La Guerra Divina, el colosal conflicto entre dioses y titanes, destrozó el mundo de Scarn y lo transformó en las Tierras Heridas. También se cobró numerosas bajas, incluyendo a la deidad de los elfo de Termana. Con su desaparición, los elfos perdieron su inmortalidad, su propósito y su futuro. Quedaron abandonados. No obstante, Vladawen, alto clérigo de esta divinidad, no ha abandonado toda esperanza, y lucha por devolver la grandeza a su pueblo del único modo posible: arrancar a su dios de las garras de la muerte.
Pero la resurrección es un asunto peliagudo, un camino de dolor y sacrificios. Para obtener creyentes, Vladawen consigue incendiar una guerra religiosa en la tierra de Darakeene y logra el más que dudoso patronazgo de Belsamez, Diosa de las Mentiras y el Asesinato. Ahora, la única oportunidad que le queda para cimentar la base de su incipiente culto es hallar las reliquias perdidas de su dios... y abandonar a aquellos a quienes más ama.
Rychard Lee Byers
Los Abandonados
Sword & Sorcery:
(Trilogía del dios muerto, vol.1)
Forsaken
Traducción: Pablo Rueda Díaz-Urmeneta
PRIMERA PARTE
Baronía de Piedrarroja, Darakeene
1
Durante horas, el temor se hizo dueño de Vladawen hasta que, finalmente, se dio cuenta de que ya no tenía sentido dudar.
—La han atrapado.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —preguntó Nindom, un hombrecillo enjuto y nervudo, con el tabique nasal desviado y un gusto vistiendo de lo más extravagante, que le hacía recordar a un puñal enfundado en su vaina.
—Necio —dijo Ópalo—, pues porque de no ser así ya habría vuelto ¿No crees? No es fácil colarse en la fortaleza de un mago curtido y, según cuentan todos, el Castillo Piedrarroja es prácticamente inexpugnable. —Fea y huesuda, Ópalo había sido la que menos problemas había tenido para hacerse pasar por una nativa de la zona. A pesar de la imponente presencia del castillo, se trataba de una región rural.
—Qué comentario más inteligente —dijo Nindom—. Me maravilla pensar lo útil que habría sido si lo hubieras compartido con nosotros hace unas horas, es decir, antes de que Lilly se perdiera en la noche.
Vladawen se asomó por el borde de su camastro de paja, descorrió el pestillo del pequeño ventanuco circular y echó un vistazo al exterior. El frío de la noche le hizo estremecerse. En otras circunstancias, después de haber estado respirando el aire viciado de su diminuto dormitorio, lo hubiera considerado un alivio. En cambio, al ver como los vigilantes se dirigían hacia la posada, ni siquiera se le pasó por la mente. Las linternas que portaban brillaban con un resplandor amarillento, marcando su avance a través de las oscuras y serpenteantes calles.
—Los vigilantes de la aldea vienen hacia aquí —dijo mientras agarraba su estoque y se pasaba el manto por encima de los hombros.
—¿Estás seguro de que vienen a por nosotros? —preguntó Ópalo mientras se escurría dentro del informe vestido que hacía pasar por encima de sus enaguas.
—No —dijo Vladawen mientras se colocaba el resto de sus armas—. Pero será demasiado tarde si esperamos a estar seguros. Además, sabemos que antes o después alguien acabará viniendo.
—¿Lucharemos entonces? —inquirió Nindom.
Vladawen estudió con curiosidad al hombrecillo.
—¿Y qué ganaríamos haciéndolo?
El guerrero se encogió de hombros.
—¿La muerte de unos cuantos infieles más? No debería ser demasiado complicado, creo, si son solo unos vigilantes. Tú eres el Matatitanes.
—Eso fue ya hace mucho tiempo, y Sendrian será muy posiblemente el mago más poderoso de todo Darakeene. Debe serlo para haber logrado lo que hizo. —Vladawen se volvió hacia Ópalo buscando su aprobación.
—Sí —dijo ella medio a regañadientes—. No desearíamos estar aquí si es que viene a por nosotros. Pero desde que hemos cruzado la frontera no hemos hecho más que fingir y andar a hurtadillas.
Vladawen cambió el tono de su voz, empleando uno más apropiado para un sumo sacerdote, que rezumaba sabiduría y serenidad:
—Querrías combatir. Lo entiendo. Pero El Que Permanece desea que sirvamos a la causa, no que desperdiciemos nuestras vidas. —Eso pareció convencerles.
Mientras se colocaba una capa ligera de verano sobre los hombros, el clérigo consideraba maravillado la cruda fiereza de los nativos de Wexland. No se trataba únicamente de estos dos, ocurría con todos. Combatían en pro de una deidad de la que hace solo un año ni siquiera habían oído hablar, y que aún debía obrar algún milagro en su favor. Superados en números de ocho contra uno, soportaban una amarga derrota tras otra. Aun así, ninguno conferenciaba o se rendía. Cada revés hacía que aquel asediado pueblo se volviera más decidido, más ávido de derramar la sangre enemiga. Vladawen era incapaz de entenderlo, pero no pasaba un día sin que agradeciera que fuera así.
Se anudó su cinta de tejido de plata alrededor de la cabeza. Nadie se había preguntado nunca por qué la llevaba. Parecía como si quisiera apartarse su larga melena de la cara pero en realidad servía para algo muy distinto.
En las nueve provincias de Darakeene que ocupaban las tierras occidentales del continente de Ghelspad, los elfos comunes, con sus orejas puntiagudas y figuras larguiruchas, no eran algo excepcional. En cambio, no ocurría lo mismo con los elfos abandonados de la distante Termana. Por lo que sabía Vladawen, bien podía ser el único espécimen de su raza maldita en este continente. Le delataban esos ojos tan especiales, completamente negros excepto por los anillos plateados de sus iris. Esto no hacía sino más admirable el fervor de los habitantes de Wexland, ya que ahora combatían contra las otras ocho provincias en nombre del olvidado título de la deidad de Termana, aquella que simplemente era conocida como El Que Permanece. Este dios había muerto, tiempo atrás, durante las Guerras Divinas, y Vladawen estaba dispuesto a revivirlo tanto a él como a su fe. Pero ahora no pisaba tierras de Wexland y debía disfrazarse para pasar desapercibido entre sus enemigos. De ahí la cinta mágica, que envolvía sus ojos con un encantamiento y lo hacía parecer uno más.
El elfo miró furtivamente a su alrededor.
—¿Listos?
—Te esperábamos —dijo Nindom mientras se ajustaba los dobleces de su manto. La prenda le ayudaba a disimular el hecho de que, para alguien que trataba de pasar por un cortesano común, este hombrecillo iba demasiado bien armado.
Los tres compañeros descendieron escaleras abajo. Los escalones, algo destartalados, crujieron repetidamente, pero sin despertar a ninguno de los individuos que, roncando, se apretujaban en aquella estancia común. Sin duda bastantes de ellos tenían el estómago bien lleno de cerveza.
Guiado por la mortecina luz rojiza de la chimenea, Vladawen caminó con cuidado sorteando a los durmientes. Algunos yacían tumbados sobre los bancos y los tableros de las mesas, otros sencillamente se repartían por el suelo. A juzgar por el fuerte olor que reinaba en la sala, muchos de ellos necesitaban un buen baño. Estuvo a punto de apartar la nariz de aquellos sucios humanos antes de recordar que, tras las Guerras Divinas, él mismo había estado vagando durante un siglo y medio en un templo en ruinas, de modo que su higiene personal tampoco era ciertamente impecable.
Alcanzó a desatrancar la puerta, y justo entonces alguien la aporreó desde el otro lado.
Vladawen se dio media vuelta y volvió a toda prisa tras sus pasos, en esta ocasión sin tener especial cuidado en pisar o patear a algunos de los durmientes. Afortunadamente, Ópalo había explorado el lugar el día que llegaron, y el elfo sabía que la posada tenía una salida trasera.
El posadero, en camisón, gorro y zapatillas, salió a toda prisa de la puerta que daba acceso a sus aposentos personales. Nindom le lanzó un puñal. Su hoja se clavó en la carpintería a un palmo de la cabeza del hombre, que se quedó inmóvil, sin mostrar más interés por responder a la llamada de quien aguardaba en la puerta.
Entonces empezaron a escucharse chirridos en la madera. Vladawen miró hacia atrás. Empujada por unos puntos de luz azul celeste, la puerta se desatrancaba y descerrajaba sola, como si unos fantasmas la estuvieran abriendo.
El elfo lanzó a Ópalo una mirada inquisitiva. Ella agitó su cabeza, era incapaz de contrarrestar el conjuro. En realidad no podía culparla, él tampoco podía anularlo. Quizá en otro tiempo, cuando El Que Permanece era una fuerza viva de Termana. Actualmente, sus plegarias eran capaces de obrar apenas unos pocos milagros, y ninguno de ellos serviría para mantener la puerta cerrada.
De todas formas, pensó que no importaba. Él y sus camaradas aún podían escapar por la puerta trasera. Justo en ese momento, un hombre grueso de barba puntiaguda se levantó del suelo. Despertado por todo el alboroto, y probablemente tan borracho como cuando se acostara, el hombre echó atrás su brazo y lanzó un puñetazo. Marcó tanto el movimiento que cualquiera podría haber esquivado el golpe, pero solo en caso de estar mirando hacia aquel tipo. Ópalo lo hacía en la dirección equivocada. El golpe aterrizó en su oído y la tumbó, cayendo sobre un joven que dormía utilizando sus botas como almohada.
Rápidamente, Nindom saltó sobre el corpulento hombre clavándole un puñal o arreándole con la mano libre, Vladawen no pudo determinar exactamente qué había hecho. El guerrero entonces se apresuró a tratar de levantar a la aturdida Ópalo, que fácilmente podía pesar unos veinte kilos más que él. Entretanto, el muchacho sobre el que había caído se retorcía en el suelo.
Nindom era incapaz de levantar a Ópalo, pero Vladawen acabó de hacerlo, ayudándose en la prodigiosa fuerza que su dios le había concedido en los primeros días de las Guerras Divinas. Justo cuando corrió a ayudarla se abrió la puerta. Entonces empezaron a entrar vigilantes, todos perfectamente equipados con sus bandoleras, lanzas y espadas anchas. Ya no había demasiadas dudas de que debían ser ellos. Según se contaba, Sendrian tenía debilidad por todo aquello que fuera remotamente marcial. Incluso había llegado a pasar un mes justo en medio del fragor de la batalla, repeliendo al ejército de Wexland con su magia de combate.
Durante un instante, Vladawen se preguntó si serían capaces de abrirse paso entre los guardias. No fue así. Los vigilantes se dirigieron hacia ellos inmediatamente, al tiempo que el resto de individuos que ocupaban la estancia común se apresuraban a abrir espacio entre los agentes y su presa. Entretanto, el elfo deslizó su mano hacia el interior de su capa.
—¡Quedaos donde estáis! —bramó el capitán de la guardia, un tipo de aspecto agrio cuyo fajín hacía gala de su rango—. Han atrapado a vuestra amiga.
Vladawen sacó la mano y apretó el gatillo de su ballesta de miniatura. El dardo envenenado pasó por encima del hombro del capitán para perforar el mentón sin afeitar del mago que había detrás de él, quien para el elfo suponía una amenaza mucho mayor que cualquiera de los hombres armados. El mago entornó los ojos y se derrumbó.
Sin detenerse un instante, Vladawen agarró el largo látigo de trenza que colgaba de su cinto, al tiempo que Nindom se colocaba a toda prisa junto a él. El humano llevaba un alfanjón en cada mano, y esas brutales armas, como cuchillos de carnicero, desmentían su perfecto atuendo de caballero.
Los vigilantes arrojaron sus lanzas, pero el interior de la posada no era el mejor lugar para hacerlo con acierto. Nindom apartó una de ellas en el aire con la hoja que empuñaba en su mano derecha. Vladawen esquivó otra y atacó con el látigo. El arma sacudió las piernas del capitán, rompiéndolas. Vladawen se mostraba esperanzado. Al menos ese humano ya estaba tambaleándose.
El clérigo había tenido el tiempo justo para cambiar su látigo por el estoque. El resto de los milicianos cargaron, y Vladawen y Nindom se dispusieron a hacerles frente. En los siguientes instantes todo fue confusión y choque de metales. Los dos extranjeros luchaban enloquecidos para impedir que alguno de los guardias los rodeara para atacarlos por la espalda.
Hacía tiempo, cierto maestro de armas había dado a Nindom unas lecciones de esgrima, pero solo unas pocas. Sus maneras eran bastante correctas pero su técnica, en cambio, era algo rudimentaria. Él lo compensaba con rapidez, osadía y una furia medio enloquecida que le inspiraban los enemigos de Wexland.
Por contraste, Vladawen había estudiado muchos años con su maestro. Era fácil apreciarlo en su juego de piernas y en la ausencia de movimientos fútiles que describía con la hoja. Era consciente de que un combate con múltiples contrarios no solía permitir ataques a ciegas o con segundas intenciones, y tampoco alguna otra maniobra ostentosa que fuera del gusto de un espadachín. De hecho, casi apenas cedía alguna finta o engaño, por eso atacaba de forma directa, confiando en su fuerza más que en la sutileza para asestar los golpes certeros que necesitaba.
El poder que su dios le había otorgado y su hoja, de resistente acero élfico, le permitían asestar golpes que atravesaban paredes y arrebatar armas de las manos de sus contrarios. La gente solía preguntarse cómo es que vacilaba antes de enfrentarse a cualquiera. No se percataban de que su fuerza no era infinita, y que podía ser acuchillado, apuñalado o aporreado como cualquier otro.
Clavó el estoque en el hombro de un guardia. El soldado cayó, presumiblemente debido al impacto de la herida. Uno de los aldeanos que habían sido desvelados, una vieja canosa que, evidentemente, estaba a disgusto con las autoridades, lanzó un grito de alegría.
Antes que Vladawen pudiera volver a ponerse en guardia, otro vigilante arremetió contra él por su flanco izquierdo. La espada del tipo describió un círculo cortante e, incapaz de frenar o retirarse a tiempo, el clérigo elfo simplemente se dejó caer para que el golpe pasara por encima de su cabeza. Desequilibrado, el guardia insistía en su ataque. Avanzó otro paso, y pensando que ya estaba demasiado cerca como para luchar con la espada, dejó caer su arma y trató de apresarlo.
Bramando, y empleando cada ápice de su fuerza para atravesar la gruesa chaqueta de cuero con blindaje metálico, Vladawen sacudió con su codo el pecho del vigilante. Al nacerlo, escuchó el crujir de unos huesos. El humano retrocedió y se apretó los brazos contra el torso, gimiendo como si sus entrañas estuvieran a punto de estallar.
Vladawen había logrado librarse ya de todos sus rivales y se giró. Nindom aún lidiaba con dos adversarios, uno era un vigilante y el otro aparentaba ser un matón de bar que había decidido unirse a la refriega. Éste último, que no tenía un arma que fuera mucho mejor que un puñal, agitaba un atizador que había cogido de la chimenea.
El elfo se lanzó al cuerpo a cuerpo, y en medio del caos de la habitación, la confusión de cuerpos amontonados, los gritos y los silbidos estuvieron a punto de suponer su fin. De repente otro contrario surgió entre la muchedumbre. Estaba justo ahí, arremetiendo contra el flanco del clérigo.
Vladawen se apartó de golpe para esquivar la embestida y logró evitar que le alcanzara órganos vitales, pero no pudo impedir que la espada de su enemigo lo hiriese. La hoja rasgó su muslo y raspó el hueso. En un principio fue solo un sobresalto, pero sabía que iba a empezar a dolerle de veras en un momento.
Su atacante era el capitán de la guardia. Tenía las piernas intactas, y estaba listo para asestar otro golpe. Más veloz de lo que Vladawen había previsto, sacó su arma y volvió a atacar, esta vez tratando de lanzarle un tajo hacia el pecho. El elfo retrocedió de un salto justo a tiempo. El agente era demasiado rápido, anormalmente veloz. Evidentemente había consumido alguna poción, o había activado alguna clase de magia que debía guardar para una emergencia. Los emisarios que trabajaban para poderosos lanzadores de conjuros como Sendrian empleaban bastante a menudo tales ardides.
Cada vez se hacía más veloz. Sus movimientos se aceleraban por momentos; perseguía a Vladawen por la habitación progresando con desplazamientos de espadachín.
El elfo se replegaba y se defendía desde la distancia. No creía ser lo suficientemente rápido como para esquivar sus golpes. El capitán se había hecho tan veloz que la única forma de hacerle frente con la espada era anticipando sus movimientos.
Así, amagando para provocar las respuestas del capitán, Vladawen estudió al humano, tratando de hacerse con su pauta de movimientos. Todo espadachín seguía una pauta, y cualquier duelista podía averiguarla. No obstante, Vladawen debía hacer sus cálculos con prontitud, antes de que el arma del capitán se volviera un borrón indistinguible, o de que él se topara con algún muro que le impidiera seguir retrocediendo.
Finalmente logró hacerse con la secuencia de golpes, o al menos eso esperaba. Saltó hacia delante, acortando la distancia entre ambos, y entonces atacó. Lanzó su estoque a toda velocidad sobre la muñeca de la mano con la que su oponente agarraba la espada.
El repentino y feroz ataque, proveniente de un espadachín que hasta ese momento no había hecho más que defenderse, habría sobresaltado a cualquier contrincante. Algunos incluso se habrían quedado inmovilizados, lo que habría permitido a Vladawen volver a acertar. El capitán de la guardia realmente se sorprendió. Durante medio latido, el clérigo pudo distinguirlo en su rostro. Pero en el estado acelerado en que se encontraba, el humano tuvo tiempo de recuperar el control. Paró el golpe a tiempo, aunque al menos lo hizo con el movimiento superior semicircular que Vladawen había esperado y deseado que hiciera.
La réplica del capitán, que voló hacia la garganta de Vladawen, también fue anticipada. Esa fue la única razón que le permitió esquivarla hacia dentro y fintar hacia el pecho de su contrario. Gracias a El Que Permanece, el agente se ciñó a su pauta de combate una vez más. Al tiempo que su espada ancha describía una esquiva lateral, la punta del estoque del elfo subió y bajó para eludir la defensa.
En ese instante, Vladawen se abalanzó para lanzar un ataque a la carrera. El capitán retrocedió y esquivó una segunda vez, pero ni siquiera su aceleración era suficiente. El estoque atravesó su fajín y su brigandina, y se clavó en su torso.
Tras recuperar el equilibrio, Vladawen liberó su ensangrentada arma y echó un vistazo a la habitación. Nindom estaba acabando con el último de sus contrincantes; se encontraba bien, pero el elfo abandonado dio un grito ahogado al ver a Ópalo.
La desgarbada muchacha aún estaba tumbada donde Nindom la había volcado, pero ahora con compañía. Un reguero de sangre señalaba el lugar en el que un vigilante malherido, un hombre canijo con bigote torcido, se había arrastrado hasta ella. Tiraba de su alborotado pelo para echar su cabeza hacia atrás y descubrir su garganta. Justo en ese momento alzaba su puñal.
Aun consciente de que probablemente ya era demasiado tarde, Vladawen comenzó a recitar una plegaria que invocase los ecos de su dios caído, para descubrir que se había molestado en vano. En algún momento, Ópalo debía haber recuperado el sentido e iniciado su propio conjuro, musitando de forma tan baja que su agresor había sido incapaz de oírla. Su cuerpo crepitaba y crujía al tiempo que también lo hacía el del guardia que trataba de agarrarse a ella. El rayo no hizo demasiado efecto sobre Ópalo. Él fue menos afortunado y no paró de agitarse al tiempo que su cuerpo se marchitaba. El aire se inundó de un fuerte olor a ozono y a carne quemada.
Al detenerse la llamarada, Nindom corrió junto a su lado.
—No pudiste ayudarnos pero, como siempre, pudiste arreglártelas bastante bien —dijo.
—Quizá me habría preocupado por ayudarte si mereciera la pena hacerlo.
El hombrecillo sonrió y la ayudó a deshacerse de los restos humeantes de aquel que había tratado de acabar con ella.
Entretanto, Vladawen miró a su alrededor. No parecía que nadie más fuera a atacarles o a dificultar su salida. El dolor punzante de su pierna le hizo bufar, aunque consideró que aún podía esperar para aplicarse el ungüento sanador. Ahora lo más importante era abandonar el lugar a toda prisa.
Los tres caminantes avanzaron a zancadas hacia el patio, en dirección al establo. Allí ensillaron rápidamente sus caballos y se alejaron cabalgando bajo la noche.
Casi toda Piedrarroja dormía, aunque no todo el mundo, no en la segunda noche de la feria. Los celebrantes iban de una copa a la siguiente. Las putas vociferaban a los transeúntes. Los vendedores trabajaban en sus tenderetes, preparándose para la mañana siguiente o simplemente de guardia ante posibles ladrones. Felizmente, ninguno de estos noctámbulos prestó atención alguna a los tres jinetes que galopaban juntos, excepto claro está, para maldecirlos si los caballos viraban demasiado cerca o les salpicaban barro.
—Bueno —dijo Nindom mientras se balanceaba en su silla sonriendo—, después de todo, acabamos con unos cuantos infieles y logramos salir indemnes.
—Es cierto —dijo Vladawen— lo hicimos. —Volvió la cabeza y miró hacia el castillo que se levantaba por encima de los tejados del pueblo, y se preguntó qué fracción del terror que ahora sentía era real.
Frunció el ceño y se dijo a sí mismo que apenas importaba. Nada lo hacía, excepto El Que Permanece y la cura que Éste le ofrecería.
2
Sendrian, Tercer Barón de Piedrarroja, no se las prometía tan felices tras ser la primera persona en la historia que lograra capturar a una criatura única. Ningún sabio había transmitido conocimiento alguno acerca de las cualidades de ese ser y ello, sencillamente, hacía complicado saber el grado de tortura que podría soportar antes de desfallecer y morir.
No obstante, si Sendrian lograba convencerlo para cooperar, el que sucumbiera o no dejaría de ser importante; no pensaba mantenerlo como una simple curiosidad. De este modo, ensartó el largo alfiler en la marioneta, aquella que él mismo había cortado y cosido con sus pálidas y curtidas manos, y pintado con su misma sangre.
La Gran Esfinge Athentia gritó. Su cabeza era semejante a la de una mujer humana... si los humanos tuvieran decenas de varas de altura. Sin embargo, aquel chillido tenía algo de grito de águila y rugido de león. Ese aullido resonó por todas las estancias del castillo.
Del tamaño de una casa pequeña, con el cuerpo de un gran gato y las alas de un ave de rapiña, la esfinge estaba tumbada en el centro del patio, apenas distinguible en medio de la noche, y justo en el centro de un enorme pentáculo de diseño bastante complejo. Sendrian había dibujado esa forma con su propia sangre y, debilitado por la pérdida de fluido vital, la había consagrado en un ritual que había obrado a lo largo de cinco horas. Al finalizarlo se desmayó, y sus servidores temieron que el esfuerzo hubiera sido demasiado para él. Sin embargo, finalmente, logró recuperarse. Una semana más tarde, la trampa que había construido atrapó a su pretendida víctima, cuando la sorprendida Athentia simplemente se despertó en su interior. El barón había oído que incluso el mayor de los oráculos era incapaz de prever su maldición, y ciertamente así era.
—Dime lo que sepas —dijo Sendrian— y el tormento cesará. No soy una persona cruel. No estoy disfrutando con esto. Más bien todo lo contrario.
Athentia lo miró, y entonces de ella pareció manar un intenso poder. Sendrian supuso que trataba de lanzar su infame "maldición del acertijo" y que ya debía haberse percatado de que no funcionaría. El símbolo que la atrapaba dominaba también su magia.
—Te mantuviste al margen de las Guerras Divinas —insistió Sendrian—. Te era indiferente que, después de todo, fueran los dioses o los titanes los que gobernasen el mundo para siempre, ¿Por qué entonces te preocupa quién gobernará Darakeene durante, digamos, el próximo medio siglo? Para ti eso no es más que un parpadeo de tus ojos.
Veloz como un auténtico felino, la Gran Esfinge se volvió contra él y trató de embestir. Se esforzaba por avanzar un solo paso dentro de aquel enorme contenedor, mientras mantenía fija su mirada en él. Entonces, el margen del pentáculo frenó a la criatura, que parecía tener sus zarpas inmersas en barro.
El farol que había colocado a su espalda permitió a Sendrian verse reflejado en aquellas enormes pupilas negras. Se trataba de un tipo regordete y bastante pálido, que estaba perdiendo su pelo castaño a una velocidad desesperanzadora. Era tarde, y ya había sustituido sus terciopelos y joyas, propias de un barón, por unas sencillas sandalias y una túnica. Aún así, seguía portando unas garras de plata en la punta de sus pulgares. Nunca se separaba de ellas.
—¡Nadie me da ordenes! —gruñó Athentia. Hasta ahora no se había dignado dirigirse hacia él; quizá este arrebato suponía un avance.
—¿Ni siquiera durante unos breves momentos? —musitó—. En realidad es bastante sencillo. Wexland ha ensalzado a un dios por encima del resto, desobedeciendo las costumbres de Darakeene y el edicto del Emperador Klum. El resultado es una guerra civil. Con ocho provincias confabulando unas contra otras, no es algo inesperado, pero el conflicto generará sus héroes y sus bajas. Pienso sacar provecho; cuando mi señor y mi hermano caigan en batalla, el emperador me hará Señor de Trumland, y ya solo lo tendré a él por encima de mí.
La Gran Esfinge replicó con desdén:
—No creo que eso sea el final.
—En realidad no. Continuaré trabajando para obrar maravillas al servicio de la Unión, y los herederos del emperador morirán a causa de enfermedades y de desgracias. Cuando ya no quede ninguno, quizá Klum me nombre su sucesor. O, si muere sin que haya ninguno, el pueblo insistirá en que sea yo el que asuma el trono. Será su voluntad. Cuidaré bien de todos ellos.
—Y esperas lograr todo eso con la magia secreta que yo pueda concederte.
—También otearás el futuro para orientar mi estrategia. solo llevará unos cuantos años y una vez que me haga con el cetro te liberaré.
—Mientes.
Sendrian suspiró.
—Mi señora, realmente lamento hacer esto, pero no me dejáis otra opción... —El mago colocó el largo alfiler frente al rostro de la marioneta.
En ese momento una voz chilló.
—¡Mi señor! ¡Mi señor!
Sendrian se volvió, y eso hizo encogerse al escuálido y desdentado guardia que había estado vociferando.
—¿Qué ocurre, Ban? —preguntó impaciente el brujo sangriento.
—La ladrona, mi señor —respondió Ban—, o la espía, si es que lo es.
—La mujer que trepó por la muralla —dijo Sendrian. Se suponía que debía haberla interrogado, pero la Gran Esfinge ejercía sobre él tal fascinación que no se había preocupado por aquella intrusa que, encerrada en la mazmorra, no iba a ir a ninguna parte—. ¿Qué pasa con ella?
—Llevaba esto. —Ban mostró algo negro y suave. Durante un instante, en la penumbra, Sendrian pensó que se trataba de alguna especie de animalito. Finalmente se percató de que era una peluca—. Escondía sus cuernos. No nos percatamos la primera vez que la registramos. De todas formas puede que no signifique nada. Hay otros pueblos aparte de ese en el que su grandeza puede estar pensando, que también poseen cuernos.
—Calla —dijo Sendrian mientras caminaba a grandes zancadas por el pasillo que conducía a la siguiente sección del patio. Ban, aún balbuciendo, lo acompañaba al trote tratando de no perder su paso. Podía sentir cómo sus enormes ojos acusadores lo seguían.
El examen de Athentia era vagamente desagradable, pero la nueva cautiva era más importante ahora. solo podía tratarse de Lillatu, la Mujer de los Cuernos, la famosa comandante de los exploradores y las tropas irregulares rebeldes. ¿Qué estaría haciendo aquí? La guerra se estaba librando bien lejos, allí en Wexland.
No habría recorrido todo ese camino hasta aquí para sencillamente eliminar a Sendrian y acabar con sus esfuerzos militares. Para ella eso podría suponer una o dos victorias, pero él no les había demostrado ser tan peligroso como para que se tomaran esa molestia. De alguna forma, ella y sus camaradas habían logrado averiguar la presencia de Athentia en este lugar. Estaba claro que venía a liberar a la esfinge o a eliminarla. Querría anular esa inagotable fuente de inteligencia y poder arcano que acabaría al servicio del ejército del emperador.
Si los rumores que Sendrian había oído eran ciertos, probablemente los grilletes no habían bastado para contenerla, no si le habían permitido levantarse.
De repente empezó a pensar en los compañeros de Lillatu. Después de haberla capturado, su alguacil, cuyo trabajo era averiguar todo lo que ocurría allá en la ciudad, le había informado de que la intrusa tenía otros tres compinches. Sendrian había dado órdenes de que los vigilantes nocturnos arrestaran a dichos extranjeros, pero si eran tan peligrosos como la chica, esos agentes de paz no habrían estado a la altura de la misión. El mago debería haber enviado a un destacamento de los guardias del castillo, auténticos soldados. Incluso, mejor aún, debería haber ido él mismo.
Bueno, todo eso no importaba ya. Quizá debería despachar a algunos subordinados.
De repente se detuvo y Ban casi se estampó contra él. Ignorando al soldado, se hizo un profundo tajo en la mano izquierda con la garra de plata que llevaba en la derecha. Una marca de sangre cruzó su extremidad y salpicó de fluido el camino de losas.
3
Al despertarse, Lilly fue consciente de que había estado soñando con Vladawen. No recordaba si el sueño había sido alegre. Probablemente, pensó atontada, habría sido infeliz y alegre a un tiempo.
Parecía que la cabeza estuviera a punto de estallarle. Resopló, y pudo sentir una punzada en las muñecas casi igual de dolorosa. Recordaba vagamente haberse perdido en la oscuridad; una flor de luz roja que había florecido en torno a ella, consumiendo su fuerza, y el guerrero que había acudido y que le había pegado en la cabeza con la parte trasera de su lanza.
Ahora, algo parecía mantener pegados sus ojos, obligándola a conservarlos cerrados. Se esforzaba por abrirlos para ver dónde estaba. Por un momento, de forma alarmante, le pareció verlo todo doble. Entonces empezó a distinguir las cosas con claridad, pero no supuso una gran mejoría.
La luz amarillenta de una chimenea descendía por el hueco de una escalera que había a unos cuantos pasos de distancia. Bastaba para iluminar el interior de lo que tenía aspecto de ser una de las mazmorras de Sendrian. En ese momento, parecía ser la única ocupante. Se sentó en el frío y duro suelo, apoyada más o menos en una pared irregular. Alguien le había apresado las manos con unas esposas que le apretaban sobremanera. Aquellos grilletes estaban unidos a través de unas pequeñas cadenas que le obligaban a mantener las manos alzadas por encima de su cabeza.
Se dio cuenta de que había caído de un modo que podía hacer que las esposas soportasen el peso de la parte superior de su cuerpo. Esa era en parte la razón por la que le dolían tanto los brazos. Cambió de posición con rigidez y cautela para aliviar la tensión, pero aun así no pudo evitar que las esposas le desollaran las muñecas. Apretó los dientes para aguantar el dolor y, por un instante, sintió por Vladawen un odio puro, completamente nítido. Después de todo, si estaba así era por culpa suya. Había llegado hasta aquí impulsada por su obsesión.
Examinó los grilletes. No era una experta, pero puede que tuviera una remota posibilidad de abrir las cerraduras. Se puso en pie y comprobó que sus captores habían encontrado y confiscado las ganzúas que escondía en una de sus botas.
Eso le impulsó a hacer inventario. Descubrió que los guardias le habían arrebatado todo, incluso su peluca. Definitivamente sabían quién era, lo que significaba que debía escapar a toda prisa, antes de que Sendrian viniera hasta aquí para interrogarla. solo lo más divino sabía qué secretos podría arrancar de su mente la magia de sangre del barón.
Musitó una plegaria dirigida a El Que Permanece. Secretamente, la verdad era que aquella deidad de Vladawen, muerta y carente de nombre, no le preocupaba especialmente, pero dudaba que alguna otra pudiera ayudarla. Ella misma había ayudado al elfo a enaltecer a esa deidad sobre todos ellos (al menos en Wexland).
Entonces alentó el cambio.
Hace mucho, un elfo de los bosques la había maldecido con una naturaleza draconiana. Aunque caminaba sobre dos piernas, tenía dos cuernos y una pequeña cola puntiaguda, esta última casi siempre oculta tras su ropa. En ocasiones se transformaba por completo en un dragón, un ser terrorífico demasiado enorme y poderoso para los frágiles asentamientos de la raza humana.
Ya habían pasado décadas desde entonces, y sus transformaciones le habían costado su hogar, su rango y bastantes otras cosas. Sin duda hubiera estado encantada de poder deshacerse de ese dragón que mantenía en su interior. Aún así, el paso del tiempo le había permitido aprender a cambiar de forma voluntariamente, y después de eso, hubo veces en las que su alter ego le había parecido tanto una bendición como una maldición. Incluso había contado a algunos de sus compañeros de viaje que era tan dragón como humana, un extraño híbrido, y no la aristócrata maldita que realmente era. En realidad, después de todo, su estado le había permitido hacer cosas que nunca podría haber logrado en su forma humana, y sobrevivir a peligros que, de otro modo, le habrían arrebatado la vida.
Esta podría ser una de esas ocasiones. El problema era que nunca antes había tratado de cambiar de forma con sus muñecas atrapadas en grilletes de hierro. ¿Bastaría la fuerza del dragón para romperlas o éstas seccionarían simplemente su carne, como mantequilla, al aumentar ella de tamaño?
Puede que ninguna de las dos cosas. En ese momento, aquella horrible y diminuta habitación comenzó a girar súbitamente. Empezó a sentirse débil. Cuando se le hubo pasado el mareo, aún estaba en forma humana. Puede que no pudiera cambiar intencionadamente, no mientras estaba en un estado tan débil y lamentable. Sin embargo, si se convencía de ello iba a encontrar su fin, de modo que volvió a concentrarse una vez más.
De nuevo nada ocurrió, excepto que volvió aquel horrible dolor de cabeza.
Entonces, en lugar de impulsar el cambio, sencillamente comenzó a imaginarlo. Recordó esa agonía, breve pero agotadora, que acompañaba a los momentos en que su cuerpo asumía una mayor masa y sus extremidades se estiraban. El dolor agudo que sentía al agitar sus alas después que éstas le brotaran de la espalda y cómo su morro, una vez más, aumentaba de tamaño. El calor en su vientre, durante un instante abrasador y repugnante, y al momento siguiente de una agradable calidez.
En ese instante le creció la cola, asomándole entre las piernas, saliendo bajo su ancha falda negra y serpenteando hasta el suelo como una víbora. Le desapareció el pelo y le brotó una cresta de su espina dorsal. Sus ropas se deshicieron, filas de escamas se dibujaron bajo su piel, y entonces la transformación tomó un último impulso mientras todo su cuerpo crecía y se deformaba, incluidas sus muñecas.
Los grilletes le rasgaban la piel, y el dolor era tan agudo que pensaba que verdaderamente acabaría perdiendo las manos. Estaba segura de que el hierro ya había rebanado su carne y ya estaba triturando sus huesos. Comenzó a gritar, y justo en ese momento las esposas se hicieron pedazos. Estaba libre. Su grito emergió como el aullido atronador de un dragón y su metamorfosis finalizó con un último impulso.
La confusión de su mente había hecho que el cambio, que habitualmente era casi instantáneo, hubiera tenido lugar durante un centenar de agotadores latidos. No obstante, parecía haberse completado con éxito. Encogida bajo un techo demasiado bajo para un dragón, examinaba sus zarpas anteriores con sus dedos planos y las garras largas y ganchudas. No dolían tanto como antes, y contrariamente a lo que había pensado llevada por el pánico, los grilletes no le habían seccionado la carne hasta llegar al hueso. Es cierto que las extremidades anteriores le sangraban, pero calculaba que seguían siendo funcionales.
Una voz temerosa gritó al final de las escaleras. Lilly miró hacia arriba. Dos hombres armados, presumiblemente sus carceleros, miraban hacia abajo desde el descansillo de la estrecha escalera. Debían haber escuchado su rugido.
Uno de los combatientes arrojó una lanza, que rebotó en las escamas de su hombro. Ella respondió con un bufido de su aliento abrasador y venenoso. Los guardas se quedaron estupefactos, se echaron al suelo y se desmayaron. Uno de ellos cayó rodando por las escaleras.
Las volutas de aquel mortal vapor se disiparon. Lilly esperó un momento, asegurándose de que no hubiera más guerreros listos para tenderle una emboscada, y entonces adoptó de nuevo su forma humana. Así era más vulnerable, pero no le quedaba otra opción. La forma de dragón era demasiado grande como para atravesar las escaleras y la puerta. Para su alivio, el cambio esta vez tuvo lugar más rápido. Subió corriendo los escalones y atravesó el calabozo que había tras ellos.
En su huida por el interior de aquella torre fue de un lado para otro, tomando varios caminos, desorientada hasta que, finalmente, encontró la ruta de salida. Estaba de suerte. Era tarde y no había mucha gente despierta, y los que lo estaban no la advirtieron. Finalmente llegó frente a una puerta, grande y pesada, y al espacioso patio al que ésta daba acceso, un espacio rodeado de altos muros y con un pozo cubierto en su centro.
Cuando alcanzó aquel lugar, Lilly consideró tratar de salir del castillo utilizando sus pies humanos. Realmente no hubiera tenido mucha suerte de haberlo intentado de esa forma. Incluso un maestro asesino (y ella se consideraba tan buena en ese arte como el que más) podía cometer el error de caer en trampas mágicas. Así que una vez más deseó el cambio. En la oscuridad, los ojos de los dragones eran más capaces que los de los humanos, y ahora podía distinguir a dos hombres que accedían al patio a través de un pasillo de forma abovedada.
Realmente no le preocupaba quiénes podían ser. solo quería escapar. Abrió sus alas, arremetió contra ellos y tomó impulso hacia arriba. Sobre su cabeza tomó forma, repentinamente, una techumbre que parecía estar hecha de una luz verdosa y que se extendía de un extremo a otro los muros, sellando el recinto como una tapa que cubriera una olla. Lilly chocó contra ella y descubrió que era tan dura como el propio granito. El impacto la dejó medio atontada y la envió, agitándose, de vuelta al suelo.
A duras penas logró aterrizar. Uno de los hombres, el más orondo, vestía una túnica. Recordaba haber visto antes aquella cabeza redonda y pelada. Había sido a lo lejos, en el campo de batalla. Era Sendrian, el Barón de Piedrarroja, y la había atrapado. Probablemente eso significaba que el único modo de escapar era haciéndolo sobre el cadáver de aquel brujo. Su cola barrió los adoquines mientras se giraba para encararlo.
Sendrian y el guardia que lo acompañaba, claramente asustado, aún se cobijaban bajo el arco. El barón elevó sus manos y utilizó las pequeñas hojas que tenía en los pulgares para cortar su cuero cabelludo. La sangre le chorreaba por la cara. Parecía que se le estuviera introduciendo en los ojos, pero no aparentaba importarle.
Lilly tomó aliento y seguidamente expulsó sus gases venenosos en dirección al mago. Los vapores se disiparon al alcanzar la entrada. Anticipando su siguiente movimiento, Sendrian había preparado una defensa.
—¿Lo ves, mi señora? —preguntó el ensangrentado brujo—. Eres incapaz de hacerme daño. Si te rindes, tampoco yo te haré daño a ti. —La sangre que surcaba su rostro se prendió y el mago quedó envuelto en una llama pálida que, evidentemente, no le causaba daño alguno.
Lilly embistió y atacó con sus garras, provocando los chillidos del soldado. En realidad estaba tras su maestro y no tenía muchos motivos para alarmarse. Apresó al mago entre las garras de una de sus zarpas y lo sacó de su refugio. Lilly había esperado que sus uñas pudieran clavarse en Sendrian, pero de algún modo éste logró escurrirse de su presa, dejando atrás únicamente un jirón de su algodonada ropa.
—La gente dice que eres una asesina —dijo el brujo. Lilly trató de encontrarlo pero, de repente, era incapaz de establecer con exactitud dónde se había escondido—. Supongo que Lord Gasslander te contrató para que me combatieras. Bien, mi bando te ofrece el triple. Te lo garantizo personalmente.
Si fuera así de sencillo..., pensó Lilly. Así era antes de que la maldición de una diosa me obligara a amar a un elfo obsesionado con resucitar al divino hermano de ésta ¡Maldita seas, Belsamez!
Lilly se olvidó de los reproches para concentrarse en lo que tenía entre manos: el combate. Batiendo las alas, volvió su cuerpo para hacer frente al centro del patio. Allí, varios Sendrian, todos idénticos, ocupaban las cercanías del pozo. Se abalanzó y dio cuenta de dos de ellos, pero éstos sencillamente se disolvieron en una bruma bajo sus garras. Ninguno era el auténtico mago.
En ese instante, su escamosa piel de dragón comenzó a escocerle en cientos de puntos diferentes. Unas endemoniadas partículas, una especie de arenilla dura como el hierro, se arremolinaban en torno a ella como un diablo de polvo del desierto de Ukrudan. Saltó para librarse de aquella nube, retrocediendo, pero solo para toparse con más duplicados de Sendrian. Enfurecida, trató de aplastarlos a todos con su peso. Apresó a un par de ellos y también a la estructura del pozo; la pequeña casucha se hizo pedazos bajo su vientre.
Una vez más no había logrado acertar sobre el auténtico Sendrian. La prueba era una viscosa sustancia que surcaba el aire y que, tras chocar contra ella, se adhirió a su cuerpo. Casi al instante, la mucosidad se prendió en llamas, provocándole un dolor abrasador e insoportable. Lilly se tiró al suelo y giró de forma frenética. En plena agonía, aún cuidaba de no ir a parar contra la nube arremolinada de polvo que aún ocupaba parte del patio. Cuando consideró que el efecto mágico había desaparecido golpeó, veloz como una serpiente, a dos Sendrian más. A uno de ellos lo hizo trizas con sus garras y el otro desapareció bajo sus colmillos. Entonces miró a su alrededor. Por lo que podía distinguir, ya solo quedaba uno de aquellos rechonchos magos, y éste parecía avanzar hacia el arco. Siempre es el último, pensó.
Se preparó para saltar sobre él. El mago, mientras, levantaba una mano ensangrentada que mostraba un destello plateado en su pulgar. En ese momento, un frío espeluznante descendió desde la palma de la mano del brujo hasta el largo y serpentino cuello del dragón.
Lilly jadeaba y retrocedía, tratando de recuperarse. Sendrian, por su parte, había alcanzado el pasadizo abovedado y agarraba al acobardado guerrero por el hombro. La sangre manaba de los poros del combatiente, estallando en un mar de llamas blanquecinas. El guerrero se sacudió, pero no pudo zafarse de la presa de su maestro. El brujo había adquirido una fracción más de poder al consumir la sangre de su secuaz, y Lilly rezaba para que ésta no fuera suficiente para salvarlo. Cargó, y de repente se encontró sumergida en medio de un diluvio de granizo. El hielo la golpeaba como una lluvia de flechas y acabó por derrumbarse. Trató de levantarse, pero fue incapaz. Podía sentir cómo se le escapaba la conciencia y la oscuridad la iba envolviendo.
Sendrian empujó a un lado la cáscara vacía de su sirviente.
—Qué pena de hombre —dijo—. Después de todo era bastante leal ¿Por qué los apresados nunca me escuchan? ¿Por qué lo ponéis siempre tan difícil?
Lilly quiso replicar, pero no logró articular palabra alguna. Mientras su cuerpo se encogía al recuperar la forma humana, sus extremidades se deslizaron por el suelo empedrado. Así solía ocurrir siempre que el dragón dormía, y supuso que era comparable al estado en que se encontraba en ese momento.
Sendrian bajó la vista hacia ella.
—Bueno —dijo—, has rechazado mi hospitalidad. Me veré obligado a confinarte con cierto rigor. Afortunadamente, ya hace tiempo que concebí el modo de encerrar a seres mágicos o cuya naturaleza no esté muy definida.
4
No había duda de que el ancho puente pedregoso en forma de arco era uno de los lugares más pintorescos de la baronía, pero Nindom y sus camaradas galoparon para cruzarlo sin detenerse a admirar la vista que había sobre el río. Hacia la mitad de su arco, el pequeño guerrero miró hacia atrás, asegurándose de que no los seguían. La villa estaba en calma, pero no se podía decir lo mismo del castillo. Afortunadamente, el rostro de marfil de la Luna de Belsamez reflejaba unas oscuras siluetas entre las almenas del castillo. De otro modo nunca las habrían avistado.
—¡Continuad avanzando! —vociferó Nindom.
Ópalo y Vladawen le tomaron la palabra. Galoparon atravesando el puente. Asustado, el encargado del peaje, cuyos pies desnudos habían sobresalido de la ventanilla del puesto de cobro un instante antes, se adentró en el bosque a gran velocidad. Los extranjeros lo seguían de cerca, avanzando por los serpenteantes senderos que discurrían hacia el interior. Nindom sentía las ramas sobre su cabeza, así que ahora le preocupaban algo menos los exploradores alados. En realidad eran cosas peores las que temía en ese momento. Era imposible imaginar qué clase de tretas emplearía el brujo sangriento.
Vladawen dio finalmente el alto.
—Bien —dijo Nindom, bajando de su yegua negra—. Un poco de descanso no nos hará mal, y luego de vuelta a Wexland. —Destapó un frasco de cuero que llevaba en su silla de montar. El agua que contenía sabía tibia y rancia (no había podido cambiarla desde su llegada a Piedrarroja) pero era mejor que nada.
—No —protestó Vladawen bajando de su montura y dando un golpecito en la nuca de su ruano castrado—. Huir era la única forma de esquivar el ojo de Sendrian. Pero ya lo hemos conseguido, y ahora tenemos una misión que completar.
—Debes estar bromeando —dijo Nindom. Sentía bastante aprecio por el clérigo que había traído el mensaje del dios a Darakeene, incluso secretamente lo veneraba, pero en ocasiones el profeta le daba impresión de ser algo demente. Quizá sería por el hecho de ser un elfo abandonado, despojado de su inmortalidad.
Sin bajar de su montura, Ópalo dijo:
—Espero que seamos capaces de hacerlo, Vladawen, y desearía también rescatar a Lilly, si es que aún sigue con vida. Pero precisamente tú fuiste quien dijo que no ayudaríamos al dios haciendo que nos mataran sin sentido.
—¿Lillatu? —replicó Vladawen—. Lamento su desgracia, pero eso no tiene nada que ver. —Por su tono de voz, cualquiera habría podido decir que así era—. ¿Cómo esperas poder ganar esta guerra y hacer que, al menos en Wexland, el pueblo adore a El Que Permanece por encima de todos los demás dioses?
—¿Acabando con todo el que se oponga? —dijo Nindom. Pensar en tal masacre le hizo sentir una punzada de excitación. Realmente era divertido. Toda su vida había sido un duelista y un camorrista, un rufián de tres al cuarto (tenía cierto don para esas cosas, y eran mejores que cualquier trabajo honesto), pero nunca le había atraído la violencia en la forma que lo hacía ahora. Pensó que la diferencia estaba en tener una causa justificada, o mejor, sagrada, por la que combatir.
—Wexland carece de la capacidad suficiente —dijo Vladawen—, no importa cuánto nos esforcemos en pensar lo contrario. La esfinge es nuestra única esperanza.
—¿Y qué pasa si... —dijo Ópalo— si ella no lo sabe o se niega a decírnoslo? ¿Qué pasa entonces?
—¡Basta ya! —bramó Vladawen—. Yo debo intentarlo, y vosotros dos me ayudaréis.
Nindom y Ópalo cruzaron sus miradas.
—Bien —dijo el pequeño espadachín—, ya que nos lo pides tan amablemente, supongo que podremos considerarlo.
Ópalo descendió con torpeza del caballo. Por un instante, la bota de la maga se había enganchado en el estribo, y parecía que fuera a caer de su grupa. Nindom acudió a ayudarla, pero ella pudo arreglárselas sola.
—Coincidirás —preguntó, mirando a Vladawen— en que Lilly era la mejor de todos nosotros para colarse en el castillo.
—Sí —respondió Vladawen.
—Aunque parece que cometió un error con las defensas de Sendrian —dijo Nindom—. Imagino que con las mágicas.
—Estoy de acuerdo —dijo Ópalo. Nindom le ofreció el frasco de agua y ella se echó un poco por la nuca. Bebió y luego se secó con la parte de atrás de su mano grande y callosa—. Una defensa tan poderosa que no permite que ni siquiera Lilly pueda cambiar a dragón y volar, o abrirse camino a golpes.
Una sombra de impaciencia atravesó el rostro de Vladawen, que podría considerarse apuesto si no fuera por sus facciones demasiado agresivas.
—Todo eso está más que claro.
—Lo que no lo está —dijo Ópalo— es cómo esperas tener éxito allí donde Lilly fracasó. ¿Crees que puedo disipar los encantamientos del castillo?
—No —respondió el elfo—. Ya sé que no estás a la altura del mago Sendrian.
Nindom escuchó un leve batir de alas sobre su cabeza. Tomando aliento, miró hacia arriba y oteó el cielo. Finalmente avistó un buho que merodeaba por la zona y volvió a centrar su atención en la conversación.
—Si no somos capaces de colarnos, y Ópalo es demasiado inútil para hacernos entrar con un conjuro, entonces no tenemos ninguna oportunidad ¿No es así?
—No —dijo Vladawen—. Lo haré como lo hace todo el mundo, por la puerta principal.
—¿Cambiando de aspecto? —preguntó Ópalo.
—Exacto.
Agitó su cabeza con desaprobación.
—Puede que el dios te permita hacerlo, pero aún sigue siendo una invocación bastante simple. Es demasiado fácil que alguien preparado te descubra. Y no dudes que Sendrian lo está. Es demasiado arriesgado.
—No si lo hago adecuadamente, sin que nadie me preste la menor atención. Y vosotros haréis que eso sea posible. —El elfo expuso su plan.
—Eso suena horriblemente peligroso —dijo Nindom—. Tanto tu parte como la nuestra.
—Nuestras vidas pertenecen a El Que Permanece.
—Sí claro pero... escucha un momento, Ópalo será tan inútil en esta misión como acostumbra. Esta torpe vaca no hará sino estorbarme. Además, si vamos nosotros dos solos, quedará alguien que pueda avisar a Lord Gasslander pase lo que pase. Wexland necesita saber si ha perdido a su sumo sacerdote.
—Este plan necesita de vosotros dos —replicó Vladawen.
—Por supuesto —dijo Ópalo, fulminando con la mirada a Nindom—, especialmente porque además de mí solo tienes a esta pequeña rata grasienta, que se meará en los pantalones y esconderá la cola ante la menor señal de problemas. En realidad, creo que ninguno deberíamos meternos en esto, y tú menos que nadie, Vladawen. El dios sabe que eres demasiado importante para estar correteando por territorio enemigo. De todas formas, si es imposible que cambies de opinión, la respuesta es sí, puedes contar conmigo.
Nindom hizo una mueca.
—Madriel me guarde de las mujeres demasiado obstinadas para aceptar órdenes. Bien, de todas formas no es que tampoco vayamos a suicidarnos, al menos por ahora. ¿Haces tú la primera guardia, Vladawen? —De hecho, el elfo, que no necesitaba demasiado descanso, y mucho menos en el justo sentido de la palabra (cerrando los ojos, etc.), se encargó de la mayor parte de la tarea de guardia. Los dos humanos se ocuparon de los caballos tanto como las circunstancias se lo permitieron. Buscando un lugar más cómodo sobre el que reposar sus cabezas, se adentraron entre los árboles. Fueron por separado, y se encontraron en la oscuridad.
Nindom sabía que era una idiotez. Vladawen era consciente de que estaban juntos, y eso no parecía preocuparle. Aún así, Nindom y Ópalo, ambos individuos reservados, no se sentían cómodos reconociendo su vínculo en presencia de otros. Era más cómodo seguir jugando a su juego de desprecios e insultos.
Se amaron tan incontenible y apasionadamente como siempre. Era extraño: antes de que Vladawen trajese al dios a Darakeene, Nindom había estado con bastantes mujeres hermosas y, cuando se había dado el caso, había sido diestro en las artes amatorias. Aún así, ninguna de ellas le había estimulado tanto como Ópalo. Cuando acabaron, no deseaba más que reposar junto a ella y dejar la mente en blanco. Ella, en cambio, cerró el puño y le golpeó con los nudillos.
—¿Qué era esa tontería de volver sin mí? —preguntó.
—¿Y por qué deberías ir? Vladawen perdió a Lilly y ahora quiere que yo te pierda a ti. —Sabía que estaba diciendo tonterías pero en ese instante las sentía como verdad.
—Creo que una parte de él se alegra de haberse librado de Lilly, pero eso no tiene nada que ver. ¿Por qué te empeñas en mantenerme fuera del combate, como si fuera la frágil y débil damisela de una balada?
—Puede que sea por haber visto aquel puñal en tu garganta.
—Maté a ese hijo de perra, ¿no? Además, sabes que el elfo tiene razón. Debemos servir al dios sin importar el riesgo que corramos.
Él suspiró.
—Lo sé.
5
Kolvas ni siquiera alcanzaba a divisar el castillo, y apenas distinguía una enredada trama de líneas rojas en la oscuridad. El tal Sendrian, quienquiera que fuese, había protegido bien su fortaleza contra intrusiones procedentes de otros niveles de la realidad. Aún así, Kolvas estaba seguro de que prevalecería la magia de su mentor. Según su maestro le había enseñado, las sombras florecen por todas partes y la oscuridad acaba por absorber a todas las cosas. Avanzó, y la trama escarlata brilló con más fuerza. Entonces algo lo golpeó hacia atrás y lo hizo caer.
Al dar con su trasero en el suelo, aquel turbio mundo que en ese momento habitaba, borroso y difuminado, se hizo de repente tan sólido e implacable como la atestada tierra. Maldijo la sacudida de dolor y se frotó la espalda mientras se ponía en pie. Echó un vistazo a su alrededor, mirando el cielo, desnudo de estrellas, que cubría el cerro y la oscura aldea que había a sus pies. Las sombras daban refugio a habitantes extraños y hostiles aunque, gracias a Belsamez, ahora no parecía haber nadie por los alrededores. Kolvas podría centrar su pensamiento en el problema que lo ocupaba.
Su maestro no había tardado en hablarle de cómo el mundo de las sombras extiende sus zarcillos sin freno alguno. Si esto era cierto, deberían también penetrar en el Castillo Piedrarroja, y él solo tendría que encontrar el lugar de entrada de los mismos. De esta forma, y empleando más las aptitudes arcanas que había desarrollado a lo largo de sus estudios que sus propios ojos, examinó el refulgente patrón escarlata. Finalmente, acabó descubriendo un desperfecto y avanzó confiado hacia él.
En esta ocasión, la trama de luz lo empujó con tanta dureza que, por un momento, Kolvas llegó a perder la conciencia. Cuando despertó, tirado en medio de una oscura pendiente, pudo notar el sabor de la sangre, que parecía agitarse y arder en el interior de su boca. Escupió y pudo ver que la sangre también era luminosa. Se retorció por el suelo y se incorporó de nuevo entre la trama refulgente.
La vista era desconcertante, incluso para un adepto de las sombras (una distinción que Kolvas podía reclamar justamente, aún cuando ni siquiera se acercaba al poder que ostentaba su señor). Preocupado, se preguntó si el dibujo lo golpearía con más fuerza ahora que había probado su esencia. Nunca había tratado especialmente con la brujería de sangre.
Bueno, pensó con una chispa de ironía, siempre puedo dar media vuelta y volver a casa. Había cruzado todo Ghelspad esa noche o, técnicamente, había atravesado el velo de las sombras que lo englobaba, viajando a una velocidad bastante considerable a través de él. Puedo volver a hacerlo si es necesario.
¿Y qué diría su maestro al verlo regresar arrastrándose a casa sin haber cumplido su cometido? Podría decidir que Kolvas no era merecedor de su auspicio. Podría expulsarlo, y eso sería bastante más que vergonzoso. Sería desastroso. Kolvas conocía su ingenio y decisión, pero no se consideraba líder de huestes ni intrigante de excepcionales tramas, e imaginaba que su única oportunidad para ascender en aquel mundo era la de distinguirse al servicio de su brillante líder. Siendo así, su ambición no le dejaba otra posibilidad que no fuera la de enfrentarse a lo que tenía entre manos, y dejar de preguntarse agriamente por qué su maestro no había venido a resolver por sí mismo este inquietante problema mágico. Su preceptor era tan grandioso como un rey, de hecho era un rey en ciernes, y esa clase de augustos personajes no suele molestarse en nimiedades. Envía a individuos menores, emisarios, espías, asesinos o jóvenes iniciados, ansiosos por destacar cumpliendo cualquier miserable tarea.
Cuidando de no abordarla prematuramente, Kolvas estudió la barrera. Parecía alguna clase de cerco, una imagen centelleante, algo que le recordaba a una muralla. Finalmente pudo encontrar una diminuta irregularidad, una zona en la que el dibujo parecía ser solo un esbozo, como si en ella el carboncillo se hubiera emborronado. Aún así, la imperfección era demasiado pequeña para que un humano pudiera atravesarla. Incluso una mosca lo hubiera tenido complicado. Pero quizá eso no importaría. Kolvas se concentró y logró ensanchar aquella imperfección.
Entonces, acompañado de un siseo líquido, el resplandeciente dibujo se transformó, ensanchándose para agarrarlo como lo haría un par de manos. Kolvas trató de saltar hacia atrás, pero fue demasiado lento. La red de luz de color rojo brillante tejió sobre él una porción de sí misma. Dejándose llevar por el pánico, Kolvas trató de alargar su mano, agarró una de las hebras e intentó descoserla. No fue capaz de liberarse y solo consiguió que aquel delgado filamento le rasgara la palma de la mano. Pudo sentir una ligera sensación de mareo al tiempo que el cable succionaba su herida. Tiró para liberar su mano con un aullido de repugnancia.
Desgraciadamente, la trama era reacia a dejar de obstaculizarlo, y comenzó a rodearlo como una cuerda que se estira. O puede que le estuviera lanzando zarcillos que se comportaban como miles de diminutas raíces que avanzan por la tierra en busca del agua más preciada. Fuera como fuese, su intención era la de penetrar en su piel y consumir su sangre. Era incapaz de diferenciar en la trama algún otro posible hueco potencial, ni siquiera uno parecido a aquel en el que había fracasado. Con la red en movimiento, todo se volvía una confusión escarlata.
En medio de su desesperación, empezó a girar la mano con un compás casi místico. De repente estaba empuñando una clava de combate, que se había formado a partir de la misma oscuridad que constituía el mundo que había fuera de ese capullo que lo envolvía. Entonces balanceó el arma contra los filamentos de aquella maldita luz.
El primer impacto simplemente le hirió la misma mano que ya tenía ensangrentada y cortada. El segundo hizo que la clava titubeara y casi se desvaneciera, como si estuviera a punto de disiparse en la nada. El tercero, en cambio, lanzado con un aullido de rabia y terror, dio de lleno en su prisión. Parte de ella se deshizo en pequeños fragmentos, como si hubiera despedazado la preciosa vidriera de un templo.
Tras el hueco que había abierto, en medio de la oscuridad de la noche, esperaba el reino físico, aunque carente de esa oscuridad presente en el peligroso trecho que Kolvas había recorrido para llegar hasta aquí. Se abrió paso sin dar una sola oportunidad al capullo de repararse, y el inverosímil hueco de entrada por el que había salido se encogió de golpe tras él.
Miró a su alrededor, y descubrió que había aparecido en una especie de callejón, un corredor que discurría entre dos de las muchas torres y torreones que constituían el castillo. Los sirvientes debían utilizarlo como atajo, para ir y venir sin llamar la atención. A esa hora estaba desierto y era un lugar seguro para tomar aliento. Se dejó caer contra una pared, jadeante, quizá temblando por unos instantes, casi sin acabar de creerse que había conseguido librarse de aquella horrible trampa.
No obstante, y gracias a los secretos de su maestro, así había sido. Las sutiles sombras habían prevalecido frente a la poderosa y grosera magia de sangre. Kolvas nunca había estado más seguro de que se había aliado con la persona adecuada.
Pronto, el maestro y sus seguidores gobernarían una ciudad situada muy lejos de aquí. Entonces Kolvas iría en busca de algún alguacil, verdugo o magistrado y lo convencería de que ninguna ley justa acaba con los padres de un joven chiquillo a cambio de unas pocas miserables monedas y una o dos palizas en un callejón. Después de eso, daría con los tipos que le habían escupido y se habían mofado de él en el orfanato, mientras se esforzaba por sobrevivir en las calles, y les daría su merecido. Pero esa feliz mañana solo llegaría si servía hoy bien a su maestro. Se irguió y cuadró sus huesudos hombros, percatándose de que aún le sangraba la mano.
Sea cual fuera la forma que iba a adoptar en ese momento, no debería importar, pero ¿por qué arriesgarse a vagar por la fortaleza de un mago de sangre con una herida abierta? ¿Estaba realmente en la fortaleza de un mago de sangre? ¿Era ese el término preferido para un brujo de sangre en esos días? Abandonando esos pensamientos, arrancó un pedazo de tela de su chaqueta e improvisó un vendaje.
Entonces concentró su voluntad y comenzó a menguar, no simplemente reduciéndose y achicándose, sino renunciando a su propia solidez. En un instante, se había convertido en la sombra de un gato, adherida al muro más próximo y virtualmente invisible en la penumbra (siempre que el observador no poseyera los ojos adaptados a la oscuridad propios de un morador de las cavernas o un mago de las sombras).
Si hubiera podido emitir algún sonido, Kolvas se hubiera reído. Era posible que la sombra de un gato no fuera la forma más formidable que pudiera asumir un lanzador de conjuros, pero era realmente útil, y había algo en todo ello que le divertía. Incluso cuando fue un andrajoso pilluelo, que observaba a los hechiceros en las calles, siempre le había divertido cualquier magia que pudiera hacer cambiar las cosas de forma.
Fluyó hacia delante, a veces como una sombra dibujada en una superficie vertical, en otras ocasiones como un borrón en el suelo, a menudo bastante denso y otras veces fantásticamente estirado. De algún modo, a través de algún truco que la mente no podía comprender, lograba percibir las cosas y avanzar en su camino a pesar de su naturaleza bidimensional.
Casi todo lo que había en el castillo de Sendrian le era familiar en esencia, aunque también a menudo le parecía extraño debido a su forma, sus adornos o a su diseño en particular. Aquellas diferencias hicieron pensar a Kolvas que, por primera vez en su vida, estaba en la parte oeste del continente. En realidad en la parte más occidental del mismo, en un imperio que limitaba con el Mar Floreciente. Era irónico. Había crecido cerca de la costa del Mar Sangriento, un océano que había adquirido un rojo sangriento a causa de la sangre de un titán (al menos eso contaba la historia). Ahora había viajado atravesando todo Ghelspad hasta la misma orilla del mar que era conocido por su belleza y pureza, para arrastrarse al instante hacia la guarida de un mago de sangre. Parecía que su vida no se libraba de un trasfondo ciertamente sanguinolento.
Interrumpió sus cavilaciones al descubrir una disposición de complejas runas que adornaban una de las paredes. Los símbolos eran una especie de indicador que le señalaba la dirección a seguir. Probablemente eran también un aviso de defensas mágicas adicionales. solo tenía que esperar que aquellas trampas y guardianes simplemente ignoraran a un fantasma diminuto como él.
Se deslizó entre las hojas de una puerta doble y avanzó hacia delante, descendiendo por un pasillo, superando pequeñas hojas invisibles cargadas con magia. Se trataba de protecciones peligrosas, pero no poseía carne alguna que pudieran cortar o sangre que pudieran saborear, de modo que eran incapaces de reconocer su intrusión. Eran formidables, pero no tan sensibles como los encantamientos que protegían a todo el castillo, y que ya había superado.
Una de las hojas de la siguiente puerta doble que había al final del pasillo estaba abierta. Tras ella era posible distinguir una antigua torre de construcción cuadrangular y un patio, y ambos apestaban a magia de sangre. Incluso si no hubiera necesitado tener que superar todas esas defensas para llegar hasta aquí, Kolvas hubiera reconocido que esta parte del castillo era el santuario arcano de Sendrian. Dudaba que fueran muchos los sirvientes que frecuentasen este recinto prohibido, ni siquiera muchos de los guardias, y considerándolo desde su punto de vista de intruso, tanto mejor.
Escudriñó a través del hueco de la puerta con ojos de sombra de gato y por un instante se quedó helado. En realidad era bastante absurdo, ya que Kolvas estaba viendo exactamente lo que esperaba. Aún así, Athentia, la Gran Esfinge, era lo suficientemente enorme, asombrosa y divina como para que nada le permitiera estar preparado para tal visión. Más grande que la choza en la que él había nacido, de hecho, mayor que una casa de tamaño considerable, ocupaba justo la parte central del patio, con sus zarpas cuidadosamente plegadas bajo su cuerpo.
Esforzándose, se deshizo del sobrecogimiento que le inspiraba y comenzó a deslizarse hacia al borde del recinto, percatándose de la presencia de las líneas de pigmento en los adoquines. No eran de color rojo brillante, pero estaba seguro de que también se trataba de sangre.
Entonces, repentinamente, la esfinge giró la cabeza hacia él. Estaba confinada e indefensa, y el maestro así lo había predicho, pero aun así, aquellos ojos enormes y omniscientes que poblaban ese pálido, demacrado y magullado rostro le hicieron congelarse en la pared como una mariposa enfilada por un alfiler. En ese instante supo que su solo escrutinio podría apagar su vida o convertirlo en uno de sus tristemente famosos acertijos. Se preguntó si la transformación de sombra en piedra sería tan dolorosa como la de la carne a la piedra. Entonces la criatura miró hacia otro lado, como si lo hubiera estudiado y considerado insignificante.
Liberado del peso de su mirada, casi sintió vértigo. Entonces se calmó y continuó avanzando sigilosamente. Tras la enormidad de la esfinge, poco a poco se hizo visible la presencia de Lillatu, justo allí donde el maestro, con todo su saber, había previsto que estaría. Parecía inconsciente y también reposaba en el interior del pentáculo. Kolvas se deslizó hacia ella. Las líneas de la figura lo molestaron, pero como no habían sido adecuadas para contener su esencia, no pudieron impedir que entrase.
Una vez más vencieron las sombras, pensó.
6
La taberna había colocado sus mesas al aire libre con motivo de la feria, y estaba haciendo un gran negocio. Ópalo estaba sentada dando cuenta de una jarra de cerveza, un pan y un trozo de carne condimentada. Probablemente, lo pausado de su comida molestaría al tipo que estaba aguardando para sentarse en el lugar que ella ocupaba, pero la verdad es que eso no le importaba demasiado. Simplemente esperaba que no le pareciera sospechoso el que tuviera la falda y las botas mojadas. El vigilante del peaje del puente podría haberlos identificado, de modo que decidieron no utilizarlo. Así, y gracias a que las crecidas primaverales habían finalizado, vadearon el río a pie. Los jinetes eran menos numerosos y por ello más dados a llamar la atención que la gente que simplemente cruzaba a pie. Entretanto, los caballos aguardaban ocultos en el bosque.
Tras cruzar las turbias aguas, los tres se separaron para entrar individualmente en la aldea, como cualquier otro que hubiera llegado para disfrutar de los festejos. Ópalo se había dirigido a la posición acordada y sus compañeros habrían hecho lo mismo, a no ser claro, que los nuevos disfraces no hubieran bastado y que algún metomentodo les hubiera identificado y hubiera llamado a las autoridades.
Ópalo no tenía forma de saberlo con certeza, y eso le ponía muy nerviosa. No es que fuera de naturaleza tímida, ni mucho menos. Una vez que sus padres se percataron de su potencial, había pasado su niñez aprendiendo a dominar sencillos encantamientos que hicieran crecer el trigo y las manzanas. Cuando su padre murió, el barón del lugar se hizo con la granja, a cambio de los impuestos que papá se había negado a pagar, y a través del engaño, el estudio más desesperado y una improvisación aún más furibunda, ella logró convertirse en una maga itinerante al servicio del mejor postor, lista para cumplir cualquier trabajo desagradable o peligroso siempre que llenase su monedero de dinero fresco.
