Paul Auster
Brooklyn Follies
Título Original: Brooklyn Follies
Traducción: benito Gómez Ibáñez
A mi hija Sophie
OBERTURA
Estaba buscando un sitio tranquilo para morir. Alguien me recomendó Brooklyn, de manera que al día siguiente salí de Westchester y fui para allá a reconocer el terreno. No había vuelto en cincuenta y seis años, y no me acordaba de nada. Mis padres se habían ido de la ciudad cuando yo tenía tres años, pero el instinto me llevó al barrio donde habíamos vivido, arrastrándome como un perro herido al lugar donde nací. Un empleado de una agencia inmobiliaria de la zona me enseñó media docena de pisos en edificios de piedra rojiza, y a última hora de la tarde había alquilado un apartamento de dos habitaciones con jardín en la calle Uno, sólo a media manzana de Prospect Park. No tenía idea de quiénes eran mis vecinos, y no me importaba. Todos trabajaban de nueve a cinco, ninguno tenía hijos, así que en el edificio siempre habría un relativo silencio. Más que nada, eso era lo que buscaba. Un fin silencioso para mi triste y ridícula vida.
Ya se había firmado un contrato de compraventa para la casa de Bronxville, y una vez que se formalizaran las escrituras a finales de mes no habría problemas de dinero. Mi ex mujer y yo pensábamos repartimos lo que sacáramos de la venta, y con cuatrocientos mil dólares en el banco tendría más que suficiente para mantenerme hasta que exhalara el último aliento.
Al principio, no sabía cómo ocupar el tiempo. Me había pasado treinta y un años yendo y viniendo entre los barrios residenciales y Manhattan, donde estaba la oficina de la compañía de seguros de vida y accidente Mid-Atlantic, pero ahora que ya no trabajaba, al día le sobraban horas. Más o menos una semana después de mudarme al apartamento, mi hija Rachel, ya casada, vino de Nueva Jersey para hacerme una visita. Me dijo que lo que yo necesitaba era dedicarme a algo, buscarme una ocupación provechosa. Rachel no es ninguna tonta. Es doctora en bioquímica por la Universidad de Chicago y trabaja de investigadora en una gran empresa farmacéutica de las afueras de Princeton, pero, como digna hija de su madre, raro es el día en que dice algo que no sean lugares comunes: todas esas frases manidas e ideas trilladas que saturan los vertederos del saber contemporáneo.
Le expliqué que probablemente estaría muerto antes de que acabara el año, y eso de buscar ocupaciones me importaba un carajo. Por un momento, Rachel pareció a punto de echarse a llorar, pero contuvo las lágrimas y, parpadeando, me dijo que era una persona cruel y egoísta. No era de extrañar que «mamá» hubiera acabado divorciándose de mí, añadió, no le sorprendía que hubiera sido incapaz de aguantarlo más. Estar casada con un hombre como yo debía de ser una continua tortura, un verdadero infierno. Un verdadero infierno. Qué lástima, pobre Rachel: sencillamente no puede evitarlo. Mi única hija lleva veintinueve años habitando este mundo y ni una sola vez se le ha ocurrido una observación original, algo que sea genuina y enteramente suyo.
Sí, supongo que a veces me pongo desagradable. Pero no siempre; y no por principio. En mis días buenos, soy tan amable y simpático como el que más. No se puede ser tan buen agente de seguros como yo, al menos durante treinta largos años, sin ganarse la confianza de los clientes. Hay que ser agradable. Hay que saber escuchar. Hay que persuadir a la gente. Yo poseo todas esas cualidades y algunas más. No niego que también tenga mis malos momentos, pero todo el mundo sabe los peligros que acechan tras la puerta cerrada de la vida familiar. Eso puede ser un veneno para todos los interesados, especialmente cuando se descubre que, para empezar, probablemente no se está hecho para el matrimonio. Me encantaba acostarme con Edith, pero al cabo de cuatro o cinco años la pasión pareció haber agotado su curso, y a partir de ese momento estuve lejos de ser un marido perfecto. Por lo que dice Rachel, como padre tampoco he sido gran cosa. No quisiera contrariar sus recuerdos, pero lo cierto es que a mi manera las quería a las dos, y si a veces me encontraba en los brazos de otras mujeres, nunca me tomé en serio ninguna de aquellas aventuras. El divorcio no fue idea mía. A pesar de todo, tenía intención de quedarme con Edith hasta el final. Ella fue quien quiso separarse, y, dado el alcance de mis fechorías y transgresiones a lo largo de los años, verdaderamente no podía reprochárselo. Treinta y tres años viviendo bajo el mismo techo y, cuando nos fuimos cada uno por su lado, no habíamos llegado absolutamente a nada.
Dije a Rachel que tenía los días contados, pero eso no era más que una réplica acalorada a su inoportuno consejo, pura descarga hiperbólica. El cáncer de pulmón estaba remitiendo, y según lo que el oncólogo me había dicho a raíz del último examen, había motivos para un cauteloso optimismo. Eso no quería decir que le creyera, desde luego. El susto del cáncer había sido tan grande que seguía sin confiar en la posibilidad de superarlo. Estaba seguro de que iba a morirme, y una vez que me extirparon el tumor y pasé el extenuante suplicio de la radio y la quimioterapia, después de sufrir los largos periodos de náusea y mareos, la pérdida del pelo, la pérdida de la voluntad, la pérdida del trabajo, la pérdida de mi mujer, me resultaba difícil imaginar cómo iba a salir adelante. De ahí Brooklyn. De ahí el inconsciente regreso al lugar donde había empezado mi historia. Tenía casi sesenta años, y no sabía cuánto tiempo me quedaba. A lo mejor veinte años más; quizá sólo unos meses. Cualquiera que fuese el pronóstico médico de mi estado, lo fundamental era no dar nada por seguro. Mientras siguiera en este mundo, tenía que encontrar la manera de empezar a vivir otra vez, pero incluso si me moría pronto, debía hacer algo más que quedarme de brazos cruzados esperando el fin. Como de costumbre, mi científica hija tenía razón, aunque yo fuera demasiado terco para admitirlo. Debía buscar una ocupación. Debía ponerme las pilas y hacer algo.
Me mudé a principios de primavera, y durante las primeras mañanas me entretuve explorando el barrio, dando largos paseos por el parque y plantando flores en el jardín: una pequeña porción de terreno, llena de trastos y descuidada durante años. Iba a cortarme el renaciente pelo a la barbería Park Slope, en la Séptima Avenida, alquilaba vídeos en un sitio llamado Movie Heaven, y de paso paraba muchas veces en el Brightman's Attic, una librería de lance repleta y desordenada cuyo dueño era un extravagante homosexual llamado Harry Brightman (más sobre él dentro de poco). Casi todas las mañanas me preparaba el desayuno en el apartamento, pero como no me gustaba ni se me daba nada bien la cocina, solía ir a comer y a cenar al restaurante: siempre solo, siempre con un libro abierto delante, siempre masticando muy despacio para alargar la comida lo más posible. Tras probar las diversas posibilidades que me ofrecía el vecindario, me decidí por el Cosmic Diner para ir a almorzar. Allí la comida era mediocre por no decir otra cosa, pero una de las camareras era una adorable puertorriqueña llamada Marina, enseguida me quedé prendado de ella. Le doblaba la edad y además estaba casada, lo que hacía imposible cualquier idilio, pero era tan espléndidamente atractiva, tan amable conmigo, estaba siempre tan dispuesta a reírse de mis insípidas bromas, que cuando tenía el día libre suspiraba literalmente por ella. Desde un punto de vista estrictamente antropológico, descubrí que los habitantes de Brooklyn son menos reacios a hablar con desconocidos que cualquier tribu con que me haya tropezado antes. Se inmiscuyen en los asuntos ajenos cuando les viene en gana (señoras mayores regañando a jóvenes madres por no poner a sus hijos suficiente ropa de abrigo, transeúntes llamando la atención a quienes pasean al perro tirando demasiado fuerte de la correa); se disputan un aparcamiento con la rabia de niños de cuatro años; sueltan réplicas deslumbrantes como quien no quiere la cosa. Un domingo por la mañana, entré en una atestada delicatessen con el absurdo nombre de La Bagel Delight. Iba a pedir una rosquilla con canela y pasas, pero se me trabó la lengua y me salió una rosquilla con qué pasa. Sin inmutarse, el joven que estaba detrás del mostrador contestó: «Lo siento, de ésas no nos quedan. ¿Qué le parece una rosquilla con guasa?» Rápido. Con tan vertiginosa rapidez que casi me meo encima.
Tras aquel involuntario lapsus, se me acabó ocurriendo un plan que habría merecido la aprobación de Rachel. No era una idea genial, desde luego, pero al menos era algo, y si me dedicaba a ello con todo el rigor y la constancia con que pretendía hacerlo, tendría mi ocupación, el pequeño caballo de batalla que andaba buscando para salir de mi rutinaria y soporífera indolencia. Pese a lo modesto de la empresa, y con objeto de hacerme la ilusión de que me dedicaba a algo importante, decidí darle un título llamativo, un tanto ampuloso: El libro del desvarío humano. En él pensaba escribir, en un lenguaje lo más claro y sencillo posible, un relato de cada equivocación, torpeza y batacazo, de cada insensatez, flaqueza y disparate que hubiera cometido durante mi larga y accidentada existencia. Cuando no se me ocurrieran anécdotas que contar sobre mí mismo, escribiría cosas que hubieran sucedido a conocidos míos, y cuando esa fuente se agotara a su vez, me inspiraría en hechos históricos, recordando las locuras de mis congéneres a lo largo de los siglos, empezando por las civilizaciones perdidas de la antigüedad y llegando hasta los primeros meses del siglo XXI. Aunque no consiguiera otra cosa, pensé que podría suscitar unas cuantas carcajadas. No tenía el menor deseo de desnudar mi alma ni dedicarme a sombrías introspecciones. Adoptaría un tono ligero y burlesco de principio a fin, con el único propósito de distraerme y tener el día ocupado durante el mayor número de horas posible.
Pensaba en el proyecto como si fuese un libro, pero en realidad no lo era. Utilizando cuadernos de papel amarillo, hojas sueltas, el reverso de sobres e impresos publicitarios de préstamos y tarjetas de crédito, me dediqué a compilar lo que venía a ser una desordenada serie de notas, una mezcolanza de anécdotas sin relación entre sí que iba guardando en una caja de cartón a medida que las terminaba. El plan era más absurdo de lo que parecía. Algunas historias no pasaban de unas cuantas líneas, y buen número de ellas, en especial las relativas a la transposición de sonidos o la confusión de vocablos que tanto me gustaban, se componían de una sola frase. Hamburguesa con queso graseada en lugar de hamburguesa con queso braseada, por ejemplo, que una vez se me escapó cuando estaba en primero de instituto, o la declaración involuntariamente profunda, casi mística, que solté a Edith durante una de nuestras amargas peleas conyugales: Si no lo creo no lo veo. Cada vez que me sentaba a escribir, cerraba los ojos y dejaba que mis pensamientos vagaran en la dirección que les apeteciese. Imponiéndome esa especie de relajación, logré desenterrar toda una serie de elementos del pasado remoto, cosas que hasta entonces había creído perdidas para siempre. Un fugaz momento en sexto de primaria (por citar alguno de esos recuerdos), cuando un chico de la clase llamado Dudley Franklin soltó un pedo largo y estridente, semejante a un toque de corneta, durante un breve silencio en plena clase de geografía. Todos nos reímos, claro (nada resulta más gracioso en un aula llena de chicos de once años que una súbita ventosidad), pero lo que hacía a ese incidente distinto de la categoría de bochornos menores y lo elevaba a la calificación de clásico, de perdurable obra maestra en los anales de la vergüenza y la humillación, residía en el hecho de que Dudley fue lo bastante ingenuo como para cometer el error fatal de ofrecer una disculpa. «Perdón», dijo, bajando la mirada al pupitre y enrojeciendo hasta que sus mejillas parecieron un coche de bomberos recién pintado. Jamás debe reconocerse un pedo en público. Ésa es la ley no escrita, la única norma protocolaria que debe seguirse estrictamente en la etiqueta norteamericana. Los pedos no salen de nadie ni de ningún sitio en concreto; son emanaciones anónimas que tienen su origen en el conjunto del grupo, y aunque hasta el último de los presentes pueda señalar al culpable, la única actitud sensata consiste en negarlo. Sin embargo, el bobalicón de Dudley Franklin era demasiado honrado para hacer eso, y no le permitieron olvidar el incidente. Aquel mismo día se le puso el mote de Perdón Franklin, y todo el mundo lo llamó así hasta que acabamos el instituto.
Como parecía que las historias podían clasificarse en apartados diferentes, después de trabajar aproximadamente un mes en el proyecto, cambié de sistema y empecé a utilizar varias cajas en vez de una, lo que me permitía organizar las historias terminadas de manera más coherente. Una caja para deslices verbales, otra para percances físicos, otra para ideas fallidas, otra para meteduras de pata, y así sucesivamente. Poco a poco, fueron interesándome cada vez más los momentos cómicos de la vida cotidiana. No sólo los innumerables golpes que me he dado en la cabeza o en el dedo gordo del pie a lo largo de los años, ni tampoco únicamente la frecuencia con que se me han caído las gafas del bolsillo de la camisa cuando me he agachado para atarme los cordones de los zapatos (con la ulterior humillación de tropezar y pisadas), sino también las increíbles calamidades que me han venido sucediendo desde mi más tierna infancia. Bostezar en una merienda campestre en el Día del Trabajo de 1952 y dejar que me entrara en la boca abierta una abeja, insecto que accidentalmente, entre el asco y el súbito pánico, acabé tragando en lugar de escupir; o aún más inverosímil, disponerme a abordar un avión en un viaje de trabajo hará sólo siete años con la matriz de la tarjeta de embarque descuidadamente cogida entre el dedo corazón y el pulgar, y al soltarla a consecuencia de un empujón que me dieron por detrás, verla revolotear hacia la abertura del final de la rampa y la puerta del avión -el espacio más pequeño que pueda imaginarse, como mucho un milímetro-, y luego, para mi absoluto asombro, deslizarse limpiamente por aquella imposible abertura para aterrizar en la pista a siete metros bajo mis pies.
Ésos sólo son algunos ejemplos. Escribí docenas de relatos parecidos en los dos primeros meses, pero aunque hice cuanto pude por mantener un tono frívolo y ligero, descubrí que no siempre era posible. Todo el mundo está expuesto a caer en la melancolía, y confieso que hubo ocasiones en que sucumbí al cerco de la soledad y el abatimiento. Había dedicado la mayor parte de mi vida laboral a una actividad relacionada con la muerte, y puede que hubiera oído demasiadas historias deprimentes para no recordarlas cuando estaba con la moral baja. Toda la gente que había visitado a lo largo de los años, todas las pólizas que había hecho, todo el horror y la desesperación de que había tenido conocimiento al hablar con los clientes. Finalmente, añadí otra caja a mi colección. Le puse la etiqueta de «Destinos crueles», y la primera historia que guardé en ella fue la de un hombre llamado Jonas Weinberg. Le había hecho en 1976 una póliza de seguro de vida a todo riesgo por valor de un millón de dólares, una suma bastante considerable para la época. Recuerdo que acababa de celebrar su sexagésimo aniversario, era médico, especialista en medicina interna, trabajaba en el Hospital Presbiteriano de Columbia y hablaba inglés con un leve acento alemán. Hacer seguros de vida no es una actividad carente de pasión, y un buen agente ha de saber defenderse en los frecuentes momentos en que las deliberaciones con los clientes se vuelven difíciles y tortuosas. La perspectiva de la muerte hace pensar en asuntos serios, y aunque en parte ese trabajo sólo sea cuestión de dinero, también toca los más graves interrogantes metafísicos. ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Cuánto tiempo más voy a vivir? ¿Cómo podría proteger a las personas que quiero cuando ya no esté en este mundo? Debido a su profesión, el doctor Weinberg poseía una aguda percepción de la fragilidad de la existencia humana, de lo poco que costaba borrar nuestro nombre del libro de los vivos. Nos encontramos en su apartamento de Central Park West, y una vez que le hube explicado todos los pros y los contras de las diversas pólizas a las que podía acogerse, se puso a rememorar su pasado. Había nacido en Berlín en 1916 y era hijo único, según me contó, y, tras la muerte de su padre en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, se crió solo con su madre, actriz de personalidad sumamente independiente y a veces turbulenta que nunca mostró la menor inclinación a casarse de nuevo. Si no interpreto mal sus palabras, creo que el doctor Weinberg insinuó que su madre prefería las mujeres a los hombres, y en los años caóticos de la República de Weimar debió de hacer alarde de tal preferencia de manera descarada. A diferencia de la obstinada Frau Weinberg, el joven Jonas era un muchacho silencioso y amante de los libros que sobresalía en los estudios y soñaba con ser médico o científico. Tenía diecisiete años cuando Hitler se hizo con el poder, y al cabo de unos meses su madre empezó los preparativos para sacarlo de Alemania. Su padre tenía unos parientes en Nueva York, que aceptaron acogerlo. Salió en la primavera de 1934, pero su madre, que ya había demostrado su capacidad de percibir los inminentes peligros para los no arios en el Tercer Reich, rechazó tercamente la oportunidad de marcharse también. Su familia había sido alemana durante cientos de años, explicó a su hijo, y un tirano de tres al cuarto no iba a mandarla al exilio. Pasara lo que pasase, estaba resuelta a aguantar hasta el final.
Por algún milagro, sobrevivió. El doctor Weinberg me dio pocos detalles (puede que él nunca llegara a conocer la totalidad de la historia), pero al parecer su madre fue ayudada en diversos momentos críticos por un grupo de amigos no judíos, y hacia 1938 o 1939 se las había arreglado para obtener una serie de documentos de identidad falsos. Cambió radicalmente de aspecto -cosa nada difícil para una actriz especializada en papeles de personajes excéntricos-, y con su nuevo nombre cristiano y tras mucho insistir consiguió un trabajo de contable en una mercería de una pequeña ciudad cerca de Hamburgo, disfrazada de rubia con gafas, anticuada y sin mucha gracia. Al acabar la guerra en la primavera de 1945, hacía once años que no veía a su hijo. Jonas Weinberg tenía casi treinta años por entonces, era todo un médico a punto de terminar su residencia en el Hospital Bellevue, y al enterarse de que su madre había sobrevivido a la guerra empezó a hacer los preparativos para que fuese a verlo a Estados Unidos.
Todo estaba previsto hasta el más mínimo detalle. El avión aterrizaría a tal y tal hora, estacionaría frente a tal y tal puerta, y Jonas Weinberg estaría allí para recibir a su madre. Justo cuando iba a salir hacia el aeropuerto, sin embargo, lo llamaron del hospital para una operación de urgencia. ¿Qué remedio le quedaba? Era médico, y por ansioso que estuviera de volver a ver a su madre después de tantos años, se debía en primer lugar a sus pacientes. Un nuevo plan se puso enseguida en marcha. Llamó a las líneas aéreas y les pidió que enviaran a alguien para que recibiera a su madre cuando llegara a Nueva York y le explicara que lo habían llamado a última hora y que tenía que ir sola en taxi a Manhattan. Le dejaría una llave al portero de su edificio para que subiera y lo esperase en su apartamento. Frau Weinberg hizo lo que le dijeron y enseguida cogió un taxi. El conductor salió a toda velocidad, y diez minutos más tarde perdía el control del volante y se estrellaba de frente contra otro coche. Tanto el taxista como su pasajera resultaron heridos de gravedad.
Para entonces, el doctor Weinberg ya había llegado al hospital y se disponía a empezar la operación quirúrgica. Duró poco más de una hora, y cuando terminó, el joven doctor se lavó las manos, se puso la ropa de calle y salió apresuradamente del vestuario, ansioso por volver a casa y reunirse por fin con su madre. Nada más poner el pie en el pasillo, vio que metían una camilla con otro paciente en el quirófano.
Era la madre de Jonas Weinberg. Según lo que me contó el doctor, murió sin recobrar el conocimiento.
UN ENCUENTRO INESPERADO
Llevo más de una docena de páginas parloteando sin parar, pero hasta ahora mi único objetivo ha sido presentarme ante el lector y preparar la escena para la historia que me dispongo a narrar. Yo no soy el personaje principal de este relato. La distinción de llevar el título de protagonista de este libro corresponde a mi sobrino Tom Wood, el único hijo varón de mi difunta hermana June. La Chinche, como solíamos llamarla de pequeña, nació cuando yo tenía tres años, y fue su llegada lo que precipitó el hecho de que nuestros padres se trasladaran de un minúsculo apartamento de Brooklyn a una casa de Garden City, en Long Island. Siempre hicimos muy buenas migas, June y yo, y cuando se casó veinticuatro años más tarde (seis meses después de la muerte de nuestro padre), fui yo quien la condujo al altar y la entregó a su marido, un periodista de la sección de economía del New York Times llamado Christopher Wood. Tuvieron dos hijos (mi sobrino, Tom, y mi sobrina, Aurora), pero el matrimonio se rompió al cabo de quince años. Un par de años después, June volvió a casarse, y de nuevo la acompañé hasta el altar. Su segundo marido era un acomodado agente de Bolsa de Nueva Jersey, Philip Zorn, cuyo bagaje incluía a dos ex esposas y una hija ya crecida, Pamela. Luego, a la edad horriblemente joven de cuarenta y nueve años, una tarde sofocante de mediados de agosto June sufrió una hemorragia cerebral masiva mientras trabajaba en el jardín y murió al día siguiente antes de que volviera a salir el sol. Para su hermano mayor, fue sin duda el golpe más duro que había recibido en la vida, y ni siquiera el cáncer y la amenaza de la muerte unos años después le causó tanto dolor como el que sintió entonces.
Después del entierro perdí el contacto con la familia, y cuando me encontré con Tom en la librería de Harry Brightman el 23 de mayo de 2000, hacía casi siete años que no lo veía. Era mi preferido, e incluso cuando era un renacuajo siempre me había parecido un fuera de serie, una persona destinada a lograr grandes cosas en la vida. Sin contar el día del entierro de June, la última vez que hablamos fue en casa de su madre en South Orange, en Nueva Jersey. Tom acababa de licenciarse en Comell con las máximas calificaciones, y estaba a punto de marcharse a la Universidad de Michigan con una beca de cuatro años para estudiar literatura norteamericana. Se estaban cumpliendo todas mis predicciones con respecto a él, y recuerdo aquella comida familiar como una cálida celebración, con todos nosotros alzando las copas y brindando por el éxito de Tom. Cuando yo tenía su edad, esperaba seguir un camino similar al que mi sobrino había escogido. Como él, en la facultad había cursado la especialidad de inglés, con la secreta ambición de seguir estudiando literatura o quizá probar suerte con el periodismo, pero me faltó valor para hacer alguna de las dos cosas. La vida se metió por medio -dos años en el ejército, trabajo, matrimonio, responsabilidades familiares, necesidad de ganar cada vez más dinero, toda esa cagada que nos deja empantanados cuando no tenemos los cojones de luchar por lo que queremos-, pero nunca perdí el interés por los libros. Leer era mi válvula de escape, mi desahogo y mi consuelo, mi estimulante preferido: leer por puro placer, por la hermosa quietud que te envuelve cuando resuenan en la cabeza las palabras de un autor. Tom siempre había compartido esa afición conmigo, y desde que cumplió cinco o seis años, me había preocupado de enviarle libros varias veces al año; no sólo por su cumpleaños o navidades, sino siempre que descubría algo que creía de su gusto. Le inicié en la lectura de Poe cuando tenía once años, y como Poe se contaba entre los autores que había tratado en la tesina, era muy natural que aquel día quisiera hablarme de su trabajo; como también era normal que a mí me interesara escucharlo. Para entonces ya habíamos acabado de comer, y los demás habían salido a sentarse al jardín, pero Tom y yo nos quedamos en el comedor, terminándonos el vino.
– A tu salud, tío Nat -brindó Tom, alzando la copa.
– A la tuya, Tom -respondí-. Y por El Edén imaginario: vida y pensamiento en la Norteamérica anterior a la Guerra de Secesión.
– Pretencioso título, lamento decir. Pero no se me ha ocurrido nada mejor.
– Está bien que sea pretencioso. Eso hace que los profesores presten atención. Has sacado sobresaliente cum laude, ¿no es cierto?
Modesto como siempre, Tom hizo un amplio gesto con la mano, como quitando importancia a la nota.
– En parte sobre Poe, has dicho -proseguí-. ¿Y, en parte, sobre quién más?
– Thoreau.
– Poe y Thoreau.
– Edgar Allan Poe y Henry David Thoreau. Una rima desafortunada, ¿no crees? Todas esas oes llenando la boca. Me hace pensar en alguien que estuviera bajo la impresión de una eterna sorpresa. ¡Oh! ¡Oh, no! ¡Oh, roe! ¡Oh, Thoreau!
– Un inconveniente menor, Tom. Pero pobre de aquel que lea a Poe y se olvide de Thoreau. ¿No es verdad?
Tom esbozó una amplia sonrisa, y luego volvió a levantar la copa.
– A tu salud, tío Nat.
– A la tuya, doctor Pulgarcito -contesté.
Tomamos otro trago de burdeos. Al dejar la copa sobre la mesa, le pedí que me resumiera su línea de argumentación.
– Se trata de mundos inexistentes -empezó a explicar mi sobrino-. Es un estudio sobre el refugio interior, un mapa del territorio adonde se va cuando ya no es posible vivir en el mundo real.
– La imaginación.
– Exacto. Primero, Poe, y un análisis de tres de sus obras más olvidadas: Filosofía del mobiliario, La casita de Landor y El señorío de Arnheim. Consideradas por separado, estas obras son simplemente curiosas, excéntricas. Pero, vistas en conjunto, ofrecen un sistema plenamente elaborado de las aspiraciones humanas.
– No las he leído. Creo que ni siquiera he oído hablar de ellas.
– Dan una descripción de la habitación ideal, la casa ideal, el paisaje ideal. Después salto a Thoreau y examino la habitación, la casa y el paisaje tal como se presentan en Walden.
– Lo que se llama un estudio comparativo.
– Nadie pone nunca a Poe y Thoreau en el mismo plano. Representan extremos opuestos del pensamiento norteamericano. Pero ahí está lo bueno. Un borracho del Sur…, políticamente reaccionario, de modales aristocráticos, imaginación fantasmagórica. Y un abstemio del Norte…, de opiniones radicales, comportamiento puritano, lúcido en su trabajo. Poe representa el artificio y la oscuridad de una habitación a medianoche. Thoreau es la sencillez y la claridad del aire libre. A pesar de sus diferencias, sólo se llevaban ocho años, lo que los hace casi exactamente contemporáneos. Y ambos murieron jóvenes: a los cuarenta y cuarenta y cinco años. Entre los dos, apenas vivieron más que un viejo, y ninguno de ellos dejó descendencia. Con toda probabilidad, Thoreau llegó virgen a la tumba. Poe se casó con su prima adolescente, pero aún queda la incógnita de si el matrimonio llegó a consumarse antes de la muerte de Virginia Clemm. Llámalos paralelismos, coincidencias, pero esos hechos externos son menos importantes que la íntima verdad de su vida. A su manera desenfrenadamente personal, a los dos les dio por reinventar Norteamérica. En sus reseñas y artículos críticos, Poe combatió por una nueva literatura autóctona, una literatura norteamericana libre de influencias inglesas y europeas. La obra de Thoreau representa una incesante arremetida contra el orden establecido, una batalla por encontrar una nueva forma de vivir en esta tierra. Ambos creían en Norteamérica, y los dos opinaban que este país se estaba yendo al carajo, aplastado por una creciente montaña de máquinas y dinero. ¿Cómo iba alguien a pensar en medio de toda aquella barahúnda? Ambos querían alejarse de eso. Thoreau se marchó a las afueras de Concord, haciendo como si se hubiera exiliado en el bosque; sin otra razón que la de demostrar que eso era perfectamente factible. Con tal de tener el valor de rechazar las imposiciones de la sociedad, todo el mundo podía vivir como le diera la gana. ¿Y con qué objeto? Para ser libre. Pero ¿libre para qué? Para leer, para escribir libros, para pensar. Para ser libre y escribir un libro como Walden. Poe, por su parte, se refugió en un sueño de perfección. Echa una mirada a Filosofía del mobiliario, y descubrirás que su habitación imaginaria estaba concebida exactamente con el mismo propósito. Es un recinto para leer, escribir y pensar. Un lugar de contemplación, un refugio silencioso donde el espíritu puede hallar al fin cierto grado de paz. ¿Utopía imposible? Sí. Pero también alternativa sensata a las condiciones de la época. Porque el caso era que Norteamérica se estaba yendo verdaderamente al carajo. El país se encontraba dividido en dos, y todos sabemos lo que pasó sólo un decenio después. Cuatro años de muerte y destrucción. Un baño de sangre provocado por las mismas máquinas que debían hacernos felices y ricos a todos.
El chico era tan listo, tan elocuente, tan culto, que me sentí honrado de contarme entre los miembros de su familia. A los Wood les había tocado pasar una época bastante mala, pero al parecer Tom había capeado el temporal de la ruptura de sus padres -así como las tormentas adolescentes de su hermana, que se había rebelado contra el segundo matrimonio de su madre, escapándose de casa a los diecisiete años- con una actitud ante la vida sobria, reflexiva y un tanto perpleja, y yo lo admiraba por haberse mantenido con los pies bien puestos sobre la tierra. Tom no tenía mucho contacto con su padre, que inmediatamente después del divorcio se había marchado a California para trabajar en el Los Angeles Times, y al igual que su hermana no sentía gran afecto ni respeto por el segundo marido de June. Su madre y él, en cambio, estaban muy unidos, y habían sobrellevado el drama de la desaparición de Aurora como buenos compañeros, soportando hasta el final las mismas pesadumbres y esperanzas, las perspectivas sombrías, la ansiedad inacabable. Rory había sido una de las niñas más divertidas y encantadoras que yo había conocido en la vida: un torbellino de frescura y atrevimiento, una sabihonda, un mecanismo inagotable de espontaneidad y diabluras. Ya cuando tenía dos o tres años, Edith y yo nos referíamos a ella como la Niña Risueña, y según crecía se iba convirtiendo en la animadora de la familia Wood, una payasa cada vez más taimada y revoltosa. Tom sólo le llevaba dos años, pero siempre se había ocupado de ella, y, una vez desaparecido su padre de escena, la mera presencia del hermano había constituido un factor de estabilidad en la vida de la muchacha. Pero entonces Tom se fue a la universidad y Rory se descontroló: primero, fugándose a Nueva York, y luego, tras una breve reconciliación con su madre, desapareciendo sin dejar rastro. En la época de aquella comida de celebración de la licenciatura de Tom, ya era madre soltera (había dado a luz a una niña llamada Lucy), y tras volver a casa el tiempo suficiente para endilgar la criatura a mi hermana, se esfumó de nuevo. Cuando June murió catorce meses después, Tom me informó en el funeral de que Aurora había vuelto poco antes para reclamar a la niña, marchándose de nuevo al cabo de dos días. No apareció en el entierro de su madre. Tal vez hubiera querido asistir, apuntó Tom, pero nadie sabía cómo ni dónde ponerse en contacto con ella.
A pesar de todos los desastres familiares, y de perder a su madre cuando sólo tenía veintitrés años, jamás puse en duda que Tom se abriría paso en el mundo. Tenía demasiadas cualidades para fracasar, una personalidad demasiado sólida para que los imprevisibles vientos del dolor y la mala suerte lo apartaran de su camino. En el funeral de su madre, iba como sumido en un letargo, abrumado por la pena. Probablemente debí hablar más con él, pero yo también estaba anonadado, demasiado afligido como para servirle de mucho. Unos abrazos, lágrimas compartidas, pero eso fue todo. Luego él volvió a Ann Arbor, y entonces nos perdimos de vista. La culpa fue sobre todo mía, pero Tom ya era lo bastante mayor para haber tomado la iniciativa, y podía haberme enviado noticias siempre que hubiese querido. O, si no a mí, a su prima hermana Rachel, que por entonces también estaba en la región central del país, en Chicago, haciendo sus estudios de doctorado. Se conocían desde muy niños y siempre se habían llevado bien, pero Tom tampoco se puso en contacto con ella. A medida que pasaban los años, de vez en cuando sentía una pequeña punzada de culpabilidad, pero yo también estaba pasando una mala racha (problemas de todo tipo: matrimoniales, de salud, de dinero), y tenía demasiadas cosas en que pensar para acordarme mucho de él. Siempre que lo hacía, me lo imaginaba siguiendo adelante con sus estudios, avanzando sistemáticamente en su carrera a medida que ascendía en el escalafón universitario. En la primavera de 2000, estaba seguro de que había conseguido un puesto en alguna universidad prestigiosa como Berkeley o Columbia: un joven y destacado intelectual que ya estaría trabajando en su segundo o tercer libro.
Es de imaginar entonces mi sorpresa cuando, al entrar en el Brightman's Attic aquella mañana de un martes de mayo, me encontré a mi sobrino sentado detrás del mostrador, devolviendo el cambio a una clienta. Afortunadamente, lo vi antes que él a mí. Sabe Dios las lamentables palabras que habrían salido de mis labios si no hubiera dispuesto de aquellos diez o quince segundos para asimilar la impresión. No me estoy refiriendo únicamente al hecho inverosímil de que estaba allí, trabajando de empleado en una librería de lance, sino también al cambio radical de su aspecto físico. Tom siempre había sido un tanto regordete. Le había tocado uno de esos cuerpos campesinos de huesos grandes, estructurados para soportar la carga de considerables pesos -obsequio genético de su ausente y medio alcohólico padre-, pero aun así la última vez que lo había visto se encontraba en bastante buena forma. Corpulento, sí, pero también fuerte y musculoso, de paso ágil y atlético. Ahora, siete años después, pesaba catorce o quince kilos más, estaba grueso y daba la impresión de ser más bajo. Le había salido papada justo debajo de la mandíbula, y hasta sus manos habían cobrado esa gordura fofa que se observa en los fontaneros de mediana edad. No era algo agradable de ver. Se había extinguido la chispa en los ojos de mi sobrino, y todo en él sugería derrota.
Cuando la clienta terminó de pagar el libro, me acerqué al sitio que acababa de desocupar, puse las manos en el mostrador y me incliné hacia delante. Daba la casualidad de que en aquel momento Tom estaba mirando al suelo, buscando una moneda que se le había caído. Me aclaré la garganta y dije:
– ¿Qué hay, Tom? Cuanto tiempo sin vernos.
Mi sobrino alzó la vista. Al principio, parecía enteramente desconcertado, y temí que no me hubiera reconocido. Pero un momento después empezó a sonreír, y mientras la sonrisa seguía extendiéndose en su semblante, me animé al ver que era la misma del Tom de siempre. Con un toque añadido de melancolía, quizá, pero no lo suficiente para que hubiese cambiado tan pro fundamente como en principio había temido.
– ¡Tío Nat! -gritó-. Pero ¿qué coño haces en Brooklyn?
Antes de que pudiera contestarle, salió precipitadamente del mostrador y me dio un fuerte abrazo. Para gran asombro mío, los ojos se me llenaron de lágrimas.
ADIÓS A LA CORTE
Poco después, me lo llevé a comer al Cosmic Diner. Pedimos café con hielo y unos sándwiches de pavo de dos pisos a la maravillosa Marina, con la que coqueteé de forma más abierta que de costumbre tal vez porque quería impresionar a Tom, o quizá sencillamente porque me sentía bastante animado. No me había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos a mi buen doctor Pulgarcito, y ahora resultaba que éramos vecinos, que vivíamos, por pura casualidad, a sólo dos manzanas de distancia en el antiguo reino de Brooklyn, en Nueva York.
Llevaba cinco meses en el Brightman's Attic, me explicó, y el motivo por el que no habíamos coincidido antes era porque él siempre estaba en la planta de arriba, elaborando los catálogos mensuales de la sección de libros raros y manuscritos de la librería de Harry, que era mucho más lucrativa que la venta de libros de segunda mano de la planta baja. Tom no era un empleado, y nunca se ocupaba de la caja, pero como el que trabajaba allí normalmente había tenido que ir al médico aquella mañana, Harry había pedido a Tom que lo sustituyera hasta su vuelta.
El trabajo no era como para enorgullecerse, prosiguió Tom, pero sí mejor que conducir un taxi, cosa que había hecho al dejar el doctorado y volver a Nueva York.
– ¿Cuándo fue eso? -pregunté, haciendo lo posible por disimular mi decepción.
– Hace dos años y medio -contestó-. Hice todos los cursos y pasé los orales, pero luego me quedé atascado con la tesis. Quise abarcar demasiado, tío Nat.
– Deja ya eso de tío Nat, Tom. Llámame Nathan, como todo el mundo. Ahora que tu madre está muerta, ya no tengo la impresión de ser tío de nadie.
– Como quieras, Nathan. Pero sigues siendo mi tío, te guste o no. La tía Edith probablemente ya no es mi tía, pero aunque la releguemos a la categoría de ex tía, Rachel continúa sien do mi prima, y tú sigues siendo mi tío.
– Tú llámame Nathan, Tom.
– Lo haré, tío Nat, te lo prometo. De ahora en adelante, siempre te llamaré Nathan. A cambio, quiero que me llames Tom. Nada de doctor Pulgarcito, ¿de acuerdo? No hagas que me sienta incómodo.
– Pero siempre te he llamado así. Incluso cuando eras pequeño.
– Y yo siempre te he llamado tío Nat, ¿no?
– Tienes toda la razón. Me rindo.
– Hemos entrado en una nueva era, Nathan. En la época posterior a la familia, a los estudios, al pasado de Glass y Wood.
– ¿Posterior al pasado?
– Pasamos al ahora. Y también al después. Pero ya nada de pensar en el pasado.
– Agua pasada, Tom.
El ex doctor Pulgarcito cerró los ojos, echó la cabeza atrás y alzó un dedo en el aire, como quien trata de recordar algo hace mucho olvidado. Entonces, en un tono sombrío y burlescamente teatral, recitó los primeros versos del Adiós a la corte, de Raleigh:
Como sueños vanos, así mis gozos ya expirados,
sin retorno ya mis días de halago,
mi amor perdido, y el capricho relegado:
sólo pena, no queda más pasado.
PURGATORIO
A nadie se le ocurre de pequeño que su destino es ser taxista, pero en el caso de Tom ese trabajo le sirvió como una forma particularmente penosa de expiación, una manera de purgar el derrumbamiento de sus ambiciones más queridas. No es que alguna vez hubiese esperado gran cosa de la vida, pero lo poco que quería resultó estar fuera de su alcance: acabar su doctorado, encontrar un puesto en el departamento de inglés de alguna universidad, y luego pasarse cuarenta o cincuenta años dando clase y escribiendo sobre literatura. En eso se cifraban todas sus aspiraciones, además de tener una mujer, quizá, y una pareja de críos para rematar el asunto. No era pedir demasiado, pero al cabo de tres años de esforzarse en escribir la tesis, Tom comprendió finalmente que no tenía capacidad para llevarla a buen término. O que, si la tenía, ya no estaba seguro de que valiera la pena. De modo que se marchó de Ann Arbor y volvió a Nueva York, con veintiocho años y sin la menor idea de adónde iba ni del giro que su vida estaba a punto de dar.
Al principio, el taxi no fue más que una solución provisional, una medida de urgencia para pagar el alquiler mientras encontraba otra cosa. Buscó durante varias semanas, pero justo entonces todos los puestos docentes en la enseñanza privada estaban ocupados, y una vez que se acostumbró a su agotador turno de doce horas diarias, cada vez se sentía menos motivado para buscar otro trabajo. Lo que era provisional empezó a parecer definitivo, y aunque por un lado Tom se daba cuenta de que se estaba yendo a la mierda, por otro pensaba que aquel trabajo quizá le serviría de algo, que si prestaba atención a lo que hacía y a los motivos que lo impulsaban a hacerlo, el taxi le enseñaría ciertas cosas que no podría aprender en ningún otro sitio.
No siempre tenía una idea clara de cuáles eran esas cosas, pero mientras daba vueltas por las avenidas en su traqueteante Dodge amarillo de cinco de la tarde a cinco de la madrugada durante seis días a la semana, no cabía duda de que las iba aprendiendo bien. Los inconvenientes del trabajo eran tan manifiestos, tan ubicuos, tan insoportables, que si no encontraba el modo de no hacerles caso, se estaba condenando a una vida de amargura y resentimiento sin fin. El prolongado horario, la escasa paga, el peligro físico, la falta de ejercicio: ésos eran los factores principales, y aspirar a modificarlos era tan impensable como creer que podía cambiarse el tiempo. ¿Cuántas veces había oído aquella frase a su madre cuando era pequeño? «No se puede cambiar el tiempo, Tom», insistía June, queriendo decir que algunas cosas son sencillamente lo que son, y que no hay más remedio que aceptarlo. Tom entendía aquel principio, pero eso nunca le impidió maldecir las tormentas de nieve ni los vientos fríos que azotaban su menudo y estremecido cuerpo. Ahora la nieve volvía a caer. Su vida se había convertido en una larga lucha contra los elementos, y si alguna vez había surgido un momento que permitiera quejarse justificadamente del tiempo, ese momento era aquél. Pero Tom no se quejó. Y no sintió lástima de sí mismo. Había encontrado un medio para expiar su estupidez, y si era capaz de sobrevivir a la experiencia sin descorazonarse demasiado, entonces quizá habría cierta esperanza para él. Si se empeñaba en seguir con el taxi, no era por hacer de la necesidad virtud. Buscaba un medio de precipitar ciertos acontecimientos ignotos, y hasta que supiera cuáles eran, no tendría derecho a liberarse de aquella esclavitud.
Vivía en un apartamento de una sola habitación en la esquina de la Octava Avenida con la calle Tres, un subarriendo a largo plazo conseguido gracias a un amigo de un amigo suyo que se había ido de Nueva York a trabajar a otra ciudad, Pittsburg o Plattsburgh, Tom nunca recordaba cuál era. Se trataba de una lúgubre celda semejante a un armario empotrado, con una ducha metálica en el baño, dos ventanas que daban a un muro de ladrillo, y una cocinita mínima que incluía un pequeño frigorífico y un hornillo de gas de dos fuegos. Una estantería, una silla, una mesa y un colchón en el suelo. Era el apartamento más pequeño en que había vivido nunca, pero como sólo pagaba cuatrocientos veintisiete dólares de alquiler mensual, Tom se sentía afortunado por tenerlo. En cualquier caso, el primer año no pasó mucho tiempo en él. Prefería andar por ahí, yendo a ver a antiguos amigos del instituto y la universidad que habían ido a parar a Nueva York, haciendo nuevas amistades a través de las viejas, gastándose el dinero en bares, saliendo con mujeres cuando surgía la ocasión, y en general tratando de llevar una vida normal; o algo que se pareciese a una vida normal. La mayoría de las veces, aquellos intentos de sociabilidad terminaban en un incómodo silencio. Sus antiguos amigos, que lo recordaban como un estudiante excepcional de conversación ingeniosa y divertida, se quedaban pasmados con lo que le había ocurrido.
Tom ya no pertenecía al grupo de los elegidos, y su caída parecía debilitar su confianza en ellos mismos, abriendo la puerta a un nuevo pesimismo sobre sus propias perspectivas de futuro. El hecho de que Tom hubiera engordado, de que su antigua condición de regordete estuviera ahora al borde de una bochornosa gordura, no arreglaba precisamente las cosas, pero aún más inquietante era comprobar que no tenía planes de ninguna clase, que jamás hablaba de lo que pensaba hacer para superar los problemas que él mismo se había creado y salir de nuevo adelante. Siempre que mencionaba su nueva ocupación, la describía en términos extraños, casi religiosos, teorizando sobre cuestiones tales como la energía espiritual y la importancia de encontrar el propio camino a través de la paciencia y la humildad, y eso confundía aún más a sus amigos, haciendo que se removieran inquietos en el asiento. Aquel trabajo no había embotado la inteligencia de Tom, pero ya nadie quería oír lo que tenía que decir, y menos aún las mujeres con las que hablaba, que esperaban de los jóvenes una plétora de ideas audaces y planes ingeniosos para conquistar el mundo. Tom las desconcertaba con sus dudas y su continuo examen de conciencia, con su actitud vacilante y sus oscuras disquisiciones sobre el carácter de la realidad. Ya dejaba bastante que desear el hecho de que se ganara la vida conduciendo un taxi, pero un taxista filósofo que además de vestirse con ropa del ejército tenía una buena barriga, era demasiado pedir. No dejaba de ser un tipo agradable, desde luego, y a nadie le caía antipático, pero no era un candidato aceptable; para casarse, no. Ni siquiera para una aventura fugaz.
Empezó a mostrarse cada vez más retraído. Pasó otro año, y tan completo era su aislamiento para entonces que el muchacho acabó pasando solo su trigésimo cumpleaños. Lo cierto era que se había olvidado de toda, esa cuestión de los aniversarios, y como nadie lo llamó para felicitarlo ni expresarle sus buenos deseos, no se acordó hasta las dos de la madrugada siguiente. En aquel momento se encontraba en pleno Queens, y acababa de dejar a dos empresarios borrachos en un club de strip-tease llamado Garden of Earthly Delights, y para celebrar el comienzo de la cuarta década de su existencia se dirigió al Metropolitan Diner de Northern Boulevard, se sentó en la barra y pidió un batido de chocolate con leche, dos hamburguesas y una ración de patatas fritas.
Si no llega a ser por Harry Brightman, quién sabe cuánto tiempo habría seguido en aquel purgatorio. La librería de Harry estaba situada en la Séptima Avenida, sólo a unas manzanas de donde vivía Tom, que había adquirido la costumbre de ir todos los días al Brightman's Attic. Rara vez compraba algo, pero antes de iniciar su turno de trabajo le gustaba pasar media hora o incluso una entera hojeando los libros usados en la planta baja. En las estanterías se amontonaban miles de libros -de todo tipo, desde diccionarios agotados a olvidados éxitos de librería, pasando por ediciones de las obras completas de Shakespeare encuadernadas en piel-, y Tom siempre se había sentido a gusto en aquella especie de mausoleo de papel, curioseando entre los montones de libros desechados y aspirando el polvoriento olor a viejo. En una de sus primeras visitas hizo una pregunta a Harry sobre cierta biografía de Kafka, y a partir de ahí entablaron conversación. Ésa fue la primera de una serie de innumerables y pequeñas charlas, y aun cuando Harry no andaba siempre por allí cuando llegaba Tom (solía estar la mayor parte del tiempo en la planta de arriba), en los meses siguientes hablaron lo suficiente para que Harry supiese el nombre de su ciudad natal, conociese el tema de su frustrada tesis (Clarel, el poema épico de Melville, monumental e ilegible), y hubiese asimilado el hecho de que a Tom no le interesaba mantener relaciones amorosas con un hombre. Pese a esta última decepción, Harry no tardó mucho en comprender que Tom sería el encargado ideal para su sección de libros raros y manuscritos en la planta de arriba. No le ofreció el empleo una vez, sino una docena de veces, y a pesar de las reiteradas negativas de Tom, Harry nunca abandonó la esperanza de que un día contestara afirmativamente. Sabía que Tom estaba en hibernación, luchando ciegamente contra el tenebroso ángel de la desesperación, y que las cosas terminarían cambiando. Todo eso era cierto, aunque Tom no fuera consciente de ello todavía. Pero en cuanto llegara a comprenderlo, todos aquellos disparates sobre el taxi acabarían siendo como la ropa sucia del día anterior.
A Tom le gustaba hablar con Harry porque era una persona franca y con chispa, un hombre con una labia tan estimulante y contradicciones tan absurdas que no se sabía con qué iba a salir a continuación. Por su aspecto, cualquiera lo habría tomado simplemente por otro de esos sarasas maduros de Nueva York. Toda su recargada apariencia estaba calculada para dar precisamente esa impresión -cejas y pelo teñidos, pañuelos de seda al cuello, chaquetas azules con escudos de club de yates, expresiones amaneradas-, pero una vez que se le conocía un poco, resultaba que Harry era un individuo exigente y perspicaz. Había algo provocativo en aquella manera suya de hablar, ingeniosa y punzante, que infundía el deseo de replicar adecuadamente a sus taimadas preguntas sobre asuntos personales. Con Harry, limitarse a responder nunca era suficiente. Debía haber cierta gracia en lo que uno decía, la efervescencia suficiente para demostrar que no se era simplemente otro zopenco que iba a trancas y barrancas por la vida. Y en vista de que en buena parte así era como se sentía por aquel entonces, Tom tenía que hacer un esfuerzo especial por mantener el tipo a la hora de hablar con Harry. Ese esfuerzo era lo que más le atraía de sus conversaciones. A Tom le gustaba pensar deprisa, y llevar su capacidad discursiva por senderos inhabituales, verse obligado a mantenerse alerta, le resultaba tonificante. Tres o cuatro meses después de su primera charla -cuando apenas se conocían, y por tanto no eran ni amigos ni asociados-; Tom se dio cuenta de que, entre todos sus conocidos de Nueva York, con nadie hablaba más francamente que con Harry Brightman.
Y sin embargo Tom siguió resistiéndose a su ofrecimiento. Durante más de seis meses rechazó las propuestas del librero para que trabajara con él, y en ese tiempo alegó tantas razones diferentes, expuso tal cantidad de argumentos para que Harry buscara a otro, que los dos acabaron tomando a broma su reticencia. Al principio, Tom se empeñaba en defender las virtudes de su trabajo, improvisando complejas teorías sobre el valor ontológico de la vida de taxista.
– Abre un camino directo a la inconsistencia del ser -sentenciaba, esforzándose por no sonreír mientras imitaba la jerga de su pasado universitario-, un espacio único por donde acceder a las caóticas infraestructuras del universo. Te pasas la noche dando vueltas por la ciudad, sin saber nunca adónde vas a ir a parar. Un cliente sube a la parte de atrás del taxi, te dice que lo lleves a tal y tal sitio, y ahí es adonde te diriges. Riverdale, Fort Greene, Murray Hill, Far Rockaway, la otra cara de la luna. Todo destino es arbitrario, toda decisión está regida por el azar. Ya puedes ir derecho, zigzaguear, llegar lo más rápido posible, pero en el fondo no tienes ni voz ni voto en el asunto. Eres un juguete de los dioses, y no tienes voluntad propia. Sólo estás para satisfacer los caprichos de la gente.
– Y esos caprichos -decía Harry, inyectando un malicioso destello a su mirada-…, qué atrevidos deben ser esos caprichos. Apuesto a que ves cantidad de ellos en el espejo retrovisor.
– He visto de todo lo habido y por haber, Harry. Masturbación, fornicación, embriaguez en todas sus formas. Vómito y semen, mierda y meados, sangre y lágrimas. En uno u otro momento, todos los fluidos humanos se han derramado en el asiento trasero de mi taxi.
– ¿Y quién limpia todo eso?
– Pues yo. Es mi trabajo.
– Bueno, jovencito, recuerda entonces -decía Harry, llevándose el dorso de la mano a la frente en un fingido desvanecimiento de diva- que, cuando vengas a trabajar a mi establecimiento, descubrirás que los libros no sangran. Y desde luego no defecan.
– También hay buenos momentos -añadía Tom, resistiéndose a que Harry dijera la última palabra-. Indelebles momentos de gracia, éxtasis minúsculos, milagros inesperados. Pasar tranquilamente por Times Square a las tres y media de la madrugada, sin nada de tráfico, y encontrarte de pronto solo en el centro del mundo, con esa lluvia de luces de neón cayéndote encima. Hacer que el velocímetro pase de ciento veinte por el Belt Parkway justo antes de amanecer y sentir cómo te inunda el olor del océano por la ventanilla abierta. O cruzar el Puente de Brooklyn en el preciso instante en que la luna llena aparece en medio del arco, y eso es lo único que se ve, la brillante esfera amarilla de la luna, tan grande que da miedo, y entonces te olvidas de que vives aquí en la tierra y te imaginas que en realidad estás flotando por el espacio. Ningún libro puede reproducir esas cosas. Estoy hablando de la verdadera trascendencia, Harry. De salir del cuerpo y entrar en la plenitud y el espesor del mundo.
– Para hacer eso no necesitas conducir un taxi, muchacho. Cualquier cacharro te serviría.
– No, es distinto. Con un coche normal, evitarías el aspecto desagradable del trabajo, y ésa es la base de toda la experiencia. El cansancio, el aburrimiento, la embrutecedora monotonía. Entonces, de pronto, sientes un súbito ramalazo de libertad, unos instantes de auténtica y absoluta dicha. Pero eso hay que pagarlo. Sin tedio, no hay gozo.
Tom no tenía idea de por qué se resistía de aquel modo a la oferta de Harry. No creía en la décima parte de las cosas que le decía, pero cada vez que volvía a salir a la luz la cuestión de cambiar de trabajo, se cerraba en banda y empezaba a soltar sus absurdos argumentos y justificaciones. Tom era consciente de que estaría mejor trabajando con Harry, pero la perspectiva de convertirse en empleado de una librería de lance no le resultaba muy halagüeña, no se parecía en nada a la idea que tenía cuando soñaba con rehacer su vida. No era un gran paso adelante, desde luego, una verdadera nimiedad comparado con todo lo que había perdido. De modo que los ofrecimientos continuaron, y cuanto más desprecio sentía Tom por su trabajo, con mayor ahínco defendía su propia inercia; y cuanto más apático se mostraba, más se despreciaba a sí mismo. La conmoción de cumplir los treinta en aquellas circunstancias funestas le hizo mella, pero no hasta el punto de impulsado a tomar medidas, y aunque su cena en la barra del Metropolitan Diner había concluido con la determinación de encontrar otro trabajo como mucho un mes después de aquella noche, cuando ese mes llegó a su fin seguía trabajando en la Compañía de Taxis Tres D. Tom siempre había tenido curiosidad por saber lo que significaban las tres D, y ahora creyó adivinado. Desolación, Destrucción, Desintegración. Informó a Harry de que consideraría su oferta, pero luego no hizo nada, igual que siempre. Si no hubiera sido por un drogata tartamudeante que en pleno colocón le puso una pistola en el cuello en la esquina de la calle Cuatro y la Avenida B una fría noche de enero, ¿quién sabe cuánto tiempo más habría durado aquel tira y afloja? Pero Tom comprendió al fin, y cuando a la mañana siguiente fue a la tienda de Harry y le comunicó que había decidido aceptar el trabajo, su época de taxista había concluido para siempre.
– Tengo treinta años -declaró a su nuevo jefe- y peso veinte kilos de más. Hace más de un año que no me acuesto con una mujer, y en las últimas doce mañanas he soñado con atascos en doce sitios distintos de la ciudad. Podría equivocarme, pero creo que estoy preparado para cambiar de vida.
CAE UN VELO
De manera que Tom empezó a trabajar con Harry Brightman sin sospechar siquiera que esa persona no existía. No era más que un nombre, y la vida asociada a ese nombre nunca se había vivido. Eso no impedía que Harry contara historias de su pasado, pero como ese pasado era una invención, casi todo lo que Tom creía saber sobre Harry era falso. Nada de infancia en San Francisco con el padre médico y la madre de alta sociedad. Nada de Exeter y Brown. Nada de desheredación ni de fuga a Greenwich Village en el verano de 1954. Nada de años de vagabundeo por Europa. Harry era de Buffalo, en el estado de Nueva York, y jamás había sido pintor en Roma ni director de teatro en Londres ni asesor de una casa de subastas en París. El único dinero con que contaba la familia procedía de la paga semanal que su padre llevaba a casa por clasificar cartas en la administración central de correos, y cuando Harry se marchó de Buffalo a los dieciocho años, no fue para ir a la universidad, sino para alistarse en la Marina. Al licenciarse cuatro años después, logró aprobar algunas asignaturas en la Universidad De Paul de Chicago, pero le pareció que era demasiado mayor para seguir estudiando y lo dejó al cabo de tres semestres. Se quedó en Chicago, sin embargo, y la historia de cómo había llegado a Nueva York nueve años antes (después de perder su dinero en Londres en un fraude bursátil) no era sino otro producto de su imaginación. No obstante, era cierto que llevaba nueve años viviendo en Nueva York, como también lo era el hecho de que al llegar no sabía absolutamente nada de libros. Pero entonces no se llamaba Harry Brightman; su nombre era Harry Dunkel. Y no había llegado a Nueva York procedente de Londres. Había cogido el avión en el aeropuerto O'Hare, y durante dos años y medio su dirección postal había sido la penitenciaría federal de Joliet, en Illinois.
Eso explicaba la renuencia de Harry a decir la verdad. No era moco de pavo empezar una nueva vida a los cincuenta y siete años, y cuando las únicas bazas con que cuenta una persona son el cerebro con que piensa y la lengua con que habla, ha de reflexionar cuidadosamente antes de abrir la boca y ponerse a decir algo. Harry no estaba avergonzado de lo que había hecho (lo habían pillado, eso era todo, ¿y desde cuándo era delito la mala suerte?), pero desde luego no tenía intención alguna de hablar de ello. Había dedicado demasiado tiempo y esfuerzo a crear el pequeño mundo que ahora habitaba, y no estaba dispuesto a consentir que nadie supiera lo mucho que había sufrido. Por tanto, Tom permaneció a oscuras sobre la vida de Harry en Chicago, que incluía una ex mujer, una hija de treinta y un años y una galería de arte en la Avenida Michigan que había dirigido durante diecinueve años. De haber estado al corriente de la estafa de Harry y su detención, ¿también habría aceptado Tom el trabajo que le ofrecían? Puede que sí. Pero también puede que no. Harry no podía estar seguro, y por esa razón se mordió la lengua y no le dijo una palabra.
Entonces, una mañana de principios de abril que llovía a cántaros, cuando aún no hacía un mes que me había instalado en el barrio, y aproximadamente tres meses y medio después de que Tom empezara a trabajar en el Brightman's Attic, cayó el espeso velo de misterio.
Todo empezó con la inesperada visita de la hija de Harry. Dio la casualidad de que Tom estaba abajo cuando ella entró en la librería: toda empapada, con el pelo y la ropa chorreando agua, una extraña y desmelenada criatura de mirada penetrante que despedía un olor acre y nauseabundo. Tom lo catalogó como el olor de los que no se lavan nunca, el olor de los chiflados.
– Quiero ver a mi padre -declaró, cruzándose de brazos y apretándose los codos con unos dedos temblorosos, manchados de nicotina.
Como Tom no sabía nada de la vida anterior de Harry, no tenía la menor idea de lo que estaba diciendo.
– Debe estar usted equivocada -repuso.
– No -replicó ella, súbitamente agitada, en un tono erizado de cólera-. ¡Soy Flora!
– Bueno, Flora -dijo Tom-, pues me parece que se ha equivocado de sitio.
– Puedo hacer que lo detengan, ¿sabe usted? ¿Cómo se llama?
– Tom.
– Claro. Tom Wood. Lo sé todo de usted. En medio del camino de la vida, me perdí en un bosque oscuro [1]. Pero usted es un ignorante y no conoce esas cosas. Un pobre hombre de esos a quienes los árboles no dejan ver el bosque.
– Oiga -repuso Tom, hablándole con una voz suave y conciliatoria-. Quizá sepa quién soy, pero yo no puedo hacer nada por complacerla.
– No sea descarado conmigo, señor mío. Sólo porque sea un bosque no significa que tenga buena madera. ¿Comprendo? [2] He venido a ver a mi padre, ¡y quiero verlo ahora mismo!
– Creo que no está -dijo Tom, cambiando bruscamente de táctica.
– ¿Cómo que no está? Ese delincuente vive en un apartamento del segundo piso. ¿Cree que soy idiota?
Flora se pasó los dedos por el pelo mojado, salpicando de agua una torre de libros recién adquiridos que habían colocado en una mesa cercana al mostrador. Luego, en medio de una tos profunda, se sacó un paquete de Marlboro de un bolsillo del amplio y desgarrado vestido. Tras encender un cigarrillo, tiró la cerilla encendida al suelo. Tom disimuló su sorpresa y, con calma, la apagó con el pie. No se molestó en decirle que en la librería estaba prohibido fumar.
– ¿A quién se refiere? -inquirió.
– A Harry Dunkel. ¿A quién, si no?
– ¿Dunkel?
– Significa oscuro, por si no lo sabe. Mi padre es un hombre oscuro, que vive en un bosque oscuro. Ahora dice que se llama Brightman, haciéndose pasar por un hombre claro, pero eso no es más que una broma. Sigue siendo oscuro. Y siempre lo será, hasta el día en que se muera.
REVELACIONES INQUIETANTES
A Harry le costó setenta y dos horas convencer a Flora de que volviera a tomar su medicación, y una semana entera persuadirla de que volviera con su madre a Chicago. Al día siguiente de su marcha, Harry invitó a Tom a cenar con él en la Mike amp; Toni Steak House, en la Quinta Avenida, y por primera vez desde su salida de la cárcel nueve años antes descubrió el pastel sobre su pasado: toda la cruda y necia historia de su disipada vida, pasando de la risa al llanto mientras se desahogaba frente a su incrédulo empleado.
Empezó en Chicago como dependiente en la sección de perfumería de Marshail Field's. Al cabo de dos años, ascendió a la posición algo más prestigiosa de ayudante de escaparatista, y sin duda ahí se habría quedado de no haber sido por su inverosímil matrimonio con Bette (pronúnciese bet) Dombrowski, hija menor del millonario Kad Dombrowski, popularmente conocido como el Rey de los Pañales del Midwest. La galería de arte que Harry abrió al año siguiente se montó enteramente con la fortuna de Bette, pero el hecho de que ese dinero le procurara unas comodidades y una posición social impensables hasta entonces no significaba que se casó con ella únicamente por su riqueza o que inició su nueva vida simulando lo que no era. Nunca dejó de ser absolutamente sincero con ella sobre la cuestión de sus tendencias sexuales, pero ni siquiera eso impidió que Bette viese en Harry al hombre más deseable que había conocido en la vida. Entonces ella ya andaba por los treinta y tantos años, era una mujer escasamente atractiva y sin experiencia que llevaba camino de convertirse en una eterna solterona, y sabía que si no se hacía valer y se casaba con Harry, estaba destinada a pasarse el resto de la vida en casa de su padre, donde se convertiría en objeto de menosprecio, la desmañada tía de los hijos de sus hermanos, una exiliada en el seno de su propia familia. Afortunadamente, las relaciones sexuales tenían para ella menos importancia que el cariño, y soñaba con compartir su vida con un hombre que le ofreciese algo de la animación y la confianza que a ella le faltaban. Si Harry quería permitirse algún escarceo o irse clandestinamente de jarana, ella no pondría objeciones. A condición, le dijo, de que siguieran casados y entendiera lo mucho que le quería.
Había habido mujeres en la vida de Harry. Desde los primeros años de la adolescencia, su historia sexual había sido un variado catálogo de deseos y apetitos que recaían a ambos lados de la barrera. Harry estaba contento de ser así, se alegraba de su inmunidad al prejuicio que lo hubiera obligado a pasarse la vida desdeñando los encantos de la mitad del género humano, pero hasta que Bette le propuso matrimonio en 1967, nunca se le había ocurrido que podría comprometerse con alguien, y mucho menos convertirse en marido. Harry se había enamorado muchas veces en el pasado, pero rara vez lo habían amado a él, y el ardor de Bette lo asombraba. No sólo se le entregaba sin reservas, sino que además le otorgaba total libertad.
También había, por supuesto, ciertos inconvenientes que superar. La familia de Bette, en primer lugar, y la despótica interferencia del fanfarrón de su padre, que periódicamente amenazaba con excluir del testamento a la hija a menos que se divorciara de aquel «repelente mariquita». Y luego, quizá aún más perturbadora, estaba la cuestión de la propia Bette. No la personalidad ni el carácter de Bette, sino su cuerpo, su apariencia física, con sus pequeños y bizqueantes ojos, los desagradables pelos negros que adornaban sus carnosos antebrazos. Harry poseía un gusto instintivo y altamente desarrollado para lo bello, y nunca se había enamorado de alguien que no fuera mínimamente atractivo. Si algo le hizo dudar si casarse con ella, fue la cuestión de su aspecto. Pero Bette era tan buena, y estaba siempre tan pendiente de él, que Harry dio el paso, consciente de que su primera misión como hombre casado sería la de convertir a su esposa en el facsímil de una mujer que fuera capaz -con la luz adecuada y en las circunstancias propicias- de suscitar en él una chispa de deseo. Algunas de aquellas mejoras fueron bastante fáciles de lograr. Sustituir sus gafas por lentes de contacto; poner al día su guardarropa; someter sus brazos y piernas a penosos tratamientos de depilación a intervalos regulares. Pero había otros factores, ajenos a la intervención de Harry, que dependían exclusivamente de los esfuerzos de su flamante esposa. Y Bette los realizó. Con toda la disciplina y abnegación de una hermana de la caridad, se puso a dieta y logró perder casi una quinta parte de su peso durante el primer año de matrimonio, pasando de sus antiestéticos setenta kilos a unos estilizados cincuenta y siete. Harry se conmovió ante la constancia de su voluntariosa Galatea, y a medida que Bette se transformaba bajo los cuidados y la atenta mirada de su marido, la creciente admiración que sentían el uno por el otro se convirtió en amistad firme y duradera. El nacimiento de Flora en 1969 no fue el resultado de una sola sesión preparada con esmero. Durante los primeros años de matrimonio Harry y Bette mantuvieron relaciones con la frecuencia suficiente para hacer que el embarazo fuese casi inevitable, un hecho consumado a priori. ¿Quién entre los amigos de Harry habría sido capaz de predecir tal cambio? Se había casado con Bette porque le había prometido libertad, pero una vez que empezaron a vivir juntos, descubrió que no tenía interés alguno en ejercerla.
La galería abrió sus puertas en febrero de 1968. Significaba, a sus treinta y cuatro años, el cumplimiento de un antiguo sueño, y Harry puso todo su empeño en que el negocio fuera un éxito. Chicago no constituía el centro del mundo artístico, pero tampoco era un páramo cultural, y en la ciudad había suficiente dinero en circulación para que una persona inteligente pudiera acabar con algo en el bolsillo. Tras un periodo de profunda reflexión, decidió poner a su galería el nombre de Dunkel Frères. Harry no tenía hermanos, pero consideró que aquel nombre daba cierto aroma de viejo mundo a la empresa, sugiriendo una larga tradición familiar en la compraventa de obras de arte. Tal como lo veía él, la conjunción entre el nombre alemán y el adjetivo francés crearía en la imaginación de sus clientes una llamativa y agradable confusión. Unos pensarían que la mezcla de lenguas se debía a ciertos antecedentes alsacianos. Otros atribuirían su procedencia a una familia judeoalemana que había emigrado a Francia. Y también habría quienes no tendrían la menor idea de qué pensar. Nadie estaría nunca seguro de los orígenes de Harry; y cuando alguien logra rodearse de un aura de misterio, siempre le resulta fácil manejar al público.
Se especializó en la obra de jóvenes artistas: cuadros, sobre todo, pero también esculturas e instalaciones, junto con un par de happenings, que aún estaban de moda a finales de los sesenta. La galería patrocinaba lecturas de poesía y soirées musicales, y como a Harry le interesaban todas las formas de lo bello, la galería Dunkel Freres no permanecía anclada en una estrecha posición estética. Pop y op, minimalismo y abstracción, pintura geométrica y fotografía, videoarte y neoexpresionismo: a medida que pasaban los años, Harry y su hermano fantasma expusieron obras que representaban todas las ideas y tendencias de la época. En su mayor parte, las exposiciones fueron un estrepitoso fracaso. Eso era de esperar, pero más peligrosa para el futuro de la galería fue la deserción de una media docena de auténticos artistas que Harry había ido descubriendo. Brindaba a un joven su primera oportunidad, promocionaba su obra con su habitual olfato y estilo, le creaba un mercado, empezaba a sacarle unos buenos dividendos, y luego, al cabo de dos o tres exposiciones, el artista levantaba el campo y se marchaba a una galería de Nueva York. Ése era el problema de vivir en Chicago, y en el caso de los que tenían verdadero talento Harry lo entendía perfectamente, era un paso que debían dar.
