Martina Cole
El jefe
Para Natalia Whiteside, mi primera nieta y la persona que más quiero.
He sido muy afortunada con mis hijos y mis nietos, así como con mi nuera, Karina.
He aprendido que lo más importante en la vida es lo que uno deja a su paso y la gente que deja atrás. Dios es generoso y nadie lo sabe mejor que yo. Mi madre siempre decía que Dios paga sus deudas sin dinero y que «se recoge lo que se siembra». De ser así, entonces soy sumamente afortunada, pues tengo la familia que siempre he soñado, la cual crece y se fortalece cada día más.
Le deseo a mis lectores todo el amor, la suerte y la felicidad que pueda proporcionarles la vida y agradezco a Dios la dicha que me otorga a cada instante. No siempre fue así, pero ahora he descubierto que el gran secreto de la vida reside en disfrutar de los buenos momentos mientras se pueda y gozarlos con las personas que amas.
Dedico este libro también a una amiga muy especial, Eve Paccito. Fue una mujer maravillosa, siempre entregada a cualquiera que necesitase de una amiga, como lo fue mía durante años. Era la viva imagen de la generosidad y siempre anteponía los demás a sí misma. La echo de menos y añoro aquellas comidas íntimas que compartíamos. Mi más sincero pésame a los dos Peters.
También quiero dedicar este libro a nuestra niñera Donna, a la que nunca olvidaremos. Fue un privilegio conocerla y ser su amiga, y no hay duda de que la vida será mucho más triste sin su presencia. Dios la bendiga y la tenga en su gloria.
Así mismo, quiero dedicar este libro a mi estimable amiga, Diana. Ella es mi más ferviente seguidora, como yo lo soy suya. Una verdadera compañera, una mujer entrañable con una gran personalidad. Tiene una familia maravillosa y un carácter muy peculiar, por lo que considero un privilegio ser su amiga. Animo, compañera, con todo mi amor y cariño.
Y, cómo no, a Delly, la hermana que todo el mundo desearía tener.
PRÓLOGO
Diciembre de 2006
Mary Cadogan yacía tendida en la cama. Estaba asustada, pero la verdad es que vivía siempre asustada. Asustada de que su marido fuese encarcelado y más asustada de que no lo fuese.
No quería que nadie la viese allí tendida, completamente vestida en una gélida noche de diciembre, esperando que regresase el hombre que no pondría ningún reparo en acabar con ella, física y emocionalmente. El olor de su aliento impregnaba la habitación; siempre tenía ese olor rancio propio de los bebedores, ese olor amargo y repulsivo, aunque nadie se había atrevido jamás a mencionárselo. El hábito de la bebida, al igual que otros muchos aspectos de su vida, era un tema del que no se podía hablar abiertamente. Sin embargo, todos los que la rodeaban sabían que ni los caramelos ni los chicles de menta podían enmascarar su mal aliento. Su vida, además, les hacía sentirse incómodos, especialmente a ella misma.
Danny Boy Cadogan era ese tipo de persona que hace que hasta el más ti uro de los delincuentes se pusiera nervioso y paranoico, especialmente si le decía que quería hablar con él de algún asunto. Danny tenía la habilidad de convertir el más inocente comentario en una declaración de guerra y la frase más inocua en una amenaza real y terrorífica.
Mary Cadogan notó esa peculiar presión en el pecho que siempre le provocaba oír el nombre de su marido. El hecho de que a los demás les suscitara el mismo sentimiento le servía de poco porque ella lo había visto en acción, lo había sentido en sus propias carnes y sabía que nadie que tuviera una pizca de cerebro se atrevería ni tan siquiera a contradecirle, a menos que llevara un arma en la mano, por lo que normalmente optaban por dejar que se saliera con la suya antes de enfrentarse a su cólera.
Mary se miró en el espejo que había frente a la cama. Hasta ella se sorprendía de conservar siempre ese aspecto tan sereno e inmaculado, sin un pelo fuera de su lugar por muchas cosas que le inquietaran o le sucedieran. Era un don que poseía, un hábito que había forjado con los años con el propósito de que su marido y padre de sus hijos no supiera qué pensaba realmente. De hecho, hasta hacía muy poco tiempo, siempre había procurado que nadie a su alrededor supiera lo que pensaba; era una táctica de supervivencia que había desarrollado con el fin de no perder la cabeza.
Vivir, como ella hacía, en un campo de minas y con un hombre que consideraba una ofensa personal cualquier tipo de desacuerdo, le había hecho aprender a mostrarse conforme con cualquier cosa que dijera o hiciera. Tenía que hacerlo, como hacían todos los demás cuando trataban con alguien como Danny Boy Cadogan. Y no sólo eso. También tenía que fingir que realmente pensaba que tenía la razón y que siempre era más listo que nadie. Ya fuese un tema de importancia, como por ejemplo dónde vivirían, o algo nimio, como por ejemplo qué desayunarían los niños, la cuestión es que él siempre estaba en lo cierto.
Al principio imaginó que su amor por él le haría cambiar, le haría borrar esa actitud dominante, pero no tardó en darse cuenta de que se había esforzado en vano. Si acaso, todo lo contrario; con el paso de los años, había empeorado y a ella no le había quedado otra opción que armarse de una coraza de tranquilidad y credibilidad que, si no hacía su vida más feliz, al menos parecía soportable a los ojos de los demás.
Mary levantó una mano sumamente arreglada y, de forma instintiva, se acicaló el pelo. Su hermano Michael había intentado a su manera que su situación mejorase, pero le había decepcionado, al igual que a todos los demás, incluido Danny. No obstante, lograba mantenerlo a raya, al menos hasta donde se podía con una persona como él, pues Danny siempre hacía lo que se le antojaba, algo que dejaba claro a los pocos minutos de conocerle. Desde muy pequeño había estado dominado por un espíritu combativo que le había servido para poner en su lugar a muchachos mucho mayores y más fuertes que él, por eso se convirtió en un tipo de mucho cuidado. Era un líder nato y, para ser sinceros, los había llevado a todos por el buen camino, de lo cual cada uno se había aprovechado a su manera. Sin embargo, ahora los había puesto en una situación tan dificultosa que parecía no haber escapatoria.
La madre de Danny estaba en la planta de abajo con las niñas, escuchando tranquilamente la maldita radio, tarareando canciones ya más que pasadas de moda y rememorando viejos recuerdos.
Michael Miles, el hermano de Mary, suspiró pesadamente:
– ¿De verdad crees que lo hará?
– Cualquiera sabe. Nunca se sabe qué anda pensando. No creo que lo sepa ni él mismo -respondió Jonjo oyendo su propia voz, que, como siempre, sonaba de lo más neutra.
– Espera que llegue Eli y luego nos marcharemos. Y deja de comportarte como un puñetero niño. Ya está todo planeado, así que cierra el pico.
Jonjo se dio cuenta de que todo había terminado, aunque creía que aquella noche no sucedería nada, ni esa noche ni ninguna otra noche. Todo había sido inútil. Danny se saldría con la suya, como siempre. ¿Por qué iba a ser diferente? ¿Por qué pensaban que podrían detenerlo si eso era tan imposible como parar una bala con una raqueta de tenis?
Michael comprendía la inquietud de Jonjo, pues la había experimentado en muchas ocasiones en los últimos años, a pesar de ser la única persona a la que Danny trataba con cierta decencia y respeto. De hecho, Danny sentía aprecio por él y, por muy extraño que parezca, él también le correspondía. Pero esta vez se había pasado de la raya y eso lo sabían todos. Arrancó el coche y dijo:
– Es la hora.
Partieron a gran velocidad, sumidos en un profundo silencio ante la gravedad de lo que pensaban hacer.
Por lo que respecta a Danny Boy Cadogan, estaba convencido de que su esposa Mary carecía de ideas propias, pero no era así, y bien que sabía sacarles provecho. Había llegado incluso a creer que tendría un golpe de suerte y se había permitido hasta el lujo de soñar que alguien lo quitaría de en medio por la única y sencilla razón de que ella ya no soportaba vivir a su lado. Era como vivir en un vacío perpetuo, pues Danny controlaba cada paso que daba, cada pensamiento, incluso elegía sus amistades. Sin embargo, ella le había hablado sin rodeos a su hermano Jonjo, le había hecho saber la verdad de su matrimonio y ahora él contaría con esa ventaja, al igual que su pobre hermano Michael; Jonjo, además -ahora se había dado cuenta de ello-, no era precisamente un ejemplo de lealtad y esa misma noche lo había dejado bien claro.
Mientras yacía tendida en la cama se preguntó si no sería mejor levantarse, coger el coche -un nuevo modelo Mercedes, pues, al fin y al cabo, era la mujer de Danny Boy Cadogan y debía presumir de lo mejor- y estrellarlo contra una pared. Eso pondría fin a todo. Otra opción era coger el coche y pasar por encima del mismísimo Danny Boy. Dibujó una sonrisa ante la audacia de sus pensamientos, ya que, si la Brigada de Homicidios no tenía agallas para arrestarlo, ¿qué posibilidades tendría ella? Moriría a los pocos segundos si su marido sobrevivía, lo cual, conociendo a ese cabrón, era lo más probable.
Danny siempre comprobaba si lo que decía era cierto; no lo hacía directamente, sino haciéndose el longuis y hablando en tono de broma acerca de dónde había estado, normalmente en casa de su cuñada, para luego dejar caer en medio de la conversación la típica pregunta: «¿Y de qué hablasteis?», para contrastarlo con lo que ella le había dicho, como si Mary se atreviera a engañarle.
Lo oía, notaba su voz llena de interés y artificio, veía sus ojos atentos a cualquier indicio de subterfugio por parte de Carole. Entonces observaba que sus manos aferraban la taza de café con tanta fuerza que los nudillos se le ponían blancos y notaba crecer su cólera al saber que se había atrevido a salir sin su compañía. Lo veía dubitativo, preguntándose si Carole le había dicho la verdad o estaba encubriendo a su amiga. Si optaba por creer en sus sospechas más que en las palabras de Carole, entonces sería motivo de disputas durante meses. Sin embargo, Carole contaba con un factor a su favor y es que era una mujer obesa, cuya vida estaba dedicada expresamente a su marido y a sus hijos, y a la cual no le interesaba nada aparte de eso. Mary sabía que Carole contaba con la aprobación de Danny, pues era una de las pocas personas a las que le permitía ver regularmente. Carole no constituía una amenaza desde su punto de vista porque no era el tipo de mujer que pudiera pervertir a su esposa. Tampoco era una mujer que vistiese bien, ni de ésas que sienten la necesidad de ir al gimnasio para tratar de conservar la figura. Carole era la mujer con la que debería haberse casado, cosa que Mary hubiera deseado de todo corazón. Ojalá lo hubiera hecho. Se dio cuenta de que estaba llorando; un llanto silencioso y controlado, como todos los actos de su vida, ya que, en los últimos veinticinco años, no se había permitido el lujo de reaccionar en ningún momento como una persona normal.
¿Cómo había acabado de ese modo? ¿Cómo era que su vida, que muchas mujeres envidiaban, se había convertido en algo tan insulso que había llegado incluso a pensar en suicidarse? No necesitaba una respuesta, pues sabía de sobra cómo había sucedido, lo sabía mejor que nadie. Esa noche había tenido su oportunidad, su última oportunidad de apartarse de él y tratar de buscar una vida decente para ella y sus hijas. Pero eso no sucedería, no sucedería jamás y debería haberse dado cuenta de ello antes de haberse puesto en una situación tan engorrosa y sin sentido. Sin embargo, a posteriori, pensó que había sido puñeteramente fantástico.
– Abuelita, ¿puedo coger otro polo?
Eran las nueve y media de la noche y Leona Cadogan no tenía intención de irse a la cama. Su abuela, Angélica Cadogan, tampoco deseaba que se acostase todavía.
– Por supuesto que sí -respondió Angélica-. Puedes tomar lo que te apetezca. Tú siéntate en el sofá que yo te lo traigo.
La niña se acicaló. Tenía el pelo moreno y largo, y los ojos azules y separados, al igual que su padre. Angélica abrió su nueva adquisición, una nevera americana, y sacó orgullosa un polo para su nieta. Su hijo cuidaba de que no le faltase de nada. Se acercó y le dio el polo a su nieta, le echó una manta por encima y la besó en la parte de arriba de la cabeza.
Leona aferraba con fuerza el mando a distancia de la televisión y miraba la pantalla sin darle a su abuela opción a decidir. Su hermana Laine, a la que apodaban en tono cariñoso «Lainey», estaba dormida en la silla. Leona cuidaba de su hermana menor, como debía ser, pues formaban una familia en la que los unos cuidaban de los otros, de eso ya se encargaba la abuela.
Angélica vio que la niña tenía puesta la serie Little Britain[1] y sacudió la cabeza lentamente. Leona, a pesar de tener sólo seis años, ya comprendía ese sentido del humor. Su instinto le dijo que debía apagarla, pero a su edad no creyó que le importasen esas ofensas. Al contrario que sus hijos, sus nietos estaban muy alejados de la vida delictiva. Especialmente esas dos niñas, pues parecía como si Danny se hubiese enamorado de nuevo desde que ellas llegaron al mundo. Sus otros hijos no le habían llenado lo suficiente, pero se debía a que no los había tenido con su legítima esposa. Angélica sabía que, en cierta forma, Mary fue la mártir que tuvo que soportar a su hijo, aunque Danny fuese un hombre al que cualquier mujer se hubiera sentido orgullosa de llamar suyo. Si Mary no hubiera tardado tanto en engendrar después de que su primera hija falleciese, quizá su matrimonio no se hubiera echado a perder. Angélica estaba segura de ello.
Cuando vio que Leona abría otra bolsa de chucherías, hizo un gesto de reprimenda con la mano sin dirigirse a nadie en particular y salió de la habitación. Ver un hombre vestido de mujer y vomitando por todos lados era algo que le enfermaba. Deberían poner otra vez Little and Large[2], pensó, al menos era una serie que podía ver la familia al completo. Ese nuevo estilo de humor, por el contrario, le ponía de malhumor y hasta Jimmy Jones [3] era preferible a eso.
Leona se reía a carcajadas y Angélica suspiró una vez más mientras se dirigía a la cocina, donde se sentía más segura. Después de todo, aquéllos eran sus dominios, el lugar donde había transcurrido la mitad de su vida. Y no había duda de que era mucho mejor que la que había tenido de recién casada, pues con sólo mirar el brillo de los azulejos ya se sentía feliz de estar allí.
Encendió un cigarrillo mientras sacaba una botella pequeña de whisky que guardaba entre los detergentes, debajo del fregadero, donde estaba segura de que nadie de su familia la encontraría. Abrió el periódico y, contenta de tener a alguien de la familia en casa, empezó a leer los comentarios tan divertidos que escribía Ian Hyland [4] sobre los shows televisivos que tanto detestaba, pero que, aun así, veía.
La soledad era algo horrible; te comía por dentro y, si no tenías cuidado, hasta te podía enfermar. Como cualquier madre, los había parido, los había criado y luego se había tenido que echar a un lado. Era la ley de la vida, aunque resultase muy duro de afrontar para alguien que se había entregado por entero a sus hijos y que había tratado por todos los medios de que no se olvidaran de ello. Al menos, así es como ella veía las cosas. Sin embargo, la verdad era muy distinta. No obstante, el pasado era algo que más valía mirar con buenos ojos.
Ahora ya era una mujer mayor y encanecida a la que habían obligado a mantenerse al margen, y aunque eso le molestaba, también le resultaba un alivio. Ella tenía una bonita casa, una casa que hubiera suscitado la envidia de todas las mujeres, además de un dinerillo con el que se las podía apañar bastante bien. Y lo más importante de todo: contaba con una familia que se las había arreglado bastante bien, cada uno a su manera. No obstante, echaba de menos su antigua casa y sus amigas, pues aquel barrio era como un campo de concentración. Todo el mundo cuidaba de sí mismo y nadie llamaba a la puerta de nadie, a menos que tuvieran una buena razón para ello. Nadie se pasaba para tomar el té o chismorrear un poco, y nadie se metía en la vida de los demás. Sólo había garajes y barbacoas, y sólo escuchaban Radio 4 y veían documentales. Angélica se sentía como pez fuera del agua, pero Danny lo había hecho con la mejor intención del mundo, y no podía reprochárselo por temor a molestarle. Mucho menos después de lo mucho que él le había dado y proporcionado. Si él no le pagase las facturas del teléfono, se le habría ido la olla, como solía decir su madre con frecuencia y en tono poco amistoso. Para ser una inmigrante irlandesa, vivía como una reina, pero aun así echaba de menos a sus amigas, algo que no podía admitir delante de su hijo. Por eso las llamaba y hablaba con ellas durante horas, a sabiendas de que para ellas era cosa del pasado y que sólo mantenían su amistad por el miedo que inspiraba y la reputación que tenía su hijo. Había momentos en que llegaba incluso a añorar al cabrón y borracho de su marido. Al menos con él podía mantener una conversación sin tener que medir las palabras para no ofenderle. Sin embargo, conversar con los que la rodeaban era como una operación militar, con sus formalismos incluidos.
En la iglesia se encontraba con algunas amigas y, aunque se sentían intimidadas por su familia, y con sobradas razones para ello, se mostraban bastante conversadoras cuando se veían. Estaba pensando que a lo mejor se apuntaba a uno de esos viajes en autobús que organizaba la iglesia para los de la tercera edad y así rompía la monotonía de pasarse las horas limpiando la casa y esperando que regresasen las niñas. Dios era generoso y sabía lo mucho que había hecho por sus hijos. Lo triste es que no estaba muy segura de que ellos se diesen cuenta, especialmente su única hija.
Mientras se tomaba el whisky la invadió un terrible sentimiento de inquietud que la dejó sin aliento y empapada en un sudor frío y pegajoso. Ver en su imaginación el cadáver de su marido le provocó una arcada. Su hijo le había golpeado hasta casi matarlo, lo convirtió en un inválido y luego pasó el resto de su vida humillándole. Aun así, amaba a su hijo y cuidaba de él, a pesar de que sabía que era un chulo, un chulo vicioso y lascivo. La vida había sido muy dura con ellos y a cada uno le había afectado a su manera.
Tuvo el horrible presentimiento de que su hijo Danny Boy se encontraba en peligro, cosa muy frecuente, ya que él vivía en un constante estado de cólera y rabia. Ese presentimiento le estaba provocando un dolor en el pecho, como si una mano invisible le estuviera arrebatando la vida. Aferró el respaldo de la silla, incapaz de controlar el dolor. Intentó ponerse derecha y levantarse, pero no pudo. La pobre Mary yacía en la cama durmiendo la borrachera y las niñas estaban en el salón viendo esa mierda que ponían en la televisión. De repente, se dio cuenta de que necesitaba avisar a alguien, pues se sentía realmente enferma.
– Déjalo, Danny. Causarás más problemas de los que tratas de evitar. Perdiendo los estribos no conseguiremos nada.
Michael sirvió una generosa cantidad de Chivas Regal para ambos antes de continuar hablando.
– La metanfetamina de cristal destruirá todo lo que hemos conseguido si no la distribuimos debidamente y con la debida cautela, y tú lo sabes tan bien como yo. Ya hemos pasado por esto en otras ocasiones y sabes que el sentido de la oportunidad es la clave de todo. Antes de suministrarla, debemos ver quién la demanda. Por lo que sabemos, puede que no se dé bien. América es un mercado muy distinto al nuestro y su porcentaje de yonquis es mucho mayor.
Danny cogió la copa y le dio un sorbo, esperando a que su amigo terminase de hablar y aprovechando ese tiempo para recobrar la compostura.
– De momento, es una droga que consumen los gays. Siempre son los primeros en probar las cosas. Debemos elegir a nuestros distribuidores con mucho cuidado porque será un bombazo en las calles y no queremos que la onda expansiva nos alcance. No es como la coca y ni mucho menos como la hierba. Es como la heroína mezclada con una cabeza nuclear, por eso va a causar un enorme impacto en la sociedad. Podemos venderla de inmediato, podemos vender lo que se nos antoje, pero entonces no nos libraremos cuando nos apresen.
Michael estaba sentado con el hombre que deseaba ver muerto, cosa que no le sorprendía en absoluto. De hecho, en lo más hondo de su ser sabía que todo lo que dijese era completamente inútil; que, salvo que ocurriese algo inesperado como un asesinato o un accidente de coche, nada se interpondría en el camino de Danny Boy Cadogan. Sin embargo, ya habría tiempo para pensar en eso, pues tiempo era justamente lo que les sobraba. Michael bebió lentamente su whisky, pensativo. Había pensado en todos los detalles con su habitual meticulosidad. Tenía la certeza de que, o bien iba a ser un bombazo, o bien desaparecería de la noche a la mañana. El secreto consistía en esperar y ver los preliminares antes de comprometerse. Sin embargo, Danny sólo veía el aspecto monetario del asunto y el poder que tendrían si se convertían en los distribuidores al por mayor de semejante producto.
– La droga debe suministrarse a través de un subsidiario de confianza, si no la bofia que tenemos de nuestro lado y nuestros contactos saldrán huyendo. Espera un poco, ten paciencia y ya veremos cómo salen las cosas, ¿de acuerdo?
Michael hablaba con la lentitud y sensatez acostumbradas; de hecho, esa cualidad era una de las cosas que más agradaba a Danny, pues no se le escapaba ningún detalle. Danny bromeaba con frecuencia diciendo que Michael era tan meticuloso que se pasaba la noche sopesando los pros y los contras antes de hacerse una paja. Sin embargo, había muchas personas interesadas en ese producto y, de momento, provocaba un enorme revuelo en la comunidad. Al igual que el crack, esa droga atraía a los inútiles y acabaría adueñándose de los gilipollas. Sería como tener una máquina de hacer dinero y eso seducía a ambos. Danny asintió en señal de aprobación, como Michael esperaba que hiciera. Hablar era la única forma de sosegar a Danny y, mientras se tratase de negocios, siempre le escuchaba, cosa que no ocurría cuando se trataba de rencillas o desaires.
– ¿Has pensado en alguien?
Michael negó con la cabeza y sonrió.
– Aún no, pero tenemos tiempo de sobra para eso. Primero debemos dejar que la droga llegue a las calles, ver cómo la reciben, y luego estaremos en mejor posición para tomar una decisión acertada. Hasta entonces dejaremos todas las puertas abiertas. Los rusos son unos inútiles a la hora de distribuirla, igual que los europeos del este, además de que no saben trabajar en colaboración con nadie, lo cual será su derrota. Viven a lo grande y mueren jóvenes, pero hay que decir a su favor que cuentan con un ejército de hombres bien armados. Pensaremos en eso después, y cuando tomemos una decisión, será la acertada, como siempre. Los colombianos aún están en el ajo, como los negros. Veamos quiénes son los primeros en introducir el producto y esperemos a ver cómo lo aceptan los discotequeros de fin de semana. Después de todo, el speed es más barato y fácil de conseguir que la aspirina, y la coca más barata que una copa de vino. El cristal, sin embargo, es un billete de diez libras la dosis y da para que la gente esté colocada varios días. Se va a convertir en la nueva droga de moda, y no sólo por su precio. Eso pone de nuestro lado a la pasma y a los cargos administrativos. Debemos sacar la mayor tajada al principio con el fin de llevarnos la pasta gansa, pero también es importante que nos hayamos salido de la partida cuando se convierta en un problema social.
Danny asintió con la cabeza, como esperaba Michael.
– Sí, tienes razón. Como siempre, has hecho tu estudio de mercado.
Sonrió, enseñando los puentes tan caros que llevaba en la boca. Tenía una sonrisa cálida y entrañable que jamás se traslucía en su mirada.
Danny carecía por completo de delicadeza y él lo sabía. Cada vez que hablaba, la gente saltaba. Además, en lo que respecta a él, así debía ser. Nadie tenía la autoridad suficiente como para cuestionarle, nadie excepto aquel hombre que tenía delante, su mejor amigo, su socio y, lo más importante, la persona que, en privado, consideraba su otra mitad, su cerebro, la única en la que confiaba.
Michael había sido desde siempre la voz de la razón, el único que le hacía cuestionarse sus acciones. Ya de jóvenes fue así. Ambos eran de la misma constitución, altos y bien formados, con esa apariencia que sólo el dinero y el prestigio pueden otorgar. Sin embargo, mientras Danny tenía ese aspecto casi innato de hombre peligroso, Michael gozaba de una apariencia de tranquilidad y serenidad que causaban casi el mismo impacto. Algunos escuchaban a Michael por Danny, pero los que tenían una pizca de sentido común lo hacían porque sabían que hablaba con sensatez. Las mujeres se sentían atraídas por ambos, especialmente ese tipo de mujeres que rodeaban frecuentemente a Danny. Mujeres guapas, con buenas curvas y un sentido extraño del romance; es decir, mujeres que no hacían preguntas, no exigían nada, mujeres incapaces de negarse a cualquier petición, fuese la que fuese, y siempre disponibles a cualquier hora de la noche. Esas mujeres que en todo momento tenían un aspecto elegante, limpio y arreglado, y siempre estaban a la espera por si por casualidad les visitaban sus queridos.
Tanto Danny como Michael vestían con elegancia, fornicaban con ambivalencia y gustaban del prestigio. Y tanto uno como otro creían que el mundo estaba hecho para satisfacer sus necesidades. La diferencia entre ambos estribaba en que, mientras Danny poseía una astucia y una malicia innatas que le hacían destacar por encima de los demás, era Michael quien tenía la sagacidad necesaria para hacer que sus ganancias legales fuesen tan cuantiosas como las ilegales. Todo lo que poseían podían justificarlo si fuese necesario, desde sus lujosas casas hasta los Rolex de diamantes que llevaban. Todo lo que tenían lo habían adquirido en las tiendas más selectas, habían asegurado sus artículos y pagaban sus impuestos sin rechistar. A efectos prácticos, eran lo que se denomina unos capos.
Sin embargo, para cualquiera que los conociese, eran mucho más que eso. Ambos constituían una fuerza operativa más global que las Naciones Unidas y más local que un establecimiento de kebabs. Nadie realizaba ninguna clase de negocio sin su consentimiento, ya fuese falsear los números de un motor o vender un DVD pirata. Sin embargo, había tal jerarquía involucrada en el asunto que la policía tardaría años en dar con ellos. Danny era más peligroso que una condena a veinte años y, si por casualidad sucedía algún accidente y arrestaban a alguien, la persona involucrada sabía con toda certeza que su familia viviría una vida de lujo y que sus hijos recibirían una educación privada que sería la envidia de cualquier ministro. La lealtad costaba dinero, pero era un precio muy reducido si se comparaba con las demás opciones.
Además, precisamente esa generosidad con sus empleados era la razón de que estuviesen en la cima del mundo. Como Danny afirmaba continuamente, si Tony Blair no se hubiera olvidado de quienes lo habían ayudado a sentarse en su silla, aún tendría el electorado a su favor. Danny había sentido admiración por Blair al principio, pero, según él y el nuevo Partido Laborista, su participación en la guerra había acabado con él. ¿Qué líder sacrificaría a su gente, a su pueblo, para ir a una guerra que no sólo carecía de sentido, sino que además no se podría ganar? ¿Qué líder pondría a su país en peligro sólo porque un yanqui se lo pedía? ¿Qué líder esperaría semejante lealtad sin recibir nada a cambio? Blair los había arropado a todos ellos y, gracias a él, Danny sabía que tanto él como sus homólogos prosperarían. Gracias a él, los delincuentes tenían la oportunidad de expandirse y unirse sin tan siquiera tener que subirse a un avión. Gracias a él, podrían ejecutar sus fechorías con mucha más facilidad, ya que la policía estaría más ocupada buscando terroristas.
En aquel momento, Danny Boy Cadogan se consideraba el capo del Reino Unido, una persona que trataba a diario con los mayores criminales del mundo, un hombre más respetado incluso que el primer ministro de su país. Dirigía una empresa que dejaba en ridículo a la Wellcome Foundation, sólo que él vendía sus drogas a un precio razonable y se aseguraba de que no le faltasen a nadie. Al menos, así pensaba Danny Boy Cadogan, un hombre que creía estar por encima de todos y de todo, especialmente de la ley.
Y eso que procedía de orígenes humildes, como solía decir su viejo, ese que no supo guardar una libra en el bolsillo para sus hambrientos hijos si los bares estaban abiertos. El mismo que aplaudiría las leyes que regulan el consumo de bebidas alcohólicas o le robaría a un pensionista sin dudarlo con tal de hacerse con un puñado de libras. Ese que jamás sentía el más mínimo deseo de ver a sus hijos, a no ser que no le quedase más remedio y tuviera que regresar a casa porque los bares estaban ya cerrados. Danny jamás le había perdonado que hubiera preferido estar siempre de juerga que cuidar de sus hijos debidamente. Fue precisamente esa completa indiferencia por ellos lo que hizo que Danny se decidiera a hacer algo con su propia vida. Había dejado a su padre convertido en un inválido y no sentía ni un ápice de culpabilidad. Al fin y al cabo, el muy cabrón se lo había buscado, y el que lo busca, lo encuentra.
Empezaron desde lo más bajo, como cualquier otra gran empresa, pero ahora eran tan ricos como Creso, además de intocables. Tenían dinero en todos los rincones del mundo y llevaban un estilo de vida que era la envidia de todos, aunque no era ni la mitad de bueno que si hubiesen empleado todo el dinero del que disponían, cosa que hubiera hecho Danny, de no contar con los consejos y advertencias de Michael, que siempre le hacía poner los pies en la tierra. Danny sabía que gracias a Michael jamás habían sido arrestados, y Michael reconocía que no habría durado ni cinco minutos si no es por Danny, pues carecía del instinto asesino y del carácter violento que se necesitaba para sobrevivir en ese mundo. Era un hombre convencional, más interesado en la economía de sus negocios que en los negocios en sí. Danny sabía que disfrutaba más produciendo dinero que gastándolo. A Michael le entusiasmaba hacer negocios, mientras que a Danny le encantaba el riesgo y el peligro. Ambos se compenetraban, y ambos lo sabían.
Algún día se retirarían y entonces el mundo estaría a sus pies y podrían gastar su bien ganado dinero donde se les antojase.
Sin embargo, eso se había acabado. Si Michael continuaba por ese camino, Danny pensaba irse por el suyo.
– Te veré después en el almacén, ¿de acuerdo? Allí resolveremos ese asunto.
Danny asintió distraídamente.
Jonjo permanecía callado, con las señales de la agresión de su hermano aún en la cara. Jonjo deseaba que todo acabase de una vez, pero por razones distintas de las de los demás. Danny era su hermano y ambos estaban bastante unidos, aunque no tanto como parecía. Aquélla era la oportunidad perfecta de librarse de Danny de una vez por todas. Al contrario que Michael, que con toda la razón del mundo buscaba el bienestar de su hermana y el de sus hijas, a él sólo le preocupaba él mismo.
– Es hora de tomar una decisión.
Michael se encogió de hombros. El frío aire de la noche les hizo recuperar los sentidos a ambos.
Jonjo movió la cabeza con pesadumbre.
– Lo siento por Mary -dijo-. Primero la involucramos y ahora la hemos defraudado.
– Tú ya sabes que le quiere, Jonjo. Aunque parezca extraño, todos le hemos apreciado en su momento. Sin él, ¿qué hubiera sido de nosotros?
Michael se quedó en silencio durante unos segundos antes de arrancar el coche y salir del desguace.
Mientras conducían, Jonjo se preguntó cómo era que las cosas habían salido de esa manera, cómo sus vidas habían terminado siendo algo tan fuera de lo normal. En su momento se había sentido estrechamente ligado a su hermano y sabía que éste continuaba apreciándole. De haber podido, Danny le habría puesto el mundo en una bandeja, pero le costaba trabajo entender que no todos fuesen como él y no ambicionasen tanto. De niños había sido muy distinto, pues Danny había sido la única constante real en su vida. Y no sólo había sido su héroe, su ejemplo a seguir, sino también la única persona que había interferido entre él y la desmesurada violencia de su padre. Entonces sí había necesitado de la fuerza de su hermano, hasta la había agradecido, pero en ese momento no se daba cuenta de que luego se convertiría en la cualidad más detestable de su hermano, en la razón para acabar con él de una vez por todas.
Danny estaba fuera de control pero, después de lo acontecido aquella noche, en lo único que podía pensar Jonjo era en su infancia y en el hecho de que, sin su hermano, jamás habría sobrevivido.
Ahora, sin embargo, el hombre que le había protegido, chuleado y humillado iba a morir. Al menos eso esperaba, porque, de no ser así, sería el fin de todos ellos.
Pasara lo que pasara, aquella noche acabaría todo. Finalmente acabaría todo.
Libro primero
Todas las noches y todas las mañanas
algunos nacen para la miseria.
W. BLAKE, 1757-1827
Augurios de inocencia
Capítulo 1
1969
– Dime, Cadogan, ¿por casualidad te he despertado?
El muchacho no respondió por temor a decir algo inconveniente. En su lugar, se limitó a negar con la cabeza violentamente.
– Lamento si te he interrumpido mientras rezabas, pues sólo hay dos razones para que uno cierre los ojos: dormir o rezar. ¿O puede que yo sea un idiota y haya una tercera razón que desconozco?
– No, por supuesto que no…
El sacerdote miró a los restantes alumnos, con los brazos abiertos en señal de completa inocencia. Parecía cualquier cosa menos un hombre interesado en lo que un jovencito pudiera decirle.
– Me refiero a que, si hay algo que puedas compartir con nosotros, meros seres mortales, o si dispones de una línea telefónica para hablar con el Todopoderoso, te rogaría que tuvieses la delicadeza de compartir esa suerte con nosotros.
Jonjo no respondió, pues sabía que cualquier cosa que dijese sería mal interpretada, distorsionada y utilizada en su contra.
– Entonces, dime, ¿estabas rezando a algún santo, a la mismísima Virgen o te estabas quedando dormido? Presiento que esto último sea lo más probable. Vamos, Cadogan, respóndeme.
El sacerdote era un hombre bajito, no más de un metro sesenta, ligeramente encorvado y con andares de borracho. El escaso pelo que le quedaba, encanecido antes de tiempo, parecía crecer a su antojo, pues siempre tenía el aspecto de recién salido de la cama. Tenía los ojos de color gris, hundidos y acuosos, con indicios de sufrir pronto de cataratas. Su aliento apestaba de tal forma que los niños sentados en la primera fila siempre se quejaban de ello. La punta de su lengua era negra y la sacaba y la metía como una serpiente cuando les gritaba. Era la viva imagen de la tragedia humana, un personaje que sus alumnos no olvidarían durante el resto de sus vidas. Había algo que le carcomía por dentro, por eso se desahogaba con el primero que se cruzase en su camino. Su sarcasmo no sólo pretendía herir y humillar, sino provocar la mofa de los demás alumnos. Todos le odiaban, aunque se estudiaban de memoria todo lo que les mandaba, además de que tenían que repasarlo continuamente porque siempre cabía la posibilidad de que les preguntase una lección anterior y los castigase.
– ¿Estabas dormido o rezando a nuestro Señor? Ya que eres tan buen amigo suyo, a lo mejor le estabas pidiendo algo en especial.
Miró la cara de los demás alumnos y añadió con sarcasmo:
– Yo sí sé lo que estabas haciendo, Cadogan, con los ojos cerrados y la boca abierta como un subnormal: le estabas pidiendo un favor al mismísimo Judas.
Miró de nuevo a su alrededor, con las cejas arqueadas, como si estuviera consternado, aunque no se le pasó por alto la mirada de alivio que tenían los demás al ver que, por esta vez, no la había tomado con ninguno de ellos. Aun así, en su interior, le invadía un sentimiento de vergüenza, ya que, después de humillar a sus alumnos, siempre se sentía asqueado consigo mismo por haberles acosado. Sin embargo, el trato mezquino que les otorgaba no impedía que continuase con sus mordaces ataques. Si acaso todo lo contrario, pues le hacía pensar que realmente se lo merecían. Empezó a hacer gestos como si fuese una niña, una niña cockney [5] y, por fin, consiguió que algunos dibujasen una sonrisa.
– San Judas, santo patrón de los desesperanzados, ¿te importaría ayudarme a encontrar mi sesera? -dijo, aún mofándose, disfrutando de sus frases ingeniosas y de la humillación a la que estaba sometiendo al chaval. Luego prosiguió:
– ¿Eso es lo que haces mientras trato de inculcar algo de educación en tu cabezota?
– No señor, digo, padre.
La voz de Jonjo temblaba de miedo, pero eso no le hacía sentirse avergonzado delante de sus compañeros, pues ellos habrían reaccionado de la misma manera. El padre Patrick era un hueso duro de roer. Era capaz de coger a un muchacho, levantarlo a la fuerza de su asiento y emprenderla a golpes y patadas con él por la sencilla razón de que lo había mirado de mala manera. Esa era una de sus expresiones predilectas, y los alumnos, siendo casi todos de origen irlandés, sabían perfectamente lo que eso significaba: que lo había mirado sin respeto, sin concederle la importancia que creía que se merecía. Aunque en realidad lo que significaba es que estaba harto de todo y necesitaba de alguien con quien desahogarse.
A los alumnos no les quedaba más remedio que aceptar sus castigos, ya que sus padres jamás considerarían más veraces suspalabras que las de un sacerdote. Al fin y al.cabo, era un sacerdote, un emisario de Cristo, alguien de quien no se atreverían a dudar. El hecho de que hubiese renunciado a tener familia y a practicar el acto sexual, y de que hubiese dedicado su vida entera a los demás era ya más que suficiente. ¿Quién no perdería de vez en cuando los estribos haciendo semejante promesa? Por eso los muchachos tenían que asumir sus castigos con una tranquilidad estoica, cosa que le irritaba aún más.
– Con que echando un sueñecillo. ¿Qué pasa? ¿Tus padres no te obligan a irte a la cama? ¿Te pasas la noche despierto para luego quedarte dormido en la clase?
Empujó al muchacho para que se levantara de su asiento y, al sentir su peso, se dio cuenta de que pronto sería demasiado mayor para recibir ese trato. Era un zoquete, al igual que lo había sido anteriormente su hermano, otro cabezota que también le había sacado de sus casillas en más de una ocasión. Eso lo llevó a emprenderla contra el muchacho con renovado vigor, pues probablemente fuera su última oportunidad de disfrutar de eso. Una vez que los muchachos se sentían capaces de mirarlo de frente, los dejaba tranquilos. Y Jonjo ya estaba muy crecido para su edad. Por fortuna, aún se sentía tan intimidado por sus hábitos que ni tan siquiera se planteaba replicarle.
Consideraba a sus alumnos como la cruz de su vida, la escoria de la sociedad. Sabía que lo que hacía no estaba bien, pero no podía impedirlo. De hecho, cuanto más se lo permitían, más se ensañaba con ellos. Cuando los veía con esa mirada de terror y resignación, más deseaba denigrarlos y humillarlos, pues los consideraba una pandilla de criminales en potencia de los que no se podía sacar ningún provecho. Les enseñaba para nada, pues en cuanto entrasen en la cárcel se convertirían en carne de cañón, y eso le irritaba. Aquellos muchachos recibían educación sin que les costase lo más mínimo y ninguno parecía darse cuenta de la importancia de eso. ¿Cómo no darse a la bebida? Aquellos muchachos, con lo pobres que eran, tenían la oportunidad de abrirse camino sin que les costase un penique, ni a ellos, ni a su familia, y, sin embargo, no se aprovechaban de las circunstancias y no se daban cuenta de lo afortunados que eran. Aquello significaba poder elegir, algo de lo que carecía la mayor parte de la población mundial. Y a él no le quedaba más remedio que vivir con ellos, que tratar de educar a ese puñado de mierdas y todo por la sencilla razón de que no lo consideraban suficientemente bueno como para enviarlo a otro lugar donde sus lecciones se considerasen más meritorias. Si ellos representaban la escala más baja de la sociedad, ¿en qué lugar se encontraba él? ¿Por qué les resultaba tan extraño entonces que echase un traguito de vez en cuando para pasar el día?
Jonjo aceptó con resignación los golpes propinados por el padre, quien, una vez desahogada su rabia y con la mano dolorida, retrocedió tambaleante hasta su silla.
– Abrid vuestra Biblia -dijo- y buscar las revelaciones de San Juan Bautista. Para mañana os las debéis saber de punta a rabo, puesto que os voy a preguntar hasta la última palabra del texto. Y pobre de aquel que no se las sepa.
Los muchachos obedecieron, pues ya sabían de antemano que se las iba a pedir. Las revelaciones eran su tema favorito y había que sabérselas a pies juntillas.
Jonjo estaba deseando frotarse los hombros, pero sabía que más le valía no hacerlo porque el padre Patrick podría sorprenderle y entonces empezaría de nuevo con la misma monserga. Apretó los dientes y le rezó a la Virgen para pedirle que pusiera fin a sus insaciables deseos de ver al padre muerto de una vez por todas.
El padre Patrick vio la cara del muchacho y dijo en tono enfadado:
– Tú, enano, a partir de mañana asistirás a la primera misa de la mañana durante una semana.
– Sí señor, digo, padre.
La misa de las seis de las mañana era una verdadera tortura, ya que tenía que levantarse a eso de las cinco y media para asistir a ella. El lado positivo es que su madre siempre asistía, así que no le faltaría compañía, algo que también le agradaba a ella. Además, si comulgaba, le recompensaba con un desayuno bastante espléndido: un huevo y rebanadas de pan frito, por lo menos. Su madre les recompensaba de esa manera por su sacrificio y soñaba con el día en que la acompañasen todos a la misa matinal, aunque sólo fuese para provocar la envidia de las demás mujeres. A su madre le preocupaba enormemente lo que pensasen los demás, especialmente si se trataba de religión o de temas relacionados con la iglesia. Sin embargo, era una pena que sólo la acompañasen cuando se veían en dificultades, aunque no permitía que esa menudencia le aguase su felicidad. Verlos asistir a misa ya le resultaba más que grato y, al igual que su hermano, Jonjo tenía muy pocas cosas en la vida de las que disfrutaba como para echarlas a perder.
Jonjo regresó al mundo de los vivos porque el padre empezó a tomarla de nuevo con un chico italiano con los ojos negros y grandes, y una tos asmática.
– ¿Qué le pasa a esta clase? ¿Está sufriendo una epidemia de narcolepsia galopante? ¿Acaso la enfermedad del sueño está sustituyendo al aburrimiento y hastío con el que me enfrento a diario o es que, una vez más, el mortífero ataque de esa estupidez hereditaria, mi gran enemiga, ha vuelto a asomar su cabeza? Una típica queja de los ingleses, algo que jamás vi en todos los años que pasé en Irlanda.
El padre Patrick siempre comentaba lo mismo, casi a diario les soltaba esa cantinela, sin esperar respuesta. Hablaba por el mero hecho de hablar, por el placer de oír su propia voz.
Jonjo se relajó y se frotó los hombros disimuladamente, preguntándose si su hermana se encontraría bien, ya que era el primer día que asistía a la escuela y el primer día que no estaba bajo la estrecha vigilancia de sus hermanos. Jonjo, a los ocho años, ya comprendía lo importante que eran los lazos familiares y cuidar de su hermana, pues su madre se lo había inculcado desde el principio.
– Quiero mi dinero, señora Reardon.
La señora Reardon miró a la mujer diminuta que estaba de pie, en la puerta de su casa, y sonrió con una facilidad que no dejaba traslucir su comportamiento habitual. Con toda la inocencia del mundo respondió:
– ¿De qué dinero habla, señora Cadogan?
Simulaba estar interesada en la respuesta que pudiera darle. Tenía los brazos cruzados sobre sus enormes pechos, las piernas separadas y la postura de un luchador callejero. Era una mujer con la que más valía no enfrentarse, y ella lo sabía, pues se había ganado a pulso su reputación. Y aquella enana con el pelo negro y espeso, y las mejillas encendidas de rabia, estaba a punto de aprenderlo. Si las cosas se ponían feas, le daría la paliza del siglo antes de ponerla de patitas en la calle y amenazarla con ir a la policía. Las irlandesas eran famosas por su temperamento, por lo vagas que eran y por querer la paga de un día por no hacer nada.
– Usted ya sabe a qué dinero me refiero y le advierto que, si no me lo da, lamentará para siempre este día.
Elsie Reardon se quedó impresionada a pesar de todo. Se encargaba de buscar asistentas externas y luego de cobrar por los servicios, pero solía quedarse con el dinero. Mujeres como ésa las había a millones; antes de que se hubiese marchado ya habría cincuenta esperando ocupar su puesto. Limpiar no era una tarea difícil, porque hasta la más inútil sabía fregar los suelos o limpiar ventanas. Sabía que las primeras semanas siempre trabajaban con ganas, por lo que las amas de casa quedaban muy satisfechas y solicitaban sus servicios con cierta regularidad. Que cambiase tanto la plantilla no era algo que sorprendiese a las personas que la contrataban, así que casi siempre terminaba quedándose con todo el dinero.
– Perdona, señorita, pero te he dado una oportunidad y no has dado la talla. La señora de la casa me ha dicho que le enviase a otra persona.
Sonrió de nuevo, con sus carnosos brazos levantando el pecho para dar más énfasis a lo que decía.
Angélica Cadogan empezaba a enfadarse, pero, al igual que le sucedía a su hijo mayor, no lo mostraba y, por tanto, no resultaba evidente para aquellos que la rodeaban. Era ese tipo de personas que se iba enfadando lentamente hasta estallar, pero una vez que eso sucedía ya nadie podía hacer nada para contenerlos.
– Es usted una embustera. La señora Brown me ha pedido que me quede permanentemente y yo le he respondido que sí. Así que deme mi dinero.
Elsie Reardon era consciente de que sus vecinas estaban presenciando la escena con impaciencia: una pelea suscitaba la curiosidad de todas.
– Hazte un favor y vete a tomar por culo.
Angélica miró a la enorme mujer que tenía delante, su mugrienta ropa, su pelo aún con los rulos de la noche anterior y la pintura de labios que se había puesto encima sin la más mínima delicadeza. Dejó en el suelo la enorme bolsa de compras que llevaba y, acercándose a ella, le dijo:
– Es la última oportunidad que le doy para que me pague lo que me debe. Necesito ese dinero, me lo he ganado y no pienso marcharme hasta que lo tenga bien metidito en mi monedero.
Elsie Reardon soltó una carcajada, una carcajada de verdad.
Tenía una risa agradable y puede que, en otras circunstancias, Angélica se hubiese reído también. Sin embargo, lo que hizo fue echar el puño para atrás y estrellarlo contra la cara de su adversaria con más fuerza de la esperada, luego la cogió por los rulos y la arrastró hasta la acera. La pelea duró apenas unos segundos porque Angélica sabía pelear, sabía defenderse si era necesario. Ahí estribaba la diferencia. Elsie Reardon era una bocazas que dependía de su boca y de su tamaño para imponerse. Angélica, por el contrario, era una luchadora nata. Sacó un calcetín del bolsillo de su chaqueta, un calcetín blanco y largo, de los que llevaban los escolares, relleno de piedras del jardín y empezó a golpear a la mujer a su antojo. Angélica sabía que conseguiría su dinero, aunque reconocía que había cometido un error al haber confiado en esa mujer. No obstante, le fue más fácil de lo que esperaba. Reardon podía tener la reputación que quisiese, pero ella se la había arrancado a golpes.
No tenía elección. Su marido había desaparecido de nuevo y no tenía dinero ni para comprar una barra de pan. Por esa razón necesitaba que le pagase lo que era suyo. Primero se lo había pedido con educación, pero fue inútil, así que tuvo que buscar otro método. Finalmente, la mujer le devolvió el dinero, ella le dio las gracias y regresó a casa con la cabeza bien alta.
En el mercado de Betunar Green compró algo para que cenasen los niños y continuó preocupándose por cómo iba a pagar las deudas que se empezaban a acumular. Big Danny, como le apodaban a su marido, llevaba tres días sin aparecer y sabía que ya no habría posibilidad ninguna de que trajese algo de dinero. Era lunes y lo había visto por última vez el viernes por la mañana, cuando se marchó de camino al trabajo. Ahora ya era demasiado tarde y probablemente se lo habría gastado.
Sin embargo, lo que más le dolía era que se había visto obligada a pelearse en la calle por quince miserables libras, y eso era algo que no pensaba perdonárselo. Nunca, con ningún pretexto.
Big Dan Cadogan estaba seriamente preocupado. Se encontraba en un bar del norte de Londres, tomando una pinta que había podido pagar con las escasas libras que le quedaban en el bolsillo. Llevaba tres días sin aparecer por casa y no sólo se había gastado el dinero, sino que además era el digno deudor de una enorme suma perdida en el juego.
Lo único que recordaba, y vagamente, era haberse metido en una partida que habían organizado unos cuantos jugadores profesionales. Que se habían aprovechado de él era un hecho indiscutible, ya que, cuando estaba bajo la influencia de alguna sustancia tóxica, se convertía en un blanco muy fácil. Sin embargo, lo peor era que, como de costumbre, sabía que era el responsable de su derrota porque, cuando estaba ebrio, se creía el rey del póquer. Había perdido las seiscientas libras que debía tirándose un farol cuando sólo tenía una pareja de dos y un as.
Las cartas eran su perdición; jamás tenía bastante con una partida y, si a eso se le añadía las copas que se tomaba, se convertía en un lastre. Ahora no recordaba ni las manos que había jugado, ni las personas que estaban sentadas a la mesa. De lo único que estaba seguro era de que debía seiscientas libras a los hermanos Murray y que, al igual que otros muchos antes que él, no era tan estúpido como para discutir sobre los pormenores de la partida. Era incapaz de recordar cómo había perdido el dinero, pero sabía que ellos habían presenciado la partida y que no estaban dispuestos a concederle mucho tiempo para saldar la deuda. De hecho, le habían dicho que tenía una semana para devolverles el dinero antes de que empezasen a buscarle. Si para entonces no les había pagado, como primera advertencia le cortarían un dedo o le romperían algún hueso; después, que se atuviera a las consecuencias.
Recordar esos detalles no le hacía sentirse mejor. De hecho, se sentía peor porque se daba cuenta de que los que habían estado en la partida se habían aprovechado de él. Aun así, una deuda de juego seguía siendo una deuda y no había más remedio que pagarla, aunque eso significase que la familia tuviese que quedarse sin comer. Se podía deber una considerable suma a un vendedor, incluso a un recaudador de deudas, pero una apuesta era algo muy distinto. Pagarla era una cuestión de honor, pagarla además por entero. Él mismo hubiera preferido cortarse el dedo antes de que lo considerasen alguien que no pagaba sus deudas. Ahora lo que necesitaba era pensar en algo que le proporcionase el suficiente dinero como para saldar la deuda y seguir manteniendo su reputación.
Ange, como solía llamar a su esposa, le iba a cortar las pelotas y echarlas a una sartén cuando se enterase del asunto y él no sería quien le pusiese obstáculo con tal de no pelear. Por muy duro que fuese con ella, por muy largas que tuviera las manos cuando hablaba más de la cuenta, lo cual sucedía con demasiada frecuencia, esta vez se había pasado de la raya. Esta vez su labia y su agresividad no serían suficientes para callarla, pues tenía toda la razón, y una mujer con la razón de su lado y tres bocas que alimentar era capaz de cualquier cosa, incluso de asesinar. Ange era una mujer de armas tomar y, a diferencia de él, no necesitaba del alcohol para demostrarlo.
Debía una fortuna y no sabía cómo pagarla. Por primera vez en la vida, Big Dan Cadogan se sentía realmente asustado. Por primera vez en la vida se daba cuenta de que se vería obligado a salir huyendo.
Danny Cadogan tenía casi catorce años, pero aparentaba ser mucho mayor. Medía casi un metro noventa y aún se estaba desarrollando; su madre se pasaba la vida quejándose de que tenía que estar siempre comprándole zapatos nuevos que se ajustasen al tamaño de sus enormes pies. Aquel día tenía un dolor insufrible, pues hasta las botas de su padre se le habían quedado pequeñas. Era un chico grande, lo cual era una baza a la hora de conseguir algo de trabajo. Su principal pesadilla, sin embargo, era que parecía crecer cada día. Eso habría sido un acontecimiento bien acogido en una familia que contase con un sueldo regular, especialmente si ese sueldo se quedaba en casa y no se perdía en la barra de un bar o en una partida de cartas. Sin embargo, no podía hacer nada a ese respecto porque su padre era un viva la vida que siempre hacía lo que se le antojaba. Danny Junior era justo lo contrario y guardaba las pocas libras que ganaba trabajando en lo que le salía, para mitigar un poco la preocupación de su madre, trayendo algo de sustento a la casa cuando ella se encontrase en una situación apurada porque su padre no aparecía, como le sucedía en ese momento.
Mientras Danny trasladaba los restos de metal para el chatarrero se dio cuenta de que su jefe lo observaba. Louie Stein siempre estaba buscando jóvenes prometedores y aquel muchacho era una bendición. Trabajaba sin descanso, a pesar del esfuerzo que le suponía apilar la pesada carga contra la pared del extremo. De esa forma estaba alejada de la vista de la bofia, pero suficientemente cerca de la cancela principal como para ser retirada rápidamente si era preciso.
Louie se acercó hasta Danny Cadogan sonriendo, con sus dientes de oro brillándole bajo la tenue luz del sol y recordándole la dentadura de un tiburón que había visto en un libro de fotografías en cierta ocasión.
– ¿Por qué no has ido a la escuela?
Danny se encogió de hombros y continuó trabajando.
– Responde, muchacho. Si alguien te hace una pregunta, debes responder, aunque sea con una mentira.
Las palabras de Louie sonaron apocopadas y Danny se dio cuenta de que se había molestado. Por ese motivo, dejó de trabajar un instante y, mirando el pequeño y arrugado rostro del hombre, le respondió con seriedad:
– Necesito el dinero. ¿Por qué si no iba a estar aquí todo el santo día?
Danny le habló con respeto, pero Louie se percató de que también pretendía sonar sarcástico. Comprendía lo que le sucedía al muchacho y le apreciaba por su forma de ser. Lo observó cuidadosamente; era muy joven, pero se comportaba como si fuese mucho mayor. Estaba dotado de esa arrogancia propia de los jóvenes atrevidos que se sienten seguros de tener toda la vida por delante para conseguir sus sueños y sus metas.
– ¿Por qué necesitas el dinero tan desesperadamente?
Danny miró al viejo con una mezcla de compasión por su obvia estupidez y esa astucia innata que poseía para dejar que la conversación continuase con el fin de utilizarla en su favor.
– Mi madre necesita el dinero. Está tiesa.
Louie asintió, como si la respuesta fuese la que esperaba.
– Tú eres el hijo de Big Dan Cadogan, ¿no es verdad?
– ¿Por qué me pregunta si ya lo sabe? No creo que sea un secreto.
Louie sonrió de nuevo.
– Un pajarito me ha dicho que anda en problemas con un par de matones por seis de los grandes.
Danny trató de que su rostro se mantuviese lo más impávido posible y se encogió de hombros teatralmente, como si no hubiese ni el más mínimo motivo de preocupación.
– Ya las pagará. Lo que no entiendo es por qué coño me lo cuenta.
Louie se encogió de hombros como respuesta; su magro cuerpo parecía escondido entre los pliegues de la gabardina. Luego, riéndose, se limpió la nariz con un pañuelo que sacó del bolsillo del pantalón con una floritura. Fue como el desmesurado gesto de un mago. Danny se dio cuenta de que lo tenía bien merecido por su indiferencia.
– Hombre prevenido vale por dos, muchacho. No lo olvides nunca. Y ahora coge esa pieza y ponía a buen recaudo, que la pasma estará a punto de pasar. Saben que está aquí, pero no quieren que esté a la vista de todo el mundo. Les pago para que hagan la vista gorda y ellos se quedan con el dinero siempre y cuando no me pase de listo.
Se rió de nuevo y los hombros le temblaron en señal de regocijo.
– Ojos que no ven, corazón que no siente. Otro proverbio que deberías añadir a la larga lista.
Danny puso cara de estar perdiendo la paciencia.
– No se preocupe. La próxima vez traeré papel y lápiz para que no se me olvide.
Louie se alejó, riendo más fuerte incluso que antes. Danny lo miró con rabia y desprecio. Seis de los grandes era un buen montón de dinero. De hecho, las pocas libras que iba a sacar por todo el día de trabajo le parecieron una menudencia. Agitó la cabeza, consternado por las palabras del viejo y lo que ellas implicaban para su familia. Seis de los grandes. Con ese dinero se podía comprar una casa y su padre se lo había jugado cuando no tenían ni para pagar el alquiler. Su padre se lo había jugado cuando él estaba en tal situación que se veía obligado a llevar unas botas tan viejas que hasta su padre las había desechado; cuando su madre se veía forzada a llevar una ropa más que gastada y pasada de moda, y sus hermanos aún eran demasiado jóvenes para comprender las complejidades del dinero y por qué resultaba tan necesario. Y su padre, ese inútil de padre que tenía, había perdido una fortuna en una sola mano.
Louie observó al muchacho para ver cómo reaccionaba ante sus palabras. Vio que cogía la pesada pieza y la sostenía como si no pesase apenas. Sabía que el muchacho estaba dolido, y lo lamentaba por él, pero pensaba que, de haber estado en su lugar, le gustaría haberlo sabido lo antes posible.
Louie tenía cinco hijas, cinco encantadoras hijas con una gran personalidad, pero nada atractivas. Un chico como Danny habría sido una bendición, pues tendría alguien a quien poder confiar su empresa, alguien que hiciera perdurar su nombre. La vida era injusta, pero cada uno juega sus cartas como puede, como solía decir su padre. Sin embargo, si la suerte no te sonreía, era posible que te vieses jugando las cartas de alguien como los Murray. Malditos jugadores, pensó, son todos unos perdedores. Y ese muchacho y su familia también serían considerados unos perdedores porque una deuda como aquélla era una deuda adquirida por cualquiera que estuviese relacionado con el deudor.
El joven Danny Cadogan notaba que el viejo Stein lo observaba y se sonrojaba por lo vergonzosa que le parecía la situación. Aún seguía pensando en los seis de los grandes que debía su padre y sabía que lo que le había dicho Louie era cierto. El viejo se lo había dicho para que la noticia no le cogiese por sorpresa y de boca de otros; más valía enterarse por él que no por un recaudador de deudas un sábado por la mañana. Se preguntó si su madre ya lo sabía y si debía ser él quien se lo dijese. La vida era dura y estaba seguro de que a su madre tampoco le iba a hacer ninguna gracia enterarse de tal cosa. Se puso de nuevo a apilar chatarra con la esperanza de que el trabajo físico ahuyentase sus problemas.
Annuncia Cadogan, conocida más bien como Annie, se encontraba a sus anchas, ya que, por primera vez en su vida, estaba sola. En ese momento no tenía a su madre a su lado observando cada uno de sus movimientos, ni tampoco a sus hermanos pendientes de que no hiciera algo que la pudiese enfadar. Se sentó en la pequeña clase y dibujó una sonrisa agradable a todos los que miraron en su dirección. El olor fue lo primero que percibió, ese olor a suelo recién barnizado y pintura fresca, al cual se unía el olor a almizcle que emanaban los niños pequeños, muchos recién lavados después de varias semanas. La mayoría llevaban el uniforme de sus hermanos mayores, pero había otros, como ella, que vestían uniformes nuevos, lo que les hacía resaltar más incluso que los asiáticos que acababan de llegar al barrio y hablaban inglés con acento extraño.
Como muchos de los niños que la rodeaban, Annie sólo tenía unos conocimientos muy rudimentarios de la Biblia y de la Iglesia en general. Muchos de ellos procedían de padres que educaban a sus hijos en la religión católica, aunque no es que asistieran a misa con demasiada frecuencia, pues les costaba demasiado trabajo o se sentían poco motivados después de pasar la semana entera trabajando. El trabajo era lo prioritario en Inglaterra, donde, a diferencia de Irlanda, lugar de donde procedía la mayoría de los padres, la Iglesia, aunque constituía una faceta importante de la vida, no dictaba todas las normas de la vida.
Carole Rourke estaba sentada a su lado y Annie le aferraba la mano con fuerza mientras escuchaba la historia de San Francisco de Asís. A ella le encantaba oír cosas de él porque le rezaba todas las noches y le pedía que le dejasen tener alguna mascota en casa. Su madre se había negado a tener un perro o un gato en casa, pero quizá la convenciese para que le permitiera tener un conejo o un hámster.
Su primer día en la escuela fue un alivio porque logró desprenderse de la carga que padecía en su casa y esperaba que ese sentimiento no la abandonase. Cuando llegó la hora de regresar, ya había decidido que no estaba dispuesta a que ese lugar se conviniese en una cruz que había que arrastrar, como pensaban sus hermanos. No, ella estaba deseando que llegase el día siguiente, mucho más de lo que deseaba que regresase su padre, a pesar de saber que era su hija predilecta.
En su casa siempre había un ambiente tenso y sabía que las cosas explotaban más tarde o más temprano. Su padre era una persona que, o bien se pasaba el día aterrorizándoles, o bien les hacía estallar a carcajadas. Jamás había un término medio en su presencia. Sin embargo, la escuela le garantizaba que al menos pasaría unas cuantas horas al día sin la permanente vigilancia de su madre.
– ¡Por los clavos de Cristo! ¡Seis de los grandes! ¿Estás seguro? No creo que el imbécil de mi marido cometiese una estupidez semejante.
Sin embargo, sabía que estaba en lo cierto.
– Lo siento, mamá. Louie Stein me lo dijo hoy. Creo que pretendía ayudarme. Ya sé que es un chismoso, pero conmigo siempre se ha portado bien. Esta semana me ha ofrecido más trabajo incluso.
Angélica había dejado de escucharle, pues estaba tratando de asimilar lo que acababa de decirle su hijo. Las consecuencias serían nefastas, de eso estaba segura porque no había forma de obtener esa suma. Si hubiesen tenido seis de los grandes, se habrían pegado la vida padre y habrían comido como gladiadores. Su marido había hecho de las suyas en muchas ocasiones, pero eso se pasaba de la raya, incluso para él.
Danny observaba cómo su madre asumía la noticia y se percató de que ni tan siquiera se había fijado en las dos libras que había depositado encima de la mesa. La deuda de su padre había hecho que su contribución a la casa pareciese una menudencia en comparación. Había estado trabajando cuando debería haber estado en la escuela, vestía andrajos cuando su apariencia era lo más importante para él, y tenía muy pocos amigos porque no podía participar en ninguna fiesta juvenil; hasta las fotografías que se hacían los sábados por la mañana estaban fuera de su alcance. Era un marginado hasta entre los más pobres. Por eso trataba de que fuese diferente para sus hermanos, por eso trataba de mitigar el lastre que arrastraba su madre, la misma que no se daba cuenta de los sacrificios que realizaba para que así fuese. Le dio la espalda y se dirigió a su habitación, la misma que compartía con sus hermanos. Una vez allí se echó en la cama, que también compartía con Jonjo, y trató de contener las lágrimas pues no era un lujo que pudiese permitirse.
Capítulo 2
Danny estaba más callado de lo normal, pero nadie se daba cuenta de ello. Estaba sumamente nervioso, esperando que su padre apareciese en cualquier momento y, al mismo tiempo, deseando que no lo hiciera. Sus hermanos pequeños podían palpar la tensión que se vivía en la casa, pero él sabía cómo tranquilizarles. Su madre, sin embargo, estaba en un estado tal que pasaba de maldecir a su marido a llorar porque estaba convencida de que estaría muerto en cualquier parte, apuñalado o apaleado por seiscientas libras. Recordar la suma de dinero que había perdido tan absurdamente jugando a las cartas la hacía estallar de cólera y empezar a maldecirlo de nuevo.
Todo el mundo estaba al tanto de lo sucedido y el asunto se había convertido en la comidilla del barrio, algo que su madre, una mujer orgullosa, llevaba francamente mal. Parecía que la vida de toda la familia estuviera sometida a escrutinio, y no tenía ni idea de cómo debían reaccionar. Su padre se estaba empequeñeciendo a sus ojos por momentos y su ausencia le molestaba, aunque sabía de sobra que sería una locura que apareciese por allí sin haber saldado antes la deuda.
Mientras preparaba un té, Danny oyó que alguien aporreaba la puerta principal. Bajó la llama del gas y salió al pequeño vestíbulo. Después de obligar a su madre a meterse en el dormitorio con sus hermanos, se aseguró de cerrar bien la puerta. El miedo se estaba apoderando de él; había esperado ese momento y ahora que se presentaba, el valor le abandonaba.
– Abre la puñetera puerta, sabemos que estás ahí.
Era una voz llena de odio, con pretensiones de asustar a quien la oyese. Era la voz de un recaudador de deudas, la voz de alguien que había repetido esas palabras hasta la saciedad.
Danny se detuvo por un instante en el vestíbulo, apretando los dientes para ver si desaparecía el temblor que le había invadido repentinamente. Luego, armándose de valor, abrió la puerta, justo en el momento en que empezaban a aporrearla de nuevo.
– Tranquilo, ya voy.
Su voz grave e irritada no pasó desapercibida a sus visitantes.
Danny miró a los dos hombres; uno era alto y delgado y el otro bajo y obeso. Vio que ambos tenían los mismos rasgos faciales y dedujo que serían los legendarios hermanos Murray. Ambos tenían el pelo rubio y desgreñado y los ojos pequeños y de color marrón, rasgos eslavos que sin duda habían heredado de su madre. Ambos tenían cara de bobalicones, algo que habían perfeccionado con el paso de los años con el fin de que la gente pensase que eran inofensivos, pero también algo que desaparecía de inmediato en cuanto habían logrado su objetivo, que bien podía ser entrando en la casa de alguien o burlándose de la policía cuando los arrestaban.
– ¿Está tu padre, muchacho? -dijo el más bajo de los dos en tono amistoso.
Danny negó con la cabeza.
– Por supuesto que no. Y no creo que venga sabiendo que lo andáis buscando, ¿no le parece?
Walter Murray, el mayor de los dos hermanos, y también el más alto, asintió al oír su respuesta. Parecía satisfecho, como si acabase de oír las palabras esperadas.
– Te creo, muchacho. Por eso comprenderás que te pregunte si tienes alguna idea de dónde pudiera estar.
Danny negó con la cabeza de nuevo.
– Por lo que a mí respecta, se puede ir a tomar por el culo y, si usted lo ve antes que yo, dígaselo de mi parte.
Danny sabía que los vecinos estarían escuchando su conversación con los Murray, pues ése era uno de los muchos inconvenientes de esos pisos: no había nada que no se escuchara, ni tan siquiera los asuntos más personales. Hasta la vida sexual de los vecinos era tema de conversación, ya que se podía escuchar a las personas copulando a través de las paredes y el tedio. Uno terminaba por acostumbrarse a oír las cisternas de los aseos y el correr de los grifos. Ahora que se habían convertido en la comidilla del barrio, comprendía por qué eso les irritaba tanto.
Walter Murray miró al muchacho alto que tenía delante y se fijó en su cuerpo de boxeador y la mirada carente de miedo. Para ser un niño, parecía prometer.
– Escucha, hijo. Si no lo localizamos en los próximos días y no nos paga lo que nos debe, vendremos de nuevo y nos llevaremos todo lo que hay en el piso. Luego volveremos de nuevo y nos llevaremos lo primero que nos encontremos, ¿de acuerdo?
La amenaza parecía más que evidente.
Danny le miró a los ojos, sumamente desconcertado.
– ¿Por qué quieren hacernos daño a nosotros? Es mi padre quien os debe el dinero y, si le conozco bien, más vale que os olvidéis de cobrarlo.
Wilfred Murray, el más bajo de los dos hermanos, sonrió; un gesto que tenía más que estudiado, pero que no denotaba en absoluto que se lo estuviese pasando bien.
– ¿Eres corto de entendimiento, muchacho?
Danny trató de controlar su furia y, poniendo cara de inocente, respondió:
– Es posible. Pero, por lo que a mí respecta, me habéis hecho el favor del siglo, pues no sabéis lo a gusto que se está en casa sin el viejo. Pero os advierto una cosa: si os acercáis a mi familia, más vale que la próxima vez vengáis acompañados, porque me pasaré la vida detrás de vosotros hasta que os aniquile.
Danny pronunció aquellas palabras sin mostrar la más mínima irritación, pero con una dignidad tal que resultó amenazadora para los dos hombres que tenía enfrente.
– ¡Manda cojones con el niño! ¿Qué pasa? ¿Se te ha ido la olla? -dijo Wilfred, riendo a carcajadas de su propio sarcasmo.
Danny no hizo el más mínimo gesto y se limitó a mirarlos fijamente. Observó que él era más grande físicamente que los dos juntos. Era un muchacho robusto, de eso era consciente, pero también se daba cuenta de que, gracias a su padre, se estaba encarando a dos reconocidos matones. Sin embargo, estaba dispuesto a cumplir con su promesa si amenazaban a su familia. Levantó la mano y, de forma instintiva, les apuntó con el dedo a los dos.
– Si os acercáis a mi familia, no respondo de mí. Os buscaré y os mataré, aunque eso me cueste la vida. Es mi padre quien os debe el dinero, no nosotros. Y si tuvierais dos dedos de frente, os daríais cuenta de que alguien que vive en un lugar como éste es poco probable que disponga de seiscientas libras. Es más probable que la reina os haga una paja que mi padre os pague el dinero, y vosotros lo sabéis de sobra.
Walter sabía que estaba en lo cierto, pero habían cobrado deudas de gente aún más pobre que ellos. Resultaba sorprendente ver de lo que era capaz la gente cuando estaba bajo presión. Walter levantó el puño y lo estrelló contra el rostro del muchacho, derribándolo de espaldas. Sin embargo, en cuanto Danny cayó al suelo, vio salir a su madre del dormitorio llevando una pequeña hacha alzada por encima de la cabeza y, antes de que pudiera detenerla, ya había arremetido contra el más bajo de los dos hombres. Danny lo vio desplomarse como un saco de patatas. Luego vio cómo su madre desclavaba el hacha del pecho del hombre y la levantaba de nuevo contra la cabeza de Wilfred, aunque erró en el golpe y se la clavó en el hombro. El grito que lanzó Wilfred se oyó en todo el barrio.
– Como le pongáis una mano encima a mis hijos, acabaré con vosotros -dijo sin dejar de dar machetazos a los dos hombres, que sangraban profundamente por las heridas.
Danny logró ponerse de pie, cogió a su madre por la cintura y la empujó dentro de la cocina. Al ver la tetera en el fuego y oír que los dos hombres entraban en el piso, dio rienda suelta a su cólera y la cogió para arrojarles el contenido a la cara. Los hombres gritaban de dolor, pero los aullidos histéricos de su madre impedían que se les oyese.
Danny miró a los dos hombres y, al verles el rostro escaldado y las heridas que les había infringido su madre, se preguntó si estaba viviendo una pesadilla. Su padre respondería por eso y, cuando hiciera acto de presencia, él mismo se encargaría de ajustarle las cuentas.
Empujó a los dos hombres hasta echarlos del piso. Cuando agarró la mano de Wilfred, le arrancó un trozo de carne colgando y se dio cuenta de que debía de dolerle muchísimo. Luego dio un portazo y, apoyándose contra la puerta, esperó hasta que recuperó el aliento y se le pasaron las ganas de vomitar. Después fue en busca de su madre, que permanecía en la cocina sosteniendo el hacha entre sus brazos como si fuese un bebé.
– ¿Qué hemos hecho, hijo? -dijo.
Agitaba la cabeza y Danny se dio cuenta de lo diminuta que era.
Los ruidos habían cesado, por lo que dedujo que los Murray deberían de haberse marchado al hospital para recibir tratamiento.
Oyó que su hermana Annie lloraba. Colocó un armario contra la puerta, trató de tranquilizar a su madre y cogió en brazos a su hermana para que se durmiera. Luego cogió el hacha manchada de sangre de las manos de su madre y se sentó en el suelo, esperando el siguiente capítulo del drama en que se había convertido su vida repentinamente. Jonjo se acercó a él y se sentó a su lado, con el miedo aún en la mirada. Danny pensó que si su padre aparecía en ese momento, le daría una tunda que la paliza que habían recibido los Murray le iba a parecer el entremés. Seiscientas asquerosas libras. Sus vidas habían quedado destrozadas por seiscientas libras de mierda y el hombre que había provocado aquel incidente estaba, como siempre, ausente. Lo había dejado solo para proteger a su familia, mientras él ponía pies en polvorosa y se escondía como un gusano. Su madre estaba pálida de miedo y se dio cuenta de que jamás olvidaría lo ocurrido aquel día, y, para ser honestos, él tampoco. Faltaban cinco días para que cumpliera los catorce años y se preguntó si aún viviría para entonces.
El recibimiento que le otorgaron los Cadogan a los Murray corrió de boca en boca por el barrio. Louie Stein movió la cabeza en señal de tristeza y decidió que visitaría la casa del muchacho regularmente, pues sabía que su presencia sería percibida de inmediato por todo el mundo. El gozaba de cierto prestigio y mantenía buena amistad con algunos capos. De hecho, se encargó de que todos los que le conocían supieran que el muchacho que trabajaba para él se había enfrentado a los Murray por proteger a sus hermanos. Su madre, decía riendo, era una mujer de armas tomar. Angélica, «la carnicera», que es como empezaron a apodarla, se convirtió de pronto en una leyenda urbana. Los Murray, no obstante, buscarían alguna forma de vengarse, ya que eso formaba parte de la naturaleza humana. Que no hubiesen hecho una denuncia a la policía no era de extrañar, pues, de haberlo hecho, jamás habrían vuelto a caminar con la cabeza alta. Eso equivalía a ser unos chivatos, pero que la policía no investigase el asunto también dio mucho que hablar.
Hasta el sacerdote de la iglesia a la que solían asistir los Cadogan, el padre Donovan, un hombre grande y hosco que se tomaba como una ofensa personal el hecho de que los miembros de su comunidad tuvieran que luchar a diario por sobrevivir, decidió que debía visitar a la familia dos o tres veces al día. Danny y su madre agradecieron sus visitas porque les hizo ganarse la aprobación de muchos que los defendieron aludiendo a que los más perjudicados habían sido ellos.
Danny, sin embargo, era incapaz de relajarse porque no dejaba de preguntarse cuándo iban a presentarse los Murray y qué tipo de venganza pensaban llevar a cabo. En ningún momento dejaba a su madre y sus hermanos solos y, si iba a trabajar, se aseguraba de que todos estuviesen seguros y rodeados de gente. Eso no era problema alguno. El problema era la espera, pues habían transcurrido dos meses y sabía que el momento estaba por llegar, por lo que debía aceptar lo inevitable.
Su padre continuaba sin dar señales de vida y Danny se dio cuenta de que su desprecio por él aumentaba cada día. Ya era un muchacho grande de por sí, pero desde que trabajaba para Louie se había fortalecido y parecía mucho más musculoso. Parecía cada vez más robusto y tenía mucho más pronunciados los hombros y el pecho, además de unas manos callosas y endurecidas. Sabía que aparentaba más años de los que tenía y por eso empezó a cuidar su aspecto. Mientras sus compañeros vestían camisas de estopilla y pantalones sueltos, él llevaba camisas y pantalones hechos a medida. Empezó a adquirir el aspecto de un gángster y se dio cuenta de que ese estilo le sentaba bien. Su presencia y su forma de andar tan natural empezaron a resultar muy familiares para los que vivían en Betunar Green, y aquellos ojos que jamás mostraban expresión alguna hacían que las chicas se derritieran nada más verle acercarse. Empezaron a considerarle una especie de héroe local y él trató de sacarle a eso el mayor provecho posible. Cuando apareciesen los Murray, necesitaría de toda la ayuda posible, por eso cultivaba la amistad de cualquiera que pudiera convertirse en un aliado potencial. Después de todo, su astucia natural era su mayor don, y de eso andaba más que sobrado.
Angélica continuaba tratando de localizar a su marido, pero por ahora sólo había conseguido que transcurriesen dos meses de infructuosa búsqueda. Nadie le había visto y parecía que se lo hubiese tragado la tierra. Sin embargo, ella lo conocía mejor que nadie y estaba convencida de que estaba escondido en casa de alguna de sus queridas, esperando el momento oportuno para asomar la cabeza y dejando que su familia asumiese sus responsabilidades. Angélica siempre había sabido que no era un hombre de fiar, pero jamás había esperado una fechoría semejante.
Angélica sabía que los acontecimientos ocurridos aquella noche habían afectado profundamente a su hija. Annie siempre había sido una niña muy asustadiza, pero la visita de los Murray la había sumido en un estado de nerviosismo que resultaba evidente para cualquiera que estuviese a su lado. Era incapaz de sentarse y quedarse quieta ni un minuto, y hablaba constantemente y sin ninguna coherencia. Podía mantener tres conversaciones a la vez y la risa nerviosa que tenía era más que suficiente para hacer llorar a su madre. Era la preferida de su padre, la única persona que él verdaderamente quería y ella le correspondía considerándolo lo más grande después de la ascensión del Señor. Resultaba sumamente doloroso ver a Annuncia reclamar la presencia de su padre y, más doloroso aún, no poder decirle la verdad porque aún no estaba preparada para asumirla. Algún día descubriría quién era su padre, ella no tenía por qué decirle nada, por muy tentador que fuese en ciertos momentos. Los Murray ya eran suficiente tema de preocupación para su hija; para su hija y para ella.
¿Qué clase de personas eran los Murray? ¿Quién, en su sano juicio, se dedicaba a aterrorizar a mujeres y niños? ¿Cuál sería su venganza después de haber salido tan mal parados de su primera visita a los Cadogan? Sin embargo, quien más le preocupaba era Danny, pues sabía de sobra que se convertiría en su primer objetivo, justo lo que él quería. Ahora se vestía como un matón, con trajes y botas, ganaba unas cuantas libras y había asumido el papel de cabeza de familia. Un papel que Angélica se alegraba de que hubiera asumido, aunque no era el más apropiado para un niño como él. Sin embargo, también era el que la mantenía alejada de la pobreza y de las calles. De hecho, había conseguido pagar la deuda de alquiler que tenían y le había comprado algunos muebles que jamás hubiera imaginado ni llegar a tener. Era un buen muchacho, un hermano y un hijo generoso, además de un chico muy competente. Big Dan Cadogan había dejado un vacío en sus vidas que ese muchacho trataba de llenar librándola a ella y a sus hermanos de todas las responsabilidades. Sin embargo, lo tenía difícil, al igual que ella, su madre, porque se veía obligada a coger todo lo que venía de él.
Danny, su primer hijo, el amor de su vida, se había saltado la adolescencia y había entrado en la madurez repentinamente. Siempre que regresaba a casa lo hacía por las calles traseras, pues sabía que, de no hacerlo, se convertiría en un objetivo muy fácil para cualquiera que quisiese obligarlo a subir a un coche o apalearlo en la oscuridad. Deseaba que las represalias que pensaban tomar contra él ocurriesen lo antes posible, así podría continuar con su vida normal.
La violencia con la que se había enfrentado a los Murray la había dejado consternada. Siempre había sido una luchadora, pero jamás había utilizado un arma, pues no había tenido necesidad de ello. Salvar a sus hijos fue lo que provocó que saliera a relucir ese espíritu defensivo. No obstante, sabía en lo más hondo de su corazón que los Murray no irían, no podrían, atacarla de nuevo. Sería intolerable, y si ella muriese en un atraco, todos los señalarían como culpables. Los Murray lo sabían tan bien como ella, ya que hasta su propia madre, una mujer yugoslava bastante corpulenta, con las mejillas sonrosadas y el cuello arrugado, había reprochado su comportamiento a sus hijos. Las madres eran sagradas, al igual que los niños, y los Murray se habían saltado esas barreras. Sin embargo, al igual que su hijo, estaba deseando que los Murray se decidieran de una vez por todas y pudiesen continuar con su vida.
Danny tomaba el té con Louie en su rato de descanso y, sentados encima de un viejo embalaje, se dieron cuenta de la camaradería tan espontánea que había surgido entre los dos. Danny se sentía agradecido con su jefe por haberse mantenido de su lado, por hacerle pensar que había una luz de esperanza al final del túnel. Sabía que Louie cuidaba de sus espaldas y, puesto que nadie había hecho semejante cosa en su corta vida, se sentía profundamente agradecido.
El desguace tenía ahora un aspecto ordenado que no pasaba desapercibido para las personas que trabajaban allí. En los dos últimos meses, Danny se había encargado de desguazar cada trozo de metal y apilar por separado las piezas de cobre, plomo y hierro. I os coches, la principal fuente de ingresos, estaban por todos lados y las piezas inservibles se habían amontonado formando una enorme muralla de metal. Una vez que se le quitaban todas las piezas, el armazón era totalmente inútil y se introducía en la trituradora que Danny ya manejaba con suma desenvoltura.
Cuando los chatarreros llegaban, se clasificaba de inmediato la carga y se iba apilando en el lugar apropiado, de tal manera que cualquiera que necesitase una pieza pudiera encontrarla con suma facilidad y no tuviera que perder la mañana buscándola. Louie estaba encantado con lo que había hecho el muchacho y, aunque el desguace era sólo una tapadera para sus otros muchos negocios, estaba satisfecho de que resultase mucho más rentable gracias a sus esfuerzos. También le había enseñado a negociar con los chatarreros, y Danny mostraba un talento especial para eso, pues sabía reconocer de inmediato lo que era inservible de lo que resultaba valioso. No sólo era fuerte como un toro, sino también más astuto de lo que la gente creía. Era capaz de hacer un buen trato y, además, hacerle pensar a la otra parte que había salido ganando. En su oficio, eso era una cualidad sumamente importante.
Danny había incluso empezado a reunir material por su cuenta. Louie le pagaba una comisión por ello y vio el entusiasmo que mostraba el muchacho por poder ganarse algunas libras por su cuenta. Era un requisito necesario en su mundo, una necesidad que te llevaba a hacer buenos negocios, a obtener unas ganancias extras en cualquier trato. Los coches eran un negocio muy distinto, pero a Danny, al igual que a cualquier otro joven, le gustaba cualquier cosa que tuviera cuatro ruedas, y sabía reconocer cada pieza. La mayoría de las veces, su negocio se basaba en atender a algún joven que andaba buscando un tubo de escape o alguna pieza de la caja de cambios. Antes de llegar Danny, Louie tenía que quedarse con ellos para asegurarse de que no le robaban nada, pero ahora él se encargaba de acompañarlos, de hablar con ellos y, en la mayoría de los casos, encontraba la pieza que andaban buscando en cuestión de minutos.
En pocas palabras, era una tranquilidad para Louie poder contar con él, además de que le agradaba su compañía. Apreciaba al muchacho, admiraba su ética laboral y el hecho de que le estuviera dando de comer a toda su familia sin alardear de ello. De hecho, jamás lo mencionaba y se limitaba a trabajar, coger su sueldo y regresar al día siguiente. Era el hijo que todo hombre quisiera tener y, sin embargo, su padre lo había abandonado a su suerte, a pesar de que con seguridad se habría enterado de lo sucedido a los Murray. Por eso se había ganado la admiración de todos los que vivían en el Smoke, e incluso los peces gordos del norte de Londres hablaban de él.
Aun así, Louie continuaba cuidando de la seguridad del muchacho y procuraba enterarse de con quién trataba, pues quería tener la seguridad de que los Murray no le tendieran una trampa. Eran famosos por sus triquiñuelas y, mientras tomasen represalias contra Big Dan Cadogan, no les sucedería nada.
Al fin y al cabo, ese par de mierdosos se lo habían buscado y, por fin, alguien les había dado de su propia medicina. El hecho de que fuese un muchacho y una madre los debía de irritar enormemente, pero así son las cosas. Cualquier persona normal, después de semejante humillación, habría tratado de pasar desapercibida y modificado sus hábitos empresariales.
Danny se había ganado la aprobación de todo el mundo porque era inocente, defendió a su familia y, además, no había huido, sino que se había quedado a la espera de que la situación se resolviera definitivamente. El muchacho las tenía todas consigo y sólo un hombre de la calaña de Big Dan se habría ocultado al ver que intimidaban a su familia. El padre de Danny continuaba desaparecido y eso era algo que nadie perdonaría y, mucho menos, olvidaría. Especialmente el joven que estaba sentado a su lado.
Svetlana Murray estaba tan preocupada como su homóloga irlandesa. Sabía que si los hechos se repetían, ella podría recibir un ataque similar. Era igual que la ley: una vez que se sentaban ciertos precedentes y se aceptaban como algo cotidiano, el hábito se convertía fácil mente en norma. Tratándose de recaudar deudas, las mujeres y los niños quedaban al margen de eso. Sin embargo, sus hijos habían transgredido esa ley no escrita y, por tanto, debían asumir las consecuencias. La gente empezaba a darles de lado y ellos se daban cuenta. Incluso los que se llamaban amigos empezaron a ignorarles. Al parecer, sus hijos se habían extralimitado en esta ocasión y, en opinión de todos, se habían pasado de la raya. Aun así, habían pagado un terrible precio por su fechoría, pues les quedarían cicatrices para el resto de su vida. Su hijo menor fue el más afectado por las quemaduras del agua hirviendo y estaba convencida de que el odio que sentía por Danny era lo único que le mantenía en pie. Walter, por el contrario, estaba dispuesto a agachar la cabeza y olvidar el asunto. Era Wilfred quien no se olvidaba de él ni por un instante. Al igual que la mayoría de los hombres bajitos, su padre incluido, siempre estaba dispuesto a demostrar quién era, por eso los consejos que su madre le daba sobre la empatía general que se habían ganado los Cadogan parecían caer en saco roto.
Su carácter irlandés era la única explicación que encontraba para que su hijo se negase a ver el error que había cometido al intentar atacar a los Cadogan. Walter siempre había sido el más pacífico y Wilfred el más rencoroso. Desde niños había sido así; si discutían por alguna razón, Wilfred aguardaba su oportunidad y, cuando nadie lo esperaba, se vengaba de su hermano, normalmente con intereses. Ahora, sin embargo, ese don peculiar suyo de buscar camorra podría ser la razón de que la familia se rompiera y no estaba dispuesta a permitírselo. Ella amaba a sus hijos pero, al igual que todo el mundo, no sentía ninguna simpatía por ellos.
Michael Miles esperó a las puertas del desguace hasta que se hizo de noche. Fumaba el último Dunhill que tenía y lamentó no haber traído otro paquete de su escondite. Mientras aplastaba la brillante colilla, oyó que su amigo se despedía de sus compañeros, así que, dibujando una sonrisa, se preparó para lo que había venido a hacer.
Danny lo reconoció de inmediato y se detuvo. Michael vio la cara de enfado que puso su amigo y dijo:
– ¿Qué pasa? ¿Nos hemos peleado y yo sin enterarme?
Danny suspiró pesadamente.
– Hazme un favor, Mike. Móntate en tu puñetera bici y lárgate.
Era una expresión que habían utilizado toda la vida, móntate en tu bici o súbete a tu coche. Y normalmente era un comentario divertido, no una crítica. Lo más cerca que habían estado de cualquier clase de transporte era cuando robaban alguno para entretenerse por las tardes y, aun así, preferían devolverlo antes de venderlo o desguazarlo. Ambos pensaban que robarle las ruedas a alguien no era un acto demasiado legítimo, pero, de haber tenido la suerte de tener una bicicleta, hubieran comprendido que alguien la cogiese prestada unas cuantas horas. Prestada sí, pero no robada.
Los dos muchachos se miraron entre sí, ninguno de ellos dispuesto a ceder, pero sin saber tampoco cómo enmendar la situación. Desde que los Murray habían hecho acto de presencia en casa de Danny, éste lo había ignorado por completo y eso le dolía.
– Tú eres mi mejor amigo, Danny. Tus problemas son mis problemas.
Michael vio la mirada de enfado que tenía su amigo, pero aún así continuó hablando:
– Lo único que quiero decirte es que no estás solo y estoy seguro de que tú harías lo mismo por mí, colega. ¿No es así?
La pregunta merecía una respuesta.
– Yo no necesitaría hacer eso por ti. A ti jamás te habría ocurrido algo así. Cuando todo esto explote, y lo hará, lamentarás haberte metido por medio, así que usa la cabeza.
Danny miró a su mejor amigo. Al igual que él, tenía el pelo moreno, pero estaba dotado de una desenvoltura y un don especial para sonsacar cualquier cosa que quisiera saber. Al contrario que Danny, no era un luchador nato, ni un antagonista por naturaleza. Por eso, ambos formaban un equipo.
Michael sonrió y eso le hizo cambiar de expresión por completo. Su sonrisa era su mejor arma, aunque no lo supo hasta muchos años después.
– Es posible, Dan, pero hemos sido colegas desde niños y, si me das de lado, me acomplejaré.
Danny se rió sin ganas.
– Entiéndelo, Mike. Tú ya sabes cómo funcionan las cosas.
Danny levantó las manos, haciendo un gesto de súplica.
Michael sonrió de nuevo al saber que, por fin, habían llegado a un entendimiento.
– ¡Que les den por el culo a los Murray! Al fin y al cabo, son sólo medio irlandeses, así que ¿para qué preocuparse?
Los dos se rieron, contentos de haber recuperado su amistad, pero también preocupados por las consecuencias que eso pudiera traer.
Capítulo 3
– ¿Crees que estará muerto?
Danny suspiró con resignación y evitó responderle a su madre con honestidad. Personalmente, deseaba que el cabrón de su padre estuviese muerto, porque así la deuda desaparecería con él y toda aquella mierda se acabaría de una vez por todas, lira precisamente aquella espera la que le estaba sacando de quicio, la que le estaba provocando tanta ansiedad. Se encontraba en tal estado que hasta recibiría de buen grado la venganza de los Murray con tal de poner fin a aquella situación. Por supuesto, no dijo lo que pensaba, pero le contestó con una cólera contenida y con un tono de voz más elevado de lo normal, acompañado de la usual irritación que siempre le provocaba esa pregunta.
– Por supuesto que no, mamá. Estará escondido en cualquier sitio. Tú ya le conoces y, cuando esté seguro de que las cosas se hayan solucionado, se presentará como si nada hubiese sucedido. Y lo que es peor, tú te encargarás de que nadie le hable del asunto, no vaya a ser que se ofenda, y ni tan siquiera le pedirás explicación alguna.
El tono de disgusto en la voz de Danny no pasó desapercibido para Angélica Cadogan, pero no le pegó un sopapo por el nuevo estatus que había adquirido en la familia. Si no hubiera sido por él, la familia se habría hundido en la miseria, de eso estaba segura; pero que trabajase tanto, le hacía sentirse tan culpable e inútil que a veces no podía evitar sentir un enorme rechazo por él. No era normal que una madre asumiese un papel tan sumiso ante un chico tan joven, un chico al que ella había parido y criado, un muchacho que se había convertido repentinamente en el azote de la familia. En los meses que habían transcurrido desde la desaparición de su marido, Danny no sólo había saldado todas sus deudas domésticas, sino que las había puesto al día. Sin embargo, durante ese proceso se había convertido en un chulo que la cuestionaba en asuntos que eran solamente de su incumbencia, como la limpieza de la casa, su forma de cuidar a los niños o su manera de gastar el dinero que le daba con cierta regularidad. Era demasiado joven y su juventud era precisamente la razón por la que pedía algo a cambio de lo que daba. Su nuevo papel como cabeza de familia era como una obra de teatro. Una obra de teatro terrorífica porque había asumido el papel de lo que él consideraba que debía ser un padre, y como no había tenido ninguno de modelo, eso estaba causando una infinidad de problemas a toda la familia. Era como una caricatura de lo que un padre debería ser, pero Ange no podía contradecirlo porque necesitaba el dinero que aportaba a la casa.
Para ser sinceros, jamás había vivido tan holgadamente. Saber más o menos la cantidad que iba a recibir cada semana para la manutención de la casa había cambiado su forma de proceder, pero la insistencia de su hijo en querer saber en qué había gastado cada penique le estaba empezando a resultar más que irritante. La hacía sentirse incómoda y la sacaba de quicio cuando lo tenía cerca. La hacía sentirse avergonzada de las menudencias en que gastaba el dinero, pero ¿quién no necesita echar un traguito cuando se está tan agobiado de problemas como ella? ¿Quién no necesita tomarse una copa para pasar las noches sin que haya un hombre que te arrope? Ange parecía haber olvidado que Big Dan era un completo inútil que jamás había asumido el papel de padre, salvo para apalearlos, a ella y a sus hijos, dependiendo de lo borracho que estuviera.
Danny suspiró y trató de poner un tono más amistoso en su voz antes de decir razonablemente y con la mayor sinceridad del mundo:
– Si estuviera muerto, nos habríamos enterado, mamá. La bofia ya se habría encargado de informarnos, ¿no crees? No se puede decir que no le conozcan, pues se ha pasado media vida en chirona y lo conocen mejor que nosotros.
Angélica no respondió, ya que la sinceridad de aquellas palabras hizo mella en su terquedad. Se sentó en la mesa de la cocina y, con una tristeza y un tono lastimero que hizo que Danny se sintiera aún peor, dijo:
– Estoy preocupada por él, Danny. Después de todo, es mi marido y tu padre.
Su hijo la miró fijamente. Angélica se dio cuenta de que se sentía muy decepcionado al ver que deseaba que regresase su marido a pesar de ser el causante de su actual situación. Danny, sin embargo, no entendía lo que significaba el matrimonio y el compromiso para las personas de su generación.
Danny Cadogan sonrió con tristeza:
– En cualquier caso, si vuelve, más le vale que se atenga a mis normas porque no estoy dispuesto a soportar más estupideces de su parte.
Luego, dando rienda suelta a su cólera, añadió:
– Es tu última oportunidad para que pienses primero en tus hijos, porque si no lo haces, te juro por Dios que cojo la puerta y te dejo más sola que la una. Y te digo otra cosa: si aparece el viejo, primero tendrá que vérselas conmigo, y te aseguro que no se lo voy a poner nada fácil. Es un mentiroso, un chulo de putas y no pienso olvidar que ha sido el causante de todos nuestros problemas. Para serte sincero, si supiera dónde está, yo mismo se lo serviría en bandeja a los Murray con tal de librarme de ellos. Las personas sólo te hacen lo que tú permites que te hagan, eso es lo que me has enseñado toda la vida. Pues bien, viviendo contigo y con él he aprendido mucho de eso.
Ange no le respondió, pues no sabía qué decir.
Louie Stein se sirvió la copa matinal, la copa grande de brandy que solía tomar después del café y que denominaba su «despertador». Su esposa vio lo que hacía y miró al techo con resignación, pero no hizo comentario alguno. Louie, no obstante, percibió que se molestaba y, por esa razón, añadió más licor a la copa, considerando que, si se molestaba, al menos que fuese con razón.
Ella le sirvió su acostumbrado desayuno: un huevo escalfado y una rebanada de pan con mantequilla. Louie, luego, hizo lo que solía hacer siempre: empujar el plato y encender un cigarrillo. Amaba a su esposa. Era una buena mujer, pero también comprendía que el matrimonio llegaba a un punto en que la única excitación que sentía la pareja surgía cuando estaban en desacuerdo. Él lo sabía y, de hecho, hasta lo recibía de buen grado. Los silencios de la juventud habían hecho mella en ambos, por eso una buena bronca de vez en cuando aireaba la atmósfera y los hacía sentir de mejor humor. Después de tantos años de convivencia, lo único que tenían en común eran sus resentimientos, reales o imaginarios.
