Margaret Weis & Tracy Hickman

El templo de Istar

La Reunión

Una figura solitaria caminaba sigilosa hacia la distante luz. Nadie podía oírla, el eco de sus pisadas era absorbido por la vasta negrura que la rodeaba. Bertrem se abandonó a una momentánea turbación al contemplar las interminables hileras de libros y pergaminos que formaban parte de las Crónicas de Astinus y narraban la historia de su mundo, la historia de Krynn.

«Es como ser engullido por el tiempo», pensó con un suspiro, mientras observaba los silenciosos documentos. Cruzó su mente un repentino deseo de ser transportado a un lugar lejano, donde no tuviera que afrontar la ardua tarea que le aguardaba.

«Estos volúmenes contienen toda la sapiencia del orbe —se dijo en actitud meditabunda—. Sin embargo, nunca hallé un indicio capaz de facilitarme la intrusión en la mente de su autor».

Bertrem se detuvo junto a la puerta a fin de asumir el valor necesario. Sus ondeantes ropajes de Esteta se ordenaron en torno a su figura, cayendo en pliegues correctos y regulares. No obstante, su estómago rehusó seguir el ejemplo de la túnica y daba violentos saltos en sus entrañas. Se acarició con la mano el cuero cabelludo, un gesto nervioso y evocador de una época en que la elección de su oficio aún no le había costado la pérdida de sus cabellos.

«¿Qué le preocupaba?», se preguntó desalentado; aparte, por supuesto, del respeto que le infundía entrar a ver al Maestro, algo que no había hecho desde… desde… Un escalofrío recorrió su cuerpo. En efecto, desde que el joven mago estuviera a punto de morir en el umbral de la Gran Biblioteca durante la última guerra.

Guerra… cambios, eso era lo que había significado. Al igual que su ropa, el mundo parecía haberse apaciguado en su derredor, pero presentía nuevas metamorfosis, como le ocurriera dos años atrás. Deseaba poder impedirlas…

Bertrem volvió a suspirar. «No voy a impedir nada si me quedo plantado en la oscuridad», se amonestó. Se sentía incómodo, como si lo acechara una horda de fantasmas. Una brillante luz refulgía al otro lado de la puerta, esparciéndose por las rendijas hacia el vestíbulo. Tras lanzar una fugaz mirada a las sombras de los libros, pacíficos cadáveres que reposaban en sus tumbas, el Esteta accionó el picaporte y penetró en el estudio de Astinus de Palanthas. Aunque estaba dentro, éste no le habló, ni siquiera alzó la vista.

Atravesando con paso comedido la rica alfombra de lana de oveja que yacía extendida sobre el suelo marmóreo, Bertrem fue a detenerse ante el gran escritorio de madera bruñida. Durante unos minutos no despegó los labios, absorto en la contemplación de la mano con que el historiador guiaba la pluma de uno a otro lado del pergamino, a un ritmo rápido y regular.

—¿Y bien, Bertrem? —lo interrogó Astinus sin cesar de escribir.

El Esteta leyó las letras que, aunque invertidas para él, eran claras y fáciles de descifrar.

En el día de hoy, Hora de Vigilancia Nocturna subiendo hacia el 29, Bertrem ha entrado en mi estudio.

—Crysania, de la casa de Tarinius, desea veros, Maestro. Afirma que la esperáis. —Su voz se estranguló en un susurro, debido al enorme esfuerzo que había realizado para articular tan breves palabras.

Astinus continuó su labor.

—Maestro —aventuró Bertrem con voz queda, temblando ante su propia osadía—. No sabíamos qué hacer, después de todo es la hija de Paladine y nos resultó imposible negarle la admisión. Lo que…

—Condúcela a mis aposentos privados —ordenó el cronista sin cejar en su empeño ni mirar a su interlocutor.

La lengua de Bertrem se incrustó en su paladar con tal fuerza que quedó momentáneamente sin habla. Las letras fluían de la pluma sobre el blanco pergamino.

En el día de hoy, Hora Postvigilia subiendo hacia el 28, Crysania de Tarinius ha acudido a su cita con Raistlin Majere.

—¡Raistlin Majere! —exclamó el Esteta, liberada su lengua por el pasmo y el horror—. ¿Debemos permitir que entre?

Astinus alzó al fin los ojos, y la irritación frunció su entrecejo. Al interrumpirse los fluidos trazos de su pluma un silencio sobrenatural envolvió la estancia, a la vez que Bertrem palidecía. El rostro del cronista podía tildarse de atrayente aunque de un modo atemporal, ajeno a las facciones habituales de los hombres. Después de verle nadie recordaba sus rasgos salvo sus ojos, aquellos ojos oscuros, alertas, penetrantes y en constante movimiento que parecían contemplarlo todo sin un parpadeo. A través de sus pupilas comunicaba un vasto universo de impaciencia, que recordó a Bertrem el paso inexorable del tiempo. Mientras ellos hablaban discurrían preciosos minutos de la Historia sin que nadie los registrara.

—Perdonadme, Maestro. —El Esteta se inclinó en una humilde reverencia y retrocedió presuroso por el estudio, cerrando la puerta al salir. Una vez en el exterior se enjugó el sudor que goteaba por su calva y se internó en los pasillos marmóreos, callados, de la Gran Biblioteca de Palanthas.

Astinus se detuvo en el umbral de su residencia privada para contemplar a la mujer que lo esperaba en su interior.

Situada en el ala occidental de la Gran Biblioteca, la morada del historiador era pequeña y, al igual que todas las salas del recinto, se hallaba repleta de libros encuadernados de los modos más diversos imaginables, que atestaban los estantes adosados al muro y vertían sobre la zona central de habitáculos un ligero olor a moho, como un mausoleo que hubiera permanecido sellado a lo largo de los siglos. El mobiliario era escaso, prístino. Las sillas, de madera trabajada en exquisitas tallas, resultaban duras e incómodas y estaban distribuidas por la cámara en torno a una mesa baja, próxima a la ventana, que no adornaba ningún objeto y reflejaba ahora la luz del sol poniente en su lisa y negra superficie. Reinaba en la habitación un orden perfecto, incluso la leña del hogar —las noches primaverales eran frescas en esta región septentrional— yacía amontonada con tal pulcritud que se asemejaba a una pira funeraria.

Aun así, pese a la pureza y primitivismo que dimanaba del aposento privado del cronista, el lugar parecía un mero espejo donde se dibujaba la belleza fría e indefinible de la mujer que allí aguardaba, sentada, con las manos unidas en el regazo.

Crysania de Tarinius adoptaba una actitud paciente. No se estremecía, ni siquiera suspiraba al contemplar la máquina del tiempo alimentada por agua que se alzaba en un rincón. Tampoco leía, aunque Astinus estaba seguro de que Bertrem le había ofrecido un libro. No recorría la estancia ni examinaba los pocos ornamentos que se alineaban en las vitrinas destinadas a los volúmenes más valiosos. Estaba sentada en una rígida e inclemente silla con los ojos, claros y brillantes, fijos en los ribetes encarnados de las nubes que se alzaban sobre las montañas como si quisiera guardar en su retina el espectáculo del primer, o acaso el último, crepúsculo de Krynn.

Tan absorta se hallaba en la visión que se desplegaba al otro lado de la ventana que Astinus entró sin que se percatase. La examinó el cronista con intenso interés, algo que no era inusitado en él pues solía escrutar a todo ser viviente con la misma mirada insondable. Lo que ya resultó más insólito fue la conmiseración y el hondo dolor que cruzó por un momento su rostro al observar a la mujer.

Astinus registraba la Historia. Lo había hecho desde los albores del tiempo, viéndola pasar ante sus ojos y reproduciéndola en sus libros. No podía predecir el futuro, éste era jurisdicción de los dioses, pero sabía interpretar los signos del cambio, esos indicios que tanto habían inquietado a Bertrem. Oía, en su erguida postura, el goteo del agua que fluía por el ingenio medidor del tiempo. Si abría su palma en el chorro, cesaría su discurrir, mas los minutos seguirían pasando.

El cronista centró su atención en la mujer, de quien mucho había oído hablar pese a no conocerla en persona. Tenía el cabello oscuro, de un negro azulado similar al del mar cuando se remansa por la noche. Lo llevaba peinado hacia atrás a partir del centro de la cabeza, sujeto mediante una horquilla de madera desprovista de adornos. Este severo estilo no favorecía sus facciones delicadas ya que destacaba su palidez, su rostro vacío del color de la vida. Sus ojos grises parecían demasiado grandes, y la sangre no bañaba sus labios.

En su adolescencia, sus sirvientes trenzaban y ondulaban aquella melena negra de acuerdo con la moda del momento, insertando agujas de plata u oro y adornándola con engarces de ricas joyas. Teñían sus pómulos con zumo de bayas, y la ataviaban con lujosos vestidos rosa pálido o azul indefinido. Sus pretendientes esperaban turno para agasajarla.

Los ropajes que ahora vestía eran blancos, como correspondía a una sacerdotisa de Paladine, y lisos, aunque confeccionados con fina tela. No exhibía más adorno que un cinturón de oro que ceñía su delgado talle, además del Medallón del Dragón de Platino propio de los seguidores del dios del Bien. Rodeaba su cabeza una holgada capucha alba que realzaba la marmórea frialdad de su tez.

El adjetivo «marmórea» se le antojó a Astinus muy adecuado, con una salvedad: el mármol podía calentarse bajo el influjo del sol.

—Yo te saludo, Hija Venerable de Paladine —dijo el cronista, dando un paso al frente y cerrando la puerta a su espalda.

—Saludos, Astinus —respondió Crysania de Tarinius a la vez que se levantaba.

Mientras avanzaba en su dirección el historiador se sorprendió ante la rapidez y longitud, casi masculinas, de sus zancadas, discordes a su entender con su delicado porte. También su apretón de manos fue firme y enérgico, algo poco usual en las mujeres de Palanthas, que no solían estrechar las palmas de sus congéneres y se limitaban a ofrecer las yemas de los dedos.

—Quiero agradecer tu gesto al perder unos minutos de tu valioso tiempo para actuar como parte neutral en este encuentro. Sé que te disgusta interrumpir tus estudios —declaró Crysania con voz gélida.

—Mientras no sea inútil el sacrificio no me importa en absoluto —respondió el cronista, reteniendo su mano y traspasándola con los ojos—. Debo admitir, no obstante, que lamento esta situación.

—¿Por qué? —La sacerdotisa examinó su rostro atemporal en actitud perpleja. De pronto, comprendió y esbozó una sonrisa, que no animó sus facciones más de lo que la luna pudiera avivar una helada capa de nieve invernal—. No crees que venga, ¿verdad?

Astinus dio un respingo, soltando la palma de la mujer como si se hubiera desvanecido su interés por su mera existencia. Alejóse de ella, avanzó hacia la ventana y se asomó a la ciudad de Palanthas, cuyos blancos edificios resplandecían bajo la caricia de los últimos rayos del sol con una fascinadora belleza. Sólo había una excepción, sólo una mole permanecía intocada por el astro rey incluso en los momentos más luminosos del día.

Fue en esta edificación donde se posaron los ojos del cronista. Erguida en el centro de la hermosa ciudad, sus torres de piedra negra se retorcían en pos del cielo a la vez que sus minaretes, recientemente reconstruidos por el poder de la magia, lanzaban rojizos destellos en el crepúsculo y, al hacerlo, asumían la apariencia de unos dedos espectrales que trataran de izarse sobre un cementerio profanado.

—Hace dos años entró en la Torre de la Alta Hechicería —recordó Astinus, con voz desapasionada, al comprobar que Crysania se unía a él en la ventana—. Franqueó sus puertas en medio de la noche, la única luna que surcaba el firmamento era aquella que ninguna luz proyecta. Atravesó el Robledal de Shoikan, un bosque de árboles malditos que ningún mortal, ni siquiera los kenders, osan jalonar. Se abrió camino hasta la cancela donde aún yacía suspendido el cuerpo del mago perverso que, al exhalar su último suspiro, envolvió la Torre en una maldición y se arrojó desde sus almenas, ensartándose en la verja como un temible centinela. Pero cuando él arribó, el guardián se inclinó ante su figura, las puertas se abrieron sin oponer la menor resistencia y Raistlin se recluyó entre tan misteriosos muros. En todo este tiempo nadie ha observado ningún movimiento ni indicio de vida. Él no ha salido y, si ha admitido a alguien, su acceso pasó desapercibido a los palanthianos. ¿Y tú esperas que aparezca aquí?

—Es el Amo del Pasado y del Presente —afirmó Crysania encogiéndose de hombros—. Al venir no hizo sino cumplir los augurios.

Astinus la contempló asombrado.

—¿Conoces su historia?

—Por supuesto —contestó tranquila la sacerdotisa, clavando en el cronista una fugaz mirada y desviando de nuevo los ojos hacia la Torre, que comenzaba a fundirse con las sombras nocturnas—. Un buen general siempre estudia al enemigo antes de entablar la lucha. Ningún detalle relativo a Raistlin Majere puede escapárseme, y sé que esta noche se presentará.

Crysania siguió atisbando la enigmática Torre con el mentón alzado, sus labios exangües cerrados en una línea recta y las manos enlazadas en la espalda.

El rostro del historiador asumió una súbita gravedad y, tras unos instantes de meditación en los que sus ojos parecieron entelarse, dijo con la voz carente de emociones que le caracterizaba:

—Estás muy segura de ti misma, Hija Venerable de Paladine. ¿Por qué?

—Mi dios me ha hablado —fue la concluyente respuesta de Crysania, que no apartaba la vista de la oscura mole—. En un sueño se dibujó en mi mente el Dragón de Platino y me reveló que el Mal, después de ser desterrado del mundo, había regresado encarnado en Raistlin Majere, el mago de Túnica Negra. Nos enfrentamos a un terrible peligro, y me ha sido concedido el honor de combatirlo. —A medida que hablaba su semblante marmóreo se fue animando, y un fulgor de claridad envolvió sus ojos grises—. ¡Será la prueba de mi fe a la que he suplicado someterme! Ya en mi niñez presentí que estaba destinada a realizar una gran hazaña, un servicio importante al mundo y sus pobladores. Ahora tengo mi oportunidad.

La severidad se iba adueñando del rostro de Astinus, hasta que al fin inquirió de forma abrupta:

—¿Paladine se dirigió a ti en estos términos?

Crysania, percibiendo la desconfianza de aquel hombre, selló sus labios. El fino surco que se esbozó en su frente fue la muestra visible de su ira, además de una calma, aún más estudiada, con que pronunció sus próximas palabras.

—Lamento haber mencionado esta revelación, Astinus, discúlpame. Se trata de un diálogo entre mi dios y yo, algo sagrado que nunca debe discutirse. Sólo lo he sacado a relucir para demostrarte que el maligno hechicero no dejará de venir. No puede evitarlo, es Paladine quien se lo ordena.

Tanto se enarcaron las cejas del historiador que casi desaparecieron en su cano cabello.

—Ese «maligno hechicero», tal como tú le llamas, sirve a una divinidad tan poderosa como Paladine: Takhisis, la Reina de la Oscuridad. O quizá no debería emplear el verbo «servir» refiriéndome a él —apostilló con una sonrisa irónica.

La frente de la sacerdotisa se relajó, y ésta recuperó la serenidad al responder:

—El Mal se vuelve contra sí mismo y el Bien vencerá de nuevo, del mismo modo que se impuso en la Guerra de la Lanza. Derrotasteis entonces a Takhisis y a sus dragones y, con la ayuda de Paladine, yo triunfaré contra la perversidad al igual que Tanis, el Semielfo, el héroe que expulsó de Krynn a la Reina Oscura.

—Si Tanis, el Semielfo, obtuvo aquella victoria fue gracias al concurso de Raistlin Majere —replicó Astinus imperturbable—. ¿O acaso es ésa una parte de la leyenda que prefieres ignorar?

Ningún atisbo de emoción alteró la plácida expresión de la sacerdotisa. Sin cesar de sonreír, indicó al cronista con el dedo extendido hacia la calle:

—Míralo, ahí viene.

El sol se ocultó tras las lejanas montañas y el cielo, iluminado por un postrer resplandor, asumió unas bellas tonalidades purpúreas. Unos criados entraron en silencio en la alcoba para encender la fogata, que prendió sin sobresalto, como si el historiador le hubiera enseñado a mantener intacto el reposo de la Gran Biblioteca. Crysania volvió a sentarse en la incómoda silla, juntando de nuevo las manos en su regazo. Su semblante denotaba la frialdad y calma habituales, si bien un tenue fulgor en sus ojos grises revelaba la intensa excitación de su pálpito.

Nacida en el seno de la noble y acaudalada familia Tarinius de Palanthas, una familia casi tan antigua como la ciudad misma, Crysania había gozado del bienestar que el dinero y el rango suelen otorgar. Inteligente, poseedora de una férrea voluntad, podría haberse convertido en una mujer testaruda y caprichosa de no haber alimentado sus sabios y amantes progenitores el enérgico talante de su hija para que floreciera bajo la forma de una inquebrantable confianza en sí misma. En toda su vida, Crysania había cometido tan sólo un acto susceptible de disgustar a sus padres, pero de tal naturaleza que les había causado un hondo pesar. Había rehusado contraer matrimonio con un apuesto y aristocrático joven, llevada por el deseo de consagrar su existencia al servicio de unos dioses largo tiempo olvidados.

Oyó por vez primera las palabras del clérigo Elistan cuando éste visitó Palanthas tras concluir la Guerra de la Lanza. Su nueva religión, que no era sino una manifestación de las creencias más ancestrales, se extendía como la pólvora por Krynn desde que la leyenda atribuyera a su fe un papel decisivo en la derrota de los reptiles perversos y sus amos, los Señores de los Dragones.

Mientras lo escuchaba, su actitud estaba teñida de escepticismo. Aquella mujer se había criado entre relatos en los que se explicaba cómo las divinidades habían castigado a Krynn con el Cataclismo, derribando la montaña de fuego para asolar la tierra y hundir la ciudad sagrada de Istar bajo el Mar Sangriento. Más tarde, según el rumor popular, los dioses volvieron la espalda a sus criaturas y rechazaron cualquier vínculo con ellas. Crysania estaba dispuesta a oír cortésmente a Elistan, pero guardaba argumentos contrarios a sus afirmaciones y deseaba exponérselos.

Al conocerlo recibió una impresión favorable. Elistan se hallaba por entonces en pleno apogeo, era un ser atractivo y fuerte pese a su edad algo avanzada y se asemejaba a aquellos antiguos clérigos que batallaron —así lo contaban las leyendas— con el caballero Huma. Al iniciarse la velada Crysania encontró motivos para admirarle y al concluir se arrodilló a sus pies sollozando de gozo, convencida de que su alma había dado con el ancla que le faltaba.

El mensaje de su arenga fue que los dioses no habían abandonado a los hombres. Fueron éstos quienes se alejaron de las divinidades, exigiendo en un alarde de orgullo lo que el gran Huma había pretendido obtener a través de la humildad. Al día siguiente Crysania dejó hogar, riquezas, servidumbre, padres y cortejadores para mudarse al frío y reducido habitáculo sobre el que Elistan quería construir el nuevo templo de Palanthas.

Ahora, dos años después, la muchacha se había convertido en una de las Hijas Venerables de Paladine, una de las pocas elegidas que habían sido juzgadas dignas de conducir a la Iglesia en sus nuevos balbuceos. Esta paciente institución necesitaba de sangre fuerte y joven para propagarse, como respaldo de la energía y vitalidad que tan generosamente le había instilado Elistan. Al parecer el dios al que éste había servido con abnegada lealtad se disponía a llamarle a su regazo, y cuando sucediera el triste evento había de ser Crysania quien realizase su trabajo o, al menos, ésta era la creencia generalizada.

La sacerdotisa sabía que estaba preparada para aceptar el liderazgo de la Iglesia, pero ¿era suficiente? Como le había confesado a Astinus, presintió desde su tierna infancia que estaba en su destino ofrecer al mundo un importante servicio. Guiar a los fieles en tareas rutinarias, ahora que la guerra había concluido, se le antojaba aburrido e incluso mundano, razón por la que suplicaba a menudo a Paladine que le asignase una tarea realmente espinosa. Anhelaba sacrificarlo todo, incluso la vida, en aras de su fidelidad al dios del Bien.

Y, al fin, sus plegarias obtenían respuesta. En estos momentos esperaba, presa de una ansiedad que no lograba disimular. Ni siquiera el encuentro con aquel hombre, al decir de muchos la más poderosa fuerza del Mal en Krynn, le inspiraba el más ínfimo temor. De habérselo permitido su exquisita educación habría torcido el labio en una mueca desdeñosa. ¿Qué perversidad podía resistirse a la inquebrantable espada de su fe? ¿Qué malevolencia era capaz de traspasar su refulgente armadura?

Como un caballero que se dirigiera a una justa coronado con la guirnalda de su amor, sabedor de que no podía perder con tales prebendas ondeando al viento, Crysania mantuvo su mirada fija en la puerta y aguardó los clarines que anunciaban el torneo. Cuando se abrió la pesada hoja apretó aún más sus manos, que mantenía enlazadas y en reposo, animada por una gran excitación.

Entró Bertrem y sus ojos se clavaron en Astinus, que se encontraba inmóvil como una columna de piedra en una rígida butaca junto al fuego.

—El mago Raistlin Majere —declaró, más su voz se quebró en la última sílaba. Quizás evocaba la última vez que había introducido a este visitante, el día en que Raistlin apareció en la escalinata de la Gran Biblioteca moribundo y vomitando sangre. El cronista frunció el ceño frente a la falta de control del Esteta, quien se escabulló hacia el pasillo con toda la rapidez que le permitieron los volátiles pliegues de su túnica.

En un gesto involuntario, Crysania contuvo el aliento. Al principio no vio sino una sombra de negrura en el umbral, como si la misma noche hubiera tomado forma en la entrada. El impreciso contorno hizo una pausa.

—Adelante, viejo amigo —lo invitó Astinus con aquella voz desnuda de emociones.

Una tibia aureola rodeaba a la sombra, las llamas del hogar reverberaban en el negro terciopelo de su túnica. El fulgor se esparció en diminutas chispas, provocadas por el reflejo de la luz sobre las hebras de plata con que estaban bordadas las runas de la capucha, hasta que el sombrío ente fue tomando el aspecto de una figura envuelta en oscuros ropajes. Durante unos breves instantes el único indicio de que semejante criatura poseyera atributos humanos lo constituyó una mano esquelética apoyada en un bastón de madera. Coronaba la vara una bola de cristal, sostenida por la garra tallada de un Dragón Dorado.

Cuando la figura se introdujo en la estancia, la sacerdotisa sintió el aguijón del desencanto. ¡Había rogado a Paladine que le impusiera una tarea difícil! ¿A qué mal recalcitrante había de enfrentarse en aquella criatura? Ahora que podía verla con total claridad no distinguió sino un hombre enjuto, frágil, con los hombros ladeados, que parecía necesitar de su bastón para caminar a causa de una debilidad invencible. Conocía su edad, no sobrepasaba los veintinueve años, y, sin embargo, se movía como un humano de noventa que tuviera que andar despacio a fin de sostenerse sobre sus piernas.

«¿Qué prueba de mi fe entraña el hecho de vencer a este desecho? —recriminó la muchacha a Paladine—. No tengo que actuar para derrotarlo, el mal que anida en sus entrañas lo devora sin mi participación».

Situándose frente a Astinus, de espaldas a Crysania, Raistlin descubrió su cabeza al desprenderse de la capucha.

—Saludos, ser inmortal —dijo a Astinus con voz queda.

—Saludos, Raistlin Majere —respondió el cronista sin levantarse. Ribeteaba su voz una nota sarcástica, como si compartiera con el mago una broma secreta—. Permite que te presente a Crysania, de la casa de Tarinius.

Raistlin se volvió y ahora sí, ahora Crysania dio un respingo a la vez que un terrible dolor en el pecho le impedía articular las palabras e, incluso, respirar. Unas agujas invisibles pero punzantes traspasaban las yemas de sus dedos, un frío inexplicable convulsionó su cuerpo. Se arrebujó en su asiento sin poder evitarlo, con las manos agarrotadas y las uñas hundidas en la mortecina carne.

No veía ante ella más que un par de ojos dorados que brillaban desde las profundidades del abismo. Sus órbitas se asemejaban a un vacuo espejo que nada había de revelar del alma que cobijaban. Y las pupilas… la sacerdotisa las contempló en un rapto de terror. En medio de los áureos resplandores se dibujaban ¡sendos relojes de arena! En cuanto al rostro, no resultaba más halagüeño. Desfigurada por el sufrimiento, marcada por la torturada existencia que aquel ser había llevado durante siete años, desde que las duras pruebas en la Torre de la Alta Hechicería despojaran a su cuerpo del hálito de la vida y revistieran su piel de unos tintes metálicos, la faz del hechicero era una máscara impenetrable, tan insensible como la garra que adornaba el bastón.

—Hija Venerable de Paladine —susurró el humano con respeto y quizás un atisbo de reverencia.

Crysania se sobresaltó. Estaba perpleja, no era esto lo que esperaba.

Por alguna razón, la mujer no pudo moverse. La mirada del mago la tenía atenazada, y se preguntó con desasosiego si no la habría sumido en un hechizo. Como si hubiera adivinado su zozobra, él recorrió la alcoba y se detuvo frente a su silla en una actitud tranquilizadora de tal manera que, al alzar la vista, sus dorados ojos se le antojaron más cordiales pese al reflejo oscilante de las llamas.

—Hija Venerable de Paladine —repitió Raistlin, envolviéndola su voz en una suavidad comparable tan sólo a la aterciopelada negrura de su túnica—. Espero que te encuentres bien —añadió, pero ahora la sacerdotisa percibió un timbre de cínico sarcasmo. No le importó, sin embargo, pues para un desafío sí estaba preparada. Su tono respetuoso la había sorprendido, admitió enojada consigo misma, pero ahora, por fin, se había sobrepuesto a su momentánea flaqueza. Tras ponerse en pie, a su mismo nivel, aferró sin proponérselo el Medallón de Paladine y el contacto del frío metal le infundió valor.

—Creo que es superfluo este intercambio absurdo de formulismos sociales —lo espetó Crysania, recobrada la cordura—. Hemos apartado a Astinus de sus estudios, y sé que agradecerá que discutamos nuestro asunto con la mayor celeridad posible.

—No podría estar más de acuerdo —accedió el mago de la Túnica Negra con una ligera mueca del labio superior que cabía interpretar como una sonrisa—. He venido en respuesta a tu llamada. ¿Qué quieres de mí?

Crysania intuyó que su oponente se burlaba de ella y, acostumbrada a ser tratada con veneración en su círculo religioso, su ira fue en aumento. Lo estudió unos momentos con una nueva frialdad en sus ojos, y declaró:

—Estoy aquí para advertirte, Raistlin Majere, de que Paladine conoce tus diabólicos designios. Actúa con prudencia o te destruirá.

—¿Cómo? —preguntó tajante el hechicero, y sus ojos brillaron con una luz extraña, intensa—. ¿Cómo va a destruirme? —insistió—. ¿Se valdrá acaso de relámpagos de fuego? ¿De inundaciones mágicas? ¿O quizá derrumbará otra montaña ígnea?

Dio otro paso hacia la muchacha, quien se apartó sin perder la calma para situarse junto a la misma butaca que antes ocupara. Agarrando firmemente el alto respaldo, la rodeó y se encaró una vez más con el mago.

—Es de tu perdición de lo que te estás mofando —le respondió con voz pausada.

Raistlin torció más aún la boca, pero siguió hablando como si no hubiera oído sus palabras.

—¿Elistan? —pronunció en un siseo—. ¿Enviará a Elistan para aniquilarme? —Se encogió de hombros—. No, por supuesto que no. Se murmura que el sagrado clérigo de Paladine se siente cansado, débil, moribundo…

—¡No! —lo interrumpió Crysania y al instante se mordió el labio, disgustada por haberse dejado embaucar y exteriorizar sus emociones. Dio un prolongado suspiro, que le devolvió la compostura—. Los caminos de Paladine no pueden cuestionarse ni desdeñarse como tú pretendes hacer —dijo en gélida actitud, pero no pudo evitar que su voz flaqueara de manera casi imperceptible al añadir—: La salud de Elistan, por otra parte, no es asunto de tu incumbencia.

—Me interesa más su estado de lo que tú supones —repuso el mago con lo que a Crysania se le antojó una sonrisa despreciativa.

La sacerdotisa sentía palpitar el corazón en sus sienes. Concluida su frase, Raistlin salvó la silla que les separaba a fin de aproximarse a la joven, tanto que ésta no pudo sustraerse al calor sobrenatural que irradiaba su cuerpo a través de las lóbregas vestiduras. Olió el aroma empalagoso, pero no obstante agradable, que envolvía al mago como una aureola, un olor especiado… «¡Los componentes de sus hechizos!», comprendió de pronto. La idea le causaba náuseas así que, acariciando el Medallón de Paladine hasta sentir en su carne los cincelados cantos, interpuso de nuevo cierta distancia.

—Paladine se me apareció en un sueño —anunció altiva.

Raistlin prorrumpió en carcajadas. Pocos eran los que le habían oído reír, y esos pocos recordarían siempre los siniestros ecos en sus peores pesadillas. Aguda, afilada como una daga, aquella manifestación negaba la bondad, neutralizaba todo cuanto de honesto y auténtico tiene el mundo.

—He hecho lo que he podido para desviarte de la senda que intentas seguir —concluyó Crysania, escudriñándolo con un desdén que endureció sus ojos grises hasta teñirlos de un azul acerado—. Te he advertido porque era mi deber. Tu destrucción queda ahora en manos de los dioses.

De forma súbita, quizá consciente del arrojo inamovible con que la mujer le hacía frente, Raistlin dejó de reír. La observó atentamente, y sus ojos se encogieron en dos rendijas de luz dorada antes de ensancharse su rostro en una expresión de goce tan extraña, tan secreta, que Astinus se levantó de su asiento al presenciar aquel intercambio de fuerzas. El cuerpo del cronista bloqueó el resplandor de las llamas, y su sombra se proyectó sobre ambos. Raistlin dio un salto repentino, brusco, al mismo tiempo que se volvía hacia el insondable personaje a fin de clavarle una mirada furibunda.

—Cuidado, viejo amigo. ¿Pretendes interferirte en el curso de la Historia? —inquirió amenazador.

—Nunca haría tal cosa, como bien sabes —fue la respuesta—. Yo me limito a ver y registrar, soy neutral en todo acontecimiento. Conozco tus maquinaciones, tus planes, al igual que los de cuantas criaturas viven en el mundo. Por eso te ruego que me escuches, Raistlin, y que atiendas a mi aviso. Esta mujer es una elegida de los dioses, su título bien lo indica.

—¿Elegida de los dioses? Las divinidades nos aman a todos ¿no es cierto, Hija Venerable? —preguntó el hechicero dirigiéndose a Crysania. El timbre de su voz era ahora tan aterciopelado como la textura de su túnica—. ¿No está escrito en los Discos de Mishakal? ¿No son ésas las enseñanzas de Elistan?

—Sí —contestó la muchacha recelosa, segura de que se avecinaba una nueva burla por parte de aquel enemigo de los dioses del Bien. Pero el rostro metálico de Raistlin permaneció serio, asumiendo, de pronto, la apariencia de un erudito inteligente, sabio y ponderado—. Sí, está escrito. Me alegra descubrir que has leído el mensaje de los Discos, aunque resulta evidente que nada has aprendido de ellos. ¿Has olvidado lo que se dice en…?

Astinus la impidió proseguir.

—He pasado demasiado tiempo fuera de mi estudio —la atajó, y cruzó el suelo marmóreo hacia la puerta de la antecámara—. Llamad a Bertrem cuando queráis partir. Adiós, Hija Venerable de Paladine. Me despido de ti, viejo amigo.

El cronista manipuló el picaporte y el plácido silencio de la biblioteca penetró en el aposento, inundando su frescor a Crysania. Sintió la dama que aquella ráfaga le restituía el ánimo, y relajó la mano que tenía apretada en torno al Medallón. Con un movimiento grácil, aunque formal, respondió al saludo de Astinus, imitada por Raistlin.

Cuando se hubo cerrado la puerta tras el historiador, ambos permanecieron callados largo rato. Fue Crysania quien, sintiendo el poder de Paladine en sus venas, rompió el silencio para reanudar la conversación.

—No recordaba que fuiste tú y quienes viajaban contigo quienes recuperasteis los Discos sagrados. Es natural, pues, que los leyeras. Me gustaría discutir contigo su contenido de un modo más extenso pero, en todas nuestras futuras transacciones, deberás mostrar mayor respeto al referirte a Elistan —le ordenó más que le rogó.

Enmudeció estupefacta, contemplando cómo el enteco cuerpo del mago parecía desmoronarse ante sus ojos.

Convulsionado por espasmos de tos, doblado el pecho hacia adelante, Raistlin hacía denodados esfuerzos para respirar. Se bamboleaba y, de no ser por el bastón en el que se apoyaba, habría caído al suelo. Ignorando su aversión y repugnancia, Crysania alargó el brazo con un gesto instintivo, y, con las manos extendidas sobre los hombros enfermos, murmuró una plegaria curativa. Bajo sus palmas abiertas, el contacto de la túnica negra era suave y cálido en contraste con los músculos agarrotados, que denotaban el dolor de su oponente. La piedad invadió su corazón.

Raistlin se desembarazó de ella apartándola a un lado. Su tos se mitigó poco a poco y, cuando se restableció su pulso, la observó despreciativo y la imprecó:

—Te prohíbo que malgastes tus oraciones en mí, Hija Venerable. —Extrajo un pañuelo de bolsillo y se lo pasó por los labios. Antes de que volviera a guardarlo, no obstante, Crysania advirtió que estaba manchado de sangre—. El mal que me aqueja no tiene remedio —explicó—. Es el sacrificio, el precio que pagué por mi magia.

—No comprendo —balbuceó la sacerdotisa. Crispó las manos al evocar la aterciopelada tibiez de sus ropajes y, sin saber por qué, cruzó los dedos tras la espalda.

—¿De verdad? —inquirió Raistlin a la vez que penetraba su alma con aquellos inefables ojos dorados—. ¿Qué has sacrificado tú a cambio de tu poder?

Un tenue rubor, apenas visible bajo las agonizantes llamas, cubrió los pómulos de Crysania, del mismo modo que la boca del hechicero se enrojeció durante el ataque de tos. Alarmada por la intrusión de aquel ser en sus entrañas, desvió la mirada para posarla de nuevo en la ventana. La noche se cernía sobre Palanthas. Solinari, la luna argéntea, se perfilaba como una rendija de luz en la negrura mientras que su gemela Lunitari, la luna encarnada, no había surgido todavía en el firmamento. «Y la negra —se preguntó sin poder evitarlo—, ¿dónde está? ¿Puede verla realmente?».

—Debo irme —afirmó el mago con un molesto carraspeo—. Estos espasmos me debilitan, necesito descansar.

—Es natural. —Crysania había recobrado el sosiego, los últimos vestigios de sus emociones se recogieron en lo más profundo de su ser y pudo hacer frente de nuevo a la enigmática criatura—. Te agradezco que hayas acudido a mi cita…

—Pero no hemos concluido nuestra charla —la atajó Raistlin sin violencia—. Me gustaría que me concedieras la oportunidad de demostrarte que los resquemores de tu dios son infundados. Voy a hacerte una sugerencia: visítame en la Torre de la Alta Hechicería, allí me verás entre mis libros y entenderás el alcance de mis estudios. Cuando lo hagas se apaciguarán tus miedos. Como bien se nos enseña en los Discos, sólo tememos aquello que ignoramos.

Se aproximó a Crysania, y los ojos de la mujer estuvieron a punto de salirse de sus órbitas. Intentó alejarse, totalmente atónita, pero ella misma se había ido arrinconando hacia la ventana.

—No puedo entrar en la Torre —aventuró, asfixiada por la vecindad amenazadora del mago. Apenas sin aliento hizo ademán de alejarse, si bien el bastón que él blandía delante de ella le impidió todo movimiento. Resignada, concluyó su frase—: Los hechizos que guardan la mole no permiten franquear su umbral.

—Salvo a quienes yo quiero admitir —replicó Raistlin. Estiró entonces la mano y aferró la de la muchacha—. Eres muy valiente, Hija Venerable de Paladine —comentó—. No tiemblas al sentir mi contacto.

—Mi dios me protege —contestó Crysania desdeñosa.

El hechicero esbozó una sonrisa cálida y oscura a un tiempo, secreta como si estuviera destinada a sellar su complicidad. Aquella mueca fascinó a Crysania, quien dejó que la atrajera hacia sí. Transcurridos unos momentos él aflojó su garra y, colocando el bastón contra el respaldo de una silla, descansó sus esqueléticos dedos sobre la capucha blanca que rodeaba la delicada cabeza de la sacerdotisa. Ahora sí, ahora Crysania se estremeció, pero no acertaba a repeler su mano ni tampoco a hablar, tan sólo era capaz de contemplarlo asaltada por un pánico que no estaba en su mano superar ni aprehender.

Sujetándola firmemente, Raistlin rozó con sus labios ensangrentados la frente de la joven a la vez que farfullaba unas palabras ininteligibles. Luego la soltó sin más preámbulos.

Crysania se tambaleó con desmayo. Se llevó, aún mareada, la mano al lugar donde los labios de su interlocutor habían estampado la hiriente huella, que ardía en su piel como una marca de fuego.

—¿Qué has hecho? —exclamó en un jadeo entrecortado—. ¡No puedes sumirme en un encantamiento! Mi fe me protege…

—Por supuesto —repuso él sin dejarla terminar. El mago suspiró y en su semblante se dibujó una expresión de pesar, el pesar de aquellos que se saben incomprendidos y son objeto de constantes sospechas—. Me he limitado a transmitirte la fuerza mágica que te permitirá atravesar el Robledal de Shoikan. No resultará fácil —apareció de nuevo su sarcasmo—, pero sin duda tu fe te sostendrá.

Levantando la capucha sobre su cabeza, de tal modo que le ocultaba casi los ojos, Raistlin se despidió mediante un leve ademán de la sacerdotisa y se encaminó hacia la puerta con paso vacilante. Bajo el atento escrutinio de la Hija Venerable de Paladine, tiró del cordón de la campanilla y al instante acudió Bertrem, tan raudo que ella adivinó que había estado apostado al otro lado durante su plática. Apretó los labios y lanzó al Esteta una furibunda mirada, tan cargada de ira que éste palideció pese a ignorar el crimen cometido y se enjugó la húmeda frente con la manga de su vestidura.

Raistlin echó a andar en dirección hacia el pasillo, pero Crysania lo detuvo.

—Quiero disculparme por no haber confiado en ti —le dijo con suave acento—. Y también reiterar mi gratitud por tu presencia.

—Yo debo pedirte perdón por mi lengua desatada —repuso él girando la cabeza—. Adiós, Hija Venerable. Si no te asusta penetrar en el universo de la sabiduría ve a la Torre dentro de dos noches, cuando Lunitari se alce en la bóveda celeste.

—Allí nos encontraremos —le aseguró Crysania sin titubear, observando complacida cómo el terror demudaba el semblante de Bertrem. Tras despedirse con una fugaz sonrisa, depositó la mano en el respaldo de una trabajada butaca.

El hechicero abandonó la alcoba seguido por el Esteta, que cerró la puerta al salir.

Sola en la caldeada y silenciosa estancia, la sacerdotisa hincó las rodillas frente al asiento.

—¡Gracias, Paladine! —invocó—, acepto el desafío. ¡No te fallaré, no tendrás queja de mí!

Continente de Ansalon

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LIBRO I

1

De nuevo en «El Último Hogar»

Oía tras ella ruidos de pies ganchudos, que arañaban las hojas del bosque y las hacían crujir. Tika se puso en tensión, pero trató de actuar como si no se hubiera percatado de nada y siguió adelante a fin de atraer a la criatura. Aferraba con la mano la empuñadura de su espada y el corazón comenzó a latirle a un ritmo vertiginoso a medida que se acercaban las pisadas, hasta que la envolvió un hálito maloliente y sintió en su hombro el contacto de una garra. Dando media vuelta, la muchacha blandió la espada y arrojó al suelo, con gran estrépito… ¡Una bandeja repleta de jarras de cerveza!

Dezra emitió un alarido y retrocedió asustada, a la vez que los parroquianos de la taberna estallaban en sonoras carcajadas. Tika sabía que sus pómulos habían enrojecido tanto como su melena, y no acertaba a reprimir el temblor de sus manos ni su acelerado pulso.

—Desde luego, Dezra —dijo con frialdad—, posees la gracia y la inteligencia de una enana gully. Quizá podríais intercambiar con Raf vuestros respectivos quehaceres; tú te ocuparías de retirar los desperdicios y él serviría las mesas.

La increpada levantó la vista desde donde, de rodillas, recogía los fragmentos de cerámica esparcidos en un lago de líquido dorado.

—Quizá tengas razón y es lo que debería hacer —replicó enfurecida, y lanzó de nuevo los añicos al suelo—. Sirve las mesas tú misma, ¿o acaso el hacerlo está por debajo de tu rango, Tika Majere, heroína de la Lanza?

Tras traspasar a la muchacha con una mirada preñada de reproche Dezra se levantó, propinó desordenados puntapiés a los restos de las jarras para apartarlos de su camino y salió de la posada como una exhalación.

La puerta principal, al abrirse, se meció con violencia sobre sus goznes y provocó una curiosa mueca en el rostro de Tika, que había atisbado en la hoja de pesada madera unas resquebrajaduras poco halagüeñas. Afloraron a sus labios frases desabridas mas se mordió la lengua a sabiendas de que, si las pronunciaba, después lo lamentaría.

Como nadie acudiera a cerrar el maltratado batiente, la luz de la tarde se filtró en el local. El fulgor cobrizo del sol poniente se reflejó en la lustrosa superficie de la barra y reverberó contra las copas, danzando incluso en el charco de cerveza. Acarició asimismo los rojizos tirabuzones de Tika en un juego de fuerzas, ahogando al instante las risas burlonas de los parroquianos los cuales, sin darse apenas cuenta, posaron en la mujer miradas anhelantes.

Ella ni siquiera lo advirtió, estaba demasiado avergonzada de su acceso de ira para pensar en tales nimiedades. Se asomó a la ventana y vio que Dezra se enjugaba los ojos con el delantal, en el mismo momento en que un nuevo cliente entraba en la posada y, al ajustar la puerta, obstaculizaba el paso de la luz crepuscular. De todos modos, la fresca penumbra prestaba al establecimiento un clima más acogedor.

Tika se pasó también la mano por los ojos. «¿En qué clase de monstruo me estoy convirtiendo? —se preguntó azuzada por el remordimiento—. No ha sido culpa de Dezra, sino de esa terrible sensación que me corroe el alma. ¡Ojalá merodearan por aquí draconianos a los que enfrentarse! Cuando luchaba a brazo partido al menos conocía la causa de mis temores, podía entrar en acción y vencerlos. ¿Qué puedo hacer ahora, si ni siquiera soy capaz de identificar al objeto de mi inquietud?».

Unos gritos interrumpieron sus cavilaciones, voces que reclamaban cerveza y comida. Las risas inundaron el ambiente, desintegrándose en un sinfín de ecos entre los muros de «El Último Hogar».

«Esto era lo que quería recuperar, por eso volví. —Tika contuvo el llanto y se sonó con el paño de la barra—. Me encuentro de nuevo en casa, rodeada de personas tan acogedoras y cálidas como la puesta de sol. No oigo sino las más diversas manifestaciones de amor que cabe imaginar: risas, palmadas de camaradería, un perro que lame… ¿Un perro que lame?». Tika gruñó y abandonó el mostrador.

—¡Raf! —amonestó al enano gully, aunque en el fondo se sabía impotente para corregirlo.

—La cerveza se derrama, yo secar —explicó él, mirando a la posadera y sorbiendo las gotas que refulgían en sus comisuras.

Algunos de los parroquianos de antaño sonrieron pero unos pocos, nuevos en el local, contemplaron al enano con repugnancia.

—Haz el favor de utilizar un paño para limpiar ese desastre —le siseó Tika sin alzar la voz, mientras dedicaba una mueca de disculpa a los descontentos. Le alargó la bayeta de la barra y el gully se apresuró a recogerla, si bien la sostuvo inmóvil en su mano con una expresión alelada en los ojos.

—¿Qué quieres que yo hacer?

—Fregar la mancha que ha dejado el líquido vertido —le urgió la muchacha a la vez que trataba, sin éxito, de ocultarle de ciertas miradas tras su holgada y vaporosa falda.

—Yo no necesitar esto —repuso Raf solemne—. No voy a ensuciar tan bonito paño. —Devolvió la bayeta a Tika y, poniéndose de nuevo a cuatro patas, comenzó a lamer la cerveza, mezclada ahora con el barro de quienes entraban y salían.

A la joven le ardían las mejillas cuando se inclinó hacia adelante y levantó a Raf por el cuello de la camisa, sin cesar de zarandearlo.

—¡Usa el paño! —le susurró furiosa—. Los clientes están perdiendo el apetito. Y en cuanto termines despeja esa mesa enorme que hay junto a la chimenea. Espero a unos amigos, y…

Se interrumpió al ver que Raf la contemplaba con los ojos desorbitados, en un vano intento de asimilar tan complicadas instrucciones. Era una criatura excepcional, si se tienen presentes las aptitudes de los enanos gully, pues llevaba tan sólo unas semanas en la posada y Tika ya le había enseñado a contar hasta tres —pocos miembros de su raza sobrepasaban el dos—, además de ayudarle a eliminar su hedor. Esta inesperada proeza intelectual, combinada con la pulcritud, le habrían erigido en rey de su pueblo de haber alimentado el hombrecillo tales ambiciones. Sin embargo, era consciente de que ningún monarca en el mundo vivía como él, ninguno tenía ocasión de «secar» la cerveza que caía de las mesas ni de transportar los desechos. A su manera poseía un atisbo de inteligencia, si bien ésta tenía sus limitaciones y la joven humana había topado con ellas.

—Espero a unos amigos, y… —repitió, mas decidió abandonar sin concluir su frase—. No importa, basta con que limpies el suelo… valiéndote del paño. Luego búscame y te indicaré la próxima tarea —añadió en actitud severa.

—¿Yo no beber? —inquirió Raf suplicante, pero la mirada de Tika no admitía réplicas y él así lo captó—. De acuerdo, cumpliré tus órdenes.

Sin poder reprimir un suspiro de desencanto, el enano recuperó la bayeta que la muchacha le ofrecía y la extendió sobre el charco mientras farfullaba algo acerca de «echar a perder un brebaje delicioso». Reunió acto seguido las piezas de las jarras y, tras someterlas a un breve examen en su palma, esbozó una sonrisa y las embutió en desorden dentro de los bolsillos de su jubón.

Tika se preguntó qué pretendía hacer con aquellos fragmentos inservibles, pero sabía que era mejor no indagar y se abstuvo de hacerlo. Regresó en silencio al mostrador, bajó otros recipientes del estante y los llenó hasta el borde de espuma sin que le pasara desapercibido, aunque optó por disimular, que Raf se había cortado con un canto especialmente afilado y ahora estaba acuclillado, estudiando con gran interés el gotear de la sangre entre sus dedos.

—¿Has visto a Caramon? —preguntó al enano gully con aire casual.

—No, pero sé dónde buscarlo —contestó él mientras se frotaba la mano herida contra el cabello—. ¿Tú quieres que yo ir?

—¡Ni hablar! —lo espetó la posadera frunciendo el ceño—. Está en casa.

—Creo que tú equivocar —replicó Raf con un movimiento de cabeza—. No después de que el sol se pone…

—¡Está en casa! —se obstinó ella. Era tal su cólera que el enano se encogió en su rincón.

—¿Nos apostamos algo? —propuso el hombrecillo, aunque en un tono de voz muy quedo. El talante de Tika en los últimos días era sumamente explosivo.

Por suerte para Raf, el ama no lo oyó. Terminó de llenar las nuevas jarras de cerveza y las llevó en una bandeja a un nutrido grupo de elfos, que se habían agrupado en una mesa junto a la entrada.

«Espero a unos amigos. Amigos entrañables», repitió una vez más, ahora para sus adentros.

Tiempo atrás la idea de ver a Tanis y Riverwind se le habría antojado excitante, maravillosa. Ahora, en cambio… suspiró, distribuyendo las bebidas sin conciencia de lo que hacía. «Permitan los auténticos dioses —suplicó— que vengan y se vayan con la mayor premura posible. Sobre todo, que partan sin demora. Si se quedaran, averiguarían lo que está ocurriendo».

Este pensamiento hundió el ya escaso ánimo de Tika en una depresión que, al instante, se tradujo en un ligero temblor de sus labios. Si permanecían en la posada sería el fin, así de claro y sencillo. Su vida se agotaría sin remedio. La atenazó, de pronto, un dolor insoportable y, depositando con gesto precipitado la última jarra rebosante de líquido, dejó a los elfos entre pestañeos incontrolables. No se percató de las miradas que éstos intercambiaron sin decidirse a beber, ni recordó nunca que era vino lo que habían pedido.

Cegada por las lágrimas, su única obsesión era escapar a la cocina, donde nadie pudiera verla. Los elfos se hicieron atender por una de las mozas y Raf, suspirando satisfecho, se acuclilló y lamió el resto de la cerveza que aún no había limpiado.

Tanis, el Semielfo, se hallaba al pie de una colina, oteando el camino recto y enfangado que se extendía frente a él. La mujer a la que escoltaba y sus monturas aguardaban a cierta distancia, ya que tanto ella como los caballos necesitaban descansar. Aunque el orgullo había impedido a la dama pronunciar una sola palabra, Tanis descubrió en su rostro los surcos cenicientos de la fatiga. Durante la jornada hubo incluso una vez en que comenzó a cabecear sobre la silla, casi dormida, y de no ser por el fuerte brazo de su compañero se habría deslizado hasta la calzada. Por este motivo, pese a su ansia por llegar al punto de destino no protestó cuando el semielfo declaró que quería explorar el terreno en solitario y la ayudó a desmontar, instalándola entre unos cómodos matorrales que la cobijaban de apariciones inoportunas.

Le producía cierto resquemor dejarla sin su protección, pero estaba convencido de que sus siniestros perseguidores habían quedado rezagados y no ofrecían peligro. Su insistencia en acelerar la marcha tuvo su recompensa, si bien ambos viajeros estaban doloridos y exhaustos. Tanis confiaba en mantener su ventaja el tiempo suficiente para poner a la mujer en manos de la única persona en Krynn susceptible de ayudarla.

Iniciaron la cabalgada al amanecer, en franca huida de un terror que los acechaba sin tregua desde que abandonaron Palanthas. La experiencia adquirida en la guerra, sin embargo, no permitía a Tanis determinar qué era exactamente lo que tanto pavor les causaba. Ni siquiera le servía para hacer frente a sus miedos. También su acompañante había presentido la velada amenaza, lo adivinaba en sus ojos, si bien la altivez que la caracterizaba conservaba cerrado el caparazón de sus temores. En cualquier caso, era el aspecto enigmático del desafío lo que lo tornaba más espantoso.

Mientras se alejaba de los matorrales Tanis se sintió culpable. No debería dejarla sola, ni perder un tiempo precioso. Todos sus instintos de guerrero se rebelaron contra su actitud, mas había algo que tenía que hacer sin la presencia de testigos. De otro modo incurriría en un aparente sacrilegio.

Sumido en todas estas cavilaciones estaba el semielfo al detenerse en la falda del monte para hacer acopio de valor. Cualquiera que lo observase concluiría que se disponía a luchar contra un ogro, pero no era tal el caso. Tanis, el Semielfo, regresaba al hogar… y anhelaba el reencuentro tanto como lo temía.

El sol de media tarde emprendía su viaje el ocaso, hacia la noche. El cielo se habría ensombrecido antes de que llegaran a la posada y no le gustaba la perspectiva de recorrer los solitarios caminos en la oscuridad, si bien le alentaba a continuar el conocimiento de que una vez allí concluiría aquel periplo de pesadilla. Encomendaría el cuidado de la mujer a una persona de probada competencia y seguiría rumbo a Qualinesti. Ahora, no obstante, debía afrontar la visión de tan familiares parajes, así que respiró hondo, se cubrió el rostro con la capucha verde y emprendió la escalada.

Al coronar la colina su mirada se posó en un enorme peñasco, envuelto en una gruesa capa de moho. Durante unos minutos los recuerdos lo abrumaron, hasta tal extremo que tuvo que cerrar los ojos debido al aguijonazo que infligían las lágrimas a sus párpados.

«¡Estúpida misión! ¡Es la aventura más ridícula en la que me he embarcado en toda mi vida!», —la voz del enano lanzaba ecos en su cerebro.

«¡Flint, viejo amigo! No lo resisto, me produce una sensación demasiado lacerante. ¿Por qué accedería a volver? Nada he de conseguir, nada más que avivar las cicatrices del pasado. Al fin mi vida es feliz, tranquila. ¿Quién me mandaría comprometerme a venir?».

Descargando la tensión en un prolongado y trémulo suspiro, abrió los ojos y examinó de nuevo el peñasco. Dos años atrás —haría tres en otoño— se había encaramado a este mismo montículo y se había topado con su amigo Flint Fireforge, el enano, sentado en la roca tallando madera y, como de costumbre, profiriendo quejas. El encuentro entre ambos había desencadenado acontecimientos que convulsionaron al mundo y culminaron en la Guerra de la Lanza, la pugna que devolvió a la Reina de la Oscuridad al abismo y, de este modo, puso término al poderío de los Señores de los Dragones.

«Ahora soy un héroe», caviló Tanis a la vez que estudiaba apesadumbrado la variopinta colección de condecoraciones que exhibía: el pectoral de los Caballeros de Solamnia; el cinto de seda verde emblema de los corredores de Silvanesti, las legiones más respetadas de los elfos; el medallón de Kharas, el más alto honor que podían conceder los enanos, y otras insignias similares. Nadie, humano, elfo o mestizo había sido más agasajado. ¡Qué ironía, él que detestaba los premios y las ceremonias se veía ahora obligado a llevar tan llamativos distintivos porque se lo exigía su rango! El viejo enano se habría reído de buen grado de poder contemplar su porte.

«¿Tú, un héroe?». —Casi oía sus burlas. Pero Flint estaba muerto, abandonó el mundo hacía dos primaveras entre los brazos de Tanis.

«¿Por qué la barba? Ya eres bastante feo sin ella…». —Habría jurado que oía de nuevo la voz del hombrecillo, las primeras palabras que pronunció al divisarle en el camino.

Tanis se atusó sonriente aquella crespa mata que ningún elfo en Krynn podía lucir y que constituía la señal externa, fehaciente, de su herencia humana.

«Flint sabía muy bien el motivo por el que me la dejaba crecer libremente. Me conocía mejor que yo mismo, era consciente del caos que arrasaba mi alma y de que tenía que aprender una lección fundamental», recapacitó el semielfo mientras seguía contemplando con nostalgia aquel lugar calentado por los rayos solares.

«Y la aprendí —musitó al amigo cuyo espíritu no había cesado de acompañarlo—. A sangre y fuego, pero asimilé su enseñanza».

Lo invadió un agradable aroma de madera quemada que, junto a los agonizantes reflejos solares y el fresco aire de primavera, le recordaron que aún faltaba por recorrer un largo trecho. Dio entonces media vuelta y contempló el valle donde habían transcurrido los agridulces años de su primera juventud. Sí, al girarse Tanis, el Semielfo, fijó su vista en Solace.

Era otoño cuando había visto por última vez la pequeña ciudad. Los árboles vallenwood deslumbraban al curioso con el abanico de matices propios de la estación, los rojos brillantes y dorados amarillos que se mezclaban, se difuminaban casi en el espectro purpúreo de las cumbres de los montes Kharolis, o el intenso azul del cielo reflejado, como si necesitara constatarse, en las aguas tranquilas del lago Crystalmir. Cubría el valle una ligera neblina formada por el humo de los hogares al elevarse a través de las chimeneas de la pacífica ciudad, un burgo cuyas construcciones se mecían sobre las ramas de los vallenwoods como nidos de pájaros. Flint y él estudiaron el oscilar de las luces que, una tras otra, se encendían en las casas protegidas por las hojas de los árboles. Solace era una de las maravillas de Krynn.

Durante unos minutos Tanis visualizó aquella panorámica en su imaginación con tanta claridad como si fuera auténtica y hubiera retrocedido en el tiempo. Despacio, sin que apenas lo percibiese, la primavera reemplazó al otoño y se borraron los contornos de su ensoñación. En efecto, el humo trazaba todavía espirales sobre los tejados, pero la mayoría de éstos resguardaban casas edificadas en el suelo. Dominaba la escena el verdor de los brotes nacientes, de la vida renovada, si bien a Tanis se le antojó que tal circunstancia no hacía sino realzar las negras heridas de la tierra; nunca desaparecían del todo las cicatrices de la hecatombe, aunque los surcos del arado las suavizasen en los campos de cultivo.

El semielfo meneó la cabeza en ademán negativo. Todos los moradores de Krynn creían que, al destruirse el retorcido Templo de la Reina Oscura en Neraka, la guerra había concluido. Todos ellos estaban ansiosos por sembrar el terreno asolado, socarrado bajo los hálitos de los Dragones, y olvidar así su sufrimiento.

Desvió los ojos hacia un gran círculo negro que se desplegaba en el centro del pueblo. Allí nada reverdecía, ningún arado podría sanar el suelo devastado entre las llamas y saturado por añadidura, de la sangre inocente de los millares de criaturas que asesinaran en su avance las tropas de los Señores de los Dragones.

Una débil sonrisa cruzó los labios de Tanis. Comprendía, sin que nadie se lo explicase, cuánto debía irritar aquella llaga abierta a quienes trabajaban para enterrar los vestigios de la espantosa epopeya. Él, sin embargo, se alegraba de que permaneciera indeleble y esperaba que su presencia perdurase por toda la eternidad.

Repitió en un susurro las palabras que oyera pronunciar a Elistan cuando el clérigo dedicó, en una solemne ceremonia, la Torre del Sumo Sacerdote a la memoria de los Caballeros que allí sucumbieron.

—Debemos recordar o caeremos en una peligrosa complacencia, tal como hicimos en el pasado, y el Mal volverá a surgir de las tinieblas.

«Si no lo ha hecho ya», se dijo Tanis desanimado. Con tal pensamiento pululando en su mente, inició el descenso de la colina.

«El Último Hogar» estaba abarrotado aquella noche. Aunque la guerra había destruido a numerosos habitantes de Solace, su término aportó tanta prosperidad a los sobrevivientes que algunos ya comenzaban a afirmar que «no fue tan terrible».

La ciudad, situada en una estratégica encrucijada de los caminos que jalonaban el país de Abanasinia, era visitada por múltiples viajeros. Sin embargo, en los días anteriores al estallido del conflicto la cantidad de itinerantes se redujo de manera considerable: los enanos, salvo algunos renegados como Flint Fireforge, se habían cobijado en su montañoso reino de Thorbardin o parapetado en las colinas circundantes, en un patente rechazo a comunicarse con el mundo; y los elfos habían hecho lo mismo, refugiándose en las bellas tierras de Qualinesti en el sudoeste o en las de Silvanesti, en el extremo oriental del continente de Ansalon.

La avasalladora contienda había alterado de nuevo las costumbres, reanudándose el movimiento que reinara en sus sendas antes de anunciarse los graves acontecimientos bélicos. Ahora elfos, enanos y humanos se desplazaban a menudo de un lugar a otro, tras abrirse sus urbes y territorios a quien quisiera conocerlos. Era una lástima que para alcanzarse este frágil estado de fraternidad se hubiera necesitado la aniquilación casi absoluta de los moradores del mundo de Krynn.

Pero volviendo a «El Último Hogar», hay que decir que, si bien fue siempre popular entre los nómadas por su excelente bebida y las patatas especiales de Otik, en los últimos tiempos había adquirido aún mayor renombre. La cerveza seguía siendo buena y las patatas, pese a haberse retirado su dueño, tan sabrosas como antaño, pero el auténtico motivo de la creciente fama de la posada era otro. Efectivamente, había corrido el rumor de que los héroes de la Lanza, como el pueblo llano había dado en apodarlos, frecuentaron el local varios años atrás.

Antes de abandonar el negocio, Otik había reflexionado seriamente sobre la conveniencia de colocar una placa conmemorativa cerca de la chimenea que dijera algo así como «Tanis, el Semielfo, y los Compañeros bebieron aquí». Tika, no obstante, se había opuesto con tanta vehemencia a su proyecto —sólo imaginarse lo que Tanis pudiera decir si veía algo semejante incendiaba las mejillas de la muchacha— que al fin renunció. Se resignó a no instalar ningún rótulo, pero no cesaba de contar a sus parroquianos la historia de la noche en que la mujer bárbara entonó su extraño cántico y curó a Hederick, el Teócrata, con una Vara de Cristal Azul, dando así testimonio de la existencia de los dioses antiguos y verdaderos.

Tika, que se había hecho cargo de la posada al dejarla Otik y esperaba ganar el dinero suficiente para comprarla, esperaba fervientemente que el anciano patrón se abstuviera de relatar estas proezas en el curso de la velada de esta noche. ¡Pobre muchacha! Ni siquiera todas las plegarias del mundo habrían conjurado tan difícil silencio.

Había en la sala varios grupos de elfos venidos desde Silvanesti para asistir a los funerales de Solostaran, Orador de los Soles y monarca de las tierras de Qualinesti. No sólo instaban éstos a Otik a repetir su narración, sino que la sazonaban con sus propias leyendas sobre cómo los héroes visitaron las regiones donde residían y los liberaron de un dragón perverso llamado Cyan Bloodbane.

La pelirroja muchacha advirtió que Otik la miraba de soslayo al mencionarse aquel nombre, ya que ella había sido uno de los miembros de la expedición a Silvanesti, pero se apresuró a silenciarlo mediante una briosa sacudida de sus bucles. Ésta era una de las partes de su viaje que siempre rehusaba explicar, ni siquiera discutir, y lo cierto era que rezaba todas las noches para olvidar las espantosas pesadillas relativas a tan torturada región.

Tika cerró los ojos unos segundos, deseando en lo más profundo de su ser que los elfos cambiaran de tema. Ya tenía bastantes sueños que la atormentaban en el presente como para evocar otros, pertenecientes a un pasado remoto.

«Ojalá lleguen y se vayan sin demora». Dedicó este anhelo a sí misma y a cualquier dios que pudiera escucharla.

Había concluido el fascinador crepúsculo y los clientes entraban sin cesar, ordenando platos y brebajes. Tika se había disculpado frente a Dezra y, después de derramar sendos torrentes de lágrimas, ambas corrían muy atareadas de la cocina a la barra y de ésta a las mesas, sin apenas dar abasto en el servicio. La nueva posadera se sobresaltaba cada vez que se abría la puerta, y rezongaba improperios cuando oía elevarse la voz de Otik por encima del entrechocar de jarras y cubiertos.

—… Recuerdo que era una noche de otoño y yo tenía más trabajo que un sargento de instrucción draconiano. —Tales comentarios siempre suscitaban risas aunque a Tika le rechinaban los dientes, en una actitud muy dispar. Era innegable que la audiencia aumentaba por momentos y nadie haría callar al ufano narrador—. La posada estaba entonces en lo alto de un árbol vallenwood, igual que toda la ciudad antes de que los dragones la arrasaran. ¡Ah, qué hermosa era en aquellos tiempos que nunca han de volver! —En este punto solía suspirar e iniciar un breve sollozo, que despertaba la compasión de la concurrencia—. ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí! Me hallaba yo detrás del mostrador, ocupado en mi quehacer, cuando se abrió la puerta…

Se abrió la puerta, con tal sincronización que se diría que era una escena ensayada. Tika apartó una mecha pelirroja de su sudorosa frente y aguzó la vista entre las cabezas. Invadió la estancia un repentino silencio, a la vez que el cuerpo de la muchacha se tornaba rígido y clavaba las uñas en su carne.

Un hombre altísimo, que incluso tuvo que bajar la cabeza para entrar, se erguía en el umbral. Tenía el cabello moreno, y un rictus severo y sombrío torcía sus labios. Aunque arropado en una gruesa zamarra de piel, su cadencia al andar y su porte denotaban la fuerza de sus músculos. Lanzó una fugaz mirada al atestado albergue, un escrutinio que inmovilizó a los presentes y que era, en realidad, fruto de su desconfianza frente a cualquier indicio de peligro.

Aquel examen paralizador fue sólo una reacción instintiva, pues cuando sus penetrantes ojos se posaron en Tika se relajaron sus rasgos en una sonrisa, que acompañó con el gesto de abrir los brazos.

La joven vaciló, pero la visión de su amigo la llenó de júbilo y, también, de una indecible nostalgia. Abriéndose paso entre el gentío, se dejó estrechar por el recién llegado.

—¡Riverwind, querido compañero! —susurró con voz entrecortada.

Tras afianzar a la mujer entre sus manos, Riverwind la alzó en volandas sin el menor esfuerzo. Los clientes comenzaron a vitorearlos aunque, en lugar de aplaudir, golpearon sus jarras contra las mesas en un sordo repiqueteo. No daban crédito a su suerte, puesto que había irrumpido en la posada uno de los héroes de la Lanza como si lo hubieran transportado hasta aquí las alas del relato de Otik. ¡Incluso su ropa respondía a la descripción! Estaban fascinados.

Así pues, después de soltar a Tika, el hombretón se despojó de su zamarra de piel y todos pudieron distinguir el pectoral de jefe de los habitantes de las Llanuras, con sus secciones en forma de «V» cosidas en cueros de distinta textura, representativas de cada una de las tribus que gobernaba. Su atractivo rostro, aunque más avejentado que cuando Tika lo viera por última vez, estaba curtido por el sol y las inclemencias atmosféricas, pero brillaba en sus ojos una llama de júbilo interior que demostraba que había hallado la paz tan perseguida durante años de penalidades.

A la muchacha se le hizo un nudo en la garganta y comprendió que debía apartarse, pero no fue lo bastante rápida.

—Tika —dijo él abrazándola de nuevo, con un acento algo hermético a causa de su larga permanencia entre su pueblo—, me produce un gran placer volver a verte ¡más bella que nunca! ¿Dónde está Caramon? Ardo en deseos de saludarle… ¿Ocurre algo, amiga mía?

—Nada en absoluto —respondió la joven con falso ánimo, al mismo tiempo que agitaba sus rojizos bucles y parpadeaba—. Ven, he reservado un lugar junto al fuego. Debes sentirte exhausto… y hambriento.

Lo guió a través de la muchedumbre sin parar de hablar, de tal modo que el hombre de las Llanuras no logró intercalar una sola palabra. Los parroquianos la ayudaron sin proponérselo, manteniendo a Riverwind ocupado al apiñarse en su derredor a fin de tocar su atuendo y maravillarse frente a la suavidad de sus pieles, o bien estrechar su mano —costumbre que los de su raza consideraban pura barbarie— o, incluso, verterle las copas contra el rostro en un intento de ofrecerle su contenido.

El guerrero aceptó con estoicismo aquel despliegue de atenciones mientras acechaba los movimientos de Tika en medio de la batahola, acariciando a intervalos la espléndida espada elfa que pendía de su costado. Su serio semblante adquiría matices sombríos cada vez que miraba hacia las ventanas como si, hastiado del viciado ambiente de la posada, del calor y el ruido, sólo pensara en salir a los campos que tanto amaba. Con una habilidad muy propia de ella, la muchacha hizo a un lado a los curiosos más exuberantes y no tardó en sentarse junto a su viejo amigo en una mesa aislada, próxima a la cocina.

—Enseguida vuelvo —le prometió, dedicándole una sonrisa y desapareciendo entre los fogones antes de que su interlocutor despegara los labios.

Los ecos de la voz de Otik se elevaron de nuevo, acompañados por un inesperado estallido. Al ver interrumpido su relato, el anciano utilizaba el bastón —una de las armas más temidas en Solace— para restituir el orden. Cojeaba de una pierna y también contaba, a la primera oportunidad que se presentaba, cómo le habían herido durante la caída de Solace cuando, por su propia cuenta, luchó con las manos desnudas contra los ejércitos de draconianos que invadían la ciudad.

Tras disponer en una fuente un plato de patatas especiadas y regresar junto a Riverwind, Tika clavó en Otik una mirada furibunda. Conocía la historia verdadera, es decir, que se lastimó la pierna al ser arrastrado fuera de su escondrijo bajo el suelo. La conocía pero nunca la reveló ya que, en el fondo de su alma, quería a aquel hombre como a un padre. Fue él quien la acogió y la crió al desaparecer su progenitor y fue él también quien le proporcionó un trabajo honrado en un momento de su vida en que, quizás, hubiera incurrido en el robo a fin de salir adelante. El mero hecho de recordar telepáticamente a Otik que estaba en situación de ponerle en evidencia bastaba para impedir que sus exacerbadas narraciones escalaran cumbres más altas.

El alboroto se había apaciguado cuando la joven se instaló en la mesa de Riverwind, así que pudo al fin establecer un diálogo.

—¿Cómo están Goldmoon y vuestro hijo? —inquirió jovial, sabedora de que su oponente la estudiaba con suma atención.

—Goldmoon está muy bien y te manda besos —respondió él con su profunda voz—. En cuanto al niño —sus ojos se llenaron de orgullo—, sólo tiene dos años y ya monta mejor que muchos guerreros y es muy alto para su edad.

—Esperaba que Goldmoon se decidiera a acompañarte —comentó Tika, emitiendo un suspiro que no estaba destinado a ser oído.

El hombre de las Llanuras engulló su cena en pocos minutos y, a su término explicó:

—Los dioses nos han bendecido con otro par de hijos. —Observó a la joven con una extraña expresión en sus oscuros ojos.

—¿Un par? —repitió ella perpleja—. ¡Ah, te refieres a un par de gemelos! —comprendió de pronto—. Igual que Caramon y Raist… —Se interrumpió, y comenzó a mordisquearse el labio.

Riverwind frunció el ceño y trazó en el aire la señal que ahuyentaba los malos presagios mientras ella, ruborizándose, desviaba los ojos. Una voz rugía en sus oídos, y tanto el calor como la algazara general contribuían a marearla. Se tragó como pudo el amargo sabor de boca que atenazaba su lengua para obligarse a preguntar más detalles sobre la vida de Goldmoon y, pasado un rato, pudo centrarse en la parrafada del hombretón.

—… Hay aún pocos clérigos en nuestras tierras. Tenemos numerosos conversos, pero los poderes de los dioses se manifiestan con lentitud. Ella trabaja duro, demasiado en mi opinión, pero cada día está más hermosa. Y los gemelos, que en realidad son niñas, han heredado su cabello áureo y plateado.

Tika esbozó una triste sonrisa y Riverwind, que no había cesado de examinar intrigado su faz, enmudeció. Apuró su ya casi vacío plato y lo apartó, a la vez que declaraba:

—Sería para mí un gran placer prolongar mi visita, pero no puedo abandonar a mi pueblo durante mucho tiempo. Como sabes, mi misión es de la máxima importancia. ¿Dónde está Cara…?

—Voy a comprobar si te han preparado la alcoba —lo atajó la joven, levantándose de un modo tan precipitado que derramó parte de la bebida sobre la oscilante mesa—. He ordenado al enano gully que te haga la cama, y ya puedes imaginar lo que eso significa: lo más probable es que lo encuentre durmiendo como un tronco.

Se alejó presurosa pero, en lugar de subir la escalera en dirección a las habitaciones, salió al exterior por la puerta de la cocina. Se perdió su vista en la negrura y, sin cesar de sentir la caricia del fresco aire sobre sus febriles pómulos, suplicó en un siseo a los dioses:

—Por favor, haced que parta de inmediato.

2

Añoranzas

Quizá lo que más temía Tanis de su regreso a Solace era enfrentarse a la visión de «El Último Hogar». Allí había comenzado todo, el próximo agosto haría tres años. Allí, junto a Flint y Tasslehoff Burrfoot, el incansable kender, había entrado una noche para encontrarse con los viejos amigos. Allí su mundo se había vuelto del revés, sin que nunca más se enderezara tal como era en un principio.

Pero a medida que cabalgaba hacia la posada notó que sus temores se sosegaban. Tanto había cambiado que incluso le asaltó la sensación de dirigirse a un lugar ignoto, vacío de recuerdos. Se erguía el local en el suelo en lugar de ocultarse entre el ramaje del robusto vallenwood como antaño, y se atisbaban ciertas novedades, tales como algunas alcobas recientes, necesarias si se pretendía acomodar a los incontables viajeros, y una techumbre de diseño más actual. Además de los rasgos evocadores del pasado, se habían borrado de su estructura las cicatrices de la guerra.

En el mismo instante en que Tanis empezaba a relajarse, se abrió la puerta principal de la posada. Brotó la luz del interior, formando su haz un camino de bienvenida y el aroma de las patatas llegó a sus vías olfativas, transportado por la brisa y acompañado de risas estentóreas, multitudinarias. Los recuerdos renacieron como impulsados por un resorte y el semielfo, sobrecogido, inclinó la cabeza.

Mas, quizá por fortuna, no tuvo tiempo de hacer elucubraciones. Cuando él y su compañera se acercaron al albergue, el mozo de las cuadras corrió presto a sujetar las riendas de sus cabalgaduras.

—Forraje y agua —le especificó Tanis, deslizándose por la silla y arrojando una moneda al muchacho. Acto seguido se desperezó a fin de desentumecer sus contraídos músculos—. Di instrucciones anticipadas de que me preparaseis un caballo brioso y descansado. Me llamo Tanis, el Semielfo, y espero que mi emisario llegase oportunamente.

Los ojos del mozo casi se desorbitaron. Ya había observado la refulgente armadura y rica capa que portaba el desconocido, pero al oír su nombre su curiosidad fue reemplazada por la más viva veneración.

—S-sí, señor —tartamudeó, desconcertado de que tan noble héroe se dignase hablarle—. Recibimos vuestro mensaje y el animal está a punto. ¿Queréis que os lo traiga ahora mismo, s-señor?

—No —respondió Tanis con una sonrisa—. Aguarda unas dos horas, hasta que haya concluido mi cena.

—D-dos horas. Sí, señor. G-gracias, señor. —Meneando la cabeza de una manera monótona, como alelado, el muchacho asió las riendas que el semielfo trataba de embutir en sus manos insensibles y permaneció quieto, boquiabierto, olvidando su trabajo hasta que el impaciente equino lo despertó de una sacudida y casi lo tiró al suelo.

Una vez se hubo alejado el caballerizo con el agotado animal, Tanis se volvió para ayudar a desmontar a su acompañante.

—Debes ser de hierro —dijo ella tras poner el pie en el suelo—. ¿De verdad tienes intención de proseguir el viaje esta misma noche?

—Voy a hacerte una confesión: me crujen todos los huesos del cuerpo —comenzó a explicar el semielfo pero, sintiéndose incómodo de repente, se interrumpió. Era incapaz de conducirse con naturalidad en presencia de aquella mujer.

Vio que la luz de la posada bañaba sus rasgos femeninos, y leyó en ellos fatiga y pesar. Sus ojos parecían hundirse en unos pómulos huecos, cenicientos. También su paso, en consonancia con su demacrado aspecto, era vacilante, así que Tanis se apresuró a ofrecerle su brazo como apoyo. Ella lo aceptó, pero sólo un momento. Hizo acopio de voluntad y logró mantenerse firme, apartándolo con suavidad pero sin titubeos, antes de contemplar interesada su entorno.

El dolor mortificaba al semielfo al más mínimo movimiento, por lo que imaginó cómo debía sentirse una mujer tan poco acostumbrada a los esfuerzos físicos. No le quedó otro remedio que admirarla, ya que debía admitir que no había proferido la más leve queja durante su largo e inquietante periplo. Se había mantenido a su altura, sin rezagarse ni desobedecer sus órdenes por absurdas que, quizá, se le antojaran.

«¿Por qué entonces, se preguntó, no le inspiraba ningún sentimiento? ¿Qué dimanaba de su persona, tan desagradable, que le irritaba e incluso le producía cierto agobio?». Al escudriñar su rostro halló la respuesta. La única calidez que se perfilaba en sus rasgos era la que reflejaban las llamas del vecino establecimiento. Todo en ella respiraba frialdad, carencia de pasiones y de… ¿De qué? ¿Acaso de humanidad? Así se le había mostrado en el interminable y azaroso viaje, fríamente correcta, secamente agradecida y gélidamente distante. «Quizás incluso me habría enterrado con perfecto aplomo e impasibilidad», pensó pero, como si se amonestara a sí mismo por tan irreverente idea, posó la vista en el Medallón que ceñía su cuello: el Dragón de Platino de Paladine. Por simple asociación evocó las palabras de despedida de Elistan, que el clérigo susurró en su oído poco antes de su partida.

«Es conveniente que la escoltes, Tanis —le dijo el frágil anciano—. En muchos aspectos emprende una epopeya similar a la que realizaste tú años atrás, en busca del conocimiento de sí misma. No, tienes razón, ella ignora el auténtico motivo —le aclaró al constatar su expresión dubitativa—. Avanza con la mirada alzada hacia el cielo, no ha aprendido todavía que cuando uno olvida la senda bajo sus pies acaba por tropezar. Si no lo entiende a tiempo su caída será irreversible —añadió con una triste sonrisa, a la vez que mascullaba una plegaria—. Depositemos nuestra confianza en Paladine —concluyó».

Tanis frunció el ceño entonces y volvió a fruncirlo ahora, mientras recapacitaba sobre esta última frase. Aunque llegó a adquirir una sólida fe en las divinidades —más a través del amor y las creencias de Laurana que por ninguna otra razón— se sentía inseguro al poner su vida en sus manos y aquellos que, como Elistan, cargaban a los dioses con tan exhaustivo fardo tenían la virtud de impacientarle. «Dejemos que el hombre se responsabilice de vez en cuando de sus actos», meditó nervioso.

—¿Qué sucede, Tanis? —preguntó Crysania con su habitual frialdad.

No se había percatado de que durante todo este rato la había mirado sin verla, por eso le sobrevino un acceso de tos y tuvo que aclarar su garganta antes de apartar los ojos. Por fortuna, el mozo regresó en aquel preciso instante en busca del caballo de la mujer y ahorró al semielfo la necesidad de contestar. Se limitó a señalar la posada, y ambos se encaminaron a ella.

—A decir verdad —comentó Tanis cuando el silencio se tornó tenso—, me gustaría pernoctar aquí y departir con mis amigos. Pero he de estar en Qualinesti pasado mañana, y sólo una cabalgada ininterrumpida me permitirá llegar a tiempo. Mis relaciones con mi cuñado no son tan íntimas que me permitan perderme el funeral de Solostaran, se lo tomaría como una ofensa. —Sonrió de un modo enigmático, y apostilló—: Una ofensa personal y política, supongo que me comprendes.

A los labios de Crysania asomó una mueca, pero el semielfo advirtió que no era una señal de asentimiento. Se trataba de un gesto tolerante por el que le daba a entender que estas cuestiones familiares y políticas no merecían el interés de alguien tan elevado en sus miras.

En el momento en que llegaban a la puerta de la taberna, Tanis reveló a su acompañante:

—Además, añoro a Laurana. Resulta curioso el hecho de que en nuestra vida cotidiana, pese a estar cerca uno del otro, nos absorben tanto nuestras respectivas obligaciones que en ocasiones pasamos varios días sin intercambiar un saludo o una caricia, salvo en los intervalos en que salimos de nuestros mundos. Ahora, sin embargo, cuando nos separa una distancia tangible, me asalta a menudo la impresión de que me falta mi brazo derecho. Y no he de pensar en ella para que me invadan tales sentimientos, es algo que surge de forma espontánea…

Calló de repente, convencido de haberse puesto en ridículo al hablar como un necio adolescente. No obstante, pronto constató que Crysania no lo escuchaba en absoluto pues su rostro marmóreo había adquirido, si cabía, una mayor lividez, hasta tal extremo que el resplandor argénteo de la luna se revestía de cierto calor al compararse con aquella epidermis. Meneando la cabeza, el semielfo abrió la puerta sin poder reprimir un suspiro de pesar. «No envidio a Caramon ni a Riverwind», se dijo interiormente.

Los sonidos familiares, la tibia atmósfera de la posada abrumaron a Tanis quien, durante unos segundos, lo vio todo envuelto en una nebulosa. Distinguió el perfil de Otik, más viejo y más orondo, apoyado en un bastón mientras se aproximaba para palmearle fuertemente los hombros en señal de bienvenida. También había personas con las que nada había tenido que ver en el pasado y que, por alguna razón, ahora apretaban su mano entre apasionadas muestras de amistad.

Al fondo, en un segundo plano respecto a la barahúnda, el viejo mostrador lanzaba cegadores destellos a través de su pulida superficie, y al dirigirse hacia él poco faltó para que el semielfo pisara a un enano gully. De pronto, se plantó frente a él un individuo altísimo cubierto de pieles, y se encontró sin saber cómo estrujado en un cariñoso abrazo.

—Riverwind —susurró sin aliento, aferrándose al cuerpo del hombre de las Llanuras.

—Hermano —respondió éste en que-shu, el dialecto de su pueblo. Los parroquianos del albergue se abandonaron a una retahila de atronadoras aclamaciones, si bien Tanis no les prestó atención por haber retenido su mirada la mano que acababa de posar sobre su brazo una mujer poseedora de una flamígera melena y un sinfín de pecas en la faz. Sin deshacerse del abrazo del fornido hombretón, el semielfo atrajo a Tika hacia él y los tres se fundieron en un círculo cerrado de amistad que no admitía ni el paso de una brizna de aire. Era el suyo un vínculo de dolor y de gloria.

Fue Riverwind quien los incitó a recobrar la cordura. Poco acostumbrado a exhibir en público sus sentimientos, el corpulento guerrero se recompuso entre toses nerviosas y retrocedió, pestañeando y adoptando una actitud ceñuda hasta ser otra vez dueño de sus actos. Tanis, bañada su rojiza barba por las lágrimas, dio a Tika un nuevo apretón y estudió el interior del local.

—¿Dónde está ese forzudo que tienes por esposo? —inquirió jovial—. ¿Dónde se ha metido Caramon?

Fue una pregunta sencilla, natural, y Tanis no estaba preparado para la reacción que provocó. Los presentes se sumieron en el silencio, como si una criatura misteriosa los hubiera confinado en un tonel y Tika, por su parte, se ruborizó y, tras farfullar unas palabras ininteligibles, encorvó la espalda a fin de levantar en el aire al enano gully y zarandearlo, con tal fuerza que los dientes de éste comenzaron a castañear.

Anonadado, el semielfo consultó al hombre de las Llanuras con los ojos, pero el bárbaro se limitó a encogerse de hombros y enarcar las cejas. Dio entonces media vuelta, resuelto a esclarecer el misterio directamente con Tika, pero lo inmovilizó el gélido contacto de unos dedos en su brazo. ¡Crysania! La había olvidado por completo.

Ahora le tocó a su semblante el turno de sonrojarse, y se apresuró a hacer las consabidas, aunque tardías, presentaciones.

—La dama que me acompaña es Crysania de Tarinius, Hija Venerable de Paladine —anunció con tono formal—. Crysania, éstos son Riverwind, príncipe de las tribus de las Llanuras, y Tika Waylan Majere.

La sacerdotisa se desanudó la capa de viaje y retiró la capucha de su cabeza, de tal manera que el Medallón quedó al descubierto y despidió chispas bajo las velas. La túnica de pura y blanca lana de oveja de la mujer asomó entre los pliegues del manto, y un murmullo de respeto y temor circuló de boca en boca.

—Una alta dignataria del culto a los dioses…

—¿Has oído bien su nombre?

—Es Crysania, la persona de confianza de…

—¡La sucesora de Elistan!

La mujer hizo una leve inclinación de cabeza mientras Riverwind se sumía en una honda y solemne reverencia y Tika, tan encendidos aún sus pómulos que parecía víctima de un ataque de fiebre, arrojaba a Raf detrás de la barra y dedicaba a la recién llegada un saludo de cortesía.

Al escuchar la mención del apellido Majere, impuesto a Tika por el matrimonio, Crysania se giró inquisidora hacia Tanis y recibió en respuesta una señal de asentimiento.

—Es para mí un honor —declaró la sacerdotisa con su voz de hielo— conocer a dos seres cuyas hazañas perduran en nuestro recuerdo como un ejemplo que a todos debería guiar.

Tika quedó turbada pero complacida ante tan elocuente alabanza. En cuanto a Riverwind, aunque su severo rostro no se alteró, Tanis detectó sin dificultad cuánto significaba para un hombre de hondas creencias como él, una frase laudatoria proveniente de la sacerdotisa. El gentío que los rodeaba, y que no se había perdido aquel intercambio preliminar, aplaudió rabiosamente y prorrumpió en vítores. Otik, investido de un porte ceremonioso poco frecuente en él, condujo a los huéspedes hasta una mesa. Estaba radiante en compañía de aquellos héroes, como si hubiera organizado la guerra de modo que redundara en su beneficio.

Al sentarse, Tanis se sintió molesto a causa del griterío y la confusión del local, mas no tardó en decidir que quizá lo favorecería ya que, al menos, le daba la oportunidad de hablar con Riverwind sin ser oído. Sea como fuere, lo primordial ahora era averiguar el paradero de Caramon.

Una vez más empezó a preguntar por el desaparecido guerrero pero Tika, tras acomodarlos y apartar con grandes aspavientos a los curiosos que agobiaban a Crysania, vio que abría la boca y huyó rauda hacia la cocina.

El semielfo estaba desconcertado y deseoso de perseguir a la joven, pero las preguntas proferidas por Riverwind apartaron de su mente aquel extraño asunto. Unos minutos más tarde, ambos amigos se hallaban sumidos en una larga plática.

—Todos creen que la guerra ha concluido —afirmó Tanis—, y este hecho nos coloca en una situación más peligrosa de lo imaginable. Las alianzas entre elfos y humanos, que llegaron a ser muy sólidas en los días tenebrosos, comienzan a diluirse bajo la luz del sol. Laurana está ahora en Qualinesti, donde asiste al funeral de su padre a la vez que trata de sellar un pacto con Porthios, su terco hermano, y los Caballeros de Solamnia. El único rayo de esperanza susceptible de iluminar su camino es el que dimana de Alhana Starbreeze, la esposa de Porthios. Nunca creí que viviría lo bastante para presenciar cómo esta mujer elfa no sólo se muestra tolerante con los hombres y las otras razas de Krynn, sino que incluso los defiende frente a su intransigente marido.

—Extraño matrimonio el suyo —dijo Riverwind, a lo que el semielfo asintió con la cabeza. Los pensamientos de los dos compañeros volaron hacia la persona de su entrañable amigo, el Caballero Sturm Brightblade, quien después de su muerte fue ensalzado como el héroe de la Torre del Sumo Sacerdote. Uno y otro sabían que el corazón de Alhana yacía enterrado en la penumbra junto al de Sturm.

—No es el amor el que ha dictado ese casamiento —prosiguió Tanis tras un breve silencio—, aunque es posible que contribuya a restablecer el orden en el continente de Ansalon. ¿Qué me cuentas de tu vida, amigo? Ensombrecen y contraen tu rostro nuevas preocupaciones, si bien también es nueva la dicha que lo ilumina. Goldmoon notificó a Laurana el nacimiento de las gemelas.

—Has acertado en tu observación, hermano —fue la respuesta del hombre de las Llanuras con su proverbial timbre cavernoso—. Por un lado me inquieta sobremanera permanecer lejos del hogar y, por otro, me alegro tanto de verte que tu sola presencia alivia mi carga. Al partir dejé a dos tribus a punto de declararse la guerra. Había logrado, con ímprobos esfuerzos, mantener a sus adalides abiertos al diálogo y evitar así que se derramara una gota de sangre, pero los descontentos urden sus intrigas a mis espaldas. Sin duda aprovecharán cada minuto de mi ausencia para sacar a la luz viejas reyertas.

—Lo lamento, amigo, y aún te agradezco más que hayas venido —se solidarizó su contertulio y, tras espiar de soslayo a Crysania, se percató de que se enfrentaba a un grave problema—. Abrigaba la esperanza de que pudieras ofrecer a esta dama tu guía y protección. Se dirige —explicó con voz queda— a la Torre de la Alta Hechicería que se yergue en el Bosque de Wayreth.

Riverwind abrió los ojos en señal de alarma y desaprobación, ya que desconfiaba de los magos y de todo cuanto a ellos se refería. Tanis, que había captado el sentimiento que embargaba al bárbaro, se apresuró a reanudar su discurso:

—Veo que recuerdas bien las historias de Caramon sobre la visita realizada por Raistlin y por él mismo a ese lugar. A ellos los invitaron, mientras que Crysania ha decidido por su propia cuenta solicitar el consejo de sus moradores acerca de…

La sacerdotisa le clavó una imperiosa mirada y a continuación meneó la cabeza, de tal manera que el semielfo se vio obligado a interrumpir sus explicaciones. Se limitó a morderse el labio y repetir:

—Esperaba que accedieras a escoltarla hasta allí.

—Temí una proposición de esta índole —manifestó el hombre de las Llanuras— cuando recibí tu mensaje, por eso creí que era mi deber acudir y exponerte los motivos de mi negativa. En cualquier otro momento, como sin duda imaginas, me causaría un gran placer ayudaros y, en particular, consideraría un honor ofrecer mis servicios a una persona tan respetada. —Inclinó la cabeza ante Crysania, quien aceptó su homenaje con un esbozo de sonrisa que se difuminó al volver su mirada, sin dilación, hacia Tanis. Un surco de ira se dibujó en la frente de la altiva mujer.

»Pero es mucho lo que hay en juego —prosiguió Riverwind—. La paz que he establecido entre las tribus pende de un hilo, puesto que durante décadas han solucionado todos sus litigios mediante las armas. Y lo cierto es que nuestra supervivencia como nación y como pueblo sólo se solidificará si nos unimos, si trabajamos juntos a fin de reconstruir tanto el territorio que nos acoge como nuestra existencia.

—Lo comprendo —aseveró Tanis, conmovido por el disgusto que se evidenciaba en el rostro de su amigo al tener que rechazar su demanda. No obstante, sintió en su piel el punzante escrutinio de Crysania y asumió toda la cortesía que anidaba en sus entrañas para tranquilizarla—. No te preocupes, Hija Venerable de Paladine. Confiaremos tu cuidado a Caramon, un guerrero que vale por tres mortales corrientes, ¿me equivoco, Riverwind?

El príncipe de los que-shu sonrió al evocar recuerdos de antaño.

—Es innegable que podía comer por tres mortales corrientes, como tú dices. Y su fuerza era todavía más descomunal. Nunca olvidaré cuando levantó en el aire al fornido William Sweetwater, el posadero de «El Cerdo y el Silbido», durante aquel espectáculo de… ¿dónde fue, en Flotsam o en Port Balifor…?

—Ni la ocasión en que mató a dos draconianos incrustando sus cabezas entre sí —se unió el semielfo entre risas, feliz como si los recuerdos compartidos pudieran disipar la niebla que se cernía sobre Krynn—. Ni tampoco aquel día en el reino de los enanos. Aún visualizo la escena: Caramon se ocultó detrás de Flint y… —Inclinándose hacia Riverwind, recordó en su oído el final de la anécdota y él estalló en tan incontenibles carcajadas que su faz se tornó purpúrea, al borde de la asfixia. Cuando se hubo sosegado contó a su vez otra historia, y ambos compañeros comenzaron a enlazar relatos sobre la energía de Caramon, su pericia con la espada, su valentía y su elevado sentido del honor.

—Y no hemos hablado de la ternura que, pese a su tosquedad, era capaz de transmitir. A menudo me lo represento atendiendo a Raistlin con una paciencia inagotable, llevándole en volandas siempre que los ataques de tos parecían desencajar todos los huesos del mago…

Lo interrumpió un grito agónico, sucedido por un golpe seco y violento. Al darse la vuelta, sin salir de su asombro, Tanis descubrió la figura de Tika frente a él. Tenía el rostro blanco como la cera, sus ojos verdes centelleaban bajo un torrente de lágrimas.

—¡Partid sin tardanza! —les suplicó a través de unos labios que la sangre había cesado de regar—. ¡Por favor, Tanis, no hagas preguntas y abandona la posada ahora mismo! —Le sujetó por el brazo y hundió las uñas, dolorosamente, en su carne.

—En nombre de los Abismos, ¿qué sucede aquí? —Inquirió el semielfo sin escuchar su absurdo ruego mientras se encaraba, exasperado, con la desolada muchacha.

Respondió a su urgente demanda un colosal crujido de la puerta de la posada que se abrió de par en par, empujada por una tremenda fuerza desde el exterior. Tika dio un salto atrás, convulsionado su semblante por un terror tan invencible que impulsó al semielfo a girarse hacia el dintel con la mano cerrada en torno a la empuñadura de su espada. Riverwind también reaccionó rápidamente: se puso en pie y se acercó a Tanis.

Una inmensa sombra llenó el umbral, extendiendo un lóbrego manto sobre la estancia. El alegre alboroto de los presentes cesó de inmediato, para transformarse en un zumbido inconcreto de quejas que nadie osaba expresar en voz alta.

Al recordar a las criaturas misteriosas y perversas que los perseguían, Tanis desenvainó la espada y se situó entre el oscuro contorno y Crysania. Sentía, aunque no podía ver su imagen, a Riverwind apostado tras él y resuelto a respaldarlo.

«De modo que nos han dado alcance», recapacitó el semielfo, ansioso en su fuero interno de enfrentarse a aquel terror vago e ignoto. Fijó los ojos en la grotesca masa que ahora se aproximaba a la luz.

Se trataba de un hombre muy corpulento pero, al escudriñarle con mayor atención, Tanis advirtió que su cinto gigantesco se diluía en una flácida capa de grasa. En efecto, su vientre demasiado contenido se desbordaba en mantecosos rollos por encima de los calzones y la mugrienta camisola no le cubría el ombligo, era muy poco paño para tal exuberancia de carnes. Las facciones, ocultas en parte bajo una barba de tres días, enmarcaban unas mejillas encendidas con un calor que nada tenía de natural, y que se hacía visible en grandes manchas irregulares. Por su parte, el cabello le caía en sucias greñas sobre la frente. También resultaba curioso el atuendo de aquel hercúleo humano ya que, pese a exhibir todas las huellas del polvo, el vómito y el áspero licor conocido como «aguardiente de los enanos», era de fina textura y rememoraba tiempos mejores.

Tanis bajó la espada, sintiéndose como un necio. Se hallaba ante una ruina devastada por el alcohol, acaso el fanfarrón de Solace, incapaz de usar otros medios distintos que su tamaño para intimidar a los ciudadanos. Lo contempló con una mezcla de lástima y repugnancia, mientras se decía que aquel pobre diablo no le era desconocido. Había en él algo familiar que no atinaba a definir y dedujo, tras unos segundos de reflexión, que debía haberse topado con él durante sus años de residencia en el lugar y ahora, debido a su evidente declive, no lograba identificarlo.

Hizo ademán de volverle la espalda pero, sorprendido, se detuvo al constatar que las miradas de los parroquianos confluían en él como una súplica expectante.

«¿Qué quieren que haga yo? ¿Atacarlo? ¡Vaya héroe sería si derribase al borrachín de la ciudad!», pensó en pleno acceso de cólera.

Un sollozo a escasa distancia interrumpió el curso de sus cavilaciones. Era Tika quien gemía, a la vez que se dejaba caer en una silla y, enterrado el rostro entre las manos, rompía a llorar como si le hubieran destrozado el corazón.

—Te pedí que abandonaras el local —logró articular en su llanto.

El perplejo Tanis consultó a Riverwind con la mirada, pero el hombre de las Llanuras estaba tan ignorante de la situación como su amigo y así se lo dio a entender. En el curso de estos breves intercambios, el intruso había avanzado unos pasos inseguros hacia el centro del local, y no cesaba de lanzar enfurecidos improperios contra todos.

—¿Qué es esto? ¿U-una fiesta? Y n-nadie ha in-invitado a su viejo… na-nadie me ha invitado a mí, p-por lo que veo.

No obtuvo respuesta. Los grupos reunidos en torno a las mesas se obstinaban en dirigir sus ojos hacia Tanis, con tal insistencia que incluso el borrachín se fijó en él. Intentó frenar el torbellino que giraba en su mente y le impedía distinguir al semielfo con claridad. A su pesado estupor vino a sumarse un incierto enfado hacia aquel personaje a quien reprochaba los males que él mismo se infligía. Pero, de forma repentina, sus pupilas se dilataron, sus labios se ensancharon en una sonrisa alelada y su cuerpo entero se inclinó hacia adelante, al mismo tiempo que extendía los brazos.

—Tanis, ami…

—¡En nombre de los dioses! —exclamó el interpelado, reconociéndolo al fin.

El colosal individuo, en su vacilante zancada, tropezó contra una silla y permaneció unos momentos meciéndose inestable, cual el árbol recién talado antes de venirse abajo. Sus iris danzaban de un lado a otro, tan enloquecidos que la muchedumbre, asustada, se apartó de él. Con un estrépito que sacudió los cimientos de la posada Caramon Majere, otro héroe de la Lanza, se derrumbó a los pies de Tanis.

3

El ocaso del guerrero

—¡En nombre de los dioses! —repitió el semielfo y, consternado, se volcó sobre el comatoso guerrero—. Caramon…

—Tanis. —El tono apremiante de Riverwind lo obligó a alzar la vista. El hombre de las Llanuras cobijaba a Tika en sus brazos mientras trataba, junto a Dezra, de consolar a la desdichada joven, pero el círculo de parroquianos se cerraba alarmante en torno al trío. Se empecinaban unos en hacer preguntas al que-shu o solicitar la bendición de Crysania y otros, en cambio, exigían más cerveza o bien contemplaban la escena boquiabiertos.

—La taberna queda cerrada a partir de este momento —anunció el semielfo con resolución.

Se produjo un revuelo de protestas entre el gentío, contrarrestadas por unos aplausos en la esquina opuesta. Los clientes allí reunidos creyeron entender que el héroe de la Lanza los invitaba a una ronda de bebidas.

—Hablo en serio —insistió Tanis con firme ademán, sobreponiéndose a abucheos y vítores. Cuando se restableció la calma añadió—: Os agradezco la cálida acogida que me habéis dispensado, no sabría explicaros lo que significa para mí regresar a casa. No obstante, mis compañeros y yo deseamos estar solos. Os ruego pues que os vayáis…

Se alzó un murmullo de comprensión acompañado de algunos palmoteos de buena voluntad, y sólo unos pocos esbozaron mordaces comentarios a tenor de que «cuanto más rango ostenta el caballero tanto más centellea la armadura en sus ojos», un viejo refrán de los tiempos en que la población se mofaba de los Caballeros Solámnicos. Tras dejar a Tika al cuidado de Dezra, Riverwind recorrió la sala a fin de hostigar a varios rezagados, que creían que la orden de Tanis no les incumbía a ellos. El semielfo montaba guardia junto a Caramon, quien exhalaba sonoros ronquidos en el suelo, y de ese modo impedía que alguien lo pisoteara al salir atropelladamente. Intercambió miradas con el hombre de las Llanuras cada vez que pasaba a su lado, pero no hallaron ocasión de hablar hasta que se hubo vaciado el local.

Otik Sandeth se apostó en el umbral, desde donde daba las gracias a todos por su presencia y les aseguraba que la posada se abriría la noche siguiente a la hora habitual. En cuanto se hubieron marchado los últimos clientes, Tanis avanzó hacia el retirado propietario, incómodo y avergonzado, pero antes de que le ofreciera sus excusas éste se apresuró a susurrarle:

—Me alegro de que hayas vuelto. Atrancad los accesos cuando termine la reunión. —Tenía la mano del semielfo estrechada entre las suyas, y aún la apretó más al lanzar a Tika una furtiva mirada y recomendar al héroe, como si quisiera conspirar con él—: Si ves que la muchacha sustrae una pequeña cantidad de dinero de la caja, no te preocupes. Sé que lo repondrá, así que finjo no advertirlo. —Desvió entonces los ojos hacia el yaciente Caramon y la tristeza invadió sus facciones—. Estoy convencido de que puedes ayudarle.

Tras concluir su discurso el anciano se despidió con una inclinación de cabeza y se dejó engullir por la negrura, apoyado en su bastón.

«¡Ayudarle! —se desesperó Tanis—. ¡Y pensar que yo he acudido a la posada buscando su auxilio!». El guerrero emitió un ronquido más estentóreo de lo corriente, se incorporó sobresaltado, eructó una bocanada de efluvios alcohólicos y se zambulló de nuevo en su sopor. Tanis consultó en silencio a Riverwind y meneó la cabeza, presa del desencanto.

Crysania, que se había mantenido al margen de la situación, dedicó a Caramon una mirada entre reprobatoria y piadosa.

—Pobre hombre —comentó sin alzar la voz, con el Medallón de Paladine refulgiendo a la luz de las velas—. Quizá yo…

—No hay nada que puedas hacer por él —se opuso Tika llena de amargura—. No necesita que le curen, sólo está ebrio. ¡Ha pillado una tremenda borrachera, eso es todo!

La sacerdotisa quedó perpleja ante una respuesta tan desabrida pero Tanis, al imaginar que su réplica podía crear un serio conflicto, decidió no darle tiempo a reaccionar.

—Creo que entre los dos podremos transportarlo a su cama —sugirió a Riverwind después de examinar a Caramon.

—Dejadle donde está —lo atajó Tika, enjugándose las lágrimas con el repulgo de su mandil—. Ha dormido muchas noches en el suelo de la taberna, una más no le hará daño. Quería contártelo, de verdad —dijo al semielfo—. Si no lo hice fue porque abrigaba la esperanza de que se obrase un milagro. Verás, se excitó sobremanera al recibir tu mensaje y, durante un tiempo, recuperó la serenidad. Era casi el Caramon de nuestras aventuras, el que yo amé, y supuse que un encuentro contigo lo cambiaría definitivamente. Ése fue el motivo de que te dejara venir. Lo siento —se disculpó, y hundió la cabeza en su pecho.

Tanis se erguía aún al lado del guerrero, indeciso y petrificado.

—No entiendo nada. ¿Desde cuándo…?

—¡Con lo que me habría gustado asistir a tu casamiento! —suspiró la joven pelirroja sin cesar de formar nudos en los pliegues del delantal—. Pero no podía llevarle en un estado tan lamentable. —Prorrumpió de nuevo en sollozos, y Dezra la rodeó con sus brazos.

—Vamos, siéntate e intenta tranquilizarte —la confortó, conduciéndola hasta un banco de trabajado respaldo.

La posadera obedeció, pues las piernas apenas la sostenían, y siguió sumida en su crisis, ajena a cuanto sucedía a su alrededor.

—Imitemos a Tika y tomemos asiento —propuso el semielfo—, todos debemos recobrar la compostura. —Al descubrir que el enano gully los espiaba desde detrás del mostrador, le encargó—: Sírvenos un barril pequeño de cerveza con varias jarras, vino para la sacerdotisa Crysania y una fuente de patatas especiadas…

Hizo una pausa ya que el hombrecillo lo contemplaba anonadado, colgando su labio inferior en una muestra inequívoca de su incapacidad de asimilar tantas instrucciones. Dezra, consciente de las limitaciones de su compañero, esbozó una sonrisa y ofreció:

—Yo traeré lo que pides, Tanis. Si se ocupa Raf de organizarlo acabarás bebiendo patatas en un barril.

—Yo lo haré —protestó indignado el enano.

—Será mejor que te lleves los desperdicios —le aconsejó, paciente, la muchacha.

—Yo ser muy bueno atendiendo mesas —persistió él desconsolado mientras se encaminaba al exterior, propinando puntapiés a las patas de las sillas para desquitarse de tan horrible agravio.

—Vuestros aposentos se encuentran en el ala nueva de la posada —masculló Tika, todavía trastornada—. Os los mostraré.

—No hay prisa, los encontraremos nosotros mismos —contestó Riverwind en actitud severa pero, al cruzarse sus pupilas con las de la joven, prendió en sus ojos la llama de la más tierna compasión—. No te muevas de tu asiento y habla con Tanis, no podrá quedarse mucho tiempo.

—¡Maldita sea, había olvidado que el mozo debe aguardarme fuera con el caballo de refresco! —exclamó el semielfo, poniéndose en pie.

—Iré a avisarle de la pequeña demora —resolvió el hombre de las Llanuras.

—No te molestes, puedo hacerlo yo mismo. Tardaré tan sólo unos minutos.

—Amigo mío, eres tú quien me hace un favor si me permites ayudarte —le susurró Riverwind al pasar por su lado—. Necesito respirar el aire nocturno. Después lo trasladaré a su habitación si no se ha repuesto —concluyó, a la vez que señalaba a Caramon con un ademán de cabeza.

Tanis volvió a sentarse y, aliviado, se apoyó en el respaldo. Estaba frente a Tika, que permanecía en el banco adosado al muro. Crysania se instaló junto al semielfo aunque, a intervalos, dirigía furtivas y perplejas miradas al abultado cuerpo del guerrero ebrio.

El barbudo compañero comenzó a hablar a su amiga de temas insustanciales, que hilvanaba con la mayor soltura posible, hasta conseguir que ella irguiese la espalda e incluso sonriera. Cuando Dezra se acercó con las bebidas Tika parecía más relajada, si bien pervivían en su faz los vestigios de su angustia. Observó Tanis que Crysania apenas probaba el vino y, en lugar de tomar parte en la conversación, se mantenía inmóvil en su asiento con aquel insondable surco dibujado en la frente. Sabía que debía explicar a la sacerdotisa los acontecimientos, pero antes alguien tendría que relatárselos a él.

—¿Cuándo…? —se aventuró al fin a inquirir, temeroso de haberse precipitado.

—¿Cuándo se desató la pesadilla? —terminó Tika en su lugar—. Unos seis meses después de la reapertura de «El Ultimo Hogar». ¡Fue tan feliz hasta entonces! La ciudad estaba destruida, y el invierno había sido muy duro para los sobrevivientes. En su mayoría se hallaban próximos a la inanición, despojados de todos sus bienes y recursos por los draconianos y goblins, e incluso algunos se habían visto obligados a abandonar sus ruinosas viviendas y acomodarse en cualquier refugio que encontrasen, fuera éste una choza o una cueva natural. Las hordas enemigas saquearon Solace antes de nuestra llegada, de modo que nos topamos con un revoltijo de escombros que sólo los más animosos aprovechaban en la incipiente reconstrucción de sus casas. Recibieron a Caramon como un héroe, pues los poetas habían propagado con sus versos la noticia de la derrota de la Reina de la Oscuridad por todo el territorio.

Hizo un alto, conmovida por su propia historia. El orgullo que ahora evocaba se tradujo en sendos lagrimones, que jalonaron sus mejillas. Al poco rato continuó:

—¡Era tan dichoso en aquella época, Tanis! Los habitantes de Solace lo necesitaban, y no le importaba trabajar día y noche. Talaba árboles, cargaba haces de leña desde las montañas, erigía casas con los troncos que él mismo transportaba y hasta hizo de herrero, ya que Theros no estaba entre nosotros. Lo cierto es que no poseía una gran habilidad en este último menester —confesó esbozando una nostálgica sonrisa—, pero a nadie parecía inquietarle. Le satisfacía confeccionar cualquier tipo de instrumentos, herraduras o ruedas de carro, y los lugareños aceptaban todo cuanto podía proporcionarles. Fue un año espléndido: nos casamos y él olvidó por completo, o al menos así lo creímos quienes lo rodeábamos, a… a…

Tragó saliva, incapaz de pronunciar el fatídico nombre. Tanis, que sobrentendió a quién se refería, le dio unas palmadas en la mano y la joven, tras beber en silencio unos sorbos de vino, se sintió con ánimos de proseguir.

—El año pasado, en primavera, se operó un cambio brusco en su talante. Algo grave le ocurrió, ignoro qué fue exactamente, si bien estoy convencida de que guardaba relación con… —Una vez más calló, y meneó la cabeza—. La ciudad vivía un momento de prosperidad. Un forjador que estuvo cautivo en Pax Tharkas se mudó a Solace y se ocupó del establecimiento que hasta entonces regentara Caramon, privándole de esta distracción. Aún quedaban casas por edificar, pero todos se habían instalado de un modo u otro y no había prisa. Y, para colmo de males, yo me puse al frente de la posada. —Se encogió de hombros antes de conjeturar—: Me temo que, después de tanto ajetreo, mi pobre esposo no sabía qué hacer con su tiempo.

—Nadie precisaba su ayuda —colaboró el semielfo apesadumbrado.

—Ni siquiera yo —admitió Tika, tragando aire y enjugándose los ojos—. Quizá su derrumbamiento fuera culpa mía…

—No —la atajó Tanis como si le prohibiera la mera mención de esta posibilidad. Sus pensamientos, y sus recuerdos, se perdieron en las brumas de un triste pasado—. Todos conocemos al responsable de su desgracia.

—Sea como fuere intenté ayudarle, a pesar de mis múltiples obligaciones, sugiriéndole mil tareas a las que podía dedicar sus horas de ocio —explicó Tika con hondo pesar—. Y se esforzó, me consta que hizo cuanto estuvo en su mano. Rastreó a varios draconianos renegados a petición del alguacil, y se convirtió en guardián bajo contrato de los viajeros que se internaban en la azarosa senda de Haven. Sin embargo, pronto me di cuenta de que nadie alquilaba sus servicios por segunda vez. —Su voz se hundió ahora en un susurro quejumbroso—. A finales de invierno regresó al pueblo uno de los grupos que debía proteger, arrastrándolo en unas parihuelas… ¡Se había emborrachado, y fueron ellos quienes tuvieron que cuidar de su maltrecho cuerpo! Desde entonces no ha hecho más que dormir, atiborrarse de comida o deambular en compañía de mercenarios de dudosa procedencia por los alrededores de «El Abrevadero», ese mugriento local que se yergue en el otro extremo del pueblo.

Mientras deseaba para sus adentros haber contado con la presencia de Laurana para aconsejar a su amiga, Tanis intentó adivinar lo que ella habría sugerido:

—Quizás un hijo sería la solución.

—Quedé embarazada el verano pasado —le reveló Tika, apoyada la cabeza en la palma abierta—. Pero perdí la criatura. Caramon ni siquiera se enteró, y desde esa época hemos dormido en habitaciones separadas.

Tanis se ruborizó y se agitó en su asiento, sin atinar más que a acariciar la mano de la muchacha con un nudo en la garganta.

—Hace un instante has insinuado que la metamorfosis de Caramon se debe a alguien o algo en concreto —indagó, más para cambiar de tema que para constatar lo que ya sabía.

Tika se estremeció y, tras sorber otro trago de mosto sin adivinar que el semielfo ya conocía la respuesta, aclaró:

—Se propagaron ciertos rumores, oscuros por supuesto, acerca del mago al que tú y yo tuvimos por compañero de andanzas. —Se obstinaba en no pronunciar su nombre, como si fuera un presagio de terribles hecatombes—. Caramon decidió escribirle en secreto, Tanis. Descubrí la carta y me tomé la libertad de leerla; me destrozó el corazón. No contenía una sola palabra de reproche, respiraba amor por los cuatro costados. Le suplicaba que viniera a vivir con nosotros para, de ese modo, liberarse de las artes arcanas que le atraen hacia la negrura.

—¿Y qué ocurrió? —inquirió de nuevo el semielfo.

—Un emisario le devolvió el mensaje sin abrir. Ese vil personaje no se tomó ni siquiera la molestia de romper el lacre. Se limitó a escribir en el exterior del pergamino: «No tengo hermanos. No conozco a nadie llamado Caramon». Y firmaba: Raistlin.

—¡Raistlin! —Era la voz de Crysania, quien clavó su mirada en Tika como si reparara en ella por vez primera. Sus ojos plomizos denotaban un creciente asombro mientras iban de la joven pelirroja a Tanis y de este último al enorme guerrero, que yacía en el suelo, convulsionándose en su embriaguez semiconsciente—. ¿Éste es Caramon Majere, el hermano gemelo del que tanto hablabas? Lo cierto es que no he atado cabos hasta ahora. Y según tú, semielfo, este hombre ha de guiarme a…

—Lo lamento, Hija Venerable de Paladine —se disculpó él visiblemente turbado—. Ignoraba los sucesos que Tika acaba de relatarnos.

—Pero Raistlin es una criatura tan inteligente, tan poderosa, que no cabe imaginar que comparta su sangre con ese desecho. ¡Y pensar que, por añadidura, son gemelos! Raistlin —persistía en cantar sus alabanzas— rebosa sensibilidad, ejerce un control absoluto sobre sí mismo y sus seguidores. Es un perfeccionista, mientras que a esta ruina patética —hizo un gesto hacia el infeliz guerrero— sólo se la puede tildar de, de… No niego que merezca nuestras oraciones y nuestra piedad…

—Tu «inteligente y sensible perfeccionista» desempeñó un papel muy importante en la decadencia de «la ruina patética» que se ha desplomado ante nuestros ojos, respetable sacerdotisa —replicó Tanis con un timbre ácido, si bien cuidó de reprimir la cólera.

—Quizás ocurrió al revés —apuntó la Hija Venerable—, y fue la falta de amor lo que apartó a Raistlin de la luz para caminar entre tinieblas.

La posadera alzó la vista hacia aquella mujer, revestido su rostro de una expresión indefinible.

—¿Falta de amor? —repitió sin alterarse, aunque una llama ardía en el fondo de su iris.

Caramon gimió en su atormentado sueño y comenzó a revolverse sobre la piedra. Al mirarle, Tika se incorporó como impulsada por un resorte.

—Será mejor que lo llevemos a la cama —propuso, en el mismo instante en que la imponente figura de Riverwind se recortaba en el umbral. Se volvió entonces hacia Tanis para decirle—: ¿Nos veremos mañana? Ahora que ya lo sabes todo me gustaría mucho que pernoctaras aquí, por lo menos hoy. Así seguiríamos hablando durante el desayuno.

El semielfo estudió sus ojos suplicantes y tuvo que morderse la lengua antes de responder. Sin embargo, no era libre de elegir.

—Lo siento de verdad, Tika —rehusó compungido—, pero debo partir sin tardanza. Me separa un trecho considerable de Qualinost, mi destino, y no me atrevo a entretenerme. El porvenir de dos reinos depende de mi asistencia al funeral del padre de Laurana.

—Lo comprendo —afirmó la muchacha—. Además, este problema sólo me incumbe a mí. De un modo u otro me las arreglaré.

A punto estuvo el semielfo de arrancarse la barba, tal era su frustración. Ansiaba quedarse y ayudar a aquella pareja de viejos amigos. No había trazado un plan, pero quizá si intercambiaba unas palabras con Caramon lograría desmadejar el enredado ovillo de su mente. El dilema estaba en la reacción de Porthios, que se tomaría su ausencia en la ceremonia fúnebre como una afrenta personal; este hecho no sólo afectaría a su relación con su cuñado, sino que incluso podía influir en las negociaciones del proyectado pacto de alianza entre Qualinesti y Solamnia.

Mientras se debatía en estas cavilaciones miró sin proponérselo a Crysania, y comprendió que aún tenía otro problema. No podía llevar a la sacerdotisa a Qualinost porque Porthios no admitiría nunca en su reino a un clérigo humano.

—Se me ha ocurrido una idea —anunció—. Volveré después de las exequias y, mientras tanto, te dejaré aquí. —Se dirigía a la Hija Venerable—. En la posada estarás segura hasta que pueda escoltarte en la ruta de Palanthas ya que, como tu viaje ha fracasado, supongo…

—Mi viaje no ha fracasado —le espetó Crysania—. Seguiré adelante, fiel a mi plan inicial de visitar la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth y parlamentar allí con Par-Salian, el mago de la Túnica Blanca.

—Pero yo no puedo acompañarte —protestó Tanis meneando la cabeza— ni tampoco Caramon, al menos en su actual estado.

—Cierto —accedió ella—, Caramon está incapacitado para desempeñar tan importante misión. No me queda pues más alternativa que aguardar hasta que tu amigo el kender se presente en este establecimiento con la persona que ha ido a buscar y, luego, continuar en solitario.

—¡Imposible! —se horrorizó el semielfo, con tanta vehemencia que Riverwind enarcó las cejas a fin de recordarle que se enfrentaba a una alta dignataria de la fe—. Señora, te acecharían unos peligros insondables. Además de los seres fantasmales que nos han perseguido, y que fueron enviados por alguien que ambos conocemos, hace tiempo escuché las historias espeluznantes que explicaba Caramon sobre el Bosque de Wayreth. ¡Todo en él es siniestro! Volveremos a Palanthas, y quizás algunos Caballeros se avengan…

Por vez primera, Tanis vislumbró un pálido atisbo de color en las marmóreas mejillas de Crysania. La sacerdotisa frunció el ceño en lo que parecía una honda meditación y, al fin, se ensanchó su rostro en una leve sonrisa al aseverar:

—No corro ningún riesgo, estoy bajo la protección de Paladine. No me cabe la menor duda de que esos entes oscuros a los que aludías son esbirros de Raistlin, pero carecen de poder para lastimarme. En realidad, lo que han hecho es fortalecer mi decisión. —Al ver el desaliento dibujado en los rasgos de Tanis, añadió con un suspiro—: prometo pensarlo, es cuanto puedo decir. Quizá tengas razón y nos acosen en la espesura enemigos invencibles.

—Además, sería para ti una pérdida de tiempo entrevistarte con Par-Salian —aventuró el semielfo, espoleado por el agotamiento a confesar con franqueza su opinión sobre los absurdos planes de la mujer—. Si él supiera cómo destruir a Raistlin, el perverso mago ya sólo perviviría en las leyendas.

—Hablas de destruirlo —replicó la sacerdotisa—, y nunca he pretendido tal atrocidad. —Estaba escandalizada, sus iris se tornaron de color acero—. Lo que quiero es recuperarlo, redimirlo. Y, ahora, deseo retirarme a mis aposentos si alguien tiene la amabilidad de indicarme dónde se encuentran.

Dezra dio un paso al frente y Crysania, tras despedirse del grupo, se alejó con la servicial muchacha. Tanis la siguió con los ojos, vaciada su mente de tal modo que no pudo pronunciar ni una palabra. Oyó a Riverwind balbucear unas frases en que-shu, coreadas por los vagos lamentos de Caramon. En ese momento el hombre de las Llanuras dio un suave codazo a su compañero y ambos se inclinaron sobre el durmiente para, mediante un colosal esfuerzo, ponerlo en pie.

—¡En nombre del Abismo, cuánto pesa! —se quejó el semielfo, bamboleándose bajo el fardo al mismo tiempo que sentía en sus hombros el balanceo de los flácidos brazos del, en otro tiempo, fornido guerrero. Por otra parte, los efluvios del aguardiente enanil le producían náuseas—. ¿Cómo puede beber ese hediondo brebaje? —le comentó a Riverwind mientras, entre los dos, conseguían arrastrarlo hasta la puerta con la ansiosa Tika pegada a sus talones.

—En una ocasión conocí a un hombre que cayó en las redes de esta maldición —explicó el jefe de los que-shu—. Su final fue espantoso, se despeñó por un barranco al huir de unas criaturas malignas que existían en su mente.

—Debería quedarme. —El semielfo recapacitaba en voz alta.

—No puedes librar la batalla de otro —le advirtió Riverwind con firmeza—, y menos aún cuando es el alma lo que está en juego. Te aconsejo que no interfieras.

Era ya pasada la medianoche cuando la triste comitiva traspasó el umbral de la casa de Caramon y éste fue arrojado, sin miramientos, sobre el lecho. Tanis no se había sentido nunca tan abrumado por el cansancio, le dolía el espinazo tras someterlo al peso muerto del gigantesco guerrero. Al malestar físico, por otra parte, se unía una losa interior, la de aquellos recuerdos del pasado que en su día se le antojaron entrañables y ahora se asemejaban a heridas sangrantes. Y, por si fuera poco, debía cabalgar sin tregua hasta el amanecer.

—Me gustaría permanecer a vuestro lado —repitió a Tika, ya en la puerta. Los tres amigos contemplaban la ciudad de Solace, envuelta en pacíficos sueños—. De alguna manera, soy responsable…

—En absoluto —lo atajó la muchacha—. Riverwind está en lo cierto al recomendarte que no te interpongas en las luchas ajenas. Has de vivir tu propia vida y, aunque intentaras ayudar a Caramon, no conseguirías sino empeorar la situación.

—Quizás —admitió el semielfo—. De cualquier modo, regresaré dentro de una semana para hablar con él largo y tendido.

—Será estupendo —respondió Tika con un suspiro y, tras hacer una pausa, cambió de tema—. Por cierto, ¿a quién se refería Crysania al mencionar a un kender que ha de pasar por aquí? ¿No será Tasslehoff?

—Sí, él en persona —aclaró Tanis rascándose la barba—. Se trata de algo relacionado con Raistlin, algo que no he podido averiguar. Nos tropezamos con él en Palanthas y comenzó a contarnos una de sus imaginativas fábulas. Avisé a Crysania de que sólo la mitad de sus historias se acercaban a la verdad, y aún así era mejor no fiarse de tales aproximaciones, pero por lo visto Tas la convenció de que debía enviarle en busca de una misteriosa criatura susceptible de ayudarla a recuperar a Raistlin para la buena causa.

—No pongo en duda que esa mujer se halle entre los clérigos sagrados de Paladine —intervino Riverwind—, y ruego a los dioses que me perdonen por criticar a una de sus elegidas, pero creo que se ha vuelto loca.

Una vez hubo pronunciado tan severa afirmación se colgó el arco del hombro y se dispuso a partir, al igual que Tanis, quien besó cariñosamente a Tika y le susurró:

—Temo que estoy de acuerdo con Riverwind. Vigila a Crysania mientras se aloje en la posada. Una vez en Palanthas yo mismo hablaré con Elistan, pues deseo saber hasta qué punto conoce el plan demencial que se ha trazado. Y si Tasslehoff aparece, no le pierdas de vista. ¡No deseo por nada del mundo que se presente en Qualinost! Te aseguro que ya tengo bastantes problemas con Porthios y los elfos.

—No te preocupes, cumpliré tu encargo —lo tranquilizó la muchacha. Durante unos segundos permaneció acurrucada bajo el brazo con que él la rodeaba, dejando que la acunaran su fuerza y la compasión que dimanaba tanto de su contacto como de su voz.

Tanis vaciló y la apretó incluso más, reticente a la idea de soltarla. Desvió los ojos hacia el interior de la casa al oír los gritos inconexos de Caramon.

—Tika… —empezó a decir.

—Vete ya, Tanis —lo interrumpió ella apartándolo con firmeza—. Te aguarda una larga cabalgada.

—Me gustaría… —No concluyó, ambos sabían que cualquier comentario sería superfluo.

Despacio, el semielfo dio media vuelta y se reunió con Riverwind. Tika los seguía con la mirada, esbozando en sus labios una tenue sonrisa.

—Eres muy inteligente Tanis, y posees una gran intuición. Esta vez, sin embargo, te equivocas —susurró para sí misma en la soledad del porche—. Crysania no ha perdido el juicio. Lo que ocurre, y tú no lo has adivinado, es que está enamorada.

4

Una nueva misión

Un ejército de enanos marchaba a paso marcial por el aposento, provocando una gran algarabía con los férreos armazones de sus botas. Cada uno de ellos portaba un martillo en la mano y, al pasar junto al lecho, descargaba su peso en la testa de Caramon. El guerrero no podía sino gimotear y agitar los brazos en desorden.

—¡Salid de aquí! —suplicaba—. ¡Alejaos!

Pero los enanos respondían levantando la cama sobre sus fuertes hombros y haciéndola girar a un ritmo vertiginoso, mientras mantenían la apretada formación y estampaban, al unísono, su estruendoso calzado contra el suelo.

Una náusea aprisionó el vientre de Caramon quien, tras varios intentos infructuosos, consiguió saltar de aquel mueble giratorio y hacer una torpe carrera hasta el bacín depositado en un rincón. Después de vomitar comenzó a sentirse mejor, e incluso se despejó su mente. Desaparecieron los enanos, aunque el hombretón sospechaba que se habían ocultado debajo de la cama, al acecho de una nueva oportunidad para mortificarlo.

