ella la infección untuosa; también pareció que la vida perdía intensidad, convirtiendo el mundo en un lugar desdibujado y monótono. Apoyó las manos en el suelo, en previsión del mareo que se apoderaría de él cuando volviera a asir la Fuente, pero fue un mareo distinto el que de repente hizo que le diese vueltas la cabeza. Durante un instante la vaga imagen de un rostro apareció ante sus ojos, ocultando el de Nynaeve; la cara de un hombre, casi reconocible. Luz, si aquello ocurría mientras asía el saidin… Nynaeve se inclinó hacia él; la preocupación se dibujaba en su semblante.

—Ya —dijo Rand, y buscó el contacto con la Fuente a través de la figurilla del hombre barbudo, aunque sin llegar a asirla. Se quedó justo al borde de hacerlo, deseando aullar de dolor cuando las lenguas llameantes parecieron achicharrarlo mientras ululantes vientos le clavaban partículas de arena helada en la piel. Al ver a Nynaeve hacer una inhalación rápida comprendió que sólo llevaba así unos instantes, por más que le parecía estar soportándolo durante horas…

El saidin fluyó a través de él, toda la abrasadora furia y el hielo arrasador, toda la infección, y no podía controlar ni un flujo fino como un cabello. Pudo ver el flujo pasando de él a Nynaeve, lo sintió bullir, hirviente, notó las corrientes traicioneras y el fondo inestable que podían destruirlo en un abrir y cerrar de ojos. Sentir aquello sin poder luchar ni controlarlo era en sí una agonía. De repente se dio cuenta de percibir a Nynaeve de un modo muy parecido a como percibía a Min, pero en lo único que era capaz de pensar era en el saidin que fluía a través de él, incontrolable.

La mujer inhaló aire, temblorosa.

—¿Cómo puedes aguantar… eso? —preguntó con voz enronquecida—. Todo caos, furia y muerte. Bien, debes intentar con todas tus fuerzas controlar los flujos mientras yo… —Desesperado por recobrar el equilibrio en aquella inacabable batalla contra el saidin, Rand hizo lo que le decía—. Se suponía que tenías que esperar hasta que yo… —empezó ella furiosa, y después siguió en tono simplemente irritado—: Bien, al menos me he librado de eso. ¿Por qué me miras tan sorprendido? ¡Soy yo a la que le han arrancado la piel!

—El saidar —murmuró él, maravillado. Era tan… diferente.

Junto a la tumultuosa avalancha del saidin, el saidar era una plácida corriente que fluía con suavidad. Se sumergió en ella, y de repente se encontró debatiéndose contra corrientes que intentaban arrastrarlo más y más, con remolinos que trataban de tirar de él hacia el fondo. Cuando más se debatía, más fuertes se volvían los flujos. Sólo había transcurrido un instante desde que había intentado controlar el saidar y ya se sentía como si se hundiera en él, arrastrado hacia la eternidad. Nynaeve le había dicho lo que tenía que hacer, pero le parecía tan extraño que realmente no lo había creído hasta ese momento. Merced a un esfuerzo, se obligó a dejar de luchar contra las corrientes, y con igual instantaneidad el río volvió a ser una corriente tranquila.

Ésa era la primera dificultad, luchar contra el saidin mientras se rendía al saidar. La primera dificultad y la primera clave de lo que tenía que hacer. Las mitades masculina y femenina de la Fuente Verdadera eran semejantes y disparejas; se atraían y repelían, luchando entre sí al mismo tiempo que trabajaban juntas para impulsar la Rueda del Tiempo. La infección de la mitad masculina también tenía su igual opuesta. La herida que le había infligido Ishamael palpitaba al mismo compás que la infección, mientras que la otra, ocasionada por la daga de Fain, marcaba el contrapunto al ritmo del mal que había acabado con Aridhol.

Torpemente, obligándose a actuar sin brusquedad y a usar la inmensa y desconocida fuerza propia del saidar para dirigirla como deseaba, tejió un conducto que tocó la mitad masculina de la Fuente por un extremo y la lejana ciudad con el otro. El conducto tenía que ser del saidar no contaminado. Si esto funcionaba como él esperaba, un tubo de saidin se rompería en pedazos cuando la infección empezara a adherirse a él, corroyéndolo. Pensaba en ello como en un tubo, aunque no lo era. El tejido no se formó en absoluto como había esperado que lo hiciera. Como si el saidar tuviese voluntad propia, el tejido creó vueltas y espirales que le hicieron recordar una flor. No se veía nada, no surgieron espectaculares tejidos descendiendo desde el cielo. La Fuente se encontraba en el centro de la creación. La Fuente se hallaba en todas partes, incluso en Shadar Logoth. El conducto salvaba distancias que escapaban a su imaginación y, al mismo tiempo, no tenía longitud alguna. Tenía que ser un conducto, fuese cual fuese su apariencia. Si no lo era…

Absorbió saidin, combatiéndolo, dominándolo en la mortal danza que tan bien conocía, y lo obligó a entrar por el florido tejido de saidar. Y el saidin fluyó a través de éste. Saidin y saidar, iguales y distintos, no podían mezclarse. El flujo de saidin se contraía, apartándose del envolvente saidar, y éste lo empujaba desde todas direcciones, comprimiéndolo más y más, haciendo que el flujo fluyera más deprisa. Puro saidin —puro a excepción de la infección— tocó Shadar Logoth.

Rand frunció el entrecejo. ¿Se habría equivocado? No ocurría nada. Salvo… Las heridas de su costado parecían latir más y más deprisa. En medio de la tormenta de fuego y la furia de hielo que era el saidin, parecía que la mácula rebullía y se movía. Sólo un ligero movimiento que habría podido pasar inadvertido si no hubiese estado esforzándose en descubrir algún cambio. Una ligera agitación en medio del caos, pero todo en la misma dirección.

—Adelante —urgió Nynaeve. Los ojos le brillaban como si el mero hecho de tener el flujo del saidar dentro de ella fuera gozo suficiente.

Rand absorbió más de ambas mitades de la Fuente, fortaleciendo el conducto al tiempo que obligaba a entrar más saidin a través de él, absorbió del Poder hasta que no quedó nada que pudiese hacer para absorber más. Deseaba gritar cuánto fluía a través de él, tanto que parecía que no existía más, sólo el Poder Único. Oyó a Nynaeve gemir, pero el mortífero combate que sostenía con el saidin lo consumía.

Toqueteando el anillo de la Gran Serpiente, que llevaba en el índice de la mano izquierda, Elza observaba fijamente al hombre al que había jurado lealtad. Estaba sentado en el suelo, severo el gesto, mirando ante sí como si no viera a la espontánea Nynaeve, sentada justo delante de él, brillando como el sol. Quizá no podía. Elza sentía el saidar fluyendo en torrentes inimaginables a través de Nynaeve. Todas las hermanas de la Torre juntas habrían podido reunir sólo una fracción de aquel océano. Envidiaba por ello a la espontánea, y al mismo tiempo pensaba que podría haberse vuelto loca de puro placer. A despecho del frío, el rostro de Nynaeve estaba perlado de sudor; tenía los labios entreabiertos, y sus ojos miraban al vacío, más allá del Dragón Renacido, con éxtasis.

—No tardará en empezar, me temo —anunció Cadsuane. Dio la espalda a la pareja sentada, se puso en jarras y recorrió con una mirada penetrante la cumbre de la colina—. Sentirán eso en Tar Valon y puede que incluso al otro lado del mundo. Todo el mundo a sus puestos.

—Vamos, Elza —dijo Merise, a la que rodeaban el brillo del saidar.

Elza se dejó conducir a la coligación con la hermana de rostro serio, pero dio un respingo cuando Merise incorporó a su Guardián Asha’man al círculo. Era muy atractivo, pero la espada de cristal que tenía en las manos emitía una suave luz y Elza pudo percibir el increíble y bullente tumulto que debía de ser el saidin. Aun cuando Merise controlaba los flujos, la infección del saidin revolvió el estómago a Elza. Era un montón de estiércol pudriéndose en mitad de un caluroso verano. La otra Verde era una mujer encantadora a pesar de su seriedad, pero sus labios también se apretaron como los de Elza por el esfuerzo de contener las ganas de vomitar.

Por toda la cumbre de la colina se formaban círculos, Sarene y Corele coligadas con el hombre mayor, Flinn, y Nesune, Beldeine y Daigian con el muchacho, Hopwil. Verin y Kumira hicieron incluso un círculo con la espontánea Atha’an Miere, quien, de hecho, era muy fuerte, y hacía falta todo el mundo. Tan pronto como los círculos se formaban, se marchaban de la cumbre, y cada uno desaparecía entre los árboles en una dirección distinta. Alivia, la peculiarísima espontánea que no parecía tener otro nombre, se encaminó hacia el norte, con la capa ondeando tras ella y envuelta por el brillo del saidar. Una mujer muy perturbadora, con aquellas pequeñas arrugas alrededor de los ojos, e increíblemente fuerte. Elza habría dado cualquier cosa por tener en sus manos aquellos ter’angreal que llevaba la mujer.

Alivia y los tres círculos proporcionarían una defensa circular si llegaba el caso, pero donde más hacía falta era allí, en la cumbre de la colina. Había que proteger al Dragón Renacido costara lo que costara. Esa tarea, por supuesto, se la había reservado para sí misma Cadsuane, pero el círculo de Merise también se quedaría allí. Cadsuane debía de tener un ter’angreal propio a juzgar por la cantidad de saidar que estaba absorbiendo, más que Merise y Elza juntas; mas, aun así, palidecía en comparación con el que fluía a través de Callandor.

Elza miró hacia el Dragón Renacido y respiró profundamente.

—Merise, sé que no debería preguntar, pero, ¿puedo combinar yo los flujos?

Esperaba tener que suplicar, pero la mujer más alta vaciló sólo un instante antes de asentir y pasarle el control. Casi de inmediato, los labios de Merise se suavizaron, aunque nunca se los podría describir así. Fuego y hielo e infección hinchieron a Elza, y la mujer se estremeció. Costara lo que costara, el Dragón Renacido tenía que estar presente en la Última Batalla. Costara lo que costara.

Barmellin conducía su carro por la nevada calzada a Tremonsien y se preguntaba si la vieja Maglin de Los Nueve Anillos pagaría lo que él quería por el brandy de ciruela que llevaba en el carro. No era optimista al respecto. Maglin era agarrada con la plata, vaya que sí lo era; el brandy no era muy bueno y, tan adelantado el invierno, quizá preferiría esperar hasta la primavera para conseguir otro mejor. De repente cayó en la cuenta de que el día parecía más luminoso, casi como un mediodía estival en lugar de una mañana invernal. Lo más extraño era que el fulgor parecía venir del inmenso agujero que había junto a la calzada, donde los obreros de la ciudad habían estado excavando hasta el año anterior. Se suponía que allí abajo había una estatua monstruosa, pero a él nunca le había interesado lo suficiente para echar una ojeada.

Ahora, casi en contra de su voluntad, frenó la fornida yegua y, bajando del carro, caminó con trabajo por la nieve hasta el borde de la depresión. Éste tenía cien pasos de profundidad y diez veces más de punta a punta, y Barmellin tuvo que resguardarse con las manos para protegerse del resplandor que surgía del fondo. Entrecerró los ojos y, a través de los dedos, distinguió una esfera rutilante, como un segundo sol. De pronto se le ocurrió que aquello debía de ser el Poder Único.

Con un grito estrangulado, retrocedió a trompicones por la nieve hasta el carro, trepó a él y azotó con las riendas a Nisa para que se moviera, al tiempo que tiraba hacia un lado para que diese media vuelta, de regreso a su granja. Iba a quedarse en casa y a beberse aquel brandy él. Hasta la última gota.

Timna caminaba absorta en sus pensamientos y apenas reparaba en los campos en barbecho que cubrían todas las laderas de las colinas del entorno excepto una. Tremalking era una isla grande, y a esta distancia del mar el viento no llevaba ni el menor indicio de sal, si bien lo que la preocupaba eran los Atha’an Miere. Rehusaban la Filosofía del Agua, y sin embargo ella era una de las Guías elegidas para protegerlos de sí mismos, si era posible. Eso era muy difícil ahora, estando todos alborotados con el tal Coramoor. Muy pocos quedaban en la isla; incluso los Gobernadores, siempre inquietos por hallarse lejos del mar, como les ocurría a los Atha’an Miere, habían zarpado en cualquier embarcación que habían podido encontrar para ir en su busca.

De repente, la única colina que no estaba arada atrajo su mirada. Una gran mano de piedra sobresalía del suelo, asiendo una esfera cristalina tan grande como una casa. Y aquella esfera brillaba como un glorioso sol de verano.

Olvidándose por completo de los Atha’an Miere ausentes, Timna se recogió la capa y tomó asiento en el suelo, sonriendo al pensar que quizás estaba a punto de ver cumplirse la profecía y el final de la Ilusión.

—Si realmente eres uno de los Elegidos, te serviré —dijo, dubitativo, el hombre de barba que estaba ante Cyndane, pero ésta no oyó qué más tenía que decir.

Podía sentirlo. Esa gran cantidad de saidar absorbida en un punto era un faro que cualquier mujer del mundo que pudiese encauzar podría percibir y localizar. Así que él había encontrado a una mujer para utilizar la otra llave de acceso. Ella se habría enfrentado al Gran Señor —¡al propio Creador!— junto a él. Habría compartido el poder con él, le habría dejado gobernar el mundo a su lado. ¡Y él había desdeñado su amor, la había desdeñado a ella!

El necio que le hablaba parloteando sin cesar era importante tal y como contaban esas cosas en aquel momento, pero no tenía tiempo de asegurarse de si era o no digno de confianza, y, sin eso, no podía dejar que parloteara, sobre todo cuando podía sentir la mano de Moridin acariciando la cour’souvra que encerraba su alma. Un flujo de Aire, afilado como una cuchilla, partió en dos la barba del tipo al tiempo que le cortaba la cabeza. Otro flujo empujó el cuerpo hacia atrás para que el chorro de sangre que brotó del cuello no le salpicara el vestido. Antes de que cuerpo y cabeza tocaran el suelo, ella había abierto un acceso. Un faro hacia el que podía señalar, que la llamaba.

Mientras entraba en el ondulado terreno boscoso, donde parches de nieve cubrían el suelo bajo las ramas, desnudas a excepción de las colgantes y marchitas lianas de enredaderas, se preguntó adónde la habría conducido aquel faro. No importaba. El faro brilla al sur de su posición, suficiente saidar para destruir un continente de golpe. Él estaría allí; él y quienquiera que fuera la mujer con la que la había traicionado. Con precaución, absorbió Poder para tejer una trama destinada a la muerte de ese hombre.

Rayos como Cadsuane no había visto jamás se descargaban de un cielo sin nubes; no eran relámpagos zigzagueantes sino lanzas de luz azul plateada que caían sobre la cumbre de la colina donde se encontraba, pero que en cambio chocaban contra el escudo invertido que ella había tejido, y estallaban con un estruendo ensordecedor quince metros por encima de su cabeza. Incluso dentro del escudo el aire crepitaba, y Cadsuane sentía el cabello erizado. Sin la ayuda del angreal prendido de su moño, y que tenía cierto aspecto de alcaudón, no habría sido capaz de mantener el escudo alzado.

Otro pájaro dorado, una golondrina, colgaba de su mano por la fina cadena.

—Allí —dijo, señalando en la dirección en que el pájaro parecía estar volando. Lástima no saber a qué distancia se había encauzado el Poder ni si era un hombre o una mujer, pero tendría que conformarse con la dirección. Esperaba que no hubiera… contratiempos. Los suyos también se encontraban en aquella dirección. Si la advertencia llegaba con un ataque, sin embargo, entonces no había lugar a dudas.

Tan pronto como la palabra salió de su boca, un chorro de llamas estalló en el bosque, seguido de un segundo y un tercero, que trazaron una línea irregular hacia el norte. Callandor relucía como el fuego en las manos del joven Jahar. Sorprendentemente, por la intensa concentración reflejada en el rostro de Elza y el modo en que la mujer aferraba la falda con las manos crispadas, era ella la que dirigía aquellos flujos.

Merise agarró un puñado del negro cabello del joven y le sacudió suavemente la cabeza.

—Firme, precioso mío —murmuró—. Oh, firme, mi encantador y fuerte muchacho.

Él le sonrió; fue una sonrisa deslumbrante. Cadsuane hizo un leve gesto de sorpresa. Entender la relación de cualquier hermana con su Guardián era difícil, en especial entre las Verdes, pero era incapaz de imaginar siguiera qué pasaba entre Merise y sus chicos.

No obstante, su atención estaba puesta realmente en otro chico. Nynaeve se mecía y gemía por el éxtasis de tan increíble cantidad de saidar fluyendo a través de ella, pero Rand permanecía sentado como una roca, con el sudor corriéndole por la cara. Sus ojos eran dos zafiros pulidos, sin expresión. ¿Sería consciente siquiera de lo que estaba ocurriendo a su alrededor?

La golondrina giró en su cadena, colgada de la mano de Cadsuane.

—Allí —señaló, apuntando hacia las ruinas de Shadar Logoth.

Rand había dejado de ver a Nynaeve. No podía ver nada, no podía sentir nada. Nadaba en agitados mares de fuego, caminaba a trompicones entre montañas de hielo que se desplomaban. La infección fluía como una corriente oceánica que intentara arrastrarlo. Si perdía el control aunque sólo fuera durante un segundo, arramblaría con todo lo que era él y también se lo llevaría por el conducto. Y lo que quizás era peor: a despecho de la corriente de inmundicia que fluía a través de aquella extraña flor, la infección de la mitad masculina de la Fuente no parecía haber disminuido. Era como aceite flotando en agua, en una capa tan fina que uno no la notaría hasta que tocara la superficie y, sin embargo, cubría la vastedad de la mitad masculina, era un océano en sí misma. Tenía que aguantar. Tenía que hacerlo. Pero ¿durante cuánto tiempo? ¿Cuánto más podría aguantar?

Si podía deshacer lo que al’Thor había hecho a la Fuente, se dijo Demandred mientras salía por el acceso a Shadar Logoth, deshacerlo brusca y repentina, eso podría muy bien matar al hombre o, al menos, sesgar su capacidad de encauzar. Había entendido cuál era el plan de al’Thor tan pronto como localizó dónde se encontraba la llave de acceso. Era —no le importaba reconocerlo— un plan brillante, bien que insensatamente peligroso. También Lews Therin había sido brillante fraguando planes, aunque no tanto como se daba a entender. Ni de lejos tanto como el propio Demandred.

Una ojeada a la calle sembrada de cascotes bastó para que desestimara la idea de realizar algún cambio. A su lado se alzaba una cúpula, cuyo arco resquebrajado se elevaba treinta metros o más sobre la calle, y, por encima de ella, el cielo mostraba la luz de media mañana. Sin embargo, en la irregular línea del horizonte, trazada por las ruinas calle abajo, el aire estaba cargado de sombras como si ya empezara a caer la noche. La ciudad… vibraba. Lo notaba a través de las botas.

El fuego estalló en el bosque, grandes explosiones tejidas de saidin que lanzaron al aire árboles envueltos en llamaradas que se extendían hacia él, pero Demandred ya había abierto un acceso. Saltó a través de él y dejó que desapareciera mientras corría lo más deprisa posible entre los árboles envueltos en enredaderas, cruzando parches de nieve, tropezando con piedras ocultas bajo el mantillo, pero sin frenar la carrera en ningún momento.

Había invertido la trama por precaución, pero también lo había hecho con la primera; además, él había sido soldado. Todavía corriendo, oyó las explosiones que había estado esperando que ocurrieran, y supo que avanzaban hacia el lugar donde había abierto el acceso, tan certeras y directas como lo habían hecho hacia el punto de las ruinas donde se encontraba al principio. No obstante, los atacantes se hallaban demasiado lejos para representar un peligro. Sin reducir la velocidad, viró hacia la llave de acceso. Con la cantidad de saidin que brotaba a través de ella era como una ardiente flecha en el cielo que apuntara a al’Thor.

Bien. Así que, a menos que alguien en esta maldita Era hubiese descubierto otra habilidad desconocida, al’Thor tenía que haber conseguido un artefacto, un ter’angreal, capaz de detectar a un hombre encauzando. Por lo que sabía sobre lo que la gente llamaba ahora el Desmembramiento, después de que él mismo quedó recluido en Shayol Ghul, cualquier mujer que supiera cómo construir ter’angreal podría haber intentado crear uno que realizara esa función. En la guerra, la parte contraria siempre salía con algo que uno no esperaba, y había que contrarrestarlo. Él había sido muy hábil en la guerra. Ante todo, tenía que aproximarse más.

De repente vio gente a la derecha, más adelante, a través de los árboles, y se escondió detrás de un tronco gris. Un hombre mayor, calvo salvo una fina orla de cabello blanco, avanzaba cojeando junto con dos mujeres, una de ellas guapa en un estilo salvaje, y la otra una preciosidad. ¿Qué hacían por estas frondas? ¿Quiénes eran? ¿Amigos de al’Thor o simplemente personas que se encontraban en el sitio equivocado en el momento equivocado? No se decidía a matarlos, fueran quienes fuesen. Utilizar el Poder pondría sobre aviso a al’Thor. Tendría que esperar hasta que hubieran pasado de largo. El hombre movía la cabeza a uno y otro lado como si buscase algo entre los árboles, pero Demandred dudaba que un individuo tan decrépito alcanzase a ver muy lejos.

De repente el tipo se paró y señaló hacia Demandred, y éste se encontró repeliendo frenéticamente una trama de saidin que golpeó su salvaguardia con mucha más fuerza de la que habría debido, tanta como la que tendría su propio hilado. ¡Aquel renqueante viejo era un Asha’man! Y al menos una de las mujeres debía de ser lo que en esta época pasaba por Aes Sedai y estar unida en círculo con el tipo.

Intentó lanzar su propio ataque y aplastarlos, pero el viejo lanzaba trama tras trama sobre él, y se las vio y se las deseó para rechazarlas. Las que alcanzaban árboles envolvían a éstos en llamas y desgarraban los troncos en astillas. Él era un general, un buen general, ¡pero los generales no tenían que luchar al lado de los hombres que estaban a su mando! Gruñendo, empezó a retroceder en medio del crepitar de árboles incendiados y del estruendo de explosiones. Alejándose de la llave. Antes o después, el viejo tenía que cansarse, y entonces él se ocuparía de matar a al’Thor. Eso, si es que uno de los otros no se le anticipaba. Esperaba fervientemente que no.

Maldiciendo, recogida la falda hasta las rodillas, Cyndane echó a correr tan pronto como hubo cruzado su tercer acceso. Podía escuchar las explosiones que se aproximaban hacia el lugar donde lo había abierto, pero esta vez comprendió por qué se dirigían directamente hacia ella. Tropezando en las enredaderas ocultas por la nieve, chocando contra los árboles, siguió corriendo. ¡Detestaba los bosques! Al menos algunos de los otros se encontraban también allí —había visto aquellos chorros de fuego desplazarse vertiginosamente hacia otros puntos distintos de su posición, y podía percibir el saidin tejiéndose en más de un lugar, tejiéndose con furia— pero rogaba al Gran Señor llegar la primera hasta Lews Therin. Quería verlo morir, comprendió, y para conseguirlo tenía que aproximarse más a él.

Agazapado detrás de un árbol caído, Osan’gar jadeaba por el esfuerzo de la carrera. Aquellos meses haciéndose pasar por Corlan Dashiva no habían contribuido a aumentar su escasa afición por el ejercicio, precisamente. Las explosiones que casi lo habían matado amainaron, y después se reanudaron en algún punto lejano, así que se asomó con cautela por encima del tronco. Tampoco es que un trozo de madera fuera a servirle de mucha protección. Nunca había sido un soldado, no en el verdadero sentido de la palabra. Sus habilidades, su talento, radicaban en otros aspectos. Los trollocs eran obra suya, así como los Myrddraal que habían surgido de ellos y otras muchas criaturas que habían sacudido el mundo y hecho famoso su nombre. La llave de acceso refulgía con el saidin, pero también sentía cantidades menores utilizadas en distintas direcciones.

Había esperado que otros Elegidos estuvieran allí, adelantándose a él; había confiado en que se hubieran ocupado de la tarea antes de su llegada, pero evidentemente no había sido así. Era obvio que al’Thor había llevado consigo a esos Asha’man, y, a juzgar por la cantidad de saidin desplegada en las explosiones dirigidas contra él, también a Callandor. Y puede que a algunas de sus Aes Sedai domadas.

Volvió a agazaparse y se mordió el labio. El bosque era un lugar muy peligroso, más de lo que había esperado, y en absoluto el sitio adecuado para un genio. Pero seguía contando el hecho de que Moridin lo aterrorizaba. Siempre había despertado ese sentimiento en él, desde el principio. Ya estaba loco de poder antes de que los recluyeran en la Perforación, y desde que se habían liberado parecía pensar que él era el Gran Señor. Moridin se enteraría si huía, y lo mataría. Peor aun, si al’Thor tenía éxito, el Gran Señor podría decidir matarlos a los dos, y a Osan’gar también. Le daba igual que murieran ellos, pero le importaba, y mucho, su propia suerte.

No se le daba bien calcular la hora por la posición del sol, pero resultaba evidente que aún no era mediodía. Se levantó del suelo e intentó sacudirse la tierra pegada a sus ropas, aunque se dio por vencido con un gesto de asco y empezó a avanzar de árbol en árbol en lo que él consideraba una manera sigilosa. Se encaminaba hacia la llave. Quizás uno de los otros acabaría con ese hombre antes de que él se hubiese acercado; pero, de no ser así, a lo mejor se le presentaba la oportunidad de ser un héroe. Prudentemente, por supuesto.

Verin frunció el entrecejo al divisar la aparición que avanzaba entre los árboles, a su izquierda. No se le ocurría otro término para describir a la mujer que andaba por un bosque adornada con joyas y ataviada con un vestido que cambiaba de color constantemente, abarcando todas las tonalidades del blanco al negro, ¡y a veces incluso transparente! No caminaba deprisa, pero se dirigía hacia la colina donde se encontraba Rand. Y, o ella estaba muy equivocada, o esa mujer era uno de los Renegados.

—¿Vas a limitarte a observarla? —susurró ferozmente Shalon, que estaba molesta por no haber sido ella la que dirigía los flujos, como si la fuerza de una espontánea no contara para las Aes Sedai; y las horas de patear por el bosque no había contribuido a mejorar su genio.

—Tenemos que hacer algo —intervino quedamente Kumira, a lo que Verin asintió con la cabeza.

—Estoy decidiendo qué. —Su conclusión fue realizar un escudo. Una Renegada cautiva podría ser de gran utilidad.

Usando toda la fuerza de su círculo, tejió el escudo y contempló estupefacta cómo salía rebotado. La mujer abrazaba ya el saidar, aunque no se veía que la envolviera su brillo. ¡Y era increíblemente fuerte!

Entonces ya no tuvo tiempo para pensar en nada más cuando la mujer rubia giró sobre sí misma y empezó a encauzar. Verin no podía ver los tejidos, pero sí sabía cuándo estaba luchando para salvar la vida, y había llegado demasiado lejos para acabar muerta allí.

Eben se arrebujó más en la capa y deseó para sus adentros ser más hábil en hacer caso omiso del frío. Lo conseguía con un frío normal, pero no con aquel viento que se había levantado desde que el sol sobrepasó su cenit. Las tres hermanas coligadas con él dejaban que las capas ondearan con el viento mientras intentaban vigilar en todas direcciones a la vez. Daigian dirigía el círculo —debido a él, suponía— pero absorbía tan poco que Eben apenas percibía un suspiro de saidin pasando a través de él. Daigian no querría admitirlo hasta que no tuviera más remedio. Eben le echó la capucha, que había resbalado, y la mujer le sonrió. El vínculo le transmitió su afecto, e imaginaba que también sería a la inversa. Con el tiempo, creía que podría acabar amando a esta pequeña Aes Sedai.

El torrente de saidin a su espalda, lejos, tendía a borrar la percepción de otros encauzamientos, pero podía percibir a los demás manejando el Poder. La batalla se había desatado en más puntos, pero hasta el momento lo único que habían hecho ellos cuatro era caminar. En realidad eso no le importaba. Había estado en los pozos de Dumai y había combatido contra los seanchan, de manera que ahora sabía que las batallas eran más divertidas en los libros que en la realidad. Lo que le fastidiaba era que no le hubiesen dado el control del círculo. Jahar, por supuesto, tampoco lo tenía, pero suponía que Merise se divertía haciendo que Jahar sostuviera una galleta en equilibrio sobre la punta de la nariz. No obstante, a Damer sí le habían entregado el control de su círculo. Sólo porque ese hombre fuera unos cuantos años mayor que él —bueno, más que unos cuantos; Damer era mayor que su padre— no era razón para que Cadsuane lo mirara como si fuese un…

—¿Podéis ayudarme? Al parecer no sólo me he perdido yo; también he perdido mi caballo.

La mujer que apareció detrás de un árbol, un poco más adelante, ni siquiera llevaba puesta capa. Por el contrario, se cubría sólo con un vestido de seda verde que dejaba más de la mitad de su busto al aire. Una melena negra y ondulada enmarcaba su bello rostro, y sus ojos verdes chispearon cuando ella sonrió.

—Habéis escogido un lugar muy extraño para cabalgar —comentó, desconfiada, Beldeine. A la bonita Verde no le había gustado que Cadsuane pusiera a Daigian al mando del círculo, y no pasaba por alto ninguna oportunidad para manifestar su opinión sobre las decisiones de Daigian.

—No tenía intención de cabalgar tan lejos —dijo la mujer mientras se aproximaba—. Veo que sois Aes Sedai, y que os acompaña un… ¿mozo? ¿Sabéis a qué se debe toda esa conmoción?