– ¿Piensas decírselo al muchacho?
Se encogió de hombros despreocupadamente y echó la ceniza sobre los restos del huevo escalfado, cosa que normalmente era motivo de fricción. Aquella mañana, sin embargo, Sylvia Stein lo ignoró a sabiendas de que su marido prefería derivar la conversación hacia cualquier otro tema. Pues bien, no estaba dispuesta a permitírselo, pues estaba sumamente interesada en ver cómo reaccionaría. Le llenó de nuevo la taza de café y, por primera vez en su vida, también la copa de brandy. Luego se sentó a la mesa, colocó los codos encima de ella, reposó la cabeza en las manos y, arqueando las cejas cómicamente, dijo:
– ¡Dios santo, Louie! ¿Piensas sacarme de esta incertidumbre?
Su risa fue genuina. Su esposa esperaba que al menos le preguntase, consultase con ella para ver qué pensaba hacer con la información que poseía. Una información que le había suministrado porque su hermana Irene era una de esas personas que se enteran de todo y, por desgracia, también lo cuentan.
Walter Murray se estaba recuperando. Lo supo porque, por primera vez en muchos meses, se había despertado de forma espontánea y no por el dolor. Se miró en el espejo de la cómoda y tuvo que admitir que no tenía mucho peor aspecto que antes. Al contrario que Wilfred, sabía cuándo había llegado el momento de dar por zanjado un asunto y, al igual que su madre, tenía la certeza de que sus acciones se verían muy limitadas.
El muchacho, el hijo de Cadogan, se había limitado a proteger a los suyos, y el hecho de que fuese tan sólo un niño había calmado de alguna forma su rabia, todo lo contrario que a su hermano. Wilfred deseaba aniquilarle y consideraba su muerte como la única salvación posible, pues era incapaz de darse cuenta de que cualquier clase de venganza complicaría más aún sus vidas.
Su reputación los había precedido. Hasta la fecha, siempre les habían tolerado que se quedasen con el dinero o las posesiones de los desvalidos, pero ahora, gracias a ese muchacho y a su puñetero ángel de la guarda, Louie Stein, se habían convertido en el enemigo público número uno. Por eso, en lugar de descubrir el paradero de su padre, cosa que sucedería más tarde o más temprano, pues los mierdecillas como ése siempre terminan regresando al nido, lo único que podían hacer era tratar de enmendar la situación, cosa que para Wilfred resultaba muy difícil de asimilar.
Wilfred se miró en el espejo y observó las lívidas cicatrices de color rojo que siempre le recordarían aquella fatídica mañana, y no sólo a él, sino a todo el que lo mirase, por eso tuvo que hacer un esfuerzo por contener las lágrimas. Habían sido derrotados por un puñetero niño, un adolescente al que ahora todos consideraban un tipo de cuidado y del que no dejaban de hablar porque lo veían como un serio oponente para el futuro. La firme actitud que había mantenido el muchacho defendiendo a su familia le había proporcionado un lugar entre los más grandes y, lo peor de todo, se había ganado la atención de los capos del Smoke.
El muchacho se había hecho de unas espléndidas credenciales antes de que le saliera la barba y se había forjado una seria reputación por haber defendido a su familia. Todo el mundo se fijaba en él porque tenía carácter y potencial, además de que se había ganado el respeto de todos los que le conocían. Wilfred debía asumir la situación antes de que se le fuese de las manos.
Big Dan no se sentía gran cosa últimamente. Su decisión de desaparecer no había dado los resultados esperados. Aunque sabía que hacerse el sueco y no pagar la deuda no era lo más adecuado, tuvo la ilusión de verse a sí mismo libre de todos sus lazos, su esposa y sus hijos incluidos. Se había visto a sí mismo como un hombre soltero y libre, sin los problemas que acucian a un hombre casado. Se vio en un hermoso piso para él solo, con algunas libras en el bolsillo y una nueva chica que cuidase de él. Sin embargo, como casi todo lo que había anhelado en la vida, jamás se haría realidad, pues era incapaz de dejar de jugar, incapaz de asentarse en Liverpool e incapaz de pasar por la puerta de un garito de putas sin resistir la tentación de entrar.
Ahora se encontraba de nuevo en el Smoke y la querida que había tenido durante varios años había descubierto, como otras muchas antes que ella, que la fantasía de poseer el marido de otra era mucho mejor que la realidad. Sin embargo, lo peor de todo era que su hijo, ese maldito inútil, se había enfrentado a los Murray y, con ese acto de valentía, se había convertido en un héroe local. En otro momento le habría resultado irrisorio, pero ahora no le provocaba la más mínima gracia.
Louie Stein observaba a Danny mientras operaba con la máquina trituradora. Su viejo amigo y empleado Cedric Campbell le había enseñado a utilizarla, y ahora la manejaba con tal destreza que se daba cuenta de lo torpe y viejo que estaba su amigo. Le pagaba un sueldo fuera de lo normal y Cedric trabajaba con él por esa misma razón. ¿Pero qué podía hacer? La edad tenía la mala costumbre de adueñarse de las personas. Cuando menos te lo esperabas, te veías hecho un viejo y metido en el asilo. Era cruel, pero un hecho inevitable en esta vida.
Se había enterado de muy buena fuente de que el padre del muchacho estaba oculto en un piso en Hoxton, esperando la oportunidad de integrarse de nuevo en la llamada sociedad, cosa que sucedería, por supuesto, cuando se sintiese seguro y su hijo hubiese suavizado las cosas. La deslealtad y los tejemanejes familiares jamás le dejaban de sorprender. No comprendía cómo la gente más cercana podía traicionarte con una sonrisa y sin dudarlo siquiera, pero era algo que había presenciado en repetidas ocasiones.
Que el padre entrase de nuevo en escena y que sólo fuese una cuestión de tiempo que hiciera acto de presencia, le resultaba difícil de entender. No sabía qué debía hacer, si decírselo al muchacho y advertirle de lo que pasaba o mantener la boca cerrada y esperar a ver qué sucedía.
Era probable, y sólo probable, que Big Dan Cadogan volviera a las andadas y se podría evitar un desastre aún mayor.
Suspiró y, después de guiñar un ojo a Cedric, le hizo señas con las manos a Danny para indicarle que deseaba hablar con él en la oficina. Danny detuvo la trituradora al instante y se dirigió a la destartalada caseta que les servía de santuario contra la bofia, los chatarreros y, con frecuencia, el mundo en general.
La chatarrería no era un negocio que fomentase la amistad con la competencia, ni tampoco resultaba demasiado glamoroso para el sexo opuesto. La chatarrería era una fuente de ingresos, pero sólo para las personas que sabían cómo descargarla sin dañarla y estaban dispuestos a servirla con una puntualidad que les garantizase cierta clase de confianza. Un desguace tenía que llevar muchos años funcionando antes de ser rentable para los delincuentes y para ser considerado una empresa establecida. El propietario de un desguace debía ser una persona con capacidad para tratar con todas las clases sociales y, lo más importante, con la pasma, y hacerlo sin levantar sospechas. Era una línea muy delgada que no se podía rebasar, además de una situación muy engorrosa para una persona que no tuviera don de gentes.
La chatarrería significaba un buen dinero, una buena fuente de ingresos y un negocio rentable que permitía muchos chanchullos en la contabilidad, además de permitirte tener el tiempo que se precisa para establecer una fructífera y larga relación con una enorme diversidad de empresarios. En pocas palabras, la chatarrería era un buen negocio, pero sólo se sacaría la mayor rentabilidad si la persona que lo dirigía tenía el cerebro y el instinto para reconocer un buen trato al instante, y la suficiente sensibilidad para invitar a un buen whisky después de realizarlo. El joven Danny era la persona indicada, pues se sentía como en casa en el desguace y vislumbraba un buen negocio a kilómetros de distancia. Y lo más importante de todo: estaba interesado en su comisión.
Louie tenía que decidir si mantener la boca cerrada o llevarle por un camino que resultaba más retorcido que el hombre que lo había parido.
Angélica Cadogan estaba sentada en la mesa de la cocina, la «nueva» mesa que había comprado su hijo y que le echaba en cara a cada instante. Deseaba que su hija se quedase en casa, que no tuviese que ir a esa escuela donde lo único que parecía aprender eran groserías y donde siempre estaba causando problemas con todas las personas que se relacionaban con ella. Angélica tenía el rosario en la mano, pues a veces hacía pequeñas peticiones a lo largo del día, convencida de que no serían ignoradas. Jamás había creído que sus oraciones sirviesen para que su marido regresase a casa o le fuese fiel y sabía que tenía tantas probabilidades de que algo así sucediese como de que le tocase la lotería. Sin embargo, se sentía muy inquieta, incapaz de relajarse por un instante. Jamás se había sentido así en su vida. Era como si estuviese esperando algo, pero no sabía qué.
Los golpes que dieron en la puerta fueron bien recibidos, pues al menos le dieron algo que hacer. Se levantó de la silla bruscamente y llegó hasta la puerta en breves segundos. Cuando la abrió, se quedó muda al ver quién estaba en la entrada. Wilfred Murray le sonrió, enseñando sus dientes largos y amarillentos y sus enormes encías. La seguridad social era gratuita en su país, incluido el dentista, pero hasta la fecha jamás había visto unos dientes tan desgarradores como aquéllos.
Wilfred entró en el piso antes de que ella pudiera darle los buenos días, parpadear o rascarse el culo.
Michael Miles entró en el desguace pasadas las tres y veinte, algo temprano incluso para él. Louie lo saludó con indiferencia. Al ser un buen amigo de Danny, solía verlo con frecuencia. Parecía un chico agradable, con un cerebro analítico que podía proporcionarle muchas ganancias si sabía cómo desarrollarlo. Era un ladrón nato, pero no un ladrón de bancos, sino de libros, una diferencia que resultaba patente para cualquiera que tratase con él. El muchacho podía hacer operaciones matemáticas más rápidamente que una calculadora y le gustaban las matemáticas de la calle, un don para cualquiera que quisiese ganarse una comisión sin tener que pagar impuestos. Stein sabía que ambos formaban un equipo ganador y esperaba que, cuando llegase ese día, ambos estuviesen de su lado. Danny tenía los requisitos necesarios para encargarse de sus negocios y Michael la sagacidad para ocuparse de los números, pero también la personalidad para dedicarse al mundo delictivo. Poseía el don de percatarse de un buen negocio, pero no la resistencia necesaria. Su idea de un fondo de pensiones sería una cuenta bancaria en algún lugar remoto y un piso cuya existencia no conociera ni su esposa.
Esos dos jóvenes se habían convertido en su único contacto con el mundo real. Verlos crecer y madurar era lo único que impedía que se pegase un tiro con una de las pistolas que alquilaba a diario o se metiera dentro de la trituradora. Era depresivo por naturaleza y lo sabía. Un hombre en su posición necesitaba de un hijo que diera sentido a sus últimos años. Estaba pensando dejarle todo el fruto de su vida a uno de los maridos de sus hijas, al mismo tiempo que rogaba al cielo que le concediese un nieto. Tener un hijo y perder esa oportunidad era algo vergonzoso, casi un delito. Vio el semblante tan serio que se le ponía a Danny mientras hablaba con Michael y se dio cuenta de que la noticia de que su padre había hecho acto de presencia en el mundo había llegado a oídos de todos. Cada día sentía más aprecio por el joven Michael.
Wilfred no estaba seguro de lo que debía hacer ahora que estaba frente a la madre de su mayor enemigo. De hecho, las palabras de advertencia de su madre, junto con la presencia de esa mujer y su tos nerviosa, le hicieron pensar por primera vez en muchos años que quizá se había equivocado.
Su madre le había comentado que atacarle con el hacha era justo lo que ella habría hecho para proteger a sus hijos. Una madre tenía la obligación de cuidar de sus hijos, puesto que, habiendo tan pocos padres buenos, la única persona en la que un hijo podía confiar era la mujer que lo había parido y amamantado. Pues bien, ahí estaba él delante de una persona a la que, en otro momento, se hubiese sentido encantado de llevarle la bolsa de la compra.
Angélica estaba aterrorizada, pero no por eso dejaba de buscar algún tipo de arma con que defenderse. Ese hombre no iba a acercarse a sus hijos sin pasar antes por encima de ella. Una vez más maldijo a su marido y su manía de jugar, esa manía que siempre le había causado tantos problemas. Era como rezar, pues había maldecido con tanta asiduidad a su marido que era capaz de hacerlo mientras pensaba en algo completamente distinto. Ese descubrimiento la irritaba tanto como la complacía.
Wilfred, sin embargo, estaba desconcertado. Ahora que estaba allí no estaba seguro de poder satisfacer sus deseos sin esperar que las consecuencias recayeran sobre su propia familia.
Angélica se percató de lo indeciso que estaba y, con suavidad, le dijo:
– Muchacho, vete a casa. Mi marido no se merece todo esto.
Wilfred aún estaba de pie y Angélica se dio cuenta de que continuaba dudando sobre lo que debía hacer. Gracias a su marido y su hijo, su mundo había explotado en mil pedazos; ni una bomba nuclear habría causado tantos daños.
– ¿Te apetece una taza de té, hijo?
– ¿Estás seguro de que ya ha salido de su escondite, Mike? No puedo imaginármelo andando de nuevo por las calles.
Mike asintió; los ojos le brillaban de rabia.
– Mi madre me lo dijo y tú ya la conoces. Sabe más que los de la Brigada Criminal. Según tengo entendido, lo han visto por Hoxton, en casa de una de sus queridas. Saldrá de su agujero ahora que has resuelto el asunto. Seamos claros: nadie permitiría en este momento que los Murray se tomasen la justicia por su mano.
Danny no estaba tan seguro de eso. Su padre se había ganado algunos enemigos en los últimos años y, por mucho que se dijera, una deuda era una deuda. Puede que no estuviese bien visto que los Murray reclamasen el dinero adeudado a una mujer y sus hijos, pero que se lo reclamasen al padre era algo muy distinto. De hecho, Danny estaba hasta dispuesto a ser él mismo quien se lo sirviera en bandeja a los Murray, con tal de poner fin a la situación y obligar a su padre a aceptar las consecuencias de sus actos.
– Debo advertir a mi madre y luego veremos qué sucede. Puede que sólo sea un chisme de tu vieja.
Salieron juntos del desguace mientras Louie los observaba con cierto alivio. De una forma o de otra, se resolvería la situación.
Danny y Michael entraron en el piso con cautela, ambos en tensión, pero tratando de parecer despreocupados. Esperaban encontrarse con Big Dan Cadogan, como le gustaba que le llamasen, sentado en una silla y tan pancho como siempre. Sin embargo, se dieron de cara con el más bajito y más rastrero de los hermanos Murray. Danny, en voz alta, dijo:
– ¿Es una visita social o necesitamos sacar las pistolas?
Wilfred Murray se encogió de hombros al tiempo que se percataba por primera vez de la extrema juventud de ambos muchachos. Se fijó en sus musculosos y robustos cuerpos y se dio cuenta de que Danny se convertiría en alguien que resaltaría por encima de los demás, alguien que inspiraría respeto. Al contrario que su hermano y que él mismo, Danny Boy Cadogan gozaba de un carisma del que ellos carecían y que con los años se haría más pronunciado; no había duda de que dejaría su huella. La ironía de ese pensamiento no pasó desapercibida para Wilfred, pues aún sentía la tirantez de la piel quemada, además de que el dolor de las heridas que le había infringido estaba tan reciente que se sintió mareado.
Wilfred no estaba seguro de por qué estaba allí. Era un piso pequeño, atestado de gente y, al igual que el de su infancia, eclipsado por un chulo que prefería gastarse el dinero en la barra de un bar antes que llevarlo a su casa. No obstante, se había dado cuenta de lo mucho que había cambiado el aspecto del lugar desde su última visita. Reinaba una atmósfera distinta, estaba impecable y hasta olía diferente. De hecho, le recordaba a su propio hogar cuando su padre estaba en chirona y ellos podían finalmente relajarse.
Wilfred sonrió.
– He venido por tu viejo. Según tengo entendido, lo han visto por ahí.
Danny cogió a su madre del brazo y la sacó sin demasiada amabilidad de la cocina. Michael y Wilfred la oyeron protestar mientras su hijo la conducía hasta el salón.
– Quédate aquí, madre. Y por una vez en la vida, haz lo que te digo, ¿de acuerdo?
Se oyó el portazo de la habitación en la quietud del apartamento.
Cuando regresó a la cocina, Danny dibujó una sonrisa.
– Si averiguase dónde está el viejo y te lo dijese, ¿nos dejarías en paz?
Wilfred asintió con astucia. Las cosas estaban saliendo mejor de lo que esperaba.
– Mike te dirá dónde se encuentra, pero antes tienes que prometerme una cosa, Wilfred.
Wilfred soltó una carcajada.
– Pídeme lo que sea. Ahora te has convertido en toda una estrella.
Danny sonrió.
– Cuando le veas, prométeme que le darás una paliza que lo deje tullido.
Wilfred rió de nuevo, pero aún más alto.
– Te lo prometo, colega.
Danny dejó de reír.
– No estoy bromeando. Quiero que le hagas daño de verdad, que le rompas las costillas, porque si no lo haces tú, lo haré yo.
Wilfred y Michael se miraron entre sí, desconcertados y sin saber cómo reaccionar ante un odio tan acuciado.
– Y le dirás que he sido yo quien le ha delatado. Asegúrate de que sepa que he sido yo quien te lo ha servido en bandeja.
Wilfred asintió de nuevo, sin saber con seguridad qué respuesta debía dar.
Danny Boy se sentía de buen ánimo y, cogiendo a su hermana de la mano, entró en una cafetería Wimpy. Jonjo le seguía en silencio. Al igual que su hermano, estaba demasiado desarrollado para su edad, además de tener el pelo oscuro y espeso tan peculiar de los Cadogan. Una vez dentro, acomodó a sus hermanos y, dirigiéndose a los camareros, les dijo en voz alta:
– ¿Qué cono pasa aquí? ¿Estamos de vacaciones o qué? Me han sajado granos con más premura de lo que sirven aquí.
La gente se rió al ver el tono tan jovial con el que hablaba, además de que ya conocían su ingenio. Un muchacho turco se acercó a la mesa inmediatamente.
– ¿Qué desean tomar? -preguntó.
Por el tono de voz empleado por el camarero, Annuncia se dio cuenta del respeto que inspiraba su hermano y decidió sacarle provecho.
– Tráeme una hamburguesa y un batido.
Danny miró a su hermana menor y se quedó maravillado por su capacidad para percatarse de la situación tan rápidamente y saber aprovecharla. Jonjo, como siempre, permanecía callado y Danny pidió por él.
– ¿Te encuentras bien, Jonjo? -preguntó Danny.
Su hermano se encogió de hombros y Danny se dio cuenta de que mientras su hermana vestía un uniforme nuevo, él iba vestido con ropa usada, con la misma ropa que él había usado muchos años. Sintió pena de que su hermano tuviera que vestir como los demás niños pobres, pena de que todos estuvieran maldecidos por un padre al que ninguno de ellos le importaba un comino. Y pena porque él no se había dado cuenta de la situación de apuro en que se encontraba su hermano. Danny tenía catorce años y a esa edad ya había comprendido que la forma de vestir lo decía todo. Si uno vestía bien, repartía unas cuantas libras y trataba amigablemente a la gente, la gente automáticamente empezaba a tratarte mejor. Se había dado cuenta de que, desde que trabajaba con Louie Stein y estaba en posición de comprarse ropa nueva, pagar las deudas domésticas y aun así ahorrar algunas libras, su concepto de sí mismo había cambiado por completo.
Ahora, con sus hermanos a su lado, alimentándolos y cuidándolos mientras su padre se desentendía de todo, la vida le pareció llena de oportunidades. Era la primera vez que se sentía así de animado. Su padre lo había introducido en el mundo real y le estaría eternamente agradecido por ello. Pero también le había arruinado la vida, la suya y la de sus hermanos. Ahora, si todo transcurría como estaba planeado, vería cómo su padre recibía su merecido. ¡Qué maravilloso final para una situación tan horrible! Odiaba a su padre con toda su alma, odiaba su egoísmo y su despreocupación por sus hijos. Odiaba su forma de tratar a su madre, la misma que aún seguía queriéndole a pesar de que él no mostraba el más mínimo deseo por ella, a pesar de que sabía que prefería estar con una fulana de Hoxton bizca y con el pelo desteñido. El odio se acrecentaba en su interior, pero él le daba la bienvenida, pues, mientras odiase, al menos sentiría algo. Su hermano le observaba atentamente. Danny, con desenfado, le guiñó un ojo y le dijo:
– Jonjo, mañana no hay escuela. Nos vamos de compras. Vas vestido como un puñetero vagabundo.
Jonjo sonrió, mostrando una hilera de dientes blancos, lo único decente que habían heredado de su padre.
– Gracias, Danny. Te lo agradezco de veras. El padre Patrick se pasa el día regañándome por eso.
El rostro de Danny se ensombreció.
– ¿Eso hace? ¿Quién coño se ha creído que es?
Jonjo sintió la primera oleada de temor.
– Dan, no te preocupes. No lo hace con mala intención. Annie miraba a sus hermanos maravillada y se dio cuenta, antes que Jonjo, de que el padre Patrick lamentaría el día que le pusiera las manos encima a uno de los Cadogan.
Capítulo 4
Louie Stein esperaba a Danny cuando llegó al trabajo. Danny, en cierto sentido, también había esperado algo parecido, pues sabía que Louie pretendía que no olvidase aquel día. Louie sabía de dónde venía y compartía el absoluto desprecio que sentía por su padre y sus payasadas. Danny, al entrar en la oficina, sonrió.
– ¿Qué es lo que sabes?
Louie le respondió con una sonrisa, una sonrisa amarga y retorcida que decía más de lo que creía.
– Pequeño cabrón. Por lo que veo has vendido a tu padre.
Danny no le respondió, pues sabía que Louie no esperaba una respuesta de su parte. Así funcionaban las cosas: la gente decía lo que se le antojaba y tú dejabas que pensasen lo que quisieran. Mientras no dieras una respuesta inadecuada, todos contentos.
– Lo has hecho muy bien, hijo. Le has dado a todo el mundo una lección de relaciones públicas y de venganza justificada, todo el mundo ha salido ganando.
Danny continuó sin decir nada.
– Se lo llevaron a la parte vieja de Londres la noche pasada, por si quieres saberlo. Los Murray le dieron lo suyo, pero imagino que él ya se lo esperaba. Ahora de nuevo está recluido, por decirlo de alguna manera, pero más viejo, más sabio y en una agonía horrible.
Louie se rió de nuevo. Luego prosiguió:
– ¡Puñetero quinceañero! Has sabido ponerlo en su sitio. Me alegro de no tenerte en mi contra. Te prepararé un té y un sándwich de queso y, si te portas bien, te dejaré salir más temprano.
Danny le sonrió en señal de agradecimiento y salió satisfecho de la oficina de su mentor. Esperaba que los Murray le hubiesen dado un castigo severo, pues su vida dependía de eso. Si su madre apreciaba a semejante mierda, al menos se aseguraría de neutralizarlo. De esa forma, al igual que un gato callejero, aprendería a quedarse quietecito en casa.
Big Dan respiraba con dificultad mientras su esposa rezaba a su lado con fervor. Estaba en muy mal estado, de eso no cabía duda, pero saldría de ésa, de eso también estaba segura. Le habían apaleado, pateado y roto los huesos y le pedía a Dios que también el alma. Deseaba que regresase a casa por eso de las apariencias, para dejar con un palmo de narices a todas las putas con las que se había mezclado durante sus años de matrimonio. Era su esposo por derecho propio y, si la paliza que le habían propinado le hacía cambiar, bien llegada sería. No era estúpida y sabía que su hijo estaba detrás de ese asunto, pero también sabía que lo había hecho para que recuperasen la paz y la tranquilidad. Un hombre incapaz de moverse era un hombre condenado a quedarse en casa. Si no por voluntad propia, obligado por las circunstancias.
Danny jamás le perdonaría a su padre el haber causado tantos problemas a la familia y, sinceramente, no se le podía culpar por ello. Además, había cuidado de ellos, tal y como debía hacer, pues para eso era el hijo mayor. Parte de su obligación estribaba en cuidar de la familia y por Dios santo que lo había sabido hacer muy bien.
Su marido yacía en la cama y, aunque no se iba a morir, al menos era incapaz de moverse sin que le crujieran todos los huesos. Dios era bueno y tenía una forma extraña de resolver las cosas. Después de aceptar otra taza de té de la enfermera, Ange sonrió para sus adentros.
Jonjo, una vez más, estaba pasando una situación un tanto engorrosa. Como de costumbre, el padre Patrick se estaba mofando por el mero hecho de pasárselo bien. El sacerdote tenía una voz profunda que contrastaba con su reducida estatura y, las raras veces que celebraba misa, los oyentes vivían una experiencia sumamente revitalizadora al oír su voz describir la Ultima Cena con una devoción tan profunda que parecía increíble que saliera de su boca, ya que nadie que conociera al padre Patrick podía imaginarlo capaz de sentir tal emoción y fervor.
– Por lo que veo, una vez más tenemos que poner a este criminal en potencia en un rincón para que esconda la vergüenza que suscita su familia. ¿Te importaría mirarme cuando te hablo o eso es pedirle demasiado a un Cadogan? Por cierto, un bonito nombre irlandés que no hace juego con un caso perdido como tú.
Justo en el momento en que Jonjo rezaba para que el hombre que le pegaba cada vez que se le antojaba lo dejase en paz, se abrió la puerta de la clase. Los muchachos, que hasta entonces habían estado riéndose, enmudecieron, al igual que el padre Patrick, que durante unos segundos no podía creer lo que veía.
Luego, con una voz cargada de sarcasmo, dijo:
– ¡Vaya por Dios! Otro Cadogan. Como si no tuviéramos bastante con éste. ¿Qué sucede? ¿Se te ha olvidado dónde vives o es que quieres regresar a la escuela para aprender algo que merezca la pena? Si no recuerdo mal, eras tan torpe que tu hermano a tu lado es casi un Einstein.
El padre Patrick se sentía seguro vestido con sus hábitos, pues tenía la certeza de que muy pocos chicos católicos se atreverían a agredirle. Por esa razón, cuando recibió el puñetazo, le resultó tan inesperado como doloroso. Cayó al suelo, de golpe y limpiamente, y sólo recordó un destello de dolor. Danny Cadogan salió de la clase sin pronunciar una sola palabra. Los alumnos se quedaron impávidos y con la boca abierta mientras el padre Patrick se esforzaba por levantarse del suelo ayudándose de un pupitre. Jonjo se dio cuenta de que a partir de entonces se habían acabado los castigos. De hecho, nunca más se atrevió a hablarle directamente a la cara.
Svetlana Murray abrió la puerta principal y, horrorizada, dio un respingo al ver quién estaba de pie ante su mugrienta entrada.
Wilfred, por el contrario, le dio la bienvenida mientras su madre regresaba a la cocina y aguzaba el oído por si se originaba algún problema. Walter miró al muchacho con recelo y, aunque sabía que le había entregado a su padre sin vacilar, le preocupaba que luego pudiera sentirse culpable por ello.
– ¿Todo bien?
Los dos hombres asintieron.
– ¿Y tú? -preguntó uno de ellos con un énfasis que no pasó desapercibido para el muchacho.
– Jamás había estado mejor.
– Prepara una taza de té, madre, y cierra la puerta.
Los tres hombres se miraron entre sí y la tensión que reinaba en la habitación desapareció. Danny miró a su alrededor, sorprendido por el lujo en que vivían, aunque en su opinión de pésimo gusto. Nada parecía compaginar con nada, era como si todos los muebles los hubiesen comprado sin ton ni son. Danny se sentó respetuosamente y los dos hombres le siguieron, recalcando sus modales. Tenía un plan que quería llevar a cabo, algo que había meditado detenidamente.
– El viejo saldrá de ésta, aunque se quedará cojo y con la cara como una mierda hervida, como dice mi madre. Pero el asunto ya ha quedado zanjado, ¿no es así?
Los dos hermanos asintieron en silencio, esperando que les dijera qué deseaba.
– He venido porque me he enterado de que vais a recibir algunas pastillas y he pensado que podría venderos algunas.
– ¿Ah, sí? ¿Y dónde piensas venderlas? ¿En el parque?
La voz de Wilfred estaba cargada de sarcasmo y el tono rojizo de su rostro le hizo recordar a Danny lo que había sucedido entre los dos recientemente. Optó por callar y, sonriendo lo más amistosamente que pudo, respondió tranquilamente:
– Pues no. Más bien pensaba en repartírselas a unos cuantos colegas. Ellos las venderán en los bares, discotecas y sitios de ese estilo. Quisiera varios miles de Dexedrinas para empezar. Si las vendo, ganaremos una pasta. Si no, os prometo que no perderéis lo vuestro.
– ¿Qué pasa si te cogen? ¿Serás capaz de tener la boca cerrada y cargar con lo que se te venga encima?
Danny sonrió.
– ¿Tú qué crees?
El trato estaba hecho; todos se dieron cuenta de ello.
Danny contemplaba a su padre a través de la puerta de la sala. El cristal estaba sucio y, mientras observaba la relación entre sus padres, vio su imagen y se dio cuenta de que tenía el rostro arrugado y aparentaba más edad de la que tenía. Tras meditar un rato, lo consideró positivo. Después de los últimos meses, no era de extrañar que pareciese Matusalén.
Su madre cuidaba del viejo, como de costumbre, estirándole las sábanas de la cama o limpiándole la cara. Percibía claramente el fastidio que eso le provocaba. Con el rostro sin afeitar y aquel pijama a rayas parecía un hombre vulnerable. Danny se percató del parecido que había entre ambos: el mismo pelo oscuro y los mismos ojos azules. También había heredado la constitución de un obrero, uno de esos que se dedicaban a cavar zanjas o algo parecido. Era extraño que ninguno de ellos hubiese llegado a ser alguien de importancia, pero de haber sido así, su padre no habría parado de mencionarlo. Danny le odiaba con un fervor que hasta a él mismo le sorprendía, por eso no le afectaba ni lo más mínimo verle lleno de moratones y vapuleado. Lo que le sacaba de sus casillas era la reacción de su madre. Parecía feliz de tenerlo de nuevo a su lado, ella, que sabía que su padre no había tenido el más mínimo reparo en dejarla tirada. Su padre sabía que, a partir de entonces, aquello cambiaría, que dependería de ella para tener garantizado un techo donde cobijarse. Su casa era suya, pero sólo de nombre, pues las facturas se habían puesto al día y en los armarios no faltaba de nada. Danny pensaba disfrutar del poder que ahora tenía sobre ese hombre al ser él quien los sustentaba a todos.
Iba a disfrutar arrebatándole lo único que de verdad había tenido: el poder de creerse tan grande como para apalearles cuando se le antojaba con tal de desahogar su frustración. Dejaría de aterrorizar a su esposa e hijos por el mero hecho de que aquello le proporcionara un sentimiento de superioridad, especialmente cuando se le había visto en mala compañía, bebiendo, jugando o yéndose de putas.
Había esperado ese momento desde hacía mucho y ahora pensaba hacerle pagar al viejo cabrón cada puñetazo, patada y golpe que había recibido de él. Le había resultado muy fácil herir a la gente, un don que presentía que también había heredado de su padre. La gente gritaba mucho, pero muy pocos eran capaces de enfrentarse en una buena pelea cuerpo a cuerpo. La mayoría eran tan cobardes como Big Dan Cadogan, al que llamaban su padre.
Pues bien, él iba a conseguir que su nombre significase algo más que un borracho o un bebedor, iba a lograr que su nombre inspirase respeto. También sabía que permitiendo que su padre regresase a casa ganaría puntos, ya que, después de todo, para la gente la familia lo era todo y se suponía que había que saber perdonar, hicieran lo que hicieran. No obstante, en su interior no existía ese tipo de perdón.
Su madre salió de la habitación y, cogiéndole del brazo con amabilidad, dijo:
– Entra y habla con él, Danny Boy. No ha dejado de preguntar por ti.
Rogaba con la voz y la mirada. Danny se dio cuenta de que estaba preocupada por lo que pudiera pasarles a ellos, por cómo cambiaría la dinámica del hogar. Sabía que su nueva posición en la familia y su completa indiferencia por su padre la ponían en una situación que no sabía cómo encarar. Pero él sí.
Danny sonrió a su madre y su rostro juvenil hizo que le latiera el corazón con fuerza.
– He venido para llevarte a casa, madre. No te preocupes, ya tendrá tiempo de sobra para verme cuando esté en casa.
A Michael Miles le encantaba Londres, especialmente el este de Londres, los sábados por la noche. Estaba repleto de mujeres y chicas con la única misión de pasárselo bien, algo que él estaba en situación de asegurarles. Gracias a Danny, en los últimos seis meses habían ampliado su plantilla de distribuidores de pastillas y estaban ganando un buen dinero. Michael jamás había tenido tanto y resultaba sorprendente hasta qué punto un puñado de libras transformaba a alguien.
Había ruido en la casa, la televisión estaba a todo volumen, como de costumbre, y el olor a comida frita impregnaba el reducido espacio. Mientras se peinaba hacia atrás, vio que su padre lo observaba desde el vestíbulo. Sabía que había estado en el bar casi todo el día y esperaba que le dejase el cuarto de baño para poder evacuar, de esa forma tan ruidosa y peculiar suya, las cervezas y las anguilas que había ingerido aquella tarde. Desde donde se encontraba percibía el olor a alcohol, pero no le dijo nada por no molestarlo. Trabajaba toda la semana en una fundición, sudando la gota gorda para alimentarlos. Por lo que a él concernía, tenía derecho a sus sábados de juerga.
Más tarde, como de costumbre, se dirigiría al club de trabajadores acompañado de su esposa y empezaría de nuevo el mismo proceso. Sin embargo, a veces, la bebida lo convertía en una persona errática, especialmente desde que Michael se había estado forjando una reputación junto a Danny. Su padre estaba contento con los beneficios que eso le proporcionaba, pero, de vez en cuando, le entraba la vena paternal y, durante media hora, le hablaba de todos los inconvenientes que probablemente tendría que afrontar si seguía por ese camino. Era una charla entre padre e hijo, por eso él le prestaba atención hasta que su padre recuperaba su actitud de siempre y se comportaba con normalidad.
Su padre no era un mal tipo, sino un hombre apresado en su propia trampa. Tenía treinta y tres años y aparentaba casi cincuenta. Se había casado y había tenido tres hijos antes de aprender a conducir. Era su padre, y saberlo le dolía más de lo que se atrevía a admitir. Sin embargo, no había sabido abrirse camino y la prueba de ello estaba en el lugar en que vivían. Pero, a su manera, se preocupaba por ellos, incluso por su esposa, que estaba tan obesa en aquella época que perdía el aliento al subir los dos únicos tramos de escaleras que conducían hasta el piso.
De quien se avergonzaba de verdad era de su madre. Michael la quería, sentía adoración por ella, pero no le gustaba nada que la viesen con él. En su momento había sido una belleza, pero ahora llevaba trajes sueltos y zapatos oscuros de horma ancha para que no le doliesen los juanetes. Siempre había sido una mujer feliz y alegre, excepto cuando se tomaba una, dos o tres copas, siempre con esa sonrisa suya, dispuesta a cualquier conversación trivial y dedicada por entero a la iglesia. Aunque Michael matase a todos los vecinos de la calle, ella seguiría estando de su lado. Sin embargo, pasear con ella, que la vieran, especialmente ahora que estaba hecha un guiñapo, era algo que no soportaba. Además, estaba empeorando. Era algo que guardaba en secreto, pues su madre gustaba a todo el mundo cuando estaba sobria y nadie hablaba mal de ella, aunque él se daba cuenta de que pensaban cosas feas. Y se daba cuenta porque él también las pensaba de vez en cuando.
– ¿Quieres entrar, padre? -preguntó Michael con voz respetuosa, como siempre.
Sonrió a su padre desde el espejo para dejarle entrever que se había percatado de su presencia.
– Tú termina, hijo.
Su padre se apartó de la línea de visión y Michael le oyó entrar en la cocina, haciendo ruido con los pies en el suelo de baldosas.
Michael cerró los ojos con fuerza. Cuando tuviese una casa propia disfrutaría de estar en ella, pues no sería sólo un lugar donde dormir y protegerse de la lluvia. Como decía Danny, no terminaría como sus padres, pues pensaban vivir a lo grande o morir en el intento.
– Son cincuenta libras el millar, es decir, cinco por cien, y a tres la libra. Te puedes llevar un buen pellizco.
El hombre asintió en señal de que lo había comprendido. A Danny no le gustaba aquel tipo, pues tenía un ojo estrábico y no sabía si lo estaba mirando o esperaba a que el autobús apareciese por la esquina. Sin embargo, no le preocupaba.
– ¿De dónde las has sacado?
Danny le miró incrédulo:
– ¿Quién coño te has creído que eres? ¿Mi puñetero padre?
El hombre suspiró pesadamente. Se había equivocado al pensar que podía impresionarle.
– ¿Son legítimas?
Danny miró el rostro de yonqui; las mejillas hundidas y el círculo negro alrededor de los ojos se lo decían todo, pero además tenía ese moco cremoso que se les forma en las comisuras de la boca.
– ¿Qué pasa, tío? ¿Las quieres o no?
Estaba oscuro y el aire de la noche estaba húmedo. Danny no tenía pensado alargar una conversación con alguien que era incapaz de recordar hasta su propio nombre.
Jethro Marks asintió de nuevo.
– No tengo mucha elección, ¿verdad que no? Se las has quitado a Brendan, ¿no es cierto?
– ¿Qué pasa contigo? Yo no le he quitado nada a nadie. Él dejó pasar la oportunidad y yo la aproveché. Tan sencillo como eso. Y ahora enséñame la pasta y cerremos el trato.
Jethro sacó un fajo de billetes del bolsillo trasero y Danny, arrebatándoselo, contó el dinero con mucha rapidez. Sabía que era la cantidad justa, pero nunca se podía estar seguro cuando se trataba con un adicto a las anfetas, especialmente si se dedicaba a comerciar con ellas. Le pasó la bolsa de pastillas, en la que había menos de las que se pensaba, un total de ciento veinte, pero los yonquis jamás se dan cuenta de esas cosas y contarlas estaba fuera de su alcance incluso estando lo suficientemente sereno como para intentarlo.
Danny se metió el dinero en el bolsillo del abrigo y observó al hombre mientras desaparecía. Esperó unos cuantos segundos y luego salió del oscuro callejón. Una vez que estuvo bajo la luz de las farolas, recorrió con la mirada la calle por si veía algo que considerase sospechoso. La calle principal de Berthnal Green se veía muy concurrida. Para ser las diez y media de la noche, había mucha gente por los alrededores, principalmente jóvenes de su edad y también mayores. Saludó a la gente que conocía y miró fijamente a la que no. Había mucho ruido. A pesar del frío, las motos rugían y se escuchaba música a todo volumen que procedía de los coches, música de todos los estilos, desde Elvis hasta los Who o los Stones.
Danny, vestido con traje de chaqueta, parecía más mayor que sus contemporáneos, los cuales vestían con pantalones baratos y chaquetas de tela fina. Eso provocó un ápice de pena en Danny porque sabía que no tenían ni la más remota idea de lo que era la vida, ni la suya, ni la de nadie. Las chicas, sin embargo, tenían mejor aspecto, al menos la mayoría. Si una chica tenía buenos pechos y una buena melena, empezaba a ser codiciada en cuanto cumplía los doce años. Ellas tenían mejor criterio para vestirse que los muchachos, pues contaban con el maquillaje de sus madres, su perfume, la laca y las medias. También solían hacerse sus propios vestidos y muchas de ellas tenían buen gusto.
Mientras subía la calle para dirigirse a la estación de ferrocarriles, Danny miró a los ojos a cada chica que pasaba, fijándose en su cara y su figura, y se dio cuenta de que algunas de ellas le devolvían la mirada. Un par de descaradas le hicieron un guiño y le sonrieron con sus bocas excesivamente pintadas, sosteniendo los cigarrillos con elegancia, como las actrices de cine que tanto admiraban y deseaban emular. Llevaban el pelo peinado hacia atrás y los ojos abiertos y bien alertas ante cualquier signo de interés por parte de algún varón que se cruzase en su camino. Estaban en su terreno; demasiado jóvenes para entrar en un bar y demasiado mayores para estar en el parque. Por ese motivo, deambulaban en grupos, aprendiendo los rituales de los varones y disfrutando de sus primeros pasos en la madurez.
Danny sabía que se estaba convirtiendo en una persona bastante conocida, que le consideraban un buen partido gracias a su floreciente reputación, además de que su escurridiza sonrisa atraía a las chicas. Le hizo un guiño a una chica rubia con grandes pechos y la falda más pegada que las medias de una enfermera, y le hizo señas para que lo siguiera.
Cinco minutos después estaba apoyada incómodamente contra la pared de unos servicios de la estación mientras él la empujaba dentro sin ninguna delicadeza. Cuando terminó, se dio cuenta de que ella no se había molestado ni en quitarse el cigarrillo de la boca.
– Hola, muchacho. Por lo que se ve, tu madre debió de echarte a una pila de estiércol cuando naciste, porque cada vez te veo más grande.
Timmy Wallace era un hombre grande, con una constitución que era la envidia de los más débiles que él. Había sido boxeador sin guantes, pero ahora dirigía un pequeño club en Whitechapel para los hermanos Murray. Lo había adquirido como pago de una deuda y, contra todas las expectativas, funcionaba bastante bien, aunque se debía en gran parte a la atractiva personalidad de Timmy y a su negativa a que se tomaran más libertades de la cuenta. Danny se pasaba por allí de vez en cuando, por eso, con el paso de los meses, llegó a entablar amistad con la mayor parte de la clientela.
Era un lugar pequeño, mal iluminado, donde nadie perdería el sueño porque se apagase un cigarrillo pisándolo en el suelo o se derramara una copa. Olía a papel pintado ya polvoriento, a tabaco y a cerveza. Los clientes solían ser peces gordos que deseaban tomarse una copa tranquilamente sin escuchar música, hacer algún trato o jugar una partida sin que nadie les molestase. No se admitía la entrada a las mujeres y, en las raras ocasiones en que entraba alguna, se la toleraba, pero sólo por poco rato. A Danny Boy le encantaba aquel lugar, se sentía cómodo en ese mundo de hombres, de verdaderos hombres. Mientras se escurría hasta los reservados de la parte de atrás se levantó un murmullo.
– Está hecho un hombretón.
Lo dijo un cliente habitual llamado Frankie Daggart, un ladrón de bancos con un sorprendente atractivo y una reputación tan temible como un bailarín de salón. Rió al ver al muchacho, pues se alegraba de verlo cada día más seguro de sí mismo.
– ¿Quieres una copa, muchacho?
Danny negó con la cabeza y sonrió.
– No, gracias, Frank. Todavía tengo que hacer varias llamadas antes de relajarme.
Todos los presentes sonrieron al ver lo responsable que era. Parecía un muchacho de veinte años. Su viejo debía de estar mal de la cabeza si le había acarreado tantos problemas. Todos estaban de acuerdo en que, si hubieran tenido la suerte de tener un hijo como ése, le hubieran dado gracias al Señor por ello. Era un Brahma, un diamante, un pez gordo en potencia.
Mientras se dirigía a la parte de atrás, Danny se percató del buen sentimiento que emanaba de todos los que estaban reunidos en la barra, un sentimiento que él avivaba. Frankie Daggart le esperaba fuera cuando salió algo más de una hora después.
Jonjo quería con todo su corazón a su hermana pequeña, pero le sacaba de sus casillas. Otra vez estaba llorando. En realidad, si hubiese llorado, al menos sería diferente, pero lo único que hacía era gemir. Ahora, casi a las once y media, le estaba dando otra rabieta y, al entrar en el dormitorio, su madre casi la tumba de espaldas.
Entró en la habitación muy malhumorada y gritó:
– ¿Y ahora qué coño te pasa?
Annie gritó en cuanto la mano callosa de su madre entró en contacto con su piel. Después de cinco minutos dejó de abofetearla y, enderezándola, señaló con el dedo a la aterrada niña y le dijo:
– Si te oigo llorar más, te romperé la cabeza, ¿me entiendes? Tu padre está tratando de descansar en la habitación de al lado y no paras de dar la lata.
La arropó de mala manera con la manta y salió de la habitación. Su cuerpo estaba retorcido por la rabia y la frustración, y su cansado rostro mostraba el hastío de su existencia diaria. Vivir en aquella casa era una constante lucha y estaba mal de los nervios. Su marido ya era capaz de moverse de un lado a otro con ayuda de un bastón y su hijo mayor esperaba que le agradeciese cada bocado que se echaba a la boca.
Su marido no era ni la sombra del hombre con el que se había casado. Parecía que su vida se había extinguido. Siempre estaba callado, hasta cuando tomaba la comunión, una vez por semana, cuando el cura se pasaba para charlar un rato. Cuando regresó al dormitorio, dibujó una sonrisa y, después de servir dos copas de whisky, le dio una, ignorando que sólo se animaba cuando le ofrecían algo de beber. Sin embargo, hasta eso lo tenían que hacer en secreto, ya que si Danny Boy se enteraba, se pondría hecho una furia. Parte de su diversión diaria consistía en ver a su padre sobrio, completamente sobrio. Utilizaba la frágil salud de su padre en su contra, a sabiendas de que ya no podía hacer nada para evitarlo. Ni tan siquiera para intentarlo.
– Necesita mano dura, tendría que haberla metido en vereda cuando nació.
Su marido no le respondió, pero Ange no esperaba que lo hiciese. Las conversaciones consigo misma eran ahora el pilar de su existencia.
Michael esperaba junto al desguace, temblando de frío. Daba profundas caladas a su cigarrillo Dunhill, sin dejar de estar atento a cualquier movimiento que hubiera en la oscuridad. Odiaba ese momento, pues nunca sabía a qué hora llegaría Danny y se sentía muy vulnerable con el fajo de dinero que llevaba encima. Temía que alguien estuviera al acecho, dispuesto a llevárselo, y que le dieran una buena tunda. La oscuridad no resultaba muy acogedora en ese lugar y los montones de chatarra adquirían formas intimidatorias entre las sombras. Olía a humo mezclado con polvo y óxido, y, por alguna razón, le hacía pensar en la muerte. Los dos pastores alemanes que andaban sueltos por el desguace en cuanto se hacía de noche ya le conocían. Parecían ignorarlo, pero él se mostraba precavido con ellos porque sabía que no les echaban mucho de comer para que estuviesen siempre irritables y ahuyentasen a los merodeadores. Danny podía entrar en el desguace con toda tranquilidad porque ambos lo querían más que a un pariente lejano que ha ganado la lotería. Danny siempre les obsequiaba con algo y jugaba con ellos. Hasta el dueño se quedaba impresionado, pues los animales no parecían mostrar aprecio por él. No obstante, eran unos buenos perros. Si alguien se acercaba, se enfurecían tanto que se abalanzaban contra la alambrada hasta que veían que la persona en cuestión seguía su camino.
Michael estaba aterido de frío. Le dolían los oídos y los dientes empezaban a rechinarle.
– ¿Todo bien?
Danny estaba a su espalda y la forma tan alta en que habló le hizo sobresaltarse.
– ¡Mierda! Casi me da un ataque al corazón.
Danny se reía a carcajadas, con una risa tan profunda que resonaba en todo el lugar y que hizo que los dos perros corrieran hasta la verja y ladraran ferozmente.
– ¡Callaros de una vez, mierda de perros!
Danny aún se reía a carcajadas y los perros empezaron a aullar. Danny empezó a sacudir la alambrada para irritarlos y Michael deseó por unos instantes que no lo hiciera. Su padre tenía razón acerca de él: Danny estaba un poco chiflado, y en esos momentos se daba cuenta de ello. Los perros estaban a punto de abalanzarse uno contra otro y Danny seguía irritándolos aún más, ladrándoles y sacudiendo el candado de la cancela. Michael lo observó durante un rato, esperando que se cansara de ese juego. Sabía que si comentaba algo, Danny lo prolongaría aún más con tal de molestarle.
Michael encendió otro cigarrillo y le ofreció uno a Danny, que lo cogió con ganas, aburrido ya de los perros y molesto por no haber provocado ninguna reacción en su amigo. Danny fumó en silencio, acariciando a los perros, frotándoles las orejas mientras ellos agradecían su atención.
– No comprendo cómo puedes tocar a unas bestias tan asquerosas.
Danny se dio la vuelta para mirar a Michael y, con el ceño fruncido, le dijo:
– No dejes que noten que les tienes miedo, lo olerían. Domínalos y harán lo que les pidas sin dudarlo.
Michael tuvo el presentimiento de que no hablaba de los perros, sino que le estaba advirtiendo de algo.
Luego, suspirando, dijo afablemente:
– Hace un frío que pela, ¿no es cierto? A propósito, esta noche tengo que hacer un trabajo para Frankie Daggart. Quiere que me encargue de un tipo que ha estado molestando al chico de su hermana.
Michael no le respondió, pues no sabía qué decir.
– Le haré una advertencia, para ver qué ocurre. ¿Vienes o te quedas?
Michael asintió, tal y como esperaba Danny.
– ¿Cojo mi pasta entonces? Quiero marcharme a casa. Hace un frío de muerte aquí fuera.
Capítulo 5
– ¿Dónde está mi camisa azul, madre?
Lo dijo con esa voz que Danny Boy utilizaba cuando estaba en presencia de su padre, arrastrando las palabras lentamente e impregnándolas de insolencia.
– Colgada en tu armario, hijo. La lavé y la planché esta mañana.
Danny salió de la cocina lentamente, comiéndose el reducido espacio con su enorme cuerpo. Su padre lo vio marcharse con ojos cansinos. El chico estaba fuera de control y él no podía hacer absolutamente nada. Pensar que un hijo suyo, alguien que llevaba su misma sangre, pudiera convertirse en una persona tan ruin era algo que lo hacía reflexionar a diario. Era un chico fuerte, cuya corpulencia era su mejor baza. Como otros muchos hombres antes que él, viviría del ingenio y de sus músculos. Hasta el sacerdote le daba su bendición, lo cual ya denotaba de por sí lo mucho que la imagen de su hijo estaba creciendo.
Mientras tomaba el té, Big Dan se miró con desprecio, observando la pierna coja que siempre arrastraba y los nudillos marcados por sus intentos de detener los golpes que le habían propinado con las porras. Luego miró la cocina y observó el enorme cambio que había experimentado el piso. Se quedó perplejo al ver de lo que era capaz su hijo con tal de demostrarle algo.
Su esposa Ange estaba hecha un manojo de nervios. Estaba sentada a una mesita y daba pequeños sorbos a la taza de té, con el rostro grisáceo por la preocupación. Sin embargo, no le inspiraba la menor simpatía, pues se había encargado de arruinar al muchacho desde que vino al mundo. Con el cuerpo dolorido, encendió un cigarrillo y bebió los últimos posos de té frío que quedaban en la taza. El ruido que hacía al beber sacaba de quicio a su esposa, pues, desde su primera visita a casa de su madre, se había dado cuenta de que carecía de los más elementales modales y había sido educado por una mujer que apenas era capaz de coordinar una frase entera.
Big Danny siempre había tenido presente aquella mirada en su rostro; aún sentía la oleada de vergüenza que lo había inundado mientras miraba a su alrededor tratando de contener su primer arrebato de ira. Una ira que aquella mujer podía hacer explotar con una simple mirada o una palabra.
Ahora dependía de ella pero, poco a poco, se iba recuperando. Con el tiempo se movería con más facilidad, al menos eso es lo que había dicho el doctor, algo que se había convertido en la única razón de su existencia. Cuando llegase ese momento, se libraría de esa mujer de una vez por todas.
Danny Boy entró de nuevo en la cocina e, ignorando a conciencia a su padre, se abotonó la camisa con lentitud. Hacía cada gesto con sumo cuidado, con la intención de molestar en todo momento al hombre que le había dado la vida. Después se la metió dentro de los pantalones y se estiró lánguidamente. Sacó un fajo de dinero de su bolsillo trasero, cogió un billete de diez libras y lo dejó caer en el regazo de su madre, quien respondió que no necesitaba nada y que se conformaba con que le diera un beso y un abrazo.
– Si necesitas algo más, dímelo.
Su padre miraba al suelo, pero Danny lo obligó a levantar la cabeza. Luego, mirándolo a los ojos, le dijo:
– Por cierto, los Murray te envían recuerdos.
Jonjo observaba ese pequeño juego desde la entrada, al igual que su hermana, que por fin permanecía callada. Annuncia se excitaba con cualquier cosa y en ese momento sus ojos brillaban contemplando la humillación de su padre.
– Vamos, muchacho, tienes que irte ya -dijo su madre empujándole hasta la puerta principal.
Cuando Danny se marchó, toda la familia respiró aliviada.
Frankie Daggart estaba en su coche junto a Upney Station, escuchando la radio y mirando a las chicas que pasaban por la calle. Los jóvenes de hoy en día no sabían lo afortunados que eran, ya que las chicas iban medio desnudas y siempre parecían dispuestas a pasar un buen rato. En su época había que saber adónde ir para echar una canita al aire, pero aun así nadie te garantizaba que fueras a follar. Lo único que te lo garantizaba era un buen fajo de billetes y una ingente cantidad de alcohol. Sin embargo, él se enorgullecía de no haber tenido que pagar nunca por ello, pues jamás lo había hecho.
Mientras imaginaba una serie de escenarios pornográficos con varias chicas, Danny Boy Cadogan lo sacó de su ensimismamiento al abrir la puerta del copiloto y dejar entrar una ráfaga de aire gélido en él.
– ¿Todo bien, colega?
– Sí, ¿y tú?
Frankie se sentía desconcertado porque le habían cogido con sus metafóricos pantalones por debajo de los tobillos, pero arrancó el coche y se dirigieron a la cercana Railway Tavern.
Una vez dentro del establecimiento, Danny observó intimidado las muchas personas que saludaban a Frankie, trataban de invitarle y, finalmente, lo dejaban sentarse cerca del fuego, donde podían hablar tranquilamente, donde nadie podía escucharles y donde todos los miraban como si fueran peces gordos.
El lugar estaba abarrotado y todos le estrecharon la mano automáticamente, a él, a Danny Cadogan, por la sencilla razón de que iba acompañado de un héroe local. Era una sensación embriagadora y Danny se regodeaba en aquella gloria, esperando ser él quien algún día la suscitara. Sabía que Daggart era un capo, pero aquella recepción era algo que nunca había experimentado.
– Lo siento, muchacho.
Frankie se dio cuenta de la admiración y la ambición que había despertado en el muchacho y se rió para sus adentros. Si no se equivocaba en sus presunciones, ese pequeño cabrón iba a dejar una huella que duraría generaciones. O eso, o lo sentenciarían a perpetua por asesinato, y entonces se desperdiciaría toda su inversión. En cualquier caso, era un riesgo que estaba dispuesto a correr.
– Hablemos de ese chulo que le está dando la tabarra al chico de mi hermana.
Danny escuchó sin reprimir la emoción que sentía mientras Frankie le explicaba la lamentable situación y le describía gráficamente lo que él consideraba la única solución posible.
Danny Boy ansiaba resolver esa ridícula situación, pues era su pasaporte, su garantía de aprobación. Con eso ganaría algo más que unas cuantas libras, ya que obtendría las credenciales que necesitaba y quería.
Louie Stein se sentía contento por fin, la primavera había llegado y los días comenzaban a alargarse. El desguace funcionaba a pleno rendimiento y sus otros negocios marchaban viento en popa. Hasta los chatarreros estaban más contentos, ya que lo pasaban realmente mal recogiendo metales en el frío invierno. Se les conocía por ser muy poco constantes en todo.
Louie se encontraba en el despacho, observando al joven Danny mientras trabajaba a la intemperie. La fuerza del muchacho resultaba sorprendente, su cuerpo se había ensanchado a base de levantar aquella pesada carga. Cuando Louie le vio hacer un gesto grosero a un policía que pasaba, se echó a reír a carcajadas. Era un caso y, por lo que oía, se estaba dando a conocer en los sitios adecuados. Era muy joven, no se preocupaba de nadie más que de él y eso, en su mundo, era una baza.
Louie llamó al muchacho y lo hizo entrar en su oficina, recibiéndole con una taza de té. Danny la aceptó de buen grado y, tras acomodarse en el mugriento asiento que ahora consideraba suyo, sopló con fuerza antes de darle un buen sorbo. Desde que trabajaba con Louie, jamás había pedido un té, siempre se había limitado a esperar hasta que se lo diesen o le dijesen que se lo preparase. Se veía que tenía buenos modales; otra cosa que a Louie le gustaba de él.
– Estás fuerte como un roble, muchacho. Te he visto arrojar piezas de chatarra como si fuera poliestireno.
Danny sonrió, aceptando el cumplido como si fuese su deber.
– ¿Cómo van las cosas con los Murray?
Lo preguntó como si fuese un tema de conversación normal, pero había un interés subyacente que procedía de la experiencia personal, algo de lo que ambos eran plenamente conscientes.
Danny encogió sus enormes hombros y respondió:
– No van mal. Yo gano y ellos ganan.
Louie asintió.
– Bien, recuerda lo que voy a decirte.
Encendió un par de cigarrillos y le pasó uno al muchacho. Luego prosiguió:
– Ese par se protegerán el uno al otro sin dudarlo, pero los demás corren peligro. He oído rumores de que van a ser arrestados, así que no te dejes ver por un tiempo, ¿de acuerdo? Invéntate una excusa, pero no vayas a verlos en unas cuantas semanas.
Danny escuchó a su amigo y mentor y luego respondió con tranquilidad:
– Gracias por el aviso, Lou.
Sin embargo, saber aquello le perturbó. ¿Por qué le advertía Louie y no les advertía a los Murray? Después de todo, él sólo era un muchacho. Además, ¿cómo es que Louie sabía una cosa así? Y lo más importante: ¿qué se suponía que debía hacer él ahora que lo sabía? Era un asunto escabroso que merecía ser considerado seriamente antes de tomar cualquier decisión. Deseaba reflexionar sobre ello antes de decidir qué sería lo más beneficioso para él a largo plazo. Era una decisión crucial y, por tanto, no debía tomarse a la ligera.
Louie, al darle ese aviso, le había hecho sentirse paranoico. Era tan sólo un muchacho y los Murray unos tipos a tener en cuenta. Sólo tenía que ver a su padre para no olvidarse de ello. Por tanto, debía pensar largo y tendido antes de dar el siguiente paso.
– Vamos, Dan, termínate la comida.
Ange estaba sumamente asustada y la voz le temblaba de miedo. Quería que se quitase de en medio y le estaba metiendo prisa por si el rey de la casa regresaba temprano. Pues bien, su hijo, el rey de la casa, podía irse a tomar por el culo, pues ya estaba más que harto de sus tonterías.
– Por favor, Dan, no hagas que se enfade…
Su esposa vivía asustada de un adolescente y, lo peor de todo, él también. Big Dan apretó los puños hasta que el dolor se hizo agudo y luego terminó por explotar:
– ¿Por qué no cierras la maldita boca, Ange?
Jonjo y Annuncia estaban a la expectativa, atentos al curso de los acontecimientos. Su padre empezaba a hablar como el chulo que siempre había sido.
– Eres como un puñetero disco rayado, todo el día repitiendo la misma cantinela. Pues bien, ya me he enterado. Ahora vete a tomar por el culo.
Jonjo, con nueve años, ya estaba hecho un muchachote y, al ver la cara de dolor y vergüenza que ponía su madre, soltó de golpe el cuchillo y el tenedor y respondió:
– No le hables a mi madre de esa manera, maldito cabrón.
Estaba a punto de echarse a llorar y los ojos de color azul intenso le brillaban en la oscuridad.
Angélica se dio cuenta repentinamente de la similitud que había entre su hijo pequeño y Danny. Ambos eran la viva imagen del hombre que despreciaban. Sentándose con cuidado, se llevó la mano a la boca, como si fuese a vomitar y tratara de retener las ganas, con las lágrimas a punto de brotarle.
Dan miró a su hijo pequeño. Jamás le había prestado atención, al igual que a los demás, salvo a su hija, a quien, cuando trataba de llamar la atención, resultaba difícil no prestársela. Mientras contemplaba cómo su hijo recogía su plato y lo arrojaba de mala manera al fregadero, se percató de que todos ellos se parecían más a él de lo que imaginaba. Todos tenían muchos defectos y ese legado les perseguiría durante el resto de sus días.
Sonrió con una mueca desagradable.
– Gracias, hijo, me has ahorrado un trabajo.
– Vete a tomar por culo.
La mano de su madre le golpeó en uno de los lados de la cabeza y notó el dolor de inmediato.
– Jonjo, no te atrevas a hablarle a tu padre de esa manera.
Jonjo se agarraba la dolorida oreja mientras gritaba:
– Y tú también te puedes ir a la mierda.
El bastón de su padre le golpeó en la espalda antes de que pudiera apartarse y salió disparado. Se golpeó con la cabeza en el fregadero produciendo un estruendo tremendo y la sangre empezó a brotarle a los pocos segundos.
En cuanto notó los brazos de su madre, que intentaba prestarle ayuda, trató de desembarazarse de ella, pero el tacto le resultó demasiado seductor, pues hacía años que no le abrazaba por ninguna razón. Annie, realmente asustada, empezó a ponerse histérica al ver que su madre trataba de detener la hemorragia con una servilleta.
Su padre miró lo que había hecho; estaba pálido y callado, observando el daño que había causado. Siempre estaba con el oído atento, esperando que la puerta se abriera y su hijo presenciase el espectáculo. «No busques problemas -solía decirle su madre-, ya te encontrarán ellos.» Si se hubiera molestado en escucharla al menos alguna vez, se habría evitado muchos inconvenientes en la vida.
Colin Baker bajaba la calle con su acostumbrado aire jovial. Estaba muy crecido para su edad y, a los diecisiete años, ya tenía la corpulencia de un chico mucho mayor. Tenía el pelo largo y grasiento, y la piel morada de tanto acné. Andaba ligeramente encorvado y le gustaba la música y la ropa de los rockeros. Su mayor desilusión en su corta vida era que no tenía motocicleta, pero estaba dispuesto a remediarlo. Era también un chulo por naturaleza y siempre estaba dispuesto a hacer alarde de esa habilidad.
Sin saberlo, el pequeño chaval de buenos modales y pelo espeso y moreno al que atormentaba diariamente se había desmoronado y se lo había confesado a su madre. Si Colin llegara a saber que era sobrino de un conocido ladrón de bancos, dejaría de provocarle. Sin embargo, ajeno a dicha herencia, disfrutaba fastidiándole la vida por el mero hecho de que podía hacerlo.
Cuando llegó a su calle, se sorprendió de ver a un joven con un abrigo caro apostado sobre la cancela principal. Se puso derecho y adoptó el porte de chico duro; las piernas zambas y las manos en las caderas.
– ¿Qué coño haces aquí? -dijo.
Danny lo miró de arriba abajo, como si no estuviera seguro de si lo que veía era un animal, un vegetal o un mineral.
– Pensaba preguntarte lo mismo. Eres Colin, ¿no es verdad?
Colin asintió lentamente, ya no tan seguro de sí mismo, y se preguntó si ese muchacho traería buenas noticias. Lo dudaba, aunque él jamás era demasiado optimista.
– Tengo un mensaje para ti de un amigo común, Colin.
Colin se dio cuenta de que media calle estaba observando ese intercambio de palabras, así que abrió los brazos, como si invitara a la confidencia.
– ¿Quieres que te lo dé ahora? Me refiero al mensaje, claro.
Colin asintió de nuevo, mostrando su antagonismo natural.
– Si tienes algo que decirme, no te quedes ahí parado toda la noche. Suéltalo ya.
El puño de Danny se estrelló contra la nariz y, con sólo ese y único puñetazo, la pelea estuvo terminada. Colin se arrugó y se cubrió la cara y la nariz con las manos para tratar de minimizar el daño. El golpe había sido rápido, brutal y público; es decir, que cumplía con todos los requisitos para ser una advertencia. Estaba acabado y Danny apenas había empezado a sudar.
– Eso de parte de Frankie Daggart, en nombre de su sobrino Bruce. Deja en paz al muchacho, ¿de acuerdo, gilipollas?
Frankie había observado toda la escena desde su confortable Jaguar de color azul marino. El no habría podido enfrentarse al muchacho, era demasiado viejo, además de que no habría sido lo más apropiado. Sin embargo, disponer de un joven como Danny Cadogan, dispuesto a hacerlo por él, se consideraba un golpe maestro. Ese muchacho tenía un don peculiar, pues peleaba con suma destreza. Poseía una tranquilidad y una precisión instintivas. Sabía pelear, de eso no cabía duda, y, además, lo hacía con aplomo. Lo hacía con un desprecio completo por la víctima, algo que ya no se veía en esa época. Ahora lo que se llevaba eran las pistolas y rara vez se veía una buena pelea cuerpo a cuerpo. El muchacho le había golpeado con saña y seguro que le había hecho daño.
Mientras regresaban al desguace, Danny se quedó consternado cuando Frankie le dijo en tono alegre:
– Pobre Bruce, es un tío de diez, pero más maricón que un pato cojo.
Danny no le respondió, no sabía qué decir. No estaba seguro de haber aceptado el trabajo si hubiese sabido una cosa así. Los maricas no le agradaban porque nunca se sabía qué se podía esperar de ellos. Sin embargo, prefirió guardar silencio porque deseaba ganarse a Frankie, nada más y nada menos.
Annuncia estaba dormida. Por una vez en su vida había hecho lo que le habían pedido sin discutir ni montar escenas. El miedo la había dejado sin fuerzas y el sueño era el único remedio. Cuando la cabeza le dejó de sangrar, Jonjo se dio cuenta de que la cosa no era tan seria como parecía al principio. Las heridas en la cabeza siempre sangraban abundantemente, pero una vez que se detenía la hemorragia resultaba decepcionante ver lo pequeña que era la brecha. La madre limpió la cocina y luego preparó una taza de té dulce.
Una vez calmados, trató de salvar la situación con su hijo pequeño. Jonjo era muy parecido a Danny en muchos aspectos, pero, gracias a Dios, no tenía esa habilidad que poseía Danny para transformar el comentario más inocente en una declaración de guerra. Ella amaba a sus hijos, los quería de verdad, y sabía que el trato que les había dado su padre durante todos aquellos años resultaba vergonzoso y humillante, pero seguía siendo su marido, el padre de sus hijos, y nada ni nadie podía cambiar ese hecho. Casados por la Iglesia, estaban unidos de por vida; al menos, eso dictaba el catolicismo. Especialmente cuando le convenía.
Arropado y seguro ya en la cama, Jonjo escuchó cómo su madre le explicaba por qué no debía decirle nada a su hermano acerca de lo ocurrido. Su voz era muy baja, casi un susurro, pero sabía que se debía al miedo que sentía por su hermano, por si entraba en casa y escuchaba lo que le decía.
– Provocarás muchas broncas y a ti no te gustaría que tu madre se pasase el día haciendo de árbitro entre esos dos, ¿verdad que no?
Intentaba superar la situación, pero al mismo tiempo trataba de que se diera cuenta de lo difícil que podría resultar si él se lo contaba.
– ¿Y qué pasa con Annuncia? ¿Se lo dirá ella?
Angélica cerró los ojos aliviada, pues esa pregunta ya implicaba que por su parte estaba dispuesto a guardar silencio.
– Tú déjame a mí ese asunto.
Jonjo sonrió lánguidamente.
– ¿Por qué lo hace, mamá? ¿Por qué papá no nos quiere?
Angélica le besó en la frente con ternura, le acarició el pelo y suspiró pesadamente:
– Si supiera la respuesta, el Dalai Lama se quedaría sin trabajo.
Jonjo, de nuevo, se sintió apresado, como de costumbre. Era el destino que sufrían los hijos medianos. Apresados entre el primogénito y el pequeño, normalmente eran los más descuidados.
– No lo hace intencionadamente, pero tu padre es un hombre muy desgraciado. Está avergonzado de lo que hizo, avergonzado de que su afición al juego estuviera a punto de llevarnos a la ruina. Avergonzado de que su hijo tenga que llevar las riendas de la casa, de que sea él quien nos ponga el pan encima de la mesa y el que nos dé un cobijo y dónde caernos muertos.
Jonjo empezó a reírse, con ese sentido del humor tan tosco que siempre tenía.
– ¿Por qué dices eso, mamá? Él jamás se hizo cargo de nada.
Rieron juntos, sintiendo que conspiraban al menos durante unos breves instantes.
– Pero quería hacerlo. En su momento lo quiso, pero a veces es muy difícil hacer lo correcto en esta vida. La vida puede hundirte, especialmente si jamás se te presentan las oportunidades que otros parecen tener con tanta facilidad. Pero es tu padre, Jonjo, sangre de tu sangre, y no importa lo que haya hecho.
Le sonrió, mirando el hijo tan guapo que tenía y cuya vida ya parecía malograda por culpa del hombre con el que se había casado, a quien le interesaban más las mujeres y los caballos que su propia familia. La pobreza tenía su forma peculiar de hacer que las personas se alejaran de la realidad. La bebida, las drogas, el juego y las putas eran sólo síntomas, no la causa de la infelicidad de la gente. Era precisamente lo que intentaban borrar, de lo que intentaban apartarse, aunque fuese al menos durante unas cuantas horas, pero era algo que los carcomía por dentro, que los hacía cambiar; algo parecido a un cáncer.
Big Dan Cadogan escuchaba las palabras de su esposa y, por primera vez en años, sintió deseos de llorar. Después de todo el daño que le había hecho, después de todo lo sucedido entre ellos, aún lo defendía delante de sus hijos, ésos de los que él se olvidaba durante semanas, incluso meses, al igual que de ella. Ella era otro triste recordatorio de su fracaso como hombre, de su completa inutilidad.
Danny Boy le arrancaría la cabellera por ese arrebato y, de alguna manera, se alegraba de ello. Iba a suceder de cualquier manera; por tanto, cuanto antes mejor. Los Murray le habían dado muchas clases a ese respecto, vaya que sí.
Michael escuchaba atentamente lo que Danny le decía. Estaban sentados en una cafetería de Mile End Road tomando café con leche y fumando un cigarrillo tras otro. A ninguno de los dos les gustaba demasiado fumar, pero era algo que les hacía sentirse más hombres. Hacía calor dentro de la cafetería, las ventanas estaban empañadas y había un denso olor a grasa en el ambiente.
El propietario del café era un chipriota corpulento con el pelo teñido de oscuro, una sonrisa abierta y un ojo torcido. Vendía el mejor chocolate a este lado del mercado de Marrakech. Por esa razón tenía una clientela bastante cuantiosa, además de un carácter llevadero, ya que se fumaba gran parte de lo que vendía. La gente joven le tenía en gran estima. Durante el día, el lugar estaba atestado de gente normal: viejos, trabajadores y marginados. Sin embargo, en cuanto llegaba la tarde lo frecuentaban adolescentes que se sentaban para charlar y tomar café mientras jugaban a ser adultos. Dejar la escuela a los catorce se había convertido en algo parecido a un ritual y, en cuanto los padres les permitían quedarse con lo que ganaban en sus trabajos, lo gastaban sabia pero rápidamente durante el fin de semana. Por ese motivo, las noches de fin de semana, el local solía ser frecuentado por los jóvenes capos que empezaban a abrirse camino. Se les clasificaba como la nueva generación de carne de prisión o los nuevos empresarios locales, dependiendo de cómo se comportaran y de cómo se ganaran la vida. De vez en cuando surgía un nuevo pez gordo, un verdadero capo, alguien que algún día llegaría a ser un hombre temido y respetado.
Denis se acercó y puso dos nuevos cafés encima de la mesa. Luego, echando ruidosamente la silla hacia atrás, se sentó. Ya había pasado la medianoche y el número de clientes había disminuido. Se apoyó sobre la mesa y dijo:
– Danny, me he enterado de que mueves chocolate.
Danny se encogió de hombros indiferente.
– ¿Y qué pasa?
– Me voy a Chipre por un mes. Mi esposa chipriota va a tener un bebé y debo estar con ella. Espero que esta vez tenga un varón. Marianna llevará el local con su hermana mientras estoy fuera, pero necesito que alguien atienda a mis clientes habituales. Sabes a lo que me refiero, ¿verdad?
Guiñó el ojo a los muchachos.
Danny sabía de sobra a qué se refería, su sonrisa lo decía todo.
– Es sólo por un tiempo y se te pagará por ello. ¿Qué te parece?
Michael observaba, mientras Danny procesaba la información.
– ¿Y cuánto nos pagarás?
– Cien libras, cuando yo vuelva.
Michael frunció el ceño y Danny sonrió al oír el tono de enfado de su amigo.
– ¿A cuántas personas debemos suministrar? ¿Cuánto quieren, con qué frecuencia y cuánto tiempo nos ocupará dedicarnos a eso?
Danny se encogió de hombros y mantuvo la mirada fija.
– Vamos, Denis, respóndele. No en vano le llaman el hombre del ábaco, ¿no te parece?
Denis se quedó sorprendido ante tanta pregunta, pero sacó un cuadernillo del bolsillo del pantalón y lo arrojó encima de la mesa. Michael lo cogió y hojeó las páginas con suma diligencia mientras hacía cálculos de los beneficios que podían llevarse.
– ¿Qué hace, Danny?
Denis se había puesto nervioso. Michael no formaba parte del trato, pues no había oído hablar de él.
Danny suspiró pesadamente.
– Está echando cuentas. Es su trabajo. Mira y aprende, porque si no estás sacando el mayor potencial o pretendes quedarte con nosotros, este cabrón lo averiguará.
Denis no respondió y Danny se quedó callado mientras su amigo calculaba los posibles beneficios de la empresa de su nuevo socio. Finalmente, después de unos quince minutos, le devolvió educadamente la libreta a Denis.
– ¿Qué piensas, Mike? -preguntó Danny con un tono aburrido y por completo carente de interés.
Michael negó con la cabeza lentamente.
– No vale la pena, Dan. Cien libras a la semana, puede… Tenemos que ir a muchos sitios repartidos por el Smoke y, como no tenemos coche, tendremos que hacer muchos desplazamientos en transporte público. Considerando el tiempo que eso lleva, más el riesgo, no podemos hacerlo por menos de cien a la semana. Es decir, cuatrocientas libras al mes.
Denis se reía desconcertado antes esos dos jóvenes. Sabía que Danny era un tipo responsable que había estado haciendo algunos trapicheos y su nombre empezaba a sonar. Sin embargo, verlos a los dos calculando los pros y los contras resultaba tan ridículo como ultrajante. El hermano de Marianna lo podría hacer por mucho menos dinero, pero seguro que les daba de menos a los clientes y terminarían por irse a otro lado. Además, trataba de que la familia de su esposa inglesa no interviniera. Danny Cadogan, sin embargo, ya había trabajado para los Murray, entre otros.
– También queremos una parte de cada persona a la que suministremos. Mientras estés fuera nosotros cuidaremos de tu negocio. Además, no dejaremos nada en manos de nadie, ni nadie se enterará de que te has marchado. Tienes mi palabra.
Denis sabía que era mucho dinero, pero no perdería ningún cliente. En cuanto volviese, ambos se quitarían de en medio. Era una situación en la que todos ganaban, y él lo sabía.
– Trato hecho.
– La mitad del dinero por adelantado y lo demás al acabar.
Michael pronunció muy seriamente esas palabras y Denis, sin poder contener la risa, alargó una mano carnosa y todos se estrecharon la mano.
– Vosotros dos sois muy divertidos. Venid mañana por la noche y ultimaremos los detalles, ¿de acuerdo? Y ahora muchachos, tomad lo que queráis, invita la casa.
Se fue riendo, pero también sabía que algún día serían sus superiores, al menos Danny. Iba camino de la perdición, camino de la riqueza, camino de su propia tumba. Denis se dio cuenta de que era un muchacho que necesitaría ser tratado con sumo cuidado en los siguientes años y que Dios amparase a aquel que no lo hiciera.
Danny y Michael se miraron durante unos instantes.
– Bien hecho, Mike. Tienes un don para los números. Por eso, nada más, te llevarás una tercera parte. ¿Te parece bien?
Michael asintió, contento. Era una tercera parte más de lo que esperaba. Lo habría hecho por nada. Sabía que el salario semanal que tan astutamente había conseguido del griego sería absorbido y él recibiría un porcentaje.
Danny, sin embargo, sabía que Michael valdría su peso en oro cuando surgieran nuevos negocios. Era un tipo listo y tenía buen corazón. Danny buscaría el trabajo y Michael manejaría las ganancias. Formaban un buen equipo, habían sido colegas desde niños y Danny confiaba en él. En ese nuevo mundo de adultos en el que estaban adentrándose eso era algo de suma importancia.
Big Dan estaba en la cocina, con una taza vacía delante, escuchando a Del Shannon, que cantaba suavemente en la radio. Esperaba que su hijo llegase a casa. Estaba rígido y dolorido, el cansancio que ahora se había convertido en su eterno compañero volvía a amenazarlo. Jamás se recuperaría por completo de lo que le había sucedido, pero cada día que pasaba se sentía más fuerte, física y mentalmente. La necesidad de jugar se le pasaba a veces por la mente y resultaba muy difícil de controlar. Lo ponía de los nervios verse allí sentado en ese puñetero piso perdiendo el tiempo cuando podía estar jugando una partida de cartas con sus colegas, mojándose el gaznate con unas copas y haciéndoselo con una desconocida.
Su esposa le había vuelto loco con el paso de los años; cuanto más dura se había hecho su vida, más fácil le había resultado encontrar razones para no regresar a casa. Luego, al ver a Ange trabajar fuera por primera vez, se dio cuenta de que se las podía apañar bien sin él. La sensación de ahogo que le producían su esposa y sus hijos en ciertas ocasiones le hicieron cada vez más necesarias sus ausencias. Sabía que se había estado engañando a sí mismo durante años y que el odio que sus hijos sentían por él estaba más que justificado. De hecho, entendía lo que le había hecho su hijo mayor por la faena de las seiscientas libras. Cuando pensaba ahora en esa cifra, sobrio y con la cabeza clara como no la había tenido en quince años, veía en qué se había convertido.
Sin embargo, a pesar de que aceptaba su parte de culpa, no podía permanecer en aquella casa por más tiempo si su hijo no relajaba un poco el ambiente. Lo hacía por Ange, por los niños y, en última instancia, por él.
Sobrio y contrito, se dio cuenta del daño que había causado a la familia; lo había visto con una claridad que le había hecho rememorar su propia niñez y la negligencia de su padre. Él había sometido a su padre al final de sus días, al ver que flaqueaban sus fuerzas y se acercaba el día de su muerte, igual que ahora su hijo hacía con él. Se daba cuenta de que los pecados que cometían los padres pasaban a los hijos, hasta la tercera o cuarta generación.
Que Dios se apiade de la pobre puta con la que se casase su hijo. Seguro que terminaría torturándola, aunque en realidad a quien estuviese torturando fuese a él mismo. Era como si su padre se hubiese reencarnado. Lo había odiado desde siempre y eso se había vuelto en su contra. Ahora su hijo le odiaba tanto como él había odiado a su padre. Su viejo, otro Danny Cadogan, estaría encantado con ello. Sin embargo, su madre no había mostrado ni un ápice de lealtad y había huido sin pensárselo dos veces. Desaparecía semanas o meses y se iba de juerga cuando la vida ya era demasiado para ella. Sin embargo, su esposa Ange, bendita sea, era demasiado leal, especialmente tratándose de él.
Danny miraba fijamente el cuerpo lisiado del que una vez había sido su orgulloso padre. Su madre estaba a su lado, con la mirada asustada, la misma que tenía siempre en los últimos días.
– Déjalo en paz. Déjalo dormir, hijo. Tú vete a la cama y déjame a mí resolver este asunto.
Danny vio que su padre se despertaba y miraba alrededor. Parecía viejo, viejo y demacrado, pero no le importaba lo más mínimo. Luego, acordándose de las palizas que había recibido de él, sus chanchullos, sus mentiras y su abuso mental, lo consideró normal. Jamás le perdonaría a su padre por el odio tan ferviente que había engendrado en su joven cuerpo, ni por la humillación que les había hecho sentir a todos al jugarse el sustento sin pensar por un momento en las consecuencias. No había duda de que su padre era un gilipollas de mierda, un inútil putero al que despreciaba por completo.
Su madre estaba hecha un manojo de nervios y eso le irritaba tanto como le dolía. Siempre trataba de imponer la paz entre ellos. Al principio quiso que lo odiasen, cosa que hicieron, y luego que lo perdonasen, cosa que ya era imposible. De pie, con su vieja bata y su camisón desmesuradamente largo, parecía mucho más vieja de lo que era. Siempre había sido así y la culpa de todo la tenía ese hombre: su marido.
– Vete a la cama, mamá.
Ange percibió el tono monótono que siempre utilizaba cuando estaba cerca de su padre, un tono que sabía que a él le resultaba insultante, tal y como pretendía.
– Vete a la cama, mamá. ¡Por lo que más quieras! Y quédate allí.
Danny la cogió por el codo y la escoltó no demasiado afablemente desde los confines de la cocina. Ella no trató de impedírselo, pues había algo en su voz y en su conducta que le impedían reaccionar.
Cuando Danny abrió la puerta de su dormitorio para empujarla dentro, le susurró:
– Hazme un favor, mamá. Por una vez en la vida no te metas en esto.
Cerró la puerta con firmeza y con una decisión que iba dirigida a todos los de la casa.
Su padre lo observó cautelosamente al verle regresar al salón. El piso era demasiado pequeño para guardar ningún secreto. Se dio cuenta de que todas las broncas y peleas que habían tenido las habían escuchado no solamente la familia, sino todos los miembros de la vecindad. Estar sobrio y tan sensible lo hacía ser mucho más estricto en sus juicios.
Danny miró con desprecio a su padre, a ese hombre grande que ahora no era nada más que un tullido. Si en algún momento había tenido miedo de él, hacía mucho que había desaparecido. Ahora lo único que le quedaba era el odio.
Big Dan era consciente una vez más de sus emociones y recordó que tenía una misión que llevar a cabo.
– Esto no puede seguir así, Danny Boy. No le está haciendo ningún bien a nadie.
Vio cómo sonreía su hijo y le sorprendió que se pareciese tanto a él. Se veía a sí mismo con esa edad, fuerte de mente y cuerpo. Veía lo que debería haber sido, lo que podría haber sido, y eso le hizo recordar la vida que había malgastado. Al cabo de años de borrachera, con la cabeza ida, lo único que había conseguido era vivir esa situación tan horrorosa y vergonzante, esa situación que ni siquiera había visto llegar.
– ¿Y qué te crees? ¿Que no me he dado cuenta?
Danny Boy sonrió, enseñando sus fuertes y blancos dientes, recordándole a su padre otra cosa más que había perdido con los años, no sólo física sino mentalmente. Era un reflejo de lo que había sido, una caricatura del hombre que había engendrado tres hijos y no sabía ni quería saber nada de ellos.
Hasta ese momento, al menos, no se había preocupado por ellos en lo más mínimo.
– En serio, hijo, tenemos que…
– ¡Cierra tu puñetera boca! -respondió Danny negando con la cabeza lentamente.
Su mirada carecía de emoción, algo que la gente no percibía hasta que no era demasiado tarde. Por lo general, su sonrisa bastaba. Como todos los mortales apuestos, se había librado de asesinar. Interrumpió a su padre de forma tan tajante que ambos se quedaron perplejos.
– Yo no soy tu puñetero hijo. Puede que lo sea de mi madre, pero tú sólo eres una puta mierda para mí.
– Soy tu padre por mucho que quieras y, créeme, no pienso ir contándolo a los siete vientos. Pero no se trata de nosotros, hijo, sino de ellos.
Señaló el vestíbulo con un dedo nudoso y amarillo por la nicotina. Su rectitud y su amargura sorprendió a los dos.
– ¿Qué pasa? Ahora te crees muy listo.
– Bastante. Algo que tú pareces haber heredado, te guste o no. Pero, quieras o no, esto se tiene que acabar ya, enano cabrón. Yo me iré, me marcharé de la casa si eso es lo que quieres, pero lo haré porque yo lo diga, no porque tú me eches de aquí.
Danny Boy miró de arriba abajo al hombre que le había engendrado y, con toda la seriedad del mundo, dijo:
– Entonces será por el bien de mi madre, digo yo.
Big Dan Cadogan sonrió y, levantando los hombros al mismo tiempo que abría los brazos en gesto de amistad, dijo:
– Me marcho, hijo. Voy a salir por esa puerta.
Danny Boy lo imitó, encogiendo los hombros y abriendo los brazos, y luego bramó:
– ¡Habrase visto! Te crees muy grande, pero no eres nada, colega, sólo un cero a la izquierda, y la única razón por la que estás aquí es mi madre, que, al igual que tú, no vale una mierda.
– Tú quieres a esa mujer con toda tu alma y lo sabes.
– ¿De verdad? Me lo estoy preguntando mucho últimamente. Ahora siéntate y cállate mientras te doy un consejo. Un consejo que, si yo estuviese en tu lugar, me tomaría muy en serio, porque estás más que acabado: ésta es mi casa ahora y más vale que lo tengas en cuenta.
Capítulo 6
Big Danny ya no sabía cómo reaccionar ante su hijo. Miró al muchacho, que había crecido bajo la tutela de su caprichosa paternidad. El muchacho tenía todo el derecho del mundo a odiarle, ya que él no se había tomado la molestia ni de conocerle porque se lo veía muy capaz de abrirse camino. De hecho, no le importó que dejasen a su padre hecho un tullido. Se dio cuenta de que ya era demasiado tarde para hacer nada al respecto, para tratar de mitigar su cólera. Sacudió la cabeza lentamente.
– Espero de ti tanto como tú de mí. Pero deja que te diga una cosa, hijo, no pienso quedarme aquí sentado esperando a que me digas lo que tengo que hacer. Prefiero dormir en las cloacas.
Lo dijo de verdad, sintiéndolo de corazón, pero ya era demasiado tarde y ambos lo sabían.
Danny se sentó frente a su padre y encendió un cigarrillo. El coraje y la valentía que había acumulado Big Dan se desvanecieron y empezó a sentirse culpable del tipo de persona que había creado y traído a este mundo. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que aquel muchacho carecía de sentimientos. Era un joven frío, con el corazón endurecido, al que no le preocupaba nadie y al que resultaba inútil hablarle. Le recordaba a sí mismo.
– Bueno, tú conoces las cloacas mejor que yo, padre.
Tenía razón y eso le dolió. Big Dan se vio a sí mismo y la imagen le resultó aterradora, pues ya era demasiado viejo como para intentar corregir sus errores. Sin embargo, al parecer aún se molestaba en escuchar sus consejos.
– ¿Te das cuenta de lo que has llegado a ser, Danny Boy?
Pretendía que su hijo le escuchase y entendiera lo que quería enseñarle, buscar la forma de ayudarle a que viviera en su mundo, en su peligroso mundo.
– Pues bien, hijo, tengo algo que decirte. Eres como yo, somos como dos gotas de agua, y ¿sabes lo que más me asusta? Yo soy un borracho, un jugador, un don nadie, pero ¿cuál es tu excusa?
Se rió, y de buena gana.
– Me marcho. Me quitaré de tu camino, de eso no te preocupes. Te puedes quedar con todos ellos, con toda la puñetera tribu. Pero ten en cuenta una cosa: algún día estarás sentado en este mismo sitio. Soy como tu futuro y, al igual que yo, sentirás el odio de todos los que te rodean. Esperaba que me escucharas, pero tú jamás escuchas a nadie, ¿verdad que no? Te crees un sabelotodo, pero eres tan hijo de puta como yo y como mi padre. Sólo te pido un favor, si no te importa.
Danny suspiró, como si fuese pedirle demasiado, lo cual era cierto.
– Cuida de todos, ¿vale? Espero que lo hagas, porque yo no puedo hacerlo. Yo lo he echado todo a perder, como imagino que harás tú. Pero al menos inténtalo, inténtalo como hice yo y verás que no resulta fácil.
Danny miró a su padre y lo vio tal como lo había visto desde siempre: una persona que buscaba la forma más sencilla de quitarse de en medio, de delegar sus responsabilidades al primero que tuviese a mano. Se rió, tratando de mantener la compostura y de no levantarse y hacer pedazos a ese hombre, pero en ese preciso momento necesitaba algo de él, necesitaba de su sabiduría y de su perspicacia.
– Cierra tu jodida boca, cabrón, y escucha. Antes de que te vayas, contéstame a una pregunta.
– ¿Qué coño quieres saber? ¿Por qué iba a tener que responder a tus preguntas? -respondió riéndose de nuevo con esa risa suya tan desagradable.
– Porque si no me respondes, te mataré. Y eso no es una amenaza, sino una promesa. Basta con que me des una excusa y verás cómo te quito de en medio de una vez por todas. Tienes que demostrarme que tienes algo que yo necesito, algo que quiero. Si no lo haces…
Dejó la frase sin terminar porque sabía que su padre se percataba de a qué se refería. Le estaba ofreciendo a su padre una salida, por tanto dependía de él aprovecharla o no. La atmósfera estaba cargada de violencia y ambos sabían que una palabra equivocada bastaba para que la sangre corriera. Danny Boy estaba buscando una excusa para tomarse la revancha.
Big Dan Cadogan miró a su hijo y se dio cuenta de que, por alguna buena razón, necesitaba de su experta opinión. Le estaba ofreciendo la oportunidad de redimirse y pensaba aprovecharla.
– ¿Qué es lo quieres saber?
– ¿Puedo confiar en Louie Stein o no?
Big Dan suspiró. La pregunta le sorprendió tanto que suscitó su interés, algo que jamás le había ocurrido. Big Dan quiso saber qué sucedía, ya que echaba de menos estar en primera línea y enterarse de lo que pasaba en las calles.
– ¿Confiar en él por encima de quién?
Danny Boy se rió sin demasiadas ganas. Se dio cuenta de que su padre se había percatado de que estaba en un dilema y quería saber quién más estaba en el juego.
– ¿En quién estás pensando?
Big Dan se apoyó en el respaldo de la silla, sabiendo que la respuesta que debía darle tenía que ser lo más sincera y honesta posible si es que deseaba ayudar a su hijo, algo que, a pesar de su arrogancia, quiso repentinamente hacer por la sencilla razón de que lo apreciaba. Eso le sorprendió tanto como le hubiera sorprendido a su hijo; de haberlo sabido, claro.
– Los Murray son unos parásitos, carroña pura. Yo lo sé mejor que nadie. Louie Stein es como la Virgen María en comparación con ellos. ¿Por qué me preguntas eso?
Danny Boy ignoró la pregunta porque no tenía el más mínimo deseo de entablar una conversación con su padre.
– ¿Se ha sospechado alguna vez de que Louie Stein se haya ido de la boca?
Big Dan se encogió de hombros y negó con la cabeza lentamente.
– No que yo sepa, pero ten en cuenta que Louie lleva en el ajo mucho tiempo, mientras que los Murray se aprovechan de personas como yo y como tú. No me estoy excusando por lo que hice, ni por lo que pasó, pero la verdad es que no recuerdo nada y los Murray aprovecharon la ocasión para sacarnos seis de los grandes. Y digo sacarnos porque desde el momento en que se las debía yo, se las debíamos todos los de esta familia, sin importarles lo pequeños que erais. Sé que harás lo que se te antoje, pero espero que tengas más suerte que yo con ese par de mamones. Y olvídate de ti y de tus sueños de grandeza porque ellos te los echarán por tierra y se reirán mientras lo hacen.
Big Dan hizo un esfuerzo por levantarse, a pesar de que su cuerpo se estremecía de dolor. Sus músculos y tendones estaban tan rígidos que el crujido de sus huesos se oyó con toda claridad en la habitación.
– Tú me serviste en bandeja y lo acepto, porque sé que lo hiciste por tus hermanos. Yo os dejé a todos en la estacada, sé que lo hiciste por eso. Pero no creas que los Murray te respetarán por eso, porque no son ese tipo de personas. Ellos se aprovechan de todos. Louie es un santurrón al lado de ellos y se puede confiar en él plenamente. Louie tiene algunos de la pasma a sueldo -continuó-, por supuesto que sí. No le queda otro remedio. Yo no me arriesgaría a poner en duda nada de lo que dijera, así que, si te ha advertido de algo, ten cuidado.
Danny Boy asintió en señal de acuerdo. Era la respuesta que esperaba. Había confiado en Louie, pero debido a la juventud necesitaba que alguien le confirmase lo que pensaba. Tenía que ir aprendiendo cómo funcionaban las cosas. Pronto cumpliría los catorce años y quería que lo viesen como el cabecilla del equipo ganador, pero era lo bastante inteligente como para darse cuenta de que no gozaba aún de la experiencia necesaria. Aunque su instinto había acertado y Louie no era un soplón, eso no significa que lo supiese todo.
– ¿Te das cuenta de que ésta es la conversación más larga que liemos tenido en la vida, papá? ¿No te parece triste? A mí sí.
Big Dan lo miró a los ojos; era como mirarse en el espejo. Ver las cosas desde cierta perspectiva era algo extraordinario, ya que, a pesar de haberlos perdido a todos, se había dado cuenta por fin de lo maravillosos que eran y de la suerte que tenía de que fuesen sangre de su sangre. Ahora, sin embargo, era demasiado tarde para tratar de enmendar nada, demasiado tarde para decirles lo afortunado que se sentía de que formasen parte de su vida. Sintió deseos de echarse a llorar al darse cuenta de cómo eran sus hijos en realidad, algo que jamás se había molestado en averiguar porque estaba demasiado ocupado apostando y yéndose de putas, demasiado ocupado tratando de olvidarse de su existencia porque eso significaba asumir responsabilidades.
Danny Boy observaba a su padre esforzarse por controlar sus emociones. Suspiró una vez más. Ese hombre representaba todo lo que él detestaba, todo lo que jamás llegaría a ser por muchos derroteros por los que lo llevara la vida. Ahora que ese momento había llegado, no podía permitir que se marchase. Al fin y al cabo, la gente le admiraba porque había permitido que ese viejo cabrón viviera bajo su techo a pesar de lo que les había hecho. La familia, al fin y al cabo, era la familia. Ése era el principal lema del East End, una mentira tan grande como un piano, la reina de todas las mentiras.
Además, si lo dejaba marchar, ¿quién sabe de qué hablaría cuando se emborrachase de nuevo, cuando empezase a jugar, cuando necesitase dinero para apostar y beber? Era una carga, de eso no había duda, pero también era una fuente de sabiduría en lo que respecta a los peces gordos que andaban en circulación. Por esa razón, sólo por ésa, lo soportaría y lo utilizaría.
– Te agradezco lo que me has dicho, padre, así que puedes quedarte. Mejor dicho, te quedarás, porque así lo quiero yo.
Big Dan cerró los ojos y aceptó su destino. A diferencia de él, su hijo tenía la cabeza muy bien puesta y, aunque era tan sólo un muchacho, pensaba como un hombre y, lo que es más importante, todo el mundo lo trataba como tal. Todos los años que Big Dan había estado avasallando y controlando a su familia, o ignorándola cuando le apetecía, ahora se volvían en su contra para morderle el culo, y no podía hacer nada para evitarlo. Había creado un monstruo y, por tanto, no iría a ningún lado hasta que éste se lo permitiese.