Aun así, tenía que reconocer que estaba nerviosa. Sin la adusta y severa cara de Vladawen frente a ella, El Que Permanece parecía estar mucho más lejos. Tampoco ayudaba demasiado que el plan fuera tan arriesgado, ni que Nindom hubiera tenido una especie de premonición. Como si su querido y estúpido fanfarrón tuviera alguna conciencia mística más allá de la que pudiera tener un grano en el culo de una cabra.
Ópalo sorbió otro buche de cerveza (al menos este mejunje local era bastante aceptable) y entonces, por fin, ocurrió algo. A pesar de toda la gente que deambulaba por el sendero, pudo alcanzar a ver a Nindom corriendo a toda velocidad a unos cuantos pasos de distancia, justo donde la calle se ensanchaba para desembocar en una pequeña plaza con una estatua de bronce que representaba al abuelo de Sendrian.
Según lo planeado, Nindom había estado esperando en el lugar que tenía asignado hasta poder ver a una compañía de guardias del castillo, los había provocado de algún modo, y había salido huyendo. Probablemente ahora estarían corriendo tras él.
Eso significaba que ahora era Ópalo quien debía incordiarlos. Se subió al taburete que había estado ocupando y sintió que no estaba en una posición muy segura (su equilibrio no había sido nunca demasiado fino). No importaba, necesitaba una buena vista de la plaza y debía poder mirar sobre las cabezas de la gente. Alguien próximo le preguntó algo, pero ella lo ignoró, cogió un retal de algodón rojo de uno de sus bolsillos, lo blandió y empezó a formular un conjuro.
Podía ver a los guardias corriendo sin parar, con sus capas cortas y las plumas de sus cascos rojas brillantes reluciendo a la luz del día. Ópalo pronunció unas palabras de poder y abrió las manos. La magia susurró por el aire, y alrededor de los soldados y cualquier otro desafortunado que estuviera en la plaza en ese momento se formó una nube zumbante. Las víctimas daban tumbos y agitaban sus manos tratando de ahuyentar a los picajosos insectos.
Los guardias se alejaron del enjambre dando rumbos, andando a tientas de un lado para otro. Entretanto, Nindom aprovechó para aumentar su ventaja. Ópalo, por su parte, se quedó plantada justo donde estaba. Incluso conjuró chillidos de risas incorpóreas para llamar la atención de los guardias.
Finalmente, uno de los soldados la señaló. A su vez, Ópalo le hizo también indicaciones, y justo entonces saltó de nuevo al suelo, sin preocuparse demasiado por hacerlo de forma delicada.
Pensó que alguno de los clientes de la taberna podría tratar de echarle mano, pero no fue así. Estaban asustados, se mostraban indiferentes o simplemente no acababan de enterarse de lo que estaba pasando. Se abrió paso entre ellos y se lanzó a toda prisa calle abajo, sorteando al resto de los viandantes con una velocidad que pocos podrían atribuirle, teniendo en cuenta el aspecto torpe de su enorme cuerpo. Aún así, debía acelerar su marcha. Los guardias estaban a unos cuantos pasos detrás de ella.
Poco antes, ese mismo día, se había comprado un gorro de paja de ala ancha, como una prenda rústica que sirviera para ocultar y disimular sus rasgos. Le quedaba algo grande y se bamboleó cuando giró una esquina a toda velocidad. Entonces se sacó la camisa que se había comprado también esa misma mañana, tiró de la capucha, formuló un conjuro, apuntó con su dedo a la prenda y se echó hacia atrás. Su concentración permitió que la capa se sostuviera en el aire, hinchada como si aún alguien la estuviera ocupando. La gente se quedó boquiabierta y ella se colocó el otro índice sobre los labios, como indicando que no descubrieran la broma. En esencia, ese era el caso.
Se escondió en un portal, alejándose tanto como podía mientras mantenía la capa suspendida en el aire. Apenas tuvo tiempo para pensar que ningún lugar parecía lo suficientemente alejado, cuando los soldados giraron por la esquina y se sobresaltaron lo suficiente como para no darse cuenta de que el bromista estaba a un palmo de sus narices. El guerrero que iba a la cabeza, con la cara enrojecida y llena de picaduras de los insectos, trató de agarrar la prenda flotante. Para él era como una figura encapuchada que le daba la espalda y Ópalo hizo que saltara hacia él como un fantasma. Este conjuro específico no podía ejercer ningún tipo de fuerza, pero ella se las arregló para enrollar un pliegue de la prenda alrededor de la cabeza del guardia, cubierta por un casco.
Asustado, el pánico le hizo dar traspiés y aullar mientras, a ciegas, trataba de liberarse sin éxito. Dos guerreros más, también con los rostros hinchados, trataron de ayudarlo. Lo hubieran logrado de no ser por los tumbos que éste daba. Tras renunciar a controlar la prenda, Ópalo salió de su escondrijo, gritó y gesticuló de forma obscena.
Uno de los guerreros chilló, y señaló a sus compañeros hacia ella, al tiempo que reanudaba la persecución. Mientras corría, se colocó tras un puñado de paseantes, con la esperanza de que eso evitase que le arrojasen una lanza por la espalda. Correr se le hacía ya algo más complicado. Podía caminar a buen paso durante todo un día sin enterarse, pero no era tan buena corriendo a toda velocidad. Sentía como el sudor le recorría los brazos y el pecho.
Escuchó como un chorro de líquido salpicaba tras su paso y alguien gritaba. Miró hacia atrás. Nindom apareció en lo alto de un tejado bajo y puntiagudo, mirando hacia la calle. Había conseguido hacerse con un cubo de cal y lo había arrojado sobre sus perseguidores. Éstos, empapados, respondieron con una lluvia de jabalinas. Ópalo profirió un grito ahogado, pero justo entonces su amado se dejó caer y rodó. Las lanzas no le acertaron. Se puso en pie de un brinco y escaló el escarpado tejado mientras sus botas despegaban guijarros sueltos. En un momento, había desaparecido por detrás del techado.
Los guardias de Sendrian dudaban, pensando quiénes de ellos debían perseguir a cada una de las presas. Tal y como Nindom había planeado, Ópalo aprovechó la oportunidad para aumentar su ventaja.
7
Vladawen se colocó junto a los otros al borde del pozo. Trató de mirar interesado, disimulando su aburrimiento y desdén. Ninguno de los humanos parecía percatarse de la extrañeza de ver a un elfo mostrando interés por un deporte tan burdo y cruel, probablemente ni siquiera habían reparado en ello.
—Si fuera tú, apostaría por el sabueso —dijo una voz musical de soprano—. Odia a su entrenador y se desquitará con el mastín.
Esforzándose por no mostrar señal alguna de sorpresa o consternación, Vladawen se dio la vuelta para contemplar a una hermosa chica de pelo oscuro. Parecía que ese día había decidido adquirir el aspecto de una princesa élfica de piel de porcelana, vestida con una bata llena de polvo de diamante y lista para ser coronada. Eso le hada tener una figura aún más singular, pero en realidad nadie parecía darse cuenta de su presencia, aunque sin pensarlo, en medio de aquella aglomeración, todos habían dejado un hueco en el que pudieran situarse ella y su reticente compañero.
—Te dije que te alejaras de mí —dijo Vladawen—. De no ser así, puede que acabe por morir el hermano al que dices amar.
En torno a él, los hombres proferían envites y apuestas. En el pozo, los perros se estudiaban amenazadoramente.
—Belsamez la Asesina, Señora de la Cercana Luna, Patrona de la Locura y de las Mentiras —sonrió—. Mi precioso hermano es también tu dios, aquel cuya resurrección liberará a tu pueblo de la amenaza de la senectud y hará que tantos recién nacidos dejen de morir en sus cunas. No creo que sea importante cuánto pueda llegar a irritarte. Te esforzarás igualmente por resucitarlo.
—No estoy bromeando —dijo Vladawen deseando atreverse a clavar su puñal en el corazón de Belsamez—. No pienso tolerar ni una sola más de tus tretas.
Ella rió. Como si se hubiera tratado de una señal, abajo, en el pozo, el harapiento director del juego inició la cuenta atrás (desde tres a uno) y los cuidadores soltaron a sus perros. Los animales, con las cabezas gachas, sacando los colmillos y gruñendo amenazadores, empezaron a andar en círculo uno frente a otro.
—No deja de sorprenderme como un sumo sacerdote como tú se dirige de forma tan irrespetuosa a una deidad —dijo Belsamez.
—No eres mi diosa. Si quieres ser adorada inténtalo con tus hombres lobo y tus asesinos a sueldo.
—No, no soy yo tu patrón. Él está tan muerto que ni siquiera el resto de los dioses recuerda ya su nombre, y si no fuera por mí, seguiría así para siempre.
Abajo, en el pozo, los perros embestían y se enzarzaban en combate.
Vladawen suspiró.
—Señora Oscura, aunque tus maldiciones me hacen odiarte, me dices lo que debo hacer, por ello te doy las gracias.
—Te he explicado que, como descubrirás con el tiempo, son bendiciones. Además, muchos filósofos creen que todo amor entre un hombre y una mujer es un regalo de uno u otro dios, aunque admito que normalmente lo otorgan a Madriel o a Enkili en lugar de a mí.
—¿Por qué querría alguien atribuirse el mérito de haberme maldecido con la depravada broma de emparejarme? Lillatu no solo es humana, sino que además es una de tus repugnantes asesinas. No dudó en ensartarme con un puñal, y luego... —Vladawen se contuvo. Si comenzaba a maldecir haría el ridículo, y no conseguiría otra cosa que divertir a la diosa de la locura y las maldiciones.
—Lilly declara alegrarse tanto como tú por la situación —dijo Belsamez—, aunque te siguió desde Ghelspad y lucha por tu causa. Podrías deshacerte de ella y suspirar por su ausencia, en lugar de llevar a cabo esos frenéticos actos amatorios de los que luego tanto te arrepientes. Sería más fácil para vosotros dos. Pero no es así. Me pregunto por qué.
Porque somos tus marionetas, pensó amargamente.
—Somos como tú nos has hecho —dijo mientras los apostantes humanos que había a su alrededor animaban a sus favoritos. Belsamez había ensordecido algo el clamor al disponerse junto al clérigo en una burbuja de calma, para que su conversación pudiera discurrir más cómodamente.
—Tu tozudez me ha mantenido meses alejada de ti —dijo—, ahora quiero ayudarte una vez más.
—¡No! —Por un instante pensó que iba a agredirla, incluso si eso significaba el fin de todo lo que apreciaba—. Te dije que no toleraré que vuelvas a entrometerte, y podría aventurar que aquel que mató a Chern el Azote sería capaz de enfrentarse a ti.
Ella resopló.
—Sigues con tus bravuconadas. Estás empezando a aburrirme.
—Entonces vete a buscar a alguien más entretenido.
Los perros rodaban, se separaban y volvían a saltar uno contra otro. Los dos estaban ya ensangrentados, pero el mastín parecía sangrar más profusamente que su contrario. El suelo del campo de batalla estaba bañado en sangre fresca y su olor a cobre ascendía por el pozo.
Vladawen se dio cuenta de que Sendrian, como brujo de sangre que era, probablemente paladearía aquel aroma y eso, a su vez, le hizo preguntarse si el barón habría ya encontrado alguna utilidad a los fluidos vitales de Lillatu, o quizá hasta a los de la propia Gran Esfinge. Las esencias de dos criaturas únicas como ésas probablemente lo tendrían intrigado. Una oleada de ansiedad le hizo apartar esos pensamientos derrotistas.
—Me despediré de ti dentro de un instante —dijo Belsamez—, pero antes te ofrezco un paso seguro al interior del Castillo Piedrarroja.
—Gracias —dijo el elfo—, pero no necesito tu ayuda. Ya he puesto en marcha un plan.
—Lo sé. Y acabará con la muerte de tu camarada Nindom.
A Vladawen le recorrió un escalofrío.
—¿Estás segura de eso?
—Lo veo como si ya hubiera sucedido.
—Quizá pueda evitarlo.
—No. Incluso si echaras a correr justo en este instante, la muchedumbre te impediría encontrarlo antes de que él empiece su carrera, y después de ese momento, de una forma u otra, su condena será ineludible. solo yo puedo impedirlo y si me lo pides lo haré. Te transportaré junto a tus aliados humanos hasta el interior de la fortaleza de Sendrian.
Abajo, en el pozo, resonó un aullido del mastín. Era un grito más de angustia que de violencia. Entretanto, Vladawen fruncía el ceño y cavilaba.
Estaba encariñado con Nindom y también con Ópalo. Durante este agitado año, que había sido tan extraño como aquellos que ocasionaron las Guerras Divinas, había llegado a conocerlos como nunca antes había conocido a ningún otro humano. Aún así, eran sus soldados, y un comandante debía saber cuándo sacrificar a sus tropas para conseguir un objetivo. Consciente de los peligros, ordenó a sus agentes a ejecutar una tarea determinada, y esa parte del plan no era ahora menos vital, incluso si la muerte y el pesar eran inevitables.
—Si no estás mintiendo, Reina del Engaño, y Nindom está en verdad condenado —dijo—, entonces yo honraré su memoria y El Que Permanece lo acogerá en su seno.
—Recuerda, hablas de un dios muerto, que actualmente es incapaz de ser hospitalario con ninguna alma y que nunca se ha preocupado demasiado, incluso cuando existía, por personas de vida tan efímera. Ahí tienes condensadas las dos grandes mentiras de tu nueva religión; que mi hermano aún está vivo y que cuidará de los humanos igual que lo hace de los elfos.
—Fuiste tú quien me dijo que el culto lo resucitaría. Lo único que yo hago es conseguirle tantos fieles como puedo. Si en el transcurso mancillo mi reputación, no es sino en servicio de algo más importante, y cualquier mentira que cuente acabará siendo verdad. Durante un tiempo serví a El Que Permanece. Combatí a su lado en las Guerras Divinas. Conozco su forma de pensar y puedo asegurarte que acogerá a aquellos que lo invocaron para que volviera del abismo.
Abajo, el mastín renqueaba, había perdido dolorosamente su estómago. No podía encontrar el modo de salir del pozo y no había piedad en los ojos inyectados en sangre del sabueso. Por encima de ellos, la multitud maldecía y abucheaba al primero, y jaleaba a su contrario para que le diera fin.
—Esta mañana explicabas tu plan con tanto esmero —dijo Belsamez secamente— que me pregunto cómo es posible que pueda estar en peligro. Lo cierto es que no sabes si funcionará, y tampoco si Nindom morirá o no. No puedes estar seguro de alcanzar la Gran Esfinge a menos que aceptes mi ayuda.
—Asumo mis riesgos.
—¿Arriesgas la propia existencia de tu gente y del dios al que has jurado servir solo por tu orgullo?
—No, por el suyo. Confiar en ti no puede traer ningún bien. Incluso tu hermano, que tanto te amaba, a menudo me advirtió al respecto.
—Otra vez de vuelta a los tiempos en que era capaz de pronunciar alguna palabra. Tú aún tienes voz, pero insistes en balbucir tonterías. Yo fui quien te empujó al camino por el que ahora andas. Cada movimiento que has hecho ha sido gracias a mí, de modo que es irresponsable pensar que ahora puedes obviarme. Tienes la posibilidad de salvar a Nindom y también a Lilly. Si no es así, Sendrian probablemente enviará a tu amada a Meliad. solo para incrementar su valía ante Klum. Odio imaginarla muriendo de sed en una de esas diminutas jaulas de hierro que cuelgan frente al palacio imperial, ¿no te pasa a ti lo mismo?
Vladawen se burló.
—¿Y cómo puedo estar seguro de cuáles son mis sentimientos estando Lillatu implicada en el asunto?
—¿Crees que eso es inteligente? Seguro que no demasiado. Podría decir que es hasta reconfortante, viniendo de un elfo tan adusto, aunque me parece recordar que antes de las Guerras Divinas eras un tipo bastante alegre. ¿Realmente no estás dispuesto a aceptar ninguna ayuda?
—No, Reina de las Pesadillas. No, no y no.
—Cuan mojigato, arrogante e ingrato eres. Me pregunto por qué querré ayudarte. —Entonces, Belsamez se volvió para presenciar el final de la pelea entre aquellos perros, que pareció estar próximo cuando el sabueso se abalanzó sobre su encogido adversario.
La diosa sacudió un esbelto dedo blanco, con una uña dorada y afilada. El animal balbució en su avance y, cubierto de heridas sangrantes, el mastín pareció recuperar fuerzas. Para sorpresa de la jaleante multitud, los perros volvieron a enzarzarse, mordiéndose ferozmente. El mastín apresó la garganta del rival con sus colmillos. Apretaba con fuerza y masas de músculos le brotaban por la comisura de su boca. Levantó a su contrario por las patas anteriores y sacudió al animal del mismo modo que hubiera podido con una rata. El sabueso estaba destrozado y parecía incapaz de escapar. De su cuello brotaba sangre allí donde su contrario le mordía y sus cuartos traseros chorreaban orina. Los espectadores situados más al fondo levantaron el cuello para tratar de ver mejor, y la disputa menguó hasta que el sabueso colgó inerte. solo entonces el perro victorioso dejó caer su cadáver, mostrando la garganta viscosa y destrozada.
Vladawen sabía que era estúpido preguntarle nada a Belsamez, solo sería una oportunidad más para que lo engañara o manipulara, pero la curiosidad lo venció.
—Pensé que tu favorito era el sabueso.
—A veces estoy a favor de todos. No importa quién se haga con la victoria, siempre gano.
El entrenador del mastín se arrodilló a su lado, acariciando su cabeza y elogiándolo. El perro lo contempló durante un instante, se estremeció y cayó al suelo, tan muerto como la bestia con la que había acabado poco antes.
—Podría afirmarse —dijo Vladawen— que cuando te interesas por algo, las cosas suelen acabar de este modo. Con todos los jugadores muertos y solo tú para sonreír sobre los cadáveres.
—Nunca sonrío —dijo Belsamez—. Es indecoroso. Igual quieres echar un vistazo. Nindom ha iniciado su última aventura.
El elfo volvió la cabeza y alcanzó a ver a unos soldados con símbolos rojizos bajando a toda prisa por una calle. Volvió a mirar atrás. La Asesina había desaparecido dejando tras de sí únicamente un diminuto diamante que debía haber caído de su falda y ahora brillaba en el suelo. Entonces la muchedumbre llenó el vacío que ella había dejado y, a pisotones, enterró la joya en el barro.
8
Un observador ocasional podría haber considerado las travesuras de Ópalo y Nindom un juego alocado de dos personajes desesperados que se afanaban por provocar, sin sentido, a una patrulla armada. Pero ese caos tenía un propósito que ya estaba próximo y Vladawen, esperando ser indistinguible del resto de los observadores, se colaba entre la muchedumbre para asistir a dicho fin. Al tiempo que sus camaradas hacían correr a los guardias de un lado a otro, y mientras varios de los perseguidores paraban para atenderse alguna herida pequeña pero dolorosa, la compañía iba perdiendo cohesión, esparciéndose por las calles y dejando atrás a individuos rezagados.
En ese sentido todo iba según lo planeado, aunque el clérigo, con capa y capucha, no se sentía satisfecho. ¿Cómo podría estarlo si sabía que Nindom estaba destinado a morir? Era completamente posible que Belsamez le hubiera hablado de forma engañosa o incluso mentido completamente, por algo era la diosa del engaño, ¿pero qué pasaría si justo esa vez le había contado la simple verdad?
El elfo, con el ceño fruncido, se esforzó por alejar de sí esas dudas ya que, después de todo ¿de qué podrían servir? Ya había decidido, y había tomado la única decisión posible. Su causa era mucho más importante que la corta vida de un humano, aunque éste le fuera simpático. Además, era una causa en la que el propio Nindom creía lo suficiente como para arriesgar su vida.
De hecho ahora mismo estaba arriesgándola dos calles más abajo, mientras provocaba una avalancha de toneles que caían, dando tumbos, desde la parte de atrás de un carromato. Uno de los guardias trataba torpemente de apartarse del camino, pero un barril le dio en la espinilla, casi tumbándolo y provocando la risa y el abucheo general de los espectadores. Cojeando, se levantó maldiciendo mientras sus compañeros seguían corriendo, y se dirigió renqueante hacia la tienda de un fabricante de velas, quizá con la intención de sentarse en la entrada. Vladawen avanzó hacia él, echó otro mirada alrededor y pensó en atacarlo. Sin embargo, se percató de que las condiciones no eran las mejores para lo que tenía en mente; había demasiada gente por los alrededores y cualquiera podría mirar en la dirección equivocada en el momento equivocado. Decidió seguir la persecución.
No tardó mucho en perder la pista a Nindom, aunque eso no lo alejaba demasiado de su objetivo, de modo que concluyó seguir a Ópalo y a los soldados que la perseguían. Con su magia, la maga estaba causando aún más desconcierto que el pequeño rufián pero, de algún modo, no lograba suscitar la situación que Vladawen buscaba.
Sin previo aviso, algo se estrelló contra la espalda del elfo dejándolo sorprendido. Con los nervios a flor de piel, sus sentidos estuvieron a punto de traicionarle, y a punto estuvo de desenvainar su hoja. Eso solo habría revelado lo desesperado que estaba, así que sencillamente se dio la vuelta para comprobar que no eran más guerreros de Sendrian que venían a apresarlo, sino que se trataba de un comerciante con unos poblados pelos canosos. El aldeano había chocado contra él por accidente mientras empujaba una pequeña carretilla vacía. Le pidió disculpas. Parecía sentir afecto por los elfos. Con un fuerte apretón de manos tras otro, insistió en que lo acompañara a la taberna más próxima para tomar una botella de refrescante vino de cereza. Le había ido bien el día. Había vendido todas sus esculturas y podía darse el gusto de invitarle.
Vladawen se sentía bastante más a gusto predicando frente a humanos desconocidos o dirigiéndolos al frente de una batalla que estando de cháchara con ellos. Cuando hubo conseguido formular unas excusas coherentes, Ópalo y sus perseguidores ya habían desaparecido. Por suerte, el plan requería que sus agentes restringieran sus travesuras dentro de una zona determinada, y el elfo sabía que si seguía rondando por las mismas callejuelas y pequeñas plazas rectangulares acabaría por toparse con ellos.
Ahora era el turno de Nindom; el bravo guerrero liberaba de su redil a un rebaño de balantes ovejas de cuernos enroscados, y las alentaba a bajar corriendo por la calle. La travesura sirvió para retrasar a los soldados que lo perseguían, pero provocó la ira de una pareja de medianos enfundados en lanudas pieles de oveja que estaban a un lado del cercamiento empuñando unos cuchillos. Los pequeños pastores, que en comparación hacían parecer al pequeño bravo un enorme ogro, se lanzaron tras él. Con el tan loado sigilo de su gente, corrían dispuestos a derribar al humano y lanzarlo al suelo para aleccionarlo por haber liberado a su rebaño.
Vladawen, con la boca seca, vacilaba. Conocía una invocación que entorpecería a los medianos. Estaba a la distancia suficiente para lanzarla pero no sin comprometer su anonimato y, de esa forma, también el plan. Así, odiando a Belsamez y también a sí mismo, se controló y esperó a presenciar el desenlace de la situación.
Justo en el último instante, Nindom esquivó de un salto las ganchudas hojas de los cuchillos de los medianos. Debió haberlos visto a tiempo o puede que, desde el principio, hubiera sabido que estaban ahí y hubiera mantenido su papel de cabeza loca para jugar con ellos. Ellos corrieron tras él, y se dio la vuelta blandiendo un alfanje. La espada pesada pasó cerca de sus narices, y los medianos se quedaron como estatuas. Nindom salió de nuevo corriendo a toda prisa, y los guardias de Sendrian, que acababan de liberarse de la marea de ovejas, saltaron también tras él.
Esperando haber presenciado el peligro que había vaticinado la Reina de las Pesadillas, y que Nindom hubiera esquivado su perdición gracias a su agilidad y a su destreza en el combate, Vladawen se concentró en la tarea que lo ocupaba. Continuó siguiendo el rastro de travesuras del pequeño rufián a través de otra manzana, hasta que los soldados estuvieron ya tan próximos que a Nindom no le quedó otra alternativa que correr con todas sus fuerzas para desaparecer por un tiempo. El elfo entonces localizó a Ópalo, y vio como hacía correr en círculos a sus perseguidores.
Sin embargo, Vladawen aún no veía que llegase el momento que buscaba. Sabía que dentro de poco sus aliados dejarían sus travesuras y tratarían de escapar del distrito. De no ser así, a Ópalo se le agotaría la magia, Nindom consumiría su resistencia o alguien haría correr la voz hasta el castillo de que los cómplices de Sendrian estaban corriendo como posesos por toda la ciudad, tras lo cual el propio brujo sangriento no dudaría en bajar con el grueso de su guarnición y cada pizca de devastadora magia de sangre que tuviera a su mando. Fuera como fuese, los de Wexland morirían, y en vano, ya que su jefe aún no había logrado lo que pretendía y casi era ya seguro que no sería capaz de lograrlo.
Entonces vio a uno de los guerreros, con la capa y la armadura manchadas de cal y medio descolocadas por la carrera, con una sonrisa floja en el rostro, algo así como la expresión habitual de ese estúpido que Lord Gasslander amparaba en su palacio a modo de mascota. Cosa de Ópalo, probablemente. El soldado corrió sin rumbo hasta que su mirada cayó sobre un carromato cargado de flores de cinco pétalos de colores rosa y blanco (se trataban de unas especies no muy comunes en Termana y Vladawen desconocía su nombres). Entonces anduvo tranquilamente hacia esa dirección.
Al mismo tiempo, Ópalo envolvió al resto de los soldados en un fulgor de chillones fuegos artificiales de luz coloreada. El rezagado no pareció darse cuenta, pero otros tipos si lo hicieron. A Vladawen le pareció que todo viandante que estuviera en las inmediaciones se volvía a mirar en aquella dirección.
Dejando escapar un agradecimiento a El Que Permanece (aunque era consciente de que Belsamez tenía razón, y de que su divino hermano en realidad estaba absolutamente muerto y era incapaz de haberle enviado ningún tipo de suerte), el elfo caminó hacia el ofuscado soldado. Sintió la necesidad de correr, pero mantuvo su paso en forma de un paseo despreocupado. Cuando hubo cruzado la distancia, aquel idiota tenía la nariz metida en una flor y la olía con fuerza. Era claro que no estaba en su sano juicio, ya que ni siquiera tenía la necesidad de hacer aquello, pues esas flores de aspecto primoroso emitían un olor empalagoso que era perceptible por toda la zona.
—Las mejores flores están al otro lado —dijo Vladawen mientras rodeaba la vagoneta dando un paseo. El guerrero fue tras él como un niño y un instante después el vehículo ya los ocultaba del resto de la gente que había en la calle.
Sin perder tiempo, Vladawen desenvainó su puñal, agarró al guerrero por el cuello de su capa escarlata, y colocó la punta de su arma justo sobre la garganta de su cautivo. El humano abrió los ojos como platos, tan sorprendido por la traición como podría haberlo estado un niño pequeño. El clérigo sintió una pizca de lástima, algo bastante frecuente en los últimos meses desde que se había iniciado su misión, y la sofocó.
—No grites, o te mataré. ¿Entiendes?
El guardia, tembloroso, asintió.
—Perfecto. —Vladawen arremetió contra el humano hasta colocarlo de frente a un muro de arenisca roja, como otros tantos que había en la baronía—. Saca las manos y colócalas contra la pared.
El guerrero dio una coz a su captor en las rodillas. Se giró y golpeó a Vladawen en la cara. El elfo tropezó hacia atrás. Por un momento, pensó que se había roto la pierna y que no resistiría el dolor, pero cuando se irguió, vio que se mantenía en pie.
Sin embargo, eso era lo único que iba como debía. El guardia, que claramente se había librado de los efectos enajenadores del conjuro de Ópalo justo en el momento equivocado, echó a correr por el pequeño pasillo que separaba el carromato de las flores del edificio que había junto a él. Quizá el humano hubiera deducido la verdadera identidad de Vladawen y había escuchado a demasiados cuentistas parloteando acerca de las habilidades del elfo con la espada y los conjuros. Fuera como fuese, había decidido correr en busca de refuerzos, y de no haber sido porque tenía que adelantar a un tiro de mulas que continuaba impasible su camino, ya habría desaparecido de la vista hace tiempo.
Vladawen sabía que apenas disponía de un instante para frenarlo, y que con aquella punzada de dolor en la rodilla y la ventaja que ya le llevaba el hombre, cogerlo era impensable. Dejó caer el puñal (tenía la empuñadura de cuero y el guardamano de níquel en forma de media luna), sacó el látigo de su cinto, lo desenroscó con un giro de su muñeca y lanzó un trallazo hacia el soldado. El cuero trenzado surcó el aire como un rayo, se enroscó alrededor del tobillo del guerrero y propulsó sus pies hacia delante, probablemente rompiéndole las rodillas. El humano se alzó y comenzó a gritar.
A pesar del constante bullicio de la muchedumbre del festival, alguien podría oírlo. Decidido a impedirlo, Vladawen se lanzó hacia delante y se arrojó sobre él. El guerrero luchó desesperadamente por alcanzar su puñal, pero era inútil. En el combate, la fuerza sobrenatural del elfo suponía una ventaja insalvable. En un instante tuvo a su contrario inmovilizado y estaba agarrando su garganta.
—Colabora —dijo— y te dejaré vivir. ¿Cuál es tu nombre?
El hombre respondió con una obscenidad.
El clérigo le dislocó el hombro izquierdo con un tirón fulminante, su prisionero respondió con un grito ahogado.
—Tu nombre. O te arrancaré los brazos como un niño saca las alas a una mosca.
—¡Está bien! Me llamo Odos.
—¿Quién está al mando de tu patrulla?
—El Sargento Thrake.
—¿Dónde está Athentia?
—¿Quién?
Vladawen reprimió el impulso de golpear a Odos y dar así rienda suelta a su impaciencia.
—La Gran Esfinge.
—Sé lo que es, pero...
—Pero no cualquier criado está al tanto de todos los secretos del barón. Entiendo. —Aunque era irónico que este guardia no hubiera escuchado hablar de la prisionera de Sendrian, y que sí lo hubieran hecho los espías de Gasslander, en la ciudad de Meliad—. ¿Dónde obra su magia?
—Dedica a ello uno de los patios interiores. Entrando por la puerta principal, está a mano izquierda y hacia el fondo.
—¿Entras alguna vez allí?
—No.
—¿Y el sargento Thrake?
—A veces, creo. Si el barón lo requiere.
El elfo vaciló. Lillatu era una de sus agentes, y por ello tenía la obligación de hacer la siguiente pregunta, pero se odiaba a sí mismo por querer formularla.
—Una mujer trató sin éxito de colarse en el castillo la noche pasada. ¿Qué fue de ella?
—Te refieres a la Chica de los Cuernos. Se convirtió en un dragón y mató a un par de hombres, pero el barón la redujo con su magia. Entonces la llevó al mismo patio interior por el que antes me preguntabas.
—¿Aún vive?
—No lo sé.
—Bueno, entonces... —Vladawen tenía otras preguntas en mente, pero ninguna más vital que las anteriores, y no disponía de tiempo para formularlas todas. Súbitamente, golpeó al guardia en la nuca y lo dejó inconsciente.
En ese momento echó un vistazo a su alrededor y sintió una punzada de alarma. A un lado del carromato, una chiquilla joven con trenzas de color paja caminaba por el lugar acompañada de una pareja de adultos. Vladawen apenas podía ver la parte inferior del cuerpo de los adultos, ya que la vagoneta tapaba su vista, pero la niña era lo suficientemente pequeña como para verlo a él. Cuando volvió su cabeza, lo vio agachado sobre su víctima.
A Vladawen solo se le ocurrió actuar de una forma; sonrío y saludó. Eso la puso nerviosa. Por la cara que puso, quizá la desconcertara. Simplemente, siguió caminando sin alertar a los adultos de su presencia.
El elfo cerró los ojos y dejó escapar el aliento que había estado conteniendo. Se había salvado por los pelos. Debía poner fin a esto. Ató y amordazó al guerrero (llevaba preparado el material para hacerlo) y entonces lo levantó y lo volcó en la vagoneta, entre los tiestos llenos de flores. El dueño estaba fuera, disfrutando del festival, y quizá el soldado pasaría allí desapercibido durante algún tiempo.
Vladawen pensó que, ahora que había logrado lo que pretendía, podría tratar de contactar con Nindom y decirle que ya había completado su misión y que podía huir sin demora. El único problema era que en realidad eso era imposible, ya que solo serviría para complicar el plan y ponerlo en peligro.
Se puso en pie, guardó su puñal y su látigo y entonces, susurrando unas palabras de plegaria, se pasó las manos por la cara como si estuviera corriendo un velo. Mientras el poder de su fe fluía para hacerse realidad, su manto pareció achicarse hasta formar una capa roja y sus extremidades se engrosaron para convertirse en brazos humanos y gruesas y peludas piernas, todo hasta que se hubo convertido en una perfecta imagen de Odos.
El Que Permanece, al igual que su hermana, había sido un dios para la astucia. Ahora le había permitido obrar gracias a que algunos de los pocos conjuros que había concedido a sus clérigos funcionaban aun a pesar de su defunción. Como era de esperar, tenían sus limitaciones. Vladawen no podía caminar envuelto en la ilusión todo el tiempo que quisiera, pero podría arreglárselas por unos instantes.
De esa guisa, se lanzó a fingir que trataba de agarrar a los fugitivos. Nindom y Ópalo acababan de desaparecer de nuevo, y a Vladawen le animó saber que el primero aún estaba con vida. No podía saber con certeza si su aliado había conseguido burlar a su destino, pero empezaba a parecerle que así había sido.
Los guardias no querían rendirse y siguieron buscando hasta que se hizo evidente que su presa se había marchado. En ese instante, el Sargento Thrake mandó formar para marchar en dirección al castillo, justo como Vladawen había planeado que hiciera. Con tantos de sus hombres renqueantes, magullados y con su equipo desorganizado, no le quedaba otra opción. Vladawen también había anticipado eso; tras el fracaso y la humillación ante los ojos de los ciudadanos, los guardias estarían probablemente desanimados y no tendrían ninguna gana de conversar. En otras palabras, seguramente no le harían hablar lo suficiente como para descubrir su engaño. Finalmente, así fue.
De hecho, todo pareció ir bien hasta que unas sombras amenazadoras surcaron el cielo a toda velocidad por encima de su cabeza. Los servidores alados de Sendrian debieron de haber salido para buscar a los fugitivos en la campiña, y ahora estaban reuniéndose velozmente en torno a la ciudad. Vladawen rogaba que Ópalo, y especialmente Nindom, evitaran a las criaturas o que al menos pudieran derrotarlas en combate. Esa plegaria era la única ayuda que podía prestarles ya que, aunque hubiera abandonado su mascarada, desconocía el paradero de sus camaradas y esto hacía que le fuera imposible ayudarlos de ninguna otra forma material.
9
Ópalo ya llevaba corriendo un buen rato. Había dejado caer sobre los guerreros una colección de conjuros menores y trucos: una estela de hedor capaz de revolverles el estómago; una cuerda que, deslizándose como una serpiente, se enroscaba alrededor de sus tobillos y los hacía tropezar; un adhesivo que pegaba sus botas al suelo; un encantamiento que entorpecía cada uno de sus movimientos, obligándolos casi a gatear; otro que les desabrochaba todas las correas que fijaban sus armaduras a sus cuerpos. Aun así, a pesar de sus poderes, había sido complicado mantenerse fuera del alcance de los soldados, bastante más difícil que si no le hubiera preocupado matarlos y librarse de ellos de una vez por todas. Hubo un momento en que una pareja de soldados estuvo a solo un paso de apresarla. Pudo volverse invisible por unos instantes, el tiempo suficiente para que éstos titubearan y ella pudiera salir disparada hacia un callejón.
Entretanto, Nindom había tratado de ser igual de molesto con su honda y todo lo que había tenido a mano. Periódicamente, como habían planeado, los caminos repletos de bromas se habían cruzado. En dichos momentos, el pequeño espadachín debía desaparecer en medio de la nada y entorpecer a sus perseguidores, o era ella la que debía hacer lo propio, según las circunstancias lo exigieran. Más adelante ella observó que Nindom tenía una herida en la frente. Aunque le dolía, el pequeño rasguño no frenaba su marcha.
Ópalo, finalmente, se separó de sus perseguidores con un muro de niebla, cruzó un sendero y entonces, agotada, se reclinó, apoyó los brazos sobre las rodillas y resolló. Estaba bañada en sudor y apestaba a su característico olor agrio. Momentos más tarde pudo ver a Nindom, con la honda colgando de la mano que tenía cubierta de cal. Parecía bastante menos asfixiado que ella, aunque había distanciado también a sus perseguidores. A Ópalo le divirtió haber hecho el mismo movimiento en el mismo preciso instante, y es que su cariño les permitía conversar con la mente.
—¿Lista? —preguntó él—. ¿O prefieres quedarte aquí resollando como un caballo reventado?
—No entiendo cómo es que no soy capaz de correr tan rápido como tú, teniendo en cuenta que no tengo eso dando coletazos y molestándome entre los muslos —replicó—. Sí, estoy lista. Apenas me queda un hechizo en la cabeza. —Tampoco los tendría hasta que descansara. Entonces podría preparar los encantamientos de nuevo.
—Si es así sugiero que abandonemos este camino. Con suerte no nos encontraremos con ningún guardia más. —Saludó con una reverencia y una fioritura a cualquiera que pudiera estar observándolos desde los edificios próximos y entonces condujo a Ópalo por un callejón repleto de basura y que, relativamente, pasaba bastante inadvertido.
Entonces fue cuando aquellas mortíferas criaturas descendieron desde el cielo batiendo sus alas.
10
Nindom ya había hablado antes a Ópalo acerca de aquellas criaturas voladoras. La noche pasada ella apenas había podido distinguirlas como unas pequeñas manchitas que aparecían sobre la Luna de Belsamez; su vista no era tan aguda como la de su amado. Ahora tenía la boca seca y esperaba con todas sus fuerzas que no los hubieran avistado. La corroída piel marchita de aquellos seres cubría unos prominentes huesos amarillos, tenían unos afilados colmillos y unos aguijones al final de sus colas con forma de látigo. Las alas huesudas (nunca recordaba su verdadero nombre) eran habituales de cementerios olvidados y solían colgar de las murallas del palacio del príncipe demonio, pero no era común que frecuentasen una bulliciosa ciudad a plena luz del día.
Sin embargo ahí estaban, y aunque Vladawen probablemente hubiera invocado el poder de El Que Permanece para repeler a tales criaturas, Nindom y Ópalo debían combatirlas con espada y magia. Afortunadamente, a ella aún le quedaba algo de esto último, unos cuantos conjuros que había guardado para utilizarlos en caso de ser arrinconada por los guardias y que ahora iba a necesitar para abrirse camino dando muerte a estas criaturas.
La primera ala huesuda descendió en picado. Tenía las fauces abiertas y mostraba sus dientes de serpiente. Sonriendo ferozmente, Nindom se colocó frente a Ópalo y alzó sus alfanjes. Era evidente que trataba de escudarla, al menos en la medida que podía hacerlo al maniobrar aquellos adversarios en tres dimensiones. Ópalo se prometió que no permitiría que lo dañaran y dio inicio a un encantamiento.
El muerto viviente se precipitó sobre su presa y, por un momento, sus alas como papiros parecieron envolverlo por completo. Ópalo solo pudo llegar a distinguir el ruido seco de las descarnadas fauces al cerrarse y el sacudir de sus garras al clavarse. solo cuando la horrible cosa desplegó sus alas pudo comprobar que Nindom había salido ileso. Una de sus espadas cortas estaba cubierta de una porquería de color oscuro, sin embargo no había logrado liquidar a su enemigo con aquel golpe. Los guerreros más experimentados sabían que las armas afiladas son bastante limitadas contra criaturas esqueléticas, que carecen de órganos vitales que desgarrar y sangre que verter. Claro que este conocimiento no tenía demasiada utilidad si no se conoce de antemano que va tener lugar un encuentro con criaturas antinaturales.
Incluso cuando más había temido por la vida de su amado, Ópalo solo había podido ver la lucha de Nindom por el rabillo del ojo. Su atención había estado centrada en su magia y en el resto de los horrores que giraban sobre su cabeza.
Una de las alas huesudas se lanzó en picado sobre ella, ágil como un halcón a pesar de su horrible apariencia cadavérica. Ópalo había querido apuntar su conjuro de forma que afectara a tantas criaturas voladoras como fuera posible, pero el inminente ataque la privó del instante adicional que hubiera necesitado para hacerlo. Asustada y frustrada, recitó de un tirón las dos últimas palabras del encantamiento. Le ardían los pulmones, y expulsó ese calor en forma de una llamarada. El fuego, azul y amarillo, envolvió las terribles fauces y los negros ojos hundidos de la criatura que bajaba en picado, y la hizo arder en el aire.
Jadeando, miró hacía el trozo de cielo que enmarcaban los edificios a ambos lados del camino ¿Cuántas alas huesudas podía haber revoloteando por el cielo? Al menos cuatro, además de otra que ya se lanzaba hacia Nindom.
Justo en el último instante, el guerrero se apartó de la trayectoria de las descarnadas fauces abiertas y cortó el cuello de la criatura.
El alfanjón seccionó la cabeza del muerto viviente, que dio una voltereta en el aire. Los pedazos de la criatura voladora se derrumbaron en un amasijo de huesos desperdigados y trozos de pellejo. Por desgracia, su cola huesuda azotó el aire como el látigo de Vladawen, y apuntó hacia Nindom que, tras haber evitado con decisión cada ataque, fue sorprendido. Trató de esquivarlo, pero fue demasiado lento. El largo aguijón se clavó en su hombro, y la velocidad del aquel armazón de huesos impulsó la hendidura en medio de un chorro de sangre y un viscoso veneno verdoso. Nindom se balanceó y cayó sobre una rodilla.
Ópalo miró hacia él, y justo entonces divisó a otra ala huesuda que descendía en picado dispuesto a rematarlo. Lanzó a la carrera un conjuro de ataque, arrojando rayos de luz azulona desde la punta de sus dedos. Los dardos golpearon el cuerpo del raptor y desviaron su trayectoria. El ser trató de agitar sus ahora destrozadas alas de murciélago una última vez y en ese momento logró arrugarse en el aire para ir a caer sobre un tejado. Entonces quedó allí inerte: había sido otra batalla mágica superada.
Ópalo, sin dejar de vigilar el cielo, corrió hasta donde yacía Nindom. El aire a su alrededor era espeso y apestaba a polvo de carroña. Eso hizo que le entraran ganas de vomitar y estornudar al mismo tiempo.
—Ayúdame a levantarme —dijo Nindom.
—¿Estás seguro?
—Aún puedo luchar. Creo que puedo hacerlo.
Tiró de su amado. Nindom trató de izar el alfanjón que empuñaba con el brazo que se había herido, pero la extremidad, envenenada, fue incapaz de describir ese movimiento. Gruñendo, dejó caer la empuñadura de entre sus dedos. El arma cayó ruidosamente sobre el suelo, surcado de señales de ruedas de carromato.
Justo entonces, el resto de las alas huesudas se lanzó en picado, como una bandada de cometas grises hechas jirones por la tormenta.
Nindom se alejó de una zancada de Ópalo. Ella pensó que para poder manejar libremente el alfanjón que aún sostenía. Parecía mantenerse en pie de forma bastante inestable.
Haciendo girar sus manos con una pausa mística, la maga entonó un veloz ensalmo. Al finalizar, nada parecía haber ocurrido, pero ella podía sentir que —¡gracias a El Que Permanece!— había logrado lo que pretendía. Con una velocidad endiablada, lanzó otro conjuro, un truco insignificante que cualquier mago conocía y que se utilizaba para encender velas y lámparas. Generalmente nadie lo consideraba un conjuro de ataque, pero éste era un caso excepcional.
Ópalo generó una chispa que cobró vida en medio de la nube invisible de gas que había conjurado un momento antes. Los vapores rugieron para formar una bola de llamas, que chamuscó a Ópalo y a Nindom y que cayó sobre ellos como un puñetazo asestado por una mano enorme. Si la maga hubiera elegido el momento exacto para este segundo conjuro, ningún ala huesuda se hubiera librado de la explosión.
Ópalo empezó un nuevo conjuro. Era débil y no demasiado adecuado, pero era todo lo que le quedaba. Mientras, las alas huesudas se hacían cada vez mayores y, al acercarse, parecían eclipsar al resto del mundo. Cuando estaba solo a dos palabras de poder de finalizar el trabalenguas, la alcanzó un enloquecido aguijón que, entre otros efectos malignos, le hizo perder el compás.
Por suerte no se le clavó y por ello no pudo inyectarle el veneno que ahora consumía la fuerza de Nindom: se había detenido a medio camino, frenado entre sus capas de ropa. Aún así, el impacto la había hecho caer de espaldas y la había dejado sin aliento. Entonces el ala huesuda, batiendo sus endiabladas alas, descendió casi con delicadeza y colocó sus terribles fauces a la altura de su rostro.
En ese momento, Nindom arremetió frenéticamente hacía el frente. Despiezó al ala huesuda, y la hedionda y putrefacta criatura cayó sobre Ópalo, que se encogió de asco y terror. La repulsión era normal, el temor, innecesario. El alfanjón había seccionado alguna clase de articulación vital, y el ala huesuda quedó inerte. Ahora Ópalo solo debía quitársela de encima antes de que ésta le prendiera fuego. Por suerte la descarnada criatura no era demasiado pesada y empezó a liberarse de ella.
Nindom estaba girando sobre sí mismo para encarar a la única criatura que restaba, aunque no con su agilidad acostumbrada. El veneno lo estaba entorpeciendo demasiado, y eso le impidió evitar que el ala huesuda le clavara el aguijón en la espalda, inyectándole una nueva dosis de aquella vil sustancia.
Ópalo, aún atrapada bajo el cadáver de la otra criatura, y con su magia virtualmente consumida, no podía sino presenciar la escena. Esperaba que Nindom se derrumbara de inmediato, pero el pequeño hombrecillo se mantuvo en pie, con el aguijón aún clavado en su carne y retorciéndose sin control. Alzó el alfanjón y lo incrustó sobre el cráneo ardiente del raptor, partiendo por la mitad su horrendo rostro. Nindom y la sacrílega criatura se desplomaron al unísono.
Ópalo acabó de liberarse, corrió hacia su amado y lo sacó de las llamas. Tuvo un atisbo de esperanza al examinar su nueva herida. El aguijón no se había clavado en la columna vertebral, y no había profundizado lo bastante como para perforarle un pulmón.
—Malas noticias —dijo sacando el vil aguijón de hueso de la herida—, te vas a poner bien.
Él sonrió lánguidamente.
—Como siempre te equivocas, granjera. Puede que los pinchazos no hayan acabado conmigo, pero puedo sentir cómo el veneno calma mi corazón hasta detenerlo. Es una sensación casi placentera.
—Encontraré a un clérigo.
—¿Para que me ayude? —dijo en un grito ahogado con un soplo de su aliento—. ¿Aquí, en territorio enemigo? No creo...
—Vladawen puede sanarte.
—Aunque pudieras dar con él, tiene otras cosas que hacer. No te preocupes chica. Tengo fe en El Que Permanece, y eso es todo lo que importa.
Tenía los ojos llenos de lágrimas. Cómo podía ocurrir esto cuando habían sobrevivido a cientos de combates... Además, ella se había prometido, justo en este caso en particular, que no le iba a ocurrir nada.
—No debiste volverle la espalda a esa cosa...
—Su compañera iba a arrancarte la cabeza de un bocado. —Sus párpados se cerraron—. No tenía elección. Ahora corre, antes de que vengan los guardias y te capturen...
Por supuesto que escapar no entraba en sus planes. Debía encontrar un sanador aunque él pensara que no era posible. Si no era capaz, al menos debía decirle todo lo que le importaba. Y entonces se dio cuenta de lo quieto que estaba y se percató de que, de algún modo, repentinamente, sin un simple beso de despedida ni el intercambiado de unas palabras de cariño, ya la había abandonado.
Tomó el puñal favorito de Nindom, quizá un extraño recuerdo de su amor, pero un objeto que él había apreciado de verdad. Se dio cuenta de que estaba entumecida, incapaz aún de sentir el dolor desgarrador. Aun así pudo pensar y, descorazonada, se preguntó qué haría ahora que el único hombre que había apreciado su fea figura y sus modales toscos había desaparecido.
Imaginó que no le quedaba otra cosa que servir a su dios.
11
Lilly ya había estado en lugares realmente siniestros; una posada en llamas repleta de necrarios; la lúgubre torre, atestada de no muertos, de la última señora de Gasslander; o los campos de batalla, verdaderos mataderos, del conflicto en curso. Aún así, el patio de Sendrian, con aquel pentáculo de colores rojizos dibujado sobre las losas y el ardiente sol refulgiendo sin pausa, estaba resultando ser el peor de todos. Sin ninguna clase de aprovisionamiento de agua, comida o cualquier otra necesidad humana básica, la prisión mágica ya había sido bastante desapacible desde el principio, y se había convertido en una verdadera pesadilla cuando Sendrian apareció dispuesto a torturar a Athentia con un alfiler y una muñeca de trapos. Al principio, aún aturdida debido al encuentro de la noche anterior, solo podía alegrarse de que el mago de sangre la ignorase y centrara su atención en su compañera de celda. Pero los gritos desgarradores de la Gran Esfinge retumbaron por los muros colindantes hasta que la asesina no pudo soportarlo más. Entonces, saltó y embistió contra el mago.
Realmente se trataba de una acción estúpida e histérica. Ya había determinado que no podría salir del pentáculo ni borrar su figura y Sendrian, que no había tenido demasiados problemas para someter al dragón, podría subyugar también fácilmente al homólogo humano del reptil por su osadía. Chasqueó los dedos, y fue como si una clava gigante la golpease y la enviara volando en dirección contraria. Milagrosamente, no se rompió hueso alguno, pero sin lugar a dudas le dolió lo suficiente como para dejarla fuera de combate.
La caída sobre los adoquines fue dura, y Lilly quedó ahí hasta que el mago se hubo marchado. Entonces se hizo con el valor suficiente para acercarse a aquella enorme criatura arcana que era Athentia. Se sorprendió al ver un reguero de sangre surcar la comisura de la boca de la inmortal criatura.
—Mi señora —musitó—, ¿estáis bien?
—Márchate, princesa —contestó Athentia.
—Su sapiencia, soy inofensiva. Soy una prisionera como vos. Es posible que si cooperamos...
—¡Ya es suficiente, asesina! No me tientes. Todas las piezas están ya sobre el tablero. Sigue maquinando con tu juego de sombras y sangre sin mí.
—Pero, no entiendo.
—No, tú solo comprendes un puñal por la espalda, y eso de forma imperfecta. Pero has oído hablar de mis acertijos. La magia no saldrá fuera del pentáculo, pero sí te golpeará lo suficiente si continúas provocándome.
—Lo siento —dijo Lilly, y era cierto aunque no sabía por qué. Impelida por un vago sentimiento de lástima, mostraba aquella amabilidad de la que en otra época solía hacer gala en la corte de su padre, incluso cuando sabía que ahora, vistiendo una falda de tela a cuadros, podía parecer absurdo. Se retiró a la zona más lejana del patio, se sentó en la dura piedra y se abrazó las piernas apesadumbrada.
—Estás tocando fondo, tres veces maldita —dijo una suave voz de barítono.
Sobresaltada, Lilly miró desenfrenadamente a su alrededor, pero no vio a nadie. Observó que la esfinge no había reaccionado ante el sonido, pero eso podía significarlo todo o nada.
—¿Quién anda ahí? —preguntó ajustando su voz al mismo volumen de la que había escuchado.
—Mi maestro dice que eres una asesina bastante decente —continuó diciendo el interlocutor invisible—, suficientemente profesional como para cumplir tu acuerdo y acuchillar a Vladawen, incluso tras haber sido maldecida para amarlo. Él hoy vive solo por gracia de Belsamez. Pero, ¿crees realmente que podrás dirigir sus ejércitos?
No iba a permitir que aquel fantasma la sacará de sus casillas, pero realmente era una buena pregunta. Una cuestión que ella misma se había hecho cada vez que alguno de sus soldados había perecido. Alejando ese sentimiento de culpa, sutilmente trató de encontrar alguna señal de un lanzador de conjuros invisible que pudiera estar en sus alrededores, pero fue incapaz. Si lo había, su magia y su talento para el sigilo eran considerables, pues no lograba localizar su posición.
—Alguien tendrá que mandarlas —dijo—, y no es como cuando traté de dirigir a una compañía de caballeros. Sé de exploraciones y escaramuzas.
—Pero obviamente no lo suficiente como para cambiar el sentido de esta guerra.
Ella escupió, o al menos trató de hacerlo. Tenía la boca demasiado seca como para poder hacer que el gesto fuera lo suficientemente imponente.
—Podría ser un genio militar y no tener eso en mis manos. ¿Quién eres, un mago, un espíritu, o solo mi propia mente escapando desenfrenada del castigo que estoy sufriendo?
—Soy un amigo.
—Lo dudo. Los amigos no se esconden las caras unos a otros.
—No seas tonta. Estoy arriesgando mi vida para colarme hasta aquí y hablar contigo. No voy a exponerme aún más abandonando mi invisibilidad.
De haber estado en su lugar, Lilly hubiera pensado lo mismo, pero no estaba por la labor de admitirlo.
—En este momento, aquí no estamos más que tú, Athentia y yo, y estoy segura de que la esfinge ya se ha percatado de tu presencia.
—Es cierto, pero no soy yo a quien ella ha amenazado con maldecir.
Lilly pensó que el fantasma debía de estar a su derecha y a su espalda... luego se dio cuenta de que en realidad tampoco estaba allí.
—Entonces debes tener un alma más luminosa y pura que la mía. No es un gran logro, pero felicidades de todas formas. Ahora te pregunto de nuevo: ¿Quién eres y qué quieres?
—Estoy seguro de que estás en lo cierto respecto a lo del alma. Como seguramente recordarás, Belsamez la escudriñó y encontró más perversidad que bien. Profetizó que harías caer el sufrimiento sobre la cabeza de Vladawen.
—Y ya lo hice. —El sol hacía que el sudor le chorreara por la frente, se lo secó—. Lo traicioné y lo acuchillé, como me recuerdas con tanto entusiasmo. ¿Quién eres, y cómo estás al tanto de esas privacidades mías y del elfo?
—Mi maestro me lo contó. Es un gran hombre, y lo sabe todo sobre todo tipo de cosas.
—¿Es Sendrian? ¿Te envió a husmear para ver qué secretos podías sacarme?
—Creo que cuando llegue el momento, comprobarás que el barón no necesita de trucos para hacer que tu lengua empiece a moverse. Da gracias a que no lo haya hecho aún. Habría sido así, pero creo que Athentia lo tiene preocupado. Se supone que lo sabe todo, y es raro el archimago que no anhela arrancarla todos esos secretos.
Súbitamente, Lilly pestañeó.
—Tu acento. Suena como el mío, al menos más que la mayoría de las gentes de por aquí, ¿vienes de algún lugar de los territorios del este, verdad?
El fantasma pareció dudar por un instante.
—Considerando todo el abuso que has sufrido, es inteligente por tu parte haberlo notado. Quizá eso hará que confíes en mí.
Lilly rió. Eso hizo que su garganta reseca le doliera.
—No creo. Tengo muchos enemigos en mi hogar, muchos, desde príncipes cuyos padres reales asesiné a campesinos cuyos hijos el dragón devoró antes que yo aprendiese a controlarlo.
—Entonces confía en mi porque, como tú, o como Vladawen en cualquier caso, mi maestro quiere el alzamiento del dios muerto. Es por eso por lo que me envió hasta aquí para ayudarte.
—¿Cómo? ¿Puedes acaso liberarme del pentáculo?
—Sí.
Lilly, como hacía a menudo cuando estaba excitada, movió la cola. Tuvo que recordarse a sí misma que la charla era solo cháchara, especialmente cuando procedía de un emisor invisible.
—Hazlo, entonces.
—No es tan sencillo.
—Ah. Ya sabía yo. ¿Qué pago pides a cambio?
—Ninguno, pero tendrás que confiar en mí, porque necesito que entres en trance y hables directamente con lo más profundo de tu alma.
—Así que, como sospeché desde el principio, puedes hurgar en mi mente.
—¡No! ¿Qué sentido tendría? ¿No te he mostrado ya que mi maestro lo sabe todo sobre ti? Así es como están las cosas: Sendrian te colocó en una prisión construida para enormes criaturas increíblemente poderosas. Es por eso por que estás atrapada aquí, pero un ser menor como yo, un hombre corriente que solo conoce unos cuantos conjuros, puede entrar y salir libremente. En otras palabras, el pentáculo retiene tu naturaleza dracónica, no tu lado humano.
Lilly frunció el ceño impaciente.
—Ahora estoy en forma humana y no puedo salir. Ya lo he intentado.
—Tú y el dragón aún sois uno. De no ser así no tendrías esos cuernos. Es necesario que tus dos naturalezas se separen. Así, la mujer podrá salir caminando mientras, en cierto sentido, la simiente queda atrás.
Sería cumplir el sueño que ella había acariciado durante toda su vida como adulta, y eso la hacía desconfiar aún más de aquella voz tentadora.
—Sendrian quiere extirpar al dragón para aprovecharse de su poder.
—No seas estúpida. Sabes la clase de mago que es. Si decidiera apoderarse de la simiente la cogería consumiendo la sangre de tus venas. Entonces quedarías libre de esa maldición y de cualquier otra, pero no te haría ningún bien.
—Debo saber quién eres, y quién es tu maestro.
—Me prohibió pronunciar nuestros nombres en el interior de estas paredes. Y por una buena razón.
Lilly suspiró.
—Entonces no me atreveré a dejarte entrar en mi mente. Por la daga negra, nunca he dejado que nadie me conociera de esa forma.
—¿Acaso es tan pulcra tu alma de asesina? —preguntó el fantasma mientras su voz adquiría un tono de frialdad—. ¿Tan pura y preciosa? Entonces mantenla inmaculada. Olvida la libertad (cualquier clase de libertad) y conserva tu oscuridad. Muy pronto, Vladawen tratará de entrar en el castillo para hablar con Athentia y preguntarle por tu destino. ¿Crees que tiene alguna posibilidad de prevalecer ante el mago de sangre, allá donde la esfinge fracasó? Realmente, sin tu ayuda, no creo. Puedes permanecer a su lado o puedes abandonarlo y condenarlo, como también harás con la causa de Wexland. Entonces morirás como una destructora, justo como has vivido.
—¿Y por qué no ayudas tú a Vladawen? —preguntó ella con rencor.
—Se me tiene prohibido actuar abiertamente.
—Y estoy segura que es por una buena razón.
Lilly contempló a Athentia, un inmóvil montículo alado, y una pesadumbre en el estómago le dijo que incluso si le volvía a rogar, aquella enorme criatura se mantendría inquebrantable en su negativa a ayudarla. Sentía el calor del sol que caía sobre ella, la cruda y arenosa sed en su garganta, el dolor de sus magulladuras y la dura piedra bajo su cuerpo. No sabía si debía confiar en su visitante invisible, pero sí sabía que quería desesperadamente salir del patio y quizá, en el fondo, era algo tan simple como eso.
—De acuerdo —dijo—. Lo haré. Y que las fuerzas divinas te protejan si me estás engañando. —Sin duda eran unas amenazas vacías.
12
La patrulla atravesó la torre de entrada en dirección al primero de los patios interiores del Castillo Piedrarroja. La muchedumbre observaba boquiabierta y vociferaba. Vladawen podía sentir cómo su estómago se revolvía de terror. Sin embargo, había logrado pasar desapercibido. Los sirvientes y los guardias de reemplazo no gritaban por la presencia de un impostor, sino para comentar el desaliñado aspecto de los guardias en general. Como Vladawen había esperado, la patrulla tenía claro derecho a entrar y nadie había prestado demasiada atención a los individuos que la formaban.
Eso fue exceptuando al Sargento Thrake, un hombre entrado en carnes, con una fea narizota roja, bigotes estilizados y los modales de una rata. Lanzó una mirada fulminante a la tropa, que quedó helada, y condujo a sus hombres a los barracones.
Vladawen se sentía aprisionado dentro de los altos y enormes muros y torres de la fortaleza, como si alguien lo hubiera colocado en el fondo de la cantera de la que salieron todos esos bloques de arenosa piedra rojiza. En sus días de gloria, los elfos de Termana habían erigido fortalezas de igual presencia, pero que transmitían una mayor espaciosidad y ligereza. Quizá, pensó amargamente Vladawen, debían haber permanecido en su interior. Entonces a lo mejor Chern no los hubiera maldecido.
En todo caso, los habitantes de ese castillo en particular (mozos de cuadra, carpinteros, cocineros, lavanderas) parecían encontrar su hogar bastante agradable, aunque transmitían un ambiente algo quejumbroso al tiempo que cumplían sus tareas mientras otros, que habían recibido permiso para bajar a la ciudad, se divertían en la feria. Vladawen consideraba que todos tenían un aspecto bastante corriente, y encontró extraño reflexionar que todos eran, en virtud de sus servicios y quizá también de su convicción, enemigos de Wexland y de su recién exaltado dios.
Los barracones estaban en uno de los patios interiores presentes en el ala este del castillo. Thrake condujo a sus hombres a su interior y allí, sin concederles una oportunidad de ocuparse de sus cortes y moratones, quitarse las armaduras o, al menos, usar los servicios, los obligó a prestarle atención mientras les soltaba una despiadada arenga, gritando y escupiendo saliva en la cara de cada uno de ellos, por turno. Sus soldados, según parecía, eran cobardes, alfeñiques, estúpidos y también traidores. De no ser así, no habrían tenido problemas en hacerse con los dos sinvergüenzas que se habían burlado de ellos de un lado a otro de la ciudad.
Vladawen sudaba mientras el sargento pasaba lista a la tropa. Entonces, de repente, esa narizota roja y aquellos ojos enloquecidos y deslumbrantes estaban ya en frente de los suyos propios pero, a pesar de su proximidad, Thrake no lograba distinguir la máscara ilusoria. Profirió los improperios y las culpas que habrían correspondido a Odos y siguió avanzando, dejando atrás al elfo aristócrata, para quien un abuso tan burdo había sido una experiencia extraña y desconcertante (pero no carente de temor). Finalmente, abandonado a sus propios recursos, su disfraz de disolvería, y él no podría reponerlo mientras sus enemigos estuvieran observando. Alarmado, advertía como Thrake parecía poder bravuconear y despotricar durante horas.
Sin embargo, al fin, el sargento se calmó, o quizá recordó que debía ir a informar a su superior. Puso fin a su discurso volcando una mesa cubierta de lancetas, y de tarros de barro cocido de boca ancha, y entonces se marchó con aspecto ofendido.
Los soldados reprendidos comenzaron a limpiarse y a adecentar su equipamiento. Ninguno prestó la menor atención a Vladawen cuando éste se escabulló. Justo en el espacio sombrío de la salida de la estancia, renovó su conjuro. Cualquiera que hubiera salido en ese momento por la puerta o que hubiera pasado frente a él, a la luz del sol, podría haber escuchado las palabras de poder, presenciado los gestos del ritual o sentido como la realidad se modificaba por un instante. Pero no fue así y un momento más tarde, ahora envuelto en la forma ilusoria del sargento Thrake, Vladawen recorrió el pequeño trayecto de escalones que conducía a otro patio.
Odos le había indicado que debía encaminarse hacia el noroeste así que, mientras avanzaba en esa dirección, trató de aparentar tanto como pudo estar plenamente seguro de hacia dónde se dirigía. Al mismo tiempo, se esforzaba en darse los mismos aires que Thrake, en un caminar lleno de prepotencia y belicosidad.
Como era de prever, nadie parecía tener grandes deseos de conversar con aquel tipo, y eso era una ventaja para él. Ahora, su principal temor era toparse con el propio Sendrian. Sin duda su perspicacia arcana permitiría al mago descubrir su capa ilusoria.
Pero dio la casualidad de que Vladawen no se encontró con el barón. En lugar de ello, caminó junto a múltiples jaulas ocupadas por gallinas cluecas. En esa zona se encontró con dos criaturas, de tamaño tan pequeño como los medianos que había observado anteriormente, pero poseedoras de unas descomunales cabezas pelonas, orejas puntiagudas y ojos como platos. Descalzas, pero por lo demás vestidas con las ropas que podría llevar un niño, parecían estar ocupándose de sus cosas tan tranquilamente como podía hacerlo cualquier otro humano residente del castillo. No obstante, cuando Vladawen apareció ante ellos, corrieron como flechas a agazaparse ante él de forma totalmente asilvestrada.
Como cualquier elfo, Vladawen estaba familiarizado con el pueblo feérico. Aunque no tenían alas, esta pareja evidentemente pertenecía a dicha raza, aunque al mismo tiempo, inconfundiblemente podía decirse que eran también simiente de los titanes. Puede que algún titán, en los días anteriores a su caída, hubiera creado a estas criaturas como su raza había dado a luz a otros tantos millones de especies, o también es posible que alguna maligna influencia hubiera corrompido a unos espíritus comunes hasta transformarlos en algo tan grotesco y asilvestrado. Las criaturas olisquearon y sus narices centellearon. Vladawen se percató de que trataban de percibir su olor y tuvo el presentimiento de que, para esos bestiales seres, un elfo olía muy diferente de un humano.
Vladawen no podía correr, no con gente caminando junto a él. Parecería demasiado sospechoso. Lo mejor que podía hacer era dar un giro brusco y regresar a toda prisa a su anterior trayectoria. Tenía la esperanza de poder evitar que los duendecillos captaran su olor y entonces poder sortearlos para llegar a su objetivo. La fortaleza de Sendrian era grande y lo suficientemente compleja arquitectónicamente como para que el santuario del mago pudiera alcanzarse desde más de una dirección.
Vladawen mantuvo a raya los impulsos que le inducían a mirar atrás, por temor a que una muestra de ansiedad inquietara a aquellos duendes. Aun así, debía saber si le estaban siguiendo, así que trató de agudizar su oído para escuchar. Siempre se ha contado que los elfos tienen los sentidos muy afilados, pero él quizá había adormecido sus propias facultades a lo largo de ese siglo y medio de rumiar en su templo devastado. Al principio no fue capaz de escuchar nada que no fuera el continuo ruido del ambiente de la vida del castillo que le rodeaba: un herrero que cantaba rítmicamente mientras golpeaba el metal sobre el yunque; un caballo que relinchaba; el líquido vertido por alguien que vaciaba una pila de agua; unos niños que discutían estridentemente o una pala que entraba en la tierra mientras alguien cavaba en un terreno ajardinado.
Finalmente, Vladawen percibió otro sonido parecido a un olisqueo, e incluso el pisar de unos pies descalzos sobre los adoquines. Aquellas criaturas feéricas no habían dado la alarma. Podía dar gracias por ello. Quizá sus mentes no funcionaban de ese modo o puede que aún no estuvieran seguros de lo que él era. Aun así, definitivamente lo estaban siguiendo.
Vladawen aún estaba rodeado de hombres que estaban trabajando, holgazaneando o divirtiéndose, y eran tan abundantes que costaba creer que otros hubieran descendido por la colina para dirigirse a la feria. Igualmente complicado era entender que nadie le diera mayor importancia a las desagradables y pequeñas bestias que Sendrian había introducido en la población del castillo. Aparentemente, con el tiempo, la gente acababa acostumbrándose a casi todo.
Vladawen dio la vuelta a una esquina. Ahora podía mirar hacia atrás sin que resultara sospechoso. Los duendes se habían escabullido hasta estar bastante próximos a él y le sonreían mostrando en sus fauces hileras de colmillos afilados como cuchillos. Evidentemente eran criaturas carnívoras y posiblemente bebieran sangre. Parecía tener sentido que Sendrian estuviera interesado en tales seres. Vladawen se preguntaba a qué otros invitados podría haber convidado el barón al Castillo Piedrarroja. También pensó que esas criaturas podían ser su castigo por haber enviado a Nindom a su muerte. Abandonó furiosamente esta idea en favor de otros pensamientos más prácticos. Para poder deshacerse de sus seguidores, debía escapar ante la vista de todos. Vio un rincón delimitado por el exterior redondeado de una torre y un muro que, por alguna razón, formaba un ángulo obtuso con ésta. No era un gran lugar para esconderse. Cualquiera que pasara por allí podría ver perfectamente lo que ocurría en su interior y también era posible que alguno de los centinelas que custodiaban el muro lo viera al mirar hacia abajo. Aun así, era todo lo que tenía.