De repente, Eben se puso pálido. ¡Lo que percibía era imposible! La mujer de ojos verdes frunció el entrecejo, sorprendida, y él hizo lo único que podía hacer.

—¡Está asiendo el saidin! —gritó, y se lanzó contra ella al mismo tiempo que sentía a Daigian absorber Poder al máximo.

Cyndane frenó el paso al ver a la mujer plantada entre los árboles, cien pasos delante de ella, una mujer alta, de cabello rubio, que se limitaba a verla aproximarse. La percepción de combates librados con el Poder en otros lugares la hacía estar alerta a la par que le daba esperanza. Esa mujer iba vestida con ropas de paño, pero, incongruentemente, lucía tantas joyas como si fuera una dama. Conectada con el saidar, Cyndane podía distinguir las finas arrugas en el rabillo de los ojos de la mujer, lo cual indicaba que no era una de las que se llamaban a sí mismas Aes Sedai. Entonces, ¿quién era? ¿Y por qué seguía plantada allí como si pretendiera cerrarle el paso? En realidad no importaba. Se abriría paso en cuanto encauzara, pero aún tenía tiempo para eso. La llave brillaba todavía como un faro del Poder. Lews Therin seguía vivo. Por muy fieros que fueran los ojos de la otra mujer, bastaría con un cuchillo si realmente pensaba que podía impedirle pasar. Y, por si acaso resultaba ser lo que llamaban una espontánea, Cyndane le tenía preparado un regalito, una trama invertida que ni siquiera vería hasta que fuera demasiado tarde.

De pronto la luz del saidar envolvió a la otra mujer, pero la bola de fuego ya preparada salió de la mano de Cyndane, lo bastante pequeña para no ser detectada, esperaba, pero sí con suficiente fuerza para abrirle un agujero de parte a parte a esa mujer que…

Justo cuando la bola estaba a punto de alcanzar a la mujer, casi tan cerca como para chamuscarle la ropa, la trama de Fuego se deshizo. La mujer no había hecho nada; ¡el tejido se había desarmado, simplemente! Cyndane no conocía ningún ter’angreal que rompiera una trama, pero debía de ser eso.

Entonces la mujer contraatacó, y Cyndane se llevó una segunda sorpresa. ¡La desconocida era más fuerte de lo que había sido ella antes de que la retuvieran los alfinios y los elfinios! ¡Imposible, ninguna mujer podía ser más fuerte! Debía de tener también un angreal. La sorpresa sólo duró lo que Cyndane tardó en sesgar los flujos de la otra mujer; al parecer no sabía cómo invertirlos. Quizás aquello fuera ventaja suficiente. ¡Vería morir a Lews Therin! La mujer más alta se sacudió cuando los flujos cortados retrocedieron bruscamente contra ella; pero, cuando todavía se recuperaba del empellón, volvió a encauzar. Gruñendo, Cyndane respondió, y la tierra se sacudió bajo los pies de ambas. ¡Lo vería morir! ¡Vería morir a Lews Therin!

La elevada cumbre de la colina no se encontraba muy cerca de la llave de acceso, pero aun así la llave resplandecía tan intensamente en la mente de Moghedien que ésta ansió absorber una pizca de aquel inmenso flujo de saidar. Llenarse de tanto, incluso de una milésima parte de esa cantidad, sería un éxtasis. Lo ansiaba como un sediento ansia un poco de agua, pero aquella ventajosa posición alta era lo más cerca que se proponía llegar. Sólo la amenaza de las manos de Moridin acariciando su cour’souvra la había inducido a Viajar hasta allí, y lo había retrasado, rogando porque todo hubiera acabado antes de que se viera obligada a ir. Siempre había trabajado a la sombra, pero había tenido que huir de un ataque tan pronto como había llegado; y, en lugares muy distantes en el bosque que se extendía ante ella, centelleaban rayos y fuegos tejidos con saidar y otros que debían estar creados con saidin, y estallaban bajo el sol de media tarde. Se elevaban columnas de humo negro de los troncos de árboles incendiados, y unas explosiones ensordecedoras se propagaban por el aire.

Quién luchaba, quién moría, quién vivía eran asuntos que no le importaban en absoluto. Sólo que sería agradable si Cyndane o Graendal perecían. O ambas. Ella no, desde luego; no moriría retorciéndose en medio de aquella batalla. Y, como si todo aquello no fuera bastante, estaba lo que se alzaba más allá de la resplandeciente llave: una inmensa bóveda achatada y negra sobre el bosque, como si la noche se hubiese convertido en algo sólido. Moghedien se encogió cuando una onda cruzó sobre la oscura superficie, y la bóveda creció haciéndose perceptiblemente más alta. Sería una locura acercarse más a eso, fuera lo que fuera. Moridin no sabría lo que había hecho o dejado de hacer allí.

Retrocedió a la otra ladera de la colina, lejos de la brillante llave y de la extraña bóveda, y se sentó para hacer lo que con tanta frecuencia había hecho en el pasado: observar desde las sombras y sobrevivir.

Dentro de su cabeza Rand estaba gritando. No le cabía duda de que gritaba él y gritaba Lews Therin, pero con el ensordecedor fragor no oía ninguna de las dos voces. El repulsivo océano de infección fluía a través de él, tan rápido que parecía aullar. Olas inmensas de la repugnante mácula rompían sobre él. Rugientes vendavales de contaminación lo desgarraban. La única razón por la que sabía que seguía asiendo el Poder era la infección. El saidin podía estar bullendo, cambiando, creciendo, a punto de acabar con él, y nunca lo sabría. Aquel flujo pútrido se imponía y ahogaba todo lo demás, y él se aferraba con uñas y dientes para impedir que lo arrastrara en su violenta corriente. La contaminación se movía, y eso era lo único que importaba. ¡Tenía que aguantar!

—¿Qué puedes decirme, Min? —Cadsuane aguantaba de pie a pesar del cansancio. Mantener aquel escudo a lo largo de casi todo el día bastaba para agotar a cualquiera.

No había habido ataques a la cumbre de la colina desde hacía un rato y, de hecho, parecía que el único encauzamiento activo que podía percibir era el que Nynaeve y el chico llevaban a cabo. Elza paseaba en un incansable círculo alrededor de la cresta de la colina, todavía coligada a Merise y a Jahar, pero de momento no tenía nada que hacer salvo escudriñar las colinas circundantes. Jahar se encontraba sentado en una piedra, con Callandor brillando tenuemente sobre el doblez del brazo. Merise se había sentado en el suelo, a su lado, y apoyaba la cabeza en su rodilla mientras él le acariciaba el cabello.

—¿Y bien, Min? —demandó Cadsuane.

La chica alzó la mirada, furiosa, desde la depresión en el rocoso terreno en la que Tomás y Moad las habían metido a ella y a Harine. Al menos los hombres tenían el sentido común de aceptar que ellos no podían participar en aquella lucha. Harine exhibía un ceño sombrío, y en más de una ocasión había sido necesario que uno de los hombres impidiera a Min ir hacia el joven al’Thor. De hecho, habían tenido que quitarle los cuchillos después de que intentó utilizarlos contra ellos.

—Sé que está vivo —rezongó la muchacha—, y creo que está sufriendo. Sólo que si puedo percibir lo suficiente para pensar que está sufriendo, entonces es que el dolor que experimenta ha de ser espantoso. Dejadme que vaya con él.

—Ahora sólo lo estorbarías.

Haciendo caso omiso del gemido frustrado de la chica, Cadsuane atravesó el irregular terreno hacia donde Rand y Nynaeve permanecían sentados, pero durante un instante no los miró. Incluso a una distancia de kilómetros, la bóveda negra parecía inmensa; se elevaba trescientos metros en la parte más alta, y seguía creciendo. Su superficie semejaba acero negro, si bien no brillaba bajo la luz del sol. Si acaso, la luz parecía disminuir a su alrededor.

Rand continuaba sentado en la misma postura que había adoptado al principio, cual una estatua inmóvil, con el sudor resbalando por su cara. Si experimentaba un dolor inmenso, como decía Min, no daba señales de ello. Y, si era cierto, Cadsuane no sabía qué hacer al respecto. Molestarlo ahora, podría tener consecuencias terribles. Al contemplar aquella bóveda creciente, negra como la noche, Cadsuane gruñó. Haberlo dejado empezar aquello también podía tener consecuencias horribles.

Con un gemido, Nynaeve se deslizó desde la piedra donde estaba sentada hasta el suelo. La transpiración había empapado su vestido, y los mechones del pelo se le pegaban a la sudorosa cara. Sus párpados aletearon débilmente y sus pechos se alzaron cuando inhaló aire con desesperación.

—Más no —gimió—. No puedo soportarlo más.

Cadsuane vaciló, algo que no estaba acostumbrada a que le pasara. La chica no podía abandonar el círculo hasta que el joven al’Thor la soltara; pero, a menos que esos Choedan Kal tuvieran algún fallo como ocurría con Callandor, debía de estar protegida con una barrera que le impidiera absorber demasiado Poder para perjudicarla. Sólo que estaba actuando como un conducto para una cantidad de saidar infinitamente superior a lo que la Torre Blanca al completo habría podido absorber utilizando todos los angreal y sa’angreal que poseía. Después de aguantar aquel flujo pasando a través de ella durante horas, el mero agotamiento físico podía acabar con ella.

Se arrodilló junto a ella y, dejando en el suelo la golondrina, tomó la cabeza de la muchacha en sus manos y rebajó la cantidad de saidar que estaba utilizando en el escudo. Su habilidad con la Curación no sobrepasaba lo normal, pero podía borrar parte del agotamiento de la chica para que no se desplomara de bruces. No obstante, tenía muy presente el debilitamiento del escudo por encima de ellos, y creó los tejidos sin perder tiempo.

Al alcanzar lo alto de la colina, Osan’gar se echó al suelo y sonrió mientras se arrastraba hacia un lado para buscar refugio detrás de un árbol. Desde allí, henchido de saidin, podía ver la cresta de la siguiente colina con claridad, así como la gente que había en ella. No tanta como había esperado. Una mujer caminaba lentamente en círculo por el perímetro, escudriñando los alrededores, pero todos los demás estaban quietos, Narishma entre ellos, que tenía la reluciente Callandor en las manos y la cabeza de una mujer apoyada en su rodilla. Que Osan’gar viera, había otras dos mujeres, una arrodillada junto a la otra, pero casi las tapaba el hombre que se encontraba de espaldas. No necesitó ver su rostro para reconocer a al’Thor. La llave que había en el suelo, a su lado, lo identificaba. A sus ojos, brillaba intensamente; para su mente resplandecía con mayor intensidad que el sol, que mil soles. ¡Lo que podría hacer con eso! Lástima que tuviera que destruirse junto con al’Thor. Aun así, podría apoderarse de Callandor después de que al’Thor hubiera muerto. Ninguno de los Elegidos poseía siquiera un angreal. Incluso Moridin temblaría ante él una vez que poseyera esa espada de cristal. ¿Nae’blis? Él sería nombrado Nae’blis después de que destruyera a al’Thor y deshiciera todo lo que éste había hecho allí. Riendo suavemente, tejió fuego compacto. ¿Quién habría imaginado que acabaría siendo el héroe del día?

Andando despacio, observando las colinas boscosas del entorno, Elza se paró de repente cuando captó un leve movimiento por el rabillo del ojo. Giró despacio la cabeza, pero no hasta la colina donde había visto aquel fugaz destello. Había sido un día difícil para ella. Durante su cautividad en el campamento Aiel de Cairhien le había venido a la mente que era primordial que el Dragón Renacido estuviera en la Última Batalla. De repente esto se había vuelto tan cegadoramente obvio que le sorprendió no haberlo entendido así antes. Ahora lo veía claro, tan claro como el saidar le permitía distinguir el rostro de un hombre que intentaba esconderse en aquella colina mientras se asomaba por detrás de un árbol. Hoy se había visto obligada a luchar contra los Elegidos. Sin duda el Gran Señor lo entendería si por casualidad había matado a alguno de ellos, pero Corlan Dashiva era sólo uno de esos Asha’man. Dashiva alzó la mano hacia la colina en la que ella se encontraba, y Elza absorbió tanto Poder como pudo a través de Callandor, que seguía apoyada en los brazos de Jahar. El saidin parecía muy adecuado para la destrucción, a su entender. Una inmensa bola de centelleante fuego envolvió la cumbre de la otra colina con tonalidades rojas, doradas y azules. Cuando desapareció, la elevación terminaba en una superficie lisa y suave, quince metros más baja que la antigua cresta.

Moghedien no estaba segura de por qué se había quedado tanto tiempo. No podían quedar más de dos horas de luz, y el bosque estaba silencioso. A excepción de la llave, no percibía encauzamiento de saidar en otro sitio. Eso no quería decir que alguien no estuviese utilizándolo en pequeñas cantidades en alguna parte, pero nada como las feroces descargas desencadenadas anteriormente. La batalla había terminado, con los otros Elegidos muertos o huyendo derrotados. Derrotados sin duda, ya que la llave todavía resplandecía en su mente. Sorprendente que los Choedan Kal hubiesen sobrevivido a un uso continuo durante tantas horas, y a semejante nivel.

Tendida boca abajo en lo alto de su ventajosa posición, con la barbilla apoyada en las manos, contemplaba la inmensa bóveda. El adjetivo «negra» ya no parecía describirla; ahora no había término para hacerlo, ya que el negro era un color pálido en comparación. Y ahora era media esfera que se alzaba hacia el cielo como una montaña de tres mil metros o más. Una densa capa de oscuridad se extendía a su alrededor, como si estuviese absorbiendo toda la luz del aire. Moghedien no entendía por qué no tenía miedo. Esa cosa podía crecer hasta envolver el mundo entero, o quizás hacerlo pedazos, como Aran’gar había dicho que ocurriría. Pero, si tal cosa sucedía, no había ningún lugar seguro ni sombras para que se escondiera la Araña.

De repente algo se retorció hacia arriba, saliendo de la oscura y suave superficie; semejaba una llama —si las llamas fueran más negras que el negro—, y la siguió otra, y otra, hasta que la bóveda hirvió con fuego estigio. El fragor de diez mil truenos le hizo taparse los oídos con las manos y lanzar un grito, inaudible en medio de semejante estruendo, y la bóveda sufrió una especie de implosión y en un visto y no visto se redujo a un punto, a nada. Entonces fue el viento el que aulló, precipitándose hacia la desaparecida bóveda, arrastrando a Moghedien sobre el terreno rocoso por mucho que la mujer intentó agarrarse, estampándola contra los árboles, levantándola en el aire. Curiosamente, seguía sin sentir miedo, y Moghedien pensó que, si sobrevivía a esto, jamás volvería a experimentarlo.

Cadsuane dejó caer al suelo lo que había sido un ter’angreal. Ya no podía describirse como la estatuilla de una mujer. El rostro seguía siendo tan sabio como antes, pero la figura se había roto por la mitad y parecía cera derretida en el lado que se había fundido, incluido el brazo que sostenía la esfera de cristal, ahora esparcida en fragmentos alrededor del destrozado objeto. La figurilla masculina estaba entera, y guardada ya en sus alforjas. Callandor también se encontraba a buen recaudo. Era mejor no dejar a la vista, en la cumbre, algo tan tentador. Allí donde había estado Shadar Logoth ahora se veía un gran espacio despejado en el bosque, perfectamente redondo y tan amplio que, aun estando el sol bajo, el extremo opuesto se perdía tras el horizonte.

Lan, que conducía por las riendas su renqueante caballo de batalla, colina arriba, soltó al animal cuando vio a Nynaeve tendida en el suelo y tapada hasta la barbilla con la capa. El joven al’Thor yacía a su lado, arropado también con su capa, y Min acurrucada junto a él, apoyada la cabeza sobre su pecho. La muchacha tenía cerrados los ojos, pero a juzgar por la leve sonrisa no estaba dormida. Lan apenas les dedicó una mirada de pasada mientras corría el trecho que lo separaba de Nynaeve y se hincaba de rodillas a su lado para sostener la cabeza de la mujer sobre su brazo. Nynaeve siguió tan inmóvil como el chico.

—Sólo están inconscientes —le dijo Cadsuane al Guardián—. Corele asegura que es mejor dejarlos que se recuperen por sí mismos. —Y cuánto tiempo requeriría eso era algo que Corele no había podido concretar. Y tampoco Damer. Las heridas en el costado del chico seguían igual, sin cambiar, aunque Damer había esperado lo contrario. Todo aquello era muy inquietante.

Un poco más arriba, el calvo Asha’man se inclinaba sobre una gemebunda Beldeine; los dedos del hombre se retorcían en el aire por encima de ella mientras tejía su extraña Curación. Había estado muy ocupado durante la última hora. Alivia era incapaz de apartar sus ojos sorprendidos del brazo ahora indemne al tiempo que lo flexionaba; lo había tenido roto y abrasado hasta el hueso. Sarene caminaba con inestabilidad, pero era simple cansancio. Había estado a punto de morir ahí fuera, en el bosque, y todavía tenía los ojos desorbitados por la experiencia vivida. Las Blancas no estaban acostumbradas a esas cosas.

No todo el mundo había sido tan afortunado. Verin y la mujer de los Marinos estaban sentadas junto al cadáver cubierto de Kumira, y movían los labios en una silenciosa plegaria por su alma; Nesune intentaba torpemente consolar a la llorosa Daigian, que acunaba el cuerpo del joven Eben entre sus brazos como si fuera un bebé. Las Verdes sí estaban acostumbradas a estas cosas, pero a Cadsuane no le gustaba haber perdido a dos de los suyos con la ínfima contrapartida de unos cuantos Renegados chamuscados y un Asha’man renegado muerto.

—Está limpio —repitió quedamente Jahar. Esta vez, era Merise la que estaba sentada con la cabeza de él apoyada en su regazo. Los azules ojos de la mujer seguían siendo tan serios como siempre, pero acariciaba el pelo de Jahar con suavidad—. Está limpio.

Cadsuane intercambió una mirada con Merise por encima de la cabeza del chico. Damer y Jahar decían lo mismo, que la infección había desaparecido, pero ¿cómo podían estar seguros de que no hubiese quedado un mínimo resto? Merise había dejado que Cadsuane se coligara con el chico, y no sintió nada, como había dicho la otra Verde, mas ¿cómo podían estar seguras? El saidin era tan desconocido para ellas que podía haber oculta cualquier cosa en aquel caos demencial.

—Quiero que nos marchemos tan pronto como los demás Guardianes regresen —anunció. Había demasiadas preguntas sin respuesta para su gusto. Sin embargo, ahora tenía al joven al’Thor y no estaba dispuesta a perderlo.

Cayó la noche. Sobre la cumbre de la colina, el viento sopló arrastrando polvo sobre los fragmentos de lo que antaño había sido un ter’angreal. Allá abajo se hallaba la tumba de Shadar Logoth, abierta para dar esperanza al mundo. Y, en la lejana Tremalking, empezó a correr el rumor de que la Época de las Ilusiones llegaba a su fin.

Glosario

Aclaración sobre las fechas de este glosario

El calendario Tomano (ideado por Toma dur Ahmid) se adoptó aproximadamente dos siglos después de la muerte de los últimos varones Aes Sedai y registró los años transcurridos después del Desmembramiento del Mundo (DD). Muchos anales resultaron destruidos durante las Guerras de los Trollocs, de tal modo que, al concluir éstas, se abrió una discusión respecto al año exacto en que se hallaban en el antiguo sistema. Tiam de Gazar propuso un nuevo calendario, en conmemoración de la supuesta liberación de la amenaza trolloc, en el que los años se señalarían como Año Libre (AL). El calendario Gazariano ganó amplia aceptación veinte años después del final de la guerra. Artur Hawkwing intentó establecer un nuevo anuario que partiría de la fecha de fundación de su imperio (DF, Desde la Fundación), pero únicamente los historiadores hacen referencia a él actualmente. Tras la generalizada destrucción, mortalidad y desintegración de la Guerra de los Cien Años, Uren din Jubai Gaviota Voladora, un erudito de las islas de los Marinos, concibió un cuarto calendario, el cual promulgó el Panarch Farede de Tarabon. El calendario Farede, iniciado a partir de la fecha, arbitrariamente decidida, del fin de la Guerra de los Cien Años, que registra los años de la Nueva Era (NE), es el que se utiliza en la actualidad.

Abanderado: Rango militar seanchan equivalente al de portaestandarte.

Acechante: Véase Myrddraal.

Aceptadas, las: Jóvenes que se hallan en fase de formación para convertirse en Aes Sedai y que han accedido a cierto grado de poder y superado determinadas pruebas. Las novicias tardan normalmente de cinco a diez años para ascender a la condición de Aceptadas. Las Aceptadas no están tan sujetas a las reglas como las novicias y tienen la posibilidad de elegir, si bien de forma restringida, las áreas en que prefieren centrar sus estudios. Una Aceptada tiene derecho a llevar un anillo con la Gran Serpiente, pero únicamente en el tercer dedo de la mano izquierda. Cuando es promovida al rango de Aes Sedai, escoge su Ajah, accede al privilegio de vestir el chal y puede ponerse el anillo en cualquier dedo o no llevarlo, según dicten las circunstancias. (Véase también Aes Sedai.)

A’dam: Un artilugio creado para controlar, en contra de su voluntad, a mujeres capaces de encauzar; sólo lo puede utilizar una mujer que encauza o una que podría aprender a hacerlo, pero no surte efecto en quien no posea esta habilidad. Crea un vínculo entre las dos mujeres. La versión seanchan consiste en un collar y un brazalete unidos mediante una correa, todo ello de metal plateado. Sin embargo, se ha creado un ejemplar de una versión sin correa, y se cree que existe otra variante, única en su clase, que permite a una mujer controlar a un hombre capaz de encauzar. Si a un hombre de estas características se lo vincula por medio de un a’dam corriente a una mujer que también encauza, el resultado más probable es la muerte de ambos. Cuando el artilugio lo lleva puesto una mujer con la habilidad de encauzar la energía, el simple hecho de tocar el a’dam puede ocasionar dolor a un hombre que encauza. El collar lo lleva la damane, y el brazalete, la sul’dam. (Véanse damane, seanchan y sul’dam, coligación y seanchan.)

Adan, Heran: Gobernador de Baerlon.

Adelin: Doncella Lancera del septiar Jindo, de los Taardad Aiel, que viajó a la Ciudadela de Tear.

Aes Sedai: Poseedoras del Poder Único. Desde la Época de Locura y del del Desmembramiento del Mundo, todos los Aes Sedai supervivientes son mujeres. Con frecuencia inspiradoras de desconfianza, temor e incluso odio entre la gente, muchos les achacan la responsabilidad del Desmembramiento del Mundo y les critican su entrometimiento en los asuntos de las naciones. Aun así, pocos son los gobernantes que no disponen de un consejero Aes Sedai, incluso en las tierras en donde tal relación debe mantenerse en secreto. Tras encauzar repetidamente el Poder Único durante varios años, las Aes Sedai adquieren un aspecto físico especial que se caracteriza por la indefinición de la edad en sus rasgos, de modo que, por ejemplo, una Aes Sedai que podría ser abuela no aparenta señal alguna de vejez, salvo tal vez algunas canas. (Véanse Ajah; Sede Amyrlin, y Desmembramiento del Mundo y Época de Locura)

Agelmar: lord Agelmar de la casa de Jagad: señor de Fal Dara. Sus insignias son tres zorros rojos en actitud de correr.

Ahondamiento: 1) La capacidad de usar el Poder Único para diagnosticar condiciones físicas y enfermedades. 2) La habilidad de hallar depósitos de minerales metalíferos con el Poder Único. El hecho de que ésta sea una habilidad perdida por las Aes Sedai mucho tiempo atrás puede explicar que el nombre se haya relacionado con otra facultad.

Aiel: El pueblo del Yermo de Aiel. Duros y luchadores, se cubren los rostros antes de matar, lo cual ha dado origen al dicho «actuar como un Aiel de rostro velado» para describir a alguien que se comporta de manera violenta. Terribles guerreros, Terribles guerreros con armas o a cuerpo, nunca tocan una espada; tampoco montan en un caballo a menos que se los presione. Sus flautistas los acompañan en las batallas con música de danzas, y los Aiel llaman a la batalla «la danza» o «la danza de las lanzas». Se dividen en doce clanes: el Chareen, el Codarra, el Daryne, el Goshien, el Miagoma, el Nakai, el Reyn, el Shaarad, el Shaido, el Shiande, el Taardad, y el Tomanelle. A veces se refieren a un decimotercer clan, el Clan que No lo Es, los Jenn, quienes fueron los constructores de Rhuidean. Es de todos ellos sabido que, supuestamente, su pueblo faltó a su deber para con las Aes Sedai en algún momento del pasado, por lo que se los desterró al Yermo de Aiel en castigo por ese pecado, y que serán destruidos si vuelven a incurrir en la misma falta. (Véanse también asociaciones guerreras Aiel; gai’shain; marasmo; Rhuidean y Yermo de Aiel.)

Aile Jafar: Grupo de las islas de los Marinos situado al oeste de Tarabon.

Aile Somera: Grupo de las islas de los Marinos situado al oeste de Punta de Toman.

Ajah: Sociedades entre las Aes Sedai; cada Aes Sedai, con la sola excepción de la Sede Amyrlin, pertenece a un Ajah concreto. Son siete y se designan por colores Éstos se designan por colores: Azul, Rojo, Blanco, Verde, Marrón, Amarillo y Gris. Cada uno de ellos sigue una filosofía específica respecto al uso del Poder Único y los cometidos de las Aes Sedai. El Ajah Rojo, por ejemplo, dedica todas sus energías a buscar y amansar a los hombres que pretenden utilizar el Poder. El Ajah Marrón, por su parte, prohíbe el compromiso con el mundo y se consagra a la profundización en el conocimiento, en tanto que el Ajah Blanco, que se abstiene en la medida de lo posible del contacto con el mundo y el saber práctico directamente relacionado con él, se concentra en las cuestiones filosóficas y la búsqueda de la verdad. El Ajah Verde (llamado el Ajah de Batalla durante la Guerra de los Trollocs) se mantiene en pie de guerra, listo para enfrentarse a los Señores del Espanto cuando llegue el Tarmon Gai’don, mientras que el Ajah Amarillo se concentra en el estudio de la Curación. Las hermanas Azules toman partido por las causas justas, en tanto que las Grises son mediadoras y buscan la armonía y el consenso. Corren rumores (furiosamente desmentidos por las Aes Sedai y nunca mencionados en presencia de una de ellas) sobre la existencia de un Ajah Negro, abocado al servicio del Oscuro.

¡Al Ellisande!: En la Antigua Lengua, «¡Por la Rosa del Sol!» al’Meara, Nynaeve: La Zahorí de Campo de Emond.

Al’Meara, Nynaeve: Una mujer de Campo de Emond, pueblo situado en Dos Ríos, en el reino de Andor.

al’Thor, Rand: Un joven de Campo de Emond, antaño pastor de ovejas.

Alanna Mosvani: Una Aes Sedai del Ajah Verde.

Alantin: En la Antigua Lengua, «Hermano»; abreviatura de tia avende alantin, «Hermano de los Árboles»; «Hermano Árbol».

Alar: La más anciana de los Mayores del stedding Tsofu.

Aldieb: En la Antigua Lengua, «Viento del Este», el viento que transporta las lluvias de primavera.

Alfinios: Una raza de seres con apariencia humana pero de características similares a las serpientes y que ofrecen respuestas ciertas a tres preguntas. Sea cual sea la pregunta, las respuestas siempre son correctas, si bien con frecuencia las dan de una forma que no queda claro. Las preguntas sobre la Sombra pueden resultar extremadamente peligrosas. Su verdadera localización se desconoce, pero se los puede visitar pasando a través de un ter’angreal que antaño estaba en posesión de Mayene, pero que en años recientes se guardaba en la Ciudadela de Tear. Existen informes de que también es posible llegar hasta ellos entrando por la Torre de Ghenjei. Hablan en la Antigua Lengua, mencionan pactos y acuerdos, y preguntan si aquellos que entran llevan hierro, instrumentos de música o artefactos con los que se puede hacer fuego. (Véase elfinios, serpientes y zorros.)

Algai’d’siswai: En la Antigua Lengua, «guerreros lanceros» o «guerreros de la lanza». Es el nombre por el que se conoce a los Aiel que pueden manejar la lanza y tomar parte en batallas de manera habitual, a diferencia de aquellos otros dedicados a profesiones artesanales.

Allegadas, las: Incluso durante la Guerra de los Trollocs, hace más de dos mil años (alrededor del 1000-1350 DD), la Torre Blanca seguía manteniendo el nivel exigido y expulsaba a las mujeres que no daban la talla. Un grupo de esas mujeres, temerosas de regresar a sus casas en mitad de una guerra, huyó a Barashta (en las inmediaciones de donde se alza actualmente Ebou Dar), lo más lejos posible del conflicto en aquel tiempo. Se llamaron a sí mismas las Allegadas o las Emparentadas; mantuvieron en secreto su grupo y ofrecieron un refugio seguro a otras que habían sido expulsadas. Con el tiempo, el hecho de entrar en contacto con mujeres a las que se les ordenaba abandonar la Torre las condujo a abordar a las fugitivas y, aunque las razones exactas quizá no se sepan nunca, las Allegadas empezaron a aceptar también a las que huían de la Torre. Ponían gran empeño en que esas jóvenes no descubrieran nada sobre su grupo hasta tener la seguridad de que las Aes Sedai no caerían sobre ellas de repente para arrastrarlas de vuelta a la Torre. Al fin y a la postre, era de todos sabido que a las fugitivas se las atrapaba siempre, antes o después, y las Allegadas sabían que, a menos que mantuvieran en secreto su organización, ellas mismas serían castigadas severamente.