Cuando su hijo se levantó para salir de la habitación, sacó media botella de whisky Black & White del bolsillo y la colocó con suavidad encima de la mesa:
– De ahora en adelante, ten en cuenta una cosa: tú fuiste el primero en sacarnos la sangre.
– ¿Te encuentras bien, hijo?
La voz de Louie sonó calmada, pero Danny detectó la inquietud que reinaba últimamente. El tono que empleaba últimamente mostraba un titubeo que sólo resultaba evidente para aquellos que le conocían bien. Danny no sabía cómo reaccionar, no tenía la experiencia suficiente para resolver la situación de forma propicia y eso le fastidiaba. Encogió sus enormes hombros y sonrió amablemente.
– Estoy bien, Louie, pero dame un respiro.
Louie guardó silencio durante un rato y sirvió un par de tazas de té. Danny miró alrededor y, como siempre, su mirada terminó por posarse en las fotos de las mujeres semidesnudas que estaban pegadas en la puerta. Las habían colocado allí por la simple razón de que eso era lo que se esperaba, ya que Danny sabía de sobra que Lou no tenía ningún interés en el sexo débil; su mujer y sus hijos le bastaban. Además, le hacía sentirse incómodo que algunas de las chicas que salían en las fotos fuesen más jóvenes que sus cinco hijas. Por otro lado, Danny sabía que había que cuidar la imagen, ya que la mayoría de los hombres con los que trataba se pasaban la vida mirándolas, soñando o hablando de ellas. A él le gustaban esas fotos, pero él era sólo un muchacho. Sin embargo, que les gustasen a esos viejos era una vergüenza. A él se le ponía tiesa con sólo imaginar tirárselas, pero esos carcamales sólo podían tener una erección si sus esposas se llevaban el bote del bingo. Lo único que sabían hacer era hablar, lo único que les quedaba era su imaginación, y a Danny le inspiraban lástima tan sólo por eso. A él no habría mujer que le dijese lo que tenía que hacer, ni en qué ocupar su tiempo, ni en qué gastar su dinero, pues se consideraba demasiado astuto para caer en ese juego. Una de las razones por las que se ocupaba de su familia era precisamente por eso: porque su padre había considerado más importante su mundo que el de sus hijos y el de su familia, sus deseos y sus necesidades.
Mientras Danny observaba a la morena que aparecía en la foto, con las piernas separadas y esa capa de maquillaje que resaltaba aún más su juventud, pensó en el mundo de los hombres. De los hombres como su padre, como los Murray, de esos que sólo se preocupaban de sí mismos. Esa chavala sólo servía para hacerse una paja, para echarle un polvo, alguien a quien usar una y otra vez, incluso cuando ya fuera una pensionista. Esas fotos se verían hasta la llegada del próximo milenio, pues, al fin y al cabo, unas buenas tetas y un buen culo son eso, unas buenas tetas y un buen culo. Pero ella tenía al menos una razón para hacer valer su peso en oro: sus hijos. Las mujeres eran capaces de hacer por sus hijos muchas cosas que resultaban detestables dentro de la comunidad en la que vivían. Los hombres, sin embargo, eran perdonados por todos sus infames crímenes.
Eso de mirar fotos estaba bien, pero no se podía comparar con la vida real. Le encantaba el mundo que había descubierto: chicas ardientes y deseosas dispuestas a ponerse de rodillas. La falta de aliento antes y después del acto, incluso ese sentimiento de disgusto que sentía cuando luego la chica trataba de entablar conversación y se acurrucaba a su lado, especialmente cuando él ya no deseaba otra cosa que marcharse lo antes posible.
Louie lo miró y sonrió. Recordaba la facilidad con que se le empalmaba hacía años, cuando la vida sólo era algo que merecía la pena gozar y todo se veía a mucha distancia.
– Es posible que no lo creas, pero llegará un día en que las chicas no se rendirán a tus pies, que todas ellas estarán fuera de tu alcance hasta en sueños, pues serán una fantasía que hasta tú mismo detestarás. Un día te despertarás y te darás cuenta de que han pasado treinta o cuarenta años. Un día, si no tienes cuidado, serás igual que yo.
Danny Boy sonrió amablemente, mostrando unos dientes uniformes y un mandíbula cuadrada que le hicieron recordar a Louie lo joven que aún era y lo muy dispuesto que estaría a cambiarse por él.
– Bueno, podría ser peor. Podría terminar como mi padre.
Louie no se rió como esperaba, sino que negó con la cabeza y respondió tajantemente:
– Si de mí depende, eso no sucederá jamás.
La completa negativa de Louie a que algo así pudiese suceder le agradó al muchacho, pues era lo último que deseaba que le sucediera.
Louie encendió un puro, le dio profundas caladas, concentrándose en él durante largo rato, paladeando su gusto amargo al entrar y la suavidad del humo al salir. Luego se sentó frente al muchacho y lo miró fijamente, de los pies a la cabeza. Fue una mirada larga y prolongada, un acto deliberado, por eso Danny se limitó a esperar su último comentario.
– ¿Has pensado en el consejo que te di sobre los Murray?
Louie sabía que el muchacho aún era virgen en esos avatares y también sabía que los asuntos, yendo de esa forma, no podían ni debían prolongarse más tiempo de lo debido. Soltó una bocanada de humo azulado en el rostro de Danny, a sabiendas de que no lograría sacarle una respuesta. Louie sabía que Danny estaba preocupado por lo que le había dicho, y tenía razones sobradas para ello. Louie no estaba seguro de por qué necesitaba justificarse a sí mismo. Tratando de convencerse, se había repetido en varias ocasiones que se debía a que le agradaba el muchacho, pero sabía que había algo más.
– Te lo he dicho sólo como consejo, ¿de acuerdo? Hace poco he tenido algunos escarceos con los capos y me dijeron que cuidase mis espaldas en lo que a los Murray se refiere. Yo te lo he dicho a ti y deberías apreciar lo que vale esa información. Ellos lo saben todo porque tienen a casi toda la bofia metida en el bolsillo y su opinión es compartida por todas las personas con las que me relaciono. Si estás dispuesto a seguir por el mal camino, mi consejo es que comprendas la diferencia que hay entre un jugador y un mentecato. Ten la cabeza gacha, la boca cerrada y el culo apretado, y verás que no te pasa nada.
Le dio otra profunda calada al habano y echó un humo tan denso que Danny tuvo que sacudir las manos para dispersarlo.
– Una última cosa, muchacho: jamás muerdas la mano del que te da de comer, ¿de acuerdo?
Era una amenaza, amistosa, pero amenaza, y Danny se dio cuenta de que Louie estaba ofendido y de que tenía razones de sobra para ello. Él se había portado bien con Danny, pero la juventud de éste le hacía sospechar de todo. Formaba parte del aprendizaje y que Louie lo supiese todo le resultó evidente, algo de lo que se percató instintivamente. Sabía que le había soltado una reprimenda y se lo agradecía de alguna manera, pues significaba que aún tenía alguna oportunidad con él, que aún estaba en su nómina.
Danny le dio un sorbo al té mientras asimilaba todo con su calma acostumbrada. Stein admiraba sus estoicos modales y además observó que aceptaba la reprimenda con ecuanimidad.
– Eres un buen muchacho, Danny, y cuando digo muchacho sé a lo que me refiero. Pero no lo jodas todo. Eres un novato y no significas gran cosa para ellos. A las personas les agradas, pero las cosas pueden cambiar en un instante. Si no me crees, pregúntale a los Murray.
Louie dio una nueva calada al puro y los ojos se le pusieron acuosos, pero eso le encantaba. Churchill había fumado esa misma marca de habanos, aunque a él probablemente no le costasen nada. Él, sin embargo, los compraba a un buen precio a una griega que tenía un temperamento endemoniado. Louie conocía a todo el mundo de cierta importancia y, sin saber cómo, se las arreglaba para tenerlos a todos de su lado. Se mantenía alejado de los feudos personales si era posible y jamás discutía de nada que hubiese oído. En su mundo eso era una garantía. La obvia intranquilidad que había suscitado en el muchacho le había molestado porque se había arriesgado en más de una ocasión para ayudarle. Aunque por un lado comprendía su reticencia, ya que era un novato que aún buscaba la forma de abrirse camino, por otro deseaba abofetearle.
Danny se levantó y estrechó firmemente la mano que le daba de comer a él y a su familia, mostrando en su sonrisa el remordimiento que sentía. Sin embargo, el daño ya estaba hecho y ambos lo sabían.
Mary Miles regresaba de la escuela acompañada de Jonjo Cadogan y, cuando pasaron por su bloque de pisos, ambos se echaron a reír. Se suponía que ella estaba en misa y él jugando al fútbol, pero ambos mentían con tanta facilidad que las mentiras salían de su boca con suma naturalidad. Cuando se dirigían al descampado que llamaban parque, vieron que el hermano de Mary, Gordon, se acercaba en su bicicleta.
– ¿No te da vergüenza ir en un cacharro de mierda como ése? -dijo Jonjo.
Su voz estaba cargada de malicia, pues le molestaba cualquier intrusión en su pequeño mundo. Aunque sabía que Mary no compartía esos sentimientos, a él le molestaba cualquier tipo de intrusión, aunque fuese la de su hermano. Su amor por ella era tan intenso que llegaba a asustarla. Casi siempre, con estar cerca de ella era más que de sobra, pero cuando alguien más entraba en escena le resultaba imposible controlar sus emociones. Gordon no suscitaba sus celos, pues, al fin y al cabo, era su hermano, pero pasaba tanto tiempo en compañía de su hermana que lo consideraba un estorbo, un mal necesario.
Gordon sonrió. Tenía el mismo pelo rubio que su hermana y la misma sonrisa curvada. Los dos eran bastante guapos y ambos lo sabían. Mary acababa de pasar la pubertad y se estaba haciendo una mujer, por eso su hermano mayor la vigilaba como un halcón. A los nueve años ya sabía más de la cuenta y se percató de lo fácil que es manejar a los hombres para que hicieran lo que desease.
Gordon derrapó con la bicicleta cuando llegó a su altura, su robusto cuerpo dándole un aspecto más torpe de lo usual. La bicicleta era una tartana, de eso no cabía duda, pues la había hecho de piezas que le habían regalado los vecinos y amigos. Fea pero funcional. Todos se reían de ella, pero para él era un medio para conseguir un fin. Él tenía un medio de locomoción, más de lo que podían decir muchos otros.
Había aprendido hacía muchos años que la iniciativa era el principal ingrediente para sobrevivir en la calle y eso era algo que le sobraba. Sonrió de nuevo y su hermana fue la única que se dio cuenta de que estaba muy lejos de responder a los comentarios peyorativos de su amigo y vecino.
– No, no me da vergüenza, Jonjo -respondió-. La mires por donde la mires, ya es más de lo que tú tienes.
Jonjo sabía cuándo alguien le había puesto en su sitio y aceptó la reprimenda de la mejor forma posible.
– ¿Qué pasa, tío? ¿Acaso no aguantas una jodida broma?
Gordon negó con la cabeza.
– No, no me gustan las bromas. Y menos de gente como tú.
Miró a su oponente con odio, con verdadero odio, mientras decía:
– ¿Nos vamos a casa, Mary? Mamá te está buscando.
Mary Miles suspiró pesadamente. Si su madre la estaba buscando, tendría que aguantar la retahíla acostumbrada. Eso significaba dolor, físico y mental, además de horas enteras de drama y recriminaciones. Y también que ella lo solucionase con la pasma cuando se presentase, porque de eso no cabía duda, su madre se aseguraría de que hiciesen acto de presencia. Era su nueva forma de divertirse y disfrutaba de todo el drama que ponía en ello.
La policía estaba acostumbrada a que Mary interviniese cada vez que su madre se enfrascaba en una de sus trifulcas. Confiaban en ella porque sabía cómo sosegarla, cómo solucionar sus rutinarias disputas. Su madre tenía peleas con los vecinos a cada momento, peleas violentas que siempre eran por su culpa y que terminaban en las manos. Un puñetazo era la única válvula de escape que utilizaba su madre, además de su única forma de enfrentarse a los avatares de la vida. Se había convertido en el hazmerreír de todos y hacía insoportable la vida de sus hijos. Además de tener que vivir con sus reyertas personales, su afición desmesurada por la bebida y sus devaneos, tenían que enfrentarse a sus compañeros de clase, quienes conocían de sobra su situación porque con frecuencia sus padres eran los que habían recibido los insultos y las amenazas.
Los padres eran un fastidio, pero a ella no le preocupaban lo más mínimo. Ella de lo único que se preocupaba era del ahora y del momento, pues el futuro era una incógnita impredecible. Ahora, sin embargo, y gracias a su hermano, tenía que regresar a su casa, averiguar dónde había estado su madre, con quién se había peleado y tratar de calmar la situación. Le parecía sumamente injusto, pues lo único que ambicionaba era una vida normal, ni más ni menos.
– ¿Está en casa, Gordon?
Este sonrió, enseñando unos dientes perfectos.
– Sí, está con la pasma. La han arrestado por asaltar, pegar, amenazar de muerte y llevar un arma.
Jonjo se echó a reír, pero no porque le sorprendiese los cargos. La señora Miles era todo un caso y probablemente batía el récord de arrestos femeninos. Era la mujer más encantadora del mundo cuando estaba sobria, pero en cuanto se tomaba una copa se convertía en una pesadilla. Aún estaba en libertad condicional por su última trastada, la que incluía haberla emprendido con los espejos del pub y luego decir que se había equivocado de identidad. También estaba pendiente de un juicio por alteración del orden público y conducta lasciva, un cargo que se había buscado tras haberse despojado de su ropa en el club de trabajadores mientras amenazaba a la stripper de verdad con matarla a base de torturas. El pecado que había cometido la stripper había sido aceptar una copa del señor Miles cuando ella estaba presente.
Jonjo lamentaba la situación en que se encontraban sus amigos, pero estaba acostumbrado a ese tipo de cosas. Su madre era otra pesadilla, una borracha que veía insultos y ofensas en cualquier menudencia. Era tan conflictiva que podía hacer que un simple «buenos días» sonase como una declaración de guerra. Tenía además una pistola de aire comprimido que nadie de la familia lograba arrebatarle. Podría estar cayéndose de borracha, pero siempre lograba esconder la maldita pistola antes de que se la quitaran. Sin embargo, cuando dormía la borrachera, nadie lamentaba más que ella lo sucedido. En su mundo, una mujer que bebiera solía ser vilipendiada, ya que las mujeres aún continuaban siendo un parangón de virtudes, aunque sus maridos robasen o engañasen. Las mujeres tenían que responder de sus acciones, los hombres no.
– ¿Llevar un arma? ¿De dónde la ha sacado?
Gordon sacudió la cabeza, ya sin reírse.
– No lo sé, Mary. Creo que ha sido el viejo. Imagino que estará robando de nuevo.
Lo dijo tal cual, sin emoción ni inquietud alguna.
– Mejor será que me vaya, Jonjo. Nos vemos mañana, ¿vale?
Jonjo asintió, sorprendido de la calma con que Mary se tomaba las cosas sabiendo que, si consideraban a su madre culpable, ellos se quedarían sin nada.
– Buena suerte, colega.
Mary sonrió con tristeza.
– ¿De qué suerte hablas? Eso no existe en mi casa.
Capítulo 7
– Mi vida es una mierda y tú lo sabes. Bien que has procurado que sea así. Mi marido vive asustado en su propia casa. Jamás pensé que sucedería una cosa así.
Angélica Cadogan hablaba como una mujer castigada por la vida, como si su marido fuese inocente de los cargos que le imputaban. Danny no podía creerlo.
– Tú has jodido tu vida, mamá, y luego jodiste la nuestra.
– Yo lo he dado todo por mis hijos.
– Cuéntale ese rollo a otro, madre, a lo mejor se lo cree. Tú jamás nos has dado nada y lo sabes de sobra.
Danny Boy le dio la espalda a su madre porque no quería seguir escuchando su cantinela de siempre.
– No te atrevas a darme la espalda.
Danny suspiró en señal de fastidio, deseando herirla como ella le había herido a él y a sus hermanos.
– Tú no dudarías en vendernos con tal de tener una audiencia con el viejo. Hace mucho que lo sabemos. Sólo te preocupas de nosotros cuando te ves sola, cuando el viejo se va de marcha. Una vez que vuelve, te olvidas de nosotros.
La verdad duele y Angélica lo sabía mejor que nadie, por eso se cabreaba con el muchacho. Su hijo mayor era quien trataba de mantenerlos unidos y el que procuraba que no les faltase de nada. El sentimiento de vergüenza y culpabilidad la hizo estallar.
– Eres un jodido cabrón.
Danny Boy levantó la mano y respondió con tristeza:
– No hagas eso, por favor, madre. Es un cabrón de mierda y siempre lo ha sido. No intentes justificar su comportamiento ni tu forma de tratarnos soltándome ese rollo. Te lo advierto, madre, no me cabrees más de la cuenta. Esta noche no estoy para bromas.
Le señalaba con el dedo. Angélica sabía que estaba haciendo lo posible por simular que no sabía lo que pretendía de él. Era un juego al que habían jugado en muchas ocasiones anteriormente, sólo que esta vez no estaba dispuesto a que su madre se saliese con la suya. Ambos sabían de sobra que él ya no estaba dispuesto a seguir su juego nunca más.
Angélica negó con la cabeza. Tenía los ojos enrojecidos y empezó a llorar, ahora de verdad.
– Por favor, hijo, hazlo por mí. Es mi marido, tu padre…
Una vez más se lo estaba rogando. A veces, con eso era más que suficiente, pero sólo si él permitía que sus efímeras palabras surtieran su efecto. Danny la odiaba porque siempre consideraba necesario montar ese drama, como si ella tuviera el don de ablandarlo después de todo lo que había sucedido.
– Ya te he dicho que puede quedarse, pero eso no significa que haya dejado de odiarle, así que no hagas que te odie a ti también. A él le preocupa un carajo su familia, así que no trates de pintarme las cosas de otro modo. Jamás lo ha hecho y jamás lo hará.
El rostro de su madre estaba contraído por la rabia, su voz cargada de malicia.
– Ahora es un inválido por tu culpa. No tiene a nadie en el mundo, salvo a nosotros.
Danny Boy sacudió la cabeza. Estaba consternado. Si lo que pretendía su madre era que sintiera lástima por su padre, estaba pidiéndole demasiado.
– ¡Vaya por Dios! Ahora resulta que es más bueno que el pan. Sin embargo, si yo no hubiera actuado, eso nos podría haber ocurrido a cualquiera de nosotros. Se ha pasado la vida pegándonos, a ti incluida, y tú lo sabes mejor que nadie. Él también nos podía haber hecho mucho daño en sus buenos tiempos. Se pasaba el día pateándonos y abofeteándonos. Llegó incluso a apagarte un cigarrillo en la cara. ¿Acaso no te acuerdas? Así que no me cuentes rollos y que se vaya a la mierda, él y tú.
Danny avanzó hacia ella con un gesto tal en la cara que Angélica, por primera vez en la vida, tuvo miedo de él. Danny se dio cuenta del miedo que la invadía, pero no se sintió mal por ello porque le servía para reafirmar que, sin él, su familia se hubiera hundido del todo. Esa mujer, es decir, su madre, le hacía darse cuenta de lo poco que se puede confiar en las mujeres. Al parecer, creía que era un lerdo que acababa de caerse de la higuera, un don nadie que iba a permitir que ese mierda regresase a sus vidas como si nada hubiera pasado. Él, Danny Cadogan, había asumido el papel de cabeza de familia, había pagado las facturas y les había dado a todos de comer. A pesar de que a ninguno le faltaba de nada, ella seguía estando a merced de ese cabronazo, ese al que llamaba su padre y que apenas prestaba atención a sus hijos. Debería estar contenta con sus hijos, su verdadera familia, pero no, aún deseaba al hombre que había destruido sus vidas, y trataba de justificarlo de cualquier manera.
Le dolía saber que su madre aún necesitaba a ese hombre que había estado al borde de provocar la destrucción de su familia, le dolía que le montara toda esa bronca por un polvo, pues eso es lo único que le había dado. Su padre no les había dado otra cosa que palabras duras y palos. Su madre, por otro lado, se había pasado la vida intentando protegerlos a todos, a ella incluida, de sus borracheras y ahora pretendía convencerlo de que era el marido perfecto, el amante ideal. Él, sin embargo, había sacrificado su infancia por ella, por su familia y ahora encima le pedía que olvidase el pasado y se comportase como si nada hubiera sucedido. Al parecer, le pedía que simulara que todo iba a pedir de boca, cosa que consideraba una libertad diabólica por su parte.
Obviamente, por alguna razón, lo echaba de menos. Pero ¿por qué? No echaba de menos su elocuente conversación, de eso no cabía duda. Ni tampoco su esplendorosa generosidad porque sólo se le veía la cara cuando ya no le quedaba ni un penique en el bolsillo, cuando ya se había gastado hasta el último centavo, cuando ya se lo había dejado todo en las apuestas o jugando. Luego, molesto por su suerte y loco por armar bronca, se presentaba en casa, y se presentaba como si fuese el ángel vengador. Entonces todo eran golpes y miedo; la insultaba y, a golpes, la llevaba hasta la cama, mientras sus hijos lo oían todo y se escondían bajo las mantas esperando que llegase su turno.
Por tanto, sólo podía ser por satisfacer sus necesidades, por esa mierda de polvo que le echaba por las noches. En lo que a él respecta, era una desgracia. Por primera vez en su vida su madre tenía dinero de sobra, no tenía que pedírselo a nadie, no se tenía que arrodillar ante nadie y, sin embargo, no era suficiente porque no podía proporcionarle lo que más necesitaba. Tener calefacción, luz, comida de sobra y algo de dinero para ir al bingo, todo eso resultaba secundario; lo único que quería era tener a su marido, sin importarle lo que les había hecho a sus hijos o a ella. Las mujeres, ahora se daba cuenta, no eran dignas de confianza. Durante toda su vida había escuchado cómo su madre denigraba a su padre, lo inútil que era y lo mucho que debía intentar no parecerse a él.
Había escuchado a su madre durante años; para él era como la fuente de sabiduría, al menos en lo que a su padre se refería. Además, todo lo que le había dicho lo había visto con sus propios ojos, no necesitaba que se lo recalcara, pues sabía de sobra el cabrón de padre que le había tocado. Jamás había tenido tiempo para ellos, excepto para su hermana pequeña, pero eso no contaba. Nadie ponía en duda el amor que sentía por ella, pues ése fue el único signo de bondad que vieron en él.
Ahora, sin embargo, su madre pretendía convencerle de que era una persona diferente, de que estaba arrepentido de todo, de que era un pobre hombre que siempre había tratado de vencer las adversidades de la vida. ¿Qué pensaba su madre? ¿Acaso creía que él se acababa de caer de una higuera?
Ahora era él quien pagaba las facturas, algo que su padre jamás había hecho. En lo que a él respecta, eso significaba que era el que llevaba todo el tinglado. Por tanto, que su madre volviera a sentirse mujer no era razón para que ellos saltasen de alegría.
Un tullido, un inválido, fuese lo que fuese, él se lo había buscado. Su marido se quedaba en casa por la sencilla razón de que no podía ir a ningún lado, por mucho que lo desease, pero eso no significaba que ellos tuvieran que agradecérselo. Ellos tenían sus recuerdos, y el que ella hubiera decidido reescribir la historia no implicaba que ellos tuvieran que hacerlo también. Había utilizado al viejo estúpido, pero si pensaba que iban a empezar a jugar a la familia feliz estaba muy equivocada. Tenía que dejarle eso bien claro, hacerle ver que si dejaba que el viejo estuviera en casa no era porque estaba dispuesto a convertirse en su perrito faldero.
– Ya te he dicho que puede quedarse, madre, y lo hago por ti. Pero no trates más de jugar a ese puñetero juego conmigo. Los chicos son ahora mi responsabilidad, al igual que tú. Y quiero que eso quede bien claro, a ti y a él. A mí no me pesa la conciencia y no creo que tú puedas decir lo mismo. Él no significa nada para nosotros, lo conocemos demasiado bien y, por mucho que digas, no vas a conseguir que le apreciemos ahora. Ya es demasiado tarde, ¿no te parece?
La cara pálida de su madre ya no le afectaba lo más mínimo, su rabia aumentaba a cada momento. Estaba harto de ella, de sus cambios de humor, de que intentara convencerle de que su padre era quien no era.
– No me pidas más de la cuenta, madre, porque tú no has sabido cuidar de tus hijos y, por eso, he tenido que hacerlo yo por ti. No te olvides de eso, ¿de acuerdo?
Ange miraba a su hijo, preguntándose de dónde procedía toda esa rabia, a sabiendas de que no podía esperar otra cosa. En lo más profundo de su corazón sabía que, como siempre, estaba dando de lado a sus hijos, anteponiendo a su marido a todos ellos, poniendo su matrimonio por encima de su bienestar. Ella sabía que tenían razones sobradas para odiarlo, pero eso no cambiaba sus sentimientos.
Asintió con tristeza.
– ¿Puede quedarse entonces?
Danny asintió, con los puños apretados, manifestándole su disgusto y dando el asunto por zanjado. No quería hablar más de ello. Sin embargo, justo en el momento en que ella le daba la espalda, se percató de que estaba embarazada de nuevo, y esa traición tan descarada estuvo a punto de hacerle perder los estribos.
Louie sabía que algo le preocupaba al muchacho, pero por muchas preguntas que le hiciera no había forma de sonsacarle nada. Se había preguntado si era alguna chica, pues, según tenía entendido, era muy activo en esos menesteres. Además, atraía a las chicas, que solían pasearse por allí vestidas con sus mejores atuendos y sonriéndole, sin que la mayoría de las veces él les diera la más mínima respuesta. Era de ese tipo de personas que tiene poco trato con las mujeres, pero que suscita siempre su interés. Al menos, ésa era la impresión que daba. Mientras Louie observaba cómo hablaba con un chatarrero y llegaba a un acuerdo para comprarle unas tuberías de cobre, se percató de que, fuese lo que fuese lo que le pasaba, estaba afectando a su vida. Parecía más mayor, como si llevara el peso del mundo sobre sus jóvenes hombros. Louie sabía que las cosas no podían seguir así por mucho tiempo. En las últimas semanas había observado que había cambiado mucho, y no precisamente para bien. Cualquiera que lo conociera se daba cuenta de eso.
Y él conocía a Danny Boy mejor que nadie. A pesar de su entereza y de ese carácter luchador que tenía, seguía siendo un niño, un niño que estaba cargando con la responsabilidad de sacar a su familia de la penuria, tratando de ofrecerles a sus hermanos mejores oportunidades que las que él había tenido. Además, si los rumores eran ciertos, otro niño venía en camino y, con su padre hecho un tullido, sus probabilidades de encontrar un trabajo decente eran tan remotas como que el Papa diese clases de contracepción. Le hizo señas al muchacho mientras reflexionaba acerca de cómo se lo iba a preguntar, cómo reaccionaría a sus preguntas y si él tenía derecho a inmiscuirse en sus asuntos personales.
Michael estaba calculando cuánto estaban sacando de sus nuevos negocios; durante las últimas semanas habían estado cobrando algunas deudas pequeñas que se podían solventar sin necesidad de utilizar una violencia extrema. Danny Boy estaba empezando a ser considerado un nuevo y prometedor pez gordo porque los hombres a los que se les acreditaba el dinero se daban cuenta de que aceptaba con agrado cualquier encargo. Después de todo, el muchacho necesitaba algunas libras para sacar a su familia adelante, por lo que su gesto se veía como si le estuviesen haciendo un favor. En realidad, sin embargo, estaba recuperando un dinero que no habrían cobrado de no haber utilizado la fuerza bruta, lo que implicaba exigirle al acreedor más dinero; el resto era ya historia. Por tanto, era un asunto en el que ganaban todas las partes.
Michael sabía que si se manejaban bien las pequeñas cantidades, los peniques se convertían en libras y las libras se multiplicaban a un ritmo increíble, especialmente cuando se les daba su merecida importancia.
Los dos se habían convertido en chicos duros, en la respuesta a las oraciones de todos. Danny Boy Cadogan era uno de esos tipos que le machacaría a alguien la cabeza por un billete de veinte libras, algo que, a los ojos de todo el mundo, lo convertía en un ganador. Después de darle unos mamporros, la persona que debía el dinero ya no se sentía tan dispuesta a retrasarse en sus pagos.
Era una situación en que tenían todas las de ganar, por eso Michael y Danny se estaban aprovechando al máximo de ella. Explotar una situación era su lema y, al parecer, no les iba nada mal. También les habían pedido que suministrasen marihuana a una nueva clientela y eso les agradaba. Se hablaba de ellos, todo el mundo solicitaba sus servicios, se habían convertido en los nuevos ídolos del barrio y estaban disfrutando con ello. Todos los capos del Smoke los conocían, sentían simpatía por ellos y los admiraban. Eran muchachos, por lo que de momento no suponían ninguna amenaza para nadie, pero muy útiles si se trataba de hacer un pequeño trabajo. Justo lo que ellos habían estado buscando, por lo que habían rezado. Por pequeños trabajos.
Estaba oscuro y corría un aire frío cuando el lejano sonido de la sirena de un coche de policía rompió el silencio. Danny estaba muy borracho y el aire frío de la noche le cortaba los pulmones cada vez que respiraba.
Había salido del desguace unas horas antes porque, al ver que Louie le iba a echar uno de esos sermones paternales, decidió irse de marcha. Por mucho que apreciase a ese hombre, no tenía intención de discutir sus asuntos con él porque le daba mucha vergüenza. Ya tenía bastante con que todo el mundo supiera que su padre los había abandonado y les había dejado en la estacada.
Mientras se dirigía hacia el mercado de Shepherd notó que la rabia le bullía de nuevo. Tenía quince años y la responsabilidad de su familia recaía sobre él. Sin embargo, pensaba utilizar a su padre en su beneficio con el fin de que todo el mundo lo considerase un gran tipo, un hijo generoso. Después de todo, era sangre de su sangre. Luego, cuando llegase el momento oportuno, se daría el gustazo de ponerlo de patitas en la calle de una vez por todas.
Aquella noche había tenido una cita con un capo de Silvertown, Derek Block, y habían acordado que Danny se encargaría de cobrar algunas deudas suyas en las semanas siguientes. Luego, después de haber hablado de negocios, se habían ido a pasárselo bien. A Derek Block le resultó muy divertido ver el estado de embriaguez en que se encontraba Danny y quizás hubiese ayudado a fomentarlo. A Danny Boy, Derek le cayó mejor de lo que esperaba. Teniendo en cuenta que era un cretino redomado, se sorprendió agradablemente de lo bien que se lo habían pasado juntos.
Ahora volvía a estar solo y, aunque el alcohol le salía por las orejas, consiguió caminar en línea recta y tener un aspecto sobrio.
Danny Boy iba vestido con elegancia, como de costumbre, con un traje oscuro y ese largo abrigo que lo hacía parecer mayor de lo que era. Mientras se dirigía hacia el mercado de Shepherd sólo pensaba en su madre, en su embarazo y en su vil traición al resto de la familia.
Era ya bastante tarde, por eso se cruzó con las últimas chicas que andaban trabajando la calle. Eran los restos de una sociedad coartada y eso le hizo enfadar de nuevo. Respiró profundamente, decidido a tratar de controlar su rabia y su temperamento. A él le gustaban las putas, pues no le causaban ninguna preocupación. Cuando estaba con ellas, sabía en qué lugar se encontraba y no tenía necesidad de ser agradable si no le apetecía. Para él eran útiles, nada más, pues satisfacían sus deseos sin que él se viera obligado a decirles que le gustaban. Su apetito sexual era enorme, mucho mayor que el de todos sus colegas juntos. La mayoría de ellos no tenían ni idea de lo que era echar un polvo aunque se lo pusiesen en bandeja, por lo que se tenían que contentar con hablar de ello y darle a la manivela. Sin embargo, él necesitaba desahogar su agresividad contenida con bastante frecuencia y el sexo le servía en ese sentido.
El mercado estaba casi vacío, así que empezó a caminar con más diligencia, deseando no haberse demorado hasta tan tarde. En ese momento vio a una joven oculta en las sombras; una joven que, con sólo verla, se sabía que era nueva en las calles, pues aún tenía la piel clara y su mirada carecía de ese brillo malicioso que se genera con la experiencia y el intercambio del sexo por dinero.
Ella sonrió dócilmente y él le hizo señas para que lo siguiera. Danny oyó el ruido de sus tacones en la acera, tratando de alcanzarlo, y se sintió bien. La estaba llevando fuera de su terreno y era muy tarde, lo que indicaba que necesitaba urgentemente dinero. Llevaba puesta una falda corta de satén, una camisa de colores y un abrigo afgano que había conocido épocas mejores. Sus largas y delgadas piernas no tenían medias y los zapatos de tacón alto que llevaba le impedían andar debidamente. Danny se detuvo en un portal mientras ella le daba alcance. Su rostro, a pesar de lo excesivamente maquillado que estaba, denotaba nerviosismo, y su atuendo le daba un aspecto un tanto ridículo. Danny se sonrió mientras ella se acercaba.
Bajo la tenue luz vio que era realmente bonita, que no tendría más de diecisiete años y que estaba totalmente desarrollada. Su sonrisa dejó entrever unos dientes blancos muy pequeños y una confianza completamente desconocida para él.
Danny Boy la miró durante un rato. Tenía el pelo rubio y espeso, los ojos azules y muy separados, y una cara pequeña en forma de corazón. Su piel cremosa aún estaba lisa, aún no le habían salido las arrugas que las prostitutas de la calle tienen a tan temprana edad. Su exagerado maquillaje le daba un aspecto aún más joven y su sonrisa era auténtica y genuina. Además, había prescindido del protocolo y de las frases de costumbre cuando se intercambia dinero por servicios sexuales. No había duda: era una completa novata.
– ¿Cuánto? -preguntó Danny.
La joven se encogió de hombros, lo que le dio un aspecto aún más vulnerable.
– No sé. ¿Cuánto pagas normalmente?
Tenía una voz suave y respiraba con fuerza por el frío. Danny no le respondió. Se limitó a empujarla contra él y, aferrándola con fuerza, empezó a sobarla. Cuando le apretó los pechos con fuerza, ella cerró los ojos mientras él le abría de piernas con su rodilla. La empujó contra la puerta de la tienda y la besó. Le metió la lengua y le exploró como si se tratase de una verdadera novia. Ella notó el sabor de los chicles Wrigley y de los cigarrillos. Danny no tenía la costumbre de besar a las putas; ésta era una excepción. Mientras la acariciaba, oía su respiración, y luego la besó con tanta violencia que ella apenas pudo respirar. Ella trató de apartarse, pero él se lo impidió cogiéndola de los pelos y echándole la cabeza tan atrás que pensó que terminaría por desnucarla. Luego, asustada, pensó que deseaba hacerle daño de verdad. Danny le mordió con fuerza el labio inferior y ella gritó de dolor. Danny notó el sabor de su sangre, pero eso sólo sirvió para que se sintiera más excitado. Le había quitado el sostén y empezó a chuparle y morderle los pechos hasta que empezó a llorar de dolor y humillación. La levantó y la colocó en una postura que le permitió echarse encima de ella y penetrarla mientras sentía la firmeza de su cuerpo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que eso es lo que estaba buscando: ella estaba tan poco usada que su cuerpo aún estaba firme y prieto, lo que resultaba sumamente excitante. El hecho de que ella estuviera seca y dolorida no se le pasó ni por la cabeza, pues estaba embriagado por el sentimiento que ella le había provocado. Pasando sus piernas alrededor de la cintura la penetró hasta que terminó eyaculando.
– Jodida perra, jodida puta.
Danny repetía esas dos frases una y otra vez, pero ella se dio cuenta de que lo hacía de forma inconsciente.
Cuando explotó de placer y volvió de nuevo a la realidad, oyó la voz de la joven pidiéndole que parase. Se devanaba por soltarse y el dolor que sentía le hizo recuperar las fuerzas. Danny la cogió de las muñecas y se las aferró contra la puerta de madera. El golpe la dejó exhausta y su cara se retorció de dolor e impotencia. Ella lo miró a los ojos y se percató de que estaba delante de una persona muy peligrosa, uno de esos que, tras la apariencia de un cordero, esconde un lobo. Dejó de poner resistencia y esperó hasta que terminase, a sabiendas de que cualquier cosa que hiciese sería inútil. Cuando por fin terminó, notó que la aferraba con todas sus fuerzas y que jadeaba en sus oídos.
El dolor que sentía era real, totalmente real. Le había separado tanto las piernas que notaba que las caderas estaban a punto de rompérsele y tenía la espalda dolorida de darse golpes con el pomo de la puerta.
Danny la miró de nuevo; jamás se había sentido así. Su juventud y su falta de experiencia lo habían excitado de una forma que jamás había imaginado.
El dolor era insoportable. Mientras la dejaba poner las piernas de nuevo en el suelo, se estremeció. Ella no pudo aguantarlo y se aferró a él como pudo. Las piernas se le doblaron y se dejó caer de rodillas. El dolor era insoportable. Se dio cuenta de que sangraba, de que la humedad que sentía entre sus piernas no era sólo de él.
Danny observó el rostro de la joven y, cuando recuperó la conciencia, se dio cuenta de que la había jodido, que realmente le había hecho mucho daño. Estaba de rodillas en el suelo, doblada por el dolor, mientras él se arreglaba la ropa para adquirir de nuevo el aspecto de una persona decente. Luego miró a su alrededor para ver si alguien de los alrededores había sido testigo de sus acciones. La calle estaba vacía y la chica trataba de levantarse. Lo tenía cogido del abrigo y trataba de ayudarse para ponerse en pie. Su bonita cara estaba arrugada por el dolor y Danny vio en su mirada el miedo que había pasado. Lo olía. Tenía un olor amargo y sudoroso que le revolvió el estómago. Miró sus piernas, azules y con sabañones del frío, con los tobillos impregnados de suciedad. Su pelo espeso estaba grasiento y, cuando sus dedos aferraron su abrigo, vio que tenía las uñas pintadas y los dedos manchados de nicotina. Ahora que había saciado su apetito sexual, la realidad se impuso. Era una joven sucia, con los ojos hundidos, los ojos de una yonqui. Seguro que era una fugitiva, lo más rastrero de esta sociedad, y él se sentía avergonzado de saber que le había echado un polvo a una mujer de esas.
– Por favor, no puedo levantarme.
Su boca era como una caverna oscura y él la había besado, había besado esa boca con esos dientes tan amarillentos y esos labios tan exageradamente pintados. Notó que la bilis se le venía a la boca y tuvo que contenerse para no vomitar. El puño retumbó cuando se estrelló contra su frente y, cuando la vio caer en el suelo, le propinó una patada. Le dio con tanta fuerza que la levantó del suelo y Danny oyó cómo le crujieron las costillas cuando chocaron con sus lustrosos zapatos. Retrocedió y la miró con desprecio mientras se retorcía de dolor en la acera, gritando, con los ojos a punto de salírsele por el dolor. La pateó de nuevo en la nuca y el golpe la mandó a mitad de la acera. Luego Danny observó cómo trataba a gatas de alejarse de él.
Dejó de gritar, de hecho no podía gritar ni hablar; su instinto le decía que la única forma de defenderse era tratando de huir de esa persona que sólo deseaba hacerle daño. A pesar de que intentaba escapar de la situación tan horrible que estaba viviendo, se dio cuenta de que todos sus esfuerzos serían inútiles.
Danny miró a su alrededor. La calle aún continuaba vacía y la mayoría de las farolas tenían las bombillas rotas porque las más veteranas en el oficio se habían encargado de ello. Cuanto más oscuro estuviera, más probabilidades de ganar dinero tenían. Miró fríamente a la muchacha, cuyo sufrimiento era más que evidente, aunque eso a él le importaba un carajo. La observaba desde fuera, como si la situación en que se encontraba no tuviera nada que ver con él. Se acercó hasta donde yacía tendida y, arrodillándose, la miró detenidamente. Sangraba abundantemente, algo de lo que no se había percatado hasta entonces. Estaba tendida de espaldas, abriendo y cerrando la boca porque trataba de implorar que la dejase vivir, pero de ella no salió palabra alguna, tan sólo sangre.
Danny se preguntó por unos instantes por qué no le causaba ninguna impresión verla sufrir, por qué no se molestaba en ayudarla y también si había alguien que lo hubiera visto y pudiera relacionarlo con ella. Era como ver a un perro callejero agonizando, pues justo eso era lo que estaba haciendo: agonizar. Nadie podía sobrevivir a los golpes que le había propinado. Sin embargo, mientras recuperaba la compostura, se sacudía el abrigo y se peinaba con los dedos, se preguntó qué clase de chica era tan poca cosa como para entregarse al primero que pasara por la calle por un poco de dinero. Que le dieran por culo. A ella y a todas las mujeres como ella.
El alcohol que había ingerido empezaba a disiparse y, tras haber desahogado su ira, se sintió más en sus cabales. Antes de que la chica perdiera la conciencia, la golpeó en la cabeza en repetidas ocasiones con el fin de asegurarse de que no volviera a ver la luz del nuevo día.
Luego, mientras caminaba de regreso a casa, vio que salían los primeros rayos de sol. Se sintió maravillado de lo hermosa que podía ser la vida, por mucho que hubiera mujeres como su madre, o como esa chica sin nombre con la que se había topado esa noche.
Sabía que, permitiendo que su padre se quedase en casa, ganaría muchos puntos, a pesar de que le costaba mucho trabajo asimilar que su madre defendiera al hombre que había destruido sus vidas. Que ella le quisiese más que a sus propios hijos formaba parte del aprendizaje de la vida, por mucho que eso le decepcionara, tanto que casi le brotaron lágrimas. El se había arriesgado y trabajado como un mulo para llevar algo de comida a la casa, para poder vestir a sus hermanos, para minimizar el daño causado por su padre, pero eso parecía no importarle a su madre. Ella estaba más interesada en el cabrón con el que se había casado que en los hijos que había parido.
Justo cuando llegaba a su casa, una joven de dieciséis años llamada Janet Gardner, que se había fugado de Basingstoke, fallecía sola en la acera mientras el chulo de su novio se preguntaba dónde coño se habría metido.
Ange estaba aún levantada cuando regresó su hijo. Su principal preocupación era que se hubiese marchado, lo que significaría que ella tendría que trabajar más horas que una esclava para sacar a la familia adelante por muy preñada que estuviese. Cuando Danny entró en el piso, estaba de pie, en el umbral de la cocina, con su cuerpo rechoncho y su pelo canoso mostrando lo envejecida que estaba.
Se miraron mutuamente y, sonriendo amablemente, se acercó a ese hijo suyo que no sabía a quién había salido y lo abrazó.
– ¿Dónde has estado? Empezaba a estar preocupada.
Danny Boy se encogió de hombros.
– Tenía asuntos que resolver, madre. No te preocupes. Ya he pasado lo peor.
– ¿Te preparo algo para desayunar?
Negó con la cabeza tristemente.
– No. Lo único que necesito es dormir unas horas y tratar de aclararme la cabeza.
– Tienes sangre en el abrigo. Quítatelo y te lo limpio.
Danny bajó la mirada y vio que la sangre de la joven le había manchado el abrigo. Aún estaba fresca y aún conservaba ese color rojo intenso; de nuevo le entraron ganas de vomitar. Aún percibía su olor, el olor rancio de su cuerpo sin lavar, ese que siempre pasaba desapercibido mientras se acostaba con ellas pero que luego se le quedaba impregnado durante horas.
Se quitó el abrigo, se lo dio a su madre y ella lo dobló cuidadosamente sobre su brazo.
– Intenta ver las cosas desde mi punto de vista.
Danny no se molestó en responderle porque su hermano se había levantado y los observaba atentamente.
– ¿Qué miras?
– Vete a la mierda.
Cuando se metió en la cama, Danny aún se reía de la respuesta que Jonjo le había dado a su madre, mientras oía cómo ésta le regañaba por decir obscenidades.
Capítulo 8
– Tiene el corazón más duro que el bolso de una puta y, si he de ser sincero, no me extraña.
Big Dan se encogió de hombros del modo en que solía hacerlo, tratando de explicar que su esposa era la reencarnación del diablo, a sabiendas de que lo que decía rayaba la blasfemia, teniendo en cuenta la reputación de su hijo y consciente de que los hombres que le rodeaban admiraban el valor que demostraba en decir una cosa así delante de todos ellos.
– Pero no se lo digáis a nadie -añadió-. Recordad que, en la guerra, las conversaciones inoportunas cuestan muchas vidas.
Big Dan escuchó con agrado la sonora carcajada que ese comentario produjo entre los presentes. No ignoraba que era una risa lisonjera, pues sabía de sobra que, en el mundo real, sólo lo soportaban por el hijo que tenía, algo de lo que estaba dispuesto a aprovecharse al máximo. Que su hijo no tuviera ningún interés por él era algo que no le causaba muchos problemas, la cuestión estribaba en que el muchacho confiaba en sus conocimientos sobre los peces gordos y sus andanzas. Sólo por ese motivo aún ocupaba un lugar en su vida, y sólo por eso lo soportaría mientras le fuese útil. Decidió hacer acopio de toda la información que pudiese por si en algún momento resultaba de interés para el muchacho. Ojalá fuese así, porque echaba de menos la compañía de otras personas, el calor del pub y ser el centro de atención. Sabía que todos lo consideraban un inútil, Danny Boy se había encargado de eso, pero también le servía de excusa para no verse obligado a trabajar de nuevo. De hecho, no podría hacerlo aunque quisiera, por tanto no merecía la pena ni planteárselo. Ahora era incapaz de realizar cualquier trabajo manual, lo único que había sido capaz de hacer aun no estando borracho. Lo mejor que podía hacer era sentarse con sus amigotes en el pub y tener los oídos y los ojos bien abiertos para enterarse de cualquier información que fuese de utilidad para su hijo y asegurarse de que no eran simples habladurías. Además, había colaborado a incrementar la reputación del muchacho con insinuaciones e indirectas. Durante el último año, desde que Ange había perdido el bebé, había tratado de ser lo más indispensable posible. Había sido una tarea laboriosa, pero había perseverado y creía que, si no se había ganado su respeto, sí al menos su tolerancia.
No es que el amor se hubiese acabado entre ellos, pues jamás había existido, pero sí habían entablado una especie de tregua, salvo cuando Danny Boy estallaba en uno de sus arrebatos ocasionales, algo que sucedía cuando su hijo regresaba borracho y desahogaba su ira con él. Sin embargo, él jamás cayó en la trampa, sino que se levantaba y esperaba a que agotase su rabia. En el fondo, sabía que se merecía todos los insultos y golpes y, al menos, tenía la delicadeza de no convertirlo en un asunto público. Delante de la gente, ambos se comportaban de forma cívica, y sabía que a Danny Boy se le respetaba por el trato que le confería a un hombre que había destruido y abandonado a su familia. Que Danny le había dado lo que se merecía lo sabían todos, y que luego había aceptado que regresase a su casa, también; de hecho, se había convertido en parte del folclore local.
Eso le hacía parecer un hombre generoso y magnánimo cuando, en realidad, sólo era otro vicioso cabrón enmascarado de niño bueno. Big Dan tenía la certeza de que su hijo se convertiría en alguien importante; de hecho, ya empezaba a ser considerado casi como tal, por eso lo recibían con agrado allá donde fuese. Nadie quería ponerse en contra del muchacho y, si lograba ganarse sus favores, los demás seguirían su ejemplo. Después de todo, por mucho daño que le hubiera hecho Danny con su deseo de venganza, no significaba que él estuviera dispuesto a retroceder y permitir que alguien se saliera con la suya. Al fin y al cabo, continuaba siendo su padre y eso era algo a tener en cuenta en su mundo, por muy inútil que fuese la persona en cuestión.
El muchacho, además, estaba ganando un buen dinero últimamente y se relacionaba con personas de mucho peso, lo cual decía mucho de él teniendo en cuenta lo joven que era. No había duda: Danny era un diamante en bruto. Un diamante vicioso, odioso y endiablado que tenía el don de ganarse a la gente como él. Se debía a ese rostro abierto y franco que le daba la apariencia de un ángel, como si la mantequilla no se derritiera.
Bueno, ya lo averiguarían y, cuando lo hiciesen, ya sería demasiado tarde. Eso era una ventaja que su padre tenía sobre ellos. Estaba seguro de que maldecirían el día en que le concedieron permiso a su hijo para que cazase en su territorio, pues la cacería era su devoción, algo que llevaba en la sangre y formaba parte de su naturaleza. Les arrebataría todas sus posesiones, cosa por cosa y a cada uno de ellos, incluso esa sonrisa socarrona que tenían en el rostro. Era un ave rapaz, lo era de nacimiento, además de un animal carroñero.
Si alguien necesitaba que le hiciesen un trabajo, Danny Boy siempre se mostraba disponible. Su considerable tamaño y sus modales tranquilos y respetuosos le habían hecho granjearse el aprecio de toda la comunidad delictiva. De lo que no había duda era de que sabía cuidar de sí mismo, eso resultaba indiscutible hasta para él, además de que tenía la cualidad de controlar su violencia y, cuando resultaba necesario, darle rienda suelta. Su exuberante juventud formaba parte de su encanto general.
Danny Boy empezaba a ser conocido por sus negocios con drogas y por su habilidad para resolver los problemas discretamente. También se dedicaba a cobrar deudas, buscar un pistolero o transmitir mensajes cuando era necesario. Era capaz de convencer a cualquiera con sus encantos al mismo tiempo que se aseguraba de que jamás se olvidarían de él, pues tenía un instinto especial para manipular las situaciones y hacer creer que todo lo que había hecho era por el bien de la persona que le pagaba en ese momento.
El muchacho que había engendrado hacía que Big Dan se diera cuenta de lo inútil que había sido la mayor parte de su vida y hacía que su situación actual resultase de lo más placentera porque se veía obligado a aceptar las copas que le invitaban por su relación con Danny. Que tuviera que actuar todo el tiempo no tenía importancia, era una menudencia dentro del enorme esquema, como si el hecho de que su hijo lo hubiese convertido en un tullido no le afectase lo más mínimo.
Cuando su hijo mayor entró en el pub, Big Dan sintió esa sensación extraña que siempre le invadía el estómago cada vez que lo veía, además de que se le aceleraba la respiración y el corazón empezaba a latirle con más velocidad. Él le temía más que nadie, y tenía razones sobradas para ello.
Danny Boy entró en el pub con los hombros erguidos y la cabeza bien alta, como si fuese el dueño del local. Recorrió el suelo sucio, con su juventud y su costosa ropa marcando la diferencia. Tenía el aspecto de un joven que le duplicase la edad y el aspecto de los delincuentes de otros tiempos. Parecía justo lo que era: un tipo de armas tomar.
La gente le hacía gestos en señal de reconocimiento, gestos que él devolvía. Dependiendo del rango dentro del mundo criminal, o bien asentía, o bien le estrechaba la mano, o bien le daba una palmada en la espalda. Se veía que conocía ese juego y sabía jugarlo como un veterano. Su apuesto rostro, como siempre, ocultaba sus verdaderos sentimientos. Siempre parecía contento de encontrarse con alguien, les hacía sentirse importantes, y hasta con las mujeres intercambiaba un guiño o una sonrisa. Las mujeres estaban locas por él porque tenía esa atracción animal que poseen todos los hombres violentos. Muchas mujeres se sentían atraídas por hombres como ése, les seducía la idea de estar con alguien tan peligroso, aunque a veces supusiese el fin de sus vidas. El problema empezaba en cuanto el hombre se sentía aprisionado. Poseerlo era una cosa, retenerlo algo muy distinto. Sin embargo, el prestigio que proporcionaba tenerlo como amante ya era más que suficiente como para suscitar el interés de las mujeres, para trabajar horas extras con tal de llevarse los beneficios de dicha asociación. Y los beneficios eran muchos para una jovencita que no tenía otra cosa que una bonita figura y sentido del gusto para vestirse. Dicha asociación era como un pasaporte a una vida de comodidades y, en muchos casos, hasta de lujo, especialmente si el hombre terminaba casándose con ella. Unos cuantos hijos aseguraban una cuenta bancaria, siempre y cuando el hombre en cuestión no terminase en chirona, claro. Puesto que la mayoría de las muchachas que había en el pub eran chicas de escuela, Danny se encontraba en su salsa. Se quedó de pie en la barra, haciendo alarde de su coraje y de su buen aspecto, y esperó a que las chicas se le acercasen. Cuando pidió una copa, se dio la vuelta y se dirigió a su padre, que estaba sentado sobre un taburete:
– ¿Quieres otra?
Danny sonrió mientras su padre sonreía nerviosamente. A él le encantaba la inquietud que suscitaba allá donde iba, le encantaba saber que ahora era alguien importante, alguien a quien se debía respetar porque ya se había forjado una reputación. El hecho de que hasta los más mayores le tratasen con respeto era como un bálsamo para su alma torturada, algo que necesitaba y que, cada vez que experimentaba, deseaba más. También le encantaba el sentimiento que provocaba en su padre porque sabía lo duro que le resultaba andar por ahí dándoselas de alguien y saber que eso sólo podía hacerlo porque él, Danny Boy, se lo permitía. Una sola palabra de su boca bastaría para que a ese viejo estúpido lo pusieran fuera de órbita sin dudarlo. Sin embargo, ver el respeto que inspiraba su padre era una prueba más de su importancia y eso le llenaba de orgullo. Además, el viejo, a veces, resultaba de utilidad, pues tenía un olfato del que ambos se beneficiaban a ojos de los demás. Miró a su padre con una expresión de mofa en el rostro y luego lo ignoró, pues palpaba el ambiente que había creado con su sola presencia y eso le encantaba. Se percataba de que la gente lo miraba a escondidas, temiendo que sus miradas pudiesen encontrarse y, al mismo tiempo deseando que los saludara a ellos en particular porque eso resaltaba su reputación. Era un sentimiento de poderío que le entusiasmaba.
Lawrence Mangan era un hombre de pocas palabras. Un hombre tranquilo, con un aspecto inofensivo, amable hasta más no poder, generoso en extremo y loco como una cabra. Era alto, robusto, con unos ojos azules que siempre parecían sonreír y siempre estaban al acecho de lo que fuese. Se le conocía en todo el Smoke y era respetado por todo el mundo, incluso la pasma sentía una especie de respeto morboso por él porque sabían que andaba metido en todo, aunque jamás habían podido probarlo. De hecho, no estaba fichado y ni tan siquiera le habían puesto una multa.
Lawrence Mangan, Lawrie para sus amigos, disponía de una serie de hombres sumamente leales que eran los únicos que sabían lo peligroso que podía llegar a ser. Las pocas personas que habían cometido la estupidez de decepcionarle tenían la costumbre de desaparecer de la faz de la tierra y no dejarse ver jamás.
Lawrence Mangan sabía cómo evitar verse inmiscuido y también sabía que la única forma de sobrevivir en ese mundo era contratando a lo mejor de lo mejor. Tenía como norma tratar sólo y exclusivamente con personas en las que confiaba plenamente, personas que ganaban un buen sueldo y que eran lo bastante listos para saber que él no era un tipo al que le gustasen las bromas. En el pasado había despachado a muchos hombres, a sabiendas de que el trabajo sucio tiene que hacerlo uno mismo para que nadie te delate. La gente, la pasma incluida, podía pensar lo que quisiese, pero para acusarle se necesitaban pruebas y eso no resultaba tan sencillo tratándose de Lawrence Mangan.
Ahora, sin embargo, se enfrentaba a un dilema. Uno de sus antiguos socios, un buen amigo, había tenido la desgracia de ser arrestado, algo que de por sí no le preocupaba. Lo que sí le inquietaba es que el hombre en cuestión había salido en libertad bajo fianza y, lo que es más, estaba sentado en el mismo bar que él y simulando que nada había pasado.
Para cualquiera que viviera en ese mundo, y conociendo sus antecedentes, las probabilidades de que saliera en libertad condicional eran tan escasas como las de echarle un polvo a Doris Day. Por eso, Lawrence tenía sus sospechas. Jeremy era una de las pocas personas que podían hacerle daño de verdad, por eso tenía que asegurarse de no concederle esa oportunidad. Si Jeremy estaba a punto de venderle, algo que probablemente estaría considerando porque otro arresto significaría que no saldría a la calle hasta que sus hijos estuvieran chocheando, tenía que evitar a toda costa que eso sucediese. Si era cierto que ya había hablado más de la cuenta, algo que daba por hecho, entonces no había duda de que estarían vigilándolo y, por tanto, tenía que asegurarse de no verse implicado si algo le sucedía a Jeremy. Pensó que debía asumir el hecho de que Jeremy ya les había suministrado suficiente información como para estimular un interés personal por él. Seguro que no les habría dicho nada importante hasta que ellos no le hubiesen ofrecido un trato decente, pues sabía que, cuando se hace un trato con la pasma, nunca se proporciona la información más importante hasta que no se tienen las garantías por escrito. Todo el mundo sabía que la pasma no es de fiar cuando se trata de negociar con criminales habituales.
Es posible que Jeremy tuviera razón al decir que había sido un golpe de suerte, es posible que dijera la verdad cuando aludía que todo había sido obra de un milagro, pero ése no era un argumento que estuviese dispuesto a aceptar Lawrence. Jeremy tenía los días contados, aunque él no lo supiese todavía.
Mientras le daba un sorbo a su oporto, Lawrence pensó que posiblemente él también tuviera los días contados por culpa de ese traicionero cabrón. Aunque no podía demostrar nada, había aprendido con la experiencia que más valía prevenir que curar. Sonriendo, levantó el vaso en señal de brindis y observó cómo el muy cabrón le devolvía el gesto y la sonrisa. Tratándose de Jeremy, tenía que utilizar la inteligencia, pues era un perro viejo y seguro que andaba al acecho de cualquier cosa que le resultase sospechosa. No le quedaba más remedio que utilizar a alguien de su círculo para resolver el problema definitivamente, lo cual tampoco le hacía demasiada gracia.
Jeremy era demasiado astuto como para permitir que nadie que él conociera se le acercase demasiado, por lo que tenía que ser sorprendido por alguien desconocido. Al igual que ahora. Jeremy no sospechaba que él ya lo había calado, que en ningún caso le hubieran concedido la condicional y lo hubieran llevado en un taxi desde la comisaría hasta el pub si no fuera porque se había ido de la boca. La única manera de salir era metiendo a alguien en su lugar, de eso no le cabía duda. Pues bien, ése no sería él.
Necesitaba una cara nueva, alguien joven que estuviese dispuesto a dar el paso que hay entre una buena vida y una vida de esplendor. Necesitaba de alguien inteligente que supiera mantener la boca cerrada y que fuese lo bastante fuerte como para llevarse por delante a Jeremy sin dudarlo. De hecho, necesitaba encontrar a un nuevo Jeremy que fuese capaz de quitar de en medio al viejo. Pensar en eso le hizo sonreír. Mientras escuchaba toda la charlatanería a su alrededor empezó a planear tranquilamente la forma de eliminar a su viejo amigo, algo que debía hacerse lo antes posible. Como decía su abuelito, o cagas o te levantas de la taza. Conocía a la persona indicada para hacer ese trabajo y pensaba resolverlo cuanto antes.
Mientras observaba cómo fanfarroneaba su padre en el bar, Danny se preguntó por qué no sentía nada por él, ni siquiera rabia. Bueno, la verdad es que no sentía nada especial por nadie. Quizás en algún momento había llegado a querer a su madre, pero últimamente lo había decepcionado porque se había dado cuenta de que sólo había cuidado de ellos por lo que dijera la gente. A los ojos de todo el mundo, él aparecía como un buen muchacho y quería seguir conservando esa imagen. La gente admiraba su lealtad, aunque ésta no existiera. El no era de los que tenían problemas de conciencia, ni de los que dejaban que los asuntos le arrebatasen el sueño. Su vida consistía en hacer dinero y demostrarle al mundo entero que era alguien. De hecho, ya lo consideraban alguien de suma importancia.
El olor a cigarrillos y cerveza rancia invadía sus fosas nasales y además le recordaba a su padre. El ambiente del pub estaba sumamente cargado, exacerbando el olor del perfume y de la ropa barata. Esperaba algo más de sí mismo, mucho más.
Vio a Louie entrar al bar y recibió con agrado la bocanada de aire fresco que trajo con él. Nada más verlo, se dio cuenta de que aquella noche sería decisiva en su vida. Se bebió la copa de un trago y se dirigió al reservado, tranquilamente, sin que nadie le bloquease el paso y consciente de que todos le estaban observando, especialmente las chicas. Al cruzar la puerta sintió su propio poder cuando todas las miradas se posaban en él.
– Eres todo un dilema, ¿lo sabías?
Danny se rió.
La habitación era pequeña, tenía el papel de la pared despegado y una moqueta sumamente gastada, además de ese aroma de desesperanza que impregnaba hasta los mejores locales del este de Londres. Era un lugar para hacer dinero, pero no había por qué hacer publicidad de ello.
– Tienes buen aspecto, Louie. ¿Cómo te va?
Louie se percató de lo mucho que había cambiado el muchacho y, en parte, lamentaba ese cambio. Ahora se había convertido en un hombre y, después de esa noche, si aceptaba el trabajo que iban a ofrecerle, jamás escaparía de esa vida. Si hacía lo que le pedían, se convertiría en un elemento permanente de esa sociedad. En pocas palabras, que pensaba ofrecerle la credibilidad que tanto ansiaba Danny. Para él era una situación en la que llevaba todas las de ganar, pero para Danny sería escribir su destino definitivamente. Ten cuidado con lo que deseas porque puedes conseguirlo.
Ange Cadogan estaba tomando el té y escuchando La voz misteriosa en la radio cuando su hijo entró en la cocina. Como siempre, traía el olor de la calle, algo peculiar en él a pesar de la loción tan cara que utilizaba y sus costosos trajes. Empezó a abrir los cajones y a sacar cosas, siempre con movimientos precisos y cuidados.
– ¿Qué buscas?
Danny la miró por encima del hombro y, sonriendo, dijo:
– Si alguien pregunta, di que llegué a eso de las once, ¿de acuerdo?
Ange ni se molestó en contestarle.
– ¿Para qué quieres todo eso?
Vio el cuchillo de la carne, el del pan y el pelapatatas envueltos en un trapo limpio.
Danny no le respondió.
– Cuando llegue el viejo, dile que me has visto irme a la cama.
Se metió el paquete dentro del abrigo y añadió:
– Aún está en el pub, borracho como una cuba. No se te ocurra decirle nada de esto, ¿de acuerdo?
Ange asintió y agachó la mirada.
– Hay dinero en el cajón de arriba de mi cómoda. Coge uno de los grandes y haz lo que quieras, llévate a los chicos fuera y no vuelvas hasta que yo te lo diga. Limítate a llevártelos de aquí y tener la boca cerrada.
Ange no respondió y eso le fastidió.
Cuando salió del piso, pocos minutos después, Ange suspiró, preguntándose en qué estaría metido ahora. Ange no se movió de su asiento. La tregua seguía en pie, pero últimamente prefería pasar por alto la conducta de su hijo y simular que todo iba a pedir de boca. De hecho, estaba más interesada en cuándo vendría su marido y en qué condiciones. Era la única forma de soportarlo. Se dio cuenta de que si no pensaba mucho en ellos y se concentraba en sus otros hijos, su vida resultaba mucho más soportable.
Michael se dio cuenta de que lo que estaba a punto de hacer lo catapultaría dentro del mundo real. Hasta aquel momento, se había limitado a ser el cerebro de la sociedad, pero ahora le había pedido que participara en la tarea que se le había encomendado a Danny Boy para que conquistara el mundo y sabía de sobra que, si se negaba, estaría acabado para siempre. Danny, además, dependía de él para que ese trabajo nocturno saliera bien y pudiera llevarse a cabo sin el más mínimo inconveniente. Por otro lado, se percataba de que Danny quería que se involucrase porque de esa forma no podría salirse de la sociedad, ya que, si todo salía como lo tenían planeado, se convertiría en un miembro hecho y derecho de la comunidad delictiva. Era un asunto muy serio que, o bien los consolidaba, o bien los marginaba para siempre, por lo que debían evitar hasta el más mínimo error, algo de lo que se encargaba Danny. Después de esa noche ya no habría vuelta atrás. En realidad, no se sentía preparado para esa clase de negocios y, por un momento, pensó que aquello sería salirse del campo de acción de su pequeña sociedad, a pesar de que dicha sociedad sólo tenía éxito gracias a la reputación de Danny Boy, pues a él sólo lo consideraban sencillamente su socio, su compañero. No cabía duda de que era Danny quien gozaba de esa reputación, quien se la había ganado y quien no había desaprovechado ninguna oportunidad para afianzarla. Michael se dedicaba al aspecto financiero, pero era Danny quien se aseguraba de que no faltase la fuente de ingresos. La familia de Michael dependía de él, al igual que la de Danny; en pocas palabras, que había hecho un pacto con el diablo y ahora ese cabrón exigía su trozo de pastel.
Por eso se encontraba en un sótano húmedo de Bow Road esperando a que Danny Boy acabara con su última víctima, sólo que esta vez no le iba a romper las costillas o mandarle un mensaje de advertencia, sino que pretendía hacerla desaparecer. Era una empresa muy arriesgada, en la cual se había involucrado por miedo a que Danny se enfureciera y porque necesitaba cuidar de su familia; de no ser así, habría salido corriendo.
– Aún está fuera de combate.
Danny parecía aliviado, aunque Michael sabía que no pensaba faltar a la promesa que le había hecho a Lawrence. Ya no había forma de retroceder, pues las cosas habían ido demasiado lejos. El hombre que estaba tirado en el suelo jamás permitiría que se saliesen con la suya, por tanto el caso era matar o que te matasen. Por primera vez se sintió aterrorizado de lo que iban a hacer porque sabía que si las cosas salían mal, sería su final.
Danny Boy miró con desprecio a Jeremy mientras yacía en el suelo. Tenía las manos atadas a la espalda y el rostro amoratado. En cuanto recuperase la conciencia, el dolor que notaría en la nuca y en la espalda sería insoportable; además, le sangraban los oídos y los ojos. Nada de eso perturbaba lo más mínimo a Danny, pues se había convertido en una persona carente de sentimientos a la que sólo movía cierta curiosidad por el espíritu humano. Además, Louie les había proporcionado ese lugar tan seguro. Por mucho que gritase, nadie les escucharía. Por ese motivo, Danny, al contrario que Michael, no temía que la policía se presentase. Su único temor era no llevar a cabo el trabajo que le habían encomendado, no desempeñarlo con la astucia y la pericia necesarias.
Danny encendió un cigarrillo y le dio una profunda calada.
– ¿Te encuentras bien, Mike?
Se lo preguntaba de verdad y Michael le respondió con la misma sinceridad.
– Bueno, la verdad es que no, pero sobreviviré.
Su respuesta le hizo reír.
– ¡Que le den por culo!
Danny se arrodilló y apagó el cigarrillo en la cara de Jeremy, que recuperó la conciencia y gimió.
– Vaya, por lo que veo te has despertado.
Danny le hablaba como si se tratase de un niño pequeño, con un tono amistoso y el rostro carente de cualquier emoción. Cogiendo el sacacorchos del suelo se lo acercó hasta el ojo derecho.
– Es tu última oportunidad. Dime, ¿le has hablado a la pasma de nuestro amigo?
El hombre miró el rostro del joven que estaba echado encima de él y, con los labios rígidos, le respondió:
– Que te jodan.
Jeremy sabía que era hombre muerto, por lo que estaba dispuesto a hacerlo con la mayor dignidad posible. Sabía que de eso se hablaría largo y tendido en su ambiente y quería que todos supiesen que había muerto mostrando toda su entereza. Eso lo haría respetable.
Danny suspiró una vez más y, después de mirar el rostro aterrorizado de Jeremy, le dijo:
– Voy a sacarte un ojo y, si luego quieres seguir jugando a hacerte el héroe, te sacaré el otro. Voy a romperte hueso por hueso hasta que me digas lo que quiero oír, así que no te hagas el duro porque eres hombre muerto de todas formas.
Luego, antes de que Jeremy pudiera contestarle, le clavó el sacacorchos y le sacó el ojo y parte del hueso de la mandíbula. El ruido del metal contra el hueso era estremecedor, el grito pareció alargarse hasta la eternidad y la sangre corría por todos lados. Michael lo observaba horrorizado, tanto que sintió arcadas y terminó por vomitar en el suelo.
Danny se levantó, encendió otro cigarrillo e ignoró el dilema en que se encontraba su amigo. Luego se dirigió a una mesa que había cerca de la puerta y se sirvió un whisky. Colocó el sacacorchos en la mesa, con el ojo de Jeremy clavado en él. Lo volvió a coger, desprendió el ojo con el dedo índice y lo miró caer al sucio suelo. Le dio un pisotón y lo restregó contra el piso.
Cogió su copa y se la terminó de un trago. Luego sirvió otra y le acercó el vaso a Michael.
– Bébete eso, blandengue de mierda.
Jeremy estaba más callado. El insoportable dolor y el darse cuenta de lo que le iba a suceder lo tenían absorbido. Se estaba ahogando en su propia sangre y era plenamente consciente de que estaba agonizando. Se dio cuenta de que Danny Boy Cadogan era un bicho raro, un sádico que disfrutaba con ese tipo de trabajos, una de esas personas que se deleitan infligiendo daño y que están dispuestas a hacer lo que sea con tal de conseguir las respuestas que desean.
Michael se bebió el whisky de dos tragos. Sudaba tanto que Danny lo olía, a pesar del intenso hedor a sangre que reinaba en el ambiente. También percibía el sabor de la victoria porque tenía la certeza de que Jeremy terminaría por decirle lo que quería saber.
Danny condujo a Michael hasta una vieja silla de oficina y lo hizo sentar con un gesto cariñoso. Michael miró los restos del globo ocular espachurrado en el suelo y volvió a sentir unas terribles náuseas.
– ¿Te encuentras bien, colega?
Michael asintió, aunque su estómago estaba decidido a vaciarse por completo.
– Eres un cobarde. Este tipo es un jodido chivato, no sé por qué te pones así.
Le guiñó el ojo alegremente y regresó a donde Jeremy gemía. Volvió a arrodillarse a su lado.
Jeremy balbuceaba incoherencias, tratando de librarse de sus ataduras. Deliraba por el dolor y le preocupaba saber que ese muchacho jamás hablaría con respeto de su muerte, sino que bromearía con ella y que disfrutaría viéndole rogar que pusiese fin a su tortura. Estaba acabado y lo sabía.
Danny prestó atención y finalmente logró sonsacarle la respuesta que deseaba.
– Bueno, eso ya es otra cosa.
Luego, sonriendo de satisfacción, empezó a torturar a Jeremy, observando cómo su cuerpo se retorcía por la agonía, observando los gestos de miedo que mostraba su rostro, escuchando los gemidos de dolor que emitía cuando ya era incapaz de pronunciar palabra alguna. Danny Boy se sentía fascinado por esa muerte. Sabía que, por primera vez, iba a presenciar cómo alguien abandona esta tierra, abandona todo lo que sabe y a todos los que conoce. Sintió el poder que le proporcionaba su posición, el poder de disponer de la vida de alguien, de devolvérsela o de arrebatársela. Al final se aburrió de sus juegos y se hartó de escuchar las súplicas de Michael para que dejara de hacerle sufrir, así que se levantó y acabó de una vez por todas con la vida de Jeremy.
Todo eso formaba parte del aprendizaje, sólo que en esta ocasión el que había recibido la lección no era el hombre que yacía muerto en aquel mugriento suelo, sino Michael. Se dio cuenta de que aquella noche había sido la primera de otras muchas que vendrían después y de que Danny ya no le dejaría apartarse de su lado nunca jamás. Él estaba tan involucrado en ese asunto como Danny, puesto que lo había presenciado en primera línea y había permitido que sucediese. Cuando vomitó de nuevo, escuchó la sonora carcajada que soltaba su amigo al ver su debilidad.
– Tranquilízate, Mike. El muy cabrón era un chivato y se lo tenía bien merecido.
Danny Boy encendió otro cigarrillo y se sirvió otra copa. Tenía las manos manchadas de sangre, y después de darle una calada a uno de sus Embassy, añadió:
– ¿Viste las tetas de Caroline Benson esta noche? Definitivamente, la he incluido en mi lista.
Michael no le respondió porque no sabía qué decir.
– Nadie encontrará su cuerpo, señor Mangan.
Lawrence asintió casi imperceptiblemente, satisfecho de los modales respetuosos que empleaba el muchacho y del aura que desprendía tras haber hecho un trabajo impecable.
– Bien hecho, muchacho. Ahora que sé lo que le dijo ese cabrón a la pasma, podré resolver el asunto.
Danny no respondió. Sabía de sobra que debía tener la boca cerrada.
Mangan había visto el cuerpo antes de que se librase de él y apreció que el muchacho se hubiese lavado y acicalado antes de presentarse para recoger su merecido salario. No lo insultó reiterándole que no hablara con nadie del asunto, pues sabía que estaba fuera de lugar. Una vez que estuviera dentro de la empresa, la gente sacaría sus conclusiones, pero una cosa era especular y otra saber.
La policía sería sobornada con dinero, como siempre, pero la oportunidad de echarle mano y de implicarlo, ya fuese con el juego o con las mujeres, se había desvanecido por completo. Sin Jeremy, no tenían nada de qué acusarle. Ahora se trataba únicamente de limitar los daños, pero Mangan jamás saldría a relucir, pasara lo que pasara.
Lawrence arrojó un sobre marrón grande al otro lado del escritorio y Danny Boy se quedó sorprendido de lo grueso que era. Pensó que algún día sería como ese hombre, pues estaba decidido a ponerse a su altura, ser su igual y no su empleado.
– Hay veinte de los grandes, diez por el trabajo y diez por tu salario mensual. Ahora trabajas para mí, muchacho. Pero guárdalos durante un tiempo. Te pagaré cada seis semanas y, cuando te necesite, me pondré en contacto contigo.
Danny asintió, cogió el sobre y se lo metió en el bolsillo sin abrirlo.
– Gracias, señor Mangan.
Habló con el respeto que agradaba y exigía ese hombre.
Lawrence lo observó cuando se marchaba y se percató de su fortaleza, de la solidez de sus jóvenes músculos y de la malicia que escondía su personalidad. Danny Boy Cadogan sería alguien a tener en cuenta, de eso no cabía duda, pues tenía la habilidad de hacer lo que se le pidiera sin hacer preguntas. Al fin y al cabo, ese muchacho había eliminado a los Murray y había dejado tullido a su propio padre, por eso no cabía duda de que sabía jugar a ese juego.
Cuando oyó que abandonaba el local, Lawrence Mangan se dirigió a su otra oficina. Allí estaba su viejo amigo esperándole:
– Me aconsejaste bien, Lou. El muchacho sabe lo que hace. Vaya cabrón que está hecho.
Louie se encogió de hombros sin darle importancia.
– Es un buen muchacho, pero te aconsejo que tengas cuidado con él. Tú viste el cuerpo de Jeremy. Pues bien, si le conozco bien, te diré que seguramente ha disfrutado hasta el último segundo. Es como un perro rabioso. Si le das de beber y de comer, no habrá problemas; pero si no le das de comer o le haces daño, tendrás que vértelas con él.
Louie habló con tristeza porque recordaba al joven que había aparecido por primera vez en su desguace buscando trabajo. Ese muchacho había desaparecido y ya jamás regresaría. Ésa era la parte negativa del mundo en que vivía, y Danny Boy Cadogan, gracias al hombre que lo había engendrado, ahora encajaba perfectamente en él.
Capítulo 9
Michael abrió los ojos, vio la luz cegadora del día y los cerró de nuevo. Notó que ya era de tarde. Sin mirar el reloj que estaba a su lado, supo que serían las cuatro o las cinco de la tarde. El día ya se había acabado.
La chica se agitó y por eso se dio cuenta de que no estaba solo. Parpadeando, volvió a abrir los ojos y la miró; estaba acurrucada, hecha un ovillo, con su cuerpo pegado al suyo. Se sintió aliviado al saber que no la conocía de nada. Tenía el pelo largo y rubio, y un rostro infantil. Por lo que veía, tenía unos hombros estrechos y unas bonitas piernas. Hizo un esfuerzo por tratar de recordar cómo la había conocido, pero no pudo.
Se levantó de la cama con sumo cuidado. Le alegró saber que no se encontraba en su casa y que podría marcharse antes de que ella se levantase y empezara con la cantinela acostumbrada. Las chicas lo sorprendían a veces. Se acostaban contigo, un completo extraño, y al día siguiente ya esperaban que las tratases como si fuesen reinas. El las aborrecía a todas.
Mientras se vestía, volvió a mirarla. Era una muñeca muy bonita, con unos pechos pequeños para su gusto, pero sin duda no escasos. No era la primera vez que se acostaba con una de esas chicas: fulanas del tres al cuarto que se buscaban la vida. Luego, para colmo, creían que, por el mero hecho de habérselas follado, ya tenían algún derecho sobre él. A veces resultaba engorroso porque se le habían acercado cuando estaba en público, siempre mascando chicle, sonriendo y con una familiaridad que le provocaba un rechazo inmenso aun antes de que hubieran abierto la boca. Aquello tenía que acabar, porque se estaba convirtiendo en una fea costumbre. Cuando se puso los mocasines un tanto compungido, se dio cuenta de que ella ya se había despertado y lo estaba observando.
– ¿Te vas?
Era una pregunta, ni más ni menos. Asintió, tratando de evitar discusiones a menos que fuese necesario.
– De acuerdo. ¿Nos vemos luego?
A su manera, era una chica guapa y atractiva. Tenía el cuerpo tenso por el deseo. Michael se dio cuenta de que sabía tanto de él como él de ella.
– Ya te llamaré.
La chica soltó una carcajada. Luego se sentó en la cama y se estiró perezosamente, mostrando todo su esbelto y joven cuerpo, y él lamentó repentinamente el querer haberse ido tan pronto. Con ingenuidad, dijo:
– No tengo teléfono, colega, así que deja tu número y ya veremos.
Asintió mientras se preguntaba dónde estaría y cómo había llegado hasta ese sitio. Tuvo la impresión de estar en el sur de Londres, no sabía por qué, pero ésa era la sensación.
Antes de bajar la mitad de las escaleras vio que se encontraba en una especie de squat[6]. Cerca de la entrada principal vio a Danny Boy apoyado en el marco de la puerta que conducía al salón de la casa, con su sonrisa de siempre.
– ¿Te encuentras bien, Mike? Pensaba que te había matado a polvos.
Aún conservaba su aspecto fresco y lozano. Michael envidiaba su capacidad para ingerir anfetaminas y mantenerse sobrio durante toda la noche.
– Estoy hecho una mierda, Dan.
Danny se rió.
– No lo tomes a mal, Mike, pero debería haber resuelto ese asunto yo solo.
Con un gesto, le indicó que lo siguiera hasta la cocina, y Michael se dio cuenta de que no le quedaba otra opción que obedecerle. El salón estaba vacío, salvo por una chica morena que yacía dormida en el suelo. Aún estaba borracha, pero su pelo moreno le trajo algo a la memoria. Pasó por encima de ella y entró en la diminuta cocina. El olor a basura y a ropa sucia le dio de lleno y se tuvo que llevar la mano a la boca para no vomitar de nuevo.
– Qué peste.
Danny aún sonreía cuando abrió la puerta trasera y salió a un patio que se suponía era el jardín. Había un viejo sofá bastante destartalado, pero que todavía parecía cómodo. Se sentaron uno al lado del otro. A su alrededor se oían los ruidos y se percibía el aroma típicos de los domingos por la tarde. Las radios estaban puestas y el olor de la carne asada impregnaba el aire de promesas. A los dos les entró un hambre voraz y repentina.
– Ayer se te fue la olla. ¿Te acuerdas de algo?
Michael negó con la cabeza pesadamente.
– La verdad es que no. ¿Está el coche fuera?
– Más vale que sí. Tienes treinta de los grandes en el maletero.
Danny volvió a reír y Michael cerró los ojos al recordar los acontecimientos que habían tenido lugar la noche anterior. Llevándose las manos a la cabeza, gritó:
– No lo hicimos, ¿verdad? No me jodas, Dan, y dime que no lo hicimos.
Danny se reía a carcajadas y su risa era tan contagiosa que Michael empezó a reírse con él.
– Lawrence nos va a matar.
– ¿Por qué? Nos pidió que hiciésemos algo y lo hemos hecho. El dinero está en el coche, la deuda se ha cobrado y de paso nos hemos llevado un pellizco. Todo el mundo ha salido ganando.
– Pero treinta de…
Danny se había quedado serio.
– Nos hemos ganado ese dinero limpiamente y nadie puede reprocharnos haberlo cogido. Estaba allí y lo cogimos. Punto.
Michael sabía que su amigo tenía razón. Habían cobrado una deuda de juego para Lawrence, algo muy normal en los últimos tiempos, sólo que esta vez el hombre al que tenían que cobrar la deuda había sido lo bastante afortunado como para tener un golpe de suerte esa misma tarde. De hecho, tenía dinero de sobra para pagar la deuda y para meterse en una nueva. Ellos cogieron el dinero de Lawrence, tal como se esperaba, pero luego decidieron quedarse con el resto para darle una lección. Al menos, eso fue lo que se dijeron uno al otro. Estaban tan colgados que en realidad le robaron, incluso llegaron a encañonarlo con una pistola. Le vieron el manojo de billetes y decidieron que tenían derecho a llevarse un porcentaje por las molestias que se habían tomado buscando a ese cabrón por todo el Smoke.
El hombre en cuestión, un tal Jimmy Powell, no era precisamente conocido por tener demasiados amigos y se había ocultado tan bien que ellos se habían demorado en el cobro de la deuda; por eso, cuando lo vieron, decidieron darle una buena zurra, no porque quisieran quedarse con el dinero, sino porque se había reído y mofado de ellos. Había cometido el error de no tomarlos en serio, más aún teniendo dinero para pagarles. Y lo que es peor, había pensado que iba a salirse con la suya.
Había sido un robo en toda regla, pero también un dinero fácil. Pensaron que lo único que habían hecho era aprovechar una oportunidad que se les había presentado; por tanto, ¿qué había de malo en ello? No habían sido los primeros ni serían los últimos en aprovechar la oportunidad de llevarse un pellizco por su cuenta. Además, el hombre en cuestión no estaba en situación de quejarse. Después de todo, él tenía la culpa de que hubieran recurrido a ellos. Lo malo era que lo habían pillado con más dinero de la cuenta. Quince de los grandes no era moco de pavo y el tipo era un mierdecilla que se había escabullido alegremente mientras ellos llevaban semanas buscándolo. Pensaban que se merecían ese dinero extra por su dedicación al trabajo y por el mero hecho de haberse burlado de ellos. Sin embargo, ambos sabían que había algo más, que era la forma en que Danny Boy quería decirle a Lawrence que no estaba contento con la situación. Los estaba utilizando como recaderos, algo que Danny le recordaba cada vez que tenía ocasión, pero se había equivocado con ellos pensando que por unas pocas libras tenía garantizada su lealtad.
Los estaba poniendo a prueba, ellos lo sabían y, lo que es peor, sabían que él lo sabía. En los últimos años los había utilizado para hacer el trabajo sucio y ellos habían respondido bien y de buena manera. Pero ahora ya tenían veinte años, se habían hecho hombres y ambicionaban más de lo que él les ofrecía. El dinero era algo fácil de conseguir, ambos tenían un don para hacerlo. Danny, además, se estaba impacientando y quería librarse de esa atadura para hacer lo que quisiera cuando quisiera. Michael sabía que Danny era capaz de lograrlo y, como de costumbre, lo arrastraría a él también. No era la primera vez que se habían salido de la línea, ni tampoco sería la última, pero era la primera vez que se habían llevado un buen dinero, una cantidad cuantiosa, dinero de un gánster, además.
Bueno, ahora lo único que podían hacer era ver cómo se sucedían los acontecimientos. Las cosas habían salido así y ellos se habían aprovechado de la oportunidad, por lo que no les quedaba otra opción que esperar y ver cómo se resolvía el asunto.
Michael, al igual que Danny Boy, tampoco sabía a ciencia cierta si le darían una paliza cuando menos lo esperaran o recibirían la aprobación que tanto ansiaba Danny. En cualquier caso, ambos lo sabrían antes de que se acabase el día.
Mary Miles tenía quince años y, fuese donde fuese, atraía las miradas de todos. La atención que le prestaban no era la debida, lo sabía porque su madre se había encargado de hacerla sentirse culpable por ello. Se comportaba como si Mary pudiera evitar que eso sucediera. Los hombres, jóvenes y mayores, la miraban y se sentían tan atraídos por ella que podía palpar el deseo, a pesar de que no hacía nada para suscitarlo.
Al cumplir los doce, había desarrollado en un santiamén un pecho que era la envidia de todas sus compañeras de escuela. Sin embargo, su madre la hacía sentir como si lo hubiera hecho con el único fin de contrariarla. Cuanto más guapa y atractiva se ponía, más responsable se sentía por el malestar de su madre y menos estima se tenía. Pensaba que tenía un cuerpo grotesco y escuchaba incrédula cómo su madre le advertía que terminaría mal. Cada vez que su madre se emborrachaba, cosa que sucedía a cada momento, se dedicaba a destruirla. Siempre estaba en boca de todos. Su capacidad para ingerir alcohol era legendaria, pero conservaba la sensatez necesaria para asegurarse de que su hija no saliese nunca a la calle con sus amigas. Michael, a quien Mary adoraba, era aún más dominante y la tenía más controlada que su madre en muchos aspectos, pero él, al menos, lo hacía por su bien.
Cuando se arrodilló en la iglesia, Mary notó la mirada de su madre puesta en ella. Empezó a rezar intensamente, como solía hacer, rezar por lo único que deseaba en este mundo: alejarse. Alejarse no de su madre, sino del medio donde había nacido. Alejarse del alcohol, de la miseria, de la constante vigilancia que se precisaba para vivir en ese mundo. Mary odiaba la forma en que la coaccionaban para que hiciera lo que se esperaba de ella. Su madre tenía un don especial para provocarle un desánimo que otras chicas, las que se decían más experimentadas, habrían tardado años en comprender. Mary sabía por qué la miraban los hombres; de hecho, a veces hasta disfrutaba con ello porque era el único poder que tenía. Además, eso molestaba a su madre, lo cual era un aliciente más.
Mary se parecía a su madre. Ambas eran muy bellas, pero mientras Mary ansiaba disfrutar de ello, su madre procuraba que no siguiera su mismo camino, que no echase a perder su vida con alguien a quien después ya no vería ni por asomo. La religión era su único consuelo y la había acogido con tal fervor que eso le había dado cierto caché al cura entre su círculo de amistades. No importaba lo borracha que estuviese, siempre iba a la misa del gallo; era una forma de justificar su comportamiento. No importaba de qué la acusasen, cosa que solía suceder con frecuencia al final de sus escapadas, siempre asistía a misa religiosamente. Ese juego de palabras siempre la hacía reír, pero la hipocresía formaba parte de su vida.
Pensaba vigilar a su hija como si fuese un halcón y pensaba asegurarse personalmente de que no se echaría en brazos del primer cabrón inútil que se presentase. Si usaba el sentido común, le encontraría un buen partido, pero sólo si la vigilaba estrechamente y ella seguía sus consejos. Se estaba haciendo mujer; los hombres se interesaban por ella, y ella empezaba a sentir lo mismo. Por esa razón, la señora Miles quería asegurarse de que su hija terminase con alguien que le diese algo más que hijos y quebraderos de cabeza. Quería que encontrase a alguien que cuidase de ella, alguien que le diese no sólo un puñado de libras, sino un lugar respetable en la familia. Quería que su hija supiese que, una vez que se acababa eso que llamaban amor, a muy pocas mujeres les quedaba nada, salvo seguir existiendo. Una vez que la belleza se desvanecía y su cuerpo empezaba a engordar y descolgarse, lo único que les quedaba era tratar de seguir adelante, ya que para entonces tenían un racimo de niños colgando de sus pechos que acaparaban toda su existencia.
Ella lo sabía de sobra. Se había limitado a existir durante años y ahora dependía de su hijo para que le proporcionase el sustento diario. Michael era un buen muchacho, pero sin Cadogan hacía tiempo que se habría hundido en la miseria. Al igual que su padre, carecía de agallas y, si él le fallaba, su hija sería la gallina de los huevos de oro. Si Michael se hacía valer, podría encontrar un buen partido para ella y sería respetada. Sin él, seguro que caería en manos de un guaperas que tuviera unos bonitos dientes y mucha labia.
Amor y deseo, dos cosas completamente diferentes aunque no te dieses cuenta de ello hasta que madurases y tuvieras unos cuantos niños pegados a tus faldas; es decir, demasiado tarde para corregir tus errores, ya que, para entonces, te veías unida a un hombre que no sólo te había faltado el respeto, sino al que necesitabas en todos los sentidos y por las razones menos convenientes. El dinero, sin duda, la principal, pero también el miedo a la pobreza y a no poder pagar el alquiler. Pues bien, eso no iba a sucederle a su Mary si estaba en su mano evitarlo. Pensaba reservarla y el que asistiera a misa a diario formaba parte de su plan. Si conservaba su figura y su virginidad, algún día tendría lo que quisiera y, aunque ahora no se daba cuenta de ello, más tarde se lo agradecería. Después de todo, la vida ya era demasiado dura sin necesidad de caer en manos de alguien que no supiese valorarla.
En cuanto comenzó la misa, agachó la cabeza y rezó pidiendo el consejo que tanto necesitaba. Dios era bueno, al igual que su hija, y ella pensaba asegurarse de que continuara así. No quería que la historia de su vida se repitiese; ella conseguiría todo lo que un buen hombre puede proporcionarle a una mujer y ese día pensaba aprovecharse de la buena suerte de su hija. Por mucho que la gente pensase lo contrario, ella se lo había ganado.
Ange había vestido a los niños con sus mejores ropas y los había llevado al cine; su hijo le había pedido educadamente que se los llevase ese día. Resultaba un tanto extraño para ellos, a pesar de que ahora no les faltaba dinero. De hecho, se había dado cuenta de que, ahora que podía, jamás tenía ganas de llevarlos a ningún sitio. Una cosa era prometer algo y otra muy distinta llevarlo a cabo.
Que su hijo se asegurase de que no les faltase de nada le enorgullecía, pero que su marido tuviera que ser vilipendiado y humillado en su propia casa le molestaba enormemente. Sin embargo, no le había quedado más remedio que resignarse porque pensar en volver a los tiempos de antes la aterrorizaba, más ahora que se oían rumores de que Danny Boy había cortado sus relaciones con Mangan y no sabía cómo iban a terminar las cosas.
Danny era un tipo duro, un hombre de armas tomar, y la avergonzaba admitir que hasta ella, su propia madre, le tenía miedo. Si era sincera y honesta, ni ella misma sabía a ciencia cierta de qué era capaz. Que fuese alguien conocido y que su reputación le hubiese proporcionado el respeto que ella siempre había anhelado, ahora no le importaba lo más mínimo. Resultaba sorprendente con qué facilidad se había olvidado de lo que su marido había llegado a ser en sus buenos tiempos, con qué facilidad había reescrito la historia a su modo haciéndole parecer un santo que se había alejado del buen camino porque había sido mal aconsejado. Desde que su hijo lo había puesto en su sitio, se había convertido en el marido que siempre había deseado tener. Ya no sentía simpatía por nadie y era incapaz hasta de tener el más mínimo rollo con una mujer, de lo cual se alegraba. El decía que era impotente, pero ella sabía que en realidad ya no la deseaba. No desde que había perdido a su último hijo y Danny Boy había dejado claro cuál era la situación. Desde entonces, sus relaciones físicas se habían ido reduciendo gradualmente hasta quedar en nada. Ella se consolaba pensando que tampoco tenía nada con nadie, pues su hijo no sólo lo había dejado tullido, sino que le inspiraba tanto miedo que no podía mantener ninguna relación con nadie. Además, ¿quién iba a querer algo de él? Ahora hablaban, tenían la relación que ella había deseado desde siempre, pero tampoco se podía decir que fuese gran cosa. Sus flirteos habían sido la causa de muchas de sus peleas de las que nunca había salido victoriosa, amén de que las reconciliaciones posteriores le habían dejado huella. Ahora deseaba que esos tiempos volviesen, aunque eso no sucedería, y lo único que tenía era un hijo que toleraba a su padre y, si era sincera, asustaba a su madre. No había duda: Danny había cambiado mucho y no precisamente para bien.
Mientras miraba a sus hijos más pequeños pensó en lo mucho que había esperado de la vida y en lo poco que ésta le había dado.
Michael Miles estaba exhausto y, cuando se sentó en la impecable cocina de Ange, bostezó sonoramente. Danny Boy, sin embargo, parecía completamente despierto e iba de un lado para otro por la rabia contenida. Se movía nerviosamente y se veía que estaba irritado y molesto porque sabía que Mangan le iba a dar un tirón de orejas. Danny consideraba tal cosa una ofensa personal y empezaba a sentirse más irritado que de costumbre porque sabía que la gente estaría al tanto de aquello. Se le podían hacer o decir muchas cosas a Danny Boy, pero llamarle la atención y ponerlo en ridículo en público no era precisamente una de ellas. Eso era algo que cualquiera que le conociese trataría de evitar por todos los medios.
Mangan, sin embargo, no era de los que lo conocían muy bien, por eso Michael estaba seguro de que ese día iba a ser otro más de los muchos que más valía borrar de su memoria. Danny era una estrella en muchos aspectos, un buen colega y un amigo generoso que sería capaz de asesinar por él, de eso estaba seguro. Desgraciadamente, para su sorpresa, también había descubierto que era capaz de asesinar a alguien por mero capricho. Danny era de esas personas que disfrutan con su notoriedad y estaba decidido a aprovecharse de ella. También era de los que no admitían críticas, aunque viniesen de alguien como Lawrence Mangan, que no sólo le proporcionaba su sustento, sino que asustaba a cualquiera que conociese.
– ¿Qué pasa? ¿Te estás durmiendo?
Michael sonrió, aunque no estaba de humor.
– Por supuesto que no, pero estoy hecho una mierda.
Danny Boy asintió y empezó a deambular de nuevo por la habitación. Sus pasos retumbaban sobre el linóleo y tenía los puños apretados. Se veía que estaba preparado para cualquier eventualidad que se presentase.
– Relájate, ¿quieres? Mangan no es un gilipollas, Dan, y comprenderá la parte económica de la situación cuando le contemos lo que sucedió. Pero prométeme que no le ofenderás innecesariamente ni te pondrás a gritarle. Recuerda que le necesitamos más que él a nosotros, al menos de momento.
Sólo Michael podía decirle semejante cosa y ambos lo sabían. De haber sido otro, ya se podía dar por muerto. Precisamente esa cualidad suya era una de las más admiradas por los mayores. Danny vivía de acuerdo con las viejas normas y eso haría que siempre se mantuviese en una buena posición. Tenía la arrogancia propia de los gánsters de los viejos tiempos, la necesidad de ser apreciado por lo que era y la decisión de hacerse tratar como creía que merecía ser tratado, y no sólo por el público en general, sino también por sus contemporáneos. En muchos aspectos, era un matón que esperaba que hasta la gente decente viviera según sus normas delictivas. Era algo tribal que a Michael le recordaba la época en que lo único que tenía la gente era el respeto, algo a lo que confería suma importancia. Si no se los respetaba, sus egos, lo único que los distinguía de los demás, se veían afectados.