Pero Harry era un hombre afortunado. En 1976, un pintor de treinta y dos años llamado Alec Smith entró en la galería con un paquete de diapositivas. Harry estaba ausente aquel día, pero a la tarde siguiente la recepcionista le entregó el sobre, y cuando quitó la funda de una transparencia y la acercó a la ventana para echarle un rápido vistazo -sin esperar gran cosa, preparado para la decepción-, comprendió que estaba ante algo grande. La obra de Smith lo tenía todo. Audacia, color, energía y luz. En una vorágine de pinceladas, las figuras restallaban como latigazos, vibraban con un incandescente rugido de emoción, un grito tan hondo, tan sincero y apasionado, que sugería a la vez júbilo y desesperación. Aquellos lienzos no se parecían a nada de lo que Harry había visto hasta entonces, y le produjeron una impresión tan fuerte que le empezaron a temblar las manos. Se sentó, examinó las cuarenta y siete diapositivas con un visor portátil, y luego cogió inmediatamente el teléfono y llamó a Smith para proponerle una exposición.
A diferencia de otros artistas jóvenes que Harry había patrocinado, Smith no quería nada con Nueva York. Ya había vivido seis años allí, y tras ser rechazado por todas las galerías de la ciudad, volvió a Chicago convertido en un hombre cargado de resentimiento y amargura, lleno de desprecio hacia el mundo del arte y todas las emputecidas y avarientas sanguijuelas que lo movían. Harry se refería a él como su «genio gruñón», pero a pesar del carácter insolente y a veces agresivo de Smith, en el fondo aquel bravucón tenía verdadera clase. Entendía el sentido de la lealtad, y una vez que se puso bajo el patrocinio de Dunkel Freres, jamás se le ocurrió la idea de buscar otro. Harry era quien lo había rescatado del olvido, y por tanto Harry seguiría siendo su marchante durante toda la vida.
Harry había encontrado su primer y único artista importante, y durante ocho años la galería fue solvente gracias a la obra de Smith. Tras el éxito de la exposición de 1976 (al cabo de dos semanas ya se habían vendido los diecisiete cuadros y treinta y un dibujos), Smith se largó a México con su mujer y su hijo pequeño y compró una casa en Oaxaca. A partir de entonces, el artista se negó a moverse de allí, y jamás volvió a poner los pies en Estados Unidos, ni siquiera para asistir a las exposiciones de su obra que todos los años se celebraban en Chicago, y mucho menos a las retrospectivas que montaban los museos de diversas ciudades del país cuando su fama empezó a crecer. Cuando necesitaba verlo, Harry no tenía más remedio que ir a México -cogía el avión unas dos veces al año-, pero en general se mantenían en contacto por carta y esporádicas llamadas telefónicas. Nada de eso planteaba problemas al director de Dunkel Freres. La producción de Smith era prodigiosa, y cada dos meses llegaban a la galería de Chicago nuevas cajas de cuadros y dibujos, que se vendían por sumas cada vez más jugosas y elevadas. Era un sistema ideal, y sin duda habría continuado durante muchos años más si Smith no se hubiera puesto hasta las cejas de tequila tres noches antes de cumplir los cuarenta para saltar luego del tejado de su casa. Su mujer aseguró que era una broma que había salido mal; su amante, que se trataba de un suicidio. Fuera lo que fuese, Alec Smith había muerto, y la nave de Harry Dunkel estaba al borde del naufragio.
Para entonces había aparecido un joven artista llamado Gordon Dryer. Harry le había montado la primera exposición justo seis semanas antes de que se produjera la catástrofe; no porque su obra le pareciese admirable (abstracciones severas, demasiado racionalistas, que no suscitaban ni ventas ni críticas positivas), sino por la presencia física de Dryer, que resultaba irresistible. Con treinta años, pero sin aparentar más de dieciocho, tenía un rostro delicado, femenino, manos pequeñas, blancas como el mármol, y unos labios que Harry sintió deseos de besar desde el primer momento que los vio. Tras dieciséis años de vida conyugal con Bette, el futuro jefe de Tom por fin sucumbió. No sólo a un enamoramiento fugaz e insignificante, sino a una embriaguez en toda la extensión de la palabra, a un amor increíble y apasionado. Y el ambicioso Dryer, desesperado por exponer su obra en Dunkel Freres, se dejó seducir por el rechoncho cincuentón de Harry. O puede que ocurriera a la inversa, y fuera Dryer quien sedujo al galerista. Pasara lo que pasase, el hecho se produjo cuando el dueño de la galería acudió al estudio del artista a ver sus últimos lienzos. El guapo niño-hombre adivinó enseguida las intenciones de Harry, y al cabo de veinte minutos de charla insustancial sobre los méritos del minimalismo geométrico, con toda naturalidad se puso de rodillas y le desabrochó la bragueta.
Tras la reacción no muy entusiasta a la exposición de Dryer, se multiplicaron las bajadas de cremallera, y poco tiempo después Harry acudía varias veces por semana al estudio del pintor. A Dryer le inquietaba que Harry lo borrase de su catálogo de artistas, y aparte de su propio cuerpo no tenía nada que ofrecer a cambio. Harry estaba demasiado loco por él para comprender que lo estaban utilizando, pero aunque hubiera caído en la cuenta, probablemente le habría dado lo mismo. Tal es la insensatez del corazón humano. Ocultó a Bette la relación, y como la quinceañera Flora ya empezaba a manifestar los primeros e insidiosos síntomas de esquizofrenia, pasaba tanto tiempo en casa como sus asuntos le permitían. La tarde era para Gordon, pero por la noche volvía a introducirse en el papel de marido y padre consciente de sus deberes. En esos momentos la noticia de la muerte de Smith le cayó como un mazazo, y Harry fue presa del pánico. Aún quedaba una serie de obras por vender, pero al cabo de seis meses o un año las existencias se agotarían. ¿Y entonces, qué? Tal como estaban las cosas, Dunkel Frères a duras penas se mantenía a flote, y Bette ya había invertido demasiado dinero en la galería para que Harry fuese ahora a pedirle más. Con Smith repentinamente desaparecido, la galería estaba condenada a irse a pique. Si no era hoy, sería mañana, y si no, pasado mañana. Porque lo cierto era que Harry no había logrado aprender lo más mínimo sobre la forma de llevar un negocio. Había confiado en el cascarrabias de Smith para mantener los derroches y extravagancias que se permitía (suntuosas fiestas y cenas para doscientas personas, reactores privados y coches con chófer, absurdas y arriesgadas apuestas por artistas de segunda y tercera clase, estipendios mensuales a pintores que no vendían un cuadro), pero la gallina de los huevos de oro había dado el salto del ángel en México, y en lo sucesivo ya no habría más opulencia.
Entonces fue cuando a Dryer se le ocurrió un plan para solucionar los problemas de Harry. Lo de poner el culo y mamarla sólo le serviría hasta cierto punto, pensó, pero si podía hacerse realmente indispensable, su carrera como artista estaría asegurada. Pese al frío intelectualismo de su obra, Dryer poseía un enorme talento natural como dibujante y colorista. Lo había suprimido en nombre de una idea, una concepción del arte que valoraba el rigor y la exactitud por encima de todo lo demás. Odiaba el efusivo romanticismo de Smith, con sus gestos recargados e impulsos pseudoheroicos, pero eso no significaba que fuera incapaz de imitar su estilo cuando quisiera. ¿Por qué no seguir creando la obra de Smith después de la muerte del artista? Los últimos cuadros y dibujos del joven maestro, desaparecido en la flor de la vida. Una exposición pública supondría un riesgo excesivo, desde luego (la viuda de Smith se enteraría y acabaría descubriendo el engaño), pero Harry podría vender las obras en la trastienda de la galería a los más fervientes coleccionistas de Smith, y siempre que Valerie Smith no se enterase de nada, el chanchullo podría arrojar un beneficio neto del cien por cien.
Harry se resistió al principio. Sabía que a Gordon se le había ocurrido algo brillante, pero la idea lo asustaba; no porque estuviera en contra, sino porque no creía que el muchacho tuviese la capacidad de llevar a cabo la estafa. Y si las falsificaciones no salían perfectas, réplicas exactas de las obras de Smith, probablemente acabaría en la cárcel. Dryer se encogió de hombros, como si sólo fuera algo que se le había pasado por la cabeza, y empezó a hablar de otra cosa. Cinco días después, cuando Harry volvió al estudio en una de sus visitas vespertinas, Dryer descubrió su primer original de Alec Smith, y el estupefacto marchante se vio obligado a admitir que había subestimado la capacidad de su joven protégé. Dryer se había erigido en el doble de Smith, desterrando hasta la última brizna de su propia personalidad con objeto de introducirse en la mente y el corazón de un muerto. Fue todo un número, un acto de brujería psicológica que llenó de respeto y terror la mente del pobre Harry. No sólo había captado Dryer la forma y el estilo de uno de los lienzos de Smith, copiando los crudos trazos de espátula, la densa coloración y el accidental hilillo de gotas aquí y allá, sino que había ido un poco más lejos de lo que el desaparecido pintor había llegado nunca. Era el siguiente cuadro de Smith, pensó Harry, el que habría empezado en la mañana del doce de enero de no haberse matado en la noche del día once saltando del tejado de su casa.
Durante los seis meses siguientes, Dryer produjo veintisiete cuadros más, aparte de varias docenas de dibujos a tinta y bocetos al carboncillo. Entonces, lenta y metódicamente, conteniendo con firmeza su entusiasmo en un inusitado alarde de prudencia y dominio de sí mismo, Harry engatusó a diversos coleccionistas del mundo entero y empezó a colocar las falsificaciones. El negocio continuó durante más de un año, periodo en el cual se despacharon veinte cuadros que produjeron cerca de dos millones de dólares limpios. Como Harry era la cabeza visible de la operación -y por tanto quien arriesgaba la reputación-, los falsificadores convinieron en un reparto del setenta por ciento para uno y el treinta por ciento restante para el otro. Quince años después, cuando Harry se desahogó confesándose a Tom mientras cenaban en Brooklyn, describió aquellos meses como la época más estimulante y terrorífica de su vida. Se encontraba inmerso en un estado de continuo pánico, explicó, y sin embargo, pese al horror y al convencimiento de que acabarían atrapándolo, era feliz, mucho más de lo que nunca había sido. Cada vez que lograba vender otro falso Smith al director de una empresa japonesa o a un constructor argentino, su arrebatado y sufrido corazón saltaba a través de cuarenta y siete aros de alegría.
En la primavera de 1986, Valerie Smith vendió su casa de Oaxaca y volvió a Estados Unidos con sus tres hijos. Pese a su matrimonio tempestuoso y a veces violento con el mujeriego Smith, siempre había sido una defensora incondicional de su obra, y conocía hasta el último cuadro que su marido había pintado desde los veinte años hasta su muerte en 1984. A raíz de la primera exposición en Dunkel Freres, el matrimonio había hecho amistad con un cirujano plástico llamado Andrew Levitt, acaudalado coleccionista que había comprado a Harry dos cuadros en 1976 y reunido un total de catorce Smith cuando Valerie fue a cenar a su casa de Highland Park diez años después. ¿Cómo podría Harry haber adivinado que volvería a Chicago? ¿Cómo podría haber sabido que Levitt -el mismo Levitt a quien había vendido un magnífico Smith falso sólo tres meses antes- la iba a invitar a su casa? Huelga mencionar que el adinerado doctor mostró orgullosamente su nueva adquisición en la pared del salón, y ni que decir tiene que la perspicaz viuda comprendió al instante lo que aquella obra significaba en realidad. Nunca le había caído bien Harry, pero le había concedido el beneficio de la duda en atención a Alec, consciente de que el vuelco que había dado la carrera de su marido se debía en gran medida al director de Dunkel Freres. Pero ahora su marido estaba muerto, Harry no se traía nada bueno entre manos, y la enfurecida Valerie Denton Smith tenía el firme propósito de acabar con él.
Harry lo negó todo. Sin embargo, con siete obras falsas aún guardadas en el almacén de la galería, a la policía no le resultó difícil encontrar pruebas para acusarlo. El siguió declarando su inocencia, pero entonces Gordon se largó de la ciudad, y a raíz de esa traición Harry se acobardó. En un acceso de desesperación y lástima de sí mismo, se derrumbó y acabó contando a Bette toda la verdad. Otro error, otro paso en falso en una larga serie de traspiés y desaciertos. Por primera vez en todos los años que la conocía, Bette arremetió con furia contra él: una violenta diatriba que incluía palabras tales como enfermo, codicioso, repugnante y pervertido. Se disculpó enseguida, pero el daño ya estaba hecho, y aunque sintió compasión por él y contrató a uno de los mejores abogados de la ciudad para defenderlo, Harry comprendió que su vida estaba deshecha. La investigación se prolongó durante diez meses, un lento proceso de acumulación de pruebas que fueron recogiéndose en lugares tan apartados como Nueva York y Exalte, Amsterdarn y Tokio, Londres y Buenos Aires, después de lo cual el fiscal del distrito del condado de Cook acusó a Harry de treinta y nueve delitos de fraude. La prensa publicó la noticia en grandes titulares en portada. Harry se enfrentaba a una condena de entre diez y quince años en caso de que perdiera el juicio. Siguiendo el consejo de su abogado, optó por declararse culpable, y entonces, para reducir aún más la sentencia, implicó a Gordon Dryer en la estafa, sosteniendo que la idea fue del pintor desde el principio, y que él mismo se vio obligado a ser cómplice de Dryer cuando éste amenazó con descubrir su relación. La recompensa por esa colaboración fue una condena máxima de cinco años, con la garantía de una considerable reducción de pena por buena conducta. La policía siguió la pista de Dryer hasta Nueva York y lo detuvo en una fiesta de fin de año en un bar de la calle Christopher, sólo unos minutos después de que comenzara 1988. Él también se declaró culpable, pero sin la posibilidad de proponer tratos ni denunciar a terceros, al ex amante de Harry le cayó una pena de siete años.
Pero lo peor aún estaba por llegar. Justo cuando Harry hacía los preparativos para ingresar en prisión, el viejo Dombrowski convenció a Bette para que presentara una demanda de divorcio. Empleó las mismas tácticas intimidatorias que había utilizado en el pasado -amenazando con excluirla de su testamento, con interrumpir su asignación-, pero esta vez lo decía en serio. Bette ya no estaba enamorada de Harry, pero tampoco se había planteado abandonarlo. A pesar del escándalo, pese a la deshonra que Harry había traído sobre sí, ni una sola vez se le había pasado por la cabeza poner fin a su matrimonio. El problema era Flora. Rondando los diecinueve, ya había estado ingresada en dos clínicas mentales privadas, y las perspectivas de una recuperación siquiera parcial eran nulas. Una atención médica de ese grado suponía unos gastos asombrosos, sumas que superaban los cien mil dólares por cada estancia, y si Bette perdía el cheque que su padre le enviaba todos los meses, la próxima vez que su hija sufriera una crisis no tendría más remedio que ingresarla en una institución pública: idea que simplemente se negaba a considerar. Harry comprendió su dilema, y como él no tenía solución alguna que proponer, aceptó de mala gana el divorcio, sin dejar de jurar que mataría al padre de Bette en cuanto saliera de la cárcel.
Se había convertido en un presidiario común, sin un céntimo, sin recursos ni planes de ninguna clase, y una vez que cumpliera su condena en Joliet, se vería tirado en la calle como un puñado de confeti. Por extraño que pareciese, fue su muy odiado suegro quien intervino para salvarlo; pero le salió caro, tan excesiva e implacablemente caro, que Harry nunca se recuperó de la vergüenza y repulsión que sintió al aceptar la propuesta del viejo. Sin embargo, no pudo resistirse. Se sentía demasiado vulnerable, demasiado atemorizado por el futuro para rechazarla, pero en cuanto estampó su firma en el contrato, supo que acababa de vender su alma al diablo y que se había condenado para siempre.
Por entonces ya llevaba casi dos años en la cárcel, y las condiciones de Dombrowski no podían haber sido más simples. Harry se mudaría a otra región del país, y a cambio de una cantidad de dinero suficiente para establecerse y montar un negocio, se comprometería a no volver nunca más a Chicago ni a ponerse de nuevo en contacto con Bette ni Flora. Dombrowski consideraba a Harry un degenerado, un ejemplar de alguna subespecie degradada que no podía calificarse plenamente de humana, y le hacía responsable directo de la enfermedad de Flora. Estaba loca porque Harry había fecundado a Bette con su esperma enfermizo y mutante, y ahora que había demostrado ser además un farsante y un delincuente, al salir de la cárcel se vería condenado a una vida de miseria y privaciones a menos que renunciara para siempre a reivindicar su paternidad. Harry renunció. Cedió a las monstruosas exigencias de Dombrowski, y a raíz de esa capitulación le fue posible iniciar una nueva vida. Se decidió por Brooklyn porque era Nueva York sin ser enteramente Nueva York, y las posibilidades de encontrarse allí con algún antiguo colega del mundo del arte parecían escasas. Había una librería en venta en Park Slope, en la Séptima Avenida, y aun cuando Harry no sabía nada del negocio de los libros, el establecimiento satisfacía su inclinación por las curiosidades y el desorden de almoneda. Dombrowski le compró el edificio entero, de cuatro pisos, y en junio de 1991 nació el Brightman's Attic.
Harry estaba llorando al llegar a ese punto, explicó Tom, y se pasó el resto de la cena hablando de su hija, recordando el último y angustioso día en que estuvo con ella antes de ir a la cárcel. Flora se encontraba en pleno ataque de nervios, cayendo en el delirio que la llevaría al hospital por tercera vez, pero aún mantenía la lucidez suficiente para reconocer a su padre y hablar con él en un lenguaje comprensible. En alguna parte había leído una serie de estadísticas por las que se calculaba la cantidad de gente en el mundo que nacía y moría cada segundo en un día cualquiera. Las magnitudes numéricas eran pasmosas, pero a Flora siempre se le habían dado bien las matemáticas, y enseguida extrapoló los datos de conjunto para formar grupos de diez: diez nacimientos cada cuarenta y un segundos, diez muertes cada cincuenta y ocho segundos (o lo que fuera). Ésa era la verdad de la vida, dijo a su padre mientras desayunaban aquella mañana, y con objeto de asimilar aquella verdad había decidido pasar el día sentada en la mecedora de su habitación, gritando regocijaos cada cuarenta y un segundos y afligíos cada cincuenta y ocho segundos para señalar la marcha de las diez personas que ya descansaban en paz y celebrar la llegada de los diez recién nacidos.
A Harry se le había desgarrado muchas veces el corazón, pero en aquel instante no era sino un montón de cenizas que le taponaban un agujero en el pecho. En su último día de libertad, pasó doce horas sentado en la cama viendo cómo su hija se balanceaba hacia atrás y hacia delante en la mecedora, gritando unas veces regocijaos y otras afligíos mientras seguía la trayectoria del segundero en la esfera del despertador de su mesilla de noche.
– ¡Regocijaos! -gritaba-. Regocijaos por los diez que están naciendo, que nacerán, que han nacido cada cuarenta y un segundos. Regocijaos, pero no os detengáis. Regocijaos una y otra vez, porque al menos eso es seguro, al menos eso es cierto, y al menos eso está más allá de toda duda: ahora viven diez personas que antes no existían. ¡Regocijaos!
Y entonces, aferrándose firmemente a los brazos de la mecedora mientras aceleraba el ritmo del balanceo, miraba a su padre a los ojos y gritaba:
– ¡Afligíos! Afligíos por los diez que han desaparecido. Afligíos por los diez que ya no viven, que han iniciado su viaje a lo desconocido. Afligíos infinitamente por los muertos. Afligíos por las personas que fueron buenas. Afligíos por las personas que fueron malas. Afligíos por los viejos que murieron con el cuerpo vencido. Afligíos por los jóvenes que fallecieron antes de tiempo. Afligíos por un mundo que permite que la muerte nos arranque de su seno. ¡Afligíos!
SOBRE GRANUJAS
Antes de encontrarme con Tom en el Brightman's Attic, no creo que hubiese hablado con Harry más de dos o tres veces; y eso sólo de pasada, un intercambio de palabras breve y superficial. Tras escuchar el relato que me hizo Tom sobre el pasado de su jefe, me entró curiosidad por saber algo más de personaje tan curioso, por tener delante a aquel bribón y verlo actuar con mis propios ojos. Como Tom dijo que le encantaría presentármelo, cuando dimos por terminado nuestro almuerzo de dos horas en el Cosmic Diner, decidí acompañar a mi sobrino a la librería y satisfacer mi deseo aquella misma tarde. Pagué la nota en la caja, volví a la mesa y dejé veinte dólares de propina para Marina. Era una cantidad absurdamente excesiva -casi el doble de lo que había costado el almuerzo-, pero no me importaba. La niña de mi corazón me prodigó una resplandeciente sonrisa de agradecimiento, y el verla feliz me puso de tan excelente humor que al instante decidí llamar a Rachel por la noche para darle la noticia de que había encontrado a su primo, desaparecido tanto tiempo atrás. A raíz de su conflictiva y deprimente visita a mi apartamento a primeros de abril, mi hija me había incluido en su lista negra, pero después de restablecer el contacto con Tom, y ahora que la sonriente Marina González me había lanzado un beso al salir del restaurante, quería que todo volviera a estar bien en el mundo. Ya había llamado una vez a Rachel para disculparme por haberle hablado con tanta aspereza, pero me colgó al cabo de treinta segundos. Ahora pensaba insistir de nuevo, pero en esta ocasión me arrastraría a sus pies hasta que todo se hubiera aclarado definitivamente entre nosotros.
La librería estaba a cinco manzanas y media del restaurante, y mientras Tom y yo volvíamos dando un paseo por la Séptima Avenida en la agradable tarde de mayo, seguimos hablando de Harry, el otrora Dunkel de Dunkel Freres, que había escapado del tenebroso bosque de su oscura identidad para emerger como un sol brillante en el firmamento de la duplicidad.
– Siempre he tenido debilidad por los granujas -observé-. Como amigos quizá no pueda confiarse mucho en ellos, pero imagínate lo sosa que sería la vida sin ellos.
– No creo que Harry siga siendo un granuja -repuso Tom-. Tiene demasiados remordimientos.
– Cuando se es un granuja, se es un granuja. La gente no cambia.
– Eso es discutible. Yo creo que puede cambiar.
– Tú no has trabajado en el ramo de seguros. La pasión por el engaño es universal, muchacho, y cuando alguien le coge el gusto, ya no hay remedio que valga. El dinero fácil: no hay mayor tentación que ésa. Fíjate en todos esos listos que montan simulacros de accidentes de coches en los que resultan falsamente heridos, los comerciantes que incendian sus tiendas y almacenes, la gente que finge su propia muerte. He estado treinta años observando esas cosas, y nunca me he cansado de verlas. El gran espectáculo de la falta de honradez. Lo tienes por todas partes donde mires y, te guste o no, es de lo más divertido que se pueda ver.
Tom emitió un breve sonido, una fuerte espiración a medio camino entre una risita contenida y una abierta carcajada.
– Me encanta oír cómo sueltas tus chorradas, Nathan. No me había dado cuenta hasta ahora, pero lo he echado en falta. Lo he echado mucho de menos.
– Tú crees que estoy de broma -repuse-, pero te digo las cosas tal como son. Las perlas de mi sabiduría. Algunas advertencias después de toda una vida de lucha en las trincheras de la experiencia. Los embaucadores y timadores dominan el mundo. Los granujas detentan el poder. ¿Y sabes por qué?
– Dime, Maestro. Soy todo oídos.
– Porque son más insaciables que nosotros. Porque saben lo que quieren. Porque creen en la vida más que nosotros.
– Habla por ti, Sócrates. Si yo no fuera tan insaciable, no andaría por ahí con este barrigón a cuestas.
– Te gusta la vida, Tom, pero no crees en ella. Ni yo tampoco.
– Empiezo a perder el hilo.
– Acuérdate de Jacob y Esaú. ¿Lo ves?
– Ah. Vale. Ahora lo entiendo.
– Es una historia horrible, ¿verdad?
– Sí, verdaderamente horrorosa. Me creó muchos problemas de pequeño. Yo era entonces un personajillo de carácter recto y virtuoso. No decía mentiras, no robaba, no hacía trampas, no decía una mala palabra a nadie. Y ahí tenemos a Esaú, un bobalicón que se mueve con la gracia de un elefante, igual que yo. Lo justo era que Isaac le diera a él su bendición. Pero Jacob se la arrebata mediante un ardid; con ayuda de su madre, ni más ni menos.
»Y lo peor es que Dios parece aprobar la situación. El falso y traicionero Jacob pasa a ser jefe de los judíos, mientras Esaú se queda con las ganas y se convierte en un paria olvidado, en un don nadie.
»Mi madre me enseñó a ser bueno. "Dios quiere que seas bueno", repetía, y como yo era aún lo bastante joven para creer en Dios, daba por ciertas sus palabras. Luego leí por casualidad esa historia de la Biblia y no entendí ni jota. El malo gana, y Dios no lo castiga. No me parecía justo. Y sigue sin parecérmelo.
– Pues claro que es justo. Jacob tenía pasión por la vida, mientras que Esaú era un tarado. De buen corazón, de acuerdo, pero un cretino. Si tienes que elegir a uno de los dos para que conduzca a tu pueblo, te decidirás por el luchador, por el que demuestra ingenio y astucia, por el que posee la energía necesaria para superar los obstáculos y salir victorioso. Preferirás al individuo fuerte e inteligente antes que al bueno y débil.
– Eso es una verdadera brutalidad, Nathan. Sólo con llevar tu argumento un poco más lejos, podrás decirme que Stalin fue un gran hombre al que debe venerarse.
– Stalin era un rufián, un asesino psicótico. Yo estoy hablando del instinto de supervivencia, Tom, de la voluntad de vivir. Prefiero mil veces un granuja astuto a un beato inocentón. El granuja quizá no actúe siempre conforme a las normas, pero tiene temple. Y mientras haya un hombre de temple, habrá cierta esperanza para el mundo.
EN CARNE Y HUESO
Cuando estábamos a una manzana de la librería, de pronto se me ocurrió que la visita de Flora a Brooklyn significaba que Harry seguía en contacto con su ex mujer y su hija: en claro incumplimiento del contrato que había firmado con Dombrowski. En ese caso, ¿por qué el viejo no se le había echado encima para reclamar la propiedad del edificio de la Séptima Avenida? Si no había entendido mal su convenio, eso habría dado motivos al padre de Bette para coger a Harry de la oreja, ponerlo de patitas en la calle y quedarse con el Brightman's Attic. ¿Se me había escapado algo, pregunté a Tom, o había otro aspecto de la historia que se le había olvidado contarme?
No, Tom no se había dejado nada en el tintero. El contrato ya no era válido por la sencilla razón de que Dombrowski había muerto.
– ¿Murió de causas naturales -le pregunté-, o lo mató Harry?
– Muy gracioso -repuso Tom.
– Tú eres quien ha planteado esa cuestión, no yo. ¿Recuerdas? Dijiste que Harry había jurado que iba a matar a Dombrowski en cuanto saliera de la cárcel.
– Se dicen muchas cosas, pero eso no significa que haya intención de hacerlas. Dombrowski estiró la pata hace tres años. Tenía noventa y un años, y murió de un ataque.
– Según Harry.
Tom se rió ante aquella observación, pero al mismo tiempo noté que le empezaba a molestar un poco mi tono frívolo y sarcástico.
– Vale ya, Nathan. Sí, según Harry. Todo es según Harry. Lo sabes tan bien como yo.
– No te sientas culpable, Tom. No vaya traicionarte.
– ¿Traicionarme? Pero ¿de qué estás hablando?
– Te estás arrepintiendo de haberme revelado los secretos de Harry. Él te contó su historia, y ahora tú quebrantas su confianza contándomela a mí. No te apures, tío. A veces podré comportarme como un imbécil, pero no voy a soltar prenda. ¿Vale? No tengo ni puñetera idea de quién es Harry Dunkel. La única persona a quien voy a estrechar hoy la mano es Harry Brightman.
Lo encontramos en su despacho de la primera planta, sentado tras un amplio escritorio de caoba y hablando con alguien por teléfono. Llevaba una chaqueta de pana púrpura, según recuerdo, con un pañuelo de sed multicolor sobresaliendo del bolsillo superior izquierdo. El pañuelo parecía una rara flor tropical, un ornamento que inmediatamente llamaba la atención en el ambiente parduzco gris de la estancia cubierta de libros. Se me escapan ahora otros detalles de su vestimenta, pero la ropa de Harry no me interesaba tanto como examinar su rostro ancho y mofletudo, sus ojos azules, extremadamente redondos y algo saltones, y la curiosa configuración de sus dientes superiores: abiertos en abanico como los de una calabaza de Halloween, separados por pequeños espacios. Era un hombre menudo y extraño, pensé, un presumido con cabeza de cucurbitácea, sin el más mínimo rastro de vello en dedos y manos; sólo su voz de barítono suave y retumbante atenuaba su excesivo atildamiento.
Sin dejar de hablar por teléfono con aquella voz, Harry saludó a Tom con un gesto, y luego alzó el dedo índice en el aire, comunicándole en silencio que estaría con nosotros dentro de un momento. No acerté a saber cuál era el tema de la conversación, ya que Brightman hablaba menos que su invisible interlocutor, pero deduje que estaba discutiendo con un cliente o colega suyo la venta de una edición príncipe del siglo XIX. El título de la obra, sin embargo, no se mencionó, y pronto empecé a pensar en otra cosa. Por hacer algo, me puse a deambular por la habitación, inspeccionando las estanterías cargadas de libros. A ojo de buen cubero, debía de haber entre setecientos y ochocientos volúmenes en aquel espacio tan cuidadosamente organizado, con obras que iban de autores bastante antiguos (Dickens y Thackeray) a relativamente modernos (Faulkner y Gaddis). Los libros más antiguos estaban en su mayoría encuadernados en piel, mientras que los contemporáneos tenían forros transparentes para proteger la cubierta. En comparación con el revoltijo y el caos del piso de abajo, la primera planta era un paraíso de orden y tranquilidad, y el valor total de la colección debía ascender a unos buenos cientos de miles. Teniendo en cuenta que diez años atrás no tenía dónde caerse muerto, al antiguo señor Dunkel las cosas le habían ido bastante bien; estupendamente, en realidad.
Concluyó la conversación telefónica, y cuando Tom le explicó quién era yo, Harry Brightman se levantó de la butaca y me estrechó la mano. Todo cordialidad, exhibiendo los dientes de calabaza de Halloween en una sonrisa de cálida acogida, el modelo mismo del decoro y los buenos modales.
– Ah -dijo-, el famoso tío Nat. Tom habla mucho de usted.
– Ahora soy justo Nathan -repuse-. Hace unas horas que hemos prescindido de eso del tío.
– ¿Justo Nathan -inquirió Harry, frunciendo el ceño en fingida consternación- o Nathan a secas? Estoy algo confuso.
– Nathan -dije-. Nathan Glass.
Harry se llevó el dedo índice a la mejilla, adoptando la postura de un hombre abstraído en sus pensamientos.
– Qué interesante. Tom Wood y Nathan Glass. Madera y Cristal. Si yo me cambiara de nombre y me llamara Steel, podríamos abrir un estudio de arquitectura y llamarnos Wood, Glass y Steel. Ja, ja. Eso me gusta. Madera, vidrio y acero. Se lo construimos como quiera.
– O yo podría cambiarme de nombre y ponerme Dick -apunté-, entonces seríamos Tom, Dick y Harry. [3]
– Entre personas bien educadas nunca se pronuncia esa palabra -dijo Harry, fingiendo escandalizarse al oírme decir dick dos veces-. Se dice órgano masculino. En caso necesario, puede aceptarse la palabra pene. Pero dick no, Nathan. Eso de picha es muy vulgar.
Me volví hacia Tom y dije:
– Debe ser divertido trabajar con un jefe así.
– Ni un instante de aburrimiento -contestó Tom-. Es lo que se dice la juerga personificada.
Harry sonrió, lanzando luego una afectuosa mirada a Tom.
– Sí, sí -confirmó-. Ser librero es tan divertido, que a veces nos duele el estómago de tanto reímos. Y tú, Nathan, ¿en qué trabajas? No, retiro lo dicho. Ya me ha informado Tom. Eres agente de seguros.
– Ex agente de seguros -puntualicé-. Me he acogido a la jubilación anticipada_
– Otro ex -se lamentó Harry, emitiendo un suspiro de nostalgia-. A nuestra edad, Nathan, no somos más que una serie de ex. N'est-ce pas? En mi caso, probablemente podría recitar de un tirón más de una docena. Ex marido. Ex marchante. Ex marino. Ex escaparatista. Ex vendedor de perfumería. Ex millonario. Ex residente en Buffalo. Ex residente en Chicago. Ex presidiario. A lo largo de mi existencia he tenido mis líos y pasado mis apuros, como todo el mundo. No me duele admitirlo. Tom conoce todo mi pasado, y lo que Tom sabe, quiero que tú también lo sepas. Para mí, Tom es como de la familia, y al ser pariente de Tom, tú también eres de la familia. Tú, Nat, el ex tío de Tom, el que ahora es Nathan a secas. He pagado mi deuda con la sociedad, y tengo la conciencia tranquila. Pero la equis de ex, amigo mío, es la cruz que nos marca. Ahora y siempre, la cruz marca el lugar.
No estaba preparado para que Harry saliera reconociendo su culpa con tanta naturalidad. Tom me había advertido de que su jefe era un hombre plagado de contradicciones y sorpresas, pero en el contexto de una conversación tan absurda y extravagante, el hecho de que de buenas a primeras le hubiese parecido bien confiar en un completo desconocido me dejó perplejo. A lo mejor era porque ya se lo había confesado todo a Tom, pensé. Había encontrado valor para descubrir el pastel, por decirlo así, y ya que lo había hecho una vez, quizá no le resultaba tan difícil repetido. No estaba seguro, pero de momento me parecía la única hipótesis que tenía sentido. Habría preferido considerar la cuestión con más detenimiento, pero las circunstancias lo impidieron. La conversación siguió aquel curso acelerado, llena de las mismas observaciones tontas de antes, las mismas ocurrencias ridículas, las mismas bromas estúpidas y gestos pseudohistriónicos, y en el fondo tuve que admitir que aquel granuja con cabeza de cucurbitácea me había causado una espléndida impresión. Su charla resultaba un tanto agotadora, quizá, pero no decepcionaba. Cuando salí de la librería, ya había invitado a cenar a Tom y a Harry el sábado por la noche.
Eran más de las cuatro cuando llegué a casa. Seguía preocupado por Rachel, pero aún era pronto para llamarla (hasta las seis no volvía del trabajo). Y mientras me imaginaba cogiendo el teléfono y marcando el número de mi hija, comprendí que probablemente daba igual. Nuestras relaciones se habían vuelto tan frías que la consideré capaz de colgarme otra vez, y temía la perspectiva de que me hiciera un nuevo desprecio. En vez de llamarla, decidí escribirle una carta. Era un medio más seguro de abordar la cuestión, y si no ponía mi nombre y dirección en el remite, había posibilidades de que abriera el sobre y leyera la carta en vez de romperla y tirarla a la basura.
Creí que sería sencillo, pero tuve que intentarlo seis o siete veces antes de encontrar el tono adecuado. Pedir perdón a alguien es un asunto complejo, un ejercicio de delicado equilibrio entre el terco orgullo y el apesadumbrado cargo de conciencia, y a menos que uno sea realmente capaz de abrirse a la otra persona, toda disculpa adquiere un timbre falso y vacío. Mientras elaboraba los diversos borradores de la carta (con la moral cada vez más por los suelos, culpándome por todo lo que me había salido mal en la vida, flagelándome el alma atribulada y corrompida como un penitente medieval), me acordé de un libro que Tom me había enviado por mi cumpleaños ocho o nueve años atrás, en la época dorada en que June aún vivía y él seguía siendo el brillante y prometedor doctor Pulgarcito. Era una biografía de Ludwig Wittgenstein, filósofo del que había oído hablar pero al que nunca había leído: circunstancia nada inhabitual, teniendo en cuenta que mis lecturas se limitaban a la narrativa, sin la más mínima incursión en otros ámbitos. Me pareció un libro absorbente, bien escrito, en el que había una historia que destacaba sobre todas las demás y que no se me ha olvidado nunca. Según el autor, Ray Monk, después de haber escrito su Tractatus cuando era soldado en la Primera Guerra Mundial, Wittgenstein consideró que había resuelto todos los problemas de la filosofía y ya no podía ir más lejos en la materia. Se colocó de maestro de escuela en un pueblo perdido en las montañas de Austria, pero resultó que no tenía cualidades para el puesto. Severo, malhumorado, violento incluso, regañaba continuamente a los niños y les pegaba cuando no se sabían la lección. No los cachetes de rigor, sino puñetazos en la cabeza y en la cara, palizas impulsadas por la cólera, que acabaron causando graves traumas a una serie de chicos. Corrió la voz sobre aquella indignante conducta, y Wittgenstein se vio obligado a renunciar a su puesto. Pasaron los años, al menos veinte, si no me equivoco, y para entonces Wittgenstein vivía en Cambridge, dedicado de nuevo a la filosofía y convertido ya en un personaje famoso y respetado. Por motivos que ya he olvidado, atravesó una crisis espiritual y sufrió un desequilibrio nervioso. Cuando empezó a recuperarse, decidió que el único modo de recobrar la salud consistía en volver al pasado y pedir humildes disculpas a cada persona a la que hubiera ofendido o perjudicado. Quería purgar la culpa que le corroía las entrañas, limpiar su conciencia y empezar de nuevo. Como es lógico, ese camino lo condujo de nuevo al pequeño pueblo de montaña en Austria. Todos sus antiguos alumnos ya eran adultos, hombres y mujeres de veinticinco a treinta años, pero el tiempo no había atenuado el recuerdo del violento maestro. Uno por uno, Wittgenstein llamó a su puerta y les pidió perdón por su intolerable crueldad de dos décadas atrás. En ocasiones, llegó literalmente a hincarse de rodillas y suplicar, implorando la absolución de los pecados que había cometido. Cabría imaginar que una persona que se viera ante tales muestras de sincero arrepentimiento sentiría compasión por el doliente peregrino y acabaría transigiendo, pero de todos los antiguos alumnos de Wittgenstein, ni uno solo estuvo dispuesto a perdonarlo. El dolor que había causado era demasiado profundo, y su odio hacia el maestro trascendía toda posibilidad de gracia.
Pese a todo, yo tenía la casi total seguridad de que Rachel no me odiaba. Estaba decepcionada, molesta, cabreada conmigo, pero no creo que su animosidad fuera suficiente para crear una fisura permanente entre los dos. Sin embargo, no podía correr riesgos, y cuando me puse a redactar el borrador final de la carta, me hallaba en un estado de absoluto y total arrepentimiento. «Perdona al idiota de tu padre por hablar más de la cuenta», empecé, «y decir cosas que ahora lamenta muchísimo. Tú eres la persona que más me importa en el mundo. Eres sangre de mi sangre, te llevo en lo más hondo de mi corazón, y me atormenta pensar que un comentario estúpido pueda haber creado ese resentimiento entre nosotros. Sin ti, no soy nada. Sin ti, no soy nadie. Mi querida, mi amada Rachel, te ruego que des al necio de tu padre una ocasión de redimirse.»
Seguí en esa vena unos cuantos párrafos más, concluyendo la carta con la buena noticia de que su primo Tom había aparecido como por arte de magia en Brooklyn y estaba impaciente por volver a verla y conocer a Terrence (su marido, oriundo de Inglaterra y profesor de biología en Rutgers). A lo mejor podíamos cenar todos juntos una noche en la ciudad. Pronto, esperaba yo. Dentro de unos días o la semana próxima: en cuanto ella estuviera libre.
Tardé más de tres horas en concluir la tarea, y me quedé agotado, tanto física como mentalmente. Pero no me gustaba tener la carta rondando por el apartamento, así que salí inmediatamente a la calle y la eché en uno de los buzones de la entrada de la oficina de correos de la Séptima Avenida. Ya era hora de cenar, pero no tenía ni pizca de hambre. Así que recorrí varias manzanas más, entré en Shea's, la tienda de vinos y licores del barrio, y compré una botella de whisky escocés y dos de vino tinto. No suelo beber mucho, pero hay momentos en la vida en que el alcohol alimenta más que la comida. Aquél era uno de ellos. Recuperar el contacto con Tom me había levantado mucho la moral, pero ahora que me encontraba solo de nuevo, caí de pronto en la cuenta de que me había convertido en una persona desamparada y digna de lástima: un pedazo de carne desconectado y sin rumbo. No soy propenso a tener lástima de mí mismo, pero más o menos durante una hora me dejé llevar por la autocompasión con todo el abandono de un adolescente taciturno. Finalmente, al cabo de dos whiskies y media botella de vino, la melancolía empezó a esfumarse y me senté al escritorio para añadir otro capítulo al Libro del desvarío humano, una anécdota exquisita relacionada con la taza del retrete y una maqui nilla de afeitar eléctrica. Se remontaba a la época en que Rachel iba al instituto y aún vivía en casa, y ocurrió en la fría tarde de un jueves, día de Acción de Gracias, cuando faltaba media hora para la llegada de unos doce invitados, prevista para las cuatro. No con poco dispendio, Edith y yo habíamos reformado el baño de la planta de arriba, y todo estaba reluciente: baldosines, armarios, botiquín, lavabo, bañera y ducha, retrete, todo era nuevo. Yo me encontraba en el dormitorio, haciéndome el nudo de la corbata de pie frente al espejo; Edith estaba abajo, en la cocina, asando el pavo en el horno y cuidando de los detalles de última hora; y Rachel, con dieciséis o diecisiete años, que se había pasado la mañana y las primeras horas de la tarde redactando un trabajo para el laboratorio de física, estaba en el baño, arreglándose a toda prisa antes de que llegaran los invitados. Acababa de ducharse en la ducha nueva y ahora estaba frente al retrete, con el pie derecho apoyado en el borde de la taza, afeitándose la pierna con una maquinilla Schick que funcionaba con pilas. En un momento dado, la maquinilla se le escurrió y cayó al agua. Metió la mano e intentó sacada, pero el artilugio se había quedado atascado en el fondo, y no podía sacarlo. Entonces abrió la puerta y gritó:
– ¡Papá! -Aún me llamaba papá por entonces-. Necesito que me ayudes.
Y papá fue a ver. Lo más gracioso de la situación era que la maquinilla seguía zumbando y vibrando dentro del agua. Era un ruido extrañamente insistente y molesto, un obstinado acompañamiento sonoro a lo que ya constituía una situación desconcertante y curiosa, quizá sin precedentes. Y, con aquel zumbido, además de inhabitual resultaba bastante cómica. Me reí al ver lo que pasaba, y cuando Rachel comprendió que no me estaba riendo de ella, se echó a reír también. Si tuviera que elegir un instante, un solo recuerdo para guardar en la memoria entre todos los momentos que he pasado con ella desde hace veintinueve años, creo que sería ése.
Las manos de Rachel eran mucho más pequeñas que las mías. Si ella no era capaz de sacar la maquinilla, no cabía esperar que yo lo consiguiera, pero lo intenté por guardar las formas. Me quité la chaqueta, me remangué, me lancé la corbata por encima del hombro izquierdo y metí la mano. El vibrante instrumento estaba tan firmemente atascado, que sacarlo parecía completamente imposible.
Nos habría sido muy útil uno de esos largos alambres flexibles que utilizan los fontaneros, pero no teníamos ninguno, así que deshice una percha metálica y la introduje en el retrete. Aunque el alambre era fino, resultaba demasiado grueso para nuestro propósito y no nos sirvió de nada.
Entonces sonó el timbre de la puerta, creo recordar, y llegó el primero de los muchos parientes de Edith. Rachel seguía en albornoz, de rodillas y sentada sobre los talones, observando mis vanos esfuerzos por sacar la máquina con el alambre, y como iba pasando el tiempo, le sugerí que sería mejor que se vistiera.
– Voy a desmontar la taza y a volverla del revés -le dije-. A lo mejor puedo sacar el aparatito tirando de él por el otro lado.
Rachel sonrió, me dio unas palmaditas en la espalda como si pensara que me había vuelto loco y se puso en pie. Cuando salía del baño, le dije:
– Di a tu madre que bajaré dentro de un poco. Si te pregunta lo que estoy haciendo, dile que no es asunto suyo. Y si vuelve a preguntarte, contéstale que estoy aquí arriba luchando por la paz mundial.
Había una caja de herramientas en el armario de la ropa blanca, al lado del dormitorio, y una vez que hube cortado la llave de paso del retrete, fui por unos alicates para desatornillar la taza del suelo. No sé lo que pesaría aquello. Logré levantado un poco, pero era demasiada carga para que pudiera volverlo del revés con la seguridad de que no se me iba a caer, sobre todo en un espacio tan lleno de obstáculos. No tuve más remedio que sacarlo del baño, y como temía arañar el parqué si lo dejaba en el pasillo, decidí llevarlo abajo y dejarlo en el jardín, en la parte de atrás de la casa.
A cada paso que daba, el retrete parecía pesar un kilo más. Cuando llegué al arranque de las escaleras, me dio la impresión de llevar una cría de elefante blanco en brazos. Afortunadamente, uno de los hermanos de Edith acababa de entrar en casa, y cuando vio lo que estaba haciendo, se acercó a echarme una mano.
– ¿Qué estás haciendo, Nathan? -me preguntó.
– Llevo el retrete en brazos -contesté-. Vamos a sacarlo fuera y dejarlo en el jardín.
Ya habían llegado todos los invitados, y hasta el último de ellos se quedó boquiabierto ante el extraño espectáculo de dos hombres con camisa blanca y corbata que transitaban por las habitaciones de una casa de un barrio residencial llevando a cuestas un retrete musical en el día de Acción de Gracias. Olía a pavo por todas partes. Edith servía bebidas. Había una música de fondo, una canción de Frank Sinatra («My Way», si no recuerdo mal), y la querida Rachel, muy cohibida, nos miraba con aire avergonzado, sintiéndose culpable de estropear la fiesta de su madre, tan cuidadosamente planeada.
Sacamos fuera al elefante y lo pusimos del revés en el parduzco césped de otoño. No puedo recordar la cantidad de herramientas distintas que saqué del garaje, pero ninguna sirvió.
Ni el mango del rastrillo, ni el destornillador, ni el martillo ni el punzón: nada. Y en todo ese tiempo la maquinilla eléctrica seguía zumbando, entonando su interminable aria de una sola nota. Unos cuantos invitados se congregaron en torno a nosotros en el jardín, pero tenían hambre y frío, y empezaban a aburrirse, y uno por uno fueron entrando todos en casa. Pero yo no: Nathan Glass, el obstinado, el que no se rinde, siguió allí. Cuando acabé comprendiendo que no quedaba esperanza alguna, cogí un mazo y reduje a pedacitos la taza del retrete. La indomable maquinilla de afeitar cayó suavemente al suelo. La apagué, me la guardé en el bolsillo y al entrar en casa se la entregué a mi ruborizada hija. Que yo sepa, el condenado chisme sigue funcionando todavía.
Tras guardar la historia en la caja que llevaba la etiqueta «Percances», me despaché la otra mitad de la botella y me acosté. Para ser sincero (¿cómo puedo escribir este libro si no digo la verdad?), me dormí masturbándome. Haciendo lo posible por imaginarme a Marina González desnuda, traté de convencerme de que estaba a punto de entrar en la habitación y meterse conmigo en la cama, impaciente por entrelazar su cálido y suave cuerpo con el mío.
LA SORPRESA DEL BANCO DE ESPERMA
Dio la casualidad de que la masturbación fue uno de los temas de la conversación que Tom y yo mantuvimos mientras almorzábamos al día siguiente (en un restaurante japonés esta vez, ya que Marina libraba en el Diner). Todo empezó cuando le pregunté si había conseguido localizar a su hermana. Por lo que yo sabía, la última vez que alguien de la familia la había visto fue antes de la muerte de June, cuando volvió a Nueva Jersey a reclamar a la pequeña Lucy. Eso fue en 1992, hacía ya más de ocho años, y teniendo en cuenta que Tom no la había mencionado para nada el día anterior, supuse que en cierto modo mi sobrina había desaparecido de la faz de la tierra, y que nunca volveríamos a saber de ella.
Nada de eso. A finales de 1993, menos de un año después del entierro de mi hermana, Tom y un par de compañeros suyos de universidad, ya licenciados, adoptaron un plan para ganarse un dinerito contante y sonante. En los alrededores de Ann Arbor había una clínica de inseminación artificial, y los tres decidieron ofrecer sus servicios como donantes al banco de esperma. Se lo tomaron como una aventura divertida, y ninguno de ellos se paró a considerar las consecuencias de lo que iban a hacer: llenar tubos de semen eyaculado que sirviera para que ciertas mujeres a las que nunca habían visto ni tenido entre sus brazos se quedaran embarazadas, y luego dieran a luz a unas criaturas -sus hijos- cuyos nombres, vida y destino constituirían un eterno misterio para ellos.
Condujeron a cada uno a una salita particular, y con objeto de infundirles una buena disposición de ánimo, la clínica tuvo la amabilidad de proporcionar a los donantes un montón de revistas pornográficas: una serie de fotos de chicas desnudas en atrayentes posturas eróticas. Dada la naturaleza de la bestia masculina, tales imágenes rara vez dejan de provocar consistentes y palpitantes erecciones. Tomándose en serio lo que hacía, como siempre, Tom se sentó diligentemente en la cama y empezó a hojear las revistas. Al cabo de unos minutos, tenía los pantalones y los calzoncillos en torno a los tobillos, la mano derecha en la polla y la izquierda en la revista, y a medida que iba pasando páginas, estaba claro que culminar la tarea sólo era cuestión de tiempo. Entonces, en una publicación que después identificó como Midnight Blue, vio a su hermana. No cabía duda de que se trataba de Aurora: con una sola mirada, Tom supo quién era. Ni siquiera se había molestado en disimular su nombre. El reportaje de seis páginas y más de una docena de fotografías se titulaba «Rory la Magnífica», y en él aparecía en varios estadios de desnudez y provocación: engalanada con un camisón transparente en una fotografía, con liguero y medias negras en otra, botas de cuero hasta la rodilla en otra, pero en la cuarta página era pura Rory de los pies a la cabeza, acariciándose los pechos menudos, tocándose los genitales, sacando el culo, separando las piernas de tal modo que no dejaba nada a la imaginación, y en todas las fotos estaba sonriendo, incluso riendo abiertamente, los ojos iluminados por una exuberante oleada de candor y felicidad, sin rastro alguno de reticencia ni malestar, con aspecto de estar pasándoselo como nunca.
– Casi me muero -contó Tom-. En un abrir y cerrar de ojos, la picha se me puso completamente blanda. Me subí los pantalones, me abroché el cinturón y salí de allí todo lo rápido que pude. Me quedé para el arrastre, Nathan. Mi hermana pequeña posando desnuda en una revista porno. Y verlo en esas horribles circunstancias: de sopetón, en aquella puñetera clínica justo en el momento en que estoy tratando de hacerme una paja. Me puse enfermo, me dieron ganas de vomitar. No sólo porque era odioso ver a Rory así, sino porque hacía dos años que no tenía noticias de ella, y aquellas fotos parecían confirmar mis peores pesadillas sobre lo que le había pasado. Sólo tenía veintidós años, pero ya había caído en la forma más baja y degradante de ganarse la vida: vender su cuerpo por dinero. Era tan deprimente que me habría pasado un mes llorando.
Cuando se ha vivido tanto como yo, se tiende a creer que ya se ha visto todo, que no hay nada que te pueda escandalizar. Nos sentimos ufanos del supuesto conocimiento que tenemos del mundo, y entonces, de vez en cuando, surge algo que nos hace salir bruscamente de ese cómodo caparazón de superioridad, que nos vuelve a recordar que no entendemos ni lo más mínimo de la vida. Mi pobre sobrina. La lotería genética se había portado demasiado bien con ella, le habían tocado todos los premios. A diferencia de Tom, que había heredado la contextura de los Wood, Aurora era una Class de pies a cabeza, y en nuestra familia somos altos y delgados, de rasgos angulosos. Se había convertido en una copia exacta de su madre: una belleza morena, de piernas largas, tan fina y ágil como la propia June. Tan opuesta a su hermano como la Natacha de Guerra y paz a Pierre, voluminoso y sin gracia. Ni que decir tiene que todo el mundo quiere ser atractivo, pero en una mujer la belleza puede convertirse a veces en una maldición, sobre todo cuando se es una chica como Aurora, con los estudios colgados, sin marido pero con una hija de tres años que mantener y un carácter alocado y rebelde que la impulsa a despreciar el mundo y no temer ningún peligro. Si anda corta de dinero y su belleza es lo único que puede vender, ¿por qué no desnudarse y exhibirse ante la cámara? Siempre que la situación no se vaya de las manos, aceptar una oferta como ésa puede significar la diferencia entre comer y no comer, entre vivir como es debido y malvivir.
– A lo mejor sólo lo hizo esa vez -aventuré, haciendo lo posible por consolar a Tom-. Ya sabes, no le llega para pagar los recibos y viene un fotógrafo y le hace esa proposición. Un buen fajo de billetes por un solo día de trabajo.
Tom sacudió la cabeza, y por la sombría expresión de su rostro comprendí que mi observación no servía ni para hacerse vanas ilusiones. Tom no conocía todos los detalles, pero estaba seguro de que aquella sesión fotográfica para Midnight Blue no era ni el principio ni el fin de la historia. Aurora había sido bailarina de top-less en Queens (en el Carden of Earthly Delights, precisamente, el mismo club en que Tom había dejado a los empresarios borrachos la noche de su trigésimo cumpleaños), había trabajado en más de una docena de películas pornográficas y posado en seis o siete ocasiones para revistas eróticas. Su carrera en el mundo de la pornografía había durado sus buenos dieciocho meses, y como le pagaban bien, probablemente habría seguido haciéndolo si no hubiera ocurrido algo sólo nueve o diez semanas después de que Tom descubriera sus fotografías en Midnight Blue.
– Nada malo, espero -le dije.
– Peor que malo -repuso Tom, súbitamente al borde de las lágrimas-. La violaron en grupo en el plató de una película. El director, el cámara y la mitad del equipo.
– Joder
– Le dieron un buen repaso, Nathan. Acabó sangrando tanto, que tuvo que ir al hospital.
– Con qué gusto mataría a los cabrones que le hicieron eso.
– Y yo. Aunque me conformaría con meterlos en la cárcel, pero ella se negó a denunciarlos. Lo único que quería era marcharse, largarse de Nueva York. Entonces fue cuando tuve noticias de ella. Me escribió una carta al departamento de inglés de la universidad, y cuando vi el lío en que andaba metida, la llamé y le dije que cogiera a Lucy y se viniera a Michigan a vivir conmigo. Es buena persona, Nathan. Tú lo sabes. Y yo también. Todo el mundo que la conoce un poco lo sabe. No hay nada malo en ella. Será un poco indómita, quizá, un tanto cabezota, pero del todo inocente y confiada, la persona menos cínica del mundo. Y mejor para ella que no le diera vergüenza trabajar en películas porno. Dice que era divertido. ¡Divertido! ¿Te imaginas? No entendía que ese mundo está plagado de cabrones, de la peor gente que hay.
Así que Aurora cogió a la pequeña Lucy y se marchó al Midwest, donde se instaló con Tom en los dos últimos pisos de una casa alquilada. Aurora había ganado bastante dinero antes de mudarse, pero la mayoría se le había ido en alquiler, ropa y una niñera a jornada completa para Lucy, lo que significaba que sus ahorros estaban casi agotados. Tom tenía su beca, pero vivía con un reducido presupuesto de estudiante de posgrado, y sólo llegaba a fin de mes trabajando a tiempo parcial en la biblioteca de la universidad. Hablaron de llamar a su padre a California y pedirle un préstamo, pero al final decidieron que no. Y lo mismo en lo que se refería a su padrastro, Philip Zorn, que vivía en Nueva Jersey. Sus desagradables barrabasadas de adolescente habían hecho estragos en la familia, y Aurora y Tom se mostraron reacios a recurrir a alguien que acabó despreciando a su hija adoptiva a causa de las grandes trifulcas de los primeros tiempos. Tom nunca dijo una palabra de ello a su hermana, pero sabía que en el fondo Zorn culpaba a Aurora de la muerte de su madre. June había pasado largo tiempo abrumada por las preocupaciones y la desesperación, y la única recompensa a todo ese sufrimiento había sido el inesperado regalo de poder criar a su pequeña nieta. Pero eso también se lo arrebataron, y Zorn creía que la angustia de tener que separarse de la niña fue lo que le causó la muerte. Era una interpretación sentimental de la historia, desde luego, pero ¿quién se atrevería a quitarle la razón? Para ser completamente sinceros, el día del entierro también a mí se me pasó esa idea por la cabeza.
Rory no quería limosnas, así que empezó a trabajar de camarera en el restaurante francés más caro de la ciudad. No tenía experiencia, pero cautivó al dueño con su sonrisa, sus largas piernas y su preciosa cara, y como era inteligente, enseguida se enteró de todo y en cuestión de días llegó a dominar el oficio. Aquello era lo contrario de la desenfrenada vida que llevaba en Nueva York, pero lo último que Aurora deseaba entonces era más agitación. Escarmentada y llena de moretones, todavía obsesionada con la crueldad de que había sido objeto, no quería más que una tregua tranquila y sin incidentes, una ocasión para recobrar las fuerzas. Tom mencionó pesadillas, súbitos accesos de llanto, largos y melancólicos silencios. Pese a todo, también recordaba los meses que Rory pasó con él como una época feliz, un periodo de gran solidaridad y afecto mutuo durante el cual, aprovechando que la tenía de nuevo a su lado, disfrutó del absoluto placer de asumir otra vez el papel de hermano mayor. Era su amigo y protector, su guía y su apoyo, su áncora de salvación.
Mientras iba recuperando las energías y el ánimo de antaño, Aurora pensó en la posibilidad de prepararse para un examen de ingreso en la universidad. Tom la alentó a que llevara adelante el plan, prometiendo ayudada si le resultaba difícil. Nunca es tarde, le repetía, nunca lo es para empezar de nuevo; pero en cierto sentido sí lo era. Pasaron las semanas, y al ver que Rory seguía aplazando la decisión, Tom comprendió que en realidad no estaba muy entusiasmada con la idea. En los días que libraba en el restaurante, empezó a actuar en las veladas de grupos noveles de un club de su barrio, cantando blues con tres músicos que había conocido una noche cuando les servía la cena, y el cuarteto no tardó mucho en cuajar. Se pusieron el nombre de Un Mundo Feliz, y en cuanto Tom los vio actuar, supo que el fugaz propósito de Rory de proseguir su formación se había venido abajo. Su hermana sabía cantar. Siempre había tenido buena voz, pero ahora, con los años y los pulmones sometidos al alquitrán y el humo de cincuenta mil cigarrillos, había adquirido otro timbre, distinto y cautivador: algo profundo, gutural, lleno de sensualidad, una inocencia dolorosa y maltratada que obligaba a erguirse en el asiento y escuchar con atención. Tom se alegraba por ella, pero a la vez estaba asustado. Al cabo de un mes se había liado con el bajista, y sabía que sólo era cuestión de tiempo antes de que cogiera a Lucy y se marchara con el grupo a una ciudad más grande: Chicago o Nueva York, Los Ángeles o San Francisco, cualquier sitio de Estados Unidos que no fuese Ann Arbor, en Michigan. Ilusa o no, Aurora se consideraba una estrella, y nunca se sentiría satisfecha ni realizada a menos que el mundo se fijara en ella. Tom lo veía muy claro, y por eso no hizo más que un leve intento, meramente formal, de convencerla para que no se fuera. Ayer, películas porno; hoy, blues; mañana, Dios sabe qué. Rogó por que el bajista, que la casualidad quiso que también se llamara Tom, no fuera tan estúpido como parecía.
Cuando el inevitable momento llegó, Un Mundo Feliz y su pequeña mascota subieron a una furgoneta Plymouth de segunda mano, que ya tenía ciento treinta mil kilómetros, y se dirigieron a California, a Berkeley. Pasaron siete meses hasta que Tom volvió a tener noticias de ella: una llamada telefónica en plena noche, y su voz al otro lado de la línea cantándole «Cumpleaños feliz», tan dulce e inocente como siempre.
Y luego, nada. Aurora se esfumó tan absoluta y misteriosamente como antes de su aparición en Michigan, y pese a todos sus esfuerzos Tom no llegaba a entender por qué. ¿Es que no era su amigo? ¿Acaso no podía contar con él en cualquier lío en que se viera metida? Se sintió dolido, luego furioso, deprimido después, y a medida que los dilatados meses de silencio se prolongaban hasta sumar más de un año, el suplicio que padecía se transformó en un hondo y creciente abatimiento, en la convicción de que algo horrible le había ocurrido. En el otoño de 1997, renunció definitivamente a la tesis doctoral. La víspera de su marcha de Ann Arbor, recogió todos sus apuntes, sus esquemas y sus listas, los incontables borradores de su desastre de trece capítulos, y una por una fue quemando todas las hojas en un bidón de petróleo en el patio. En cuanto se extinguió la gran hoguera melvilleana, uno de sus compañeros lo llevó en coche a la estación de autobuses, y una hora después se encontraba de camino a Nueva York. A las tres semanas de su llegada, empezó su época de taxista, y a continuación, seis semanas después, recibió una llamada de Aurora. Ni desesperada ni angustiada, explicó Tom, ni en grandes apuros ni con necesidad de dinero: simplemente quería verlo.
Se vieron al día siguiente para comer, y durante los primeros veinte o treinta minutos Tom no pudo dejar de mirarla. Ya tenía veintiséis años y seguía siendo preciosa, más guapa que cualquier mujer que hubiera conocido, pero había cambiado por completo de aspecto. Continuaba pareciéndose a su hermana, pero la mujer que se sentaba frente a él era una Aurora diferente, y Tom no llegaba a decidir si prefería la nueva versión o la antigua. En el pasado, solía llevar larga y suelta su espléndida melena; se ponía maquillaje, joyas, anillos en cada dedo, y tenía arte para vestirse con ropa imaginativa, heterodoxa: botas de cuero verde y zapatillas chinas, chaquetas de motociclista y blusas de seda, guantes de encaje y estrafalarios pañuelos de cuello; un estiro entre punk y distinguido, que parecía expresar su condición juvenil y su actitud de a la mierda todo. Ahora, en comparación, su apariencia era correcta y formal. Llevaba el pelo más corto, a lo paje; no iba maquillada salvo por un tenue toque de lápiz de labios; y su atuendo era en exceso convencional: falda tableada de color azul, suéter blanco de cachemir, y unos zapatos marrones de tacón sin nada de particular. Ningún pendiente, sólo un anillo en el dedo anular de la mano derecha, y nada en torno al cuello. Tom no se atrevía a preguntarle, pero dudaba si seguía teniendo el tatuaje del águila en el hombro izquierdo; o si, en algún esfuerzo para purificarse, para borrar todo rastro de su vida anterior, se había sometido al penoso procedimiento de suprimir el abigarrado pájaro multicolor.
No cabía duda de que se alegraba de verlo, pero al mismo tiempo la notó reacia a hablar de algo que no fuera el presente. No le ofreció disculpas por no haber llamado en todo aquel tiempo, y cuando llegó el momento de explicar sus andanzas desde que se marchó de Ann Arbor, despachó el asunto con unas breves frases. Un Mundo Feliz se disolvió menos de un año después; ella cantó con otros dos grupos en el norte de California; hubo hombres, y luego más hombres, y empezó a aficionarse demasiado a las drogas. Por fin, dejó a Lucy con dos amigas suyas -una pareja de lesbianas casi cincuentonas que vivían en Oakland- e ingresó en una clínica de desintoxicación, donde logró restablecerse al cabo de seis meses. La historia entera contada en menos de dos minutos, y como todo fue tan rápido, Tom se quedó perplejo y no le pidió más detalles. Luego Rory se puso a hablar de un tal David Minar, el responsable de su grupo en la clínica, que ya se había curado cuando ella terminó la desintoxicación y empezó el programa de rehabilitación. Él solo, sin ayuda de nadie, fue quien la salvó, aseguró Rory, y sin él jamás habría salido adelante. Más aún, era el único hombre que había conocido que no la consideraba estúpida, que no estaba pensando en follar las veinticuatro horas del día, y que no andaba tras ella sólo por su cuerpo. Sin contar a Tom, claro estaba, pero ninguna chica podía casarse con su hermano, ¿verdad? Eso estaba prohibido, así que se iba a casar con David. Ya se habían trasladado a Filadelfia, donde vivían con su madre mientras encontraban trabajo. Lucy iba a un buen colegio, y David pensaba adoptarla en cuanto se casaran. Por eso había ido ella a Nueva York: para pedir a Tom su aprobación y preguntarle si quería ser su padrino de boda. Sí, contestó Tom, claro que quería, se sentiría muy complacido. Pero ¿y su padre, preguntó él, no le correspondía a él llevar a su hija al altar? Quizá sí, contestó Rory, pero su padre no se preocupaba de ellos, ¿verdad? No pensaba más que en su mujer y sus hijos de ahora, y además era demasiado tacaño para pagarse un billete de avión de Los Angeles a Filadelfia. No, concluyó, tenía que ser Tom. O él o nadie.
Tom le pidió que le contara más cosas de David, pero ella no dijo más que vaguedades, lo que parecía indicar que no sabía tanto de su futuro marido como debería saber. David la quería, la respetaba, la trataba bien y todo eso, pero aquellas frases no ofrecían nada sólido para que Tom se hiciera una idea de la clase de persona que era. Entonces, bajando la voz hasta casi convertida en un murmullo, Aurora añadió:
– Es muy religioso.
– ¿Religioso? ¿De qué religión? -inquirió Tom, procurando que no se notara la alarma en su voz.
– Cristiana. Ya sabes, Jesucristo y todo ese rollo.
– ¿Qué significa eso? ¿Pertenece a una Iglesia reconocida, o es uno de esos integristas, un cristiano renacido?
– Lo último, me parece.
– ¿Y qué hay de ti, Rory? ¿Tú crees en esas cosas?
– Lo intento, pero me temo que no se me da muy bien. Dice David que he de tener paciencia, que un día se me abrirán los ojos y veré la luz.
– Pero tú eres medio judía. Según la ley judaica, eres completamente judía.
– Lo sé. Por parte de mamá.
– ¿Entonces?
– Dice David que no importa. Jesucristo también era judío, y no por eso dejaba de ser hijo de Dios.
– Parece que David dice muchas cosas. ¿Es él quien te ha dicho que te cortaras el pelo y cambiaras de manera de vestir?
– Nunca me obliga a nada. Lo hice porque quise.
– Y David te animó a hacerlo.
– La modestia conviene a la mujer. Dice David que mejora mi autoestima.
– Dice David.