Las Allegadas ignoraban que las Aes Sedai tenían conocimiento de su existencia casi desde el principio, pero la prosecución de la guerra no les dejaba tiempo para ocuparse de ellas. Al finalizar el conflicto, la Torre cayó en la cuenta de que no le convenía desmantelar el grupo de las Allegadas. Hasta entonces, la gran mayoría de las fugitivas había logrado escapar en contra de la propaganda de la Torre, pero una vez que las Allegadas empezaron a ayudarlas a huir, la Torre sabía exactamente adónde se encaminaba cualquier fugitiva, y así comenzó a recuperar a nueve de cada diez. Puesto que las Emparentadas se mudaban cada cierto tiempo de Barashta (y posteriormente de Ebou Dar) con el propósito de mantener en secreto su existencia y el número de las componentes del grupo, sin que su estancia se prolongase más de diez años para no correr el riesgo de que nadie advirtiera que no envejecían a un ritmo normal, la Torre creyó que eran muy pocas, además de que llevaban a raja tabla no llamar la atención. Con el propósito de utilizar a las Allegadas como una trampa para las fugitivas, la Torre decidió dejarlas en paz, en contra de lo que habían hecho con cualquier otro grupo similar a lo largo de su historia, así como guardar en secreto su existencia para cualquiera que no fuese Aes Sedai.

Las Allegadas no tienen leyes, sino más bien unas reglas basadas en parte en las establecidas por la Torre Blanca para novicias y Aceptadas, y en parte por la necesidad de conservar su secreto. Como sería de esperar dados los orígenes de las Allegadas, el mantenimiento de sus reglas es estricto con todas sus integrantes. Recientes contactos entre Aes Sedai y Allegadas —aunque tal circunstancia es conocida únicamente por un puñado de hermanas— han dado lugar a varias sorpresas, entre ellas el hecho de que hay el doble de Emparentadas que Aes Sedai, así como que algunas de las primeras superan en un siglo la edad a la que ha llegado cualquier Aes Sedai desde antes de la Guerra de los Trollocs. El efecto que estos descubrimientos puedan tener tanto en las Aes Sedai como en las Allegadas aún está por verse. (Véanse Hijas del Silencio, las; Círculo de Labores de Punto, el.)

Al’Meara, Nynaeve: Una mujer que había sido Zahorí de Campo de Emond, pueblo situado en Dos Ríos, en el reino de Andor, y que ahora es una de las Aceptadas.

Altara: Nación a orillas del Mar de las Tormentas, aunque en realidad es poco lo que la unifica salvo el nombre. Las gentes de Altara se consideran, en primer lugar, oriundos de una ciudad o pueblo, o súbditos de este o aquel noble, y sólo después, si acaso, como altaraneses. Son pocos los nobles que pagan impuestos a la corona; en general, ofrecen su acatamiento sólo de palabra y en casos contados prestan algún servicio de escasa importancia. El dirigente de Altara (en la actualidad la reina Tylin Quintara, de la casa Mitsobar) rara vez es algo más que el noble más poderoso del país, y en ocasiones ni siquiera ha sido eso. El Trono de los Vientos posee tan escaso poder que muchos nobles poderosos han desdeñado ocuparlo cuando podrían haberlo hecho. La bandera de Altara muestra dos leopardos dorados sobre un campo ajedrezado de cuatro por cuatro, en rojo y azul. El emblema de la casa Mitsobar es un ancla verde y una espada, dispuestas en cruz. (Véase Mujer Sabia.)

al’Thor, Rand: Un joven campesino y pastor de Dos Ríos, Campo de Emond y que es ta’veren. Antes fue pastor de ovejas. Ahora se ha proclamado como el Dragón Renacido.

al’Thor, Tam: Granjero y pastor de Dos Ríos que en su juventud partió para hacerse soldado, y a su regreso trajo consigo una esposa (Kari, ahora fallecida) y un hijo (Rand).

Altísima: Título que ostenta la cabeza del Ajah Rojo. Dicha posición la ocupa en la actualidad Tsutama Rath.

Al’Vere, Egwene: Hija menor del posadero de Campo de Emond. Actualmente se está formando para acceder a la condición de Aes Sedai.

Alviarin Freidhen: Una Aes Sedai del Ajah Blanco, ahora ascendida a Guardiana de las Crónicas, máxima autoridad después de la Sede Amyrlin. Una mujer de fría lógica y aun más fría ambición.

Amadicia: Nación situada al sur de las Montañas de la Niebla, entre Tarabon y Altara. Su capital, Amador, es la sede de los Hijos de la Luz, cuyo capitán general ostenta, de hecho ya que no de nombre, más poder que el propio rey. Cualquier persona con capacidad para encauzar está considerada como proscrita en este país; según la ley han de ser encarceladas o exiliadas, pero en realidad a menudo se las mata cuando se «resisten al arresto». El estandarte de Amadicia es una estrella plateada de seis puntas, superpuesta a un espino rojo, sobre campo azul. (Véanse encauzar e Hijos de la Luz.)

Amalasan, Guaire: véase Guerra del Segundo Dragón.

Amalisa, lady: Shienariana de la casa de Jagad; hermana de lord Agelmar.

Amansar: Eliminar la capacidad de un varón para encauzar el Poder Único. La mayoría de la gente considera esto necesario debido a que todo hombre que aprende a encauzarlo acaba enloqueciendo a causa de la infección que afecta al saidin y puede producir horribles daños utilizando el Poder antes de que la infección lo mate. Un hombre que ha sido amansado puede detectar todavía la Fuente Verdadera, pero no establecer contacto con ella. La evolución del grado de locura se detiene con el amansamiento, aun cuando no se cura, y si éste se efectúa en el inicio es factible evitar la muerte que sobreviene tras este tratamiento. Un varón amansado, sin embargo, renuncia inevitablemente a seguir viviendo; aquellos que no tienen éxito con el suicidio acaban muriendo al cabo de un año o dos de todas formas. Antaño considerado permanente, en la actualidad hay quienes saben que puede ser reversible merced a una técnica de Curación altamente especializada. (Véase neutralización y Poder Único.)

Amayares, los: Habitantes de tierra firme en las islas de los Marinos. Conocidos por muy poca gente aparte de los Atha’an Miere, los Amayares son los artesanos que fabrican lo que se conoce como porcelana de los Marinos. Seguidores de la Filosofía del Agua, que valora la aceptación de lo que es en vez de lo que podría ser deseable, se sienten muy incómodos en el mar y sólo se aventuran por el agua en pequeños botes con los que pescan, sin perder de vista la tierra en ningún momento. Su estilo de vida es muy pacífico y apenas es precisa la supervisión de los gobernantes nombrados entre los Atha’an Miere. Puesto que los gobernantes Atha’an Miere no desean encontrarse lejos del mar, son esencialmente los Amayares quienes dirigen sus pueblos de acuerdo con sus propias reglas y costumbres.

Amigos Siniestros: Los seguidores del Oscuro, que abrigan expectativas de cobrar gran poder y recibir recompensas, incluida la inmortalidad, cuando aquél sea liberado de su prisión. Forzosamente reservados, se organizan en grupos llamados «círculos» y los miembros de uno de estos círculos rara vez —o nunca— conocen a los integrantes de otro. El rango en el mundo exterior no tiene por qué ir parejo con el rango en los círculos; un rey o una reina que sea Amigo Siniestro debe obedecer incluso a un mendigo si éste le muestra los signos adecuados. Entre ellos a veces utilizan el antiguo nombre de Amigos de la Sombra.

Amys: Caminante de sueños y Sabia del dominio Peñas Frías, del septiar Nueve Valles de los Taardad Aiel. Esposa de Rhuarc, hermana conyugal de Lian, que es señora del techo del dominio Peñas Frías y segunda madre de Aviendha.

Anaiya: Una Aes Sedai del Ajah Azul.

Andor: Una próspera nación que se extiende, al menos sobre el mapa, desde las Montañas de la Niebla hasta el río Erinin, si bien desde hace varias generaciones el control de la reina no ha llegado más al oeste que el río Manetherendrelle. El reino al que pertenece Dos Ríos. El símbolo de Andor es un león blanco rampante sobre fondo rojo. (Véase heredera del trono.)

Angreal: Un objeto, vestigio de la Era de Leyenda, que permite a quienes son capaces de encauzar el Poder Único el manejo de una cantidad superior a la que podrían utilizar nunca sin esa ayuda e incluso sin salir malparados. Unos se crearon para ser usados por mujeres, y otros, por hombres; los rumores acerca de ciertos tipos de angreal utilizables tanto por varones como por féminas no se han confirmado nunca. Su método de elaboración se desconoce en la actualidad, y son muy pocos los que existen hoy en día. (Véanse también encauzar, sa’angreal y ter’angreal.)

Antecámara de la Torre: Cuerpo legislativo de las Aes Sedai y que tradicionalmente estaba compuesto por tres Asentadas de cada uno de los siete Ajahs. En la actualidad, existe una Antecámara funcionando en la Torre Blanca que no cuenta con Asentadas del Ajah Azul, y otra entre las Aes Sedai que se oponen a Elaida do Avriny a’Roihan. Esta Antecámara rebelde no cuenta con Asentadas del Ajah Rojo. Aunque, por ley, la Sede Amyrlin es el poder absoluto en la Torre Blanca, de hecho ese poder siempre ha dependido de su habilidad para dirigir, controlar o intimidar a la Antecámara, ya que hay muchos modos de que las integrantes de este cuerpo legislativo puedan obstaculizar los planes de la Amyrlin. Para que ciertos asuntos se aprueben por la Antecámara, puede requerirse alguno de los dos niveles de acuerdo que existen: el consenso simple y el consenso plenario. Este último exige que asista un mínimo de once Asentadas y que todas las hermanas que se encuentran presentes se pongan de pie para mostrar su acuerdo; también se requiere una Asentada como mínimo de cada Ajah, salvo cuando el asunto presentado a la Antecámara es la destitución de una Amyrlin o una Guardiana, en cuyo caso el Ajah al que perteneció ésta no será informado de la votación hasta que la decisión haya sido tomada. El consenso simple también requiere un quórum de once Asentadas, pero sólo es necesario que se pongan de pie dos tercios de las asistentes para que el tema a debate se apruebe. Otra diferencia es que no se precisa que haya representación de todos los Ajahs en un consenso simple salvo en el caso de una declaración de guerra hecha por la Torre Blanca; éste es uno entre varios temas que se dejan en manos del consenso simple, aunque son muchas las personas que opinan que debería someterse al consenso plenario. La Sede Amyrlin puede exigir la dimisión de cualquier Asentada o, de hecho, de todas las integrantes de la Antecámara, y esa petición ha de ser tenida en cuenta. Sin embargo, esto rara vez ocurre ya que no hay ningún impedimento para que un Ajah vuelva a votar a la misma Asentada o las mismas Asentadas, excepto la costumbre de que las hermanas no sirven de nuevo en la Antecámara después de dejar el puesto. Como ejemplo de lo serio que sería una exigencia de dimisión general, se tiene por cierto que algo así sólo ha ocurrido en cuatro ocasiones durante los más de tres mil años de existencia de la Torre Blanca, y que, mientras que en dos de los casos el resultado fue la selección de una Antecámara totalmente renovada o casi, los otros dos derivaron en la dimisión y el exilio de la Amyrlin implicada en cada ocasión.

Antecámara de los Siervos: En la Era de Leyenda, la gran sala de reuniones de los Aes Sedai.

Antigua Lengua: La lengua que se hablaba durante la Era de Leyenda. Las personas nobles y cultivadas deben, en principio, haber aprendido a hablarla, pero la mayoría sólo conoce algunas palabras. A menudo su traducción resulta harto difícil, ya que es un lenguaje susceptible de ofrecer diversas interpretaciones mediante sutiles variaciones en el significado. (Véase Era de Leyenda.)

Arad Doman: Una nación situada en las costas del Océano Aricio. En la actualidad sufre los estragos de una guerra civil, además de las que sostiene de manera simultánea contra quienes se han declarado partidarios del Dragón Renacido. Su capital es Bandar Eban, a la que se han desplazado numerosos refugiados y donde hay escasez de alimentos. En Arad Doman, a aquellos que descienden de la nobleza que fundó el país se los conoce como «del linaje», lo que los distingue de los que ascendieron a la nobleza con posterioridad. El monarca (rey o reina) lo elige un consejo de las cabezas de los gremios de mercaderes (el Consejo de Mercaderes), que casi siempre son mujeres. El soberano debe pertenecer a la clase noble, no a la de los mercaderes, y su elección es de por vida. Legalmente, el monarca tiene absoluta autoridad, pero se lo puede destronar con los votos de los tres cuartos del Consejo. El actual dirigente es el rey Alsalam Saeed Almadar, Señor de Almadar, Cabeza Insigne de la casa Almadar. Su paradero actual está envuelto en un velo de misterio.

Arafel: Una de las tierras fronterizas. Su símbolo está formado por tres rosas blancas sobre fondo rojo, cuarteadas con tres rosas rojas sobre fondo blanco.

Aram: Un apuesto joven, miembro del pueblo Tuatha’an.

Árbol, el: véase Avendesora.

Artur Hawkwing: Véase Hawkwing, Artur.

Asesinos del Árbol: Nombre despectivo, siempre pronunciándolo con horror y repulsión extremos, con que los Aiel designan a los cairhieninos, junto con el de «quebrantadores de juramentos». Ambos hacen referencia a la orden del rey Laman de cortar Avendoraldera, un regalo de los Aiel, acto con el que se rompieron los juramentos hechos en el momento de entregar el regalo. Para los Aiel, ambos términos están a la altura de los peores insultos que pueden dirigirse a una persona. (Véase Guerra de Aiel.)

Asha’man: 1) En la Antigua Lengua «Guardián» o «Defensor», con una fuerte implicación de que es un defensor de la verdad y la justicia. 2) El nombre adoptado por los seguidores del Dragón Renacido, hombres que han acudido a lo que ahora se llama la Torre Negra, a fin de aprender a encauzar. Algunos van porque han soñado siempre con poder encauzar a pesar de los terribles riesgos que implica, mientras que otros se quedan únicamente porque el hecho de pasar la prueba de habilidad para aprender los ha puesto en el camino de encauzar el Poder y ahora deben aprender a controlarlo antes de que los mate. No sólo se instruyen en el uso del Poder Único, sino también en el manejo de la espada y en la lucha Aiel practicada con manos y pies. Los Asha’man, que visten unas características chaquetas negras, se dividen conforme al nivel de conocimientos que han alcanzado, siendo el inferior el de soldado. El siguiente nivel es el de Dedicado y se indica con un alfiler de plata con forma de espada, que se lleva prendido en el cuello de la chaqueta. El nivel más alto se llama simplemente Asha’man, y se reconoce por un alfiler esmaltado en rojo y oro con la forma de un dragón, que se lleva prendido en el cuello de la chaqueta, al otro lado de la espada de plata. A diferencia de las Aes Sedai, que hacen todo lo posible para asegurarse de que las mujeres a las que enseñan no avancen demasiado deprisa por considerarse peligroso, a los Asha’man se les exige muchísimo y se los presiona desde el principio, en especial a que aprendan a usar el Poder como un arma. El resultado es que, mientras que en la Torre Blanca se hablará con horror durante años de una novicia que haya muerto o se haya neutralizado durante su aprendizaje, en la Torre Negra se da por sentado que cierto número de soldados Asha’man morirá o se consumirá al intentar aprender. La existencia de los Asha’man y su conexión con el Dragón Renacido ha hecho que algunas Aes Sedai se replanteen la necesidad imperiosa de amansar varones que encauzan, si bien muchas no han cambiado un ápice su opinión al respecto. Aunque muchas mujeres, incluidas las esposas, huyen cuando descubren que sus compañeros pueden encauzar, un número considerable de los hombres de la Torre Negra están casados y utilizan una versión del vínculo de los Guardianes con sus Aes Sedai a fin de crear un nexo con sus esposas. Este mismo vínculo, alterado para compeler a la obediencia, ha empezado a usarse recientemente a fin de capturar también Aes Sedai. . A los Asha’man los dirige Mazrim Taim, que se ha designado a sí mismo M’Hael, título que en la Antigua Lengua significa «líder». (Véanse amansar y neutralización.)

Asociaciones guerreras Aiel: Los guerreros Aiel están incorporados sin excepción a una de las doce asociaciones guerreras: los Buscadores del Agua (Duadhe Mahdi’in), los Corredores del Alba (Rahien Sorei), los Danzarines de Montaña (Hama N’dore), los Descendientes Verdaderos (Tain Shari), las Doncellas Lanceras (Far Dareis Mai), los Escudos Rojos (Aethan Dor), los Hermanos del Águila (Far Aldazar Din), los Hijos del Relámpago (Sha’mad Conde), los Lanceros Nocturnos (Cor Darei), los Mano Cuchillo (Sovin Nai), los Ojos Negros (Seia Doon), y los Soldados de Piedra (Shae’en M’taal). Cada agrupación tiene sus propias costumbres y, en ocasiones, cometidos específicos. Por ejemplo, los Escudos Rojos hacen las veces de policía. Los Soldados de Piedra actúan como tropas de retaguardia durante una retirada, mientras que las Doncellas Lanceras realizan el cometido de exploradoras. Los clanes Aiel luchan con frecuencia entre sí, pero los miembros de una misma asociación no se enfrentan jamás, aun cuando lo hagan sus clanes. Así, siempre hay vías de contacto amistosas entre los clanes, incluso cuando se encuentran en estado de guerra declarada. (Véanse Aiel, Yermo de Aiel y Far Dareis Mai.)

Asunawa Rhadam: Inquisidor Supremo de la Mano de la Luz. A sus ojos, interferir con el Poder Único es usurpar el poder del Creador y la causa de todos los males del mundo. Tiene como meta principal destruir a todo aquel que pueda encauzar o incluso que desee hacerlo; en el ejercicio de su ministerio, la Mano de la Luz debe arrancar a estas personas la confesión de su pecado antes de ejecutarlas. (Véase interrogadores.)

Atha’an Miere: Véase Marinos, los.

Avendesora: En la Antigua Lengua, el Árbol de la Vida, mencionado en innumerables historias y leyendas que lo sitúan en diversos lugares. Su verdadera ubicación la conocen muy pocas personas.

Avendoraldera: Un árbol que creció en la ciudad de Cairhien a partir de un retoño de Avendesora. Los Aiel regalaron dicho retoño a la ciudad en el 566 NE, a pesar del hecho de que ningún documento demuestra relación alguna entre los Aiel y Avendesora. (Véase Guerra de Aiel)

Aviendha: Una mujer del septiar Agua Amarga de los Taardad Aiel; una Far Dareis Mai o Doncella Lancera. Actualmente se está instruyendo para ser Sabia. No le teme a nada, excepto a su destino.

Avispa de mar: Una pequeña criatura acuática que parece de gelatina y que produce un doloroso escozor urticante con su roce.

Aybara, Perrin: Un joven de Campo de Emond, antaño aprendiz de herrero. Es ta’veren. (Véase también ta’veren.)

Ba’alzemon: En el idioma trolloc «Corazón de la Oscuridad». Existe la creencia, errónea, de que éste es el nombre que dan los trollocs al Oscuro. (Véanse Oscuro y trollocs.)

Baerlon: Una ciudad de Andor emplazada en el camino que va de Caemlyn a las minas de las Montañas de la Niebla.

Bain: Una mujer del septiar Roca Negra de los Shaarad Aiel. Una Doncella Lancera.

Bair: Una caminante de sueños y Sabia del septiar Haido de los Shaarad Aiel. No posee la habilidad de encauzar. (Véase caminante de sueños)

Balwer, Sebban: Otrora secretario de Pedron Niall (el capitán general de los Hijos de la Luz) oficialmente, aunque en secreto era su jefe de espías. Tras la muerte de Niall, Balwer ayudó a Morgase (antes reina de Andor) a escapar de los seanchan en Amador por sus propios motivos, y ahora trabaja como secretario de Perrin t’Bashere Aybara y de Faile ni Bashere t’Aybara. No obstante, sus cometidos se han ampliado y ahora dirige las actividades del Cha Faile al tiempo que actúa como jefe de espías para Perrin, si bien éste no ve a Balwer como tal. (Véase Cha Faile.)

Barran, Doral: La Zahorí de Campo de Emond que ocupó el cargo antes de Nynaeve al’Meara.

Barthanes, lord, señor de la casa Damodred: Lord cairhienino, cuyo poder únicamente es superado por el del rey. Su emblema personal es un oso en posición de ataque. La enseña de la casa Damodred es la Corona y el Árbol.

Bashere, Zarina: Una joven de Saldaea que participa en la Cacería del Cuerno. Desea ser llamada Faile, que, en la Antigua Lengua, significa «halcón».

Bel Tine: Festividad primaveral que celebra el final del invierno, el incipiente crecimiento de las cosechas y el nacimiento de los primeros corderos.

Be’lal: Uno de los Renegados.

Berelain sur Paendrag: Principal de Mayene por la gracia de la Luz, Defensora de las Olas, Sede Suprema de la casa Paeron. Una bella y voluntariosa joven, y una gobernante muy hábil. (Véase Mayene.)

Birgitte: Legendaria heroína, de cabellos dorados, de los relatos, renombrada por su belleza casi en igual medida que por su valentía y su destreza como arquera. Utilizaba un arco y flechas de plata, con los que nunca erraba el tiro. Aunque a excepción de su belleza y su destreza con el arco, guarda poco parecido con la mujer que describen las leyendas. Se la vincula siempre con Gaidal Cain, un legendario espadachín. Ahora es Guardián de Elayne Trakand; posiblemente sea la primera mujer que desempeña esa tarea, algo que ha ocasionado no pocas dificultades aparte de las que eran de esperar en tales circunstancias. Se contaba entre los héroes llamados a volver de la tumba con la llamada del Cuerno de Valere, pero fue trasladada violentamente del Tel’aran’rhiod al mundo material durante una refriega con Moghedien y el único modo que tuvo Elayne de salvarla de la muerte fue vinculándola a ella. A excepción de su belleza y su destreza con el arco, guarda poco parecido con la mujer que describen las leyendas. (Véanse Cain, Gaidal, Cuerno de Valere, Guardián y Renegados.)

Biteme: Un pequeño, casi invisible insecto de peligrosa picadura.

Bornhald, Dain: Un oficial de los Hijos de la Luz, hijo del capitán Geofram Bornhald.

Brazos Rojos, los: Soldados de la Compañía de la Mano Roja a quienes se ha elegido para realizar una tarea policial de forma temporal a fin de evitar que otros soldados de la Compañía ocasionen problemas o daños en una ciudad o un pueblo. Llamados así porque, mientras realizan su tarea, llevan unos brazaletes anchos de color rojo que les cubren las mangas casi por completo. Por lo general se los escoge entre los hombres más veteranos y dignos de confianza. Ya que cualesquiera daños ocasionados han de pagarlos los Brazos Rojos que estén de servicio, éstos se esfuerzan para que reine la paz y el orden. De entre los Brazos Rojos se eligió a cierto número de hombres para acompañar a Mat Cauthon a Ebou Dar. (Véase Compañía de la Mano Roja y Véase Shen an Calhar.)

Breane Taborwin: Anteriormente una noble importante de Cairhien que se ha arruinado y es refugiada en Andor, donde ha encontrado la felicidad con la clase de hombre que en otros tiempos hubiera hecho expulsar a latigazos por sus criados.

Bryne, Gareth: Antaño capitán general de la Guardia Real de Andor, en la actualidad tiene a su mando el ejército de las Aes Sedai que se han rebelado contra la autoridad de Elaida do Avriny a’Roihan. Está considerado como uno de los mejores generales vivos. Su relación con Siuan Sanche es tan problemática y perturbadora para él como para la propia Siuan. El emblema de la casa Bryne es un toro salvaje, con la corona de rosas de Andor alrededor del cuello. Su insignia personal representa tres estrellas doradas de cinco puntas.

Buscadores, los: O, más formalmente, los Buscadores de la Verdad, es una organización policial y de inteligencia perteneciente al trono. Aunque la mayoría son da’covale y propiedad de la familia imperial, tienen poderes casi ilimitados. Incluso pueden arrestar a un miembro de la Sangre por no responder a sus preguntas o no cooperar plenamente con ellos, y son los propios Buscadores quienes definen el nivel de cooperación requerido, sólo sujeto a modificación por la propia emperatriz. Sus informes los envían a Manos Menores, quienes los controlan a ellos y a los Escuchadores. Casi todos los Buscadores son de la opinión de que las Manos no dan curso a tanta información como deberían. A diferencia de los Escuchadores, ellos sí desempeñan un papel activo en la organización. Los Buscadores que son da’covale llevan un tatuaje en cada hombro con un cuervo y una torre. A diferencia de los Guardias de la Muerte, los Buscadores no gustan de mostrar sus cuervos, en parte porque hacerlo implica revelar quiénes y qué son. (Véanse Mano; Escuchadores.)

Byar, Jaret: Un oficial de los Hijos de la Luz.

Cabeza del Gran Consejo de las Trece: Título que ostenta la cabeza del Ajah Negro. Dicha posición la ocupa en la actualidad Alviarin Freidhen.

Cacería Salvaje, la: Son muchos los que sostienen que el Oscuro (que a menudo recibe el nombre de Siniestro o Viejo Siniestro en Tear, Illian, Murandy, Altara y Ghealdan) sale por la noche a cazar almas con los «perros negros» o Sabuesos del Oscuro. A ello se lo denomina la Cacería Salvaje. La lluvia puede impedir que los Sabuesos del Oscuro salgan de noche, pero, una vez que han encontrado el rastro de su víctima, se ha de luchar contra ellos y derrotarlos o de lo contrario ésta morirá irremediablemente. Existe la creencia de que el simple hecho de ver pasar la Cacería Salvaje acarrea una muerte inminente, ya sea para el observador o la de alguno de sus seres queridos, y se considera particularmente peligroso encontrárselos en una encrucijada en el crepúsculo, nada más ponerse el sol o justo antes del amanecer. (Véase Sabuesos del Oscuro.)

Cachorros, los: Los primeros Cachorros eran jóvenes a los que instruían los Guardianes en la Torre Blanca y que lucharon contra aquellos de sus maestros que trataron de liberar a Siuan Sanche cuando a ésta se la depuso como Sede Amyrlin. Dirigidos por Gawyn Trakand, los Cachorros permanecieron leales a la Torre Blanca y sostuvieron refriegas contra los Capas Blancas que estaban a las órdenes de Elmon Valda. Acompañaron a la delegación de hermanas destacadas a Cairhien para entrevistarse con el Dragón Renacido, y entraron en combate contra Aiel y Asha’man en los pozos de Dumai. A su regreso a Tar Valon, se encontraron con que tenían prohibido el acceso a la ciudad.

Los Cachorros visten chaqueta verde, con el emblema del Jabalí Blanco de Gawyn; aquellos que lucharon contra sus maestros en Tar Valon lucen un alfiler de plata, en forma de torre, prendido en el cuello de la chaqueta. Aceptan reclutas a dondequiera que van, pero no admiten veteranos ni hombres mayores que ellos. Un requisito es que el recluta debe estar dispuesto a renunciar a toda lealtad excepto a los Cachorros. Los miembros de más edad enseñan a los reclutas las técnicas de los Guardianes, ya que han renunciado a ser instruidos por éstos, y varios han rechazado ofertas de Aes Sedai para vincularse a ellas. En muchos aspectos parecen estar desligados totalmente de la Torre y de las Aes Sedai. Esto se debe en parte a sus sospechas de que se quería que no sobrevivieran a la expedición a Cairhien.

Cadin’sor: Atuendo de los Aiel algai’d’siswai, compuesto por chaqueta y calzones en tonos grises y pardos que se confunden con las rocas del entorno o con las sombras, así como botas de cuero suave, altas hasta las rodillas y atadas con cordones. En la Antigua Lengua, «ropas de trabajo», aunque ésta, por supuesto, es una traducción imprecisa. (Véase algai’d’siswai.)

Cadsuane Melaidhrin: Una Aes Sedai del Ajah Verde que casi ha alcanzado la categoría de legendaria entre las hermanas estando aún viva, aunque en realidad la mayoría de las Aes Sedai creen que debe de llevar muerta años a estas alturas. Nacida alrededor del 705 NE, lo que la convertiría en la Aes Sedai de más edad viva, también había sido la más fuerte en el Poder durante los últimos mil años hasta la aparición de Nynaeve, Elayne y Egwene, e incluso ellas no la superan en mucho. A lo largo de los años y aun siendo una Verde, Cadsuane ha capturado más hombres con capacidad para encauzar que cualquier otra hermana viva; un dato curioso y apenas conocido es que los hombres que llevó a la Torre Blanca solían vivir durante un tiempo considerablemente superior después de haber sido amansados que aquellos capturados por otras hermanas.

Caemlyn: La capital de Andor. (Véase Andor.)

Cain, Gaidal: Un famoso espadachín mencionado en leyendas y en la historia, al que siempre se vincula con Birgitte y del que se dice que era tan apuesto como hermosa era ella. Se dice que era invencible cuando pisaba su suelo natal. Es uno de los héroes llamados a volver de la tumba cuando suene el Cuerno de Valere. (Véanse también Birgitte y Cuerno de Valere.)