Deseoso de burlar a sus adversarios, optó por no acostarse de nuevo. Abrió, sosteniéndose a duras penas, un cajón de la mesilla de noche y estiró la mano en busca del aguardiente que allí guardaba. ¡No estaba! Caramon se enfureció y acusó en voz alta a Tika de jugar sucio con él. Sin embargo, pronto una pícara sonrisa sustituyó a sus imprecaciones al mismo tiempo que se encaminaba hacia el enorme baúl que, adosado al muro contrario, contenía toda su ropa. Más que llegar tropezó contra su trabajada superficie y, al instante, se puso a revolver túnicas, calzones y camisas que ya no cabían en su obeso y deformado cuerpo. Y al fin encontró su tesoro, embutido en una vieja bota.

Retiró la redoma con gesto amoroso, dio un trago del ardiente licor y, tras eructar, exhaló un prolongado suspiro. Ahora sí, ahora cesaron los repiqueteos de los martillos en su cabeza. Examinó la estancia en busca de los enanos mas, al no distinguirlos, se dijo que podían permanecer bajo la cama toda su vida. A él no le importaba.

De pronto oyó un estrépito de cacerolas en la cocina. ¡Tika! Engulló precipitadamente unos sorbos más del brebaje y volvió a camuflar la redoma en su seguro escondrijo. Tras cerrar la tapa del baúl con mucho sigilo se incorporó, se pasó la mano por el enmarañado cabello y cruzó el dormitorio en dirección a la puerta. No obstante, antes de salir se vio reflejado en el espejo.

—Debo cambiarme —farfulló con la boca pastosa.

Tiró, empujó, sacudió y, al rato, logró desprenderse de la sucia prenda y arrojarla al suelo. Se le ocurrió la idea de lavarse un poco, pero no tardó en desecharla. ¿Acaso era un ridículo petimetre? Tal como estaba dimanaba efluvios, aromas masculinos que solían gustar a las mujeres… ¡Algunas le encontraban atractivo! En cualquier caso, no se quejaban ni le reprendían. Tika, en cambio, era incapaz de aceptarlo con sus propias peculiaridades. Mientras se debatía para colocarse una camisa limpia, quizás en exceso ajustada, que descubrió al pie del lecho, se compadecía de sí mismo repitiendo las mismas frases de siempre: que si era un incomprendido, que si la vida no le había tratado bien, que si atravesaba una mala racha pero pronto los hados le sonreirían y entonces sonaría la hora del triunfo y, en definitiva, todo cuanto suele decirse en esos casos.

Tras asomarse cauteloso por la puerta entreabierta y adoptar una actitud casual y despreocupada, se internó en la pulcra sala de estar y se derrumbó en una silla frente a la mesa. La vetusta madera crujió bajo su peso descomunal y Tika, al oírle, volvió la cabeza desde el fregadero.

Al toparse con sus ojos el guerrero advirtió que, de nuevo, su esposa rebosaba ira. Intentó dedicarle un gesto amable, solicitar una tregua, pero no atinó sino a retorcer el labio en una mueca enfermiza que tuvo la virtud de sacar de quicio a la joven. Tan enfurecida estaba, que agitó en el aire sus bucles pelirrojos y desapareció en un rincón de la cocina para no cometer una barbaridad. Caramon se encogió al vibrar en sus tímpanos un nuevo y aún más estruendoso ruido de ollas, cuyos tintineos metálicos le recordaron a los enanos y sus mortíferas herramientas. Pasados unos minutos, Tika traspasó el umbral de la sala cargada con una enorme fuente repleta de tiras de tocino chisporroteantes, pastelillos de maíz y huevos fritos, y la dejó caer delante de él, tan violentamente que las tortitas de cereal salieron despedidas por los aires.

El hombretón vaciló pese a la suculencia del plato, pues su estómago no se hallaba en condiciones de trabajar, pero un gruñido bastó para recordar a su maltrecho órgano quién mandaba. Tenía un apetito feroz, ignoraba cuántas horas habían transcurrido desde que ingirió el último bocado. Tika, furibunda, se instaló en una silla cercana y posó en él sus lacerantes ojos verdes. Hasta las pecas parecían adquirir relieve sobre su tez, señal inconfundible de su talante.

—De acuerdo, dilo ya. ¿Qué he hecho ahora? —rezongó Caramon, preparado para la embestida. Comía a dos carrillos.

—No lo recuerdas. —Era una aseveración, no una pregunta.

Se zambulló el guerrero en las nebulosas regiones de su mente y, en efecto, algo se agitaba entre sus brumas. La noche anterior tendría que haber estado en un lugar concreto mas, después de quedarse en casa todo el día tal como había prometido a su mujer, a última hora le asaltó la sed. Se habían agotado sus últimas existencias, así que fue a «El Abrevadero» a fin de remojar el gaznate y luego se dirigió donde…

—Surgió un imprevisto que requería mi atención —mintió, evitando la mirada de Tika.

—Sí, nos dimos cuenta —lo espetó ella con amargura—. Todos imaginamos qué «imprevisto» te hizo caer inconsciente a los pies de Tanis.

—¡Tanis! —Caramon soltó el tenedor—. Tanis aquí, anoche… —Tras emitir un sonido quejumbroso, desgarrador, el guerrero hundió la cabeza entre las manos.

—Nos obsequiaste con un bonito espectáculo —continuó la muchacha, ahogada su voz—. Se hallaba presente la ciudad en pleno, además de un nutrido grupo de los elfos más distinguidos de Krynn. Y no hablemos de nuestros viejos y entrañables amigos. —Al mencionarlos, también ella prorrumpió en sollozos.

—¿Por qué? ¿Por qué Tanis? —exclamó Caramon sumido en la desesperación—. De todos, el semielfo era el que… —Interrumpieron sus recriminaciones unos sonoros golpes en la puerta.

—¿Quién vendrá a molestarnos? —refunfuñó Tika, secándose las lágrimas con la manga de su blusa antes de acudir a abrir—. Quizá se trata de Tanis, que ha decidido volver atrás. —Su apesumbrado esposo alzó la cabeza al oír aquel nombre—. Si es él —le ordenó— intenta comportarte como el hombre que un día fuiste.

Se detuvo frente a la hoja de gruesa madera, descorrió el pestillo e hizo girar la llave.

—¡Otik! —se sorprendió—. ¿Qué haces aquí? ¿Qué comida es ésta?

El anciano posadero se erguía en el umbral con una bandeja humeante en la mano. Al abrir la joven, estiró la cabeza para asomarse al interior.

—¿No se encuentra en la casa? —inquirió desconcertado.

—¿A quién te refieres? No hay nadie salvo nosotros —le explicó ella sin saber a qué atenerse.

—¡Oh, no! —vociferó Otik en tono solemne a la vez que, distraído, comenzaba a ingerir algunos alimentos de la fuente—. ¿Debo entonces deducir que el mozo de la cuadra estaba en lo cierto, que ella se ha ido? ¡Pensar que he madrugado como nunca para prepararle este suculento desayuno!

—¿Quién se ha ido? —A Tika le exasperaban los enigmas de esta índole, incluso se preguntó si no era Dezra quien los había abandonado.

—La sacerdotisa Crysania. No está en su habitación, ni tampoco sus pertenencias. Por otra parte, el caballerizo me ha asegurado que esta misma mañana le encargó ensillar su caballo y se alejó al galope.

—¡Crysania! —repitió ella ondenado sus abundantes rizos—. Ha resuelto seguir en solitario. Claro, no estaba dispuesta a…

—¿A qué? —preguntó el anciano con la boca llena.

—A nada, Otik, olvídalo —lo atajó, blanca como la cera—. Será mejor que regreses a la taberna, hoy llegaré un poco tarde y hay que atender a la clientela.

—De acuerdo, no te preocupes —repuso él en amable actitud, pues había visto a Caramon desmoronado sobre la mesa—. Baja cuando puedas.

Y se fue, sin cesar de masticar el apetitoso desayuno mientras caminaba. Tika cerró la puerta y regresó a la sala de estar.

—Me duele todo el cuerpo —se protegió el guerrero al ver que se aproximaba, convencido de que le esperaba un sermón. Se levantó con torpeza y, arrastrando los pies, se dirigió al dormitorio y se arrojó sobre el lecho entre irrefrenables sollozos.

Tika, en lugar de hostigarlo como cabía suponer, se sentó en una silla de la sala y se zambulló en el mundo de los pensamientos. Era evidente que la Hija Venerable de Paladine había partido sin escolta hacia el Bosque de Wayreth. Estaba resuelta a internarse en su espesura aunque no había de resultarle fácil pues, según la leyenda, nadie había conseguido encontrarlo. ¡Era él quien daba con quienes se aventuraban en su búsqueda! Tika se estremeció al evocar los relatos de Caramon. El temible recinto aparecía en los mapas, si bien cuando uno cotejaba dos o más no coincidía su localización. Además, los cartógrafos siempre dibujaban una señal de peligro a su lado y en su corazón mismo esbozaban la Torre de la Alta Hechicería, donde se hallaba ahora concentrado todo el poder de los magos de Ansalon. O, mejor dicho, casi todo.

De pronto, Tika despertó de su ensoñación, se incorporó e irrumpió en la alcoba. Caramon permanecía tendido en la cama sin poder reprimir el llanto, pero ella endureció sus sentimientos frente a tan lastimera escena y avanzó con paso firme hasta el baúl de la ropa. Después de abrir la tapa y rebuscar en su interior, lanzando una lluvia de prendas por la estancia, descubrió la redoma. Su maltrecho marido quedó atenazado por el pánico, mas la muchacha se limitó a arrojar el recipiente y su contenido a un rincón y continuó hurgando. Al fin, en el fondo, halló lo que buscaba.

Era la cota de malla de Caramon, la que utilizara en sus aventuras de antaño y le diera opción al título de guerrero que aún hoy ostentaba.

Sujetando uno de los quijotes por sus correas de cuero Tika se levantó para, tras dar media vuelta, lanzar la pieza hacia Caramon.

Lo golpeó en el hombro y rebotó, de tal manera que se estrelló contra el suelo.

—¡Ay! —se quejó el corpulento individuo, sentándose—. ¡En nombre de los Abismos, Tika, déjame tranquilo!

—Vas a emprender una nueva misión —declaró ella sin inmutarse—: irás al encuentro de la sacerdotisa, aunque tenga que catapultarte al espacio en un tonel. —Y terminó de extraer la oxidada cota de malla.

—Disculpa —solicitó un kender a un individuo que holgazaneaba al borde del camino, en los aledaños de Solace. En una reacción instintiva, el hombre cerró la mano en torno a su bolsa—. Busco el hogar de un amigo —prosiguió impasible el viajero, acostumbrado a tales muestras de desconfianza—. Bien, en realidad se trata de dos personas. Una es una bella mujer pelirroja llamada Tika Waylan.

—Es aquella casa que se alza a lo lejos —le señaló el lugareño sin perderlo de vista.

Tas miró en la dirección que le indicaban y sufrió una honda impresión.

—¿La magnífica residencia construida en el seno del vallenwood? —se aseguró, a la vez que extendía su dedo hacia el edificio.

—¿Cómo lo has definido? —preguntó el humano sin poder refrenar una carcajada—. ¿Cómo una «magnífica residencia»? Un comentario genial. —Se alejó con un chasquido burlón, contando mientras caminaba las monedas que guardaba en su bolsa.

«¡Qué tosco y antipático!», pensó Tasslehoff y deslizó, en un gesto de pasmosa naturalidad la navaja del desconocido en uno de sus saquillos. Pronto olvidó el incidente, y echó de nuevo a andar hacia la casa de Tika. Su mirada estudió complacida cada detalle de aquella morada que se mecía segura en las ramas del creciente árbol, fiel a las tradiciones del pasado.

—Me alegro por Tika —comentó a su acompañante, un montículo de ropa con pies que caminaba tras él—. Y también por Caramon, claro está, pero ella nunca disfrutó de un hogar propio e imagino lo orgullosa que debe sentirse.

Al acercarse al edificio el kender comprobó que era uno de los más sólidos de la ciudad. Su estructura era idéntica a la de las antiguas viviendas de Solace, antes de que la guerra arrasara el valle. Los gabletes formaban delicadas molduras curvas, acopladas de tal manera que parecían prolongaciones de los miembros arbóreos, mientras que las habitaciones se extendían a partir del cuerpo principal con los muros revestidos de tallas semejantes a las rugosidades del tronco. Existía aquí una perfecta armonía entre el trabajo del hombre y la naturaleza, ofreciendo un bello conjunto. Invadió a Tas un cálido sentimiento al imaginarse a sus amigos cobijados en tan delicioso retiro.

—Es curioso —se dijo a sí mismo—, me pregunto por qué no tiene techumbre.

Cuando se halló lo bastante próximo para escudriñar la casa, advirtió que no era esta parte lo único que faltaba. Los gabletes que tanto le maravillaron al principio no formaban sino una armazón destinada a sostener un tejado inexistente, pero, además, las paredes exteriores de las estancias no cerraban el recinto del edificio y, en cuanto al suelo, era una mera plataforma desnuda.

Plantándose debajo del árbol, Tasslehoff alzó los ojos sin acertar a explicarse qué estaba ocurriendo. Vio martillos, hachas y sierras esparcidas a su alrededor en pleno proceso de oxidación, lo que evidenciaba un abandono de varios meses, e incluso la estructura exhibía las huellas de una prolongada permanencia bajo los azotes de la intemperie. El kender se acarició el copete inmerso en un mar de dudas. El edificio poseía todos los ingredientes necesarios para convertirse en el más espléndido de Solace, si alguien decidía terminarlo.

Se iluminó su rostro al comprobar que un ala sí estaba concluida. Las cristaleras se hallaban encajadas en los marcos de las ventanas, las paredes configuraban un departamento estanco y una techumbre protegía el interior de los elementos ambientales. Por lo menos Tika disponía de un aposento privado, pensó el kender deseoso de consolarse pero, al estudiar mejor la estancia, se desvaneció su sonrisa. En la dovela de la puerta distinguió con total claridad, pese al desgaste de su superficie, los símbolos que denotaban la residencia de un mago.

—Debería haberlo adivinado —se reprendió meneando la cabeza. Miró a su alrededor, y añadió—: Sea como fuere, Tika no vive aquí. ¿Por qué me mentiría el lugareño? ¿O ha sido un malentendido?

Obediente a esta repentina intuición dio un rodeo en torno al inmenso vallenwood y topó con una casita, casi oculta por los matojos silvestres, que medraban sin freno, y también por la sombra del árbol. Era obvio que había sido erigida a título provisional y se había convertido en una vivienda demasiado estable. Rezumaba infelicidad, aunque el kender no acababa de discernir el motivo. Acaso se debía a los aleros retorcidos o a los desconchados de la pintura, que ofrecían un singular contraste con los tiestos de flores de los alféizares y las cortinas de encaje que se perfilaban detrás de los cristales. Tas suspiró: de modo que éste era el hogar de Tika, construido a la sombra de un sueño.

Se detuvo frente a la puerta y aguzó el oído. Dentro, una conmoción agitaba los cimientos de piedra ribeteada por estampidos, tintineos de vidrios rotos y gritos enloquecidos.

—Creo que será mejor que esperes aquí —recomendó Tas al hatillo andante.

El amasijo de ropa emitió un gruñido y se acomodó en el fangoso camino que, jalonando la vivienda, se perdía en lontananza. El kender observó con incertidumbre a la informe figura, antes de encogerse de hombros y apoyar la mano en el picaporte. Lo accionó y dio un paso, convencido de que podría entrar sin obstáculos, pero su nariz se aplastó contra la recia madera. La puerta estaba atrancada a conciencia.

—¡Qué extraño! —susurró, retrocediendo y examinando una vez más el lugar—. ¿A qué viene eso de encerrarse? No es propio de Tika, sino de los bárbaros más ignorantes. Y además con llave y pestillo. Sin embargo, estoy seguro de que aguardan mi llegada.

Contempló el impedimento como si fuera un mal presagio, mientras las voces continuaban atronando el interior. En un arranque más violento que los otros creyó reconocer el timbre cavernoso de Caramon.

—Algo raro sucede y yo me quedo paralizado, sin hacer nada al respecto. ¡Vamos, Tas, utiliza la ventana! —se espoleó después de pasar rápida revista a las posibilidades.

Pero, al precipitarse en pos de esta nueva esperanza, el kender se llevó una gran desilusión. «Nunca habría imaginado esto de Tika», comentó entristecido al hallar el marco tan sellado como la hoja de la puerta.

Sin embargo, no se dio por vencido. Tras examinar con ojos de experto el cerrojo constató que era simple y se abriría sin esfuerzo, así que extrajo de uno de sus saquillos varias herramientas y, escogiendo la adecuada para forzar aquel tipo de pieza de seguridad, se puso manos a la obra. La colección que con tanto celo guardaba era un derecho innato de los miembros de su raza, que recibían su lote al alcanzar la mayoría de edad. Insertó la ganzúa seleccionada en la abertura y la manipuló sin titubeos, siendo enorme su satisfacción al oír el chasquido liberador del cierre. Animado su rostro por una sonrisa, empujó el batiente y se deslizó en silencio hasta el interior. Se asomó de nuevo por la ventana y reparó en su acompañante, que cabeceaba ¡en medio de una acequia!

Aliviado ante la escena, seguro que el singular fardo no había de causarle complicaciones, Tasslehoff desvió la mirada hacia la sala donde se hallaba y curioseó con su vista de lince todos cuantos objetos se ofrecían a su observación, palpando algunos de ellos aunque sin detenerse demasiado.

«¡Es fantástico! —fue el comentario que más veces repitió en su recorrido por el habitáculo en dirección a la alcoba, ahora cerrada, de donde provenía el alboroto—. A Tika no le importará si lo retengo a fin de estudiarlo, lo restituiré a su lugar en cuanto lo haya hecho. —Y el objeto caía, por iniciativa propia, en su saquillo—. ¡Fíjate en eso! Caramba, tiene un resquebrajadura. Seguro que me agradecerá que lo ponga en su conocimiento. —Y abría otra bolsa para recoger el nuevo tesoro—. ¿Qué hace el plato de la mantequilla en un sitio tan absurdo? Tika debe guardarlo en la despensa, lo llevaré.— Pero la primorosa bandeja se acomodaba mejor en los recovecos de su hatillo, así que la instaló en ellos—. Lo ordenaré más tarde».

En su deambular, el kender había alcanzado el dormitorio. Hizo girar el picaporte, que por suerte no estaba cerrado, y entró.

—Hola —saludó jovial a sus ocupantes—. ¿Os acordáis de mí? Parece que os divertís, ¿Me dejáis jugar con vosotros? Dame algo para arrojárselo a su dura cabezota, Tika. ¿Preparado, Caramon? —Se había acercado a la parte de la alcoba donde la muchacha, sosteniendo un pectoral, lo contemplaba con ojos desorbitados por la sorpresa—. ¿Puede saberse qué os pasa? ¡Tienes un aspecto horrible Tika, armada con esas piezas metálicas y dispuesta a descalabrar a tu marido! —la recriminó, a la vez que asía unas cadenas entrelazadas en un jubón y se enfrentaba al colosal guerrero—. ¿Se trata de una actividad frecuente? —preguntó al hombretón, parapetado detrás de la cama—. He oído comentar que los casados tienen sus trifulcas, pero ésta se me antoja un tanto violenta.

—¡Tasslehoff Burrfoot! —Tika recuperó al fin el habla—. En nombre de los dioses, ¿qué haces aquí?

—Seguramente Tanis os ha anunciado mi visita —repuso el kender, lanzando la pieza de malla a Caramon aunque sin ejercer la menor fuerza, más bien como una chanza—. Actuáis de manera muy misteriosa, incluso cerráis con llave la puerta principal. No me ha quedado otro remedio, Tika, que penetrar por la ventana —explicó en tono de reproche—. Deberíais ser más considerados. Pero será mejor que cambie de tercio: se supone que me aguarda en la posada una sacerdotisa llamada Crysania y…

Con gran perplejidad por parte de Tas la posadera soltó el pectoral que aún enarbolaba, prorrumpió en sollozos y se derrumbó sobre el suelo. El kender, indeciso, consultó a Caramon mediante un fugaz intercambio de miradas antes de socorrerla. El obeso guerrero se alzó de detrás del cabezal cual un espectro que despertara en su tumba y, tras contemplar anhelante la figura inmóvil de su mujer, se abrió paso entre las piezas herrumbrosas que yacían diseminadas y se arrodilló a su lado.

—Tika, te suplico que me perdones. Sabes muy bien que no sentía ni una sola de las palabras que te he dicho. ¡Te quiero, siempre he volcado en ti todo mi amor! —Ofrecía una estampa patética con su inconmensurable mole inclinada hacia su esposa, dándole suaves palmadas en el hombro en un intento de reanimarla—. Lo que sucede es que mi vida carece de sentido al no tener ninguna ocupación.

—¡Ya lo creo que la tienes! —le espetó ella. Salió de su inconsciencia como por arte de encantamiento, se desembarazó de él y se puso en pie de un brinco—. Crysania está en peligro, ve en su busca y protégela.

—¿Quién es Crysania? —inquirió el guerrero enfurecido—. ¿Por qué ha de importarme si esa dama se encuentra en algún embrollo?

—Escúchame por una vez —siseó la joven con los dientes apretados, tan presa de la ira que su calor le secó las lágrimas—. Crysania es una poderosa sacerdotisa de Paladine, la más importante en todo Krynn después de Elistan. Un sueño premonitorio le reveló que la perversidad de Raistlin podía destruir nuestro universo, y ha emprendido viaje hacia la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth para entrevistarse con Par-Salian.

—Necesita la ayuda de ese mago porque ha fraguado el plan de aniquilar a mi hermano, ¿no es así? —indagó Caramon. Su voz sonaba desafiante.

—¿Y qué si así fuera? —se le encaró Tika en un alarde de valor—. ¿Acaso merece vivir? ¡Él te mataría a ti sin un instante de vacilación!

Los ojos vidriosos del hombretón despidieron chispas de fuego, sus pómulos se congestionaron. Tas tragó saliva al ver que cerraba el puño, si bien la posadera avanzó unos metros para situarse delante de él en arrogante postura. Su frondosa melena rozó el mentón de barba crecida y el kender detectó un temblor en la apretada manaza, que comenzó a abrirse bajo el femenino influjo.

—En cualquier caso te equivocas, Caramon —le aclaró Tika con una mueca oscura—, no pretende causarle el menor daño. Es tan necia como tú. Ama a Raistlin y quiere salvarle, apartarle de la malignidad que lo corroe. ¡Los dioses la acompañen, pobre desdichada!

Caramon escudriñó los ojos verdes de su mujer, deseoso de constatar la veracidad de tales declaraciones.

—¿No me engañas? —preguntó, ya más tranquilo.

—No, Caramon. Por ese motivo vino a «El Ultimo Hogar», para hablar contigo. Pensó que tú podías contribuir de algún modo a su causa, pero cuanto te vio anoche en aquel estado…

La reacción no se hizo esperar. La maciza testa del guerrero se cobijó en su pecho, inundados los ojos de lágrimas.

—¡Qué vergüenza! Una perfecta extraña arriesga su vida en el empeño de rescatar a mi gemelo de las tinieblas —acertó a decir con voz entrecortada. En lugar de infundirse ánimos, parecía recrearse en la pasividad y en su desgracia.

—¡Por las lunas que nos alumbran, ensilla un caballo y rastrea sus huellas! —lo incitó Tika irritada por su actitud, estampando el pie en el suelo a fin de reforzar tan desabrida orden—. Sabes de sobra que nunca alcanzará la Torre en solitario, y tú ya has atravesado el Bosque de Wayreth. Tu compañía puede serle crucial.

—Sí —recordó él—. Me interné con Raist en su espesura cuando él quiso someterse a la Prueba de la hechicería. ¡Aquella maldita Prueba! Lo custodié en todo momento, feliz porque me necesitaba.

—Ahora quien te necesita es Crysania —aseveró la muchacha. Caramon todavía titubeaba, y Tas comprobó que unos surcos de severidad cruzaban el rostro de la posadera—. No tienes tiempo que perder, o de lo contrario nunca le darás alcance. Supongo que no habrás olvidado el camino.

—Yo no, desde luego —intervino el kender en la cumbre de la excitación—. O, para hablar con propiedad, conservo un mapa.

Tika y Caramon se giraron al unísono hacia Tas. Enzarzados en su disputa, la presencia del hombrecillo se había borrado de sus mentes.

—No sé si debo fiarme —comentó el guerrero, a la vez que clavaba en Tasslehoff una túrbida mirada—. En una ocasión tus mapas nos condujeron a un puerto sin mar.

—¡No fue culpa mía! —se defendió el kender, herido en su dignidad—. Incluso Tanis tuvo que admitirlo: se trataba de antiguos documentos, diseñados antes de que el Cataclismo retirara las aguas. Escucha, Caramon, has de llevarme contigo para que pueda dar cuenta de mi misión a la sacerdotisa. Es cierto, me encargó algo de la máxima confianza y he cumplido sus instrucciones al pie de la letra. Tal como ella deseaba, he encontrado a… Pero aquí está —concluyó al detectar un movimiento.

Tas extendió el índice y Tika y Caramon se volvieron para toparse con el fardo andante, que se recortaba en el umbral de su dormitorio. La única diferencia que presentaba la amorfa figura respecto a los momentos anteriores era que le habían crecido dos ojos negros y recelosos.

—Tengo hambre —declaró la aparición en tono acusador—. ¿Cuánto comen?

—Mi tarea consistía en localizar a Bupu y traerla —explicó orgulloso Tasslehoff Burrfoot.

—¿Qué diablos puede querer Crysania de una enana gully? —preguntó Tika más atónita de lo imaginable, después de acompañar a Bupu a la cocina y darle pan seco con medio queso.

Ahora que la enana se había instalado de nuevo en la acequia, donde el fangoso riachuelo proporcionaba el complemento líquido a su ágape, el trío se hallaba más cómodo. Ni el aspecto de Bupu ni su olor contribuían a relajarles.

—Prometí no revelarlo —argüyó Tas haciéndose el importante, mientras ayudaba a Caramon a embutirse en su cota de malla. Era éste un arduo empeño, ya que el corpulento guerrero había engordado considerablemente desde que la usara por última vez. Tika y Tas se aplicaron con afán a abrochar correas insuficientes y estrujar rollos de grasa debajo del metal, mientras el sudor empapaba sus cuerpos.

Durante la complicada operación Caramon gimió y se lamentó, a la manera de los presos cuando los atan al potro de tormento. Humedecía con frecuencia sus labios y su ansiosa mirada se desviaba, sin que pudiera evitarlo, hacia la redoma que su mujer había abandonado en un rincón de la alcoba.

—Vamos, Tas —lo hostigó Tika, sabedora de que su amigo era incapaz de guardar un secreto aunque le fuera en ello la vida—. Estoy segura de que a Crysania no le importaría.

—Me conminó a jurarlo en nombre de Paladine, no me pongas en una encrucijada —le rogó él en solemne ademán—. Y ya sabes que esta divinidad (me refiero a Fizban, una de sus encarnaciones) y yo somos íntimos. —Hizo una pausa, y cambió de tema—. Aguanta un instante el resuello, Caramon, de lo contrario no encajaremos esta parte. ¿Cómo han podido ceder tus carnes de este modo? —le preguntó irritado.

Apuntalando el pie contra el rubicundo muslo, el kender tiró de la cincha con todas sus fuerzas y provocó un alarido de dolor del comprimido guerrero.

—Estoy en forma —protestó Caramon cuando se hubo calmado—. Es la armadura la que ha encogido.

—Ignoraba que este tipo de metal encerrara tales propiedades —respondió Tas muy interesado—. ¡Creo que ya lo tengo! Sus piezas se reducen bajo los efectos del calor. ¿Lo averiguaste haciendo experimentos o acaso esta zona se ha vuelto tórrida en verano?

—Haz el favor de callarte —le espetó el hombretón.

—Sólo intentaba colaborar —rezongó Tas, molesto por la brusquedad del antiguo compañero—. ¿De qué hablábamos? Ah, sí, de la Hija Venerable de Paladine. Empeñé mi honor, así que lo único que os puedo contar es que me sonsacó todo cuanto recordaba sobre Raistlin. No me pareció inconveniente ayudarla, y al ver mi buena voluntad me encomendó la búsqueda secreta de Bupu. Todo guarda relación —agregó, pero enmudeció al comprender que ya estaba hablando más de la cuenta—. A decir verdad, Tika, Crysania es una persona estupenda —continuó dando un ágil sesgo a la plática—. Quizá no repararás nunca en ello pero, al igual que la mayoría de los kenders, carezco de hondas convicciones en materia religiosa. Sin embargo, no hay que ser creyente para intuir la bondad que anida en la sacerdotisa. Y también es inteligente, quizá más que el mismo Tanis.

Se produjo una corta pausa, en la que los ojos de Tas emitieron chispas misteriosas. Aunque ardía en deseos de hablar, su reserva le confería cierto protagonismo.

—Creo que no perjudicaré a nadie si os confieso que ha concebido un plan para salvar a Raistlin. Bupu forma parte de sus designios, quiere presentarla ante Par-Salian.

Incluso Caramon adaptó una expresión incrédula al oírle y, en cuanto a Tika, no pudo evitar el pensar que quizá Riverwind y Tanis estaban en lo cierto al afirmar que Crysania había perdido el juicio. En cualquier caso, todo aquello susceptible de despertar una esperanza en su esposo sería digno de su mayor respeto.

El guerrero había fraguado sus propias ideas acerca de la situación, ideas que manifestó sin titubeos.

—El responsable de lo ocurrido es Fis… Fistandolde o comoquiera que se llame —apuntó sin cesar de manipular las múltiples correas de cuero, que se clavaban en sus flácidas carnes—. Ya sabéis a quién me refiero, el mago Fizban nos relató todos los pormenores necesarios. Y también Par-Salian está en conocimiento de ciertos detalles. Solucionaremos el problema —aseveró, iluminado su rostro—. Traeré a Raistlin aquí, Tika, tal como acordamos. Se albergará en la habitación que le destinamos desde el principio, y cuidaremos de él. Ocuparemos la casa nueva y viviremos felices. —Le brillaban las pupilas, pero Tika apenas lo advirtió. Tuvo que desviar la mirada, embargada por la emoción frente a aquellas declaraciones tan propias del otro Caramon, aquél a quien un día amó.

Hizo un esfuerzo de voluntad y consiguió recuperar su expresión ceñuda, al mismo tiempo que se encaminaba al dormitorio.

—Reuniré tus restantes enseres para el viaje.

—¡No, aguarda! —la detuvo él—. Gracias Tika, pero puedo ocuparme de eso sin tu ayuda. ¿Por qué no nos preparas un poco de comida?

—Te echaré una mano —ofreció Tas, y se dirigió a paso veloz a la cocina.

—De acuerdo —accedió la muchacha, si bien aprisionó entre sus dedos el copete que coronaba la cabeza del kender—. Pero antes —le ordenó—, nuestro amigo Tasslehoff Burrfoot se sentará aquí mismo y vaciará sus saquillos uno por uno.

Tas bramó contra aquella velada acusación, aquella afrenta a la que lo sometían, y Caramon aprovechó la confusión para correr al dormitorio y encerrarse. Fue directo al rincón donde yacía la redoma, vació su contenido en un odre de viaje y, sonriendo satisfecho, introdujo éste en el fondo de su hatillo y lo cubrió con algunas prendas de ropa.

—¡Estoy a punto! —exclamó jubiloso—. Estoy a punto —repitió ya en el porche, víctima del desconsuelo.

Pobre Caramon, su figura era un triste espectáculo. La cota de malla que luciera durante los primeros meses de la campaña, y que perdiera en el curso de una de las muchas aventuras vividas, fue reemplazada por otra idéntica que él mismo confeccionó poco después de regresar a Solace. Entrelazó las hebras del pectoral, pulió las imperfecciones y diseñó las partes de acuerdo con el modelo original, todo ello con primor y dedicación, hasta que, una vez concluida, la arrinconó en un lugar seguro donde no la dañaran los elementos. Ahora se hallaba en perfectas condiciones salvo que, por desgracia, no podía abrocharse los costados y la pieza superior bailaba bajo el cinto que intentaba inmovilizarla en torno a su rebosante talle. Ni Tas ni él habían sido capaces de anudar las placas metálicas que, como un refuerzo adicional, debían guardar sus muslos, y el guerrero optó por llevarlas en su hatillo. Se quejó al levantar su escudo y lo escudriñó con suspicacia, convencido de que alguien lo había llenado de plomo durante los dos últimos años. Y, para colmo de males, a causa de su abultado estómago tampoco hubo manera de abrochar la hebilla de la que había de pender la espada. Enrojeciendo de ira se colgó el arma de la espalda, enfundada en su vaina, y la afianzó mediante unas correas.

Al contemplarle, Tasslehoff tuvo que apartarse de él. En un principio temió estallar en carcajadas, pero constató asombrado que eran las lágrimas lo que debía reprimir.

—Soy un fantoche ridículo —se lamentó Caramon al ver que su amigo le evitaba y Bupu, por su parte, lo estudiaba boquiabierta y con los ojos desorbitados.

—Recuerda al Gran Bulp, Fudge I —declaró la enana entre suspiros.

La imagen del obeso, desaliñado monarca del clan gully congregado en Xak Tsaroth se perfiló en la mente del kender. Agarrando a su acompañante por el pescuezo, la atrajo hacia sí y le insertó el mendrugo en la boca para impedir que profiriera otro comentario inoportuno. Pero el daño ya estaba hecho.

—Acabo de cambiar de idea —anunció el guerrero, a la vez que se congestionaban sus pómulos y arrojaba el escudo sobre el porche con un estrépito fruto de la cólera. Resultaba evidente que también él había recordado al grotesco enano—. ¡Me quedo! De todos modos, era una empresa absurda.

Lanzó entonces a Tika una mirada furibunda, cargada de reproches y, dando media vuelta, dio un paso hacia el umbral. Pero ella se interpuso en su camino de un ágil salto.

—Escúchame bien, Caramon Majere —dijo sin exaltarse—. No permitiré que entres en mi casa hasta que puedas hacerlo como un hombre cabal.

—Será como dos hombres cabales —intervino Bupu con voz ahogada. Tas no dudó en atiborrar su boca de pan.

—¡Eres una insensata! —recriminó el guerrero a su mujer y, con gesto agresivo, apoyó la mano en su hombro—. Sal de ahí, Tika, te lo advierto. No interfieras en mis decisiones.

—En una ocasión te ofreciste a seguir a Raistlin hasta el mundo de las tinieblas. ¿Te acuerdas? —preguntó ella en tono quedo pero revestido de un timbre severo y penetrante, que sus ojos no hacían sino subrayar. Había capturado la atención de Caramon, quien tragó saliva y asintió en silencio, lívido ahora su semblante.

—Rehusó tu compañía —continuó Tika, con la mano posada en el fornido pecho y las pupilas prendidas de las de él—. Dijo que si te internabas en la oscuridad morirías sin remedio. ¿No comprendes, Caramon, que lo que has hecho en el curso de estos dos años es hundirte poco a poco en la negrura? Mueres un poco a cada día que pasa. ¿Y sabes por qué? Porque no has obedecido su consejo, no has emprendido tu propia senda y dejado que él eligiera la suya. Tratas de recorrerlas ambas, y no consigues sino destruirte a ti mismo. La mitad de tu ser vive en una terrible penumbra y la otra mitad pretende bañar en un elixir engañoso los horrores que allí ve, mitigar el sufrimiento a cualquier precio.

—¡Yo soy el culpable de que se invistiera de poderes malignos al asumir la Túnica Negra! —vociferó el guerrero, convulsionado por el llanto—. ¡Yo lo impulsé a hacerlo! Eso era lo que Par-Salian intentaba darme a entender.

Tika se mordió el labio y, aunque la furia afloraba a sus contraídas facciones, Tas observó cómo la dominaba y se limitaba a admitir:

—Quizá sea verdad. —Un segundo más tarde, sin embargo, persistió en su resolución inicial—. Pero no he de aceptarte ni como esposo ni como amigo hasta que acudas a mi lado en paz contigo mismo.

Caramon la escudriñó en la actitud de quien se tropieza con un desconocido y desea averiguar sus intenciones. El rostro de la posadera irradiaba firmeza, sus ojos verdes exhibían una serenidad inconmovible. De pronto, Tas recordó aquella última noche durante la Guerra de la Lanza en que se habían enfrentado a numerosos draconianos, en los subterráneos del Templo de Neraka. Su expresión era la misma.

—Acaso no llegue nunca ese momento, mi bella dama —la desafió Caramon—. ¿Lo has pensado?

—He considerado esa posibilidad. Adiós —fue la escueta respuesta.

Tras volver la espalda a su marido, la joven cruzó el umbral de su hogar y cerró con llave y pestillo. Al oír cómo se deslizaba este último en su abertura Caramon se estremeció, apretó sus enormes puños y, por un momento, Tasslehoff temió que forzara la puerta. Pero no fue así. El guerrero abrió sus palmas y altivo, disfrazando su maltrecho orgullo, se alejó del porche.

—Le demostraré que conmigo no se juega —gruñó mientras caminaba a torpes zancadas, envuelto en el ruidoso tintineo de su metálico atuendo—. Dentro de tres o cuatro días regresaré con Crysle… es igual, no recuerdo su nombre. Hablaremos de todo esto y ella me suplicará de rodillas que me quede, pero quizá rehuse. ¡Por los dioses, no puede expulsarme a su antojo!

Tas estaba indeciso. Detrás de él, en el interior de la casa, su agudo oído de kender percibía los lastimeros sollozos de Tika. Sabía que Caramon no los detectaría, absorto en sus arranques de autocompasión y aislado por el repiqueteo de la cota de malla, pero ¿qué podía hacer el hombrecillo?

—¡Cuidaré de él, Tika! —prometió y, asiendo a Bupu por el brazo, echó a correr en pos de la descomunal masa del compañero. De todas las andanzas vividas era ésta la que comenzaba bajo peores augurios.

5

La reconstrucción de Palanthas

«Palanthas, ciudad legendaria por su belleza. Una ciudad que ha vuelto la espalda al mundo y se contempla, admirada, en su propio espejo».

¿Quién la había descrito en estos términos? Kitiara, sentada a lomos de su reptil azul, volaba por los alrededores de las murallas zambullida en estas meditaciones. Quizá fue Ariakas, el fallecido y apenas llorado Señor del Dragón. El tono pretencioso de la frase concordaba con su personalidad, si bien Kit debía admitir que no se equivocó en su juicio sobre los palanthianos. Tanto les espantó la inminente destrucción de su amada urbe que negociaron una paz independiente con los dignatarios enemigos y, hasta poco antes del fin de la guerra —cuando quedó patente que no tenían nada que perder—, no se unieron a los otros grupos a fin de combatir el enorme poder de la Reina Oscura. Y aun entonces su pacto estuvo presidido por la reticencia.

Merced al heroico sacrificio de los Caballeros de Solamnia, la ciudad de Palanthas se libró de la devastación a la que habían sucumbido otros núcleos tales como Solace y Tarsis. Kit, que surcaba el aire tan cerca de los muros que una flecha hostil habría podido alcanzarla, esbozó una mueca burlona. Una vez más la hermosa urbe se había complacido en sí misma, aprovechando la ola de prosperidad para realzar su legendario embrujo.

Mientras continuaba pensando en el mágico lugar y sus habitantes, Kitiara estalló en una sonora carcajada al ver el ajetreo que su proximidad provocaba en parapetos y almenas. Habían transcurrido dos años desde que el último Dragón Azul sobrevolara las altas torres y Kit todavía podía describir el caos y el pánico de entonces. En el sereno ambiente nocturno oyó un vago redoble de tambores y la inequívoca llamada de los clarines.

También en los tímpanos de Skie, su Dragón, retumbó el reclamo. La sangre se agolpó en su cerebro frente a aquellos heraldos de guerra, inyectando sus ojos, y giró la cabeza hacia Kitiara para rogarle que entrase en acción.

—No, mi leal compañero —dijo la dignataria mientras lo apaciguaba mediante suaves palmadas en la testuz—. Aún no es el momento pero si tenemos suerte no tardará en llegar. ¡Te prometo que muy pronto dominaremos Krynn!

No le quedó al reptil otra alternativa que conformarse con tan esperanzadoras palabras. No obstante, obtuvo cierta satisfacción al lanzar un relámpago ígneo por sus ominosas mandíbulas y ennegrecer la pétrea muralla, antes de levantar el vuelo a toda velocidad para colocarse fuera del radio de alcance de un posible proyectil. Cuando lo vieron planear, las tropas allí apostadas se diseminaron como hormigas indefensas, abrumadas por las oleadas de pánico que siempre destilaban las figuras de los dragones.

Kitiara no se inmutó, y continuó acomodada en su montura. Nadie osaría tocarla; existía una tregua de paz entre sus huestes de Sanction y los palanthianos, si bien algunos Caballeros de Solamnia trataban de persuadir a los pueblos libres de Ansalon para que se unieran y atacaran aquella ciudad, donde la cabecilla de los ejércitos del Mal se había retirado después de la guerra. Poco le importaban estos instigadores a la Señora del Dragón, ya que los palanthianos no se dejarían arrastrar y ella lo sabía. El conflicto había terminado, la amenaza no pesaba ya sobre sus cabezas.

—Cada día que pasa crecen mi fuerza y mi poder —advirtió Kit a quienes pudieran escucharla, aunque en realidad lo que pretendía era reconocer la urbe y almacenar datos para utilizarlos en un futuro no muy lejano.

Palanthas estaba configurada como una rueda. Los edificios importantes —el palacio del primer mandatario, las dependencias gubernamentales y las antiguas mansiones de los nobles— se erguían en su centro, y la ciudad entera giraba en torno a este eje en círculos que se ampliaban de manera progresiva. En segundo plano se hallaban las casas de los más acaudalados miembros de las asociaciones gremiales —los nuevos ricos— y las residencias estivales de los habitantes que vivían al otro lado de las murallas. También se distinguía en esta zona algunos centros culturales, incluida la Gran Biblioteca, mientras que la sección lindante con la parte moderna estaba formada por el mercado y los comercios de todo tipo.

Ocho avenidas partían del núcleo de la ciudad vieja, a guisa de radios de la rueda. Las jalonaban hileras de árboles, vetustos ejemplares cuyas hojas exhibían durante todo el año los tintes del oro. Estas ramblas conducían a las puertas de la antigua muralla. La octava avenida, la septentrional, moría en el puerto.

En torno al pétreo recinto que en otro tiempo cercara el burgo, protegiéndolo de los embates enemigos, Kitiara vio la ciudad nueva y comprobó que, al elevarla, se había respetado el diseño circular de la primitiva. La única diferencia ostensible consistía en que aquí no había muralla, tras acordar los gobernantes que un nuevo perímetro de roca desequilibraría la armonía general.

La Señora del Dragón sonrió, insensible a la belleza de la ciudad. Los árboles y su colorido nada significaban para ella, y al contemplar las cegadoras refulgencias de las siete puertas no se le hizo ningún nudo en la garganta. O quizás uno muy pequeño, que deshicieron sus propios suspiros mientras recapacitaba sobre lo fácil que resultaría asaltarlas.

Otras dos edificaciones capturaron su interés. La primera era un templo dedicado a Paladine, que estaba en proceso de construcción. En cuanto a la otra, era su punto de destino y no pudo por menos que posar en ella una meditabunda mirada.

Tan vivo era el contraste que ofrecía respecto a las feéricas estructuras que la rodeaban, que incluso la fría Kitiara sufrió una leve perturbación. Emergiendo de entre las sombras circundantes como una falange deforme, objeto de negrura y torturada fealdad, parecía aún más espeluznante por haber sido en un tiempo el orgullo de Palanthas, su más esplendorosa gema: la Torre de la Alta Hechicería.

Estaba sumida en la penumbra de día y de noche ya que la guardaba un bosque de enormes robles, los árboles más altos de Krynn al decir de los sobrecogidos viajeros que tenían ocasión de verlos. En cualquier caso, nadie podía aseverarlo con absoluta certeza dado que no había en todo el continente un solo mortal, ni aun los temerarios kenders, capaz de aventurarse en su portentosa espesura.

—El Robledal de Shoikan —murmuró Kitiara a un compañero invisible—. Nadie se atrevía a internarse en él hasta que llegó el Amo del Pasado y del Presente.

Si pronució estas últimas palabras con una mueca burlona, un ligero temblor la diluyó de sus labios cuando Skie comenzó a trazar círculos en torno a la mancha de tinieblas para buscar un buen lugar de aterrizaje.

El Dragón Azul se posó en una de las calles abandonadas que desembocaban en el Robledal de Shoikan. Kit le había instado por todos los medios imaginables, desde el incentivo hasta la amenaza, a sobrevolar el bosque y detenerse en la misma Torre pero, aunque habría derramado su sangre por defender a la dama sin un instante de vacilación, Skie rehusó complacerla. No podía ser de otro modo, también los dragones recibían el influjo de aquel cerco diabólico de guardianes arbóreos.

El reptil lanzó una mirada furibunda, preñada de odio, a la espesura, a la vez que sus nerviosas garras arañaban el empedrado. Le habría gustado impedir que su dueña entrase en el recinto, mas la conocía bien y sabía que, una vez tomada la decisión, no renunciaría por nada del mundo a ponerla en práctica. Tuvo pues que resignarse a doblar las correosas alas sobre su cuerpo y permanecer inmóvil en medio de aquella ciudad singular, ensimismado en antiguos recuerdos que le traían imágenes de llamas, humo y muerte.

Kitiara desmontó despacio de su silla. Solinari, la luna plateada, se asemejaba a la cabeza blanquecina de un decapitado que flotara en el firmamento y Lunitari, el astro rojo, apenas había iniciado su ronda celeste y oscilaba en el horizonte como el pabilo de una vela a punto de extinguirse. La débil luz de ambos satélites se reflejaba en la armadura de escamas de dragón de la dignataria, tornándola de un fantasmal color azulado.

La recién llegada estudió el Robledal, dio un paso en su dirección y se detuvo de repente. Oía a su espalda el crujido de las alas de Skie, que le transmitían un consejo inarticulado: «Huyamos de este lugar siniestro, mi dueña. ¡Vayámonos ahora que aún nos quedan energías para hacerlo!». Ella, atenta a la advertencia, tragó saliva. Sentía la lengua reseca e hinchada, los músculos de su abdomen se habían agarrotado dolorosamente. Poblaron su mente las escenas casi olvidadas de su primera batalla, de un día ya remoto en que se enfrentó a un enemigo y comprendió que, si no le mataba, sucumbiría sin remedio. Venció entonces gracias a un hábil sesgo de su espada. ¿Qué ocurriría ahora?

—He recorrido numerosos parajes lóbregos en este mundo —susurró a su espectral acompañante— y nunca conocí el miedo. Pero, por mucho que razone, no logro hacer acopio de valor para internarme en éste.

—Limítate a blandir en tu palma la joya que él te dio —ordenó el interpelado, materializándose al fin en la noche—. Los guardianes del bosque quedarán inermes frente a su poder.

Kitiara espió el denso cerco de árboles. Sus vastas ramas se proyectaban en todos los sentidos y, al entrelazarse, obstaculizaban el paso de los haces lunares por la noche y los rayos del sol durante el día. Alrededor de sus raíces se desplegaba un manto de negrura que cubría, como una aureola, todo el Robledal, tan herméticamente que ni la más suave brisa ni una tormenta desencadenada agitarían las hojas de esos árboles. Afirmaba la leyenda que en los terribles días anteriores al Cataclismo, cuando vendavales y aguaceros sin parangón en la historia de Krynn azotaron el territorio, los inanimados pobladores del bosque de Shoikan fueron los únicos que no se doblegaron a la cólera de los dioses.

Pero, más estremecedor todavía que su perenne oscuridad, era el eco de vida imperecedera que palpitaba en sus entrañas. Vida eterna, tormento y penurias sin fin.

—Mi inteligencia quiere acatar tus sabias instrucciones —respondió Kit temblorosa—, mas mi corazón no puede seguirlas, Soth.

—En tal caso debes regresar —le indicó el Caballero de la Muerte, encogiéndose de hombros—. Demuestra a esa criatura que la más poderosa Señora del Dragón de este continente es una cobarde.

La dignataria miró a Soth a través de las rendijas de su yelmo y, al hacerlo, sus ojos castaños destellaron a la vez que su mano se cerraba, en un espasmo incontenible, sobre la empuñadura de la espada. El ente del más allá mantuvo erguido el rostro, donde las llamas anaranjadas que solían oscilar en las vacías cuencas oculares ardían ahora con toda la intensidad del desdén. Y si él la menospreciaba, ¿cuál no había de ser el sentimiento que leería en los dorados relojes de arena del mago? Sus pupilas no denotarían tan sólo burla, sino la altivez exultante del triunfo.

Comprimiendo los labios, Kitiara tanteó una cadena ceñida a su cuello de la que pendía el Talismán enviado por Raistlin. La sujetó con fuerza, dio un tirón y la partió en dos. Acto seguido, enarboló la alhaja en su mano enguantada.

Negra como la sangre de un dragón, fría al tacto, la piedra irradiaba además un helor paralizante susceptible de traspasar cualquier prenda de abrigo. Opaca, carente de vistosidad, yacía semioculta en la palma de quien tenía el privilegio de portarla.

—¿Cómo van a percibirla los guardianes? —inquirió la humana tras varios intentos infructuosos de exponerla a la luz de las lunas—. No brilla, no centellean sus cantos. Se diría que transporto un carbón apagado.

—El astro que se refleja en este objeto mágico permanece inmune a tu observación y a la de todos los seres vivientes, salvo a la de aquellos que le rinden culto —explicó Soth—. A ellos y a los muertos que, como yo, han sido condenados a errar eternamente. Te aseguro que para nosotros refulge más aún que la luz diurna en el cielo. Sostenla en lo alto, mi bella dama, y camina. Los custodios del bosque no te detendrán. Quítate el yelmo, de tal manera que puedan contemplar tu cara y distinguir en tus ojos el reverberar de su resplandor.

Kit titubeó unos momentos antes de desprenderse de su peculiar casco, rematado por un par de cuernos en la parte superior, mientras la humillante risa de Raistlin resonaba en su cerebro. Irguió la espalda, al acecho de cualquier imprevisto. Ni una brizna de viento acariciaba sus rizos azabache, y reinaba una calma mortífera que hizo brotar de sus sienes heladas gotas de sudor. Oyó tras ella, mientras se secaba con el guante el molesto chorreo, los gemidos de su Dragón, unos gorgoteos de angustia que nunca había detectado antes en Skie. No lograba decidirse, la mano de la alhaja acusaba de manera ostensible las alteraciones de su pulso.

—Se alimentan del miedo, Kitiara —la reprendió el espectro—. Levanta la piedra para que vean su luz reflejada en tus pupilas, y procura sosegarte.

Demuéstrale que eres una cobarde. Con esta frase atronando en todos los pliegues de su mente aferró la gema, aunque sin esconderla a las miradas de los enigmáticos guardianes, y se internó en el Robledal de Shoikan.

Descendió la oscuridad, envolviendo tan repentinamente a la dignataria que, durante unos espantosos segundos, tuvo la impresión de haberse quedado ciega. Sólo los flamígeros ojos de Soth, que persistían en danzar incandecentes en su faz translúcida, le proporcionaban un mínimo alivio en su zozobra. Hizo un esfuerzo de voluntad para no perder la calma, para neutralizar la debilidad azuzada por el pánico, y fue entonces cuando vislumbró por vez primera un fulgor en la joya. En nada se asemejaba a las luces que solía ver en su vida cotidiana, ni siquiera iluminaba su entorno de tal suerte que, bajo su halo, pudiera distinguir a los entes que anidaban en la noche de las tinieblas mismas.

Fortalecida por las virtudes del Talismán, Kitiara comenzó a serenarse. Los troncos de los árboles se perfilaban frente a ella, y a sus pies se formó una senda. Discurría ésta, similar a un río nocturno, hacia el interior del bosque, y por un instante creyó deslizarse en su etérea corriente sin necesidad de utilizar las piernas.

Fascinada, contempló como toda ella era arrastrada a merced de la acuática senda. El Robledal había tratado de impedirle el acceso a aquel mundo fantasmal pero, una vez traspasados sus límites, se diría que pretendía succionar su ser.

Semejante perspectiva le produjo un escalofrío, y luchó a la desesperada para recuperar el control de su cuerpo. Venció o, al menos, así lo creyó. Cesó todo movimiento pero, ahora, no atinaba sino a temblar indefensa en la negrura, convulsionada por espasmos de miedo. Las ramas crujían sobre su cabeza con unos chasquidos que más parecían risas aviesas, y las hojas fustigaban su faz. Su reacción instintiva fue rechazarlas pero, cuando se disponía a hacerlo, se interrumpió. El contacto de su superficie, aunque gélido, no resultaba desagradable. Se le antojó una suave caricia, casi un saludo respetuoso. Los habitantes de la espesura la habían reconocido, intuían que luchaban en una causa común. Al comprenderlo así, Kit recobró el dominio de sí misma y alzó la cabeza a fin de estudiar el camino.

No fluía hacia las entrañas del Robledal, aquello fue una alucinación nacida de su propio terror. ¡Eran los árboles los que se desplazaban, apartándose para franquearle el paso! Recuperada la confianza, echó a andar por la senda y hasta dirigió una mirada de triunfo al caballero espectral, que avanzaba tras ella. Sin embargo, Soth no le prestó atención.

—Debe estar comunicándose con los espíritus hermanos —se dijo para sus adentros con una risa que, de pronto, se difuminó en un desgarrado grito.

Algo o alquien le atenazaba el tobillo. Un frío que congelaba los huesos se extendía por todo su ser y le paralizaba nervios y músculos, solidificando su sangre. El dolor era insoportable, profería alaridos agónicos que no la permitían pensar con cordura. En un gesto instintivo bajó los ojos hacia su enemigo y descubrió qué era… ¡una mano cenicienta! Surgida de la tierra, había cerrado sus huesudos dedos en torno a su pierna y absorbía su energía, el calor que alimenta cualquier manifestación de vida. Aterrorizada, vio que su pie empezaba a hundirse en el rezumante suelo.

De nuevo el pánico hizo presa en la Señora del Dragón. Propinaba frenéticos puntapiés a la garra, destinados a obligarla a soltar su maltrecho tobillo, pero el fantasmal atacante no cedía. Y, lo que aún le causó mayor espanto, otra mano brotó del camino y estrujó su píe libre en idéntico punto. Entre enloquecidas voces, Kitiara perdió el equilibrio y cayó en una postura forzada.

—¡Sostén la joya! —le urgió Soth con su tono de ultratumba—. Sin su protección serás arrastrada a las profundidades.

Kitiara, obediente al mandato del caballero, apretó los dedos en torno a la gema mientras se debatía y retorcía en un desordenado intento de escapar a los macilentos garfios que, poco a poco, la atraían hacia la tumba.

—¡Ayúdame! —suplicó, buscando a su fantasmal amigo con ojos desorbitados.

—No puedo —respondió él desolado—. Mi magia no surtiría efecto, Kitiara, sólo tu propia fuerza de voluntad es capaz de salvarte. Recuerda la alhaja.

La Dama Oscura, como la llamaron en otro tiempo, enmudeció. Durante unos minutos se agitó a merced de unos terribles escalofríos, como si sus adversarios la hubieran vencido, mas no tardó en flagelarla el azote de la ira. «¿Cómo se atreve a hacerme esto a mí?», pensó al percibir, de nuevo, un par de iris dorados que se deleitaban en la contemplación de su tortura. Este acceso de cólera tuvo la virtud de derretir el hielo, de sofocar el pánico en su flamígero ardor. La invadió la calma, y comprendió lo que debía hacer. Se sacudió sin prisa el polvo de los ropajes y, con gesto frío y deliberado, acercó la joya a una de las esqueléticas manos rozando su putrefacta carne. Aún temblaba, pero la serenidad se impuso y ni siquiera se alteró cuando una maldición resonó en las simas del abismo. La repugnante mano se encogió, abrasada por un fuego invisible, y aflojó su presión sobre el tobillo de Kitiara para zambullirse en su subterránea morada.

Una vez hubieron desaparecido las rugosas yemas entre las hojas secas del borde de la senda, Kitiara aplicó el Talismán a la otra mano que la aprisionaba. También ésta se desvaneció, absorbida por la negrura. Al sentirse libre, la Señora del Dragón se levantó y estudió su entorno con la gema enarbolada a modo de estandarte.

—¿Veis este objeto, criaturas condenadas a vivir después de la muerte? —las desafió con un timbre agudo, casi chillón—. No me detendréis. ¡Pasaré sin que me toquéis! ¿Me habéis oído bien? Franquearé cualquier obstáculo que oséis oponerme.

No hubo respuesta. Las ramas dejaron de crujir, las hojas ocuparon su lánguida posición sujetas a sus tallos. Tras guardar unos minutos más de silencio Kit echó a andar por el sendero, reanudando así su azarosa marcha nocturna. No se desprendió de la alhaja, que le confería cierta seguridad, si bien no pudo sustraerse a imprecar entre dientes a quien se la había enviado. Era consciente de la proximidad de Soth, que se hizo aún más patente cuando él declaró en un siseo:

—Como en tantas otras ocasiones, Kitiara, has despertado mi admiración.

Ella no contestó, atenta al vacío que había dejado la ira en su estómago y que, de manera casi insensible, volvía a colmarse de horror. No quería correr el riesgo de hablar y delatar su creciente aprensión, así que siguió adelante con la mirada puesta en aquel camino que discurría en pos de la nada. A su alrededor se dibujaban decenas de dedos que se abrían paso en el subsuelo en busca de carne viva, aborrecible y deseada al mismo tiempo. Unos rostros pálidos, nebulosos, la espiaban desde los árboles, flanqueados por entes informes que revoloteaban en el frío ambiente y lo infestaban de un hedor rebosante de muerte y podredumbre.

Pero, aunque el guante que portaba la gema sufría leves vibraciones, no flaqueó en su amenazadora postura. Los dedos descarnados nada pudieron para ahuyentar a su dueña, las máscaras del más allá reclamaron en vano la tibia sangre. Los robles, en lugar de obligarla a desistir de su propósito, se inclinaban uno tras otro ante ella en señal de respeto.

Al fin, donde moría el sendero, Kitiara distinguió la figura de Raistlin.

—¡Debería acabar contigo aquí mismo! —le espetó la dama al alcanzarlo, entumecidos los labios y con la mano apoyada en la empuñadura de su espada.

—No sabría describir el placer que me produce verte de nuevo —repuso el hechicero con una sonrisa beatífica que sus facciones desmentían.

Era la primera vez en dos años que coincidían. Ahora que había abandonado las tinieblas del Robledal, Kitiara examinó a su hermano bajo la tenue luz de Solinari. Iba ataviado con una túnica de fino terciopelo azabache, cuyos pliegues descendían en una armoniosa cascada para cubrir su enteco cuerpo. Bordadas en círculo en torno a la capucha, unas runas argénteas revelaban al experto la magnitud del poder del mago. El símbolo más grande, situado en el centro, era un reloj de arena, réplica en mayor tamaño de los que refulgían en sus extraños ojos. A ambos lados de la runa central brotaban sendas hileras, también plateadas, que se perfilaban en los etéreos haces lunares y se prolongaban hasta los dobleces de las holgadas mangas. Descansaba el peso del hechicero en un legendario bastón, una vara terminada en una bola de cristal que sólo se iluminaba cuando Raistlin así lo ordenaba pero que, en aquellos momentos, se hallaba sumida en la penumbra, al amparo de las doradas garras de dragón que configuraban su puño.

—¡Debería matarte! —repitió Kit antes de lanzar una mirada de soslayo al Caballero de la Muerte, que parecía alimentarse de la negrura adyacente para tomar cuerpo. Los ojos de la dama no expresaban ninguna orden sino más bien una invitación, quizás un mudo desafío.

Raistlin esbozó una mueca que pocos gozaban del privilegio de estudiar. Sin embargo, su ambigüedad se perdió en las sombras de su capucha.

—Me alegro de conocerte, Soth —dijo a guisa de saludo. Había posado su vista en el espectro.

Kitiara se mordió el labio mientras los relojes de Raistlin escudriñaban la armadura del egregio fantasma. El tiempo no había logrado borrar los emblemas que adornaban el pectoral: la rosa, el martín pescador y la espada que distinguían a los Caballeros de Solamnia, si bien aparecían ennegrecidos, como si el metal hubiera ardido en un incendio.

—Miembro de la Orden de la Rosa —prosiguió el hechicero— que murió envuelto en llamas durante el Cataclismo, antes de que la maldición de la doncella elfa a la que agravió le condenara a emprender esta amarga vida de ultratumba.

—Ésa es mi historia —asintió Soth sin inmutarse ni sorprenderse—. Y tú eres Raistlin, Amo del Pasado y del Presente y criatura predestinada.

Se espiaban atentamente uno a otro, tan concentrados que habían olvidado a Kitiara quien, al percibir la mortífera batalla que ambos libraban, desechó su momentáneo enfurecimiento para volcar sus sentidos en el desenlace.

—Tu magia es poderosa —comentó Raistlin. Una suave brisa surgida de la noche mecía las ramas de los robles y acariciaba la túnica del hechicero.

—Sí —concedió Soth en un susurro—. Puedo matar con sólo pronunciar una palabra, o bien arrojar una bola de fuego sobre una legión de enemigos. Dirijo a unas tropas de guerreros espectrales que son capaces, a su vez, de destruir a través de un simple contacto. Elevo murallas de hielo que protegen a quienes sirvo, sé discernir lo invisible, los hechizos corrientes se revelan inútiles en mi presencia.

Raistlin inclinó la cabeza afirmativamente, y los pliegues de su capucha se agitaron en derredor de su sombrío semblante. Soth, por su parte, comenzó a avanzar en pos de aquella enjuta figura y se detuvo a escasos centímetros de su frágil cuerpo mientras Kitiara, muda espectadora, sentía cómo se aceleraba su respiración al contemplar tan poco halagüeña escena.

Entonces, en un cortés ademán, el sentenciado Caballero de Solamnia extendió la mano sobre la zona de su anatomía que un día albergó el corazón y declaró, dando al traste con todos los pronósticos de su compañera:

—Pero también reconozco a un superior y puedo ponerme a sus pies. —Kitiara no daba crédito a sus ojos, la reverencia de Soth la había dejado atónita. Tuvo que apretar los dientes para sofocar la exclamación que añoraba a sus labios.

Raistlin, intuyendo el tornado que la agitaba, desvió hacia ella sus áureos relojes de arena y le preguntó, en un tono revestido de sarcasmo:

—¿Decepcionada, mi querida hermana?

Pero la Dama Oscura sabía acomodarse a las cambiantes ráfagas del destino. Había reconocido el terreno enemigo y descubierto lo que quería averiguar, ahora podía reanudar la liza.

—Por supuesto que no —respondió, con una ambigua sonrisa de perversidad que sus pretendientes juzgaban irresistible—. Después de todo, lo único que me ha movido a venir a visitarte ha sido el deseo de verte. Hacía ya demasiado tiempo que no nos entrevistábamos. Tienes buen aspecto.

—Me encuentro en mi mejor momento —confirmó Raistlin y, avanzando unos pasos, rodeó el brazo de Kit con su huesuda mano de largos dedos. Ella se sobresaltó, pues la carne del mago bullía en un estado febril, pero se abstuvo de exteriorizar sus emociones al reparar en el interés con que él la observaba, presto a analizar la más mínima reacción.

—Lo cierto es que ha transcurrido algún tiempo desde la última ocasión en que se cruzaron nuestras vidas —dijo Raistlin para apoyar el comentario de su hermana—. Si no me falla la memoria, esta primavera se cumplirán dos años. —Su tono era coloquial, despreocupado, si bien no soltó el brazo de Kit y en su voz se adivinaba un acento burlón—. Fue en el Templo de la Reina de la Oscuridad, en la ciudad de Neraka, aquella noche fatídica cuando mi soberana sufrió la derrota definitiva y fue desterrada del mundo…

—Gracias a tu traición —intervino la dama a la vez que trataba, sin éxito, de desembarazarse de su molesta zarpa. Aunque era más alta y más fuerte que el frágil mago, capaz en apariencia de partirle en dos con las manos desnudas, apenas osaba moverse y satisfacer así su ferviente deseo de rechazar el contacto de sus dedos. Algo en él la subyugaba.

Raistlin se rió ante la acusación de Kitiara y, atrayéndola hacia sí, la guió hacia la verja de la Torre de la Alta Hechicería.

—Hablando de traiciones, querida hermana, ¿acaso no disfrutaste cuando utilicé mi magia para destruir el escudo de inmunidad de Ariakas y permití así que Tanis, el Semielfo, hundiera el filo de la espada en su cuerpo? ¿No te convertí con mi acto en la más poderosa entre los dignatarios de Krynn?

—¿De qué me sirvió ocupar el rango de Ariakas? —repuso ella con una voz que destilaba amargura—. Desde entonces no he hecho sino vivir casi como una prisionera en Sanction, en manos de esos infames Caballeros de Solamnia que gobiernan todo el territorio. Día y noche me guardan los Dragones Plateados, vigilando hasta mis movimientos más insignificantes. Y en cuanto a mis tropas, deambulan diseminadas por todo el país.

—Sin embargo, has llegado hasta aquí a pesar de tus cadenas —constató Raistlin—. ¿Te detuvieron los Dragones, se enteraron los Caballeros de tu partida?

Kitiara hizo un alto en la senda que conducía a la Torre para dirigir a su hermano una mirada inquisitiva.

—¿Ha sido obra tuya?

—¡Naturalmente! —El hechicero se encogió de hombros, sin acertar a entender cómo Kit no lo había supuesto de buen principio—. Pero ya discutiremos más tarde esas cuestiones —añadió, a la vez que reanudaba la marcha—. El Robledal de Shoikan desestabiliza los nervios del más ponderado, y además estoy seguro de que tienes hambre y frío. Debo confesarte —su tono era confidencial— que otra persona ha conseguido atravesar los lindes de esta espesura, aunque con mi ayuda, de modo que no has sido la primera. Y lo más sorprendente ha sido el coraje con que se ha enfrentado a la prueba. Sabía que tú, Kitiara, salvarías todos los escollos, si bien abrigaba mis dudas respecto a la sacerdotisa Crysania…

—¡Crysania! —repitió la Dama Oscura escandalizada—. ¡Una Hija Venerable de Paladine! ¿Y has dejado que se internara en tus dominios?

—No sólo eso, yo mismo la invité a visitarme —contestó el mago imperturbable—. Uní a mi ofrecimiento un talismán, por supuesto, ya que de lo contrario nunca habría tenido éxito en el empeño.

—Y ella aceptó —afirmó Kitiara, navegando en un mar de incertidumbre.

—Estuvo encantada.

Ahora fue él quien cesó de andar. Se hallaban frente a la entrada de la Torre de la Alta Hechicería y, gracias a la luz que brotaba de las antorchas encendidas junto a las ventanas, Kit vio con absoluta claridad el rostro de su acompañante. Tenía los labios retorcidos en una mueca y sus doradas pupilas brillaban frías, mortecinas, igual que el sol en invierno.

—Encantada —insistió Raistlin, y la dama prorrumpió en carcajadas.

Unas horas más tarde, después de que se pusieran las dos lunas tras el horizonte y cuando el alba se anunciaba tímida en la lejanía, Kitiara, con el ceño fruncido, estaba aún sentada en el estudio de su hermano con una copa de vino tinto en la mano.

La sala era confortable, o así lo parecía al contemplarla. Varias butacas afelpadas, de la mejor textura y construcción que cabe imaginar, se alzaban sobre unas alfombras de fina artesanía que sólo las personalidades más adineradas de Krynn se podían permitir el lujo de adquirir. Sus urdimbres, realizadas a partir de diseños de animales quiméricos y flores multicolores distribuidos con gusto exquisito, eran capaces de capturar la atención de quien las mirara y lo inducían a perderse durante horas en su belleza. Las mesas de madera tallada, no menos tentadoras, contribuían también a enriquecer el ambiente al igual que los adornos, singulares y hermosos o, acaso, singulares y fantasmagóricos.

Pero el elemento predominante era la inmensa colección de libros. Jalonaban los muros hondas hileras de estantes, de la misma madera que las mesas, repletos de centenares, quizá miles de volúmenes. En su mayoría presentaban una apariencia uniforme, por estar encuadernados en tela azul marino y decorados a base de runas argénteas. La estancia era cómoda mas, a pesar del fuego que chisporroteaba en la descomunal chimenea abierta en una de las paredes, flotaba en el aire un frío sobrenatural. Kitiara creyó advertir que procedía precisamente de los libros, si bien no tenía una certeza absoluta.

Soth se instaló lejos de las llamas, oculto en la penumbra. Kit no distinguía su contorno pero era tan consciente de su presencia como Raistlin, sentado frente a su hermanastra. El hechicero había elegido una silla de alto respaldo situada detrás de un gigantesco escritorio de madera negra, tallado con tal astucia que las criaturas que intervenían en su ornamentación parecían espiar a la dama.

Asaltada por leves pero molestos temblores, Kitiara apuró demasiado deprisa el contenido de su copa. Pese a estar acostumbrada al alcohol comenzaba a marearse y tal sensación la horrorizaba, ya que de sobra conocía su significado: estaba perdiendo el control. Irritada posó el cristalino recipiente en la bandeja, resuelta a no beber más.

—¡Tu plan es una locura! —reprochó a Raistlin. Disgustada por la inefable mirada que el hechicero había clavado en su persona, se levantó y continuó mientras recorría la amplia sala de uno a otro extremo—: Es una insensatez y una pérdida de tiempo. Con tu ayuda podríamos reinar en todo el continente de Ansalon. Y aún iré más lejos: si tú quisieras —se volvió de manera repentina, iluminado su rostro por un siniestro anhelo— dominaríamos el mundo entero. No necesitas el apoyo de Crysania ni el de nuestro tosco hermano.

—Dominar el mundo —repitió Raistlin en un quedo murmullo que contrastaba con sus ardorosas pupilas—. Me temo que no has comprendido una palabra, querida Kitiara, por eso me dispongo a explicártelo del modo más sencillo que sé.

También él se incorporó para, apoyando ambos puños en el escritorio, inclinarse hacia su hermanastra más sinuoso que una serpiente. La Dama Oscura, que se había detenido atenta a su reacción, sintió un escalofrío.

—¡El mundo nada me importa! —exclamó el hechicero—. Podría someterlo a mi yugo mañana mismo si me apeteciera, pero no es eso lo que ambiciono.

—No te interesa gobernar Krynn —farfulló ella a guisa de constatación, con acento sarcástico y encogiéndose de hombros—. En ese caso, sólo queda…

No concluyó. Casi se mordió la lengua cuando sus ojos se cruzaron con los de Raistlin, reveladores al fin de sus más secretos deseos. En las sombras de la habitación, las llamas anaranjadas que danzaban en las cuencas oculares del caballero espectral lanzaron destellos más vivos que el fuego.

—Se ha hecho la luz en tu mente —comentó el mago y, satisfecho, se sentó de nuevo—. La Hija Venerable de Paladine reviste una importancia capital en mis planes, como sin duda entenderás. Es el destino quien la trajo hasta mí en el momento en que mi viaje empezaba a tomar cuerpo en mi imaginación.

Kitiara no atinaba sino a contemplarlo aturdida, muda. Al cabo de un rato, no obstante, recobró el habla e indagó:

—¿Cómo sabes que te seguirá? ¡No le habrás contado la verdad!

—Tan sólo lo suficiente para plantar la semilla en su pecho. —Raistlin sonrió al evocar su encuentro, a la vez que se reclinaba en el asiento y se llevaba dos dedos a los labios—. No pecaré de inmodestia si digo que mi representación fue una de las más espléndidas de mi vida. Hablé a regañadientes, impelido por su bondad y pureza y, al surgir las sílabas entre titubeos y esputos sanguinolentos, ella pasó a pertenecerme. Sus sentimientos caritativos la arrastraron hasta perderla. Vendrá —aseveró, regresando con sobresalto al presente—. Y también aparecerá ese bufón que tenemos por hermano. Me servirá de manera irracional, atolondrada, pero así es como actúa siempre.

Kitiara extendió la mano sobre sus sienes, donde la sangre latía con violencia. El responsable no era ya el vino —había recobrado la sobriedad—, sino un sentimiento de furia y desánimo.

«¡Podría ayudarme! Es tan poderoso como se rumorea, o incluso más. ¿Por qué se habrá vuelto loco?», pensó fuera de sí.

De pronto, una voz que no había invitado resonó en los pliegues de su cerebro: «¿Y si su juicio se mantuviera intacto? ¿Y si su resolución de seguir hasta el final fuera lúcida e irrevocable?».

La dama pasó revista al plan del mago fríamente, enfocándolo desde todos los ángulos. Sus conclusiones la espantaron. Nunca saldría victorioso y, lo que era peor, existía la posibilidad de que la precipitase a ella al abismo.

Estas ideas se sucedieron en fugaces secuencias, sin que ninguna se reflejara en el rostro de la dignataria. Por el contrario, su sonrisa asumió un raro embrujo, un ambiguo encanto que en su día hizo que muchos de sus enamorados muriesen invocándola.

Quizás era éste el objeto de las meditaciones de Raistlin cuando le propuso, con ojos escrutadores:

—Vamos, hermana, únete por una vez al vencedor.

La convicción de Kitiara se agitó, a punto de desmoronarse. ¡Si se cumplían los designios de Raistlin sería glorioso! Krynn caería en sus manos, y tan halagüeña perspectiva la obligó casi a ceder.

Miró al mago. Veintiocho años atrás era un recién nacido débil y enfermizo, la triste contrafigura de su robusto gemelo.

—Dejadle morir o su existencia será un infierno —les recomendó la comadrona. Kit era entonces una adolescente, y se horrorizó al ver que su madre consentía entre sollozos.

Rehusó acatar tan cruel consejo. Algo que bullía en su interior la impulsó a enfrentarse a todos. ¡El niño viviría! Viviría porque ella así lo quería, y no aceptaría una negativa.

—La primera batalla que libré —solía contar orgullosa a los otros lugareños— fue una guerra encarnizada contra los dioses. ¡Y vencí!

Mientras estudiaba a su hermano, se confundían en su mente las imágenes del hombre y la del pequeño desamparado que fuera en sus inicios. De súbito, sin motivo aparente, le dio la espalda.

—Lo lamento pero debo partir —anunció, ajustándose los guantes—. ¿Te pondrás en contacto conmigo a tu regreso?

—Si salgo victorioso no será necesario —replicó el hechicero sin vehemencia ninguna—. Te enterarás de todos modos.

Kitiara profirió casi un comentario burlón, pero se contuvo a tiempo. Indicó a Soth con un leve ademán de cabeza que había llegado el momento y se dispuso a abandonar la estancia.

—Adiós, hermano. —Aunque conservó el control de sí misma, no logró reprimir un ribete de ira en su voz—. Es una lástima que no compartas mi deseo de disfrutar cuanto la vida puede ofrecernos de hermoso. ¡Juntos habríamos acometido grandes empresas!

—Adiós, Kitiara —se despidió a su vez el hechicero. Ordenó a las lóbregas criaturas consagradas a su servicio que mostrasen la salida a sus invitados sin despegar los labios, por vía telepática, y añadió, antes de que Kit traspasara el umbral—: Por cierto, hay algo que debo decirte. En más de una ocasión me aseguraron que me salvaste la vida poco después de nacer pero, aunque eso sea cierto, considero que saldé mi deuda al propiciar la muerte de Ariakas quien, sin lugar a dudas, habría acabado por destruirte. Así pues, estamos en paz.

Kitiara examinó el semblante del mago, sus áureos relojes de arena, en busca de una amenaza o una promesa. Nada halló, ni un atisbo de emoción susceptible de orientarla. Un instante más tarde, Raistlin había pronunciado la fórmula de un hechizo y desaparecido de su vista.

La travesía del Robledal de Shoikan fue, ahora, sencilla. Los guardianes no acosaban a quienes dejaban la Torre y Kitiara y Soth recorrieron juntos el camino. El Caballero de la Muerte caminaba con el sigilo que lo caracterizaba. Proveniente de un universo inmaterial, sus pies no imprimían la más ínfima huella sobre las hojas secas que se extendían por el suelo como un manto de perenne podredumbre. La primavera no visitaba jamás el siniestro bosque.

La Dama Oscura no habló hasta que hubieron sobrepasado el perímetro exterior de árboles y se hallaron, una vez más, sobre el sólido empedrado de las calles de Palanthas. El sol asomaba tras los recortados edificios, difuminándose el rico azul del cielo en un pálido gris teñido de rojo. En la ciudad, aquéllos cuyo quehacer reclamaba su presencia a primera hora se desperezaban en sus lechos. Los pasos aislados de los más madrugadores se mezclaron con los de los centinelas que, concluido el turno de noche, se retiraban a descansar y eran relevados en las almenas. Estos lejanos ecos, que llegaban a oídos de Kitiara desde el otro lado de las semiderruidas casas adyacentes a la torre, la recordaron que se encontraba de nuevo entre los vivos.

—Hay que detenerlo —declaró a boca de jarro la dignataria sin una vacilación, sin un suspiro.

El espectro no se pronunció en ningún sentido.

—Sé que será una tarea difícil —reconoció Kitiara al mismo tiempo que se ajustaba el yelmo y caminaba a grandes zancadas hacia Skie que, al distinguirla, había alzado la testa en actitud triunfante. Tras dar unas cariñosas palmadas en el cuello de su Dragón, la dama volvió a dirigirse a su esbirro.

—Pero no es necesario encararse con él. Todo su proyecto gira en torno a la sacerdotisa. Si eliminamos a Crysania su castillo de naipes se vendrá abajo. Y nunca averiguará nuestra participación en el asunto, ya que son muchos los que han sucumbido a las fuerzas letales del Bosque de Wayreth. ¿Me equivoco?

Soth negó con la cabeza y sus ojos destellaron, en señal de complicidad.

—Ocúpate de que se esfume sin dejar rastro. Haz que aparezca como un designio de los hados —le encomendó—, mi hermano cree en tales maldiciones. Cuando era niño le enseñé que no doblegarse a mis deseos era una falta grave, punible mediante unos azotes, y por lo que veo debe aprender de nuevo la lección.

Montó a lomos de Skie y este, obediente a su orden, se preparó para elevarse. Sus gigantescas patas traseras se hundieron en el adoquinado, requebrajando las piedras, y al fin desplegó las alas y dio un majestuoso salto hacia las alturas. Los habitantes de Palanthas sintieron como si les hubieran quitado un peso de encima, una sombra malévola que se cernía sobre sus corazones, pero casi ninguno vio partir al reptil ni a su jinete.

Soth permaneció inmóvil en el linde del Robledal.

—También yo creo en el destino, Kitiara —murmuró—. En el que uno mismo se labra.

Dirigió su mirada hacia las ventanas de la Torre de la Alta Hechicería, y percibió cómo se extinguía la luz en la estancia que ocupaban pocos minutos antes. Durante unos segundos envolvió a la mole una oscuridad que se solidificó en un escudo impenetrable a los rayos solares, en el halo de negrura que solía protegerla. Pero rompió el sombrío encantamiento un repentino centelleo.

Procedía aquel atisbo de vida de una sala situada en la cúspide de la Torre. Era el laboratorio del mago, el lugar secreto donde Raistlin perfeccionaba sus virtudes arcanas.

—Me pregunto quién va a aprender una lección —siseó Soth y, sin pérdida de tiempo, se fundió en los lóbregos vapores que disolvía ya la atmósfera diurna.

6

Un juego divertido

—¿Por qué no nos detenemos aquí? —sugirió Caramon, a la vez que se encaminaba hacia un destartalado edificio que se hallaba apartado del camino, agazapado en el bosque como el animal que acecha a su presa—. Quizás ella haya hecho un alto para reponer fuerzas.

—Lo dudo —replicó Tas, examinando con reticencia la enseña que pendía de una cadena sobre la puerta—. «La Jarra Rota» no me parece el establecimiento adecuado…

—Tonterías —rezongó el guerrero, al igual que había rezongado en más ocasiones de las que el kender podía contar—. Tiene que comer, incluso las sacerdotisas de más altas aspiraciones necesitan alimentarse con algo tangible. Además, existe la posibilidad de que algún cliente se haya cruzado en su ruta y nos dé cuenta de su paradero. Hemos perdido su rastro, hasta ahora no nos ha acompañado la suerte.

—No —repuso Tas entre dientes—, pero quizá los hados nos favorezcan más si exploramos la calzada en lugar de las tabernas.

Llevaban tres jornadas de viaje, y los peores presentimientos de Tasslehoff se habían materializado con creces.

Por regla general, los kenders eran los nómadas perfectos. Al alcanzar la veintena les asaltaba la sed de aventuras, de peregrinar por el mundo, y en esa época se lanzaban en pos de rincones ignotos con el anhelo de no prestar atención más que a las situaciones emocionantes o a cualquier objeto curioso, bello o deforme, que por azar cayera en sus siempre abultadas bolsas. Totalmente inmunes a la emoción del miedo, azuzados por un ansia inagotable de saborear la novedad de cada segundo, los integrantes de esta raza no eran muy abundantes en Krynn, para alivio y tranquilidad de sus otros pobladores.

Tasslehoff Burrfoot, a punto de cumplir los treinta —si no le engañaba su memoria— no era, en la mayor parte de sus facetas, un kender característico. Había recorrido, a lo largo y a lo ancho, el continente de Ansalon junto a sus padres antes de que éstos se establecieran en Kenderhome, y al alcanzar la mayoría de edad se había trazado sus propios itinerarios en solitario hasta que conoció a Flint Fireforge, el enano herrero y a su amigo, Tanis, el Semielfo. Más tarde se les unieron en su peregrinar Sturm Brightblade, Caballero de Solamnia, y los gemelos Caramon y Raistlin. En su compañía vivió la aventura más maravillosa de toda su existencia: la Guerra de la Lanza.

Sin embargo, como ya hemos apuntado, su dilatada experiencia lo apartó del prototipo del kender, aunque él lo habría negado de mencionarse este punto en público. A diferencia de otros miembros de su pueblo había sufrido el trance de perder a dos seres entrañables, Sturm Brightblade y Flint, y sus muertes lo habían afectado más de lo imaginable. Así, a través del sufrimiento, había aprendido el significado de la palabra «temor», no por sí mismo, sino por el destino de quienes amó. Y su inquietud, su preocupación por Caramon, era ahora más honda de lo que cabía prever.

Su desasosiego había ido en aumento desde que emprendieron la búsqueda de Crysania. La diversión inicial había durado muy poco. Después de abandonar el hogar del guerrero, cuando éste hubo proclamado su rencor contra la dureza de corazón de Tika y la incapacidad del mundo entero para comprender sus desgracias, dio unos tragos de su odre y se entonó a los pocos minutos, comenzando a relatar historias sobre la época en que rastreaba draconianos por la espesura. Tas halló tales anécdotas amenas y entretenidas de modo que, pese a vigilar sin respiro a Bupu para asegurarse de que no la arrollaba una carreta ni se hundía en el fango, disfrutó de sus primeras horas al aire libre.

Sorbo tras sorbo, al atardecer el odre estaba vacío, si bien Caramon conservaba el buen humor y se mostraba dispuesto a escuchar las narraciones de Tas, que el kender gustaba de repetir una y otra vez. Por desgracia en el momento culminante de una de ellas, cuando escapaba junto al mamut lanudo y los magos le arrojaban relámpagos ígneos, pasaron por delante de una taberna.

—No tardaré, sólo quiero llenar el odre —prometió el guerrero, y desapareció en el interior del local.

Tas hizo ademán de seguirle, pero, de pronto, advirtió que Bupu contemplaba boquiabierta la fragua que había en el linde opuesto de la senda y comprendió que, hipnotizada por el fuego, era capaz de provocar un incendio de graves consecuencias. Como, por otra parte, sabía que en numerosos establecimientos rehusaban servir a los enanos gully y no deseaba someterse a esta prueba, decidió quedarse fuera y mantenerla bajo control. Después de todo, Caramon le había asegurado que no se demoraría.

Dos horas más tarde, el hombretón salió a trompicones de la taberna.

—En nombre del Abismo, ¿dónde te has metido? —preguntó el kender arrojándose sobre su amigo con furia felina.

—Sólo he tomado una copa para cobrar ánimos. —Pero el guerrero se balanceaba de manera alarmante.

—¡Debo cumplir una importante misión! —le recordó Tas exasperado—. Es la primera que me encomienda una personalidad de tan alto rango, que además quizás esté en peligro, y frente a tal panorama tú me obligas a permanecer dos horas inactivo, encadenado a una enana gully. —El kender señaló con el índice a Bupu, quien dormía plácida en una acequia—. Nunca me había aburrido tanto, y ¿para qué? Para esperar a un individuo que aparece rezumando alcohol por todos los poros.

Caramon le clavó una furibunda mirada y proyectó los labios en una mueca que quería ser agresiva.

—¿Sabes lo que te digo? —gruñó, al mismo tiempo que echaba de nuevo a andar por la senda—. Que tus sermones son idénticos a los de Tika.

La pronunciada inclinación de una ladera, que tuvieron que bajar en la penumbra, evitó una reyerta más seria. Entrada ya la noche, llegaron a una encrucijada.

—Vayamos por ahí —propuso Tasslehoff con el dedo extendido—. Sin duda Crysania imagina que alguien intentará detenerla y elegirá una ruta poco utilizada por los viajeros, donde disminuya el riesgo de ser descubierta. Creo que deberíamos tomar el camino que seguimos hace dos años, cuando abandonamos Solace.

—¡No seas insensato! —lo reprendió el guerrero—. Es una mujer y una sacerdotisa, ambas razones de peso para que evite los lugares solitarios donde podría ser atacada. Preferiría las sendas frecuentadas, como por ejemplo la que conduce a Haven.

A Tas no le gustó la alternativa, pero accedió. Sus resquemores, sin embargo, eran fundados y lamentó no haberse puesto firme. No habían cubierto más que unas millas cuando se toparon con una posada.

El guerrero entró para averiguar si alguno de los parroquianos había visto a una persona que encajara con la descripción de Crysania, dejando una vez más a Tas encargado de custodiar a Bupu. Una hora después su colosal figura se dibujó en el umbral, coronada por una faz encarnada y risueña.

—¿Te han dado pistas fiables? —inquirió el kender irritado.

—¿De quién? ¡Ah, te refieres a ella! No.

Transcurrieron dos días más sin que avanzasen apenas en su viaje. En realidad se hallaban a mitad de camino de Haven. Si bien Tasslehoff podría haber escrito un libro acerca de los establecimientos que flanqueaban la senda.

—En los viejos tiempos —comentó el kender al borde del paroxismo— habríamos ido hasta Tarsis en este mismo plazo. Incluso estaríamos de regreso.

—Entonces yo era joven e inmaduro. Mi cuerpo es ahora el de un adulto, ha de renovar fuerzas y mantener su perfecto equilibrio —explicó Caramon con gesto altivo.

«¿Cómo se atreve a hablar de equilibrio? No son fuerzas lo que renueva», pensó Tas, entre furioso y apenado por su compañero.

Caramon no podía avanzar más de una hora seguida sin detenerse a descansar. A menudo, en lugar de sentarse por su propia iniciativa se derrumbaba de manera repentina y prorrumpía en agónicos sollozos, bañado en sudor todo su cuerpo. Se necesitaban en tales casos los esfuerzos combinados de Tas y Bupu, sumados a unos sorbos de aguardiente enanil, para incorporarlo. Se quejaba, además, sin tregua y amargamente porque la cota de malla le excoriaba la piel, el sol le quemaba demasiado o la sed y el hambre se hacían insoportables. Por las noches persistía en cobijarse en cualquier posada nauseabunda, con tal de que sirvieran bebidas fuertes. Entonces obsequiaba a Tas con el espectáculo de su borrachera y, cuando caía sin sentido, el kender lo subía con ayuda del hospedero al aposento, donde dormía hasta media mañana y obligaba a su amigo a perder un tiempo precioso.

Transcurrida la tercera jornada de tan absurdos desafueros, y consumido el licor de la enésima taberna sin hallar, por otra parte, el menor rastro de la sacerdotisa, Tasslehoff se planteó la opción de regresar a Kenderhome, comprar una casa y retirarse de la aventura.

Era mediodía cuando arribaron a «La Jarra Rota». Caramon, fiel a su costumbre, se zambulló en el interior mientras, exhalando un suspiro que pareció brotar de sus nuevos y relucientes botines verdes, Tas se apostaba al lado del mugriento local en compañía de su inseparable Bupu.

—Estoy harta —anunció la enana dirigiendo al kender una mirada reprobatoria—. Me prometiste que conocería a un hombre guapo ataviado de rojo, y la única cara que he visto es la de ese borrachín más grueso que un tonel. Regreso a mi patria, a la corte de Fudge I, el Gran Bulp.

—No, aguarda un poco más —le suplicó él desesperado—. Encontraremos al hombre guapo, te lo aseguro. Quizá Caramon averigüe al fin su paradero.

Resultaba obvio que Bupu no le creyó, debido acaso a la carencia absoluta de convicción que delataban sus palabras.

—Concédeme una oportunidad —insistió Tas—. Espérame aquí y traeré algo de comer. Este viaje no se prolongará mucho… ¿Te quedarás aquí sin moverte hasta que vuelva? —concluyó, remiso a darle explicaciones falaces.

La enana se mordió los labios, sumida en profundas reflexiones. Al fin dijo, a la vez que se sentaba en la fangosa senda:

—De acuerdo, esperaré hasta después del almuerzo.

Tas irguió el rostro, proyectando el mentón, y desapareció en el desvencijado establecimiento. Estaba resuelto a hablar con Caramon largo y tendido.

Sin embargo, tal como se desarrollaron los acontecimientos no fue necesario el intercambio.

—A vuestra salud, amigos. —Era el hombretón quien brindaba, alzada la copa frente a los parroquianos de la taberna. No eran numerosos, tan sólo una pareja de enanos viajeros que estaban sentados cerca de la puerta y un grupo de humanos, ataviados de guerreros, quienes levantaron sus jarras en respuesta al saludo del extraño gigante.

Tas tomó asiento junto al fornido compañero, tan deprimido que hasta restituyó a uno de los enanos la bolsa que, distraídamente, le había arrebatado al pasar.

—Se te ha caído esto —le susurró con la mano extendida, en una actitud que dejó perplejo a su interlocutor.

—Buscamos a una mujer —declaró Caramon, arrellanado en su banco como si pretendiera pasar la tarde entera en el local. Recitó acto seguido la descripción que había expuesto en todas las posadas y tabernas desde que partieran de Solace—. Cabello oscuro, delgada, delicada, faz pálida, túnica blanca. Se trata de una sacerdotisa…

—Nosotros la hemos visto —lo interrumpió uno de los guerreros.

—¿De verdad? —preguntó el robusto humano expulsando por la boca un chorro de líquido, casi asfixiado.

—¿Dónde? —preguntó el kender al percatarse de su apuro.

—Deambulando por los bosques que cubren la zona este del territorio —explicó el mismo hombre, a la vez que agitaba el pulgar en aquella dirección.

—¿Ah, sí? —Era Caramon quien hablaba, receloso de los desconocidos—. ¿Y qué hacíais vosotros en esa espesura impenetrable?

—Perseguir goblins. En Haven ofrecen por ellos sabrosas recompensas.

—Tres monedas por ejemplar —coreó su hasta entonces silencioso amigo, y les propuso con una sonrisa desdentada—: Quizá queráis probar suerte también vosotros.

—Volvamos a lo que interesa —los atajó Tas, visiblemente nervioso—. Contadnos pormenores acerca de la mujer.

—Está loca, no me cabe la menor duda —comentó el primer guerrero—. Le advertimos que la región era un hervidero de goblins y no debía viajar en solitario, pero ella se limitó a contestar que estaba en manos de un tal Paladine y que este misterioso personaje se ocuparía de salvaguardarla.

Caramon suspiró y se llevó la copa a los labios.

—Todo concuerda, es la persona que buscamos —aseveró. Pero en el momento en que iba a humedecer su gaznate, Tas dio un salto en el aire y le arrebató el cristalino objeto para lanzarlo al suelo—. ¿Qué diablos…? —intentó protestar el hombretón.

—Vámonos —le ordenó el kender sin hacerle caso, tirando de su brazo—. Tenemos que partir ahora mismo. Gracias por vuestra ayuda —dijo al grupo, jadeando a causa del esfuerzo que suponía arrastrar a Caramon—. ¿Dónde os tropezasteis con ella exactamente?

—A unas diez millas al este de aquí. Encontraréis un sendero en la parte trasera de la taberna, una ramificación de la ruta principal. Internaos en él y os conducirá, a través del bosque, hacia Gateway. Los lugareños lo utilizaban como atajo antes de que se convirtiera en un camino peligroso.

—Nos habéis sido de gran utilidad, os lo aseguro. Vuestro favor no tiene precio. —Con estas palabras de reconocimiento Tas empujó a Caramon al exterior del local, aunque éste pretendía quedarse un poco más.

—¡Los Abismos te confundan! ¿A qué viene tanta prisa? —vociferaba el guerrero encolerizado, deshaciéndose de la presión que ejercían en su cuerpo las manos del kender—. Al menos podríamos comer algo.

—¡Caramon! —le urgió a callar el hombrecillo—. Piensa, recuerda. ¿No te das cuenta de dónde está la sacerdotisa? A diez millas al este. Mira. —Abrió uno de sus saquillos y extrajo un pliego de mapas, que hojeó de manera precipitada hasta hallar el que buscaba y desenrollarlo frente al rostro congestionado del compañero. En su ajetreo, algunos de los otros se deslizaron y cayeron en el camino.

El guerrero intentó enfocar el pergamino con sus ojos vidriosos, nublados por la telilla del alcohol.

—¿Y bien?

—¡Por los dioses! —El kender contó hasta diez y, ya más calmado, le mostró las localizaciones a medida que le explicaba—: Estamos en este punto, si mis cálculos no fallan. Al sur se yergue la ciudad de Haven y en la dirección opuesta, ¿lo ves?, se dibuja Gateway. Las une la vereda que nos han descrito en la taberna y que, según el trazado, discurre por…

—El Bosque Oscuro —leyó Caramon, que comenzaba a situarse—. El Bosque Oscuro —repitió—, ese nombre me resulta familiar.

—¡Naturalmente, estuvimos a punto de morir en él! —exclamó Tas, agitando los brazos en un exagerado aspaviento—. Sobrevivimos merced a la intervención de Raistlin. —Al ver que su interlocutor fruncía el entrecejo, se apresuró a seguir—. ¿Qué ocurrirá si nos aventuramos solos?

El guerrero fijó su mirada en la espesura circundante auscultando la angosta senda, repleta de maleza, que la surcaba. Su expresión se tornó todavía más taciturna al rezongar:

—Supongo que esperas de mí que la detenga.

—Es evidente que alguien tendrá que hacerlo, y confiaba en que cumpliéramos juntos la misión —comenzó a decir el kender pero, de pronto, se sellaron sus labios. A los pocos segundos añadió, consciente de un nuevo hecho—: La idea de ayudarme ni siquiera ha cruzado por tu mente, ¿me equivoco? En ningún momento te has planteado la posibilidad de encontrar a la sacerdotisa, lo único que te proponías era dar unos cuantos tumbos de una a otra taberna, beber algunos tragos, compartir bromas y regresar junto a Tika para confesarle que eres un fracasado y suplicarle que se apiade de ti, que vuelva a admitirte tal como eres…

—¿Qué otra cosa puedo hacer? —se defendió el hombretón a la vez que eludía la mirada de Tas, cargada de reproches—. ¿Cómo se te ocurre pedirme que preste mi concurso a esa mujer para descubrir la Torre de la Alta Hechicería? —Sus gemidos lo obligaban a hablar con voz quebrada—. ¡No quiero dar con tan horrible edificio, juré que nunca regresaría a ese nido de perversidad! Fue allí donde lo destruyeron, Tas, ¿no lo comprendes? Cuando lo abandonamos su tez había asumido aquel extraño color dorado y sus ojos, envueltos en una maldición, sólo veían la muerte. Arruinaron su fortaleza física hasta el extremo de que no podía inhalar aire sin toser. Y, lo más espantoso de todo, lo indujeron a asesinarme. —Hundió el semblante entre las manos sollozando de pesar, temblando de miedo.

—Pero no te mató, Caramon —balbuceó el kender desconcertado—. Tanis me contó que era tan sólo una réplica de ti mismo y que, por otra parte, Raist estaba enfermo y asustado, deshecho por dentro. No era dueño de sus actos.

El hombretón meneó la testa, sin aceptar el consuelo, y el sensible Tas decidió que no podía culparle por su actitud. «No me sorprende que no desee regresar a la Torre —pensó lleno de remordimiento—. Quizá debería llevarle a casa, en su estado no ha de servir de mucho ni a sí mismo ni a los demás». Pero se dibujó en su mente la imagen de Crysania, errando sola por el Bosque Oscuro, y cambió de actitud.

—En una ocasión hablé allí con un espíritu —susurró—, si bien no creo que me recuerde. Además, el Bosque está atestado de goblins. No me inspiran temor, pero sin tu ayuda no creo que pueda derribar de una vez a más de tres o cuatro.

Pobre Tasslehoff, su desconcierto no cesaba de aumentar. ¡Si Tanis estuviera a su lado! El semielfo sabía siempre qué decir, qué hacer, y obligaría a Caramon a atenerse a razones. En medio de estas cavilaciones, no obstante, una voz surgida de sus entrañas y extrañamente similar a la de Flint lo devolvió a la realidad. «Tanis no está aquí —constató—. Eres tú quien debe tomar las resoluciones, kender majadero».

«¡No quiero asumir esa responsabilidad!», protestó Tasslehoff para sus adentros, y aguardó unos instantes la respuesta de su enigmático consejero. No recibió sino un sepulcral silencio, de modo que optó por dirigirse de nuevo al guerrero con un timbre forzado, que pretendía asemejarse al de Tanis:

—Caramon, te ruego que nos acompañes hasta los lindes del Bosque de Wayreth. Luego podrás regresar junto a Tika, lo peor ya habrá pasado y nos enfrentaremos a lo que surja sin tu intervención.

Pero el hombretón no lo escuchaba. Embriagado de licores y autocompasión, se derrumbó sobre el suelo y se arrastró hacia un árbol para, reclinado en su tronco, enumerar una retahila incoherente de indecibles horrores y suplicar a su mujer que lo admitiera.

Bupu, que había contemplado sus evoluciones sin despegar los labios, se plantó frente al flácido amasijo del guerrero y anunció con ostensible repugnancia:

—Me voy. Para ver borrachínes gordos estoy bien en mi ciudad, allí los hay en abundancia. —Meneó la cabeza y echó a andar por la senda antes de que Tas saliera en su persecución, la atrapara y la forzara a retroceder.

—¡Bupu, no puedes dejarme! Casi hemos llegado —intentó persuadirla.

De pronto, el kender perdió la paciencia. Tanis no podía prestarle su concurso ni tampoco otra criatura, imaginaria o auténtica, y se sentía como cuando rompió el Orbe de los Dragones. Quizá su manera de actuar no fue la más acertada, pero no se le ocurrió otra dado el breve lapso de tiempo del que disponía.

Dio un paso al frente y propinó a Caramon un contundente puntapié en la espinilla.

—¡Ay! —gimió el agredido y, sobresaltado, levantó hacia Tas unos ojos rebosantes de pena por su infortunio—. ¿Por qué me haces esto?

En respuesta Tas volvió a atacarlo, ahora con mayor severidad. Quejumbroso, el hombretón se sujetó la pierna.

—Al fin un poco de diversión —se animó Bupu. No dudó en correr hasta donde yacía el guerrero y castigarlo como acababa de hacerlo Tas, pero en la otra pierna—. Me quedaré.

Un rugido brotó de la garganta de Caramon quien, incorporándose vacilante, clavó en el kender una mirada de cólera.

—Maldita sea, Burrfoot, si éste es uno de tus juegos…

—De eso nada, asno ridículo —lo espetó el otro—. Ya que las palabras no te infunden sentido común, quiero probar suerte con los golpes. ¡Estoy harto de tus lamentaciones y lloriqueos! En todos estos años no has hecho sino abandonarte a una absurda autocomplacencia. ¡Vaya con el noble Caramon, que todo lo sacrificó a su desagradecido hermano, con el bondadoso muchacho que siempre puso a Raistlin en primer lugar! Quizá fue así y quizá no, estoy empezando a pensar que bajo esa capa de amor fraterno es a tu persona a quien has dado preponderancia. Acaso tu gemelo adivinó, gracias a su aguda intuición, lo que yo sólo atisbo más allá de tu grotesca máscara. En ocasiones los que más dan son los más egoístas, ya que no buscan sino recrearse en su propia rectitud. Raist no te necesitaba, eras tú quien le necesitabas a él. Te amparabas en su vida porque te horrorizaba la idea de afrontar la tuya.

Las pupilas del guerrero se tornaron febriles, se desencajó su faz en una mueca iracunda mientras apretaba los puños y amenazaba a Tas.

—Esta vez has ido demasiado lejos, bribón insolente.

—¿De verdad? —El kender seguía encarándose a tan desigual adversario, no había fuerza capaz de detenerlo—. Pues todavía no he terminado, debes oír lo más importante. De unos meses a esta parte repites hasta la saciedad, o así lo afirma Tika, que nadie precisa de tu auxilio desde que el hechicero te apartara desabridamente de su lado. ¿No has pensado que en la actualidad tu gemelo te necesita más que nunca? Reflexiona, descubrirás que tengo razón. Y en cuanto a la sacerdotisa, su salvación depende de ti. Pero claro, es más cómodo permanecer inactivo y permitir que tu cuerpo se convierta en una jalea temblorosa, por no hablar de tu cerebro, empapado y blando cual una esponja.

Tasslehoff tuvo la sensación de haberse excedido en sus reproches cuando Caramon avanzó unos pasos tambaleante, con la cara deformada a causa de unas irregulares manchas purpúreas. Bupu, en un impulso de pánico, se parapetó detrás del kender si bien éste no se inmutó y resistió firme, como aquella vez en que los dignatarios elfos estuvieron a punto de abrirle en canal por haber roto el Orbe de los Dragones. El guerrero se alzaba imponente frente a él, tan bañado su aliento en alcohol que Tas sintió náuseas al olfatearlo. Cerró los ojos de forma involuntaria, no a consecuencia del miedo sino a causa de la angustia, y de la rabia que leyó en las facciones de su oponente.

Con los brazos en jarras, aguardó la descarga que había de incrustar su nariz en el cráneo y hacerla salir por la nuca. Transcurridos unos segundos, levantó los párpados al no recibir ningún impacto. Había percibido, sin embargo, crujidos de ramas de árbol y un estampido de pasos en la densa maleza.

El fornido humano había desaparecido para internarse en el sendero del bosque. Tas exhaló un largo suspiro y lo siguió, con Bupu pegada a sus talones.

—Lo he pasado muy bien —afirmó la enana—. Iré con vosotros. Me ha gustado el juego. ¿Lo repetiremos?

—No lo creo, Bupu —contestó Tas apesadumbrado—. Apresurémonos, no debemos quedar rezagados.

—De acuerdo —accedió ella, acelerando el paso. Tras unos momentos de meditación filosófica añadió—: Me conformaré con cualquier otro, todos son divertidos.

Pero Tas, abstraído en sus propios pensamientos, no contestó. Interrumpió la marcha para mirar atrás, temeroso de que alguien hubiera oído su discusión desde la destartalada taberna y les creara complicaciones.

Los ojos casi se le salieron de las órbitas: «La Jarra Rota» se había esfumado. El mugriento edificio, la enseña que pendía de su cadena, los enanos, los guerreros, el propietario e incluso la copa que Caramon se llevara a los labios se habían disuelto en la nada, engullidos por el aire vespertino al igual que un sueño inquietante en cuanto abrimos los ojos. La taberna había sido un mágico instrumento de la hechicería para encaminar al beodo Caramon y sus amigos.

7

Doble personalidad

Canta aquello que el licor te inspira,
canta lo que tus ojos desdoblados ven.
La fea Keo se transforma en dos bellas Siras,
seis lunas en el cielo giran, en alegre vaivén.

Canta al valor del navegante,
canta cuando quieras el codo empinar,
y un puerto de rubíes será el fondeadero,
donde al viento tres baladas podrás lanzar.

Canta, buen tónico es para el corazón,
canta a la absenta de las despreocupaciones,
canta al que sigue el camino ondulante,
y al perro, y al que no escucha oraciones.

Todas las posaderas de ti están prendadas,
tienes cien amigos en cada
lugar, al viento dices lo que sientes,
al viento tres baladas podrás lanzar.

Al caer la tarde, Caramon estaba en un lamentable estado de ebriedad.

Aunque al principio sus enormes zancadas lo distanciaron de Tas y Bupu, ambos lograron darle alcance debido a las frecuentes pausas que hacía para rociar su gaznate con el perjudicial elixir. Lo hallaron en medio de la vereda, apurando las últimas gotas con la cabeza inclinada hacia atrás. Cuando, al fin, bajó su odre, espió decepcionado su interior y lo agitó violentamente, con un peligroso bamboleo, resuelto a aprovechar el postrer efluvio.

«Está vacío», le oyó rezongar el kender.

«No puedo hablarle de la desaparición de la taberna —se dijo Tas, preso de un hondo desánimo—. No en estas condiciones, lo único que conseguiría sería agravar su locura y poner en peligro nuestra seguridad».

Ignoraba que era difícil empeorar el caos mental de su amigo, si bien así lo constató en el instante en que se acercó a él y le dio unas palmadas en el hombro. El gigantesco guerrero se giró, exacerbado su susto a causa de la embriaguez, y oteó la espesura en la media luz del crepúsculo.

—¿Quién va? ¿Quién me saluda? —inquirió aturdido.

—Soy yo, tu acompañante —explicó el kender con un hilo de voz—. Sólo quiero disculparme. Caramon…

—¿Cómo? ¿Quién es yo? —volvió a indagar él, e incluso retrocedió unos pasos para estudiar al hombrecillo. Esbozando la alelada sonrisa del beodo, exclamó—: ¡Hola, pequeño amigo! Veo que eres un kender. Y tú —se dirigía a Bupu— una enana gully. ¿Cómo os llamáis?

—No comprendo —confesó Tasslehoff.

—He preguntado vuestros nombres —insistió Caramon en digna postura.

—Vamos, ya me conoces —protestó el kender disgustado—. Soy Tas.

—Yo Bupu —apostilló la enana, con el rostro iluminado ante la perspectiva de un nuevo juego—. ¿Y tú cómo te llamas?

—Lo sabes muy bien —la reprendió Tas irritado, pero casi se mordió la lengua al interrumpirlo el hombretón.

—Tienes razón, debo presentarme —anunció en actitud solemne, a la vez que inclinaba su insegura testa a guisa de reverencia—. Soy Raistlin, un mago prodigioso y dotado de un enorme poder.

—¡Déjalo ya, Caramon! —intervino Tas más enojado a cada segundo—. Ya te he pedido perdón, no creo que debas…

—¿Caramon? —El interpelado abrió los ojos de par en par, antes de encogerlos en las rendijas propias de los seres taimados—. Caramon murió, y a manos mías. Acabé con él hace mucho tiempo, en la Torre de la Alta Hechicería.

—¡Por las barbas de Reorx! —se escandalizó el kender.

—Él no es Raistlin —protestó Bupu, aunque una repentina incertidumbre la forzó a hacer una pausa y escudriñarle—. ¿O sí?

—Por supuesto que no —se apresuró a asegurarle Tasslehoff.

—¡Este juego no me gusta! —dijo la enana con firmeza—. Quiere suplantar a aquel humano que fue tan bueno conmigo. Éste es una criatura rechoncha y desagradable. Me voy a casa. ¿Cuál es el camino? —Había sido, para ella, un discurso largo y terminante, que había logrado inquietar al kender.

—No te impacientes —trató de calmarla mientras buscaba una explicación.

¿Qué estaba ocurriendo? Aferró su copete y, sin preámbulos tiró de unas hebras de cabello con gran energía. Se le saltaron las lágrimas de dolor y este hecho le produjo cierto alivio, ya que por un momento creyó haberse dormido y prefería afrontar la realidad antes que las sombras de un extraño sueño.

La escena era auténtica, al menos para Tas. En cuanto a Caramon, era otro cantar.

—Observad —les urgió—, me dispongo a invocar un hechizo. —Ondeó las manos con gesto exagerado, las alzó y, tras perder casi el equilibrio, separó las piernas a fin de proferir una retahila de incongruencias—. Nido de rata y polvo ceniciento, obrad el encantamiento —recitó, o acaso inventó, señalando un árbol—. ¡Las llamas lo consumen, arde como el infeliz de Caramon!

El guerrero hizo ademán de retroceder, tropezó hacia atrás, encorvó el cuerpo para contrarrestar su peso y, sin caerse como era de prever, comenzó a andar por la senda, canturreando en un gorgoteo apenas inteligible.

—Todas las posaderas de ti están prendadas, tienes cien amigos en cada lugar, al viento dices lo que sientes.

Tas echó a correr tras él, retorciéndose las manos y seguido de cerca por Bupu.

—El árbol no se ha incendiado —comentó la enana con severidad.

—¡Claro que no! Pero él cree…

—Es un pésimo mago. Mi turno —interrumpió ella, y se puso a revolver la enorme bolsa que llevaba colgada en bandolera y que periódicamente, se enredaba en su saya. A los pocos segundos emitió un grito de triunfo, a la vez que extraía de su interior una rata muerta, rígida y algo descompuesta.

—Ahora no, Bupu —le rogó el kender, atenazado por la molesta sensación de que se le escapaban los últimos resquicios de cordura. Caramon, que aún llevaba la delantera, había abandonado su tarareo y proclamaba a voces que iba a envolver el bosque en telarañas.

—Cuando pronuncie la fórmula mágica no escuches —advirtió Bupu a Tas—. Se desvelaría el secreto.

—No te preocupes, no pienso hacerlo —contestó el kender impaciente. Aceleró el paso temeroso de perder a Caramon quien, pese a su verbosidad, avanzaba a un ritmo considerable.

—¿Seguro que no? —persistía Bupu, entre jadeos a causa de la carrera.

—No. —Tasslehoff suspiró en un intento de controlarse.

—¿Por qué?

—Porque no quiero desobedecer tus instrucciones.

—Pero si no escuchas, no oyes. ¿Cómo sabes entonces cuándo has de taparte las orejas? —lo imprecó Bupu disgustada—. Pretendes robar mi frase mágica. Regreso a casa.

La enana se detuvo abruptamente, dio media vuelta y se alejó por el sendero con un brioso trotecillo. Tas, sin saber a quién acudir, también hizo un alto, si bien la acción de Caramon resolvió el problema. El guerrero se abrazó a un árbol cercano para conjurar a una hueste de dragones con delirantes gritos. Como no hiciera ademán de deponer su actitud, el kender farfulló un reniego y corrió en persecución de Bupu.

—¡Espera! —le rogó. No tardó en darle alcance y sujetarla por un montículo de harapos, que confundió con su hombro—. Prometo no robar nunca tu versículo mágico.

—¡Ya lo has hecho! —lo recriminó ella agitando la rata muerta frente a sus ojos—. Lo has dicho.

—¿Qué he dicho? —preguntó el kender.

—Lo que no debías. Lo has pronunciado, y no por casualidad —lo acusó Bupu en pleno acceso de rabia—. ¡Mira el resultado! —Tras apartar el roedor de su campo de mira, extendió el índice hacia un punto de la senda y exclamó—: Las palabras arcanas eran «versículo mágico», no te hagas el desentendido. Y ahora presenciamos ese tórrido encantamiento.

Tas se llevó la mano a la cabeza, mareado a causa de tanta sinrazón.

—¡Fíjate! —persistió Bupu con aire triunfante por ser ella la depositaria del enigma, olvidado su enfado casi antes de que naciera—. Hemos provocado un fuego. «Versículo mágico» nunca falla. Él es un mal hechicero.

Al centrar la mirada en el paraje que le indicaba la enana gully, Tas pestañeó perplejo. Sobre el camino mismo se elevaba un haz de llamas.

«Soy yo quien regresa a su hogar, a Kenderhome. Compraré una casa, o me instalaré en la de algunos amigos hasta que me sienta mejor», musitó para sus adentros.

—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz cristalina.

Aquella llamada fue como un bálsamo para Tasslehoff. La encontró tan tranquilizadora que estuvo a punto de provocarle un arrebato histérico.

—¡Es una fogata de campaña! —confirmó, desbordado de júbilo. Sin el menor recelo se encaminó hacia el lugar, una mancha iluminada en la negrura de su entorno, a la vez que se identificaba—. Soy Tasslehoff Burrfoot, y por el timbre puro con que nos has invocado creo haberte reconocido como… ¡Ay!

Este lamento fue ocasionado por Caramon, quien había alzado al kender en el aire y, sosteniéndolo en volandas con uno de sus poderosos brazos, le selló la boca mediante la mano libre.

—Chitón —le ordenó al oído, y los efluvios de su aliento casi produjeron un desmayo al hombrecillo—. ¡Alguien merodea junto a esa luz!

No sería decoroso repetir aquí las imprecaciones mentales de Tasslehoff, de modo que nos limitaremos a decir que se debatió en los brazos de su amigo en un ímprobo esfuerzo para liberarse. Trataba de lanzar culebras por la boca, que no llegaron a materializarse al contenerlas la manaza del guerrero.

—Es quien yo temía —afirmó éste, asintiendo con la cabeza al mismo tiempo que su palma estrujaba la faz del desvalido kender.

Asfixiado, Tas comenzó a ver estrellas de colores y su forcejeo se tornó desesperado. Arañaba con ansia a su grueso compañero en un alarde de energía, pero pronto se habría marchitado la breve y excitante vida del kender de no haber aparecido Bupu en escena.

—«¡Versículo mágico!» —declaró una vez más, plantándose a los pies del colosal humano y arrojando la rata a su nariz. Los fulgores de la fogata se reflejaron en los ojos del putrefacto cadáver y perfilaron los afilados dientes, fijos en una perpetua y siniestra sonrisa.

Sorprendido por el inesperado proyectil, Caramon emitió un alarido y soltó a Tas. Cayó el kender como un fardo y casi sin resuello.

—¿Qué sucede? Empiezo a impacientarme —los apremió la misma voz, ahora más fría.

—Hemos venido a rescatarte —acertó a explicar Tasslehoff entre jadeos.

Una figura ataviada de blanco y cubierta con una capa de piel se detuvo en la senda, cerca del trío. Bupu la inspeccionó con desconfianza.

—«Versículo mágico» —repitió obsesionada a la que ella suponía un fantasma, y que no era sino la Hija Venerable de Paladine.

—Me disculparás si no me deshago en parabienes y frases de agradecimiento —comentó Crysania a Tasslehoff un poco más tarde, sentados en torno a la fogata.

—Siento mucho lo sucedido —respondió el kender, tan trastornado que su cuerpo se encorvaba sobre sí mismo como si quisiera ocultarse—. Siempre lo complico todo, pregúntale a quien quieras. En numerosas ocasiones me han reprochado que vuelvo locas a las personas, pero hasta hoy no me había juzgado capaz de hacerlo realmente.

Deprimido y con el llanto a flor de piel, el kender contempló anhelante a Caramon. El gigantesco humano estaba al lado del fuego, arropado en su capa, y debido al influjo aún latente del alcohol su personalidad seguía oscilando entre la de Raistlin y la suya propia. Como guerrero cenó con un apetito voraz y atiborró sus insaciables mandíbulas de todos cuantos bocados cayeron en sus manos, además de obsequiar a sus acompañantes con varias baladas obscenas que hicieron las delicias de Bupu. En efecto, la enana gully lo animaba con palmadas iniciadas a destiempo y hacía las veces de coro. Tas, mientras, se enfrentaba al acuciante dilema de estallar en carcajadas o arrebujarse bajo una roca y morir de vergüenza.

De todos modos, el kender decidió con un estremecimiento que prefería al humano concupiscente antes que soportarlo en su versión Caramon-Raistlin.

Aún sopesaba en su mente los pros y los contras cuando ocurrió la transformación, en medio de una tonada. La enorme carcasa del guerrero pareció venirse abajo, convulsionada por un acceso de tos, para un instante después imponerse silencio con los párpados arrugados en estrechas líneas.

—Su estado no es culpa tuya —sosegó la sacerdotisa a Tas, estudiando a Caramon con frialdad— sino de la bebida. A su natural tosquedad hay que añadir el embotamiento de su mente y la pérdida de autocontrol. Ha permitido que sus instintos más bajos se adueñen de su persona. Se me antoja extraño que Raistlin y él sean hermanos gemelos. ¡El hechicero es tan sobrio, disciplinado, inteligente, y posee un refinamiento tan fuera de lo común!

Calló unos minutos y agregó entre suspiros:

—Desde luego, no niego que esta ruina humana merezca nuestra piedad. —La dignataria religiosa se levantó del círculo, se acercó al lugar donde estaba atado su caballo y comenzó a desabrochar las correas que afianzaban su lecho de campaña a la grupa—. Lo recordaré en mis oraciones a Paladine —ofreció.

—Estoy seguro de que tus plegarias no le harán daño —repuso Tas con tono incierto—, pero opino que en estos momentos necesita más un té o un café bien cargado.

Crysania giró el rostro y escudriñó al kender en actitud de reproche.

—Estoy segura de que no pretendías blasfemar, de modo que aceptaré tus palabras en el sentido en que han sido pronunciadas, sin concederles mayor importancia. No obstante, he de rogarte que adoptes una postura más seria ante las circunstancias…

—No te comprendo —la interrumpió él—. Hablaba con total seriedad al aseverar que lo que le conviene a Caramon es ingerir una taza colmada de té fuerte.

La sacerdotisa enarcó tanto sus oscuras cejas que Tasslehoff enmudeció, incapaz de adivinar qué podía haberla perturbado hasta ese extremo. Para romper la tensión se aplicó a desenrollar sus mantas, con el ánimo más alicaído que recordaba haber albergado jamás en su pecho. Sin causa justificada se avivó en su memoria la imagen de aquel día remoto en que cabalgaba junto a Flint a lomos de un dragón, durante la batalla en los llanos de Estwilde. El reptil se había internado en un banco de nubes y acto seguido surgió de él a una velocidad de vértigo, trazando piruetas en el aire.

Todo se volvió del revés, caían hacia el cielo para de nuevo elevarse en dirección a la tierra en un galimatías que no lograba sino marearle cuando, súbitamente, el animal se introdujo en otra nube y perdió el mundo de vista, invertido o no.

Constató que, en el fondo, la confusión de entonces guardaba cierto paralelismo con la actual, quizá por eso había evocado la escena. Crysania admiraba al perverso Raistlin y se compadecía de Caramon, lo que al kender le parecía irracional aunque no acababa de vislumbrar el motivo. El guerrero era él mismo y al mismo tiempo su gemelo, las posadas se desvanecían por arte de magia, debía oír una frase secreta a fin de saber cuándo le estaba prohibido escucharla… y, para colmo de desventuras, sugería algo tan lógico como administrar a un borrachín un té fuerte y recibía una reprimenda por blasfemo.

—Después de todo —rezongó entre dientes, sacudiendo las prendas de abrigo que usaría durante la noche—, Paladine y yo somos íntimos amigos. Él conoce mis intenciones sin intermediarias que se las expliquen.

Lanzó un suspiro y hundió la cabeza en su improvisada almohada, una capa doblada varias veces sobre sí misma. Bupu, por entero convencida a estas alturas de que Caramon era Raistlin, dormía con las piernas encogidas y la cabeza apoyada en el pie de su héroe de antaño. El guerrero, por su parte, permanecía sentado y en perfecta relajación, cerrados los ojos, tareareaba una cantinela en quedos susurros. En los breves intervalos de tos exigía a Tas en voz alta que le trajera el libro de hechizos a fin de perfeccionar su magia, mas pronto se zambullía de nuevo en su pacífico sopor. El kender confiaba en que el sueño disiparía los efectos del aguardiente enanil.

Crysania extendió su lecho junto al fuego, convertido ahora en meros rescoldos, sobre una capa de pinaza que había reunido con el propósito de aislarse de la humedad. Tasslehoff bostezó, no sin reconocer que la sacerdotisa se desenvolvía mejor de lo que él había imaginado. Había elegido un emplazamiento idóneo donde acampar, cerca del camino y de un riachuelo de aguas límpidas. No le hubiera apetecido tener que adentrarse demasiado en aquel bosque lóbrego y siniestro, hechizado.

«Bosque lóbrego». ¿Qué le recordaba esta expresión? Se sorprendió a sí mismo dispuesto a traspasar las fronteras del mundo de la vigilia y se conminó a despertar: debía despejarse, rememorar algo importante. Bosque siniestro, lóbrego, frecuentado por espíritus que hablaban al viajero.

—¡El Bosque Oscuro! —exclamó alarmado, a la vez que se incorporaba como impulsado por un resorte.

—¿Qué has dicho? —indagó Crysania, que acababa de envolverse en su capa para calentarse y aún no estaba acostada.

—¡El Bosque Oscuro! —repitió el Kender muy excitado—. Nos encontramos en sus lindes, y queríamos prevenirte contra sus peligros. ¡Sería terrible que te internaras en esa espesura en solitario! Aunque quizá ya estemos todos en él, lo que tampoco resulta muy tranquilizador.

Caramon, al oír la mención de un paraje tan perturbador, levantó los párpados sobresaltado y se puso a estudiar los alrededores a pesar de su amodorramiento.

—Supersticiones absurdas —declaró la Hija Venerable de Paladine acomodando, sin inmutarse, su cabeza en la almohadilla que siempre llevaba en sus alforjas—. Todavía no hemos llegado al Bosque Oscuro, mas en cuanto lo hagamos pienso visitarlo. Si no me equivoco se yergue a unas cinco millas de aquí, y mañana nos tropezaremos con una senda que nos conducirá hasta sus entrañas.

—¡Así que te propones atravesarlo! —Tas no daba crédito a las declaraciones de la sacerdotisa.

—Por supuesto —respondió ella con su habitual frialdad—. Su más alto dignatario puede ayudarme, y debo persuadirle de que lo haga. Tardaría varios meses en recorrer el trecho que me separa de la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, incluso a caballo, así que tracé el plan de recurrir a los Dragones Plateados que moran en ese frondoso lugar. El Señor del Bosque les ordenará que me transporten a mi destino en un abrir y cerrar de ojos.

—Pero los espectros, el rey fantasma y su cohorte de seguidores… —comenzó a nombrar trabas el kender.

—Fueron liberados de sus letales cadenas cuando respondieron a la llamada del Bien para combatir a los Señores de los Dragones —fue la contestación de la dama, quizás algo tajante—. Te conviene estudiar mejor la historia de la guerra, Tasslehoff, más aún después de haber participado en ella. En el instante en que las fuerzas humanas y elfas se aliaron a fin de recuperar la perdida Qualinesti, los espíritus del Bosque Oscuro se enrolaron en sus filas y, al hacerlo, rompieron el encantamiento que los ligaba a una existencia perpetua entre las sombras. Abandonaron Krynn una vez concluida la liza, y ningún ser viviente ha vuelto a verlos por estos contornos.

—¡Ah! —fue todo cuanto pudo esbozar el sobrecogido hombrecillo. Tras unos segundos de meditación, no obstante, se repuso y pudo continuar, ahora con entusiasmo—: Tuve ocasión de conocer a las huestes espectrales. Todos sus miembros eran muy corteses, bruscos en sus idas y venidas pero en extremo educados.

—Estoy muy cansada —lo interrumpió la sacerdotisa—, y mañana me aguarda un largo viaje. Me haré cargo de la enana gully y continuaré mi ruta hacia el Bosque Oscuro, mientras tú acompañas a casa a tu embrutecido amigo y le procuras el auxilio que precisa. Buenas noches.

—¿No deseas que establezcamos turnos de vigilancia? Los guerreros afirmaron… —Optó por callar. Aquellos individuos eran clientes de la taberna desaparecida.

—Paladine velará nuestro descanso —le espetó Crysania y, entornando los ojos, se sumió en sus oraciones nocturnas.

«Me pregunto si ambos hablamos del mismo Paladine», caviló Tas, tragando saliva y evocando a aquel mago llamado Fizban que le infundiera ánimos en sus momentos de soledad. Miró a la sacerdotisa con el temor de haber manifestado tal pensamiento y ser acusado de blasfemo una vez más, pero ella estaba absorta en su recogimiento y no le prestaba atención, así que se arrebujó en sus mantas.