Vladawen se deslizó hacia el hueco y se escondió en él como pudo, tratando de cerciorarse de que la pelea no acabara extendiéndose al exterior. En aquel nicho los muros ocultaban la luz y las sombras eran sorprendentemente frías (o puede que los nervios le hicieran sentir eso). Deseaba tener aún su ballesta de mano, pero la había abandonado en la posada la noche anterior y, con la prisa por marchar la había dejado allí por descuido. Comenzó a desenvainar su estoque, pero se lo pensó una segunda vez y decidió desenfundar el puñal. Aún consideraba posible zafarse de la situación y podría ocultar mejor la pequeña hoja bajo su manto hasta no tener más remedio que utilizarla.
Una cabeza redondeada asomó por la esquina del muro en el otro extremo del rincón. Como un niño jugando al escondite, la criatura mostró su sonrisa dentada y se adentró en el hueco. Su compañero la siguió, y juntos bloquearon la salida del pequeño escondrijo de Vladawen.
—Suele pasar —gruñó el elfo—, estaba comprobando un agujero en los muros. Por los hundimientos. —No era mampostero ni arquitecto y fue lo único que se le ocurrió decir. Probablemente sería una estupidez, pero puede que los duendecillos de sangre no lo supieran.
Mientras escuchaban, aquellas criaturas feéricas levantaban sus largas orejas afiladas. Murmuraron entre sí y entonces caminaron hacia el interior del espacio cerrado.
—No hay nada que ver —dijo Vladawen indicando que se marcharan—, no puedo desperdiciar mi tiempo con vosotros. Id a jugar a otra parte.
Era inútil. Comportándose como si no hubieran entendido una sola palabra, que probablemente hubiera sido el caso, las criaturas continuaron avanzando. Se adentraron en las sombras, con sus sonrisas brillando como un par de lunas. Olfatearon el aire, se miraron la una a la otra, y entonces embistieron hacia delante con una velocidad tal que estuvieron a punto de pillar a Vladawen desprevenido, a pesar de que había estado esperando que ocurriera exactamente eso.
El duendecillo de sangre que iba al frente arremetió contra el elfo con las manos extendidas y las fauces abiertas de par en par, dispuesto a morderlo. Vladawen avanzó y apuntó por lo bajo. La hoja de su daga, que salía de entre sus nudillos, debía haberse clavado justo en medio de la bestial cara de la criatura, pero el duendecillo se zambulló por debajo del arco que describía el golpe y giró sobre sí mismo. Sus colmillos se clavaron en los resistentes pantalones reforzados con cuero, tratando de traspasaslos e incrustarse en su carne.
Encorvado, Vladawen trató de nuevo de acuchillar a la criatura. El duendecillo se apartó, dio una voltereta y aterrizó sobre sus inmundos pies.
Justo en ese mismo instante, Vladawen se percató de que había perdido de vista al otro pequeño monstruo. Mientras lo buscaba, algo se arrojó contra sus hombros. De algún modo, quizá trepando como una araña, había logrado colocarse por encima de él para saltar sobre su espalda.
El clérigo estaba aún inclinado, medio desequilibrado, y a pesar de toda su fuerza, el impacto le hizo caer sobre la misma rodilla que había pateado Odos. La articulación se quejó dolorida y el primero de los duendecillos de sangre embistió de nuevo contra él y comenzó a forcejear. Vladawen tenía ahora sobre sí a las dos criaturas, trepando por su cuerpo y mordiéndolo. Unos afilados colmillos perforaron el cuero que cubría su antebrazo tratando de alcanzar la carne.
De pronto el mundo pareció dar vueltas. Vladawen se percató de que los dientes de sus asaltantes eran venenosos. Desesperado, sin importarle quién pudiera escuchar, bramó un grito de batalla. El alarido despejó el mareo. Viendo ya que el puñal era inútil a tan corta distancia, dejó caer el arma y rodó por el suelo, machacando a los duendecillos bajo su cuerpo. Eso no acabó con ellos, así que se levantó, se deshizo del que tenía agarrado al cuello y lo lanzó hacia la pared para tener un momento en el que poder preocuparse únicamente del que se mantenía agarrado a sus hombros. Anduvo a ciegas hacia atrás, agarró a la criatura por una de sus largas orejas y tiró de ella tanto como pudo. Con un chillido de dolor, el duendecillo aflojó su presa. Entonces lo volteo frente a sí y lo levanto hacia arriba para golpearlo contra el suelo, haciendo pulpa su carne y destrozándole los huesos. De su boca y su nariz salía sangre a borbotones, y parecía que hubiera machacado a un mosquito ahito.
El otro duendecillo estaba a punto de arremeter contra él de nuevo, pero al presenciar el destino de su compañero se frenó en seco, se giró y echó a correr. Vladawen arrojó sobre él el pequeño cadáver de su compañero y lo derribó apenas unos pasos antes de que saliera al patio. Se lanzó hacia delante, sacó a la criatura de debajo del cuerpo muerto de su compinche y simplemente la retorció con las manos hasta que dejó de sacudirse, al gemir su columna vertebral con un chasquido. El duende orinó sangre antes de morir.
Vladawen había acabado con los diablillos con una frialdad propia del mejor guerrero. Sintió una pizca de feroz satisfacción, barrida por una oleada de mareo.
Con las manos temblorosas, sacó el pequeño tarro de plata de ungüento sanador que guardaba en la bolsa de su cinto. Al frotarse la crema de color blanco sobre las marcas de los colmillos, éstas desaparecieron y la debilidad y el vértigo se calmaron. Se dio cuenta de que había tenido suerte. El apotecario real de Wexland no le había asegurado que el remedio fuera eficaz contra el veneno. Puede que la toxina del duendecillo de sangre no fuera muy fuerte, o quizá no había logrado inyectarle demasiada cantidad.
Salió del rincón y echó un vistazo. De nuevo estaba de suerte. Parecía que nadie se había percatado de lo ocurrido. Llevó los cadáveres hasta el punto justo en que el muro se unía con la pared de la torre. Si alguien llegaba a avistarlos ahí amontonados, entre las sombras, podría confundirlos fácilmente con una pila de desperdicios.
Vladawen recogió entonces su puñal, se alisó la ropa y trató de limpiar la sangre y la suciedad lo mejor que pudo. Eso no supondría ninguna diferencia en su máscara ilusoria, pero a pesar de los ciento cincuenta años que había pasado habitando entre el polvo y la mugre de su maltrecho templo, seguía siendo un elfo aristócrata, demasiado pulcro como para no hacerlo sin sentirse sucio e incómodo.
Cuando acabó de acicalarse, abandonó su escondrijo y se dirigió de nuevo hacia el ala noroeste del castillo. En el camino pudo ver otras especies desconocidas y de aspecto estremecedor, como unas mariposas con alas irisadas de hermosos colores cambiantes, y que en algunos momentos mostraban caras diabólicas, cráneos o ardientes ojos de pupilas afiladas. Entonces su pulso se aceleraba, pero los insectos, revoloteando en un diminuto jardín iluminado por caléndulas, no le prestaron la menor atención.
Finalmente llegó ante un muro vestido de tallas de runas. En él se abría un pasillo en forma de arco, ausente del bullicio propio del resto del castillo. En el aire flotaba el penetrante olor a cobre propio de la magia de sangre, perceptible para cualquiera que hubiera manejado alguna vez fuerzas místicas. Vladawen podía sentir que había algo más; podía tratarse de la leve capa de un conjuro de silencio dispuesto para acallar los sonidos procedentes del tormento de Athentia.
El elfo se vio inundado por una oleada de entusiasmo e impaciencia. Se recordó a sí mismo que había llegado al lugar de mayor peligro y que debía actuar aún con más cautela que antes. Avanzó en la dirección que marcaba el pasillo y lanzó miradas furtivas para comprobar si alguien lo observaba.
No parecía haber nadie. ¡Siempre que a Sendrian no se le ocurriera salir del patio, justo en ese momento, por el mismo pasillo por el que él iba a entrar!
Llegada esta situación, Vladawen pensó en la extraña mujer a quien el mago de sangre mantenía recluida al otro lado del muro. Su amada. Su discurso franco, áspero y al mismo tiempo reconfortante. La torpeza con la que seguía quitándose la ropa delante de él, aun después de todo el tiempo que había pasado.
Furioso ante la imbecilidad en la que le hacía caer la maldición de Belsamez, dejó de pensar de esa manera. Era la Gran Esfinge quien debía preocuparlo, la salvación de su dios y de su raza.
Miró hacia el interior del corto y estrecho pasillo. No había nadie. Claro que eso no significaba que no hubiera trampas o barreras mágicas dispuestas para mantener alejados a los intrusos. Entrecerrando los ojos pudo distinguir unos salientes en el suelo del pasillo, moldeados y coloreados de modo que fueran completamente invisibles. Sospechó que estaban afilados y que su intención era la de hacer sangrar a la posible víctima.
Sin embargo, debía de haber un camino por el que cruzar, una pauta que Sendrian y los de su círculo pudieran seguir para cruzar aquel trecho sin sufrir daño. Vladawen estudió el pasillo con cuidado y se agachó para examinar mejor las diminutas hojas y púas. Estaba en lo cierto: no había algo tan sencillo como un camino continuo, pero sí unos huecos en los que una persona podía apoyar los pies. Trató de averiguar la secuencia. No debía ser nada demasiado complicado, no si la gente cruzaba este paso cada día.
Cuando consideró que lo había identificado, avanzó caminando en zigzag. Respiraba con dificultad y sentía un hormigueo en las plantas de los pies, como una especie de anticipo de un pinchazo o un corte. Sin embargo nada ocurrió y llegó ileso al otro extremo del pasillo.
El clérigo escudriñó cautelosamente el patio. La criatura alada que estaba posada en su centro era una visión imperiosa e inquietante, incluso para alguien que había matado a un titán y caminado entre dioses. Se trataba de un ser que había elegido mantenerse al margen de la Guerra Divina (ni dioses ni titanes habían sido capaces de seducirla, amenazarla o reclutarla para hacerse con sus servicios). Vladawen debía apartar su mirada de ella para estudiar el resto del patio exterior, incluyendo las ventanas y salidas de la torre que tenía a su derecha, de construcción cuadrangular y aspecto algo destartalado. No parecía haber nadie a la vista, de modo que, recordando caminar de manera arrogante, tal y como haría el verdadero Thrake, avanzó hacia el patio.
Mientras caminaba, vio a la prisionera humana que se ocultaba tras la enormidad de Athentia. Muy a pesar de sí mismo, sintió un gran alivio al comprobar que Lillatu parecía estar bien. Estaba sentada con las piernas cruzadas y la cabeza agachada, y no reaccionó al verlo. Claro que, con el aspecto de uno de los subordinados de Sendrian, no tenía razón alguna para reconocerlo.
Por un momento dudó, inseguro de a quién aproximarse primero. Entonces, diciéndose que si liberaba a Lillatu ella podría ayudarlo a liberar a la esfinge, se dirigió hacia la asesina. Trató de no pasar demasiado cerca de Athentia. Su instinto, o quizá un recelo natural infundido por estar en presencia de una criatura tan enorme, le hizo pensar que no debía invadir el espacio inmediatamente próximo a ella hasta estar preparado para hablarle.
Incluso estando frente a ella, Lillatu no levantó su cabeza. Vladawen no pudo sino albergar un sentimiento de admiración: muchos otros prisioneros, atrapados en ese encierro que el sol convertía en un horno, hubieran aprovechado cualquier oportunidad para rogar agua a un enemigo. Su obstinación estaba fuera de toda duda.
—Soy yo —murmuró—, envuelto en una ilusión.
Ella no respondió.
—Soy Vladawen. —La tomó por el mentón y levantó su cabeza. Tenía los ojos apagados y sin duda no lo estaba viendo.
La cargó sobre sus hombros y trató de transportarla hasta el exterior del pentáculo, solo para descubrir que al aproximarse al borde sus botas parecían hundirse cada vez más en arenas movedizas. Empleando su daga, trató de raspar un hueco en una de las líneas, pero la sangre seca no salía. Finalmente pellizcó a Lilly en las mejillas, con la fuerza suficiente como para enrojecerlas. Eso tampoco la hizo despertar. Con el ceño fruncido, le volvió la espalda, cuadró sus hombros y giró para acercarse al enorme y pálido rostro de Athentia. En esencia se trataba de un rostro humano, pero algunos habían creído descubrir en él también algún parentesco con los elfos. De ser así, en ese instante podría recordar a la gente de Vladawen, a un elfo abandonado, con rasgos de sufrimiento y desolación en la marcada línea de su boca.
Vladawen se inclinó ante ella.
—Grandiosa —dijo en voz baja—. Supongo que puedes ver a través de mi máscara.
Durante un instante la esfinge no lo reconoció mucho más allá de lo que lo había hecho Lillatu. Vladawen se vio invadido por un enloquecido sentimiento de pánico. Había llegado hasta aquí valientemente, sacrificando tanto, solo para acabar frente a un fantasma mudo e informe.
Entonces, aquellos ancestrales ojos se centraron en su figura.
—Matatitanes —bramó.
—He venido a liberaros —dijo él.
—Todo el que me busca —dijo— lo hace porque sé la verdad. Todos tratáis de engañarme. Eso no muestra sino lo profunda que discurre la falsedad por vuestras almas.
Vladawen dudó.
—Su sapiencia...
—Vienes a pedirme la victoria. —La esfinge hizo entonces un ruido como el de un esputo, resquebrajando la sangre seca que tenía bajo la boca.
—En esencia, mi señora, no se trata de mi victoria, sino de la de mi pueblo y mi dios. Una victoria que adquiero con vuestra liberación. Puede ser ahora mismo, si puedes decirme cómo lograrlo. Si no es así, será pronto, como parte del acuerdo de paz.
—Tras el cual irás a casa a reconstruir tu templo y tu ciudad, para volver a vestir tus ropajes dorados y sentarte en tu trono sagrado para siempre jamás. Entonces te ocuparás de los seguidores que haya reunidos bajo el estrado.
El elfo apretó la boca.
—Mi señora, no he venido hasta aquí para justificar mis pecados. Trato de lograr algo complicado de la única forma posible, y de paso haceros un favor ¿Queréis o no ser liberada?
La Gran Esfinge esbozó una sonrisa turbadora.
—Mucho más de lo que jamás puedas imaginar. Aunque soy también prisionera de la visión y la memoria, mientras que las piedras caen y los hombres mueren.
—No comprendo —dijo Vladawen.
—Eso mismo le decía yo —dijo una irónica voz de barítono detrás de él.
Sobresaltado, el elfo giró de golpe. Entonces se inclinó rápidamente ante el regordete y ricamente vestido noble que, junto a varios guardias, había entrado en el patio.
—Mi señor.
Sendrian agitó su cabeza.
—Es un buen intento, Maestro Vladawen, pero no funcionará. Alguien encontró a Odos donde tú lo dejaste, en aquella vagoneta cubierta de flores.
Antes que el mago de sangre acabara de hablar, Vladawen ya musitaba otra plegaria y dibujaba el signo correspondiente en el aire. Con suerte, su capa podría ocultar el ademán místico.
Pudo sentir la magia chisporroteando mientras tomaba forma en torno a él y supo que se había vuelto invisible. Posiblemente se trataba del mejor de todos sus trucos mágicos, pero casi seguro que era bastante inútil frente a un mago tan poderoso como Sendrian. Rogaba por que pudiera desconcertar al barón durante unos instantes, al menos mientras se colocaba junto a Athentia. Suponiendo que la esfinge no arremetiera contra él como lo haría un gato que pega un manotazo a un insensato ratón, su enorme masa debía servir para escudarlo de las jabalinas de los soldados, y mientras él... ¿qué? Trataría de trepar por uno de los muros, imaginó. No se le ocurría ninguna otra forma de escapar.
Se lanzó a correr, los hombres dieron la alarma y pudo sentir como se disolvía la magia que lo envolvía. La carnosa mano izquierda de Sendrian sangraba, y su mano derecha estaba estirada como si acabase de lanzar una pelota. Vladawen estaba bastante seguro de que lo que había hecho era en realidad lanzar una o dos gotas de su propia sangre, derramada por la brillante garra de plata que tenía ajustada en el pulgar. Era su forma de acabar con el encantamiento de un enemigo.
—Ríndete, por favor —dijo el barón—. Puedo someter a esfinges y dragones. Supongo que no creerás estar por encima de ambos.
Quizá en otro tiempo, pensó Vladawen, cuando tenía al dios a mi lado y empuñaba las armas que él me había dado. Pero ya no. Todo lo que podía hacer era seguir moviéndose y esperar que sus enemigos no arrojasen sus jabalinas y sus letales magias hacia Athentia, tan conocida como era su capacidad de resistir al dolor. Y que tampoco trataran de entrar en su prisión por temor a su venganza.
El clérigo se movía junto a ella. Las pisadas de los guardias resonaban sobre los adoquines mientras se desplegaban para rodearlo. Examinó el muro, completamente vertical; era una visión desalentadora, pero aún así se lanzó contra él.
Antes de que pudiera alcanzarlo, Sendrian sobrevoló la esfinge a la distancia necesaria como para que ésta no se alzara y lo agarrara. Las manos le sangraban y estaba envuelto en una llama clara, casi invisible a la luz del día.
Vladawen volvió a desear tener su ballesta a mano para poder disparar sobre el mago mientras estaba en el aire. Según como estaban las cosas, lo único que podía hacer era tratar de cobijarse bajo la sombra de Athentia. Aún estaba a cuatro zancadas cuando Sendrian, con la voz bramando en un tono inusitadamente alto, gritó y giró una de sus manos ardientes describiendo un arco. Algo golpeó a Vladawen y le hizo abandonar volando el pentáculo hasta chocar contra un muro. Se desplomó aturdido, con el cuerpo maltrecho e incapaz de levantarse y continuar la refriega. Entonces dos soldados se apresuraron a desarmarlo.
Las prendas iban de un lado a otro y Sendrian descendió para vigilar el proceso. Sus pálidas manos, llenas de cicatrices, dejaron de arder. Tomó dos algodones de uno de sus bolsillos y los colocó contra sus cortes de forma casi automática, como si fuera resultado de la practica. Visto de cerca tenía un aspecto paternal y ligeramente delicado, nada que pareciera indicar que había dirigido la masacre que acabó con tantos habitantes de Wexland, o que poseía la determinación y la ambición necesarias para atrapar y torturar a un ser tan poderoso como Athentia.
—Es una sorpresa —dijo—. Lord Gasslander y sus caballeros deben estar mucho más desesperados de lo que pensaba para enviar a su profeta a una misión secreta.
Vladawen, tambaleante, finalmente logró librarse de los dos guardias y ponerse en pie. Hizo ademán de ir a agarrar a Sendrian por la garganta, pero el rechoncho humano fue más veloz. Dejó caer uno de los algodones, abofeteo la frente de Vladawen con su mano ensangrentada y musitó una palabra de poder. El conjuro robó cualquier energía que pudiera quedarle al elfo, que se desplomó.
—Ahora seamos sensatos —dijo el brujo sangriento mientras sacaba un nuevo algodón limpio. Evidentemente parecía llevar bastantes—. No quiero hacerte daño, solo quiero hablar contigo. Me has tenido intrigado desde la primera vez que bardos y heraldos vinieron contando tus excesos. Dime: ¿realmente crees que esa nueva deidad tuya es superior a las demás, o simplemente aparentas pensarlo como parte de una trama que te haga estar por encima de los demás clérigos?
Vladawen lo observó.
—El Que Permanece es el mayor de todos los dioses. —Puede que no fuera objetivamente cierto, pero no encontró sentido en tacharse a sí mismo de charlatán.
—Si es eso lo que piensas... —dijo Sendrian—. Realmente veo en tus ojos auténtico fervor. Y a propósito... —Se agachó. Vladawen pudo sentir un repentino escalofrío, un signo de que estaba desapareciendo su máscara ilusoria. Sin embargo esa no era la verdadera intención del brujo. En lugar de ello, le quitó la cinta de tela de plata que llevaba sobre la cabeza—. Impresionante. ¿Todos los elfos que proceden de tu tierra tienen esos ojos?
Ahora sí, pensó Vladawen con tristeza. Era la marca de su enfermedad.
—Ocurrió durante la Guerra Divina.
—En verdad. Toda clase de cosas extrañas e inusitadas ocurrieron en aquella época, o al menos eso tengo entendido. Sabes, sería triste que hubieras sobrevivido al mayor de todos los conflictos solo para morir en una pequeña escaramuza en Darakeene. ¿No prefieres ayudarme y vivir?
—¿Ayudarte, cómo?
—Podrías empezar por contarme cómo llegasteis a enteraros tú y tus amigos de que he obligado a Athentia a ser mi invitada.
—Mi dios nos lo dijo.
—Es posible, supongo. Debo confesar que esperaba que me dieras el nombre de un espía.
Vladawen continuó mirando a aquel hombre, y trató de comprobar si había recobrado las fuerzas. La respuesta era no.
—Pero —continuó Sendrian— siempre hay sitio para los espías, ¿no? Con ellos ocurre como con las moscas de un establo en un día de pleno verano, nunca puedes aplastarlos a todos. Pero no importa. En realidad puedes serme útil en otros aspectos más importantes.
—¿Persuadiendo a Gasslander para que se rinda?
—Buena sugerencia, pero es algo más complejo. Es un trato que puedo proponerte, siempre que prometas ayudarme. Te aseguro que cuando todo acabe tendrás tu vida y tu libertad y también, si así lo deseas, poder y riqueza. Incluso también la vida de la chica dragón. Parece haberse visto abocada a alguna especie de forma calmada de locura, pero me atrevería a decir que no es nada que los sanadores no puedan curar. Incluso un pequeño feudo en el que El Que Permanece, ¿es así como se dice?, podría disfrutar aún de su culto.
Vladawen dijo con sorna:
—Aunque me estuvieras diciendo la verdad, no puedo imaginar al Emperador Klum accediendo a nada de eso.
—Yo puedo arreglármelas con Su Realísima Majestad, si me das motivos suficientes.
El elfo aparentó considerarlo.
—Está bien —dijo por fin—. De todas formas Wexland no iba a ganar, no ahora que me alejas de la Esfinge. Era nuestra última esperanza. Así que ¿para qué íbamos Lillatu y yo a morir por una causa perdida? Hace un año ni siquiera conocíamos a los de Wexland.
Vladawen consideró que había mentido de forma bastante convincente, pero Sendrian no dudo antes de mover su cabeza con pesar.
—Es una lástima que no pueda convencerte. ¿Es que no hay nadie sensato en las filas rebeldes? Evidentemente no. Puede que sea algo que haya en el agua.
—¿Acabo con él mi señor? —preguntó un soldado. A Vladawen le recorrió un sentimiento de terror, que sin embargo no sirvió para combatir la flaccidez de sus manos.
—¡No, mi querido Eldric! —gritó Sendrian—. Si Vladawen muere no sería sino parte de un grandioso espectáculo orquestado por Klum y su corte. Sin duda él tiene cosas que contarnos. Vivió bajo el mandato de los titanes y combatió codo con codo con los dioses en la guerra que barrió al viejo mundo. No puedes imaginarte cómo era y, tristemente, yo tampoco. Pero él sí puede contárnoslo. Imagino que puede decirnos toda clase de secretos, quizá incluso hablarnos de cómo convencer a Athentia para que nos ayude.
Esa sugerencia arrancó una carraspeante risotada al debilitado y asustado Vladawen. Justo entonces pudo sentir, o imaginar, un apagado hormigueo en la punta de sus dedos. Trató de agitarlos, pero era incapaz de sentir si se movían.
—No puedo convencer a Athentia para que te ayude —resolló—, ya lo intenté. Y tampoco la convencería aunque pudiera.
—Siento que la decisión no sea únicamente tuya —replicó Sendrian. Descubrió uno de sus cortes y lo rasgó con la garra plateada de su pulgar, vertiendo otra gota de sangre.
Entretanto, Vladawen dejó caer su cabeza como si careciera de fuerza para sostenerla. No estaba muy lejos de la realidad, pero su auténtico objetivo era que nadie viera cómo movía los labios mientras musitaba. Al mismo tiempo, trataba de mover los dedos dibujando los signos cabalísticos adecuados.
No confiaba en que su mano débil estuviera describiendo los movimientos correctamente y tampoco en que importara realmente si lo estaban haciendo. Estaba tratando de emplear una de sus invocaciones menores contra el que posiblemente fuera el mago más poderoso de todo Darakeene. Aún así, ese truco era su única esperanza.
Consiguió finalizar el encantamiento sin que nadie le aporreara la cabeza. Suponía que algo iba a ocurrir, aunque no podía distinguir si se trataba de alguna magia que fuera a afectarle a él o a su entorno.
Sendrian entonces se agachó, rasgó la cara de Vladawen, enjugó la primera gota de sangre y la mezcló con la que ya reservaba en la palma de su mano. Mientras recitaba un pareado, el fluido se evaporó en una bruma de vapor, y el elfo sintió una sacudida en la cabeza.
El anterior conjuro de Sendrian había debilitado las extremidades de Vladawen, pero le había dejado la mente intacta. Éste segundo, a la inversa, atacaba claramente su consciencia, aunque el elfo no podía determinar la forma precisa en que lo hacía. El órgano dañado era incapaz de examinarse así mismo y, en esos primeros instantes de caos, no podía decir si simplemente estaba hundiéndose en la más oscura inconsciencia o cayendo en las garras de la locura.
A pesar de su desorientación, percibió que dos de los guardias lo estaban llevando hasta el interior de la vieja torre. Aparentemente Sendrian había concluido que su nuevo prisionero no requería ser encerrado en el pentáculo. Evidentemente Vladawen no era una criatura tan extraordinaria como la Gran Esfinge o la mujer dragón. Quizá, pensó entre brumas, debía haberlo considerado antes de tratar presuntuosamente de cambiar el mundo, o al menos antes de rechazar la oferta de ayuda de Belsamez.
Uno de los soldados abrió una puerta. Entonces transportaron a su prisionero fuera de la luz, hacia las tinieblas.
13
Lilly siempre había pensado que no iba a ser capaz de lograrlo. Sobre todo dado su carácter activo y nada contemplativo. Probablemente, después que su familia la echara de casa, de no haberlo conseguido debería haberse retirado a la naturaleza para convertirse en una eremita o una mística. Pero no fue así, y finalmente aprendió a controlar al dragón casi por completo. Así pudo utilizarlo, junto a un recién descubierto talento para abrirse hueco con absoluta frialdad en el mundo civilizado. Sin duda eso habría horrorizado a sus padres, y quizá eso fuera lo que le impulsara a seguir ese camino.
Ignorando los recelos y lo incómoda que le hacía sentirse todo aquello, siguió intentándolo (aunque de forma casi inconsciente). La voz del fantasma seguía persuadiéndola. Paulatinamente, su conciencia abandonó su cuerpo, o al menos así fue como ella lo sintió. Fijada a una nueva forma, una carente de peso y compuesta de luz plateada, se vio empujada por un vacío oscuro bastante más agradable que el asfixiante patio que acababa de abandonar.
La sombra de un gato se urdió a sí misma cubriendo un espacio vacío. Lilly sabía que, incluso allí, el fantasma no le revelaría su identidad. Eso afirmaba su desconfianza hacia él, aunque en aquel estado de calma, esas sospechas no parecían ser sino un simple cálculo, libres ahora de cualquier ansiedad o resentimiento.
—Bien —dijo su supuesto benefactor—. Por un momento temí que nunca ibas a lograrlo.
Lilly no vio necesidad de responder a eso, así que no lo hizo. Era más tranquilizador.
—Pero tienes que seguir moviéndote —dijo—. Vladawen ya se ha introducido en el castillo. Sendrian lo ha capturado.
Su calma se vio barrida por una punzada de ansiedad. Como de costumbre, la emoción no era pura. Sabiendo lo que Belsamez le había hecho, se sentía obligada a mostrar desgana hacia cualquier cariño o preocupación por Vladawen, dudaba de esos sentimientos y se permitía inducir un cierto odio por sí misma.
Pero evidentemente carecía de tiempo para eso ahora.
—¿Estás seguro?
—Sí. Vino hasta aquí, te encontró, pero entonces ya estabas perdida dentro de ti misma.
—¿Por qué no me despertaste?
—¿Y echar a perder todo lo que habías avanzado? No habría servido de nada. Mi maestro dice que esta meditación es lo único que puede ayudarte, o a Vladawen, en realidad.
Lilly tuvo que reprimir un fuerte sentimiento de enojo. Estaba harta de escucharlo hablar servilmente de su maestro; claro que, en cierto modo, era tranquilizador. Con todo lo poderoso que era Sendrian, sus sirvientes no lo trataban con tanto respeto reverencial, no al menos en lo que había podido observar. A pesar de su magia de sangre, él se presentaba ante ellos más como un patriarca campechano.
El gato-sombra hizo un gesto con su cabeza, plana y carente de ojos.
—Mira ahí. Trata de ver lo que oculta la oscuridad.
Lilly entrecerró los ojos y obedeció. Al poco tiempo, ángulos, salientes y huecos comenzaron a distinguirse de la penumbra. A primera vista, aquellas enormes formas no sugerían otra cosa que colinas, montañas y masas de nubes. Entonces, de repente, su mente pudo discernir entre todas ellas una imagen colosal de sí misma, durmiendo de espaldas. Desde esa perspectiva, aquella cola que siempre le había avergonzado era más prominente. Su boca se tornó en repugnancia.
—Encuentra la entrada —dijo el fantasma.
Se preguntó si se refería a alguna clase de vulgar orificio, y entonces vio la marca de una pústula sobre el corazón de su enorme figura. Parecía la entrada a una cueva.
—Tienes que entrar ahí —dijo el gato-sombra—. Y sola, me temo. Según mi maestro, solo así funcionará.
Dubitativa, palpó el espacio que la rodeaba, como nadando. Sin embargo, no fue el movimiento de sus manos lo que la hizo avanzar. Propulsada simplemente por su voluntad, se lanzó hacia el vacío como una flecha y en un instante aterrizó en la boca del túnel, con el impulso justo para haber llegado hasta allí. Sin duda aquí el movimiento estaba menos restringido que en el mundo material. Aún así no sabía a qué atenerse, y su propio intento reflexivo de aterrizar le hizo perder el equilibrio.
Después de todo no se había hecho daño. Miró de vuelta atrás, hacia el vacío, para descubrir que a esa distancia el fantasma era completamente invisible en medio de la oscuridad. Entonces se volvió y comenzó a descender por el pasadizo. En cierto modo, y para su alivio, la cueva resultó ser más un túnel labrado en la piedra que una punción que agujereara la carne.
Sin embargo, tras algunos pasos, dejó de ser un pasillo. Durante un instante de alterada percepción, le pareció sentir que las paredes se alejaban de ella para, sencillamente, desaparecer. El techo se disparó hacia arriba y se disolvió en un cielo cruzado por ramas. Las dos lunas colgaban en el cielo, sobre los árboles, como una pareja de largos y blancos arcos. El aire era cálido y olía a verdor. Una corriente de agua murmuraba a su derecha. Entonces avanzó un paso, y bajo su pie tomaron forma unos guijarros. Se dio cuenta de que había aparecido en una ribera parcialmente seca, aunque por su parte central aún circulaba algo de agua.
La escena parecía completamente real, y se recordó a sí misma que no lo era, al menos no en el sentido al que estaba acostumbrada. No sabía demasiado de metafísica, pero de acuerdo con el fantasma, había entrado en un mundo de sueños en el que una persona podría encontrar las esencias de toda clase de cosas, incluyendo la de las máscaras del propio yo. Fuera lo que fuera lo que significaba eso.
No se le ocurría otra cosa que seguir avanzando en la dirección que ya había elegido, que resultó ser corriente arriba. Mientras caminaba, descubrió que su carne no brillaba como lo había hecho en el vacío, y que su acostumbrada cola no se sacudía y enroscaba alrededor de sus piernas y por dentro de sus vestiduras. Tampoco los cuernos salían de su cabeza. Aquel descubrimiento le produjo un cierto placer que sofocó de inmediato. En realidad, nada más entrar en ese mundo había empezado a sentirse algo ajena en el interior del cuerpo que ocupaba.
Aunque su instinto le permitía señalar la dirección correcta a seguir en cada momento, no era una exploradora de los bosques. De haberlo sido, en los días en que aún era una princesa mimada podría haber evitado cruzar al galope, tan irresponsablemente, aquel círculo sagrado feérico. Aun así, percibía que cuanto más avanzaba, más calmada se tornaba la noche, y el aire se cubría más y más del olor a almizcle propio de un reptil. Se dijo que no había nada que temer. No obstante, cuando dobló el recodo y contempló el nacimiento del río, ya andaba sigilosamente como la asesina que era. En aquel lugar, un pequeño chorro de agua brotaba de una formación rocosa, se vertía al suelo y formaba el estanque a partir del cual fluía la corriente. La negra superficie de ese pequeño lago estaba lo suficientemente lisa y calmada como para reflejar las lunas como un espejo.
Por alguna insondable razón, la vista le hizo tambalearse y casi perder el aliento. Sin embargo, nada extraño pareció ocurrir. Lilly suspiró y justo entonces un dragón se alzó desde detrás del círculo de piedras que rodeaba el enlodado borde del estanque. La asesina sabía, sin preguntarse cómo, que había molestado al reptil en su propia guarida, que no dudaría en proteger.
La sierpe la había avistado, y era por eso por que se había alzado. Aún así, no se molestó ni en desplegar sus alas. Simplemente avanzaba ella, como un caballo galopando, con sus pies arañando y apartando las piedras de la ribera. Lilly permaneció inmóvil.
Parecía absurdo decirlo pero, ella nunca había visto a un dragón. Al menos no desde el exterior, no mirando sus ojos fosforescentes, sus largos colmillos, sus oscuras escamas meciéndose bajo la luz de la luna, su enorme cuerpo, veloz y serpenteante a pesar de su inmensidad.
El reptil era terrorífico, tanto que Lilly casi temió que su sola visión le parara el corazón.
Sin embargo, su temor era absurdo, ya que se estaba mirando a sí misma, de forma que luchó por mantener la calma. Entretanto, la criatura completó su aproximación y la miró. Su comportamiento era aún más insondable que el de la propia Gran Esfinge.
—Hola hermana mía —dijo Lilly elevando su voz solo algo más de lo que acostumbraba.
—Eres la humana —replicó la sierpe como si ella fuera la única de su especie. Quizá así fuera en ese lugar—. Sé para qué has venido.
—Para romper nuestra unión. Vengo a pedirte que me liberes.
El dragón lanzó finas volutas de vapor desde sus orificios nasales. Temerosa de ser quemada o envenenada, Lilly se estremeció, pero los hediondos gases no la alcanzaron por poco.
—¿En realidad puedes ser tan estúpida? —replicó el enorme reptil.
—Si no nos separamos, no podré escapar de la prisión de un mago, y si él acaba conmigo, ambos moriremos. ¿No te parece sensato?.
—Una criatura debe morir si la alternativa es sobrevivir como un lisiado. Las bestias de los bosques lo saben, aunque los hombres que habitan las casas lo hayan olvidado.
Lilly frunció el ceño.
—Me las arreglaba bien sin ti, dragón. Estaba mejor sola.
—¿Realmente crees que alguna vez estuviste sola?
—Claro que sí, durante toda mi niñez, hasta que las hadas me maldijeron.
—¿Crees de verás que ellas capturaron a una sierpe de algún otro lugar y la colocaron en el interior de tu delicada piel para que estuviera siempre contigo? ¿O que me hicieron brotar simplemente de palabras mágicas y maldad? Créeme, ese milagro supera con mucho sus posibilidades.
Lilly dudó.
—Nunca lo he considerado. Creo que simplemente fue una maldición.
—Incluso después de haber llegado hasta aquí sigues sin entender nada. Todo humano lleva un mundo en el interior de su corazón, y en ese reino moran bestias y aves de todo tipo. Las hadas no te infectaron con una enfermedad. Sencillamente encontraron una fuerza que siempre había sido parte de tu esencia y le otorgaron un mayor acceso al universo exterior, al igual que unos obreros pueden expandir un cauce para que transporte más agua.
—Sí, pero ¿qué puede importar eso? Hace unos años tuve una muela picada. El diente era parte de mí, pero fui más feliz después de que el barbero me la extirpara.
La escamosa piel que ocupaba la parte superior de la comisura de la boca del dragón se levantó por un momento, mostrando aún más los terribles colmillos de aquella criatura.
—Estás ciega, pequeña hermana, si es que haces esa comparación.
Ella observó al reptil.
—¿Y por qué iba a ser inválida? Me has provocado más dolor que cien muelas picadas.
—¿Te quejas de treinta y dos piezas dentales? ¡Yo tengo cientos!
—No te burles de mí y ayúdame a separarnos. Te lo pido como familiar.
—Como estúpida, más bien. solo quieres hacerlo por que tu visitante invisible te lo ha aconsejado, y ni siquiera confías en él.
—Siempre he querido hacerlo y ahora es una obligación. Es por el bien de Vladawen.
El dragón resopló.
—Sería mejor para ti que ese desecho de elfo muriera. Quizá entonces te librarías de tus verdaderas maldiciones.
Lilly se encolerizó.
—Soy su compañera y he prometido ayudarlo.
—¿Incluso si eso acaba contigo? Yo formo parte de ti, Lilly, y no puedes librarte de mí sin sufrir complicaciones. Perderás facultades que equivocadamente has atribuido a partes de tu yo humano.
—¿La furia? ¿la frialdad? ¿la falta de remordimientos? ¿el mal que Belsamez vio en mí?
—¿Y qué serías sin ellos? Desde luego no Lillatu Estlemeer. solo una criatura raquítica e insulsa.
Lilly trató de mantener la mirada del reptil tanto tiempo como pudo, y entonces apartó la vista.
—Está bien. Quizá no sea eso lo que quiera, pero debo hacer algo. Así que al menos dime el modo de adormecerte, como claramente así ocurre con los dragones que otras gentes tienen en sus corazones. Quizá eso baste para sacarme del pentáculo. ¿A las sierpes les gusta hibernar no?
—Sí, pero cuando les corresponde. Y no es mi turno ahora.
—Entonces...
—No. Ya no soy un íncubo, y no puedes volver a meterme en el cascarón. Tendrás que arreglártelas conmigo, ahora y siempre. ¿Realmente es tan terrible? Me has utilizado a menudo. Siempre que tuviste la necesidad.
—Supongo —dijo a regañadientes.
—Entonces vete a buscar otra respuesta para tu problema. Y da gracias por que no me dé por engullirte y tomar posesión de tu vida al completo. —Entonces el dragón bajó súbitamente su cabeza. Una gota de baba colgaba de dos de sus colmillos, y sus ojos brillaban con más fuerza que antes.
—Está bien, ya me voy. —Lilly se giró velozmente y recorrió el camino que le había conducido hasta allí, teniendo cuidado de escuchar si la sierpe la venía siguiendo. No parecía que fuera así y cuando giró por el primer recodo del cauce del arroyo, escapando por fin de la vista del dragón, se desplomó en la orilla arenosa. Aturdida, respiró jadeante.
Transcurridos unos instantes, se sintió ansiosa por tomar de nuevo la iniciativa. Parecía volver a ser ella misma. Deseando que fuera la última vez que iba a tener que enfrentarse a una mágica criatura alada, enorme y condescendiente, trató de averiguar la dirección de la que procedía la débil brisa que soplaba en ese instante. Entonces marchó de vuelta por el cauce del arroyo.
Se abrió camino entre los árboles, mientras un manto de resbaladizas hojas marchitas silenciaba las pisadas de sus botas.
La angustia le hacía querer contener el aliento, y tuvo que obligarse a tomar y expulsar aire de forma consciente.
De nuevo pudo distinguir las piedras blancas y el agua oscura que contenían, aunque no logró divisar la lóbrega inmensidad del dragón. Echó un vistazo entre los árboles para comprobar si la criatura, sigilosa como un gato a pesar de su enormidad, la acechaba o aguardaba a la espera para saltar sobre ella. De ser así, estaba tan escondida entre las sombras y la oscura maraña de troncos que era invisible. Lilly, preocupada y con el ceño fruncido, avanzó hasta poder divisar todo el estanque. Podía sentir el pulso en su cuello.
No parecía que el dragón la estuviera esperando, aunque la situación era igualmente incómoda. La criatura había volado hasta alcanzar un promontorio rocoso, situado justo en el centro del estanque, y allí se había posado como una reina en su trono.
Aún puedo lograrlo, pensó Lilly, he nadado hasta botes anclados para matar a capitanes que reposaban en sus camarotes. En verdad había llegado a hacerlo incluso en puertos del Mar Sangriento, donde pocos son los que osan siquiera sumergirse en sus contaminadas aguas. Nunca había habido un dragón de por medio, pero eso no significaba que no pudiera hacerlo.
No estaba segura de que antes, en aquella especie de ensoñación, hubiera poseído un arma, pero lo cierto era que ahora sí tenía una. Cuando la sacó de su funda y la examinó, descubrió que se trataba de una daga de doble filo forjada de un metal negro como la muerte. El descubrimiento despertó en ella emociones enfrentadas a las que, tristemente, ya estaba empezando a acostumbrarse. Por un lado, la daga de ébano era el emblema de su arte, y eso podía tomarse como un buen presagio. Sin embargo, también era el símbolo de Belsamez, y eso podía significar que la caprichosa deidad estaba, desafortunadamente, implicada de algún modo en su situación actual.
Al diablo, pensó Lilly, no puedo hacer nada al respecto, así que mejor que no le dé importancia. Tomó aliento, como para calmarse, y entonces se lanzó hacia la zona del estanque. El olor a almizcle del reptil se mezclaba con la acidez de su veneno, y eso hacía que le escocieran los ojos. Se había preocupado en aproximarse con el viento en contra de modo que, al menos en teoría, el dragón no la olería. No obstante, todo lo que la criatura tenía que hacer para estropear sus planes era girar su cara angulosa y cornuda para verla, y todo lo que ella debía hacer era resbalar y hacer algún ruido mientras se abría paso por las rocas, húmedas e imperfectas. Estuvo a punto de hacerlo, y se tambaleó furiosamente como un funambulista hasta que recuperó el equilibrio. Sin embargo, finalmente logró alcanzar el borde del estanque.
En un lago de agua helada debía avanzar cuidadosamente sin chapotear ni una sola vez. Aun así, con la daga entre los dientes, una vez más lo logró. Trató de no pensar en el hecho de que en esos instantes era aún más vulnerable que cuando tenía los pies sobre el suelo. Como su propia experiencia le había enseñado, todo lo que la sierpe necesitaría hacer para acabar con ella sería escupir una pequeña dosis de su veneno en el agua, en algún punto próximo a su cuerpo.
Alcanzó la base de las rocas y trepó por ellas, esforzándose una vez más por no hacer ni un solo ruido. Era consciente de que, si el dragón la escuchaba, iba a tener que ascender a toda prisa y lograr acercarse al reptil antes de que éste pudiera hacer nada para evitar su ataque. Al menos esa era la teoría. El corazón le latía con tanta fuerza que le parecía que la bestia debía haberla escuchado hacía ya mucho, y que simplemente estaba disimulando. De ser así, el dragón seguía con el engaño incluso después de que ella hubiera asomado su cabeza por encima de aquel pedestal natural de rocas.
Entonces Lilly se esforzó por centrarse en un posible punto débil en el flanco del dragón, bajo la base de una de sus alas. Su propia experiencia vistiendo el cuerpo de aquella criatura le sugería que era algo más vulnerable en esa zona. Debía avanzar hasta estar a la distancia necesaria para lanzar su ataque. El reptil agitaba inconscientemente la cola, que giró obstruyéndole el paso en dos ocasiones. La segunda vez que saltaba sobre ella, volvió a cambiar de posición, con las escamas susurrando sobre la piedra, y Lilly hubo de moverse con velocidad para evitar que el miembro chocara contra su pierna.
Estuvo a punto de aprovechar ese impulso para hacer la carga que planeaba, pero el instinto le advirtió correctamente que no lo hiciera. El dragón no estaba atacando. Simplemente cambiaba de posición para estar más cómodo.
Lilly avanzó sigilosamente hasta la parte media del dragón, tomó un profundo, silencioso y tranquilizador aliento, y atacó, deslizando el puñal bajo una escama. Generalmente habría considerado una locura atacar a una sierpe con una hoja tan diminuta, pero se animaba pensando que la daga, a pesar de su tamaño, provocaría un gran daño.
Nunca antes había hablado mientras asesinaba a nadie. Hacía parecer al objetivo una persona real, y era la marca de un principiante. Aún así, en ese momento, gritó. Y las palabras parecieron brotar de su boca con voluntad propia.
—¡Muere estúpido ser! ¡Muere, te odio, muere!
Mientras expulsaba convulsivamente un vapor corrosivo, el dragón profirió un espantoso y ensordecedor alarido. Lilly le volvió a clavar la hoja, y entonces, con un giro de su enorme cuello, la bestia balanceó su cabeza cornuda. Tenía los ojos inyectados en fuego y los colmillos listos para lanzarle veneno o partirla en dos.
Sin embargo, aquella oscura daga le había arrebatado un ápice de su agilidad y, al girar la cabeza, sacudió sin querer una de las alas. La extremidad lanzó a Lilly fuera de la roca.
Cogida por sorpresa, cayó de forma violenta, estampándose contra el agua de forma dolorosa y sumergiéndose en las profundidades del estanque. Se percató de que debía aprovechar la oportunidad para maniobrar y tratar de evitar a su contrario, pero no tenía aire suficiente en sus pulmones. Salió a flote hasta la superficie y escupió agua, jadeando y tosiendo.
Lilly vio a la sierpe tendida, sin fuerzas, sobre su pedestal. Como un disfraz de un dragón después de un desfile, sin la estructura interna y los operadores humanos. La luz de sus ojos parecía desvanecerse, pero una chispa se iluminó cuando vio a Lilly aparecer en la superficie del estanque.
—Traidora —dijo—. Traidora al elfo y a ti misma. —Entonces vomitó al lago un chorro de su veneno.
14
Sin duda es bastante coherente que los elfos no necesiten descansar demasiado; tensos y nerviosos como son, ninguno lo hace excesivamente. Esa noche, el dios había prohibido los fuegos por temor a visitas de espíritus espías y para que el enemigo no pudiera utilizar los puntos de luz para calcular la fuerza de los defensores.
La deidad había caminado entre sus tropas en las horas anteriores al amanecer, gastando una broma por aquí, hablando algo por allá sobre cómo cuidar los cascos de los caballos o comentando cómo destilar licor matarratas allí mismo. Vladawen lo seguía de cerca y podía ver cómo su señor, tras haber arengado inicialmente a sus tropas con discursos acerca del destino y el sacrificio, ahora que había llegado el momento crucial, parecía querer dirigirlos en la dirección adecuada habiéndoles de cosas simples y caseras, como un guerrero más o un compañero que se dirigiera a otro.
Finalmente el dios alcanzó el extremo sur de la formación y condujo a su asesor un poco más adelante, de forma que pudieran mantenerse apartados de los últimos acampados y los soldados que hacían guardia a cierta distancia.
—¿Qué piensas de nuestras oportunidades? —preguntó.
Vladawen parpadeó.
—Padre divino, tú nos has liderado hasta aquí...
—Sin duda, entonces habrá sido lo correcto —dijo la deidad. Su pálido semblante y su forma esbelta eran tan impecables que podían considerarse casi una abstracción de la belleza masculina—. Es de agradecer la fe que tiene en mí mi sumo sacerdote. Sin embargo, que esa sea la forma más correcta de actuar no significa que vaya a tener éxito, al menos no con un titán al mando del otro bando. Así, haz como si no fuera tu patrono y dime lo que piensas.
Vladawen se volvió y una fría brisa llevó hasta él el olor del agua marina. Aunque el sol aún debía salir a su espalda, podía distinguir el acantilado que tenía a sus pies y el insondable océano que se agitaba al fondo de aquel abismo, gimiendo y batiéndose para salpicar las rocas y los acantilados marinos.
—Bueno, hemos tenido todo en cuenta —dijo el clérigo—. Hemos supuesto que nuestros enemigos vendrán en barco. Aunque, considerando la magia y los esbirros que Chern el Azote puede llegar a congregar, puede que haya sido erróneo. Hemos calculado que el oleaje y las rocas dificultarán su desembarco en esa pequeña franja de playa, incluso sin arqueros, rocas arrojadizas, magia o catapultas. Cuando por fin logren hacerlo, solo dispondrán de dos pronunciados y estrechos caminos por los que trepar, y mientras nosotros estaremos machacándolos a cada paso. El Titán de la Plaga no dudará en lanzarnos todo lo que tenga en su arsenal, pero tú podrás contrarrestarlo... en verdad, padre mío, creo que nos irá bien.
—Estoy de acuerdo —dijo Lillatu. Era una heraldo humana con cuernos, el pelo negro y alborotado, y unos feroces ojos oscuros. Portaba el estandarte personal del dios ladeado en la espalda y, en ese instante, lo tenía enganchado a su bastón de roble con empuñadura de plata. Tenía órdenes de desplegarlo al amanecer, cuando el enemigo apareciera en el horizonte.
Durante un instante, por todo lo que él se preocupaba por ella, su presencia confundió un tanto a Vladawen, aunque eso no lo alarmó. ¿No pertenecía ella a una compañía distinta y servía en un destacamento diferente?
Quizá no fuera así; el dios sonreía a ambos.
—Gracias mis niños. Mis amigos. Coincido en lo que decís, Chern es un insensato al tratar de desembarcar aquí, no importa lo que digan sus premoniciones. Lo derrotaremos y cambiaremos el rumbo del mundo al hacerlo.
Cambiar el mundo. Aquellas palabras hacían que volviera a brotar en Vladawen un sentimiento de extrañeza, quizá de lo equivocado de la acción que iban a emprender. La deidad aludía siempre a la gran causa, que unía a los dioses con las llamadas razas misteriosas (elfos, enanos, medianos y hombres) en una alianza contra los poderes primigenios de la tierra.
Durante incontables décadas, los titanes gobernaron la tierra sin discusión, dando forma a la creación y remodelándola según sus curiosidades, apetencias y antojos. Suscitaron tempestades, inundaciones, terremotos y sequías. Elevaron cordilleras montañosas, despertaron volcanes y empujaron islas hacia el fondo del océano. Engendraron nuevas clases de bestias monstruosas que arrasaban la tierra y, sumariamente, eliminaron a otras antiguas especies de la existencia. Y todo lo hacían sin preocuparse por las creaciones pensantes, que habitaban en medio de la funesta certeza de que cualquier día algún titán podría decidir torturarlos o incluso eliminarlos de la faz de la tierra sin ninguna razón aparente. En definitiva, ya había ocurrido antes un millón de millones de veces.
Sin embargo, finalmente, los titanes engendraron a hijos e hijas que, aunque eran igualmente poseedores de un enorme poder, con el tiempo resultaron ser diferentes de ellos. Los padres, si es que en realidad necesitaban alguna clase de poder tras ellos mismos, parecían obtenerlo de la tierra, el mar y el cielo. Los hijos, en cambio, necesitaban de la devoción de las razas menores. Por ello, las devastaciones de los titanes y sus exterminaciones masivas constituían una amenaza para las deidades, y las dañaban a través del vínculo empático que se había establecido entre ellos y sus adoradores.
Cuando los titanes se negaron a moderar su comportamiento, la guerra universal se hizo insalvable y, aunque los peligros eran terroríficos, el premio era el de un mundo ordenado. Nadie sabía con precisión qué significaba eso, porque nadie nunca había visto uno, pero los dioses prometían una nueva era en la que los elfos, e incluso los mortales, podrían desarrollarse y florecer seguros en la certeza de que eran algo más que meros juguetes. Así, el mundo renacería y sería reestructurado.
¿Pero podría en realidad llegar a existir un mundo así para los elfos de Termana? ¿Y para cualquier otro? De repente Vladawen lo dudó.
—¿Qué te preocupa? —preguntó Lillatu—. Estás raro.
—Es cierto —dijo el dios. ¿Por qué Vladawen aún lo miraba con recelo? ¿Por qué era incapaz de articular el nombre de su patrón incluso en sus propios pensamientos? El ser divino extendió sus esbeltas y luminosas manos, desnudas excepto por los guanteletes de plata auténtica que llevaba para la batalla—. ¿Estás enfermo? Ven aquí, déjame ayudarte.
Vladawen retrocedió ante aquel toque sanador y observó que incluso los ojos claros e intensos de un dios pueden mostrar sorpresa.
—Estoy bien, amado padre. Bueno, no en realidad, pero me esfuerzo tanto como puedo para que todo vaya como debiera.
—Amigo mío —dijo la deidad—, temo que alguno de los magos de la plaga de Chern te haya maldecido.
—Quizá —dijo Vladawen— sencillamente me esté volviendo loco. Pero si estoy en lo cierto acerca de lo que me está pasando, si todo esto no es más que un eco deformado, entonces sé lo que hay detrás de todo. —Se giró y arrebató el estandarte de las manos de Lillatu.
Ella trató de recuperarlo, pero él la apartó utilizando la fuerza que le había otorgado su dios, y entonces colocó sus dos manos en el mástil. Vladawen abrió la vara, separándola por uno de los anillos de plata y mostrando una hoja afilada y finamente labrada con runas de muerte y plaga.
El elfo frunció el ceño mirando a Lillatu.
—Incluso en sueños y recuerdos interpretas siempre a una traidora y una asesina. —Sabía que no era del todo justo. Ella simplemente interpretaba el papel que, en cierto sentido, él había elegido para ella. Pero en ese instante aquello no le importaba. No parecía que la mujer estuviera allí para escuchar cómo la reprendía.
El dios, con su característica imagen algo borrosa y fantasmagórica, miró la hoja.
—El propio Chern la ha encantado. Puedo sentir su malicia.
—Sí —dijo Vladawen—. Tu heraldo te hubiera acuchillado y matado con ella nada más iniciarse la batalla.
—Pero ya no será así —dijo el patrono.
—Claro que sí. La hemos descubierto. —El sumo sacerdote levantó la espada encantada y la arrojó al suelo—. Esta infantil interpretación no cambia nada. Este es el último momento bueno que vamos a tener, mi señor. Mientras estamos aquí, hablando sobre este cabo, esperando que el sol se alce y el enemigo aparezca en el horizonte, esta será la última ocasión en que tendremos esperanza. En unas pocas horas, tus servidores, unos traidores, te asesinarán. Yo te vengaré, acabando con Chern y obteniendo la victoria en la batalla. Pero, al morir, el Azote liberará plagas y perdición sobre toda Termana y sobre tus elegidos. Así, aunque todos los titanes fueron derrotados, nosotros los elfos abandonados, como la gente nos llama, nunca llegamos a recoger la feliz cosecha que nos prometiste. ¡Han pasado ya ciento cincuenta años y me pregunto si alguien podrá hacerlo! Aunque tus progenitores ya han desaparecido, la mayor parte de sus viles creaciones continúa infestando la tierra, y tu hermana Belsamez y algunas otras deidades parecen tan crueles como el propio Chern, Kadum o cualquiera de los otros. Yo solo soy un mortal, despojado de casi toda la magia que una vez me enseñaste, y no soy capaz de encontrar un camino, al menos no uno honorable...
Vladawen balbució y se dio cuenta de que estaba sollozando. Tomó un profundo aliento y lo dejó salir lentamente.
—Por favor, excúseme, divino señor. Este arrebato es imperdonable.
—No. —En ese instante, la belleza del dios pareció un dibujo a tiza emborronado por la mano de algún gamberro. A su alrededor, el mundo parecía disolverse del mismo modo—. Nunca imperdonable, pero sí incomprensible. No he logrado entender ni una sola palabra.
—Aunque lo hubieras hecho, eso no cambiaría nada. —Vladawen se arrodilló, tomó la mano de la deidad y la besó—. Me despido, padre mío, hasta que vuelva a verte. —Entonces se alzó y se marchó.
—¡Espera! —dijo el dios. Pero Vladawen, en su deformada memoria, no estaba dispuesto a concederle más poder sobre él. Guiado por su instinto, o quizá simplemente invadido por un repentino sentimiento de repulsa, el sumo sacerdote se apresuró al borde del acantilado y se lanzó al vacío. Aquella oscura agua rugía, las rocas pasaban junto a él y lejos, al fondo del mar, Chern el Azote se hacía visible, mientras la parte superior de su cabeza, calva y cancerosa, emergía del fondo del mar.
15
Vladawen sintió una sacudida apenas perceptible. Entonces se dio cuenta de que era posible que fuera una discontinuidad en la percepción. Estaba tendido de espaldas, con los brazos extendidos y los ojos cerrados. Sus instintos le aconsejaban mantenerlos así mientras analizaba la situación.
Podía sentir el metal redondeado de las esposas apretándole las muñecas, prueba más que enojosa de que, más que rescatar a nadie, simplemente había logrado perder su propia libertad. Más extrañamente aún, se percató de que estaba farfullando y contando la historia de la batalla en los Acantilados de la Promesa. Balbucía un galimatías de frases apenas coherentes y podía escuchar los garabateos de un lápiz, que sin duda tomaba nota de sus divagaciones.
Se dio cuenta de que Sendrian había hablado en serio cuando dijo que deseaba oír sus memorias, y que se había propuesto hacerlo de una forma bastante original. Controlando a Vladawen por medio de la mezcla de sus sangres, había empujado al elfo a un delirio de recuerdos y le había inducido a balbucir en sueños.
Vladawen pensó que, mientras Sendrian lo hechizaba, aquel último conjuro que él pretendió lanzar debió de salir a duras penas de sus manos exhaustas. Contra todo lo esperado, había afectado al mago con un momento de mala suerte que, evidentemente, había debilitado su encantamiento. Como resultado, la mente de Vladawen había logrado abrirse paso por la falsa ilusión, en parte al introducir la anomalía de Lillatu en la misma. No había sido un mal ardid, pero sí sería inútil si no lograba salir ahora del problema en que había despertado.
Continuó refunfuñando entre dientes esperando que el lápiz dejase de escribir. Transcurridos unos instantes, el elfo echó un vistazo con una mirada entrecortada mientras el escriba buscaba remojar la pluma en el tintero.
Vladawen descubrió que reposaba en una estancia de techo alto, iluminada por unas gélidas lámparas de cristal, de forma redonda, sobre las que parecía tener efecto una fría y estática luz mágica. A juzgar por los libros, pergaminos y los numerosos manuscritos que completaban las estanterías dispuestas por todas las paredes, del techo al suelo, y que envolvían el aire con el cosquilleante olor del polvo y los viejos pergaminos, la cámara era una biblioteca. No obstante, su propio incómodo lecho sugería que no era eso exclusivamente. Reposaba sobre una mesa de operaciones de cirujano modificada, que tenía unas esposas de hierro y una enmohecida ristra de botellas, sifones y engranajes que, sospechaba, Sendrian debía utilizar para extraer la sangre de sus víctimas. Encorvado sobre un escritorio, el escriba era un hombre joven y rechoncho cuyo aspecto recordaba bastante al del brujo. Debía ser alguna clase de nieto o hijo bastardo que el barón habría hecho de su confianza, quizá como secretario, o incluso como aprendiz.
Vladawen esperaba que no fuera esto último, pero eso no importaría, ya que el plan sería el mismo: romper los grilletes, saltar sobre aquel individuo y someterlo antes de que pudiera reaccionar. Imaginó que la primera parte sería la peor. Se centró en lo que sus instructores marciales y sus clérigos le habían enseñado, hacía ya casi ochocientos años, y justo entonces pudo escuchar las pisadas de unos pies descalzos sobre el suelo. Contradiciendo a su primera impresión, no eran uno sino dos los carceleros que lo vigilaban.
Continuó tumbado y siguió divagando. Finalmente logró distinguir a una especie de extraña doncella que andaba nerviosamente por la cámara. Tenía el pelo negro y ondulado, y la piel muy pálida. Adornaba su esbelta figura con un vestido suelto de algodón de color blanco, que llevaba mojado y ceñido al cuerpo. Podría haberse considerado una muchacha muy hermosa a ojos humanos de no ser por su horroroso rostro. Carecía de ojos y de nariz, y solo mostraba unas enormes y prominentes fauces circulares pobladas por dientes de tiburón. Se trataba de una de esas criaturas conocidas como las damas de sangre, si podía confiar en las historias de guerra que Lilly le contaba a medianoche. A Vladawen le recordaba a una lamprea chupasangre de los océanos y, según podía apreciar ahora, incluso disponía de su estanque de agua en miniatura en una esquina de la cámara. Posiblemente Sendrian la hubiera traído hasta Piedrarroja desde la costa.
De cualquier forma, su presencia le complicaba aún más las cosas. Debía liberarse y neutralizar de inmediato al escriba y a la dama de sangre antes de que éstos contraatacaran. Sentía escalofríos al imaginarse la boca circular de aquella criatura marina pegada a su cuerpo indefenso, atrapado por los grilletes.
Vladawen trató de calmarse y esperó a que la dama se acercara de nuevo a su pequeña piscina. La criatura pisaba ya las baldosas del pequeño estanque, a unos cuantos pasos de él, y en el extremo opuesto a la entrada de la habitación. Entonces el elfo tiró de las esposas.
Los grilletes se partieron junto a la base de sus manos, Vladawen podía sentir como las muñecas se le hinchaban por momentos y apretó los dientes de dolor. El rechoncho escriba, desprevenido, se quedó boquiabierto. Había tenido suerte, pero Vladawen pudo también oír como la dama de sangre se lanzaba a la carrera.
Durante un instante, temió haber exigido demasiado a su fuerza, pero entonces la cadena que fijaba su mano derecha se soltó del remache que la anclaba a la mesa. Eso le permitió girar sobre su estómago y doblar los eslabones rotos. Utilizando la cadena, Vladawen bloqueó la mano que extendía hacia él la dama de sangre. No fue un golpe directo, pero bastó para frenar su avance. Con los brazos ya liberados, Vladawen acometió contra el grillete que aún le apresaba una mano. La esposa se abrió con un repentino crack metálico y se soltó con un latigazo que a punto estuvo de darle en plena cara.
El elfo saltó de la mesa en dirección al hombrecillo rechoncho, que simultáneamente se alejó del escritorio. El escriba hurgó en un bolsillo oculto, sacó una pizca de polvo y lo blandió con una mano manchada de tinta. Era un mago, maldita la suerte, aunque quizá era mejor que le hubiera plantado cara: de no ser así hubiera salido corriendo y aullando por la puerta.
Consciente de que aún tenía a la dama a su espalda, Vladawen siguió avanzando. Entonces el mago despidió por sus dedos unas llamaradas, un par de dardos idénticos que parecían estrellas fugaces. El elfo se arqueó y esquivó uno de los proyectiles. El otro le dio en el antebrazo y explotó en medio de una nube de destellos.
Le había dolido como el golpe de una buena pedrada, y aún peor había sido la quemazón del estallido. Sin embargo, Vladawen no permitió que eso le frenase. Cargó y agarró al joven humano, cuyos ojos brillaron de terror.
Vladawen hundió los dedos de su mano derecha en la garganta del mago y lo volteó. Colocó su figura, temblorosa y moribunda, en medio de la trayectoria de la dama de sangre, que se lanzaba a la carrera hacia él. Era un milagro que no la tuviera ya encima. Quizá el proyectil que a él le había pasado rozando la hubiera obstaculizado.
—Míralo —dijo Vladawen—, si estás hambrienta tómalo a él. —Entonces empujó al humano hacia ella. El aprendiz de mago se quedó en pie, tambaleándose, y estuvo a punto de caer hacia delante, mientras seguía sangrando del pinchazo en la garganta.
La criatura dejó que el cuerpo cayera al suelo y no mostró ningún interés en agacharse sobre él. Bueno, tenía que intentarlo. Vladawen asió las cadenas rotas con sus puños y, con su maltratada rodilla protestando de nuevo, comenzó a describir círculos. La chica lamprea le seguía el juego.
Vladawen se dio cuenta de que el proyectil de fuego extraviado había ido a caer entre unos pergaminos enrollados, colocados sobre un pequeño escritorio, y que los había incendiado.
—Mira —dijo señalando hacia el lugar—, la biblioteca del barón va a arder consumida por las llamas. Te quedarás sin tu piscina de agua.
Eso no distrajo a la criatura, cuyo rostro ciego continuaba apuntando hacia él. En ese momento saltó.
Vladawen ondeó una de sus cadenas. El arma, poco práctica e improvisada, falló. La dama arremetió contra él, arrojando sus impávidas y tersas extremidades para abrazarlo, casi como una amante.
La criatura estrujó sus brazos alrededor de Vladawen con una fuerza asombrosa. El elfo, por un instante, fue incapaz de ofrecer resistencia. Lo que es más terrorífico, ni siquiera lograba ubicar la cabeza de la dama, que sin duda estaría agazapada y lista para morderle. Entonces pudo intuir la forma en que contorsionaba su cuerpo, y logró lanzarle un puñetazo bajo el mentón.
Una y otra vez, Vladawen se quitaba de encima la cabeza de la lamprea, pero aparentemente no lograba dañarla. Parecía como si fuese tan ágil y deshuesada como un pulpo. El elfo colocaba las yemas de sus dedos sobre el húmedo labio inferior de la dama sangrienta, apenas a una fracción de pulgada de su anillo de afilados colmillos, que curvaba y rechinaba luchando por alcanzar la carne de su víctima y arrancarla del hueso.
Finalmente, su columna vertebral cedió. La criatura se quedó en pie, tambaleante. Vladawen se separó de su cuerpo sin vida y lo arrojó al suelo.
Tan pronto como hizo esto último, notó como la cabeza le flotaba y caía presa del dolor y la fatiga. A pesar de su fuerza sobrenatural, sentía que no podría aguantar así mucho más tiempo. Había sufrido demasiado castigo. Esta escapada sin fin, salpicada de forma impredecible por la violencia y el dolor, parecía complicarse por momentos y ponía más en peligro sus nervios que cualquier esfuerzo que jamás hubiera hecho en un duelo o en un verdadero campo de batalla. Bueno, exceptuando, claro está, aquella mañana de pesadilla en los acantilados y el mar.
En cualquier caso, no había otra cosa que pudiera hacer que no fuera seguir adelante, así que se abrió paso hasta los pergaminos en llamas, los tiró al suelo y sofocó los fogonazos. Pretendía que el fuego y el humo de las brasas no atrajesen a nuevos enemigos dispuestos a investigar.
Entonces miró a su alrededor, examinando la estancia con más tranquilidad de lo que había podido hacerlo hasta ese momento, primero encadenado y luego luchando por salvar su vida. La llave de los grilletes colgaba de un gancho unido a la mesa, colocado en un lugar que un prisionero no podría alcanzar. Sus armas, el bolso de su cinto y la capa, estaban en lo alto de un cofre de madera de haya lleno de adornos y con el cierre de bronce.
Consumió los restos que le quedaban del ungüento sanador, aplicándoselo sobre su antebrazo chamuscado y lleno de ampollas. Eso no curó toda la magulladura, pero sí la achicó y calmó el terrible dolor, lo cual era de agradecer. Se colocó su equipamiento y su manto, y se percató de que no sabía qué hacer a continuación. Lillatu aún debía estar aletargada, y él no podía sacar a los prisioneros del pentáculo ni tampoco romperlo. Además, la maltrecha esfinge se había negado a negociar con él. En nombre del sol y la luna, ¿qué se suponía que debía hacer?
¿Escabullirse mientras aún podía? Una pequeña parte de sí mismo, bastante cobarde, encontró la idea tentadora. Sin embargo, en realidad era inconcebible, especialmente con la mujer que amaba, aunque a regañadientes, en peligro y especialmente si Nindom había sacrificado su vida para llevar a su comandante hasta aquí. Vladawen estaba libre. Sus captores estaban a unos pasos de él. Seguro que podría inventarse algo.