Cairhien: Nombre dado a una nación situada junto a la Columna Vertebral del Mundo y a su capital. La ciudad fue quemada y saqueada durante la Guerra de Aiel Aiel (976—978 NE), al igual que muchas otras poblaciones. El subsiguiente abandono de las zonas de cultivo próximas a la Columna Vertebral del Mundo obligó a la importación de grandes cantidades de cereales. El asesinato del rey Galldrain (998 NE) ha provocado una guerra civil entre las casas nobles que se disputan el Trono del Sol, la interrupción de los envíos de cereales y la hambruna. La capital sufrió el asedio de los Shaido en lo que algunos han dado en llamar la Segunda Guerra de Aiel; a dicho asedio le pusieron fin otros Aiel al mando de Rand al’Thor. Posteriormente la mayoría de los nobles cairhieninos, así como muchos de Tear, juraron fidelidad al Dragón Renacido, pero en un país donde el Juego de las Casas se ha convertido en un arte, no es de extrañar que incluso muchos de los que prestaron juramento estén dispuestos a intrigar a fin de obtener cualquier ventaja que se les presente. La enseña de Cairhien representa un radiante sol dorado elevándose sobre un fondo azul cielo. (Véase Guerra de Aiel.)

Calendario: Una semana tiene diez días, y un mes, veintiocho; el año consta de trece meses. Varios festivos no forman parte de ningún mes, entre ellos el Día Solar (el más largo del año), la Fiesta de Acción de Gracias (celebración cuatrienal, en el equinoccio de primavera), y el Día de la Salvación de las Almas, también llamado Día de Todas las Ánimas (fiesta decenal, en el equinoccio de otoño). Aunque muchas festividades se celebran en todas partes (como la Fiesta de las Luces, con la que termina el año viejo y comienza el nuevo), todos los países tienen también las suyas propias, y en muchos casos ocurre otro tanto con ciudades y pueblos. En general, las Tierras Fronterizas son las que cuentan con menos festividades, en tanto que las ciudades de Illian y Ebou Dar son las que tienen mayor número. Aunque los meses tienen nombre —Taisham, Jumara, Saban, Aine, Adar, Saven, Amadame, Tammaz, Maigdhal, Choren, Shaldine, Nesan y Danu— rara vez se utilizan salvo en documentos oficiales y por los funcionarios. Para la mayoría de la gente es suficiente regirse por las estaciones.

Callandor: La Espada que no es una Espada, La Espada que no Puede Tocarse. Una espada de cristal que estuvo guardada en la Ciudadela de Tear. Es un poderoso sa’angreal para ser utilizado por un varón. El que fuera retirada de la cámara llamada el Corazón de la Ciudadela, junto con la caída de la fortaleza, fue uno de los signos principales del Renacimiento del Dragón y de la proximidad del Tarmon Gai’don. Rand al’Thor volvió a colocarla en el Corazón de la Ciudadela, hincada en las baldosas. (Véanse también Ciudadela de Tear, la; Dragón Renacido, el y sa’angreal.)

Caminante de sueños: Término con que los Aiel denominan a la mujer capaz de entrar en el Tel’aran’rhiod, de interpretar los sueños y hablar con otros en sus sueños. Las Aes Sedai también utilizan este vocablo al referirse a las Soñadoras, aunque en muy contadas ocasiones. (Véanse Talentos y Tel’aran’rhiod.)

Canalizar: Controlar el flujo del Poder Único.

Canto al árbol: véase Cantor de Árboles.

Cantor de Árboles: Un Ogier que posee la habilidad para entonar el llamado «canto al árbol», con el que los cura, contribuye a su crecimiento o floración o elabora objetos a partir de su madera sin dañarlos. Dichos objetos se denominan «madera cantada» y son muy apreciados. Quedan muy pocos Ogier Cantores de Árboles; al parecer esa clase de talento está extinguiéndose.

Capas Blancas: Véase Hijos de la Luz.

Capitán de Espadas: Véase Capitán de Lanzas.

Capitán de Lanzas: En la mayoría de las naciones, en circunstancias normales las mujeres nobles no dirigen personalmente a sus mesnaderos en la batalla. En cambio, contratan a un soldado profesional, casi siempre un plebeyo, que es el responsable del entrenamiento de los mesnaderos así como de dirigirlos. Dependiendo del país, ese hombre puede llamarse Capitán de Lanzas, Capitán de Espadas, Maestro de los Caballos o Maestro de las Lanzas. A menudo, y quizá de manera inevitable, surgen rumores sobre otro tipo de relación entre la noble y el guerrero aparte de la de patrona y asalariado. En ocasiones dichos rumores son ciertos.

Capitán general: 1) Rango militar del cabecilla de la Guardia Real de Andor. Esta posición la ocupa actualmente lady Birgitte Trahelion. 2) Título que ostenta la cabeza del Ajah Verde, aunque sólo la conocen las hermanas del Verde. Dicha posición la ocupa actualmente Adelorna Bastine, en la Torre, y Myrelle Berengari en el contingente de Aes Sedai rebeldes al mando de Egwene al’Vere. 3) Rango seanchan, el más alto en el Ejército Invencible a excepción del de mariscal, que es un rango temporal que se da en ocasiones a un capitán general responsable de dirigir una guerra.

Car’a’carn: En la Antigua Lengua, «jefe de jefes». Según la profecía Aiel, un hombre que llegaría de Rhuidean al amanecer, marcado con dos dragones, y que los conduciría a través de la Pared del Dragón. La Profecía de Rhuidean augura que unirá a los Aiel y los destruirá, salvo a un resto del resto. (Véanse Aiel y Rhuidean.)

¡Carai an Caldazar!: En la Antigua Lengua, «¡Por el honor del Águila Roja!», el antiguo grito de guerra de Manetheren.

¡Carai an Ellisande!: En la Antigua Lengua, «¡Por el honor de la Rosa del Sol!» El grito de guerra del último rey de Manetheren.

Caraighan Maconar: Hermana Verde legendaria, la heroína de centenares de aventuras a quien se le atribuyen proezas que incluso algunas Aes Sedai consideran inverosímiles a pesar de estar consignadas en los legajos de la Torre Blanca, como por ejemplo que sofocó una rebelión en Mosadorin sin ayuda de nadie o que acabó con los Disturbios de Comaidin cuando no tenía Guardianes. En el Ajah Verde se la tiene por el arquetipo de una hermana Verde. (Véanse: Aes Sedai y Ajah.)

Caralain: Una de las naciones escindidas del imperio de Artur Hawkwing durante la Guerra de los Cien Años. A partir de entonces fue debilitándose y los últimos vestigios de su existencia se perdieron alrededor del 500 NE.

Carlinya: Una Aes Sedai del Ajah Blanco.

Carridin, Jaichim: Un Inquisidor de la Mano de la Luz, comandante de los Hijos de la Luz y un Amigo Siniestro.

Cauthon, Abell: Un granjero de Dos Ríos, padre de Mat Cauthon. Está casado con Natti; las hijas del matrimonio se llaman Eldrin y Bodewhin, a la que se conoce por el diminutivo Bode.

Cauthon, Mat: Un joven de Campo de Emond que es ta’veren. Su nombre de pila completo es Matrim.

Cegador de la Vista: Véase Oscuro.

Cha Faile: 1) En la Antigua Lengua, «Garra del Halcón». 2) Nombre adoptado por los jóvenes cairhieninos y tearianos que intentan seguir el ji’e’toh. Han jurado lealtad a Faile ni Bashere t’Aybara y secretamente actúan como sus exploradores y espías. Desde que los Shaido capturaron a Faile realizan sus actividades bajo la dirección de Sebban Balwer. (Véase Balwer, Sebban.)

Chaendaer: Una montaña del Yermo de Aiel, al pie de la cual se extiende el valle de Rhuidean. (Véanse Yermo de Aiel, el y Rhuidean.)

Charin, Jain: Véase Galopador, Jain el.

Chiad: Una Doncella Lancera del septiar Río Pedregoso de los Goshien Aiel, quienes mantienen rencillas hereditarias con los Shaarad.

Ciclo Karaethon, el: Véase Dragón, Profecías del

Cien Compañeros, los: Los cien varones Aes Sedai, seleccionados entre los más poderosos de la Era de Leyenda, que, encabezados por Lews Therin Telamon, libraron el combate final de la Guerra de la Sombra y sellaron de nuevo la prisión del Oscuro. El contraataque del Oscuro contaminó el saidin y, a consecuencia de ello, los Cien Compañeros enloquecieron e iniciaron el Desmembramiento del Mundo. (Véanse Época de Locura; Desmembramiento del Mundo; Fuente Verdadera y Poder Único.)

Cinco Poderes, los: El Poder Único tiene varias aplicaciones y cada persona canaliza más fácilmente algunas que otras. Dichas vías de utilización reciben su nombre según el tipo de efectos que pueden producir —tierra, aire, fuego, agua y energía—y se denominan conjuntamente los Cinco Poderes. Todos los poseedores del Poder Único dispondrán de un mayor grado de fuerza con uno —o quizá dos— de ellos y un potencial menor con los restantes. Algunos elegidos pueden obtener prodigiosos resultados con tres, pero desde la Era de Leyenda nadie ha tenido un poder equiparable con los cinco. Incluso entonces ése era un fenómeno extremadamente raro. El grado de efectividad varía de modo sensible entre los individuos, de manera que algunos que canalizan el Poder son mucho más poderosos que otros. Para realizar ciertos actos con el Poder Único es menester dominar uno o varios de los Cinco Poderes. Por ejemplo, la generación o control del fuego requiere fuego, la modificación del tiempo meteorológico, aire y agua, mientras que para la curación se necesita poner en juego el agua y la energía. El dominio de la energía se ha manifestado igualmente en hombres y mujeres, pero la habilidad extrema en el manejo de la tierra y el fuego suele darse en los varones, mientras que el agua y el aire son con frecuencia vías que canalizan mejor las mujeres. Han existido casos excepcionales, pero tan raros que la tierra y el fuego pasaron a ser considerados como Poderes masculinos y el aire y el agua, femeninos. Por lo general, no se atribuye a ninguna fuerza una destreza superior a cualquier de las otras, si bien existe un dicho entre las Aes Sedai que reza: «No existe roca cuya dureza no puedan vencer el viento y el agua, ni fuego tan vigoroso que el agua y el viento no sean capaces de apagar». Debe tenerse en cuenta que tal afirmación comenzó a utilizarse mucho después de que hubiera perecido el último varón Aes Sedai. Cualquier refrán equivalente entre los varones Aes Sedai se perdió en el olvido hace mucho tiempo.

Círculo de Labores de Punto, el: La junta dirigente de las Allegadas. Puesto que ninguna de las componentes del grupo ha sabido nunca cómo organizan las Aes Sedai su propia jerarquía —conocimiento que sólo se adquiere cuando una Aceptada ha pasado su prueba para obtener el chal—, las Allegadas no se basan en la fuerza con el Poder sino que dan gran importancia a la edad, de modo que la mujer mayor siempre está por encima de la más joven. Por consiguiente, el Círculo de Labores de Punto (nombre escogido, al igual que el de Allegadas, por su carácter inofensivo) está formado por las trece mujeres mayores residentes en Ebou Dar en ese momento, y la de mayor edad recibe el título de la Rectora. Conforme a las reglas, todas tendrán que dejar el puesto cuando les llegue el momento de mudarse, pero mientras residen en Ebou Dar tienen autoridad absoluta sobre las Allegadas, hasta un grado que cualquier Sede Amyrlin envidiaría. (Véase Allegadas, las.)

Círculo de mujeres: Un grupo de mujeres elegidas por las mujeres de un pueblo, encargadas de la toma de decisión de cuestiones que se consideran exclusivamente del dominio femenino (ej., el momento idóneo para plantar las cosechas o la época de su recolección). Su autoridad es equiparable a la del Consejo del Pueblo, en líneas y áreas de responsabilidad claramente delimitadas. A menudo en conflicto con el Consejo del Pueblo. Véase también Consejo del Pueblo.

Ciudadela de Tear: Una gran fortaleza situada en la ciudad de Tear, que se cree que fue erigida poco después del Desmembramiento del Mundo utilizando el Poder Único. La Ciudadela se menciona en dos ocasiones en las Profecías del Dragón. En un pasaje se afirma que la Ciudadela no se rendirá nunca hasta que llegue el Pueblo del Dragón. En otro, se dice que la Ciudadela no sucumbirá hasta que la mano del Dragón empuñe la Espada que no Puede Tocarse, Callandor. Algunos consideran que en dichas Profecías se halla el origen de la antipatía que profesan los Grandes Señores por el Poder Único, y de la ley teariana que prohíbe encauzar. A pesar de esta antipatía, la Ciudadela contiene una colección de angreal y ter’angreal que rivaliza con la de la Torre Blanca y que, a decir de algunos, fue reunida para tratar de disminuir el relumbre de la posesión de Callandor. Ha sido asediada y atacada incontables veces, pero nunca había sido sido tomada hasta que cayó en el transcurso de una noche en manos del Dragón Renacido y de unos pocos cientos de Aiel, cumpliéndose así dos pasajes de las Profecías del Dragón.

Colavaere de la casa Saigahn: Una noble de alto rango de Cairhien, maquinadora e intrigante, definiciones que describen a la nobleza cairhienina en general, y que posee tanto poder que en ocasiones olvida su propia vulnerabilidad ante otro poder superior.

Coligación: La capacidad que poseen las mujeres que encauzan para combinar sus flujos del Poder Único. Aunque el flujo unificado no es tan fuerte como la suma de los flujos individuales, los dirige la persona que conduce la coligación, por lo que puede utilizarse de un modo mucho más preciso y eficaz que cualquier flujo individual. Los varones no están capacitados para unir sus habilidades sin la presencia de una o varias mujeres en el círculo. Participar en una coligación es, normalmente, un acto voluntario que requiere, cuando menos, el consentimiento, pero en ciertas circunstancias un círculo ya formado y lo bastante grande puede hacer entrar a la fuerza a otra mujer, siempre y cuando no haya ningún hombre participando en él. Que se sepa, es imposible obligar a un varón a entrar en un círculo por muy grande que sea éste. El número de mujeres que pueden coligarse sin que sea necesaria la presencia de un hombre llega hasta trece. Con la incorporación de un varón, el círculo se puede ampliar hasta veintiséis mujeres, con la de dos varones, el número aumenta hasta treinta y cuatro, y así sucesivamente hasta un máximo de seis hombres y sesenta y seis mujeres, si bien hay coligaciones en las que el número de varones aumenta y el de las féminas disminuye. Pero, salvo en las integradas por un hombre y una mujer, dos hombres y una mujer o dos hombres y dos mujeres, en el círculo siempre ha de haber, como mínimo, una mujer más que el total de varones. En la mayoría de los círculos, la coligación puede estar controlada indistintamente por un individuo de uno u otro sexo, pero tiene que ser un hombre quien controle el círculo de setenta y dos, así como los círculos mixtos de menos de trece integrantes. A pesar de que los varones son, por lo general, más fuertes en el Poder que las mujeres, los círculos más poderosos son aquellos conformados por un número lo más equilibrado posible de ambos sexos. (Véanse Aes Sedai.)

Colmillo del Corazón: Véase Oscuro.

Colmillo del Dragón, el: Una marca estilizada, normalmente negra, con la forma de una lágrima apoyada en su extremo más delgado. Grabada en la puerta de una casa, es una acusación de tratos demoníacos contra las personas que viven en ella o un intento de atraer sobre ellas la atención del Oscuro y los daños que de ésta pueden derivar.

Columna Vertebral del Mundo: Una imponente cordillera de montañas, que sólo puede atravesarse por algunos puertos y que separa el Yermo de Aiel de las tierras occidentales. También se la llama la Pared del Dragón.

Compañeros, los: El cuerpo militar de elite de Illian que actualmente está al mando del primer capitán Demetre Marcolin. Los Compañeros proporcionan escolta al rey de Illian y guardan los puntos clave en toda la nación. Además, a los Compañeros se los ha utilizado tradicionalmente en la batalla para atacar las posiciones enemigas más fuertes y sacar ventaja de sus puntos débiles, así como cubrir la retirada del rey si llegara el caso. A diferencia de la mayoría de las unidades de elite de su clase, a los forasteros no sólo se los acoge de buen grado en sus filas (excepto tearianos, altaraneses y murandianos), sino que incluso pueden ascender al rango más alto; lo mismo reza para los plebeyos, cosa que tampoco es habitual. El uniforme de los Compañeros consiste en chaqueta verde, peto adornado con las Nueve Abejas de Illian y un yelmo cónico con visera de hendiduras en acero. El primer capitán luce cuatro galones trenzados de oro en las bocamangas, y un penacho de tres finas plumas doradas en el yelmo. Los tenientes llevan dos galones amarillos en las bocamangas y dos finas plumas verdes, mientras que los subtenientes llevan un galón amarillo y una pluma verde. Los distintivos de los abanderados son dos galones abiertos de color amarillo en las bocamangas y una pluma del mismo tono, y los hombres del pelotón sólo llevan un galón abierto, también amarillo.

Compañía de la Mano Roja: 1) Una legendaria compañía de héroes (Shen an Calhar) del tiempo de la Guerra de los Trollocs y cuyos integrantes murieron en la batalla de Campo de Aemon, cuando Manetheren sucumbió. 2) Una unidad militar que se creó para seguir a Mat Cauthon. En la actualidad marcha a corta distancia del contingente de las Aes Sedai rebeldes y su ejército, y tiene órdenes de conducir a Egwene al’Vere bajo la protección de Rand al’Thor, si es que expresa su deseo de escapar de su situación actual, así como también a cualquier otra hermana que quiera unirse a ella. Véase Shen an Calhar.

Compeler, competido: Forzar a un encauzador a absorber todo el Poder que es capaz durante largos periodos de tiempo y encauzar continuamente. De ese modo aprenden más deprisa y adquieren más fuerza antes. Las Aes Sedai llaman «compeler» o «estar compelido» a esa práctica, que no utilizan con novicias ni Aceptadas por el peligro de muerte o de consunción que entraña.

Congar, Daise: Una mujer de Dos Ríos que es la actual Zahorí de Campo de Emond. Está casada con Wit Congar.

Consejo de los Nueve: En Illian, un consejo de nueve Señores que supuestamente actúan como consejeros del rey, pero que históricamente vienen enfrentándose a él para hacerse con el poder. Tanto el rey como los Nueve disputan a menudo con la Corporación.

Consejo del Ajah Marrón: Al Ajah Marrón lo encabeza un consejo, en lugar de una Aes Sedai. La cabeza actual del consejo es Jesse Bilal, en la Torre Blanca. No se conoce la identidad de los otros miembros del consejo de la Torre, y tampoco la de quienes componen el del campamento rebelde.

Consejo del Pueblo: En la mayoría de los pueblos un grupo de hombres, elegidos por los varones de la población y encabezados por un alcalde, que tienen la responsabilidad de tomar decisiones que afectan a la totalidad del pueblo y de negociar con los Consejos de otras localidades los asuntos que conciernen conjuntamente a más de un pueblo. Las diferencias que mantienen con el Círculo de mujeres alcanzan tal grado en gran parte de las poblaciones que dicho conflicto ha pasado a considerarse como tradicional. Véase también Círculo de mujeres.

Consolidación, la: Cuando los ejércitos enviados por Artur Hawkwing a las órdenes de su hijo Luthair desembarcaron en Seanchan, se encontraron con un mosaico cambiante de numerosísimas naciones que guerreaban frecuentemente entre sí y que a menudo estaban regidas por Aes Sedai. Al no existir un equivalente de la Torre Blanca, las Aes Sedai actuaban a favor de sus propios intereses y poderío valiéndose del Poder Único. Formaban pequeños grupos e intrigaban constantemente unas contra otras. En gran parte, esas continuas maquinaciones en provecho propio y las resultantes guerras entre las miles de naciones fue lo que permitió a los ejércitos del este del Océano Aricio iniciar la conquista de todo un continente y que sus descendientes finalizaran dicha tarea. Esa conquista, en cuyo transcurso los descendientes de los ejércitos originales se convirtieron en seanchan a medida que conquistaban a los oriundos, se prolongó más de novecientos años y se la conoce como la Consolidación. (Véase Torres de Medianoche)

Corazón de la Ciudadela: Véase Callandor.

Corenne: En la Antigua Lengua, «el Retorno». Nombre dado por los seanchan tanto a la flota de miles de barcos como a los cientos de miles de soldados, artesanos y demás que transportaron esas naves y que llegaron detrás de los Precursores para reclamar las tierras robadas a los descendientes de Artur Hawkwing. El Corenne está liderado por el capitán general Lunal Galgan. (Véanse Precursores, Hailene\Rhyagelle)

Corporación, la: Una delegación illiana de mercaderes y patrones de barco elegidos por los miembros de ambos gremios, en teoría destinada a aconsejar al rey y a los Grandes Señores, pero tradicionalmente en pugna con ellos por la consecución de parcelas de poder.

Correcta doma del poder, La: Libro del que se sabe poco.

Couladin: Un ambicioso hombre del septiar Domai de los Shaido Aiel. Pertenece a la asociación guerrera Seia Doon, los Ojos Negros.

Crónicas, Guardiana de las: Aes Sedai que ostenta la máxima autoridad después de la Sede Amyrlin, para la cual trabaja como secretaria. Es elegida vitaliciamente por la Antecámara de la Torre y a menudo pertenece al mismo Ajah que la Amyrlin. Otra forma de tratamiento menos formal para referirse a ella es la Guardiana. (Véanse Ajah y Sede Amyrlin.)

Cuendillar: Una sustancia supuestamente indestructible creada durante la Era de Leyenda. Absorbe cualquier fuerza conocida —incluido el Poder Único— que intente romperla, lo que incrementa su dureza. Aunque se creía que los conocimientos para crearla se habían perdido para siempre, han empezado a correr rumores sobre objetos nuevos fabricados con ella. También se la conoce como piedra del corazón. (Véase piedra del corazón)

Cuerno de Valere: El legendario objeto de la Gran Cacería del Cuerno. Al Cuerno se le atribuye el poder de llamar a los héroes fallecidos y sacarlos de sus tumbas para combatir a la Sombra. Se ha convocado una nueva Cacería del Cuerno, y los cazadores que han prestado juramento en Illian, están dispersos por muchos países. Entre las Aes Sedai son pocas las que saben que el Cuerno se ha encontrado y ha sido usado o que ahora está escondido en la Torre Blanca.

Cúpula de la Verdad: Gran sala de audiencia de los Hijos de la Luz, ubicada en Amador, la capital de Amadicia. Existe un rey de Amadicia, pero los Hijos son quienes gobiernan de hecho. (Véase Hijos de la Luz.)

Da’covale: 1) En la Antigua Lengua, «el que es posesión» o «persona que es propiedad». 2) Entre los seanchan, término utilizado a menudo, junto con el de «propiedad», para «esclavos». La esclavitud tiene una historia larga e inusitada entre los seanchan, ya que hay esclavos con posibilidad de ascender a posiciones de gran poder y autoridad, incluso sobre aquellos que son libres. También puede ocurrir lo contrario, que a alguien situado en una posición de mucho poder se lo degrade a da’covale. (So’jhin)

Da’es Daemar: El Gran Juego, también conocido como el juego de las Casas. Nombre dado a las intrigas, conspiraciones y manipulaciones urdidas por las casas nobles para conseguir ventajas. En él se da gran valor a la sutileza y a la simulación, al aparentar apuntar a un objetivo cuando en realidad se dedican las energías a otro y a obtener resultados con el menor esfuerzo aparente.

Dai Shan: Un título de las Tierras Fronterizas que significa Señor Tocado con la Diadema de Guerra. (Véase Tierras Fronterizas.)

Dama de las Sombras: Término seanchan para referirse a la muerte.

Damane: En la Antigua Lengua, literalmente «Las Atadas con Correa». Es el término con el que los seanchan denominan a las mujeres capaces de encauzar y a quienes mantienen prisioneras mediante el uso del a’dam. Cada año se realizan pruebas a muchachas jóvenes a todo lo ancho del territorio seanchan, que se repiten hasta que alcanzan la edad en la que se manifiesta el don innato. Al igual que con los muchachos que se revelan capaces de encauzar (y a los cuales se ajusticia), los nombres de las damane quedan reflejados en un registro familiar y son borrados de las listas de ciudadanos, como se hace al fallecer cualquier otra persona, dándoselas por muertas a todos los efectos. A las mujeres con la capacidad de encauzar pero a las que todavía no se las ha hecho damane, se las llama marath’damane, que significa literalmente «Las que Deben Atarse con Correa». (Véanse a’dam, seanchan y sul’dam.)

Damodred, lord Galadedrid: Hermanastro de Elayne y Gawyn al ser los tres hijos del príncipe Taringail Damodred. Su insignia es una espada de plata alada, con la punta hacia abajo.

Damodred, príncipe Taringail: Un príncipe real de Cairhien, casado con Tigraine y padre de Galadedrid. Tras la desaparición de Tigraine, se desposó con Morgase y engendró a Elayne y Gawyn. Desapareció en misteriosas circunstancias y hace años que se lo considera presumiblemente muerto. Su emblema era un hacha de guerra dorada de doble filo.

Deane Aryman: La Sede Amyrlin que salvó a la Torre Blanca del perjuicio ocasionado por Bonwhin al intentar controlar a Artur Hawkwing. Nacida alrededor del 920 AL en el pueblo de Salidar, en Eharon, fue ascendida a Sede Amyrlin del Ajah Azul en el 992 AL. Se le atribuye haber convencido a Souran Maravaile de levantar el cerco a Tar Valon (que se había iniciado en el 975 AL) a la muerte de Hawkwing. Deane devolvió el prestigio a la Torre y se cree que en el momento de su muerte, acaecida en el 1085 AL al caerse de un caballo, estaba a punto de convencer a los nobles que se disputaban los despojos del imperio de Hawkwing de que pusieran fin a las guerras y aceptaran el liderazgo de la Torre Blanca como un medio para devolver la unidad a los territorios. (Véanse: Sede Amyrlin y Artur Hawkwing.)

Defensores de la Ciudadela, los: La unidad militar de elite de Tear. El actual Capitán de la Ciudadela (el comandante de los Defensores) es Rodrivar Tihera. En dicho cuerpo sólo se admiten tearianos, y por lo general los oficiales son de la nobleza, aunque a menudo pertenecen a casas menores o a ramas menores de casas importantes. Los Defensores tienen a su cargo la salvaguardia de la inmensa fortaleza llamada Ciudadela de Tear, en la ciudad del mismo nombre, la defensa de la urbe y las tareas propias de un cuerpo policial o una guardia ciudadana u otra organización semejante. Salvo en tiempos de guerra, sus funciones rara vez los llevan lejos de la ciudad. Así, como ocurre con todas las unidades de elite, son el núcleo en torno al cual se forma el ejército. El uniforme de los Defensores consiste en una chaqueta negra con mangas acolchadas, listadas en negro y dorado, con puños negros, peto bruñido y yelmo con reborde y visera de hendiduras de acero. El Capitán de la Ciudadela luce tres plumas blancas y cortas en el yelmo, y en los puños de la chaqueta, tres galones dorados y entrelazados sobre banda blanca. Los capitanes llevan dos plumas blancas y un galón dorado sobre puños blancos; los tenientes, una pluma blanca y un galón negro sobre puños blancos; los subtenientes, una corta pluma negra y los puños blancos, sin galones. Los Portaestandartes llevan puños dorados en las chaquetas, y los hombres del pelotón, los puños listados en negro y dorado.

Deliberación exhaustiva sobre reliquias pre-Desmembramiento: Un libro del que se sabe muy poco, aparte del título.

Depósito: Sección de la biblioteca de la Torre. Son doce los depósitos públicos conocidos, y en cada uno de ellos se guardan libros e informes pertenecientes a un tema o temas en particular. Existe otro depósito, el decimotercero, que sólo conocen las Aes Sedai y que contiene documentos, informes e historias a las que únicamente tienen acceso la Amyrlin, la Guardiana de las Crónicas y las Asentadas de la Antecámara de la Torre; y, por supuesto, un puñado de bibliotecarias encargadas del mantenimiento de ese depósito.

Der’morat: 1) En la Antigua Lengua, «maestro adiestrador». 2) Entre los seanchan el término se aplica para indicar a un adiestrador eminente y experto en una de las disciplinas exóticas, alguien que entrena a otros, por ejemplo, el der’morat’raken. Los der’morat pueden disfrutar de una posición social muy importante, y la más elevada la ostentan las der’sul’dam, adiestradoras de sul’dam, que se equiparan con oficiales militares de alto rango. (Véase morat)

Desmembramiento del Mundo, el: Cuando Lews Therin Telamon y los Cien Compañeros crearon la prisión del Oscuro, el contraataque de éste infectó el saidin. Finalmente todos los varones Aes Sedai capaces de valerse del Poder Único hasta un grado ahora desconocido, enloquecieron de manera espantosa. En su enajenamiento, aquellos hombres, capaces de valerse del Poder Único hasta un grado ahora desconocido, modificaron la faz de la tierra. Provocaron grandes terremotos, arrasaron cordilleras de montañas, hicieron brotar nuevas cumbres, elevaron tierra firme en terrenos ocupados por los mares y anegaron con océanos las tierras habitadas. Muchas partes del mundo quedaron completamente despobladas y los supervivientes se vieron diseminados como polvo azotado por el viento. Esta destrucción es recordada en relatos, leyendas y en la historia como el Desmembramiento del Mundo. (Véase Época de Locura y Cien Compañeros, los.)

Dha—vol, Dhai’mon: Véase trollocs.

Día Solar: Una festividad de verano, celebrada en múltiples regiones del mundo.

Din Jubai Vientos Borrascosos, Coine: Una mujer de los Atha’an Miere, el pueblo de los Marinos. Navegante del bergantín Tajador de olas.

Djevik K’Shar: En la Antigua Lengua, «La Tierra de la Muerte». El nombre con que denominan los trollocs el Yermo de Aiel.

Do Miere A’vron: véase Vigilantes sobre las Olas.

Dobraine de la casa Taborwin: Un noble cairhienino de alto rango que es partidario de cumplir sus juramentos a la letra.