– Por favor, Tommy, intenta ser bueno. Sé que no lo apruebas, pero por fin he encontrado la oportunidad de ser medianamente feliz, y no voy a dejar que se me escape entre los dedos. Si David quiere que me vista así, ¿qué más da? Antes iba como una fulana. Esto me sienta mejor. Ahora me encuentro más segura, más serena. Después de todas las gilipolleces que he hecho, tengo suerte de seguir viva.
Tom dio marcha atrás, cambió de tono y aquella tarde se despidieron con fuertes abrazos y fervientes besos, jurando que nunca más volverían a perderse de vista. Tom estaba seguro de que esta vez Aurora hablaba en serio, pero la fecha de la boda se aproximaba cada vez más y él seguía sin recibir la invitación: ni carta, ni llamada telefónica, ni aviso de ningún tipo. Cuando llamó al número con el prefijo de Filadelfia que ella le había garabateado en una servilleta de papel mientras comían, una voz mecánica le comunicó que aquel teléfono no pertenecía a ningún abonado. Intentó localizarla a través del servicio de información de la zona, pero ninguno de los tres David Minor con los que habló conocía a una mujer llamada Aurora Wood. Como siempre, Tom se culpó a sí mismo. Sus negativos comentarios sobre la religiosidad de Minor probablemente habían molestado a Rory, y si a ella le hubiera dado por hablar a su prometido de su hermano ateo de Nueva York, quizá él le habría prohibido invitarlo a la boda. Por lo poco que Tom sabía sobre Minor, parecía esa clase de individuo: uno de esos fanáticos prepotentes que imponían la ley a los demás, un gilipollas con pretensiones de superioridad moral.
– ¿Has vuelto a tener noticias de ella?
– Nada -contestó Tom-. Hace ya tres años que comimos juntos, y no tengo ni idea de dónde estará.
– ¿Y el número de teléfono que te dio? ¿Crees que era el suyo?
– Rory tendrá sus defectos, pero no es embustera.
– Entonces, si se han mudado de casa, podrás ponerte en contacto con ella a través de la madre.
– Lo he intentado, pero no he conseguido nada.
– Qué raro.
– No creas. ¿Y si la madre se llama de otra manera? Al fin y al cabo, los maridos se mueren. La gente se divorcia. A lo mejor se ha vuelto a casar y utiliza el apellido del segundo marido.
– Lo siento por ti, Tom.
– No lo sientas. No vale la pena. Si Rory quisiera verme, me llamaría. A estas alturas ya estoy más o menos resignado. La echo de menos, claro, pero ¿qué coño puedo hacer?
– ¿Y tu padre? ¿Cuándo lo has visto por última vez?
– Hace unos dos años. Vino a Nueva York, por algo de un artículo en que estaba trabajando, y me invitó a cenar.
– ¿Y qué pasó?
– Pues, bueno, ya sabes cómo es. No resulta muy fácil hablar con él.
– ¿Y qué me dices de los Zorn? ¿Los sigues viendo?
– De vez en cuando. Philip me invita todos los años a Nueva Jersey para pasar el día de Acción de Gracias. No me caía muy simpático cuando estaba casado con mi madre, pero poco a poco he ido cambiando de opinión sobre él. A su muerte se quedó destrozado, y cuando comprendí cuánto la quería, ya no pude tenerle rencor. Así que ahora mantenemos una especie de amistad afable y respetuosa. Y con Pamela, lo mismo. Siempre la he tenido por una esnob sin cerebro alguno, una de esas personas que sólo se interesan por la universidad a la que has ido y por la cantidad de dinero que ganas, pero parece que ha mejorado con los años. Ya tiene treinta y cinco o treinta y seis años, y vive en Vermont con su marido, que es abogado, y sus dos hijos. Si quieres venir a Nueva Jersey conmigo este día de Acción de Gracias, seguro que estarán encantados de verte.
– Tengo que pensarlo, Tom. En este momento, Rachel y tú sois los únicos miembros de la familia que puedo tragar. Otro ex pariente más, y seguro que me asfixio.
– ¿Cómo está la prima Rachel? Ni siquiera te he preguntado por ella.
– Ah, ésa es la cuestión, muchacho. En cuanto a ella, parece que está estupendamente. Tiene un buen trabajo, un marido como es debido, un apartamento cómodo. Pero tuvimos un pequeño rifirrafe hace un par de meses, y aún estamos lejos de hacer las paces. Resumiendo, que a lo mejor no vuelve a dirigirme la palabra.
– Lo siento por ti, Nathan.
– No lo sientas. No vale la pena. Preferiría que me dejaras sentido por ti.
LA REINA DE BROOKLYN
Cuando Tom y yo volvimos a vernos al día siguiente a la hora de comer, ambos comprendimos que estábamos estableciendo un pequeño ritual. No lo decíamos explícitamente, pero salvo las veces en que surgían otros planes o compromisos, siempre procurábamos vernos a mediodía para almorzar juntos. No importaba el hecho de que yo tuviera el doble de años que él y que en otro tiempo fuese el tío Nat. Como Oscar Wilde dijo en cierta ocasión, después de los veinticinco todo el mundo tiene la misma edad, y a decir verdad nuestras circunstancias actuales eran casi idénticas. Los dos vivíamos solos, ni él ni yo salíamos con nadie, y no teníamos muchos amigos (en mi caso, ninguno en absoluto). ¿Qué mejor manera de romper la monotonía de la soledad que manducar con tu compadre, tu semblable, tu Tomassino, tanto tiempo perdido de vista, y darle un poco a la sin hueso mientras llenas el buche?
Marina trabajaba aquel día, y estaba tremenda con unos vaqueros ajustados y una blusa naranja. Era una combinación deliciosa, porque me brindaba algo que observar y admirar cuando se acercaba a nosotros (por delante, sus amplios y conmovedores pechos), y también cuando se alejaba (por detrás, su redondeado y generoso trasero). Tras mi reciente fantasía de nuestro encuentro a última hora de la noche, me mostraba hacia ella algo más reservado de lo normal, pero aún estaba la cuestión de la exorbitante propina que le había dado la última vez, y cuando vino a tomar nota de lo que íbamos a comer fue todo sonrisas con nosotros, sabedora (creo) de que había conquistado mi corazón para siempre. No recuerdo ni una palabra de lo que dijimos, pero debí de acabar sonriendo como un lelo, porque cuando ella se dirigió a la cocina, Tom me dijo que estaba muy raro y me preguntó si me encontraba bien. Le aseguré que estaba mejor que nunca, y entonces, a renglón seguido, empecé a confesarle mi chaladura por aquella chica, mi pasión no correspondida.
– Removería cielo y tierra por ella -le dije-. Aunque daría igual. Está casada, y por si fuera poco es católica por los cuatro costados. Pero al menos me hace soñar.
Me preparé para que Tom soltara una carcajada, pero no hizo nada parecido. Con una expresión de absoluta solemnidad, alargó el brazo por encima de la mesa y me dio unas palmaditas en la mano.
– Sé perfectamente cómo te sientes, Nathan -me dijo-. Es horroroso.
Ahora le tocaba confesarse a Tom. Ahora era yo quien oía a mi sobrino decir que él también estaba enamorado de una mujer inalcanzable.
La llamaba B. P. M. Las iniciales significaban Bella y Perfecta Madre, porque no sólo no había hablado jamás con ella, sino que tampoco sabía su nombre. Vivía en una casa de piedra rojiza, a medio camino entre su apartamento y la librería de Harry, y todas las mañanas cuando iba a desayunar la veía sentada en el primer escalón de su casa con sus dos hijos pequeños, esperando que llegara el autobús amarillo y los llevara al colegio. Era extraordinariamente atractiva, aseguró Tom, con una larga melena negra y unos ojos verdes y luminosos. Pero lo que más le gustaba de ella era la forma en que abrazaba y acariciaba a sus hijos. Nunca había visto una manifestación del amor materno tan natural y elocuente, tan tierna y jubilosa. Casi todas las mañanas la B. P. M. estaba allí sentada entre los dos niños, rodeándoles la cintura con los brazos mientras ellos se inclinaban para apoyarse en ella, acariciándolos y besándolos por turno o meciendo sobre sus rodillas a los dos a la vez: un círculo mágico de abrazos, cantos y risas.
– Paso frente a ellos lo más despacio posible -prosiguió Tom-. Un espectáculo como ése hay que saborearlo, de manera que hago como que se me cae algo al suelo, o me paro a encender un cigarrillo: cualquier cosa que prolongue ese placer aunque sólo sea unos segundos. Es tan bella, Nathan, que cuando la veo con los niños casi me dan ganas de creer de nuevo en la humanidad. Sé que es ridículo, pero puede que piense en ella veinte veces al día.
Me guardé mi opinión, pero no me gustó nada oír aquello. Tom sólo tenía treinta años, y estaba en el mejor momento de la juventud, pero en lo que se refería a las mujeres y la búsqueda del amor, era como si hubiese renunciado a toda esperanza. Su última novia fija había sido una compañera de universidad llamada Linda no sé cuántos, pero rompieron seis meses antes de que él se marchara de Ann Acbor, y desde entonces había tenido tan mala suerte que poco a poco se había ido retirando de la circulación. Dos días antes me había contado que hacía más de un año que no salía con ninguna chica, lo que significaba que su silenciosa veneración por la B. P. M. constituía la totalidad de su vida amorosa. Era algo que daba pena. El chico necesitaba armarse de valor y hacer otro esfuerzo. Como mínimo, le hacía falta un buen polvo y dejar de pasarse las noches soñando con una madre beatífica. Yo estaba en la misma situación, desde luego, pero al menos sabía cómo se llamaba la chica de mis sueños, y siempre que iba al Cosmic Diner y me sentaba en mi mesa habitual, podía hablar realmente con ella. Eso era suficiente para un verdadero carcamal como yo. Yo ya había corrido lo mío, y me había divertido de lo lindo, y lo que me pasara no tenía mucha importancia. Si se presentaba la ocasión de apuntarme un nuevo tanto, no diría que no, pero no se trataba de un asunto de vida o muerte. En cuanto a Tom, todo dependía de tener agallas para lanzarse de nuevo al ruedo. Si no, se pudriría en la oscuridad de su insignificante infierno particular, y con el paso de los años se iría amargando poco a poco, hasta convertirse en una persona distinta de la que tenía que haber sido.
– Me gustaría ver a esa criatura con mis propios ojos -repuse-. Según lo cuentas, es como una aparición venida de otro mundo.
– Cuando quieras, Nathan. Ven un día a mi apartamento a las ocho menos cuarto de la mañana, y daremos un paseo hasta su casa. No te decepcionará, te lo garantizo.
Y así fue como al día siguiente, por la mañana temprano deambulábamos por la calle preferida de Tom en Brooklyn. Supuse que exageraba cuando hablaba del «poder hipnótico» de la Bella y Perfecta Madre, pero resultó que me había equivocado. Aquella mujer era efectivamente perfecta, una sublime encarnación de lo angélico y lo bello, y verla sentada en los escalones de la entrada de su casa con los brazos en torno a las dos criaturas bastaba para estremecer el corazón de cualquier cascarrabias que pasara. Tom y yo observábamos desde la acera de enfrente, discretamente situados bajo una acacia gigantesca, y lo que más me conmovió de la amada de mi sobrino fue su absoluta libertad de movimientos, una especie de abandono espontáneo que le permitía vivir plenamente en el momento, en un ahora siempre presente, en continua expansión. Le calculé unos treinta años, pero sus gestos eran tan sencillos y naturales como los de una adolescente, y daba gusto ver cómo una mujer tan encantadora salía a la calle vestida con un pantalón con peto blanco y una camisa de franela de cuadros. Era un signo de confianza, pensé, una indiferencia hacia las opiniones de los demás que sólo muestran los espíritus más firmes y sólidos. No es que me sintiera inclinado a renunciar a mi secreto encaprichamiento, pero, según todos los criterios objetivos de la belleza femenina, era consciente de que Marina González no le llegaba ni a la suela del zapato.
– Seguro que es pintora -dije a Tom.
– ¿Por qué lo dices? -repuso él.
– El peto. A los pintores les gusta llevar peto. Qué lástima que la galería de Harry se fuera al traste. Le habríamos organizado una exposición.
– Puede que esté embarazada otra vez. La he visto un par de veces con su marido. Un tipo alto y rubio, de hombros anchos y barba rala. Se muestra tan cariñosa con él como con los niños.
– A lo mejor, las dos cosas.
– ¿Cómo las dos cosas?
– Que está embarazada y que es pintora. Una artista embarazada con su peto de doble uso. Por otro lado, toma nota de lo esbelta que está. Por mucho que le miro el vientre, no veo ni pizca de abultamiento.
– Por eso lleva peto. Es lo bastante amplio para ocultado.
Mientras Tom y yo seguíamos haciendo cábalas sobre el significado del peto, el autobús escolar paró delante de la casa de la acera de enfrente, ocultando momentáneamente de nuestra vista a la B. P. M. Y los niños. Comprendí que no había un momento que perder. En unos segundos, el autobús arrancaría de nuevo, y la B. P. M. daría media vuelta y se metería en casa otra vez. No tenía intención de volver a espiar a aquella mujer (hay cosas que sencillamente no se hacen), y si aquélla era mi única oportunidad, entonces debía actuar inmediatamente. Por la salud mental de mi tímido sobrino, tan perdidamente enamorado, me sentía obligado a romper el hechizo en que vivía, a desmitificar el objeto de su deseo y transformar a su amada en lo que verdaderamente era: un ama de casa de Brooklyn, felizmente casada, con dos hijos y quizá otro más de camino. No una sagrada diosa inaccesible, sino una mujer de carne y hueso que comía, cagaba y follaba: igual que todo hijo de vecino.
Dadas las circunstancias, sólo podía hacerse una cosa. Tenía que cruzar la calle y hablar con ella. No decirle simplemente unas palabras, sino entablar una conversación que durase lo suficiente para llamar a Tom y obligarlo a participar en ella. Como mínimo, pretendía que le estrechara la mano, que la tocara, para que acabara entrándole en la cabezota que era un ser tangible y no un espíritu incorpóreo que habitaba en su nebulosa imaginación. Así que crucé: en un arrebato, impulsivamente, sin la menor idea de lo que iba a decirle. El autobús acababa de arrancar cuando llegué a la otra acera, y allí me la encontré, justo delante de mí, lanzando desde el bordillo un último beso a sus dos amores, que ya se habían sentado y formaban parte de una multitud de tres docenas de vociferantes críos. Esgrimiendo mi sonrisa más agradable y tranquilizadora de agente de seguros, me acerqué a ella y le dije:
– Discúlpeme, pero quisiera hacerle una pregunta.
– ¿Una pregunta? -contestó, un tanto desconcertada, creo, o quizá simplemente sorprendida de encontrarse de pronto con un hombre frente a ella donde justo un momento antes había un autobús.
– Acabo de mudarme a este barrio -proseguí-, y estoy buscando una buena tienda de material de dibujo. Cuando la vi ahí de pie, con el peto, pensé que podía ser artista. Ergo, decidí preguntarle.
La B. P. M. sonrió. No estaba seguro de si era porque no me creía o porque le hacía gracia la falta de inspiración de mi pregunta, pero al examinar su rostro y ver las arrugas que se le formaban en torno a los ojos y la boca, comprendí que era algo mayor de lo que había pensado al principio. Treinta y cuatro o treinta y cinco, quizá: no es que importara lo más mínimo ni que le quitara una pizca de aquel brillo juvenil. Aunque sólo me había dicho dos palabras -¿Una pregunta?-, yo ya había identificado la resonante tonalidad del nativo de Brooklyn, ese acento inconfundible, tan ridiculizado en otras partes del país, pero que a mí me suena como la más acogedora, la más humana de todas las voces norteamericanas. Impulsados por aquella voz, se pusieron en marcha los engranajes de mi cerebro, y cuando volvió a hablarme, ya había bosquejado la historia de su vida. Nacida aquí, dije para mis adentros, y criada también aquí, tal vez en la misma casa frente a cuya puerta se encontraba ahora. Padres trabajadores, ya que la afluencia de la clase media a Brooklyn no empezó hasta mediados de los setenta, lo que significaba que cuando ella nació (entre mediados y finales de los setenta) aquello aún era un barrio sórdido, con aspecto de abandono, habitado por laboriosos emigrantes y familias obreras (el Brooklyn de mi propia infancia), y el edificio de cuatro plantas de piedra rojiza que se erguía a su espalda, que ahora podría ponerse a la venta por ochocientos o novecientos mil dólares, en aquella época habría valido menos que nada. Asiste al colegio del barrio, cursa estudios universitarios sin salir de allí, se enamora varias veces y rompe unos cuantos corazones, acaba casándose y cuando mueren sus padres hereda la casa donde ha crecido. Si no era eso exactamente, por ahí andaba. La B. P. M. parecía demasiado a gusto en su entorno como para ser forastera, demasiado segura de sí misma para haber venido de cualquier otra parte. Aquél era su sitio, y reinaba en el barrio como si fuera suyo desde que su madre la trajo al mundo.
– ¿Siempre juzga usted a la gente por la ropa que lleva? -inquirió.
– No es un juicio -repuse-, sólo una conjetura. Puede que sea una suposición estúpida, pero si usted no es pintora, escultora o artista de alguna clase, entonces será la primera vez que me equivoco con respecto a una persona. Es mi especialidad. Miro a la gente y adivino lo que hace.
Esbozó otra sonrisa que acabó en carcajada. ¿Quién es este absurdo individuo, debía de preguntarse, y por qué me habla de ese modo? Decidí que había llegado el momento de presentarme.
– Por cierto, me llamo Nathan. Nathan Glass.
– Hola, Nathan. Yo me llamo Nancy Mazzucchelli. Y no soy artista.
– ¿No?
– Diseño joyas.
– Eso es hacer trampa. Claro que eres artista.
– La mayoría de la gente me llamaría artesana.
– Supongo que eso depende de lo bien que se te dé. ¿Vendes las piezas que haces?
– Por supuesto. Tengo un negocio.
– ¿Tienes una tienda en el barrio?
– Tienda, no. Pero hay una serie de sitios en la Séptima Avenida donde venden mis cosas. Y yo también las vendo, en casa.
– Ah, entiendo. ¿Llevas viviendo mucho tiempo aquí?
– Toda la vida. He nacido y me he criado aquí mismo.
– Una nativa de Park Slope de los pies a la cabeza.
– Eso es. Hasta la médula.
Ahí lo tenía: una confesión completa. Sherlock Holmes lo había vuelto a conseguir, y tanto me maravillaba mi demoledora capacidad de deducción, que deseé haber sido dos para darme una palmadita en la espalda. Ya sé que puedo parecer arrogante, pero ¿cuántas veces se logra un triunfo intelectual de esa magnitud? Con sólo oírle decir dos palabras, había adivinado toda la puñetera historia. Si Watson hubiera estado allí, habría sacudido la cabeza mascullando algo entre dientes.
Entretanto, Tom seguía plantado en la acera de enfrente, y decidí que ya era hora de que interviniera en la conversación. Al volverme y hacerle un gesto para que viniera, dije a la B. P. M. que era mi sobrino y que trabajaba de encargado en la sección de libros raros del Brightman's Attic.
– Conozco a Harry -repuso Nancy-. Trabajé con él un verano antes de casarme. Un tío extraordinario.
– Sí, es un tío estupendo. No hay muchos como él.
Sabía que a Tom no le gustaría verse arrastrado a una situación de la que no quería ser partícipe, pero se acercó a nosotros de todos modos: ruborizándose, la cabeza gacha, con aire de perro apaleado. De pronto lamenté la faena que le estaba haciendo, pero ya era demasiado tarde para dar marcha atrás y pedir disculpas, dé modo que seguí adelante y le presenté a la Reina de Brooklyn, no sin dejar de jurar sobre la tumba de mi hermana que nunca jamás volvería a meterme en los asuntos de nadie.
– Tom -anuncié-, ésta es Nancy Mazzucchelli. Empezamos a hablar sobre tiendas de material de dibujo del barrio, pero luego cambiamos de tema y nos pusimos a charlar de joyas. Aunque no te lo creas, ha vivido toda la vida en esta casa.
Sin atreverse a levantar los ojos del suelo, Tom alargó el brazo derecho y estrechó la mano de Nancy.
– Encantado de conocerte -afirmó.
– Me ha dicho Nathan que trabajas en la librería de Harry Brightman -repuso ella, enteramente ignorante de la trascendencia de aquel momento.
Tom la acababa de tocar, por fin había oído su voz, y con independencia de si aquello sería suficiente para romper el hechizo, se había establecido contacto, lo que significaba que en lo sucesivo Tom tenía que considerarla bajo una nueva perspectiva. Ya no era la B. P. M., sino Nancy Mazzucchelli. Y aunque fuese preciosa, no dejaba de ser una chica normal y corriente que hacía joyas para ganarse la vida.
– Sí -contestó Tom-. Hace seis meses que trabajo allí. Me gusta.
– Nancy también ha trabajado en la librería -apunté-. Antes de casarse.
En lugar de responder a mi observación, Tom miró su reloj y anunció que tenía que marcharse. Aún sin entender nada, el objeto de su adoración se despidió tranquilamente de él.
– Encantada de conocerte, Tom -le dijo-. Espero que volvamos a vernos.
– Sí, yo también lo espero -contestó él, y entonces, para mi sorpresa, se volvió hacia mí y me estrechó la mano-. Sigue en pie lo de la comida, ¿no?
– Pues claro -repuse, aliviado al ver que no estaba tan molesto como había pensado-. En el mismo sitio, a la misma hora.
Y se marchó, arrastrando los pies por la acera con su aire parsimonioso, empequeñeciéndose cada vez más en la distancia.
Cuando se alejó lo bastante para que no nos oyera, Nancy dijo:
– Es muy tímido, ¿verdad?
– Ya lo creo. Pero es noble y buena persona. De lo mejorcito que hay.
La B. P. M. sonrió.
– ¿Sigues queriendo que te recomiende una tienda de material de dibujo?
– Sí, por favor. Pero también me interesaría ver tus joyas. El cumpleaños de mi hija es dentro de poco, y todavía no le he comprado el regalo. A lo mejor me puedes ayudar a elegir algo para ella.
– Puede que sí. ¿Por qué no entramos y echas una mirada?
SOBRE LA ESTUPIDEZ DE LOS HOMBRES
Acabé comprando un collar que costaba cerca de ciento sesenta dólares (treinta dólares menos del precio marcado por pagar al contado). Era un trabajo fino y delicado, con pequeñas piezas de topacio, granate y cristal tallado ensartadas en una delgada cadena de oro, y estaba seguro de que realzaría el esbelto cuello de Rachel. Había mentido con respecto a su cumpleaños -para el que aún faltaban tres meses-, pero me figuré que no estaría de más enviar una nueva ofrenda de paz como complemento de la carta que había escrito el martes. Cuando falla todo lo demás, acósalas con muestras de amor.
Nancy tenía el taller en la planta baja de la casa, en una habitación trasera con ventanas al jardín, que no era tanto un jardín como un pequeño patio de recreo, con unos columpios en un rincón, un tobogán de plástico en otro, y un montón de juguetes y pelotas de goma en el medio. Mientras examinaba minuciosamente los diversos anillos, collares y pendientes que tenía para vender, mantuvimos una charla bastante agradable sobre una variedad de temas. Resultaba fácil hablar con ella -era una persona abierta, generosa, verdaderamente afable y simpática-, pero lamentablemente, según comprobé, de inteligencia no muy aguda, ya que pronto me informó de que creía fervientemente en la astrología, el poder de los cristales y toda clase de paparruchas tipo New Age. Bueno, y qué. Nadie es perfecto como dicen en esa famosa película; ni siquiera la Bella y Perfecta Madre. Lo siento por Tom, pensé. Se llevaría una tremenda decepción si alguna vez lograba entablar una conversación seria con ella. Aunque, mirándolo bien, quizá fuese mejor así.
Había adivinado ciertos hechos fundamentales de su vida, pero seguía teniendo curiosidad por saber si el resto de mis teorías holmesianas continuaban siendo válidas o no. En consecuencia, seguí haciéndole preguntas; como el que no quiere la cosa, aprovechando la ocasión siempre que podía, yendo con todo el tiento posible. El resultado fue un tanto desigual. Había acertado en la cuestión de los estudios (Colegio 321, Instituto Midwood, dos años en la Universidad de Brooklyn antes de dejar los estudios para probar suerte como actriz, lo que al final quedó en nada), pero me había equivocado en lo de heredar la casa a la muerte de sus padres. Su padre había muerto, pero su madre no sólo seguía en este mundo sino que derrochaba vitalidad. Ocupaba la habitación más grande de la casa, todos los domingos montaba en bicicleta por el Prospect Park, y a sus cincuenta y ocho años seguía trabajando de secretaria en un bufete de abogados cerca del centro de Manhattan. Adiós a mis dotes adivinatorias. Adiós al ojo infalible de Glass.
Nancy llevaba siete años casada y se refería a su marido como Jim y Jimmy, indiferentemente. Cuando le pregunté si el Mazzucchelli era él o si había conservado su apellido de soltera, se echó a reír y anunció que su marido era irlandés de pura cepa. Bueno, repuse, al menos Italia e Irlanda empezaban con la letra I. Eso le arrancó otra carcajada, y entonces, sin dejar de reír, me dijo que el nombre de su madre y el apellido de su marido eran el mismo.
– ¿Ah, sí? -dije yo-. ¿Y cuál es?
– Joyce.
– ¿Joyce? -Hice una pausa en una especie de mudo asombro, y añadí-: ¿Quieres decir que estás casada con un hombre que se llama James Joyce?
– Ajá. Exactamente igual que el escritor.
– Increíble.
– Lo curioso es que los padres de Jim no saben nada de literatura. Ni siquiera han oído hablar de James Joyce. Le pusieron Jim porque así se llamaba el padre de su madre, James Murphy.
– Bueno, espero que Jim no sea escritor. No sería muy divertido tratar de publicar algo con ese nombre grabado en la frente.
– No, no, mi Jim no escribe. Es mezclador de sonido.
– ¿Que es que?
– Mezclador de sonido.
– No sé qué es eso.
– Crea efectos sonoros en las películas. Forma parte de la posproducción. Los micros no siempre recogen todo lo que se oye en el plató. Pero pongamos que el director quiere tener el sonido de alguien que va pisando la grava por el camino de entrada de una casa, ¿sabes a lo que me refiero? O el ruido de cuando se pasa la página de un libro, o el de cuando se abre una caja de galletas: eso es lo que hace Jimmy. Es un trabajo genial. Muy preciso, muy interesante. La verdad es que trabajan mucho para que las cosas salgan como es debido.
Cuando Tom y yo nos vimos para comer a la una en punto, le di un informe exhaustivo de todo lo que había logrado averiguar en mi charla con Nancy. Lo encontré especialmente animado, y más de una vez me dio las gracias por haber tomado aquella iniciativa por la mañana y obligarlo a encontrarse cara a cara con la B. P. M.
– No sabía cómo ibas a reaccionar -le expliqué-. Cuando crucé la calle y me planté en la acera de enfrente, estaba convencido de que te ibas a enfadar conmigo.
– Me pillaste desprevenido, eso es todo. Lo que hiciste estuvo bien, Nathan, le echaste valor y fue algo estupendo.
– Eso espero.
– Nunca la había visto tan de cerca. Es absolutamente deslumbrante, ¿verdad?
– Sí, muy bonita. La chica más guapa del barrio.
– Y buena persona. Eso sobre todo. Se nota cómo irradia bondad por todos los poros de su piel. No es una de esas bellezas estiradas que se lo tienen tan creído. Le gusta la gente.
– Con los pies en la tierra, como suele decirse.
– Sí, eso es. Con los pies en la tierra. Ya no une siento intimidado. La próxima vez que la vea, podré decirle hola, hablar con ella. Incluso podríamos hacer amistad, con el tiempo.
– Lamento desilusionarte, pero después de hablar con ella esta mañana une parece que no tenéis mucho en común. Sí, es una chica encantadora, pero no posee muchas luces, Tom. Inteligencia media, en el mejor de los casos. Fue a la universidad pero colgó los estudios. No le interesan los libros ni la política. Si le preguntas quién es el ministro de Asuntos Exteriores, no sabrá responderte.
– ¿Y qué? Es posible que yo haya leído más libros que cualquiera que esté ahora mismo en el restaurante, ¿y de qué une sirve? Los intelectuales son una mierda, Nathan. Es la gente más aburrida del mundo.
– Puede ser. Pero lo primero que te pregunta es tu signo del zodiaco. Y luego tienes que pasarte veinte minutos hablando de horóscopos.
– No une importa.
– Pobre Tom. Estás completamente chalado por ella, ¿verdad?
– No lo puedo remediar.
– Entonces, ¿cuál va a ser el próximo paso? ¿Matrimonio o simplemente la clásica aventura amorosa?
– Si no une equivoco, creo que ya está casada.
– Un detalle sin importancia. Si quieres que el marido desaparezca del mapa, lo único que tienes que hacer es decirlo. Tengo buenos contactos, chaval. Pero, tratándose de ti, puede que me encargue personalmente del trabajo. Ya estoy viendo los titulares. EX AGENTE DE SEGUROS ASESINA A JAMES JOYCE.
– Ja, ja.
– Pero tengo que decirte algo bueno de tu Nancy. Hace unas joyas muy bonitas.
– ¿Tienes ahí el collar?
Metí la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y saqué el estrecho y alargado estuche que contenía mi adquisición de la mañana. Justo cuando estaba abriendo la tapa, Marina llegó a la mesa con nuestros sándwiches. No queriendo excluirla de la ceremonia de presentación, moví el estuche hacia ella para que también pudiera vedo. El collar estaba colocado a lo largo de una tira de algodón blanco, y Marina, inclinándose para observarlo mejor, enseguida dio su veredicto.
-Ah, qué linda [4] -dijo-, qué cosa más bonita.
Tom secundó su opinión con un silencioso movimiento de cabeza, sin duda demasiado emocionado para articular palabra mientras pensaba en su querida Nancy, cuyas celestiales manos habían labrado el pequeño y destellante objeto que tenía ante los ojos.
Saqué el collar de la caja y se lo tendí a Marina.
– ¿Por qué no te lo pruebas? -sugerí-. Para que lo veamos puesto.
Ésa era mi primera intención -simplemente que nos sirviera de modelo-, pero en cuanto cogió el collar y lo sostuvo con las manos sobre su piel canela (aquel pequeño espacio de pecho al descubierto justo por debajo del primer botón desabrochado de la blusa color turquesa), cambié súbitamente de opinión. Quería regalárselo. Siempre podría comprarle otro collar a Rachel, pero aquél le sentaba tan perfectamente a Marina que parecía suyo. Al mismo tiempo, si le daba la impresión de que une estaba insinuando (lo que era cierto, desde luego, aunque sin esperanzas), quizá sintiera que la ponía en una situación delicada y entonces se negaría a aceptado.
– No, no -le dije-. No lo sostengas así. Póntelo para ver cómo sienta.
Mientras ella intentaba cerrarse el broche en la nuca, traté de pensar apresuradamente en algo que pudiera vencer su resistencia.
– Me han dicho que hoy es tu cumpleaños -aventuré-. ¿Es verdad, Marina, o me estaban tomando el pelo?
– Hoy no -contestó-. La semana que viene.
– Esta semana, la que viene, ¿qué más da? Es pronto, lo que significa que ya estás viviendo dentro del aura del aniversario. Lo llevas escrito en la cara.
Marina acabó de ponerse el collar y sonrió.
– ¿Aura del aniversario? ¿Qué es eso?
– He comprado hoy ese collar por nada en especial. Quería regalárselo a alguien, pero no sabía a quién. Y ahora que he visto lo bien que te sienta, quiero que lo lleves tú. Eso es el aura del aniversario. Una fuerza poderosa que obliga a la gente a hacer toda clase de cosas raras. No lo sabía en aquel momento, pero estaba comprando el collar para ti.
Al principio se puso muy contenta, y pensé que no iba a haber problema. Por la manera de mirarme con sus vivarachos ojos castaños no cabía duda de que deseaba quedárselo, de que se sentía conmovida y halagada por el gesto, pero luego, cuando pasó la repentina oleada de satisfacción, empezó a pensarlo un poco, y vi aparecer en esos ojos castaños la duda y la confusión.
– Es usted un tío estupendo, señor Glass -declaró-, y se lo agradezco muchísimo. Pero no puedo aceptar regalos suyos. No estaría bien. Es un cliente.
– No te preocupes por eso. Si quiero regalar algo a mi camarera favorita, ¿quién me lo va a impedir? Ya soy viejo, y los viejos hacen lo que se les antoja.
– Usted no conoce a Roberto -repuso ella-. Es muy celoso.
No le gusta que acepte cosas de otros hombres.
– Yo no soy un hombre. Sólo soy un amigo que quiere hacerte feliz.
En ese momento, Tom metió finalmente cuchara en la conversación.
– Estoy seguro de que no lo hace con mala intención -afirmó-. Ya sabes cómo es Nathan, Marina. Está un poco chalado, tan impulsivo…, siempre haciendo cosas raras.
– Sí que está chiflado -convino ella-. Pero aparte de eso es muy buena persona. Sólo que no quiero problemas. Ya saben lo que pasa. Una cosa lleva a la otra, y luego… bum.
– ¿Bum? -inquirió Tom.
– Sí, bum. Y no me pida que le explique lo que significa eso.
– De acuerdo -dije, comprendiendo de pronto que su matrimonio era mucho menos apacible de lo que había supuesto-. Creo que tengo la solución. Marina se queda con el collar, pero no se lo lleva a casa. Lo deja siempre aquí, en el restaurante. Lo lleva en el trabajo, y por la noche lo guarda en la caja. Tom y yo venimos todos los días y admiramos el collar, y Roberto nunca se entera de nada.
Era una propuesta tan turbia y ridícula, una argucia tan pobre y tortuosa, que Tom y Marina se echaron a reír.
– Vaya con Nathan -dijo Marina-. Menudo viejo cuco está hecho usted.
– No tan viejo -apostillé.
– ¿Y qué pasa si por casualidad se me olvida quitarme el collar? -preguntó ella-. ¿Qué ocurre si me presento una noche en casa con él puesto?
– Tú nunca harías eso -contesté-. Eres demasiado lista.
Y así es como la joven y cándida Marina Luisa Sánchez González se vio obligada a aceptar el regalo de cumpleaños, y yo recibí por mis desvelos un beso en la mejilla, un ósculo tierno y prolongado que recordaré hasta el fin de mis días. Ésas son las ventajas propias de los hombres estúpidos. Y yo no soy sino eso un verdadero estúpido. Me gané un beso y una radiante sonrisa de agradecimiento, pero también me busqué algo con lo que no contaba. Se trataba de la irrupción del señor Problemas, y cuando llegue el momento de su aparición, haré una relación completa de los hechos. Pero ahora es viernes por la tarde, y hay otros asuntos más urgentes que atender. El fin de semana está a punto de comenzar, y menos de treinta horas después de que saliéramos del Cosmic Diner, Tom y yo estábamos sentados en otro restaurante con Harry Brightman, cenando, bebiendo vino y lidiando con los misterios del universo.
CENANDO Y BEBIENDO
Sábado por la noche. 27 de mayo de 2000. Un restaurante francés de la calle Smith, en Brooklyn. Tres hombres están sentados a una mesa redonda al fondo de la estancia, en el ángulo izquierdo: Harry Brightman (el otrora Dunkel), Tom Wood y Nathan Glass. Acaban de pedir la cena al camarero (tres entrantes diferentes, tres platos principales distintos, dos botellas de vino: una de blanco, otra de tinto) y prestan de nuevo atención al aperitivo que les han servido en la mesa al poco de entrar en el restaurante. Tom tiene un vaso de bourbon (Wild Turkey), Harry da sorbos de un martini con vodka, y mientras Nathan bebe otro largo trago de su whisky de malta sin hielo (Macallan de doce años), se pregunta si no le apetecerá otro antes de que sirvan la cena. Bueno, ya está bien de escenografía. Una vez que se inicie la conversación, las acotaciones se reducirán al mínimo. En opinión del autor; únicamente las palabras pronunciadas por los personajes referidos tienen importancia para la narración. Por ese motivo, no habrá descripciones de la ropa que llevan, ni observaciones sobre los platos que comen, ni pausas cuando uno de ellos se levanta para ir al servicio, ni interrupciones del camarero, y ni una palabra sobre la copa de vino tinto que Nathan se derrama en los pantalones.
TOM: No estoy hablando de salvar el mundo. En estos momentos, me conformo con salvarme a mí mismo. Y a algunas de las personas que quiero. Como tú, Nathan. Y tú también Harry.
HARRY: ¿Por qué te pones tan melancólico, muchacho? Estás a punto de que te sirvan la mejor cena que has disfrutado en años, eres el más joven de los que estamos sentados a la mesa y, que yo sepa, no padeces ninguna enfermedad grave. Fíjate en Nathan. Ahí lo tienes, con cáncer de pulmón y no ha fumado nunca. Y yo he tenido dos ataques al corazón. ¿Nos oyes quejamos? Somos las personas más felices del mundo.
TOM: No, tú no eres feliz. Eres tan desgraciado como yo.
NATHAN: Harry tiene razón, Tom. No es para tanto.
TOM: Sí que lo es. Si acaso, para más aún.
HARRY: Por favor, define ese «lo». Ya ni siquiera sé de qué estamos hablando.
TOM: El mundo. Ese gran agujero negro que llamamos mundo.
HARRY: Ah, el mundo. Sí, claro. No faltaba más. El mundo es un asco. Todo el mundo lo sabe. Pero procuramos no hacer caso, ¿verdad?
TOM: No, eso es imposible. Nos guste o no, estamos metidos en él hasta el cuello. Nos rodea por todas partes, y cada vez que levanto la cabeza y echo una mirada alrededor, lo que veo me da náuseas. Tristeza y repugnancia. Y decían que la Segunda Guerra Mundial había arreglado las cosas, al menos para unos siglos. Pero todavía seguimos despedazándonos unos a otros, ¿no es así? Nos seguimos odiando igual que siempre.
NATHAN: Así que de eso es de lo que estamos hablando. De política.
TOM: Entre otras cosas, sí. Y de economía. Y de avaricia. Y del horrible lugar en que se ha convertido este país. Los fanáticos de la derecha cristiana. Los millonarios veinteañeros del punto como El Canal del Golf. El Canal del Porno. El Canal del Vómito. El capitalismo triunfante, sin nada que se le oponga ya. Y todos tan contentos, tan satisfechos de nosotros mismos, mientras medio mundo se muere de hambre y no movemos un dedo para ayudarlo. No lo aguanto más, caballeros. Quiero irme.
HARRY: ¿Irte? ¿Adónde? ¿A Júpiter? ¿Plutón? ¿Algún asteroide de la galaxia de al lado? Pobre Tom, que se queda solito en medio del espacio. Como el Principito abandonado en el desierto.
TOM: Dime tú adónde ir, Harry. Estoy abierto a cualquier sugerencia.
NATHAN: Un lugar donde vivir como uno quiera. De eso es de lo que estamos hablando, ¿no? Una nueva versión de El Edén imaginario. Pero para eso tienes que estar dispuesto a renunciar a la sociedad. Eso es lo que me dijiste. Ya hace mucho tiempo, pero creo que empleaste la palabra coraje. ¿Tienes coraje, Tom? ¿Tiene alguno de nosotros el coraje necesario para eso?
TOM: Todavía te acuerdas de ese trabajo mío de la universidad, ¿eh?
NATHAN: Me causó gran impresión.
TOM: Por entonces no era más que un pipiolo, aún no me había licenciado. No sabría mucho, pero seguramente era más listo que ahora.
HARRY: ¿A qué nos estamos refiriendo?
NATHAN: Al refugio interior, Harry. Al lugar adonde acude la gente cuando ya no puede vivir en el mundo real.
HARRY: Ah, yo tuve uno. Como todo el mundo, supongo.
TOM: No necesariamente. Hace falta una buena imaginación, ¿y cuánta gente puede presumir de eso?
HARRY (cerrando los ojos; apretándose las sienes con los dedos): Ahora lo recuerdo todo. El Hotel Existencia. No tenía más que diez años, pero aún recuerdo el momento exacto en que me vino la idea a la cabeza, el preciso instante en que se me ocurrió ese nombre. Era un domingo por la tarde, durante la guerra. Tenía la radio puesta, y estaba sentado en el salón de casa, en Buffalo, con un ejemplar de la revista Life, mirando fotografías de las tropas estadounidenses en Francia. Nunca había estado en un hotel, pero como había visto muchos por fuera cuando mi madre me llevaba al centro sabía que eran sitios especiales, fortalezas que protegían de la miseria y las mezquindades de la vida cotidiana. Me encantaban los hombres de uniforme azul que estaban frente al Remington Arms. Adoraba el brillo de las molduras de las puertas giratorias del Excelsior. Me atraía la inmensa araña que colgaba en el vestíbulo del Ritz. La única función de un hotel era ofrecer comodidades y bienestar a la gente, que nada más firmar el registro y subir a la habitación podía tener todo lo que quisiera con sólo pedido. Un hotel representaba la promesa de un mundo mejor; más que un edificio, era una oportunidad, la ocasión de vivir dentro de los propios sueños.
NATHAN: Eso explica lo del hotel. Pero ¿de dónde sacaste la palabra existencia?
HARRY: La oí por la radio aquel domingo por la tarde. No estaba escuchando el programa con mucha atención, pero el locutor hablaba de la existencia humana, y me gustaron esos términos. Las leyes de la existencia, decía la voz, y los peligros que debemos afrontar a lo largo de nuestra existencia. Esa palabra era más larga que vida. Abarcaba la vida de todos los individuos en conjunto, y aunque tú vivieras en Buffalo, en el estado de Nueva York, y nunca te hubieras alejado más de quince kilómetros de casa, también formabas parte de ese enigma. No importaba que llevaras una vida insignificante. Lo que te pasaba era tan importante como lo que le ocurría a cualquier otro.
TOM: Sigo sin entender. Te inventas un sitio llamado Hotel Existencia, pero ¿dónde está? ¿Para qué sirve?
HARRY: ¿Para qué? Para nada, en realidad. Era un refugio, un mundo que podía visitar en mi imaginación. De eso es de lo que estamos hablando, ¿no? Evasión.
NATHAN: ¿Y adónde se evadía Harry a los diez años?
HARRY: Ah, ésa es una pregunta compleja. Hay dos hoteles Existencia, ¿comprendéis? El primero, el que me inventé aquel domingo por la tarde durante la guerra, y luego otro, que sólo empezó a funcionar cuando estaba en el instituto. El primero, lamento decirlo, era enteramente pueril y sensiblero. Pero yo no era más que un crío por entonces, y la guerra estaba en todas partes, todo el mundo hablaba de ella sin parar. Era demasiado joven para combatir, pero como la mayoría de los niños gordos y bobalicones soñaba con ser soldado. Uf. Bueno, uf y dos veces uf. Pero qué imbéciles somos los mortales. De manera que en cuanto me imagino ese sitio, el Hotel Existencia, inmediatamente lo convierto en un refugio para niños perdidos. Me refiero a niños europeos, claro está. Sus padres han muerto en combate, sus madres yacen bajo iglesias en ruinas y edificios derrumbados, y ellos andan por ahí, en pleno invierno, ateridos de frío y vagando por el bosque, o buscando comida entre los escombros de ciudades bombardeadas, niños solos, niños en parejas, niños en pandillas de cuatro, seis y diez, con harapos atados a los pies en vez de zapatos, los demacrados rostros manchados de barro. Vivían en un mundo sin adultos, y como yo tenía un carácter tan intrépido y altruista, me erigí en su salvador. Ésa era mi misión, mi propósito en la vida, y desde entonces hasta el final de la guerra me arrojaría en paracaídas todos los días en algún destruido rincón de Europa para rescatar a niños perdidos y hambrientos. Pasaría muchos apuros bajando montañas en llamas, atravesando a nado lagos salpicados de explosiones, abriéndome paso con una metralleta para entrar en húmedas bodegas, y siempre que me encontraba con un huérfano lo cogía de la mano y lo llevaba al Hotel Existencia. No importaba el país donde me encontrara. Bélgica o Francia, Polonia o Italia, Holanda o Dinamarca: el hotel nunca estaba muy lejos, y siempre lograba llegar con el niño antes de que cayera la noche. Una vez que lo ayudaba a cumplimentar las formalidades del registro en la recepción, daba media vuelta y me marchaba. Mi trabajo no consistía en dirigir el hotel; sino en encontrar a los niños y llevarlos allí. Y en cualquier caso, los héroes no descansan, ¿verdad? No se les permite dormir en camas blandas con edredones y tres almohadas, y no tienen tiempo para sentarse en la cocina del hotel frente a un plato humeante de cordero estofado con una suculenta guarnición de patatas y zanahorias. Aunque sea de noche deben proseguir su tarea. Hasta que dispararan la última bala, hasta que lanzaran la última bomba, tenía que seguir buscándolos.
TOM: ¿Y qué pasó cuando terminó la guerra?
HARRY: Renuncié a mis sueños de coraje varonil y noble sacrificio. El Hotel Existencia cerró, y cuando volvió a abrir unos años después, ya no estaba en una pradera de la campiña húngara, y ya no tenía el aspecto de un castillo barroco sacado de los bulevares de Baden-Baden. El nuevo Hotel Existencia era mucho más pequeño y de sórdido aspecto, y si queréis encontrarlo ahora, tenéis que ir a una gran capital donde la vida real sólo empieza después de oscurecer. Nueva York, quizá, o La Habana, o una de esas sombrías callejuelas de París. Entrar en el Hotel Existencia era pensar en palabras como alterne, chiaroscuro y destino. En hombres y mujeres lanzándote discretas miradas en el vestíbulo. Era perfume, trajes de seda y piel cálida, y todo el mundo andaba siempre con una copa en una mano y un cigarrillo encendido en la otra. Eso lo había visto en las películas, y sabía el ambiente que reinaba en el hotel. Los clientes del bar de abajo, tomando sorbos de martini seco mientras escuchaban el piano. El casino de la segunda planta, con la ruleta y los dados brincando silenciosos por el fieltro verde, el crupier del bacará hablando en murmullos con un empalagoso acento extranjero. El salón de baile en el sótano, con sus lujosos reservados de cuero y la cantante bajo los focos con su voz enronquecida del humo y su reluciente vestido plateado. Ése era el conjunto de decorados que contribuía a la buena marcha de las cosas, pero nadie iba allí sólo por la bebida, el juego o la música, aunque la cantante de aquella noche fuera Rita Hayworth, a quien su actual marido y representante, George Macready, había traído en avión desde Buenos Aires para dar una sola función. Había que dejarse llevar un poco por la corriente, tomar unas copas antes de dedicarse en serio al asunto. Bueno, no era nada serio, sino más bien un juego: el entretenimiento infinitamente agradable de decidir con quién se subiría a la habitación aquella noche. El primer paso se daba siempre con los ojos; única y exclusivamente con los ojos. Se paseaba la mirada de una persona a otra durante unos minutos, tranquilamente, mientras se degustaba la copa y se apuraba un cigarrillo, sopesando las posibilidades, buscando una señal, quizá incluso incitando a alguien con una sonrisita o un toque en el hombro para atraer su atención. Hombres o mujeres, me daba igual. En aquella época seguía siendo virgen, pero ya sabía bastantes cosas de mí mismo para ser consciente de que me daba lo mismo. Una vez, Cary Grant se sentó a mi lado en el bar del piano y empezó a acariciarme la pierna. Otra, la fallecida Jean Harlow regresó de la tumba y me hizo el amor apasionadamente en la habitación cuatrocientos veintisiete. Pero también estaba mi profesora de francés, Mademoiselle Des Forets, una esbelta québécoise de piernas preciosas y líquidos ojos castaños que llevaba los labios pintados de brillante carmín. Por no hablar de Hank Miller, el zaguero del equipo universitario y experto donjuán de último curso. Hank probablemente me habría matado a puñetazos de haberse enterado de lo que le hacía en sueños, pero el caso es que no se enteró. Entonces yo sólo estaba en segundo, y nunca habría tenido el valor de dirigirme a un personaje tan augusto como Hank Miller a la luz del día, pero de noche podía encontrarme con él en el bar del Hotel Existencia, y después de unas copas y de una simpática charla llevármelo a la habitación trescientos uno e iniciarle en los secretos del mundo.
TOM: Imágenes masturbatorias de adolescente.
HARRY: Como quieras. Pero yo prefiero considerarlo como señal de un rica vida interior.
TOM: Así no vamos a ninguna parte.
HARRY: ¿Adónde quieres que vayamos, querido Tom? Estamos aquí sentados, esperando que nos sirvan el segundo plato, bebiendo una espléndida botella de Sancerre y entreteniéndonos con historias sin sentido. No hay nada malo en eso. En muchas partes del mundo, eso se consideraría como el no va más del comportamiento civilizado.
NATHAN: El chico está con la depre, Harry. Necesita hablar.
HARRY: Ya me doy cuenta. Tengo ojos en la cara, ¿no? Si a Tom no le parece bien mi Hotel Existencia, quizá quiera contarnos algo del suyo. Todo el mundo tiene uno, ya sabes. Y como no hay dos personas iguales, cada Hotel Existencia es distinto de todos los demás.
TOM: Lo siento. No quiero ser un pesado. Esta noche teníamos que pasarlo bien, y os estoy aguando la fiesta.
NATHAN: No digas eso. Contesta a Harry.
TOM (un largo silencio; luego, en voz baja, como hablando para sus adentros): Quiero vivir de otra manera, eso es todo. Si no soy capaz de cambiar el mundo, al menos puedo tratar de cambiarme a mí mismo. Pero no me apetece hacerla en solitario. Ya me encuentro bastante solo, y sea o no culpa mía, Nathan tiene razón. Estoy con el ánimo por los suelos. Desde que hablamos de Aurora el otro día, no he dejado de pensar en ella. La echo de menos. Echo en falta a mi madre. Añoro a todas las personas que he perdido. A veces me pongo tan triste, siento que me oprime un peso tan enorme, que es un milagro que no me caiga redondo al suelo. ¿Que cuál es mi Hotel Existencia, Harry? No sé, pero quizá tenga algo que ver con estar con otra gente, escapar de la ratonera de esta ciudad y compartir la vida con personas a las que quiera y respete.
HARRY: Una comuna.
TOM: No; una comuna, no: una comunidad. Es distinto.
HARRY: ¿Y dónde estaría situada esa pequeña utopía tuya?
TOM: Pues en alguna parte, en el campo, supongo. En un sitio con mucho terreno y casas suficientes para albergar a toda la gente que quisiera vivir allí.
NATHAN: ¿Cuánta gente calculas?
TOM: No sé. Todavía no he pensado en nada de eso. Pero vosotros dos seríais muy bien recibidos.
HARRY: Me halaga ocupar un puesto tan preferente en tu lista. Pero si me vaya vivir al campo, ¿qué pasará con mi librería?
TOM: Te la llevas contigo. De todas maneras, ya obtienes el noventa por ciento de las ganancias por vía postal. ¿Qué más te da la oficina de correos que utilices? Sí, Harry, claro que me gustaría que participaras en esto. Y Flora también, quizá.
HARRY: Mi querida y demente Flora. Pero si se lo propones a ella, también habría que invitar a Bette. Está enferma, ¿sabes? Condenada a una silla de ruedas con Parkinson, la pobre. No estoy seguro de cómo reaccionaría, pero al final acabaría aceptando la idea. Y luego está Rufus.
NATHAN: ¿Quién es Rufus?
HARRY: El muchacho que atiende la caja en la librería. El jamaicano alto de piel clara que lleva ese boa rosa. Hace unos años lo encontré llorando a lágrima viva en el portal de una casa del West Village y me lo traje a casa. A estas alturas puede decirse que lo he adoptado. Lo de la librería le sirve de ayuda para pagar el alquiler, pero aparte de eso es uno de los mejores travestidos de la ciudad. Trabaja los fines de Semana con el nombre de Tina Hott. Un artista fabuloso Nathan. Tendrías que verlo actuar alguna vez.
NATHAN: ¿Y por qué querría Rufus marcharse de la ciudad?
HARRY: Porque me quiere, en primer lugar. Y porque es seropositivo y el pobre está asustadísimo. Un cambio de aires le vendría bien.
NATHAN: Estupendo. Pero ¿de dónde vamos a sacar el dinero para comprar una finca en el campo? Yo podría contribuir con algo, pero no sería suficiente.
TOM: Si Bette quiere venir con nosotros, quizá esté dispuesta a abrir sus arcas para echarnos una mano.
HARRY: De eso, nada. Un hombre tiene su orgullo, señor mío, y preferiría diñarla diez veces antes que volver a pedir un céntimo a esa mujer.
TOM: Bueno, si vendes tu edificio de Brooklyn, podríamos sacar lo suficiente para arreglar las cosas.
HARRY: Un simple grano de arena. Si voy a pasar mis años de decadencia en el quinto pino, quiero hacerlo a lo grande. Nada de hacer el paleto, Tom. Me convierto en un hacendado o no hay trato.
TOM: Entonces, un poco de aquí y un poco de allá. Ya pensaremos en más gente que quiera participar, y si hacemos fondo común, quizá podamos sacar la cosa adelante.
HARRY: No os preocupéis, muchachos. Tío Harry se ocupará de todo. Al menos eso espero. Si todo sale según el plan, podemos esperar una buena inyección de contante en un futuro próximo. Lo suficiente para inclinar la balanza y hacer realidad nuestro sueño. ¿No es de eso de lo que estamos hablando? Un sueño, el disparatado sueño de apartamos de las preocupaciones y penas de este mundo miserable y crear un mundo nuestro. Una posibilidad muy remota, desde luego, pero ¿quién dice que no es factible?
TOM: ¿Y de dónde va a venir esa «inyección de contante»?
HARRY: Digamos simplemente que he puesto en marcha una operación comercial, y dejemos a un lado los detalles hasta nueva orden. Si me toca la lotería, da por hecho el nuevo Hotel Existencia. Y si no…, bueno, caeré luchando por una buena causa. No se puede aspirar a más, ¿verdad? Tengo sesenta y seis años, y después de todos los altibajos de mi… carrera, un tanto dudosa, quizá sea ésta la última posibilidad de ganar dinero en cantidad. Y cuando digo en cantidad, quiero decir en gran cantidad. En cantidades más grandes de lo que os podéis imaginar.
PAUSA PARA FUMAR
Por entonces, no me tomé en serio nada de lo que se dijo en aquella conversación. Tom estaba alicaído -eso era todo- y Harry trataba simplemente de animarlo un poco, de insuflarle algo de viento en las velas y sacado de la ponzoñosa calma chicha. Debo decir que me gustó que Harry le siguiera la corriente a Tom con aquella fantasía suya tan impracticable, pero la idea de que se marchara de Brooklyn para irse a un poblado remoto en pleno campo me pareció una absoluta estupidez. Aquel individuo estaba hecho para la ciudad. Era una criatura de multitudes y contactos, de restaurantes buenos y ropa cara, y aunque sólo fuera medio marica, resultaba que su amigo íntimo era un negro travestido que iba a trabajar con unos pendientes de clip y un boa de color rosa. Si los paisanos de un lugar perdido en medio del campo vieran aparecer en su pueblo a un tipo como Harry Brightman, echarían mano de horcas y navajas e inmediatamente le harían poner pies en polvorosa
Por otro lado, yo estaba casi seguro de que el negocio de Harry era legal. El viejo réprobo se traía algo entre manos, y a mí me picaba la curiosidad por saber de qué se trataba. Si no quería dar explicaciones delante de Tom, era posible que conmigo hiciera una excepción. La ocasión se presentó justo después de pedir el postre, cuando Tom se disculpó y se dirigió al bar a fumar un cigarrillo (la nueva táctica en su campaña permanente para quitarse unos kilos).
– Gran cantidad de dinero -dije a Harry-. Parece interesante.
– La oportunidad de mi vida.
– ¿Hay alguna razón especial por la que no quieras hablar de ello?
– Temo decepcionar a Tom, eso es todo. Aún tengo que solucionar algunos pequeños detalles, y hasta que el asunto esté resuelto no tiene sentido entusiasmarse demasiado.
– Tengo un poco de dinero de sobra por ahí rodando, ya sabes. Un buen fajo, en realidad. Si necesitas otro socio que invierta en el negocio, quizá podría echarte una mano.
– Un ofrecimiento muy generoso de tu parte, Nathan. Afortunadamente, no ando en busca de un socio. Pero eso no significa que tu consejo no sea bien recibido. Estoy bastante seguro de que mis socios son legales; pero no me fío del todo. Y la duda es una carga difícil de sobrellevar, sobre todo cuando hay tanto en juego.
– ¿Qué me dices de otra cena, entonces? Tú y yo solos. Me explicas todo el asunto, y yo te doy mi opinión.
– ¿Te viene bien la semana que viene?
– Cuando quieras, no tienes más que decírmelo.
SOBRE LA ESTUPIDEZ DE LOS HOMBRES (2)
A las once de la mañana siguiente entré en una de las joyerías del barrio a comprar otro collar para Rachel. No quería molestar a la B. P. M. llamando a su puerta un domingo por la mañana, pero pedí expresamente a la dependienta que me enseñara todo lo que llevara la marca de Nancy Mazzucchelli. La mujer sonrió, dijo que era una vieja amiga de Nancy, y enseguida abrió una vitrina de la que extrajo ocho o diez artículos suyos, colocándolos uno tras otro en el mostrador para que yo los viera. Quiso la suerte que el último fuese un collar casi idéntico al que ahora se guardaba por la noche en la caja registradora del Cosmic Diner.
Pensaba volver directamente a casa. Me habían ocurrido un par de anécdotas de camino a la joyería, y estaba deseoso de sentarme a la mesa de trabajo y añadirlas al Libro del desvarío humano, que no dejaba de crecer. No me había molestado en contar las que había escrito hasta el momento, pero para entonces debía de haber cerca de cien, y por el modo en que se presentaban, surgiendo a todas horas del día y de la noche (a veces incluso en sueños), sospechaba que habría elementos suficientes para que el proyecto se prolongara durante varios años. Pero hete aquí que, veinte segundos después de salir de la tienda, ¿con quién me encuentro sino con Nancy Mazzucchelli, la B. P. M en persona? Llevaba dos meses viviendo en aquel barrio había dado largos paseos por la mañana y por la tarde, había entrado en innumerables tiendas y restaurantes, me había sentado en la terraza del Circle Café para observar a los centenares de personas que pasaban por la avenida, pero hasta aquel domingo por la mañana nunca la había visto en público ni siquiera de lejos. No quiero insinuar que había pasado por delante de mí y no me había fijado en ella. Yo miro a todo el mundo, y si hubiera visto antes a aquella mujer (que era nada menos que la reina y soberana de Park Slope), la habría recordado. Ahora, a raíz de nuestro encuentro improvisado delante de su casa el viernes, el panorama había cambiado bruscamente. Como un término que se añade al propio vocabulario en una etapa tardía de la vida -y que entonces se empieza a oír por todas partes-, Nancy Mazzucchelli aparecía de pronto en todos los sitios por donde yo pasaba. A partir de aquel encuentro dominical, raro era el día en que no me encontraba con ella, en el banco, en la oficina de correos o por alguna calle del barrio. Acabó presentándome a sus hijos (Devon, la niña, y Sam, el niño); a su madre, Joyce; y a su marido, Jim, el técnico de sonido que se llamaba James Joyce pero que no era Joyce. De total desconocida, la B. P. M. se convirtió de pronto en parte integrante de mi vida. Aunque en las siguientes páginas de este libro apenas se la mencione, Nancy está ahí. Hay que buscarla entre líneas.
Aquel primer domingo no hablamos gran cosa. Hola, Nathan; hola, Nancy; qué tal; muy bien, ¿y Tom?; qué día tan espléndido; me alegro de verte. Esas cosas. Charla de pueblo en el corazón de la gran ciudad. Si hay algún detalle significativo que consignar, es el hecho de que no llevaba el peto. Aquel día hacía un calor inhabitual, y Nancy se había puesto una camiseta blanca de algodón y unos vaqueros. Como llevaba la camiseta remetida en los pantalones, pude observar que tenía el vientre liso. Eso no significaba que no estuviera embarazada, desde luego, pero aun cuando se encontrara en los días iniciales del primer trimestre, el viernes pasado no se había puesto el peto para ocultar prominencia alguna. Tomé nota mentalmente para decírselo a Tom en cuanto lo viera.
Lo primero que hice el lunes por la mañana fue enviar el collar a Rachel junto con una breve nota (Pienso en ti… Con cariño, papá), pero hacia las nueve de la noche empecé a preocuparme. Había echado la carta al buzón el martes por la noche. Suponiendo que hubiera salido el miércoles por la mañana, debería de haberle llegado el sábado; o el lunes, a más tardar. A mi hija nunca se le había dado bien eso de escribir cartas (se comunicaba principalmente mediante correo electrónico, instrumento del que yo no disponía), y por tanto esperaba que se pusiera en contacto conmigo por teléfono. Como el sábado y el domingo no había habido noticias, era de suponer que llamaría el lunes. A partir de las seis de la tarde, cuando volviera del trabajo y leyera mi carta. Por mucho que la hubiera ofendido, me parecía inconcebible que Rachel no contestara a lo que le decía en la misiva. Me quedé en el apartamento esperando a que sonara el teléfono, pero a las nueve de la noche no había ocurrido nada. Aunque hubiera decidido dejar la llamada para después de la cena, a esa hora ya habría terminado de cenar. Con cierta desesperación, algo asustado y más que apurado por la inquietud y el temor que sentía, acabé armándome de valor para marcar su número. No había nadie. El contestador automático se puso en marcha al cuarto tono, pero colgué antes de oír la señal sonora. Lo mismo sucedió el martes.
Y el miércoles.
No sabiendo ya qué hacer, decidí llamar a Edith y preguntarle lo que pasaba. Rachel y ella estaban en contacto permanente, y aunque la perspectiva de hablar con mi ex me producía cierto malestar, no había motivo para suponer que no me daría una respuesta clara. Pero la equis de ex es la cruz que nos marca, según había dicho Harry de manera tan elocuente. Para entonces, el único contacto que tenía con mi ex abnegada esposa se limitaba a ver su firma en el dorso de los cheques con que le pasaba pensión. Edith presentó la demanda de divorcio en noviembre de 1998, y un mes después, mucho antes de que saliera la sentencia, me diagnosticaron el cáncer. En su favor he de decir que me permitió quedarme en casa todo el tiempo necesario, lo que explica por qué tardamos tanto en ponerla a la venta. Cuando la vendimos, utilizó una parte de su dinero en comprar un apartamento en Bronxville, que Rachel, con su habitual exuberancia de lenguaje, calificó de «muy bonito». Además había empezado a asistir a clases para adultos en Columbia, había hecho al menos un viaje a Europa, y, si los cotilleos eran ciertos, estaba saliendo con Jay Sussman, un viejo abogado amigo nuestro. Su mujer había muerto dos años antes, y como siempre había estado loco por Edith (a los maridos se les da bien detectar esas cosas), era lógico que le hiciera proposiciones una vez desaparecido yo de la escena. El viudo alegre y la divorciada feliz. Bueno, me alegro por los dos. Jay rondaba los setenta, desde luego, pero ¿quién era yo para poner objeciones a unas cuantas cenas a ritmo de tango y algún polvete crepuscular? Para ser completamente sincero, a mí no me habría venido mal una ración de lo mismo.
– Hola, Edith -dije cuando ella contestó al teléfono-. Soy el fantasma de la Navidad pasada.
– ¿Nathan?
Parecía sorprendida de oírme, y también un tanto contrariada.
– Siento molestarte, pero necesito cierta información, y tú eres la única persona que puede dármela.
– No será otra de tus bromas de mal gusto, ¿verdad?
– Ojalá.
Emitió un sonoro suspiro por el receptor.
– Ahora estoy ocupada. Date prisa, ¿vale?
– Ocupada con algún invitado, supongo.
– Supón lo que te dé la gana. No tengo que darte explicaciones de nada, ¿verdad?
Dejó escapar una extraña y aguda carcajada: una risa tan amarga, tan triunfal, tan cargada de impulsos reprimidos y contradictorios, que no supe cómo interpretarla. La risa de una ex esposa liberada, quizá. Que reía la última.
– No, claro que no. Eres libre de hacer lo que te apetezca. Lo único que te pido es cierta información.
– ¿Sobre qué?
– Rachel. Desde el lunes estoy intentando ponerme en contacto con ella, pero parece que no hay nadie en su casa. Sólo quiero saber si Terrence y ella están bien.
– Pero qué idiota eres, Nathan. ¿Es que no te enteras de nada?
– Por lo visto, no.
– Se fueron a Inglaterra el veinte de mayo, y no volverán hasta el quince de junio. Se acabó el semestre en Rutgers. Rachel estaba invitada a presentar una ponencia en un congreso en Londres, y ahora están pasando unos días con los padres de Terrence en Cornwall.
– No me lo dijo.
– ¿Y por qué tendría que decírtelo?
– Porque es mi hija, por eso.
– Si te portaras como un padre, quizá te lo habría dicho. Eso de estallar y ponerte a gritar hecho una furia fue algo horrible, Nathan. ¿Qué derecho tienes? Le hiciste mucho daño…, se quedó muy jodida.
– La llamé para disculparme, pero me colgó. Le he escrito una carta larga. Intento reparar el daño que le he hecho, Edith. La quiero mucho, ya lo sabes.
– Entonces ponte de rodillas y pide perdón. Pero no esperes que yo te ayude. Mi época de mediadora ha concluido.
– No te estoy pidiendo ayuda. Pero si por casualidad te llama desde Inglaterra, podrías mencionarle que tiene una carta esperándola en casa. Y un collar, también.
– Ni lo sueñes, chico. No voy a decirle nada. Ni puñetera palabra. ¿Te has enterado?
Para que luego hablen del mito de la tolerancia y la buena voluntad entre parejas divorciadas. Al terminar la conversación, me dieron ganas de saltar al próximo tren que fuera a Bronxville estrangular a Edith con mis propias manos. Pero entonces me entraron náuseas. Aunque hay que reconocérselo a la chica. Su ira había sido tan virulenta, sus acusaciones y su desprecio tan agresivos, que en realidad me ayudó a tomar una decisión. No volvería a llamarla más. Nunca en la vida. Bajo ninguna circunstancia, en ningún momento. El divorcio nos había separado a los ojos de la ley, disolviendo el matrimonio que nos había unido durante tantos años, pero aun así seguíamos teniendo algo en común, y como seríamos los padres de Rachel durante todo el tiempo que nos quedara de vida, yo había supuesto que ese vínculo nos evitaría caer en un estado de permanente animosidad. Pero vi que no. Aquella llamada fue el final de todo, y en lo sucesivo Edith no sería más que un nombre para mí: cinco letras insignificantes que designaban a una persona que había dejado de existir.
Al día siguiente, jueves, almorcé solo. Tom iba a Manhattan con Harry por la tarde, para negociar con la viuda de un novelista recientemente fallecido la adquisición de los libros de la biblioteca de su marido. Según Tom, aquel novelista parecía conocer hasta el último escritor importante de los últimos cincuenta años, y tenía los estantes repletos de libros firmados y dedicados por sus ilustres amigos. «Ejemplares con dedicatoria», se denominaban esos libros en la profesión, y como eran muy buscados por los coleccionistas, según me explicó Tom, normalmente se vendían a buen precio. También me dijo que las visitas de ese tipo eran lo que más le gustaba de trabajar con Harry. No sólo le permitían salir de Brooklyn, de los confines de su despacho de la primera planta, sino que además le daban la oportunidad de ver a su jefe en acción.
– Monta un buen número -dijo Tom-. No para de hablar. Halaga, denigra, engatusa: un interminable amagar y no dar. Yo no creo en la reencarnación, pero si creyera, apostaría cualquier cosa a que en otra vida fue un vendedor de alfombras marroquí.