¿Agazaparse a la espera de que apareciera Sendrian, colocarle una hoja en la garganta y obligarlo a liberar a los prisioneros? Vladawen dudaba que pudiera conseguir todo eso, pero lo intentaría, si no se le ocurría una idea mejor. Antes, no obstante, efectuaría un rápido reconocimiento de la guardia privada del barón. Quizá descubriera algo útil.
Era posible, pero la biblioteca no era el lugar. No había duda de que era bastante probable que todos esos volúmenes y papeles contuviesen secretos ocultos, pero no tenía tiempo para sentarse y estudiarlos minuciosamente. En cualquier caso, probablemente no significarían nada para alguien que no fuera un arcano. De este modo, tras un examen bastante superficial, el elfo caminó hacia la puerta, la forzó fácilmente y echó un vistazo al otro lado.
Estaba junto al hueco de una escalera. La pálida luz de una nueva lámpara mágica globular, sujetada por un aplique de metal, iluminaba el espacio. Los escalones ascendían hasta una puerta pesada que debía dar paso al patio, y luego continuaban hacia arriba. En la parte contraria del rellano, justo enfrente del elfo, había otra puerta de tamaño más pequeño.
Vladawen se arrastró hasta allí, percibió el silencio que aguardaba en la estancia al otro lado y echó un vistazo. A pesar de lo desesperado de sus circunstancias, por un instante pudo sonreír irónicamente, ya que la habitación que estaba al otro lado del umbral frustró completamente sus expectativas. No se trataba de una sombría cámara de conjuros, abyecta y llena de los ecos de pasados rituales, ni tampoco un portal que condujese a algún inmundo e infernal lugar. Quizá éstos existieran en algún otro lugar de la torre, pero no en esa sala. Se trataba de una estancia grande y repleta de muebles. Era acogedora, y estaba decorada según el gusto sencillo de un señorito de campo, con sillas y cojines de cuero acolchado, mesas para jugar a los dados y a las cartas, y las paredes adornadas con cabezas disecadas de ciervos y jabalíes, y tapices de escenas de caza. Lo único que se echaba en falta era unos perros de compañía.
Sin duda Sendrian dispondría de otras habitaciones similares repartidas por el castillo. Puede que la hubiera amueblado así para tener un refugio en el que recluirse sin ser molestado por sus criados, o para que le sirviera como guarida en la que relajarse tras una dura noche lanzando conjuros, sin tener que preocuparse por ir caminando hasta algún otro lugar.
O quizá la estancia en realidad no era lo que parecía. Vladawen decidió molestarse en averiguarlo.
Pasó junto a una fría chimenea de mármol sobre la que colgaba el escudo de armas de Sendrian y empezó a abrirse camino entre los objetos que atestaban la habitación. Una bandada de pájaros disecados con ojos de cristal parecía girar ligeramente a cada momento, desde el lugar en que estaba posada, para vigilarlo. El elfo tomó aliento, preguntándose si realmente se habían movido, y entonces se dijo que no podía haber sido así. Únicamente estaba ya muy cansado.
Examinó una enorme copa de oro, algo polvorienta, premio por la victoria en algún torneo. Probablemente pertenecería a alguno de los antepasados o parientes de Sendrian, ya que era difícil imaginarse al obeso mago sobresaliendo en cualquier clase de competición, y ni siquiera tomando parte en alguna. Tras la copa aparecía un traje de armadura y, tras éste, una pieza realmente peculiar; un antiguo reloj de agua que databa de una época en la que, a juzgar por los símbolos que mostraba, los titanes habían logrado alterar el fluir del tiempo de alguna forma inimaginable.
Entonces, el compendio de muebles, trofeos y curiosidades dio paso a un rincón rectangular con las paredes desnudas y unas estanterías repletas de botellas de vino apiladas en polvorientas filas. Un encantamiento mantenía este espacio bastante más fresco que la habitación adyacente. Vladawen echó un vistazo en la zona, examinando las abandonadas botellas sin demasiado entusiasmo, tratando de pensar si una copa le haría bien o mal. En ese momento pudo sentir un vació tras él. Los elfos tenían un don para percibir estas cosas, y cuando tocó a tientas lo que parecía ser un espacio en blanco de yeso, le llevó poco tiempo encontrar el pulsador oculto. Un sordo clic hizo que un panel secreto se deslizara hacia el interior de la pared.
A primera vista, el espacio de techo bajo que se abría al otro lado era desilusionante. Se trataba simplemente de un estrecho hueco que contenía una nueva estantería repleta de vino. Vladawen imaginó que la cosecha debía ser especialmente valiosa.
Claro que eso tampoco tendría demasiado sentido. Sendrian había ideado la defensa de su castillo en conjunto. Y lo mismo había hecho con su interior, protegiendo su santuario. Añadir una nueva protección adicional solo para el vino era algo demasiado ruin, propio de una mente excesivamente obsesionada con sus tesoros enológicos y temerosa hasta el extremo. El barón no parecía ser de esa clase de personas, especialmente teniendo en cuenta que había dejado a la vista, y libres de protección, muchos otros objetos de más valor.
Pensativo, Vladawen se adentró en el nicho y extrajo una botella de cristal. Limpió el polvo de su etiqueta y leyó la elegante escritura. Entonces se asombró al comprobar lo que tenía en sus manos. Sí, era eso. Incluso podía imaginarse por qué Sendrian había pensado que era necesario ocultarlo. Pero, ¿iba a servir para algo a un elfo abandonado privado casi por completo de todos sus poderes sacerdotales?
Quizá podría llevárselo a Ópalo. Era posible, pero no le gustaba demasiado la idea. Necesitaría tiempo, y sentía que, para bien o para mal, todo aquello estaba llegando a su fin.
De modo que decidió actuar de otra manera.
16
Lilly sabía que iba a ser imposible escapar a nado del ácido, que se dispersaba cubriendo todo el estanque. Aún así trató de hacerlo; justo entonces, el mundo del dragón empezó a girar en su cabeza y se desvaneció. Cuando todo a su alrededor tomó forma de nuevo, descubrió que estaba de vuelta en el pentáculo, junto a Athentia. Era de noche y hacía frío, y se encontraba más sedienta e incómoda que nunca.
Ocupaba de nuevo su cuerpo físico, y podía sentir los cambios que éste había sufrido. Con las manos temblorosas, se palpó la frente y la base de su columna vertebral. Sus cuernos y su cola habían desaparecido, dejando como rastro únicamente unas pequeñas cicatrices circulares.
Por un instante, eso la llenó de júbilo. Entonces observó de nuevo el patio, la esfinge y las murallas que se alzaban rodeando el espacio. Un estremecimiento de terror barrió su felicidad. Estaba encerrada con una de las más temibles criaturas de todo el mundo, un ser cuyo nombre claman los padres para asustar a sus hijos: ¡no preguntes tanto, no vaya a ser que la Gran Esfinge te transforme en un acertijo! Lilly había conocido antes el miedo, pero de esa clase que le hacía correr más rápido o golpear con más fuerza. Éste era distinto, y le hacía congelarse como el ojo de una serpiente paraliza a un conejo.
Cerró los ojos y tomó profundos alientos entrecortados. Al menos servían para hacer que su mente comenzase a trabajar de un modo frenético y aullante.
—¿Gato-sombra? —musitó.
El fantasma no contestó. Evidentemente, tras haber cumplido su propósito, la había abandonado y, aunque ella no había llegado a confiar en él lo mínimo, eso le hizo desear llorar.
En lugar de ello, se deshizo de sus prendas exteriores y las dejó en el suelo. Cualquier observador que no se aproximase demasiado a las ropas podría pensar que ella aún estaba en el suelo, tumbada en la oscuridad. Entonces se levantó y caminó de puntillas hasta el borde del pentáculo. Calzaba sus botas, y vestía ropa interior y un corpiño viejo y harapiento. Su cuerpo se estremeció dos veces antes de que Lilly se obligara a cruzar la línea. Estaba segura de que le dolería.
Sin embargo, no fue así. La atravesó con tanta facilidad como, de niña, lo había hecho al pasar por encima del tejo que pintaba con tiza sobre los adoquines.
Consideró que el siguiente paso era escalar el muro. De nuevo sentía que la sola idea le hacia temblar. Lo había hecho miles de veces pero, aun así, ¿y si se caía?
Trató de alentar en sí la misma repugnancia que hubiera sentido si un camarada hubiera mostrado esa misma cobardía irracional. Quizá pudiera sacar algo de valor, o al menos podría fingirlo. Comenzó a trepar hacia arriba, buscando a tientas huecos en los que colocar las manos. A pesar de sus temores, en realidad no era mucho más complicado de lo que podía ser escalar un muro normal y corriente. Sus extremidades no lo habían olvidado, solo lo había hecho su corazón.
Cerca de la cima, recordó mirar por si veía a centinelas caminando por las almenas. No vio a ninguno, al menos no en ese momento. Claro que ¿y si había alguno pero no alcanzaba a verlo? Además, en caso de que hubiera alguna trampa mágica aguardando a apresarla para arrebatarle toda su fuerza, ella sería incapaz de detectarla.
Se dijo que no debía ser tan estúpida. Estaba a punto de ascender hasta las almenas. Los soldados debían atravesar las murallas por el estrecho pasillo que estaba inmediatamente por encima de ella, y eso cuando el castillo estuviera en peligro y Sendrian decidía sacrificar la intimidad de este patio interior. No era probable que allí hubiera ninguna trampa, éstas ocuparían la estructura exterior del castillo, los techos inclinados u otras superficies elevadas no ideadas para el tránsito, como aquella en la que había sido capturada la primera vez.
Lilly se empujó hasta el pasillo. Allí, en cuclillas, miró cuidadosamente a su alrededor, justo a tiempo para ver a Sendrian salir del pequeño pasillo cubierto que procedía del siguiente patio interior. Parecía que era turno de volver a torturar a Athentia.
La vieja Lilly probablemente hubiera escapado a hurtadillas mientras el obsesionado mago estaba ocupado. Pero la nueva permaneció agazapada donde estaba, petrificada, con el corazón latiéndole a toda velocidad.
La parálisis no pudo sino agudizarse cuando Athentia comenzó a gritar. El retumbar de cada aullido de aquella criatura se clavaba en el corazón de Lilly como un puñal y le hacía estremecerse y cerrar con fuerza los ojos.
Afortunadamente, los aullidos cesaban de vez en cuando; en aquellos momentos en que Sendrian dejaba de meter y sacar el alfiler en su muñeca de trapo para convencer a la Gran Esfinge de que capitulara. En esos instantes era algo más sencillo echar un vistazo hacia el patio, y fue en uno de esos momentos cuando Lilly pudo ver abrirse la puerta pesada de la vieja torre, y a Vladawen asomarse por ella. A pesar de la terrible experiencia que estaba sufriendo, Athentia debía haberse percatado también, pero no parecía reaccionar al respecto.
Cojeando ligeramente, con el estoque en la mano, el elfo se deslizó por la puerta y comenzó a descender los escalones. Su intención era inconfundible, e impulsó a Lilly a ponerse en movimiento: se alzó y agitó las manos. Ya no había duda de que alguien la descubriría, ya fuera Sendrian o Vladawen; aquel que mirase primero.
Y fue el elfo. Ella le hizo señas. El dudó, y repitió el gesto aún más ostensiblemente. Vladawen extendió las manos en señal de aceptación, y entonces se giró y se dirigió hacia el pasillo que conectaba ese patio con el siguiente. Ella se arrastró entre las almenas y sobre el tejado de un edificio más pequeño, una capilla o un almacén posiblemente, hasta poder deslizarse hasta un pequeño y oscuro pasaje en la que, con algo de suerte, podría pasar desapercibida junto al elfo durante unos instantes.
Lilly vio en su compañero la acostumbrada mezcla de emociones; su deseo de alargar la mano para alcanzarla y su enojo. Entonces sus ojos negros y plata se ensancharon, él alzó su mano y ella se encogió.
—Sólo quiero comprobar una cosa. —Vladawen tocó su frente de un modo más suave al que ella estaba acostumbrada—. Los cuernos. Ya no los tienes.
—Ya hablaremos de ello más tarde.
Él frunció el ceño como si ella le hubiese reñido.
—Sí, por supuesto. ¿Por qué me hacías señas? Estaba a punto de abalanzarme sobre Sendrian.
—No creo que eso hubiese funcionado, no aquí, donde se asienta su poder. Te habría presentido, o tu espada no habría acabado con él. —¡Y ella no hubiera tenido a nadie que le ayudara a salir de aquí!
—Lo más probable es que hubiera sido así. Desde luego preferiría no tener que enfrentarme a él. Pero estaba listo para salir de la torre y...
—No tienes por qué luchar contra él. solo vayámonos.
—No podemos. Creo que sé un modo de liberar a la esfinge.
—Pero ella no querrá pagarte a cambio.
—Es cierto, ella me dijo lo mismo, pero no creo que sea necesario. Además, no me gusta verla así.
—A mí tampoco. En verdad creo que Sendrian acabará matándola, ya sea porque no se le ocurra nada mejor o porque no se atreva a dejarla libre. No obstante no hay nada que podamos hacer. —La brisa de la noche era suave, pero ella empezó a temblar.
—Te digo que podemos hacerlo. solo es necesario que uno de nosotros tenga otra oportunidad para forzar el pentáculo. Lillatu, ¿qué te pasa? Nunca te había visto así.
La perplejidad, quizá la pena, en su voz, despertaba la misma vergüenza y desprecio que ella deliberadamente había tratado de suscitar anteriormente.
—Estoy bien —dijo con brusquedad—. Háblame de tu plan.
Sin estar aún seguro del estado de Lillatu, él contó lo que tramaba, y cuando hubo acabado, ella dijo:
—Está bien. Es estúpido, pero no más que cualquier cosa que tú o yo hayamos intentado recientemente. Yo lo atraeré, tú ocúpate del resto. solo préstame ese ridículo puñal. Quiero alguna clase de arma.
—Puedo ser yo el que le aleje.
—No. Soy mejor que tú trepando y esquivando, y más aún si estás cojo. —Alzó su pie y le golpeó levemente en la que pensaba era su rodilla mala. Su rostro se tensó de dolor.
No obstante, esa no era la razón principal por la que Lilly insistía en ocuparse de la parte más complicada del plan. Era porque se daba cuenta de que el dragón le había dicho la verdad. Al renunciar a él, había perdido una parte clave de sí misma, y debía encontrar un modo de hacerla volver. No podía continuar en ese estado.
—Muy bien —dijo Vladawen—. No me gusta, pero quizá así tendremos más probabilidades. Sabes que Sendrian puede volar a voluntad. Asegúrate de que no arroje sobre ti ninguno de sus escupitajos de sangre, ni tampoco permitas que se haga con alguna gota de la tuya.
—Si se acerca lo suficiente como para hacerlo, estaré perdida igualmente. Dame el puñal y acabemos con esto —dijo antes de que le inundase el miedo y ahogara su resolución.
Vladawen le entregó su arma y le dio un rápido y torpe abrazo. Entonces ella trepó de nuevo hacia arriba.
Puedes hacerlo, se dijo a sí misma. Simplemente no pienses en ello. Deja que tu cuerpo decida.
Lilly volvió a atravesar la barrera invisible que evitaba que los aullidos de Athentia alcanzaran el resto de la fortaleza. La Gran Esfinge continuaba gimiendo y aquel sonido hacía que se le agarrotaran los músculos del cuello y de los hombros.
Cuando se hubo tranquilizado, Lilly se arrastró por entre las almenas y trató de buscar algo que poder arrojar. Alguien había olvidado un pequeño cajón de madera, que debía llevar ya bastante tiempo ahí, pues mostraba rastros del paso del tiempo. Sin embargo, tenía aspecto de ser aún bastante sólido.
Lo levantó con dos manos, se pinchó con una astilla y se tambaleó. Por un instante cerró los ojos, y solo entonces estuvo preparada para arrojarlo.
Lilly siguió con la vista la caja, horrorizada por lo que se había atrevido a hacer. En cierto modo, a pesar de que lo había lanzado a ciegas, el improvisado proyectil parecía volar de forma certera hacia la cabeza, redonda y calva, de Sendrian.
La caja chocó con estruendo y se partió en pedazos. El mago dio un traspié, y por un momento Lilly se preguntó si había logrado sacarle los sesos. En ese momento, Sendrian recuperó el equilibrio, y vio que estaba ileso. Eso probablemente supondría que ella había estado en lo cierto: se habría librado del estoque de Vladawen con la misma facilidad.
Sin embargo, realmente había conseguido sobresaltarlo, y eso le permitía mantener una chispa de satisfacción en medio del terror que la inundaba. El brujo miró de un lado a otro violentamente, y cuando ella le hizo señas para que lo viera, él la miró con ojos desorbitados. Sendrian dirigió entonces su vista hacia las ropas abandonadas que Lilly había dejado como señuelo, y de nuevo volvió a mirarla.
—Bien —dijo Lilly forzando las palabras y tratando de no balbucir y tragar tras cada una—. No eres ni la mitad de listo o poderoso de lo que crees. He abandonado el pentáculo y ni siquiera te has dado cuenta.
—Bueno, eso es cierto —dijo el barón con una sombra de enojo en su habitual afabilidad—. No puedo negarlo. Pero, de todas formas, ¿qué cambia eso? Ya hemos comprobado que puedo volver a capturarte, incluso si asumes tu forma de dragón. —Quizá, en la penumbra, no se había percatado de que había perdido sus cuernos—. De modo que sé razonable. Depón el desafío. No te va a llevar a ningún lado, es una simple pataleta indigna de una guerrera tan notable como tú.
—¿Y por qué debería rendirme? ¿Por el placer de pasar otro placentero día en el pentáculo?
—Te pido disculpas por eso. No disfruto con tales prácticas, pero a veces un noble necesita imponer disciplina en la gente, aunque solo sea para ayudar a hacerles comprender qué es lo mejor para ellos. No habría permitido que sufrieras el menor daño.
Lilly respondió con aire despectivo:
—Has cuidado bien de mí, tanto como lo estás haciendo de Athentia.
Sendrian suspiró.
—La Sabia sabe lo que debe hacer para poner fin a su angustia. En cualquier caso, todas mis acciones van encaminadas a proteger al Imperio del implacable conflicto religioso y a asegurar su correcto gobierno.
Lilly respondió con un insultó y logró que el noble, criado en el campo, se crispará ante tal obscenidad.
—Eso es lo que pienso de tu Imperio y de ti. Creí que un dragón podría acabar contigo. Ese fue mi error. Sin embargo, tu poder no es infinito. Donde uno fracasó, muchos pueden tener éxito. Resulta que conozco la ubicación de una docena de guaridas de dragones en las Agujas de Gaurak. Ellos me aceptan como uno de los suyos, y me seguirán hasta Trumland para acabar contigo. Estarías mejor muerto, solo he venido a advertírtelo.
Tras haber proferido sus provocaciones y sus vanas amenazas, Lilly se giró, echó a correr y saltó al otro lado del parapeto que separaba las almenas del patio interior del castillo. Pudo sentir a su espalda un calor abrasador, vio como las almenas y los torreones que tenía enfrente se teñían de luz amarilla y se percató de que Sendrian le había lanzado una bocanada de llamas. Gritó, y estuvo a punto de quedarse congelada. Le faltó poco para dejar que las llamaradas la abrasaran y quedar incinerada, pero aún estaba cayendo al otro lado de las almenas. Entonces dio una voltereta sobre un tejado inclinado, y sus reflejos se hicieron cargo de la situación. Giró, absorbiendo lo peor del impacto, y se incorporó antes de caer por el borde de la techumbre.
Lilly se alzó, rompió a correr, saltó, se agarró a la zarpa delantera de la talla de un león rampante grabado en un bajorrelieve, y se impulsó hasta otro punto de agarre, donde se puso en cuclillas, jadeando.
Puedes hacerlo, se insistía a sí misma. Puede que no seas muy hábil con las cerraduras y las trampas, pero puedes saltar y correr como el mejor de tus enemigos. De nuevo, salió disparada.
El enorme castillo, visto desde arriba, con sus patios amurallados y su mezcla de torres, torreones y estructuras menores cobijadas por éstos, constituía una extraña vista en medio de la pintoresca ciudad comercial y granjera que era Piedrarroja. La Guerra Divina había golpeado con especial crudeza aquella zona, y puede que ello crease la necesidad de edificar enormes fortificaciones o guarniciones de ese tipo. O puede que, simplemente, los antepasados de Sendrian hubieran sido imbuidos por un sentimiento de ambiciosa grandiosidad. De ser así, benditos fueran por ello. Lilly necesitaba de toda esa complejidad estructural para ocultarse si quería tener la menor probabilidad de eludir al brujo sangriento.
Sorteó una plataforma a medio camino de una torre y se impulsó en ella para alcanzar una pequeña torreta. Su instinto le alertó de que debía esconderse y se coló por una de sus ventanas, agazapándose en su interior. Un instante más tarde, con sus vestimentas agitándose al aire, pudo ver a Sendrian volando, tal y como Vladawen le había advertido. El mago tenía profundos cortes en la frente, en las mejillas y en las manos, y en todos ellos ardía una llama plateada.
Miró a su alrededor, y por un momento pareció fijar la vista en el lugar en el que ella se agazapaba. Lilly estuvo a punto de soltar un gemido de absoluta desesperación. Sin embargo, la mirada de Sendrian pasó por encima del lugar en que se ocultaba. Entonces, agitando las manos dibujando un símbolo místico, el mago gritó. Su voz bramó con un volumen prodigiosamente alto, como la explosión de un trueno de una violenta tormenta que estuviera estallando justo encima su cabeza.
—¡LA CHICA DE LOS CUERNOS HA ESCAPADO! ¡QUE TODO EL MUNDO SALGA A BUSCARLA!
Aquel repentino aullido sobresaltó a los guardias que caminaban por entre las almenas. Todos saltaron y trataron torpemente de agarrar sus armas de un modo que, en otras circunstancias, podría haber resultado cómico. No obstante, solo tardaron un instante en recomponerse y comenzar la búsqueda.
Imbuida de algo que no se alejaba demasiado de la histeria, Lilly no obstante recordó cuál era la primera regla de una situación semejante: Dirígete allí donde tus perseguidores nunca te buscarían. Quizá, en ese instante, eso significaba hacia el interior del torreón.
Se giró y encontró una puerta. No estaba cerrada. Tras ella había unas estrechas escaleras. Lilly se lanzó disparada hacia abajo y entró en una estancia poco iluminada. Apenas pudo distinguir que parecía tratarse de una sala bastante espaciosa. Esquivó una forma opaca que debía ser una mesa y entonces apareció en su camino la forma de un hombre. Recién despertado, quizá aún estuviera confundido. Puede que ni siquiera se hubiera percatado de que ella estaba ahí, justo frente a él. Claro que también podría haberla visto. No tuvo la oportunidad de averiguarlo y, asustada como estaba, no pudo pensar en otra forma de enfrentarse a la situación que no fuera embistiendo para atacar. El estúpido puñal de Vladawen, con su empuñadura ovalada rodeando sus nudillos, era más dado a clavarse con un puñetazo que con un mandoble, y le resultaba incómodo e inútil. Aún así, logró lanzar el golpe y la hoja acertó en el cuerpo del hombre, que se derrumbó.
Sollozó y se dio la vuelta sobre él para levantarse, casi yendo a parar contra una pared antes de poder darse cuenta de su presencia en medio de la oscuridad. Anduvo a tientas hasta una puerta que daba paso a otro espacio abierto, y entonces hasta una ventana. Tenía las hojas abiertas, pero alguien había colocado sobre ella una muselina finamente tejida, quizá con la idea de impedir el paso de la luz y, al mismo tiempo, dejar entrar una refrescante brisa. Esa malla rectangular flotaba como un sombrío fantasma en medio de la oscuridad.
Lilly apartó la tela; una polilla, con sus alas envueltas en colores iridiscentes, revoloteó hasta salir por la ventana. Ella parpadeó ante la delicada belleza de la criatura. En aquellas circunstancias, aquello casi le parecía irreal. Desgraciadamente, no tuvo tiempo para quedarse a admirarla o tratar de convencerla para que se posara sobre ella adornándola... otro pasatiempo que había ocupado sus horas de niñez. Los sirvientes de Sendrian le pisaban los talones, y podía escuchar sus alaridos. Tras buscar dónde apoyar manos y pies, se colocó en el alféizar de la ventana y comenzó a trepar. Estaba de suerte; nadie la había visto salir. Bueno, nadie excepto la polilla, que parecía acompañarla, siguiendo su ascenso en escalada por la pared.
Lilly trepaba con facilidad en dirección al techo. Ya estaba a punto de alcanzar otra superficie plana amurallada, ideada probablemente también para el combate. Entonces se dio cuenta de que ya no era únicamente una polilla la que la seguía. Eran tres o quizá más.
De repente, una de las criaturas se posó sobre su frente, justo como había imaginado, brevemente, unos momentos antes. Le hacía cosquillas, pero un instante después sintió un feroz picotazo.
Aturdida, estuvo a punto de caer antes de poder agarrarse de nuevo al muro. Cuando estuvo segura de tener la situación controlada, soltó una mano para matar a la criatura, que seguía posada sobre su frente.
Frágil como cualquier otra polilla, reventó en un estallido de su propia sangre. Justo en ese instante, dos criaturas más, moviendo sus alas con lascivos rostros demoníacos, se posaron en la mano que Lilly utilizaba para fijar su posición. Un par de mordiscos, tan dolorosos como el anterior, y sus dedos se retorcieron en medio de un espasmo, soltando su presa en la pared.
Frenéticamente, Lilly se agarró de nuevo con la que ahora era su mano buena, y apenas logró evitar la caída. Lanzó contra la pared la mano a la que se le habían pegado las dos nuevas polillas, magullándose los nudillos para machacar a aquella diminuta y letal simiente de los titanes.
Sollozando, continuó la escalada. Otro insecto, o quizá ya eran varios, revoloteaban a su alrededor. Ella batía una u otra mano para mantenerlos a raya, arriesgándose a caer a cada momento.
Por fin pudo alcanzar la plataforma. Las polillas ondeaban frente a ella como pétalos de flor empujados por el viento. Tras ellas apareció Sendrian, flotando en el aire. El fuego de su cara y sus manos, rajadas y sangrando, casi parecía haberse consumido por un instante, pero eso no aparentaba haber disminuido su capacidad para obrar maravillas. Lilly estaba aterrorizada. Jadeando, con los restos de los insectos aún adheridos a su piel, sintió un impulso casi sobrecogedor de desmayarse frente al brujo.
—Es la tercera vez que amenazas a mis criados y perturbas mi hogar —dijo el mago. Sonaba como un profesor que riñera a una niña traviesa—. Creo que ya es suficiente. —Entonces arrojó unas gotas de sangre hacia la plataforma, y éstas se inflaron para engendrar unas nuevas criaturas.
17
Vladawen esperó a que Lilly comenzara su carrera y a que Sendrian levantara el vuelo tras ella. Entonces, con sigilo, se lanzó hacia el patio del santuario del mago.
—Espero que aún estés viva —dijo—, porque mi camarada posiblemente esté dando su vida para que yo pueda salvarte. —Entonces sacó una de las botellas del oscuro fluido que había ocultado entre sus ropajes.
—No llegamos a acordar ningún tipo de trato —dijo Athentia.
—Lo sé —respondió Vladawen mientras intentaba arrancar el sello de cera y cordel que fijaba el tapón de la botella—, pero aun así no puedo dejarte aquí a merced de Sendrian, para que te obligue a servirlo, ¿no? Te liberaré, y entonces, eterna Señora de los Misterios, podrás hacer lo que te dicte tu frío e indiferente corazón.
La Gran Esfinge se levantó y se aproximó al elfo. Tenía en su rostro unas enormes heridas y se movía con brusquedad, como si el peso de los siglos estuviera por fin abrumándola.
—¿Cómo vas a liberarme?
—Sospecho que el barón dibujó este impenetrable pentáculo con su propia sangre. He encontrado dicha sustancia embotellada y oculta, conservada líquida mediante alguna clase de extracto o encantamiento. Sin duda el brujo la guardaba para alguna emergencia. Yo voy a utilizarla para garabatear sobre la figura. Espero que, al ser la misma sustancia que él empleó originariamente, la magia del pentáculo aceptará los tachones como una parte válida de sí misma. Será como si el dibujo se hubiera emborronado, y eso arruinará su poder, o al menos lo debilitará.
Vladawen aún no había logrado quitar el sello que tapaba el frasco. Necesitaba uno de esos pequeños y delicados cuchillos que suelen llevar consigo los vinateros. Impaciente, acabó por romper el cuello de la botella, lo que liberó en el ambiente un intenso olor a cobre. Esa brusquedad le hizo despilfarrar algo de sangre, pero no demasiada.
El elfo miró a Athentia, vio que ésta no iba a prestarle su ayuda e, incapaz de comprender el significado de los símbolos arcanos y los complicados dibujos geométricos, sencillamente eligió uno de los más próximos y de mayor tamaño para dar inicio a su estropicio. Se arrodilló, vertió algo de sangre y la restregó sobre la figura con sus propias manos. Acabó y se desplazó hasta una segunda.
Vladawen vació la botella y se dispuso a sacar otra más. No tenía modo de saber si en realidad estaba provocando algún tipo de daño. Quizá no. El pentáculo era tan grande que esas pequeñas manchas podrían ser insignificantes.
Tampoco tenía modo de saber si Lillatu aún estaba con vida. No podía distinguir ningún indicio sobre el muro, ni tampoco escuchar nada a través del encantamiento de silencio que rodeaba al patio. Se preguntaba, tristemente, si incluso un dragón podría sobrevivir frente a toda la fuerza de la magia de Sendrian, de sus secuaces y sus mascotas.
Entonces acabó por terminar también la segunda botella. Sacudió las últimas gotas, solo para emborronar algo más el pentáculo. Tenía la esperanza de que hasta la última de ellas pudiera servir para hacerle perder algo más de poder. Entonces se giró hacia Athentia, con algo cercano al odio retorciéndole el corazón.
—¿Y bien? —dijo—. ¿Piensas quedarte ahí simplemente? ¿Es que ya sabías desde el principio que no funcionaría? ¿O vas a intentarlo?
La Gran Esfinge avanzó, y esta vez no necesitó hacer un gran esfuerzo, lo hizo de forma tan brusca que obligó a Vladawen a proferir un grito ahogado. No obstante, mientras la criatura se aproximaba al borde de la figura, comenzó a tambalearse como un animal que se hunde en un pozo de brea.
No funcionará, pensó Vladawen. He fallado a mi gente y a El Que Permanece. He enviado a la muerte en vano a Lillatu, a Nindom y a quién sabe más. ¿Te ríes ahora de mí, Belsamez?
La Gran Esfinge se giró.
—El pentáculo se ha debilitado —dijo casi a regañadientes—. ¿Tienes más de esa sangre de Sendrian?
—Sí. —Mientras corría de vuelta al interior de la torre, Vladawen pensaba que la verdadera pregunta era si tendría tiempo de cogerla y verterla antes que fuera demasiado tarde.
18
De no ser por los horribles seres a los que Sendrian había conjurado, la muerte de Lilly podría haber sido de una belleza sobrecogedora; rodeada de esas polillas iridiscentes, y con las lunas y estrellas brillando en lo alto. Con forma humana pero bastante imperfectas, aquellas criaturas parecían tener un aspecto casi líquido. Se trataba de unas masas bastante esperpénticas, apenas formadas a partir de sangrientos órganos pulverizados y fragmentos de huesos rotos, con huecos vados en las cuencas de ojos y boca. Cojeando y tambaleándose como zombis, y dejando un rastro de oscuro fluido tras de sí, se separaron para rodearla.
Aterrorizada, estuvo a punto de darse la vuelta y arrojarse por el tejado. ¿Y por qué no iba a hacerlo? En cualquier caso ya estaba perdida y, probablemente, la caída le proporcionaría una muerte más fácil.
Sin embargo, aun en la limitada forma que ahora había adoptado (la de una mujer sin rastro del dragón en su corazón), Lilly no podía permitirse perecer de una forma tan lamentable, sin tratar de dar lo mejor de sí misma. Además, no estaba dispuesta a darle esa satisfacción a Sendrian, al menos no por el momento. Se lanzó hacia la derecha, esquivando a los sangrientos y tratando de evitar que la rodearan. Por suerte, le parecía que estaba logrando al mismo tiempo mantenerse a una distancia prudente de las polillas. Claro que también era posible que a ellas tampoco les gustaran esos seres y su hedor a podredumbre.
Lilly fintó un paso hacia la izquierda para lanzarse seguidamente a la derecha. Los sangrientos eran demasiado torpes para seguirle el paso. El más próximo a ella aún estaba girando cuando Lilly pasó a su lado y le clavó el puñal en el cuello.
Desgraciadamente, aquel brutal ser simplemente continuó su giro, como si la hoja no le hubiera causado daño alguno. Las mullidas pero fornidas manos del sangriento agarraron la cintura de Lillatu. El toque le produjo un dolor sordo pero punzante, no muy distinto del de aquella muela que se le había podrido años atrás.
Aterrorizada, logró liberarse. Su piel sangraba por miles de diminutas picaduras, o quizá sencillamente fuera a través de los poros. Parecía como si la horrenda colección de animales salvajes de Sendrian codiciara su sangre.
Lilly sacó el puñal y lo mantuvo extendido mientras se retiraba desesperada. Esperaba que el ser al que apuntaba obstaculizase al resto de sus compañeros, pero los demás sangrientos ignoraban la amenaza y simplemente empujaban a su camarada hacia ella.
Lilly se hizo a un lado y por un instante creyó haber evitado el peligro. No fue así. La criatura, aun fallando su embestida, logró extender la mano y desequilibrarla también a ella. Agarró a Lillatu por una pierna, la hizo caer y avanzó tambaleándose hacia ella.
A esa distancia, el hedor que aquel ser desprendía le hacia sentir como si la enterraran en medio de una montaña de cadáveres podridos y despiezados. Los dolores sordos cada vez eran más intensos, y Lilly podía sentirlos allá donde la criatura la hubiera tocado. Pensó que no tardaría mucho en desmayarse de dolor.
Sin duda el puñal no estaba siendo de gran ayuda, así que Lilly se olvidó de él y empujó al sangriento con toda su fuerza, que menguaba por momentos. En un primer intento, sus manos sencillamente se hundieron en medio del líquido y el cieno. Volvió a intentarlo, y entonces pudo encontrar una superficie algo más sólida. Chillando, apartó a la criatura. Viendo que el ser la había empujado hasta casi estar al borde del tejado, trató de evitar la caída mientras se deshacía por completo de su cuerpo. El sangriento cayó en silencio, pero estalló al tocar el suelo.
Lilly se sentía ahora terriblemente débil, demasiado como para continuar combatiendo, y eso no era nada sorprendente. Una capa de sangre la cubría casi por completo, y gran parte de ella era suya. Levantó la vista, vio como el resto de los seres avanzaban hacia ella, arrastrando los pies, cada vez más cerca, y por fin sucumbió a un ataque de nervios. Gimoteando, se acercó al vacío... y fue entonces cuando aparecieron Athentia y Vladawen.
Como Lilly podía haber imaginado, la esfinge no llegaba al rescate volando y con el elfo agarrado a su espalda. Puede que la eterna criatura estuviera demasiado débil para tales esfuerzos. En lugar de ello, simplemente se materializó en lo alto del tejado junto a Vladawen, sin duda transportados por alguna clase de conjuro. En ese momento, Athentia se disponía a lanzar un nuevo hechizo. Masculló una palabra de poder, y los sangrientos simplemente se evaporaron en forma de mugrientos gases, como el agua de una olla. Las polillas, que aparentemente disfrutaban de una existencia más duradera, permanecían sin un rasguño, pero volaban de un lado para otro como los dientes de león impulsados por el viento.
Blandiendo las garras de sus pulgares, Sendrian se rasgó el rostro a ambos lados de la cara, desde el cuero cabelludo hasta la mandíbula. Entonces bramó un encantamiento. De repente un aire enfurecido rodeó a Lilly, azotándola y golpeándola como si estuviera en medio de un tornado. La única diferencia con una tromba era que el líquido que giraba a su alrededor era más oscuro y apestoso que la simple agua. La cegaba y la quemaba como la cal viva. Gritó. Entonces el sangriento torbellino desapareció, sin duda disuelto por Athentia. El aullido de la asesina resonó estrepitosamente en medio de aquel repentino silencio.
Sendrian tomó un profundo aliento.
—Sabia señora. En verdad me alegra que estés libre. ¿Por qué no...?
—No —replicó la Gran Esfinge, que miró al brujo y lo convirtió en piedra. Bueno, en realidad en incontables fragmentos de piedra que, en el aire, convergieron y empezaron a encajar entre sí como las piezas de un complicado puzzle. Y justo cuando parecía que todos aquellos trozos iban a posarse sobre el tejado formando una estatua de Sendrian, reventaron al unísono convirtiendo lo que había adoptado forma humana, aunque petrificada, en un revoltijo sin sentido. La Esfinge había convertido al brujo en uno de sus infames acertijos. Cualquier criado que fuera lo suficientemente leal podría ahora enfrentarse al desafío de la Sabia para tratar de resolver el dilema. Pero Vladawen impidió cualquier posible intento de reensamblaje y cualquier fin para aquella maldición, ya que cogió uno de los fragmentos y lo escondió dentro de su camisa.
El elfo entonces se apresuró a correr hacia Lilly, que trataba de mostrase feliz al verlo, o al menos de deleitarse por el fallecimiento de Sendrian. Sin embargo, era incapaz. Su terrible experiencia había sido realmente espantosa, e incluso ahora no podía sentirse sino aterrorizada y enferma.
Vladawen se agachó sobre ella. En las almenas, unos soldados gritaban enfurecidos mientras preparaban sus arcos. Suponiéndose superiores, se dispusieron a lanzar su ataque sobre la pareja. En ese momento apareció la legendaria esfinge, y los arqueros se encogieron aterrorizados. No obstante, la muerte de su maestro había arrancado de ellos cualquier signo de estupor y la necesidad de vengarlo los alentaba.
Morir bajo una lluvia de flechas tras haber sobrevivido a tantos extravagantes peligros era, en cierto modo, bastante triste. Lilly no veía escapatoria posible, y simplemente se quedó esperando, sollozante, mientras Vladawen la arropaba intentando que constituyera un blanco del menor tamaño posible.
Entonces el tejado se combó arriba y abajo. Lilly pudo distinguir un hedor animal a través del olor a sangre dominante en la atmósfera. Sintió una enorme presencia, y supo que Athentia había saltado junto a ella. En ese instante, el mundo se ladeó y comenzó a girar.
19
Los lastimosos lamentos de Ópalo acompañaron a Vladawen durante su ascensión. Creía conocer bastante bien a la ruda y varonil maga, y no había esperado de ella esa muestra tan ostentosa de dolor. Estaba absolutamente destrozaba, y no hacía nada por ocultarlo.
Él le había dicho que Nindom estaba ya con El Que Permanece, y que su sacrificio había servido para liberar a la Gran Esfinge de su cautividad. Pero eso no parecía servir de mucho. Quizá Vladawen había perdido práctica consolando a la gente. De cualquier forma, sentía que había fallado tanto a ella como a Lillatu, y mientras trepaba por el sendero, con su maltrecha rodilla dolorida, en cierto modo se preguntaba si Athentia habría huido ya como parte de algún oscuro castigo por su incompetencia.
Pero no había sido así. Aún estaba en lo alto de la colina, aquella hasta cuya cima había transportado mágicamente a los rebeldes una hora atrás. Estaba posada en la cumbre, observando la llanura que había al otro lado del bosque, en dirección a la ciudad de Wex, al mando de Gasslander. Bajo un cielo grisáceo, las torres más altas de la ciudad relucían con la promesa del amanecer, y abajo en las calles, los puntos de luz morían uno a uno al tiempo que algún encargado apagaba las lámparas.
—Buenos días, mi señora —dijo Vladawen. El elfo se colocó junto a ella, envuelto en un extraño olor seco y almizclado al mismo tiempo, y se sentó allá donde una de las gigantescas plumas de águila de la criatura había caída en el suelo.
Athentia ni siquiera se molestó en mirarlo.
—No habito ciudades, pero esta es realmente hermosa. Gasslander debe amar realmente a tu dios para querer arriesgarla.
Vladawen no estaba seguro de si estaba siendo irónica.
—Al principio no fue así. Gasslander ansiaba asesinar a su esposa. Decía que, si eso no ocurría, ella acabaría matándolo con su uso de la vil nigromancia. Puede que fuera esa la razón, o puede que simplemente estuviera cansado de ella. Fueran cuales fuesen los motivos, ambos llegamos a un acuerdo. Sin embargo, ahora verdaderamente parece ser un auténtico devoto. Realmente todos lo son. Creo que algo debe hablarles desde la letanía.
—Hiciste un trato con él —dijo Athentia— y pretendiste hacer un trato conmigo.
Aún no era capaz de seguir su tono.
—Sí, si te hubieras mostrado dispuesta a ello. Aún no entiendo por qué no lo estuviste.
—Claro que lo entiendes. Sabes que siempre me mantengo al margen.
—He oído que pagas a exploradores para que rebusquen artefactos de entre las ruinas situadas hacia el norte...
—Para mis propios propósitos, no para los de ningún mortal. No para los de ningún dios.
—Y tú en ocasiones compartes tu sabiduría con aquellos que osan ir en tu busca.
—A veces, normalmente cuando considero que piense lo que piense el mortal, mi ayuda no aportará gran cosa dentro de la gran trama de las entidades. Parece ser la manera más sencilla de deshacerme de ellos. Cuando no es así, me mantengo al margen.
Vladawen agitó su cabeza.
—¿Por qué? ¿Es que tienes miedo?
—No de aquel al que te refieres. Aunque si fuera y viniera de un lado a otro, entrometiéndome en asuntos de elfos y mortales, los dioses podrían ver en mí una futura competidora. Aun así, quizá me puedan mis responsabilidades pero, si empiezo a actuar así ¿dónde pararé? ¿Cuál es la línea entre el rey que presta atención a mi consejo y el esclavo que también lo hace cuando se lo ofrezco? ¿Cómo debería juzgar qué especie debe prevalecer y cuál caer en el crepúsculo? ¿Qué debo elegir si una forma de actuar trae prosperidad un día, injusticia cientos de años más tarde, una época dorada en los doscientos siguientes, y una hambruna trescientos más allá?
—Estás diciendo que puedes ver demasiado y que eso frena tus acciones.
—Puede ser, o puede que tú seas incapaz de comprenderme, o puede que simplemente yo esté charlando para pasar el rato.
Un pájaro, despertado por el amanecer, revoloteó en lo alto, aparentemente ajeno a la bestia que estaba posada en el suelo. Vladawen se preguntaba si, como un felino normal, Athentia sentiría deseos de darle un zarpazo.
El elfo inquirió:
—¿Quiere eso decir que rehusas hacer un trato conmigo porque eres incapaz de elegir entre la causa de Sendrian y la mía, atendiendo a cómo discurrirán ambas con el paso de los años?
La Gran Esfinge gruñó.
—Soy incapaz de seguir la pista a tu futuro al completo. El misterio te envuelve como una capa. Creo que discurre demasiado opuesto a los poderes divinos.
—Belsamez —dijo cansinamente.
—Y El Que Permanece, y Drendari, y Chern y cualquier otra criatura eterna que haya sentido alguna vez la necesidad de entrar en el juego de la existencia.
—Entonces... si eres incapaz de seguirme la pista, al menos sabrás cuál es mi meta. Resucitar a un dios es curar una herida en la Creación, ¿no? ¿Cómo puede eso no ser bueno?
—Un druida podría alegar lo mismo para alzar a los titanes.
—Ahora sí que estás de cháchara, o al menos divirtiéndote a mi costa. Ambos sabemos lo que eran los titanes.
—¿Realmente lo sabemos? No me había dado cuenta de que eras tan sabio como yo. ¿Por qué, entonces, tratas de engatusarme?
Vladawen suspiró.
—Porque no soy tan sabio, según parece, más bien soy un estúpido desesperado.
—No del todo —dijo ella—. He acordado mantenerme al margen. Pero sin duda deseo mi libertad, y al tomar esa opción adquirí una deuda contigo. No sé si debería ayudarte, Vladawen el matatitanes, pero así lo haré.
El elfo sintió cómo le recorría la excitación.
—¡Gracias! Hay tanto que necesito saber...
—No lo dudo. ¿Cómo librarte de la maldición de amor que Belsamez dispuso sobre ti? ¿Puedes confiar en la palabra del Azote? ¿Qué aqueja a Lilly y le hace estar tan huraña? ¿Cómo puedes vencer al mando de tu pequeña y desesperanzada rebelión? Pues no te daré ninguna respuesta a eso. solo responderé a una pregunta y te aconsejo que sea bastante específica. Tras eso me alejaré durante largo tiempo de cualquier criatura parloteante.
Vladawen suspiró. Había tratado antes con dioses y oráculos, no estaba del todo sorprendido, pero aún así sí se sentía decepcionado.
—Perdona mi franqueza, pero en estas circunstancias, lo que me propones me parece algo mezquino.
La esfinge movió sus alas en un gesto que, tras un instante, Vladawen concibió como un encogerse de hombros.
—Es más de lo que concedo a la mayoría de las personas, y tanto como estoy dispuesta a concederte a ti.
En ese caso, debía olvidar cualquier pregunta concerniente a problemas individuales, ya atañeran a Lillatu o a él mismo. Necesitaba aprovechar su oportunidad para servir a la causa. Afortunadamente, sabía perfectamente qué preguntar.
—Al comienzo de la Guerra Divina, El Que Permanece me concedió unos dones que debían ayudarme en las batallas que se avecinaran. Uno de ellos fue la fuerza que aún albergo. Los otros fueron un estoque encantado y un puñal. Consumí buena parte de su poder, pero algo quedaba aún cuando el dios murió y yo... me retiré del combate. Considero que sería suficiente para decidir la balanza aquí en Darakeene. En los muchos años que siguieron —continuó— mi familia fue indigente y padeció hambre. Yo estuve demasiado inmerso en mi pena como para que ellos pudieran esperar obtener alguna ayuda de mí. Así que, llegado cierto momento, mi esposa vendió las armas a una humana de pelo negro que estaba de paso en la ciudad. Dudo que Avlana realmente comprendiera a lo que había renunciado a cambio de un puñado de monedas, y tampoco que aquella extraña se percatase de lo que había comprado. Por ello, las hojas probablemente aún conservarán toda su magia.
Por alguna razón, Athentia se vio impulsada a preguntar:
—¿Dónde está Avlana ahora?
—La dejé en Termana. Ya no estamos casados. Supongo que mi constante indiferencia acabó con aquel matrimonio. Cuando finalmente abandoné el templo, ella ya estaba con uno de mis antiguos amigos. —Entonces no le había preocupado demasiado, Vladawen se preguntaba por qué ahora sentía un cierto dolor—. Pero estamos alejándonos de lo importante —continuó—. Belsamez profetizó que yo encontraría las armas.
—¿Lo que te dijo no sería que recuperarías una de las armas?
Vladawen frunció el ceño.
—¿Si ya sabías todo esto, por qué me obligas a contártelo?
—Pude verlo mientras me hablabas. A menudo suele ser así. La verdad que se oculta entre las cosas sale a gritos cuando las examino. ¿No creerás que conozco al pie de la letra todo acerca de cada una de las almas que pueblan Scarn, no?
—¿Y cómo se supone que debo saberlo? De todas formas, estoy decidido a recuperar ambas armas sean cuales sean las intenciones de Belsamez, así que mi pregunta es, ¿dónde están?
—Pregunta por ellas en Burok Torn.
Vladawen se estremeció de júbilo pero, pasados unos momentos, éste se convirtió en impaciencia.
—Quizá podrías ser algo más específica.
—Tu misión acabará vinculándote a Thain, el rey de los enanos. No puedo ver más allá de eso.
Vladawen frunció el ceño.
—Wexland debe ganar la guerra antes del otoño o, de una forma u otra, perderemos. Si dejamos que nuestra milicia de campesinos se disuelva para ir a su casa a cultivar el grano, nuestro ejército se reducirá hasta ser fatalmente vulnerable, y si los mantenemos en nuestras filas, la provincia se morirá de hambre en el invierno. Ya es verano, así que apenas tengo un par de meses. Las hojas podrían estar en cualquier parte, y Burok Torn está en la otra punta de Ghelspad... —Tratando de deshacerse de su pesimismo, agitó la cabeza—. Aún así, Belsamez dijo que lo conseguiría, debo hacerlo, así que necesito asumir que es posible. Al menos Lillatu, en forma de dragón, puede conducirnos volando hasta allí en un tiempo razonable.
—Yo no dependería de eso.
—¿A qué te refieres?
—Dije que respondería a una pregunta.
Vladawen suspiró.
—Sí, y sé que mejor no espere nada más. Si Lillatu no puede cargar conmigo, entonces Gasslander dispondrá de un portal que me conduzca hasta las proximidades de mi destino. Sé que dispone de varios, y que pueden llevarte a varios lugares repartidos por todo el continente.
—Entonces querrás ir a toda prisa hasta el palacio para ir a su encuentro. Es aquí donde se separan nuestros caminos. Hasta la vista, matatitanes. Espero que tengas éxito, y que ni tú ni el mundo vengáis a lamentarlo.
Vladawen sonrió para descubrir que, finalmente, a pesar de la naturaleza frustrante y mezquina de aquella criatura, no la detestaba.
—Hasta la vista, Sabia Señora.
La esfinge caminó entonces abriéndose paso entre los floridos y amarillos sicómoros, con una facilidad que parecía impropia de una criatura tan enorme. En poco tiempo había atravesado ya los árboles que daban paso a la llanura, y allí desplegó sus alas. Una sola batida fue suficiente para elevarla hacia lo alto.
INTERLUDIO
En los Lugares Oscuros
20
La cara oculta de la Luna de Belsamez es un gélido desierto habitado por columnatas de basalto y templos derruidos, que apenas asoman en medio de la marea de fino polvo gris, repletos de tallas erosionadas indescifrables incluso para un maestro mago. En ese oscuro paisaje, los demonios parecen acechar tras cada sombra. Los visitantes nunca llegan a ver u oír a esas criaturas, pero pueden sentir cómo los vigilan, hambrientas, mientras sus pies se hunden al avanzar sobre la arenisca, caminando hacia el trono de la Asesina.
En el pasado, Sendrian había acudido a este lugar siempre bastante entusiasmado, aunque nunca por placer. Ahora se daba cuenta de que sentía una pizca de esto último. Incluso en forma de espíritu o en medio de sueños, su cuerpo estaba constituido por pequeñas piezas de piedra engranadas entre sí. El brujo percibía las divisiones entre ellas como una continua y enervante amenaza de desintegración. Una fracción crucial de su ojo izquierdo había desaparecido, robada según parecía por Vladawen. Aquel hueco le causaba dolor al tiempo que lo mantenía tuerto. Sin embargo, podía decir que en esencia estaba intacto y era capaz de moverse, aunque con cierta rigidez. Sendrian no era solo una montaña de guijarros que aguardaban a ser reunidos de nuevo.
Cuando el brujo hubo trepado lo suficiente para divisar a Belsamez en su trono, el simple alivio implícito en la locomoción dio paso a otras emociones: esperanza, una irritada sospecha de traición y, por encima de todo, miedo. Podía sentir esto, en parte, porque la diosa, aquí en sus dominios privados, no se había molestado en asumir una apariencia ni lo más remotamente humana, y sospechaba que la forma que podía ver sobre el trono, en algún modo básico, era su verdadero yo.
En realidad era bastante difícil averiguar qué era ese yo. Era tan complicado como recordar con exactitud la figura de algún horror informe de una pesadilla después de haber despertado de un mal sueño. Más que ver, podía sentir las innumerables sonrisas que aparecían suspendidas en medio de la oscuridad, como estrellas brillando en el espacio infinito. Eran unas sonrisas que, al enojarse o volverse hambrientas, podían lanzarse hacia delante como un banco de tiburones, mordiendo y devorando todo a su paso.
Sendrian se inclinó ante ella tanto como permitía la rigidez de su forma, que al mismo tiempo le hacía sentirse agarrotado e inestable.
—Su Majestad —dijo.
—Hola, amigo mío —susurró Belsamez—. No sé si alguien te lo dijo, pero Vladawen acabó con tu nieto, y me atrevería a decir que, junto a ti, el chico tenía la más fina inteligencia de todos los habitantes del castillo. Supongo que es por eso por lo que tus sirvientes no han logrado volver a ensamblarte. —En ese momento, todas las sonrisas parecieron ensancharse.
—¿No me digas que lo siguen intentando?
—Si yo fuese uno de tus herederos, impaciente porque me llegase el turno de ser barón, me aseguraría por todos los medios de que fueras declarado muerto. Me parece una forma de actuar bastante justificable. Después de todo, como la simple montaña de cascotes que eres ahora, no te mueves, ni hablas, ni respiras, ni muestras signo de vida alguno.
—Su Majestad parece divertirse a mi costa —dijo el brujo sangriento. Entonces, a pesar de todo lo que se estaba esforzando, su ira asomó a través de su capa de cortesía—. ¡Me dijiste que ibas a convertirme en Emperador!
—Te dije que te iba a dar una oportunidad de serlo —replicó Belsamez—. Te mostré cómo capturar a la Gran Esfinge, una posibilidad que nadie había tenido nunca, no en la era de los titanes y ni siquiera en la nuestra propia. Puedo decir que mantuve mi promesa.
—Es posible que así fuera. ¡Simplemente no puedo entender cómo pudo irse todo al traste! Fui razonablemente discreto. Mantuve siempre a Athentia dentro del campo de fuerza. solo unos pocos de mis criados sabían que la mantenía cautiva, y Trumland ni siquiera colinda con Wexland. ¿Cómo pudieron Vladawen y sus colaboradores averiguarlo todo y aparecer tan rápidamente? ¿Es que realmente, y según él mismo cuenta, ese misterioso dios suyo llegó a iluminarlo?
—Quizá —dijo Belsamez con desgana—. Cuando encaja dentro de nuestros propósitos, nosotras las deidades revelamos todo tipo de cosas a toda clase de gente.
De repente, de alguna forma, él lo supo: la propia Belsamez había hecho que los de Wexland supieran acerca de la cautividad de la Esfinge. ¿Pero por qué lo había ayudado a él primero, solo para darle la espalda de inmediato y traicionarlo?
Claro que, por otro lado ¿por qué no iba a hacerlo? El engaño y la traición corrían por sus venas, y en la situación en la que él se encontraba ahora lo mejor que podía esperar era que continuara siendo así. Sendrian esperaba que Belsamez siguiera haciendo girar la rueda de la fortuna que lo había impulsado a él a lo más bajo, para que ahora pudiera volver a escalar hacia las alturas. Supuso que para que eso ocurriera, él debía ocultar su recién adquirida conciencia de la duplicidad de la diosa. Afortunadamente, la mayoría de la gente, e incluso los dioses, tendían a infravalorar su astucia aun cuando tenían un respeto reverencial por su magia. Todo el mundo lo consideraba un barón campechano, amistoso y sencillo, pero cuando decidió atacar el trono imperial y utilizar sus dones para hacer de Darakeene un lugar mejor, aprendió a emplear su temperamento natural de forma bastante eficaz para evitar que la gente se percatase de que, cuando era necesario, sabía cómo engañar y conspirar.
—Mi reina —preguntó el brujo—, ¿qué es lo próximo que debo esperar? ¿Deberé pudrirme en el estado en que ahora languidezco, o pasaré al vacío? ¿Puedes darme alguna esperanza? Sacrificaré cualquier cosa para ser humano una vez más; ansio mi venganza. —Maliciosa como era, Belsamez podría sentirse interesada por la venganza. Y ciertamente estaba siendo sincero al nombrarla.
—No puedo hacer de ti un hombre de carne y sangre —dijo Belsamez—. No mientras un fragmento tuyo esté perdido.
—Soy consciente de ello —dijo él apenado—. Antes alguien debe resolver el acertijo. Y por completo. solo entonces ese alguien podrá pronunciar la adivinanza que Athentia colocó sobre él, y solo cuando se resuelva ese acertijo podré realmente volver a la vida. Sé cómo se supone que debe funcionar, mi señora, pero esperaba que pudieras saltarte las reglas.
—¿De verás lo suponías? —preguntó la diosa con suavidad, dejándolo con la incertidumbre de si realmente era incapaz o simplemente no estaba por la labor de hacerlo—. Te diré lo que voy a hacer. Hablaremos con Drendari.
En ese momento apareció de la nada una doncella, pálida y esbelta, envuelta en una nebulosa de oscuridad. Sendrian se inclinó ante la semidiosa de la Sombra.
—Drendari me debe un favor —continuó Belsamez—. Ella incitará a uno de sus adoradores a que se dirija a Piedrarroja, alguien lo bastante listo como para recomponerte en un tiempo record.
—Aun así seré incapaz de hablar —dijo Sendrian—. Lo que significa que no podré recitar conjuros. Y tampoco concederles el poder de una sangre que ya no poseo.
—Puede que descubras otros talentos para compensar aquellos que ahora te son negados —dijo la Reina de las Pesadillas—. En cualquier caso, debes arreglártelas lo mejor que puedas. Si lo haces, te prometo que antes de que todo acabe, tendrás una oportunidad de recuperar de Vladawen tu ojo perdido y, una vez que obtengas el éxito, me aventuro a decir que el astuto amigo de Drendari será capaz de resolver sin demora tu acertijo.
Sendrian sabía que le ofrecía tanto como acostumbraba a hacer. Entonces inclinó la cabeza.
—Gracias, Oscura Señora.
21
Kolvas emergió a aproximadamente una hora de caminata de la fortaleza de su señor. Para un adepto de sus considerables —aunque no absolutas— habilidades, no era seguro tratar de aproximarse más a través del mundo de las sombras. Sendrian se había defendido ante su incursión con un poder e ingenio bastante considerables, pero nadie podía poner trampas y colocar barricadas a lo largo del sendero oscuro como lo hacía el mentor de Kolvas.
Claro que, el camino que luego lo aguardó por el mundo material tampoco fue demasiado sencillo. Dejémoslo sencillamente en posible, dado que era bienvenido. Los senderos secretos eran pronunciados y traicioneros, y hubieran sido cien veces peor si el que en otra época había sido un pordiosero harapiento de las calles no hubiera poseído la habilidad para distinguir en la oscuridad caídas y desniveles. Kolvas podía avistar igualmente los rostros canallescos y los colmillos de los orcos, pero solo porque ya sabía los lugares en los que estos seres se ocultaban, escondidos tras lechos de maleza y a menudo equipados con redes de rocas o fardos de troncos que, con solo soltar un nudo o el simple corte de un cuchillo, podían hacer caer sobre los viajeros para que los arrastraran consigo. Aquellos bandidos parecieron hoscamente decepcionados cuando Kolvas pronunció la contraseña correcta. No tenía demasiado sentido, ya que tenían razones más que suficientes para apreciar a los habitantes de los refugios de la montaña, que les suministraban datos sobre caravanas de paso, magia menor y otras formas de apoyo. Sin embargo, quizá, la gratitud era para los orcos un concepto ajeno.
Siguiendo hacia delante, el camino descendía hasta un estrecho y oscuro desfiladero por el que hasta los más osados forajidos sabían que era mejor no adentrarse. Las sombras se alzaban ante Kolvas, que recordaba cómo le habían aterrorizado en los primeros días en que adquiría conocimientos en el mundo de la magia vulgar. Ahora era ya un iniciado en las poderosas artes de su maestro y, aunque nunca lo admitiría ante nadie, aquellas sombras aún hacían acelerar algo su pulso cuando una de ellas se le acercaba demasiado. De todas formas, también conocía la contraseña para que le abrieran paso.
Kolvas atravesó la puerta secreta que daba paso al interior de los laberintos. Con un caminar seguro, aunque tedioso, ascendió por el interior de la montaña hasta la fortaleza, dispuesta en lo alto de la misma. Se trataba de un bastión tallado en la roca y estaba cubierto de astutas ilusiones que lo hacían parecer simplemente la propia cima del risco.
En aquel lugar, Kolvas por fin pudo encontrar un cierto alivio; un esclavo de barba gris cogió su capa, le sacó las botas y los calcetines de sus doloridos pies, y los reemplazó por un par de zapatillas. Entretanto, otro esclavo le preparó una taza de té caliente de hierbas rociado con licor. Kolvas tomó un sorbo imprudente, y descubrió que estaba tan cansado como para que la calidez del alcohol hiciera que su cabeza diera vueltas al instante. Con pesar la devolvió. Era posible que antes de que aquella larga noche acabase quisiera emborracharse, pero aún no era el momento adecuado.
Mientras se peinaba un poco y se cepillaba y enderezaba la ropa, Kolvas subió hasta alcanzar la espaciosa antesala que había en lo alto de aquella torre. En ella, unas enormes ventanas ofrecían una espléndida vista de las negras montañas y valles que se abrían a sus pies, y del estrellado cielo que los iluminaba. En aquel momento, apenas era posible distinguir un ápice de la luz del alba, aún baja, hacia el este. La sala a la que accedió entonces Kolvas carecía de paredes, y estaba amueblada de forma bella pero al mismo tiempo incoherente, con una mezcla de diversos objetos procedentes de múltiples saqueos, cada uno diseñado según el gusto de las diferentes razas y culturas.
La estancia no estaba iluminada, pero la luz de las estrellas se deslizaba hacia su interior. El señor del castillo habitaba una zona incluso más tenebrosa que sus alrededores, parecía como si las sombras le hubieran agarrado en un abrazo permanente. Sumergido en sus pensamientos, estaba encorvado sobre una mesa octogonal en la que practicaba un juego parecido al ajedrez, que Kolvas nunca había llegado a aprender. Frente a él había sentada una forma etérea que debía pertenecer a un fantasma, con aspecto de haber sido formado por la misma oscuridad que envolvía toda la cámara.
Entonces, tras escuchar las pisadas de Kolvas, el maestro alzó su vista. A pesar de que la oscuridad envolvía su rostro más profusamente que ninguna otra parte de su cuerpo, su estudiante apenas pudo distinguir únicamente su sonrisa. Ágil y esbelto, casi demasiado para ser humano, el príncipe se levantó de su asiento y, en ese momento, su oponente se desvaneció. Entonces Kolvas pudo distinguir la oscura penumbra que formaba el brazo izquierdo del maestro y cómo esa masa incorpórea, adherida a su hombro, ondulaba hasta adquirir las proporciones correctas de un brazo humano.
Entretanto, el príncipe utilizaba la esbelta mano derecha, con su piel de ébano, para gesticular y excusar a Kolvas de inclinarse en señal de respeto.
—Amigo mío, aguardaba despierto tu llegada.
Kolvas sabía que, procedentes de su superior, aquellas palabras no tenían el mismo significado que la misma frase pronunciada por un humano común. Los de su clase descansaban, pero nunca dormían.
—Gracias —dijo el mago menor—. Creo que todo fue bastante bien.
—Siéntate y cuéntamelo. —El príncipe lo acomodó en la misma silla que había utilizado la aparición. El cuero aún estaba algo frío, debido a su toque.
—Sí, bueno... —Kolvas pudo sentir entonces una sorda capa de somnolencia, y se esforzó por aclarar sus pensamientos—. Entré en el castillo según planeamos. Incité a Lilly con las palabras que me ofreciste, hizo justo lo que querías que hiciera, y yo hice lo que me dijiste. Antes de volver a escabullirme, pude verla junto al abandonado liberando a Athentia. La esfinge convirtió a Sendrian en un acertijo y entonces condujo a Lilly y a Vladawen hasta un lugar seguro.
—¡Excelente! —manifestó el príncipe—. De veras lo hiciste espléndidamente. ¿Y cómo voy yo y te lo recompenso? Pisoteando con mis botas la hospitalidad y negándome a ofrecerte comida y bebida. ¿Qué deseas?
—Gracias —dijo Kolvas complacido—. Pero creo que no quiero nada por ahora. En todo caso mi cama, pero no hasta que dejéis de requerir mi presencia. No estoy tan cansado en realidad. —En ese momento contuvo un bostezo que amenazaba con hacer de su afirmación un chiste.
—Prometo liberarte pronto, pero disfrutemos un momento más de tu éxito. Realmente es glorioso, aunque debo confesar que me siento ligeramente apenado por Sendrian.
—¿Mi señor?
—Buscó prosperar en sus tierras del oeste tanto como yo deseo hacerlo en nuestro otrora hogar oriental. Era un mago realmente consumado, como lo soy yo. En verdad, la magia de sangre es una disciplina menor que la nuestra, pero aun así puedo identificarme en cierto modo con su causa. En realidad desearía que no se hubiera cruzado en nuestro camino.
Kolvas sonrió irónicamente.
—No os critico. Confío en que sabéis que no es así. Pero quizá podríais haber concebido un plan distinto...
El anciano mago sonrió.
—Uno que no fuera tan complicado y que, en apariencia, no estuviera cogido con pinzas. Lo entiendo. Pero eso es lo que nos da fuerza para susurrar desde las sombras. Nuestros bandidos, espías y sectarios asumen los riesgos, y si acaban mal, somos libres de darles la espalda.
El humano pensó sin rencor que si las cosas no le hubieran ido tan bien en las últimas horas, él no habría sido libre para "marcharse tranquilamente", pero aun así, aceptó lo que decía el príncipe.
—Además —continuó el archimago—, se me dio a entender que si queríamos que el dios ascendiera esa era nuestra única opción. —Entonces pareció que, tras el velo de sombras, sus ojos se giraron por un instante hacia uno de los objetos que guardaba en aquel lugar. Se trataba de una estatuilla de jade que representaba a Belsamez con la forma de una espantosa arpía con alas de buitre.
SEGUNDA PARTE
Burok Torn y las Montañas Kelder
22
Con un murmullo de excitación, el rumor creció hasta convertirse rápidamente en todo un clamor que inundó el Anillo Ardiente: el Rey Cervecero daba inicio a sus recepciones.
Pero no todos parecían eufóricos por la noticia, y es que no había duda de que a ciertos enanos sí les era permitido avanzar hacia el interior de la montaña, y presumiblemente vieran a su monarca con cierta frecuencia. Algunos de los residentes no enanos de las cámaras más exteriores, gran parte de los cuales había nacido allí como descendientes de los refugiados, tampoco tenían relaciones con Thain ni interés alguno en mirarlo embobados. Sin embargo, otros muchos de los reunidos en el Anillo no se mostraban así de indiferentes, y se unieron a comerciantes y emisarios, empeñados en alcanzar al gobernante en una marcha apresurada y alborotada, abriéndose paso a empujones por las cámaras que hacían las veces de avenida principal. Tampoco ayudaba especialmente al tráfico fluido el hecho de que una importante minoría del pueblo se dedicaba a "nadar a contracorriente", ya fuera por ignorancia o por que pensaran que así podrían acabar uniéndose al grueso de los visitantes del rey.
Vladawen no se sentía demasiado atraído por las muchedumbres desorganizadas, como tampoco le gustaba permanecer atrapado en subterráneos durante semanas, o el continuo repicar de las forjas enanas, la garantía perfecta de un eterno dolor de cabeza. El elfo trataba de alegrarse por que al fin su espera estuviera próxima a finalizar, pero para cuando él y Lillatu llegaron a tener a la vista el salón real, cueva o como fuera que los enanos lo llamasen, su excitación había dado ya paso a la irritación.
Dio un paso hacia delante y entonces una voz brusca le espetó:
—¡Alto!
Vladawen bajó la vista para descubrir a un guerrero enano con una frondosa barba negra, que portaba una aguja y un escudo circular con el dibujo de una muralla ribeteado en metal gris. Llevaba la misma imagen en el tabardo, y Vladawen la identificaba como el emblema de la Guardia de Hierro, una de las élites marciales de Burok Torn.
—¿Es que eres estúpido? —preguntó el guerrero—. No puedes pasar por aquí así como así.
Vladawen podría haber contestado que no, que no era estúpido, que simplemente ocurría que no se le había pasado por la cabeza bajar tanto la vista, pero no parecía que eso fuera a servirle de mucho. Tras fijarse, pudo distinguir lo que equivalía a un cordón de guardias que parecía contener a todos aquellos que reclamaban ser recibidos por el rey, conduciéndolos hacia un lateral.
—Tengo cosas que tratar con el rey —dijo el elfo—. Cosas muy importantes.