Domon, Bayle: El capitán del Spray oriundo de Illian que en una ocasión fue hecho prisionero por los seanchan. Actualmente medra con el contrabando en Tarabon y Arad Doman que siguen en pie de guerra. En tiempos coleccionista de antigüedades, es un hombre que siempre salda sus deudas. Coleccionista de antigüedades.

Draghkar: Una criatura del Oscuro, creada por deformación de la materia humana. El Draghkar tiene el aspecto de un hombre con alas similares a las de los murciélagos y con una piel extremadamente pálida y los ojos de tamaño desmesurado. El canto del Draghkar es capaz de atraer a sus presas, suprimiendo su fuerza de voluntad. Existe un dicho que reza «El beso del Draghkar es muerte». No muerde, pero su beso consume primero el alma de su víctima y luego su vida.

Dragón:Una nueva arma muy potente que lanza cargas explosivas a gran distancia con las que se causan graves daños al enemigo.

Dragón, el: Nombre con que se conocía a Lews Therin Telamon durante la Guerra de la Sombra. Arrebatado por la misma locura que aquejó a todos los varones Aes Sedai, Lews Therin mató a todas las personas de su familia y a todos sus seres queridos, haciéndose acreedor del nombre de Verdugo de la Humanidad. Actualmente se aplica la expresión «estar poseído por el Dragón» a aquellos que ponen en peligro a quienes los rodean o los amenazan, en especial cuando no tienen motivos para hacerlo. (Véanse Dragón Renacido y Dragón, Profecías del.)

Dragón, falso: De vez en cuando surgen hombres que pretenden ser el Dragón Renacido y, en ocasiones, alguno de ellos llega a reunir un número de seguidores que requiere la intervención de un ejército para abatirlos. Algunos han provocado guerras en las que se han visto involucradas muchas naciones. A lo largo de los siglos, la mayoría han sido hombres incapaces de encauzar el Poder Único, pero unos cuantos lo han logrado. Todos, no obstante, han desaparecido o han sido capturados o ejecutados sin que se cumplieran ninguna de las profecías relativas al Renacimiento del Dragón. A estos hombres se los llama falsos Dragones. Entre quienes fueron capaces de encauzar el Poder, los más poderosos fueron Raolin Perdición del Oscuro (335-336 DD), Yurian Arco Pétreo (hacia 1300-1308 DD), Davian (AL 351), Guaire Amalasan (AL 939-43) y Logain (997 NE). (Véase Dragón renacido.)

Dragón, Profecías del: Apenas conocidas excepto entre los eruditos, y escasamente mencionadas, las Profecías, expuestas en El Ciclo Karaethon, predicen que el Oscuro volverá a liberarse para extender su mano sobre el mundo, y que Lews Therin Telamon, el Dragón, volverá a nacer para librar el Tarmon Gai’don, la Última Batalla, contra la Sombra. Según las Profecías, el Dragón salvará al mundo y volverá a desmembrarlo. (Véase Dragón, el.)

Dragón Renacido: Según las profecías y leyendas, el Dragón volverá a nacer en la hora en que la humanidad se halle en la más acuciante necesidad de salvar el mundo. La gente no desea que ello ocurra, debido a que las profecías auguran que el Dragón Renacido producirá un nuevo Desmembramiento del Mundo y a que el nombre de Lews Therin Telamon, el Dragón, es capaz de estremecer a cualquiera, incluso más de tres mil años después de su muerte. De acuerdo con las Profecías, el hombre en el que se ha reencarnado Lews Therin Verdugo de la Humanidad. La mayoría de la gente, aunque no toda, reconoce a Rand al’Thor como el Dragón Renacido. (Véanse Dragón, el; Dragón, falso y Dragón, Profecías del)

Easar; rey Easar de la casa Togita: Rey de Shienar. Su emblema es un ciervo blanco, el cual, de acuerdo con la tradición shienariana, se considera también como enseña de Shienar junto con el halcón negro.

Ebou Dar: Capital de Altara cuyo puerto es uno de los más grandes. Tiene muchas costumbres extrañas que resultan difíciles de asimilar para un forastero. (Véase Altara.)

Ecos de su dinastía: Un libro del que se sabe poco.

Egeanin: Una mujer seanchan, capitana de barco rebajada de servicio.

Egwene al’Vere: Una joven de Campo de Emond, en la comarca de Dos Ríos, en Andor. Actualmente una Aceptada, se está instruyendo con las caminantes de sueños Aiel y posiblemente es una Soñadora. (Véanse caminantes de sueños y Talentos.)

Elaida do Avriny a’Roihan: Aes Sedai que antes pertenecía al Ajah Rojo y que ha sido ascendida a Sede Amyrlin, aunque existe una oponente que reclama para sí dicho título. En otra época actuó como consejera de la reina Morgase de Andor. A veces realiza predicciones.

Elayne de la casa Trakand: Hija de la reina Morgase y heredera del trono de Andor. Ha accedido al grado de Aceptada. Su emblema es un lirio dorado. (Véase heredera del trono.)

Elfinios: Una raza de seres con apariencia humana pero de características similares a los zorros y que conceden tres deseos, aunque a cambio hay que pagar un precio. Si la persona que hace la petición no negocia ese precio, los elfinios deciden cuál será. El más común en esas circunstancias es la muerte, pero aun así cumplirán con su parte del trato, si bien la forma en que lo llevan a cabo rara vez coincide con lo que espera el peticionario. Su verdadera localización se desconoce, pero se los puede visitar pasando a través de un ter’angreal que otrora estaba ubicado en Rhuidean. Moraine Damodred llevó ese ter’angreal a Cairhien, donde se destruyó. Se dice que también es posible llegar hasta ellos al entrar en la Torre de Ghenjei. Al igual que los alfinios, hablan en la Antigua Lengua y hacen las mismas preguntas respecto al fuego, al hierro y los instrumentos musicales. (Véase alfinios, serpientes y zorros)

Elsa Grinwell: La hija de un granjero que conocen Rand y Mat de camino a Caemlyn.

Enaila: Una Doncella Lancera, del septiar Jarra del clan Aiel Chareen. Muy quisquillosa en lo que se refiere a su estatura, demuestra una chocante actitud maternal hacia Rand al’Thor considerando que sólo es un año mayor que él.

Encauzar: Controlar el flujo del Poder Único. (Véase Poder Único.)

Entramado de una Era: La Rueda del Tiempo teje los hilos de las vidas humanas formando el Entramado de una Era, con frecuencia denominado simplemente el Entramado, el cual compone la sustancia de la realidad de dicha Era. ; se lo denomina asimismo Urdimbre de una Era (Véase ta’veren.)

Época de Locura: Los años transcurridos después de que el contraataque del Oscuro contaminara la mitad masculina de la Fuente Verdadera, cuando los varones Aes Sedai enloquecieron y desmembraron el mundo. Se desconoce la duración exacta de este período, aun cuando existe la creencia de que se prolongó casi un siglo. Únicamente finalizó por completo con la muerte del último varón Aes Sedai. (Véanse Cien Compañeros; Fuente Verdadera, Desmembramiento del Mundo, el y Poder Único)

Era de Leyenda: La era concluida con la Guerra de la Sombra y el Desmembramiento del Mundo, una época en que los Aes Sedai ejecutaron prodigios que actualmente sólo caben en la imaginación. (Véanse Cien Compañeros, Fuente Verdadera y Poder Único, Rueda del Tiempo, Desmembramiento del Mundo y Guerra de la Sombra.)

Erith: Hija de Iva, nieta de Alar. Una atractiva joven Ogier con quien Loial tiene intención de casarse, aunque de momento huye de ella.

Escuchadores: Organización de inteligencia seanchan. Casi cualquier persona del cuerpo de servicio de un noble, mercader o banquero puede ser un Escuchador, incluidos los da’covale alguna que otra vez, aunque casi nunca los so’jhin. No participan de forma activa, sino que se limitan a observar, escuchar e informar. Esos informes se envían a Manos Menores que los controlan tanto a ellos como a los Buscadores y que deciden qué ha de pasarse a los Buscadores para que emprendan las acciones pertinentes. (Véanse Buscadores; Mano.)

Escudos Rojos: Véase asociaciones guerreras Aiel.

Espontánea: Una mujer que ha aprendido a encauzar el Poder Único por sus propios medios y ha sobrevivido a la crisis que sólo una de cada cuatro superan. Dichas mujeres suelen erigir barreras con el fin de no conocer racionalmente lo que hacen, pero, si llegan a desprenderse de tal actitud defensiva, las espontáneas llegan a situarse entre las más poderosas encauzadoras. Este término se utiliza a menudo con sentido despectivo.

Esquisto caído: Relato histórico del que se sabe poco.

Exégesis del Dragón: Un libro del que se sabe poco, escrito por Sajius.

Fado: Ver Myrddraal.

Faile: En la Antigua Lengua «halcón». Seudónimo adoptado por Zarina Bashere, una joven de Saldaea.

Fain, Padan: 1) Un buhonero que llega al Campo de Emond justo antes de la Noche de Invierno. 2) Un hombre encarcelado en Fal Dara bajo la acusación de ser un Amigo Siniestro. 3)El otrora Amigo Siniestro es ahora algo mucho peor y más poderoso, y enemigo de los Renegados tanto como lo es de Rand al’Thor, a quien odia con pasión. La última vez que se lo vio utilizaba el nombre de Jeraal Mordeth y actuaba como consejero de lord Toram Riatin en su rebelión contra el Dragón Renacido en Cairhien.

Faolain Orande: Una Aceptada a la que no le gustan las espontáneas.

Far Dareis Mai: En la Antigua Lengua, literalmente «Doncellas Lanceras» o «Doncellas de la Lanza». Una asociación guerrera Aiel, la cual, a diferencia de las demás, únicamente admite mujeres como miembros. A una Doncella no le está permitido casarse y permanecer en la sociedad, ni luchar durante los meses de gestación, ni luchar teniendo un hijo a su cuidado. Al nacer, los hijos de las Doncellas son entregados a otra mujer para que se encargue de su crianza, de tal modo que nadie sepa quién fue la madre del pequeño. («No puedes pertenecer a un hombre, ni tener hombre ni hijo. La lanza es tu amante, tu hijo y tu vida».) Estos niños son considerados como un preciado bien, pues las profecías predicen que un hijo de una Doncella reunirá los clanes y traerá de nuevo a los Aiel la grandeza que conocieron durante la Era de Leyenda. (Véanse también Aiel y asociaciones guerreras Aiel.)

Fel, Herid: Autor de Razón y sinrazón, entre otros libros. Fel era estudiante (y profesor) de historia y filosofía en la Academia de Cairhien. Se lo encontró muerto en su estudio, desgarrado en pedazos.

Fortaleza de la Luz: La gran fortaleza de los Hijos de la Luz, ubicada en Amador, capital de Amadicia. Amadicia tiene un rey, pero en realidad son los Hijos quienes gobiernan el país. (Véase Hijos de la Luz.)

Fuente Verdadera: La fuerza vital del universo que hace girar la Rueda del Tiempo. Está dividida en una mitad masculina (saidin) y una mitad femenina (saidar), las cuales interactúan colaborando y enfrentándose a un tiempo. Únicamente un hombre puede absorber el saidin, únicamente una mujer puede absorber el saidar. Desde el inicio de la Época de Locura, el saidin permanece contaminado a causa del contacto del Oscuro. (Véase Poder Único.)

Gaidal Cain: Un famoso espadachín mencionado en leyendas y en la historia, al que siempre se vincula con Birgitte y del que se dice que era tan apuesto como hermosa era ella. Se dice que era invencible cuando pisaba su suelo natal. Es uno de los héroes llamados a volver de la tumba cuando suene el Cuerno de Valere. (Véanse también Birgitte y Cuerno de Valere.)

Gaidin: En la Antigua Lengua, literalmente, «Hermano para Batallas». Un título utilizado por las Aes Sedai para designar a los Guardianes. (Véase Guardián.)

Gai’shain: En la Antigua Lengua, «Comprometidos con la Paz en la Batalla» es la traducción más fiel posible. Un Aiel tomado prisionero por otro Aiel durante una incursión o batalla queda obligado por el ji’e’toh a servir a su aprehensor —sea éste hombre o mujer— sumisa y obedientemente durante un año y un día, y en ese plazo no tocar un arma ni actuar con violencia. Está mal visto tomar como gai’shain a una Sabia, un herrero, un niño o una mujer con hijos menores de diez años. A partir de la revelación de que los antepasados de los Aiel eran en realidad pacifistas y seguidores de la Filosofía de la Hoja, un gran número de gai’shain se ha negado a quitarse las ropas blancas una vez cumplido su período de servicio. Además, aunque una tradición que tiene tanto peso como una ley estipula que no se puede hacer gai’shain a nadie que no siga el ji’e’toh, los Aiel Shaido han empezado a poner los ropajes blancos de servidumbre a cairhieninos y otros prisioneros capturados, y se está extendiendo la opinión de que, puesto que estas personas no siguen el ji’e’toh, no es obligatorio liberarlas al cumplirse el plazo de un año y un día. (Véase marasmo)

Galad: Lord Galadedrid Damodred, más conocido por el diminutivo Galad. Hermanastro de Elayne y Gawyn al ser los tres hijos del príncipe Taringail Damodred. Su insignia es una espada de plata alada, con la punta hacia abajo. (Véase Damodred, lord Galadedrid.)

Galedrain su Riatin Rie: Literalmente, Galldrain de la casa Riatin, rey de Cairhien. (Véase Cairhien.)

Galopador, Jain el: Un héroe de las tierras norteñas que viajó a muchos países y participó en muchas aventuras; autor de varios libros, así como protagonista de libros y relatos. Desapareció el año 994 NE, tras regresar de una incursión a la Gran Llaga, que a decir de algunos lo había llevado hasta el mismo Shayol Ghul.

Gareth Bryne: Anteriormente el capitán general de la Guardia Real de Andor y a quien Morgase exilió. Está considerado como uno de los mejores generales vivos. El emblema de la casa Bryne es un toro salvaje, con la corona de rosas de Andor alrededor del cuello. Su insignia personal representa tres estrellas doradas, con cinco rayos cada una.

Gaul: Un Aiel del septiar Imran de los Shaarad, que mantienen rencillas hereditarias con los Goshien. Es un Shae’en M’taal, un Soldado de Piedra.

Gawyn de la Casa Trakand: Hijo de la reina Morgase y hermano de Elayne, que será Primer Príncipe de la Espada cuando Elayne ascienda al trono. Hermanastro de Galad Damodred. Está metido en más de un aprieto; desprecia a las Aes Sedai y, sin embargo, ha jurado servirles; odia a Rand al’Thor, pero aun así ha prometido no alzar la mano contra él. Y todo ello por el inmenso amor que profesa a Egwene al’Vere, aunque ignora que ésta no sólo se ha convertido en Aes Sedai, sino que es la Sede Amyrlin que disputa el puesto a la Amyrlin que él reconoce como legítima. Su emblema es un jabalí blanco.

Gelb, Floran: Antiguo marinero con buenas razones para evitar a Bayle Domon.

Gitanos: Su denominación más correcta es los Tuatha’an. Pueblo nómada también conocido como el Pueblo Errante, que vive en carromatos pintados con abigarrados colores y practica una ideología pacifista llamada la Filosofía de la Hoja que no les permite el uso de la violencia en ninguna circunstancia. A los Tuatha’an que quebrantan este principio se los llama «los Perdidos» y los demás actúan como si ya no existieran. Se cuentan entre los pocos que pueden cruzar el Yermo de Aiel sin ser molestados, pues los Aiel evitan todo contacto con ellos. Poca gente imagina siquiera que los Tuatha’an son descendientes de unos Aiel que se escindieron del grupo principal con el fin de encontrar el modo de recuperar los tiempos de paz. (Véase Aiel.)

Goaban: Una de las naciones escindidas del imperio de Artur Hawkwing durante la Guerra de los Cien Años, que fue debilitándose y perdió su autonomía alrededor del 500 NE. (Véanse Artur Hawkwing y Guerra de los Cien Años.)

Graendal: Una de las Renegadas. Conocida antaño como Kamarile Maradim Nindar, una renombrada asceta, fue la segunda de los Renegados que decidió servir al Oscuro. Asesina implacable, es responsable de las muertes de Aran’gar y de Asmodean, así como de la destrucción de Mesaana. Su situación actual es incierta.

Gran Cacería del Cuerno, la: Ciclo de historias que narra la legendaria búsqueda del Cuerno de Valere, llevada a cabo entre los años transcurridos desde el fin de la Guerra de los Trollocs y el inicio de la Guerra de los Cien Años. Llevaría muchos días relatar la totalidad del ciclo. (Véase Cuerno de Valere.)

Gran Entramado: La Rueda del Tiempo teje los Entramados de las Eras formando el Gran Entramado, en el cual se reúne la totalidad de la existencia y la realidad, el pasado, presente y futuro. Conocida asimismo como Urdimbre de las Eras. Véase también Entramado de una Era; Rueda del Tiempo.

Gran Juego, el: Véase Da’es Daemar.

Gran Llaga, la: Una región situada en los confines del norte, totalmente corrompida por el Oscuro. Guarida de trollocs, Myrddraal y otras criaturas del Oscuro.

Gran Señor de la Oscuridad: El nombre que dan los Amigos Siniestros al Oscuro, en la creencia de que el uso de su verdadero nombre resultaría blasfemo.

Gran Serpiente: Símbolo del tiempo y la eternidad cuyos orígenes se remontan a un tiempo anterior a la Era de Leyenda, que representa a una serpiente mordiéndose la cola. Las mujeres que acceden al grado de Aceptadas entre las Aes Sedai reciben un anillo moldeado con la forma de la Gran Serpiente.

Grandes Señores de Tear: El consejo de Grandes Señores gobierna la nación de Tear, que no tiene soberano. No se compone de un número fijo de miembros y a lo largo de los años su composición ha variado desde veinte componentes a tan sólo seis. No se ha de confundir con los Señores de la Tierra, aristócratas tearianos de menor categoría.

Gregorin: Su nombre completo es Gregorin Panar de Lushenos. Miembro del Consejo de los Nueve de Illian que actualmente ejerce de Administrador del Dragón Renacido en Illian.

Grulla Dorada, la: El estandarte de Malkier, la desaparecida nación de las Tierras Fronterizas.

Guardia Alada, la: Guardia personal de la Principal de Mayene y unidad militar de elite de ese país. Los miembros de la Guardia Alada llevan relucientes petos rojos, yelmos del mismo color y de forma acampanada, que por la parte posterior bajan hasta la nuca, y lanzas adornadas con cintas asimismo rojas. Los yelmos de los oficiales tienen labradas unas alas en los laterales, y unas finas plumas denotan el rango.

Guardia Real, la: La unidad militar de elite de Andor. En tiempos de paz la Guardia es responsable de hacer respetar la ley de la reina y guardar el orden. El uniforme de la Guardia Real se compone de almilla roja, cota de malla y peto bruñidos, brillante capa roja y yelmo cónico, con la visera de barras. Los oficiales de alto rango lucen nudos de graduación en las hombreras y a veces llevan espuelas doradas en forma de cabeza de león. Una reciente incorporación a la Guardia Real es la escolta personal de la heredera del trono, compuesta enteramente por mujeres con la sola excepción de su capitán, Doilin Mellar. Estas mujeres de la guardia visten un uniforme mucho más trabajado que sus homólogos varones, lo que incluye sombreros de ala ancha con plumas blancas, petos y yelmos lacados en rojo y bordeados en blanco, y fajines orlados con puntilla en los que va bordado el León Blanco de Andor.

Guardián: Un guerrero vinculado a una Aes Sedai. El lazo que los une proviene del Poder Único y, por medio de él, el Guardián recibe dones entre los que se cuentan la rápida curación de las heridas, la posibilidad de resistir largos períodos sin comida, bebida o reposo y la capacidad de detectar la infección del Oscuro a cierta distancia. A través del vínculo, Guardián y Aes Sedai comparten ciertas sensaciones físicas y anímicas experimentadas por el otro, que perciben como algo propio. Mientras el Guardián permanezca con vida, la Aes Sedai a quien está vinculado tendrá conciencia de ello por muy lejos que se encuentre y, cuando muera, conocerá el momento y el modo en que ha muerto. Mientras que la mayoría de los Ajahs sostienen que una Aes Sedai puede disponer de un solo Guardián unido a ella, el Ajah Rojo rechaza el nexo con cualquier Guardián, y el Ajah Verde cree que una Aes Sedai es libre de disponer de tantos Guardianes como desee. Éticamente, el Guardián debe acceder a que se establezca la vinculación, pero se tienen noticias de casos en que ésta se le impuso en contra de su voluntad. Los beneficios que obtienen las Aes Sedai de esta unión constituyen un secreto celosamente guardado. Conforme a todos los documentos históricos, los Guardianes siempre han sido varones, pero una mujer ha sido vinculada recientemente, y se han puesto de manifiesto algunas diferencias en los efectos. (Véase Birgitte, Aes Sedai.)

Guardias de la Muerte: La unidad militar de elite del imperio seanchan, formada tanto por humanos como por Ogier. Todos los integrantes humanos de los Guardias de la Muerte son da’covale, nacidos esclavos, y se los elige a temprana edad para servir a la emperatriz, de quien son propiedad. Fanáticamente leales y ferozmente orgullosos, a menudo exhiben los cuervos tatuados en sus hombros, la marca de un da’covale de la emperatriz. A los miembros Ogier se los conoce como Jardineros, y no son da’covale. A pesar de ello, los Jardineros son tan fanáticamente leales como los Guardias de la Muerte humanos, e incluso más temidos. Humanos u Ogier, los Guardias de la Muerte no sólo están dispuestos a morir por la emperatriz y la familia imperial, sino que creen que sus vidas le pertenecen a la emperatriz para que ésta disponga de ellas a su arbitrio. Los yelmos y las armaduras de su unidad van lacados en verde oscuro (tan oscuro que con frecuencia se confunde con el negro) y rojo sangre, y los escudos, en negro; sus lanzas, espadas, hachas y alabardas llevan borlas también negras. (Véase da’covale.)

Guerra de Aiel: (976-978 NE) Cuando el rey Laman de Cairhien cortó el Avendoraldera, cuatro clanes Aiel atravesaron la Columna Vertebral del Mundo, y saquearon y quemaron la capital de Cairhien así como otras muchas ciudades y pueblos. El conflicto se propagó hasta Andor y Tear. Oficialmente se sostiene que los Aiel fueron finalmente derrotados en la Batalla de las Murallas Resplandecientes, delante de Tar Valon, pero, de hecho, el rey Laman pereció en dicha batalla y, habiendo cumplido su objetivo, los Aiel volvieron a cruzar la Columna Vertebral del Mundo. (Véanse Avendoraldera, Cairhien y Columna Vertebral del Mundo.)

Guerra de la Sombra: También conocida como Guerra del Poder, puso fin a la Era de Leyenda. Comenzó poco tiempo después de que se efectuara un intento de liberar al Oscuro, y pronto se vieron involucradas en ella todas las naciones. En un mundo donde incluso el recuerdo de la guerra había caído en el olvido, se redescubrieron todos y cada uno de los rostros de la guerra, a menudo desfigurados por la mano del Oscuro que se cernía sobre el mundo, y el Poder Único fue utilizado como arma. La guerra se concluyó volviendo a sellar las puertas de la prisión del Oscuro. Oscuro en un ataque llevado a cabo por Lews Therin Telamon, el Dragón, y un centenar de varones Aes Sedai conocidos como los Cien Compañeros. El contraataque del Oscuro tuvo por resultado la contaminación del saidin, lo que hizo enloquecer a Lews Therin y a los Cien Compañeros, con lo que comenzó la Época de Locura. (Véanse Dragón, el; Poder Único y Época de Locura, Cien Compañeros, los y Dragón, el)

Guerra de los Cien Años: Una serie de guerras sucesivas entre alianzas de naciones constantemente modificadas, precipitada por la muerte de Artur Hawkwing y las luchas por acceder al mando de su imperio que ésta acarreó. Duró del AL 994 al AL 1117. Esta contienda dejó despobladas extensas zonas de las naciones situadas entre el Océano Aricio y el Yermo del Aiel y entre el Mar de las Tormentas y la Gran Llaga. La destrucción tuvo tal alcance que apenas se conservan algunos documentos dispersos sobre la época. El imperio de Artur Hawkwing se dislocó, dando lugar a la actual distribución de naciones. (Véase Hawkwing, Artur.)

Guerra de los Trollocs: Una serie de guerras, iniciadas hacia el 1000 DD que se prolongaron durante más de tres siglos, a lo largo de los cuales los trollocs arrasaron el mundo bajo el mando de los Myrddraal y los Señores del Espanto. Finalmente los trollocs fueron abatidos u obligados a refugiarse en la Gran Llaga, pero algunas naciones dejaron de existir, mientras que otras quedaron casi despobladas. Toda la información que resta sobre aquel período es fragmentaria. (Véase Pacto de las Diez Naciones, Myrddraal; Señores del Espanto y trollocs)

Guerra del Poder: Véase Guerra de la Sombra.

Guerra del Segundo Dragón: La contienda librada (AL 939-943) contra el falso Dragón Guaire Amalasan. En el transcurso de esa guerra un joven rey llamado Artur Paendrag Tanreall, posteriormente conocido como Artur Hawkwing, alcanzó una posición preponderante sobre el resto de los soberanos.

Hadori: Cordón de cuero trenzado que los malkieri se ceñían a la frente para sujetarse el pelo hacia atrás. Hasta que Malkier sucumbió a la Llaga, era tradición que todos los varones adultos malkieri llevasen el pelo largo hasta los hombros y sujeto con el hadori. Al igual que la entrega de la espada, la autorización para llevar el hadori marcaba la transición a la edad adulta para los jóvenes de Malkier simbolizaba los deberes y las obligaciones inherentes a esa nueva etapa, como también su relación con el reino. (Véase ki’sain.)

Hailene: En la Antigua Lengua, «Precursores» o «los Que Llegan Antes». Término aplicado por los seanchan a la masiva fuerza expedicionaria enviada a través del Océano Aricio para explorar las tierras antaño regidas por Artur Hawkwing. Actualmente al mando de la Augusta Señora Suroth, los Hailene, cuyas filas se han engrosado con los reclutamientos realizados en los países conquistados, han superado con creces sus objetivos originales que, de hecho, han continuado con el Corenne. (Véanse Corenne; Rhyagelle.)

Hanlon, Daved: Un Amigo Siniestro, antiguo comandante de los Leones Blancos al servicio del Renegado Rahvin en la época en que éste tuvo Caemlyn bajo su dominio utilizando el nombre falso de lord Gaebril. Posteriormente, Hanlon condujo a los Leones Blancos a Cairhien con órdenes de fomentar la rebelión contra el Dragón Renacido. Los Leones Blancos fueron destruidos por una «burbuja maligna», y Hanlon recibió instrucciones de regresar a Caemlyn, donde, con el nombre de Doilin Mellar, se ha congraciado con Elayne, la heredera del trono. Según los rumores, ha hecho mucho más que congraciarse con ella.

Hawkwing, Artur: Rey legendario, Artur Paendrag Tanreall, que reinó entre 943-994 AL, y unió todas las tierras situadas al oeste de la Columna Vertebral del Mundo, así como algunos países que se extendían más allá del Yermo de Aiel. Llegó incluso a enviar ejércitos al otro lado del Océano Aricio (AL 992) pero se perdió todo contacto con éstos a su muerte, que desencadenó la Guerra de los Cien Años. Su emblema era un halcón dorado volando. (Véase Guerra de los Cien Años.)

Heredera del trono: La hija mayor de la reina de Andor, la cual sucede en el trono a su madre. Si la reina no tiene ninguna hija, la corona pasa a la mujer de parentesco más próximo a ella. Las disensiones sobre quién está más cerca en la línea sucesoria han desembocado en luchas por el poder en varias ocasiones, la última conocida como «la Sucesión» en el propio Andor, y como «la Tercera Guerra de Sucesión de Andor» en el resto de los países, y que llevó a Morgase de la casa Trakand a ocupar el trono.

Hermana conyugal: Término Aiel de parentesco. En ocasiones, dos mujeres que son medio hermanas o primeras hermanas descubren que aman al mismo hombre, o simplemente, no quieren que un varón las separe. Se casan, pues, ambas con él, y de ese modo se convierten en hermanas conyugales. A veces, las Aiel que no tienen lazos de parentesco y se enamoran del mismo hombre tratan de ver la posibilidad de convertirse en medio hermanas y adoptarse como primeras hermanas, un primer paso para llegar a ser hermanas conyugales. Un varón Aiel que se encuentra en esta situación sólo tiene la opción de casarse con las dos mujeres o con ninguna de ellas; si ya tiene una esposa que decide adoptar una primera hermana, entonces se encuentra con que tiene una segunda esposa.

Hija de la Noche: Véase Lanfear.

Hijas del Silencio: Durante la historia de la Torre Blanca (más de tres mil años), diversas mujeres que fueron expulsadas no quisieron aceptar su destino e intentaron agruparse. Tales grupos —o al menos casi todos ellos— fueron dispersados por la Torre Blanca tan pronto como se descubrió su existencia, y a sus componentes se las castigó severa y públicamente a fin de asegurarse de que llegara a oídos de las demás y sirviera de lección. Las integrantes del último grupo dispersado se llamaban a sí mismas las Hijas del Silencio (794-798 NE), y lo componían dos Aceptadas, a las que la Torre había expulsado, y otras veintitrés mujeres a las que reunieron y entrenaron. Todas fueron conducidas a Tar Valon y castigadas; a las veintitrés se las inscribió en el libro de las novicias. Sólo una de ellas, Saerin Asnobar, logró obtener el chal. (Véase Allegadas, las.)