El miércoles había sido el día libre de Marina. El jueves, privado de la compañía de Tom, tenía más ganas de verla que nunca, pero cuando entré en el Cosmic Diner a la una en punto, Marina no estaba. Pregunté a Dimitrios, el dueño del restaurante, y me explicó que había llamado por la mañana para decir que no se encontraba bien y que probablemente faltaría algunos días. Me sentí profunda y absurdamente abatido. Después de la bronca que me había echado mi ex mujer la noche anterior, necesitaba recobrar la fe en el sexo femenino, ¿y quién mejor para ayudarme en esa empresa que la dulce Marina González? Antes de entrar en el restaurante, me la había imaginado con el collar puesto (cosa que ya había sucedido el lunes y el martes), y sabía que con sólo mirarla iba a encontrarme mucho mejor. Acongojado, pues, me senté solo en un reservado y pedí el almuerzo a Dimitrios, que sustituía a mi amor ausente. Como de costumbre, llevaba un libro en el bolsillo de la chaqueta (La conciencia de Zeno, que había comprado por recomendación de Tom), y como aquel día no tenía con quién hablar, abrí la novela de Svevo y me puse a leer.
Al cabo de dos párrafos, el individuo llamado señor Problemas hizo acto de presencia. Ése es el encuentro al que aludía hace quince o veinte páginas, y ahora que ha llegado el momento de hablar de él, me muero de vergüenza con sólo pensar en lo que pasó. Ese individuo, esa cosa que prefiero llamar Problemas, el ser de pesadilla que surgió de las profundidades de la nada, se hacía pasar por un mensajero de la U.P.S. de unos treinta años, cuerpo musculoso, buena forma y expresión iracunda en los ojos. No, la ira no hace justicia a lo que vi en aquel rostro. Furia sería más preciso, creo, o quizá rabia, e incluso locura homicida. Fuera lo que fuese, cuando entró como una tromba en el restaurante y preguntó a Dimitrios con voz fuerte y agresiva si Nathan andaba por allí, Nathan Glass, comprendí que el nombre en clave del señor Problemas era Roberto González. También supe que el collar ya no estaba en la caja. La pobre Marina había olvidado quitárselo cuando se fue a casa el martes por la noche. Un pequeño error, quizá, pero no pude evitar el recuerdo de cómo había empleado la expresión bum cuando intentó devolverme el regalo, y asociando esa palabra con el anuncio de Dimitrios de que no vendría en «algunos días», pensé en la paliza que le habría dado aquel hijo de puta.
El marido de Marina se sentó en el banco frente a mí y se inclinó sobre la mesa.
– ¿Eres Nathan? -inquirió-. ¿El cabrón de Nathan Glass?
– El mismo -repuse-. Sólo que mi primer nombre no es Cabrón, sino Joseph.
– Muy bien, listillo. Dime, ¿por qué lo has hecho?
– ¿El qué?
Se metió la mano en el bolsillo y tiró el collar sobre la mesa.
– Esto.
– Es un regalo de cumpleaños.
– A mi mujer.
– Sí. A tu mujer. ¿Qué tiene de malo? Marina me sirve el almuerzo todos los días. Es una chica estupenda y quise ofrecerle una muestra de mi gratitud. ¿Acaso no le doy propina cuando pago la nota? Pues, bueno, considera el collar como una buena propina.
– Eso no está bien, tío. Andar follando por ahí con mujeres casadas.
– Yo no ando fallando por ahí. Sólo le he hecho un regalo, nada más. Soy lo bastante viejo para ser su padre.
– Tienes polla, ¿no? Y todavía tienes cojones, ¿eh?
– La última vez que miré, seguían ahí.
– Te lo advierto, tío. Aléjate de Marina. Esa zorra es mía, y la próxima vez que te acerques a ella te mataré.
– No la llames zorra. Es una mujer. Y tienes mucha suerte de estar casado con ella.
– La llamaré lo que me dé la gana, gilipollas. Y esta -dijo, cogiendo el collar y balanceándolo frente a mis ojos-, esta mierda te la puedes comer para desayunar mañana por la mañana.
Lo cogió con ambas manos, y con un brusco tirón rompió en dos la cadena de oro. Las cuentas se desprendieron y saltaron por la mesa de formica; pero algunas se le quedaron en la mano, y cuando se levantó para marcharse me las arrojó a la cara.
– ¡La próxima vez te mato! -gritó, señalándome con el dedo como una marioneta trastornada-. ¡Déjala en paz, cabrón, o te mato!
Para entonces, todo el restaurante nos estaba mirando. No todos los días se sentaba uno a comer y se le regalaba un espectáculo tan absorbente, pero ahora que el señor Problemas ya me había amenazado, parecía que la función estaba a punto de acabar. O eso pensaba yo. González ya me había dado la espalda y avanzaba en dirección a la puerta, pero el paso entre mesas y reservados era estrecho, y antes de que pudiera salir, el gigantesco y panzudo Dimitrios se interpuso en su camino. Así empezó el segundo acto. Acorralado, con la sesera todavía enardecida, el exaltado González se puso a gritar a pleno pulmón.
– ¡Procure que ese cerdo no vuelva a entrar aquí! -ordenó, refiriéndose a mí-. ¡No lo deje entrar si quiere que Marina siga trabajando aquí! ¡O se irá!
– Que se vaya, entonces -repuso el dueño del Cosmic Diner-. Éste es mi restaurante, y nadie me dice lo que tengo que hacer en mi casa. Sin clientes, me quedo sin nada. Así que salga por esa puerta y diga a Marina que está despedida. No quiero verla más. En cuanto a usted…, si vuelve a aparecer otra vez por aquí, llamaré a la policía.
Acto seguido hubo algunos zarandeas y empujones, pero por fuerte y musculoso que fuera González, Dimitrios le venía grande, y finalmente, después de otra andanada de amenazas por una y otra parte, el marido de Marina desapareció del local. El imbécil había dejado a su mujer sin trabajo. Y lo que era peor -mucho peor aún-, comprendí que probablemente no la volvería a ver más.
Una vez restablecida la calma en el restaurante, Dimitrios se acercó a mi mesa y se sentó. Se disculpó por las molestias y me dijo que mi almuerzo corría por cuenta de la casa, pero cuando traté de convencerlo para que no despidiera a Marina, se mantuvo firme en su decisión. Había colaborado en la conspiración del collar y la caja registradora, pero el negocio era el negocio, concluyó, y aun cuando Marina le gustaba «un montonazo», no quería correr riesgos con aquel energúmeno que tenía por marido. Entonces añadió algo que me abrasó como la quemadura de un hierro de marcar.
– No se preocupe -me aconsejó-. No es culpa suya.
Pero sí era culpa mía. Yo era el causante de todo aquel lío, y me despreciaba por el daño que había hecho a la inocente Marina. Su primer impulso había sido rechazar el collar. Sabía la clase de hombre que era su marido, pero en vez de escuchar lo que me decía, la había obligado a aceptarlo, y aquel estúpido paso, aquel hecho absurdo e insensato, no había traído más que problemas. Que Dios me castigue, dije para mis adentros. Que me arroje de cabeza al infierno, y me tenga mil años ardiendo.
Aquélla fue la última vez que almorcé en el Cosmic Diner. Todos los días voy por la Séptima Avenida y paso frente a la puerta, pero aún no he tenido valor para volver a entrar.
CHANCHULLOS
Aquella noche (jueves) había quedado con Harry para cenar en la Mike amp; Tony Steak House, en la esquina de la Quinta Avenida con la calle Carroll. Se trataba del mismo restaurante en que había hecho sus inquietantes revelaciones a Tom un par de meses atrás, y creo que lo eligió porque se sentía cómodo allí. La parte delantera del establecimiento era un bar de barrio donde se alentaba activamente a los parroquianos a fumar cigarrillos y puros, y donde los acontecimientos deportivos podían verse en un voluminoso televisor montado en la pared junto a la puerta. Pero, al cruzar el local y abrir la doble puerta de cristal al fondo, se encontraba uno en un ambiente completamente distinto. El restaurante de Mike y Tony era una pequeña estancia con alfombras y estanterías repletas de libros a lo largo de un muro, unas cuantas fotografías en blanco y negro colgadas en otra pared, y no más de ocho o diez mesas. En otras palabras, una tasca tranquila, íntima, con la ventaja añadida de una acústica tolerante que hacía posible escuchar lo que se decía aunque se hablara en voz baja. En opinión de Harry, el local era tan privado y acogedor como un confesionario. En cualquier caso, allí era donde prefería hacer sus confesiones: primero a Tom, y ahora a mí.
Por lo que a Harry concernía, mi conocimiento de su vida anterior se limitaba exclusivamente a unos cuantos datos generales: nacido en Buffalo, ex marido de Bette, padre de Flora, temporada en la cárcel. Ignoraba que Tom me había facilitado toda una serie de detalles, pero yo no iba a informarle de eso. De manera que me hice el tonto mientras Harry pasaba revista a la famosa historia del timo de Alec Smith y posteriores consecuencias con Gordon Dryer. Al principio no entendí por qué se molestaba en contarme esas cosas. ¿Qué relación guardaban con su operación actual? Eso era lo que me preguntaba yo, y entonces, cada vez más confuso, le planteé la cuestión sin tapujos.
– Sólo ten un poco de paciencia -recomendó-. A su debido tiempo, lo entenderás todo.
No hablé mucho durante la primera parte de la cena. El alboroto de aquella tarde en el restaurante me había afectado bastante, y mientras Harry parloteaba sin parar contando su historia, yo me puse a pensar en Marina, el idiota de su marido y toda la cadena de circunstancias que me había llevado a comprar a la B. P. M. aquel maldito montón de bisutería. Pero el jefe de Tom se encontraba en forma aquella noche, y con ayuda del whisky escocés del aperitivo y el vino con el que acompañé mi fuente de ostras de Blue Point, poco a poco fui saliendo de mi estado depresivo y centrándome en el asunto que nos ocupaba. La narración de Harry de los delitos que había cometido en Chicago correspondía punto por punto con lo expuesto por Tom, si bien con una notable y divertida diferencia. En la versión de Tom, Harry se derrumbó y rompió a llorar. Bajo el peso de los remordimientos, se culpaba de haber destruido su matrimonio, su reputación, su vida entera. Conmigo, en cambio, no se arrepentía de nada, llegando incluso a ufanarse del golpe maestro que montó a lo largo de dos años, y recordaba su aventura de la falsificación de obras de arte como una de las etapas más gloriosas de su vida. ¿Cómo explicar aquel radical cambio de tono? ¿Acaso le había echado cuento para ganarse la simpatía y la comprensión de Tom? ¿O es que, al producirse inmediatamente después de la desastrosa visita de Flora a Brooklyn aquella confesión le había salido directamente del alma? Tal vez. Cada hombre contiene varios hombres en su interior, y la mayoría de nosotros saltamos de uno a otro sin saber jamás quiénes somos. Optimista un día y pesimista al siguiente; pesaroso y mudo por la mañana, riendo y contando chistes por la noche. Harry estaba por los suelos cuando habló con Tom, pero ahora que había puesto en marcha una operación comercial, conmigo andaba picando alto.
Nos llevaron nuestros chuletones, cambiamos a vino tinto, y entonces, por fin, lo soltó de una vez. Harry me había sugerido que me tenía reservada una sorpresa, pero aun cuando me hubiera dado cien posibilidades de adivinar lo que era, nunca podría haber previsto la asombrosa revelación que salió tranquilamente de sus labios.
– Gordon ha vuelto -anunció.
– ¿Gordon? -repetí, demasiado perplejo para decir otra cosa-. ¿Te refieres a Gordon Dryer?
– A Gordon Dryer. Mi antiguo compañero de orgía y desenfreno.
– ¿Y cómo coño ha dado contigo?
– Dicho así, parece una desgracia, Nathan. Y no lo es. Estoy muy contento. Mucho.
– Después de lo que le hiciste, no me extrañaría que quisiera matarte.
– Eso es lo que yo pensaba al principio, pero todo eso ya ha pasado. El rencor, la amargura. El pobre muchacho se me echó a los brazos y me pidió que lo perdonara. ¿Te imaginas? Quería que yo lo perdonara a él.
– Pero si fuiste tú quien lo mandó a la cárcel.
– Sí, pero el chanchullo fue idea de Gordon desde el principio. Si él no lo hubiera preparado todo, ninguno de los dos habríamos acabado en la cárcel. Por eso se echa toda la culpa. Ha hecho mucho examen de conciencia en estos años, y me ha contado que llegó a un punto en que ya no podía vivir consigo mismo porque creía que yo aun le guarda a rencor. Gordon ya no es ningún niño. Tiene cuarenta y siete años y ha madurado mucho desde los viejos tiempos de Chicago.
– ¿Cuántos años ha pasado en la cárcel?
– Tres y medio. Luego se mudó a San Francisco y empezó a pintar otra vez. Sin mucho éxito, lamento decir. Salió adelante dando clases particulares de dibujo, haciendo trabajos temporales aquí y allá, y luego se enamoró de un hombre que vive en Nueva York. Por eso está ahora aquí. A principios del mes pasado se marchó de San Francisco y se vino a vivir con él.
– Ese hombre tendrá dinero, supongo.
– No conozco todos los detalles. Pero creo que gana lo suficiente para mantenerlos a los dos.
– Pues qué suerte tiene Gordon.
– No tanta. No mucha, cuando se piensa en todo lo que ha pasado. Y, además, a quien quiere es a mí. Tiene mucho afecto a su amigo, pero es a mí a quien quiere. Y yo también lo quiero.
– No quisiera entrometerme en tu vida privada, pero ¿qué hay de Rufus?
– Rufus es un amor, pero nuestras relaciones son estrictamente platónicas. En todos los años que lo conozco, no hemos pasado una sola noche juntos.
– Pero Gordon es diferente.
– Muy diferente. Ya no es joven, pero sigue siendo un hombre guapo. No te imaginas lo bien que se porta conmigo. No podemos vernos muy a menudo, ya sabes cómo son estas aventuras clandestinas. Tantas mentiras que decir, tantos apaños que hacer. Pero siempre que lo conseguimos, salta la vieja chispa. Pensaba que se me habían acabado esas cosas, que ya estaba para el arrastre, pero Gordon me ha rejuvenecido. La piel desnuda, Nathan. Ésa es la única cosa por la que vale la pena vivir.
– Una de las cosas, en todo caso, te lo reconozco.
– Si se te ocurre algo mejor, dímelo.
– Creía que habíamos venido aquí para hablar de negocios.
– Y eso es precisamente lo que estamos haciendo. Gordon forma parte de la operación, ¿sabes? Andamos juntos en esto.
– ¿Otra vez?
– Es un plan fabuloso. Tan brillante, que cada vez que pienso en ello se me pone la piel de gallina.
– ¿Por qué tengo la absurda impresión de que vas a decirme que andas metido en otra estafa? ¿El negocio es legal o ilegal?
– Ilegal, por supuesto. ¿Dónde está la gracia si no hay riesgo?
– Eres incorregible, Harry. Después de todo lo que te ha pasado, cualquiera pensaría que ibas a ir más derecho que una vela durante el resto de tu vida.
– Lo he procurado. No he dejado de intentado durante nueve largos años, pero es inútil. Hay un diablillo en mi interior, y si no lo dejo salir para que haga alguna travesura de vez en cuando, el mundo se vuelve aburrido y rezongón. Soy un entusiasta, y cuantos más peligros hay en mi vida, más feliz me siento. Unos juegan a las cartas. Otros escalan montañas o saltan de aviones. A mí me gusta embaucar a la gente. Me encanta llevar el engaño lo más lejos posible y quedarme tan fresco. Ya de pequeño, uno de mis sueños consistía en publicar una enciclopedia en la que toda la información fuera falsa. Fechas erróneas para cada hecho histórico, situaciones equivocadas para cada río, biografías de personajes que nunca existieron. ¿A qué clase de persona se le ocurre hacer una cosa así? A un chalado, supongo, pero, joder, cuánto me reía con esa idea. Cuando estuve en la Marina, casi me hacen un consejo de guerra por catalogar erróneamente un juego de mapas. Lo hice a propósito. No sé por qué, pero me entraron unas ganas enormes, y no pude evitarlo. Hablé con mi oficial al mando y le convencí de que verdaderamente se trataba de un error, pero no lo era. Yo soy así, Nathan. Generoso, bueno, leal, pero también un embaucador nato. Hace un par de meses, Tom mencionó una teoría que alguien había elaborado sobre la literatura clásica. Todo era una patraña, me dijo él. Esquilo, Homero, Sófocles, Platón y todos los demás. Inventada por unos maliciosos poetas del Renacimiento italiano. ¿No te parece sencillamente lo más hermoso que has oído en la vida? Los grandes pilares de la civilización occidental, y puro cuento todos ellos. Ja. Cómo me habría gustado participar en esa pequeña broma.
– ¿Y de qué se trata esta vez? ¿Más falsificaciones de cuadros?
– No, de un manuscrito falso. Ahora me dedico a los libros, ¿recuerdas?
– Idea de Gordon, sin duda.
– Pues sí. Es muy listo, ya lo sabes, y conoce muy bien mis debilidades.
– ¿Estás seguro de que quieres contármelo? ¿Cómo sabes que soy de fiar?
– Porque eres hombre de honor y persona discreta.
– ¿Y cómo lo sabes?
– Porque eres tío de Tom. Y él también es hombre de honor y buen discernimiento.
– Entonces, ¿por qué no se lo cuentas a Tom?
– Porque Tom es demasiado puro. Es demasiado bueno, y no tiene cabeza para los negocios. Tú has vivido lo tuyo, Nathan, y confío en tu experiencia para que me des un consejo inteligente.
– Mi consejo sería que te olvidaras del asunto.
– No puedo hacer eso. La operación está demasiado avanzada como para que ahora dé marcha atrás. Y, además, no quiero.
– Muy bien. Pero cuando esto te reviente en las narices, no digas que no te avisé.
– La letra escarlata. ¿Te suena ese título?
– La leí en la clase de inglés de tercero de instituto. La señorita O'Flaherty, tercer trimestre.
– Todos la leímos en el instituto, ¿verdad? Un clásico norteamericano. Uno de los libros más famosos que se hayan escrito.
– ¿Me estás diciendo que Gordon y tú vais a hacer un manuscrito falso de La letra escarlata? ¿Y el original de Hawthorne entonces?
– Eso es lo bueno del plan. El manuscrito de Hawthorne desapareció. Menos la página de guarda, que en este preciso momento se encuentra en una bóveda de la Biblioteca Morgan. Pero nadie sabe lo que pasó con el resto del libro. Unos creen que se quemó, por obra del propio Hawthorne o en el incendio de un almacén. Otros sostienen simplemente que los tipógrafos tiraron las hojas a la basura o que las utilizaron para encender la pipa. Ésa es mi versión favorita. Una chusma ignorante que se dedica a encender la pipa de maíz con La letra escarlata en una imprenta de Boston. Pero cualquiera que sea la verdadera historia, sobre este asunto planea la suficiente incertidumbre como para imaginar que el manuscristo no se perdió. Que sólo se traspapeló, por decirlo así. ¿Y si el editor de Hawthorne, James T. Fields, se lo llevó a casa y lo guardó en una caja con un montón de papeles? Con el tiempo, suben la caja al desván. Años después, la hereda uno de los hijos de Fields, o, si no, se queda en el desván, y cuando venden la casa, la dichosa caja pasa a ser propiedad de los nuevos dueños. ¿Entiendes lo que quiero decir? Existen suficientes dudas y misterios para justificar un hallazgo milagroso. Ya ocurrió hace unos años con aquellas cartas de Melville que aparecieron en una casa al norte del estado de Nueva York. Si se encuentran los papeles de Melville, ¿por qué no los de Hawthorne?
– ¿Quién va a falsificar el manuscrito? Gordon no está capacitado para eso, supongo, ¿o me equivoco?
– No. Él va a ser quien realice el descubrimiento, pero el trabajo propiamente dicho lo va a hacer un tal Ian Metropolis. Gordon oyó hablar de él a uno que conoció en la cárcel; al parecer es el mejor que hay, un verdadero genio. Ha falsificado a Lincoln, Poe, Washington Irving, Henry James, Gertrude Stein y Dios sabe cuántos más, pero en todos los años que lleva dedicándose a eso, no lo han pillado ni una sola vez. Ni antecedentes ni la menor sospecha que se cierna sobre él. Un fantasma que se mueve en la oscuridad. Es un trabajo complejo y exigente Nathan. En primer lugar, está la cuestión de encontrar el papel adecuado: un papel de mediados del siglo diecinueve que pase el examen de los rayos X y ultravioleta. Luego hay que estudiar todos los manuscritos existentes de Hawthorne y aprender a imitar su caligrafía, que era bastante descuidada, dicho sea de paso, a veces casi ilegible. Pero el dominio de la técnica material sólo es una pequeña parte del trabajo. No se trata simplemente de sentarse a una mesa con una versión impresa de La letra escarlata y empezar a copiarla a mano. Hay que conocer todas las peculiaridades de Hawthorne, las faltas que cometía, su particular utilización de los guiones, su incapacidad para escribir correctamente ciertas palabras. Suponte, por ejemplo, que en vez de cielo siempre pusiera zielo; incolume en lugar de incólume; subtil y no sutil Cuando Hawthorne escribía Oh los tipógrafos ponían O. Y así sucesivamente. Todo eso requiere mucho trabajo y preparación. Pero vale la pena, amigo mío. Un manuscrito completo probablemente andará por los tres o cuatro millones de dólares. Gordon me ha ofrecido el veinticinco por ciento por mis servicios, lo que significa que estamos hablando de una cifra que rondará el millón de dólares. No está nada mal, ¿verdad?
– ¿Y qué tendrías que hacer para ganarte el veinticinco por ciento?
– Vender el manuscrito. Soy un modesto pero respetado proveedor de libros raros, autógrafos y curiosidades literarias. Eso da legitimidad al proyecto.
– ¿Ya has encontrado comprador?
– Ésa es la parte que me preocupa. He sugerido venderlo directamente a una de las bibliotecas de la ciudad, la Colección Berg, la Morgan, la Universidad de Columbia, o, si no, sacarlo a subasta en Sotheby's. Pero las preferencias de Gordon se orientan hacia un coleccionista privado. Dice que es más prudente que el asunto no trascienda y llegue a ser de dominio público, y supongo que tiene razón. Sin embargo, eso me hace dudar de que tenga verdadera confianza en el trabajo de Metropolis.
– ¿Y qué dice Metropolis?
– No sé. No lo conozco.
– ¿Estás mezclado en una estafa de cuatro millones de dólares con una persona que no conoces?
– No deja que nadie le vea la cara. Ni siquiera Gordon. Sólo se comunican por teléfono.
– No me gusta el cariz que está cobrando esto, Harry.
– Sí, lo sé. También es un poco misterioso para mi gusto. Sin embargo, parece que empiezan a avanzar las cosas. Hemos encontrado un comprador, y hace dos semanas le hemos dado una página de muestra. Lo creas o no, se la ha llevado a varios expertos, y todos han confirmado su autenticidad. Acaba de remitirme un cheque de diez mil dólares. Como garantía, para que no ofrezcamos el manuscrito a nadie más. Tenemos que cerrar la venta el viernes próximo, a su vuelta de Europa.
– ¿Quién es?
– Un financiero, se llama Myron Trumbell. He hecho mis averiguaciones. Aristócrata de Park Avenue, verdaderamente forrado de dinero.
– ¿Dónde lo ha encontrado Gordon?
– Es un amigo de su amigo, del hombre con quien está viviendo.
– A quien tampoco conoces.
– No. Y no quiero conocerlo. Gordon y yo nos amamos en secreto. ¿Por qué querría yo conocer a mi rival?
– Me parece que vas a caer en una trampa, amigo. Te están haciendo la cama.
– ¿Haciéndome la cama? Pero ¿qué estás diciendo?
– ¿Cuántas páginas has visto del manuscrito?
– Sólo una. La que entregué a Trumbell hace dos semanas.
– ¿Y si sólo hubiera ésa, Harry? ¿Y si no existiera Ian Metropolis? ¿Y si resultara que el nuevo amigo de Gordon no es otro que Myron Trumbell en persona?
– Imposible. ¿Por qué llegaría alguien a tales extremos…?
– Venganza. Faena con faena se paga. Donde las dan las toman. Todas esas cualidades maravillosas tan distintivas de los seres humanos. Me temo que tu Gordon no es lo que tú crees.
– Eso es infame, Nathan. Me resisto a creerlo.
– ¿Has cobrado el cheque de Trumbell?
– Lo llevé al banco hace tres días. En realidad ya me he gastado la mitad en un montón de ropa.
– Devuelve el dinero.
– No quiero.
– Si no tienes bastante en tu cuenta, puedo prestarte lo que te falte.
– Gracias, Nathan, pero no necesito tu caridad.
– Te tienen cogido por las pelotas, Harry, y tú ni siquiera te has enterado.
– Piensa lo que quieras, pero no vaya retirarme ahora. Voy a seguir adelante contra viento y marea. Si tienes razón sobre Gordon, mi vida está acabada de todos modos. Y en ese caso qué más da. Pero si te equivocas, y de eso estoy seguro, entonces te invitaré a cenar otra vez y podrás brindar por mi éxito.
LLAMAN A LA PUERTA
El sábado y el domingo, Tom se levantaba tarde. La librería de Harry estaba abierta los fines de semana, pero Tom no trabajaba esos días, y como tampoco había colegio, levantarse pronto carecía de sentido. No habría visto a la B. P. M. a la puerta de su casa esperando el autobús con sus hijos, y sin ese aliciente que lo sacara de las cálidas sábanas de su cama, no se molestaba en poner el despertador. Con las cortinas echadas, el cuerpo envuelto, como en el seno materno, en la oscuridad de su pequeño apartamento, seguía durmiendo hasta que se le abrían los ojos por voluntad propia, o, como tantas veces ocurría, algún ruido procedente de Dios sabe qué lugar del edificio lo despertaba con un sobresalto. El domingo, cuatro de junio (tres días después de mi desastroso encontronazo con Roberto González, que también había sido el día de mi desconcertante charla con Harry Brightman), fue un ruido lo que arrancó a mi sobrino de las profundidades del sueño; en este caso, el sonido de una mano menuda que llamaba suave y tímidamente a su puerta. Eran las nueve y unos minutos, y cuando Tom se percató de que llamaban, cuando se levantó de la cama y cruzó la habitación con paso tambaleante para abrir la puerta, su vida dio un nuevo y sorprendente giro. Para decirlo sin rodeos, todo cambió para él, y sólo ahora, al cabo de tan laboriosa preparación, después de tanto escardar y rastrillar el terreno, es cuando mi crónica de las aventuras de Tom empieza a remontar el vuelo.
Era Lucy. Una Lucy de nueve años y medio, silenciosa, pelo moreno y corto y los redondos ojos de color avellana de su madre, una niña alta, a las puertas de la adolescencia, vestida con deshilachados vaqueros rojos, gastadas playeras blancas y una camiseta de los Kansas City Royals. Ni bolso, ni chaqueta, ni jersey colgando del brazo, nada salvo la ropa que llevaba puesta. Hacía seis años que no la veía, pero la reconoció enseguida. Completamente distinta en cierto modo, y sin embargo exactamente la misma de entonces, a pesar de que ya le habían salido todos los dientes, de que sus facciones se habían alargado y eran más finas, de los muchos centímetros que había crecido. Allí estaba, plantada en la puerta, sonriendo a su despeinado y soñoliento tío, observándolo fijamente con los embelesados ojos que Tom recordaba tan bien de los viejos tiempos de Michigan. ¿Dónde estaba su madre? ¿Dónde estaba el marido de su madre? ¿Por qué venía sola? ¿Cómo había llegado hasta allí? Tom iba haciendo una pausa entre cada pregunta, pero ni una palabra salía de labios de Lucy. Por un momento pensó que se había quedado sorda, pero entonces le preguntó si recordaba quién era él, y la niña asintió con la cabeza. Tom abrió los brazos, y Lucy se precipitó hacia ellos, apoyando la frente contra su pecho y aferrándose a él con todas sus fuerzas.
– Tienes que estar muerta de hambre -dijo Tom al fin, y entonces abrió la puerta de par en par y la hizo pasar al siniestro ataúd que tenía por habitación.
Le preparó un tazón de copos de avena, le sirvió un vaso de zumo de naranja, y cuando su café terminó de hacerse, el vaso y el tazón de Lucy ya estaban vacíos. Le preguntó si quería algo más, y cuando ella sonrió y dijo que sí con la cabeza, le hizo dos tostadas que ella empapó en un lago de sirope de arce antes de zampárselas en minuto y medio. Al principio, Tom atribuyó su silencio al agotamiento, la ansiedad, el hambre, a cualquiera de una serie de posibles causas, pero el caso era que Lucy no tenía aspecto de cansada, parecía perfectamente a gusto donde se encontraba, y ahora que había despachado aquel desayuno, también debía tacharse el hambre de la lista. Y sin embargo seguía guardando silencio ante sus preguntas. Respondía con diversos movimientos de cabeza, pero ni una palabra, ni un sonido, ni siquiera un intento de utilizar la lengua.
– ¿Se te ha olvidado hablar, Lucy? -le preguntó Tom.
Negación con la cabeza.
– ¿Y esa camiseta? ¿Significa que vienes de Kansas City?
Sin respuesta.
– ¿Qué quieres que haga contigo? No puedo mandarte de vuelta con tu madre si no me dices dónde vive.
Sin respuesta.
– ¿Quieres que te dé un lápiz y un cuaderno? Si no vas a hablar, quizá no te importe contestarme por escrito.
Negación con la cabeza.
– ¿Es que has dejado de hablar para siempre?
Otra negación con la cabeza.
– Bueno. Me alegro de saberlo. ¿Y cuándo podrás hablar otra vez?
Lucy pensó un momento, luego alzó dos dedos y miró a Tom.
– Dos. Pero ¿dos qué? ¿Dos horas? ¿Dos días? ¿Dos meses? Dímelo, Lucy.
Sin respuesta.
– ¿Tu madre está bien?
Asentimiento con la cabeza.
– ¿Sigue casada con David Minor?
Otro asentimiento.
– ¿Por qué te has escapado, entonces? ¿Es que no te tratan bien?
Sin respuesta.
– ¿Cómo has venido a Nueva York? ¿En autobús?
Asentimiento con la cabeza.
– ¿Tienes todavía el resguardo del billete?
Sin respuesta.
– Vamos a ver lo que llevas en los bolsillos. A lo mejor encontramos alguna pista.
Lucy se mostró complaciente y, metiéndose la mano en los cuatro bolsillos de los vaqueros, fue sacando su contenido, que no reveló nada de importancia. Ciento cincuenta y siete dólares en efectivo, tres chicles, seis monedas de veinticinco centavos, dos de diez, cuatro centavos y el nombre, dirección y número de teléfono de Tom escritos en un trozo de papel; pero ningún billete de autobús, ni rastro que le dijera dónde había iniciado el viaje.
– Muy bien, Lucy -dijo Tom-. Ahora que ya estás aquí, ¿qué es lo que piensas hacer? ¿Dónde vas a vivir?
Lucy señaló a su tío con el dedo.
Tom dejó escapar una breve carcajada de incredulidad.
– Fíjate bien en este sitio -recomendó-. Aquí apenas hay espacio para una persona. ¿Dónde crees que vas a dormir, pequeña?
Un encogimiento de hombros, seguido de otra amplia y aún más hermosa sonrisa, como diciendo: Ya veremos.
Pero no había nada que ver, al menos en lo que a Tom se refería. No sabía nada de niños, y aun cuando hubiera vivido en una mansión de doce habitaciones con personal de servicio y todo, no habría tenido el menor deseo de convertirse en un segundo padre para su sobrina. Una niña normal ya habría exigido bastante atención, pero una niña terca que se negaba a hablar y se resistía a dar explicaciones sobre su situación era sencillamente imposible. Pero ¿qué iba a hacer, de todos modos? De momento tenía que quedarse con la niña, y a menos que lograra obligarla a decirle dónde estaba su madre, no habría manera de librarse de ella. Eso no significaba que no tuviese cariño a Lucy ni que le fuera indiferente su bienestar, pero sabía que su sobrina se había equivocado al recurrir a él. De todos los parientes de la niña, él era el menos indicado.
Yo tampoco tenía mucho interés en ocuparme de ella, pero al menos disponía de una habitación de invitados, y cuando Tom me llamó aquella misma mañana para contarme el apuro en que se encontraba (la voz llena de pánico, casi gritando al teléfono), le dije que estaba dispuesto a dejar que se quedara en mi casa hasta que solucionáramos el problema. Poco después de las once llegaron a mi apartamento de la calle Uno. Lucy sonrió cuando Tom le presentó a su tío abuelo Nathan, y pareció contenta de recibir el beso de bienvenida que le planté en la coronilla, pero pronto descubrí que conmigo no se mostraba más dispuesta a hablar que con Tom. Había esperado sonsacarle alguna que otra frase, pero lo único que conseguí fueron los gestos de asentimiento o negación que Tom ya conocía. Una personilla extraña, inquietante. Yo no era ningún experto en psicología infantil, pero me parecía evidente que la niña no tenía nada malo ni física ni mentalmente. Ninguna muestra de retraso, ni de autismo, nada orgánico que le impidiera relacionarse con los demás. Miraba directamente a los ojos, entendía todo lo que se le decía, y sonreía tantas veces y con tanta afectividad como dos niños juntos. ¿Qué pasaba, entonces? ¿Había sufrido algún trauma horrible que le había privado de la facultad de hablar? ¿O bien, por motivos que aún resultaban impenetrables, había decidido hacer voto de silencio, imponiéndose un mutismo voluntario con objeto de poner a prueba su voluntad y su valor: un juego infantil del que acabaría cansándose? No tenía cardenales en la cara ni los brazos, pero en cierto momento resolví convencerla para que se diera un baño de modo que pudiera echarle una mirada al resto de su cuerpo. Sólo para estar seguro de que no había sido víctima de palizas ni abusos.
La instalé delante de la tele en el salón, y puse un canal que emitía dibujos animados las veinticuatro horas del día. Los ojos se le iluminaron de placer al contemplar las piruetas de los personajes en la pantalla; tanto, que se me ocurrió que no tenía costumbre de ver la televisión, lo que a su vez me hizo pensar en David Minor y la severidad de sus creencias religiosas. ¿Había prohibido el marido de Aurora la televisión en casa? ¿Eran sus convicciones tan extremas que quería proteger a su hija adoptiva del desenfrenado carnaval de la cultura popular norteamericana: aquella impía barahúnda de oropel y basura que manaba interminablemente de cada tubo catódico del país? Tal vez. No sabríamos nada acerca de Minor hasta que Lucy nos dijera dónde vivía, y de momento se negaba a pronunciar palabra. Basándose en la camiseta, Tom apostaba por Kansas City, pero ella se resistía a confirmarlo o negarlo, lo que daba a entender que no quería que lo supiéramos; tal vez porque temía que la mandáramos de vuelta a casa. Se había escapado, después de todo, y los niños felices no se fugan. Eso era seguro, tanto si tenían tele como si no.
Con Lucy apoltronada en el suelo del salón, comiendo pistachos y viendo un episodio del Inspector Gadget, Tom y yo nos retiramos a la cocina, donde ella no podía oír nuestra conversación. Estuvimos hablando sus buenos treinta o cuarenta minutos, pero no llegamos a nada salvo a sentirnos cada vez más inquietos y confusos. Tantos misterios e imponderables que resolver, tan pocos indicios sobre los que establecer una hipótesis plausible. ¿De dónde había sacado Lucy el dinero para el viaje? ¿Cómo sabía la dirección de Tom? ¿La había ayudado su madre a fugarse o se había escapado ella sola? Y si Aurora había participado en la fuga, ¿por qué no se había puesto previamente en contacto con Tom ni le había enviado al menos una nota con su hija? A lo mejor sí se la había dado, y Lucy la había perdido. Fuera como fuese, ¿qué nos decía la marcha de la niña sobre el matrimonio de Aurora? ¿Era el desastre que ambos nos temíamos, o la hermana de Tom había visto la luz, abrazando por fin la visión del mundo de su marido? Pero entonces, si en la familia reinaba la armonía, ¿qué estaba haciendo su hija en Brooklyn? No dejábamos de dar vueltas al asunto, sin salir del mismo círculo vicioso, hablando y hablando sin parar, incapaces de responder a una sola pregunta.
– El tiempo lo dirá -concluí al fin, sin querer prolongar aquella agonía-. Pero lo primero es lo primero. Tenemos que encontrarle un sitio para vivir. Tú no puedes quedarte con ella, y yo tampoco. ¿Qué hacemos, entonces?
– No voy a colocarla con una familia, si es que te refieres a eso -declaró Tom.
– No, claro que no. Pero tiene que haber alguien conocido que esté dispuesto a quedarse con ella. Temporalmente, me refiero. Hasta que logremos localizar a Aurora.
– Eso es mucho pedir, Nathan. La cosa podría prolongarse durante meses. Eternamente, quizá.
– ¿Qué me dices de tu hermanastra?
– ¿Te refieres a Pamela?
– Dijiste que disfruta de una posición acomodada. Una mansión en Vermont, dos críos, el marido abogado. Si le dices que sólo será este verano, a lo mejor está de acuerdo.
– Detesta a Rory. Todos los Zorn la odian. ¿Por qué iba a complicarse la vida por su hija?
– Compasión. Generosidad. Dijiste que ha mejorado con los años, ¿no? Bueno, si yo me comprometo a sufragar los gastos de Lucy, a lo mejor lo considera como una verdadera empresa familiar. Todos arrimando el hombro por el bien común.
– Eres perro viejo, ¿eh? Resultas muy convincente.
– Sólo intento que salgamos del apuro, Tom. Nada más que eso.
– De acuerdo, llamaré a Pamela. Me dirá que no, pero por lo menos lo habré intentado.
– Así me gusta, hijo. Tienes que exponerle el caso con suavidad y sin cargar mucho las tintas. Dorándole la píldora.
Pero no quiso hacer la llamada desde mi casa. No sólo por que Lucy estaba allí, según me explicó, sino porque se sentiría cohibido sabiendo que yo andaba cerca. Delicado, melindroso Tom, la persona más sensible del mundo. No pasaba nada, repuse, pero no había necesidad de que se fuera andando a su apartamento. Lucy y yo podíamos salir a la calle para que él se quedara solo y hablara tranquilamente con Pamela, con la ventaja de que la factura de la conferencia interurbana me llegaría a mí.
– Ya has visto lo que lleva la niña -añadí-. Esos vaqueros raídos, las playeras gastadas. Así no puede ir a ninguna parte, ¿verdad? Tú llama a Vermont, que yo saldré con ella a comprarle ropa nueva.
Eso zanjó la cuestión. Tras un rápido almuerzo a base de sopa de tomate, huevos revueltos y sándwiches de salami, Lucy y yo salimos de tiendas. Muda o no, Lucy parecía disfrutar de la expedición tanto como cualquier otra niña en circunstancias análogas: libertad total para elegir lo que quisiera. Al principio nos limitamos más que nada a lo indispensable (calcetines, ropa interior, pantalones largos, pantalones cortos, pijamas, sudadera con capucha, cazadora de nailon, cortaúñas, cepillo de dientes, cepillo del pelo, etcétera), pero luego siguieron unas zapatillas de deporte azul neón de ciento cincuenta dólares, una réplica de la gorra de los Dodgers de Brooklyn de pura lana, y, con cierta sorpresa por mi parte, unas auténticas y relucientes merceditas de charol, junto con un vestido de algodón rojo y blanco que compramos al final: de corte clásico, con cuello redondo y una cinta que se ataba a la espalda. Cuando llegamos a casa con todo el botín, ya eran las tres pasadas, y Tom se había marchado. Pero había una nota en la mesa de la cocina.
Querido Nathan:
Pamela ha dicho que sí. No me preguntes cómo lo he conseguido, pero he tenido que insistir más de una hora antes de que acabara cediendo. Ha sido una de las conversaciones más duras y agotadoras de mi vida. De momento es sólo «de prueba», pero la buena noticia es que quiere que le llevemos a Lucy mañana. Algo que ver con los planes de Ted y una fiesta en su club de campo. Supongo que podemos ir en tu coche, ¿no? Si a ti no te apetece, conduciré yo. Ahora voy a la librería a decirle a Harry que me tomo unos días libres. Te espero allí. A presto.
Tom
No había pensado que las cosas pudieran ir tan deprisa. Me sentí aliviado, por supuesto, contento de que se nos hubiera solucionado el problema de aquella manera tan rápida y conveniente, pero también me quedé un tanto decepcionado, como si me hubieran privado de algo. Empezaba a tomar cariño a Lucy, y durante nuestra incursión por las tiendas del barrio había ido acariciando la idea de tenerla un tiempo conmigo; unos días, imaginaba, incluso algunas semanas. No es que hubiese cambiado de parecer con respecto a la situación (no podía: quedarse para siempre en mi apartamento), pero una breve temporada habría sido más que soportable para mí. Había desaprovechado muchas ocasiones con Rachel cuando era pequeña, y ahora, de buenas a primeras, tenía una niña que necesitaba atenciones, alguien a quien comprar ropa y dar de comer, una criatura que necesitaba una persona adulta con tiempo suficiente para cuidarla e intentar sacarla de su desconcertante silencio. No tenía inconveniente en asumir ese papel, pero parecía que la función se trasladaba de Brooklyn a Nueva Inglaterra y que otro actor me había sustituido. Intenté consolarme con la idea de que Lucy estaría mejor en el campo con Pamela y sus hijos, pero ¿qué sabía yo de Pamela? Hacía años que no la veía, y antes de eso nuestros escasos encuentros me habían dejado frío.
Lucy quería ponerse el vestido nuevo y las merceditas para ir a la librería, y yo accedí a condición de que primero se diera un baño. Yo tenía mucha experiencia en bañar a los niños, le aseguré, y para demostrar mi afirmación saqué un álbum de fotos de la estantería y le enseñé algunas instantáneas de Rachel: una de las cuales, milagrosamente, mostraba a mi hija metida en un baño de burbujas a los seis o siete años.
– Ésta es tu prima -le anuncié-. ¿Sabías que tu madre y ella nacieron con sólo tres meses de diferencia? Eran buenas amigas.
Lucy sacudió la cabeza y exhibió una de sus mayores sonrisas del día. Empezaba a confiar en su tío Nat, pensé, y un momento después recorríamos el pasillo en dirección al baño. Mientras yo llenaba la bañera, Lucy se desnudó obedientemente y se metió en el agua. Aparte de una pequeña costra ya bastante endurecida en la rodilla izquierda, no tenía una sola marca en el cuerpo; la espalda, tersa y sin cardenales; las piernas, lisas y sin marcas; ni hinchazón ni excoriaciones en torno a los genitales. Sólo se trató de un rápido examen visual, pero fuera cual fuese la causa de su silencio, no aprecié indicio alguno de malos tratos ni abusos. Para celebrar mi descubrimiento, le canté la versión completa de «Polly Wolly Doodle» mientras le lavaba y aclaraba el pelo.
Quince minutos después de sacarla de la bañera, sonó el teléfono. Era Tom, que llamaba desde la librería para saber lo que nos pasaba. Acababa de hablar con Harry (que había accedido a su petición de tomarse unos días libres) y estaba deseando salir de allí.
– Lo siento -me disculpé-. Hemos tardado más de lo previsto en comprar, y luego pensé que a Lucy no le vendría mal un baño. Olvídate de aquella granujilla, Tom. Nuestra niña está preparada para ir a una fiesta de cumpleaños en el Castillo de Windsor.
Luego pasamos a considerar los planes para la cena. Como Tom quería salir por la mañana temprano, pensaba que lo mejor sería quedar a las seis. Además, añadió, Lucy tenía tanto apetito, que a esa hora ya casi estaría muerta de hambre.
Me volví a Lucy y le pregunté qué le parecería una pizza. Cuando contestó pasándose la lengua por los labios y dándose palmaditas en el estómago, le dije a Tom que nos veríamos en la Trattoria de Rocco, que servía la mejor pizza del barrio.
– A las seis en punto -concluí-. Entretanto, Lucy y yo iremos a la tienda de vídeo a buscar una película que podamos ver los tres después de cenar.
La película resultó ser Tiempos modernos, que me pareció una elección extrañamente inspirada. Lucy no sólo no había visto a Chaplin ni oído nunca ese nombre (otra prueba del declive de la educación norteamericana), sino que además era la película en que el vagabundo habla por primera vez. Aunque sus palabras resultaran ininteligibles, al menos abría la boca y emitía sonidos, y me pregunté si eso no removería algo en el interior de Lucy, haciéndole reflexionar sobre su obstinado silencio. Y en el mejor de los casos, incluso podríamos lograr que saliera de él de una vez por todas.
Hasta la cena en la Trattoria, se había portado estupendamente. Había hecho todo lo que le había pedido sin rechistar y de buen grado, sin fruncir una sola vez el ceño. Pero Tom, en un descuido poco corriente en él, dejó caer bruscamente la noticia de nuestro inminente viaje a Vermont sólo unos momentos después de habernos sentado a la mesa. No hubo preparación, ni propaganda que encomiara las maravillas de Burlington, ni argumentación en el sentido de que estaría mejor con Pamela que con sus dos tíos en Brooklyn. Ahí fue cuando la vi arrugar el entrecejo, llorar por primera vez, y enfurruñarse luego para el resto de la cena. Por muy hambrienta que estuviera, no tocó la pizza cuando se la pusieron delante, y sólo el hecho de que no paré de hablar nos libró de lo que podría haber acabado en una auténtica guerra de nervios. Empecé haciendo el trabajo preliminar que Tom había pasado por alto: los himnos y panegíricos, la zarabanda publicitaria, el prolongado encomio de la legendaria bondad de Pamela. Al ver que aquel discurso dejaba de producir el efecto deseado, cambié de táctica y le prometí que Tom y yo nos quedaríamos allí hasta que estuviera cómodamente instalada, y entonces, yendo aún más lejos, corrí el riesgo supremo de asegurarle que la decisión estaba enteramente en sus manos. Si no le gustaba estar allí, recogeríamos sus cosas y volveríamos a Nueva York. Pero tenía que intentarlo de verdad, le dije, no menos de tres o cuatro días. ¿De acuerdo? Lucy asintió con la cabeza. Y entonces, por primera vez en media hora, sonrió. Llamé al camarero y le pregunté si no sería mucha molestia que le calentaran la pizza en la cocina. Diez minutos después, se la trajeron de nuevo a la mesa y Lucy atacó su cena.
El experimento Chaplin arrojó un resultado desigual. Lucy rió a carcajadas, emitiendo los primeros sonidos que habíamos oído de ella en todo el día (hasta las lágrimas de la cena habían corrido por sus mejillas en silencio), pero unos minutos antes de llegar a la escena del restaurante, el sitio donde Charlie se pone a cantar su absurda y memorable canción, se le empezaron a cerrar los ojos y enseguida se quedó dormida. ¿Quién se lo podría reprochar? Había llegado a Nueva York aquella misma mañana, después de un viaje de Dios sabe cuántos centenares de kilómetros, lo que significaba que se había pasado gran parte de la noche anterior si no toda metida en un autobús. La cogí en brazos y la llevé al cuarto de huéspedes mientras Tom abría el sofá cama, ya preparado, y retiraba el embozo. Nadie duerme más profundamente que los niños, sobre todo los niños agotados. Ni siquiera cuando la puse sobre la cama y la tapé abrió los ojos una sola vez.
El día siguiente empezó con un hecho curioso e inquietante. A las siete de la mañana, entré en la habitación de Lucy, que aún dormía, con un vaso de zumo de naranja, un plato de huevos revueltos y dos rebanadas de pan tostado con mantequilla. Puse el desayuno en el suelo y luego la cogí del brazo y la zarandeé suavemente.
– Despierta, Lucy -dije-. Es hora de desayunar.
Al cabo de tres o cuatro segundos, abrió los ojos, y entonces, tras un breve instante de absoluta perplejidad (¿Dónde estoy? ¿Quién es este desconocido que me está mirando?), me reconoció y sonrió.
– ¿Qué tal has dormido? -le pregunté.
– Muy bien, tío Nat -contestó ella, con un ligero acento sureño-. Como una piedrota vieja en el fondo de un pozo.
Bam. Ahí estaba. Lucy había hablado. Sin que la incitaran ni animaran, sin pararse a pensar en lo que iba a hacer, había abierto tranquilamente la boca y se había puesto a hablar. ¿Concluía oficialmente el reino del silencio, me pregunté, o sólo era que lo había olvidado en la modorra del despertar?
– Me alegro -repuse, guardándome de aludir a lo que acababa de pasar para no estropear las cosas.
– ¿Nos vamos hoy al asqueroso Vermont? -preguntó.
Cada palabra que pronunciaba, cada nueva frase ampliaba mi cauta sensación de esperanza.
– Dentro de una hora, más o menos. Fíjate, Lucy, zumo, tostadas y huevos.
Cuando me agaché a recoger el desayuno del suelo, ella exhibió otra de sus grandes sonrisas.
– Desayuno en la cama -anunció-. Igual que la Reina Nefertiti.
Creí que ya estaba todo arreglado, pero ¿qué sabía yo entonces, qué sabía yo de nada? Cuando le acerqué el vaso de zumo con la mano derecha y ella alargó el brazo para cogerlo, el mundo se le cayó encima. Rara vez he visto una cara cambiar de expresión con mayor rapidez que la de Lucy en aquel momento. En un abrir y cerrar de ojos, la radiante sonrisa se tornó en una mueca de terror apabullante y devastador. Se llevó la mano a la boca, y al cabo de unos segundos los ojos se le llenaron de lágrimas.
– No te preocupes, cariño -la consolé-. No has hecho nada malo.
Pero sí había hecho algo malo. A su entender, sí lo había hecho, y, por la expresión de su atribulada carita, era como si hubiera cometido un pecado imperdonable. En un súbito arranque de ira contra sí misma, empezó a golpearse la sien con la palma de la mano izquierda, una desenfrenada pantomima que parecía representar lo estúpida que se consideraba a sí misma. Lo hizo tres, cuatro, cinco veces, pero justo cuando iba a sujetarle el brazo para hacer que parase, extendió la mano izquierda y alzó un dedo, agitándolo enérgicamente frente a mi cara. Con una ardiente mirada de desprecio y odio hacia sí misma, empezó a darse cachetes en la mano izquierda con la derecha, como reprendiéndola por haber tenido el descaro de alzar precisamente aquel dedo. Luego dejó de castigarse y volvió a extender la mano izquierda. Esta vez alzó dos dedos. Como antes, los agitó en el aire con amargo énfasis. Primero un dedo, luego dos. ¿Qué intentaba decirme? No podía estar seguro, pero sospechaba que tenía algo que ver con el tiempo, con el número de días que faltaban para que pudiera hablar de nuevo. Cuando se despertó sólo le quedaba un día, pero ahora que accidentalmente se le habían escapado unas palabras, debía castigarse añadiendo otro día a su silencio. De uno, por tanto, había pasado a dos.
– ¿Es eso? -le pregunté-. ¿Me estás diciendo que empezarás a hablar otra vez dentro de dos días?
No contestó. Repetí la pregunta, pero Lucy no iba a revelar su secreto. No afirmó, no negó con la cabeza, no hizo nada. Me senté a su lado y empecé a acariciarle el pelo.
– Vamos, Lucy -le dije, haciéndole coger el zumo-. Es hora de que te tomes el desayuno.
RUMBO AL NORTE
El coche era una reliquia de mi vida anterior. En Nueva York no necesitaba aquel cacharro, pero me había dado pereza tomarme la molestia de venderlo, de manera que lo tenía en un garaje de la calle Union, entre la Sexta y la Séptima Avenida, y no lo había conducido ni mirado siquiera desde que vivía en Brooklyn. Era un Oldsmobile Cudass verde de 1994, un montón de chatarra increíblemente feo. Pero el coche hizo lo que tenía que hacer, y al cabo de dos largos meses de inactividad, el motor se puso en marcha nada más girar la llave.
Tom conducía; yo iba en el asiento del acompañante; Lucy, en el de atrás. A pesar de las promesas que le había hecho la noche anterior, seguía sin querer ir a Vermont con Pamela, y le sentaba mal que la lleváramos contra su voluntad. Hablando desde un punto de vista lógico, no le faltaba razón. Si a ella le tocaba decidir en último término, ¿qué objeto tenía hacer cuatrocientos cincuenta kilómetros en coche para luego realizar el trayecto en sentido contrario para traerla de vuelta? Le había dicho que tenía que intentar en serio lo del experimento con Pamela. Ella había fingido acceder, pero yo era consciente de que ya había tomado una decisión y no iba a cambiarla por nada del mundo. De manera que allí iba, en el asiento trasero, con la cara larga y enfurruñada, una víctima inocente de nuestras crueles maquinaciones. Se quedó dormida mientras pasábamos por los alrededores de Bridgeport en la Nacional 95, sin duda pensando maldades sobre sus dos perversos tíos. Tal como demostrarían los acontecimientos posteriores, en eso me equivocaba. Lucy poseía más recursos de lo que yo imaginaba, y, en vez de quedarse de brazos cruzados consumiéndose de ira, se dedicó a pensar y trazar un plan, utilizando su considerable inteligencia para urdir una estratagema que cambiaría las tornas y la convertiría en dueña de nuestro destino. Era una idea brillante, si se me permite decirlo, algo que sólo se le habría ocurrido a una bribonzuela, y no cabe sino quitarse el sombrero ante tan sobresaliente ejercicio de ingenio. Pero enseguida volveremos sobre eso.
Mientras Lucy se entregaba a sus cavilaciones o dormitaba en el asiento trasero, Tom y yo charlábamos en la parte delantera. No se había puesto al volante de un coche desde que dejó el taxi en enero, y el mero hecho de volver a conducir parecía obrar como un estimulante en su organismo. Hacía dos semanas que lo veía prácticamente a diario, y en ese tiempo nunca me había parecido tan alegre y contento como aquella mañana de principios de junio. Tras sortear el tráfico de la ciudad, entramos en la primera de las diversas autopistas que nos conducirían al Norte, y fue en aquellas carreteras despejadas donde empezó a relajarse, a dejar a un lado sus penas y a olvidarse de odiar al mundo por un momento. Y un Tom tranquilo equivalía a un Tom hablador. Así solía ser el antiguo doctor Pulgarcito, y desde aproximadamente las ocho y media de la mañana hasta bien pasado el mediodía me inundó con un torrente de palabras: un verdadero diluvio de historias, ocurrencias y enseñanzas sobre cuestiones tan pertinentes como arcanas.
Empezó con un comentario sobre El libro del desvarío humano, la insignificante y absurda obra en la que yo estaba trabajando. Quería saber cómo iba, y cuando le dije que avanzaba a toda máquina sin ver un final, que cada historia que escribía parecía engendrar otra y luego otra, me dio una palmadita en el hombro con la mano derecha y pronunció este asombroso veredicto:
– Tú sabes escribir, Nathan. Te estás convirtiendo en un verdadero escritor.
– No, no es verdad -objeté-. Sólo soy un agente de seguros jubilado que no tiene nada mejor que hacer. Eso me ayuda a pasar el tiempo, nada más.
– Te equivocas, Nathan. Al cabo de años de vagar por el desierto, finalmente has encontrado tu verdadera vocación. Ahora que ya no tienes que trabajar para ganarte la vida, estás haciendo lo que siempre deberías haber hecho.
– Ridículo. Nadie se hace escritor a los sesenta años.
El antiguo doctorando y erudito se aclaró la garganta y me pidió licencia para expresar su desacuerdo. No había normas en lo que se refería a escribir, afirmó. Cuando se consideraba la vida de poetas y novelistas, se acababa frente a un absoluto caos, una infinita sucesión de anomalías. Eso se debía al hecho de que escribir era una enfermedad, prosiguió Tom, algo así como una infección o gripe del espíritu que podía atacar a cualquiera en el momento más insospechado. Al joven y al viejo, al fuerte y al débil, al borracho y al sobrio, al cuerdo y al loco. Echa un vistazo a la lista de los gigantes y semigigantes, y descubrirás a escritores que siguieron todo tipo de tendencias sexuales, que asumieron todas las posiciones políticas, que mostraron todas las facetas del espíritu humano: del idealismo más noble a la corrupción más insidiosa. Eran criminales y abogados, espías y médicos, soldados y solteronas, viajeros y enclaustrados. Si no cabía excluir a nadie, ¿qué impedimento había para que un antiguo agente de seguros de vida casi sesentón pasara a engrosar sus filas? ¿Qué ley declaraba que Nathan Glass no se había contagiado de la enfermedad?
Me encogí de hombros.
– Joyce fue autor de tres novelas -explicó Tom-. Balzac escribió noventa. ¿Supone eso una gran diferencia para nosotros?
– Para mí, no
– Kafka escribió su primer relato en una noche. Stendhal escribió La cartuja de Parma en cuarenta y cinco días. Melville escribió Moby Dick en dieciséis meses. Flaubert dedicó cinco años a Madame Bovary. Musil trabajó dieciocho años en El hombre sin atributos y murió antes de acabarlo. ¿Nos importa algo de eso ahora?
La pregunta no parecía exigir respuesta.
– Milton era ciego. Cervantes sólo tenía un brazo. A Chrisropher Marlowe lo mataron de una puñalada en un reyerta de taberna antes de que cumpliera los treinta. Al parecer, el puñal le atravesó limpiamente un ojo. ¿Qué debemos pensar de eso?
– No sé, Tom. Dímelo tú.
– Nada. Absolutamente nada.
– Me inclino a compartir tu opinión.
– Thomas Wentworth Higginson «corrigió» los poemas de Emily Dickinson. Un engreído analfabeto que calificó Hojas de hierba de libro inmoral se atrevió a tocar la obra de la divina Emily. Y el pobre Poe, que murió loco y borracho en una alcantarilla de Baltimore, tuvo la desgracia de elegir a Rufus Griswold como albacea literario. Sin sospechar siquiera que Griswold lo despreciaba, que su presunto amigo y defensor pasaría años tratando de destrozar su reputación.
– Pobre Poe.
– Eddy no tuvo suerte. No la tuvo en vida, ni tampoco después de muerto. Lo enterraron en un cementerio de Baltimore en 1849, pero pasaron veintiséis años antes de que erigieran una lápida sobre su tumba. Un pariente suyo encargó una inmediatamente después de su muerte, pero el asunto terminó en uno de esos follones cargados de humor negro que le hacen a uno preguntarse quién rige los destinos del mundo. A propósito del desvarío humano, Nathan. Daba la casualidad de que el taller del marmolista se encontraba justo debajo de un terraplén por donde pasaba la vía férrea. En el preciso momento en que daban los últimos toques a la lápida, se produjo un descarrilamiento. El tren cayó al taller y aplastó la lápida, y como aquel pariente no tenía bastante dinero para encargar otra, Poe pasó un cuarto de siglo enterrado en una tumba sin nombre.
– ¿Cómo sabes todo eso, Tom?
– Todo el mundo lo sabe.
– No, yo no.
– Tú no has hecho un curso de doctorado. A la edad en que tú andabas por ahí luchando por la democracia en el mundo, yo estaba sentado frente al pupitre de una biblioteca, llenándome la cabeza de datos inútiles.
– ¿Quién pagó la lápida al final?
– Un grupo de maestros creó una comisión para recabar fondos. Parece increíble, pero tardaron diez años. Cuando el monumento estuvo terminado, exhumaron los restos de Poe, los cargaron en una carreta y los volvieron a enterrar en un camposanto, al otro extremo de Baltimore. En la mañana de la ceremonia inaugural, se celebró un acto conmemorativo en un sitio llamado Instituto de Mujeres del Oeste. Qué nombre tan espléndido, ¿no te parece? Instituto de Mujeres del Oeste. Invitaron hasta el último poeta norteamericano de importancia, pero Whittier, Longfellow y Oliver Wendell Holmes encontraron excusas para no acudir. Sólo Walt Whitman se molestó en hacer el viaje. Como su obra vale más que la de todos los demás juntos, suelo considerarlo como un sublime acto de justicia poética. Y lo que no deja de ser bastante interesante, aquella mañana también estaba allí Stéphane Mallarmé. No en carne y hueso; pero su famoso soneto, «Le tombeau d'Edgar Poe» fue escrito para la ocasión, y aunque no le dio tiempo a concluirlo para la ceremonia, estuvo allí presente en espíritu. Me encanta eso, Nathan. Whitman y Mallarmé, los dos padres de la poesía moderna, juntos en el Instituto de Mujeres del Oeste para rendir homenaje a su mutuo predecesor, el infame y bochornoso Edgar Allan Poe, el primer escritor verdadero que Estados Unidos ha dado al mundo.
Sí, Tom estaba en excelente forma aquel día. Un poco delirante, supongo, pero no cabía duda de que su cháchara erudita, plagada de divagaciones, contribuía a reducir el tedio del viaje. Seguía por una dirección durante un rato, llegaba a una bifurcación y tomaba bruscamente el primer desvío, sin detenerse a pensar si el de la izquierda convenía más que el de la derecha o viceversa. Todos los caminos llevaban a Roma, por decirlo así, y como Roma era nada menos que la literatura universal (asunto del que parecía saberlo todo), no importaba la decisión que tomara. De Poe, saltó bruscamente a Kafka. La relación era la edad que ambos tenían en el momento de su muerte: Poe, cuarenta años y nueve meses; Kafka, cuarenta años y once meses. Se trataba de uno de esos datos poco conocidos que sólo a Tom preocupaba y que sólo él recordaría, pero como yo me había pasado media vida estudiando cuadros actuariales y pensando en la tasa de mortalidad correspondiente a diversas profesiones, a mí me parecían muy interesantes.
– Demasiado jóvenes -observé-. De haber vivido en nuestra época, lo más probable es que se hubieran salvado con medicinas y antibióticos. Fíjate en mí. Si hubiera tenido el cáncer hace treinta o cuarenta años, seguro que ahora no iría sentado en este coche.
– Sí -convino Tom-. Klos cuarenta es muy pronto. Pero piensa en cuántos escritores no han llegado a esa edad.
– Christopher Marlowe.
– Muerto a los veintinueve. Keats, a los veinticinco. Georg Büchner, a los veintitrés. Imagínate. El mayor dramaturgo alemán del siglo diecinueve, desaparecido a los veintitrés años. Lord Byron, a los treinta y seis. Emily Bronte, a los treinta. Charlotte Bronte, a los treinta y nueve. Shelley, sólo un mes antes de cumplir los treinta. Sir Philip Sidney, a los treinta y uno. Nathanael West, a los treinta y siete. Wilfred Owen, a los veinticinco. Georg Trakl, a los veintisiete. Leopardi, García Lorca y Apollinaire, a los treinta y ocho. Pascal, a los treinta y nueve. Flannery O'Connor, a los treinta y nueve. Rimbaud a los treinta y siete. Los dos Crane, Stephen y Hart, a los veintiocho y treinta y dos. Y Heinrich van Kleist, el autor favorito de Kafka, muerto a los treinta y cuatro en un doble suicidio con su amante.
– Y Kafka es tu autor favorito.
– Creo que sí. Del siglo veinte, en cualquier caso.
– ¿Por qué no hiciste la tesis sobre él?
– Porque fui tonto. Y porque se suponía que era americanista.
– Kafka escribió Amerika, ¿no?
– Ja, ja. Buena observación. ¿Por qué no pensé en eso?
– Recuerdo su descripción de la Estatua de la Libertad. En vez de la antorcha, la buena mujer lleva una espada levantada en la mano. Una imagen increíble. Da risa, pero al mismo tiempo te acojona. Como algo salido de una pesadilla.
– Así que has leído a Kafka.
– Un poco. Las novelas, y quizá una docena de relatos. Hace mucho tiempo, cuando tenía tu edad. Pero lo que pasa con Kafka es que lo asimilas. Aunque lo leas por encima, nunca se te olvida.
– ¿Has echado un vistazo a los diarios y las cartas? ¿Has leído alguna biografía suya?
– Ya me conoces, Tom. No soy una persona seria.
– Lástima. Cuanto más sabes de su vida, más interesante resulta su obra. Kafka no es sólo un gran escritor, ¿sabes?, también fue un hombre extraordinario. ¿Has oído alguna vez la historia de la muñeca?
– No, que yo recuerde.
– Ah. Entonces escucha con atención. Te la brindo corno primer argumento a favor de mi hipótesis.
– Me parece que no te sigo.
– Es muy sencillo. Se trata de demostrar que Kafka era efectivamente una persona fuera de lo común. ¿Por qué empezamos con esta historia en concreto? Pues no sé. Pero desde que apareció Lucy ayer por la mañana, no he podido quitármela de la cabeza. Tiene que haber alguna conexión por algún sitio. Todavía no sé exactamente cómo, pero creo que contiene un mensaje para nosotros, una especie de advertencia sobre cómo debemos actuar.
– Demasiados preámbulos, Tom. Ve al grano y cuenta la historia.
– Ya, estoy hablando demasiado otra vez, ¿verdad? Todo este sol, todos esos coches, el circular a esta velocidad, entre cien y ciento veinte kilómetros por hora. La cabeza me va a estallar, Nathan. Me siento repleto de energía, dispuesto a cualquier cosa.
– Vale. Cuéntame ya esa historia.
– De acuerdo. Esa historia. La historia de la muñeca… Estamos en el último año de la vida de Kafka, que se ha enamorado de Dora Diamant, una chica polaca de diecinueve o veinte años de familia hasídica que se ha fugado de casa y ahora vive en Berlín. Tiene la mitad de años que él, pero es quien le infunde valor para salir de Praga, algo que Kafka desea hacer desde hace mucho, y se convierte en la primera y única mujer con quien Kafka vivirá jamás. Llega a Berlín en el otoño de 1923 y muere la primavera siguiente, pero esos últimos meses son probablemente los más felices de su vida. A pesar de su deteriorada salud. A pesar de las condiciones sociales de Berlín: escasez de alimentos, disturbios políticos, la peor inflación en la historia de Alemania. Pese a ser plenamente consciente de que tiene los días contados.
»Todas las tardes, Kafka sale a dar un paseo por el parque. La mayoría de las veces, Dora lo acompaña. Un día, se encuentran con una niña pequeña que está llorando a lágrima viva.
Kafka le pregunta qué le ocurre, y ella contesta que ha perdido su muñeca. Él se pone inmediatamente a inventar un cuento para explicarle lo que ha pasado. "Tu muñeca ha salido de viaje", le dice. "¿Y tú cómo lo sabes", le pregunta la niña. "Porque me ha escrito una carta", responde Kafka. La niña parece recelosa. "¿Tienes ahí la carta?", pregunta ella. "No, lo siento", dice él, "me la he dejado en casa sin darme cuenta, pero mañana te la traigo." Es tan persuasivo, que la niña ya no sabe qué pensar. ¿Es posible que ese hombre misterioso esté diciendo la verdad?
»Kafka vuelve inmediatamente a casa para escribir la carta. Se sienta frente al escritorio y Dora, que ve cómo se concentra en la tarea, observa la misma gravedad y tensión que cuando compone su propia obra. No es cuestión de defraudar a la niña. La situación requiere un verdadero trabajo literario, y está resuelto a hacerlo como es debido. Si se le ocurre una mentira bonita y convincente, podrá sustituir la muñeca perdida por una realidad diferente; falsa, quizá, pero verdadera en cierto modo y verosímil según las leyes de la ficción.