– Me portaré bien, siempre y cuando no empiece a joderme. Tenemos derecho a llevarnos un pellizco y él lo sabe, o al menos debería saberlo.
Lo dijo con la convicción acostumbrada. Danny pertenecía a la vieja escuela y, como creía que todos vivían bajo su mismo código, cuando alguien lo contrariaba, lo decepcionaba y le provocaba una pena indescriptible.
Llamaron a la puerta y Michael se sintió salvado. Por fin había llegado Mangan y fue a abrir la puerta con una extraña sensación en sus entrañas. Danny era de los que se ofendía a la más mínima y a Mangan le sucedía otro tanto. Michael tenía los nervios hechos polvo, pero trató de disimularlo y lo recibió con una sonrisa amistosa en el rostro; era lo menos que podía hacer.
Lawrence Mangan miró a los dos jóvenes, sabiendo que no tardarían en darle problemas si no los ponía en su sitio. Sonrió, con esa sonrisa tan fácil y peculiar suya. Se percató de la animosidad de Danny Cadogan y, de alguna manera, sintió admiración por el muchacho que tenía delante. Admiración porque creía plenamente en sí mismo y en lo que hacía, sin importarle lo que los demás pensasen al respecto.
Danny era una persona arrogante y Lawrence sabía que se había ganado la admiración de muchos peces gordos. De hecho, en ese momento, quizá fuese su principal arma, ya que más de un capo aprovechaba y utilizaba su antagonismo natural. El muchacho también sabía de lo que era capaz y se deleitaba demostrándolo con sus hechos y en su forma de comportarse. Lawrence pensó que las predicciones de Louie se habían cumplido: el muchacho aspiraba a lo más alto y, cuando se decidiera a ascender, nadie se interpondría en su camino. Por tanto, tenía que asegurarse de que en el futuro se sintiese más valorado y perdonarle por su última fechoría. Debería cuidarse las espaldas y, cuando lo considerase oportuno, sabría instintivamente qué hacer. El muchacho era una anomalía y pensaba utilizarlo y aprovecharse de él hasta que tomase una decisión al respecto.
Había infravalorado a ese muchacho; además, cuando vio su casa, se percató de por qué tenía tanta necesidad de hacerse valer. Su casa era un agujero de mala muerte, un agujero muy limpio, eso había que admitirlo, pero un agujero. Danny Boy Cadogan había dejado tullido a su propio padre, por tanto no tendría el más mínimo problema en hacerle otro tanto a cualquiera que se interpusiese en su camino. Deseaba convertirse en un capo, un verdadero capo, y estaba dispuesto a lograrlo aunque para eso tuviese que quitar de en medio al más pintado.
Hubo un silencio tenso y molesto hasta que Michael lo rompió hablando con tranquilidad y respeto.
– ¿Le sirvo una copa, señor Mangan?
Ese comentario relajó el ambiente y la tensión se desvaneció cuando Lawrence sonrió de nuevo y asintió con la cabeza. Luego, alegremente, dijo:
– ¡Sois unos cabrones! Habéis dejado tieso a Jimmy Powell.
Danny se dio cuenta de que se había librado de que le echase una reprimenda y eso le hizo sentirse bien. Le gustaba llegar al límite y Lawrence Mangan era la primera de una serie de personas a las cuales pensaba dejarle claro hasta dónde llegaban los suyos. Para empezar, ya se había pasado de la raya y se había salido con la suya. Además, estaba amasando un buen dinero y pensaba utilizarlo para aumentar su potencial. A Mangan no le quedaba otra opción que dejarle el camino libre, y Danny estaba dispuesto a trabajar duro y esperar pacientemente hasta que se le presentase la siguiente oportunidad. El dinero era esencial para llevar a cabo sus planes y pensaba amasar el suficiente como para poner remedio a cualquier inconveniente que se le presentase, y eso incluía al hombre que tenía delante. Cuando llegase el momento oportuno, lo quitaría de en medio y le arrebataría todo lo que le había dado. Además, pensaba hacerlo con el mínimo de ruido y el mayor dolor posible. Utilizaría a ese cabrón como trampolín para su carrera delictiva, pero, hasta entonces, haría todo lo que le pidiese con una sonrisa complaciente.
Estaba decidido a conseguir todo lo que siempre había querido y deseado en la vida, de eso no le cabía duda.
Big Danny Cadogan se había enterado de la última hazaña de su hijo y, desde entonces, se había sentido sumamente molesto. De hecho, se había convertido en el tema de conversación de todos y eso le irritaba más de lo que quería admitir. El muchacho se estaba convirtiendo en una leyenda en su propio ambiente y los celos le estaban carcomiendo como un cáncer.
Mientras tomaba el té y hojeaba el Racing Post, observaba de reojo cómo su hijo más pequeño andaba detrás de su hermano tratando de pedirle un favor como si fuese el hombre de la casa, cosa que, a fin de cuentas, es lo que era.
– ¿Por qué me dices eso, Jonjo?
Danny Boy hablaba con un tono meloso, lleno de afecto y fraternidad. Jonjo estaba muy ligado a su hermano, todo lo ligado que se podía estar.
– Por favor, Danny, todo el mundo va a tener una por Navidad.
Jonjo miraba fijamente a Danny, convencido de que si se lo pedía varias veces, terminaría por concedérselo.
Así sucedía siempre, más si se lo pedía delante de su padre. Jonjo sabía que a Danny Boy le gustaba alardear de quién era el que mandaba en casa, demostrar que era capaz de cuidar de su familia. Le encantaba ver a su padre humillado por su hermano pequeño y sus necesidades. Ese tipo de cosas eran las que le hacían sentirse bien y feliz, al menos durante un rato.
– Creo que tienes muchas opciones de que te la regale por Navidad, Jonjo, pero sólo si ayudas a mamá en la casa y cuidas de tu hermana pequeña. Tenemos que cuidar los unos de los otros. Al fin y al cabo, la familia lo es todo, colega.
Jonjo emitió un suspiro de alivio, un largo y prolongado suspiro que dejó claro a todos los presentes que daba por hecho que le regalaría la bicicleta de carreras si no hacía una de las suyas, por supuesto.
– Ya sabes que cuido de ellas, Danny. Yo siempre hago lo que me corresponde.
Fue una indirecta muy inteligente dirigida a su padre, a sabiendas de que suscitaría una sonrisa en la cara de Danny.
Ange escuchaba compungida. Aunque estaba agradecida porque ya no tenía que trabajar tan duro como antes, lamentaba que su marido hubiese perdido el respeto y el amor de sus hijos. Aunque tuviesen razón y él no fuese nada más que un puñetero holgazán, era su puñetero holgazán y eso era lo único que a ella le importaba.
A Danny Boy se le estaban subiendo demasiado los humos y ella ya no sabía cómo manejarlo. Desde que había perdido su último hijo, Danny se había distanciado de ella, y Ange no sabía cómo recuperar algún tipo de relación con él sin pelear de nuevo por que su marido recuperase su lugar en la casa. La rueda de la vida te machaca lentamente, solía decir su madre, pero ella se estaba cansando de esperar a que pasase.
Su hija entró tan campante en la cocina, con el pelo brillante y los dientes relucientes. Al ver a Danny Boy se le iluminó la cara. La niña era la única alegría de su vida y ella lo sabía, y no sólo eso, también se aseguraba de que sus padres se dieran cuenta de ello. Era una chica muy astuta que necesitaba que alguien le bajase los humos, algo que Ange estaría dispuesta a hacer cuando llegase el momento oportuno. Entonces, que Dios la ayudase porque iba a disfrutar borrándole esa sonrisa de su bonita cara a bofetones.
Cuando Annuncia miró a su madre con su acostumbrada e irritante altanería, Ange tuvo que contenerse para no abalanzarse sobre ella en ese mismo instante. Esperó a que la niña se sentase y luego le colocó un plato con huevos y beicon; la tensión entre las dos se podía palpar.
Danny Boy observaba el ritual de todos los días entre su madre y su hermana y, echándose hacia delante, le gritó:
– ¿Por qué no le das las gracias a tu madre?
Lo dijo con tanta rabia que la madre y la hija se sobresaltaron.
– Acaba de prepararte el desayuno y tú, que te crees una reina, no le dices ni lo más mínimo.
– Perdona, Danny. Gracias, mamá.
Miraba a su madre con ojos asustados y la voz le temblaba por la emoción. No miró a su padre porque sabía de sobra que no tendría el valor de defenderla.
Ange trató de relajar la situación, ya que la pena que le inspiraba su hija la hacía olvidar sus anteriores resquemores.
– Es sólo una niña, Danny. Seguro que me lo agradece, ¿verdad que sí, hija?
Jonjo empujó el plato vacío y se echó sobre el respaldo de la silla con la esperanza de que esa discusión no redujera sus probabilidades de conseguir la bicicleta y de que su hermana no lo fastidiase todo, como siempre. Danny Boy, una vez más, había dejado claro a todos los presentes quién era el que mandaba.
Hasta Danny Boy se sentía dolido por haberle tenido que llamar la atención a su hermana, pero si había algo que no soportaba era la falta de respeto. Su madre, por muy bajo que fuese su concepto personal de ella, seguía siendo su madre y, como tal, debía ser tratada con respeto.
Libro segundo
El odio tarda mucho tiempo
en arraigar y el mío
ha ido creciendo desde que nací;
no por la salvaje tierra…
Creo
que este odio es por mi propia especie.
R. S. Thomas, 1913-2000
Those Others
Capítulo 10
1980
El casino no estaba demasiado lleno y Danny Boy escudriñó con la mirada los pocos clientes que quedaban. Sonrió y saludó a los clientes habituales y miró con su acostumbrado desprecio a los restantes. Sabía a quién debía tener de su lado y a quién ignorar, ya que eso se había convertido en parte de su rutina. La gente, además, esperaba eso de él, pues se había forjado una reputación. Era amistoso, aunque no empalagoso, con cualquiera que se hiciera respetar y tuviera contactos. Los trataba como si fuesen sus ¡guales y no le importaba soltarles una reprimenda cada vez que creía que se habían pasado de la raya. Los demás estaban muy por debajo de él y, por tanto, no merecían ni la más mínima consideración.
A los veinticinco años se había convertido en un hombre robusto de anchos hombros al que le sentaban muy bien los trajes caros. Tenía el pelo corto y peinado como los chicos de escuela, además de mantenerse en buena forma. Tenía la constitución de un boxeador y la agilidad de un hombre menos corpulento. Aún conservaba su aspecto juvenil, sólo que ahora le habían aparecido algunas arrugas en la frente. Tenía el aspecto de un hombre duro, hasta cuando reía o bromeaba con la gente. Había algo en él que inspiraba miedo a todas las personas con las que se relacionaba. Cuando explotaba, cosa que sucedía con frecuencia, había que verlo. Sus fuertes músculos se tensaban por la cólera y cobraba el aspecto de lo que era en realidad: un tipo de mucho cuidado, un lunático dispuesto a conseguir lo que se proponía. Siempre y cuando no lo arrestaran, no había duda de que iba camino de convertirse en uno de los más poderosos.
Mientras cruzaba el vestíbulo, miró a todos los rincones y, cuando se aseguró de que todo estaba en orden, se dirigió a su pequeña oficina en la parte de atrás para tomarse un descanso.
Era la madrugada del domingo y todavía le quedaban algunos asuntos que resolver. Entró en el pequeño aseo que estaba oculto por una cortina de terciopelo gruesa y, quitándose la chaqueta, abrió el grifo a tope. Mientras el agua se enfriaba, se remangó la camisa y se remojó la cara y la nuca. El agua estaba tan fría que le hizo temblar y luego se secó con una toalla áspera, frotándose fuerte para calentarse la piel. Era algo que hacía con cierta frecuencia, siempre que estaba cansado, ya que dedicaba muchas horas a sus diferentes asuntos. Sin embargo, eso le agradaba; le agradaba estar ocupado y parecer que lo estaba. Era otra forma de ganarse la vida. Oyó que Michael entraba en su oficina y salió a saludarlo.
Danny tenía su acostumbrada sonrisa en la cara y Michael se sorprendió, como siempre, de su buen aspecto, teniendo en cuenta lo cansado que debía de estar.
– ¿Lo has conseguido?
Michael asintió y sirvió una copa para los dos mientras Danny se arreglaba. Mientras se ponía la chaqueta, preguntó:
– ¿Cómo está tu madre?
Michael sacó un paquete del bolsillo y lo colocó encima de la mesa.
– Aún vive, aunque ni los puñeteros médicos se lo explican. Pero no creo que dure mucho. He puesto los otros dieciocho paquetes en el lugar de costumbre.
Michael se bebió el whisky de un sorbo. Aunque su madre había sido una verdadera pesadilla, seguía siendo su madre. Lo que le molestaba era la vergüenza que tenía que pasar, ya que todo el mundo sabía que estaba en el hospital. Le daban ataques de delirium trémens y gritaba y maldecía mientras su cuerpo se retorcía de dolor por la falta de alcohol.
– Está más amarilla que una margarita, pero aún sigue pidiendo que le den una copa.
Danny se quedó callado durante unos instantes. No sabía qué decirle a su amigo en un momento como ése.
– ¿Y cómo lo lleva Mary?
Michael se encogió de hombros.
– No lo sé. Apareció cuando me marchaba. Kenny la acercó, pero no se paró.
Se le notaba en la voz la rabia contenida, la rabia que le provocaba que su hermana estuviera acostándose con Kenny Douglas. Tenía veinticinco años más que ella y no era precisamente de fiar. De hecho, era un chulo, un chulo vicioso al que le gustaba intimidar a las mujeres. Así se ganaba la vida, intimidando y utilizando a los jóvenes que trataban de abrirse camino. No resultaba extraño que jamás se le hubiera visto en comisaría; él sólo utilizaba las amenazas y la intimidación, pero se valía de los jóvenes para que hicieran el trabajo sucio. A ellos parecía no importarles lo que les pudiera caer encima con tal de que se supiera que formaban parte de su banda, ya que eso les garantizaba cierto respeto. Kenny, además, se aseguraba de que a sus familias no les faltase de nada; por eso, a los ojos de todos, parecía un hombre benevolente cuando era un simple manipulador. Ahora estaba manipulando a la hermana de Michael y eso, a éste, lo roía por dentro. Sin embargo, como era un capo con muchos contactos, además de compañero de escuela de Lawrence Mangan, no le quedaba más remedio que callarse y mostrarle respeto.
– Ese tío es un gilipollas.
Danny no respondió. Se limitó a coger el paquete y, sosteniéndolo en la mano, le quitó parte de la envoltura de plástico y le dio un mordisco en la esquina. A los pocos segundos tenía los labios adormecidos y había conseguido relajarse un poco. Era de muy buena calidad y la soltaría de momento. A eso se dedicaban ahora: a las drogas de diseño, a los clubes y al juego. Esas tres cosas les habían permitido abrir el casino y comprar un par de pubs. Trataban de no llamar demasiado la atención, pero los que estaban metidos en el meollo les observaban con interés, tal como esperaba Danny. Ya había algunos que se les habían acercado para pedirles que hicieran algunos trabajillos al margen de Lawrence y todo se debía a que no les faltaba nunca ese polvo blanco. Tenían los contactos necesarios y la capacidad para ser los únicos que lo suministrasen. Nadie podía venderlo sin su permiso y se habían asegurado de que todo el mundo lo supiese. A cualquiera que pretendiera hacerse rico negociando con drogas se lo convencía de que lo dejara con el palo de un hacha o una cadena. El castigo se aplicaba con severidad y prontitud, tal como debía ser procediendo de Danny. Ahora se habían quedado con prácticamente todo el negocio y estaban ganando dinero de verdad. Ese polvo les proporcionaría todo el que necesitaran. Unas pocas semanas más y saldrían a la luz, cosa que harían de forma violenta y tan explosiva que los catapultaría a la estratosfera del mundo criminal. Danny esperaba con ansiedad que llegase ese día.
Mary miró a esa piltrafa de mujer que una vez había sido su madre y trató de contener su impaciencia. Lo único que deseaba es que se muriese y los dejase en paz de una vez por todas. Sin embargo, allí estaba, balbuceando, y su cuerpo, que un día había rebosado vitalidad y energía, era un esqueleto con piel colgando de los huesos. Parecía tan frágil que hasta su pelo, del que presumía en su época gloriosa, se había vuelto pajizo. Ahora estaba debilitado, quebradizo y de un color apenas discernible. La bebida era algo terrible cuando se metía en el alma de las personas. La bebida había convertido a su madre en esa caricatura de mujer y no había sido nada agradable verlo. Ella había sido causa de mucho dolor y sufrimiento en su vida y ponía difícil a sus hijos, como de costumbre, hasta el hecho de morirse.
Mary vio a Michael junto a la puerta y sonrió. Tenía un aspecto espantoso; sabía que la muerte de su madre le afectaría mucho. A pesar de todo, seguía queriéndola, igual que ella, a su manera. Sin embargo, ahora deseaba que se muriese, así enterrarían su cuerpo y seguirían con su vida. Vio su reflejo en el cristal de la ventana. Tenía una buena figura y lo sabía. Pensar que su madre, en su día, se parecía a ella le resultaba increíble. De hecho, viéndola ahora, resultaba casi increíble pensar que alguna vez había sido un ser humano. Durante toda su vida esa mujer le había repetido insistentemente que lo único que una mujer posee es su aspecto y ahora se daba cuenta de que no le faltaba razón. Ahora ya era una mujer y había visto con sus propios ojos qué le sucede a una chica que no dispone de los medios necesarios para cuidar de sí misma. Ella estaba precisamente con Kenny porque le proporcionaba el estilo de vida que siempre había anhelado y, de alguna manera, lamentaba que su madre no viviera y pudiera beneficiarse de eso.
Salió de la habitación y se acercó hasta donde se encontraba su hermano.
– ¿Te encuentras bien?
Michael asintió.
– ¿Cómo está Gordon?
Mary suspiró.
– Bueno, ya lo conoces. Viene, se queda unos minutos y desaparece. No soporta verla así.
Michael se pasó la mano por la cara. Estaba sudando de nuevo, la ansiedad lo estaba dominando y, al igual que sus hermanos, deseaba que su madre abandonase de una vez este mundo y los dejase continuar con sus vidas. Resultaba deprimente verla cada vez más débil, sabiendo que no se podía hacer nada para ayudarla y aliviar su sufrimiento.
– Vete a tomar un café. Yo me quedo con ella -dijo Michael.
Mary lo vio entrar en la habitación. Luego, dirigiéndose al ascensor, sacó los cigarrillos y el encendedor del bolsillo. Salió a la intemperie para fumar, a pesar del frío; cualquier cosa era preferible a verla sufrir.
Michael miró a su madre, se sentó a su lado y le sostuvo la mano. Ella abrió los ojos y le sonrió; el olor rancio de su aliento invadía la habitación. Estaba lúcida y sus ojos habían perdido el aspecto infantil de los días anteriores. Estaba despierta y pendiente, con su mirada fría y calculadora de siempre.
– Mikey, Mikey, por favor, tráeme algo de beber, aunque sólo sea para quitarme el frío, ¿de acuerdo?
Se lo estaba rogando, como había hecho infinidad de veces. Era tan manipuladora que aun a las puertas de la muerte utilizaba su muy considerable talento para aprovecharse de su culpabilidad. Postrada sobre las almohadas, casi sentada por sus dificultades para respirar, parecía vieja y acabada, y tan sólo sus ojos tenían algo de vida. Y ellos le imploraban lo único que de verdad había querido en su vida.
– No puedo dar este paso yo sola. Necesito un trago que me ayude. Por favor, hijo, una última copa y me iré de este mundo contenta.
Intentaba incorporarse y sentarse más erguida para dar más énfasis a lo que estaba diciendo. Llevaba días pidiéndole que le trajese una botella y ahora él había decidido darle el gusto. Sacó del bolsillo de la chaqueta una pequeña botella de Black & White y la levantó para que viese lo que le había traído. Mientras le servía el bendito líquido amarillento en un vaso de plástico, decía:
– Eres un buen muchacho, Michael, un buen hijo. Ya sabía yo que no me defraudarías.
Sostenía el vaso en sus labios cuando oyó que alguien entraba en la habitación. Era el párroco de la iglesia, el padre Galvin, un hombre grande y barbudo que también tenía fama por su afición a la bebida.
– ¿Le estás dando el agua bendita? Es muy cristiano de tu parte, hijo. Así se irá de este mundo más contenta.
El padre iba a darle la extremaunción y Michael observó cómo abría su maletín. Olió las hierbas y ungüentos que presagiaban la muerte de su madre, mezclados con el denso olor del whisky y pensó que era la forma más adecuada de poner fin a sus sufrimientos. Como había dicho el padre, era lo único que deseaba en ese momento y él estaba dispuesto a proporcionárselo: su último acto de generosidad para con ella. Mary regresó a la habitación y sonrió al ver que él le volvía a llenar el vaso. Su madre chupaba el vaso como un recién nacido un biberón, haciendo un ruido que se oía en toda la habitación.
Dos horas después cayó en un profundo sueño y sus hijos pensaron que ya no despertaría, pero lo hizo. Abrió los ojos y, con tristeza, dijo:
– No echéis a perder vuestra vida como lo he hecho yo y cuidad los unos de los otros.
Luego se fue.
Ni Michael ni Mary estaban preparados para la pena tan enorme que iba a producirles su muerte.
El sacerdote la bendijo por última vez y, sirviéndose lo que quedaba de whisky en un vaso mugriento de madera, exclamó:
– El fin de una era.
Luego levantó el vaso y, haciendo un brindis, añadió:
– Por una buena mujer que no pudo acabar con sus demonios por mucho que lo intentó. Ahora ya está en brazos del Señor.
Aquellas palabras le llegaron muy hondo a Mary, que terminó por derrumbarse y empezó a derramar las lágrimas contenidas durante toda su vida. Fuese la madre que fuese, era la única que habían tenido y la única que habían conocido. Ahora estaba muerta y ellos no sabían cómo reaccionar ante un hecho que habían deseado durante la mayor parte de su vida. Las enfermeras entraron y, con sumo tacto, ignoraron la botella de whisky vacía. Aunque sabían que aquello podría haber acelerado su muerte, se ocuparon de la difunta, exclamando en varias ocasiones que ahora que se habían relajado sus facciones, se parecía enormemente a su hija.
Louie estaba sentado con Lawrence Mangan disfrutando de uno de sus grandes puros. El intenso humo azulado se deshacía en volutas alrededor de su cabeza y aspiraba su agradable aroma. Eran verdaderos habanos de Cuba, cuya venta estaba prohibida en el país y, por tanto, un buen producto para vender en el mercado negro.
Mientras saboreaban el brandy, Louie esperó pacientemente a que Lawrence contase lo que tenía que contarle. Sabía de sobra que se trataba de Danny y Michael porque había sacado a relucir ese tema en muchas ocasiones en los últimos meses. Hasta la fecha, él jamás había hecho ningún comentario al respecto, ni perjudicial ni de ningún otro estilo, sino que se había limitado a escuchar y dejar que Lawrence se desahogara a sus anchas. Sin embargo, también había escuchado a otras muchas personas que le rodeaban, por eso sabía perfectamente a qué se debía tanto lamento. Resultaba decepcionante viniendo de un hombre como él, ya que no se conseguía llegar hasta donde había llegado sin dedicarse a unos trapicheos de los que más valía no hablar, pero lo que resultaba más chocante era que se quejara de quien le estaba proporcionando más ganancias. Lo que de verdad le molestaba era que Danny y Michael también se ganaran un dinero por su cuenta, algo lógico por otra parte, ya que eran sangre nueva y necesitaban abrirse camino. Era algo natural en su mundo, justo lo que se esperaba de ellos. Mientras él tuviera lo suyo, debería estar contento, además de conservar en nómina a dos ganadores.
Lawrence, sin embargo, no lo veía de la misma forma. Había algo en su carácter que le hacía sentir manía y celos por cualquiera a quien le fuesen las cosas mejor que a él. Celos de cualquiera que tuviese una buena idea, de cualquiera que ganase un dinero que él consideraba suyo. La envidia no es un pecado mortal, pero ha causado más guerras que ningún otro.
– El muy cabrón ni siquiera se presentó a la hora acordada. Te lo advierto, Louie: o trabajan para mí o trabajan por su cuenta; para mí no hay términos medios.
Louie se encogió de hombros, como si su forma de comportarse fuese la propia de gente joven e inquieta. Su actitud molestó a Mangan que, enfadado, dejó la bebida y apagó el cigarro en el cenicero.
– El otro día me llamó por teléfono el chulo de Boris para pedirme que les transmitiera un mensaje. Y me lo pide a mí, como si yo me dedicase a recoger mensajes para los que trabajan para mí. ¿Qué pasa? ¿Acaso me toman por un gilipollas?
Louie suspiró. No estaba disfrutando del habano por culpa de esa menudencia; deseaba relajarse y gozar del placer que le proporcionaba fumarse uno de sus puros. Antes de hablar, dejó el habano con mucho cuidado en el cenicero.
– ¿Y por qué te molesta transmitir un mensaje? Mirándolo bien, es casi una obligación. Yo transmito mensajes todo el tiempo, a ti incluido. A eso se le llama compañerismo, algo lógico entre personas normales. Nosotros organizamos nuestra vida a través de mensajes, ya sean codificados o de otra manera. Los usamos para hacer negocios, para acordar una cita o para que la pasma no se entere. Un mensaje es simplemente eso, un mensaje, así que no entiendo por qué le das tantas vueltas.
Jamás, en todos sus años de amistad, Louie le había hablado de esa forma a Lawrence Mangan. De hecho, le resultó tan chocante que se quedó mudo, como si tuviera que asimilar lo que Louie acababa de decirle.
Al parecer, lo que se rumoreaba era cierto y los muchachos estaban planeando algo, por lo que le habían pedido a Louie que se decidiera por uno de los bandos. AJ parecer, había elegido el de ellos. Louie miró las diferentes expresiones que pasaban por la cara de su amigo y suspiró; sabía perfectamente qué estaba pensando y lo lamentaba. Lawrence jamás había aprendido el arte de compartir, ése era uno de sus mayores errores. Todo el mundo sabía que había quitado de en medio a mucha gente, ya que resultaba extraño que muchos de sus colegas fuesen arrestados y él siempre saliera ileso. Sin embargo, nadie había podido demostrar nada y, en más de una ocasión, hasta le habían concedido el beneficio de la duda. Ahora las cosas habían cambiado y la gente empezaba a hablarle como si fuese un chivato y no un capo. Louie sabía que esa forma de actuar era muy propia de Danny Boy Cadogan y sabía que estaba creando ese bulo con el fin de justificar lo que tenía pensado hacerle en un futuro cercano. Danny Boy era como un jodido perro policía y olía los trapicheos igual que ellos huelen el cannabis, con la mayor alegría y el mínimo esfuerzo, pero que, cuando lo encuentran, arman la de Dios.
También tenía la facultad de oler la traición, algo que le repugnaba. Es posible que aún fuese un poco joven, pero había aprendido en la vieja escuela y conocía los códigos más antiguos, por eso llegaría muy lejos en ese mundo. Había llegado el momento de abrirse camino por sí solo, ¿Por qué Lawrence no se lo permitía y se alegraba por él? ¿Por qué le fastidiaba tanto que el muchacho se estuviese haciendo notar y ganándose un buen dinero?
Louie, muy a su pesar, había intentado salvar la situación, aunque sabía que tratándose de Lawrence era una pérdida de tiempo. Los buenos tiempos de Lawrence ya habían pasado y todo el mundo lo sabía, salvo él. De no ser así, Boris no le hubiera dejado un mensaje, no le hubiera tratado como a un recadero cualquiera. De hecho, últimamente corrían muchos rumores sobre la actitud de Lawrence y su ambición, ya que no permitía que nadie se buscase la vida por su cuenta si podía evitarlo.
Lawrence aún le miraba con franca sorpresa.
– Louie, ¿qué coño pasa contigo?
Estaba realmente dolido y se le notaba en la voz, la cual, por cierto, había subido algunas octavas.
Michael estaba sentado en casa de la madre de Danny, escuchando a Elvis Costello a través de las delgadas paredes de la cocina. Cantaba sobre vigilar a los detectives y, al parecer, al vecino le encantaba porque la había subido a todo volumen. El vecino estaba pidiendo a gritos que lo matasen, porque seguro que a Danny no le iba a gustar nada que tuviese la música tan alta.
Mientras Michael miraba la limpia y ordenada cocina no pudo evitar compararla con el agujero de mala muerte donde se había criado. Su madre casi nunca le había cambiado las sábanas y los fregaderos siempre estaban rebosando de trastos. Ellos habían crecido en un ambiente enrarecido por el olor de sus propios cuerpos, por los continuos dramas y por los problemas con la bebida de su madre, que había afectado especialmente a Mary y a Gordon. Durante los últimos años de su vida, él se había encargado de que alguien viniera a limpiar y su madre se había sentido entusiasmada con la idea. Mientras miraba lo limpia que estaba la mesa y el fregadero de la señora Cadogan se le volvió a hacer un nudo en la garganta pensando en su madre y en lo que debería haber sido. El había hecho lo posible, pero no era lo mismo que tener cerca a alguien que sabe cómo debe comportarse un padre.
Todos estaban en la cama, salvo el padre de Danny, que estaba viendo la televisión en la salita. Como de costumbre, estaba borracho, y Michael pensó en la dependencia del alcohol de todos los que lo rodeaban. Era como un cáncer que acababa con todo el que se le ponía por delante.
Mientras se bebía el café, oyó los pasos de Danny Boy en las escaleras de cemento. Encendió un cigarrillo y esperó a que el globo explotara. No se equivocó.
Jamie Barker era un muchacho de constitución ligera al que le encantaba el cannabis. Tenía una sonrisa permanente en el rostro, resultado de una pelea que había tenido en Borstal y durante la cual le habían abierto la boca con un cuchillo. La cicatriz que le había dejado le daba un aspecto sumamente amistoso o terrorífico, dependiendo de la hora del día. Ahora vivía con su tía materna, Jackie Bendix, en el piso de al lado de los Cadogan. Al ver que estaba solo en casa, había fumado hasta la saciedad y había puesto la radio a todo volumen sin tener en consideración a los demás.
Cuando oyó que golpeaban la puerta se alarmó y, dando un salto, tiró por la ventana la hierba que había comprado esa misma tarde, pues pensó que sería la pasma. Nada más abrir la puerta, recibió de lleno el puño de Danny Boy en la cara y cayó de espaldas. Recibió el golpe con una tranquilidad que impresionó hasta a su oponente.
Cogió al muchacho de su largo y desgreñado pelo y le dijo:
– Si te vuelves a pasar de la raya en mi casa, te juro que te mato.
Luego, sin mediar palabra, Danny se metió en su piso, arrancó la radio de su sitio acostumbrado, en el alféizar de la ventana, y la tiró por el balcón. Una anciana abrió la puerta de su casa y, sonriendo a Danny, le dijo amablemente:
– Me preguntaba a qué hora vendrías, hijo. Ese ruido me estaba sacando de mis casillas.
Danny Boy le devolvió la sonrisa y, con suma amabilidad y respeto, le respondió:
– Gracias, señora Dickson. ¿Ha visto usted qué libertades se toma la gente? Mira que pensar que todos queremos escuchar esa jodida música. Pero métase dentro, hace mucho frío aquí fuera.
Al igual que todas las mujeres del bloque, apreciaba a Danny. Desde que él se había hecho hombre, ya no se oían ni los ruidos ni el jaleo de antes. Danny Boy Cadogan se había asegurado de que así fuese y, por esa razón, le adoraban. El hecho de que exigiera un respeto por las personas mayores y su expreso deseo de vivir en un ambiente libre de ruidos había hecho que éstos sintieran un aprecio reverencial por él. Gracias a Danny, todos vivían en una especie de cápsula libre de todo crimen, un bloque que era un paraíso para muchos de ellos. A diferencia de los otros bloques del barrio, en el suyo nadie se orinaba en el portal, nadie se atrevía a robar ni había incendios inexplicables. Era maravilloso.
Cuando la señora Dickson cerró la puerta, Danny miró al joven que se quejaba tirado en el mugriento suelo. Consciente de que lo observaban a través de muchas cortinas, levantó al muchacho con delicadeza y lo metió de nuevo en el piso. Echándolo sin demasiada amabilidad sobre el sofá, miró la sangrienta cara del muchacho y decidió dejarle vivir. Sabía que, una vez más, había causado una pequeña conmoción, por lo que todos los vecinos hablarían de él con suma amabilidad, lo cual enriquecería más la reputación que ya se había ganado. Cuando entró en su casa, vio que Michael estaba sentado a la mesa de la cocina y recordó que su amigo acababa de perder a su madre. Se acercó a él, lo abrazó estrechamente y, cuando vio que Michael se echaba a llorar, le susurró una y otra vez:
– Lo lamento mucho, colega. Lo lamento mucho.
Big Danny Cadogan escuchaba la voz cordial y afable de su hijo y se sorprendió más que nunca de su carácter tan variable. Acababa de zurrar al vecino por lo que consideraba una infracción a su espacio privado y, en cuestión de segundos, se comportaba como el mejor amigo, como el tipo más decente del bloque. Big Dan, sin embargo, era de los que sabían que todo era teatro. A fin de cuentas, todo lo que su hijo hacía era puro teatro. Desgraciadamente, la mayoría de las personas de su mundo no se daban cuenta de ello hasta que era demasiado tarde.
Mary Miles yacía tendida en la cama, mirando el techo mientras su novio, con el que llevaba saliendo dos años, le acariciaba el cuerpo. Era lo que menos le apetecía en ese momento. Los torpes intentos de consolarla por parte de Kenny se habían convertido en deseo sexual, tal como había pretendido. Con Kenny, cualquier cosa terminaba en sexo. Aunque le proporcionaba todo lo que necesitaba -dinero, prestigio y un ropero que era la envidia de sus amigas-, ella continuaba siendo muy desgraciada, pues la muerte de su madre le había afectado más de lo que esperaba. De hecho, imaginar que ya no volvería a verla le resultaba aterrador. Aunque su madre había sido una pesadilla, Mary, después de todos esos años, había empezado a comprender por qué había recurrido a la bebida. Mary ya tenía más de una amiga que esperaba un hijo, alguna incluso el segundo, mujeres que ya se habían dado cuenta de lo difícil que era sobrevivir sin una fuente de ingresos o un salario semanal. Pues bien, tal como le había prometido a su madre, eso no le sucedería a ella y, aunque ese hombre no le agradase mucho, se portaba bien con ella y la protegía, cosa que ella le agradecía.
Michael se estaba abriendo camino en su mundo y, entre los dos, cuidarían de Gordon lo mejor que pudiesen. Una vez más se le llenaron los ojos de lágrimas, pero se las secó. Llorando no iba a solucionar las cosas y Kenny no la dejaría en paz hasta que no saciara su apetito sexual. Percibía el olor ácido de su cuerpo rechoncho. Aunque se diese un baño, aún olía a las cloacas de su barrio. Supuso que a ella le sucedería otro tanto, aunque lo enmascarase con perfume y maquillaje con intención de olvidarse de donde procedía. Pobre Kenny. Por muchos coches grandes que tuviera, seguiría siendo lo que era: un chico de los barrios bajos, un capo, algo que resultaba evidente por el oro que llevaba y los trajes que vestía. Por mucho dinero que tuviera, carecía por completo de gusto y esa faceta de rico no terminaba de sentarle bien. Se sentía más cómodo en un garito o en el pub de la esquina que en un buen restaurante o en un club decente. Como decía su madre, si sacas a un muchacho de East End…
Cuando Kenny la penetró, sintió el estremecimiento que marcaba el final de su asalto corporal. Ella le abrazó estrechamente, lo arropó entre sus jóvenes brazos y simuló el amor que sabía que ansiaba. Ningún hombre en su sano juicio creería que sin dinero y un estándar decente de vida tendría a la mujer de sus sueños. Ésa era una de las razones por las cuales los hombres deseaban el éxito. Una mujer guapa cogida del brazo era todo lo que necesitaban para demostrarle al mundo que lo habían conseguido.
No obstante, era un trato justo. A cambio de eso, él le daba a ella todo lo que le pedía. Y Mary Miles era de las que pedían mucho.
– ¿Has disfrutado, mi niña?
Tenía la voz pegajosa por las flemas y Mary sintió que la bilis se le venía de nuevo a la boca. Cuando tosió para aclararse la garganta, carraspeando sonoramente, sintió unos deseos enormes de atacarle físicamente del asco que le daba. Sin embargo, como siempre, dibujó una sonrisa en su encantador rostro y asintió. Él jamás le preguntaba muy insistentemente por miedo a que le respondiera sinceramente y se rompiera ese tenue lazo que hacía que la conservara a su lado en la cama.
– ¿Te sientes mejor?
Asintió una vez más y se sorprendió de ver que había hombres que habían llegado a esa edad y aún no se daban cuenta de si una mujer había llegado al orgasmo. Mary se irguió, cogió la copa de brandy y el tubo de medicamentos Babycham y se los tomó con ansiedad. Esperaba que la ayudasen a dormir, a encontrar un poco de paz, sin darse cuenta de que su pobre madre había empezado a beber hacía muchos años por la misma razón.
– Gracias, Louie. Te lo agradecemos sinceramente.
Louie se encogió de hombros y Danny observó que estaba envejeciendo, y hasta encogiéndose. Además, se estaba haciendo más frágil. Le dio pena verlo y a él mismo le sorprendió el sentimiento protector que le inspiraba el viejo. Jamás olvidaría que él había sido quien le diera su primera oportunidad para ganarse unas libras cuando su padre lo jodió todo, que él lo había acogido bajo su protección y quien había cuidado de él de tina manera o de otra desde entonces.
– Pensaba que os estaba diciendo algo nuevo, pero por lo que veo sois muy espabilados. Pero escuchad una cosa, muchachos. Sé que estáis planeando algo en su contra y, si os soy sincero, no os culpo por ello. Como veis, me entero de todo. Sin embargo, os quiero advertir: cuando vayáis a por él, aseguraos de que los demás peces gordos saben que lo habéis hecho porque es un chivato. Eso no sólo evitará cualquier objeción por parte de ellos, debido a su edad y posición, sino que os garantizará el apoyo de las personas apropiadas. Es posible que tengáis que dar alguna explicación que otra, pero no tenéis de qué preocuparos porque lo único que necesitáis es el apoyo y la bendición de mucha gente si queréis que vuestro negocio de drogas dé un salto a lo grande.
Michael sonrió. A él le agradaba Louie. Siempre hablaba con sentido común y jamás les soltaba un sermón.
– Me he enemistado con él por defenderos, así que no me decepcionéis.
– Seguro que no, Louie.
– Siento lo de tu madre. Era una mujer extraordinaria.
Michael y Danny sonrieron al ver que intentaba decir algo agradable de ella.
– Es una forma de describirla, imagino.
Por alguna razón, los dos muchachos encontraron el comentario un tanto jocoso y empezaron a reírse. Louie se terminó la copa. Daba gusto quitarse las penas de encima y, si riendo lo conseguían, entonces había que dejarlos reír. Los últimos días habían sido muy extraños.
Mientras los veía reír, Louie se dio cuenta de la ambición y el talante amenazador que los dominaba, ese sentimiento que les hacía creerse intocables e indestructibles. No tuvo valor para decirles que Mangan había sido igual que ellos cuando era joven, alguien que creía que el mundo estaba a sus pies, dispuesto a concederle lo que quisiera. No, no lo mencionó porque no creyó que fuese el momento más adecuado para hacerlo.
Capítulo 11
Gordon Miles se encontraba junto al bloque de pisos, con su buen amigo y ocasional partícipe en conspiraciones Jonjo Cadogan. No podía creer que en unas horas fuera a enterrar a su madre. Le parecía algo irreal, aunque siempre había sabido que no llegaría a vieja porque la bebida acabaría antes con ella. Sin embargo, estaba consternado, pues había formado parte de su vida y, al igual que sus hermanos, en muchos momentos había deseado su muerte. Ahora que finalmente se había ido para siempre, se sentía mal. Se culpaba por sus sentimientos, a pesar de que eran completamente normales.
Para la edad que tenía, era un muchacho grande y, al igual que su amigo, era una versión en pequeño de su hermano mayor. Hacía un frío intenso y, vestido con su nuevo traje negro y su abrigo de cachemir, parecía mayor de diecisiete años. Observaba en silencio a la multitud que se aglomeraba. Sabía que venían a presentarle respetos a una mujer que había sido como un grano en el culo. Se había preguntado, al igual que su hermana, si la gente se presentaba para cerciorarse de que estaba muerta, pues eso tendría algún sentido. Estaba seguro de que muchas personas se alegrarían de que hubiese muerto y, por muy culpable que eso le hiciera sentir, él era uno de ellos.
Llovía intensamente y la humedad lo impregnaba todo, aplastaba el pelo de las mujeres y calaba las elegantes chaquetas de los hombres que esperaban fumando cigarrillos y hablando en pequeños círculos. Era una escena que habían presenciado en muchas ocasiones, ya que un funeral rompía de alguna forma la monotonía de sus mundanas vidas y se convertía en algo que provocaba emoción, alivio y un tema de conversación. Un funeral como ése daría que hablar durante meses. Se rumoreaba que sólo el ataúd había costado un ojo de la cara, algo inaudito para una mujer que había bebido más que todos los presentes juntos, alguien que en los últimos años no había tenido ni una palabra amable para con nadie y que había tratado a sus hijos como si fuesen inmundicia. Se había olvidado de ellos durante días y los había abandonado en muchas ocasiones dejándolos a merced de Dios. Se había convertido en un ejemplo de mala madre y en la viva imagen de los estragos que causa la bebida.
También se hablaría mucho de su funeral porque su hijo mayor, Michael, se había convertido en un capo, socio del nuevo lunático de la localidad, Danny Boy Cadogan. Un joven que no sólo había dejado tullido a su propio padre, algo que resultaba difícil de comprender hasta para los más comprensivos, sino alguien que, sin ayuda de nadie, había puesto fin a muchos de los actos delictivos que sucedían en su barrio con su mera presencia. Por esa razón, la gente lo apreciaba. El muchacho había conseguido con unos cuantos golpes y unas pocas palabras que el barrio se convirtiese justo en lo que la policía había intentado desde que se edificó después de la guerra. En muchos aspectos, era considerado un héroe local y su mera presencia ensombrecía la de muchos otros. De repente, hubo una oleada de inquietud al ver que una limusina negra se detenía y salían de ella tres hombres elegantemente vestidos y con expresión solemne. Uno de ellos era Kenny Douglas, alguien a quien no veían mucho por esos derroteros y que se parecía más a los del barrio de Betunar Green o a los cowboys de Valance Road, como los llamaban los de por allí. Encendió un cigarrillo mientras inspeccionaba el rostro de los presentes, siempre al acecho de cualquiera que pretendiese hacerle daño, pues había muchos que se la tenían jurada por su mala actitud y su capacidad para enemistarse con sus homólogos por razones sumamente infantiles. Era una persona difícil de tratar y todo el mundo lo sabía. Además, no se podía decir que fuese un hombre apuesto, ni se caracterizaba precisamente por su amabilidad. Cualquiera que no viviese en ese mundo se daba cuenta del odio y el deseo de venganza que emanaba, una cualidad que le había supuesto el pasaporte para convertirse en uno de los más poderosos. Mientras miraba a las insulsas personas que le observaban como si fuese un pájaro exótico, se percató de la futilidad que esparce la pobreza allá donde se asienta. Le recordó dónde había nacido, su pasado, y se dio cuenta de que ahora vivía en una situación mucho más acomodada que antes.
El también había enterrado a su padre en circunstancias muy similares, pero sin el dinero para darle un entierro decente a ese viejo cabrón. A su padre lo habían enterrado en la fosa común, junto a otros tan pobres como él. Ni siquiera habían podido ponerle una lápida y sólo se habían permitido el lujo de comprar un jarrón para las flores que nadie le traería. Apenas había logrado nada en la vida, salvo ganarse el odio de sus hijos y el rechazo de todos los que lo habían conocido. Kenny, cuando pensaba en ello, aún se sentía avergonzado; avergonzado de ser hijo de un borracho.
Hoy, sin embargo, había acudido sencillamente por Mary, algo que pensaba dejarle claro a su hijo, quien, al parecer, era un joven decidido a abrirse un hueco en su mundo, al igual que le había sucedido a él. El muchacho lo estaba logrando, eso nadie lo discutía, tenía algunos amigos importantes, pero también era un cabrón que un día jodería a la persona equivocada en el lugar equivocado. Danny Boy le preocupaba, al igual que Michael Miles, pues los dos formaban un buen equipo y contaban con un grupo de hombres a tener en cuenta, algo que le inquietaba más de lo que deseaba admitir. Para ser sinceros, el muchacho le asustaba, pues tenía una mirada que escondía una personalidad malévola, cosa de la que cualquiera con una pizca de cerebro se daba cuenta. Pues bien, ese cabrón estaba a punto de descubrir que el puñetero Louie Stein no era nadie para plantarle cara a uno de los más reconocidos capos y hoy era un día tan bueno como cualquiera para dejárselo claro. Danny Boy Cadogan, a pesar de sus veinticinco años y de su desparpajo, no era nada más que un pelele con sueños de grandeza. Vendía drogas, cobraba deudas y empezaba a meterse en el mundo de los esteroides anabolizantes; en fin, era la viva imagen de una condena que esperaba ser cumplida.
Era posible que Danny Boy hubiese dejado tullido a su padre, que hubiera saldado su deuda, pero eso no significaba nada para él. Lo único que le demostraba era lo muy traicionero que podía ser. Todo el mundo lo consideraba un buen muchacho que le había dado a su padre lo que se merecía, pero, se mirase como se mirase, había dejado tullido a alguien de su propia sangre y eso no era lógico, estaba fuera de lugar y suponía una libertad inexcusable. El muchacho era agasajado por algo degradante, por algo que en ningún aspecto se podía justificar.
Por esa razón, aquél sería el día en que Danny Boy aprendería que su reputación no bastaba para quitar de en medio a los hombres de verdad. Kenny notó que su estómago se quejaba y echó de menos el haber comido algo, pero había ayunado porque pensaba tomar la comunión, ya que su madre estaría entre los presentes y deseaba contentarla. Además, llevaba semanas sin ir a misa y ésa era una excusa tan buena como cualquiera.
Mary estaba sentada en su antiguo dormitorio escuchando a su prima Immelda mientras hablaba de la cantidad de comida que había en el pub y de lo mucho que debería de haber costado. Immelda era una chica grande de bonitos ojos, con unas piernas fuertes y abundante vello en el labio superior. Era una persona sumamente amable y generosa que se había mudado al piso para ayudar a Mary con los preparativos del funeral y que ahora trataba por todos los medios de quedarse y no regresar a su casa porque allí la trataban como a una sirvienta. Si Mary decía que podía quedarse, nadie se opondría, pues se había convertido en una capo dentro de su círculo gracias a Kenny Douglas. Le resultaba muy difícil hacerse a la idea de regresar a su casa después de haber disfrutado de un poco de libertad por primera vez en su vida.
Mary se levantó y, al darse cuenta de lo que pensaba su prima, le dijo tristemente:
– Immelda, deja de preocuparte. Puedes quedarte todo el tiempo que te dé la gana, ¿de acuerdo?
Immelda levantó sus rollizos brazos y Mary se dejó estrechar por ellos. Mientras la abrazaba, emocionada, dijo:
– Eres una tía de puta madre, no sabes cómo te lo agradezco. Si volviese a casa, me llevarían al paredón.
Mary rió débilmente, algo que ni ella esperaba. Pero lo hizo; ambas rieron con el mismo sentimiento de alivio y por las mismas razones: por haberse librado de un padre que no ocupaba ningún sitio en sus vidas y al que no les había quedado más remedio que soportar.
Mary, sin embargo, estaba enterrando a su madre y, por muy triste que fuese, estaba deseando que todo terminase y seguir con su vida de una vez por todas.
Aún estaban abrazadas cuando entró Michael y les dijo que los coches de la funeraria habían llegado.
– Ha venido mucha gente -dijo Michael aliviado.
De no haber venido nadie para ver el mucho dinero que se habían gastado, su madre era capaz de salir del ataúd y pedir que todo se repitiera. A ella le gustaba el espectáculo, adoraba todo tipo de drama, ser el centro de atención en cualquiera de sus devaneos rutinarios. Michael sólo lamentaba que no pudiera estar presente ese día, pues le habría encantado, ya que estaba justo donde quería estar: en el centro de todo, acaparando la atención de los presentes.
Mary no le respondió. Tenía un aspecto muy sofisticado con ese traje negro de Ozzie Clark y esa falda ajustada de grandes botones color azabache que resaltaba más aún su delgada figura. Tenía el pelo perfectamente peinado, recogido por detrás en una espesa melena rizada; jamás había estado tan bonita. Utilizaba sus enormes ojos con una maestría asombrosa, logrando aparentar una inocencia que había perdido hacía muchos años. Michael se sentía orgulloso de ella y de su aspecto, orgulloso de que hubiera contribuido a realzar el nombre de su familia y orgulloso de que fuese lo bastante fuerte para afrontar los avatares de la vida. Bien sabía Dios que habían tenido que armarse de una coraza para combatir los caprichos de su madre cuando estaba ebria.
Quien realmente preocupaba a Michael era Gordon. El muchacho había sido el favorito de su madre, el que más se había sentido vinculado a ella. Pensaba hablar con Danny Boy para que empezase a hacer algunos trabajillos durante un tiempo, hasta que averiguasen si podía ser una fuente o una pérdida de ingresos.
Cuando bajaron las escaleras, Mary se dio cuenta de que Danny Boy tenía la mirada fija en ella. Ella le respondió con el acostumbrado desprecio, a pesar de que su presencia le hacía saltar el corazón y temblar las piernas. Estaba enamorada de él desde que iban a la escuela, pero siempre lo había mantenido en secreto. Siempre había pensado que si se enteraba, se reiría de ella y la pondría en ridículo.
Danny la miraba con verdadera tristeza en los ojos, por eso Mary bajó la guardia por un momento y le sonrió. La sonrisa le transformó la cara y Danny vio en sus ojos cuánto lo deseaba; por un momento pensó qué tal sería en la cama. Tenía el presentimiento de que sería muy apasionada, aunque estaba seguro de que Kenny no la dejaba satisfecha en ese aspecto. Era demasiado viejo y demasiado poca cosa para que ella pudiera amarlo. Kenny era una forma de conseguir lo que quería y, si no se daba cuenta, era un gilipollas. A él le bastaba un guiño y una sonrisa para quitársela, cosa que no tardaría en hacer. Pensaba hacerlo cuando llegase el momento oportuno y cuando el daño fuera el mayor posible. Danny Boy estaba deseando que llegase ese día.
Hoy, sin embargo, no era el día más adecuado, ni aquél el lugar más propicio para plantearse esas metas, por muy urgentes que fuesen. Hoy era el día de Michael y él estaba dispuesto a que transcurriese sin el más mínimo altercado. Michael, al fin y al cabo, no sólo era su mejor amigo, sino el verdadero cerebro de la sociedad que tenían establecida, por eso lo necesitaba más de lo que parecía.
– Vamos, Mary. Yo te acompaño.
Cuando Danny la estrechó entre sus brazos, Mary se echó a llorar y apoyó la cabeza en su pecho. Lo hizo de la misma manera en que lo habían hecho otras muchas mujeres condolidas, y Danny, siendo como era, utilizó la excusa para sobarla ligeramente. A ella pareció agradarle tanto como a él.
El pub estaba atestado de gente y el calor, combinado con el alcohol, que no sólo era gratuito, sino que se servía en grandes cantidades, había transformado el funeral en un acontecimiento festivo. Eso no resultaba inusual en la comunidad de los católicos irlandeses. La gente aparecía cabizbaja y fingía tristeza, pero para ellos un funeral era la celebración de una muerte, ya que representaba el viaje de esa persona al cielo, a un lugar sin duda mucho mejor. Especialmente si se trataba de una persona tan problemática como la señora Miles. Danny, en medio de toda esa música y ese ajetreo, permanecía junto a sus padres, supervisando lo que poco a poco se estaba convirtiendo en su reino. La gente se acercaba para estrecharle la mano, hasta los padres de sus compañeros de clase le presentaban sus respetos, algo que no pasaba desapercibido para nadie.
Kenny Douglas tenía mala cara y, como percibió Danny, a Mary no le sorprendía. Se suponía que debía estar a su lado, consolándola en el día en que enterraban a su madre, pero actuaba como si fuese un día cualquiera y parecía deseoso de armar bronca. Mary sabía, como todos los presentes, que debería haberle presentado sus respetos a su hermano y a Danny al pie de la tumba. Sin embargo, no se había molestado ni siquiera en fingir un poco de aprecio y eso le había molestado. También les había molestado a su hermano y a su socio. Michael se sintió menospreciado porque, al fin y al cabo, él era su hermano. A Danny le había molestado porque ahora gozaba de una posición que merecía el respeto de los demás, incluso de los capos. Muchas personas habían asistido al funeral para manifestar su solidaridad con ese par de muchachos que estaban provocando tanta conmoción en su mundo. Los saludaron y les dieron el pésame, preguntándose qué podrían sacar de ellos en el futuro y qué tendrían que ofrecer cuando se convirtiesen en parte integrante de su mundo. Estaban en boca de los más grandes, se les consideraba verdaderas promesas. La cuestión estribaba en «cuándo» decidirían dar ese paso. Louie Stein también observaba la situación con su expresión ladina, como si no se diera cuenta de nada cuando se estaba percatando de todo. Eso, decía, era una receta para predecir los desastres. Kenny se había mofado de ellos y su gesto de desprecio no se olvidaría tan fácilmente. Aquél ya era un asunto que exigiría una respuesta por ambos bandos y Louie tenía la impresión de saber quién saldría victorioso cuando eso sucediese a no tardar. Observó y esperó, preguntándose por qué el orgullo terminaba siempre tirado por los suelos. Kenny Douglas estaba a punto de caer de bruces desde lo más alto y, al igual que el padre de Danny, iba a tardar un tiempo en recuperarse.
Mientras levantaba el vaso haciéndole señas a Danny Boy, Louie se dio cuenta de que Kenny lo miraba con obvio desprecio. Se rió abiertamente y levantó el vaso antes de beber a su salud y la de sus esbirros.
Lawrence Mangan también estaba presente y observaba. Para Louie aquel funeral era, en muchos aspectos, una buena plataforma para que Danny Boy dejara claro quién era. Era evidente que algo iba a suceder, pues se veía venir desde hace mucho tiempo: alguien iba a descubrir de lo que era capaz aquel pequeño cabrón.
Siempre le había parecido que los funerales servían para recordar a la gente su inmortalidad, al mismo tiempo que les hacía ver que todos morimos, más tarde o más temprano. Esto último con más frecuencia, ya que casi todo el mundo terminaba enfrascándose en una pelea con la persona equivocada. Llegar a viejo y seguir en el ajo era una hazaña difícil de lograr y sólo lo conseguían los mejores de esa casta.
Louie tenía la certeza de que volvería a quedar patente lo que pensaba, les haría ver a todos que una nueva generación se estaba abriendo camino con mano dura y bonitas sonrisas. No era algo nuevo; de hecho, sucede en todos los aspectos de la vida. Hasta los actores famosos tenían que echarse a un lado cuando los jóvenes venían avasallando. Era la ley de la calle y la juventud siempre ganaba esa apuesta. Y la ganaba porque tenía todas las de ganar y nada que perder. Eso era lo que impedía que muchos mantuvieran su estatus, su miedo a perder lo que habían acumulado al cabo de tantos años. Eso les hacía mostrarse más complacientes, les proporcionaba un sentimiento falso de seguridad y los llevaba a cometer errores, algo que las personas como Danny Boy Cadogan olían como un león olfatea a una gacela herida. Era algo instintivo, algo fascinante, algo por lo que merecía la pena vivir. Cuando Danny le devolvió el saludo, Louie se dio cuenta de que había apostado por el caballo ganador. El muchacho ardía en deseos de enfrascarse en una verdadera lucha y, por fin, se había presentado la oportunidad.
Mary estaba en el aseo arreglándose el maquillaje cuando Kenny entró tambaleándose. Estaba más borracho de lo que aparentaba y venía buscando bronca.
Mary llevaba todo el día evitándolo y, al parecer, prefería estar con esa gorda prima suya, o con las mujeres a las que denigraba a diario por su devoción por los hombres que no le daban nada más que hijos y disgustos. Su actitud lo sacaba de quicio con frecuencia y hoy era uno de esos días.
Mary conocía ya esa cara y suspiró preparándose para la bronca que se avecinaba.
– ¿Qué quieres, Kenny?
Su actitud era un claro signo de falta de respeto y de franca hostilidad. Mary también estaba más bebida de lo que pensaba, pero ella al menos tenía la excusa de haber enterrado a su madre.
– ¿Cómo dices?
Kenny tenía ganas de bronca. Cada vez que bebía le sucedía lo mismo, pero hoy no le importaba en absoluto. No le interesaba él ni sus rabietas de costumbre.
– Vete a la mierda, Kenny. No estoy de humor.
Su voz sonó desganada, aburrida, y Kenny se dio cuenta de que así era como se sentía la mayoría de las veces. Se percató de que jamás le había deseado, ni aunque los dos hubieran sido de la misma edad. Él era mayor que ella y eso empezaba a ser un problema entre ellos. Al igual que todos los hombres que iban acompañados de mujeres jóvenes, sabía que estaba con él mientras tuviera algo que ofrecerle. Ahora, sin embargo, ella ya no deseaba nada de él, pues había dejado de ser una novedad.
Aquella situación no había estado mal al principio. Ella era una mujer joven, esbelta y tenía un par de tetas que quitaban el sentido. Al principio había sido sólo sexo, al igual que muchas mujeres antes que ella, pero ahora la amaba, amaba todo su cuerpo, y además su orgullo le impedía dejarla marchar sin pelear por ella. Se dio cuenta de que deseaba romper con él, de que su madre había sido la verdadera razón por la que había estado con él. Ahora, sin embargo, estaba en situación de abandonarlo sin que su madre se pasase el día dándole la tabarra diciéndole lo dura que era la vida sin un hombre que cuidase de ella. Kenny se percató de que deseaba a Danny Boy Cadogan porque había observado la forma en que lo miraba y hasta un perro ciego se hubiera dado cuenta. Cuando la vio allí, de pie, mirándolo con claro desprecio, Kenny sintió ganas de matarla. Deseaba con toda su alma borrarle la sonrisa de la boca y pagarle por cada vez que le había permitido follársela cuando en realidad no deseaba estar a su lado. Se había tragado esa farsa desde el principio y ahora, si pensaba que se iba a marchar en busca de otro sustituto como Danny Boy, dejándolo a él con el rabo entre las piernas, estaba muy equivocada. Él era su dueño, había pagado por ella y no pensaba dejarla marchar hasta que no quisiera.
– ¿Con quién coño crees que estás hablando? ¿Quién coño te has creído que eres?
Apretaba los dientes y la rabia le salía por las orejas. Mary volvió a mirarlo, lamentando en parte lo que iba a hacer, pero decidida a librarse de él para siempre. Una vez más se sintió una mujer joven, como las chicas de su edad. Sabía que con su aspecto y su cerebro podía conseguir cualquier hombre que se propusiera. También sabía que ya no deseaba nada más de Kenny, ni estar en la cama con él, ni tener que soportar su tacañería, ni ver sus ojos de ternera. Todo se había acabado y ambos lo sabían.
– Kenny, hoy no estoy para discusiones. Acabo de enterrar a mi madre…
Kenny sonrió con malicia. La furia que normalmente guardaba en su interior había brotado a la superficie. La estaba poniendo nerviosa, la estaba asustando y, cuando vio el miedo en su rostro, se dio cuenta de que recuperaba su poder sobre ella. No estaba dispuesto a dejarla marchar, y menos aún con Cadogan, pues no soportaría la idea de quedar como un cabrón delante de sus amigos. Ella no se marcharía hasta que él no le diese permiso para hacerlo.
– Por favor, Kenny, no te empeñes. Tú puedes tener la chica que quieras.
Aún continuaba sonriéndole.
– Pero es que la que quiero eres tú. Y tú, pichoncito, no vas a ir a ningún lado. Si crees que te voy a permitir ponerme en ridículo, estás mal de la cabeza. Antes te mato.
Mary sabía que hablaba completamente en serio y el miedo se apoderó de nuevo de ella. Sabía que probablemente tendría un hombre apostado en la puerta, ya que de no ser así, seguro que habría entrado alguna otra mujer. Eso le indicaba que había venido con el propósito de dejárselo claro. Le estaba diciendo que estaba atrapada y, probablemente, estuviese en lo cierto. Yendo al funeral de su madre estaba manifestando su poder sobre ella, recordándole, tanto a ella como a los demás, su derecho de propiedad. Él la había comprado y lo sabía. Precisamente por eso jamás serían felices. La confianza no era precisamente la base de una relación como la suya. Ambos se habían unido por razones equivocadas, pero ella se sentía incapaz de proseguir. Su madre había fallecido y ya no tenía que preocuparse nada más que de sí misma. La bebida, además, le dio ánimos para responder:
– Si tú lo dices. Pero no puedes obligarme a quedarme. No soy tu jodida esposa.
– No te atrevas a meterla en esto. No empieces con tu cantinela de siempre porque…
Se apartó de él y se miró al espejo. Vio que la miraba fijamente, con ojos de desesperación, y sintió un poco de lástima por él. Lo único que lo preocupaba era lo que pensaran los demás, lo que hacían, lo que podían darle y lo que podía sacar de ellos. Para él, ella sólo era una posesión más. Había invertido dinero y tiempo en ella, y creía que eso le daba derecho a hacer lo que quisiera. Sin embargo, Mary estaba decidida a librarse de él, por mucho que se opusiese. Era ahora o nunca y ambos lo sabían. Si se rendía en ese momento, estaría acabada para siempre. El se sentía atraído por ella porque era sumamente independiente, pero una vez que eso cambiase, no tendría el más mínimo inconveniente en cavarle su tumba al lado de la de su madre, porque ese hombre disfrutaría de lo lindo enterrándola.
Se arregló el pelo, echándoselo por encima de sus delgados hombros. Veía el deseo en sus ojos. Con mucha calma respondió:
– Haz lo que quieras, Kenny, pero lo nuestro se acaba esta noche.
Cuando se abalanzó sobre ella, se cubrió instintivamente la cabeza con los brazos porque sabía que iría a por su cara, que trataría de acabar con su belleza y con su espíritu.
Empezó a propinarle puñetazos y ella notó la contundencia de sus golpes en sus débiles hombros. Sin embargo, no estaba dispuesta a ceder ni pensaba rogarle que parase porque eso significaría que saldría victorioso y jamás lograría quitárselo de encima. Estaba dispuesta a dejarle hacer lo que quisiera, luego probablemente la dejaría marchar en relativa paz. Antes tenía que dejar que se desahogase, que le hiciera daño, pues era la única forma de librarse de él definitivamente.
Kenny la apretó contra él y ella se dio cuenta de que trataba de apartarle las piernas. Luego le arrancó las bragas de seda, le introdujo sus gruesos dedos dentro y ella gritó. Empezó a arañarle la cara y los ojos con sus largas y afiladas uñas y empezó a defenderse con todas sus fuerzas.
Sentía manar la sangre de la boca, su sabor tibio y salado, y el cuerpo le dolía enormemente. Kenny estaba como loco y ella se sintió responsable de que eso ocurriera porque había dejado que las cosas llegasen demasiado lejos. Ella lo había engañado deliberadamente, lo había utilizado, había cogido lo que le había dado y ahora tenía que pagar su precio por ello. La muerte de su madre le había hecho ver qué era lo importante, qué era lo que echaba de menos.
Luego, de repente, aparecieron Michael y Danny. Le quitaron de encima a Kenny y empezaron a patearlo mientras ella observaba en silencio. Danny Boy estaba disfrutando lo suyo y utilizaba la cabeza de Kenny como pelota de fútbol. Mary vio la expresión de placer que se le dibujaba en el rostro y se dio cuenta de que sólo había esperado una excusa para dar rienda suelta a su ira. El funeral de su madre no era el lugar más idóneo para solventar ningún asunto y Kenny, a causa de la bebida, no se había dado cuenta de ello.
Mary oyó que Kenny rogaba por su vida y cerró los ojos cuando vio que Danny Boy Cadogan sacaba un cúter y rajaba al hombre que la había manipulado durante tantos años. Cuando la sangre de Kenny saltó impregnando las paredes color gris, sintió que la bilis se le venía a la boca, pero se contuvo. Trató de conservar la calina porque las cosas se habían complicado más de lo que esperaba.
Michael, con los ojos abiertos de furia, la estrechó entre sus brazos mientras le gritaba a Danny que matase a Kenny, que le hiciese daño. Entonces fue cuando Mary se dio cuenta de que lo sucedido esa noche traería consecuencias a muy largo plazo. Y no sólo para ella, sino para ellos tres.
Lawrence Mangan escuchaba lo que sucedía y, al igual que los demás, no hizo nada para impedirlo. Observó, sin embargo, que esos muchachos no se andaban con chiquitas, que estaban dispuestos a apoderarse del mundo y coger lo que consideraban suyo por derecho propio. Al igual que Kenny, no estaba preparado para enfrentarse a esa nueva generación de delincuentes que estaban dispuestos a matar por mero capricho. ¿Quién era capaz de cometer un acto así y hacer que todos lo considerasen algo justificado? Kenny y Danny Boy estaban destinados a enfrentarse, pero la batalla debía haberse celebrado en privado y sin que el honor de una muchacha entrase en juego.
Cuando finalmente salieron del aseo de mujeres, tanto Michael como Danny estaban empapados en sangre, pero confiaban en que nadie de los presentes se atreviera a delatarlos. Hasta los esbirros de Kenny parecían dispuestos a dar el asunto por zanjado. Si hubieran pensado que actuaban de forma improcedente, habrían tratado de impedirlo y habrían defendido a su jefe. Sin embargo, no había sido así. Se quedaron con los brazos cruzados y les dejaron a su antojo. Fue su forma de mostrarle su reconocimiento, de eso no había duda. Y no sólo para las personas que habían estado observando, sino también para Michael y Danny. Les habían dado luz verde y eso les encantaba. Michael odiaba la forma en que Kenny trataba a su hermana y ahora ya podía andar con la cabeza bien alta. Su madre había fallecido y la convicción de que Mary estaba obligada a acostarse con él había desaparecido, la habían enterrado con ella. Ahora se sentía un hombre y se comportaba como tal.
El funeral dio que hablar durante meses, pero la muerte de Kenny no tardó en olvidarse, incluso para la policía, que, la verdad, no es que se preocupase mucho de lo sucedido. Tenían indicios bastante fundados de quién lo había hecho, pero estaban de acuerdo en que aquello había sido un asunto que se veía venir desde hace años y que su muerte era simplemente una cuestión de tiempo.
Danny estaba sentado con su madre. Estaban en mejores términos últimamente, pero porque ella buscaba algo de él. Ella siempre quería algo de él y su reacción más natural era tratar de procurárselo. Quería que Danny le pagase a su hermana un curso de secretaria y él estaba dispuesto a hacerlo. Annuncia deseaba de todo corazón convertirse en la secretaria de una gran empresa y Danny no sería el que derrumbase sus sueños si estaba en su mano.
– Mamá, ya sabes que haré lo que sea por ayudarla. Ella tiene inteligencia de sobra y, si eso es lo que quiere, eso es lo que tendrá.
– Eres un buen hermano, Danny.
Su madre había engordado recientemente. El único placer que tenía ahora que ellos habían crecido y se habían independizado, era comer. Aún continuaba preparando esas comidas tan copiosas, pero ahora se las comía ella sola. Su padre aún tenía buen saque, pero hasta él tenía problemas para comerse todo lo que le servía.
Desde su enfrentamiento con Kenny Douglas, su madre lo trataba con un nuevo respeto. Su reacción ante el ultrajante comportamiento de Kenny en el funeral se consideraba de lo más decente, la propia de dos jóvenes cabales que consideraban su deber defender a su hermana. Ninguno de los presentes aquel día, ni nadie que se hubiese enterado de lo sucedido después, puso objeción alguna a su impetuosa reacción. Kenny Douglas se había comportado de forma improcedente y su muerte era considerada una justa retribución por ello.
Ni la policía se había molestado en investigar el asunto y prefirió optar por asumir que lo había quitado de en medio alguna persona, o personas, desconocida. Esa era la excusa más corriente que utilizaban cuando sabían lo que había sucedido, pero preferían pasarlo por alto. No habrían sacado nada acusando a los dos muchachos de hacer algo que cualquier hombre decente hubiera hecho en su situación.
El hecho de que Danny Cadogan ahora cortejase a Mary Miles añadía una pizca de romance a la situación. Lo que habían hecho era su forma de plantarle cara a los presentes y les había dado un prestigio que valía su peso en oro.
Danny y Michael eran recibidos en todos lados como si fuesen miembros de la realeza, además de que les ofrecían más trabajo del que podían abarcar. El casino se había convertido en un lugar muy frecuentado por los delincuentes y sus ganancias habían aumentado de forma tan considerable que ni siquiera eran capaces de controlarlas.
Estaban preparados para dar el gran salto y ahora lo que les quedaba por hacer era quitar de en medio a Lawrence Mangan. Mangan, además, no era precisamente uno de sus seguidores, algo que no paraba de recalcar. De hecho, sus opiniones le estaban haciendo perder algunos amigos y, por esa simple razón, debería haber mantenido la boca cerrada. Sin embargo, era justo lo contrario, ya que aprovechaba cualquier oportunidad para mostrar su desagrado. No estaba dispuesto a arrodillarse delante de dos jóvenes que habían sido sus empleados y que habían tenido el atrevimiento de quitar de en medio a alguien que había sido considerado un capo. ¿Qué coño significaba eso?
Danny y Michael, mientras tanto, disfrutaban de su nueva popularidad y ahora sólo esperaban la oportunidad para quitar de en medio a Lawrence Mangan. Danny se sentía en su salsa y las miradas de adoración que le dirigía su madre eran más que suficientes para sentirse satisfecho. Como decía siempre, estaba orgullosa de él.
Lo que le molestaba era que su madre no quisiera marcharse del piso donde vivía a pesar de que estaba en condiciones de comprarle una casa. Cada vez que se lo había ofrecido, se había negado rotundamente. A ella le gustaba su casa y decía que se sentiría como un pez fuera del agua si la sacaban de allí, por eso no le quedó otra opción que resignarse.
Danny se había instalado en un gran apartamento en King's Road y le encantaba lo libre que se sentía allí. No obstante, la mayoría de sus trabajos continuaba haciéndolos en ese pequeño piso, además de que le ofrecía la oportunidad de que le lavasen la ropa mientras le tocaba las narices a su padre, algo que, por supuesto, no estaba dispuesto a desaprovechar. La vida era generosa y él estaba dispuesto a que siguiera siendo así sin importarle lo que tuviera que hacer para ello.
La pasma les había otorgado a Danny Boy y a Michael el equivalente a una licencia de caza; es decir, algo que les proporcionaba un sentimiento de protección y seguridad total. Por supuesto que pagaban por ello, además de que la bofia nunca es barata, pero valía la pena porque, de no ser así, no podrían llevar a cabo sus sucios negocios con tanta holgura y seguridad. Danny estaba por fin donde había querido estar. Lo triste es que eso aún no le parecía suficiente.
Louie esperaba y observaba como de costumbre antes de hacerse una opinión. Con el paso de los años había aprendido a pasar desapercibido y guardar sus opiniones hasta que conociera toda la historia. Algo que había aprendido es que la gente suele callar sus malas obras más de lo que adornan las buenas. El, sin embargo, siempre se había cubierto las espaldas esperando pacientemente hasta ver en qué dirección soplaba el viento.
Michael parecía en cierta forma más mayor; en realidad, parecía haber envejecido en un santiamén. Mientras Danny Boy siempre había aparentado la edad que tenía, Michael había sido bendecido con lo que las mujeres denominaban en los viejos tiempos un aspecto juvenil. Ahora, sin embargo, alguien parecía haber borrado la inocencia de su rostro, sustituyéndola por suspicacia y hostilidad. No confiaba en nadie, algo que resultaba patente por la forma que tenía de cuestionar hasta los comentarios más inocentes.
Puesto que Louie había presenciado cómo ambos asumían su nuevo papel, consideró que había llegado el momento de decirles lo que los capos esperaban de ellos. Lamentaba tener que decirles tal cosa, ya que vivían con la ilusión de que estaban trabajando para ellos mismos, pero las cosas no eran así, ni la vida tan fácil.
En su mundo, se te permitía funcionar si demostrabas voluntad para ello y estabas dispuesto a hacer una generosa donación de vez en cuando a aquellos que te permitían que te movieses en primera línea. Hasta ahora no habían sabido realmente en qué consistía la parte económica del mundo que habían decidido conquistar, por eso se consideraba la persona más indicada para ponerles al día y, de paso, hacerles entender que dicha situación no era negociable. Les habían permitido funcionar a sus anchas durante mucho tiempo, pero ahora había llegado el momento de meterlos en vereda y utilizarlos como a otros cualquiera.
Sin embargo, eran demasiado astutos y seguro que ya se habían dado cuenta. No obstante, Louie sabía que Danny Boy sería el chico problemático de ese dúo, aunque esperaba que terminase resignándose y haciendo lo que se esperaba de él; es decir, aceptar el destino y esperar su turno como todos habían hecho. Habían sido aceptados, formaban parte ya del mundo que tanto habían ambicionado, pero ahora tenían que demostrar que merecían tal cosa, lo cual siempre resultaba lo más difícil.
Louie confiaba en ellos, al menos en Danny Boy, pues, desde siempre, había observado que poseía una cualidad que, ahora que se había convertido en un hombre, le llevaría muy lejos. Eso esperaba, porque el chico llevaba años trabajando a su sombra. No es que esperase que se lo agradecieran, nada de eso. Al igual que todos los jóvenes, creían que lo habían logrado sin ayuda de nadie, por derecho propio. Pues bien, tenía noticias que darles.
Capítulo 12
Jamie Carlton se reía y lo hacía de tal forma que todo el mundo sabía que se reía de verdad. Era algo que le salía del corazón y resultaba contagioso. Era la única persona que bromeaba con Danny Boy, el único que le hacía reír a carcajadas. Jamie era un muchacho alto y delgado que a los veinticuatro aún no necesitaba afeitarse. Tenía la piel lisa y tan blanca que no podía salir al sol sin ponerse colorado como una loncha de beicon. Su padre, Donald Carlton, era un viejo capo con una risa retorcida y una mente tan pervertida que creía que Jamie no era su hijo, pero, como estaba legalmente casado con su madre, creía que era su obligación responsabilizarse de él. Por esa razón, lo trataba como a un hijo y lo puso a sueldo, pero aun así no lograba sacarse ese resquemor de la cabeza.
Jamie tenía un don para llevar las cuentas, por eso los hombres que trabajaban para él jamás se atrevían a meter las manos en la caja; además, siendo así tenía la esperanza de que las sospechas de su padre fuesen infundadas. Sin embargo, comprendía por qué su padre se sentía de esa forma. Su madre, una mujer encantadora, no era precisamente muy leal. De hecho, la habían visto con más hombres que Danny La Rue. Era una situación un tanto comprometida porque Jamie sabía que lo aceptaban como un Carlton, pero de forma muy tibia, por decirlo así. De hecho, si su padre decidía hacer caso de sus sospechas, se convertiría en un fugitivo en cuestión de segundos, algo que procuraría por todos los medios que no sucediese. Sin embargo, si su padre fallecía, no habría nadie que se atreviera a cuestionar su paternidad y podría seguir con su vida sin esa sombra de duda pendiente sobre él. Puesto que su padre era bajo, moreno de piel, gordo y calvo, Jamie podía comprender que dudara de la paternidad de su único hijo. A pesar de que lo comprendía -después de todo, ya era más alto que él a los doce años-, estaba dispuesto a quitarse al viejo de encima con tal de asegurarse que lo considerasen hijo suyo. Si era su hijo o no, la culpa no era suya, pues él no había tenido ningún control sobre eso. Él era, a todos los efectos, Jamie Carlton, y su padre le había puesto ese nombre en la partida de nacimiento, por tanto era legalmente hijo suyo.
Ahora, sin embargo, las sospechas de su padre se estaban incrementando. Especialmente desde que se veía con una jovencita de veinte años con las tetas de punta y un coño muy activo, algo que Jamie consideraba una amenaza. Un nuevo bebé en la empresa causaría daños sin precedentes, especialmente si el susodicho niño tenía la desgracia de parecerse al feo cabrón de su padre.
Básicamente, deseaba asegurarse de que obtendría lo que le correspondía, lo mismo que lo deseaba para el que llamaban su padre. Él apreciaba al viejo, pero no le quedaba más remedio que cubrirse las espaldas. Eso era algo que tenía en común con su nuevo amigo Danny Boy Cadogan, un hombre que, como él, había tenido problemas con el hombre que lo había engendrado. Al igual que Danny, estaba hasta la coronilla, se le había acabado la paciencia y quería quitarse a su familia de en medio. Al final, siempre se daba cuenta de que no merecían tanto esfuerzo. La familia estaba bien, pero siempre y cuando viviera en otro país.
Cuando se sentaron, Jamie se percató del peligroso aspecto que tenía Danny Boy. Como todos los capos, Danny tenía el don de inspirar miedo y desconfianza a los que le rodeaban, algo que resultaba una herramienta muy útil en su mundo. Hasta la pasma le daba cuartel, aceptaba su nuevo estatus y pasaba por alto sus obvios errores mentales, especialmente que careciera de conciencia alguna y se creyera con todos los derechos del mundo.
Danny Boy Cadogan era lo que normalmente se denominaba un lunático, un tarado. También era un negociador muy hábil que actuaba como si fuese una persona normal, hasta que alguien le ofendía. Llevaban unas cuantas semanas estudiándose mutuamente, pero la cita que tenía con él reforzaría sus relaciones, al menos eso esperaba Jamie.
Las personas como Danny Boy Cadogan eran necesarias para la causa criminal, tanto que, si no existieran, estarían todos jodidos. Las personas como Danny eran las que acababan con los provocadores, las que sabían hacer las cosas a puerta cerrada. Como su padre, Donald, le había dicho, los verdaderos capos eran esos a los que jamás conocías, los que pasaban desapercibidos y encargaban a otros que dejaran su huella en la psique pública mientras ellos se llevaban la pasta y nadie los perturbaba.
Era una verdad tan grande como un piano. Estábamos en los ochenta, los viejos carrozas estaban acabados y la nueva generación estaba dispuesta a coger las riendas. Ahora contaban con el beneficio añadido de salir en los periódicos, además del beneplácito de la opinión pública. El punk rock había sentado las bases del nuevo antihéroe; las personas tenían que pagar tantos impuestos que admiraban a cualquiera que tuviera el valor de tocarles los cojones a las autoridades.
Jamie, sin embargo, deseaba que Danny Boy quitara de en medio a su padre, lo que dejaría la puerta abierta para que los jóvenes como él se quedasen con lo suyo. Era la ley de las calles, la debilidad no estaba permitida y la violencia se justificaba si te llevaba adonde querías. De hecho, era lo que garantizaba que apareciesen nuevas generaciones, nuevos capos y, en última instancia, un nuevo orden social. Una vez que hiciese el trato con Danny Boy, su padre sería una cifra más de la estadística criminal cuyos antecedentes garantizaban un completo desinterés por parte de la pasma. Habría que soltarles algo de pasta, por supuesto, ya que, al fin y al cabo, todo el mundo tiene facturas que pagar, deudas que saldar y vacaciones que reservar.
Jamie tenía la sensación de que Danny aceptaría el trato, ya que, al igual que él, estaba buscando su lugar y esperaba pacientemente a que surgiera la oportunidad de convertirse en uno de los que conformaban el orden mundial. Las drogas y los clubes eran las dos principales fuentes de riqueza y ambos lo sabían mejor que nadie. También sabían cómo lograr que sus negocios fuesen aceptados y permitidos por los demás capos. En definitiva, que su razón era tan buena como otra cualquiera para quitar al viejo de en medio.
Danny sabía perfectamente a qué se debía su visita, no era ningún estúpido, pero tenía que representar su papel, simular que le sorprendía la audacia de lo que Jamie iba a pedirle, mostrar una reticencia que no sentía en absoluto y, después, aceptar el trato que pondría fin a la vida de su padre y diera comienzo a la suya. Era una lástima, pues a su manera había sido un buen padre, pero el hijo no tenía más remedio que cubrirse las espaldas. Además, le proporcionaría al viejo un buen entierro, con carroza de caballos, un buen ataúd y un banquete del que se hablaría durante meses. Después de todo, era lo menos que podía hacer.
Danny Cadogan podría haber escrito el guión por él, ambos lo sabían, por lo que el trato resultaba beneficioso para ambos. Juntos formarían una fuerza muy poderosa; estaban tan unidos que no se la jugarían el uno al otro. El respeto era lo más importante y Michael, que los observaba, se sorprendió de la facilidad con la que Danny se convenció de que había encontrado la conexión adecuada y de la facilidad con que engañaba a todo el mundo haciéndoles pensar que podían controlarle. Pues bien, Donald iba a ser utilizado como excusa para quitar de en medio también a Lawrence Mangan. Danny Boy quería matar dos pájaros de un solo tiro y, como Lawrence Mangan y Donald Carlton eran conocidos por ser asociados de la pasma y la hermandad criminal en general, lo considerarían como una venganza justa. Sin embargo, todo el mundo sabría la verdad: que Mangan estaba sacando de quicio a todo el mundo hablando constantemente mal de Danny desde que presenció el despiadado asesinato de Kenny. Si lograban solucionar ese problema, ambos ascenderían a la estratosfera de sus respectivos negocios. Y así sería. Danny había estado esperando algo parecido toda su vida y ahora no pensaba desaprovechar esa oportunidad. Los dos jóvenes sabían que había llegado su momento y ahora de lo único que tenían que preocuparse era de que lo planeado no repercutiera en su contra.
Ange estaba preocupada. Había oído muchos rumores acerca de la participación de su hijo no sólo en trapicheos de drogas, sino en asuntos mucho más importantes y peligrosos. Eso, en realidad, no le preocupaba, pues formaba parte del mundo en que vivían, además de que los beneficios de esos negocios le estaban reportando un estándar de vida del que disfrutaba plenamente. Lo que la preocupaba era que menospreciara sus consejos y los de su padre. Donald Carlton no era ningún estúpido. Como todos los demás, conocía el meollo del asunto y se enteraba de todo lo que sucedía a su alrededor. Ella se había enterado en la calle de que Jamie pretendía traicionar a su padre, por tanto era muy probable que él lo supiese también. Si era sincera, hasta su propio hijo era un escurridizo cabrón con el que había que tener cuidado, pero ella tenía que guardarlo en secreto y jamás lo había mencionado de puertas para fuera. Quien de verdad le preocupaba era su marido. Le costaba trabajo perdonar y olvidar lo que le había hecho, pero, como él se lo había buscado, no lo lamentaba mucho. Ange sabía que a su marido le resultaba difícil aceptar que su hijo llegara tan lejos en la vida, especialmente desde que le había jodido por completo la suya. Veía que Danny y Michael hablaban mucho de negocios delante de él y sabía que, al menos Danny, lo hacía a propósito porque disfrutaba tocándole las narices a su padre. Ange temía que su marido pudiera utilizar esa información para darle una lección a su hijo, que la utilizase para vengarse del hijo que, a ojos de todo el mundo, había usurpado su lugar. Desde entonces, la gente lo toleraba por el mero hecho de que su hijo le concedía cierto respeto en público, pero si Danny decidía anularlo, los demás le seguirían sin rechistar. Big Dan Cadogan llevaba mucho tiempo viviendo de prestado, siempre tenso, por lo que resultaba natural que pensase que la muerte de su hijo era la única forma de sentirse seguro, la única manera de que pudiese volver a andar con la cabeza bien alta. Donald Carlton apreciaría de veras un soplo como ése, seguro que se lo pagaba con un dinero que le serviría para vivir unos cuantos años. Aunque eso implicase la muerte de su hijo, Ange entendía que en ese momento de su vida aquélla sería una razón para que él le delatase.
Carlton era un cabrón de mucho cuidado y la paternidad de su hijo se convirtió en un tópico de conversación durante muchos años. Ahora era una leyenda urbana y, aunque el muchacho se parecía a su abuela paterna, su paternidad aún seguía preocupando a su padre. Todas las mujeres sabían que a los hombres les gustaba que los hijos que llevaban sus nombres también se pareciesen a ellos. Los hombres solían recalcar las semejanzas de sus hijos con un placer inaudito. Un solo cuco en el nido no era la situación más idónea y, como sólo tenía un hijo, Donald Carlton tenía buenas razones para considerar que fuese un impostor. Ninguna de sus mujeres se había quedado embarazada, sólo su esposa, y hasta ella tardó años en hacerlo antes de que anunciase a los cuatro vientos la llegada del joven James. Donald Carlton andaba ahora con una jovencita y, si lo que decían los rumores era cierto, se la tiraba cada vez que le era posible con la esperanza de dejarla preñada y redimirse él mismo.
Era una tragedia de por sí, pero además una situación muy peligrosa para su hijo mayor. Ange estaba entre la espada y la pared. Por un lado, estaba obligada a advertir a Danny Boy, dejando el nombre de su marido al margen, o dejar que las cosas fluyeran por su propio curso y enterrar a su marido o a su hijo mayor.
Se sentó a solas, se tomó el té y se quedó pensativa. Si se viera acorralada, no tendría duda a cuál de los dos protegería. La vida era una putada, no era justo que se viera obligada a decidir, pero ¿qué tenía de justo este mundo?
Gordon estaba hecho un manojo de nervios desde el día del funeral y había presenciado el último arrebato de Kenny. Mary contemplaba a su hermano mientras éste se preparaba un sándwich. Había observado que su hermano sufría de lo que la gente llamaba los nervios. Pasaba la mayor parte del tiempo en compañía de Jonjo Cadogan, algo que no le molestaba, pero lo que sí le preocupaba era su afición por las drogas. Si no estaba bajo los efectos del Drinamyl, el nuevo nombre que se le daba a los ácidos, se pasaba el día dormido porque se había tomado un Mogadons. Los moggies, que así se les llamaba, eran pastillas para dormir que los yonquis tomaban antes o después de pegarse un chute.
Mientras Gordon se untaba salsa de ensalada en una de las rebanadas, Mary le preguntó alegremente:
– ¿No vas a salir, Gordon?
Era viernes por la noche y cualquier joven de su edad estaría deseando salir. Gordon negó con la cabeza y ella se sorprendió de lo mucho que se parecía a su hermano mayor. Michael parecía su hermano gemelo. Era un tanto extraño.
– Jonjo se va a pasar por aquí. Prepararemos algo, escucharemos música y nos relajaremos.
Mary asintió y él la miró un poco perplejo.
– ¿Te encuentras bien, Mary?
Mary sonrió; una sonrisa sincera que mostraba su agradecimiento porque se preocupase de ella. Con cierta tristeza respondió:
– Por supuesto que sí. Es por ti por lo que me preocupo.
Gordon sonrió, mostrando en su apuesto rostro una expresión sincera y honesta.
– Pues no lo hagas, ¿de acuerdo?
Mary asintió, pero sabía que su hermano no estaba asimilando los acontecimientos de los últimos meses demasiado bien y estaba decidida a hacer algo al respecto. Al igual que su madre, Gordon deseaba borrar los días más que vivirlos. No sabía cómo manejar el mundo cuando éste se le echaba encima. Su forma de hacerlo eran las drogas, que se habían convertido en su vía de escape. Mary se dio cuenta de que debía hablar con Michael y Danny Boy al respecto antes de que fuese demasiado tarde. En el lugar donde vivían, el irse destrozando se consideraba como parte del proceso natural, ya que no había muchos incentivos ni oportunidades de encontrar un empleo decente. De hecho, como todos los de su generación, no encontraba ningún aliciente. Los trabajos, los verdaderos trabajos, estaban muy lejos de su alcance y, a menos que tuvieras un pariente en la Ford de Dagenham o en la prensa, tenías muy pocas opciones. Y esos trabajos solían desempeñarlos hasta tres generaciones de la misma familia. Una vez dentro, tenías un trabajo de por vida; los sindicatos se habían encargado de ello.
Michael podría ofrecerle un trabajo, pero ni tan siquiera se había molestado, porque Gordon no era precisamente una persona muy activa. No era un muchacho dispuesto a trabajar por unas libras, ni para ganarse una comisión. Era más del tipo de los que se las apropian. Si a eso se le añadía que su coeficiente de inteligencia era más reducido que la horma de su zapato y que no era lo bastante maduro como para que se le pudiera confiar algo que exigiera la máxima discreción, entonces se veía obligado a recurrir.i sus muy escasos recursos. Eso tenía que acabarse. Gordon tenía la obligación de empezar a asumir ciertas responsabilidades y Michael tenía que dejar de ponérselo tan fácil.
– ¿Qué estás tramando, Gordon?
Gordon sonrió y Mary tuvo que reprimir los deseos de abofetearle.
– ¿Qué pasa, Mary? ¿Ahora me interrogas como un policía?
Mary sonrió y soltó una carcajada breve y sarcástica.
– Podría ser, Gordon, si no tienes cuidado. Y si traes a la pasma a esta casa, no sólo enfadarás a Michael, sino a Danny Boy.
Dejó flotar esas palabras antes de añadir:
– Y ahora te lo pregunto por última vez: ¿en qué estás metido y de dónde has sacado el dinero?
Michael se tomó la copa mientras observaba a Danny Boy acercarse a Pakash Patel, un hombre robusto, guapo, con la reputación de ser un verdadero jugador; un apostador conocido por saldar sus deudas con suma diligencia. También se le conocía por su incansable apetito por el juego, el whisky y las rubias. Ahora, además, se había metido en el mundo de las drogas, pero no en las de diseño, sino en los esteroides anabolizantes.
La afición por el culturismo que había comenzado en los setenta se había extendido más allá de los gimnasios y los clubes deportivos. Los hombres soñaban con tener un cuerpo como el de Arnie, pero no querían hacer demasiados esfuerzos. Unas cuantas inyecciones bastaban para garantizarles los bíceps de un gladiador y, por desgracia, el carácter de un rinoceronte escaldado. Pakash Patel disponía de los contactos que Danny Boy necesitaba para introducir el mercado de los esteroides en el siglo veintiuno. Patel tenía familiares en el campo de la medicina; de hecho, la mayoría eran médicos o farmacéuticos que se dedicaban también a la distribución, lo cual añadía un punto más a su favor en opinión de Danny Boy. De acuerdo con lo estipulado por la ley, era legal poseer esteroides, lo único ilegal era venderlos en grandes cantidades. Eso significaba que podían venderse en cualquier establecimiento deportivo sin necesidad de armar demasiado alboroto y con unos beneficios bastante cuantiosos. Si te cogían con ellos, lo único que había que decir es que eran para consumo personal y con eso quedaba zanjado el asunto. Danny Boy se dio cuenta de que serían una buena fuente de ingresos y estaba decidido a explotarlos al máximo. Cualquier droga proporcionaba dinero, eso lo sabían todos, pero los esteroides eran sumamente fáciles de conseguir y de distribuir, por lo que resultaba increíble que nadie se hubiese dado cuenta de su potencial.
Mientras Danny Boy reía y bromeaba con Pakash, calculaba cuánto podía sacarle a ese hombre sin que se sintiera insultado. Ya había invertido en tres gimnasios y lo hizo tan en secreto que el recaudador de impuestos se jubilaría antes de averiguarlo. Era pan comido. Además, últimamente se sentía revigorizado porque no tardaría en convertirse en uno de los principales representantes del mundo del hampa, algo que resultaba sumamente emocionante.
Pakash reía, mostrando uno de los puentes por lo que era famoso su hermano mayor, un dentista. El traje que llevaba dejaba muy claro que, por mucho dinero que se tenga, el buen gusto es algo que no se puede comprar. Tenía aspecto de ser un cualquiera, algo que Danny siempre le recalcaba, aunque sabía que obraba en su beneficio.
Sin embargo, cuando entró en el casino y lo condujo hasta su pequeña oficina, Danny se sorprendió de lo seguro que parecía de sí mismo. Pakash le iba a proporcionar una pequeña fortuna, lo cual sería un catalizador para mantener una buena relación laboral de la que Danny tenía la certeza que sería más beneficiosa para él que para Pakash. Éste no era ajeno a eso, al fin y al cabo era un cockney y se percataba de la situación. Sería una fuente de ganancias, pero a cambio tendría la protección de Danny Boy, algo que valía más que el dinero, porque pensaba utilizarla para amasar más con el mínimo esfuerzo.
Danny Boy estaba tan seguro de llevar todas las de ganar que se quedó perplejo cuando Pakash le comentó que había oído en la calle ciertos comentarios sobre él y James Carlton.
Michael se dio cuenta de que, por primera vez en la vida, Danny Boy Cadogan se quedaba atónito y sin palabras.
Donald Carlton estaba sentado en el piso de su novia tomándose un whisky doble. El piso era muy pequeño en comparación con la casa en que vivía con su verdadera esposa, la misma a la que había soportado durante treinta y dos años. La mujer se había acostado con medio Londres, pero él seguía siendo lo bastante estúpido como para creerla cuando le juraba que le había sido fiel. Él era un hombre de mundo y sabía que, si se hubiera librado de ella hace muchos años, su vida habría sido mucho más fácil. Era una puta, una mujer con la moral de una gata callejera y la cara de un ángel. Había sido, en definitiva, lo único carente de sentido en su vida y, aunque tenía el don de hacerle creer lo que se le antojase, ya no estaba dispuesto a confiar en ella nunca más.
Los hombres en los que confiaba, incluso los que apreciaba y habían trabajado para él desde el principio, percibían su humillación. Jamás habían pronunciado una palabra en contra de ella y tampoco lo habían cuestionado cuando decidía acogerla de nuevo después de una de sus correrías. Pero eso se había acabado, ya no sentía nada por esa mujer que había engendrado un hijo que le había hecho creer que era suyo y que, siempre que estaba cabreada, le había dejado caer que también podía ser de un montón de hombres que le habían donado su esperma.
Donald había conocido a su nueva novia en un club nocturno de Ilford. Se había metido por unos instantes en el aseo de señoras para cobrar unas cuantas libras que le debía uno de los peces gordos de la localidad. Cuando salió vio a Deirdre Anderson en la barra y, nada más verse, ambos se dieron cuenta de que estaban hechos el uno para el otro. Era una chica despampanante, rubia, con los ojos grandes y un bonito cuerpo. Por su forma de vestir y de hablar, se dio cuenta de que no era la primera vez que se enrollaba con alguien, pero también sabía que se sentía tan entusiasmada por él como él por ella. Por primera vez en la vida se sentía satisfecho, una emoción que no se apreciaba tanto como se debiera.