—¡Oh! —dijo el guerrero con un rastro de sonrisa brillando tras todo aquel pelo que le cubría la boca—. Bueno, eso es otra cosa, por favor perdona que junto a mis compañeros te esté retrasando. Es solo que nadie nunca dice eso, así que naturalmente supongo...
—Soy sumo sacerdote, enviado de Lord Gasslander, de Wexland.
—¿Y dónde se supone que está eso? Con esos ojos oscuros, no me pareces sino otro elfo abandonado más de Termana. Ve hasta allí a hablar con Militas. —El guardia asintió entonces hacia un empleado que estaba siendo asediado por todos lados por balbucientes personas que no cesaban de suplicarle. Basándose en las instrucciones del tal Militas, otros dos soldados más obligaban a los demandantes a colocarse varias posiciones más abajo en una cola que ya era deprimentemente larga—. Él dirá si puedes pasar o no.
Vladawen tomó aliento para calmarse, acallando las desafortunadas palabras que luchaban por salir de su boca.
—Gracias. —Entonces el elfo y Lillatu se alejaron, y esta vez el enojo no tardó en brotar—. Malditos enanos. Mejor sería que se encerraran para siempre en su montaña, la sellaran y no volvieran a dirigir jamás la palabra a nadie procedente del mundo exterior. ¿Sabías que decidieron no participar en las últimas etapas de la Guerra Divina?
—Eso suena terrible —replicó Lillatu—. No puedo imaginarme a nadie haciendo tal cosa.
Vladawen respiró para reprenderla pero entonces, de forma inconsciente, algo en su rostro, cansado y apesadumbrado, disolvió su impulso. Por fin había conseguido hacerla hablar, y ahora ya sabía que ella se había librado de su naturaleza draconiana justo como siempre había querido, pero que eso había mutilado su psique. Esa era la razón que explicaba por qué se había mostrado tan asustadiza aquella noche en el castillo Piedrarroja. Sin embargo, desde entonces había logrado adoptar una especie de equilibrio. Había combatido valientemente contra los engendros de los titanes que en dos ocasiones les habían atacado durante la caminata que los condujera desde el portal hasta la ciudadela enana. En ocasiones, como ahora, incluso llegaba a hablar con su antigua aspereza. Pero podía ver cuánto le costaba. Parecía una delicada pieza de vidrio dorado que, antes o después, estaba destinada a romperse.
Si hubiera poseído aún los dones de un sumo sacerdote, podría haber estado en posición de ayudarla. Simplemente trataría de recordar que en realidad no se amaban mutuamente, y que lo verdaderamente importante era la resurrección de El Que Permanece.
—Esto es intolerable —dijo el elfo—. No nos van a dejar entrar.
—No si no vas a toda prisa hasta allí y expones tu caso al empleado.
—Supongo que así debe ser. —Vladawen dio una zancada, y entonces algo llamó su atención.
Un grupo de humanos parecía maniobrar entre la muchedumbre con un claro propósito. No correteaban frenéticamente como hacían todos los demás, aunque se veía que llegaban algo tarde. Claramente esperaban ver a Thain, y a juzgar por la forma en que Milthias y los guardias les hacían señales, su confianza estaba justificada.
—Ven —dijo Vladawen mientras, a través de la multitud, corría a interceptar la línea de marcha de los recién llegados sin que, esperaba, resultase demasiado obvio.
—¿Qué te propones? —preguntó Lilly.
—Esos tipos van a entrar. Y yo voy a hacerlo con ellos.
—¡Es una locura! Sé lo que estás pensando, pero nunca lo lograrás.
—Tú solo crea una distracción cuando te lo diga. —Estaban ya cerca del grupo, que afortunadamente se dirigía hacia ellos abriéndose paso por en medio del gentío—. Ahora.
Entonces Lillatu se volvió para encarar a un delgaducho adolescente humano. El gran espacio que todos ocupaban, como todo Burok Torn, estaba iluminado por runas talladas en los muros. Aún así, la luz no era tan intensa como la solar; la vida bajo tierra hacía que el joven humano fuera un individuo realmente pálido. De su cuello colgaba una bandeja, se dedicaba a vender brochetas calientes de peces cavernícolas especiados. Al menos así era hasta que la asesina lo derribó y repartió su mercancía por el suelo. Vladawen trató de no pensar en lo que le estaría costando a la nueva y temerosa Lilly asaltar a un extraño.
—¡Pequeño bastardo! —gritó mostrando sus serpentinos mechones negros de cabello con aspecto de histérica peligrosa. El pelo le había crecido bastante desde su estancia en el castillo Piedrarroja, y parecía que ya no era capaz ni de reunir el valor necesario para cortárselo—. ¡Qué haces toqueteando a las chicas en la calle! ¡Eh! ¡Te voy a partir los huesos y a clavarlos en uno de tus malditos pinchitos!
El chico la miraba asombrado. Vladawen esperaba que todo el mundo estuviera haciendo lo mismo. El delgaducho humano había caído al suelo justo frente al grupo de confiados viajeros, obstaculizándolos por un momento y desbaratando la pequeña formación en la que habían estado caminando.
Al frente de aquel grupo había dos tipos especialmente llamativos, un hombre y una mujer, ambos increíblemente asombrosos para los estándares humanos. La chica tenía una marca de nacimiento en la mejilla izquierda, un laúd colgado del hombro y un arco largo compuesto que brillaba de la manera que lo hacía la madera de teca, señal de que estaba encantado. Ella miró al alboroto, pero el hombre apretó la boca en señal de impaciencia. Su enjuto rostro denotaba una fuerza que le hacía parecer más anciano de lo que en realidad debía ser, era también un arquero, iba vestido para la caminata, y en su atuendo mostraba una insignia heráldica azul con un sol amarillo que representaba la cara sonriente y estilizada de la diosa Madriel. Vladawen había descubierto recientemente que los que portaban ese símbolo eran "vigilantes", guerreros de la tierra de Vesh que a menudo servían como enviados y apoyo militar en reinos aliados. Los hombres que caminaban tras los dos primeros humanos portaban versiones reducidas de la misma insignia. Evidentemente también eran vigilantes, bajo el mando de aquel asombroso arquero.
Vladawen murmuró un encantamiento y se pasó las manos por la cara. Trato de ocultar la acción a cualquier posible observador, pero se dio cuenta de que era algo imposible con tantos enanos, humanos y medianos pululando por todos lados. Su única esperanza, si es que tenía alguna, era que Lillatu hubiera atraído hacia sí todas las miradas.
La magia le dio aspecto humano y le proporcionó la armadura ligera, la capa de entretiempo y las resistentes botas de caminar propias de uno de los vigilantes menores. Un solo paso bastó para introducirlo en el grupo.
Una mujer, quizá alguna conocida del vendedor, trató de calmar a Lillatu. La asesina la ahuyentó con un gruñido, escupió al joven en la cara, se dio la vuelta y se marchó provocando los aplausos irónicos de parte de la muchedumbre. Vladawen se tranquilizó al ver que nadie había tratado de detenerla.
Entonces el adolescente se puso en pie y se apartó del camino, y el capitán, con aspecto severo, hizo una señal con su mano. Los guerreros comenzaron a caminar. Casi entre dientes, la arquera empezó a entonar una canción que hablaba de los pobres hombres incomprendidos y su incapacidad para controlar sus largas manos, que sencillamente parecían tener voluntad propia. Era una estridente cancioncilla de taberna, pero su dulce voz de soprano la hacía ser tan encantadora como una suave balada élfica.
No obstante, Vladawen no podía paladear aquella inesperada belleza. Estaba demasiado nervioso. Una mirada atenta era todo lo que cualquiera de aquellos humanos necesitaba para descubrir al impostor justo en su cara. Sin duda eso hubiera ocurrido antes o después si la pequeña compañía hubiera tenido que recorrer algo más que unas pocos cientos de pasos. Pero no fue así, y un instante más tarde, un heraldo que empuñaba un bastón dorado condujo al grupo, a través de un arco, y hasta la cámara de alta techumbre que los reyes de Burok Torn habían dispuesto para recibir a los visitantes a los que consideraban por debajo de su clan.
La sala estaba gratamente decorada, aunque para el ojo experto de Vladawen, lo dispuesto no parecía combinar demasiado bien; todo tenía un cierto aire de no está mal y segunda opción. Sin duda los tesoros realmente valiosos estarían más adentro, en las profundidades de la montaña. Quizá en memoria de los fabulosos gallardetes rúnicos de los enanos, unos brillantes estandartes colgaban de lo que, en un castillo normal, hubieran sido vigas normales y corrientes. La estancia disponía de algunas sillas, bancos y mesas de tamaño adecuado a hombres y elfos, como también para sus primos menores. Habían sido colocadas de forma astuta, de modo que minimizaran cualquier incomodidad respecto a la disparidad de tamaños. Bastante a la vista como para mostrarse disuasorios, pero sin llegar hasta el punto de parecer opresivos, los miembros del Escudo de Armas, la escolta real del rey, ocupaban distintos huecos, balcones y, posiblemente, rincones que no estaban a la vista repartidos por toda la sala.
Como era de prever, el Rey Thain, unos cuantos consejeros y un secretario ocupaban el estrado situado en el extremo final de la estancia, con el señor enano entronado sobre sus compañeros. Vladawen no había sabido qué esperar de un gobernante que era tan celebrado por su valor y sabiduría como por su apodo de "rey cervecero", pero incluso un elfo algo contrariado era capaz de ver que el monarca, con su larga barba aún teñida casi por completo de rubio y sus erizadas cejas ya encaneciéndose, transmitía un aire extraordinario de vitalidad y mando.
Vladawen reflexionó acerca de lo improbable que era haberse encontrado con tres personas tan llenas de magnetismo casi al mismo tiempo. Puede que fuera un presagio pero, de ser así, era incapaz de decir qué le estaba indicando.
El oficial con el bastón dorado anunció a los visitantes como la bardo Meerlah Madilhena, el Vigilante Katonis Arbomad, y sus hombres, de la Patrulla Behjuriana. Estos se inclinaron, Thain pronunció unas palabras ceremoniosas de bienvenida, y entonces, como solía pasar en esta clase de situaciones, los soldados rasos se retiraron al fondo de la habitación para dejar hablar a los más individuos más distinguidos.
Vladawen se dio cuenta de que no sabía cuál debía ser su próximo movimiento. Hasta ese momento había actuado por impulsos, y la representación de Lillatu y la suerte lo habían llevado hasta aquí. ¿Pero qué hacer ahora? Su primer impulso era anunciarse a sí mismo sin más demora. De ser así, Thain podría acusarlo de ser un intruso, pero no un espía o, al menos, no especialmente. En cualquier caso, no alguien que merodease escuchando a escondidas discusiones privadas. Sin embargo, desgraciadamente, no podía imaginar que esa forma de actuar no le granjease una bienvenida mejor que un arresto o, como mucho, ser expulsado sin miramientos de vuelta al Anillo Ardiente. Así fue que permaneció indeciso mientras Madilhena, Arbomad y Thain comenzaron a discutir sus asuntos.
—Me alegro de veros —dijo el rey con una voz profunda y afable—. En estos últimos años he escuchado muchas alabanzas hacia Meerlah la bardo. Quizá puedas honrarnos con una interpretación.
—Quizá me invitéis a acceder a lo profundo de la montaña —susurró la chica en respuesta—. Para sentarnos en un lugar más cómodo.
Thain sonrió cortésmente, la respuesta de un alma educada que, sin embargo, no dejaba de mostrarse hastiada de los intentos de los no enanos por echar un vistazo a las maravillas ocultas en Burok Torn. Arbomad lanzó una rápida mirada a su compañera que pareció avisarla de que debía comportase.
—¿Y qué tal tú, Katonis? —continuó el rey—. Espero que bien. Te has hecho con una nueva cicatriz en el rostro, puede que incluso te hayan salido una o dos canas, desde la última vez que te vi. Aún eres demasiado joven para eso.
Arbomad se encogió de hombros.
—Fue un viaje complicado, Alteza. Pensé que nos habíamos escorado lo suficiente al oeste como para evitar cualquier problema en las ciénagas del Pesar, pero los rátidos parecían estar patrullando bastante lejos de su casa. Tras ese encuentro tuvimos que atravesar las Kelder y, bueno, ya sabe... No obstante, las cosas no fueron tan mal, sobre todo después de que tuviéramos la suerte de encontrarnos con Meerlah. Cantó bastante para nosotros durante todo el trayecto. —Si la mirada que él le había dedicado a ella antes había sido reprobatoria, esta estaba cargada de un cálido aprecio y puede que algo más—. ¿Cómo están la reina y el príncipe?
—Bien —dijo Thain—. Muy bien, gracias. —Vladawen supuso que aquella pequeña charla había finalizado.
—Su Alteza —comenzó entonces Arbomad—. En mi última visita os traje la propuesta del Comandante, y ha pasado el tiempo suficiente como para que pueda suponer que habéis tenido la oportunidad de estudiarla, tras quizá haberla consultando con el Cónclave de los Ancianos e incluso puede que con el propio Heraldo de Goran. Si pudierais honrarme con una respuesta, mi propio señor estaría realmente agradecido.
Thain rió.
—¿Quién ha estado enredando vuestra lengua tratando de enseñaros a hablar como un cortesano? Estoy seguro de que no te sientes cómodo así ¿Por qué deberías estarlo? Eres un soldado y un explorador, limítate a hablarme como lo harías ante tu superior en la Patrulla. Prometo no importunarme.
Arbomad sonrió irónicamente.
—Sí señor. Gracias. ¿Tenéis una respuesta?
—Siento que sea así —dijo el rey enano—. Pues la respuesta es no.
Arbomad suspiró.
—¿Puedo dar al Comandante alguna razón?
—Eso suena como si quisieras una para ti mismo —dijo Thain.
—Con franqueza, señor, así es. Creo que realmente era una buena, una estupenda idea: establecer un corredor seguro, y finalmente una verdadera carretera, desde Durrover hasta vuestro hogar y hasta el nuestro. De ese modo, nosotros tres, aliados, podríamos mejorar el comercio, y lo que es más importante, colaborar de forma más eficiente contra los enemigos que nos amenazan a todos. Pues todos los bandos están siendo amenazados ¿O es que Burok Torn puede decir que no es así?
—Sin duda, puesto que se trata de una amenaza para todos los bandos —replicó Thain—. Incluyendo a los subterráneos. Cada día y cada hora, la muerta araña nuestras puertas y roe la roca bajo nuestros propios pies. No puedo garantizar que miles de mis maestros de runas, guerreros e ingenieros sobrevivan mientras construyen, derriban, pavimentan, horadan montañas y drenan tierras pantanosas. La mayoría de ellos encontrará la muerte en esa basta extensión de naturaleza infestada por la simiente de los titanes. Ah, y no olvidemos que mientras deberemos ocuparnos de repeler a nuestros amigos los calastianos, que también se han mostrado interesados al respecto. Necesito a mis hombres aquí, protegiendo el único hogar que le queda a mi gente.
—Está bien, su Alteza —dijo Meerlah—. En realidad no es muy diferente a lo que esperábamos. Todo el mundo lo sabe, Burok Torn va por su cuenta. Siempre ha sido así y siempre lo será.
Dos de los hombres de Thain farfullaron algo entre dientes en respuesta, pero el monarca simplemente se rió, con el aire despeinando los pelos del bigote bajo sus fosas nasales.
—Joven ruiseñor, puede que yo carezca de la labia y la agilidad de un bardo, pero son necesarias algo más que alusiones veladas a la Guerra Divina para hacerme enfurecer hasta el punto de tomar decisiones precipitadas. Burok Torn hizo todo lo que pudo por sus aliados, y durante tanto tiempo como pudo. Simplemente fue imposible hacer nada más. Eso no nos avergüenza. Muchos otros hicieron menos que eso.
Meerlah bajó la mirada.
—Por supuesto, Su Alteza. Perdonadme, por favor, si he mostrado por vos y vuestro reino algo que no sea el más completo respeto.
Pero Thain se mostró como si estuviera en realidad algo avergonzado.
—En otra época, Burok Torn era más que una única montaña. Teníamos una ciudad hermana. Conservábamos el paso del Colmillo de Hierro y todas las tierras que se extendían entre ambos lugares. Puede que no lo creas, pero aún quedan algunos pequeños asentamientos en los alrededores, y algunos son lo bastante insensatos como para considerarme su protector. Hace no mucho, uno de éstos me pidió que los librará de una plaga de gorgones, en pro del bien común, como haría un rey. Lo intenté, pero no pude dotarles de un ejército, y el esfuerzo acabó siendo un fracaso. Todo lo que pude hacer fue invitar a mis peticionarios a abandonar su ancestral hogar y venir a atestar el Anillo Ardiente junto a todas las demás almas desplazadas. Así que, ya ves, incluso si dispusiera de los recursos para iniciar algún grandioso proyecto, los comprometería para traerlos hasta mis justas manos y ayudar a la gente, y no los dedicaría a construir una carretera hasta Lave.
—¡Su Alteza! —chilló uno de sus consejeros repentinamente. Aquel tipo decidió no esperar la respuesta de su maestro, arrugado y con barba plateada, envuelto en una capa negra con el cuello y las empuñaduras de pelo de oso; tocó uno de los muchos medallones que colgaban alrededor de su cuello.
En ese momento apareció escrito en el aire un símbolo místico. Ardía con un color blanco refulgente sobre la cabeza de Vladawen. Los reunidos gritaron alarmados o trataron de protegerse del destello. El elfo aulló mientras un frío glacial pareció tirar de su cuerpo, desde dentro hacia fuera, sacándole el aire de sus pulmones. Entonces perdió el equilibrio, y cayó boca abajo.
Helado y tembloroso como estaba, Vladawen creía sentir un segundo conjuro sobre sí, aunque no podía asegurarlo por completo. Las fuertes manos de los vigilantes lo alzaron y comenzaron a desarmarlo. "¡Es un elfo oscuro!", gritó alguien. Aún confundido, Vladawen consideró que la exclamación indicaba que su máscara de ilusión había desaparecido.
Colgando, sujetado por los humanos, vio cómo corría hacia él un miembro del Escudo de Armas. Los ojos grises de aquel enano brillaban con una furia controlada. El guerrero dispuso su espada ancha en posición para dar una estocada a Vladawen en pleno vientre. El elfo trató de zafarse de sus captores para intentar defenderse, pero aquel mágico frío lo había despojado de toda fuerza.
Sin duda estaba a punto de morir. Sería realmente penoso que no tuviera la oportunidad de decirle a Lillatu que había tenido razón al desconfiar de esta boba excusa de plan. A ella le habría gustado.
—¡Alto! —Gritó el Rey Thain. El miembro del Escudo de Armas obedeció instantáneamente, aunque mantuvo su hoja lista para matar.
—Gracias, Graith —dijo el rey cervecero—. Dudo que haya nadie capaz de hacerte tragar un engaño mágico.
—Durante un rato lo consiguió —dijo con voz pesarosa el mago de las runas—. Puede que mis ojos no sean ya tan afilados como acostumbraban. Debería hacer algo al respecto.
En ese momento, otro Escudo, probablemente su capitán pues iba vestido con una armadura completa y un lujoso tabardo, se arrodilló frente al estrado.
—Su Alteza, asumo toda la responsabilidad. —Justo en ese instante, Arbomad trató de alzar la voz para hacerse escuchar.
—Señor, juro que no sé cómo ha podido ocurrir. Pero sin duda os debo...
—¡Es suficiente! —bramó Thain, silenciado a todos—. Por el yunque de Goran, ya basta. Este desdichado ha intentado engañarnos para llegar hasta aquí, eso es todo. No causará ningún daño, y no es culpa de nadie. Ahora veamos la clase de presa que hemos cogido.
El rey y Graith descendieron de la plataforma y el capitán, Arbomad, y Meerlah, caminaron tras ellos. En un instante, todos estaban agrupados junto al impostor, los enanos al frente, y los compañeros más altos tras ellos.
Vladawen, por su parte, aunque aún jadeando y tembloroso, había recuperado la mayor parte de su fuerza, pero no hacía ningún esfuerzo ya por liberarse. Eso probablemente solo supondría que su vientre se familiarizara aún más con la espada ancha, y ciertamente no serviría demasiado para congraciar a Thain, si es que aún había alguna posibilidad de que eso fuera posible. Simplemente soportaba el escrutinio de sus captores con tanta cortesía como podía reunir.
—Un elfo —dijo Thain finalmente—. Pero no uno oscuro de los de Drier Drendal, si es que eso puedo considerarse una buena noticia.
—A menos que porte otro disfraz además del que el Maestro Glayroc ha logrado disolver —dijo Meerlah. La bardo se escupió la mano y la extendió masajeando el rostro de Vladawen. Sus callos humedecidos descartaron la teoría—. No lleva ninguna pintura.
—Es de Termana —dijo Arbomad—. Lo delatan esos ojos.
—Está bien —dijo Thain—. ¿Quién eres tú, insensato, y por qué te has colado aquí?
—Me llamo Vladawen, Su Alteza, y os ruego perdón por mi imprudencia. Soy inofensivo. Pero necesitaba hablar con vos, y éste parecía el único modo de hacerlo con rapidez.
—¿De qué querías hablarme? —preguntó el rey.
—Athentia, la mismísima Gran Esfinge, me dijo que debía hacerlo para preguntaros acerca de una pareja de armas, un estoque y un puñal, que desaparecieron hace aproximadamente un siglo.
Los ojos azules de Thain parpadearon.
—¿Qué?
—Son mágicos en cierto sentido, y míos por derecho, pero fueron perdidos. Debo recuperarlos para ayudar a Gasslander, el legítimo señor de Wexland, a defender su trono contra la alianza que se congrega contra él. Sin duda mi señor agradecería infinitamente vuestra ayuda.
A pesar de toda su evidente inteligencia, el señor enano parecía estar aún algo confuso. De ser así, Vladawen no lo culpaba por ello. Cada una de las palabras que había balbucido sonaba completamente demente.
—¿Qué tipo de ayuda? —preguntó Thain.
—Mientras aguardaba la oportunidad de reunirme con vos, hice mis averiguaciones a lo largo del Anillo Ardiente, preguntando a todo el mundo si alguien podía decirme si recordaba haber visto dos hojas de esa clase, de manufactura élfica, con empuñadura de plata y piedras azules en funda y pomo. Nadie pareció conocerlas.
—¿Y bien? —apuntó el rey.
Meerlah rió.
—Pues que quiere que mováis cielo y tierra para ayudarle, Su Alteza. Deberás registrar las armas en posesión de cada uno de los habitantes de Burok Torn y ordenar a los clanes individuales que rebusquen de arriba abajo en sus fortalezas. Sin duda espera que utilicéis cada uno de vuestros contactos, desde el propio Comandante en Jefe al Rey de Durrover, para que os ayuden también en la búsqueda. ¡Y luego dicen que yo soy insolente!
El frío había abandonado ya a Vladawen, pues ahora podía sentirse rojo de ira.
—Obviamente, si las armas están en algún lugar de Burok Torn, Su Alteza no necesitará pedir ayuda externa. En verdad, deberían ser fáciles de encontrar, y como dije, Lord Gasslander...
—Sin duda estará tan agradecido como un ratón en un queso de bola, allí en la otra punta de Ghelspad, donde su bien no significa absolutamente nada para mí. —Entonces el rey se dirigió a los vigilantes que agarraban a Vladawen por las manos—. Hacedme un favor y no soltéis a este estúpido. Debo decidir si matarlo, encerrarlo en una mazmorra durante unas pocas décadas, o simplemente azotarlo, desnudarlo y soltarlo en medio de la montaña.
—Sí, por favor —dijo Vladawen—. Enviadme a donde queráis, pero dejadme el equipamiento. Lo necesitaré para dar muerte a los gorgones que antes mencionabais.
—¿Disculpa? —dijo Thain.
—Mi camarada y yo nos encargaremos de acabar con esas criaturas, y si tenemos éxito, me ayudaréis a encontrar las armas. ¿Os parece justo?
Thain gruñó.
—Bueno, reconozco que es una propuesta interesante. Incluso puede que valiente...
—¡No! —explotó Arbomad.
Thain arqueó una ceja y miró al vigilante.
—¿Sí, amigo mío?
Avergonzado por haber interrumpido a un rey, el adusto capitán de la Patrulla, por primera vez desde que Vladawen lo había visto, se comportó de acuerdo a su joven edad.
—Señor, ruego me perdonéis por interrumpiros. Pero... pero es que me está robando mi idea, era justo lo que iba a deciros cuando el Maestro Glayroc descubrió su disfraz.
—Quizá —dijo Thain—. Podrías entonces exponer vuestro plan ahora.
El explorador tomó aliento.
—Sí. Gracias. Es cierto que no hay nadie que pueda enseñar a los enanos de Burok Torn algo acerca de las artes de combate. O sobre cómo cazar a engendros de los titanes a través de túneles y cavernas. Pero quizá, solo quizá, un vigilante conoce trucos que vuestro pueblo desconoce en lo que respecta a acecharlos a cielo abierto, incluso a través del terreno montañoso. Poned a prueba nuestras aptitudes y, si tenemos éxito, tomadlo como una muestra que indique que es posible que Vesh pueda tener algo que ofrecer a Burok Torn incluso aquí, en vuestra ancestral tierra natal.
—¿Y luego? —preguntó Thain frunciendo sus enmarañadas cejas—. ¿Deberé comprometerme finalmente a ayudar a establecer ese corredor seguro desde Vesh a la montaña de Durrover? No creo que pueda ser así. No soy un rey que pertenezca a alguna clase de saga demente que decida el futuro de un reino a partir de una apuesta.
—Pero podríais acceder a reconsiderar vuestra postura —dijo Arbomad—. A designar a un pequeño grupo de maestros en runas, guerreros y mineros, altamente competentes. Su número no sería mayor del que podáis compartir, pero sería suficiente para estudiar la viabilidad del plan. Yo mismo marcharé con ellos a donde quiera que necesiten ir, y sacrificaré mi vida de ser necesario.
Una extraña luz pareció brillar en ese momento en los ya de por sí esplendorosos ojos de Meerlah, evidentemente prendidos por el fuego de aquel joven vigilante.
—Yo también podría ayudar —dijo ella—. Podría ser divertido.
Thain permaneció pensativo, reflexionando, y entonces arqueó sus enormes hombros.
—Quiero ver muertos a los gorgones. —Alzó la vista hasta Vladawen—. Y lamento ofrecer el trabajo a Arbomad y su banda. Los conozco y los respeto, y entiendo sus motivaciones. Tú no eres sino un extraño que insulta mi hospitalidad, y posiblemente un loco, así que la elección es bastante fácil.
—¿Y por qué no podemos ir todos juntos? —preguntó el elfo—. Nuestros objetivos no están enfrentados.
—Porque nosotros no confiamos en ti ni te queremos entre nosotros —dijo Arbomad. Meerlah frunció el ceño por un instante, pero no lo contradijo.
—Porque no tengo la menor intención de molestarme en buscar tu estúpido estoque y tu absurdo puñal en caso de no verme obligado a hacerlo —dijo Thain—. Asegúrate de preocuparte mejor por tus armas a partir de ahora. —Entonces relajó en cierto modo su expresión adusta—. Vamos, ojos oscuros, levanta el animo. No voy a castigarte, pareces bastante inofensivo, y quizá ni siquiera tenga esas hojas. Puede que en realidad simplemente necesitaras encontrarte conmigo para seguir avanzando y rastrear al tipo que en realidad las tiene. Sabes como funcionan esas profecías. —El rey entonces volvió su atención hacia los vigilantes y los miembros del Escudo de Armas—. Escoltadlo hasta el exterior, devolvedle sus pertenencias y, si trata de seguir molestándonos, matadlo.
Los guerreros comenzaron a empujar a Vladawen hasta la salida. Gracias a que al menos uno de los guardaespaldas había dejado de amenazarlo con tanta ansia con la espada ancha, el elfo pudo resistir el envite.
—Soy Vladawen el Matatitanes —dijo.
Meerlah sonrió.
—Buen truco —dijo—. Pero nadie ha tenido noticias de ese Vladawen desde mucho antes que yo naciera. Obviamente está muerto.
—Sólo estaba recluido en Termana. —Vladawen se liberó de los que trataban de reducirlo con un repentino empujón. El hombre de la espada ancha corrió raudo a proteger al rey. Y lo mismo hizo la maza del capitán, la espada larga de Arbomad y la corta de Meerlah. El elfo entonces tuvo cuidado en moverse lentamente, para no provocar ningún golpe letal—. Estoy vivito y coleando, y puedo probar mi identidad. Si habéis oído hablar de mí, seguramente recordaréis que mi dios me proporcionó una fuerza inusitada. —Entonces se volvió y arrancó un escudo pesado de acero de la pared, una pieza lo suficientemente grande como para proteger a un enano de pies a cabeza. Agarró el objeto por los bordes, y juntando los dientes por el esfuerzo, lo dobló de la misma forma que un lector cerraría un libro abierto.
Cuando hubo terminado, Thain y los demás lo contemplaron, con aire vacilante.
—Impresionante —concedió el rey—. Aunque no es necesaria la magia de un dios para aumentar la fuerza de una persona, ¿no es así Graith?
—No, Su Alteza —dijo el maestro de runas—. Muchos son los magos que conocen tales técnicas.
—Pareces lo bastante anciano como para recordar la Guerra Divina —contestó Vladawen—. Y un bardo debe conocer las historias y las baladas. ¿Podrías ponerme a prueba?
—Eso no será necesario —dijo el capitán del Escudo de Armas con la mirada fija en Vladawen. El elfo se percató tardíamente de que el oficial era también uno de esos campeones que, obligado por una inquebrantable obediencia a un dios, una causa o un ideal, había desarrollado algunas habilidades similares a las propias de un clérigo. El tipo era una mezcla entre uno de los de su propia raza y un enano, al menos según lo que recordaba haber oído—. Dice la verdad. Pero la cuestión es, ¿por qué no lo dijo antes?
—No sabía cómo ibais a tomároslo. Según algunos yo desaté la plaga sobre Termana, y entonces huí y dejé que los demás librarán con las consecuencias. Además, prefiero no ser reconocido como el Vladawen de antaño. Hace que la vida sea más fácil.
—Bueno —dijo Meerlah sonriendo—. Si eres ese Vladawen, tus armas son algo más que mágicas en cierta medida. Son verdaderos tesoros, y un alma sin escrúpulos que pueda dar con ellas podría estar más inclinada a conservarlas que a cederlas.
Vladawen se encogió de hombros.
—Como he dicho, trato de que mi nueva vida no se complique más de lo necesario. Aunque para ello deba cumplir lastimosamente mi deber.
—Pero ahora estás confesando —dijo Thain pensativo.
—¿Y qué otra elección me queda? —contestó el elfo—. Parece que es la franqueza o nada. Todo el mundo os considera un rey honrado, Su Alteza, así que confío en que no querréis conservar lo que no es vuestro, sin importar cuan valiosas puedan ser esas armas. También confío en vuestro buen criterio, y también en el vuestro, Capitán Arbomad, para que reconozcáis que un tipo que mató a un titán podría resultar útil en una cacería de gorgones.
Arbomad frunció el ceño.
—Si es que esa persona aún recuerda cómo combatir. Si es que no fue simplemente que tuvo algo de suerte. Si ese guerrero estuviera habituado a luchar codo a codo junto a mis hombres.
—Doy fe de que puedes confiar en él —dijo el capitán enano.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Thain.
—Admito que lo desconozco. —El oficial tenía el aire denodado de alguien a quien no le gusta la ambigüedad—. Pero según puedo aseverar, no ha mentido hasta ahora, y no tratará de traicionar a nadie. Sin embargo, su aura no tiene el brillo que esperaría de un matatitanes. La oscuridad le acecha desde algún lugar.
Maravilloso, pensó Vladawen. Gracias de nuevo, Belsamez. Aunque su espíritu estuviera manchado, sus propias acciones, tan ambiguas, podrían ser las responsables. Recordó una vez más que debía tener éxito en su misión para que el desenlace final fuera el adecuado.
—No soy ningún dechado de caballerosidad —dijo el elfo—. Pero para que Burok Torn sobreviviera a la Guerra Divina, quizá necesitasteis también algunos defensores que tampoco lo fueran. Os dije quién soy. Soy la persona que, ya fuera por pura suerte o no, acabó con Chern. El mismo Chern que redujo a escombros vuestra colonia de Baeretn Mam. ¿A cuántos cientos o miles de los tuyos vengué al hacerlo? He oído que esas cosas sí importan a los enanos. Si es así, entonces estáis en deuda conmigo, y podréis libraros de esa obligación simplemente accediendo al acuerdo que os he propuesto. ¿Qué decidís?
Aquella diatriba asombró y silenció a todos durante un instante. Entonces Graith chilló:
—¡Que arrogancia! —Alzó un dedo, y, con la velocidad y la seguridad que traslucía su barba blanca, comenzó a dibujar en el aire una runa resplandeciente de color carmesí.
Thain tomó la muñeca de su siervo para impedir que completara el hechizo.
—Tranquilizaos, amigo mío. Puede que sea un insolente, pero quizá tenga razón. Arbomad, me agradaría que encontrases una forma de incorporar a Vladawen a tus planes.
El vigilante entreabrió las fosas nasales, pero inclinó su cabeza.
—Así lo haré, señor.
—Acabad con los gorgones —continuó Thain—. Y ambos obtendréis lo que habéis venido a buscar. Un pequeño contingente de hábiles enanos que ayuden a evaluar la posibilidad de hacerse con una franja de territorio del norte a sur y conservarla. Y un razonable esfuerzo para encontrar las hojas perdidas, que pueden estar en el fondo del mar, según alcanzamos a saber. ¿Trato hecho?
Vladawen y Arbomad respondieron al unísono.
—Sí.
Acto seguido, el grupo se dispuso a consultar mapas, escuchar informes, tramar planes y planear la respuesta a posibles contingencias. Finalmente, llegó el momento en que Vladawen pudo volver a salir al Anillo Ardiente, a aquella sala de luz perpetua y desconcertante. La multitud se había disuelto en parte, probablemente después que muchos aceptaran a regañadientes que no iban a poder ser recibidos por Thain aquel día. Sin embargo, Lillatu aún andaba por allí, con la cara algo desencajada. La mayoría no hubiera podido ver más allá de la sorna que solía adoptar, pero Vladawen lo hizo, y eso le hizo sentirse algo culpable. Sin embargo, no había tenido otra opción, y se había visto obligado a permanecer en el interior de la fortaleza todo ese tiempo.
—¿Y bien? —preguntó Lilly.
Vladawen suspiró.
—Acabo colándome para resolver nuestro problema y termino comprometiéndome a resolver también uno de los suyos. Eso tampoco debería ser demasiado malo, excepto porque implica combatir a una manada de gorgones que los enanos no son capaces de matar, con la única ayuda de una pequeña banda de Veshitas, a cuyo líder le caigo mal.
Lilly asintió.
—Buen trabajo.
23
Con los ojos cerrados, Lilly se esforzaba por visualizar un majestuoso lobo, veloz e infatigable, con un lustroso pelaje de color gris, unos salvajes ojos ambarinos y unas fauces tan grandes como la boca de un oso. Deseaba no haber pasado su niñez como una princesa, rodeada por sirvientes cuya única tarea era la de protegerla de tales criaturas, así como gran parte de su vida de adulta en entornos lo suficientemente urbanos como para ofrecer empleo fijo a una asesina. En realidad podría haber tenido más suerte de haberse encontrado con algunos lobos más.
Suponía que estaba meditando, al menos se esforzaba por hacerlo, tratando de alcanzar ese mundo interior hasta el que le había guiado aquel gato-sombra. Su idea era tan sencilla como desesperada y, según sabía, igual de ingenua. El dragón le había dicho que bestias de todo tipo moraban en su alma. Por qué no, entonces, iba ella a poder hacer salir a una de esas criaturas para que le concediera valor. Quizá una tan feroz y salvaje como un lobo. Si en el transcurso del proceso volvía a convertirse en una cambiaformas, en un peligro para todo lo que la rodeaba, pues... bueno, estaba dispuesta a asumir el riesgo.
—¿Te molesta el sol? —preguntó una voz melodiosa. Lilly abrió los ojos para ver a Meerlah, en cuclillas, junto a ella.
—Un poco —dijo la antigua asesina a sueldo. De hecho, había bastante luz allí arriba, en la cima del mundo, y el aire era muy claro, pero ninguna de las dos cosas la molestaba excesivamente.
La bardo sonrió, quizá con una sombra de tristeza.
—¡Vosotros y vuestros secretos! ¡A veces pienso que soy la única alma sincera que queda en el mundo!
Lilly sintió una chispa de pánico al pensar que la otra muchacha pudiera estar a punto de averiguar lo vergonzoso de su actual estado incompleto. Trató de ocultar sus pensamientos frunciendo el ceño.
—La verdad es que lo dudo mucho. He caminado suficientes veces al margen de la ley como para saber que los bardos emplean sus ágiles dedos para algo más que tocar sus laúdes.
Meerlah rió.
—No sé a qué te refieres. Te he despertado porque nuestros dos caballeros están tomando decisiones y creo que puede ser divertido presenciarlo.
Lilly se levantó, se estiró y acompañó a la cantante camino arriba, hasta un hueco en medio de las rocas en el que la mayoría de los vigilantes de Arbomad descasaban sentados en el suelo, reposando ocultos a ojos curiosos. El joven capitán y Vladawen estaban agachados en la parte final de aquella pendiente, observando los picos y los desfiladeros en la distancia.
—Quizá allí —dijo Arbomad señalando un lugar—. O puede que mejor allí. Ciertamente debemos asegurarnos, de no ser así podríamos meternos de cabeza en una emboscada.
—Ciertamente —dijo Vladawen. Su voz sonaba como si supiese de qué estaba hablando. Bueno, para ser justos, quizá era sí. Había vivido bastante en tiempo de guerra como para poder evaluar los peligros potenciales de cualquier fracción de terreno. Pero, elfo o no, no fue parido y criado como un explorador de los bosques, sino como el hijo de lo que fue una extraordinaria ciudad, al menos antes de que la Guerra Divina la transformara en simples despojos—. Eso significa que alguien debe ir hasta allí a explorar. Incluso enviaría a dos hombres para comprobar ambas ubicaciones en el menor tiempo posible.
—Estoy de acuerdo —señaló Arbomad. Al vigilante no le hacía muy feliz que Vladawen hiciese sugerencias, pero era un comandante demasiado capaz como para rechazar cualquier indicación razonable—. Iré yo mismo. Jolo me acompañará. —El guerrero en cuestión, un villano peludo y lleno de cicatrices que en ese momento masticaba el sombrerete seco de un hongo de Burok Torn, entornó sus ojos color avellana en una parodia de lamento al oírse elegido.
—No —dijo Vladawen—. Lleva contigo a Lillatu. Cuando quiere se mueve como un fantasma.
Lilly se sintió entonces recorrida por el más puro odio. Vladawen sabía perfectamente el estado en que se encontraban sus nervios, cómo el terror trataba de clavar sus garras en ella en cuanto intentaba hacer algo que fuera remotamente peligroso, y aun así se dedicaba a recomendarla para enviarla al peligro, incluso después de que Arbomad la hubiera disculpado veladamente. Podía intuir los motivos que lo movían a hacerlo. El elfo no quería que los vigilantes regresaran a Thain diciendo: Sí, los extranjeros se sumaron a la expedición, pero no asumieron su parte del riesgo. Sin embargo, el hecho de entenderlo no aliviaba en absoluto su consternación.
Arbomad frunció el ceño.
—Conozco las posibilidades de mis hombres. De ella solo tengo tu palabra.
Lilly tomó aliento y se obligó a hablar.
—Soy la comandante de exploradores y grupos de escaramuzas de Lord Gasslander. —Claro que no había especificado que le fue confiado ese papel después de que dos predecesores, realmente cualificados, hubieran muerto de forma consecutiva—. ¿Es suficiente referencia para vos, Capitán?
Lilly sentía que estaba buscando el miedo como una polilla busca una llama, y eso le hacía odiarse a sí misma. Debía apoyar a Vladawen, pero eso no significaba que el elfo pudiera obligarla a hacer todo lo que necesitase de ella, independientemente de cuan frustrada pudiera sentirse ahora. Sabía que si llegaba a negarse alguna vez, eso significaría su fin.
—Entonces ella es la que se ofrece —dijo Meerlah—. Así que si hace ruido y atrae sobre sí a cientos de gorgones, eso os dirá lo que queréis saber ¿No es así? —La bardo guiñó un ojo a Lilly.
—Muy bien —dijo Arbomad. El vigilante trataba por todos los medios de ocultar ante su tropa el afecto que sentía por la cantante. Incluso así, durante la caminata que los había llevado hasta allí, Lilly había podido percatarse tanto de esos sentimientos como del insomnio y de su ocasional mal humor—. Entonces seremos tú y yo, Dama Fantasma. Tú estudiarás el terreno por la derecha y yo lo haré por la izquierda. Nuestros camaradas nos cubrirán lo mejor que puedan.
—Perfecto. —Lilly se había despojado de su mochila, su arco y su carcaj al irse a descansar. Ahora prescindía también de su manto y su espada, conservando solo tres puñales como única defensa; eso le permitiría avanzar con la mayor soltura posible. Arbomad hacía lo propio y Meerlah, mientras, tarareaba suavemente al tiempo que tensaba su brillante arco, al que llamaba Vuelo de Fantasía.
Vladawen dio a Lilly una embarazosa palmadita en el brazo. En aquellas circunstancias, eso la hizo retorcerse enojada y distanciarse de él.
Ella y Arbomad se alejaron de sus compañeros. El camino comenzaba descendiendo por una pendiente rocosa salpicada de hierba o esbozos de árboles retorcidos por el viento. Entonces, justo donde sus caminos divergían, el accidentado terreno volvía a ascender.
Puede que a Arbomad no le gustase tener a Lilly a su lado, sin embargo, el vigilante le hizo un gesto de camaradería con la cabeza antes de separarse. Justo en ese momento, Lilly combatía una repentina necesidad angustiosa de rogarle que no se fuera. Ya era demasiado tarde, así que siguió su camino, desde un refugio al siguiente. Apenas se sentía oculta; no a plena luz del día y con los traicioneros guijarros del terreno moviéndose bajo sus pies, crujiendo a modo de grito de aviso para sus enemigos.
Miró hacia atrás y se agachó en su escondrijo. La figura de Vladawen se veía bastante pequeña, tan lejana que en caso de que ella necesitase su ayuda no importaría demasiado si fuera a estar ahí o en Darakeene. En ese instante escuchó un leve aleteo, un sonido solo algo más intenso que el leve susurrar de la brisa.
Profirió un grito ahogado y se agachó, miró enloquecida a su alrededor, y entonces observó el plumaje negro de una codorniz de las tierras altas a la que, sin darse cuenta, había espantado desde su escondrijo. Durante su viaje desde Burok Torn, Meerlah, con una destreza considerable, había dado caza a varios pájaros que habían ido a parar a su cazuela. Ahora, no obstante, estaría probablemente maldiciendo entre dientes y tratando de distinguir qué estaba ocurriendo; si había alguna otra criatura viva que no hubieran observado ya, ésta revelaría su presencia tras avistar el vuelo del ave.
Lilly pensó que muy posiblemente habría dejado escapar algo de orina, y la vergüenza encendió sus mejillas. solo deseaba tumbarse y esperar que su corazón volviera a latir, y que su miedo y desdicha amainaran. Pero eso no era lo que se suponía que debía hacer un explorador, así que se obligó a continuar con su exploración por el irregular paisaje de rocas y maleza que se abría ante ella.
No parecía que hubiera nada especial. Y eso no hizo que su temor disminuyese. Si el terreno no era lo suficientemente compasivo como para descubrir alguna de sus letales trampas, entonces su deber, aquel que ella misma había asumido, era seguir adelante. Mientras avanzaba, Lilly sentía aquel momento febrilmente irreal, como una pesadilla que la encaminaría hacia su perdición, pero en la que simplemente no había otra elección.
Nada se abalanzaba sobre ella. La muerte parecía aguardar su turno, jugueteando. Lilly estaba segura de que revelaría su verdadero rostro, de la misma forma que Sendrian rasgaba su regordete y afable semblante para descubrir una máscara de fuego y sangre. Además, eso ocurriría justo cuando ella alcanzara el destino acordado; a saber, una pila de rocas de granito agolpadas por un desprendimiento a los pies de una escarpadura. Parecía el escondite perfecto para unos gorgones, y estaba justo frente a ella.
Lilly se arrastró para ascender hasta el lugar pactado. Allí escudriñó entre los huecos sombríos de las piedras. ¡Ahora, ese era el momento en que algo se le lanzaría a la cara! Pero no fue así, y tampoco pudo ver ningún rastro que no fuera el de algún pequeño depredador u otra criatura común, inofensiva para el hombre, que utilizara estas piedras como guarida. Manteniendo el aliento, caminó de puntillas entre ellas, y tampoco logró encontrar nada hostil acechando al otro lado. Únicamente más montañas, más maleza verde y marrón, más cielo azul abovedado.
De no haberse contenido, hubiera respirado aliviada. En lugar de ello, se arrastró de vuelta a un lugar donde Vladawen y Meerlah pudieran verla, e hizo la seña de "todo despejado". Se giró hacia Arbomad para hacerle la misma señal, y jadeó.
A unos pasos de ella, el capitán de la Patrulla había alcanzado también su propio objetivo; una grieta en un pronunciado repecho rocoso que parecía ser la boca de una cueva o, en cualquier caso, un excelente lugar en el que esconderse para abordar a cualquier transeúnte que cruzara el serpenteante sendero que había bajo él. El vigilante, al igual que ella, habría examinado el oscuro lugar. Ahora se giraba mostrando un rostro algo descontento. Encogiéndose de hombros, parecía estar a punto de devolver a Lilly su señal cuando, a su espalda, apareció un gorgón. Parecía haber surgido de alguna cubierta de rocas y sombra lo suficientemente engañosa como para haber pasado desapercibida para el ojo de aquel explorador, o puede que incluso hubiera estado oculto tras una auténtica magia de invisibilidad.
Lilly ni siquiera tuvo tiempo de intervenir para alertarlo (suponiendo que el miedo le hubiera permitido respirar para hacerlo). El gorgón saltó sobre el vigilante, con sus fauces abiertas, sus venenosas garras arqueadas y su melena de afilados zarcillos retorciéndose sobre todo su inmenso cuerpo, escamoso y de aspecto vagamente leonino. Afortunadamente, Arbomad debió de sentir la presencia de aquella criatura justo en el último instante, pues comenzó a girarse hacia ella y a saltar hacia un lado, sacando al mismo tiempo la espada corta que había conservado para la exploración.
Puede que sus reflejos le salvaran la vida. Cuando aún no había acabado de girarse, las garras y los colmillos de aquel engendro de los titanes, bañados en veneno, rasgaron su cuerpo. El ataque lo derribó del pico de granito que había ocupado y lo arrojó, dando tumbos, pendiente abajo. Arbomad resbaló, levantando una nube de polvo, y se golpeó la cabeza contra una roca en mitad de la caída. Finalmente acabó en medio de unos arbustos, o al menos eso le pareció a Lilly, que trató de seguir su desplome desde lo lejos. La cola del gorgón, que con el aspecto de una maligna maza acababa en una especie de gancho doble, ondeaba dando latigazos mientras la criatura acababa de abandonar su escondrijo para lanzarse sobre su víctima. Un instante más tarde, el animal ya había desaparecido también de la vista.
Lilly se decía que Arbomad debía estar muerto o que, de no ser así, sus compañeros sin duda lo salvarían gracias a su estupenda puntería. Sabía que era una estupidez. Aquel golpe en la cabeza no tenía por qué haberlo dejado completamente indefenso, y no parecía que los arqueros pudieran lanzar sus flechas a ciegas, en medio de la maleza, sin arriesgarse a tener las mismas posibilidades de alcanzar al vigilante que a su bestial atacante. Lilly deseaba llorar por lo injusto de la situación, pero sabía que era la única persona lo bastante próxima a Arbomad para ayudarlo.
¡Hazlo! ¡No lo pienses más!
Salió a toda prisa, levantando aún más polvo con sus talones al tiempo que éstos patinaban y le obligaban a inclinarse, apunto de perder el equilibrio. Podía distinguir un movimiento frenético procedente del interior de la maleza, y avistó a más gorgones que salían de sus escondrijos en la escarpada pendiente que había sobre ella y a su espalda. Aquellas bestias hacían caer lluvias de piedras. Lilly pensaba que debía haberlas contado, o al menos haber determinado exactamente la distancia a la que estaban; sin embargo, sabía que no podría soportar saberlo, de modo que apartó los ojos. Unas flechas cruzaron el aire y se encogió, segura de que se interpondría en la trayectoria de alguno de los proyectiles destinados a los engendros los titanes.
Con un cuchillo largo en cada mano, Lilly se lanzó hacia la maleza, que resultó estar repleta de espinas. Sollozó mientras se le clavaban y le rasgaban la piel, aun cuando era consciente que se estaba arrojando sobre una bestia cuya habilidad para hendirle la carne hacía que las heridas de las zarzas fueran apenas unos picotazos.
Acabó por abrirse camino hasta un claro en medio de los arbustos, e inmediatamente hubo de retroceder para evitar el aguijonazo de la cola prensil del gorgón. Realmente, aquel engendro de los titanes ni siquiera la estaba atacando, y simplemente se giraba para colocarse frente a Arbomad. El vigilante tenía la cara ensangrentada y el torso al descubierto. La criatura le había desgarrado la prenda acolchada que solía llevar bajo su cota de mallas. Afortunadamente, el corte no parecía ser demasiado profundo, ya que Arbomad continuaba combatiendo con saña, e incluso estaba manchado de la sangre del propio gorgón (algo más oscura que la habitual en cualquier animal). Sin embargo, las heridas no parecían frenar ni un ápice a aquella horrible bestia.
Quizá la daga de un asesino encontraría más suerte. Con su valor al límite del histerismo, Lilly tomó impulso mientras intentaba discernir alguna zona vital que atacar entre los sinuosos zarcillos del gorgón. Aquellos colgajos le recordaban a su propia cola, aquella que tanto le había avergonzado y de la que se había deshecho de forma tan desastrosa. Esas serpentinas espirales, en un gesto de burla, parecían aullarle. Lilly avanzó sobre las zarzas ya aplastadas, que se movían bajo sus pies amenazando con desequilibrarla. Aquel traicionero firme llegaba incluso a perforarle el calzado; las espinas se le clavaban y le desgarraban la carne hasta los tobillos.
¡Ese es el lugar! La antigua princesa se lanzó sobre la espalda del gorgón, apuntando hacia el lugar en que suponía debía estar su corazón. La vil criatura hizo un movimiento brusco y dejo escapar un espantoso chillido. —¡Muere!—, suplicó Lilly pero, en lugar de ello, la bestia se arrojó sobre el suelo y cayó encima de ella, pulverizándola. Al menos eso le pareció sentir. Entonces la criatura volvió a alzarse, y su maltrecho cuerpo supo que debía reaccionar aunque su mente no fuera capaz de hacer otra cosa que no fuese gimotear. Trató de ponerse en pie, pero el gorgón ya estaba embistiéndola de nuevo, con sus barbadas fauces lanzando dentelladas. Todo lo que podía hacer era blandir su arma.
La maniobra funcionó, pero solo porque los colmillos de la bestia apresaron su extremidad en lugar de su garganta. La presa del engendro de los titanes le hizo sentir cómo en su cuerpo se introducía un fogonazo de dolor. Lilly recordó que las babas de aquella bestia eran puro ácido. Entonces bajó la cabeza; estaba segura de que cuando la volviera a levantar, su brazo se desprendería de su torso.
En ese momento, el gorgón pareció dar un pequeño traspié. Con el brazo de la chica aún apresado entre sus dientes, se derrumbó hacia delante. Entonces Lilly pudo ver a Arbomad tras la criatura. Imitando su propia táctica, el vigilante había acuchillado a la bestia por la espalda mientras ésta estuvo distraída, evidentemente de forma letal.
Su compañero de expedición corrió a toda prisa a abrir las fauces del gorgón.
—¡Maldito! —dijo al ver los irregulares pinchazos que sus dientes habían dejado en su piel—. ¡No te preocupes, te pondrás bien! —Arbomad se puso de rodillas, rebuscando entre la maraña de zarzales aplastados, maleza y sangre que había en el suelo, y entonces se quedó paralizado. En ese momento volvió a mirar a Lilly, con la expresión extraña y los ojos empañados.
No sé qué le pasa, pensó ella, pero creo que no va a ayudarme. Sencillamente me dejará aquí y dirá a los demás que he muerto.
Pero no fue así. El vigilante agitó la cabeza y siguió rebuscando por el terreno, al principio entre los restos de su acolchado y luego más allá. Al poco, había encontrado un colgante de ámbar con la cadena rota, debía de tratarse de algún recuerdo. Arbomad lo miró, lo metió en su cinto, y continuó buscando a un lado y otro.
Lilly escuchó los bramidos de otros gorgones. Calculó que debían de estar al otro lado de las zarzas. Sabía que se lanzarían hacia el claro, y que los atacarían salvajemente a ella y a su compañero mientras éste se arrastraba de un lado a otro incapaz de defenderse. Trató de alertarlo, pero se había quedado sin voz.
Entonces Arbomad encontró un segundo amuleto ambarino. Aparentemente también había sido arrancado de su cuello, y había estado oculto tras el cadáver del gorgón. El vigilante lo apretó contra las heridas que Lilly tenía en su brazo, y en ese momento una luz pareció brillar en el interior de aquella resina sólida de color miel. Sus cicatrices no se cerraron, pero la dolorosa quemazón cesó. Aparentemente, el colgante había neutralizado las babas ácidas.
Cuando hubo cumplido su función, Arbomad escondió aquel artefacto tan rápidamente que casi pareció que albergara alguna loca esperanza de que Lilly no lo hubiera visto. El vigilante se arrodilló frente a ella.
—¿Puedes luchar? —dijo.
¿Luchar? Bendita Madriel, ¿no había hecho ya suficiente? ¿Es que no podía simplemente salir huyendo hacia otro lado?
—Creo que sí.
Arbomad se abrió paso por entre la tupida pantalla de arbustos. Lilly estaba segura de que él, como comandante de la Patrulla, estaba ansioso por ver el desarrollo del combate. Sin embargo, aquel impulso le pareció algo irresponsable. Dejó de preocuparse y lo siguió igualmente, lista para sumergirse en medio de una maraña de gorgones enfurecidos que gruñían y embestían a sus enemigos, hojas destellando y flechas que caían en picado como lluvia empujada por un vendaval. Algunos de los compañeros, Vladawen entre ellos, habían cargado para enfrentarse cuerpo a cuerpo contra los engendros de los titanes. Otros como Meerlah, mientras tanto, se habían abierto paso hacia la zona, pero permaneciendo en terreno elevado para poder utilizar más letalmente sus arcos. De alguna forma, aquella chica se las ingeniaba para disparar rápidamente y cantar al mismo tiempo, acompasando sus disparos al ritmo de su canción. Lilly podía sentir cómo le envolvía la magia bárdica, expulsando parte del temor que habitaba en su mente e incluso avivando fuerza extra en sus extremidades. La gratitud que sentía hacia ella le pareció bastante cobarde.
Arbomad le gritó algo, pero no pudo entenderlo, y entonces corrió a ayudar a dos vigilantes a los que un gorgón estaba ganando terreno. Lilly supuso que le había pedido que fuera tras él, pero sintió un asustadizo deseo de correr a arroparse junto a Vladawen. Lo reprimió a tiempo, y echó a correr tras el hombre que acababa de salvarle la vida.
Lilly combatía enfurecida. La cola de un gorgón describió un latigazo bajo y le barrió los pies, derribándola, pero afortunadamente sin romperle los tobillos ni clavarle ninguno de sus huesudos aguijones. La caída simplemente la tumbó y la dejó sin aliento. Permaneció atontada en el suelo por un instante, o al menos eso le pareció, y luego se puso en pie de un salto. De pronto todo parecía haberse calmado. La lucha había acabado, los engendros de los titanes habían muerto. Cerró los ojos y jadeó. Había sobrevivido a una nueva escaramuza sin perder su honor, pero no se sentía en modo alguno semejante a un lobo.
—¿Quiénes son los heridos? —dijo Tambor. Aquel personaje era una mezcla entre un guerrero y algo parecido a un clérigo de Madriel; lo más similar a un sanador que podía haber en el grupo.
Lilly se tumbó en la alfombra de zarzas arrasadas, le dolía bastante el mordisco. Sin embargo, pudo ver a uno o dos hombres que estaban aún en peores condiciones, entre ellos el propio Arbomad, con el torso y la cabeza cubiertos de sangre, así que decidió esperar su turno. Las secuelas del esfuerzo, o más probablemente el miedo, hacían que le temblaran las piernas, y se sentía bastante patosa. Se giró para tratar de buscar a Vladawen, sin estar segura de si deseaba abrazarlo o abofetearlo.
—Bueno —dijo uno de los vigilantes—. Después de todo no ha ido demasiado mal. Me sorprende que los enanos no pudieran arreglar esto por sí mismos.
—¿Es que estuviste durmiendo mientras hablábamos con el rey en aquella sala? —contestó Jolo—. ¿O eres demasiado burro para entender lo que escuchaste? Estas criaturas apenas eran algunas de todas esas bestias, y sin duda las menos salvajes. Cuando encontremos al grueso de la manada, apuesto a que deberemos combatir también con altos gorgones. Y ésos son capaces de lanzar conjuros como los magos. —Rió maliciosamente—. Te encantarán.
Lilly acabó de describir el giro en círculo, y un espasmo de terror le comprimió la garganta como la mano de un estrangulador. Volvió a darse la vuelta, mirando a un lado y a otro, corriendo hasta aquí y allí para poder observar bajo las rocas, la maleza o los ensangrentados cadáveres de los gorgones que cubrían aquel desigual terreno. Extrañamente, las melenas de algunas de las criaturas continuaban agitándose, y eso ahuyentaba de sus cadáveres a las moscas que ya empezaban a aproximarse.
Cuando Lilly se hubo asegurado, corrió hasta Arbomad. El vigilante había optado por sentarse en el suelo, colocando su espalda contra un saliente de granito. Meerlah estaba sentada junto a él, y cantaba suavemente a su oído una de sus canciones. Al ver a la asesina llegar a toda prisa, se alzó adoptando una posición protectora.
—¡Vladawen ha desaparecido! —dijo Lilly. Y así era. Al menos, según alcanzaba a ver, se había esfumado sin dejar rastro.
24
—Bueno —dijo Arbomad cuando ya había transcurrido una hora desde el fin de la batalla con los gorgones—. Hemos recorrido el terreno una y otra vez y no hemos encontrado nada.
—Pensaba que te considerabas un explorador —bufó Lilly.
Lo mismo pensaba yo de ti, replicó él, pero solo en su mente, porque estaba entristecido por ella. A primera vista aparentaba ser tan dura como el hierro, pero ahora, tan desesperada, parecía como si estuviera dejando entrever alguna clase de pequeño espacio en el que toda su cubierta de metal estuviera agrietada y destrozada por la herrumbre.
—Lo siento —dijo el vigilante—. Si el combate con los gorgones no hubiera dejado el terreno apisonado y equivocado las pistas... pero así fue y no sé qué más hacer sino seguir caminando. Prestaremos atención durante todo el camino.
Lilly lo fulminó con la mirada.
—No puedes hacer eso. No puedes irte sin más.
Arbomad suspiró.
—Es que no hay nada más que pueda hacer. Prometí al rey Thain que avanzaría hasta enfrentarme al grueso de la manada de los gorgones, sin importar qué desgracias ocurrieran en el camino. Además, no puedo permitir que mi compañía pase otra arriesgada noche de preparativos, no cuando lo más probable es que si nos esforzamos, podamos alcanzar el Valle Caprino al anochecer.
—Te quedarías para buscar a uno de tus hombres.
El vigilante tensó su boca en señal de impaciencia.
—Te equivocas. Y de todas formas eso sería una argumentación discutible, puesto que Vladawen no era, perdón, no es uno de mis hombres. ¡Ni siquiera estoy seguro de si está en problemas! Puede que haya escapado por voluntad propia, ya fuera porque no tenía estómago para combatir o por cualquier otra razón.
—¡Sabes que eso no es cierto! ¡Debiste verlo, embistió a los gorgones para enfrentarse a ellos cuerpo a cuerpo! ¡Estaba justo ahí, ante nosotros, y un momento después había desaparecido!
—¡Está bien... de acuerdo! —concedió Arbomad—. Eso no fui del todo justo. La verdad es que no sé qué pensar de él, y tampoco de ti, pero nadie puede decir honestamente que alguno de vosotros dos eludierais el combate. Aún diré más: tú, señora mía, probablemente me salvaste la vida, y te lo agradezco.
—No soy la señora de nadie —replicó amargamente la esbelta chica—. Y ya veo para lo que vale tu gratitud. —Entonces bajó su voz—. ¿Qué pasaría si amenazo con hablarles a todos de ese amuleto que tan celosamente escondes?
El vigilante se sintió consternado, por no decir sorprendido. En verdad era extraño. Cuando no estaba utilizando, protegiendo o, para ser honesto, casi deleitándose ante la vista de su medallón del escorpión, tenía tendencia a olvidar incluso que lo poseía.
—No sé a qué te refieres —respondió secamente Arbomad—. El único amuleto que llevo conmigo es la insignia de mi orden.
—¿No será que tienes dos?
Había encontrado el segundo colgante ambarino en el cuerpo de un vigilante muerto, y en cierto modo aún debía informar a sus superiores.
—Quizá preferirías que no hubiera usado esa magia para sanar tu brazo —dijo él—. ¿Realmente quieres insistir sobre ese tema? Estas personas son mis soldados y compañeros, no los tuyos. ¿De qué lado crees que se pondrán?
Lilly mantuvo su mirada por un momento, y entonces bajó los ojos.
—No. Tenía razón tu amiga la cantante. Todo el mundo tiene sus secretos. Y para mí son demasiados como para averiguar en manos de quién he dejado mi estúpida e insignificante vida. Continuad la marcha, yo me sumaré a vosotros o no según me plazca.
El vigilante, al verla darse por vencida, no pudo evitar sentirse algo culpable.
—Si quieres honrar al matatitanes, quizá el mejor modo sea completando su misión. ¿Por qué no recuperas las hojas perdidas y las llevas a esos amigos tuyos de Wexland?
—Claro. ¿Cómo no lo habría pensado antes? —Lilly se dio la vuelta y se alejó.
A Arbomad aún le dolía algo el pecho y la cabeza, a pesar de los cuidados que había recibido de Tambor. Además, el hecho de no tener la prenda adecuada para acolchar su cota era una molestia añadida. No obstante, tenía ya a su banda lista para avanzar sin rechistar. Le alivió que Lilly decidiera, apenada, seguir en la expedición. Durante las horas que siguieron a aquellos momentos, Meerlah trató de apoyarla y consolarla discretamente, cuidando siempre de vigilarla, e incluso a veces tarareando una tranquilizadora melodía en sus proximidades. En bastantes ocasiones, la bardo aparentaba no preocuparse demasiado por nadie, pero él había aprendido que su actitud era engañosa. Había pensado mucho sobre todo eso. Aún no estaba seguro de si sus encuentros ocasionales significaban para ella tanto como, secretamente, lo hacían para él.
Por supuesto, aquel no era el momento más adecuado para pensar en eso. Debía mantener la mente fija en la marcha y en los peligros que podían acechar en cada esquina. En cierto momento, llegó a divisar una fila de trasgos marchando como hormigas sobre una colina, a lo lejos, y en otras dos ocasiones, tanto él como sus camaradas tuvieron que salvar zonas que parecían ser ideales para sufrir emboscadas, y hubieron de explorar antes de poder atravesarlas. No obstante, nadie más intentó atacarlos, y según había previsto, alcanzaron el Valle Caprino cuando aún brillaba en occidente una brizna de sol.
Aquel asentamiento enano ocupaba la cuenca de un valle y estaba rodeado de montañas. De esas lomas bajaban unos manantiales que alimentaban un río, sin duda de agua helada, que desarrollaba su flujo por el espacio situado entre dos colinas. Parecía que el tiempo había hecho brotar la aldea en el fondo de aquel valle, como una población de musgo que creciera en pequeñas manchas. Diminutos campos, pastos y chozas salpicaban el escarpado paisaje aquí y allá, en cualquier lugar en el que alguien hubiera encontrado una pizca de terreno lo suficientemente nivelado como para contenerlos. En las cercanías de esos asentamientos, unas toscas murallas, en realidad apenas montículos de piedras apiladas, protegían todo el perímetro de la colonia. A esa hora del día, mientras todos cocinaban la cena, una bruma de humo aromático cubría el lugar.
De esta forma, el Valle Caprino, a primera vista, parecía bastante próspero, aunque la primera impresión no siempre era la más certera. Los centinelas que vigilaban las improvisadas fortificaciones tenían el rígido aspecto de hombres que se preguntaban si sobrevivirían a su guardia, y recibieron las explicaciones que Arbomad les dio a su llegada con un entusiasmo reservado. El vigilante no podía culparlos por eso. Thain había enviado antes a otros guerreros en su ayuda, en realidad en número bastante más elevado que el de su compañía, y ninguno de ellos había tenido éxito.
Durante el trayecto que descendía hasta el interior del valle, Arbomad pudo ver más indicios de los problemas que aquejaban al pueblo. Se encontró con parcelas abandonadas de campos de cultivo que estaban siendo colonizadas por malas hierbas y rastrojos porque nadie osaba cultivarlas (o no vivía para hacerlo). Incluso llegó a pararse para examinar las marcas de las garras de un gorgón sobre el terreno. Pudo comprobar el lugar en que aquella bestia se había ocultado, a un lado del sendero, cómo había atacado, e incluso encontró viejos rastros de sangre de la víctima.
Las cosas apenas se animaron algo cuando los vigilantes finalmente alcanzaron el grueso de las casas, cabañas y graneros que ocupaban el fondo del valle. Parecía que las incursiones de los gorgones debían llegar incluso hasta ese lugar. Sin duda la gente había estado apresurándose en fortificarse para la noche, hasta que la visita de los recién llegados cambió sus planes. Entonces, en su favor, los aldeanos se las apañaron para reunir una especie de festín de bienvenida, tal y como debía hacer un pueblo que se consideraba hospitalario. Eso sí, los nativos no pudieron evitar alguna que otra mirada recelosa a la oscuridad que acechaba al valle. Meerlah cantó para ellos, y eso animó algo su espíritu. Finalmente, cuando todos quedaron satisfechos, Arbomad trató de obtener información de los aldeanos acerca de cómo se presentaban los gorgones, de dónde procedían, y por qué los enanos, en su caza, no habían encontrado sino muerte y frustración. No le sorprendió descubrir que varios de los nativos mostraban teorías inventadas, muchas de ellas bastante discutibles en el mejor de los casos.
Entonces, y ya que los lugareños, aun desesperados como estaban, tenían el suficiente sentido común como para no esperar que los vigilantes comenzaran a cazar a los engendros de los titanes esa misma noche, todos se fueron a la cama. La lejana aldea no poseía nada que se pareciese a una posada o a una casa de huéspedes, pero a Arbomad, como líder de la compañía, le fue asignada una pequeña habitación a cobijo. Aquel refugio pertenecía a un tipo algo maloliente que hacía las funciones de curtidor del pueblo y que se encargaba de cualquier tipo de trabajo con cuero. La estancia había pertenecido a uno de los hijos de aquel hombre, antes de que un gorgón lo masacrara. El vigilante se preguntó si eso sería alguna especie de mensaje subliminal. Lo que es más, deseaba, una vez que su anfitrión lo hubo dejado solo, que pudiera sencillamente desvestirse, apagar la humeante lámpara de sebo y arrastrarse hasta la estrecha cama como cualquier otro cansado viajero.
Pero la desaparición de Vladawen y el pánico que Lilly apenas lograba contener habían dejado en él un poso de inquietud que no podía disolver la simple fatiga física. Sea como fuera, iba a ser incapaz de sentirse bien limitándose a no hacer nada durante la noche, y despertar al día siguiente solo para descubrir que los gorgones ya se habían cobrado otra víctima. Arbomad tenía otra idea mejor, una que le había estado rondando la cabeza desde el primer momento en que había estado departiendo con Thain allá en Burok Torn. Estaba dispuesto a ponerla en práctica sin demora alguna.