Hijos de la Luz: Una asociación que no debe sumisión a reino alguno, que mantiene estrictas creencias ascéticas y está consagrada a derrotar al Oscuro y a la destrucción de todos los Amigos Siniestros. Fundada durante la Guerra de los Cien Años por Lothair Mantelar para perseguir al creciente número de Amigos Siniestros, se transformó durante la guerra en una organización de marcado carácter militar, de creencias extremadamente rígidas, entre las que destaca la certeza de que ellos son los únicos que se hallan en posesión de la verdad. Profesan un profundo odio por las Aes Sedai, a las cuales consideran, al igual que a sus simpatizantes, Amigos Siniestros. Conocidos despectivamente como Capas Blancas —nombre que ellos mismos detestan— anteriormente estaban acuartelados en Amador, capital de Amadicia, pero se vieron obligados a huir cuando los seanchan conquistaron la ciudad. Galad Damodred pasó a ser el capitán general de los Hijos después de batirse en duelo con Elmon Valda y matarlo por abusar de su madrastra, Morgase. La muerte de Valda provocó un cisma en la organización, con lo que ahora Galad lidera una facción y Rhadam Asunawa, el Inquisidor Supremo de la Mano de la Luz, la otra. Su emblema es un dorado sol radiante sobre fondo blanco. (Véase interrogadores)

Hombre de las Sombras: Véase Myrddraal.

Hombre Gris: Alguien que ha entregado voluntariamente su alma para convertirse en un asesino al servicio de la Sombra. Los Hombres Grises tienen un aspecto tan anodino que con frecuencia nadie suele reparar en su presencia. La gran mayoría de los Hombres Grises son, como su nombre indica, varones, pero un reducido número de ellos son mujeres. También se los conoce como los Sin Alma.

Huella del Desmembramiento, La: Un libro del que se conoce poco.

Huevos de dragón:Nombre dado a las cargas explosivas lanzadas por los dragones.

Hurin: Un shienariano que tiene la capacidad de detectar por medio del olfato los lugares donde se han cometido actos violentos y de seguir el rastro del olor de quienes los han llevado a cabo. Llamado un «husmeador», colabora con la justicia real de Fal Dara, en Shienar.

Illian: Gran ciudad portuaria del Mar de las Tormentas, capital de la nación del mismo nombre. Illian es enemiga irreconciliable de Tear desde tiempos remotos. Su enseña representa nueve abejas doradas sobre campo verde.

Iluminadores, Corporación de: Una organización que mantiene el secreto del proceso de fabricación de fuegos de artificio. El nombre de la Corporación proviene de los grandes espectáculos, llamados iluminaciones, que proporcionan a los gobernantes y en ocasiones a los grandes señores. También venden cohetes de menor lucimiento para uso de otros ciudadanos, pero con severas advertencias respecto a las desastrosas consecuencias que pueden derivarse del intento de conocer lo que hay en su interior. Otrora, la Corporación tenía casas capitulares en Cairhien y Tanchico, pero las dos han sido destruidas. Además, los miembros de la Corporación en Tanchico presentaron resistencia a la invasión de los seanchan y a los supervivientes se los hizo da’covale, de modo que la Corporación ha dejado de existir. Sin embargo, algunos Iluminadores han escapado del dominio seanchan y tal vez puedan verse exhibiciones de fuegos de artificio más impresionantes en un futuro no muy lejano. (Véase da’covale.)

Imfaral: Situada al noroeste de Seandar, es la sexta ciudad más importante por extensión de Seanchan. En ella se encuentran las Torres de Medianoche. (Véase Torres de Medianoche.)

Ingtar, lord Ingtar de la casa Shinowa: Un guerrero shienariano con quien se encuentran los protagonistas en Fal Dara. Su emblema es la Lechuza Gris.

Inquisidores o interrogadores, los: Una orden de los Hijos de la Luz. Su cometido es descubrir la verdad en controversia y desenmascarar a los Amigos Siniestros. En su búsqueda de la verdad y de la Luz, utilizan habitualmente la tortura como método de interrogatorio; su actitud normal es la de conocer con antelación la verdad, con lo cual únicamente deben obligar a sus víctimas a confesarla. Los interrogadores se autodenominan la Mano de la Luz, la Mano que arranca la verdad, y en ocasiones actúan como si se hallaran al margen de los Hijos y del Consejo de Ungidos, órgano de máxima autoridad entre los Hijos. El dirigente de los interrogadores es el Inquisidor Supremo, el cual forma parte del Consejo de Ungidos. Su enseña es una vara de pastor de color rojo sangre. (Véase Hijos de la Luz.)

Isendre: Una bella y ambiciosa mujer que viaja por el Yermo de Aiel y que incurrió en la cólera de la peor mujer que podía buscarse como enemiga y que por una vez en la vida dijo la verdad cuando negó que no había robado.

Isendre: Una bella y misteriosa mujer que viaja por el Yermo de Aiel.

Ishamael: En la Antigua Lengua, «Traidor de la Esperanza», uno de los Renegados. Nombre dado al líder de los Aes Sedai que se sumaron a las huestes del Oscuro a lo largo de la Guerra de la Sombra. Se dice que incluso llegó a olvidar su verdadero nombre. (Véase Renegados.)

Ishara: Primera reina de Andor (alrededor de 994-1020 AL). A la muerte de Artur Hawkwing, Ishara convenció a su esposo, uno de los generales más destacados de Hawkwing, de que levantara el asedio a Tar Valon y la acompañara a Caemlyn con todos los soldados que pudiera apartar del ejército. Mientras otros intentaban adueñarse de todo el imperio de Hawkwing y fracasaban, Ishara se apoderó de una pequeña parte y logró su propósito. En la actualidad, casi todas las casas nobles de Andor descienden en mayor o menor medida de Ishara, y el derecho a reclamar el Trono del León depende por igual de pertenecer a la estirpe directa de dicha reina como del número de linajes relacionados con ella que puedan establecerse de manera fehaciente.

Jerarquía de los Marinos: Los Atha’an Miere, o los Marinos, están gobernados por la Señora de los Barcos de los Atha’an Miere. En el desempeño de su tarea, ésta cuenta con la ayuda de la Detectora de Vientos de la Señora de los Barcos y del Maestro de Armas. En el escalafón inmediatamente inferior se encuentran las Señoras de las Olas de los clanes, cada cual ayudada por sus correspondientes Detectora de Vientos y Maestro de Espadas. A continuación están las Navegantes (capitanas de barco) de sus respectivos clanes, que a su vez disponen de la asistencia de su Detectora de Vientos y su Maestre de Cargamento. La Detectora de los Vientos de la Señora de los Barcos tiene autoridad sobre todas las Detectoras de Vientos de las Señoras de las Olas de los clanes, quienes, a su vez, tienen potestad sobre todas las Detectoras de Vientos de sus clanes respectivos. Asimismo, el Maestro de Armas tiene autoridad sobre todos los Maestros de Espadas, y éstos sobre los Maestres de Cargamento de sus clanes. El rango no es hereditario entre los Marinos. Son las Doce Primeras de los Atha’an Miere quienes eligen, de por vida, a la Señora de los Barcos; estas mujeres son las doce Señoras de las Olas de más edad en los clanes. A la Señora de las Olas del clan la eligen las doce Navegantes mayores de su clan, a las cuales se las conoce por el título abreviado de las Doce Primeras, una denominación que también se utiliza para designar a las Navegantes decanas que se encuentren presentes en cualquier parte. De igual modo, puede ser destituida por el voto de esas mismas Doce Primeras. De hecho, se puede destituir y degradar a cualquiera —excepto a la Señora de los Barcos— incluso a marinero de cubierta, ya sea por cobardía, malversación u otros delitos.

Cuando una Señora de los Barcos o una Señora de las Olas muere, su Detectora de Vientos está obligada a servir, forzosamente, a otra mujer de rango inferior, con lo que su propio rango también disminuye al nivel más bajo —equivalente al de aprendiza a la que acaban de ascender a Detectora de Vientos— el día en el que ella misma renuncia a todos sus honores. La Detectora de Vientos de la Señora de los Barcos tiene autoridad sobre todas las Detectoras de Vientos, y la Detectora de Vientos de una Señora de las Olas de un clan está al mando de todas las Detectoras de Vientos de dicho clan. Del mismo modo, el Maestro de Armas ejerce autoridad sobre todos los Maestros de Espadas y Maestres de Cargo, y un Maestro de Espadas sobre los Maestros de Cargamento de su clan.

Los Atha’an Miere, que hasta hace muy poco habían mantenido las distancias con las Aes Sedai mediante distintas triquiñuelas y distracciones, son conscientes de que las mujeres que encauzan tienen una esperanza de vida mucho más larga que otras personas, si bien la vida a bordo es tan peligrosa que rara vez llegan a vivir todos los años que podrían y, en consecuencia, saben que una Detectora de Vientos puede ascender a lo más alto y caer al nivel más bajo muchas veces antes de morir.

Ji’e’toh: En la Antigua Lengua «honor y obligación» u «honor y servicio». Es el complejo código por el que se rigen los Aiel y cuya explicación ocuparía una estantería de volúmenes. Como primer ejemplo, hay muchos modos de obtener honor en la batalla, el menor de los cuales es matar, ya que cualquiera puede hacerlo, y el mayor es tocar a un enemigo vivo y armado sin causarle daño. En algún punto intermedio entre el uno y el otro está el hacer gai’shain a un enemigo. Como segundo ejemplo, la vergüenza, que también tiene muchos niveles en el ji’e’toh, está considerada en muchos de esos niveles peor que el dolor, las heridas o incluso la muerte. Un tercer ejemplo: hay también muchos grados del toh, u obligación, pero incluso al menos importante ha de darse pleno cumplimiento. El toh tiene más peso que cualquier otra consideración, hasta el punto de que un Aiel a menudo acepta la vergüenza, si es preciso, para cumplir una obligación que a cualquier extranjero podría parecerle insignificante. (Véase gai’shain.)

Juego de las Casas, el: Nombre dado a las intrigas, conspiraciones y manipulaciones urdidas por las casas nobles para conseguir ventajas. En él se da gran valor a la sutileza y a la simulación, al aparentar apuntar a un objetivo cuando en realidad se dedican las energías a otro y a obtener resultados con el menor esfuerzo aparente. También conocido como el Gran Juego y por su nombre en la Antigua Lengua: Da’es Daemar. (Véase Da’es Daemar.)

Juglar: Un narrador de historias, músico, malabarista, acróbata y animador errante. Conocidos por sus singulares capas de parches multicolores, actúan normalmente en los pueblos y ciudades pequeñas, dado que en las grandes ciudades disponen de otro tipo de entretenimientos, actúan normalmente en los pueblos y ciudades pequeñas.

Juilin Sandar: Un rastreador de Tear que está enamorado de una mujer a la que nunca imaginó que podría amar.

Juramentados del Dragón: Término con el que designan a los partidarios del Dragón Renacido quienes, generalmente, se oponen a él o al menos creen que son neutrales. De hecho, muchas de las personas a las que dan ese nombre no han hecho ningún tipo de juramento y con frecuencia también se aplica a bandidos y asaltantes, algunos de lo cuales afirman serlo con la esperanza de que el nombre ponga fin a la resistencia de sus víctimas. Son innumerables las atrocidades cometidas por gentes que aseguran ser Juramentados del Dragón.

Juramentos, los Tres: Los juramentos que presta una Aceptada al ascender a la condición de Aes Sedai. Se pronuncian asiendo la Vara Juratoria, un ter’angreal se compromete a cumplir las promesas, que son: 1) No decir nunca algo que no sea cierto. 2) No fabricar ningún arma con la que un hombre pueda matar a otro. 3) No utilizar nunca el Poder como arma salvo contra los Engendros de la Sombra o, como último recurso, en defensa de la propia vida, la del propio Guardián o de otra Aes Sedai. Antiguamente no se exigían estos juramentos, pero los diversos acontecimientos que se produjeron antes y después del Desmembramiento impusieron su necesidad. El segundo juramento fue el primero en adoptarse, como reacción a la Guerra de los Poderes. Aunque se mantiene al pie de la letra, el primero suele ser eludido por medio de una cuidadosa selección de las palabras. Existe la creencia de que los dos últimos son inviolables.

Kadere, Hadnan: Un buhonero que viaja por el Yermo de Aiel. Un hombre que sabe vender, siempre y cuando dé con el precio justo.

Kaensada: Una región de Seanchan poblada por tribus montañesas apenas civilizadas. Estas tribus pelean mucho entre sí, al igual que lo hacen familias de una misma tribu. Cada tribu tiene sus propias costumbres y tabúes, y a menudo estos últimos no tienen sentido para cualquiera que no pertenezca a ellas. En su mayoría, evitan entrar en contacto con los otros residentes de Seanchan más civilizados.

Kaf: Una bebida seanchan, estimulante y de color oscuro, que se toma muy caliente y que a veces se endulza pero, generalmente, no.

Kandor: Una de las Tierras Fronterizas. La enseña de Kandor es un caballo rojo erguido sobre fondo verde claro.

Katar: Una ciudad de Arad Doman famosa por sus minas y forjas. Katar es tan próspera que a sus nobles hay que recordarles de vez en cuando que forman parte de Arad Doman.

Keille Shaogi: Véase Shaogi, Keille.

Kinch, Hyam: Un granjero con quien Rand y Mat se encuentran en el camino de Caemlyn.

Ki’sain: Pequeña marca en forma de punto que las mujeres malkieri se pintaban en la frente todas las mañanas como promesa de consagrar o haber consagrado a sus hijos a la lucha contra la Sombra. Esta promesa no conllevaba por fuerza que tuvieran que convertirse en soldados, sino que combatirían a la Sombra de cualquier manera posible, día tras día. Como el hadori con los hombres, el ki’sain también se consideraba un símbolo que relacionaba a las mujeres con Malkier, con los lazos que las unían con otros malkieri y con la transición a la edad adulta. Según el color del ki’sain se sabía el estado civil de la mujer: azul, para las solteras; rojo, para las casadas; blanco, para las viudas. Al morir, se marcaba la frente de la difunta con los tres colores, sin importar si había llegado a casarse o no. (Véase hadori.)

Ko’bal: Véase trollocs.

Laman: Rey de Cairhien, de la casa Damodred, que perdió el trono durante la Guerra de Aiel. (Véanse Guerra de Aiel y Avendoraldera.)

Lamgwin Dorn: Un tipo duro de las calles de Caemlyn y un camorrista, que es leal a su reina.

Lan, al’Lan Mandragoran: 1) Guerrero del Norte; Un Guardián, vinculado a Moraine. 2) Rey no coronado de Malkier, una nación que desapareció, consumida por la Llaga, el año en que él nació (953 NE), Dai Shan (Señor de la Guerra) y el último señor superviviente malkieri. A los dieciséis años inició una guerra personal contra la Llaga y la Sombra, que se prolongó hasta que Moraine lo vinculó como su Guardián, en el 979 NE. (Véanse Guardián, Malkier y Dai Shan y Moraine)

Lanfear: En la Antigua Lengua, «Hija de la Noche». Una de las Renegadas, tal vez la más poderosa después de Ishamael. A diferencia de los demás Renegados, fue ella quien eligió este nombre. Se dice que estuvo enamorada de Lews Therin Telamon y que profesaba un profundo odio por su esposa, Ilyena. (Véanse Renegados, Telamon y Dragón, el.)

Laras: Maestra de las Cocinas de la Torre Blanca, centro del poder de las Aes Sedai, en Tar Valon. Una mujer con unos conocimientos sorprendentes y un pasado chocante.

Las Atadas con Correa: Véase damane.

Leane Sharif: Antes una Aes Sedai del Ajah Azul y Guardiana de las Crónicas. Ahora ha sido depuesta y neutralizada, y su principal afán es volver a encontrarse a sí misma. (Véanse Ajah, Crónicas, Guardiana de.)

Legión del Dragón, la: Una gran unidad militar de infantería que ha jurado lealtad al Dragón Renacido y ha sido entrenada por Davram Bashere de acuerdo con unas pautas ideadas por él mismo y por Mat Cauthon, las cuales difieren radicalmente de las empleadas de manera habitual por los soldados de a pie. Aunque muchos de sus integrantes acuden por propia iniciativa, un gran número de hombres de la Legión es recogido por grupos de reclutamiento procedentes de la Torre Negra, quienes primero reúnen a todos los varones de una zona que desean seguir al Dragón Renacido y sólo después de conducirlos a través de accesos próximos a Caemlyn comprueban a cuáles de ellos se les puede enseñar a encauzar. A los restantes, la mayoría con gran diferencia, se los envía a los campamentos de entrenamiento de Bashere.

Legión del Muro: Anteriormente una fuerza militar de Ghealdan que no era sólo el núcleo de cualquier ejército que se formara con los mesnaderos de la nobleza, sino que proporcionaba una guardia personal para el dirigente de Ghealdan y realizaba las tareas propias de un cuerpo policial en Jehannah en sustitución de una guardia ciudadana u otra organización semejante. Después de la matanza a manos de los seguidores del Profeta Masema y la dispersión de los supervivientes, los nobles de la Cámara Alta de la Corona llegaron a la conclusión de que, sin la Legión, su propio poder e influencia sobre cualquier dirigente se habían incrementado, de modo que se las ingeniaron para impedir que la Legión reapareciera como unidad militar. Sin embargo, la reina actual, Alliandre Maritha Kigarin, tiene planes para poner remedio a esa carencia, planes que desatarían una reacción explosiva si llegaran a conocimiento de la Cámara Alta de la Corona.

Legua: Unidad de longitud equivalente a 5,5 Km.

Lews Therin Telamon, Verdugo de la Humanidad: Véase Dragón, el.

Liandrin: 1) Una Aes Sedai del Ajah Rojo, de Tarabon. 2)Una Aes Sedai de Tarabon que pertenecía al Ajah Rojo. Se desconoce si forma parte del Ajah Negro.

Lini: Antigua nodriza de lady Elayne y que anteriormente lo fue también de Morgase, su madre, así como de su abuela. Es una mujer de gran fortaleza interior, muy perspicaz y conocedora de infinidad de dichos. Jamás se hará a la idea de que las niñas que estuvieron a su cargo se han hecho mayores.

Llaga, la: Véase Gran Llaga, la.

Llama de Tar Valón: El símbolo de Tar Valon y de las Aes Sedai y de las Aes Sedai. Una representación estilizada de una llama; una lágrima blanca con la parte más delgada hacia arriba.

Logain Ablar: Nacido en Ghealdan el 972 NE, se proclamó el Dragón Renacido. Capturado después de desencadenar la guerra por todo Ghealdan, Altara y Murandy, fue llevado a la Torre Blanca y allí se lo amansó, bien que después escapó aprovechando la confusión generada por la destitución de Siuan Sanche. El restablecimiento de su habilidad para encauzar, sucedido por accidente, fue la primera indicación de que tal pérdida no era algo permanente. Confinado tras su Curación, volvió a escapar y se desconoce su paradero actual. Un hombre al que todavía le aguarda un destino de grandeza. (Véase Dragón, falso, amansar y neutralización.)

Loial hijo de Arent, nieto de Halan: Un Ogier del stedding Shangtai. Autor en ciernes de un libro sobre el Dragón Renacido.

Luc, lord Luc de la casa Mantear: Hermano de Tigraine, que hubiera ocupado el cargo de Primer Príncipe de la Espada cuando ella ascendiera al trono. Se considera que su desaparición en la Gran Llaga está de algún modo conectada con la posterior desaparición de Tigraine. Su emblema era una bellota.

Lugard: Capital de Murandy, aunque sólo de nombre, ya que esa nación es un mosaico de multitud de feudos leales a distintos nobles, y quienquiera que se siente en el trono rara vez posee un verdadero control incluso en la propia ciudad. Lugard es un centro de comercio de primer orden, así como terreno abonado para el latrocinio, la corrupción y el libertinaje, de modo que tiene, merecidamente, muy mala fama.

Luhhan, Haral: Herrero de Dos Ríos y miembro del Consejo del Pueblo de Campo de Emond. Su esposa Alsbet es miembro del Círculo de Mujeres.

Luthair Paendrag Mondwin: Hijo de Artur Hawkwing, comandante de los ejércitos que Hawkwing envió al otro lado del Océano Aricio. Su emblema era un halcón dorado con las alas extendidas, aferrando un haz de rayos. (Véase Hawkwing, Artur.)

Luz, Hijos de la: Véase Hijos de la Luz.

Machera, Elyas: Un hombre que encuentran Perrin y Egwene en el bosque.

Madera cantada: Véase Cantor de Árboles.

Maestro de las Lanzas: Véase Capitán de Lanzas.

Maestro de los Caballos: Véase Capitán de Lanzas.

Mahdi: En la Antigua Lengua, Buscador. Título del dirigente de una caravana de Tuatha’an.

Maighande: Una de las principales batallas de la Guerra de los Trollocs. La victoria conseguida allí por la humanidad fue el inicio de la larga ofensiva que finalmente confinó de nuevo a los trollocs en la Gran Llaga. (Véanse Gran Llaga y Guerra de los Trollocs.)

Malkier: Una nación que antaño formaba parte de las tierras fronterizas, ahora consumida por la Gran Llaga. La enseña de Malkier era una grulla dorada volando.

Mandarb: En la Antigua Lengua, «Espada».

Manetheren: Una de las diez naciones aliadas en el Segundo Pacto y también la capital de dicha nación. Tanto la ciudad como el reino fueron arrasados por completo durante las Guerras de los Trollocs. Su emblema es una águila roja en vuelo. (Véase Guerra de los Trollocs.)

Mano: En Seanchan, Mano hace referencia a un ayudante principal o alguien de la jerarquía de funcionarios imperiales. Una Mano de la Emperatriz es del Primer Rango, y las Manos Menores pertenecen a rangos inferiores. Algunas Manos actúan en secreto, como las que dirigen a Buscadores y Escuchadores; otras son públicas y hacen gala de su cargo luciendo el número correspondiente de manos doradas bordadas en la ropa.

Maradon: La capital de Saldaea.

Marasmo, el: Término dado por los Aiel a la conmoción provocada en muchos al conocer que, en lugar de haber sido siempre guerreros feroces, sus antepasados fueron pacifistas a ultranza que se vieron forzados a defenderse durante el Desmembramiento del Mundo y los años posteriores. Muchos creen que fue por ese cambio por lo que les fallaron a las Aes Sedai. Algunos arrojan las lanzas y huyen. Otros se niegan a quitarse las ropas blancas de gai’shain cuando se ha cumplido su período de servicio. Empero, también los hay que niegan que tal cosa sea cierta y, por ende, niegan que Rand al’Thor sea el verdadero Car’a’carn; estos últimos regresan al Yermo de Aiel o se unen a los Shaido, el clan que se le opone. (Véanse Aiel; Car’a’carn; gai’shain y Yermo de Aiel.)

Marath’damane: En la Antigua Lengua, «Las que Deben Atarse con Correa» y también «alguien que debe atarse con correa». Término utilizado por los seanchan para designar a las mujeres capaces de encauzar, pero a las que aún no se les ha puesto el collar de damane.

Marca: Véase medidas de superficie.

Marchitador de las Hojas: Véase Oscuro.

Marinos, los:Vease Atha’an Miere

Masema: Un soldado shienariano que odia a los Aiel.

Mashiara: En la Antigua Lengua, «querido», pero haciendo referencia a un amor irremisiblemente perdido.

Mat Cauthon: Un joven de Campo de Emond, de la comarca de Dos Ríos, en Andor, que es ta’veren y muy afortunado en los juegos de azar. Su nombre de pila completo es Matrim.

Mayene: Ciudad-estado del Mar de las Tormentas que históricamente ha estado supeditada a la opresión de Tear. Su riqueza e independencia deriva de su conocimiento de los emplazamientos de los bancos de peces clavo, los cuales rivalizan en importancia económica con los olivares de Tear, Illian y Tarabon. De los peces clavo y las aceitunas se extrae la casi totalidad del aceite consumido por las lámparas. La dirigente actual de Mayene es Berelain, la Principal de Mayene. Los gobernantes de Mayene afirman ser descendientes de Artur Hawkwing. El título del dirigente de Mayene es «el Principal», si bien antaño era Supremo Señor o Suprema Señora; los Principales afirman ser descendientes de Artur Hawkwing. El título «Viceprincipal», que antiguamente poseía un único lord o lady, lo han ostentado incluso hasta nueve nobles a la vez en los últimos cuatro siglos. El emblema de Mayene es un halcón dorado en posición de vuelo, sobre campo azul.

Mazrim Taim: Un falso Dragón que causó estragos en Saldaea hasta que fue derrotado y capturado, aunque posteriormente escapó, al parecer con la ayuda de sus seguidores. No sólo puede encauzar, sino que es muy fuerte en el Poder, y ahora ostenta el cargo de M’Hael («líder» en la Antigua Lengua) de los Asha’man. (Véase Asha’man.)

Medidas de longitud: 1 pulgada = 3 cm; 3,33 pulgadas = 1 mano (10 cm); 3 manos = 1 pie (30 cm); 3 pies = 1 paso (91 cm); 2 pasos = 1 espán (1,8 m); 1.000 espanes = 1 milla (1,8 km); 4 millas = 1 legua (7,3 km). (Estas medidas no se corresponden con las reales, sino que son invención de R. Jordán.)

Medidas de superficie: 1) tierra: 1 ribete = 20 pasos x 10 pasos (200 pasos cuadrados; 1 cordón = 20 pasos x 50 pasos (1.000 pasos cuadrados); 1 acra =100 pasos x 100 pasos (10.000 pasos cuadrados); 1 cuerda = 100 pasos x 1.000 pasos (100.000 pasos cuadrados); 1 marca = 1.000 pasos x 1.000 pasos (una milla cuadrada). 2) tela: 1 paso = 1 paso y 1 mano x 1 paso y 1 mano. (Estas medidas no se corresponden con las reales, sino que son invención de R. Jordán.)

Medio hermano/hermana: Términos Aiel de parentesco que indican una estrecha relación de amistad muy próxima a la de primeros hermanos o primeras hermanas. A menudo las medio hermanas se adoptan oficialmente como primeras hermanas en una compleja ceremonia celebrada en presencia de las Sabias, después de la cual los otros Aiel las consideran como verdaderas hermanas gemelas, si bien unas gemelas con dos madres. Por el contrario, los medio hermanos casi nunca lo hacen.

Meilan de la casa Mendiana: Un Gran Señor de Tear, general competente pero dominado por la ambición y el odio. (Véase Grandes Señores de Tear.)

Melaine: Caminante de sueños y Sabia del septiar Jhirad de los Goshien Aiel. Es moderadamente fuerte con el Poder. Está casada con Bael, jefe de clan de los Goshien, y es hermana conyugal de Dorindha, señora del techo del septiar Manantial Humeante. (Véase caminante de sueños)

Melindhra: Una Doncella Lancera del septiar Jumai de los Shaido Aiel. Su lealtad está dividida. (Véase asociaciones guerreras Aiel.)

Mellar, Doilin: Véase Hanlon, Daved.

Mera’dim: En la Antigua Lengua, «los Sin Hermanos». Nombre adoptado, como una asociación guerrera, por los Aiel que abandonaron clan y septiar y se unieron a los Shaido porque no podían aceptar como Car’a’carn a Rand al’Thor, un habitante de las tierras húmedas, o porque rehusaron admitir sus revelaciones referentes a la historia y los orígenes de los Aiel. Desertar del clan y del septiar por cualquier razón se considera abominable entre los Aiel, por lo cual ni siquiera sus propias asociaciones guerreras de los Shaido quisieron admitirlos en sus filas, y, en consecuencia, formaron su propia asociación, los Sin Hermanos.

Merrilin, Thom: Un juglar muy poco corriente que llega a Dos Ríos para realizar una representación en Bel Tine y que, en su juventud, fue amante de la reina Morgase.

Mesnaderos: Soldados que deben lealtad o vasallaje a un lord o lady en particular.

Min: Una muchacha que trabaja en la posada del Ciervo y el León, en Baerlon y que posee la capacidad de leer señales relacionadas con las personas en las aureolas que a veces percibe en torno a ellas.

Moneda: Tras muchos siglos de comercio, los tipos de moneda son los mismos en todos los países: coronas (la mayor en tamaño), marcos y peniques. Las coronas y los marcos se pueden acuñar en oro o en plata, mientras que los peniques pueden ser de plata o de cobre; a un penique de esta última aleación se lo llama a menudo un «cobre», simplemente.

Dependiendo de las naciones, sin embargo, estas monedas son de distintos tamaños y pesos. Incluso en una misma nación se han acuñado monedas de distintos tamaños y pesos por diferentes gobernantes. A causa del comercio, las monedas de muchos países se encuentran casi en cualquier parte. Por esa razón, banqueros, prestamistas y mercaderes utilizan balanzas para determinar el valor de cualesquiera monedas. Se pesan incluso grandes cantidades de monedas por dicho motivo. Las monedas de más peso son las que se acuñan en Andor y Tar Valon, y en esos dos lugares los valores relativos son: 10 peniques de cobre = 1 penique de plata; 100 peniques de plata = 1 marco de plata; 10 marcos de plata = 1 corona de plata; 10 coronas de plata = 1 marco de oro; 10 marcos de oro = 1 corona de oro. En contraste, en Altara, donde las monedas más grandes contienen menos oro o plata, los valores relativos son: 10 peniques de cobre = 1 penique de plata; 21 peniques de plata = 1 marco de plata; 20 marcos de plata = 1 corona de plata; 20 coronas de plata = 1 marco de oro; 30 marcos de oro = 1 corona de oro.