Dio vueltas y vueltas sin hallar una postura cómoda hasta que al fin, totalmente desvelado, se levantó y decidió apoyar la espalda en el tronco de un árbol para gozar de la noche primaveral. Hacía fresco, pero no el penetrante frío del invierno, y el cielo vacío de nubes parecía cargado de buenos augurios. No soplaba una brizna de aire, si las leñosas ramas crujían era al ritmo de sus propias conversaciones y de la savia que, renovada, surcaba sus tejidos a fin de despertarlos de su prolongado letargo. Al arañar con la mano la tierra húmeda, el kender palpó los brotes de hierba que se abrían paso entre las hojas secas.

Tas suspiró, tratando de impregnarse de la bonancible atmósfera. ¿Por qué le azuzaba un incontenible desasosiego? ¿Qué ruido era aquél? ¿El de una rama al quebrarse? Se volvió sobresaltado, sin respirar para que no se escapara a su percepción ni el más leve sonido. Nada, salvo el silencio, vibró en sus tímpanos. Alzó entonces la vista hacia el firmamento y distinguió la constelación de Paladine, el Dragón de Platino, que giraba a perpetuidad alrededor de Gilean, fiel de la balanza y equilibrio perfecto de la Neutralidad. Al otro lado de Paladine, en constante y mutua vigilancia, evolucionaban las estrellas de la Reina de la Oscuridad, llamada también Takhisis o Dragón de las Cinco Cabezas.

—Te vislumbro en las alturas del cosmos y te siento lejano —murmuró el kender a la silueta de platino—, aunque comprendo que debes custodiar al mundo y no sólo a nosotros. Espero que no te moleste el hecho de que yo, a mi vez, me aposte como centinela de este pequeño grupo que para ti no es sino una menudencia. No es por desconfianza ni una falta de respeto, sino por una especie de premonición que me advierte de una presencia desconocida. —Se estremeció en un súbito escalofrío al dar forma a sus temores—. Algo extraño, antinatural, nos ronda, sin duda sabes a qué me refiero. De todos modos, he de admitir que quizá lo único que sucede es que me afecta la proximidad del Bosque Oscuro y el carácter dispar de mis acompañantes. De alguna manera soy responsable de ellos.

Era esta última una noción insólita para un miembro de su raza. Tas estaba acostumbrado a no preocuparse más que por sí mismo y, en sus viajes junto a Tanis y los otros, siempre fue el semielfo quien salvaguardaba la seguridad del grupo. Había conocido a guerreros fuertes y expertos que le liberaron de la carga…

¿Qué era aquello? No podía llamarse a engaño, había oído algo concreto. Se puso en pie de un salto y se inmovilizó, aguzando sus sentidos en la oscuridad. Sucedió al silencio inicial un eco de pies que arañaban las cortezas, y al fijar la vista en el lugar de donde procedía el quebrado susurro descubrió ¡una ardilla! Exhaló un suspiro que brotó de los recovecos de su alma.

—Ahora que me he levantado alimentaré la fogata con un nuevo leño —resolvió y, antes de encaminarse a la pila que yacía acumulada en un rincón del claro, miró la inerte figura de Caramon.

Una punzada de angustia recorrió sus vértebras al contemplarlo, pues se dijo que le habría resultado mucho más sencillo montar guardia de poder contar con el poderoso brazo de su amigo. En lugar de ofrecerle amparo el hombretón estaba despatarrado en el suelo, cerrados los ojos y roncando en la placidez de su borrachera. Apretujada contra su bota, reclinada la cabeza en su pie, Bupu respiraba en sonoras bocanadas que se mezclaban con las de su supuesto ídolo. Frente a la singular pareja, lo más lejos posible, Crysania dormía tranquila, con el pómulo apoyado en sus manos unidas.

Sin poder desechar sus inexplicables temblores Tas arrojó varias ramas sobre los rescoldos, que reavivaron las llamas. Bajo el influjo de su reconfortante calor se aprestó a realizar su tarea, situándose frente a los árboles que, envueltos en la negrura emitían ahora siseos de mal agüero. Nació un nuevo crujido de hojas y, pese a su desazón, Tas lo atribuyó a otra ardilla, o quizás a la misma.

Pronto, sin embargo, cambió su actitud. ¿Acaso no se deslizaba algo de mayor tamaño en las sombras? Oyó, por añadidura, el ruido inequívoco que provoca una rama al partirse y comprendió que no había ardilla dotada de tanta fuerza. Hurgó veloz en su bolsa hasta cerrar los dedos en torno a un cuchillo.

¡Era el bosque entero el que se movía! Los árboles cerraban el cerco en torno a los durmientes, lentos pero implacables.

Trató el kender de dar el grito de alarma, cuando un tentáculo leñoso lo agarró por el brazo y le dejó paralizado. Por fortuna se sobrepuso enseguida del susto y, retorciendo el miembro atenazado a fin de desembarazarse de su aprehensor, le clavó la hoja de su arma.

Rasgaron el aire un reniego y un alarido de dolor. La misteriosa rama soltó a su presa, que se debatía en una terrible confusión. Unos segundos más tarde, ya sereno al sentirse libre, Tas recapacitó que los árboles ignoraban el sufrimiento y no proferían voces de protesta. Era evidente que se enfrentaban a criaturas vivas, palpitantes.

—¡Al ataque! —ordenó con toda la potencia de sus pulmones, a la vez que retrocedía—. ¡Caramon, ayúdame!

En su momentánea retirada, el kender tropezó contra una raíz y cayó de espaldas. Observó de nuevo al guerrero: dos años atrás se habría incorporado de inmediato con la mano posada en la empuñadura de su acero, alerta y preparado para el combate. Ahora, en cambio, su embotada cabeza se mecía en un ebrio letargo y abandonaba a Tas a su suerte provisto de un simple cuchillo, casi indefenso. Gracias a su coraje, el hombrecillo logró arrastrarse hacia la chisporroteante fogata y mantener a raya al adversario agitando la pequeña hoja metálica.

—¡Crysania, despierta! —instaba a la sacerdotisa a medida que iban surgiendo más contornos amenazadores del bosque—. Te lo suplico, despierta.

Sintió en su espina dorsal el calor de las llamas. Sin apartar los ojos de las sombras, tanteó el terreno y asió un leño por el extremo con la esperanza de que fuera el lado no socarrado. Alzó la tea y la arrojó delante de él.

Una incierta agitación le reveló que una de las criaturas se abalanzaba sobre su cuerpo. Trazó un sesgo con el cuchillo, dispuesto a no dejarse vencer y hundirlo en la carne del enemigo en cuanto tuviera oportunidad, pero en el instante en que iba a perpetrar el contraataque su rival se acercó a la luz del fuego y pudo distinguir sus rasgos.

—¡Caramon! —exclamó—. ¡Draconianos!

La sacerdotisa ya había salido de las brumas de su sueño y Tas vio cómo se sentaba, frotándose los ojos a fin de despejarse.

—¡Acércate a la hoguera! —le indicó a la desesperada, antes de pisotear a Bupu y propinar un puntapié a Caramon—. ¡Draconianos! —insistió.

El guerrero levantó un párpado, luego el otro y comenzó a examinar el campamento todavía atontado.

—¡Gracias a los dioses! —suspiró aliviado el kender al constatar que su fornido amigo se movía.

El descomunal humano se incorporó. Se obstinaba en examinar el paraje totalmente desorientado, pero conservaba suficientes vestigios de su talante batallador de antaño como para olfatear el peligro incluso estando aturdido. Tras erguirse en un leve balanceo, aferró la empuñadura de la espada —¡al fin!— y eructó.

—¿Qué pasa aquí? —gruñó, en la imposibilidad de aclarar su visión.

—¡Nos acosan los draconianos! —lo informó el kender por enésima vez, mientras cabriolaba a la manera de los duendes y blandía el cuchillo y una nueva tea, con tal vigor que sus enemigos no osaban acometerlos.

—¿Draconianos? —repitió Caramon sin dar crédito a sus oídos. Pero un examen más minucioso le permitió atisbar las retorcidas facciones de un semblante reptiliano, iluminado por el ahora agonizante fuego, y se disiparon sus dudas—. ¡Abyectas criaturas! —las imprecó—. ¡Tanis, Sturm, a mí! Raistlin, utiliza tu magia y las aniquilaremos.

Arrancando la espada de su ajustada vaina, el guerrero arremetió entre enloquecidos gritos de guerra… y se desplomó de bruces. Bupu se había abrazado a su tobillo.

—¡Oh, no! —gimió Tas.

Caramon yacía cuan largo era pestañeando asombrado, sin acertar a imaginar quién lo había abatido. La enana gully, que había actuado por instinto y sufrido un abrupto despertar, emitió un aullido de pánico y mordió al humano en la zona donde lo tenía atenazado.

El kender corrió en ayuda del caído, al menos para desembarazarlo de Bupu, pero no había llegado a su lado cuando oyó una llamada de auxilio a su espalda. ¡La sacerdotisa! La había olvidado por completo.

Al dar media vuelta comprobó que Crysania se hallaba en una situación apurada, forcejeando contra uno de sus atacantes. Dio un salto al frente y apuñaló con gesto agresivo al reptil, que lanzó un grito desgarrado y se derrumbó, fulminado. Casi antes de rozar el suelo la hedionda criatura comenzó a convertirse en estatua de piedra, si bien Tasslehoff retiró el acero con su habitual agilidad y evitó, así, que quedara aprisionado en el rocoso bloque.

Arrastró el kender a la trastornada mujer hacia Caramon, quien zarandeaba a Bupu con la pierna en un vano intento de expulsarla.

Los draconianos cerraron filas, y un febril escrutinio permitió a Tas constatar que estaban rodeados por todos los flancos. Consciente de que algo no encajaba, se esbozó una pregunta en su cerebro. ¿Por qué no los reducían ahora que se encontraban a su merced, qué esperaban?

—¿Te han herido? —inquirió en voz alta. Se dirigía a Crysania.

—No —respondió ella. Aunque pálida se mostraba tranquila. Si estaba asustada, hacía gala de un perfecto dominio. Sólo sus labios se movían, probablemente en una inaudible plegaria a su dios protector.

—Toma, venerable señora. —Le ofreció la tea o, mejor dicho, la insertó a la fuerza en su palma cerrada—. Me temo que tendrás que combatir y orar al mismo tiempo.

—Elistan lo hizo, sabré imitarlo —contestó Crysania con un atisbo de inquietud en sus palabras.

Resonó una ristra de órdenes en las sombras, emitidas por un ser que no pertenecía a la raza draconiana. El timbre de su voz así lo delataba y, aunque Tas no pudo identificarlo, su mero eco le producía escalofríos. En cualquier caso, no era momento para indagaciones. Los reptiles se aprestaban a saltar sobre ellos con aquel gesto tan característico de proyectar la lengua fuera de su boca, como un proyectil.

Sobrevino el asalto y Crysania flageló a sus enemigos con torpes bandazos de la improvisada antorcha, que tuvieron la virtud de hacerles vacilar. Tas seguía tratando por todos los medios de separar a Bupu del maltrecho Caramon, si bien todos sus esfuerzos resultaron infructuosos hasta que fue un draconiano quien, sin percibirlo, solventó el problema. Tras arrojar al kender hacia atrás, el individuo desprendió a la enana gully con su ganchuda garra.

Los miembros de esta tribu enanil eran conocidos en todo Krynn por su exagerada cobardía e incapacidad en la lucha abierta. No obstante, al sentirse acorralados se debatían como ratas inoculadas de rabia.

—¡Monstruo salido del cieno! —insultó Bupu a su agresor y, abandonando el tobillo de Caramon, hundió sus dientes en la escamosa pierna del reptiliano.

La boca de la enana estaba casi despoblada, mas los pocos incisivos que le restaban eran afilados. Mordió pues la verde epidermis de su agresor con una voracidad fruto, además, de la escasa cena que había ingerido.

El draconiano emitió un aullido ensordecedor, enarboló su espada y se dispuso a segar para siempre la existencia de Bupu cuando, de repente, Caramon, que a duras penas se había puesto en pie y ondeaba su acero a diestro y siniestro sin tomar conciencia del atolladero en el que se hallaban inmersos, cercenó su brazo de manera accidental. La enana se estabilizó, humedeció sus labios y emprendió la búsqueda de otra víctima.

—¡Hurra, Caramon! —lo vitoreó Tas. El kender clavaba su cuchillo en todos los rivales que se ponían a su alcance, con la misma rapidez con que la serpiente envenena la sangre. De vez en cuando dedicaba a Crysania miradas de soslayo, e incluso presenció cómo la sacerdotisa incrustaba la tea en el cráneo de un draconiano a la vez que invocaba el nombre de Paladine. La criatura sucumbió sin opción a la réplica.

Al poco rato tan sólo quedaban en pie dos o tres adversarios, y el hombrecillo comenzó a relajarse. Se habían apostado fuera del radio de la oscilante luz y espiaban al imponente guerrero humano. La figura de Caramon, vislumbrada en la penumbra donde no se evidenciaba su declive, se recortaba tan desafiante como en los viejos tiempos. Su espada refulgía bajo las llamas rojizas, presagio de muerte ineludible para cualquier contricante.

—¡Acaba con ellos, amigo! —le urgió el kender con un grito agudo—. Entrechoca sus cabezas…

La voz de Tas se apagó al advertir que el guerrero se volvía a fin de encararse con él, contraída su faz en una extraña expresión.

—No soy quien tú pareces suponer sino Raistlin, su hermano gemelo. Nunca me rebajaría a luchar con el acero y, por otra parte, Caramon murió. Yo lo destruí. —Tras estudiar unos instantes la espada que sostenía en la mano, la dejó caer como si le quemara—. Ahora entiendo tu confusión. ¿Qué hacía ese frío objeto en mi palma? ¡No puedo formular hechizos con un arma y un escudo!

Tasslehoff, alarmado, examinó a los draconianos por el rabillo del ojo. Aquellos seres intercambiaron miradas de inteligencia e hicieron ademán de avanzar. Aunque sospechaban que el guerrero les tendía una trampa, lo sometieron a estrecha vigilancia.

—Eres tú quien te equivocas. ¡No eres Raistlin, sino Caramon! —le espetó el kender con gran vehemencia. Pero no consiguió hacerle entrar en razón, el cerebro del humano aún no había despedido totalmente los efluvios del aguardiente enanil. Indiferente a cualquier reprimenda susceptible de hacerle renunciar a la personalidad que ahora encarnaba, el robusto luchador entrecerró los párpados, alzó las manos y entonó un cántico pretendidamente arcano.

—Hormigueros, cenizas de plata y libros esotéricos —murmuraba con un curioso zigzaguear de todo su cuerpo.

La mueca siniestra de un draconiano se dibujó ante Tas con escalofriante nitidez. Estalló un resplandor acerado y el kender se desvaneció, preso de un dolor insoportable.

Tasslehoff estaba tendido en el suelo. Un líquido tibio discurría por su rostro, cegándole un ojo y goteando hasta sus labios. Sabía a sangre, pero no podía fijar sus ideas a causa del cansancio.

Tampoco conseguía dormir, el dolor se lo impedía, ni osaba mover la cabeza por temor a que se desgajara en dos mitades. Por consiguiente permaneció inmóvil, atisbando el mundo con su visión parcial.

Oía los gritos disonantes de la enana gully, similares a los de un animal torturado, mas sus protestas cesaron de manera abrupta para ser sucedidas por un único alarido, un gemido ahogado. Un cuerpo de enormes proporciones se estrelló a su lado contra la tierra: al instante lo reconoció como Caramon. La sangre fluía a borbotones de las comisuras de sus labios, sus ojos abiertos se perdían en pos del infinito.

Tas no se entristeció, era insensible a todo salvo al lacerante pálpito de su cabeza. Un inmenso draconiano se plantó a horcajadas sobre él, blandiendo la espada, y el hombrecillo supo que iba a rematarle. No le importaba, sólo quería que acallase su sufrimiento cuanto antes.

Captó su atención un revoloteo de ropajes blancos, acompañado por una cristalina voz que pronunciaba el nombre de Paladine. El reptiliano que se disponía a poner fin a su vida desapareció de forma súbita y sus garras, al alejarse, rasgaron la quebradiza maleza circundante. La blanca túnica se arrodilló entonces junto a él de tal manera que su portadora, mientras invocaba de nuevo a su dios, pudo posar una acariciadora mano en su maltrecho cráneo. El dolor se difuminó y, un poco más sosegado, el kender vio cómo Crysania rozaba también al insconsciente guerrero y éste entornaba los párpados para zambullirse en un sueño reparador.

«Todo se ha resuelto. Los soldados enemigos se van y nosotros quedamos de nuevo a salvo», pensó Tas jubiloso. Notó un ligero temblor en la mano que la sacerdotisa mantenía en contacto con su piel antes de alzar la testa y otear el panorama aún en una nebulosa, fortalecido, sin embargo, por los poderes curativos que ella le transmitía.

Alguien se aproximaba, alguien que había ordenado la retirada de los draconianos y que era, acaso, la criatura que ahora se internaba en el círculo de luz del campamento.

Intentó el kender dar la alarma, pero un nudo en su garganta le impidió articular cualquier sonido. Le daba vueltas la cabeza en un torbellino vertiginoso y, por un momento, le asaltó la sensación de que un ente invisible mezclaba las aventuras de su vida en aquel mareado cerebro que de tan poco le servía.

Crysania se puso en pie y el ondulante repulgo de su túnica, al agitarse, levantó una nube de polvo frente a los ojos del kender. Despacio, la dignataria eclesiástica comenzó a retroceder ante el ser impreciso que la acosaba a la vez que llamaba a Paladine en su auxilio, mas las palabras se congelaban en el aire en cuanto afloraban a sus labios.

Tas, contagiado por el indescriptible terror de la dama, hizo ímprobos esfuerzos para cerrar los ojos. Sin embargo, y tras librar una breve batalla, la curiosidad se impuso al miedo y el kender contempló a la figura que se acercaba a la sacerdotisa. Vestía la armadura de los Caballeros de Solamnia, si bien su superficie aparecía socarrada, ennegrecida. Cuando hubo alcanzado a Crysania se detuvo a escasa distancia y extendió un brazo, un brazo que no se terminaba en una mano, al mismo tiempo que pronunciaba frases surgidas de la nada, no de su boca inexistente. Sus ojos despedían chispas anaranjadas, sus piernas translúcidas atravesaron sin quemarse los rescoldos ígneos de la fogata antes de inmovilizarse. El frío insondable de las regiones donde aquel espíritu estaba obligado a errar eternamente manaba de su cuerpo, paralizando la médula de los huesos de cuantos a él se enfrentaban.

Alzó el kender la cabeza para presenciar mejor la escena. Crysania seguía apartándose del Caballero de la Muerte pero éste, lejos de cejar en su empeño, persistía en acorralarla. Avanzaba el espectro con pasos lentos, pero investidos de una apabullante firmeza.

El brazo que la criatura espectral tenía estirado hacia la sacerdotisa se prolongaba en un dedo lívido, descarnado y amenazador. Al adivinarlo, más que verlo, asaltó a Tas un pánico incontrolable.

—¡No! —gimió el hombrecillo, estremecido pese a ignorar qué iba a ocurrir.

El caballero emitió una corta sentencia:

—Muere.

Advirtió el kender que Crysania asía, en un rápido gesto, el Medallón que pendía de su cuello. Un brillante resplandor de blanca luz brotó de sus dedos y la Venerable Hija de Paladine cayó al suelo fulminada, como si el miembro de su oponente le hubiera traspasado el pecho.

—¡No! —suplicó de nuevo Tasslehoff sin saber qué decía. Los llameantes ojos de la sombra centraron su atención en él en el instante mismo en que una húmeda oscuridad, similar a la negrura de una tumba, sellaba su visión y sus entumecidos labios.

8

Artes arcanas

Dalamar se acercó a la puerta del laboratorio del mago con el alma en vilo, paseando sus nerviosos dedos sobre las protectoras runas bordadas en el paño de su negra túnica a la vez que ensayaba, de forma precipitada, varios hechizos registrados en su memoria. Una cierta dosis de precaución era siempre adecuada, necesaria incluso, en cualquier joven aprendiz dispuesto a introducirse en las cámaras particulares de un maestro tan poderoso como maligno, pero las que había tomado Dalamar eran extraordinarias. Tenía buenas razones para obrar así: guardaba secretos que no debían trascender, y no había nada en este mundo más digno de su temor que la mirada de aquellos dorados relojes de arena que configuraban los ojos del nigromante.

Y, sin embargo, una corriente de excitación más honda que el miedo fluía, palpitaba en la sangre de Dalamar como en las anteriores ocasiones en que se detuvo frente a aquella puerta antes de llamar. Había visto prodigios maravillosos entre los cuatro muros del laboratorio, bellos aunque espeluznantes.

Levantando la mano derecha, trazó un símbolo en el aire frente a la hoja de madera y susurró unas palabras en el lenguaje de la magia. No hubo reacción, el acceso no se hallaba sujeto a ningún hechizo. Dalamar, el elfo oscuro, respiró relajado o, acaso, invadido por un inconfesable desencanto. Su maestro no estaba consagrado a ninguna labor esotérica importante, de lo contrario habría formulado un encantamiento a fin de evitar la entrada de cualquier intruso. Al bajar la vista hacia el suelo, el avanzado discípulo no descubrió luces ni resplandores que escaparan por el quicio. Tampoco olfateó más aromas que los habituales, mezcla de especies y corrupción, así que hizo tamborilear las yemas de los dedos sobre la puerta y aguardó en silencio.

Una orden, pronunciada con tono quedo, llegó a sus oídos en el tiempo que tardó el elfo en emitir un suspiro:

—Adelante, Dalamar.

El interpelado se infundió ánimos y avanzó hacia el interior de la estancia cuando la robusta hoja giró sobre sus goznes, franqueándole el paso. Raistlin estaba sentado ante una enorme y muy antigua mesa de piedra, de tan descomunales proporciones que un miembro de las fornidas razas de minotauros establecidos antaño en Mithas podría haberse acostado en ella y, tras extender toda su envergadura, dejar un espacio libre. Tanto este objeto como el resto del laboratorio formaban parte del mobiliario que el hechicero descubriera al reclamar para sí la posesión de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas.

La sombría sala parecía mucho mayor de lo que era, si bien el elfo oscuro no lograba determinar si tal efecto óptico se debía a una peculiar configuración o al hecho de que él se sentía insignificante cada vez que la visitaba. Se alineaban en las paredes interminables hileras de libros, al igual que en el estudio privado del maestro, en cuyos lomos refulgían singulares runas y títulos escritos en finos caracteres, legibles pese a la capa de polvo que los cubría. En las mesas que jalonaban las paredes descansaban frascos y viales de retorcido diseño, llenos de líquidos de vivos colores que bullían burbujeantes con sus poderes ocultos.

Muchos años atrás, en este laboratorio se habían concebido las más poderosas manifestaciones de la magia que nunca conociera Krynn. Fue aquí donde se congregaron en momentánea armonía los doctos representantes de las tres Túnicas —la Blanca del Bien, la Roja de la Neutralidad y la Negra del Mal— para crear los Orbes de los Dragones, uno de los cuales se hallaba ahora entre las sagradas pertenencias de Raistlin. Y también se fraguó en tan enigmático recinto la alianza de las tres Ordenes en un último y definitivo esfuerzo destinado a salvar a las Torres, estandartes pétreos de su fuerza, del acoso del Príncipe de los Sacerdotes de Istar y la fanática plebe. Fracasaron, no obstante, al decidir unánimemente que era preferible vivir derrotados a combatir, mas debe decirse en su descargo que de haber utilizado sus dotes arcanas habrían destruido el mundo y ellos no lo ignoraban.

Los magos fueron obligados a abandonar la mole, no sin antes transportar sus libros de hechizos y demás parafernalia a la Torre de la Alta Hechicería que se erguía en el misterioso Bosque de Wayreth. Pero cuando se disponían a entregar al más alto mandatario de la ciudad las llaves de su, hasta entonces, inviolable morada, una maldición se cernió sobre el edificio y sus inmediaciones. El Robledal de Shoikan creció en unos segundos para custodiarlo de los curiosos hasta que, según las predicciones, llegara a sus puertas el Amo del Pasado y del Presente revestido de todo su poder.

Y arribó el Amo, el maestro, a la fuente de tanta sabiduría. Era la figura que se encontraba frente a la mesa del laboratorio, volcada sobre aquella pétrea superficie que hacía varias centurias fue salvada del fondo del mar. Los símbolos rúnicos que había tallados a lo largo de su perímetro la eximían de cualquier influencia externa susceptible de perturbar el trabajo del mago, si bien todavía resultaba más admirable su lisa textura, tan pulida que hacía las veces de espejo. Dalamar incluso distinguía en ella, bajo la luz de las velas, el reflejo de los volúmenes encuadernados en tela azul marino que allí reposaban en ordenados montones.

Había otros objetos esparcidos sobre la inefable mesa, artículos espantosos y divertidos, horribles y encantadores: los componentes de los hechizos de Raistlin. El mago estaba ahora ocupado en manipularlos y estudiarlos. Pero pronto se dedicó a hojear muy atento un vetusto volumen mientras mascullaba frases arcanas o estrujaba una sustancia entre sus delicados dedos, vertiendo el líquido resultante en un tubo de ensayo.

Shalafi —lo saludó Dalamar, un término elfo que significaba «maestro».

Raistlin alzó la cabeza, y el discípulo tuvo la súbita sensación de que aquellas doradas pupilas se salían de sus cuencas para traspasarle el alma con un dolor indefinible. Una oleada de pánico inundó la conciencia del elfo oscuro, esculpidas en su cresta las palabras «Lo sabe». Sin embargo, no delató sus emociones en sus atractivos rasgos, que se mantuvieron inamovibles; relajados, mientras sus ojos se clavaban en los de su oponente y recogía las manos bajo los pliegues de la túnica, como dictaban los cánones.

Tan azaroso era su trabajo que cuando ellos, los entes superiores, juzgaron necesario instalar a un espía en la morada del mago solicitaron voluntarios, ya que ninguno quiso incurrir en la responsabilidad que entrañaba designarlo a sangre fría. Dalamar aceptó raudo el reto, dando un paso al frente sin un titubeo.

La magia era el único hogar del traicionero discípulo de Raistlin Majere. Originario de Silvanesti, no era reclamado por tan noble raza de elfos ni deseaba, tampoco, regresar junto a ellos. Al nacer en el seno de una de las castas inferiores no aprendió sino los rudimentos de las artes arcanas, ya que la auténtica erudición estaba reservada a los miembros de la familia real, pero aun así tuvo ocasión de saborear el poder y éste se convirtió en su único objetivo. Se afanaba en estudiar a hurtadillas los conjuros prohibidos, hasta que se revelaron a su entendimiento prodigios que en principio sólo debían conocer los hechiceros de alto rango. Fue la nigromancia lo que más le impresionó y, así, al ser descubierto ataviado con el oscuro hábito que aborrecían todos los elfos leales a su pueblo, se le impuso el castigo del destierro a perpetuidad. De este triste evento provenía su sobrenombre de «elfo oscuro», criatura privada de la luz del Bien. A Dalamar no le molestaba tan funesto apodo, antes al contrario, era para él un halago que lo comparasen a la negrura por considerarla sinónimo de fuerza y soberanía.

Sea como fuere, el elfo se ofreció para la espinosa misión. Al preguntarle sus superiores qué motivos lo inducían a arriesgar su vida en tan ardua empresa, se limitó a contestar impertérrito:

—Incluso vendería mi alma a cambio de una oportunidad de observar al ser más poderoso del mundo arcano que jamás vivió sobre la tierra.

—Quizá sea ése el precio que pagues —comentó una entristecida voz.

El recuerdo de esta voz renacía en la mente de Dalamar en determinados momentos, sobre todo en las negras noches que solían vivirse en la Torre. Acababa de evocarla ahora, en el laboratorio, pero se apresuró a rechazarla.

—¿Qué sucede? —inquirió el hechicero con tono suave, apagado.

Siempre hablaba sin sobresaltos, quedamente, evitando alzar la voz por encima del susurro. Dalamar había visto desatarse en la cámara pavorosas tempestades, ribeteadas de cegadores relámpagos y retumbar de truenos que le habían dejado sordo durante días. Se hallaba asimismo presente en algunas de las ocasiones en que Raistlin convocó a criaturas de los planos tanto astrales como subterráneos para que acataran su mandato y los gritos de éstas, plañideros o enfurecidos, al saberse dominadas resonaban en los oídos del falso pupilo en medio de sus peores pesadillas: mas nunca, en tan diversas y estruendosas transacciones, emitió el mago una sílaba más aguda que otra. Su murmullo sibilante, al no alterarse, penetraba en el caos y lo controlaba.

—Se han producido unos hechos en el mundo exterior, Shalafi, que exigen tu intervención.

—¿De verdad? —Raistlin bajó de nuevo la cabeza, absorbido por su complejo experimento.

—La sacerdotisa Crysania…

La capucha que cubría la faz del maestro se levantó veloz y rígida cual la de una serpiente y Dalamar, de manera instintiva, retrocedió frente a aquellos ojos que rezumaban veneno.

—¡Vamos, habla! —le urgió Raistlin en un siseo.

—Deberías venir, Shalafi —suplicó Dalamar con la voz quebrada—. Los Engendros Vivientes informan que…

El elfo oscuro se interrumpió al advertir que se dirigía al aire. Raistlin había desaparecido.

Expulsando un tembloroso suspiro a fin de liberar sus atenazadas entrañas, el engañoso discípulo pronunció las palabras que habían de catapultarlo al lado de su maestro.

Bajo los cimientos de la Torre de la Alta Hechicería, en un hondo sótano, se abría una pequeña estancia circular cavada mediante la magia en la roca que sostenía la mole. Tal estancia no existía cuando se construyó el edificio. Conocida como la Cámara de la Visión, fue Raistlin quien la creó en una época reciente.

En el centro de aquella habitación de fría piedra se extendía una laguna redonda de aguas tranquilas, oscuras. Surgía de tan antinatural charca un chorro de llamas azules que alcanzaba el techo y ardía día y noche, desde su creación hasta el fin de los tiempos. A su alrededor estaban agrupados, también sin descanso mientras latiese el corazón del universo, los Engendros Vivientes.

Pese a ser el mago mejor dotado de todos cuantos habitaron Krynn, la sabiduría de Raistlin distaba de la perfección, y nadie era más consciente de esta realidad que él mismo. Siempre que acudía a la Cámara recordaba sus debilidades, siendo ésta una de las razones por las que intentaba eludirla. Anidaban aquí los exponentes más ostensibles de sus fracasos: los Engendros Vivientes.

Criaturas esperpénticas forjadas a través de una magia desvirtuada, moraban en aquella celda sojuzgadas por su creador. Su existencia se asemejaba a un torturado vasallaje. Vivían reptando como una masa sanguinolenta, como larvas deformes, alrededor de la llameante charca. Urdían sus húmedos cuerpos una horrenda alfombra, tan tupida que la piedra del suelo, resbaladiza a causa de sus segregaciones, sólo se hacía visible cuando se separaban con el propósito de dejar espacio a su dueño y señor.

Pese a que sus vidas discurrían en un sufrimiento constante, intenso, los Engendros jamás esbozaron una queja. En realidad, corrían mejor suerte que otros entes que vagaban por la Torre y que recibían el apelativo de Engendros de la Muerte.

Raistlin se materializó en la Cámara de la Visión convertido en una sombra que parecía emerger de la penumbra. La llama azulada confirió etéreos fulgores a las hebras de plata que decoraban su atavío, y que adquirieron un vivo contraste con el negro paño. Dalamar se encarnó a su lado y, ya juntos, avanzaron hacia la superficie de la lóbrega charca.

—¿Dónde? —preguntó el hechicero en medio de sus servidores.

—Aquí, maestro —gorgoteó uno de los monstruos extendiendo un amorfo apéndice a guisa de dedo.

Raistlin se acercó presuroso al que había hablado, seguido de cerca por Dalamar, y las túnicas de ambos produjeron un extraño murmullo al rozar el viscoso suelo. El maestro escudriñó las aguas e instó a imitarle al elfo oscuro que, en un primer momento de observación, no distinguió más que el reflejo del ígneo surtidor. Realizando un supremo esfuerzo para concentrarse, no tardó sino unos segundos en presenciar cómo llama y laguna se fundían en una imagen confusa. Se desplegó ante sus ojos la imagen de un bosque donde un robusto humano, cubierto con una cota de malla del todo insuficiente, contemplaba el cuerpo yacente de una mujer envuelta en un hábito blanco. Un kender, arrodillado en actitud pesarosa, sujetaba la mano inanimada de la fémina entre las suyas mientras conferenciaba con el hombretón. Las voces de estos personajes se oían tan nítidas que Dalamar se creyó transportado al paraje.

—Ha muerto —decía el individuo vestido de guerrero.

—No estoy seguro, Caramon. Quizá…

—Me he enfrentado a criaturas sin vida en suficientes ocasiones como para afirmar que no alberga el más ínfimo soplo. Y ha sido culpa mía, ¡sólo mía!

—¡Caramon, eres un imbécil! —lo insultó Raistlin—. ¿Qué ha sucedido? Algo ha tenido que fallar.

Cuando habló el maestro, Dalamar vio que el kender levantaba la cabeza y preguntaba a su compañero, que revolvía la tierra cercana:

—¿Qué mascullas?

—Nada, no he abierto la boca. Será el viento.

—Explícame al menos qué haces —insistió el hombrecillo, claramente inquieto.

—Cavo una tumba. Debemos darle una sepultura digna.

—¿Te dispones a enterrarla? —exclamó Raistlin con sarcasmo—. Por supuesto, necio balbuceante, eso es todo lo que se te ocurre. ¡Enterrarla! —repitió furibundo, y dirigió su rostro hacia el Engendro—. ¿Qué ha pasado? Sin duda has sido testigo de lo que ha sucedido.

—Estaban acampados entre los árboles, amo. Draco atacar… —Una capa de espuma cubrió la boca de la criatura, tan densa que su habla se hizo irreconocible.

—¿Te refieres a una emboscada perpetrada por draconianos? —quiso ratificar el mago—. ¿De dónde procedían?

—Lo ignoro —confesó el Engendro Viviente aterrorizado—. No…

—Silencio —ordenó Dalamar a fin de atraer de nuevo la atención del maestro al interior de la laguna, donde el kender argumentaba con el robusto humano.

—No puedes sepultarla, Caramon. Recuerda que es…

—No tenemos otra opción. Sé que no son éstas las exequias que exige su fe, pero Paladine se ocupará de custodiar el viaje de su alma. No me atrevo a erigir una pira funeraria rodeado de hombres-dragón sedientos de sangre.

—El problema no está en las normas religiosas, Caramon —se empecinó el kender—. Quiero que vengas a reconocerla, descubrirás como yo que no presenta heridas ni magulladuras. ¡Todo esto es muy singular!

—No puedo satisfacerte, piensa que está muerta y yo soy el responsable. ¿Cómo acercarme a esta acusación palpable de mi flaqueza? La enterraremos y volveré a Solace, a cavar mi propia tumba.

—¡Oh, vamos!

—Trae unas flores y déjame en paz.

Dalamar observó cómo el guerrero arañaba el húmedo suelo con las manos desnudas, desechando compactos terrones mientras las lágrimas formaban sendos regueros en sus mejillas. El kender permaneció al lado de la mujer, indeciso, cubierto su rostro de sangre coagulada y con una expresión mezcla de dolor e incertidumbre.

—Una piel incorrupta, sin golpes, draconianos que surgen de la nada. —Era Raistlin quien hablaba desde su plano, sumido en hondas cavilaciones. Tras unos instantes de tenso silencio, el hechicero hincó la rodilla junto al Engendro y éste se encogió como un caracol—. Cuéntamelo todo, he de conocer la historia completa. ¿Por qué no me habéis avisado antes?

—Los draco matan, amo, pero el grandullón también —barbotó el monstruo en una pura agonía—. Luego apareció el ser tenebroso. Sus ojos eran de fuego. Me asusté, temí caer al agua.

—Hallé al Engendro Viviente en la orilla de la charca —intervino Dalamar—, y uno de sus compañeros aseveró que algún acontecimiento se desarrollaba en el bosque. Me asomé de inmediato a las profundidades pero, sabedor de tu interés por la mujer de blanco, no me entretuve y corrí en tu busca…

—Hiciste lo que debías —murmuró Raistlin, impaciente por interrumpir las aclaraciones del alumno. Se iluminaron sus pupilas con el fulgor de la ira y, al comprimirse sus labios movidos por igual sentimiento, el infeliz monstruo arrastró su cuerpo lo más lejos posible. Dalamar, espantado a su vez, contuvo el aliento. Pero la furia de Raistlin no iba dirigida contra ellos.

—«El ser tenebroso… ojos de fuego» —repitió—. ¡El Caballero Soth! Así pues, querida hermana, has decidido traicionarme. ¡Olfateo tu miedo, Kitiara, eres una cobarde! —exclamó sin alzar la voz—. Te habría erigido en reina del mundo y habría puesto a tu alcance incontables riquezas y un poder ilimitado. Pero, después de todo, no eres sino un gusano débil y mezquino.

Permaneció inmóvil, absorta su mirada en la remansada laguna. Cuando reanudó su discurso su tono, aunque quedo, tenía ribetes letales.

—No olvidaré esta acción, hermana. Considérate afortunada de que me reclamen asuntos más urgentes, de lo contrario te enviaría sin demora a las regiones donde fluctúa el ente espectral que te sirve. —Apretó los puños, mas al instante hizo un esfuerzo para relajarse—. No divaguemos, he de centrarme en el problema actual y concebir algún plan antes de que mi estúpido hermano coloque la tumba de la sacerdotisa en un parterre de flores.

Shalafi, ¿qué secreto se oculta tras este suceso? —se aventuró a indagar Dalamar, en un verdadero alarde de coraje—. ¿Qué significa para ti la humana de la blanca túnica? No logro comprenderlo.

Raistlin, irritado, clavó en el elfo oscuro sus áureos ojos y despegó los labios, resuelto a regañarlo por su impertinencia. No articuló palabra alguna, optó por callar tras una leve vacilación. Sus relojes de arena despidieron un resplandor de luz que provocó un escalofrío en Dalamar y acto seguido asumieron la calma y la impasibilidad acostumbradas.

—Lo sabrás todo en su momento, aprendiz —declaró—. Pero antes…

El hechicero enmudeció al ver que entraba en escena, en el bosque que tan fijamente contemplaban, un nuevo personaje. Era una enana gully arropada en refajos de alegres y vistosos colores, un fardo andante de cuyo hombro colgaba un enorme zurrón.

—¡Bupu! —la reconoció Raistlin, abiertos sus labios en aquella singular sonrisa—. Espléndido, pequeña, una vez más vas a servirme.

Estirando la mano, tocó las aguas. Los Engendros Vivientes lanzaron alaridos de pánico, ya que habían presenciado cómo muchos de su raza se precipitaban en la laguna para diluirse en meras volutas de humo que se alzaban silenciosas en el aire entre violentas convulsiones. Pero Raistlin se limitó a susurrar unas frases y retirar la palma abierta. Sus dedos estaban blancos como el mármol, al mismo tiempo que un espasmo de dolor cruzaba su semblante. El hechicero se apresuró a resguardar su mano en uno de los bolsillos de la túnica.

—Fíjate bien —instó exultante a su pupilo.

Dalamar obedeció. En el boscoso paraje que reproducía la charca, la enana gully acababa de acercarse a la sacerdotisa inconsciente, acaso muerta.

—Os ayudaré —anunció.

—¡No, Bupu!

—Si no te gusta mi magia, volveré a casa. Pero primero auxiliaré a esta bella dama.

—En nombre de los Abismos, ¿qué va a hacer? —se escandalizó Dalamar.

—Calla y observa —lo atajó Raistlin.

La diminuta mujer, ajena a los ojos que la espiaban desde un lugar lejano, introdujo la mano en el interior de su desproporcionada bolsa. Tras revolver todos los recovecos, sus mugrientos dedos extrajeron, al fin, un objeto aborrecible: un lagarto disecado y rígido, con una cadena de cuero abrochada al cuello. Se inclinó a continuación hacia la yacente si bien antes de acceder a ella tuvo que mostrarle un puño amenazador al kender, quien trató de detenerla. Dirigiendo una mirada de soslayo a Caramon, que cavaba en pleno frenesí, con una máscara de sangre en el rostro, el hombrecillo se vio obligado a retroceder, y fue entonces cuando la enana se acuclilló junto al inerte cuerpo de la sacerdotisa y depositó en su pecho el lagarto.

Dalamar profirió una exclamación ahogada. Los ropajes de la mujer se agitaron en pequeños temblores que delataban su retorno al universo de los vivos, sus pulmones comenzaron a inhalar aire a un ritmo pausado y regular.

El kender, por su parte, no pudo refrenar un alarido de perplejidad.

—¡Caramon, Bupu la ha curado! ¡Mira cómo respira!

—¿Qué diablos…? —El guerrero cesó en su faenar y se reunió a trompicones con sus amigos, sin dejar de estudiar a la enana en actitud recelosa.

—El lagarto es infalible —se vanaglorió Bupu—. Siempre surte efecto.

—Así es, pequeña —comentó Raistlin aún sonriente—. Incluso aplaca los ataques de tos más contumaces, lo recuerdo bien. —Hizo un nuevo movimiento ondulante con la mano extendida sobre la tranquila superficie del agua, y su voz se convirtió en un arrullo—. Ahora, hermano, duerme antes de que cometas otra de tus torpezas. Descansad también vosotros, kender y Bupu. En cuanto a ti, venerable Crysania, refúgiate en el reino donde Paladine ha de guardar tu reposo.

Sin mudar la suave cadencia de su cántico, el hechicero invocó a uno de los espíritus abstractos que siempre acataban sus designios.

—Ven, Bosque de Wayreth. Despliégate sobre ellos en su sueño y entona tu mágica melodía, atráeles a tus recónditos caminos.

Había concluido el encantamiento y Raistlin, enhiesta su figura, se volvió hacia Dalamar para indicarle:

—Y tú, aprendiz, sígueme hasta mi estudio. Ha llegado la hora de que hablemos.

Abandonaron la cámara. El elfo oscuro caminaba sumamente asustado por el tono sarcástico que había detectado en la voz del maestro.

9

Dalamar

Dalamar estaba sentado en el estudio del mago, en la misma silla que ocupara Kitiara durante su visita. El elfo oscuro se sentía menos cómodo, menos seguro que la dignataria humana, si bien sabía contener sus temores y externamente parecía relajado. El indefinible rubor que teñía sus pálidos rasgos de elfo podía atribuirse, sin miedo a equivocarse, a la excitación que le producía el ser admitido en la intimidad del maestro.

Había entrado a menudo en el estudio, aunque no en presencia del hechicero, que pasaba allí sus veladas leyendo, escudriñando los tomos que atestaban los estantes sin que nadie osara molestarlo. Dalamar se introducía en la estancia en las horas diurnas y únicamente cuando Raistlin se hallaba ocupado en algún otro lugar, momentos que el aprendiz aprovechaba para aprender los encantamientos de los libros —no todos, por supuesto— a requerimiento de su propio superior. Una orden expresa de este último le impedía abrir o tocar ni siquiera, los volúmenes encuadernados en azul.

Un día el elfo no resistió la tentación de hojear uno de los textos vedados, algo por otra parte inevitable. El tacto de la encuadernación se le antojó gélido, tanto que le abrasaba la piel. Ignorando su dolor logró levantar la cubierta, si bien tras un fugaz vistazo se apresuró a ajustarla de nuevo, convencido de que nunca descifraría el enigma de su ilegible caligrafía. Además, había detectado el hechizo de protección en que estaba envuelto aquel galimatías. Cualquiera que osara mirar las frases demasiado tiempo, sin poseer la clave para traducirlas, se volvería loco.

Al descubrir la mano herida de Dalamar, Raistlin le preguntó cómo había ocurrido. El elfo oscuro argüyó, sin inmutarse, que se le había derramado un ácido mientras mezclaba varios componentes mágicos, y el maestro se limitó a esbozar una muda sonrisa. No había necesidad de hablar, ambos comprendían.

Ahora, a diferencia de aquella otra ocasión, el aprendiz estaba en el estudio invitado por Raistlin en un simulacro de igualdad. Una vez más, el discípulo sintió viejos temores entrelazados con la embriagadora excitación.

El hechicero se había instalado frente a él, tras la mesa de madera labrada, y tenía la mano apoyada en un grueso libro de encantamientos que pertenecía a la serie esotérica. Sus finos dedos acariciaban distraídos el ejemplar, siguiendo los contornos de las runas argénteas que decoraban la cubierta, mientras sus ojos permanecían clavados en los de Dalamar. El elfo oscuro no movía un solo músculo bajo aquella mirada intensa, penetrante.

—Eres demasiado joven para haberte sometido a la Prueba —dijo Raistlin, de forma abrupta pero con su habitual siseo.

Dalamar pestañeó. No era esto lo que esperaba.

—No tanto como tú, Shalafi —le replicó el elfo—. He cumplido los noventa años, una edad equivalente a los veinticinco humanos. Si no estoy mal informado, no sobrepasabas los veintiuno cuando realizaste la Prueba.

—Cierto —murmuró el interpelado, y una sombra cruzó las áureas tonalidades de su tez.

La mano que descansaba sobre el volumen se cerró en un súbito espasmo de dolor, y los metálicos ojos despidieron vivos destellos. El aprendiz no se sorprendió ante tales muestras de emoción, sabedor de lo que representaba aquel examen que debía sufrir todo mago deseoso de practicar las artes arcanas a un nivel avanzado. Se organizaba en la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, y era controlado por representantes de las tres Túnicas. En efecto, tiempo atrás los nigromantes de Krynn comprendieron aquello que había escapado a la observación de los clérigos: si querían preservar el equilibrio del universo, el péndulo tenía que balancearse en libertad entre las fuerzas del Bien, el Mal y la Neutralidad. En el instante en que cualquiera de las tres asumiera un exceso de poder, el mundo comenzaría a tambalearse hacia su destrucción.

La Prueba era brutal. Las más altas esferas de la magia, donde se obtenía el auténtico dominio, no eran reducto para aspirantes ineptos. De hecho su finalidad era desembarazarse de manera permanente de quienes no estuviesen a la altura de las circunstancias, siendo la muerte el precio del fracaso. Dalamar aún evocaba en terribles pesadillas su estancia en la temida Torre, así que no le resultaba difícil comprender la reacción de Raistlin.

—Salí adelante —comentó ausente el hechicero, perdido en la nebulosa del pasado—, mas al abandonar aquel lugar espeluznante me había transformado en la criatura que se yergue ahora ante ti. Mi piel había asumido estos matices dorados, había encanecido mi cabello y mis ojos… —Regresó al presente para fijar sus pupilas en Dalamar—. ¿Sabes qué es lo que ven mis relojes de arena?

—No, Shalafi .

—El paso inexorable del tiempo sobre todas las cosas —explicó Raistlin—. La carne humana decae frente a estos ojos, las flores se marchitan, incluso las rocas se desmenuzan. Siempre reina el invierno en las imágenes que se me ofrecen. También tú, Dalamar —atrapó al aprendiz en su hipnótica mirada—, también la carne elfa que tan despacio se degrada exhibe, ya en su juventud primaveral, el estigma de la lejana muerte.

El discípulo se estremeció sin acertar a ocultar su temor encogiéndose de manera involuntaria entre los cojines de su butaca. Se dibujó al instante en su mente un escudo mágico, del mismo modo que se le apareció, sin que lo invocara, un encantamiento destinado más a herir que a defenderse. «Necio —se reprendió a sí mismo a la vez que recuperaba el control y descartaba tales imágenes—, ¿cuál de mis insignificantes argucias podría matarle?».

—Así es —confirmó Raistlin en respuesta a las elucubraciones de Dalamar—. No hay en Krynn un ser viviente capaz de lastimarme y menos aún tú, joven aprendiz. Pero he de reconocer que eres valiente. Con frecuencia has permanecido a mi lado en el laboratorio, contemplando a los entes que yo arrancaba de sus planos de existencia aun a sabiendas de que si cometía un error, si respiraba a destiempo, desgajarían nuestros corazones y los devorarían mientras nos convulsionábamos en un indecible tormento.

—Ése ha sido mi mayor privilegio —confesó el alumno.

—Sí —coreó el hechicero con la mente abstraída, antes de enarcar una ceja e indagar—: ¿Eras consciente de que si surgían complicaciones me salvaría a mi mismo, sin mover un dedo para ayudarte?

—Por supuesto, Shalafi, lo comprendí desde el principio. Acepté el riesgo… —Un resplandor animó sus pupilas y, olvidados sus temores, se incorporó entusiasmado en su silla—. No sólo lo acepté, shalafi, lo invité. No hay nada que no esté dispuesto a sacrificar en nombre de…

—La magia —concluyó Raistlin.

—Tú lo has dicho —corroboró el otro.

—Y del poder que ésta confiere —continuó el maestro—. Eres ambicioso, pero ¿hasta qué punto? ¿Colmaría tus aspiraciones gobernar a los de tu raza, o quizá preferirías hacerte con un reino y mantener cautivo al monarca a fin de disfrutar de sus riquezas? ¿Vas, acaso, más lejos y buscas una alianza con algún señor de las tinieblas, como se hacía en los tiempos no muy remotos de los dragones? Mi hermana Kitiara, por ejemplo, te halló muy atractivo, le agradaría sobremanera tenerte a su lado. Si eres capaz de practicar ciertas artes en su dormitorio te llenará, no lo dudes, de venturas.

—Shalafi, yo no profanaría…

—Me limitaba a bromear, aprendiz —lo interrumpió Raistlin ondeando la mano—. En cualquier caso, estoy seguro de que entiendes el contenido de mi discurso. ¿Refleja tus sueños alguna de las situaciones que acabo de exponer?

—Sí, maestro. —Dalamar vaciló sumido en la confusión. ¿Dónde había de llevarle tan delicada entrevista? Confiaba en acceder al conocimiento de secretos que pudiera transmitir, pero ¿cuánto debía revelar de sí mismo a cambio de tan preciosa información?

—Veo que he dado en el clavo —afirmó el hechicero— y descubierto tus más recónditas ambiciones. ¿Nunca te has cuestionado cuáles son las mías?

Un júbilo difícil de disimular agitó el cuerpo de Dalamar. Era éste precisamente el objeto de su misión, lo que le habían ordenado averiguar. El joven mago respondió despacio, midiendo las palabras:

—Reconozco que me lo he preguntado muchas veces, shalafi. Eres tan poderoso —extendió el índice hacia la ventana, a través de cuyas vidrieras se atisbaban las luces de Palanthas refulgentes en la noche— que esta ciudad, la región de Solamnia y Ansalon entero caerían en tus manos al más leve parpadeo.

—El mundo se sometería a mi yugo si lo deseara —asintió el hechicero con los labios separados en una sonrisa irónica—. Hemos divisado las tierras ignotas del otro lado del océano, ¿recuerdas? Nos hemos asomado al abismo de las llameantes aguas y visto a quien en él se alberga. Controlar tan vastos reinos sería la simplicidad misma.

Raistlin se puso en pie y, tras avanzar hasta la ventana, observó la iluminada ciudad que se desplegaba ante él. Intuyendo la excitación del maestro, Dalamar se levantó a su vez y corrió a su lado.

—Podía poner Palanthas bajo tu mandato, aprendiz —insinuó el hechicero al mismo tiempo que retiraba la cortina para escrutar mejor las luces, que brillaban más cálidas que las estrellas de la bóveda celeste—. Te concedería no sólo una total supremacía sobre sus desdichados ciudadanos sino incluso sobre todos los elfos que pueblan Krynn. De proponérmelo, te entregaría a mi propia hermana —concluyó.

El adalid de las fuerzas arcanas se encogió de hombros, dio media vuelta y se plantó frente a Dalamar, que lo examinaba exultante.

—La verdad es que nada me importan los poderes terrenales —declaró y, para significar mejor su indiferencia, corrió la cortina—. Mi ambición se ha trazado cotas más altas.

—Pero, shalafi, no queda mucho si desdeñas el mundo —protestó el alumno desconcertado, titubeante—. A menos, claro, que hayas descubierto universos lejanos e invisibles a mis ojos.

—¿Universos lejanos? —repitió Raistlin—. Una idea interesante, quizás algún día considere esa posibilidad. Pero no, me refería al cosmos. —Hizo entonces una pausa y, con un gesto de la mano, invitó a Dalamar a acercarse—. ¿Has reparado en la gran puerta que se recorta en la pared trasera del laboratorio, la que tiene la hoja de acero con incrustaciones de plata y oro? ¿Te has fijado en que carece de cerrojo?

—Sí, shalafi —contestó el elfo, convulsionado por un repentino escalofrío que ni siquiera el extraño calor que dimanaba del cuerpo de Raistlin pudo disipar.

—¿Sabes a dónde conduce?

—Sí.

—¿Y sabes también por qué se mantiene sellada?

—Porque no está en tu mano abrirla. Sólo los esfuerzos combinados de un nigromante muy poderoso y una criatura dotada de virtudes sagradas lograrían que cediera, mediante su voluntad conjunta.

Enmudeció, asfixiado por un pánico indescriptible.

—Sí, comprendes la situación —susurró Raistlin—. «Una criatura dotada de virtudes sagradas»: por ese motivo la necesito a ella. Al fin has vislumbrado la cumbre, y la sima, de mis aspiraciones.

—¡Qué locura, no puedo creerlo! —se escandalizó Dalamar antes de bajar, avergonzado, los ojos—. Discúlpame, shalafi —suplicó—. No era mi intención faltarte al respeto.

—Lo sé, y además estás en lo cierto. Sería una locura con mis poderes limitados —reconoció el mago con un resquicio de amargura en su voz—. Por eso me dispongo a emprender un viaje.

—¿Un viaje? —se sorprendió el discípulo, alzando la vista—. ¿Dónde?

—La pregunta adecuada no es ¿dónde?, sino ¿cuándo? —lo corrigió Raistlin—. ¿Me has oído hablar de Fistandantilus?

—En múltiples ocasiones, maestro —evocó Dalamar esbozando, casi, una reverencia—. Fue el máximo representante de nuestra Orden. Los libros encuadernados en azul que se alinean en estas paredes son obra suya.

—E insuficientes —lo atajó el hechicero, a la vez que señalaba la biblioteca entera con un desdeñoso ademán—. Los he leído todos una y otra vez en los últimos años, desde que la Reina de la Oscuridad en persona me revelara la clave de sus secretos. ¿Y qué he obtenido? ¡Incesantes frustraciones! —exclamó, y cerró el puño—. Reviso los encantamientos que contienen y encuentro lagunas que llenarían volúmenes enteros. Quizá sus páginas fueron destruidas durante el Cataclismo o más tarde, en las guerras de los Enanos, conocidas con el nombre de guerras de Dwarfgate, y que dieron al traste con el poderío de Fistandantilus. Esos tomos perdidos, el conocimiento de lo que engulleron las nieblas del pasado, me proporcionarán cuanto preciso para satisfacer mis anhelos.

—De modo que tu viaje te llevará… —Dalamar no terminó la frase, estaba demasiado perplejo.

—A un tiempo remoto y olvidado —siguió Raistlin por él—, a la época anterior al Cataclismo. Debo retroceder a los días en que Fistandantilus reinaba con todo su esplendor.

El elfo oscuro se sentía mareado, un confuso remolino daba vueltas en su cerebro. ¿Qué dirían sus superiores? Era evidente que tan diabólico plan no entraba en sus especulaciones.

—Tranquilízate, aprendiz —lo instó Raistlin con una voz acariciadora que parecía brotar de un rincón lejano—. Mi proyecto te ha perturbado, te recomiendo un poco de vino para recuperarte.

Se encaminó el mago a una mesa próxima y, asiendo una garrafa, vertió en una pequeña copa un líquido de color purpúreo y se lo ofreció a Dalamar. Este último lo aceptó agradecido, aunque sobresaltándose al ver el incontenible temblor de su propia mano. Raistlin escanció acto seguido el rojizo mosto en un recipiente similar y dijo:

—No bebo a menudo de este caldo embriagador, pero hoy haré una excepción porque quiero celebrar algo. Brindo por… ¿cómo lo has expresado? ¡Ah, sí! Por «una criatura dotada de virtudes sagradas», por Crysania.

Sorbió el vino despacio, mientras que Dalamar lo engulló de un solo trago y, abrasado el gaznate, comenzó a toser.

—Shalafi, si el Engendro Viviente nos ha informado bien, el caballero Soth envolvió en un hechizo mortífero a la sacerdotisa Crysania y ella, sin embargo, logró conservar la vida. ¿La has devuelto tú a la existencia?

—No —contestó Raistlin meneando la cabeza—, yo me limité a infundirle ciertos hálitos visibles para impedir que mi querido hermano la enterrase. No tengo una total certeza de lo que ocurrió, pero no es difícil imaginarlo. Al verse en presencia del Caballero de la Muerte, y sabedora de su destino, la Hija Venerable luchó contra los efluvios letales con la única arma que poseía: el Medallón de Paladine. Su dios la protegió transportando su alma a las regiones donde moran las divinidades, pero dejó su cuerpo en la tierra. Nadie, ni aun yo, puede fundir de nuevo en uno solo su espíritu y su carne; tal facultad está reservada exclusivamente a uno de los sumos sacerdotes de Paladine.

—¿Elistan, por ejemplo?

—No, se ha convertido en un anciano decrépito.

—En ese caso la has perdido para siempre.

—No —lo corrigió Raistlin haciendo alarde de paciencia—. No logras comprenderlo, aprendiz. Por un imperdonable descuido se me escapó el control, pero me he apresurado a recuperarlo y, lo que es más, mi enmienda me permitirá sacar mayor partido de mis acciones. En este momento la comitiva se aproxima a la Torre de la Alta Hechicería, donde se dirigía Crysania a fin de obtener la ayuda de los magos. Cuando llegue se le brindará tal auxilio, y también a mi hermano.

—¿Quieres que ellos le presten sus refuerzos? —inquirió Dalamar atónito—. ¡Esa mujer se propone aniquilarte!

Raistlin bebió sin prisa algunos sorbos más del recio líquido, antes de escrutar atento el rostro del elfo.

—Piensa, Dalamar —siseó—, reflexiona y acabará por hacerse la luz en tu mente. Pero ya te he retenido demasiado tiempo —añadió, a la vez que depositaba en la mesa la copa vacía.

El discípulo volvió los ojos hacia la ventana y comprobó que Lunitari, la luna encarnada, comenzaba a ocultarse tras las aserradas cumbres de las montañas. La noche se hallaba en pleno apogeo.

—Debes realizar tu viaje y regresar antes de mi partida, que tendrá lugar al amanecer —prosiguió el hechicero—. Sin duda habré de impartirte instrucciones de última hora además de los numerosos asuntos que he resuelto dejar bajo tus auspicios ya que, naturalmente, quedarás al cuidado de todo durante mi ausencia.

—¿Hablas de mi viaje, shalafi? —inquirió el elfo con el ceño fruncido. No había previsto ir a ningún lugar.

Se disponía a continuar, mas calló de forma súbita al recordar que, en efecto, en un punto lejano alguien aguardaba su informe.

Raistlin siguió observando al joven alumno en silencio, mientras en sus translúcidas pupilas se reflejaba el creciente horror que desvirtuaba los rasgos del espía al saberse descubierto. Despacio, el mago avanzó hacia su oponente entre el suave crujido de los pliegues de su túnica. Dalamar, paralizado por el pánico, no atinó a moverse ni a formular los hechizos de protección que conocía. Su mente estaba vacía, sus ojos sólo vislumbraban dos relojes de arena que lo traspasaban impávidos.

El maestro alzó su mano en un movimiento acompasado y la posó en el pecho del indefenso aprendiz, rozando apenas sus negros ropajes con las yemas de los dedos. El dolor fue lacerante. La faz del agredido se tornó blanca, se desorbitaron sus pupilas y ahogó un grito agónico, si bien no pudo desprenderse de tan espeluznante caricia. Atrapado por la mirada de Raistlin, tampoco el segundo alarido logró brotar de forma articulada.

—Relátales con precisión tanto lo que te he contado —le ordenó el hechicero— como lo que tú imaginas. Transmite mis cordiales saludos al gran Par-Salian, aprendiz.

Retiró al fin la delgada mano y Dalamar se derrumbó sobre el suelo, entre desgarradores gemidos. El maestro pasó por su lado sin mirarle siquiera y abandonó la estancia, envuelto en el murmullo de sus sobrias vestiduras.

Cuando se hubo cerrado la puerta, el elfo se desgarró el pectoral en medio de un sufrimiento enloquecedor y vio que cinco riachuelos de sangre surcaban su pecho y manchaban el negro paño, procedentes de otras tantas hendiduras abiertas a fuego en su carne.

10

El Bosque de Wayreth

—¡Caramon, reacciona! ¡Levántate!

«No. Estoy en mi tumba, en una tibia morada bajo la tierra… tibia y segura. No lograrás que me despierte, no podrás alcanzarme. Me he ocultado de ti y nunca me encontrarás».

—¡Caramon, tienes que ver eso! ¡Abre los ojos!

Una mano apartó el manto de penumbra para tirar de él en fuertes sacudidas.

«¡No, Tika, aléjate! Me devolviste una vez a la vida, al dolor y al sufrimiento. Deberías haberme dejado en el dulce reino de tinieblas que rodeaba el Mar Sangriento de Istar, y ahora que he hallado la paz no permitiré que vuelvas a estropearlo. He cavado mi sepultura y me he enterrado en ella».

—Vamos, Caramon, será mejor que te despiertes y otees el panorama.

«Esas exhortaciones me resultan familiares. ¡Claro, yo mismo pronuncié unas palabras parecidas hace algunos años, cuando Raistlin y yo llegamos juntos a este Bosque! Pero si soy yo quien habla, ¿cómo puedo oírlas en segunda persona? A menos que sea mi hermano».

Sintió una mano en su párpado, dos dedos que luchaban para abrirlo. Su contacto hizo que las acuosas gotas del temor se vertieran en las venas del guerrero, hasta agolparse en el corazón y acelerar su pálpito.

Rugió alarmado, tratando de culebrear hacia el acogedor polvo en el instante en que su ojo, abierto por la fuerza, capturó la imagen de un rostro grotesco volcado sobre él… ¡las facciones inequívocas de una enana gully!

—Ya está despierto —anunció Bupu—. Ayúdame, mantén el párpado en esta posición para que yo levante el otro —ordenó a Tasslehoff.

—¡No! —vociferó el kender y, arrancando las garras de la mujer de su presa, la empujó a un lado—. Ve a buscar agua —improvisó.

—Buena idea —comentó ella, y se alejó con un brioso trotecillo.

—Cálmate, Caramon —instó Tas a su amigo a la vez que se arrodillaba junto a él y le daba unas suaves palmadas—. Era sólo Bupu. Lo lamento, pero yo estaba contemplando el… ya lo verás tú mismo, y descuidé su vigilancia.

Sin cesar de farfullar, Caramon se cubrió el semblante con la mano e intentó incorporarse apoyado en el compañero.

—Soñaba que había muerto —explicó— cuando, de pronto, vi esa cara y supe que todo había terminado, que me habían condenado a los Abismos.

—Quizá no tardes en desear que se cumpla tu pesadilla —dijo Tasslehoff en sombría actitud.

Caramon alzó los ojos al percibir la inusitada seriedad del kender.

—¿A qué te refieres? —indagó con tono áspero.

—¿Cómo estás? —preguntó a su vez el hombrecillo en lugar de responder.

—Sobrio —graznó el guerrero—, si es eso lo que te preocupa. ¡Ojalá los dioses me permitieran vivir siempre ebrio!

Tras estudiarle unos momentos con expresión meditabunda, Tas introdujo la mano en uno de sus saquillos y, despacio, sacó una botella de cristal recubierta por un estuche de cuero.

—Si de verdad necesitas un trago, aquí lo tienes —le ofreció.

Los ojos del fornido humano se iluminaron. Extendió una mano anhelante pero temblorosa y, arrebatando el objeto al kender, desencajó el tapón de corcho, olisqueó su contenido, sonrió satisfecho y se lo llevó a los labios.

—¡No me mires como si fuera un monstruo! —espetó a Tas.

—Discúlpame —balbuceó éste con las mejillas encendidas en rubor—. Voy en busca de Crysania —añadió, y se puso en pie.

—Crysania —repitió mecánicamente Caramon y bajó la botella sin probar el mosto, frotándose sus legañosos ojos—. La había olvidado por completo. Me parece una excelente medida que corras en pos de la sacerdotisa y, cuando des con ella, te la lleves junto a esa lombriz, llamada Bupu, que te acompaña. ¡Marchaos y dejadme solo! —Levantó de nuevo el frasco de vino y, ahora, engulló de un sorbo una considerable cantidad. Aquejado por una violenta tos, abandonó su empeño y se secó la boca con el dorso de la mano, antes de insistir—: ¡Vete! Salid todos de mi vista, me molesta vuestra mera presencia.

—Me gustaría complacerte, Caramon —se excusó Tas sin alterarse—. Sin embargo, no puedo hacerlo.

—¿Por qué?

—Porque el Bosque de Wayreth ha venido a nuestro encuentro, si tenemos que dar crédito a los relatos de Raistlin sobre sus extrañas virtudes.

Durante unos segundos, Caramon clavó en el kender sus iris inyectados en sangre. Habló al fin, en un susurro, a este tenor:

—Eso es imposible. Mágico o no, el Bosque de Wayreth se yergue a varias millas de aquí. Raistlin y yo tardamos meses en descubrirlo y, además, la Torre está al sur de estos parajes. Según tu mapa debemos cruzar Qualinost antes de divisar sus paredes. No te guiarás por el mismo documento donde Tarsis aparecía a orillas del mar ¿verdad? —inquirió, asaltado por una terrible duda.

—Quizá sí —confesó Tas al mismo tiempo que enrollaba el mapa y lo escondía tras su espalda—. Tengo tantos… En cualquier caso, si Raistlin estaba en lo cierto al afirmar que el Bosque era mágico no me sorprende que nos haya encontrado, de ser ése su deseo. Las distancias geográficas no son un obstáculo para ciertas criaturas.

—Puedo asegurarte que posee dotes arcanas —confirmó el guerrero con voz ronca y trémula—, y también que los horrores que en él se viven son espeluznantes. —Cerró los ojos y meneó la cabeza antes de, inesperadamente, dedicar a su oponente una mueca astuta—. ¡Ya lo entiendo! Se trata de una artimaña para impedirme que beba, ¿no es así? No surtirá efecto, olvídala.

—Te equivocas —negó Tasslehoff. Con un hondo suspiro, extendió el índice y le apremió—: Mira aquello, responde a la descripción que una vez me hizo tu gemelo.

Al volver la cabeza Caramon se estremeció, tanto por lo que vio como por los amargos recuerdos que la escena despertó en su mente.

La hierba en la que estaban acampados formaba parte de un claro, situado no muy lejos del camino principal. Lo circundaban grupos de arces, pinos, nogales e incluso algunos álamos dispersos, todos ellos portadores de nacientes brotes. Caramon los había admirado mientras cavaba la tumba de Crysania, advirtiendo que sus ramas refulgían bajo el sol matutino con los tonos amarillos de la primavera. Entre sus raíces despuntaban las primeras flores silvestres de la estación, violetas y azafranes que se alzaban como heraldos de unos meses de prosperidad.

También ahora reparó el guerrero en esta hermosa vegetación, que les rodeaba por tres flancos. En el cuarto, el meridional, el paisaje se alteraba de forma poco halagüeña.

Los árboles que lo poblaban, muertos en su mayoría, se hallaban uno al lado del otro, alineados en sucesivas hileras de sospechosa regularidad. Aquí y allí, al examinar más a conciencia la espesura, se atisbaba uno vivo que parecía vigilar tal como un oficial revisa las filas de sus tropas. El sol no penetraba en el Bosque, una niebla asfixiante flotaba entre los árboles y ensombrecía la luz. Incluso las ramas y los troncos constituían un espectáculo fantasmagórico, éstos deformes, torturados, y aquéllas retorcidas en garras que arañaban el suelo. El viento no las mecía, ni siquiera infundía un soplo de vida a sus rugosas hojas, si bien lo más terrible era el contraste que tal quietud ofrecía respecto a los fugaces movimientos que se adivinaban en los matojos. Bajo la atenta inspección de Caramon y Tas unas sombras carentes de contorno deambulaban sin tregua, escudándose tras las gruesas cortezas o acechándoles desde el espinoso sotobosque.

—Fíjate bien en este curioso fenómeno —rogó el kender al hombretón e, indiferente a su grito de alarma, echó a correr hacia la espesura. ¡Los árboles se apartaron a su paso! Se dibujó una ancha senda frente a sus pies, que conducía al corazón del siniestro Bosque—. Te desafío a que encuentres una explicación —declaró maravillado, si bien se detuvo antes de adentrarse en el camino—. Y si retrocedo…

Unió la acción a la palabra, y los troncos se deslizaron unos hacia otros hasta ofrecer de nuevo una barrera infranqueable.

—Tenías razón —reconoció el guerrero a regañadientes—, estamos en el Bosque de Wayreth. Así mismo se nos reveló a nosotros una mañana. Yo me mostré reacio a seguir y traté de refrenar los impulsos de Raist, pero él no tenía miedo. Los árboles se retiraron y se internó en las entrañas de este diabólico paraje, no sin antes tranquilizarme: «Permanece a mi lado, hermano, y yo te protegeré de todo mal». ¿Cuántas veces había pronunciado yo frases similares? En esta ocasión se trocaron los papeles, él era el valiente y debía animar al timorato.

De pronto, se puso en pie de un salto y, enrollando en un gesto febril su cama de campaña, bramó:

—¡Vámonos de aquí sin pérdida de tiempo! —En su nerviosismo, derramó el contenido de la botella sobre la manta.

—No hay nada que hacer —fue el lacónico comentario de Tas—. Te lo demostraré.

Tras colocarse de espalda a los árboles, el kender comenzó a andar hacia el norte. Los árboles no se desplazaron, mas por mucho que caminase siempre se topaba con el Bosque de Wayreth y su misteriosa senda. Hizo mil piruetas, mil sesgos bruscos, pero todas sus argucias le llevaron a las nebulosas hileras de vegetales.

Con un hondo suspiro, se detuvo al fin al lado de Caramon y observó en actitud solemne los ojos del hombretón anegados en lágrimas, enmarcados en cercos sanguinolentos. Extendió entonces su delicada mano y la apoyó en el brazo del que fuera un guerrero invencible.

—Amigo, tú ya has visitado antes este lugar y conoces el camino. Por otra parte, hay algo más que debes saber. Has preguntado por la sacerdotisa Crysania; pues bien, ahí la tienes. —La señaló con el dedo, y Caramon ladeó la cabeza hacia donde le indicaba—. Vive, pero al mismo tiempo está muerta. El helor de su piel se asemeja al de la escarcha, sus ojos no pestañean y, aunque su corazón late, en lugar de la savia de la existencia podría bombear esa sustancia especiada que utilizan los elfos para preservar a sus cadáveres.

Hizo una pausa, como si recapacitara sobre el argumento que había de resultar más persuasivo.

—Tenemos que conseguir ayuda. Quizás en esas brumas vivan magos susceptibles de auxiliarla, pero yo carezco de la fuerza necesaria para transportarla. —Levantó ambos brazos en un gesto de impotencia, sin desviar la vista del impenetrable Bosque—. No me abandones, Caramon, ni tampoco a ella. Creo que de algún modo le debes un favor.

—Porque soy culpable del daño que ha sufrido —concluyó el corpulento humano en tono de reproche.

—No estaba en mi ánimo acusarte —rectificó el kender, frotándose los ojos—. Supongo que no existen culpables.

—No puedo eludir por más tiempo mi responsabilidad. —La inesperada reacción de Caramon, la nota de sinceridad que ribeteaba su voz, hicieron que Tas levantara la cabeza. Hacía años que no detectaba este timbre familiar en su viejo amigo, que ahora estudiaba la botella sostenida en su palma con aire ausente—. Ya es hora de que me enfrente a mí mismo. He achacado mis errores a Raistlin, a Tika y a todo aquel que se ha cruzado en mi camino, aunque en el fondo sabía que era yo el único causante de tantas desdichas. En el curso del sueño mi conciencia ha surgido a la luz, me he visto en el fondo de una tumba y he intuido que ésa era mi realidad, que he llegado a lo más hondo. No puedo degradarme más, o me quedo inmóvil y dejo que me cubran de polvo —como me disponía a hacer con el cuerpo de Crysania— o me encaramo hacia la vida.

Emitió un prolongado suspiro y, con ademán resuelto, aplicó el corcho al frasco de vino.

—Toma, no quiero verlo. —Tendió el objeto al sorprendido kender, quien se apresuró a recogerlo—. Será una larga escalada y necesitaré ayuda, pero no de esta manera.

—¡Oh, Caramon! —se emocionó Tas a la vez que, rodeando con sus brazos la oronda cintura hasta donde pudo alcanzar, lo estrechaba contra sí—. No tenía miedo de ese lóbrego Bosque, si bien me asustaba la idea de atravesarlo en solitario. ¿Cómo me las hubiera arreglado para cargar con la sacerdotisa y además cuidar de Bupu? ¡Oh, Caramon, me alegro tanto de que hayas vuelto a ser el de antes!

—No exageres —lo reprendió el guerrero, ruborizándose y desprendiéndose sin violencia del hombrecillo—. Debes tener presente que la primera vez que penetré en este paraje el pánico no me permitía actuar con tino, y tampoco estoy seguro de ser útil en esta ocasión. Sin embargo, en un punto has acertado: quizá los magos puedan hacer algo por Crysania. —Su rostro se endureció—. Y quizá respondan a ciertas preguntas que quiero formularles sobre Raist. ¿Dónde se ha metido esa enana gully? ¿Y mi daga, qué ha sido de ella?

—No entiendo a qué daga te refieres —disimuló Tas, volviendo la faz hacia la palpitante espesura.

El robusto humano estiró el brazo y atrapó al escurridizo kender. Cuando clavó la mirada en su cinto él lo imitó para, tras un momento de incertidumbre, abrir los ojos de par en par.

—¿Es ésta el arma que buscabas? Caramba, no me explico cómo ha ido a parar a mi talle. Es posible que se te cayera en la pelea y yo la recuperara de manera instintiva.

—Por supuesto —coreó Caramon con una mueca sardónica. Lanzó un gruñido, le arrancó la daga y, en el instante en que la enfundaba en su vaina, oyó un ruido a su espalda. Giró el cuerpo con una relativa rapidez, justo a tiempo para recibir un baño de agua fría en pleno rostro.

—Ahora está bien despierto —anunció Bupu complacida, soltando el cubo vacío.

Mientras se secaba su ropa Caramon se dedicó a estudiar los árboles, con el semblante contraído bajo el dolor de los recuerdos. Emitió al fin un suspiro, se vistió y revisó sus armas. Al ver tales preparativos, Tasslehoff corrió a su lado.

—¡Vámonos! —exclamó vehemente.

—¿Al interior del Bosque? —inquirió el guerrero, al parecer reacio.

—¡Claro! ¿Dónde si no? —repuso el kender.

El hombretón rezongó unas frases ininteligibles, antes de menear la cabeza y declarar:

—No, Tas, es preferible que permanezcas aquí junto a la sacerdotisa. Espera —lo contuvo al advertir los surcos de la protesta en su frente—, no pretendo que te quedes indefinidamente. Sólo voy a dar un corto paseo de reconocimiento.

—¿Crees que hay alguien agazapado en la bruma, no es verdad? —imprecó Tas a su colosal compañero—. Por eso deseas mantenerme al margen. Te adentrarás unos pasos, te enzarzarás en una pelea, matarás al adversario y yo me perderé la aventura.

Sin despegar los labios, el guerrero lanzó una aprensiva mirada a las tinieblas y se abrochó el cinto de la espada.

—Al menos podrías decirme qué imaginas que vas a encontrar —lo hostigó Tasslehoff—. Y también darme instrucciones, ignoro qué he de hacer si es tu rival quien acaba contigo. ¿Entro detrás de ti? ¿Cuánto tiempo debo aguardar? ¿Es esa criatura capaz de aniquilarte en cinco minutos, acaso en diez? No es que piense que va a suceder —rectificó al observar la expresión de Caramon—, pero si me dejas al cuidado de las dos mujeres tengo que saber a qué atenerme.

Bupu examinó al desaliñado luchador en actitud especulativa.

—Yo afirmo que le matará en dos minutos. ¿Aceptas una apuesta? —preguntó al kender.

Caramon los observó de hito en hito, presto a enfurecerse, mas comprendió que no podía hacerlo. Después de todo, el comportamiento de Tas era lógico.

—No estoy seguro de quién puede acecharme —confesó—. Recuerdo que la otra vez nos tropezamos con un espectro, y Raist… —Se sumió en el silencio, para concluir unos segundos más tarde—: No sé qué aconsejarte. Actúa como te parezca más oportuno.

Pronunciadas estas palabras se encogió de hombros, dio media vuelta y se encaminó hacia el Bosque.

—Tengo aquí una bonita serpiente, será tuya si no muere en un par de minutos —propuso Bupu a Tasslehoff mientras hurgaba en su hatillo—. ¿Qué prenda aportas tú?

—¡Cállate! —la conminó él sin perder de vista a su valiente amigo.

Cuando éste se hubo alejado por la senda fue a sentarse junto a Crysania, que yacía en el suelo con la mirada perdida en las alturas. Cubrió suavemente aquellos ojos sin vida con la capucha blanca, para protegerlos de los rayos solares, e intentó entornar los párpados. Fue inútil, la inerte figura parecía haberse convertido en una estatua de mármol.

Se diría que Raistlin acompañaba a Caramon en su andadura. El guerrero casi podía oír el murmullo de la túnica roja de su hermano, tal como la exhibiera en aquella ocasión. Resonaba en sus tímpanos la voz del hechicero, siempre suave y queda pero teñida de un tono sarcástico que le granjeaba la antipatía de sus amigos. Sin embargo, a él nunca le molestó. Comprendía a su gemelo, o así lo creía.

Los árboles del Bosque se apartaban a su paso, del mismo modo que se desplazaron al acercarse el kender.

«También se retiraron ante nosotros hace ¿cuántos años? ¿Siete quizá? ¿Sólo ha transcurrido ese tiempo? No, ha sido toda una vida. Tanto para él como para mí», pensaba Caramon, meditabundo.

Cuando alcanzó el linde de la espesura una gélida niebla se arremolinó en torno a sus tobillos, un frío punzante atenazó su carne hasta penetrarle los huesos. Los árboles lo contemplaban con sus ramas retorcidas en una muda agonía, similar a la que se advertía en los troncos de Silvanesti, y este hecho avivó en su ánimo nuevos recuerdos de su hermano. Se detuvo un instante para otear el confuso panorama, y distinguió los imprecisos contornos que le aguardaban. No podía contar con Raistlin para mantenerlos a raya, esta vez su soledad era absoluta.

«No conocí la emoción del miedo hasta que penetré en el Bosque de Wayreth —recapacitó—. Si accedí a aventurarme fue porque estabas conmigo, hermano, tu valor me infundía el coraje suficiente para continuar. ¿Cómo venceré ahora mi flaqueza? Me hallo en un lugar mágico, pero yo nada entiendo del mundo arcano. ¡No sé luchar contra lo sobrenatural! Mi situación es crítica. —Ocultó los ojos entre las manos a fin de conjurar las aterradoras imágenes—. No puedo hacerlo, es demasiado para un hombre corriente como yo».

Desenvainó la espada y la enarboló, con la mano tan temblorosa que casi se deslizó de sus dedos.

—¡No podría enfrentarme ni siquiera a un niño! —se rebeló en voz alta—. No se me puede exigir tanto. Estoy perdido, sin esperanza…

—Es fácil abrigar esperanzas en primavera, guerrero, cuando el aire es tibio y los vallenwoods reverdecen. Es fácil creer en el estío, cuando los vallenwoods refulgen en tonalidades doradas, y también en esos días otoñales en que los árboles se revisten de las irisaciones encarnadas de la sangre. Pero llega el invierno, los vientos soplan huracanados y un manto gris cubre la bóveda celeste. ¿Muere entonces el vallenwood, guerrero?

—¿Quién ha hablado? —Caramon se afanaba en escudriñar su entorno, aferrando la empuñadura de su arma con pulso inseguro.

—¿Qué hace el vallenwood en invierno, guerrero, cuando prevalece la negrura y se enfría la tierra? Cava hacia las profundidades, sumerge sus raíces hacia el latente calor de las simas. Allí, bajo el suelo, el vallenwood encuentra el sustento que ha de permitirle sobrevivir a la oscuridad y el hielo, hasta que una nueva primavera lo invite a abrir sus frescos brotes.

—¿De verdad? —preguntó el humano receloso, a la vez que retrocedía un paso y miraba en todas las direcciones.

—Estás en el más tenebroso invierno de tu vida, guerrero. Debes ahondar en tus entrañas para descubrir el calor que te ayudará a desechar la escarcha y la penumbra. No posees ya la efervescencia de la primavera ni el vigor del estío, así que buscarás la energía que precisas en tu corazón y en tu alma. Si logras el éxito crecerás de nuevo, al igual que el vallenwood.

—Tus palabras son hermosas —comenzó a decir Caramon sin convencimiento, pues desconfiaba de semejante discurso sobre estaciones y árboles. No pudo terminar, se le hizo un nudo en la garganta y quedó sin resuello.

El Bosque se estaba metamorfoseando ante sus ojos.

Los contorsionados troncos, las tortuosas ramas, se enderezaron movidos por un encantamiento, estirando sus leñosos miembros hacia las alturas. Tan deprisa crecían, que el guerrero inclinó la cabeza a su ritmo y a punto estuvo de perder el equilibrio en el empeño de divisar sus copas. ¡Eran vallenwoods, idénticos a los que medraban en Solace antes de la aparición de los dragones! Contempló sobrecogido aquel estallido de vida: los brotes tiernos surgían, se abrían en brillantes hojas que al instante asumían el manto áureo del verano para, sin demora, fundirse en el ocre y el púrpura. Las estaciones se sucedían en fracciones de segundo, apenas le daban tiempo para exhalar suspiros de asombro.

La hedionda bruma se desvaneció, siendo sustituida por la dulce fragancia de unas lozanas flores que, en ramilletes, se abrían paso entre las raíces de los vallenwoods. La penumbra se disipó a su vez, el sol derramó su luz sobre los árboles mecidos por el viento y, al acariciar sus rayos las hojas, los trinos de los pájaros invadieron el aire.

Sereno el bosque,
serenas sus perfectas mansiones
donde crecemos en lugar de marchitarnos.
Nuestros árboles son verdes,
dan frutos maduros que nunca caen;
los translúcidos torrentes, lagos de cristal,
infunden placidez a nuestros corazones.

Bajo estas ramas
ceden de buen grado las maldiciones,
en los lindes quedan los cantos de las aves,
del amor la historia
junto a la fiebre del duro quehacer,
las flaquezas de la memoria.
Sereno el bosque,
serenas sus perfectas mansiones.

Y la luz sobre la luz,
para expulsar la negrura, se vierte.
Bajo las ramas no existe la sombra,
la sombra se ha olvidado
en la tibieza del sol
y de las hojas el olor perfumado,
donde crecemos en lugar de marchitarnos
y los árboles son verdes.

Reina aquí la paz,
la música se impone al silencio existente
en esta frontera imaginaria del mundo,
donde la claridad
completa los sentidos y prevalecen la verdad,
los frutos maduros que nunca caen
y los translúcidos torrentes.

Se secan las lágrimas de nuestros ojos,
ya no son aguijones.
O fluyen en callados riachuelos
que invitan al sosiego.
El viajero se abre al aire húmedo,
cálido, casi veraniego,
lago de cristal
que infunde placidez a nuestros corazones.

Sereno el bosque,
serenas sus perfectas mansiones
donde crecemos en lugar de marchitarnos.
Nuestros árboles son verdes,
dan frutos maduros que nunca caen;
los translúcidos torrentes, lagos de cristal,
infunden placidez a nuestros corazones.

Los ojos de Caramon se llenaron de lágrimas, la belleza de aquel cántico le traspasaba el corazón. ¡Había una esperanza! En el interior del Bosque hallaría las respuestas y la ayuda que buscaba.

—¡Es maravilloso! —vociferó Tasslehoff reuniéndose con él. El kender no cesaba de brincar, en la cumbre de la excitación—. ¿Cómo lo has conseguido? ¿Oyes el gorjeo de los pájaros? Rápido, prosigamos.

—¿Y Crysania? —le recordó el guerrero—. Tenemos que confeccionarle unas angarillas para trasladarla entre ambos.

No concluyó sus amonestaciones, absorta su atención en dos figuras ataviadas de blanco que acababan de personarse entre los dorados troncos. Sus capuchas, albas asimismo, ocultaban por completo sus rostros a los ojos del desconcertado hombretón. Las criaturas le saludaron con una solemne reverencia y, tras dirigirse al claro donde la sacerdotisa permanecía sumida en su letargo, alzaron su rígido cuerpo como si de una pluma se tratase y lo llevaron al punto más avanzado donde estaban los compañeros. Ya en el linde del Bosque se detuvieron, inclinaron sus embozadas cabezas hacia Caramon y le dedicaron una mirada expectante.

—Si no me equivoco esperan que tomes la delantera —indicó el kender, jubiloso, a su amigo—. Abre la comitiva, yo me ocuparé de Bupu.

La enana gully había quedado en el prado, desde donde escrutaba el Bosque con un vivo resquemor que Caramon, al estudiar a las figuras de blanca túnica, no pudo por menos que compartir.

—¿Quiénes sois? —inquirió.

No hubo respuesta, los aparecidos se limitaron a aguardar inmóviles.

—¿A quién le importa su identidad? —protestó Tas. Agarró impaciente a Bupu y tiró de ella, enredándose el saquillo en los polvorientos pies de la enana.

—Después de vosotros —sugirió el guerrero, con cierta hosquedad, a los desconocidos. Pero éstos no despegaron los labios ni hicieron el menor movimiento.

—¿Por qué os obstináis en que sea yo el primero en penetrar en la espesura? —insistió Caramon, retrocediendo un paso—. Vamos, conducidla a la Torre. Vosotros podéis ayudarle, yo no. No me necesitáis.

Los seres de altas vestiduras continuaron sin pronunciar palabra, si bien uno de ellos levantó la mano y señaló el Bosque.

—Caramon —lo apremió el kender—, tengo la impresión de que nos invitan a adentrarnos en sus dominios.

«No nos molestarán, hermano, hemos sido invitados». —El guerrero evocó en su memoria las frases que recitara Raistlin años atrás.

—No confío en los magos —fue su respuesta de entonces y, también, la que balbuceo ahora.

De pronto, invadieron el aire unas risas extrañas, fantasmales, susurrantes. Bupu se abrazó a la pierna del enorme humano y se aferró a él, presa del pánico, mientras Tasslehoff esbozaba una mueca de inquietud poco habitual en él. Surgió de la nada una voz, un siseo familiar para Caramon.

—¿Me incluye a mí tu desconfianza, querido hermano?

11

En las entrañas del Mal

La horripilante aparición se acercaba implacable. Crysania estaba poseída por un terror que nunca había sentido antes, un terror indecible de cuya existencia habría dudado minutos antes. Mientras se encogía y retrocedía en la proximidad del espectro la sacerdotisa contempló por primera vez la imagen de la muerte, de su propia destrucción. No sería el tránsito pacífico a un reino acogedor en el que siempre había creído, sino al hundimiento en un plano de dolor y negrura, en una eterna sucesión de días y noches que había de soportar mientras deseaba recuperar la vida.

Intentó lanzar un grito de auxilio, pero le falló la voz y, por otra parte, nadie podía ayudarle. El guerrero ebrio yacía en un charco formado por su propia sangre. Sus artes curativas lo habían salvado, pero dormiría durante horas. En cuanto al kender, nada podía hacer en su favor contra aquella criatura de ultratumba.

Indiferente a sus cavilaciones, la sombría figura avanzaba hacia ella lenta pero inexorablemente. «¡Huye!», le urgía su conciencia. Por desgracia sus miembros no obedecían al mandato de su razón, sólo retrocedían al compás que marcaba su cuerpo en un impulso fruto de su propia voluntad, ajeno a sus instrucciones. Ni siquiera podía apartar la mirada de su oponente, atrapada en el influjo de aquellas oscilantes luces anaranjadas que tenía por ojos.

El ser alzó una mano transparente. Crysania podía ver a través de ella, e incluso a través de todo su contorno, los torturados árboles del fondo. Solinari, la luna de plata, se había instalado en el cielo, pero no era su brillante luz la que arrancaba fulgores de la antigua armadura de Caballero de Solamnia que vestía el fantasma. La criatura resplandecía con una luminosidad propia, nacida acaso de la energía que despedía su interminable decadencia. Siguió, tras una breve pausa, levantando su miembro acusador, y Crysania comprendió que cuando llegase a la altura de su corazón moriría sin remedio.

Sus labios, aunque entumecidos por el pánico, articularon un nombre que era una plegaria: Paladine. El miedo no la abandonó, ni logró arrancar de su alma la terrible mirada de aquellas ígneas pupilas, pero atinó a llevarse la mano al cuello, asir el Medallón y desprenderlo de una sacudida. Sabedora de que se agotaban sus fuerzas, al borde del desmayo, reunió aún la vitalidad suficiente para izar la joya y permitir que su superficie de platino capturase la luz de Solinari, en irisaciones que iban del azul al blanco. La aparición habló:

—¡Muere!

Crysania notó que sus músculos cedían. Su cuerpo golpeó el suelo, pero no así su esencia. Caía a través de la tierra o, mejor dicho, en sentido inverso a la materia, se precipitaba con los ojos cerrados en un extraño sopor, en un sueño…

Estaba en un robledal. Unas manos blancas inmovilizaban sus pies. Ominosas bocas se abrían para beber su sangre. La oscuridad era infinita, los árboles se reían de ella con espantosas risas que surgían de sus crujientes ramas.

—Crysania —la saludó una voz acariciadora.

¿Quién pronunciaba su nombre entre las sombras de los robles? Examinó la escena y atisbó una figura en un claro, vestida de negro.

—Crysania —repitió.

—Raistlin —lo reconoció ella, y prorrumpió en sollozos de gratitud. Saliendo a trompicones de la tenebrosa arboleda, huyendo de los huesudos miembros que se afanaban en arrastrarla hacia el eterno tormento, Crysania sintió pronto el contacto de unos brazos entecos y la quemazón que le transmitían diez finos y mágicos dedos.

—Reposa, Hija Venerable de Paladine —la invitó la voz—. Tus vicisitudes han terminado, has escapado del Bosque sin sufrir daño alguno. No tenías nada que temer, te protegía mi hechizo.

—Sí —murmuró Crysania, aún temblorosa y con los párpados entornados. Se llevó la palma a la frente, allí donde los labios del mago habían estampado su huella. Se percató entonces de la prueba a la que se había sometido, y también de que él había presenciado su flaqueza, y se deshizo bruscamente de su abrazo. Tras apartarse unos pasos, lo estudió con frialdad y preguntó:

—¿Por qué te rodeas de monstruos hediondos? ¿Qué necesidad te empuja a recurrir a semejantes guardianes? —A pesar de sus esfuerzos, un ligero titubeo delataba su inquietud.

Raistlin la miró con una expresión casi beatífica, que nada bueno auguraba, reflejada en sus áureos ojos la luz del bastón.

—¿De qué guardianes te rodeas tú, sacerdotisa? —inquirió a su vez, conocedor de la respuesta—. ¿Qué torturas me reservarían si osara pisar el recinto sagrado del Templo?

Crysania abrió la boca para emitir un reproche, pero las palabras murieron antes de aflorar a sus labios. Raistlin estaba en lo cierto, el Templo era un terreno santo dedicado a Paladine de tal manera que, si un adorador de la Reina de la Oscuridad traspasaba sus límites, sentiría de inmediato la ira del dios del Bien. Crysania vio que el hechicero sonreía con una mueca sarcástica y sus pómulos se tiñeron de grana. ¿Cómo se atrevía a provocarla con tal insolencia? ¡Nunca un humano la había humillado de un modo tan descarado! ¡Nunca una criatura viviente había azotado así su cerebro para ahogarlo en un torbellino de incertidumbre!

Desde la velada en que se entrevistara con Raistlin en los aposentos de Astinus, Crysania no había logrado liberarse de su recuerdo. Pensaba en él constantemente y esperaba ansiosa la noche en que visitaría la Torre, deseando y temiendo al mismo tiempo el nuevo encuentro. Había relatado a Elistan su conversación con el mago, aunque omitiendo el detalle del «encantamiento» que éste le diera. Por alguna razón no se había sentido capaz de confesarle que la había tocado, había… No, le faltaba valor para mencionar tales pormenores.

La consternación de Elistan fue ya profunda sin necesidad de que le contara toda la verdad. Sabía cómo era Raistlin, lo había conocido tiempo atrás por hallarse el mago entre los compañeros que rescataron al clérigo de la prisión de Verminaard en Pax Tharkas. Nunca le había gustado el nigromante ni había confiado en él, pero esta actitud la compartían cuantos con él se tropezaban. No le sorprendió en absoluto averiguar que aquel joven ambicioso se había hecho investir de la túnica azabache del Mal, ni tampoco le causó asombro la advertencia que dirigiera Paladine a Crysania. En cambio, sí le dejó perplejo la reacción de la sacerdotisa tras su entrevista con Raistlin y su afán de acudir a la cita en la Torre, un lugar donde ahora palpitaba el corazón de la perversidad diseminada por Krynn. Hubiera querido prohibirle que fuera, pero el libre albedrío era una de las enseñanzas de los dioses que más respetaba.

Lo único que hizo fue expresar sus recelos ante Crysania, que ella escuchó atentamente si bien se mantuvo inamovible en su resolución. Un embrujo, que no atinaba a comprender y contra el que no podía luchar, la atraía hacia la Torre, aunque a Elistan prefirió decirle que su único propósito era «salvar el mundo».

—El mundo seguirá su curso sin tu ayuda —fue la grave respuesta del anciano clérigo.

Pero Crysania no atendió a sus recomendaciones.

—Entra —le ofreció Raistlin, disipando sus meditaciones—. El vino te hará olvidar las funestas circunstancias de tu llegada. Eres muy valiente, Hija Venerable —la felicitó con los ojos clavados en los de la mujer, quien no advirtió ninguna nota sarcástica en su voz—. Pocos tienen el privilegio de sobrevivir indemnes a los horrores de la arboleda, sólo los más fuertes lo consiguen.

Dio media vuelta, y Crysania se alegró de que lo hiciera. Se había ruborizado al recibir sus alabanzas y este hecho la hacía sentir incómoda.

—No te separes de mí —le aconsejó el hechicero a la vez que echaba a andar delante de ella, envuelto en el revuelo de su túnica—. Deja que te ilumine la luz de mi vara.

Crysania no vaciló en obedecer y, mientras caminaba pegada a sus talones, observó que los rayos del bastón provocaban en su atuendo unos resplandores tan gélidos como los de la luna argéntea, en vivo contraste con las vestiduras de Raistlin, cuyo terciopelo asumía una extraña y atractiva calidez.

Cruzaron la temible verja, el hechicero siempre en cabeza. La sacerdotisa la estudió con curiosidad, recordando la ominosa historia del oscuro mago que se había arrojado sobre ella para envolverla en una maldición antes de exhalar su último suspiro. Seres intangibles susurraban y se agitaban en su derredor, tan reales que en más de una ocasión se volvió por la proximidad de un ruido, o bien al notar el contacto de unos dedos esqueléticos en su cuello o en sus hombros. No cesaba de atisbar movimientos soslayados, pero cuando desviaba la mirada para constatarlo no descubría sino penumbra. Una hedionda bruma se elevaba de la tierra, impregnada de efluvios de podredumbre que entumecían sus huesos. Empezó a temblar de manera incontrolable y en el instante en que, de pronto, echó la vista atrás y se topó con dos ojos carentes de cuencas que la contemplaban sin un pestañeo, dio un rápido paso al frente y deslizó su mano bajo el enteco brazo de Raistlin.

Él la examinó con una mezcla de extrañeza y burla inocente, que de nuevo agolpó la sangre en sus mejillas.

—No debes tener ningún miedo —se limitó a declarar—. Soy el amo de este lugar y no permitiré que nada te lastime.

—No estoy asustada —negó la sacerdotisa, pese a saber que él notaba la zozobra de su corazón—. Lo que ocurre es que no conozco el terreno y mis pasos son vacilantes.

—Te ruego que me disculpes, Hija Venerable —se excusó el mago con un timbre en el que Crysania creyó detectar cierta ironía—. Ha sido una indelicadeza por mi parte no ofrecerte mi ayuda. ¿Te resulta más fácil ahora, bajo mi protección? —preguntó, al mismo tiempo que se detenía para escudriñarla.

—Sí, mucho más fácil —contestó ella, creciendo su turbación a causa de la penetrante mirada de su acompañante.

Raistlin no despegó los labios, se contentó con sonreír mientras ella bajaba los ojos, incapaz de enfrentarse a su superioridad, y reanudaban la marcha. Crysania se regañó a sí misma por sus temores durante el paseo en dirección a la Torre, pero no retiró su mano del acogedor soporte que había hallado. Ninguno de ellos habló hasta alcanzar la puerta del edificio, una vetusta hoja de madera con runas talladas en su superficie que, pese al silencio y la ausencia de movimientos significativos del mago —al menos la sacerdotisa no observó nada de particular—, giró sobre sus goznes frente a la pareja. Les bañó la luz del interior y la humana percibió de inmediato su influjo benefactor, su envolvente calidez, tan intensa que al principio no vio una figura que se recortaba junto al quicio.

Cuando la distinguió se detuvo y retrocedió, alarmada. Raistlin acarició entonces su mano con sus ardientes dedos, a la vez que le explicaba:

—Es tan sólo mi aprendiz, Dalamar, una criatura de carne y hueso que de momento actúa en el mundo de los vivos.

Crysania no comprendió la expresión «de momento», ni siquiera reparó en el tono con que había sido pronunciada. Tampoco analizó la subrepticia risa de Raistlin, ya que estaba demasiado sobresaltada tras comprobar que en aquel recinto de pesadilla se albergaban seres vivientes. «Soy una necia —se reprendió severamente—. ¿Con qué clase de monstruo he identificado a este hombre? Solamente es un humano con dotes especiales». Tales pensamientos la aliviaron, la ayudaron a relajarse de tal modo que, al traspasar el umbral, había recuperado la compostura. Extendió la mano frente al joven aprendiz como se la habría mostrado a un nuevo acólito.

—Éste es Dalamar —lo presentó el hechicero, gesticulando hacia él—. Y la dama es la sacerdotisa Crysania, Hija Venerable de Paladine.

—Me siento muy honrado de conocerte, Crysania —la saludó el discípulo con la más refinada delicadeza y, tras llevarse a los labios el dorso de su mano, le dedicó una respetuosa reverencia. Cuando, acto seguido, levantó la cabeza la capucha negra que ensombrecía su rostro cayó sobre la espalda.

—¡Un elfo! —gritó la mujer llena de pasmo, con su mano aún en la de él—. No es posible, no en un siervo del Mal.

—Soy un elfo oscuro, Hija Venerable —le aclaró el aprendiz en un tono que rezumaba amargura—. Al menos, tal es el apelativo por el que me designan los de mi raza.

—Lo lamento —se disculpó Crysania—. No pretendía…

Se sumió en el silencio, sin saber dónde dirigir la mirada. Estaba persuadida de que Raistlin se burlaba de ella, de que una vez más la había sorprendido en un momento de debilidad. Enfurecida, apartó su mano de la fría garra del alumno y retiró la que aún se sostenía en el brazo del enigmático nigromante.

—La sacerdotisa ha efectuado un viaje fatigoso, Dalamar —anunció este último—. Te ruego que la acompañes a mi estudio y le sirvas una copa de vino. Te ruego que me perdones, Crysania, pero ciertos asuntos reclaman mi atención. —Se volvió de nuevo hacia su subordinado para ordenarle—: Proporciónale sin tardanza todo cuanto precise.

—Ve tranquilo, Shalafi —contestó respetuosamente el interpelado.

La sacerdotisa nada dijo cuando su anfitrión los abandonó en la Torre, asaltada por una súbita paz interior y un agotamiento que paralizaba sus músculos. «Así debe sentirse el guerrero después de luchar a vida o muerte contra un diestro adversario», reflexionó mientras seguía al elfo en la escalada de una angosta y sinuosa escalera.

El estudio de Raistlin en nada se asemejaba a lo que había imaginado. «¿Qué es lo que esperaba?», se preguntó. Desde luego no una sala tan acogedora, repleta de libros extraños y fascinantes. Los muebles eran atractivos, y el fuego ardía en el hogar, caldeando la sala de manera muy grata después del frío que atenazara sus huesos en el paseo hacia la Torre. El vino que le sirvió Dalamar se le antojó sabroso y reconfortante, la tibieza de la chimenea pareció verterse en su sangre junto con el primer sorbo.

El alumno izó un velador de madera profusamente trabajado y lo colocó a su derecha, antes de depositar en su superficie un frutero y una hogaza de pan recién horneado, que despedía fragantes aromas.

—¿Qué fruta es ésta? —inquirió Crysania a la vez que asía una pieza y la examinaba con curiosidad—. Nunca he visto nada parecido.

—Por supuesto que no, Hija Venerable —respondió sonriente Dalamar. A diferencia de Raistlin, la sacerdotisa advirtió que la afabilidad del joven elfo se reflejaba en sus ojos—. El Shalafi se la hace traer desde la isla de Mithas.

—¿Mithas? —respondió ella incrédula—. ¡Pero si se encuentra en el otro confín del mundo! Viven allí los minotauros, en constante vigilancia para que nadie cruce las fronteras de su reino. ¿Quién es su proveedor?

Se dibujó en su mente una visión repentina, fugaz del sirviente que podía haber recibido el encargo de suministrar tales exquisiteces a un señor como el hechicero, y se apresuró a devolver el fruto a la fuente.

—Pruébala, sacerdotisa —insistió el discípulo sin un resquicio de jocosidad—. La hallarás deliciosa. La salud del Shalafi, poco firme, le impide tolerar la mayoría de los alimentos, obligándole a vivir casi exclusivamente de fruta, pan y vino.

—Sí —murmuró Crysania desviando, de modo involuntario, los ojos hacia la puerta—. Es una criatura muy frágil, ¿verdad? Y esos terribles espasmos de tos que padece… —El temor había cedido a la piedad.

—¿Tos? ¡Ah, sí, sus ataques de tos! —exclamó Dalamar. No continuó y, aunque no dejó de percibir lo singular de su actitud, Crysania estaba demasiado absorta en contemplar su entorno para detenerse a pensar.

El aprendiz permaneció unos segundos inmóvil, presto a atender cualquier requerimiento de su invitada, pero al ver que ésta no formulaba ninguno inclinó la cabeza y declaró:

—Si no necesitas nada más, señora, me retiraré. Tengo mis propios estudios que concluir.

—Por supuesto, no debes descuidar tus quehaceres ni preocuparte por mi bienestar. Me gusta esta alcoba —le aseguró Crysania, que al oírle había salido de su ensimismamiento con un respingo—. Tan sólo quiero saber si Raistlin es un buen maestro, si aprendes de sus enseñanzas —indagó. Ahora era ella quien escrutaba el rostro de su oponente.

—Es el mejor dotado de todos los miembros de nuestra Orden, sacerdotisa —contestó él con voz queda—. Es brillante, hábil, ponderado. Únicamente un ser puede equiparársele en la historia de los magos de Krynn: el poderoso Fistandantilus. Y hay que tener presente que mi Shalafi es aún joven, no sobrepasa los veintiocho años. Si vive, cabe en lo posible…

—¿Si vive? —lo interrumpió la Hija Venerable, aunque al instante se arrepintió de haberse delatado a través de la nota de angustia que ribeteaba su pregunta. «No es nada malo exteriorizar cierta inquietud —se tranquilizó—, después de todo la vida constituye un don sagrado y él es una criatura de los dioses».

—Nuestro arte está lleno de peligros, señora. Y ahora, si me disculpas, me aguardan mis obligaciones.

—Ve a cumplirlas.

Con una nueva inclinación de cabeza, Dalamar abandonó en silencio la estancia y cerró la puerta tras de sí. Mientras jugueteaba con la copa de vino Crysania se perdió en sus pensamientos, fijos los ojos en las danzarinas llamas. No oyó cómo giraba la hoja sobre sus goznes, si en realidad lo hizo. Su retorno al mundo lo motivó no un ruido, sino un contacto de unos dedos que rozaban su cabello. Cuando volvió la cabeza sus ojos descubrieron a Raistlin sentado, lejos de lo que cabía esperar, en una butaca de alto respaldo tras el escritorio.

—¿Lo hallas todo satisfactorio? —inquirió con su habitual cortesía.

—S-sí —titubeó la sacerdotisa a la vez que posaba la copa en el velador, deseosa de disimular el temblor de su mano—. Diría que satisfactorio no es la palabra idónea, resulta demasiado indefinida. Lo cierto es que este lugar, y también tu aprendiz, poseen un embrujo difícil de describir.

—Dalamar es un excelente discípulo —asintió el hechicero, juntando las yemas de los dedos y apoyándolas en la mesa.

—Tienes unas manos maravillosas —le alabó Crysania sin previa reflexión—. Tus dedos son delgados, flexibles, de una elegancia única. —Comprendiendo, de pronto, que se había dejado llevar por sus emociones, se sonrojó y comenzó a tartamudear—. Aunque supongo que se trata de uno de los requisitos impuestos por tu arte.

—Sí —corroboró el mago, con una leve sonrisa en la que la sacerdotisa creyó adivinar una irreprimible complacencia. Estiró las manos hacia la luz que proyectaban las llamas, y prosiguió—: Cuando era niño asombraba y deleitaba a mi hermano con los malabarismos que, ya entonces, sabía realizar.

Como si quisiera reforzar su explicación, extrajo una moneda de oro de los bolsillos secretos de su túnica y se la colocó en los nudillos para, sin esfuerzo aparente, hacerla bailar, girar y culebrear por el dorso de su mano. El objeto lanzaba irregulares destellos al asomar entre las falanges, hasta que trazó un arco en el aire y se desvaneció. Tras unos expectantes segundos, el dorado metal apareció en la otra mano del hechicero y el asombro arrancó una exclamación ahogada de Crysania. Alzó Raistlin la cabeza, y su espectadora vio cómo la sonrisa de sus labios se transformaba en una dolorosa mueca.

—Sí —afirmó—, el talento que latía en mi interior me servía para divertir a los otros niños y, en ocasiones, me salvaba de sus golpes.

—¿Te maltrataban? —La amarga punzada de aquel aserto había hecho mella en su oyente.

Tardó el mago en responder por estar absorto en los fulgores de la moneda, que todavía no había guardado. Al fin exhaló un hondo suspiro y reanudó su parlamento.

—Imagino tu infancia, si no estoy mal informado, en el seno de una familia rica. Seguramente te prodigaron amor, protección y atenciones, siempre dispuestos a darte cuanto pedías. Fuiste sin lugar a dudas una niña admirada, querida por cuantos te rodeaban.

Crysania no acertó a replicar, la atenazaba un sentimiento de culpabilidad.

—La mía fue muy diferente. —La mueca de sufrimiento pareció acentuarse aún más al aliviar los recuerdos en su mente—. Me apodaban «El Taimado» pues, pese a mi naturaleza enfermiza, era en extremo inteligente y esa cualidad contrastaba con la suprema estulticia de los otros. Sus ambiciones eran mezquinas, como por ejemplo la de mi hermano, cuyos pensamientos no iban más allá de su deseo de aguardar ansioso el plato que había de ponerse en la mesa. O mi hermanastra, convencida de que sólo mediante la espada alcanzaría sus objetivos más íntimos. Sí, era débil y me arropaban. Pero un día resolví que, antes o después, prescindiría de sus ridículos cuidados y me revestiría de mi propia grandeza mediante el más precioso de mis dones: mi magia.

Cerró el puño, su tez dorada palideció e, inesperadamente, comenzó a toser con aquellos violentos espasmos que convulsionaban su frágil cuerpo. La sacerdotisa se apresuró a levantarse, presa a su vez de un dolor inexplicable y ansiosa por socorrerlo, pero él le indicó mediante un inequívoco ademán que se sentara. Extrajo un pañuelo de su bolsillo y se limpió los labios ensangrentados.

—Y éste es el precio que pagué —declaró cuando pudo hablar de nuevo, más susurrante aún de lo habitual—. Destrozaron mis esencias vitales y me infundieron esta diabólica visión, que me obliga a contemplar la muerte de todo aquel que se ofrece a mis ojos. Sin embargo, debo reconocer que ha valido la pena, pues ahora tengo el poder que tanto anhelaba. Ya no les necesito, a ninguno de ellos.

—Pero ese poder del que te vanaglorias es maligno —lo increpó la mujer, apoyándose en el respaldo de su butaca y lanzándole una vehemente mirada.

—¿Lo es? —replicó él, recobrada la serenidad—. ¿Es mala la ambición? ¿Juzgas perverso el afán de supremacía, de controlar a los demás? Si eso es cierto, Crysania, temo que también tú podrías mudar tu albo atuendo por una Túnica Negra.

—¿Cómo te atreves? —se enfureció la sacerdotisa.

—No te disgustes —le rogó Raistlin, y se encogió de hombros—. No habrías luchado tanto para ascender hasta el rango que ocupas en la Iglesia si no te alentara la llama de la ambición, el ansia de poder. ¿Cuántas veces te has dicho a ti misma que estás predestinada a obtener grandes logros? Piensas que tu vida es diferente de las de los simples mortales, que no has de resignarte a permanecer sentada y observar el discurrir del mundo. Quieres formarlo, moldearlo, someterlo a tu voluntad.

Hipnotizada por el penetrante escrutinio del hechicero, Crysania no acertó a moverse ni a pronunciar una palabra. ¿Cómo podía conocer los entresijos de su mente, acaso era capaz de leer los secretos que con tanto celo guardaba en sus entrañas?

—¿Te consideras un ser perverso por alimentar ciertas aspiraciones? —repitió el mago sinuoso, insistente.

Despacio, la interpelada meneó la cabeza y, también lentamente, se llevó la mano a las palpitantes sienes. No anidaba en su ánimo la malevolencia, no tal como él la planteaba, pero algo no encajaba en su pretensión de beatitud. No podía reflexionar, su extrema confusión se lo impedía. La única idea que revoloteaba en su cerebro era: «¡Cuánto nos parecemos!».

Raistlin guardó silencio, en espera de que ella lo rompiera. Comprendiendo que tenía que manifestarse, la sacerdotisa engulló unos sorbos de vino a fin de ganar tiempo y ordenar su torbellino mental.

—Quizás abrigue los deseos a los que aludes —confesó en un alarde de valentía—, mas mis ambiciones no son tan egoístas. No busco favorecerme a mí misma, mi talento está encaminado a ayudar a mis congéneres, a la Iglesia que sirvo…

—¡La Iglesia! —la atajó él con una sonrisa burlona.

Al oírle, las brumas momentáneas de Crysania fueron reemplazadas por una gélida ira.

—Sí —contestó sintiéndose en terreno firme, arropada en el halo de su fe—. Fue el poder del Bien y de su más alto representante, Paladine, lo que expulsó a las fuerzas siniestras del mundo. Y yo intento perpetuar su obra en la medida de mis posibilidades.

—¿Al mencionar a las fuerzas siniestras te refieres quizás al Mal? —indagó Raistlin.

La dignataria parpadeó. Acababa de retornar a la realidad, se había abandonado a las emociones y era apenas consciente de su discurso.

—En efecto.

—El Mal en su forma más cruda, el sufrimiento, no se ha desvanecido de Krynn. —El mago no cedía en sus argumentos, no hacía la menor concesión.

—¡Por culpa de criaturas como tú! —vociferó Crysania fuera de sí.

—Te equivocas, Hija Venerable —persistió implacable su interlocutor—. No han sido mis actos los causantes de tanta desdicha. Mira. —La invitó a acercarse con una mano mientras, con la otra, revolvía una vez más en los bolsillos ocultos de su túnica.

Dominada por un súbito resquemor, Crysania decidió no moverse y contemplar desde su asiento el objeto que él le mostraba. Era una bola de cristal, donde bullía un torbellino multicolor similar al de las canicas de los niños. Montando un pedestal que yacía doblado en un rincón de su escritorio, Raistlin depositó sobre él la singular circunferencia, que a la sacerdotisa se le antojó insignificante en comparación con su ornamentado soporte. De pronto, la insigne espectadora ahogó un grito de sorpresa: ¡la bola estaba creciendo, o quizás era ella quien se encogía! No podía asegurarlo, pero resultaba innegable que la cristalina esfera había asumido el tamaño necesario para acomodarse en su pie.

—Asómate a su interior —le urgió el nigromante.

—No —rehusó ella, que se agitaba en su silla sin poder sustraerse a espiar la esfera—. ¿Qué es?

—Uno de los Orbes de los Dragones —esclareció Raistlin, prendidos sus ojos de los de ella—. Es el único que queda en Krynn. Tranquilízate, obedece mi mandato. Yo nunca permitiría que nada te dañase. Estudia las imágenes que se ocultan en sus recovecos, querida Crysania, a menos que la verdad te inspire sentimientos adversos.

—¿Cómo sé que sólo he de ver la verdad? —lo interrogó la sacerdotisa con un delator titubeo—. ¿Quién me dice que no va a desvelarme tan sólo lo que tú le ordenes, tergiversando los hechos?

—Si conoces el modo y las circunstancias en que fueron creados los Orbes de los Dragones recordarás que fueron el resultado de la labor conjunta de los magos de las tres Túnicas, la Blanca, la Negra y la Roja. No son instrumentos del Mal, ni tampoco del Bien. No son nada y lo son todo. Luces en tu cuello el Medallón de Paladine —comentó el hechicero con sarcasmo—, y te fortalece tu fe. ¿Podría yo inducirte a ver nada en contra de tu voluntad?

—¿Qué es lo que va a desplegarse ante mis ojos? —La curiosidad y una inefable fascinación atraían a la mujer hacia la mesa.

—Sólo aquello que ya has presenciado pero te has negado a interpretar en su auténtico sentido.

Raistlin extendió sus finos dedos sobre la bola de cristal, a la vez que recitaba unas frases de autoridad en un esotérico cántico. En un temeroso balbuceo, su acompañante inclinó el cuerpo sobre el escritorio y osó mirar el Orbe. Al principio no distinguió nada salvo unas volutas verdes de denso humo, mas pronto capturaron su atención unas manos. Retrocedió espantada, aquellos miembros parecían prestos a traspasar el cristalino obstáculo.

—No temas —la calmó el mago—. Es a mí a quien buscan.

En efecto, no había concluido estas palabras cuando los dedos que se dibujaban en la esfera se estiraron, rompieron el cerco para tocar sus manos. Se difuminó acto seguido la aparición y un abanico de vibrantes colores se arremolinó en el centro del objeto, mareando a Crysania con su luz cegadora. También estos vapores, no obstante, se disolvieron, y se perfiló algo más concreto en la neblina.

—Palanthas —confirmó la sacerdotisa sobresaltada. La ciudad entera surgió frente a ella entre las brumas del amanecer, esplendorosa cual una perla en su sublime belleza. Avanzó la urbe como si quisiera absorberla, o acaso una vez más era víctima de un espejismo y era su cuerpo el que se precipitaba. Antes de que descifrara el enigma se encontró sobrevolando el barrio antiguo, la muralla, la parte moderna que se extendía en círculos concéntricos como una prolongación de las primitivas edificaciones y avenidas. Destacaba entre las construcciones el Templo de Paladine, con su sagrado recinto más sereno y pacífico que nunca bajo los tempranos rayos solares. En su errabundo viaje, la sacerdotisa dejó atrás la sagrada morada para detenerse junto a una elevada pared.

—¿Qué es? —preguntó sin aliento al reparar en una angosta calleja que se insinuaba al otro lado de la tapia.

—¿Nunca la habías visto, pese a hallarse tan cerca de tus dominios?

—N-no —admitió turbada—. Esto no es lógico, he vivido en Palanthas desde que nací y conozco todos sus…

—Queda patente que no es así, señora —declaró Raistlin sin cesar de acariciar la cristalina superficie del orbe—. Tu ignorancia es mayor de lo que tú misma crees.

Crysania no pudo protestar. Al parecer sólo la verdad emergía de aquel ingenio, y debía aceptar que no identificaba la parte de la ciudad que ahora se ofrecía a su observación. Atestada de desperdicios, la calleja se le antojó lóbrega y ominosa. Los rayos del sol no acertaban a abrirse camino entre las casas que la flanqueaban, inclinadas como si carecieran de la energía suficiente para mantenerse erguidas. Tras reflexionar unos segundos, la sacerdotisa reconoció aquellos edificios. Los había visto en numerosas ocasiones, pero desde otro ángulo; se almacenaba en su interior toda suerte de objetos, tanto los excedentes de grano como las jarras resquebrajadas de vino y cerveza. Contemplando su fachada principal, sin penetrar en los laterales, se ofrecía a la retina una escena mucho más agradable. ¿Y quiénes eran las figuras que deambulaban por el sórdido pasadizo?

—Sus habitantes —explicó Raistlin pese a que la pregunta no había sido formulada—. Todos esos seres viven aquí.

—¿Dónde? —inquirió ella horrorizada—. ¿Y por qué han elegido semejante lugar?

—Se instalan donde pueden. Culebrean como lombrices hasta las hediondas entrañas de la urbe y se alimentan de sus putrefactos residuos. En cuanto al motivo, no tienen cabida en ninguna de las luminosas avenidas que surcan la próspera Palanthas.

—¡Pero eso es terrible! —se escandalizó Crysania, que no daba crédito a sus ojos—. Informaré a Elistan para que les busque cobijo y les dé dinero.

—Elistan está al corriente de la situación.

—¡Eso es imposible! —Crysania se excitaba más a cada instante.

—Y tú también. Quizá desconocieras la existencia de estos desamparados, pero no la de ciertos reductos en tu maravillosa ciudad que no pueden calificarse de placenteros.

—Te aseguro que no… —empezó a defenderse ella, si bien tuvo que enmudecer al asaltarle, como una oleada, recuerdos de cuando su madre ladeaba el rostro mientras paseaban en su carruaje por los arrabales y su progenitor se apresuraba a correr la cortinilla, o bien sacaba medio cuerpo a través de la ventana para indicar al cochero que cambiase el rumbo.

Se encendió la imagen en mil fulgores, se agitaron las nubes de humo y se evaporaron los contornos, dando paso a nuevas manifestaciones de patetismo que se sucedieron sin tregua, una tras otra. Ajeno a la agonía de su oponente, Raistlin se empecinaba en mancillar la perlífera faz de Palanthas con muestras de la negrura y corrupción que encerraban sus muros. Posadas donde reinaba el vicio, lupanares, tugurios de juego, los muelles… todos escupían su miseria y sufrimiento a la consternada Crysania. De nada le servía desviar la vista, no había cortinillas protectoras y, además, el despiadado hechicero la acercaba sin que pudiera eludirlo a los desesperados, los hambrientos, los enfermos y, en definitiva, a los olvidados.

—Basta —suplicó la joven, haciendo un vano esfuerzo para retroceder—. No me enseñes nada más.

Pero él se mostró inamovible. De nuevo se mezclaron los colores, y abandonaron Palanthas. El Orbe de los Dragones los transportó en un rápido periplo por el mundo de Krynn y, allí donde posaba la mirada, se tropezaba Crysania con nuevos horrores. Los enanos gully, una raza desterrada de su hábitat original, se refugiaban en las infectas cuevas que todas las otras criaturas desechaban por considerarlas inmundas. Los humanos subsistían a duras penas en regiones que ni siquiera la lluvia se dignaba visitar, los elfos wilder vivían esclavos de sus propios congéneres y los clérigos, por su parte, utilizaban su poder para amasar grandes fortunas a expensas de quienes habían depositado su confianza en ellos.

Aquello era demasiado. Con un desgarrador alarido, la sacerdotisa se cubrió el rostro con ambas manos. La estancia se balanceaba bajo sus pies mas, en el instante en que se desplomaba, sintió los brazos de Raistlin en torno a su talle y la envolvió la ardiente calidez de su cuerpo, amortiguada por el dulce contacto del terciopelo. Penetró en sus vías olfativas un olor a especies, a pétalos de rosa, combinados con otros aromas más misteriosos. Percibió el matraqueo del aire al circular por los maltrechos pulmones del nigromante.

Antes de que la dignataria se desmayara, su solícito anfitrión la acomodó en su butaca. En cuanto se creyó restablecida, ella lo apartó de su lado pues su proximidad se le antojaba al mismo tiempo repulsiva y atrayente, un hecho que no hacía sino aumentar su confusión. Deseó con toda sus fuerzas que Elistan se hallase presente, él sabría a qué atenerse y comprendería. ¡Tenía que existir una explicación! Había que reaccionar contra tan abyecta injusticia, disipar de una vez por todas las pesadillas de los infelices. Vacía por dentro, clavó los ojos en el fuego de la chimenea.

—No somos tan diferentes. —Las palabras de Raistlin parecían brotar de las llamas—. Yo me encierro en mi Torre y me entrego a mis estudios, tú te albergas en el Templo para concentrarte en tu fe. Mientras, el mundo gira a nuestro alrededor.

—Ésa es la raíz del mal —contestó Crysania a la fogata—, permanecer al margen y no mover un dedo.

—Al fin se ha hecho la luz en tu entendimiento. No pienso contentarme con contemplar lo que ocurre en la más absoluta inactividad, si he pasado años consagrado a mi ciencia ha sido por un motivo. Y ahora ese motivo, mi verdadero propósito, ha tomado forma. Cambiaré el universo entero, Crysania, tal es mi plan.

La Hija Venerable de Paladine levantó rauda la vista. Su fe se había tambaleado externamente, pero estaba bien arraigada en sus entrañas y no se derrumbaba por un momentáneo titubeo.

—¡Tu plan! Paladine me advirtió contra él en el curso de un sueño, me comunicó que tu empeño de transformar la vida provocará la destrucción de nuestro mundo. No debes ponerlo en práctica —lo conminó, cerrado el puño sobre su regazo—. Paladine…

Raistlin esbozó un gesto de impaciencia, que silenció a su huésped. Sus dorados ojos centellearon y, por un instante, el abrasador incendio que ardía en su alma se reflejó en los relojes de arena de sus pupilas. Amedrentada al percibir tales signos, la joven se revolvió en un mudo estremecimiento.

—Paladine no ha de detenerme —le aseguró él—, porque me dispongo a destituir a su más enconado enemigo.

Crysania clavó sus ojos en el mago con el desconcierto escrito en sus rasgos. ¿A qué enemigo podía referirse? Paladine no tenía adversarios entre los habitantes de Krynn. Transcurridos unos segundos, no obstante, el significado de su aserto se perfiló en su mente con total claridad y sintió que el riego sanguíneo abandonaba su semblante, que el miedo la subyugaba de nuevo en forma de violentos temblores. La enormidad de las ambiciones de aquel humano era difícil de asimilar, casi imposible de concebir.

—Escucha —le rogó él antes de que se pronunciara—. Me explicaré.

Y le relató sus proyectos. Ella permaneció sentada durante lo que se le antojaron horas, atrapada en el hechizo de sus doradas pupilas e hipnotizada por los ecos de su tenue, insinuante voz, oyendo la historia de su portentosa magia y, también, la de otra magia que se había perdido en las brumas del pasado: la que descubriera el legendario Fistandantilus.

El susurro de Raistlin se apagó sin sobresaltos y la sacerdotisa quedó petrificada, errantes sus pensamientos a través de unos reinos hasta ahora ignotos. El fuego se reducía a rescoldos en la penumbra que precede al alba, y un escalofrío sacudió su ser cuando la estancia comenzó a iluminarse.

Tosió el hechicero, y la sacerdotisa salió de su fantasmal ensoñación para contemplarlo. Estaba lívido y agotado, sus ojos despedían destellos febriles al compás de los nerviosos movimientos de las manos.

—Debes disculparme —dijo la dignataria poniéndose en pie—. Te he tenido en vela toda la noche, pese a saber que no te encuentras bien. Es la hora de partir.

—No te inquietes por mi salud, Hija Venerable —se apresuró a responder él con una sibilina sonrisa—. Las llamas que arden en mi interior bastan para alimentar este maltrecho cuerpo. Dalamar te acompañará hasta el linde del Robledal de Shoikan, si así lo deseas.

—Agradezco tu gentileza —murmuró Crysania, que había olvidado que debía volver a atravesar un paraje tan preñado de malignidad. Inhaló aire y le tendió la mano a su anfitrión—. Gracias también por esta entrevista —concluyó formalmente.