Donald podía relajarse en aquel pequeño apartamento, relajarse de verdad. Es posible que Deirdre tuviera sólo veinte años, pero estaba seguro de que le amaba, de que le era leal y de que estaría a su lado por mucho tiempo sin importarle la diferencia de edad, pues eran espíritus gemelos.
Deirdre había decorado el apartamento con pésimo gusto, pero eso no importaba lo más mínimo porque hasta el papel chabacano que había puesto en las paredes y los muebles tan desparejos le hacían sentirse en casa. Aquello era una verdadera casa, un verdadero hogar donde las personas que vivían dentro eran más importantes que el precio del mobiliario. Era un lugar donde el tiempo parecía detenerse, donde podía disfrutar siendo un hombre y donde no le roía el recuerdo constante de la infidelidad de su esposa.
Cuando Donald oyó que Deirdre dejaba entrar a su invitado, suspiró y se bebió el whisky de un solo trago. Se sirvió otra copa, se sentó en el sofá Dralon que quizá era demasiado grande para un salón tan pequeño y se preguntó qué vendría a pedirle. Puso cara de no saber nada y dibujó una sonrisa forzada cuando vio entrar en el salón a Big Danny Cadogan. Su cuerpo tullido se movía con torpeza y todo el que lo veía recordaba lo que le podía suceder a quien actuaba irreflexivamente, una lección que él había aprendido a manos de los Murray.
– ¿Qué te trae por aquí, Dan?
Big Dan Cadogan se dejó caer en un sillón, dolorido. Luego, con la misma forzada jovialidad que había empleado Donald, le respondió:
– Sírveme una copa y te lo digo.
La atmósfera estaba impregnada de una desconfianza mutua y de insinuaciones guardadas en secreto. Ambos habían sufrido a manos de sus hijos, ambos habían tenido que aprender a vivir con ese peso, pero eso no significaba que hubiesen asimilado lo que les había sucedido.
Deirdre se sentó en la cocina para tomarse un café; disfrutaba viendo que su amante se sentía tan a gusto en su apartamento como para considerarlo un lugar propicio para hacer sus negocios. Era una chica con buen carácter que se había quedado embarazada a los diecisiete años, pero había perdido el niño al poco de nacer. Después de esa traumática experiencia, llegó a la conclusión de que la vida era demasiado corta para despreciarla. Todo consistía en disfrutar de lo positivo y no darle vueltas a lo negativo.
– Pakash sólo ha repetido lo que se oye en las calles, Danny.
Louie Stein había prestado atención a todo lo que se decía con su interés acostumbrado. Cuando Michael hizo ese comentario, asintió reafirmando sus palabras y añadió:
– Él tiene razón. Te has portado como un capullo.
Pronunció esas palabras con la clara intención de ofender al muchacho. Lo habían pillado, lo habían delatado y ahora necesitaba resolver el asunto lo antes posible.
Danny Boy buscó consejo en Louie, algo que llevaba años sin hacer. Sin embargo, como había sucedido frecuentemente en el pasado, estaba dispuesto a escuchar lo que tenía que decir al respecto.
– Dime la verdad, Louie, ¿crees que saldré de ésta?
Louie sonrió débilmente. Había envejecido y su cráneo empezaba a adoptar la forma de una calavera. Danny y Michael lo miraban como si fuese un anciano, una de esas muchas personas a las que estaban dispuestos a dejar fuera de combate y arrebatarles todo aquello por lo que habían luchado en la vida.
A diferencia de los demás, Louie sabía que ese par de mequetrefes lo necesitaban porque aún recurrían a él para pedirle su opinión, y sus consejos eran bien recibidos. Sabía de sobra que, si no tenía cuidado, algún día podía llegar a encontrarse en el mismo bote que Kenny, Mangan o Carlton. No obstante, confiaba en la lealtad de Danny Boy porque él exigía lo mismo de los demás. Louie creía que había apostado por el caballo ganador, pero sólo el tiempo le diría si había acertado.
Louie le dio una profunda calada a su habano y, soltando el humo con lentitud, miró las volutas que formaba alrededor de su cabeza. Luego se irguió en su asiento y, mirando fijamente a Danny Boy, les explicó la situación en la que se habían metido y la forma de salir de ella con el mínimo daño posible. Señalándole con el dedo, le dijo:
– A veces vosotros dos me ponéis malo. Jamie Carlton es de los que no pueden tener la boca cerrada ni debajo del agua. Padece de diarrea verbal y cree que todos disfrutan tanto como él oyendo su jodida voz. Ahora todo el mundo lo escucha, pero es porque tiene a su favor el nombre que lleva, el que le dio el hombre al que tanto desea matar. Ahora vosotros estáis en el punto de mira de cualquier cosa que le pueda suceder a Donald Carlton, aunque sea por accidente. Si lo atropellan, si se cae en la bañera o si se ahorca con los cordones de sus zapatos, alguien, en algún lugar, os vinculará con eso. Aunque no lo creáis, nuestro mundo depende del chismorreo, aunque los capos llamen a eso recopilar información. Pues bien, recopilar información es lo que os pone por encima del resto de las personas. Ahora os han visto tratando con Jamie en más de una ocasión y eso, aunque no os hayáis dado cuenta, ha sido observado por los capos y ha suscitado muchos debates. El único consejo que os puedo dar es que lo dejéis o lo resolváis de una vez por todas. En cualquiera de los casos, tenéis que dejar claro a todo el mundo cuáles son vuestras intenciones y qué esperáis obtener de vuestras acciones. Después de esta noche, os aconsejo que, sea lo que sea lo que decidáis, más vale que raye lo extremo. Donald es apreciado por mucha gente, al contrario que Mangan, precisamente porque supo ganarse a muchas personas que en realidad pretendían despojarlo. Y lo hizo asegurándose de que todos ganasen un buen dinero a su costa, lo cual, muchachos, es el secreto del éxito en nuestro mundo.
Danny y Michael le escuchaban con su acostumbrado respeto. Louie no sólo era una persona sensata, sino que además estaba al tanto de todo precisamente porque era un chismoso por naturaleza. Louie era de esas personas que saben recopilar información. Con el paso de los años, había aprendido que, por muy trivial que pareciese la historia, o por muy ultrajante, casi siempre contenía un elemento de verdad. Muchas personas habían muerto, y muy dolorosamente por cierto, a causa de los chismorreos, y muchos habían desaparecido de la faz de la tierra por la misma razón. Y eso era así porque, en su precario mundo, una palabra dicha en el momento menos oportuno podía suponer una larga condena en prisión o el motivo por el cual esplendorosos negocios se viniesen abajo en un santiamén.
Por primera vez en la vida, Danny no estaba seguro de lo que debía hacer. Louie se percató de su indecisión y salió en su ayuda. Pensaba que, al contrario que Michael, que era contable de nacimiento, Danny Boy era el que gozaba de una reputación que lo pondría en el mismo nivel de los más poderosos, el que tenía fama de saber vengarse rápida y drásticamente, lo que le garantizaría no ser retado por otros jóvenes, y el que cuidaría de que durante su vejez ninguno de ésos le hiciese el más mínimo daño. Pensaba que había sido generoso con el muchacho y le había proporcionado muchas ganancias, por eso confiaba en que se encargaría de que a su esposa e hijas no les faltase de nada cuando él estirase la pata. Danny era un hombre joven, pero con los valores de antaño, algo que le proporcionaría una buena posición durante muchos años.
Danny había escuchado atentamente lo que su viejo amigo le había dicho y las palabras «rayar lo extremo» parecían las únicas que se le habían quedado grabadas en la mente. Si su amistad con Jamie había dado que hablar, entonces debía resolver ese problema lo antes posible; como siempre decía, mejor ahora que mañana.
Capítulo 13
Deirdre estaba echada de lado, roncando plácidamente, cubierta por una delgada capa de sudor y con su larga melena rubia sobre los hombros como una manta. Había echado hacia atrás el edredón y Donald se sentó en una silla para mirarla, maravillado de que una mujer así fuese totalmente suya.
Donald sabía que, desde que la había conocido, su corazón de anciano se había ablandado. Al contrario que con su esposa, delante de ella no se veía en la necesidad de demostrarle nada a nadie, no tenía que vigilarla como si fuese un halcón. El amor que sentía por ella era un sentimiento liberador, le había demostrado en qué consistía de verdad una relación y le había hecho ver que su matrimonio y su relación con su esposa habían sido venenosos. Su amor por Deirdre le había hecho ver que había desperdiciado los que deberían haber sido sus mejores y más productivos años con alguien que no se preocupaba lo más mínimo por él, que no lo respetaba a él ni respetaba la posición que ocupaba.
Y ahora estaba el problema con su hijo, o mejor dicho, con el muchacho al que había criado. Desde el principio, en lo más hondo de su corazón, sabía que era un niño bien criado y consentido, pero ahora no sólo tramaba asesinarle, sino que había contratado a otros jóvenes para que le ayudasen a saciar sus deseos de grandeza.
Jamie, al parecer, estaba dispuesto a apoderarse de lo que consideraba suyo y no le importaba enterrar a su padre en el proceso. Eso le dolía. Siempre se había portado bien con el muchacho, jamás había dejado que su sentimiento de rabia o frustración lo salpicara, pues siempre lo había visto como otra víctima más, como la parte inocente de ese fracaso que había sido su matrimonio. Ahora Donald estaba pagando el precio de ser tan complaciente. El muchacho tenía una edad en la que quería asegurarse su herencia, aunque debería saber que él era incapaz de engendrar un hijo a no ser que fuese por intervención divina. Se preguntó si Jamie sabía quién era el culpable, si su madre le había dicho algo al respecto. Lo puso en duda. Llegó a pensar que lo más probable es que ni ella lo supiese. Se había tirado a tantos hombres que cualquiera en un radio de diez millas a la redonda podía ser su padre.
Donald sabía que la relación con esa mujer tan joven era la causa de la profunda inseguridad de su hijo. Sabía que lo que más temía Jamie era la llegada de un nuevo hijo, de un hijo que sería suyo sin ninguna duda. Donald sabía que tal cosa jamás ocurriría, pues, con todas las mujeres que se había tirado, jamás había dejado a ninguna preñada. La verdad, algo que ahora no podía decirle a Jamie, era que se había resignado hacía muchos años a que fuese él quien llevase su nombre, ese nombre que con tanto orgullo le había otorgado todos esos años. Después de todo, él había vivido esa mentira demasiado tiempo y le resultaba estúpido no seguir manteniéndola después de muerto. Ahora, al parecer, de ser por su hijo, moriría antes de lo previsto.
Oyó un tenue ruido en el vestíbulo y, asumiendo que sería el gato de Deirdre el que entraba por la puerta principal, se recostó en el asiento y se deleitó mirando a la mujer de su vida.
La puerta, sin embargo, se abrió de golpe y repentinamente vio a Danny Boy y a Michael mirándole como dos ángeles vengadores. Fue entonces cuando se dio cuenta de que se había demorado mucho en tomar medidas. Danny Boy sonreía con una de sus típicas sonrisas, con una de esas sonrisas que le hacían parecer un joven normal, lo que demostraba, una vez más, que las apariencias engañan.
Deirdre se había despertado; tenía los ojos abiertos de par en par y aspecto de loca.
Donald se dio cuenta de que lo había estado esperando, por eso no había conciliado el sueño; de alguna manera había aceptado su destino y ahora hasta le daba la bienvenida.
– ¿Qué te trae por aquí, Danny Boy? Tu padre acaba de irse y me ha pedido que te perdonase la vida si esto sucedía. Ha estado implorando por tu vida, al contrario que esa rata de hijo mío que quiere quitarme de en medio. Imagino que no has hablado con él todavía.
Danny miró a la joven aterrada y le hizo señas para que permaneciera donde estaba. Luego cogió a Donald Carlton de la ropa y se lo llevó al vestíbulo, con tanta fuerza que los pies del anciano dejaron dos profundas marcas en la mullida moqueta. Aún con el olor a desinfectante de pino impregnando sus fosas nasales y el llanto histérico de Deirdre resonándole en los oídos, Danny Boy le disparó a Donald a bocajarro, en la cara. El estampido no sonó tan fuerte como había previsto, pero la sangre le salpicó más de lo que esperaba. Cuando se dio cuenta de que el hombre sangraba profusamente porque su corazón seguía latiendo, le disparó de nuevo, pero esta vez en la nuca. La sangre y los huesos lo salpicaron todo, especialmente los pantalones de Danny. Se encogió de hombros con indiferencia, miró la cara pálida de Michael y sonrió alegremente. Luego, chupándose un dedo, hizo el gesto de dibujar un uno en el aire mientras decía: -Uno menos.
Michael recuperó la compostura y, regresando al dormitorio, se quedó mirando a la joven que lloraba encima de la cama. Antes de que pudiera decir nada, Danny Boy, sin mediar palabra, la cogió de los pelos y la llevó a rastras hasta el vestíbulo. Una vez allí, la arrojó encima del cuerpo sin vida de su amante y le dijo en tono amenazador:
– Vete con tu madre o con quien te dé la gana, pero vete. Si dices una palabra de lo que ha sucedido esta noche, te juro que me convertiré en tu sombra.
Danny sabía que no era necesario que repitiese lo que le había dicho, pues estaba seguro de que no abriría la boca con ningún pretexto. Y si lo hacía, no viviría lo suficiente para testificar. Él le había dado una oportunidad y, si tenía una pizca de cerebro, se daría cuenta de ello y actuaría en consecuencia. Ella era del barrio, conocía el meollo del asunto. Si mantenía la boca cerrada, la dejarían en paz y le darían algo de dinero cuando todo hubiese pasado. Tenía que asimilarlo y vivir con ello. No era la primera mujer, ni sería la última, que se había visto acorralada en una reyerta personal. A los pocos minutos había desaparecido.
Michael y Danny salieron del piso y Danny se aseguró de cerrar la puerta al salir. La pasma tendría que forzarla si quería entrar y no pensaba facilitarle las cosas. Ahora que había decidido lo que debía hacer, quería resolverlo lo antes posible. La adrenalina le corría por las venas y eso le hacía sentirse vivo; la violencia extrema siempre le había provocado un subidón del que disfrutaba más de lo que debía.
Cuando salía de los apartamentos, se cruzó con un grupo de jóvenes más o menos de su misma edad. Lo observaron detenidamente y él les devolvió la mirada como si fuese la primera vez que los viera. Tenían aspecto harapiento, estaban enganchados y, para él, representaban la escoria de la sociedad. El hecho de que él pudiera haber llegado a ser uno de ellos, de no ser por su fuerza de voluntad para salir del fango, lo perturbó porque le recordó de dónde procedía y contra qué luchaba a diario. Tener que haberse buscado tan pronto la vida lo podía haber hecho caer en lo mismo, él lo sabía mejor que nadie. Su padre, además, había procurado que nunca tuviera la oportunidad de salir de eso, les había dejado bien claro a él y a sus hermanos que no significaban nada en su vida. El, al igual que muchos, había sido concebido sin que nadie pensara en las consecuencias del acto sexual y sin deseo por ninguna de las partes. Danny sabía que esos jóvenes, con sus cabezas rapadas, sus Levis y sus botas militares habían sido concebidos de la misma forma que él. Era como si hubiesen nacido siendo conscientes de su poca valía, sabiendo que sus vidas no eran apreciadas por nadie, ni tan siquiera por ellos mismos, que la futilidad de su existencia no era sino una prueba más de lo irrisoria que era la vida.
Michael, que ya había abierto la puerta del coche, aún no se había recuperado de los disparos y de la enorme facilidad que mostraba Danny para matar. Trató de aplacar el miedo que le inspiraba la persona que más apreciaba en la vida. Sabía que aquella noche o bien los uniría o bien los separaría, y, aunque hubiera preferido mantenerse al margen y permanecer en el anonimato, sabía que no podía hacer tal cosa, pues tenía que ver cómo terminaba todo aquello.
Danny Boy miró fijamente a los muchachos, dándose cuenta de que lo reconocían, de que sabían quién era, odiándolos porque deseaban parecerse a él, como si pudieran. Formaban parte de esa carne de cañón que ellos utilizaban cuando necesitaban de alguien que se manchase las manos por ellos. Controló su rabia, pues sabía que habían oído los disparos y que imaginaban lo que habría sucedido. Danny se acercó hasta ellos y, con voz amistosa, les dijo:
– ¿No tendréis un cigarrillo, verdad muchachos?
Michael observó cómo los muchachos rebuscaban en los bolsillos, satisfechos de tener luego la oportunidad de decirles a sus amigos que Danny Boy Cadogan se había parado para hablar con ellos. Eso garantizaba su lealtad y su silencio.
Michael y Danny pensaron que, de no ser tan penoso, se hubiesen echado a reír.
Ange no lograba conciliar el sueño. Su marido había salido hacía horas y aún no había regresado. Normalmente, eso no le hubiera preocupado lo más mínimo, pero sospechaba que había ido a ver a Donald Carlton y sabía que, para variar, tenía verdaderas razones para preocuparse. Pensaba que Big Dan estaba intentando limitar los daños que podía haber causado con su imprudente charlatanería, ya que por su culpa los asuntos privados de su hijo habían llegado a ser de conocimiento público. Aunque le había jurado que no había hablado de ello a nadie de importancia, no había podido resistirse y lo había comentado con algunas personas que no eran dignas de confianza para Danny Boy. En parte, había sido culpa del mismo Danny. Había hablado demasiado en presencia de su padre, un hombre al que ni ella misma le había revelado nunca nada importante porque era de todos sabido que tenía la boca muy grande. Danny Boy, sin embargo, no había dejado de restregarle su nuevo estatus y había disfrutado poniendo en conocimiento de su padre a qué se dedicaba y el dinero que estaba ganando, algo que ella también comprendía en parte. Danny Boy aún era un muchacho y era lógico que se comportase como tal. Sin embargo, para ser alguien que se había labrado su propio camino, resultaba ilógico que estuviera dispuesto a estropearlo todo por causa del hombre al que ya había dejado tullido hace años.
Se levantó de la cama y se puso la bata; era una bata con un bonito estampado que la hacía parecer más gorda de lo que estaba, algo que no le preocupaba, pues su aspecto físico hacía años que había dejado de interesarle. Cuando se dirigió a la cocina, oyó que alguien susurraba. Entró en la habitación de su hija y se quedó anonadada al verla sentada en su cama besando a un joven con una coleta y una mirada degenerada en los ojos. Su chaqueta de cuero estaba tirada encima de la frágil silla que ella había pintado con tanto cariño hacía unos meses. Sus trainers, como les llamaban ahora, estaban desatados y tirados encima de la moqueta rosa que había limpiado esa misma mañana. Annie estaba medio desnuda, con la camisa abierta y los pantalones vaqueros hechos un ovillo encima de las sábanas. Ange tardó unos minutos en comprender exactamente qué habían estado haciendo, pero, cuando se dio cuenta, perdió los estribos. Como si no tuviera bastante con un hijo asesino, ahora debía afrontar que su hija fuese una puta. Encendió la luz, miró a la hija a la que tanto quería y, al verle la boca manchada de carmín y el pecho subiendo y bajando por el esfuerzo, Ange perdió el control y se dejó llevar por uno de esos arrebatos de cólera por los cuales era tan conocida. Cuando se abalanzó sobre su hija, el muchacho ya había saltado de la cama y se estaba atando los zapatos. Se veía que no era un chico del barrio, pues de haber sabido que ella era la hermana de Danny Boy Cadogan jamás se hubiese atrevido a entrar en la casa por mucho que ella se lo hubiese ofrecido. El muchacho se quedó mirando cuando la madre y la hija se enfrascaron en una lucha encarnizada encima de la cama, mordiéndose y tirándose de los pelos, soltando blasfemias que asustaban hasta al más pintado. Cuando Ange le propinó a su hija un puñetazo propio de un hombre, el muchacho salió despavorido de la habitación dejando que su nueva conquista se las apañase sola.
Annie lloraba y el maquillaje espeso que se había puesto le escocía los ojos. Dejó de pelear con su madre porque se dio por vencida, pero también se dio cuenta de que eso volvería a repetirse una y otra vez. Odiaba que la tuviesen encerrada como si fuese un animal, odiaba tener que dar explicaciones por cada minuto que pasaba fuera del seno familiar. Odiaba a su madre porque la coartaba por la sencilla razón de que envidiaba su juventud y su popularidad. Tal vez Ian Peck no fuese un príncipe azul, pero la había hecho sentirse como cualquier jovencita con sus besos y sus falsas promesas.
– Vete al carajo, mamá, y déjame en paz.
Intentaba librarse de su madre, que la tenía agarrada por el pelo. Estaba segura de que le había arrancado un buen puñado en la pelea. El labio le sangraba y, cuando trató de erguirse, se sorprendió de que su madre la soltase repentinamente. Ange, de pie en el umbral de la puerta, se quedó mirando a su hija y, por primera vez en su vida, vio a su hija tal como era.
– Puta de… ¿Eso es lo que haces cuando dices que vas a clases nocturnas? ¿Qué es lo que aprendes allí? ¿A putear? Por lo que se ve, ya hasta hablas como ellas.
Apenas si era capaz de pronunciar esas palabras, de lo furiosa que estaba. El corazón le latía con tanta fuerza que pensó que le iba a dar un ataque.
– Puta de mierda. Te atreves incluso a traer a esa basura a mi casa. La casa que yo mantengo limpia y ordenada para que vosotros tengáis un buen sitio donde vivir y donde os sintáis seguros. ¿Y cómo me lo pagas? Comportándote como una puta en mi propia casa.
Una vez más se abalanzó sobre su hija, propinándole una serie de golpes. Se concentraba en la cara y los hombros, tratando de dejarle señales para que recordase esa noche tan vívidamente como ella.
Mientras le propinaba esa serie de golpes sentía por su hija un odio palpable. Ver a su hija, a su niña, sin pantalones, enseñando los pechos mientras ese cabrón de mierda la sobaba con la picha fuera y ella se la toqueteaba, sería algo que no olvidaría nunca. Estaba segura de que, cada vez que viese a su hija, aunque llevase una máscara de buzo, le vendría esa imagen a la cabeza. Esa imagen se le había quedado tan impresa que ya no se le borraría nunca. Sin embargo, lo que más le dolía no es que hubiese traído a un muchacho a casa, al dormitorio, sino darse cuenta de que su hija no era una mujer decente, pues supo instintivamente que no era la primera vez que lo hacía. No había duda; a la chica le gustaba que la sobasen y que la utilizasen tipejos como ese joven, un extraño con el pelo engominado que se había creído que su hija era una más de esas asquerosas putas que proporcionaban favores sexuales. La desenvoltura que había visto en su hija mostrándose desnuda denotaba que no era la primera vez que hacía semejante cosa, ya que las jóvenes tardaban su tiempo en mostrar plenamente su cuerpo y, que ella supiera, sólo las putas se sentían cómodas desnudándose delante de un completo desconocido. Ange trató de sosegarse y dejó de golpear el cuerpo dolorido y amoratado de su hija. Miró a Annie como si no la hubiese visto nunca, sacudió la cabeza lentamente, se aclaró la garganta y le escupió en la cara.
Annie lloraba desconsoladamente. Estaba tendida en la cama y el escupitajo le corría por las mejillas. Ange, impasible ante los sollozos de su hija, salió de la habitación lentamente y cerró la puerta con suavidad. Era un acto simbólico que significaba que para ella su hija se había acabado. Jamás volvería a mirarla sin que se le viniera también el recuerdo de ese asqueroso pene erecto y su hija en bragas. Ya no había forma de evitar que viese a su hija como una chica fácil a la que había intentado en vano mantener inocente y pura, lejos de hombres como su padre y del daño que son capaces de hacer.
Ange tenía el estómago revuelto y le entraron tantas ganas de vomitar que tuvo que salir corriendo al cuarto de baño. Sabía que su hija la oiría mientras vomitaba y eso la alegró. Cuando Jonjo cogió una toalla mojada y le limpió la cara no pudo controlarse y se echó a llorar.
Lawrence Mangan estaba tendido en la cama con una sonrisa en la cara, un cigarrillo en la mano y observando cómo aquella mujer le chupaba la polla como si en ello le fuera la vida. Era una mujer despampanante, aunque su belleza estaba algo dañada por la espesa capa de maquillaje que sólo las putas caras saben llevar. Lawrence pensó que se debería a que se consideraban más valiosas que las demás. Sabían hacer su trabajo y la capa espesa de maquillaje suplía la falta de atracción sexual en sus encuentros. Se parecían a las mujeres de las revistas; no eran reales y la única razón por la que se dedicaban a eso era el dinero.
Ésta, sin embargo, por muy versada que fuese en sus menesteres, ya no tenía ninguna posibilidad de enderezársela porque él ya estaba deseando darle una patada en el culo y echarse a dormir. Mangan jamás permitía que las chicas que traía a su casa se quedasen a pasar la noche porque las consideraba unas ladronas cuyo trabajo ya las convertía en personas amorales hasta que encontraban alguien a quien echar el lazo. Podían robarte un par de gemelos, un bote de desodorante, en fin, cualquier cosa; la cuestión era llevarse algo. A él ya le había sucedido con anterioridad y había tenido que castigar a la joven severamente. La pilló cerca de la puerta, tratando de llevarse su reloj, un Bulova de oro no muy bonito, pero eso daba lo mismo, para él como si hubiese sido una joya incrustada en un huevo de Pascua. Lo importante es que había intentado llevárselo y él no podía consentir que una cosa así sucediese. Por esa razón la había dejado ciega. Su bravuconería le había hecho perder los estribos y le estampó una botella en la cara. En lo que a él respecta, ella se lo había ganado. Luego ordenó a dos de sus hombres que se la llevasen y ellos obedecieron en completo silencio y jamás mencionaron el incidente sucedido aquella noche. Mejor así. Gato escaldado, del agua huye. Cogió de mala manera a la chica de la cabeza y la apartó de su lado como si fuese una mosca molesta.
No era la primera vez que Linda Crock estaba con un cliente y sabía que, una vez que habían conseguido lo que querían, descargaban su vergüenza y su culpabilidad sobre la chica con la que habían estado. Bueno, que le dieran morcilla, ella ya había cobrado de antemano. Mangan tenía fama de ser un don nadie en la cama, alguien que trataba de saciar sus deseos mediante la intimidación y utilizando su reputación de capo. Ella, sin embargo, llevaba en el oficio desde que tenía catorce años y hacía falta algo más que un mierda como ése para que se quedasen con ella. Ya tenía el dinero a buen recaudo, por tanto no tenía obligación de mostrar un entusiasmo que no sentía. También sabía que los tipos como Mangan al final recibían su merecido. Cuando se vistió, Lawrence se dio cuenta de que ya no le miraba con intención de seducirlo, sino con una altivez que denotaba que todo lo había fingido, que eran tan buena actriz como las que trabajan en los teatros del West End.
Su forma de comportarse hizo sentirse incómodo a Lawrence, que permaneció callado mientras terminaba de arreglarse. Ni tan siquiera se molestó en decirle adiós. Pensó que se había metido en el cuarto de baño y tardó un rato en darse cuenta de que no estaba. Fue su forma de manifestarle su desprecio; ella, una mujer que se vendía al primer pintado sin importarle su edad, su peso o su higiene personal, lo había despreciado, lo había hecho sentir una inmundicia, y eso lo sacaba de sus casillas. Sin embargo, la mayoría de las fulanas con las que había estado sabían lo que le había hecho a una de ellas, por eso interpretaban su papel hasta que se veían en la puerta sanas y salvas.
Aún maldecía la arrogancia que le había mostrado esa mujer cuando oyó que alguien llamaba a la puerta. Sonrió y se levantó de la cama preguntándose qué coño se habría olvidado la muy guarra, pero fuese lo que fuese, iba a tener que sudar lo suyo para conseguirlo. Necesitaba que alguien le diese una reprimenda y, en eso, él era un experto. Al abrir la puerta, su expresión de reproche se trocó en otra de aversión y miedo. Aunque tarde, se dio cuenta de que la peor de sus pesadillas se había hecho realidad.
– ¿Te encuentras bien, Annie? -preguntó Jonjo en voz baja.
El tono de su voz denotaba que se había hinchado de fumar cannabis y estaba completamente colocado. Se acercó y se sentó en el borde de la cama. La bombilla que colgaba desnuda en el descansillo iluminaba lo suficiente como para ver que a su hermana la habían apaleado más que a un pulpo. La verdad es que no sentía la más mínima pena por ella, pues, cuando supo lo sucedido, se sintió tan disgustado como su madre y pensaba que se lo tenía bien merecido. Aun así, quería comprobar si se encontraba bien.
Jonjo miró la cara amoratada de su hermana y dijo:
– La he convencido de que no le dijera nada a papá ni a Danny Boy, ¿vale?
Annie asintió. Las lágrimas volvieron a brotar de sus ojos, tibias y saladas. La empatía de su hermano la hacía sentir más avergonzada de lo que en realidad estaba. Empezó a sollozar, tapándose los ojos con el brazo derecho y reposando el izquierdo sobre el pecho, como si quisiera ocultarse.
– ¿Quién era ese tío?
Annie no pudo responderle porque lloraba incesantemente.
Jonjo sonrió con tristeza, le quitó la mano de encima de los ojos y, mirándola con ternura, añadió:
– Si no me lo dices, te aseguro que se lo diré a papá y, lo que es peor, a Danny Boy. Así que decide a quién quieres contar tu sórdida historia.
Annie continuaba sangrando; tenía los labios hinchados, notaba el sabor de la sangre seca y el dolor que le causaban todos los chichones que le habían salido en la cabeza. Tenía mechones de pelo esparcidos por todos lados y, al verlos, estalló en lágrimas de nuevo.
– No hablo en broma, Annie, así que dime quién coño era ese tío.
Sacudía la cabeza. Una de las orejas le sangraba porque durante la pelea su madre le había arrancado uno de los pendientes dejándole colgando el lóbulo, cosa que no cicatrizaría tan fácilmente. Su madre le había dado una buena tunda, como debía ser.
– Dímelo antes de que me cabree.
Annie sollozó y, llevándose la mano a la boca, respondió:
– Te lo juro que no lo sé, Jonjo. Lo conocí en la cafetería de Betunar Green.
Jonjo se apartó de ella, con la espalda arqueada por el asombro. Su hermana se dio cuenta de lo mucho que había crecido en los últimos meses y, aunque no era tan grande como Danny Boy, estaba hecho un hombretón. Al ver que Jonjo acercaba la cara a la suya, Annie se dio cuenta de lo muy violenta que podía ser su familia cuando alguno de ellos creía que su mundo se veía amenazado.
– De mí no te cachondees. ¿Pretendes que me crea que has traído a un puñetero extraño a nuestra casa para dejarle que te sobe y esté a punto de follarte?
Annie se dio cuenta de que Jonjo estaba a punto de asesinarla e intentó calmarlo mientras deseaba con toda su alma que la noche no hubiese terminado tan violentamente. ¿Por qué razón había traído a ese muchacho y no había dejado como de costumbre que la llevase a Vicky Park o a un callejón? ¿Por qué hacía eso además? Ella sabía bien por qué. Se estaba rebelando contra ese régimen que la tenía más encerrada que a una monja de clausura, se estaba rebelando contra el nombre que llevaba, contra ese nombre que impedía que cualquiera se le acercase. Annie no le respondió. Ocultó la cara entre las almohadas y lloró desconsoladamente.
Jonjo miró a su hermana, por la cual no sentía ni la más mínima empatía por mucho que la quisiera. La cogió del brazo, le dio la vuelta para obligarla a mirarle y dijo:
– Te lo digo por última vez, gilipollas. Dime su nombre o lo que te ha dado la vieja te va a parecer un entremés.
Annie vio que hablaba en serio. De hecho, ya había echado el puño hacia atrás para propinarle el primer puñetazo, así que respondió:
– Es de Romford. Y se llama Ian Peck.
Jonjo bajó el brazo lentamente, la miró como si fuese una basura y se levantó para salir de la habitación. Cuando llegó a la puerta, se dio la vuelta y, con malicia, dijo:
– Puta de mierda. Ahora ese Ian Peck sabrá quién soy yo.
Annie se echó a llorar de nuevo mientras él cerraba de un portazo. Ella se repetía una y otra vez las mismas palabras: «Tengo que escapar de aquí. Tengo que escapar». Sin embargo, sabía que eso sería imposible, a no ser que saliera con los pies por delante o del brazo de su futuro marido. En ese momento, lo primero era lo más tentador.
Lawrence Mangan se dio cuenta de que se la habían jugado, como también comprendió que no saldría vivo de ésa si no era peleando. Le resultaba increíble que esos dos jóvenes pudieran presentarse en su casa, en su propia casa, y comportarse como si fuesen los dueños del mundo. Cuando los vio entrar, miró a sus dos guardaespaldas y vio que observaban indiferentes, por lo que dedujo que también estaban metidos en el ajo. Se dio cuenta de que los hombres que tenía a sueldo, esos de cuya lealtad estaba tan seguro, estaban esperando para presenciar la que le esperaba. En ese momento, el deseo de lucha lo abandonó, ya que acababa de entender que, por mucho dinero y muchos contactos que tuviese, nadie iba a acudir en su ayuda aunque la pidiese. Al ver la cara sonriente de Danny Boy no le quedó más remedio que aceptar que él sería el único testigo de su muerte. Cuando Danny Boy lo empujó hasta el dormitorio, observó que Michael traía una bolsa llena de herramientas que Danny Boy vació de golpe sobre la cama, de lo que dedujo que su muerte no sería ni lenta ni exenta de dolor. Danny Boy estaba decidido a hacerle pagar por cada menosprecio que le había hecho, real o imaginario, y pensaba utilizarlo como señal de advertencia y como trampolín para entrar en el mundo de los verdaderos capos.
Justo en el momento en que comprendió la gravedad de la situación, Danny Boy sacó un cúter y le dio un tajo justo en los ojos, cegándole con su propia sangre. Cuando cayó de rodillas y se cubrió el rostro instintivamente con las manos, se escuchó a sí mismo pedir clemencia con suma humildad, con toda la autocompasión que poseía, y eso le hizo odiarse aún más. Le pidió al muchacho que acabara con su vida lo antes posible, que lo dejase morir como un hombre y no le torturase como había hecho con otros porque él era un capo y eso debía significar algo. Después se limitó a sollozar y rogar, pero al final se limitó a quejarse, aceptar su destino y rezar para que llegase pronto. Sin embargo, sabía que eso era imposible porque Danny Boy quería sentar precedentes y dejar su huella de una vez por todas. Quería asegurarse de que lo aceptarían en ese mundo del que tanto deseaba formar parte y dejar claro que iba a por todas.
Luego, con su antagonismo natural, Lawrence le gritó:
– Mírame bien, Danny Boy. Mírame porque algún día tú acabarás de la misma forma.
Danny Boy rió y respondió:
– Tus ojos parecen dos huevos duros embadurnados de ketchup. Te duelen, ¿verdad que sí?
La ceguera de Lawrence le daba un aspecto más terrorífico que el de antes.
– ¿Te acuerdas del proverbio que dice que se recoge lo que se siembra? A que ahora te parece cierto.
Lawrence vislumbró a Danny Boy, desde la mandíbula hasta su fuerte espalda, de la cual jamás presumía. Mostraba un rostro indiferente, pero se veía que disfrutaba con la muerte. En muchas ocasiones había oído hablar de la frialdad y la absoluta indiferencia de Danny Boy ante el sufrimiento y la violencia, pero jamás pensó que acabaría siendo víctima de ellas. Ahora se daba cuenta de que su odio y su veneno se volvían contra él.
Danny Boy era un matón al que había infravalorado. Sabía que su muerte serviría para abrirle las puertas y para colocarle en primera línea. Las personas como Danny Boy eran necesarias y hacía mucho tiempo que no surgía nadie como él. Era el típico delincuente cabrón al que la policía define como psicópata, y sus vecinos y amigos como un buen muchacho con un carácter terrible que a veces no puede controlar.
Los ojos le ardían de dolor y su cuerpo padecía tales convulsiones que apenas podía respirar. Comprendió que Michael recorría el piso por si podían utilizarlo para sus propios fines. Sabía que su vida acabaría a manos de un par de matones que no tenían el más mínimo juicio ni sensatez, y que su muerte sólo sería recordada por lo horripilante que había sido. Se daba cuenta de lo que Danny Boy hacía y, aunque lo odiaba con todo su dolorido cuerpo, sintió una extraña admiración por él.
Cuando oyó que ponía las herramientas en orden, Lawrence guardó silencio y rezó para que esa inevitable muerte viniera lo antes posible.
Danny Boy se acercó y le susurró al oído:
– Lo vamos a pasar en grande, Lawrence, y me voy a asegurar de que no te pierdas la diversión. Quiero que me esperes para que veas lo que te tengo reservado para el final.
El estado en que se encontró el cuerpo torturado de Lawrence ocupó los periódicos durante varios días y causó estupor durante varias semanas por su severidad y porque demostró que el crimen organizado estaba bien asentado en la capital del país. Posteriormente, la noticia fue sustituida por la de un predicador vicioso cuya mujer era tan amoral como él.
No obstante, los acontecimientos de aquella noche favorecieron a Danny Boy. Ahora ya no sólo lo respetaban, sino que lo consideraban parte de esa nueva generación de criminales jóvenes que, poco a poco, iban quitando de en medio a los más veteranos. La despiadada violencia que utilizaban para conseguir lo que querían se estaba convirtiendo en algo usual, pero Danny Boy destacaba por encima de ellos. Los de Scotland Yard, los griegos, los turcos y los chinos, todos lo consideraban un tipo de mucho cuidado, al igual que los criminales con los que solía tratar. Lo que nadie se atrevía a mencionar en voz alta era que la desaparición y muerte de dos hombres, considerados por todos como dinosaurios sociales o agitadores, había abierto las puertas a todos los buscavidas. Esas personas estaban creando nuevas formas de hacer dinero y lo repartían a manos llenas. Estaban dispuestos a aprovechar las oportunidades, pero eran demasiado jóvenes para sucumbir al miedo a que los descubriesen, los pillaran y tuviesen que aceptar las consabidas consecuencias; es decir, acabar entre rejas. Eran tan jóvenes que pensaban que, aunque eso les sucediese, aún les quedaría tiempo de abrirse camino de nuevo cuando saliesen.
Danny y Michael habían introducido un nuevo sistema que contrastaba con el anterior, además de proporcionar trabajo a los miembros más jóvenes y viriles de la comunidad. Los asesinatos y las ambiciosas intenciones de esos dos jóvenes les abrieron más puertas de las que habían imaginado. Sin embargo, igual que les había sucedido a los hombres a los que habían eliminado, resultaba igualmente fácil ponerse en su contra.
Capítulo 14
– Mary, ponme algo de beber y un sándwich de beicon.
Mary se rió lascivamente de lo que había dicho Danny Boy y él la estrechó entre sus brazos. Estaban en la playa de Brighton. Mary disfrutaba de la camaradería que había entre ellos y se alegraba de que fuese lo bastante paciente para esperar hasta que ella se sintiese dispuesta a dar un paso más en su relación. No es que fuese ninguna estrecha; de hecho, hacía mucho tiempo que conocía de sobra a los hombres, pero tenía la sensación de que eso es lo que deseaba Danny y ella estaba dispuesta a complacerle. Ahora lo significaba todo para ella. Cuando Danny acabó con la vida de Kenny fue como si se hubiera quitado un peso de encima. Ya no tenía necesidad de justificar cardenales y moratones, ni tampoco buscar la forma de salir por pies sencillamente porque Kenny se había puesto violento y tenía ganas de aterrorizarla. Ya no tenía que temer que la sacasen de la cama por los pelos a las tres de la madrugada. Con Danny Boy se sentía segura y a salvo, además de deseada, necesitada y amada. Mary no prestaba demasiada atención a las cosas que decían de él sobre las torturas, el tráfico de armas y de drogas, y los préstamos abusivos. La gente pensaba que ella era la única capaz de sacar algo de ternura y generosidad de él, de ese hombre del que ellos murmuraban a todas horas desde la trágica muerte de Donald Carlton y Lawrence Mangan. La gente comentaba que se había encontrado el hígado, el bazo y los riñones de Lawrence en un congelador de una caravana abandonada que fue arrojada al mar en Brighton después de llevar semanas en el desguace de Louie Stein. Fue algo muy sonado en ese momento, tanto que hizo que Danny Boy Cadogan fuese considerado por todos lo peor de lo peor. Ahora era una persona venerada por todos los que tenía a sueldo y por todos los que estaban haciendo dinero a su costa.
Hasta su hermano Michael se había convertido en un nuevo capo. Ahora también formaba parte de esa nueva generación que se estaba haciendo rica y no hacía lo más mínimo para ocultarlo. Se había convertido en uno más de esos que, gracias a Danny Boy, llevaban una buena vida y por eso le mostraban lealtad. Danny sabía que para mantener a los hombres de su lado tenía que proporcionarles un incentivo, asegurarse de que no se iban a dejar sobornar por nadie. Él lo conseguía proporcionándoles un buen dinero y animándoles a que invirtiesen en sus empresas legales. Michael era el encargado de buscar la forma de blanquear ese dinero y Danny quien lo conseguía, por eso constituían una buena sociedad. Mary sabía que su hermano no tenía ese instinto asesino, que esa faceta le correspondía a Danny. Sin embargo, a pesar de que tenía la certeza de que los rumores que corrían eran ciertos, no la hacía sentirse más alejada de él, sino todo lo contrario, incrementaba su atracción. A ella le encantaba ese sentimiento de miedo que inspiraba, saber que, a pesar de su reputación de persona violenta, con ella era sumamente tierno. Creía que, de alguna manera, lo había domesticado, lo cual, sumado a su nuevo estatus, eran razones más que sobradas para no separarse de su lado. Mary sabía que a Michael no le gustaba demasiado la situación, comprendía sus reticencias, pero no estaba dispuesta a prestarle atención. Ella sabía lo que hacía y, por primera vez en la vida, estaba enamorada.
– ¿Qué te parece si nos casamos?
Mary se quedó atónita por la propuesta, tanto que Danny se rió cuando vio la cara de incrédula que puso.
– ¿De verdad, Danny?
Danny se encogió de hombros y ella se dio cuenta de su virilidad. Sabía que, de casarse, siempre tendría el problema de la existencia de otras mujeres, pero lo aceptaba. De hecho, no le quedaba más remedio si es que quería vivir a su lado. Los hombres como Danny Boy Cadogan siempre estaban rodeados de mujeres dispuestas a dejarse utilizar por ellos, aunque sea por un rato, ya que eso les daba caché. Mary era una joven realista y sabía que tal vez alguna lograse ganar su interés por un tiempo, pero aceptaba también esa posibilidad. Danny Boy era un capo y pensar que se pasaría la vida comiendo del mismo plato sería una incongruencia, pues los hombres como él siempre estaban rodeados de jovencitas dispuestas a dejarse cazar. Mary aceptaba todo eso. Si quería ser su esposa, la madre de sus hijos, entonces no le quedaba más remedio que pasar por alto sus infidelidades y aprender a vivir con ellas. Por otra parte, también estaba segura de que una boda por la Iglesia sería una forma de ganarse su lealtad y su respeto de por vida. Una vez casados, ya no habría forma de echarse atrás para ninguno de los dos.
Mary estaba convencida de que casarse con él por la Iglesia sería una garantía de tenerlo para siempre a su lado. Danny aún seguía yendo a misa y hasta comulgaba; al igual que ella, sentía el peso de la Iglesia católica en todas sus acciones. Su creencia en la santidad y en el sacramento del matrimonio haría que siempre regresase a su lado y al de sus hijos, pasara lo que pasara. Eso era algo muy importante para ella en ese momento. Kenny le había hecho descubrir que lo que deseaba era amor, amor de verdad. La influencia de su madre aún se hacía sentir, aunque también sabía que no se casaría con Danny Boy si no fuese capaz de proporcionarle el estilo de vida al que se había acostumbrado. Ella lo había deseado desde que estaban en la escuela y ahora era suyo. Sus sentimientos sólo eran algo más.
Cuando planeaban una vida juntos, a Mary jamás se le ocurrió pensar que él no fuese la persona que imaginaba. Mary lo veía como uno de esos héroes románticos que la salvaban de un hombre que sólo quería hacerle daño, de un hombre que sabía que estaba a su lado por lo que le daba. Nadie, salvo Danny, sabía que se había acostado con más hombres de los que cabría imaginar. Al igual que muchas otras mujeres, veía a Danny Boy tal como quería que fuese, no como era en realidad. Pero lo amaba, juntos hacían planes para el futuro e ignoraba que su pasado siempre sería un obstáculo entre ellos.
Al abrazarlo y decirle 1o mucho que lo quería era la mujer más feliz del mundo. Por primera vez en la vida se sentía completamente segura, feliz. Al rodearla, sus fuertes brazos mitigaron el enorme vacío que le había dejado la muerte de su madre. Cuando le metió la lengua en la boca, se excitó, como siempre, y deseó con todas sus fuerzas que él hubiese sido el primero. Había perdido su prenda más preciada, su virginidad, y la había perdido sin ser consciente de lo muy importante que era. Jamás había pensado que era una de las cosas que más apreciaban los hombres, ni que las mujeres fuesen tan estúpidas como para no guardarla considerando que sólo se podía ofrecer una vez, ya que, una vez perdida, no podía ser reemplazada. Deseó que alguien en su temprana vida le hubiera explicado lo importante que era, le hubiera hablado de la importancia emocional que tenía para una chica, para su autoestima.
Mary había considerado su virginidad como un medio para conseguir un fin, algo de lo que librarse, un estigma, no como un regalo que se concede a alguien que sabe apreciar su valor y su sacrificio, alguien que quisiera vivir esa experiencia con ella. Ella había desperdiciado esa oportunidad y ahora tenía que soportar las consecuencias de su frívola actitud. Demasiado joven, ése había sido el problema, y ahora lamentaba ese deseo suyo de comerse el mundo. Sabía que ahora tendría que pagar por ello, lo sabía porque Danny Boy siempre tendría presente que otro hombre, mejor dicho, otros hombres, la habían penetrado antes que él. Imploró a Dios que no fuese así.
Louie sonrió al ver a Danny Boy y a Michael dirigirse hacia sus destartaladas y viejas oficinas. Louie era rico como Creso, pero aún conservaba el viejo trasto que aparcaba en su local. Poseía maquinaria valorada en más de medio millón de libras y sólo la prensa que tenía en el desguace valía más que la mayoría de las casas de los políticos. Sin embargo, pertenecía a la vieja escuela y creía que no era muy acertado llamar la atención llevando una conducta que él calificaba de ostentosa. Todo lo contrario que Danny y Michael, que se paseaban en sus Jaguar con sus trajes a medida. Louie pensaba que, aunque ganaran un buen dinero con los clubes y sus otras empresas legales, llamaban demasiado la atención y pedían a gritos ser investigados. A la pasma le importaba un pepino, ya que ganarse unas libras extra para pagar la escuela o tomarse unas vacaciones exóticas nunca venía mal, pero si alguien les ordenaba que investigasen las ganancias de alguien, no les quedaba más remedio que hacerlo. Formaba parte de su obligación, pues, al fin y al cabo, ellos eran la pasma y tenían que dejar claro que cumplían con su trabajo. Su labor no podía ser puesta en entredicho, por eso parecía razonable que de vez en cuando hicieran algo de limpieza. Sin embargo, como solía hacer últimamente, prefirió guardarse sus consejos, ya que, cada vez que lo mencionaba, le respondían con una sonrisita que denotaba lo irritantes que resultaban sus palabras. Su avanzada edad lo había convertido repentinamente en una antigualla y lamentaba que su sabiduría y sus conocimientos, acumulados con el paso de los años, no fuesen apreciados como merecían. Sin embargo, como era un hombre astuto e inteligente, prefirió optar por cerrar la boca y guardarse sus pensamientos. Danny y Michael eran dos jóvenes que no tenían el más mínimo miedo a la pasma y ésa era su prerrogativa. No es que a él le agradase especialmente la legalidad, pero tenía una mujer y cinco hijas, y eso cambiaba las cosas.
Sabía que Danny Boy era la razón por la que les ofrecían tanto trabajo. Sus presentimientos de todos esos años se habían hecho realidad, pero, al contrario que otros, él apreciaba realmente al muchacho. Michael Miles, sin embargo, estaba hecho de otra pasta, aunque Louie sabía que Danny siempre procuraría tenerlo a su lado. Danny era el matón, todo músculos y nada de materia gris. Danny no era capaz de entender dónde estaba el límite; en cuanto empezaba algo, ya estaba buscando otra cosa que añadir a su agenda. La rutina diaria no estaba hecha para él; Danny era el cazador, el aventurero. El no era un contable, eso le correspondía a Michael. Michael era el encargado de las inversiones, pues era contable por naturaleza y había demostrado con creces ser un serio adversario en ese aspecto. Ambos disponían de una pequeña fortuna legítima y podían responder de todo lo que tenían porque Michael se había encargado de ello. Aun así, estaban llamando mucho la atención y eso nunca traía nada bueno. Este era un país donde aún se intentaba hacer respetar las leyes y, con la llegada de una brigada de investigación para el crimen organizado y el IRA causando muertos, también era un país deseoso de encontrar culpables. Esos culpables solían ser los delincuentes normales, sólo que ahora sus ganancias, sacadas de las apuestas o de la venta de artículos robados como ropa y electrodomésticos, se achacaban a la financiación de la causa irlandesa. Todo era mentira y eso lo sabía todo el mundo que estuviera metido en el ajo, puesto que los irlandeses tenían su propia red y no necesitaban de nadie más. Recibían dinero de América y de otras partes del mundo. Sin embargo, era una buena forma de meterse en el bolsillo a la opinión pública, funcionaba, y por eso su mundo se había convertido en un lugar muy peligroso para vivir, especialmente si no tenías la sensatez suficiente para pasar desapercibido. No obstante, Danny Boy aún contaba con el respaldo necesario para sentirse protegido.
Louie sonrió como un idiota al abrir la puerta de la oficina. Le hizo una seña con la cabeza, para que los dejase solos, a un muchacho que hacía el trabajo que Danny había realizado en otra época, y se sentó en su escritorio. Abrió uno de los cajones, sacó una botella de whisky Bell y les sirvió una copa mientras ellos colgaban sus abrigos y tomaban asiento.
Su copa estaba más llena que las otras dos, pero se la bebió de un trago antes de decir alegremente:
– ¿Qué pasa muchachos? ¿Qué os trae por aquí?
Como si no lo supiera.
Annie miraba a su futura cuñada y examinaba su traje de novia con el mismo cuidado con que un artificiero examina un explosivo. Observaba con sumo detenimiento los bordados a mano que le habían hecho y sintió que la acostumbrada envidia le dominaba. Que Mary fuese una chica muy guapa no le preocupaba porque sabía que, a su manera, ella también lo era. Lo que le fastidiaba era que Mary, por el hecho de ser la prometida de su hermano, acaparase el interés y se ganara la amistad de todos los que la conocían. Hasta cierto punto, Annie lo comprendía, puesto que ella daba lugar a una reacción semejante, pero la irritaba. Como era lógico, Annie había esperado que le pidiesen que fuese la madrina, pero no lo hicieron. Sabía que Mary no había estado muy conforme con esa posibilidad y, como no podía hacer responsables de esa omisión a sus hermanos ni a su madre, no le importó desahogar su ira con su cuñada. Resultaba chocante que su familia la castigase tan severamente por lo que ellos calificaban como un desliz moral cuando Mary había cometido el mismo error tantas veces que resultaba imposible contarlas. Su madre apenas le había dirigido la palabra desde que la encontrara con Ian Peck, ni tampoco su hermano Jonjo. De hecho, no habían escatimado ninguna oportunidad para ignorarla. Sólo su padre la había tratado con lo que podría definirse como ternura, pero es que ella siempre había sido su favorita. Danny Boy, por el contrario, no había cambiado de actitud con respecto a ella, de lo que deducía que no debía de saber nada. De haberlo sabido, seguro que ella se habría enterado. Se alegró de no haber tenido que experimentar su ira, además de la de su madre. Ella la había vapuleado de verdad y Danny Boy había aceptado las explicaciones de su madre por haberle hecho aquellos cardenales: le dijo que le había respondido de muy mala manera y había llegado tarde. Una tunda no era algo inusual de su parte, ni siquiera una dada con tanta saña.
Mientras Ange le sacaba a Mary el traje blanco de tul por la cabeza y lo colocaba cuidadosamente en una percha, sin parar un momento de hablar de los preparativos de la boda, Annie tuvo que morderse el labio inferior para no soltar las palabras que se le salían de la boca. Decidió salir de la habitación con cautela y, cuando llegó a la cocina, hizo un esfuerzo por contenerse.
Hacía tres meses que su madre le había dado la tunda y, desde entonces, su posición en la casa se había vuelto muy precaria. Por un lado, era la hermana de Danny Boy, lo que garantizaba que sería tratada con sumo respeto fuera de casa, pero también era un obstáculo para que nadie tuviese el valor de acercársele para pedirle una cita. Por otro, le habían restringido la libertad de que gozaba antes, no le permitían salir para que pudiera ser quien ella quisiera y la soledad empezaba a pesarle. Sin embargo, lo peor de todo era que su madre ni siquiera se atrevía a mirarla a los ojos. La situación que había creado su arrebato estaba siempre presente entre las dos y se sentía culpable y estúpida por haberla provocado.
– Anímate, Annie, puede que no suceda nunca.
Se dio la vuelta para mirar a su padre y vio lo que llevaba viendo todos esos años: la figura de un tullido que sólo servía para que su hijo desahogase su cólera.
– Como tú sabes mejor que nadie, ya ha sucedido.
Big Dan no se molestó en discutir con ella porque sabía que resultaba inútil tratar de hablar con alguno de ellos. Todos vivían a la sombra de Danny Boy y las cosas no tenían miras de cambiar. Al igual que él, su hija no podía marcharse, huir, buscarse su propia vida. Al igual que él, estaba atrapada.
Cuando Ange irrumpió en la cocina, Big Dan se dio cuenta de que a ella también le pesaba la situación, que le estaba rompiendo el corazón, que la pérdida de la pureza de su hija la había afectado seriamente, por mucho que actuase como si no pasara nada. Era como si esperase que Danny Boy le indicara cuál era el siguiente paso que debía dar; es decir, lo mismo que hacía todo el mundo, él incluido.
– Louie, Jamie será el que lo pase mal si las cosas se ponen feas. Lo único que te pido es unos cuantos avales, unos cuantos nombres de personas que puedan querer invertir en una empresa como ésta.
Louie estaba nervioso, pero no tanto como para no darse cuenta de que la rabia se estaba apoderando de él. Danny Boy debería haber respetado su negativa inicial y no insistir y tratar de embaucarlo. Estaba asustado, pero hizo caso omiso de su miedo porque sabía que tenía que dejar las cosas claras o se vería envuelto en la locura que representaba Danny Boy Cadogan. Era demasiado viejo para eso, demasiado viejo para establecer una nueva empresa, especialmente una que atraería como lobos a la bofia si llegaba a sus oídos. Por mucho dinero que tuviesen, ni Danny ni Michael poseían bastante como para callarle la boca a un poli corrupto si se veía en aprietos. Y si lo cazaban, se volvería en su contra. No había dinero en la tierra que pudiera comprarlos si se veían amenazados por una sentencia de prisión. Los polis corruptos solían pasarlo peor que nadie, se los vilipendiaba y se los odiaba más que a sus homólogos honestos. Arrestar a un poli corrupto se consideraba una abominación, un poli recto era una cosa, un gaje del oficio, pero arrestar a alguien por considerarlo un soplón era algo muy distinto. No sólo habían traicionado a los suyos desde el momento en que habían aceptado un soborno, sino que, cuando se veían capturados, se daban la vuelta como las pescadillas y mordían la mano que les había dado de comer. Resultaba ultrajante y nadie concebía una cosa así.
Los polis corruptos siempre daban un paso atrás y el miedo a verse entre rejas con hombres a los que habían arrestado garantizaba su completa cooperación. En opinión de Louie, no había dinero suficiente en el mundo para mantener a un poli enterado siempre de tu lado, por muy bien que fuesen las cosas.
– Tienes la cara muy dura, Danny. Ya te he dicho que no. ¿Cuántas veces más tengo que…
Louie estaba enfadado, tanto que había perdido el miedo. No se trataba de rechazar un trato, era una cuestión de respeto. El siempre había cuidado de ese muchacho, desde que era un niño, y no pensaba dejarse intimidar por su arrogancia y su obvia tendencia a darlo todo por hecho.
Michael se sorprendió de la radical negativa de Louie. Se percató de que a Danny le ocurría lo mismo y agradeció que no tratara de forzar la situación.
Danny se levantó. Estaba tan contrariado que se le veía agitado, tan desconcertado por las palabras de Louie que estaba a punto de echarse a llorar. La patente decepción que mostraba su rostro hizo que Louie se sintiese muy mal. Danny Boy creía que le estaba dando un premio, una participación, un buen pellizco como forma de recompensarle por sus años de amistad. Era una revelación.
Danny Boy se apresuró a retractarse. No estaba dispuesto a tirar por la borda años de amistad por un pequeño malentendido, pero al mismo tiempo era incapaz de controlar su carácter. Necesitaba desahogar su ira, aunque sabía que estaba fuera de lugar.
– Cálmate, Louie. Lo único que quería era meterte en el ajo, eso es todo. Podrías ganarte un dinero, llevarte un buen pellizco y además te garantizo que tu nombre no saldría a relucir ni en un millón de años. ¿Por qué me das largas? ¿Acaso tengo pinta de repartidor y crees que me puedes echar como si fuese un heladero?
Louie estaba de pie, delante de él, tratando de sosegarle. Intentaba sujetarle las manos, trataba de que recuperase la sensatez e impidiera que el temperamento de Danny le hiciera perder los estribos. Sabía que Danny estaba a punto de perderlos y lamentaba que se hubiese tomado tan a mal su negativa.
Michael, aunque no tan grande como Danny, también era un chico corpulento y, de un salto, se interpuso entre los dos y apartó a Louie. Cogió a Danny Boy por los hombros y usó toda su fuerza para tratar de retenerle, de evitar que se pusiera tan nervioso que tuviera que desahogar su ira haciendo pedazos la oficina. Lo miraba fijamente a los ojos, tratando de obligarlo a recobrar la calma.
– Danny, ya sabes que no pretendía ofenderte. Es un anciano y tiene las ideas muy fijas. Déjalo ya. Louie es uno de tus mejores amigos. ¿Acaso lo has olvidado? Siempre ha cuidado de ti, así que relájate, ¿de acuerdo, colega?
Louie observó aterrorizado cómo Danny trataba de sosegarse, cómo trataba de controlar sus emociones. No obstante, se dio cuenta de que ése no era el mismo muchacho de antes, sino el hombre que ahora se estaba forjando la reputación de ser un sangriento y despiadado adversario, alguien que estallaba si consideraba que le amenazaban o ponían impedimentos a sus planes. En ese momento se dio cuenta de que Danny Boy era un bicho raro, un auténtico lunático. Durante su vida había conocido a algunos de ellos, pero ninguno tan astuto como ese cabrón desquiciado que tenía delante de las narices. Danny Boy era una de esas personas con las que es imposible razonar, que son incapaces de ver más allá de sus propios deseos, un defecto que lo convertía en un hombre peligroso y poco de fiar.
Mientras Louie contemplaba toda la escena, Michael le hablaba con suavidad, tratando de calmarle hasta que Danny respondió a sus peticiones. Aun así, se dio cuenta de que nadie lograría jamás meter en vereda a ese muchacho. El daño ya estaba hecho. Él sabía mejor que nadie que ese muchacho se había visto obligado a asumir el papel de protector siendo muy niño, que había tenido que salvar a su familia de los Murray y luego vengarse de ellos por su atrevimiento. Louie sabía que se había visto forzado a hacerles frente y asegurarse de que saldría victorioso, algo que había logrado hacer porque él lo había respaldado, porque lo había protegido. Ahora estaba viendo un aspecto de Danny cuya existencia no había ignorado nunca, aunque hubiese confiado en que sólo lo revelase contra sus enemigos, jamás contra sus amigos.
Cuando Danny Boy volvió a mirarlo, con sus ojos penetrantes y el rostro desdibujado por el arrepentimiento que le producía haber perdido los estribos, se acercó a Louie y lo abrazó, lo estrechó entre sus enormes brazos con tanta fuerza que pensó que iba a desmayarse.
– Dios santo, ayúdame -dijo una y otra vez.
Michael los contemplaba con sus ojos azules rebosando pena, pero con una expresión de alivio en el rostro al ver que había logrado calmar a una bestia, cosa que no siempre sería capaz de hacer.
Danny Boy salió de la oficina y se dirigió a su coche, un Jaguar azul marino, trastabillando. Se apoyó sobre el capó, cerró los ojos con fuerza y rezó en voz baja tratando de recuperar la compostura.
Michael suspiró pesadamente. El silencio que reinaba en la oficina resultaba estremecedor. Hasta el ruido del tráfico había cesado. Parecía que Louie y él se hubieran quedado suspendidos en el tiempo.
El timbre del teléfono sonó tan ensordecedor que los dos dieron un respingo. Louie dejó que sonara y, cuando dejó de sonar, ambos tenían los nervios deshechos.
– Discúlpalo, Louie. Danny no pretendía faltarte al respeto. El te aprecia de veras.
Louie no le respondió. Michael observaba a Danny Boy mientras éste encendía un cigarrillo y le daba una profunda calada. Suspiró una vez más, pero esta vez de alivio. Cuando Danny encendía un cigarrillo era señal de que lo peor ya había pasado.
– ¿Con qué frecuencia le pasa eso, Michael?
Michael se encogió de hombros y Louie admiró su lealtad aunque tuviese ganas de abofetearlo. El rostro agraciado de Michael se veía preocupado; cuando Danny no estaba presente, su rostro parecía más viril y apuesto. Si Danny estaba a su lado, parecía más débil, menos viril; era como si se empequeñeciera. Michael era un hombre fuerte, capaz de enfrentarse al más pintado, pero no era tan camorrista como Danny. Siempre estaba bajo su sombra, lo cual era una lástima porque la sombra de Danny se estaba agrandando demasiado a causa de sus últimos trapicheos.
– Contéstame, muchacho. ¿Con qué frecuencia le pasa eso?
Michael se encogió de hombros y guardó silencio, pues era su forma de reaccionar cuando le preguntaban algo acerca de su mejor amigo y socio. Formaba parte del protocolo. No obstante, respetaba a Louie y sabía que se merecía algún tipo de explicación, por eso se demoró un rato pero respondió:
– Depende. Últimamente está muy nervioso con la boda y los negocios. Bueno, tú lo conoces de sobra.
Louie cogió el habano del cenicero con manos temblorosas y, después de encenderlo, con un renovado vigor, insistió:
– Te lo pregunto por última vez, muchacho. ¿Con qué frecuencia le pasa eso?
Michael se pasó la mano por la cara. Se estaba poniendo nervioso por la insistencia de Louie y empezaba a sudar.
– Una vez al mes, pero casi siempre consigue controlarse, aunque a veces tengo que ayudarlo. No creo que sea necesario comentarlo con nadie, ¿no te parece?
Louie se quedó consternado ante la patente amenaza de Michael, también le impresionó la lealtad que le mostraba a Danny, aunque sabía que se la estaba jugando. Ambos lo estaban haciendo, especialmente Danny.
– ¿Y a ti te parece bien que se case con tu hermana?
Michael no respondió, sino que le hizo señas para que guardara silencio porque Danny Boy regresaba a la oficina, ahora con una sonrisa en la cara.
Con una mirada enternecedora y sentimiento de culpa les dijo a los dos:
– ¿Qué puedo deciros, colegas? Nunca le metas un palo afilado a un gitano en el ojo, siempre terminará llorando.
Todos se rieron, pero también se dieron cuenta de que a partir de entonces las cosas no serían iguales. Danny Boy se había pasado de la raya y Louie jamás lo olvidaría; la confianza entre ambos había desaparecido. Danny Boy, por su lado, tendría que vivir sabiendo que, con unas cuantas frases, había perdido al hombre que le había proporcionado más oportunidades que nadie.
Danny Boy no podía controlar su rabia. Era una de esas personas que no admiten un no por respuesta y que esperan que se les obedezca rápido y sin rechistar. Si pensaba que no le hacían el caso debido, empezaba a perder la noción de las cosas, pero cuando estaba bajo los efectos de las anfetaminas, como le sucedía hoy, era incapaz de controlar sus emociones.
– Yo te aprecio, Louie, y tú lo sabes de sobra -dijo.
Se estaba preparando una raya sobre el sucio escritorio. En un momento se hizo seis rayas, seis buenas rayas, cada una de las cuales podía haber sido la dosis de una persona, pero las preparó para él solo. Sacó un billete de cinco libras, lo enrolló y las esnifó una detrás de otra. Levantó la cabeza y, tapándose una de las fosas nasales, esnifó con tal fuerza que tuvo que echar la cabeza hacia atrás, mirando hacia el techo. Poco después, su cólera había desaparecido y era todo alegría y buen humor.
Louie Stein pensó que esa rabia inmensa y contenida de Danny Boy empeoraría con los años. Era una persona tan inestable que no sólo era un peligro para los que le rodeaban, sino para él mismo. Pensó que no podía hacer nada al respecto sin meterse en un jaleo. Danny Boy siempre había estado mal de la cabeza, ahora se daba cuenta porque había estado a punto de sufrir las consecuencias. Era un tipo duro de roer y su padre ya lo había padecido. Tener que reconocerlo le rompió el corazón.
Mary y sus primas reían y bromeaban mientras preparaban sándwiches y té. Ange estaba encantada de recibir la visita de las chicas con bastante frecuencia y llegó incluso a sorprenderse de lo mucho que disfrutaba de su compañía. Ver que en su casa la gente se reía y era feliz era como una tabla de salvación en su miserable vida. Hasta Danny Boy parecía más feliz que de costumbre, aunque nunca se sabía con él. A veces se comportaba de forma muy extraña, pero ella atribuía esas rarezas a que estaba intentando asegurar el futuro de todos ellos. Por esa razón, le consentía su mal humor y los hirientes comentarios que hacía cada vez que pensaba que alguien estaba intentando salirse de su jurisdicción. La única persona que parecía estar haciendo lo que se le antojaba era su padre, lo cual era ya de por sí una forma de desprecio. Su absoluta indiferencia por él daba mucho que hablar.
Mientras Ange contemplaba a las muchachas que reían y charlaban, pensó que Mary la visitaba con mucha frecuencia porque su pobre madre ya no podía darle ningún consejo, aunque de haber estado viva tampoco se lo habría dado.
Ange se percató de la enorme responsabilidad que le habían dado y rezaba para que ese matrimonio sirviera para que su hijo Danny no la visitase con tanta frecuencia. Esperaba que Mary Miles asumiera la carga que suponía su hijo, su mal humor y su enorme rabia.
Se sentó en el pequeño comedor y Mary le trajo una taza de té. Cuando cogió la taza y el platito, miró a la chica y, con tristeza y sin poder reprimirse, le dijo:
– No lo hagas, Mary. Danny es un hombre muy duro y bien sabe Dios que sé lo que digo. Piensa en ello, chiquilla. Acabas de enterrar a tu madre…
Mary se escandalizó al escuchar las palabras de su suegra y frunció el ceño mostrando el desagrado que le producía oírlas. Por un momento pensó que se debería a los celos propios de una madre, un último y desesperado intento de mantener a su hijo predilecto a su lado. Mary vio la tristeza que emanaba de los ojos de Ange, sintió lástima por ella y se preguntó si ella sentiría lo mismo cuando su hijo se marchase también de casa. Sabía que Danny Boy había sido el que había traído el sustento a la casa desde hacía mucho tiempo y comprendía que Ange temiera que otra mujer ocupara su lugar y acaparara el afecto de su hijo.
Mary rodeó con sus delgados brazos el cuello de su futura suegra y la besó en la mejilla con mucha ternura.
– No te preocupes, Ange. Yo jamás lo apartaré de tu lado. Él te quiere y a mí me gusta que sea así. Yo lo amo por lo bien que ha cuidado de todos vosotros.
Ange no respondió, sino que se limitó a apoyar la cabeza sobre el pecho de su nuera y empezó a llorar como una niña. Estaban abrazadas la una a la otra con el rostro anegado de lágrimas cuando Danny Boy y Michael entraron en la habitación.
Fue una escena que se le quedó grabada en la mente y que le hizo sentirse incómodo. Michael se sintió conmovido, como siempre que veía alguna escena emotiva. Danny Boy trató de imitar su reacción, como había hecho muchas veces en el pasado, pues era Michael quien le enseñaba cómo responder a esas situaciones, ya que él no tenía la más mínima idea. Él carecía de sentimientos, sólo lo dominaban la ira y los celos. Sin embargo, era lo bastante inteligente como para saber que los sentimientos de los que carecía eran los que dominaban la rutina diaria de los demás. Él hacía tiempo que había dejado de experimentarlos, desconocía por completo lo que significaban el miedo, la empatía, la lástima, la felicidad e incluso el amor. Cuando vio a Mary abrazada a su madre lo único que sintió fue fastidio, aunque sonriera como se esperaba que hiciese.
Cuando dejaron de abrazarse y de llorar, Danny sonrió y guiñó un ojo a su madre y a su futura esposa mientras salían de la habitación, más aliviadas, ahora que cada una había desahogado sus temores. Danny pensó que la amistad que se estaba forjando entre ellas no era saludable, pues lo dejaban al margen. De hecho, cuando le dio dinero a su madre para los preparativos de la boda, no parecía tan feliz como debería. Ahora, sin embargo, verlas tan unidas no sólo le hacía sentirse incómodo, sino algo preocupado. No quería que las mujeres se convirtiesen en aliadas, quería que fuesen dos entidades distintas, las dos a su entera disposición, pero cada una en su casa.
Michael, al que quería más que a nadie, estaba encantado de verlas así. Creía que su hermana necesitaba una figura materna y se lo dijo a Danny, quien actuó como si estuviera de acuerdo. Danny, sin embargo, era de los que creían en eso de divide y vencerás, por lo que pensaba separarlas y conquistar a su esposa aunque en ello le fuese la vida.
Cuando ambos se sentaron a la mesa del comedor, Danny Boy dijo tranquilamente:
– Tengo que decirte una cosa, Michael. Quiero quitar de en medio a Louie.
Michael lo miró durante un rato largo antes de responderle:
– Vete a la mierda, Danny. ¿Cómo puedes decir una cosa así? Él ha sido como un padre para ti.
Danny Boy sonrió. Su apuesto rostro, como siempre, le dio la apariencia de ser más simpático de lo que era. Tenía una sonrisa capaz de derretir al más duro, aunque raras veces inspiraba lo mismo con la mirada.
– Bueno, no se puede decir que yo haya tenido demasiada suerte con mi padre. Cuando se termine la boda, voy a tomar una decisión muy seria y más te vale estar preparado.
Michael había sospechado que algo así sucedería, ya que Danny Boy, siendo como era, no esperaría el momento más oportuno. Estaba preparado para lanzarse y aceptar las consecuencias.
Mientras lo miraba hablar y reír con su hermana, comportándose como si nada sucediera, Michael se preguntó por qué le era tan leal. Danny no era una persona a la que se le pudiera llevar la contraria, pero también comprendía que él era la única persona, salvo su hermana Mary y su pobre madre, que podía hacerle cambiar de idea cuando era necesario.
Estaba decidido a convencerle de que Louie era un buen amigo y a recordarle lo mucho que los había ayudado en el pasado. Danny Boy no se había sentido muy bien en los últimos tiempos y Michael sabía que había sufrido profundas depresiones, siendo aún un niño, pero estaba dispuesto a esperar que se sintiese mejor para hablarle de ello. Danny Boy era capaz de cambiar de opinión en un instante, por eso no pensaba desistir. No obstante, cuando empezó a pensar en lo que podría decirle, oyó una vocecita que le susurraba que Danny Boy se estaba alejando cada vez más de la realidad y que su hermana se vería con las manos atadas una vez que se celebrase la boda. Sin embargo, también sabía que Danny Boy era el vínculo que los mantenía a todos unidos y era lógico que cualquiera que hubiese experimentado lo mismo que él a tan temprana edad tuviese sospechas y sufriera paranoias.
Michael Miles seguía justificando la conducta extravagante de su amigo y hasta seguía negando que necesitase ayuda psiquiátrica. En su mundo, su personalidad era considerada una virtud, y Michael estaba, además, demasiado involucrado como para poder salirse, aunque quisiese.
Capítulo 15
Danny Boy observaba al sacerdote, que ya se encontraba algo ebrio; su aliento se percibía en el ambiente y el olor a whisky barato que salía de su boca ahuyentaba a todos los que estaban a unos metros a la redonda. Danny Boy se alegró al ver que se metía en la boca dos caramelos con sabor a menta y empezaba a chuparlos con fuerza. Obviamente, no era la primera vez que lo hacía.
Era un anciano corpulento y con aspecto de típico irlandés, un camorrista nato que había sucumbido al reclamo de la Iglesia católica. Danny Boy sentía simpatía por él y estaba contento de haberse confesado la noche pasada. Lo hizo alegremente, como siempre, ya que disfrutaba confesando sus pecados, despojándose del sentimiento de culpabilidad que le producían y pronunciando sus actos de contrición con una seriedad y un fervor religioso que hubiera sorprendido a todo aquel que le conocía íntimamente. Danny Boy era un aprovechado, un oportunista que se encontraba a un paso de adquirir mucho más poder. Admiraba a su Dios, admiraba que hubiese creado una Iglesia y le encantaba formar parte de ella, aunque su forma de creer fuese pausada, silenciosa y un asunto privado.
Después de confesarse siempre solía sentarse solo, en la tranquilidad de la iglesia, bajo la sombra de la cruz, con el fin de rezar para que sus planes llegasen a buen puerto. Era un antiguo y bonito templo y encendió un par de velas por las personas a las que había ayudado a liberarse de sus ataduras terrenales. Para él era importante tenerlos presentes en sus rezos, aunque sonase ridículo. Danny era conocido por ser un devoto católico que asistía con cierta regularidad a la iglesia, lo cual hacía más interesante su credibilidad en las calles.
A pesar de sus trapicheos, respetaba a la Iglesia y sus creencias. Al igual que Jesús, creía que estaba haciendo de este mundo un lugar mejor, sólo que él estaba siendo crucificado por la izquierda, la derecha y el puñetero centro. Además de la bofia, tenía que bregar últimamente con los viejos que dominaban todo el asunto, viejas reminiscencias de los fantoches de enormes bigotes que habían vivido en los años veinte y treinta. Resultaba increíble ver cómo reaccionaban ante algo nuevo o innovador. Se preguntaba cómo narices habían llegado tan lejos sin que nadie los quitara de en medio. ¿Cómo se podía estar en lo más alto si no se poseía la capacidad de diversificar? Las drogas, especialmente los esteroides y otras medicinas, proporcionaban grandes ganancias si se encontraban las personas apropiadas para distribuirlas. Los controladores del apetito, las pastillas para adelgazar, que era como solían llamarse, además de otros medicamentos como el Valium o el Mandrax, mezclados con las anfetaminas, era algo que enloquecía a los jóvenes que querían pasar toda la noche de juerga y quedarse mientras el cuerpo aguantara. La cultura de las anfetaminas se estaba imponiendo y, aunque la cocaína era la droga favorita para los que tenían unas cuantas libras, desde que a finales de 1890 la Coca-Cola anunció el poder mágico que tenía su bebida para aliviar el cansancio gracias a los más de cinco gramos de cocaína por botella, no era de extrañar que la gente hubiera perdido la necesidad de dormir. El speed era lo que demandaba la nueva generación. Era más barato y más fácil de tomar que la coca y te garantizaba pasar la noche en vela. El skag, al igual que el LSD, sólo gustaba a la clientela apropiada, que solían ser personas que aún conservaban un álbum de Pink Floyd y no sentían la necesidad de pasar la noche deambulando. Muchos adictos a la heroína deseaban convertirse en camellos de esa droga, pero era una completa pérdida de tiempo y energía porque se tomaban más de la que vendían. Sin embargo, si se encontraba la persona apropiada, se podía amasar una fortuna con ella.
Danny pensaba discutir su propuesta con las personas que creía que ya sabrían en qué consistía la nueva industria de las drogas de diseño. Se suponía que ellos estaban en lo más alto, pendientes de todo. Bien, después de hoy, él sería un hombre casado con la perspectiva de formar una familia, algo que los capos considerarían como una expresión de deseo de sentar la cabeza. Los capos desconfiaban de los solterones, de los que no mantenían una relación estable, porque los consideraban incapaces de razonar. Un hombre de familia, al menos eso creían, solía pensar las cosas con más detenimiento y tenía menos probabilidades de ponerse en una posición arriesgada que pudiera llevarle a cumplir una condena prolongada. El hecho de que se casara con una mujer cuyo amante había quitado de en medio sonaba incluso romántico. Bueno, ese día había llegado y, finalmente, sería un hombre casado. Deseaba que el día pasara lo antes posible para satisfacer por fin sus deseos carnales. El tiempo pasa irremediablemente, rápida o lentamente, pero pasa. Cualquiera que ocupe la nimba de un cementerio puede dar testimonio de ello.
Danny Boy llevaba puesto un chaqué y un sombrero de copa que le hacía sentirse incómodo, aunque confiaba en que con su constitución le sentase bien. Mary había optado por un traje de novia blanco y tradicional ya que, como le había dicho Danny en repetidas ocasiones, podía comprarse lo que quisiera. Deseaba poseerla desde hacía mucho tiempo y el deseo de que llegase la noche le resultaba abrumador. Se la había arrebatado a Kenny, el llamado amor de su vida, y se había quedado con el premio. Saber que Kenny estaba muerto le seducía y despertaba su sentido de lo que estaba bien y era más adecuado. Quería tener una esposa y formar una familia por el mero hecho de que era lo que la gente deseaba, lo que todo el mundo anhelaba y esperaba. Casarse con Mary no iba a interrumpir sus actividades nocturnas, seguiría como siempre, sólo que ahora Mary se trasladaría a su nueva casa y cuidaría de él y de sus cosas, le daría hijos y le estaría siempre agradecida por haberla sacado de la cloaca en la que se había metido estando al lado de un mierdecilla barriobajero como Kenny.
Tener una esposa era algo grande y estaba deseando decir palabras como «mi esposa» o «mis hijos». Sabía que eso le daría cierto aire de normalidad y respetabilidad, algo de lo que carecía por completo.
Vio a Louie y a su esposa, de pie, a unos cuantos pasos de él. Formaban una pareja encantadora y su esposa parecía una mujer agradable, una de esas mujeres que se pasan la vida sin tener el más mínimo deseo carnal, ni siquiera de su pobre marido. Era una verdadera diosa, una verdadera señora. Danny se sintió repentinamente apenado por su comportamiento con su amigo. Como bien le había señalado Michael, ese hombre le había ayudado más que nadie y él, sin embargo, se lo había pagado amenazándole, perdiéndole el respeto y queriéndole quitar de en medio.
Danny se dio cuenta de que tenía que encontrar la forma de controlar su carácter, algo que lograba la mayoría de las veces, pero que otras se le iba de las manos. Lo temible es que casi siempre lo hacía sin motivo alguno, sin que le preocupasen las consecuencias. Cuando quería desahogarse, cualquiera que se cruzase con él podía convertirse en su víctima. Le guiñó un ojo a su viejo amigo, le sonrió y le hizo un gesto tan ostentoso que no pasó desapercibido para ninguno de los presentes. Quería dejar claro que Louie era un buen amigo, casi parte de su familia, gesto que alegró sinceramente a Michael.
Michael estaba de pie, a su lado, con su esmoquin y su sombrero de copa, no tan elegantes como el suyo porque él ya se había encargado de eso. Mientras los demás asistentes a la boda habían alquilado cada uno su esmoquin, a él se lo habían hecho a medida en Savile Row. Era un traje de muy buena calidad, que estaba seguro que le haría destacar por encima de los invitados, justo lo que pretendía, dar la impresión de que le sobraba el dinero.
Mientras Michael le hablaba, Danny adoptó su comportamiento habitual de asentir y sonreír con el fin de que creyese que le estaba prestando atención. Sin embargo, miraba a su alrededor, impresionado por la cantidad de peces gordos que asistían a su boda. Por lo que veía, nadie había rechazado su invitación. Observó que habían acudido todas las familias del mundo criminal, de todas las nacionalidades y de todas las razas; es decir, las personas que residían al norte de Watford Gap. Todos habían acudido personalmente o habían enviado a un representante de alto standing. Jaime Carlton también asistió, lo que suscitó más de un comentario, cosa que agradó a Danny porque era una declaración pública de su nuevo estatus, algo que quería utilizar para presionar a las personas de las que esperaba que invirtiesen en su empresa. Una vez que pusieran el dinero, ya no tendría que preocuparse de que quisieran arrebatarle el negocio o se inmiscuyeran para llevarse un porcentaje. Para cuando tuviesen delirios de grandeza, como por ejemplo quitarle de en medio y luego reclamar el trozo del pastel más grande, estaría tan afincado en el negocio que no les dejaría ni meter un dedo. El sólo quería su dinero y su eterno consentimiento, lo demás podían metérselo donde les cupiera.
Mientras imaginaba el dinero que pensaba hacer, oyó las primeras notas de Mendelssohn y, poniendo una amplia sonrisa en el rostro, se dio la vuelta para mirar a su futura esposa mientras se deslizaba por el pasillo de la iglesia vestida con su traje blanco y envuelta en un aroma de perfume caro. Estaba realmente bella, no cabe duda de que era una mujer muy guapa y ella lo sabía, lo que significaba que tendría que vigilarla muy de cerca. Tenía la reputación de ser tan fantástica como fastidiosa. Sin embargo, ahora estaba radiante mientras caminaba por el pasillo en forma de pétalo para colocarse al lado de su marido, tanto que suscitaba suspiros de admiración en las mujeres y gruñidos de lascivia entre los hombres. Danny Boy se dio cuenta de que le estaban poniendo nota, de uno al diez, y ninguno le encontraba la más mínima falta. Estaba realmente preciosa y así debía ser porque su traje había costado un ojo de la cara. Era como una estrella de cine, justamente lo que había pretendido. Al igual que Danny, había considerado su boda como el acontecimiento social del año, por eso se había asegurado de ir vestida de acuerdo con el evento.
Habían escogido un club nocturno para la recepción y un jefe de cocina de primera clase estaba preparando el banquete. La música sería espectacular y el bufet nocturno costaba tanto como la comida del mediodía. Se habían alquilado varios Rolls-Royce todo el día y, después del banquete, conducirían a la pareja hasta Heathrow para coger un avión hacia las islas Mauricio, donde pasarían tres semanas de luna de miel. No cabe duda de que aquélla sería la boda de la década y que ella sería la novia más guapa en muchos años. Aunque ya había estado con muchos hombres, aún se sentía virgen, algo que no había experimentado desde que estaba en la escuela.
Ange observaba a sus hijos mientras esperaba a la novia. Se sentía feliz. Su marido, además, estaba a su lado, vestido con un esmoquin que no le sentaba mal a pesar de lo delgado que se había quedado. Había sido un hombre apuesto en sus buenos tiempos y aún lo sería si se preocupase un poco por su forma de vestir. Miró a su hija y, al ver su rostro petulante, comprendió que se sintiera molesta porque no la habían elegido como madrina. Sabía que Mary hubiera deseado que fuese ella, pero Danny Boy fue quien tuvo la última palabra y puso sus objeciones porque últimamente no se sentía muy contento con ella. Puede que tuviera sus razones, ya que ella sentía lo mismo con respecto a sí misma. La chica se había convertido en una fulana y puede que ése fuese el escarmiento que necesitaba para ponerla derecha.
Ange miró alrededor y se quedó sumamente impresionada con las personas que habían asistido a la boda de su hijo. Sabía que su marido estaría verde de envidia, pero eso no le preocupaba porque estaba dispuesta a gozar plenamente de ese momento de gloria. ¿Qué otra cosa podía hacer? Había aprendido con el tiempo que había que aprovechar los pocos momentos buenos que ofrece la vida.
– ¿Entonces el diez de mayo será el aniversario de tu boda?
Mary asintió alegremente. Su hermano Gordon, que no tenía mal aspecto vestido de esmoquin, dijo en voz alta y ebrio:
– ¿Y por lo que veo hasta te has vestido de blanco?
Mary empezó a sentirse avergonzada. Gordon no tenía miedo de decir lo que pensaba, de ofender a los demás. Cuando estaba borracho, se convertía en un verdadero cabrón, como su madre. Al igual que ella, era incapaz de saber medirse y siempre terminaba borracho.
– Ten cuidado, Gordon. Danny Boy no es de los que soportan tus bromas.
Intentaba advertirle, pero fue un aviso demasiado amistoso como para que se lo tomase en serio.
Gordon sonrió y Mary se dio cuenta de que quería recordarle su pasado, por eso sintió deseos de herirle físicamente. Gordon era una de esas personas que siempre tienen que hacer una escena, que siempre necesitan herir a alguien. En otro momento hubiera sentido pena por él, pero ahora le detestaba porque había esperado que al menos ese día se controlara. Sin embargo, su odio ya se reflejaba en su rostro, su odio y ese enrojecimiento que le decía que ya había bebido más de la cuenta; hablaba, además, con el descaro propio de quien no había tenido la oportunidad de conocer a Danny Boy de mal humor.
– ¡Vaya! Eso es como poner el caballo detrás de la carreta, teniendo en cuenta tu pasado. Has sido más puta que una gallina y, según tengo entendido, eras tan popular que le pusieron tu nombre a los aseos.
Gordon miraba a Mary con su acostumbrada gentileza de borracho, una mirada que adoptaba porque así podía representar al día siguiente el papel de arrepentido. Seguramente aludiría que estaba bromeando. Mary le miró con una sonrisa gélida. Gordon era siempre el que provocaba los problemas y estaba más que harta de él. Había esperado que al menos ese día supiese cómo comportarse, pero fue una completa estupidez porque a su edad se creía todo un hombre y ella jamás se había molestado en hacerle cambiar de opinión. Se había pasado la vida defendiéndolo y ahora lamentaba no haber hecho lo que otros muchos: haberlo eludido y dejar que hiciera lo que se le antojase. En cuanto se tomaba unas copas, se convertía en una pesadilla, igual que su madre. El alcohol lo convertía en una persona huraña y amargada, una persona más detestable de lo que ya era de por sí.
Mary lo miró a los ojos y vio ese brillo calculado y maligno que indicaba que estaba demasiado borracho para razonar con él. Echó una mirada a su alrededor. El club que habían escogido estaba decorado con lilas y rosas blancas. Era realmente bonito, pero como siempre su hermano tenía que poner la nota disonante. Estaba tan carcomido por el odio y los celos que normalmente recibía una bofetada de la persona más inesperada, siempre de alguien que él creía que le apreciaba, y que no se sentiría ofendido ni humillado por sus palabras. Su excusa siempre era la misma: sólo había dicho la verdad, como si ese hecho justificara el dolor y los problemas que causaba. Ya era hora de que aprendiese que la verdad, en su mundo, era algo que no interesaba a nadie. La verdad solía ser una emoción cara y desmesurada que, casi siempre, se convertía en fuerza destructiva y peligrosa. La verdad no estaba hecha para personas como ellos, y su hermano debía saberlo mejor que nadie. Era un cabrón que seguramente no le daría mucho margen de acción porque estaba decidido a romperle el corazón. Gordon no medía sus palabras, ni tenía en cuenta el efecto que producían porque era incapaz de percibir el dolor y su obvia crueldad. Y eso que le había prometido que no bebería hasta la noche, que sabría comportarse. Mary pensó que no le quedaba más remedio que aceptar que, a pesar de lo joven que era, ya se había convertido en un alcohólico y un adicto a las drogas, además de un gilipollas que no se preocupaba en absoluto de sus sentimientos ni de los de Danny Boy.
Mary llevaba semanas esperando que llegase ese día. Gordon, al igual que Michael, sabía lo mucho que significaba esa boda para ella, lo mucho que importaba que todo saliese bien para iniciar su matrimonio con buen pie. Gordon sabía mejor que nadie lo importante que era la cooperación de su familia no sólo para que la boda fuese un éxito, sino para que no hubiese ningún momento engorroso. Ahora, sin embargo, se había convertido en el provocador que humillaba a su propia hermana, y no le parecía nada justo.
Había planeado ese día con sumo cuidado, sin olvidar el más mínimo detalle. Ahora que al fin se había casado legalmente y tenía su vida más o menos resuelta, todo estaba al borde del desastre por unas pocas palabras pronunciadas por su hermano pequeño, un borracho arrogante que echaría conscientemente por tierra su imagen delante de todos. Que precisamente fuese su hermano pequeño quien la pusiera en evidencia delante de sus amigos, y de los nuevos amigos de su marido, le resultaba más difícil de asimilar de lo que insinuaba con sus palabras. Que disfrutara arruinando el día más importante de su vida era algo incomprensible, pues no podía imaginarse a sí misma haciendo algo tan odioso y denigrante a nadie de su familia. ¿Por qué la hería? Después de todo, ella lo quería.
Se sintió tan traicionada que los ojos se le llenaron de lágrimas, pero se las secó en un instante. Luego le susurró en el oído:
– ¿Quién te has creído que eres, Gordon? Más te vale cerrar la puñetera boca.
Lo miró a la cara, a ese rostro tan parecido al suyo y volvió a preguntarse cómo era capaz de agredirla de esa forma, cómo podía disfrutar diciéndole cosas tan hirientes y cómo podía hacerla sentir tan mal en el día más memorable de su vida. Él siempre la tomaba con ella, la hacía sentir una basura. Lo hacía porque siempre se lo había consentido, porque sabía que era un don nadie y por eso disfrutaba lastimándola. Siempre le pedía dinero prestado y siempre recurría a ella cuando necesitaba algo, pero su generosidad le provocaba resentimiento. En lugar de sentirse agradecido por tener una hermana que lo quería y estaba dispuesta a ayudarle, se sentía resentido por su generosidad y se odiaba a sí mismo porque sabía que sin ella no sería capaz de sobrevivir. Mary, finalmente, se dio cuenta de algo que él sabía desde hacía tiempo. Gordon era un capullo integral sin conciencia ninguna e incapaz de entender las reglas más básicas de la vida. Estaba arruinando su boda sin pensar en ella ni en su marido, algo que no le perdonaría en la vida. De cualquier otra persona lo hubiera entendido, pero que fuese su hermano quien la traicionara le resultaba inaudito.
– Maldito cabrón, más vale que te calles.
Gordon rió. Si Michael no estaba a su lado, resultaba un chico apuesto, pero si estaba junto a él o a su hermana parecía exactamente lo que era: una versión barata de sus hermanos. Él lo sabía y por eso daba siempre la nota disonante cuando estaba con ellos. Abrió de par en par sus ojos azules y, con cara de inocente y poniendo su mugrienta mano en la boca, dijo en voz alta:
– Lo siento, hermana. No sabía que eras virgen. ¿Estás seguía de que Danny Boy se ha olvidado de Kenny? Según tengo entendido, tuvo algunos problemillas con él. Estoy seguro de que aún te acuerdas de él, ¿verdad que sí?
Se había pasado de la raya y, a pesar de lo bebido y colocado que estaba, se dio cuenta. Se dio cuenta de que sus palabras habían estado fuera de lugar, de que pagaría por su vileza y de que su hermana jamás le perdonaría.
Ninguna de las personas que los rodeaban eran amigos personales de Danny ni de ella, sino simples invitados, lo que ella había denominado una lista de invitados alternativa, personas que Danny consideraba que debía invitar, no porque deseara hacerlo. Por eso, los comentarios de su hermano eran de lo más ultrajante, ya que esas personas no estaban acostumbradas a ellos, ni tampoco se encontraba en situación de hacerlo callar antes de que Danny Boy lo oyera. Eran personas que siempre estaban al acecho de cualquier chismorreo, que no habían acudido para desearles lo mejor, sino para hacerse ver, mostrar su buena voluntad y llevarles un regalo decente que revelara lo bien que les había ido en la vida. Mary no comprendía por qué su hermano le había dicho esas cosas delante de ellos, pues sabía que sus palabras llegarían a oídos de casi todo el submundo londinense y que estarían en boca de todos durante muchos años. Le había arruinado el día que tanto había anhelado, el día que había planeado tan meticulosamente se conservaría en su memoria como otro terrible recuerdo de su vida. Al ver que ya todo estaba perdido, comprendió que su única posibilidad era tratar de limitar los daños, por eso sonrió y, entre dientes, dijo:
– Gordon, Danny Boy te matará por lo que has hecho. No creo que esté dispuesto a consentir tus payasadas como hacemos los demás. Estás jugando con un hombre que, como tú mismo has dicho, es capaz de matar por conseguir lo que quiere, sobre todo cuando no se le respeta como se debe.
Las últimas palabras iban dirigidas a todos los oyentes, para recordarles que Danny Boy Cadogan era hombre capaz de una violencia extrema si se le provocaba. De pronto se sintió enormemente preocupada por la probable reacción de Danny Boy si se enteraba de lo que había hecho su hermano. Por mucho que la irritase, no quería que su hermano resultara malherido. Inclinándose hacia delante, le susurró al oído:
– Estarás contento, ¿verdad? Has logrado arruinarme el día. Gordon se echó hacia atrás, su cuerpo juvenil se movía con torpeza dentro de su traje gris. Luego, alegremente, gritó:
– No lo sabes tú bien. No podía habérmelo pasado mejor. Miró a su alrededor, al hermoso salón, y gritó más alto:
– A mamá seguro que le habría encantado. Estoy seguro de que ella se hubiese comportado igual que yo al verte actuar como si fueses más importante que nadie, simulando que eres feliz. A mí no me engañas, estúpida.
Mary lloraba de verdad porque lo que le decía estaba muy lejos de ser una broma. Gordon pensaba que su hermana estaba haciendo lo que su madre esperaba de ella, casarse con Danny Boy por lo que podía ofrecerle y no porque lo amase. Su madre la habría obligado a casarse y luego la habría machacado por haberlo hecho. Los devaneos y las payasadas de su hermano cuando estaba borracho o colocado solían ser ignorados por su familia, pero ahora eran públicos y no estaba dispuesta a consentírselos.
Cuando se levantó con su largo traje blanco y el velo tocándole los delgados hombros, tuvo un mal presentimiento, como si eso fuese una señal de lo que iba a ser su vida a partir de ahora. Era tan real que notó que estaba a punto de desmayarse, algo que deseaba que sucediese porque así dejaría de escuchar las estupideces de su hermano.
Jonjo Cadogan estaba consternado. Siempre había sabido que su amigo estaba mal de la cabeza, pero escuchar cómo le hablaba a su hermana el día de su boda, el día en que se casaba y adquiría el nombre de su hermano, le resultó increíble. Se sintió a punto de estallar y de pronto comprendió por qué su hermano mayor siempre había considerado una obligación que se respetase el nombre de la familia. Por primera vez en su vida sintió esa misma necesidad. Danny Boy le había parecido toda la vida un tanto exagerado en su odio a su padre y en su decisión de respetar el apellido. Ahora, sin embargo, le parecía de lo más razonable. Danny siempre lo había dicho, lo único que a fin de cuentas tenemos es nuestro nombre y de nosotros depende que sea respetado o que se considere una vergüenza. Tu nombre es lo único que tienes, lo único que jamás puedes negar. Ahora, al escuchar a Gordon, comprendió lo que Danny quería decir. El nombre es lo único que tenemos, algo que algún día tendremos que dar a nuestra esposa y a nuestros hijos, por eso hay que hacer honor a él y no permitir que nadie lo pisotee. El nombre es lo único que se tiene, y que sea para bien o para mal, de ti depende. Danny Boy intentaba que el nombre de su familia significase algo, se lo había dado a Mary Miles y su hermano lo había pisoteado sin pensar en las consecuencias. Ella era ahora una Cadogan y su vergüenza era también la suya.