El único papel moneda son las «cartas de valores» que extienden los banqueros, garantizando a su presentación la entrega de cierta cantidad de oro o plata. A causa de la gran distancia entre ciudades, el tiempo que hace falta para viajar de unas a otras y las dificultades para hacer transacciones a larga distancia, una carta de valores se acepta al cien por cien de su valor en una población próxima al banco que la ha expedido, pero es posible que en una ciudad más lejana sólo se acepte a un valor más bajo. Por lo general, una persona pudiente que va a hacer un largo viaje llevará una o más cartas de valores para cambiarlas por dinero cuando lo necesite. Las cartas de valores sólo las suelen aceptar banqueros o mercaderes, y nunca se utilizan en tiendas y otros establecimientos.

Monumentos del pasado: Crónica de la que se sabe muy poco.

Moraine Damodred: Una Aes Sedai del Ajah Azul. Nacida en el 956 NE, en el Palacio Real de Cairhien, del linaje de la casa Damodred, aunque no en la línea sucesoria del trono, se crió en el Palacio Real de Cairhien y rara vez utiliza su nombre de casa y mantiene su conexión con ella tan en secreto como le es posible. Tras su ingreso en la Torre Blanca como novicia en el 971 NE, su ascensión fue meteórica y adquirió el grado de Aceptada en sólo tres años, y el de Aes Sedai en otros tres más, al final de la Guerra de Aiel. A partir de entonces emprendió la búsqueda de un joven que, según Gitara Moroso —una Aes Sedai con el Talento de la Predicción— había nacido en las laderas del Monte del Dragón, durante la Batalla de las Murallas Resplandecientes, y que sería el Dragón Renacido. Fue ella quien condujo a Rand al’Thor, Mat Cauthon, Perrin Aybara y Egwene al’Vere fuera de Dos Ríos. Desapareció a través de un ter’angreal en Cairhien mientras luchaba contra Lanfear, por lo que se supone que acabó con su propia vida y con la de la Renegada. Puesto que ha localizado al Dragón Renacido y matado a otro Renegado, Be’lal, ya se la empieza a ver como una de esas heroínas legendarias. (Véase Renegados.). Sin embargo, Thom Merrilin reveló haber recibido una carta que parece ser de ella. Dicha misiva se reproduce a continuación:

Mi querido Thom:

Habría querido escribirte muchas palabras, palabras salidas del corazón, pero he escrito éstas porque sabía que debía hacerlo y ahora apenas queda tiempo. Hay muchas cosas que no te puedo decir a no ser que quiera provocar el desastre, pero las que sí puedo, te las contaré. Pon mucha atención a lo que voy a decirte. Dentro de poco bajaré a los muelles y allí me enfrentaré a Lanfear. ¿Que cómo lo sé? Ese secreto les pertenece a otros. Baste decir que lo sé y dejo que esa precognición sirva de prueba para todo lo demás que voy a decir.

Cuando recibas esto te dirán que he muerto. Todos lo creerán. No estoy muerta, y es posible que viva hasta la edad que tenía designada. También puede ser que tú y Mat Cauthon y otra persona, un hombre que no conozco, intentéis rescatarme. Y digo puede ser porque es posible que no lo hagas o no puedas hacerlo, o porque Mat podría rehusar. No me profesa el mismo afecto que tú pareces sentir, y tiene sus razones para ello que cree que son buenas. Si lo intentas, sólo debéis ser tú, Mat y el otro hombre. Que seáis más significará la muerte para todos. Que seáis menos significará la muerte para todos. Incluso si vienes sólo con Mat y con el otro también hay posibilidad de que se produzca la muerte. Os he visto intentarlo y morir, a uno o a dos o a los tres. Me he visto a mí misma morir en ese intento. Nos he visto a todos sobrevivir y morir como cautivos.

Si de todos modos decidís realizar el intento, el joven Mat sabe cómo encontrarme, pero aun así no debes mostrarle esta carta antes de que te pregunte por ella. Eso es de la máxima importancia. No debe saber nada de lo que pone en la carta hasta que pregunte. Los acontecimientos han de sucederse conforme a unas pautas, cueste lo que cueste.

Si vuelves a ver a Lan, dile que todo esto es para bien. Su destino sigue otro camino distinto del mío. Le deseo toda la felicidad con Nynaeve.

Una última cosa. Recuerda que sabes jugar a serpientes y zorros. Recuerda y presta atención.

Es la hora, y he de hacer lo que debo hacer.

«Que la Luz te ilumine y te otorgue alegría, mi querido Thom, nos volvamos a ver o no».

Moraine

Morat: En la Antigua Lengua, «adiestrador». Entre los seanchan se utiliza para designar a los que adiestran y se encargan de disciplinas exóticas, por ejemplo, el morat’raken, un adiestrador o jinete de raken, también llamado de manera informal «volador». (Véase der’morat.)

Mordeth: Consejero que incitó a la ciudad de Aridhol a utilizar métodos propios de los Amigos Siniestros para combatir a éstos y con ello la llevó a la perdición y la hizo acreedora de un nuevo nombre, Shadar Logoth («Donde Acecha la Sombra»). Únicamente un ser sobrevive en Shadar Logoth aparte del odio que acabó con ella, y éste es el propio Mordeth, confinado en las ruinas durante dos mil años, esperando a que acuda alguien para así consumir su alma y encarnarse en su cuerpo.

Morgase: Por la gracia de la Luz, reina de Andor, cabeza visible de la casa Trakand., Defensora del Reino, Protectora del Pueblo, Sede Suprema de la casa Trakand. Ahora exiliada y dada por muerta, asesinada, en opinión de muchos, por el Dragón Renacido. Su emblema consta de tres llaves doradas. La enseña de la casa Trakand es una piedra angular de plata.

Mujeres Sabias: Tratamiento honorífico que se da en Ebou Dar a las mujeres notables por sus increíbles habilidades para curar prácticamente cualquier herida. De sus conocimientos terapéuticos y su gran competencia con las hierbas medicinales se habla incluso hasta en las Tierras Fronterizas, llegando a estar considerada su labor como la mejor después de la Curación practicada por las Aes Sedai. Tradicionalmente el distintivo de una Mujer Sabia es un cinturón rojo. Si bien algunas personas han reparado en que gran parte —por no decir la mayoría— de las Mujeres Sabias ebudarianas no son oriundas de Altara, cuanto menos de la propia Ebou Dar, lo que se ignoraba hasta no hace mucho, y aún sólo lo saben unos pocos, es que las Mujeres Sabias son en realidad Allegadas que utilizan varias versiones de la Curación y que aplican hierbas y emplastos sólo como tapadera. Con la huida de las Allegadas de Ebou Dar después de que los seanchan tomaran la ciudad, no queda allí ninguna Mujer Sabia. (Véase Allegadas, las.)

Myrddraal: Criaturas del Oscuro, bajo cuyo mando se encuentran los trollocs. Deformes descendientes de los trollocs en los que la materia humana utilizada para crearlos ha regresado a la superficie, pero infectada por la malignidad que los generó. Físicamente son como los hombres, salvo en el hecho de que no tienen ojos, aunque posean la agudeza visual de un águila, tanto de día corno de noche. Gozan de ciertos poderes emanados por el Oscuro, entre los que se cuenta la capacidad de paralizar de terror con la mirada y la posibilidad de esfumarse en los lugares que se hallan a oscuras. Uno de sus pocos puntos débiles de que se tiene conocimiento es su temor al agua corriente. En muchos países se los conoce con diferentes nombres, entre ellos: Semihombres, Seres de Cuencas Vacías, Hombres de la Sombra y Fados.

Natael, Jasin: 1) Un juglar que viaja por el Yermo de Aiel. 2)Alias utilizado por Asmodean, uno de los Renegados.

Nedeal, Corianin: Véase Talentos.

Neutralización: La acción, realizada por Aes Sedai, mediante la cual se corta el acceso al Poder Único de una mujer capaz de encauzarlo. La mujer que ha sido neutralizada detecta la Fuente Verdadera, pero no puede establecer contacto con ella. Oficialmente, la neutralización es consecuencia de un juicio por un delito y su sentencia; la última vez que se llevó a cabo fue en el 859 NE. Las novicias deben aprender los nombres de todas las mujeres que la han padecido y los delitos por los que recibieron el castigo. Cuando ocurre de manera accidental, se lo llama «consunción», pero en la práctica se suele utilizar el término «neutralización» para ambos casos. Las mujeres que han sido neutralizadas rara vez sobreviven mucho tiempo; parecen renunciar a la vida y mueren a menos que encuentren algo con lo que reemplazar el vacío dejado por el Poder Único. Aunque siempre se había creído que la neutralización era irreversible, se ha descubierto recientemente un método de Curación, bien que parecen existir límites en su recuperación que aún tienen que ser investigados.

Niall, Pedron: Capitán general de los Hijos de la Luz. (Véase Hijos de la Luz.)

Nisura, lady: Una aristócrata shienariana, dama de compañía de lady Amalisa.

Núcleo: Unidad básica de organización —de hecho, una célula— en el Ajah Negro. El núcleo consta de tres hermanas que se conocen entre sí; cada miembro de un núcleo conoce a una hermana Negra perteneciente a otro, pero que es desconocida para las restantes dos de su núcleo.

Nynaeve al’Meara: Una mujer que ha sido Zahorí de Campo de Emond, un pueblo de la comarca de Dos Ríos, en el reino de Andor, y que ahora es una de las Aceptadas.

Ogier: 1) Una raza no humana, caracterizada por una gran estatura (tres metros de altura media en los varones adultos), anchas narices casi hocicudas y largas orejas copetudas. Viven en áreas llamadas steddings. Su alejamiento de estos steddingsdespués del Desmembramiento del Mundo (en una época que los Ogier denominan el Exilio) tuvo como consecuencia lo que se conoce con el nombre de Añoranza; un Ogier que permanece demasiado tiempo fuera del stedding, enferma y muere. Rara vez abandonan los steddingsy suelen mantener escaso contacto con los hombres. Los humanos apenas conocen detalles acerca de ellos y son muchos los que creen que los Ogier son sólo seres de leyenda. Aunque se los tiene por un pueblo pacífico y les cuesta llegar a enfurecerse, algunas narraciones antiguas afirman que lucharon junto a los humanos en la Guerra de los Trollocs y los describen como implacables enemigos. Valoran sobremanera el conocimiento, y sus libros e historias contienen a menudo información que la humanidad ha perdido ya. La esperanza media de vida de un Ogier es tres o cuatro veces superior a la de un humano. Su destreza como albañiles y canteros es extraordinaria y son obra suya la mayoría de las urbes edificadas después del Desmembramiento del Mundo. 2) Cualquier individuo perteneciente a dicha raza no humana. (Véanse Desmembramiento del Mundo; stedding y Cantor de Árboles)

Ordeith: En la Antigua Lengua, «Ajenjo». Seudónimo adoptado por un hombre que

Oscuro, nombrar al: El hecho de pronunciar el verdadero nombre del Oscuro (Shai’tan) atrae su atención, lo que acarrea inevitablemente desgracias y mala suerte. Por ese motivo, se utilizan innumerables eufemismos, entre los que se encuentran el Oscuro, Padre de las Mentiras, Cegador de la Vista, Señor de la Tumba, Pastor de la Noche, Ponzoña del Corazón, Ponzoña del Alma, Colmillo del Corazón, Viejo Siniestro, Arrasador de la Hierba y Marchitador de las Hojas. Los Amigos Siniestros lo llaman Gran Señor de la Oscuridad. Con frecuencia se aplica la expresión «nombrar al Oscuro» a las personas que parecen abrir sus puertas al infortunio.

Oscuro: El nombre más comúnmente utilizado en todos los países para mencionar a Shai’tan. El origen del mal, la antítesis del Creador. Encarcelado por el Creador en el momento de la Creación en una prisión de Shayol Ghul. El intento de liberarlo de ella desencadenó la Guerra de la Sombra, la contaminación del saidin, el Desmembramiento del Mundo y el fin de la Era de Leyenda. (Véanse Dragón, Profecías del.)

Pacto de las diez naciones: Unión formada en los siglos posteriores al Desmembramiento del Mundo (hacia el 300 DD). Tenía como finalidad derrotar al Oscuro. Se desintegró durante la Guerra de los Trollocs. (Véase Guerra de los Trollocs.)

Padan Fain: Antaño un buhonero que comerciaba en Dos Ríos y Amigo Siniestro, fue transformado en Shayol Ghul de manera que no sólo se lo capacitó para encontrar al joven que se convertiría en el Dragón Renacido del mismo modo que un perro encuentra la presa para el cazador, sino que también se le inculcó la necesidad perentoria de hallarlo. El horrible dolor padecido mientras se llevaba a cabo dicha transformación infundió en Fain un odio profundo tanto por el Oscuro como por Rand al’Thor. Mientras seguía el rastro de al’Thor se encontró con el espíritu de Mordeth, confinado en Shadar Logoth, y éste intentó apoderarse del cuerpo de Fain. Sin embargo, a causa de la transmutación sufrida en Shayol Ghul por el antiguo buhonero, en la fusión resultante de ambos predomina en mayor medida la naturaleza Fain, el cual posee ahora unas habilidades muy superiores a las que tenía originalmente cualquiera de los dos hombres, si bien Fain todavía no las entiende ni las controla por completo. La mayoría de los seres humanos sienten miedo ante la mirada sin ojos de un Myrddraal, pero a los Myrddraal les atemoriza la mirada de Fain.

Padre de las Mentiras: Véase Oscuro. Pastor de la Noche: Véase Oscuro.

Pared del Dragón, la: Véase Columna Vertebral del Mundo.

Pelateos: Autor de Meditaciones.

Pelotón: La unidad militar básica de los trollocs, de composición variable; consta siempre, de más de un centenar de trollocs, pero no sobrepasa nunca los doscientos. Con frecuencia, aunque no siempre un pelotón está capitaneado por un Myrddraal.

Pensamientos en medio de las ruinas: Antiguo libro de historia.

Perdición del Corazón: Véase Oscuro.

Perseguidores: Véase Myrddraal.

Piedra del corazón: Una sustancia indestructible creada durante la Era de Leyenda. Absorbe cualquier fuerza que intente romperla, incrementando así su dureza. También se la conoce como cuendillar.

Poder Único, el: El poder que se obtiene de la Fuente Verdadera. La gran mayoría de la gente está completamente incapacitada para aprender a encauzarlo. Un reducido número de personas pueden llegar a hacerlo recibiendo enseñanzas de expertos y algunas, las menos, disponen de una capacidad innata para entrar en contacto con la Fuente Verdadera y encauzar el Poder involuntariamente, sin siquiera ser conscientes a veces de ello. Esta disposición innata suele manifestarse al final de la adolescencia o en el inicio de la edad adulta. Si nadie les enseña a controlar el Poder o no aprenden por sí solos a hacerlo (lo cual es extremadamente difícil y únicamente llega a conseguirlo uno de cada cuatro), están destinados a una muerte segura. Desde la Época de Locura, ningún varón ha sido capaz de encauzar el Poder sin acabar enloqueciendo de un modo espantoso, aun cuando hubiera logrado un cierto control, para luego morir a causa de una devastadora enfermedad que hace que quienes la padecen se descompongan vivos…, una enfermedad producida, al igual que la locura, por la contaminación del Oscuro en el saidin. Para una mujer, la muerte que sobreviene como consecuencia de la incapacidad de controlar el Poder no es tan terrible, aunque es también muerte al fin y al cabo. Las Aes Sedai tratan de localizar a las muchachas que nacen con dicho talento, tanto para salvarles la vida como para incorporarlas a sus filas, y a los hombres, para prevenir los destrozos que inevitablemente causan con el Poder al perder la cordura. (Véanse Aes Sedai; encauzar; Cinco Poderes, los; Desmembramiento del Mundo, Época de Locura y Fuente Verdadera.)

Poderes, los Cinco: Véase Cinco Poderes, los.

Precursores, los: Véase Hailene.

Primer hermano/primera hermana: Términos Aiel de parentesco con los que se indica que se tiene la misma madre. Entre los Aiel, el parentesco consanguíneo materno es más estrecho que el paterno.

Primer Príncipe de la Espada: Título ostentado por el hermano mayor de la reina de Andor, el cual ha sido educado desde la infancia para dirigir los ejércitos reales en tiempo de guerra y ser su consejero en época de paz. Si la reina no tiene ningún hermano, ella nombra a alguien para ocupar el cargo.

Primera Agregada: Título que se da a la cabeza del Ajah Gris. Esta posición la ostenta Serancha Colvine al día de hoy, en la Torre Blanca. Se la tiene por una mujer muy exigente y maniática.

Profeta, el: O, más formalmente, el Profeta del lord Dragón. Antaño conocido como Masema Dagar, un soldado shienariano que tuvo una revelación y decidió que había sido llamado a difundir la nueva del renacimiento del Dragón. Cree que nada —¡absolutamente nada!— es más importante que reconocer al Dragón Renacido como la Luz hecha carne y que hay que estar preparado para cuando éste llame a la acción; a tal fin, él y sus seguidores utilizarán cualquier medio para obligar a otros a entonar las alabanzas del Dragón Renacido. Los que se niegan están marcados para morir, y los que tardan en aceptarlo pueden encontrarse con sus hogares y negocios convertidos en cenizas y ellos mismos, azotados. Ha renunciado a cualquier otro nombre que no sea el de Profeta, y ha desatado el caos en gran parte de Ghealdan y Amadicia, de las cuales controla zonas extensas, aunque después de que se marchó los seanchan han restablecido el orden en Amadicia y la Cámara Alta de la Corona en Ghealdan. Lo siguen hombres y mujeres de la peor calaña; si no eran así cuando los atrajo su carisma, lo son ahora a causa de su influencia.

Pueblo Errante: Véase Tuatha’ an.

Puñales Sanguinarios: Una división de élite de soldados seanchan. A cada uno se le entrega un ter’angreal que aumenta su fuerza y velocidad y lo envuelve en oscuridad. El ter’angreal se activa poniendo una gota de la sangre del Puñal Sanguinario sobre el anillo, que, una vez activado, consume lentamente la vida del portador. La muerte se produce al cabo de unos días.

Puños del Cielo, los: Cuerpo de infantería ligera seanchan cuyos integrantes son transportados a la batalla a lomos de criaturas voladoras llamadas to’raken. Son hombres o mujeres menudos, en gran parte por el límite de peso que un to’raken puede cargar a la espalda a cualquier distancia. Considerados unos de los soldados más duros del ejército, se los emplea principalmente para incursiones, ataques sorpresa a posiciones de la retaguardia enemiga y allí donde es trascendental la rapidez para situar soldados en un lugar.

Ragan: Un guerrero shienariano.

Rand al’Thor: Un joven de Campo de Emond, de la comarca de Dos Ríos, en Andor, que es ta’veren. Antes fue pastor de ovejas. Ahora ha sido proclamado como el Dragón Renacido, así como El que Viene con el Alba, del que se profetizó que uniría a los Aiel. Muy probablemente sea también el Coramoor —o el Elegido— esperado por los Marinos. (Véanse Aiel y Dragón Renacido, el.)

Rashima Kerenmosa: Conocida como la Amyrlin Guerrera. Nació alrededor del 1150 DD. Fue ascendida a la estola desde el Ajah Verde, en el 1251 DD. Dirigió personalmente el ejército de la Torre y se alzó con grandes victorias, entre las que destacan la del paso de Kaisin, la del Umbral de Soralle, la de Larapelle, la de Tel Norwin y la de Maighande, donde murió en el 1301 DD. Su cadáver se descubrió después de la batalla, rodeado por los de sus cinco Guardianes y un gran cerco de trollocs y Myrddraal muertos, así como no menos de nueve Señores del Espanto. (Véanse: Aes Sedai; Ajah; Guardianes; Sede Amyrlin y Señores del Espanto.)

Razonadora Mayor: Título que ostenta la cabeza del Ajah Blanco. Dicha posición la ocupa Ferane Neheran en la actualidad, en la Torre Blanca. Ferane Sedai es una de las únicas dos cabezas de Ajah que ocupan actualmente un escaño en la Antecámara de la Torre.

Recientes contactos entre Aes Sedai y Allegadas: —aunque tal circunstancia es conocida únicamente por un puñado de hermanas— han dado lugar a varias sorpresas, entre ellas el hecho de que hay el doble de Emparentadas que Aes Sedai, así como que alguna de las primeras superan en un siglo la edad que ha llegado a alcanzar cualquier Aes Sedai desde antes de la Guerra de los Trollocs. El efecto que estos descubrimientos puedan tener tanto en las Aes Sedai como en las Allegadas aún está por verse. (Véanse Hijas del Silencio, las; Círculo de Labores de Punto, el.)

Reflexiones sobre la Llama Ardiente: Libro que versa sobre la ascensión de varias Amyrlin.

Rendra: Una mujer de Tarabon. Posadera de El Patio de los Tres Ciruelos.

Renegados, los: Nombre dado a trece de los Aes Sedai más descollantes de la Era de Leyenda y, por ende, los más poderosos que se hayan conocido nunca, los cuales se incorporaron a las filas del Oscuro durante la Guerra de la Sombra a cambio de la promesa de inmortalidad. Se designan a sí mismos «los Elegidos». De acuerdo con las leyendas y los fragmentos de documentos históricos conservados, fueron encarcelados junto con el Oscuro cuando volvió a sellarse su prisión. Sus nombres aún se utilizan hoy en día para asustar a los niños, y son: Aginor, Asmodean, Balthamel, Be’lal, Demandred, Graendal, Ishamael, Lanfear, Mesaana, Moghedien, Rahvin, Sammael y Semirhage. El número de los Renegados se ha reducido en cierto modo desde que despertaron hasta el momento actual. A algunos de los que perecieron se los ha reencarnado en cuerpos nuevos y se les ha dado nombres nuevos.

Renna: Una mujer seanchan; una sul’dam. (Véase seanchan y sul’dam.)

Retorno, el: Véase Corenne.

Rhuidean: Una gran urbe, la única del Yermo de Aiel, cuya existencia es desconocida por el resto del mundo. Durante casi tres mil años permaneció abandonada, y antaño a los hombres Aiel se les permitía entrar en ella una sola vez a fin de someterse a una prueba, dentro de un gran ter’angreal, con la que demostraban su capacidad para convertirse en jefe de clan (sólo un hombre de cada tres sobrevivía a la experiencia), mientras que las mujeres podían hacerlo en dos ocasiones, también para pasar una prueba en el mismo ter’angreal y así convertirse en Sabias, si bien la media de supervivencia entre ellas era considerablemente superior a la de los varones. En la actualidad, la ciudad vuelve a estar habitada por Aiel, y el extremo del valle de Rhuidean lo ocupa un gran lago que se alimenta de un océano subterráneo de agua dulce, y que a su vez da origen al único río del Yermo. La ubicación de este lugar es un secreto celosamente guardado por los Aiel, y la muerte es el castigo prescrito para cualquier forastero que entre en Rhuidean, si bien a unos pocos afortunados (como buhoneros o juglares) sólo se los despoja de sus ropas y se les entrega un odre de agua, concediéndoles la posibilidad de intentar salir del Yermo en esas condiciones. (Véase Aiel.)

Rhyagelle, los: En la Antigua Lengua «Los Que Retornan al Hogar». Es otro modo de denominar a los seanchan que han regresado a las tierras antaño en posesión de Artur Hawkwing. (Véanse Corenne, Hailene.)

Rogosh Ojo de Águila: Un héroe legendario mencionado en gran número de relatos antiguos.

Ronda Macura: Una modista de Amadicia que intenta servir a demasiados amos y amas sin saber quiénes son todos.

Rueda del Tiempo: El Tiempo es una rueda con siete radios, cada uno de los cuales constituye una Era. Con el girar de la Rueda, las Eras vienen y van, dejando recuerdos que se convierten en leyendas y luego en mitos, para caer en el olvido llegado el momento del retorno de una Era. El Entramado de una Era es ligeramente distinto cada vez que se inicia dicho período y está sujeto a cambios progresivos de mayor consideración, pero las Eras siempre vuelven a reproducirse.

Ryma: Una Aes Sedai del Ajah Amarillo.

Sa’angreal: Un objeto extremadamente raro que permite que un individuo pueda encauzar, sin sufrir daños, una gran cantidad de Poder Único. Un sa’angreal es similar a un angreal, pero cien veces más poderoso que éste. La diferencia en la cantidad de Poder que puede manejarse con un sa’angreal y la que permite esgrimir un angreal es equiparable a la que media entre el Poder utilizado con un angreal y el poseído sin ninguna clase de ayuda. Son vestigios de la Era de Leyenda, cuyo método de elaboración se desconoce hoy en día. Al igual que con los angreal, también hay sa’angreal para su uso específico por hombres o mujeres. Quedan muy pocos ejemplares, muchísimo más escasos que los angreal.

Sabia: Entre los Aiel, las Sabias son mujeres elegidas por otras Sabias para instruirlas en el arte de la curación, en el uso de las hierbas y en otras materias, de un modo muy parecido a las Zahoríes. . Por lo general sólo hay una Sabia para cada clan o dominio de septiar. Poseen gran autoridad y responsabilidad, así como una poderosa influencia sobre los jefes de septiares y clanes, aunque a menudo estos hombres las acusen de entremeterse demasiado en sus asuntos. Algunas de estas mujeres pueden encauzar en mayor o menor grado; encuentran a todas las mujeres Aiel que han nacido con el don y a la mayoría de aquellas con capacidad para aprender a hacerlo, pero es una habilidad que no hacen pública, el resultado de esto es que muchos Aiel ignoran cuáles de ellas tienen dicha capacidad y cuáles no. También por costumbre, las Sabias evitan, con mayor empeño que el resto de los Aiel, todo contacto con las Aes Sedai. Las Sabias no se involucran en pleitos de sangre y batallas entre clanes, y de acuerdo con el ji’e’toh no se les debe hacer daño ni poner trabas de ningún tipo a su labor. El que una Sabia participe en una batalla constituirá una grave violación de costumbres y tradiciones. En la actualidad hay tres Sabias que son caminantes de sueños, con facultad para entrar en el Tel’aran’rhiod y hablar con otras personas en sus sueños, entre otras cosas. (Véanse caminante de sueños y Tel’aran’rhiod.)

Sabuesos del Oscuro: Engendros de la Sombra que se formaron de material canino corrompido por la Sombra. Aunque semejantes a sabuesos en su forma básica, son más oscuros que la noche y tan grandes como ponis, con un peso entre cien y ciento treinta kilos. Por lo general van en jaurías de diez o doce individuos, aunque se ha visto huellas de una manada más grande. No dejan huellas impresas en terreno blando, pero sí quedan marcadas en la piedra. Con frecuencia los acompaña un hedor a azufre ardiente. Normalmente no se aventuran a salir si llueve; pero, si ya están en marcha, la lluvia no basta para detenerlos. Una vez que se han lanzado tras el rastro de alguien, hay que hacerles frente y derrotarlos o de lo contrario la muerte de la víctima es inevitable. Únicamente se puede evitar esto cuando la presa consigue poner una corriente de agua entre ella y los Sabuesos, ya que no la cruzarán. O eso es lo que se supone. Su sangre y su saliva son venenosas; si una gota de cualquiera de las dos roza la piel, la víctima morirá muy lenta y dolorosamente. (Véase Cacería Salvaje, la)

Saidar, Saidin: Véase Fuente Verdadera.

Sajius: Autor de Exégesis del Dragón.

Saldaea: Una nación de las Tierras Fronterizas cuya capital es Maradon. El palacio real lleva por nombre Cordamora (o, lo que es lo mismo, «corazón del pueblo» en la Antigua Lengua). Es una monarquía hereditaria que puede gobernar un rey o una reina, indistintamente. La Cámara Alta de la Corona, también conocida como Consejo de los Lores, aconseja y asiste al monarca en la administración de la nación. El cónyuge del monarca de Saldaea no es un mero consorte, sino que casi es un corregente. En la actualidad, Saldaea está gobernada por Su Preclara Majestad Tenobia si Bashere Kazadi, Reina de Saldaea, Defensora de la Luz, Escudo del Norte y Espada de la Frontera de la Llaga, Cabeza Insigne de la casa Kazadi, señora de Shahanyi, Asnelle, Kunwar y Ganai. Su heredero y mariscal de sus ejércitos es su tío Davram Bashere, quien, sin embargo, lleva ausente de su puesto hace un tiempo. La enseña de Saldaea se compone de tres peces plateados sobre un fondo azul oscuro.

Saltador: Un lobo.

Sanche, Siuan: La hija de un pescador teariano que, de acuerdo con las leyes de Tear, fue embarcada con destino a Tar Valon antes de la segunda puesta de sol después de que se descubriera que tenía potencial para encauzar. Perteneció al Ajah Azul y fue ascendida a Sede Amyrlin en el 985 NE.

Sandar, Juilin: Un rastreador de Tear.

Sangre, la: Término utilizado por los seanchan para designar a la nobleza, de la que existen cuatro grados, dos de la Alta Sangre y dos de la Sangre baja o inferior. La Alta Sangre se deja crecer las uñas hasta una longitud de una pulgada y se afeita los lados de la cabeza de forma que queda una cresta que se extiende por el centro de la cabeza, más estrecha en los hombres que en las mujeres. La longitud de la cresta varía según el dictado de la moda. La Sangre baja también se deja crecer las uñas, pero se afeita los laterales de la cabeza de forma que queda lo que parece un cuenco de pelo, con una ancha cola en la parte posterior que se deja crecer frecuentemente hasta los hombros en el caso de los hombres o hasta la cintura en el de las mujeres. A quienes ocupan el nivel más encumbrado de la Alta Sangre se los llama Augusta Señora o Augusto Señor, y únicamente se pintan las uñas de los dos primeros dedos de cada mano, mientras a que los que ocupan el nivel inmediatamente inferior de la Alta Sangre se los llama simplemente lord o lady y sólo se pintan las uñas de los dedos índices. A los de Sangre inferior también se los llama lord o lady pero los de mayor rango se pintan las uñas de los dos últimos dedos de cada mano, pero si pertenecen al rango más bajo sólo llevarán pintadas las uñas de los meñiques. La emperatriz y los miembros cercanos de la familia imperial se afeitan totalmente el cráneo y se pintan las uñas de todos los dedos. Además de pertenecer por nacimiento, puede obtenerse tal dignidad por ascenso, lo que con frecuencia es una recompensa por grandes logros o por servicios al imperio.