El nigromante asió su mano y, al instante, le transmitió el calor abrasador que destilaba su suave epidermis. Al percibirlo, Crysania lo miró y se vio reflejada en sus pupilas como una mujer demasiado pálida en su blanco atuendo, más aún al enmarcar su faz la melena azabache.

—No puedes hacer lo que me has narrado —le advirtió—. Hay que detenerte, de lo contrario el desenlace sería nefasto. —Su tono era severo, apretó su huesuda palma para subrayar su oposición.

—Demuéstrame que estoy equivocado, convénceme de que la senda del Bien es el único medio para salvar al mundo —fue la desafiante respuesta.

—¿Me escucharías si te hablo? —interrogó la dama al hechicero, reaccionando frente al reto—. Estás cercado por una aureola de negrura. ¿Cómo llegaré hasta ti?

—La negrura se abrió a tu paso y conseguiste penetrarla, ¿no es cierto?

—Sí —admitió Crysania. De pronto, la tibieza que dimanaba el cuerpo de Raistlin perdió su carácter lacerante para convertirse en algo acogedor, atractivo. Enmudeció la sacerdotisa y turbada, ruborosa, retrocedió unos pasos y se liberó de su garra como si le infligiera un dolor inconfesable.

—Adiós, Raistlin Majere —se despidió cabizbaja, esquiva, a la vez que se frotaba la muñeca con aire ausente.

—Adiós, Hija Venerable de Paladine —contestó el interpelado en cortés actitud.

Se abrió la puerta y apareció Dalamar en el dintel, aunque la sacerdotisa no recordaba que el maestro lo hubiera llamado. Cubriéndose el cabello con la blanca capucha, la huésped del enigmático mago echó a andar por el pétreo pasillo con la sensación de ser observada. Los inexorables relojes de arena traspasaban sus vestiduras, aquella sugerente voz resonaba aún en sus tímpanos cuando alcanzó la escalera que debía conducirla al exterior.

—Quizá Paladine no te envió con el fin de detenerme, sino de ayudarme.

Raistlin no había pronunciado tal sentencia durante la entrevista, le estaba hablando ahora. Dio media vuelta, pero no se tropezó sino con un pasadizo lóbrego y vacío. Dalamar, inmóvil, aguardaba.

Crysania recogió los pliegues de su blanca túnica para evitar un posible traspiés y acometió el descenso con majestuosa dignidad.

Bajó y bajó, hasta zambullirse en un duradero letargo.

12

Cónclave de magos

La Torre de la Alta Hechicería de Wayreth había sido, durante siglos, la última plaza fuerte de la magia en el continente de Ansalon. Los hechiceros se congregaron en la mole cuando el Príncipe de los Sacerdotes los expulsó de otras moradas similares y también acudieron a ella los habitantes de la Torre de Istar, sumergida ahora bajo las aguas del Mar Sangriento. La ennegrecida y maldita Torre de Palanthas, a su vez, fue abandonada en su momento en pro de este común refugio.

Poseía el complejo de Wayreth una estructura imponente, que asustaba a los viajeros. Sus muros exteriores formaban un triángulo equilátero, y unas elegantes torretas coronaban los vértices de tan perfecto contorno geométrico mientras que, en el centro, se erguían dos altas agujas. Ligeramente inclinadas, sólo un poco retorcidas, obligaban al curioso a parpadear y preguntarse si no se trataba de sendos minaretes torturados.

Las paredes eran de piedra negra que, pulida al máximo de su lustre natural, brillaba cegadora bajo los rayos del sol y reflejaba, en la noche, la luz de dos lunas a la vez que absorbía la negrura de la tercera. Había numerosas runas esculpidas en la superficie de la roca, runas que hablaban de poderío, de fuerza, de protección y de vigilancia, runas que ligaban las losas entre sí, runas que vinculaban los muros a la tierra. La parte superior de la tapia, por su parte, carecía de almenas donde apostar centinelas. No eran necesarios.

Alejada de cualquier núcleo de civilización, la Torre de Wayreth se alzaba en el centro de un Bosque mágico. Esta espesura no podía ser traspasada por nadie que no perteneciera al recinto, por nadie que osara intentarlo sin haber sido invitado. Así protegían los hechiceros el último baluarte de su gloria, guardándolo de la amenaza del mundo.

Sin embargo, el edificio no estaba desprovisto de vida. Un rosario de ambiciosos aprendices en el arte de la magia se daban cita entre sus muros a fin de someterse a la rigurosa prueba, y los brujos de la más vasta erudición se recogían en sus cámaras deseosos de completar sus estudios, encontrarse con sus colegas, discutir determinados hechizos o llevar a cabo experimentos tan delicados como peligrosos. La Torre estaba abierta a sus insignes huéspedes día y noche, pudiendo transitar a su antojo, independientemente del color de su Túnica.

A pesar de sus antagónicas teorías y posturas, de sus opuestas maneras de ver el mundo y conducirse en él, todos los magos respetaban las normas de paz perpetua que regían la convivencia en el sagrado punto de reunión. Sólo se toleraban los debates si contribuían a perfeccionar métodos o hallazgos en el arte arcano, la lucha estaba prohibida bajo pena de muerte.

Y es que, precisamente, el arte arcano era lo único capaz de hermanarlos. Era su lealtad prioritaria al margen de la identidad, la divinidad a la que servían o el rango ostentado en cada una de las tres comunidades. Los jóvenes discípulos, quienes aceptaban la muerte sin temor al serles expuestas las condiciones de la Prueba, así lo entendían, al igual que los sabios ancianos que venían a exhalar su último suspiro, a ser sepultados entre los familiares muros. El arte arcano era padre, amante, esposo e hijo. Era tierra, fuego, aire y agua. Era la vida y la muerte, y el universo que se oculta detrás de esta última.

Tales cavilaciones ocupaban la mente de Par-Salian mientras, desde su cámara en la más septentrional de las torres centrales, contemplaba el avance de Caramon y su reducida comitiva en dirección a las puertas.

Del mismo modo que el guerrero evocaba imágenes de un tiempo remoto, también el gran hechicero las rememoraba. Más de uno afirmaba que al hacerlo lo invadía la añoranza.

«No —se dijo en silencio, atento a la cansina marcha de Caramon y al repiqueteo de su arma contra los rubicundos muslos—. No hay nada que deba recordar con melancolía ni arrepentimiento. Se me planteó un terrible dilema e hice mi elección».

«¿Quién cuestiona a los dioses? Exigieron una espada y yo se la proporcioné si bien, como todos los pertrechos de su índole, era de doble filo».

El grupo de viajeros había llegado a la primera verja, desnuda de guardianes. Una campanilla de plata tintineó en los aposentos de Par-Salian y, al instante, el viejo mago alzó la mano. La reja se izó para franquear la entrada a los visitantes.

Reinaba una extraña penumbra cuando el grupo penetró en el recinto de la Torre de la Alta Hechicería. Sobresaltado ante el repentino crepúsculo, Tas oteó el panorama. ¡Unos momentos antes se hallaban en plena mañana! O, al menos, así se lo pareció a él. Levantó la vista y distinguió unos haces de luz rojizos, como rayos mortecinos, que surcaban el cielo entre la niebla y conferían un fulgor mágico a los bruñidos muros del edificio.

—¿Cómo saben en qué hora viven los moradores de este lugar? —preguntó en voz alta, meneando la cabeza.

Estaban en un ancho patio delimitado por la tapia y las dos agujas o torres centrales. Era un lugar desolado e inhóspito. Empedrado con losas grises, su aspecto explicaba sin palabras la ausencia de flores y árboles que hubieran podido romper la monotonía de la roca. El kender advirtió con disgusto que tampoco el deambular de criaturas superiores animaba aquel espacio desierto, a nadie se divisaba ni alrededor ni en lontananza.

¿O quizá se equivocaba? Creyó atisbar un leve movimiento por el rabillo del ojo, el revoloteo de un objeto blanco. Se apresuró a ladear la cabeza, pero la sombra se había esfumado y este hecho lo llenó de consternación. No se había recobrado aún de su asombro cuando, en otro punto no muy lejano, se dibujaron un rostro, una mano y la manga de una túnica roja. Convencido esta vez de que no se trataba de un espejismo, dirigió la mirada hacia el supuesto mago ¡y de nuevo la visión se había disuelto en la neblina! Le asaltó entonces el presentimiento de estar rodeado de figuras que caminaban en distintos sentidos, o que lo contemplaban sin un pestañeo, o incluso que dormían. Todo resultó ser una falaz ilusión, el patio permanecía silencioso y vacío.

—¡Deben de ser magos en distintas fases de la Prueba! —exclamó sobrecogido—. Raistlin me contó que deambulaban por toda la Torre, aunque nunca imaginé nada semejante. Me pregunto si en realidad me ven. ¿Crees que podría tocarlos, Caramon?… ¿Caramon?

Parpadeó como si intentara despertar de un sueño. Su robusto amigo había desaparecido al igual que Bupu, la sacerdotisa y las dos criaturas de alba túnica. ¡Estaba solo!

No por mucho tiempo. Brotó de la nada un destello de luz amarillenta, sucedido por unos hediondos efluvios que casi lo asfixiaron, y al instante se perfiló ante él la descomunal imagen de un hechicero ataviado de negro. Extendió el fantasma una mano, una mano de mujer.

—Alguien requiere tu presencia —anunció.

Tas tragó saliva y, despacio, estiró su mano hacia la que la misteriosa dama le ofrecía. Los dedos de esta última se cerraron en torno a su muñeca, produciéndole un escalofrío con su gélida textura.

—Quizá van a convertirme en una criatura mágica —balbuceó esperanzado.

El patio, los muros de piedra negra, los purpúreos rayos solares, las losas cenicientas y, en definitiva, el edificio entero comenzaron a disiparse en su derredor, deslizándose por las fronteras de su visión en acuosos surcos semejantes a los que trazarían las pinturas de un lienzo de ser expuestas a la lluvia. Encantado, el kender notó cómo el azabache atuendo de la mujer le arropaba el cuerpo, se enrollaba bajo su barbilla.

Cuando recobró el conocimiento, Tasslehoff descubrió que estaba acostado sobre un suelo de piedra fría y dura. A su lado, Bupu emitía estruendosos ronquidos mientras Caramon, sentado, meneaba la cabeza en un intento de despejar las telarañas que envolvían su embotado cerebro.

—¡Vaya hospedaje nos han asignado! —se quejó el kender, a la vez que se frotaba la dolorida nuca—. No les costaría nada crear lechos mullidos mediante la magia, sobre todo si le obligan a uno a dormir la siesta. ¿No te parece, Caramon —empezó a comentar ya incorporado—, que en lugar de…? ¡Oh!

Al oír como la voz de su amigo se quebraba en un singular gorgoteo, el guerrero levantó presto los ojos.

No estaban solos.

—Conozco este lugar —afirmó el todavía aturdido hombretón.

Se hallaban en una vasta sala de obsidiana, tan ancha que su perímetro se perdía en las sombras, tan alta que la penumbra oscurecía su techo. No se vislumbraban ni pilares de sostenimiento ni la más ínfima rendija de luz. No obstante la estancia estaba iluminada con un pálido resplandor blanco, no amarillo, cuya fuente los recién llegados no lograron localizar. Gélido, tenue, el fulgor estaba lejos de caldear el ambiente.

La última vez que Caramon visitó la cámara, la luz brillaba sobre un anciano que, ataviado con la Túnica Blanca, permanecía sentado en solitario en una colosal silla de piedra que más parecía un trono. Ahora los amortiguados fulgores bañaban el rostro del mismo personaje, si bien se hallaba en compañía. Un semicírculo de asientos similares, del mismo material, se distribuía a su alrededor: veintiuno para ser exactos, quedando él en el del centro. Ocupaban su flanco izquierdo tres figuras apenas visibles, de raza y sexo indefinido tras las capuchas que cubrían sus rostros. Vestían el atuendo rojo de la neutralidad y, a su lado y en ordenada sucesión, se divisaban otras seis criaturas enfundadas en negros ropajes. Entre ellas se distinguía una silla vacía. A la derecha del hechicero que presidía la esotérica asamblea se recortaban otros cuatro magos de túnica encarnada, éstos situados junto a media docena de portadores del color blanco de la benignidad. La sacerdotisa Crysania yacía frente al semicírculo, depositado su cuerpo en una plataforma sobre el suelo y arropado por un lienzo de tonos albos.

De todos los miembros del cónclave, sólo la faz del anciano era por completo visible.

—Buenas tardes —lo saludó Tasslehoff, repitiendo reverencias y retrocesos hasta que se tropezó con Caramon, que estaba más retirado—. ¿Quiénes son esos seres? —aprovechó el kender para preguntar en un audible susurro—. ¿Qué hacen en nuestro aposento?

—El viejo del centro es Par-Salian —contestó el interpelado—. Y no estamos en un aposento, sino en la sala de reuniones de los magos o algo parecido. Será mejor que despiertes a la enana gully.

—¡Bupu! —Obediente, Tas llamó a su compañera y reforzó su exclamación con un puntapié en las costillas.

—¡El diablo te confunda! —gruñó ella, dándole la espalda y negándose a abrir los ojos—. Vete, quiero dormir.

—¡Bupu! —insistió el kender irritado, consciente de que el vetusto anciano había clavado los ojos en su persona—. Levántate, van a servir la cena.

—¡La cena! —Alzó la enana sus pesados párpados, y se puso en pie de un salto para someter la estancia a un ansioso escrutinio.

Al distinguir a las veinte sombrías figuras, sentadas en silencio y ocultos sus rasgos en la penumbra de las capuchas, Bupu emitió un alarido de conejo torturado. Se arrojó, en un impulso de pánico, contra Caramon y enroscó los brazos en torno a su tobillo, apretujándose con todas sus fuerzas hasta tal punto que el gigantesco humano, sabedor de que ojos llameantes lo escudriñaban, intentó deshacerse de su molesta garra y no lo logró. Se aferraba a sus poderosas piernas como una sanguijuela, a la vez que oteaba a los magos aterrorizada. Al fin, el guerrero cejó en su empeño.

El semblante del regio presidente de la asamblea se arrugó en lo que parecía una sonrisa. Tas observó que Caramon bajaba la mirada, avergonzado de la olorosa suciedad de su ropa, y acto seguido se atusaba la barba de varios días y se pasaba la mano entre el enmarañado cabello. Las mejillas del robusto compañero ardían cuando, endurecida su expresión, se decidió a hablar con una dignidad casi pueril.

—Par-Salian —dijo, con una voz cavernosa cuyos ecos resonaron en demasía por la espaciosa sala— ¿te acuerdas de mí?

—Por supuesto, guerrero —contestó el anciano. Su tono era quedo, pero incluso tan tenues sonidos quedaron suspendidos en el aire. Hasta un susurro agónico se habría dilatado en la apenas amueblada cámara.

Nada añadió, ni tampoco los otros hechiceros pronunciaron una palabra. Caramon, incómodo, señaló a la sacerdotisa Crysania con un nervioso gesto de la mano.

—La he traído aquí —explicó— en la confianza de que podréis socorrerla. ¿He obrado con acierto? ¿Haréis algo por ella?

—Ayudar a la sacerdotisa está fuera de nuestro alcance —sentenció Par-Salian—, nuestros conocimientos de nada sirven en este caso. Para guardarla del encantamiento en que la envolvió el Caballero de la Muerte, y que de otro modo habría agotado su vida, Paladine atendió a su plegaria y acogió su alma en un plano superior, donde reina la paz.

—Fue culpa mía —confesó, a regañadientes, el hombretón—. Le fallé, debería haber sido capaz de…

—¿De velar por su seguridad? —concluyó el mago meneando la cabeza—. No, guerrero, tu destreza con las armas habría resultado inútil contra el espectro portador de la rosa solámnica. Frente a semejante adversario nada puede un mortal como tú. ¿No es cierto, kender?

Tas, capturado por la penetrante mirada de aquellos ojos azules que aún conservaban toda su vivacidad, sintió un chispeante cosquilleo en todo su ser.

—Sí —balbuceó—. Yo vi al caballero, a la criatura. —Se estremeció y tuvo que interrumpirse.

—Ya has escuchado las declaraciones de un ser que no conoce el miedo —recalcó Par-Salian—. No guerrero, no debes reprocharte lo ocurrido. Ni tampoco has de perder la esperanza pues, aunque nosotros no conozcamos el conjuro susceptible de devolver el alma de Crysania a su cuerpo, sabemos quién puede hacerlo. Pero antes de proseguir cuéntanos por qué nos buscaba la sacerdotisa, qué misión la llevó al linde del Bosque de Wayreth.

—No tengo la absoluta certeza —gruñó el interpelado.

—Raistlin fue la causa de su arriesgado viaje —apostilló Tasslehoff, deseoso de esclarecer el enigma. Su voz, no obstante, sonó chillona y discordante en la estancia, el nombre que acababa de pronunciar se desdobló en fantasmales notas. Par-Salian frunció el ceño, Caramon le dirigió una mirada fulgurante y los magos ladearon sus encapuchadas cabezas, entre el suave crujir de sus túnicas. Al comprobar el efecto de su revelación, el kender tragó saliva y se sumió en el silencio.

—Raistlin. —Era el anciano quien hablaba, en un inquietante bisbiseo. Clavó sus ojos en Caramon y preguntó—: ¿Qué relación puede tener una sacerdotisa defensora del Bien con tu hermano? ¿Por qué exponerse a terribles contratiempos en beneficio de una criatura tan abyecta?

El guerrero no pudo, o no quiso, despegar los labios.

—¿Conoces el alcance de su malignidad? —insistió el hechicero sin un asomo de conmiseración.

Caramon, testarudo, rehusaba contestar. Mantuvo la mirada fija en el pétreo suelo.

—Yo lo conozco —quiso colaborar Tas, pero Par-Salian ondeó la mano en el aire y tuvo que enmudecer.

—¿Ignoras acaso que, si nuestras sospechas son ciertas, se propone conquistar el mundo? —Las punzantes palabras del anciano traspasaban como dardos el pecho del compungido humano, que arqueó la espalda en un vano afán de encerrarse en sí mismo—. Se ha aliado con tu hermanastra Kitiara, la Dama Oscura según la llaman sus propias tropas, para reunir un ejército. Sus operaciones ya se han iniciado, cuenta con el apoyo de los dragones y las ciudadelas voladoras. Y, además, sabemos…

—No sabes nada, gran maestro —lo atajó una voz sarcástica que atronó la cámara—. ¡Eres un necio!

Tan duras frases cayeron como gotas de agua en una laguna remansada, provocando rizos en la hasta entonces completa calma, rizos que se propagaron sin tardanza entre los presentes. Tas se volvió sobresaltado hacia el lugar de dónde procedían los desdeñosos sonidos y vislumbró, a su espalda, una figura que se esbozaba en la penumbra. Sus negros ropajes revolotearon alrededor de sus pies cuando pasó junto a él, resuelta a encararse con Par-Salian. Una vez situada en el punto deseado, la criatura se detuvo y retiró el embozo de sus facciones.

—¿Quién es? —indagó el kender, que no podía ver al recién llegado por hallarse en segundo término.

—Un elfo oscuro —respondió Caramon, rígido como una vara.

—¿De verdad? —se entusiasmó el hombrecillo—. Durante todos mis años de estancia en Krynn nunca tuve la oportunidad de estudiar a ninguno.

Con el brillo de la curiosidad encendido en sus pupilas, dio un salto adelante… para quedar inmovilizado bajo una garra que sujetaba el cuello de su camisa. Era Caramon quien, ignorando sus irritadas protestas, lo arrastró junto a sí mientras Par-Salian y la figura se retaban en un duelo mudo, sin percibir el forcejeo.

—Creo que deberías explicar tu insolencia, Dalamar —dijo el viejo maestro tras unos segundos de tensión—. ¿Por qué soy un necio?

—¡Conquistar el mundo! —repitió el indisciplinado alumno—. No son tales sus planes. No hay nada que pueda importarle menos que el continente de Ansalon, la prueba está en que si quisiera podría subyugarlo en un abrir y cerrar de ojos, hoy mismo.

—Entonces, ¿cuáles son sus proyectos? —inquirió un mago de Túnica Roja que estaba sentado en la proximidad de Par-Salian.

Tas, aún atenazado por la mano del guerrero, advirtió que las delicadas y crueles facciones del elfo se ensanchaban en una sonrisa. Una sonrisa que lo llenó de espanto.

—Ha resuelto convertirse en un dios —anunció Dalamar despacio—. Va a desafiar a la mismísima Reina de la Oscuridad.

Los allí reunidos no abrieron la boca, no se movieron, pero el sepulcral silencio circuló entre ellos como una corriente de aire en tanto que, sin un pestañeo, observaban a Dalamar.

—Le atribuyes más virtudes de las que en realidad atesora —aventuró, con un hondo suspiro, el jerarca.

Se oyó en la sala el ruido peculiar que produce un lienzo al rasgarse en dos mitades. Tas vio que el elfo oscuro gesticulaba con los brazos, sin duda para partir el paño de su pectoral.

—¡Nada mejor que esta muestra de su poder para rebatir tus argumentos! —exclamó Dalamar.

Los magos estiraron el cuello, e ininteligibles expresiones de asombro se sucedieron en la fría atmósfera de la sala como una ráfaga de viento. Tas se debatió entre los brazos de Caramon mas cuando, vencido, le lanzó una iracunda mirada, constató anonadado que su robusto compañero permanecía impertérrito, sin el más mínimo atisbo de curiosidad.

—Contemplad el estigma de su mano en mi persona —invitó Dalamar a la asamblea—. Apenas puedo soportar el lacerante dolor. —Hizo una pausa antes de añadir, con los dientes apretados—: Me encargó que te saludara de su parte, Par-Salian.

El gran maestro inclinó la cabeza y se llevó una mano, que temblaba evidentemente, a la sien para sujetársela. Durante un minuto se exacerbaron en su faz los surcos de la vejez, la debilidad, el agotamiento, si bien no tardó en dirigirse de nuevo al discípulo con renovada energía.

—Así que nuestros temores se han confirmado. —Sus ojos se arrugaron en actitud inquisitiva—. Sabe que te enviamos…

—¿Para vigilarle? —terminó Dalamar entre amargas risas—. No creo que le costara mucho adivinarlo. Ha estado al corriente de mis movimientos desde el primer día, me ha utilizado a mí, como a vosotros, para satisfacer sus propios fines. —El elfo escupía, más que pronunciaba, las palabras.

—Me resultaba difícil aceptar tus revelaciones —apuntó el mismo hechicero de Túnica Roja que antes hablara—. El joven Raistlin es una criatura poderosa, no lo niego, pero ese proyecto de enfrentarse a una diosa me parece ridículo.

Su afirmación fue coreada desde las dos secciones del semicírculo.

—¿De verdad? —preguntó el elfo a fin de acallar el revuelo, con un tono letal por su extrema suavidad—. En ese caso, permitidme que os exponga vuestra total ignorancia respecto al significado del término «poder». Vuestras facultades son insignificantes comparadas con las suyas, ni con una sonda infinita alcanzaríais las profundidades de su sapiencia. ¡No es posible medirla! Yo, sin remontarme a las esotéricas alturas que su magia gobierna, he presenciado portentos que ninguno de los aquí presentes osaría ni siquiera imaginar. —La furia que ribeteaba su voz fue sustituida por una admiración sin condiciones hacia el protagonista de su relato—. He recorrido las regiones del sueño con los ojos abiertos, mis pupilas se han posado en una belleza tal que un corazón fuerte no la resistiría sin estallar de dolor. He descendido, asimismo, a las simas de las pesadillas, y he descubierto horrores tan indescriptibles —se estremeció— que supliqué la muerte antes que tener que encararme a ellos. —Se interrumpió unos segundos y, con un centelleo de sus oscuras pupilas, atrajo la ensimismada atención de los veinte sabios—. Y todos estos prodigios son fruto de su magia, él los conjura y los crea.

No se oía en la estancia ni una respiración.

—Demuestras prudencia al asustarte, gran maestro —continuó Dalamar—. Sin embargo, por mucho que temas a Raistlin nunca será suficiente. Es cierto que no tiene el poder que ha de llevarle al otro lado del mortífero umbral, pero pronto partirá en su busca. Mientras nosotros hablamos él hace los preparativos para el largo viaje y, en cuanto yo regrese mañana, abandonará la Torre.

—¿Regresar tú a su lado? —repitió Par-Salian perplejo—. No lo permitiré. Sabe, como tú mismo has informado, que eres un espía de este cónclave arcano formado por sus compañeros —declaró, y fijó la vista en la butaca que permanecía vacía en medio de los representantes de la Túnica Negra—. Eres valiente, Dalamar, pero no has de volver y sufrir lo que sería una tormentosa muerte en sus manos.

—No puedes impedírmelo —replicó el aprendiz sin un resquicio de emoción en su talante—. Ya os he comentado que vendería mi alma a cambio de perfeccionar mis estudios junto a un ser como él. Ahora, aunque me cueste la vida, conservaré mi ventajoso puesto de ayudante y quedaré a cargo de la Torre de la Alta Hechicería durante su ausencia.

—¿Te ha encomendado Raistlin esa misión, pese a tu traicionera conducta? —El hechicero de la Túnica Roja no daba crédito a sus oídos.

—Me conoce bien —repuso el discípulo con cierto resentimiento—. Es consciente de mi dependencia, de tenerme atrapado en sus redes. Ha flagelado mi cuerpo y absorbido la esencia de mi espíritu, y aun así no escaparé a la telaraña que ha tejido a mi alrededor. No soy el primero ni el único que cae en semejante trance —agregó, a la vez que señalaba la inerte figura blanca que yacía sobre la plataforma. No contento con involucrar a Crysania, giró el rostro y dedicó a Caramon una burlona sonrisa—. ¿Me equivoco, hermano?

Al fin el guerrero entró en acción. Arrancó bruscamente a Bupu de su pie, soltó a Tas y dio un paso al frente, lo que permitió al kender y a la enana agazaparse tras su espalda.

—¿Quién es este individuo? —inquirió frunciendo el ceño—. ¿Qué ocurre, Par-Salian, de qué habláis? Os he oído mencionar a Raistlin, pero no he entendido una palabra.

Antes de que el insigne mago atinara a contestar, el elfo oscuro se apresuró a explicar al fornido humano:

—Me llamo Dalamar y soy el aprendiz de tu gemelo en la Torre de la Alta Hechicería. Además ejerzo como espía, enviado por esta augusta asamblea para observar de cerca las maquinaciones de Raistlin.

Caramon no articuló sonido alguno, estaba demasiado ocupado en examinar con los ojos muy abiertos el pecho del falso alumno. Intrigado por la expresión de espanto del compañero, Tas lo imitó y, al instante, distinguió cinco agujeros socarrados y sanguinolentos en la carne de Dalamar. El kender tragó saliva, muy impresionado.

—Sí, fue la mano de tu hermano la que me infligió estas heridas —aclaró el elfo, que adivinó sin dificultad los pensamientos del guerrero. Esbozando una indefinible sonrisa, recogió en su palma los jirones de su túnica y los anudó en su hombro al objeto de ocultar las horrendas lesiones—. No debes preocuparte —musitó—, sólo me aplicó el castigo que merecía.

Caramon apartó los ojos, tan pálido que Tas deslizó los dedos entre los suyos en un intento de reconfortarlo. Temía que se desmayara, circunstancia que Dalamar no dejó de percibir y aprovechó para ensañarse.

—¿Qué sucede? —preguntó socarrón—. ¿No le creías capaz de tanta crueldad? No, claro, eres igual que todos estos ancianos. ¡Hatajo de estúpidos! —Al insultar a los presentes su mirada corrió entre ellos, presta a borrarles de la faz del mundo.

Los murmullos de indignación se entremezclaron con los de pánico, ambos superados por las manifestaciones de incertidumbre. Transcurridos unos momentos, Par-Salian alzó la mano para conminar el silencio a los desencajados sabios.

—Ya es hora, Dalamar, de que nos relates los pormenores de tan sorprendentes planes. A menos, por supuesto, que Raistlin te haya prohibido referirlos frente al cónclave. —Aunque sereno, impasible a la insolencia del alumno, impartió su orden con una nota de ironía que el elfo captó al instante.

—No, no hubo tal prohibición —dijo sin perder la sonrisa—. Conozco una parte de sus intenciones, e incluso quiso asegurarse de que os la comunicaría con todo lujo de detalles.

Se produjo una breve algarabía en la que cundieron las chanzas, un intervalo de humor al que todos se sumaron de buen grado, salvo Par-Salian. En efecto, este último exhibía en su entrecejo los surcos de la más honda inquietud.

—Continúa —exhortó al elfo, casi sin voz.

Dalamar inhaló una bocanada de aire e inició su narración.

—Va a desplazarse en el tiempo, a aquella época anterior al Cataclismo en la que Fintandantilus se hallaba en la cúspide de su poder. Mi Shalafi desea entrevistarse con el gran mago, compartir sus estudios y recuperar las obras por él escritas que fueron destruidas en la debacle. Raistlin está persuadido de que, si no engañan los volúmenes arcanos leídos con tanto esmero tras retirarlos de la Gran Biblioteca de Palanthas, Fistandantilus aprendió cómo atravesar el umbral que separa a los hombres de los dioses y, de este modo, sobrevivió a la espantosa hecatombe y prolongó sus días hasta las guerras enaniles. También así logró salvarse de la terrible explosión que devastó la tierra de Dergoth y perduró, en estado latente, a la espera de un nuevo receptáculo donde albergar su alma.

—¿Qué clase de galimatías es éste? ¡Que alguien me ponga en antecedentes de tan esotérica charla, o arrasaré la sala y volarán por los aires vuestras miserables cabezas! —amenazó Caramon fuera de sí—. ¿Quién es Fistandantilus? ¿Qué vínculo le une a mi hermano?

—Chitón —le ordenó Tas, a la vez que lanzaba a los magos una mirada llena de temor.

—Nos hacemos cargo de su enfado, kender —lo tranquilizó Par-Salian—. Y también comprendemos el pesar subyacente a su atrevimiento, así que me dispongo a darle la explicación que le debemos. Empezaré por confesar que quizás actué de manera errónea. Pero ¿tenía acaso otra alternativa? ¿Dónde estaríamos hoy de haber tomado una decisión distinta?

Tasslehoff vio que el gran maestro escrutaba de hito en hito a los hechiceros que lo flanqueaban y, de pronto, comprendió que sus últimas frases iban dirigidas a ellos más que al guerrero. Muchos de los miembros de la asamblea se habían quitado las capuchas y sus semblantes se contorneaban, conspicuos, bajo la fantasmal luz. La ira marcaba los de los portadores de la Túnica Negra, en claro contraste con el miedo que se reflejaba en los rasgos de los defensores del Bien. En cuanto a los sabios envueltos en ropajes encarnados, hubo uno que llamó de un modo especial la atención del kender debido a su aparente impasibilidad y a sus ojos que, oscuros y nerviosos, desmentían tal actitud. Era el mago que había puesto en duda la magnitud del poder de Raistlin, y Tas tuvo la impresión de que Par-Salian le mostraba una especial deferencia.

—Hace más de siete años, fui visitado por Paladine en una de sus encarnaciones —declaró el gran maestro con la mirada perdida en la bruma—. Me advirtió de la época de terror que había de tambalear los cimientos del mundo, me contó que la Reina de la Oscuridad había despertado de su letargo a los dragones malignos resuelta, en su inagotable sed de poder, a provocar una guerra que le permitiera subyugar a los habitantes de Krynn. «Eligirás a uno de los magos de tu Orden para que contribuya a desterrar el Mal —me dijo—. Sé prudente y reflexiona antes de designar a la persona adecuada, piensa que ha de ser la espada que hienda la negrura de una estocada mortal. No debes revelarle nada de lo que el futuro os depara, has de dejar que sean sus determinaciones y las de otros las que salven el reino o lo zambullan en la noche eterna».

Interrumpió al anciano una batahola de protestas, provenientes sobre todo de los nigromantes, pero él se limitó a esperar que se apaciguaran. Sin embargo, sus cansadas pupilas despedían destellos, que aceleraron el proceso al atestiguar la autoridad que todavía anidaba en las entrañas de aquel ser de aspecto senil.

—No os falta razón —concedió con un tono algo cortante—, podría haber convocado una reunión de la asamblea para someter el asunto a su juicio. Pero creí, y sigo creyéndolo, que era yo quien debía asumir esta responsabilidad. Sabía de antemano cuántas horas pasaría el cónclave discutiendo, sin posibilidad de acuerdo. Me arriesgué, pues, a actuar en solitario. ¿Hay alguien que niegue mi derecho a hacerlo?

Tas contuvo el aliento, sintiendo que la ira de Par-Salian se expandía, como un manto, por la estancia. Los magos de Túnica Negra se inmovilizaron en sus asientos, aunque persistió un sordo zumbido de voces. El gran maestro guardó unos instantes de silencio, antes de fijar su atención en Caramon y declarar:

—Elegí a Raistlin.

—¿Por qué? —gruñó el guerrero.

—Tenía mis razones, algunas de ellas tan secretas que ni siquiera ahora puedo revelártelas. Pero hay una evidente: tu hermano nació con un don, la magia se aloja en su ser espontáneamente. Ése fue el motivo fundamental. ¿Sabías que, desde el primer día en que acudió a la escuela, su profesor sintió por él miedo y respeto? ¿Cómo enseñar a un alumno cuyos conocimientos superan a los de aquel que debe formarle? Y, combinada con sus virtudes arcanas, está su inteligencia. La mente de Raistlin nunca descansa, ávida de erudición y de respuestas a los enigmas del universo. También atesora otra cualidad importante, el valor. Sí, es quizá más fuerte que tú, guerrero, pues vence al dolor cada hora de su vida. Se ha enfrentado a la muerte en numerosas ocasiones y siempre salió victorioso, no le asustan ni la luz ni las tinieblas. En cuanto a su alma, arden en ella la ambición, el ansia de predominio y una curiosidad irrefrenable. No me cabía la menor duda de que nada se interpondría en su camino, que no se detendría hasta alcanzar sus objetivos. No ignoraba que los fines que se trazase beneficiarían al mundo, aunque él mismo acabase por volverle la espalda.

Se produjo una nueva pausa. Cuando el anciano retomó el hilo de su historia, las palabras brotaron como un lamento:

—Pero antes debía pasar la Prueba.

—Deberías haber previsto el desenlace —le reprochó el hechicero ataviado de rojo, si bien no levantó la voz—. Todos sabíamos que él esperaba, al acecho de una oportunidad.

—¡No tuve otra opción! —se defendió Par-Salian, casi colérico—. Se agotaba nuestro tiempo, el del mundo. El joven había de someterse a la Prueba y asimilar cuanto había aprendido. No podía demorarlo.

Caramon miró, de hito en hito, a las dos dignas figuras e intervino en su controversia.

—¿Eras consciente de que Raistlin corría peligro al traerle a la Torre?

—Sí —confesó el anciano—. Pero la Prueba siempre entraña riesgos, fue concebida para eliminar a quienes podían resultar perjudiciales a sí mismos, a la Orden y a todos los inocentes que pueblan Krynn. —Alzó la mano y se alisó las cejas—. Recuerda, por otra parte, que se trata de un examen y, en consecuencia, de una enseñanza. Abrigábamos la esperanza de que tu hermano aprendiera compasión, piedad, y a la vez templara su desmedido afán de trascender la condición de hombre. Quizá me traicionó mi ferviente anhelo de convertirle en un ser perfecto, un anhelo que me hizo olvidar a Fistandantilus.

—¿Fistandantilus? —repitió Caramon confuso—. ¿Por qué ibas a pensar en él? Por lo que he colegido de vuestra discusión murió hace decenios.

—No, lo que antes se ha dicho es precisamente lo contrario —aclaró Par-Salian cariacontecido—. El estallido que destruyó a millares de criaturas en las guerras enaniles y arruinó un territorio que, todavía hoy, es un yermo desierto, no logró aniquilar a Fistandantilus, su poder era tal que derrotó a la misma muerte. Lo que hizo fue mudarse a otro plano de existencia, lejano al nuestro pero no lo suficiente. Desde allí se mantuvo alerta, vigilante, en espera de que algún cuerpo aceptara cobijar a su espíritu. Y lo encontró: era el de Raistlin.

El hombretón escuchó la parrafada con los músculos en tensión y el rostro lívido. Tas se percató, mientras tanto, de que Bupu comenzaba a retroceder y la agarró por la muñeca, evitando así que la aterrorizada enana emprendiera la huida de la vasta sala.

—¿Quién sabe qué pacto sellaron en el curso de la Prueba? Probablemente ninguno de los presentes. —Aunque afligido, el viejo narrador ensanchó sus labios en una sonrisa—. Lo que es innegable es que Raistlin estuvo soberbio, si bien las extenuantes fases del examen afectaron su ya delicada salud. Quizás habría sobrevivido a la última, la confrontación con el elfo oscuro, sin la ayuda de Fistandantilus… o quizá no.

—¿Su ayuda? ¿Acaso le salvó de la muerte?

—No puedo responder a esa pregunta, guerrero —admitió Par-Salian—, lo único que estoy en situación de afirmar es que no fuimos nosotros quienes estamparon en su tez ese tinte dorado. El oponente de Raistlin le arrojó una bola de fuego y él, aunque parezca imposible, resultó ileso.

—Para Fistandantilus no era difícil protegerle de ese encantamiento —apuntó el sabio vestido de encarnado.

—Estoy de acuerdo con tu comentario —se apresuró a responder el anciano—. También a mí me causó extrañeza, mas no lo pude investigar ya que, a partir de aquel momento, los acontecimientos del mundo se precipitaron hasta llegar al climax. Tu hermano concluyó la Prueba con éxito, sin mayores alteraciones en su organismo que el lógico debilitamiento físico. Yo tenía razón —añadió paseando por el semicírculo una mirada de triunfo—, su magia había sobrepasado cotas inimaginables. ¿Qué otro hechicero se habría hecho con el control de un Orbe de los Dragones sin estudiarlo durante años?

—Eso nada demuestra —opuso de nuevo su adversario dialéctico—, lo apoyaba alguien cuyos conocimientos se contaban por centurias.

Par-Salian optó por callar, aunque su expresión ceñuda delataba su disgusto.

—Veamos si he comprendido —balbuceó Caramon espiando, inseguro, al mago de la Túnica Blanca—. Fistandantilus, al adueñarse del alma de Raistlin, fue el causante de que se convirtiera en un paladín del Mal.

—No debes exculpar a tu hermano —lo amonestó Par-Salian—. Se le ofreció una alternativa, como nos ocurre a todos, y él decidió con plena responsabilidad.

—¡No te creo! —se rebeló, de pronto, el guerrero—. Raistlin nunca tuvo esa opción, estás mintiendo. Lo torturasteis sin contemplaciones hasta que uno de esos esbirros tuyos reclamó para sí los despojos.

Las acusaciones del corpulento humano retumbaron entre las sombras con el fragor del trueno. Tas reparó, alarmado, en la fijeza con que Par-Salian escudriñaba a su amigo, y se preparó para el hechizo que había de fulminarlo. El castigo nunca llegó, lo único que alteraba la calma de la sala era la ruda respiración del guerrero.

—Lo restituiré sin tardanza al presente —aseveró Caramon al fin, anegados sus ojos de lágrimas—. Si él puede viajar en el tiempo para encontrarse con Fistandantilus, yo también. Vosotros me indicaréis cómo. Y en cuanto se cruce en mi camino ese brujo diabólico, le mataré. Así Raistlin volverá a ser el de antes, olvidará su demente plan de retar a la Reina de la Oscuridad y transformarse en un dios.

Pronunció su discurso sin más pausas que las que le exigían los sollozos al intentar, sin éxito, surgir al exterior. El semicírculo se sumió en un caos de gritos, de bramidos de cólera.

—¡Eso es imposible! ¡Cambiaría el rumbo de la Historia! Has ido demasiado lejos, Par-Salian —exclamaban las voces enfurecidas de los magos.

El vetusto presidente del cónclave se puso en pie y, ladeando el rostro, consultó en silencio a los reunidos, uno tras otro y de manera individual. Tas percibió aquel mudo conferenciar rápido, directo, fulgurante como el rayo.

Caramon se enjugó las lágrimas, que afluían ahora a borbotones, sin deponer su actitud desafiante. Despacio, los magos se arrellanaron en sus pétreas butacas y volvió a reinar la paz., si bien el hombrecillo vislumbró puños cerrados y muecas de reticencia o, acaso, de ira. El hechicero de la Túnica Roja, el que más inquietaba al kender, estudiaba a Par-Salian en postura especulativa, con una ceja enarcada. En el instante en que también el más temible adversario se relajó, el anciano lanzó una última mirada a sus compañeros y les dio la espalda para dirigirse a Caramon, en estos términos:

—Analizaremos tu ofrecimiento. Podría funcionar, ya que Raistlin no espera…

Lo interrumpieron las carcajadas de Dalamar.

13

Los sentimientos de Bupu

—¿Espera? —Tanto reía Dalamar que apenas podía respirar—. ¡Él lo planeó todo! ¿Crees que ese enorme botarate —señaló a Caramon— habría encontrado el camino de la Torre por su propia iniciativa? Cuando las criaturas de las tinieblas persiguieron a Tanis, el Semielfo, y a Crysania, ¿quién piensas que las envió? Incluso el encuentro con el Caballero de la Muerte, una confrontación organizada por su hermana y que podría haber entorpecido el logro de sus objetivos, fue aprovechada por mi Shalafi en su propio provecho. Porque no me cabe duda de que vosotros, viejos necios, catapultaréis a la sacerdotisa al pasado, a presencia de los únicos seres capaces de sanarla: el Príncipe de los Sacerdotes y sus seguidores. Y, al trasladarse en el tiempo, es inevitable que se tropiece con Raistlin. Y no sólo eso, le asignaréis un custodio en la persona de este hombretón, su hermano. ¡Exactamente lo que quiere el Shalafi!

Los dedos de Par-Salian se cerraron en ganchos para aferrar los brazos pétreos de su butaca, a la vez que en sus ojos azules se encendían las peligrosas chispas de la ira.

—Hemos soportado tus insultos hasta el límite de la paciencia, Dalamar —advirtió al insolente discípulo—. Además, tanta lealtad al Shalafi empieza a parecerme sospechosa. Si mis recelos son ciertos, has cesado de ser útil a este cónclave.

Ignorando la amenaza que encerraban estas palabras, el elfo oscuro esbozó una amarga sonrisa y declaró:

—Estoy atrapado en una encrucijada, como Raistlin pretendía. —Suspiró y un escalofrío convulsionó su cuerpo, por lo que intentó arroparse en sus rasgadas vestiduras. Alzó entonces sus negros ojos, y su mirada de extravío provocó una punzada en el corazón de Tas—. No sé ya a quién sirvo, al Shalafi o a esta asamblea, pero hay algo de lo que podéis estar seguros: si alguno de vosotros intentara penetrar en la Torre durante su ausencia, le mataría sin vacilar. Considero que le debo fidelidad en ese grado. Sin embargo, le temo tanto como los otros miembros de la Orden y estoy dispuesto a ayudaros, en la medida de mis posibilidades.

Las manos del gran maestro se relajaron, si bien no dejó de escudriñar a Dalamar en actitud severa.

—No acabo de comprender por qué Raistlin te comunicó sus planes —aventuró—. Un ser con sus dotes no ignora que actuaremos de inmediato para impedir que se colmen sus ambiciones.

—La razón es sencilla —explicó el discípulo—. Sois, al igual que yo, piezas de su juego, necesita que ocupéis vuestros lugares en su estrategia. —De pronto, se bamboleó, contraído el rostro de dolor y agotamiento. Par-Salian trazó un contorno en el aire y al instante se materializó una silla, que recibió al elfo en su caída—. Debéis encajar en sus proyectos, cumplir vuestra misión de mandar a este hombre y esta mujer a una época remota. Sólo así alcanzará el éxito en su empeño…

—Y sólo así podremos detenerlo nosotros —apostilló Par-Salian con voz queda—. ¿Pero por qué Crysania? ¿Qué interés mueve a ese nigromante para elegir a una dama tan bondadosa, tan pura?

—El poder que ostenta —le recordó Dalamar—. Según la información que ha podido recabar en los escritos de Fistandantilus conservados hasta nuestros días, precisará del apoyo de un clérigo en su enfrentamiento con la Reina de la Oscuridad. Ha de ser un adorador de Paladine, poseedor de virtudes especiales, el que rete a la soberana y abra la puerta de la negrura. Al principio el Shalafi no pensó en Crysania, sino en el moribundo Elistan… pero prescindamos de esta historia que nada ha de aportarnos. Tal como se desarrollaron los hechos fue esta dama la que cayó en sus manos, y resultó reunir las características requeridas: bondad, convicción en la fe y, como he dicho, poder.

—Te olvidas de algo —apuntó Par-Salian, vuelta su ahora compasiva mirada hacia la sacerdotisa—: la atracción irresistible que ejerce sobre ella la perversidad.

Hubo un breve silencio en el que Tas, quien permaneció siempre atento al diálogo de los magos, observó a Caramon mientras se preguntaba si había asimilado la mitad de lo expuesto. La opacidad que descubrió en las pupilas del guerrero, no obstante, le confirmó que apenas sabía dónde estaba. Quizá, perdido en el galimatías, hasta abrigaba dudas sobre su identidad. «¿De verdad van a transportarlo al pasado, como él mismo ha ofrecido? No puedo creerlo», pensó.

—Raistlin tiene otros motivos para querer que tanto la mujer como su hermano retrocedan con él en el tiempo, no te dejes engañar. —Era el hechicero de la Túnica Roja el que así rompía el intervalo de calma, dirigiéndose a Par-Salian—. No nos ha revelado ciertos detalles importantes, su astuta mente ha fraguado esta patraña de hacernos saber a través del aprendiz sólo lo que a él le interesa al objeto de que le secundemos. Propongo que desbaratemos sus planes.

Remiso a responder, el gran maestro clavó en Caramon una mirada tan llena de tristeza que Tas se sobrecogió. Transcurridos unos interminables segundos el hechicero, aún mudo, meneó la cabeza y posó los ojos en sus vestiduras.

«¿Qué significa este escrutinio, y esa expresión de pesar? —inquirió el kender para sus adentros mientras daba unas palmadas en el hombro de la inquieta Bupu—. ¿No irán a mandarle a una muerte segura? De todos modos, ése será el fatal desenlace si Caramon parte en su estado actual de depresión y desconcierto».

Se movió el hombrecillo, incómodo y fatigado. Nadie le hacía el más mínimo caso, la conferencia era tediosa y tenía hambre. Si habían de lanzar a su amigo a tan azarosa aventura, mejor sería que se apresurasen.

Estaba sumido en estas cavilaciones cuando la parte de su cerebro que escuchaba a Par-Salian comenzó a forcejear para acallarlas. Sin dudar un instante, el kender colocó cada pensamiento en su lugar y aplicó de nuevo el oído a la conversación. Era Dalamar quien hablaba.

—Pasó la noche en su estudio —relató—. Ignoro qué temas trataron, pero cuando Crysania salió al amanecer parecía conmocionada. Las últimas palabras que pronunció Raistlin fueron, textualmente: «Quizá Paladine no te envió con el fin de detenerme, sino de ayudarme».

—¿Qué repuso ella?

—Nada, jalonó el pasillo de la Torre y atravesó la arboleda como si hubiera quedado sorda y ciega.

—Lo que escapa a mi percepción es por qué la sacerdotisa vino aquí en busca de nuestro apoyo. Debería haber sabido que rehusaríamos mandarla a esa época remota —comentó el mago ataviado de rojo.

—¡Yo puedo esclarecer ese punto! —exclamó Tas sin previa reflexión.

Ahora sí, ahora Par-Salian le prestó atención. Todo el semicírculo estaba pendiente de él, vueltas las cabezas en su dirección. El kender se había manifestado frente a los espíritus del Bosque Oscuro y también en el Consejo de la Piedra Blanca pero, por alguna razón, esta solemne y callada audiencia lo intimidaba, más aún al comprender qué debía decir.

—Te lo ruego, Tasslehoff Burrfoot, cuéntanos lo que sabes —lo instó el gran maestro con suma cortesía—. Así podremos dar por concluida la reunión y pronto disfrutarás de una cena reconfortante.

Tas se sonrojó, persuadido de que Par-Salian había penetrado su mente para leer los anhelos en ella impresos con la misma facilidad con que él leía el contenido de un pergamino.

—He de reconocer que un pequeño ágape sentaría muy bien a mi estómago. Pero centrémonos en Crysania. —Hizo una pausa a fin de ordenar sus ideas, e inició su historia sin más preámbulos—. Veréis, no puedo afirmar de manera rotunda lo que me dispongo a narraros pues es el fruto de lo que he oído en mis correrías. Conocí a la sacerdotisa Crysania en Palanthas, donde fui para visitar a mi amigo Tanis, el Semielfo. Seguramente tenéis noticia de sus hazañas y también de las de Laurana, el Áureo General. Yo luché al lado de ambos en la Guerra de la Lanza y tomé parte en el rescate de la Princesa elfa, cautiva de la Reina de la Oscuridad. —El kender estaba henchido de orgullo—. La aventura comenzó en el Templo de Neraka…

Par-Salian enarcó un poco las cejas, lo suficiente para que Tas titubease.

—Creo que será preferible dejar ese relato para más tarde —rectificó—. Sea como fuere, vi por vez primera a Crysania en casa de Tanis y me enteré de que planeaban viajar a Solace para entrevistarse con Caramon. De un modo que ahora no viene al caso, encontré una carta que la sacerdotisa había escrito a Elistan. Debió deslizarse de su bolsillo.

Se detuvo a fin de cobrar aliento y el gran maestro apretó los labios, en un intento de reprimir la sonrisa que a ellos afloraba.

—La leí —continuó el narrador, satisfecho por saberse protagonista— para comprobar si era importante. Después de todo, existía la posibilidad de que la hubiera desechado. La dama decía en su misiva que estaba más convencida que nunca, tras su conversación con Tanis, de que en el corazón de Raistlin quedaba un resquicio de bondad y aún podía ser apartado del tortuoso camino que había emprendido. Por eso deseaba acudir ante el cónclave, esperaba persuadiros y obtener vuestro concurso. No me pareció correcto seguir adelante; resultaba obvio que el escrito era de gran trascendencia, así que me apresuré a restituírselo. Se alegró mucho al recuperarlo, no era consciente de haberlo extraviado.

Ahora Par-Salian tuvo que sellar su boca con los dedos para no estallar en carcajadas.

—Anuncié a la sacerdotisa que, si quería escucharme, podía hablarle largo y tendido sobre Raistlin. Le entusiasmó la idea, así que la puse al corriente de numerosos episodios de la vida del hechicero hasta advertir, en una de nuestras charlas, que le interesaban especialmente los relacionados con Bupu. «¡Cuánto me gustaría departir con la enana gully y llevarla a la asamblea!», exclamó una noche. Según ella era una pieza clave para que aceptarais sus argumentos y la apoyaseis en su misión de salvar al descarriado.

De pronto, uno de los portadores de la Túnica Negra emitió un sonoro estornudo. Par-Salian lanzó una fulgurante mirada en su dirección y reinó de nuevo el silencio, si bien Tas observó que los nigromantes cruzaban sus manos sobre el pecho en señal de protesta. Varios pares de ojos centellearon en la penumbra de la sala.

—No era mi intención ofender a nadie —se disculpó el kender—. Siempre pensé que a Raistlin le sentaba bien el color de la noche, más aún en contraste con su tez dorada, y por otra parte he aprendido que no todos hemos de ser bondadosos. Fizban, uno de los nombres terrenales de Paladine y gran amigo personal mío, me explicó que debía existir un equilibrio en el mundo y que nosotros luchábamos para reinstaurarlo. Eso significa que tan necesarios son los blancos como los negros, ¿no es así?

—Ninguno de los presentes cuestiona tu buena fe, kender —lo tranquilizó el insigne presidente—. A mis colegas no les han disgustado tus palabras, su cólera discurre por otros derroteros. No todas las criaturas del mundo son tan sabias como Fizban, el Fabuloso.

—En ocasiones lo echo de menos —suspiró Tas melancólico—. Pero volvamos a mi historia, a Crysania y a Bupu. Recogiendo el anhelo de la Hija Venerable le propuse ir en busca de la enana para traerla donde ahora estamos. No había visitado Xak Tsaroth, su refugio, desde que Goldmoon matara al Dragón Negro, y por otra parte sólo me separaban tres zancadas de esta ciudad subterránea. Tanis me garantizó que no había inconveniente en lo que a él atañía, incluso se alegró al verme partir.

»El Gran Bulp me entregó a Bupu tras una breve discusión, en la que le obsequié algunos de los artículos curiosos que siempre guardo en mis saquillos. Conduje a la enana a Solace, mas cuando llegué Tanis ya se había ido… y también Crysania, lo que no dejó de sorprenderme. Caramon —oyó cómo el guerrero se aclaraba la garganta presto a intervenir— se encontraba bajo de forma, lo que no fue óbice para que su esposa Tika, una mujer encantadora, nos apremiase a salir sin demora en pos de la dama. Se había internado esta última en el Bosque de Wayreth, un paraje siniestro y lleno de… No quiero herir susceptibilidades, pero ¿os habéis detenido a pensar en el cariz negativo de vuestra espesura? Inhóspita, lóbrega y —clavó en el semicírculo una severa mirada— errante. No comprendo cómo permitís que deambule sin rumbo, lo considero un acto irresponsable.

Una ligera vibración, acaso de risa contenida, agitó los hombros de Par-Salian.

—Eso es todo cuanto sé —concluyó el kender—. Ahora tomará la palabra Bupu y os narrará… —Se interrumpió para escudriñar su entorno—. ¿Dónde se ha metido?

—Aquí —declaró Caramon a la vez que la arrastraba a un lugar visible desde su escondrijo, la espalda del hombretón, donde la enana se había escudado presa de un invencible terror. Al ver que todos los ojos confluían en su persona la pequeña gully exhaló un alarido y se derrumbó sobre el suelo, convertida en un tembloroso fardo de harapos.

—Me temo que tendrás que sustituirla —invitó Par-Salian a Tas—. Es decir, si conoces los hechos que había de revelarnos.

—Sí, al menos los que Crysania deseaba someter a vuestro juicio —contestó el kender en un tono repentinamente alicaído—. Se produjeron durante la guerra, cuando descubrimos Xak Tsaroth. Los únicos que poseían información de interés acerca de esta ciudad eran los enanos gully, pero rehusaron ayudarnos hasta que Raistlin sumió en un hechizo a una de aquellas criaturas: Bupu. De todos modos debo puntualizar que, más que invocar un encantamiento, consiguió que se enamorase de él. —Hizo una pausa antes de continuar, azuzado por el remordimiento—. Algunos de nosotros hallamos la situación ridícula, nos reíamos de la enana. Raist, sin embargo, la trataba con dulzura e incluso le salvó la vida durante un ataque draconiano. En cualquier caso, Bupu nos acompañó después de que abandonáramos Xak Tsaroth. No soportaba la idea de separarse de su héroe.

Tas parecía conmovido, las palabras surgían, ahora, de sus labios en un susurro apenas audible.

—Una noche me despertaron los sollozos de Bupu. Decidí ir a consolarla, pero Raistlin se me adelantó. Acudió raudo a su lado y le preguntó cuál era el motivo de su tristeza. La enana confesó hallarse en una encrucijada, pues añoraba a su pueblo y al mismo tiempo se sentía incapaz de dejar al hechicero. Él posó la mano en su cabeza y, al instante, vislumbré una radiante aureola de luz en torno al diminuto cuerpo de la gully. La envió a casa bajo esta protección; aunque debía atravesar regiones atestadas de monstruosas criaturas, intuí que nada malo había de sucederle. No me equivoqué —terminó en actitud solemne.

Hubo unos momentos de silencio, sucedidos por un auténtico caos. Todos los magos rompieron a hablar a la vez, predominando en un primer tiempo las expresiones de incredulidad de los de negro y las frases burlonas de Dalamar.

—Kender, confundes la realidad con los sueños —lo acusó éste desdeñoso.

—¿Quién confiaría en un miembro de su raza? ¡Es bien sabido que son un hatajo de embusteros! —lo insultó un viejo mago de aspecto desagradable.

Más reservados, los hechiceros de Túnica Roja y los de Túnica Blanca reflexionaron antes de exteriorizar su postura.

—Si lo que dice el hombrecillo es cierto quizás hemos juzgado mal a Raistlin. Existe una posibilidad entre mil, pero opino que merece el riesgo —propuso uno.

Par-Salian alzó la mano en una imperativa llamada al orden.

—Admito que me cuesta aceptar tu historia, Tasslehoff Burrfoot, si bien no está en mi ánimo humillarte con mi reticencia. —El mago dedicó al kender una sonrisa conciliadora al percibir su creciente indignación—. Lamentablemente, los de tu pueblo tenéis cierta tendencia a exagerar u omitir. Si Raistlin consiguió que esta criatura se enamorase de él, tal como tú mismo lo has planteado, fue mediante las artes arcanas y para utilizarla.

—¡Yo no soy ninguna «criatura»!

Bupu había alzado su rostro anegado en lágrimas, salpicado de barro seco, y espiaba a la asamblea con el pelo erizado como el de un felino. Concentrada su acritud en Par-Salian, se puso en pie y dio un paso al frente mas, cuando se disponía a arrojarse sobre él, tropezó contra el zurrón y cayó de nuevo cuan larga era. Insensible al golpe, se apresuró a recomponerse y se enfrentó al gran maestro.

—No sé nada de brujos poderosos —le espetó con amplias gesticulaciones de sus rechonchos brazos—, ni de encantamientos. Sí sé que esto encierra magia —hurgó en la bolsa y, extrayendo la rata muerta, la balanceó ante su oponente— y que el hombre al que criticáis es bueno. Lo fue conmigo. —Apretó ahora el roedor contra su pecho, y sentenció—: Los otros, el guerrero y el kender, se mofan de Bupu. Me miran como si fuera un insecto.

Se enjugó el llanto mientras a Tas se le hacía un nudo en la garganta, acompañado por una sensación de culpa que lo impulsaba a verse a sí mismo como una abyecta sabandija.

Ahora que la enana había resuelto dar la réplica, no existía sabio en Krynn capaz de detenerla. Su tono, no obstante, se apaciguó.

—Conozco mi aspecto —dijo y trató, en vano, de alisarse el vestido con unas manos mugrientas que dejaron chorretones de suciedad—. No soy guapa como la dama que yace en la plataforma, pero no vuelvas a llamarme «criatura». —La advertencia iba dirigida a Par-Salian y, aunque se pasó toscamente los dedos por la acuosa nariz, no perdió un ápice de su arrogancia—. «Pequeña» es un término mucho más adecuado.

Calló unos instantes, absorta en sus recuerdos. Al fin emitió un suspiro y reanudó su plática.

—Quería quedarme con él, pero no me lo permitió. Afirmó que debía recorrer sendas oscuras y no estaba dispuesto a exponerme. Extendió la mano sobre mi cabeza —inclinó ésta, evocando la escena— y sentí un calor interior. Entonces se despidió de mí: «Adiós, pequeña Bupu». Utilizó el apelativo «pequeña», el mejor que me han dedicado. —De nuevo miró retadora al semicírculo—. Él nunca se burló de mí, ¡nunca!

Rompió a llorar, y sus sollozos fueron el único sonido que agitó la tensa atmósfera. Caramon, conmovido, se cubrió el rostro mientras Tas, por su parte, buscaba un pañuelo con el que secar las lágrimas.

Transcurrido un breve intervalo Par-Salian abandonó su pétreo asiento y caminó hacia la enana gully, que lo observaba recelosa, asaltada por un súbito ataque de hipo.

—Perdóname, Bupu —le suplicó con tono grave—, si te he ofendido. Debo confesar que he empleado la crueldad a propósito, animado por el deseo de encolerizarte y obligarte, así, a que nos contaras tu versión de los hechos. Ahora conozco la verdad. —A pesar de exhibir en su faz las huellas del agotamiento, el mago estaba exultante—. Quizá después de todo no fracasamos en nuestro empeño de infundirle compasión —murmuró refiriéndose a Raistlin, a la vez que acariciaba las ásperas greñas de la enana—. No, él nunca te habría menospreciado, pequeña. Avivaste en él el recuerdo de quienes lo habían rebajado en la niñez.

A Tas se le nublaba la visión y oía llorar a Caramon junto a él, aunque ambos se abandonaban calladamente a sus emociones. Cuando logró serenarse el kender corrió a retirar a Bupu, que empapaba con sus borbotones el repulgo de la blanca túnica del mago.

—¿Es ésta la razón por la que Crysania realizara su azaroso viaje? —preguntó Par-Salian a Tasslehoff al ver que se aproximaba. El hechicero prendió sus ojos de la fría y rígida forma que se extendía bajo el lienzo, perdidas las pupilas en una penumbra que no podía distinguir—. ¿Crees que ella será capaz de reanimar la llama de bondad que nosotros no supimos encender?

—Sí —fue la escueta respuesta del kender, incómodo frente a la penetrante vigilancia de su interlocutor.

—¿Y por qué se ha trazado ese objetivo? —insistió el anciano dignatario.

Tas atrajo a Bupu hacia sí y le tendió su pañuelo, ignorando su perplejidad por no tener la menor idea del uso que debía darle. Tras manosearlo unos segundos, la enana se pasó por la nariz un pliegue de su vestido.

—Según Tika… —empezó a explicar el kender, pero las palabras se negaban a salir.

—¿Qué opinaba Tika? —lo ayudó Par-Salian al advertir su turbación.

—Que lo hacía por amor a Raistlin —declaró el hombrecillo de manera precipitada.

El gran maestro asintió con la cabeza, y desvió la faz hacia Caramon.

—¿Y tú, guerrero? —inquirió, de pronto.

El interpelado levantó la testa y, desconcertado, miró al presidente del cónclave.

—¿Lo quieres aún? Has afirmado antes que estás dispuesto a retroceder en el tiempo para destruir a Fistandantilus, una misión llena de peligros. ¿Es tu amor por tu gemelo lo bastante intenso? ¿Arriesgarías tu vida por él, como ha hecho esta dama? No contestes sin reflexionar, piensa que tu empresa no está destinada a salvar el mundo. Lo que proyectas es rescatar un alma, nada más… y nada menos.

Vibraron los labios del hombretón, más ningún sonido brotó de ellos. Sin embargo, iluminaba sus facciones una alegría, un júbilo que nacía en sus entrañas. Sólo acertó a agitar la cabeza.

—He tomado una decisión —anunció Par-Salian, vuelto hacia la asamblea.

Una figura se incorporó entre los presentes, vestida de negro y aún cubierta con la capucha. Al desprenderse de ella, Tas la reconoció como la mujer que lo había traído a la sala. Estaba contraída por la ira, sus manos se movían como hirientes dardos frente al pecho del dignatario.

—Nos oponemos a su puesta en práctica —bramó la portavoz de los nigromantes—. Eso significa que no puedes formular el hechizo.

—El amo de la Torre puede invocar un encantamiento en solitario si así le place, Ladonna —replicó Par-Salian—, se trata de uno de los privilegios otorgados a quienes ostentan mi rango. Raistlin descubrió este secreto cuando se erigió en dueño y señor de la Torre de Palanthas, y yo no soy su inferior. No necesito a los sabios rojos ni negros si tal es mi voluntad.

—Cierto, gran maestro, lo sé. No te somos imprescindibles para obrar el prodigio, pero sí para que concluya con éxito. —El tono de la dama se tornó amenazador—. Dependes de nuestra colaboración, aunque sea silenciosa, porque de lo contrario se alzarán las brumas de nuestra sapiencia y eclipsarán la luz de la luna plateada. Si eso sucede, fracasarás.

—Olvidemos a Raistlin —propuso Par-Salian, resuelto a apurar todos los argumentos— y centrémonos en Crysania. ¿Permitiremos que se suma en un letargo eterno, sin devolverla nunca a la vida?

—¿Qué puede importarnos a nosotros la vida de una sacerdotisa de Paladine? —comentó Ladonna con una mueca irónica—. Nuestras preocupaciones pertenecen a esferas más elevadas y, además, juzgo impropio discutirlas en presencia de extraños. Expúlsalos de aquí —señaló a Caramon y a sus dos amigos— para que celebremos un consejo privado.

—Una sugerencia muy atinada —respaldó a la fémina el representante de los sabios investidos de rojo—. Nuestros huéspedes están cansados, hambrientos, y creo que encontrarán en extremo tediosas las diferencias familiares de este cónclave.

—De acuerdo —concedió el anciano, si bien su tono abrupto no pasó desapercibido a Tas—. Seréis llamados en su momento —dijo al trío.

—¡Esperad! —suplicó Caramon—. ¡Deseo asistir a este acto!

El fornido humano calló, atragantándose a causa de la sorpresa. La estancia había desaparecido, con sus ocupantes y las butacas de piedra.

Tan sólo permanecían a su lado Tas y Bupu, aquél muy ocupado en examinar su nuevo entorno. En efecto, se hallaban en una acogedora alcoba semejante a las de «El Último Hogar». El fuego ardía en la chimenea, tres mullidos lechos se alineaban en un extremo y, frente a las llamas, se erguía una mesa cargada de suculentos manjares. El aroma del pan recién horneado y la carne asada en las brasas activaron el apetito del kender. Estaba encantado, se le hacía la boca agua.

—Creo que hemos ido a dar con el lugar más maravilloso del mundo —aseveró.

14

Un alma en juego

El anciano mago de la túnica alba se hallaba en un estudio muy similar al que Raistlin utilizaba en la Torre de Palanthas excepto en que los libros, también alineados en estanterías, estaban encuadernados en piel blanca. Las runas plateadas de los lomos y cubiertas reverberaban bajo la luz del chisporroteante fuego, que difundía por la estancia un calor excesivo para el visitante corriente. Sin embargo, Par-Salian, que tenía el frío de la edad metido en los huesos, encontraba acogedora aquella atmósfera caldeada. Estaba sentado frente a su escritorio, contemplando las llamas, cuando lo sobresaltó el tímido golpeteo de unos nudillos en su puerta.

—Adelante —dijo con un suspiro.

Un joven hechicero, vestido del mismo color blanco apareció en el dintel para dar paso, con una reverencia, a una mujer ataviada de negro. Ella aceptó el homenaje sin proferir ningún comentario, acostumbrada al tratamiento que exigía su rango. Se quitó la capucha y dejó atrás al discípulo, deteniéndose en el dintel de la cámara en espera de que éste cerrara la puerta a su espalda para entrevistarse, en privado, con Par-Salian. Era Ladonna, la actual cabecilla de los nigromantes de la Orden.

Dirigió la fémina una penetrante mirada a la sala. Una gran parte de su interior se diluía en las sombras, allí donde la fogata no proyectaba su luz. Las cortinas estaban echadas, bloqueando la entrada de los rayos lunares, así que Ladonna alzó una mano y pronunció unos versículos que habían de permitirle escudriñar la penumbra. Una serie de objetos comenzaron al instante a brillar con un singular resplandor rojizo, indicativo de que poseían virtudes arcanas: un bastón apoyado en el muro, un prisma de cristal que descansaba en el escritorio, un candelabro de múltiples brazos, un gigantesco reloj de arena y algunas de las sortijas que adornaban los dedos del anciano. No pareció alarmarse, sino que se limitó a estudiarlos uno tras otro y asentir con la cabeza antes de tomar asiento, satisfecha, cerca de la labrada mesa. Par-Salian la observaba, esbozada una sonrisa en su ajado rostro.

—Te aseguro que no hay criaturas del más allá agazapadas en los rincones —declaró secamente—. De haber querido desterrarte de este plano, querida, lo habría hecho tiempo atrás.

—¿En nuestra juventud? —replicó Ladonna. Su cabello, de un gris plomizo, estaba recogido en una intrincada trenza que al culebrear por su cabeza, enmarcaba una faz cuyo atractivo realzaban, además, los surcos de la madurez. En efecto, tales surcos parecían haber sido cincelados por un delicado artista y, así, reflejaban tanto su inteligencia como su oscura sabiduría—. Habríamos librado entonces una reñida lid, gran maestro —apostilló.

—Prescindamos de los títulos —le rogó Par-Salian—. Hace demasiados años que nos conocemos para caer en formulismos.

—Sí, tantos que difícilmente podríamos disimular uno frente a otro —agregó la dama con una sonrisa, a la vez que posaba la vista en el fuego.

—¿Te gustaría volver atrás, Ladonna? —indagó el hechicero.

—¿Y tener que someter de nuevo a examen mi habilidad, sapiencia y dotes? ¿De qué serviría repetir el proceso? No, no me seduce la idea. ¿Y a ti?

—Habría coincidido contigo hace algunos lustros, pero ahora no estoy tan seguro —admitió él.

—Sea como fuere, y por muy agradable que resulte revivir el pasado, es otra la misión que me ha traído a tu estudio —anunció la nigromante en tono severo y frío—. He venido para oponerme a este desatino. Espero que no hablases en serio durante el cónclave, Par-Salian. —Se inclinó hacia adelante y sus ojos relampaguearon—. Ni siquiera tu probada bondad puede inducirte a enviar a ese necio humano a una época remota, con la misión de detener a Fistandantilus y salvar el alma de su hermano. ¡Piensa en el peligro! Podría alterar la Historia, y todos nosotros cesaríamos de existir.

—La bondad nada tiene que ver con este asunto, eres tú quien debe reflexionar, Ladonna —le espetó el dignatario—. El tiempo es un gran río que fluye sin tregua, más ancho y caudaloso que ninguno de los que conocemos. Arroja una piedra a su rugiente curso, ¿crees acaso que dejará de discurrir, o que sus aguas retrocederán? ¿Supones que se desviará su cauce en otra dirección? ¡Por supuesto que no! La piedra, el guijarro, producirá unos rizos en su superficie y se hundirá al instante. Impasible, el río no mudará su recorrido.

—¿De qué hablas? —inquirió la hechicera sin comprender el símil.

—Comparo a Caramon y Crysania con guijarros, querida —explicó Par-Salian—. No afectarán el transcurso del tiempo más de lo que lo harían dos rocas lanzadas al fondo del Thon-Salarian. Son dos piedrecitas —repitió.

—Según Dalamar no apreciamos en lo que vale el poder de Raistlin —le recordó Ladonna—. De no estar convencido de su éxito no se aventuraría, no es ningún demente.

—Está seguro de averiguar la fórmula mágica que necesita, y eso no podemos impedírselo. Pero el encantamiento nada significa si no cuenta con la ayuda de Crysania, por eso la sacerdotisa tiene que hacer ese viaje.

—Sigo sin entender…

—¡Debe morir, Ladonna! —la interrumpió el viejo mago—. ¿Me obligarás a conjurar una visión? Debe ser enviada a una era en la que todos los clérigos desaparecieron de estas tierras. Raistlin aseveró que tendríamos que mandarla, que no nos quedaría otra opción, y también afirmó que era el único medio a nuestro alcance para contrariar sus planes. Crysania es su mayor esperanza… y su temor más latente. Sin su auxilio no traspasará la puerta, pero ha de acompañarle por su propia voluntad y ése es el motivo de que se haya propuesto debilitar su fe, desencantarla hasta tal punto que ella decida actuar a su lado. —Hizo una pausa y, ondeando su mano en el aire, añadió—: No perdamos más tiempo, el hechicero parte mañana y hay que ponerse manos a la obra.

—En ese caso, mantenla aquí —sugirió Ladonna desdeñosa—. Me parece más sencillo.

El mago meneó la cabeza.

—Volvería a buscarla —argumentó él—. Y para entonces habría adquirido unos conocimientos arcanos que le permitirían hacer cuanto le plazca.

—Mátala.

—Ya se ha intentado, sin el menor éxito. Y por otra parte ni siquiera tú, con todo tu poder, la destruirías mientras permanezca bajo la protección de Paladine.

—Quizás el dios impedirá que emprenda el viaje.

—No. He estudiado los augurios y se mantiene neutral, ha dejado el problema en nuestras manos. Crysania es aquí un vegetal, ninguna criatura viviente es capaz de restituirle el aliento. Quizá Paladine ha resuelto que perezca en un lugar y un tiempo en los que su muerte tenga un sentido. De ese modo se completará su ciclo de existencia.

—Veo que has determinado enviarla a un fin irreversible —susurró la dama con expresión de perplejidad—. Tu túnica inmaculada se teñirá de sangre, viejo amigo.

Par-Salian, desfigurado el rostro, estampó los puños en la mesa.

—¡No azuces más el fuego, bastante dolorosa es la encrucijada en la que me encuentro! —le reprochó—. Pero ¿qué otra cosa puedo hacer? ¿No comprendes que estoy en una situación límite? Veamos, ¿quién es el adalid de los nigromantes?

—Yo —respondió Ladonna.

—¿Y quién ocupará ese puesto si él regresa victorioso?

La interpelada frunció el ceño y calló.

—Comienza a hacerse la luz en tu mente —constató el anciano—. Sé que mis días están contados, Ladonna. ¡Oh, sí, mis facultades perduran! Quizás incluso se hallen en pleno apogeo, pero todas las mañanas, al levantarme, me traspasa el aguijón del miedo. ¿Y si hoy incurro en un titubeo senil? Cada vez que me falla la memoria al invocar un hechizo me pongo a temblar, sabedor de que llegará el momento en que no recuerde las palabras correctas. Estoy cansado —confesó, cerrando los ojos—. Lo único que anhelo es recogerme en esta alcoba, sentarme frente a las cálidas llamas y anotar en mis libros los conocimientos adquiridos a través de los años. Sin embargo, no puedo claudicar, he de ser yo quien elija a mi sucesor y evitar que ostente mi rango quien no ha de darle buen uso. No me arrancarán de mi butaca en el semicírculo. Te aseguro que me juego en esta empresa mucho más que cualquiera de vosotros.

—Quizá te equivoques —repuso la hechicera sin apartar la vista de la crepitante fogata—. Si Raistlin vuelve con el triunfo dejará de existir el cónclave, todos nos convertiremos en sus siervos. ¡Pero continúo oponiéndome a esta locura, Par-Salian! —lo imprecó con los puños cerrados—. El riesgo es excesivo. Crysania debe permanecer aquí, dejemos que Raistlin descubra los secretos de Fistandantilus y preparémonos para su retorno. Aunque no desestimo su poder, es evidente que transcurrirán lustros antes de que domine las artes impartidas por su antecesor en su largo período de vida. Durante todo ese tiempo tomemos medidas, armémonos contra él. Podemos…

La interrumpió un crujir de pasos en las sombras de la estancia. La nigromante se apresuró a volverse, introducida su mano en uno de los bolsillos secretos de su atuendo.

—Detente, Ladonna —le ordenó una voz—. No malgastes tus energías invocando un hechizo de protección. No soy una criatura de ultratumba, Par-Salian nunca mentiría en esas cuestiones.

La figura avanzó hasta el círculo de luz dibujado por el fuego, envuelta en los rojizos fulgores que despedía su túnica. Ladonna se acomodó, aliviada, en su asiento, si bien la ira que irradiaban sus pupilas habría hecho retroceder a un aprendiz.

—No, Justarius —dijo fríamente—, no vienes del más allá. ¿De modo que has conseguido zafarte de mi agudo escrutinio? No cabe duda de que tu astucia aumenta cada día que pasa. Y tú envejeces al mismo ritmo, amigo mío —se dirigía a Par-Salian—, si necesitas ayuda para tratar conmigo este asunto.

—Estoy seguro de que la sorpresa del gran maestro al descubrir mi presencia es mayor que la tuya, Ladonna —intervino el llamado Justarius antes de que lo hiciera el indignado anciano.

Arremangándose el repulgo de sus encarnadas vestiduras, el recién llegado fue a sentarse en la otra butaca que flanqueaba el escritorio. Cojeaba al andar, su manera de arrastrar el pie demostraba que Raistlin no era el único en exhibir en su anatomía los estragos de la Prueba.

—Aunque, por otra parte, quizá nuestro adalid haya preferido ocultarnos su penetrante sensibilidad —rectificó sin tardanza.

—Es obvio que te he detectado —apostilló el interesado—. Lo que ocurre es que no he querido romper el hilo de nuestra charla.

—En cualquier caso, poco importa —dijo el hechicero ataviado de rojo para zanjar la cuestión—. Sólo quería escuchar tus explicaciones a Ladonna.

—No necesitabas recurrir a ardides —lo reprendió el gran maestro—, de haberme pedido audiencia te habría expuesto los mismos puntos.

—Acaso alguno menos, ya que yo no habría osado presentar la réplica. Estoy de acuerdo contigo, desde el principio he aprobado tu proceder, pero si mi postura es favorable es porque conozco la verdad.

—¿Qué verdad? —repitió Ladonna. Miró de hito en hito a sus dos contertulios, dilatados sus ojos en una mezcla de cólera y sorpresa.

—Tendrás que mostrársela —instó Justarius al anciano sin mudar el tono de voz—, de otro modo nunca la convencerás. Haz que vea dónde radica el más grave peligro.

—¡No voy a ver nada! —protestó la nigromante en la cumbre de su enfado—. No os esforcéis, no me haréis creer un ápice de vuestras confabulaciones.

—Tendrá que invocar el encantamiento por sí misma, así olvidará sus resquemores —sugirió el mago de rojo encogiéndose de hombros.

Par-Salian emitió un quedo gruñido y, a continuación, tendió a Ladonna el prisma de cristal que reposaba en el escritorio. Cuando ella lo hubo asido, le indicó:

—El bastón de la esquina perteneció a Fistandantilus, el más poderoso brujo que nunca existiera. Formula el encantamiento de la visión, Ladonna, y contempla la vara.

La dignataria acarició el prisma dubitativa, sin cesar de espiar a aquellos dos hombres que tan poca confianza le inspiraban.

—¡Vamos! —apremió el anciano—. No lo he manipulado ni urdido ninguna argucia, sabes perfectamente que soy incapaz de traicionarte.

—Sin embargo, podrías engañar a otros sin reparos —lo acusó Justarius.

Par-Salian le clavó una fulgurante mirada, pero se abstuvo de responder.

Movida por una súbita resolución, Ladonna alzó el cristalino objeto y lo llevó a la altura de sus ojos mientras entonaba unos versículos de asonante y forzada rima. Al instante, un arco iris de luz brotó del prisma e iluminó con sus vivas tonalidades la lisa vara que se apoyaba en un sombrío rincón del estudio. Se formó un espectro multicolor, un refulgente abanico que envolvió el cayado como si quisiera infundirle vida, y eso fue lo que hizo: su reseca madera comenzó a vibrar y, al alcanzar la incandescencia, asumió la imagen de su dueño.

La hechicera examinó aquel contorno durante largos minutos y luego, despacio, bajó el prisma que se había aplicado a las pupilas. En el momento en que dejó de concentrarse se desvaneció el aparecido y el arco iris se apagó, en un débil parpadeo.

—Y bien, Ladonna, ¿seguimos adelante con nuestro proyecto? —la interrogó Par-Salian ignorando su intensa palidez.

—Permíteme estudiar el encantamiento que ha de catapultarlos al pasado —solicitó ella con voz temblorosa.

—¡Eso es imposible, no deberías pedírmelo! —exclamó el gran maestro en el límite de su paciencia—. Sólo los amos de las Torres están autorizados a penetrar los entresijos del hechizo…

—Tengo al menos derecho a ver el texto —fue la gélida contestación—. Oculta los componentes y las palabras a mis sentidos de ser tal tu deseo, pero no me niegues la oportunidad de leer los otros pormenores. Discúlpame si mi fe en ti, viejo amigo —se endurecieron sus rasgos—, no es la de otros tiempos. He de confesar que, en mi opinión, tus vestiduras se están volviendo tan grises como tu cabello.

Justarius sonrió ante el comentario, al parecer divertido. Par-Salian, por el contrario, se agitó indeciso en su butaca.

—Mañana al alba, no lo olvides —le urgió el joven mago para forzar su resolución.

Molesto, a regañadientes, el mandatario de alba túnica se puso en pie y tiró de una cadena de plata apenas visible bajo su peto, de la que pendía una llave de idéntico metal… la llave que tan sólo el amo de la Torre de la Alta Hechicería ostentaba el privilegio de utilizar. Años atrás existían cinco, ahora únicamente perduraban dos. Se desprendió el anciano de la valiosa pieza, que siempre portaba ceñida al cuello, y la insertó en un ornamentado cofre que se erguía cerca del escritorio, mientras los tres magos se preguntaban en silencio si Raistlin estaría haciendo lo mismo en aquel instante, con su propia llave, o quizás incluso extraía del interior de su cofre un libro de hechizos cuya argéntea encuadernación era una réplica exacta de la que ellos poseían. Acaso ambos adalides pasaban al unísono las sagradas páginas, despacio y con solemnidad, hojeando los encantamientos reservados a los señores de las Torres.

Antes de abrir la cubierta, Par-Salian musitó las palabras prescritas que sólo los de su rango conocían; de no hacerlo, el volumen se habría desvanecido entre sus manos. Al llegar al correcto recogió el prisma en el lugar donde lo depositara Ladonna y lo sostuvo sobre el pergamino, a la vez que repetía los mismos versículos de áspera rima que pronunciara la nigromante.

Brotó el arco iris, derramando su luz sobre la página. Una orden del anciano hizo que los rayos luminosos se desviaran hacia un muro desnudo situado al otro lado de la sala.

—Mirad, en esa pared va a dibujarse la descripción escrita del encantamiento —dijo a sus acompañantes con acento iracundo.

Ladonna y Justarius se apresuraron a obedecer y, de ese modo, leyeron las frases a medida que las proyectaba el objeto de cristal. Ninguno de ellos logró distinguir los componentes ni la fórmula, que aparecían ante sus ojos en borrosos caracteres fruto del arte del gran maestro o, acaso, de las condiciones impuestas por el hechizo mismo. Por lo demás, el texto era perfectamente inteligible.

»La capacidad de retroceder en el tiempo está al alcance de los elfos, humanos y ogros, por tratarse de razas que los dioses crearon en los inicios de la Historia y que, por consiguiente, viajan al ritmo de su devenir. No están autorizados a usar este encantamiento los enanos, los gnomos ni los kenders, seres que nacieron de manera accidental, escapando a las previsiones de las divinidades (consúltese el párrafo dedicado a la Piedra Gris de Gargath, apéndice G). La introducción de una de tales criaturas en una era pasada podría tener graves repercusiones en el presente, aunque se ignoran sus dimensiones. (Una nota, escrita a mano por Par-Salian con trazo inseguro, sumaba el término draconianos a las razas sobre las que pesaba la prohibición).

»Existen peligros, sin embargo, que el mago debe tener en cuenta antes de proceder a la realización del prodigio. Si muere durante su periplo en el tiempo, el futuro no resultará afectado, pues su fallecimiento redundará en la estricta actualidad. Su muerte no alterará, de hecho, ni el pasado, ni el presente ni el porvenir salvo en aquellas circunstancias ya prescritas de antemano y, por ende, carentes de interés. Tal es el motivo de que no malgastemos nuestras energías en la formulación de hechizos protectores.

»El mago no podrá cambiar de ninguna manera los sucesos ocurridos previamente, una precaución de todo punto imprescindible. Así, este encantamiento sólo resultará útil a los estudiosos tal como, de buen comienzo, fue concebido. (Otra nota, ésta en una caligrafía mucho más antigua que la de Par-Salian, indicaba al margen: No es posible impedir el Cataclismo, lo hemos aprendido a costa de nuestro sufrimiento y a un alto precio. Descanse su alma en el seno de Paladine).

—Ahora comprendo cuál fue su destino —comentó Justarius sorprendido—. Ha sido un secreto celosamente guardado a través de las generaciones.

—Fue absurdo intentarlo siquiera —coreó Par-Salian—, pero se hallaban en una situación desesperada.

—Al igual que nosotros —intervino Ladonna con cierta amargura—. ¿Hay más información?

—Sí, en la página siguiente —respondió el gran maestro.

«Si el mago no desea viajar personalmente, sino que se dispone a enviar a otro (siempre atento a las salvedades raciales ya descritas), debe equipar a quien realice el periplo con un ingenio susceptible de activarse a voluntad de tal suerte que, en cualquier momento, éste pueda regresar a su tiempo».

A continuación se exponían las características y métodos de construcción de los artefactos mencionados…

—Eso es todo cuanto nos incumbe —concluyó Par-Salian y, con un simple gesto de la mano, absorbió el abanico luminoso entre sus finos dedos hasta que hubo desaparecido por completo—. El resto no contiene más que detalles técnicos relativos a estos aparatos. Poseo uno antiguo, se lo entregaré a Caramon.

Puso un énfasis inconsciente en el nombre del humano, si bien los otros dos sabios no dejaron de advertirlo. Ladonna esbozó una sonrisa impregnada de ironía y se acarició el negro ropaje, mientras Justarius se limitaba a menear la cabeza. Par-Salian, por su parte, pensó, de pronto, en las implicaciones y se hundió en su butaca con la pesadumbre dibujada en la faz.

—Así que el guerrero utilizará ese objeto en solitario —constató el representante de la Neutralidad—. Me has revelado por qué mandamos a Crysania, sé que ha de emprender un viaje sin retorno. Pero ¿Y Caramon?

—Él será mi redención. —El viejo mago hablaba sin alzar la vista, puestos los ojos en aquellas trémulas manos que reposaban sobre el esotérico libro—. Su cometido en esta empresa es salvar un alma, tal como yo mismo le puntualicé: lo que ignora es que no será la de su hermano.

Levantó ahora la mirada, una mirada de consternación que fijó primero en Justarius y, acto seguido, en Ladonna. Ambos hicieron ademán de asentir.

—La verdad podría destruirle —justificó el mago de la Túnica Roja.

—Poco es lo que resta por destruir —lo corrigió la dama, rígida cual un témpano de hielo. Se puso en pie y su colega la imitó, algo vacilante hasta que consiguió equilibrarse sobre su lisiado miembro—. Mientras te desembaraces de la mujer —se dirigía a Par-Salian—, poco me importa lo que hagas con ese hombretón. Si crees que limpiará la sangre de tu atavío, ayúdale, no te detengas. En el fondo todo este asunto se me antoja divertido, pues pone de manifiesto que a medida que envejecemos nos hermanamos. No somos tan distintos ¿verdad, amigo mío?

—Las diferencias existen, Ladonna —replicó el aludido con una mueca que delataba su agotamiento—. Son los contornos los que pierden precisión, las líneas exteriores las que se tornan borrosas. ¿Significan tus palabras que el sector que encabezas respaldará mi decisión?

—No tenemos otra alternativa —se resignó ella sin demostrar sus emociones—. Si fracasas…

—Goza con mi caída —la invitó Par-Salian.

—Lo haré —repuso la dama—, más aún a sabiendas de que será el último espectáculo que pueda disfrutar en esta vida. Adiós, gran maestro.

—Adiós, Ladonna.

—Una mujer inteligente —comentó Justarius cuando la puerta se hubo cerrado tras ella.

—Una rival digna de ti —apuntó el anciano, recobrando su erguida postura tras el escritorio—. Me gustará veros batallar para ocupar este puesto.

—Espero que tengas oportunidad de hacerlo —contestó su oponente con la mano en el picaporte—. ¿Cuándo formularás el hechizo?

—Mañana a primera hora. —La voz del dignatario resonó gris en la alcoba—. Los preparativos requieren días de arduo trabajo, pero ya lo tengo todo a punto.

—¿No necesitas ayuda?

—Ni siquiera recurriría a la de un aprendiz, es demasiado extenuante. Sin embargo, hay algo que podrías hacer: disolver el cónclave en mi nombre.

—Descuida, cumpliré tu encargo. ¿Tienes instrucciones para el kender y la enana gully?

—Devuelve a la mujer a su casa, con algunas bagatelas que sean de su agrado. En cuanto al kender, mándale donde mejor te parezca salvo a las lunas, por supuesto. No le ofrezcas nada —añadió sonriente—, estoy seguro de que habrá recopilado suficientes tesoros antes de partir. Registra discretamente sus bolsas pero, a menos que halles algo importante, deja que conserve lo que haya encontrado.

—¿Y Dalamar?

—Sin duda el elfo oscuro ya no está en la Torre, le horroriza la idea de hacer esperar a su Shalafi. —Los arrugados dedos del maestro tamborilearon sobre la mesa y su ceño, salpicado de hondos surcos, se frunció en señal de frustración—. ¡Es extraño el embrujo que irradia Raistlin! Nunca te has tropezado con él, ¿verdad? No, claro. Recuerdo que yo mismo sentí su atractivo influjo sin comprender de dónde provenía.

—Quizá yo pueda explicarlo —aventuró Justarius—. Todos hemos sufrido la burla ajena en un momento de nuestras vidas, todos hemos envidiado al hermano. Hemos experimentado el dolor, hemos conocido instantes de fragilidad y hemos anhelado, al igual que él, aplastar a nuestros enemigos. Si lo compadecemos, lo odiamos y lo tememos al mismo tiempo, es porque anida algo de él en nuestras entrañas, algo que no nos confesamos sino en lo más oscuro de la noche.

—Cierto, todas las criaturas tenemos algo en común. La más bondadosa es equiparable a la más abyecta, aunque rehuse admitirlo. ¡Dichosa sacerdotisa! ¿Por qué se ha entremetido en este espinoso asunto? —vociferó el anciano hechicero.

—Adiós, amigo —lo atajó el joven al reparar en su creciente desasosiego—. Aguardaré junto al laboratorio por si precisas de mí cuando hayas terminado.

—Gracias —murmuró Par-Salian sin alzar el rostro.

Justarius salió renqueando del estudio y, al cerrar la puerta con excesiva precipitación, dejó un pliegue de su túnica atrapado en el quicio. Desencajó la hoja para liberarlo y reanudó la marcha, no sin antes oír unos sollozos procedentes del escritorio.

15

Las desventuras de un kender

Tasslehoff Burrfoot estaba aburrido. Como todo el mundo sabe, nada hay más peligroso que un kender corroído por tal sensación.

Bupu, Tas y Caramon estaban cenando. Era un ágape presidido por el tedio. El guerrero, absorto en sus cavilaciones, no pronunció una sola palabra y permaneció inmóvil, encerrado en su mutismo, mientras devoraba sin paladearlo todo cuanto se exponía a sus ojos. La enana ni siquiera se había sentado junto a sus compañeros. Se había hecho con un cuenco y se embutía el alimento en la boca con la rapidez que aprendiera entre los de su raza. Tras vaciar el primer recipiente agarró una salsera, la mantequilla, azúcar y nata y lo engulló todo mezclado a idéntica velocidad, antes de apoderarse de una fuente de patatas al horno y empezar a consumirlas. Cuando Tas se percató de su descontrolada avidez se disponía a tragar un puñado de sal, siempre utilizando las manos en lugar de cubiertos. Por fortuna, el kender la detuvo a tiempo.

—Me siento mucho mejor —dijo el hombrecillo a la vez que apartaba su plato y trataba de ignorar a Bupu, que se había lanzado sobre los restos y los lamía con deleite—. ¿Y tú, Caramon, cómo te encuentras? Vayamos a explorar.

—¡Explorar! —exclamó el guerrero, dirigiéndole una fulminante mirada que le hizo titubear—. ¿Estás loco? ¡No atravesaría esa puerta ni aunque me esperasen al otro lado todos los tesoros de Krynn!

—¿De verdad? —preguntó Tas excitado—. ¿Y por qué? Oh, Caramon, te lo ruego, cuéntame qué hay en el exterior.

—No lo sé —fue la decepcionante respuesta—, pero debe ser espantoso.

—No he visto centinelas…

—No, y existe una buena razón para que nadie nos vigile —lo interrumpió su fornido amigo—. Si no han apostado guardianes no es porque confíen en nosotros, sino porque nadie en sus cabales se aventuraría en los pasadizos de la Torre. Conozco bien esa expresión que acabas de adoptar, Tasslehoff, y te ordeno que la borres de tu semblante. Aunque lograras salir, cosa que dudo —observó la cerrada hoja con temor—, probablemente te precipitarías en los poco acogedores brazos de un espectro o algo peor.

Las pupilas de Tas se dilataron de ansiedad, si bien consiguió reprimir el comentario jubiloso que afloraba en sus labios. Tras posar la vista en sus botines para calmar aquel acceso de entusiasmo, admitió:

—Creo, Caramon, que por un momento he olvidado dónde estamos.

—Así es —lo reprendió el guerrero con severidad, antes de frotarse los doloridos hombros y agregó—: Estoy muy cansado, necesito dormir. Te aconsejo que tú y la pequeña Bubu, Pupu o como se llame os acostéis también. ¿De acuerdo?

—Haremos lo que tu digas, Caramon, no te inquietes.

La enana gully, saciada hasta el embotamiento, ya se había acurrucado sobre una estera extendida frente al fuego. Utilizaba como almohada un montículo de puré de patatas que no le había quedado apetito para consumir.

Caramon espió al kender con evidente recelo y éste, al advertirlo, asumió la actitud más próxima a la inocencia que les es dado exhibir a los de su raza. Tanta docilidad hizo que su oponente lo señalara amenazador y lo obligase a empeñar su palabra.

—Prométeme que no abandonarás esta estancia, Tasslehoff Burrfoot —lo conminó—. Júramelo por tu honor, como harías con Tanis si estuviera aquí.

—Lo juro por mi honor —repitió el kender en solemne postura—, como haría con Tanis si se hallara entre nosotros.

—Bien, te creo.

Suspiró el humano y se derrumbó sobre un lecho que crujió en ostensible protesta, hundiéndose el colchón hasta el suelo bajo tan terrible peso.

—Supongo que alguien vendrá a despertarnos cuando tomen una decisión —declaró con voz mortecina.

—¿Estás realmente dispuesto a viajar al pasado? —lo interrogó Tas entre pensativo y nostálgico, sentado ya en su cama con la aparente intención de desabrocharse las botas.

—Sí, no es ninguna hazaña —susurró Caramon somnoliento—. Durmamos todos, ha sido un día muy ajetreado. Y… gracias, amigo. Me has prestado una gran ayuda. —Arrastraba las palabras, que acabaron por diluirse en un sonoro ronquido.

El kender permaneció inmóvil, a la espera de que la respiración de Caramon se tornara rítmica y regular, lo que no tardó en suceder dado el agotamiento tanto físico como emocional del guerrero. Al contemplar aquel rostro lívido, asolado por las lágrimas y el dolor, Tas sintió el aguijón de la conciencia, pero estaba acostumbrado a acallar tales punzadas con igual celeridad que un humano se sobrepondría a una picadura de mosquito.

«Nunca sabrá que me he ausentado —se dijo a sí mismo mientras gateaba por el suelo junto al lecho del compañero—. Además no se lo he prometido a él, sino a Tanis, que no saldría de esta cámara. Como Tanis no está aquí, mi juramento queda invalidado. Estoy seguro de que Caramon habría querido explorar los contornos de no haberle vencido el cansancio».

Siguió elucubrando el hombrecillo de tal manera que, cuando pasó sigiloso junto al rechoncho cuerpecillo de Bupu, estaba ya del todo convencido de que el guerrero le había ordenado inspeccionar la zona antes de acostarse. Manipuló el picaporte con cierto reparo, temeroso de que se cumpliera la advertencia de Caramon, pero éste cedió al instante. «Somos huéspedes, no prisioneros», se repetía.

Al menos que hubiera un espectro de guardia, nada lo detendría en su cometido. Asomó la cabeza, con suma cautela, por la hoja entreabierta y escudriñó a ambos lados del pasillo. Nada. No se veía ninguna figura, así que, tras exhalar un suspiro de desencanto, cruzó el umbral y cerró el acceso a la alcoba.

El pasadizo se prolongaba a derecha e izquierda, fundiéndose en las sombras de sendos recodos. Estaba desierto, reinaba en él un frío perturbador. En su lóbrego recorrido se dibujaban otras puertas, todas ellas cerradas a cal y canto, y no alegraba su trazado ningún elemento decorativo, ni tapices colgados de los muros ni alfombras extendidas sobre el suelo. Ni siquiera se divisaba la luz de una antorcha, acaso porque los magos se iluminaban por otros medios cuando deambulaban después del crepúsculo.

Un ventanuco situado en el extremo permitía que los rayos de Solinari, la luna de plata, se filtrasen a través del cristal, mas su radio de acción era reducido. Por un momento el kender consideró la posibilidad de retroceder hasta la sala que acababa de dejar y encender una tea, si bien no tardó en comprender que, de despertarse Caramon, quizá no recordaría que era él quien lo había incitado a reconocer el recinto.

«Me internaré en alguna de esas estancias, tomaré prestada una vela y, de paso, tendré la oportunidad de conocer a otros moradores de la Torre», resolvió el kender.

Avanzó por el pasillo, silencioso como los haces lunares que danzaban sobre los muros, hasta llegar a la siguiente puerta. «No llamaré, es probable que duerman —razonó, a la vez que posaba la mano en el picaporte—. ¡Está cerrada con llave!». Entusiasmado frente a la perspectiva de hallar una ocupación, al menos durante unos minutos, extrajo de una bolsa sus herramientas y las levantó hacia la argéntea luz eligiendo el alambre adecuado para forzar la cerradura.

—Espero que no la hayan atrancado mediante un hechizo —murmuró, sintiendo que un frío repentino entumecía sus huesos. No ignoraba que los magos recurrían en ocasiones a tales ardides, una costumbre que en su opinión de kender atentaba contra la ética más elemental. Pero quizás en una Torre de la Alta Hechicería, habitada sólo por criaturas arcanas, no juzgarían necesario invocar tales portentos. «Cualquiera podría echarla abajo con otro encantamiento», argumentó al objeto de tranquilizarse.

Como era de prever, el cerrojo no opuso resistencia a sus hábiles dedos. Con el corazón palpitante, el kender empujó el quicio de la puerta y espió el interior de la sala que se desvelaba a sus ojos. La única luz que la alumbraba era una débil fogata a punto de extinguirse, así que aguzó el oído para percibir cualquier sonido procedente del lecho, envuelto en penumbra. No llegaron hasta él ronquidos ni inhalaciones, y se decidió a entrar. En efecto, la cama estaba vacía.

«No les importará que me lleve una vela si no han de utilizarla», se convenció a sí mismo. Cuando detectó una con su aguda vista, encendió el pabilo aplicándolo a un carbón incandescente y, raudo pero meticuloso se entregó al placer de examinar las pertenencias del ocupante de la alcoba. No tardó en comprender que, quienquiera que éste fuese, no se distinguía por su pulcritud.

Dos horas después, y con varias habitaciones en su haber, Tasslehoff regresó cansino a la suya, abultados sus saquillos a causa de los fascinantes artículos que habían ido engrosándolos. Por descontado, abrigaba la firme intención de restituir todo a sus dueños a la mañana siguiente. Había recogido la mayoría de los objetos en las mesas, donde yacían esparcidos sin orden ni concierto, e incluso halló algunos abandonados en el suelo. También había rescatado atractivas bagatelas de los bolsillos de túnicas que seguramente debían lavarse, en cuyo caso se habrían extraviado y no serían útiles a nadie.

Antes de llegar, no obstante, y ya salvado el último tramo de pasillo, se detuvo sobresaltado al ver un torrente de luz en la rendija de su puerta.

—¡Caramon! —exclamó si bien, lejos de precipitarse, su cerebro se pobló de inmediato de centenares de excusas plausibles para justificar la larga ronda. Quizás el guerrero aún no lo había echado de menos, sumergido en los efluvios del alcohol. Sea como fuere, el kender avanzó de puntillas hasta la hoja cerrada y escuchó en perfecto silencio.

Oyó voces. Reconoció una como la de Bupu, pero la otra… Frunció el ceño pues, aunque le resultaba familiar, no acababa de identificarla.

—Te enviaré junto al Gran Pulp en cuanto me reveles su paradero. ¿Cómo voy a cumplir tu deseo si no me ayudas? —protestaba el desconocido, en un tono que denotaba cierta exasperación.

Al parecer hacía ya rato que duraban las negociaciones. Tas miró por el ojo de la cerradura y vio a Bupu, salpicadas las greñas de puré de patata, erguida en actitud recelosa frente a una figura ataviada de rojo. Al fin, Tas recordó dónde había oído aquella voz: pertenecía al mago del cónclave que había importunado sin descanso a Par-Salian.

—¡Gran Bulp! —corrigió indignada la enana gully—. Su título es Gran Bulp, no Gran Pulp. Está en casa. Mándame a casa y yo lo encontraré.

—De acuerdo. ¿Dónde está tu casa?

—Donde vive el Gran Bulp.

—¿Y dónde vive el Gran Pul… Bulp? —insistió el hechicero, abandonadas las últimas esperanzas.

—En casa —fue la sucinta respuesta de Bupu—. Ya te lo he dicho antes. ¿Tienes orejas debajo de esa capucha? Quizá seas sordo.

La diminuta mujer desapareció unos segundos del campo de visión de Tas, al agacharse para revolver en su hatillo. Cuando se levantó de nuevo exhibía en su mano un lagarto muerto, con una correa anudada en torno a su cola.

—Te curaré —ofreció—. Introduce el rabo en el lóbulo y…

—Agradezco tu interés —se apresuró a declarar el mago—, pero puedo asegurarte que no sufro ninguna anomalía. Veamos, ¿cómo se llama tu hogar? ¿Tiene algún nombre?

—El Pozzo, con dos zetas. Imaginativo, ¿verdad? —comentó ella orgullosa—. Fue idea del Gran Bulp. En una ocasión devoró un libro y aprendió mucho. Todavía lo guarda aquí —añadió, señalando su estómago.

Tas tuvo que cubrirse los labios con la mano para refrenar una carcajada, mientras advertía que el hechicero experimentaba problemas similares. Temblábanle los hombros bajo la túnica, y no pudo articular palabra hasta unos momentos después. Cuando lo hizo, su voz parecía quebrada.

—¿Cómo denominan los humanos a tu… tu Pozzo?

—De un modo muy feo. Se diría que escupen: Skroth.

—Skroth —repitió el sabio, desconcertado pero sin desistir de su propósito. De pronto, chasqueó los dedos y se le iluminó el rostro—. ¡Ya lo tengo! —exclamó—. El kender pronunció ese nombre en la asamblea. Sin duda te refieres a Xak Tsaroth.

—Te lo he dicho hace un minuto —gruñó Bupu—. ¿De verdad no quieres probar mi remedio contra la sordera? Insertas la cola…

Emitiendo un suspiro de alivio, el mago extendió la mano sobre la cabeza de la enana y comenzó a entonar un extraño cántico. Entre una y otra estrofa, derramaba sobre la pequeña gully un polvillo que la hacía estornudar violentamente.

—¿Ahora volveré a casa? —indagó Bupu, olvidadas sus suspicacias.

El hechicero no contestó, no podía interrumpir su fórmula.

«No es nada simpático —rezongó ella para sus adentros, molesta por la picazón que la agitaba cada vez que una nueva capa de polvo se depositaba sobre su cuerpo—. Ninguno de estos seres puede compararse a mi hombre cautivador. Él no se burlaba de mí, me llamaba "pequeña"».

La substancia harinosa que envolvía a la enana gully empezó a refulgir con una luz amarilla. Tas contempló sin resuello cómo los resplandores ganaban intensidad y se tornaban anaranjados, verde mar, azules y…

—¡Bupu! —susurró el kender. Su compañera había desaparecido.

«¡Y yo seré el próximo!», comprendió aterrorizado. En efecto, el renqueante individuo echó a andar hacia el lecho donde Tas, en una estratagema digna de su astucia, había confeccionado una tosca réplica de sí mismo para que Caramon no se preocupara en el caso de despertar.

—Tasslehoff Burrfoot —lo llamó con quedo acento el mago de Túnica Roja. Éste se hallaba ahora en un rincón de la alcoba y el kender había dejado de divisarle.

El hombrecillo estaba paralizado, aguardando que el sabio descubriera el engaño. No le asustaba la idea de ser atrapado, no sería la primera vez que escapara de un atolladero gracias a su locuacidad, pero le causaba un espanto indecible que lo mandaran a su recóndito país. Por mucho que se lo propusieran, no catapultarían a Caramon al pasado sin él.

«¡Mi amigo me necesita! —se revolvió en una muda agonía—. Ellos no saben que atraviesa momentos difíciles, no se han preguntado qué ocurriría si yo no estuviera a su lado para arrancarle de las tabernas».

—Tasslehoff —persistió el hechicero al no recibir respuesta. Debía hallarse junto a la cama.

Hundió el kender la mano en uno de sus saquillos y, sacando un puñado de quincalla, esperó contra toda esperanza encontrar algo útil. Abrió la palma, la alzó hacia la llama de su vela y columbró bajo su tenue luz un anillo, un grano de uva y una pelota de cera. Era obvio que estos últimos objetos no le interesaban, de modo que se desprendió de ellos.

—¡Caramon! —oyó que el mago interpelaba al guerrero con tono severo. El hombretón rezongó y gimió, no era difícil adivinar que su oponente lo estaba zarandeando—. Caramon, despierta. ¿Dónde está el kender?

Tas trató de ignorar la escena que se desarrollaba en la cámara para concentrarse en examinar la sortija. Probablemente era mágica, quizá si recordaba de qué dormitorio la había sustraído… ¿era el tercero o el cuarto de la izquierda? Poco importaba, lo que tenía que hacer era conjurar sus virtudes y, por regla general, eso se lograba con sólo ceñirla al dedo adecuado. El kender era un experto en estas cuestiones ya que, en el curso de una aventura, se había probado una accidentalmente y había sido transportado al palacio de un perverso brujo. Tal recuerdo lo detuvo, no sabía cuál sería el resultado si volvía a intentarlo.

Existía la posibilidad de que en su cerco se ocultara alguna clave reveladora. Sin pensarlo dos veces comenzó a voltearla entre sus dedos, tan precipitadamente que a punto estuvo de caérsele al suelo. ¡Por fortuna no era tarea liviana despertar a Caramon!

Era una joya sencilla, tallada en marfil y con dos piedras rosáceas. En el interior aparecían unas runas de imposible lectura, que evocaron en la memoria del kender aquellos anteojos de la visión que un día perdiera en Neraka. Sintió una gran congoja al pensar en ellos, e indignación al imaginar que acaso en la actualidad los lucía sobre sus ojos un abyecto draconiano.

—¿Qué… qué pasa? —balbuceó el amodorrado guerrero—. Indiqué a Tas que no se moviera, que había espectros…

—¡Maldita sea! —renegó el sabio con el rostro tan encendido como el atavío. ¡Se dirigía hacia la puerta!

—¡Escúchame, Fizban, te lo suplico! —murmuró el kender—. Si te acuerdas de mí, cosa que pongo en duda, ven en mi auxilio. Yo era aquel individuo de pequeña estatura que siempre recuperaba tu sombrero, estoy seguro de que ese detalle te permitirá identificarme. ¡No dejes que manden a Caramon a ese viaje en solitario! Puedes convertir esta alhaja en un anillo de invisibilidad, o de algo que les impida apresarme.

Entornando los párpados para no presenciar los horrores que quizá había invocado, Tasslehoff deslizó la sortija por su pulgar. A decir verdad, en el último momento abrió los ojos pues no quería perderse el espléndido espectáculo del Mal.

No se produjo ningún fenómeno, las pisadas desiguales del hechicero se aproximaban, implacables, a la cerrada puerta. Sin embargo, cuando la desilusión se cernía sobre el hombrecillo se obró un repentino cambio en su entorno. ¡El pasillo estaba creciendo a ritmo vertiginoso! Un potente silbido, semejante al del huracán, resonó en sus tímpanos, mientras los muros se lanzaban hacia las alturas y catapultaban el techo hacia el espacio. Boquiabierto, Tas contempló cómo se agrandaba la hoja de recia madera que lo separaba de su perseguidor hasta asumir un tamaño descomunal.

«¿Qué he hecho? —se reprendió alarmado—. ¿He magnificado toda la Torre? A lo mejor sus moradores no lo perciben o, si lo hacen, no le dan importancia».

La inmensa puerta se abrió, provocando una ráfaga de viento que casi arrastró el desvalido kender. Frente a él se erguía una gigantesca figura vestida de rojo.

—¡Un coloso! —exclamó Tas—. No sólo las dimensiones del edificio han aumentado, también la estatura de sus habitantes. Eso sí lo advertirán, al menos la primera vez que intenten calzarse. ¡Y montarán en cólera! La situación es tan grave como si yo, de pronto, midiera dos metros y no me cupiera la ropa.

No obstante, y pese a sus fundados temores, el kender observó perplejo que el mago no daba muestras de sentirse disgustado por tan repentino estirón. Se limitó a espiar el pasillo en ambos sentidos, vociferando:

—¡Tasslehoff Burrfoot!

Incluso bajó los ojos hacia el lugar donde él se encontraba, ¡sin verlo!

—Gracias, Fizban —dijo el kender emocionado, aunque procuró no levantar la voz. Se percató en el acto de que había pronunciado aquellas palabras en un tono chillón, diferente del habitual, y probó a invocar de nuevo el nombre de Fizban, no sin antes aclararse la garganta. El resultado fue idéntico.

No tuvo tiempo de reflexionar pues el gigante fijó la vista en el suelo, en la juntura de las piedras donde él se erguía, y comentó:

—¿De qué alcoba has escapado, pequeño amigo?

Inmóvil, sobrecogido, Tasslehoff contempló cómo aquel enorme ser se agachaba en su dirección con la manaza abierta. Los dedos se aproximaban para atraparlo, pero estaba tan asustado que no acertó a decir ni hacer nada sino que esperó que lo estrujara en su palma. Cuando eso sucediera todo habría terminado, el hechicero lo enviaría a casa sin tardanza a menos que le infligiera un castigo peor por agrandar su Torre en contra, probablemente, de sus deseos.

La mano se mantuvo unos segundos suspendida sobre su cuerpo y lo sujetó por la cola.

«¡La cola! ¡Yo no tengo cola! Sin embargo, por algún sitio debe haberme agarrado», pensó el hombrecillo en un mar de confusiones, mientras la mano le alzaba en el aire.

Logró girar la cabeza en su difícil equilibrio y descubrió que, en efecto, le había crecido un largo apéndice. Y no sólo eso, también nacían de su vientre cuatro patas rosadas que cubrían una pelambre blanca en vez de sus alegres calzones azules.

—Respóndeme enseguida —le urgió una voz imperiosa que estuvo a punto de dejarlo sordo—. ¿Quién te ha convertido en su familiar, diminuto roedor?

16

Viaje al pasado

«Familiar». Tasslehoff daba vueltas en su mente a este apelativo, que recordaba haber oído mencionar a Raistlin en alguna de sus conversaciones de otros tiempos. Las explicaciones del hechicero, poco a poco, fueron tomando cuerpo en su memoria.

—Algunos magos utilizan animales para determinados fines —le había contado—. Estas criaturas o familiares, que es su denominación común, actúan como extensiones de los sentidos de su señor. Pueden introducirse en lugares a los que él no tiene acceso, ver lo que a él le está vedado y escuchar conciliábulos sin haber sido invitados.

A Tas se le antojó entonces una idea brillante, si bien Raistlin no parecía muy entusiasmado porque, según él, era un síntoma de debilidad depender de otro ser vivo en cuestiones de suma importancia.

—¿Vas a contestar o no? —se impacientó el mago de Túnica Roja, a la vez que balanceaba en las alturas al supuesto roedor.

La sangre se agolpó en las sienes del kender causándole un mareo que, dada la situación, no era el peor de sus males. Le dolían las articulaciones de su tirante cola y, además, era indigno permanecer en tal postura. En un primer momento se le ocurrió pensar que era una suerte no tener a Flint como testigo de su ridicula desdicha.

«Supongo —se dijo tras una rápida reflexión—, que los familiares poseen el don del habla. Espero que se expresarán en lengua común y no mediante los extraños sonidos que emiten, por ejemplo, las ratas».

—Verás, yo pertenezco a… —se aventuró en voz alta mientras rebuscaba en su cerebro un nombre apropiado para un mago—. A Faikus —declaró al fin, recordando, de pronto, que así se llamaba un estudiante compañero de Raistlin.

—Debería haberlo imaginado —gruñó el mago con el ceño fruncido—. ¿Has salido para cumplir algún encargo de tu señor, o te dedicabas simplemente a deambular?

Comprobó Tas, aliviado, que el sabio soltaba su cola y lo depositaba en la palma de su mano, sin dejar por ello de sujetarlo con firmeza. Posó el kender-ratón sus temblorosas garras en el pulgar de su oponente y sus ojos, ahora saltones y tan encarnados como la túnica de su aprehensor, intercambiaron una intensa mirada con aquéllos otros oscuros y fríos.

«¿Qué voy a responderle?», vaciló Tas. Ninguna de las alternativas que discurrió le parecía convincente.

—Es mi noche libre —anunció en un tono agudo que pretendía aparentar indignación.

—Temo que has vivido demasiado tiempo en compañía de ese holgazán de Faikus —repuso el mago disgustado—. Mañana sostendré una larga charla con ese joven. Y en cuanto a ti ¡no empieces a contorsionarte, te lo ruego! por lo visto has olvidado que la familiar de Sudora suele salir a estas horas para recorrer los pasillos, a la caza de presas suculentas. Podrías haberte convertido en el poste de Marigold, y no creo que eso constituya una grata experiencia. Ven conmigo, cuando haya concluido la tarea de hoy te restituiré a tu amo.

Tasslehoff, que se disponía a hundir sus afilados colmillos en el pulgar del sabio, cambió repentinamente de idea. «Concluir la tarea de hoy —repitió para sus adentros—. Seguro que está relacionada con el viaje de Caramon, y de esta guisa no me resultará difícil escabullirme y partir junto a él».

Inclinó la cabeza en una actitud que debía denotar docilidad ratonil y que sin duda satisfizo al gigante, pues sonrió con aire preocupado y empezó a hurgar en sus bolsillos como si buscara algo.

—¿Qué ocurre, Justarius? —inquirió Caramon, que se había levantado y asomaba ahora la testa por el dintel a fin de, aturdido y somnoliento, escudriñar el pasadizo—. ¿Has encontrado ya a Tas?

—¿Al kender? No. —El hechicero sonrió de nuevo, esta vez visiblemente contrariado—. Quizá tarde un buen rato en descubrir su paradero, los de su raza siempre saben dónde ocultarse.

—No lo lastimarás, ¿verdad? —preguntó el guerrero anhelante, tanto que Tas sintió pena por él y pensó en el modo de tranquilizarle.

—Por supuesto que no —le aseguró Justarius, sin cejar en su búsqueda—. Aunque —rectificó—, quizá sin quererlo se dañe él mismo. Hay objetos en la Torre con los que no es aconsejable jugar. Concentrémonos en ti: ¿estás preparado?

—No me iré hasta que haya aparecido mi amigo sano y salvo —se empecinó Caramon.

—No tienes opción —le regañó el mago, y Tas percibió en su voz una creciente frialdad—. Tu hermano saldrá al alba, la única manera de ayudarle es que inicies tu viaje en el mismo momento. Par-Salian tarda varias horas en memorizar y formular este complejo hechizo, así que, debemos apresurarnos. Lo cierto es que he perdido unos minutos preciosos buscando al kender. Vamos, no puedo permitirme más demoras.

—Espera —suplicó el fornido humano con un gesto teatral—. Mi ropa, mis pertrechos.

—No te inquietes por ellos —lo atajó Justarius.

Había hallado al fin el artículo que guardaba en su bolsillo, una bolsa plateada.

—No puedes ser enviado al pasado con armas ni ingenios del presente —le explicó—, pero una parte del encantamiento consiste en proporcionarte vestimenta adecuada para el período al que te desplazas.

—¿Significa eso que tendré que prescindir de mi atuendo habitual y que no portaré espada? —El guerrero contempló, anonadado, su cuerpo.

«¿Vais a lanzar a este hombre a un tiempo remoto en solitario? Sobrevivirá cinco minutos, quizá menos. ¡Por todos los dioses, no lo permitiré!», se rebeló el kender sin poder manifestarlo.

La tempestad que rugía en su mente sufrió un brusco revés cuando fue arrojado al interior de la bolsa. Todo se tornó negro a su alrededor mientras se precipitaba, dando volteretas, hasta caer boca arriba, una posición que en su nueva identidad se le antojó vulnerable. Luchó frenéticamente para enderezarse y, tras hacer denodados esfuerzos en los que arañó con sus garras los resbaladizos lados de la bolsa, consiguió su propósito. Al verse de nuevo de pie se disipó su momentánea angustia.

«Así que eso es lo que siente uno cuando le domina el pánico. Me alegro de que los de mi raza no conozcan esta emoción. Y ahora, ¿qué haré?», reflexionó meditabundo.

Instándose a calmarse, a normalizar el vertiginoso pálpito de su corazón, Tasslehoff se agazapó en la base del argénteo calabozo y trató de planificar sus próximos movimientos. En su forcejeo había perdido la noción de los sucesos que se desarrollaban en el exterior, mas una breve escucha le ayudó a situarse de nuevo. Se oían los ecos producidos por dos pares de pies al avanzar por un pasillo de piedra: las rotundas zancadas de Caramon y el susurrante andar del mago. Experimentó asimismo un suave balanceo, acompañado por el crujir de dos paños al entrechocarse, y comprendió que su aprehensor había suspendido el plateado saquillo de su cinto.

—¿Qué tengo que hacer cuando llegue al final del viaje? ¿Cómo volveré después? —La voz que interrogaba a su interlocutor era la de Caramon, amortiguada por la tela pero bastante clara.

—Se te explicará todo en su momento —fue la respuesta, que al kender le pareció cargada de paciencia—. ¿Abrigas alguna duda, te asaltan pensamientos que no osas confesar? Debes ser sincero con nosotros.

—No. —La negativa del guerrero sonó contundente, más firme que nunca—. No abrigo dudas ni temores, si te refieres a eso. Iré, conduciré a la sacerdotisa Crysania a la presencia de quienes puedan curarla, ya que, aunque vuestro anciano dignatario asevere lo contrario, yo soy el único culpable de su estado cataléptico y, en cuanto me haya asegurado de que recibe la ayuda que necesita, me ocuparé en vuestro nombre de Fistandantilus.

Tintineó en los oídos de Tas un quedo susurro procedente de Justarius, que el guerrero no percibió. El corpulento humano describió en gráficas imágenes lo que haría con Fintandantilus cuando lo encontrase, ajeno a aquel siseo inarticulado que al kender le heló la sangre en las venas del mismo modo que quedara paralizado al detectar, durante el cónclave, la triste mirada dirigida por Par-Salian a su amigo. Olvidando dónde estaba, el kender-ratón emitió un alarido desgarrado.

—Silencio —lo conminó el hechicero, a la vez que daba unas abstraídas palmadas en la bolsa—. Serénate, dentro de poco estarás en tu jaula comiendo maíz.

—¿Cómo? —preguntó Caramon, y Tas visualizó al instante su expresión de sorpresa.

Sin embargo, el kender estaba ensimismado en otras cavilaciones. Rechinaron sus dientes al conjurar el término «jaula» en su cerebro una terrible escena, sucedida por una idea no menos espantosa: ¿Y si no lograba recuperar su aspecto normal?

—No hablaba contigo, sino con mi hirsuto amigo del saquillo —aclaró Justarius al sobresaltado guerrero—. Se está poniendo tan nervioso que, de no ser porque el tiempo apremia, lo devolvería a su hogar de inmediato. Pero me precipito —añadió al inmovilizarse el pequeño prisionero—, creo que se ha tranquilizado. Disculpa la interrupción, ¿qué decías?

Tas dejó de escucharlos. Muy alicaído, se aferró a la pared de la bolsa para suavizar los bandazos que daba al rebotar contra el renqueante muslo de su portador. «No hay que desesperar —se animó a sí mismo—. Lo más probable es que el hechizo se deshaga en cuanto me desprenda del anillo».

Se acarició la diminuta garra que el aro, tras reducirse al tamaño adecuado, cercaba en un perfecto ajuste, y recordó que la última sortija mágica que exhibiera habíase negado a abandonar su dedo «¿Y si ahora sucedía lo mismo? ¿Y si estaba condenado a vivir para siempre bajo aquella pelambre blanca sostenida por cuatro patas rosadas?», pensó desazonado.

Tal era la obsesión que lo atenazaba que casi cedió al impulso de arrancarse la alhaja, ansioso de ver si se invertía el encantamiento.

Por fortuna se contuvo a tiempo. ¿Qué pasaría si estallaba la bolsa, surgía de ella transformado en kender y aterrizaba a los pies del hechicero que con tanto ahínco lo buscaba? No, al menos de este modo lo llevaban a la misma estancia que a Caramon y podría acompañarlo dondequiera que fuese. Si más tarde, ya libre, no se operaba la deseada metamorfosis seguiría siendo un ratón el resto de sus días. Había desgracias peores.

«¿Cómo saldré del saquillo?», se preguntaba.

Le dio un vuelco el corazón, no había recapacitado sobre este problema. No le costaría ningún esfuerzo liberarse en el caso de recuperar su identidad, sólo que en ese caso lo atraparían y lo mandarían a su tierra natal. Por otra parte, si optaba por no ensayar ninguna transformación y conformarse con ser un roedor acabaría comiendo maíz en compañía de Faikus. Gimió el kender-ratón y ocultó el hocico entre sus garras, mientras se repetía que éste era el mayor atolladero de toda su vida incluida aquella ocasión en que, cuando huyó con su mamut lanudo, dos peligrosos brujos se lanzaron a su caza y captura. Y para colmo de desventuras, su mareo iba en aumento; el ondulante movimiento del saquillo, el encierro, el viciado olor, los saltos inesperados, habían puesto la náusea en la boca de su estómago.

«Mi error estriba en haber recurrido a Fizban. Quizá sea Paladine, pero algún recoveco mortal de su ser le inclina a disfrutar provocando farsas jocosas», reflexionaba el consternado Tas.

El hecho de evocar al caótico mago y constatar cuánto lo echaba de menos no le ayudaba a sentirse mejor, así que descartó tales elucubraciones y trató una vez más de concentrarse en la observación de su entorno, por si le sugería una posible escapatoria. Escudriñó la sedosa penumbra que lo envolvía y, de pronto, se hizo la luz.

«¡Eres un estúpido! —se insultó en la cumbre de la excitación—. En toda mi vida no había conocido a un kender con cerebro de mosquito, a un botarate de semejante envergadura, como diría Flint. Y tendría razón. Lo único que hay que cambiar es el término kender por ratón, ya que he dejado de pertenecer a mi antigua tribu. Soy un pequeño roedor… y eso me da una ventaja, porque ahora tengo afilados colmillos».

Al instante, Tasslehoff realizó un primer experimento. Quiso morder la pared más próxima de la bolsa pero, al escabullírsele la resbaladiza seda que la componía, el desaliento volvió a adueñarse de él, pero no cedió al pesimismo.

«Prueba suerte con la costura, necio», se urgió severo y, en un santiamén, hundió los incisivos en el hilo que mantenía unidas las dos partes de tela. Sus cortantes armas rasgaron las hebras y, tras deshacer por idéntico procedimiento varias puntadas, un mar rojizo se reveló a sus ojos: ¡la túnica del mago! Acarició su faz una ráfaga de aire fresco —ignoraba qué había guardado antes su celador en el saquillo, pero el pobre kender-roedor estaba al borde de la asfixia— y se sintió tan reconfortado que se aplicó a su tarea con renovada energía.

No tardó en interrumpirse, al reflexionar que si ensanchaba más la hendidura se precipitaría por ella. No estaba preparado para dejarse caer, todavía no, debía aguardar hasta que llegasen al lugar donde se dirigían. No podía estar muy lejos, ya que llevaban largo rato subiendo sinuosos tramos de escalera y oía los jadeos de Caramon, poco acostumbrado en la actualidad a ejercitar sus músculos, percibiendo incluso ciertas irregularidades en el resuello de su arcano guía.

—¿Por qué no me transportas por la magia al laboratorio? —sugirió el guerrero, totalmente derrengado tras la escalada.

—¡Ni hablar! —se opuso el hechicero con vehemencia. No obstante, suavizó su tono al agregar—: Desde aquí presiento las vibraciones, las chispas que el inmenso poder de Par-Salian propaga en el aire al preparar su encantamiento. ¡No permitiré que uno de mis nimios hechizos perturbe las fuerzas que se han desatado esta noche!

Tas se estremeció bajo su blanco pelaje y supuso que Caramon había experimentado idéntica reacción, pues oyó cómo se aclaraba nervioso la garganta y proseguía el ascenso en absoluto mutismo. Transcurridos unos minutos, se detuvieron.

—¿Hemos alcanzado nuestro objetivo? —preguntó el hombretón, tratando de aparentar una calma que no tenía.