El vigilante se escabulló entonces de su habitación y caminó de puntillas hasta la puerta principal. Sintiéndose culpable por saber que debería dejar el cerrojo abierto, la abrió y echó un vistazo fuera. En su rostro pudo sentir la suave brisa nocturna, realmente fría a aquella altitud, incluso en verano. La encantadora voz de Meerlah, acompañada por las sonoras notas de su laúd, hacía que la noche fuera menos áspera para cualquier que estuviera aún despierto, escuchándolas. La oscuridad lo había cubierto todo, como si se tratase de un líquido que algún dios hubiera vertido en aquel espacio que, como un cuenco, quedaba definido por las colinas adyacentes. Cualquier criatura podría estar acechando bajo su manto, absolutamente cualquiera.
Arbomad aspiró profundamente y se adentró en la penumbra, al tiempo que contenía el impulso de mantener una mano rondando su medallón del escorpión. En realidad no necesitaba sostenerlo para emplear sus poderes sobre sí mismo, pero hacerlo, incluso toscamente a través de la cota de malla, le hacía sentirse algo mejor.
Durante las siguientes dos horas, el vigilante merodeó de un lugar donde cobijarse a otro, andando a tientas entre casas, corrales de cabras, gallineros y huertos. Sin duda hubiera sido mucho más seguro haberse colocado en algún tipo de escondrijo y esperar acontecimientos, pero con su visión nocturna tan limitada, y siéndole el terreno desconocido, fue incapaz de encontrar algún lugar que le garantizase una buena vista. Eso, por supuesto, suponiendo que aquella noche llegara a suceder algo. Quizá se había equivocado, o puede que simplemente los acontecimientos que sospechaba iban a ocurrir no tuvieran lugar aquella noche. Aun así, decidió continuar la ronda con la paciencia de un cazador.
Finalmente algo ocurrió: un movimiento, un sutil y rápido movimiento en medio de la penumbra. Rezando porque su cota de mallas no tintineara y que su guarnición de cuero no crujiera, Arbomad caminó silenciosamente hacia el lugar del que pareció proceder aquel sonido.
Entonces Belsamez pareció sonreírle, aunque eso fuera difícil de creer, cuando su luna empujó a un lado el velo de brumas que la cubría, lo suficiente para conferirle un destello de luz plateada a la noche. La iluminación descubrió a uno de los aldeanos a los que Arbomad había conocido durante la celebración del festín. Era un tipo de mediana edad, esquelético y con una enmarañada melena de cabellos y barbas que le hacían parecer un loco eremita. Aquel tipo se escabullía furtivamente en medio la noche.
Si Arbomad hubiera tenido un talante diferente, podría haber clavado una flecha en aquel desdichado sin haberlo dudado por un instante. En realidad deseaba hacerlo. Pero bien podría ser que el aldeano estuviera deambulando solo, en medio de la amenazadora oscuridad, por alguna razón inofensiva. Quizá fuera algo retrasado o tonto. O puede que fuera a acudir a una cita con una mujer que no fuera su esposa. Todo eso no era demasiado probable, pero el vigilante debía cerciorarse.
El aldeano se deslizó tras el bloque de edificaciones que constituía el corazón del asentamiento. Momentos despues, una oscura figura salió tras la cubierta que le proporcionaba un pequeño árbol, retorcido y nudoso, para encontrarse con él. A primera vista, el recién llegado, aunque semidesnudo, parecía apenas menos humano que el aldeano que se arrastraba en la noche, pero eso aún debía comprobarse. Arbomad continuó aproximándose sigilosamente, hasta poder distinguir la reveladora forma de una cabeza calva como un huevo, y la arruga vertical que discurría justo desde debajo del esternón de aquella criatura hasta el resto de su torso. El vigilante no pudo percibir el tono grisáceo de la piel, no bajo aquella luz, pero había visto lo suficiente para estar seguro de qué clase de ser se trataba.
Era un alto gorgón. Y a Arbomad le quedaban pocas dudas de que el aldeano era también uno de esos seres, disfrazado mágica y psíquicamente para aparentar ser el verdadero humano a quién sin duda ya habría asesinado. ¿Cuánto tiempo, pensó, llevaría habitando libre de sospecha entre los demás aldeanos? Claramente el suficiente para revelar a su camarada en las afueras cualquier plan de defensa que pudieran establecer, así como cada una de las posibles estrategias de los enanos que la habitaban.
Mientras el vigilante sacaba sigilosamente una flecha de su carcaj, se preguntaba si serían éstos los únicos altos gorgones que merodeaban en la zona representando a aquella bestial especie. Puede que así fuera, y en ese caso, dos veloces disparos acertados podrían bastar para reducir considerablemente su amenaza. ¡No estaría nada mal para ser su primera noche en la ciudad! Estiró el arco y se acercó un paso más, consiguiendo una probable trayectoria franca directa al corazón de uno de los engendros.
Sin embargo, eso hizo que un perro, que debía estar oculto en la oscuridad, comenzase a ladrar frenéticamente.
O puede que no fuera un perro común, y que en realidad no hubiera visto a ese animal porque no existía. Puede que fuera un hechizo de activación. Lo cierto fue que aquellos ladridos hicieron que los gorgones comenzasen a mirar enloquecidos de un lado a otro.
Arbomad estiró la cuerda de su arco hasta la altura de su oreja, y entonces soltó una flecha. El proyectil se clavó en el pecho desnudo y sin pelo de su objetivo, y el engendro de los titanes cayó de bruces. Antes siquiera que la primera criatura se derrumbarse, el vigilante cogió una segunda flecha, la colocó y, justo entonces, el otro gorgón empezó a aullar.
Aquel gemido espantoso retorció los nervios de Arbomad. Le temblaron las manos y la flecha se le disparó. Mientras se disponía a recoger otro proyectil, su contrincante, con su disfraz de barbudo descuidado y harapiento, se dio media vuelta y corrió a esconderse en la oscuridad.
Arbomad resopló para calmarse, y sintió cómo se liberaba de la ansiedad que le había producido aquel aullido (que suponía debía haber sido alguna clase de maligno conjuro). Se paró un momento a pensar qué debía hacer a continuación. Si alguno de los hombres que estaban a sus órdenes hubiera tenido que tomar la misma decisión, él le hubiera aconsejado retirarse. El gorgón era peligroso, especialmente desenvolviéndose en un terreno que conocía. Pero Arbomad poseía algo que sus hombres no tenían, un talismán que le permitiría librarse del dolor si las cosas se ponían realmente mal. Además, le alentaba la posibilidad de que aquella criatura disfrazada fuera el único alto gorgón que quedaba en el Valle Caprino. Puede que, sencillamente, se sintiera embravecido. Fuera como fuese, finalmente decidió marchar tras su enemigo.
Los sonidos de ladridos continuaban resonando en medio de la noche. Arbomad creía saber el lugar aproximado en que se originaba aquella estridencia, y dio un rodeo para evitar esa franja de terreno, que aparentemente estaba vacía. Estaba poniendo en riesgo su vida, y no quería llevarse un tonto mordisco en el culo de un chucho invisible.
El cortante sonido le molestaba enormemente, y apenas le dejaba oír nada más mientras avanzaba, buscando a un lado y a otro a su enemigo. El vigilante se dio cuenta de que, de quererlo el gorgón, podría haber huido ya más allá de su alcance. Sin embargo, tenía el presentimiento de que no había sido así. Después de todo, él era el único humano que sabía quién era realmente aquella criatura, y si acababa con él podría continuar con su mascarada. De ese modo, si su ataque furtivo no hubiera minado su valor, aquella criatura lo estaría buscando tanto como él a ella.
La brisa nocturna le acariciaba la cara, la luz de la Luna de Belsamez iba y venía al tiempo que un velo de nubes se balanceaba frente a su rostro. Quizá, en esos momentos, la diosa de la sigilosa muerte jugaba con él. Volvió la cabeza, tratando de avistar al gorgón empleando toda su visión periférica. Tenía los nervios a flor de piel y sabía que, en medio de esa oscuridad, únicamente su adiestramiento y su experiencia podrían permitirle diferenciar cuál de todas aquellas sombras era realmente su enemigo.
En ese instante, una enorme figura con aspecto de felino, con una maraña de ondulantes zarcillos que le conferían un aspecto aún más ambiguo, surgió en medio de la penumbra, saltando, bufando y embistiéndolo. Sin duda era un bajo gorgón, y claramente debía acompañar a su superior en sus andanzas a lo largo del valle.
Arbomad lanzó una flecha, y otra, y otra más, y entonces la criatura, que seguía aproximándosele enfurecida, estuvo ya demasiado cerca como para poder seguir utilizando el arco. El vigilante se dispuso entonces a desenvainar su espada, pero antes de que pudiera empezar a hacerlo, el gorgón se tambaleó y se desplomó sobre un costado.
Arbomad pensó que aquella bestia debía seguir las órdenes de un maestro, y que éste habría estado obrando alguna clase de conjuro mientras su secuaz lo mantenía ocupado. Colocó una nueva flecha en el arco y se giró, escudriñando, esperando poder interrumpir cualquier magia antes de que su enemigo pudiera finalizarla. En ese momento atisbo unas manos alzadas, con los dedos dibujando signos en el aire, y dejó volar su flecha.
El gorgón disfrazado de aldeano trató de esquivar el proyectil. Aun así, la flecha le alcanzó el flanco, dejándolo congelado en la posición que ocupaba y arruinando la magia que obraba en ese momento. Riendo entre dientes, Arbomad se apresuró a alcanzar una nueva flecha, se atrevía a esperar que la última que iba a necesitar esa noche, pero en ese instante vio una figura moverse por el rabillo del ojo. Se giró a tiempo para encontrarse frente a otro gorgón que, alzado sobre sus cuartos traseros, se lanzaba hacia él dispuesto a derribarlo. El vigilante consiguió dispararle en plena cara, retrocedió un paso de un salto y se dispuso a desenvainar su espada larga. Eludiendo y esquivando los ataques de la criatura, evadió una y otra vez los ataques de sus garras, las embestidas de sus colmillos bañados en babas ácidas, y los latigazos de su ganchuda cola prensil. Entretanto, se esforzaba por lanzar tajos a la bestia hasta que ésta acabó por derrumbarse.
Cuando eso hubo ocurrido, el gorgón ataviado de aldeano ya había vuelto a desaparecer, y nuevas figuras parecían surgir de la oscuridad. Jadeando, Arbomad pensaba irónicamente que bien podía ser temerario, pero que de ningún modo era un insensato. Él solo no podría acabar con todos aquellos engendros de los titanes. Era tiempo de retirarse junto a sus camaradas y contarles todo lo que había descubierto. Afortunadamente, el medallón del escorpión que poseía iba a facilitarle bastante las cosas. De no haberlo perdido esa misma mañana, no habría necesitado de la ayuda de Lilly para sobrevivir a la primera refriega de aquel día. Esta vez lo tenía en sus manos.
El vigilante se concentró y entonces su carne se transformó en sombras, que avanzaron llevando consigo su equipamiento. Su experiencia le hacía saber que de esa guisa era casi completamente inmune a ataques de tipo físico, o al menos eso le decía su instinto. Además, podía deslizarse a través de la oscuridad siendo prácticamente invisible. Su transformación no duraba demasiado tiempo, pero debería bastar para llevarlo hasta un sitio seguro, de vuelta al centro de la aldea. Allí, con un mínimo de cuidado, podría deslizarse en medio de su compañía sin ser visto. Nadie nunca había llegado a verlo, y consideraba que era bastante importante seguir manteniendo su secreto.
Antes de correr de vuelta al pueblo decidió darse la vuelta para echar un último vistazo, y en ese momento pudo descubrir a otro alto gorgón que se encontraba a pocos pasos a su espalda. Por un instante pensó que iba a poder pasar desapercibido, pero entonces aquella criatura alzó la mano apuntándole.
En su extremidad refulgió una luz blanquecina. La magia alcanzó a Arbomad de pleno, envolviéndolo en chispas y llamas, y disolviendo el aura protectora de su amuleto. Su cuerpo se volvió sólido de nuevo y eso le hizo tambalearse. Algo le impactó en la nuca (la cabeza aún le dolía del golpe que se había dado esa misma mañana contra la roca) y lo arrojó contra el suelo.
Trató de incorporarse, pero fue incapaz. Entonces se vio apresado por un sentimiento de pasividad y desgana, que incluso apagó el temor y el pánico que había sentido. Ya no le preocupaba seguir forcejeando. Le pareció percibir que sus enemigos estaban lanzando sobre él otro nuevo encantamiento, pero no se sintió con ganas de hacer nada al respecto.
Una manos lo agarraron por los hombros y lo obligaron a tenderse de espaldas. Dos gorgones, uno de ellos el que le había arrojado aquella luz y el otro el que estaba disfrazado de aldeano, bajaron la vista sobre él. La última de las criaturas tenía una mancha de sangre en su camisa, justo en el lugar en el que se le debía haber clavado la flecha que él le había lanzado. Aquella herida habría dejado inútil a cualquier humano de forma inmediata y habría acabado matándolo transcurridas apenas unas horas; obviamente, la gravedad no era tal para un gorgón. Lejanamente, Arbomad parecía apenarse por ello.
—¡Miserable serpiente! —dijo el falso aldeano. Entonces alzó un grueso y curvado puñal, con el filo bañado en alguna sustancia que sin duda debía ser venenosa. Las criaturas comenzaron a aullar en la lengua que Mormo, la Madre de las Serpientes, les había enseñado años atrás, siendo niños. Arbomad, aun con todos sus años de experiencia como vigilante, era incapaz de sacar sentido alguno a todas aquellas palabras.
—Tranquilízate —dijo el segundo gorgón en un lenguaje de siseos y chillidos—. Tampoco ha sido para tanto.
—Para ti es fácil decirlo —siseó el otro—. ¿Podrás tomar su lugar?
—¿Esta misma noche? Eso es, como mínimo, cuestionable. El papel de un capitán de la Patrulla es bastante más difícil de interpretar que el de un estúpido aldeano, ¿no crees? Antes debo estudiarlo, y obtener las respuestas a algunas preguntas.
—Entonces mátalo y acabemos con esto. Puede que su pérdida haga que sus compañeros se acobarden.
El gorgón que no tenía pelo sonrió.
—La verdad es que yo también estoy hambriento, pero sabes que no sería demasiado sensato. No nos hemos hecho con esta deliciosa despensa de aldeanos tomando decisiones aceleradas, así que no nos desviemos de nuestro plan.
—Bueno, de acuerdo. Pero tú serás el que se entienda con nuestros cuadrúpedos compañeros cuando vengan buscando su parte del botín.
—De acuerdo.
La criatura carente de pelo sonrió a Arbomad y, repentinamente, comenzó a hablar en común con el más delicado acento de un noble calastiano.
—Amigo mío, tengo un trabajito para ti.
25
El gorgón se irguió descubriendo su parte inferior. Vladawen, que había estado esperando esa oportunidad, embistió, clavó su estoque en el pecho de la criatura y recuperó la posición antes de que el horrible ser siquiera pudiera reaccionar. El gorgón se echó para atrás, posándose de nuevo con sus cuatro patas y habiendo abandonado claramente su intención de atacarlo. Ladeó su cabeza, estudiando casi burlonamente al que era, al mismo tiempo, su presa y su verdugo. Su herida escupió una sangre oscura y de olor nauseabundo, que salpicó el terreno a sus pies. La criatura entonces se derrumbó, como si sus piernas se hubieran convertido en nieve derretida.
No ha ido demasiado mal, pensó el elfo en un extraño momento de satisfacción, ¡nada mal! Su golpe había sido tan oportuno y hábilmente ejecutado como el que podría haber interpretado cualquiera de sus maestros de esgrima. En ese instante, Lillatu surgió de entre los arbustos cubierta de docenas de rasguños, sin duda causados por los espinos, pero no debía ser nada horriblemente grave. La tarea de acabar con los gorgones había comenzado bastante bien. Quizá, después de todo, no sería completamente estúpido esperar que las cosas no acabaran mal.
Entonces el suelo se desvaneció bajo sus pies.
O al menos eso le pareció a Vladawen. En un instante había pasado de estar buscando a otro gorgón al que matar a estar desplomándose en medio de la oscuridad. Podía ver cómo cada vez se iba reduciendo más el pequeño punto de luz del agujero por el que había caído. El olor a tierra se hacía más y más intenso. Las piernas le rozaban con las estrechas paredes del conducto, rascando tierra suelta que caía a su alrededor y junto a él mientras seguía bajando y bajando. En ese momento se dio cuenta de que había perdido la espada y buscó a tientas un sitio en el que agarrarse para frenar su caída, solo para descubrir que de repente las paredes ya no estaban tan próximas. Unas manos surgieron de la nada tratando de agarrarlo, y antes de que pudiera zafarse de ellas, una colocó algo mullido y húmedo contra su cara. El dulce olor de aquella sustancia le hizo sentirse débil y aturdido.
—Tranquilo —susurró una voz de contralto junto a su oído, con apenas la caricia de un aliento. Unos dedos le rozaron el pelo—. Tranquilo, hermano.
—Ciérralo —dijo una voz masculina— antes de que lo vean.
—De acuerdo. —Un elfo avanzó hacia la estrecha columna de luz que se filtraba hacia el interior de la tierra desde el hueco por el que había caído Vladawen. No era un elfo de la clase que él había sido en otro tiempo, ni tampoco de aquella maldita estirpe de la que formaba parte ahora. La piel de ese espécimen era de un color negro casi mortecino, y su silueta mostraba en la frente un tatuaje de color púrpura que representaba una figura geométrica. Ya fuera mediante magia o gracias a alguna extraordinaria habilidad, aquel elfo logró cerrar el hueco. Entonces todo se hizo oscuridad.
El pequeño atisbo de luz que había iluminado la estancia había desaparecido. Los ojos de Vladawen se ajustaban rápidamente, y el elfo comenzó a vislumbrar otros diseños geométricos de color azul y violeta a su alrededor. Todos los tipos que se amontonaban en torno a él eran claramente elfos de la misma raza que aquel que acababa de observar, y las señales estampadas en sus frentes eran también fosforescentes.
—Tranquilo —repitió una voz femenina. Y entonces algo empalagosamente dulce besó su cara. Vladawen se desmayó.
Cuando se despertó, entre brumas, descubrió que tenía los ropajes desajustados y que una chica estaba sentada encima de él.
—¿Lillatu? —dijo medio atontado. Se dio cuenta que no era ella—. ¿Avlana? —No, había abandonado a su esposa, o más bien había sido al contrario, y desde entonces no la había vuelto a tocar. Un chasquido de terror lo recorrió—. ¿Belsamez?
Su compañera se rió.
—Eres un poco presumido, primo, si te consideras el compañero de cama adecuado para una diosa. O puede que no sea así; en realidad, sospecho que ella también te desea. Pero lo siento, soy solo Hareel, dándote la bienvenida según lo acostumbrado.
Mientras acababa de volver en sí, Vladawen vislumbró unas complicadas figuras moviéndose en la oscuridad. Juntas, apenas definían la forma de una esbelta elfa. Esa tal Hareel mostraba brillantes tatuajes por todo su cuerpo.
La líquida desnudez de aquella chica le incitaba a seguir hacia el climax que su carne deseaba. Sin embargo, sentía que su orgullo le obligaba a negarse.
—Para —dijo, y notó que su voz sonaba espesa—. Apártate, o te obligaré a hacerlo.
Ella cesó de moverse y suspiró.
—Me entristeces, primo, pero quizá me ignores ahora para sucumbir al arrebato más tarde. —Entonces se alejó, apartándose de encima de él, en un último y resbaloso contacto que estuvo a punto de hacerle perder el control.
Vladawen se ajustó la ropa, aprovechando el momento para comprobar si tenía el resto de sus armas. Habían desaparecido.
—Ya entiendo. Soy vuestro prisionero.
—Nuestro invitado —dijo Hareel—. Aunque la invitación pareciera algo burda, así es como te consideramos. Comprende que era la única forma de poder hacerlo.
—Pero debes comprender que he venido hasta aquí acompañado de otros amigos.
—Puedes llamarlos entonces, si así lo deseas —contestó ella—. Vayamos a buscarlos. —Sus dedos cogieron los suyos, sobresaltándolo, y lo atrajo hacia sí y hacia delante, en la oscuridad. Obviamente estaban atravesando alguna especie de túnel.
De repente, un rayo de luz polvorienta se abrió paso entre las tinieblas, iluminando el camino que habían de seguir para alcanzar la superficie.
—Continua tú —dijo Hareel—. Te esperaré aquí. Es triste, pero el más dulce beso de Madriel puede hacer arder a los de mi familia.
Preguntándose si estaría cayendo en alguna clase de trampa, Vladawen avanzó hasta el lugar exacto en el que la luz perforaba la penumbra. Tras entrecerrar los ojos, pudo ver que el haz de luz descendía a través de un estrecho corredor, inclinado, que parecía abrirse al exterior. Tras ascender dificultosamente, acabó apareciendo en lo alto de una pequeña colina. Por alguna razón, le sorprendió comprobar que aquellos elfos oscuros no lo habían alejado demasiado del lugar por el que había caído a su mundo. Seguía estando a un tiro de piedra de los cadáveres de los gorgones. Pero Lillatu, Arbomad y los demás habían desaparecido.
Durante un momento dudó, pero entonces se volvió a deslizar por el hueco por el que acaba de ascender. Hareel lo estaba aguardando aunque, con las pupilas aún contraídas por efecto de la luz del sol, apenas podía distinguirla.
—¿Dónde fueron? —preguntó Vladawen.
La muchacha de los tatuajes se encogió de hombros.
—Estuvieron buscándote durante un rato y luego se marcharon sin ti. Estas criaturas tan efímeras... Crecen y desaparecen como un relámpago. ¡Pero son tan impacientes! A veces parecen más animales que otra cosa.
Vladawen no podía creer que incluso Lillatu lo hubiera abandonado. Al mismo tiempo le dolía y le hacía sentirse libre, pero reconocía que ninguna de esas dos percepciones debía ser válida. Por otro lado, la preocupación que sentía ahora por su seguridad y el desarrollo de su misión le parecía bastante legítima.
—Si estás de mi lado ¿por qué entonces no dijiste a mis camaradas dónde estaba?
—Conoces la respuesta a esa pregunta. Era porque quería hablarte. Quería simplemente que reposaras junto a mí. Que te relajases, de la forma que prefirieras, y que pudieras descansar.
—Me parece perfecto —dijo él—. Pero este agujero realmente no parece el lugar más tranquilizador del mundo.
Ella rió.
—Entonces tengo que enseñarte uno aún mejor. Ven, no te asustes. —Hareel lo abrazó, y uno de los tatuajes dibujados en su mejilla refulgió con más fuerza. Entonces el mundo se disolvió para volver a tomar forma pasado un instante. Para Vladawen era una sensación semejante a la de atravesar uno de los portales de Gasslander.
El lugar que ahora ocupaba le recordaba en cierto modo a una de las cámaras de Burok Torn, excepto porque la débil iluminación de la sala procedía de grandiosos dibujos tallados en las paredes, y porque ésta, además, era mucho más tenue que la de las runas enanas. Entre las sombras, unas figuras iban y venían de un lado a otro, aparentemente nada importunadas por la desnudez de Hareel. La elfa condujo a Vladawen hasta un lecho cubierto de algo que parecía la más fina seda. Frente a la cama había una mesilla repleta de bebidas y aromáticas viandas, todo contenido en unos recipientes plateados y débilmente brillantes.
—¿Quieres beber algo? —preguntó la elfa oscura.
Vladawen dudó qué responder, pero entonces pensó que en realidad era un prisionero, no importaba lo que ella pudiera haberle dicho. Estaba claro que no tenía demasiada necesidad de drogado o envenenarlo para obligarlo a hacer lo que quisiera.
—Supongo que sí.
Ella sonrió como si verdaderamente estuviera disfrutando del encuentro, y sus dientes brillaron en la penumbra.
—Deja que sea yo la que elija por ti. —Vladawen tomó el vino y el primer sorbo de aquel líquido hizo que su boca escociera de amargor, pero al siguiente sintió una sensación más agradable—. Te doy la bienvenida, Vladawen. La bienvenida a Drier Drendal, el lugar que pocos no drendali pueden pensar en pisar.
—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó el elfo.
—¿Y cómo no íbamos a saberlo, si acabaste con Chern, aquel que nos hizo tanto mal?
—No juegues conmigo. ¿Cómo sabes que yo soy esa persona? ¿Cómo pudiste seguir mi pista a lo largo de toda la caminata?
—La Gran Esfinge no ha pasado por aquí, pero nosotros tenemos nuestros propios videntes, y dado tu historial y los asuntos que actualmente te ocupan, debes esperar suscitar reacciones allá por donde camines. Además, en ocasiones nos las arreglamos para espiar en Burok Torn, a pesar de todo el esfuerzo de los maestros de runas por impedir nuestras averiguaciones.
—Puedo recordar que los enanos se refirieron a los elfos oscuros como a la muerte que rechina sus dientes bajo sus pies.
Hareel sonrió.
—Bueno, quizá algún día sea así. Sin duda lo merecen.
Vladawen tomó otro sorbo del amargo vino.
—¿Por qué?
—No me sorprende que no te contaran toda la historia. Ciertamente los tacha, de una vez por todas, de traidores. Desde el último en sus filas hasta su propio dios. Lo sucedido revela como ese tan cacareado honor suyo no es más que un engaño.
—Ya escuché esa balada sobre la Guerra Divina, sobre la traición y la rotura de un puente. Sin embargo, según tengo entendido, era la gente de Thain la que afirmaba que erais vosotros los drendali, o los elfos oscuros para emplear sus mismos términos, los que los traicionasteis.
—Eso no es cierto —dijo ella mientras refulgían con luz violeta los círculos concéntricos tatuados en sus pechos—. Nuestras dos huestes debían mantenerse unidas contra Chern, al menos eso se suponía. Cada una de nuestras deidades patronas, el bendito Nalthalos y el mequetrefe de los enanos, Goran, nos había conducido hasta la batalla. Nosotros teníamos un plan para destruir al titán, un plan consistente, pero justo en el último instante, Goran ordenó a sus enanos retirarse a un sitio seguro, abandonándonos a nosotros los elfos a nuestra suerte frente a la ira del titán.
La luz pereció crecer y tomar forma en el centro de aquella estancia. Vladawen podía recordar que, según evocaba la historia, los guerreros de Burok Torn depusieron sus armas y regresaron sobre sus pasos, dejando a sus compañeros los elfos oscuros completamente boquiabiertos.
—¿Y por qué iba a hacer tal cosa el dios enano? —preguntó Vladawen.
Hareel se encogió de hombros.
—Sabes lo terrible que era Chern, e incluso un ente divino puede temer a la muerte. Quizá Goran también miró hacia el futuro, hacia la época en que los titanes desaparecerían, y se preguntara por qué dos razas habrían de compartir esas montañas como iguales cuando sus adoradores podrían poseerlas asegurando su posición. Pensaría que, como deidad, llegado ese momento sería exaltado con la misma fruición.
Vladawen frunció el ceño.
—Ya veo, te voy siguiendo.
—Bien, y estoy segura que puedes imaginar qué es lo siguiente. Nalthalos, bendito sea su nombre, era grande, pero Chern lo superaba con mucho. Frente a aquella fantasmagórica criatura, un esbelto y perfecto ser que casi podría haber sido El Que Permanece con la piel tiznada de negro, cayó frente a una marea de sabandijas y delicuescencia animada. —Vladawen casi podía sentir el apestoso hedor putrefacto del Señor de las Plagas—. solo la ayuda de sus compañeros dioses, los verdaderos, valientes y leales, salvó a nuestro señor de caer aniquilado. La alada y angelical Madriel, el caballeroso Corian, e incluso el demente Vangal, con su destrozada armadura bañada en sangre, acudieron en una centelleante trifulca de poder e hicieron huir al Impío.
—Así que Nalthalos aún vive —dijo Vladawen.
—Trata de hacerlo —dijo ella. La visión revelaba una descomunal figura metálica que permanecía inmóvil, con sus enormes manos agarrando una balaustrada. La magia que lo rodeaba, o algo en su cabeza y sus hombros, denotaba sufrimiento, inquietud y odio—. Dispusimos su maltrecha esencia en un cascarón de plomo. Desde ese día permanece allí, muriendo poco a poco, incapaz de sanarse, ni por sí mismo ni con la ayuda de cualquier poder que sus seguidores podamos llegar a adquirir. Está atrapado, enfermo y debilitado, y nosotros su prole compartimos su perdición en un millón de formas diferentes. —Hareel envolvió con sus brazos el cuello de Vladawen, como buscando alivio a su pesar, y en verdad él pudo sentir cómo sus lágrimas mojaban sus delicadas mejillas y sus párpados. Los duros pezones le rozaban el torso. Podía percibir en ella el olor del encuentro que había tratado de completar momentos antes.
Vladawen no acababa de comprender las intenciones de su anfitriona y tampoco su respuesta ante ella. solo sabía que estaba realmente cansado de tanta ambigüedad, así que apartó sus brazos y abrió algo de espacio entre ambos. Al hacerlo, pudo sentirla estremecerse. Podía tomarlo como una manifestación de pena o de frustración sexual. Puede incluso que estuviera riéndose.
El elfo tomó aliento.
—Señora mía, no soy tan estúpido. Sé que quieres que vea el paralelismo, y así lo hago. Una pareja de nobles dioses elfos derrocados por la traición. Dos pueblos elfos inocentes dañados por las consecuencias. Eso suponiendo que me hayas dicho la verdad...
—¿Suponiendo? ¿Es que estás más predispuesto a creer a los enanos que a los de tu propia especie?
—Suponiendo que me dijeras la verdad —repitió esquivamente—. Tienes mi compasión, pero deduzco que buscas algo más que eso, ¿Qué es?
—Los paralelismos que has mencionado se extienden más allá incluso de lo que imaginas. Al igual que tú aspiras a hacer volver a El Que Permanece, del mismo modo nosotros ansiamos sanar a Nalthalos. ¿Nos ayudarías en caso de que pudieras hacerlo?
Vladawen sorbió de nuevo aquel amargo brebaje.
—Estaría loco si dijera que sí. Tengo ya demasiadas obligaciones.
Ella se escurrió junto a él y le susurró sus siguientes palabras al oído.
—En las más recónditas salas de Burok Torn se esconde un artefacto que creemos es capaz de restituir a Nalthalos. Los enanos no tienen clemencia ni se apiadan de nuestra situación, así que somos nosotros los que debemos hacernos con ese objeto. Es doloroso recordar cuántos planes hemos urdido, cuántas batallas hemos librado y cuántas preciosas vidas hemos despilfarrado para llegar a esta situación, hasta este momento, y todo en vano.
—¿Y esperas que yo pueda robar ese objeto? Señora mía, ni siquiera se me permiten atravesar las cámaras exteriores.
—Pero eso cambiará una vez que Thain decida honrar tus servicios. Después de todo acabaste con Chern, y eso pronto volverá a encumbrarte cuando los vigilantes se topen con un peligro mortal. Allí estarás tú para rescatarlos y acabar con los gorgones según lo acordado. Esa es la otra razón por la que te hemos separado de tus compañeros, para hacer posible tu triunfo.
—Y entonces será cuando los enanos me permitan acceder al interior de su fortaleza, y yo robaré esa reliquia que tanto deseáis.
—Bueno, en realidad no es del todo así. Ese artefacto es demasiado grande para que puedas robarlo. Deberás robar algo que puedas transportar, y entonces negociaremos con los enanos. —Hareel bajó entonces aún más el volumen de su voz, y dijo a Vladawen lo que buscaban.
—¡No!
—Es solo uno, y lo devolveremos. Recuerda que los elfos de Termana tampoco disfrutan de ninguno, y nosotros los drendali estamos empezando a sufrir la misma dolencia.
—Lo siento. Incluso dejando a un lado los escrúpulos, me debo a mi propia misión.
—Una misión que nosotros podemos ayudarte a completar. De no ser así no hubiera osado molestarte. Por lo que dicen todos, Athentia nunca se equivoca, y ciertamente no lo hizo cuando te condujo hasta Thain. Te llevó hasta la misma frontera del éxito. Sin embargo, no es el rey cervecero quien tiene tus armas, sino nosotros. A pesar de los esfuerzos de Burok Torn por aislarnos, aún disponemos de medios para comerciar con el mundo al otro lado de estas montañas y, por suerte (aunque sin duda se trataba de algo más que la simple fortuna), uno de nosotros se hizo con las hojas hace unos noventa años. Contémplalas.
La luminosa neblina que llenaba la estancia bulló, se oscureció y finalmente se disipó para dar paso a un guerrero drendali. Su figura estaba en pie en medio de un lugar tan oscuro que, de no ser por el tatuaje violeta de su frente, habría permanecido oculta, virtualmente invisible. El elfo portaba un estoque de plata con funda y un puñal, y ambos refulgían brillando con la luz que ellos mismos emitían. Aquel resplandor era suficiente para iluminar los afilados rasgos y las esculpidas curvas de la coraza del elfo oscuro.
Vladawen se levantó como una exhalación. Había reconocido las gráciles formas de sus armas. Las piedras pulidas que portaban, de color azul celeste, no tenían parangón en el mundo. Las manos le temblaron con el recuerdo de cómo se habían sentido al empuñarlas.
Entonces se volvió hacia Hareel.
—¿Dónde están? —dijo.
Encantadora tras su delicada máscara de brillantes cicatrices, ella sonrió.
—Están en un lugar seguro. En un sitio en el que ningún desagradable enano pueda encontrarlas.
Sabía que sería una locura, pero aun así estuvo a punto de estrecharle la garganta con las manos.
—Entrégamelas.
—Será pronto. Pero antes debemos cerrar un trato. Y deberás cumplir tu parte.
—Ya he comprometido mi palabra en otro lugar.
—Prometiste acabar con los gorgones. Y así lo harás. Después de eso no deberás nada a Thain.
—Le debo no abusar de su hospitalidad.
—Una hospitalidad bastante pobre, puesto que ni siquiera hubiera admitido que accedieras a su presencia de no ser porque lo engañaste. De todas formas, nunca hubiera creído que pudieras ser tan remilgado. ¿Qué importancia puede tener el malestar de Thain comparado con la seguridad de Lillatu o incluso el mantenimiento de la fe de tus aliados en Wexland? Eso por no hablar del rejuvenecimiento de tu raza y la resurrección de tu dios.
Vladawen suspiró.
—Puede que no sea importante. ¿Pero cómo sé que no me estás engañando?
—Porque, aunque reconozco que soy una diestra ilusionista, ¿cómo podría haber recreado la apariencia de tus armas si nunca antes las había visto? Además, si debes confiar en alguien, parece bastante más sensato hacerlo en alguien de tu propia familia.
—Mi señora, yo no confío en nadie. Ya no. —Vladawen pensaba que eso debía incluirlo a él mismo.
—¡Cuánto cinismo! —Hareel lo agarró con más fuerza—. Pero no te culpo. El dolor y la traición cambian a las personas. Ciertamente así ha ocurrido con nosotros los drendali. Nos hemos visto abocados aquí, en las profundidades, a un lamento continuo por nuestra ciudad perdida y nuestro dios caído. Pero puede que tú dependas de todo eso.
En medio del sueño flotante que lo envolvía, el guerrero oscuro avanzó caminando sobre un pasillo hasta alcanzar el final de un abismo. Mucho más abajo, un deslumbrante río de lava fundida serpenteaba en las profundidades. El guerrero alzó la espada para arrojarla hacia la fosa. Vladawen chilló, y la escena se desvaneció ante él.
—Sería una verdadera lástima que esos preciosos objetos abandonaran el mundo para siempre —dijo Hareel—. Una auténtica pena.
Vladawen se sentía indefenso y desesperado. Era una situación parecida a aquellas a las que solía abocarlo Belsamez. Uno de esos momentos en los que se consideraba por completo el clérigo abandonado de un dios muerto.
—De acuerdo —dijo—. ¿Qué podría perder con algo más de deshonra? Thain no es mi señor, ni Burok Torn mi hogar. Necesito esa ayuda.
La elfa oscura sonrió como un amado hijo ansioso por lucirse.
—Dispondrás de la ayuda que desees. ¡Sólo espera a ver lo que he planeado!
26
Hareel había asegurado a Vladawen que los drendali conocían caminos secretos por el interior de la tierra, y que por medio de algún proceso inimaginable, la propia ciudad de Drier Drendal se había ido arrastrando de una dirección a otra. No obstante, para cuando él y sus compañeros elfos oscuros emergieron de la boca de una cueva, a la luz de las estrellas, le invadía la incertidumbre de que pudieran haberse equivocado, o de que él y la hechicera se hubiesen entretenido demasiado con los preparativos.
No conocía esas montañas, pero sus nuevos cómplices habían esbozado para él la disposición de los terrenos lo mejor que habían podido teniendo en cuenta que, extrañamente, no parecían visualizar las relaciones espaciales del mismo modo que lo hacían los habitantes de la superficie. Vladawen caminó hasta el borde de un saliente y echó un vistazo al valle que había abajo. Tras su estancia bajo tierra, la fría noche no era tan oscura como normalmente le habría parecido. Sin embargo, las sombras y la oscuridad aún conspiraban para dificultar incluso su menor otear. Los elfos abandonados, al igual que la clase de los moradores de los bosques, podían ver relativamente bien a la luz de las estrellas, pero Vladawen no compartía la capacidad de sus nuevos anfitriones para ver en la más absoluta oscuridad. Comparado con ellos, era casi medio ciego.
Hareel se deslizó hasta él y lo agarró por la cintura. Al igual que otros drendalis, se había teñido con pigmentos oscuros para enmascarar sus brillantes tatuajes, y eso hacía que su toque fuera húmedo y resbaladizo.
—Ahí —dijo apuntando hacía abajo—. ¿Puedes verlo aunque sea levemente?
—Creo que sí —dijo él bizqueando—. Pero... no están todos allí, ¿no?
—No —respondió ella—. Parece como si Arbomad hubiera dividido su fuerza para facilitar a los gorgones la tarea de aniquilarlos. Apuesto a que como único superviviente de la masacre que les espera, volverá hasta el Valle Caprino —dijo arrugando la nariz al pronunciar el nombre de aquella ciudad—. Y entonces ofrecerá al resto de su comando en un día o dos.
—¿Estás segura de que ha sido poseído? —Vladawen no se sentía especialmente atraído por el joven vigilante, pero reconocía que tenía mucha fuerza de voluntad, y consideraba complicado imaginar a nadie capaz de subyugarlo. Claro que también conocía magias capaces de reducir todo eso a la nada, si las circunstancias eran las correctas.
—Sí —dijo Hareel—. Hemos cuidado mucho de espiar lo que está ocurriendo. Los gorgones son listos, pero no tanto como nosotros. ¡En realidad creen que somos sus amigos incondicionales! Aun así son bastante astutos. ¿Eres capaz de verlos moverse por la parte alta del desfiladero? Una vez que Arbomad conduzca a sus inocentes compañeros hasta la trampa, las bestias saldrán de todos lados al tiempo que los lanzadores de conjuros hacen caer su letal magia desde lo alto.
Vladawen casi podía distinguir a los engendros de los titanes, y sentía una gran consternación al considerar su número.
—¿Está Lillatu allí abajo?
Hareel sonrió.
—No estamos seguros de eso. Nuestros observadores tienen ciertos problemas para diferenciar entre unos humanos y otros.
—Mira, esto no está bien. No me dijiste que la compañía estaría a la mitad de sus fuerzas. ¿Cuánta ayuda puedes concederme?
—Ya te lo expliqué: solo tanta como podamos sin que los vigilantes descubran nuestra presencia. De otra manera lo echaríamos todo a perder. —Ella lo agarró, mirándolo, y lo besó apasionadamente—. Ahora ve, antes de que sea demasiado tarde.
Vladawen se lanzó en el descenso de una pronunciada y estrecha senda, que una y otra vez serpenteaba a lo largo de la ladera de la montaña hasta alcanzar la llanura. A su espalda, la capa se le hinchaba y sus armas mundanas, aquellas que los drendali le habían devuelto, se balanceaban en sus flancos. Podía sentir lo irregular del traicionero terreno bajo sus pies, el espacio que conseguía abrirse con los codos, mientras esquivaba a uno y otro lado las rocas que el terreno ponía de repente en su camino o los traicioneros latigazos de las ramas de algún árbol. Le parecía un milagro que fuera a alcanzar la llanura sin romperse la crisma, pero sencillamente no tenía tiempo para ir más despacio.
Entonces, ya fuera por causa del terreno o por su propia percepción, dejó de lanzarse a lo largo del sendero y comenzó a subir por un cauce seco, sin saber realmente cuándo había pasado de un lugar a otro. Mientras avanzaba a toda prisa, se forzaba por escuchar o avistar alguna señal de la compañía, pero claramente aún estaba demasiado lejos.
No obstante, sí pudo ver al gorgón que saltaba en medio de su camino para obstaculizarle el paso. En realidad, hubiera sido bastante difícil no verlo. Por un instante se preguntó si había descendido de lo alto demasiado prematuramente, o si esa criatura y sus compañeras habían comenzado ya la tarea de cerrar el paso a sus presas. La bestia chilló, y escupiendo salivajos de su baba acida, lo embistió.
Retrocediendo, Vladawen le disparó con la nueva ballesta de mano que había comprado a un armero en el Anillo Ardiente. En la oscuridad no era capaz de discernir si el pequeño virote se había introducido entre las escamas de la bestia; de no ser así, no le había afectado lo mínimo. Desenroscó su látigo y lanzó un ataque que empujó con todo su peso y su fuerza sobrenatural. No habían sido pocas las ocasiones en que un enemigo le había atravesado la piel y destrozado los huesos, pero no estaba dispuesto a que fuera a ser así en aquella ocasión.
No obstante, aquella criatura felina se detuvo para reaccionar y tratar de liberarse del afilado cuero. El elfo dio un tirón del látigo como si se tratara de un anzuelo en la boca de un pez, solo para mantener distraída a la bestia. En ese momento soltó la empuñadura, sacó su estoque, lo extendió y cargó con él.
El gorgón y la maraña de gusanos que se retorcían en su vientre comenzaron a girarse para darse la vuelta. Si Vladawen no lograba darle muerte con su arma, sería como arrojarse en sus espumosas fauces. No fue así, y la larga y fina hoja se clavó justo en la unión entre su cuello y su hombro, y la criatura se estremeció con el impacto.
Vladawen corrió, dejando atrás a la bestia a toda velocidad, y liberando su estoque. La cola del gorgón se levantó para tratar de golpearlo, pero en lugar de ello simplemente se dejó caer. La criatura perdió el equilibrio, y sin preocuparse de perder el tiempo para recuperar su látigo, Vladawen siguió corriendo.
Para alivio suyo, no se volvió a tropezar con ningún otro gorgón, aunque al mirar a los lados del desfiladero, en ocasiones pudo verlos merodeando en las pendientes que había a sus pies, congregándose. El siguiente obstáculo en su camino resultó ser Jolo, que se materializó abandonando la penumbra, con una flecha de cabeza ancha cargada y la cuerda de su arco en tensión.
—¡Soy yo, Vladawen! —jadeó el elfo.
—Me he dado cuenta de que no eras un gorgón —dijo el hombre encargado de cubrir la retaguardia— porque no hacías demasiado ruido. —No obstante, el vigilante siguió apuntando, el brazo armado—. ¿Dónde te metiste?
—Pensé ver otra criatura, quizá un alto gorgón, tratando de esconderse. Corrí para comprobarlo, caí en un agujero y me golpee la cabeza. Al despertarme, tú y el resto habíais desaparecido. Todo este tiempo he estado apresurándome para tratar de alcanzaros.
Jolo frunció el ceño.
—Estuvimos buscándote.
—Supuse que así lo hicisteis, y no sé por qué no pudisteis encontrarme, solo se me ocurre que el terreno era bastante dificultoso. Engañoso. Ya sabes cómo apareció el primer gorgón, de la nada, para sorprender incluso a Arbomad. Pero déjame pasar. Estáis todos en peligro.
El humano, lleno de cicatrices, alivió la tensión de su arco.
—Adelante, entonces.
Vladawen trotó hacia la compañía, con Jolo junto a él, caminando a grandes zancadas. En unos instantes lograron alcanzar al resto del grupo, que avanzaba sigilosamente en fila india. Arbomad, Meerlah y Lillatu estaban entre ellos.
El elfo sintió el acostumbrado chispazo de emoción al ver a esta última, pero no tuvo tiempo de preocuparse por eso.
—Os dirigís hacia una trampa —dijo, y como para dar énfasis a sus palabras tomó a Arbomad del brazo. Sintió un cosquilleo en sus dedos al tiempo que la contramagia que Hareel había contenido en ellos pasó de su carne a la del humano. Trató de buscar algún síntoma que le indicara que había liberado al de Vesh.
Pero Arbomad sencillamente frunció el ceño y se soltó.
—Te equivocas. Somos nosotros los que vamos a tenderles una emboscada, y es necesario que mantengas el sigilo y bajes la voz.
Vladawen dudó, sin saber cuál era la mejor forma de tratar con el vigilante. Según Hareel, los gorgones habían lanzado un hechizo sobre él, ¿pero bajo qué forma? ¿Lo recordaba? ¿Comprendía que estaba actuando según su voluntad? ¿O era algo más sutil que eso? De lo único de lo que el clérigo estaba seguro era de que el resto de los humanos lo desconocía por completo, y probablemente no sería fácil hacer que le creyesen. Sin duda, además, viniendo de un elfo abandonado al que apenas conocían.
—No comprendes —dijo, sin dirigirse ya únicamente al líder, sino a todos ellos—. Los gorgones saben que estáis aquí. Los he visto escabullirse para rodearos.
Los guerreros miraron a su alrededor con inquietud, y Vladawen, a quien invadía la consternación, se dio cuenta que no iban a ver lo que necesitaba que comprobasen. Maleza y pequeños árboles surcaban este paso del sendero hundido, y dificultaban la visión.
—Pues a mí me parece que todo está correcto —dijo Arbomad—. Por otra parte, ¿cómo nos has encontrado?
—Ya sabía dónde estaba el Valle Caprino. Os seguí la pista desde allí.
—Mmm. Bien, te diré esto una sola vez, solo para calmar tus temores. Entonces seguirás mis instrucciones o te darás la vuelta por donde has venido. Hoy mismo exploré este terreno. Encontré el lugar en que se esconden muchas de las madrigueras de los gorgones, y descubrí una zona desde la que podremos atraparlos fácilmente mientras vienen y van.
—Pero las criaturas saben que estáis aquí. Si seguís por el camino que vais, estaréis muertos. Debéis ascender, y rápidamente.
Arbomad suspiró.
—Sé lo que digo. Si viste a uno o dos gorgones merodeando, es lo normal, considerando que estamos en su territorio. Ahora cálmate, colócate en la fila y guarda silencio. —Arbomad hizo una señal con la mano, indicando a su tropa que se moviera para seguir avanzando.
Lillatu se apresuró a colocarse junto a Vladawen. Incluso en la oscuridad, él podía ver a través de su máscara de arrogancia hasta llegar al temor enfermizo que habitaba en su interior, un miedo que sin duda sus palabras habían aumentado.
—¿Dónde estuviste realmente? —musitó—. ¿Qué está ocurriendo?
—No hay tiempo ahora para eso —contestó Vladawen—. Mantente atenta. Y no dejes que nadie interfiera, especialmente Arbomad.
El elfo avanzó a grandes pasos por la fila, hasta alcanzar a Meerlah quien, por fortuna, estaba próxima al final de la misma, apartada del capitán, que iba al frente.
—¿Sabes? —dijo ella manteniendo baja su encantadora voz—. Pareces pertenecer a una balada; apareciendo y desapareciendo misteriosamente, alertando de la perdición, preguntando por poderosas armas plateadas y enamorándote perdidamente de una muchacha humana. Puede que llegue a componer una canción de todo esto.
—No bromees. No es el momento. —Vladawen sacó su estoque, haciendo que ella se alejara cautelosamente, y le mostró la sustancia negra y apestosa que embadurnaba su punta—. No vi simplemente gorgones a lo lejos. Maté a uno de ellos. Estaba justo detrás de ti.
—Bien hecho. Eso son una o dos estrofas más. —Entonces sonrió—. Por favor, no te inquietes. Lo entiendo, viste algo que te preocupó, pero puedes confiar en que sabe lo que hace. Cuando se trata de cazar y luchar al aire libre, sus habilidades igualan a las de cualquiera, incluso a las de un matatitanes.
Vladawen vio que no le quedaba otra opción que la de tratar de convencerla de la verdad.
—Normalmente estaría de acuerdo, pero él no mantiene el control de sí mismo. Un alto gorgón lanzó un conjuro sobre su persona para controlar su mente y obligarlo a que os condujera a todos hasta la catástrofe.
La mujer lo miró, incrédula.
—¿Y cómo podrías tú saber eso?
—Me encontré por casualidad con dos de esas criaturas, y mientras aguardaba el momento de que avanzasen, pude oír a escondidas su conversación.
—Para alguien que viaja a toda prisa por terreno desconocido, no pareces tener ningún problema en toparte con toda clase de cosas interesantes —dijo ella frunciendo el ceño—. El campeón del Rey Cervecero nos alertó contra ti, pero yo no quise creerle. Tengo debilidad por los héroes. Gajes de mi oficio, supongo.
—No soy ningún héroe —respondió él—. Pero eso no importa ahora, debes creerme. ¿No has notado nada raro en el comportamiento de Arbomad en el día de hoy?
Ella dudó, y luego, para su desilusión, dijo:
—No, al menos no nada que no haya sido... distinto de cómo se comporta desde hace semanas, nada que pueda apoyar lo que estás contando.
—Eres la que mejor lo conoce y a quien él más aprecia, y aun así te mantiene apartada aquí atrás. Quizá sea porque teme que averigües que está actuando coaccionado.
—¿Quieres decir que, de no ser así, nunca me habría apartado de su lado? No es tan retrasado cuando trabaja. Me dispuso al final de la fila porque querría disponer de mis talentos particulares aquí atrás.
—Según tú, ¿en verdad crees que está dirigiendo al grupo con toda su acostumbrada destreza? Ha anulado casi por completo las probabilidades de que veáis qué está ocurriendo a vuestro alrededor al dirigir a la compañía a través del sendero que está más bajo y no colocar a ningún vigía a vuestros flancos.
—Jolo ya preguntó eso. Arbomad dijo que era así para que las posibilidades de que los gorgones nos divisaran antes de tiempo fueran mínimas.
—Pero no aceptes eso solo porque lo diga tu amado. Piénsalo ¿Realmente te parece prudente?
Ella frunció el ceño, considerando sus palabras.
—Lo admito, no parece típico de él. Normalmente aprovecha cada ápice de inteligencia que puede cosechar. Pero aun así...
—Aún dispongo de ciertos poderes sacerdotales. He tratado de utilizarlos para romper el hechizo que lo mantiene apresado, pero he fracasado. Puede que tú tengas más éxito.
—Podría intentarlo, si te creyera. Si estuviera dispuesta a hacer todo ese ruido.
—Si no te decides ahora, ya no importará. Y suponiendo que no sea demasiado tarde.
—Ten esto. —Le entregó su zamarra, sacó su laúd y acarició una primera ristra de notas de sus cuerdas. Entonces comenzó a cantar en perfecta armonía con el instrumento, que de algún modo no parecía tener que afinarse nunca.
Como si hubiera estado esperando que ocurriera, Arbomad se giró, colocó una flecha y la preparó para lanzarla sobre la mujer. Lillatu lo empujó y, mientras forcejeaba con él, logró justo a tiempo partir el proyectil. El vigilante la apartó a un lado y alcanzó otro.
Entonces el canto de Meerlah surtió efecto. Arbomad pareció entrar en trance, con la cara floja, mientras la magia lo limpiaba. Sin embargo, una vez acabado el proceso, sus facciones se contorsionaron y dejó escapar un aullido mudo.
—¡Agrupaos! —ordenó Vladawen—. Por ahí alcanzaremos más rápidamente terreno elevado. —Entonces señaló la dirección a seguir, suponiendo que, al menos por el momento, debería ser él quien diera las órdenes. Todo lo que sabía era que Arbomad en realidad no había inspeccionado la zona.
—Muy bien —dijo el vigilante—. ¡Que todo el mundo vaya por ahí, con cuidado, pero rápido!
—¿Y qué hay del plan? —preguntó alguien.
—¡A la mierda el plan y tu madre! —gruñó Jolo—. ¡Haz lo que te dicen!
La compañía abandonó a toda prisa el terreno bajo y avanzó por la pendiente. De repente unos gorgones surgieron de la penumbra, ya demasiado cerca como para hacer caer sobre ellos una lluvia de flechas. Los humanos sacaron sus espadas y demás armas que pudieran servirles para luchar cuerpo a cuerpo.
Vladawen luchaba junto al resto, formando una línea irregular. No temía tanto a las criaturas gatunas y reptilianas que tenía frente a sí como a cualquier otra bestia que pudiera surgir de algún otro lugar a su alrededor, como el agua que vierte la lluvia, y que la trampa encerrara al grupo de guerreros.
La compañía se abrió paso. Ascendieron apenas durante unos instantes y entonces alguien comenzó a gritar, algún herido que, sin darse cuenta, estaban dejando atrás. Un vigilante se dio la vuelta para ir a por él, pero Arbomad chilló.
—¡No hay tiempo! —Agarró al guerrero y lo empujó hacia el lugar en que se suponía iban a atrincherarse.
Mataron a dos engendros de los titanes más, puede que incluso alguno más (para Vladawen, todo estaba demasiado oscuro y confuso como para llevar la cuenta). Entonces el escarpado terreno ascendió bruscamente. Los asediados guerreros treparon hasta alcanzar lo alto del prominente saliente de una falda de la montaña. No era un refugio demasiado bueno, pero sí era cien veces más defendible que la antigua posición en el terreno bajo. Desde aquí, al menos los arqueros podrían disparar de forma letal.
Entonces Vladawen se volvió hacia Arbomad.
—Debemos tener cuidado con los altos gorgones, y guardar algunas flechas para ellos. Estaban acechando en las partes altas.
—Lo sé —dijo el vigilante—. Estaré atento. Estoy en deuda con ellos. —Entonces dudó—. Y contigo, pero de forma distinta. No soy capaz de concebir cómo llegaste hasta aquí, ni cómo pudiste saber...
—¡Gorgones! —gritó Meerlah.
Al menos por el momento, las bestias no parecían llegar en masa, embistiendo por todas partes como una ola inabarcable. La presión no era tan sofocante, probablemente debido a que Arbomad no había conducido a toda la compañía hacia el lugar que los altos gorgones esperaban que alcanzasen. En ciertos instantes, los vigilantes incluso osaron abandonar su posición privilegiada para recoger flechas de los cuerpos sin vida de sus enemigos.
Sin embargo, también bastante a menudo, los engendros de los titanes enfurecían su ataque y llegaban en número tan elevado que incluso las flechas, con sus afiladísimas puntas, eran inútiles para acabar con todos ellos. Algunos sobrevivían a la carga colina arriba y Vladawen, que se dio cuenta de que su ballesta de mano era bastante inservible en aquella situación, se enfrentó a ellos con envites de su estoque, empleando cada ápice del poder que le había concedido su dios y de su propia destreza para acabar con ellos antes de que tuvieran alguna oportunidad de caer sobre alguno de los arqueros. Estos últimos hicieron gala de una extraordinaria disciplina, ignorando la inminente amenaza para continuar disparando, confiando en él, en Lillatu y en los demás espadachines que pugnaban por mantenerlos a salvo.
Entretanto, Vladawen se esforzaba por vigilar las sombras que había sobre ellos. Su visión nocturna, aunque inferior a la de muchos engendros de los titanes, seguía siendo superior a la de los humanos, y finalmente pudo ver algo que se movía. Era un alto gorgón que abandonaba su escondrijo para dirigirse a otro nuevo; o, si tenían la suficiente mala fortuna, estaba ya colocado y conjurando.
—¡Allí! —gritó.
—Es mío —dijo Arbomad. El vigilante lanzó una flecha hacia arriba, pero el elfo fue incapaz de ver dónde impactó (si es que logró alcanzar algo). Entonces debió girarse para atacar a otra criatura leonina que se lanzaba sobre la plataforma.
Los defensores seguían combatiendo. Los arcos crujían, las flechas, volando, zumbaban, y Meerlah entonaba un cántico, una canción de guerra, de un ritmo martilleante, que eliminaba cualquier rastro de fatiga de las extremidades de sus camaradas y aliviaba algo el temor que había en sus corazones. A pesar de todos los esfuerzos de los espadachines, un gorgón arremetió contra la roca y destrozó a uno de los arqueros antes que éstos pudieran acabar con él. Lillatu gimoteó, emitiendo un sonido que estrujó el corazón de Vladawen tanto como su estómago.
Una lanza de luz blanca, brillando en medio de la oscuridad, cayó desde lo alto, directa hacia Meerlah. Ésta trató de apartarse de su camino, pero no fue capaz. El encantamiento la alcanzó antes de destrozarse, en mil chispas, contra la roca. Su hermosa cara se desgarraba de dolor, pero aun así continuó cantando.
El combate seguía. El elfo hundió su afilado estoque en la cara de un gorgón que ya tenía clavada en su cuerpo una flecha. El engendro cayó, casi arrebatándole la hoja de la mano, y fue dando tumbos hasta el final de la pendiente, donde podría impedir o facilitar el trepar de sus compañeros. En ese momento comenzó a caer un enorme granizo que dolía al golpear y que aporreaba estrepitosamente las rocas. Los hombres gritaron ante el inesperado dolor. Uno de ellos incluso se derrumbó.
Vladawen se volvió hacia Arbomad.
—En nombre de Mormo, ¿qué está ocurriendo ahora? —dijo el elfo—. ¡Se supone que debéis impedir que esas horribles cosas lancen conjuros sobre nosotros!
—¡Eso intentamos! —bufó en respuesta el vigilante, refiriéndose a él mismo y a los otros que disparaban hacia arriba—. Algunos están demasiado bien escondidos, y puede que otros incluso estén protegidos contra flechas.
—Entonces alguien deberá encargarse de cubrirnos a mí y a Lillatu —dijo Vladawen, reclutando a la asesina porque estaban acostumbrados a combatir juntos, y porque era también una experta escaladora—. Vamos a subir hasta allí. Lillatu, prepárate, dame solo un momento. —El elfo tejió un hechizo de invisibilidad sobre sí mismo ya que, después de todo, él era el que podía recuperar las armas perdidas y emplearlas para revivir a su dios. Sin embargo, en el último instante, algo, quizá el velado terror de su compañera, lo instó a rozar sus labios para, en lugar de sobre sí, dejar caer el hechizo sobre ella. Lillatu desapareció al instante—. ¡Ahora, vamos!
Vladawen corrió por la plataforma hasta alcanzar el punto en que se unía a la ladera, y entonces comenzó a trepar, al tiempo que su prodigiosa fuerza reemplazaba de algún modo su falta de maestría. Al poco de empezar la ascensión se percató de que en realidad no sabía si Lillatu lo acompañaba, o si su menguante valentía había acabado por paralizarla. Sin duda era mejor no pensar esto último. Incluso mejor, también, ni siquiera imaginarse lo indefenso que estaría si los altos gorgones se percataban de su escalada y le arrojaban algunos conjuros, o simplemente unas cuantas rocas. Solo concéntrate en ir lo más rápido que puedas, se decía a sí mismo, y confía en que la suerte te mantenga a salvo.
Y así fue, al menos en el sentido en que pudo seguir trepando, aproximándose cada vez más a un mayor peligro. Cada vez más abajo, los vigilantes habían hecho caso omiso a sus órdenes. Vladawen miró hacia la plataforma y descubrió que habían agotado las flechas. Ahora tendrían que despachar las oleadas de gorgones con sus hojas.
Y lo que es más, según lo veía él, ahora dependían únicamente de su intento (y esperaba que también del de Lillatu) para protegerlos de la magia que los atacaba desde lo alto. Desenfundó su estoque y su puñal, que estaban algo atascados en sus vainas al haber sido guardados embadurnados en sangre, y se lanzó a por el alto gorgón que vio más próximo.
La criatura se abalanzó como una exhalación. Su abdomen se abrió y de él brotó una multitud de siseantes serpientes que se retorcían sin cesar adheridas al vientre de aquel engendro, formando parte de él, capaces de ensortijarse y alargarse como los tentáculos de un calamar. Claro que, con una diferencia: ellas poseían un veneno mortal.
Vladawen blandió su estoque hacia uno y otro lado, tratando de ahuyentar a aquellas criaturas. Una de ellas logró esquivarlo y se lanzó hacia su rostro, Vladawen la repelió con la guarda en forma de media luna de su puñal. Ahora tenía ambas manos ocupadas, incapaz de esquivar la espada corta y pesada con la que el gorgón arremetía contra su flanco. El arma era bastante semejante a un alfanjón de Wexland, aunque parecía tener el filo excepcionalmente empapado de un brillante veneno acuoso.
Todo lo que el elfo pudo hacer fue lanzarse hacia delante, y afortunadamente eso fue suficiente para evitar el arco que describía aquel golpe y evitar que la hoja le cortase. Cada vez más próximos entre sí, y consciente de que solo disponía de unos instantes antes que una de las serpientes esquivara su guardia, sencillamente hizo uso de su fuerza para embestir al gorgón y hacerlo caer por la pendiente. La criatura, al despeñarse, chilló como un humano.
Sobre la cabeza de Vladawen, una voz femenina relataba un lamento de palabras rimadas que volvían el aire hediondo y espeso. El elfo alzó la vista para ver a una alta gorgona. Este espécimen carecía, igual que los machos, de pelo, y mostraba también una hendidura en el vientre que parecía una imitación de aquella, más íntima, que descubría más abajo. Sus serpientes se retorcían y estremecían, y sus manos giraban del mismo modo sinuoso mientras gesticulaban símbolos cabalísticos.
Habría cargado contra esa criatura tal y como lo había hecho con la anterior, pero estaba dispuesta en un saliente más elevado y no podía distinguir una forma rápida de alcanzarla. Agarró su ballesta de mano, pero entonces la gorgona acabó su conjuro. El hechizo descargó su poder, envolviéndolo en una llamarada.
Vladawen chilló de dolor. Estaba ardiendo, y tuvo que dejarse caer y rodar para sofocar las llamas que lo envolvían. Su frenesí estuvo a punto de hacerle caer por el borde de la ladera y seguir al engendro de los titanes que él mismo acababa de enviar al olvido.
Cuando el fuego se consumió, Vladawen miró hacia arriba y sintió una punzada de terror. La criatura, mirando en dirección a él, parecía estar acabando un nuevo conjuro. Su ballesta había dejado de estar cargada. Lleno de dolor, debió de haber apretado el gatillo sin darse cuenta. Entonces cogió el puñal, un arma bastante mísera para ser arrojada, aunque era lo mejor que tenía.
En ese instante, el cuello de la gorgona se abrió en dos, y su cabeza quedó colgando a un lado, como unida por una bisagra. Espada en mano, con la invisibilidad desvanecida por el ataque, Lillatu se hizo visible junto a su víctima.
Tratando desesperadamente de mitigar el dolor de las ampollas que ya le estaban brotando por la piel, Vladawen miró a su alrededor en busca de otros altos gorgones. Tenía la esperanza de no ver a ninguno más, pero no estaba de suerte. Su experiencia con esas criaturas era limitada, y se preguntaba fugazmente si sus manadas solían ser tan numerosas, o si ésta en particular se había reunido con algún propósito insondable, más allá del de aspirar la vida de una aldea de montaña.
Entonces reconoció lo que parecía ser el enemigo que más próximo se encontraba, y vislumbró una traicionera ascensión que podría conducirlo hasta él. Rápidamente recargó la pequeña ballesta, tomó su estoque con la otra mano, y se lanzó hacia arriba.
El gorgón, con la rasgadura de su vientre aún sellada por el momento, y un hacha de batalla lista para ser empuñada junto a una piedra cercana, refunfuñó las palabras de inicio de un encantamiento como si le estuvieran inflingiendo un gran dolor. Sus ojos brillaban de forma que, a pesar de la oscuridad, incluso un humano habría podido ver el amarillo color orina de sus iris.
Vladawen accionó el gatillo, y su dardo se clavó en el vientre del gorgón. Sin embargo, eso no interrumpió su conjuro. Algo negro, amorfo y alado (quizá un murciélago gigante) brotó de la nada justo en el espacio que había entre él y su adversario, y se lanzó hacia Vladawen tan rápido como un halcón que bajara en picado. No pudo distinguir ninguna garra o mandíbula, pero dudaba que fuera a necesitarlas para arrojarlo fuera de la inestable franja de terreno que ocupaba.
Entonces Vladawen se dejó caer sobre una rodilla al mismo tiempo que lanzaba un ataque con su estoque. El arma se topó con algo mullido que, instantáneamente, se rasgó. La brisa que provocó el vuelo de la criatura alada le despeinó al cruzar la criatura justo sobre su cabeza.
Rezando porque aquel horrible ser continuara viajando en línea recta, y que no se girara para atacarlo por la espalda, Vladawen siguió escalando hacia el frente. El gorgón tomó su hacha, liberó las serpientes que ocupaban su abdomen, y se lanzó hacia él. No había duda de cuál era su estrategia. Se enfrentaría a él justo en el borde de la plataforma que ocupaba, allí donde acababa la pronunciada pendiente por la que él ascendía. Así disfrutaría de una posición fija, mientras que la suya sería bastante precaria.
Vladawen se agachó para tener el centro de gravedad más bajo, y masculló uno de sus conjuros. La piedra sobre la que estaba dispuesta la criatura fue recorrida por un impacto que la rompió en pedazos que cayeron botando ladera abajo. La sacudida estuvo a punto de hacerle perder a él también el equilibrio, pero logró mantenerse asido porque había estado esperando que ocurriera exactamente eso. Al gorgón no le sucedió lo mismo. No cayó hasta su perdición, pero se tambaleó lo suficiente como para que elfo pudiera escalar y enfrentarse a su adversario en unas condiciones que pudieran recordar, más vagamente, a un cierto equilibrio.
Las serpientes golpearon la mano con la que asía la espada y se lanzaron, serpenteando, hacia su estoque, intentando hacer tambalear su empuñadura o inmovilizarla, o contenerlo apenas durante un instante o dos, lo suficiente para que el gorgón acabase de graznar otro encantamiento. Estaba seguro de que no podía dejar que eso sucediera, así que apartó las serpientes de su camino (al menos eso esperaba) y avanzó. El hacha, que el gorgón había reservado astutamente hasta que él iniciase tal acción, destelló a un lado de su cuello. Vladawen realizó una parada alta con su estoque, con el mango hacia arriba y la punta mirando al suelo. La fina hoja repicó y se sacudió, pero era de buen acero, y el movimiento defensivo estaba también sustentado por toda su destreza y su fuerza sobrenatural, así que el arma del engendro de los titanes, más pesada, no pudo romper su hoja. Otro paso más lo acercó lo suficiente como para asestar un golpe directo a la cavidad abierta del cuerpo del gorgón, justo bajo ese nudoso lugar del que surgían las serpientes. Bramando, impulsó de nuevo el golpe con toda su fuerza, y logró derribar a la criatura.
Ahora que ese último duelo había concluido, Vladawen podía sentir como desfallecía su concentración, mientras su cuerpo ansiaba detenerse para descansar. Obligándose a concentrarse de nuevo, echó un vistazo a su alrededor. Lillatu estaba frente a un gorgón al que había logrado poner a cuatro patas en el suelo, y justo estaba clavando su acero en su columna vertebral. Por encima de ambos, otro par de criaturas se balanceaban y cantaban al unísono, probablemente entonando algún mortífero conjuro aunando sus poderes. El elfo avistó un ascenso en zigzag y se lanzó hacia arriba, pero perdió las esperanzas de alcanzarlos antes de que completaran su magia.
Finalmente no fue necesario. En un instante, o eso le pareció a él, aparecieron unos drendali justo al lado de los engendros de los titanes, sorprendiendo tanto a ellos como al propio Vladawen. Los aceros volaron de un lado a otro, y los elfos oscuros arrastraron hacia atrás a aquellas criaturas, por encima de la loma de la montaña y fuera de la vista de la compañía. Hareel guiñó un ojo al clérigo y se desvaneció junto a sus compañeros.