Jonjo perdió sus acostumbrados buenos modales y se enfrentó a su viejo amigo:
– Gilipollas, capullo de mierda. Creías que te ibas a salir con la tuya, ¿verdad que sí?
Echó el puño hacia atrás y le estampó un puñetazo en plena cara a su amigo, que salió despedido hacia atrás. Cuando intentó seguir golpeándole, Mary le agarró del brazo y le dijo:
– Jonjo, por favor, sácalo de aquí. Hazlo por mí.
Mary estaba pálida de miedo y su humillación resultaba obvia para quien la mirase, cosa que ahora hacía la mayoría de los asistentes. El club llford Palais estaba abarrotado de gente y ella notó la mirada de todos puesta en ella.
– No te preocupes, Mary, yo me encargo de echarlo de aquí. No sé por qué lo hace, pero te aseguro que no será capaz de abrir la boca cuando termine con él.
Jonjo lamentaba mucho lo sucedido.
– De todas formas, nadie le hace caso. La gente sabe que sólo dice gilipolleces.
Intentaba por todos los medios consolarla, pero resultaba imposible. Cuando empezó a hablar, se dio cuenta de que Michael y Danny Boy se acercaban y que su hermano mayor cogía de forma amistosa a Gordon para levantarlo con brusquedad del suelo. Luego vio que lo sacaba del club.
Mary se apoyó en el pecho de su esposo y empezó a llorar, a llorar desconsoladamente porque el día de su boda estaba completamente arruinado. Estaba sumamente alterada y la bebida le había bajado las defensas. Danny, sin embargo, en lugar de abrazarla como era de esperar, la cogió de los brazos y la empujó para apartarla, con el rostro totalmente descompuesto.
– Estarás contenta, ¿verdad? Todo el mundo habla de lo perra que eres. Hasta tu hermano está molesto contigo. Mi esposa desenmascarada por su propio hermano el mismo día de su boda.
Mary no podía creer que le estuviera diciendo eso, no entendía por qué estaba tan enfadado y por qué no se ponía de su lado. ¿Cómo era posible que aprobase lo que le había hecho su hermano? ¿Cómo podía permitir que los demás creyesen que lo que había dicho era verdad, aunque lo fuese? Toda su vida consistía en eso, en creer lo que él creyera, en dar la cara el uno por el otro. Si la pasma se presentaba en su casa y le preguntaba dónde se encontraba su marido en un determinado momento, no dudaría ni por un instante en decir que con ella, lo hubiera estado o no. Las palabras de su marido, sin embargo, sólo servían para dar más peso a las de su hermano. Mary le estaba pidiendo, rogando, que se pusiera de su lado, algo que jamás tendría que haber hecho. Él debería estar a su lado, protegiéndola, haciéndola sentir segura.
– Danny Boy, ya sabes que sólo dice tonterías.
Danny la miró con desprecio y disfrutó viendo su humillación. No quería tener una esposa que fuese un chivo expiatorio, para él era simplemente un medio para conseguir un fin. Ahora, gracias a Gordon, se le presentaba la oportunidad perfecta para empezar un matrimonio con una mujer que ya no estaba tan segura de su poder, que sabía que había empezado descaminada.
Mary era una mujer muy atractiva, un bombón en toda regla, pero también una mujer que se las sabía todas. Orgulloso de aprovechar las oportunidades cuando se le presentaban, Danny no podía dejar pasar ésa. Si jugaba sus cartas como debía, la acobardaría para el resto de su vida, por eso no mostró ni el más mínimo escrúpulo.
– Vaya putón estás hecha. Hasta tu hermano te pone en evidencia delante de todo el mundo.
Sacudió la cabeza en señal de disgusto, un gesto muy calculado y un tanto teatral. Luego la apartó de su lado y salió del club sin mirar atrás, dejándola sola, desconsolada y sin un ápice de autoestima.
Al día siguiente, lo sucedido en la boda era la comidilla de todo Londres, ya que Danny no se molesto en regresar y la novia se quedó sola, algo terrible para ella porque nadie sabía qué decir. Los invitados se marcharon a casa, pero antes de irse intentaron consolarla diciéndole algo agradable, pero ya era demasiado tarde; su boda estaba arruinada y su marido se había marchado y se encontraba en paradero desconocido.
La luna de miel se canceló, al igual que la recepción, pero ella permaneció en su casa, en esa casa que habían decorado y amueblado los dos juntos, rezando para que regresase a su lado aquella noche tan importante.
Cuando la bebida le hizo perder la conciencia eran las seis de la mañana. Aún estaba vestida de novia y aún esperaba que regresase. Le costaba creer que hubiera sido tan cruel con ella, que la hubiese humillado delante de todos, pero estaba equivocada, como lo estaba en otras muchas cosas respecto de su marido.
Danny estaba borracho como una cuba y la chica que había escogido para pasar la noche dormía a su lado en una extraña habitación de hotel. La noche anterior no le había parecido tan obesa ni tan velluda; tenía más bigote que muchos de los hombres con los que trataba. Sin embargo, para ser sinceros, y por lo que recordaba, le había hecho pasar un buen rato. Su pelo espeso era grueso como una cuerda y el llevarlo alborotado le daba un aspecto más exótico del que tenía. Danny la miraba con sumo interés, sorprendido de lo que unas cuantas cervezas podían provocar en el cerebro de un hombre. De haber estado en sus cabales, no se habría parado ni a mirar a esa chavala y, sin embargo, había pasado con ella su noche de bodas. Recordarlo le hizo sonreír. La mujer se dio la vuelta y Danny observó que tenía la barriga descolgada, por lo que dedujo que tendría hijos en algún lugar, cosa que multiplicó su disgusto por ella. ¿Quién estaría cuidando de ellos mientras ella se dedicaba a putear? Odiaba despertarse con una madre, hacía que todo pareciese incluso más mezquino. Los hijos que había parido tenían al menos el derecho a tener una madre que no fuese un putón, y no creía que eso fuese mucho pedir.
Se sirvió una copa y, cuando lo hizo, vio que ella se agitaba en sueños. Tal vez en su subconsciente hubiese oído escanciar la bebida y eso hizo que Danny se preguntase qué mujer estaba dispuesta a rebajarse tanto como para despertarse al lado de un extraño y no sentir la más mínima vergüenza. Que él hubiese dormido con ella no era lo mismo. Él era un hombre y su naturaleza le pedía que follara indiscriminadamente. Las mujeres, sin embargo, eran distintas y a ellas había que exigirles un mínimo decoro. Danny sabía que Dios había creado a mujeres como ésa precisamente para hombres como él.
Se preguntó qué estaría haciendo su esposa en ese momento. ¿Estaría despierta preguntándose qué había sido de su esperado día? De ese día del que había hablado tanto que en ocasiones lo había puesto al borde del estallido. Se preguntó qué estaría haciendo el cabrón de su hermano sabiendo que había sido el causante de su pelea. Mary era una chica encantadora, pero él la había dejado plantada porque necesitaba que alguien le bajase los humos y su hermano le había proporcionado la excusa perfecta para ello.
Michael también se sentiría molesto, ya que su hermano había sido el causante de la pelea que Danny había anhelado. Todo había funcionado perfectamente porque sabía lo importante que resultaba que hablasen de uno, lo mucho que afectaba un escándalo público en la psique de las personas. Su boda le garantizaba que su nombre pasaría a los anales de la historia. Ahora sería más respetado cuando viesen que estaba dispuesto a volver a acoger a su mujer. Lo había hecho anteriormente con su padre y su comportamiento le había hecho ganarse muchas palmaditas en la espalda. Lo había dejado tullido por su afición al juego, por haberlos abandonado y por haberlos hecho responsables de una enorme lleuda, pero aun así era considerado un buen muchacho por haberlo aceptado de nuevo en la familia. Era una forma de hacer relaciones públicas. Hoy todo el Smoke estaría hablando de él, de eso no le cabía la más mínima duda. Que se hubiese ido de su boda, de una boda tan cara como ésa, daría mucho de que hablar. A él no le importaba mucho, no tenía razones para sentirse avergonzado, pero Mary no lograría asumirlo y eso era lo que quería, Gordon se lo había puesto en bandeja y le estaría eternamente agradecido. Ella era todo lo que él hubiera deseado de una mujer, pero también era lo que muchos otros hombres deseaban. No se había acostado con ella antes de la boda porque no quería estar en el mismo lugar donde habían estado Kenny y otros antes que él. Aun así deseaba que siguiese siendo su esposa, pues la amaba profundamente. Que su amor estuviese con frecuencia a un solo paso del odio era algo que ya había aceptado hacía mucho.
Al recordar lo que había sentido cuando tenía su pene flácido dentro de la muchacha que dormía a su lado, lo pegajosos que estaban sus fluidos, le vino a la cabeza la espesa humedad que había notado al eyacular en sus muslos al sacarla y luego el enfermizo hedor al despertarse. Pensó en su nueva esposa y se preguntó cuántas veces habría estado en la misma situación. Ella era quien lo había estropeado todo y ahora él estaba obligado a sacar algo bueno de ese matrimonio. El la había deseado, pero no podía perdonarle lo que había hecho. Ella había estado muchas veces en la misma situación que esa mujer, la habían desnudado y utilizado. Estaba dispuesto a dejárselo claro, así se pasaría la vida lamentando su facilidad para abrirse de piernas. Recordó la barriga de su madre después de que su padre destruyera la familia y los abandonase cuando le salió de las narices. Permitirle meterse de nuevo en la cama fue, a ojos de Danny, la peor traición posible después de lo que él les había hecho. Cuando perdió aquel niño, notó que ya no le quedaba ni el más mínimo vestigio de amor por ella, por eso había celebrado que llegase ese momento. Ella había elegido a su padre antes que a ellos, y él había jurado que pagaría por su traición. A pesar de que él había llevado el peso de la casa desde muy joven, su madre había permitido que su padre regresase y siguiera como si nada pasase. Las mujeres eran unas carroñeras dispuestas a hacer cualquier cosa por el hombre que las contentaba en la cama. Él lo sabía mejor que nadie, pues había arriesgado el pellejo, se había enfrentado a los Murray y había tenido que buscarse la vida porque su padre era un jugador empedernido y su madre una egoísta redomada. Seiscientas libras habían sido la causa de que su vida se viera truncada, un dinero que ahora le parecía simple calderilla. Pues bien, como su padre decía en broma, si te casas con una puta, tu mujer ya no puede caer más bajo. Justamente eso había hecho él. Ahora no le quedaba más remedio que afrontar los hechos y estaba deseando hacerlo.
Michael tomaba un café y fumaba un cigarrillo turco en la pequeña oficina del casino que poseía a medias con Danny Boy. Aún estaba consternado por lo ocurrido el día anterior y trataba en vano de convencerse de que no había sucedido. Ojala hubiese sido así. Su hermana estaba destrozada porque le habían arruinado por completo el día más importante de su vida, que tanto había anhelado. A Gordon se le habían pasado los efectos de la bebida y estaba arrepentido. Se le veía tan dolido por lo que había hecho que daba pena, lo cual no había sido óbice para que le diera la paliza de su vida; lo que más deprimía a Michael era saber que era su hermano quien lo había fastidiado todo. Mary lucía realmente hermosa y Danny Boy, su mejor amigo y su socio, había esperado tanto ese día que cuando llegó sintió un alivio. Que a Danny Boy no le sentó bien lo que Gordon había dicho de su esposa era un hecho. Danny Boy era demasiado orgulloso como para consentir ese tipo de comportamientos. Marcharse de la fiesta era probablemente lo mejor, porque, de no ser así, habría matado a Gordon. Como le había dicho a Mary, se había marchado de la fiesta para no cometer ninguna estupidez, para no dar rienda suelta a su muy conocido mal humor.
Mary no estaba tan segura de eso y Michael comprendía que se sintiera dolida por su ausencia, además de culpable porque era su hermano pequeño quien le había arruinado la boda. Había jurado no volver a dirigirle la palabra en lo que le quedara de vida, así aprendería a tener la boca cerrada cuando bebiese.
Ahora Gordon estaba aterrorizado ante la posibilidad de que Danny Boy quisiera vengarse por haberle fastidiado el día de su vida. Si Danny decidía castigarlo, a él no le quedaría más remedio que callarse porque estaba en su derecho. Hablar de ella de esa forma, en su boda, el día en que se casaba con un hombre que lo mataría sin dudarlo. ¿Quién podía torturar a un hombre durante horas y disfrutar oyendo sus gritos? ¿Cómo se le había ocurrido hacer semejante cosa? Era una aberración, lo más vergonzoso que le había sucedido en la vida; lo peor era que aún no sabía en qué iba a acabar todo.
Mary Cadogan, que así se llamaba ahora, despertó y vio que su marido se desnudaba para meterse en la ducha. Cuando abrió los ojos y lo vio de pie, el corazón casi le da un vuelco. Se irguió con dificultad, con la boca seca y un terrible dolor de cabeza por la cantidad de alcohol que había ingerido el día anterior. Cuando lo vio ir hacia el baño, se sorprendió de que no hubiese abierto la boca. Parecía que no hubiese sucedido nada, como si fuese un día normal. Con voz suave y casi sin mirarla dijo:
– Prepara un té, cariño. Y, si no te importa, quítate ese puñetero traje. No he venido a visitar a la señorita Havisham.
Actuaba como si no hubiera pasado nada fuera de lo corriente. Mary estaba desorientada, molesta aún. Miró a su alrededor y vio el dormitorio que había decorado con tanta ilusión y su reflejo en el espejo de la cómoda. Tenía un aspecto espantoso. Tenía la cara manchada de rímel y el maquillaje se le había corrido con tanta lágrima. Parecía mucho mayor. Mientras se observaba, recordó los acontecimientos del día anterior y se echó a llorar de nuevo. Tenía la boca seca y el cuerpo le olía. Cuando se levantó, perdió el equilibrio y se tambaleó; por un momento deseó desmayarse y morir para no tener que afrontar el resto de su vida. Se quitó el traje de novia. Estaba hecho un harapo, así que lo dejó en el suelo del dormitorio y se puso la bata de seda que se había comprado pensando en su marido. Empezó a quitarse el maquillaje, frotándose suavemente y pendiente del grifo de la ducha. Esperaba una bronca y sabía que no podía hacer nada para evitarla. ¿Cómo iba Danny Boy a perdonarles que hubiesen montado esa escena el día de su boda? Se sentó al pie de la cama, de esa cama que había imaginado como el lugar en que dormirían juntos, se amarían y hablarían. Verla ahora desordenada le rompió el corazón y estalló en sollozos, aunque esta vez se debía a la vergüenza que la invadía y la vida desgraciada que le esperaba.
Danny Boy le había dicho que preparase un té, y se lo había dicho como si fuese un día normal. Ella sabía que tenía fama de tener muy poco aguante y muy mal humor, pero jamás esperó que lo usase con ella. Permaneció sentada donde estaba, a la espera de que terminase lo que estaba haciendo y decidida a aceptar cualquier castigo que quisiera imponerle.
Cuando Danny entró en el dormitorio, con el cuerpo brillándole por el agua, se estremeció. Era la primera vez que le veía desnudo y ahora se daba cuenta de lo grande y fuerte que era; todo músculo y nada de carne. Tuvo ganas de llorar de nuevo al ver lo que se perdía. Danny se detuvo delante de ella y ella levantó la mirada para ver su apuesto rostro, ese rostro con el que había sonado tanto; vio que le sonreía, con esa sonrisa relajada que engallaba a todo el mundo y le hacía parecer un buen muchacho.
La miraba fijamente, con sus ojos azules carentes de rabia; Mary estaba extrañada que no estuviera reprochándole lo sucedido el día anterior.
– ¿Te pasa algo, corazón?
Parecía preocupado, su voz sonaba tan amable y cordial que pensó que estaba soñando.
Negó tristemente con la cabeza.
– Lamento mucho lo ocurrido, Danny Boy. Lo siento en el alma. Gordon no sabe lo que dice. Siempre está borracho o colocado.
Mary intentaba justificar el comportamiento de su hermano y, la verdad, no sabía por qué; él no merecía su lealtad y jamás había sido leal con ella.
Danny se arrodilló delante de ella y, con tranquilidad, respondió:
– El sólo estaba diciendo la verdad, Mary. Y la verdad ofende, ¿acaso no lo sabes? Tú has sido una puta de mierda y a mí no me queda más remedio que resignarme a eso, ¿no es cierto?
Sonrió, con sus dientes parejos y bien limpios, oliendo a menta por la pasta de dientes que utilizaba. Aún sonreía cuando se levantó y añadió:
– Y ahora prepara el té. Que no tenga que repetírtelo más veces.
Capítulo 16
Mary esperaba que su marido regresara a casa, pero estaba tan nerviosa que temblaba como un flan. Estaba enferma. El sudor frío que le empapaba el cuerpo hacía que se le estirase la piel, que le rechinasen los dientes. El miedo crecía en su interior y se dio cuenta de que había esperado que algo así sucediera desde su primera cita, pero entonces el peligro que emanaba de Danny la atraía. Saber que era un tipo de mucho cuidado la había seducido, aunque no había querido admitirlo hasta ese momento.
Se miró en el espejo del cuarto de baño y vio que estaba impecable, como siempre. A pesar de lo sucedido en la boda, siempre procuraba arreglarse lo mejor posible, aparentar que nada la afectaba. Era un truco que había aprendido de su época con Kenny. La gente sólo sabía lo que tú le contabas, sólo veía lo que tú le dejabas ver. Su madre le había inculcado esa idea desde que era una niña, una niña de enormes pechos que sabía demasiado para su edad.
«Estás sentada sobre una mina de oro y, si sabes jugar tus carias, no te faltará de nada», le decía su madre. Sus palabras aún le sonaban claras y cristalinas, el problema era que se había enamorado de Danny Boy mucho antes de haberlas oído. Danny había sido su amor de infancia, su primer amor. Ahora, sin embargo, no estaba muy segura de qué significaba para ella, ni de lo que ella misma deseaba. Lo único que sabía era que estaba en peligro, en grave peligro. Él le había demostrado quién era, cuáles eran sus verdaderos sentimientos y eso la tenía aterrorizada. Su humillación era completa, pues era consciente de que, en cuanto intentase algo, lo tendría detrás en menos que canta un gallo.
Se había maquillado a la perfección, tenía la piel hidratada y el pelo espeso recién lavado. Mary era de las personas que, hasta en los peores momentos de su vida, se preocupaba enormemente de su aspecto porque eso le proporcionaba cierta autoestima. Respiró profundamente y trató de tranquilizarse. Danny Boy jamás había apreciado su inquietud general, de hecho le molestaba y le enfurecía, lo que lograba que se pusiese aún más nerviosa.
Nunca sabía a ciencia cierta si iba a regresar a casa para estar con ella; en ese aspecto, hacía lo que se le antojaba. Pero si regresaba, quería estar guapa para él, como siempre. Se había pasado la mayor parte del día arreglándose para un hombre que la despreciaba, pero que jamás la dejaría escapar. Ella le pertenecía y no podía hacer nada al respecto. Era demasiado tarde. Danny Boy la había destruido por completo con unas cuantas palabras y había sido precisamente su hermano quien le había proporcionado la munición con la que dispararle a traición. Gordon no se había dado cuenta de que había sido él quien le había dado una excusa para que Danny le reprochara su mala conducta. Danny Boy no era de los que dejan pasar las cosas, ni tampoco de los que ponen la otra mejilla, sino todo lo contrario. Danny era de los que aprovechan cada oportunidad, de los que siempre buscan su propio interés. En pocas palabras, que no era tan diferente de ella, pues ambos eran unos interesados, unos aprovechados dispuestos a utilizar cualquier medio con tal de conseguir un fin. Desgraciadamente, había pensado que utilizarían esa cualidad mutua para beneficio de los dos y no para ponerse el uno contra el otro.
Danny Boy tenía el don de hacerla sentir una verdadera mierda y ella estaba a punto de empezar a creérselo. Se miró nuevamente en el espejo y se preguntó cómo era posible que le hubiese sucedido algo semejante. Se acordó de Kenny y de lo fácil que resultaba tratar con él, pero también le vino el recuerdo de Danny cuando se decidió a ir a por ella, de cómo se había asegurado de que se sintiera deseada y de cómo se la había arrebatado a Kenny. Esa seguridad que la había embargado entonces había desaparecido, la había abandonado repentinamente, justo lo que Danny había pretendido, lo que había buscado. Se percató de que no se había acostado con ella antes de la boda porque eso le podría haber dado alguna pista. Danny había decidido destruir a su más terrible enemigo, con ella incluida. No obstante, una semana después del fiasco de la boda, la poseyó, pero lo hizo tan brutal y viciosamente que estuvo varios días sin poder caminar. La poseyó en la misma forma en que se posee a una prostituta, clavando el último clavo de su ya derruido amor. No sólo la había dañado en lo físico, sino también en lo mental, pues la había tratado con lascivia, como un perro fornica a una perra en celo, sin amor, sin ternura y sin verdadero deseo. Fue un acto de destrucción, un acto de odio que ponía fin a su amor. Había querido dejar una cosa clara: que se diera cuenta de lo poco que le importaba, que supiera que para él no significaba absolutamente nada.
Había funcionado. Danny, sin duda, había hecho sus deberes. Mary era demasiado orgullosa para reconocer abiertamente su error y estaba demasiado asustada para tratar de salir de esa situación. El miedo que le tenía a su marido la paralizaba porque sabía perfectamente lo que era capaz de hacer.
Mary aceptó finalmente su destino, aceptó su derecho de propiedad. Se había dado cuenta, al igual que hacía ahora, de que jamás la dejaría marchar, que antes de eso la mataría. También sabía que, por alguna razón, su matrimonio era muy importante para él. Era algo que la animaba y, lo que resultaba más escalofriante, algo que consideraba bueno y decente, aun después de lo que le había hecho.
La había humillado públicamente, la había avergonzado y la había insultado, y todo ello con el único fin de que la viesen como su esposa, la mujer con la que se había casado aunque no fuese digna de un hombre como él. Danny era un tipo muy listo, muy astuto, además de un hombre de muchos recursos, que sabía ganarse el respeto y la admiración. Sin embargo, lo peor de todo era que era su marido. Estaba unida a él, y esa unión era algo que sólo se rompería si a él se le antojaba.
Mary sabía que su vida en común era un peligro continuo porque él la veía como una especie de trofeo y ella a él como un maníaco. A él no le molestaba en absoluto sacarla de la cama por los pelos a las tres de la madrugada, uno de los trucos favoritos de Kenny, y acusarla de todo tipo de cosas. La acusaba de incitar a sus amigos, aunque sabía a ciencia cierta que ninguno de ellos tendría las agallas de hacerle proposiciones, por mucho que lo hubiese deseado.
Danny sabía de sobra que sus acusaciones no tenían ninguna base, pero, al igual que todos los que lo rodeaban, Mary temía llevarle la contraria. Nadie se opone a las personas como Danny Boy; se les sigue el rollo con tal de intentar mantener la paz. Mary pasaba por alto todo lo que decía de ella con la falsa esperanza de que las cosas mejorasen, aunque sabía perfectamente que no sería así.
Se daba cuenta de que Danny la necesitaba para desahogar su ira, necesitaba que actuase de forma sumisa y que le permitiese descargar su rabia. De hecho, se estaba convirtiendo en una persona inmune, siempre dispuesta a permanecer callada y dejar que Danny se descargara con ella sin emitir ni el más mínimo gemido. Se alegraba de que eso, al menos, le agradase, de que su absoluta obediencia fuese más que suficiente para contentarle.
La casa que compartían estaba impecable, como esperaba que fuese. Mary evitaba hasta sentarse en los sillones por miedo a que les saliesen arrugas, se hundieran o se manchasen los cojines. La casa era enorme, digna de verse, perfecta, pero carente de vida. No había nada real a su alrededor, ni tan siquiera una fotografía que la hiciese parecer un hogar. Danny Boy no le había permitido ni siquiera ver las fotos de la boda, mucho menos ponerlas en la casa, pero ella se había adelantado y le había pedido a Michael que le comprase un pequeño álbum sin que se enterase nadie, ya que quería guardarlo para enseñárselo algún día a sus hijos. Sabía que algún día esas fotos serían importantes para los hijos que pudiera engendrar y quería tener algo que demostrase su validez.
Mary sabía que Danny deseaba un hijo, algo que ella ya llevaba dentro, un hijo, su hijo, y esperaba que ese bebé los uniera de nuevo y les hiciera olvidar ese fiasco de boda.
En su interior sabía que sus esperanzas eran vanas, pero esperaba que su embarazo pusiera freno a sus ataques físicos y sus insultos, al menos por un tiempo. Siempre le hablaba con un odio sosegado que resultaba irritante. Se preguntó cuándo había empezado eso a ser algo rutinario y cuándo había dejado de hacer lo posible para gustarle. Se preguntó cuándo había empezado a creer que ese hijo acabaría con la pesadilla en que se había convertido su matrimonio.
Vio que se le había borrado el lápiz de labios que se había aplicado con tanto cuidado durante todo el día, así que volvió a ponérselo mientras hacía esfuerzos por retener las lágrimas, unas lágrimas que no sólo eran inútiles, sino que estropeaban la perfección de su cara. Danny Boy podía venir a las cinco de la madrugada y esperaba que ella estuviera allí sentada, arreglada y esperándole con una bonita sonrisa en la boca y la promesa de una completa sumisión corporal, algo que siempre conseguía. No importaba lo que tuviera que hacer, esperaba horas enteras con tal de mantener la paz. Esperaba durante horas, tratando de sosegarse con unas copas mientras permanecía sentada, a solas, mirando el reloj, algunas veces días enteros.
Lo odiaba por ello; lo odiaba con toda su alma.
Danny Boy y Michael estaban acordando recoger unos cuantos paquetes de aspirinas, que era como llamaban a los esteroides anabolizantes que distribuían a manos llenas por todo el sudeste. Los paquetes eran inofensivos; envueltos en papel de embalar, parecían regalos de cumpleaños, pero contenían más pastillas de las que nadie hubiera imaginado. Danny Boy había acertado al descubrir esa mina de oro, drogas que no sólo eran necesarias para la gente que las consumía, sino que eran semilegales. Nadie podía demostrar que no fueran para consumo personal, que era precisamente lo que ellos no hacían. Nadie se molestaba en saber si eran perjudiciales. Danny Boy, sin embargo, era plenamente consciente de los peligros y, como todos los que están involucrados en cualquier tipo de negocio, sabía todo lo que hay que saber acerca del producto. Sabía que las pastillas provocaban estallidos de violencia, que los hombres que las consumían regularmente se estaban engañando porque sin ellas jamás conseguirían la masa muscular que tanto anhelaban. Tenía pleno conocimiento de que las adquirían y se las inyectaban sin ningún conocimiento médico al respecto, ignorando que tenían la mitad de efecto que las legítimas. También se dio cuenta de que las personas a las que suministraba eran tipos lacios y pajeros que no estaban dispuestos a emplear las horas necesarias en un gimnasio para tener el cuerpo que deseaban, pero que, un vez que las probasen, no dejarían de venir en busca de más porque sin ellas serían incapaces de funcionar.
No cabe duda de que llevaban todas las de ganar. También disponían de una clientela que crecía cada hora. Danny había recogido ese cargamento con un solo objetivo: repartirlas entre los de su mundo y obtener el consenso general sobre su calidad. Había procurado que fuesen de buena calidad, que valiesen su peso en oro. Si lograba demostrarlo, dispondría de un cargamento muy sustancioso una vez a la semana. Lo dejarían en el desguace de Louie y él se llevaría un buen pellizco por hacerse el longuis.
Michael, como siempre, permanecía callado. Ambos sabían que su nueva empresa era una fábrica de dinero, pero también que, desde la boda, su amistad ya no era la misma.
Mary era la persona más importante en la vida de Michael, al menos eso es lo que creía. Desde la boda, sin embargo, apenas la veía salir de casa, pero tampoco la veía en ella, pues siempre estaba en la cama o de compras. Michael sabía que estaba en la casa, sólo que prefería no dar la cara; lo que no sabía era cómo tratar ese tema con Danny Boy. Mary, al fin y al cabo, era su esposa y, por tanto, ya no estaba bajo su jurisdicción. Eso le molestaba; al igual que otros muchos aspectos de su vida, pues sabía que debía hacer algo al respecto, aunque no sabía qué. A no ser que Mary acudiese a él pidiéndole que interviniese, prefería mantenerse al margen y esperar a ver qué sucedía. No obstante, no ardía en deseos de que llegase ese día, ya que Danny Boy no era precisamente una persona con la que se pudiera razonar. Algo que, para ser sinceros, prefería no hacer. Lo sucedido en la boda había sido la causa del retiro de la vida pública de su hermana, ya que la situación había sido sumamente engorrosa. Si él hubiera estado en el lugar de Danny, no estaba seguro de haber reaccionado tan bien. En eso estribaba el problema. Michael sabía que su amigo había sido humillado en público, lo habían puesto en evidencia y, aun así, había acogido a Mary en su casa, lo cual decía mucho a su favor. Cualquier otro hombre la habría mandado al carajo. Al menos, eso era lo que opinaba todo el mundo, aunque la mayoría de las personas adultas con las que trataba tenían una segunda o tercera esposa de muy dudosa conducta y de menos moral. El único requisito que se les exigía era que fueran jóvenes, ya que la inteligencia se la dejaban a su primera esposa, la que siempre había estado a su lado y cuyo único pecado había sido envejecer. Una chica joven al lado era esencial en esos tiempos, ya que les hacía sentirse jóvenes y poderosos de nuevo. Sólo cuando se veían obligados a abandonar su hogar se daban cuenta de lo estúpidos que habían sido, pero para entonces ya estaban más que pillados. Las jovencitas, por lo general, eran como un grano en el culo. Una vez que uno se las follaba, ¿qué les quedaba que pudiera enamorar a un hombre?
Gordon aún estaba en su lista negra y el hecho de que Danny Boy no hubiese intentado darle una reprimenda le preocupaba enormemente. Ni tan siquiera le había preguntado dónde se metía, ni quién le había causado sus merecidos moratones. Michael estaba seguro de que Danny no pasaría por alto lo que le había hecho, sabía que le daría una lección, y no por su hermana, sino por todos ellos, por la familia y por su reputación. Sin embargo, no había hecho nada y eso le hacía sentirse sumamente incómodo, una incomodidad que hacía que Danny Boy deseara arrancarle la cabeza. El muy cabrón estaba disfrutando con todo eso y sabía que le observaba detenidamente para estudiar sus reacciones. Estaba poniendo a prueba su amistad, una amistad que había durado años y que ambos sabían que siempre había sido unilateral. Michael necesitaba a Danny Boy más de lo que él necesitaba a Michael, o al menos eso es lo que creía. Danny lo estaba observando en ese momento, lo observaba a escondidas, con una dignidad que resultaba tan falsa como molesta. No había duda. Danny sabía presionar los botones apropiados para provocar la emoción deseada en su oponente. Era un enfermo mental en muchos aspectos, pues era de esas personas que disfrutan haciendo sentirse incómodos a los demás. No obstante, también era la única persona a la que Michael admiraba y apreciaba, y no quería perder su amistad por culpa de su hermana o de su hermano. Sabía de sobra lo muy peligroso y traicionero que era Gordon cuando se le antojaba y no quería intervenir en la situación de su hermana a menos que fuese necesario. Ése tenía que ser el último recurso.
Danny Boy era plenamente consciente de la preocupación de su amigo, de su inquietud y de su engorro por lo que había sucedido el día de su boda. Sabía que debía actuar con astucia, pues Michael y Mary estaban muy unidos y él valoraba eso. Sin embargo, ella era ahora una Cadogan y, más tarde o más temprano, Michael tendría que aceptar ese hecho, por la cuenta que le traía.
Michael estaba atrapado, se sentía incapaz de manejar la situación y no sabía qué papel debía desempeñar en ese drama. Lo único que sabía era que su amigo estaba en su derecho y que su hermana había cometido el error más grave de su vida. Danny Boy era un auténtico chulo y, como todos los chulos, sabía cómo darle la vuelta a las cosas para que los demás creyesen que estaban equivocados y él llevaba la razón. Michael, por primera vez en la vida, cuestionaba las acciones de su amigo y su participación en el derrumbe de su familia. Por primera vez, la rabia de Danny estaba dirigida a él y los suyos y, en su interior, sabía que le faltaban agallas para hacer algo al respecto. No era capaz de enfrentarse a Danny, nadie lo era, y por eso imponía la ley a su antojo. Su cobardía le resultaba insoportable y, al igual que a su hermana, empezaba a odiarlo con toda su alma.
Louie estaba preocupado. Se le había pedido que estuviese preparado para recoger el pedido y él había contratado al novio de su hija pequeña para que se encargase del asunto. Era un buen muchacho, un joven decidido a abrirse camino, que esperaba iniciar una serie de negocios con el dinero que pensaba sacar. Era un muchacho bastante apuesto y Louie había acordado con su padre que el muchacho se citase con su hija y se enamorase de ella, algo que le había costado un ojo de la cara. El muchacho era lo bastante inteligente para reconocer lo que era un buen trato cuando se le presentaba, por eso se había aferrado a ése como un pulpo. Pero era un buen muchacho, dispuesto a casarse si eso le proporcionaba un buen trabajo y una vida confortable. Louie se sentía culpable y esperaba que su hija nunca lo averiguase, pues resultaba muy difícil para una chica judía encontrar un chico apropiado en esos tiempos. Le había horrorizado enterarse de que su hija, mientras estaba en la escuela técnica, había estado liada con un capullo, un griego. Sin embargo, que ese capullo hubiera tenido el descaro de presentarse en su casa y preguntar por ella vestido como si fuera un puñetero turista y llevando un montón de chapas baratas le pareció el no va más. Por eso le había buscado ese nuevo novio, y, por eso, el pobre griego había tenido un desgraciado accidente de coche que, además de dejarlo maltrecho, gracias a Danny Boy, llevaba implícito que se quedaría sin pene si volvía a aparecer. El muchacho había desistido y había desaparecido más rápido que un poli corrupto en una redada de drogas, dejando el camino libre para que un nuevo pretendiente entrase en juego; un pretendiente judío y del agrado de Louie.
Su hija pequeña era la más guapa de todas, aunque eso no quería decir gran cosa y él lo sabía. Su hija no se sentiría muy contenta si se enteraba de que él había tenido que pagar para encontrarle un novio apropiado. Se sentía avergonzado de que la única hija que podría haber encontrado un novio por sí misma tuviese que ser manipulada al igual que las demás. Él le había buscado un marido a cada una de ellas y bien sabe Dios lo mucho que había tenido que pagar por ellos. Ahora, lo único que deseaba era tener nietos, nietos que se pareciesen a sus padres.
– ¿Piensas invitarme a una taza de té o qué? Tengo una chica esperándome.
Danny Boy habló con la severidad acostumbrada y su sonrisa le hizo presagiar que pensaba pedirle algo, como de costumbre.
Louie sonrió. Al igual que Michael, ya no confiaba en Danny, especialmente después de sus últimas hazañas. Ahora se dedicaba a pasearse descaradamente con mujeres y él no quería saber nada al respecto. Lo sucedido en la boda había hecho que la gente tuviera miedo de hablarle de cualquier asunto personal, pues no se sabía cómo reaccionaría. Danny Boy parecía no darse cuenta de lo incómodas que se sentían las personas al respecto. De hecho, si no lo conociera, diría que estaba disfrutando con ello y con la notoriedad que le estaba dando.
Los hombres como Danny Boy son excepcionales en su género, ya que matan indiscriminadamente y aman de la misma manera. Se había casado recientemente y eso solía garantizar la fidelidad de un hombre, al menos el primer año, pero después de la noche de bodas, ¿quién sabía lo que está bien y lo que está mal? La experiencia le decía que algunas mujeres no eran nada acomodaticias una vez que habían conseguido ponerse el anillo en el dedo. De hecho, algunas de ellas se transformaban en vírgenes convertidas y eso resultaba irritante porque hacía que el hombre en cuestión se sintiera manipulado, que era lo que solía ocurrir. Entonces, el lecho marital se convertía en un campo de batalla y, sin darse cuenta, las esposas terminaban por darles luz verde a sus maridos para que fuesen detrás de alguna extraña. Como siempre decía su madre, si un hombre no tiene lo que quiere en su casa, lo busca en otro lado. Forma parte de su naturaleza bestial.
Por esa razón, Louie, como todo el mundo, prefería no pronunciarse. Si alguien abría su corazón contigo, lo que se esperaba de ti era que dieras tu sincera opinión al respecto, algún consejo, algo que Louie no deseaba en absoluto. Danny Boy no era una persona a la que le gustara recibir consejos sobre asuntos personales, ni estaba lo bastante cuerdo como para sincerarse con él; más bien todo lo contrario, era de esas personas a las que uno sólo les dice lo que ellas quieren oír. Louie sabía que, pasara lo que pasara en el futuro, jamás expresaría su opinión sobre sus nuevas amistades. Esperaba que el muchacho no se hubiese presentado en la oficina para pedirle consejo, aunque una vocecita le decía que Danny Boy jamás se rebajaría tanto como para pedirle a nadie consejo, pues eso era algo inconcebible teniendo en cuenta su carácter. Tampoco era una persona que reconociera haber cometido mi error, ya que era demasiado arrogante y orgulloso para ello.
Danny se sentó en el viejo sofá, miró el rostro angustiado de su amigo y sintió que una oleada de paz le invadía. Le gustaba recordar sus primeros pasos, sus primeros negocios. Louie había sido quien le había enseñado el camino hacia el éxito y sabía que era un hombre afortunado en ese sentido. Jamás le había aconsejado mal y siempre había procurado allanarle el camino. Había sido quien le había ayudado a llegar donde se encontraba y le estaba agradecido por su generosidad y su confianza. En muchos aspectos, había sido incluso su salvación. Danny sabía que Louie merecía todos sus respetos y, en su interior, reconocía que era una de las pocas personas que apreciaba verdaderamente, alguien en quien podía confiar en todos los aspectos.
– ¿Te encuentras bien, Louie?
Louie sonrió, pero Danny se percató de la falta de vigor, su falta de interés en lo que le rodeaba y eso le hizo preguntarse qué le sucedería a su amigo para que se le viera tan deprimido. Por esa razón, con el tono más amistoso del que fue capaz, insistió:
– Te lo pregunto una vez más. ¿Te encuentras bien, Louie?
Parecía realmente interesado y habló con voz melosa, franca y sincera, lo que incrementó más aún la preocupación de Louie.
– Por supuesto que sí, colega. ¿Y tú?
Su voz sonaba más relajada de lo que verdaderamente estaba.
Danny sonrió de nuevo y, soltando una carcajada, dijo:
– Estoy que me salgo, colega.
– ¿Estás seguro de eso, muchacho?
Pronunció esas palabras antes de que ninguno de los dos pudiera hacer nada para impedirlo. Por unos instantes flotaron en el ambiente, haciendo que ambos se arrepintieran de ellas. Tras unos instantes, que a Louie se le hicieron eternos, Danny asintió y, suspirando pesadamente, cambió de tema de forma insultante.
– Por lo que veo, tienes otra de tus jodidas bodas. Tu hija pequeña es una preciosidad comparada con las otras. ¿Se puede saber qué te preocupa entonces?
Danny Boy, como siempre, parecía interesado de verdad, aunque Louie sabía que conocía perfectamente la situación. Danny estaba al tanto de que Louie había buscado dentro de su mundo hombres solteros con los que casar a sus hijas, jóvenes en los cuales pudiese confiar, hombres a los cuales pudiese proporcionar un buen trabajo y pudiese controlar.
– Sé lo mucho que quieres a tus hijas, Louie. Yo haría lo mismo en tu lugar.
En un instante había pasado de la rabia y el sarcasmo a ser el amigo leal. Con uno de sus bruscos cambios de humor había salvado el día, recuperado su amistad y, al mismo tiempo, le había recordado lo peligroso que podía ser ese joven. No era algo negociable. Danny Boy era capaz de cualquier cosa con tal de conseguir lo que se proponía.
Louie sabía que ese joven que tenía delante, el mismo al que había tratado como si fuese su hijo, el mismo al que había dado un empleo y visto crecer, se había convertido en un peligroso matón que hasta a él le inspiraba miedo. Lo conocía bien y sabía que también podía ser todo dulzura, pero sólo si buscaba algo o le convenía. Ahora volvía a desempeñar su papel de hombre magnánimo, de buen amigo, pero eso sólo era una faceta más de su extraña personalidad. Louie lamentaba haber sido tan generoso con él todos esos años y ahora le daba la razón a su padre por haberlo ignorado. Pero eso ya era agua pasada. Louie sonrió, con la piel seca y gris por la edad. Sus ojos débilmente azules eran incapaces de ocultar sus verdaderos sentimientos por ese joven y sabía que Danny Boy se percataba del miedo y el desprecio que ahora le inspiraba. A Danny Boy no le hacía mucha gracia haberlo conseguido todo gracias a él y sus contactos, sin que ninguno de los dos se diera cuenta de su potencial hasta que fue demasiado tarde.
– Será en el lugar donde los judíos acostumbran a celebrar sus bodas: en la sinagoga.
Ambos se rieron. Danny Boy sabía que era la esposa de Louie quien insistía en eso. Louie no se entrometía en esos asuntos y lodo el mundo lo sabía. Se limitaba a soltar diez de los grandes en cada boda, un precedente establecido por su esposa que se había convertido en la expectativa de sus hijas. Cada una estaba decidida a superar a las demás, no sólo en los gastos de la boda, sino en lo que ellas consideraban estilo, aunque ninguna tuviera ni la más mínima idea de lo que eso significaba, pues, por mucho dinero que tuviesen, eran unas pueblerinas. Resultaba irrisorio, aunque ellas no le vieran gracia al asunto.
– Me gusta la sinagoga -dijo Danny-. Tiene clase, como la iglesia católica. Además, el matrimonio es para toda la vida y eso es lo que buscan las mujeres de tu familia, ¿no es verdad?
Louie asintió, pues no le faltaba razón en lo que decía. Se preguntó si esa reunión terminaría mejor de lo que había esperado.
Luego, inclinándose hacia delante, mostrando sus enormes pectorales por debajo de su caro traje, Danny Boy dijo alegremente:
– Cambiando de tema, colega. ¿Cuánto quieres por el desguace?
La pregunta resultaba tan intempestiva, tan inesperada, que Louie pensó que no había oído bien.
– ¿Cómo dices?
Danny Boy sacudió la cabeza en señal de claro desprecio por su viejo amigo. Se comportaba como si ya hubiesen hablado de ese asunto, como si estuviera todo discutido y esperase una respuesta definitiva. Su sarcasmo resultaba evidente cuando repitió:
– Te he preguntado que cuánto quieres por el negocio.
Abrió los brazos señalando lo que le rodeaba, como si fuese lo más natural del mundo pedirle a uno de tus mejores amigos todas sus pertenencias.
Aunque en realidad no lo estaba pidiendo, pues no admitía una negativa, sino que lo estaba exigiendo. Por su forma de preguntarlo se veía claramente que no cabía la negociación, que no le concedía una alternativa, que no estaba dispuesto a admitir un no por respuesta. Estaba sencillamente preguntando por el precio, no negociando. Danny quería apropiarse de su desguace y no pensaba dar su brazo a torcer. Louie se dio cuenta de que estaba viviendo de prestado, ya que Danny conseguiría cualquier cosa que se le antojara, sin importarle a quién se tenía que llevar por delante para lograrlo.
Ahí estaba el muchacho al que había acogido bajo su tutela hacía muchos años, el mismo al que se había visto obligado a defender en muchas ocasiones, alguien que, al parecer, no tenía la más remota idea de lo que significaba lealtad o cualquier otro sentimiento humano, ése a quien en su momento había considerado su mano derecha y por quien había luchado para que le abrieran un hueco en la vida, el mismo que según acababa de saber estaba dispuesto a quitarle de en medio. Louie se dio cuenta repentinamente de que tenía que aceptar que ese muchacho no se merecía ni su tiempo ni su dinero. Al igual que sus hijas, era una decepción, sólo que él lo había decepcionado aún más porque ahora deseaba apropiarse de lo que era suyo, lo que él había convertido en un negocio viable luchando roda la vida, todo lo que había acumulado, ganándose no sólo el beneplácito de sus rivales, sino también su respeto. Danny Boy quería apropiarse de su sustento sin pensar siquiera en qué situación se quedaría él o su familia. Lo peor de todo, sin embargo, era saber que él había criado a esa víbora, que él había sido quien la había protegido y alimentado. ¿Y todo para qué? ¿Para qué se presentase allí queriéndoselo llevar todo sin más? Al parecer estaba dispuesto a arrebatárselo sin acordarse de lo que había hecho por él durante esos años. No había duda; había creado un monstruo y ahora ese monstruo se revolvía contra él y disfrutaba mordiéndole el trasero. Así estaban las cosas.
Louie sabía que había estado a punto de caer en las manos de Danny, ya conocía sus arrebatos cuando se le contradecía. Sabía de primera mano lo voluble que podía ser con tal de lograr lo que quería. Había llegado incluso a perdonarlo por ello en muchas ocasiones, y hasta había justificado su comportamiento inventando excusas, pero se había equivocado. Danny Boy estaba dispuesto a apoderarse de lo que fuese necesario con tal de seguir avanzando en su carrera, y lo hacía sin pensar en las consecuencias, sin mirar por alguien que lo había querido y cuidado como un hijo. Danny Boy, se mirase por donde se mirase, era un psicópata cabrón que ahora se creía el dueño del mundo. Se había encaprichado con su negocio como un niño se encapricha con un dulce o el juguete de otro. De hecho, ni siquiera se lo estaba pidiendo, sino que se lo estaba exigiendo, lo cual era muy diferente y ambos lo sabían. Danny Boy era uno de esos tipos que hacen lo que se les antoja y, además, se había convertido en un modelo para todos los peces gordos, y Louie sabía que no podía enfrentarse a eso. El ya estaba viejo, se había vuelto débil con la edad, no tenía el valor de contradecirlo y sabía que recordarle la amistad que habían tenido hacía años no serviría de nada. Danny no había venido al mundo para admitir negativas, ni para que nadie se opusiera a sus deseos, ni para soportar que nadie se interpusiera en su camino. Danny Boy era de los que esperan que los demás los complazcan, algo que la gente solía hacer, dada su reputación de desquiciado y cabrón. Los hombres con los que trataba estaban dispuestos a mirar para otro lado en lo que a él se refería porque eso les garantizaba resultados. Les garantizaba un sueldo regular y un buen pellizco, y eso era lo único que les importaba. Danny Boy era un chulo que ahora podía exigir lo que se le ocurriera y conseguirlo sin demasiado esfuerzo. Sin embargo, lo que más molestaba a Louie era que quisiera quedarse con su desguace por el mero hecho de que podía, por la sencilla razón de que era un avaricioso que quería acapararlo todo. Quería quedarse con todo lo que se le antojaba, sin importarle qué ni a quién pertenecía, ni tan siquiera si pertenecía a las personas que lo rodeaban o lo habían ayudado a llegar donde estaba.
Ange estaba preocupada por su nuera porque estaba hecha un manojo de nervios. Mary siempre había sido una chica segura de sí misma, aun de niña. Ange la observaba mientras tomaba el té y se quedó sorprendida de ver lo mucho que había cambiado. Como siempre, tenía un aspecto inmaculado, pero se la veía a punto de un ataque de nervios. Ange sabía lo mucho que la habían afectado las palabras hirientes de su hermano y la reacción tan violenta de su hijo. Lo normal era que hubiera sentido cierta afinidad con Gordon, ya que, como otras muchas madres, pensaba que ninguna mujer era lo bastante buena para su hijo, y menos conociendo la reputación de Mary. Ahora, sin embargo, las cosas habían cambiado y se percataba de la destrucción lenta y progresiva de su nuera, cosa que le preocupaba. Mary había sido no sólo la víctima de los hombres con los que había estado, sino del hombre con el que se había casado, precisamente el que más debería haberla defendido por muy ciertas que fuesen las acusaciones. La chica se estaba consumiendo lentamente y sus enormes ojos tenían la mirada de un animal acorralado. Miraba el reloj continuamente, sin poder ocultar el miedo. Estaba pálida, tenía la mirada perdida, como la de alguien que hubiese sido sentenciado a muerte siendo inocente. Ange sabía cómo su hijo había torturado a su padre, e incluso a ella misma cuando se le había antojado, por eso no le extrañaba en absoluto que disfrutara castigándola a ella.
Que ella fuese la hermana de Michael formaba parte del juego, ya que a su hijo le gustaba controlar a todo aquel que le rodeaba. Danny Boy era de esas personas a las que les gustaba dirigir hasta el más mínimo movimiento, aunque en muchas ocasiones la gente no se percataba de ello hasta que no era demasiado tarde. Era un verdadero demonio cuando perdía el control, pero lo peor de todo era que disfrutaba con el caos que originaba. Era algo antinatural, pero también una de las cualidades por la que resultaba tan deseable en su mundo, entre los hombres con los que trataba, y también entre las mujeres de las que se rodeaba. No había duda de que la mayoría pensaban que eran capaces de controlarle, pero estaban equivocados por completo. El Danny Boy que ella conocía se apoderaría lentamente de todo lo que les pertenecía, los borraría del mapa y lo haría con una sonrisa, haciéndole creer a la persona en cuestión que lo hacía por su propio interés. Danny era un tipo astuto, escurridizo y sumamente peligroso. Poco a poco se estaba apoderando de todo y de todos los que tenía a su alrededor,y lo hacía siempre con esa sonrisa en la boca, con ese encanto natural que cegaba a las personasy que ocultaba su verdadera personalidad. Tenía éxito porque trataba con personas tan ambiciosas como él y utilizaba esa debilidad en beneficio propio. Su nuera, sin embargo, se había convertido en una sombra de lo que era. Se pasaba el rato con la mirada de un lado para otro, mirando el reloj o la puerta. Estaba asustada cuando su marido no regresaba a casa, pero más aún cuando lo veía llegar.
– ¿Estás segura de que te encuentras bien, Mary?
Se lo preguntó con amabilidad, con una suavidad que no encajaba con ella.
– Perfectamente. Sólo preocupada por Danny.
Ange asintió, como si fuese algo normal en una mujer recién casada. Mary trataba por todos los medios de relajarse, tanto que resultaba angustioso verla. Le castañeaban tanto los dientes que tenía la mandíbula desencajada, dándole un aspecto vulnerable cuando debería haber sido justo lo contrario. Tenía la misma actitud decidida que su madre y la misma belleza que había conservado a pesar de sus muchos años de alcoholismo. Sin embargo, había pasado en unos cuantos meses de ser una mujer independiente a una pantomima de esposa, a un manojo de nervios que pretendía convencer a todo el mundo de que su vida era maravillosa cuando cualquiera con una pizca de cerebro se daba cuenta de que era un infierno, pues temía la presencia de su marido tanto como su ausencia, algo que Ange comprendía mejor que nadie.
– ¿Por qué te preocupas por él, Mary? Danny sabe cuidar de sí mismo. Quien me preocupa de verdad eres tú. Pareces preocupada y ausente la mayor parte del tiempo. Conmigo puedes hablar de lo que quieras. ¿Va todo bien entre vosotros? ¿Eres feliz?
Ange la miraba fijamente, consciente de que su nuera nunca se atrevería a decir una palabra en contra de su marido; probablemente pensara que la había enviado él para comprobar si le era desleal.
Mary sonrió, con una sonrisa amable que Ange supo que le había costado un enorme esfuerzo. Parecía perfectamente normal, como una joven y hermosa esposa; claro, para quien no supiera ver más allá. Logró hasta poner cara de estar agradablemente sorprendida por la pregunta, como si ella no se percatase del miedo que la dominaba, haciéndole incluso pensar que esas preguntas tan insinuantes estaban fuera de lugar y rayaban en la grosería.
– Ange, eres una suegra un tanto extraña. La mayoría de las suegras intentan encontrar faltas a las esposas de sus hijos. No creo que a Danny le gustase que me hagas preguntas como ésas. Él es como yo y prefiere guardarse las cosas.
Era una amenaza insinuada y ambas se dieron cuenta. Ange se dio cuenta de que Mary jamás se abriría a ella, ni a nadie, porque su hijo había procurado que estuviese demasiado aterrorizada para desobedecerle o hablar mal de él. Danny tenía lo que quería: una muñeca que supiese hablar, caminar y moverse, algo que ella no podía cambiar. Tampoco podía hacer nada para cambiar la villa de esa chica, para hacérsela más fácil, para mostrarle que tenía alguien en quien confiar. Mary era una prisionera en esa casa tan grande y lujosa de la que antes tanto alardeaba. Estaba presa en su propia belleza y en su propia arrogancia. En su momento, esa jovencita la había mirado con cierto desprecio, la había tratado como si fuese una criada, como si fuese simplemente una vieja que no sirviera para nada. Jamás había imaginado que su vida terminaría como la suya. No obstante, pensar en eso no la hizo sentirse mejor.
Capítulo 17
Michael comía con tranquilidad. Empezaba a atardecer y le gustaba ese momento del día; había recogido el dinero que exigía regularmente a las pequeñas empresas de los alrededores y, al contrario que sus homólogos que lo consideraban sólo una menudencia, él sabía que, a final de año, suponía un buen pellizco. Poquito a poquito se junta un montoncito. Muchas personas de su mundo sólo buscaban dar un gran golpe, pero él tenía más que comprobado que las pequeñas cantidades eran las que merecían la pena. La pasma solía pasarlas por alto, al igual que los demás. Un atraco a un banco, por el contrario, se consideraba una osadía, un atrevimiento por haberse querido llevar una gran cantidad de dinero y, por tanto, algo a lo que la pasma se veía obligada a poner lleno. A menos de que fuesen avisados con antelación, cosa que gracias a Danny y a Michael solía suceder con cierta frecuencia. Sin embargo, las rentas, que es como ellos designaban a esas pequeñas cantidades, pasaban desapercibidas para todo el mundo y, por tanto, no había necesidad de ir repartiendo pellizcos ni pagar para que mirasen hacia otro lado. Las rentas, sumadas a las otras ganancias que tenían repartidas por todo Londres, eran más que suficientes para justificar el estilo de vida al que ahora estaban acostumbrados. Contrataban a jóvenes que utilizaban como carne de cañón, cabecillas nuevos a los que pagaban con lo que cabría definir como calderilla, ya que muchos hasta estaban dispuestos a hacerlo por nada, siempre y cuando pudieran alardear de que trabajaban para Danny Boy Cadogan. Tipos de esa clase los había a montones y, en los tiempos que corrían, cuanto más baja fuese su escala, más garantía de lealtad había en caso de que los apresasen. Los llamados capos, que gozaban de cierta fortuna y un buen nivel de vida, eran más propensos a irse de la lengua, lo cual era fácil de entender dado lo mucho que tenían que perder. En consecuencia, se reclutaba a gente muy joven, a la que se le proporcionaban trabajos más difíciles a medida que pasaba el tiempo.
Michael admiraba esa cualidad en Danny Boy, su perspicacia para descubrir una fuente de ingresos que no suscitara el interés de nadie, ya que, al parecer, suponía sólo unas cuantas libras sueltas. Sin embargo, esas pocas libras, cuando se multiplicaban, formaban un buen montón, aunque sin Michael para resolver y encargarse de los detalles poco se podía sacar de ellas, al igual que de muchos de sus negocios. Danny era el que tenía las ideas, pero carecía de la dedicación necesaria para mantenerlas. Danny Boy era incapaz de estar pendiente de algo, ya que, una vez que la empresa se ponía en funcionamiento, se la dejaba a él. Michael era quien se encargaba de los pequeños detalles como recoger el dinero y distribuir las mercancías, cosas que había que hacer con el mínimo ruido y el mayor beneficio posible. Michael estaba hecho para eso, era algo natural en él. Lo que no era capaz de hacer solo era encontrar esas fuentes de ganancias, para lo que Danny tenía la vista de un lince. Una vez que las descubría, se las dejaba a él y se olvidaba de ellas hasta que de repente, sin venir a cuento, le preguntaba qué tal iban las cosas o si creía que se podían ampliar de alguna forma. Michael siempre tenía la respuesta adecuada a esas preguntas porque él era capaz de precisar hasta el último penique que les había reportado o cuánto habían ganado en total. Michael sabía que ése era su punto fuerte y la debilidad de Danny. También sabía que Danny Boy era capaz de encontrarle un sustituto en cuanto le diese la gana, aunque no creía que lo hiciera, porque él era la única persona en la que había confiado plenamente. Había conocido a Danny Boy Cadogan desde niño, antes de que los Murray se le hubiesen echado encima, antes de que sus ultrajantes exigencias lo pusieran en el camino donde estaba hoy. Michael sabía perfectamente cómo lo había afectado la traición de su padre, a él y a toda su familia, por eso sabía lo mucho que significaba para él ser respetado, reverenciado y tratado como si fuese un rey. Danny Boy Cadogan había puesto todo su empeño en que jamás se pronunciara su nombre sin respeto, en que jamás se le acusase de no pagar una deuda, en que nadie le hablase en tono despreciativo. Danny Boy se había asegurado de eso, y no sólo por él, sino por toda su familia.
Aun así, a Michael le molestaba que a veces esperase que estuviera al tanto de todo mientras él no se preocupaba de su funcionamiento diario. Michael sabía que debía estarle agradecido por dejarle esa labor y por confiar en él al cien por cien. Sabía que si no fuera por eso, no estaría en la posición en que se encontraba. No obstante, había momentos en que pensaba que él era el verdadero cerebro de la sociedad, el que sabía hacer dinero, el que sabía hacerlo crecer y, sin embargo, muchas personas con las que trataban lo miraban como si fuese un empleado. Era con Danny Boy con quien querían tratar, pues a él sólo lo consideraban el encargado de las menudencias y de los detalles rutinarios.
En cierto sentido, era natural y normal porque Danny Boy tenía presencia, poseía un magnetismo especial que seducía a las personas con las que trataban y algo especial que lo hacía diferente a los restantes peces gordos que mandaban en las calles. Danny Boy contaba con esa ventaja porque, sin duda, era un tipo de mucho cuidado, un puñetero sádico, alguien que daba miedo, alguien que no se hacía el duro como otros muchos lunáticos pretendían, sino que su dureza resultaba evidente para cualquiera que le conociese. Danny Boy era un loco capaz de cualquier cosa, una persona impredecible que no se daba cuenta de que su conducta estaba tan fuera de lo normal que hasta asustaba a los criminales más despiadados.
Danny Boy había recurrido a los Murray para dejar tullido a su padre, un gesto que lo introdujo en el mundo de la delincuencia. Además, se había forjado una reputación quitando de en medio a todo aquel que se interponía en su camino. Danny Boy se había enfrentado a Jaime Carlton y había ganado. Y él le había seguido y había hecho lo que se esperaba de él sin hacer la más mínima pregunta, como siempre.
Eran como una banda de rock en muchos aspectos. Danny Boy era el líder, el cantante, mientras Michael era el representante, la persona a la que nadie veía, pero que estaba encargada de que todo transcurriese satisfactoriamente. Si Danny no se hubiera casado con su hermana, jamás habría cuestionado la lealtad de su amigo. A él no le importaba lo que Mary hubiera hecho, a pesar de todo seguía siendo su hermana y Danny Boy debería haberlo tenido en cuenta y haberlo respetado. Ahora era su esposa y Danny Boy había optado por tomárselo de esa manera, aunque él deseaba verla de nuevo feliz. Michael odiaba ver esa tristeza en los ojos de su hermana y saber que su amigo era la razón.
Michael se echó sobre el respaldo, tratando de relajarse en la silla de piel, intentando sosegar el ritmo de su respiración. Se encontraba en un pequeño restaurante indio de Mile End Road. Le gustaba ese sitio; la comida era buena y el ambiente muy cordial. Ahora, además, gracias a él, estaban dispuestos a recibir paquetes con cierta regularidad. Los paquetes contenían armas o drogas y ellos pagaban con puntualidad, satisfechos de formar parte de esa nueva generación y seguros de que eso les garantizaría el monopolio de sus negocios al menos durante unos años. Cualquier restaurante que quisieran abrir por los alrededores tendría que pertenecer a alguno de sus parientes, por tanto no sufrirían ningún daño personal. Así funcionaban las cosas en ese momento, por eso sabían que si querían sobrevivir, deberían desempeñar un papel más activo, al igual que sus hijos, especialmente si habían nacido en la localidad y tenían la suficiente inteligencia y sabiduría como para darse cuenta de lo que había en juego.
Michael estaba contento y sabía que algún día les resultarían de utilidad en otros aspectos. Las personas involucradas serían leales y, como siempre decía Danny, nunca se sabe cuándo se necesita recurrir a ellos. Algo extraño viniendo de quien, cuando ya creía que alguien no le resultaba necesario, era capaz de extirparlo como si se tratase de un tumor cancerígeno.
Michael sabía que el secreto con Danny Boy consistía en serle siempre útil, de una manera o de otra. Hasta su mismo padre se había dado cuenta de eso. Michael cerró los ojos de nuevo y trató de quitarse de encima esas ideas tan odiosas que invadían su mente. Si no tenía cuidado, la rabia que guardaba dentro, y que parecía fermentar cada día, terminaría por explotar; y sabía por experiencia que la rabia, sin una válvula de escape, puede convertirse en una fuerza sumamente destructiva.
En ese mismo momento vio que Gordon entraba en el restaurante, tan campante como siempre. Miró su rostro, tan parecido al suyo, y, por su forma de caminar, dedujo que consideraba que ya había pasado suficiente tiempo como para que lo perdonase por lo sucedido en la boda de su hermana. Michael lo miró con desgana mientras se acercaba a su mesa. Iba vestido como un seguidor de Spandau Ballet, con la chaqueta de cuero y vaqueros de contrabando, algo que contrastaba con las mechas rubias que se había puesto en su pelo espeso y moreno. Se le veía la raíz del pelo, dándole aspecto de pobretón, el mismo que tenían los muchachos que hacían cola en la oficina de empleo. Era un desaliñado, como decía su madre, y Michael se avergonzaba de él. Que alguien tuviese esa pinta era algo que no alcanzaba a entender. Jonjo, por el contrario, era de su misma edad, pero siempre iba limpio y bien vestido, aunque él tenía que bregar con Danny Boy, quien, como él, detestaba a los hombres que se dejaban esclavizar por las modas. Detestaban a esos mequetrefes que querían parecerse a alguna estrella del pop, les resultaban irrisorios y una vergüenza. Un hombre debía aparentar seriedad si quería que lo tomasen en serio.
– ¿Qué coño quieres, Gordon?
Michael se mostró cortante, le daba vergüenza que le vieran con él. De cerca, tenía un aspecto aún más desaliñado.
– Jonjo me ha dicho que viniera a verte. Mary está en el hospital. Ha perdido el niño.
Mary estaba sola en la pequeña sala reservada para las mujeres que habían perdido su bebé. Al menos, eso pensaba ella. Reinaba el silencio, aunque oía los gritos apagados de las mujeres que estaban de parto en una sala no muy distante. A través de la cristalera de la puerta veía deambular a las pacientes, algunas para fumar un cigarrillo a escondidas, otras para dirigirse a la sala de recreo y ver su programa favorito. Todas esas mujeres tenían una enorme barriga, no había duda de que estaban embarazadas. Se sintió celosa de sus enormes y colgantes pechos, de sus anchas caderas e incluso de sus estrías.
Su bebé se había salido de ella sin emitir un murmullo, un feto de tres meses que tuvo que rescatar a toda prisa de la taza del inodoro. Lo envolvió en papel higiénico con suma suavidad y lo sujetó con firmeza para enseñárselo al doctor con la esperanza de que hiciera algo para evitar que eso se repitiera. Estaba tan triste que no podía llorar. Se sentía vacía, como si el bebé se hubiera llevado consigo todo lo que había sentido. Ni tan siquiera su bebé había querido quedarse con ella, hasta él la había abandonado. Y lo peor de todo era que no podía culparlo, pues se consideraba una paria, una mujer que no servía ni para ser madre.
Había deseado ese bebé con toda su alma, había tenido la esperanza de que él los uniera de nuevo, que se convirtiese en una razón para que ella y Danny empezasen juntos una nueva vida. Sin embargo, Danny no se había acercado a visitarla y ni siquiera se había molestado en enviarle un mensaje. La había dejado sola, había querido que sufriera la pérdida de su hijo sola.
Por la mañana la iban a llevar a quirófano para hacerle un raspado y asegurarse de que no quedaba ningún resto del bebé. Le quitarían los pequeños trozos, los últimos vestigios de su bebé. Según le había dicho una enfermera, muchas mujeres pierden su primer hijo y no había razón para preocuparse por ello. ¡Qué fácil era decirlo!
No podía evitar preocuparse. Danny apenas hacía el amor ion ella y ahora que había perdido su hijo se preguntaba cómo reaccionaría cuando llegase a casa, cuando tuviera que enfrentarse con él.
Su hijo había sido su última esperanza, había depositado todos sus sueños en él. No importaba lo que pudiera pasar entre ellos, ella siempre tendría a su hijo, siempre tendría alguien a quien ofrecerle todo su amor. Ahora que lo había perdido, se sentía de nuevo fracasada. Había fracasado hasta en eso, en la cualidad más esencial de una mujer. Conocía a muchas mujeres que parían con regularidad sin padecer la más mínima enfermedad, putas sucias y mugrientas cargadas con una prole e incapaces de cuidar de ellos, mujeres que les permitían jugar hasta altas horas de la noche. Ninguna de ellas se daba cuenta de lo afortunadas que eran, mientras ella estaba allí incapaz de engendrar uno.
Finalmente se echó a llorar. Las lágrimas tenían un sabor tibio y salado, pero ni tan siquiera se molestó en secárselas. Sollozaba y eso le hacía bien. Sabía que Danny Boy no vendría a verla, por eso dio rienda suelta a sus sentimientos y lloró con impunidad. Lloraba por su bebé, por su matrimonio, pero principalmente por esa madre que tanto echaba de menos, y porque, pasara lo que pasara en la vida, una hija siempre tiene una cama en casa de su madre. Mientras ella estuviera viva, sus hijos tendrían un lugar adonde ir, un lugar al que llamar hogar.
Se daba cuenta de que todo lo que le había dicho su madre a lo largo de los años era completamente cierto. Debería haberse casado con alguien que cuidase de ella, que la amase, que le proporcionase una buena vida. A pesar de ser ya demasiado tarde, se dio cuenta de que también debería haber amado a su madre, por muy mala que hubiese sido, por mucho que la hubiese perturbado con sus borracheras; al fin y al cabo, madre sólo hay una.
Michael y Danny se encontraban en el desguace. A Louie le pagaron lo que a Michael le pareció un justo precio y ahora estaban revisando sus libros de cuentas. Había dos series, uno para uso personal y otro para Hacienda. Ahí estribaba la belleza de los negocios al contado, que nadie sabía en realidad lo que ganabas, ni nadie era responsable de hacerlo, a menos, claro, que fueses tan estúpido como para decirlo.
Ambos estaban interesados en el negocio de la chatarrería porque era una buena tapadera, además de rentable. No resultaría extraño ver camiones y coches llegando a cualquier hora del día y de la noche, por lo que resultaba ideal para ellos. Por otra parte, deseaban convertirlo en un negocio lucrativo, aunque Louie no lo había hecho nada mal. Sin embargo, como todos los ancianos, había desaprovechado muchas oportunidades porque le inquietaba iniciar algo nuevo. Danny se preguntó si algún día se convertiría en una persona así, pero desechó la idea porque él siempre estaría al acecho de cualquier cosa nueva, de abrirse a nuevas oportunidades. De hecho, ni siquiera se imaginaba a sí mismo de viejo, no al menos tanto como Louie. Eso parecía tan lejano, tan en el futuro, que hasta le hizo sonreír.
– ¿Te encuentras bien, Danny Boy?
La voz de Michael lo sacó de sus pensamientos, se quedó perplejo por la pregunta y luego se echó a reír recordando lo que había pasado, lo que había provocado que le hiciera esa pregunta. Michael estaba muy apenado por Danny Boy y Mary; la pérdida del bebé había sido un duro golpe para ambos, de eso no cabía duda.
– Perfectamente, colega.
Era una evasiva y Michael se percató de que Danny no quería hablar del asunto. Sabía que no había ido al hospital y, a su manera, lo comprendía. Los hombres no sabían afrontar ese tipo de cosas tan bien como las mujeres. De hecho, había intentado explicárselo a Mary con el fin de que comprendiese que Danny también estaba apenado, aunque ni él ni ella creyeran tal cosa. ¿Qué podía hacer? Michael se encontraba entre la espada y la pared, y Mary lo estaba sacando de quicio últimamente. Tenía una actitud muy pesimista, por eso se sintió aliviado al dejarla unos días en manos de las demás mujeres.
Ange había estado a su lado desde el primer momento, al igual que Annie. Annie era la última persona en el mundo que él hubiera imaginado que se comportaría como una amiga incondicional, lo que dejaba claro lo muy equivocados que estamos con las personas. Carole Rourke, una antigua compañera de escuela, también la había visitado regularmente y eso le había sentado muy bien a Mary. Llevaba diez días en el hospital; al parecer no se había recuperado del golpe. Michael, sin embargo, sabía que no estaba tan enferma como simulaba, que lo único que pretendía era demorar su regreso a casa. Estaba desolada por la pérdida del bebé y no sentía el más mínimo deseo de regresar a aquella casa enorme y vacía. Michael, no obstante, creía que cuanto antes regresase, mejor sería para todos. Danny había perdido también un hijo y, al parecer, nadie se daba cuenta de ello.
– Voy a meter a Jonjo en este negocio, dejar que él lo lleve para ver qué tal se le da.
Michael asintió, pues ya lo esperaba. Jonjo era una persona trabajadora y de confianza, aunque no se pudiera decir que fuera un lumbreras.
– Nos concentraremos en los otros negocios y utilizaremos este lugar como base. Los casinos empiezan a ser demasiado conocidos y la gente que los frecuenta llama mucho la atención. Creo que este sitio es ideal. Aunque esté en una carretera con mucho tráfico, está apartado y no resulta fácil curiosear por los alrededores sin que nos demos cuenta. La pasma se las verá negras para hacer una redada teniendo los perros sueltos.
Ambos se echaron a reír. Habían contratado a un joven que tenía tres enormes dóberman. Se le pagaba por estar sentado todo el santo día y vigilar a los perros mientras ellos deambulaban libremente. Si alguien quería entrar, los encerraban en la caseta hasta que el negocio se hubiese terminado. Eran unos perros preciosos, aunque nada sociables. Eso sí, valían su peso en oro, ya que los robos de repuestos habían cesado de inmediato. De hecho, nunca antes habían sabido lo que les robaban hasta ahora, aunque Michael presentía que el hecho de que Danny fuese el nuevo dueño también tenía mucho que ver con ello. Louie era de los que creía que iodos los que trabajaban con él eran de fiar y ahora se daba cuenta de que no era así. A Danny, sin embargo, no le sorprendía porque de joven había trabajado de encargado y ni él, con su vista de lince, se había percatado de todos los trapicheos que se hacían por allí.
Mirándolo bien, ganarían dinero con los repuestos, pero también con los cargamentos. Las descargas se harían con más frecuencia y ahora no tendrían que darle su comisión a Louie por dejarles el lugar. Mientras hacían planes, ambos se dieron cuenta de que estaban ganando un buen dinero, un dinero que debían poner a funcionar, ya que, de no ser así, no tenía ninguna utilidad. El dinero había que moverlo porque, como bien sabían los dos, el dinero llama al dinero.
Mary y Carole Rourke estaban en la cocina; Carole totalmente impresionada porque jamás había visto una casa como ésa, salvo en televisión. Los armarios de la cocina eran de madera sólida, la encimera de granito y la vajilla una obra de artesanía. Estaba anonadada por el lujo que rodeaba la vida de Mary. Ella, por el contrario, ya se había acostumbrado a eso, pero le daba miedo confesar que la aterraba cocinar en su casa, incluso ensuciar los utensilios por lo nuevos que estaban. La aterrorizaba reconocer que se sentía más extraña en su casa que la misma Carole y que, salvo limpiar y cocinar, no hacía otra cosa en ella. Danny se comportaba como si fuese el anfitrión y la trataba como si fuese la chica de la limpieza. Mary, sin embargo, prefirió continuar fingiendo que todo iba bien, que su matrimonio era perfecto, pues era demasiado orgullosa para reconocer lo contrario. Se sentó y trató de mirar la cocina a través de los ojos de Carole. Vio lo mismo que veían los demás: que todo era perfecto. Pero si ellos supieran…
Carole sonrió, emocionada al ver la suerte que había tenido su antigua amiga. A pesar de haber perdido el bebé, se alegró de que dispusiera de una casa tan hermosa donde recuperarse. Para ella eso era como ganar la lotería, por eso se alegraba de que su amiga hubiese tenido la suerte de encontrar un marido tan maravilloso, alguien que le proporcionase lo que deseara, tanto a ella como a sus futuros hijos, que seguro no tardarían en venir.
Se alegró de haber hecho el viaje y de visitarla en el hospital cuando se enteró de que había perdido el niño. Lo único que pretendía era hacerle saber que lo lamentaba, estar con ella unos minutos y ver si necesitaba que le hiciese algún recado. Mary, sin embargo, se había alegrado tanto de verla, se sintió tan conmovida al saber que se había acordado de ella, que ambas recuperaron la amistad que habían mantenido de niñas.
Carole se había sentido aún más emocionada al ver a Michael, su vecino, compañero de escuela y su amor de infancia. Carole era una mujer grande, de anchas caderas, con unos voluptuosos pechos que suscitaban los deseos de muchos hombres. Era muy guapa, pero no tan llamativa como Mary, a quien le gustaba distinguirse. Carole tenía un bonito cuerpo, además de unos pómulos muy marcados y unos ojos azules que resaltaban aún más por sus enormes y oscuras pestañas. Tenía un bonito pelo rubio, tan natural como rodo en ella. Lo tenía muy largo y se le rizaba en las puntas, dándole el aspecto de una estrella de cine. Apenas llevaba maquillaje, pero no lo necesitaba. La verdad es que ella y Mary no se parecían en absoluto, pero se sentían tan unidas como cuando eran niñas. Carole, aunque no lo decía, se había dado cuenta de que Mary no era tan feliz como debiera. Sabía que había perdido a su hijo, pero estaba convencida de que había algo más. Mientras tomaba el té se percató de que Mary se ponía rígida al oír que alguien abría la puerta. Unos segundos después vio al corpulento Danny Boy entrar en la cocina. Al ver a Carole dibujó una amplia sonrisa.
– ¡Joder! ¡Mira quién ha venido! Por Dios, Carole, cuánto me alegro de verte.
Danny estaba verdaderamente contento de verla y Mary observó cómo ella se levantaba y él la abrazaba. Sus enormes brazos envolvieron a la chica, que le devolvió el saludo con un entusiasmo que ni ella imaginaba.
– ¡Vaya casa que tienes, Danny! Es de lo que no hay.
Mary vio que Danny se sentía henchido de orgullo al escuchar esas palabras, ya que, al igual que ella, no sabía ver más allá, no la valoraba como debía. Aun así apreciaba las palabras de Carole porque le recordaban lo bien que le había ido, lo lejos que había llegado.
Danny Boy soltó a Carole de mala gana. Su voluptuosa figura le agradaba, su abrazo le resultó acogedor. Danny la miró detenidamente y vio que sus sonrosadas mejillas carecían de maquillaje, que sus gruesos labios estaban prestos a sonreír. Vio los ojos conmovedores y tiernos que tanto le habían cautivado de niño, cuando no creía que mereciese una chica tan agradable y guapa como ella, cuando ni siquiera había tenido la oportunidad de cortejar a ninguna chica porque estaba demasiado ocupado haciendo de padre y tratando de llevar un sueldo a casa para que a sus hermanos no les faltase de nada. Al ver a Carole, se dio cuenta de lo mucho que se había perdido, pero también, gracias a ella, a sus palabras y a su entusiasmo al ver la casa, orgulloso de lo lejos que había llegado. Resultaba sorprendente que Carole Rourke fuese la única persona que le había hecho sentirse feliz, aunque fuese por un instante. Su rostro y su pelo largo y rubio, sin ningún maquillaje ni tinte, le daba un aspecto rejuvenecido. Cuando Danny miró a su esposa, su cuidado maquillaje y su delgadez, se dio cuenta de nuevo en la pantomima en que se había convertido su matrimonio, en la farsa que ambos vivían.
Carole olía a champú Vosene y a jabón Knights Castile. Era real, una mujer de verdad que le hizo desear repentinamente que fuese su esposa, la mujer que le esperase al regresar a casa para poder palpar su honestidad y su franqueza. Olía a todo lo bueno que debe oler una mujer; incluso su perfume Topaz aparecía en los catálogos de Avon, un aroma que su mujer no hubiera usado ni muerta. Era una mujer inteligente, natural y, además, virgen; algo le decía que no estaba equivocado en eso. Mary no se podía comparar con ella y Danny era plenamente consciente de que ella lo sabía tan bien como él.
– Siéntate, Danny. Yo misma te prepararé el té -dijo.
Danny hizo lo que le pedía; por primera vez desde que había comprado la casa se sentía feliz de regresar a ella.
– Es un hijo de puta, Ange, y tú lo sabes tan bien como yo.
Mientras ponía la mesa para servir el té, Ange rezaba en silencio. Su marido quería culpar a Danny Boy de la pérdida de su hijo y ella no estaba dispuesta a confabularse con él. Sabía que Mary había sufrido un desgraciado percance, como solía decir su madre, pero Danny y ella tenían tiempo de sobra para intentarlo más veces. Su marido, sin embargo, no parecía muy dispuesto a dejarlo pasar, lo que resultaba de lo más extraño viniendo de un hombre que había maltratado a sus hijos desde su primer día de vida.
– El muy cabrón. Te juro que si pudiera le daría una lección que…
Jonjo escuchaba la conversación de sus padres, como siempre. El piso era tan pequeño que resultaba imposible no escuchar las conversaciones de los demás. Sin embargo, al igual que su hermana, siempre había procurado evitarlo poniendo la radio, encendiendo la televisión o escuchando algún disco, todo con tal de que lo que se hablase se mantuviera en privado. Ahora, sin embargo, escuchaba atentamente. Trabajaba para su hermano mayor, ganaba un sueldo decente y había descubierto el poder que se siente al ser respetado; su lealtad para con Danny Boy lo obligó a levantarse. Entró en la cocina y, de muy mala manera, preguntó:
– ¿Tú qué coño estás hablando de Danny Boy?
Ange se quedó muda, igual que su marido. Ella, sin embargo, fue la primera en recuperar el habla.
– Siéntate y cállate. No te consiento que hables a tu padre de esa forma.
Jonjo, un muchacho corpulento que aún guardaba en su memoria los puñetazos y las patadas de su padre, respondió tajantemente:
– Mamá, más vale que no te metas en esto y tengas en cuenta de quién estás hablando. Si de este cabrón dependiese, no tendríamos dónde caernos muertos. Nos dejaba tirados con tanta frecuencia que hasta tú deberías haberte dado cuenta.
Big Dan Cadogan se percató de que el muchacho buscaba camorra, algo que llevaba deseando desde hacía mucho tiempo y que ya no estaba dispuesto a posponer más. En su momento, hubiera recibido de buen grado las palabras de su hijo porque le habrían proporcionado la excusa para poder metérselas por el culo, pero ahora era incapaz de hacer nada y vio que más valía no responderle. Guardó silencio y no respondió al muchacho, pues se había convertido en un chico robusto e igualmente peligroso.
– Yo estoy ganando un buen dinero gracias a Danny Boy, así que no se os ocurra hablar mal de él en mi presencia. Y tú, hijo de puta, ni tan siquiera te atrevas a susurrarlo. No eres nada más que un cabrón inútil.
Jonjo vio que sus padres intercambiaban miradas, unas miradas que le hicieron pensar que se estaban confabulando contra él. Aún le consideraban un niño al que podían cerrarle la boca con una advertencia o una mala mirada, un niño cuya madre no sólo estaba dispuesta a pasar por alto las humillaciones de su padre, sino a fomentarlas. Una vez más se pondría de su lado, aunque supiese que no tenía razón para hablar así. Jonjo no estaba dispuesto a permitirlo esta vez, necesitaba y deseaba esa confrontación con toda su alma.
– Siéntate, hijo, y deja de decir tonterías.
Fue su padre el que habló, el que se comportó como si fuesen amigos del alma y entre ellos hubiera algo de entendimiento. Justo en el momento en que su hermana observaba desde el vestíbulo, Jonjo se abalanzó sobre su padre y le propinó un puñetazo. Cuando notó que su puño se estrellaba contra la carne envejecida, por primera vez en la vida se sintió dueño de su destino. La rabia y el odio contenido durante tantos años se revelaba mientras su madre trataba de apartarlo para que dejara de pegarle a su padre. Al ver que aún continuaba defendiendo a ese hombre que los había aterrorizado a todos, se encolerizó aún más y empujó a su madre para quitársela de encima. Ange chocó contra la mesa y Jonjo vio que trataba de mantener el equilibrio, lo que hizo que lamentara lo que acababa de hacer. Quizá debería haber intentado enmendar la situación, pero no podía.
Miró la cocina, el mobiliario nuevo, y vio que todo lo que tenían se lo debían a su hermano, pero él seguía viéndola igual que cuando era un niño, sucia, mugrienta, sin nada en el frigorífico, sin nada que llevarse a la boca en Navidad y, por supuesto, sin regalos. Sus cumpleaños sólo servían para recordarles a él y a sus hermanos lo egoísta que era su padre, siempre dispuesto a gastarse el dinero jugando y bebiendo, siempre dispuesto a olvidarse de sus hijos, que esperaban que cuidase de ellos como hacían los demás padres. No, él no. Él prefería olvidarse de sus hijos. Ahora que había llegado el momento en que todo ese odio salía a relucir no estaba dispuesto a dejarlo pasar.
Cuando su madre logró por fin apartarlo de su padre, que estaba tirado en el suelo, Jonjo se quedó de pie, en medio de la cocina, con los nudillos sangrando y sudando. Vio que su madre estaba blanca y lloraba, y entonces se dio cuenta de que se había pasado de la raya. Al igual que Danny Boy, había esperado demasiado tiempo, ya que el hombre al que tanto odiaban ya no era ni tan siquiera eso, no en el verdadero sentido de la palabra. Ver a su padre sangrando y lleno de moratones no le proporcionó la paz que esperaba, sino todo lo contrario, agudizó su soledad. Saber que ese hombre nunca le había dedicado el más mínimo tiempo, sólo incrementaba su odio por sí mismo.
Vio a su madre ayudar a su padre a levantarse del suelo, la vio ayudarlo a que se sentase en una silla y eso no le agradó. Debería ser a su hijo a quien ayudara. Ella, sin embargo, siempre había puesto a su marido por encima de ellos, sin importarle lo que hacía o en qué embrollos les metía. Ella siempre había sacrificado sus hijos por su marido, por ese hombre que la había tratado como a una escoria. Ella sólo se había ocupado de ellos cuando desaparecía, cuando estaba ausente pero presente, cuando los abandonaba, a ella incluida. Pues bien, Jonjo había crecido, ahora era un hombre hecho y derecho y no estaba dispuesto a que lo tomasen por un don nadie. Danny Boy le había proporcionado un trabajo, una fuente de ingresos, una vida que merecía la pena vivirse. En un santiamén, gracias a Danny Boy, se había ganado el respeto que siempre había deseado y su trabajo le hacía sentirse orgulloso, algo con lo que siempre había soñado.
De hecho, hasta caminaba distinto, pues andaba erguido y con la cabeza bien alta. Por primera vez en su vida Jonjo estaba satisfecho de sí mismo, cosa que, de haber dependido de su padre, jamás habría ocurrido; de eso estaba más que seguro.
Ahora, sin embargo, había demostrado quién era. Se sentía satisfecho. Había golpeado a un tullido, a un hombre que en verdad era incapaz de defenderse, pero eso no le importaba lo más mínimo.
Capítulo 18
Mary estaba realmente preciosa. A pesar de estar preocupada, sabía que continuaba siendo una mujer realmente bella que acaparaba todas las miradas. No era una cuestión de vanidad, sino la constatación de un hecho. Se miró al espejo y se dio cuenta de que, aunque su vida estaba hecha un estropicio, a pesar de estar desanimada y de que el resentimiento de su marido la afectaba, seguía siendo una mujer guapa y encantadora. Sabía que eso le molestaba a Danny Boy; ella, aunque no pegase ojo, seguía teniendo siempre el mismo aspecto. Ahora, sin embargo, al ver que su hermano cortejaba a Carole Rourke, sintió por primera vez lo que era la envidia.
Michael estaba enamorado de Carole, de eso no cabía duda, igual que su marido. Danny Boy estaba encantado con ella, era la única persona a la que le concedía su tiempo. Resultaba tan sorprendente verlo que ella no creía que fuese Danny Boy, su marido. Hablaba con Carole con una sencillez que resultaba chocante. Mary apreciaba a su amiga, pero no podía evitar la envidia al ver que lograba sosegar a Danny con tan sólo unas palabras. Carole podía hablarle de cualquier tema y él le prestaba atención y hasta se reía con ella. Y se reía de verdad, no con esa risa suya, sarcástica y premeditada, sino de forma relajada. Cuando Michael se casara con ella, de lo que estaba segura, tendría siempre cerca a su amiga, cosa que la alegraba en cierta forma, pero también la aterrorizaba porque descubriría que Danny Boy intimidaba más de lo que creía.
Danny observaba a su esposa y a Carole Rourke sentadas una junto a la otra. Eran como el aceite y el vinagre. Carole era la antítesis de Mary: no llevaba apenas maquillaje y no bebía como un cosaco. Sabía que Michael salía con ella y se alegraba por su amigo, aunque envidiaba su suerte. Carole no era una mujer a la que hubiera que vigilar, era una buena chica en todos los aspectos. Era algo natural en ella porque era una buena persona, una mujer generosa, y estaba seguro de que sería una buena madre. Al contrario que las mujeres que lo rodeaban, no pretendía conquistar a todo el que se le pusiera por delante; era, en definitiva, lo que antiguamente se definía como una chica decente.
El pub empezaba a llenarse y Danny Boy supervisaba desde su sitio a todos los que entraban. Sabía que Mary era consciente de que no le quitaba ojo de encima y eso le satisfacía. Estaba de nuevo embarazada y esperaba que esta vez no perdiera el bebé, aunque no quería abrigar grandes esperanzas. Cuando lo tuviese, lo celebraría, pero hasta entonces no se haría ninguna ilusión.
Miró a la barra y vio a tres hombres, tres capos que esperaban pacientemente a que se les acercase. Danny gozaba con eso, le encantaba ver el miedo que inspiraba a todos los que lo rodeaban, especialmente a los antiguos cabecillas; los que en su momento se habían sentido dueños de sus imperios y que ahora eran lo bastaste inteligentes para darse cuenta de que habían sido desbancados. Danny necesitaba precisamente de los que en su momento habían ocupado su puesto, ya que verlos derrotados era un goce indescriptible del que no estaba dispuesto a prescindir. Estaba en la cima del mundo y él lo sabía. Además, estaba dispuesto a seguir estándolo. No pensaba mostrarse complaciente en ningún momento, no tenía la más mínima intención de sentar sus posaderas y esperar a que un joven como él le quitara lo suyo. No, de eso nada. Pensaba asegurarse su lugar en ese mundo y sólo se lo arrebatarían si se lo llevaban por delante. Haría lo que fuese necesario para seguir conservando lo que tanto le había costado conseguir. Los hombres que estaban en la barra, sin embargo, se habían creído invencibles, pero ahora no les quedaba más remedio que rebajarse y saludarlo con una reverencia, algo que le entusiasmaba.
Una chica joven con el pelo moreno, largo, húmedo por el gel, y con unas piernas esqueléticas, le sonreía descaradamente. Conocía de sobra esa mirada, y le guiñó un ojo, complacido de ver que la tenía a su disposición.
Se levantó y se dirigió a la barra; todo el mundo estaba pendiente de él y Danny lo sabía; de hecho, procuraba que así fuese. Era alguien importante, pero había muchos como él; la diferencia estribaba en que él, además, tenía presencia. Sonrió a los tres hombres que habían venido desde el sur de Londres para verle. Parecían nerviosos, cosa que le agradó. El cabecilla se llamaba Frank Cotton, un hombre grande y corpulento a quien la edad empezaba a pasarle factura y estaba engordando. A los cuarenta años ya estaba lo bastante establecido como para ser reconocido allá donde fuese, pero también tenía fama de ser demasiado flexible. Tenía dinero de sobra y contaba con una posición demasiado solvente para tomar decisiones a la ligera. Tenía el pelo canoso, los ojos azules y arrugas de tanto reírse. Le gustaba jugar a las cartas de vez en cuando y le encantaban los buenos chistes. Podía ser un buen amigo, pero también era capaz de asesinar. Al igual que a Danny Boy, lo habían acusado en muchas ocasiones, pero nadie se había atrevido a hacerlo abiertamente, ni siquiera la pasma. Lo que sabían y lo que podían probar eran dos cosas muy distintas. Frank se alegró de que Danny Boy se dignase por fin acercarse porque empezaba a preocuparle que les estuviese tomando el pelo. Sus dos compatriotas, Lenny Dunn y Douglas Fairfax, empezaban a inquietarse. Siempre le había sorprendido que cuanto más bajo fuese el nivel del individuo en la cadena alimenticia, más fácil era que se ofendiesen por cualquier menosprecio. El, sin embargo, valoraba la paciencia y el saber esperar para ver qué sucedía antes de tomar una decisión. Teniendo en cuenta que en su mundo eso podía llevar a que a uno le pegasen un tiro o le dieran una soberana paliza, era lo único sensato que cabía hacer si se tenían dos dedos de frente.
Lenny y Boggie eran bajos y robustos, algo calvos y exentos por completo del más mínimo sentido del humor. Aun así, eran ganadores y eso era lo único que le importaba a Frank, igual que a Danny Boy. Aparentemente, Danny quería compartir con ellos su recién encontrado botín, pero a Frank le alcanzaba la astucia para comprender que querría algo a cambio. A él le agradaba la idea de hacer negocios con Danny, el muchacho había demostrado con creces estar hecho para eso y él estaba más que dispuesto, ¿qué más podía pedir? Bueno, eso estaba por ver. Danny les sonreía, pero Frank y sus dos colegas ya habían oído hablar de su carácter impredecible, y eso hizo que Frank se mostrase excesivamente cauteloso. Sabía por experiencia que los Danny Boy de este mundo eran sumamente peligrosos porque eran unos matones, y los matones no eran las personas más adecuadas para dirigir los negocios, ya que carecían de carácter y constancia. Danny Boy, según tenía entendido, tenía una vista especial para los chanchullos y el don de discernir a un ganador a cien pasos. Se había convertido ya en un capo, en un capo de mucho cuidado. Frank trataba con él porque ellos eran de los pocos que quedaban en el Smoke que no hacían negocios con Danny de una manera o de otra. Había pospuesto ese momento durante mucho tiempo, pero ahora quería una participación y necesitaba de los contactos del muchacho, tanto con la mafia como con la pasma, para ampliar su negocio de drogas. Bajo ningún pretexto permitía que nadie de los alrededores moviese más de tres kilos sin su consentimiento. El muchacho, además, podía proporcionar cualquier cosa, desde esteroides hasta éxtasis, desde hierba jamaicana hasta chocolate nepalí, algo que le venía muy bien a Frank, que quería limitarse a distribuirlos; la cuestión de la importación se la dejaba a otros, porque esos eran los que terminaban con una condena bastante larga. Distribuirlas, sin embargo, sólo significaba sentarse y dejar que otros hicieran el trabajo. Él siempre se aseguraba de que hubiera tres personas de por medio antes de llegar hasta él, así evitaba cualquier investigación policial.
Se dieron la mano y pidieron una copa. Frank estaba sumamente impresionado por los modales despreocupados de Cadogan. Era posible que fuese un tipo peligroso, de eso no cabía duda, pero también se comportaba como una persona encantadora cuando se le antojaba.
Cuando Michael Miles se les unió, se relajó algo más, pues era quien se encargaba de los números, quien, según se decía, era capaz de convertir un billete de cinco libras en uno de cien en cuestión de horas. La verdad es que tenía pinta de ser un cerebrito, y además aparentaba ser más sociable que su compañero de faena. Sin embargo, sabía por experiencia que en su mundo no se juzga un libro por la portada.
– Es un gilipollas.
Michael suspiró una vez más. No se sentía con ánimos para ese tipo de comentarios esa noche porque Carole lo esperaba para cenar en Ilford y ya se había pasado diez minutos de la hora, algo que a Danny no le preocupaba en absoluto.
– Escucha, Danny. Frank es un tipo legal que puede proporcionarnos unas buenas ganancias. Tú mismo lo has dicho muchas veces. Es listo, conoce el negocio y cada vez que lo vemos nos compra más cantidad. Si no te importa, déjalo por esta noche. He quedado con Carole y ya llego tarde. Voy a pedirle que se case conmigo.
Michael dibujó una sonrisa nada más pensar en ello. Le sorprendió ver lo callado que se había quedado Danny al recibir la noticia. Parecía consternado y, durante unos segundos, Michael se preguntó si su amigo tenía algo en contra de su elección, aunque sabía que a Danny le caía muy bien Carole. Finalmente, pareció recuperarse de la sorpresa y, abrazando a su amigo, le dijo:
– No sabes lo que me alegro, colega.
Michael se percató de la fuerza que tenía, aunque sabía que ésa era una de las ocasiones en que podía sentirse relajado respecto de Danny porque apreciaba a Carole y eso se palpaba. Danny pensaba que era la mujer perfecta y se lo decía a Michael a cada momento. Sin embargo, su primera reacción lo dejó perplejo durante unos segundos y se preguntó si su afecto por Carole no sería falso. Pero no, nadie podía decir una cosa así, como tampoco del afecto de ella por él. Eso sí, simple afecto y nada más.
– ¡Qué bien te lo montas, colega!
Danny se sentía sumamente contento por su amigo y, propinándole un empujón, le dijo:
– Venga, mueve el culo. Los negocios pueden esperar hasta mañana y Frank también hasta que decida qué hacer con él.
La felicidad de Michael desapareció con esas palabras. Abriendo los brazos, dijo:
– No puedes matar a quien se te antoje, Danny. Frank, además, no te ha hecho nada y nos reporta muchas ganancias.
Danny se puso serio al instante. La felicidad que reinaba hacía unos segundos desapareció por completo. Su cara de enfado, que asustaba al más pintado, resultaba evidente.
– Es un puñetero gilipollas y necesita que alguien le baje los luimos.