—Sí —contestó Justarius en un susurro que obligó al kender a aguzar sus finos sentidos para captar sus palabras—. Te conduciré hasta la cúspide de la escalera, de la que nos separan escasos peldaños, y una vez frente a la puerta que la corona la abriré con sigilo y te franquearé el acceso. ¡No despegues los labios! No digas nada susceptible de romper la concentración del gran maestro, recuerda que ha pasado varios días ultimando sólo los preliminares…

—¿Entonces sabía de antemano que esta noche formularía…? —intentó interrogar Caramon a su interlocutor. Intuía, con cierto retraso, que no era sino una pieza en manos de seres superiores.

—Silencio —lo atajó el mago de encarnado atuendo, impregnada su voz de ira—. Por supuesto, era consciente de que existía esa posibilidad y tenía que prepararse por si acaso. Fue un acierto tomar tal precaución, ya que ignorábamos la premura con que pretende actuar tu hermano. —Exhaló un hondo suspiro y, ya más sereno, añadió—: Y ahora, te lo repito: cuando salvemos los últimos escalones debes sellar tu boca. ¿Has comprendido?

—Sí. —El fornido humano parecía haber perdido su capacidad de réplica.

—Haz exactamente lo que te ordene Par-Salian. No preguntes, limítate a obedecer. ¿Serás capaz de controlar tus impulsos?

—Sí —accedió Caramon, más subyugado a cada segundo. Tas incluso detectó un ligero temblor en tan breve respuesta.

«Está asustado —comprendió el kender—. Pobre amigo mío, ¿por qué le someten a tan dura prueba? No acabo de entenderlo, estoy seguro de que existen motivos inconfesables que escapan a nuestra percepción. Sea como fuere, me expondré si es necesario a la cólera de Par-Salian pero no dejaré solo a Caramon. De algún modo me reuniré con él, no he de privarle de mi ayuda. Además, será maravilloso viajar en el tiempo».

—De acuerdo —concluyó vacilante Justarius, y Tas reparó en la tensión que lo agarrotaba—. Nos despediremos en este punto, guerrero. Espero que los dioses te acompañen, porque vas a embarcarte en una empresa azarosa… para todos nosotros. No puedes ni siquiera imaginar las consecuencias del fracaso. —Pronunció esta última frase tan quedamente que tan sólo la oyó el kender, y su inquietud fue en aumento—. Desearía poder afirmar que tu hermano merece el intento.

—Lo merece —repuso el hombretón con convencimiento—, ya lo verás.

—Ruego a Gilean que no te equivoques. ¿Estás preparado?

—Sí.

Resonó en los tímpanos del kender un murmullo de tela, y supuso que el hechicero meneaba la cabeza bajo su capucha. Acto seguido reanudaron la marcha, subiendo despacio los empinados peldaños mientras Tas se asomaba por la abertura del saquillo y estudiaba el avance. No tendría sino unos instantes para actuar.

Alcanzaron la cima, la ancha piedra que marcaba el rellano apareció en el limitado campo de mira del falso roedor. «¡Éste es el momento!» —decidió, tragando saliva. Percibió un nuevo movimiento en el cuerpo del mago, sucedido por el crujir de una puerta, y se apresuró a limar los últimos hilos que afianzaban la costura. Caramon traspasó el umbral, la hoja inició su lento recorrido para ajustarse…

Soltóse la última puntada que impedía la caída de Tas y éste se lanzó al aire, no sin preguntarse si los ratones aterrizaban siempre de pie como los gatos, ya que en una ocasión había arrojado a un felino desde el tejado de su casa para cerciorarse de que así era, con resultado satisfactorio. En cuanto se tropezó con el frío suelo emprendió una rápida carrera, tras advertir que la puerta estaba cerrada y que el sabio de Túnica Roja comenzaba a alejarse. No se detuvo para estudiar el terreno, atravesó el tramo que lo separaba de la estancia a toda la velocidad de que fue capaz y, encogiendo su pequeño cuerpo, logró filtrarse por la angosta rendija inferior de la entrada.

Ya dentro del laboratorio, se zambulló bajo una librería adosada al muro e hizo un alto al objeto de tomar aliento.

¿Qué ocurriría si Justarius descubría su fuga? ¿Vendría en su busca?

«Olvida tan absurdos temores —se reconvino, disgustado consigo mismo—. Ignora dónde caí y, en cualquier caso, no osaría adentrarse en la sala y arruinar el hechizo».

El bombeo de su corazón volvió poco a poco a la normalidad, de tal modo que sus vías auditivas se abrieron, de nuevo, a otros ruidos que no fueran sus intensas palpitaciones. Pocos fueron los ecos que llegaron a sus tímpanos: unos imprecisos siseos, como si alguien ensayara su monólogo para una representación callejera, y los esfuerzos que realizaba Caramon a fin de amortiguar los jadeos de la escalada, fiel a su promesa de no perturbar al gran maestro. Pero eso era todo, si se exceptúa el rechinar de las botas del guerrero al levantar los pies a intervalos, preso de un gran desasosiego.

«Tengo que ver —razonó Tas—, si quiero enterarme de lo que sucede».

Al deslizarse bajo la librería el kender empezó a integrarse de verdad en el universo único, diminuto del que había pasado a formar parte. Era un mundo de migas, de ovillos de hilo y de polvo, de pinzas y ceniza, de pétalos de rosa secos y hojas de té mojadas, un mundo en el que lo insignificante adquiría inusitadas proporciones. El mobiliario se alzaba sobre él como los árboles en un bosque, sirviendo, al igual que éstos, para proporcionar cobijo. La llama de una vela era el sol, Caramon un gigante monstruoso.

El kender-ratón rodeó los descomunales pies de su amigo. Mientras lo hacía vislumbró por el rabillo del ojo señales de movimiento y, al volver la cabeza, atisbó otro miembro más pequeño que, calzado con una sandalia, sobresalía bajo unas vestiduras de color blanco. Reconoció de inmediato a Par-Salian así que, raudo como una centella, escapó en dirección al rincón opuesto de la estancia. Por fortuna, tan sólo lo alumbraban unas oscilantes candelas.

Se detuvo como pudo, patinando sobre la lisa superficie de roca. En el pasado tuvo oportunidad de visitar el laboratorio del mago, cuando se ciñó al dedo aquel malhadado anillo mágico que lo catapultó en el espacio, mas, pese al tiempo transcurrido, permanecían impresos en su memoria los portentos que le fuera dado contemplar. Echó de nuevo a andar mientras cavilaba sobre el esotérico contenido de la sala, si bien su ensimismamiento no le impidió hacer una prudente pausa antes de penetrar en un círculo dibujado en el suelo. En el centro de esta circunferencia que, trazada con polvillo de plata, refulgía a la luz de las velas, yacía la sacerdotisa Crysania. Sus pupilas vidriosas se perdían en la nada, fijas e invidentes, y su rostro estaba tan lívido como el lienzo que la arropaba.

No existía la menor duda de que era aquí donde había de obrarse el encantamiento. Con la pelambre erizada sobre su cerviz, Tasslehoff reculó a trompicones y se agazapó debajo de un bacín invertido, desde donde podría escudriñar la escena sin ser visto.

En el exterior del círculo se erguía Par-Salian, resplandeciente su alba vestimenta en la feérica luz del objeto que sostenía en la mano. Era éste un cetro con joyas incrustadas que despedía vivos destellos al darle vueltas su portador, de aspecto similar al que ostentara un rey de Nordmaar en presencia del kender. Sin embargo, el que ahora admiraba se le antojó más fascinador, quizás a causa de la manera singular en que estaban ensambladas sus facetas. Algunas de sus partes se movían mientras que otras, el desconcertado Tas no acertaba a representárselo de otra manera, giraban sin desplazarse. El gran maestro manipulaba hábilmente este ingenio, doblándolo sobre sí mismo para luego retorcerlo hasta reducirlo al tamaño de un huevo. Sin cesar de farfullar extraños versos, el archimago introdujo tan deslumbrador artículo en un bolsillo de su túnica.

De pronto, y pese a que su oculto espectador no le vio dar ningún paso, Par-Salian se situó en el interior del cerco, próximo a la figura inerte de Crysania. Se inclinó hacia la sacerdotisa, depositó algo que escapó a la observación del kender en los pliegues de su atuendo y acometió un cántico en el lenguaje de la magia, a la vez que esbozaba con sus nudosas manos círculos en el aire.

Lanzando una mirada a Caramon, Tas comprobó que el guerrero permanecía al lado del cerco con una extraña expresión en el rostro. Su actitud era la de un ser ajeno a las artes arcanas pero que, al mismo tiempo, no se siente incómodo frente a sus procedimientos. «Es natural, ha crecido entre hechizos. Quizás imagina que se halla de nuevo junto a su hermano», pensó.

Par-Salian enderezó la espalda, y el kender sufrió un gran sobresalto al advertir el cambio que se había operado en él. Su rostro había envejecido más aún, tiñéndose de una palidez cenicienta, y su cuerpo se bamboleaba en su erecta postura. Hizo señal de acercarse a Caramon y éste obedeció, si bien cuidó de no pisar el polvillo plateado al penetrar en la zona sagrada. Sumido en un trance, el hombretón avanzó unos pasos para detenerse al lado de la exánime Crysania.

Par-Salian extrajo entonces el cetro de su bolsillo y se lo tendió al humano, quien posó la mano sobre él de tal suerte que, durante unos segundos, ambos lo sostuvieron. Caramon movió los labios mas ningún sonido brotó de su garganta, como si se estuviera preparando mediante el aprendizaje de una información comunicada mágicamente. Cuando volvió a sellarse la boca del guerrero el maestro levantó ambas palmas y, al hacerlo, se izó del suelo y flotó hasta el exterior del círculo a fin de refugiarse en la oscuridad del laboratorio.

Tas dejó de verlo, pero podía oír. El cántico que antes iniciara subió de volumen hasta que, de forma súbita, un muro de plata surgió del círculo trazado en la piedra. Tan brillante era que los ratoniles ojos del kender comenzaron a arder, si bien no logró desviar la mirada, ni tampoco fue capaz de bloquear sus tímpanos al agudo griterío que se había generado en la sala. En efecto, se había unido a la estridente tonada del hechicero un coro de voces que parecían nacer en profundidades abismales y reflejarse sobre la roca, en respuesta a las estrofas de su adalid.

Más que en la barahúnda, los sentidos del kender estaban absortos en la centelleante cortina de poder. Al otro lado Caramon, inmóvil junto a Crysania, sujetaba todavía el extraño ingenio. Tas ahogó una exclamación, que más se asemejaba a un suspiro, al examinar el laboratorio que, aunque visible a través del argénteo muro, parecía parpadear como si luchara por su propia existencia. En los intervalos de negrura que se alternaban con las intermitencias luminosas se perfilaban imágenes de bosques, ciudades, lagos y océanos, todos ellos sucediéndose en nebulosas secuencias que iban y venían, pobladas de criaturas cuyos contornos eran de inmediato reemplazados por otros.

El cuerpo del fornido guerrero empezó a vibrar al ritmo de las alucinantes visiones, siempre en el interior de la columna de luz. Crysania, por su parte, aparecía y se desvanecía con idéntica regularidad.

Las lágrimas inundaron el hocico del transformado hombrecillo, prendiéndose de sus bigotes. «Caramon va a emprender la más fabulosa aventura de todos los tiempos y me deja aquí, solo», se lamentaba.

Durante unos inciertos segundos Tasslehoff libró una cruenta batalla contra sí mismo. La lógica, la razón argumentaban en su mente, como lo habría hecho Tanis, que sería un estúpido si se interfería en tan inexplicables prodigios porque, en ese caso, no tardaría en arruinar los proyectos de su amigo. Oía esta voz, sí, pero los cánticos del mago y de las piedras la fueron difuminando hasta acallarla por completo.

Par-Salian nunca oyó el chillido del pequeño roedor. Tan abstraído estaba en los pormenores del hechizo que tan sólo vislumbró, de soslayo, un leve movimiento. Era ya demasiado tarde cuando vio salir al ratón de su escondrijo y correr en pos del plateado muro de luz. Aterrorizado, cesó en su canto y las voces de la piedra, ahora huecas, murieron junto a la suya. En el silencio reinante distinguió unas palabras articuladas, asombrosas por el tono en que eran pronunciadas: «¡No me abandones, Caramon, sin mi ayuda no sabrás salvar los peligros que te aguardan!».

El roedor atravesó el polvillo de plata, dejando tras de sí un rastro refulgente, e irrumpió en el círculo de luz. Par-Salian percibió un tenue tintineo producido, al parecer, por una sortija que rodaba en el pétreo suelo, y un instante más tarde se materializó, tras la cortina que él mismo conjurara, una tercera figura, arrancándole un alarido desgarrador. Se desvanecieron acto seguido los vibrantes contornos y los cegadores haces fueron absorbidos en un postrer torbellino, que sumió el laboratorio en tinieblas.

Débil, exhausto, el anciano maestro se derrumbó sobre el suelo. Su último pensamiento, antes de abandonarse a su desmayo, fue espantoso. Había enviado un kender al pasado.

LIBRO II

1

Calumnias

Denubis caminaba sin prisas por los ventilados, luminosos pasillos del Templo de los Dioses erigido en Istar, absorto en sus cavilaciones y con la mirada perdida en los intrincados diseños del marmóreo suelo. Un observador, al verle deambular sin rumbo y en actitud preocupada, habría supuesto sin duda que el clérigo era insensible al hecho de que se estaba adentrando en el corazón del universo. Nada más lejos de la verdad: era muy poco probable que olvidara tal circunstancia y, de haber incurrido en un momentáneo descuido, el Príncipe de los Sacerdotes se encargaría de recordárselo en su diaria llamada a la oración.

«Somos el corazón del universo —repetiría el dignatario en una voz tan musical que, en ocasiones, uno no prestaba atención al contenido de sus frases—. Istar, ciudad elegida de los dioses, es el centro del orbe y nosotros, quienes vivimos en su seno, somos la víscera que lo alimenta. Del mismo modo que la sangre fluye por el organismo, bañando y enriqueciendo incluso los dedos del pie, así también nuestra fe y enseñanzas brotan de este magnífico Templo para llegar a las entrañas de la más insignificante de las criaturas. Tened presente mi sentencia cuando os entreguéis a vuestros quehaceres cotidianos, porque aquellos que aquí trabajáis sois los hijos predilectos de las divinidades. Al igual que un ligero roce en la hebra más fina de la argéntea telaraña propaga temblores en toda su superficie, vuestra más nimia acción podría hacer que se tambalease el reino de Krynn».

Denubis se estremeció, habría preferido que el Príncipe de los Sacerdotes no utilizara esta metáfora. El clérigo detestaba a las arañas y, en realidad, a todos los insectos, algo que nunca admitió quizá porque le provocaba un sentimiento de culpabilidad. ¿No estaba obligado a amar a todo ser viviente salvo, por supuesto, aquéllos que creara la Reina de la Oscuridad? Tal categoría englobaba a los ogros, goblins, trolls y otras razas perversas, pero no tenía la total certeza de que las arañas figuraran en la lista. Aunque era su firme intención preguntarlo, sabía que ese paso entrañaría un debate filosófico de varias horas con los Hijos Venerables y no creía que mereciese la pena. Cualquiera que fuese el veredicto, en su fuero interno seguiría odiando a las arañas. El clérigo se golpeó suavemente la incipiente calva. ¿Cómo había llegado su errabunda mente a centrarse en tan abyectos animales?

«Me estoy haciendo viejo —pensó con un suspiro—. No tardaré en ser como el pobre Arabacus si no desarrollo más actividad que la de sentarme en los jardines y dormir hasta que alguien me despierte para cenar. —Suspiró de nuevo, si bien sentía más envidia que lástima—. Al menos, Arabacus se ha salvado de…».

—Denubis.

Hizo una pausa a fin de escudriñar el ancho corredor, pero no vio a nadie. Un temblor recorrió su espina dorsal al preguntarse si había oído una voz susurrante, o tan sólo lo había imaginado.

—Denubis —insistió el enigmático ser, en idéntico tono.

Esta vez el clérigo estudió más minuciosamente las sombras proyectadas por las robustas columnas de mármol que sostenían el áureo techo y, entre ellas, distinguió una más oscura, una mancha de negrura en las tinieblas. Contuvo la exclamación de ira que afloraba a sus labios y, refrenando asimismo un segundo temblor que agitaba sus músculos, hizo un alto en su camino y se aproximó despacio a la figura que se dibujaba en la penumbra a sabiendas de que ésta no abandonaría su lóbrego entorno para ir hacia él. La luz no dañaba al ser que le había llamado como solía perjudicar a los hijos de la noche, ya que al parecer nada en la faz del mundo era capaz de lastimarle. Si no acudía a su presencia era, simplemente, porque prefería las sombras. «Muy teatral», se dijo el clérigo con una mueca sarcástica.

—¿Qué quieres de mí, Ente Oscuro? —inquirió con una voz que pretendía ser agradable.

Intuyó una ambigua sonrisa en el nebuloso rostro, y comprendió que su interlocutor conocía sus más secretas elucubraciones.

—¡Maldita sea! —renegó Denubis, fiel a un hábito que el Príncipe de los Sacerdotes desaprobaba pero que él, simple mortal, no había logrado desechar—. ¿Por qué permite nuestro dignatario que se pasee por la corte en lugar de desterrarlo, como hizo con los otros?

Su pregunta no iba dirigida a nadie en concreto dado que, en el fondo de su alma, sabía la respuesta. Este ser era demasiado peligroso, su poder traspasaba todas las fronteras. El Príncipe de los Sacerdotes lo conservaba en su compañía como un hombre corriente albergaría en su casa a un mastín feroz: es consciente de que el animal atacará a quien le ordene, pero debe asegurarse constantemente de que permanece atado a su traílla pues, si la correa se rompiera, la bestia se abalanzaría contra el cuello del amo.

—Siento mucho molestarte, Denubis —se disculpó el Ente con aquella voz acariciadora—, más aun al verte absorbido por tan hondas reflexiones. Si oso interrumpirte, es porque en este mismo instante tiene lugar, no lejos de aquí, un evento de suma importancia. Debes reunir un batallón de centinelas del Templo y encaminarte a la plaza del mercado. Allí, en la encrucijada, hallarás a una Hija Venerable de Paladine en estado comatoso. Y, en el mismo lugar, se encuentra el hombre que la asaltó.

Los ojos del clérigo casi se salieron de sus órbitas, antes de encogerse en rendijas que denotaban suspicacia.

—¿Cómo te has enterado? —indagó.

La figura hizo un leve movimiento en su lúgubre aureola y la línea que formaban sus labios, fina pero discernible, se ensanchó en una aproximación a lo que denominamos sonrisa.

—Denubis, hace muchos años que nos conocemos —argumentó el Ente Oscuro en actitud burlona—. ¿Le preguntas al viento cómo sopla? ¿Interrogas a las estrellas para averiguar de dónde procede su brillo? Lo sé, amigo mío, y eso debe bastarte.

—Pero… —El clérigo decidió callar, sus protestas de nada habían de servirle. Sin embargo, no era tan sencillo convocar a un batallón de guardianes del Templo. Tendría que dar explicaciones e informar a las autoridades. Sumido en una gran confusión, se llevó las manos a las sienes.

—Apresúrate, Denubis —le urgió el sombrío personaje—. No vivirá mucho tiempo.

El infeliz humano tragó saliva. ¡Una Hija Venerable de Paladine asaltada, moribunda! ¡Y en la plaza del mercado! Probablemente la rodeaba una muchedumbre boquiabierta. ¡Qué escándalo! El Príncipe de los Sacerdotes se disgustaría sobremanera cuando le comunicara tal noticia.

Quiso hablar, mas enmudeció de nuevo para buscar el auxilio de la figura. Comprendiendo que no había de brindárselo dio media vuelta y, entre el revoloteo de su propia túnica, echó a correr por el pasillo. Sus sandalias de piel arañaban el suelo en su precipitada marcha y levantaban estruendosos ecos.

Al llegar al cuartel del capitán de la guardia, Denubis consiguió, con voz jadeante tras su carrera, formular su demanda al teniente que se hallaba de servicio. Como había previsto, se originó una auténtica conmoción y, mientras esperaba que apareciese el oficial en funciones, se derrumbó sobre una silla a fin de recuperar el resuello.

La identidad del creador de las arañas era un asunto abierto a debate pero, en la mente de Denubis, no existía la menor duda sobre quién había concebido al Ente Oscuro. Estaba seguro de que la figura se mantenía agazapada en la penumbra, riéndose de él.

—¡Tasslehoff!

El kender abrió los ojos, tan aturdido que no adivinaba dónde estaba ni quién era. Una voz había pronunciado un nombre que le resultaba familiar, ésa era su única certeza en el torbellino que le envolvía. Aún confuso, examinó el paraje y advirtió que estaba acostado encima de un humano corpulento, tumbado a su vez cuan largo era en medio de una calle. El individuo le miraba perplejo, quizá porque Tas se hallaba encaramado a su rollizo vientre.

—Tas —repitió el hombretón, más asombrado a cada instante—. Me temo que no deberías haber venido.

—No lo sé —contestó el kender, ocupado sobre todo en discernir si «Tas» era su apelativo.

De pronto, despertó su memoria y evocó el cántico de Par-Salian, la sortija que se desprendió de su dedo, la luz cegadora, el coro formado por las piedras, el terrible alarido del mago…

—¡Claro que tenía que venir! —replicó irritado, desechando de su mente el grito del hechicero—. No creerás que iba a permitirte realizar el viaje en solitario, ¿verdad? —imprecó al humano, tan próximo que casi se frotaron sus narices.

—Estoy desconcertado, no puedo afirmar nada, pero aun así —balbuceó Caramon— me parece que…

—En cualquier caso, aquí estoy —lo atajó Tas mientras saltaba de su carnosa atalaya para aterrizar en el adoquinado—. Por cierto, ¿dónde es aquí? —preguntó en un susurro casi inaudible—. Te ayudaré a incorporarte —ofreció en voz alta, tendiéndole la mano con la esperanza de ahuyentar las sospechas que respecto a su presencia abrigaba el fornido compañero. Ignoraba si podía devolverle al futuro, mas no tenía la menor intención de averiguarlo.

Caramon se esforzó en enderezar su cuerpo, tan torpemente que al kender se le escapó una risita al compararle en el pensamiento con una tortuga echada sobre su caparazón. Fue entonces cuando el hombrecillo reparó en que el atuendo de su amigo nada tenía que ver con el que luciera antes de abandonar la Torre. En la morada de Par-Salian vestía su propia cota de malla, o las partes que había podido ajustarse, y también una holgada camisa que le cosiera Tika con su abnegado amor.

Ahora, en cambio, cubría su redondez una saya de áspera tela, unida por unas costuras de burdos hilvanes. Una zamarra de cuero pendía de sus hombros y, a juzgar por su estado, debía haber sufrido los estragos del tiempo y mil batallas. Quizás en su día tuvo botones; de ser así habían desaparecido, si bien Tas recapacitó que tampoco eran necesarios pues resultaba imposible abrochar la exigua pieza al abultado estómago que debía arropar. Unos deformados calzones y un par de botas remendadas, con un agujero por el que sobresalía un dedo, completaban el ruinoso equipo.

—¡Qué mal huele! —se quejó Caramon, olisqueando a su alrededor—. ¿Quién emite estos desagradables efluvios?

—Tú —contestó el kender, a la vez que se tapaba la nariz y agitaba la mano libre como si pudiera disipar el hedor. ¡Caramon apestaba a aguardiente enanil! El hombrecillo lo escudriñó sin comprender. El guerrero estaba sobrio en la Torre, y quedaba patente que no había probado el alcohol en su mirada que, aunque confusa, se mantenía firme. Además, no se observaba ningún bamboleo en su figura erecta.

El hombretón bajó los ojos y, al hacerlo, se vio a sí mismo.

—¿Qué pasa aquí? —inquirió atónito.

—Imaginaba que los magos eran más competentes —comentó Tasslehoff con tono reprobatorio estudiando las vestiduras del compañero—. Ya sé que un hechizo tan poderoso ha de estropear la ropa, pero…

Una repentina idea selló sus labios. Temeroso de verla confirmada, él también se examinó, y al instante exhaló un suspiro de alivio. Nada en su persona se había alterado, incluso sus saquillos estaban intactos. Una molesta voz mencionó en su interior que quizá se debía a que él no tenía que ser transportado junto al guerrero, mas juzgó conveniente ignorar tal observación.

—Vayamos a investigar —propuso risueño, uniendo la acción a la palabra.

Había intuido por los olores dónde se encontraban: en un callejón. Arrugó las fosas nasales al constatar que no era sólo Caramon quien despedía la nauseabunda fetidez, sino los desperdicios de toda suerte que se apilaban sobre el empedrado. La calleja estaba sumida en la penumbra a causa del alto edificio que la tapiaba, una pétrea mole que impedía el paso de la luz. No obstante era de día, y en el extremo del pasadizo se vislumbraba una avenida rebosante de actividad por la que los viandantes iban y venían en numerosos grupos.

—Me parece que es un mercado —aventuró Tas interesado, y echó a andar en dirección al bullicio—. ¿A qué ciudad dijiste que nos enviarían?

—A Istar —farfulló Caramon a su espalda—. ¡Tas!

Al percibir el tono de espanto con que el hombretón vociferó su nombre el kender dio media vuelta, no sin llevarse la mano al cuchillo que portaba en su cinto. Su corpulento amigo se había arrodillado junto a un abultado fardo que yacía en la calleja.

—¿De qué se trata? —indagó.

—De quién, no de qué —lo corrigió el guerrero—. Es la sacerdotisa —afirmó, a la vez que alzaba una capa de tonos pardos.

—¡Crysania! —exclamó Tas horrorizado, tras acercarse—. ¿Qué le han hecho? ¿Cometieron algún error al formular el encantamiento?

—Lo ignoro, pero debemos buscar ayuda. —Con sumo cuidado, Caramon cubrió de nuevo el magullado y sanguinolento rostro de la dama.

—Yo me ocuparé de eso —se ofreció el kender—, quédate a su lado para protegerla. Temo que no hemos ido a parar a uno de los mejores barrios de la ciudad, ya me entiendes.

—Sí —admitió el hombretón con un triste suspiro.

—No te inquietes, saldremos adelante. —Mientras hablaba, Tas dio unos golpecitos tranquilizadores en el robusto hombro de su compañero, quien asintió mediante un mudo ademán de cabeza. Se giró acto seguido y jalonó de nuevo la calleja hacia la avenida, entrando en ella por la acera.

Cuando se disponía a pedir socorro una mano se cerró en torno a su brazo y lo arrastró hacia un rincón, con tanta fuerza que incluso lo levantó al aire.

—¿Puede saberse adonde te diriges? —lo interrogó el dueño de aquella garra de acero.

Tas ladeó el semblante y se enfrentó a un hombre barbudo, de facciones inescrutables bajo un refulgente yelmo, aunque sus ojos se adivinaban oscuros y gélidos.

«Un guardián», comprendió al instante el apresado, que poseía una gran experiencia con este tipo de soldados.

—Precisamente buscaba a alguien como tú —explicó, contorsionándose para recuperar la libertad y adoptando al mismo tiempo una actitud inocente.

—Una historia poco verosímil, digna de la improvisación de un kender —gruñó el individuo—. Si fuera cierta marcaría un hito en el devenir de Krynn, por la novedad que representa.

—Es cierta —se indignó el hombrecillo—. Han lastimado a una amiga nuestra en esa calleja.

El centinela consultó con la mirada a un personaje en el que Tasslehoff no había reparado, un clérigo investido de la túnica blanca.

—¡Oh, un sacerdote! —se sorprendió—. Ha sido una suerte…

Selló su boca el soldado al aplicar sobre ella la mano libre.

—¿Qué opinas, Denubis? Estamos junto al callejón de los Mendigos, lo más probable —apuntó el guardián— es que hayan acuchillado a un ladrón desprevenido y nos encontremos frente a una reyerta de truhanes. No deberíamos intervenir.

El clérigo era un humano de mediana edad, grave en su expresión y con unos claros sobre las sienes que anunciaban su próxima vejez. Tas vio cómo estudiaba la plaza del mercado y meneaba la cabeza, antes de declarar:

—El Ente Oscuro ha hablado de la encrucijada, que está muy cerca de aquí. Vamos a investigar.

—De acuerdo —accedió el recio custodio encogiéndose de hombros.

Designó a dos hombres de uniforme, lo que hizo pensar a Tas que se trataba de un oficial, y los observó mientras avanzaban cautelosos por el mugriento pasadizo. Su palma se mantenía afianzada sobre el kender que, al sentirse asfixiado, logró articular un patético grito.

—Déjale respirar, capitán —le indicó el sacerdote sin cesar de lanzar ansiosas miradas a su alrededor.

—Tendremos que escuchar su interminable cháchara —rezongó el aludido, pero retiró la mano.

—Estarás callado, ¿verdad? —rogó Denubis a Tas con la preocupación reflejada en la faz—. Sin duda eres consciente de la importancia que reviste este asunto.

Aunque ignoraba el exacto significado de su última sentencia, el kender optó por asentir en silencio. Satisfecho, el eclesiástico centró la atención en los soldados y el prisionero lo imitó no sin esfuerzo, ya que tuvo que torcer el cuello en una forzada postura. Vio que Caramon se apartaba del fardo informe que protegía para permitir que se aproximasen los centinelas. Uno de ellos se arrodilló a su lado y levantó la capa.

—¡Capitán! —vociferó, al mismo tiempo que el otro guardián agarraba a Caramon. Sorprendido y furioso a recibir un trato tan brutal, el guerrero se deshizo de su agresor y se encaró con el otro, que se había puesto en pie de un salto. Refulgió el acero.

—¡Diablos! —blasfemó el capitán—. Vigila a este pequeño bastardo, Denubis —bramó al clérigo de la túnica blanca, y arrojó a Tas en su dirección.

—¿No debería acompañarte? —propuso Denubis inmovilizando al kender cuando, llevado por el impulso, tropezó contra su cuerpo.

—¡No!

El oficial se adentró a grandes zancadas en la calleja con la espada desenvainada, y Tas le oyó farfullar algo sobre «un tipo peligroso».

—Caramon no es peligroso —protestó el hombrecillo alzando la vista hacia el clérigo—. Espero que no le hagan daño. ¿Qué es lo que sucede?

—No tardaremos en averiguarlo —respondió Denubis en un acento estentóreo, si bien desmentía tal despliegue de energía la suavidad con que sujetaba a su presa. El kender consideró la posibilidad de escapar, pues nada había mejor que un concurrido mercado para ocultarse, pero la suya fue una idea tan fugaz e instintiva como el gesto de Caramon al desembarazarse de su atacante. No podía abandonar a su amigo.

—No le lastimarán si se entrega pacíficamente —comentó el clérigo con un suspiro—. Aunque si ha hecho lo que temo —se estremeció y calló unos segundos— más le valdría sucumbir ahora mismo, su muerte sería más benigna.

—¿Qué crees que ha hecho? —indagó Tas desconcertado. También su compañero parecía confuso, el hombrecillo advirtió que alzaba los brazos entre protestas de inocencia.

Pero, mientras argumentaba, uno de los soldados se situó tras su espalda y flageló la parte posterior de sus rodillas con el mango de la lanza. El guerrero dobló las piernas a causa del impacto y, en cuanto empezó a tambalearse, el centinela que tenía delante lo abatió mediante un severo golpe en el pecho.

Apenas había rozado el suelo el herido, ya aguijoneaba su garganta la punta de un acero. Levantó las manos débilmente para dar a entender que se rendía y sus adversarios se apresuraron a voltearle para, una vez postrado de bruces, atarle las manos sobre el espinazo con pasmosa habilidad.

—Diles que se detengan —apremió Tas a su custodio, forcejeando con denuedo—. No pueden hacerle eso.

—Silencio, amiguito, es preferible que te quedes conmigo y no te inmiscuyas —le recomendó Denubis quien, al percatarse de que había relajado su presión, aferró al hombrecillo con mayor firmeza—. Escúchame, te lo ruego. No puedes ayudarle, el intentarlo no te servirá sino para complicar las cosas.

Los soldados zarandearon a Caramon hasta incorporarlo y procedieron a registrarlo con esmero, zambullendo incluso sus brazos en el interior de los ajados calzones que ahora portaba. Encontraron una daga en su cinto, que entregaron a su capitán, al lado de un singular frasco. Uno de ellos lo destapó, olisqueó su interior y lo desechó con una mueca de repugnancia.

Otro de los centinelas señaló a la inerte figura que yacía sobre el empedrado, y el capitán se agachó para examinarla. Tas le vio menear la cabeza antes de alzar en volandas el rígido cuerpo de Crysania ayudado por uno de sus hombres, y recorrer la calleja en dirección a la plaza. Al pasar junto a Caramon le espetó un ofensivo insulto, una imprecación soez que resonó en los tímpanos del anonadado kender y, al parecer, también en los de su amigo, ya que el rostro de éste asumió la palidez de la muerte.

Volviéndose hacia Denubis, Tas descubrió que tenía los labios apretados y sintió el temblor de sus dedos sobre los hombros, donde los había posado. No le cabía la menor duda, ahora sabía de qué acusaban al hombretón.

—¡No! —exclamó en un alarido agónico—. No podéis pensar eso. Caramon es inofensivo, nunca atacaría de un modo tan vil a la sacerdotisa. ¡Sólo pretendía socorrerla! En realidad para eso hemos venido, salvar a Crysania es uno de los objetivos primordiales de nuestro viaje. Por favor, atiende a razones —añadió, uniendo las manos en actitud de súplica—. Mi amigo es un guerrero y, como tal, ha matado a algunas criaturas, pero tan sólo a draconianos, goblins y otros seres despreciables. ¡Debes confiar en mí, nunca mentiría en una situación como ésta!

Denubis, perdido en sus cavilaciones, se limitó a ignorarlo y contemplar a la comitiva que se aproximaba.

—¡No! —se revolvió desesperado el kender—. ¡No es posible que abriguéis la menor sospecha sobre él! Odio este lugar, quiero regresar a mi mundo.

Su sensación de impotencia aumentó al reparar en la desencajada faz del compañero y, prorrumpiendo en llanto, se cubrió los ojos con las manos preso de violentas convulsiones. De pronto, sintió el contacto de unos dedos que lo acariciaban con dulzura.

—Vamos, serénate —le dijo Denubis—. Tendrás oportunidad de relatar tu historia, y también tu amigo. Si sois inocentes nada malo os ocurrirá. —Calló, y Tas le oyó preguntar entre suspiros—: El humano ha estado bebiendo, ¿me equivoco?

—Desde luego —contestó el kender casi sin resuello—. No ha probado una gota de alcohol.

Se quebró su voz, no obstante, al escudriñar al orondo cautivo mientras los soldados lo conducían a la avenida donde él aguardaba junto al clérigo. Tenía la tez embadurnada con las inmundicias del pasaje, chorreaba la sangre por un corte abierto en su labio y sus pupilas, también sanguinolentas, le conferían un aspecto salvaje que contrastaba con la vacuidad de su rostro. Además, el legado de antiguas borracheras se marcaba ostensiblemente en sus enrojecidos y embotados pómulos. Perplejo, aturdido, el guerrero caminaba con paso inseguro hacia el lugar donde la muchedumbre, que se había congregado a la vista de los guardias, lo saludaba entre exclamaciones de toda índole.

Tas hundió la cabeza sobre el pecho. ¿Qué estaba haciendo Par-Salian? ¿Había fracasado en su intento de memorizar el hechizo, hasta tal punto que ni siquiera se hallaban ahora en Istar? ¿Se habían perdido? Quizás eran víctimas de una espantosa pesadilla.

—¿Qué ha pasado? —interrogó Denubis al capitán, sacando al kender de su momentáneo ensimismamiento—. ¿Estaba en lo cierto el Ente Oscuro?

—Sí —fue la tajante respuesta—. ¿Acaso ha errado alguna vez en sus apreciaciones?

—¿Quién es la dama? —prosiguió el clérigo.

—Ignoro su identidad, aunque debe pertenecer a tu Orden a juzgar por el Medallón de Paladine que exhibe en su pecho. Está muy maltrecha, incluso afirmaría que ha muerto de no ser por el tenue pálpito que se percibe en su cuello.

—¿Crees que ha sido… que ha sido…? —No pudo pronunciar la palabra, pero no era necesario.

—No lo sé —confesó el oficial—. Lo que es evidente es que la han maltratado y ha sufrido una especie de ataque. Tiene los ojos abiertos, mas no da muestras de ver ni oír nada.

—Debemos llevarla al Templo sin tardanza —ordenó el clérigo con determinación, si bien Tasslehoff detectó un titubeo en su voz. Mientras hablaban sus superiores, los soldados se afanaban en dispersar al gentío interponiendo sus lanzas y haciendo retroceder a los curiosos.

—Todo está bajo control —decían—. Moveos, el mercado no tardará en cerrar y es mejor que ultiméis vuestras compras en lugar de quedaros aquí como pasmarotes.

—¡Yo no la lastimé, nunca la he tocado! —estalló Caramon de forma inesperada—. No la lastimé —repitió, anegados sus ojos en lágrimas.

—¡Claro que no! —lo espetó desdeñoso el capitán—. Encerrad a este par de bribones en el calabozo —indicó a sus subordinados.

Tas se sobresaltó cuando uno de los soldados asió su brazo dolorosamente pero, en un reflejo fruto de su perplejidad, se aferró a la túnica de Denubis y rehusó soltarla. El clérigo, que había posado su mano en la inmóvil figura de Crysania, dio media vuelta al sentir los dedos forcejeantes del prisionero.

—Tienes que creerle, está diciendo la verdad —imploraba el kender sin rendirse a las sacudidas del centinela.

—Eres un amigo leal —lo felicitó el eclesiástico—, una virtud poco frecuente en un kender. Espero —añadió, a la vez que acariciaba su copete con aire distraído y la tristeza reflejada en sus rasgos— que tu fe en este hombre sea justificada. Sin embargo debes comprender que en ocasiones, cuando se ha bebido en exceso, el alcohol nos empuja a cometer actos…

—¡Olvida esta absurda representación! —intervino el soldado, enfurecido a causa de la febril resistencia de Tas—. No surtirá efecto.

—No permitas que te enternezca, Hijo Venerable de Paladine —apostilló el capitán—. Ya conoces a los de su raza.

—Sí —respondió Denubis, sin apartar la vista de Tasslehoff mientras los guardianes lo arrancaban de sus ropajes y lo conducían, junto a Caramon, a través de dos hileras de espectadores que se demoraban en la plaza para asistir al desenlace de la escena—. Conozco a los kenders y por eso afirmo que éste es extraordinario —musitó antes de centrarse de nuevo en Crysania y proponer—: Si continúas sosteniéndola, capitán, rogaré a Paladine que nos traslade de inmediato al Templo.

Tas lanzó una última mirada atrás, con dificultad debido a las garras que lo atenazaban, y vio al clérigo y al capitán de la guardia en la plaza del mercado, solos, envueltos en una brillante luz blanca. De pronto, se desvaneció la aureola y ambos desaparecieron con ella.

Pestañeó lleno de pasmo y, al no fijarse en dónde ponía los pies, tropezó. Cayó sobre el adoquinado haciéndose varios rasguños en las rodillas y las manos, que había adelantado para amortiguar el golpe. Una mano lo agarró por el cuello de la camisa, lo incorporó bruscamente y le dio un violento empellón.

—Camina y no intentes escapar. Tus argucias no te servirán de nada.

El kender obedeció, tan desmoralizado que ni siquiera atinó a espiar el panorama. Tan sólo contemplaba a Caramon, y la imagen que éste ofrecía le rompía el corazón: abrumado por la vergüenza y el miedo, el guerrero se arrastraba más que caminaba, ciego a cuanto le rodeaba.

—Yo no la lastimé —persistía—. Alguien ha cometido un error.

2

El templo de Istar

Las melodiosas voces elfas fueron aumentando de volumen, sus dulces notas trazaron una espiral de octavas como si pudieran elevar sus plegarias hasta el cielo mediante un simple ascenso por las escalas. Los rostros de las mujeres, iluminados merced a los rayos del ocaso que se filtraban a través de los altos ventanales, se tiñeron de tonalidades rosáceas mientras que en sus ojos, brillaba una fervorosa inspiración.

Los atentos peregrinos lloraban ante tal despliegue de belleza, de manera que las túnicas blancas y azules de las integrantes del coro —blancas para las Hijas Venerables de Paladine, celestes para las Hijas de Mishakal— se confundieron en una sugestiva bruma. Muchos aseverarían más tarde que habían visto cómo las mujeres elfas eran transportadas hacia el firmamento, arropadas en mullidas nubes.

Cuando sus cánticos alcanzaron un crescendo de envolvente dulzura un coro de profundas voces masculinas se integró en el salmo, manteniendo arraigados a la tierra aquellos rezos que pretendían remontarse a las alturas cual pájaros en libertad o, en opinión del prosaico Denubis, cortándoles las alas. Se dijo el clérigo que debía estar demasiado cansado para apreciar la armonía, pues en su juventud también él había sido capaz de purificar su alma con las lágrimas al escuchar el himno vespertino. Después, al transcurrir los años, la ceremonia se convirtió en rutina. Recordaba bien el impacto que le había causado sorprenderse por vez primera pensando en un asunto apremiante durante las oraciones. Ahora era peor que un ejercicio cotidiano, había pasado a ser algo irritante, molesto y aburrido. A decir verdad había llegado a temer este momento del día, y aprovechaba cualquier oportunidad que se le ofreciera para excusar su presencia.

¿Por qué? Reprochaba en gran parte el negativo cambio a las mujeres elfas. Prejuicios raciales, admitió en su fuero interno, pero no podía vencerlos. Todos los años un grupo de féminas de esta raza, las Hijas Venerables y sus discípulas, viajaban a Istar desde la gloriosa región de Silvanesti para instalarse un año en la ciudad y consagrarse al servicio eclesiástico. Significaba esto que entonaban cada noche el himno vespertino y, durante la jornada, deambulaban de un lado a otro recordando a cuantos las veían que los elfos eran el pueblo elegido de los dioses, el primero en ser creado y dotado, además, de una longevidad que se extendía a varios siglos. Sea como fuere, sólo a Denubis parecía perturbarle este hecho.

Aquella tarde la sesión de cánticos le resultaba especialmente tediosa, porque ocupaba su pensamiento la mujer que había llevado al Templo a mediodía. Casi había logrado eludir el compromiso pero, en el último momento, lo había capturado Gerald, un veterano clérigo cuyos días en Krynn estaban contados y que hallaba reconfortante asistir a las plegarias. Quizá, recapacitó Denubis, su entusiasmo se debía a su absoluta sordera que, por otra parte, le había impedido explicarle que tenía problemas urgentes que resolver. Tras varios intentos infructuosos, se vio obligado a ceder y ofrecer su brazo al senil sacerdote. Gerald estaba junto a él, en ostensible trance, acaso representándose el hermoso plano de existencia al que no tardaría en acceder.

Reflexionaba Denubis sobre su superior y también sobre la sacerdotisa, de la que no había tenido noticia desde que la depositara entre los muros del Templo, cuando sintió en su brazo el contacto de unos dedos. Dio un respingo y miró en su derredor con la culpabilidad dibujada en sus rasgos, preguntándose si alguien había detectado su actitud distraída y se disponía a delatarlo. Al principio no adivinó quién le había tocado, ya que sus dos vecinos estaban sumidos en sus plegarias, mas un segundo aviso le hizo comprender que la ligera presión provenía de alguien situado a su espalda. Un rápido vistazo en ese sentido le reveló la presencia de una mano, que se deslizaba cautelosa por la cortina de separación entre la galería donde se hallaba junto a los Hijos Venerables y las antecámaras que la rodeaban.

La misteriosa mano le hizo señal de acercarse y el clérigo, desconcertado, abandonó su lugar en la hilera y tanteó con sigilo la cortina, tratando de traspasarla sin llamar la atención. La mano se había retirado y no encontraba ninguna abertura entre los pliegues de grueso terciopelo, de modo que comenzó a agitarlos hasta que al fin, convencido de que todas las miradas de los peregrinos confluían en su persona, descubrió la salida y la cruzó a trompicones.

Un joven acólito de plácido porte se inclinó en una reverencia ante el sudoroso eclesiástico, ajeno a su turbación.

—Te ruego que me disculpes por interrumpirte en tus oraciones, Hijo Venerable, pero el Príncipe de los Sacerdotes solicita que le dediques unos minutos de tu tiempo si no te causa grave inconveniente.

El discípulo pronunció esta fórmula de cortesía con tal naturalidad que a ningún observador casual le habría extrañado escuchar una negativa de Denubis, algo así como: «Ahora me es imposible, me reclaman otros deberes. Quizá más tarde».

Sin embargo, Denubis no dijo nada semejante. Palideció y murmuró la consabida frase de «Será un honor», que el acólito recibió sin inmutarse por la fuerza de la costumbre. Asintió mediante un ademán de cabeza, dio media vuelta y guió al clérigo, a través de los ventilados y sinuosos pasillos del Templo, hacia las habitaciones privadas del máximo dignatario de Istar.

Mientras aceleraba la marcha para no quedar rezagado, el maduro eclesiástico cavilaba sobre el motivo de tan urgente convocatoria, pensando que guardaba relación directa con la sacerdotisa de la calleja. No había sido requerido por su superior en dos años, y no podía ser una coincidencia que lo mandase llamar para otras cuestiones el mismo día en que hallara a la Hija Venerable moribunda en un rincón próximo a la plaza del mercado.

«Quizás ha fallecido, y quiere comunicármelo personalmente. Sería una gentileza, quizá fuera de lugar en alguien que debe ocuparse de problemas tan importantes como el destino de las naciones pero, a fin de cuentas, una prueba fehaciente de su amabilidad», pensó Denubis apesadumbrado.

Esperaba equivocarse, no sólo por ella sino por el humano y el kender. También estas dos criaturas habían presidido sus elucubraciones a lo largo del día, sobre todo el hombrecillo. Al igual que otros habitantes de Krynn, Denubis tenía una pobre opinión de estos seres que no mostraban el menor respeto por las reglas de convivencia ni la propiedad particular, ni siquiera entre ellos mismos. No obstante, el que ahora lo inquietaba parecía poseer unas cualidades excepcionales. Cualquier otro de los que conocía —o creía conocer— se habría dado a la fuga con sólo presentir el peligro y él, en cambio, había permanecido al lado de su amigo en un alarde de lealtad, e incluso se había arriesgado a defenderlo.

Con el ánimo decaído, Denubis se enfrentó a la posibilidad de que la sacerdotisa hubiese muerto. Si era así, el kender y su compañero sufrirían un castigo… No, era preferible no adelantarse a los acontecimientos. Susurrando una sincera plegaria a Paladine para granjearse su protección en favor de los cautivos —en el caso de que la merecieran, claro está—, desechó de su mente tan depresivas cábalas y se exhortó a admirar el esplendor de la residencia que el Príncipe de los Sacerdotes había erigido en el sagrado recinto.

Había olvidado la belleza de los blanquísimos muros que refulgían, según la leyenda, con la etérea luz irradiada por sus propias piedras. Tan delicada era la talla de éstas que se asemejaban a inmensos pétalos de rosa surgidos del pulido suelo, de idéntica tonalidad. Atravesaban su superficie, como para poner un contrapunto a la dureza que siempre entraña la perfecta claridad, unas vetas azuladas.

Las maravillas del pasillo daban paso a la magnificencia de la antecámara. Aquí las paredes fluían hacia las alturas para sostener la bóveda, del mismo modo que los cánticos de las mujeres elfas se elevaban en pos de las divinidades. Y, de manera más tangible que en la sala de las oraciones, los dioses se hallaban presentes en los frescos que adornaban la fabulosa estancia. También ellos brillaban con fulgores nacidos en las entrañas de la roca: Paladine, el Dragón de Platino, máximo exponente del Bien, se erguía junto a Gilean, la Balanza de la Neutralidad, y separado por éste de la Reina de la Oscuridad. El Príncipe de los Sacerdotes, que nunca osaría ofender abiertamente a la representación de la malignidad, la había plasmado en forma de un dragón de cinco cabezas, aunque en una actitud tan dócil que Denubis casi lo imaginaba postrado ante Paladine, lamiendo sus pies.

De todos modos, tal pensamiento asaltó al clérigo en una reflexión ulterior. En estos momentos estaba demasiado nervioso para detenerse a contemplar las espléndidas pinturas, tenía la mirada prendida de las ricas puertas de platino que se abrían al corazón del Templo.

Se deslizaron sobre sus goznes las ornamentadas hojas, emitiendo una luz irreal. Había llegado la hora de la audiencia.

La sala destinada a este propósito infundía al visitante un punzante sentido de su humildad e insignificancia. Era el centro de la bondad, el símbolo de la triunfante Iglesia que propagaba su poder entre los moradores de Krynn. Tras las puertas había una enorme estancia circular con el suelo de bruñido granito blanco, que se prolongaba en los lisos muros hasta culminar en una gigantesca flor cuyos pétalos, a guisa de capiteles, se unían en el centro en un cáliz que daba soporte a la cúpula. El techo, en lugar de ser opaco, estaba formado por cristaleras que absorbían los rayos del sol y de las lunas y, así, mantenían la estancia perpetuamente iluminada.

Una ondulante ola azul, similar a las crestas marinas, partía del suelo para desplegarse en un nicho situado frente a la puerta. Arropada en su seno, una plataforma sustentaba un trono y cabe afirmar que, más aún que la fúlgida aureola creada por los haces de los astros celestes, centelleaban las radiantes y cálidas chispas que de él surgían.

Denubis penetró en la sala de audiencias con la cabeza inclinada y las manos juntas sobre el pecho, como mandaban los cánones. Anochecía y, al no haber iniciado las lunas su recorrido por el firmamento, habían prendido las velas si bien el clérigo, al igual que en otras ocasiones, experimentó la extraña sensación de haber salido a un patio soleado. Incluso cerró los ojos, cegado por el exceso de luz.

Puesta la vista en el suelo, en la actitud sumisa que exigía su rango inferior hasta que le permitieran levantarla, escudriñó su entorno y detectó diversos objetos. Había asimismo otras criaturas, aunque no podía reconocerlas al no distinguir sus rostros. Ascendió los primeros peldaños que, surcando la ola, se encaramaban al estrado, vigilando sus pisadas y tan deslumbrado por las reverberaciones del trono que apenas era consciente de nada más.

—Alza los ojos, Venerable Hijo de Paladine —dijo una voz cuando llegó al pequeño rellano donde debía detenerse. La musicalidad de su timbre lo indujo al llanto, y mientras intentaba contener las lágrimas se preguntó qué emoción era aquella que lo embargaba y que las mujeres elfas ya no eran capaces de inspirarle.

Obedeció de inmediato, y se sobrecogió su alma. Hacía ya dos años que no se acercaba tanto a la figura del Príncipe de los Sacerdotes, tiempo suficiente para adormecer su memoria. ¡Cuán diferente era observarlo cada mañana desde cierta distancia, verlo como se divisa el sol en el horizonte poco después del alba, dejándose acunar por su calor benéfico! ¡Cuán diferente era columbrar un astro de ser convocado a su presencia, inmovilizarse frente a él y sentirse arder en la pureza, en la claridad de su brillo!

«Esta vez recordaré», se prometió Denubis. Pero nadie que hubiera sido recibido por el sumo dignatario lograba imprimir su apariencia en la mente y, a decir verdad, era un sacrilegio intentarlo ya que equivalía a rebajarle a la mediocridad de la carne y las miserias comunes. Lo único que flotaba para siempre en la imaginación era la idea de haber estado en presencia de una criatura de indescriptible belleza.

El aura luminosa rodeó al clérigo, y al hacerlo lo sumió en una lacerante vergüenza de sí mismo por haber cedido a dudas, recelos y pensamientos indignos. En contraste con el Príncipe de los Sacerdotes, Denubis se juzgó el ser más execrable de todo Krynn. Hincó ambas rodillas y mendigó perdón, consciente apenas de sus actos, seguro tan sólo de que así debía obrar.

El perdón le fue concedido. Habló la voz musical y, al instante, invadió al eclesiástico una sensación de paz, un bálsamo que cicatrizaba sus llagas invisibles. Incorporándose, se colocó frente a su superior en humilde postura y solicitó la gracia de ser informado sobre el motivo de tan inesperada audiencia.

—Esta mañana has traído al Templo a una mujer, una Hija Venerable de Paladine —explicó el mandatario—, y tengo entendido que estás preocupado por ella como, por supuesto, es natural y encomiable. He creído que te reconfortaría saber que se ha recuperado por completo de la terrible prueba sufrida. Quizá también te alivie la noticia, querido Hijo de Paladine, de que está físicamente ilesa.

Denubis dio gracias al dios del Bien por haber preservado a la sacerdotisa de la muerte mas, cuando se disponía a regocijarse de tan grata nueva en la destellante aura, comprendió el significado de las últimas palabras de su egregio señor y acertó a balbucear:

—Entonces, ¿no la asaltaron?

—No, hijo mío —contestó el patriarca con timbre jubiloso—. Paladine, en su infinita sabiduría, acogió su alma en su seno y pude, tras largas horas de oración, persuadirle de que nos devolviera el tesoro que había sido arrancado de su cuerpo. La mujer descansa ahora en un sueño reparador.

—Pero ¿y las señales de su rostro? —protestó el clérigo—. La sangre…

—No exhibía señales de violencia —repuso el Príncipe en tono suave, aunque con un atisbo de reproche que causó al subordinado una repentina desazón—. Te repito que nadie la lastimó.

—Me complace en sumo grado haberme equivocado —declaró Denubis con sincero acento—, más aun porque de este modo queda probada la inocencia del humano que fue arrestado y que, supongo, será puesto en libertad.

—Me produce tan honda satisfacción como a ti, Hijo Venerable, descubrir que uno de nuestros semejantes no ha cometido el despreciable crimen que se le imputaba. Mas, ¿quién es del todo inocente?

La melodiosa voz hizo una pausa, como si aguardase respuesta. Y, en efecto, a los pocos segundos se elevaron unos murmullos alrededor del clérigo, unos sonidos articulados que le hicieron tomar plena conciencia de las otras criaturas congregadas en la sala. Tal era el influjo del Príncipe de los Sacerdotes que, por unos momentos, se había olvidado de todo salvo del inefable ser que le hablaba desde el trono.

A pesar de sentir sus pupilas bañadas en la radiante claridad que dimanaba de la plataforma, Denubis advirtió que debía estar acostumbrándose a su cegadora magnificencia al reconocer a las otras figuras presentes en la asamblea. A ambos lados de la ola azul se hallaban distribuidos los máximos exponentes de las Órdenes masculina y femenina de los Hijos Venerables. Apodados entre sus seguidores «las manos y los pies del sol», eran ellos quienes atendían los asuntos cotidianos de la Iglesia y, también, los que gobernaban Krynn. Pero, además de los altos cargos clericales, había otras criaturas en la estancia.

Atrajo la mirada del sacerdote un rincón, el único que, al parecer, permanecía en penumbra. Se agazapaba en él una figura ataviada de negro, en medio de una oscuridad que tan sólo eclipsaba la luz del Príncipe. Asaltado por un estremecimiento, intuyó que aquel ser de tinieblas aguardaba, acechando su oportunidad, el ocaso definitivo para entrar en acción. Constatar que el Ente Oscuro, nombre con que se designaba en la corte a Fistandantilus, tenía acceso a la sala de audiencias ejerció sobre Denubis un impacto nefasto. El adalid del Bien trataba de deshacerse de la malignidad del universo y, sin embargo, la admitía en su círculo más íntimo. Una perspectiva más halagüeña vino, por fortuna, a mitigar su desasosiego: quizá cuando la perversidad fuera desterrada del mundo, cuando se eliminara a los últimos seres perversos, Fistandantilus caería de manera irreversible.

Mientras estaba absorto en estas cavilaciones, incluso con una sonrisa dibujada en sus labios, sintió sobre su piel el frío fulgor de los ojos del poderoso mago y tuvo que desviar la vista. ¡Qué contraste ofrecía aquel hombre respecto al Príncipe! Se refugió en la aureola de benignidad de su mandatario en busca de la serenidad perdida, diciéndose que siempre que contemplaba al sombrío Fistandantilus se asomaba sin poder evitarlo a las más secretas simas de su propia alma.

Aunque sometido al escrutinio perturbador del hechicero, conservó la suficiente lucidez como para volver a la realidad inmediata. «¿Quién es del todo inocente?», había inquirido el Príncipe. ¿A qué se refería? No acababa de captar el sentido de este curioso desafío.

Azuzado por la incertidumbre, Denubis bajó de la plataforma intermedia, despidiéndose confuso del Príncipe de los Sacerdotes, y se encaminó hacia una antecámara donde había dispuesta una descomunal mesa de banquetes, ya que el Templo de Istar era una auténtica corte y, en aquella ocasión, el máximo representante del Bien ofrecía una espléndida cena a sus invitados.

Los aromas de los apetitosos y exóticos alimentos, traídos de todo Ansalon por los devotos peregrinos o adquiridos en los vastos mercados al aire libre de ciudades tan lejanas como Xak Tsaroth, recordaron al eclesiástico que no había probado bocado desde el desayuno. Haciéndose con un plato, pasó revista a las multicolores fuentes a la vez que se servía de unas y otras. Al llegar a la mitad de su recorrido ya había llenado el recipiente de aquellos exquisitos manjares que, en su profusión, arrancaban gemidos de la mesa doblada bajo su peso.

Un criado le presentó una copa redonda llena de fragante vino elfo y, tras asirla, recogió los cubiertos en una esquina para, con éstos y el plato en una mano y el mosto en la otra, arrellanarse en una butaca donde consumir su suculenta cena. Comenzó a degustar ávidamente la celestial combinación que formaban un bocado de faisán asado con el sabor adherido en el paladar del licor cuando, de manera imprevista, una sombra oscureció su asiento.

Atragantándose, Denubis levantó los ojos y se apresuró a secar las gotas de vino que chorreaban por su mentón.

—Hijo Venerable —balbuceó nervioso, al mismo tiempo que se esforzaba en erguir la espalda para mostrar el respeto que merecía el cabecilla de su hermandad.

Quarath, que así se llamaba su superior más directo, lo estudió con expresión entre divertida y sarcástica.

—No te muevas, Hijo Venerable, no deseo molestarte —dijo, haciendo un lánguido gesto—. Nada más lejos de mi intención que interrumpir tu cena, sólo quería rogarte que cuando termines me dediques unos minutos.

—Ya he terminado —anunció Denubis y entregó plato y copa, aún medio llenos, a otro sirviente que pasaba por su lado—. Lo cierto es que estaba menos hambriento de lo que suponía. —Eso, al menos, era cierto, había perdido el apetito por completo.

Quarath esbozó una delicada sonrisa. Su enjuto rostro elfo, de finas facciones, se asemejaba a una escultura de porcelana susceptible de romperse ante la más nimia brusquedad. Quizá por eso apenas se ensancharon sus labios.

—De acuerdo entonces, en el caso de que no te tienten los postres.

—No, en absoluto. Los dulces se digieren con dificultad a esta hora tan avanzada.

—Acompáñame pues, Hijo Venerable. Hace semanas que no sostenemos una plática —invitó Quarath a su subordinado, a la vez que lo cogía por el brazo en un ademán de gran familiaridad pese a que no solían frecuentarse.

Primero el Príncipe de los Sacerdotes, ahora el superior de su Orden. A Denubis se le hizo un nudo en la garganta, mas se dejó llevar sin oponer resistencia. En el instante en que se disponían a abandonar la sala de audiencias resonó la armoniosa voz del sumo mandatario, y el clérigo lanzó una mirada atrás para mecerse una vez más en la mágica aura. Antes de reanudar la marcha su vista se posó, accidentalmente, en la del hechicero de negro atavío, y éste bajó la cabeza a guisa de saludo. Estremeciéndose, Denubis traspasó raudo la puerta en pos de Quarath.

Los dos clérigos avanzaron por los suntuosos corredores hasta arribar a una pequeña alcoba, la del augusto elfo. También esta cámara lucía una espléndida decoración, pero Denubis se sentía demasiado inquieto para reparar en los detalles.

—Siéntate, amigo mío, te lo ruego. Permíteme que te llame así, ya que nos hallamos cómodamente instalados y en perfecta soledad.

El clérigo no estuvo muy de acuerdo con lo de «cómodamente», pero era evidente la ausencia de testigos. Tomó asiento en el borde de la butaca que le ofrecía su anfitrión, aceptó un vaso de tónico, aunque ni siquiera se humedeció los labios, y esperó. Quarath empezó a charlar de temas intrascendentes, informándose sobre el trabajo de su interlocutor —ocupado en los últimos tiempos en traducir párrafos de los Discos de Mishakal a su lengua natal, el solámnico— y abordando, en suma, cuestiones que poco o nada le interesaban.

Tras un breve silencio el eclesiástico comentó, con aire casual:

—Hace un rato te he oído abogar por ese humano frente al Príncipe de los Sacerdotes.

Denubis depositó el elixir en un velador, tan trémula su mano que a punto estuvo de derramarlo.

—Me inquietaba la idea de haberlo apresado por error —explicó azorado.

—Muy loable por tu parte —concedió Quarath con grave semblante—. Está escrito que debemos preocuparnos por nuestros congéneres. Ha sido una acción digna de ti, Denubis, la incluiré en mi crónica anual.

—Gracias, Hijo Venerable —respondió el interpelado sin saber a qué atenerse.

Nada añadió el superior de la Orden, pero clavó en su oponente sus almendrados ojos de elfo mientras aquél se enjugaba el sudor de las sienes con la manga de su túnica. La cámara estaba en exceso caldeada, quizá debido a la fragilidad de quien la habitaba.

—¿Hay algo más que quieras agregar? —interrogó Quarath en tono confidencial.

—¿Respecto al guerrero? —se aseguró el clérigo.

—Sí —fue la escueta contestación.

—Me gustaría saber —aventuró Denubis tras exhalar un largo suspiro— si él y el kender saldrán pronto del calabozo. Verás, señor, he pensado que podría prestar un útil servicio —propuso en un arranque de inspiración— guiándolos hacia la senda del Bien. Ya que el hombre es inocente…

—¿Quién es del todo inocente? —lo atajó Quarath, mirando hacia el techo como si los dioses fueran a escribir allí la respuesta.

—Sin duda es una pregunta de gran relevancia —balbuceó el clérigo—, que merece atención y estudio, pero al parecer el prisionero no era culpable del delito pese a que, quizás, oculte algunos defectos que no se han enjuiciado en la asamblea. —Calló, consciente de que pisaba aguas movedizas.

—Me estás dando la razón —sentenció el superior, extendidas las manos y con la vista puesta en el confundido Denubis—. Como reza el refrán, a menudo el lobo se cubre con piel de cordero. Mañana ambos reos serán vendidos en el mercado de esclavos —le reveló, apoyado en el respaldo de su asiento y con los ojos vueltos de nuevo hacia el techo.

—¿Cómo? Pero señor… —se escandalizó el clérigo que, sin darse cuenta, se había incorporado.

No concluyó la frase, la mirada imperativa de Quarath lo traspasó como un dardo y lo paralizó.

—¿Debo interpretar tu actitud como una abierta rebeldía?

—¡Es inocente! —insistió Denubis, incapaz de concebir otro razonamiento.

Quarath sonrió, ahora indulgente, antes de sermonear a su discípulo.

—Eres un buen hombre, amigo. Un buen hombre y un fiel servidor de la causa, quizás algo elemental pero un auténtico dechado de virtudes. No creas que hemos tomado esta decisión a la ligera. Interrogamos al guerrero, y su relato sobre su procedencia y el motivo de su estancia en Istar es una pura incongruencia, yo incluso lo tildaría de inverosímil. Aunque sea inocente de las heridas de la sacerdotisa, como tú mismo has apuntado, corroen su alma otros crímenes no menos graves. Si examinas su rostro con detenimiento no tardarás en hallar las huellas inequívocas de un pasado azaroso. Carece, además, de medios para sustentarse, no hemos encontrado ni una moneda en su persona y es obvio que, dada su tendencia errabunda, se convertirá en un ladrón si lo abandonamos a su albedrío. Le hacemos un favor, por consiguiente, al proporcionarle un amo que cuide de él. Con el tiempo podrá conquistar su libertad y, si los dioses le son propicios, su alma se aliviará de la carga que entrañan sus culpas. En cuanto al kender… —No se molestó en proseguir, ondeó la mano en un gesto displicente al mencionar a tan ínfima criatura.

—¿Está enterado el Príncipe de los Sacerdotes? —El pobre Denubis tuvo que hacer acopio de valor para cuestionar así el criterio de los dignatarios de su Orden.

Quarath suspiró y, esta vez, el clérigo detectó una arruga de irritación en el terso entrecejo del elfo.

—El Príncipe de los Sacerdotes tiene asuntos más urgentes que atender, Hijo Venerable —replicó con frialdad—. Es tan bondadoso que el sufrimiento del humano le causaría una profunda consternación, pasaría días encerrado tratando de resolver el conflicto. Como no ha ordenado de manera específica la libertad del prisionero, hemos asumido nosotros la responsabilidad a fin de ahorrarle este pequeño contratiempo.

Al ver que la suspicacia afloraba al desencajado semblante de Denubis, Quarath se inclinó hacia adelante y, ceñudo, continuó.

—De acuerdo, ya que no te satisfacen mis argumentos te confiaré un secreto: rodean el descubrimiento de la mujer ciertas circunstancias extrañas. Una de ellas, según tenemos entendido, es que su artífice fue el Ente Oscuro.

El clérigo tragó saliva y se hundió en su butaca. Ya no tenía calor, incluso se agitó en un súbito escalofrío.

—Es cierto —declaró entristecido—. Vino a mi encuentro…

—¡Lo sé! —lo espetó el eclesiástico—. Él mismo me lo ha comentado. La sacerdotisa se quedará con nosotros, es una Hija Venerable portadora del Medallón de Paladine. Sus declaraciones son tan confusas como las del guerrero, aunque en su caso es natural y creo que bastará con observarla hasta que se tranquilice. El humano, en cambio, no pertenece a la Orden y ha de ser tratado de otro modo. Tienes que comprender la imposibilidad de permitirle que vagabundee sin control. En la Era de los Ancianos lo habrían confinado en un calabozo para luego olvidarlo; nosotros, más sabios, le daremos un hogar conveniente y lo vigilaremos con la mayor discreción.

«Al oír a Quarath se diría que es un acto caritativo vender a un hombre como esclavo. Quizá lo sea y yo esté en un error, él mismo ha recalcado mi simpleza de espíritu», meditó Denubis perplejo.

Aún aturdido, echó a andar hacia la puerta con la cena revuelta en sus vías digestivas no sin antes farfullar una disculpa a su superior, quien se levantó al verle partir. Una sonrisa conciliadora iluminaba su rostro cuando le propuso:

—Debes visitarme más a menudo, Hijo Venerable. Y no temas consultarnos siempre que te asalte alguna duda, así es como se aprende.

Denubis asintió tímidamente, y resolvió aprovechar la oportunidad.

—Hay otra cuestión que desearía plantearte, ya que me abres la puerta de la confianza —aventuró—. Hace unos minutos has mencionado al Ente Oscuro. ¿Quién es en realidad, y por qué se aloja en el Templo? Confieso que me asusta.

Se borró la expresión complaciente de la faz de Quarath pero no pareció molestarse, acaso le produjo cierto alivio el hecho de que Denubis cambiara de tema.

—Nadie conoce las motivaciones de los magos, ni sus procedimientos ni aun su identidad —explicó—, lo único que de ellos sabemos es que se mueven sobre premisas que nada tienen que ver con las que dictan los dioses. Ésta fue la razón que impulsó al Príncipe de los Sacerdotes a reducir su presencia en Krynn y contener su influjo. Ahora se hallan recluidos en la única Torre de la Alta Hechicería que se sostiene en pie, rodeada por el malhadado Bosque de Wayreth, y que no tardará en desaparecer. Su número de habitantes disminuye sin tregua, y hemos cerrado sus escuelas. ¿Has oído hablar de la maldición de la Torre de Palanthas?

—Sí.

—¡Fue un terrible accidente! —exclamó el eclesiástico—. Y demuestra que los dioses no favorecen a los brujos, pues sólo cuando la conducta enajenada de un nigromante, inducida por ellos, lo llevó a ensartarse en la verja de su morada, se aplacó su ira. Mediante esta estratagema de las divinidades pudo sellarse, esperemos que para siempre, la Torre. Pero estoy divagando, no era éste el asunto que te inquietaba.

—No, sólo intentaba indagar sobre la personalidad de Fistandantilus —le recordó Denubis, arrepintiéndose de haber iniciado la charla. Lo único que ansiaba era regresar a su dormitorio y tomar algún remedio que mitigara su dolor de estómago.

—No puedo decirte —declaró Quarath con las cejas enarcadas— sino que ya estaba aquí el día de mi llegada, hace casi un siglo. Debe ser más viejo que muchos de los longevos miembros de mi raza, incluso los más veteranos han oído susurrar su nombre en las leyendas de su infancia. Es humano y, por lo tanto, utiliza la magia para conservar la vida, si bien no imagino cómo. ¿Has comprendido ahora por qué el Príncipe lo acoge en su corte? —añadió, clavando en su interlocutor una penetrante mirada.

—¿Porque lo teme? —apuntó el ingenuo discípulo.

La sonrisa de porcelana del elfo se congeló unos segundos para, luego, ensancharse en la de un padre que esclarece un sencillo misterio frente a un hijo poco dotado.

—No, amigo mío —explicó con paciencia—, la razón es que Fistandantilus nos resulta de gran utilidad. ¿Quién conoce el mundo mejor que él? Ha viajado a todos los confines de nuestro continente y se ha familiarizado con los dialectos, las costumbres y las tradiciones de las razas que pueblan Krynn. Su sapiencia es ilimitada, y nuestro sumo dignatario prefiere tenerle cerca en lugar de desterrarle a Wayreth como ha hecho con sus colegas.

—Entiendo —murmuró Denubis—. Y, ahora, debo retirarme. Agradezco tu hospitalidad, Hijo Venerable, y tu benevolencia al despejar mis incógnitas. Me siento mucho mejor.

—Me satisface haber sido capaz de ayudarte —contestó Quarath—. Deseo que los dioses te proporcionen un apacible descanso.

—Lo mismo digo, insigne clérigo.

Tras intercambiar las fórmulas de rigor, Denubis salió de la estancia y oyó cómo la puerta se cerraba a su espalda. Su chirrido, lejos de excitarle, le llenó de paz.

Retrocedió por el mismo pasillo que antes recorriera en pos de Quarath y, al pasar junto a la sala de audiencias, sintió la necesidad de detenerse. La luz escapaba a raudales por las rendijas, los ecos de la voz musical lo atraían con su inenarrable embrujo, pero temió que empeorase su indigestión y venció el impulso de entrar.

Anhelando la tranquilidad de su alcoba, el eclesiástico atravesó presuroso las otras dependencias del Templo. Tan precipitada era su marcha que incluso se perdió una vez tras tomar un recodo equivocado en el laberinto de corredores. Sin embargo, volvió a dar con el pasadizo que lo llevaría hasta la zona del recinto donde residía.

Ésta era austera en comparación con la magnificencia de la corte y los aposentos del Príncipe de los Sacerdotes, pero revestida de un lujo superior al que solía observarse en los edificios de Krynn. Mientras caminaba por los pasillos, iluminados mediante antorchas, Denubis no pudo sustraerse al ambiente acogedor que éstas creaban pese a carecer del esplendor de las grandes cámaras palaciegas. Otros clérigos se cruzaron con él, intercambiando sonrisas y saludos, y constató que la sencillez que lo circundaba era su auténtico hogar.

Exhaló un suspiro y, reconfortado al fin, abrió la puerta de su humilde habitación —no existían los candados en el Templo, por considerarse un signo de desconfianza respecto a los otros cofrades— dispuesto a refugiarse en su penumbra.

De pronto, se detuvo, al atisbar el borroso movimiento de una sombra en la negrura. Fijó la vista en el corredor, mas lo halló vacío.

«Me estoy haciendo viejo —recapacitó—, sufro alucinaciones». Penetró en la estancia envuelto en el revoloteo de su alba túnica en torno a los tobillos, encajó la hoja en el dintel y buscó la medicina para el estómago.

3

Denigrante esclavitud

Una llave tintineó en la cerradura de la celda. Tasslehoff se incorporó a la velocidad del relámpago en aquella estancia donde la luz se filtraba, en pálidos haces, a través del ventanuco de barrotes.

Al ver su reflejo en el muro de piedra, el kender concluyó que debía estar amaneciendo. La llave produjo un nuevo chasquido en el ojo metálico, como si el celador tuviese dificultades para abrir. El prisionero lanzó una inquieta mirada a Caramon que, tumbado en el otro lado del calabozo, dormía en la losa que le servía de lecho sin moverse ni oír el molesto ruido.

«Mala señal», pensó Tas entristecido, a sabiendas de que el experto guerrero —cuando no estaba ebrio— era capaz de despertarse con el mero eco de unas sigilosas pisadas en la distancia. Pero Caramon no había manifestado ninguna reacción desde que los soldados lo encerraron la víspera. Había guardado silencio y rechazado el alimento, pese a asegurarle su compañero que era un bocado superior al que solía comerse en las prisiones. Se acostó sobre el suelo y se sumió en la contemplación del techo hasta el anochecer, hora en que desarrolló una ínfima actividad: cerrar los ojos.

El estruendo de la llave fue en aumento, mezclado con los sonoros reniegos del carcelero. Tasslehoff se puso en pie y atravesó la estancia, desembarazando su cabello de las briznas de paja de su almohada y alisando su ropa mientras caminaba. Al distinguir una desvencijada banqueta en un rincón, la arrastró hasta la puerta a fin de encaramarse a ella y espiar por la mirilla al hombre que se afanaba en el exterior.

—Buenos días —lo saludó—. Veo que tienes problemas.

El aludido retrocedió, tan sobresaltado al oír una voz imprevista que casi dejó caer el manojo de llaves. Era un individuo de corta talla, flaco, con una tez grisácea que lo identificaba con las pétreas paredes. Alzó hacia el kender un rostro de expresión furibunda a través de la reja, insertó una vez más el metálico instrumento en el cerrojo y comenzó a manipularlo vigorosamente. Detrás de él se erguía otra figura, un hombre alto y corpulento que, ataviado con ricas vestiduras, se protegía del gélido aire matutino mediante una capa de piel de oso. Sostenía en la mano una pizarra, terminada en una delgada correa de cuero de la que pendía una punta de tiza.

—Apresúrate —gruñó el desconocido—. El mercado se abre a mediodía y tengo que limpiar y adecentar a este lote antes de que se inicie.

—Debe haberse roto —se excusó el celador.

—No, en absoluto —colaboró el kender—. A decir verdad, creo que la llave encajaría si no entorpeciera su paso uno de mis alambres.

El centinela interrumpió su quehacer y escudriñó al hombrecillo de manera siniestra.

—Sufrí un curioso incidente —explicó Tas, al parecer imperturbable—. Anoche estaba aburrido, pues Caramon se durmió temprano y tú me habías despojado de mis pertenencias, así que me puse a hurgar en mis vestiduras y descubrí, por pura casualidad, un alambre para forzar cerraduras que había escapado a tu registro al ocultarse dentro de mis botas. Decidí probarlo en esta puerta, a fin de entretenerme y también de comprobar qué tipo de calabozos construís en Istar. Por cierto, éste es espléndido —afirmó en actitud solemne—, uno de los mejores que he visitado, quizás el más sólido. ¡Pero olvidaba presentarme! Me llamo Tasslehoff Burrfoot —agregó, introduciendo su mano a través de la reja por si alguno de sus contertulios deseaba estrecharla (no lo hicieron)—. Vengo de Solace, al igual que mi amigo, con el encargo de cumplir una delicada misión que… ¡Ah, sí, el cerrojo! No es necesario que me claves tan funestas miradas, no fue culpa mía. ¡Fue tu estúpido mecanismo el que quebró mi alambre! Lo consideraba el más valioso de mi colección, heredado de mi padre —suspiró nostálgico—. Me lo obsequió el día en que cumplí la mayoría de edad, de modo que no estaría de más si os disculpaseis —terminó con tono severo.

Frente a tal exigencia el carcelero emitió un extraño sonido, semejante a un estornudo virulento. Agitando el manojo de llaves frente al kender, masculló unas frases incoherentes sobre «pudrirse en la celda para toda la eternidad» e hizo ademán de alejarse, si bien lo detuvo el personaje de la capa.

—No tan deprisa —lo espetó—. Debo llevarme al otro reo.

—Lo sé —replicó el guardián con los labios apretados—, pero se ha de llamar al cerrajero.

—No puedo esperar. He recibido órdenes estrictas de incluirlo en el lote de hoy.

—En ese caso habrá que ingeniarse otro medio de sacarlos de ahí dentro —sugirió el soldado—. Proporcionemos al kender un nuevo alambre, quizá funcione —bromeó—. Vamos, olvídalo y reunamos a los restantes.

Emprendió un ligero trotecillo, dejando al hombre del pellejo de oso plantado ante la puerta, remiso a moverse.

—Me han dado instrucciones terminantes —recordó irritado el celador.

—También a mí —repuso el otro por encima de su huesudo hombro—. Si no están conformes pueden venir y rezar hasta que la reja se abra, o bien avisar al cerrajero para que haga su trabajo.

—¿Vais a devolvernos la libertad? —inquirió Tas con jovial talante—. Si es así, os ayudaremos. —Una fugaz idea cruzó su mente, un pensamiento que demudó su rostro—. ¿O acaso os disponéis a ejecutarnos? Porque, de ser esos vuestros planes, preferimos aguardar al herrero y no daros facilidades.

—¡Ejecutaros! —se escandalizó el individuo más elegante—. Hace ya diez años que no se ajusticia a nadie en Istar. Lo prohibe la Iglesia.

—Sí, una muerte limpia y rápida era demasiado benigna para un condenado —comentó el centinela que, de nuevo, se había vuelto hacia ellos—. ¿Y tú, pequeño truhán, cómo pensabas contribuir a solventar esta contrariedad?

—Y si no vais a matarnos, ¿qué sorpresa nos reserváis? —siguió indagando Tas sin atender al apremio del carcelero—. No proyectáis soltarnos, eso es evidente, pese a nuestra declarada inocencia. No agredimos a…

—La suerte que tú corras nada me interesa —lo atajó el individuo de la piel de oso con un gesto despreciativo—, es a tu amigo a quien quiero. Pero has acertado, no le dejarán libre.

—Una muerte limpia y rápida —repitió el soldado, a la vez que torcía la desdentada boca en una mueca grotesca—. Siempre se congregaba una muchedumbre deseosa de presenciar la escena, y eso hacía que el condenado se sintiera importante, que le encontrase un sentido a su próximo fin, tal como me confesó Snaggle mientras marchábamos hacia la horca. Confiaba en que asistiera un gentío enfervorizado, y así fue. «Todas estas personas —declaró con lágrimas en los ojos— han renunciado a su descanso para venir a despedirme». Fue un caballero hasta exhalar el último suspiro.

—Lo llevarán a la plataforma —anunció el personaje de rico atuendo, vociferando para imponerse a las divagaciones del otro.

—Limpia y rápida —insistió, ya en tonos apagados, el carcelero.

—Ignoro qué «plataforma» es ésa —vaciló el kender—, pero si os comprometéis a no hacernos daño intentaré convencer a Caramon de que nos eche una mano.

Desapareció del portillo, y los dos individuos le oyeron urgir al guerrero:

—Despierta, Caramon. Quieren sacarnos de la celda y no consiguen abrirla, me temo que por mi culpa.

—No sé si has comprendido que debes quedarte con ambos —insinuó el guardián, con aviesa mirada, a su oponente.

—¿Cómo? —se sobresaltó éste—. Nadie me mencionó que…

—Hay que venderlos juntos —afirmó el soldado, complacido al advertir su ira—. Ésas son mis órdenes, y provienen de las mismas esferas que las tuyas.

—¿Está especificado en el documento escrito?

—Por supuesto. —El hombre no cabía en sí de gozo.

—Perderé dinero —protestó el ostentoso personaje—. ¿Quién iba a gastar sus monedas en adquirir a un kender?

El celador se encogió de hombros, no era asunto de su incumbencia.

El individuo del mullido pellejo abrió la boca presto a discutir, pero enmudeció al aparecer otro rostro enmarcado en el ventanillo. Era la faz de un humano joven, debía rondar la treintena. Sin duda fue en un tiempo un hombre atractivo, si bien ahora la grasa desfiguraba sus pómulos, tenía los ojos entelados bajo el velo de insondables calamidades y su cabello, enmarañado y revuelto, oscurecía la apostura que en su día poseyera.

—¿Cómo está Crysania? —preguntó Caramon.

El ser corpulento pestañeó confuso.

—La dama que transportaron al Templo —aclaró el guerrero.

El flaco carcelero azuzó a su vecino en las costillas.

—La mujer a quien atacó —quiso ayudar.

—Yo no la ataqué —replicó el acusado, aunque sin cólera—. ¿Cómo se encuentra?

—No te interesa —contestó secamente el hombre alto, que acababa de consultar la hora y empezaba a ponerse nervioso—. ¿Eres acaso cerrajero? El kender nos ha asegurado que podrías abrir la puerta atascada.

—No es tal mi oficio —dijo Caramon—, pero existen otros métodos para forzar una hoja rebelde. ¿Qué ocurrirá si la resquebrajo? —inquirió, dirigiéndose al guardián.

—De todos modos el cerrojo está inservible y habrá que cambiarlo. No puedes causar demasiado estropicio, a menos que la eches abajo —comentó el aludido sin comprender las intenciones del hombretón.

—Eso es precisamente lo que me propongo hacer —se apresuró a revelarle éste.

—¿Quieres derribar la puerta? —se horrorizó el celador—. ¿Te has vuelto loco?

—Aguarda. —El individuo de la piel de oso examinó, a través de los barrotes, los hombros y el rotundo cuello del guerrero—. Dejemos que pruebe. Si lo consigue, yo pagaré los desperfectos.

—Por descontado, yo me encargaré de que cumplas —lo amenazó el centinela pero, al sentir sobre su piel la acerada mirada del otro, enmudeció.

Caramon entornó los párpados e inhaló aire varias veces, expulsándolo despacio en cada intervalo. Antes de desaparecer de la vista de los dos hombres les hizo señal de apartarse y, cuando hubieron obedecido, retrocedió unos pasos, emitió un estentóreo grito y se lanzó contra la sólida superficie de madera que debía abatir. La puerta se estremeció en sus goznes y, a decir verdad, hasta los rocosos muros parecieron tambalearse con el impacto; pero la pesada hoja se mantuvo en su lugar.

El carcelero, boquiabierto ante la colosal fuerza del reo, optó por alejarse al comprobar que éste se disponía a reanudar sus intentos. En efecto, resonó otro alarido en la celda y se produjo la segunda embestida, ahora coronada por el éxito. La puerta estalló con tal violencia que los únicos fragmentos reconocibles que dejó al desintegrarse fueron los retorcidos goznes y la zona del cerrojo, aún afianzada al marco. Caramon, por su parte, salió despedido con el impulso de su carrera y fue a parar al pasillo rodeado de los amortiguados vítores de los otros condenados, que aplastaban los rostros contra los barrotes de los calabozos circundantes a fin de no perderse el espectáculo.

—¡Tendrás que hacerte cargo de todos los gastos! —recordó el celador al otro hombre.

—El resultado lo merece —contestó éste, mientras ayudaba al guerrero a levantarse e incluso sacudía el polvo de sus ropas, no sin dedicarle críticas miradas—. Me temo que has comido demasiado bien —comentó al escudriñarlo—, y que no eres insensible a los placeres del alcohol. Probablemente sea ésa la causa de tu encierro, aunque no me preocupa lo más mínimo. Te llamas Caramon, ¿verdad?

El hombretón asintió con gesto taciturno.

—Y yo soy Tasslehoff Burrfoot —intervino el kender, que había atravesado el boquete de la puerta y volvía a tenderle la mano—. Lo acompaño dondequiera que va, y no pienso dejar de hacerlo. Se lo prometí a Tika, no puedo defraudarla.

La criatura del llamativo pellejo, que se afanaba en hacer anotaciones en su pizarra, apenas lo escuchaba.

—Comprendo —se limitó a decir con aire ausente.

—Y ahora —prosiguió Tas embutiendo una mano en su bolsillo—, creo que si nos liberaras de los grilletes caminaríamos mejor.

—Muy cierto —murmuró el interpelado, que no cesaba de garabatear sobre su tablero. Sumó unas cifras, sonrió e indicó al guardián—: Tráeme a los otros miembros del lote de hoy.

El soldado se alejó obediente, si bien antes clavó sus centelleantes ojos en Tas y Caramon.

—Vosotros dos, sentaos junto al muro hasta que hayan reunido al grupo —ordenó a los prisioneros el hombre de la pizarra.

El guerrero se acuclilló en el suelo, frotándose el hombro con que había embestido la hoja y Tas lo imitó. Emitió el kender un suspiro de júbilo. El mundo se le antojaba más hermoso fuera del angosto calabozo pues, según había susurrado a su amigo para animarlo a actuar, «Cuando salgamos tendremos una oportunidad. Atrapados en este agujero estamos indefensos».

—A propósito —gritó al carcelero ya distante—, ¿te encargarás de que me devuelvan mi alambre? Posee para mi un valor sentimental.

—Una oportunidad, ¿no? —rezongó Caramon cuando el forjador se disponía a cerrar el collar de hierro. Había tardado un rato en encontrar uno del tamaño adecuado, así que el hombretón fue el último al que ajustaron este símbolo de esclavitud. El prisionero sintió una punzada de dolor en el instante en que el artesano soldaba la argolla con metal candente, despidiendo olor a carne quemada.

Tas, compungido, se encogió de hombros en su propio aro y dio un respingo en solidaridad con el sufrimiento del compañero.

—Lo siento —gimió—, no había comprendido el sentido de la palabra «plataforma». Estaba convencido de que se referían a la calle, en este lugar tienen un curioso modo de utilizar el lenguaje. Te lo aseguro, Caramon…

—No te preocupes —respondió el aludido—. No es culpa tuya.

—Pero hay un responsable de todo este embrollo —declaró el kender en actitud reflexiva, contemplando interesado cómo el herrero aplicaba una capa de grasa sobre la quemadura del guerrero e inspeccionaba su trabajo con ojo crítico. Más de un forjador de Istar había perdido su puesto al exigir el propietario de un esclavo una retribución por un sirviente que había escapado de la argolla.

—¿Qué quieres decir? —inquirió el guerrero sin entusiasmo, dibujada la resignación en su faz.

—Detente a meditar —le urgió Tas, sin perder de vista al herrero—. Fíjate en tus vestiduras, llegaste a la ciudad ataviado como un rufián y, además, el clérigo y los centinelas aparecieron en el momento oportuno para inculparnos. Era evidente que nos esperaban, que todo estaba planeado, por no hablar del maltrecho aspecto que presentaba Crysania.

—Tienes razón —admitió Caramon, encendida una tenue llama en sus inexpresivos ojos—. Raistlin —masculló, y el destello ardió en un fuego abrasador—. Sabe que me propongo detenerlo, y ha provocado esta calamidad.

—No me atrevería a afirmarlo —replicó el kender—. ¿No sería más propio de él consumirte en un relámpago, o emparedarte hasta la asfixia?

—¡No! —exclamó el guerrero excitado—. ¿No lo entiendes? Él quiere que venga a Istar para hacer algo que no adivino. No desea mi muerte. Así nos lo advirtió el elfo oscuro que trabaja con él, ¿recuerdas?

El kender, dubitativo, intentó rebatir este argumento, pero se lo impidió el forjador al obligar a Caramon a levantarse. El individuo de la piel de oso, que no había cesado de espiarles impaciente desde la puerta del taller, hizo una imperativa señal a dos de sus esclavos personales, y éstos se apresuraron a agarrar a los compañeros a fin de colocarlos en hilera junto a los otros reos. Acto seguido, más servidores se acercaron al grupo y comenzaron a atar a los prisioneros con recias cadenas, hasta afianzar toda la fila por los grilletes de los pies. Concluida esta operación, y obediente a la orden de la criatura de la pizarra, la mísera comitiva de humanos, semielfos y goblins echó a andar.

No habían avanzado tres pasos, sin embargo, cuando quedaron enmarañados por una imprevista acción de Tasslehoff, que no había oído las instrucciones y se empeñaba en caminar en otro sentido.

Tras una retahila de reniegos y algunos restallidos de látigo —que utilizaba después de asegurarse de no ser observado por ningún clérigo—, el hombre de las pieles restableció el orden y continuó la marcha. Tas tenía que dar saltos para seguir el ritmo y, en un par de ocasiones, a punto estuvo de romper de nuevo la cadena viviente al caer de rodillas y arrastrar a los de detrás. Al darse cuenta, Caramon optó por rodear su cintura con su fornido brazo, alzarle en volandas y llevarlo de esta guisa, incluida la cadena.

—Ha sido divertido —murmuró el kender, todavía jadeante—. ¿Has visto la cara de ese tipo cuando me he derrumbado de bruces?

—¿Qué insinuabas antes, mientras esperábamos? —lo interrumpió el guerrero—. ¿Qué te hace pensar que no es Raistlin el artífice de nuestra desgracia?

El rostro del hombrecillo adquirió una seriedad inusual, una expresión ponderada que no casaba con su talante.

—Caramon —musitó, juntando las manos tras la nuca de su amigo y aproximándose a su oído para que no ahogaran sus palabras el repiqueteo de las cadenas y el bullicio de la calle, donde ahora se hallaban—. Escucha, Caramon. Raistlin debe haber estado muy ocupado en las últimas horas con los preparativos del viaje. No olvides que Par-Salian tardó varios días en conjurar el hechizo de traslación en el tiempo pese a ser un mago muy poderoso, de modo que tu hermano tiene que haber consumido una cantidad ingente de energía. ¿Cómo pudo organizar su propio periplo y, a la vez, tendernos esta trampa?

—Si no fue él, ¿quién entonces? —indagó el hombretón con el ceño fruncido.

—Quizá Fistandantilus —apuntó Tas, haciendo un gesto teatral.

Caramon tragó saliva, se contrajo su semblante en una mueca de incredulidad.

—Es un hechicero de gran sapiencia —insistió el kender— y, por otra parte, no te molestaste en disimular el hecho de que venías al pasado con la intención de destruirlo. Lo proclamaste a los cuatro vientos en la Torre de la Alta Hechicería, y nadie ignora que Fistandantilus deambula a su albedrío entre sus muros. Fue allí donde conoció a Raistlin, ¿no es cierto? Podría haber estado presente en el cónclave y enterarse de tu proyecto, que no le habrá colmado precisamente de satisfacción.

—¡Eso es absurdo! —protestó el guerrero, aunque cuidando de no levantar la voz—. Una criatura investida de sus dotes arcanas me habría fulminado en el instante de averiguar mis designios.

—Te equivocas —repuso Tasslehoff—. Hazme caso, he cavilado mucho antes de llegar a estas conclusiones. Fistandantilus no puede asesinar al hermano de su discípulo, menos aún si Raistlin te trajo aquí por un motivo concreto. Él no sabe si tu gemelo abriga, en su fuero interno, algún sentimiento hacia ti.

Caramon palideció, y el kender se reprendió a sí mismo por no haberse mordido la lengua. De todos modos, debía continuar y así lo hizo, en un susurro precipitado para desviar tan espinoso tema.

—Es evidente que no osa desembarazarse de ti de una manera directa, tiene que encubrir su acción mediante una estratagema que no ofenda a su pupilo.

—¿Y?

Tasslehoff enmudeció y exhaló un hondo suspiro. Cuando prosiguió, lo hizo en un quedo siseo.

—Por lo visto en Istar no ejecutan a los condenados, si bien utilizan otros medios para neutralizar a quienes perturban la paz. El carcelero ha comentado esta mañana que la pena capital era un final limpio y rápido comparado con lo que aquí sucede.

Un latigazo en la espalda de Caramon puso término a la conversación. Lanzando una enfurecida mirada al que lo había fustigado —una criatura obsequiosa, ruin, que parecía disfrutar con su trabajo—, el guerrero se sumió en el silencio y reflexionó sobre las teorías de Tas. Tenía razón al aseverar que Par-Salian había realizado un gran esfuerzo de concentración para conjurar el encantamiento, y que el poder de Raistlin era limitado. No había que desdeñar el quebranto sufrido por la salud de su hermano.

«Tasslehoff ha acertado —pensó el hombretón—. Nos van a vender, y Fistandantilus hallará el modo de eliminarme. Luego explicará a Raistlin que mi muerte fue accidental».

En los recovecos de su mente, una ronca voz enanil lo imprecó: «No sé quién es más majadero, tú o ese botarate de Tasslehoff. Si salís con vida de este atolladero recibiré una gran sorpresa».

Caramon esbozó una sonrisa nostálgica al recordar a su viejo amigo. Flint no estaba junto a él, ni tampoco Tanis u otro de los compañeros de andanzas susceptible de aconsejarle. El kender y él debían arreglárselas solos y, de no haber sido por la imprevista intrusión del hombrecillo en el laboratorio de Par-Salian, ahora se hallaría en tan espantoso apuro sin el más mínimo respaldo. Tal idea le produjo un escalofrío.

«Tengo que dar con Fistandantilus antes de que él me encuentre a mí», resolvió a la desesperada.

Las torres del Templo se erguían altaneras sobre las calles de la ciudad, todas escrupulosamente limpias salvo, por supuesto, los pasadizos marginales. Reinaba una gran algarabía en las avenidas, donde se destacaban los guardianes encargados de mantener el orden con sus multicolores mantos y sus empenachados yelmos. Las mujeres dirigían a tan apuestos centinelas miradas de soslayo mientras caminaban entre los comerciantes, barriendo el empedrado en su rotundo caminar. Había un lugar, sin embargo, al que las féminas no se acercaban, aunque no podían sustraerse a contemplarlo movidas por la curiosidad: el punto de la plaza donde se hallaba el mercado de esclavos.

Como de costumbre, el mercado estaba atestado. Se organizaban las subastas un día a la semana, razón por la que el hombre de la piel de oso, que lo regentaba, se había empeñado con tanto afán en reunir el lote de esclavos aquella mañana. Aunque el dinero recaudado por la venta de los prisioneros pasaba a engrosar las arcas públicas, él recibía un puñado de monedas nada despreciable y, por añadidura, la sesión de hoy prometía ser harto provechosa.

Como había explicado a Tas, se habían abolido las ejecuciones tanto en Istar como en las regiones de Krynn que estaban bajo su jurisdicción. O, al menos, en la mayoría de ellas. Los Caballeros de Solamnia insistían en castigar a quienes traicionaban a su Orden mediante el antiguo rito bárbaro de decapitarlos con su propia espada, pero el Príncipe de los Sacerdotes había iniciado unos largos parlamentos destinados a interrumpir cuanto antes tan nefasto hábito.

Naturalmente, el cese de los ajusticiamientos había creado otro problema. Las autoridades no sabían qué hacer con los reos, los cuales aumentaban de manera alarmante y suponían un gravamen considerable para el tesoro. Así pues, la Iglesia realizó un estudio y llegó a la conclusión de que la mayor parte de los prisioneros eran indigentes, seres sin hogar ni medios de subsistencia. Los crímenes que cometían, robos, prostitución y otros de la misma índole, eran consecuencia de su extrema pobreza.

—Es lógico —declaró el Príncipe ante sus ministros en el acto de pronunciamiento— deducir que la esclavitud no sólo es la respuesta al conflicto que entraña la reclusión masiva en nuestros calabozos, sino que también constituye una medida idónea, además de caritativa, para ayudar a esos infelices cuyo único delito es el de estar atrapados en una telaraña de miseria de la que no pueden escapar.

»Yo me reafirmo en este aserto y sostengo, por lo tanto, que es nuestro deber ayudarlos. En su calidad de esclavos tendrán alimento, ropa y albergue gratuitos. Se les proporcionará todo aquello de lo que carecían, y que les empujaba a entregarse a una vida reprobable. Nos ocuparemos de que sean bien tratados y, por otra parte, propongo que se establezca una ley que les permita comprar su libertad tras un determinado período de servilismo, si han observado un buen comportamiento. Entonces nos serán devueltos como miembros productivos de la sociedad.

La idea del dignatario fue llevada a la práctica de inmediato, sin apenas deliberaciones, y cumplía ahora diez años desde su promulgación. Habían surgido ciertos inconvenientes, pero nunca habían sido comunicados al Príncipe de los Sacerdotes por considerarse demasiado ínfimos para exigir su atención. Los ministros de inferior rango los habían solventado de manera eficaz y, ahora, todo se desarrollaba con plena normalidad. La Iglesia recibía unas cuantiosas rentas merced al dinero obtenido en las transacciones públicas —que nada tenían que ver con las ventas entre particulares— y la esclavitud se juzgaba un perfecto medio contra el crimen.

En cuanto a los inconvenientes citados, aquéllos con los que no debía perturbarse al sumo mandatario, cabe comentar que dimanaban de dos tipos distintos de delincuentes: los kenders por un lado y, por otro, los que cometían atrocidades de todo punto imperdonables. Las soluciones fueron sencillas. Los kenders eran encerrados durante una noche y escoltados al amanecer hasta las puertas de la ciudad, lo que significaba una pequeña procesión diaria. Los criminales más recalcitrantes, acusados de asesinato, violación o locura peligrosa, quedaron bajo los auspicios de instituciones especiales creadas a tal efecto. En cualquier caso no existía otra alternativa, ya que ni unos ni otros hallaban compradores privados en el mercado de esclavos.

Con el máximo representante de una de estas instituciones para rufianes dialogaba animadamente el individuo que recogiera al lote en los calabozos, señalando a Caramon durante su plática. El guerrero estaba junto a los otros prisioneros en un mugriento y hediondo vallado detrás de la plataforma, en la actitud de quien se dispone a despedazar una puerta con el hombro.

El cabecilla de la institución, de raza enana, no parecía impresionado, si bien su postura nada tenía de extraña. Aprendió tiempo atrás que, en el instante en que se admiraba a un reo, el comerciante doblaba el precio de manera automática. Así pues, optó por observar desdeñoso al guerrero, escupir en el suelo, cruzarse de brazos y, plantando firmemente los pies en el adoquinado, encararse con el individuo de la piel de oso.

—Demasiado grueso, es evidente que no está en forma —declaró con la cabeza ladeada en señal de desinterés—. Además es un borrachín, no hay más que mirar su nariz para constatarlo. Y no tiene aspecto de criatura perversa. ¿Qué me has contado que hizo, asaltar a una sacerdotisa? ¡Lo único que atacaría ese humano es un barril de vino!

Su oponente no se inmutó, estaba acostumbrado a estos regateos.

—Estás a punto de desperdiciar la oportunidad de tu vida, Rockbreaker —se limitó a responder—. Deberías haberle visto cuando desencajó la puerta de su celda, desplegó una fuerza que nunca antes había advertido en un hombre. Tienes razón en lo del exceso de peso, debo concedértelo, pero ese mal se cura. Sométele a una buena dieta y se convertirá en un galán, en el favorito de las mujeres. Fíjate si no en sus lánguidos ojos castaños y su cabello ondulado. —Bajó la voz y añadió—: Sería una lástima que una fisonomía como la suya se echara a perder en las minas. He intentado evitar que se extienda la noticia de su felonía, si bien me temo que ésta ha llegado a oídos de Haarold.

Ambos personajes miraron de soslayo a un humano que, a cierta distancia, parloteaba y bromeaba con algunos de sus musculosos guardianes. El enano se atusó la barba, mas permaneció impasible.

—Haarold ha afirmado que no reparará en medios para hacerse con él —murmuró el comerciante en tono confidencial— pues, según él, podrá sacarle el rendimiento de dos personas. Sin embargo, tú eres mi mejor cliente y puedo hacer que la balanza se decante en tu favor.

—Dejemos que se lo quede Haarold —gruñó el enano—. Me disgusta tanta obesidad.

A pesar de sus palabras, el hombre de la piel detectó el aire especulativo con que su oponente estudiaba a Caramon y, sabedor por su larga experiencia de cuándo convenía callar, le dedicó una cortés reverencia y siguió su camino. Mientras andaba se frotó las manos, previendo un espléndido negocio.

Aunque no pudo oír esta conversación en medio del bullicio, el guerrero comprendió que el dignatario enanil lo observaba como a una codiciada presa de caza y sintió un repentino deseo de romper sus ataduras. No había de resultarle difícil, una vez libre, hacer añicos el cerco donde estaba enjaulado y arremeter contra el individuo de la pizarra y el presunto comprador. La sangre se agolpó en sus sienes y comenzó a tirar de las cadenas, abultándose con la presión los músculos de sus brazos en un anuncio de acometida que atrajo la perpleja mirada del enano y obligó a los soldados, que hasta entonces se habían mantenido relajados en sus puestos de vigilancia, a desenvainar las espadas. Pero Tasslehoff interrumpió la escena al azuzarle en las costillas.

—¡Mira, Caramon! —exclamó el kender muy excitado.

El hombretón no lo escuchó, los latidos que palpitaban en su frente bloqueaban el acceso de cualquier otro sonido.

—Mira, Caramon —insistió Tas dándole un nuevo codazo—. ¿Has visto a esa criatura que se yergue al margen del gentío, en una esquina?

El guerrero respiró hondo para imponer la calma en su revuelto ánimo. Desvió los ojos hacia donde señalaba el kender y, de súbito, su alterada sangre se le heló en las venas.

En el extremo del círculo de curiosos se perfilaba, en efecto, una figura solitaria, ataviada con una túnica negra. A su alrededor se había creado un espacio vacío. Muchos de los que por allí pululaban incluso trazaban un rodeo para evitarlo, como si no osaran acercarse a él y, aunque todos eran conscientes de su presencia, nadie le hablaba. Los grupos más próximos, que antes de su llegada charlaban animadamente, se sumieron en un tenso silencio a la vez que lo espiaban con disimulo.

Las vestiduras del aparecido eran de un negro insondable, casi ofensivo, sin que ningún adorno mitigara su intensa simplicidad. No refulgían hebras de plata en sus mangas, no rodeaba su capucha ningún festón. No se apoyaba en el tradicional cayado ni, tampoco, en un familiar que reafirmase su arte. Cedía a los otros magos el privilegio de exhibir runas protectoras, de portar bastones arcanos o de contar con el auxilio de animales obedientes a sus órdenes. Él no necesitaba tales accesorios. El poder que ostentaba brotaba de sus entrañas, tan inconmensurable que trascendía el paso de los siglos y, aún, los planos de existencia. Se sentía en el ambiente, brillaba en torno a su cuerpo como la aureola de calor que destila el horno de la fragua.

Era alto y fuerte, los negros ropajes caían sobre unos hombros enjutos pero fornidos. Sus blancas manos, única parte visible de su ser, denotaban firmeza sin por ello carecer de flexibilidad. Pese a su extrema ancianidad —pocos habitantes de Krynn se aventuraban a calcular sus años—, su constitución presentaba todos los rasgos de una criatura joven y plena de energía. Circulaba el rumor de que utilizaba sus dotes de nigromante para paliar las flaquezas de la vejez.

Y, así, se alzaba en soledad, cual si un sol nocturno se hubiera posado en la plaza. Ni tan siquiera se atisbaban los fulgores de sus ojos en las profundidades de la capucha.

—¿Quién es? —preguntó Tas a un compañero con aire casual, señalando a la figura mediante un ademán de la cabeza.

—¿No lo sabes? —inquirió éste a su vez. Estaba nervioso, se resistía a pronunciar el nombre del recién llegado.

—Vengo de otra ciudad —se disculpó el kender.

—El Ente Oscuro —cedió el otro reo—, Fistandantilus. Supongo que habrás oído hablar de él.

—Sí.

Tasslehoff observó a Caramon y, en un mensaje telepático, constató: «¡Ya te lo advertí!».

4

La misión de Crysania

Cuando despertó del hechizo en que la había envuelto Paladine, Crysania se hallaba en tal estado de confusión que los clérigos temieron por su salud mental. Existía el peligro de que la terrible prueba hubiera trastornado su equilibrio.

Habló de Palanthas, así que sus oyentes presumieron que ése era su lugar de origen. Pero por otra parte invocaba continuamente al máximo dignatario de su Orden, un tal Elistan, lo que causó el desconcierto de los clérigos. Pese a conocer a todos los eclesiásticos insignes de Krynn, nadie tenía noticia de ese nombre. Tanta fue, no obstante, la insistencia de la dama que se especuló sobre la posible muerte del adalid religioso de Palanthas, y se enviaron mensajeros con la mayor premura.

Crysania mencionó también el Templo de Palanthas, un santuario inexistente en la ciudad. Pero fue al oírla aludir a unas hordas de dragones y al «regreso de los dioses» cuando los sacerdotes congregados en la estancia, Quarath y Elsa, esta última mandataria de las Hijas Venerables, intercambiaron miradas de espanto e invocaron a aquéllos para portegerse de la blasfemia. Se administró a la enferma una poción de hierbas, que la sedó hasta sumirla de nuevo en un profundo letargo.

Los dos clérigos permanecieron a su lado mientras dormía, discutiendo su caso en voz baja. Al cabo de un rato el Príncipe de los Sacerdotes entró en la sala, deseoso de apaciguar sus inquietudes:

—He consultado los augurios —dijo con su voz musical—, y averiguado que Paladine la llamó a su lado a fin de salvaguardarla de un hechizo maligno, destinado a destruirla. Creo que ninguno de nosotros abrigará dudas al respecto.

Quarath y Elsa menearon sus cabezas al unísono, conocedores ambos del odio que el Príncipe profesaba a los magos.

—Ha estado pues con el dios del Bien, viviendo en el maravilloso reino que nosotros intentamos recrear en la tierra, y no es de extrañar que durante su estancia haya tenido acceso a la historia del futuro. Habla de un hermoso Templo en Palanthas: como sabéis, existe el proyecto de erigir tal monumento de la fe. Y en cuanto a Elistan, quizá se trate de alguien que dirigirá la Orden en un tiempo aún por llegar.

—Pero ¿y los dragones? ¿y el retorno de las divinidades? —cuestionó Elsa.

—Los reptiles bien podrían ser los protagonistas de un relato de su infancia que le causó una impresión duradera —apuntó el dignatario entre divertido y tranquilizador—, o acaso estén relacionados con el encantamiento de ese hechicero. Se rumorea que los brujos tienen el poder de hacer visualizar a sus víctimas escenas o seres ilusorios. Y el regreso de los dioses…

Hizo una breve pausa y, cuando reemprendió su discurso, el timbre de su voz había asumido una calidad distinta, la de quien se sume en una ensoñación.

—Vosotros, mis más allegados consejeros, conocéis el secreto anhelo que anida en mis entrañas. No ignoráis que un día no muy lejano conjuraré a las divinidades para reclamar su ayuda en la lucha contra la malignidad que, pese a nuestros esfuerzos, aún se halla presente en nuestro país. Ese día, Paladine atenderá a mi ruego. Acudirá a mi lado y, entre ambos, asediaremos a los hijos de la oscuridad hasta derrotarlos por completo. Venceremos a la negrura, y eso es lo que le ha sido revelado a la sacerdotisa. Ha definido mi próxima alianza como «el regreso de los dioses» en una visión premonitoria de lo que ha de ocurrir.

La estancia se inundó de luz. Elsa susurró una plegaria, y Quarath bajó los ojos.

—Dejadla dormir —recomendó el Príncipe a sus seguidores—, mañana se encontrará mejor. La recordaré en mis rezos vespertinos.

Salió de la sala, que se ensombreció al quedar privada de su luminoso influjo. La adalid de las Hijas Venerables lo vio alejarse en silencio y, en cuanto la puerta se cerró tras él, se volvió hacia Quarath.

—¿Tiene poder para hacer lo que acaba de anunciarnos? —preguntó, con un interrogante en sus almendrados ojos de elfa, a su colega masculino—. ¿Se propone realmente exigir el auxilio de los dioses?

—¿Cómo? —Quarath apenas le escuchaba, estaba absorto en la contemplación de la inmóvil Crysania—. ¡Ah, sí! —reaccionó de pronto—. Por supuesto que tiene poder. Ha sido capaz de salvar a esta mujer de su trance, tú misma fuiste testigo de la escena. Además, las divinidades se comunican con él a través del augurio… o así lo afirma. ¿Cuándo curaste por última vez un cuerpo maltrecho como el de la sacerdotisa, Hija Venerable?

—Entonces, ¿tú crees que es cierto que Paladine dio cobijo a su espíritu y le permitió ver el futuro? —La dignataria parecía atónita—. ¿Estás convencido de que el Príncipe sanó sus heridas?

—Tan sólo me atrevo a aseverar que un velo de misterio rodea tanto a esta dama como a los dos seres que la acompañaban —declaró el clérigo con grave acento—. Yo me ocuparé de ellos, tú vigila a la sacerdotisa. En cuanto a nuestro Príncipe, no es asunto de nuestra incumbencia su relación con los entes superiores. Si solicita su ayuda y se la brindan, todos nos beneficiaremos. De lo contrario, a nosotros no ha de afectarnos; ambos sabemos que es él quien los representa en Krynn, con plenos poderes.

—No es el único —comentó Elsa, alisando el negro cabello de Crysania para despejar su faz embotada por el sueño—. Había en nuestra Orden una joven que poseía el auténtico don de la curación. La sedujo un Caballero de Solamnia, ¿cómo se llamaba?

—Soth —colaboró Quarath—. Era el señor del alcázar de Dargaard. Pero, volviendo a nuestro asunto, no dudo en absoluto que, de vez en cuando, se encuentre entre los muy jóvenes o los muy viejos a una criatura investida de dotes sobrenaturales. Sin embargo, debo confesarte mi escepticismo. Opino, francamente, que se trata de una falacia, de la consecuencia de una necesidad. Los habitantes de nuestro mundo quieren creer en algo, con tanta ansiedad que acaban por persuadirse de que son ciertas las historias fraguadas en su imaginación. En cualquier caso, su actitud no perjudica a nadie. Observa bien a la recién llegada, Elsa. Si por la mañana persiste en hablar de prodigios, incluso después de haberse recuperado, quizá tengamos que tomar medidas drásticas. De momento…

Enmudeció, y la Hija Venerable asintió con la cabeza. Sabedores de que la yaciente dormiría varias horas bajo los efectos de la poción, ambos la dejaron sola en aquella alcoba del gran Templo de Istar.

Crysania se despertó al día siguiente como si hubieran atiborrado su cabeza de algodón. Tenía un amargo sabor de boca y una sed acuciante. Se incorporó aturdida, tratando de recomponer el rompecabezas de su mente. Todo carecía de sentido. Conservaba el vago, espeluznante recuerdo de un espectro de ultratumba resuelto a aniquilarla entremezclado con su visita, a instancias de Raistlin, a la Torre de la Alta Hechicería. Y, a tan dispares situaciones, se unía una escena en la que se veía rodeada de magos ataviados de Blanco, Rojo y Negro, así como los ecos de unas piedras que cantaban y la sensación de haber realizado un largo viaje.

También danzaba en su memoria la imagen de un hombre, en cuya presencia había despertado, poseedor de una belleza deslumbradora, de una voz que colmaba su alma de paz. Pero el aparecido le dijo que era el Príncipe de los Sacerdotes, que se hallaban en el Templo de los Dioses en Istar, y eso la desconcertaba. En un delirio posterior a este encuentro había llamado a Elistan, sin que quienes la circundaban dieran muestras de conocer al anciano. Les explicó quién era y cómo fue sanado por Goldmoon, sacerdotisa de Mishakal, relatándoles asimismo su decisivo liderazgo en la pugna contra los dragones del Mal y el apostolado que después realizase para anunciar al pueblo el regreso de los dioses. Lo único que consiguió fue que los clérigos la mirasen con piedad, además de alarmados. Por último le ofrecieron una poción de extraño sabor, y cayó de nuevo dormida.

Aunque todavía confundida, estaba resuelta a averiguar dónde estaba y qué ocurría a su alrededor. Alzóse del lecho, hizo sus abluciones como todas las mañanas, sin abandonarse a la extrañeza que su entorno le causaba, y se sentó frente a un curioso tocador a fin de cepillar y trenzar, con calma, su largo y negro cabello. La rutina la ayudó a relajarse.

Incluso se tomó tiempo para inspeccionar su alcoba, cuyo esplendor no la dejó indiferente. No obstante, y pese a admirar tanta belleza, juzgó fuera de lugar aquella exuberancia en un lugar consagrado a las divinidades, si en realidad era en un santuario donde se encontraba. Su dormitorio en la casa familiar de Palanthas no era tan espléndido, pese a estar decorado con todo el lujo que el dinero podía comprar.

Voló su pensamiento a lo que Raistlin le había mostrado, la pobreza y miseria que convivían en estrecha vecindad con el fastuoso recinto del Templo, y se sonrojó turbada.

—Quizás ésta sea una habitación destinada a los huéspedes —se dijo en voz alta, hallando alivio en el sonido de su propio timbre—. Después de todo, las estancias de invitados de nuestro Templo también han sido diseñadas para que los visitantes se sientan a gusto. Pero —añadió al posarse sus ojos en una costosa estatua, que representaba a una dríade con una vela en sus manos doradas— no deja de ser una extravagancia. Sólo esa figura alimentaría, de fundirse, a una familia durante meses.

Se alegró sobremanera de que Elistan no pudiera verla, y determinó solicitar sin demora una entrevista con el máximo dignatario de la Orden. No podía ser el Príncipe de los Sacerdotes, probablemente su estado la había inducido a cometer un error de interpretación.

Tras decidirse a actuar, con la mente despejada, Crysania mudó el camisón de dormir por la túnica blanca que descubrió a los pies del lecho, extendida con sumo primor.

¡Qué anticuado se le antojó aquel atavío mientras lo deslizaba por su cabeza! En nada se asemejaba a las austeras vestiduras que utilizaban los miembros de su Orden en Palanthas. Era ésta una prenda ornamentada, las hebras de oro que destellaban en mangas y repulgo se completaban mediante una cinta carmesí que cruzaba el pectoral y, para engalanar el llamativo conjunto, un pesado cinturón dorado recogía los pliegues a la altura del talle. Se mordió el labio disgustada ante semejante derroche, pero al asomarse al espejo de marco también dorado tuvo que admitir que la túnica ajustada a la cintura le prestaba un singular atractivo.

Fue entonces, al pasar revista a su figura, cuando palpó sin proponérselo la misiva que se ocultaba en su bolsillo.

Introdujo la mano y extrajo un papel de arroz, doblado en cuatro partes. Al principio supuso que la dueña de las vestiduras lo había dejado por descuido, pero comprobó asombrada que la nota iba dirigida a ella y, en un mar de dudas, la abrió.

Sacerdotisa Crysania:

Conocía tu proyecto de demandar mi ayuda para viajar al pasado y, de ese modo, impedir que el joven mago Raistlin llevara a término su perverso plan. Lamentablemente, durante tu periplo hacia la Torre te atacó un Caballero de la Muerte y, deseoso de salvarte, Paladine trasladó tu alma a su morada celestial. Ninguno de nosotros, ni siquiera Elistan, puede hacerte volver al mundo de los vivos, sólo los clérigos que habitaban el desaparecido Templo del Príncipe de los Sacerdotes ostentaban tal don. Es ésta la razón de que te hayamos enviado a Istar, a la época previa al Cataclismo, en compañía de Caramon, hermano del maligno hechicero. Debes cumplir allí una doble misión: en primer lugar curarte de tus penosas heridas y, en segundo, concretar tu propósito de transformar a esa descarriada criatura en una realidad beneficiosa para Krynn.

»Si ves en tales transacciones la mano de los dioses, darás quizá por buenos cuantos sacrificios se te exijan. Permíteme recordarte que las divinidades eligen sendas ajenas al entendimiento de los mortales, ya que nosotros sólo atisbamos un fragmento del lienzo por ellos pintado, el más próximo a nuestra percepción. Me habría gustado darte algunos consejos personalmente antes de tu partida, mas ha sido imposible. Me limito pues a recomendarte que te guardes de Raistlin.

»Eres virtuosa, firme en tu fe, y estás orgullosa de ambas cualidades. Debo decirte que forman una combinación letal, querida, y que él sacará provecho de tan peligrosa mezcla.

»Ten presente, asimismo, que Caramon y tú habéis retrocedido a un tiempo azaroso. Los días del Príncipe de los Sacerdotes están contados, y el guerrero debe embarcarse en una aventura que acaso le cueste la vida, pero eres tú quien se enfrenta al peor avatar: el de perder tu alma. Preveo que se te obligará a escoger entre materia y espíritu y que tendrás que renunciar a una para conservar el otro. Por otra parte, hay varios medios por los que puedes abandonar este período de la Historia, uno de ellos a través de Caramon.

»Que Paladine te acompañe, valerosa señora.

Par-Salian Orden de las Túnicas Blancas Torre de la Alta Hechicería Wayreth.

Crysania se dejó caer sobre el lecho. Se quebraron sus rodillas, incapaces de sostener su peso, y la mano con que sujetaba la carta se agitaba en incontenibles temblores. Contempló el mensaje con expresión alelada antes de leerlo una y otra vez, sin aprehender su significado. Transcurridos los primeros minutos, sin embargo, logró serenarse y realizó un esfuerzo de voluntad para revisar cada palabra, cada frase, prohibiéndose pasar a la siguiente hasta haberla comprendido.

Tal hazaña supuso media hora de lectura y cavilaciones, pero quedó satisfecha… o casi. Por una parte le ayudó a recordar el motivo de su viaje a Wayreth, y supo que Par-Salian estaba enterado. «Tanto mejor», pensó. Y éste estaba en lo cierto al afirmar que el ataque del Caballero de la Muerte había sido una innegable muestra de la intervención de Paladine, quien quería asegurarse de su retorno al pasado. Pero el comentario acerca de su fe y virtud era un puro desatino.

Se puso en pie. En su lívido rostro se dibujaba su resolución, subrayada por unas manchas coloreadas en sus pómulos que, acaso, denotaban también ira, la misma que se reflejaba en sus ojos. Lo único que lamentaba era no haber discutido este punto con Par-Salian en persona. ¿Cómo osaba sugerir semejante impertinencia?

Contraídos sus labios en una tensa línea, Crysania dobló la nota con dedos ágiles, rápidos, presionando los pliegues como si pretendiera rasgarla. Reparó entonces en una caja dorada, similar a los joyeros de las damas de la corte, que reposaba en el tocador junto al cepillo del cabello y un espejo de mano. La izó, tiró de la llave insertada en el cerrojo, arrojó la misiva al interior y cerró la tapa con estrépito. Accionó acto seguido el mecanismo de seguridad hasta oír el chasquido metálico, retiró la llave y la guardó en el bolsillo donde había encontrado la carta.

Asió el espejito del bello mueble y, mirándose en él, apartó de su faz la negra melena para ceñirse mejor la capucha. Al percibir la tonalidad purpúrea que habían asumido sus pómulos se forzó a relajarse, a mitigar su furia. A fin de cuentas, el viejo mago abrigaba las mejores intenciones al avisarla del riesgo que él creía advertir. ¿Cómo podía un hechicero comprender a una religiosa? Tenía que sobreponerse a su mezquina cólera, después de todo se disponía a vivir su momento de grandeza en compañía de Paladine, cuya presencia se palpaba en el aire. ¡Y el hombre al que había conocido era el Príncipe de los Sacerdotes!

Evocó, con una sonrisa, la bondad que el mandatario destilaba. ¿Cómo podía ser él responsable del Cataclismo? En lo más hondo de sus entrañas rehusó aceptar tal atrocidad. La Historia había distorsionado los hechos. Pese a haberlo visto tan sólo unos segundos estaba convencida de que un ser tan saturado de belleza, tan clemente y tan santo no pudo nunca desencadenar la oleada de muerte y destrucción que arrasara Krynn. ¡Era impensable! Tal vez conseguiría rehabilitarlo, quizás era ésta otra de las razones por las que Paladine la había enviado a este tiempo remoto: quería que descubriera la verdad.

El júbilo inundó su alma. En aquel instante ribeteó su dicha, o al menos así se lo pareció, el tañir de las campanas anunciando la hora de los rezos matutinos. La melodiosidad de la música arrancó lágrimas de sus ojos y, con el corazón exultante de felicidad, abandonó la estancia. Tan rauda avanzó por los deslumbrantes corredores, que a punto estuvo de arrollar a Elsa.

—¡En nombre de los dioses —exclamó ésta perpleja—, es increíble! ¿Cómo te encuentras?

—Mucho mejor, Hija Venerable —respondió Crysania, avergonzada al recordar que sus manifestaciones de la víspera debieron antojársele una retahila de incoherencias—. Como si hubiera despertado de una extraña y acuciante pesadilla.

—Paladine sea loado —murmuró Elsa, si bien estudió a la sacerdotisa con los ojos entrecerrados, meticulosa y suspicaz.

—Puedes estar segura de que no he dejado de ensalzarlo —repuso, con acento sincero, la convaleciente. Su gozo le impidió reparar en la singular mirada de la elfa—. ¿Acudías a la llamada a la oración? Si es así me gustaría ir contigo —solicitó, mientras examinaba el maravilloso edificio—. Temo que pasará algún tiempo antes de que aprenda a orientarme.

—Por supuesto —accedió Elsa, ahora gentil—. Es por aquí.

Echaron a andar pasillo abajo y, tras un breve silencio, Crysania apuntó:

—Estoy preocupada por el hombre que encontraron junto a mí. —Su tono era vacilante, no recordaba las circunstancias que rodearon su aparición en este tiempo y temía cometer algún desliz.

—Está donde le corresponde —explicó la otra Hija Venerable con cierta frialdad—. No debes inquietarte, cuidarán de él. ¿Es amigo tuyo?

—No, claro que no —se apresuró a contestar Crysania. La patética imagen de aquel borrachín cobró vida en su memoria, no debía permitir que la relacionasen con él—. Era mi escolta… alquilada —tartamudeó, comprendiendo que no había nacido para mentir.

—Está en la Escuela de los Juegos —declaró Elsa—. Si lo deseas, le haremos llegar un mensaje.

Crysania ignoraba qué clase de institución era aquélla, pero prefirió no indagar demasiado. Agradeció a su compañera tan amable ofrecimiento y abandonó el tema, solazado su espíritu. Al menos sabía dónde se hallaba el guerrero y, sobre todo, que nada malo le había ocurrido. Tranquila al constatar que no se había esfumado la posibilidad de volver a su tiempo con el concurso del hombretón, se relajó por completo.

—Mira, querida —le indicó la elfa—, alguien más viene a interesarse por tu salud.

—Hijo Venerable —saludaron ambas a Quarath, la visitante con una reverencia que ocultó a sus ojos el fugaz interrogante que se esbozó en el rostro del clérigo y el asentimiento de la otra dama.

—Me produce un gran regocijo verte restablecida —dijo el eclesiástico, acariciando la mano de Crysania y pronunciando su frase con tanta deferencia que ella se ruborizó—. El Príncipe de los Sacerdotes ha orado toda la noche para suplicar la gracia de los dioses, y le satisfará en extremo la prueba que éstos han manifestado, a través de ti, de su fe y poderío. Esta noche te lo presentaremos formalmente. Pero ahora —agregó, y al hacerlo interrumpió la respuesta de la huésped— debo ausentarme a fin de no entreteneros en vuestro sagrado propósito. Id a la sala de las plegarias, os lo ruego.

Se despidió con una sutil inclinación de cabeza y se alejó por el corredor.

—¿No asiste a los servicios? —inquirió Crysania, sin dejar de observarlo mientras se perdía en el esplendor de los rutilantes muros.

—No, querida, él acompaña al Príncipe en sus ceremonias privadas, poco después del alba. Quarath es el primer consejero de nuestro dignatario y, como tal, debe atender a asuntos de suma trascendencia a lo largo del día. Podría afirmarse que, si nuestro gobernante es el corazón y el alma de la iglesia, el Hijo Reverendo es su cerebro.

Durante todo su discurso Elsa no cesó de sonreír, divertida ante la ingenuidad de la sacerdotisa a la que ahora guiaba.

—¡Qué extraño! —exclamó esta última, pensando en Elistan.

—¿Extraño? —repitió la elfa en ademán reprobatorio—. El Príncipe de los Sacerdotes debe conferenciar con las divinidades, no puede exigírsele que se ocupe también de las cuestiones mundanas, de las minucias que surgen a cada instante.