Un momento más tarde, los humanos situados más abajo rompieron en un clamor triunfante. Vladawen miró hacia donde se encontraban. Los bajos gorgones habían cesado el asalto del ramal del sendero. Sus camaradas habían acabado con todos.
Ahora solo quedaba ver qué tal le había ido a Lillatu. Parecía estar intacta y, aparentemente, había estado demasiado ocupada como para haber visto a los drendali. Cuando ella también se dio cuenta de que la batalla había acabado, lanzó al suelo su espada ensangrentada, se dejó caer en el suelo y hundió su cabeza entre sus manos, con los hombros temblorosos.
Puede que fuera la euforia de la victoria, pero al menos por ese instante, a Vladawen le conmovió la pureza del sentimiento que tanto la debilitaba. Comprobó la forma más segura de aproximarse hasta ella, avanzó para consolarla, y justo en ese instante unos dedos rozaron con dulzura un mechón de sus cabellos.
Antes de girarse ya sabía que sería Hareel, y estaba en lo cierto. Sonreía cobijada en una muesca en las rocas que él hubiera jurado no existía un momento atrás.
—Felicidades, héroe —susurró la hechicera con una voz muy baja.
—Gracias por la ayuda —contestó él, igualmente susurrante—. Así que al final has venido. Me preguntaba si acabarías haciéndolo.
—Tus palabras me hieren —replicó ella—. Nuestra ayuda ha sido inestimable, hemos acabado con todos los gorgones que aún no habían avanzado hasta un lugar en que tú o tus compañeros pudierais verlos. Nos debes tu vida y la suya, primo, así que confío en que recuerdes cuáles son realmente tus más fieles y queridos amigos.
—Tengo en mente nuestro acuerdo, si es eso a lo que te refieres.
Ella lo acercó hasta sí, lo besó y despareció de repente. Él se quedó quieto, estúpidamente, con todo el júbilo y el sobresalto que un instante atrás le habían recorrido congelados ahora en su corazón.
27
Al final resultó ser tan simple que pareció un sueño. Los enanos recibieron como a grandes personajes a los veshitas, a Meerlah, a Lillatu y especialmente a Vladawen, tal y como Hareel había prometido que harían. El elfo dedujo que, en aquellos últimos años, la mayoría de las victorias que había conseguido Burok Torn no habían supuesto más que un avance en su resistencia. Aquel pueblo se había dedicado a repeler las letales campañas que desde bajo tierra habían dirigido los drendali, desde el sur la Hegemonía Calastiana, y desde algún otro punto cualquier otro enemigo que hubiera pretendido desarraigarlos. El triunfo sobre los gorgones, aunque había sido conseguido a través de unos intermediarios, tuvo un carácter más emprendedor.
De esta forma fue como a la compañía se le abrieron las puertas que daban paso al interior de la montaña. Los guardianes saludaron a sus miembros como héroes al pasar. Allí, en el corazón de la piedra, encontraron una cámara gigantesca que susurraba con la voz de la colosal cascada que era conocida como la Caída de Agua de Aquellet. El bramido ensordecedor de la catarata era acallado por encantamientos, que lo convertían en un suave murmullo. Aquel torrente era una puerta protectora que repelería a cualquier intruso, ahogándolo o arrojándolo a la muerte contra las rocas que había al fondo de su superficie, pero que en cambio transportaría de forma inmediata a aquellos a los que el Rey Thain hubiera invitado a sus aposentos privados, sin mojarlos ni causarles ninguna incomodidad.
La residencia del rey, al igual que el templo más sagrado de toda la ciudad, los barracones del Escudo de Armas, y el lugar donde estaba conservado el sagrado personaje conocido como el Heraldo de Goran, resultaron ser lugares tan magníficos que satisfacían plenamente a cualquiera que hubiera sentido debilidad por las historias que hablaban de las secretas maravillas de Burok Torn. Aquel vasto complejo tenía un aire mágico tal, que hacía que Vladawen sospechara que debía ser algo más que simplemente una cueva lujosamente labrada con detalles de gran categoría. No obstante, el elfo era incapaz de aseverar qué podía ser en realidad. Afortunadamente, no necesitó hacerlo.
Después de la visita por las estancias vino el festín. A la fiesta asistieron Thain, su reina, su Cónclave (con el Maestro Glayroc incluido), otros destacados maestros de runas, cabezas de importantes familias y, en esencia, dignatarios de toda clase. Fue allí donde Vladawen finalmente comprendió por qué Thain era apodado el Rey Cervecero, cuando los camareros sirvieron una cerveza que su propio maestro real había elaborado, y todo el mundo pareció pensar que aquella bebida era tan deliciosa como cualquier exquisito vino o licor. Entonces Meerlah cantó sus elogios, que incluían la historia del combate contra los gorgones. De vez en cuando se le escapaba una mirada furtiva hacia alguno de los lujosos adornos de la sala, pequeños pero valiosos, pero Arbomad siempre se mostraba dispuesto a mantener a raya sus impulsos más codiciosos. Incluso Lillatu pareció disfrutar del festín, y desempolvó los modales propios de una dama, que sustituyeron a su habitual comportamiento hosco hasta el punto de que aparentó ser otra persona.
Vladawen deseaba poder descansar junto a ella, pero estaba obligado a aparentar que disfrutaba del banquete. La realidad era que, mientras más comida ingería y más conversaba, bebía, brindaba, mordisqueaba y aplaudía como se pretendía, más se encrespaban sus nervios, y más pensaba que nunca tendría la ocasión de actuar.
Aun así, el elfo acabó por encontrar el momento adecuado. Vladawen comúnmente había dado crédito a la leyenda que hablaba de lo mucho que les gustaba a los enanos la bebida, y aunque ahora estaba empezando a cuestionarse muchos de los prejuicios que había vertido sobre aquellos pequeños y barbudos escarbadores, verdaderamente la ceremonia parecía haber sido preconcebida para alentar la moderación, a pesar de que las botellas, jarras y licoreras pasaban por las mesas una ronda tras otra. Incluso así, algunos debieron haber vigilado mejor su consumo de alcohol, aunque de eso se encargaba el talismán oculto que Hareel había dado a Vladawen con intención de avivar la sed y la embriaguez. Le había dicho que aquel objeto en sí no representaba ninguna clase de amenaza o ataque, y que por ello su presencia no activaría las defensas mágicas de Thain. Y así fue como sucedió.
Mientras avanzaba la noche, y en contra de la idea general de que aquella fiesta subterránea era de lo más convencional, el divertimiento comenzó, si no a hacerse más escandaloso, al menos sí algo menos formal. La gente iba de un lado a otro, según le placía, a tomar el aire, disfrutar de alguna conversación privada con un hombre o una mujer, o visitar los lavabos. Vladawen se ausentó con bastante menos alboroto que el resto, y sonrió y dio fuertes apretones deseando todo tipo de suerte al tiempo que se abría paso hasta la puerta.
Una vez fuera, tuvo que decidir entre disfrazarse como un enano, hacerse invisible o sencillamente vagar haciéndose pasar por un invitado curioso y posiblemente algo borracho. Finalmente optó por esto último. Ya había experimentado sobradamente como sus pequeñas ilusiones eran incapaces de engañar a los más expertos lanzadores de conjuros de las filas enanas, que precisamente se presentaban en abundancia. Si alguien lo descubría ocultando su verdadero aspecto, su distinción solo serviría para hacer aún más patente, más allá de cualquier duda razonable, su fracasado intento de disfrazarse.
Vladawen avanzó, encontrándose con uno o dos sirvientes, pero con ningún guardia. Esperaba tener fortuna. Era un invitado en los aposentos reales, sin duda uno de los mayores honores que Burok Torn podía ofrecer a un extraño. Eso le hacía mantener esperanzas de haber superado a todos los guardias al acceder al lugar.
Las estancias se hacían más acogedoras, eran espacios en los que un monarca podría esperar comportarse con total privacidad. Finalmente, Vladawen alcanzó una cámara bastante amplia, atestada de muñecos que representaban a soldados, martillos de batalla de mimbre, pelotas de trapo, una forja de juguete y otros chismes. Sobre la cama, deliciosamente ornamentada, yacía tumbada una diminuta figura envuelta en sábanas de seda. Su tamaño era claramente el de un niño enano, y la cama, a ojos élficos, casi parecía en sí otro juguete más. Una joven sirviente, obviamente una de las cuidadoras del príncipe, roncaba sobre un sofá algo más grande y menos lujosamente tallado.
Vladawen, al aproximarse hacia ella, sacó un paño húmedo que guardaba en el bolso de su cinto y lo agitó junto a su nariz, de forma que la enana exhalara el dulce olor de la sustancia que la propia Hareel había utilizado para aturdirlo a él. Tampoco se trataba de un producto mágico o un auténtico veneno, de forma que no había activado las defensas arcanas.
Vladawen saltó sobre la niñera y apretó el paño contra su cara. Por un instante se retorció, y luego se desplomó, inmóvil, sin haber llegado realmente a recuperar un estado de conciencia.
Trapo en mano, Vladawen se encaminó hasta la cama. Mientras lo hacía, no pudo evitar que su pecho albergara un cierto sentimiento de amargura. Hareel se había preocupado especialmente por enfatizarle las similitudes que había entre la situación de los drendali y la de los elfos abandonados, entre sus imperativos y los de él. Bueno, pues aquí había otra coincidencia más, tan irónica como las demás.
Impulsados por el desesperado anhelo de perpetuar su raza, y con la intención de combatir la esterilidad que los aquejaba, algunos de los elfos de Termana habían comenzado a robar niños humanos, a los que criaban como esclavos con los que poder reproducirse. Vladawen había escuchado hablar de ello, incluso en el retiro de su derruido templo, y lo consideraba completamente despreciable. Puede que esa fuera otra más de las frustraciones y enojos que acabaron impulsándolo a tratar de frustrar la letal maldición de Chern.
Vladawen siempre había supuesto que debía lograrlo de una forma menos innoble, pero robar a un bebé de su cuna había sido precisamente la tarea que Hareel le había encomendado. Al parecer, Thain había visto morir a su primera esposa y a su hija a manos de un demonio. La elfa oscura postulaba, de forma bastante plausible, que el rey de los enanos sacrificaría cualquier cosa para arrebatar al único hijo de su segundo matrimonio de las garras del dolor.
Vladawen retiró con cuidado las desordenadas sábanas hasta descubrir una boca y una nariz, y colocó sobre ellas el trapo con somnífero. Entonces sacó de su chaqueta un vial de plata. Su víctima era lo suficientemente diminuta como para que pudiera esconderla bastante bien, pero cuando espolvoreó sobre ella la sustancia contenida en aquel frasco, el retoño se encogió aún más.
El elfo utilizó la funda de un almohadón a modo de cuna, y la dispuso para poder cargar con el pequeño fardo. En ese momento, un ligero picor en la nuca le avisó de que estaba siendo vigilado. Se giró para encontrarse frente al comandante del Escudo de Armas. El enano bloqueaba la entrada a la estancia. Según había podido averiguar, su nombre era Umar Garrit, y era un campeón con dones místicos. En ese momento, el capitán no vestía su armadura de plata. Sin duda no habría sido correcto en un invitado a las celebraciones de su señor. Eso no le había impedido hacerse con una maza de aspecto fiero y con un escudo de acero triangular. Sin embargo, lo que más preocupaba a Vladawen era, sencillamente, que pudiera dar la voz de alarma.
—No se te ocurra gritar —dijo el elfo— si no quieres que mate al niño —fue lo único que se le ocurrió decir.
—No sé a qué estás jugando —contestó Umar—. Pero no tienes ninguna posibilidad de vencer. No te dejaré. Ni siquiera permitiré que vivas si no te rindes de inmediato.
—Escúchame —dijo el elfo—. Esto no es lo que parece.
—¿Y eso es lo que debo escuchar? Porque me pareció oír que amenazabas la vida del príncipe heredero.
—Lo dije solo para impedir que gritases. —Vladawen comprobó consternado que el enano no le estaba prestando ninguna atención.
Umar rozó con los dedos un pequeño amuleto que llevaba el emblema de Goran, con las hachas gemelas, y murmuró en voz baja al tiempo que alguna clase de poder centelleaba desde su interior. El enano no sufrió ninguna transformación física. No creció ni cambió de aspecto. Pero su furia y su determinación parecieron adquirir de repente mayor presencia, se hicieron más sobrecogedores de lo que lo habían sido un instante antes, de tal forma que Vladawen no pudo sino estremecerse.
—¡Deja al niño a un lado! —dijo el enano.
Antes de que la muerte de El Que Permanece disminuyera su magia, el propio Vladawen había poseído también un conjuro que le permitía aumentar la fuerza de su personalidad. Por eso comprendía qué clase de truco había puesto en juego Umar, y quizá fuera por ello que logró resistirse a su orden.
—No pretendo causar ningún daño al príncipe —dijo Vladawen. Sabía que el jefe del Escudo de Armas había desconfiado de él desde el principio, y veía que seguía sin tener la menor intención de escucharlo. Umar se aproximaba cada vez más, y estaba comenzando a obrar un nuevo conjuro, quizá alguno que le permitiera evitar sufrir daño en su inminente carga, o pedir ayuda. Vladawen debía impedirlo, tenía al rehén en sus brazos, pero no lograba deshacerse de un sentimiento aterrador que le decía que la situación se le estaba escapando de las manos.
—¡Pon fin a ese conjuro! —dijo el elfo—. Te desafío. Aquí y ahora, tú contra mí. Me apartaré de la cama, dejaré de amenazar la vida del príncipe Turen, y nos batiremos en duelo. A vosotros los paladines os gusta ese tipo de cosas, ¿no? solo dame tu palabra de que no gritarás como un cobarde pidiendo ayuda.
Umar sonrió de manera desagradable.
—Te doy mi palabra de honor, elfo, que a diferencia de la tuya, nunca he puesto en compromiso. En verdad ansiaba que llegara este momento. Muéstrame cómo acabaste con Chern. Enséñame cómo mataste a todos esos gorgones.
Avanzando hacia el centro de la habitación, repleta de juguetes, Vladawen desenroscó su recién adquirido látigo, curvó la correa alrededor de la muñeca y desenfundó su puñal mientras consideraba sus opciones. Deseó con fruición poder seguir hablando, pero claramente ese tiempo ya había pasado. Ahora la única oportunidad que tenía era la de derrotar a Umar en combate, un arte en el que, sin duda, el capitán de los guardaespaldas del rey debía ser bastante diestro.
El elfo ondeó el látigo, haciendo una finta para comprobar cuál era la reacción de Umar. Éste no se inmutó. Simplemente siguió acechando, claramente buscando acortar distancias para acorralar a su adversario contra una pared.
Vladawen no podía permitirlo. Una de sus ventajas era la de poseer miembros más largos, que le concedían una mayor maniobrabilidad, y rendirla no era una buena idea. De modo que giró en círculo, esperando que ninguno de los múltiples juguetes del príncipe le hiciera tropezar.
Entonces pensó que incluso podía utilizar a su favor alguno de aquellos cacharros. Hizo una finta con el látigo, sin conseguir ninguna reacción diferente a la anterior, y entonces arrojó una pelota de trapo a la cara de Umar. El enano, por instinto, desvió el objeto con su escudo, y justo entonces Vladawen lanzó el verdadero ataque con su látigo, que agarró al enano por las rodillas. El elfo dio un fuerte tirón, y el barbudo capitán cayó de espaldas.
Vladawen cargó. Ahora, mientras su enemigo estaba en desventaja, era el momento de acabar con esto. Se agachó frente a Umar y, entonces, de alguna manera, el escudo triangular salió despedido de sus manos, golpeando a Vladawen en las piernas. El elfo se tambaleó y el enano se liberó, dio un salto y le embistió.
De repente era Umar el que disponía de toda la ventaja. Estaba demasiado próximo a Vladawen para que éste pudiera utilizar su látigo, y también demasiado cerca para que un contrario más alto como él pudiera golpearlo con ventaja con algún arma. Umar presionó despiadadamente, con una serie de astutos y rápidos golpes bajos. Retirándose frenético, apenas pudiendo mantener el equilibrio, el clérigo esquivaba los golpes con su puñal. La maza del enano había abollado la guarda en forma de media luna del arma, apresando dolorosamente los dedos de Vladawen en su interior. Cualquiera de aquellos golpes, de no haber encontrado oposición y haber caído de pleno sobre él, hubiera hecho pulpa su carne y destrozado por completo sus huesos.
Vladawen saltó hacia atrás con temeridad. En medio del frenesí, había perdido cualquier noción acerca de lo que había detrás de él. Necesitaba un respiro fuera como fuese. En ese momento, uno de sus pies se posó sobre algo mullido, un oso de peluche probablemente, pero se las arregló para no tropezar. Amagó un paso hacia la izquierda, y esquivó a la derecha mientras farfullaba el mismo pequeño encantamiento de mala suerte que había empleado contra Sendrian. En medio de todo aquel esfuerzo, no estaba seguro de estar articulando correctamente, y desconocía si aquel encantamiento iba a funcionar sobre un guerrero sagrado de la clase de Umar. Los de su familia eran conocidos por su increíble resistencia a las maldiciones y a los encantamientos hostiles. Pero quizá.
Vladawen sintió como florecía la magia, aunque eso no quería decir que fuera a tener efecto. Al mismo tiempo, Umbar le embistió, e incluso como maestro guerrero que era, algo pareció confundirlo durante un instante, ya fuera el conjuro o simplemente el engañoso juego de pies de Vladawen. El enano giró en la dirección equivocada, mostrando una pizca de espacio libre tras el escudo triangular. Entonces el elfo le pateó las costillas y pudo sentir como una o dos de ellas se rompían.
Tambaleándose, Umar levantó su maza describiendo un arco por encima de su cabeza que amenazó con golpear y sajar de cuajo la maltrecha pierna de Vladawen. El elfo logró a duras penas apartar su extremidad, y el golpe aterrizó en el suelo levantando esquirlas de roca. El enano retiró a toda prisa el arma para lanzar un nuevo ataque, y el elfo trató de abrir distancia.
Si Umar hubiera golpeado de nuevo sin perder un instante podría haber acabado con él fácilmente, pero en esa ocasión, el enano necesitaba también recuperar su posición y su guardia.
—Estafador —farfulló Umar.
Dadas las circunstancias, probablemente fuera absurdo, pero la acusación le dolió.
—No dijimos nada de no emplear magia —contestó Vladawen agarrando con fuerza el látigo.
—Nada de magia después del comienzo del duelo. Todo el mundo lo sabe, todos menos un elfo mentiroso y farfullero. —Umar avanzó, agarrando la maza y el escudo con fuerza entre sus manos, pero sus pasos en cambio ya no eran tan fluidos como antes. Posiblemente las costillas rotas le estuvieran entorpeciendo. O puede que su naturaleza indómita estuviera por encima de esas pequeñas molestias, y solo pretendía que Vladawen creyese lo contrario.
El clérigo ondeó su látigo, y el escudo lo despidió. Umar se lanzó hacia él para tenerlo al alcance de su maza, y golpeó hacia abajo, a la altura de la pierna de apoyo de Vladawen. El golpe amenazó con hacer polvo su rodilla, le raspó la espinilla y le aplastó el pie.
Excepto aquel ataque, el resto de los movimientos habían parecido a Vladawen simples fintas, aunque era incapaz de precisar por qué. Quizá una diminuta disminución en la letal velocidad de Umar le había permitido hacerse esa idea. Aun así, el elfo decidió bajar el puñal en algo parecido a un intento de frenar el golpe. Si se equivocaba, seguramente no sería suficiente.
No fue así. Describiendo una difícil espiral, Umar retiró su arma para lanzar el verdadero ataque sobre la parte media del cuerpo de su contrario, realizando esa clásica maniobra a media altura con tanta destreza que para sí la hubiera deseado el mejor luchador de estoque. Eso significaba que era el turno de la siguiente treta de Vladawen. Soltando la empuñadura de su puñal y su látigo, se lanzó dispuesto a agarrar la maza por el mango.
No estaba seguro de si podría haberla cogido de haber estado Umar moviéndose con toda su velocidad, o si el enano hubiera estado esperando ese movimiento. Pero lo cierto es que lo logró, y el mango de roble de la maza chocó contra sus palmas provocándole un fuerte escozor. Vladawen rápidamente se dispuso a tirar y retorcer el arma, arrancando la maza hacia arriba y fuera de las manos de su dueño. Umar, que era excepcionalmente fuerte, trató de resistirse por un momento, pero acabó por soltar el arma. Impulsado como una flecha, el objeto estuvo a punto de irse contra el techo, arrastrando consigo los brazos de Vladawen, hasta que éste soltó la empuñadura.
El clérigo intuyó cuál iba a ser el siguiente movimiento del enano. Y éste, de hecho, fue casi inmediato. Vladawen se lanzó hacia delante, de modo que el escudo de Umar no pudiera describir el arco suficiente como para golpearlo. No obstante, el ataque lo sacudió fuerte, pero no pareció llegar a romperle ninguna costilla. Sin duda el enano estaba ya sacando alguna daga u otra clase de arma menor, pero Vladawen no podía distinguir con precisión de qué tipo era o de dónde la iba a sacar. El elfo agarró el escudo triangular por los bordes y lo utilizó como asidero para levantar a Umar y hacerlo caer contra el suelo.
El impacto logró arrancar el puñal de las manos del capitán, pero no le afectó como Vladawen había esperado. Umar continuó lanzando golpes, forcejeando, dando patadas y mordiscos. El elfo, mientras, se esforzaba en repelerlo, pero el enano combatía con tanta ferocidad que Vladawen, a pesar de su fuerza superior, apenas lograba frenarlo. Finalmente se percató de que aún tenía el látigo enganchado a su muñeca por la correa de cuero. En ese momento, tensó una fracción del cuero trenzado alrededor del cuello de Umar y lo estiró. Con su enfurecido rostro oscureciéndose, el enano resistió aquella presión asfixiante, debatiéndose inútilmente hasta que finalmente se derrumbó.
Negándose el impulso que le pedía parar para descansar, Vladawen se obligó a acercarse a la entrada, comprobando si el duelo había suscitado el ruido suficiente como para atraer la atención de algún otro invitado a la fiesta. Estaba de suerte, pues parecía que no había sido así. La fortuna le había sonreído doblemente, y es que el elfo no habría creído nunca poder vencer a Umar, aunque quizá la persistente existencia fantasmal de El Que Permanece, Nalthalos o incluso de Belsamez habían inclinado la balanza a su favor.
Vladawen arrastró a su derrotado enemigo hasta una esquina, conduciéndolo a un lugar donde no estuviera a la vista de cualquiera que pudiera mirar casualmente a través de la puerta de la habitación. Sentía como si estuviera consumiendo demasiado tiempo, pero en realidad, otro instante le bastó para regresar a la cama del príncipe, tomar su fardo y esconderlo bajo la elegante camisa, larga y suelta, que vestía. Era el momento de volver rápidamente hasta la gran sala de Thain, donde a juzgar por el bullicio, la diversión no había decrecido en absoluto. Calladamente musitó un agradecimiento a El Que Permanece.
Tomó una copa de cristal llena de vino dorado de la bandeja de un camarero que se disponía a ofrecer bebida a un grupo de invitados que hablaba animadamente junto a una fuente burbujeante. El clérigo quería asegurarse de oler bastante a alcohol, aunque lo cierto es que tampoco le importaba sentir el efecto tranquilizador que sobre él ejercía aquella ácida sustancia al ingerirla. Encontró un lugar en el que colocar la copa y continuó tranquilamente, imitando el modo de andar, excesivamente cuidadoso, con el que la gente embriagada aparentaba mantener el equilibrio.
Diez guerreros y una pareja de maestros de runas custodiaban el poco profundo estanque que estaba mágicamente vinculado a la Cascada de Aquellet. Por fortuna, su sagrada tarea consistía en mantener alejados a los posibles invasores, no en mantener dentro a los malhechores. En cualquier caso, ellos sabían que Vladawen tenía permiso para vagar esa noche por el templo y la residencia real. De hecho, Thain había promulgado en gran parte aquel festín en honor del matatitanes. La única preocupación que aquellos guardias podían tener respecto al achispado héroe era la de asegurarse de que regresara a salvo hasta sus aposentos, y eso le hizo sentir cierta vergüenza.
Una vez hubo logrado convencerlos de que no necesitaba ningún tipo de escolta, Vladawen avanzó hasta el estanque. El depósito de agua era tan poco profundo que el líquido únicamente mojó la suela de sus botas. El mundo pareció parpadear, y en un instante ya había abandonando la verde cascada rodeada de piedras talladas con runas, y estaba de vuelta en la prodigiosa cámara que ocupaba el centro de la montaña. Cientos de balcones se repartían por los altos muros. Según había aprendido, cada uno señalaba la ubicación del bastión privado de una familia diferente, y ninguno, evidentemente, contenía a un observador lo suficientemente perspicaz como para alarmarse por la salida de Vladawen.
Así, con su mullida carga secreta, cálida y quiescente apoyada contra sí, el clérigo pasó junto a los guardias, cruzando las fortificaciones de vigilancia de vuelta al Anillo Ardiente, donde consideraba que sería el momento adecuado para hacer algunos pequeños ajustes. Regresó a la posada en la que él y Lillatu se hospedaban, y cambió sus ropas de cortesano por otras más comunes y resistentes, más apropiadas para manejarse en el exterior. Además, cambió su aire de divertida embriaguez por una nueva y acusada agudeza, o al menos eso pretendió. Estaba ya muy cansado, de una forma que tampoco era completamente achacable al combate con Umar. Era el hecho de tener los nervios tan tensos, suponía, el miedo a que todo se estropeara de un momento a otro. Era eso, y también en cierto modo la culpa que lo corroía por dentro, independientemente de que supiera que había tomado la única opción posible.
Vladawen decidió no pensar más en ello, y se concentró en lo que era su tarea. Ya no debía limitarse a actuar, debía empezar a tomar decisiones. Echó un último vistazo a la habitación, aunque no supo precisar por qué, y entonces partió.
Las puertas de la ciudad tenían unas diez varas de altura. Aquellas enormes estructuras, perfectamente defendidas, habían sido construidas con la perspicacia propia de brillantes ingenieros y comandantes militares. Vladawen, al observarlas por primera vez, se había preguntado cómo cualquier enemigo podía haber reunido alguna vez la valentía para asediar Burok Torn. Ahora, mientras caminaba con determinación hacía el portal conocido como la Prueba de Galshain, el elfo esperaba que aquellas puertas no resultaran ser igualmente efectivas a la hora de contener en su interior a un malhechor.
El guardia que vigilaba el portal, de aspecto juvenil y barba rubicunda, miró con recelo a Vladawen cuando éste hizo su petición.
—Ocurre que ya es de noche ahí fuera —dijo el enano.
—Lo sé —contestó Vladawen—. Y te agradezco la preocupación. Pero necesito salir de todas formas.
—En ocasiones, de noche, los engendros de los titanes bajan de las laderas de la montaña. Me apena decíroslo, pero es la realidad; una vez que salgáis por la puerta no podremos protegeros.
—Soy el Matatitanes —contestó el elfo, sintiendo como si se estuviera ridiculizando a sí mismo—. Y soy uno de los que ayudaron a acabar con los gorgones días atrás. Creo que podré arreglármelas.
—Entiendo —dijo el guerrero de barba rojiza, temiendo haber cometido alguna ofensa. Sin duda era un guerrero joven—. Es solo que...
Esperando que el gesto no pareciera condescendiente, Vladawen se agachó para mirar al enano a los ojos.
—En realidad no me apetece demasiado salir —dijo con voz suave—. Pero debo hacerlo. Cumplo órdenes del rey. Y preferiblemente debería pasar desapercibido. Apreciaría realmente tu ayuda.
El oficial asintió rápidamente con la cabeza.
—Comprendo. Debería haberme dado cuenta. Venga por aquí.
Vladawen no había esperado que su compañero ordenara abrir los enormes goznes, al menos no para dejar pasar a un único viajero, pero el oficial tampoco lo condujo hasta uno de los pequeños pasajes que había junto a la enorme puerta. En lugar de ello, guió al elfo hasta el cuarto de la guardia y lo guió a través de una puerta secreta.
Tras la misma se extendía una maraña de túneles que debía conducir a salidas que los enanos podían utilizar para hostigar los flancos de algún enemigo que estuviera agrupado frente a la puerta. Si el oficial no hubiera confiado en Vladawen, nunca le habría permitido ver esta clase de defensas secretas, y el elfo se sentía, en consecuencia, bastante incómodo. Se alivió cuando su guía finalmente descerrajó y abrió una de las salidas, justo a la entrada del pasadizo que ascendía hasta la Prueba de Galshain. Tanto los muros como los inmensos goznes mostraban las cicatrices de pasadas campañas guerreras, visibles incluso en la oscuridad.
—Buena suerte —dijo el enano—. Alguien hará guardia hasta que vuelvas.
—Gracias. —Vladawen se deslizó hacia el exterior, y la puerta se cerró silenciosamente, hasta llegar a ser indistinguible del resto de la piedra.
Mientras el elfo se adentraba en la ladera de la montaña, se regodeaba en el funesto pensamiento de que algo realmente infausto debía estar esperándolo, alguna clase de horror que pudiera engullirlo en un instante. Eso supondría poner fin de forma abrupta e incongruente a todos los grandes designios de los que él era la piedra angular. De momento, desearlo parecía casi una ironía.
Parecía que aquella noche los engendros de los titanes debían estar cazando en algún otro lugar. La ladera norte de la montaña, que se extendía frene a él iluminada por la luz de la luna, parecía estar bastante calmada. Vladawen se apresuró entonces en dirección a las cavernas cuya ubicación le había descubierto Hareel, y hasta el lugar de encuentro que ambos habían dispuesto.
28
Vladawen encendió una resinosa antorcha que le ayudara a encontrar el camino a través de los túneles, y suspiró aliviado tras prenderla. Sus llamas dibujaban en las paredes unas ondulantes luces amarillas, y el olor del humo inundaba sus orificios nasales.
El techo era lo suficientemente alto como para permitirle avanzar sin tener que frenarse, el suelo se presentaba relativamente llano, y la pendiente era bastante suave. Todo en general hacía que el pasadizo pareciera una avenida lista para ser empleada por drendali o enanos. Con todo, sentía como si llevara caminando un gran trecho sin haber visto a nadie, y hasta estaba llegando a preguntarse si se habría adentrado en la cueva equivocada. Qué iba a saber él: las Kelder eran un auténtico laberinto de pasadizos repletos de huecos y caminos ocultos. Aun con lo poco que sabía acerca de ellas, sí había aprendido esto.
Finalmente, un guerrero elfo oscuro se materializó frente a él como un fantasma. Vestido con una armadura de cuero teñida de complicados diseños similares a aquellos por los que sentían predilección los elfos de Termana, el tatuado lancero entrecerró los ojos ante la luz de la antorcha de Vladawen.
—Me alegra verte, Matatitanes —dijo el elfo oscuro—. Al menos si es que has mantenido tu palabra.
El saludo hizo que Vladawen tomase mayor conciencia del cálido y suave bulto que llevaba junto a su flanco.
—Rapté al Príncipe Turen —dijo— y lo saqué a escondidas de Burok Torn. —Su instinto le hizo mantener en secreto que lo llevaba en ese momento consigo, aunque dudaba que en realidad fuera a suponer una gran diferencia.
El lancero sonrió, lo que lo hizo parecer más joven; de forma extraña le recordó al enano de barbas rojizas que le había ayudado a salir de la ciudadela.
—Eso es... maravilloso —dijo—. Si supieras cuánto hemos trabajado y durante cuánto tiempo para poder lograr algo así, cuántos familiares y amigos he perdido yo mismo en la pugna, y todos en vano... Los traidores nos odian demasiado. Poseen excesivos vigilantes y emplean demasiados encantamientos para mantenernos a raya. Pero tú... alabaremos tu nombre en Drier Drendal por siempre jamás.
—Me conformaré con el pago que me prometisteis —dijo Vladawen—. Créeme cuando te digo que si Hareel no me da mis armas, nada de lo que he logrado os ayudará lo mínimo.
La boca del elfo oscuro se tensó ante tal brusquedad.
—Te lo prometo. Cumpliremos nuestra parte del trato. ¿Por qué no íbamos a hacerlo? Sígueme, y te llevaré hasta aquello que anhelas.
El camino discurrió descendiendo, ensanchándose en cierto modo hasta que se abrió para dar paso a una cámara bastante grande. Vladawen se percató de que su antorcha provocaba el efecto paradójico de mejorar la vista al mismo tiempo que la limitaba. Aun así, fue capaz de diferenciar una serie de formas esbeltas y oscuras, cada una marcada en la frente con un brillante tatuaje. Algunas de ellas mostraban también otros signos. A Vladawen no le sorprendió encontrarse con tantos de sus primos elfos esperándolo. Como había dejado bien claro su escolta, esta era una ocasión memorable.
Cuando el visitante avanzó hasta la vista de todos, los drendali murmuraron, quizá incluso, a su suave y sutil manera, llegaran a chillar. Algunos avanzaron un paso de forma inconsciente, o alzaron sus manos. Pudo reconocer esos anhelos. Hacía tiempo ya, su pueblo había respondido ante El Que Permanece de forma parecida. Incluso el propio Vladawen, como profeta de la nueva deidad de Wexland, había suscitado en el pasado reacciones semejantes.
Hareel salió al frente, separando y calmando a la multitud. Su vestido, sin mangas, era suave y fino, con unas aberturas a los lados del vuelo de la falda, y la parte de arriba cortada en forma de una marcada uve que bajaba hasta su ombligo, como si su intención fuera la de mostrar el mayor número de sus brillantes tatuajes que fuera posible. Vladawen recordó cómo había sido su tacto.
De forma repentina, arrugó sus labios y expulsó una brizna de aire, como si estuviera apagando una vela. Exactamente eso fue lo que ocurrió con la antorcha de Vladawen pero, al mismo tiempo, sus ojos se estremecieron y pudo comprobar que era capaz de ver mejor, aunque de forma algo diferente. El conjuro de Hareel le había concedido la misma clase de visión que poseía esta raza moradora de la oscuridad.
Sólo por un instante, ella sonrió ante su sorpresa. Entonces, volvió a adoptar un porte más serio.
—Amado primo —dijo—. Así que lo has logrado, ¿no es así?
—Estabas en lo cierto —contestó él—. Lo más complicado fue hacerse con su confianza. Tras eso no fue demasiado difícil, no con los medios que me concediste.
—Muéstranos al príncipe.
—Enséñame las armas —replicó Vladawen—. Entonces trataremos con tu rehén.
—Como quieras. —Hareel hizo una señal con la mano, y otra muchacha salió de entre la multitud, ésta vistiendo una malla, levantando con cada mano una pieza blanca y brillante de plata. Vladawen contuvo el aliento y se dio cuenta de que, en cierto sentido, realmente no había creído que llegaría a encontrar alguna vez aquellas hojas. Sin embargo, allí estaban, apenas a un tiro de piedra.
—Por favor —dijo—. Entrégamelas.
Con su apariencia picara, Hareel hizo una señal con un dedo como si estuviera riñendo a un niño, o insinuando a su compañero alguna clase de juego erótico.
—Ahora te toca a ti. Muéstrame al niño enano.
Vladawen tomó un profundo aliento, conteniendo el fervor que parecía inundarlo.
—Aquí lo tienes. —Sacó su durmiente carga del interior de su camisa, la desenvolvió, y la mantuvo en alto para que todos la pudieran ver. Parecía menudo y vulnerable, con los dedos de los pies y las manos casi imposiblemente delicados y diminutos. Todos los drendali allí congregados gimieron al verlo.
—Entonces —dijo él—, ¿cerramos el acuerdo?
Hareel tragó saliva.
—Sí, nuestro campeón, nuestro salvador, que así sea.
Avanzó, e hizo un gesto a la muchacha que portaba las espadas para que la imitara. Entonces se frenó en seco, y tras otro paso más inseguro, el guerrero hizo lo mismo. Vladawen sintió como sus intestinos se revolvían de consternación. Hareel realizó un gesto, y el tatuaje que tenía sobre su ojo izquierdo pareció brillar con más intensidad. En ese instante, el "Príncipe Turen" se convirtió en lo que era realmente: un cachorro dormido de la raza corpulenta y paticorta a la que Thain y los suyos conocían como mastines enanos.
Durante un instante, todos mantuvieron fijas sus miradas, casi por cortesía, como si su benefactor estuviera gastándoles alguna clase de broma pesada, convencidos de que lo arreglaría sacando al verdadero príncipe. Entonces Hareel preguntó:
—¿Por qué?
Vladawen se encogió de hombros.
—Supongo que he aprendido a servirme de los demás del mismo modo que Belsamez hace conmigo. En ocasiones simplemente los exploto, y otras veces actúo como un traidor. Esta noche he utilizado a los enanos y dejado para vosotros la traición.
Ella agitó su cabeza.
—¿Pero por qué? Tenemos las hojas que necesitas. Y más que eso, pertenecemos a tu misma familia. Con justa razón deberías estar de nuestra parte.
—¿Eso es todo? No tengo modo alguno de saberlo, y como te advertí para empezar, no me importa. Estoy consumido por mis propias preocupaciones. Puede que, al final, decida disponerme en el bando contrario al vuestro únicamente porque me habéis pedido que rapte a un niño. Ya veremos.
Cuando Vladawen hubo hecho su elección, había necesitado hallar un modo de recuperar las armas perdidas bajo los preceptos que había elegido, a pesar de las presunciones de Hareel de que los místicos entre los elfos oscuros eran capaces de espiar Burok Torn, al menos de forma esporádica. En consecuencia, se arriesgó a mantener una conversación privada con Thain y Graith Glayroc. Y, tal y como había esperado, al tomarlo el rey por un hombre de palabra, sus confidentes acabaron ayudándole de buen modo, especialmente después que él mencionara a Hareel. Sin duda, la elfa oscura disfrutaba de gran notoriedad, y sus enemigos estaban prestos a poner fin a la amenaza que representaba.
Juntos, el rey, el mago de las runas y su invitado decidieron perpetrar una estratagema de la que solo ellos tuvieran conocimiento. De ese modo, nadie más que pudiera ser objeto del espionaje de los elfos oscuros podría revelar el secreto. Los recelos de Umar habían complicado el plan, pero por suerte, Vladawen conocía bien cómo usar su látigo, incluyendo la forma de asfixiar a un contrario sin matarlo.
Extrañamente, los drendali aún permanecían en silencio, aparentemente impertérritos. Vladawen no dudaba que una rabia asesina crecía más y más en el interior de todos ellos.
—La culpa es mía —dijo Hareel mientras una lágrima se derramaba, casi desapercibida, por su mejilla—. Sabía que estabas loco. ¿Cómo no, cuando yo misma lo estoy? Pude reconocer también la señal de las garras de Belsamez en tu alma, pero nunca soñé que pudieras ser tan perverso como para llegar a este extremo. Mi pobre, dulce, querido primo, lo has echado todo a perder, tus preciados objetos, tu dios, tu gente... y tu vida.
—Eso ya lo veremos —dijo Vladawen. Y en ese instante rugieron los gritos de batalla de los enanos y sus bramidos resonaron a través de la caverna. Los maestros de las runas trazaron sus símbolos en el aire, desatando llamaradas de fuego y trueno. El aire era surcado por enjambres de flechas y ensordecedores alaridos.
El banquete de Thain había acabado con la mayoría de sus más formidables guerreros embriagados, pero el Maestro Glayroc conocía un modo de recuperar su sobriedad. Después de eso, y gracias al perpetuo estado de alerta militar de Burok Torn, no llevó mucho tiempo ordenar a una pequeña compañía que siguiera en silencio la salida de Vladawen. Afortunadamente, los enanos estaban tan familiarizados con estas cuevas que estaban a la puerta de su casa como los drendali, lo que les había permitido avanzar por ellas sigilosamente, eliminando a cualquier vigía mientras lo hacían. Ahora estaban ante sus enemigos elfos, justo a tiempo para salvar la vida a Vladawen, si es que estaba de suerte.
Puede que el clérigo estuviera tan loco como proclamaba Hareel, pero lo cierto es gastó un precioso instante en volver a meter al pequeño cachorro en el interior de su ropaje. No era muy probable que lograse sobrevivir en ese lugar, pero al menos tendría más posibilidades que si lo dejaba en medio de una miríada de combatientes para que le atropellaran. Entonces desenfundó su estoque y su puñal. Ahora debía preocuparse por sobrevivir, rodeado como estaba por sus primos de piel oscura.
Un espadachín drendali lanzó un aullido y corrió a embestirlo. Era incapaz de distinguir su figura, que le parecía una especie de manchón, y Vladawen, colocando su estoque en posición de guardia alta, no logró repeler el golpe. Retrocedió medio paso, cruzó su cuerpo con el puñal, con la empuñadura hacia arriba y la hoja hacia abajo, y apartó el golpe de su contrario justo a tiempo para impedir que le aguijonease la garganta. Batió la empuñadura del puñal entre los ojos del drendali, acertando a pesar de la imprecisión de su vista. Se oyó un crujir de huesos y el elfo oscuro se desplomó.
Llegado ese momento, los drendali estaban ya moviéndose de un lado para otro, y Vladawen no pudo saber cómo dedujo que la amenaza más inmediata procedía ahora de su izquierda. Aun así, giró en el momento justo en que un hacha bajaba en picado sobre su cabeza. Alzó su estoque y su puñal al unísono, describiendo una equis que frenó el descenso del arma de su enemigo y atrapándola en su centro. El acero chirrió, y la sacudida del impacto lo sorprendió. Puede que ese guerrero drendali también hubiera aumentado mágicamente su fuerza, o puede que simplemente estuviera dominado por la furia.
Vladawen lanzó una patada, rompiendo la pelvis del elfo que empuñaba el arma y empujándolo hacia atrás. De nuevo se giró, en esta ocasión realizando una media vuelta para enfrentarse no a un enemigo sino a tres, dos de los cuales parecían ser completamente idénticos. Aquellos gemelos estaban uno junto a otro, y sus movimientos parecían tan sincronizados como los de un ser de carne y hueso y su reflejo en un espejo.
Bramando un grito de guerra, Vladawen embistió arremetiendo contra el elfo singular, un objetivo lógico dado que su realidad estaba más allá de cualquier duda. Las rodillas del elfo se torcieron, y éste se hundió llevándose con él el puñal asesino.
Antes de que Vladawen pudiera recuperarlo, los dobles lanzaron un ataque con sus espadas cortas. Incapaz de averiguar cuál suponía una verdadera amenaza y cuál era una ilusión, no tuvo otra opción que atacar a ambos. La abollada guardia del puñal crujió contra el metal, sin duda alguna salvando su vida. Sin embargo, aún no lograba diferenciar al verdadero enemigo del falso que éste había conjurado para que se colocara a su lado.
Así que sencillamente optó por uno de los dos y lanzó una estocada. Por fortuna, el puñal encontró carne y chirrió contra una vértebra mientras se clavaba. Lo sacó de la garganta de su contrario, y ambos gemelos se derrumbaron. Vladawen perdió la pista al instante que cuál era cuál, pero eso ya había dejado de importar.
Acabó de liberar el estoque y se giró para comprobar que se lanzaban nuevos atacantes sobre él, a ambos lados. Tan rápido como pudo, retrocedió, repeliendo golpes repetidamente con ambas manos, incapaz de contragolpear. Sintió como la saliva le inundaba la boca, y el estómago crujía de hambre. Se esforzó por ignorar aquella sensación que lo distraía. Finalmente desapareció, y solo entonces se dio cuenta de que algún mago enemigo debía haberla hecho caer sobre él para ponerlo en aprietos en medio del combate.
Sin embargo, no estaba muy seguro de que sus atacantes necesitasen esa clase de ayuda. Sencillamente no cesaban de avanzar, golpeando sin descanso hacia dentro y hacia fuera, esforzándose obstinadamente por flanquearlo, lo que hacía que fuera incapaz de dejar la defensiva. Justo entonces apareció Lillatu para proteger su costado derecho, y Arbomad para hacer lo propio con el izquierdo. Juntos, los tres lograron hacer retroceder a los drendali. Además, sabía que en algún lugar debía encontrarse Meerlah, pues escuchaba su canto impulsando a sus aliados.
Lillatu agarró a Vladawen por el brazo. Sus ojos estaban llenos de rabia y furia.
—¿Cómo pudiste no decirme nada? —gritó—. ¡Absolutamente nada!
Él se liberó de su presa.
—¡Debemos hacernos con las hojas! —chilló en respuesta, y sin esperar a comprobar su reacción, se giró, inspeccionó el campo de batalla y comprobó que el combate no estaba siendo en absoluto tan desigual como había esperado.
Enanos y vigilantes debían haber disfrutado de toda la ventaja. Se habían arrastrado hasta la guarida drendali y habían sellado cada uno de los túneles de salida de aquella cámara, o al menos eso esperaban, para rodear por completo al enemigo. Habían atacado por sorpresa, con lluvias de flechas, ondeando hachas y martillos de batalla, y haciendo brillar runas que, entre otros efectos, podían generar descargas de pura fuerza atronadora y conjurar remolinos cargados de piedras voladoras. Debían haber aniquilado a los elfos oscuros rápidamente.
Pero no fue así. Los familiares de Vladawen contraatacaban con una furia que, en otras circunstancias, le habría hecho sentirse orgulloso. Muchos se habían ocultado o multiplicado como los que él ya había matado, lo que los convertía en objetivos difíciles. Los tatuajes refulgían sobre sus cuerpos, aparentemente haciéndolos más fuertes, veloces, salvajes o casi inmunes a los tajos de las espadas o los golpes de los martillos, según fuera el caso. Sus propios lanzadores de conjuros arrojaban maldiciones sobre los atacantes, llamas negras y rayos de luz de un verde enfermizo que marchitaban y pudrían su piel al instante.
Sin embargo, nada preocupaba tanto a Vladawen como el paradero actual de los tesoros que buscaba. En cierto modo les había perdido la pista cuando se vio atrapado en medio de la oleada de drendalis que le había obligado a retroceder, y ahora trataba de detectarlos en medio de la rugiente y bulliciosa refriega, que ya apestaba a sangre, calor, metal en tensión y los amargos residuos de la magia descargada. Finalmente logró descubrir dónde estaban los artefactos. Aún se encontraban en manos de la muchacha guerrera que los había portado, y que ahora yacía inmóvil en el suelo, con el torso cruzado por las flechas. Los contendientes la pisaban y pateaban despreocupados mientras forcejeaban de un lado a otro.
Vladawen señaló hacia el lugar, y él y Lillatu se lanzaron hacia allí. Arbomad trató de seguirlos, pero entonces optó por girarse. El elfo se percató de que el capitán debía haber escuchado la llamada de alguien en medio de los enormes bramidos de la batalla, o bien habría distinguido algo que requería su atención como comandante de los de Vesh.
Así que ya estaban solos él y la asesina. Mientras se abría paso en medio del tumulto, Vladawen trató de evitar quedar enredado en un intercambio de golpes con cualquiera de los elfos oscuros, pero obviamente era un esfuerzo vano. Todos se mostraban frenéticos para lograr acabar con el traidor que les había prometido la salvación y que solo les había ofrecido muerte. No estaba dispuesto a cambiar su aspecto por temor a ser golpeado por sus enemigos, menos aún si eso suponía que Lillatu pasaba a ser el objetivo de todos los ataques.
Así que se abrió paso matando a un lado y otro a tantos elfos oscuros como podía. Eso fue hasta que se vio bañado por un fulgor verde, y estuvo a punto de desmayarse a causa de la nausea y el dolor. Aquella magia no pudo apresarlo por completo, y las agobiantes sensaciones se desvanecieron un instante más tarde. Entonces, como una pantera, Hareel se cruzó en medio de su trayectoria.
Cada uno de sus tatuajes parecía arder, brillando a la vista o refulgiendo a través de su vestido. Giró sus manos describiendo las pasadas de un conjuro, y Vladawen comprobó aterrado que ni él ni Liliana podrían alcanzarla a tiempo para frenarla.
La voz de Meerlah vibraba y gorgojeaba, desviándose brevemente del canto. Hareel balbució, pestañeando como si estuviera confundida. Una flecha se clavó en su torso, justo en el centro de la zona de carne expuesta por el cuello en forma de uve de su vestido. Entonces se tambaleó hacia atrás. Un puñado de guerreros apareció frente a ella antes que Vladawen pudiera verla caer, si fue eso lo que acabó sucediendo.
Al menos la bardo había conseguido apartarla de su camino, de modo que Vladawen siguió avanzando. Por un instante, pudo ver un nuevo destello de sus hojas plateadas, desesperadamente próximas ya, olvidadas como aquel diamante de Belsamez en el suelo de Piedrarroja, desapercibidas a los pies de los estúpidos que observaban la pelea de perros. Acabó con dos drendali más, uno armado con una espada bastarda, el otro con una cimitarra y un puñal. Entonces algo más irrumpió en su camino.
No era realmente una sombra. Excepto por los destellos de poder mágico, todo en la cueva era ya oscuridad. En realidad él solo podía ver gracias al conjuro de Hareel, y lo mismo ocurría evidentemente con los humanos. Era algo más parecido a una presencia que hubiera surgido súbitamente. Al igual que su instinto le avisaba de la presencia de espacios vacíos, ahora podía sentir de repente como algo parecido a una enorme torre se aproximaba hacia él.
Y no estaba muy lejos de la verdad. En dirección a él caminaba la gigantesca figura de un hombre, más parecido a una montaña animada que a cualquier otra cosa, una enorme mole robusta de más de diez varas de alto. Aparte del terror que una mosca podría sentir cuando va a ser aplastada, Vladawen tuvo también el extraño sentimiento de reconocer a esa cosa, como si la hubiera visto en un sueño.
No en un sueño, pensaba, en una visión, una proyección. El gigante era una aparición burda y poco definida de Nalthalos, tal y como había visto a la deidad atrapada y debilitada en su cuerpo artificial de plomo, aunque el conjuro de Hareel no había conferido un sentido correcto a la inmensidad de su figura.
Esta versión parecía ser un gólem, un autómata sin alma que había sido creado por algún mago drendali. Era difícil creer que hubiera permanecido oculto en la caverna durante todo ese tiempo, pero así debía haber sido. Puede que los elfos oscuros lo hubieran mantenido envuelto en invisibilidad, como arma secreta que lanzar en el momento que considerasen más adecuado.
El constructo avanzó, haciendo temblar el suelo con sus pisadas, balanceando sus pies hacia Vladawen, amenazando con un impacto que bien podría acabar con él. El elfo esquivó hacia un lado y lanzó una estocada hacia uno de los enormes pies de la criatura. El estoque simplemente rebotó dejando una marca sin importancia.
Viéndose incapaz de dañar a la gigantesca figura, Vladawen optó por esquivarla, solo para descubrir que había sido orientada específicamente hacia él. Giraba al mismo tiempo que él, sin importarle el ser golpeado desde otro lado o incluso si aplastaba a otros al hacerlo (ya fueran enanos o drendali). Se movía pesadamente, pero no lo suficiente como para que Vladawen pudiera rodearlo y seguir avanzando; su enormidad le ayudaba a bloquear el camino.
Con un chasquido metálico, la criatura dobló su cintura y lanzó un zarpazo. Vladawen saltó hacia atrás, solo para percibir, cuando ya era demasiado tarde, que había saltado de la sartén para caer al fuego. Se giró, oyó un grito enfurecido y una clava de guerra tachonada en bronce cruzó hacia él describiendo un arco. Levantó de golpe sus dos armas, bloqueando el golpe con las guardias. El impacto le hizo polvo los dedos.
Entonces simplemente empujó a un lado a su asaltante elfo oscuro. En otras circunstancias hubiera lanzado a continuación una letal estocada, pero consideraba que no tenía tiempo para hacerlo. Sin duda el gólem aún estaría centrado en él. Se giró y comprobó que así era. Con sus ojos blancos y su tranquila máscara imperturbable, el autómata alargó la mano, con sus enormes dedos abiertos para envolver su, en ese momento, frágil cabeza.
Vladawen eludió el agarrón, fintó hacia la izquierda y se lanzó hacia la derecha. El constructo sacó su enorme mano para contenerlo, y el elfo se dio cuenta de que estaba bastante más alejado de las hojas de plata de lo que había estado antes. Lanzó una estocada con todas sus fuerzas contra la extremidad del gigante. Acertó con la punta, pero no importaba lo mucho que gritase y se concentrase, no penetraría más. En lugar de ello, el estoque se combó, y cuando lo extrajo apenas pudo apreciar el diminuto agujerito que había acertado a crear.
Encorvándose, separando ambas manos como un luchador, el gólem se doblaba hacia delante; Vladawen no podía sino retroceder. Ya fuera intencionadamente o no, aquel coloso estaba conduciéndolo lejos de su objetivo y dirigiéndolo allí donde había más guerreros drendali.
El clérigo se arriesgó a echar un vistazo a su alrededor, rezando porque Meerlah, el Maestro Glayroc, o algún otro lanzador de conjuros que estuviera de su lado fuera a intervenir en su favor, pero no parecía que eso fuera a suceder. Puede que todos estuvieran ocupados, o quizá ni siquiera sabían cómo competir con tal monstruosidad. ¡Por la sangre del titán, incluso Chern había poseído algo parecido a la carne que podía ser atravesado por una hoja!
Vladawen se percató de que Lillatu tampoco estaba ya junto a él para ayudarlo. En algún instante, el fragor de la batalla debía haberla apartado de su lado. Considerando que no poseía ninguna magia que pudiera preciarse de tal, ni tampoco armas de poder milagroso que utilizar, más allá de las que ya portaba él, quizá eso tampoco importara demasiado.
Susurrando una plegaria Vladawen se tornó invisible, pero al gólem eso no pareció importarle, y estuvo a punto de arrancarle el cuerpo de cintura para arriba. Abandonando su fútil intento de esquivarlo haciéndose invisible, el elfo trató de ensartar algún hipotético punto débil en su vientre, para luego rodearlo. Tampoco esta vez tuvo más éxito. Giró dando una estocada en el corazón de una guerrera drendali que cargaba por su flanco (por un instante, le reconfortó poder dañar algo) y entonces tambaleó hacia atrás al tiempo que el gólem lo hostigaba. Se encorvó y recitó de un tirón otra invocación rápida al dios que había visto morir, y a su prima, Enkili la Embaucadora.
El suelo bajo los pies del constructo saltó en mil pedazos de piedra caliza, y su pierna quedó atrapada en el hueco. Eso le hizo perder el equilibrio y cayó de bruces hacia delante.
Ese era el resultado que Vladawen había deseado, aunque no esperado, pero ahora, en lugar de tratar de golpearlo, la prodigiosa masa de plomo estaba cayendo sobre él. El elfo giró sobre sí mismo para apartarse de su trayectoria, y estuvo a punto de atravesarse con la punta de una jabalina. Un drendali había puesto fin a su propia vida para lanzarse bajo el gólem y mantener sujeto al traidor.
Eso desconcertó a Vladawen, que se quedó helado. Entonces unas manos lo agarraron con fuerza y tiraron de él hacia atrás, y el coloso cayó con estrépito justo sobre el espacio que había estado ocupando. Miró a su alrededor. Había sido Lillatu quien se había abierto camino hasta él y había jalado de su cuerpo para evitar el desastre.
Retorciendo su tobillo atrapado, el enorme gólem giraba, arrastrándose con las manos para encararlos. Vladawen y Lilly se retiraron velozmente, pero no sirvió de mucho. El elfo esperaba que el constructo les golpeara o tratara de agarrarlos, pero en lugar de ello, su boca, que hasta entonces no había aparentado ser más que una ranura esculpida en medio de aquel rostro insulso y carente de sentido, comenzó a expulsar un chorro de vapor.
Vladawen apartó la cara, la cubrió con su brazo, cerró los ojos y contuvo el aliento. Los ardientes vapores le escocían, y a pesar de sus precauciones, un rastro penetró en su garganta. Tosió dolorosamente, indefenso, y escuchó cómo Lillatu hacía lo mismo.
Cuando los espasmos hubieron finalizado, sus ojos, ardientes, vieron a través de un laberinto de lágrimas que el humo había afectado también a muchos otros en la zona, tanto enanos como drendali. Lillatu aún estaba tosiendo, casi con arcadas, y ahora era su turno de apartarla de allí. Con el raspar del metal sobre la piedra, el gólem se lanzó sobre ellos arrastrándose sobre su barriga, y al hacerlo logró liberar su pie torcido de la trampa que lo aprisionaba. Cuando se hubo percatado de que su pretendida víctima se había alejado de su alcance, comenzó a levantarse. Vladawen, imbuido por unos instantes de una repentina hilaridad, se preguntó si a partir de ese momento lo perseguiría a la pata coja.
Justo entonces, Thain y Umar, ambos vistiendo armaduras de plata de gran calidad, se lanzaron contra el flanco del gólem. El rey blandía el cetro de hierro con cabeza de diamante al que Vladawen había escuchado referirse como el Cetro de Guerra de Goran en una de las historias que Meerlah había contado anteriormente, esa misma tarde. Aparentemente era más que el arma ceremonial de los reyes de Burok Torn. Por su parte, el Escudo de Armas empuñaba la misma maza con la que había estado a punto de dar el golpe de gracia a Vladawen hacía apenas unas horas.
Evidentemente, gracias a sus encantamientos, aquellas eran armas más apropiadas para esa tarea específica. Su ataque combinado hizo saltar en pedazos la pierna sana del gólem, que cayó con estrépito al suelo. Los enanos, evitando las manos titubeantes que andaban a tientas, se lanzaron sobre la figura, abriendo cráteres en su pecho con otros cuantos golpes de una eficacia increíble. El gólem, quizá accidentalmente, expelió otro vahído de vapor, pero en esta ocasión el chorro salió propulsado hacia arriba, como un geiser, sin llegar a dañar a nadie. Entonces los brazos del gigante cayeron con estrépito con el sonoro tronar de un peso muerto, y la figura dejó de moverse.
Thain hizo señas a Umar para que avanzase, y Vladawen echó un vistazo para comprobar adonde se dirigía el monarca. Iba hacia un segundo gólem de plomo. El caos reinante hacía difícil determinar siquiera cuántos de aquellos constructos acompañaban a los drendali en el combate, pero estaba claro que el Rey Cervecero y su campeón habían decidido encargarse de derribarlos. Umar, que mostraba en el cuello un fea magulladura allí donde no lo cubría la barba, la gorguera y el casco, echó una mirada irónica a Vladawen antes de seguir los pasos de su maestro.
Lillatu había dejado finalmente de toser. Vladawen escudriñó su rostro, tratando de evaluar si se encontraba bien, pero fue incapaz de averiguarlo. La agitación que percibía podía significar cualquier clase de aflicción, y en ese momento, la batalla bramaba demasiado como para que pudieran detenerse a conversar. Inseguro de lo que quería transmitir, agitó su cabeza y avanzó en dirección a las hojas plateadas. Cortando y acuchillando, esquivando y eludiendo golpes, la asesina se lanzó tras él.
Cuatro drendali irrumpieron en medio del camino, con los espadachines formando una menuda línea para tratar de proteger tras de sí a un lanzador de conjuros. Vladawen y Lillatu atacaron con ferocidad y lograron dar muerte al trío inicial antes de que el adepto pudiera llegar a obrar magia alguna. Entonces Lilly se encorvó y comenzó a toser. Vladawen se colocó a su lado, volviéndose de un lado a otro y acabando con cuantos elfos oscuros pudieran haberse aprovechado de su estado.
Finalmente la asesina se enderezó, con la cara inundada de mocos y lágrimas. Jadeando, adoptó el rostro más aguerrido que pudo e hizo señas a Vladawen de continuar hacia delante. Ambos siguieron combatiendo, acabaron con una última pareja de elfos oscuros y llegaron al fin junto al custodio de las armas del dios. Sin embargo, su antigua dueña tenía ya las manos vacías, y algunos de los dedos seccionados en unos extraños ángulos. Estaba claro que había agarrado las hojas en su agonía de muerte, y alguien le había cortado los dedos para obligarla a soltarlas.
Vladawen miró desesperado hacia un lado y otro. Durante apenas un instante nada pareció ayudarlo, y solo era capaz de distinguir la sangrienta y locura demencia del fragor de la batalla. Entonces Lillatu lo cogió del brazo y señaló en una dirección.
A cierta distancia, una de las escarpadas paredes de la caverna mostraba un hueco que los enanos no habían sellado, ya fuera porque desconocían su existencia o porque el agujero no había estado presente al comienzo de la batalla. Vivita y coleando, refulgiendo como una luciérnaga en medio de la oscuridad, Hareel trepaba hacia él. Lo estaba logrando con bastante facilidad y a una gran velocidad, a pesar de estar haciéndolo con una sola mano. La otra la tenía ocupada empuñando las hojas de plata. Otros elfos oscuros escalaban tras ella como una multitud de hormigas que regresara a su hormiguero.
Vladawen asió su ballesta de mano y disparó sobre las cabezas de los combatientes que pugnaban frente a él. El vuelo del dardo se quedó corto. No resultó así con otras tres flechas que surgieron de algún otro lugar, y el esbelto cuerpo de Hareel se contorsionó al clavarse éstas en su espalda. Aun así, la elfa oscura continuó trepando y alcanzó la entrada del túnel un instante más tarde. Enderezándose entonces con los proyectiles aún clavados en su cuerpo, se giró como una bailarina para mirar hacia la batalla que seguía librándose bajo sus pies. Rió, izó las pálidas armas brillantes y las blandió antes de desaparecer por el pasadizo.
Vladawen y Lillatu salieron en persecución de la elfa. Quizá no fuera ya tan complicado abrirse paso esquivando y matando como lo había sido antes. Al clérigo abandonado casi le parecía que la balanza de la batalla estaba inclinándose al fin en contra de los drendali, aunque si perdía sus hojas divinas, ¿qué importaría eso?
Dio muerte a un pequeño demonio escamoso y con rostro de tortuga, que sin duda algún mago elfo oscuro habría convocado para ayudar en la defensa, y entonces él y Lillatu llegaron a la altura del muro, bajo el agujero por el que había desaparecido Hareel. En aquel instante, al menos según alcanzaba a distinguir, no había ningún drendali escalando ni rondando por la escarpada superficie vertical, aunque era imposible aseverar si habían dejado alguna clase de retaguardia acechando en la boca del túnel, lista para acabar con cualquiera que tratase de trepar tras su estela. El clérigo decidió ser cauteloso.
Agarró la roca y colocó su pie en el primer punto de apoyo. Lillatu tosió y las convulsiones le hicieron estremecerse, encogiéndose por la cintura arriba y abajo. Soltó las armas que empuñaba y cayó bruscamente de rodillas. Cuando al fin pudo volver a levantar la mirada, comprobó que tenía sangre en los labios y en el mentón. Trató de erguirse, pero solo consiguió caer de costado. Incapaz ya de esconder por más tiempo su desdicha y terror, alzó una mano temblorosa y suplicante hacia Vladawen, y la dejó caer cuando fue sacudida por la siguiente convulsión. En esta ocasión no fue tan violenta, pero el elfo supuso que había sido todo lo que su debilitado cuerpo podía dar de sí.
Suponía qué había sido lo que le había aquejado. Había inhalado más cantidad de gases nocivos procedentes del gólem que él, de modo que la sustancia la había envenenado. Requería de un sanador rápidamente si quería sobrevivir.
Echó un vistazo alrededor, y no encontró ni a Tambor ni a ningún otro de los clérigos de runas en las proximidades. Estuvo a punto de echar a correr en busca de uno, pero finalmente, la imagen amenazante que Hareel le había mostrado antes de marchar volvió a su cabeza: un guerrero drendali lanzando las hojas plateadas al abismo en una caída infinita hasta el río de magma que, aunque no lograse destruirlas, sería sin duda el lugar de su descanso final.
Vladawen supo lo que debía hacer. Diciéndose a sí mismo que en realidad no amaba a aquella asesina humana, que no era más que una broma degradante que Belsamez le había gastado, se lanzó en pos de la escalada.
29
Vladawen se impulsó por encima del maremagno de espadas que se clavaban despedazando la carne, hasta alcanzar otro estrato de la batalla compuesto principalmente, en ese instante, por llamaradas chisporroteantes de fuerza mística. Las runas se agolpaban junto a escudos flotantes luminosos que los lanzadores de conjuros habían creado para protegerse de los ataques de sus homólogos, apostados en salientes o, en otros casos, simplemente flotando en el aire. El elfo sospechaba que tendría serios problemas si alguno de los hechiceros o clérigos drendali decidía atacarlo, pero no tenía otra opción que no fuera la de continuar ascendiendo. Afortunadamente, estaban todos demasiado ocupados en batirse en duelo unos con otros o en hacer caer desastres sobre los guerreros enemigos como para prestarle demasiada atención.
Entonces echó un vistazo sobre la boca del túnel con toda la sutileza que pudo. Sin embargo, eso no importó demasiado, y una afilada punta de lanza, acompañada de la confusión propia de una de las trampas favoritas de los drendali, saltó hacia él. Vladawen apartó la cabeza a un lado, y el afilado acero rebanó su perfil, haciéndole un profundo tajo en la mejilla y la oreja. Le dolió bastante, pero habría sido peor si la cabeza de lanza se hubiera clavado en el cráneo, perforando su cerebro.
Vladawen trató de mantenerse agarrado al borde del precipicio con una sola mano, y mientras utilizó la otra para agarrar la lanza y tirar de ella. La acción impulsó la forma indistinguible de un centinela hasta que el elfo oscuro soltó el mango y blandió su alfanjón. Vladawen trató de apresarlo y echó mano a lo que debía ser un cinturón o una correa. Un segundo tirón bastó para impulsar al drendali hacia el vacío.
Durante un instante, a Vladawen se le enredaron los dedos en el recio cuero, y pensó que el peso muerto de la caída libre de su enemigo iba a arrastrarlo consigo. Entonces logró liberar la mano. Mientras, velozmente, alcanzó a asegurar su endeble asidero en la escarpada roca. En ese momento pensó que bien podría haber hecho caer al guardia que había cubierto la retirada drendali sobre Lillatu, pero se esforzó en no visualizar aquella escena.
En lugar de ello, Vladawen se lanzó hacia el interior del pasillo, que no era tan estrecho como podía haber supuesto, al menos no aquí en el inicio. Dos elfos u hombres podrían mantenerse erguidos y caminar en columna de a dos por aquel paso. Para su alivio, no había ningún segundo centinela esperando para acabar con él.
En consecuencia, y aunque deseaba salir corriendo frenéticamente, se obligó a tomar aliento, evaluar la situación y pensar un poco. De su herida manaba sangre de forma continua, pero no profusa. Supuso que no le daría problemas durante al menos un rato. También se percató de que ya no tendría a su lado compañeros entre los que poderse confundir, y que tampoco debía preocuparse por desviar los ataques enemigos que fueran en dirección a Lillatu. Aun así, todo aquello probablemente sería inútil: incluso la ilusión del Maestro Glayroc no había engañado antes a Hareel. A pesar de todo, Vladawen se tomó su tiempo para hacer un último y extenso gesto sagrado, invocar lo poco que aún poseía y asumir el rostro de un drendali antes de reanudar su avance.
Tras un giro o dos, pudo escuchar un leve susurrar que sugería la presencia de un gran número de personas agrupadas. Más adelante, unos guerreros bloqueaban el camino, con las señales violetas de su frente refulgiendo. Tras ellos y por encima también, brillaba un resplandor que, para un observador que lo mirase directamente, podría ser deslumbrante: el refulgir amarillento de la lava.
Al comprobarlo, el elfo sintió como su corazón era atravesado por un cuchillo. Hareel tenía razón. Era un estúpido y lo había echado todo a perder: ella y las hojas habían alcanzado la grieta antes que él.
¿Entonces por qué no volver simplemente a adoptar su verdadera forma y embestir? ¿Sólo para comprobar a cuántos miembros más de esa familia cavernícola podía matar antes de que ésta acabase a su vez con él?