Michael se dio cuenta de que ya no podría ir a cenar con Carole, así que telefoneó al restaurante y le presentó sus disculpas. Carole se mostró muy comprensiva, como siempre. Sabía en qué ciase de negocios estaba metido y también que esas cosas sucedían. Era uno de los muchos aspectos que le gustaban de ella. Su hermana Mary, por el contrario, se habría molestado mucho. En sus buenos tiempos, habría armado una escandalera y habría hedió que Danny la recogiese aunque para eso tuviera que asesinar a alguien. Carole era otra cosa. Se lo tomó a broma y le dijo que lo vería más tarde.
Danny Boy sonreía cuando colgó el teléfono.
– A que no te ha armado la bronca, ¿verdad que no?
Michael negó con la cabeza.
– Qué va. Ya sabe de qué va el asunto.
– Yo creo que aún tienes tiempo de ir a verla, podemos resolver estas cosas por la mañana. Te veo saliendo por la puerta de atrás al amanecer, como esos que no pagan el alquiler.
Michael se rió al imaginarse la escena.
– Escucha, Danny. Te diré un secreto, pero no se Io digas a nadie, ¿vale? Aún es virgen y no me deja que le pase una pierna por encima hasta que no me case con ella.
Danny se quedó sorprendido, aunque ya lo había imaginado. Se alegraba de que Michael se hubiera llevado ese premio, pero también lo envidiaba. Era un poco extraño. Había deseado a Mary porque era propiedad de otro y ahora se encontraba en el mismo dilema; deseaba algo que pertenecía a otra persona, como siempre.
Apartó esa idea de su mente, avergonzado de pensar semejante cosa de su amigo y de la pobre Carole.
– No me extraña, eso te lo podía haber dicho yo. Es una buena chica, una mujer decente. Me alegro por ti, muchacho.
Lo decía sinceramente. Él no quería a Carole para sí mismo porque sabía que su lascivia terminaría por romperle el corazón. Quería demasiado a Carole para desear hacerle daño, fuese el que fuese. Era la mejor amiga de su esposa y se alegraba de que, por fin, se asentase. No es que fuese una belleza en el verdadero sentido de la palabra, pero sí una mujer deseable. Era ese tipo de mujer que hacía que el hombre que la pillase se sintiera afortunado. Era una verdadera señorita y él prefería quererla a distancia. Ahora que Michael pensaba casarse con ella, se sentía más aliviado. Al ser la esposa de su mejor amigo, estaba fuera de su alcance y, por tanto, no le haría daño. Su razonamiento tenía sentido porque si algo se le metía entre ceja y ceja lo conseguía. Jamás se le había ocurrido pensar que Carole podría rechazarlo; en lo que se refería a él, lo daba por hecho.
– Deja en paz a Frank, Danny. Estamos ganando una fortuna con él. Si le pasa algo, nos crearemos muchos enemigos. Él se ha ganado la amistad de muchos y es un buen tipo.
Danny volvió a sonreír, enseñando sus dientes blancos como los de las estrellas de cine y el rostro arrugado. Era un hombre apuesto y Michael se preguntó cómo una persona con semejante aspecto podía ocultar un carácter tan venenoso.
– Es un gilipollas que se cree que tiene más cojones que nadie. Yo soy el que le está pasando la mercancía y quien le está haciendo ganar dinero. Todo el mundo está ganando pasta gracias a nosotros. Pero él me está vacilando y yo lo sé, y a mí nadie me toma el pelo.
Michael se sentó en el sofá que Louie había tenido la amabilidad de dejarles. Su suspiro resonó en los confines de la pequeña habitación. Michael estaba asustado porque sabía que Frank no era un tipo con el que se pudiera jugar. Era un buen tipo, un ganador y un pez gordo, un verdadero capo, algo que molestaba a Danny Boy. También le asustaba la reacción que pudiera tener Danny, pues era capaz de presentarse en su casa, entrar por la puerta y dispararle sin mediar palabra por la mera razón de que se sentía amenazado por su exitosa vida social. Frank era un hombre apreciado, respetado, pero Danny estaba molesto porque había tardado mucho en querer hacer negocios con él. Frank era un hombre amable y amistoso, pero Danny consideraba que eso era una tomadura de pelo porque deseaba encontrar una razón para destruirlo y quitarlo de en medio. Michael notó que empezaba a dolerle la cabeza; era como si una cincha de acero le apretara las sienes. Sabía que se lo provocaba la tensión y las preocupaciones, y que no desaparecería en un buen rato. De hecho, se estaba acostumbrando.
– No creo que te esté tomando el pelo. A él le caes bien y te admira. Sabes tan bien como yo que goza de buena reputación y, si empiezas una guerra, vamos a perder un montón de dinero y crearnos muchos enemigos. Está casado con la hermana de Barry Clarke, y Barry es un buen colega. ¿Por qué no te olvidas del asunto, al menos por un tiempo?
Danny miraba por la ventana y observaba a los perros, que patrullaban por los alrededores. Sabía que Michael tenía razón, pero eso no le importaba gran cosa. Ahora, precisamente, estaba pensando en Barry. De pronto se le ocurrió una cosa. Podía matar dos pájaros de un solo tiro. Sonrió con sólo pensarlo.
– Vamos, Michael, vete a buscar a Carole. Te prometo que no le haré nada a nadie. Palabra de boy scout.
Se reía de nuevo y simulaba un saludo igual que lo haría un niño.
Michael se dio cuenta de que Danny se había relajado. La tensión había desaparecido de su cuerpo en cuestión de segundos y ahora tenía el aspecto de un joven estudiante.
– Vete a casa con Mary, Danny Boy. Ella te necesita.
Danny Boy asintió con tristeza y ambos evitaron hablar de ese tema.
Mary estaba en el baño, con su enorme y redonda barriga sobresaliendo del agua, aunque ella trataba de ignorarla. Tenía un gran vaso de vino y, cuando se lo bebió de un trago, le pareció escuchar el coche de su marido. No podía ser él, estaba convencida. Era miércoles y rara vez venía ese día, aunque con él jamás se estaba segura. Podía presentarse en cualquier momento y sabía que, si la pillaba bebiendo, se enfadaría mucho. Sin embargo, era la única forma de relajarse; tenía los nervios rotos y, al igual que su madre, necesitaba tomar un trago para olvidarse de todo. Estaba tendida en el agua tibia y suspiraba profundamente. El cuarto de baño era grande, como todas las habitaciones de esa casa vacía, y la botella de vino que había abierto la estaba llamando a gritos. Se bebió el vaso de dos tragos y notó que el sabor ácido le hacía arder su barriga de preñada. Seguro que le causaba una indigestión, pero prefería eso a la sobriedad.
Cuando se sirvió otro enorme vaso, empezó a reírse de sí misma. Al ver su reflejo en los azulejos de la pared se sorprendió como siempre de lo guapa que estaba. Tenía el pelo recogido y hecho un moño, la piel suave y lisa. Su maquillaje era impecable, pero estaba un poco chalada. Pensó que sería una cualidad heredada de sus padres, ambos famosos por tener un tornillo suelto. Vio que tenía los pechos hinchados, más rellenitos, pero eso no parecía gustarle mucho a Danny, que aún la miraba como si fuese un animal. Jamás tenía el más mínimo gesto cariñoso con ella, se limitaba a follarla y gruñir, cosa que, por otra parte, le agradaba, aunque le costaba reconocerlo. Sabía que Danny estaba liado con una jovencita de diecisiete años con menos sesera que un loro, pero con un cuerpazo que echaba para atrás. Ella la había visto; era una chica rubia natural, con unos ojos azules enormes y cara de subnormal. Se preguntó qué pensaría esa chavala de ella, a lo mejor hasta estaba celosa de su estilo de vida y de su anillo de casada.
Instintivamente, Mary se llevó una mano al vientre. Estaba de cinco meses y más embarazada que nunca. Su bebé resolvería todos sus problemas, de eso estaba convencida. Cantaba suavemente, con el vaso de vino sobre la barriga y un cigarrillo entre los dedos perfectamente cuidados cuando se dio cuenta de que alguien la observaba desde la puerta.
– Puta de mierda. Otra vez estás borracha.
Se quedó helada al verlo. Se le cayó el cigarrillo al agua y su miedo se palpaba en el vapor de la habitación. Tenía cara de sorpresa y la boca hecha un círculo perfecto.
Danny se acercó lentamente a ella, con su enorme cuerpo rígido de rabia, recordándole lo fuerte que era y lo fuerte que pegaba. Le arrebató la copa de cristal de sus temblorosas manos y la estrelló contra la pared con tanta fuerza que resquebrajó el revestimiento de azulejos del espejo. Mary notó que caían algunos pedazos encima de ella. Danny estaba a punto de dar rienda suelta a su odio contenido y Mary percibió la ira que ardía en su interior.
– Vaya, por lo que veo te dedicas a emborracharte aunque lleves dentro un hijo mío. A pesar de lo que ha pasado. No hay duda, eres igualita que tu madre. Una puñetera borracha de mierda.
Mary era incapaz de moverse, lo único que podía hacer era mirarlo aterrorizada mientras se le echaba encima. Danny tenía la cara distorsionada, el cuerpo rígido como una estaca. Cuando la cogió, Mary dio un respingo y levantó los brazos con intención de protegerse. Pensaba que la iba a abofetear o sacarla de la bañera por los pelos, pero lo que hizo la pilló completamente por sorpresa. Danny la aferró por los tobillos y le levantó las piernas hasta que la cabeza y el resto del cuerpo quedaron sumergidos en el agua. Mary intentó defenderse e, incapaz de respirar, forcejeó como pudo tratando de librarse, pero le fue imposible. El agua le tapaba la cara, estaba aterrorizada y se debatía procurando sacar la cabeza de la bañera y respirar un poco de aire. Notó que le ardían las fosas nasales y, sin poder evitarlo, empezó a tragar agua por la nariz. Incapaz de poner resistencia por más tiempo, empezó a perder las fuerzas y a darse por vencida, pero Danny la cogió por la cabeza y la sacó del agua, dejando que respirase un instante, un instante nada más en que sólo pudo dar una bocanada de aire, pues después la volvió a sumergir mientras le chillaba y la maldecía. Así la tuvo hasta que notó que perdía el conocimiento, momento en que ella rezó pidiendo que aquello fuese el final y no volviese a despertar.
Ange estaba preocupada y se puso a hacer lo que siempre hacía cuando algo le inquietaba: limpiar y cocinar. Hacía años, cuando sus hijos eran unos niños, solía reírse pensando que sus problemas eran la razón por la que tenía la casa más limpia del barrio. Sin embargo, aquello era agua pasada y, en realidad, en aquella época no sabía lo que era tener problemas de verdad. Su marido había sido una lucha constante, pero ahora hasta sentía nostalgia de aquellos tiempos. Ahora era un hombre muy distinto.
Ange estaba preocupada por sus dos hijos y por esa puta de hija que había parido, pero quien más le preocupaba era su marido. Desde que Jonjo lo había golpeado, parecía haberse derrumbado por completo. No iba al pub y lo único que hacía durante todo el día era fumar y beber, dos cosas que ella procuraba que no le faltasen. Aun así, Ange se dio cuenta de que se había dado por vencido, se palpaba en sus ojos y en su semblante. No comía nada, a menos que ella insistiera y le rogase, llegando a veces a tener que forzarlo. Se estaba muriendo lentamente y no sabía qué hacer al respecto.
El médico dijo que estaba deprimido, que el dolor era un factor que contribuía a ese estado de ánimo, pero eso era una soberana estupidez. Su marido estaba destrozado, había sido aniquilado por sus hijos y ella no podía hacer nada para cambiar esa situación. Jonjo no se preocupaba de su padre lo más mínimo y lo veía con los mismos ojos que Danny Boy; es decir, como un completo inútil, una escoria humana. Ange, de alguna manera, comprendía los sentimientos de sus hijos para con él porque los había maltratado durante años, los había utilizado y había abusado de ellos. No obstante, seguía siendo su padre y su marido, y eso debería haber significado algo para ellos. Pero no era así. Ellos lo veían como una inmundicia y ahora ella tenía que bregar con dos hijos fuera de control. Danny Boy era la viva imagen del demonio y lo único bueno que se podía decir de él era que asistía a misa con cierta regularidad. Jonjo, por lo que se veía, quería seguir sus pasos, y su hija se había convertido en una fulana que creía que podía hacer lo que se le antojara. Resultaba horrible para una madre tener que vivir con todo eso, especialmente cuando no se quería aceptar la realidad, y menos en público. Era algo que iba en contra de su naturaleza, pues para ella resultaba del todo condenable criticar a cualquiera de su familia por mucho que hubiera hecho, ya que su instinto maternal le decía que debía cuidarlos y protegerlos sin importarle de qué, y eso incluía cuidar de su hija a pesar del mal camino que había escogido.
Su marido tenía la mirada perdida, como siempre, por eso se sobresaltó cuando, con mucha suavidad, pero con rabia contenida, dijo:
– Seamos sinceros, Ange. Tenemos bestias por hijos, así que deja ya de preocuparte.
Se dio la vuelta para mirarla fijamente a los ojos por primera vez en muchos años. Ange se dio cuenta de que le estaba hablando, no sólo contestando a sus preguntas; trataba de decirle algo realmente importante. Dedujo que esa repentina lucidez de su marido se debía a una necesidad urgente de comunicarle sus sentimientos por primera vez en la vida.
– No son bestias, Danny, son nuestros hijos y llevan nuestra sangre.
Dan negó con la cabeza, tristemente. Su vapuleado rostro se puso flácido y recobró el aspecto de cabrón e hijo de puta que había tenido siempre.
No le respondió, y eso que tenía mucho que decir al respecto. Ange se dio cuenta de que llevaba mucho tiempo esperando ese momento y no comprendía por qué, ahora que llegaba, se sentía tan sorprendida. Trató de hacerle cambiar de opinión, de que viese de otra forma lo que había sido su unión, pero sabía que resultaría imposible.
– No me dejes, Danny. Eso no nos sacará de apuros.
Big Dan sonrió y las arrugas se le acentuaron. Luego, soltando una risita, dijo:
– Es un auténtico chulo y tú lo sabes mejor que nadie. Hasta a ti te ha martirizado durante años aunque seas incapaz de reconocerlo. Tiene a su esposa aterrorizada y aún sigues sin admitir que es un puñetero cabrón. Ha acabado conmigo, ya no puedo seguir viviendo de esta forma. Ya no es mi hijo, no significa nada para mí. Si se muriese mañana, haría que repicasen las campanas. Y los demás son iguales a él. Has criado a un montón de canallas que no tienen la más mínima decencia. Son iguales a ti; siempre simulando que llevan una vida perfecta y que son felices cuando no tienen ni puta idea de lo que significa eso.
Ange se sintió dolida por sus palabras, tal como esperaba Dan Cadogan. Al fin y al cabo, eso era lo que pretendía. Deseaba herirla, culparla, hacerle ver que por muy mal padre que hubiese sido él, su forma de criarlos era lo que más daño había causado. Ange sabía que, al igual que sus hijos, su marido tenía una enorme facilidad para denigrar a los demás y librarse de sus responsabilidades.
– Son nuestros hijos y tú has sido el que los ha hecho de esa manera, incluso a nuestra hija, la única por la que has mostrado algo de cariño. Está hecha una puta y se acuesta con todo el que se le antoja, a pesar de que sabe que como su hermano se entere la va a matar. Te di los mejores años de mi vida y he intentado mantener a esta familia unida sin que tú me ayudaras en nada. Así que te recomiendo que no trates de hacerme responsable de la degradación moral que vive nuestra familia porque eso lo han aprendido de ti. Fuiste tú quien nos dejó tirados, el que provocó que tu hijo mayor tuviera que asumir el papel de hombre de la casa, tú y tu maldito egoísmo. Danny Boy asumió tu papel e hizo lo que tú debías haber hecho. Así que deja de cargarme el muerto y, por una vez en la vida, asume tus responsabilidades.
– Eres una mujer amargada, Ange, y le has pasado esa amargura a tus hijos. Ninguno tiene ni la más remota idea de lo que es la compasión o el afecto; son incapaces de sentir eso, ni por nosotros ni por nadie.
– ¿Y por qué crees que soy una persona tan amargada? ¿Quién tiene la culpa de que sea así? ¿Acaso estás intentando culparme? Yo siempre he sido la que ha tratado de arreglar las cosas, la que siempre te ha recibido con los brazos abiertos. Jamás me importó lo que me hacías a mí o a mis hijos, jamás dejé de quererte. Aun ahora trato de hacértelo ver, de que te des cuenta de lo mucho que te necesitamos. No creas que marchándote me vas a hacer creer que soy la culpable de todos nuestros sufrimientos, porque eso ya no funciona. Tú eres quien ha convertido a nuestros hijos en matones, no yo. Si soy culpable de algo, es de ponerme a trabajar para proporcionarles lo que necesitaban. Yo no me dediqué a apostar mi dinero, no fui yo la que se lo gastó con sus amigotes en el pub, ni la que se fue con la primera puta que me salió al encuentro. No, querido, ése fuiste tú. Afróntalo, Dan. Eso es lo único que sabías hacer bien.
Sus reproches fueron tan inesperados como ciertos, pero Big Dan Cadogan aún quería tener la última palabra. Estaba decidido a abandonarla, pero quería hacerlo sin culpabilidad ninguna, por eso buscaba la forma de responder a sus reproches.
– De acuerdo, Ange, ya tienes lo que querías, para ti la perra gorda. Los muchachos siempre te han considerado la sabia de la familia y yo les permití que así fuese. Les permití que te consideraran la víctima que crees que eres. Me culpas por lo ruinosa que ha sido tu vida, pero tú también tienes culpa de ello. Me podrías haber abandonado hace años y darles una oportunidad a ellos y a ti. Pero no lo hiciste y, si te soy sincero, ojalá lo hubieses hecho, porque eso habría facilitado la vida de todos.
Alguien llamó a la puerta y eso le impidió responder. Ange se deslizó lenta y penosamente por la inmaculada casa preguntándose qué problema la esperaría al otro lado de la puerta. Sabía por experiencia que nadie la visitaba a menos que hubiera una razón explícita para ello, una razón que siempre estaba relacionada con algo malo que había sucedido. Abrió la puerta con la resignación acostumbrada, con esa expresión que le decía al que hubiese tenido el valor de presentarse en su casa que estaba preparada para lo que viniera. Esta vez, sin embargo, lloraba y tenía la voz rota, algo que, por primera vez, no trató de disimular.
Al igual que su marido, se sentía completamente derrumbada.
Capítulo 19
Annie Cadogan se quitó de encima los brazos de Arnold Landers con cierta dificultad cuando llegaron a la puerta de su casa. Era un hombre grande y corpulento, cuyo musculoso cuerpo dejaba patente lo extremadamente fuerte que era. Formaba parte de su atractivo, eso y el que fuese un traficante jamaicano de drogas, además de un chulo de putas y un hueso duro de roer. Era un rasta con cierta predilección por las jovencitas y las joyas de oro, pero también un buen tipo, muy apreciado por todo el que lo trataba. Era una persona cordial que había sabido ganarse la admiración y el respeto. Annie, sin embargo, era tan desgraciada que resultaba ser la única chica por la que sentía afecto. Su bonito cuerpo, junto con ese desprecio saludable que mostraba por él, le resultaban sumamente atractivos. Era la primera mujer que le había puesto las cosas difíciles. Arnold era consciente de la reputación de su hermano, pero no le preocupaba gran cosa. De hecho, le agradaba que estuviese tan bien relacionada, pues tenía intención de llegar hasta donde pudiese con su relación. Era un rasta de plástico, pues era católico de nacimiento gracias a su rigurosa madre, una mujer pelirroja. Al igual que Bob Marley, se había sentido tentado por el color de su piel porque era la herencia más obvia de su linaje. Sin embargo, hasta ahora no había pensado en las diferentes ramificaciones de su religión o de su estilo de vida, ya que Annie le había hecho replanteárselo todo. Ella era como una droga; sabía que era un mujer peligrosa, pero también que su vida antes de ella, o mejor dicho, sin ella, carecía completamente de sentido.
Annie se le había metido dentro y residía allí con su permiso y con su completa consideración. Si ella lo dejase, seguro que se sentiría muy apenado. Eso es lo que sentía por ella y esperaba que ella sintiese lo mismo por él. Cuando le sonrió, sus dientes blancos y sus ojos azules le hicieron sentir esa sacudida que siempre notaba en el pecho. Le devolvió la sonrisa y pasó su enorme mano por entre su pelo rubio y sedoso. Al sentir su tacto, disfrutó del poder que ejercía sobre ella.
Arnold no era ningún estúpido y sabía de sobra que había estado con muchos tíos, más de la cuenta, algo de lo que estaba seguro que los afectaría a los dos a largo plazo. Sin embargo, no quería pensar demasiado en eso porque sabía que ella le suscitaba unos sentimientos tan profundos que resultaban a la vez confusos y excitantes.
– Ojalá pudieras quedarte conmigo esta noche, Annie. Estoy harto de andar escondiéndome. Nosotros compaginamos, como diría Maxi Priest. ¿Por qué no podemos estar juntos?
Annie se encogió de hombros, incómoda; sabía que sus sentimientos por él no eran los mismos y se dio cuenta de que había llegado más lejos de lo que debía. Era un hombre excitante y sexy, pero haría justo lo mismo que estaba haciendo su hermano con ella: vigilarla a cada momento. Igual que su hermano, era un hombre que exigía completa y total obediencia y, como marido, sería aún peor que su padre, que ya es decir. Annie también era consciente de que, al igual que los miembros de su familia, no la dejaría marchar así porque así. Sintió unos enormes deseos de librarse de él en ese preciso momento, un deseo incontrolable de librarse de ese nuevo problema que se había buscado.
– Soy demasiado joven para tomar una decisión tan importante, te lo he dicho ya varias veces. Ahora déjame entrar. Mi padre estará preocupado por mí.
Parecía tan joven cuando hablaba, tan inocente, que por un instante se olvidó de lo muy experimentada que era, ya que era capaz de chupar la polla mientras se liaba un porro con la otra mano.
Arnold la observó darse la vuelta y meter la llave en la cerradura mientras sonreía al ver la forma en que trataba de manipularlo. Se dio la vuelta y echó a andar.
Cuando Annie entró en la oscuridad de su casa, aún se preguntaba hasta dónde llegaría con su última conquista. Sin embargo, cuando entró en la cocina descubrió por qué se había sentido tan incómoda. Sus gritos hicieron que Arnold acudiera a su lado y le colocaron en una situación de la que no saldría nunca.
Su padre se había volado los sesos en la cocina y había huesos y sangre esparcidos por todos lados. La escena era tan horrorosa que incluso Arnold, que presumía de tener un buen estómago, tuvo que hacer un esfuerzo inmenso por no vomitar la cena. Era tan inesperado, tan desagradable, que durante unos minutos no supo qué hacer. Se dio cuenta de que la chica a la que quería se había quedado petrificada mirando lo que quedaba de la cara de su padre. La sacó de la habitación y le ocultó el rostro con el pecho, como si eso pudiera borrar las imágenes que acababa de ver.
Annie aún estaba aferrada a él cuando Jonjo regresó a casa pocos minutos después. A ninguno de ellos se le ocurrió llamar a la policía o a la ambulancia, pues ambos sabían que antes de nada deberían consultar con Danny Boy para que él decidiera qué hacer al respecto.
Jonjo estaba paralizado y, lo mismo que su hermana, se quedó tan trastocado que Arnold se dio cuenta de que tenía que hacerse cargo de la situación, al menos de momento. Lo hizo, y eso le permitió introducirse en la familia Cadogan de una forma más sencilla de la que hubiera tenido que afrontar de no haber sucedido semejante catástrofe.
Lo primero que hizo fue llevar a Jonjo y a su hermana lejos de la escena y luego buscar a Danny Boy, pero sin alarmar demasiado. Antes de marcharse, sin embargo, cogió la nota que había visto entre los restos humanos que había esparcidos por encima de la mesa de la cocina.
Mary estaba pálida y asustada, pero aun así el joven doctor se percató de lo encantadora y bonita que era. La pérdida de su hijo ya era algo de por sí bastante malo, pero la noticia de que su suegro se había suicidado la había dejado consternada por completo. De hecho, parecía que hasta se había mitigado el dolor por la pérdida del bebé, pero el doctor observó que, después de haberle dado la noticia, se sentía aún más aterrorizada. Estaba preocupado por su estado mental y, aunque comprendía que su marido debía estar con su familia en un momento tan trágico, lamentó que ella tuviera que afrontar sola semejante trance. Mientras le decía las frases de costumbre no pudo evitar darse cuenta de la falta de vida que mostraba su mirada. Era como si estuviese muerta por dentro, como si su cuerpo fuese una entidad completamente distinta, exenta de cualquier sentimiento o emoción.
La dejó con su hermano y su novia, contento de ponerla en manos de alguien e incapaz de descifrar los sentimientos que esa chica le suscitaba. Sabía que había algo en su interior que no funcionaba bien, aunque ignorase exactamente qué. La oyó llorar débilmente y se alegró de que pudiera desahogarse con alguien. Temblaba como un flan y le daba la sensación de que iba a explotar de un momento a otro. Lo sabía porque lo había visto en infinidad de ocasiones.
– ¿Te encuentras bien, Mary? -preguntó Carole con voz suave y preocupada.
Mary miró a su amiga, su rostro sincero y su patente amabilidad; la envidiaba porque parecía vivir ajena a los verdaderos problemas, algo que se exacerbaba porque ella no podía confesarle las verdaderas circunstancias de su vida. Aun así, se sentía confortada con su sola presencia, sabiendo que su amiga estaba a su lado y cuidaba de ella. Sabía que conocer la verdad de su vida no sería del agrado de nadie.
Mary estaba cansada y deseaba beber algo, algo realmente fuerte y no el zumo de naranja que le estaban dando. Sonrió a su amiga y, después de suspirar, le preguntó:
– ¿Cómo se ha tomado Danny la muerte de su padre?
Ahora que su hermano las había dejado solas, se sintió con valor suficiente como para preguntar por su marido.
– No demasiado bien, Mary. Lo veo demasiado calmado y sereno. De todas formas, es normal, uno nunca sabe cómo reaccionar ante un suicidio. Además, ha sido tan brutal. Se metió la pistola en la boca y se voló los sesos.
Carole se quedó repentinamente callada, sin saber si había sido demasiado específica teniendo en cuenta el estado de Mary. Aun así, también le preocupaba Danny Boy; al fin y al cabo, él había recibido dos golpes seguidos, la muerte de su padre y la pérdida de su hijo. Sabía que Michael estaba preocupado por su hermana y su marido, y esperaba quitarle un poco de peso de encima. Ahora Michael se veía obligado a encargarse de todos los asuntos hasta que las cosas se calmaran, sin importar cuánto tiempo tardaran en recuperar la normalidad.
– ¿Y cómo se lo han tomado Ange y los otros?
Mary preguntaba porque eso es lo que se esperaba, no porque sintiera verdadero interés. De hecho, estaba contenta de que su marido no estuviera presente, así tendría una cosa menos de la que preocuparse.
– Annie fue la que lo encontró y eso la ha afectado mucho. Ange está destrozada, como es de imaginar, al igual que Jonjo, aunque creo que él se siente más culpable que nadie.
Mary sacudió la cabeza con tristeza y ambas se quedaron en silencio unos instantes. Luego, Carole, aferrando la mano de su amiga entre las suyas y abrazándola tiernamente, dijo:
– Mary, estoy verdaderamente preocupada por ti. Me han dicho que perdiste la conciencia en el baño. ¿Te han dicho a qué se debe?
Mary se libró del abrazo de su amiga de la forma más amable que pudo para no ofenderla, se encogió de hombros y levantó las manos haciendo un gesto de súplica.
– No, Carole. Dicen que es algo normal. Imagino que, como saben que ya perdí otro, ni siquiera creo que busquen una razón. Además, si pienso mucho en ello, se me romperá el corazón.
Carole asintió imperceptiblemente antes de susurrarle:
– ¿Seguro que estarás bien?
La pregunta era un tanto tendenciosa y ambas lo sabían. Era la primera vez que Carole le mencionaba su problema. Mary vio que se le presentaba la oportunidad y trató de aprovecharla. Cogiendo ambas manos de su amiga y confiando en su discreción le preguntó:
– ¿Puedes hacerme un favor? Tráeme una botella de vodka. Necesito beber algo para olvidar un poco todo esto. Me están dando antidepresivos, pero no quiero engancharme a las pastillas. Lo único que quiero es dormir un poco y unas cuantas copas no me sentarán mal.
Carole sabía que su amiga estaba bebiendo más de la cuenta, pero también reconoció que estaba viviendo unas circunstancias extremas que la empujaban a ello. Al no ser una bebedora, no vio qué daño podría hacerle tomar algo. Asintió.
– Gracias, Carole. Te lo agradezco mucho, de verdad.
Satisfecha de lo fácil que había sido convencer a su amiga, Mary forzó un gesto trágico antes de añadir:
– No se lo digas a nadie, Carole. No quiero que sepan lo deprimida que estoy. Danny Boy ya tiene bastante sin necesidad de preocuparse por mí.
Carole asintió, aunque no estaba convencida de hacer lo debido. Mary bebía demasiado, aunque era cierto que estaba pasando por un mal momento. El padre de Danny Boy los había dejado con un sentimiento que iba más allá de la sangre que había esparcida por todos lados y la consternación que la escena les había provocado. ¿Quién era ella para privar a su amiga del alivio que unas pocas copas le proporcionaban? Parecía muy desgraciada y, aunque jamás le había preguntado nada al respecto, sabía que ella y Danny tenían problemas en su matrimonio.
Michael también se daba cuenta de ello y también estaba preocupado.
Michael, sin embargo, estaba abrumado por el trabajo y no quería causarle más preocupaciones de momento. Estaba a punto de derrumbarse por la presión y preocupado por la reacción de Danny Boy ante lo sucedido. Danny estaba sometido a un fuerte estrés y consideró la muerte de su padre como una afrenta personal. Michael llevaba el peso de los negocios y parecía realmente cansado y tenso. Carole deseaba ayudarlo como fuera.
Cuando salió del hospital, se sorprendió al ver a la madre de Danny Boy, vestida con el traje de ir a misa, entrando en el hospital. Iba a visitar a su nuera y Carole se alegró de que no la viese porque no sabía qué decirle. Una muerte natural era una cosa, pero un suicidio, para una católica practicante como ella, era el peor de los pecados. No había forma de consolar a alguien en esa situación porque el finado la había dejado sin ninguna esperanza.
Se dirigió a casa a toda prisa, preguntándose en qué se estaba metiendo. Por mucho que quisiera a Michael, a veces se preguntaba si sus negocios serían un inconveniente entre los dos. Una vez que estuvieran casados, sabía que su unión implicaría estar al tanto de muchos de sus negocios, quizá más de lo que quisiera. Lo mismo que Mary, sabía que no se iba a casar con un angelito, un hecho que aceptaba, pero también sabía que tendría que vivir temerosa de perder a su marido si algún día lo arrestaban. Se estremeció al pensar en lo que podría convertirse su vida, pero trató de ahuyentar sus pensamientos convenciéndose de que lo único que quería era estar a su lado.
Michael se sirvió una copa y se la bebió de un solo trago, disfrutando del calor que le llenaba el estómago. Necesitaba animarse y el brandy era su mejor medicina. Se echó sobre el respaldo del asiento y miró a su alrededor, la oficina, ese agujero donde pasaban tantas horas y que ahora tenía un aspecto más sucio de lo normal. Sabía que Danny Boy se quedaba a veces allí y que se traía algo de compañía. No comprendía cómo un hombre de tanto éxito y dinero se sentía cómodo en ese lugar. Danny engañaba a su mujer, su hermana, pero eso formaba parte de su carácter. Michael sabía que su hermana conocía la reputación de Danny antes de casarse con él y, en algunos aspectos, tenía incluso las ideas más claras. Era la hija de su madre y Michael sabía que se había casado con él por todo lo que podía proporcionarle.
Y Danny se lo había proporcionado. Mary vivía como una reina, tenía todo lo que una mujer puede desear. Ahora se daba cuenta de lo que significaba no tenerlo todo tan fácil; ella no podía darle un hijo a Danny y eso le estaba quemando por dentro a él. Consideraba a Danny un verdadero hombre, un macho entre los machos, y, según tenía entendido, ya había tenido un hijo con alguno de sus amoríos. Michael percibía el olor a tabaco por tollos lados y ese olor rancio que desprendía una habitación que nadie se había molestado en limpiar en treinta años. Oyó el gruñido sordo de los perros deambulando por el patio; sin duda, eran la mejor protección de que podían disponer, porque nadie en su sano juicio intentaría entrar en su local. Se sirvió otra copa, encendió un cigarrillo y le dio una lenta calada. El tráfico se oía como un suave murmullo, la hora punta había pasado y la calle estaba cada vez más tranquila. Parecía increíble que, cada vez que se sentaba allí, se diera cuenta de lo lejos que habían llegado. Ahora era un hombre rico y respetado. Todo el mundo sabía que era el que manejaba el dinero de la sociedad que Danny y él tenían montada y eso le gustaba. Michael disfrutaba del estilo de vida que llevaba y estaba decidido a que durase todo lo posible. Sin embargo, estaba empezando a preocuparse por Danny, porque cada día resultaba más difícil controlarlo. Ninguna de las personas con las que solía tratar resultaba de su agrado, siempre les estaba buscando defectos y veía ofensas donde no existían. Michael era la única persona que lograba sosegarlo; de hecho, había tenido que actuar un par de veces como intermediario con sus clientes. Sin embargo, su recelo para con Frank se estaba convirtiendo en algo serio. Danny, al parecer, lo detestaba. Le había tomado una manía que, además de ultrajante, carecía de fundamento. El problema es que Frank era una persona que exigía que lo tratasen con respeto y lo saludasen con una sonrisa, pues contaba con buenas amistades en todos los ámbitos. Aunque Danny era la pieza más importante de la negociación, había sido él quien se había encargado de todo lo relacionado con el comercio de drogas y nadie podía distribuir nada sin notificárselo a ellos. Danny Boy y él eran los únicos que garantizaban unos beneficios cuantiosos y regulares por el dinero que invertían. Además, tenían sobornados a casi todos los polis que merodeaban por el Smoke, lo que les garantizaba que su mercancía estaría siempre a salvo, tanto que la gente empezaba a apodarles Los Intocables. Tenían a su servicio a dos oficiales de la Metropolitana y a otro que trabajaba en estrecha colaboración con la Brigada Antivicio, que trataba principalmente con esa nueva generación a la que denominaban de los soplones. Desde los años setenta, eso se había convertido en un gran problema en la comunidad delictiva, provocando inquietud y desconfianza entre los que habían sido arrestados. Esos nuevos soplones normalmente eran criminales de poca monta a los que habían cogido con las manos en la masa y que, temiendo las severas condenas que les podían caer, estaban más que dispuestos a irse de la lengua con tal de salvar el pellejo. Bastaba con que la pasma los amenazase, para que ellos se pusieran a cantar como loros. No eran lo bastante hombres como para asumir lo que se les venía encima y siempre estaban dispuestos a delatar a alguien con tal de conseguir una reducción de la condena o salir en libertad condicional. Era algo abominable, se mirara por donde se mirase. De hecho, el nuevo estatus de Danny se debía en parte a que nadie tenía coraje para delatarlo; su reputación era tan bien conocida que nadie tenía el valor de implicarlo en ningún asunto. Danny Boy llegaba a bromear diciendo que podía aparecer con una metralleta en el pub a pleno día sin que nadie dijera nada, del miedo que inspiraba a todo aquel que le conocía. La incapacidad de su padre y su posterior suicidio incrementaron aún más esa reputación de despiadado. Danny había quitado de en medio a todo el que se interponía en su camino y jamás había sido arrestado ni se había visto envuelto en ningún asunto legal.
Michael, por mucho que se beneficiara de su reputación, sabía que Danny Boy no podía seguir comportándose de la misma manera y salir siempre bien librado. Algún día se cruzaría con la persona equivocada y eso era algo que él trataría por todos los medios de evitar. Precisamente por esa razón le preocupaba esa antipatía que mostraba por Frank. Por menos que eso uno se creaba un enemigo de por vida, y Frank pensaba que Danny lo estaba provocando. Una buena sociedad garantizaba que ambas partes se ofrecieran cierta protección en su lucha diaria para no ser arrestados, pero bastaba un mal sentimiento para que ese código criminal se rompiera al instante. ¿Quién se iba a tragar el marrón de una persona que ni siquiera le agradaba? Carecía por completo de sentido.
Cuando alguien mantenía la boca cerrada, agachaba la cabeza y cumplía su condena, ellos se aseguraban de que a su familia no le faltase de nada. Sin embargo, si abrían la boca, ocasionaban un montón de problemas y entonces se veían en la obligación de quitar a mucha gente de en medio. Cuanta menos gente hubiera actuando en las calles, menos oportunidades tenían de verse en el dilema de enfrentarse una noche a un desconocido que llevara una pistola o un machete. Michael se sorprendía de que Danny Boy no se diera cuenta de lo peligrosa que podía ser su situación si se creaba muchos enemigos. No cabía duda de que era un capo, un capo de cuidado y con una buena reputación, pero eso era algo que podía cambiar en un momento si no controlaba su carácter.
Michael vio las luces del coche de Danny cuando iluminaron la oficina y luego oyó el ladrido de los perros y el chirrido de la cancela al abrirse. Se sirvió otra copa y se preparó para el encuentro que iba a tener con su amigo. Danny no era un estúpido y sabía que él lo hacía en interés de los dos. Sin embargo, seguía siendo un tema de conversación que prefería no tocar.
– Tienes mejor aspecto de lo que pensaba.
Ange trató de sonreír mientras hablaba, pero el efecto fue demoledor. Ella aparentaba lo que era: una mujer a punto de derrumbarse. Que amaba al hombre que una vez más la había dejado sola, esta vez para siempre, era algo que nadie dudaba, aunque no lo comprendiera. Al parecer, Ange había visto algo en su marido que había pasado desapercibido para todo aquel que le hubiera conocido, incluso sus hijos. Mary la miró con cierto recelo, desconfiando de esa mujer que había engendrado un hijo del que hasta ella tenía miedo. Sin embargo, su visita fue bien recibida porque Mary sabía que le convenía tenerla de su lado, y esperaba que Auge se hubiese presentado allí como amiga, no como enemiga.
– Yo siempre tengo buen aspecto, Ange. Ése es el problema -dijo Mary con tristeza y sin ese tonillo que la hacía parecer más sexual de lo normal.
Hablaba con voz baja y profunda, como si siempre estuviera a punto de quitarse la ropa. Ésa era otra de las muchas cosas que su marido detestaba de ella, pues se la veía tan habilidosa que dejaba a las estrellas del porno a la altura de simples aficionadas.
Ange parecía destrozada, su cara arrugada parecía haber envejecido en cuestión de horas. Miraba a su nuera de forma escéptica, como si nunca la hubiese visto con anterioridad, como si la estuviese estudiando minuciosamente.
Ambas mujeres permanecieron calladas unos instantes. Mary no se sentía cómoda en presencia de su suegra. Por primera vez en la vida, pensó que la estaba juzgando y eso era algo que no había experimentado con antelación, al menos no en relación con ella. Ange había sido siempre una persona con la que podía hablar, aunque no la considerase gran cosa. Ni siquiera su hijo sentía ningún respeto por ella y, la verdad, nadie podía culparlo. Después de todo, ella había vuelto a acoger al hombre que había destrozado por completo a su familia, a esa familia que tanto quería, o al menos eso decía. Aceptarlo en casa había sido como una patada en los dientes para Danny, después de lo que había hecho por mantener a la familia unida y darles de comer a todos. Había conseguido que a ninguno le faltase un techo donde cobijarse, un techo que, por primera vez en su vida, era algo seguro y estable porque él había pagado todas las facturas. Danny había conseguido que su madre dejara de limpiar suelos y no tuviera que lavar la ropa de otra gente, además de haberse convertido en el esposo que ella siempre hubiera deseado tener, el hombre con el que había soñado. Danny Boy había asumido el papel de padre y se había olvidado de sí mismo con tal de proporcionarle un poco de felicidad a su familia, algo de lo que él se sentía sumamente orgulloso.
Danny había procurado que a su madre no le faltase de nada, y, a pesar de eso, ella había optado por volver al lado del hombre que tantos sufrimientos les había causado a todos, el mismo que había hecho que su hijo mayor se convirtiera en un ladrón y en un buscavidas para que a su familia no le faltase de nada. Una familia que jamás había vivido tan bien, una familia que finalmente había terminado por aceptar que vivía mejor sin ese padre al que tanto despreciaban, el que jamás había mostrado el más mínimo interés por ellos, incluida ella misma.
Ange había iniciado una serie de acontecimientos que, con los años, se habían vuelto en su contra y los había convertido a todos en unos auténticos desgraciados. Ahora esa mujer a la que Mary había ignorado y reconocido según le convenía, esa con la que no tenía nada en común, se había convertido en una persona importante porque contaba con el afecto de Danny Boy.
– ¿Te han dicho por qué has perdido al niño esta vez?
Ange habló con voz suave y compasiva, y Mary le respondió de la misma forma. Estuvo a punto de echarse a llorar de alivio al escuchar sus amables palabras.
– No, Ange. Sólo me han dicho que son cosas que pasan.
Ange asintió con tristeza y suspiró amablemente. Su pesado abrigo y la pintura de labios le daban el aspecto de un maniquí. La situación era tan irreal que Mary no sabía qué decir.
– Estás temblando, Mary, temblando más que un flan. Mírate las manos.
Mary levantó las manos y Ange se percató de la belleza de mujer que su hijo despreciaba, aunque la quisiera. Ella conocía a Danny y sabía que se parecía a su padre más de lo que él mismo imaginaba, más de lo que ninguno de ellos imaginaba.
– Sé que bebes cuando estás sola y, si yo estuviera casada con mi hijo, probablemente haría lo mismo. Sé que es un cabrón rencoroso y un vicioso, pero aun así merece un hijo y más vale que se lo des pronto o te pondrá de patitas en la calle antes de que te des cuenta. Escucha, Mary, quiero que te levantes y que vayas al funeral, y quiero que acudas para estar a mi lado y para que parezca que todos lamentamos su pérdida.
Mary asintió, desconfiando de esa mujer y de la seguridad y confianza que parecía haber recuperado repentinamente.
– Lamento lo de Big Danny.
Ange le dio unos golpecitos en la mano en señal de impaciencia y respondió de mala gana:
– No digas lo que no sientes. El se ha ido y nosotros aún estamos aquí. No quiero ningún consuelo que no sea de verdad, pero quiero que estés presente, a mi lado y al lado de tu marido, y quiero que lo hagas sobria. Tu pobre madre, que el cielo la tenga en su gloria, acabó destrozada por la bebida, que suele ser el refugio de los desamparados y de los débiles.
Ange se pasó una mano por la boca, como si quisiera borrar las últimas palabras que había pronunciado, por muy ciertas que fuesen. En lo más profundo de su ser sabía que su hijo había torturado a esa chica, pues conocía de sobra lo muy malvado que podía ser, algo que, sin duda, había afectado a su esposa. Se preguntó si él no tendría algo que ver con la pérdida de los dos bebés. Odiaba pensar que hasta podía ser el responsable, ya que pensarlo implicaba de alguna manera admitir su certeza. Trató de apartar esos pensamientos, como solía hacer, y dijo:
– Eres como una espina en su costado. Está tan colado por ti, te desea tanto, que asesinaría por ti. Sin embargo, al igual que con todas las cosas, una vez que las consigue, dejan de interesarle y las destruye sin pensárselo siquiera, no vaya a ser que sus acciones repercutan en los que le rodean. He venido para prestarte mi ayuda, pero tú tienes que poner de tu parte. Una vez que tengas un hijo, un hijo que sea fruto de vuestro matrimonio, ya no se marchará jamás. Se parece a su padre más de lo que cree y jamás te abandonará si eres la madre de sus hijos. Tiene una forma de ser tan extraña que no permitirá que ningún otro hombre se apropie de lo que es suyo, aunque ya no le interese ni lo más mínimo. Por eso te pido que me escuches y me hagas caso. Ten un hijo y siempre contarás con una baza a tu favor. Tienes que tener algo que él necesite y quiera, así te verá siempre como una cosa valiosa que merece la pena conservar y cuidar. Si no haces lo que te digo, te quedarás sola, Mary. Ahora debes asistir al funeral y procurar que Danny Boy se comporte como es debido. Si recuperas el control de tu vida, a lo mejor hasta te sorprende su reacción. Pero si le permites que te atropelle, puedes estar segura de que lo hará.
Mary Cadogan jamás había oído hablar tanto ni con tanta claridad a su suegra. Era como si la muerte de su marido la hubiese liberado del mundo que la rodeaba, como si su ausencia hubiera acabado con las ataduras que la mantenían a su lado, sin importarle lo que hiciera. Y eso que, en sus buenos tiempos, le había hecho todo tipo de barbaridades.
– No permitas que mi hijo te arrastre por el barro ni dejes que controle tu vida entera. Yo lo conozco mejor que nadie. Sé desde hace tiempo que no es nada amable ni cariñoso contigo, por eso debes hacerme caso cuando te digo que no le des una razón para hacerte daño, porque no la necesita. Si se la das, la utilizará para justificar su comportamiento. Ahora me voy, Mary. Ya te he dicho lo que tenía que decirte; el resto es cosa tuya.
Ange se levantó y Mary vio a una mujer que, por fin, era ella misma; una mujer que había perdido lo único que realmente había querido y que se sentía aliviada por ello. Ahora que su marido había muerto, podía relajarse completamente porque, lo mismo que el hijo que había parido, se alegraba de saber que, después de eso, ya nadie la dominaría. El jamás había podido abandonarla, siempre había sido irrevocablemente suyo. Su muerte, sin embargo, le permitía dejarlo marchar y, por primera vez en muchos años, eso era precisamente lo que estaba haciendo.
Una vez en la puerta, Ange miró a la joven que yacía tendida en la inhóspita habitación y sus rasgos se suavizaron momentáneamente. Tranquilamente dijo:
– Jamás te dejará irte de su lado y tú jamás lo entenderás. Lo mejor que puedes hacer es sacar provecho de lo que tienes. Como hemos hecho todas, incluida tu madre.
Sus palabras permanecieron flotando en el aire hasta mucho después de haberse marchado. Mary continuaba sollozando cuando las enfermeras decidieron ponerle una inyección para que consiguiera el muy deseado sueño.
Capítulo 20
Danny Boy miró la atestada iglesia y, nadando a contracorriente como siempre, se alegró de ver la muchedumbre que había asistido al funeral de su padre. Su ego se sentía pletórico de alegría porque todos los que habían acudido estaban allí por él y no por el cabrón inútil que lo había engendrado y al cual había llegado a anular por completo. La muerte de su padre no le había afectado en absoluto; había dejado de sentir afecto por él hacía muchos años y jamás se había molestado en tratar de recuperarlo. Su padre había sido como un grano en el culo y su muerte sólo había sido otra cobardía; algo que había esperado y que ahora recibía de buen grado. ¿Por qué iba a lamentar la muerte de alguien que ya llevaba muerto mucho tiempo? No obstante, el hecho de que numerosas personas se hubiesen tomado la molestia de alimentar su ego le hacía sentirse satisfecho porque demostraba el aprecio de la gente. De no ser él quien era, ese cabrón sería enterrado sin que nadie le llevara un ramo de margaritas. Sin embargo, habían enviado llores como para cubrir veinte tumbas y el único consuelo que le quedaba a Danny era pensar que, con todo lo que pesaban, el muy cabrón jamás lograría salir de su agujero. Había sido tan malvado en vida que seguro que en la otra seguiría mangoneando. Pensarlo le hizo gracia, pero bajó la cabeza para que nadie viese su sonrisa.
De pronto recordó el momento en que los Murray se habían presentado en su casa. Volvió a experimentar el miedo que le había invadido al oír sus amenazas e intimidaciones. Habían esperado que él se achantara mientras ellos se dedicaban a aterrorizar a su familia a su antojo. Sin embargo, mientras buscaba una forma de esquivarles, había descubierto que en su interior yacía dormida una bestia que los Murray habían despertado. Repentinamente pensó que, en el fondo, le debía mucho a su padre, ya que, de no haber sido tan inútil, jamás se habría dado cuenta de su potencial. De no ser por las deudas de juego contraídas por su padre, probablemente habría terminado como jornalero, de los que a duras penas llegan a final de mes y se pasan la vida anhelando votar cada cinco años. Lo más probable era que hubiese sido uno de tantos, de los que se pasan las horas muertas en la barra de un bar, igual que su padre. Se dio cuenta de que, por casualidad, había logrado evitar caer en esa mediocridad y asumido su destino. De no haber sido por las constantes putadas y por los embrollos en los que lo había metido su padre, seguramente habría terminado como uno más de los chicos con los que se había criado en el barrio; es decir, un chupatintas, un don nadie que se parte el lomo para que los demás se enriquezcan a su costa. Vaya vida.
Rezaba sin darse cuenta de lo que decía. Lo único que deseaba era comulgar, últimamente sentía la necesidad de hacerlo a menudo. De hecho, se le solía ver en la misa de las seis de la mañana. Le gustaba la misa matinal, la quietud de la iglesia, llegaba incluso a recibir de buen grado la presencia de los ancianos que asistían a esa hora con el rostro lleno de desengaño e impregnados en olor a ropa usada. Para él, eran un vivo ejemplo de lo que jamás quería llegar a ser, incrementaban su fe en sí mismo y en su percepción del mundo. Jamás terminaría como ellos. Jamás.
Danny agachó la cabeza y rezó; pronunció cada palabra con toda la fe del mundo y supo que Dios le comprendía. El, al igual que Cristo, había tenido que soportar todas las tribulaciones de los hombres con más poder. Si Jesús había sido torturado, él había tenido que soportar las mofas de todos y, aun así, había logrado salir del humilde entorno en que se había criado para hacerse un lugar en el mundo. Posiblemente la gente no hablara de él dentro de dos mil años, pero estaba seguro de que tampoco pasaría al olvido tan fácilmente como otros muchos. De hecho, ya se había convertido en una leyenda y gozaba de un estatus privilegiado. Cristo había sido traicionado por su padre y él había tenido que padecer ese mismo destino, con la diferencia de que su padre sólo lo había hecho en su propio interés y sin pensar en su familia.
Danny sentía compasión por Dios en algunos momentos porque, al igual que él, siempre había estado rodeado de completos inútiles a los que había tenido que resolver sus problemas, además de encontrarle un sentido a sus estúpidas vidas dándoles algo en lo que creer y a lo que poder aferrarse. Lo cual, para la mayoría, significaba hacer un poco de dinero y tener la oportunidad de sacar algo de su vana y patética existencia.
El sacerdote elevó el tono de voz; siempre lo hacía cuando pronunciaba palabras del Evangelio. Era posible que hubiera muchas mansiones en la casa del Señor, pero Danny Boy tenía el presentimiento de que el Padre no estaba muy dispuesto a permitir que Big Dan mancillara su reino. Hasta Myra Hindley y Adolf Hitler tenían más posibilidades que él. Danny vio a su esposa sosteniendo la mano de su madre; en los últimos días, ambas se habían comportado como si fuesen amigas del alma. Veía claramente la sombra de las pestañas sobre sus mejillas, sobre esos pómulos pronunciados que le recordaban a las viejas estrellas de cine. Mary estaba vestida impecablemente, como siempre, con un traje negro de los caros y el pelo recién lavado. La muy puta estaba realmente buena. La cólera volvió a invadirlo. Su esposa siempre tenía ese aspecto tan sosegado y cuidado. Era como una muñeca, una parodia de una verdadera mujer. Parecía la viva imagen de la salud y la vitalidad, aunque todos los que la rodeaban empezaban a hacer apuestas respecto de hasta cuándo le aguantaría el hígado. Bebía como un cosaco y ningún perfume, por muy intenso que fuese, lograba borrar su olor a alcohol. Era como una puñetera sanguijuela, como un albatros que se hubiera colgado de su cuello. Apartó la mirada de ella antes de dejarse llevar por un arrebato y tirarla al suelo de un puñetazo, ya que le bastaba con oír el sonido de su respiración para sentir unos deseos fervorosos de matarla. Jamás debió haberse casado con ella; debería haber hecho lo mismo que hicieron otros muchos: follársela y luego mandarla al carajo.
Danny apretaba los dientes, pero trató de relajar los músculos faciales porque se dio cuenta de que todo el mundo lo estaba observando. No pensaba mostrar la menor emoción delante de toda esa pandilla de capullos, ya que su reputación se vería en entredicho si hacía algo tan estúpido.
Miró a su hermana pequeña y vio que realmente era toda una belleza; además, por una vez, se había vestido con cierto decoro. A diferencia de Jonjo, no era una persona fácil. Jonjo se había dado cuenta por fin de que él lo había hecho todo pensando en el interés de la familia. Era un buen muchacho, todo lo contrario que su hermana, que era un completo fastidio. Era como su padre, alguien que se creía mejor que los demás, alguien que, erróneamente, se consideraba especial. Pues bien, muy pronto se daría cuenta de lo equivocada que estaba.
Un nuevo arrebato de rabia hizo presa de Danny. Respiró hondo tratando de sosegarse, pues estaba a punto de explotar. Instintivamente, metió la mano en el bolsillo de su abrigo y palpó el sobre que había en su interior. Sabía que lo tenía allí, pero no podía evitar tocarlo cada pocos minutos. Lo que había en su interior era razón suficiente para que perdiera la compostura, ya que se sentía profundamente traicionado. Que el hombre que había escrito esas palabras se hubiese pegado un tiro después de escribirlas no le sorprendía, porque sabía de sobra que su padre no tenía ni idea de lo que significaba la lealtad.
Resultaba ultrajante que su último gesto fuese escribir unas palabras que podrían haber hecho que su hijo se pasase la vida en la cárcel, algo que, en su mundo, resultaba más abominable que matar a alguien de tu propia familia, porque, además de ser una completa desgracia, era una mancha que impregnaba a toda la familia. En su mundo se asumía que el chivateo era algo hereditario, por lo que era como una losa que se cernía sobre los parientes y los convertía en personas sospechosas y poco dignas de confianza.
No era de extrañar que su padre se hubiera levantado la tapa de los sesos en lugar de presenciar lo que podría haber causado su gesto de deslealtad para con su familia. De hecho, si no hubiera contado con tan buenos contactos, su carta podría haber sido su sentencia de muerte, pues contenía más nombres y fechas que una antología criminal. El muy cabrón había intentado acabar con él, pero no lo había logrado. Su padre había sido tan poco valiente que había convertido en un gesto de cobardía hasta su propia muerte. Probablemente hubiese estado tramando la forma de destruirlo, pero no había tenido los cojones suficientes para presenciar lo que podía haber causado y había preferido volarse los sesos antes de ver que el tiro le salía por la culata.
Danny esperaba que ese viejo cabrón estuviese viendo su propio entierro, que viera cómo sus días habían acabado y supiera que su hijo había amasado una fortuna y se había asegurado de que fuese enterrado en terreno sagrado, algo que había hecho por su madre, no por él. Su madre era como las viejas enlutadas que había visto de niño, esas viejas irlandesas que se pasaban el día rezando por todos, que creían que todas las almas iban al cielo aunque necesitaran de miles de misas para redimir sus pecados y ser merecedores de vivir en el Reino de los Cielos. El Papa debería haber prohibido esa abominable práctica, pero es difícil acabar con las viejas costumbres y ésa era una creencia muy arraigada entre los católicos. Creían en el Purgatorio, por eso mucha gente pasaba el día entero rezando por sus seres queridos, convencidos de que, de esa manera, los librarían de las llamas del Infierno. Danny, por el contrario, rezaba para que ese viejo cabrón ardiera allí por toda la eternidad. Él, como Cristo, había sido traicionado por alguien cercano, pero, al contrario que Cristo, no tuvo que someterse a juicio ni fue encarcelado. Su Poncio Pilatos aún estaba libre, de eso estaba más que convencido. Esta vez había logrado librarse por los pelos, pero no pensaba permitir que eso se repitiera. Danny creía en la esencia de su religión, porque, después de todo, se la habían inculcado a base de palos los sacerdotes y las monjas. Sabía que su vida estaba planificada de antemano, que su destino estaba escrito. Él había sido elegido para convertirse en alguien importante, y la debilidad de su padre, su adicción al juego, fueron los acicates para que se diera cuenta de ello. La adicción de su padre, a fin de cuentas, había sido la que había escrito su destino. Dios era bueno porque te guiaba para que comprendieras los beneficios de una vida buena y decente. Si uno era lo bastante sensato como para escucharlo, El te señalaba la dirección correcta. Danny Boy admitió que su padre había sido el catalizador necesario para que él emergiera de la oscuridad y ascendiera hasta lo más alto. Lo único que deseaba era que la decencia no fuese tan importante, ya que, de haber sido por él, habría dejado que ese cabrón se muriese tirado en la calle. Ese funeral era su último gesto de contrición, pues ya había pagado con creces lo que le había hecho a su padre. Con suma rapidez había evaluado el consenso general sobre sus acciones y había sabido ver que, por su propio beneficio, le convenía aceptarle de nuevo en la familia. Había funcionado y él se convirtió en un héroe de la noche a la mañana, en el hijo indulgente y generoso.
Ahora estaba enterrando a su padre con toda la pompa y la suntuosidad que le permitían sus recursos, un hombre que, según decían los rumores, se sentía tan culpable por lo que había hecho que ya no soportaba vivir más con ese peso. Era una mentira podrida que no se creía ni él, pero Danny estaba dispuesto a alimentarla porque eso le hacía parecer aún más magnánimo y civilizado.
EI sacerdote tenía pruebas evidentes de que el viejo sufría una depresión y dos médicos estamparon su firma en un certificado que demostraba que no estaba en su sano juicio, con el fin de que ellos pudieran enterrarlo con la conciencia tranquila. Al parecer, ninguno de ellos había perdido el concepto de la hipocresía.
Danny se golpeó el pecho con suavidad cuando oyó la primera campanada y se dejó llevar por el fervor de la religión. Se dirigió lentamente hasta el altar y se arrodilló humildemente. Luego, aceptó la hostia sagrada con una pasión silenciosa. Se sintió encantado de oír el murmullo que levantaba, tanto que pensó que sólo por eso ya merecía la pena vivir. Cuando la hostia se disolvió en su lengua, se sintió limpio de nuevo, como si el poder de la verdad recorriera su cuerpo. Oía el murmullo que se había levantado entre las personas que habían asistido al funeral para presentarle sus respetos. No había duda; ahora se había convertido en un capo y ese funeral había servido para demostrárselo. Se dio cuenta de que ahora era intocable.
Mary estaba sentada con Annie, que observaba a la gente con su arrogancia acostumbrada. Que la muerte de su padre la había afectado resultaba más que obvio, pero también lo era que estaba buscando la forma de acercarse al sol que más calentara.
Annie sabía que tenía que hacer méritos para volver a ganarse a su hermano y que necesitaba hacerlo lo antes posible. Danny había hablado con ella y se lo había hecho saber, eso resultaba evidente para cualquiera que los viera juntos. Sin embargo, ella había percibido su indiferencia y la frialdad de su voz le había dejado claro que la había relegado a la última de sus prioridades. Ella había estado acostándose con todo quisqui, lo había puesto verde y lo había provocado, pero jamás hubiera esperado que él le hiciera eso. Danny estaba intentando por todos los medios anularla, y eso era algo que no debía suceder. Igual que su padre, sentía un desprecio absoluto por el sentido de las obligaciones. De hecho, trabajar para vivir era lo último que pensaba hacer, su último recurso. Era la pequeña de la familia y él debería cuidar de ella. Sabía que su hermano estaba interpretando su papel en público, tal como se esperaba que hiciera, pero también que para él ya no significaba nada, pues no contribuía a poner la mesa, y eso era algo de suma importancia en su familia. Tenía que buscar el modo de cambiar su imagen, porque Danny Boy era capaz de renegar de ella, y su reputación no jugaría en su favor, algo que esperaba que no sucediese jamás.
Annie vio que Arnold Landers hablaba con su hermano y verlos tan unidos la deprimió, pues sabía que ésa era la única razón por la que Danny Boy no la echaba a patadas. Sabía que su madre estaba ahora a merced de Danny y que su esposa vivía aterrorizada por él. Vio que todo el mundo quería acercarse a su hermano y que Michael sólo dejaba que se le aproximasen los que de verdad merecían que Danny gastase su tiempo y su energía con ellos. Algunos hasta eran tratados con cierto desprecio; hombres que ya gozaban de una reputación cuando Danny Boy aún no había sido concebido por ese borracho, ahora se esforzaban por que les concediera un poco de atención, porque les dirigiera unas cuantas palabras y los viesen en público junto a él, con el fin de que los considerasen como uno de los suyos. Ese era el poder que emanaba de Danny Boy ahora. Annie lo odiaba. Odiaba el poder que irradiaba, aunque por dentro se moría de ganas de que él mostrase un poco de interés por ella y por su vida. Lo detestaba por hacerla sentirse así.
Si su relación con Arnold Landers era lo que le garantizaría el respeto de su hermano, no sería ella quien le pusiera trabas. La muerte de su padre los había dejado en un limbo y ahora todos dependían de Danny Boy, tal como llevaban años haciendo. Ahora había enterrado su último vínculo con el pasado, el causante de la humillación de su familia, y eso le había proporcionado la fuerza necesaria para demostrar quién era. Se comportaba como si fuese el hombre de la casa y miraba a su alrededor con regocijo, sabiendo que por fin estaba donde deseaba estar y que nadie le arrebataría su sitio. Danny Boy estaba contento de que Landers hubiese empezado a trabajar con él, ya que contaba con los medios necesarios para quedarse con todos los contactos del sur de Londres. Era un verdadero ciudadano de Brixton y estaba más que dispuesto a contribuir y ampliar su comunidad. Por un estipendio razonable, claro.
Annie sonrió a Arnold Landers y éste le devolvió la sonrisa. Sabía que iba por el buen camino, que había dado con la forma de ganar un dinero que jamás hubiera esperado, y todo gracias a una muchachita con una buena familia y unas tetas aún mejores.
Arnold reconocía una buena oportunidad en cuanto la veía y Danny Boy era su pasaporte a una riqueza que ni siquiera había pasado por su imaginación. Su relación con su hermana también contaba a su favor, por lo que la ganancia era doble en lo que a él respecta. Arnold no era ningún estúpido y sabía que aquélla sería su única oportunidad de estar entre los grandes, por eso no estaba dispuesto a desaprovecharla con ningún pretexto. Ambicionaba lo mejor que pudiera ofrecerle la vida y ahora estaba allí, a plena luz del día, con Danny Boy Cadogan a su lado y presentándole a unas personas de las que antes sólo había oído hablar o, en algún caso, visto a distancia.
Eran los años ochenta y aunque el gobierno simulara que se vivía en una sociedad igualitaria, todo el mundo sabía que eso era una mentira podrida. Hasta el tráfico de drogas estaba controlado por unos cuantos escogidos, predominantemente blancos. Arnold pensó que ésa era su oportunidad para cambiar las cosas, dejar su huella y sentar algunos precedentes. Por eso no dejaba de asentir y sonreír como si estuviese entusiasmado por estar allí, cosa que era cierta.
El velatorio fue muy animado, tanto que las canciones irlandesas casi impedían conversar. Hacía mucho que el Shandon Club no estaba tan atestado; de hecho, estaba hasta la bandera, y la bebida, además de abundante, era gratuita. Jonjo miró la cantidad de botellas que había con un placer que le sorprendió incluso a él. Su padre por fin estaba muerto y enterrado, y él no sentía ni la menor pena, ni tan siquiera una pizca de arrepentimiento. Entró en los servicios, se metió en uno de los aseos y, después de cerrar la puerta, se sentó y sacó su equipo del bolsillo de la chaqueta. Lo guardaba todo en una caja metálica de esas que se utilizan para guardar los parches de la bicicleta y la abrió con sumo cuidado y disfrute. Sacó la aguja, la jeringa y una dosis de heroína. Sólo sería ese día, al menos eso era lo que se decía a sí mismo tratando de convencerse, pero necesitaba algo para superar ese trago. Se alegró de poder utilizar la muerte de su padre como excusa para evadirse, aunque su muerte no significara nada para él. Su padre había perdido todo significado para él hacía mucho, y ahora quien de verdad lo preocupaba era Danny Boy. Mientras calentaba la heroína en la cuchara notó la excitación que le invadía el cuerpo entero. Después de absorber el líquido con la jeringa contuvo la respiración mientras observaba el líquido color mierda que lo haría olvidar, que le proporcionaría un rato de alivio, un momento de desahogo de esa vida que detestaba tanto y que cada día le resultaba más imposible soportar. Se ató una cinta de cuero alrededor del antebrazo y la apretó con los dientes, unos dientes que se le estaban poniendo de color verdoso y que se le estaban haciendo añicos de tanto rechinar, hasta el punto de que ya le resultaba casi imposible comer nada sólido.
Jonjo atravesó su piel con la aguja e introdujo un poco de heroína en su cuerpo. Observó mientras se bombeaba la sangre, disfrutando mientras su sangre roja y espesa llenaba la jeringa y luego, conteniendo la respiración, se la volvía a introducir en sus venas y le llegaba hasta el cerebro. El subidón fue más rápido de lo habitual y la euforia muy breve, pero de nuevo se sentía capaz de funcionar. Se había metido lo suficiente para colocarse, para sentirse más animado, no para terminar tirado. Ahí estribaba la diferencia. Permaneció sentado, notando el sosiego que le recorría el cuerpo, suspirando profundamente. Sin preocuparse de quien pudiera estar cerca ni de que lo descubriesen, saboreó el goce que le proporcionaba la droga, ese sentimiento de indiferencia por todo y por todos los que le rodeaban. La heroína se había apoderado de él y ahora se sentía en armonía con el universo.
A los pocos minutos se había olvidado de que se encontraba en el velatorio de su padre y lo único que oía era la música y el entrechocar de vasos de aquella gente a la que ni siquiera conocía. La realidad se impuso y se obligó a sí mismo a afrontarla. Cuando salió de los aseos oyó la voz familiar de Danny Boy, aunque con un tono más irritado que de costumbre porque llevaba diez minutos buscándolo.
Ange estaba sentada con su nuera y su hija, observando con desengaño y desilusión en qué se había convertido su familia. Que su marido hubiese muerto de esa manera ya resultaba trágico, pero ver que su funeral se utilizaba como plataforma para catapultar a su hijo mayor le resultaba inaudito. Su hija iba camino de convertirse en una puta, pero Danny le daba tanto terror como a su propia esposa. Ange sabía que su hijo era un chulo, pero también sabía que era el único al que realmente había querido, ya que de los demás apenas se había preocupado. Había representado el papel de madre porque, como todas las mujeres de su generación, consideraba sumamente importante lo que pensaran los demás. Sin embargo, si era sincera, el único hijo al que de verdad había querido era Danny Boy; los demás no le preocupaban lo más mínimo.
Ahora estaba allí, de pie, un hombre agresivo y vicioso, y ella se sentía culpable de que el muchacho agradable que había sido se hubiese convertido en semejante cosa, puesto que había carecido del más mínimo cariño por parte de su familia. No obstante, le encantaba el respeto que ahora le mostraban los demás por el mero hecho de haberlo parido, le encantaba ver cómo la gente que antes la miraba con desprecio ahora se acercaba para saludarla, para interesarse por ella, tanto si les apetecía como si no. Danny sabía que hasta ese mismo día, y por mucho que su influencia le hubiese facilitado la vida, su lealtad había estado del lado de su padre, del hombre que había arruinado sus vidas. Ahora Big Dan había muerto a manos de su propio hijo y ella se sentía culpable hasta la médula. Su madre le había dicho siempre que una mujer no puede coger la tarta y comérsela entera, una verdad que ella había ignorado hasta ese preciso momento. Su hijo era el que había proporcionado la tarta y ellos quienes se la habían comido, ella incluida. Ahora había llegado el momento de pagar por sus pecados y seguro que lo haría; de eso no tenía la menor duda.
Ange miró a su alrededor y se dio cuenta de que su hijo había utilizado ese día para un acto triunfal, como medio para conseguir un fin. También se dio cuenta de que le faltaban las fuerzas, de que estaba vencida por el peso que le había dejado la muerte de ese hombre al que había querido tanto. Había muerto igual que había vivido, sin preocuparse lo más mínimo ni por ella ni por sus hijos, y eso le dolía.
La sala estaba repleta con la elite de ese mundo y su hijo se había convertido en la principal atracción. Ya no había forma de retroceder. Se dio cuenta de que era el final de su vida tal como la había concebido hasta entonces, pero también el principio de una nueva que sería la que su hijo le impusiera, ya que éste la aterrorizaba enormemente. Sabía que la muerte de su padre no era para él nada más que un acontecimiento social, una razón para reunirse, beber y hablar con sus socios. Sin embargo, ella había perdido el amor de su vida y, por mucho que dijeran, había sido su marido. Algunos deberían tener la decencia de recordárselo a ese hijo suyo por mucho que le estuviera proporcionando a su marido el funeral que cualquier mujer hubiera soñado. Ninguno de los asistentes tenía siquiera la decencia de simular que había asistido al funeral en memoria de su padre o por respeto a ella, lodo lo contrario; habían hecho del acontecimiento una mofa de la vida que había llevado su padre.
Las canciones irlandesas eran las apropiadas, la bebida abundante y copiosa, pero el ambiente que reinaba no era de pena por la muerte de su marido, sino más bien una celebración de los éxitos logrados por su hijo. Ange se sintió muy apenada porque, por mucho que hubiera hecho, seguía siendo su hijo y estaba obligada a permanecer a su lado y luchar por él hasta su último aliento. Era lo que se esperaba de ella y lo que pensaba hacer con tal de conservar al menos un poco de poder de decisión sobre sus otros dos hijos.
Frank Cotton se le acercó y Danny Boy esbozó una sonrisa. Frank se movía con esa gracia con que se mueven los hombres que saben que tienen un lugar propio, que gozan de una reputación que los mantiene a salvo y los hace andar con la cabeza bien alta. Danny Boy le estrechó la mano con firmeza y sintió la frialdad de su piel, la suavidad de su mano, esa delicadeza que denotaba que no había sabido lo que significaba mancharse las manos y trabajar en su vida. Danny recordó su infancia, las tardes que había tenido que pasar en el desguace trasladando chatarra de un lado a otro, el dolor de sus doloridos músculos resentido por trabajar en pleno invierno. Una vez más, su desprecio por Frank Cotton invadió todo su ser. Le parecía un tipo arrogante, demasiado seguro de sí mismo, como si se riera de él, como si lo considerase algo ridículo, alguien de quien podía reírse en público, incluso en el funeral de su padre.
Michael los observaba con suma cautela y vio que a Danny Boy le cambiaba la cara. Como siempre, era un cambio repentino, por eso cerró los ojos por unos instantes antes de acercarse e intervenir en la conversación. Lo hizo de la forma debida, sin llamar la atención de nadie, como si fuese algo normal y natural.
Michael notó que Frank Cotton se había percatado de su intervención y admiró que se comportase como si nada hubiera sucedido. Michael se lo agradeció. De hecho, por unos momentos deseó estar de su lado, en su mismo equipo, pues estaba convencido de que la vida sería mucho más fácil. También sabía que Cotton era una de esas personas que se daba cuenta de cuándo se le ignoraba, y él había sido ignorado y despreciado por Danny Boy, como había resultado evidente para cualquiera que tuviera un mínimo de percepción en cinco kilómetros a la redonda.
Cuando Michael vio que su hermana se servía otra copa de las suyas mientras miraba al mismo tiempo cómo su amigo del alma le daba la espalda intencionadamente a Frank Cotton, deseó desaparecer y evaporarse de aquella atmósfera, pero no pudo y ahora lo único que podía hacer era tratar de que ese desprecio deliberado y público no perjudicara sus negocios cotidianos de ninguna manera. Danny se apartó de ellos rápidamente, con la espalda rígida y el rostro de un hombre sumamente contrariado. Como siempre, estaba interpretando su papel para ejecutar su siguiente movimiento con suma precisión. Michael, suspirando profundamente, lo siguió con la esperanza de hacerlo entrar en razón.
Frank Cotton estaba enfadado, algo que no solía suceder con frecuencia. De hecho, estaba orgulloso de saber conservar la calma y la compostura cuando trataba con personas como Danny Boy, pues consideraba que estaban muy por debajo de él y las veía como un mal necesario que a uno no le quedaba más remedio que soportar, pero jamás alentar. Estar a merced de un matón como ése ya era malo de por sí, pero que ese matón le pidiera cuentas sobre supuestos crímenes de guerra resultaba una grosería que no estaba dispuesto a tolerar. Cadogan tenía el monopolio de las calles, algo que Frank había aceptado e incluso admirado, pero eso no significaba que tuviera que arrodillarse ante él ni que tuviera que soportar que lo tratase como un don nadie. Su gesto no había sido un gesto de arrogancia juvenil que se pudiera pasar por alto, sino un insulto calculado y premeditado, por lo que no le quedaba más remedio que responderle y recuperar el terreno perdido antes de que fuese demasiado tarde.
Que su padre hubiese muerto no era razón para que se comportase de esa manera, pues, para empezar, él había asistido a su funeral sólo por interés, un interés financiero, lo que era tan buena razón como cualquier otra. Había venido para presentarle sus respetos, nada más y nada menos. Ahora, sin embargo, su paciencia había llegado al límite y lo único que deseaba era tener una seria confrontación con él, cuanto antes mejor. Sus amigos sabían de sobra que lo mejor que podían hacer era no interferir. Big Danny Cadogan no gozaba de tanto prestigio como para que aquel funeral no tuviese un desenlace especial. De hecho, el consenso general era que precisamente ese funeral reclamaba a gritos un enfrentamiento definitivo. Frank Cotton se había convertido de pronto en el más indicado para convertir ese triste evento en un acontecimiento memorable. Muchos de los presentes disfrutarían de lo lindo si presenciaban cómo Frank Cotton le daba una buena tunda a Danny Boy; pero si éste salía ganando del incidente, los mismos que estaban a la expectativa tampoco perderían gran cosa. Por esa razón, la mayoría de los presentes, fuese cual fuese el resultado, no tenían nada que perder y sí todas las de ganar. Aunque casi todos deseaban que fuese Frankie quien saliera vencedor, ninguno se atrevía a admitirlo hasta ver el resultado y estar seguros de que Frankie Cotton había logrado una victoria aplastante sobre su adversario. Un certificado de defunción sería lo más adecuado, ya que, después de todo, ellos se tenían que ganar el sueldo.
Frankie salió del club con el ceño fruncido y unos deseos incontenibles de asesinar a alguien. Sabía que había llegado el momento decisivo y se dio cuenta de que se había comportado como un estúpido permitiendo que sus diferencias llegasen tan lejos. Ahora, sin embargo, ya era demasiado tarde para echarse atrás y no le quedaba otra opción que darle una lección a ese capullo, una lección que, para ser sinceros, había estado pidiendo a gritos.
Una vez fuera, cuando respiró el aire frío de la noche, sintió el subidón de adrenalina que siempre era el presagio de una pelea.
Ardía en deseos de enfrentarse a ese cabrón y pensaba darle una lección que no olvidaría fácilmente. Había intentado mantener con él una especie de relación laboral, pero no había dado resultado. El muchacho no era lo bastante inteligente para dejar al margen sus sentimientos personales y cualquier relación entre ellos resultaba imposible. Todas las personas que conocía y actuaban en las calles trabajaban con gente que no era de su agrado, incluso con personas que no eran de su total confianza, pero entablaban una relación amistosa y beneficiosa con el fin de pagar los sueldos de los hombres que estaban a su mando. Era una cuestión económica, algo que Danny no comprendía, lo cual era su principal problema. Pues bien, puede que él tuviera el control y el monopolio de las calles, pero eso no significaba que tuviera carta libre y estuviera a salvo de entrar en el trullo. El muchacho necesitaba una lección y él pensaba dársela, tanto si le gustaba como si no.
Frank se dirigió hacia donde se encontraba Danny con el cuerpo tenso y dispuesto para el combate. Su corpulencia intimidó a todos los que le conocían y sabían de lo que era capaz. Oía el murmullo que se había suscitado entre los que estaban en la puerta del club esperando pacientemente en el frío de la noche a que comenzase la pelea. Danny Boy sonrió de oreja a oreja al ver que Frank se acercaba; era una sonrisa abierta y sincera, como si se encontrase con un buen amigo de antaño. El rostro de Frankie resultaba cómico por la confusión y vio que Michael sacudía la cabeza lentamente antes de desaparecer entre las sombras.
Frankie se quedó desconcertado durante unos segundos. Sabía que él hacía el papel de agresor, por lo que, de haberlo pensado un poco, debería haber salido a la calle portando algún arma en la mano. El muchacho era muy corpulento, además de muy mañoso, como era de todos sabido. No había duda de que era un tipo fuerte, capaz de enfrentarse a cualquiera, pero él también lo era y, en sus buenos tiempos, no habría tenido problemas para llevárselo de calle. Sin embargo, al contrario que Danny, siempre había sabido respetar a los demás. Pensó que era algo generacional, ya que los jóvenes de ahora creían que los capos con cierta edad, como él, eran todos unos blandengues, unos capullos y unos peleles. Pues bien, Danny Boy se iba a dar cuenta de lo equivocado que estaba.
Cuando abrió la boca para hablar, apenas tuvo tiempo de ver el brillo del martillo que le golpeó en la cara. El primer golpe lo recibió en el ojo derecho, arrancándole la órbita y parte del hueso de la mejilla. Cayó de rodillas y, por fortuna, ya no se dio cuenta de los treinta golpes que Danny le propinó a continuación, garantizándole su entrada en el cementerio.
Danny siguió martilleando a Frank aun después de que éste perdiera el conocimiento. Estaba demasiado exaltado como para darse cuenta de que lo estaba presenciando un jurado formado por sus socios y demasiado ocupado para percatarse de que nadie pronunciaba una sola palabra. El silencio que reinaba resultaba abrumador y la animosidad que había suscitado era palpable.
Michael observó con tristeza cómo Danny Boy acababa de sopetón con todas las perspectivas de que podían haber disfrutado. Había logrado que el funeral de su padre tuviera un desenlace fatal y eso era algo que jamás se le perdonaría.
Los amigos y colegas de Frank observaron con suma y recatada intensidad cómo acababan con su vida, pero ninguno se atrevió a mover un dedo para ayudarle, aunque eso no significaba que no les importase lo sucedido.
Citando Michael logró por fin apartar a Danny Boy, tres de los más importantes peces gordos que rondaban por el Smoke cogieron a Frankie y se lo llevaron al hospital. Se miraron entre sí y Michael se dio cuenta de que Danny estaba de todo menos acabado. Danny sacó un sobre del bolsillo de su chaqueta y, agitándolo delante de todos, dijo con tristeza:
– Se lo había buscado. Aquí tengo una declaración suya hecha a la pasma en la que me acusa de toda clase de delitos.
Sacó la declaración del sobre y, rompiéndola en trocitos, la tiró al mugriento suelo. Mientras volvían a entrar en el club, Michael y Danny oyeron las sirenas de la policía a lo lejos. Sabían que los demás los seguirían.
Ya en los servicios, Michael observó cómo Danny se lavaba la cara y las manos con un gesto de asco antes de peinarse y arreglarse la ropa.
– ¿Qué pasa si alguien coge ese papel, Danny?
Danny dibujó su peculiar sonrisa de sarcasmo.
– ¿Qué puede pasar? Su firma está en el papel, no la de mi padre. ¿Me consideras tan estúpido como para hacer algo así?
Michael no se molestó en responderle. Danny lo miró a los ojos a través del sucio espejo que estaba encima del lavabo y, alegremente, añadió:
– Ya te dije que ese tío no me gustaba, ¿no es verdad?
Michael suspiró profundamente y, armándose de valor, respondió:
– ¿Qué pasa? ¿No podías haberlo dejado correr? ¿No podías haber tratado de llevarte bien y no ir matando a la gente así porque sí? Por lo que veo, no me necesitas, Danny Boy. Para empezar, jamás escuchas lo que te digo. Gracias a ti acabamos de perder nuestra mejor fuente de ingresos. Y no sólo lo has acusado de chivato, sino que has respaldado tu acusación con una declaración falsa. Se te ha ido la olla, Danny. Estás pirado por completo.
Las últimas palabras las dijo a gritos, ya que su rabia lo había superado y no le preocupaba en absoluto la reacción de Danny Boy ante sus críticas.
Danny Boy se rió mientras continuaba mirándose en el espejo. Se comportaba como si fuese un día normal, como si mantuviesen una conversación normal. Resultaba surrealista.
– ¡Cállate de una puta vez, maricona! Llevo mucho tiempo planeando este altercado y ahora más vale que me respaldes. En ningún caso iba a permitir que ese gilipollas celebrase otro cumpleaños, no si podía evitarlo. Y a ti más te vale tener en cuenta que no me dan arrebatos así porque sí, y, si no me crees, se lo preguntas a tu puñetera hermana. Ahora tranquilízate y volvamos al funeral de mi padre, ¿de acuerdo?
– No se te ocurra hablar de Mary de esa manera, Danny.
Danny puso su bonita sonrisa, esa que hacía que las mujeres mayores cometieran adulterio y las jóvenes perdieran la virginidad. Era como un diablo disfrazado.
– ¿Por qué no? ¿Acaso me vas a pegar? Yo os estoy dando de comer a todos y más vale que lo tengas presente de ahora en adelante. Más te vale que te des cuenta de quién paga las facturas y a quién debes lealtad. Te he visto escabullirte como un gusano cobardica. Pues bien, a partir de ahora me libero de cualquier restricción y te aseguro que estoy dispuesto a conseguir todo lo que quiera. Y a ti, maldito gusano, más te vale callarte y hacer lo que te digo.
Danny continuó peinándose tranquilamente mientras entonaba suavemente una versión propia de Forty Shades of Green.
Michael Miles se dio cuenta de que Danny Boy había quemado todas sus naves y, por desgracia, también las suyas. Siempre había sabido que sin Danny Boy Cadogan no era nada; pero ahora, con él, era aún menos.
Libro tercero
La caridad y los malos tratos siempre empiezan en el hogar.
John Fletcher, 1579-1625
Wit Without Money
Capítulo 21
– ¿Cuándo piensas levantarte de la puñetera cama, Jonjo? Danny Boy no tardará en llegar.
Ange había elevado el tono de voz y le estaba transmitiendo su miedo a su hijo pequeño.
Jonjo se dio media vuelta, aún medio colocado por los efectos de la droga que había tomado la noche anterior y sintiendo esa enorme fatiga que le producía la heroína. Era un cansancio que convertía sus huesos en algo fluido, una sensación de la que empezaba a disfrutar a tope. La única razón por la que a veces se sentía tentado de levantarse era para chutarse de nuevo. Una vez que se le había acabado la droga, parecía recobrar de nuevo la vida; se levantaba, se vestía y, a los pocos minutos ya estaba tratando con el camello de turno. Danny Boy se pasaba la vida quejándose de eso y decía que los yonquis no eran más que unos jodidos vagos que utilizaban el caballo como excusa para evadirse del mundo. Danny añadía que si eran tan astutos para buscarse un pico, por qué no hacían lo mismo para ganarse un sueldo. Pero no, en su lugar preferían quitarle la pensión a una pobre vieja, o venderse como putas, y consideraba una basura a cualquiera que utilizara ese medio para subsistir. Nadie que estuviera en su sano juicio cobraría el paro. ¿Por qué tenías que decirle a nadie dónde vivías? ¿Por qué tenías que vivir a costa del gobierno y de esas personas que eran tan gilipollas como para pagar sus impuestos? El subsidio era algo que se debía dar a los ancianos y a los hospitales, no a las personas que se podían buscar la vida, ya que ésta ofrece todo un cúmulo de oportunidades para ganar dinero y no tener que caer en manos del gobierno. Danny no permitía que ninguno de sus hombres cobrase el paro porque eso atraía demasiado la atención y, además, eran más propensos a ser delatados u observados si se los veía en la cola de la oficina de empleo. Además, el dinero que daba el gobierno sólo se lo merecían los que, por desgracia, no podían mantenerse a sí mismos, ya que era tan escaso que sólo servía para pagarse las cervezas o comprar cigarrillos. Danny Boy era de los que consideraba a todo aquel que cobraba el paro una escoria humana que arrebataba el pan de la boca a los pensionistas. Cuanto menos gente hubiera apuntada al paro, más dinero habría para los ancianos y los niños en los hospitales, más para las familias huérfanas y para la gente que tuviera hijos discapacitados.
Danny Boy Cadogan era de los que no miraban con buenos ojos a los que consideraba desechos humanos, y su hermano pequeño lo sabía mejor que nadie. Danny le proporcionaba todo lo que deseaba a su madre y ella ya no tenía que preocuparse por el día a día, ni soñar con ganar la lotería, pues la verdad es que vivía como una reina. Si Danny se enteraba de que estaba arreglándose los papeles del paro, lo asesinaría, pero, como pensaban todos los yonquis, cualquier dinero le parecía bueno a Jonjo, por muy poco que fuese. Por eso se había apuntado al paro. Jonjo era terrible con el dinero. Danny Boy le pagaba un buen sueldo, pero el dinero se le iba como por arte de magia. De hecho, gastaba tanto en drogas que ya le debía dinero a mucha gente del Smoke. La heroína ya era cara de por sí, pero además tenía que pagarse las cápsulas de Librium que mezclaba con la heroína para sosegarse. Lo ayudaban a relajarse y a quitarse los temblores que lo dominaban casi todo el día. También se gastaba una fortuna en sulfato de anfetamina, que necesitaba para mantenerse en pie y tener la energía suficiente para salir de casa cuando Danny lo reclamaba. Se preguntó si Danny Boy se había dado cuenta de lo enganchado que estaba, pero supuso que no, porque de lo contrario lo habría matado. Jonjo también tenía la certeza de que nadie lo delataría, pues a nadie le apetecía correr con semejante responsabilidad. De hecho, ya le había hecho la pirula a un par de chulos del barrio y ni tan siquiera se habían atrevido a reclamar la deuda. Sabía que contaba con eso a su favor porque nadie lo iba a amenazar ni a perseguirlo por una deuda que ellos consideraban inaceptable en su círculo social.
Jonjo sabía que le dejaban comprar a crédito sólo porque era el hermano de Danny Boy, algo que aprovechaba al máximo para conseguir sus fines, aunque ya se estaba quedando sin gente a la que pudiera engañar. Pronto se vería obligado a recurrir a los turcos, que eran unos cabrones de mierda capaces de ignorar sus lazos familiares y romperle las piernas. Una vez más empezó a ponerse nervioso y, al igual que todos los yonquis, tenía el fastidioso hábito de estar constantemente comprobando que no había perdido su alijo, como si en el momento en que dejara de hacerlo pudiera evaporarse en el aire. Lo estaba palpando debajo del colchón cuando volvió a oír la voz de su madre martilleando al otro lado de la puerta. Se levantó de la cama y, asomándose al descansillo, gritó:
– ¿Por qué no te callas de una puta vez? Es la décima vez que me lo dices, puta de mierda.
Cuando regresó a la habitación, oyó los pasos de su hermana subiendo las escaleras, así que se preparó para lo que se le avecinaba. Últimamente lo sacaba de quicio porque pretendía convertirse en el ojito derecho de Danny Boy y él tenía el presentimiento de que al final lo conseguiría. Había descubierto hacía mucho tiempo su adicción, pero estaba seguro de que lo mantendría en secreto. Ya tenía bastante con lo suyo y, por suerte, lo sabía tan bien como él.
Annie se acostaba con ese hombre negro y grande, pero también con otro blanco igualmente grande. En realidad, desde la muerte de su padre se acostaba con cualquiera que fuese lo bastante amable para comprarle una botella de vodka, grosella o, dadas las circunstancias y teniendo en cuenta la crisis, una limonada. Se había convertido en una buscona del tres al cuarto y, cuando la vio irrumpir en su habitación, le gritó:
– Vete a la mierda, Annie, y déjame en paz.
Estaba tan enfadada que respiraba dificultosamente. Al entrar, notó el olor dulzón de su sudor; impregnaba toda la habitación y tenía ese olor penetrante propio de los adictos. Miró fijamente a su hermano, vio el escuálido cuerpo que se ocultaba llevando ropa ancha y, con sumo desagrado, le respondió:
– Más te vale que cierres la boca. Si Danny Boy se entera de lo que te estás metiendo, te aniquilará. Sólo quería que supieras que ya está en la puerta.
Jonjo se puso pálido y ella se rió al verlo vestirse con tanta premura. Estaba tan asustado que se había olvidado de todo.
– ¿Es una broma?
Annie se reía de ver la cara de susto que se le había puesto, y Jonjo cerró los ojos durante unos instantes antes de relajarse y echar a correr detrás de su hermana para vengarse por lo que le había hecho. Vio a su madre de pie, en la cocina, y se detuvo en el vestíbulo para mirarla. Parecía empequeñecida, abatida, con el pelo gris y los ojos hundidos. Parecía vieja, vieja y frágil, y su imagen lo asustó. Se acercó a ella y, abriendo de par en par los brazos, la estrechó entre ellos. Ange lo apartó de su lado de mala manera y le dijo:
– Sé lo que te estás metiendo y me avergüenzo de ti. Mi hijo se ha convertido en un jodido yonqui y, si no lo dejas, yo misma se lo diré a Danny Boy para que ponga remedio.
Jonjo dejó caer los brazos con desgana y, sacudiendo la cabeza, respondió:
– No me hagas reír, mamá. ¿Acaso te importa que me muera?
Annie se entristeció al oír esas palabras y, echándole el brazo por encima de los hombros a su madre, se olvidó de su acostumbrado antagonismo y le respondió:
– No lo metas en esto, madre. Todos necesitamos tomar algo para olvidarnos de ese cabrón.
– Sea lo que sea tu hermano, no es un jodido drogadicto.
Annie sacudió la cabeza lentamente, con el rostro retorcido por la consternación que le habían causado las palabras de su madre, por su sinceridad.
– Yo no estaría tan segura, mamá. El también tiene sus momentos, aunque no creo que te atrevas a reprochárselo, ¿verdad que no? El es peor que las drogas, peor que la guerra, es como una brigada de combate formada por un solo hombre. Es como un cáncer que destruye a todo el que se le pone por medio, incluido a mi padre, tu marido. Así que cuida tus palabras y no trates de humillarnos, que ya nos conocemos y sé que tienes dos caras.
Ange se había erguido tratando de imponerse, pero su altura no distaba mucho de la de sus hijos. Miró a su hija de arriba abajo, como si sintiera repugnancia al verla y dijo:
– Puta de mierda, uno de estos días te voy a dar tu merecido y te voy a cerrar la puñetera boca de una vez por todas.
Annie sacó a su hermano de la cocina mientras gritaba por encima del hombro:
– Vete a la mierda, vieja puta. Ya no puedes hacernos ningún daño, ya nadie puede hacérnoslo porque somos inmunes. Tú has hecho que sea así desde que permitiste que tu ojito derecho se apoderase de esta casa, cuando permitiste que torturase a mi padre y arruinara nuestras vidas. Espero que estés contenta y te sientas orgullosa de tu familia y de lo que has hecho con ella. Tienes por hijos a un drogadicto, a una puta y a un asesino. ¿Qué más puedes pedir?
Ange echaba chispas por lo que le había dicho su hija, por la verdad de sus palabras. Intentaba por todos los medios mantener a la familia unida, conseguir una estabilidad para ellos. ¿Por qué ese par de hijos suyos no entendían que ya no tenía ningún poder sobre Danny Boy? Lo único que intentaba era cuidar de ellos, procurar que Danny Boy no se enterase de lo que estaban haciendo y se desahogara con ellos. ¿Por qué esos dos hijos suyos siempre la veían como la mala de la película? Lo único que intentaba era cuidar de ellos, ayudarlos. ¿Por qué estaban tan enfadados con ella? Toda su vida la había pasado intentado facilitarles las cosas, protegerlos. Ellos eran los que causaban los problemas, pues sabían cómo era Danny Boy y lo incapaz que era de controlarse. Lo único que deseaba era verlos sanos y salvos. Lo único que anhelaba era verlos asentados y felices. Sin embargo, por mucho que se repitiera esas cosas, en su interior sabía que lo que pedía era imposible, pues Danny Boy se encargaba de controlarlo todo.
– Por Dios, Michael, deja de comportarte como un niñato.
Danny iba de un lado a otro de la oficina de su casino, su enorme cuerpo embutido en un traje de los caros y su inmaculado pelo brillando bajo la luz del sol de la mañana. El inspector David Grey lo miraba fijamente, pero nada sorprendido por la forma en que se había tomado lo que le había dicho: que era uno de los principales sospechosos del asesinato de Frank Cotton, y que él y sus colegas habían utilizado todos sus contactos y sus fondos para que no se investigasen sus actividades ilegales.
– Perdona que te lo diga, Danny Boy, pero por ese camino terminarás mal. No puedes ir matando a la gente sin ton ni son y esperar que no te pase nada. Tienes que buscar la forma de resolver este asunto y más vale que lo hagas lo antes posible.
Danny Boy miró al detective como si fuese la primera vez que lo veía. Observó su pelo, el tejido brillante de su traje de confección y las descuidadas uñas que le daban el aspecto de un vendedor ambulante. En el mundo real, en su mundo, hubiera pasado completamente desapercibido, y le resultaba increíble que un capullo como ése se creyese con poder suficiente como para cuestionar sus acciones. Danny Boy se preguntó por qué coño permitía que un mierda de policía como ése entrase en su oficina.
Michael, reconociendo los síntomas, intentó calmar la situación. Lo asustaba pensar que la próxima persona que ocupara un lugar en la lista de desaparecidos fuese un poli; un poli corrupto, pero un poli al fin y al cabo. Si Danny se dejaba llevar por uno de sus arrebatos, cosa que no era de extrañar, se encontrarían en una situación de la que no saldrían ni con todo el oro del mundo.
– Venga, Dave, vamos a intentar ver las cosas en perspectiva…
Grey se levantó; era un tipo grande, con deseos de grandeza también. Esa era una de las razones por las que se había dejado corromper. El juego y las mujeres eran su debilidad. Le gustaba codearse con el mundo del hampa y, normalmente, conseguía los mejores asientos en los combates de boxeo, además de disponer de algo de dinero para permitirse un capricho de vez en cuando. Tenía un buen coche y estaba realizando los trámites para comprarse una casa en la costa. Aun así, sabía que Danny Boy no se libraría de que le echasen la soga al cuello, a no ser que se tomase las cosas con un poco más de calma.
– No puedes ir por ahí quitando de en medio a todo el que se te antoje. Nadie tiene tanto poder como para eso. Y no podré garantizar que no te arresten si alguien te acusa. Trata de controlar tu carácter y cualquier asunto que tengas que resolver hazlo en tu casa, en el desguace o en un bunker, pero donde nadie te vea ni te oiga. ¿Entiendes lo que te digo?
Danny Boy miró fijamente al inspector durante un buen rato y Michael se dio cuenta de que ése sería el peor día de su vida o el último del inspector Grey. Conocía a Danny Boy mejor que nadie y, desde siempre, había sospechado que su cerebro no funcionaba como el del resto de los mortales. A él no le importaba nada ni nadie; hacía lo que se esperaba de él, lo que el mundo que le rodeaba esperaba que hiciese.