—No, tienes razón —siseó Crysania turbada.

¡Qué provinciana y arcaica —aunque fuera una contradicción— debían hallarla estas criaturas! Siguió a Elsa por los ventilados, regios pasillos, y se dejó transportar por el armonioso repicar de las campanas que festoneaba, en lontananza, un coro de voces infantiles. En un callado éxtasis, la sacerdotisa rememoró los sencillos ritos que Elistan celebraba todas las mañanas y las principales tareas cotidianas que él mismo realizaba.

El servicio de su superior se le antojó insignificante, su labor un ultraje impuesto por los tiempos. Forzosamente había marchitado su salud —caviló Crysania con una punzada de pesar—, de haber estado rodeado de criaturas eficaces como las que aquí veía quizá no se habría acortado su vida.

«Esta situación tiene que cambiar», decidió, persuadida de que, además de los que ya había adivinado, existía otro motivo para su presencia en el pasado: había de restituir a la Iglesia a la gloria perdida. Temblando de excitación, fraguando planes destinados a obrar la metamorfosis, rogó a Elsa que le describiera el sistema interno por el que se regían las jerarquías de su institución. La interpelada halló sumo placer en extenderse sobre la cuestión mientras proseguían su marcha.

Centrado su interés en las explicaciones de su compañera, atenta a cada una de sus palabras, Crysania olvidó por completo a Quarath quien, en aquel momento, abría la puerta de su dormitorio y se introducía en él.

5

Un enano y un ogro

Quarath encontró la carta de Par-Salian en cuestión de segundos. Advirtió enseguida, al acercarse al tocador, que el joyero de oro había sido desplazado y, como tenía la llave maestra de todos los cerrojos y puertas del Templo, abrió la adornada caja sin dificultad.

El mensaje mismo, sin embargo, no era fácil de descifrar. Tardó sólo unos momentos en absorber su contenido y grabarlo en su mente, pues su portentosa retentiva le permitía memorizar cuanto veía, pero tras pasar breve revista al texto en su imaginación comprendió que no tenía sentido y que debería pasar varias horas dándole vueltas, hasta que se hiciera la luz.

Abstraído en tales meditaciones, el clérigo dobló el papel de arroz y lo restituyó al joyero que, a su vez, depositó en la posición exacta en que lo había hallado. Cerró la tapa herméticamente, registró sin excesivo interés los cajones de la estancia y salió de nuevo al pasillo.

Tan asombrosa y desconcertante era aquella carta que el sacerdote decidió cancelar todas sus entrevistas de aquella mañana, delegando las más urgentes en sus subordinados y aplazando las otras. Fue a su estudio, se encerró en absoluta soledad y examinó cada frase, cada palabra de la singular misiva.

Al fin logró componer el rompecabezas, no a entera satisfacción pero sí, al menos, lo suficiente como para trazarse un plan. Había tres conceptos claros. Primero, que la mujer rescatada pertenecía a una Orden clerical, aunque relacionada con magos y eso la convertía en sospechosa. En segundo lugar, que el Príncipe de los Sacerdotes corría peligro. No le sorprendió. Los hechiceros tenían buenos motivos para odiarlo y temerlo. Y, por último, que el individuo que habían arrestado en la calleja era un asesino. Puesto que viajaba con Crysania, ésta podía ser su cómplice.

Quarath sonrió, felicitándose por haber tomado las medidas adecuadas para responder a la amenaza. Se había ocupado de que el humano, que al parecer se llamaba Caramon, prestara sus servicios en un lugar donde, de vez en cuando, ocurrían accidentes fortuitos.

Crysania, por su parte, se albergaba entre los muros del Templo, lo que posibilitaba su vigilancia y le daba, además, la oportunidad de interrogarla con sutileza.

Suspiró aliviado. Había despejado las principales incógnitas, así que procedió a ordenar su almuerzo con la tranquilidad de que, al menos de momento, su máximo dignatario estaba a salvo de cualquier maquinación.

Quarath era una criatura insólita en muchos aspectos y, entre otras, poseía la envidiable cualidad de conocer sus propias limitaciones a pesar de su alto grado de ambición. Necesitaba al Príncipe porque no abrigaba el menor deseo de usurpar su rango. Se conformaba con regocijarse bajo el aura luminosa de su señor mientras, sin aspavientos, extendía su control y autoridad sobre el mundo, siempre en nombre de la Iglesia.

Al expander su poderío aumentaba, asimismo, el de su raza. Imbuidos de su superioridad sobre las criaturas que poblaban Krynn, persuadidos de su innata bondad, los elfos eran una fuerza viva en los estamentos eclesiásticos.

Había sido una decisión desafortunada de las divinidades, en opinión de Quarath, crear razas más débiles, como por ejemplo los humanos, que a lo largo de su enloquecida existencia constituían una presa fácil para las tentaciones del Mal. Pero ellos, los elfos, estaban aprendiendo a paliar los efectos nocivos de la perversidad, tras determinar que si no podían eliminarla —aunque no cejaban en este empeño— habían de sumar esfuerzos para contener su avance. Era la libertad la que alimentaba la propagación del Mal, ya que los hombres abusaban demasiado a menudo de tal prerrogativa. Se había convertido en algo imprescindible imponer unas normas, especificar sin ambigüedades ni matices lo que podía o no hacerse, y restringir así el creciente libertinaje. El clérigo creía que, de aplicarse sus métodos, los humanos saldrían perdiendo pero acabarían por acostumbrarse.

En cuanto a las otras razas de Krynn, los gnomos, los enanos y los kenders —volvió a suspirar—, Quarath había conseguido confinarlos, con la Iglesia como estandarte, en territorios aislados donde no causaban problemas y, a la larga, se extinguirían sin que nadie lo percibiera. De todos modos este plan sólo surtía efecto entre los gnomos y los enanos que, por otra parte, no deseaban mezclarse con las demás criaturas de su mundo. Los kenders, los más conflictivos, no se doblegaban y continuaban errando a su antojo, complicando la situación y disfrutando de la vida.

Todas estas cavilaciones cruzaron por la mente del clérigo mientras engullía su almuerzo y comenzaba a perfilar sus próximos movimientos. No se precipitaría en lo que atañía a Crysania, no era su estilo ni, en realidad, el de los elfos en su conjunto. Observar y aguardar en toda circunstancia, tal era su lema. Lo único que, por ahora, necesitaba era más información. A tal efecto, hizo sonar la campanilla que reposaba en un velador cercano y el joven acólito que llevara a Denubis a presencia del Príncipe de los Sacerdotes acudió a su llamada, tan presto y silencioso que se diría que, en lugar de abrir la puerta, había entrado por su rendija inferior.

—¿Qué deseas ordenarme, Hijo Venerable?

—Te daré dos sencillos encargos, que cumplirás de inmediato —anunció Quarath sin alzar la vista, ya que estaba escribiendo una nota—. Entrega esto a Fistandantilus, hace tiempo que no lo invito a cenar y tenemos que discutir ciertas cuestiones.

—Fistandantilus no está aquí, señor —respondió el acólito—. Cuando me has requerido me disponía a comunicártelo.

—¿Que no está?

—No, Hijo Venerable. Partió anoche, o eso suponemos. Desde entonces nadie lo ha visto, y esta mañana hemos hallado su aposento vacío. Tanto él como sus pertenencias han desaparecido. Se cree, por algunos comentarios que hizo, que se desplazó a la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, donde según los rumores los hechiceros celebran un cónclave.

—Un cónclave —repitió el eclesiástico frunciendo el ceño. Permaneció callado unos segundos, sin emitir más sonido que el que provocaba la punta de su pluma al repiquetear sobre el papel.

Wayreth estaba lejos, aunque quizá no lo suficiente… Evocó una extraña palabra que aparecía en la carta de Crysania: Cataclismo. ¿Acaso los magos se habían confabulado para desencadenar una catástrofe devastadora? Se le heló la sangre en las venas con sólo pensarlo y, despacio, destruyó la nota.

—¿Se han rastreado sus pasos?

—Por supuesto, mi señor, dentro de lo posible dado su esquivo talante. Durante meses no abandonó el Templo y, de súbito, ayer se personó en el mercado de esclavos.

—¿Cómo? —se asombró Quarath. Un escalofrío recorrió su cuerpo—. ¿Qué hizo allí?

—Compró dos esclavos, Hijo Venerable.

El clérigo nada dijo, se limitó a consultar con los ojos a su oponente.

—No los adquirió personalmente —explicó éste—, encomendó tal tarea a uno de sus subordinados.

—¿Quiénes eran los esclavos? —inquirió Quarath, si bien conocía la respuesta.

—El humano y el kender a los que se acusó de asaltar a la sacerdotisa.

—Di instrucciones concretas de que fueran vendidos al enano o enviados a las minas.

—Arack hizo cuanto pudo para obedecerte, señor, y lo cierto es que el enano pujó por ellos. Pero los agentes del Ente Oscuro ofrecieron una suma insuperable y hubo que adjudicárselos, de lo contrario habría surgido el escándalo. Además, el esbirro de Fistandantilus los mandó directamente a la Escuela, como tú deseabas.

—Comprendo —murmuró Quarath.

Todo encajaba, el enigmático hechicero incluso había tenido la temeridad de comprar al asesino sin disimulos. Luego se desvaneció, acaso para informar del éxito de su misión. Pero no, algo iba mal en el entramado. ¿Por qué iban a rebajarse los magos a utilizar criminales? Fistandantilus, de habérselo propuesto, podría haber matado al Príncipe de los Sacerdotes en incontables ocasiones. Pobre Quarath, se sentía como si hubiera abandonado una senda limpia e iluminada para internarse en un bosque lóbrego y traicionero.

Tanto rato se mantuvo en silencio el eclesiástico que el joven acólito carraspeó tres veces consecutivas, recordándole así discretamente su presencia, antes de que volviera a reparar en él.

—¿Deseabas confiarme otra tarea, señor? —preguntó al ver que levantaba los ojos.

—En efecto —asintió éste—, y la noticia que me has dado le confiere una especial importancia. Quiero que te encargues tú mismo de comunicar al enano que lo espero. He de hablar con él sin tardanza.

El joven hizo una respetuosa reverencia, y se fue. No era preciso puntualizar a qué enano se refería Quarath, sólo había uno en Istar.

Nadie sabía a ciencia cierta quién era Arack Rockbreaker, ni de dónde procedía. Nunca aludía a su pasado y, por regla general, se enfurecía tanto cuando se hacía algún comentario al respecto que al instante se cambiaba de tema. Circulaban ciertas especulaciones interesantes sobre el particular, siendo la más extendida que había sido desterrado de Thorbardin, antigua capital de los Enanos de las Montañas, en castigo a un abominable delito. Ningún habitante de Istar se aventuró a insinuar en qué consistió su crimen, ni tuvo en cuenta un hecho que habría dado al traste con tales conjeturas: los enanos no imponían nunca la pena del exilio, por considerar más humanitario el ajusticiamiento.

Otros rumores persistían en identificarle como un dewar, una raza de enanos malvados que casi fueron exterminados por sus primos y, ahora, llevaban una vida miserable en las entrañas de la tierra. Aunque Arack en nada se asemejaba a los dewar, ni en su físico ni en su conducta, esta creencia se popularizó debido a que su compañero favorito, el único a decir verdad, era un ogro. Y también había quienes afirmaban que el enano no era oriundo de Ansalon, sino de un continente ignoto situado al otro lado del mar.

En un punto había consenso: su rostro era el más abyecto que nunca se vio en un miembro de su raza, con dos aserradas cicatrices que lo surcaban en vertical y lo contraían en una perpetua mueca. No había un gramo de grasa en su cuerpo y, al moverse, adoptaba una actitud felina que se contradecía cuando, al interrumpir su marcha, se plantaba en el suelo con tal firmeza que parecía formar parte de ella.

Cualquiera que fuese su patria, Arack llevaba tantos años establecido en la ciudad que apenas se suscitaba el enigma de su origen. Él y su ogro, un monstruo llamado Raag, acudieron a Istar para participar en los Juegos en una época en que, todavía, conservaban su realismo primitivo. Se convirtieron de inmediato en los preferidos del público y eran numerosos los habitantes que recordaban cómo entre ambos derrotaron a Darmoork, el poderoso minotauro, en tres asaltos. Todo comenzó cuando Darmoork arrojó al enano fuera de la arena y Raag, en un acceso de ira, alzó en volandas al contrincante e, ignorando las terribles heridas de puñal que hendían su carne, le ensartó en la afilada cúspide del Obelisco de la Libertad que se erguía en el centro de la plaza.

Aunque ni el enano —quien sobrevivió merced al hecho de que había un clérigo en la calle cuando, en su trayectoria, sobrevoló el muro del recinto y aterrizó a sus pies— ni el ogro obtuvieron la libertad aquel día, a nadie le cupo la menor duda de quién había vencido en la liza. En realidad transcurrieron semanas antes de que nadie alcanzara la llave dorada del Obelisco, tanto se tardó en retirar los restos del minotauro.

Ahora, Arack relataba los macabros pormenores de la disputa a sus dos nuevos esclavos.

—Fue así como se desfiguró mi faz —dijo a Caramon mientras conducía a éste y al kender por las calles de Istar—, y también como Raag y yo nos hicimos célebres en los Juegos.

—¿Qué juegos? —preguntó Tas, tropezando con las cadenas y cayendo de bruces, para deleite de la muchedumbre que atestaba el mercado.

—Quítale esos grilletes —ordenó el enano al ogro de piel macilenta, que hacía las veces de guardián—. No creo que emprenda la huida y abandone a su amigo a su suerte. —Estudió a Tas concienzudamente, y declaró—: No, no lo harás, sé que tuviste una oportunidad de escapar y no la aprovechaste. ¡Ni se te ocurra traicionarnos! —lo amenazó, a la vez que señalaba a su gigantesco compañero—. Nunca antes había comprado a un kender pero no me han concedido otra alternativa, según ellos los dos formáis un lote. Sea como fuere ten presente que, para mí, no vales nada —lo desafió de nuevo—. Por cierto, ¿qué querías saber?

—¿Cómo vais a desprender mis ataduras? Necesitáis la llave —apuntó Tasslehoff más interesado por este particular que por los dichosos juegos. No recibió contestación, pero contempló admirado cómo el ogro asía los grilletes en sus manos y, de una brusca sacudida, los partía en dos.

—¿Has visto eso, Caramon? ¡Qué ogro tan forzudo! —exclamó mientras el monstruo lo incorporaba y le daba un violento empellón, que a punto estuvo de derribarlo sobre el polvo—. Hasta hoy no he conocido a ninguno de tu especie. Pero ¿de qué hablábamos? ¡Ah, sí, de esos juegos misteriosos!

—De misteriosos nada —lo espetó Arack exasperado.

Tas desvió la mirada hacia Caramon con ademán inquisitivo, mas el guerrero se encogió de hombros y meneó, taciturno, la cabeza. Resultaba evidente que en Istar todo el mundo los conocía, y era preferible no despertar sospechas haciendo demasiadas preguntas, así que el kender optó por rebuscar en su mente. Se zambulló en los recovecos de su memoria para desenterrar todas cuantas historias había oído sobre la época anterior al Cataclismo hasta que, de pronto, halló la respuesta.

—¡Los Juegos! —vociferó, ajeno a la curiosidad con que lo escuchaba el enano—. ¿No recuerdas, Caramon, los grandes Juegos de Istar?

El semblante de su amigo se ensombreció.

—¿Es allí donde nos lleváis? —indagó el hombrecillo, prendidos sus desorbitados ojos de Arack. Como éste se encerrara en su mutismo, se dirigió de nuevo al guerrero—. Seremos gladiadores y lucharemos en la arena, aclamados por el gentío. ¡Oh, Caramon, qué emocionante! Me han contado tantos…

—Y a mí también —lo interrumpió su fornido compañero—, por eso afirmo que nunca me obligaréis a tomar parte. —Se dirigía al enano—. Admito que he matado a otras criaturas, pero sólo cuando debía decidir entre su vida o la mía. Nunca gocé aniquilando a un semejante, los rostros de mis víctimas se me aparecen en mis peores pesadillas mucho tiempo después de la batalla. ¡No asesinaré por deporte!

Pronunció su parrafada con tanta vehemencia que Raag alzó ligeramente su maza y, teñida su tez de una súbita ansiedad, espió a su patrón sin proferir una palabra. Arack le lanzó una mirada furibunda y le indicó, con una negación de cabeza, que no debía agredir al reo.

Tas, mientras tanto, estudió a Caramon con nuevo respeto.

—Nunca se me ocurrió enfocarlo de esta manera —reconoció—, creo que tienes razón. —Desvió la faz hacia el enano y se disculpó—: Lo lamento, Arack, no podrás contar con nosotros.

—No tardaréis en cambiar de actitud. ¿Sabes por qué? —espetó el aludido al hombrecillo—. Porque es el único modo de arrancar esa argolla de vuestros cuellos, ni más ni menos.

—No mataré por gusto —se empecinó Caramon.

—Pero ¿dónde vivís, en el fondo del mar de Sirrion? —lo atajó Arack—. ¿O acaso en Solace donde todos son tan torpes e ignorantes? Ya no se pelea en la arena para acabar con el adversario. Aquellos días pasaron a la Historia, ahora los Juegos son una falacia —sentenció, suspirando y frotándose los ojos.

—No te comprendo —repuso Tas atónito. Caramon observó al enano sin despegar los labios, con una expresión que denotaba incredulidad.

—Desde hace diez años no se libran en la arena auténticas lizas —aclaró el siniestro personaje con una mueca que, sumada a las cicatrices, distorsionó su semblante—. Todo comenzó por culpa de los elfos, cuando unos clérigos de esta raza convencieron al Príncipe de los Sacerdotes de que la mayor diversión del pueblo era un acto de barbarie. ¡El Abismo los confunda! Barbarie —repitió, y escupió en el suelo de un pésimo humor que, no obstante, se transformó en nostalgia al proseguir.

»Los grandes gladiadores abandonaron la ciudad —agregó, prendido su recuerdo de aquella época triunfal—. Danark, el Goblin, el luchador más salvaje que cabe imaginar. Y también Jon, el Tuerto, supongo que no lo habrás olvidado ¿eh, Raag? —El ogro negó con la testa, al parecer entristecido—. Afirmaba que pertenecía a los Caballeros de Solamnia, por eso vestía siempre una armadura completa. Todos se fueron, salvo Raag y yo. —Un destello iluminó sus pupilas, contrarrestando su frialdad—. No teníamos una patria donde regresar y, además, una voz interior me advertía de que los Juegos no habían terminado. Todavía no.

En efecto, Arack y su ogro se quedaron en Istar y establecieron su morada en el vacío teatro para convertirse, por así decirlo, en sus guardianes oficiosos. Los viandantes los veían allí a diario, Raag deambulando por las gradas, barriendo los pasillos con un tosco escobón o simplemente sentado, contemplando ensimismado la plaza desierta donde trabajaba Arack que, más laborioso, cuidaba los mecanismos de los Pozos de la Muerte y se afanaba en lubricarlos y en mantenerlos en funcionamiento. Quienes lo observaban descubrían una extraña sonrisa en su barbudo rostro, bajo la torcida nariz.

El enano acertó en sus predicciones. Hacía escasos meses que los Juegos habían sido abolidos cuando los clérigos se percataron de que su otrora pacífica ciudad había dejado de serlo. Con alarmante frecuencia estallaban trifulcas en las tabernas, se sucedían las escaramuzas callejeras y, en una ocasión, incluso se levantó una revuelta general. Corrió el rumor de que los Juegos se desarrollaban, literalmente, bajo tierra, que se organizaban combates clandestinos en las grutas de los arrabales, y tal habladuría se vio confirmada al aparecer una serie de cadáveres mutilados en oscuros rincones. Al fin, desesperados, un grupo de elfos y humanos insignes enviaron una delegación al Príncipe de los Sacerdotes para solicitar la reapertura de los lúdicos entretenimientos.

—Igual que un volcán debe entrar en erupción a fin de expeler sus emponzoñados vapores —declaró un mandatario elfo—, los hombres utilizan los Juegos como una vía de escape para sus bajas pasiones.

Aunque tal discurso no elevó precisamente al procer en las miras de sus colegas humanos, éstos tuvieron que admitir que el símil estaba justificado. Al principio, el Príncipe rehusó escucharlo, ya que siempre aborreció la brutalidad de los combates. La vida era un don sagrado de los dioses, no algo que podía arriesgarse a capricho con la finalidad de complacer a una muchedumbre sedienta de sangre.

—Fui yo quien les sugerí la solución —anunció Arack orgulloso—. No estaban dispuestos a recibirme en su ostentoso Templo, pero nadie es capaz de detener a Raag una vez ha resuelto entrar en un sitio. Así pues, no tuvieron otra alternativa.

»Les aconsejé que reanudaran los Juegos y, de momento, me miraron recelosos. No hay que matar a nadie —los tranquilicé—, no de verdad. Por favor, prestadme atención. Sin duda habéis visto a algún actor representar a Huma en los teatros ambulantes, habéis asistido a la escena en que el Caballero cae al suelo sangrando y gimiendo, agitado por tremendas convulsiones. No obstante, cinco minutos más tarde ese mismo personaje acude a la taberna de la esquina para atiborrarse de cerveza. Pues bien, en mi juventud trabajé en el mundo de la farándula y… mas será mejor que os haga una demostración. Ven aquí, Raag.

»El ogro se acercó, con una sonrisa burlona en su horrenda faz.

»Le ordené que me diera su espada y, antes de que la asamblea acertara a pestañear, hundí el arma en su vientre. ¡Ojalá hubierais estado, lo que ocurrió fue indescriptible! La sangre salía a borbotones de su boca, caía profusa por mis brazos y, en una santiamén, Raag se desplomó a mis pies entre alaridos agónicos.

»No podéis imaginar cómo gritaron los augustos señores —rememoró el enano jubiloso, con un balanceo de cabeza—. Hasta pensé que los elfos se desmayarían y tendríamos que recogerlos del suelo. Sin darles tiempo a llamar a la guardia para que me arrojaran a la calle, propiné un puntapié a Raag y le indiqué que se levantara.

»Mi compañero se incorporó, dedicando a la audiencia su mejor sonrisa, y todos los presentes empezaron a hablar al unísono.

Hizo una pausa en su relato, respiró hondo e imitó las agudas voces que caracterizaban a los miembros de la raza elfa.

—«¡Extraordinario! ¿Cómo lo hacéis? Ésta podría ser la respuesta que buscamos».

—¿Cómo lo hicisteis? —inquirió Tas entusiasmado.

—Ya aprenderás —contestó el narrador—. Es sencillo, sólo se precisan una abundante cantidad de sangre de gallina y una espada cuya hoja se adentre en la empuñadura. Así mismo se lo expliqué a ellos, y agregué que si un estúpido como Raag podía representar la farsa, mejor lo harían los expertos gladiadores.

Al oír el insulto proferido por el enano, Tasslehoff escudriñó, temeroso, al ogro, pero éste no dio muestras de haberse ofendido. Al contrario, miraba a Arack con gesto aprobatorio. Ajeno a estas transacciones, el deforme hombrecillo continuó.

—Les argumenté que, a menudo, los luchadores exageraban su dolor en los enfrentamientos a fin de ofrecer un buen espectáculo, de modo que sabían fingir. El Príncipe de los Sacerdotes aceptó mi idea con agrado, y —enderezó la espalda henchido de orgullo— me concedió un cargo importante. Hoy, tengo el título de maestro de ceremonias de los Juegos.

—No lo entiendo —protestó Caramon—. ¿Pretendes insinuar que el público paga para ser engañado? Porque a estas alturas ya habrán adivinado que…

—Por supuesto —lo interrumpió Arack—. Nunca lo guardamos en secreto. Ahora las confrontaciones se han convertido en la manifestación más popular de Krynn, y hay quien recorre centenares de millas para no perdérsela. Los elfos acuden en tropel, y el Príncipe de los Sacerdotes también nos honra, cuando puede, con su presencia. Ya hemos llegado —concluyó, deteniéndose frente a un enorme circo y observándolo satisfecho.

Era de piedra y rezumaba antigüedad, si bien nadie sabía con qué propósito fue construido originariamente. En los días de los Juegos las banderolas ondeaban, en una panoplia multicolor, sobre los portaestandartes de las robustas torres, y el gentío atestaba gradas y accesos. Mas hoy no había espectáculo, ni se convocaría hasta finales de verano. La mole se erguía solitaria y gris salvo por los abigarrados murales donde se reproducían los acontecimientos más significativos de la historia del deporte. Unos niños merodeaban en el exterior, con la esperanza de vislumbrar al otro lado a sus héroes. Tras lanzarles severos improperios para ahuyentarlos, Arack ordenó a Raag que abriera la maciza puerta de madera.

—Así que nadie muere —persistió Caramon, mientras estudiaba la arena y las dantescas escenas de las pinturas.

Tas advirtió que el enano miraba al guerrero de un modo extraño. Su expresión se había tornado cruel y calculadora, sus enmarañadas cejas se enarcaban, crespas, sobre sus ojillos redondos. El fornido humano no se dio cuenta, concentrado en inspeccionar los murales.

El kender emitió un leve sonido y Caramon, saliendo de su ensimismamiento, clavó sus ojos en el enano. Pero éste había mudado de nuevo su semblante.

—Nadie, te lo aseguro —contestó al hombretón, dándole unas palmadas en el brazo.

6

De guerrero a gladiador

El ogro condujo a Caramon y Tas a una espaciosa sala. Aunque cabizbajo, el guerrero tuvo la impresión de que estaba atiborrada.

—Traigo a un nuevo aprendiz —rezongó Raag señalando con su sucio índice al hombretón, que se había detenido a poca distancia. Ésta fue la presentación de Caramon a sus «compañeros de escuela».

Con un intenso rubor en las mejillas, consciente de la argolla que se ceñía a su cuello y delataba su esclavitud, Caramon hundió su mirada en los listones del suelo, cubiertos de paja. Sin embargo, pese a su vergüenza y a su cólera, alzó los ojos al oír el murmullo que respondía a la breve frase del ogro. Descubrió entonces la mescolanza que reinaba en la estancia, la treintena de individuos de distintas razas y nacionalidades que, agrupados en mesas, ingerían su cena.

Algunos lo observaban con sumo interés, otros ni se dignaron volver la cabeza en su dirección. Unos pocos lo saludaron, la mayoría siguieron comiendo, y ante tal desconcierto el guerrero no sabía qué hacer. Fue Raag quien solventó el problema: tras apoyar la mano en su hombro, lo empujó brutalmente hacia una mesa. Caramon tropezó en el impulso y casi cayó de bruces, si bien logró agarrarse antes de estrellarse contra la tabla. Se giró de forma brusca para encararse con Raag, que se hallaba plantado en el mismo lugar y se frotaba las manos en anticipación de una buena trifulca.

«Intenta provocarme», comprendió al instante el hombretón, tras haber visto múltiples veces la misma actitud en los locales públicos que frecuentaba donde, a menudo, había alguien resuelto a inducirle a la lucha. Era éste un combate, a diferencia de tantos otros, del que nunca saldría victorioso pues, aunque él medía poco menos de dos metros, a duras penas llegaba al hombro de su supuesto contrincante. Además la manaza de Raag podía dar dos vueltas a su ancha garganta, así que optó por tragar saliva, acariciarse la magullada pierna y sentarse en el largo banco al que había ido a parar.

Después de dedicar una mueca sarcástica al humano el macilento ogro inspeccionó a los presentes quienes, entre susurros de desencanto, centraron de nuevo su atención en los platos. Resonaron unas carcajadas en una mesa situada en la esquina, donde se hallaban agrupados unos minotauros, y Raag intercambió con ellos una mirada de complicidad antes de abandonar el destartalado comedor.

Tanta era la turbación de Caramon, que se encogió en su banco como si quisiera que se lo tragase la tierra. Había alguien sentado frente a él, pero el corpulento guerrero no soportó la idea de enfrentarse a su burla y prefirió ignorarlo. Tasslehoff, sin embargo, no era presa de tales inhibiciones. Encaramándose al largo asiento junto a su amigo, estudió al desconocido sin el menor rubor.

—Me llamo Tasslehoff Burrfoot —lo saludó, al mismo tiempo que le tendía su pequeña mano—. También soy nuevo aquí.

El kender estaba ofendido porque nadie lo había presentado y aún aumentó más su disgusto cuando su vecino, un humano de tez negra que también exhibía la argolla del servilismo, le dirigió una mirada desdeñosa y decidió dialogar con Caramon.

—¿Sois socios? —le preguntó.

—Sí —contestó el interpelado, agradeciéndole en su fuero interno que no se hubiera referido al incidente con Raag.

De pronto, penetraron en sus vías olfativas los aromas de los manjares, y los olisqueó hambriento. Se le hizo la boca agua al inspeccionar el plato del hombre negro, provisto de una amplia ración de carne de venado, patatas y gruesas rebanadas de pan.

—Parece que, al menos, nos alimentarán bien —comentó con un suspiro.

Advirtió el guerrero que su vecino espiaba su abultado vientre y, en actitud socarrona consultaba con los ojos a una mujer alta, de espectacular belleza, que tomó asiento a su lado y depositó en la mesa una fuente rebosante de exquisiteces. Caramon, deslumbrado, hizo un torpe esfuerzo para levantarse.

—Señora, soy vuestro humilde servidor —dijo, a la vez que se inclinaba en una reverencia.

—¡Siéntate, asno! —lo espetó la dama enfurecida—. ¡No nos pongas en ridículo a ambos! —Su curtida tez se oscureció.

Había acertado, algunos de los comensales rieron entre dientes. La mujer los fulminó con los ojos, apoyando su desafío mediante un rápido gesto por el que aferró una daga ceñida a su cinto. No era necesaria tal violencia, el verde fulgor de sus ojos bastó para que terminara la chanza y todos se ocuparan de vaciar sus platos en silencio. La retadora fémina aguardó hasta asegurarse de que los había amedrentado, y también ella empezó a engullir su ágape en rápidos bocados, que apenas tenía tiempo de ensartar en su tenedor.

—Lo siento —balbuceó Caramon—. No era mi intención incomodarte.

—Olvídalo —contestó ella con voz gutural. Su acento era extraño, el guerrero no lograba identificarlo. En cuanto a su apariencia, era la de una humana salvo en el color entre plomizo y verdoso de su cabello que, junto a su peculiar manera de hablar (más aún que la de los otros presentes), imposibilitaba su clasificación dentro de una raza definida. Mientras él examinaba aquella melena lacia, densa, que llevaba recogida en una larga trenza, la mujer prosiguió—: Sé que acabas de llegar, por eso no conoces las normas. No debes tratarme de un modo especial, soy igual que los demás tanto dentro como fuera de la arena. ¿Has comprendido?

—¿La arena? —repitió Caramon boquiabierto—. ¿Eres acaso gladiadora?

—Una de las mejores —intervino el hombre de tez negra con una sonrisa—. Pero hagamos las presentaciones de rigor: yo soy Pheragas, de Ergoth del Norte, y ella es Kiiri, la Nereida.

—¡Una nereida! —exclamó Tas, olvidado su agravio—. ¿De verdad eres una de esas criaturas del fondo del mar que se transforman a voluntad?

La mujer lanzó al kender una mirada tan fulminante, que éste optó por enmudecer. Una vez silenciado el hombrecillo, la singular hembra desvió de nuevo su atención hacia Caramon.

—¿Lo encuentras divertido, esclavo? —preguntó, fijos sus ojos en la argolla de su oponente.

El guerrero tanteó con las manos el humillante aro, y se ruborizó. Kiiri emitió una cruel carcajada, pero Pheragas fue más caritativo.

—Con el tiempo te acostumbrarás —declaró, encogiéndose de hombros.

—¡Nunca! —se enfureció el guerrero, y cerró el puño como si a través de este gesto quisiera subrayar su indignación.

—Tendrás que hacerlo, o de lo contrario tu disgusto te llevará a la muerte —comentó la mujer. Tan hermosa era, tan altivo su porte, que su argolla de hierro más se asemejaba a un collar de plata. O, al menos, así se le antojó a Caramon. Quiso responder, pero lo interrumpió un humano que, ataviado con un grasiento mandil blanco, depositó en aquel mismo instante un plato de comida delante de Tasslehoff.

—Gracias —respondió cortésmente el kender.

—No os habituéis a que os sirvan —aconsejó el hombre, que no era sino el cocinero—. A partir de hoy conseguiréis vuestras propias provisiones, como todo el mundo. Toma —añadió a la vez que arrojaba sobre la mesa un disco de madera—, ésta es tu credencial. Si no la presentas no se te dará alimento. Aquí tienes la tuya —dijo a Caramon, entregándole otra pieza idéntica.

—¿Dónde está mi cena? —inquirió el guerrero mientras guardaba el disco en su bolsillo.

Tras dejar, sin la menor delicadeza, un cuenco frente al hombretón el cocinero dio media vuelta, resuelto a alejarse.

—¿Qué es esto? —gruñó Caramon, escudriñando el interior del recipiente.

—Caldo de pollo —colaboró el kender.

—He reconocido el manjar sin tu ayuda —lo imprecó el fornido humano con voz cavernosa—. No me refería a eso, sino a la situación. Si se trata de una broma me parece de muy mal gusto —vociferó sin cesar de observar a Pheragas y Kiiri, que lo contemplaban divertidos. Giró el guerrero su pesado cuerpo y agarró al cocinero en el instante en que echaba a andar, obligándolo a retroceder—. ¡Retira esta agua turbia y dame comida decente!

Con asombrosa destreza, el hombre del mandil se liberó de la zarpa de Caramon, inmovilizó su brazo detrás de la espalda y estrelló su rostro contra el cuenco de sopa.

—Pruébala y te gustará —lo espetó, antes de asir al rebelde por el cabello para levantar su goteante rostro—. En lo que a alimento atañe, no verás otro durante un mes.

Tasslehoff se apresuró a examinar la sala y advirtió que todos los presentes habían abandonado el ágape persuadidos de que, esta vez, habría pelea.

La faz de Caramon, que chorreaba sopa, había asumido una palidez letal. Sólo sus pómulos ardían en iracundas manchas rojizas, secundadas por los peligrosos centelleos de sus ojos.

El cocinero le miraba desafiante, cerrados los puños. Tasslehoff esperaba ver, de un momento a otro, la carcasa de aquel fanfarrón despatarrada en el suelo, un presentimiento que reforzaba la postura de Caramon. El guerrero apretó sus dedos en idéntica postura a la de su rival, tanto que los nudillos se tornaron blancos, y levantó su manaza para, despacio… secarse el empapado semblante.

Con una sonrisa desdeñosa, el cocinero dejó al grupo y reanudó sus quehaceres.

Tas suspiró. Aquél no era su viejo compañero, recapacitó entristecido, el Caramon que matara a dos draconianos entrechocando sus cráneos con las palmas desnudas, el mismo que en una ocasión redujera a unos bribones a distintos estados de postración, todos ellos deplorables, cuando cometieron el error de intentar robarle. Espió a su orondo amigo por el rabillo del ojo y, tras reprimir las insultantes frases que afloraban a sus labios, se concentró en ingerir su cena preso de una honda consternación.

El guerrero sorbió su sopa a lentas cucharadas, engulléndola sin saborearla ni hallar el menor placer. Vio Tas que la mujer y el negro intercambiaban callados mensajes y, por un instante, temió que se burlasen de su amigo. Y, a decir verdad, Kiiri empezó a farfullar unas palabras pero, al alzar la vista hacia el centro de la estancia, cerró la boca de manera abrupta y siguió comiendo con la mayor discreción posible. El causante de su cambio era Raag, que había entrado en el recinto seguido por dos musculosos humanos.

El trío recorrió el comedor, se detuvo detrás de Caramon y el ogro, dando un paso al frente, zarandeó al corpulento guerrero.

—¿Qué ocurre? —preguntó éste, en un tono apagado que el kender no reconoció.

—Ven —ordenó Raag.

—Estoy cenando —protestó el hombretón, pero los dos esbirros lo asieron por los brazos y lo arrastraron fuera del banco antes de que pudiera concluir su frase.

Entonces sí, entonces Tasslehoff atisbó un brote de su antiguo talante. Teñida su faz de unas manchas purpúreas, Caramon trató de golpear a uno si bien, debido a su torpeza de movimientos y al desequilibrio en que quedó al soltarse, el agredido esquivó su acometida. Sin darle opción a un segundo ataque, el otro humano propinó un salvaje puntapié al esclavo y éste se desplomó, entre gemidos, sobre sus rodillas. Lo izaron de una violenta sacudida y el herido, con la cabeza ladeada, permitió que lo llevasen.

—¡Aguardad! ¿Adónde lo conducís? —se interfirió Tas en una reacción instintiva, que atajó una firme mano en su hombro. Era Kiiri quien así lo advertía, y el kender se encogió en su asiento.

—¿Qué van a hacerle? —indagó.

—Termina tu plato —le ordenó la mujer.

—No tengo apetito —replicó él, deprimido, apartando el tenedor mientras evocaba la cruel y funesta mirada que el enano clavara en su compañero frente a la arena.

El esclavo negro sonrió al kender, compadecido de su pena.

—Sigueme —lo invitó, a la vez que se levantaba y le tendía la mano con cordialidad—, te mostraré tu alcoba. El primer día todos pasamos por lo mismo, con el tiempo tu amigo llegará a sentirse bien.

—Con el tiempo —coreó la nereida.

Tas se hallaba solo en la cámara que, en principio, debía compartir con Caramon. No era precisamente acogedora: situada debajo de la arena, se parecía más a un calabozo que a una alcoba. Pero Kiiri le explicó que todos los gladiadores se alojaban en estancias como aquélla.

—Están limpias y caldeadas —afirmó—. No son muchos los habitantes de nuestro mundo que pueden decir lo mismo de los reductos donde duermen. Además, si nos rodeáramos de lujos acabaríamos por ablandarnos.

«No es probable que eso suceda», pensó el kender al examinar los desnudos muros de piedra, el suelo cubierto de paja, la mesa provista de una jarra y una jofaina y, por último, los dos pequeños baúles destinados a contener sus pertenencias. Una única ventana, o claraboya, que se abría en el techo y por lo tanto a nivel de la tierra, permitía la entrada de un estrecho haz de luz. Acostado en el duro jergón, Tas contempló el avance de los últimos rayos solares —la cena era temprana en la supuesta escuela— y reflexionó que, aunque podía ir a explorar, no lograría sacar partido de sus actos hasta averiguar qué le habían hecho al guerrero.

La línea que trazaba el sol en el suelo adquirió progresiva longitud al unirse a ella una rendija luminosa, procedente de la puerta. Cuando se abrió la hoja Tas dio un ansioso brinco, mas fue un esclavo desconocido quien se adentró en la estancia. Arrojó un hatillo en un rincón, y desapareció de nuevo sin que entre ambos mediara una palabra. El kender inspeccionó el fardo y le dio un vuelco el corazón, pues constató al instante que eran los enseres de Caramon. Todo cuanto portaba se hallaba en aquel paquete, incluida su ropa, y el hombrecillo se apresuró a estudiarla en busca de manchas de sangre. No descubrió nada de particular, parecía estar en orden.

De pronto, palpó un objeto en un bolsillo interior, secreto. Lo extrajo sin dilación, y contuvo el resuello al toparse con el ingenio mágico de Par-Salian. «No entiendo cómo ha pasado desapercibido a los guardianes», se dijo asombrado, al mismo tiempo que admiraba las enjoyadas incrustaciones de su superficie. ¡Claro, fue creado a través de un hechizo! Ahora tenía el aspecto de una fruslería, pero él presenció cómo se transformaba a partir de un cetro y era lógico que, de ser tal la voluntad de su forjador, no se evidenciara ante ojos indiscretos.

Tanteándolo, acariciándolo, contemplando el reflejo del ya tenue sol sobre sus radiantes alhajas, Tasslehoff no pudo reprimir un suspiro. Era éste el tesoro más exquisito, más espléndido que había visto en su vida, anhelaba su posesión. Sin pensarlo dos veces se levantó y fue en pos de sus saquillos, mas una voz interior lo obligó a detenerse.

«Tasslehoff Burrfoot —lo invocó aquella criatura intangible cuyo timbre se asemejaba inquietamente al de Flint—, te estás entrometiendo en un asunto de extrema gravedad. El artilugio del que pretendes apropiarte garantiza el regreso a tu tiempo, y no olvides que fue Par-Salian, el insigne mago, quien se lo entregó a Caramon en el transcurso de una solemne ceremonia. Pertenece a tu amigo, no tienes ningún derecho sobre él».

El kender se estremeció. Nunca antes le había asaltado de este modo la conciencia, o un espíritu, o quienquiera que le hubiese hablado. Miró dubitativo el enigmático objeto e, intuyendo que la súbita revelación provenía de su influjo, deseoso de descartar tan turbadoras cábalas de su mente, corrió hasta el baúl de su compañero y lo encerró en sus sombras. En un alarde de precaución, cerró el cofre herméticamente y guardó la llave en la ropa de Caramon antes de volver a su camastro, sintiendo un hondo pesar.

Cuando el postrer resplandor solar desaparecía de la estancia, sumiéndola en penumbras, el ansioso hombrecillo oyó un ruido en el exterior y alguien abrió la puerta de un puntapié.

—¡Caramon! —gritó Tas horrorizado, a la vez que se incorporaba.

Los dos hercúleos humanos arrastraron al guerrero hasta el dintel y, sin miramientos, lo echaron sobre el jergón vacío. Se fueron de inmediato, entre risitas jocosas que contrastaban con el quedo gemido que se elevó en el duro lecho.

—Caramon —repitió el kender, ahora en un susurro. Asió raudo la jarra de agua, escanció una parte de su contenido en la jofaina y llevó ésta junto al lugar donde yacía su amigo—. ¿Qué te han hecho? —preguntó mientras humedecía los labios del maltrecho hombreton.

El yaciente masculló unos lamentos ininteligibles y meneó la cabeza. Al advertir el desolado estado del guerrero, Tasslehoff se apresuró a estudiar su cuerpo. No encontró magulladuras visibles, ni sangre, ni inflamaciones, ni tampoco marcas purpúreas o las llagas alargadas que suelen producir los latigazos y, sin embargo, resultaba evidente que lo habían torturado. Se hallaba en plena agonía, bañado en sudor y con los ojos desorbitados. De vez en cuando, sus músculos se contraían en espasmos y profería quejas desgarradoras.

—¿A qué clase de suplicio te han sometido? —inquirió el hombrecillo tragando saliva—. ¿Al potro, a la rueda quizá? ¿Te han aplicado las empulgueras?

Ninguno de estos instrumentos dejaba huella, al menos así lo creía el kender.

—Cali… —balbuceó Caramon.

—¿Cómo? —Tas se volcó sobre él para oírle mejor, pero el desgraciado sólo acertó a repetir las mismas sílabas.

—Cali ¿qué? —insistió Tasslehoff, fruncido el ceño en actitud meditabunda—. Nunca oí mencionar una tortura cuyo nombre empezase por cali.

En un esfuerzo supremo, el guerrero pronunció el término completo.

—¡Calistenia! —vociferó, triunfante, el kender. Su exaltación, no obstante, sólo duró unos segundos. Depositando en el suelo la jofaina con la que había refrescado el rostro de su amigo durante todo este rato, agregó—: ¡La calistenia no es un suplicio!

Caramon gimió de nuevo, acaso para mostrar su oposición.

—¡Es un simple ejercicio de musculatura que hasta los niños practican! —se indignó—. ¡Pensar que he estado aguardando tu llegada abrumado por la preocupación, imaginando horrores indescriptibles! Cuando te han traído me he llevado un susto mayúsculo, y resulta que lo único que has hecho es poner en forma ese entumecido cuerpo tuyo.

El guerrero hizo acopio de fuerzas para sentarse en el camastro, estirar una de sus manazas, aferrar el cuello de la camisa de su compañero y, tirando de él, clavarle una mirada furibunda, como si quisiera traspasarle.

—Una vez me capturaron los goblins —rememoró con voz ronca—, me ataron a un árbol y pasaron una noche entera atormentándome. Durante la Guerra de la Lanza me hirieron los draconianos en Xak Tsaroth y mordisquearon mi pierna varias crías de dragón en las mazmorras de la Reina de la Oscuridad, ambas experiencias fueron crueles. Y pese a tantos avalares, me siento peor ahora que en ninguna otra circunstancia de mi vida. Déjame solo, prefiero morir en paz —concluyó.

Tras proferir otra lamentación inarticulada, Caramon apoyó su laxa mano en el costado y cerró los ojos. Reprimiendo una sonrisa, Tas regresó a su camastro.

«Si ahora se queja —reflexionó el kender—, mañana no habrá quien lo soporte».

Terminó el verano en Istar para dar paso al otoño, uno de los más bellos de su historia. Inició Caramon su adiestramiento y aunque, por supuesto, no murió, hubo momentos en que ansió acabar con todo. También Tas, por su parte, sintió más de una vez la tentación de poner brusco fin a las «penalidades» de aquel niño mal criado. Una de estas ocasiones fue una noche en que, cuando dormía plácidamente, le despertaron los sollozos del guerrero.

—¿Caramon? —preguntó adormecido, incorporándose en el lecho.

No obtuvo más respuesta que un quejumbroso llanto.

—¿Qué te sucede? —insistió el kender preocupado. Se levantó y recorrió el gélido suelo de piedra—. ¿Has tenido una pesadilla?

Al distinguir en la penumbra el gesto afirmativo de su amigo trató de ayudarle, de desechar su propia congoja para escuchar su relato.

—¿Has soñado con Tika? —inquirió, enternecido por su dolor—. ¿Con Raistlin quizá? Veo que no. ¿Contigo mismo entonces? ¿Estás asustado?

—¡Con un pastelillo! —exclamó el guerrero.

—¿Cómo? —exclamó Tas, que no daba crédito a sus oídos.

—Un pastelillo —repitió el otro en un gorgoteo—. ¡Tengo tanta hambre! De pronto, se ha dibujado un pastelillo en mi imaginación, uno de aquéllos que Tika solía hornear, cubiertos de miel y rellenos de crujiente avellana.

Asiendo una bota, el kender se la arrojó y volvió a acostarse, enfurecido por su debilidad al atender a aquel insensato.

Transcurridos dos meses de riguroso entrenamiento, Tasslehoff observó al guerrero y se reafirmó en su idea de que era justo lo que necesitaba. Los rollos mantecosos de su talle se habían fundido, los nacidos muslos habían recobrado la férrea constitución de antaño y los músculos vibraban, llenos de vida, en sus brazos, pecho y espalda. En sus ojos se había obrado una halagüeña metamorfosis, sustituyendo el brillo y la mirada alerta a aquella otra expresión mortecina causada por el aguardiente enanil, que el sudor se había encargado de desterrar de su cuerpo. Por otra parte, su epidermis se había curtido y el influjo del sol le otorgaba un atractivo tono broncíneo.

El enano, que seguía de cerca los progresos del alumno, decretó que se dejase crecer el castaño cabello por ser éste el estilo popular en el Istar de la época, y ahora una melena se enmarañaba ondeante en torno al rostro rejuvenecido del que fuera un despojo humano.

Y, por si esto fuera poco, su preparación como gladiador había mejorado sensiblemente. Aunque Caramon poseía una larga experiencia previa, su adiestramiento fue informal, sus técnicas bélicas se reducían a las enseñanzas recibidas de Kitiara, su hermanastra. Arack, consciente de su deber, había contratado maestros de todo el mundo de Krynn y, ahora, el pupilo estaba aprendiendo los métodos más sofisticados.

Para completar su educación, el guerrero tenía que librar batallas diarias contra los gladiadores de la arena. Orgulloso de la pericia adquirida, retó a Kiiri y ésta lo derribó en un santiamén, dejándolo tumbado cuan largo era con gran vergüenza por su parte. Pheragas, el esclavo negro, lanzó en otro enfrentamiento su espada a las alturas y, a guisa de advertencia, le golpeó la cabeza con su propio escudo.

Caramon no se descorazonó. Comprendió la lección de humildad que le infligían y, siendo un hombre despierto y voluntarioso, dotado, además, de una habilidad natural digna de envidia, no tardó en satisfacer a sus profesores. Pronto llegó el día en que Arack presenció jubiloso cómo vencía a la nereida sin dificultad o atrapaba a Pheragas en su red para, acto seguido, inmovilizarlo sobre la arena ayudándose con un tridente.

El hombretón no cabía en sí de gozo, hacía tiempo que no se sentía tan feliz. No había cesado ni un segundo de detestar la argolla, no pasaba una jornada en la que no anhelase romperla y recuperar así la libertad, pero tan perturbadores impulsos se difuminaban frente al interés que ofrecían las clases. Siempre le había gustado la vida militar, era para él un alivio que alguien le indicase qué tenía que hacer y cuándo. Tan sólo un problema nublaba su dicha: no sabía interpretar.

Siempre franco y honesto, incluso a la hora de admitir un error, la auténtica agonía comenzó cuando intentaron enseñarle a fingir una derrota. Le ordenaban que emitiera falsos alaridos de dolor en el instante en que Rolf, por ejemplo, lo asaltaba por la espalda y que cayera, como si le hubieran herido mortalmente, al arremeter el bárbaro con una de las engañosas espadas.

—¡No, así no! ¡Qué torpe eres! —vociferaba Arack una y otra vez, e incluso en una de las sesiones perdió los nervios y le estampó en la mejilla su puño cerrado. El agredido gritó con verdadera rabia, mas no osó dar la réplica al advertir la proximidad del siempre alerta Raag.

—Ahora lo has conseguido —lo felicitó el enano, retrocediendo con aire triunfal y unas gotas de sangre en los nudillos—. Recuerda ese quiebro de voz, al público le entusiasmará.

Pero este ensayo no resolvió el conflicto, ya que la protesta de Caramon había sido real. Cuando pretendía actuar, sus voces eran más semejantes «a las de una doncella al recibir un pellizco en las nalgas que a las de un moribundo», según palabras de Arack. Al fin, tras muchas decepciones, al enano se le ocurrió una idea.

Surgió en su mente una tarde, mientras contemplaba los entrenamientos. Se había congregado en la arena una pequeña audiencia, pues en determinadas ocasiones permitía la entrada a personajes de alcurnia susceptibles de incrementar sus arcas con aportaciones adicionales. Los privilegiados eran esta vez un noble y su familia, venidos de Solamnia. El caballero tenía dos encantadoras hijas las cuales, desde el momento en que entraron en el circo, no habían dejado de admirar al corpulento guerrero.

—¿Por qué no le vimos luchar la otra tarde? —preguntó una de ellas a su progenitor.

Ignorante del motivo, el egregio visitante consultó al enano.

—Es nuevo aquí —explicó éste—, todavía no ha concluido su adiestramiento. De todos modos, avanza deprisa y casi ha llegado la hora de incluirlo en nuestro grupo de gladiadores. ¿Cuándo pensáis volver a los Juegos?

—No era nuestra intención repetir el viaje en un futuro próximo —declaró el noble, pero sus hijas se apresuraron a mostrar su disgusto—. De acuerdo —rectificó—, me plantearé esa posibilidad para el siguiente espectáculo.

Las dos muchachas prorrumpieron en aplausos al mismo tiempo que espiaban de nuevo a Caramon, quien en ese instante practicaba junto a Pheragas el manejo de la espada. El cuerpo del apuesto combatiente refulgía bajo el sol, bañado en sudor, el crespo cabello se adhería a su húmeda faz y sus movimientos, ágiles y certeros, poseían la gracia y la armonía de un atleta. Al discernir la fascinación que despertaba en las doncellas, el enano se percató de lo atrayente que resultaba su pupilo.

—Espero que salga victorioso —dijo una de las jóvenes con un suspiro—. ¡No soportaría verle derrotado!

—Ganará —la tranquilizó la otra—. No ha nacido para perder, todo en él delata al vencedor.

—¡Claro, he aquí la solución! —exclamó Arack de forma inesperada, tan vehemente que el noble y su familia le miraron perplejos—. El Vencedor, así le apodaremos. Es una criatura imbatible, que no conoce el fracaso. Juró quitarse él mismo la vida si alguien lo derribaba —mintió, urdida en unos segundos su patraña.

—¡Oh, no! —se desesperaron al unísono las muchachas—. No queremos oír tamaña atrocidad.

—Es cierto —reincidió el enano con tono solemne, frotándose las manos.

—Acudirán de varias millas a la redonda —anunció aquella noche a Raag—, a fin de estar presentes si sobreviene su caída. Y, naturalmente, nadie le hará sucumbir durante mucho tiempo. Mientras dure su suerte las multitudes se arracimarán en la entrada de la arena, deseosas de asistir a sus emocionantes lizas. Incluso he pensado en su atavío… —Y siguió forjando planes durante toda la velada.

Tasslehoff, en el ínterin, había aprendido a sacar partido a su confinada existencia. Aunque al principio se sintió herido en su amor propio, tras negársele el derecho a convertirse en gladiador —tuvo visiones en las que se le aparecía su propia figura emulando a Kronin Thistleknot, el héroe de Kenderhome—, supo desembarazarse del tedio en que se sumió. Su progresivo entusiasmo por la actividad culminó en un desagradable incidente, al ser descubierto por un feroz minotauro cuando registraba su alcoba con su habitual desparpajo.

Agravó esta situación el hecho de que los minotauros, quienes luchaban en la arena por amor al deporte, se consideraban una raza superior y vivían aislados de los otros. Si su mesa en el comedor era privada, sus dormitorios se respetaban como un recinto sacrosanto e inviolable.

Arrastrando al kender a presencia de Arack, el ofendido exigió que en desgravío le permitieran abrirle en canal y beber su sangre. El enano hubiera accedido gustoso a tal demanda, ya que los kenders eran para él un estorbo, pero no pudo por menos que recordar su conversación con Quarath poco después de adquirir a la pareja de esclavos. Por algún extraño motivo, la máxima dignidad eclesiástica del país estaba interesada en garantizar la salvaguarda del dúo. Así pues, rechazó las exigencias del minotauro si bien, ansioso de aplacar su ira, lo compensó entregándole un jabalí y autorizandole a despedazarlo.

Para evitar males mayores, Arack condujo a Tas a un rincón apartado y, tras abofetearlo en castigo por su osadía, lo autorizó a abandonar la arena y explorar la ciudad en el bien entendido de que pernoctaría siempre en su cámara.

El kender, que en cualquier caso ya se había deslizado al exterior sin ser visto, agradeció la generosidad del maestro de ceremonias y, para demostrarle su reconocimiento, le obsequió algunas bagatelas obtenidas en sus correrías. Tales atenciones no dejaron impasible al enano, quien sólo golpeó a Tas con una vara al sorprenderlo cuando hurtaba unos dulces destinados a Caramon en lugar de flagelarlo, como habría hecho de no mediar en su favor estas circunstancias atenuantes.

El resultado de tales transacciones fue que el kender iba y venía a su antojo por Istar, adquiriendo una gran destreza en esquivar a los centinelas y a todos cuantos exhibían absurdos prejuicios contra los de su raza. Fue así, tras unos días de práctica, como el hombrecillo logró introducirse en el Templo mismo.

Pese a sus problemas de adiestramiento, dietas y otros de diversa índole, Caramon nunca perdió de vista su auténtico objetivo. Había recibido un frío, escueto mensaje de la sacerdotisa Crysania, de modo que no le inquietaba su estado. Pero eso era todo, Raistlin se había desvanecido sin dejar rastro.

Al principio, el guerrero desesperó de encontrar a su hermano o a Fistandantilus, ya que bajo ningún concepto se le permitía abandonar el estadio. No obstante, pronto descubrió la libertad de movimientos de Tas y supo que el pequeño compañero tenía acceso a lugares que a él le habrían estado vedados, incluso, de poder pulular a su albedrío. Los habitantes de Istar solían tratar a los kenders igual que a los niños, como si no existieran, y las peculiares dotes del hombrecillo lo ayudaban a fundirse entre las sombras, deslizarse bajo las cortinas o atravesar en silencio salones enteros.

Por añadidura, contaba con la ventaja de que el Templo era tan enorme y se hallaba a todas horas tan atestado de visitantes que entraban y salían, que un diminuto kender era simplemente ignorado o, en el peor de los casos, se le conminaba a apartarse sin que nadie se tomara la molestia de expulsarlo. Aún facilitó más su anonimato el hecho de que había varios miembros de su raza trabajando como esclavos en las cocinas y, aunque parezca extraño, algunos kenders-clérigos también habían logrado ser admitidos en el sagrado recinto y gozaban de todas las prerrogativas de su rango.

A Tas le habría gustado trabar amistad con sus congéneres e inquirir acerca de su patria, o bien abordar a los eclesiásticos a fin de averiguar de dónde procedían. Lo cierto era que desconocía la existencia de órdenes religiosas en Kenderhome y sentía una gran curiosidad. Pero no se atrevió, obediente a la grave advertencia de Caramon contra su tendencia a hablar en demasía. Por una vez se tomó en serio tales recomendaciones y, aunque hallaba agobiante la necesidad de mantenerse siempre en guardia para no mencionar a los dragones, al Cataclismo o cualquier detalle susceptible de alimentar sospechas, decidió evitar la tentación. Así pues, se conformó con inspeccionar el Templo y recabar datos esclarecedores en solitario.

—He visto a Crysania —informó al guerrero una noche, después de cenar y después de que su amigo luchara con Pheragas en un simulacro de combate sin armas.

El kender se hallaba recostado en el camastro mientras Caramon se ejercitaba, en el centro de la alcoba, en el uso de la maza y las cadenas, ya que Arack quería instruirle en los secretos de otros pertrechos además del acero. Al comprobar que el hombretón se desenvolvía con torpeza, el kender se arrebujó en una esquina del jergón con el objeto de eludir un golpe mal dirigido.

—¿Cómo está? —indagó el musculoso humano lanzando a su contertulio una fugaz mirada, sin descuidar su trabajo.

—Lo ignoro —fue la desencantada respuesta—. Supongo que bien, al menos su aspecto no es el de una enferma. Pero tampoco parece feliz, tiene el rostro ceniciento y, cuando traté de hablarle, me ignoró. Creo que no me reconoció.

—Intenta averiguar qué está ocurriendo —ordenó el guerrero, fruncido el entrecejo—. No debemos olvidar que la sacerdotisa también buscaba a Raistlin, de manera que su extraña actitud puede guardar relación con él.

—De acuerdo —accedió Tas, al mismo tiempo que el amenazador silbido de la maza lo obligaba a bajar la cabeza—. ¡Cuidado, podrías lastimarme! —protestó, y se tanteó el copete para asegurarse de que se mantenía en su lugar.

—A propósito de Raistlin —dijo Caramon quedamente—, ¿tampoco hoy has tenido noticias de su paradero?

—No, mis pesquisas han vuelto a fracasar. Y eso que he indagado sin tregua entre los moradores del Templo —agregó a modo de disculpa—. Rodea a Fistandantilus una cohorte de aprendices que transitan incansables por el recinto, mas ninguno conoce a una criatura que responda a la descripción de tu hermano. Dudo que esté entre ellos, ya que un individuo con la tez dorada y las pupilas en forma de relojes de arena debería destacarse incluso en medio de una muchedumbre. Sin embargo, quizá no tarde en descubrir algo —anunció en tono confidencial—. He oído comentar que Fistandantilus ha regresado.

—¿De verdad? —El hombretón interrumpió sus ejercicios con la maza y giró el rostro hacia Tasslehoff.

—Sí. Yo no lo he visto, pero los clérigos no cesaban de comunicárselo a sus colegas. Si no me equivoco, reapareció anoche en la sala de audiencias del Príncipe de los Sacerdotes. Se oyó un estallido y allí estaba, surgido de la nada. Estos magos son muy teatrales.

—Sí —gruñó Caramon.

El guerrero comenzó a balancear su maza, sumido en hondas cavilaciones. Tanto rato permaneció callado que Tas bostezó y se estiró en el camastro, presto a dejarse envolver por los vapores del sueño. El vozarrón de su amigo lo devolvió, pobre kender, al mundo real.

—Tas, se nos ofrece al fin la oportunidad.

—¿Qué oportunidad? —preguntó Tasslehoff, sobresaltado y somnoliento a la vez.

—La de matar a Fistandantilus —declaró Caramon sin alterarse.

7

Traición

El frío aserto de Caramon despertó por completo al kender.

—¡Matarle! Creo que deberías pensarlo con calma —balbuceó Tasslehoff—, y tener en cuenta un detalle de la máxima importancia. Fistandantilus es un buen mago, perverso en sus intenciones pero dotado de un talento extraordinario. Si lo que se rumorea es cierto, ni siquiera Raistlin y Par-Salian juntos pueden equiparársele, así que no te resultará sencillo sorprenderlo de no fraguar antes un plan. ¡Y menos tú, que nunca asesinaste a nadie! Aunque estoy de acuerdo en la conveniencia de intentarlo, no me parece oportuno actuar de manera precipitada.

—Tiene que dormir, ¿no es verdad? —lo atajó el guerrero.

—Todo el mundo necesita descansar —concedió el kender—, incluidos los practicantes de la brujería.

—Ellos más que nadie —afirmó Caramon—. ¿Recuerdas cuánto se debilitaba Raistlin si no disfrutaba de un largo reposo? Esta fórmula debe ser aplicable a todos los nigromantes, sin excepción de ninguna clase. Es una de las razones por las que fueron derrotados en las mayores lides, como las Batallas Perdidas que jamás libraron. El enemigo aprovechó sus intervalos de sueño para reducirlos. Y no debes preocuparte por los riesgos, en definitiva soy yo quien me expondré. Ni siquiera te pediré que me acompañes, tú limítate a descubrir dónde están sus aposentos, qué tipo de defensas lo protegen y a qué hora se acuesta. Una vez me comuniques estos pormenores, yo me ocuparé de todo.

—¿Estás seguro de que tu actitud es atinada? —sugirió el hombrecillo—. Ya sé que ésta es la misión que nos encomendaron los magos al enviarnos al pasado, o al menos eso creo, pues al final todo se complicó tanto que todavía me siento confuso. Tampoco ignoro que Fistandantilus es una criatura aborrecible investida de la Túnica Negra y de dotes demoníacas, pero me pregunto si al destruirle no incurriremos en un crimen tan abyecto como los suyos. No desearía por nada del mundo asemejarme a él.

—A mí eso no me importa —replicó el guerrero sin un atisbo de emoción en sus rasgos, centrados sus ojos en la maza que, despacio, balanceaba de un lado a otro—. Es su vida o la de Raistlin, Tas. Si aniquilo a Fistandantilus ahora, en este tiempo, se esfumará y no podrá adueñarse de la personalidad de mi hermano. De conseguir mi propósito, mi gemelo se desembarazará de su estragado cuerpo y recuperará la salud perdida. En cuanto lo libere del influjo de esa criatura sé que volverá a ser el viejo Raist, el que yo amé y cuidé. —Su voz se entrecortó ante tal perspectiva, sus párpados se humedecieron—. Podrá vivir con nosotros, como habíamos proyectado.

—¿Has olvidado a Tika? —apuntó Tas dubitativo—. ¿Qué opinará ella de que hayas matado a sangre fría?

—Te lo he advertido en más de una ocasión, no menciones a mi mujer —lo amonestó el guerrero, centellantes sus pupilas.

—Pero Caramon…

—¡Hablo muy en serio, Tas!

Profirió su amenaza con unos ribetes de cólera que silenciaron al kender, consciente de que había ido demasiado lejos. Se arrebujó en el jergón, tan compungido que Caramon se dulcificó.

—Escúchame atentamente —le indicó—, porque sólo te lo explicaré una vez. No me porté bien con Tika. Tuvo razón al expulsarme de casa, ahora lo comprendo, aunque hubo una época en que pensé que nunca la perdonaría. —Hizo una pausa para tratar de ordenar sus ideas y, transcurridos unos segundos, continuó—. Antes de casarnos le expuse con total claridad mis sentimientos respecto a Raistlin, ella siempre supo que mientras él viviera ocuparía un lugar preferente en mi corazón. Hasta le aconsejé que buscara a otro hombre capaz de prodigarle las atenciones que merecía. Luego, cuando mi hermano emprendió su camino en solitario, creí que lograría borrarlo de mi mente. Pero no funcionó. Tengo un deber que cumplir, es mi destino, y el recuerdo de Tika no hace sino entorpecer mis acciones. Por eso prefiero evitar toda alusión a ella, ¿has entendido?

—¡Te quiere tanto! —se lamentó el kender a falta de otro argumento. Era obvio que, de nuevo, se había equivocado. Caramon emitió un gruñido y se aplicó, aún con mayor interés, a sus ejercicios.

—De acuerdo —susurró, con una voz profunda que parecía surgir de sus entrañas—. Supongo que ha llegado el momento de la despedida, puedes solicitar al enano que te asigne otra alcoba. Voy a hacer lo que antes te he revelado y, si fracaso o sufro algún percance, no deseo que te veas involucrado.

—Caramon, en ningún instante me he negado a ayudarte —repuso Tas.— ¡Me necesitas!

—Sí, quizás estés en lo cierto —admitió el fornido humano ruborizándose. Dirigió a su compañero una mirada de disculpa, subrayada por una sonrisa—. Lo siento mucho, amigo. Intenta no mezclar a Tika en este asunto y no volveremos a enfadarnos. Será un pacto entre nosotros.

—Está bien, procuraré obedecerte —prometió el otro y, aunque apesadumbrado, lo estudió con expresión cordial.

El kender siguió observando al guerrero mientras éste recogía sus pertrechos y se preparaba para acostarse. Tras la apariencia apacible del hombrecillo se ocultaba un gran desasosiego, una congoja similar a la que lo invadiera tras la muerte de Flint.

«Él no lo habría aprobado —recapacitó al evocar en su memoria al entrañable enano, tan gruñón como leal—. Casi puedo oírle: "¡Estúpido, botarate, vas a intervenir en el asesinato de un hechicero! ¿Por qué no desapareces para siempre en lugar de provocar conflictos?" Y Tanis también tendría algo que decir al respecto, aunque no imagino qué. —Encogió las piernas y se envolvió en la manta hasta la barbilla—. ¡Ojalá estuviera aquí el semielfo, o alguien susceptible de aconsejarnos! Caramon está a punto de cometer un grave error, estoy persuadido, pero ignoro qué puedo hacer. Debo ayudarle, es mi único amigo ahora y, por otra parte, sin mi concurso sucumbirá a un sinfín de complicaciones».

El día siguiente era el de la presentación de Caramon en los Juegos. Tas realizó su visita al Templo a primera hora, ya que deseaba volver a tiempo para ver la lucha de su compañero en la arena. Poco después del mediodía entró en la cámara y se sentó en el jergón, columpiando las piernas mientras el guerrero iba y venía, muy nervioso, por la estancia en espera de que Pheragas y el enano le llevaran el atuendo que había de estrenar en el acontecimiento.

—Tenías razón —informó el kender—, al parecer Fistandantilus necesita dormir mucho. Se retira temprano y no se levanta hasta bien entrada la mañana.

—¿Se apostan guardianes en su puerta? —inquirió Caramon con la inquietud reflejada en los ojos.

—No —respondió Tasslehoff, encogiéndose de hombros—. Ni siquiera se encierra, si bien esa es la costumbre en el Templo. Después de todo, se trata de un lugar sagrado y sus moradores confían en sus colegas, o quizás es que no tienen nada que ocultar. Confieso —agregó en actitud reflexiva— que siempre he detestado las cerraduras, pero al franqueárseme el acceso a los distintos aposentos he decidido que la vida sin ellas sería en extremo aburrida. Hoy he registrado varias dependencias —ignoró el espanto con que le miraba su amigo— y, créeme, no merecen la pena. Supuse que el caso de Fistandantilus sería diferente, mas he descubierto que no guarda sus artefactos mágicos en su dormitorio y este hecho me ha inspirado una conclusión: el hechicero sólo lo utiliza cuando visita la corte, para pernoctar. Además —estaba exultante de júbilo ante tan lógicas deducciones—, es el único ser perverso del recinto y no debe protegerse sino de sí mismo.

El hombretón, que había dejado de escucharlo en las primeras frases de su discurso, farfulló algo ininteligible y reanudó sus paseos. Tas, incómodo, se revolvió en su asiento, pues le había asaltado la súbita idea de que el guerrero y él se estaban poniendo al mismo nivel de degradación que los abyectos nigromantes.

—Lo lamento, Caramon —se disculpó—, me temo que no podré ayudarte. Los kenders no somos muy quisquillosos con nuestras pertenencias, ni a decir verdad respetamos las ajenas, pero no creo que ningún miembro de nuestra raza sea capaz de asesinar. —Suspiró aliviado tras manifestar su resolución, si bien prosiguió con un balbuceo—. No dejo de pensar en Flint y en Sturm. Sabes que el caballero se opondría, ¡era tan recto! El delito que quieres perpetrar nos convertiría en seres tan maléficos como Fistandantilus, acaso peores.

El guerrero abrió la boca para responder, pero se lo impidió la brusca irrupción de Arack.

—¿Cómo estás, muchachote? —inquirió el enano—. ¡Cuánto has cambiado desde que llegaste! —se congratuló, al mismo tiempo que daba unas palmadas en el musculoso brazo de su pupilo y, sin previo aviso, le incrustaba su puño en el ancho vientre—. Duro como una piedra —comentó, sonriendo y frotándose la dolorida mano.

Caramon clavó en el maestro de ceremonias una mirada fulminante, mas al desviar la vista hacia Tas pareció apaciguarse.

—¿Dónde está mi atuendo? —se limitó a inquirir—. Es casi la hora.

—Aquí —contestó Arack tendiéndole un saco—. No te preocupes, sólo tardarás unos minutos en vestirte.

—¿Y el resto? —insistió el guerrero después de revolver en el interior del fardo. Se dirigía a Pheragas, que acababa de entrar en la estancia.

—¡Eso es todo! —lo espetó el enano con una pícara sonrisa—. Ya te he advertido que te lo pondrás en un santiamén.

—No puedo cubrirme con esta insignificancia —se rebeló el hombretón, purpúreas sus mejillas—. Si no me equivoco habrá mu-mujeres —tartamudeó, y se apresuró a cerrar el saco. La imagen de las damas trocó su ira en pudor.

—¡Precisamente! —razonó Arack, al principio divertido, aunque, por algún motivo, contrajo los labios en una mueca siniestra que aún desvirtuaba más su monstruoso semblante—. A ellas les encantará tu broncínea tez, así que prepárate y no me causes problemas. ¿Qué crees que quiere ver la plebe cuando paga altas sumas de dinero, una escuela de danza? No, gastan cuanto tienen a cambio de admirar cuerpos rezumantes de sudor, de sangre. Cuanta más carne joven, mejor. Y, en lo que atañe a la sangre, ha de ser auténtica.

—¿Sangre auténtica? —repitió el hombretón con un destello de asombro en sus ojos pardos—. ¿Qué significa eso? Me garantizaste que…

—¡Déjate de monsergas! Y tú Pheragas, échale una mano —ordenó el enano al esclavo negro—. Mientras se viste aprovecha para explicarle los hechos, el niño inocente tiene que crecer. —Con un chasquido burlón, dio media vuelta y salió al pasillo.

Pheragas se hizo a un lado para apartarse de su camino, y ocupó su lugar en el reducido recinto. Su rostro, por regla general alegre y desenfadado, era ahora una máscara inexpresiva.

—¿Crecer? ¿Sangre verdadera? —masculló Caramon, todavía boquiabierto.

—Te abrocharé esas hebillas —ofreció el esclavo, ignorando su perplejidad—. Cuesta un poco ajustarlas, pero ya te acostumbrarás. Son un mero adorno, están diseñadas de manera que se rompan fácilmente. El público se entusiasma cuando una pieza se afloja o desprende.

Extrajo una refulgente hombrera de la bolsa y comenzó a anudarla en la espalda del luchador, fijos sus ojos en la perfecta colocación de las correas.

—Es de oro —apuntó Caramon— y de una piel más blanda que la mantequilla. Estoy convencido de que un cuchillo romo podría traspasarla. ¡Y mira esas zarandajas! Una espada las hendiría sin dificultad —añadió, a la vez que tanteaba los distintos componentes de su atavío.

—Sí —confirmó Pheragas y esbozó una sonrisa forzada—. Como acabas de comprobar, es casi mejor la desnudez que soportar estos inútiles accesorios.

—En ese caso no debo preocuparme —apostilló el guerrero, antes de sacar del fardo el taparrabos de cuero que había de constituir su única vestimenta. También esta prenda, al igual que el vistoso yelmo que quedó en el saco, exhibía incrustaciones de oro. Tan diminuta era que apenas cubría las partes pudendas del nuevo gladiador y, cuando hubo acabado de ceñírselas ayudado por Pheragas, incluso el kender se ruborizó.

El esclavo negro hizo ademán de marcharse pero Caramon lo retuvo, cerrando la mano sobre su brazo.

—Será mejor que me cuentes qué es lo que pasa, amigo. Es decir, si aún puedo llamarte así.

—Supuse que a estas alturas ya lo habrías adivinado —contestó el interpelado, con su penetrante mirada prendida del guerrero—. Usamos armas templadas. No te inquietes, las espadas se doblan al hacer presión —aclaró al ver que su oyente encogía los ojos—, pero si te alcanzan es posible que sangres de verdad. De ahí nuestro ahínco en perfeccionar tus acometidas, los cantos están ligeramente afilados.

—¿Insinúas que los gladiadores se infligen heridas, que quizá lastime a alguien? A alguien como Kiiri, Rolf o el bárbaro, todos ellos dignos de mi afecto —constató el hombretón más que preguntó—. ¿Y qué más? ¿Qué otra sorpresa me reservas? —lo hostigó, poseído por la furia.

—¿Dónde crees que me hice estas cicatrices? —lo increpó Pheragas, también disgustado—. No fue jugando con mis hermanos, te lo aseguro. Pero no es momento de explicaciones, algún día lo comprenderás. Confía en Kiiri y en mí, si sigues nuestras instrucciones no ocurrirá nada que hayas de lamentar. Por cierto, voy a darte un primer consejo: no pierdas de vista a los minotauros. Luchan por su propio placer, sin obedecer órdenes de señores ni amos. No guardan pleitesía a ningún superior, aunque se someten a las reglas pues, de lo contrario, el Príncipe de los Sacerdotes los embarcaría en el primer galeón rumbo a Mithas. En cualquier caso, son los preferidos de la audiencia. El público se enardece al contemplar su sangre y ellos, para que el espectáculo sea completo, no dudarán en derramar la tuya si te descuidas.

—¡Vete! —vociferó Caramon.

Pheragas lo estudió unos instantes, antes de darle la espalda y encaminarse hacia la puerta. Una vez más se detuvo, ahora por su propia iniciativa.

—Escucha, amigo —instó al luchador con severo ademán—, las cicatrices sufridas en la arena son símbolos, distintivos de nuestro honor. Del mismo modo que los caballeros se enorgullecen de las espuelas que ganan en la liza, nosotros las exhibimos jubilosos. Son la única dignidad a la que podemos aspirar en este grotesco espectáculo poseedor de su propio código, un código que nada tiene que ver, querido Caramon, con el de los nobles y mandatarios que se sientan en las gradas a fin de regodearse con la sangre que vertemos. Ellos se vanaglorian de su honor, nosotros hemos inventado el nuestro ya que, de carecer de tal acicate, no sobreviviríamos en este mundo de iniquidad.

Calló. Quiso decir algo más, pero se contuvo al advertir que el guerrero estaba cabizbajo, reticente a aceptar sus palabras y su mera presencia.

—Faltan cinco minutos —se limitó a anunciar y abandonó la alcoba, dando un violento portazo.

También Tas, aunque ansiaba proferir unas frases de consuelo, abandonó la idea después de escudriñar la faz de su amigo.

«Emprende una batalla con la sangre revuelta, y antes del crepúsculo la habrás derramado». Caramon no recordaba quién fue el rudo oficial que le dio este consejo, pero lo juzgaba un buen axioma. La vida de uno dependía, a menudo, de la lealtad de los compañeros, era preferible zanjar las reyertas personales. Además, le disgustaban los rencores pues, por regla general, sólo servían para estragar su estómago.

Por consiguiente, no le resultó difícil estrechar la mano de Pheragas cuando el esclavo negro echó a andar delante de él hacia la arena. Le ofreció disculpas y éste las aceptó de buen grado, mientras Kiiri, que se había enterado de su trifulca, indicaba su aprobación mediante una sonrisa. La gladiadora dio también su visto bueno al atuendo de Caramon, estudiándolo con tan vivas muestras de complacencia en sus brillantes ojos verdes que el guerrero, turbado, se ruborizó.

Aguardaban los tres en los pasillos subterráneos el momento de entrar en el circo, acompañados por los otros gladiadores que habían de intervenir en los Juegos; Rolf, el bárbaro y el Minotauro Rojo. Oían sobre sus cabezas los ocasionales rugidos del público, si bien sus ecos llegaban amortiguados. El guerrero estiraba con frecuencia la cabeza para divisar la puerta de acceso, deseoso de comenzar y en un estado de nerviosismo que sobrepasaba al que solía atenazarle antes de una batalla.

También los otros sentían la tensión de la espera. Se hacía patente su zozobra en las risas exageradas de Kiiri, o en el sudor que chorreaba por la frente de Pheragas. Pero la suya era una inquietud positiva, preñada de excitación. Sin saber el motivo, de pronto Caramon comprendió que anhelaba batirse.

—Arack ha pronunciado nuestros nombres —anunció Kiiri.

El trío inició la marcha al unísono ya que Arack, viendo que trabajaban a gusto juntos, había decidido que formasen un equipo y, por otra parte, confiaba en que las cualidades de los dos más expertos paliarían los posibles errores de Caramon.

Lo primero que atrajo la atención del nuevo gladiador al pisar la arena fue la barahúnda, que azotó sus tímpanos en oleadas atronadoras. En el primer instante quedó paralizado, confuso. Aquella arena que le era tan familiar después de tantos meses de penosos ejercicios se le antojó, repentinamente, un lugar desconocido. Alzó la vista hacia las altas gradas que rodeaban la escena en un perfecto círculo y le abrumó la ingente masa de espectadores, todos ellos puestos en pie vociferando, pateando y vitoreando.

Los colores se emborrachaban al alcanzar su retina. Reinaba en el recinto una vibrante mescolanza de banderolas indicadoras del evento, estandartes de seda pertenecientes a las familias nobles de Istar y los más humildes reclamos de quienes vendían toda suerte de golosinas, desde hielo con sabor a fruta hasta té de distintos aromas, según la estación del año. Tal despliegue de movimiento, de luminosidad, consiguió marear al guerrero, incluso le produjo náuseas. La fría mano de Kiiri aferró su brazo y, al volverse, el hombretón recibió una sonrisa tranquilizadora. Fue como un bálsamo y a partir de entonces reconoció la arena, a Pheragas y a sus amigos.

Más sosegado, se concentró en la acción. «Será mejor que no te distraigas y pienses sólo en interpretar tu papel», se reprendió severo. Si se equivocaba en una de las acometidas tantas veces ensayadas, además de ponerse en ridículo podía lastimar a alguien. Recordó con cuanto ahínco insistió Kiiri en que calculase el grado de inclinación de su acero y en que arremetiese en el momento oportuno. Ahora sabía por qué.

Atento a sus compañeros, ignorando el ruido y la exaltada muchedumbre, ocupó su puesto en espera de la señal. Había algo que lo desorientaba, algo que no acababa de definir, mas tras una breve reflexión se percató de que el enano, además de disfrazarles a ellos, había decorado las distintas plataformas donde debían desarrollarse los combates. Estaban cubiertas de serrín al igual que en los ensayos, si bien modificaban su apariencia unos símbolos que representaban los cuatro confines del mundo.

En torno a estas plataformas, cada una engalanada con su distintivo, ardían carbones, chisporroteaba el fuego y el aceite se agitaba en las burbujas propias del hervor. Unos puentes de madera, tendidos sobre los Pozos de la Muerte, comunicaban las plataformas en un cuadrado regular. Al principio estas hondas cavidades alarmaron a Caramon, mas pronto aprendió que su única finalidad era otorgar un mayor efectismo a los Juegos. Los espectadores se entusiasmaban cuando un luchador era arrastrado hasta la pasarela, y prorrumpían en jubilosas aclamaciones siempre que, por ejemplo, el bárbaro asía a Rolf por los talones y, sin soltarlo, lo descolgaba sobre la bullente masa oleosa. Mientras presenciaba las sesiones de entrenamiento de sus colegas, el guerrero estallaba en carcajadas al descubrir la expresión de terror en el semblante de Rolf y los frenéticos esfuerzos que realizaba para liberarse, que siempre culminaban en una divertida escena en la que el bárbaro recibía un golpe en el cráneo, asestado por los poderosos brazos de su ágil contrincante.

El sol, aún próximo a su cénit, arrojó un rayo dorado sobre el centro de la arena. Se erguía allí el Obelisco de la Libertad, una alta estructura de metales preciosos que, exhibiendo exquisitas tallas, parecía fuera de lugar en aquel crudo entorno. En su cúspide se recortaba una figura, el contorno de una llave que podía abrir cualquiera de las argollas. Caramon había admirado a menudo el monumento durante sus prácticas, mas nunca vio este objeto emblemático, pues Arack lo guardaba celosamente en su escritorio. El mero hecho de contemplarlo hizo que la férrea anilla de su cuello comenzara a pesarle de manera inusitada. Sus ojos se llenaron de lágrimas al imaginar la libertad, la prerrogativa de levantarse por la mañana y recorrer el mundo a su antojo, algo tan sencillo y tan añorado ahora que lo había perdido.

El fornido humano oyó a Arack pronunciar su nombre y, acto seguido, el enano señaló al trío. Empuñando su arma Caramon se volvió hacia Kiiri, sin que se desdibujara de su mente la codiciada llave de oro. Al concluir el año, todos los esclavos que se habían destacado en los Juegos luchaban entre sí para obtener el derecho a escalar el Obelisco y apoderarse del salvador instrumento. Por supuesto se trataba de una falacia, el maestro de ceremonias siempre seleccionaba a aquellos que garantizaban la mayor audiencia. Caramon nunca se había planteado esta posibilidad, siendo su única obsesión Fistandantilus y su hermano. Ahora, sin embargo, resolvió que tenía un nuevo objetivo. Lanzó un salvaje alarido y enarboló su engañosa espada a modo de saludo.

No tardó el guerrero en relajarse, en divertirse incluso. Le gustaban los bramidos y aplausos de la concurrencia y, atrapado en su excitación, descubrió qué significaba actuar para un público. Tal como le asegurara Kiiri, tanto se dejó transportar que apenas le dolían las heridas resultantes de las primeras escaramuzas. Palpándose sus insignificantes arañazos, se burló de sí mismo por haberse preocupado. Pheragas obró bien al no mencionarle tales menudencias, lamentaba haber hecho una montaña de un grano de arena.

—Has causado verdadera sensación —le comentó Kiiri en uno de los intervalos de reposo y, una vez más, pasó revista al musculoso y desnudo torso de su compañero—. No se lo reprocho, saben apreciar la belleza. Me gustaría librar contigo un combate cuerpo a cuerpo.

Se rió la gladiadora al detectar su sonrojo, pero Caramon leyó en sus ojos que no bromeaba y, de repente, tuvo conciencia de su femineidad, algo que nunca le había ocurrido durante los ejercicios. Quizá se debía a su exigua vestimenta, diseñada para insinuarlo todo y, al mismo tiempo, ocultar lo más deseable. Al guerrero le hervía la sangre, a causa tanto de la pasión como del placer que siempre hallara en la batalla. El recuerdo de Tika se esbozó en su mente y se apresuró a apartar la mirada de Kiiri, sabedor de que su expresión lo había delatado.

Su táctica esquiva de poco le sirvió, ya que al girarse hacia las gradas sus pupilas se clavaron en las de sus numerosas admiradoras, bellas damas que recurrían a cualquier estratagema para cautivarlo.

—Debemos volver a la arena —le dijo Kiiri azuzándole en las costillas, y el hombretón se alegró de reemprender la lucha.

Caramon dirigió al bárbaro una mueca de complicidad cuando éste dio un paso al frente. Se disponían a realizar su gran número, una representación que ambos contendientes habían ensayado infinidad de veces. El bárbaro dedicó, también, un guiño al guerrero en el instante en que se colocaban en posición para su fingido enfrentamiento, desencajados sus rostros como si los animara un odio indescriptible. Gruñendo, aullando cual si fueran sendos lobos, los dos hombres encorvaron sus cuerpos y comenzaron a dar vueltas por la plataforma, sin dejar de espiarse durante un tiempo. Debían caldear el ambiente, crear tensión en la audiencia, de modo que Caramon tuvo que reprimir una cordial sonrisa y trocarla en un ademán de furia. Profesaba cierto afecto al bárbaro, a fin de cuentas era un habitante de las Llanuras y se asemejaba a Riverwind en muchos aspectos, en su estatura, su cabello negro, aunque no en su talante jovial, tan distinto del de su serio amigo de antaño.

Su supuesto adversario era uno de los esclavos que se albergaban en el circo, si bien la argolla de su cuello era vieja y exhibía las huellas de innumerables lizas. Era obvio que sería uno de los elegidos este año en la pugna por la llave dorada.

Caramon arremetió con la espada y su rival, tras evitarle de un salto, interpuso el pie en su carrera y le hizo la zancadilla. Cayó el guerrero, arrastrado por su propio impulso, entre bramidos de cólera. Los espectadores gimieron, las féminas suspiraron, pero todos prorrumpieron en una calurosa ovación al bárbaro, que era uno de los favoritos. Aún estaba el hombretón postrado de bruces cuando su enemigo lo atacó, ahora blandiendo una lanza. En el último momento, animado por sus incondicionales y aterradas admiradoras, Caramon se hizo a un lado, agarró a su agresor por los tobillos y lo arrojó sobre la plataforma.

El recinto entero pareció venirse abajo, el júbilo del público traspasaba todos los límites. Los dos luchadores forcejearon en el suelo y, transcurridos unos segundos, Kiiri irrumpió en la escena a fin de ayudar a su compañero. Entre ambos se enfrentaron al bárbaro, que rechazaba sus embestidas coreado por las voces de los espectadores hasta que Caramon, en un gesto de galantería que hizo las delicias de los presentes, indicó a la gladiadora que se mantuviera al margen. Quería ocuparse él mismo de su osado oponente.

En medio de un momentáneo silencio, Kiiri pellizcó al guerrero en las nalgas —algo que no figuraba en el número y que casi le hizo olvidar su próximo movimiento— y se alejó corriendo. El bárbaro se abalanzó sobre su adversario, quien se apresuró a extraer su falsa daga. Era éste el momento culminante de la actuación, así lo habían planeado. Introduciéndose bajo el brazo levantado del hombre de las Llanuras en una hábil maniobra, Caramon le hundió su arma en el estómago donde, bajo el emplumado pectoral, se ocultaba un saquillo lleno de sangre de pollo.

La estratagema surtió efecto. La sangre salpicó al vencedor, chorreando profusa por su brazo mientras éste miraba al bárbaro para intercambiar una sonrisa triunfante… Algo había salido mal.

Tal como estaba previsto, el moribundo abrió los ojos de par en par; pero aquellas pupilas desorbitadas reflejaban un dolor auténtico, agrandado por la sorpresa. Se tambaleó hacia adelante, también según las directrices del acto, si bien el estertor agónico que acompañó su gesto nunca fue ensayado. Al detener su caída Caramon comprobó, horrorizado, que la sangre que fluía de su herida estaba tibia.

Liberando su daga, el guerrero procedió a estudiarla sin por ello desatender a su fingido contrincante, que se había desplomado sobre él. ¡La hoja era real!

—Caramon… —musitó el bárbaro, ahogadas sus palabras en un esputo sanguinolento.

La audiencia se enfervorizó, hacía meses que no se ofrecían efectos tan espectaculares.

—¡Yo no lo sabía! —exclamó el hombretón, que no podía apartar la vista de la daga—. ¡Lo juro!

Pheragas y Kiiri acudieron, prestos, a su lado para ayudarle a depositar al bárbaro en el lecho de serrín.

—La actuación debe proseguir, no te detengas —le urgió secamente la nereida.

Caramon, ciego de ira, a punto estuvo de asestar un golpe a la mujer, pero Pheragas inmovilizó el brazo castigador.

—Tu vida y las de todos nosotros dependen de tu conducta —susurró al desesperado guerrero—. Y al decir «todos» me refiero también a tu pequeño amigo.

El humano espió al esclavo negro sin atinar a comprender. ¿De qué le estaba hablando? Acababa de matar a un hombre, a un amigo y él le hacía extrañas recomendaciones. Tras desembarazarse de la zarpa de Pheragas hincó la rodilla junto al bárbaro, oyendo apenas la algarabía circundante y consciente, en su fuero interno, de que no adivinaban su congoja. Entraba dentro de la verosimilitud que el vencedor rindiera tributo a su víctima.

—Perdóname —suplicó al yaciente.

—No es culpa tuya —lo disculpó el otro en un quedo balbuceo—. No debes reprochártelo.

Sus ojos se tornaron vidriosos, una burbuja de sangre reventó en sus labios.

—Tenemos que sacarle de la arena y concluir el número tal como lo ensayamos —hostigó Pheragas a Caramon—. ¿De acuerdo?

El interpelado asintió con la cabeza, en un gesto mecánico. «Tu vida, la de tu pequeño amigo». ¿Qué significaba? Intentó amonestarse, exhortarse a la calma. Al fin y al cabo había participado en mil contiendas, la muerte no era nada nuevo para él. «La vida de tu pequeño amigo». Estaba acostumbrado a obedecer órdenes, a acatar el mandato de sus superiores, las respuestas debería buscarlas más tarde.

La repetición sistemática de estos postulados consiguió acallar la parte de su mente que hervía de rabia y pesadumbre. Con una frialdad insondable ayudó a sus compañeros a alzar el cadáver del suelo, imaginando que todo aquello era ficticio y su amigo sólo se fingía muerto. Incluso hizo el suficiente acopio de valor para girar el rostro hacia el público y saludar con una reverencia. Pheragas, por su parte, posó la mano libre en la nuca del bárbaro y la inclinó varias veces, tan diestramente que nadie dudó que también él se despedía. Los espectadores los aclamaron en una batahola ensordecedora, sin cesar de aplaudir hasta que los cuatro gladiadores hubieron desaparecido en los pasillos subterráneos.

Una vez al abrigo de la audiencia, Caramon posó el cuerpo del bárbaro en el frío suelo de piedra. Durante largos momentos observó, absorto, a su amigo, volcándose sobre él sin hacer el menor caso a los gladiadores que aguardaban allí su turno. Un sombrío torbellino azotaba su cerebro, no podía pensar con claridad en medio de tantos interrogantes.

Despacio, enderezó la espalda para encararse con Pheragas. Lo asió por los hombros y, en un inusitado alarde de energía, lo arrinconó en la pared, a la vez que extraía de su cinto la ensangrentada daga y la agitaba frente a los ojos del esclavo negro.

—Ha sido un accidente —explicó éste con los labios apretados.

—¡Los cantos ligeramente afilados! —se encolerizó el guerrero, repitiendo las palabras que formulara su compañero antes de los Juegos—. ¡Se puede sangrar un poco! No toleraré más embustes, dime qué está sucediendo.

—Ya le has oído, asno, el bárbaro ha sufrido un accidente —intervino una voz burlona.

Caramon dio media vuelta. El enano se erguía ante él, visible su achaparrado cuerpo como una sombra retorcida en el oscuro corredor que conducía a la arena.

—Estoy dispuesto a revelarte los hechos si sueltas de inmediato a Pheragas —le ofreció, si bien tras su amabilidad se escondía una patente malevolencia. A su lado se perfilaba la colosal figura de Raag, armado con una maza—. Los miembros de tu equipo deben salir, el público desea homenajear a los ganadores.

El hombretón miró a su prisionero y aflojó su garra, tan desazonado que la daga se deslizó entre sus entumecidos dedos. Kiiri apoyó la mano en su brazo en una muestra de callada simpatía mientras Pheragas, lanzando un suspiro, espiaba a Arack con unas pupilas que despedían veneno y echaba a andar por el pasillo. La mujer y él rodearon el cadáver del bárbaro que yacía, inmóvil, en la roca, y se encaminaron hacia el exterior.

—¡Me aseguraste que nadie moriría! —exclamó Caramon con una voz sofocada por la furia y el sufrimiento.

El enano se acercó a su oponente, que había desplomado su peso contra el muro.

—Ha sido un accidente —insistió—. En ocasiones se producen este tipo de percances, sobre todo si no se es precavido. Podría ocurrirte a ti en un momento de descuido, o a ese hombrecillo que tienes por amigo. El bárbaro cometió una imprudencia o, mejor dicho, fue su amo quien incurrió en un error imperdonable.

Caramon levantó el rostro y clavó sus desorbitados ojos en Arack, unos ojos que destilaban horror y perplejidad.

—Veo que empiezas a comprender —comentó el enano al estudiar su expresión.

—Este hombre ha sucumbido porque su señor ha contrariado a alguien —aventuró el guerrero.

—En efecto —fue la respuesta de su interlocutor, que se atusó la barba antes de continuar—. Un sistema muy civilizado, no como en los viejos tiempos. Ahora se actúa con sutileza, nadie se ha percatado de la desgracia salvo, por supuesto, el amo del bárbaro. He estudiado su rostro durante la liza, y en el instante en que has apuñalado a su siervo se ha revuelto en las gradas como si fuese a él a quien hubieses clavado la daga. Ha captado el mensaje.

—¿Ha sido una advertencia? —inquirió Caramon.

El enano se limitó a asentir con la cabeza y encogerse de hombros.

—¿Dirigida a quién? ¿Quién era el dueño de mi infortunado amigo?

Arack titubeó. Prendió de su oponente una mirada de sarcasmo y, ensanchados sus labios en una sonrisa, calculó qué beneficio le reportaría desvelar el secreto o, al contrario, guardar silencio. Al parecer la balanza de sus especulaciones se inclinó hacia la confesión pues, tras un breve balbuceo, indicó a Caramon que se agachara y le susurró un nombre al oído.

El guerrero quedó desconcertado.

—Es un clérigo, un Hijo Venerable de Paladine —añadió el enano—. Ocupa un cargo importante como confidente del Príncipe de los Sacerdotes, pero se ha fraguado la enemistad de un temible personaje.

Un amortiguado estallido de vítores resonó en el circo y, al percibirlo, Arack ordenó a Caramon:

—Ve a saludar. La audiencia te espera, eres uno de los vencedores.

—¿Y él? —preguntó el hombretón señalando al exánime bárbaro—. No puede volver a la arena, lo echarán en falta.

—¡Oh, no! Aquí son frecuentes las distensiones musculares —explicó el deforme maestro de ceremonias—. Nadie se sorprenderá si no aparece. Luego, haremos correr la voz de que se ha retirado, que ha obtenido su libertad.

«¡Obtenido su libertad!». Tan cruel ironía hizo que las lágrimas se agolparan en los párpados de Caramon. Desvió la faz hacia el pasillo al escuchar una nueva oleada de aplausos y se dijo que debía recibir el agasajo del público, pues de ello dependían varias vidas, la del kender, la de sus compañeros y, por lo visto, la suya propia.

—¡Ya sé por qué dispusiste que fuera yo quien lo matara! —comprendió de pronto—. Ahora estoy a tu merced, piensas que no hablaré.

—Esa certeza ya la tenía de antemano —repuso Arack con una siniestra mueca—. Digamos que si te asigné como ejecutor fue para dar satisfacción a mi cliente, un detalle que me granjeará su confianza. Verás, es tu amo quien concibió esta patraña y creí que, si era su esclavo quien materializaba la amenaza, no podría por menos que felicitarme. No te ocultaré que corres peligro, ya que la muerte del bárbaro clama venganza, pero en cuanto circule el rumor mi negocio adquirirá un nuevo auge.

—¡Mi amo! —se asombró Caramon, a quien nada le importaban las cuestiones pecuniarias—. ¿No fuiste tú mi comprador, en nombre de la Escuela?

—Actué como agente, pero no de esta institución —lo corrigió el astuto hombrecillo.

—¿Y quién es mi…?

El guerrero se interrumpió, conocía la respuesta. Ni siquiera oyó las siguientes frases de Arack, se lo impidió el súbito rugido que atronó su mente y que, cual una marea purpúrea, asfixió cualquier razonamiento. Le dolían los pulmones, le pesaba el estómago y las rodillas le flaqueaban, incapaces de sostener su mole.

Se hizo el vacío. Cuando recobró el conocimiento estaba sentado en el pasillo, y el ogro sujetaba su testa entre las piernas. Venciendo su embotamiento, el colosal humano inhaló aire y, erguida la cabeza, se liberó de Raag.

—Me encuentro bien —murmuró a través de sus amoratados labios.

—No podemos llevarle fuera en tan triste estado —declaró Arack en respuesta a una consulta de su secuaz—. Parece un pez recién sacado de la red, causaría una pésima impresión. Arrástralo hasta su alcoba.

—No —se interfirió una voz en la penumbra—. Yo cuidaré de él.

Era Tas quien había hablado y quien ahora se aproximaba al grupo, tan lívido su semblante como el de Caramon.

Arack vaciló, mas no tardó en mascullar unos improperios y dar la espalda a los esclavos. Tras hacer una significativa señal al ogro, se encaramó a la escalera para cantar las alabanzas de los vencedores frente a la desenfrenada audiencia.

Tasslehoff se arrodilló junto a Caramon, posando la mano en el musculoso brazo de su amigo. Al constatar que se había recuperado, ladeó el rostro hacia el inerte cadáver que yacía, olvidado, en el suelo. El guerrero imitó su gesto y, sensible a la angustia que rezumaba por todos sus poros, el kender se atragantó. Tenía un nudo en la garganta, no atinaba sino a dar reconfortantes palmadas en el hombro del gladiador.

—¿Qué parte de la conversación has escuchado? —preguntó Caramon con la boca pastosa.

—La suficiente —dijo Tas—. Fistandantilus.

—Sí, él planeó esta terrible afrenta. —El hombretón suspiró y reclinó la cabeza en la pared, a la vez que cerraba los ojos—. Es así como pretende desembarazarse de nosotros. No habrá de ponerse en evidencia, bastará con que ese clérigo…

—Quarath —colaboró Tasslehoff.

—En efecto, Quarath. Él se encargará de destruirnos —el forzudo humano apretó los puños—, y el mago podrá presentarse ante Raistlin con las manos limpias. Mi hermano nunca sospechará. En todas las batallas que libre de ahora en adelante sólo me obsesionará una idea: ¿Es auténtica la daga de Kiiri, está afilada la lanza de Pheragas? —Levantó los párpados y contempló a su compañero—. Y tú, Tas, también estás involucrado, ya has oído al enano. Yo no puedo escapar, pero tú sí. ¡Sal de esta encerrona cuanto antes!

—¿Dónde iría? —inquirió el kender descorazonado—. El nigromante me encontraría, Caramon, es el más poderoso hechicero que nunca pisó la faz de Krynn. Ni siquiera un miembro de mi raza podría eludir su asedio.

Durante unos minutos permanecieron sentados en silencio, envueltos por el lejano vocerío de la muchedumbre. Al rato, los ojos de Tasslehoff distinguieron un fulgor metálico al otro lado del corredor y, reconociendo qué objeto lo despedía, se puso en pie y fue a recogerlo.

—Puedo introducirte en el Templo —sugirió entre hondos suspiros, destinados a afirmar su voz.

Alzó el hombrecillo la daga en el aire y, regresando junto a Caramon, se la entregó.

—Nos escabulliremos esta noche.

Los dos amigos saldrían por una ancha grieta en la roca cuya existencia conocía Arack pero que, en un acuerdo tácito, decidió no bloquear para que los gladiadores pudieran hacer sus correrías nocturnas siempre que no se abusara del privilegio.

8

El sarcasmo del destino

Solinari, la luna de plata, resplandecía en el horizonte. Alzándose sobre la torre central del Templo del Príncipe de los Sacerdotes, el astro se asemejaba a la llama de una candela que ardiera sobre un pabilo aflautado. Esta noche Solinari brillaba en todo su esplendor, tanto que no eran precisos los servicios de los mozos que, provistos de candiles y fanales, se ganaban la vida iluminando a los noctámbulos en el recorrido hasta sus hogares. Depositadas sus lamparillas en los estantes de sus moradas, los guías nocturnos permanecieron en casa sin poder por menos que maldecir a aquellos haces luminosos que les arrebataban el sustento.

Lunitari, en cambio, no había aparecido en la bóveda celeste ni lo haría hasta dentro de unas horas. Entonces alumbraría las calles con sus rayos purpúreos. En cuanto a la tercera luna, la negra, su tenebroso contorno, apenas insinuado entre las radiantes estrellas, era observado por un hombre, quien le lanzó una furtiva mirada mientras se despojaba de su túnica azabache, repleta de componentes mágicos, para mudarla por una camisola de igual tono, más ligera y confortable. Tras cubrirse el rostro con la capucha a fin de eludir la molesta, penetrante luz de Solinari, el arcano personaje se tendió en el lecho y se sumergió en el descanso que tanto necesitaba su fatigoso arte.

Al menos, tal fue la escena que vislumbró Caramon en su imaginación cuando, junto al kender, echó a andar por las animadas calles de Istar. Era ésta una noche desbordante de algarabía. Los compañeros se tropezaron con numerosos grupos de juerguistas, hombres que comentaban los Juegos entre estentóreas carcajadas y mujeres que apiñadas en las esquinas, dirigían al gladiador tímidas y soslayadas miradas. Sus etéreos vestidos revoloteaban en torno a sus cuerpos, agitados por la brisa aún tibia del otoño. Una de estas mujeres reconoció al hombretón, quien a punto estuvo de emprender carrera por el temor de que llamaran a los guardianes para que lo devolvieran al circo.

Pero Tas, conocedor del mundo, impidió su fuga e, incluso, se acercó al corrillo. Las damas que lo formaban estuvieron encantadas, habían visto la lucha de aquella tarde y el guerrero había conquistado sus corazones. Le hicieron insípidas preguntas sobre su número sin escuchar las respuestas lo que, por otra parte, benefició a los prófugos ya que Caramon estaba tan nervioso que, incapaz de coordinar sus ideas, se perdió en explicaciones banales. Al fin reanudaron la marcha las curiosas hembras, riendo y deseándole suerte en futuras lides.

De nuevo solos, el hercúleo humano consultó con los ojos a Tas, quien se limitó a menear la cabeza y responder:

—¿Por qué crees que te he ordenado disfrazarte?

En efecto, a Caramon le había sorprendido que su amigo lo obligara a ataviarse de aquel modo. Tas insistió en que luciera la dorada capa de seda con que se personara en la arena, coronada por el llamativo yelmo, un atavío que al guerrero se le antojó improcedente para introducirse en el Templo sobre todo si, como suponía, debía arrastrarse entre alcantarillas o encaramarse a los tejados. Pero, antes casi de que abriera la boca al objeto de protestar, el kender le dijo tajante que, o bien obedecía, o podía olvidarse de su ayuda.

No le quedó más remedio que seguir las instrucciones del hombrecillo, tuvo que ajustarse la capa encima de su holgada camisa y los calzones cotidianos, procurando que le ocultara también la vergonzosa argolla de la esclavitud. Insertó, asimismo, en su cinto la daga ensangrentada que, tras comenzar a limpiar por la fuerza de la costumbre, decidió dejar tal como estaba. Era mejor así.

Fue sencillo para Tasslehoff forzar el cerrojo de su alcoba después de que Raag los encerrase, y ambos atravesaron la zona de aposentos destinados a los gladiadores sin ser detectados. La mayor parte de los luchadores dormían como leños o, en el caso de los minotauros, la ebriedad embotaba sus sentidos.

Salieron al exterior sin camuflarse, para desconsuelo de Caramon. El kender, no obstante, se mostró imperturbable y, de un humor taciturno inusitado en él, ignoró de manera sistemática las preguntas de su desconcertado compañero. Se aproximaron, sin prisas, al Templo, que ahora se erguía ante ellos con sus perlíferos fulgores.

—Espera un instante, Tas —rogó el hombretón a la vez que arrastraba al kender a un umbrío rincón—. ¿Qué planes has forjado para entrar en esa mole?

—¿Planes? —repitió el interpelado—. Atravesar la puerta principal, eso es todo.

—¿Te has vuelto loco? —lo imprecó Caramon atónito—. ¡Los centinelas nos apresarán!

—Se trata de un Templo —le recordó Tas con un suspiro—, un santuario consagrado a los dioses donde no tienen cabida las criaturas perversas.

—Fistandantilus va y viene a su antojo —repuso el guerrero.

—Sólo porque el Príncipe de los Sacerdotes lo permite —contestó el kender encogiéndose de hombros—. De otro modo, nunca cruzaría el umbral. Los dioses se encargarían de vedarle el acceso o, al menos, eso es lo que afirman los clérigos a los que he interrogado.

Caramon frunció el ceño. La daga que ocultaba en su talle asumió, de pronto, un peso agobiante, el metal de su hoja abrasaba su piel. En un intento de serenarse el gladiador se dijo que aquellas sensaciones eran producto de su imaginación, que su arma era idéntica a cuantas había portado en sus innumerables correrías, y deslizó la mano en el interior de su capa para tantearla. Ya más tranquilo, inició su andadura hacia el Templo seguido por Tas, que tras un breve titubeo corrió en su busca a fin de no quedar rezagado.

—Caramon —le susurró el kender al alcanzarlo—, creo que sé lo que estás pensando, pues lo cierto es que yo comparto esos resquemores. Existe la posibilidad de que las divinidades nos intercepten el paso.

—Te equivocas, no me ha asaltado una duda semejante. Nuestro propósito es destruir el Mal —respondió el aludido con monótono acento, cerrados los dedos en torno a la empuñadura de su daga— y lo lógico es que los entes superiores nos ayuden en lugar de interponer obstáculos. Así ha de ser, ya lo verás.

—Pero… —Ahora le tocaba al kender formular un sinfín de preguntas, y al guerrero ignorarlo.

Llegaron al pie de la magnífica escalinata que conducía al sagrado recinto, y Caramon se detuvo para estudiar el edificio. Siete torres se elevaban hacia el cielo en un mudo homenaje a los dioses que las crearon, si bien la octava, la central, se destacaba sobre todas ellas en una tortuosa espiral. Radiante bajo la luz de Solinari, no parecía alabar a los supremos hacedores sino desafiarles en altiva rivalidad. La belleza del Templo con sus estructuras marmóreas, de delicados matices rosas que destellaban en los rayos lunares, los remansados estanques donde se reflejaban las estrellas, los vastos jardines engalanados de exóticas, fragantes flores y, en definitiva, las profusas ornamentaciones de oro y plata, dejaron al fornido visitante sin resuello. No acertaba a moverse, su corazón había cesado de latir, atrapado en el embrujo de aquel espectáculo irreal.

En los recovecos de su mente, de manera apenas sensible, el terror sustituyó a la fascinación. ¡Había visto antes aquel lugar! Sí, se había enfrentado a su imponente presencia, sólo que en medio de una pesadilla donde las torres se encaramaban deformes, atormentadas… Confundido su ánimo, cerró los ojos. ¿Cuándo? ¿Cómo? Su pensamiento voló al futuro, y se hizo la luz. ¡El Templo de Neraka, en cuyos calabozos estuvo confinado! ¡El Templo de la Reina de la Oscuridad! Era idéntico en sus rasgos aunque la soberana, con una inmensa perversidad, lo había corrompido, transformado en un monumento al Mal. Empezó a temblar abrumado por este recuerdo e, incapaz de sustraerse del espantoso prodigio, sintió el impulso de huir a toda velocidad.

Lo despertó de su angustia la voz de Tasslehoff, que tiraba de su brazo y le ordenaba en voz baja:

—¡Vamos, muévete! Tu actitud podría levantar sospechas.

Bastó el aviso del kender para que el gladiador descartara aquellas elucubraciones absurdas. Juntos, los dos amigos se encaminaron hacia la entrada y los centinelas que la guardaban.

—¡Tas! —exclamó el hombretón de forma súbita, agarrando el hombro de su pequeño acompañante con tanta fuerza que éste emitió un gemido—. Debemos considerar esto como una prueba. Si los dioses me dejan entrar significará que obramos justamente, que nos otorgan su bendición.

—¿Tú crees? —indagó el kender vacilante.

—¡Estoy convencido! —Los ojos de Caramon brillaban bajo los haces de Solinari—. No nos entretengamos, adelante.

Restituida su confianza, el fornido guerrero acometió la escalada. Constituía una visión sobrecogedora con la áurea, sedosa capa ondeando a su alrededor y el yelmo reverberando en la iluminada noche. Los custodios interrumpieron su charla a fin de espiarlo. Uno de ellos masculló unas palabras inaudibles y su mano trazó un sesgo amenazador, similar al de un puñal presto a hundirse en la carne, mientras el otro, sonriente, contemplaba a Caramon sin refrenar su admiración.

Pronto comprendió el recién llegado el significado de aquella pantomima. Casi se detuvo al sentir de nuevo el contacto de la sangre sobre su piel, al oír los últimos estertores del bárbaro. Pero no podía abandonar a estas alturas y, por otra parte, interpretó la escena como una señal, una llamada a la venganza del espíritu del caído que, acaso, revoloteaba en la vecindad.

—Deja que sea yo quien hable —le recomendó Tas.

Caramon asintió con la cabeza, y tragó saliva para ocultar su nerviosismo.

—Yo te saludo, gladiador —declaró uno de los guardianes—. Eres nuevo en los Juegos, ¿verdad? Hace un momento le comentaba a mi compañero que se ha perdido una espléndida batalla esta tarde. Y no sólo eso, gracias a ti he ganado seis monedas de plata. ¿Qué apodo te han asignado?

—El Vencedor —intervino el kender con su habitual desenvoltura—. Y lo de hoy no ha sido más que el principio. Es imbatible, lo será siempre.

—¿Y tú quién eres, pequeño ratero? ¿Su agente?

El otro soldado recibió esta chanza con sonoras carcajadas, que Caramon trató de corear a pesar de su agitación. Mientras reía bajó los ojos hacia Tas, y supo de inmediato que se avecinaban complicaciones. ¡Ratero! Era el peor insulto que podía dedicarse a un kender, un agravio que nunca quedaba sin réplica, por lo que el hombretón se apresuró a aplicar su manaza a la boca de su amigo.

—Sí, es mi agente —repuso sin soltar al ofendido, que forcejeaba en su zarpa—. Y os aseguro que hace muy bien su trabajo.

—En ese caso vigílalo atentamente —añadió el otro guardián, estallando en un nuevo acceso de jocosidad—. Queremos verte desgarrar gargantas, no bolsillos.

Las orejas de Tasslehoff, única parte de su faz visible bajo el descomunal miembro de Caramon, adquirieron tintes escarlata. Surgieron sonidos incoherentes de sus labios, amortiguados por la palma del hombretón quien, temeroso de que su presa se liberase, decidió zanjar la situación.

—Será mejor que entremos cuanto antes —tartamudeó—, se hace tarde.

Los soldados intercambiaron un picaro guiño, y uno de ellos ladeó la cabeza para manifestar su envidia.

—He observado cómo te miraban las mujeres —dijo, a la vez que posaba la vista en los anchos hombros de su oponente—. No me extraña que te hayan invitado a… a cenar.

¿De qué hablaba aquel individuo? La expresión desconcertada de Caramon arrancó una risotada de los centinelas más estrepitosa aún que las anteriores.

—¡En nombre de los dioses! —vociferó uno—. Fíjate en él, se nota a la legua su inexperiencia.

—Adelante, puedes pasar —le ofreció el otro—. ¡Buen provecho!

Ruborizándose hasta la punta de la nariz, sin atinar a responder, Caramon se adentró en el Templo con Tas atenazado en sus garras. Al alejarse, no obstante, oyó las lascivas bromas de los guardianes y captó el sentido de sus palabras. Arrastró al sofocado kender por un pasillo, dobló el primer recodo con el que se tropezó y se detuvo. No tenía la menor idea de dónde estaba.

Fuera ya del alcance de los soldados, soltó a su amigo. Estaba lívido, tenía las pupilas dilatadas.

—¿Qué se han creído esos malditos fanfarrones? Lamentarán…

—¡Tas! —lo reprendió el humano zarandeándolo con violencia—. Sosiégate, no olvides que nos hallamos en el interior del santuario.

—¡Ratero! ¡Ni que fuera un ladrón común! —Al kender le salía espuma por la boca.

Caramon clavó en él una iracunda mirada, que tuvo la virtud de silenciarlo. Tragó aire y lo exhaló despacio, en un intento de controlarse. Al fin, todavía resentido por la afrenta, logró articular las frases.

—Estoy bien —anunció—. Te digo que estoy bien, ya ha pasado lo peor —insistió al constatar que su compañero lo escudriñaba receloso, dubitativo.

—Parece que hemos entrado, aunque no de la manera que esperaba —susurró el gladiador—. ¿Has oído sus chanzas?

—No me he enterado de nada después de que me acusaran de ratero, tu palma taponaba mis tímpanos —lo recriminó Tas.

—Eran procacidades sobre… Me avergüenzo con sólo pensarlo, esos individuos insinuaban que las damas invitan a los hombres para… bien, ya me entiendes.

—No te esfuerces, carece de importancia —cortó el kender exasperado—. Nos han permitido el acceso, ésa era la señal que aguardabas y lo único que ahora nos interesa. Quizá los soldados se han percatado de tu ingenuidad y han urdido una burla. Eres demasiado crédulo. Tika no se cansa de repetirlo.

El recuerdo de su esposa se avivó en la mente de Caramon, casi podía oír sus divertidos reproches acerca de su excesiva simplicidad. La añoranza, mezclada con otros sentimientos más dolorosos, lo traspasó como un cuchillo. Tras dirigir a Tasslehoff una fulgurante mirada, descartó las imágenes que había invocado.

—Sí —concedió con amargura—, es probable que tengas razón. Han querido mofarse de mí, y lo han conseguido.

Hizo una pausa en la que, por primera vez, examinó su contorno. Cuando alzó la testa el esplendor del Templo se dibujó ante él, el esplendor que correspondía a este lugar sagrado, al palacio de los dioses. No pudo evitar que su fastuosidad lo impresionara, consciente, de súbito, de su propia pequeñez, y contempló la escena durante varios minutos. La argéntea luminosidad de Solinari no hacía sino subrayar la necesidad de venerar a los entes superiores en cuyo honor se habían erigido aquellos muros.

—Has acertado, los dioses nos han transmitido su señal —musitó.

Había un corredor en el Templo por el que rara vez transitaban sus moradores y, cuando lo hacían, no era voluntariamente. Si se veían obligados a jalonarlo para cumplir algún encargo, se apresuraban a resolver el asunto en cuestión y se alejaban sin demora.

Nada singular encerraba el pasillo mismo, era tan espléndido como cualquier otra dependencia. Artísticos tapices de suave colorido embellecían sus paredes, mullidas alfombras cubrían el marmóreo suelo, gráciles estatuas colmaban las sombrías alcobas. Lo flanqueaban, a ambos lados, una sucesión de puertas de madera labrada que conducían a otras tantas estancias, decoradas con tanto primor como las restantes salas del santo paraje. Pero nadie abría ya estas puertas. Permanecían atrancadas y las habitaciones que debían guardar estaban vacías, con una sola excepción.

El aposento ocupado se hallaba en el extremo más apartado del corredor, oscuro y silencioso incluso durante el día. Se diría que su morador había envuelto en un manto invisible el suelo que pisaba, el aire que inhalaban sus pulmones, pues quienes penetraban en aquel rincón sentían una inexplicable asfixia. Al salir, todos recuperaban el resuello como si acabasen de escapar de una casa en llamas.

Tan peculiar estancia era el dormitorio de Fistandantilus. Lo fue durante años, desde que el Príncipe de los Sacerdotes asumiera el poder y expulsara a los magos de la Torre de Palanthas, la Torre donde reinara Fistandantilus como máximo dignatario del cónclave.

¿Qué pacto habían sellado los exponentes del Bien y del Mal? ¿Qué trato permitía al Ente Oscuro alojarse en el recinto más sagrado de Krynn? Nadie lo sabía, aunque eran muchos los que especulaban. Entre estos últimos cundió la creencia generalizada de que la estancia del nigromante respondía a la generosidad del Príncipe, a un noble gesto con el derrotado.

Pero ni siquiera él, ni siquiera el benevolente clérigo, frecuentaba el corredor. Aquí, al menos, gobernaba el hechicero en una supremacía tan irrevocable como aterradora.

En el fondo del enigmático pasillo se recortaba un alto ventanal. Un afelpado cortinaje, corrido a perpetuidad, impedía el paso de los rayos solares del día y los haces de las lunas durante la noche. Rara vez la luz penetraba los gruesos pliegues del paño, neutralizando así la función primordial de las cristaleras. Pero ahora, acaso porque la servidumbre, capitaneada por el ama, había limpiado este ala del edificio y desempolvado sus marqueterías, figuras y demás ornamentos, una ínfima rendija separaba el perfecto ajuste de las cortinas y la plateada Solinari alumbraba la desierta zona. Las intangibles hebras del satélite, que los enanos denominaban la Vela de la Noche, traspasaban la negrura como una alargada hoja de refulgente acero.

«O acaso como el dedo exangüe de un cadáver», pensó Caramon mientras escrutaba el callado corredor. Tras filtrarse por las vidrieras, el hilo de luna recorría el alfombrado suelo y se detenía donde él estaba, en su centro.

—Ése es su aposento —anunció Tas, tan quedamente que el guerrero apenas le oyó por encima de su propio pálpito—. El de la izquierda.

Caramon escondió de nuevo la mano bajo su capa, en busca del tranquilizador contacto de la empuñadura de su arma. Pero la halló helada. Inmediatamente le azotó un repentino temblor al rozarla y se apresuró a retirar los dedos.

Parecía sencillo caminar por aquel pasadizo y, sin embargo, el imponente luchador no acertaba a moverse. Quizá se debía a la enormidad de su propósito, matar a una criatura no en el fragor de la batalla, sino en lo más plácido del sueño. Segar la vida de alguien que duerme, en el momento en que se está más indefenso, en el momento en que uno se abandona a la protección de los dioses. ¿Existía un crimen más aborrecible, más cobarde?

«Los dioses me han dado una señal», recordó. También se perfiló en su memoria la imagen del bárbaro moribundo y otra ya lejana pero no menos hiriente, la del suplicio sufrido por su hermano en la Torre. Recapacitó sobre lo poderoso que era el perverso mago en estado de vigilia. Tales elucubraciones le infundieron valor, así que echó a andar por el tramo de pasillo que lo separaba de la enigmática alcoba atraído, además, por la luna, que parecía inducirle a seguir. No extrajo la daga de su cinto, si bien la palpaba a menudo para alentarse.

Sintió, de pronto, una presencia tras él. Era Tas, tan próximo que, al detenerse, el kender tropezó contra su espalda.

—Quédate aquí —le ordenó.

—No —quiso protestar el hombrecillo, pero el guerrero se apresuró a imponerle silencio.

—Es necesario —insistió—, alguien ha de vigilar el corredor. Si se acerca un sospechoso, haz un ruido que yo pueda identificar.

Cuando Tasslehoff se aprestaba a poner otros impedimentos, el gladiador lo fulminó con los ojos, tan inamovible en su decisión que su oponente tragó saliva y optó por obedecer.

—Me cobijaré en esa sombra —anunció, señalando el lugar y dirigiéndose a él.

Caramon aguardó hasta asegurarse de que su amigo no iría tras él de manera «accidental» y, ya satisfecho al vislumbrar que se agazapaba junto a una planta muerta en su maceta meses antes, dio media vuelta y reanudó la marcha.

Apostado al lado de aquel esqueleto vegetal, cuyas hojas resecas crujían al menor movimiento, Tas espió a su amigo. Lo vio llegar al extremo del pasadizo, estirar la mano y apoyarla en el picaporte de la puerta. Un suave empellón bastó para que ésta cediera, abriéndose de inmediato, y Caramon desapareció en el interior del aposento.

El kender empezó a temblar, víctima de una espeluznante sensación que se extendió por todo su cuerpo y le arrancó un gemido. Se cubrió la boca con la mano a fin de evitar que se le escapase un grito delator, a la vez que se apretujaba contra el muro en el convencimiento de que moriría, completamente solo, en la penumbra.

Caramon rodeó la puerta, que sólo había entreabierto por si chirriaban los goznes. Nada perturbó la calma, ni tampoco dentro de la estancia. Ninguno de los murmullos nocturnos del Templo penetraba en la cámara, como si la agobiante negrura hubiera devorado la vida. Tal era la asfixia que atenazaba su garganta que el guerrero sintió arder sus pulmones, al igual que le ocurriera cuando estuvo a punto de ahogarse en el Mar Sangriento de Istar, pero desechó con firmeza el impulso que lo inducía a correr en busca de aire.

Hizo un alto en el umbral para apaciguar su alterado ánimo, y escudriñó el dormitorio. La luz de Solinari penetraba a través de una rendija en la unión de los cortinajes de la ventana, similar en su intensidad a la que se proyectaba en el pasillo. El fino haz de plata surcaba las tinieblas, dividiéndolas como una aguja que, con su conspicuo filo, condujera al lecho.

El mobiliario era escaso. Además de la cama, situada en el rincón opuesto a la puerta, el humano distinguió el amorfo contorno de una túnica negra doblada sobre una silla. Junto a ella se dibujaban unas botas de piel, y apenas nada más se reveló a sus ojos en la oscuridad reinante. No ardía el fuego en el hogar, la noche era demasiado tibia. Asiendo una vez más la empuñadura de su acero, Caramon lo desenvainó y atravesó la sala guiado por el único, argénteo resquicio de luminosidad.

«Una señal de los dioses». Pronunció estas palabras alentadoras en su fuero interno, pero el pálpito de su corazón se sobreponía a cualquier acicate. Le asaltó el miedo, un pánico que nunca había experimentado antes y que paralizaba sus piernas, revolvía sus intestinos, un terror que distendía sus músculos. Sintiendo la garganta irritada, se apresuró a tragar saliva para refrenar una tos susceptible de despertar al durmiente.

«¡Debo actuar deprisa!», se aleccionó, horrorizado frente a la perspectiva de marearse. Terminó de cruzar la estancia, amortiguados sus pasos por la tupida alfombra, y se inmovilizó junto al lecho. Ahora veía con claridad la figura que en él reposaba, pues el delgado rayo de luna trazaba una línea recta en el suelo, se encaramaba por la rica colcha y, culminado su ascenso, moría en la cabeza que yacía sobre la almohada. Los rasgos del misterioso personaje, no obstante, se camuflaban al abrigo de la capucha, que sin duda utilizaba al objeto de aislarse de la luz.

«Los dioses me indicaron el camino» se dijo, sin percatarse de que había proferido el comentario en voz alta. Acercóse al enemigo y se detuvo, con la daga en la mano, para escuchar su sosegada respiración y, de este modo, detectar cualquier cambio en su profundo, regular compás que le anunciara un próximo despertar. Si eso sucedía, significaría que había sido descubierto.

Inhalar y exhalar, inhalar y exhalar… el aliento era hondo, tranquilo, el resuello de un joven sano. Caramon se estremeció al recordar cuan viejo debía ser el mago en realidad, al evocar los relatos que había oído contar sobre cómo solía renovarse. De aquel hombre, del aire que expelían sus pulmones, dimanaba firmeza. No se percibían en él titubeos ni aceleraciones. La luna bañaba la alcoba gélida, inalterable como una señal…

Levantó el brazo de la daga. Un golpe limpio, directo, en el pecho y todo habría concluido. Pero no, aún no era tiempo. Inclinó el cuerpo hacia adelante movido por un repentino deseo. Antes de asestar la puñalada mortal debía conocer el rostro de aquella criatura que tanto había torturado a su hermano.

«¡Necio, no lo hagas! —exclamó una voz en sus entrañas—. ¡Mátale, no te demores!». Alzó el guerrero el cuchillo, mas su mano rehusó doblegarse a su mandato. Tenía que ver aquella faz. Estirando sus trémulos dedos, rozó la capucha, cuya textura se le antojó blanda y acariciadora, y la apartó. El argénteo fulgor de Solinari se posó en el dorso de su mano antes de hacerlo en el rostro del durmiente, que bañó con radiante brillo. La mano de Caramon se tornó rígida, fría, asumió la lividez de la muerte al contemplar sus ojos el semblante de su proyectada víctima.

No eran aquéllas las facciones de un brujo anciano, maléfico, desvirtuadas por pecados inconfesables. Ni siquiera eran los rasgos de un ser atormentado al que hubieran arrebatado la energía corporal para preservar su vida en un plano superior.