»Al día siguiente, Kafka vuelve apresuradamente al parque con la carta. La niña lo está esperando, y como todavía no sabe leer, él se la lee en voz alta. La muñeca lo lamenta mucho, pero está harta de vivir con la misma gente todo el tiempo. Necesita salir y ver mundo, hacer nuevos amigos. No es que no quiera a la niña, pero le hace falta un cambio de aires, y por tanto deben separarse durante una temporada. La muñeca promete entonces a la niña que le escribirá todos los días y la mantendrá al corriente de todas sus actividades.
«Ahí es donde la historia empieza a llegarme al alma. Ya es increíble que Kafka se tomara la molestia de escribir aquella primera carta, pero ahora se compromete a escribir otra cada día, única y exclusivamente para consolar a la niña, que resulta ser una completa desconocida para él, una criatura que se encuentra casualmente una tarde en el parque. ¿Qué clase de persona hace una cosa así? Y cumple su compromiso durante tres semanas, Nathan. Tres semanas. Uno de los escritores más geniales que han existido jamás sacrificando su tiempo (su precioso tiempo que va menguando cada vez más) para redactar cartas imaginarias de una muñeca perdida. Dora dice que escribía cada frase prestando una tremenda atención al detalle, que la prosa era amena, precisa y absorbente. En otras palabras, era su estilo característico, y a lo largo de tres semanas Kafka fue diariamente al parque a leer otra carta a la niña. La muñeca crece, va al colegio, conoce a otra gente. Sigue dando a la niña garantías de su afecto, pero apunta a determinadas complicaciones que han surgido en su vida y hacen imposible su vuelta a casa. Poco a poco, Kafka va preparando a la niña para el momento en que la muñeca desaparezca de su vida por siempre jamás. Procura encontrar un final satisfactorio, pues teme que, si no lo consigue, el hechizo se rompa. Tras explorar diversas posibilidades, finalmente se decide a casar a la muñeca. Describe al joven del que se enamora, la fiesta de pedida, la boda en el campo, incluso la casa donde la muñeca vive ahora con su marido. Y entonces, en la última línea, la muñeca se despide de su antigua y querida amiga.
»Para entonces, claro está, la niña ya no echa de menos a la muñeca. Kafka le ha dado otra cosa a cambio, y cuando concluyen esas tres semanas, las cartas la han aliviado de su desgracia. La niña tiene la historia, y cuando una persona es lo bastante afortunada para vivir dentro de una historia, para habitar un mundo imaginario, las penas de este mundo desaparecen. Mientras la historia sigue su curso, la realidad deja de existir.
NUESTRA NIÑA, O MARCHANDO UNA COCA-COLA
Hay dos maneras de ir de la ciudad de Nueva York a Burlington, en Vermont: por la vía rápida o por la lenta. Para los primeros dos tercios del viaje, elegimos la vía rápida, un itinerario que incluía arterias tales como la Avenida Flatbush, la carretera de Brooklyn a Queens, el Grand Central Parkway y la Route 678. Después de cruzar el puente Whitestone y entrar en el Bronx, seguimos unos kilómetros en dirección norte hasta llegar a la Nacional 95, por donde salimos de la ciudad, atravesamos la parte oriental del condado de Westchester, y cruzamos el sur de Connecticut. En New Haven, nos metimos en la Nacional 91, que no dejamos durante la mayor parte del viaje, atravesando lo que quedaba de Connecticut y todo Massachusetts hasta llegar a la frontera meridional de Vermont. El camino más rápido para Burlington habría sido seguir por la Nacional 91 hasta White River Junction y luego girar en dirección oeste hasta la Nacional 89, pero una vez que nos encontramos en los alrededores de Bratdeboro, Tom declaró que estaba harto de grandes autopistas y que prefería ir por carreteras comarcales, más pequeñas y con menos tráfico. Y así fue como pasamos de la vía rápida a la lenta. Tardaríamos un par de horas más, advirtió Tom, pero al menos tendríamos la posibilidad de ver algo aparte de un cortejo de coches sin vida lanzados a toda velocidad. Bosues, por ejemplo, y flores silvestres a lo largo de la cuneta, sin mencionar vacas y caballos, granjas y campos, jardines municipales y algún rostro humano e vez en cuando. Yo no vi inconveniente alguno a ese cambio de planes. ¿Qué más daba llegar a casa de Pamela a las tres que a las cinco? Ahora que Lucy había vuelto a abrir los ojos e iba mirando el paisaje por la ventanilla de atrás, me sentía tan culpable por lo que le estábamos haciendo que quería retrasar lo más posible el momento de la llegada. Abrí el mapa de carreteras y estudié la página de Vermont.
– Coge la salida tres -dije a Tom-. Tenemos que salir a la Route 30, que va en diagonal hacia el noroeste describiendo una línea ondulada. A unos sesenta kilómetros, empezarán las curvas y seguiremos haciendo eses hasta llegar a Rudand, donde habrá que buscar la Route 7, que nos conducirá derechos a Burlingron.
¿Por qué me extiendo en pormenores tan nimios? Porque la verdad de la historia radica en los detalles, y no tengo más remedio que contarla exactamente tal como ocurrió. Si no hubiéramos decidido salir de la autopista en Brattleboro para dirigimos intuitivamente a la Route 30, muchos de los acontecimientos que se relatan en este libro no se habrían producido. Y cuando digo esto pienso especialmente en Tom. A Lucy y a mí aquella decisión también nos vino estupendamente, pero para Tom, el sufrido protagonista de estas Brooklyn Follies, fue probablemente la más importante de su vida. En aquellos momentos no se imaginaba sus consecuencias, no tenía ni idea del torbellino que había desencadenado. Como la muñeca de Kafka, creyó que simplemente iba a cambiar de aires, pero cuando salió de una carretera y tomó otra, la Fortuna tendió inesperadamente los brazos a nuestro muchacho y lo transportó a un mundo diferente.
Teníamos el depósito de gasolina casi a cero; el estómago, vacío; la vejiga, llena. A unos veinticinco o treinta kilómetros al noroeste de Prattleboro, paramos a almorzar en un pésimo restaurante de carretera llamado Dot's. COMIDA Y GASOLINA, decían acertadamente unos letreros en la cuneta, y aquél fue el orden en que decidimos satisfacer nuestras necesidades. Comida y gasolina en Dot's, aunque también había una estación de servicio Chevron al otro lado de la carretera. Ahí, una vez más, nuestra despreocupada decisión de hacer las cosas de un modo en vez de otro resultó tener un efecto significativo en la historia. Si hubiéramos llenado primero el depósito de gasolina, Lucy no habría tenido oportunidad de poner en práctica su pasmosa maniobra, y sin duda habríamos seguido camino a Burlington tal como estaba previsto. Pero como el depósito seguía vacío cuando nos sentamos a comer, la ocasión se le presentó de repente y la pequeña no vaciló. Entonces nos pareció una catástrofe, pero si nuestra niña no hubiera hecho lo que hizo, nuestro muchacho no habría caído en los reconfortantes brazos de Doña Fortuna, y el hecho de salir o no de la autopista no habría tenido trascendencia alguna.
Incluso ahora, sigo sin comprender exactamente cómo lo hizo. Algunas circunstancias obraron en su favor, pero incluso teniendo en cuenta esos aislados golpes de suerte, hubo algo casi demoníaco en la osadía y eficacia de su sabotaje. Hay que tener en cuenta que el restaurante estaba a unos treinta metros de la carretera, con lo que se encontraba fuera de la vista de los coches que pasaban. Además, todas las plazas de aparcamiento frente a la entrada del restaurante estaban ocupadas, de manera que tuvimos que dejar el coche a un lado, donde no podíamos verlo por ninguno de los dos ventanales que se abrían en la fachada del mustio edificio de una planta. Y, por último, aprovechó la ventaja de que Tom y yo nos sentamos de espaldas a esos ventanales. Pero ¿cómo demonios pudo pensar lo bastante rápido para convertir la presencia de una máquina de Coca-Cola en el exterior (casualmente situada a metro y medio del coche aparcado) en un arma de su lucha contra la Solución Burlington?
Entramos los tres juntos. en el restaurante, y lo primero que hicimos fue ir a los servicios. Luego nos sentamos a una mesa y pedimos hamburguesas, ensalada de atún y sándwiches de queso a la plancha. En el momento en que la camarera terminó con nosotros, Lucy, señalándose el vientre con el dedo, nos hizo saber que aún tenía asuntos pendientes en el baño. Adelante, le dije, y allá que fue, una niña norteamericana normal en apariencia, vestida con pantalones cortos estampados y zapatillas de deporte azul neón de ciento cincuenta dólares. En su ausencia, Tom y yo hablamos de lo agradable que era salir de la ciudad, aun cuando fuese para comer en un restaurante tan siniestro y mugriento como Dot's, rodeados de camioneros y campesinos que llevaban gorras de béisbol amarillas y rojas con el logotipo de marcas de herramientas y maquinaria pesada. Tom seguía completamente lanzado, y estaba tan absorto en lo que me estaba diciendo que perdí la pista de Lucy. Poco sospechábamos entonces (los hechos no se revelaron hasta más tarde) que nuestra niña había salido del restaurante por la puerta de atrás y estaba metiendo como una loca monedas y billetes de dólar en la máquina de Coca-Cola de fuera. Sacó por lo menos veinte latas de ese empalagoso brebaje cargado de azúcar, y una por una las fue echando en el depósito de gasolina de mi otrora sano Oldsmobile Cuclass. ¿Cómo sabía que el azúcar era un veneno mortal para los motores de combustión interna? ¿Cómo podía ser tan lista la puñetera mocosa? No sólo interrumpió nuestro viaje de manera brusca y concluyente, sino que lo consiguió en un tiempo récord. Cinco minutos, diría yo, siete todo lo más. Fueran los que fuesen, el caso es que seguíamos esperando la comida cuando ella volvió a la mesa. De pronto era todo sonrisas otra vez, pero ¿cómo podría haber adivinado yo la causa de su felicidad? Si me hubiera parado a pensarlo un poco, habría supuesto que estaba contenta porque había cagado bien.
Cuando acabamos de comer y volvimos a subir al coche, el motor emitió uno de los ruidos más extraños de la historia de la industria automotriz. Me he pasado veinte minutos rememorando ese ruido, pero no he encontrado las palabras adecuadas para describirlo, la expresión única e inolvidable que pudiera hacerle justicia. ¿Risitas roncas? ¿Hipo en pizzicato? ¿Pandemónium de carcajadas? Probablemente no estoy a la altura de la tarea; o, entonces, es que el lenguaje es un instrumento muy endeble para reproducir aquel sonido, algo que bien podría haber procedido de un ganso al borde de la asfixia o de un chimpancé borracho. Finalmente, las risotadas se modularon en una sola nota prolongada, un regüeldo sonoro, como de tuba, que podía haber pasado por un eructo humano. No como los gases que habría soltado un satisfecho bebedor de cerveza, sino más bien algo que recordaba el lento y angustioso rumor de la dispepsia, la grave espiración de un hombre aquejado de acidez incurable. Tom apagó el motor y volvió a intentarlo, pero al girar la llave por segunda vez sólo le arrancó un tenue gruñido. A la tercera, no hubo más que silencio. La sinfonía había terminado, y mi envenenado Olds había sufrido una parada cardíaca.
– Me parece que nos hemos quedado sin gasolina -anunció Tom.
Era la única conclusión sensata que podía sacarse, pero cuando me incliné a ver el indicador del combustible, comprobé que en el depósito quedaba una octava parte del contenido total. Señalé la aguja roja.
– Según esto, no -objeté.
– Se habrá roto -sugirió Tom, encogiéndose de hombros-. Por suerte tenemos una estación de servicio al otro lado de la carretera.
Mientras Tom exponía su erróneo diagnóstico del estado del coche, me volví a mirar la presunta estación de servicio por la ventanilla de atrás: dos surtidores frente a un garaje ruinosa con aspecto de no haber recibido una mano de pintura desde 1954. Al volverme, Lucy me miró a los ojos. Estaba sentada justo detrás de Tom, y como no sospechaba que ella fuese la causante del lío en que nos encontrábamos, me sorprendió un poco la expresión beatífica, de satisfacción casi sobrenatural que se veía en su rostro. El motor acababa de emitir su popurrí de música jungle, y en circunstancias normales, aquellos ridículos sonidos habrían suscitado en ella alguna reacción: alarma, risa, inquietud, algo. Pero Lucy parecía enteramente ajena al mundo exterior, como un espíritu puro que, liberado del cuerpo, flotara ingrávido en una nube de indiferencia. Ahora comprendo que estaba regocijándose del éxito de su hazaña, dando silenciosamente las gracias al todopoderoso por ayudarla a realizar un milagro. Pero aquella tarde, en el coche, me sentía cada vez más perplejo.
– ¿Sigues con nosotros, Lucy? -le pregunté.
Me respondió con una larga e impasible mirada, y luego asintió con la cabeza.
– No te preocupes -proseguí-. Dentro de nada tendremos otra vez el coche en marcha.
Huelga decir que estaba equivocado. Sería tentador describir con pelos y señales la comedia que se desarrolló a continuación, pero no quiero abusar de la paciencia del lector tratando cuestiones que, estrictamente hablando, no guardan relación alguna con la historia. En lo que se refiere al coche, el resultado final es lo único que cuenta. Voy a pasar por alto, pues, lo del bidón de gasolina súper con el que Tom vino cargado desde el garaje del otro lado de la carretera (ya que no sirvió de nada) y omitiré toda referencia a la grúa que acabó remolcando el Cutlass hasta aquel mismo garaje (¿qué otra cosa podíamos hacer?). El único hecho que cabe mencionar es que ninguno de los mecánicos que atendían el garaje (un equipo formado por padre e hijo, conocidos como Al Padre y Al Hijo) logró averiguar lo que le pasaba al coche. Hijo y padre tenían respectivamente más o menos la misma edad que Tom y yo, pero mientras que yo era delgado y Tom robusto, el joven y el viejo Al se parecían a nosotros al revés: el hijo era delgado, y el padre, gordo.
Tras examinar el motor durante varios minutos sin encontrar nada, Al Hijo cerró de golpe el capó.
– Voy a tener que desmontarlo pieza por pieza -anunció.
– ¿Tan grave es? -repuse.
– No digo que sea grave. Pero tampoco es una tontería. No señor, no es ninguna tontería.
– ¿Cuánto tiempo tardará en arreglarlo?
– Eso depende. Puede que un día, o una semana. Lo primero es localizar la avería. Si se trata de algo sencillo, ningún problema. Si no lo es, a lo mejor tenemos que pedir alguna pieza de repuesto a la fábrica, con lo que la cosa podría prolongarse un poco.
Parecía un análisis claro y objetivo de la situación, y dado que yo era un absoluto ignorante en materia automovilística, no veía qué otra cosa podíamos hacer aparte de confiarle la reparación: con independencia del tiempo que tardara en realizarla. Tom, que tampoco era ningún mecánico, secundó la medida. Muy bien, todo perfecto, pero ahora que estábamos perdidos en una carretera comarcal en plena campiña de Vermont, ¿qué íbamos a hacer nosotros mientras los dos Al trataban de resucitar a nuestro difunto vehículo? Una posibilidad era alquilar un coche, seguir hacia Burlington y pasar el resto de la semana con Pamela para recoger el Cutlass de camino de vuelta a Nueva York. O bien, sencillamente, alojarnos en algún albergue de por allí y hacer como si estuviéramos de vacaciones hasta que nos arreglaran el coche.
– Ya he conducido bastante por hoy -sentenció Tom-. Voto que nos quedemos. Por lo menos hasta mañana.
Yo opté por lo mismo. En cuanto a Lucy -la silenciosa y siempre vigilante Lucy-, es fácil imaginar lo poco que protestó de nuestra decisión.
Al Padre nos recomendó un par de hostales en Newfane, un pueblo que habíamos dejado quince kilómetros atrás. Entré en la oficina y llamé a los dos números, pero resultó que en ningún sitio había habitaciones libres. Cuando le informé de lo que había pasado, el corpulento mecánico pareció contrariado.
– Qué asco de turistas -exclamó-. Sólo estamos en la primera semana de junio, pero cualquiera diría que es pleno verano.
Nos quedamos medio minuto o así con las manos en los bolsillos, mirando cómo pensaban padre e hijo. Finalmente, Al Hijo rompió el silencio.
– ¿Qué me dices de Stanley, papá?
– Hmmm -repuso el padre-. No sé. ¿Crees que piensa abrir de nuevo el establecimiento?
– He oído que va a hacerlo ya -respondió el joven-. Eso es lo que me ha dicho Mary Ellen. Se encontró con Stanley en la oficina de correos la semana pasada.
– ¿Quién es Stanley? -intervine yo.
– Stanley Chowder -contestó Al Padre, alzando el brazo y señalando en dirección oeste-. Hace tiempo tuvo un hostal a unos cuatro kilómetros de aquí, en lo alto de esa colina.
– Stanley Chowder [5] -repetí-. Qué nombre tan raro.
– Sí -convino el corpulento Al-. Pero a Stanley no le importa. Creo que hasta le gusta.
– Una vez conocí a uno que se llamaba Elmer Doodlebaum -dije de pronto, dándome cuenta de que me gustaba hablar con los dos Al-. ¿Cómo les sentaría cargar con ese nombrecito toda la vida?
– Nada bien, señor. Pero que nada bien. Aunque al menos la gente lo recordaría. Yo me llamo Al Wilson desde el día en que nací, lo que tal vez sea mejor que llamarse John Doe [6]. No se puede hincar el diente a un nombre como ése. Al Wilson. Sólo en Vermom, debemos de ser mil los Al Wilson.
– Me parece que voy a llamar a Stanley -anunció Al Hijo-. Nunca se sabe. Si no está fuera cortando el césped, puede que lo coja…
Mientras el esbelto hijo iba a la oficina a hacer la llamada, el robusto padre se apoyó en mi coche, sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa (que se puso en los labios pero no encendió), y empezó a contarnos la triste historia del Chowder Inn.
– A eso es a lo que se dedica ahora Stanley -dijo-, a cortar el césped. Desde primera hora de la mañana hasta última hora de la tarde se pasa el día montado en su John Deere rojo, cortando el césped. Empieza en abril, cuando se derrite la nieve, y ya no para hasta noviembre, cuando se pone a nevar otra vez. Todos los días, llueva o haga sol, ahí está, subido en su tractor, segando la hierba de su finca durante horas y horas. Cuando llega el invierno, se queda dentro y se dedica a ver la televisión. Y cuando ya no aguanta más la tele, se sube al coche y se va a Adantic City. Se aloja en uno de esos hoteles con casino y se queda diez días seguidos jugando al blackjack. Unas veces gana, y otras pierde, pero a Stanley no le importa. Le sobra dinero para vivir, ¿qué más le da derrochar unos cuantos dólares de vez en cuando?
»Lo conozco desde hace mucho; más de treinta años, calculo. Era censor jurado de cuentas en Springfield, en Massachusetts. Hacia el sesenta y ocho o sesenta y nueve, su mujer, Peg, y él compraron una enorme mansión blanca en lo alto de esa colina, y empezaron a venir los fines de semana, en las vacaciones de verano, en navidades, siempre que podían. Su gran sueño era convertir la casa en un hotel rural y vivir allí cuando Stanley se jubilara. Así que hace cuatro años, Stanley deja su trabajo de censor de cuentas, Peg y él venden su casa de Springfield, y se mudan aquí para abrir el Chowder Inn. Nunca se me olvidará lo mucho que trabajaron aquella primavera, dándose prisa para que todo estuviera listo el fin de semana del Día de los Caídos. Todo marcha según los planes. Se ponen a dar lustre al local hasta que reluce como una patena. Contratan a un jefe de cocina y dos doncellas, y entonces, justo cuando están a punto de hacer las primeras reservas, a Peg le da un ataque y se muere. Allí mismo, en la cocina, en pleno día. De pronto está viva, hablando con Stanley y el cocinero, y al poco rato se cae redonda al suelo y exhala el último aliento. Ocurrió tan rápido, que se murió antes de que la ambulancia saliera del hospital.
»Por eso se dedica Stanley a cortar el césped. Algunos creen que se ha vuelto un poco loco, pero siempre que hablo con él veo al mismo tío que conocí hace treinta años, el mismo Stanley de siempre. Está triste porque ha perdido a su Peg, eso es todo. A unos les da por beber. A otros por buscar otra mujer. Stanley se dedica a cortar el césped. Eso no tiene nada de malo, ¿verdad?
»Hace tiempo que no lo veo, pero si Mary Ellen está bien enterada, y siempre lo ha estado que yo sepa, entonces es una buena noticia. Significa que Stanley va mejor, que quiere empezar a vivir otra vez. Hace ya unos minutos que Al Hijo ha ido a llamarlo. A lo mejor me equivoco, pero seguro que Stanley ha cogido el teléfono y están haciendo los preparativos para que ustedes tres se alojen allí. No estaría mal, ¿eh? Si Stanley ha abierto el establecimiento, ustedes serían los primeros huéspedes de pago en la historia del Chowder Inn. Vaya, vaya. Sería algo extraordinario, ¿no les parece?
DÍAS DE ENSUEÑO EN EL HOTEL EXISTENCIA
Quiero hablar de felicidad y bienestar, de esos raros e inesperados momentos en que enmudece la voz interior y uno se siente en paz con el mundo.
Quiero hablar del tiempo que hace a primeros de junio, de armonía y tranquilo reposo, de petirrojos y pinzones amarillos, de azulejos que pasan como flechas entre las verdes hojas de los árboles.
Quiero hablar de los benéficos efectos del sueño, de los placeres de la comida y el vino, de lo que ocurre en la cabeza cuando a las dos de la tarde se sale a la luz del sol y se siente en el cuerpo el cálido abrazo del aire.
Quiero hablar de Tom y Lucy, de Stanley Chowder y los cuatro días que pasamos en aquel albergue rural, de lo que pensamos y soñamos en lo alto de aquella colina al sur de Vermont.
Quiero recordar los cerúleos atardeceres, los lánguidos y rosáceos amaneceres, los osos gruñendo de noche en el bosque.
Quiero traerlo todo a la memoria. Si todo es demasiado pedir, entonces sólo una parte. No, más que eso. Casi todo. Casi todo, con espacios en blanco para los recuerdos que falten.
El taciturno pero cordial Stanley Chowder, experto segador de césped, astuto jugador de póquer y demonio del pimpón, aficionado al cine clásico norteamericano, veterano de la guerra de Corea, padre de una hija de treinta y dos años, maestra de cuarto de primaria que atiende al inverosímil nombre de Honey [7] y vive en Brattleboro. Stanley, de abundante cabellera y límpidos ojos azules, tiene sesenta y siete años pero está en buena forma para su edad. Alrededor de uno ochenta, complexión fuerte y enérgico apretón de manos.
Baja la colina en su coche para recogernos y llevarnos arriba. Tras saludar a Al Hijo y Al Padre, se presenta a sí mismo y luego nos echa una mano para trasladar nuestro equipaje del maletero de mi coche a la parte trasera de su ranchera Volvo. Observo que es rápido de movimientos, sólo le falta correr cuando va y viene de un vehículo a otro. Hay en sus gestos una nerviosa y consumada eficiencia. Stanley no es una persona cachazuda. La inactividad induce a pensar, y los pensamientos pueden resultar peligrosos, como cualquiera que viva solo entenderá enseguida. Tras escuchar el relato que ha hecho Al Padre de la muerte de Peg, veo a Stanley como un personaje perdido y atormentado. Complaciente, generoso en extremo, pero a disgusto consigo mismo: un hombre destrozado tratando de rehacer su vida.
Nos despedimos de los Wilson y les agradecemos su ayuda. Al Hijo promete informamos diariamente sobre los trabajos realizados en mi coche.
Un empinado camino vecinal con árboles a ambos lados; el terreno, lleno de baches; de cuando en cuando, una rama baja roza el parabrisas mientras subimos hacia la cresta de la colina. Stanley se excusa de antemano por los problemas con que podamos encontrarnos en el hostal. Hace dos semanas que está trabajando él solo para ponerlo en condiciones, pero aún queda mucho por hacer. Pensaba abrir para el Cuatro de Julio, pero cuando Al Hijo lo llamó para contarle nuestra apurada situación, no le «habría parecido bien» negarse a alojamos por unos días. Aún no ha contratado personal alguno, pero él mismo hará las camas y se ocupará de que estemos tan cómodos como las circunstancias lo permitan. Ya ha llamado a Brattleboro para hablar con su hija, que ha dicho que vendrá al hostal todos los días para hacernos la cena. Nos asegura que su hija es buena cocinera. Tom y yo le damos las gracias por su amabilidad. Absorto en esos múltiples asuntos, Stanley no se da cuenta de que Lucy no ha pronunciado una sola palabra.
Una mansión blanca de tres pisos con dieciséis habitaciones y un porche que rodea la casa. Un letrero a la entrada del camino dice THE CHOWDER INN, pero en cierto modo comprendo que acabamos de llegar al Hotel Existencia. De momento, decido no comunicar a Tom esa idea.
Antes de que nos conduzcan a nuestras habitaciones, Tom llama a Pamela desde el salón de la planta baja para explicarle lo que nos ha pasado. Stanley está arriba, haciendo las camas. Lucy se aleja hacia el sofá, y un momento después se arrodilla para acariciar al perro de Stanley, un labrador negro de avanzada edad llamado Spot [8]. Sin pretenderlo, pienso en Harry y en esa absurda frase que me ronda por la cabeza desde hace dos semanas: La cruz marca el lugar. El lugar se ha convertido ahora en un animal de cuatro patas, y mientras veo cómo el perro da unos lametazos a Lucy en la cara, me quedo cerca de Tom por si acaso me pasa el teléfono para que hable con Pamela. No lo hace, pero al escuchar lo que le dice, me sorprende la irritada respuesta de Pamela a la noticia de que nuestra llegada a Burlington se ha retrasado. Cualquiera diría que la avería del coche es culpa nuestra. Como si no ocurrieran imprevistos todo el tiempo. Pero Pamela acaba de pasar hora y media en el supermercado y en este momento «anda de coronilla» en la cocina para tener la cena preparada antes de que lleguemos. Como señal de hospitalidad y bienvenida, se le ha ocurrido una cena por todo lo alto, de muchos platos, que incluye de todo, desde gazpacho [9] hasta tarta de nueces casera, y se molesta, mejor dicho, se pone furiosa al enterarse de que ha estado trabajando para nada. Tom se disculpa una docena de veces, pero ella sigue regañándolo a pesar de todo. ¿Es ésa la nueva y mejorada Pamela de quien tanto he oído hablar? Si se lleva un chasco así cada vez que surge un pequeño contratiempo, ¿qué clase de madre adoptiva va a ser para Lucy? Lo último que la niña necesita es una burguesa neurótica que esté encima de ella todo el tiempo con requerimientos imperiosos y desmedidos.
Incluso antes de que Tom cuelgue el teléfono, decido que la Solución Burlington ha fenecido. Tacho el nombre de Pamela de la lista y me nombro a mí mismo tutor provisional de Lucy. Pero ¿acaso estoy yo más capacitado que Pamela para cuidar de Lucy? No, en múltiples aspectos seguro que no, pero en mi fuero interno sé que soy responsable de ella. Me guste o no.
Tom cuelga y sacude la cabeza.
– Vaya cabreo que ha cogido la señora -observa.
– Olvídate de Pamela -le sugiero.
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que no vamos a Burlington.
– Ah. ¿Desde cuándo?
– Desde ahora mismo. Nos quedaremos aquí hasta que arreglen el coche, y luego volveremos a Brooklyn todos juntos.
– ¿Y qué piensas hacer con Lucy?
– Se viene a vivir conmigo, a mi apartamento.
– Cuando lo hablamos ayer, me dijiste que no tenías interés alguno.
– He cambiado de idea.
– Así que hemos venido hasta aquí para nada.
– En realidad, no. Mira a tu alrededor, Tom. Hemos aterrizado en el paraíso. Un par de días de descanso y sosiego, y volveremos a casa como nuevos.
Lucy no está a más de tres metros de nosotros cuando intercambiamos esas palabras, y oye hasta la última sílaba de lo que decimos. Cuando me vuelvo a mirarla, me está tirando besos con las dos manos, extendiendo los brazos a cada presión de los labios, como una prima donna en la noche de estreno. Me alegra verla tan contenta, pero también me asusta un poco. ¿Sé acaso dónde me estoy metiendo?
De pronto, recuerdo una frase de una película que vi a finales de los setenta. El título se me escapa, tanto la trama como los personajes han caído en el olvido, pero esas palabras me siguen resonando en la cabeza como si las hubiera oído ayer. «Los niños son un consuelo para todo; salvo para el hecho de tenerlos.»
Mientras Stanley nos lleva al último piso para enseñamos nuestras habitaciones, explica que Peg, la difunta señora Chowder («fallecida hace ya cuatro años»), se encargó de elegir los muebles, la ropa de cama, el papel pintado, las persianas venecianas, las alfombras, las lámparas, las cortinas, así como la multitud de pequeños objetos que se ven sobre las diversas mesas, mesillas y cómodas: tapetes de encaje, ceniceros, palmatorias, libros.
– Una mujer de gusto impecable -concluye.
Para mí, la decoración es un tanto recargada, un nostálgico intento de recrear el ambiente de una Nueva Inglaterra de antaño que en realidad era mucho más severa y apagada que las habitaciones juveniles y agradables que ahora tengo ante los ojos. Pero no importa. Todo parece limpio y cómodo, y hay un elemento que compensa y atenúa la nota dominante en la decoración cursi y desfasada: los cuadros que cuelgan de las paredes. Contrariamente a lo que cabría esperar, no hay una selección de bordados enmarcados, ni acuarelas de pobre ejecución de paisajes nevados de Vermont, ni grabados de Currier e Ives. Las paredes están cubiertas de fotografías en blanco y negro de veinte por veinticinco de antiguas estrellas cómicas de Hollywood. Es la única contribución de Stanley al aspecto de las habitaciones, pero eso es lo que marca la diferencia, inyectando una dosis de ingenio y ligereza en la formalidad del ambiente. De las tres habitaciones que nos ha preparado, una está dedicada a los Hermanos Marx, otra a Buster Keaton, y la última a Laurel y Hardy. Tom y yo dejamos que Lucy elija primero, y la niña se queda con Stan y Ollie al fondo del pasillo. Tom se decide por Buster, y yo acabo en medio de los dos, con Groucho, Harpo, Chico, Zeppo y Margaret Dumont.
Primera inspección del terreno. Inmediatamente después de deshacer el equipaje, salimos a ver el famoso césped de Stanley. Durante varios minutos, me inunda una oleada de sensaciones cambiantes. La impresión de la blanda y bien cuidada hierba bajo los pies. El zumbido de un tábano que me pasa cerca de la oreja. El olor a hierba. El aroma a lilas y madreselva. El rojo vivo de los tulipanes plantados alrededor de la casa. El aire empieza a vibrar, y un momento después una leve brisa me acaricia el rostro.
Paseo con mis tres compañeros y el perro, cavilando sobre cosas absurdas. Stanley nos informa de que la propiedad se extiende a lo largo y ancho de más de cuarenta hectáreas, y me imagino lo fácil que sería construir más casas si la población del Hotel Existencia superase la capacidad del edificio principal. Me estoy contagiando del sueño de Tom y deleitándome con las posibilidades. Veinticinco hectáreas de bosque. Un estanque. Un descuidado huerto de manzanas, una serie de colmenas abandonadas, una cabaña en el bosque para destilar sirope de arce. Y la hierba del césped de Stanley: la preciosa, interminable hierba, que se extiende a todo nuestro alrededor y más allá.
Nunca se hará realidad, digo para mis adentros. El plan de Harry está destinado al fracaso, y aunque no fuera así, ¿por qué doy por sentado que Stanley estaría dispuesto a vender su casa? Pero por otro lado, ¿y si Stanley se queda con nosotros y se asocia a la empresa? ¿Es la clase de persona que comprendería las aspiraciones de Tom? Llego a la conclusión de que tengo que conocerlo mejor, debo pasar todo el tiempo que pueda en su compañía.
Al cabo de unos veinte minutos o así, volvemos a la casa dando un rodeo. Stanley se apresura hacia el garaje para sacarnos unas hamacas, y cuando nos tumbamos, se disculpa y entra en el edificio. Tiene trabajo que hacer, pero los primeros huéspedes de pago del Chowder Inn son libres para holgazanear al sol todo el tiempo que quieran.
Durante unos minutos, miro cómo Lucy corretea por el césped, tirando palos al perro. A mi izquierda, Tom lee una obra dramática de Don DeLillo. Alzo la vista al cielo y observo las nubes que pasan. Un halcón describe un círculo y luego desaparece. Cuando vuelve, cierro los ojos. En cuestión de segundos, me quedo profundamente dormido.
A las cinco de la tarde, Honey Chowder hace su primera aparición, parando frente a la casa con el coche lleno de comestibles y dos cajas de vino. Para entonces, Tom y yo nos hemos levantado de las hamacas y estamos sentados en el porche, hablando de política. Interrumpimos nuestras condenas a Bush II y el Partido Republicano, bajamos los escalones hacia el Honda blanco, y nos presentamos a la hija de Stanley.
Es una mujer robusta, con el rostro salpicado de pecas, brazos fornidos y un apretón de manos que tritura los huesos. Rebosa seguridad en sí misma, sentido del humor y buena voluntad. Un poco autoritaria, quizá, pero ¿qué cabe esperar de una maestra de cuarto de primaria? Tiene una voz fuerte y algo ronca, pero me gusta su predisposición a la risa, su falta de complejos ante la dimensión de su personalidad. Llego a la conclusión de que es una chica competente, habilidosa, y sin duda divertida en la cama. No es guapa, pero tampoco fea. Radiantes ojos azules, labios carnosos, abundante cabellera entre rubia y cobriza. Mientras la ayudamos a descargar las bolsas de comestibles del maletero del coche, veo que mira a Tom con algo más que una distante curiosidad. El muy zopenco no nota nada, pero empiezo a preguntarme si esa joven mandona e inteligente no es la respuesta a mis oraciones. No una etérea B. P. M., sino una mujer soltera desesperada por cazar a un hombre. Un tornado. Una moza ansiosa, con mucha labia. Una apisonadora capaz de aplanar a nuestro muchacho.
Por segunda vez esta tarde, decido reservarme lo que pienso y no decir nada a Tom.
Tal como nos ha prometido Stanley, Honey nos prepara una cena excelente. Sopa de berros, lomo de cerdo asado, judías verdes con almendras, y de postre créme caramel, todo ello generosamente regado con buen vino. Siento una punzada de remordimiento por Pamela y el abortado festín que nos estaba preparando, pero dudo que el menú de Burlington hubiera podido superar lo que guarnece la mesa del Chowder Inn.
La victoriosa Lucy, ya liberada de su amenazante cautiverio, se presenta a cenar con su vestido de cuadros rojos y blancos, los zapatos negros de charol y los calcetines de volantes. No sé si es que a Stanley no le afecta el comportamiento de los demás o si es demasiado discreto, pero sigue sin hacer comentarios sobre el silencio de Lucy. Llevamos diez minutos comiendo, sin embargo, cuando su hija, mujer perspicaz y sin pelos en la lengua empieza a hacer preguntas. '
– ¿Qué le pasa a esta niña? ¿Es que no sabe hablar?
– Claro que sabe -contesto-. Lo que pasa es que no quiere.
– ¿Que no quiere hablar? -se extraña Honey-. ¿Qué significa eso?
– Es una prueba -explico, soltando la primera mentira que se me pasa por la cabeza-. Lucy y yo estábamos hablando el otro día sobre cosas difíciles, y llegamos a la conclusión de que no hablar es de las cosas más difíciles que se pueden hacer. Lucy acordó no decir una palabra en tres días. Si cumple su palabra, le he prometido que le daré cincuenta dólares. ¿No es así, Lucy?
Lucy asiente con la cabeza.
– ¿Y cuántos días te quedan? -continúo.
Lucy levanta dos dedos.
Ah, digo para mis adentros, ahí lo tenemos. Por fin ha confesado la niña. Dentro de dos días concluirá la tortura.
Honey entorna los ojos, a la vez recelosa y alarmada. Al fin y al cabo trabaja con niños, y nota que algo falla. Pero yo soy un desconocido para ella, y en lugar de insistir sobre el extraño y morboso juego que he inventado con la pequeña, aborda el problema desde otro punto de vista.
– ¿Por qué no está en el colegio esta niña? -pregunta-. Estamos a lunes, cinco de junio. Hasta dentro de tres semanas no empiezan las vacaciones de verano.
– Porque… -empiezo a decir, tratando apresuradamente de inventar otra bola-… Lucy va a un colegio privado… y el curso es más corto que en los colegios públicos. El viernes fue su último día de clase.
Una vez más, estoy seguro de que Honey no me cree. Pero a menos que se pase de la raya y cometa una grosería inaceptable, no puede seguir interrogándome sobre asuntos que no la conciernen. Me gusta esta mujer maciza y franca, y también su padre, el viejo Chowder, que está sentado frente a mí, despachando tranquilamente la cena y saboreando el vino, pero no tengo intención de sacar a relucir nuestros secretos de familia. No es que me avergüence de ser quienes somos, pero, por Dios, me digo a mí mismo, vaya familia que formamos. Menudo hatajo de almas en pena, tan variopinto y confuso. Qué ejemplo tan asombroso de imperfección humana. Un padre cuya hija no quiere tener nada más que ver con él. Un hermano que no ha visto a su hermana ni sabido nada de ella en tres años. Y una niña que se ha fugado de casa y sé niega a hablar. No, no vaya revelar a los Chowder la verdad de nuestro pequeño clan, tan escindido y calamitoso. Esta noche, no estoy dispuesto. Esta noche no; ni nunca, seguramente.
Tom debe de estar pensando algo parecido, porque se apresura a intervenir intentando desviar la conversación hacia otro tema. Empieza preguntando a Honey por su trabajo. Cuánto tiempo lleva en la enseñanza, por qué quiso ser maestra, qué le parece el sistema que siguen en Brattleboro, y todo eso. Sus preguntas son anodinas, de una atrofiada trivialidad, y al observar su expresión mientras habla con ella, veo que Honey no le interesa para nada: ni como mujer, ni como persona siquiera. Pero la Chowder es demasiado fuerte para dejar que la indiferencia de Tom le impida responder con gracia e inteligencia, y pronto es ella quien lleva la voz cantante, acribillando a nuestro muchacho con docenas de preguntas delicadas. Su agresividad hace que Tom se tambalee durante unos momentos, pero cuando cae en la cuenta de que su interlocutora es tan inteligente como él, se pone a la altura de las circunstancias y empieza a replicar como sólo él sabe. Stanley y yo apenas decimos palabra, pero a ambos nos divierte ese asalto de esgrima verbal que se ha iniciado ante nuestros ojos. Inevitablemente, la conversación se desvía hacia el tema de la política y las próximas elecciones de noviembre. Tom clama contra la creciente influencia de la derecha en Estados Unidos. Menciona la casi destrucción de Clinton, el movimiento antiabortista, la camarilla de las armas, la propaganda fascista de las tertulias radiofónicas, la cobardía de la prensa, la prohibición de enseñar el evolucionismo en algunos estados.
– Vamos hacia atrás -afirma-. Cada día que pasa, perdemos un pedazo de nuestro país. Si Bush sale elegido, no nos quedará nada.
Para mi sorpresa, Honey está totalmente de acuerdo con él. La paz reina durante treinta segundos aproximadamente, y luego ella anuncia su intención de votar por Nader.
– No hagas eso -la previene Tom-. Un voto a Nader es un voto para Bush.
– De eso nada -objeta Honey-. Es un voto para Nader. Además, Gore ganará en Vermont. Si no estuviera segura de eso, votaría por él. De ese modo puedo manifestar mi humilde protesta y evitar que Bush llegue a la presidencia.
– De Vermont no tengo idea -replica Tom-, pero sí sé que va a ser una elección reñida. Si en los estados decisivos hay mucha gente que piensa como tú, ganará Bush.
Honey se esfuerza por reprimir una sonrisa. Tom es tan puñeteramente serio que se muere por darle un corte con alguna observación descabellada y estrambótica para que deje de pontificar. Ya veo venir el chiste, y cruzo los dedos para que sea bueno.
– ¿Sabes lo que pasó la última vez que el pueblo escuchó a un bush [10] -pregunta Honey.
Nadie dice una palabra.
– Que estuvo cuarenta años vagando en el desierto.
Por mucho que le pese, Tom se echa a reír.
El combate singular llega a una conclusión súbita y decisiva, y Honey es la clara vencedora.
No quiero dejarme llevar por la emoción, pero creo que Tom ha encontrado la horma de su zapato. Que algo salga de todo eso es otra historia, una historia que el tiempo y las misteriosas atracciones de la carne contarán. Tomo nota de que debo estar atento a lo que pueda pasar.
A la mañana siguiente, temprano, llamo a la estación de servicio para hablar con Al Hijo, pero resulta que sigue sin hallar la solución al enigma del coche.
– Ahora mismo estoy trabajando en él -me informa-. En cuanto sepa de qué va, lo llamaré.
Me maravillo de lo poco que me afecta la noticia. Si acaso, me alegro de quedarme otro día en lo alto de nuestra colina, de no tener que pensar todavía en volver a Nueva York.
He de averiguar algo esta mañana, pero no consigo que Stanley se quede quieto el tiempo suficiente para entablar con él una conversación como es debido. Nos prepara el desayuno y nos lo sirve, pero en cuanto pone los platos en la mesa, sale precipitadamente de la cocina y sube a hacer las camas. Después de eso, se ocupa de diversas tareas de la casa: poner bombillas, sacudir alfombras, arreglar el marco de alguna ventana. No hay nada que hacer, salvo esperar a que más tarde se presente una ocasión.
El aire de la mañana es fresco, y hay neblina. Nos ponemos un jersey para salir al porche y contemplar el húmedo césped, empapado de rocío. Las nubes acabarán por fundirse y tendremos otra tarde radiante, pero de momento los árboles y matorrales apenas son visibles.
Lucy ha encontrado un libro en su habitación, y se lo trae al porche. Es un pequeño volumen de bolsillo, y como tapa el título con la mano, le digo que me lo enseñe para ver qué es. Los jinetes de la pradera roja, de Zane Grey. Le pregunto si es bueno, y asiente vigorosamente con la cabeza. No sólo bueno, parece decirme, sino una obra maestra de todos los tiempos.
Me parece una curiosa elección para una niña de nueve años pero ¿quién soy yo para ponerle pegas? A la niña le gusta leer digo para mí, y considero eso como un hecho positivo, una prueba de que nuestra pequeña fugitiva no tiene la mente atrofiada.
Tom se sienta en una silla a mi lado mientras Lucy estira las piernas en la mecedora con su novela del Oeste. El muchacho enciende su cigarrillo de después de las comidas y pregunta:
– ¿Crees que Al Hijo arreglará el coche algún día?
– Probablemente -contesto-. Pero yo no tengo prisa por salir de aquí. ¿Y tú?
– No, no mucha. Me empieza a gustar este sitio.
– ¿Te acuerdas de la cena con Harry la semana pasada?
– ¿Cuando te derramaste el vino tinto en los pantalones? ¿Cómo se me podría olvidar?
– He estado pensando en algunas de las cosas que dijiste aquella noche.
– Que yo recuerde, dije muchas cosas. Tonterías, en su mayor parte. Chorradas monumentales.
– No te encontrabas en tu mejor momento. Pero no dijiste ninguna estupidez.
– O tú estabas muy borracho para darte cuenta.
– Lo estuviera o no, tengo que saber una cosa. ¿Decías en serio eso de marcharte de la ciudad, o no eran más que palabras?
– Lo dije en serio, aunque no dejaba de ser mera palabrería.
– Eso es imposible. O una cosa u otra.
– Lo dije en serio, pero por otra parte soy consciente de que ese sueño nunca se hará realidad. Por tanto, no era más que hablar por hablar.
– ¿Y qué me dices del plan de Harry?
– Palabras, nada más. A estas alturas debías saber eso de Harry. Si hay alguien que siempre habla por hablar, ése es nuestro buen amigo Harry Brightman.
– No te lo discuto. Pero pongamos por caso que decía la verdad, imagínatelo. Figúrate que va a ganar mucho dinero y que estaría dispuesto a invertido en una casa de campo. ¿Qué dirías entonces?
– Diría: «Venga, vamos a hacerlo.»
– Bien. Ahora piénsalo detenidamente. Si pudieras comprar un sitio en cualquier parte del mundo, ¿dónde querrías que fuese?
– Todavía no he llegado a pensar en eso. Pero tendría que ser algún sitio aislado. Donde no hubiera gente alrededor.
– ¿Un sitio parecido al Chowder Inn?
– Sí. Ahora que lo dices, esto nos iría de maravilla.
– ¿Por qué no preguntamos a Stanley si quiere venderlo?
– ¿Para qué? No tenemos suficiente dinero para comprado.
– Te olvidas de Harry.
– No, no me olvido de él. Harry tiene sus cualidades, pero es la última persona a quien recurriría para algo así.
– Reconozco que hay una probabilidad entre un millón, pero sólo en el supuesto de que salga lo de Harry, ¿por qué no hablar con Stanley? Sólo por gusto. Si dice que le interesa, al menos sabremos el aspecto que tiene el Hotel Existencia.
– Aunque nunca vivamos aquí.
– Exacto. Aunque jamás volvamos en lo que nos queda de vida.
Resulta que Stanley lleva años pensando en vender la casa. Sólo la inercia y la apatía le han impedido «coger el toro por los cuernos», dice, pero si le ofrecieran un buen precio, no tardaría ni un minuto en mandarlo todo a hacer gárgaras. Ya no puede seguir viviendo con el fantasma de Peg. No puede soportar los crudos inviernos. No aguanta el aislamiento. Está hasta el gorro de Vermont, y sólo sueña con irse a vivir al trópico, a alguna isla caribeña donde haga calor todos los días del año.
Entonces, ¿por qué trabajar tanto para poner rápidamente a punto el Chowder Inn?, le pregunto. Por nada, contesta. No tiene nada mejor que hacer, y es una forma de combatir el aburrimiento.
Hora del almuerzo. Estamos los cuatro sentados a la mesa del comedor, comiendo fiambres, fruta y queso. Ahora que ha levantado la niebla, el sol entra a raudales por las ventanas abiertas, y los objetos de la habitación parecen más definidos, más vívidos, más llenos de color. Nuestro anfitrión desahoga sus penas con nosotros, pero yo me siento increíblemente feliz por estar donde estoy, dentro de mi propio cuerpo, mirando las casas que hay sobre la mesa, notando cómo el aire entra y sale de mis pulmones, saboreando el simple hecho de estar vivo. Es una lástima que se acabe la vida, digo para mí, qué pena que no podamos vivir para siempre.
Tom explica que en estos momentos no tenemos dinero para hacer una oferta por la casa, pero que tal vez estemos en condiciones de hacerla en las próximas semanas. Stanley dice que no sabe lo que vale la propiedad, pero que puede ponerse en contacto con una agencia inmobiliaria de la zona y averiguarlo. No sé si cree una palabra de lo que decimos, pero sólo con poder imaginarse una nueva vida parece haberse convertido en una persona diferente.
¿Por qué he alimentado este disparate? Todo depende de la venta de una falsificación del manuscrito de La letra escarlata, y no sólo estoy en contra de los planes delictivos de Harry, sino que para empezar tampoco tengo fe en ellos. Y lo que es más: aun cuando la tuviera, no me apetece nada trasladarme a Vermont. Hace poco tiempo que he empezado una nueva vida, y estoy muy contento de la decisión que tomé de instalarme en Brooklyn. Después de tantos años viviendo en el extrarradio, creo que la ciudad me va bien, y ya he empezado a tomarle cariño a mi barrio, con su cambiante mezcla de blanco, marrón y negro, su intrincado coro de acentos extranjeros, sus niños y sus árboles, sus laboriosas familias de clase media, sus parejas de lesbianas, sus tiendas de comestibles coreanas, el santón hindú de bata blanca que me saluda con una inclinación siempre que nos cruzamos por la calle, sus enanos y lisiados, sus ancianos pensionistas que avanzan paso a paso por la acera, las campanas de sus iglesias y sus diez mil perros, la furtiva población de vagabundos sin hogar, carroñeros solitarios que deambulan por las calles empujando sus carritos de la compra, hurgando en la basura en busca de botellas.
Si no quiero perder de vista todo eso, ¿por qué he obligado a Tom a mantener una absurda conversación sobre bienes inmuebles con Stanley Chowder? Para complacerlo, supongo. A fin de demostrarle que puede contar conmigo para llevar a cabo su proyecto, aunque ambos seamos conscientes de que los cimientos del nuevo Hotel Existencia no son sino «mera palabrería». Le llevo la corriente para que vea que estoy de su lado, y como Tom aprecia el gesto, también me sigue la corriente a mí. De esa recíproca manera nos engañamos lúcidamente a nosotros mismos. Como de todo esto no saldrá nada, podemos dedicarnos a soñar con toda tranquilidad sin tener que preocuparnos de las consecuencias. Ahora que hemos arrastrado a Stanley a nuestro pequeño juego, esto casi empieza a ser real. Pero no lo es. Sólo abundancia de palabras huecas y fantasía imposible, una idea tan falsa como el manuscrito de Hawthorne, que probablemente ni siquiera existe. Pero eso no quiere decir que el juego no resulte divertido. Hay que estar muerto para no disfrutar hablando de ideas descabelladas, ¿y qué mejor sitio para ello que en lo alto de una colina en medio de una región perdida de Nueva Inglaterra?
Después de almorzar, el rejuvenecido Stanley me reta a una. Partida de pimpón en el cobertizo. Le digo que estoy desentrenado, que hace años que no juego, pero no se conforma con mi respuesta. El ejercicio me sentará bien, afirma, «hará que la vida vuelva a fluir», así que de mala gana acepto jugar una partida o dos. Lucy nos acompaña cobertizo para asistir a la competición, pero Tom se queda a leer en el porche, sentado en una silla y fumando un cigarrillo.
Enseguida compruebo que Stanley no juega al pimpón que yo conozco. Las raquetas y la pelota son iguales, pero una vez en sus manos el ejercicio de salón pasa a ser un deporte verdadero y agotador, una variante miniaturizada y demoníaca del tenis. Saca con un efecto devastador, imposible de devolver, se pone a tres metros de la mesa y responde a cada lanzamiento mío como si yo no desplegara más destreza que un niño de cuatro años. Me gana tres veces seguidas -veintiuno a cero, veintiuno a cero y veintiuno a cero-, y cuando concluye la gran paliza, no puedo hacer otra cosa que inclinarme humildemente ante el vencedor antes de salir hecho polvo del cobertizo.
Empapado en sudor, vuelvo a la casa para darme una ducha rápida y cambiarme de ropa. Al subir los escalones del porche con Lucy, Tom me informa de que ha llamado a Brooklyn hace quince minutos. Harry ha salido a hacer una gestión, pero Tom ha dejado recado a Rufus de que nos llame cuando vuelva.
– Para ver si sigue interesado -explica Tom-. No tiene sentido despertar esperanzas en Stanley si Harry ha cambiado de idea.
He estado en el cobertizo menos de una hora, pero noto que en ese breve intervalo Tom ha estado pensando mucho. Algo en sus ojos me dice que la charla que hemos mantenido con Stanley en el almuerzo ha cambiado su postura con respecto al nuevo Hotel Existencia. Empieza a creer que es factible. Empieza a albergar esperanzas.
Da la casualidad de que el teléfono suena en el instante mismo en que entro en el vestíbulo. Lo cojo, y es el propio Brightman, que parlotea alegremente al otro extremo de la línea. Le hablo de la avería del coche, del Chowder Inn y del entusiasmo de Stanley por hacer un trato con nosotros.
– Éste es el sitio -prosigo-. La idea de Tom quizá resultaba un poco extraña en aquel restaurante de la ciudad, pero cuando estás aquí todo parece bastante razonable. Por eso te ha llamado. Para saber si todavía te apuntas.
– ¿Que si me apunto? -brama enfadadísimo Harry, en tono de actor decimonónico-. Cerramos el trato con un apretón de manos, ¿no?
– No, que yo recuerde.
– Bueno, a lo mejor no fue un verdadero apretón de manos, físicamente hablando. Pero a los tres nos pareció bien. Eso sí lo recuerdo perfectamente.
– Un apretón de manos imaginario.
– Eso es. Un apretón de manos imaginario. Un acuerdo mental.
– Todo dependiendo de tu pequeña operación, claro está.
– Pues claro. Ni que decir tiene.
– De manera que estás decidido a seguir adelante.
– Ya sé que tienes tus dudas, pero las cosas se están empezando a aclarar.
– ¿De veras?
– Sí. Y me complace comunicarte una excelente noticia. No creas que no me he tomado en serio tu consejo, Nathan. Le dije a Gordon que lo estaba pensando mejor, y que si no me organizaba un encuentro con el esquivo señor Metropolis, me retiraba del asunto.
– ¿Y?
– Y lo he conocido. Gordon lo trajo a la tienda y me lo presentó. Un individuo de lo más interesante. Apenas dijo una palabra, pero me di cuenta de que estaba en presencia de un verdadero profesional.
– ¿Te llevó alguna muestra de su trabajo?
– Una carta de amor de Charles Dickens a su amante. Espléndida demostración.
– Te deseo suerte, Harry. Si no por ti, al menos por Tom.
– Vas a estar orgulloso de mí, Nathan. Después de nuestra conversación del otro día, he pensado que necesito adoptar ciertas precauciones. Sólo por si se tuercen las cosas. No es que vayan a salir mal, pero cuando se ha vivido tanto como yo, sería una estupidez no considerar todas las posibilidades.
– Me parece que no te comprendo.
– No tienes por qué. Ahora no, en cualquier caso. Cuando llegue el momento, si es que llega, lo entenderás todo. Probablemente sea el paso más inteligente que he dado en la vida. Un espléndido gesto, Nathan. El derroche de los derroches. Un prodigioso salto del ángel hacia la grandeza eterna.
No sé de qué me habla. Harry está en pleno discurso grandilocuente, haciendo alarde de sus enigmáticas declaraciones únicamente por el caprichoso placer de escucharse a sí mismo, y no tiene sentido prolongar la conversación. Tom, que se ha acercado, está junto a mí. Sin molestarme en añadir una palabra más, le paso el teléfono y subo a darme una ducha.
A la mañana siguiente, Lucy abre por fin la boca y se pone a hablar.
Estoy esperando respuestas y revelaciones, el descubrimiento de múltiples misterios, un gran rayo de luz atravesando las tinieblas. No sé cómo se me ha ocurrido pensar que el lenguaje sería un vehículo de comunicación más eficaz que los gestos y movimientos de cabeza. Lucy ha resistido nuestros intentos de sonsacarle algo durante tres días consecutivos, y una vez que se toma la molestia de hablar, sus palabras apenas sirven de más ayuda que su silencio.
Empiezo por preguntarle dónde vive.
– En Carolina -responde, arrastrando las sílabas con el mismo acento provinciano del Sur que advertí en su voz el lunes por la mañana.
– ¿Carolina del Norte o Carolina del Sur?
– Carolina Carolina.
– Eso no existe, Lucy. Lo sabes perfectamente. Ya eres una niña mayor. Una de dos, Carolina del Norte o Carolina del Sur.
– No te enfades, tío Nat. Mamá me dijo que no lo dijera.
– ¿Fue idea de tu madre lo de que fueras a Brooklyn, a casa de tu tío Tom?
– Mamá dijo que me fuera, así que me fui.
– ¿Te dio pena dejarla?
– Mucha pena. Yo quiero a mi mamá, pero ella sabe lo que está bien.
– ¿Y qué me dices de tu padre? ¿Él también sabe lo que está bien?
– Pues claro. Es el hombre más justo del mundo.
– ¿Por qué no hablabas, Lucy? ¿Qué te ha hecho guardar silencio durante tantos días?
– Ha sido por mamá. Para que sepa que pienso en ella. Así es como hacemos las cosas en casa. Papá dice que el silencio purifica el espíritu, que nos prepara para recibir la palabra de Dios.
– ¿Quieres a tu padre tanto como a tu madre?
– No es mi verdadero padre. Soy adoptada. Pero he salido de la tripa de mamá. Me llevó nueve meses dentro de ella, así que soy sólo de ella.
– ¿Te dijo por qué quería que vinieras al Norte?
– Me dijo vete, así que me fui.
– ¿No te parece que Tom y yo deberíamos hablar con ella? Es su hermano, ya lo sabes, y yo soy su tío. Mi hermana era su madre.
– Lo sé. La abuela June. Viví con ella, pero ya se ha muerto.
– Si me das el teléfono de tu casa, las cosas serán mucho más sencillas para todos. No te mandaré de vuelta si no quieres ir. Sólo me interesa hablar con tu madre.
– No tenemos teléfono.
– ¿Cómo?
– A papá no le gustan los teléfonos. Una vez tuvimos uno, pero acabó devolviéndolo a la tienda.
– Muy bien, vale. ¿Me das tu dirección, entonces? Debes saberla.
– Sí, la sé. Pero mamá me dijo que no la dijera, y cuando mamá me dice algo, yo lo hago.
Esa conversación, exasperante y crucial, tiene lugar a las siete de la mañana. Lucy me ha despertado llamando a mi puerta, y se sienta a mi lado en la cama mientras yo me froto los ojos y acometo mi inútil interrogatorio. Tras la otra puerta, en la habitación Buster Keaton, Tom sigue durmiendo, pero cuando baja a desayunar una hora después, no tiene más éxito que yo en la tarea de sacarle información. Juntos, seguimos acribillándola a preguntas durante casi toda la mañana, pero la niña demuestra su temple y no cede un ápice. Ni siquiera nos dice en qué trabaja su padre («Tiene un trabajo») ni si su madre sigue teniendo el tatuaje en el hombro izquierdo («Nunca la he visto sin ropa»). El único hecho que decide poner en nuestro conocimiento no guarda relación con nuestros propósitos: su mejor amiga se llama Audrey Fitzsimmons. Nos enteramos de que Audrey lleva gafas, pero echando pulsos es la mejor de la clase de cuarto. No sólo gana a todas las chicas, sino que también es más fuerte que cualquier chico.
Frustrados, acabamos por darnos por vencidos, pero no antes de que Lucy me recuerde que he prometido pagarle cincuenta dólares en cuanto empezara a hablar de nuevo.
– Yo nunca he dicho eso -protesto.
– Sí que lo has dicho -contesta ella-. La otra noche, cenando. Cuando Honey te preguntó por qué no hablaba yo.
– Intentaba protegerte. No lo decía en serio.
– Entonces, es que eres un mentiroso. Papá dice que los mentirosos son los gusanos más repugnantes del mundo. ¿Es esa lo que eres, tío Nat? ¿Un maldito y asqueroso gusano?
Tom, que justo un momento antes ha estado a punto de retorcerle el cuello, suelta de pronto una carcajada.
– Será mejor que apoquines -me recomienda-. No querrás que te pierda el respeto, ¿verdad, Nathan?
– Eso -insiste Lucy-. Tú quieres que te quiera, ¿no es cierto tío Nat?
De mala gana, saco la cartera y le doy los cincuenta dólares.
– Menuda granuja estás hecha, Lucy
– Ya lo sé -responde ella, guardándose los billetes en el bolsillo y honrándome con una de sus inmensas sonrisas-. Mamá siempre me dice que tengo que hacerme valer. Un trato es un trato, ¿no? Si dejara que no cumplieras lo prometido, ya no te caería bien. Me tomarías por una blandengue.
– ¿Por qué piensas que me caes bien? -le pregunto.
– Porque soy muy rica -afirma ella-. Y porque cambiaste de opinión con lo de Pamela.
Puede que todo tenga mucha gracia, pero cuando se va corriendo a jugar con el perro, me vuelvo hacia Tom y le pregunto:
– ¿Cómo coño vamos a hacer que hable?
– Ya habla -me recuerda él-. Sólo que no dice lo que tiene que decir.
– Quizá deba amenazarla.
– Ése no es tu estilo, Nathan.
– No sé. ¿Y si le digo que te vuelto a cambiar de opinión? Si no Contesta a nuestras preguntas, la llevamos donde Pamela y la dejamos allí. y nada de peros.
– Lo tienes difícil.
– Estoy preocupado por Rory, Tom. Si la niña no cede, nunca vamos a enteramos de lo que pasa.
– Yo también estoy preocupado. Durante estos tres últimos años, no he hecho otra cosa que preocuparme. Pero asustando a Lucy no conseguiremos nada. La niña ya ha pasado lo suyo.
Esa misma mañana, a las once, llama Al Hijo desde el garaje y me dice que el problema esta resuelto. Azúcar en el depósito y los conductos de la gasolina, me informa. Ese dictamen me resulta tan desconcertante, que apenas caigo en lo que me está diciendo.
– Azúcar -repite-. Parece que alguien ha echado unas cincuenta latas de Coca-Cola en el depósito. Si se quiere estropear el coche a alguien, no hay manera más rápida y sencilla de hacerlo.
– ¡Santo Dios! -exclamo-. ¿Me está diciendo que lo han hecho a propósito?
– Eso es lo que le estoy diciendo. Las latas de Coca-Cola no tienen piernas, ¿verdad? No tienen manos ni dedos para abrirse ellas solas. La única explicación es que a alguien se le metió en la cabeza hacerle una buena a su coche.
– Tuvo que ser cuando estábamos comiendo. El coche funcionó bien hasta que lo dejamos aparcado frente al restaurante, La pregunta es: ¿por qué querría alguien hacemos algo así?
– Centenares de razones, señor Glass, Unos críos con ganas de alborotar, quizá. Ya sabe, una pandilla de adolescentes aburridos a los que les da por hacer una diablura. Esa especie de vandalismo se da mucho por aquí. O a lo mejor ha sido alguien que odia a los de Nueva York. Ve la matrícula del coche y decide darle una lección.
– Eso es ridículo.
– No le sorprenda. En esta parte de Vermont hay mucho resentimiento contra gente de otros estados. Sobre todo de Nueva York y Boston, pero he visto cómo algunos tarados la emprendían con gente de New Hampshire. Ocurrió justo el otro día, en el bar de Rick, junto a la Route 30. Entra un tío de Keene, de New Hampshire, que está a un paso de la frontera de Vermont, y uno de los borrachos de por aquí, no voy a mencionar nombres, le rompe una silla en la cabeza. «¡Vermont para los de Vermont!», grita. «¡Vete a tomar por culo a New Hampshire!» y empiezan a darse tortazos. Por lo que me han contado, el lío podría haber durado toda la noche si la poli no hubiera intervenido.
– Cualquiera que le oiga, diría que estamos viviendo en Yugoslavia.
– Ya, sé a lo que se refiere. A cualquier imbécil le da por defender un territorio, y que se vaya preparando todo el que no sea de su tribu.
Al Hijo sigue un par de minutos con lo mismo, lamentando el estado del mundo en tono incrédulo y compungido, y me lo imagino sacudiendo la cabeza a medida que va pronunciando las palabras. Al fin reanudamos la conversación sobre mi saboteado sedán verde, y me anuncia que se dispone a purgar el motor y los conductos del combustible. Voy a tener que poner bujías nuevas, una nueva tapa del delco y varias piezas más, pero lo único que me importa es que el viejo cacharro esté arreglado y funcionando otra vez. Al Hijo asegura que al final de la jornada estará como nuevo. Si su padre y él tienen tiempo, subirán a la colina en dos coches para entregarme el Cutlass antes de que anochezca. Si no, vendrán mañana por la mañana. No me molesto en preguntarle cuánto va a costar la reparación. Mis pensamientos han volado de momento a Sarajevo y Kosovo, a la carnicería de los miles de víctimas inocentes que murieron por la sencilla razón de que, en teoría, eran diferentes de sus verdugos.
Sombríos pensamientos me acechan hasta la hora de comer, y deambulo solo por la propiedad, dejando que Tom y Lucy se las arreglen por su cuenta. Es el único periodo deprimente de mi estancia en el Chowder Inn, pero esta mañana no ha salido nada bien, y de pronto siento que el mundo me acosa por todas partes. Las hábiles evasivas de Lucy, tan hermética; la creciente ansiedad por su madre; la maliciosa agresión contra mi coche; la inacabable reflexión sobre matanzas en lugares lejanos: todas esas cosas me vienen a la cabeza para recordarme que no hay escapatoria de las desdichas que asolan esta tierra. Ni siquiera en la colina más remota de la región sur de Vermont. Ni siquiera detrás de las puertas cerradas a cal y canto de un refugio imaginario llamado Hotel Existencia.
Me pongo a buscar un argumento positivo, alguna idea que nivele los platillos de la balanza, y acabo pensando en Tom y Honey. Nada es seguro en este momento, pero en la cena de anoche noté una considerable relajación en la actitud de mi sobrino hacia ella. Honey lleva años rogando a su padre que se vaya a vivir a otra parte, y cuando Stanley le habló de nuestro posible interés en comprar la casa, alzó su copa y nos dio las gracias con un brindis. Luego se volvió a Tom y le preguntó por qué demonios quería cambiar la vida que llevaba en la ciudad por un camino de tierra en Vermont. En vez de burlarse de ella con alguna respuesta capciosa, le dio una explicación completa y ponderada, reiterando muchas de las razones que había aducido en aquella cena con Harry en la calle Smith, aunque en cierto modo fue más elocuente ayer de lo que lo había sido aquella noche en Brooklyn: más insistente, más persuasivo en el examen de su desesperación sobre el futuro de Estados Unidos. Tom mostró su aspecto más chispeante, y mientras observaba cómo lo miraba Honey al otro lado de la mesa, vi que se le agolpaban unas diminutas lágrimas en el rabillo del ojo, y entonces comprendí, supe más allá de cualquier sombra de duda, que la lozana y generosa hija de Stanley estaba loca por mi sobrino.
Pero ¿y Tom? Noté que había empezado a fijarse en ella, a hablarle en un tono menos cauto y agresivo, pero ¿qué significaba eso? Podía ser un indicio de un interés creciente, pero también una muestra de buena educación.
Un breve momento del final de la velada. Conteste o no a esa pregunta, lo expongo como último elemento de prueba.
Cuando terminamos el postre, Lucy ya había subido a acostarse, Y los cuatro adultos, todos un poco bebidos, seguimos sentados a la mesa. Stanley propuso una partida amistosa de póquer, y mientras barajaba las cartas y hablaba de su nueva vida en el trópico (sentado bajo una palmera al atardecer con un cóctel de ron en una mano y un Montecristo en la otra, viendo cómo las olas avanzaban y retrocedían sobre la blanca orilla), procedió tranquilamente a quitarnos hasta la camisa, ganando tres de las cuatro manos que jugamos. Tras la paliza que me había dado al pimpón por la tarde, ¿qué otra cosa podría haber esperado? Parecía que no había nada en que no se luciera aquel individuo, Y tanto Tom como Honey se reían de su propia ineptitud, apostando de manera cada vez más descabellada a medida que Stanley continuaba dejándonos en ridículo. Era una especie de risa cómplice, me pareció, y me esforcé por no secundarios mientras estudiaba a los dos jóvenes tras el parapeto de las cartas. Luego, cuando la partida estaba acabando, Tom dijo algo que me sorprendió.
– No vuelvas a Brattleboro -recomendó a Honey-. Es más de medianoche y has bebido demasiado.
¿Nada más que buena educación, o un taimado plan para llevársela a la cama?
– Puedo conducir por esa carretera con los ojos cerrados -contestó Honey-. No te preocupes por mí.