Sa’sara: Una danza saldaenina extremadamente indecorosa que sigue interpretándose a pesar de haber sido declarada ilegal por varias reinas de Saldaea. En los registros históricos saldaeninos figuran tres guerras, dos rebeliones e innumerables uniones o rencillas hereditarias entre las casas nobles, así como incontables duelos provocados por mujeres al danzar la sa’sara. Supuestamente, una rebelión quedó sofocada cuando la reina derrotada la bailó para el victorioso general, que la desposó y le devolvió el trono. Este suceso no figura en las crónicas oficiales de la historia, y todas las reinas de Saldaea lo han negado sistemáticamente.

Seana: Una caminante de sueños y Sabia del septiar Riscos Negros de los Nakai Aiel.

Seanchan: 1) Descendientes de los ejércitos que mandó Artur Hawkwing al otro lado del Océano Aricio, que conquistaron aquellas tierras y que han regresado para reclamar las tierras de sus antepasados. Consideran que cualquier mujer capaz de encauzar debe estar controlada por el bien y la seguridad de los demás, y, por la misma razón, que ha de darse muerte a cualquier hombre que pueda encauzar. 2) La tierra de donde proceden los seanchan.

Seandar: La capital imperial de Seanchan, donde gobierna la emperatriz, sentada en el Trono de Cristal, en la Corte de las Nueve Lunas. Localizada al nordeste del continente Seanchan. También es la urbe más grande del imperio.

Sede Amyrlin: 1) Título de la dirigente de las Aes Sedai. Elegida vitaliciamente por la Antecámara de la Torre, el máximo consejo de las Aes Sedai, que consta de tres representantes (llamadas Asentadas) procedentes de cada uno de los siete Ajahs. La Sede Amyrlin posee, al menos en teoría, una autoridad casi suprema entre las Aes Sedai. Su rango es equiparable al de un rey o reina. La forma de tratamiento ligeramente menos formal para referirse a ella es la Amyrlin. 2) El trono en el que se sienta la dirigente de las Aes Sedai.

Segundo Pacto: Véase Pacto de las diez naciones.

Sehn an Calhar: En la Antigua Lengua, «Compañía de la Mano Roja». 1) Un grupo legendario de héroes autores de grandes hazañas y que finalmente murieron defendiendo Manetheren cuando dicha nación fue destruida durante la Guerra de los Trollocs. 2) Una unidad militar formada casi de manera fortuita por Mat Cauthon y organizada conforme al estilo de las fuerzas de combate existentes durante lo que se considera el auge de las artes marciales, en los tiempos de Artur Hawkwing y los siglos inmediatamente precedentes.

Sei’mosiev: En la Antigua Lengua, «ojos bajos» o «bajar la vista». Entre los seanchan, decir que alguien se ha «vuelto sei’mosiev» significa que esa persona ha «perdido el prestigio». (Véase sei’taer.)

Sei’taer: En la Antigua Lengua, «ojos altos» o «mirar de frente». Entre los seanchan, se refiere al honor o el prestigio, a la capacidad de sostener la mirada de alguien. Es posible «ser» o «tener» sei’taer, lo que significa que dicha persona posee honor y prestigio, y también «cosechar» o «perder» sei’taer. (Véase sei’mosiev.)

Selectora Mayor: Título que ostenta la cabeza del Ajah Azul. No se sabe quién ocupa dicha posición en la actualidad, aunque se sospecha que es Lelaine Akashi.

Selene: Un nombre utilizado por la Renegada llamada Lanfear.

Semihombre: Véase Myrddraal.

Señales y advertencias: Relato histórico del que se sabe poco.

Señores del Espanto: Los hombres y mujeres que, disponiendo de la capacidad de encauzar el Poder Único, pasaron al servicio de la Sombra durante la Guerra de los Trollocs y cumplieron las funciones de comandantes de las huestes de trollocs y Amigos Siniestros. Las gentes ignorantes los confunden a veces con los Renegados.

Ser de Cuencas Vacías: Véase Myrddraal.

Serpientes y zorros: Juego que les encanta a los niños hasta que maduran lo suficiente para comprender que nunca se puede ganar sin romper las reglas. Se juega en un tablero que tiene una red de líneas con flechas que indican la dirección. Hay diez fichas que llevan pintados triángulos para representar a los zorros, y otras diez con líneas onduladas que representan a las serpientes. El juego empieza diciendo un jugador: «Valor para fortalecer, fuego para cegar, música para aturdir, hierro para encadenar» y entretanto traza con la mano en el aire un triángulo con una línea sinuosa que lo atraviesa. Se tiran dados para determinar los movimientos de jugadores y de serpientes y zorros. Si una serpiente o un zorro cae sobre una ficha de un jugador, éste queda fuera de la partida; y, mientras se cumplan las reglas, eso es algo que ocurre siempre. (Véanse alfinios; elfinios.)

Seta: Una mujer seanchan; una sul’dam. (Véanse seanchan y sul’dam.)

Sevanna: Una mujer del septiar Domai de los Shaido Aiel. Viuda de Suladric, que fue jefe del clan Shaido y, por ende, señora del techo del dominio Comarda hasta que sea elegido un nuevo jefe.

Shadar Logoth: En la Antigua Lengua, «el Lugar Donde Acecha la Sombra». Es una ciudad abandonada y evitada por hombres y criaturas del Oscuro desde la Guerra de los Trollocs. Su suelo está contaminado y ni siquiera los guijarros son de fiar. También denominada «La Espera de la Sombra». (Véase Mordeth.)

Shai’tan: Véase Oscuro.

Shaogi, Keille: Una buhonera que viaja por el Yermo de Aiel. Una mujer que abriga planes aun más grandes que ella misma.

Shara: Tierra misteriosa situada al este del Yermo de Aiel y origen de la producción de seda y marfil, entre otros productos de comercio. Protegida tanto por su inhóspita orografía como por murallas construidas por el hombre. Poco se sabe sobre Shara, ya que sus gentes se esfuerzan en mantener en secreto su cultura. Los sharaníes niegan que la Guerra de los Trollocs los afectara, a pesar de que los Aiel afirman lo contrario. También niegan tener conocimiento del intento de invasión de Artur Hawkwing, a despecho de la versión de los Marinos como testigos de vista. La poca información que se ha filtrado revela que los sharaníes están gobernados por un monarca absoluto llamado Sh’boan si es mujer y Sh’botay si es varón. El monarca gobierna como único dirigente exactamente durante siete años y después muere. El gobierno pasa a manos de su pareja, que entonces escoge un nuevo compañero o compañera y reina hasta que muere al cabo de siete años. Esta pauta ha permanecido virtualmente inalterada desde los tiempos del Desmembramiento. La gente cree que las muertes son simplemente la «Voluntad del Entramado». En Shara hay encauzadores, conocidos como Ayyad, a los que les tatúan la cara al nacer. Las mujeres Ayyad hacen cumplir estrictamente las leyes relativas a los de su clase. El ayuntamiento entre Ayyad y no Ayyad está penalizado con la muerte para el segundo, y también para el Ayyad si se demuestra que éste forzó al otro. Si hay un hijo de esta unión se lo abandona a la inclemencia de los elementos para que muera. A los varones Ayyad se los considera simples reproductores para las mujeres Ayyad. A la edad de veintiún años —o antes si dan señales de empezar a encauzar— las Ayyad los matan e incineran los cadáveres. Supuestamente las Ayyad sólo encauzarán si se lo ordena la Sh’boan o el Sh’botay, que siempre está rodeado o rodeada de mujeres Ayyad. Ni siquiera se sabe con seguridad el nombre de esta tierra. Se sabe que los nativos la llaman por muchos nombres distintos, entre ellos Shamara, Co’dansin, Tomaka, Kigali y Shibouya.

Shayol Ghul: Una montaña ubicada en las Tierras Malditas, más allá de la Gran Llaga, donde está encarcelado el Oscuro.

Shen an Calhar: En la Antigua Lengua, «Compañía de la Mano Roja». 1) Un grupo legendario de héroes autores de grandes hazañas y que finalmente murieron defendiendo Manetheren cuando dicha nación fue destruida durante la Guerra de los Trollocs. 2) Una unidad militar formada casi de manera fortuita por Mat Cauthon y organizada conforme al estilo de las fuerzas de combate existentes durante lo que se considera el auge de las artes marciales, en los tiempos de Artur Hawkwing y los siglos inmediatamente precedentes.

Sheriam: Una Aes Sedai del Ajah Azul. La Maestra de las Novicias de la Torre Blanca.

Shienar: Una de las tierras fronterizas. El emblema de Shienar es un halcón negro inclinado.

Shoufa: Una prenda que utilizan los Aiel, habitualmente una tela del color de la arena o la roca, para envolverse la cabeza y el cuello, dejando únicamente la cara al descubierto.

Sin Alma: Véase Hombre Gris.

Siniestro, Viejo: Véanse Oscuro y Cacería Salvaje.

Sisnera, Darlin: Un Gran Señor de Tear que otrora se alzó en rebelión contra Rand al’Thor. Después de ejercer como Administrador del Dragón Renacido en Tear durante un breve periodo, fue elegido primer rey de Tear.

Siswai’aman: En la Antigua Lengua «lanzas del Dragón», aunque el término lleva implícito un fuerte significado de propiedad. Es el nombre adoptado por muchos varones Aiel, pero por ninguna mujer. Esos hombres no reconocen ni mencionan tal nombre (en realidad ningún Aiel lo hace) pero llevan una cinta de tela roja ceñida a la frente, con el dibujo de un disco, la mitad blanco y la mitad negro, que queda encima de las cejas. Aunque normalmente los gai’shain tienen prohibido ponerse ninguna prenda que lleven los algai’d’siswai, muchos gai’shain han empezado a usar la cinta roja. (Véase gai’shain.)

So’jhin: La traducción que más se ajusta a esta locución de la Antigua Lengua sería «lo alto entre lo bajo», aunque algunos la interpretan con el significado de «tanto el cielo como el valle» entre otras cuantas posibilidades. So’jhin es el término que los seanchan utilizan para designar a los sirvientes hereditarios de alto rango. Éstos son da’covale, o propiedad, si bien ocupan posiciones de considerable autoridad y a menudo de poder. Incluso la Sangre procede con gran tiento con los so’jhin de la familia imperial, y a los de la propia emperatriz les hablan como a iguales. (Véanse Sangre, la; da’covale.)

Soldados de Piedra: Véase asociaciones guerreras Aiel.

Soñadora: Véase Talentos.

Sorilea: Sabia del dominio Shende, una Jarra de los Chareen, con escasa capacidad para encauzar y que es la Sabia más anciana de todas, aunque no por tantos años como creen muchos.

Stedding: Tierra natal de un Ogier. Muchos stedding fueron abandonados desde el Desmembramiento del Mundo. La historia y las leyendas los describen como refugios, lo cual se debe a que por alguna razón, indescifrable hoy en día, ningún Aes Sedai puede canalizar el Poder Único, ni siquiera detectar la existencia de la Fuente Verdadera, en el interior de sus límites. Los intentos de esgrimir el Poder Único desde fuera del stedding no surten efecto dentro de sus márgenes. Ningún trolloc entra por propia voluntad en un stedding e incluso los Myrddraal lo hacen únicamente impelidos por una extrema necesidad y con la mayor de las aprensiones. Los propios Amigos Siniestros, cuando están dedicados por entero al servicio del Oscuro, se sienten incómodos dentro de un stedding.

Sucesión: En general, cuando una casa sucede a otra en el trono. En Andor este término se utiliza normalmente para referirse a la lucha por el trono que se desencadenó a la muerte de Mordrellen. La desaparición de Tigraine había dejado la casa Mantear sin una heredera del trono, y transcurrieron dos años antes de que Morgase, de la casa Trakand, ocupara el solio. Fuera de Andor, a este conflicto se lo conoce como la Tercera Guerra de Sucesión de Andor.

Sul’dam: Literalmente, Asidora de la Correa. Es el término seanchan para designar a una mujer que ha superado las pruebas que demuestran que es capaz de llevar el brazalete de un a’dam y controlar, por consiguiente, a una damane. A las jóvenes seanchan se les hacen pruebas para esta habilidad al mismo tiempo y a la misma edad que se realizan para las damane. En Seanchan se considera un honor desempeñar este cometido, que confiere una posición respetable en la sociedad. Muy pocas personas saben que las sul’dam son, de hecho, mujeres a quienes se podría enseñar a encauzar. (Véanse a’dam; damane y seanchan.)

Suroth, Augusta Señora: Una aristócrata seanchan de alta alcurnia.

Sursa: Pareja de finos palillos que se utiliza en Arad Doman como utensilio para comer, en lugar del tenedor.

Tabaco: Una hierba, cultivada en muchas naciones, cuyas hojas, una vez secas y curadas, se queman en recipientes de madera llamados pipas, mediante los cuales se inhala el humo producido.

Taborwin, Breane: En tiempos una aburrida noble de Cairhien que ahora, tras perder fortuna y posición social, no sólo es una sirvienta sino que mantiene una relación sentimental seria con un hombre al que antaño habría mirado con desprecio.

Taborwin, Dobraine: Un señor noble cairhienino que actualmente ejerce como Administrador del Dragón Renacido en Cairhien.

Tai’shar: En la Antigua Lengua, «De la auténtica estirpe de».

Talentos: Habilidades en el uso del Poder Único en áreas concretas. La aptitud en los distintos Talentos varía mucho de una persona a otra y rara vez guarda relación con la fuerza de la habilidad de encauzar de esa persona. Hay Talentos mayores, de los cuales el más conocido es, por supuesto, la Curación. Otros ejemplos son la Danza de las Nubes, o control del tiempo atmosférico, y el Canto de la Tierra, que supone controlar los movimientos de la tierra, como por ejemplo prevenir u ocasionar terremotos o avalanchas. También existen los Talentos menores, a los que rara vez se les da nombre, tales como la habilidad de ver la condición de ta’veren de una persona o copiar el efecto de alterar el destino de los ta’veren, bien que en una área pequeña y localizada que rara vez cubre más de unos cuantos metros cuadrados. En la actualidad muchos de los Talentos sólo se conocen de nombre y a veces con descripciones vagas. Algunos, como el Viaje (la capacidad de desplazarse de un sitio a otro sin cruzar el espacio que media entre ellos), empiezan a descubrirse de nuevo recientemente. Otros, como la Predicción (la posibilidad de prever acontecimientos futuros, pero de una manera general) y el Ahondamiento (la localización de minerales metalíferos y posiblemente su extracción de la tierra) se dan en muy contadas ocasiones. Otro Talento que se tenía por perdido desde hace tiempo es el del Sueño, en el que se incluye, entre otras cosas, la interpretación de los sueños de la Soñadora para augurar eventos futuros de una manera más específica que en el caso de la Predicción. Algunas Soñadoras estaban dotadas para entrar en el Tel’aran’rhiod, el Mundo de los Sueños, y se dice que incluso en los sueños de otras personas. La última Soñadora conocida fue Corianin Nedeal, que falleció en el 526 NE, pero actualmente hay otra, si bien su condición es conocida por pocas personas. (Véase Tel’aran’rhiod)

Tallanvor, Martyn: Lugarteniente de la Guardia Real. Ama a Morgase más que a su propia vida o a su honor. (Véase Morgase.)

Ta’maral’ailen: En la Antigua Lengua, «Trama del Destino». Un gran cambio en el Entramado de una Era, centrado alrededor de una o varias personas que sean ta’veren. (Véase Entramado de una Era y ta’veren.)

Tanchico: Capital de Tarabon. (Véase Tarabon)

Tanreall, Artur Paendrag: Véase Hawkwing, Artur.

Tar Valon: Una ciudad asentada en una isla del río Erinin. El centro del poder de las Aes Sedai y ubicación de la Sede Amyrlin.

Tarabon: Nación bañada por el Océano Aricio. En otros tiempos un país con gran desarrollo comercial, exportador, entre otros productos, de alfombras, tintes y fuegos artificiales producidos por la Corporación de Iluminadores. En decadencia y debilitada por los estragos de una guerra civil y las contiendas entabladas contra Arad Doman y los partidarios del Dragón Renacido, era una «fruta madura» a la llegada de los seanchan, que ahora ejercen un férreo control sobre esta nación ocupada. Destruyeron la casa capitular que tenía la Corporación de los Iluminadores y a casi todos sus miembros los hicieron da’covale. La mayoría de los taraboneses parecen estar agradecidos de que los seanchan hayan restablecido el orden, y puesto que les permiten seguir adelante con sus vidas sin apenas interferir, no desean entablar más batallas para intentar expulsar a los seanchan de su nación. No obstante, hay algunos nobles y soldados que se mantienen fuera de la esfera de influencia seanchan y que están luchando para recuperar su tierra.

Tarmon Gai’don: La última Batalla. (Véanse Dragón, Profecías del y Cuerno de Valere.)

Ta’veren: Una persona en torno a la cual la Rueda del Tiempo teje los hilos vitales de quienes se hallan a su alrededor, quizá de la totalidad de los hilos de las vidas, para formar una Trama del Destino. Se sabe muy poco de este tipo de tejido, salvo que parece, en muchos sentidos, una alteración del azar, de modo que lo que sólo es posible que ocurra, pasa, bien que únicamente en raras ocasiones. El efecto de este tejido es a veces muy localizado; por ejemplo, alguien influido por un ta’veren puede decir o hacer cosas que sólo habría dicho o hecho una vez entre un millón encontrándose en esas mismas circunstancias, o tienen lugar sucesos que parecen imposibles, como que un niño se precipite desde una torre de treinta metros y salga indemne de la caída. Otras veces los efectos parecen extenderse de modo que influyen en la propia historia, aunque a menudo es a través de los efectos localizados. Se cree que ésta es la verdadera razón de que nazcan ta’veren, a fin de que cambien la historia y devuelvan el equilibrio a los giros de la Rueda.

Tear: Una nación a orillas del Mar de las Tormentas y su capital, una gran ciudad portuaria. El emblema de Tear son tres lunas crecientes sobre un fondo mitad rojo y mitad dorado. (Véase Ciudadela de Tear.)

Tejedora Mayor: Título que ostenta la cabeza del Ajah Amarillo. Dicha posición la ocupa Suana Dragand en la actualidad, en la Torre Blanca. Suana Sedai es una de las únicas dos cabezas de Ajah que ocupan actualmente un escaño en la Antecámara de la Torre. Entre las Aes Sedai rebeldes, es Romanda Cassin quien ostenta dicho cargo.

Telamon, Lews Therin: Véase Dragón, el.

Tel’aran’rhiod: En la Antigua Lengua, «el Mundo Invisible» o «el Mundo de los Sueños». Un mundo entrevisto en sueños que, según las creencias de los antiguos, impregnaba y rodeaba el resto de los mundos posibles. Muchas personas pueden entrar durante unos segundos en el Tel’aran’rhiod mientras duermen, pero son muy pocas las que han tenido la habilidad de entrar en él a voluntad. A diferencia de los sueños comunes, lo que les ocurre a los seres vivos en el Mundo de los Sueños es real; una herida recibida allí seguirá existiendo al despertar, y quien muera allí ya no despertará. Aparte de eso, no obstante, lo que se haga allí no tiene ningún tipo de consecuencias en el mundo de vigilia.

Ter’angreal: Una clase específica de los objetos que quedaron de la Era de Leyenda que utilizan el Poder Único. A diferencia de los angreal y sa’angreal, cada ter’angreal fue creado para realizar una función concreta. Las Aes Sedai usan algunos de ellos, pero desconocen los cometidos originales de la gran mayoría. Unos requieren que se encauce para funcionar, mientras que otros puede utilizarlos cualquier persona. Algunos causan la muerte o destruyen la capacidad para encauzar de cualquier mujer que los utilice. Como ocurre con los angreal y los sa’angreal, su método de elaboración se desconoce desde el Desmembramiento del Mundo. (Véanse angreal y sa’angreal.)

Términos Aiel de parentesco: Las relaciones familiares Aiel se expresan de formas complejas que resultan muy enrevesadas para los forasteros, pero que los Aiel consideran precisas. Unos cuantos ejemplos bastarán para demostrarlo, ya que sería necesario todo un libro para dar una explicación completa. Primer hermano y primera hermana son aquellos que tienen la misma madre. Segundo hermano y segunda hermana se refieren a los hijos de la primera hermana o primer hermano de la madre de uno, mientras que las madres segundas y los padres segundos son hermanas primeras y hermanos primeros de la madre de uno. Abuelo y abuela se refieren al padre o la madre de la madre de uno, mientras que a los padres del padre de uno se los llama abuelo segundo y abuela segunda; uno está más próximo, en términos consanguíneos, a la madre que al padre. A partir de ahí, las otras categorías de parentescos se van complicando más y más, embrollándose por factores tales como la posibilidad de que unos amigos íntimos se adopten entre sí como hermanos primeros o hermanas primeras. También se considera la alternativa de que unas mujeres Aiel que sean amigas íntimas a veces se casen con el mismo nombre, convirtiéndose de ese modo en hermanas conyugales, y si además se unen en matrimonio entre sí al igual que con él, entonces la relación es incluso más enrevesada.

Thakan’dar: Un valle eternamente cubierto de niebla situado bajo las laderas de Shayol Ghul.

Thom Merrilin: Un juglar muy poco corriente y viajero empedernido. (Véase juglar y Merrilin, Thom.)

Tia avende alantin: Hermano de los Árboles.

Tia mi aven Moridin isainde vadin: En la Antigua Lengua, «La tumba no constituye una frontera a mi llamada». Inscripción del Cuerno de Valere. (Véase Cuerno de Valere.)

Tierras Fronterizas, las: Las naciones que bordean la Gran Llaga: Saldaea, Arafel, Kandor y Shienar. Su historia es una sucesión continua de ataques y guerras contra trollocs y Myrddraal. (Véase Gran Llaga, la.)

Tierras Malditas: Las tierras desoladas que rodean Shayol Ghul, al otro lado de la Gran Llaga.

Tigraine: Siendo heredera del trono de Andor, tomó por esposo a Taringail Damodred y dio a luz a su hijo Galadedrid. Su desaparición en el 972 NE, ocurrida poco después de la de su hermano Luc, acaecida en la Llaga, desembocó en las luchas llamadas de Sucesión de Andor y en los sucesos que tuvieron lugar en Cairhien, los cuales desencadenaron finalmente la Guerra de Aiel. Su emblema era una mano de mujer asiendo un espinoso tallo de rosa coronado con una flor blanca.

Tocón, el: Asamblea pública de los Ogier. Las asambleas pueden ser de un único stedding o de varios y las preside el Consejo de Mayores de un stedding, pero sólo un Ogier adulto puede hablar ante el Tocón o elegir a un letrado para que lo represente. Estas asambleas suelen celebrarse en el tocón más grande de un stedding y en ocasiones duran varios años. Cuando surge un problema que afecta a todos los Ogier, se convoca el Gran Tocón y a él acuden Ogier de todos los steddings para deliberar sobre el asunto en cuestión. Los steddings se turnan para ser el anfitrión que acoge la celebración del Gran Tocón.

Torre Blanca: El palacio de la Sede Amyrlin de Tar Valon y lugar donde se lleva a cabo la formación de las Aes Sedai. Sede donde radica el poder de las Aes Sedai, localizada en el centro de la gran ciudad insular de Tar Valon.

Torre de los Cuervos, la: La prisión central imperial de Seanchan. Situada en la capital, Seandar, sirve de cuartel general a los Buscadores de la Verdad. En su interior, se encarcela, interroga y ejecuta a miembros de la Sangre, aunque tanto el interrogatorio como la ejecución deben realizarse sin derramar una gota de su sangre. (Véase Buscadores.)

Torres de Medianoche, las: Trece fortalezas de mármol negro sin pulir situadas en Imfaral, Seanchan. Durante la Consolidación de Seanchan fueron el centro del poder militar, y allí tuvo lugar la última batalla de dicha Consolidación, que aupó a los descendientes de Hawkwing al poder. Desde entonces permanecen deshabitadas. Cuenta la leyenda que, en tiempos de extrema necesidad, la familia imperial regresará a las Torres de Medianoche para «rectificar los yerros». (Véase Consolidación.)

Traidor de la Esperanza: Véase Ishamael.

Trama del Destino: Un gran cambio en el Entramado de una Era, centrado en torno a una o varias personas que son ta’veren. (Véase ta’maral’ailen.)

Trollocs: Criaturas del Oscuro, creadas durante la Guerra de la Sombra. De elevada estatura y depravados en extremo, son una deforme mezcolanza de animal y materia humana, y matan por el mero placer de dar muerte. Astutos, engañosos y traidores, únicamente pueden confiar en ellos quienes les infunden temor. Son omnívoros y comen todo tipo de carne, incluyendo la humana y la de sus propios congéneres. Siendo de origen parcialmente humano, pueden cruzarse con la raza humana, pero la descendencia suele nacer muerta o perecer a los pocos meses. Están divididos en bandas de carácter tribal, entre las principales de las cuales se encuentran los Ahf’frait, Al’ghol, Bhan’sheen, Dha’vol, Dhai’mon, Dhjin’nen, Ghar’ghael, Ghob’hlin, Gho’hlem, Ghraem’lan, Ko’ bal y Kno’ mon.

Tuatha’an: Un pueblo nómada, también conocido como los gitanos y el Pueblo Errante, que vive en carromatos pintados con abigarrados colores y sigue una ideología pacifista llamada la Filosofía de la Hoja. Los cacharros que arreglan los Tuatha’an suelen quedar como nuevos, pero el Pueblo Errante está proscrito en algunos pueblos debido a los rumores que corren, según los cuales raptan a los niños e intentan convertir a los jóvenes a sus creencias. Se cuentan entre los pocos que pueden cruzar el Yermo de Aiel sin ser molestados, pues los Aiel evitan todo contacto con ellos.

Turak, Augusto Señor de la casa Aladon: Un seanchan de alta alcurnia, dirigente de los Hailene. (Véanse seanchan y Hailene.)

Unidades de peso: 10 onzas = 1 libra; 10 libra = 1 estón; 1 estón = 5 kg; 10 estones = 1 quintal (50 kg); 1 quintal métrico = 100 kg; 10 quintales métricos = 1 tonelada. (Estas medidas no se corresponden con las reales, sino que son invención de R. Jordán.)

Urdimbre de las Eras: Véase Gran Entramado, el y Entramado de una Era.

Valda, Elmon: Un capitán de los Hijos de la Luz, un hombre impaciente y radical, partidario del refrán «no se puede hacer tortilla sin romper huevos» y que cree que en ocasiones es necesario prender fuego al granero para librarse de las ratas. Se considera a sí mismo una persona práctica y aprovechará cualquier situación ventajosa que se le presente. Está convencido de que Rand al’Thor no es más que un títere de la Torre Blanca y que seguramente ni siquiera puede encauzar. El odio a los Amigos Siniestros (lo que, por supuesto, incluye a las Aes Sedai) es el pilar fundamental de su vida. (Véase Hijos de la Luz.)

Verin Mathwin: Una Aes Sedai del Ajah Marrón a quien se vio por última vez en Dos Ríos con la supuesta misión de buscar jóvenes a las que poder enseñar a encauzar. (Véase Ajah.)

Viajes de Jain el Galopador, Los: Un libro muy conocido de viajes y observaciones, obra de un prestigioso escritor y viajero malkieri. Se imprimió por primera vez en el 968 NE y desde entonces se ha seguido publicando ininterrumpidamente. Jain el Galopador desapareció poco después de terminada la Guerra de Aiel y casi todo el mundo lo da por muerto.

Viejo Siniestro: Véase Oscuro.

Vigilantes sobre las Olas: Un grupo que profesa la creencia de que los ejércitos que envió Artur Hawkwing al otro lado del Océano Aricio regresarán un día, por lo cual mantienen vigilancia en la ciudad de Falme, situada en la Punta de Toman.

Yermo de Aiel: El inhóspito, accidentado y casi estéril país situado al este de la Columna Vertebral del Mundo, y al que los Aiel llaman la Tierra de los Tres Pliegues. Son pocos los forasteros que se aventuran en él, no sólo porque casi le es imposible encontrar agua allí a alguien que no ha nacido en aquel terreno, sino además porque los Aiel se consideran en guerra con todos los otros pueblos y no reciben con buenos ojos a los extranjeros. Los buhoneros, los juglares y los Tuatha’an son los únicos a quienes se les permite entrar libremente, aunque los Aiel evitan todo contacto con estos últimos, a los que llaman «los Errantes». No se conoce la existencia de ningún mapa del Yermo.

Zahorí: En los pueblos, una mujer elegida por el Círculo de Mujeres para ocuparse de su dirección por su sabiduría como curandera, su habilidad para predecir el tiempo y su sentido común. Una posición de gran responsabilidad y autoridad, tanto real como supuesta. Generalmente su importancia se considera equiparable a la del alcalde y, en algunas localidades, incluso superior. A diferencia del alcalde, la Zahorí es designada de por vida y es muy raro que alguna de ellas sea destituida de su cargo antes de morir. Casi tradicionalmente en conflicto con la figura del alcalde. Según los países, su función se designa con nombres distintos, como Guía, Curandera, Mujer Sabia, Sabia o Indagadora. (Véase Círculo de Mujeres.)