El guerrero se enfrentaba a un rostro en pleno apogeo, agotado tras las largas noches de estudio pero ahora relajado, plácido en su sueño reparador. Las arrugas que cercaban su boca delataban una tenaz resistencia al dolor, se perfilaban profundas como cicatrices, mas no ensombrecían su juventud. Al hombretón le resultaban más que familiares estos surcos, y de hecho todas sus otras peculiaridades. En incontables ocasiones había velado a la criatura que su brazo ejecutor amenazaba, había refrescado sus sienes con agua fresca…

La mano que blandía la daga descargó su peso sobre el colchón. Resonó en el aire un grito salvaje, estrangulado, que brotó espontáneamente de la garganta del guerrero. Cayó éste de rodillas junto al lecho, agarrando el edredón con los dedos retorcidos en una invencible agonía y el cuerpo convulsionado por el llanto.

Raistlin abrió los ojos y se incorporó, si bien tuvo que pestañear al sentir sobre sus párpados la luz de Solinari. Tras cubrirse una vez más con la capucha procedió, entre irritados suspiros, a arrancar la daga de los dedos petrificados de su hermano.

9

La oscura verdad de Raistlin

—Has cometido una estupidez, hermano —declaró Raistlin, volteando la daga en su delgada mano a la vez que la estudiaba sin excesivo interés—. Me cuesta creer que seas tan pueril.

Arrodillado en el flanco del lecho, Caramon alzó la vista hacia su gemelo. Tenía el rostro macilento, desencajado. Cuando despegó los labios para hablar, fue el hechicero quien parafraseó:

—«No lo comprendo, Raist».

El gladiador cerró la boca, endurecida su faz en una máscara de amargura. Sus ojos, acerados por el sufrimiento y la frustración, se clavaron en el arma que aún sostenía el nigromante.

—Quizás hubiera sido mejor no apartar la capucha —murmuró.

Raistlin sonrió, aunque su hermano no pareció advertirlo, exhibiendo una mueca irónica.

—No eras libre de elegir, no te quedaba otra alternativa —apuntó—. ¿De verdad pensabas que podías introducirte en mi aposento y matarme mientras dormía? Ya sabes que siempre he tenido el sueño ligero.

—¡No era a ti a quien buscaba! —replicó Caramon con voz quebrada—. Supuse… —No logró terminar su frase.

El mago le miró, al principio desconcertado, y estalló en carcajadas. Era la suya una risa espantosa, cruel y estridente, que obligó al kender —todavía oculto en el extremo del corredor— a taparse los oídos. En esta actitud, ensordecido por el alboroto, Tas se aproximó a la puerta para averiguar qué ocurría.

—Suponías que era Fistandantilus quien yacía en esta cama —apostilló Raistlin a la interrumpida explicación de su hermano. Divertido, reanudó sus perturbadoras muestras de jocosidad—. Había olvidado lo entretenido que puedes ser.

Caramon se ruborizó y, vacilante, se puso en pie.

—Iba a hacerlo por ti —confesó. Encaminóse hacia la ventana, descorrió la cortina y observó taciturno el patio del Templo, que refulgía en matices nacarados bajo los haces de Solinari.

—No lo dudo —repuso Raistlin, con un atisbo de su vieja acritud—. No recuerdo una sola ocasión en que no fuera yo el motor de tus acciones.

Una áspera, imperiosa frase del arcano repertorio del hechicero hizo que la estancia se inundara de luz. Procedía el vivo resplandor de su inseparable Bastón de Mago, que estaba apoyado en el muro, y a su calor vino a sumarse el de la fogata. En efecto, tras retirar el cubrecama y alzarse del lecho, Raistlin pronunció otro versículo y prendieron las llamas en la gélida piedra de la chimenea. Sus destellos anaranjados animaban su enteca faz y se reflejaban en aquel par de ojos castaños, penetrantes.

—Llegas tarde, mi querido hermano —continuó—. Fistandantilus ha muerto, a manos mías —anunció mientras, estirando sus miembros, los calentaba frente al fuego y ejercitaba sus hábiles dedos.

El guerrero dio media vuelta para escrutar a su hermano, sobresaltado por el enigmático tono con que le transmitiera tal noticia. Pero, lejos de lo que él imaginaba, Raistlin permanecía tranquilo junto al hogar, absorto en la contemplación de las llamas.

—Así que planeaste entrar aquí y hundir la daga en su carne, sin más preámbulos —musitó en un renovado sarcasmo—. No se te ocurrió otro modo de aniquilar al mago más poderoso que nunca existió… hasta ahora.

Caramon advirtió que su gemelo se sostenía en la repisa, repentinamente debilitado.

—Se sorprendió mucho al verme —contó el mago sin que el hombretón hiciera ademán de socorrerlo—. Se mofó de mí, como hiciera en la Torre, pero leí en sus ojos que estaba asustado.

»«Y bien, pequeño nigromante, ¿cómo has llegado hasta aquí? —me interrogó—. ¿Te envió Par-Salian?».

»«No necesito a nadie para emprender este viaje —le respondí—. Ahora soy el señor de la Torre».

»No esperaba esta contestación, te lo aseguro. «Imposible —comentó sonriente—. Es mi venida la que menciona la profecía, soy yo el Amo del Pasado y del Presente. Cuando esté dispuesto regresaré a mi propiedad».

»Pero el miedo se agrandaba en sus pupilas a medida que hablaba pues penetraba mi pensamiento, adivinaba mis designios. «No —confirmé sin necesidad de que expusiera en voz alta sus resquemores—, la profecía no se ha cumplido según tus esperanzas. Pretendías catapultarte del pasado al presente utilizando la fuerza vital que me arrebataste para conservar tu integridad, tan seguro de ti mismo, o tan poco precavido, que no pasó por tu mente la idea de que yo podía robarte tu fuerza espiritual. Tenías que mantenerme vivo, erudito, a fin de sorber mi savia y, con este propósito, me enseñaste el manejo del Orbe de los Dragones. Cuando yacía moribundo a los pies de Astinus inhalaste aire en mi maltrecho cuerpo, que tú habías sometido a suplicio, me llevaste a presencia de la Reina de la Oscuridad y le rogaste que me revelara la clave de los textos antiguos, esotéricos que de otro modo no habrías podido interpretar. Y, una vez concluido mi aprendizaje, te proponías adueñarte de mi ruinosa carcasa y reclamarla como tuya».

Raistlin se encaró con su hermano y éste retrocedió, espantado del odio, y la ira que bullían en sus pupilas, y que centelleaban con más vigor que las danzarinas llamas.

—A la vez que me preparaba para que fuera digno de albergar su alma —prosiguió tras un breve lapso de silencio—, intentaba aumentar mi fragilidad. ¡Pero luché contra él! Luché contra él —repitió más quedamente, pero con un énfasis singular en sus palabras—. Lo utilicé, me fui enseñoreando de su espíritu, recogiendo sus enseñanzas en mi propio beneficio al mismo tiempo que descubría la manera de sobreponerme al dolor. «Eres el Amo del Pasado —admití—, mas te falta la energía precisa para desplazarte al presente. Soy yo el Amo del Presente, y me dispongo a usurpar tu título».

Exhaló un suspiro, dejó la mano laxa y las chispas que lo iluminaban devolvieron a su tez, al apagarse, un tono mortecino.

—Le maté —murmuró—, pero tuve que librar una ardua batalla.

—¡Por los dioses! —vociferó Caramon—. Todos creíamos que, si habías viajado a esta época remota, era con la finalidad de instruirte a su lado.— Las frases salían entrecortadas de sus labios, la perplejidad demudaba su semblante.

—Y así fue aunque, tal como te he relatado, mis designios nada tenían que ver con el perfeccionamiento de mi arte —repuso el hechicero—. Pasé varios meses en su vecindad, bajo un irreconocible disfraz, y no exhibí mi auténtico carácter hasta el momento oportuno. Lo despojé de todo el poder que anidaba en su ser.

—Eso es imposible —negó el gladiador meneando la cabeza—. Partiste la misma noche que nosotros o, al menos, así lo afirmó el elfo oscuro.

—El tiempo es para ti, hermano, el discurrir del sol, desde el amanecer hasta el crepúsculo —declaró Raistlin excitado—. Sin embargo nosotros, los entes privilegiados que dominamos sus secretos, lo consideramos un periplo más allá de los astros. Los segundos se transforman en años, los minutos en milenios. Hace ya meses que recorro estas dependencias bajo la identidad de Fistandantilus. En las últimas semanas he visitado las Torres de la Alta Hechicería, las que todavía no han sido demolidas, y en sus cámaras me he consagrado a mis estudios. He estado con Lorac en el reino elfo, donde le mostré el complejo manejo del Orbe de los Dragones. Fue una dádiva letal para un ser tan débil, tan vano como él. Antes o después se convertirá en una trampa. He acompañado a Astinus en la Gran Biblioteca y, sobre todo, me he ilustrado en el inescrutable mundo de Fistandantilus, él es la mayor fuente de mi actual sapiencia. He recorrido otros lugares, he presenciado horrores y prodigios que no se hallan en el limitado alcance de tu comprensión, ni tampoco de la de Dalamar. El elfo oscuro es sólo un aprendiz, según sus cálculos no llevo ausente más que un día y una noche, al igual que tú.

Aquello era demasiado para Caramon quien, desesperado ante su propia ignorancia, trató de aferrarse a una fracción de realidad.

—¿Significa todo eso que ahora estarás bien? Me refiero al presente, a nuestro tiempo —aclaró, incapaz de argumentar como deseaba—. Tu tez ha cesado de ser dorada, se han desvanecido los relojes de arena de tus ojos. Tu aspecto es el de tus años de juventud, cuando fuimos a la Torre hace siete años. Al regresar, ¿conservarás tu apariencia?

—No, hermano —lo desengañó Raistlin con la paciencia de quien explica un concepto nuevo a un niño—. Suponía que Par-Salian te había puesto en antecedentes, pero veo que me equivocaba. O acaso no supiste entenderle. El tiempo, la Historia, es un río que nunca altera su curso. Lo único que he hecho es encaramarme a un margen y arrojarme al agua en otro punto de su fluir, sin evitar que me arrastre. He…

Se interrumpió de manera brusca para centrar su atención en la puerta. Hizo un rápido gesto con la mano y la hoja, hasta entonces encajada en el dintel, se abrió bruscamente. Tasslehoff Burrfoot, adosado a su otro lado, se precipitó en la sala y cayó de bruces.

—Hola —saludó el kender en actitud jovial, levantándose del suelo—. Iba a llamar, nunca me habría atrevido a espiaros. Además —agregó mientras se alisaba el jubón y prendía la mirada de Caramon—, he desentrañado por mí mismo los entresijos de este fenómeno. Si Fistandantilus era Raistlin, bien podía Raistlin asumir la identidad de Fistandantilus. —Hasta aquí su exposición era clara, mas al seguir hablando nació el embrollo—. Lo ocurrido es que Fistandantilus se metamorfosea en Raistlin y éste pasa a ser Fistandantilus, para luego volver a ser tu hermano. Así de simple.

El guerrero, que nadaba en un confuso torbellino, consultó a su gemelo. Éste, sin embargo, no respondió, demasiado ocupado en examinar a Tas con una expresión tan extraña, tan amenazadora, que el hombrecillo se amedrentó y dio un paso hacia el gladiador… sólo por si precisaba su ayuda, naturalmente.

De pronto, Raistlin ondeó su palma y trazó un signo destinado a atraer al kender. Tasslehoff no notó que sus piernas se movían, pero se nubló su vista unos segundos y, sin saber cómo, se halló sujeto por el cuello de la camisa a escasas pulgadas del hechicero.

—¿Por qué decidió enviarte Par-Salian también a ti? —preguntó en una voz monótona que hizo vibrar la piel de su prisionero, tal como Flint solía comentar.

—Pensó que Caramon necesitaría mi concurso —empezó a mentir el kender pero, al sentir que el nigromante hincaba su zarpa en el hombro que tenía atenazado, rectificó—. Verás, lo c-cierto —balbuceó— es que no entraba en sus planes incluirme en la aventura. Fue un accidente, al menos en lo que a él concierne. —Intentó girar la cabeza hacia Caramon y suplicarle que interviniera, aunque se lo impidió aquella garra fuerte, poderosa, que casi lo asfixiaba—. Si me dejaras respirar me resultaría más fácil referirte los hechos —tuvo agallas para exigir.

—Continúa —le ordenó Raistlin imperturbable, zarandeándole.

—Raistlin, detente —quiso interceder el guerrero, a la vez que se aproximaba al mago con ceñudo ademán.

—¡Cállate! —lo imprecó el aludido en un acceso de cólera, sin apartar sus incendiados ojos de su presa—. Y tú, prosigue.

—Encontré un anillo que alguien había desechado. Bueno, quizá no es este el término apropiado —se corrigió de nuevo, alarmado frente a aquellas pupilas escrutadoras que lo conminaban a decir la verdad dentro, por supuesto, de sus posibilidades—. Sería más exacto afirmar que entré en la habitación de alguien y la sortija cayó, por arte de magia, en una de mis bolsas. Debió de ser así, pues ignoro cómo fue a parar al fondo del saquillo. En cualquier caso, cuando el individuo de la Túnica Roja devolvió a Bupu a su ciudad comprendí que yo sería el próximo ¡y no podía abandonar a Caramon! Elevé una plegaria a Fizban, o sea, a Paladine, ajusté la joya a mi dedo y me transformé en ratón.

Hizo una pausa al pronunciar esta última frase, a la espera de provocar en su audiencia una reacción de asombro. Pero, insensible a su teatralidad, Raistlin comenzó a arder de impaciencia y retorció un poco más el cuello de su camisola, de tal suerte que Tas se apresuró a reanudar su historia, temeroso de que le faltase el resuello.

—Conseguí esconderme —explicó con voz chillona, similar a la que usara como roedor— en el laboratorio de Par-Salian y contemplé los portentos que allí se estaban obrando. Las rocas cantaban, surgió de la nada una pared plateada que rodeó a la yaciente Crysania, al aterrorizado Caramon, y tuve que tomar una determinación. ¡No había de permitir que mi amigo emprendiera el viaje en solitario! Así pues… —Se encogió de hombros y miró a su interlocutor, con una expresión de inocencia capaz de desarmar al más cruel adversario—. Así pues, aquí estoy.

Sin aflojar su garra, Raistlin lo devoró con los ojos como si se dispusiera a desollarlo y traspasar su alma.

Transcurridos unos instantes, al parecer satisfecho, el mago soltó a su víctima y se volvió hacia el fuego, absorto en sus cavilaciones.

—¿Qué significa un evento tan irregular? —murmuró—. Un kender transportado en el tiempo, algo que prohiben las leyes más sagradas del arte arcano. ¿No será que, contra lo que creemos, puede cambiarse el curso de la Historia? ¿Es verdadero su relato, o es ésta su manera de desbaratar mis proyectos?

—¿Qué dices? —indagó Tas, interesado, desde la alfombra, donde intentaba normalizar el funcionamiento de sus pulmones—. ¿Cambiar la Historia una criatura como yo? ¿Insinúas que…?

Le interrumpió la actitud del nigromante, que había girado la cabeza en su dirección. Tanta era la agresividad que destilaba, que el kender cerró la boca y retrocedió hasta donde se hallaba el guerrero.

—Me he sorprendido mucho al tropezarme con tu hermano, ¿y tú? —inquirió a su compañero, ignorando el espasmo de dolor que surcaba su semblante—. Raistlin también se ha quedado atónito al descubrir mi presencia, ¿te has fijado? Resulta extraño, porque cuando visitó el mercado de esclavos bien debió percatarse de que estábamos juntos.

—¿El mercado de esclavos? —Repitió Caramon. Tras tantas disquisiciones abstrusas sobre ríos e Historia, al fin oía algo revelador—. Raistlin, acaba de asaltarme una duda. Si, como aseveras, llegaste a Istar meses antes que nosotros, gracias a esa facultad tuya de magnificar el tiempo, podrías haber sido tú quien convenciste a los clérigos del Templo de que nosotros atacamos a Crysania. ¡Y también nuestro comprador, el misterioso personaje que dictaminó mi presencia en los Juegos!

Raistlin se agitó, irritado ante esta brusca interrupción de sus pensamientos. Pero el hombretón insistió.

—¿Por qué? —le reprochó, seguro de haber acertado—. ¿Por qué me hiciste encerrar en ese lugar?

—¡En nombre de los dioses Caramon! —replicó el hechicero exasperado, resuelto a encararse con su gemelo—. ¿De qué ibas a servirme en el estado en que te hallabas al venir? Necesito un guerrero fuerte, no un borrachín obeso, para mi próxima misión.

—¿Y ordenaste la muerte del bárbaro? —El musculoso humano sintió el aguijón de la ira—. ¿Fuiste tú quien, a través mío, lanzaste una advertencia a ese Quarath?

—No seas absurdo, hermano —lo reconvino Raistlin—. ¿Qué pueden importarme a mí las mezquinas intrigas de la corte, sus insulsas patrañas? Si quisiera deshacerme de un enemigo, la vida escaparía de sus visceras en cuestión de segundos. Quarath se vanagloria de merecer mi interés, para él es un honor.

—Pero el enano…

—El enano sólo oye el tintineo del dinero al caer en su palma. De todos modos, puedes imaginar lo que gustes. No es asunto que me inquiete.

Caramon guardó silencio, sumido en la reflexión. Tas, por su parte, abrió la boca —había centenares de preguntas que deseaba formular al mago—, pero el gladiador le dirigió una mirada fulgurante y volvió a cerrarla.

Tras revisar mentalmente las manifestaciones de su hermano, el hombretón rompió su mutismo a fin de indagar:

—¿De qué misión hablabas hace unos momentos?

—Por ahora prefiero guardar el secreto —contestó el hechicero—. Lo sabrás a su debido tiempo, si me permites expresarlo así. Aunque mi trabajo progresa aún no ha concluido, hay alguien además de ti a quien tengo que moldear hasta que se avenga a mis designios.

—Crysania —adivinó Caramon—. Todo está relacionado con tu plan de desafiar a la Reina de la Oscuridad, ¿no es cierto? Si no me equivoco, necesitas a una sacerdotisa…

—Estoy fatigado —lo atajó Raistlin. Con un gesto apagó la fogata de la chimenea, con una queda voz de mando disolvió la luz del Bastón de Mago. Una penumbra gélida, desoladora, descendió sobre el trío, ya que también Solinari se había ocultado tras los edificios de Istar. El nigromante atravesó la estancia entre el susurrante murmullo de su túnica, y suplicó—: Deja que me abandone al sueño. Partid sin demora, no conviene que los espías de Quarath averigüen vuestra irrupción en el Templo. Es un enemigo peligroso; procura que no te maten sus esbirros ya que, si eso sucediera, tendría que adiestrar a otro guardián personal y no hay nada que me moleste más. Adiós, hermano. Debes estar preparado, no tardaré en llamarte. Y recuerda la fecha.

El guerrero despegó los labios, mas topó con una puerta. Tas y él se hallaban en el, ahora, tenebroso corredor. Una vez más, la magia se había hecho presente.

—¡Es increíble! —dijo el kender maravillado—. Ni siquiera he percibido un movimiento al trasladarme. Estábamos en el aposento y, en un santiamén, nos encontramos fuera de él. Un ligero ademán ha bastado para desplazarnos, ¡debe resultar estupendo ser mago! —comentó anhelante, fijos los ojos en la puerta cerrada—. Envidio esa facultad de transgredir las leyes del espacio y del tiempo.

—Vámonos —propuso su compañero abruptamente, a la vez que echaba a andar por el pasillo.

—Caramon, ¿has comprendido la última recomendación de tu hermano? —inquirió Tas, que había emprendido un rápido trotecillo a fin de alcanzarlo—. «Recuerda la fecha». ¿Se acerca algún día señalado? ¿Espera quizá que le hagas un obsequio?

—No seas necio —lo reprendió el hombretón.

—No lo soy —se ofendió el kender—. Después de todo, no tardarán en llegar las Fiestas de Invierno y, en esos días, es costumbre intercambiar presentes. Supongo que en Istar las celebran, igual que en nuestra época. ¿No opinas tú lo mismo?

Caramon se detuvo, de pronto, sin previo aviso.

—¿Qué sucede? —Tas se espantó al detectar el horror que desfiguraba el rostro de su amigo y, en una reacción instintiva, escudriñó el pasillo con la mano posada en la empuñadura de su arma, un cuchillo que portaba en su cinto—. ¿Qué has visto? Yo no…

—¡La fecha! —vociferó el gladiador sin hacer caso a sus resquemores—. ¡La fecha, Tas! ¡Las Fiestas de Invierno en Istar! —Dando media vuelta, sujetó por el brazo al sobresaltado kender—. ¿En qué año estamos?

—Deja que piense —contestó él desconcertado—. Alguien mencionó que pronto concluiría el año 962.

Emitió el hombretón un gemido y sus manos cayeron, pesadas como el plomo, junto a sus costados.

—¿Qué pasa? —insistió Tasslehoff.

—¿Dónde está tu agudeza? —lo espetó Caramon y, cabizbajo, desazonado, siguió caminando a ciegas por la oscuridad—. ¿Qué quieren que haga yo? ¿Qué pretenden? —farfulló.

El kender avanzaba despacio, meditabundo.

—Recapitulemos. Estamos en el apogeo del invierno del año 962 i.a. ¡Qué ridiculas resultan estas cifras elevadas para medir el tiempo! Invierno del 962, se me antoja familiar. ¡Ya lo tengo! —exclamó triunfante—. Fue la última gran fiesta que se celebró antes de… de… —No pudo terminar, quedó sin aliento.

—Antes del Cataclismo —confirmó el guerrero.

10

Premonición

Denubis posó la pluma en el escritorio y se frotó los ojos. Estaba en la tranquila sala de los escribas, tapándose los entornados párpados con la mano en la confianza de que un breve descanso lo ayudaría. Pero no fue así. Cuando descubrió de nuevo su rostro y asió el fino cañón con objeto de reemprender su tarea, las palabras que intentaba traducir siguieron confundiéndose en un amasijo indescifrable.

Severo consigo mismo, se reprendió y exhortó a concentrarse hasta que, al fin, las frases se desenmarañaron y recobraron el sentido. En cualquier caso, halló difícil la labor. Le dolía la cabeza. Desde hacía varios días una migraña se había instalado en su cerebro y, con su monótono zumbido, se introducía incluso en sus sueños.

—Debe ser este tiempo tan extraño —recapacitó en voz alta—. Hace demasiado calor para la época invernal.

Cierto, el clima podía tildarse de «tórrido» dado lo avanzado del año. El aire estaba impregnado de una humedad plomiza, agobiante, como si las brisas frescas hubieran sido devoradas por la singular tibieza ambiental. A unas cien millas de distancia, en Kathay, la superficie del océano se extendía lisa, serena, bajo un sol abrumador que impedía la navegación. Las embarcaciones, a falta de viento, debían permanecer en el puerto mientras la mercancía se pudría sin remedio.

Enjugándose el sudor de la frente, Denubis trató de aplicarse a su trabajo con la mayor diligencia posible. Había iniciado la traducción a lengua solámnica de los Discos de Mishakal, una actividad que requería todo su esfuerzo, si bien no podía evitar que su mente se distrajera. Las palabras que debía interpretar evocaban en su recuerdo el relato que oyera discutir unas horas antes a un grupo de caballeros, una narración siniestra que persistía en alejarle de sus obligaciones a pesar de sus denodados intentos para conjurarla.

Según estos caballeros un miembro de su Orden, llamado Soth, había seducido a una joven sacerdotisa elfa y posteriormente la había desposado llevándola al alcázar de Dargaard, su castillo. Pero Soth ya había estado casado con otra mujer, al decir de los participantes en la conversación y, además, se aseguraba que esta primera esposa había muerto en trágicas circunstancias.

Los dignatarios de Solamnia enviaron una delegación para arrestar a Soth y retenerle hasta el momento del juicio, pero el alcázar se había convertido en una fortaleza defendida, a capa y espada, por los leales seguidores del abyecto señor. Y lo más inquietante de todo era que la dama elfa a quien el caballero había engañado permanecía junto a él, firme en su amor y fidelidad pese a haberse demostrado su culpa.

Denubis se estremeció y se conminó a descartar sus perturbadoras reflexiones. Fue imposible, cometió un error en cuanto se puso a trabajar en la primera frase. ¡Era inútil! Dejó la pluma en la mesa, en el instante en que se abría la puerta de la sala de los escribas. Al oír el ligero chirriar de los goznes, se apresuró a recoger la delicada herramienta y comenzó a garabatear en el pergamino.

—Denubis —lo invocó una voz vacilante.

—Saludos, querida Crysania —respondió él sonriente.

—Si te molesto puedo volver más tarde —ofreció la sacerdotisa.

—No, de ningún modo —le aseguró el clérigo—, es un placer verte.

No era una simple fórmula de cortesía. La presencia de la dama poseía el don de serenarlo, hasta tal punto que incluso la migraña pareció mitigarse. Abandonó el solícito eclesiástico su banqueta y fue en busca de dos sillas, una para él y otra para su invitada. Acomodóse cerca de la Hija Venerable mientras se preguntaba, en su fuero interno, el motivo de su visita.

—Me gusta este lugar —declaró Crysania contemplando la silenciosa y pacífica estancia—. Me cautiva su intimidad, en ocasiones me cansa el ajetreo del Templo —confesó, a la vez que clavaba los ojos en la puerta que conducía a los salones principales.

—Sí, resulta relajante —asintió el clérigo—. Al menos en la actualidad. Cuando llegué aquí, hace de ello varios años, estaba atestada de eruditos que traducían la palabra de los dioses a diferentes lenguas para hacerla accesible a todos los pobladores de Krynn. Pero el Principe de los Sacerdotes juzgó innecesario tan ingente esfuerzo y, uno tras otro, todos abandonaron la tarea a fin de consagrarse a quehaceres más importantes. Excepto yo. Supongo que soy demasiado viejo —añadió a guisa de disculpa—. Intenté dedicarme a otros menesteres, mas no hallé ninguno que me satisfaciera y resolví seguir. A nadie le importó… o a casi nadie.

No pudo por menos que arrugar el entrecejo al evocar sus largas charlas con Quarath, quien lo hostigaba sin tregua para sacar el mejor partido de sus aptitudes. El Hijo Venerable, no obstante, tuvo que darse por vencido, desistiendo de enderezar aquel caso perdido. Denubis se zambulló de nuevo en sus pergaminos, sus libros, que tras horas de incansable labor mandaba a Solamnia, a una biblioteca donde yacían apilados sin que nadie los leyera.

—Pero no hablemos de mí —propuso, al estudiar el macilento rostro de la eclesiástica—. ¿Qué es lo que te ocurre, querida? ¿Quizá no te encuentras bien? Perdona mi indiscreción, si oso interrogarte es porque me inquieta tu aspecto. Te he observado en las últimas semanas y no me ha pasado desapercibida tu tristeza, lo desdichada que te sientes.

Crysania posó la mirada en sus manos, enlazadas sobre el regazo, antes de alzarla hacia su oponente y consultarle:

—Denubis, ¿tú crees que la Iglesia representa la voluntad de los dioses, como debería hacer?

No era eso lo que él esperaba, la conducta de la dama se asemejaba más a la de la muchacha que ha sido defraudada por su amante que a la de un creyente decepcionado.

—Por supuesto —contestó confundido.

—¿De verdad? —persistió ella, tan penetrantes su voz y sus pupilas que Denubis quedó anonadado—. Hace ya tiempo que sirves a esta institución, cuando te iniciaste en sus secretos todavía no habían sido investidos el Príncipe de los Sacerdotes y sus ministros. Has sido testigo de sus paulatinas transformaciones ¿Opinas que ha mejorado?

El eclesiástico abrió la boca para afirmar que sí, que no podía ser de otra manera con un hombre tan santo como máximo mandatario, pero los acerados ojos de su interlocutora la sellaron abruptamente. La sacerdotisa transpasaba su alma, iluminaba aquellos recovecos donde había ocultado sus críticas durante decenios. Incómodo, pensó en Fistandantilus.

—Verás, quizás hay… —Estaba balbuceando y lo sabía, así que guardó silencio. Crysania advirtió su rubor, viendo en él una constatación de sus recelos.

—Ha mejorado —aseveró con firmeza el clérigo, temeroso de resquebrajar la fe de la mujer como, en un pasado remoto, vacilase la suya—. No debes mirarte en mi espejo, cuando se está en las puertas de la vejez uno se muestra reticente a los cambios. Eso es todo, el problema radica en nosotros y no en los necesarios progresos que exige la vida —insistió—: «Hasta la nieve era más blanca en los viejos tiempos», solemos decir. El motivo de nuestra actitud negativa es que nos abruma la modernidad, que no la comprendemos. La Iglesia actual hace un gran bien al mundo, querida, establece medidas de orden en la tierra y provechosas estructuras en la sociedad.

—Las quiera o no esa sociedad a la que pretende favorecer —replicó Crysania, si bien él optó por ignorarla.

—Se halla en vías de erradicar el Mal —prosiguió y, de pronto, la historia del caballero Soth cruzó su mente en una irrefrenable secuencia. Acalló presto su influjo perturbador, mas había perdido el hilo de su discurso y, pese al afán que puso en retormarlo, la dama se le adelantó.

—¿Tú crees? —inquirió—. ¿Podrá extirpar la perversidad de la faz de Krynn? A mi juicio nos asemejamos a esos niños que por la noche, en la soledad de su aposento, encienden una vela tras otra para ahuyentar la oscuridad. Ni ellos ni nosotros entendemos que ésta tiene una razón de ser y, agobiados por el pánico, acabamos provocando un incendio.

Las implicaciones de estas palabras escaparon a la percepción de Denubis pero Crysania no se interrumpió, presa de un creciente desasosiego. Era ostensible que había albergado tales pensamientos durante meses y, al hablar, les daba al fin una forma concreta.

—No ayudamos a quienes se descarrían, no nos molestamos en guiarles hacia el camino recto. Les volvemos la espalda con la excusa de que son criaturas indignas o, peor aún, nos desembarazamos de ellos. ¿Sabías que Quarath tiene el proyecto de aniquilar a los ogros?

—Pero, querida, se trata de una raza de asesinos, de villanos —protestó Denubis sin poner excesivo énfasis.

—Una raza creada por los dioses, como nosotros mismos —fue la contundente respuesta de Crysania—. ¿Ostentamos acaso el derecho, en nuestra imperfecta comprensión de las grandes leyes del universo, de destruir a seres que moldearon las divinidades?

—Según esos argumentos hasta la vida de las arañas ha de ser respetada —aventuró, irreflexivamente, el clérigo. Al estudiar la expresión de asombro de su oponente, sonrió y trató de excusarse—. No me hagas caso, era un delirio senil.

—Vine aquí persuadida de que la Iglesia era el máximo exponente de la benignidad, y ahora me atormentan… —No pudo concluir, hubo de cobijar el rostro entre las manos.

A Denubis le dolía el corazón más aún que la cabeza. Extendiendo su trémula palma acarició la suave y negra melena de la sacerdotisa, deseoso de consolarla como habría hecho con la hija que nunca tuvo.

—No te avergüences de estos titubeos, pequeña —le aconsejó, sin olvidar que también a él le habían obsesionado los suyos—. Habla con el Príncipe de los Sacerdotes, él disipará tus resquemores con su inmensa sabiduría.

Crysania lo miró esperanzada.

—¿Querrá escucharme?

—Naturalmente —la tranquilizó Denubis—. Esta noche celebra audiencia, será el momento oportuno. Y no temas, tus preguntas no despertarán su cólera.

—De acuerdo —accedió la mujer en actitud resuelta—. Tienes razón, no debería haber librado esta batalla sin ayuda. Me sinceraré con nuestro dignatario, él alumbrará las tinieblas de mi espíritu.

Se levantó y, movida por un impulso, estampó un beso en la mejilla del clérigo.

—Gracias, amigo —susurró—. No quiero interrumpir por más tiempo tu trabajo.

Mientras la veía alejarse por la sala, ahora soleada, Denubis sintió un inexplicable pesar. Le asaltó un acuciante temor al imaginarse que, mientras él se hallaba en aquel lugar luminoso, la sacerdotisa se encaminaba hacia una vasta negrura. La luz que lo envolvía se tornaba más intensa a medida que la dama se sumía en unas tinieblas densas, escalofriantes.

Desconcertado, el eclesiástico se llevó la mano a los ojos. No había sufrido una momentánea alucinación, aquel resplandor lacerante, deslumbrador, brotaba de una fuente insondable para derramar belleza tan llena de misterio que no podía enfrentarse a ella. El aura, al penetrar en su cerebro, incrementaba su migraña hasta hacerla insoportable. «Debo prevenir a Crysania, detenerla, quizás estas visiones son premonitorias», pensó.

La luz lo subyugó, ahogando su alma en un océano de llamas. Pero de forma tan brusca como habían nacido, los destellos se fundieron en los tibios rayos solares y se instauró la atmósfera caldeada, agradable de unos minutos antes. Denubis estudió, perplejo, su entorno.

No estaba solo. Tras pestañear varias veces a fin de acostumbrarse a la penumbra, una penumbra que no era tal pero que a él así se lo pareció después de la experiencia vivida, distinguió la figura de un elfo que le escudriñaba fríamente. Era un anciano de pronunciada calvicie, poseedor de una barba cana, larga, atusada. Iba ataviado con una túnica blanca, se ceñía a su cuello el Medallón de Paladine y miraba a Denubis tan lleno de tristeza que éste sintió deseos de llorar, aunque ignoraba el motivo.

—Lo siento —se disculpó el clérigo con un hilo de voz si bien, al apoyar la mano en su castigada cabeza, descubrió que había cesado de dolerle—. No te he oído entrar. ¿Puedo ayudarte? ¿Buscas a alguien?

—Ya lo he encontrado —repuso el elfo sereno, controlado, pero sin que la congoja se desdibujara de sus rasgos—. Si, como presumo, tú eres Denubis.

—Lo soy —confirmó el eclesiástico—. Pero no logro identificarte, debes perdonar mi torpeza.

—Me llamo Loralon —anunció el recién llegado.

Denubis quedó sin aliento. Se hallaba frente a uno de los Sumos Sacerdotes elfos, una criatura que, años atrás, se había opuesto al ascenso de Quarath. Pero su rival era demasiado fuerte, lo respaldaban fuerzas poderosas que impidieron que fuera escuchado el mensaje de paz, de concordia entre los pueblos, del que Loralon era portador. Desalentado, el derrotado clérigo se refugió entre los suyos, en la hermosa tierra de Silvanesti que tanto amaba, prometiéndose a sí mismo que nunca volvería a pisar el suelo de Istar.

¿Qué hacía en la sala de los escribas?

—Sin duda has cometido un error y es al Príncipe de los Sacerdotes a quien quieres ver. Iré…

—No —lo interrumpió el anciano—, sólo hay una persona que me interesa en este Templo y eres tú, Denubis. Acompáñame, nos aguarda un largo viaje.

—¡Un viaje! —repitió el aludido boquiabierto, en el borde de la locura—. Es imposible, no he salido de Istar en los treinta años de servicio que…

—Ven, Denubis —atajó Loralon sin mudar su amable tono.

—¿Dónde? ¿Cómo? No comprendo —exclamó éste. Su interlocutor se erguía en el centro de la iluminada estancia, espiándole con una pesadumbre profunda, indescriptible, a la vez que alzaba la mano y la cerraba sobre el Medallón que exhibía en el cuello.

De pronto, al ver su gesto, Denubis comenzó a vislumbrar la razón de su venida. Paladine le había concedido el don de predecir el futuro. Lívido de terror, el bondadoso clérigo meneó la cabeza.

—No —susurró—. Es demasiado espantoso.

—No está todo decidido. Las balanzas se desequilibran, pero no se han volcado. Nuestro periplo puede ser temporal, o durar más tiempo del que acertaríamos a calcular. Sigueme, aquí no te necesitan.

El sacerdote elfo estiró el brazo y Denubis sintió una paz, una beatitud que ni siquiera había experimentado en presencia de su Príncipe. Inclinó la cabeza y asió la mano que Loralon le tendía, sin poder reprimir las lágrimas.

Crysania estaba sentada en un rincón de la suntuosa sala de audiencias del Príncipe de los Sacerdotes, unidas las manos en su regazo y con el rostro pálido, pero sosegado. Nadie que se hubiera detenido a observarla, habría detectado el torbellino que azoraba su alma. Nadie, salvo el personaje que acababa de entrar en la cámara y que, pasando desapercibido a los presentes, se había instalado en un umbrío recoveco para vigilar a la dama.

Al escuchar la voz musical del sumo mandatario, el extraordinario acierto con que dilucidaba los urgentes asuntos de Estado, aquella versatilidad que le permitía pasar, sin intervalo, de los temas políticos a otros de mayor trascendencia, los relativos a los enigmas del universo, Crysania se ruborizó. En medio de tanta sapiencia, ¿cómo osaría abordarlo para plantear sus mezquinas dudas?

Le vinieron a la memoria unas palabras de Elistan: «No recurras a otros cuando necesites respuestas, búscalas en tu corazón, pasa revista a tu fe. O bien hallarás la clave de tus anhelos, o llegarás al convencimiento de que son los dioses quienes la poseen, no el hombre».

Y así, absorta en sus cábalas, la sacerdotisa interrogaba a sus propias entrañas. Pero la paz que ansiaba se obstinaba en eludirla y, de pronto, decidió que quizá no había respuestas a sus disquisiciones. El contacto de una mano en su brazo interrumpió sus pensamientos. Cuando alzó la faz, sobresaltada, una voz siseó en su oído:

—Tus preguntas tienen respuesta, Crysania.

Reconoció aquel timbre y, dominada por un súbito nerviosismo, escudriñó las sombras de la capucha a fin de confirmar sus sospechas. No distinguió los rasgos, de modo que lanzó una fugaz mirada a la mano que la sujetaba y al atuendo de su dueño. Vestía una túnica de terciopelo negro, como imaginaba, mas no halló las runas plateadas que él solía lucir. Una vez más centró su atención en el semblante, no vislumbrando sino el resplandor de unos ojos ocultos, una tez lívida.

La mano abandonó su brazo y se izó a la altura del embozo para, despacio, descubrirlo. Crysania se sintió decepcionada al percibir que los ojos del supuesto hechicero no eran dorados, no tenían aquella forma de relojes de arena que se habían convertido en un símbolo. La piel no presentaba tintes dorados ni tampoco síntomas de debilidad, de dolencias corrosivas, tan sólo se dibujaban en ella las huellas del cansancio que producen las largas horas de estudio. Era aquél un hombre sano, atractivo, incluso, a pesar de la mueca de perpetuo cinismo que se plasmaba en los surcos de la boca y, en cuanto a su cuerpo, su extrema delgadez quedaba compensada por los músculos que lo fortalecían. El oscuro atavío revelaba el contorno de unos hombros anchos, de perfecta constitución, no la figura encorvada del mago que tanto turbaba a la sacerdotisa.

El aparecido sonrió y sus labios se separaron levemente, en una ambigüedad inconfundible.

—¡Eres tú! —exclamó Crysania, incorporándose.

Él depositó de nuevo la mano en su hombro y ejerció una ligera presión, para impedir que se levantara.

—Permanece sentada, Hija Venerable —instó a la dama—. Me uniré a ti, éste es un rincón tranquilo en el que podremos dialogar sin interrupciones.

Trazó un imperceptible sesgo en el aire y una silla, hasta entonces semioculta en el otro extremo de la sala, voló hasta él. La eclesiástica espió la asamblea con el temor reflejado en el rostro pero, si alguien se había percatado del prodigio, prefirió ignorarlo. Sus ojos se posaron entonces en el recién llegado, y enrojeció su tez al observar la expresión burlona con que la miraba.

—Estoy encantada de verte, Raistlin —dijo con acento formal a fin de disimular su sonrojo.

—También yo de hallarme a tu lado —fue la cortés respuesta del hechicero, pronunciada con aquel tono de superioridad que tanto la disgustaba—. Pero mi nombre no es Raistlin.

—Discúlpame —titubeó ella, encendidas ahora sus mejillas en un rubor purpúreo—. Tus rasgos, tu porte me han recordado a alguien que una vez conocí.

—Quizá desentrañe el misterio si te digo que, para todas estas criaturas que nos circundan, me llamo Fistandantilus.

La sacerdotisa se estremeció sin poder evitarlo, azuzada por la sensación de que las luces de la estancia se ensombrecían.

—No —repuso meneando, incrédula, la cabeza—. Eso es imposible. Viajaste a esta época remota para aprender del ser que acabas de mencionar.

—Te equivocas —insistió el interpelado—. Vine con el propósito de metamorfosearme en él.

—He oído contar historias sobre Fistandantilus —se obstinó la eclesiástica— y es abyecto, vil. —Durante todo este intercambio no había cesado de escrutar a su oponente, presa de un recelo teñido de espanto.

—Su perversidad ya no existe —contestó Raistlin—. Ha muerto.

—¿Has sido tú? —inquirió Crysania con un hilo de voz.

—De lo contrario él habría acabado conmigo —explicó el mago imperturbable—, como destruyó a tantos infelices. Era su vida o la mía.

—Hemos cambiado un influjo maligno por otro.

«¡La estoy perdiendo!», pensó Raistlin al advertir la desesperanza que ribeteaba aquellas palabras. La examinó en un perfecto mutismo mientras ella se revolvía en su asiento, ladeado el semblante. Vislumbraba tan sólo su perfil, más frío y puro que la luz de Solinari, mas esta esquiva postura no le impidió penetrar su espíritu, del mismo modo que disecaba a los pequeños animales que abría con su cuchillo en búsqueda de los recónditos secretos de la existencia. Desmembraba a unos para ver el pálpito de su corazón y, a la sacerdotisa, la desnudaba de sus defensas externas en un intento de leer en su alma.

Crysania escuchaba la voz melodiosa del Príncipe, dejándose impregnar de la paz que irradiaba. Su aparente beatitud, sin embargo, no engañó al suspicaz hechicero, quien recordaba el aspecto que ofrecía al entrar él en la sala. Avezado a adivinar las emociones que sus congéneres pretendían camuflar, no le había pasado desapercibida la delgada línea de su entrecejo, ni tampoco la sombra que entelaba sus ojos grises. Mantenía las manos enlazadas en su regazo, pero él vio cómo sus dedos arañaban el paño del vestido. Además, conocía su conversación con Denubis y las dudas que la agitaban, que arrastraban su fe al borde del precipicio. No había de resultarle difícil lanzarla al vacío y, si tenía un poco de paciencia, quizá la eclesiástica se arrojaría por su propia voluntad.

Reflexionó el mago sobre cómo ella se había sobresaltado al sentir su contacto así que, cuando menos lo esperaba, se inclinó hacia su muñeca y la aferró con firmeza. Crysania, en una reacción instintiva, trató de liberarse de su zarpa, pero no cedió. Indefensa, la dama alzó los ojos y le miró sin acertar a moverse.

—¿De verdad crees eso de mí? —preguntó Raistlin con el desencanto de quien, tras haber sufrido indecibles tormentos, constata que de nada sirvió su sacrificio.

La sacerdotisa, desencajada por el dolor que él le transmitía, hizo ademán de hablar, pero el nigromante prosiguió, dispuesto a hurgar en la herida.

—Fistandantilus tenía planeado volver a nuestro tiempo, aniquilarme, enseñorearse de mi cuerpo e iniciar su andadura allí donde la abandonara la Reina de la Oscuridad. Quería gobernar a su antojo a los dragones del Mal sabedor de que sus Señores, entre ellos mi hermana Kitiara, se arracimarían en torno a su estandarte. Así, la guerra habría asolado de nuevo la faz del mundo. Yo lo he salvado de esta amenaza —concluyó en tonos apagados.

Sus pupilas atraparon las de Crysania, como sus dedos aprisionaron la delicada muñeca. Al contemplarse en ellas, la sacerdotisa se vio reflejada en un espejo y se enfrentó no a la severa, pálida erudita que tenía a gala ser, sino a una mujer hermosa y tierna. Este contraste fue un revulsivo. De pronto, comprendió que el hechicero había confiado en su ayuda y ella le había defraudado. La pesadumbre que destilaba su voz era irresistible si bien, cuando de nuevo intentó manifestarse, Raistlin reanudó su parlamento, muy cerca de su oído.

—Conoces mis ambiciones —siseó—, no he tenido inconveniente en abrirte mi corazón. ¿Aspiro, acaso, a provocar una contienda que me permita conquistar el mundo? Kitiara, mi hermanastra, me visitó para proponérmelo y yo rehusé sin vacilaciones. Me temo que tú pagaste las consecuencias de aquella negativa —afirmó entre suspiros—. Le hablé de ti, Crysania, de tu bondad y tu poder, con tanto énfasis que ella montó en cólera y encomendó tu muerte a su esbirro de ultratumba, el caballero Soth. De ese modo esperaba desterrar tu influencia de mi espíritu.

—¿Es auténtica esa influencia? —indagó Crysania, que ya no se esforzaba en desembarazarse de su garra, con un temblor de júbilo en su timbre—. ¿Quizás he logrado que atisbes las sendas del Bien, de la Iglesia?

—¿De esta Iglesia? —corrigió Raistlin, entre amargo y desdeñoso. Retirando su mano de manera repentina se reclinó en su asiento, recogió los pliegues de su túnica y clavó en su oponente una mirada aún más sarcástica que la mueca de sus labios.

El desasosiego, la ira y un súbito sentimiento de culpa tiñeron los pómulos de la sacerdotisa de unas claras matizaciones rosadas, la gris intensidad de sus ojos se torno azúrea. Hasta sus labios tomaron color, confiriéndole una belleza que no escapó a la percepción de Raistlin pese a su esfuerzo por ignorarla. Este turbador descubrimiento le molestaba, amenazaba con desviarle de su propósito. Irritado, lo descartó y se concentró una vez más en su charla.

—No desconozco tus dudas, Crysania —declaró—, adivino tu profundo descontento. Has penetrado los entresijos de la Iglesia, eres tan consciente como yo de que sólo se intenta manipular el mundo a su albedrío en lugar de predicar las enseñanzas de los dioses. Has presenciado escenas en las que los clérigos, sedientos de supremacía, sellan pactos políticos, derrochan en banalidades el dinero que debería gastarse en alimentar a los pobres. Al catapultarte a la antigua Istar te proponías rehabilitar esta institución, demostrar que fueron otros, y no sus ministros, quienes obligaron a las divinidades a hundir bajo la montaña ígnea a los transgresores de sus leyes. Abrigabas la esperanza de acusar a los hechiceros de la hecatombe, ¿me equivoco?

Incapaz de afrontar este reproche, la dama apartó su semblante. Pero la humillación que la atenazaba era ostensible en sus más mínimos gestos.

Raistlin se mostró inconmovible.

—Se acerca el Cataclismo —aseveró—, los verdaderos sacerdotes ya han abandonado el Templo. Tu amigo Denubis, por ejemplo, ha partido esta misma tarde. Eres tú, Crysania, la única sierva del Bien que queda en la ciudad.

—Eso es imposible —susurró la eclesiástica, con los ojos desorbitados ante tan imprevista noticia.

Inspeccionó la sala y, por primera vez desde su llegada, prestó atención a los grupos que cuchicheaban lejos del Príncipe de los Sacerdotes. Los oyó parlotear sobre los Juegos, discutir acerca de la distribución de los fondos públicos y comentar la necesidad de formar ejércitos, único medio para aplastar a los rebeldes… todo en nombre de la Iglesia.

Y entonces, como si quisiera ahogar tan mezquinos conciliábulos, la voz dulce, armoniosa del máximo dignatario inundó su alma, calmando su zozobrante ánimo. El Príncipe seguía allí, en su trono, la invitaba a desechar la negrura y volverse hacia la luz donde su fe inquebrantable, pura, había de defenderla de cualquier tentación.

—Todavía existe la bondad en el mundo —dijo, fortalecida en sus convicciones—. Mientras este hombre sin mácula, elegido de los dioses, ostente el poder, no creo que estos últimos descarguen su ira sobre la Iglesia. Si, como relata la Historia, están a punto de invocar una hecatombe, es para castigar a quienes vuelvan la espalda a nuestro santo estamento.

Su tono era desapasionado, su serenidad irrefutable. Se levantó resuelta a salir y Raistlin, tras imitarla, se aproximó a ella sin cejar en su empeño. Ajena al escrutinio al que su interlocutor la sometía, la sacerdotisa prosiguió:

—O quizá las divinidades condenarán con su acción a todos cuantos se obstinan en ignorar el prudente mandato del Príncipe, la verdad que él simboliza. Sin duda él presiente la catástrofe e implora la piedad de los supremos hacedores en un desesperado intento de evitarla.

—Fíjate en ese «hombre sin mácula, elegido de los dioses» —le urgió el hechicero con su proverbial susurro.

Estirando la mano, Raistlin inmovilizó a Crysania y la forzó a mirar al mandatario. Agobiada por los remordimientos, enfurecida consigo misma por su flaqueza y por haber permitido que el nigromante ahondara en ella, la dama forcejeó con objeto de apartarse. Pero él la sujetaba con firmeza, el contacto de sus dedos le abrasaba la piel.

—¡Fíjate en esa criatura! —repitió el hechicero, al mismo tiempo que le hacía levantar la cabeza para que contemplara la luz, la gloria que rodeaba al sumo dignatario.

Sintió Raistlin que aquel cuerpo tan cercano al suyo se agitaba en un ligero temblor, y sonrió satisfecho. Adelantando su encapuchada cabeza hacia la de la mujer, le murmuró al oído:

—¿Qué ves, Hija Venerable?

No recibió más contestación que un gemido.

—Descríbemelo —insistió, tibio su aliento al rozar el pómulo femenino.

—Un hombre —balbuceó Crysania, llena de perplejidad ante la imagen que se revelaba a su examen—. Sólo un ser humano, exhausto y asustado. Advierto las arrugas de su tez, las pronunciadas bolsas oculares que denotan un continuo desvelo. De sus azules pupilas se desprende un temor, un pánico que nunca osaría confesar en público…

Comprendió, de pronto, la magnitud de sus palabras y calló, consciente de la proximidad de Raistlin, del poder que sobre su talante ejercía aquel cuerpo musculoso pese a hallarse embutido en una gruesa túnica de terciopelo. Desconcertada, se soltó de un violento tirón.

—¿En qué encantamiento me has sumido? —inquirió enfurecida, encarándose a su oponente.

—En ninguno, Hija Venerable, lo único que he hecho es desvirtuar el hechizo donde él se refugia de su miedo. Ese miedo será la causa de su caída y la posterior destrucción del mundo.

Crysania lo consultó con la mirada, remisa a aceptar tales afirmaciones. Quería que mintiera, lo necesitaba, si bien no tardó en recapacitar que, aunque así fuera, poco importaba. No podía engañarse a sí misma.

Confundida, abrumada, la dama dio media vuelta y, cegada por las lágrimas, abandonó a toda carrera la sala de audiencias.

Raistlin la espió mientras huía, insensible a su propia victoria. No cabía alegrarse por algo que había previsto de buen principio. Sentándose una vez más, ahora junto al fuego, asió una naranja de un frutero depositado sobre la mesa y, abstraído en sus cavilaciones, comenzó a mondarla sin desviar la vista de las llamas.

Alguien más, uno de los presentes en la cámara, observó la despavorida fuga de Crysania. También, aunque se mantuvo al margen, contempló cómo el hechicero comía la fruta, sorbiendo primero su jugo para luego engullir la pulpa.

Lívido su rostro en una mezcla de ira y aprensión, Quarath dejó la estancia y se encerró en su aposento, donde paseó inquieto hasta el alba.

11

La noche de los Hados

Fue conocida en la Historia como la «Noche de los Hados», la noche en la que los auténticos clérigos abandonaron Krynn. Dónde se dirigieron, cuál fue su destino, es algo que ni siquiera figura en las Crónicas de Astinus. Hay quien afirma haberlos visto en los trágicos días de la Guerra de la Lanza, tres siglos más tarde de su desaparición, y son numerosos los elfos que juran por lo más sagrado que Loralon, el más importante y devoto de los sacerdotes de su raza, recorrió las arrasadas tierras de Silvanesti, llorando su declive y bendiciendo los esfuerzos de cuantos se entregaron a la ardua tarea de reconstruirla.

Pero, para la inmensa mayoría de los habitantes de Krynn, el desvanecimiento de los verdaderos ministros del Bien pasó desapercibido. Sea como fuere, aquélla fue la Noche de los Hados en diferentes aspectos.

Crysania huyó de la sala de audiencias del Príncipe de los Sacerdotes movida por el desconcierto, por el temor. El desconcierto era fácil de explicar, había visto a la más perfecta criatura, un dignatario que aún reverenciaban los eclesiásticos de su tiempo, como un simple mortal asustado de su propia sombra, un hombre que se agazapaba tras sus hechizos y permitía que otros gobernaran en su nombre. Todas las dudas, los recelos que habían revuelto su alma cobraron vida con lacerante intensidad. En cuanto a su temor, no podía, o no quería, definirlo.

Al salir de la estancia corrió a trompicones, sin saber qué hacía ni a donde iba. Transcurridos los primeros minutos de incertidumbre, deseosa de serenarse, se refugió en un rincón, secó sus lágrimas y recobró la compostura perdida. Avergonzada de su pasajera pérdida de control, la sacerdotisa decidió presta su curso de acción.

Tenía que encontrar a Denubis, demostrar a Raistlin que se había equivocado.

Tras recorrer varios pasillos vacíos, iluminada por la exigua, tenue luz de Solinari, Crysania arribó al ala del Templo en la que se hallaba el aposento del clérigo. Aquélla historia de eclesiásticos que se esfumaban sin dejar rastro no podía ser cierta. Cuando vivía en el futuro, en su propia era, la dama nunca creyó las leyendas sobre la Noche de los Hados, que juzgaba un cuento infantil. Ahora que le había sido dado vivirla, aún estaba persuadida de que Raistlin cometía un error.

Avanzó sin pausa, familiarizada con el camino. Había visitado a Denubis en incontables ocasiones a fin de conversar sobre teología o historia, o bien para escuchar los relatos de éste acerca de su hogar.

Llamó con los nudillos, suavemente, y nadie contestó.

—Duerme —se dijo a sí misma, irritada por el súbito estremecimiento que agitó sus vísceras—. Ya ha pasado la hora de la Vigilia. No debo molestarle, regresaré mañana.

Pero golpeó una vez más la puerta, al mismo tiempo que pronunciaba el nombre del clérigo. Tampoco hubo suerte.

—Volveré —determinó, si bien su mano manipulaba el picaporte, desobediente a su voluntad de retirarse—. Denubis —susurró con un nudo en la garganta. Reinaba una gran oscuridad en aquella zona, que se asomaba a un patio interior y, así, no recibía los haces lunares—. ¡Esto es ridículo! —se reprendió severa, visualizando la turbación del clérigo y la suya propia si él, al despertar, se tropezaba con una figura femenina en la negrura de su dormitorio.

De nada le sirvieron estas recomendaciones, abrió la puerta de par en par y se apresuró a encender una vela encajada en su palmatoria. El orden, el recogimiento eran absolutos.

Los libros del eclesiástico, sus plumas y los documentos que a menudo tomaba prestados de la sala de escribas para concluir su labor yacían en el escritorio, como si hubiera abandonado la alcoba con la intención de regresar de inmediato. Incluso su ropa estaba allí, confirmando las esperanzas de la dama, pero un sentimiento de ausencia inundaba la cámara, tan fría y desnuda como el intocado lecho.

Por un instante el resplandor de la candela enteló la vista de Crysania y, al notar que le flaqueaban las rodillas, se apoyó en el quicio de la puerta. De nuevo se forzó a relajarse, a razonar. Extinguió la oscilante llama, la dejó en su lugar, cerró con firmeza la puerta y, haciendo acopio de energías, se encaminó hacia los pasillos donde estaba su dormitorio.

Debía admitirlo, había llegado la Noche de los Hados y, con ella, el fin de la institución a la que servía. Se acercaban las Fiestas de Invierno, y, según los anales de la Historia, dentro de trece días se desencadenaría el Cataclismo. Este pensamiento hizo que se detuviera. Débil, mareada, se asomó a una ventana abierta que daba al jardín, a esta hora bañado por los blancos resplandores de Solinari. Debía despedirse de sus planes, sus sueños, su propósito. Al regresar a su época tan sólo podría informar de un desesperante fracaso.

El plateado jardín danzaba en una nebulosa, la sacerdotisa estaba demasiado consternada para contemplarlo e imbuirse de su paz. Había encontrado una Iglesia corrupta, a un Príncipe incapaz de evitar la destrucción del mundo. Hasta había fallado en su designio de apartar a Raistlin de la oscuridad, sabía que el hechicero nunca la escucharía e intuía que, en este mismo instante, el nigromante se reía de su ingenuidad con su espantosa mueca burlona.

—¿Hija Venerable? —la invocó una voz.

—¿Quién eres? —preguntó ella, enjugando su llanto y tratando de aclararse la garganta. Tras pestañear varias veces escrutó la penumbra, justo a tiempo para vislumbrar una embozada figura que emergía de su manto. Estaba sin aliento, apenas pudo insistir en su demanda—: ¿Quién va?

—Me encaminaba hacia mis aposentos cuando te vi inclinada sobre el alféizar —anunció el recién llegado, que ni sonreía ni se mofaba. Ribeteaba su timbre una nota de cinismo, aunque provista de una extraña calidez que arrancó un trémulo suspiro de la sacerdotisa.

—Confío que no estarás enferma ni trastornada —dijo el aparecido, aproximándose a Crysania.

Era Raistlin quien la abordaba, no le cupo la menor duda pese a no vislumbrar su rostro, oculto tras la negra capucha. Sus ojos brillantes, fríos bajo los haces del argénteo satélite, lo identificaban de manera inequívoca.

—No —murmuró lacónicamente la eclesiástica.

Desvió presta la mirada, ansiando que se hubiera esfumado la huella de sus sollozos y haciendo un supremo esfuerzo para contenerlos. Fue inútil: el cansancio, las tensiones sufridas, la conciencia de su derrota exigían un desahogo, se manifestaba en sendos riachuelos que surcaban sus mejillas.

—Vete, te lo ruego —dijo Crysania con los párpados entornados y un salado y amargo sabor de boca, consecuencia de las lágrimas que se introducían en su paladar.

Sintió el tibio contacto de aquel cuerpo que la envolvía con su mera presencia, del suave terciopelo al acariciar su brazo desnudo. Olió un aroma especiado, mezcla de pétalos de rosa y los elementos de putrefacción —acaso alas de murciélago, el cráneo de algún animal inimaginable— que utilizaban los hechiceros en su arte. Paralizada por el penetrante efluvio, dio un respingo al percibir en su pómulo la caricia de unos dedos delgados, sensibles, fuertes, transmisores de un extraño calor.

O bien la mano desalojó las lágrimas o éstas se evaporaron bajo su ardiente textura, Crysania no logró adivinarlo. Alzaron las yemas su mentón para apartarla de la luz nocturna y la dama quedó petrificada, ahogada por su propio pálpito. Mantuvo los ojos cerrados, temerosa de lo que podían ver, aunque sus sentidos permanecieron despiertos a aquel cuerpo enteco que la abrazaba con dulzura, perturbador.

De pronto, Crysania deseó que la negrura de Raistlin la cobijase, la reconfortara en su desasosiego, anheló que su llama abrasadora conjurara el frío de sus entrañas. Levantó los brazos, estiró las manos en su busca, mas él se había esfumado. Oyó el crujir de sus ropajes al retroceder por el callado corredor.

Sobresaltada, la sacerdotisa abrió los ojos. Apretó, de nuevo llorosa, la mejilla contra el ventanal, si bien ahora sus lágrimas eran de júbilo.

—Gracias, Paladine —susurró—. El camino se abre despejado ante mí, no te decepcionaré.

Una figura arropada en su negra túnica surcaba las dependencias del Templo. Todos cuantos se tropezaban con la criatura se hacían a un lado presos del pánico, amedrentados por la cólera que se adivinaba, aunque invisible, bajo su lóbrega capucha.

Al fin Raistlin se adentró en el pasillo de su aposento, se introdujo en la penumbra de éste y, tras dar un seco portazo que casi resquebrajó la hoja, prendió una fogata mediante un gesto arcano. Las llamas chisporrotearon en la chimenea y el mago empezó a caminar de uno a otro lado de la estancia, profiriendo maldiciones contra sí mismo, hasta sentirse demasiado cansado para andar. Se desplomó entonces en una butaca, y contempló el ígneo espectáculo con ojos febriles.

«¡Insensato —se amonestó—, debería haberlo previsto! ¿Cómo no he imaginado que este cuerpo posee, a pesar de su fortaleza, la gran debilidad que comparten todos los seres vivos? Por muy inteligente, disciplinado que sea, aunque crea tener bajo control mis emociones, una de ellas, invencible, se agazapa en las sombras como un ave rapaz, dispuesta a saltar sobre mí. —Emitió un gruñido de rabia y se clavó las uñas en la carne, con tal violencia que no tardó en brotar sangre—. Todavía puedo verla, admirar su tez de marfil y sus pálidos labios. Huelo su cabello, siento la ondulante suavidad de su persona cerca de mí.

»¡No! —se rebeló en un alarido—. No permitiré que eso suceda. O quizás… ¿Y si la sedujera? —se dijo de pronto—. Así caería en las redes de mi poder».

Tal idea se le antojó tentadora, provocó en sus entrañas un arrebato de deseo que convulsionó todas sus vísceras, mas el talante calculador, lógico, que siempre lo alentaba se sobrepuso al momentáneo ardor.

«¿Qué sabes tú del amor, de los raptos de los sentidos? —se preguntó—. Eres un niño en tales cuestiones, más ignorante que el mentecato de Caramon».

Las imágenes de su adolescencia poblaron su memoria como una tempestad. Frágil y enfermizo, conocido por sus mordaces sarcasmos y su carácter hosco, Raistlin nunca atrajo la atención de las mujeres, a diferencia de su apuesto hermano. En aquella época, no obstante, lo absorbían tanto sus estudios de magia que apenas percibió la pérdida. Sin embargo, tuvo la oportunidad de experimentar una relación amorosa. Una de las novias de su gemelo, hastiada de la conquista fácil, decidió que aquella oscura réplica del guerrero podía resultar interesante. Hostigado por las bromas de su hermano, y de sus compañeros, Raistlin cedió a las insinuaciones de la joven, y ambos se embarcaron en una aventura que había de constituir un rotundo fracaso. La muchacha se entregó a los brazos de Caramon y el hechicero, por su parte, constató lo que ya sospechaba: sólo hallaría el auténtico éxtasis en el mundo arcano.

Pero su cuerpo, ahora más joven, más vital, más semejante al de su gemelo, bullía en una pasión que antes nunca sintiera. Anhelaba ceder a su dictado, se debatía contra el raciocinio que le aconsejaba desoír la apremiante llamada. Tras una encarnizada lucha, venció la mente.

«Acabaría por destruirme a mí mismo —comprendió— y, en lugar de favorecer mis designios, los entorpecería. Crysania es una criatura virginal, pura de cuerpo y de alma. En esa pureza radica su fuerza, la necesito moldeada pero intacta».

Una vez tomada tan firme resolución, habituado a ejercer un perfecto dominio sobre su naturaleza humana a través del cerebro, el joven mago se relajó y acomodó en la butaca, dejando que el agotamiento se adueñara de él, lo acunara. El fuego se redujo a rescoldos, sus ojos se cerraron para inducirlo al descanso que renovaría sus energías.

Pero, antes de abandonarse al sueño, sentado aún en el sillón, vislumbró una solitaria lágrima que brillaba a la luz de la luna con una vivacidad nada halagüeña.

La Noche de los Hados seguía su curso en el interior del Templo. Un acólito fue despertado en lo más profundo de su reposo con la orden de presentarse ante Quarath, al que halló en su dormitorio.

—¿Me has mandado llamar, señor? —preguntó al clérigo elfo sin poder reprimir un bostezo. Tenía un aspecto desaliñado ya que, inevitablemente, se había puesto la túnica al revés en su prisa para atender al requerimiento de su superior en una hora tan intempestiva.

—¿Qué significa este informe? —inquirió Quarath, a la vez que señalaba un pergamino depositado en su escribanía.

El acólito se inclinó hacia adelante para leerlo, frotándose los embotados ojos a fin de extraer alguna coherencia de su contenido.

—Sólo lo que dice, señor —anunció al cabo de unos segundos.

—¿Que Fistandantilus no es el responsable de la muerte de mi esclavo? —se asombró el eclesiástico—. Me cuesta creerlo.

—Es del todo cierto, puedes interrogar tú mismo al enano —repuso el somnoliento joven—. Confesó, después de ser persuadido con una suma substancial de monedas de plata, que había alquilado sus servicios la persona que aquí se menciona, porque deseaba vengarse de la Iglesia. Al parecer, esta institución ha requisado sus propiedades en los aledaños de la ciudad.

—¡Conozco bien la causa de su inquina! —exclamó Quarath—. Y matar a mi esclavo es una acción muy propia de Onygion, insidioso y cobarde. No se atreve a encararse conmigo.

Se hizo el silencio hasta que, transcurridos unos minutos, el elfo inquirió, al mismo tiempo que clavaba en el acólito una aviesa mirada:

—¿Por qué fue ese gladiador y no otro quien cumplió el encargo?

—El enano me aseguró que se debía a un negocio secreto entre Fistandantilus y él. El primer «trabajo» de esta índole que surgiera había de ser encomendado a Caramon.

—Eso no figura en el manuscrito —comentó Quarath sin desviar los ojos de su interlocutor.

—No —admitió éste, ruborizándose—. No me gusta la idea de referirme por escrito al mago. Podría leer su nombre, y temo su reacción.

—No te reprocho que tomes ciertas precauciones —contestó el eclesiástico—. De acuerdo, me doy por satisfecho. Puedes retirarte.

El acólito hizo una callada reverencia y volvió, aliviado, al lecho.

Quarath no imitó a su subordinado sino que pasó varias horas en su estudio, concentrado en examinar el informe.

—Pronto seré más asustadizo que el Príncipe de los Sacerdotes, quien ve sombras donde no las hay —susurró tras un largo rato de exhaustivas meditaciones—. Si Fistandantilus quisiera acabar conmigo le bastaría con chasquear los dedos, debería haber comprendido que éste no es su estilo. De todas maneras, en la sala de audiencias no se ha separado de la sacerdotisa —agregó en un mar de dudas—. ¿Con qué intenciones? Acaso tan sólo con las que cabe imaginar —se tranquilizó—, no deja de ser un humano y, esta vez, el cuerpo del que se ha investido es más vital que los que suele arrastrar.

El elfo esbozó una sonrisa mientras ordenaba la escribanía y archivaba el pergamino, con su acostumbrado esmero. «Se acercan las Fiestas de Invierno —recapacitó—, apartaré de mi mente el asunto hasta que hayan concluido las celebraciones. Además, no está lejos el día en que el Príncipe invocará a los dioses para que extirpen el Mal de la faz de Krynn y, cuando eso suceda, tanto Fistandantilus como sus seguidores tendrán que refugiarse en las tinieblas que los engendraron». Bostezó y se desperezó, no sin antes resolver que se ocuparía de Onygion con toda celeridad.

La Noche de los Hados había llegado casi a su término. Los albores matutinos despuntaban en el horizonte mientras Caramon, tumbado en su alcoba, contemplaba su línea grisácea. Mañana participaría en otra sesión de los Juegos, los primeros desde el accidente.

La vida no había sido grata para el gladiador en los últimos días. Nada cambió en apariencia, los otros luchadores eran veteranos que conocían a fondo los entresijos del espectáculo, su auténtico significado.

—No es un mal sistema —le aseguró Pheragas, encogiéndose de hombros, la mañana siguiente a la intrusión de Caramon en el Templo—. Es mejor que matar a millares de hombres en el campo de batalla. Aquí, si un noble sufre la afrenta de otro soluciona su feudo en privado y, de este modo, todos quedan satisfechos.

—Salvo el inocente que sucumbe a una causa que ni le interesa ni comprende —objetó el guerrero enfurecido.

—No seas pueril —lo reprendió Kiiri, que bruñía con ahínco una daga falsa—. Tu mismo actuaste en un tiempo como mercenario, y no creo que te preocupasen mucho los objetivos que defendías. ¿Acaso no te vendías al mejor postor, al que más pagaba? ¿Habrías luchado por otros motivos?

—Por supuesto que sí —protestó Caramon—. A decir verdad, siempre guerreaba al lado de quienes merecían mi aprobación, no por dinero. Elegía mi bando escrupulosamente, nunca ayudé a un litigante sin creer en la bondad de sus propósitos. Aunque me ofrecieran soldadas importantes las rechazaba de no estar convencido, y mi hermano pensaba como yo. Juntos… —enmudeció, con un nudo en la garganta.

—Además —prosiguió la nereida ignorando su vehemente discurso—, estos contratiempos confieren a los Juegos un elemento de tensión nada desdeñable. A partir de ahora te batirás mejor.

El hombretón rememoraba esta charla en la media luz del amanecer y trataba de extraer conclusiones con su mente metódica, lenta. Quizá Pheragas y Kiiri tenían razón, quizá se comportaba como el niño que llora cuando su juguete preferido, el más bonito, le produce un corte doloroso. Pero, tras enfocar los argumentos de sus amigos desde mil puntos de vista, decidió que ambos se equivocaban. Todo hombre ostentaba el derecho de escoger su forma de vida, su manera de morir. Sin el libre albedrío la existencia carecía de sentido, nadie podía determinar el destino de otro.

En esta hora ambigua, indefinida, un peso aplastante cayó sobre los hombros de Caramon, quien se incorporó y, apoyado en el codo, escudriñó la estancia sin apenas distinguir el entorno. Si estaba en lo cierto, si cualquier criatura debía tener su oportunidad, ¿por qué se obstinaba en recuperar a su hermano? Raistlin había preferido adentrarse en las sendas del Mal en lugar de seguir las de la luz, y él se reservaba la prerrogativa de alejarlo de su camino. ¿No era esto obrar en contra de sus propios principios?

Sus pensamientos se remontaron a la época que evocara, sin proponérselo, mientras hablaba con Kiiri y Pheragas, aquellos días anteriores a la Prueba que fueron los más felices de su vida.

Recordó, en efecto, sus tiempos de mercenario en compañía de su gemelo. Se complementaban a la perfección y siempre fueron bien acogidos por los nobles pues, aunque los guerreros abundaban como las hojas en los árboles, encontrar magos dispuestos a colaborar en la pugna era ya otro cantar. Al principio muchos aristócratas desconfiaban del aspecto frágil, quebradizo de Raistlin, pero pronto les ganaba su valor y, naturalmente, su destreza. La pareja de hermanos recibía lucrativos encargos, estaba muy solicitada entre los señores solariegos.

Sin embargo, no se dejaban impresionar por las cuantiosas ofertas. Como el guerrero le dijera a Kiiri, sólo emprendían empeños dignos de su respeto. «Gracias a Raistlin —recapacitó el guerrero nostálgico—. Yo habría combatido para cualquiera que me lo hubiese propuesto; la causa, como insinuó la gladiadora, poco me importaba. Era él quien insistía en que debía ser justa, rechazó más de un trabajo por considerar que entrañaba ayudar a un ser más fuerte a aumentar su poder y, así, devorar a otros menos afortunados».

«¡Y pensar que mi hermano hace ahora lo que tanto condenaba! —exclamó el hombretón sin alzar la voz, fija la mirada en el techo—. ¿O quizá no? Los magos afirman que crece a expensas de los más débiles, pero no puedo fiarme de ellos. Par-Salian incluso admitió que fue él quien le lanzó al abismo y, por otra parte, Raistlin ha desembarazado al mundo del abominable Fistandantilus, una acción que todos han de calificar de beneficiosa. La otra noche, en el Templo, él mismo me prometió que nada tuvo que ver con la muerte del bárbaro, de modo que no ha cometido ninguna felonía. ¿Es censurable que se perfeccione en su dotes arcanas? Acaso lo hemos juzgado mal, no tengo derecho a imponerle una manera de proceder sólo porque a mí me parece la correcta».

Suspiró y, cerrando los ojos con el ánimo indeciso, preguntándose qué debía hacer, no tardó en quedar dormido. Su atormentada mente se colmó de los añorados aromas de los pastelillos de Tika, en un sueño inquieto pero reparador.

El sol iluminó el cielo, la Noche de los Hados había terminado. Tasslehoff se irguió en su camastro y decidió que él, personalmente, impediría el Cataclismo.

12

El incorregible Tas

—¡Alterar el tiempo! —vociferó Tas con su proverbial entusiasmo, encaramándose a la tapia del jardín y saltando en medio de un macizo de flores, uno de los muchos que embellecían el sagrado recinto del Templo.

Había en el vergel varios clérigos que, en pequeños grupos, comentaban la algazara que presidiría las próximas Fiestas de Invierno. Remiso a interrumpir sus conversaciones, el kender obró de acuerdo con los cánones de la más estricta cortesía: se estiró entre las flores hasta que los paseantes se hubieron alejado, pese a que al hacerlo, empolvó sus vistosos calzones azules.

Se le antojó agradable tumbarse junto a las rosas rojas, llamadas Hiemis por ser éste el término que designaba la estación invernal, única en la que crecían. La temperatura era cálida, demasiado al decir de los habitantes de Istar. Tasslehoff sonrió socarrón, mientras recapacitaba que los humanos no sabían lo que querían. Si hiciera frío, como correspondía a esta época del año, también se lamentarían. Normal o no, la brisa tibia resultaba deliciosa. Quizá se hacía un poco difícil respirar a causa de la humedad, pero en la vida no se puede tener todo.

Escuchó interesado a los clérigos que por allí pasaban y resolvió que las Fiestas debían de ser tan espléndidas, que consideraría la posibilidad de asistir. Aquella misma noche se celebraría la inaugural, si bien terminaría temprano ya que todos necesitarían dormir, prepararse para los grandes acontecimientos que se iniciarían al alba del día siguiente y se prolongarían durante algunos días. Era ésta la última manifestación de júbilo popular antes de que se instalaran los hielos y los crudos vientos invernales.

«Quizás acuda al acto de hoy», pensó. Había imaginado que una conmemoración organizada en el Templo había de ser solemne, magna pero, también, tediosa, al menos desde su perspectiva de kender. Pero tal como la describían los sacerdotes parecía prometedora.

Caramon lucharía al día siguiente, siendo los Juegos una de las actividades cumbre de la temporada. La lid determinaría qué grupos habían de enfrentarse en la ronda final, la última antes de que los rigores atmosféricos forzasen la clausura del circo hasta la primavera. Los vencedores de este postrer enfrentamiento obtendrían la libertad, si bien se había prefijado quiénes serían —los gladiadores que apoyaban al guerrero— y tal noticia había sumido a Caramon en una honda depresión.

Tas meneó la cabeza y se dijo que nunca comprendería a su amigo. Le sorprendía toda aquella cháchara sobre el honor cuando, en realidad, sólo se trataba de un juego. En cualquier caso, el estado del hombretón le facilitaba las cosas. No había de serle difícil escabullirse y disfrutar con plenitud.

Pero no, no podía hacerlo. Tenía un asunto grave que atender, impedir el Cataclismo era más importante que un par de fiestas. Debía sacrificar su propia diversión a tan elevada causa.

Sintiéndose recto y noble, aunque quizás un poco aburrido, el kender espió a los clérigos irritado, deseoso de que se esfumaran sin tardanza. Al fin su deambular los llevó al interior del edificio, y el jardín quedó vacío. Tras exhalar un suspiro de alivio Tas se incorporó, recompuso su empolvado atuendo, arrancó una rosa para engalanar su copete de acuerdo con la estación y, presto, se encaminó hacia el Templo.

También el recinto estaba decorado en armonía con las festividades que se avecinaban. La belleza, el esplendor de sus estancias, dejaron a Tas sin resuello. Contempló su entorno embelesado, maravillado frente a los centenares de rosas Hiemis que, criadas en los vergeles de todo Krynn, habían sido transportadas hasta el Templo al efecto de que, con su dulce fragancia, impregnaran los corredores. Las coronas y guirnaldas de arbustos de flor perenne aportaban al conjunto su aroma especiado, silvestre, reverberando la luz solar en sus hojas puntiagudas o de sierra, enlazadas mediante cintas de terciopelo encarnado y plumas de cisne. En casi todas las mesas había cestas de frutos raros, exóticos, obsequios llegados de los confines de Ansalon para disfrute de los moradores del santuario, uniéndose a su colorido las innumerables fuentes de pasteles y golosinas. Tas no pudo por menos que pensar en Caramon y se apresuró a atiborrar sus bolsas, seguro de que aquellos manjares harían las delicias de su compañero. Nunca lo había visto entristecido ante una torta de almendra cubierta de azúcar lustre.

El kender recorrió las salas exultante de júbilo, tanto que a cada instante olvidaba el motivo de su venida y tenía que recordarse a sí mismo su trascendental misión. Nadie reparaba en él, los clérigos estaban demasiado ocupados en discutir sobre las celebraciones, los espinosos asuntos de gobierno o ambas cuestiones. Pocos fueron los que se volvieron a fin de examinar al intruso y, cuando un guardián le lanzaba una mirada severa, Tas se limitaba a sonreirle, saludar y seguir su camino. Constató así la veracidad de un antiguo proverbio de su raza: «No cambies de color para mimetizarte con los muros, finge pertenecer al ambiente y serán ellos los que se adaptarán a ti».

Después de doblar incontables recodos, de hacer varias pausas con el propósito de investigar objetos interesantes —algunos de los cuales fueron a parar al fondo de sus saquillos—, Tasslehoff se introdujo en el único corredor que no estaba adornado, que no atestaban alegres criaturas ajetreadas en los preparativos de las celebraciones, que permanecía aislado de la algazara. Ni siquiera resonaban en sus paredes las voces de los coros que ensayaban los himnos especiales de la ocasión, y sus cortinas se hallaban corridas para obstruir la radiante luz solar. Era frío, oscuro, amenazador, más aun de lo habitual por el contraste que ofrecía con el resto del Templo.

Tas surcó el pasillo de puntillas, no por miedo a ser descubierto, sino porque el silencio y la soledad que lo cercaban parecían exigirle esta conducta, anunciarle que incurriría en una grave falta de no respetar la lóbrega quietud. Lo último que el kender deseaba era ofender a un corredor, así que acató su mandato sin que cruzara por su mente la idea de observar a Raistlin, de sorprenderle en el acto de realizar algún prodigio sobrecogedor.

Al aproximarse a la puerta oyó la voz del mago y, a juzgar por el tono que empleaba, supuso que tenía un visitante.

«¡Qué contrariedad! —se lamentó el hombrecillo en su fuero interno—. Habré de esperar a que se vaya esa persona para hablar con él, y mi empeño es de la mayor urgencia. Me pregunto cuánto tiempo durará su entrevista».

Aplicando el oído al cerrojo con la exclusiva finalidad, por supuesto, de averiguar si la secreta conferencia se hallaba en pleno apogeo o estaba a punto de concluir, dio un respingo al detectar un timbre femenino dentro de la alcoba.

«Me resulta familiar —reflexionó, a la vez que aguzaba sus sentidos—. ¡Claro, es Crysania quien habla! ¿Qué hace aquí?».

—Tienes razón, Raistlin —declaró la dama con un suspiro—, se agradece esta tranquilidad en medio del bullicio de los exuberantes pasillos. La primera vez que recorrí la zona donde ahora estamos me sentí atemorizada. Puedes reírte si quieres, pero es cierto. En particular el corredor se me antojó gélido, desolador, si bien ahora son las otras dependencias las que me asfixian con su exarcebada calidez. La decoración de las Fiestas contribuye a apesadumbrarme, me indigna este despilfarro cuando tantos necesitados podrían gozar de un cierto bienestar si se les entregase tan sólo una pequeña suma de dinero.

Se interrumpió, y Tas percibió un murmullo de ropa. Intrigado por el repentino silencio, el kender cesó de escuchar para otear el panorama. A través del ojo de la cerradura distinguió el interior del aposento donde, pese a estar echado el cortinaje, brillaba la tenue luz de unas velas. Crysania estaba sentada frente al hechicero, sin duda el crujido que antes detectara fue producido por algún gesto de impaciencia de la sacerdotisa. Tenía la cabeza apoyada en la mano, y la expresión de su rostro denotaba perplejidad, confusión.

No fue este hecho lo que desorbitó las pupilas de Tasslehoff, sino el cambio que se había operado en la mujer. Habían desaparecido su sobria túnica blanca, el no menos discreto peinado. Al igual que las otras sacerdotisas del Templo vestía un ropaje albo, sí, pero profusamente bordado, y en sus brazos desnudos un brazalete dorado realzaba la pureza de su piel. El cabello, antes recogido, caía ahora en cascada sobre sus hombros, suave como un chal de seda. Incluso se adivinaba una nota de color en sus pómulos, un calor en aquellos ojos que observaban a la figura de Túnica Negra sentada a escasa distancia, de espaldas a Tas.

«Tika estaba en lo cierto», decidió el kender.

—No sé por qué vengo aquí —dijo Crysania tras una breve pausa.

«Yo sí» masculló Tas, ladeando de nuevo la faz para que sus tímpanos captasen la conversación.

—Siempre que te visito —continuó la voz femenina— me anima una ferviente esperanza, que tú te encargas de trocar en desaliento. Intento mostratre el camino de la justicia, de la verdad, persuadirte de que sólo adentrándote en esa senda restituirás la paz al mundo, pero tú tergiversas mis palabras en tu propio interés.

—Te equivocas —repuso Raistlin—. Tú concibes preguntas y yo me limito a abrir tu corazón para ayudarte a darles forma. Los titubeos no parten de mí, y así debe ser —añadió, con un nuevo murmullo que indicaba acercamiento—; no creo que Elistan apruebe la fe ciega.

Tas advirtió la nota de sarcasmo que se desprendía de la voz del mago, pero Crysania no delató la menor suspicacia en su franca respuesta.

—No, mi anciano superior nos invita a inquirir sobre todo aquello que no comprendamos —explicó— y, con frecuencia, nos recuerda el ejemplo de Goldmoon, quien propició merced a sus preguntas el regreso de los auténticos dioses. Pero tu caso es distinto, en lugar de ilustrarme me propones interrogantes que me sumen en el desconcierto, en la consternación.

—Conozco esas emociones —susurró el hechicero, tan quedamente que el kender apenas le oyó.

La sacerdotisa se agitó en su asiento y Tas, al detectar su movimiento, se arriesgó a dar una rápida ojeada. Raistlin estaba a su lado, posada la mano en el blanco brazo. Al pronunciar él su breve frase Crysania se había aproximado aún más para, en un gesto instintivo, cubrir su mano con la suya. Habló al fin la dama, en un tal acceso de esperanza, júbilo y amor que el cuerpo del hombrecillo se estremeció hasta en los más hondos recovecos.

—¿Eres sincero conmigo? —indagó—. ¿He logrado ejercer alguna influencia sobre tus inquebrantables convicciones? No, no apartes los ojos. Veo en tus rasgos que no he orado en el desierto, que me hallo presente en tus meditaciones. ¡Nos asemejamos tanto el uno al otro! Lo supe desde nuestro primer encuentro, aunque esboces esa sonrisa burlona. Adelante, mófate, no me harás vacilar. En la Torre afirmaste que mi ambición no es inferior a la tuya y tenías razón. Nuestras aspiraciones adoptan formas distintas, pero son tan antagónicas como en principio pensaba. Ambos llevamos una existencia solitaria, consagrada al estudio, sin confiarnos ni siquiera a los seres más allegados. Tú te envuelves en penumbras y, sin embargo, he podido penetrar su manto, descubrir la luz, el calor…

Tas aplicó el ojo a la cerradura, no quería perderse la escena. «¡Va a besarla! —aventuró excitado—. ¡Esto es fantástico, imagino la reacción de Caramon cuando se lo cuente!».

«¡No vaciles, necio! —urgió impaciente a Raistlin, que aferraba con sus manos los brazos de la mujer—. ¿Cómo puedes resistirte? —insistió clavados los ojos en los labios entreabiertos de Crysania, en el brillo de sus pupilas».

De pronto, el hechicero soltó a su oponente y se levantó, dándole la espalda.

—Será mejor que me dejes —le rogó en hosca actitud mientras Tasslehoff se apartaba, decepcionado, de la puerta.

Apoyóse el hombrecillo en el muro y, en esta postura, oyó unas ásperas toses, sucedidas por la acariciadora voz de la sacerdotisa al tratar de apaciguar el inesperado ataque.

—No es nada —la tranquilizó el nigromante, a la vez que abría la puerta—. He sido víctima de arrebatos similares en los últimos días. ¿No adivinas la causa? —Tasslehoff se apretó contra la pared, temeroso de interrumpirles y, también, de perderse algo interesante—. ¿No has sentido nada?

—Quizá sí —respondió, cauta, Crysania—. ¿A qué te refieres?

—A la ira de los dioses —dijo Raistlin. No era esto lo que esperaba la eclesiástica, si bien a Tas le pareció una evasiva muy propia del mago. Desalentada, la dama cejó en su empeño—. Su furia se abate sobre mí, como si el sol se aprestara a incendiar nuestro planeta. Acaso sea la inminente catástrofe el motivo de nuestra infelicidad.

—Es posible —disimuló ella.

—Mañana será el equinoccio —prosiguió el hechicero— y, dentro de trece días, el Príncipe de los Sacerdotes expondrá su demanda. Así lo ha planeado junto a sus ministros. Las divinidades lo saben, de modo que le han enviado una advertencia: la desaparición de los clérigos. Pero de nada les sirve, el dignatario no ha prestado atención al aviso. A partir de este momento las señales del cielo adquirirán una creciente fuerza, una mayor claridad. ¿Has leído las Crónicas de los Trece Últimos Días, de Astinus? No constituyen un texto agradable, y vivir la experiencia que relatan resultará todavía más ingrato.

—Vuelve con nosotros antes de que se cumplan los presagios que te atormentan —le propuso la dama, iluminado su semblante—. Par-Salian dio a Caramon un ingenio mágico que nos catapultará a nuestro tiempo. El kender aseguró…

—¿De qué ingenio hablas? —preguntó Raistlin, con un extraño tono que provocó un escalofrío en la espina dorsal de Tas y el sobresalto de Crysania—. ¿Qué aspecto tiene, cómo funciona?

—Lo ignoro —admitió, desolada, la sacerdotisa.

—Yo puedo informarte —ofreció Tasslehoff, abandonando su escondrijo—. Disculpadme, no era mi intención asustaros. Por cierto, felices Fiestas de Invierno a ambos —les deseó para mitigar la tensión y extendió la mano, que nadie apretó.

Tanto Raistlin como Crysania lo escrutaron con la expresión que uno adoptaría al hallar una araña viva en su ropa. Sin impresionarse por sus rostros desencajados el kender reanudó su plática, embutida la desdeñada mano en el bolsillo.

—Ese objeto que tanto te interesa es algo espléndido, muy curioso —comenzó a divagar pero, al ver que el nigromante encogía los ojos de una manera poco halagüeña, procedió a describirlo sin más preámbulos—. Verás, cuando está desdoblado se asemeja a un cetro, coronado por una bola repleta de incrustaciones de joyas. Tiene el tamaño de un brazo, tal es su envergadura —añadió, separando sus miembros para dar una idea más exacta—. Pero Par-Salian invocó un hechizo…

—Y se cerró sobre sí mismo hasta reducirse a las dimensiones de un huevo —colaboró Raistlin.

—¡Exacto! —se entusiasmó Tas—. ¿Cómo lo sabes?

—He tenido ocasión de ver ese artefacto —contestó el mago, ribeteada de nuevo su voz de un singular sonido, un temblor que delataba ¿miedo? ¿nerviosismo? El kender no atinó a distinguirlo.

—¿Qué es lo que te inquieta? —inquirió Crysania, que también se había apercibido de su enigmático timbre.

Raistlin no reaccionó, su semblante se había convertido en una máscara impenetrable.

—No debo precipitarme, estudiaré el asunto a fondo antes de darte más explicaciones —siseó al fin—. Y tú, ¿qué hacías detrás de la puerta? —interrogó a Tasslehoff con sus fulgurantes iris clavados en el hombrecillo—. ¿Te trae algún encargo, o simplemente te dedicas a escuchar las conversaciones ajenas?

—¡Por supuesto que no! —se rebeló Tas ofendido—. He de hablar contigo, si la sacerdotisa ha terminado, claro —rectificó al observar la indignación de la dama.

—¿Nos veremos mañana? —insinuó ésta, dirigiéndose al mago y asumiendo frente al kender la altivez que la caracterizaba.

—No lo creo —negó Raistlin—. No asistiré a la gran fiesta.

—Yo tampoco pensaba ir —balbuceó Crysania.

—Cuentan con tu presencia —la reprendió el hechicero—. Además, he descuidado mis deberes demasiado tiempo para disfrutar del placer de tu compañía.

—Comprendo —se resignó la mujer. Se mostró distante, indiferente, pero Tas adivinó la frustración que se ocultaba tras esta actitud—. Buenos días, caballeros —se despidió al constatar que Raistlin guardaba silencio, firme en su rechazo.

Inclinando la cabeza en una leve reverencia, Crysania dio media vuelta y se alejó por el sombrío corredor. Sus ropajes blancos, en su sutil revoloteo, parecían absorber la escasa luz para llevarla consigo.

—Saludaré a Caramon de tu parte —vociferó Tas antes de que se desvaneciera tras el recodo, si bien ella no se dignó mirarle—. Me temo que el guerrero le causó una pésima impresión —añadió con los ojos puestos en Raistlin—, aunque no es de extrañar, pues, cuando se conocieron, tu hermano estaba dominado por el aguardiente enanil.

—¿Has venido para hacer una apología de ese grandullón? —indagó Raistlin en un nuevo acceso de tos—. Porque si es así, tendré que rogarte que partas sin demora.

—¡Oh, no! —se apresuró a desmentir el kender—. Estoy aquí con el único propósito de impedir el Cataclismo.

Por primera vez en toda su existencia, el hombrecillo pudo vanagloriarse de dejar perplejo al inperturbable mago. Sin embargo, no duró mucho su satisfacción. La faz de su oponente palideció, los espejos de sus pupilas se diluyeron como invitando al espantado kender a penetrar las ominosas, ardientes profundidades que salvaguardaban. Sus manos, tan fuertes como las garras de un depredador, se hundieron en su carne dolorosamente y, al cabo de unos segundos, Tasslehoff se encontró en el interior del dormitorio. Cerróse la puerta con estrépito y, sin contemplaciones, Raistlin lo imprecó.

—¿Cómo se te ha ocurrido semejante idea? ¿Quién te la ha dado?

Tas retrocedió unos pasos y examinó la estancia angustiado, obediente a un sabio instinto que le aconsejaba buscar un lugar donde ocultarse.

—Fuiste tú —balbuceó— o, para ser más exactos, algo que dijiste sobre las alternativas que ofrecía mi viaje en el tiempo. La otra noche comentaste que este hecho podía cambiar el curso de la Historia, y evitar la catástrofe se me antojó un buen comienzo.

—¿Cuáles son tus planes? —siguió interrogando el nigromante, tan encendida su persona que el kender sudaba con sólo ojearla.

—Antes de entrar en acción deseaba consultarte y, si tú estabas de acuerdo —el kender confiaba en que Raistlin fuera sensible al halago—, estudiaría la manera de persuadir al Príncipe de los Sacerdotes del error que se dispone a cometer, un error de extrema gravedad por sus funestas consecuencias. Una vez oiga mis reflexiones se abstendrá de proferir demandas ante los dioses.

—Estoy seguro de ello —aseveró el hechicero frío, controlado, pese a que el hombrecillo creyó detectar un incomprensible alivio en su tono—. En principio apruebo tu proyecto, pero ¿y si rehusa escucharte, si no permite que expongas tus argumentos?

—No había pensado en esa posibilidad —confesó el kender cabizbajo. Emitió un suspiro, y propuso—: Será mejor que regresemos a casa.

—Existe otra opción —susurró Raistlin, sentándose en su butaca y escudriñando a su interlocutor con aquella mirada turbulenta, ambigua—. Hay un método infalible para alterar los acontecimientos, un método que puedo garantizar.

—¿De verdad? —se asombró Tas, renacido su entusiasmo—. ¿De qué se trata?

—De utilizar oportunamente el ingenio mágico —le reveló el nigromante con las manos extendidas—. Encierra facultades, poderes mucho más vastos que los que Par-Salian describió a mi estúpido hermano. Actívalo el día del Cataclismo y destruirá la montaña ígnea lejos del mundo, donde su estallido no pueda dañar a nadie.

—¡Sería estupendo! —exclamó el kender sin resuello, mas la duda vino a ensombrecer su alegría—. ¿Y si te equivocas y, al manipularlo, no surte efecto? —preguntó.

—Nada pierdes con intentarlo —declaró Raistlin—. Si, por algún motivo, no funciona como es de prever, cosa poco probable ya que fue concebido por magos de la más alta estirpe…

—¿Al igual que los Orbes de los Dragones?

—Sí —respondió el nigromante, irritado por esta interrupción—. En el caso de que no responda a mis esperanzas, siempre puedes usarlo para escapar en el último momento —concluyó, sonriendo frente a la ingenuidad del hombrecillo.

—Con Caramon y Crysania —apostilló éste.

Raistlin permaneció mudo, pero Tas estaba demasiado exaltado para advertirlo.

—¿Qué ocurrirá si Caramon decide abandonar Istar antes de la fecha clave? —apuntó el kender, movido por un súbito temor.

—No lo hará —lo tranquilizó el enigmático humano—. Deja ese asunto en mis manos —añadió al verle presto a protestar.

Hubo una larga pausa, en la que Tasslehoff se concentró en hondas meditaciones. Al rato, con el ceño fruncido, manifestó sus resquemores.

—El guerrero nunca me confiará ese artilugio, fiel a la promesa que hizo a Par-Salian de protegerlo con su vida. Lo somete a una estrecha vigilancia y, cuando debe ausentarse, lo guarda bajo llave en un baúl. Si le cuento para qué lo quiero no me creerá, no consentirá en desprenderse de algo tan sagrado.

—No es necesario que se lo pidas abiertamente —sugirió Raistlin—. El día del Cataclismo coincide con la confrontación final en la arena, de modo que si el ingenio desaparece durante unas horas no lo notará.

—¡Eso sería robar! —se indignó el kender.

—Digamos más bien que te limitarías a tomarlo prestado —lo corrigió el mago, retorcidos sus labios en una mueca socarrona—. ¡La causa lo merece! Caramon no se disgustará, al contrario, se sentirá orgulloso de ti. Le conozco, hemos compartido muchos avatares.

—Tienes razón —comprendió Tas con una llama de júbilo en los ojos—. Me convertiré en un héroe, más ensalzado que Kronin Thistleknot. ¿Cómo aprenderé el manejo del objeto mágico?

—Te daré instrucciones —ofreció Raistlin, acosado por un nuevo ataque de tos—. Vuelve dentro de tres días, ahora debes irte para que pueda reposar.

—Por supuesto —obedeció el kender, avanzando hacia la puerta. Preso de una nueva vacilación, se detuvo en el dintel y se disculpó—: No te he traído ningún obsequio para conmemorar las fiestas.

—Te equivocas, acabas de hacerme un presente de incalculable valor. Gracias.

—¿De verdad? —El hombrecillo no daba crédito a sus oídos—. Supongo que te refieres a mi designio de impedir el Cataclismo. Carece de importancia, en realidad…

De pronto, se encontró en medio del jardín, hablando a los rosales junto a un atónito clérigo que, tras ver cómo se materializaba en el linde del camino, le miraba desconcertado.

—¡Por la barba del gran Reorx! —se admiró Tasslehoff—. ¡Cuánto me gustaría ser capaz de obrar estos prodigios!

13

Las Trece Calamidades

En la jornada inaugural de las Fiestas de Invierno sobrevino la primera de las que más tarde se conocerían como las «Trece Calamidades» —Astinus las registró en sus Crónicas con el nombre de las «Trece Advertencias».

Amaneció un día tórrido, asfixiante. Nadie, ni siquiera los elfos, recordaba haber sufrido un calor tan riguroso en esta avanzada época del año. En el Templo las rosas Hiemis se marchitaban sobre sus tallos, las coronas de arbustos silvestres despedían aromas nauseabundos, como si las hubieran cocido en un horno, y la nieve que refrescaba el vino en los cubiletes de plata se fundía con tal rapidez que los criados, temerosos de que se echaran a perder las existencias, corrían afanosos de las bodegas subterráneas a los salones armados con residuos de escarcha, a duras penas conservados.

Raistlin despertó aquella mañana, en la media luz que precede al alba, enfermo hasta el punto de no poder abandonar el lecho. Yacía desnudo, bañado en sudor y preso de las febriles alucinaciones que lo habían impulsado a despojarse de sus vestiduras, y a retirar el mullido edredón. Todos los dioses se hallaban próximos, pero era una de las divinidades en particular, la suya, la Reina de la Oscuridad, la que estragaba su salud. Sentía su ira aún con mayor intensidad que la de los otros entes superiores, unidos en una común indignación por la osadía del Príncipe de los Sacerdotes al pretender destruir el equilibrio que ellos mantenían en el mundo.

La soberana de las tinieblas se le había aparecido en sus sueños, mas no había elegido la forma espeluznante que cabía imaginar. No pobló la mente del hechicero un terrible reptil de cinco cabezas, el Dragón de «Todos los Colores y Ninguno» que había de esclavizar a los súbditos de Krynn durante la Guerra de la Lanza. No la visualizó como el «Guerrero Oscuro», conduciendo a sus legiones a la muerte. No, se reencarnó ante él bajo la apariencia de la «Bella Tentadora», la más hermosa de todas las mujeres, provista de unas irresistibles dotes de seducción con las que, coqueta, había jugado toda la noche para poner a prueba la gloriosa debilidad de su carne.

Cerrando los ojos, tembloroso su cuerpo en aquella estancia que se mantenía gélida pese al abrasador clima, el mago evocó una vez más la negra melena que lo acariciara, su insinuante contacto, rememoró cómo había alzado las manos y, entregado a su hechizo, había apartado el enmarañado cabello… ¡para descubrir el rostro de Crysania!

Al diluirse el sueño, su cerebro, aunque maltrecho, recuperó el control. Ahora estaba despierto, exultante en su victoria sin, por ello, ignorar el precio que había tenido que pagar. Como un recordatorio, le asaltó un nuevo espasmo de tos.

«No cederé —farfulló cuando pudo respirar normalmente—. No te resultará fácil abatirme, mi Reina».

Se incorporó bamboleante, tan débil que se vio forzado a descansar entre uno y otro movimiento y, tras cubrirse con la Túnica Negra, se dirigió a su escritorio. Maldiciendo el dolor que azotaba su pecho, abrió un antiguo texto sobre artefactos arcanos e inició una laboriosa búsqueda.

También Crysania había dormido mal. Al igual que Raistlin, sintió la vecindad de los dioses aunque, en su caso, fue Paladine el que más evidenció su presencia. La invadió su cólera, teñida de un pesar tan hondo, tan devastador, que la sacerdotisa no pudo soportarlo. Abrumada por la culpa que denunciaban sus mismas entrañas, desvió la mirada de aquella bondadosa faz y huyó. Corrió sin rumbo, en un mar de lágrimas, convencida de que se precipitaba en un abismo eterno. En el instante en que su alma estallaba, corroída por el miedo, unos fuertes brazos la rescataron. La envolvieron unos aterciopelados ropajes negros, que ocultaban un cuerpo enteco pero musculoso, y unos dedos flexibles acariciaron su cabello como si desearan devolverle el sosiego. Alzó los ojos y se tropezó con el semblante…

El tañir de unas campanas rasgó el silencio. Sobresaltada, Crysania se sentó en el lecho y espió los rincones de su alcoba. Recordó la figura que había visto, su tibieza reconfortante y, enterrando su rostro en las palmas abiertas, prorrumpió en sollozos.

Tasslehoff, al despertar, sufrió la punzada del desencanto. Hoy era el día en que, al decir de Raistlin, debían producirse fenómenos extraños y sin embargo, cuando oteó el panorama bajo la luz grisácea que se filtraba por la ventana, el único espectáculo que se ofreció a sus ojos fue el cuerpo de Caramon. Tendido en el suelo, resoplando, el gladiador realizaba sus ejercicios matutinos.

Aunque el hombretón ocupaba sus largas jornadas en practicar el manejo de las armas, o en ensayar junto a sus compañeros nuevas argucias bélicas, tenía que librar una interminable batalla contra el exceso de peso. Le habían aliviado la dieta y, ahora, le permitían comer casi los mismos alimentos que a los otros, pero el enano no tardó en percatarse de que no sólo sus platos igualaban a los de los restantes esclavos, sino que engullía cinco veces más que éstos.

En el pasado Caramon comía por placer. Ahora, en cambio, eran el nerviosismo y su obsesión por Raistlin los que lo inducían a buscar consuelo en los alimentos, como otros se entregaban a la bebida. De hecho, él mismo lo intentó una vez, ordenando a Tas que sustrajese un frasco de aguardiente enanil y lo escondiese en la alcoba. Pero, poco habituado a los licores fuertes de esta época remota, sufrió un espantoso mareo que, por otra parte, hizo las delicias del kender.

Temeroso de que se malograsen sus progresos, Arack decretó que el luchador sólo ingeriría raciones normales si efectuaba diariamente una serie de extenuantes ejercicios. Caramon se preguntaba a menudo cómo se enteraba el enano siempre que prescindía de algunas de las evoluciones prescritas en su tabla, ya que solía ponerse manos a la obra antes de que se despertaran los otros esclavos. Pero, de una u otra manera, sus leves engaños llegaban a oídos del maestro de ceremonias de los Juegos. En cuanto «olvidaba» esta o aquella práctica, le prohibía el acceso al comedor la poderosa maza de Raag.

Hastiado de escuchar gemidos, reniegos y voces de su amigo, Tas se encaramó a una silla para asomarse al exterior y, así, comprobar si ocurría algo singular. Lo que vio no fue decepcionante.

—¡Mira, Caramon! —exclamó pletórico—. ¿Habías observado antes un cielo como éste, de un color tan raro?

—Noventa y nueve, cien —jadeó el hombretón en lugar de responder.

Con un ruido sordo, contundente, que agitó toda la habitación, el gladiador se acostó sobre su ahora pétreo vientre a fin de descansar unos segundos y, transcurrido este lapso, se izó sobre el suelo para aproximarse a los barrotes del ventanuco. Mientras caminaba se secó el sudor del cuerpo con un lienzo limpio.

Lanzó una indiferente mirada a la bóveda celeste, convencido de no tropezarse sino con un alba ordinaria, mas tuvo que admitir que el kender tenía razón. Pestañeó, abrió los ojos de par en par y admitió:

—No, nunca vi nada igual. Y recuerdo haber presenciado grandes portentos en mi tiempo.

—¡Oh, Caramon, Raistlin estaba en lo cierto! —vociferó el hombrecillo—. Él afirmó…

—¿Raistlin? —se sorprendió el guerrero.

Tas tragó saliva, había cometido una indiscreción al mencionar al nigromante. Pero su compañero no se rindió, aumentó su interés al detectar su balbuceo.

—¿Cuándo has hablado con mi hermano? —insistió con su voz cavernosa, inapelable.

—¿Cómo, no te mencioné que ayer estuve en el Templo? —disimuló el kender.

—Sí, pero…

—¿Por qué otra razón iba a ir allí, salvo para ver a nuestros amigos? —lo interrumpió el pícaro hombrecillo—. Te dije que había conversado con Raistlin, y también con Crysania. ¡Oh, vamos, nunca me escuchas! —reprochó al guerrero, tan en su papel que hasta se sintió realmente herido—. Te sientas todas las noches en el camastro y comienzas a elucubrar, a conferenciar contigo mismo. Si yo te anunciara que se está hundiendo el techo serías capaz de responder: «Eso es espléndido Tas».

—No intentes confundirme, kender, de haberme contado que…

—La sacerdotisa, tu hermano y yo mantuvimos una charla deliciosa —lo atajó de nuevo el pequeño embustero—. Versó sobre las Fiestas de Invierno y, a propósito, deberías dejarte caer por el Templo para contemplar su magnífica decoración. Está repleto de rosas, flores silvestres y apetitosos dulces. ¡Ahora que me acuerdo, no te di las golosinas que recogí de una de las bandejas! Las guardo en mi saquillo, espera un momento. —Pero Caramon lo tenía arrinconado, así que hubo de rectificar—. No importa, no se echarán a perder si las busco un poco más tarde. ¿Qué quieres saber? ¡Ah, sí, mi conferencia! Verás, descubrí algo excitante: Tika no se equivocó al afirmar que ella está enamorada de Raistlin.

Caramon parpadeó, incapaz de seguir el hilo de aquel discurso tan pleno de disgresiones. Tas, descuidado, no le ayudó a centrarse.

—No creas que es Tika quien ama a tu hermano, sino Crysania —aclaró sin detallar otros pormenores que le habrían resultado más útiles—. Fue muy divertido. Me hallaba yo apoyado en la puerta del aposento del mago, aguardando a que concluyeran su parlamento privado, cuando me asomé al ojo de la cerradura y, de un modo casual, observé que Raistlin se disponía a besarla. ¿Puedes imaginarlo, Caramon? Pero no lo hizo —se lamentó con un suspiro—. Le ordenó casi a gritos que se fuera y ella obedeció, aunque adiviné que no era tal su deseo. Vestía una elegante túnica bordada, estaba bellísima.

Al comprobar que la preocupación sustituía al enojo en el rostro del gladiador, el kender se relajó.

—Al quedarnos solos, surgió el tema del Cataclismo y tu gemelo preconizó que hoy, el gran día, se iniciarían una retahila de fenómenos extraños destinados a avisar a los habitantes de Istar de lo que se avecina. Son señales de los dioses para exhortarnos a la cordura.

—¿Enamorada de él? —murmuró Caramon. Con el ceño fruncido, se alejó de Tasslehoff y, así, lo dejó en libertad.

—En efecto, es un hecho innegable —confirmó el hombrecillo a la vez que corría hacia sus bolsas y, tras revolverlas, extraía los pasteles.

Las tartaletas estaban medio derretidas, mezcladas en una masa viscosa, y además se había adherido a su superficie una capa de los restos que pululaban en los saquillos del kender, pero a éste no le cupo la menor duda de que su amigo no se fijaría. Acertó, el luchador aceptó el manjar y empezó a devorarlo sin molestarse en estudiar sus ingredientes.

—Los hechiceros del cónclave me explicaron que necesita a un eclesiástico y, al parecer, no mintieron —masculló Caramon con la boca llena—. Eso indica que mi hermano no va a cejar en su empeño. ¿He de permitírselo o, por el contrario, intentar detenerlo? ¿Tengo derecho a interferirme? Y si ella lo acompaña, ¿no es acaso por su gusto? Quizá la beneficie su influjo, quizá, si le quiere lo bastante…

El humano hablaba en voz baja, lamiendo sus pegajosos dedos, y Tas se acostó en el jergón para aguardar cómodamente la llamada del desayuno. Caramon no le había preguntado con qué objeto visitó al nigromante, y el kender supo que nunca lo haría. Su secreto estaba a salvo.

El cielo permaneció despejado durante el día, tanto que se diría que uno podía elevar la vista hacia la vasta bóveda que cubría el mundo y vislumbrar sus reinos ocultos. Pero, aunque todos alzaron la mirada, a nadie se le ocurrió prolongar su escrutinio el tiempo suficiente para desvelar los misterios del firmamento. Lo que les inquietaba era aquel color peculiar que denunciara Tas, su matiz verdoso.

Era un verde inusual, malsano y feo que, combinado con el calor húmedo y el aire enrarecido, irrespirable, arruinó el regocijo que debería haber prevalecido en una fecha tan señalada. Quienes tenían que salir para asistir a las solemnidades recorrían las calles presurosos, evitando hablar de aquel absurdo tiempo que juzgaban un insulto personal. Y, si lo mencionaban, era en tonos apagados, conscientes del atisbo de miedo que amenazaba con destruir su talante festivo.

La fiesta que se celebró en el interior del Templo fue más alegre, pues tuvo lugar en las cámaras del Príncipe de los Sacerdotes y, por lo tanto, quedó aislada del mundo exterior. Nadie veía allí el extraño cielo lo que, unido a la presencia del beatífico dignatario, diluyó los malos humores. Separada de Raistlin, Crysania se dejó arrastrar por el hechizo y estuvo sentada al lado del Sumo Sacerdote durante largas horas. No despegó los labios, se limitó a mecerse en su halo pacificador hasta conjurar las ominosas pesadillas de la noche. Pero, antes, no pudo sustraerse a observar las tonalidades verduscas del cielo.

Tales pensamientos, no obstante, se le antojaron leyendas infantiles al entrelazarse con los sueños de la víspera. ¡El Príncipe de los Sacerdotes no podía ignorar las advertencias! Sabría interpretarlas, evitar el fatal desenlace. La sacerdotisa ansiaba alterar el curso de los acontecimientos y, si se revelaba imposible contrariar al destino, proclamar la inocencia de su paladín. Acunada por su luz, olvidó la imagen que había visualizado de un mortal preso del pánico, con la impotencia reflejada en sus pálidos ojos azules. Vio a un ser fuerte que denunciaba a los traicioneros ministros, víctima clarividente de sus insidias.

El público de la arena fue escaso en esta decisiva jornada, ya que la mayoría de los espectadores no osaron sentarse bajo un cielo verde cuyo color, además, se fue ensombreciendo a medida que avanzaba el día.

Los gladiadores, por su parte, se mostraron nerviosos, desasosegados, actuaron sin poner en sus farsas el empeño habitual. Los espectadores que resolvieron asistir lo hicieron con ánimo taciturno, negándose a aplaudir y ridiculizando incluso a sus favoritos.

—¿Tenéis a menudo este lúgubre manto sobre vuestras cabezas? —preguntó Kiiri, alzando la vista mientras, junto a Caramon y Pheragas, esperaba su turno en los pasillos—. Si es así, comprendo que mi pueblo haya preferido cobijarse en el fondo del mar.

—Mi padre solía surcar los océanos —gruñó el esclavo negro—, y mi abuelo antes que él. Yo, fiel a la tradición familiar, me inicié en el arte de navegar, pero tuve que renunciar cuando intenté infundir un poco de sentido común al primer oficial y, por hacerlo con una cabilla de maniobras, fui enviado a este circo para lavar mis culpas. Nunca, ni entonces ni ahora, vi un cielo de semejantes tonalidades. Presagia desgracias, podéis estar seguros.

—En efecto —asintió Caramon desazonado.

No podía por menos que repetirse que el Cataclismo sobrevendría dentro de trece días. Trece días más y sus dos amigos, tan entrañables como lo fueran Sturm y Tanis, perecerían. En cuanto a los restantes moradores de Istar, poco le importaban. A juzgar por las apariencias eran criaturas egoístas, a las que sólo movía el placer y el dinero —únicamente los niños le inspiraban un sentimiento de pesar—, pero sus dos compañeros… Tenía que hallar la manera de prevenirlos, si abandonaban la ciudad quizá se salvarían.

Absorto en sus meditaciones, apenas prestó atención a la lucha que se desarrollaba en la arena. La libraban el Minotauro Rojo, así apodado porque la pelambre que cubría su faz animal estaba teñida de unas conspicuas matizaciones encarnadas, y un joven gladiador, nuevo en los Juegos, que se había incorporado al circo hacía una semana. Caramon presenció su adiestramiento con la benevolencia que confiere la superioridad, y esbozó una sonrisa al evocar sus torpezas.

De pronto, notó que Pheragas, de pie a su lado, se ponía rígido. Volviendo a la realidad, inquirió:

—¿Qué sucede?

—Fíjate en ese tridente —lo instó el esclavo negro—. ¿Has visto alguno similar entre los pertrechos falsos?

El guerrero examinó minuciosamente el arma del Minotauro Rojo, encogiendo los ojos bajo el sol que, ardiente, refulgía en el pervertido cielo. Meneó la cabeza despacio, corroído por una creciente cólera. El joven estaba apabullado ante las certeras embestidas de su adversario, que se había debatido en la arena durante meses y, a decir verdad, debía rivalizar con el grupo de Caramon en el combate decisivo. La única razón de que el aprendiz resistiera tanto tiempo sus embates era que el minotauro, actor por naturaleza, lo azuzaba sin ensañarse, deseoso de arrancar carcajadas de la audiencia mediante sus teatrales aspavientos.

—Es un tridente auténtico, Arack se propone derramar la sangre del novicio —murmuró el hombretón—. Mira, no me he equivocado —añadió, señalando tres arañazos que en aquel instante aparecieron en el pecho del muchacho.

Pheragas nada contestó. Consultó con la mirada a Kiiri, quien se encogió de hombros.

—¿A qué vienen esos mudos intercambios? —vociferó Caramon a fin de imponerse a la algazara.

El Minotauro Rojo acababa de proclamarse vencedor, al hacer la zancadilla a su contrincante e inmovilizarle en el suelo de la plataforma antes de, limpiamente, encajonar su cuello entre las asaetadas puntas de su arma.

El neófito se levantó a trompicones aparentando vergüenza, ira y humillación tal como le habían enseñado.

Incluso cerró un puño pretendidamente amenazador frente al ganador, mas al pasar junto a Caramon y su equipo en lugar de sonreirles, de compartir con ellos la broma secreta que todos hacían al público, exhibió una visible angustia y se adentró en los subterráneos sin dirigirles la palabra. Caramon se percató de la lividez de su semblante, de las gotas de sudor que empapaban su frente. Retorcido el rostro de dolor, el joven extendió su palma sobre las heridas del torso antes de desaparecer.

—Pertenece a Onygion —susurró Pheragas al oído del guerrero, a la vez que posaba la mano en su brazo—. Considérate afortunado, amigo, descarta tus preocupaciones.

—¿Cómo? —preguntó el aludido boquiabierto.

En aquel preciso momento resonó en el túnel un alarido, sucedido por un baque sordo. Dando media vuelta, Caramon vio que el muchacho se desplomaba sobre el suelo y, convertido en un amasijo de carne, agonizaba en medio de un sufrimiento indescriptible. Cuando se disponía a correr en su auxilio, Kiiri lo refrenó.

—No —le ordenó, sujetándolo—. El minotauro abandona la arena, es nuestro turno.

En efecto, el triunfante individuo dio la alternativa al trío, si bien al cruzarse con ellos ni siquiera se dignó mirarles, como solían hacer los miembros de su raza frente a las criaturas que juzgaban indignas de su estima. Se alejó por el pasillo y, al llegar donde yacía el moribundo, lo rodeó, indiferente a sus estertores. Arack jalonó el corredor en dirección hacia el derrotado, seguido por su inseparable Raag, a quien indicó con un gesto que retirase aquel cuerpo casi exánime.

Caramon aún titubeaba, pero Kiiri hundió las uñas en su carne y lo arrastró hacia la luz.

—La venganza por la muerte del bárbaro ha sido perpetrada —murmuró la nereida entre dientes—. Tu dueño nada tuvo que ver con este feudo. Fue Onygion el provocador, y ahora Quarath le ha ajustado las cuentas. Están en paz.

La muchedumbre estalló en vítores, olvidados sus temores al irrumpir en escena sus héroes. Pero el hombretón no oyó las aclamaciones, su mente discurría por otros derroteros. ¡Raistlin le había dicho la verdad, no estaba involucrado en el asesinato del bárbaro! Había sido una coincidencia o una de las abyectas jugarretas del enano, de aquel ser que jamás renunciaba a poner de manifiesto la vileza de su espíritu. Una oleada de júbilo inundó las entrañas del gladiador.

¡Podía regresar a casa! Al fin lo comprendía, era tal como su hermano había tratado de explicárselo en incontables ocasiones. Sus sendas eran diferentes, cada uno tenía derecho a recorrer la que él mismo había elegido. Todos sin excepción, Crysania, los magos y él mismo, habían incurrido en un grave error al anticiparse a las intenciones del nigromante. Debía volver a su tiempo y comunicárselo a Par-Salian. Raistlin no iba a perjudicar a nadie, no constituía una amenaza, lo único que quería era profundizar en sus estudios.

Situándose en el centro de la plataforma, el corpulento humano respondió a las fervorosas ovaciones del gentío. Incluso gozó en la lucha, fraudulenta por supuesto, ya que se había organizado de tal manera que ganase su equipo y, así, pudiera enfrentarse al Minotauro Rojo en la batalla cumbre que tendría lugar el día del Cataclismo.

A Caramon, no obstante, poco le importaba la concurrencia de ambos eventos. Para entonces se encontraría de nuevo en su hogar, junto a Tika. Avisaría antes a sus dos amigos, urgiéndoles a abandonar la malhadada ciudad y, tras disculparse ante su hermano y declararle su comprensión, se llevaría a Crysania y Tasslehoff a su tiempo. Partiría al día siguiente o, tal vez, unas horas más tarde.

Fue en el momento en que el guerrero y su grupo recibían el homenaje del público, después de concluir su bien representado acto, cuando el ciclón se abatió sobre el Templo de Istar.

El verdoso cielo se había oscurecido hasta asumir el color del agua estancada, heraldo inconfundible de una tragedia. De pronto, aparecieron unas nubes arremolinadas, que se deslizaron desde las vacuas alturas para envolver en sus sinuosas volutas las siete torres del santuario y, una vez aprisionadas, arrancarlas de sus cimientos. Alzando las moles en el aire, el ciclón rompió el mármol en fragmentos y lo arrojó, como una lluvia de granizo, sobre las calles.

Nadie sufrió heridas graves, aunque los aserrados proyectiles abrieron cortes en la carne de quienes no tuvieron tiempo de cobijarse. La parte del Templo que quedó destruida se utilizaba como zona de estudio de los eclesiásticos y, por consiguiente, se hallaba vacía en las jornadas festivas. No hubo que lamentar la pérdida de vidas, pero los moradores del sagrado recinto y de la urbe entera fueron víctimas del pánico.

Temerosos de que surgieran de la nada otros ciclones sobrenaturales, los espectadores del circo huyeron de las gradas y atestaron las avenidas en un esfuerzo desordenado de recluirse en sus casas. En el interior del Templo enmudeció la voz musical del Príncipe de los Sacerdotes, languideció su luminosa aureola y, tras inspeccionar los daños, el sumo mandatario y sus ministros —los Hijos Venerables de Paladine— descendieron a una cripta para discutir el fenómeno. Los otros presentes en la celebración se afanaron en organizar el caos reinante, ya que la ventolera había volcado muebles, desprendido pinturas de los muros y levantado nubes de polvo en todas las dependencias.

«Éste es el principio —pensó Crysania con espanto, tratando de obligar a sus entumecidas manos a cesar de temblar mientras recogía las piezas de porcelana que yacían esparcidas en el comedor—. Es sólo el comienzo del fin».

Sabía que lo peor aún estaba por venir.

14

Mañana…

—Las fuerzas del Mal se han confabulado para aplastarme —declaró el Príncipe de los Sacerdotes, destilando su melodiosa voz una nota de valentía que penetró los espíritus de cuantos lo escuchaban—. ¡Pero no he de rendirme, ni tampoco vosotros! Tenemos que aunar energías frente a su amenaza.

«No —susurró Crysania para sus adentros—, todos os equivocáis. ¿Cómo podéis estar tan ciegos?».

Se hallaba en la sala de los rezos matutinos, doce días después de que los dioses mandaran la primera de las Trece Advertencias. Desde entonces, se habían sucedido los mensajes informando de los distintos portentos observados en los confines del continente de Ansalon, uno cada jornada.

—El emisario del rey Lorac cuenta que, en Silvanesti, los árboles sangraron de sol a sol —recapituló el mandatario, impregnadas sus palabras del temor que le inspiraban tan luctuosos hechos—. La ciudad de Palanthas vive bajo el acoso de una bruma blanca, tan densa que los habitantes se pierden en las calles si se aventuran a abandonar sus hogares.

»En Solamnia, las fogatas se niegan a arder. Los lares permanecen fríos, desolados, y ha habido que cerrar las fraguas pues el carbón que las alimenta no genera más calor que un témpano de hielo. En las llanuras de Abanasinia, por el contrario, los prados se incendian uno tras otro. Las llamas rugen sin control, llenando el cielo de negras humaredas y expulsando a los bárbaros de sus núcleos tribales.

»Esta misma mañana, los grifos han traído la noticia de que la ciudad elfa de Qualinost está siendo invadida por los animales del bosque, repentinamente salvajes y agresivos.

Incapaz de soportarlo, Crysania se puso en pie. Ajena al escandalizado escrutinio de las otras mujeres, se ausentó del servicio religioso y echó a correr por los pasillos.

Un zigzagueante rayo la deslumbró, y el retumbar del trueno que sucedió a éste la impulsó a cubrirse la faz con las manos.

«¡Me volveré loca si no cesa pronto!», murmuró, quebrada su voz, a la vez que se arrinconaba en un recodo.

Durante doce días, desde que los azotara el ciclón, una tormenta se obstinaba en desatar su furia sobre Istar, inundándola de lluvia y pedrisco. Los relámpagos y los estentóreos zumbidos que los acompañaban eran continuos. Bajo su influjo se agitaba el Templo, se interrumpía el sueño y se perturbaban las mentes. Tensa, abrumada por la fatiga y por el terror, la sacerdotisa se desplomó en una silla, enterrado el rostro para aislarse del entorno.

El suave contacto de una mano en su brazo la sobresaltó, tanto que se incorporó de un brinco. Se erguía ante ella un hombre joven y apuesto, arropado en una capa saturada de agua bajo la que se adivinaban unos hombros fuertes, musculosos.

—Lo siento, Hija Venerable, no era mi deseo asustarte —se disculpó con un timbre cavernoso que, al igual que sus rasgos, resultaba familiar a la dama.

—¡Caramon! —exclamó aliviada, aferrándose a aquella criatura real, sólida.

Vibró en el aire otro resplandor, con la explosión subsiguiente. Crysania entornó los párpados, en medio de un irrefrenable rechinar de dientes, y notó que incluso el hercúleo cuerpo del guerrero se conmovía, preso de un nerviosismo que, sin embargo, no restó firmeza a su abrazo.

—Debería estar orando con los demás clérigos —dijo la dama cuando cedió el bramido de los elementos—. Imagino que en la calle la tempestad es insoportable. Estás empapado.

—Hace varios días que intento verte —comenzó a protestar Caramon.

—Lo sé —balbuceó ella—, pero estoy muy ocupada…

—Escúchame, Crysania —atajó el hombretón sin que su voz flaqueara—. No he venido aquí para rogarte que me invites a un banquete, sino porque mañana esta ciudad dejará de existir.

—¡Silencio! —ordenó la sacerdotisa—. No es prudente hablar de este tema en un corredor. —Un nuevo estampido le encrespó el cabello pero, esta vez, recobró de inmediato la compostura—. Acompáñame.

El gladiador vaciló un instante y, ceñudo, siguió el camino que ella trazaba por las dependencias del Templo hasta llegar a una de las cámaras desprovistas de ventanas. En su interior, al menos, estaban al abrigo de los relampagueos, y los ecos de los truenos quedaban amortiguados merced a los gruesos muros. Crysania cerró la puerta con sigilo, tomó asiento en una butaca e instó a su oponente a imitarla.

Caramon obedeció su mandato aunque reticente, incómodo. Se mantuvo en el borde de su silla, azorado al recordar las circunstancias que rodearon su último encuentro, cuando su ebriedad estuvo a punto de causar la muerte de ambos. Supuso que ella también evocaba la escena, ya que le miraba con unos ojos tan fríos y grises como el amanecer. El humano se sonrojó.

—Me satisface comprobar que tu salud ha mejorado —comentó la joven, deseosa de disimular su acento severo y fracasando estrepitosamente.

El rubor del gladiador se intensificó. Fijó la vista en el suelo, azuzado por la vergüenza.

—Lo lamento —se disculpó Crysania de manera abrupta—, te suplico que me perdones. No he logrado conciliar el sueño desde que se iniciaron estos sucesos. Ni siquiera puedo pensar —añadió, extendida su trémula mano sobre las sienes—. Este ruido incesante me conturba.

—Lo comprendo —la tranquilizó el guerrero—. Y, además, es lógico que me desprecies, yo también reniego de mi conducta pasada. Pero eso ahora carece de importancia. ¡Tenemos que irnos, Crysania!