A continuación explicó que al día siguiente tenía que levantarse más pronto que de costumbre (algo que ver con una reunión de padres de alumnos), pero noté que la solicitud de Tom la había emocionado, o al menos eso me pareció. Luego se despidió y nos dio un beso. Primero a su padre, luego a mí -un leve roce con los labios en la mejilla- y por último a Tom. El muchacho no sólo recibió un beso en los labios, sino también un abrazo: un abrazo cálido, que duró varios segundos más de lo que la situación parecía requerir.
– Buenas noches -dijo Honey, diciéndonos adiós con la mano mientras se dirigía a la puerta-. Hasta mañana, chicos.
Se presenta al día siguiente a las cuatro, trayendo cinco langostas, tres botellas de champán y dos postres diferentes. Nuestra jefa de cocina, de tan notable talento, nos prepara otro festín, y ahora que Lucy está dispuesta a sumarse a la conversación la maestra y la alumna de cuarto de primaria hablan de cosas del colegio durante buena parte de la cena, mencionando sin orden ni concierto los títulos de sus libros favoritos. Al Hijo y Al Padre todavía no han aparecido con mi coche, pero anuncio que mi Olds está arreglado y que mañana estará en nuestras manos. Con tanta charla y buen humor en torno a la mesa, omito mencionar la causa de la avería, porque no quiero estropear el ambiente sacando a colación un asunto tan desagradable. Tom ya lo sabe todo, pero él también se muestra reacio a informar sobre la mala pasada que nos han jugado. Honey y Lucy cantan canciones tontas mientras parten su langosta, y ¿para qué voy a aguarles la diversión con una desalentadora historia de resentimientos de clase y animosidad provinciana?
Cuando llevo arriba a Lucy para acostarla, caigo en la cuenta de que estoy muy cansado para trasnochar otra vez y quedarme con los otros a trasegar copa tras copa de vino. Los Chowder aguantan la bebida y Tom, con su gran volumen y sus prodigiosos apetitos, no les va en absoluto a la zaga, pero yo soy un ex paciente de cáncer, delgaducho y con poco aguante, y temo levantarme con resaca mañana por la mañana.
Me siento al borde de la cama de Lucy y le leo la novela de Zane Grey hasta que cierra los ojos y se queda dormida. Cuando voy a mi habitación, que es la de al lado, oigo risas procedentes del comedor. Me llegan unas palabras de Stanley, algo sobre estar «hecho polvo», y luego Honey añade no sé qué de «la habitación Charlie Chaplin» y «a lo mejor no es mala idea». Es difícil saber de lo que están hablando, pero ésta podría ser una posibilidad: Stanley está a punto de irse a la cama, y Honey ha bebido demasiado para conducir y piensa quedarse a dormir en el hostal. Si no me equivoco, la habitación Charlie Chaplin es la que está al lado de la de Tom.
Me meto en la cama y empiezo a leer Senectud, de Italo Svevo. Es la segunda novela de ese autor que leo en menos de dos semanas, pero La conciencia de Zeno me produjo tal impresión que decidí leer cualquier cosa de Svevo que cayera en mis manos. Ese libro, cuyo título en italiano es Senilita, me parece perfecto para un viejo chocho como yo. Un hombre de edad madura y su joven amante. Las penas del amor. Esperanzas truncadas. Cada dos párrafos, me detengo un momento y pienso en Marina González, sintiendo un vacío ante la idea de no volver a verla más. Estoy tentado de masturbarme, pero resisto el impulso porque los oxidados muelles del somier me delatarían. Sin embargo, de cuando en cuando meto la mano bajo las sábanas y me toco un momento la polla. Sólo para asegurarme de que la sigo teniendo, para comprobar que mi antigua amiga no me ha abandonado.
Media hora después, oigo que alguien sube pesadamente las escaleras. Dos pares de piernas, dos voces susurrantes: Tom y Honey. Vienen por el pasillo en dirección a mi puerta, luego se detienen. Me esfuerzo por percibir unas palabras de su conversación, pero hablan en voz muy queda y no alcanzo a entender nada. Al fin, oigo que Tom dice «buenas noches», y un momento después se abre y se cierra la puerta de la habitación Charlie Chaplin. Al cabo de tres segundos, ocurre lo mismo con la puerta de la habitación Buster Keaton.
La pared de separación entre el cuarto de Tom y el mío es muy fina -un ligerísimo tabique de pladur-, y se oye hasta el más leve ruido. Oigo cómo se quita los zapatos y se desabrocha el cinturón, cómo se lava los dientes en el lavabo, le oigo suspirar, tararear, meterse bajo las mantas de su chirriante cama. Estoy a punto de cerrar el libro y apagar la luz, pero nada más alargar el brazo hacia la lámpara oigo que llaman suavemente a la puerta de Tom. La voz de Honey dice: «¿Estás dormido?» Tom dice que no, y cuando Honey pregunta si puede entrar, nuestro muchacho contesta que sí, y al pronunciar esa sílaba el propósito oculto que nos llevó a salir de la autopista y coger la Route 30 está a punto de cumplirse.
Los ruidos se oyen con tal nitidez, que no tengo dificultad en seguir todos los detalles de la actividad que se desarrolla al otro lado del tabique.
– No pienses cosas raras -advierte Honey-. Esto no lo hago todos los días.
– Lo sé -contesta Tom.
– Sólo que hace mucho tiempo desde la última vez.
– Lo mismo digo. Pero que mucho.
Oigo cómo ella se mete en la cama a su lado, y no se me escapa nada de lo que sucede a continuación. El encuentro sexual es un asunto empalagoso y extraño, ¿para qué molestarse en describir los sorbetones y gemidos que siguieron? Tom y Honey se merecen su intimidad, y por ese motivo concluiré aquí mi relación de los acontecimientos de esta noche. Si hay lectores a quienes no les parece bien, les pido que cierren los ojos y recurran a la imaginación.
A la mañana siguiente, Honey ya se ha ido hace mucho cuando el resto de la casa se levanta de la cama. Es otra jornada espléndida, el día más hermoso de la primavera, pero además resulta estar lleno de sorpresas, y al final los sobresaltos acabarán con la perfección del paisaje y el tiempo, arrojándolos a un apartado rincón de la memoria. Si guardo algún recuerdo de aquel día, es sólo en forma de rompecabezas deshecho, como un amasijo de impresiones aisladas. Un trozo de cielo azul por aquí; un abedul por allá, con el reflejo del sol en su corteza plateada. Nubes que semejan rostros humanos, mapas de países, animales de diez patas surgidos de un sueño. La fugaz visión de una culebra avanzando sinuosa entre la hierba. El lamento de cuatro notas de un sinsonte escondido. Las mil hojas de un álamo temblando como polillas heridas mientras el viento corre entre las ramas. Uno por uno, van apareciendo todos los elementos, pero el conjunto está ausente, las partes no se conjugan, y no puedo hacer otra cosa que buscar los restos de un día que no existe plenamente.
Empieza con la llegada de Al Hijo y Al Padre a las nueve de la mañana. Tom sigue arriba, en la habitación Buster Keaton, comatoso tras su revolcón de anoche con Honey. Lucy y yo estamos en pie desde las ocho, y nos disponemos a salir de la casa para dar un paseo cuando aparecen los Wilson en un convoy de dos vehículos: un Mustang descapotable de color rojo y mi Cutlass verde limón. Suelto la mano de Lucy para estrechársela a esos dos formales y resueltos caballeros. Me dicen que el coche ha quedado como nuevo. Al Padre me presenta la factura de sus servicios, y allí mismo le extiendo un talón. Entonces, justo cuando creo que la transacción ha concluido, Al Hijo suelta el primer bombazo del día.
– El caso es, señor Glass -dice, dando unas palmaditas al techo de mi coche-, que fue una suerte que aquel imbécil le estropeara el depósito.
– ¿Qué quiere decir? -pregunté, sin saber cómo interpretar aquella extraña afirmación.
– Cuando hablamos ayer por la mañana, pensaba acabar el trabajo en un par de horas. Por eso le dije que estaríamos en condiciones de entregarle el coche por la noche. ¿Recuerda?
– Sí, me acuerdo. Pero también me dijo que lo mismo me lo podían traer hoy.
– Sí, eso le dije, pero la explicación que le di entonces no tiene nada que ver con lo que nos ha impedido traérselo hasta ahora.
– ¿No? ¿Pues qué ha pasado?
– Fui a dar una vuelta con su Olds. Sólo para asegurarme de que todo marchaba bien. Pero no era así.
– Ah.
– Puse el coche a cien, ciento veinte, y luego traté de aflojar la marcha. Cosa muy difícil cuando fallan los frenos. Suerte que no me maté.
– Los frenos…
– Sí, los frenos. Volví a llevar el coche al garaje y eché una mirada. Los forros estaban muy desgastados, señor Glass, casi deshechos.
– Pero ¿qué me dice usted?
– Le digo que si no hubiera tenido esa otra avería con el depósito, nunca se habría enterado del problema de los frenos. Si hubiera seguido conduciendo mucho tiempo más, tarde o temprano habría tenido algún contratiempo. Un percance. Un accidente de cualquier clase. Incluso podría haberse matado.
– Así que el gilipollas que echó Coca-Cola en el depósito de gasolina en realidad nos salvó la vida.
– Eso parece. Qué increíble, ¿verdad?
Cuando los Wilson se marchan en su descapotable rojo, Lucy empieza a tirarme de la manga.
– No fue ningún gililoquesigue quien lo hizo, tío Nat -anuncia.
– ¿Gililoquesigue? -contesto-. ¿De qué estás hablando?
– Has dicho una palabrota. Yo no debo decir esas cosas.
– Ah, ya veo. Gili. Apócope de ya sabes qué.
– Sí, esa palabra que empieza con gili.
– Tienes razón, Lucy. No debería decir palabrotas en tu presencia.
– No debes decirlas, y punto. Aunque no esté yo delante.
– Quizá tengas razón. Pero estaba enfadado, y cuando una persona se enfada, no siempre es dueña de lo que dice. Un hombre malo intentó destrozarnos el coche. Sin motivo alguno. Por pura crueldad, para hacernos daño. Lamento haber utilizado esa palabra, pero es normal que me enfadara, ¿no te parece?
– No fue un hombre malo. Fue una niña mala.
– ¿Una niña? ¿Cómo lo sabes? ¿Viste lo que pasó?
Por un breve momento, vuelve a caer en su antiguo mutismo, asintiendo con la cabeza para contestar a mi pregunta. Y entonces se le llenan los ojos de lágrimas.
– ¿Por qué no me lo has dicho? -le pregunto-. Si viste cómo pasó, debías habérmelo dicho, Lucy. Podríamos haber pillado a la niña ésa y haberla metido en la cárcel. Y si esos señores del garaje hubieran sabido cuál era el problema, podrían habernos arreglado inmediatamente el coche.
– Tenía miedo -confiesa ella, agachando la cabeza, temerosa de mirarme a los ojos. Las lágrimas le corren sin parar por las mejillas, y veo cómo aterrizan en la tierra seca: extractos salados, glóbulos brillantes que se oscurecen momentáneamente y luego se disuelven en el polvo.
– ¿Miedo? ¿De qué tenías miedo?
En vez de responder a mi pregunta, se agarra a mí con la mano derecha y oculta su rostro en mi costado. Empiezo a acariciarle el pelo, y mientras siento cómo su cuerpo se estremece Contra el mío, de pronto comprendo lo que está tratando de decirme. Por un momento soy presa de una verdadera conmoción, y enseguida me invade una oleada de ira, que pasa pronto, sin dejar rastro. La cólera da lugar a la compasión, y comprendo que si ahora empiezo a regañarla, podría perder su confianza para siempre.
– ¿Por qué lo hiciste? -pregunto.
– Lo siento -dice ella, apretándose más contra mí y llorando a moco tendido en mi camisa-. Lo siento mucho, de verdad. Es como si me hubiera vuelto loca, tío Nat, y antes de saber lo que estaba haciendo, ya lo había hecho. Mamá me ha hablado de Pamela. Es mala, y no quería ir a su casa.
– No sé si es mala o no, pero al final todo ha salido bien, ¿no es verdad? Hiciste una cosa mala, Lucy. Una cosa mala, y quiero que nunca vuelvas a portarte así. Pero por esta vez, sólo por esta vez, da la casualidad de que lo malo ha sido para bien.
– ¿Cómo de una cosa que está mal puede salir algo buen? Eso es como decir que un perro es un gato, o que un ratón es un elefante.
– ¿No te acuerdas de lo que Al Hijo nos ha dicho sobre los frenos?
– Sí, me acuerdo. Te he salvado la vida, ¿verdad?
– No sólo a mí, a ti también. Además de a Tom.
Al fin, se aparta de mi camisa, se limpia las lágrimas de los ojos y me dirige una mirada pensativa, cargada de intensidad.
– No digas a tío Tom que he sido yo, ¿vale?
– ¿Por qué no?
– Porque ya no me querrá.
– Claro que te querrá.
– No. Y yo quiero que me quiera.
– Yo te sigo queriendo, ¿no?
– Tú eres diferente.
– ¿En qué sentido?
– No sé. No te tomas las cosas a la tremenda como el tío Tom. No eres tan serio.
– Es porque soy más viejo.
– Bueno, pues no se lo digas, ¿vale? Júrame que no se lo vas a decir.
– De acuerdo, Lucy. Te lo juro.
Sonríe entonces, y por primera vez desde que apareció el domingo por la mañana, vislumbro a su madre cuando era niña. Aurora. La ausente Aurora, perdida en alguna parte de la mítica tierra de Carolina Carolina, una mujer fantasma fuera del alcance de los mortales. Si ahora mismo está en algún sitio es en la cara de su hija, en la lealtad de la niña hacia ella, en la inquebrantable promesa de Lucy de no revelamos su paradero.
Tom se levanta al fin. Me resulta difícil interpretar su estado de ánimo, que parece oscilar entre una apagada satisfacción y un incómodo sentimiento de inseguridad. En el almuerzo no dice una palabra sobre los acontecimientos de la noche anterior, me contengo de hacerle determinadas preguntas, por mucha curiosidad que tenga por conocer su versión de la historia. ¿Ha quedado prendado de la efusiva y dulce señorita C., me pregunto yo, o la considera únicamente una aventura de una noche? ¿Todo ha sido cama y nada más que cama, o también ha intervenido el afecto en la ecuación? Cuando terminamos de almorzar, Lucy sale con Stanley para ayudarlo a cortar el césped y se sube al tractor. Tom se retira al porche a fumar el cigarrillo de después de comer, y yo me siento a su lado.
– ¿Qué tal has dormido esta noche, Nathan? -me pregunta.
– Pues bien -le contesto-. Considerando la delgadez de los tabiques, podría haber sido peor.
– Me lo temía.
– No es culpa tuya. Tú no has construido la casa.
– No dejaba de decirle que no hiciera tanto ruido, pero ya sabes cómo son las cosas. Cuando uno se desmanda, no hay nada que hacer…
– No te preocupes. A decir verdad, me alegré. Estoy muy contento por ti.
– Yo también. Por una noche, estuvo bien.
– Habrá más noches, muchacho. Eso ha sido sólo el comienzo.
– ¿Quién sabe? Se ha marchado pronto esta mañana, y no es que hayamos hablado mucho mientras estábamos juntos. No tengo la menor idea de lo que quiere.
– La cuestión es: ¿qué quieres tú?
– Es pronto para decirlo. Todo ha pasado tan deprisa, que no he tenido tiempo de pensarlo.
– No quisiera entrometerme, pero en mi opinión hacéis buena pareja.
– Sí. Dos gordos dándose topetazos en plena noche. Me sorprende que la cama no se viniera abajo.
– Honey no está gorda. Sino más bien «imponente», como suele decirse.
– No es mi tipo, Nathan. Demasiado agresiva. Demasiado segura de sí misma. Demasiadas opiniones. Nunca me han atraído las mujeres así.
– Por eso te vendrá bien. Con ésa vas a andar más derecho que una vela.
Tom sacude la cabeza y suspira.
– No daría resultado. Me agotaría en menos de un mes.
– Así que estás dispuesto a dejarlo después de una sola noche.
– No hay nada malo en eso. Te lo pasas bien una noche, y luego adiós.
– ¿Y qué ocurrirá si se te vuelve a meter en la cama? ¿Vas a echarla a patadas?
Tom enciende otro cigarrillo con una cerilla, y luego hace una larga pausa.
– No sé -dice al fin-. Ya veremos.
Lamentablemente, ni Tom ni nadie tiene ocasión de ver nada.
Una última sorpresa nos aguarda, y es tan grande, tan desgarradora, de tan enormes consecuencias, que no tenemos más remedio que ponemos en marcha esa misma tarde. Nuestras vacaciones en el Chowder Inn tocan a su fin de manera brusca y desconcertante.
Adiós, colina. Adiós, césped. Adiós, Honey.
Adiós al sueño del Hotel Existencia.
Tom pronuncia las palabras «Ya veremos» a eso de la una de la tarde. Cuando Lucy vuelve de su paseo en tractor con Stanley, me la llevo al estanque y nos damos un baño. Al volver a la casa, cuarenta minutos después, Tom comunica la noticia. Harry ha muerto. Rufus acaba de llamar de Brooklyn, llorando sin parar, apenas capaz de articular palabra, para decirnos que Harry ha muerto, que ya no está con nosotros. Según Tom, Rufus estaba demasiado conmocionado para decir algo más. No entendemos nada. Aparte del hecho de que tenemos que marcharnos de Vermont enseguida, no comprendemos nada.
Pago a Stanley lo que le debemos. Mientras le firmo el talón con mano temblorosa, le digo que nuestro socio ha muerto y que ya no estamos en condiciones de comprar la casa. Stanley se encoge de hombros.
– Sabía que no iba en serio -afirma-. Pero eso no quiere decir que no disfrutara hablando del asunto..
Tom le entrega una hoja de papel con su dirección y número de teléfono.
– Dáselo a Honey, por favor -le pide-. Y dile que lo siento.
Hacemos el equipaje. Subimos al coche. Nos vamos.
TRAICIÓN
Yo lo consideré homicidio. No importaba que nadie le hubiera puesto la mano encima, que nadie le disparara un tiro ni le asestara una puñalada en el pecho, que nadie lo atropellara con un coche. Aunque las únicas armas de sus asesinos hubieran sido palabras, la violencia que ejercieron contra él no fue menos contundente que un martillazo en la cabeza. Harry no era ningún muchacho. Había sufrido dos trombosis coronarias en los últimos tres años, tenía la tensión alta y las arterias en un estado de colapso inminente. ¿Cuánta tortura puede soportar un organismo en esas condiciones? No mucha, en mi opinión. No; desde luego, no mucha.
Sólo había un testigo de la atrocidad, pero aunque Rufus oyó hasta la última palabra, sólo entendió una ínfima parte de lo que pasaba. Y eso porque Harry no se había molestado en contarle la operación que estaba tramando con Gordon Dryer, de manera que cuando Dryer se presentó en la librería con Myron Trumbell a primera hora de aquella tarde, Rufus los tomó por otros libreros. Los condujo a la primera planta, al despacho, y como al abrir la puerta vio que Harry se ponía muy tenso, tan nervioso que no parecía él, estrechando exageradamente la mano de sus visitantes como si le hubieran dado cuerda, Rufus empezó a alarmarse. En vez de volver abajo, a su puesto frente a la caja, decidió quedarse donde estaba y escuchar la conversación poniendo la oreja contra la puerta.
Jugaron con Harry durante unos minutos antes de estrechar el cerco y sacar los puñales, debilitándolo para matarlo mejor. Saludos amistosos por doquier, comentarios despreocupados sobre el tiempo, cumplidos empalagosos acerca del gusto de Harry a la hora de amueblar el despacho, admirativas observaciones sobre la cuidada selección de ediciones príncipe colocadas en los estantes. Pese a toda la agradable palabrería, Harry debía de estar confuso. Metropolis no había terminado la falsificación, y sin un manuscrito completo que enseñar a Trumbell, no comprendía a qué había ido Gordon.
– Como siempre, me alegro de verlo -le dijo-, pero no me gustaría que el señor Trumbell se llevara un chasco. El manuscrito está guardado en una cámara acorazada del Citibank, en la calle Cincuenta y Tres de Manhattan. Si me hubiera llamado antes, se lo habría traído. Pero a menos que me equivoque, no debíamos reunirnos hasta el lunes que viene por la tarde.
– ¿En una cámara acorazada? -inquirió Gordon-. Así que ahí es donde ha ocultado mi hallazgo. No lo sabía.
– Creí que se lo había dicho -prosiguió Harry, improvisando a medida que se desarrollaba la conversación, aún incapaz de comprender lo que Gordon había ido a hacer allí con Trumbell cuatro días antes de la fecha de su reunión.
– Lo estoy pensando mejor -anunció Trumbell.
– Sí -terció Gordon, interviniendo antes de que Harry tuviera tiempo de replicar-. Mire, señor Brightman, una transacción como ésta no puede tomarse a la ligera. Sobre todo cuando hay tanto dinero de por medio.
– Soy consciente de ello -aseguró Harry-. Por eso es por lo que hicimos que aquellos expertos examinaran la primera página. No uno solo, sino dos.
– Dos, no -corrigió Trumbell-. Tres.
– ¿Tres?
– Tres -confirmó Gordon-. Todas las precauciones Son pocas, ¿no le parece? Myron lo llevó también a un conservador de la Biblioteca Morgan. Una de las personalidades más destacadas en ese ámbito. Nos ha dado su veredicto esta mañana, y está convencido de que se trata de una falsificación.
– Bueno -tartamudeó Harry-, dos de tres no está mal. ¿Por qué dar a esa opinión más crédito que a las otras dos?
– Ese experto fue muy convincente -dijo Trumbell-. Si voy a comprar ese manuscrito, no puede caber la menor duda. Ni la mas mínima.
– Lo entiendo -repuso Harry, tratando de eludir la trampa que le habían tendido, pero sin duda empezando a desmoralizarse, trasluciendo ya un desánimo profundo-. Sólo quiero que sepa que he obrado de buena fe, señor Trumbell. Gordon encontró el manuscrito en la buhardilla de su abuela y me lo trajo aquí. Hicimos que lo examinaran y nos dijeron que era auténtico. Usted manifestó interés por comprado. Si ha cambiado de opinión, sólo puedo decir que lo siento. Podemos cancelar el trato ahora mismo.
– Te olvidas de los diez mil dólares que te dio Myron -apostilló Gordon.
– No se me olvida -contestó Harry-. Le devolveré el dinero y quedaremos en paz.
– No creo que vaya a ser tan sencillo, señor Brightman -replicó Trumbell-. ¿O debería llamarle señor Dunkel? Gordon me ha contado un montón de cosas sobre ti, Harry. Chicago. Alec Smith. Una veintena de cuadros falsificados. La cárcel. Una nueva identidad. Eres un farsante de marca mayor, Harry, y con unos antecedentes como los tuyos, prefiero que te quedes con esos diez mil dólares. Así podré presentar una denuncia. Pensabas estafarme, ¿verdad? No me gusta que la gente trate de birlarme el dinero. Me saca de quicio.
– ¿Quién es este individuo, Gordon? -quiso saber Harry, con la voz súbitamente temblorosa, fuera de control.
– Myron Trumbell -contestó Gordon-. Mi benefactor. Mi amigo. El hombre que amo.
– Así que es él -dijo Harry-. Nunca ha existido otro.
– Éste es el único -confirmó Gordon-. Siempre lo ha sido.
– Nathan tenía razón -se lamentó Harry-. Nathan acertó desde el principio. Maldita sea, ¿por qué no le hice caso?
– ¿Quién es Nathan? -preguntó Gordon.
– Un conocido mío -contestó Harry-. No importa. Uno que conozca. Un adivino.
– Nunca escuchas un buen consejo, ¿verdad, Harry? -dijo Gordon-. Siempre tan avaricioso, joder. Tan pagado de sí mismo, el muy cabrón.
Ahí fue donde Harry empezó a desmoronarse. La crueldad en la voz de Gordon era imposible de soportar, y ya no podía fingir que estaba hablando de negocios, discutiendo los pormenores de un trato que había acabado mal. Aquello era amor que acababa mal, decepción a una escala que no había conocido jamás, y el dolor fue tal que destruyó toda su capacidad de resistir la acometida.
– ¿Por qué, Gordon? -inquirió-. ¿Por qué me haces esto?
– Porque te odio -proclamó su ex amante-. ¿Es que todavía no te has dado cuenta?
– No, Gordon. Tú me quieres. Siempre me has querido.
– Todo lo tuyo me da asco, Harry. Tu mal aliento. Tus venas varicosas. Tu pelo teñido. Tus chistes malos. Tu vientre fofo. Tus rodillas nudosas. Tu picha insignificante. Todo. Cualquier parte de tu cuerpo me da ganas de vomitar.
– Entonces, ¿por qué has vuelto a mí después de tantos años? ¿No podías haberme dejado en paz?
– ¿Con todo lo que me hiciste? Pero ¿estás loco? Destrozaste mi vida, Harry. Ahora me toca a mí destrozar la tuya.
– Me abandonaste, Gordon. Me traicionaste.
– Piénsalo bien, Harry. ¿Quién me entregó a la policía? ¿Quién consiguió una reducción de pena a cambio de denunciarme?
– Así que ahora tú me entregas a la poli. Un error no se remedia con otro, Gordon. Al menos estás vivo. Y eres lo bastante joven como para esperar algo de la vida. Si me vuelves a mandar a la cárcel, estoy acabado. Soy hombre muerto.
– No queremos matarte, Harry -anunció Trumbell, volviendo a intervenir de pronto en la conversación-. Queremos hacer un trato contigo.
– ¿Un trato? ¿Qué clase de trato?
– No estamos buscando un desquite. Sólo queremos hacer justicia. Gordon ha sufrido por tu causa, y creemos que ahora se merece cierta compensación. Al fin y al cabo, lo justo es lo justo. Si te avienes a colaborar, no diremos una palabra a la policía.
– Pero si tú eres rico. Gordon tiene todo el dinero que pueda necesitar.
– Algunos miembros de mi familia son ricos. Lamentablemente, no soy uno de ellos.
– Yo no tengo dinero. Me las puedo arreglar para conseguir los diez mil que te debo, pero nada más.
– Puede que andes escaso de efectivo, pero nos conformaríamos con los otros bienes que posees.
– ¿Los otros bienes? ¿A qué te refieres?
– Mira tu alrededor. ¿Qué es lo que ves?
– No. No podéis hacer eso. Me estás tomando el pelo.
– Yo veo libros, Harry, ¿tú no? Veo centenares de libros. Y no libros simplemente, sino ediciones originales, y hasta firmadas por el autor. Por no hablar de lo que tienes guardado en los cajones y vitrinas de ahí abajo. Manuscritos. Cartas. Autógrafos. Si nos entregas lo que contiene esta habitación, consideraremos que estamos en paz.
– Me dejaréis limpio. En la ruina.
– Me parece que no tienes otra alternativa, señor Dunkel-Brightman. ¿Qué prefieres: que te detengan acusado de fraude, o una vida tranquila y apacible como dueño de una librería de lance? Piénsalo detenidamente. Gordon y yo volveremos mañana con una furgoneta grande y una cuadrilla de embaladores. No tardaremos más de un par de horas, y luego te habrás librado de nosotros para siempre. Si tratas de impedirlo, no tendré más que coger el teléfono y llamar a la policía. Tú decides, Harry. Vivir o morir. Vaciar una habitación… o una segunda temporadita en la cárcel. Aunque mañana no nos des los libros, acabarás perdiéndolos de todas formas. Lo entiendes, ¿no? Sé sensato, Harry. No te resistas. Si cedes por las buenas, harás un favor a todo el mundo, empezando por ti mismo. Vendremos entre las once y las doce. Ojalá pudiera ser más preciso, pero no es fácil hacer previsiones tal como está el tráfico últimamente. A demain, Harry. Y gracias.
La puerta se abrió entonces, y mientras Dryer y Trumbell salían apartándolo de un empujón, Rufus miró al interior del despacho y vio a Harry sentado al escritorio con la cabeza entre las manos, sollozando como un niño. Con que Harry se hubiera tranquilizado un poco para pensar un momento en lo que acababa de pasar, habría comprendido que la acusación de Dryer y Trumbell carecía de todo fundamento, que la amenaza de entregarlo a la policía no era más que un farol ridículo y mal urdido. ¿Cómo podían demostrar que Harry había intentado venderles a sabiendas un manuscrito falso sin implicarse ellos mismos? Al confesar su conocimiento de la falsificación, se habrían visto obligados a entregar al falsificador a la policía, y ¿qué posibilidades había de que Ian Metropolis admitiera su participación en el engaño? Suponiendo que existiera alguien llamado Ian Metropolis, desde luego, lo que me parecía bastante improbable. Lo mismo con los tres supuestos expertos que habían examinado su obra. Me daba la impresión de que Dryer y Trumbell habían falsificado ellos mismos la página de Hawthorne, y con una víctima tan crédula como Harry, ¿qué les habría costado convencerlo de que tenía ante los ojos la caligrafía de un maestro de la falsificación? Harry me dijo que había visto a Metropolis cuando estábamos en Vermont, pero ¿cómo podía saber que aquel hombre era quien decía ser? La carta de Dickens no tenía la menor importancia. Ya fuera auténtica o falsa, no tenía nada que ver con el asunto. De principio a fin, la trama para machacar a Harry sólo la habían llevado a cabo dos hombres, con la breve aparición de un tercero que se hacía pasar por otro. Dos granujas no muy listos y su anónimo compinche. Un trío de cabrones.
Pero Harry no pensaba con claridad aquel día. ¿Cómo podía pensar cuando su cabeza no era más que una herida abierta, una hendidura por donde supuraba un revoltijo de materia gris, neuronas reventadas e impulsos eléctricos cortocircuitados? ¿Dónde estaba la razón cuando el ser adorado acababa de insultarlo con una letanía de monstruosas invectivas, partiéndole el desventurado corazón con los hachazos de su desprecio? ¿Cómo podía hablarse de equilibrio mental cuando ese mismo hombre y su nueva pareja le declaran su intención de robarle todo lo que posee y él no puede hacer nada para impedirlo? ¿Quién podría criticar a Harry por falta de recursos para ver las cosas con cierta perspectiva? ¿Se le podría reprochar que hubiera caído en un estado de terror puro, de pánico animal?
Cuando Rufus entró en el despacho, Harry se levantó de la mesa y se puso a aullar. Ya estaba más allá de las palabras: era incapaz de articular una sola frase coherente, y los sonidos que salían de su garganta eran tan espantosos, contó Rufus, tan atroces y cargados de angustia, que él se puso a temblar de miedo. Dryer y Trumbell seguían bajando las escaleras hacia la salida, y sin molestarse siquiera en mirar a Rufus, Harry salió disparado de detrás del escritorio y se lanzó en su persecución. Rufus fue tras él; pero despacio, con precaución, casi paralizado por el pánico. Cuando llegó al pie de las escaleras, Dryer y Trumbell ya habían salido y Harry estaba abriendo la puerta de la librería: todavía gritando, todavía persiguiéndolos. Había un taxi aparcado justo enfrente, con el motor y el taxímetro en marcha, y los dos hombres subieron a la parte de atrás antes de que Harry pudiera alcanzarlos. Agitó el puño hacia el taxi que se alejaba, se detuvo un momento para gritar dos palabras -¡Criminales! ¡Asesinos!- y entonces, completamente fuera de sí, echó a correr por la Séptima Avenida con toda la rapidez que le permitían las piernas, chocando con los transeúntes, tropezando, cayendo al suelo, levantándose, pero sin parar un momento hasta que llegó a la siguiente esquina y el taxi se perdió de vista. Rufus lo vio todo desde lejos, siguiendo el borroso contorno de Harry mientras las lágrimas le corrían por la cara.
En el preciso momento en que Harry se detenía, Nancy Mazzuchelli doblaba la misma esquina, y al encontrarse de frente con su antiguo jefe se quedó perpleja viéndolo en tan horrible estado. Tenía las mejillas enrojecidas y brillantes, respiraba con dificultad, se había hecho un desgarrón en el codo de la chaqueta, y el pelo siempre tan repeinado le caía en desordenados mechones en torno al cráneo.
– Harry -exclamó-. ¿Qué te pasa?
– Me han asesinado, Nancy -repuso Harry, sin dejar de jadear y apretándose fuertemente el pecho con la mano-. Me han dado una puñalada en el corazón y me han matado.
Nancy lo rodeó con los brazos y le dio unas suaves palmaditas en la espalda.
– No te preocupes -lo animó-. Todo va a salir bien.
Pero no salió bien. No salió nada bien. Apenas acababa de pronunciar Nancy esas palabras, cuando Harry dejó escapar un tenue y prolongado gemido, y luego ella notó cómo su cuerpo se desmadejaba contra el suyo. Trató de sujetarlo, pero pesaba demasiado, y poco a poco ambos fueron cayendo al suelo. Y así fue como Harry Brightman, anteriormente llamado Harry Dunkel, padre de Flora y ex marido de Bette, murió en una acera de Brooklyn una bochornosa tarde del año 2000, acunado entre los brazos de la Bella y Perfecta Madre.
CONTRAATAQUE
Tom condujo tan deprisa que tardamos menos de cinco horas en volver a Park Slope, y paramos frente a la librería justo cuando empezaba a ponerse el sol. Rufus y Nancy nos esperaban en el apartamento de Harry, en la segunda planta, abrazados el uno al otro en la penumbra del dormitorio. Aunque la presencia de Nancy no me extrañó, hasta que Rufus no empezó a contarnos lo que había sucedido unas horas antes, no comprendí lo que estaba haciendo allí. Con tantos asuntos que requerían inmediata atención, ni siquiera se me ocurrió preguntarlo.
Ninguno de los dos conocía a Lucy, así que lo primero fueron las presentaciones. Luego Tom se llevó a la niña al cuarto de estar y la plantó delante de la tele. Normalmente, aquello me habría correspondido a mí, pero creo que Tom estaba tan asustado de encontrarse con la B. P. M. en una situación tan inverosímil que necesitaba retirarse un momento a recobrar el aliento. Su reina había vuelto a surgir milagrosamente a la luz, y sin duda su corazón latía a toda prisa, retumbando locamente en su pecho enamorado.
Rufus estaba mucho más tranquilo que por la tarde, cuando nos llamó por teléfono. La conmoción se le estaba pasando un poco, y se encontraba en condiciones de contar la historia de principio a fin sin demasiadas interrupciones. Estaba sentado en la cama, junto a Nancy, y cada vez que se venía abajo y rompía a llorar, la B. P. M. lo rodeaba con los brazos y lo apretaba firmemente contra ella hasta que el llanto cesaba. A Nancy también se le saltaban las lágrimas de vez en cuando, pero la ternura era su especialidad, y comprendía que de todos los presentes aquella noche en el apartamento, Rufus era el más desesperado, el que más consuelo necesitaba. Mientras hablaba con su pausado y melodioso acento jamaicano, yo no hacía más que pensar en el cadáver de Harry, amortajado en una cámara frigorífica del Hospital Metodista, sólo a unas manzanas de donde nos encontrábamos.
No había conocido bien a Harry, pero le tenía un cariño bastante peculiar (una mezcla de fascinación, respeto e incredulidad), y si su muerte se hubiera producido en circunstancias distintas, dudo que me hubiese afectado tanto. Más que conmoción, más que tristeza, lo que sentía era una oleada de cólera ante la encerrona tan grotesca que le habían preparado. No me servía de nada el hecho de haber adivinado la traición de Dryer, de que el instinto me hubiera dicho que el chanchullo de Hawthorne no era más que una trampa, un elaborado engaño dentro de otro engaño, y que la revancha había sido el único motivo desde el principio. ¿De qué vale el conocimiento si no se utiliza para impedir que los amigos se precipiten a la destrucción? Había intentado prevenir a Harry, pero no había sido lo bastante enérgico: no había dedicado ni tiempo ni esfuerzos suficientes para hacerle comprender por qué debía romper el trato. Y ahora estaba muerto; asesinado a sangre fría, y asesinado de un modo tal que nunca podría acusarse del crimen a sus asesinos.
Cuando Rufus terminó de hablar, mi primer impulso fue el de tramar a mi vez cierta venganza personal. Tom sólo tenía una idea muy vaga sobre la causa del conflicto con Dryer y Trumbell (sabía que guardaba alguna relación con el negocio de Harry, pero eso era todo), y Rufus y Nancy no sabían absolutamente nada. A diferencia de Tom, nunca habían oído hablar de Gordon Dryer, y ninguno de ellos estaba al corriente del no muy esplendoroso pasado de Harry. No me tomé la molestia de ponerles al corriente de los detalles. No habría tenido sentido alguno. Lo único sensato era llamar por teléfono lo antes posible y asegurarse de que al día siguiente no hubiera ninguna furgoneta aparcada frente a la librería. Dryer y su amiguito podrían haber matado a Harry, pero no iba a consentir que además le robaran.
Pedí a Tom la llave del despacho de abajo, y como en aquellos momentos se encontraba en un estado de extrema perplejidad (lamentando la inesperada muerte de su jefe, temblando de alegría y terror ante la súbita proximidad de la B. P. M., haciendo lo que podía para consolar al poco menos que inconsolable Rufus), distraídamente se la sacó del bolsillo y me la dio. Sólo cuando yo salía por la puerta entró en razón lo suficiente para preguntarme lo que iba a hacer.
– Nada -repuse vagamente-. Sólo voy a comprobar una cosa. Vuelvo enseguida.
Me senté frente al escritorio de Harry y abrí el cajón central, pensando que era el sitio más lógico para guardar el teléfono de Dryer. Estaba dispuesto a llamar a información y averiguar el número de Trumbell si era necesario, pero esperaba ganar algo de tiempo mirando primero en el cajón. Por una vez en la vida, tuve suerte. Pegado a un sobre de tamaño normal había un post-it de color verde con dos palabras escritas a tinta: Gordon móvil, seguidas por un número de diez cifras que empezaba con el prefijo 917. Cuando despegué la nota y la puse en la mesa junto al teléfono, vi que en el sobre también había algo escrito: Para abrir en caso de mi muerte.
En su interior había doce páginas mecanografiadas y dobladas, un «Testamento y últimas voluntades» preparado por el gabinete de abogados de Flynn, Bernstein y Vallero, de la calle Court, debidamente legalizado con su firma y la de un testigo, y formalizado el 5 de junio de 2000, sólo un día antes de que yo hablara con Harry por teléfono en el Chowder Inn. Eché un vistazo al contenido del documento, y al cabo de tres minutos comprendí lo que había querido decir con su espléndido gesto, su derroche de los derroches y su prodigioso salto del ángel hacia la grandeza eterna. Se refería al testamento que ahora tenía yo entre las manos y que en realidad era algo grandioso, algo del todo espléndido y sorprendente, prueba de que había escuchado mis advertencias con mucha más atención de lo que yo había imaginado. Aunque se había negado a seguir mi consejo, se cubrió ante la posibilidad de que Gordon se volviera contra él, sabiendo que si aquella traición llegaba a consumarse, su vida habría llegado a su fin; si no literalmente, al menos en el sentido de que la devastación interior sería más de lo que podría soportar. Eso es más o menos lo que me había dicho cuando cenamos juntos el uno de junio: Si tienes razón sobre Gordon, mi vida está acabada de todos modos. Pensar en Gordon como un traidor en busca de venganza equivalía a pensar en su propia muerte. La primera idea llevaba naturalmente a la segunda, y al final ambas cosas eran una y la misma. De ahí el testamento. Se trataba de un paso demasiado dramático, sin duda, una respuesta casi histérica a la angustia que se removía en su interior, pero ¿quién podría censurarlo por haber adoptado (según sus propias palabras) ciertas precauciones? A la luz de lo que había pasado unas horas antes, resultó ser un acto de suprema sabiduría.
Los dos beneficiarios designados en el testamento eran Tom Wood y Rufus Sprague. Ellos heredarían el edificio de la Séptima Avenida junto con el establecimiento comercial llamado Brightman's Attic, incluidos todos los fondos y bienes pertenecientes a dicho negocio. También se mencionaban otros legados, más modestos -diversos libros, cuadros y alhajas que se dejaban a personas cuyos nombres me resultaban desconocidos-, pero el grueso del patrimonio de Harry correspondería a Tom y Rufus, que debían repartirse a partes iguales todos los ingresos procedentes del Brightman's Attic. Considerando que el edificio no estaba hipotecado, y teniendo en cuenta el valor de los libros y manuscritos de la habitación donde me encontraba en aquel momento, la herencia ascendía a una pequeña fortuna: más dinero del que ninguno de los dos hubiera soñado jamás. En el último momento posible, Harry había realizado su espléndido gesto, su derroche de los derroches. Se había ocupado de sus chicos.
Entonces me di cuenta de lo mucho que lo había infravalorado. Puede que de mayor se convirtiera en un granuja y un bribón, pero en parte había seguido siendo el niño de diez años que soñaba con rescatar huérfanos de las ciudades bombardeadas de Europa. A pesar de todo su irreverente sarcasmo, de todos sus deslices y engaños, nunca había dejado de creer en los principios del Hotel Existencia. El bueno de Harry Brightman. El divertido Harry Brightman. Si hubiera habido una botella de algo en el escritorio, me habría servido una copa para brindar por su memoria. En cambio, cogí el teléfono y marqué el número de Gordon. A la larga probablemente viniera a ser lo mismo.
No contestó, pero al cuarto tono saltó un mensaje y oí su voz por primera vez: una voz inusitadamente fría y cautelosa, carente de emotividad e inflexión. Afortunadamente, daba otro número donde se le podía localizar (el de Trumbell, supuse), lo que me evitó la molestia de tener que buscarlo. Volví a marcar, plenamente convencido de que no contestarían, imaginando que Dryer y Trumbell estarían de juerga en algún sitio, celebrando su triunfo de aquella tarde en Brooklyn. Justo cuando empezaba a preguntarme si dejaba algún mensaje en el contestador, el teléfono dejó de sonar y oí la voz de Dryer por segunda vez en treinta segundos. Para estar completamente seguro, pregunté si podía hablar con Gordon Dryer, aun cuando no me cabía duda que era él quien estaba al otro lado de la línea.
– Al habla -contestó-. ¿Quién llama?
– Nathan -contesté-. No nos hemos visto nunca, pero creo que ha oído hablar de mí. Soy amigo de Harry Brightman. El adivino.
– No sé de qué me habla.
– Claro que lo sabe. Cuando usted y su amigo han ido hoy a ver a Harry, había alguien al otro lado de la puerta, escuchando su conversación. En un momento dado, Harry mencionó mi nombre. «Debí haber hecho caso a Nathan», dijo él, y usted le preguntó: «¿Quién es Nathan?» Entonces fue cuando Harry le dijo que yo era adivino. ¿Se acuerda ahora? No estamos hablando de un pasado lejano, señor Dryer. Hace sólo unas horas que ha escuchado esas palabras.
– ¿Quién es usted?
– Soy el portador de malas noticias. El que reparte amenazas y advertencias, el que dice a la gente lo que tiene que hacer.
– Ah. ¿Y qué es lo que tengo que hacer yo?
– Me gusta tu sarcasmo, Gordon. Oigo la frialdad de tu voz, y se confirma mi impresión sobre tu persona. Te lo agradezco. Gracias por facilitarme tanto la tarea.
– Para acabar con esta conversación no tengo más que colgar el teléfono.
– Pero tú no vas a colgar, ¿verdad? Estás cagado de miedo, y harás cualquier cosa para averiguar lo que yo sé. ¿Acaso me equivoco?
– Tú no sabes nada de nada.
– Te equivocas, Gordon. Deja que cite algunos nombres, y ya veremos si sé o no sé.
– ¿Nombres?
– Dunkel Freres. Alec Smith. Nathaniel Hawthorne. Ian Metropolis. Myron Trumbell. ¿Qué te parece? ¿Quieres que siga?
– De acuerdo, así que sabes quién soy. Pues mira qué bien.
– Sí, qué bien. Porque, gracias a lo que sé, estoy en condiciones de conseguir lo que quiero.
– Ah. De modo que es eso. Dinero. Quieres sacar tajada.
– Te equivocas otra vez, Gordon. No quiero dinero. Sólo hay una cosa que puedes hacer por mí. Algo muy fácil. No te quitará ni un minuto de tiempo.
– ¿Qué cosa?
– Llama a la empresa de transportes que has contratado para mañana y cancela el servicio. Diles que has cambiado de idea y que ya no necesitas la furgoneta.
– ¿Y por qué iba a hacer eso?
– Porque os ha salido el tiro por la culata, Gordon. Todo el asunto se fue a hacer gárgaras cinco minutos después de que salierais de la librería de Harry.
– ¿Qué quieres decir?
– Harry ha muerto.
– ¿Qué?
– Harry ha muerto. Salió corriendo detrás de vosotros por la Séptima Avenida cuando os marchabais en el taxi. Fue demasiado esfuerzo para él. Le falló el corazón y murió allí mismo, en plena calle.
– No te creo.
– Créetelo, tío. Harry ha muerto, y vosotros lo habéis matado. El muy estúpido, el pobre Harry. Lo único que hizo fue quererte, y tú se lo pagaste tendiéndole una horrorosa trampa para hacerle chantaje. Buen trabajo, muchacho. Ya puedes estar orgulloso.
– No es verdad. Harry está vivo.
– Llama al depósito de cadáveres del Hospital Metodista de Brooklyn. No tienes por qué aceptar mi palabra tal cual. Pregúntaselo a los tíos de la bata blanca.
– Lo haré. Eso es precisamente lo que voy a hacer.
– Bien. Entretanto, no te olvides de llamar a los de la mudanza. Los libros de Harry se quedan donde están. Si te presentas mañana en el Brightman's Attic, te rompo la crisma. Y luego te entrego a la policía. ¿Te enteras, Gordon? Si haces lo que te digo saldrás bien librado. Porque sé lo de la página falsificada del manuscrito, el cheque de diez mil dólares, todo. Sólo que no quiero ver mezclado el nombre de Harry en todo esto. El pobre hombre ha muerto, y no quiero hacer nada que perjudique su memoria. Pero a condición de que tú te portes como un buen chico. Haz lo que te digo, o de lo contrario cambio de idea y no paro hasta acabar contigo. ¿Me oyes? Haré que te echen el guante y te metan en la cárcel. Te voy a joder de tal manera que ya no te quedarán ni ganas de vivir.
«ADIEU»
Rufus no quería su parte, ni del edificio ni de la tienda. No quería nada de Brooklyn, nada de la ciudad de Nueva York, nada de Estados Unidos. La única Norteamérica que quería era la que habitaba Harry Brightman, y ahora que Harry ya no estaba allí, Rufus decidió que era el momento de volver a casa.
– Me vaya Kingston, a vivir con mi abuela -anunció-. Es mi amiga, la única que tengo en el mundo.
Ésa fue su sorprendente reacción al conocer el testamento de Harry. En cuanto a Tom, permaneció en silencio, sin saber lo que pensar.
Volví al apartamento de arriba a las diez un poco pasadas. Nancy ya se había ido a casa, a atender a sus hijos; Lucy se había quedado dormida delante de la televisión y la habían trasladado a la cama de Harry, donde ahora seguía tumbada sobre la colcha con la ropa puesta y la boca abierta, dejando escapar tenues sonidos guturales en la cálida noche de Nueva York; Tom y Rufus estaban en el cuarto de estar, sentados en sendas butacas y fumando. Tom, dando lentas caladas a un Camel con filtro, ofrecía un aspecto meditabundo. Rufus, dando continuas chupadas a lo que parecía ser un canuto, tenía ojos de loco.
Colocado o no, habló con meridiana claridad cuando les leí el testamento de Harry. Ya había tomado su decisión, y por mucho que Tom tratara de convencerlo, no se apartaba un ápice de su postura. Lo único que quería era hablar de Harry, cosa que hizo durante largo rato, ofreciendo una prolija y emotiva descripción del momento en que se conocieron -Rufus deshecho en llanto, recién desalojado del apartamento en que vivía con su amigo Tyrone, y Harry que surge entre las sombras de la noche, rodeándole el hombro con el brazo y preguntándole si podía ayudado en algo-, para luego pasar a las mil cosas que Harry había hecho desinteresadamente por él a lo largo de los tres últimos años, dándole trabajo en primer lugar, pero también pagándole el vestuario y las joyas que utilizaba en su papel de Tina Hott, por no mencionar la inagotable generosidad de Harry con respecto a los carísimos medicamentos que mantenían a Rufus con vida. ¿Había existido jamás una persona tan buena como Harry Brightman?, preguntó. No que él supiera, prosiguió, contestando a su propia pregunta, y entonces, por enésima vez aquella noche, rompió a llorar.
– No tienes más remedio -le dijo Tom, emergiendo finalmente de su aturdido silencio-. Te quedes o no, el dinero nos pertenece a los dos. Somos socios, y desde luego yo no voy a quedarme con tu parte. Mitad y mitad, Rufus. Nos repartimos todo a medias.
– Sólo mándame dinero para las medicinas -musitó Rufus-. No quiero nada más.
– Venderemos el edificio y la librería -propuso Tom-. Nos lo quitaremos todo de encima y nos repartiremos las ganancias.
– No, Tommy -repuso Rufus-. Quédatelas. Tú eres muy listo, tío, te harás rico si aguantas un poco. Este sitio no es para mí. Yo no sé nada de libros. No soy más que un bicho raro, tío, un bicho raro de color que no es de aquí. Una chica con cuerpo de chico. Un chico moribundo que quiere volver a casa.
– No te vas a morir -aseguró Tom-. Estás bien de salud.
– Todos nos vamos a morir, cariño -sentenció Rufus, encendiendo otro canuto-. No te lo tomes tan a pecho. A mí eso no me quita el sueño, tío. Mi abuela cuidará bien de mí. Sólo acuérdate de llamarme de vez en cuando, ¿vale? Prométemelo, Tommy. Si se te pasa mi cumpleaños, creo que nunca te lo perdonaré.
Mientras escuchaba la conversación entre los dos jóvenes, se me empezó a hacer un nudo en la garganta a mí también. No soy muy dado a manifestar abiertamente mis sentimientos, pero aún no me había recuperado de mi conversación con Dryer, que me había costado más trabajo de lo previsto. Para enfrentarme con él había asumido el papel de tipo duro, dando muestras de una ferocidad digna de un matón de película clásica de serie B. No es que Dryer se mereciera que lo trataran bien, pero hasta que las palabras no salieron de mis labios, ignoraba que fuera capaz de tal crudeza, de semejante brutalidad. Ahora, minutos después de concluida la conversación, volvía a estar en el apartamento de la segunda planta, escuchando cómo Rufus Sprague rechazaba las mismas cosas que Dryer había querido robar a Harry. El contraste era tan acusado, tan abrumador, que resultaba inevitable conmoverse por la diferencia entre los dos hombres. Y sin embargo Harry los había querido a los dos, había permanecido fiel a cada uno de ellos con el mismo entusiasmo desesperado, con la misma devoción incondicional. ¿Cómo era posible algo así?, me pregunté. ¿Cómo podía una persona equivocarse tan completamente al juzgar a un hombre y al mismo tiempo ser tan certero Con respecto al auténtico carácter de otro? Rufus sólo tenía veintiséis o veintisiete años. Físicamente parecía una exótica criatura de otro planeta, y con su cabeza pequeña y perfecta, el rostro ovalado color de miel y sus extremidades largas y esbeltas, era la encarnación misma del debilucho, del tontorrón, del mariquita. Pero había también en él cierta vehemencia, una especie de idealismo poco corriente que rechazaba las vanidades y deseos que nos hacía a todos los demás tan vulnerables a las tentaciones del mundo. Por su propio bien, yo esperaba que reconsiderase su decisión sobre la herencia. Confiaba en que empezara a pensar como nosotros y aceptara los bienes que le habían legado, pero al escuchar cómo Tom discutía con él durante más de dos horas, comprendí que eso no iba a suceder.
El día siguiente se dedicó a quehaceres prácticos. Llamadas a los amigos de Harry (hechas por Rufus), llamadas a Bette a Chicago y a algunos colegas libreros de Nueva York (hechas por Tom), llamadas a diversas funerarias de Brooklyn (hechas por mí). En el testamento, Harry dejaba instrucciones para que lo incineraran, pero no había estipulado cómo ni dónde debían dispersarse las cenizas. Tras una larga discusión, decidimos hacerlo en una zona arbolada de Prospect Park. Según la ley, en Nueva York no se pueden esparcir las cenizas de los muertos en lugares públicos, pero pensamos que si nos poníamos en un sitio apartado y poco transitado, nadie se fijaría en nosotros. La factura por la cremación del cadáver de Harry y el depósito de sus restos en una urna metálica ascendió a más de mil quinientos dólares. Como no había nadie más en posición de contribuir, fui yo quien se hizo cargo de los gastos.
La tarde de la ceremonia -domingo, once de junio-, dejé a Lucy con una canguro y fui caminando al parque con Tom, que llevaba la urna en una bolsa verde con el logotipo del Brightman's Attic. Había hecho un bochorno horrible durante todo el fin de semana, una oleada de calor de treinta y cinco grados, con una humedad y una luz opresivas, pero el domingo había sido el peor día, una de esas jornadas en que apenas se puede respirar y Nueva York se convierte en una avanzadilla de la selva ecuatorial, el lugar más tórrido y repugnante de la tierra. Con sólo moverse, sentía uno el cuerpo empapado en sudor.
La escasa asistencia se debió seguramente al calor. Los amigos que Harry tenía en Manhattan optaron por quedarse en casa, en sus apartamentos con aire acondicionado, y por tanto nuestras filas se vieron reducidas a unos cuantos incondicionales del barrio. Entre ellos se contaban tres o cuatro comerciantes de la Séptima Avenida, el dueño del restaurante donde Harry solía ir a almorzar, y la peluquera que le cortaba y teñía el pelo.
Nancy Mazzucchelli estuvo presente, desde luego, así como Su marido, el espurio James Joyce, más conocido como Jim o Jimmy. Era la primera vez que lo veía, y lamento decir que no me llevé una impresión favorable. Era tan alto y atractivo como Tom había anunciado, pero no dejó de lamentarse del calor y de los mosquitos que zumbaban entre los árboles, quejas que yo interpreté como una señal de infantilismo y egocentrismo exagerados, sobre todo cuando había acudido a presentar sus últimos respetos a un hombre que ya no tendría el placer de quejarse de nada.
Pero no importa. Sólo una cosa contó aquel día, y no guardaba relación con el marido de Nancy ni con el tiempo. Sino única y exclusivamente con Rufus, que apareció veinte minutos después de que el resto del grupo se hubiera reunido, presentándose con aire resuelto en el bosquecillo plagado de mosquitos justo cuando íbamos a empezar la ceremonia sin él. Para entonces, la opinión general era que se había acobardado, que la perspectiva de ver a Harry reducido a cenizas dentro de una urna había sido demasiado para él y no se había sentido con fuerzas para resistir la dura prueba. Sin embargo, le concedimos el beneficio de la duda, y nos quedamos respirando el aire cargado y sofocante durante todos aquellos minutos mientras nos enjugábamos la cara y mirábamos la hora, esperando que nos hubiéramos equivocado. Cuando al fin apareció, pasaron unos segundos antes de que alguien lo reconociera. Quien había venido a reunirse con nosotros no era Rufus Sprague, sino Tina Hott; y la trasformación era tan radical, tan fascinante, que hasta oí que alguien dejaba escapar un gemido.
Era una de las mujeres más bellas que había visto en la vida. Enteramente ataviado de viuda, con un vestido negro muy ceñido, tacones de casi ocho centímetros, y un sombrerito redondo con un fino velo negro, se había convertido en la encarnación de la feminidad absoluta, una idea de lo femenino que superaba todo lo existente en el ámbito real de las mujeres. La peluca castaño rojiza parecía pelo de verdad; sus pechos daban la impresión de ser auténticos; se había aplicado el maquillaje con habilidad y precisión; y al contemplar las largas y preciosas piernas de Tina, era imposible creer que eran de un hombre.
Pero el efecto que creaba iba más allá de los adornos superficiales, más allá de la ropa, la peluca o el maquillaje. También estaba allí la luz interior de lo femenino, y el porte digno y afligido de Tina era la imagen perfecta del dolor de una viuda, la representación de una actriz de enorme talento. No dijo nada en toda la ceremonia, permaneciendo entre nosotros en completo silencio mientras la gente pronunciaba breves discursos sobre Harry antes de que Tom abriera la urna y dispersara las cenizas por el suelo. Parecía que habíamos concluido nuestra tarea, pero antes de que diéramos media vuelta para marcharnos, un niño negro y regordete de unos doce años surgió de la linde del bosquecillo y se acercó al grupo. Llevaba un reproductor portátil de discos compactos en los brazos extendidos, y venía ofreciéndolo como si fuera una corona sobre un cojín de terciopelo. El niño, al que más tarde identificaron como primo de Rufus, colocó el aparato a los pies de Tina y pulsó una tecla. De pronto, Tina abrió la boca, y cuando los primeros compases de la música orquestal acabaron de sonar por los altavoces, empezó a formar con los labios la letra de una canción. Al cabo de unos momentos, reconocí la voz de Lena Horne, que cantaba «No puedo dejar de amar a ese hombre», la vieja melodía de Música en el río [11]. En eso consistía el número de Tina Hott los sábados por la noche en el cabaré: no cantaba, sino que fingía cantar, moviendo los labios al son de clásicos del jazz o de la revista musical interpretados por vocalistas legendarias. Era magnífico y absurdo. Divertido y desgarrador. Cómico y conmovedor. Era todo lo que era y todo lo que no era. Y allí estaba Tina, gesticulando con los brazos mientras fingía cantar a grito pelado la letra de la canción. Su rostro desbordaba ternura y amor. Tenía los ojos llenos de lágrimas, y todos permanecimos inmóviles, petrificados, sin saber si llorar o reír. En lo que a mí me toca, fue uno de los momentos más extraños y trascendentes de mi vida.
Así como nada el pez, y el ave vuela,
he de amar a ese hombre hasta que muera…
Aquella noche, Rufus cogió un avión y se fue a Jamaica. Que yo sepa, no ha vuelto desde entonces.
MAS ACONTECIMIENTOS
Tom estaba confuso. Habían pasado tantas cosas en tan breve espacio de tiempo, que no se sentía preparado para enfrentarse a la multitud de posibilidades que se abría ante él. ¿Le apetecía encargarse del negocio de Harry y pasar el resto de su vida comerciando con libros raros y de segunda mano en una librería de Park Slope? ¿O bien, tal como había propuesto el día en que murió Harry, era mejor venderlo todo y repartir con Rufus el producto de la venta? El hecho de que el jamaicano no quisiera el dinero carecía de importancia. El edificio era una propiedad valiosa, y si persistía en rechazar su parte, Tom se encargaría de que su abuela lo aceptara por él. La venta reportaría una enorme suma de dinero, no inferior a varios cientos de miles de dólares para cada uno, y con su parte Tom estaría en condiciones de partir de cero, de tomar la dirección que más le apeteciera. Pero ¿qué era lo que quería? Ésa era la cuestión fundamental, y de momento, la única sin respuesta. ¿Seguía interesado en llevar adelante la idea del Hotel Existencia? ¿O prefería volver a los planes que tenía al salir de Michigan y buscar un puesto de profesor de inglés en algún instituto? Y en ese caso, ¿dónde? ¿Le apetecía quedarse en Nueva York, o estaba dispuesto a hacer el equipaje y trasladarse al campo? Discutimos esas cuestiones un centenar de veces en los días siguientes, pero aparte de dejar su diminuta habitación e instalarse momentáneamente en el apartamento de Harry en el segundo piso de la librería, Tom siguió farfullando, rumiando amargamente las cosas, dando vueltas al asunto.
Afortunadamente, no tenía mucha prisa por tomar una decisión. El testamento de Harry estaba a punto de iniciar su laborioso itinerario de trámites, y pasarían meses antes de que las escrituras del edificio pasaran a manos de los beneficiarios. En cuanto a los demás activos de Harry -su exigua cuenta bancaria, algunos valores mobiliarios-, también se encontraban inmovilizados. Tom estaba sentado en una montaña de oro, pero hasta que los abogados de Flynn, Bernstein amp; Vallara zanjaran los asuntos relacionados con el legado de Harry, la verdad es que se encontraría en peor situación que antes. Privado de su paga semanal, a menos que mantuviera el Brightman's Attic funcionando a toda máquina, apenas tendría ingreso alguno. Me ofrecí a prestarle dinero, pero se negó a considerarlo. Tampoco se mostró tremendamente impresionado por mi sugerencia de que cerrara la librería durante el verano y se tomara unas largas vacaciones con Lucy y conmigo. Tenía que mantener viva la librería, objetó, se lo debía a Harry. Era una deuda moral, y su sentido del honor lo obligaba a aguantar mecha hasta el final. Muy bien, le dije, pero ¿cómo vas a llevar el negocio tú solo? Rufus se ha marchado, lo que significa que no tienes dependiente. Y no puedes permitirte contratar a nadie, ¿verdad? ¿De dónde vas a sacar dinero para pagarle?
Por primera vez en todos los años que lo conocía, Tom perdió los estribos.
– A tomar por culo, Nathan -exclamó-. ¿A quién coño le importa eso? Ya se me ocurrirá algo. Ocúpate de tus asuntos, ¿vale?
Pero los asuntos de Tom también eran mis asuntos, y me apenaba verlo en una situación tan apurada. Entonces fue cuando me puse al servicio de la causa común: por el salario nominal de un dólar al mes. Sustituiría a Rufus, propuse, y durante el tiempo que fuera necesario suspendería mi jubilación para llevar a cabo la onerosa tarea de dependiente en la planta baja del Brightman's Attic. Y si Tom así lo deseaba, no tendría inconveniente en llamarle jefe.
Y así fue como empezó una nueva etapa de nuestra.vida. Matriculé a Lucy en un cursillo veraniego de bellas artes en el colegio Berkeley Carroll de Lincoln Place, que estaba a siete manzanas y media de casa, y todas las mañanas, después de acompañarla andando hasta allí, volvía dando un paseo por la avenida y me incorporaba a mi puesto tras el mostrador de la librería. Mi trabajo en El libro del desvarío humano se resintió del cambio de rutina, pero intenté en lo posible no perder la práctica, garabateando algo a última hora de la noche, cuando Lucy se iba a la cama, aprovechando quince minutos aquí y veinte minutos allá cuando no había mucho movimiento en el local. Muy a mi pesar, los almuerzos cotidianos con Tom se interrumpieron. Sencillamente ya no había tiempo para sentarnos tranquilamente a comer, de manera que, como tantos otros, nos llevábamos al trabajo el almuerzo guardado en bolsas de papel marrón, y en cuestión de minutos nos metíamos entre pecho y espalda los sándwiches y el café frío en algún rincón mal ventilado del Attic. A las cuatro, Tom me relevaba de mis funciones detrás del mostrador para que fuese a recoger a la niña al colegio. Llevaba a Lucy conmigo a la librería y allí se entretenía hasta las seis de la tarde, hora de cerrar, leyendo algunos de los cuatro mil doscientos volúmenes que llenaban las estanterías de la planta baja.
Lucy seguía siendo un rompecabezas para mí. En muchos aspectos, era una niña modélica, y cuanto más nos conocíamos, más me gustaba, más disfrutaba de su compañía. Dejando aparte la cuestión de su madre por un momento, había mil cosas positivas que decir de nuestra niña. Desconociendo completamente la vida de la gran ciudad, se había adaptado rápidamente a su nuevo entorno y empezó a sentirse a gusto en el barrio casi de inmediato. Dondequiera que se hallara Carolina Carolina el único idioma que allí hablaban era el inglés. Ahora, cuando íbamos por la Séptima Avenida y pasábamos frente a la tintorería, la tienda de comestibles, la panadería, el salón de belleza, la cafetería, el quiosco de periódicos, la niña se veía asaltada por una plétora de lenguas diferentes. Oía español y coreano, ruso y chino, árabe y griego, japonés, alemán y francés, pero en vez de sentirse intimidada o perpleja, se regocijaba con aquella diversidad de sonidos humanos.
– Yo quiero hablar así -me dijo una mañana al entrar en un establecimiento y ver a una mujer menuda y regordeta gritando a un hombre mayor-. ¡Mira! ¡Mira! ¡Mira! -decía Lucy, imitando la voz de la mujer con increíble exactitud-. ¡Hombre! ¡Gato! ¡Sucio! [12]
Un momento después, hacía una interpretación similar de un hombre que llamaba en árabe a alguien que estaba en la acera de enfrente: palabras que yo no habría sido capaz de pronunciar aunque me hubiera ido la vida en ello. La niña tenía oído, y ojos para ver, cabeza para pensar y corazón para sentir. No tuvo la menor dificultad para hacer amigos en el cursillo de verano, y al final de la primera semana ya la habían invitado tres niñas diferentes para jugar en su casa. No rehuía mis besos y abrazos cuando le daba las buenas noches; no era quisquillosa con la comida; rara vez armaba alboroto por algo. A pesar de que cometía muchos errores al hablar (que decidí no corregir), y de su fijación con los dibujos animados de la tele (no tuve más remedio que echar el freno y limitarlos a una hora diaria), no lamenté ni por un momento el hecho de haberme quedado con ella.
– Echas de menos a tu madre, ¿verdad, Lucy? -le pregunté una noche.
– Una enormidad -confirmó ella-. La echo tanto de menos, que se me parte el corazón.
– Tienes ganas de volver a veda, ¿eh?
– Más que nada en el mundo. Todas las noches rezo a Dios para que vuelva conmigo.
– Volverá. Lo único que tienes que hacer es decirme dónde puedo encontrarla.
– No puedo hacer eso, tío Nat. No hago más que repetírtelo una y otra vez, pero parece que no quieres entender lo que te digo.
– Lo entiendo. Sólo que quiero que dejes de estar triste.
– No puedo hablar de eso. Hice una promesa, y si no la cumplo, iré al infierno. El infierno es para siempre, y todavía soy una niña. No estoy preparada para arder durante toda la eternidad.
– El infierno no existe, Lucy. Y no vas a arder, ni siquiera un momento. Todos queremos a tu madre, y lo único que pretendemos es ayudarla.
– No, señor. Así no son las cosas. Por favor, tío Nat. No me hagas más preguntas sobre mamá. No le pasa nada malo, y un día volverá conmigo. Eso es lo que yo sé, yeso es lo único que te voy a decir. Si sigues con lo mismo, volveré a hacer lo que hacía cuando vine. Cerraré la boca, no despegaré los labios y no te diré una palabra. ¿Y qué conseguiremos con eso? Tú y yo nos lo pasamos muy bien hablando. Mientras no me preguntes por mamá, es como más me divierto. Hablando contigo, quiero decir. Eres encantador, tío Nat. Pero no hay por qué estropear las cosas, ¿verdad?
En apariencia, la niña estaba feliz y contenta, pero me inquietaba pensar en el tormento que debía de estar pasando para mantener su secreto. Era demasiado pedir que una niña de nueve años y medio cargara con una responsabilidad tan agobiante. Le estaban haciendo daño, y no se me ocurría una forma de impedirlo. Hablé con Tom acerca de mandada al psiquiatra, pero él pensaba que sería una pérdida de tiempo y dinero. Si Lucy no quería hablar con nosotros, desde luego no hablaría con un extraño.
– Debemos tener paciencia -concluyó-. Tarde o temprano, no podrá soportado más y lo soltará todo de corrido. Pero no dirá una palabra hasta que le parezca bien.
Seguí el consejo de Tom y de momento me reservé la idea del médico, pero eso no quería decir que tuviera en mucho su opinión. La niña nunca estaría dispuesta a hablar. Era tan tozuda, tan obstinada, tan puñeteramente inquebrantable, que estaba seguro de que podía aguantar eternamente.