Cerró los ojos, tomó un profundo y largo aliento y acalló aquel impulso, aunque no podía saber exactamente por qué lo hacía. Con la sangre húmeda cubriendo su mejilla, su mandíbula, su cuello y sus hombros, correteó hacia delante como un guerrero herido que huyera de un conflicto, en contraposición al plan de un furioso enloquecido enamorado de la muerte. Quizá, de esta forma, al menos podría llegar a estar a una espada de distancia de Hareel, antes de comenzar a dar muerte a sus enemigos. Tampoco sabía por qué iba a ser eso importante. No la odiaba ni la culpaba por lo que había hecho. Ni siquiera sabía aún qué sentir por ella. Aunque, de todas formas, seguía queriendo matarla.
Los guerreros que ocupaban la entrada se apartaron, permitiéndole acceder a la cornisa que se abría sobre el abismo. Una sacerdotisa con varios tatuajes susurró una plegaria sanadora y tocó el rostro del recién llegado. Vladawen sintió una tensión algo desagradable cuando los bordes de su herida se fusionaron al cerrarse, cortando la hemorragia. La clérigo le dio una palmadita de camaradería en el hombro.
Entonces Vladawen echó un vistazo a su alrededor. Las cosas eran distintas a lo que aparentaban, y solo un drendali se encargaba de perpetrar el rito de destrucción. La zona estaba atestada y apestaba a sudor, a cuero y a la piedra fundida de las profundidades, y Vladawen (que durante la Guerra Divina había compartido junto a sus camaradas soldados victorias y derrotas, entusiasmo y decisión, terror y desesperación) inmediatamente pudo percibir el humor de sus compañeros en la cámara. No estaban aquí recluidos y acobardados, rezando porque los coletazos de la batalla no llegaran a afectarlos. Estaban reuniendo fuerzas y valor para volver a lanzarse a la refriega. Pero, ¿por qué? Si aún deseaban luchar, ¿por qué entonces se habían retirado antes?
El misterio se resolvió en cuanto escuchó el canto suave y pudo vislumbrar el extremo opuesto de la cornisa. Allí, Hareel y un trío de adeptos con la misma cantidad de tatuajes se balanceaban ostensiblemente, al parecer inmersos en un trance, mientras acariciaban la pareja de armas elegantemente decoradas, con los engarces de piedras azules en las empuñaduras. Besaban y lamían las hojas y las frotaban contra sus cuerpos como si estuviesen haciendo el amor con ellas.
Era muy diferente de los majestuosos rituales que Vladawen había obrado tiempo atrás en su templo, pero podía averiguar qué era lo que esta raza de piel oscura tramaba. Desesperada, Hareel (estaba seguro de que debía haber sido ella) había decidido extraer ella misma la magia de las armas, y luego utilizarla para exterminar a Thain y al resto de los enanos y vigilantes. Los restantes drendali debían proteger a los lanzadores de conjuros hasta el momento en que los demás completaran sus rituales.
¿Pero era factible el plan de Hareel? Vladawen no estaba seguro. Todo lo que sabía era que se hallaba ante la última oportunidad de recuperar sus posesiones, antes de que ella tuviera éxito o decidiera que era incapaz de obtener su magia y ordenara arrojarlas al abismo. Su corazón palpitaba desbocado, y mientras trataba de aparentar no ser demasiado hostil ni demasiado vehemente, se abrió paso entre la multitud.
Apenas logró avanzar unos pasos antes que alguien chillara.
—¡El matatitanes está aquí! —El elfo de Termana giró su cabeza en dirección a la voz, y sintió como su mágico disfraz se disolvía, sin duda arrancado por el mismo mago que había visto el engaño.
Los elfos oscuros se abalanzaron sobre él. En distancias tan cortas, las únicas armas que podían ser de utilidad eran su puñal y su fuerza sobrenatural, de modo que arremetió con ellas tan salvajemente como pudo. No fue suficiente. Por cada par de manos que apartaba, aparecían otras nuevas dispuestas a agarrarlo y aporrearlo, y todas se esforzaban incansables por empujarlo hacia el borde de la grieta.
Eso fue hasta que Hareel chilló.
—¡Deteneos! Abrid espacio. Dejádmelo a mí.
Tal era la imponencia de su personalidad y la reputación entre su pueblo que, aún refunfuñando y reticentes en algunos casos, los demás drendali obedecieron, dejando a Vladawen rodeado por sus enemigos agrupados a un lado, mientras que al otro se abría el abismo. La hechicera fue en su busca.
Las heridas de las flechas habían salpicado su pecho de una sangre que, como su vestido, no era lo suficientemente gruesa como para ocultar la luz de sus tatuajes. Ella, o alguien más, había arrancado las cabezas de las flechas, inflingiendo un daño adicional, mientras que ningún sanador había hecho cicatrizar aún sus heridas. Aun así seguía moviéndose como una bailarina, o puede que en realidad fuera más parecida a un maestro de esgrima, ya que llevaba el estoque de plata en la mano, lista para utilizarlo.
Sólo el estoque: había dejado atrás su arma hermana para que sus compañeros místicos continuasen investigándola. Quizá era eso a lo que se había referido Belsamez al decretar que Vladawen recuperaría una de las armas únicamente. La "recuperaría" cuando Hareel le atravesase con ella las tripas.
En realidad parecía que eso iba a ser lo más probable. Dejando su poderosa magia a un lado, la hoja divina era increíblemente afilada. Poseía encantamientos que otorgaban a su portador mayor rapidez y destreza, y esas virtudes las podía aprovechar cualquiera. Sin duda Hareel parecía propensa a utilizarlas en su favor. Era difícil imaginar un oponente más letal.
—Se me ocurre una cosa —dijo ella—. Si te mato con esta espada, ella sabrá que has muerto, y aceptará el gobierno de un nuevo maestro, o maestra, como será el caso. Rendirá sus secretos de inmediato, a tiempo para que los drendali acaben con Thain, Umar, y los demás traidores. Y tú, mi querido primo, habrás resultado ser, después de todo, un benefactor para los de tu raza.
—Es una idea interesante. —Vladawen alcanzó la empuñadura de su propio estoque, y ella embistió.
Suponía que al comienzo del duelo, antes incluso de que empuñara su espada, ella iba a realizar un ataque rápido y directo, potencialmente sorprendente. Sin ceder terreno, Vladawen esquivó con el puñal basándose en aquella suposición. La hoja corta logró repeler la estocada, y al no haberse retirado hacia atrás, estaba ahora a la distancia justa para tratar de acuchillar el antebrazo de su enemiga. Logró alcanzarlo, pero solo para inflingirle un leve rasguño, que le recordaba al poco éxito que había obtenido al tratar de clavar su hoja en el gólem. Alguna clase de hechizo o de tatuaje endurecía su piel.
Como si estuvieran practicando el esgrima con afiladas armas luminosas por simple diversión, ella le sonrió y recuperó la posición. Entonces Vladawen desenvainó su espada y apuntó al rostro de Hareel. El filo no la cortaría demasiado. Aunque no tuviera armadura, aquella hoja no estaba ideada para eso. Pero quizá, si lograba propulsarla con todo su peso y su fuerza, ese impulso lograse aturdiría.
La elfa oscura cayó hasta ponerse de cuclillas y el golpe pasó zumbando sobre su cabeza. La tensión que ahora soportaban sus piernas flexionadas le permitió impulsarse hacia delante como una flecha propulsada por un arco, lo que levantó un jadeó de ánimo entre los espectadores.
Vladawen retrocedió de un salto y ondeó bajo su estoque para eludir el golpe. La espada encantada serpenteó por encima de su arma, evitando el contacto y haciendo inútil el movimiento defensivo, y continuando el mortal ataque. Vladawen se retiró, sintiendo a los espectadores que se agrupaban tras él. Supo que no iba a poder retroceder una tercera vez, y fintó con su espada en un bloqueo lateral. El acero chirrió contra la plata, y la afilada punta del arma de Vladawen se clavó de forma inocente por encima de la cintura de Hareel. El de Termana replicó con una estocada hacia sus rodillas; ella apartó la pierna y contraatacó, y durante un instante, intercambiaron una rápida secuencia metálica de ataques y defensas. Finalmente ella consideró que debía retroceder un tanto, y Vladawen la dejó ir. Necesitaba tanto como ella ese momento para aclarar su mente, para desprenderse de la tensión acumulada y mantener ese paradójico estado de intensidad relajada que requería un duelista.
Cuando estuvieron listos, comenzaron a batirse en círculo, tanto como permitía su atestado escenario, fintando, tanteándose, de un modo tal que un inocente observador podría haber pensado que estaban menos ávidos de darse muerte de lo que había parecido un momento antes. Por supuesto, estaría equivocado. Tan pronto como cualquiera de ellos viera una oportunidad, se lanzarían sin dudarlo, y de forma absolutamente letal.
Entretanto, Vladawen se esforzaba por calcular las ventajas de las que disponía la hechicera, e intentaba analizar las suyas propias. Su indiferencia ante las heridas que ya le habían sido inflingidas demostraba que para matarla sería necesario causarle grandes daños, asumiendo que eso fuera del todo posible. Tenía la piel endurecida, una espada mágica, tatuajes, y almacenaba algunos conjuros, si es que pudiera necesitar lanzarlos. En verdad, desconocía todos los trucos que iba a poder gastarle, y solo tenía la triste certeza de que dispondría de muchos. Él, entretanto, solo podría contrarrestarlos con su fuerza y aquella destreza y experiencia que había podido adquirir en la sala de entrenamientos y en el campo de batalla. Bueno, eso y el hecho de que estaba empleando dos hojas contra una.
Puede que fuera suficiente. De todas formas, era en cierto modo liberador darse cuenta de que en realidad no iba a importar. Incluso si acababa con ella, el resto de los drendalis caería sobre él un instante más tarde.
Vladawen abrió su guardia y expuso un cierto blanco, esperando que pensara que lo había hecho descuidadamente. Hareel saltó de inmediato y extendió su mano. Al instante él sacudió su estoque para cortar el ataque como hubiera hecho cualquier espadachín que se hubiera dado cuenta de su vulnerabilidad, y la elfa oscura hundió la hoja bajo su mano y la balanceó en lo que él esperaba que fuera el verdadero ataque definitivo.
Vladawen bajó la espada con brusquedad, atrapando el estoque justo donde el grueso de su hoja alcanzaba la guardia cruzada, no simplemente desviando el arma divina, sino enganchándola y apresándola. Entonces giró, mientras lanzaba el puñal hacia su corazón, tratando de asestar un segundo pinchazo en su pecho.
En ese instante algo se clavó en el brazo con el que sostenía su espada. Un dolor punzante hizo temblar todo su cuerpo, incluyendo la mano con la que empuñaba el puñal, haciendo disminuir en cierta medida la velocidad y la fuerza del ataque. Hareel, doblándose ágilmente por la cintura, agarró la muñeca con su mano desarmada.
Entonces Vladawen descubrió que ella poseía también una fuerza sobrenatural, la suficiente para retener el puñal. Notaba como su agarre parecía paralizarlo, y al mismo tiempo se percataba de que, desarmado, estaba completamente a su merced. El escalofrío que recorría su muñeca contrastaba con el feroz dolor punzante que sentía en la otra mano. Ambas heridas consumían de igual forma su fuerza. La cabeza le daba vueltas, sentía las piernas entumecidas y veía como las rodillas se le doblaban. Parecía que sus cálculos habían sido completamente erróneos.
Hareel parecía estudiarlo con verdadera lástima, o simplemente era una manera de mofarse de él. Lo aproximó para darle un beso.
Bramando, tratando de infundir algo de vitalidad en sus músculos, Vladawen lanzó la cabeza hacia delante para que se encontrase con la de Hareel, y sus cráneos chocaron. Desde su perspectiva, había sido tan doloroso como embestir contra una piedra de granito. No esperaba que a ella hubiera podido dolerle en absoluto, pero al menos habría servido para sobresaltarla, ya que liberó una fracción su gélida presa. Entonces él la hizo girar y la propulsó hacia delante, en dirección a la sima.
No tenía la fuerza suficiente ni estaba ejerciendo la palanca necesaria, y tampoco estaba lo bastante cerca como para poder lanzarla por el borde del acantilado, aunque estuviera dispuesto a caer con ella. Sin embargo, Hareel parecía no estar segura de eso, ya que luchaba frenéticamente para detener el movimiento. Eso le dio a Vladawen la oportunidad de liberarse y ensartarla con su estoque.
La elfa oscura frenó el golpe con la espada plateada, y mientras lo hacía Vladawen pudo ver cómo la fantasmal serpiente del antebrazo de ella se retorcía como la víbora de un alto gorgón que se alzara en el remiendo de su vientre. Estaba claro que aquella criatura había saltado de uno de los tatuajes para morderlo cuando había tenido atrapado el estoque plateado y había estado a punto de decidir la contienda a su favor.
Escapar de la presa de Hareel no hacía que dejara de sentirse mareado y febril en un instante, y congelado al siguiente. La verdad es que se sentía bastante enfermo. Y no podía ser de otro modo. El veneno de la serpiente-tatuaje debía correr por sus venas, y sospechaba que el brillo luminoso que la drendali mostraba en el otro brazo le había causado también alguna clase de daño grave.
Los observadores podían verlo desfallecer.
—¡Acaba con él! —chillaban—. ¡Acaba con él! —Hareel se deslizó hacia delante, colocando en posición el estoque divino.
Entonces atacó y Vladawen desvió la hoja, esquivando el golpe con un giro. Para su sorpresa, su finta y la réplica en la estocada alcanzaron a Hareel en el flanco, pero el ataque se perdió al rasgar el vestido y acertar en la piel que éste cubría sin llegar a clavarse entre sus costillas. La elfa oscura lanzó su respuesta y el clérigo se arrojó hacia su punto de envite, balanceó las caderas para atravesarlo y la embistió de cerca.
Probablemente era una locura, considerando lo que había descubierto que podían hacer la serpiente fantasma y el gélido toque de su mano desarmada. Pero era lo único que se le ocurría, y al menos aquel achuchón la había sorprendido. La serpiente aún le mordía, y ella lanzó los gélidos dedos contra su pecho, aunque Vladawen, a su vez, se las ingenió para ensartar el puñal justo en la herida abierta que Meerlah le había inflingido poco antes. Evidentemente, la hechicera había endurecido su piel justo hasta su antigua extensión.
Hareel se tambaleó. Vladawen soltó inmediatamente el puñal y el estoque, agarró con ambas manos la mano con la que ella sostenía la espada y se giró. Puede que eso también la cogiera por sorpresa, porque entonces titubeó en su agarre sobre el arma de plata, lo que él aprovechó para arrancársela de los dedos.
Había aferrado el arma por la hoja, e inocentemente solo se percató de que el filo le había rebanado la carne cuando vio brotar la sangre. Por desgracia, no había tenido tiempo de blandir adecuadamente el arma por el mango, ni tampoco de tratar de separarse de ella lo suficiente como para empuñarla correctamente, no con la serpiente fantasma lista para atacar y el toque de la glacial mano de la elfa oscura amenazándolo. Supuso que, para bien o para mal, había llegado el final.
Así que sencillamente decidió usar el arma a modo de puñal. Fue una estocada poco elegante, sin demasiado impulso, pero aquella afilada punta se coló entre las costillas de Hareel como nunca lo habría hecho la espada de acero. La drendali abrió mucho los ojos y él consideró que el arma debía haberle atravesado el corazón. Entonces, la elfa le concedió una sonrisa picara y cayó al suelo sin vida.
Vladawen sacó el estoque y lo empuñó apropiadamente. Aun enfermo como estaba, sentía una increíble comodidad blandiendo la espada en sus manos y concibió que, al menos en cierto modo, no había sido tan estúpido. Nadie había utilizado la magia de la hoja desde la última vez que él la poseyera. Aún dormía dentro de la plata, y si las cosas hubieran discurrido de otro modo, bien podrían servir ahora para desequilibrar la batalla en su favor allá en Darakeene.
Claro que, por supuesto, ni siquiera iba a poder usarlas para salvarse a sí mismo en aquel instante. Llevaba tiempo despertarla, y cuando el resto de las hordas guerreras drendali aullaron y se lanzaron contra él, estaba claro que no iba a disponer de ese beneficio.
O al menos eso parecía, hasta que el primero de sus aliados irrumpió desde el otro lado de la cornisa.
Arbomad y, sorprendentemente, Lillatu, iban al frente. Vladawen solo podía suponer que un sanador amigo la habría encontrado a tiempo para extirpar el veneno de su organismo. También parecía que Meerlah estaba con ellos, ya que el elfo abandonado pudo escucharla cantar.
Vladawen se dio cuenta de que, al igual que había ocurrido al comienzo de la batalla, su tarea había sido la de sobrevivir sin compañía hasta que algún aliado alcanzase su posición. Contrario a dejar que los drendali lo empujaran por el acantilado, se lanzó contra ellos y atacó como un loco. No estaba seguro de dónde sacó la fuerza. Puede que del estoque de plata, de la magia bárdica, o probablemente únicamente de su esperanza.
Acabó con algunos más de los de su raza, y entonces Lillatu y Arbomad irrumpieron en medio del caos para situarse junto a él.
—¡Por ahí! —gritó Vladawen señalando en una dirección—. ¡La otra arma!
Juntos se dispusieron a avanzar en aquel sentido. Por un momento todo pareció ir bien, pero entonces las piernas de Vladawen decidieron abandonarlo. Arbomad se colocó en cuclillas para examinar la inflamada mano con la que el elfo empuñaba la espada y sus múltiples mordeduras de serpiente; Lillatu, mientras, se mantenía en pie, protegiéndolos a ambos.
El mundo parecía girar, empeñado en empujar a Vladawen hacia el olvido, pero entonces, como un balancín, algo lo volvió a empujar a la conciencia. Se sentía mejor. En concreto, el brazo que empuñaba el estoque no estaba ya tan caliente, y supuso que algún alma caritativa lo había salvado, de nuevo, de morir envenenado. Para su sorpresa, todavía era Arbomad, y no Tambor u otro de los clérigos de runas, quien estaba inclinado junto a él. Puede que los vigilantes poseyeran habilidades que él no comprendía. Quién sabía, parecía que todo el mundo las tenía.
—¿Cómo estás? —gritó Arbomad.
—¡Ayúdame a levantarme! —contestó Vladawen. El de Vesh lo agarró del antebrazo y lo alzó hasta ponerlo en pie.
Ambos se abrieron paso combatiendo a distancias cortas, con un Vladawen enfermo que casi era incapaz de empuñar cualquier arma larga, incluido el propio estoque divino, de una forma eficaz. Lillatu percibió un hueco, o lo abrió a golpes, entre la masa de drendali que tenían al frente. Se lanzó por él, y Vladawen y Arbomad trataron de seguirla. Entonces una pareja de espadachines irrumpió en su camino, y cuando el vigilante y el clérigo hubieron acabado con ellos, el hueco ya se había cerrado.
Todo lo que Vladawen pudo hacer fue continuar abriéndose paso a golpes, luchando por cada palmo de terreno, hasta que, de repente, al alcance de su espada no había ya sino enanos. Parpadeando, no logró entender lo que ocurría hasta que se percató de que el ruido ambiente había cambiado. Los gritos de furia y dolor habían dado paso a vítores. El único sonido metálico de armas procedía de algunos aliados que hacían sonar sus espadas contra sus propios escudos.
Arbomad miró a su alrededor inmediatamente, buscando comprobar cómo le había ido a los que estaban bajo su mando, quién estaba intacto, quién herido, y quién había combatido su última pelea. Ya sin oposición, Vladawen acabó de caminar el trecho que lo separaba del borde del acantilado.
Meerlah, Lillatu, Umar y una pareja de enanos habían llegado a ese punto antes que él y habían dado muerte a los adeptos drendali. Empapada en sudor, y con el pelo bañado en el mismo líquido, la cantaconjuros cayó de rodillas sobre los cadáveres ensangrentados. Cuando se percató de la llegada de Vladawen, levantó la vista y agitó la cabeza.
—Lo siento —dijo—. Debieron de arrojar la daga en el último instante, o puede que simplemente la multitud la empujara abajo.
En ese momento le invadió la angustia, a la que siguió un cierto recelo. Meerlah había tenido escarceos como ladrona, y había comentado lo valiosas que debían ser esas hojas, y lo reacio que sería cualquiera a entregarlas. Y si...
Intuyendo claramente la dirección que estaban tomando los pensamientos del elfo, ella arqueó de forma encantadora una ceja y permaneció en pie, mostrándole una mejor vista. Durante el desarrollo de la pelea se había deshecho de su capa, la funda de su laúd, los bolsos de su cinto e incluso, una vez acabó con sus flechas, de su carcaj. Sencillamente no tenía ningún sitio en el que esconder el puñal, a menos que lo hubiera logrado a través de algún truco de magia.
Entonces Vladawen se dio cuenta de que no deseaba estar pensando eso. Le debía demasiado, y seguir en esa dirección no le iba a conducir a nada. Belsamez lo había maldecido para que recuperase una hoja, pero no la otra, y a pesar de su anterior enfado por no haberla derrotado al fin en uno de sus juegos, descubrió que sentía una cansada resignación.
—Tienes un aspecto espantoso —dijo Umar. El enano se sacó uno de sus guanteletes, agarró el brazo de Vladawen, y su mano encallecida se iluminó con un brilló blanquecino de poder sanador. El toqué apartó algo más la enfermedad del cuerpo del elfo, aunque no alivió su fatiga.
—Gracias —dijo—, ¿Estáis todos bien? —Así lo indicaron. Entonces, algo incómodo, centró su atención específicamente en Lillatu, y pensó las palabras más adecuadas para decirle. No brotaron demasiado rápido, y ni siquiera parecía considerarse capaz de dar con ellas. Finalmente, Lillatu se giró y se alejó caminando.
TERCERA PARTE
Darakeene, provincia de Wexland
30
El exterior de la tienda aún parecía bastante tenebroso, pero las linternas que colgaban de su estructura servían para iluminar el mapa y los bloques coloreados que indicaban el lugar en que estaban acampados en ese momento las huestes comandadas por los diversos señores. Lillatu señaló el lugar y comentó que, según lo que sus exploradores habían podido averiguar, se esperaba que los arqueros enemigos tratasen de ocupar esa cima; que la caballería ligera acechase en ese otro bosque hasta el momento en que pudiera salir para cargar, atacando con cierta esperanza de éxito a cualquier compañía que cruzase el lugar; que habían sido avistadas tropas de campesinos marchando por esa carretera, con caballeros tras ellos cabalgando sobre destreros.
Vladawen pensó irónicamente que podría ser más rápido y eficaz limitarse a indicar en esos planos los lugares por los que un ciudadano de Wexland podía vagar sin encontrarse frente a una compañía de esbirros del Emperador, y podía ver que Lord Gasslander estaba de acuerdo. El rey se veía ahora más adusto que aquel hombre con aspecto de distinguido libertino que había salido huyendo, desnudo, de un encuentro con una prostituta, cuando la posada que ocupaba había ardido. Aquel fue el momento en el que el elfo se encontró por primera vez con él, y no hacía mucho más de un año. La guerra había esculpido nuevas arrugas en torno a su boca y sus ojos.
—Bien —dijo finalmente el monarca—. Se supone que seremos uno contra ocho. Creo que puede que incluso sean uno contra diez. —Miró hacía Vladawen—. Aun así, confío en ti.
Sus oficiales, la mayoría de ellos barones, murmuraron estar de acuerdo. Darakeene tenía fama de criar a valientes guerreros. No obstante, después de haber conocido a los de su calaña, Vladawen tuvo sus dudas de que fueran a unirse a su causa. ¿Por qué deberían hacerlo cuando podría serles mucho más conveniente cambiarse de bando? Pero aun así lo hicieron. Y habían permanecido leales a su rey y a su nuevo dios a través de cada contratiempo y cada derrota. Era un misterio de la personalidad humana que elfo dudaba llegar a comprender alguna vez.
Fuera como fuese, su incuestionable fe en este extremo le hacia sentirse incómodo, aunque era precisamente la clase de respuesta que había buscado alentar desde su llegada, justo al salir de su retiro.
—No confiéis en mí —dijo Vladawen—. Confiad en El Que Permanece.
—Por supuesto —dijo Gasslander—. A eso es a lo que me refería. Aunque el caso será que, cuando él actúe, lo hará a través de ti, ¿no es así?
—Sí. —Vladawen tomó un último sorbo del frío zumo de manzanas ácidas que le había traído el escudero. El chico le había llevado también comida sólida, pero el estómago del clérigo se había revuelto ante la sola idea de probar un bocado—. Por lo que parece, los infieles van a actuar exactamente como esperábamos que hicieran, lo que significa que ya tenemos decidida nuestra estrategia. Eso significa que puedo dar comienzo ya a mis oraciones. Con vuestro permiso, mi señor.
—Por supuesto —replicó Gasslander.
Vladawen se levantó, se inclinó y abandonó la tienda. Lillatu y Ópalo lo siguieron fuera. La huesuda maga parecía también algo más anciana. Indudablemente estaba más calmada. Se había unido de nuevo a él justo después de su regreso de Burok Torn, y de forma bastante tosca, él le preguntó que, si su compañía revolvía en ella dolorosos recuerdos de Nindom, entonces podrían encontrar para ella otra clase de tarea. Parecía que fuera precisamente ése el motivo que le hacía quedarse.
Fuera como fuese, el frío en aquellos momentos previos al amanecer, bañado con el humo de las fogatas, lo alivió por un momento, aun cuando no se había sentido cohibido en el interior de la tienda real. Tomó aliento profundamente y entonces, junto con sus camaradas, salió a toda prisa mientras los defensores de Wexland se preparaban para la batalla. Los guerreros eran lo suficientemente abundantes como para que fuera difícil imaginar que los superaran en número de forma tan considerable. Pero éste no era el núcleo de un ejército mayor. Aquellos eran todos los hombres que le restaban ya a Gasslander. Al percatarse de que Vladawen estaba cruzando la zona, lo saludaron o se arrodillaron para recibir su bendición.
Finalmente pudo aliviarse cuando, junto a sus compañeras, alcanzó los caballos. Saltó hasta la silla de montar y desde allí echó un vistazo a Lillatu. Excepto por el asunto de la guerra y el viaje, no habían hablado con tranquilidad y no habían tenido ninguno de sus encuentros desde la batalla en las cuevas.
—Si lo consideras más apropiado, puedes quedarte aquí y dirigir tus propias escaramuzas —le dijo.
—Mis hombres no me necesitan para hacer eso —contestó ella mientras colocaba su alazán alrededor de la cabeza de la yegua.
Así fue como salieron cabalgando del mismo modo que, apenas hacía unas semanas, habían hecho partiendo hacia Piedrarroja para liberar a la Gran Esfinge. Excepto que, en esta ocasión, Nindom no los acompañaba, y nunca volvería a hacerlo. De haber estado, posiblemente habría provocado a Ópalo con sus bostezos al ver que la maga cabalgaba con su habitual balanceo desgarbado arriba y abajo.
El trío abandonó sus monturas al pie de una colina lo suficientemente alta como para permitir supervisar el campo de batalla. También parecía un lugar perfecto para recibir el amanecer. Eso resultaba bastante extraño, ya que era Madriel quien regía el sol. Y nada tenía que ver con El Que Permanece, exceptuando que fuera un recordatorio de su divino hermano. Aun así, Vladawen confiaba en la intuición que le había impulsado a creer que el momento más indicado para iniciar el plan era justo el de la aparición de la primera esquirla roja en el horizonte.
Ópalo permaneció observando, rascándose una o dos veces las costillas, mientras Vladawen estaba quieto, esperando. Transcurrido un tiempo, descubrió que Lillatu dirigía su vista en la misma dirección, quizá más bien hacia el sureste.
—¿Pensando en las Kelder? —preguntó Vladawen.
—En Arbomad —replicó Lillatu—. En mi estado es bastante estúpido imaginarlo, pero quizá si nos hubiéramos quedado podría haberlo ayudado.
—¿Ayudado a establecer su corredor seguro?
Ella no contestó.
A pesar del apremio de la empresa que los ocupaba en ese momento, en ocasiones se descubría pensando también en esas mismas montañas. Su breve estancia allí le había dejado un nostálgico sentimiento de amigos a medio formar, de historias inacabadas y de misterios que apenas habían comenzado a vislumbrarse. No obstante, puede que los sentimientos de Lillatu fueran más sencillos que todo eso. Puede que estuviera considerando una compañía humana más atractiva que la del deslustrado elfo a quien Belsamez la había unido.
Vladawen suspiró.
—No quise haberte dejado...
—Hiciste lo que debías hacer para recuperar el estoque —dijo ella—. Y lo comprendo. No hablemos más de ello.
El elfo estuvo a punto de hacerlo, pero justo en ese momento Madriel mostró el primer retazo de su luminoso rostro. Dejando a un lado problemas menores, Vladawen desenvainó la hoja de plata y la sostuvo en lo alto. Rezó porque pudiera recordar cómo domeñar la magia; y no simplemente los encantamientos superficiales, como los de afiladura, sino el poder durmiente que pudiera destruir a un ejército o matar a un titán. Rezó para que, sin el puñal, aquella arma bastara para repeler la ofensiva imperial.
31
Vladawen aún mantenía abiertos sus ojos grises y negros, pero Lilly era incapaz de decir si había entrado ya en trance. No parecía que nada más fuera a ocurrir, y Lilly estuvo a punto de volverse hacia Ópalo para hacer algún comentario mordaz, pero el instinto le hizo frenarse. Puede que fuera que se percataba del sentimiento de tristeza que embargaba a su compañera, que parecía estar tan enraizado como el suyo propio.
La asesina sencillamente optó por girarse, dando la espalda tanto al mago como al sol naciente, y observar las maniobras del ejército. Desde allí arriba, la tropa de Wexland, aquella que había presentado un aspecto impresionante abajo en el campamento, parecía ahora disciplinada pero condenada al fracaso. Al esparcirse, se disolvía en un esfuerzo por evitar que la fuerza del Emperador Klum, muy superior en número, rodease sus flancos. El verdadero combate aún debía comenzar, pero ya, por aquí y por allá, volaban algunas flechas y se escuchaban disputas, o se libraban ya, mano a mano, algunas escaramuzas. Lilly admitía para sí misma que en esa ocasión estaba agradecida porque Vladawen no la hubiera empujado al fragor del combate.
Y justo entonces, como si se tratase de alguna broma intencionada, decenas de enemigos se alzaron bajo ella brotando de sus escondrijos en medio de la hierba, alta y seca del verano, que vestía las pendientes.
El terror la inundó junto con un sentimiento de incredulidad casi demencial. La colina se alzaba bastante por detrás del campamento de Gasslander, lejos del campo de batalla. Supuestamente, el enemigo no tenía forma de saber que Vladawen iba a estar allí para obrar su magia. Aun así, la noche pasada ella misma había rodeado la cima con estacas, y había enviado a uno de sus mejores exploradores a asegurarse de que la zona era segura. Ahora nada de eso importaba. De algún modo, el enemigo había descubierto exactamente cuáles eran las intenciones del elfo, y eso burlaba cualquiera de sus preocupaciones. Por respeto a la reputación del matatitanes, quizá, habían esperado a que entrara en trance para alzarse y acabar con él, y solo porque ese estúpido no había aceptado aliados en abundancia por temor a que pudiera perjudicar su concentración. Ahora solo disponía de Ópalo y Lilly para que lo protegieran.
La maga lanzó un penacho de llamas, prendiendo a hombres y hierba por igual. Desgraciadamente, la llamarada se extinguió antes de que Ópalo pudiera enviarla hacia abajo, arrasando toda la superficie de la colina. Lilly agarró a Vladawen por el brazo que éste mantenía alzado asiendo la espada. Lo bamboleó, mientras le gritaba en plena cara.
—Despierta, están aquí, ¡te matarán! —Era inútil. El elfo siguió en la misma posición, casi como una estatua.
La hierba crujió a su espalda y se giró. Su primer enemigo había trepado hasta la cima de aquella loma. Se trataba de un villano al que le faltaba una oreja y que a Lilly le recordaba a los miembros de sus propias patrullas de escaramuzas; claro, que también a cualquier otro salteador que hubiera podido conocer.
¡Lobo! ¡Lobo! Chillaba en el interior de su cabeza. Ese silencioso grito de batalla se había convertido en un hábito desesperado, incluso cuando, hasta el momento, no había servido para sofocar su insistente temor.
Lilly desenvainó su espada, bloqueó el ataque que su enemigo dirigía hacia su pecho, y le respondió con un tajo a la altura del vientre que lo hizo tambalearse de un lado a otro hasta resbalar y caer rodando por la colina. Eso sirvió para complicar el ascenso a un segundo bribón, pero no a un tercero, que alcanzó la cima un instante más tarde. Aquel tipo ondeó una larga cadena tintineante apuntando a los tobillos de Lilly, que saltó sobre ella. Mientras caía, apenas se percató de que Ópalo estaba recitando unas palabras de poder y desatando una oleada de fuerza mística a través de sus manos, que mantenía extendidas. Aquel ataque no estaba dirigido hacia el hombre que tratada de matar a Lilly. La maga apenas parecía estar formando parte del altercado. Con Vladawen inerte, la asesina sentía como si estuviese combatiendo sola. Apretaba la cara esforzándose por no romper a llorar, y en ese momento hubiera dado cualquier cosa por volver a tener el poder de convertirse en un dragón.
Sin embargo apartó esos pensamientos, y al hacerlo, cuando sus pies hubieron alcanzado el suelo de nuevo, usó su mano libre para agarrar uno de sus puñales y lanzarlo hacia el soldado imperial que blandía la cadena. La hoja surcó el aire y entonces, gracias a alguna clase de espejismo, la empuñadura pareció estallar en pleno pecho de su adversario. Éste, con aspecto sorprendido, se derrumbó.
Lilly giró y acabó con otro individuo, y con otro más después de éste. Era un esfuerzo desesperado pero, incluso así, a ella le parecía que el enemigo no estaba azuzando con tanta fuerza como podría haber esperado. Era posible que, dispuestas más o menos espalda contra espalda, ella y Ópalo estuvieran después de todo combatiendo en la misma refriega.
Dos escaramuzadores más alcanzaron la cima de la colina al mismo tiempo. Lilly tardó un instante en cortar la garganta del primero, y cuando se giró el otro estaba ya en posición para hundir su espada en el pecho de Vladawen. Si el imperial no hubiera retrasado el arma, marcando ese movimiento preparatorio inconsciente tan propio de los espadachines carentes de adiestramiento, ella nunca habría tenido tiempo de lanzarse y repeler aquel golpe en defensa del elfo. Apartó la espada enemiga de su trayectoria, giró, y golpeó a su contrario en la cabeza. El individuo se tambaleó hacia atrás, agarrándose la herida.
Lilly acabó con uno más, y uno de los conjuros de Ópalo generó una nube zumbante de insectos que acabó por sellar otra de las vías de ascensión hasta la loma. Los hombres atrapados en su interior comenzaron a dar vueltas mientras sacudían sus armas.
La asesina pensaba que entre el enjambre y el fuego abrasador que se extendía por la loma, su camarada había acabado prácticamente por sellar la cresta de la colina. En cualquier caso, al menos por el momento, ambas habían dado parte de la mayor parte de sus enemigos. El emperador no podía haber mantenido a tantos hombres escondidos en la hierba. Era posible que, a pesar de su bochornosa cobardía, Lilly hubiera logrado superar una nueva crisis.
Quizá con un leve recuerdo de su antiguo brío, se apresuró a interceptar a un nuevo rufián que irrumpió en la cima. Éste en particular era bastante desgarbado, con zarcillos de acero engarzados en las mejillas y las orejas, y con el pelo largo y castaño, recogido en una cola de caballo. El tipo sonrió, ya fuera a modo de bravuconada o debido a los nervios, mientras adoptaba la posición de combate. Tenía una daga en una mano, lista para esquivar cualquier golpe, y una espada larga colocada por encima de su cabeza y preparada para atacar.
Lilly hizo algunas pequeñas fintas con su espada, tratando de distraerlo mientras alcanzaba otro puñal. Lanzó la hoja, que rebotó en la coraza de cuero de su adversario. Puede que la armadura estuviera encantada. Aun así, el impacto debería haberlo sobresaltado, y ella trató de utilizar eso en su ventaja de forma instantánea, lanzándose hacia delante y desencadenando la correspondiente reacción en él.
En verdad se trataba de una respuesta adiestrada, y lo suficientemente letal como para desconcertar a la mayoría de los contrarios. Su enemigo retrocedió, ondeó su daga lateralmente para rechazar el golpe, y entonces lanzó la espada en un arco horizontal en dirección al cuello de Lilly, empujando el envite con todo su cuerpo, de caderas arriba, para impulsarlo cuanto pudiera.
Afortunadamente, tras haberlo inferido de su postura y de las casi imperceptibles reacciones a sus primeras fintas, Lilly ya había sabido que ese iba a ser su siguiente movimiento. Permitió que la daga esquivase su espada, creando la ilusión de una defensa efectiva que incitara el contraataque, y entonces, al mismo tiempo, liberó su acero y lo soltó, bajando lo suficiente para mantener la cabeza agachada a la altura de sus hombros. Mientras la espada larga pasaba ondeando sobre su cabeza, su enemigo quedó completamente al descubierto y ella aprovechó para asestarle un golpe mortal.
En ese momento unas manos la cogieron por detrás y la detuvieron.
Su primer pensamiento fue que aquello era imposible. La idea del campo de batalla que mantenía en su cabeza le decía que nadie podía haberla sorprendido de aquella manera sin tener que trepar por las llamas. Entonces se percató de que, efectivamente, la presa de su captor era realmente abrasadora, y más prieta que la de la carne común. Giró la cabeza y se encontró de bruces frente a Sendrian. Alguien había logrado reconstruirlo por completo, exceptuando un pequeño hueco en su ojo izquierdo.
Lilly empujó y acuchilló hacia atrás furiosamente, pero eso no alteró en absoluto la presa que el acertijo mantenía sobre ella. Tampoco parecía molestarle mucho más de lo que lo había hecho el fuego por el que había cruzado. ¿Qué podría dañar a un hombre hecho de piedra? Quizá el cetro de guerra de Thain y la maza de Umar, pero ellos ahora estaban en la otra punta de Ghelspad.
Lilly recordaba la tortura que había sufrido mientras había estado bajo la custodia de Sendrian, lo indefensa que el brujo le había hecho sentir con su tranquilo y casi arrepentido ejercicio de poder. Entonces el mago sangriento cambió la presa y la agarró por la barbilla. Lilly sabía que trataba de romperle el cuello, y eso destrozó lo que se suponía era su valor en ese momento. Aullando, luchó ciega, estúpidamente, casi sin propósito. Por un instante, una parte de ella insistía en que no moriría de un modo tan patético, y entonces el pánico absorbió esa última manifestación de su orgullo.
Ópalo acudió tardíamente, y el hombre de la cola de caballo saltó hacia ella, sin duda con intención de impedirle que llegara a formular algún conjuro. Entonces, de repente, la cima se cubrió de una luz blanquecina y Vladawen entró en escena. Lilly ya se había percatado antes de como, en la oscuridad, aquel estoque plateado parecía brillar vagamente. Ahora refulgía. Era evidente que Vladawen había logrado despertar su magia.
Aquel éxito hizo que Lilly sintiera una chispa de odio, porque ahora sabía que el elfo no despilfarraría el poder de su arma tratando de salvarla. Lo reservaría para disponerlo al servicio de El Que Permanece.
Aun así, por el momento, Vladawen estaba apuntando con su estoque a sus enemigos, pues después de todo no podía simplemente ignorarlos. Su repentino despertar detuvo al hombre de la espada y la daga apenas un paso o dos antes de caer sobre Ópalo.
El rufián sonrió.
—Buenos días, matatitanes. Me preguntaba si llegaríamos a tener la oportunidad de charlar. Todos decían, bueno el barón no, él ya no dice nada, pero los demás decían que era mejor que no esperase eso, pero debo admitir que tenía curiosidad. Eres tan alborotador, y yo mismo soy tan pendenciero...
—Sugiero que tú y Sendrian os deis la vuelta y os marchéis sin más —contestó Vladawen—. No albergo ningún deseo especial de acabar con vosotros.
—Me temo que la cosa es algo más compleja que eso —dijo el villano—. El buen barón sujeta a tu amada con una presa mortífera. El más ligero movimiento de su mano y ella habrá desparecido.
—Si lo sabes todo... —contestó el elfo—. Bueno, entonces digamos que si cumplieras esa amenaza me liberarías de una pesada carga.
El escaramuzador parpadeó.
—Bueno, entonces supongo que no importaría que Sendrian o yo tratásemos de chantajearte, ya que siempre vas a ser tú el que tenga la última palabra. Pero eso aún nos deja con un problema. ¿Qué te parece lo siguiente? Entrega el estoque y todos nos marcharemos, antes de que el fuego alcance esta loma y queme a aquellos de nosotros a los que puedan preocupar tales cosas.
—No —dijo Vladawen—. Eso es inconcebible. Además, debes comprender que, incluso sin el estoque, no te temería en absoluto, no estando en pleno uso de mis facultades. Pero ansío rescatar a Lillatu y garantizar la seguridad de Ópalo, y lo haré con este objeto. —El elfo sacó el ojo desaparecido de Sendrian de una bolsa de cuero que guardaba en su cinto.
—Naturalmente —dijo el hombre—. A nosotros también nos complacería tener eso en nuestras manos pero, por desgracia, no es suficiente. Entréganos el ojo y la espada, y entonces tendremos un acuerdo.
—Esto es una pérdida de tiempo —dijo Vladawen—. Antes que nada, usaré el estoque para destruir la piedra, y estoy seguro de que tanto tú como Sendrian disfrutaréis con la visión de su pérdida. Entonces, quizá, pondré fin a tu sufrimiento. Sea como fuere, de algún modo lograré neutralizaros tanto a ti como a tu camarada, y daré comienzo a mi verdadera tarea de esta mañana. ¿Estas listo? —Vladawen acercó la pieza de piedra marrón a la brillante plata de su arma.
Sendrian alzó una mano y gesticuló frenético. Ya apenas le preocupaba el estado de Lillatu. Tal era la fuerza y la resistencia a ser dañado de aquel acertijo, que incluso apresada con una sola mano Lilly seguía sin poder liberarse de su letal presa. La visión del peligro obligó a pronunciarse al escaramuzados.
—Aguarda.
—¿Por qué debería hacerlo? —preguntó Vladawen.
—Te propongo un trato. Entréganos el ojo y te devolveremos a Lillatu. Entonces Sendrian y yo nos iremos. Supongo que es mejor que nada.
El elfo echó una mirada a Ópalo.
—¿Podrías hacer los honores? No quiero comprometer mi posición de ataque, y supongo que nuestro nuevo amigo pensará lo mismo. Imagino que el fragmento encajará perfectamente.
La maga tomó el ojo de piedra, y se dirigió hacia Sendrian y Lilly, que seguía forcejeando. Entonces la maga se frenó y dijo:
—No. El mago sangriento fue el que comandaba a las alas huesudas que acabaron con Nindom ¿Y ahora va a recobrar la vida? Antes morir. Yo misma destruiré la piedra, o la arrojaré tan lejos que estos bastardos no tendrán tiempo de encontrarla antes que aparezcan los hombres de Gasslander para acabar con ellos.
El villano comenzó a avanzar para atacarla. Con el estoque dispuesto en posición, Vladawen se desplazó mínimamente con la intención de interceptarlo, y Ópalo hizo ondear el ojo a través de alguna clase de maniobra mística. Uno de esos gestos, o la combinación de todos, frenaron al espadachín.
—Ópalo —dijo Vladawen—. Necesito que confíes en mí y hagas lo que te pido.
—¿Cómo Nindom confió en ti? —espetó la maga—. De acuerdo, no es demasiado justo, ¿pero es que no puedes ver que este hijo de puta te está tomando por estúpido? ¡Ni siquiera piensa cumplir su palabra! ¡Le devolveremos el ojo, pero Sendrian mantendrá agarrada a Lilly y la situación no habrá mejorado en absoluto!
Asustada y desesperada, a pesar de tener cierta esperanza de ser liberada, Lilly consideró que la maga tenía toda la razón. Quizá Vladawen también fuera capaz de entenderlo de haber tratado en más ocasiones con humanos de la inmunda estirpe de los rufianes.
—Amiga mía —dijo el elfo—. Por favor, confía en mí. Te lo pido en nombre de El Que Permanece.
Ópalo observó a Vladawen durante un instante. Entonces marchó penosamente hacia Sendrian y colocó la pieza del ojo en su sitio. El elfo había tenido razón en una cosa. La piedra encajó a la perfección.
—Bailo —enunció el acertijo—. Hacia el frente y hacia atrás.
Vladawen se lanzó inmediatamente hacia Sendrian a toda velocidad y con el estoque en posición. De haber estado lo suficientemente cerca de él como para colocarle el ojo con sus propias manos no hubiera podido ejecutar ese ataque tan poderoso, pero desde la posición que ocupaba, el afilado extremo de la espada atravesó todo el cuerpo del barón, y el acertijo se deshizo en pedazos. Ilesa, pero desequilibrada, Lilly cayó sobre la pila de afiladas piedras, y se quedó allí despatarrada, consciente de que en los momentos siguientes a los que Sendrian se hubo completado, el brujo había dejado de poseer el poder para romperle el cuello. Afligido por la maldición de Athentia, no pudo hacer otra cosa que quedarse en pie y recitar el acertijo que guardaba la llave que le devolvería su humanidad.
El escaramuzador se lanzó tras Vladawen, con sus hojas apuntando hacia su cuerpo para asestarle un golpe de abajo arriba. En ese momento, Ópalo arrojó unos dardos de luz que surgieron de sus dedos. Éstos impactaron en el torso del rufián con suficiente fuerza como para detener el ímpetu de su avance. Cayó a cuatro patas, y entonces se derrumbó de bruces.
Vladawen se arrodilló junto a Lilly. La hoja plateada refulgía tanto como siempre lo había hecho, y eso era prueba de que no había utilizado ni un ápice del poder que atesoraba para salvarla. Sencillamente había empleado las virtudes menores que poseía. Aun así, había salvado su pellejo, y puede que algún día pudiera aclarar cómo se sentía al respecto.
—¿Estás bien? —preguntó Vladawen.
No lo estaba. Temía que la parte agrietada de sí misma que había conseguido contener una y otra vez fuera a despedazarse finalmente, y era por eso por lo que trataba de zafarse de su interés.
—Muy bien —dijo Lilly—. Obra tu magia.
—Estás segura de que...
—¡Hazlo! ¡Tu ejército está ya muriendo en estos momentos!
—Está bien. —Para alivio de Lilly, Vladawen se alzó y se giró. Entonces descubrió que también había sido para su pesar.
32
Vladawen tosió y se percató dé lo caluroso y cargado de humo que se había vuelto el aire de la mañana. Bajó la vista desde lo alto de la colina, mirando hacia el crepitante fuego que consumía glotona la pendiente. Apenas estaba ya a tres pasos por debajo de la cima.
Miró hacia atrás, a Ópalo.
—¿Puedes sofocarlo? —preguntó.
Ella ladeó la cabeza.
—Podemos bajar por aquí, si nos damos prisa.
—No, no pasa nada. Aún necesito alguna clase de elevación para seguir la pista de la batalla. —Reacio a consumir su poder, pero consciente de que era la mejor alternativa, Vladawen caminó en círculo, descargando ráfagas de frío helado desde la punta de su estoque. El frío consumió a las embravecidas llamas.
Ópalo entrecerró los ojos, como si comprendiera a medias lo que el elfo estaba haciendo. Según creía saber Vladawen, ella nunca había dominado ese efecto en particular. Aun así, parecía reconocer aquel conjuro arcano, relativamente común, y sabía perfectamente que él no era un mago cualificado para hacerlo.
Todo eso hubiera sido cierto en una situación normal, pero El Que Permanece, entre otras muchas cosas, había sido un dios de magia. Antes de que Él y Vladawen hubieran partido hacia el que fue su último combate, el dios le otorgó sus armas de sumo clérigo, aquellas que le permitirían actuar como un hechicero ante cualquier enemigo, en realidad, como el mayor de los hechiceros. Aquella capacidad había ayudado al elfo a mantenerse firme incluso al enfrentarse a los más poderosos capitanes y sátrapas de los titanes. Eso significaba que debía resultar igualmente poderosa ante una hueste de simples mortales.
Sin embargo, eso sería solo por un tiempo, hasta el momento en que se consumiera lo que quedaba de ellas. Eso significaba que debía usar aquella magia juiciosamente. De todas formas, podía comprobar que era mejor que se diese prisa. Aunque el día no había hecho sino empezar, el sol, apenas brillando en el horizonte, revelaba que a pesar de los mejores esfuerzos de los hombres de Wexland para oponer resistencia, una veintena de soldados imperiales de a pie se habían hecho ya con una franja considerable de terreno en su flanco izquierdo. Pronto serían cientos, y entonces sería prácticamente imposible expulsarlos, ya que estarían apostados y dispuestos a sembrar toda clase de estragos.
Vladawen extendió la hoja. En realidad no necesitaba apuntar con ella, pero ese gesto siempre le había gustado bastante.
La colina objetivo retumbó en la distancia, y una columna de acero negro se alzó súbitamente de la tierra. Al instante, los soldados de a pie del Emperador Klum fueron conscientes de la presencia de aquel objeto. De sus manos volaron sus armas y las vainas de éstas, y de sus cabezas los cascos, y todos fueron a chocar contra la columna, quedando allí adheridos. El magnetismo tiraba de los escudos circulares que los soldados tenían fijados a sus manos, y de las placas de acero que estaban cosidas a sus bandoleras. Los guerreros se tambaleaban y se inclinaban, tratando de resistir el empuje. Algunos salieron derrotados, y la columna los arrastró hasta pegarlos a su superficie, como moscas cogidas en una tela de araña, mientras que los objetos más pequeños, que aún saltaban en respuesta a la misma fuerza, acribillaban y destrozaban sus cuerpos hasta cubrirlos de sangre.
El efecto definitivo fue el de hacer que el terreno fuera absolutamente inservible para el combate, y aquellos imperiales que aún tenían alguna capacidad para luchar, lo abandonaran. Su veloz retirada les hizo toparse de frente con las tropas que marchaban apresuradas para acudir en calidad de refuerzo, y ambos grupos se enredaron en medio de la confusión. Observando entonces la densidad de ese agrupamiento, y por tanto la facilidad con la que podría en ese momento acabar con un número elevado de los soldados de un solo golpe, Vladawen gesticuló, y entonces unos gases verdosos se inflamaron justo bajo la tierra que pisaban sus pies. La sustancia era tan nociva como lo había sido el aliento de aquel gólem, y la mayoría de los guerreros se derrumbó. El resto trató de abandonar la nube y eso hizo que se acabará de perder cualquier atisbo de orden.
El elfo echó un vistazo al campo de batalla, y no vio ninguna otra oportunidad que le complaciera, al menos no aún. Entonces bajó la fulgurante espada y esperó.
Ópalo acudió junto a él. Vladawen percibió un rastro de avidez en su rostro, campechano y franco. Como si hubiera estado hambrienta durante semanas y por fin tuviera ante sí un pedazo de pan.
—Eso fue grandioso —dijo.
Su entusiasmo le incomodó, quizá porque le recordase a la centinela drendali y a toda la otra gente a la que había emocionado y más tarde decepcionado. Entonces se encogió de hombros.
—Ya te dije que era un arma poderosa.
—¿Qué puedo hacer para ayudar?
—Lo mismo que has estado haciendo hasta ahora. Mantenerte alerta, impedir que alguien suba hasta aquí y me acuchille por la espalda. —Vladawen bajó la voz—. Y vigila también a Lillatu.
—Por supuesto. —Entonces Ópalo tocó el arma con la celeridad y el tímido retraimiento propios de un fiel al que le fuera permitido tantear alguna frágil reliquia.
Media hora más tarde, Vladawen optó por convocar unos rayos crepitantes desde el cielo, que en ese instante estaba despejado, para que explotaran sobre una compañía de caballeros que cabalgaban sobre sus monturas. La descarga los abrasó a todos. Muchos murieron al instante. Otros perdieron el control de sus enloquecidas monturas, que los arrojaron al suelo. Algunos consiguieron mantenerse sobre sus sillas de montar y trataron de alejarse de la tormenta, pero mientras ésta permanecía, Vladawen podía desplazarla en cierta medida, y no dudó en llevarla de un lado a otro para mantenerlos siempre bajo su manto.
Y así se desarrolló el día. Vladawen conjuraba periódicamente alguna clase de terrible horror destructivo, un escudo que protegiera a una compañía de hombres de Wexland que estuviera siendo asediada, o empleaba una fracción de su poder para disipar una magia especialmente preocupante obrada por un conjurador del bando contrario. Bastante a menudo, éstos trataban de devolverle la jugada, pero aunque eran realmente formidables e incluso en algunos casos increíblemente prodigiosos, ninguno resultó estar a la altura suficiente como para contrarrestar el poder de la hoja que empuñaba el elfo.
Conscientes de su situación, los enemigos de Wexland se esforzaron entonces por precisar la ubicación de Vladawen, y enviaron demonios y elementales para que lo combatieran directamente. El primero de éstos, que aparentemente apareció de la nada, estuvo a punto de clavar sus largas y afiladas garras sobre él, antes de que Ópalo lo derribase con un conjuro. Después de eso, el clérigo se mostró más precavido, y también lo hicieron así Lillatu y la maga. Finalmente, Vladawen dispuso las defensas necesarias para que ningún otro espíritu pudiera volver a acercársele a la distancia necesaria para acabar con él.
La persistencia de Vladawen frustraba a los magos enemigos. En algunos casos los llevaba a su muerte, cuando consideraba que valía la pena concentrarse en uno u otro de ellos mientras le apuntaban. Aun así, al menos podían comprender qué estaba pasando. El clérigo estaba bastante seguro de que muchos de los soldados imperiales desconocían su ubicación. Sin duda sabían que había un enemigo que podía lanzarles conjuros, pero esperaban poder mirar a su alrededor, avistarlo y contraatacar. Sin embargo, el estoque divino permitía a Vladawen atacar desde una distancia mucho mayor a la habitual para un mago común, y por ello los enemigos no podían identificar el origen de aquellas asesinas manifestaciones que surgían frente a ellos.
Eso minó fuertemente su moral. Mientras el día llegaba a su fin, Vladawen los podía observar dubitativos en momentos en los que debían haber avanzado, retirándose cuando podían haber mantenido la posición e incluso en algunos casos llegando a desertar, primero las levas campesinas y luego también los verdaderos guerreros.
A la inversa, la magia también alentaba a los de Wexland. Algunos eran conscientes de que Vladawen era el que estaba detrás de esos sucesos, muchos otros no, pero fuera cual fuera el caso, sin duda atribuían la ayuda a su nuevo dios. Hasta la fecha, El Que Permanece había demostrado una cierta deidad, pero ahora, tras haber puesto a prueba la fe de sus adoradores y haber comprobado que ésta era fuerte, empleaba su poder generosamente para socorrerlos en su hora de máxima necesidad.
Naturalmente, eso los hacía sentirse invencibles. Repelían cualquier ataque bajo las ordenes de sus superiores, y lanzaban cualquier otro que sus líderes le ordenaban, sin importarles el número de guerreros implicados. En contra de un enemigo tan inseguro y debilitado, este coraje a menudo hacía que las desigualdades fueran irrelevantes.
Estaba ya avanzada la tarde cuando Vladawen acabó por consumir la última pizca del verdadero poder del estoque. Desde ese momento sería una espléndida arma que llevar atada al costado, que le iba a permitir una gran ventaja mágica al combatir en duelo cuerpo a cuerpo, pero nada más. Eso no le importó. Había cumplido todo lo que de ella se había requerido. A sus pies, el poderoso ejército de Klum huía despavorido mientras los de Wexland continuaban presionándoles, haciendo que la victoria fuera absoluta.
El elfo tomó un profundo aliento. En lugar de eufórico se sentía más bien satisfecho. Quizá fuera porque estaba cansado, aunque realmente no sabía el motivo. Su misión no había sido particularmente agotadora. La espada había hecho lo más difícil.
—Bien —dijo—. Eso fue todo. Supongo que nosotros también deberemos partir.
Las llamas que Ópalo había creado habían ascendido con más viveza hacia arriba que hacia abajo, y sus caballos aún estaban con vida, pastando donde sus jinetes los habían dispuesto. Tras montar, los tres camaradas alcanzaron Gasslander poco antes del anochecer. El rey permanecía también sobre su montura, engullendo un pedazo de faisán. Cuando los vio venir, lanzó la comida a un lado y salió al galope a recibirlos.
—Amigos míos —dijo—. Mis queridos amigos, lo logramos. Lo lograsteis. —Un sirviente con armadura corrió tras él, dejando caer piezas de comida de una bandeja de peltre—. Comed algo, por favor. Debéis de estar hambrientos.
Vladawen sonrió.
—Me alegra veros, mi señor, gracias, pero creo que no será necesario que engullamos nuestra comida montados sobre nuestros caballos. Vuestra victoria es completa.
—Es posible —dijo Gasslander—. Pero hostigaremos a esa escoria durante la noche. Saquearon Wexland y se enfrentaron a El Que Permanece. ¿Por qué deberíamos dejar con vida a más de ellos de los que sea absolutamente necesario?
El elfo dudó.
—Comparto vuestra rabia, pero deberíais recordar que esencialmente estamos combatiendo para obligar al Emperador Klum a cumplir una concesión, nada más. De aquí en adelante aún deberéis convivir con él y con vuestros homólogos, los reyes de Darakeene.
Gasslander sonrió.
—Cumplirá esa concesión, no lo dudes, y lo hará más gustoso por cada hombre armado que pierda. Así que, que el dios te bendiga, te veré pronto. —Entonces dio la vuelta a su caballo.
—Podría necesitar a un mago —dijo Ópalo—. Y yo aún tengo un par de conjuros en mi cabeza sin utilizar. ¿Crees que me requerirá esta noche?
—Ve con él —dijo Vladawen—. Ve a vengar a Nindom, si es que eso te concede descanso. —Ella le dio las gracias y marchó cabalgando tras el rey.
Tratando de no sentirse apesadumbrado, el elfo se sentó y vio como otros grupos de hombres se adentraban en el crepúsculo bajo el mando de uno u otro oficial. Corrían apresurados a perpetrar una matanza inútil, una que por su propio desorden nadie, ni siquiera el profeta de su adorado y triunfante dios, podía evitar.
33
El desenlace daba la razón a Gasslander. Uno de los hijos de Klum, autorizado a hablar en nombre de su imperial padre, pronto trajo noticias de una oferta de paz y una exención extraordinaria: a partir de ese momento, el Rey de Wexland podría regir sobre sus propios asuntos de fe, según considerara conveniente, dentro de sus propias fronteras.
Los hombres de Wexland celebraron el armisticio con tanto entusiasmo como habían perseguido a sus enemigos, y Vladawen se vio obligado a presidir numerosos ritos de acción de gracias. Eso le impidió reunirse a menudo con Lillatu, hasta que una tarde ascendió hasta las más altas almenas del palacio de Gasslander. Una tormenta parecía estar surgiendo de la nada, y unas oscuras nubes se agrupaban sobre su cabeza, empujadas por el viento. En ese momento sintió una premonición. Era probable que ella también la hubiera sentido puesto que, a diferencia de toda la gente sensata que había corrido a refugiarse bajo techo, también se había rezagado allí arriba, justo en las fauces de ese tiempo que parecía empeorar por momentos.
La expresión de su boca era sombría, y sus cabellos negros serpenteantes giraban alrededor de su cabeza.
—¿Está ya aquí?
—Creo que podría ser así —contestó Vladawen—. El Que Permanece no era un dios de lluvia o tormentas, pero lo hemos revivido y hemos garantizado su fe. Parece apropiado que pueda renacer en el tronar de las grandes fuerzas de la naturaleza.
—Bien —dijo Lilly—. Supongo que será lo apropiado, entonces. —Se giró para observar la imponente masa de nubes. Una de ellas resplandeció al destellar un relámpago desde su interior.
Vladawen suspiró. Debía decirle algo, pero puede que no fuera el momento, o puede que ella no deseara escucharlo nunca. Entonces, sorprendiéndose a sí mismo, comenzó a hacerlo sin preocuparle lo que había pensado, tartamudeando un poco a pesar de todos sus estudios en elocuencia.
—Lillatu, he estado pensando sobre la trampa que nos une. Dos personas que son obligadas a amarse, que son conscientes de ello. Creo que ahí es donde reside la maldición. El resentimiento que surge lo envenena todo. Aun así, la mujer permanece junto al hombre, y es una amiga tan fiel como él puede desear. Hace cosas que deberían obligarlo a amarla fueran cuales fuesen las circunstancias. ¿Crees que es posible que crezca un verdadero aprecio tras ése que es falso y, siendo así, que deje entonces de importar aquella obligación inicial?
La asesina ni siquiera se giró.
—Creo que el hombre estaría siendo bastante estúpido y estaría perdiendo el sentido de la realidad que implica que la mujer también ha sido maldecida para hacerle mal, y sería bastante idiota olvidar que ese compañero en particular siempre la ha considerado la segunda, la tercera o incluso la más baja en su lista de prioridades.
—No puedo negar que así es como ha sido hasta ahora. Pero una vez que el dios vuelva, habré cumplido mi trabajo.
—No juegues con esos pensamientos. Sabes que no me amarás, ya no eres bueno en eso. Y yo... soy como Sendrian, después que Athentia lo transformase, y tú robaras su ojo. Él no podía volver a ser una persona hasta que alguien arreglara aquel agujero que tenía, y lo mismo me ocurre a mí. —Entonces caminó, alejándose.
Vladawen suspiró. Sabía que tenía razón, y que él estaba pensando como un idiota. Lo más probable era que El Que Permanece disipara el conjuro que los vinculaba, y que nunca más volvieran siquiera a desear posar sus ojos el uno sobre el otro.
Fuera como fuese, esas nimias preocupaciones no estaban a la altura de la ocasión. Vladawen volvió a mirar hacia arriba, hacia el cielo nublado. Asumió una posición de reverencia, y aguardó.
La larga noche que siguió a aquel momento lanzó truenos y relámpagos a su alrededor. La lluvia y el granizo lo golpearon, el viento lo sacudió y, de haberse tratado de una ocasión menos señalada, habría temido quedar electrocutado, o ser arrojado del lugar que ocupaba. Ahora apenas podía percibir una sensación de peligro o incomodidad, y era porque sentía que había unas fuerzas superiores en juego, las esencias del caos y de la magia entrelazándose tras ese tapiz que era el mundo visible.
En verdad podía sentirse parte de ellos, y fue así como supo, cuando la tormenta amainó para convertirse en una lluvia intermitente, que el dios no se había alzado. Entonces sintió la imperiosa necesidad de bajar a toda prisa de las almenas.
—¿Decepcionado?
Vladawen se giró. Belsamez apareció a su lado, encantadora en su hermosa forma élfica, que ahora le recordaba vagamente a Hareel.
—Así es —dijo él—. Creo que es bastante apropiado decir que lo estoy. Seguí tus instrucciones, Dama de las Pesadillas. Conseguí para El Que Permanece miles de nuevos devotos suplicantes. Legitimé su culto, me aseguré de que continuase en el futuro más inmediato. Y todo para nada. No fue más que una broma tuya ¿no es así?
—De ningún modo. ¿Cómo crees que pudiste inspirar en todos esos mortales esa fanática devoción por un extraño dios élfico? ¿Posees tú la elocuencia necesaria para lograr algo así?
Entonces, él dudó.
—No... no había pensado en eso.
—Muy acertado por tu parte. Mi hermano obró a través de ti. Desea regresar. Sentiste cómo lo intentaba esta misma noche, ¿no es así?
—Supongo que sí. Pero también he sentido como fracasaba. —Vladawen detestaba formularle preguntas, pero supuso que debía hacerlo—. ¿En qué situación nos coloca todo esto? ¿He fracasado? ¿Fue la guerra en vano?
—No. Wexland era un paso necesario, pero ahora debes seguir adelante.
—Seguir adelante.
—La muerte adora acoger a seres inmortales, y mientras más divinos sean éstos, mejor. Mantiene apresando a mi hermano desde hace un siglo. No lo dejará libre fácilmente, pero alguien, en algún lugar, podrá enseñarte cómo romper su presa.
—¡Maldita seas! —estalló Vladawen—. ¡Ya estoy harto de todo esto! ¡Por qué no me dices sencillamente lo que necesito saber, o mejor aún, haces por ti misma lo que tengas que hacer!
—Puede que incluso yo no sea omnipotente —contestó Belsamez—. Sea como sea, eres el sumo sacerdote de mi hermano. Estabas junto a él cuando murió, y lo vengaste. Todo ello te vinculó a él de una forma que yo no puedo igualar. En otras palabras, Él no puede salir de la tumba si no eres tú quien empuña la pala que vaya a desenterrarlo. —Sonrió—. Oh, vamos, alégrate, matatitanes. Puede que te diviertas con lo que venga ahora. Además, pronto será otoño, cuando todo empieza a decaer. Debería ser una época propicia para el estudio de la nigromancia. —Le lanzó un beso, adoptando aún más el semblante de Hareel, y se desvaneció.
Su partida hizo a Vladawen darse cuenta del frío reinante. Una persona imaginativa podría haber asociado esa sensación con la charla acerca de los misterios de la tumba, pero el elfo supuso que solo era consecuencia de lo mucho que se había mojado durante la noche.
34
Lilly se sentó sola en su habitación. Daba vueltas una y otra vez al puñal del dios, que sostenía entre sus manos. Ahora que la tormenta había acabado y que las nubes estaban desapareciendo, la plata parecía brillar con algo más de intensidad a la luz de la Luna de Belsamez, que refulgía a través de la ventana.
La asesina sabía que aquella esfera nacarada, que la pasada noche no había sido más que una sombra, no rondaría por mucho más tiempo en la ventana. La noche casi había acabado, y eso también era aplicable a ella misma. Había jurado que no vería la mañana.
Aún no sabía por qué había tomado y ocultado aquella arma del borde del acantilado que se extendía por encima del río de magma, ni tampoco por qué no había llegado a entregarla a Vladawen en las semanas que siguieron a aquel día. Era venganza, suponía, venganza por haberla abandonado a morir envenenada, por todo lo demás. Bueno, al menos podría hacerse con ella ahora, una vez la arrebatara de su cuerpo sin vida. Lilly se preguntaba si consideraría su suicidio una disculpa o una última expresión de resentimiento. Puede que fuera ambas cosas, pero suponía que la auténtica verdad era que, sencillamente, se sentía incapaz de continuar en su estado de mutilación. Era demasiado para ella.
Jugueteó con la empuñadura de la daga, tratando de encontrar la mejor manera de clavársela. Colocaba al arma en un ángulo bastante absurdo, poco elegante, pero acabó encontrando una forma que debía servir.
La hoja parecía brillar aun con más intensidad bajo la luz de la luna. Tomó aliento y cerró los ojos. Entonces se dio cuenta de que nunca se había estremecido al matar a otra persona, y se abrió a esa sensación. Enseguida pudo ver al lobo, justo ahí delante, como si hubiera surgido de la pared.
Si era posible, era incluso más grande, greñudo y salvaje de lo que podía haber imaginado. Su aspecto era aún más poderoso. Los ojos, dorados incluso en la oscuridad, oteaban los suyos, y pudo sentir como le recorría la calma, una sensación de cicatrización, de audacia y de confianza, que florecía allá donde la caída del dragón se la había arrebatado. Lilly lloró de alegría.
El lobo resopló. Parecía que se iba a dar la vuelta, pero no fue así, al menos no por lo que pudieron distinguir sus ojos bañados en lágrimas; simplemente desapareció.
Cuando la dicha amainó un tanto, Lilly se dio cuenta que aún seguía amenazándose con el puñal. Sonrió, y aquel impulso suicida ya le pareció ajeno, casi inaccesible, ahora que volvía a estar completa.
Ambos pensamientos se fundieron repentinamente para formar un tercero, acompañado de un intenso temor. Puede que estuviera completa porque poseía el puñal. Después de toda aquella inútil meditación, ¿no había sido la hoja del dios, brillando como la propia luna, la que había acabado por convocar al lobo? Y si era así, ¿significaría eso que la pérdida de la daga la volvería a dejar lisiada?
Supo inmediatamente que no iba a permitir, ni por lo más remoto, que eso ocurriera. ¿Por qué iba a ser así? No debía nada a Vladawen; toda deuda estaba de parte del elfo. Lilly se levantó para volver a enfundar el arma y colocarla de nuevo al fondo de su mochila.