—Sí, es verdad —respondió la interpelada con un hondo suspiro—. Hay que salir de Istar, soy consciente de que sólo faltan unas horas para la hecatombe. Me he equivocado —admitió—, hasta el último momento alimenté la esperanza de que la situación cambiaría. ¿Cómo puede estar tan ciego el Príncipe? ¡No me lo explico!

—No es ése el motivo de que me hayas evitado —declaró Caramon, tan inexpresivos sus ojos como su tono—. ¿Querías acaso retrasar nuestra partida?

Ahora fue Crysania quien sintió un repentino calor en sus pómulos, a la vez que retorcía las manos sobre el regazo.

—En cierto modo —confesó, tan quedamente que el guerrero apenas la oyó—. Si he provocado esta demora es porque no me resigno a volver sin…

—Sin Raistlin —colaboró su interlocutor—. Crysania, ten presente que él puede valerse de su magia. No nos necesita, ha elegido su propio camino y, si tal es su anhelo, invocará al encantamiento que le permita catapultarse al futuro. En el caso de que no lo haga, tras mucho recapitular he concluido que no tenemos derecho a obligarlo.

—Tu hermano está enfermo —replicó la sacerdotisa.

Caramon levantó el rostro, desencajado por la preocupación.

—Hace días que trato de entrevistarme con él, desde que se iniciaron las Fiestas de Invierno —continuó la dama—. No ha recibido a nadie en todo este tiempo, ni siquiera a mí, y ahora, al fin me ha mandado llamar. Debo hablarle, convencerlo de que se una a nosotros —se empecinó, ardientes sus mejillas bajo la penetrante mirada del gladiador—. Si su dolencia le ha debilitado no tendrá energía suficiente para formular el hechizo.

—No —farfulló Caramon, sabedor de que aquel complejo prodigio entrañaba una gran dificultad. Par-Salian había tardado semanas en ultimar los preparativos, pese a hallarse en perfectas condiciones—. ¿Qué le sucede a Raist? —inquirió.

—Le afecta la proximidad de los dioses —repuso Crysania—, igual que a los demás. No entiendo por qué rehusan aceptarlo y obrar en consecuencia —reprochó a los clérigos ausentes apesadumbrada, apretados los labios—. Sea como fuere, no está en nuestras manos hacerles entrar en razón. Debemos tenerlo todo dispuesto para el viaje, si tu hermano accede a acompañarnos…

—¿Y si no es así? —interrumpió Caramon.

—Creo que lograré persuadirlo —apuntó ella, aunque su tono delataba cierta confusión por hallarse inmersa en el recuerdo de aquellas veladas en la alcoba del hechicero, cuando éste se le aproximaba con un secreto anhelo dibujado en sus pupilas—. En nuestras charlas denuncié el error en que incurría al internarse en la senda del Mal, que nada puede construir ni crear y sí, en cambio, destruir y volverse contra sus propias raíces. Reconoció la validez de mis argumentos, me prometió reflexionar.

—Y, además, te ama —aventuró el hombretón.

Crysania no fue capaz de enfrentarse a su mirada. No le salían las palabras, por un momento su corazón latió con tanta fuerza que únicamente oía su pálpito, el bombeo acelerado de la sangre en sus sienes. Notaba la mirada de Caramon fija en su persona, la sobrecogían los rugientes truenos que zarandeaban a su antojo el santuario y, temiendo desvanecerse, apretó los puños para conjurar su zozobra. Sintió, sin acertar a comprobarlo, que su interlocutor se levantaba.

—Señora —dijo el guerrero en tonos apagados—, si de verdad tu bondad y tu amor lo desvían de la negra senda que recorre, si consigues guiarle hacia la luz, yo… —Se le hizo un nudo en la garganta, y se apresuró a ladear el rostro.

Al percibir la emoción con que pronunciara su incompleto discurso, sus esfuerzos para contener las lágrimas, Crysania fue asaltada por un súbito remordimiento, se preguntó si no lo había prejuzgado. Incorporándose, posó la mano en el colosal brazo y tanteó sus tensos músculos, mientras Caramon libraba una ardua batalla contra el llanto.

—¿Has de volver a la arena, no puedes quedarte?

—No —respondió el hombretón—. Tengo que avisar a Tas y recoger el ingenio que me entregó Par-Salian. Está guardado bajo llave, sólo yo puedo recuperarlo. Y, además, están mis amigos. Los he incitado a abandonar la ciudad y, aunque quizá sea demasiado tarde, quiero hacer una última intentona.

—Naturalmente —comprendió la sacerdotisa—. Regresa tan pronto como te sea posible, y búscame en el aposento de Raistlin.

—Así lo haré, señora —accedió él—. Ahora debo irme, de lo contrario mis compañeros saldrán para hacer sus prácticas antes de que consiga hablarles.

Asiendo la mano que la dama le tendía, la estrechó en un firme apretón y se alejó a toda prisa. Crysania lo vio correr por el pasillo, cuyas antorchas brillaban en la penumbra, y constató que su paso era rápido, seguro. Ni siquiera dio un respingo al pasar junto al ventanal más próximo al recodo, que iluminó, de pronto, el resplandor de un rayo. Era la esperanza lo que equilibraba su atormentado espíritu, la misma esperanza que la sacerdotisa sintió renacer en su talante.

Caramon se desvaneció al fin en la distancia y Crysania, tras arremangarse la holgada falda de la túnica, emprendió el ascenso de la escalera que había de conducirla al ala del Templo donde moraba el mago de negros ropajes.

Su ánimo sufrió un leve desfallecimiento al penetrar en el lóbrego corredor que moría junto al dormitorio, ya que en aquella zona la tempestad rugía sin freno. Ni siquiera las gruesas cortinas aislaban al visitante de los cegadores rayos, los vetustos muros no lograban contener los bramidos de los truenos. Debido, acaso, a una ventana mal ajustada el viento se filtraba en el recinto, apagando las llamas de las teas que, por otra parte, no eran necesarias en medio de los zigzagueantes emisarios de la turbulencia.

La cabellera de la sacerdotisa bailaba al son de las ráfagas, su túnica revoloteaba en torno a su cuerpo. Al aproximarse a la estancia del hechicero oyó el repiqueteo de la lluvia en los cristales y, estremeciéndose ante los elementos desencadenados, aceleró la marcha. Había alzado la mano para llamar a la puerta de Raistlin cuando en el pasillo reverberó la luminosidad de un relámpago, de matices azulados, sucedido sin intervalo por un sordo estallido que la arrojó contra la puerta. Ésta se abrió bruscamente, y la dama se encontró en los brazos del mago.

La escena se desarrolló como en el sueño de la víspera. Acuciada por el terror, Crysania se refugió en la aterciopelada suavidad de las negras vestiduras y dejó que la reconfortara el calor de aquel enjuto cuerpo. Al principio percibió una tensión en el nigromante, que no tardó en relajarse. Raistlin ciñó su talle en un espasmo convulsivo para, unos segundos después, levantar la mano y acariciar su cabello en actitud serena, protectora.

—Cálmate —le susurró igual que haría un adulto a un niño asustado—, no temas a la tormenta, Hija Venerable. ¡Recréate en ella, saborea el poder de los dioses! Ellos sólo espantan a los infelices, no nos lastimarán si sabemos elegir.

Crysania, que había prorrumpido en sollozos, se apaciguó, mientras recapacitaba sobre las palabras de su oponente. No eran las suyas las dulces recomendaciones de una madre, su consejo tenía un sentido que no podía por menos que inquietarla.

—¿Qué quieres decir? —indagó, erguida la cabeza. Una resquebrajadura se abrió en los cristalinos ojos del hechicero, desvelando un resquicio del alma que bullía en su interior.

Llevada por un impulso involuntario, Crysania intentó apartarse. Pero él estiró el brazo y, a la vez que desenredaba con mano trémula la maraña de cabello que ocultaba su rostro le ofreció:

—Ven conmigo, Crysania. Acompáñame a un tiempo en el que serás el único clérigo en el mundo, un tiempo en el cual podremos traspasar el umbral del poder reservado a las divinidades. Los desafiaremos, gobernaremos a todas las criaturas vivientes. ¡Piénsalo!

Raistlin aflojó su garra y, separando los brazos, se abandonó a unas estentóreas carcajadas. La túnica refulgía en la aureola que formaban los relámpagos, su voz se parangonaba con los lacerantes retumbos. Pasado el primer momento de estupor, Crysania detectó el brillo febril de sus ojos y las manchas de color que revitalizaban la palidez de sus pómulos. Estaba mucho más delgado que en su postrer encuentro.

—La enfermedad ha hecho presa en ti, voy a buscar ayuda —propuso la sacerdotisa, retrocediento hacia la puerta con las manos detrás de la espalda.

—¡No! —El grito de Raistlin se impuso al fragor del trueno si bien, contra lo que cabía esperar, sirvió de estabilizador. Recobrada la compostura, fría su expresión, aferró la muñeca de la dama con inusitada fuerza y tiró de ella hacia el interior del aposento. Cuando se hubo cerrado la puerta, explicó en un siseo—: Estoy enfermo, es cierto, mas no hay otro remedio contra mi dolencia que escapar de esta sinrazón. He ultimado mis planes. Mañana, día del Cataclismo, los dioses se hallarán concentrados en la lección que deben impartir a sus enloquecidos siervos, y la Reina de la Oscuridad no atinará a impedir que obre mi portento. ¡Entonces, aprovechando su descuido, me trasladaré a la única época de la Historia en que se manifestará su vulnerabilidad al influjo de un auténtico clérigo!

—¡Suéltame! —ordenó la sacerdotisa, disipado el miedo en favor de la cólera. Se sentía ultrajada, y esta emoción le permitió desembarazarse de la zarpa que la tenía apresada, sin que por ello olvidara el abrazo, la textura de las manos del hechicero. Dolida, corroída y avergonzada, añadió—: Ejecuta tus perversos designios en solitario, rehuso tu invitación a acompañarte.

—En ese caso, morirás —preconizó Raistlin.

—¿Osas amenazarme? —lo imprecó Crysania a la vez que se encaraba con él, secas sus incipientes lágrimas bajo el tamiz de la ira.

—No seré yo quien te sacrifique —replicó el nigromante, esbozada una enigmática sonrisa en sus labios—. Perecerás por decisión de aquellos que te enviaron aquí.

La dama pestañeó perpleja, pero se rehizo al instante. Víctima de un intenso dolor que paralizaba todo su ser, capaz a duras penas de soportar su desengaño, logró asumir el suficiente estoicismo para preguntar:

—¿Qué nueva patraña has urdido ahora?

Aunque su único deseo era huir antes de que el hechicero se percatase de hasta qué punto podía herirla, aguardó la respuesta.

—Ninguna, Hija Venerable —le aseguró él, y señaló un libro encuadernado en rojo que yacía abierto sobre su escritorio—. Puedes verlo por ti misma. He estudiado sin descanso —afirmó, vuelta su faz hacia los estantes donde atesoraba incontables volúmenes. Crysania ahogó una exclamación de sorpresa al comprobar que muchos de aquellos tomos no estaban en la biblioteca días atrás—. Sí, he traído algunos ejemplares de los rincones más remotos. He viajado en su busca —prosiguió el mago sin necesidad de que la sacerdotisa exteriorizara su asombro—. Este que te muestro lo descubrí en la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, tal como sospechaba. Te lo ruego, hojéalo.

—¿Qué es? —inquirió la dama, espiando la encarnada piel cual si se tratase de una serpiente venenosa.

—Un libro, ni más ni menos. Te prometo que no se convertirá en un fiero dragón que, obediente a mi mandato, te precipite en el Abismo. Es un libro —repitió con una inescrutable mueca—, una enciclopedia si prefieres llamarlo así. Posee una gran antigüedad, fue escrito en la Era de los Sueños.

—¿Por qué ese empeño en que lo lea, qué relación guarda conmigo? —insistió Crysania.

A pesar de sus recelos dejó de mirar hacia la puerta, su vía de escape. La sobriedad de Raistlin tenía el don de apaciguarla, hasta tal extremo que incluso se desvirtuó el bramido de la tempestad y su azote despiadado.

—Es una enciclopedia que recoge los artefactos mágicos producidos en aquella época —continuó el hechicero imperturbable, sin apartar la mirada de su interlocutora, como si pretendiera capturar su voluntad y atraerla hacia la escribanía—. Lee y te convencerás.

—Desconozco el lenguaje esotérico —confesó Crysania—. ¿O quizá vas a traducirme su contenido? —preguntó en altiva postura.

Los ojos del nigromante la observaron iracundos, pero tal sentimiento fue sustituido de inmediato por una tristeza, un agotamiento, que conmovieron a la mujer.

—No está escrito en el lenguaje de la magia, de otro modo no te pediría que lo examinases. Hace tiempo pagué gustoso el precio de mi resolución —murmuró, contemplando cabizbajo su túnica Negra—. No sé por qué creí que confiarías en mí.

Mordiéndose el labio, sintiéndose culpable sin motivo aparente, la sacerdotisa se situó detrás del escritorio. Se detuvo, vacilante, hasta que Raistlin se sentó y le indicó mediante un gesto que se acercara al libro abierto. Dio entonces un paso al frente, y el mago se apresuró a pronunciar una orden que arrancó de su bastón, apoyado contra el muro, un haz de luz. Tal fue su intensidad que la dama se sobresaltó, como si fuera un relámpago lo que la iluminaba.

—Lee —la instó el hechicero, a la vez que pasaba algunas páginas hasta llegar a la adecuada.

Crysania, más nerviosa de lo que deseaba admitir, escudriñó el manuscrito sin saber qué debía buscar. Pronto reparó en una frase: Ingenio para viajar en el tiempo, acompañada de un dibujo que reproducía un artilugio similar al que describiera el kender, y empezó a comprender.

—¿Es éste el objeto que Par-Salian entregó a Caramon para regresar a nuestra época? —interrogó a su oponente.

Él asintió, con la luz del bastón reflejada en sus pupilas.

—Lee —repitió.

Azuzada por la curiosidad, la sacerdotisa centró su atención en el texto. Ocupaba poco más de un párrafo, y en él se especificaban las características del ingenio y el nombre del mago, largo tiempo olvidado, que lo diseñara y prescribiera su manejo. Una parte considerable de su contenido escapaba a su entendimiento, ajeno a las cuestiones arcanas, pero logró deducir algunos conceptos.

«Conducirá a la persona sumida en un encantamiento temporal de una a otra era… debe ensamblarse correctamente, las facetas se doblarán en el orden establecido… transportará tan sólo a una criatura, aquélla a quien le sea entregado en el momento de formularse el hechizo… su uso queda restringido a elfos, humanos… no se necesita versículo para activarlo…».

Concluida su lectura, Crysania se volvió dubitativa hacia Raistlin. El nigromante la escudriñaba atento, insondable, aguardando que descubriera por sí misma algo significativo en aquel galimatías. La Hija Venerable sintió en sus entrañas un desasosiego, un temor informe, como si su corazón hubiera desentrañado el enigma más deprisa que su mente.

—Inténtalo otra vez —sugirió él.

Tratando de aislarse de la tempestad que de nuevo la agitaba, la perturbaba más de lo imaginable, Crysania revisó las frases.

Al fin vino la inspiración, se destacaron unas palabras que atenazaron su garganta: «Transportará tan sólo a una criatura».

Flaqueáronle las piernas, si bien no cayó pues Raistlin, que no había cesado de observarla, aproximó una silla en el momento oportuno. Tras desplomarse, la dama fijó la vista en su entorno. Aunque iluminada por los rayos y la luz del bastón, la estancia se le antojó repentinamente oscura.

—¿Lo sabe él? —inquirió a través de sus entumecidos labios.

—¿Quién, Caramon? Por supuesto que no —contestó el mago—. Si se lo hubieran dicho se habría afanado, con su torpe generosidad, en poner en tus manos este instrumento de salvación. Le imagino de rodillas, a tus pies, suplicándote que lo utilices y le concedas el privilegio de morir en tu lugar. Nada podría hacerle más feliz que un alarde tal de altruismo.

»No, querida Crysania, lo habría manipulado en la total confianza de que el kender y tú, expectantes a su lado, lo acompañaríais. Al explicarle el cónclave por qué regresaba solo, la desesperación habría desgarrado sus entrañas. No sé cómo planeaba Par-Salian solucionar este contratiempo —agregó con una sonrisa burlona—, mi hermano es capaz de destruir la Torre sobre sus cabezas. Pero eso, ahora, no viene al caso.

Su mirada atrapó la de la sacerdotisa sin que ella acertara a eludirla. El hechicero la obligaba, con su intangible fuerza, a contemplarle. Una vez más se vio reflejada en sus pupilas, convertida en una mujer inerme, dominada por el pavor.

—Te mandaron aquí para que murieras, Crysania.

La voz de Raistlin surgió en un suspiro articulado pero penetró el alma de la eclesiástica, esparciendo en su interior ecos tan ensordecedores como los del trueno. Al constatar su zozobra, prosiguió:

—¿Es éste el Bien que predicas? Tus clérigos, tus magos, viven presos del miedo, al igual que el Príncipe de los Sacerdotes. Nos temen a ambos, a ti y a mí. La única senda practicable, Crysania, es la que yo recorro. Ayúdame a derrotar a la malignidad, no creo que eso vaya en contra de tus principios y, además, te necesito.

La interpelada cerró los ojos y visualizó en su memoria, con molesta vivacidad, la misiva de Par-Salian que hallara en su bolsillo. «Escoger entre materia y espíritu… renunciar a una para conservar el otro… varios medios por los que puedes abandonar este período de la Historia, uno de ellos a través de Caramon». ¡La había confundido a propósito, se había valido del equívoco! ¿Qué otro medio se le ofrecía, como no fuera Raistlin? ¿Acaso se refería a esta alternativa al utilizar el término «varios»? Comprendía el dilema que planteaba: la materia era la vida, el espíritu las convicciones a las que debía renunciar si quería salvaguardarla, pero naufragaba en un mar de incertidumbre que nadie había de esclarecer. ¿En quién podía confiar en un mundo hostil, desolado?

Con los músculos contraídos, Crysania se levantó y, perdida en un hondo precipicio, se despidió del nigromante.

—Te dejo —masculló—, tengo que reflexionar.

Raistlin no intentó detenerla, ni siquiera se puso en pie.

—Mañana —dijo, en el instante en que la dama alcanzaba la puerta—. Mañana…

15

El desengaño de Caramon

Se necesitó toda la fuerza de Caramon, unida a la de dos de los guardianes del Templo, para que se abriera el portalón del recinto y el guerrero pudiera salir. La ventolera lo azotó inclemente, arrastrándolo hacia el muro y mateniéndolo inmovilizado contra la piedra como si no fuera más fornido que el pequeño Tas. Hubo de librar el hombretón una ardua batalla hasta que al fin venció al huracán y éste, consciente de su energía, le permitió bajar la escalinata sin incidentes.

La furia de la tempestad pareció mitigarse mientras avanzaba entre los altos edificios de la ciudad, pero no le resultó fácil llegar a su destino. El agua formaba torrentes de varios centímetros, fluyendo en remolinos que aferraban sus piernas y amenazaban con hacerle perder el equilibrio. Los relámpagos lo cegaban, los truenos retumbaban en sus indefensos tímpanos.

Ni que decir tiene que se tropezó en su marcha con escasos viandantes. En Istar todos se refugiaban en sus casas, desde donde imprecaban a los dioses o mendigaban su misericordia. Algún viajero ocasional circulaba por las avenidas, celoso cumplidor de un deber inexcusable, y tenía que asirse a las paredes de las construcciones o agazaparse unos minutos en los portales para no ser abatido por los elementos.

Pero Caramon no se detuvo, ansioso como estaba por regresar a la arena. La esperanza inundaba su corazón, su ánimo, a pesar de la tormenta. O quizás era ésta la que lo alentaba. Ahora Kiiri y Pheragas lo escucharían, en lugar de dirigirle extrañas y frías miradas, cuando tratara de persuadirlos de que debían huir de Istar.

—No puedo revelaros cómo lo sé, pero no he de equivocarme —solía declarar—. Se avecina una terrible calamidad, la olfateo en el aire.

—¿Y perdernos la última confrontación? —replicaba, invariablemente Kiiri.

—¡No se celebrará con un tiempo tan endiablado! —insistía Caramon.

—Estas turbonadas intensas nunca duran muchos días —intervenía entonces el esclavo negro—. Se calmará, y volverá a lucir el sol. Además, ¿qué harías sin nosotros en la arena?

—Lucharé solo si es preciso —contestaba el guerrero, mintiendo sin reparo. Para cuando se organizara el fausto acontecimiento se hallaría de nuevo en casa, junto a Tas, Crysania y, tal vez…

—Si es preciso —repetía la nereida en un tono singular, abrupto, mientras intercambiaba miradas con Pheragas—. Te agradezco que pienses en nosotros —decía, puestos los ojos en la argolla de Caramon, una argolla idéntica a la suya— pero no obedeceremos. Nuestras vidas se convertirían en una pesadilla, seríamos dos prófugos. ¿Cuántos días podríamos permanecer ocultos?

—Eso no importará después de…

El gladiador enmudecía en ese punto, y meneaba la cabeza entristecido. ¿Qué podía explicarles? ¿Cómo les haría entrar en razón? No le daban la oportunidad de argumentar, ambos se alejaban recelosos, dejándole solo en el comedor.

Ahora sería distinto. No desdeñarían sus advertencias, sin duda se habían percatado de que aquélla no era una tempestad corriente. ¿Tendrían tiempo de ponerse a salvo? El guerrero frunció el ceño y deseó, por primera vez en su vida, haber prestado mayor atención a los libros. Ignoraba el radio de alcance, la magnitud de los poderes devastadores de la montaña ígnea al precipitarse. Quizá ya era tarde para sustraerse a sus efectos.

«He hecho cuanto estaba en mi mano», recapacitó, compungido, en el momento en que vadeaba un riachuelo impetuoso. Resolvió desechar de su mente toda elucubración relativa a sus sentenciados amigos, y concentrarse en la grata perspectiva de abandonar la urbe. Pronto su estancia en Istar se le antojaría un mal sueño.

Regresaría junto a Tika, quizá Raistlin aceptaría vivir con ellos. «Terminaré la nueva casa», se prometió a sí mismo, lamentando los meses perdidos. Una escena se dibujó en su interior, se vio sentado ante la chimenea de su acogedor hogar con la cabeza de su esposa apoyada en el regazo. Le relataría sus aventuras y su hermano pasaría la velada a su lado aunque, por supuesto, dedicado al estudio, a la lectura. Su túnica, en tan halagüeño futuro, sería blanca.

«Tika no creerá una sola palabra —murmuró—, pero ese detalle carece de importancia. El hombre que un día amó estará de nuevo en casa y, esta vez, no la dejará bajo ningún pretexto». —Suspiró, sintiendo cómo los pelirrojos rizos de la muchacha se enmarañaban entre sus dedos, brillantes a la luz de las llamas.

Tales pensamientos lo animaron en su camino. Llegó a la tapia y se introdujo por la resquebrajadura que utilizaban los gladiadores en sus escapadas nocturnas. No había nadie en el estadio, se habían suspendido las sesiones de adiestramiento y los luchadores se apiñaban en el subterráneo, maldiciendo el absurdo clima y haciendo conjeturas sobre los próximos juegos.

El humor de Arack estaba tan alterado como las fuerzas de la naturaleza. No cesaba de contar las monedas de oro que perdería si se veía obligado a cancelar la lucha decisiva, el acontecimiento deportivo del año en Istar, aunque se serenó un poco al recordar que él había augurado buen tiempo. Si alguien podía hacer predicciones, era aquella criatura. De todos modos, contempló el espectáculo de la ventisca y cundió en su alma el desaliento.

Desde su atalaya, una ventana situada en la torre que dominaba las plataformas centrales, vislumbró a Caramon en el instante en que atravesaba la tapia.

—Mira, Raag —susurró a su inseparable.

El ogro oteó el lugar que le indicaba y, tras esbozar un mudo asentimiento, asió su maza en espera de que el enano cerrase sus libros de cuentas. La orden de su señor estaba clara.

Caramon fue presuroso a la alcoba que compartía con el kender, deseoso de referirle su visita al Templo y su conciliábulo con Crysania. Pero, al entrar, constató que la estancia estaba vacía.

—¿Tas? —llamó a su compañero, a la vez que escrutaba los muros para asegurarse de no haber pasado por alto su presencia en las sombras. Un fulminante rayo alumbró los recovecos como no lo habría hecho el mismo sol, y quedó patente que el hombrecillo no se había ocultado en los rincones.

—Tas, sal, no es momento para bromas —insistió el guerrero en actitud imperativa. Pocos días atrás su amigo le había dado un susto de muerte al camuflarse debajo del camastro y saltar sobre él cuando se hallaba de espaldas.

El hombretón encendió una antorcha y, convencido de haber descubierto el escondrijo del kender, se acuclilló a fin de iluminar la parte inferior del jergón. Ni rastro de Tas.

«Espero que a ese insensato no se le haya ocurrido salir con un tiempo tan adverso —murmuró, trocándose su enfado en preocupación—. El viento podría arrastrarlo hasta Solace. Pero no, lo más probable es que me aguarde en el comedor con Kiiri y Pheragas. Recogeré el ingenio e iré en su busca».

Se acercó al baúl de madera donde yacían sus pertenencias, lo abrió y alzó en el aire sus refulgentes vestiduras doradas. Sin poder reprimir una mueca despreciativa, arrojó las piezas en el suelo. «Al menos no tendré que exhibirme con este horrible disfraz. Aunque, por otra parte, sería divertido observar la reacción de Tika si me presento ante ella así ataviado. Se burlaría, pero me encontraría atractivo», pensó añorado.

Tarareando una alegre canción, vació el cofre y forzó la tapa del doble fondo que le había ajustado con ayuda de una de sus dagas falsas.

La tonada murió en sus labios. Nada contenía el espacio secreto.

Sometió entonces a una meticulosa inspección la base del baúl aunque, de haber alguna hendidura, era obvio que un objeto del tamaño de aquel artilugio no podía haberse deslizado por ella. Con un nudo en la garganta, temeroso, se incorporó y comenzó a registrar la alcoba. Aplicó la antorcha a todas las zonas oscuras, una tras otra, iluminó de nuevo el camastro e incluso rasgó la funda de su colchón de paja. De pronto, cuando se disponía a escrutar de igual modo el jergón de Tas, percibió algo que le dejó sin resuello. No sólo se había esfumado el kender, también habían desaparecido sus saquillos y demás enseres.

Al echar en falta, asimismo, la capa del hombrecillo, se vieron confirmadas sus sospechas. Tasslehoff se había llevado el ingenio mágico.

¿Por qué? Caramon se sentía como si lo hubiera alcanzado un relámpago, tan súbita revelación flageló sus vísceras hasta paralizarlo por completo.

Trató de recapitular. Tas había visto a Raistlin, él mismo se lo había contado, pero en ningún momento mencionó el motivo de aquella visita. ¿Qué le indujo a conferenciar con su hermano, qué propósito lo movió? Recordó que el kender había desviado la conversación hacia otros derroteros al insinuarse este punto.

Gimió desazonado. Curioso por naturaleza, su amigo lo había interrogado acerca del artefacto, pero siempre parecieron satisfacerle sus explicaciones. No intentó tocarlo y él, el guerrero, había cuidado de constatar que el objeto seguía en su lugar pues era éste un hábito necesario cuando se convivía con un miembro de su raza. Quizá fue lo bastante hábil para ocultar su interés y, a la primera oportunidad que se presentó, se lo llevó a Raistlin. En los viejos tiempos solía consultar al nigromante si encontraba algo esotérico que escapaba a su entendimiento.

Consideró también la posibilidad de que su hermano, conocedor de la existencia del ingenio, hubiera embaucado a Tasslehoff para que lo pusiera en sus manos. Una vez en su poder, Raistlin los obligaría a secundarle en sus designios. ¿Había utilizado a Tas, engañado a Crysania? ¿Formaba parte esta estratagema de un plan preconcebido? Al gladiador le daba vueltas la cabeza, no atinaba a pensar ordenadamente.

—¡Tas! —exclamó, de pronto, presto a actuar sin más vacilaciones—. ¡Es primordial que dé con él, que lo detenga antes de que sea tarde!

En un gesto febril, el hombretón se arropó en su empapada capa mas, cuando cruzaba el umbral de su alcoba a la velocidad del huracán, una inmensa sombra le obstruyó el paso.

—Apártate de mi camino, Raag —ordenó al ogro. En su arranque de ansiedad, había olvidado dónde estaba.

El ogro se ocupó de refrescar su memoria cerrándole una gigantesca mano sobre el hombro.

—¿Qué te propones, esclavo? —inquirió.

Caramon intentó desembarazarse de la molesta garra, pero Raag no hizo sino apretarla. Crujieron los huesos del guerrero, que profirió un aullido de dolor.

—No lo lastimes. —Era la voz del enano, surgida de una altura no superior a las rodillas de ambos colosos—. Mañana tiene que pelear y, más importante aun, que vencer.

Raag empujó al prisionero con tanta facilidad como un adulto zarandearía a un niño. Tomado por sorpresa, el gladiador tropezó hacia atrás y cayó de espaldas, estrepitosamente, sobre el pétreo suelo de la celda.

—Por lo visto estás muy ajetreado —dijo Arack con aire casual, a la vez que entraba en la alcoba y se acomodaba en el camastro.

Caramon se incorporó, frotándose el magullado hombro y lanzando una mirada de soslayo al ogro, quien se había plantado en medio de la puerta. El enano, imperturbable, prosiguió.

—Ya has salido antes y, a pesar de esta espantosa turbonada, quieres volver a aventurarte. No puedo permitirlo —añadió—, nunca me lo perdonaría si te acatarraras.

—Sólo me dirigía al comedor para reunirme con Tas —mintió el guerrero, consciente de que su capa lo delataba.

Esbozó una débil sonrisa y se lamió los resecos labios, sin saber a qué atenerse. En aquel instante un nuevo relámpago surcó la bóveda celeste. Su explosión, el ruido seco de un objeto al quebrarse y un repentino olor a madera socarrada terminaron de desestabilizarlo. Preso de un involuntario estremecimiento, optó por callar.

—Olvídalo, el kender se ha ido —declaró Arack tras un corto silencio—. Tengo la impresión de que no piensa volver, ha hecho su hatillo.

—Deja que parta en su busca —solicitó Caramon, tras aclarar su garganta.

La expresión burlona del enano se convirtió en una grotesca mueca que afeó, más aún, su rostro.

—¡El Abismo confunda a ese villano! —vociferó—. Supongo que, con lo que ha robado para mí, he recuperado el dinero que gasté en adquirirlo, así que estamos en paz. Pero tú eres una buena inversión. Tu plan de fuga ha fracasado, esclavo.

—¿Fuga? —repitió el guerrero entre risas forzadas—. Yo no quería fugarme, no comprendes…

—¡No disimules! —se encolerizó el abyecto enano—. ¿Crees que no estoy enterado de tu empeño en alejar del circo a dos de mis mejores gladiadores? Pretendes arruinarme, ¿no es cierto? —El timbre de su voz creció en intensidad hasta transformarse en un alarido, más potente que el bramar del viento—. ¿Quién te ha incitado a traicionarme? —lo hostigó, haciendo gala de toda su energía—. No ha sido tu dueño, de eso estoy seguro. Hace un rato vino a verme, y me previno contra tus mentiras. Vamos, confiesa.

—¿Te refieres a Raist… a Fistandantilus? —balbuceó Caramon.

—Por supuesto —confirmó el hombrecillo—. Me advirtió que intentarías zafarte de mi vigilancia y desaparecer sin dejar huella. Incluso sugirió que te infligiese un castigo digno de tu felonía. Y he decidido hacerle caso: mañana, en el último combate de la temporada, no te enfrentarás con tu equipo a los minotauros, sino que te batirás en solitario contra Kiiri, Pheragas y el Minotauro Rojo. —Inclinó la cabeza hacia el humano para mejor observar el efecto de sus palabras—. Sus armas serán auténticas —concluyó.

El guerrero clavó la vista en Arack, dibujado el estupor en su faz.

—¿Por qué? —preguntó al fin—. ¿Por qué desea matarme?

—¿Matarte? —repuso el enano con un siniestro chasquido—. Nada más lejos de su intención, está convencido de que los derrotarás a todos. «He de someterle a una prueba —me dijo—. No lo tendré como esclavo si no demuestra que es el mejor. Puso de manifiesto su valía en su liza con el bárbaro, pero aquello fue un simple escarceo. Presionémoslo un poco más». Tu dueño es una criatura muy exigente.

Mientras hablaba no cesaba de palmetear, exultante frente a la prometedora jornada, e incluso Raag emitió un sonido inarticulado que se asemejaba a una sonrisa.

—No lucharé —se rebeló Caramon, endurecidos sus rasgos—. Acaba conmigo si ése es tu gusto, pero no lograrás que convierta a mis amigos en adversarios ni, por otra parte, creo que ellos se presten a semejante vileza.

—¡Fistandantilus afirmó que reaccionarías así! —se admiró el enano—. Tu estabas presente, Raag, puedes atestiguarlo. Adivinó hasta las frases que emplearías. ¡Te conoce tan bien como si fuerais parientes! «En el caso de que rehuse intervenir en la contienda, y no dudes que lo hará —apuntó—, serán sus compañeros quienes ocupen su lugar. Pugnarán por el triunfo contra el Minotauro Rojo, aunque sólo este último blandirá pertrechos verdaderos».

El gladiador recordó angustiado la agonía del joven bárbaro, las convulsiones que provocara en su ser el veneno del tridente al extenderse por su sangre.

—Y en cuanto a tu afirmación de que tus amigos se opondrán a agredirte —continuó el enano—, Fistandantilus se encargó de salvar ese escollo. Después del diálogo que mantuvieron, estarán ansiosos por saltar a la arena.

Caramon hundió la cabeza en el pecho. Agitaban su cuerpo incontenibles escalofríos y la náusea contrajo su estómago, abrumado como estaba por la malignidad de su hermano. La negrura, la desesperación, invadieron su ánimo.

«Raistlin nos ha engañado a todos, a Crysania, a Tas y también a mí. Fue él quien dispuso que matara a aquel entrañable luchador, me mintió descaradamente. Y lo mismo ha hecho con la sacerdotisa, no es más capaz de amarla que la luna negra de iluminar el cielo nocturno. Se ha valido de sus sentimientos a fin de materializar los abyectos propósitos que anidan en su alma. ¿Y Tas? ¡Pobre ingenuo!». Cerró los ojos y revivió la expresión de su gemelo cuando descubrió al kender, su comentario sobre la posibilidad de que la venida de éste alterara el tiempo y que su presencia respondiera a un ardid de los magos para detenerlo. Tas representaba una amenaza, un peligro. Ahora abrigaba una total certeza sobre el paradero de su pequeño amigo.

El viento rugía en el exterior, pero con menor fuerza que el dolor que carcomía sus entrañas. Mareado, aturdido por los espasmos que le producían las invisibles agujas del sufrimiento, el musculoso humano perdió la noción de lo que ocurría en su derredor. No vio el gesto de Arack, no sintió la zarpa de Raag ni las ataduras que sujetaban sus muñecas.

Tan sólo más tarde, una vez se hubieron disipado los síntomas de su acceso de pánico, despertó a su realidad inmediata. Se hallaba en una estrecha, oscura cámara subterránea, acaso debajo del circo. El ogro acababa de ajustar una cadena a la argolla de su cuello y se afanaba en afianzar su otro extremo en una anilla adosada al muro. Concluida esta operación, el monstruoso individuo comprobó las correas de cuero de sus manos.

—No las aprietes demasiado —ordenó el enano—, mañana tiene que estar en condiciones de pelear.

Un zumbido estremeció la estancia, audible incluso en un rincón tan apartado. Sus ecos alimentaron las esperanzas de Caramon, no podrían celebrarse los Juegos si persistía la tormenta.

El avieso enano siguió a Raag al otro lado de la puerta. Antes de cerrarla se asomó al interior del calabozo y, con una sonrisa que habría petrificado al más cuerdo, contempló el semblante del prisionero.

—Por cierto —dijo, meciéndose su barba en un ominoso vaivén—, Fistandantilus me ha asegurado que mañana lucirá un día espléndido. Viviremos una jornada que Krynn no olvidará durante mucho tiempo.

La pesada hoja de madera chirrió sobre sus goznes, y la llave giró en la cerradura.

Quedó el guerrero solo en el húmedo ambiente de la mazmorra. Estaba tranquilo, con esa calma que deja la enfermedad cuando, a su paso, borra las emociones de quien la padece. Hasta Tas se había esfumado, no podía recurrir al consejo de nadie capaz de tomar decisiones. Comprendió, sin embargo, que no necesitaba ayuda para adoptar una resolución.

Ahora sabía por qué los hechiceros lo habían enviado al pasado. Ellos conocían la verdad, y querían que él la averiguara por sí mismo: su gemelo era irrecuperable, tenía que morir.

16

Falsa bondad

Aquella noche nadie durmió en Istar. Arreció la tempestad, que parecía dispuesta a destruirlo todo con su azote. Los gemidos del viento se asemejaban a aquéllos otros que, como heraldos de muerte, proferían los espíritus en las casas embrujadas, y su sonoro embate neutralizaba incluso el fragor de los truenos. Los relámpagos danzaban sobre las calles, los árboles se partían al recibir su fulminante contacto. El granizo, por su parte, rebotaba contra los muros de las edificaciones, arrancando ladrillos, rompiendo los más gruesos cristales y permitiendo que las ráfagas de aire y de lluvia penetrasen en los hogares cual salvajes conquistadores. Las inundaciones se propagaban por toda la urbe, los torrentes de agua arrastraban los puestos del mercado, las plataformas de los esclavos, los carros y carruajes.

Sin embargo, nadie resultó herido. Se diría que los dioses, en esta hora decisiva, habían extendido sus manos para proteger a los vivos, en espera de que escucharan su advertencia.

Al amanecer amainó el aguacero, y el mundo quedó envuelto en un profundo silencio. Las divinidades, sin atreverse apenas a respirar, se mantuvieron expectantes, alertas a un tenue llanto susceptible de salvar a Krynn.

Se elevó el sol en un cielo azul, acuoso. Ningún pájaro lo saludó con sus trinos, ninguna hoja crujió en la brisa matutina porque, simplemente, tal brisa no soplaba. Reinaba en el aire una mortífera quietud. El humo se alzaba desde los troncos socarrados en volutas que se encaramaban hacia las alturas, los desbordados riachuelos fueron absorbidos como si unas sofisticadas canalizaciones los devolvieran a su cauce. Los habitantes de la ciudad abandonaron sus casas cautelosos, contemplando incrédulos los nimios daños antes de recogerse en sus lechos, exhaustos tras varias noches de vigilia.

Pero había una persona en Istar que, contra todo pronóstico, había dormido pacíficamente. De hecho, fue la repentina calma lo que lo despertó.

Como él mismo solía relatar, Tasslehoff Burrfoot había conversado con los espíritus del Bosque Oscuro, se había enfrentado a numerosos dragones —volando a lomos de dos de ellos—, se había acercado al Robledal de Shoikan —el grado de proximidad aumentaba en cada nueva narración—, había roto uno de los Orbes y hasta fue el artífice de la derrota de la Reina de la Oscuridad —con un poco de ayuda—. Una ventisca, aunque alcanzase gigantescas proporciones, no había de espantarlo, ni mucho menos perturbar su sueño.

Fue sencillo apoderarse del ingenio mágico. Meneó la cabeza al pensar en lo orgulloso que debía sentirse Caramon por concebir tan perfecto escondrijo pero, aunque se abstuvo de comentarlo ante el hombretón, el doble fondo del baúl habría sido detectado por un kender de tres años.

Tas extrajo el artefacto del cofre y lo observó complacido, maravillado. Había olvidado cuan bello era, doblado sobre sí mismo hasta asumir la apariencia de un colgante ovalado, y se le antojó imposible que sus manos hubieran de transformarlo en un instrumento capaz de obrar prodigios.

Se apresuró a rememorar las instrucciones de Raistlin. El mago se las impartió días antes y lo obligó a aprenderlas, persuadido de que si las escribía, el kender perdería el papiro. Así, al menos, lo había manifestado con su habitual causticidad.

No eran complejas, las ordenó en su mente en cuestión de segundos.

Tu tiempo tuyo es,
aunque viajes por él.
Verás sus esferas, el camino,
en su eterno torbellino,
no obstruyas su fluir.
Aferra firme el final y el comienzo,
dales la vuelta sobre su centro,
y lo que está suelto podrás unir.
Sobre tu cabeza descansa el porvenir.

El objeto era tan hermoso que Tasslehoff habría permanecido largas horas admirándolo. Pero no podía permitirse la menor demora, así que lo guardó presuroso en uno de sus saquillos, recogió los otros —sólo por si encontraba algo digno de conservarlo—, se arropó en su capa y salió del circo, mientras pasaba revista a su última charla con Raistlin.

—Toma prestado el artilugio arcano la víspera del acontecimiento —le encomendó el hechicero—. La tempestad adquirirá una magnitud terrorífica, y a Caramon podría ocurrírsele partir antes de tiempo. Además, de ese modo te resultará más sencillo introducirte en la cripta secreta del Templo sin que nadie repare en ti. La turbonada cesará al alba del día señalado, será entonces cuando el Príncipe de los Sacerdotes y sus ministros se dirigirán en procesión hacia la cámara, donde el sumo mandatario presentará sus demandas a los dioses.

»Debes hallarte en la cripta y activar el ingenio en el instante en que el Príncipe enmudezca.

—¿Cómo lo detendrá? —aventuró el kender entusiasmado—. ¿Brotará de su seno un rayo de luz o algo parecido? ¿Se desmoronará inconsciente el eclesiástico?

—No —contestó el mago entre toses—, no abatirá al dignatario. Pero has acertado en lo de la luz.

—¿De verdad? —se asombró Tas—. ¡Es fantástico! Creo que me estoy perfeccionando en tu arte.

—Cierto —admitió Raistlin secamente—. Y ahora, deja que continúe en el punto donde me has interrumpido.

—Disculpa, no volverá a ocurrir. —El hombrecillo cerró la boca al percibir la fulgurante mirada del maestro.

—Debes entrar en la cripta secreta durante la noche. En la zona posterior del altar hay unos gruesos cortinajes, nadie te descubrirá si te ocultas tras ellos.

—Impediré el Cataclismo y regresaré sin tardanza junto a Caramon para contárselo. ¡Me convertiré en un héroe! —Calló unos segundos, asaltado por un pensamiento—. ¿Pero cómo puedo ser un héroe si conjuro un evento antes de que se produzca? ¿Cómo se sabrá que lo hice si no llega a suceder?

—Se sabrá —lo tranquilizó el mago.

—¿Estás seguro? —se obstinó el kender—. No lo comprendo. Pero supongo que estás ocupado y es mejor que me vaya. Cuando todo esto termine imagino que abandonarás Istar —apuntó, sintiéndose empujado hacia la puerta por la mano que Raistlin tenía apoyada en su espalda—. ¿Dónde dirigirás tus pasos?

—Donde me apetezca —fue la tajante contestación.

—¿Puedo acompañarte? —solicitó Tas ilusionado.

—No, te necesitarán en tu tiempo —declaró el nigromante con un extraño destello en sus ojos—. Debes cuidar de Caramon.

—Tienes razón, he de protegerlo.

Llegaron al umbral y Tas, indeciso, pidió una gracia a su oponente.

—¿Te importaría catapultarme a algún lugar, como hiciste la última vez?

Exhalando un paciente suspiro, Raistlin le concedió su deseo. El kender apareció junto a un estanque, con gran regocijo por su parte. Tuvo que reconocer que, cuando quería, el hechicero era muy gentil.

«Quizá sea por mi intervención providencial en este asunto. Se siente agradecido ante quien va a evitar el desastre, aunque no sabe expresarlo. De todas maneras, dudo que la gratitud tenga cabida en las criaturas perversas», pensó ingenuamente el kender.

Recapacitando sobre tan interesante idea, el hombrecillo vadeó la enfangada charca y regresó a la arena.

Retomó el hilo de tales cavilaciones cuando abandonó su alcoba la noche anterior al Cataclismo, pero los elementos enfurecidos se encargaron de romperlo. No había reparado en la intensidad de la tormenta y la violencia del huracán le dejó perplejo, ya que el fortísimo viento lo alzó literalmente en volandas y lo arrojó contra la tapia en el momento de salir. Tras hacer un alto para recuperar el resuello y asegurarse de no estar herido, emprendió su camino hacia el Templo con el ingenio sujeto en su mano.

Esta vez, ya prevenido, tuvo la suficiente presencia de ánimo para acercarse a los edificios, donde el viento no lo zarandearía a su antojo. Recorrer la ciudad en medio del caos resultó una experiencia enriquecedora. Pudo observar cómo un relámpago derribaba un árbol a escasa distancia, y comprendió lo que significaba la expresión «hacer astillas». Un poco más adelante calculó mal la profundidad del torrente que invadía la calzada y fue arrastrado por un auténtico rápido, una estupenda aventura si hubiera podido respirar, pero el hecho de estarse casi ahogando lo incomodaba. Al fin el curso de agua lo lanzó al interior de un callejón, donde logró incorporarse y proseguir el viaje.

Casi lamentó llegar al Templo después de vivir tantas emociones pero, consciente de su importante misión, atravesó raudo el jardín. Una vez en el interior del recinto, tal como Raistlin había augurado, el escurridizo kender se perdió en la confusión sin que nadie advirtiera su presencia. Los clérigos corrían de un lado a otro, achicando el agua que se filtraba por las fisuras de las ventanas, recogiendo cristales, encendiendo las antorchas apagadas o reconfortando a quienes no soportaban la prueba a la que los sometían las furias desencadenadas.

Ignoraba en qué ala del santuario se encontraba la cripta, mas nada podía gustarle más que merodear por lugares ignotos. Dos o tres horas más tarde, con sus bolsas repletas de tesoros, se internó en una estancia subterránea que respondía a la descripción de Raistlin en todos sus pormenores.

No la alumbraba ninguna tea, muestra palpable de que no pensaban utilizarla, pero el resplandor de los relámpagos a través de un ventanuco en el techo bastaba para que se revelasen a sus ojos el altar y las cortinas que mencionara el mago. Estaba fatigado, necesitaba descansar, así que inspeccionó someramente la cámara y, tras hallarla vacía, rodeó la tarima y asomó la cabeza entre los recios pliegues con la esperanza de descubrir alguna cueva secreta donde el Príncipe de los Sacerdotes celebrara sus rituales, vedados a los mortales.

Escudriñó el entorno y suspiró. No había nada que mereciese la pena, tan sólo un muro cubierto por los cortinajes. Se sentó detrás de éstos, extendió su capa para que se secara, deshizo su copete a fin de enjugar las gotas de lluvia y desprenderse del granizo y, bajo la exigua, intermitente luz, examinó los interesantes objetos que se habían caído «accidentalmente» en sus saquillos.

Al poco rato le pesaban tanto los párpados que apenas podía levantarlos, sus repetidos bostezos le causaban un molesto dolor en las mandíbulas. Arrebujándose en el suelo, se entregó al sueño sin dejar que le afectara el retumbar de los truenos. Dedicó su último pensamiento a Caramon, temía su cólera cuando reparara en su aparente fuga.

La calma vino a interrumpir su plácido reposo, un fenómeno en verdad sorprendente. ¿Por qué había de sobresaltarle el silencio? Y no fue éste el único enigma al que se enfrentó. Al principio tampoco reconoció la estrecha estancia.

No tardó en recordar. Estaba en la cripta secreta del Templo de Istar y hoy sobrevendría el Cataclismo, es decir, habría sobrevenido de no anticiparse él a la Historia, remodelándola. O, expresado de otro modo, era el día del Cataclismo sin Cataclismo, habría habido una hecatombe pero ésta no tendría lugar. Confundido por el galimatías que él mismo creaba, recapacitando que alterar el destino era un fastidio, Tas decidió investigar el motivo de aquella quietud.

Entonces se le ocurrió. Se habían cumplido las predicciones de Raistlin, la turbonada se había disipado tan misteriosamente como empezó. Se puso en pie, oteó el panorama desde las cortinas y, al otro lado de la cámara, vio los haces solares que, tímidos, traspasaban la angosta claraboya.

No tenía idea de la hora pero, a juzgar por el brillo, debía estar próximo el mediodía. La procesión se iniciaría pronto y jalonaría las dependencias del santuario, en un sinuoso trayecto. El Príncipe de los Sacerdotes, si sus noticias eran ciertas, había convocado a los dioses para el momento en que el sol alcanzara el cénit.

El kender pensaba en todo esto, cuando oyó un tañir de campanas sobre su cabeza, tan trepidante que su ruido le pareció más ensordecedor que el del trueno. Por un momento se preguntó si estaba condenado a vivir con un perenne zumbido resonando en sus tímpanos, mas se hizo el silencio en la torre y, de inmediato, murió el repiqueteo de sus sienes. Aliviado, se asomó de nuevo a la estancia para asegurarse de que nadie había acudido a ultimar los preparativos. ¡Cuál no sería su sorpresa al atisbar una sombra en la nave central!

Retrocedió y, dejando una mera rendija entre los pliegues, aplicó un ojo resuelto a no perderse nada. La figura tenía la cabeza inclinada, sus pasos eran lentos e inciertos. Hizo una pausa a fin de apoyarse en uno de los bancos de piedra que flanqueaban el altar, como si el cansancio le impidiera seguir, y se arrodilló en el suelo. Aunque le cubrían las albas vestiduras que portaban casi todos los moradores del Templo, Tas creyó advertir algo familiar en aquel ser, de modo que, tras constatar que el recién llegado no prestaba atención a los cortinajes, se arriesgó a ensanchar su campo de mira.

«¡Crysania! —susurró al reconocerla—. ¿Qué hace aquí antes de que arribe el cortejo?».

Un amargo desengaño atenazó su garganta. ¿Y si la sacerdotisa se proponía impedir el Cataclismo por su propia iniciativa? No, Raistlin lo había elegido a él, no debía sacar conclusiones precipitadas.

Más sosegado, espió los movimientos de la dama. Estaba hablando o quizás orando, era difícil adivinarlo. El kender tuvo que hacer un esfuerzo para no aproximarse y rogarle que alzara la voz. Se conformó, no obstante, con situarse lo mejor posible y aguzar el oído.

—Paladine, prudente dios del Bien eterno, escucha mi plegaria en este día trágico —murmuró quedamente Crysania—. Sé que no puedo evitar el suceso que se avecina, y que quizá sea tan sólo una flaqueza de mi fe cuestionar tus resoluciones, pero he de suplicarte que me ayudes a comprender. Si tengo que morir revélame el motivo, convénceme de que mi sacrificio será útil al mundo. Demuéstrame, te lo ruego, que no he fracasado en todos los cometidos que debía desempeñar en Istar.

»Permíteme que permanezca aquí, sin ser vista, para presenciar aquello que ningún mortal ostentó el privilegio de contemplar ni relatar: el encuentro del Príncipe con las divinidades. Es un hombre bondadoso, acaso en demasía. Mis creencias, las que creía más arraigadas, penden de un hilo —añadió, en un siseo tan tenue que Tas apenas distinguía sus palabras—. Necesito que justifiques ante mí tu terrible acción, aunque se trate de uno de tus inescrutables designios prometo acatar tu voluntad. Si tal es tu deseo, o mi sino, pereceré junto a quienes perdieron la fe en los auténticos dioses…

—No es ésa la expresión adecuada, Hija Venerable —la corrigió una voz surgida de la nada, tan imprevista que el kender casi cayó de bruces—. Di mejor que su fe en los dioses verdaderos fue sustituida por la esclavitud a los falsos, la riqueza, el poder, la ambición.

Crysania levantó la cabeza y emitió un grito ahogado que Tas coreó si bien fue el rostro de la mujer, no el refulgente contorno que se materializaba a su lado, lo que provocó su pasmo. Exhibía en sus rasgos la huella de varias noches en vela, los oscuros ojos se hundían en sus cuencas y le conferían un aire espectral. Su tez, demacrada, enmarcaba unos labios exangües, resecos, y su cabello, que no se había molestado en peinar, se enmarañaba como una negra telaraña en torno a aquel semblante que oteaba, entre alarmado y temeroso, a la fantasmal figura.

—¿Qu-quién eres? —balbuceó la dama.

—Me llamo Loralon, y he venido para llevarte conmigo. Los hados no han dictaminado que mueras, Crysania, eres la última sacerdotisa auténtica de Krynn y deseo ofrecerte que te unas a nosotros, a los clérigos que abandonaron el Templo días atrás.

—Loralon, el más respetable eclesiástico de Silvanesti —murmuró ella—. No puedo irme, todavía no —rehusó, después de estudiar a su oponente y desviar la mirada hacia el altar—. He de escuchar al Príncipe, despejar las incógnitas que me atormentan. —Su aparente firmeza contrastaba con su manera de retorcerse las manos.

—¿No entiendes ya lo suficiente? ¿Qué más buscas, Hija Venerable? —inquirió Loralon severo—. Por ejemplo, ¿qué sintió tu alma la pasada noche?

Crysania tragó saliva antes de susurrar, apartándose la melena de la faz:

—Humildad, sobrecogimiento. Todos experimentamos lo mismo en presencia del poder de las divinidades.

—¿Estás segura? —indagó el anciano, persistente—. ¿No te ha asaltado la envidia, el deseo de emularles? ¿No te gustaría alzarte a su mismo nivel?

—¡No! —vociferó la mujer, pese a que el rubor de sus pómulos desmentía tan tajante negativa.

—Acompáñame, Crysania —la instó el regio elfo—. La fe sincera no precisa demostraciones, pruebas tangibles para creer lo que el corazón juzga justo.

—Los mandatos de mi corazón no hallan eco en mi mente —repuso la sacerdotisa—. Son simples sombras, por eso debo palpar la verdad, penetrarla a plena luz. No, no he de partir. Me quedaré en la cámara y escucharé sus palabras. No me entregaré a unas divinidades a las que no puedo defender sin conocimiento de causa.

Loralon la examinó detenidamente, con más piedad que ira, y sentenció:

—Tú no penetras la verdad como presumes, te sitúas frente a su luminosa aureola y divisas una sombra, la tuya. No adquirirás la facultad de ver hasta que sean las tinieblas las que te cieguen, unas tinieblas infinitas. Adiós, Hija Venerable.

Tasslehoff pestañeó. ¡El anciano elfo se había evaporado! ¿Había visitado en realidad la cripta, o era producto de su imaginación? Vencido el inicial desconcierto el kender concluyó que él no podía haber inventado tan insondables frases. ¿Qué significaba el extraño parlamento que pronunció el clérigo antes de desaparecer? ¿Qué quiso decir Crysania al aseverar que había viajado en el tiempo para morir?

Su desazón no duró mucho, al rato recordó jubiloso que ambas dignidades ignoraban su proyecto de impedir el Cataclismo. Era lógico que Crysania se sintiera deprimida, que fuera víctima de tal extravío.

«Probablemente recobrará el ánimo cuando descubra que el mundo no va a ser devastado», reflexionó el hombrecillo.

En aquel momento percibió, en la distancia, un coro de voces que entonaban un salmo. ¡La procesión había salido del edificio central! En su alborozo escapó de sus labios una exclamación que, pese a sofocarla de inmediato cubriendo su boca con la mano, podría haberle delatado de no estar Crysania absorta en sus cábalas. Sometió a un último escrutinio a la dama que, ahora sentada, se convulsionaba al son de la música, como si ésta fuera una pócima dolorosa. El kender hubo de reconocer que, en efecto, las notas llegaban en una áspera discordancia, debido, tal vez, a la distancia. Sea como fuere, la sacerdotisa tenía la tez tan cenicienta que Tas se alarmó. Sin embargo, se sobrepuso a su desmayo, y el pequeño espía respiró al distinguir sus apretados labios, y el leve color que teñía sus pómulos.

—Pronto te restablecerás del todo —la reconfortó en un siseo inaudible, antes de agazaparse entre las cortinas y extraer de su bolsa el portentoso ingenio. Sentándose, se dispuso a esperar con el arcano artefacto en la mano.

La procesión se prolongó durante siglos, o al menos así se le antojó al kender. Se dijo entre bostezos que las misiones importantes eran ciertamente tediosas, a la vez que renacía su antigua inquietud de no ser valorado en su justa medida cuando todo hubiera concluido. Le habría gustado entretenerse jugando con aquel espléndido objeto, pero se había grabado en su memoria la orden de Raistlin de no manipularlo hasta el instante oportuno, de respetar sus directrices al pie de la letra, y tuvo que desistir. Tan seria había sido la expresión de sus ojos, tan fría su voz, que incluso traspasó la capa de despreocupación en que se envolvía Tas. En una actitud de obediencia insólita en él, el hombrecillo no se atrevía casi a moverse.

Cuando empezaba a desesperar, y su pie derecho perdía la sensibilidad, oyó un estallido de voces en el exterior de la estancia. Una brillante luz traspasó las cortinas y, pese a su esfuerzo de refrenar su curiosidad, Tasslehoff no pudo sustraerse a dar una rápida ojeada. Después de todo, nunca había visto al Príncipe de los Sacerdotes. Persuadido de que debía seguir con atención las evoluciones del mandatario, se asomó a la rendija que antes abriera.

—¡Por el gran Reorx! —exclamó, tan deslumbrado a causa de la luminosidad que hubo de poner la mano como visera sobre sus párpados.

Revivió la ocasión, hacía ya muchos lustros, en que intentó examinar el sol para discernir si era un gigante o una moneda de oro y, en este último caso, arrancarlo de la bóveda celeste. Permaneció tres días postrado con una venda en los ojos.

«¿Cómo lo hará?», se preguntó, aventurándose a posar la mirada en el cegador halo.

Penetró la resplandeciente nebulosa como hiciera con el astro, y le fue revelada la verdad. El sol era un coloso, el Príncipe tan sólo un hombre. El kender no experimentó la desolación que se adueñara de Crysania cuando, a través del falaz escudo, detectó a la criatura humana, acaso porque él no tenía ideas preconcebidas sobre su aspecto. Los miembros de su raza no se dejaban impresionar por nadie —excepción hecha de la zozobra que agitaba a Tas en presencia de Soth, el Caballero de la Muerte—, y tal fue el motivo de que apenas le sorprendió comprobar que el Sumo Sacerdote no era sino un mortal de mediana edad, con una incipiente calvicie y unos ojos azules tan desorbitados como los del ciervo que se enmaraña en un arbusto de espino. Más que asombro, sintió una cierta desilusión.

«Me he metido en un embrollo para nada. No salvaré a mis congéneres del Cataclismo, porque no habrá tal. Dudo que este hombre sea capaz de provocar la cólera de los dioses; yo no le arrojaría ni una tarta, así pues ¿cómo han de desplomar ellos una montaña ígnea?», recapacitó irritado.

Pero, no teniendo otro quehacer que lo reclamase, resolvió quedarse y esperar. Quizás aún se le brindaría la oportunidad de utilizar el ingenio mágico, algo había de suceder. Trató de distinguir a Crysania, ansioso por espiar sus reacciones, mas el halo que rodeaba al Príncipe era tan brillante que ensombrecía toda la estancia.

El mandatario avanzó hacia el altar despacio, oteando nervioso el panorama. Tas temió que atisbara a la sacerdotisa pero, bañado en su propia luz, pasó por alto su oscuro perfil. Al llegar frente al ara no hincó la rodilla, sino que meneó la cabeza disgustado y se mantuvo erguido.

Desde su privilegiado punto de mira, a la izquierda de la cripta, Tas pudo estudiar el desmitificado rostro del eclesiástico mientras, una vez más, aferraba el artilugio arcano. Su excitación fue en aumento al vislumbrar que el terror de los acuosos ojos azules se difuminaba tras una máscara de arrogancia.

—Paladine —bramó, y el kender tuvo la impresión de que conferenciaba con un subordinado—. Paladine, conoces la perversidad que me cerca, has sido testigo de las calamidades que han asolado Krynn en los últimos días. Sabes que esta malignidad va dirigida contra mí, pues soy el único que la combate, y no puedes por menos que admitir que tu doctrina de equilibrio no produce los resultados deseables.

La voz del Príncipe perdió la resonancia del clarín para asumir la delicadeza de una flauta.

—Comprendo que debías respetar estos postulados en los viejos tiempos, cuando la falta de fuerza te obligaba a pactar. Pero hoy me tienes a mí, tu brazo derecho, tu auténtico paladín en el mundo. Con nuestro poder combinado erradicaremos el Mal. ¡Destruye a los ogros, pon a raya a los descarriados humanos, asigna territorios lejanos a los enanos, los kenders y los gnomos, razas que por tu gusto nunca habrías creado!

«¡Esto es insultante! ¡Cuánto me gustaría lanzar un volcán sobre su cabeza!», se rebeló Tasslehoff para sus adentros.

—Reinaré glorioso, seré el artífice de una nueva era que rivalizará con la de los Sueños —propuso el mandatario en un crescendo, extendidos sus brazos—. Le otorgaste tal gracia a Huma, un caballero renegado de humilde cuna. Te pido, te exijo, Paladine, que me prestes tu poder a fin de aniquilar las sombras que se ciernen sobre nuestras tierras.

El Príncipe enmudeció, aguardando respuesta. También el hombrecillo se inmovilizó expectante, cerrados los dedos en torno al ingenio mágico.

Muda, implacable, la contestación impregnó el ambiente. Al sentirla en sus vísceras el kender fue preso de un pavor que nunca antes había experimentado, ni siquiera en la proximidad del Robledal de Shoikan o del caballero Soth. Temblando, desencajado, se arrodilló y bajó la cabeza para, en tan humilde postura, solicitar la misericordia del invisible hacedor. Oyó cómo, al otro lado del cortinaje, alguien coreaba sus incoherentes murmullos y comprendió que Crysania seguía en la cripta y, al igual que él, era consciente de la ira que les acechaba, más violenta que los truenos de la tempestad.

El Príncipe de los Sacerdotes no despegó los labios. Se limitó a alzar la vista hacia un cielo que no podía columbrar a través de los anchos salones, ni a través de los tejados del Templo… un cielo que, en realidad, nunca se ofrecería a su percepción a causa de la engañosa aureola tras la cual se parapetaba.

17

Caramon clama venganza

Una vez hubo decidido su curso de acción, Caramon se abandonó a un profundo sueño y, durante varias horas, lo acunó el tan necesario olvido. Se despertó de un respingo a sentir la proximidad de Raag que, inclinado sobre él, rompía sus cadenas.

—¿Vas a liberarme también de éstas? —preguntó el guerrero, alzando sus atadas muñecas.

El ogro meneó la cabeza en ademán negativo. Aunque no creía que Caramon fuera tan imprudente como para atacar a su secuaz desarmado, Arack había leído el mensaje de locura que destilaran las pupilas del hombretón la pasada noche y no quería correr riesgos.

Lo cierto era que el gladiador había reflexionado sobre la posibilidad de agredir a Raag, al igual que otras alternativas temerarias, pero al fin las rechazó todas. Lo primordial era permanecer vivo, al menos hasta asegurarse de que Raistlin había muerto. Después, ya nada importaría.

Pobre Tika, esperaría un día tras otro, tardaría en aceptar la idea de que su esposo nunca había de regresar a su lado.

—¡Muévete! —gruñó el ogro.

El aludido obedeció, y siguió al brutal individuo por las húmedas escaleras que conducían al rellano superior del subterráneo. Mientras caminaba intentó borrar a Tika de su pensamiento, sabedor de que podía debilitar su determinación. Raistlin tenía que perecer, no podía permitirse vacilaciones ahora que, quizá merced a los relámpagos de la víspera, se había iluminado una parte de su cerebro que yaciera en estado letárgico durante años. Se dibujaba en sus entrañas, con total claridad, la magnitud de la ambición de su hermano, su sed de poder. Había llegado el momento de dejar de buscar excusas a su conducta. Aunque le doliera debía reconocer que incluso Dalamar, el elfo oscuro, conocía al nigromante mejor que él, su gemelo.

El amor lo había cegado y, al parecer, lo mismo le había ocurrido a Crysania. Recordó una frase de Tanis según la cual nada malo brotaba de las obras dictadas por el amor, y él mismo respondió mediante uno de los postulados de Flint: para todo había una primera vez. Una primera y, también, una última.

Ignoraba cómo eliminaría a Raistlin, mas no le preocupaba en absoluto. Una extraña sensación de paz lo dominaba, pensaba con una claridad, una lógica, que lo abrumaban. Sabía que podía hacerlo, que ni siquiera el mago lograría impedirle que ejecutara sus designios pues el hechizo para desplazarse en el tiempo requeriría toda su concentración. Lo único susceptible de detenerle era la muerte. «Por eso, tengo que salvaguardar mi vida», recapacitó.

Se mantuvo inmóvil, sin agitar un músculo ni pronunciar una palabra, mientras Arack y Raag se afanaban en ajustarle la armadura.

—Me inquieta su actitud —murmuró el enano a su servidor durante la compleja operación de vestir al esclavo.

La tranquilidad, la ausencia de emociones que dimanaba del fornido humano inspiraban al suspicaz maestro de ceremonias un desasosiego mayor que si hubiera forcejeado como un animal enfurecido. El único instante en que Arack observó un atisbo de vida en el estoico semblante de Caramon fue cuando ciñó la daga a su cinto. El guerrero le lanzó una mirada de soslayo y, reconociendo el falso pertrecho como el objetivo inútil que era, esbozó una amarga sonrisa.

—Vigílalo —ordenó Arack a Raag—, debe estar alejado de los otros hasta que salgan a la arena.

El ogro asintió y guió a Caramon, maniatado, en pos de los pasillos donde los contendientes aguardaban su turno para entrar en liza. Kiiri y Pheragas estudiaron al hombretón al verlo aparecer. La nereida torció el labio y se volvió desdeñosa, pero la reacción del esclavo negro fue distinta. Tras enfrentarse a la postura digna del que fuera su compañero, a aquellos ojos en los que no se adivinaba una súplica, una invencible perplejidad se adueñó de él. Un consejo susurrado de la mujer lo obligó a desviar el rostro como ella hiciera, si bien el solitario guerrero advirtió que se encogía de hombros y balanceaba la cabeza inseguro, confundido.

Los repentinos clamores del público incitaron a Caramon a centrar su atención en las gradas. Era casi mediodía, y los Juegos debían iniciarse puntualmente a esta hora. El sol brillaba en el cielo y la muchedumbre, que después de varias noches de vigilia había podido conciliar el sueño aquel amanecer, exhibía un humor espléndido frente a una jornada lúdica que prometía ser emocionante. En primer lugar presenciarían unas luchas intrascendentes, destinadas a avivar su ansia de sangre, pero era el combate definitivo el que todos aguardaban excitados, la lid donde se designaría al campeón del año. De su desenlace dependía qué esclavo obtendría su libertad o, en el caso del Minotauro Rojo, si podría retirarse con riquezas suficientes para llevar una holgada existencia.

Arack, artero por naturaleza, se ocupó de que las confrontaciones preliminares fueran livianas, incluso cómicas. Había reunido para la ocasión a unos enanos gully y, tras darles armas auténticas que no sabían utilizar, los envió a la plataforma. Sus evoluciones deleitaron a la concurrencia, que rió hasta las lágrimas al verlos tropezar con sus propias espadas, acometer a sus rivales en agresivos estoques o dar media vuelta y emprender, despavoridos, la huida. Como cabía esperar, sin embargo, la audiencia no disfrutó tanto de la farsa como los enanos mismos, quienes acabaron abandonando sus fútiles pertrechos a fin de enzarzarse en una batalla en el fango. Hubo que separarlos por la fuerza y arrastrarlos al subterráneo.

El gentío aplaudió, pero pronto empezó a patear en una impaciente, aunque jocosa, demanda de la atracción principal. Arack permitió que sus protestas se prolongaran durante unos minutos ya que, acostumbrado al espectáculo, sabía que así se caldearían los ánimos. Y acertó. Al poco rato las gradas vibraban bajo el peso de aquella muchedumbre que gritaba, jaleaba a unos actores aún invisibles y cantaba desaforada.

Fue este el motivo de que nadie reparara en el primer temblor de tierra. Caramon, en cambio, sí lo sintió, con tal intensidad que se le hizo un nudo en el estómago al constatar que el suelo rugía bajo sus pies. Lo asaltó el miedo, no a la muerte, sino a que le sobreviniera antes de cumplir su objetivo. Dirigiendo una anhelante mirada al cielo, trató de evocar todas las leyendas que había oído contar sobre el Cataclismo. Había de producirse, a tenor de tales relatos, a media tarde, mas una serie de terremotos, erupciones volcánicas y desastres naturales, que se manifestarían en toda la superficie de Krynn, precederían al estallido de la montaña ígnea. Cuando eso sucediera la ciudad de Istar se hundiría, sin remedio, en simas abismales; y el océano se apresuraría a cerrarse sobre ella.

El guerrero visualizó el naufragio de la malhadada urbe, los restos de su esplendor tal como los descubriera, en un pasado que ahora era futuro por haber retrocedido en el tiempo, al quedar atrapada la nave en la que viajaba en el remolino del Mar Sangriento. Los elfos acuáticos los habían rescatado entonces, pero no había salvación posible para los actuales moradores de Istar. Una vez más, vislumbró con el pensamiento los torturados edificios. Su alma sufrió un espasmo de terror, y comprendió que se había obstinado en conjurar tal imagen en las últimas semanas.

«Nunca creí que fuera a suceder. Me restan unas horas, muy pocas. ¡Tengo que salir de aquí y encontrar a Raistlin!», se confesó, tan tembloroso como la tierra.

Se apaciguó al recordar a su hermano, consciente de que éste lo aguardaba. Lo necesitaba, a él o a un guerrero adiestrado, de modo que le sobraba tiempo para vencer y darle alcance o, por el contrario, para perder y ser sustituido.

Fortaleció esta convicción el hecho de que, tan súbitamente como se había iniciado, cesó el retumbo en el subsuelo. Aliviado, oyó cómo Arack anunciaba en el centro de la arena el combate decisivo.

—Damas y caballeros, estos combatientes antes luchaban formando equipo, el mejor que hemos podido contemplar durante años —vociferó el enano—. En numerosas ocasiones arriesgaron sus vidas para salvar al compañero, todos habéis asistido a sus demostraciones de amistad. Pero hoy son enconados enemigos, querido público, pues cuando la libertad, la riqueza o el orgullo del triunfo están en juego, el amor queda relegado a un segundo plano. Cada uno de ellos pondrá sus habilidades al servicio de la supervivencia, así será como han de enfrentarse Kiiri, la Nereida, Pheragas de Ergoth, Caramon, el Vencedor y el Minotauro Rojo. Ninguno abandonará la arena si no es con los pies por delante.

Los presentes prorrumpieron en vítores ya que, aunque sabían que se trataba de una mera representación, querían imbuirse de su falaz autenticidad. Arreciaron las aclamaciones al aparecer en escena el minotauro con su faz animal tan desdeñosa como de costumbre. Kiiri y Pheragas espiaron su tridente y, en una reacción instintiva, los dedos de la mujer se cerraron en torno a la empuñadura de su daga.

Un nuevo temblor sacudió la tierra. Caramon lo percibió, mas no pudo cavilar sobre el fenómeno porque Arack había pronunciado su nombre y tuvo que saltar a la arena.

Tasslehoff notó los primeros temblores y, al principio, creyó que eran tan sólo fruto de su imaginación, del temor a la ira invisible que se desplegaba sobre sus cabezas. No obstante, vio ondear las cortinas y constató que había llegado la hora de la verdad.

«¡Activa el ingenio!», le ordenó una voz en su cerebro. Trémulas las manos, fijos los ojos en el colgante, el kender repitió las instrucciones.

—Veamos —recapituló—. «Tu tiempo tuyo es…», así que he de volver la faceta plana hacia mí. «Aunque viajes por él…», significa que he de mover una pieza de derecha a izquierda, supongo que ésta. Bien, sigamos. «Verás sus esferas, el camino…», se refiere a la placa que debo doblar sobre sí misma para formar dos discos comunicados por cilindros… ¡Funciona, la parte posterior cede! —Tras una breve pausa continuó, muy excitado—. «En su eterno torbellino…» alude a la operación de hacer girar la base en sentido contrario a las manecillas del reloj, y «no obstruyas su fluir…» a la necesidad de que la cadena no se enrede. ¿Cómo lograrlo? Ya lo tengo, el colgante ha de rotar de abajo hacia arriba. Exacto, vamos a por el próximo versículo. «Aferra firme el final y el comienzo…» es una señal clara, sujetaré los discos en sus extremos. «Dales la vuelta sobre su centro…», eso es fácil, «y lo que está suelto podrás unir…». ¿De qué modo? Ya lo entiendo, la cadena se enrolla alrededor del cuerpo principal. ¡Es fantástico, todo se acopla tal como describen las indicaciones de Raistlin! La última rezaba: «Sobre tu cabeza descansa el porvenir», de modo que alzaré el objeto y… ¡Un momento, algo no encaja! He cometido un error, esto no debería ocurrir.

Una diminuta pieza se había desprendido del artefacto, golpeando a Tas en la nariz. Sucedió a ésta otra, y otra más, hasta que el desazonado kender se halló bajo una lluvia de gemas multicolores.

Escudriñó el arcano ingenio que tenía suspendido en el aire y, desconcertado, se afanó en manipular sus moldeables fragmentos. Esta vez la fina lluvia se convirtió en un auténtico chaparrón de alhajas, que cayeron al suelo en un sonoro repiqueteo.

El kender no abrigaba una total certeza, pero estaba persuadido de que no era éste el resultado correcto. «De todos modos, con las zarandajas de los magos nunca se sabe», se dijo. Apaciguado por tal reflexión, contuvo el resuello y esperó que surgiera la luz.

De pronto, el suelo se encrespó, abultándose en una sólida ola que le hizo perder el equilibrio. Tan violento fue el embate, que el hombrecillo salió despedido entre los cortinajes y aterrizó, de bruces, delante del Príncipe de los Sacerdotes. No obstante, y contra todo pronóstico, el mandatario no se percató de nada, no vio su rostro ceniciento. Estaba demasiado absorto en la contemplación de su entorno, en examinar con embeleso el revoloteo de sus propios ropajes y las resquebrajaduras que surcaban el marmóreo altar. Sonriendo para sus adentros, envuelto en una egregia serenidad hija de su convicción de hallarse frente a una muestra de la aquiescencia de los dioses a sus demandas, se alejó de la maltrecha ara para recorrer la nave central, entre los oscilantes bancos, y encaminarse a la parte del Templo donde estaban situadas sus dependencias.

—¡No! —gimió Tas, perdido el control del artilugio mágico.

En aquel momento, los tubos que ensamblaban los dos extremos del cetro se separaron en sus manos y la cadena se deslizó de sus dedos. Despacio, temblando al ritmo del suelo sobre el que todavía yacía, se puso en pie a duras penas. En su palma sujetaba las piezas rotas del ingenio.

—¿Qué he hecho mal? —se desesperó—. He seguido las instrucciones de Raistlin con perfecta meticulosidad.

Y entonces lo comprendió todo. Las lágrimas, que asomarón a sus ojos sin que atinara a contenerlas, nublaron las fragmentadas partes del objeto.

—Fue tan amable conmigo —balbuceó—. Me hizo repetir los versos una vez y otra, según él para asegurarse de que no me equivocaría.

Entrecerró los párpados, deseoso de hallar, cuando los levantara de nuevo, los vestigios de una pesadilla. Lo hizo, mas no fue así.

—Aprendí las instrucciones correctamente —insistió—. ¡He caído en su trampa, su intención era que lo desarticulase! ¿Y por qué? ¿Acaso pretende dejarnos atrapados en el pasado, causar nuestra muerte? No puede ser, los magos de la Torre afirmaron que necesita a Crysania. Claro, ella es la clave.

Giró sobre sus talones y llamó a la sacerdotisa, sin obtener respuesta. Perdida la mirada en el infinito, inmóvil a pesar de las sacudidas que agitaban sus rodillas puestas en tierra, Crysania exhibía en sus ojos un fulgor fantasmal, interno. Tenía las manos enlazadas como si rezase, pero la manera en que se apretaban una contra otra, tanto que los dedos habían adquirido un tono purpúreo y los nudillos se habían tornado blancos, denotaba que no era tal la actividad a la que estaba entregada.

Un quedo aliento escapaba entre sus dientes, si bien el kender nada podía oír de lo que murmuraba.

Introduciéndose tras los cortinajes, Tas recogió algunas de las gemas esparcidas del ingenio antes de volver al altar y, una vez allí, recuperar la cadena, que estaba a punto de desaparecer en una fisura del suelo. Lo embutió todo en su saquillo, cerró éste a conciencia y, tras dar una última ojeada, se aproximó al lugar de la cripta donde se hallaba la eclesiástica.

—Crysania —susurró. Detestaba molestarla, pero la situación era crítica.— ¿Crysania? —repitió a la vez que se plantaba frente a ella, pues era evidente que todavía no se había percatado de que tenía compañía. Como no reaccionaba, el kender optó por leer el movimiento de sus labios y averiguar así el motivo de su ensimismamiento.

—Me ha sido revelado su error —mascullaba—, ahora sé que quizá los dioses me otorgarán un día lo que a él le han negado.

Respiró hondo y bajó la cabeza, antes de añadir:

—¡Gracias, Paladine!

El kender la oyó entonar un fervoroso cántico y, sin apenas intervalo, la sacerdotisa se incorporó. Tras observar sorprendida los objetos de la cripta, que pululaban en una mortífera danza, sus ojos se fijaron en el vacío, por encima de Tas.

—¡Crysania! —vociferó éste, tirando ahora de sus albas vestiduras—. Crysania, escúchame. He roto el único instrumento que había de permitirnos volver. Una vez destruí uno de los Orbes de los Dragones, pero lo hice a propósito mientras que, con el ingenio, no sé que ha podido fallar. ¡Pobre Caramon! Tienes que ayudarme, si tú se lo pides, Raistlin accederá a recomponerlo.

La sacerdotisa miró a Tasslehoff con la expresión de quien es abordado por un extraño en plena calle.

—¡Raistlin! —coreó, desprendiendo de su atavío los dedos del kender—. Trató de decírmelo, pero yo no le hice caso. No importa, al fin conozco la verdad.

Apartó de su lado al atónito kender y, tras recoger los pliegues de su túnica para no tropezar, echó a correr por el pasillo central sin volver la mirada. El Templo se bamboleaba sobre sus cimientos.

Cuando Caramon empezó a ascender los peldaños que conducían a la arena, Raag deshizo las ataduras de sus muñecas. Flexionando sus entumecidos dedos, el gladiador siguió a Kiiri, Pheragas y el Minotauro Rojo a la plataforma para, bajo una lluvia de aclamaciones, situarse entre los que fueran sus amigos. Miró al cielo donde, sobrepasado su cénit, el sol iniciaba su lento recorrido hacia el ocaso, un ocaso que los habitantes de Istar nunca contemplarían.

Al pensar en el funesto destino de la ciudad, y en que no vería de nuevo los rojizos rayos del astro recortando el perfil de una almena, fundiéndose en el azul del mar o iluminando las copas de los vallenwoods, afloraron las lágrimas a sus ojos. No lloraba tanto por sí mismo como por la suerte de sus compañeros, que debían perecer esta tarde, o por los centenares de inocentes que sucumbirían sin comprender el motivo.

También dedicó sus sollozos al hermano que en un tiempo amase, no al Raistlin actual, sino a un ser entrañable que había perdido años atrás.

—Kiiri, Pheragas —murmuró mientras el minotauro avanzaba unos pasos para recibir las ovaciones del público—, ignoro qué ha podido contaros el mago, pero os aseguro que yo nunca os traicioné.

Kiiri no se dignó mirarle, se limitó a torcer el labio en aquella mueca tan particular. Pheragas, por su parte, lo espió de manera soslayada y, al percibir los riachuelos que surcaban las mejillas del guerrero, vaciló antes de darle la espalda.

—Me tiene sin cuidado que me creáis o no —continuó el musculoso humano—, podéis mataros por la posesión de la llave si es eso lo que queréis. Yo buscaré la libertad valiéndome de mis propios medios.

Ahora sí, ahora la mujer lo examinó con la perplejidad dibujada en sus rasgos. La muchedumbre se había puesto en pie y aclamaba al minotauro, que caminaba por la arena blandiendo el tridente sobre la testa.

—¡Estás loco! —imprecó la nereida al hombretón, sin alzar la voz más de lo imprescindible. Desvió la vista hacia Raag cuyo cuerpo, enorme y macilento, obstruía la única salida.

Caramon la imitó imperturbable, sin mudar la expresión.

—Nuestras armas son auténticas —intervino Pheragas—, la tuya no.

El guerrero asintió, mas se abstuvo de pronunciar una palabra.

—Has de avenirte a razones —lo reprendió Kiiri—. Te ayudaremos a fingir que estás herido, ninguno de nosotros creyó en el nigromante aunque, debes admitirlo, resultaba sospechoso tu empeño en ahuyentarnos de la ciudad. Por un momento pensamos, como él afirmó, que pretendías hacerte con el triunfo, pero hemos cambiado de idea. Te sugiero que en cuanto empiece el combate te arrojes al suelo y te dejes llevar al interior. Nos las arreglaremos para que escapes esta misma noche.

—Esta noche Istar habrá cesado de existir, junto a todos sus moradores —persistió el gladiador—. El tiempo apremia. No puedo explicároslo, sólo os ruego que no intentéis detenerme.

Pheragas separó los labios, presto a hablar, pero se lo impidió un nuevo temblor de tierra, éste más violento.

Todos los presentes lo sintieron, era imposible no hacerlo. La plataforma se tambaleó sobre su entramado, los puentes de los pozos se resquebrajaron y el suelo se combó con tal fuerza que a punto estuvo de lanzar al minotauro por los aires. Kiiri se aferró a Caramon, mientras Pheragas trataba de apuntalar sus piernas como un navegante en la cubierta de su zarandeado galeote. La muchedumbre de las gradas se inmovilizó al percibir el balanceo de sus asientos, gritando unos al oír los crujidos de la madera y permaneciendo otros de pie, mudos. Pero el rugido de la naturaleza se mitigó al instante.

Sucedió al caos un silencio ominoso. Al guerrero se le erizó el cabello, se le puso la piel de gallina al comprobar que los pájaros no cantaban, ni ladraban los perros. En medio de la tensa quietud, una voz interior lo conminaba a huir sin demora.

Tomó una determinación. Sus amigos ya no importaban, todo carecía de sentido. Sólo abrigaba un propósito: matar a Raistlin.

Tenía que actuar enseguida, antes de que sobreviniera el próximo embate o la audiencia se recuperase de éste. Lanzando una rápida mirada a su entorno, Caramon divisó a Raag junto a la salida, arrugado el rostro por la sorpresa e incapaz de adivinar, con su torpe mente, lo que en realidad ocurría. Arack se hallaba a escasa distancia del ogro y estudiaba el panorama, temeroso sin duda de tener que devolver a sus clientes el dinero recaudado si había de anular el espectáculo. Pareció sosegarse al constatar que renacía la normalidad, si bien algunos de los asistentes se mostraban recelosos y espiaban el suelo de manera furtiva.

El fornido humano respiró hondo y, sujetando a Kiiri entre sus brazos, la levantó con todas sus fuerzas para arrojarla contra Pheragas. Ambos gladiadores se desmoronaron en un amasijo sobre la plataforma al cogerles desprevenidos su agresión.

Tras cerciorarse de que, en su aturdimiento, ninguno de ellos había de presentarle batalla, Caramon tomó impulso y se lanzó cual un ariete hacia el ogro, hundiendo su cabeza en el estómago del adversario con toda la energía que le conferían sus meses de entrenamiento. Semejante impacto habría matado a cualquier criatura normal, pero a Raag tan sólo le dejó sin resuello. La arremetida los había estrellado a ambos contra el muro.

Mientras su oponente luchaba para recuperar el aliento, el guerrero se abalanzó sobre su maza a fin de arrebatársela mas, cuando la desprendía de su manaza, el atacado emitió un aullido de rabia y le asestó un certero golpe debajo de la barbilla. Caramon, que no estaba preparado para recibir su puño, salió catapultado y fue a aterrizar sobre la arena.

Al principio no vio sino un torbellino de cielo y tierra. Abrumado bajo un vértigo irrefrenable, cerró los ojos si bien, por fortuna, su instinto de luchador lo instigó a rodar sobre sí mismo en el instante en que el tridente del minotauro descargaba su peso donde segundos antes se hallara su brazo. Oyó un gruñido animal, y comprendió que la rabia de aquel engreído iba en aumento tras la fallida intentona.

Logró incorporarse, a la vez que agitaba la cabeza a fin de despejarla, pero sabía que no eludiría el segundo ataque de la fiera. Sin embargo, se produjo un hecho inesperado. Una figura negra se interpuso entre su cuerpo y el Minotauro Rojo, el plateado acero de una espada rechazó al tridente que se disponía a acabar con la vida de Caramon. El guerrero retrocedió torpemente y sintió el contacto de unas frías manos, las de Kiiri, posadas en su cinto.

—¿Estás bien? —preguntó la mujer.

—¡Necesito un arma! —consiguió balbucear el humano, aún mareado tras el colosal golpe que le propinara el ogro.

—Toma la mía —ofreció Kiiri, depositando una daga en su palma—. Pero antes, descansa. Yo me ocuparé de Raag.

El macilento individuo, dominado por la excitación de la batalla, cargaba contra ellos con la mandíbula abierta.

—¡Úsala tú! —empezó a protestar Caramon, mas la mujer rechazó el pertrecho y le contestó, sonriente:

—Calla y observa.

Pronunció entonces unas frases ininteligibles que el hombretón asoció con el lenguaje de la magia, aunque éstas tenían un acento casi elfo.

De pronto, se desvaneció la mujer y ocupó su lugar una gigantesca osa. Caramon ahogó una exclamación, incapaz de adivinar lo sucedido, si bien recordó que Kiiri era una nereida, del grupo de las sirenas, y por consiguiente poseía el don de mudar su identidad.

Irguiéndose sobre sus patas traseras, la osa se enfrentó al descomunal ogro que se había detenido con los ojos desorbitados. Kiiri lanzó un rugido de cólera y, al hacerlo, dejó al descubierto sus refulgentes colmillos. El sol reverberó en su zarpa cuando hundió sus afiladas uñas de un ágil sesgo en la frente del paralizado Raag.

Brotó la amarillenta sangre a través de los hondos arañazos y el herido gimió de dolor, cegado por la masa de savia coagulada que cubría sus cuencas oculares. Sin desaprovechar la ocasión, la osa se abalanzó sobre su víctima y ambos adversarios se revolvieron en una masa informe de pelambre y piel desteñida.

El gentío, que al principio se entusiasmó, comprendió ahora que la lid no era una farsa. Se trataba de una confrontación auténtica, alguien iba a morir. Tras unos momentos de paralizado silencio, se oyeron algunos vítores aislados hasta que, todos al unísono, prorrumpieron en ensordecedoras ovaciones.

Caramon no tardó en olvidar a la audiencia, atento a su oportunidad de escapar. Sólo el enano bloqueaba la salida y, consciente del miedo que su grotesca faz rezumaba, el gladiador supuso que no le resultaría difícil escabullirse.

Oyó un gruñido de satisfacción procedente del minotauro, que dio al traste con su plan. En efecto, tal como temía, Pheragas había sido abatido y, encorvado sobre sí mismo, agarraba el extremo romo del tridente para evitar el ataque definitivo. Su rival invirtió la trayectoria del arma y, dueño de sus movimientos, se aprestó a rematar al caído, pero en ese instante Caramon emitió un sonoro aullido, atrayendo de inmediato la atención del feroz animal.

El Minotauro Rojo aceptó el desafío, esbozada una siniestra mueca en sus rojizas facciones, más aún al constatar que su rival blandía una insignificante daga. Se arrojó contra el humano, resuelto a zanjar sin demora la desigual pugna, pero el guerrero lo esquivó hábilmente, y consiguió propinarle un puntapié en la rodilla. Fue una acometida lacerante, que hizo tropezar al agredido y desplomarse en la arena.

Sabedor de que permanecería unos minutos fuera de combate, Caramon corrió en pos de Pheragas. El esclavo negro se sujetaba el vientre con ambas manos en medio de una terrible agonía.

—Vamos —lo reprendió, a la vez que le prestaba el apoyo de su robusto brazo—. He visto en numerosas ocasiones cómo, después de recibir varios golpes como éste, te incorporabas y engullías una cena pantagruélica.

No obtuvo respuesta. El cuerpo de Pheragas se revolvía en violentas convulsiones, su brillante tez negra estaba bañada en sudor. Al examinarle de cerca, el hombretón descubrió los tres surcos sanguinolentos que el tridente había abierto en su pecho.

Al reparar en la expresión aterrorizada de su amigo, el herido supo que éste comprendía su fin inminente. Temblando a causa del veneno que circulaba por sus venas, hizo un esfuerzo para ponerse de rodillas. Sin embargo, no logró sostenerse y se dejó caer cuan largo era.

—Utiliza mi espada. ¡Apresúrate, necio! —urgió a su solícito compañero.

El motivo de su apremio era que el minotauro se disponía a reanudar la liza, entre iracundos bramidos. Caramon sólo vaciló unos segundos antes de empuñar el arma que el moribundo le brindaba.

Un espasmo de Pheragas, quizá un estertor, despertó la sed de venganza en las entrañas del guerrero. Dio media vuelta, justo a tiempo para frustrar la arremetida de su feroz oponente, y tomó posiciones. Pese a que cojeaba ostensiblemente, anidaba en el animal una gran energía que compensaba su dolorosa herida y, además, sabía que le bastaba con inocular una gota de ponzoña en su víctima mientras que ésta, en inferioridad de condiciones, debía abrirse camino a través de su tridente si quería clavarle la espada.

Sin precipitarse, los contrincantes trazaron círculos uno frente a otro en busca de un descuido que les permitiera arremeter. Caramon apenas oía al público, los pateos y silbidos que arrancaba en las gradas la visión de la sangre. Tampoco pensaba en huir, pues ni siquiera sabía dónde estaba. Tan sólo obedecía al dictado de sus instintos: pelear y, a ser posible, matar.

Aguardó paciente. Los minotauros tenían un punto flaco, tales fueron las enseñanzas de Pheragas. Creyéndose superiores a las otras criaturas, solían infravalorar a sus adversarios y acababan por cometer errores, que había que aprovechar. El hombretón leía en los ojos de su rival, era consciente de su cólera, del ultraje al que le había sometido al derribarlo, de su ansia por eliminar a aquel ser vulgar que osaba ponerle en ridículo.

En su mutuo tanteo se acercaron al lugar donde Kiiri seguía enzarzada en una cruenta lucha con Raag, a juzgar por los alaridos que profería el ogro y que Caramon no dejó de percibir. Alerta al parecer a las evoluciones de la osa, el gladiador resbaló en un charco de sangre amarillenta, viscosa. Exultante de júbilo, el minotauro corrió a ensartarle en su arma.

Pero la pérdida de equilibrio fue fingida. La espada brilló bajo el sol tardío y el monstruo de encarnado pelaje, al constatar que le habían burlado, intentó detener su carrera. No obstante, había olvidado su dañada rodilla que, incapaz de soportar su mal repartido peso, dio con sus huesos en la arena. El hombreton se apresuró a levantarse y traspasar limpiamente su cráneo.

Liberó la hoja de un tirón al oír un aullido desgarrado y, alzando la vista, contempló cómo la osa hendía la garganta de Raag con sus garras. Sin soltar a su presa, la encarnación de Kiiri mordió su vena yugular y el ogro abrió la boca para lanzar un grito que nadie había de escuchar.

Caramon echó a andar hacia los contendientes, mas interrumpió su avance al detectar un movimiento a su derecha. Desvió la faz, despiertos sus sentidos al posible agresor. Era el enano, que pasó por su lado con el rostro convertido en una máscara de furia y una daga centelleando en su mano, inequívoca muestra de sus intenciones. Sin pensarlo dos veces el fornido humano se abalanzó sobre él, pero no logró impedir que el filo penetrara el cuerpo de la osa. Al instante la palma de Arack se tiñó de rojo, a la vez que el descomunal plantígrado rugía de dolor, de rabia. Extendió una zarpa en un postrer alarde de energía de tal manera que, tras atrapar al repugnante hombrecillo, lo catapultó al espacio. El proyectil viviente se incrustó en el Obelisco de la Libertad del que pendía la llave dorada, en una de las artísticas prominencias que lo decoraban. Lanzó un alarido espeluznante y se vino abajo el pináculo entero, con él adherido, zambulléndose en los llameantes pozos.

También Kiiri se derrumbó, debilitada por la copiosa sangre que manaba de su herida. Aunque la muchedumbre repetía en una estruendosa batahola el nombre de Caramon, éste se hallaba tan sólo pendiente del luctuoso espectáculo que lo rodeaba. Tomó en sus brazos a la nereida, que había abandonado su mágica forma para volver a ser su compañera, y la estrechó contra el pecho.

—Has vencido —le susurró—. Eres libre.

La mujer lo miró y sonrió, antes de que sus ojos se abrieran para dejar escapar la vida. Sus pupilas se fijaron en el cielo de un modo casi expectante, o así se le antojó al gladiador, como si al fin comprendiera que la hecatombe estaba próxima.

Depositando suavemente su cuerpo exánime en la arena, Caramon se puso en pie y vio paralizarse a Pheragas tras expulsar un último hálito.

«Pagarás por lo que has hecho, hermano», masculló con el corazón en un puño.

Percibió un ruido tras él, un murmullo semejante al rugido del mar antes de la tormenta. Desazonado, el guerrero aferró su espada y se preparó para combatir a cualquier enemigo que quisiera retarlo. No había tal, sin embargo, eran los otros gladiadores quienes se acercaban y, al vislumbrar el rostro desencajado del hombretón, se apartaban uno tras otro a fin de franquearle el paso.

Al observarlos, Caramon supo que era libre. Libre de encontrar a su hermano, de acabar con su maléfica existencia. Desnuda su alma de emociones, perdido el miedo a la muerte, respiró el aroma de sangre que se adhería a sus vías olfativas y le invadió la fragante locura de la batalla.

Con la venganza por único aliado, comenzó a descender la escalera del subterráneo en el instante en que un nuevo terremoto, heraldo de destrucción, azotaba la ciudad de Istar.

18

Los dioses se aproximan

Crysania no vio ni oyó a Tasslehoff. Poblaba su mente un torbellino multicolor que se arremolinaba en sus profundidades, refulgiendo con los destellos de un millar de joyas intangibles. Ahora sabía que, si Paladine la había mandado al pasado, no era para reivindicar la memoria del Príncipe de los Sacerdotes sino para que aprendiera de sus errores. Y, en su fuero interno, era consciente de haber asimilado la lección. Invocaría a los dioses y éstos responderían, otorgándole poder. La negrura se había rasgado, había liberado a una criatura nueva que, fuera de su concha, estalló bajo la luz del sol.

Tuvo una visión en la que se le apareció su propia imagen blandiendo el Medallón de Paladine, ardiente su superficie de platino. Con la otra mano hacía señal de acercarse a las legiones de creyentes, los cuales se congregaban en su derredor embelesados, deseosos de que los condujera a un país de indescriptible belleza.

Aún no poseía la llave que le permitiría desatrancar el portal, y era ostensible que el prodigio no se obraría en un lugar donde la ira de las divinidades neutralizaba cualquier avance. ¿Cómo hallar esa llave, cómo dar con el vedado acceso? Los danzantes colores le mareaban, le impedían reflexionar. Intentaba desembarazarse de su obcecación cuando, de pronto, sintió que unas manos agarraban su túnica y una voz susurró en su oído el nombre de Raistlin, sucedido por unas palabras que se perdieron en el abismo.

Tuvo aquel siseo la virtud de despejar las incógnitas. Se desvaneció el torbellino, al igual que la luz, y quedó envuelta en una penumbra tranquila, reconfortante.

«Raistlin trató de decírmelo», musitó.

Las manos seguían prendidas de sus vestiduras. Con aire ausente, se deshizo de ellas mientras se repetía que Raistlin la llevaría al portal y la ayudaría a encontrar la llave. «El Mal se vuelve contra sí mismo», solía afirmar Elistan y, en efecto, el nigromante le prestaría su concurso sin proponérselo. El alma de la sacerdotisa entonó un cántico en honor a Paladine, un salmo que preconizaba el futuro: «Cuando regrese con la benignidad en la mano, cuando la perversidad del mundo haya sido derrotada, Raistlin verá mi poder y se iluminará su fe dormida».

—¡Crysania!

El suelo se agitó bajo sus pies, mas ni siquiera se percató. Una voz tenue, quebrada por la tos, había pronunciado su nombre.

—Crysania —la llamó de nuevo en aquel timbre familiar—. Queda poco tiempo, apresúrate.

Al reconocer el carraspeo del mago, la dama lo buscó enloquecida. No distinguió ninguna presencia, y recapacitó que era su mente la que hablaba.

—Raistlin —contestó—, te he oído. Acudiré sin demora.

Dando media vuelta, recorrió la nave de la cripta en dirección hacia el ala central del Templo. El grito del kender cayó en el vacío.

«¿Raistlin?», se preguntó Tasslehoff desconcertado.

Examinó el desierto entorno, y llegó la inspiración. ¡Crysania iba en busca del hechicero! De algún modo, a través de la magia, él la había llamado y la sacerdotisa corría a su encuentro. Seguro de haber acertado, abandonó la secreta cámara en pos de la dama. Ella obligaría a Raistlin a recomponer el ingenio.

Ya en el pasillo vecino a la cripta, no le costó ningún esfuerzo atisbar a Crysania, si bien le dio un vuelco el corazón al constatar la distancia que los separaba. La Hija Venerable avanzaba tan deprisa que casi había alcanzado el muro donde moría el túnel.

Tras comprobar que los fragmentos del artefacto estaban a salvo en su saquillo, Tas emprendió carrera para no quedar rezagado. Resolvió vigilar en todo momento los ondulantes pliegues de su vestido, mas éstos no tardaron en deslizarse por un recodo.

El kender corrió a un ritmo vertiginoso, como no lo había hecho ni en la ocasión en que imaginó que los espíritus del Robledal de Shoikan pretendían engullirlo. El copete se bamboleaba sobre su cabeza, sus bolsas danzaban tan salvajemente que su contenido salía expelido y dejaba a su espalda un rastro de anillos, brazaletes y otros tesoros.

Cerrados los dedos en torno al saquillo donde yacían las piezas del ingenio, llegó al final del pasillo y, en su desenfrenado impulso, se estrelló contra la pared. El corazón, que hasta entonces saltaba en su pecho, pareció desplomarse a sus pies con un ruido sordo. No podía permitirlo, debía interrumpir aquel pálpito que le producía náuseas.

La sala que se abría, una vez salvado el recodo, estaba atestada de clérigos. ¿Cómo distinguiría a Crysania? Por fortuna, su propia carrera la delató. Estaba en medio de la estancia, centelleante su negro cabello bajo las antorchas, y los eclesiásticos se giraban a su paso para interrogarla sobre la causa de su precipitación.

Tas se sintió aliviado al constatar que la sacerdotisa había aminorado la marcha, incapaz de mantenerla entre el apretado gentío. El kender salvó también los corrillos que se interponían en su camino, ignorando los gritos iracundos de sus miembros y esquivando múltiples pares de garras extendidas.

—¡Crysania! —vociferó desesperado.

Aumentó la afluencia de clérigos y el ajetreo de aquellas criaturas que se afanaban en hallar una explicación a los temblores. ¿Qué podían presagiar?

Crysania tuvo que detenerse más de una vez a fin de apartar a la apiñada muchedumbre. Acababa de desembarazarse del último obstáculo cuando surgió Quarath de un pasillo lateral, llamando al Príncipe. La sacerdotisa, en su ímpetu, no lo vio y tropezó contra él. El clérigo hubo de sujetarla para que no cayera.

—Cálmate, querida —le rogó, convencido de que era víctima de la histeria general.

—¡Suéltame! —le ordenó Crysania al sentirse zarandeada.

—¡El pánico la ha enajenado! Ayudadme a sostenerla —pidió Quarath a unos clérigos cercanos.

De pronto, a Tas le asaltó la idea de que Crysania, en verdad ofrecía el aspecto de una demente. Pudo examinar su rostro al aproximarse, su cabello enmarañado, el color ceniciento que habían adquirido sus ojos, los pómulos congestionados por el esfuerzo. Rodeada de una nebulosa, ninguna voz penetraba sus tímpanos salvo, quizá, la de Raistlin.

Varios clérigos la agarraron, obedientes a la orden de Quarath. Lanzando incoherentes alaridos, la sacerdotisa forcejeó con la energía que le daba la desesperación y, en algún momento, estuvo a punto de escapar. Su alba túnica se rasgó entre las manos de quienes intentaban retenerla, y Tas creyó advertir sanguinolentos arañazos en la faz de sus aprehensores. Decidió abalanzarse sobre el más tenaz y golpearlo en la cabeza para ayudarla, mas lo cegó una repentina luz que paralizó a todos los presentes, incluida Crysania.

En medio de aquella inmovilidad, lo único que oía Tas eran los jadeos de la dama y de cuantos habían tratado de refrenarla. Transcurridos unos segundos, sin embargo, se elevó una voz.

—Los dioses se aproximan —anunció un acento musical surgido del resplandor—, porque yo los he invocado.

El suelo en el que se apoyaban trazó una sinuosa curvatura y el kender, en su cresta, voló por el aire ligero como una pluma. En el instante en que se posaba de nuevo un segundo bombeo interrumpió su trayectoria, recibiendo el hombrecillo un impacto tal que quedó sin resuello.

Se produjo entonces una explosión en la que el polvo, los cristales y las astillas de los muebles se entremezclaron con los gritos despavoridos de los clérigos. Tas no atinó sino a luchar para recobrar el aliento, permaneció acostado en la marmórea superficie que se agitaba bajo su vientre. Contempló inerme cómo las columnas se derrumbaban, los muros se separaban en hondas grietas y las vigas, al caer despedazadas, aplastaban a toda criatura viviente que, en su estupor, no lograba esquivarlas.

El Templo de Istar sucumbía a una terrible destrucción.

Arrastrándose sobre sus miembros, Tasslehoff intentó acercarse a Crysania para no perderla de vista. La eclesiástica parecía ajena al caos y, al soltarla sus aterrorizados colegas, reanudó su periplo por las dependencias del santuario atenta, tan sólo, a la voz de Raistlin. Quarath, resuelto a detenerla, se lanzó tras ella, pero en el momento en que la asía se desprendió el fuste de un enorme pilar y se desplomó entre ambos.

Tas contuvo la respiración. Por un instante el polvo que levantaban los escombros envolvió la sala, mas cuando se disipó el kender pudo constatar las consecuencias del accidente. Quarath yacía en una masa informe mientras Crysania, ilesa a juzgar por su actitud, observaba al elfo, cuya sangre había salpicado su blanca túnica.

La llamó por enésima vez, y por enésima vez ella no le oyó. A trompicones, con paso inseguro, sorteó los escollos y se encaminó hacia el lugar donde el hechicero la requería con creciente premura.

Incorporándose, magullado su cuerpo, el hombrecillo ignoró el dolor y la siguió. Después de salir de la estancia oteó el horizonte, y vislumbró el borde de una vestidura que, doblando una esquina de la estancia, iniciaba el descenso de un tramo de escaleras. Aunque sabía que no podía demorarse, la curiosidad lo impulsó a espiar lo que ocurría a su espalda.

La brillante luz todavía inundaba la sala, perfilando los cuerpos de los muertos y los postrados. Las fisuras, la polvareda, se intensificaron y, en tan dantesca confusión, la voz hablaba inmutable, si bien se había esfumado su musicalidad. Los sonidos que emitía eran chillones, discordantes.

—Los dioses se aproximan…

Fuera del circo, en las calles de Istar, Caramon se debatía para acudir, al igual que Crysania, al lado de Raistlin. Pero la voz del mago no lo llamaba, lo que el guerrero oía eran los murmullos que percibiese en el seno materno, un timbre familiar que lo delataba como su gemelo, como el ser con quien compartía su sangre.

No prestó atención a los gemidos de los moribundos, a las súplicas de aquellos que habían quedado atrapados. No lo inquietaban los edificios que se derrumbaban a su alrededor, las rocas que rodaban por las avenidas, arrastrándolo casi. Sangraban sus brazos y su torso y tenía numerosos cortes en las piernas.

El gladiador no se detuvo, ni siquiera sintió el dolor. Encaramándose a los montones de piedras fragmentadas, alzando enormes vigas para apartarlas de su camino, atravesó la ruinosa Istar en dirección al Templo, que reverberaba bajo los declinantes rayos solares. Portaba en su mano una espada manchada de sangre.

Tasslehoff siguió a Crysania hasta las entrañas de la tierra, o así se lo pareció en el curso de su inacabable descenso. Ignoraba que existieran tales reductos en el interior del Templo, y se preguntó cómo había podido pasarlos por alto en su continuo deambular. También le extrañaba que la sacerdotisa los conociera, que traspasara puertas secretas invisibles incluso para su aguda percepción de kender.

Se mitigó el terremoto, aunque sus efectos se hicieron sentir unos segundos en la mole antes de que reinara, de nuevo, el silencio. En el exterior anidaba la muerte, en las ocultas escaleras prevalecía la paz. Tas tuvo la sensación de que el mundo contenía el aliento, a la espera de peores sucesos.

En aquellas simas misteriosas no se apreciaban daños importantes, quizá por hallarse resguardadas de la intemperie. El polvo enrarecía el ambiente, dificultando la respiración, y alguna que otra hendidura surcaba los muros, coreada por la caída de las antorchas a ellos adosadas. Pero la mayor parte de las teas ardían sobre sus pedestales y sus llamas, incandescentes, imprimían un halo fantasmal en los brumosos corredores.

Crysania, sin un titubeo, trazaba la ruta, si bien Tas se había desorientado por completo tras coronar los primeros tramos. Logró mantener el ritmo trepidante de la sacerdotisa a pesar de su cansancio, a pesar de ignorar su paradero, mas confiaba en llegar pronto dondequiera que fuese pues, de lo contrario, temía desfallecer. Le crujían las costillas, cada vez que inhalaba aire le estallaban los pulmones y, para colmo de desventuras, sus piernas apenas le respondían, como si pertenecieran a un cansino y torpe enano.

Jalonó, tras su desprevenida guía, unos escalones de mármol, obligando a sus plomizos músculos a moverse. Ya al pie de los peldaños alzó, exhausto, los ojos, y dio un respingo de júbilo. El motivo de semejante cambio se debía a que el oscuro y estrecho túnel donde se hallaban desembocaba en un muro, no en otra escalera.

Una solitaria antorcha iluminaba el arco de una vetusta puerta. Al no hallarla cerrada, Crysania emitió una exclamación de alegría y se desvaneció en la negrura del otro lado.

«¡Claro! La sacerdotisa se ha adentrado en el laboratorio de Raistlin», comprendió Tas.

Se disponía a traspasar el umbral cuando una imponente sombra, surgida de la penumbra del pasadizo lo empujó y lo hizo caer al suelo. Alzó el rostro, con las costillas doloridas, y atisbó el resplandor de una áurea capa. La tea alumbró el filo de una espada y, en su reflejo, detectó unos brazos broncíneos, un musculoso cuerpo, que reconoció de inmediato. Sin embargo, el rostro, un rostro que debería resultarle familiar, se le antojó el de un desconocido.

—¿Caramon? —indagó incierto. Pero el hombretón no dio muestras de reparar en él.

Trató Tas de incorporarse inmerso en un nuevo temblor de tierra que, esta vez, se hizo patente en el subterraneo. Llevado por su instinto, corrió a refugiarse en el rocoso muro al mismo tiempo que el techo, hasta entonces firme, empezaba a ceder.

—¡Caramon! —vociferó, mas disipó sus ecos el crujido del entramado de madera al quebrarse.

Recibió un golpe en la cabeza. Aunque se esforzó en mantenerse consciente, en resistir el dolor, las luces de su cerebro se apagaron, como si rehusaran beligerar contra la confusión. El kender se precipitó en la oscuridad.

19

El Cataclismo

Con la voz de Raistlin resonando en su mente, atrayéndola más allá de la muerte y la destrucción, Crysania penetró en la estancia que se abría en las entrañas del Templo. Pero, al traspasar el dintel, detuvo su veloz carrera y miró su entorno dubitativa, refrenada por el pálpito de sus sienes.

Había permanecido ciega a los horrores del zozobrante santuario, incluso ahora fue incapaz de imaginar a quién pertenecía la sangre que manchaba su túnica. No obstante, en esta cámara los objetos se destacaban con absoluta nitidez a pesar de la escasa iluminación procedente, al parecer, del puño cristalino de un bastón. Abrumada por el halo de perversidad que envolvía el laboratorio, no se decidía a penetrar en sus brumas.

Oyó un sonido, sintió el contacto de una mano en su brazo. Volviéndose alarmada, distinguió a unas criaturas, informes pero vivientes, que se agitaban en jaulas de madera. Al olfatear su sangre aquellos entes se agitaron en sus celdas, y fueron sus garras las que erizaron su piel. Temblorosa, Crysania retrocedió frente a ellos y tropezó contra algo sólido.

Era un féretro abierto, que contenía el cadáver de un hombre joven. Su epidermis se estiraba cual un pergamino sobre los huesos, tenía la boca abierta en un alarido silenciado para toda la eternidad. Los repetidos bombeos del suelo hicieron que el cuerpo saltase salvajemente, observándola con sus vacías cuencas oculares, y tan espantosa visión le arrancó un grito que no llegó a manifestarse, que se congeló en el aire.

Bañada en un sudor gélido, sujetándose la cabeza con ambas manos, Crysania cerró los ojos a fin de conjurar el espeluznante espectáculo. Cuando el mundo se difuminaba en un torbellino de abstractos contornos, una voz vino en su auxilio.

—Serénate, querida —dijo Raistlin en su seductor siseo—. Conmigo estás a salvo, las maléficas criaturas de Fistandantilus no te lastimarán en mi presencia.

Reanimada por las reconfortantes palabras del mago, Crysania se aventuró a levantar los párpados y lo descubrió a cierta distancia, espiándola entre las sombras de su capucha con aquellos brillantes ojos que lo caracterizaban. Pese a refugiarse en su mirada, no pudo sustraerse a los monstruos de las jaulas. Se estremeció, sin apartar la vista del pálido semblante de su protector.

—¿Fistandantilus? —preguntó a través de sus labios resecos—. ¿Fue él quien construyó esto?

—Sí, el laboratorio es obra suya —explicó Raistlin—. Lo creó hace ya muchos años. Al abrigo de los curiosos clérigos, utilizó su magia para hurgar en los subterráneos del Templo y, como una larva, cavó la roca, la moldeó en escaleras y puertas ocultas, sumió en sus poderosos hechizos a cuantos sospechaban de sus actividades. De este modo, fueron pocos los que averiguaron su existencia.

Crysania advirtió la sarcástica sonrisa que surcaba los labios de su interlocutor al exponerse a la luz.

—No se lo mostró a casi nadie, tan sólo un puñado de aprendices ostentaron el privilegio de compartir su secreto —continuó—. Y no vivieron para revelarlo. Pero Fistandantilus cometió un error —añadió con aire enigmático—, se lo mostró a un acólito joven, frágil y avispado que memorizó hasta el último recoveco de los sinuosos corredores, que estudió los encantamientos destinados a abrir los accesos y tras recitarlos una y otra vez, los aprendió. Era un personaje tenaz, que ensayaba las fórmulas más complejas cada noche, antes de acostarse. Gracias a su perseverancia estamos hoy aquí, indemnes, de momento, al castigo de los dioses.

Concluido su relato, hizo señal a Crysania de acercarse a la parte de la cámara donde él se erguía, apoyado en un escritorio de exquisita talla. Descansaba en su superficie un libro arcano encuadernado en plata, que había estado leyendo minutos antes.

—Haces bien al clavar tus pupilas en las mías —comentó el nigromante—. Así las tinieblas no parecen tan aterradoras.

La sacerdotisa no pudo replicar, consciente de que, de nuevo, había tenido la flaqueza de permitirle leer en sus ojos más de lo deseable. Ruborizándose, ladeó la faz.

—Sólo he sufrido un leve sobresalto —arguyó, pero no pudo reprimir un escalofrío al divisar el féretro—. ¿Quién es… quién era? —inquirió.

—Supongo que uno de los aprendices de Fistandantilus —repuso el hechicero—. Debió de absorber su energía para prolongar su vida, era un experimento que realizaba con frecuencia.

Le enmudeció un ataque de tos, ensombrecidos sus ojos por algún recuerdo inconfesable, y Crysania detectó un espasmo de temor en sus, normalmente, inalterables rasgos. Antes de que atinara a indagar sobre el motivo de tan repentino cambio, resonó un estampido en la puerta y el mago recobró la compostura. Alzó la vista más allá de la dama para saludar al intruso.

—Adelante, hermano. Estaba pensando en la Prueba y, por supuesto, he revivido tu memoria.

¡Caramon allí! Sosegada a causa de su oportuna aparición, Crysania giró el rostro a fin de darle la bienvenida pensando que su presencia aliviaría la tensa atmósfera. Mas la frase murió en sus labios, engullida por una negrura que no había hecho sino intensificarse con su llegada.

—Hablando de pruebas, me alegro de que hayas sobrevivido a la tuya —declaró Raistlin entre cínico y cortés—. Esta dama necesitará que alguien la escolte en el lugar al que nos dirigimos —agregó, al mismo tiempo que señalaba a la Hija Venerable—. No sabría describirte el placer que me produce contar con un ser tan digno de mi confianza.

Crysania se encogió al percibir el sarcasmo que ribeteaba su discurso, y también Caramon fue más sensible a esta actitud que a su amabilidad pues, al oírle, se revolvió como si hubieran incrustado en su carne una lluvia de dardos envenenados. El hechicero, por su parte, hizo caso omiso de su reacción, fijó de nuevo su atención en el esotérico volumen y se puso a trazar círculos en el aire con sus delicadas manos, recitando versículos ininteligibles para los no iniciados.

—Sí, he salido airoso de tu examen —afirmó el guerrero en tonos apagados.

Se adentró el hombretón en la estancia y, al verle entrar en el radio luminoso del cayado, Crysania ahogó un alarido de pánico.

—¡Raistlin! —exclamó, reculando unos pasos ante el avance del gladiador que, despacio, había enarbolado la espada.

—¡Raistlin, mírale! —insistió la eclesiástica. En su miedo topó con el escritorio y, sin saberlo, se introdujo en un círculo de polvo de plata. Algunos granos se adhirieron al repulgo de su vestido, relampagueando bajo el influjo de la vara.

Irritado por la interrupción, el nigromante alzó la faz.

—He sobrevivido a tu prueba —repitió Caramon—, del mismo modo que tú superaste la de la Torre. Allí debilitaron tu cuerpo, a mí me has desgajado el corazón. Ahora ocupa su lugar un vacío tan negro como tus vestiduras, un vacío que, al igual que mi espada, se ha teñido de sangre. Un minotauro ha muerto bajo su filo, un amigo ha dado su vida por salvarme y otra, una nereida, ha expirado en mis brazos. No contento con tantas desventuras, también has provocado la destrucción del kender. ¿Cuántas criaturas han sucumbido a tus nefastos designios? —Su voz se convirtió en un susurro letal al proferir su amenaza—: Todo ha terminado, hermano. Nadie más perecerá por tu culpa salvo yo mismo, tu ejecutor. Las piezas encajan al fin, ¿no crees? Vinimos juntos al mundo, y juntos lo abandonaremos.

Dio un paso al frente. Raistlin quiso hablar, pero él lo atajó.

—No puedes valerte de tu magia para detenerme, no en esta ocasión —le recordó—. Aunque no conozco los entresijos de tu arte, sé que el hechizo que te propones invocar requiere todo tu poder. Si malgastas un ápice de tus dotes en mi contra, si dejas de concentrarte sólo un segundo, no te restarán fuerzas con las que completar el encantamiento y, así, mi objetivo se cumplirá de todas maneras. No morirás a mis manos, sino a las de los dioses.

El arcano personaje lanzó una mirada soslayada a su gemelo antes de reanudar su estudio, encogiéndose de ombros. El gladiador avanzó un poco más y fue entonces, al oír el repiqueteo de sus adornos metálicos, cuando Raistlin emitió un exasperado suspiro y se encaró con él. Sus ojos, que refulgían en el interior de su capucha, parecían ser los únicos focos de luz en la estancia.

—Te equivocas en tus predicciones, hermano —lo corrigió—. Alguien más exhalará su último suspiro.

Sus pupilas, aquellos espejos insondables, traspasaron a Crysania quien, embutida en su refulgente hábito, se interponía entre los rivales.

Los ojos de Caramon se llenaron de conmiseración al volverse, asimismo, hacia la sacerdotisa, pero no flaqueó en su empeño.

—Las divinidades la albergarán en su seno —apuntó—. Pertenece al grupo de los clérigos auténticos, y ninguno de ellos murió en el Cataclismo. Por eso la envió Par-Salian —aseveró, ignorante de la confesión que este último hiciera a Ladonna—. Fíjate, alguien ha acudido en su busca —concluyó con el índice extendido.

Crysania no necesitaba seguir la dirección que el guerrero indicaba para constatar la presencia de Loralon. La sentía en todas sus vísceras.

—Acompáñalo, Hija Venerable —la aconsejó Caramon—. Tu lugar está en la luz, no en las tinieblas.

Raistlin no despegó los labios ni hizo el menor movimiento, se limitó a permanecer junto al escritorio con la enteca mano apoyada en el libro de magia.

La sacerdotisa, rígida como una estatua, intentó recapacitar sobre las palabras de Caramon que, similares a las errantes criaturas de la Torre de la Alta Hechicería, aleteaban en su mente. Lo había escuchado pero su parlamento carecía de sentido, no podía concentrarse. Tan sólo se le aparecía su propia imagen, armada con el Medallón y guiando a las huestes de fieles. La llave, el portal, también se perfilaban claramente. Era Raistlin quien poseía la clave del triunfo, y la llamaba junto a él. Incluso sintió, como le ocurriera en sus horas de soledad, el ardoroso beso del hechicero en su piel.

Una luz osciló hasta apagarse. Loralon se había ido.

—No me es posible obedecerte —musitó la dama, aunque con la voz tan quebrada que se hizo inaudible. No importaba. El hombretón la comprendía y, tras una breve vacilación, tomó aliento para decir:

—Sea. Una muerte más no ha de afectar a ninguno de nosotros ¿verdad, hermano?

Adentróse a su vez en el círculo argénteo y Crysania, fascinada, contempló el brillo de la espada bajo los haces del cayado. La visualizó en el acto de hundirse en su cuerpo y, al consultar la expresión de Caramon, halló reflejada la misma escena. Constató que ni siquiera tal pensamiento le haría desistir, que ella no suponía sino un obstáculo en su camino. No era un ser de carne y hueso, tan sólo una sombra que le impedía materializar sus aspiraciones: acabar con su gemelo.

«¡Cuán arraigado está su odio!», reflexionó si bien, al zambullirse en el alma de aquella criatura ahora tan próxima, percibió un sentimiento aún más desgarrador, un amor infinito.

El hombretón se abalanzó sobre ella con la mano abierta, deseoso de apartarla. Movida por el pánico, la sacerdotisa esquivó su embestida y tropezó contra Raistlin, que nada hizo para tocarla. La garra de Caramon atrapó una manga de su alba túnica, la arrancó de sus costuras y, en un acceso de furia, la arrojó al suelo. Crysania comprendió que su fin era inminente, pero se mantuvo entre los dos hombres.

El acero destelló. Desesperada, la eclesiástica aferró el Medallón de Paladine que siempre portaba ceñido a su cuello.

—¡Alto! —ordenó con voz imperiosa, pese a entornar los ojos a causa del pánico.

Se convulsionó en anticipación al dolor que había de infligirle la espada al ensartarla. Oyó en aquel momento un lamento, seguido por el estrépito del metal al chocar contra el suelo, y una oleada de alivio inundó su cuerpo. Débil, mareada y sollozante, se dejó caer.

Unas manos delicadas la sostuvieron, unos miembros entecos la abrazaron, a la vez que una voz pronunciaba su nombre con acento triunfal. La arropó una cálida negrura, que la arrastraba hacia las profundidades del Abismo, y vibraron en sus tímpanos unas frases masculladas en lengua arcana.

Como arañas o dedos acariciadores, los cánticos se enseñorearon de toda su persona. Creció su volumen en armonía con la voz de Raistlin, más poderosa a cada instante, y las luces plateadas centellearon antes de apagarse. El mago estrechó su abrazo hasta que, en un etéreo éxtasis, la sacerdotisa comenzó a dar vueltas en un torbellino que, al lado del nigromante, la arrastraba en pos de las tinieblas.

Rodeó a su compañero con los brazos y, apoyada la cabeza en su pecho, se abandonó a un viaje vertiginoso por las esferas espectrales. Los versículos, el tintineo de su sangre y el de las rocas del Templo se entremezclaron en un salmo que sólo perturbaba una nota discordante, el gemido lastimero de un hombre descorazonado.

Tasslehoff Burrfoot oyó la melodía que entonaban las rocas y, en su ensoñación, esbozó una sonrisa. Era un roedor que, en su deambular, había atravesado el polvo de plata mecido por los cantos de la piedra.

Despertó de forma brusca. Yacía en el frío suelo, cubierto de escombros, pero no tuvo tiempo de pensar en nada porque la rocosa superficie comenzó a bambolearse una vez más. El kender supo, por el extraño miedo que tomaba cuerpo en su interior, que los dioses no se detendrían. Este nuevo terremoto no había de terminar.

—¡Crysania! ¡Caramon! —los invocó, si bien sólo le respondió el eco chillón de su propia voz, que resonaba en las temblorosas paredes.

Incorporándose con dificultad, ignorando el martilleo que latía en su cabeza, Tas vislumbró la tea sobre la arcada que franqueara Crysania. Aún ardía en su pedestal, y se dijo que el subterráneo era la única parte del santuario que no había sido afectada por las convulsiones del terremoto. «La magia lo protege», decidió, al mismo tiempo que penetraba en aquella estancia repleta de artilugios arcanos.

Buscó resquicios de vida, mas sólo halló a las criaturas de las jaulas. Los espeluznantes seres se agitaban en sus prisiones, sabedoras de que se acercaba el fin de su torturada existencia y, pese a su sufrimiento, remisos a dejarla escapar.

El kender escrutó el laboratorio, preso de un invencible temor. Llamó al guerrero en un susurro y no recibió más contestación que un retumbar distante, producido por el imparable vaivén de la tierra. De pronto, bajo la luz indirecta de la antorcha, distinguió un fulgor metálico en el suelo, cerca de un escritorio. A trompicones, cruzó la cámara y recogió el objeto que lo despedía.

Se cerró su mano sobre la empuñadura de una espada de gladiador. Apuntalándose en el decorado mueble para no perder el equilibrio, examinó la sangre de su acero y, mientras lo hacía, detectó algo más. Era un retazo de paño blanco, arrugado en el suelo junto al arma, donde aparecía bordado el símbolo de Paladine en hilos de oro que brillaban tenuemente bajo el reflejo de la solitaria llama. Reparó entonces en el círculo mágico que lo cercaba, un círculo que debió ser argénteo pero que se había tornado negro al consumirse.

—Se han ido —musitó a los enjaulados monstruos—. Se han ido, me han abandonado.

Un repentino combeo del suelo lo arrojó de bruces, en el mismo instante en que rugía un fragor que a punto estuvo de atrofiar sus tímpanos, tan devastador fue. Alzó la cabeza en su incómoda postura a fin de examinar el techo, y su espanto rebasó todos los límites al comprobar que se había rasgado en dos mitades. Crujió la roca, y los cimientos de la mole cedieron a la embestida de las fuerzas divinas.

El edificio se resquebrajó. Los muros volaron por los aires, el mármol se desprendió en aserrados fragmentos y los suelos, uno tras otro, estallaron como los pétalos de la rosa Hiemis al recibir el calor del sol, un influjo que desaparece con la llegada del crepúsculo, agostando su vida. Siguió atentamente el progresivo desmoronamiento hasta que, al fin, vio a través de la hendidura que la torre central se venía abajo, desintegrada, y en su caída provocaba un temblor más desolador que el del terremoto.

Incapaz de moverse, consciente de que lo protegían los malignos hechizos de un mago muerto tiempo atrás, Tas permaneció en el laboratorio de Fistandantilus con la mirada fija en el cielo.

La bóveda celeste escupía lenguas de fuego sobre la malhadada ciudad de Istar.