Empecé a trabajar con Tom el catorce, tres días después de que esparciéramos las cenizas de Harry en Prospect Park y Rufus volviera a Jamaica con su abuela. Al día siguiente, mi hija regresaba de Inglaterra. Había estado pensando en el quince desde mi desastrosa conversación con la innombrable que dio a luz a mi hija, pero entre la vorágine de acontecimientos que se sucedieron tras nuestra brusca marcha del Chowder Inn, había tenido demasiadas preocupaciones para llevar la cuenta de los días. Estábamos efectivamente a quince de junio, pero entonces yo tenía la cabeza en otra parte y se me pasó la fecha. Tras cerrar la librería a las seis, Tom, Lucy y yo decidimos cenar temprano y fuimos al Café de la calle Dos. Luego, Lucy y yo nos dirigimos a casa, donde pensábamos pasar la velada midiendo nuestras fuerzas al Monopoly. Entonces fue cuando oí el mensaje de Rachel en el contestador. Su avión había aterrizado a la una; había entrado por la puerta de su casa a las tres; había leído mi carta a las cinco. Por su tono de voz cuando pronunciaba la palabra carta, comprendí que todo estaba olvidado.
– Gracias, papá -me decía-. No sabes lo importante que esto es para mí. Últimamente estoy pasando una mala racha, y eso es precisamente lo que necesitaba oír. Si ahora puedo contar contigo, creo que seré capaz de superado todo.
A la noche siguiente, Tom se quedó cuidando de Lucy y yo me fui a cenar con Rachel cerca del centro de Manhattan, no muy lejos de mi antiguo despacho en la Mid-Atlantic, la compañía de seguros de vida y accidente. A qué velocidad cambia el mundo a nuestro alrededor; con qué rapidez se suceden los problemas, sin apenas dejarnos un momento para regodearnos con nuestras victorias. Me había pasado casi un mes preocupado por la nota que había enviado a mi hija, distante y enfadada conmigo, rogando para que mis lamentables palabras de disculpa se abrieran camino entre años de resentimiento Y me dieran ocasión de arreglar las cosas. Por algún milagro, la carta había colmado todas las esperanzas que había puesto en ella. Habíamos vuelto a pisar terreno firme, y con toda la acritud del pasado ya olvidada, la cena de aquella noche debería haber sido una reunión gozosa, un momento de bromas, risas y antojadizos recuerdos. Pero en cuanto restablecí mi condición de padre, tuve que ayudar a mi hija a superar la peor situación de su vida adulta. Mi niña pasaba una «mala racha». Atravesaba una crisis, ¿ya quién podía recurrir sino a su padre, por muy ridículo e incompetente que pudiera ser?
Reservé una mesa para dos en La Grenouille, el mismo restaurante francés al estilo neoyorquino, recargado y exageradamente caro, donde (nombre borrado) y yo la llevamos para celebrar su decimoctavo cumpleaños. Se presentó con el collar que le había enviado, gemelo del que tan mal había acabado en el Cosmic Diner, y pese a la alegría que me llevé al ver lo bien que le sentaba, el bonito contraste que ofrecía con la oscuridad de sus ojos y su pelo, no pude evitar al mismo tiempo el recuerdo de aquel otro collar, lo que me produjo varias punzadas de remordimiento al revivir el perjuicio que había causado a Marina González. Cuántas mujeres de veintitantos años, dije para mis adentros, cuántas vidas de mujeres treintañeras girando a mi alrededor. Marina. Honey Chowder. Nancy Mazzucchelli. Aurora. Rachel. De todas las mujeres de ese grupo, mi hija era la que parecía más próspera y equilibrada, la más fuerte, la que menos dificultades podía tener, y sin embargo ahí estaba, sentada a la mesa frente a mí, con lágrimas en los ojos, diciéndome que su matrimonio se estaba viniendo abajo.
– No lo entiendo -le dije-. La última vez que te vi, todo iba bien. Terrence se portaba estupendamente. Tú estabas de maravilla. Acababais de celebrar vuestro segundo aniversario, y me aseguraste que habían sido los dos años más felices de tu vida. ¿Cuándo fue eso? ¿A finales de marzo? ¿Primeros de abril? Un matrimonio no se desmorona tan rápidamente. Si los cónyuges están enamorados, no.
– Yo sigo enamorada -contestó Rachel-. Quien me preocupa es Terrence.
– Ese tío te persiguió por medio mundo para convencerte de que te casaras con él. ¿Recuerdas? Fue él quien andaba detrás de ti. Al principio, ni siquiera estabas segura de que te gustara.
– Eso fue hace mucho tiempo. Te hablo de ahora.
– La última vez que hablamos de ahora, me dijiste que estabais pensando en tener hijos. Aseguraste que Terrence se moría de ganas de ser padre. No de ser padre en abstracto, sino de ser padre de un hijo tuyo. Eso es lo que los hombres dicen cuando están enamorados de la mujer con la que viven.
– Lo sé. Eso es lo que yo pensaba, también. Pero entonces fuimos a Inglaterra.
– Norteamérica, Inglaterra. ¿Qué más da? Seguís siendo los mismos, dondequiera que estéis.
– Quizá sea verdad. Pero Georgina no está en Norteamérica. Vive en Inglaterra.
– Ah. De manera que es eso. ¿Por qué no has empezado por ahí?
– Es difícil. Con sólo mencionar su nombre se me revuelve el estómago.
– Si te sirve de consuelo, me parece un nombre ridículo. Georgina. Me hace pensar en una chica victoriana, de esas que se ríen tontamente, con tirabuzones rubios y mejillas coloradotas.
– Es morena, poquita cosa, de pelo grasiento y piel basta.
– A mí no me parece una rival de mucho peso.
– Terrence y ella fueron juntos a la universidad. Fue su primer amor. Luego ella se enamoró de otro y rompió con él. Entonces fue cuando vino a Estados Unidos. Se quedó muy deprimido, papá. Me dijo que había pensado en suicidarse.
– Y ahora ese otro ha desaparecido de escena.
– No estoy segura. Lo único que sé es que cuando estuvimos en Londres, fuimos a cenar los tres, y Terrence no podía apartar los ojos de Georgina. Era como si yo no estuviera allí. Y después, no dejaba de hablar de ella. Georgina es tan inteligente. Georgina es tan divertida. Georgina es tan buena persona. Dos días después, salieron a comer juntos. Luego fuimos a Cornwall a ver a sus padres, pero a los tres o cuatro días cogió el tren y se marchó a Londres para hablar con su editor sobre el libro que está escribiendo. O eso dijo. Yo creo que volvió para estar con la estúpida de Georgina Watson, el amor de su vida. Fue tan horrible. Me dejó allí tirada, en el campo, con sus padres, que son de derechas y antisemitas, y no tuve más remedio que fingir que estaba disfrutando muchísimo. Se acostó con ella. Estoy segura. Se acostó con ella, y ahora ya no me quiere.
– ¿Se lo has preguntado?
– Ya lo creo que se lo he preguntado. En cuanto volvió a casa de sus padres. Tuvimos una pelea horrible. La peor que hemos tenido desde que nos conocemos.
– ¿Y qué te dijo?
– Lo negó. Dijo que tenía celos y me imaginaba cosas.
– Ésa es buena señal, Rachel.
– ¿Buena? ¿Qué quieres decir con buena? Me mintió, y ahora ya no voy a poder confiar en él nunca más.
– Suponte lo peor. Imagínate que se acostó con ella y que te mintió al volver. Sigue siendo una buena señal.
– ¿Cómo puedes decir eso?
– Porque significa que no desea perderte. No quiere que vuestro matrimonio se deshaga.
– Pero ¿qué clase de matrimonio es éste? Cuando una no Se puede fiar del hombre con quien se ha casado, es como si no estuviera casada.
– Mira, cariño, lejos de mí el darte consejos. En asuntos matrimoniales, soy la persona menos indicada del mundo para decirle a nadie lo que tiene que hacer. Hemos vivido juntos en la misma casa durante los primeros dieciocho años de tu vida, y no es preciso recordarte el desastre que hice con tu madre. Hubo momentos en que estaba tan harto de ella, que verdaderamente deseé que se muriera. Me imaginaba accidentes de coche, descarrilamientos de trenes, caídas de escaleras empinadísimas. Es una confesión tremenda esta que te hago, y no quiero que pienses que me siento orgulloso; pero es importante que entiendas lo que es un mal matrimonio. Tu madre y yo somos un ejemplo de mal matrimonio. Nos quisimos durante una época, y luego todo se fue a hacer gárgaras. Pero a pesar de todo, seguimos juntos durante mucho tiempo, y por mal que nos lleváramos, logramos tenerte a ti. Tú eres el final feliz de toda la trágica historia, y como tú eres quien eres, yo no me arrepiento absolutamente de nada. ¿Me entiendes, Rachel? No conozco a Terrence lo suficiente para emitir un juicio sobre él. Pero estoy seguro de que no sois un mal matrimonio. La gente comete errores. Hace tonterías. Pero Georgina está ahora en la otra orilla del océano, y a menos que te hayas casado con un mujeriego empedernido, sospecho que ese pequeño episodio ha concluido para siempre. Aguanta una temporada y a ver qué pasa. No tomes ninguna decisión precipitada. Si él te aseguró que era inocente, ¿quién podría afirmar que no decía la verdad? Los antiguos amores son difíciles de olvidar por completo. A lo mejor Terrence ha perdido un momento la cabeza, pero ha vuelto contigo a Estados Unidos, y si lo quieres tanto como dices, es muy probable que todo salga bien. Mientras no resulte ser la mierda de marido que tu padre ha sido, hay esperanza. Y mucha. Esperanza de un futuro feliz para los dos. Esperanza de que tengáis hijos. Gatos y perros. Árboles y flores. Esperanza para Estados Unidos. Esperanza para Inglaterra. Esperanza para el mundo.
No sabía lo que decía. Las palabras brotaban locamente de mis labios, en un raudal incontenible de insensateces y exageradas emociones, y cuando llegué al final de mi ridículo discurso vi que Rachel estaba sonriendo, que sonreía por primera vez desde que entró en el restaurante. Quizá eso era todo lo que podía conseguir. Hacerle ver que estaba a su lado, que creía en ella, y que la situación probablemente no era tan negra como me la había pintado. Aunque sólo fuera eso, la sonrisa me decía que estaba empezando a tranquilizarse, y hablando la fui apartando despacio del tema, consciente de que la mejor medicina sería hacer que olvidara a Terrence durante un rato, que dejara de pensar en el problema que la obsesionaba desde hacía varias semanas. Capítulo a capítulo, la puse al corriente de todos los acontecimientos ocurridos desde la última vez que nos habíamos visto. En lo esencial, era una versión abreviada de todo lo que he consignado en este libro hasta el momento. No, no de todo; porque suprimí la historia de Marina y el otro collar (demasiado triste, demasiado humillante), no dije nada de la horrible conversación telefónica con la innombrable, y le ahorré los penosos detalles del fraude de La letra escarlata. Pero le di cuenta de todos los demás elementos: El libro del desvarío humano, el primo Tom, Harry Brightman, la pequeña Lucy, el viaje a Vermont, la aventura de Tom con Honey Chowder, el contenido del testamento de Harry, Tina Hott moviendo los labios con la letra de «No puedo dejar de amar a ese hombre». Rachel escuchó con atención, haciendo lo posible por asimilar tantas noticias sorprendentes mientras acompañaba la cena con buenos sorbos de vino. En lo que a mí se refiere, cuanto más hablaba, más me divertía. Había asumido el papel de viejo marinero, y podría haber seguido contando mis historias hasta el fin de la noche. Rachel se mostró especialmente deseosa de conocer a Lucy, de manera que quedamos en que vendría a mi apartamento el domingo siguiente; con o sin marido, como prefiriese.
También tenía ganas de ver a Tom, dijo, y entonces formuló la pregunta del millón de dólares:
– ¿Y qué sabes de Honey? ¿Crees que va a pasar algo?
– Lo dudo -contesté-. Tom dio su número al padre, con el encargo de que se lo pasara a ella, pero no ha llamado. Y que yo sepa, Tom tampoco la ha llamado. Si me diera por las apuestas, diría que nunca volveremos a ver a Honey. Una pena, pero parece que se ha acabado la historia.
Como de costumbre, me equivocaba. Exactamente dos semanas después de la cena con Rachel, el último viernes del mes, Honey Chowder se presentó en la librería con un vestido blanco de verano y una amplia pamela de paja. Eran las cinco de la tarde. Tom estaba sentado tras el mostrador, leyendo una vieja edición en rústica de Los artículos de la Confederación. Yo acababa de recoger a Lucy en el colegio, y ella y yo estábamos al fondo de la tienda, ordenando libros en la sección de Historia. Hacía dos horas que no entraba un solo cliente, y el único ruido que se oía era el apagado zumbido de! ventilador eléctrico.
La cara de Lucy se iluminó al ver entrar a Honey. Estuvo a punto de echar a correr hacia ella, pero le puse la mano en el brazo y musité:
– Todavía no, Lucy. Deja que hablen primero.
Honey, con los ojos clavados en Tom, no se había dado cuenta de que nosotros estábamos allí. Como dos agentes secretos, nuestra niña y vuestro seguro servidor se ocultaron tras una estantería y fueron testigos de la siguiente conversación.
– Qué hay, Tom -dijo Honey, dejando caer el bolso sobre el mostrador. Luego se quitó el sombrero y sacudió su larga y abundante melena-. ¿Cómo van las cosas?
Tom alzó la vista del libro y exclamó:
– ¡Pero bueno, Honey! ¿Qué estás haciendo aquí?
– Ya hablaremos luego de eso. Primero, quiero saber cómo estás.
– Pues, bien. Con mucho que hacer, un poco agobiado, pero bien. Han pasado muchas cosas desde la última vez que nos vimos. Se murió mi jefe, y por lo que parece yo he heredado la librería. Todavía estoy tratando de decidir lo que hacer con ella.
– No me refiero a los asuntos de trabajo. Me refiero a ti.
A tu vida íntima, a tu corazón.
– ¿Mi corazón? Sigue latiendo. Setenta y dos veces por minuto.
– Lo que quiere decir que sigues solo, ¿verdad? Si te hubieras enamorado, latiría más deprisa.
– ¿Enamorado? ¿De qué estás hablando?
– No habrás conocido a nadie este último mes, ¿verdad?
– No. Por supuesto que no. He estado demasiado ocupado.
– ¿Te acuerdas de Vermont?
– ¿Cómo podría olvidarlo?
– Y la última noche que estuviste allí, ¿la recuerdas?
– Sí. Recuerdo esa noche.
– ¿Y?
– ¿Y qué?
– ¿Qué ves cuando me miras, Tom?
– Pues no sé, Honey. Te veo a ti. Honey Chowder. A una mujer con un nombre increíble. A una mujer increíble con un nombre increíble.
– ¿Sabes lo que veo yo cuando te miro, Tom?
– No sé si quiero saberlo.
– Veo a un hombre maravilloso, eso es lo que veo. Veo a la mejor persona que haya conocido jamás.
– Ah.
– Sí, ah. Y como eso es lo que veo cuando te miro, he dejado todo lo demás y me he venido a Brooklyn a vivir contigo.
– ¿Que lo has dejado todo?
– Eso es. El curso escolar ha acabado hace dos días, y me he despedido. Soy libre como un pájaro.
– Pero, Honey, no estoy enamorado de ti. Si apenas te conozco.
– Llegarás.
– ¿A qué?
– Primero a conocerme. Y luego empezarás a quererme.
– Así, por las buenas.
– Exacto, por las buenas. -Hizo una pausa y al cabo de un momento sonrió-: Por cierto, ¿cómo está Lucy?
– Lucy está muy bien. Vive con Nathan, en la calle Uno.
– Pobre Nathan. Esa tarea es demasiado para éL La niña necesita una madre. De ahora en adelante, vivirá con nosotros.
– Estás muy segura de ti misma, ¿verdad?
– Tengo que estarlo, Tom. Si no estuviera segura de mí misma, no me verías aquÍ. No tendría todo mi equipaje ahí fuera, metido en el coche. No sabría que tú eres el hombre de mi vida.
En ese momento, calculé que ya se habían dicho bastante el uno al otro, y dejé que Lucy saliera de su escondite. Se precipitó por la estancia y fue derecha hacia Honey.
– ¡Pero si estás ahí, chiquitina mía! -dijo la ex maestra de escuela, estrechándola entre sus brazos y levantándola en volandas. Cuando finalmente volvió a dejarla en el suelo, le preguntó-: ¿Has oído lo que hablábamos Tom y yo?
Lucy asintió con la cabeza.
– ¿Y qué te parece?
– Que es un plan fenomenal -aseveró Lucy-. Si me voy a vivir con tío Tom y contigo, ya no tendré que comer en el restaurante. Me pondré morada con esa comidita tan rica que haces. Y tío Nat podrá comer con nosotros siempre que quiera. Y cuando tío Tom y tú salgáis al centro, él podrá hacerme de canguro.
Honey sonrió.
– Y vas a ser una niña buena, ¿verdad? La mejor niña del mundo.
– No, señora -replicó Lucy, mirándola fijamente con una expresión de lo más impasible-. Voy a ser mala. Voy a ser la niña más malvada, mezquina y antipática de toda la creación.
¿CALLE HAWTHORN O CALLE HAWTHORNE?
Pasaron los meses. Hacia mediados de octubre, los abogados concluyeron los trámites de la herencia de Harry, y Tom y Rufus se convirtieron en los dueños legítimos del Brightman's Attic, incluido el edificio que lo albergaba. Tom y Honey ya se habían casado para entonces, y a Lucy, silenciosa como siempre sobre la cuestión del paradero de su madre, se la matriculó en quinto de primaria en el Colegio 321, la escuela del barrio. Mi hija seguía con Terrence. Una semana después del enlace Wood-Chowder, me llamó Rachel para decirme que estaba embarazada de dos meses.
Yo seguí trabajando en la librería, pero a raíz de la espectacular aparición de Honey a finales de junio, empezamos a repartimos las horas de trabajo, de manera que sólo estaba allí la mitad del tiempo. En mis días libres seguía pergeñando anécdotas para El libro del desvarío humano, y tal como Lucy había sugerido, hacía las veces de canguro siempre que Tom y Honey salían por la noche. En los primeros meses de su vida en común, esto ocurría con frecuencia. Honey se había sentido desconectada en provincias, y ahora que había ido a parar a Nueva York, quería aprovechar todo lo que la ciudad podía ofrecer: teatro, cine, conciertos, ballets, lecturas de poesía, excursiones a la luz de la luna en el transbordador de Staten Island. Me alegraba mucho ver cómo el indolente y bovino Tom se iba transformando bajo la vigorosa influencia de su flamante esposa. Unos días después de la llegada de Honey, dejó de titubear con respecto a la herencia y decidió poner el edificio en venta. Con la mitad que les correspondería, tendrían más que suficiente para comprar un apartamento de dos o tres habitaciones en el barrio, y les sobraría para salir adelante hasta que encontraran un trabajo fijo: muy probablemente de profesores en un colegio privado para el siguiente curso escolar. Pasó el tiempo y hacia mediados de octubre Tom había perdido casi diez kilos, con lo que casi recuperó el aspecto del doctor Pulgarcito de otros tiempos. Era evidente que la comida casera le sentaba bien, y a pesar de sus pronósticos en contra, Honey no lo anulaba, ni lo sometía, ni socavaba su voluntad. Día tras día, ella lo iba convirtiendo poco a poco en el hombre que desde siempre estaba llamado a ser.
Con tantas novedades positivas en el capítulo amoroso, el lector quizá se sienta inducido a creer que en nuestro pequeño territorio de Brooklyn reinaba la felicidad universal. Lamentablemente, no todos los matrimonios están destinados a perdurar. Eso lo sabe todo el mundo, pero ¿quién de nosotros podría haber sospechado que la persona menos feliz del barrio durante esos meses era el antiguo amor de Tom, la Bella y Perfecta Madre? Es cierto que su marido no me había causado una buena impresión en el bosquecillo de Prospect Park, pero nunca en la vida le habría considerado lo bastante estúpido como para desentenderse de una mujer como la suya. En este mundo no se encuentran muchas Nancy Mazzucchelli, y si alguien es lo bastante afortunado como para conquistar el corazón de una mujer así, su deber a partir de ese momento es hacer todo lo que esté en su mano para no perderla. Pero los hombres (como ya he demostrado ampliamente en los anteriores capítulos de este libro) son criaturas estúpidas, y el guaperas de James Joyce resultó ser más tonto que la mayoría. Como la madre de Nancy y yo entablamos amistad aquel verano (más detalles a continuación), muchas veces me invitaban a cenar con la familia, y fue allí, en su casa de la calle Carroll, donde me enteré de las pasadas transgresiones de Jimmy y donde asistí a la ruptura de su matrimonio. Había empezado con sus estúpidos enredos antes incluso de que su mujer se convirtiera en la B. P. M.: más de seis años atrás, cuando Nancy estaba embarazada por primera vez de su hija, Devon. Al enterarse de la aventura que su marido mantenía con una camarera de Tribeca, lo echó temporalmente de casa, pero una vez que nació la niña, no tuvo fuerzas para resistir sus lacrimosas promesas de que aquello no volvería a ocurrir. Sin embargo, las palabras cuentan poco en ese tipo de asuntos, ¿y quién sabe cuántos amoríos secretos vinieron después? Según cálculos de Joyce, no menos de siete u ocho, contando los ligues de una noche y los polvetes en el hueco de la escalera de servicio, en el trabajo. Nancy, siempre generosa e indulgente, tendía a pasar por alto los rumores. Pero entonces Jim se lió con Martha Ives, una compañera de efectos especiales, y ahí fue donde se acabó todo. Dijo que se había enamorado, y el once de agosto de 2000, dos meses después de verlo en el funeral de Harry, hizo las maletas y se marchó.
Doce días más tarde el oncólogo me comunicó que mis pulmones seguían limpios.
Escasamente cuatro días después, Rachel, confabulada con Tom y Honey, urdió una diabólica trama para hacerme creer que iba a asistir a un partido de béisbol en el Shea Stadium, cuando en realidad se trataba de una fiesta sorpresa para celebrar mi sexagésimo cumpleaños. El plan consistía en que yo recogiese a Tom en su apartamento, pero nada más abrirse la puerta, una docena de personas me asaltó en el umbral con fuertes abrazos, besos y palmadas en la espalda, en medio de un estallido de gritos y cánticos. Estaba tan poco preparado para aquella acometida de efusividad, que casi vomito de la impresión que me produjo. El festejo duró hasta bien entrada la noche, y en un momento dado me dejé convencer para ponerme en pie y pronunciar un discurso. Ya hacía tiempo que el champán se me había subido a la cabeza, y creo que al principio me fui bastante por las ramas, soltando sandeces y contando chistes incoherentes mientras mi auditorio medio cocido se esforzaba por entender lo que estaba diciendo. La única cosa que más o menos recuerdo de aquel disparatado discurso es un breve aparte sobre la perspicacia lingüística de Casey Stengel. Si la memoria no me falla, creo que acabé mi charla con una cita del propio maestro.
– No por nada le llamaban el Viejo Profesor -dije-. No sólo fue el primer entrenador de nuestros queridos Mets, sino además, lo que es más importante para el bien de la humanidad, el autor de numerosas frases que transformaron nuestra comprensión de la lengua inglesa. Antes de sentarme, permitidme dejaros con esta perla valiosísima e inolvidable que resume mi propia experiencia con mayor exactitud que cualquier declaración que haya escuchado en los sesenta años que llevo en este mundo: «Todo hombre tiene un momento único en la vida, y yo los he tenido a montones.»
El torneo entre los Mets y los Yankees empezó y terminó; vino el frío; Gore y Bush se enfrentaban en las elecciones. A mi juicio, el resultado no ofrecía duda. Incluso con Nader jorobándolo todo, parecía imposible una derrota de los demócratas, y casi todos los del barrio con quienes hablaba eran de la misma opinión. Sólo Tom, el más pesimista de los hombres cuando se trataba de política estadounidense, parecía preocupado. Pensaba que iba a haber un resultado muy ajustado, aseguró, y si Bush acababa ganando, ya podríamos olvidamos de todas aquellas paparruchas del «conservadurismo compasivo». Aquel individuo no era conservador. Era un ideólogo de la extrema derecha, y en el momento en que jurara el cargo, el gobierno estaría en manos de unos fanáticos.
Apenas una semana antes de las elecciones, apareció finalmente Aurora: sólo para volver a desvanecerse al cabo de treinta segundos. El contacto se estableció en forma de llamada telefónica a Tom, pero como aquella mañana no había nadie en su casa, nos quedamos igual que estábamos, sin nada más que un mensaje incompleto que dejó en el contestador automático. No sé cuántas veces oí aquel mensaje con Tom y Honey, pero desde luego rebobinamos la cinta lo suficiente para aprendemos de memoria hasta la última frase. Cada vez que escuchaba su voz, Rory me parecía un poco más inquieta, más tensa, más amedrentada. De principio a fin, hablaba en un murmullo, alzando apenas la voz, pero lo que decía era tan funesto, que sus palabras llevaban consigo toda la fuerza de un grito.
Tom. Soy yo, Rory. Te llamo desde un teléfono público y no tengo mucho tiempo. Sé que probablemente estarás enfadado conmigo, pero echo tanto de menos a Lucy que sólo quería saber cómo está. No creas que lo hice por gusto, Tommy. Por más vueltas que le di, tú eras la única persona con quien podía contar. Lucy ya no podía estar aquí. Todo se está viniendo abajo. Todo son problemas. He intentado escaparme yo también, pero es difícil, nunca estoy sola… Escríbeme una carta, ¿vale? No tengo teléfono, pero puedes ponerte en contacto conmigo en la calle Hawthorn número ochenta y siete de…¡Joder! Tengo que colgar. Lo siento. He de irme.
Colgó de golpe, y la tan esperada llamada llegó a su fin de manera brusca e incierta. Nuestros presentimientos más sombríos habían cobrado el peso de los hechos, y seguíamos sin tener ni idea de dónde se encontraba. Tom ya había pasado antes por momentos similares con su hermana, y aunque él estaba tan preocupado por ella como yo, su alarma se veía atenuada por el agotamiento, por la exasperación, por años de lamentos y decepciones.
– Es la persona más irresponsable que he conocido -afirmó-. Lucy se está adaptando por fin a vivir con nosotros, y ahora, después de no sé cuántos puñeteros meses, llama para decir que la echa de menos. ¿Qué clase de madre es ésa? Quiere que le escriba, y luego ni siquiera nos dice la ciudad en que vive. No es justo, Nathan. Honey y yo hacemos todo lo que podemos, y lo último que necesitamos es más confusión, más drama. Estoy más que harto.
– Puede que no sea justo -repuse-, pero Rory está en algún apuro, y tenemos que encontrarla. No hay más remedio. Así que deja tus juicios de valor para más adelante, ¿de acuerdo?
A partir de entonces el mundo entero cambió para mí. El desastre electoral de 2000 estaba sólo a la vuelta de la esquina, pero incluso mientras Tom y Honey se quedaban horrorizados frente al televisor durante las cinco semanas siguientes, viendo cómo el Partido Republicano convocaba a sus matones para poner en entredicho los resultados de Florida y luego manipulaba al Tribunal Supremo para montar un golpe de Estado legal, incluso en el momento en que se cometían tales delitos contra el pueblo de Estados Unidos y mi sobrino y su mujer salían a manifestarse a la calle, enviaban cartas a sus congresistas y firmaban incontables protestas y peticiones, a mí sólo me preocupaba una cosa: encontrar a Rory y traerla a Nueva York.
Calle Hawthorn [13] ochenta y siete. O quizá era la calle Hawthorne, nombre de persona y no de arbusto; quizá, incluso se llamaba así por Nathaniel Hawthorne, el ya desaparecido novelista que accidentalmente había causado la muerte de nuestro triste e infortunado amigo. Una coincidencia amarga, de poco o ningún significado, pero espeluznante a pesar de todo, como si la presencia de la misma palabra en dos contextos diferentes estableciera un vínculo oculto entre Harry y Aurora: el uno fallecido hacía mucho, la otra simplemente inalcanzable, moradores ambos de lo invisible. Aparte de aquella única pista, sólo cabían conjeturas sin fundamento, pero como Lucy tenía cierto acento sureño, y como había situado a su madre en la inexistente tierra de Carolina Carolina, decidí iniciar la búsqueda en las Carolinas reales, la del Norte y la del Sur. Lástima que Aurora y su marido no tuvieran teléfono. Si hubieran venido en la guía, habría sido posible llamar al servicio de información de todos los pueblos y ciudades de ambos estados y localizados preguntando por el número de David Minor, que vivía en la calle Hawthorn(e) número ochenta y siete. Tarea laboriosa, pero destinada a arrojar un resultado positivo. Como no podía recurrir a tal posibilidad, no tenía más remedio que actuar al revés. Un domingo, cogí el tren a Princeton Junction y pasé doce horas sentado frente a la pantalla de un ordenador con mi hija embarazada y su escarmentado y sumiso marido. A Terrence podría haberle faltado encanto, pero era un superhéroe de la tecnología, y cuando volví a casa a la mañana siguiente, llevaba un listado de todas las calles Hawthorn y Hawthorne de ambas Carolinas. Para mi estupefacción, había varios centenares. Demasiadas. Si quería visitar todos los números ochenta y siete de la lista, tendría que pasarme seis meses en la carretera.
Ahí fue cuando recurrí a Henry Peoples, mi antiguo colega de la aseguradora Mid-Adantic. Había sido uno de los principales investigadores de la empresa, y a lo largo de los años habíamos trabajado juntos en una serie de casos, el más espectacular de los cuales fue el denominado Asunto Dubinsky, que convirtió a Henry en una especie de leyenda en el ramo. Arthur Dubinsky había fingido su muerte a los cincuenta y un años asesinando a un vagabundo de las calles de Nueva York, metiendo el cadáver en su coche y precipitándolo al vacío por una colina de las Rocosas para que acabara envuelto en llamas. Su tercera mujer, Maureen, de veintiocho años, cobró una póliza de seis millones de dólares, y luego, justo un mes después, vendió su piso de Manhattan y desapareció del mapa. Henry, que sospechaba de Dubinsky desde el principio, había seguido vigilando a Maureen, y cuando ella lió de repente el petate y se largó de Nueva York, presentó un informe al jefe de su departamento, que le dio autorización para ir tras ella. Anduvo nueve meses de acá para allá antes de encontrar a la señora Dubinsky, que vivía con su resucitado marido en la isla de Santa Lucía. Logramos recuperar el ochenta y cinco por ciento de la póliza; Arthur Dubinsky acabó en la cárcel por asesinato, y a Henry y a mí nos recompensaron con una generosa bonificación.
Trabajé con Peoples durante más de veinte años, pero no voy a pretender que alguna vez me cayera bien. Era un individuo extraño y desagradable, que seguía una estricta dieta vegetariana y mostraba todo el calor y la personalidad de un farol apagado. Arrugados trajes de poliéster (en su; mayoría marrones), gruesas gafas de concha, caspa perpetua, y una desconcertante repulsión hacia cualquier conversación sobre temas triviales. Ya podía uno presentarse en la oficina con un brazo en cabestrillo o un parche en el ojo, que Henry no decía ni palabra. Se te quedaba mirando durante un rato, asimilaba los detalles del percance, y luego, sin preguntar cómo había ocurrido o si te dolía, se acercaba y te dejaba un informe sobre la mesa.
Pero siempre se las ingeniaba para introducirse en cualquier agujero y sacar personas a la superficie, y ahora que se había jubilado, me pregunté si estaría dispuesto a encargarse de mi asunto. Afortunadamente, seguía viviendo en su antiguo apartamento de Queens, con su hermana viuda y cuatro gatos. Cuando marqué su número, lo cogió al segundo tono.
– Fija tú el precio -le dije-. Te pagaré lo que me pidas.
– No quiero que me pagues nada, Nathan -respondió-. Con que cubras los gastos, será suficiente.
– Podría llevarte meses. No me gustaría que perdieras tanto tiempo y luego no sacaras nada en limpio.
– Lo haré encantado. Últimamente no tengo mucho que hacer. Saldré otra vez a la carretera, y será como en los años gloriosos.
– ¿Los años gloriosos?
– Claro. Todos los buenos ratos que pasamos juntos, Nathan. Dubinsky. Williamson. O'Hara. Lupino. Te acuerdas de esos asuntos, ¿verdad?
– Pues claro que los recuerdo. No sabía que fueras tan sentimental, Henry.
– Y no lo soy. O por lo menos no creía serio. Pero puedes contar conmigo. Por los viejos tiempos.
– Doy por sentado que está en Carolina del Norte o Carolina del Sur. Pero podría equivocarme.
– No te apures. Si Minor ha tenido teléfono alguna vez, podré localizarlo. Es pan comido.
Seis semanas después, Henry me llamó en plena noche y musitó cuatro sílabas en el teléfono:
– Winston-Salem.
A la mañana siguiente iba en un avión rumbo al Sur, al centro de la región tabaquera.
LA NIÑA RISUEÑA
El número ochenta y siete de la calle Hawthorne era una destartalada casa de dos plantas en una carretera entre el campo y la periferia, a unos cinco kilómetros del centro urbano. Me perdí varias veces antes de encontrado, y cuando aparqué mi Ford Escort de alquiler en el camino de entrada a la casa, observé que todas las ventanas delanteras tenían las persianas echadas. Era un domingo triste y nublado de mediados de diciembre. La suposición lógica era que no había nadie en casa; o en caso contrario, que Rory y su marido vivían en aquella casa como en una cueva, protegiéndose contra el resplandor de la luz natural y rechazando las intrusiones del mundo exterior, erigidos en únicos miembros de una sociedad de dos personas. No había timbre, así que llamé a la puerta. Como no contestaron, volví a llamar. Desde que Rory dejó el mensaje en el contestador de Tom, habíamos estado esperando que llamara otra vez.
Pero no habíamos vuelto a saber de ella, y ahora que me encontraba frente a lo que tenía todo el aspecto de ser una casa vacía, empecé a preguntarme si seguía viviendo allí. Al llamar por tercera vez, me vino a la cabeza toda clase de ideas horripilantes. ¿Y si había intentado fugarse, me pregunté, y Minor la había atrapado? ¿Y si se la había llevado a otra ciudad, a otro estado, y le habíamos perdido la pista para siempre? ¿Y si le había dado un golpe y la había matado sin querer? ¿Y si ya no había nada que hacer, Y yo venía demasiado tarde para ayudada, demasiado tarde para devolverla al mundo al que pertenecía?
Se abrió la puerta, y ahí estaba Minor en carne y hueso, un hombre alto, bien parecido, de unos cuarenta años, pelo negro, bien peinado y dulces ojos azules. A lo largo de los últimos meses me lo había imaginado con tal aspecto de monstruo, que me llevé una impresión al descubrir lo poco peligroso, lo normal que parecía. Si había algo raro en su aspecto, era el hecho de que llevaba una camisa blanca de manga larga y una corbata azul bien anudada al cuello. ¿Qué clase de hombre andaba por casa con camisa blanca y corbata?, me pregunté. Tardé un momento en dar con la respuesta. Un hombre que acababa de venir de la iglesia, dije para mis adentros. Un hombre que respetaba el día del Señor y se tomaba la religión en serio.
– ¿Sí? -inquirió-. ¿En qué puedo servirle?
– Soy el tío de Rory -contesté-. Nathan Glass. Por casualidad pasaba por aquí y pensé en acercarme a veda.
– Ah. ¿Lo está esperando ella?
– No, que yo sepa. Según creo, no tienen ustedes teléfono.
– Exacto. No creemos en esas cosas. Incitan mucho a la cháchara y la frivolidad. Preferimos reservar las palabras para asuntos más esenciales.
– Muy interesante, señor…, señor…
– Minor. David Minor. Soy el marido de Aurora.
– Eso es lo que pensaba. Pero no me atrevía…
– Pase, señor Glass. Lamentablemente, Aurora no se encuentra bien hoy. Está arriba, descansando un poco; pero pase usted, sea bienvenido. Somos muy tolerantes por estos pagos. Aunque los demás no compartan nuestra fe, hacemos todo lo posible por tratados con dignidad y respeto. Es uno de los sagrados mandamientos del Señor.
Sonreí, pero no dije nada. Era muy amable, pero hablaba como un fanático, y lo último que quería era enzarzarme con él en una discusión teológica. Que se quedara con su Dios y Su Iglesia, dije para mí. Había ido hasta allí con el único propósito de saber si Rory se encontraba o no en peligro; y si lo estaba sacarla cuanto antes de aquella casa.
Basándome en el abandono del exterior (pintura desconchada, postigos rotos, hierbajos entre los escalones de cemento), esperaba encontrarme con un batiburrillo de muebles desvencijados abarrotando las habitaciones, pero resultó que el interior estaba más que presentable. Rory había heredado el talento de June para sacar partido a las cosas, y había creado en el cuarto de estar un ambiente austero pero acogedor, decorado con plantas, cortinas de cuadros hechas a mano, y un cartel de un museo en la pared del fondo que anunciaba una exposición de Giacometti. Minor me indicó con un gesto que tomara asiento en el sofá, y allí me senté. Él se instaló en una butaca al otro lado de la mesita de cristal, y ambos estuvimos unos momentos sin decir nada. Tentado estuve de entrar de lleno en el asunto -exigiendo subir a la planta alta y hablar con Aurora, acribillándolo a preguntas sobre Lucy, obligándolo a explicar por qué estaba su mujer tan asustada para llamar a su hermano-, pero comprendí que esa manera de enfocar las cosas podría tener un efecto contrario al deseado, así que fui exponiendo el asunto de la manera más delicada posible.
– Carolina del Norte -empecé-. La última noticia que tuvimos es que estaban viviendo con la madre de usted en Filadelfia. ¿Qué los trajo hasta aquí?
– Varias cosas -repuso Minor-. Mi hermana y su marido viven en la región, y me encontraron un buen trabajo. De ese trabajo pasé a otro aún mejor, y ahora soy su director de la Ferretería Valor Seguro, en la Galería Camelback. Quizá no le parezca gran cosa, pero es un trabajo honrado, y me gano la vida decentemente. Cuando pienso en lo que era hace seis o siete años, es un milagro que ahora esté donde estoy. Yo era un pecador, señor Glass. Drogadicto y fornicador, embustero y delincuente de poca monta, defraudaba a todos los que me querían. Entonces encontré la paz del Señor, y me salvé. Sé que es difícil que un judío como usted llegue a entendernos, pero no somos una secta más de fanáticos cristianos que creen en los tormentos del infierno y esgrimen la Biblia a cada instante. Nosotros no creemos en el Apocalipsis ni en el Día del Juicio Final; no creemos en el Éxtasis ni en el Fin de los Tiempos. Nos preparamos para la vida en el cielo viviendo bien en la tierra.
– Cuando habla de nosotros, ¿a quién se refiere?
– A nuestra Iglesia. Al Templo del Verbo Divino. Somos un grupo pequeño. Nuestra congregación sólo cuenta con sesenta miembros, pero el reverendo Bob es una inspirada autoridad religiosa, y nos ha enseñado muchas cosas. «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios.»
– El Evangelio según San Juan. Capítulo primero, versículo uno.
– Así que conoce usted la Biblia.
– Hasta cierto punto. Para ser un judío que no cree en Dios, la conozco mejor que muchos.
– ¿Quiere decir que es ateo?
– Todos los judíos son ateos. Menos los que no lo son, claro está. Pero yo no tengo mucho que ver con ellos.
– No me estará tomando el pelo, ¿verdad, señor Glass?
– No, señor Minor, no le estoy tomando el pelo. Ni siquiera se me pasaría por la cabeza.
– Porque si quiere burlarse de mí, tendré que pedirle que se vaya.
– Me interesa el reverendo Bob. Quisiera saber en qué se diferencia su Iglesia de las demás.
– Él entiende el significado del sacrificio. Si el Verbo es Dios, entonces las palabras de los hombres no significan nada. No tienen más importancia que los gruñidos de los animales o los gritos de las aves. Para interiorizar a Dios y asimilar Su Palabra, el reverendo nos ordena abstenemos de caer en la vanidad del discurso humano. Eso es el sacrificio. Un día de cada siete todo miembro de la congregación debe guardar un completo e ininterrumpido silencio durante veinticuatro horas seguidas.
– Eso debe ser muy difícil.
– Al principio lo es. Pero luego empieza uno a adaptarse, y el día de silencio se convierte en el momento más pleno y hermoso de la semana. Acabas sintiendo la presencia de Dios en las entrañas.
– ¿Y qué ocurre si alguien rompe el silencio?
– Tiene que empezar otra vez al día siguiente.
– Y si algún hijo cae enfermo y hay que llamar al médico el día de silencio, ¿qué pasa entonces?
– Los cónyuges nunca guardan silencio el mismo día. En ese caso llamaría la esposa.
– Pero ¿cómo hacen para llamar si no tienen teléfono?
– Vamos a la cabina más próxima.
– ¿Y qué hay de los niños? ¿Ellos también han de guardar silencio durante días enteros?
– No, los niños están exentos. No entran en el redil hasta los catorce años.
– Su reverendo Bob ha pensado en todo, ¿verdad?
– Es un hombre inteligente, y gracias a sus enseñanzas la vida nos resulta más sencilla y más hermosa. Somos un rebaño feliz, señor Glass. Todos los días me arrodillo y doy gracias a Dios por habernos enviado a Carolina del Norte. Si no hubiéramos venido aquí, no habríamos conocido el gozo de pertenecer al Templo del Verbo Divino.
Mientras Minor hablaba, me daba la impresión de que le habría gustado seguir ensalzando las Virtudes del reverendo Bob durante seis o diez horas más, pero me parecía extraño el cuidado con que evitaba pronunciar el nombre de su mujer y de su hija adoptiva. No había hecho el viaje desde Nueva York para ponerme a charlar tranquilamente sobre la Ferretería Valor Seguro y absurdos templos divinos. Ahora que habíamos pasado un rato juntos y él empezaba a estar menos nervioso en mi compañía, calculé que había llegado el momento de cambiar de tema.
– Me sorprende que no me haya preguntado por Lucy -solté.
– ¿Lucy? -replicó, adoptando una expresión de sincero desconcierto-. ¿Es que la conoce?
– Pues claro que la conozco. Vive con el hermano de Aurora y su mujer, que se han casado hace poco. La veo casi todos los días.
– Pensaba que no tenía usted trato con la familia. Aurora me dijo que vivía en los alrededores de alguna ciudad, y que hacía años que no veía a nadie.
– Eso cambió hace unos seis meses. Desde entonces he recuperado el contacto. Y de manera permanente.
Minor me dirigió una sonrisita nostálgica.
– ¿Qué tal va la pequeña?
– Pero ¿le importa?
– Claro que me importa.
– Entonces, ¿por qué le dijo que se fuera?
– No fue decisión mía. Aurora ya no la quería, y no pude hacer nada por impedirlo.
– No le creo.
– Usted no conoce a Aurora, señor Glass. No anda muy bien de la cabeza. Hago lo que puedo por ayudarla y animarla, pero se comporta como una ingrata. La saqué de las profundidades del infierno y la salvé, pero sigue sin entregarse. No quiere creer.
– ¿Hay alguna ley que le exija creer lo mismo que usted?
– Es mi esposa. La mujer debe seguir al marido. Es su deber seguido en todo.
Era difícil saber adónde iríamos a parar. La conversación tomaba varias direcciones a la vez, y la intuición empezaba a fallarme. La pregunta de Minor sobre Lucy, formulada con voz suave y tranquila, parecía demostrar una sincera preocupación por su bienestar, y a no ser que se tratara de un embustero tremendamente dotado, una persona que no dudara en distorsionar la verdad siempre que sirviera a sus propósitos, me veía en la difícil posición de sentir cierta lástima por él. Al menos así fue durante unos momentos, y esa repentina e inesperada oleada de simpatía me hizo bajar la guardia, convirtiendo lo que debía ser un puro conflicto de voluntades en algo más complejo, mucho más humano. Pero había empezado hablando mal de Rory, culpándola de abandonar a su propia hija, acusándola de desequilibrio mental, y luego, aún peor, saliendo con aquella estúpida y reaccionaria proclama sobre el matrimonio. Sin embargo, era cierto que algunos hechos resultaban innegables. La había salvado de las drogas y se había enamorado de ella, y teniendo en cuenta el pasado de Rory, ¿quién podía asegurar que no tenía accesos de conducta irracional, que no era una persona con la que resultaba imposible vivir, que no estaba un poco desequilibrada? Por otro lado, todo aquel conflicto quizá pudiera reducirse a una sola cuestión irresoluble: Minor creía en las enseñanzas del reverendo Bob, y Rory no. Y como su mujer se negaba a creer, poco a poco había llegado a odiarla.
Desde mi sitio en el sofá, veía con claridad la escalera que llevaba a la planta alta. Mientras sopesaba mis siguientes palabras, miré por encima del hombro izquierdo de Minor en aquella dirección, momentáneamente distraído por algo que había vislumbrado con el rabillo del ojo: un objeto pequeño y oscuro que había aparecido durante una fracción de segundo, para luego desaparecer antes de que pudiera determinar de qué se trataba. Minor empezó a hablar de nuevo, reiterando sus ideas sobre lo que constituía un buen matrimonio como Dios manda, pero ya no le prestaba atención. Con la vista fija en la escalera, comprendí un poco tarde que lo que había entrevisto era probablemente la punta de un zapato -sin duda de Aurora-, y deseé que mi sobrina llevara allí un buen rato, escuchando a escondidas nuestra conversación desde el principio. Minor seguía tan concentrado en su discurso, que no se daba cuenta de que había dejado de escucharlo. A tomar por culo, dije para mis adentros. Se acabó lo de jugar al ratón y el gato. Basta ya de rodeos. Es hora de levantar el telón para que empiece el segundo acto.
– Baja, Rory -dije-. Soy tu querido tío Nat, y no voy a marcharme de esta casa hasta que haya hablado contigo.
Me puse en pie de un salto y, alejándome del sofá, pasé frente a Minor con rapidez, por si se le ocurría impedir que me acercara a ella.
– Está dormida -oí que decía a mi espalda, justo cuando alcancé a ver las piernas de Aurora en lo alto de la escalera-. Tiene gripe desde el jueves, y le ha dado mucha fiebre. Vuelva a mediados de semana. Entonces podrá hablar con ella.
– No, David -dijo mi sobrina mientras bajaba la escalera-. Me encuentro perfectamente.
Llevaba unos vaqueros negros y una vieja sudadera gris, y era cierto que tenía mal aspecto, no parecía en buen estado físico. Pálida y delgada, con cercos oscuros bajo los ojos, tenía que agarrarse a la barandilla mientras bajaba despacio la escalera, pero a pesar de los efectos de la gripe y la fiebre, sonreía, tenía en el semblante aquella sonrisa grande y luminosa de la Niña Risueña de tantos años atrás.
– Tío Nat -exclamó, abriéndome los brazos-. Mi caballero de reluciente armadura.
Se precipitó hacia mí y me abrazó con todas sus fuerzas.
– ¿Cómo está mi niña? -musitó-. ¿Está bien mi niña bonita?
– Estupendamente -contesté-. Se muere de ganas de verte, pero está muy bien.
Minor ya se había acercado a nosotros, y no parecía muy contento de aquella muestra de afecto familiar.
– Cariño -dijo-. Deberías volver arriba y acostarte, de verdad. Sólo hace media hora tenías treinta y ocho y medio, y no es bueno que andes levantada con esa fiebre.
– Éste es mi tío Nat -proclamó Rory, que no aflojaba el abrazo por nada del mundo-. El único hermano que tuvo mi madre. No lo he visto desde hace mucho, mucho tiempo.
– Lo sé -dijo Minor-. Pero volverá dentro de un par de días, en cuanto te repongas un poco.
– Tú sabes lo que me conviene, ¿verdad, David? Siempre sabes lo que es mejor para mí. Qué tonta soy de haber bajado sin tu consentimiento.
– No subas si no quieres -le dije-. No te vas a morir si te quedas aquí unos minutos.
– Ah, sí, me moriré -replicó ella, sin hacer esfuerzos por ocultar su sarcasmo-. David está convencido de que me voy a morir si no hago todo lo que él me diga. ¿No es así, David?
– Tranquilízate, Aurora -le recomendó su marido-. Delante de tu tío, no.
– ¿Por qué no? -exclamó ella-. ¡Y por qué cojones no!
– No hables mal -la regañó Minor-. Así no se habla en esta casa.
– Ah, aquí no se habla así, ¿verdad? Entonces quizá sea hora de que me vaya de esta puta casa. Tal vez sea el momento de que este bicho malo se largue de aquí y te quedes solo con tus pensamientos puros y tu lengua inmaculada y ese puñetero Dios tuyo, tan silencioso. Hasta aquí hemos llegado, don Virtudes. Éste es el jodido momento de la verdad. Por fin ha llegado mi día de suerte, y el tío Nat me va a sacar ahora mismo de aquí. ¿Verdad que sí, tío Nat? Nos iremos en tu coche, y mañana por la mañana, antes de que salga el sol, volveré a estar con mi Lucy.
– No tienes más que decirlo -repuse-, y te llevaré a donde quieras.
– Lo he dicho, tío Nat. Lo acabo de decir.
Minor estaba tan estupefacto que no sabía lo que hacer. Yo esperaba que arremetiera contra ella, que hiciera todo lo posible por impedir que saliéramos de la casa, pero la confrontación había surgido tan de improviso, tan bruscamente, que ni siquiera abrió la boca. Rodeé a Aurora con el brazo, y antes de que su marido pudiera reaccionar, ya estábamos en el coche, saliendo en marcha atrás por el camino de entrada y dando la espalda para siempre a la calle Hawthorne.
VOLANDO AL NORTE
Aurora no se encontraba en condiciones de viajar, pero cuando le sugerí que podíamos alojarnos en algún hotel y esperar a que le bajara la fiebre, sacudió la cabeza e insistió en que tomáramos el primer avión para Nueva York.
– David no es tonto -advirtió-. Si nos quedamos por aquí unas horas más, terminará por encontramos. Si me inflo de Advil o algo parecido, aguantaré.
De modo que le compré Advil, la envolví en mi abrigo, puse al máximo la calefacción del coche, y nos pusimos en marcha hacia el aeropuerto. Aquella mañana había aterrizado en Greensboro, pero como Minor seguramente nos andaría buscando por allí, Rory pensó que lo mejor era coger el avión en Raleigh-Durham. Estábamos a unos ciento sesenta kilómetros, y Aurora se pasó durmiendo las dos horas que duró el viaje. Después de cuatro Advil y la larga siesta, tenía aspecto de encontrarse mejor. Todavía pálida, aún sin muchas fuerzas, pero al parecer con menos fiebre, al cabo de otra dosis de pastillas y dos vasos de zumo de naranja en el aeropuerto se sintió lo bastante fuerte para hablar; yeso fue lo que hicimos a lo largo de varias horas: desde el momento en que nos sentamos en la puerta de embarque hasta la noche, cuando nos bajamos de un taxi frente a mi casa de Brooklyn.
– Todo ha sido culpa mía -empezó-. Hace tiempo que lo veía venir, pero estaba demasiado débil para hacer frente a la situación, demasiado nerviosa para defenderme. Eso es lo que pasa cuando crees que el otro es mejor que tú. Dejas de pensar por ti misma, y cuando te quieres enterar ya no eres dueña e tu vida. Ni siquiera te das cuenta, tío Nat, pero entonces ya estás jodida. Verdaderamente jodida…
»El primer error fue volver la espalda a Tom. Cuando salí de rehabilitación, David y yo nos marchamos de California y fuimos al Este con Lucy. Vivimos con su madre en Filadelfia durante seis meses, y las cosas me iban bien, mejor de lo que habían ido nunca. Estaba locamente enamorada de él. Ningún hombre se había portado tan bien conmigo, y yo iba por ahí con la increíble sensación de estar protegida, de que aquel hombre inteligente y honrado me conocía de verdad. Éramos un par de supervivientes. Ambos habíamos pasado muchas calamidades, pero allí estábamos los dos después de tantos altibajos, juntos y rehabilitados, a punto de casarnos…
»Un día fui a Nueva York a ver a Tom, y tengo que admitir que fue un poco deprimente. Estaba gordo, había dejado los estudios y trabajaba de taxista; y al principio parecía enfadado conmigo. No es que se lo reprochara. Hacía tanto tiempo que no lo llamaba, que tenía derecho a estar resentido conmigo. No cabían excusas. Yo había estado dando tumbos por California, viniéndome abajo poco a poco, y sencillamente no tenía fuerzas para coger el teléfono y llamar. Intenté explicárselo, pero no sirvió de nada. A pesar de todo, Tom seguía siendo mi hermano mayor, y ahora que me iba a casar, quería que fuese mi padrino y me acompañase al altar, igual que hiciste tú con mamá cuando se casó. Me dijo que estaría encantado, y de pronto todo volvía a ser como en los buenos tiempos y empecé a sentirme feliz de verdad. Había recuperado a mi hermano. Me iba a casar con David, y Lucy, mi increíble Lucy, vivía otra vez con su madre, con su estúpida e infantil madre que finalmente estaba empezando a madurar. ¿Qué más se podía pedir? Tenía todo lo que podía desear, tío Nat. Todo…
»Luego cogí el autobús y volví a Filadelfia, y cuando dije a David que había que invitar a Tom a la boda, contestó que ni hablar, que era imposible. Después de estar pensándolo durante todo el tiempo que estuve en Nueva York, había llegado a la conclusión de que mi hermano ejercía mala influencia sobre mí. Si yo quería seguir adelante con la boda, tendría que romper los lazos con el pasado. No sólo con los amigos, sino también con todos los miembros de mi familia. Pero ¿qué estás diciendo?, protesté. Yo quiero a mi hermano. Es la mejor persona del mundo. Pero David se negaba a discutir el asunto. Empezábamos una nueva vida juntos, me dijo, y a menos que cortáramos con todo lo que me había corrompido en el pasado, terminaría cayendo otra vez en los malos hábitos de siempre. Tenía que elegir. Se trataba de todo o nada, me advirtió. Un acto de fe o un acto de rebelión. Una vida con Dios o una vida sin Dios. Boda o no boda. Marido o hermano. David o Tom. Un futuro lleno de esperanza o una lamentable vuelta al pasado…
»Debí haberme cerrado en banda. Debí decide que no me tragaba aquellas gilipolleces, y si creía que iba a casarse conmigo sin invitar a Tom a la boda, ya podía ir olvidándose. Y punto. Pero no lo hice. No me defendí, y en el momento en que le dejé salirse con la suya, fue el principio del fin. Nunca hay que dejarse dominar, ni siquiera cuando crees que el otro sabe lo que más te conviene. Eso es lo que acabó conmigo. No era sólo que me asustara perder a David. Lo que me daba verdadero miedo era pensar que probablemente tenía razón. Yo quería a Tom, pero ¿qué había hecho por él aparte de cread e un montón de problemas y dolores de cabeza? ¿No sería preferible que cortara del todo y lo dejara en paz? Tal vez fuera mejor para él que no volviera a vedo más…
»No, David jamás me ha puesto la mano encima. Nunca ha pegado a Lucy, y nunca me ha pegado a mí. No es una persona violenta. Lo suyo es hablar. Hablar, hablar y venga a hablar. Continuamente. Te acobarda con sus argumentos, y además tiene una voz tan amable y convincente, y se expresa tan bien, que es como si anulara tu voluntad; casi como si te hipnotizara. Eso es lo que me salvó en la clínica de desintoxicación en Berkeley. Su forma de hablar sin parar, mirándome a los ojos con esa expresión de ternura y esa voz suya tan suave, tan serena. Es difícil resistirse a él, tío Nat. Se te mete en la cabeza, y al cabo de un tiempo empiezas a creer que nunca puede equivocarse en nada…
»Sé que Tom estaba preocupado. Tenía miedo de que me convirtiera en uno de esos meapilas renacidos, pero yo no estoy hecha para esas cosas. Aunque David seguía haciendo proselitismo conmigo, yo sólo fingía seguirle la corriente. Si él quiere creer en esa mierda…, vale, no me importa. Eso le hace feliz, y yo nunca me opondré a lo que hace feliz a la gente. En casa oí lo que te decía, y era verdad. A él no le va todo ese sermón fundamentalista. Cree en Jesucristo y en la otra vida, pero si comparamos eso con las creencias de otra gente, no es tan malo. Su problema es que aspira a la santidad. Quiere ser perfecto…
»Así que, bueno, lo acompañaba a la iglesia todos los domingos. No tenía más remedio, ¿verdad? Pero no todo era tan negativo, al menos cuando estábamos en Filadelfia. Yo cantaba en el coro, y ya sabes lo que me gusta cantar. No hay en el mundo canciones más ñoñas que esos himnos, pero al menos me daban ocasión de ejercitar los pulmones una vez a la semana, y mientras David no se empeñara en atiborrarme de Jesucristo a todas horas, no se podía decir que fuera una tía desgraciada. A veces pienso que si no nos hubiéramos marchado de Filadelfia, todo habría salido bien. Pero ninguno de los dos encontrábamos un trabajo decente. A mí me salió uno de camarera a tiempo parcial en una cafetería siniestra, y lo mejor que consiguió David después de meses de andar buscando fue un puesto de guarda nocturno en un edificio de oficinas de la calle Market. Asistíamos a las reuniones de Drogadictos Anónimos; no tocábamos la bebida; a Lucy le gustaba el colegio; aunque la madre de David estaba un poco chiflada, en el fondo era buena; pero en aquella ciudad sencillamente no ganábamos lo suficiente para vivir. Luego surgió algo en Carolina del Norte, y David no dejó escapar la oportunidad. La Ferretería Valor Seguro. A partir de ahí las cosas empezaron a ir mejor, pero luego, hace año y medio o así, David conoció al reverendo Bob, y de pronto todo empezó a ir de mal en peor…
»David sólo tenía siete años cuando murió su padre. No digo que sea culpa suya, pero creo que desde entonces está buscando un sustituto de la figura paterna. Alguien con autoridad. Con la energía suficiente para mantenerlo bajo su tutela y orientarle en la vida. Por eso fue probablemente por lo que al terminar el instituto se alistó en la infantería de marina en vez de ir a la universidad. Ya sabes, obedece las órdenes del Capitán América, y el Capitán América, como un buen padre, se ocupará de ti. El Capitán América se encargó de él, desde luego. Lo mandó a la Tormenta del Desierto y le montó un numerito en la cabeza. Lo jodió, pero bien. David empezó a ir de mal en peor y acabó enganchándose al caballo. Eso ya lo sabes. He oído cómo te lo contaba hoy, pero para mí lo interesante es la forma en que llegó a dejarlo. No al estilo de Alcohólicos Anónimos de creer en un ser superior; sino en una onda religiosa pura y dura. Se remonta a las alturas y encuentra al padre más grande de todos. Al señor Dios, al puñetero Dios, al señor que rige el universo. Pero a lo mejor no es suficiente. Uno puede hablar con Dios y confiar en que te escuche, pero a menos que tengas el cerebro sintonizado con Radio Esquizofrenia las veinticuatro horas del día, no pienses que va a contestar. Reza lo que quieras, que Papi no va a decir ni pío. Puedes estudiar sus palabras en la Biblia, pero la Biblia no es más que un libro, y los libros no hablan, ¿verdad? En cambio el reverendo Bob sí habla, y una vez que le empiezas a escuchar, sabes que es lo que andabas buscando. Justo el padre que necesitas, un verdadero padre de carne y hueso, un ser humano con una voz que, cada vez que la oyes, crees que viene directamente del gran jefe en persona. Dios habla a través de ese tío, y será mejor que siempre hagas lo que te dice, porque si no…
»Tendrá unos cincuenta y tantos años, calculo yo. Alto y flaco, con mucha nariz y una mujer llamada Darlene que parece una vaca de lo gorda que está. No sé cuándo puso en marcha el Templo del Verbo Divino, pero no es un Iglesia normal como a la que íbamos en Filadelfia. El reverendo afirma que es cristiano, pero nunca dice de qué clase, y ni siquiera estoy segura de que le importe un rábano la religión. Se trata de tener dominados a los demás, de obligarlos a que hagan cosas raras y autodestructivas, convenciéndolos al mismo tiempo de que cumplen la voluntad de Dios. Creo que es un farsante, un estafador como no hay otro igual, pero tiene a sus seguidores en la palma de la mano, y todos lo quieren, lo adoran, y David más que nadie. Mantiene su entusiasmo a base de lanzar ideas nuevas a cada momento, cambiando continuamente el mensaje. Un domingo habla de los males del materialismo y de cómo debemos renunciar a las posesiones terrenales para vivir en la santa pobreza como nuestro amadísimo Señor. Al domingo siguiente nos dice que hay que trabajar mucho y ganar todo el dinero que se pueda. Dije a David que ese tío estaba chalado y que no quería que Lucy se siguiera contagiando más de esas tonterías. Pero David ya era entonces un verdadero converso, y no me hizo caso. Dos o tres meses después, el reverendo Bob decide de pronto prohibir los cánticos en el servicio del domingo. Es una ofensa a los oídos de Dios, nos asegura, y en lo sucesivo debemos venerarlo en silencio. En lo que a mí se refería, era la gota que colmaba el vaso. Dije a David que Lucy y yo dejábamos la Iglesia. Él podía seguir todo lo que quisiera, pero nosotras no volveríamos a poner los pies en aquel sitio. Era la primera vez que decía lo que pensaba desde que estábamos casados, y no me sirvió absolutamente de nada. Hizo como que me daba su apoyo y comprensión, pero las normas eran que todas las familias de la Congregación tenían que ir juntas al servicio religioso. Si yo dejaba de asistir, a él lo excomulgarían. Bueno, contesté yo, pues di que Lucy y yo estamos enfermas, que tenemos una enfermedad grave y que no podemos levantamos de la cama. David me dirigió una de sus tristes y condescendientes sonrisas. Mentir es pecado, sentenció. Si no decimos la verdad en todo momento, nuestra alma se encontrará con las puertas del cielo cerradas y se precipitará a las profundidades del averno…
»De manera que seguimos yendo todas las semanas, y aproximadamente un mes después al reverendo Bob se le ocurre la siguiente gran idea. La cultura profana estaba destruyendo Estados Unidos, nos advirtió, y la única manera de reparar los daños era rechazar todo lo que nos ofrecía. Ahí fue cuando empezó a emitir sus denominados Edictos Dominicales. En primer lugar, todo el mundo tenía que deshacerse de la televisión. Luego de los aparatos de radio. Después le tocó el turno a los libros; todos los que hubiera en casa menos la Biblia. Luego, el teléfono. Y después, los ordenadores. A continuación vinieron los discos compactos, las casetes y los discos de vinilo. ¿Te imaginas? Se acabó la música, tío Nat, se terminaron las novelas, adiós a los poemas. Luego tuvimos que cancelar todas las suscripciones a revistas. Después, los periódicos. Ya no podíamos ir al cine. El idiota estaba suprimiéndolo todo, pero cuantos más sacrificios exigía, más parecía gustarle a la congregación. Que yo sepa, ni una sola familia se marchó.
»Finalmente, ya no quedaban más cosas de las que librarse. El reverendo dejó de atacar el ámbito de la cultura y los medios de comunicación, y empezó a dar la paliza con lo que él denominaba "cuestiones viscerales". Cada vez que hablábamos, sofocábamos la voz de Dios. Siempre que escuchábamos las palabras de los hombres, descuidábamos las palabras de Dios. Y ordenó que, a partir de entonces, todos los miembros de la Iglesia de más de catorce años pasarían un día a la semana en completo silencio. De ese modo, estaríamos en condiciones de restablecer nuestra comunicación con Dios, de oír su voz en lo más íntimo de nuestro ser. Después de todas las malas pasadas que nos había jugado, parecía una exigencia bastante llevadera…
»David trabaja de lunes a viernes, de modo que escogió el sábado como día de silencio. El mío era el jueves, pero como no había nadie en casa hasta que Lucy volvía del colegio, podía hacer lo que me diera la real gana. Cantaba, hablaba sola, maldecía a gritos al todopoderoso reverendo Bob. Pero en cuanto Lucy y David entraban por la puerta, tenía que hacer teatro. Les servía la cena en silencio, acostaba a Lucy en silencio, daba las buenas noches a David con un beso, en silencio. Nada del otro mundo. Pero entonces, al cabo de un mes de ese numerito, a Lucy se le metió en la cabeza seguir mi ejemplo. Sólo tenía nueve años. Ni siquiera el reverendo Bob exigía que los niños hicieran lo mismo que nosotros, pero mi niña bonita me quería tanto, que quería hacer todo lo que yo hacía. Durante tres sábados seguidos no dijo una palabra. Y a pesar de mis ruegos de que dejara de hacerla, ella seguía en sus trece. Es una niña muy lista, tío Nat, pero también muy testaruda. Tú ya lo sabes por experiencia: una vez que toma una decisión, pretender que se vuelva atrás es como dar golpes en la pared. Por increíble que parezca, David se puso de mi lado, pero creo que en cierto modo se sentía tan orgulloso de que se comportara como una persona adulta, que no se mostró muy enérgico ni persuasivo. De todos modos, aquello no tenía nada que ver con él. Era cosa mía. De la niña y de mí. Dije a David que quería hablar con el reverendo Bob. Si me liberaba de mi silencio de los jueves, Lucy podría quitarse aquel peso de encima y empezaría a comportarse con normalidad otra vez…
»David quería acompañarme a la entrevista, pero le dije que no, que tenía que ver al reverendo a solas. Para asegurarme de que no pudiera intervenir, fijé la cita para un sábado, día en que él no podía hablar. Sólo llévame a su casa, le dije, y espérame fuera en el coche. No tardaré mucho…
»El reverendo Bob estaba sentado tras el escritorio de su despacho, dando los últimos toques al sermón que iba a pronunciar al día siguiente. Siéntate, hija mía, me dijo, y cuéntame cuál es el problema. Le expliqué lo de Lucy y por qué pensaba yo que nos haría un gran favor si me liberaba de mi silencio de los jueves. Hmmm, contestó, hmmm. Tengo que pensarlo. Te comunicaré mi decisión al final de la semana que viene. Me miraba fijamente, y cada vez que hablaba, las pobladas cejas le temblaban de un modo extraño. Gracias, le dije. Creo que es usted un sabio, y estoy convencida de que no dudará en cambiar las normas por el bien de una criatura. No iba a decirle lo que pensaba realmente. Me gustara o no, era miembro de aquella puta congregación, y tenía que seguir el juego y hacer que me creía lo que estaba diciendo. Pensé que la conversación había concluido, pero cuando me levanté para marcharme, él alargó el brazo e hizo un gesto para que volviera a sentarme. He estado observándote, mujer, me informó, y quiero que sepas que destacas mucho en todos los ámbitos. El hermano Minor y tú estáis entre los pilares más firmes de nuestra comunidad, y estoy seguro de que puedo contar con vosotros para que me apoyéis en todo, tanto en los asuntos sagrados como en los profanos. ¿Profanos?, repetí yo. ¿Qué quiere decir con profanos? Como quizá sepas, dijo el reverendo, mi mujer, Darlene, no puede tener hijos. Ahora que he llegado a cierta edad, he empezado a pensar en mi legado, y me parece trágico el hecho de dejar este mundo sin haber procreado un heredero. Siempre puede adoptar alguno, le sugerí. No, repuso él, eso no bastaría. Tengo que engendrar un hijo de mi propia carne, un descendiente de mi propia sangre que continúe la labor que yo he iniciado. He estado observándote, mujer, y de todas las almas de mi rebaño, tú eres la única merecedora de llevar mi semilla. Pero ¿qué está diciendo? Yo estoy casada. Quiero a mi marido. Sí, contestó él, lo sé, pero por el bien del Templo del Verbo Divino te pido que te divorcies de él y te cases conmigo. Pero usted tiene mujer, le recordé. Nadie puede tener dos mujeres, reverendo Bob, ni siquiera usted. No, por supuesto que no, convino él. Huelga decir que yo también pediré el divorcio. Deje que lo piense, le dije. Todo está ocurriendo tan deprisa, que no sé qué decir. Me da vueltas la cabeza, me tiemblan las manos, y estoy absolutamente confusa. No te preocupes, hija mía, dijo el reverendo. Tómate todo el tiempo que necesites. Pero sólo para que te hagas idea de los placeres que te esperan, quiero enseñarte algo. El reverendo se levantó de la silla, vino hacia la parte delantera de la mesa y se bajó la cremallera del pantalón. Estaba justo frente a mí, y tenía la bragueta abierta a medio metro de mi cara. Fíjate en esto, me dijo, sacándose el cipote y enseñándomelo. A decir verdad, era bastante grande; mucho mayor de lo que cabría encontrar colgando entre las piernas de un tío flacucho como aquél. Yo he visto un montón de hombres desnudos en mis tiempos, y por longitud y grosor, tendría que situar el aparato del reverendo en lo más alto de la clasificación, entre el diez por ciento de los mejores. Una picha de calibre pornográfico, si entiendes lo que quiero decir, pero nada atractiva a mis ojos. La tenía tiesa, en plena erección, y de color tirando a morado, llena de venas y curvada hacia la izquierda. Un pollón enorme, pero muy asqueroso, y su propietario me daba todavía más asco. Supongo que podía haberme levantado de un salto y haber salido por pies de la casa, pero en el fondo tenía la vaga impresión de que aquel imbécil me estaba brindando una oportunidad única, y si a cambio de unos momentos repulsivos conseguía que nos liberásemos de los tarados de aquella Iglesia…
»Éste es el hueso sagrado, decía el reverendo, cogiéndose el manubrio con la mano y agitándomelo delante de la cara. Dios me concedió este glorioso don, y el esperma que brota de él puede engendrar ángeles. Tómalo en tu mano, hermana Aurora, y siente el fuego que corre por sus venas. Póntelo en la boca y saborea la carne con que nuestro Señor tuvo a bien dotarme…
»Hice lo que él quería, tío Nat. Cerré los ojos, me metí en la boca aquella enorme y venosa mazorca, y empecé a chupársela despacio. Fue muy desagradable. Mi pobre nariz restregándose contra su maloliente entrepierna, mi estómago cada vez más revuelto…, pero era consciente de lo que hacía, y no me quejaba. Justo cuando iba a correrse, me la saqué de la boca y terminé la faena con la mano, asegurándome de que su precioso esperma me salpicara toda la blusa. Ésa era la prueba, lo que necesitaba para hundir a aquel hijoputa. ¿Te acuerdas de Monica y Bill? ¿Recuerdas el vestido? Bueno, pues ahora yo tenía mi blusa, y era tan eficaz como un arma, tan mortífera como una pistola cargada…
»Cuando subí al coche, estaba llorando. No sé si las lágrimas eran de verdad o de mentira, pero estaba llorando. Le dije a David que arrancara y me llevara a casa. Parecía disgustado, pero como no podía hablar hasta el día siguiente, no estaba en condiciones de preguntarme nada. Entonces fue cuando comprendí que la cosa podía salir de dos maneras. Me disponía a decirle que el reverendo Bob me había violado. Si David rompía a hablar, eso significaría que yo le importaba más que el puto Templo del Verbo Divino. Podíamos entregar la blusa a la poli, solicitar la prueba de ADN y ver cómo el reverendo iba a parar a las calderas del infierno. Pero ¿y si David no hablaba? Eso significaría que yo no era nada para él, que seguiría siendo fiel al padre Bob hasta el final. No tenía mucho tiempo para hacer la jugada. Si David me fallaba, tendría que dejar de pensar en mí misma. Era Lucy a quien debía salvar, y la única manera de hacerlo era sacarla de Carolina del Norte. No mañana ni a la semana siguiente, sino ahora mismo, en ese preciso momento, en el primer autobús que saliera para Nueva York…
»Apenas recorridos cien metros, se lo dije. Ese cabrón me ha violado. Fíjate en mi blusa, David. Es semen del reverendo Bob. Me tiró al suelo y me sujetó. Se echó encima de mí, y no tuve bastante fuerza para apartado. David giró el volante y paró el coche a un lado de la carretera. Por un momento pensé que estaba de mi parte, y me arrepentí de haber dudado de él, avergonzada de no haber estado dispuesta a confiar en él. Alargó la mano y me acarició la cara, y tenía aquella expresión dulce y conmovedora en los ojos, la misma mirada tierna y luminosa de la que me había enamorado en California. Éste es el hombre con quien me he casado, dije para mis adentros, y me sigue queriendo. Pero me equivocaba. Puede que sintiera compasión de mí, pero no iba a quebrantar su silencio y desobedecer las santas órdenes del reverendo Bob. Háblame, le dije. Por favor, David, abre la boca y háblame. Él sacudió la cabeza, y yo rompí a llorar de nuevo, esta vez en serio…
»Volvimos a ponernos en marcha, y al cabo de unos momentos logré dominarme lo suficiente para decirle que íbamos a enviar a Lucy al Norte, a Brooklyn, con mi hermano Tom. Si no hacía exactamente lo que le estaba diciendo, llevaría la blusa a la policía, denunciaría al reverendo Bob, y sería el fin de nuestro matrimonio. Quieres que sigamos casados, ¿verdad?, le pregunté. David asintió con la cabeza. De acuerdo, dije, entonces éste es el trato. Primero, vamos a casa a recoger a Lucy. Luego nos acercamos al cajero automático del City Federal y retiramos doscientos dólares. Después vamos a la estación de autobuses y le sacas un billete de ida a Nueva York con tu MasterCard. Luego le entregamos el dinero, la ponemos en el autobús, le damos un beso y le decimos adiós. Eso es lo que vas a hacer por mí. Lo que yo voy a hacer por ti es lo siguiente: en cuanto el autobús salga de la estación, te daré la blusa con las manchas de lefa de tu héroe, y podrás destruir la prueba y salvarle el pellejo. También te prometo que me quedaré contigo, pero con una condición: que nunca tenga que acercarme a esa iglesia. Si intentas obligarme a que vaya, te dejo plantado y nunca más vuelves a verme el pelo…
»No tengo ganas de contarte la despedida de Lucy. Es demasiado doloroso para recordarlo. Ya la había dejado una vez cuando entré en la clínica de desintoxicación. Pero esto era diferente, como si se acabara el mundo. Y no hacía más que abrazarla y recordarle que dijera a todo el mundo que estaba perfectamente, mientras luchaba por no venirme abajo. Siento que perdiera la carta que escribí a Tom. En ella le explicaba muchas cosas, y debió de parecerle muy raro el que se presentara así, con las manos vacías. Intenté llamarlo en la estación, pero como todo era tan precipitado y no tenía monedas suficientes, tuve que llamar a cobro revertido. No estaba en casa, pero al menos comprobé que seguía en la misma dirección. Puede que aquel día actuara alocadamente, pero no lo bastante para mandar a Lucy a Nueva York sin estar completamente segura de dónde vivía mi hermano…
»No entiendo ese asunto de Carolina Carolina. Yo no le dije que guardara el secreto de dónde estábamos. ¿Por qué iba a hacer una cosa así? La enviaba con Tom, y ni por un momento se me ocurrió que no le hablaría de Winston-Salem. Pobrecita. Lo que le encomendé fue lo siguiente: Sólo dile que estoy bien, que me encuentro estupendamente. Debí haberlo previsto. Lucy se toma las cosas tan al pie de la letra, que probablemente pensó que la palabra sólo significaba que eso era lo único que yo quería que dijera. Esta niña siempre ha sido así. Cuando tenía tres años, todos los días la llevaba un par de horas a la guardería por la mañana. Al cabo de unas semanas, me llamó la maestra y me dijo que estaba preocupada por Lucy. A la hora de repartir la leche a los niños, Lucy siempre se quedaba atrás hasta que todos los demás niños tuvieran su cartón, sólo entonces cogía ella el suyo. La maestra no lo entendía. Ve a coger tu leche, decía a Lucy, pero ella siempre esperaba hasta que sólo quedaba un envase. Tardé tiempo en averiguar por qué. Lucy no sabía cuál de los envases era el de su leche. Creía que los demás niños sabían cuál era el que les correspondía, y si ella esperaba hasta que sólo quedaba uno en la caja, aquél tenía que ser el suyo. ¿Entiendes lo que estoy diciendo, tío Nat? Es un poco rara, pero a la vez inteligente, ya me entiendes. No es como los demás niños. Si yo no hubiera utilizado la palabra sólo, habrías sabido dónde estaba desde el principio…
»¿Que por qué no volví a llamar? Porque no podía. No, no porque no tuviera teléfono en casa; porque estaba encerrada. Prometí a David que no lo abandonaría, pero ya no se fiaba de mí. En cuanto volvimos de la estación de autobuses, me llevó arriba y me encerró en el cuarto de Lucy. Sí, tío Nat, me metió en la habitación, echó la llave y me tuvo allí el resto del día y toda la noche. A la mañana siguiente, cuando empezó a hablar otra vez, me dijo que tenía que sufrir un castigo por mentir acerca del reverendo Bob. ¿Mentir?, le dije. ¿Qué coño quieres decir con eso? No me había violado, aseguró. La única razón por la que insistí en ir sola a su casa era porque tenía pensado seducirlo, y el pobre hombre había sido incapaz de resistirse a mis encantos. Gracias, David, concluí. Gracias por creer en mí y ver lo buena esposa que he sido para ti…
»Unas horas más tarde, cerró con tablas las ventanas de la habitación. Y es que, ¿para qué sirve una cárcel si el preso puede escaparse por la ventana, no te parece? Entonces, muy amablemente, mi querido marido me subió todas las cosas que habíamos bajado al sótano a raíz de los Edictos Dominicales del reverendo Bob. La televisión, la radio, el lector de discos compactos, los libros. ¿No va eso contra las normas?, le pregunté. Sí, contestó David, pero esta mañana he hablado con el reverendo después del oficio, y me ha dado una dispensa especial. Quiero que estés lo más cómoda posible, Aurora. Vaya, exclamé, ¿por qué te portas tan bien conmigo? Porque te quiero, contestó David. Ayer hiciste una maldad, pero eso no significa que no te quiera. Para demostrar la pureza de su amor, un momento después volvió con una cacerola grande para que no tuviera que mear y cagar en el suelo. A propósito, anunció, te alegrará saber que te han excomulgado. Ya no perteneces al Templo, pero yo sí. Estoy destrozada, repuse. Creo que éste es el día más triste de mi vida…
»No sé lo que me pasaba, pero tenía la impresión de que todo era como una broma, no me lo podía tomar en serio. Me figuraba que aquello sólo duraría unos cuantos días, y después cogería el portante y me largaría. Promesas o no, no iba a quedarme allí un momento más de lo necesario…
»Pero los días se hicieron semanas, y las semanas se convirtieron en meses. David adivinó mis pensamientos, y no estaba dispuesto a dejarme marchar. Me permitía salir de la habitación cuando él volvía de trabajar, pero ¿qué posibilidades tenía de escapar entonces? Me tenía continuamente vigilada. Si trataba de salir corriendo por la puerta, ¿acaso habría podido ir muy lejos? Unos pasos, quizá. Es más alto y más fuerte que yo, y lo único que hubiera tenido que hacer habría sido correr detrás de mí y volver a traerme. Siempre llevaba las llaves del coche en el bolsillo, junto con todo el dinero; yo sólo tenía un montón de monedas que había encontrado en un cajón de la cómoda de Lucy. Seguí esperando y confiando en escaparme, pero sólo conseguí salir una vez de la casa. Fue cuando llamé a Tom. Te acuerdas de eso, ¿verdad? Por milagro, David se quedó dormido en el salón después de comer. A unos dos kilómetros de la casa hay una cabina, y eché a correr por la carretera tan deprisa como pude. Con que sólo hubiera tenido los cojones de meter la mano en el bolsillo de David y robarle las llaves del coche… Pero no podía correr el riesgo de despertarlo, así que fui a pie. David debió abrir los ojos unos diez minutos después de que me marchara, y ni que decir tiene que subió al coche y fue detrás de mí. Vaya fracaso. Ni siquiera tuve tiempo de terminar el puñetero mensaje…
»Ahora sabes por qué estoy tan pálida, tan cansada. He pasado seis meses encerrada en esa habitación, tío Nat. Encerrada como un animal en mi propia casa durante medio año. Veía la tele, leía libros, escuchaba música, pero lo que hacía sobre todo era pensar en cómo suicidarme. Si no lo he hecho, ha sido porque prometí a Lucy que iría por ella algún día, que alguna vez volveríamos a estar juntas. Pero, joder, no ha sido fácil, no ha sido nada fácil. Si no hubieras venido por mí esta tarde, no sé cuánto tiempo más habría aguantado. Probablemente me habría muerto en esa casa, y luego mi marido y el bueno del reverendo
Bob me habrían sacado de allí en plena noche para arrojar mi cadáver a una tumba sin nombre.
UNA NUEVA VIDA
Gracias a mi amistad con Joyce Mazzucchelli, dueña de la casa de la calle Carroll donde vivía con su hija, la B. P. M., y sus nietos, pude encontrar un sitio para Aurora y Lucy. En el tercer piso del edificio de piedra rojiza había una habitación vacía. En otros tiempos, había servido de laboratorio y estudio a Jimmy Joyce, pero ahora que el ex marido de Nancy se había marchado, pregunté si habría inconveniente en que madre e hija vivieran allí. Rory no tenía ni dinero ni trabajo, pero yo estaba dispuesto a pagarle el alquiler hasta que empezara a ponerse en marcha, y ahora que Lucy era lo bastante mayor para echar una mano de vez en cuando a Nancy con los niños, aquella solución podía beneficiar a todo el mundo.
– Olvídate del alquiler, Nathan -me dijo Joyce-. Nancy necesita una ayudante en el taller de joyería, y si a Aurora no le importa echar una mano en la limpieza y la cocina, puede quedarse gratis con la habitación.
La buena de Joyce. Para entonces llevábamos casi seis meses tonteando, y aunque vivíamos separados, rara era la semana en que no pasábamos al menos dos o tres noches en la misma cama; en la suya o en la mía, dependiendo de lo que dictaran el estado de ánimo y las circunstancias. Ella era un par de años más joven que yo, lo que significaba que ya era mayorcita, pero a los cincuenta y ocho o cincuenta y nueve años aún tenía la suficiente desenvoltura como para que la cosa resultara interesante.
Las relaciones sexuales entre gente mayor pueden pasar por situaciones molestas o de cómica indolencia, pero también poseen una ternura que suele escapársele a los jóvenes. Pueden tenerse los pechos caídos, o la picha pendulona, pero la piel sigue siendo piel, y cuando alguien que te gusta te acaricia, te abraza o te besa en la boca, te sigues derritiendo de la misma manera que cuando creías que ibas a vivir eternamente. Joyce y yo no habíamos llegado al diciembre de nuestra vida, pero no cabía duda de que mayo quedaba bastante atrás. Lo que compartíamos era una tarde de últimos de octubre, uno de esos luminosos días de otoño con un vívido cielo azul, un aire fresco y tonificante, y un millón de hojas aún adheridas a los árboles: marrones en su mayor parte, pero todavía con suficientes tonos dorados, rojizos y amarillos para tener ganas de estar al aire libre lo más posible.
No, no era una belleza como su hija, y según las fotografías en que la había visto de joven, nunca lo había sido. Joyce atribuía la apariencia física de Nancy a su difunto marido, Tony, contratista de obras fallecido en 1993 de un ataque al corazón.
– Era el hombre más guapo que he visto en la vida -me dijo una vez-. El vivo retrato de Victor Mature.
Con su marcado acento de Brooklyn, el nombre del actor salió de sus labios con un sonido parecido a Victa Machua, como si la letra r se hubiera atrofiado hasta el punto de haber desaparecido del alfabeto inglés. Me encantaba aquella voz terrenal, proletaria. Me hacía sentir en terreno seguro, y tanto como cualquier otra cualidad de las muchas que poseía, proclamaba que era una mujer sin pretensiones, una persona que creía en lo que era y en quién era. Después de todo, se trataba de la madre de la Bella y Perfecta Madre, ¿y cómo podía haber criado a una chica como Nancy de no haber sabido lo que se traía entre manos?
A primera vista, apenas teníamos algo en común. Nuestros orígenes eran completamente distintos (católica urbana, judío de las afueras), y nuestros intereses divergían en casi todos los aspectos. Joyce no tenía paciencia para los libros y no leía nada en absoluto, mientras que yo rehuía toda clase de esfuerzo físico y aspiraba a la inmovilidad como el no va más de la buena vida. Para Joyce, más que una obligación, el ejercicio era un placer, y los fines de semana su actividad preferida consistía en levantarse a las seis de la mañana el domingo para ir a montar en bici por Prospect Park. Ella todavía trabajaba, mientras que yo estaba jubilado. Joyce era optimista, y yo un cínico. Ella había sido feliz en su matrimonio, mientras que yo…, pero dejemos eso. Prestaba escasa o ninguna atención a las noticias, y yo leía detenidamente el periódico todos los días. De niños, ella había animado a los Dodgers, mientras que yo jaleaba a los Giants. A ella le gustaban el pescado y la pasta, mientras que yo era partidario de la carne y las patatas. Y, sin embargo -¿qué puede haber más misterioso en la vida humana que ese sin embargo?-, nos entendíamos de maravilla. La mañana en que nos presentaron (iba por la Séptima Avenida, con Nancy) sentí una atracción inmediata hacia ella, pero no fue hasta nuestra primera conversación larga en el funeral de Harry cuando comprendí que podía saltar una chispa entre nosotros. En un acceso de timidez, fui aplazando el momento de llamarla, pero entonces, a la semana siguiente, ella me llamó un día para invitarme a cenar a su casa, y ahí fue cuando ligamos.
¿La quería? Sí, es probable que la quisiera. En la medida en que era capaz de querer a alguien, Joyce era ahora la mujer de mi vida, la única candidata de mi lista. Y aun cuando no se tratara de esa pura y auténtica pasión que supuestamente define la palabra amor, no le andaba muy lejos: si no llegaba era por tan poco, que apenas se apreciaba la diferencia. Me hacía reír mucho, cosa que según los médicos es buena para la salud física y mental. Era tolerante con mis flaquezas y contradicciones, soportaba mis malos humores, guardaba la calma mientras yo echaba pestes del Partido Republicano, la CIA y Rudolph Giuliani. Me hacía gracia con su furibunda devoción por los Mets. Me asombraba con sus enciclopédicos conocimientos del cine clásico de Hollywood y su capacidad para identificar a cualquier olvidado actor secundario que pasara fugazmente por la pantalla. (Mira, Nathan, ése es Franklin Pangborn…, ahí está Una Merkel…, ése es C. Aubrey Smith.) La admiraba por su valor al consentir que le leyera pasajes de El libro del desvarío humano, y luego, en su benévola ignorancia, por el modo de considerar mis insignificantes historias como si fueran literatura de primera fila. Sí, la quería con todas las de la ley (la ley de mi naturaleza), pero ¿estaba preparado para sentar la cabeza y pasar el resto de mi vida con ella? ¿Tenía ganas de verla los siete días de la semana? ¿Estaba lo bastante loco por ella para hacerle la gran pregunta? No lo sabía. Después de la prolongada catástrofe con Nombre Borrado, era comprensible que me mostrara un tanto indeciso sobre si probar a casarme otra vez o no. Pero Joyce era una mujer, y como la inmensa mayoría de las mujeres parece preferir la vida en pareja a la soltería, pensé que debía demostrarle que iba en serio. En uno de los momentos más sombríos de aquel otoño -dos días después de que Rachel tuviera un aborto, cuatro días después de la victoria ilegal de Bush en las elecciones, y doce días antes de que Henry Peoples consiguiera localizar a Aurora-, vencí mi resistencia y se lo propuse. Para mi enorme sorpresa, la petición de mano fue recibida con una serie de estentóreas carcajadas.
– Vamos, Nathan -exclamó Joyce-, no seas bobo. Nos va estupendamente tal como estamos. ¿Para qué estropear las cosas y crearnos problemas? El matrimonio es para gente joven, para parejas que quieren tener hijos. Nosotros ya hemos hecho eso. Somos libres. Por mucho que nos pongamos a follar como adolescentes, no voy a quedarme embarazada. No tienes más que silbar, amiguete, y mi culazo italiano será tuyo, ¿vale? Para ti mi culo, y para mí esa cosa yídish tan bonita que tienes tú. Eres el primer judío que conozco, Nathan, y ahora que has llamado a mi puerta, no voy a despedirte. Soy tuya, cielo. Pero déjate de matrimonios. No quiero ser la mujer de nadie otra vez, y el caso es, mi tierno y divertido Nathan, que serías un marido espantoso…
A pesar de aquellas duras palabras, un momento después rompió a llorar, súbitamente descompuesta, perdiendo el dominio de sí misma por primera vez desde que la conocía. Supuse que se acordaría de su difunto Tony, que estaría pensando en el hombre a quien dijo sí cuando todavía era una muchacha, el marido que había perdido, muerto cuando sólo tenía cincuenta y nueve años, el amor de su vida. Quizá estuviera en lo cierto, pero lo que me dijo fue algo completamente distinto.
– No creas que no te lo agradezco, Nathan. Eres lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo, y ahora esto, ahora me das esto. Nunca lo olvidaré, ángel mío. Proponer matrimonio a una vieja bruja como yo. No quiero ponerme a lloriquear, pero bueno, vaya, saber que me quieres tanto me llega a lo más hondo.
Sentí alivio al saber que la había emocionado hasta el punto de hacerle derramar aquellas lágrimas. Eso significaba que había algo sólido entre nosotros, un vínculo que no iba a romperse de un día para otro. Pero debo admitir que también se me quitó un peso de encima cuando vi que Joyce me rechazaba. Había hecho mi gran gesto, pero con toda franqueza, no estaba completamente seguro, y ella me conocía lo suficiente para entender, desde luego, que habría sido un marido espantoso y que a ninguno de los dos nos interesaba casarnos. De manera que, parafraseando al inmortal doctor Pangloss, al final todo fue para bien, y por primera vez en la vida, podía tenerlo todo sin tener que renunciar a nada.
Joyce se enjugó las lágrimas, y dos semanas después tenía a Aurora y Lucy viviendo en su casa. Era un arreglo conveniente para todas las partes, pero aun cuando la lógica exigía que madre e hija estuvieran de nuevo juntas, no hay que olvidar lo difícil que fue para Tom y Honey desprenderse de su joven pupila. Para entonces llevaban unos meses ocupándose de Lucy, y con el tiempo los tres habían ido cuajando hasta formar una pequeña familia bastante unida. Yo había sentido la misma punzada en el verano, cuando la entregué a su cuidado, y eso que sólo había vivido unas semanas conmigo. Al pensar en los cinco meses y medio que habían pasado con ella, no tuve más remedio que compadecerlos…, por muy contentos que estuviéramos todos de tener a Aurora sana y salva en Brooklyn.
– Ha de vivir con su madre -dije a Tom, intentando abordar el asunto con filosofía-. Pero en cierto modo Lucy nos sigue perteneciendo a todos y cada uno de nosotros. Ella también es nuestra, y nadie nos la podrá quitar.
Aunque sintieran mucho perderla, su breve incursión en la paternidad convenció a Tom y Honey de que querían tener hijos propios. De momento, estaban ocupados en diversos asuntos prácticos -negociar la venta del edificio de Harry, buscar otro apartamento, solicitar trabajo en institutos y colegios de la ciudad-, pero una vez despachadas esas tareas, Honey tiró el diafragma a la basura y los dos se entregaron con ahínco a la actividad nocturna necesaria para la creación de una familia. En marzo de 2001, se trasladaron a un apartamento de la calle Tres, entre la Avenida Sexta y la Séptima: un piso bien ventilado y luminoso en una cuarta planta con un salón de buenas dimensiones en la parte delantera, una cocina y un comedor no muy grandes en el centro, y al final de un pasillo estrecho tres habitaciones pequeñas en la parte de atrás (una de las cuales transformó Tom en estudio). Para cuando se instalaron en aquel apartamento, el Brightman's Attic había dejado de existir. Como condición para concluir la venta del edificio, el comprador había insistido en que no quedara un solo libro en el local, lo que a principios de año obligó a Tom a liquidar frenéticamente todas las existencias del negocio de Harry. Los libros de bolsillo Se vendieron a cinco y diez centavos, los de tapa dura se pusieron a tres por un dólar, y los volúmenes que no se habían vendido el uno de febrero se regalaron a hospitales, organizaciones de beneficencia y bibliotecas de barcos mercantes. Yo eché una mano en esas lúgubres tareas, y aunque los libros raros y las ediciones príncipe de la primera planta produjeron una considerable cantidad de dinero (incluso a los precios tirados que Tom estuvo dispuesto a aceptar con tal de traspasar toda la colección a un solo librero de Great Barringron, en Massachusetts), no fue nada divertido participar en la demolición del imperio de Harry; sobre todo cuando me enteré de lo que el nuevo dueño pensaba hacer con aquel espacio cuando estuviese vacío. Los libros dejarían sitio a zapatos y bolsos de señora, y las tres plantas superiores iban a convertirse en apartamentos de gran lujo. El mercado inmobiliario es la religión oficial de Nueva York, y su dios lleva un traje gris a rayas y lo llaman Pasta, señor Pasta Gansa. Si aquel triste giro de los acontecimientos me procuró algún consuelo, éste fue saber que Tom y Rufus nunca volverían a pasar estrecheces. Por duo centésima vez desde su muerte, volví a pensar en Harry, y en su prodigioso salto del ángel hacia la grandeza eterna.
Al atardecer de un jueves de principios de junio, Honey anunció que estaba embarazada. Tom le pasó un brazo por el hombro, se inclinó luego sobre la mesa del comedor y me preguntó si quería ser el padrino.
– Tú eres nuestro único candidato -aseveró-. Por servicios prestados, Nathan, mucho más allá de las exigencias del deber. Por tu valor inigualable en lo más reñido de la batalla. Por arriesgar la vida y la integridad física para rescatar al camarada herido bajo un intenso fuego enemigo. Por animar a ese mismo camarada a ponerse de nuevo en pie y establecer esta unión conyugal. En reconocimiento por esos actos heroicos, y por el bien de nuestra futura descendencia, mereces ser portador de un título más ajustado a tu papel que el de tío abuelo. Por tanto, te nombro padrino: si es que te dignas aceptar nuestra humilde súplica de que asumas la responsabilidad de esa carga. ¿Qué decides, buen señor? Esperamos tu respuesta con el corazón en un puño.
La respuesta fue sí. Un sí seguido de una sarta de palabras ininteligibles, ninguna de las cuales alcanzo a recordar ahora. Luego alcé mi copa hacia ellos, e inexplicablemente los ojos se me llenaron de lágrimas.
Tres días después, un domingo, Rachel y Terrence salieron de Nueva Jersey y vinieron a casa a media mañana para tomar un desayuno tardío. Joyce me ayudó a preparar el festín, y cuando nos sentamos los cuatro a la mesa del jardín y atacamos las rosquillas y el salmón ahumado, observé que hacía bastantes meses que no veía a mi hija tan guapa y tan contenta. En otoño había sufrido una brutal decepción con el aborto, y desde entonces se había sentido muy insegura: trataba de disimular la tristeza volcándose en el trabajo, preparando complejas y exquisitas comidas para Terrence, demostrando lo buena esposa que era pese al fracaso en darle un hijo, trajinando hasta el agotamiento. Pero aquel día en el jardín, la antigua luz brillaba de nuevo en sus ojos, y aunque normalmente se mostraba reservada en sociedad, más de una vez llevó la voz cantante en nuestra conversación a cuatro bandas, hablando tanto o más que el resto de nosotros. En un momento dado, Terrence se levantó para ir al baño y entró en la casa, y un instante después Joyce se fue corriendo a la cocina a traer otra cafetera. Rachel y yo nos quedamos solos. La besé en la mejilla y le dije lo guapa que estaba, y ella respondió al cumplido devolviéndome el beso y apoyando la cabeza en mi hombro.
– Estoy embarazada otra vez -anunció-. Me he hecho la prueba esta mañana y el resultado ha sido positivo. Hay Una criatura creciendo dentro de mí, papá, y esta vez va a vivir. Lo prometo. Voy a hacerte abuelo, aunque tenga que guardar cama durante los próximos siete meses.
Por segunda vez en menos de setenta y dos horas, los ojos se me llenaron inesperadamente de lágrimas.
Las mujeres embarazadas brotaban como hongos a mi alrededor, y yo mismo me estaba convirtiendo en algo parecido a una mujer: alguien que se ponía a lloriquear en cuanto le hablaban de niños, un infeliz de lágrima fácil que tenía que ir por ahí con un paquete de pañuelos de emergencia para no sentirse avergonzado en público. Quizá tuviera la casa de la calle Carroll su parte de culpa en aquella falta de varonil decoro. Pasaba mucho tiempo allí, y ahora que Aurora y Lucy sustituían al marido de Nancy, la familia se había convenido en un universo enteramente femenino. El único varón era Sam, el hijo de Nancy, pero como tenía tres años y apenas sabía hablar, su influencia sobre las actividades de la familia estaba gravemente limitada. Por lo demás, eran todo chicas, tres generaciones de chicas, con Joyce en lo alto de la pirámide, Nancy y Aurora en el medio, y Lucy y Devon, de diez y cinco años respectivamente, en la base. El interior del edificio de piedra rojiza era un museo viviente de artefactos femeninos, con galerías dedicadas a la exposición de sostenes y bragas, tampones y secadores de pelo, tarros de maquillaje y barras de labios, muñecas y cuerdas de saltar a la comba, camisones y horquillas, tenacillas de rizar el pelo, cremas para la cara e innumerables pares de zapatos.
Andar por allí era como viajar a un país extranjero, pero teniendo en cuenta que yo adoraba a todas las personas que vivían en aquella casa, era el sitio donde más a gusto me encontraba en el mundo.
En los meses siguientes a la fuga de Aurora de Carolina del Norte, empezó a suceder una serie de cosas raras chez Joyce. Como a mí nunca me cerraban la puerta, me encontraba en condiciones de observar esos dramas de cerca, cosa que hacía en estado de perpetuo asombro y sorpresa. Lo de Lucy, por ejemplo, rompió todas las previsiones. En la época que pasó con Tom y Honey, yo había vivido con cierta aprensión, esperando que surgieran problemas en cualquier momento. No sólo había amenazado con ser «la niña más malvada, mezquina y antipática de toda la creación», sino que me parecía inevitable que la continuada ausencia de su madre acabara estropeándola, convirtiéndola en una niña descontenta, enfurruñada, irritable. Pero no. Se había portado de maravilla en aquel apartamento de encima de la librería de Harry, y su adaptación al nuevo entorno continuó a buen ritmo. Cuando traje a Rory a Brooklyn, Lucy se había librado de su acento sureño, había crecido entre diez y doce centímetros, y era una de las mejores alumnas de su clase. Sí, a veces se pasaba la noche llorando, pensando en su madre, pero ahora que estaba otra vez con ella, se suponía que nuestra niña creería que todas sus plegarias habían sido escuchadas. Otro error. A raíz de su reencuentro, se produjo una avalancha de inmediata felicidad, pero al cabo de un tiempo empezaron a salir a la superficie resentimientos y hostilidades, y al final del primer mes de estar juntas, nuestra inteligente, vivaracha e ingeniosa niña se había convertido en un verdadero incordio. Resonaban portazos; se respondía con amargo desdén a educadas peticiones; se oían voces agresivas en el tercer piso; el mal humor se convertía en enfado, el enfado en ira, la ira en lágrimas; las palabras no, estúpida, cierra el pico y ocúpate de tus asuntos pasaron a formar parte integrante de la conversación cotidiana. A los demás, Lucy seguía tratándonos igual que siempre. Sólo su madre era víctima de tales ataques, que con el paso de los días fueron haciéndose cada vez más enconados.
Por desmoralizador que tal comportamiento fuese para la frágil Aurora, yo lo consideraba como una purga necesaria, una señal de que Lucy peleaba enérgicamente por su vida. No era cuestión de cariño. Lucy sentía verdadero amor por su madre, pero una tarde tumultuosa y frenética su querida madre la había metido en un autobús con destino a Nueva York, y la niña pasó los seis meses siguientes sintiéndose abandonada. ¿Cómo puede asimilar una criatura tan confuso giro de los acontecimientos sin considerarse culpable al menos en parte? ¿Por qué se libraría una madre de su hija a menos que la niña fuese mala, indigna del afecto de su progenitora? Aunque no era culpa suya, la madre la había herido en el alma, ¿y cómo podía curarse esa herida si no gritaba a pleno pulmón y anunciaba al mundo: me duele, no lo soporto más, ayudadme? En la casa habría reinado más tranquilidad si Lucy hubiera permanecido en silencio, pero reprimir aquel grito le habría causado más problemas a la larga. Tenía que soltarlo. No había otro modo de detener la hemorragia.
Procuraba ver a Aurora lo más posible, sobre todo en aquellos primeros y difíciles meses en que seguía luchando por encontrar su camino. El horror de Carolina del Norte la había marcado para siempre, y ambos sabíamos que nunca se recuperaría plenamente, que por bien que le fuera en el futuro, el pasado siempre estaría con ella. Ofrecí pagarle unas sesiones con un psicólogo si pensaba que eso podía ayudarla, pero dijo que no, que prefería hablar conmigo. Conmigo. Con aquel hombre amargo y solitario que un año antes había llegado arrastrándose a Brooklyn, al sitio donde nació, el individuo acabado que se había convencido a sí mismo de que ya no había nada por lo que vivir…; Nathan el Estúpido, el cabeza de chorlito que no tenía nada mejor que hacer que esperar tranquilamente el momento de caerse muerto, convertido ahora en confidente y consejero, amante de viudas cachondas, caballero andante que rescataba damiselas en peligro. Aurora me prefería como interlocutor porque yo era quien había ido a Carolina del Norte a salvarla, y aun cuando antes de esa tarde habíamos estado muchos años sin tratamos, seguía siendo su tío a pesar de todo, el único hermano de su madre, y ella sabía que podía confiar en mí. Así que íbamos a comer juntos varias veces a la semana y charlábamos, los dos solos, sentados a una mesa del fondo en el restaurante Nueva Pureza de la Séptima Avenida, y poco a poco nos fuimos haciendo amigos, de la misma manera que su hermano y yo habíamos llegado a serlo, y ahora que los dos hijos de June estaban otra vez cerca de mí, era como si mi hermana pequeña hubiera revivido en mi interior, y como ella se había convertido en un fantasma que habitaba en mi interior, sus hijos habían pasado ya a ser mis hijos.
Lo único que Aurora no había dicho a su madre, ni a su hermano ni a nadie de la familia era el nombre del padre de Lucy. Llevaba guardando aquel secreto durante tantos años, que mencionar otra vez la cuestión no habría servido de nada, pero en uno de nuestros almuerzos de principios de abril, sin incitación alguna por mi parte, desveló casualmente el misterio.
Todo empezó cuando le pregunté si seguía teniendo el tatuaje. Rory dejó el tenedor sobre la mesa, esbozó una amplia sonrisa y dijo:
– ¿Y cómo sabes tú eso?
– Me lo dijo Tom. Un águila enorme en el hombro, ¿no? Nos preguntamos si te lo habrías quitado, pero Lucy no nos lo quiso decir.
– Ahí sigue. Tan grande y precioso como siempre.
– ¿Ya David le parecía bien?
– Pues no. Lo consideraba un símbolo de mi turbio pasado y quería que me lo quitara. Yo estaba dispuesta a seguirle la corriente, pero salía muy caro. Y cuando vio que no nos lo podíamos permitir, cambió radicalmente de opinión. Eso te da una idea de su manera de pensar, de por qué yo nunca podía sacar nada discutiendo con él. Quizá sea mejor así, me dijo. Dejaremos el tatuaje donde está, y cada vez que lo veamos nos acordaremos de hasta dónde llegaste en la oscura época de tu juventud. Ahí tienes un clásico de David: la oscura época de mi Juventud. Dijo que sería un amuleto que llevaría en mi propia piel, y que me protegería de nuevos perjuicios y sufrimientos. Un amuleto. Yo no tenía ni idea de qué era eso, así que lo miré en el diccionario. Un poder mágico para alejar la desgracia. Vale, eso me lo creo. No me sirvió de mucho cuando estuve con David, pero ahora a lo mejor sí.
– Me alegro de que lo sigas teniendo. No sé por qué, pero me alegro.
– Yo también. He cogido bastante cariño a esa tontería. Me lo hice en el East Village, hace once años. Para celebrar que estaba embarazada de Lucy. La misma mañana que la enfermera me dijo en la clínica que la prueba había dado positivo, salí corriendo y me hice el tatuaje.
– Extraña manera de celebrarlo, ¿no te parece?
– Soy una chica rara, tío Nat. Y aquélla quizá fue la época más extraña de mi vida. Vivía con dos tíos, Billy y Greg, en un cuchitril cerca de la Avenida C. Billy tocaba la guitarra; Greg, el violín; y yo cantaba. Considerando lo jóvenes que éramos, en realidad no se nos daba tan mal. La mayoría de las veces tocábamos en el parque de Washington Square. Y si no, en la estación de metro de Times Square. Me gustaba el eco de aquellas galerías subterráneas, cuando cantaba a grito pelado mis canciones y la gente echaba monedas y dólares en la funda del violín de Greg. Unas veces cantaba colocada, y Billy decía que era su fulanita grogui y borrachita. Otras, cantaba serena, y Grez me llamaba la Reina del Planeta Equis. Joder, tío Nat, qué buenos tiempos. Cuando no ganábamos lo suficiente tocando, robaba en las tiendas. Entonces me llamaban Fosdick la Intrépida, como en el tebeo del detective Fearless Fosdick. Recorría a toda prisa los pasillos del supermercado, metiéndome filetes y pollos bajo el abrigo, sin disimular. En aquella época no me tomaba nada en serio. Una semana estaba enamorada de Greg. Y a la siguiente, de Billy. Me acostaba con los dos, y de pronto me quedé embarazada. Nunca supe quién era el padre, y como ninguno quiso serlo, les di la patada a los dos.
– Así que por eso no se lo dijiste a June. Porque no lo sabías.
– Me cago en la leche. Es increíble lo estúpida que soy. Joder, joder, joder. Juré que nunca se lo diría a nadie, y ahora voy y lo digo.
– No importa, Rory. Greg y Billy sólo son nombres para mí. No digas una palabra más si no quieres.
– Greg murió de una sobredosis dos años después de que Lucy viniera al mundo. Y Billy, simplemente, desapareció. No sé qué fue de él. Una vez me dijeron que volvió a casa de sus padres, acabó la universidad y ahora es profesor de música en un instituto del Medio Oeste. Pero ¿quién sabe si es el mismo Billy Finch? A lo mejor es otro.
Ni siquiera en Brooklyn podía Aurora estar segura de haberse librado completamente de David Minor. Mi nombre y dirección venían en la guía de teléfonos, y a su marido no le habría sido difícil encontrarla a través de mí. Me estremecía ante la idea de otra confrontación con aquel cerdo farisaico, pero me reservé mis temores y no dije nada a Rory. Minor era un asunto tan penoso para ella que apenas se atrevía a hablar de él, y yo no quería remover inquietudes pasadas que se sumaran a los problemas que ahora tenía que afrontar. A medida que pasaban los meses, empecé a sentirme más esperanzado, pero no fue hasta finales de junio cuando finalmente pude dejar de preocuparme y olvidar el asunto. Una mañana apareció en mi buzón un abultado sobre blanco, y como no me di cuenta de que no iba dirigido a mí sino a Aurora Wood c/o Nathan Glass, lo abrí antes de que pudiera percatarme del error. Contenía una breve nota escrita a mano que decía lo siguiente:
Querida mía:
Es mejor así.
Buena suerte, y que Dios tenga siempre piedad de ti.
David
Adjunto a la nota venía un documento de siete páginas que resultó ser una sentencia de divorcio del condado de Saint Clair, en el estado de Alabama, por la cual se disolvía el matrimonio entre David Wilcox Minor y Aurora Wood Minor por motivos de abandono de hogar.
Aquel día, mientras almorzábamos, pedí disculpas a Rory por haber abierto su correo, y luego le entregué la carta.
– ¿Qué es esto? -preguntó.
– Una nota de tu ex -contesté-. Junto con un montón de papeleo oficial.
– ¿Mi ex? ¿Qué es todo esto?
– Ábrelo y te enterarás.
Mientras observaba cómo leía la nota y recorría el documento con la vista, me sorprendió lo poco que cambiaba su expresión. Había pensado que sonreiría, que quizá llegaría a soltar unas carcajadas, pero su rostro no acusó emoción alguna. Sólo un indicio de algún sentimiento oculto, enigmático, pero resultaba imposible adivinar de qué clase.
– Bueno -dijo al fin-. Supongo que ya está.
– Eres libre, Rory. Si quisieras, mañana mismo podrías casarte con otro.
– No voy a dejar que me vuelva a tocar un hombre en lo que me queda de vida.
– Eso es lo que dices ahora. Algún día aparecerá alguien, y pensarás en casarte otra vez.
– No, lo digo en serio, Nathan. Esa parte de mi vida se ha acabado. Cuando David me encerró en aquella habitación, me dije: Ya está bien, jamás volveré a enamorarme de un hombre. Eso nunca me ha traído nada bueno. Y nunca me lo traerá.
– Te olvidas de Lucy.
– Vale, una cosa buena. Pero ya tengo una niña, no necesito otra.
– ¿Estás bien? Te encuentro muy decaída.
– Estoy perfectamente. Nunca me he sentido mejor.
– Ya llevas seis meses aquí. Vives en casa de Joyce, trabajas con Nancy, te ocupas de tu hija, pero quizá sea hora de que des el siguiente paso. Ya sabes, que hagas planes.
– ¿Qué clase de planes?
– No soy yo quien tiene que decirlo. Lo que tú quieras.
– Pero a mí me gustan las cosas tal como están.
– ¿Qué te parecería cantar? ¿No te tienta volver a empezar?
– A veces. Pero ya no quiero hacerlo como una profesión. No me importaría hacer algo los fines de semana por el barrio, pero nada de viajar, se acabaron las grandes ambiciones. No vale la pena.
– ¿Te gusta hacer joyas? ¿Estás satisfecha con eso?
– Más que satisfecha. Me paso con Nancy el día entero, ¿qué más se puede pedir? No hay otra como ella en el mundo. La quiero a rabiar.
– Todos la queremos.
– No, no lo entiendes. Quiero decir que la quiero de verdad. Y ella también me quiere.
– Pues claro que sí. Nancy es una de las personas más cariñosas que he conocido.
– Sigues sin entenderlo. Lo que intento decirte es que estamos enamoradas. Nancy y yo somos amantes.
– …
– Tendrías que verte la cara, tío Nat. Ni que te hubieras tragado la máquina de escribir.
– Lo siento. Es que no lo sabía. Vi que habíais congeniado enseguida. Que os caías muy bien, pero… pero no me había dado cuenta de que las cosas habían llegado tan lejos. ¿Y desde cuándo dura eso?
– Desde marzo. Todo empezó unos tres meses después de que me fuera a vivir a su casa.
– ¿Por qué no me lo has dicho antes?
– Tenía miedo de que se lo dijeras a Joyce. Y Nancy no quiere que lo sepa. Cree que su madre se volvería majareta.
– Entonces, ¿por qué me lo dices ahora?
– Porque pienso que sabes guardar un secreto. No me vas a fallar, ¿verdad?
– No, no te voy a fallar. Si no quieres que Joyce se entere, no se lo diré.
– ¿Y yo no te he defraudado?
– Por supuesto que no. Si Nancy y tú sois felices, mejor para vosotras.
– Es que tenemos tantas cosas en común, ¿sabes? Es como si fuéramos hermanas y estuviéramos siempre en la misma onda. En todo momento sabemos lo que está pensando o sintiendo la otra. Con todos los hombres con los que he estado, siempre era cuestión de hablar…, palabras, explicaciones, charla y nada más. Y con ella, no tengo más que mirada y es como si estuviera dentro de mi piel. Nunca he sentido eso con nadie. Nancy lo llama el vínculo mágico, pero yo sólo lo llamo amor, pura y simplemente. La unión verdadera.
«IGUAL QUE TONY»
Cumplí mi promesa y no dije nada a Joyce, pero si guardaba el secreto era tanto para ayudar a las chicas como para protegerme a mí mismo. En caso de que Joyce descubriera la verdad, no estaba muy seguro de cómo iba a reaccionar. Sospechaba que no con calma, y entonces una posible consecuencia de su cólera sería buscar a alguien a quien echar la culpa. ¿Y quién mejor para representar el papel de chivo expiatorio que el tío de Aurora, el gorrón chapucero que la había convencido para introducir en el núcleo mismo de la familia Mazzucchelli a su corrompida sobrina, la cual se las había arreglado para convertir a la inocente Nancy en una ferviente y apasionada lesbiana? Me imaginé que Joyce acabaría echándolas a las dos de la casa, y en el consiguiente tumulto familiar yo me vería obligado a defender a la hija de mi hermana, lo que me enfrentaría a Joyce hasta el punto de que yo también terminaría de patitas en la calle. Para entonces llevábamos un año juntos, y sabe Dios que aquello era lo último que deseaba.
Un domingo tranquilo y caluroso, justo después de las vacaciones de verano, quedamos por la noche en mi casa para cenar y ver películas. Después de llamar a un restaurante tailandés para pedir la cena, se volvió hacia mí y me dijo:
– No te vas a creer lo que se traen entre manos.
– ¿A quiénes te refieres? -pregunté.
– A Nancy y Aurora.
– No sé. Hacen joyas y luego las venden. Cuidan de sus hijos. Lo normal.
– Se acuestan juntas, Nathan. Están enrolladas.
– ¿Cómo lo sabes?
– Las he pillado. El jueves por la noche me quedé aquí, ¿te acuerdas? A la mañana siguiente me levanté pronto, y en vez de irme derecha a trabajar, volví a casa a cambiarme de ropa. Por la tarde iba a venir el fontanero, y subí a la habitación de Nancy para recordárselo. Abrí la puerta, y allí estaban las dos, desnudas encima de las sábanas, dormidas y abrazadas la una a la otra.
– ¿Se despertaron?
– No. Cerré la puerta sin hacer ruido, y luego bajé la escalera de puntillas. ¿Qué iba a hacer? Estoy deshecha, me dan ganas de cortarme las venas. Pobre Tony. Por primera vez desde que dejó este mundo, me alegro de que esté muerto. Me alegro de que no viva para ver esta… esta monstruosidad. Se le habría partido el alma. Su propia hija acostándose con otra mujer. Cada vez que lo pienso me dan ganas de vomitar.
– No hay mucho que puedas hacer, Joyce. Nancy es una mujer hecha y derecha, y puede acostarse con quien le dé la gana. Y lo mismo puede decirse de Aurora. Las dos lo han pasado muy mal. Ambas llevan a la espalda la carga de una ruptura matrimonial, y es probable que estén un poco hartas de los hombres. Eso no significa que sean lesbianas, ni tampoco que su relación sea para toda la vida. Si encuentran consuelo la una en la otra durante una temporada, ¿qué tiene eso de malo?
– Lo malo es que es repugnante y antinatural. No entiendo cómo puedes tomártelo con tanta tranquilidad, Nathan, de verdad que no. Es como si no te importara.
– La gente siente lo que siente. ¿Quién soy yo para decir si aciertan o se equivocan?
– Pareces un activista de los derechos de los homosexuales. Dentro de nada me dirás que has estado liado con hombres.
– Me cortaría el brazo derecho antes de irme a la cama con un hombre.
– Entonces, ¿por qué defiendes a Nancy y Aurora?
– Primero porque ellas no son yo. Y porque son mujeres.
– ¿Y qué significa eso?
– No estoy seguro. Pero como a mí me gustan tanto las mujeres, puedo entender por qué una mujer puede sentirse atraída por otra.
– Eres un cerdo, Nathan. Eso te excita, ¿verdad?
– Yo no he dicho eso.
– ¿Es eso lo que haces por la noche cuando estás aquí solo? ¿Sentarte ahí a ver películas porno de lesbianas?
– Hmmm. Nunca se me ha ocurrido. Debe ser más divertido que sentarme a escribir mi estúpido libro.
– No me tomes el pelo. Estoy al borde de un ataque de nervios, y tú gastando bromas.
– Porque no es asunto nuestro, por eso.
– Nancy es mi hija…
– Y Rory mi sobrina. ¿Y qué? No nos pertenecen. Sólo las tenemos en préstamo.
– ¿Qué voy a hacer, Nathan?
– Puedes hacer como si no supieras nada y dejadas en paz. O si no puedes darles tu consentimiento. No tiene por qué gustarte, pero ésas son las dos únicas cosas que puedes hacer.
– También las podría echar de casa, ¿no crees?
– Sí, supongo que sí. Y acabarías lamentándolo durante todos los días de tu vida. No vayas por ese camino, Joyce. Intenta encajar los golpes. Lleva la cabeza alta. Que no te tomen el pelo. Vota a los demócratas en todas las elecciones. Pasea en bici por el parque. Sueña con mi cuerpo inigualable y perfecto. Toma vitaminas. Bebe ocho vasos de agua al día. Apoya a los Mets. Ve mucho al cine. No te mates a trabajar. Haz un viaje conmigo a París. Ven al hospital cuando Rachel tenga el niño y coge en brazos a mi nieto. Cepíllate los dientes después de cada comida. No cruces la calle con el semáforo en rojo. Defiende al débil. Hazte valer. Recuerda lo hermosa que eres. Acuérdate de lo mucho que te quiero. Bebe un whisky con hielo todos los días. Respira profundamente. Mantén los ojos abiertos. No comas grasas. Sueña el sueño de los justos. Recuerda cuánto te quiero.
Su reacción ante la noticia correspondía más o menos a mis previsiones, aunque al menos Joyce no me hacía responsable de los actos de Rory, que era lo único que me interesaba en aquellos momentos. Lamentaba que hubiera abierto aquella puerta, sentía que se hubiese enterado de aquella manera tan horrorosa e imborrable, pero antes o después, le gustara o no, tendría que asimilar la situación. Llegó la cena, y dejamos de hablar de Nancy y Aurora durante un rato para concentrarnos en lo que comíamos. Recuerdo que aquella noche yo tenía más hambre que de costumbre, y en unos minutos me zampé los aperitivos y las gambas picantes con albahaca. Luego pusimos la tele y empezamos a ver una película titulada Los escoltas, una del Oeste de 1950 con Joel McCrea de protagonista. En un momento dado los vaqueros están de palique, sentados alrededor de una fogata, y el vejete de la cuadrilla (interpretado por James Whitmore, me parece) suelta una frase que me arrancó una sonora carcajada. «Me está gustando esto de envejecer», dice. «Quita las preocupaciones de la vida.» Besé a Joyce en la mejilla y musité:
– Ese imbécil no sabe lo que dice.
Y por primera vez en toda la noche hice reír a mi abatida y aún perpleja enamorada.
Diez minutos después de la carcajada de Joyce, mi vida tocaba a su fin. Estábamos sentados en el sofá, viendo la película, cuando de repente sentí un dolor en el pecho. Al principio creí que era acidez de estómago, una simple indigestión producida por la cena, pero el dolor siguió creciendo, extendiéndose por todo el tórax como si me hubieran prendido fuego a las entrañas, como si me hubiera tragado un cubo de plomo derretido, y poco después tenía un brazo dormido y tal hormigueo en la mandíbula que parecía que me habían clavado mil agujas invisibles. Había leído lo suficiente sobre ataques al corazón para saber que tenía los síntomas clásicos, y como el dolor proseguía su marcha ascendente, alcanzando cada vez mayores cotas de insoportable intensidad, di por supuesto que me había llegado la hora. Intenté levantarme, pero nada más dar dos pasos me desplomé y empecé a retorcerme en el suelo. Me agarraba el pecho con ambas manos, no podía respirar, y Joyce me tenía en sus brazos, mirándome a la cara y diciéndome que aguantara. Oí su voz a lo lejos.
– Ay, Dios mío. Ay, Dios mío, igual que Tony.
Y entonces ya no estaba allí, y la oí gritar, diciendo a alguien que enviaran una ambulancia a la calle Uno. Por increíble que parezca, no estaba asustado. El ataque me había transportado a otra dimensión, a una zona donde las cuestiones de vida y muerte carecían de importancia. Bastaba con asumir las cosas. Simplemente se aceptaba todo lo que viniera, y si aquella noche hubiera visto venir a la muerte, habría estado preparado para recibirla. Cuando los enfermeros me subieron a la ambulancia, me di cuenta de que Joyce estaba otra vez allí, frente a mí, con las mejillas llenas de lágrimas. Si no recuerdo mal, creo que logré sonreírle.
– No te me mueras, cariño -me dijo-. Por favor, Nathan, no te me mueras.
Luego se cerraron las puertas, y un momento después nos alejábamos de allí.
INSPIRACIÓN
No me morí. Y al final, lo que tuve ni siquiera fue un ataque al corazón. Aquel dolor insufrible se debía a una inflamación de esófago, pero nadie lo sabía en aquellos momentos, y pasé el resto de la noche y casi todo el día siguiente diciendo adiós a la vida.
La ambulancia me condujo al Hospital Metodista de la Séptima Avenida, y como todas las camas estaban ocupadas, me pusieron en uno de esos pequeños cubículos reservados para pacientes cardíacos en la sala de urgencias de la planta baja. Una tenue cortina verde me separaba del mostrador de recepción (cuando las enfermeras se acordaban de echarla), y salvo una breve excursión a la unidad de rayos X al fondo del pasillo, durante todo el tiempo que me tuvieron allí no hice nada aparte de estar tumbado en una estrecha cama. Con el corazón conectado a un monitor, la aguja del gota a gota clavada en el brazo y los tubos de oxígeno metidos en la nariz, no tenía más remedio que estar echado de espaldas. Me sacaban sangre cada cuatro horas. En caso de que se hubiera producido una trombosis coronaria, se habrían desprendido algunos fragmentos de tejido lesionado que estarían circulando por el torrente sanguíneo, lo que acabaría reflejándose en los análisis. Una enfermera me explicó que hasta pasadas veinticuatro horas no lo sabrían con certeza. Entretanto, debía quedarme allí tumbado y esperar a que todo concluyera, a solas con el miedo y la malsana imaginación mientras mi sangre contaba poco a poco la historia de lo que me había pasado o dejado de pasar.
Continuamente traían camillas con nuevos pacientes, que uno tras otro pasaban frente a mí con ataques epilépticos y oclusiones intestinales, cuchilladas y sobredosis de heroína, brazos rotos y cabezas ensangrentadas. Se oían voces que llamaban, teléfonos que sonaban, carros de comida que traqueteaban por el pasillo. Todo eso sucedía a dos pasos de la punta de mis pies, aunque por la impresión que me causaba bien podía estar ocurriendo en otro planeta. No creo haber estado nunca más indiferente hacia lo que me rodeaba que aquella noche, más encerrado en mí mismo, más ausente. Nada parecía real aparte de mi propio cuerpo, y mientras estaba allí tumbado, inmerso en aquella disociación, me puse a imaginar obsesivamente los circuitos de venas y arterias que se entrecruzaban en mi pecho, la tupida red interior de sangre y grumos. Estaba a solas conmigo mismo, escarbando en mi interior con una especie de conmocionada desesperación, pero también me encontraba muy lejos, flotando por encima de la cama, por encima del techo, por encima del tejado del hospital. Sé que no tiene sentido, pero mi estancia en aquel recinto, encajonado entre los pitidos de aquellos aparatos y los cables prendidos a la piel, fue lo más parecido a no estar en ninguna parte, a encontrarme a la vez dentro y fuera de mí mismo.
Eso es lo que ocurre cuando uno va a parar al hospital. Te desnudan, te ponen uno de esos camisones humillantes, y de repente dejas de ser quien eres. Te conviertes en la persona que habita tu cuerpo, y en adelante no eres más que la suma de todas las insuficiencias de ese cuerpo. Verse reducido de ese modo equivale a perder todo el derecho a la intimidad. Cuando vienen los médicos y las enfermeras y se ponen a hacer preguntas, hay que contestar. Quieren mantenerte con vida, y sólo alguien que no quiera vivir les dará respuestas engañosas. Si por casualidad te encuentras en un pequeño cubículo, y a menos de un metro a la derecha hay otra persona que es interrogada por un médico o una enfermera, no puedes dejar de oír sus respuestas. No es que quieras saber necesariamente todo lo que se dice, pero te encuentras en una posición en la que resulta imposible no enterarse. Así es como conocí a Ornar Hassim-Alí, de cincuenta y tres años, empleado en una empresa de alquiler de coches con conductor, oriundo de Egipto, con esposa, cuatro hijos y seis nietos. Entró en el cubículo poco después de la una de la madrugada tras haber sentido dolores en el pecho mientras cruzaba el puente de Brooklyn haciendo un servicio. En cuestión de minutos, supe que tomaba pastillas para la tensión, que seguía fumando un paquete diario pero que intentaba dejarlo, que sufría de hemorroides y le daba algún que otro mareo, y que vivía en Estados Unidos desde 1980. Cuando se marchó el médico, Ornar Hassim-Alí y yo hablamos durante casi una hora. No importaba que fuéramos desconocidos. Cuando alguien cree que va a morir, habla con el primero que quiera escucharlo.
Dormí muy poco aquella noche -un par de cabezadas de diez o quince minutos-, pero más o menos una hora antes de amanecer me quedé profundamente dormido. A las ocho vino una enfermera a tomarme la temperatura, y al mirar a la derecha vi que la cama de mi compañero de cubículo estaba vacía. Le pregunté qué le había pasado a Hassim-Alí, pero no supo darme una respuesta. Acababa de empezar su turno, me dijo, y no sabía nada de aquel señor.
Cada cuatro horas, los análisis de sangre daban negativo. Por la mañana vinieron a verme Joyce, Tom y Honey, y Aurora y Nancy; pero a ninguno se le permitió quedarse más de unos minutos. A primera hora de la tarde, también apareció Rachel. Todos empezaban haciéndome la misma pregunta -¿Qué tal me encontraba?-, y yo contestaba siempre lo mismo: Bien, muy bien, estupendamente, no os preocupéis por mí. Para entonces el dolor había desaparecido y empezaba a sentirme más optimista sobre las posibilidades de salir de allí por mi propio pie. Dije: No he superado un cáncer para morirme de un infarto como un gilipollas. Era una declaración absurda, pero a medida que pasaban las horas y los análisis de sangre seguían dando negativo, me aferré a ello como prueba lógica de que los dioses habían decidido perdonarme, de que el ataque de la víspera no había sido más que una demostración de su poder para decidir mi destino. Sí, podía morirme en cualquier momento; y desde luego había tenido la seguridad de que iba a morirme cuando estaba en los brazos de Joyce, tirado en el suelo de la sala de estar. Si había algo que aprender de aquel roce con la muerte era que mi vida, en el sentido más estricto de la expresión, ya no era mía. Sólo tenía que recordar el dolor que me había desgarrado las entrañas durante el terrible cerco de fuego para comprender que cada aliento que me llenaba los pulmones era un regalo de aquellos dioses caprichosos, que en lo sucesivo cada latido de mi corazón me sería concedido por un arbitrario acto de gracia.
Hacia las diez y media, la cama vacía fue ocupada por Rodney Grant, de treinta y nueve años, maestro albañil especialista en tejados que se había desmayado mientras subía una escalera aquella misma mañana. Sus compañeros habían llamado a una ambulancia y allí estaba, con su brevísimo camisón de hospital, un negro corpulento y musculoso, con cara de niño y aspecto de estar verdaderamente muerto de miedo. Tras su entrevista con el médico, se volvió hacia mí y me dijo que se moría de ganas de fumar un cigarrillo. ¿Creía yo que le pasaría algo si iba al servicio y se fumaba un pitillo? No lo sabrá hasta que lo intente, le dije, y para allá se fue, desconectándose del monitor y empujando por el pasillo su gota a gota. Cuando volvió unos minutos después, me sonrió y dijo:
– Misión cumplida.
A las dos de la tarde, una enfermera abrió la cortina y le informó de que lo iban a trasladar a la unidad cardiovascular. Como nunca se había desmayado ni le habían diagnosticado nada más preocupante que una varicela y una leve alergia al polen, el joven estaba confuso.
– Parece bastante grave, señor Grant -le anunció la enfermera-. Sé que ya se encuentra mejor, pero el doctor necesita hacerle algunas pruebas.
Le deseé suerte cuando se fue, y entonces volví a quedarme solo en el cubículo. Pensé en Omar Hassim-Alí, tratando de recordar los nombres de sus hijos, y me pregunté si a él también lo habrían trasladado a la planta de arriba. Era una suposición lógica, pero mientras miraba el colchón vacío a mi derecha, no podía dejar de pensar que se había muerto. No tenía la más mínima prueba que confirmara aquella hipótesis, pero ahora que habían conducido a Rodney Grant a su incierto futuro, la cama vacía parecía habitada por una misteriosa fuerza destructiva que borraba del mapa a los hombres que depositaban en ella, conduciéndolos a un reino de oscuridad y olvido. La cama vacía significaba muerte, ya fuera real o figurada, y mientras sopesaba las implicaciones de ese pensamiento, empezó a apoderarse de mí otra idea que poco a poco fue prevaleciendo sobre todo lo demás. En cuanto vi adónde me conducía, comprendí que se me acababa de ocurrir la idea más importante que había tenido jamás, una idea lo bastante grande como para tenerme ocupado todas las horas de todos los días que me quedaran de vida.
Yo no era nadie. Rodney Grant no era nadie. Omar Hassim-Alí, nadie. Javier Rodríguez -el carpintero jubilado de setenta años que ocupó la cama hacia las cuatro- no era nadie. Tarde o temprano moriríamos todos, y cuando se llevaran nuestros cadáveres y los enterraran, sólo nuestros amigos y familiares sabrían que habíamos muerto. Nuestro fallecimiento no se anunciaría por radio y televisión. No habría esquelas en el New York Times. No escribirían libros sobre nosotros. Ése es un honor reservado a los poderosos, a los que han ganado la fama, a quienes poseen alguna cualidad excepcional, pero ¿quién se molesta en publicar biografías de gente corriente, de esos olvidados que van a trabajar todos los días, con quienes nos encontramos por la calle y que apenas nos molestamos en observar?
En general, las vidas se esfuman. Una persona muere y poco a poco todo rastro de su vida desaparece. Un inventor sobrevive en sus invenciones, un arquitecto está presente en sus edificios, pero la mayoría de la gente no deja tras de sí monumento alguno ni logros duraderos: una estantería con álbumes de fotos, la cartilla de notas del colegio, el trofeo de una bolera, un cenicero birlado en un hotel de Florida en la última mañana de unas vacaciones vagamente recordadas. Unos cuantos objetos, algunos documentos, y unas cuantas impresiones causadas a otras personas. Estas últimas siempre tienen historias que contar sobre el muerto, pero las más de las veces se mezclan fechas, se suprimen hechos, se distorsiona cada vez más la verdad, y cuando a esas personas les llega su turno de morir, la mayoría de las historias desaparece con ellas.
Mi idea era la siguiente: crear una empresa que publicara libros sobre los olvidados, rescatar historias, hechos y documentos antes de que desaparecieran para luego darles forma y construir una narración continua, el relato de una vida.
Las biografías se publicarían por encargo de los amigos y parientes del sujeto, en ediciones particulares de pequeña tirada: entre cincuenta y trescientos o cuatrocientos ejemplares. Me imaginaba escribiéndolas yo mismo, pero si la demanda crecía demasiado, siempre podría contratar a otros para que me echaran una mano: poetas y novelistas en apuros, ex periodistas, universitarios sin trabajo, incluso Tom, quizá. Los costes de elaboración y publicación de los libros serían elevados, pero no quería que mis biografías fueran un lujo que sólo pudieran permitirse los ricos. Para familias de escasos recursos, contemplaba un nuevo tipo de póliza de seguros a tenor de la cual se entregaría mensual o trimestralmente una insignificante suma de dinero para sufragar los gastos del libro. En vez de seguro de vida o de hogar, seguro de biografía.
¿Me había vuelto loco al pensar que podría sacar adelante aquel proyecto tan inverosímil? No lo creía. ¿Qué hija no querría leer una biografía fidedigna de su padre, tanto si había sido obrero de una fábrica como subdirector de un banco rural? ¿Qué madre no querría leer la vida de su hijo, un policía muerto en acto de servicio a los treinta y cuatro años? En todos los casos debería ser una cuestión de amor. Cónyuges, hijos, parientes, hermanos: sólo los lazos más fuertes. Vendrían a verme seis meses o un año después de la muerte del sujeto. Para entonces ya habrían asimilado su fallecimiento, pero seguirían sin superarlo, y ahora que habían reanudado su vida cotidiana, comprenderían que jamás podrían sobreponerse. Querrían devolver a la vida al ser querido, y yo haría todo lo humanamente posible para satisfacer su deseo. Resucitaría a esa persona con palabras, y una vez impresas las páginas y encuadernada la historia entre las cubiertas, tendrían algo a lo que aferrarse durante el resto de su vida. Y además ese algo viviría después de su muerte, nos sobreviviría a todos.
Nunca debe subestimarse el poder de los libros.
LA CRUZ MARCA EL LUGAR
Los resultados del último análisis de sangre vinieron poco después de medianoche. Era demasiado tarde para que me dieran el alta del hospital, así que me quedé hasta la mañana siguiente, planificando febrilmente la estructura de mi nueva empresa mientras veía cómo el exhausto Javier Rodríguez dormitaba en la cama de al lado. Pensé en algún nombre que pudiera captar el espíritu de la tarea que tenía frente a mí, y al final se me ocurrió Biografías a todo riesgo, neutro pero descriptivo. Más o menos una hora después decidí dar el primer paso poniéndome en contacto con Bette Dombrowski en Chicago para preguntarle si le interesaría encargarme la biografía de su ex marido. Parecía apropiado que el primer libro de la colección fuera sobre Harry.
Luego me dejaron marchar. Salí a la calle, y al sentir el aire fresco de la mañana me alegré tanto de estar vivo que me dieron ganas de gritar. En lo alto, el cielo era del más puro e intenso azul. Si caminaba deprisa, podría llegar a la calle Carroll antes de que Joyce se fuera a trabajar. Nos sentaríamos en la cocina a tomar una taza de café, viendo a los niños corretear como ardillas a nuestro alrededor mientras sus madres los preparaban para ir al colegio. Luego acompañaría a Joyce al metro, y me despediría de ella con un beso y un abrazo.
Eran las ocho de la mañana cuando puse el pie en la calle, las ocho de la mañana del 11 de septiembre de 2001; justo cuarenta y seis minutos antes de que el primer avión se estrellara contra la torre norte del World Trade Center. Sólo dos horas después, la humareda de tres mil cuerpos carbonizados se desplazaría hacia Brooklyn, precipitándose sobre nosotros en una nube blanca de cenizas y muerte.
Pero de momento todavía eran las ocho de la mañana, y mientras caminaba por la avenida bajo aquel radiante cielo azul era feliz, amigos míos, el hombre más feliz que jamás haya existido sobre la tierra.
(2003-2004)