Danny Boy se consideraba a sí mismo un genio, un pensador, un intelectual, una persona cuyos puntos de vista eran los únicos que merecían la pena. Era un puñetero desquiciado mental, y David Grey debería haberse percatado de ello. Se le pagaba por limpiar la mierda, por neutralizar los arrebatos de Danny Boy y por limpiar su imagen ante los jueces locales, que, en su mayoría, le debían algún favor que otro. Sabía que Danny Boy no era de ese tipo de personas con las que se puede razonar, ya que su forma de comportarse no daba margen para la discusión. Danny Boy esperaba que la gente hiciese lo que ordenase, que todos saltaran de su asiento en cuanto los llamase, especialmente si cobraban un sueldo pagado por él.
David Grey era como la mayoría de los polis corruptos y creía que llevaba el bastón de mando en su relación con los delincuentes, de los que obtenía la mayor parte de su dinero. No se daba cuenta de que, desde que aceptaba el primer soborno, estaba más pillado que nadie y era relegado a la altura de sus zapatos. Ser un poli como Dios manda era una cosa; no es que fuese lo más idóneo, pero se consideraba comprensible después de todo. Sin embargo, un poli corrupto, que además daba su opinión cuando nadie se la había pedido, era algo intolerable, ya que se le pagaba para que esas cosas no sucediesen, no para que les diera lecciones sobre derecho. Grey no era tan listo como creía si pensaba que iba a salir de allí bien librado.
Danny Boy se sirvió una copa; ni siquiera a esas horas de la mañana el alcohol parecía afectarle lo más mínimo. Podía beberse una botella de brandy y conducir perfectamente, hablar correctamente o hacer un trato con sorprendente precisión. El alcohol era una de sus debilidades, junto con la coca y las anfetas, que ingería con total impunidad. Se tomó la copa de dos tragos, fue hacia Grey y le arrojó el vaso con toda su fuerza. Le golpeó en uno de los lados de la cabeza y lo derribó al suelo. Mientras yacía tendido, con la sangre manando de un profundo tajo que tenía detrás de la oreja derecha, Danny se le acercó y, hablándole en susurros y delicadamente como si fuese un niño pequeño, le dijo:
– Por lo que veo, no comprendes que me perteneces.
Michael estaba de pie, a la expectativa. Grey estaba tirado en el suelo, yacía en posición fetal y se tapaba la cabeza con los brazos porque esperaba un segundo ataque. Por primera vez se daba cuenta de con qué tipo de persona estaba tratando. Estaba probando la medicina de Danny y ahora tomaba conciencia del papel que desempeñaba en el drama que conformaba la vida del joven Cadogan. El sólo era un soldado raso, un medio para conseguir un fin. Sus sueños de utilizar a Danny Boy para lograr sus metas financieras se habían desvanecido, igual que la posibilidad de abandonar su empresa cuando se le antojase. No cabía duda; estaba acabado y él lo sabía. Aun cuando tuviera la suerte de salir de esa habitación vivo, lo que era cuestionable, su existencia anterior se había acabado.
Mary se sentía mal, pero no era ese malestar matinal que tanto ansiaba, sino la acidez que le provocaba la resaca. Se puso de pie a duras penas y se dirigió hacia la cafetera. Mientras se servía una taza de café bien cargado, volvió a percibir ese sabor ácido en el estómago. La cocina estaba iluminada por una brillante luz otoñal y, después de echarse azúcar en el café, se sentó en la enorme y labrada mesa de madera. Desde la muerte de su suegro, hacía tres meses, había perdido por completo el control de su vida. Se pasaba el día imaginando la muerte de su marido; era un pensamiento que la rondaba a todas horas, estuviera lavando los platos, haciendo las camas o viendo la televisión.
Su sueño favorito, que normalmente le venía después del primer trago de la mañana, era que oía que llamaban a la puerta en mitad la noche. Al abrirla, se encontraba con la policía, que le comunicaba la noticia de que su marido había sido acribillado a balazos en el pecho y en la cabeza. Hasta en sus fantasías quería tener la completa seguridad de que no había forma de que sobreviviera, ya que ni tan siquiera en sueños se sentía totalmente segura de que no resucitaría con tal de fastidiarla. Su simulada pena y su alegría interna la rejuvenecían completamente, pues aquellos pensamientos se habían convertido en su único aliciente y la única razón por la que no perdía del todo la cabeza.
Mientras echaba un chorro de vodka en el café, notó que la tensión desaparecía de su cuerpo y de nuevo aparecía la imagen de su marido en el tanatorio. Tenía la cara destrozada, sus bonitos dientes y su boca sensual, que escondía tanta malicia tras la sonrisa, hechos pedazos. Suspiró aliviada, disfrutando del placer que le proporcionaba esa imagen.
Sintió náuseas otra vez e hizo un esfuerzo por retener la bilis que se le venía a la boca frotándose la garganta. Sus largos y delgados dedos estaban repletos de anillos, como correspondía a la mujer de Danny Boy Cadogan, sus uñas pintadas de rosa y perfectamente cuidadas gracias a tanta manicura. En su delgada muñeca llevaba un reloj con diamantes incrustados y, alrededor de su delgado y largo cuello, un crucifijo de oro de los grandes con el que siempre estaba jugando inconscientemente. Con el pelo cayéndole sobre los hombros y su piel de porcelana, Mary tenía el aspecto de una mujer a la que no le faltaba de nada.
Durante toda su vida, su madre le había instado a que cuidara su imagen con el fin de casarse con un capo que le proporcionase todo lo que necesitaba. Una vez que lo tengas apresado y le des un par de hijos, decía, tendrás la vida solucionada; es decir, dinero, una bonita casa y el respeto de todos. Mary había logrado lo primero; es decir, se había casado con un pez gordo, un verdadero capo que estaba considerado como el hombre más peligroso del país. Pero no había logrado lo segundo, ya que había sido incapaz de engendrar hijos, uno porque se había asustado de su marido y el otro porque él se lo había arrancado de sus entrañas. No termines como yo, le había repetido infinidad de veces su madre, a lo que estaba decidida, pues no esperaba terminar siendo una borracha como su madre. Pues bien, las cosas habían cambiado. Levantó la taza de café para hacer un brindis y dijo:
– Soy igual que tú, madre. Igual que tú, pero con dinero.
Su risa se oyó muy fuerte porque la casa estaba vacía. Luego se echó hacia delante, como si sintiera un fuerte dolor, y se echó a llorar como una niña por esa mujer que había destrozado la vida de su hija antes incluso de que naciera.
Michael y Danny aún discutían acerca de qué hacer con Grey cuando aparcaron a las puertas de una casa de protección oficial en Caledonian Road. Era un bonito día de sol, aunque hacía frío. Ambos llevaban puestos sus abrigos de invierno y guantes de piel. El vaho de sus alientos impregnaba el ambiente y Danny Boy se reía para sus adentros. Cuando aparcaron el BMW, todas las personas que se dirigían a sus trabajos los saludaron, ya que Danny Boy, aunque tuviera la reputación de ser un bicho malo, también era considerado un hombre justo y generoso.
– Grey tiene suerte de que no le haya arrancado las pelotas y se las haya sacado por la garganta. No se puede permitir que un poli te coma el terreno, especialmente si es un poli corrupto. En cuanto pueda, pienso ajustarle las cuentas, pero por ahora me interesa que te vea a ti como su salvador. Así que prepárate, porque de ahora en adelante recurrirá a ti. Y, como dice la canción, quiero que lo uses y luego lo tires. Ahora cállate y déjame resolver este asunto a mi manera, ¿de acuerdo?
Al acercarse a la puerta, ya les estaba esperando una mujer pequeña con un bastón y una amplia sonrisa en el rostro. El afecto que sentía por Danny Boy se veía en su mirada y, cuando él la estrechó entre sus brazos, ella no paró de reír y hablar con esa voz tosca peculiar de los fumadores y de los que han tenido una vida llena de penurias.
– Entrad, muchachos. Algo de comer os quitará el frío.
Dentro de la casa el calor era sofocante. Procedía de la calefacción que Danny había mandado instalar unas semanas antes. La casa era pequeña, pero estaba impecable. La decoración era nueva, aunque ya desfasada, y el olor a huevos y beicon los condujo directamente a la cocina. Dejaron sus abrigos en el sofá que había en el salón y, después de frotarse las manos, Danny Boy, en broma, dijo:
– Por favor, que mi madre no se entere de lo mucho que me gusta tu comida, no vaya a ser que me pegue un tiro.
Nancy Wilson estuvo a punto de explotar de lo orgullosa que se sintió al oír esas palabras, como bien sabía Danny. Su hijo, Marcus, llevaba cumplidos dieciocho meses de la condena de doce años que le había caído en Parkhurst y se la estaba comiendo sin rechistar. Era un buen tío, un hombre decente y Danny se lo estaba compensando asegurándose de que a su familia no le faltase de nada. Su madre jamás había vivido tan bien y ella lo sabía.
Marcus tenía un hijo, Joseph, que estaba a punto de cumplir los dieciocho. Su esposa, sin embargo, una hermosa mujer procedente de una buena familia, había muerto de cáncer cuando el muchacho sólo tenía nueve años. Nancy había sido quien había educado al muchacho, ya que su hijo había tenido que buscarse la vida. Lo habían sorprendido robando y Danny Boy había sido el que le había encargado el trabajo. En consecuencia, era responsabilidad de Danny, al igual que su familia más cercana, por eso frecuentaba a su madre con cierta regularidad. Danny Boy procuraba pasarse por allí de vez en cuando, pues sabía que eso suscitaba comentarios y aumentaba su prestigio. Ese toque personal se había convertido en su tarjeta de visita, le proporcionaba prestigio y respeto, especialmente entre los más mayores. Se sentía obligado porque sabía que Wilson podría haberle delatado y haber hecho un trato con la pasma, ya que las sentencias tan duras que estaban imponiendo los jueces hacían que uno se olvidase de lo que significaba la lealtad. Él, sin embargo, tenía una condena de doce años, lo que significaba que tendría que cumplir dos terceras partes antes de salir por buena conducta; es decir, que estaría apartado del mundo por lo menos ocho años.
– Tiene buen aspecto, señora Wilson, como siempre. ¿Cómo van las cosas?
Nancy puso dos tazas de té encima de la mesa y siguió cocinando antes de responder:
– Todo va bien. Marcus me ha dado recuerdos para ti y me ha dicho que te dé las gracias por tu ayuda.
Michael la interrumpió a mitad de la frase, tal como se esperaba que hiciera, y dijo:
– Dígale de nuestra parte que es un tío como Dios manda. Hace un momento estábamos comentando lo mucho que lo echamos de menos.
Nancy Wilson se sintió recompensada por esas pocas palabras. Jamás en la vida la habían tratado con tanto respeto ni había tenido a tanta gente cuidando de ella. Cada vez que iba al mercado de Chrisp Street, todo el mundo parecía alborotarse con su presencia, algo que ella sabía de sobra que se debía a ese par de hombres que ahora estaban en su cocina.
Ella los apreciaba por eso, y su devoción por Danny Boy estaba más que garantizada. Su hijo sabía lo bien que la trataban y eso le había quitado un peso de encima. Él, además, gozaba de una celda individual gracias a los contactos de Danny, contaba con algún dinerillo para cuando saliese de la cárcel y se sentía más seguro que un bombero en una fiesta de hogueras. La verdad es que él tampoco había vivido nunca tan bien.
Mientras los dos hombres arremetían contra los huevos y el beicon, ella les rellenó la taza de té y untó la mantequilla en las tostadas. Disfrutaba teniendo compañía, más si se trataba de una compañía tan prestigiosa como ésa. De hecho, hasta tenía cuenta en la parada de taxis del barrio, una cuenta que, por supuesto, abonaban esos dos hombres, por lo que no tenía que coger el autobús para ir a visitar a su hijo, ni acudir a la seguridad social para mendigar nada, ni tenía que sentarse horas enteras esperando para darle a alguna jovencita su billete de tren y ser tratada como una escoria mientras esperaba que se lo reembolsaran. Ella iba en taxi, el conductor se paraba para almorzar y la acompañaba en su viaje en ferry hasta la isla de Wight. Tampoco tenía que esperar la cola como las demás, lo que no se podía pedir más para una mujer que había sido maltratada toda la vida. Ella siempre le decía a su hijo lo bien que la trataban porque sabía que eso lo tranquilizaba.
– ¿Cómo le va al pequeño Joseph?
Nancy había estado esperando la pregunta y se sentó en una silla antes de responder.
Su rostro arrugado reflejaba la tragedia de lo que pensaba responderle:
– Estoy sumamente preocupada por él, Danny Boy.
Danny dejó el tenedor y el cuchillo en el plato para prestarle la debida atención.
– ¿Por qué? ¿Qué pasa?
Se le veía preocupado.
Nancy Wilson encendió un Benson & Hedges antes de responderle, pues sabía lo importante que era hacer una pausa para darle dramatismo al asunto, como había aprendido de su marido, ese maldito e inútil cabrón.
– Está medio enganchado. Pensaba que lo sabías.
Danny y Michael se quedaron estupefactos durante unos segundos.
– ¡Joder! ¿Y quién coño le ha metido en la heroína? Él no es un estúpido y sabe de qué va eso.
Nancy respiró profundamente y, con tristeza, dijo:
– Jonjo. Él ha sido quien le ha metido en eso, Danny Boy. Es de eso de lo que quería hablarte. Jonjo siempre anda merodeando por aquí en busca de algo. Los dos son un par de holgazanes, Danny, pero tu hermano es quien lleva las riendas, y no hablo como si fuese una abuela sumamente protectora. Ya tuve unas palabras con ellos la semana pasada porque habían escondido la droga en mi casa. Imagínate, en mi propia casa. La encontré debajo de la cómoda de Joe cuando estaba limpiando. Tienes que hablar con ellos. Yo no quiero ver a la pasma por aquí con una orden de registro ni quiero que mi nieto termine en el trullo. No le he hablado de esto a su padre porque no quiero que se inquiete. Encerrado como está, no haría otra cosa que darle vueltas al asunto. Además, ¿para qué preocuparlo? Por mucho que quiera, no puede hacer nada al respecto.
Danny se quedó mudo durante unos momentos, tratando de asimilar la información y preguntándose si sería cierto lo que oía. Luego cogió el tenedor y el cuchillo y continuó comiendo.
– Lo lamento, Danny Boy, pero tenía que decírtelo. Estoy enferma de los nervios y la forma en que me habla mi nieto no me agrada lo más mínimo. Coño por aquí, coño por allá. Y Jonjo hace otro tanto. Se lo comenté a tu madre en el bingo la semana pasada y ahora ni siquiera me mira, ni me ha dicho nada. Yo sólo intenté advertirle.
Danny Boy sonrió a la anciana como si estuviese totalmente sosegado y pensara en hacerse cargo del asunto, pero Michael observó que se le ponían los nudillos blancos y que su mirada irradiaba malicia.
– No le dé más vueltas a ese asunto, señora Wilson. Yo hablaré con él y solucionaré ese problema. Y ahora, dígame, ¿tiene algo de ese pudin de pan que tan bien le sale?
Nancy sonrió satisfecha. Estaba convencida de que sus problemas se habían acabado, pues Danny Boy había asumido el control de la situación. Ella confiaba plenamente en que resolvería el problema de inmediato; al fin y al cabo, él se lo debía a la familia y ella lo sabía tan bien como Danny.
– Por supuesto que sí. Lo he hecho especialmente para vosotros dos.
Michael había perdido repentinamente el apetito. Carole tenía razón cuando decía que estaba mal de los nervios, pues últimamente se sentía más tenso que el culo de una virgen. Llevaba una vida cargada de tensiones por culpa del carácter inestable de Danny Boy y lo peor de todo era que le apreciaba sinceramente. De hecho, más de lo que Danny Boy se merecía.
Jonjo estaba desesperado y no lo disimulaba en absoluto. Aún estaba esperando a que lo recogiesen y lo llevasen a su lugar de trabajo. Lo que más le molestaba es que eso que llamaban trabajo lo podía realizar cualquiera con la inteligencia de un mosquito; de hecho, hasta los mosquitos tenían la sensatez suficiente como para no soportar el jodido frío. Con lo enganchado que estaba, la llegada del invierno no le beneficiaba nada. De hecho, estaba viviendo una mentira en mayúsculas, tan grande que hasta él mismo tenía que inventar excusas para seguir viviendo. Danny Boy lo trataba como el memo que era y eso le dolía porque, como su hermano, era una persona sumamente orgullosa, pero, a diferencia de él, no permitía que eso se interpusiera en su camino si de esa forma ganaba unas pocas libras. De que era un vago en el sentido literal de la palabra no cabía duda, aunque ya había aprendido a vivir con ello, por mucho que lo lamentase. Sin embargo, el aliciente de la heroína era demasiado seductor como para no aprovecharlo, ya que aniquilaba todo lo que tuviese algo de normalidad. A él le gustaba esa vida, o al menos la había aceptado, lo cual era muy distinto.
No había duda de que era hijo de su padre, aunque eso era algo que jamás admitiría. Que Danny Boy tuviera que alimentarlo tampoco le preocupaba demasiado. Lo que de verdad le molestaba era saber que era un rastrero y un pelota, y lo que más odiaba era que todo el mundo se diera cuenta de ello. Odiaba que hablasen de él por la única razón de que llevaba el mismo apellido que su hermano y que hubiese sido su hermano quien había considerado oportuno que tuviese un empleo. Tampoco le molestaba ser un recadero, pues hacía lo que le pedían y no se complicaba la vida. Sin embargo, sabía que ése era el motivo por el cual jamás le pedían que hiciera algo importante, razón por la cual nadie lo consideraba un elemento esencial del imperio Cadogan. Sí, odiaba eso, aunque en el fondo se alegraba de que fuese así. Si Danny Boy le encargaba algo de responsabilidad, no podía marcharse y dejarle el marrón a quien se encargara de vigilarlo ese día en particular.
Cuando oyó que Danny Boy abría la puerta, se alegró sinceramente de saber por fin qué le pediría.
Danny, con su corpulencia, ocupó casi toda la puerta.
– Lo siento, colega, pero tenía algunos asuntos que resolver.
Pasó por delante de su hermano toscamente y, acercándose a su madre, la besó en la mejilla antes de decirle con tristeza:
– La lápida del viejo llegó ayer de Italia. Quiero que vayas con Michael para ver si te gusta. Para mí está más que bien, pero tú sabes mejor que yo qué poner en ella.
Ange se puso sumamente contenta al oír esas palabras, justo lo que había esperado Danny, pues sabía que el mayor temor de su madre era que la tumba quedara sin lápida. Danny lamentaba que no le conociera lo suficiente para saber que eso era algo que él jamás permitiría.
– Es mármol negro de Italia. Me ha costado un ojo de la cara, pero, sin ánimo de molestarte, hay espacio para poner tu nombre cuando llegue ese momento. Espero que te guste.
Ange ya había cogido el abrigo y Danny Boy la ayudó a ponérselo con una gentileza que ocultaba la rabia y la indignación que lo carcomían por dentro.
Cuando la vio marcharse, Danny cerró la puerta principal con sumo cuidado. Luego, dándose la vuelta, se quedó mirando fijamente a su hermano antes de decirle jovialmente:
– Inútil de mierda. Quiero que me des la jeringa, el caballo y tu puto culo. Y lo quiero en ese orden.
Annie oyó la conmoción que se originaba en el salón, pero tuvo la delicadeza de meterse en su habitación y encender la radio, ya que con ningún pretexto pensaba interferir en ese nuevo drama. Ni siquiera cuando oyó la voz de Jonjo pidiendo clemencia, ni los puñetazos sordos que acompañaban sus plegarias. Danny Boy estaba haciendo lo que consideraba más aconsejable para resolver el problema y, por una vez en la vida, estaba de acuerdo con él y con sus métodos. Jonjo necesitaba que le dieran una lección y ahora la estaba recibiendo de parte del hombre que, una vez que se supiera en las calles que conocía la adicción de su hermano, decidiría el abandono de Jonjo del grupo de los drogadictos. Por mucho que Annie odiase a Danny Boy, sabía que su reputación como capo les proporcionaba a todos una mayor libertad dentro de la comunidad.
Capítulo 22
Carole estaba realmente hermosa. Aunque no era una mujer a la que se le pudiera dar un diez, el traje que había elegido para la boda le sentaba de maravilla, algo que tenía que agradecer a Mary porque resaltaba sus virtudes y, como decía en tono de broma, ocultaba sus enormes caderas. Ahora lo único que ansiaba era tener hijos, ya que, al igual que Michael, sentía la necesidad de procrear, de edificar una red familiar que fuese sangre de su sangre. Carole admiró a Mary, estaba tan guapa que se preguntó por qué no se sentía celosa de ella, de su voluptuosa figura y de sus prietas nalgas.
Mary la había ayudado a organizado todo. Como madrina de honor, Mary era más guapa que la novia, pero Carole se consoló pensando que siendo la hermana de su marido eso carecía de importancia. Además, se sentía enormemente agradecida por los consejos que le había dado, porque, de no haber sido por ella, seguro que no habría elegido tan acertadamente. Carole no era como las típicas mujeres de los capos; es decir, mujeres y jovencitas que se habían criado en ese mismo ambiente y que estaban familiarizadas con los nefastos intereses de sus maridos. Eran tan amorales como los hombres que tanto deseaban, ya que sólo veían dinero donde otras buscaban amor. Eran mujeres que juzgaban a un hombre por su reputación y por sus ganancias potenciales, y cuyo sueño dorado era casarse con un verdadero capo. Desde muy jovencitas estaban familiarizadas con el sistema penitenciario, por lo que no sentían el más mínimo escrúpulo en casarse con un hombre que fuese vicioso y rencoroso, ya que, en su mundo, ambas cosas se consideraban cualidades que proporcionaban mucho dinero. Un hombre de mediana edad, barrigudo y con cicatrices por el acné, podía considerarse un buen partido si tenía una cuenta bancaria con bastantes ceros. Esas mujeres buscaban en sus relaciones amorosas lo mismo que ellos en sus compañeros de negocios: una alianza cuyo único interés estribaba en las ganancias que pudieran proporcionarle a ellas y sus familias.
Carole, sin embargo, estaba verdaderamente enamorada de Michael, igual que él de ella. También sabía que Danny Boy le manifestaba un gran afecto y la tenía en alta estima, cosa que agradecía enormemente. Aunque Danny Boy la intimidaba, ella también lo apreciaba. Siempre había sido amable y respetuoso con ella, aunque tenía una forma muy distinta a la suya de tomarse las cosas.
Mientras permanecía de pie, a las puertas de la iglesia, se preguntó si la despedida de soltero que había celebrado Michael sería razón para que llegase con retraso a la ceremonia, pero luego pensó que no debía preocuparse por eso. Sin embargo, cuando el hermano del padrino de su marido le dijo que ya estaba en la iglesia esperando impacientemente a que llegase, se relajó de inmediato.
Annie le sonrió. Era una chica realmente bonita y Carole se preguntó cómo una jovencita que había sido bendecida con semejante belleza permitía que ¡a utilizasen de esa forma. Era algo que le resultaba incomprensible. Se acostaba con todo el que se le pusiera delante y sospechaba que incluso había intentado tentar a Michael con sus proposiciones. Annie utilizaba su cuerpo como arma, un arma muy peligrosa por cierto. El estilo de vida de su hermano y el respeto que su reputación le proporcionaba la convertían en un objeto muy codiciado. Llevársela a la cama no resultaba nada difícil, pero, por mucho que llevase ese apellido, su propia reputación causaba muchos estragos. Annie era como la víctima de un accidente que acabase de suceder, sólo que, en vez de esperar a la ambulancia, se levantaba, se acicalaba y esperaba a que llegase el próximo. Era una chica sumamente desgraciada, con la misma manía autodestructiva que muchas de sus amigas. Las mujeres de su mundo eran juzgadas por su prematura sexualidad; de hecho, la mayoría de ellas perdían la virginidad con hombres que podrían ser sus padres, pues estaban deseando ser consideradas mujeres adultas. Ser una niña se consideraba una forma de identidad, pero ellas ya habían dejado de ser adolescentes para convertirse en «madres», un título que las transportaba al mundo de los adultos de la noche a la mañana.
Carole había sido educada como una buena chica católica y, al contrario que muchas de sus amigas, se lo había tomado muy en serio. Por esa razón, jamás había sido tan instigada como ellas, ya que nunca hacía alarde de sus formas ni vestía provocativamente. De haberlo hecho, hoy no se estaría casando con el hombre con el que iba a contraer matrimonio.
Al igual que Michael, veía a esas mujeres tal como eran, no como deseaban ser. No comprendía cómo podían considerar más importante lo que la gente pensase que la rutina diaria. Por nada del mundo se cambiaría por ellas. La vida de esas mujeres era una vergüenza, algo que ellas sabían tan bien como ella, por eso Carole no comprendía que no hicieran nada por cambiarla. No obstante, las entendía. Un capo era un buen partido. Por eso, para las mujeres de su mundo, que ella se casase con Michael era como si le hubiese tocado la lotería.
Carole, sin embargo, se sentía muy ligada a él, especialmente desde que se habían convertido en una pareja estable. Las personas, además, la trataban con sumo respeto, algo que jamás había experimentado. Muchas que antes no le habían prestado ni la menor atención, ahora se acercaban tratando de ganarse su amistad y buscando algún vínculo, por muy tenue que fuese. Resultaba irrisorio, pero viendo que mostraban tanto entusiasmo y sinceridad, no quería despreciarlas y siempre les respondía con amabilidad, pues formaba parte de su carácter. Carole era una buena persona a la que nunca se le veía un mal gesto con nadie. Michael le había dicho que pasase de ellas, que no les prestase ninguna atención, pero ella era incapaz de hacer algo así.
No obstante, a partir de ese día podría elegir de quién quería seguir siendo amiga y de quién no. No es que desease ser antipática con nadie, pero con su nuevo estatus se podía permitir el lujo de no saludar a quien se le antojase. Era capaz de ser agradable con las mujeres de su mundo y, al mismo tiempo, dedicarse a su marido por completo.
Carole gozaba de muy buena reputación en el barrio y todo el mundo que la conocía la consideraba una persona amable y siempre dispuesta a ofrecer su ayuda. Su matrimonio con Michael, el brazo derecho de Danny Boy, había realzado aún más su posición dentro de la comunidad, aunque ella no lo percibió al principio. Lo único que deseaba era que su vida con Michael fuese tal como la había soñado.
Mary estaba embarazada de nuevo, sólo que esta vez creía que sería capaz de llevar a buen término su embarazo. Michael le había comentado que Danny Boy llevaba semanas sin aparecer por su casa y eso le hizo pensar que quizá ahí estribara la razón de que el embarazo de Mary no se hubiese estropeado como los anteriores. Danny Boy era muy amable con ella y, aunque ella también lo apreciaba, sabía que no era el mejor marido del mundo. También sabía que el fracaso de su matrimonio no era culpa de Mary, ya que Danny Boy seguro que se habría comportado de la misma forma con cualquier mujer con la que se hubiera casado.
Arnold Landers estaba realmente guapo con el traje que llevaba y Carole se fijó en ese andar tan jovial que le caracterizaba. Era un hombre muy apuesto y sabía que Michael, igual que Danny Boy, tenía muy buen concepto de él. Estaba al mando de todas las operaciones en el sur de Londres, tarea que no resultaba nada fácil según tenía entendido. Carole esperaba que Annie supiese darse cuenta de todo lo bueno que había en él antes de que fuese demasiado tarde. De hecho, esperaba que fuese quien la metiese en vereda, ya que Arnold no era un hombre dispuesto a soportar las extravagancias de su mujer; aunque para eso primero tendría que enterarse de ellas, cosa que, por la forma de comportarse de Annie, no tardaría en suceder.
Carole se sosegó cuando oyó las primeras notas de la música que había elegido, Lo que el viento se llevó, y empezó a hacer su recorrido por el pasillo de la iglesia cogida del brazo de su padre. Llevaba la cabeza bien alta y su corazón estaba abierto y dispuesto a recibir todo el amor que su marido pudiera brindarle.
La gente parecía sinceramente contenta. Los invitados a la ceremonia la miraban con expectación, como si su matrimonio pudiese cambiar el estilo de vida de su marido. Michael era el socio de Danny Boy, aunque ella sabía que ése no era el término más apropiado, teniendo en cuenta la situación de su marido en la sociedad. Él era el verdadero cerebro de la sociedad, pero comprendía que la gente considerase a Danny Boy el cabecilla, algo que, además, resultaba muy conveniente para su marido. Además, era la única persona capaz de controlar a Danny Boy.
Ese papel también le proporcionaba la ventaja de que, cuando se cometiese un asesinato, nadie lo consideraría responsable, aunque eso era algo que su mujer desconocía.
Carole se percató de que Danny Boy la observaba atentamente mientras recorría el pasillo en dirección a su esposo, pero procuró que sus miradas no se cruzasen en ningún momento.
Estaba radiante, como se suponía que debía estar una novia, y estaba realmente bella, muy bella. Por primera vez en la vida comprendió cómo se había sentido Mary, que siempre había acaparado la mirada de todos.
Michael la estaba esperando y en su rostro relucía ese amor profundo y duradero que sentía por ella, algo que provocó que muchas mujeres de la iglesia se echasen a llorar, aunque también algunos comentarios insidiosos por parte de los hombres.
Ange estaba llorando, ya que consideraba a Michael el hijo que le hubiera gustado tener. Ahora veía a Danny Boy como el ser maligno que acabaría con la vida de todos los que lo rodeaban, pero apartó esos pensamientos porque aquélla era una boda de la que estaba dispuesta a disfrutar.
Había un humo tan denso en el bar del hotel que parecía una nube de color gris, las mujeres y los niños estaban en el salón de baile, la música sonaba a todo volumen y la luz era tan tenue que suavizaba las arrugas de las mujeres más ancianas. El banquete era espectacular y cuantioso; dos camareros jóvenes se encargaban de que no faltase de nada y todo el mundo estaba más que impresionado. Después de la comida de cinco platos que se sirvió, eso estaba casi de sobra, pero así es como se esperaba que fuese, ya que aquello sólo era otra manifestación más de poder, lo mismo que las palomas que se habían soltado en la puerta de la iglesia y el gaitero que los había conducido hasta Park Lane Hotel. Fue un acontecimiento del que se hablaría durante mucho tiempo, y todo se le atribuía a Carole, por supuesto, ya que se había convertido en la nueva reina del submundo.
Los hombres reían y bromeaban. Michael había cumplido con su deber, había bailado el primer baile, había partido el pastel de seis pisos y luego había recorrido la sala saludando a todo el mundo llevando a su esposa del brazo. Ahora se estaba tomando un descanso con sus amigos, tal como se esperaba que hiciese. Cuando se sentó al lado de Danny Boy en el lujoso bar se sintió orgulloso de ver lo que habían conseguido en los diez últimos años. Estaban en la cima del mundo y no había nadie que estuviese dispuesto a arrebatarles ese puesto. Lo único que podía estropear sus planes era que Danny Boy continuara dejándose llevar por su carácter. Michael había impedido muchos actos violentos y sabía que Danny era consciente de ello. Danny Boy no era ningún estúpido, sabía que nadie estaba completamente a salvo y, por eso, intentaba controlarse en lo posible. Su reputación bastaba para obtener lo que se le antojase y ya no tenía nada que demostrar a nadie. Hasta los capos fuera del Smoke le rendían pleitesía, ya que él era el jefe y el dueño de las calles.
Danny también se estaba tirando a una nueva jovencita, que, al parecer, lo estaba domesticando un poco. Era una mujer pequeña y delgada, con una figura agradable y unos ojos profundamente azules. Era una mujer civilizada que trabajaba de secretaria en una oficina de la ciudad. Danny estaba colado por ella, igual que de la otra querida que se había buscado y con la que ya había tenido un hijo.
Michael pensaba que era más tonta que un apio, pero parecía una mujer agradable y mantenía un trato amistoso con ella. Además, tenía la ventaja, al menos en su opinión, de que no quería formar parte de su mundo, pues se contentaba con que no le faltase de comer y pudiese salir por la noche de vez en cuando.
Mientras hablaban, Michael vio entrar en el bar a un hombre alto, calvo y con los dientes amarillentos. Se veía que había bebido más de la cuenta, pero, como no era uno de sus invitados, lo ignoró por completo. Michael estaba sentado con sus amigos, unos quince más o menos, agrupados en dos mesas. Había champán y brandy encima de la mesa para que cada cual se sirviera a su gusto y, mientras hablaban y se contaban chistes verdes, el hombre, uno de los inquilinos del hotel, pasó cerca de la mesa y tropezó con Danny Boy, derramándole la copa, un whisky doble, encima de la chaqueta.
Danny Boy se quedó mirando fijamente al hombre mientras los demás permanecían en silencio. El hombre se sintió sumamente avergonzado y empezó a disculparse mientras los demás estaban pendientes de la reacción de Danny. Carole entró en ese momento en el bar para ver en qué condiciones estaba su marido y su mirada se cruzó con la de Danny. Ella le sonrió sin percatarse en absoluto de la situación y le dijo alegremente:
– Te dejo a cargo de mi marido para que cuides de que no beba demasiado.
Michael sonrió mientras ella salía del bar y, girándose para ver en qué acababa la situación, se sorprendió cuando vio que Danny Boy dibujaba una sonrisa infantil y decía alegremente:
– No te preocupes, colega. Todos nos hemos pasado alguna vez.
Le hizo una señal al camarero, al cual no se le había pasado por alto ese momento de tensión, y le dijo:
– John, sírvele a este tío una copa y apúntala en mi cuenta.
Todos los presentes se relajaron cuando vieron que Danny Boy se despedía del muchacho y se sentaba como si nada hubiese sucedido.
Michael miró a su viejo amigo y tuvo deseos de llorar. Cuando Danny le guiñó un ojo, se dio cuenta de que, dijeran lo que dijesen, no había duda de que era un buen amigo suyo. Había reprimido sus deseos de enseñarle buenos modales a ese extraño, algo que para los demás no resultaba demasiado difícil, pero que Danny, normalmente, se habría sentido obligado a hacer, aunque eso significase arruinar una boda. Cuando se trataba de Danny Boy, sus reacciones ante ciertas situaciones eran más instintivas que fruto de esa valentía que genera el alcohol, como solía ser el caso de la mayoría de los hombres que estaban sentados en la mesa. Danny Boy era de los que pensaban que la mala educación era peor que matar a una persona, porque mostraba una carencia total de respeto, no sólo por la persona en cuestión, sino también para ellos mismos. Michael sabía que los hombres que estaban sentados se daban perfecta cuenta de eso y que lo sucedido suscitaría muchos comentarios porque había sido un gesto de profunda amistad y lealtad. Y no sólo para con él, sino también para con su esposa.
Jonjo se reía y Annie se alegró de oír su risa. Mientras permanecía de pie, a su lado, escuchando los chistes que contaba su antiguo vecino, Siddy Blue, también sintió los efectos del banquete nupcial. Ya era muy tarde y los niños estaban recostados en los sillones, tapados con sus abrigos y durmiendo plácidamente el sueño de los inocentes. El pinchadiscos ponía canciones lentas y la pista de baile estaba salpicada de parejas que bailaban, algunas llevadas por un nuevo arrebato de pasión, pero la mayoría hartas de verse entre sí.
Siddy contaba con un interminable repertorio de bromas. Era un hombre que andaría por los cuarenta, con una constitución delgada y una buena mata de pelo. Hasta Danny Boy se reía a carcajadas. Siddy sabía contar chistes y enganchaba uno con otro, por eso era invitado a menudo a las fiestas.
– Escucha éste, Danny Boy. La pasma se presenta en un piso de Wanstead y un niño de unos doce años abre la puerta con un vaso de whisky en la mano, una puta agarrada del brazo y un porro en la boca. La pasma le pregunta: ¿Está tu padre en casa? El niño responde: ¿Y tú qué crees, gilipollas?
Todos estallaron en carcajadas de nuevo. Danny Boy miró a su hermano pequeño y, en voz alta, dijo:
– Seguro que era él.
Le pasó la mano por el pelo a Jonjo mientras hablaba y Annie se relajó, pues era la primera vez que le hablaba directamente en meses, desde que se había enterado de su adicción y lo había hospitalizado. Desde aquel momento no había vuelto a dirigirle la palabra, lo ignoraba por completo y sólo le hablaba a través de terceras personas.
Jonjo se sintió tan contento por el gesto de su hermano que se rió de buena gana. A Danny Boy se le había pasado el enfado y eso significaba que sería admitido nuevamente en el seno de la familia. Que se riera por el mismo motivo por el que antes se había enfadado ya decía mucho, pues significaba que estaba dispuesto a dar el asunto por zanjado y concederle otra oportunidad. El alivio que sintió Jonjo fue abrumador.
Michael se acercó a la mesa y, alegremente, dijo:
– Me voy con mi esposa a la suite nupcial.
Danny se levantó y abrazó a su amigo. Fue un abrazo sincero y emotivo que ninguno de los presentes pasó por alto. Mientras los dos se abrazaban, Danny, con la voz cargada por la emoción, dijo:
– Eres un tipo con suerte, amigo. Me alegro por ti.
Siddy, que estaba escuchándolos, irrumpió:
– Aprovéchate ahora, Mike. Dentro de diez años tendrá el mismo aspecto que su madre y ya no querrás ni echarle un polvo.
Se rió de su comentario, pero cuando quiso darse cuenta de que se había pasado de la raya, Danny Boy ya lo había levantado de la silla. Su comentario fue uno más de los que se hacen en las bodas, algo que se decía en tono de broma entre hombres y sin ánimo de ofensa, ya que, normalmente, provocaba comentarios picarescos por parte de los más expertos sobre los peligros de la vida de casado. En realidad era algo que se decía por decir, sólo para pasar un buen rato. Sin embargo, en aquella ocasión, esas palabras fueron escuchadas por Danny Boy Cadogan, alguien que se había puesto de coca hasta la gorrilla y que ya de por sí resultaba una persona difícil de sosegar. Para colmo, ese comentario le había traído a la memoria su propio matrimonio, su vida de casado y, por eso, fue como enseñarle una capa a un toro. Él precisamente ansiaba tener una esposa como Carole, algo que sabía imposible porque era uno de esos tipos que destruyen todo lo que tocan, algo que en ese momento sólo había servido para avivar el fuego de su rabia. El jamás había tenido esa oportunidad, su padre se había encargado de ello, por eso jamás sería la persona que anhelaba ser. Su padre había vendido a toda su familia, se había desentendido de ella y él jamás había superado ese desaire. Lo único que tenía en su interior era una enorme bola de odio y desprecio que lo convertía en una persona inmune a los sentimientos y emociones que dominaban a todos los que le rodeaban. La frialdad de sus sentimientos no era algo que le perturbase demasiado, salvo en los momentos en que resultaba tan patente que no le quedaba más remedio que aceptarla.
Mientras Danny Boy atacaba a su viejo amigo y vecino, los demás observaron la escena con una mezcla de sorpresa y excitación. Cuando Michael y Arnold lograron quitar de encima a Danny del postrado hombre, había sangre por todos lados, aunque sus heridas eran superficiales. Lo que resultaba verdaderamente chocante era la forma en que gritaba Danny Boy.
– Maldito gilipollas, te voy a enseñar a hablar de una mujer como ésa.
Danny Boy aún intentaba seguir pateando al hombre tendido cuando Arnold y Michael lograron sacarlo del salón de baile. La mesa estaba rota y había cristales y bebidas derramadas por todos lados. Las mujeres acudieron para rescatar a sus hijos y los hombres fueron en busca de sus chaquetas y abrigos, dispuestos a abandonar la escena de la pelea porque nadie se quería ver involucrado en ella. Danny Boy no era una persona que admitiera interferencias cuando se le iba la olla.
Mary observó cómo sacaban a su marido de la sala y pensó que debería acercarse para tratar de tranquilizarlo y hacerle entrar en razón, pero sabía que sería en vano, y por eso ni se molestó. Sin embargo, se levantó al ver a Carole acercarse hasta ella a toda prisa, con el traje manchado de sangre y el rostro cubierto de lágrimas. Gritaba histérica:
– Lo han metido en un coche y se lo han llevado. Estaba como loco y amenazaba a todo el mundo porque no lo dejaban volver a entrar. El maître del hotel ha llamado a la policía y ha pedido una ambulancia, pero los invitados se han ido todos. ¿Qué hago, Mary? Danny ha arruinado mi fiesta, lo ha estropeado todo.
Mary suspiró y, recordando su propia vida, respondió tristemente:
– Bienvenida a mi mundo, Carole.
Denise Parker estaba dormida cuando oyó que aporreaban la puerta. Se puso la bata, salió al diminuto vestíbulo y preguntó:
– ¿Quién es?
– Abre la puerta, por favor, Denise -respondió Michael con voz calmada.
Abrió la puerta con su acostumbrado gesto de enfado y se echó a un lado mientras entraba Danny Boy seguido de Michael y Arnold. Apenas podía caminar, y Denise, enarcando una ceja perfecta, preguntó alarmada:
– ¿Qué ha sucedido?
Michael se encogió de hombros al pasar a su lado. Ella jamás se hubiese negado a dejarles entrar; en ese momento oyó que el bebé lloraba en la habitación contigua y fue a verlo, entró, cerró la puerta y trató de calmarlo. El piso estaba maravillosamente decorado y se sentía orgullosa de él. La habitación de su hijo era muy espaciosa y estaba decorada con un papel de los caros, una cuna que había comprado en Harrods y un mobiliario que hacía juego con ella. El niño se durmió y ella regresó al salón, donde Danny Boy yacía recostado en un sofá, borracho como una cuba. Michael puso un par de envoltorios encima de la mesita de café y respondió tranquilamente:
– Se ha bebido una botella de Courvoissier y tanta coca que podría matar a un batallón de la armada. El nos pidió que lo trajésemos aquí.
Denise asintió como si fuese lo más natural del mundo. Arnold no parecía tan complaciente, pero no hizo el más mínimo comentario. Lo único que quería era salir de allí y librarse de Danny Boy.
– Déjalo ahí, Michael. Ya me encargo yo.
Denise ya se había sentado a su lado y Danny Boy le sonrió, como si los dos fuesen partícipes de una elaborada broma.
Ya fuera, Arnold miró a Michael y se percató de lo disgustado que estaba por el curso que habían seguido los acontecimientos.
– Vete con tu esposa, colega.
Michael asintió de mala gana. Estaba amaneciendo y deseaba acostarse, estar junto al cálido cuerpo de su esposa.
– Nos has hecho un gran favor a mí y a Danny Boy esta noche, y no lo olvidaremos.
Arnold se metió en su coche sin responder.
Cuando el coche arrancó, Michael dijo con tristeza:
– Lo hace sin mala intención. Danny tiene muchas cosas en la cabeza últimamente.
Arnold no respondió. Estaba maravillado por la lealtad y la generosidad del hombre que estaba sentado a su lado porque, si eso le hubiese sucedido a él, no se lo hubiera tomado tan a la ligera.
Pasarse dos horas enteras tratando de sosegar a Danny Boy en el despacho del desguace, oyendo a los perros gruñir y patrullar el terreno, no era la mejor forma de terminar una boda. Le habían dado de beber todo lo que podían mientras lo escuchaban despotricar contra todo, desde la falta de empleo hasta el estado del sistema penitenciario. Ambos habían quedado reducidos al papel de meros comparsas hasta que Danny Boy se medicó a base de alcohol y una mezcla explosiva de drogas ilegales. Su manera de comportarse había servido para que Arnold se diera cuenta de una vez por todas de que Danny Boy era un tipo al que de verdad le faltaba un tornillo. No obstante, prefirió reservarse su opinión, ya que consideraba que ésa era la mejor política que podía adoptar con esos dos, pues la relación entre Danny Boy y Michael Miles era más complicada que la de cualquier matrimonio.
– ¿Quién era esa mujer?
Michael se encogió de hombros.
– Nadie.
El resto del camino lo hicieron en silencio.
Denise miró a Danny Boy y sonrió. Para ella, el que hubiese ido a su piso era casi un gesto romántico y el hecho de que la utilizara no le importaba lo más mínimo. A ella le gustaba que estuviera allí, que lo viesen salir de su casa por la mañana; creía que, a su manera, la necesitaba.
Denise amaba a ese hombre. Amaba su fuerza, su lascivia y su nombre. Que sus amigas y vecinas lo viesen salir de su casa y meterse en un taxi era como un bálsamo para ella. Ella tenía un hijo suyo y, aunque él se comportaba como si eso no le importase en absoluto, siempre acudía cuando las cosas se ponían feas. Consideraba un complemento el que viniese cuando se encontraba fuera de control, pues le hacía creer que verdaderamente la amaba, aunque su mujer se interponía en su destino. Al fin y al cabo, ella le había dado algo que esa puta jamás había logrado. Un hijo. Danny Boy Junior. Además, se parecía mucho a él, pues era un niño robusto, de constitución fuerte, con los ojos azules y el pelo espeso, lo cual provocaba que hasta las personas que no lo conocían comentasen lo bien parecido que era. Danny Boy la había ignorado durante meses y sabía que tenía una nueva aventura con esa secretaria. Sin embargo, como aún seguía viviendo con sus padres, Danny Boy no podía recurrir a ella. Y su casa seguía siendo su refugio, el único lugar seguro para él.
Cuando lo besó, notó el sabor ácido del alcohol, el sabor pastoso que el brandy y las drogas habían dejado en su lengua. Danny abrió los ojos y miró la habitación, la habitación que él pagaba, pues había gastado con esa muchacha mucho tiempo y dinero. En su retorcida mente sabía que había perdido el control, que el demonio con el que vivía a diario había vuelto a asomar su fea cabeza. Sin embargo, al sentir que su mano se escurría por sus pantalones y le acariciaba la polla, se sintió mejor y cerró los ojos intentando disfrutar al máximo. Estaba tan borracho y colocado que no le respondió, por eso la apartó de mala manera, se levantó y, dándose cuenta de dónde estaba, se echó a reír y dijo:
– Sírveme una copa mientras preparo unas rayitas, ¿de acuerdo?
Denise sonrió, satisfecha de que empezara a recuperarse, contenta de que se sintiera un poco más animado. Se dirigió a la cocina y cogió una lata de Tennent del frigorífico. Al igual que muchas chicas de su clase, siempre cuidaba de su aspecto e incluso cuando iba de compras se aseguraba de ir perfectamente maquillada y arreglada como si tuviese una cita. Siempre se iba a la cama con el pelo recogido y llevando puesta alguna ropa interior sexy, pues sabía que ese cabrón se podía presentar cuando menos lo esperase y deseaba estar guapa para él. Mientras servía la cerveza en un vaso, se miró al espejo que había sobre la repisa de la cocina. Pensó que tenía buen aspecto, considerando lo tarde que era. Era una joven muy guapa que había quemado sus naves por el hombre que le había dado un hijo y que luego se había olvidado de ellos. Al igual que muchas jovencitas de su edad, había confundido el sexo y el deseo con el amor, y ahora ese hijo suyo era quien le privaba de ambas cosas, pues no había muchos hombres que se atreviesen a internarse en el territorio conquistado por Danny Boy Cadogan. En muchos aspectos, su vida se había acabado el día en que decidió no abortar. Si hubiese sido mayor y más sabia, si hubiera sabido lo que sabía ahora, habría tirado al niño al retrete y se hubiera olvidado de él. Sin embargo, no lo había hecho y ahora estaba con ella, al igual que el padre, aunque era una incógnita por cuánto tiempo. Cada vez que regresaba a casa, sumido en una de sus tristezas, le hacía creer que aún tenía alguna oportunidad, que algún día vendría y se quedaría para siempre.
Mientras ella se esnifaba una larga y algodonosa raya, se dio cuenta de que la observaba, un gesto de atención que recibía con agrado. Solía tirársela sin ningún preámbulo y ella sabía que hacía mal permitiéndole que la utilizase de esa forma, pero verlo en esa situación tan vulnerable le resultaba sumamente seductor. Denise lo conocía bien y sabía que estaba mal de la cabeza, que, cuando se le antojaba, se comportaba de forma muy cruel, pero eso formaba parte de su atractivo. Le gustaba saber que ella era capaz de domesticarlo, no siempre, pero sí en momentos como ése. Momentos en que, después de tirársela, le decía lo mucho que la amaba, lo mucho que le satisfacía sexualmente y lo mucho que le agradaba su compañía. Por supuesto, no lo decía con esas palabras, pero ella lo interpretaba de esa manera porque le gustaba engañarse a sí misma y pensar que la deseaba y la quería tanto como ella a él, y que era su mujer, su esposa, la que se interponía en su relación.
Se sentó en sus rodillas y él le pasó la mano por el largo pelo rubio, haciéndola estremecer. Sus suaves caricias eran más que suficientes, pues sabía que en ese momento era suyo. Danny le dio la vuelta y la hizo arrodillarse delante de él. El sofá crujió cuando él se levantó un poco para bajarse los pantalones hasta la altura de los tobillos. Ella lo miraba con deseo, con avidez. Danny volvió a sentarse y estiró las piernas, con los pantalones y los calzoncillos bajados. Tenía la polla erecta, palpitando de sangre; percibió el olor de su sudor y de su semen cuando le empujó la cabeza y se la introdujo en la boca sin ningún preámbulo. Como siempre, se la chupó con todas sus ganas. Danny, sin embargo, no veía a Denise, sino a su madre, preñada y sin un duro en el bolsillo, pero aun así permitiendo que su padre regresara a casa, aun después de haberlos abandonado a todos. Veía a Mary, otra puta asquerosa, otra que se había metido más pollas que Liz Taylor. Luego vio a la esposa de Michael y, cuando eyaculó, le introdujo la polla entera en la boca, disfrutando de los ruidos que hacía al atragantarse. Cuando terminó, vio que a ella le daban arcadas. Respirando profundamente, con el corazón acelerado y resonando en sus oídos de tal forma que le hacía recordar que aún seguía vivo, observó que Denise le daba un buen sorbo a la cerveza para quitarse el sabor a semen, para enjuagarse la boca.
Se estiró sintiéndose repentinamente cansado mientras miraba cómo Denise se preparaba otras cuantas rayas. De muy mala manera dijo:
– Puta de mierda. Eres capaz de irte con cualquiera con tal de que te invite a una raya y tenga un poco de pasta en el bolsillo.
Vio en sus ojos el daño que le causaban sus palabras, vio ese odio que emanaba y que siempre le hacía pensar que había logrado sus metas con respeto a las mujeres. Para él todas eran iguales: siempre te utilizaban, siempre ocultaban algo. Cuanto mejor las tratabas, cuanto más las respetabas, más se aprovechaban de ti y más gilipollas te consideraban. Eso mismo le había sucedido con su madre, que jamás había estado tan bien y, sin embargo, lo había cambiado por un hombre que sólo le había dado hijos y muchas penas. Danny odiaba cuando se sentía así, cuando permitía que esos asuntos se interpusiesen en su vida cotidiana. Odiaba pensar que había sido manipulado por su propia madre, cuando se daba cuenta de que todo lo que había hecho no era suficiente para ella. Hasta su padre, en su último aliento, había intentado acabar con él. Danny sabía que la mayoría de las personas eran unas aprovechadas, unas manipuladoras, y le gustaba pensar que las Denise y las Mary que andaban merodeando por ahí eran demasiado torpes para darse cuenta de ello.
– No se te ocurra hablarme de esa manera, Danny Boy, no te lo pienso aguantar.
Denise se levantó, con la nariz manchada de coca y el cuerpo rígido, dispuesta a pelear con tal de hacerse respetar.
A Danny le encantaba verla de esa manera, le hacía pensar que era la madre adecuada para su hijo porque estaba dispuesta a pelear por él si hacía falta. Sonrió y su actitud cambió repentinamente.
– ¿Dónde está mi hijo? Déjame ver a ese muchacho por el que estás dispuesta a romperme la boca.
Denise se sosegó, tal como esperaba Danny y como siempre hacía cada vez que demostraba un mínimo de interés por su hijo.
La verdad es que Danny no sentía nada por ella, ni por nada que hubiese engendrado su vientre, pero ella no lo sabía y él no sería quien se lo dijese. Ya había sacado de ella lo que deseaba y ahora lo único que quería era que le preparase un buen desayuno y poder dormir unas cuantas horas. No era mucho pedir, dadas las circunstancias.
Capítulo 23
Danny Boy miró a su hija y sonrió. Mary por fin había engendrado una niña, una niña que tenía las extremidades fuertes y parecía completamente sana. Después de sus otros hijos, éste parecía totalmente perfecto. Danny había creído que ella jamás sería capaz de engendrar un ser vivo y, la verdad, había tardado lo suyo. Que él hubiera sido la causa de sus anteriores abortos era algo que más valía la pena olvidar, ya que ahora se consideraba a sí mismo como la parte perjudicada de su matrimonio, el hombre despojado de hijos porque su mujer había sido incapaz de dárselos hasta ese momento. Hasta que ese diminuto retazo de perfección creado por Dios había venido a este mundo para compensarlo por tollos sus desengaños. Parecía predestinada a sobrevivir, a diferencia de los otros. En lo más hondo de su corazón, sabía que un hijo no habría sido tan bien recibido, no al menos para ser el primogénito. Una hija era justo lo que necesitaba. A él le gustaban más las niñas, las mujeres, pues le resultaba más fácil controlarlas.
Mientras miraba esos ojos profundamente azules que sabía que algún día serían iguales a los suyos, por primera vez en muchos años sintió una punzada de auténtica emoción, de verdadero amor y afecto. Ese pequeño trozo de carne era suyo, sentía su parentesco, como si el lazo que los uniera fuese tangible. Su diminuto cuerpo y sus pequeños brazos eran como una especie de milagro que jamás había conocido. El sentimiento que le inspiraba tampoco lo había experimentado hasta entonces. Sus pequeñas manos lo habían cautivado mientras las observaba con total incredulidad. Era tan pequeña, tan perfecta. Aún jadeando, ya intentaba aferrarse al aire y eso le gustó, pues estaba seguro de que algún día tendría todo un mundo al que aferrarse. Era la única mujer por la que había sentido respeto, la única mujer a la que antepondría a sí mismo. Era un sentimiento nuevo y lo asustaba; amar a alguien más que a sí mismo fue una novedad para él.
Su diminuta boca se abrió para soltar un suave gemido que le llegó directamente al corazón, ya que nada más oírlo sintió un enorme deseo de protegerla y un sentimiento de propiedad que resultaba tan abrumador como terrorífico. Miraba a su hija como si no hubiera visto nada parecido en la vida, como algo perfecto, como un ser inocente y cálido, alguien que él había creado y que dependía de él para todo. Al contrario que sus otros hijos, esa hija suya nacida en el seno del matrimonio le inspiraba una profunda afinidad. Hasta Mary, que yacía en la cama, sin maquillaje ninguno, cansada y exhausta por lo difícil que había sido el parto, aunque sin duda con mejor aspecto que la mayoría de las mujeres después de dar a luz, le inspiraba ahora un afecto que le resultaba completamente desconocido.
Mary le sonreía de forma tentadora y su inquietud le suscitó cierto malestar porque, por primera vez en muchos años, deseaba que se sintiera querida y mimada. El problema era que ya no sabía cómo hacerlo, pues había perdido la costumbre de ser agradable con ella. Era una buena pájara, pero sabía que, a su manera, eso constituía un punto a su favor. Sin embargo, al contrario que su hija, que lloraba exigiendo su atención y su consideración, se había dado por vencida demasiado pronto, se había doblegado a sus deseos. Miró de nuevo a su hija y, mientras la estrechaba entre sus brazos, se dio cuenta de que a partir de ese momento su vida ya no sería igual. Eso era algo real, verdadero, algo que estaba convencido de poder hacer bien. A su hija jamás le faltaría de nada, de eso ya se encargaría él. Ella sería lo más importante de su vida. Se dio cuenta de que por fin había encontrado su talón de Aquiles, que había resultado ser ese pequeño retazo de humanidad, esa personilla ruidosa y exigente. Sabía que, a partir de ese momento, tendría un punto débil, y ese punto débil era precisamente esa niña y esa necesidad suya de protegerla. Él había construido una muralla en su interior, había sido castrado hacía muchos años por el odio y la indiferencia de su padre, pero la niña que sostenía en sus brazos le había hecho darse cuenta de que los hijos son algo más que un apéndice en la vida, algo más que un agujero en tu cuenta corriente. El no sería como su padre, pues tenía la certeza de que removería cielo y tierra por sus hijos y por Mary, que como madre de ellos ahora estaba fuera de todo reproche. Esa hija era lo mejor que le había sucedido en la vida, pues los hijos, a fin de cuentas, son lo único que queda de uno en este mundo.
Los hijos eran algo auténtico, lo único que realmente podemos llamar nuestro en esta asquerosa vida. Había rezado por encontrar algo que le demostrase que su vida merecía la pena y sus plegarias habían sido escuchadas. Ahí estaba su hija, con sus ojos color azul y esa mirada hipnotizadora.
Danny sonrió de oreja a oreja cuando sintió que lo agarraba con fuerza, aunque por dentro se asustó del poder que esa niña ejercía sobre él. Que hubiese nacido en un momento tan crucial de su vida no era mera coincidencia, ya que él estaba en la cima del éxito y esa hija suya era la guinda del pastel. Agarrando a Mary toscamente, las estrechó a ambas contra su pecho y, por primera vez en muchos años, se sintió completamente en paz consigo mismo.
Cuando Mary se puso la niña en el pecho, sintió un amor por ella que nunca antes había conocido.
Mary Cadogan había deseado el amor de ese hombre y ahora por fin lo tenía, lo tenía en abundancia. Era tan poderoso y ella se sentía tan agradecida que no se le pasaron por la cabeza las consecuencias de esa adoración repentina que le inspiraba.
Michael y Arnold escuchaban con atención a Danny Boy mientras les hablaba de sus nuevos socios en España. Se le veía muy entusiasmado con esa nueva aventura, ya que les proporcionaría mucho dinero. Sin embargo, lo importante no era que fuese en España o en su país, lo que le entusiasmaba era que esa nueva sociedad los colocaría en la cima del mundo delictivo. Ser la persona que controlase Marbella significaba más o menos ser el dueño del país; Danny sería como el primer ministro y sería él quien decidiese quién vendía qué y, lo más importante, quién se encargaría del control de todo. El dirigiría la empresa que manejaría cada sector del sueño español, desde cuánto pagarían sus compatriotas por sus coches hasta cuánto pagarían por sus chalés, chalés que no se construirían si no era con su expreso consentimiento. Él decidiría qué era lo que se meterían por la nariz y qué era lo que comprarían en el supermercado. Es decir, que todo lo que comprasen o vendiesen estaría bajo el control de Danny y Michael.
Sus tentáculos serían tan largos que cruzarían el Mediterráneo y se expandirían más allá de Marruecos. Desde el mercado de armas y el de drogas, Danny sería el responsable de todo. A la mierda con Sainsbury's, él sería más importante que Harrods, y todo lo que alguien quisiera, necesitara o codiciara, él se encargaría de proporcionárselo.
Danny disfrutaba del poder que tenía sobre las personas que lo rodeaban. Nadie podía ganar un puñetero euro sin darle un porcentaje. Era como tener licencia para imprimir dinero. Era un verdadero chollo, además de que el casino les estaba dando más dinero en una semana que todos los trapicheos de Londres juntos. Michael, sin duda, se había superado a sí mismo y, con su habilidad para los números y la predisposición natural de Danny, el trato se había llevado a cabo con el mínimo ruido por ambas partes. La eliminación de algunos obstáculos, especialmente de las personas que antes habían estado a cargo de todo, ya había pasado al olvido.
Danny estaba decidido a no cometer el mismo error que ellos, especialmente no exprimiendo a los trabajadores legales. Nadie sobreviviría si los que se manchaban las manos, los que hacían los trabajos más mundanos y aburridos, no estaban contentos con lo que ganaban. Eso era algo que comprendía perfectamente, pues Danny Boy sabía que una buena comisión era el principal recurso de todos los dictadores. Sin un buen porcentaje de las ganancias todo se iba al garete.
No pensaba cometer los mismos errores que los Connor. A ellos se les había subido el poder a la cabeza y habían cometido el error de permitirle que se empezase a introducir en ese mundillo, primero con la venta de drogas. Una vez ocupado ese puesto, se había limitado a observar y esperar hasta que los obligó a marcharse. Sin el control de la venta de armas y de drogas, se habían convertido en unas marionetas, en un par de chulos de tres al cuarto. Sin el respaldo de sus homólogos, los árabes se vieron obligados a irse a Gibraltar en calidad de turistas, ya que no había nadie que estuviera dispuesto a suministrarles. Eso significaba, por supuesto, que la pasma podía seguirles fácilmente los pasos. Especialmente desde que Danny Boy había filtrado sus nombres a las personas más relevantes. Hacía años que había descubierto que chivarse era un negocio lucrativo. Los Connor, que jamás habían sido arrestados ni acusados de nada, de pronto se habían borrado del mapa y nadie sabía dónde se encontraban. Puesto que sus cuerpos no habían aparecido, se suponía que estaban huyendo de las autoridades, sin sus mujeres y sin sus hijos, por supuesto.
España era un mercado tan grande y lucrativo que el que lo dirigiese sería considerado la élite del submundo europeo. Ni siquiera los alemanes habían logrado introducirse en Marbella, y no porque no lo hubiesen intentado en muchas ocasiones. Sin embargo, los españoles sentían tanta simpatía por ellos como los británicos, algo que después de dos guerras mundiales no se podía superar con unos cuantos partidos de fútbol; los alemanes, además, carecían de la presencia y el carácter necesarios para embarcarse en una aventura como ésa.
De hecho, hasta los españoles se habían demorado y no se habían dado cuenta de que los británicos necesitaban un refugio seguro y algo de sol invernal. Excepto los árabes, nadie se había dado cuenta de su potencial. Hasta los Connor habían cometido el error de no ampliar el negocio hasta donde era posible, además de haber confiado en demasiada gente para hacer el trabajo que les correspondía a ellos. Había sido como si le dieran a un atracador de bancos las llaves de los Barclays y esperasen que luego éste los dejase entrar para llevarse lo que quisieran.
Por eso, cualquiera que dispusiera de dinero y de los contactos necesarios sería bien recibido, justo lo que habían hecho Danny Boy y Michael. Ahora había llegado el momento de relajarse y disfrutar del sol.
Su hija recién nacida había sido quien le había dado ese nuevo empuje. De nuevo se sentía animado, algo que en el último año no le había ocurrido. Su hija tendría el mundo en una bandeja y esa bandeja valdría más que las casas de mucha gente. Ese era el nuevo lema de Danny. Sonrió a sus dos amigos y, como quien no quiere la cosa, dijo:
– Por cierto, tenemos que hablar con Norman Bishop. Creo que necesita que le den unos consejos amistosos.
Arnold se levantó de inmediato, siempre dispuesto a ganar unos puntos.
– ¿Quieres que te lo traiga personalmente o vas a verlo en el casino?
Danny Boy sonrió.
– Si no es molestia, tráelo aquí al desguace. No quiero que nadie oiga lo que tengo que decirle.
Michael se molestó. Los asuntos rutinarios eran cosa suya, siempre lo habían sido, ya que Danny Boy dejaba de preocuparse de ellos una vez que los había puesto en marcha. Hasta ese nuevo proyecto de España pasaría al olvido una vez que estuviera funcionando; además, en eso estribaba la fuerza de su sociedad. El se sentía orgulloso de ser quien lograba que los negocios les proporcionasen beneficios cuantiosos y le molestaba que Danny se entrometiera en ellos sin consultarle.
– ¿Para qué quieres verle? ¿Qué sucede? Es uno de nuestros mejores empleados.
Danny Boy se limitó a encogerse de hombros y respondió:
– ¿Cuál es tu problema, Michael? Sólo quiero hablar con él.
– ¿De qué, Danny? ¿De qué quieres hablar con él?
Michael estaba enfadado y no lo disimulaba. Era la única persona del mundo que podía expresar esa emoción delante de Danny Boy y salir bien librado de ello. Todo el mundo lo sabía, especialmente Arnold Landers. Él los había observado en privado y sabía mejor que nadie cómo funcionaban las cosas.
Danny Boy sonrió, con esa sonrisa que mantenía en reserva para cuando quería ocultar sus verdaderos sentimientos.
– ¿Quién coño te has creído que eres, Michael? ¿La pasma? Me has tomado por un gilipollas. No puedo decírtelo ahora, así que no te queda más remedio que esperar, ¿de acuerdo?
Arnold sonrió. Su comisión, una vez que el negocio de España se pusiera en marcha, ocupaba todos sus pensamientos. Estaba entusiasmado, pero también sabía que Norman y sus subalternos habían pasado desapercibidos para Danny y esperaba que surgiesen problemas. Sin embargo, prefirió reservarse su opinión porque, después de todo, él sólo se estaba iniciando en ese mundo, ese mundo que tanto deseaba. Una vez que se abriese camino, se aseguraría de que su nombre fuese sinónimo de juego justo y duros castigos. Ese era su sueño, su meta en la vida.
Sin ese puñetero cabrón, sin Danny Boy, sabía que eso jamás se haría realidad. Por muy buena opinión que tuviera de Michael, sabía que Danny Boy era el que llevaba las riendas de la sociedad. Si deseaba abrirse camino, sólo Danny Boy podría garantizarle que lo haría con el menor escándalo posible y las mayores ganancias. Danny sabía que una buena comisión era la mejor forma de comprar a la gente, de ponerla de tu lado, aun cuando no quisiera tener nada que ver contigo. Danny Boy Cadogan sabía, igual que él, que el dinero no sólo hacía hablar a la gente, sino hasta cantar la canción que a él le gustase. Notó que Michael estaba molesto, así que evitó cruzar la mirada con él y se fue en busca del joven Norman con el corazón hecho un puño.
Ange miraba a su nuera mientras acostaba a la niña. Era una niña preciosa, algo muy normal, ya que sus padres eran ambos muy atractivos. Annie también observaba la escena sonriendo inconscientemente, su bonito rostro mostrando esa necesidad imperiosa de engendrar ella misma un hijo, ya que esa pequeña niña de enormes ojos azules y su inocencia le había despertado una necesidad que jamás había experimentado. En ese preciso momento decidió que tendría su propio hijo, que ella sería la que le diese a Arnold un hijo. Sabía que sus extravagancias habían llegado muy lejos, pero teniendo en consideración la forma en que Danny lo trataba, lo que más le convenía era sacar el mayor provecho de esa relación y llevarla a buen término.
Carole ya se había marchado, y Ange y Annie estaban preparándose para hacerlo. Mary tenía un aspecto fantástico. Estaba radiante y sus ojos brillaban de felicidad y esperanza. Danny Boy estaba por fin sucumbiendo a sus encantos y había dejado de maltratarla para volver a ser su compañero del alma. Empezaba a creer que aún tenía alguna oportunidad con él y veía a su hija como una forma de poner fin a sus preocupaciones.
Cuando Mary se quedó sola, puso a la niña en la cuna que había al lado de su cama y luego, abriendo una enorme bolsa que había reservado para una ocasión como ésa, se sirvió una buena copa. Se la bebió muy rápidamente, aterrorizada por la posibilidad de que su marido se presentase cuando menos lo esperara y la sorprendiera. Notó que la bebida hacía su efecto y se echó de espaldas sobre las almohadas sabiendo que ya era incapaz de hacer nada.
Sabía que esa niña era lo más importante en la vida de Danny, y que la obligaba aún más a tratar de hacer bien las cosas. La hija que tanto había ansiado los acercaría o terminaría por separarlos, ya que estaba siendo observada minuciosamente por Danny. Una copa para relajarse podía hacer que toda su vida fuese cuestionada y puesta en entredicho por el bien de la niña, por eso sabía que acababa de firmar su sentencia de muerte.
Mary se percató de la inutilidad de sus lágrimas cuando oyó el llanto lastimero de esa niña a la que tanto amaba y que podía ser la causa de la muerte de su madre. Repentinamente, con asombrosa claridad, se dio cuenta de que esa niña podría ser el hito que pusiese fin a la vida que había llevado hasta entonces.
Después, mientras observaba cómo dormía, cómo subía y bajaba su pecho con cada respiración, Mary comprendió el verdadero papel que desempeña una madre, cuál era el verdadero secreto de la maternidad. Una madre cuidaba a su hija, sin importarle quién era su padre ni lo mucho que lo odiara. Los hijos eran para toda la vida y, si tenías suerte, eran ellos los que te enterraban y no al revés. Una madre era capaz de dar su vida con tal de que ellos siguieran viviendo, y lo haría con alegría, aun siendo tan desgraciada como para tener a Danny Boy Cadogan en una esquina reclamando su parentesco a cada momento.
Mientras observaba a su bebé, Mary sólo pensaba en que le había encasquetado a esa hermosa niña un padre que era tan volátil en sus afectos como en su vida laboral, un hombre que resultaba tan peligroso cuando te quería como cuando te odiaba. Ella le había dado a su hija un chulo que la utilizaría para sus propios fines y que luego utilizaría esos fines para torturarla el resto de su vida. Mary estaba llorando nuevamente cuando las enfermeras se asomaron por la puerta, aunque esta vez, por mucho que le hablaron, no lograron consolarla. Su metedura de pata resultaba demasiado obvia, aunque nadie se diera cuenta de ello.
La felicidad que por un momento había esperado conseguir se fue disipando y llegó incluso a cuestionarse si estaba en su sano juicio. ¿Cómo se le había ocurrido pensar que esa niña iba a hacer cambiar las cosas? Ya nada iría bien en su mundo, por muchos hijos que él le permitiera engendrar.
Norman parecía realmente incómodo; Arnold advirtió que se mostraba demasiado amistoso y jovial con él. Arnold no era ningún estúpido y sabía que los Norman de este mundo eran unos fanáticos de Bob Marley, pero en realidad no tenían ningún amigo negro. Se mostraban muy liberales, pero cambiaban mucho cuando se veían delante de un verdadero y honesto negro; de repente se ponían nerviosos y se sentían inseguros ante una parte de la población con la que jamás se habían juntado ni mezclado. Dios bendecía el sistema católico, ya que garantizaba la convivencia multirracial de los alumnos, pero también se aseguraba de que los Danny Boy Cadogan de este mundo gozasen de una serie de ventajas que no estaban al alcance de la mayoría: la oportunidad de conocer y ser amigos de otros marginados de la sociedad británica. Por un lado resultaba gracioso, pero, por otro, triste e irritante. Arnold se sentía más inglés que la mayoría de la gente; era negro, pero había nacido y se había criado en ese país que tanto amaba. Al igual que Danny Boy y Michael, era hijo de inmigrantes, inmigrantes irlandeses además. Igual que sus homólogos, sabía que estaban empezando a hacerse un lugar, por eso le molestaba que los Norman de este mundo le hicieran sentirse diferente, como si no diera la talla.
Ese sentimiento fue el que provocó que metiera a Norman en el coche a empujones y que entre los dos se estableciera lo que se suele llamar falta de entendimiento.
Norman estaba cagado de miedo y Arnold no comprendía el porqué. No lo había amenazado con palabras ni con gestos, aunque no le faltaran ganas. No obstante, le ignoró durante todo el trayecto. Cuando por fin llegaron al desguace, ya había dejado de preocuparse por ese capullo. Norman, una persona que había sido de su agrado, ya no significaba nada para él, pues había dejado claro cuáles eran sus sentimientos y eso no se lo perdonaba. Si todos vivían del mismo rollo, ¿por qué se daba tantos aires?
Cuando aparcaron fuera de la oficina, los perros gruñían y ladraban con tal furia que hubieran asustado al más pintado. Estaba oscuro y Arnold sabía que algo no cuadraba en esa reunión pero, como siempre, prefirió no hacer ningún comentario. Esperó a que el guardia viniese en busca de los perros y los encerrara para abrir la puerta del coche con una desenvoltura que hizo comprender a Norman que se había buscado un enemigo de por vida.
Ya dentro de la oficina, la atmósfera estaba cargada de tensión y los cuatro hombres eran más que conscientes de eso. Danny, con una sonrisa amistosa, los invitó a sentarse.
Norman se dio cuenta de que estaba en dificultades, pero intentó hacerles frente. ¿Qué otra cosa podía hacer? Entró en la oficina con unos andares y un talante que denotaba claramente que estaba actuando, que estaba ocultando algo. ¿Pero qué?
Michael observó cómo Danny abrazaba a Norman, cómo se servía una copa y cómo se sentaba como si fuese el miembro más importante de la comunidad. Lo cual era verdad y nadie ponía en duda. Sin embargo, Danny Boy no era una persona que hiciera las cosas sin un motivo, y ahora lo único que podían hacer era esperar para averiguar cuál era.
Arnold se sentó al lado de Michael, interesado en saber de qué iba la cosa, dándose cuenta de que de alguna forma había sido él quien había traído a ese estúpido muchacho hasta aquel lugar para que viviera una pesadilla. Ya se había percatado de lo inquieto que estaba Michael, y, por lo que se veía, tampoco Norman parecía demasiado relajado. Sin embargo, pasara lo que pasara esa noche, aquello no era asunto suyo, ya que cualquiera que pensase que se la podía jugar a Danny Boy estaba descaminado y merecía un castigo. Si Norman se la había jugado, se merecía lo que le fuera a pasar en las próximas horas.
Arnold se sentó tranquilamente, sin armar el más mínimo alboroto. Desde muy joven había aprendido a no desentonar.
– ¿Todo va bien, Norman? -preguntó Danny sonriendo de nuevo y dando la impresión de ser el hombre más feliz del mundo.
Norman sonrió sin ganas. Había oído hablar de ese sitio, pero jamás había estado en él y aquello sobrepasaba sus expectativas porque todo el mundo sabía que ser recibido allí era como una declaración de guerra. Las personas que normalmente eran invitadas a ese local solían desaparecer. Era una leyenda urbana, pero resultaba muy creíble. En los últimos años, muchas personas habían desaparecido y todo el mundo responsabilizaba de ello a Danny. Por supuesto, no lo hacían en su cara, pues eso hubiera sido extralimitarse, pero todo el mundo sabía que si se la jugabas, o si él creía que se la habías jugado, Danny Boy te borraba del mapa.
– ¿Todo bien, Danny? -preguntó Norman nervioso.
Danny sonrió de nuevo, mostrando un rostro completamente sincero.
– ¿Por qué no iba a estarlo? Voy a misa, tengo una hija y una esposa encantadoras y soy un hombre muy afortunado.
Norman asintió. Era demasiado joven para ese trabajo. Se lo habían dado porque disponía de lo que en su mundo se define como buenos contactos y una familia que lo respaldaba, personas que habían garantizado su absoluta lealtad y que jamás hubiesen imaginado que era capaz de tratar de pegársela a Danny Boy Cadogan. Para ellos, aquello resultaba inconcebible. ¿Quién podía ser tan estúpido como para hacer una cosa así?
– Todo el mundo me ha estado comentando lo bien que te lo montas, Norman. Estoy más que contento contigo. Nos has hecho a Michael y a mí un gran favor porque, como bien sabes, nosotros estamos muy ocupados y necesitamos de tipos como tú, en los que confiar, ¿verdad que sí, Michael?
Danny giró la cabeza para mirar de frente a su amigo y Michael comprendió que Norman no saldría de esa habitación por su propio pie, de que Danny Boy había recibido un soplo y estaba interesado en saber de dónde procedía.
Norman ya era cosa del pasado y todos los que estaban presentes en esa pequeña y apartada habitación lo sabían de sobra. Danny hablaba con él empleando ese tono bajo e interesado que siempre mostraba. Hablaba con tanta malicia que Norman pensó por un segundo que hablaba en serio. Sin embargo, miró a Michael y a Arnold, y se dio cuenta de que lo estaba humillando.
– ¿Vas a misa, Norman? Yo lo hago, igual que Michael. Los dos vamos a misa porque nosotros tenemos a Dios como ejemplo. El es justo lo que nosotros aspiramos a ser.
Norman no respondió. Sabía que estaba en apuros y trataba de encontrar una vía para salir de ese dilema.
– Suéltalo ya, Danny. Sé que estás molesto conmigo, pero no entiendo por qué. Te he hecho ganar una buena pasta.
Norman contaba con sus conexiones familiares para salir de los aprietos, por eso decidió enfrentarse a Danny antes de que él lo hiciera. Norman era de los que pensaban que la mejor forma de defenderse era atacando. Además, pensaba que sus conexiones familiares le garantizaban que no le sucedería nada. Los Bishop eran una antigua familia del sur de Londres, contaban con una buena reputación y estaban involucrados en el tráfico de drogas. Sin su ayuda, ni Danny Boy ni Michael habrían entrado en el negocio tan rápidamente. Desgraciadamente, sin ellos no habrían tenido una demanda tan enorme. Por esa razón, Norman, el muy capullo, creía que llevaba todas las de ganar.
Michael y Arnold esperaban que Danny Boy hiciera lo que siempre hacía: es decir, destruir con una malicia premeditada a todo aquel que le estuviese tomando el pelo, pero no sin jugar antes con su víctima.
– ¿Me tomas por gilipollas, Norman? -preguntó Danny.
Estaba de pie, con los brazos abiertos.
– Sabes que me la has jugado, así que vayamos al grano, ¿de acuerdo?
Michael observaba a los dos con una profunda ansiedad; sabía que Danny hacía aquello por su bien, que de alguna manera le estaba impartiendo una lección.
Norman no dijo nada. Empezó a darse cuenta de lo que se le venía encima y no sabía cómo salir de ese aprieto. Pensó que no importaba quién fuese su familia, ninguno de ellos se atrevería a enfrentarse a ese hombre por él. Se dio cuenta de que Danny lo tenía bien pillado y ahora estaba dispuesto a aceptar las consecuencias.
– Imagina que soy tu sacerdote, no Michael, que es con quien sueles tratar. Imagina que me dices: perdona padre, porque he robado. Porque eso es lo que has hecho. Me has robado una fortuna de las apuestas, ¿no es verdad? He estado revisando los libros porque, a diferencia de mi amigo aquí presente, yo no confío en ti lo más mínimo. Por eso he decidido que tu castigo sea que reces tres avemarias, dos padrenuestros y que te rompa el cuello. Además, lo que voy a hacer contigo se lo he comentado a tu familia que, como yo, mira por dónde, te considera un gilipollas, así que más vale que no creas que la caballería va a venir a rescatarte. Te has quedado con un uno por ciento de mis ganancias, además del sueldo que te pago, y eso no me parece justo. Es un insulto tan grande como si me llamases cretino en mi propia cara. Además, te has aprovechado de mi mejor amigo, del hermano de mi esposa, que, a diferencia de mí, confió en ti plenamente. Así que imagina cómo me siento.
Michael se dio cuenta, igual que Arnold Landers, de que Danny Boy iba a utilizar a ese muchacho de pelo mal cortado y poca destreza para los números como ejemplo de algo que quería dejar claro: que por mucho que Danny Boy tuviese a Michael como responsable de las finanzas, él era más que capaz de encargarse de ese trabajo también. Que, aunque no lo pareciese, estaba pendiente de sus negocios y no era ningún inútil para los números como ellos pensaban.
Danny miró por encima del hombro a Michael y éste se dio cuenta no sólo de que se había equivocado al confiar en ese muchacho, sino de que lo iba a utilizar para transmitirle un mensaje: que él no era la cabeza pensante de la sociedad, como solía recalcar, y que él ocuparía su lugar siempre y cuando se le antojase.
Michael se preguntó quién del casino habría delatado a Norman. Lo más probable era que alguien lo hubiese descubierto y le hubiera transmitido esa información a Danny. Michael había confiado en el muchacho, pues no tenía razones para no hacerlo. Después de todo, se presentó con una buena recomendación. Ahora se sentía un estúpido y sabía que Danny utilizaría ese argumento para hacerse valer, para dejar claro quién era el más astuto de los dos. Especialmente, después de haberse quedado con el negocio de España. Danny había enviado un mensaje, y no sólo a él, sino a todos los que trabajaban a sus órdenes.
Arnold observó la escena con interés y se estremeció ligeramente al ver que Danny sacaba un martillo de uno de los cajones del escritorio. Danny empezó a desnudarse lentamente mientras comentaba que no quería manchas de sangre en su nuevo traje y, sin apartar por un instante la mirada del aterrorizado muchacho, reprendiéndolo por su estupidez, moviendo la cabeza como si no pudiera dar crédito a sus acciones. Danny parecía tranquilo, utilizaba un tono amistoso y, cuando le clavó el martillo en la rodilla, aún continuaba sonriendo. Arnold se dio cuenta de que Norman Bishop iba a lamentar de por vida el haber intentado pegársela a Danny Boy. Los ladridos de los perros enmascararon los gritos de dolor de Norman y, aunque no duraron mucho, los perros siguieron ladrando porque el olor de la sangre los enfurecía.
Capítulo 24
– ¿De verdad te encuentras bien, cariño?
Mary asintió; le estaba dando de mamar al bebé y las palabras cariñosas de su marido la asustaron, pues jamás había sido una persona compasiva, y mucho menos en privado. Había engañado a todo el mundo haciendo creer que aún apreciaba a su padre, a pesar de haberlo odiado con toda su alma. Por eso, su repentino interés por ella la ponía nerviosa.
Cuando Danny Boy cruzó la habitación hacia ella, se sobresaltó. Metió la cabeza entre los hombros y se tapó la cara con la mano, como si de esa forma pudiese protegerse de él. Ese gesto molestó tanto a Danny que apretó los dientes de rabia. Era una histérica, siempre pronta a armar un escándalo por nada. Sin embargo, no estaba dispuesto a que se saliese con la suya y, sonriendo al ver la cara de su hija, volvió a mirar a su esposa, alimentando su miedo. Le encantaba ver el terror que le inspiraba, le encantaba saber que cuando estaba a su lado sólo pensaba en la ambigüedad de su carácter y, lo más importante, también cuando no lo estaba. Suspiró pesadamente, irritado. Se sentó en el confidente que habían colocado en la ventana redondeada del dormitorio, algo que siempre le había parecido una ironía más de su matrimonio, encendió un puro Portofino y la observó en silencio mientras le daba de mamar a la niña con la cara tensa por el miedo y los nervios tan a flor de piel que podría haber tocado una sonata con ellos si se le hubiese antojado.
Danny observaba a su esposa como si tuviese monos en la cara. En ese preciso momento de su vida la amaba, había vuelto a sentir por ella ese amor que le había llevado a arrebatársela a aquel hombre que estaba muy por debajo de ella. Y, por supuesto, de él. Sin embargo, ella también estaba muy por debajo de él; era una puta y eso siempre estaba presente en su cabeza. Tenía la certeza de que se follaría a cualquiera que estuviese dispuesto a proporcionarle lo que quería y ésa no era la mejor forma de empezar un matrimonio, mucho menos el suyo. El sabía que no era una persona normal; de haberlo sido, no vivirían como lo hacían, y él les proporcionaba a todos tantas cosas que hasta les daba miedo. Él no sentía el más mínimo respeto por ella. ¿Por qué iba a sentirlo? El sabía, y ella también, que podría haberse casado con otra cualquiera; si se había decidido por ella, era porque pertenecía a alguien a quien él había decidido eliminar.
Sin embargo, en ese momento de su vida, ella era todo lo que él siempre había deseado, una mujer con los pechos llenos de leche, la piel brillante y sin ninguna marca después de haber dado a luz. Una mujer de carnes prietas, piel suave y aún sin imperfecciones. Era como una valquiria, además de una madre y esposa fuerte y maravillosa. Danny sabía que podía confiar en ella y eso era muy importante para él. Hiciera lo que hiciera, sabía que jamás lo traicionaría, pues no formaba parte de su naturaleza. Era una mujer leal y eso era lo más importante en su relación, o en lo que quedaba de ella, al menos para él.
De vez en cuando hasta lo excitaba, a pesar de que a Danny, como a todos los hombres, comer el mismo plato todas las noches le resultaba un tanto aburrido, ya que pensaba que follarse todas las noches a la misma mujer resultaba una aberración. A Dios le gustaba castigar, eso era algo que Danny sabía por propia experiencia. El mandamiento sobre el adulterio era una tomadura de pelo viniendo de un hombre cuyo único hijo había sido encarcelado, maltratado y luego crucificado por los pecados cometidos por los hombres. Danny Boy era de los que pensaban que los mandamientos sobre el adulterio y el robo sólo estaban escritos para los débiles, para las personas que no sentían respeto ni por ellas mismas, para los que estaban en condiciones de pecar con impunidad. Dios sabía muy bien qué clase de trapicheos se traía el hombre normal, porque, de no ser así, tampoco hubiera permitido hacer negocios, excepto el de donar dinero a las iglesias, por supuesto. Él estaba en lo justo al desear todo eso, pero la mayoría de sus mandamientos carecían de importancia en ese momento de la vida, aunque eso no significara que no hubiese una buena razón para que existiesen. Estaban escritos para los más débiles, no para los líderes, no para las personas con un poco de cerebro.
Además, siempre que se creyera, y siempre que se lamentasen de verdad los pecados cometidos, había una vía de escape. La mejor religión del mundo, sin duda, era la católica, como decía su padre cuando estaba borracho como una cuba, ya que te permite fumar, beber, jugar y follar. Siempre que uno se arrepintiese, se podía asesinar, provocar el caos o joderse a quien uno quisiera. Pues bien, él se tiraba a las mujeres de sus vecinos, se buscaba un nuevo chochito de vez en cuando y, además, lo hacía con sumo gusto.
Las mujeres, sin embargo, estaban hechas de otra pasta. Gracias a Dios, sentían de otra forma, y había demasiadas en el mundo para que un hombre pudiera ser leal a una sola. Cada año aparecía una nueva cosecha, se las veía por los pubs y los clubes, chicas nuevas y sin estrenar, una tentación para cualquier hombre que tuviera un poco de dinero y cierta labia. Y estaban allí precisamente para eso, para el disfrute y el goce del macho. Los hombres estaban obligados genéticamente a esparcir su semilla. De hecho, la cuarta parte de la población de mujeres estaba criando cucos; es decir, niños que creían que eran suyos, cuando no había ninguna relación entre ellos. Danny sabía mejor que nadie hasta qué punto las mujeres pueden ser infieles. Su misma madre se lo había dejado bien claro hacía muchos años, por eso jamás confiaría en ninguna de ellas. No se lo merecían. Todas eran unas putas mentirosas, unas manipuladoras y unas aprovechadas. Había llegado a la conclusión de que lo único que un hombre podía hacer para protegerse era asegurarse de que su mujer estuviera demasiado asustada como para irse de parranda y ser descubierta.
Él había intentado ser leal, como debía hacer un buen católico, y se había convertido en uno de los buenos, pues amaba a Dios con toda su alma. Como todo en su vida, no se lo tomaba a la ligera, aunque resultase duro en ciertos momentos. Especialmente, sabiendo que la esposa que había escogido era una puñetera de mierda, una fulana de tres al cuarto.
Danny sabía, y no sólo sabía, sino que estaba seguro de ello, que Dios sentía una admiración oculta por él. Estaba tan seguro de eso como de su nombre, ya que Dios cuidaba de él, cosa que apreciaba sinceramente. Y eso ya era mucho, porque Dios era el único varón que permitía que estuviera por encima de él, el único que lo comprendía a la perfección.
Cuando Danny sintió esa oleada de excitación al ver a su hijita no tuvo la más mínima duda de que existía un Dios, pues sólo él era capaz de crear algo tan perfecto y maravilloso. Oía el ruido de sus labios mientras mamaba ruidosamente del pecho de su madre y, en lo más hondo de su corazón, se dio cuenta de que, para cuando volviese de España, ya estaría tomando el biberón.
– Espero que no hayas estado bebiendo -dijo.
Mary negó con la cabeza ligeramente, con los brazos alrededor de su frágil bebé. Las palabras de su marido sonaron un tanto amenazadoras y sabía de sobra que era capaz de agredirla cuando menos lo esperase.
– No empieces de nuevo, Danny Boy. Esta noche no, por favor.
Se lo estaba rogando, con la voz cargada de inquietud y miedo. Danny se preguntó cómo tenía el descaro de hablarle de esa manera cuando sabía de sobra que a él le importaba un carajo lo que pensase o quisiera. Sin embargo, no le respondió. Permaneció sentado, mordiéndose el labio inferior y con la mirada repleta de júbilo y alborozo, como si hubiese dicho algo gracioso.
El puro brillaba fastidiosamente en la oscuridad de la habitación y Mary sintió que el miedo se apoderaba de ella. Danny era más que capaz de apagárselo en la misma cara, en el pecho o en la espalda, pues no sería la primera vez que lo hacía, aunque solía golpearla en sitios que no se veían, en las piernas y en los brazos, en el estómago y en la espalda; es decir, en aquellos lugares que luego pudiera ocultar, ya que jamás dejaría que los demás descubriesen que él la maltrataba, porque permitirlo sería como admitir su propia derrota. A ella también le preocupaba que Michael se enterase, pues no sabía cómo reaccionaría; lo que pudiera pensar y la verdad eran dos cosas muy distintas. Por mucho que apreciase a su hermano, jamás lo pondría en contra de Danny Boy, al menos no intencionadamente, puesto que nadie podía salir vencedor de las batallas que él iniciaba cada día. Danny Boy era un lunático, un demente en el sentido literal de la palabra, incapaz de ver nada malo en sus acciones y en su forma de imponerse a los demás. Para él sólo había una forma de vivir y ésa era la suya.
Danny se acomodó mejor en el asiento, a pesar de que su cuerpo era demasiado grande para él y, como de costumbre, terminaba balanceándose en el filo. El dormitorio era muy hermoso, estaba adornado con bonitos muebles y emanaba dinero y riqueza. Un lugar como ése debería hacerlo sentir feliz, pero nada más lejos de la verdad. Odiaba aquel lugar. Igual que odiaba tener que justificar su riqueza y saber que había sido mucho más feliz en casa de su madre. Era posible que en muchos momentos se hubiera comportado como una rastrera que mostraba una lealtad que estaba fuera de todo entendimiento, pero no había duda de que había sabido cuidar de su hijo mayor. Sí, ella había cuidado de él y, mientras vivió en su casa, fue un niño feliz. Hasta que decidió admitir de nuevo a su padre. Entonces todo cambió, ya que Danny se daba cuenta del papel que representaba en su vida: él sólo era el proveedor, el hombro donde llorar, el padre subrogado de unos niños que ella había engendrado con un hombre que la trataba como un trapo sucio.
La adicción de su hermano había sido consecuencia directa de las extravagancias de su padre, aunque para él sólo había sido un síntoma de debilidad; la misma debilidad que la de su padre, sólo que, en lugar de beber y jugar, le había dado por la heroína. Los heroinómanos eran personas débiles, cobardes, y eso todo el mundo lo sabía. El caballo era como los tranquilizantes que tomaban las mal llamadas mujeres con el fin de mitigar la apatía de sus aburridas vidas. Los narcóticos eran como el alcohol, pero ¿quién podía culparlas por ello? Al fin y al cabo, eran las mismas que veían en la tele Dallas o escuchaban Los cuarenta principales. De hecho, Danny era de los que creían que la heroína era el menos venenoso de esos dos hábitos, pero se había tomado la adicción de su hermano como un insulto personal contra él y todas sus creencias. Ahora, además, tenía la certeza de que no la había probado desde que lo había sorprendido, por eso consideraba su rehabilitación como un triunfo personal. La interrupción brusca a la que había sometido a su hermano demostraba que era posible dejar la heroína si de verdad se deseaba. Sin embargo, seguía sin sentir el más mínimo respeto por Jonjo, ya que cualquiera que se echara a perder de esa manera, cualquiera que perdiera el control sin asumir responsabilidad alguna ni pagar por ese privilegio, era sencillamente un paria, un don nadie, un capullo de mierda. Ahora estaba dispuesto a consentir que Jonjo, si necesitaba estimularse un poco, esnifara algo de coca o speed, e incluso se inyectara esteroides, pero con ningún pretexto heroína, pues la consideraba una tomadura de pelo, un insulto a todo lo que él creía y por lo que había luchado.
Jonjo era un hombre del pasado aun antes de haber empezado a vivir, al menos a ojos de Danny. Ahora, además, ya no podía confiar en él. ¿Cómo iba a hacerlo? Un yonqui es siempre un yonqui, y eso lo sabía todo el mundo. De hecho, cuando leía el periódico de los domingos y veía a todos esos niños ricos, como los Blandford, tirando su vida por la borda, una vida que, dadas las circunstancias, merecía la pena vivir, comprendía la impotencia que debían de sentir sus padres. El dinero que tenían y la vida que les habían ofrecido sólo habían servido para que se convirtiesen en unos holgazanes que no servían para nada. Años de esfuerzo y trabajo para conseguir esa fortuna, ¿para qué? ¿Para crear una generación que se mostraba partidaria del socialismo, que simulaba que el dinero carecía de importancia para ellos y que se permitía esa actitud porque jamás le había faltado de nada? Sus antepasados debían de estar revolviéndose en la tumba al ver semejante desgracia.
Danny odiaba al mundo, en lo que se había convertido y en lo que representaba. De hecho, el asunto de las Malvinas sólo había sido una excusa para que el electorado se olvidase de la alta tasa de paro que había en el país en ese momento. Al menos, eso es lo que él creía. Sin embargo, al igual que la mayoría de los atracadores, él estaba encantado con Thatcher porque, sin darse cuenta, había facilitado que personas como él pudiesen blanquear el dinero. En ese momento era posible comprar una propiedad al contado, hipotecarla e invertir el dinero en negocios, por muy inestables que fuesen. Mientras ellos tuvieran la escritura, estaban a salvo. Se podían cerrar por la mañana y reabrirse esa misma tarde, ya que nadie poseía nada y lo único que se necesitaba era un contrato de arrendamiento. Lo único que había que hacer era cambiar el nombre que aparecía en los formularios y todos contentos. Así de simple.
Thatcher le había otorgado al hombre de la calle las oportunidades que antes sólo tenían los privilegiados de la clase alta. Le había dado a la clase obrera no sólo la oportunidad de comprar sus casas de protección oficial, sino la de convertirse en clase media en ese proceso. Había creado una nueva clase de tories, ya que una hipoteca era una forma muy astuta de evitar que la gente se declarase en huelga. Los bancos que te concedían una hipoteca no te permitían que pagases los atrasos abonando una libra a la semana como habían hecho los ayuntamientos si les debías el alquiler, pues les importabas un carajo y no tenían el más mínimo escrúpulo en ponerte en la calle aunque no tuvieras adonde ir. Ellos contaban, además, con la ventaja de que eran más dueños de tu propiedad que tú mismo.
Casi todos eran unos sinvergüenzas y unos canallas, pero esos epítetos ahora constituían una ventaja para cualquiera que tuviera algo de dineroy un almacén en algún lugar. Había visto cómo se había especulado con el terreno y sabía que era cuestión de tiempo que el Mercado Común interviniese y acudiese a su rescate. Sabía que a España y sus islas no les faltaba mucho para ser también propiedad de los especuladores. De momento, no te extraditaban, pero no tardarían en hacerlo. Y posteriormente, no sólo se verían obligados a hacerlo, sino que desearían hacerlo, aunque para ello tuvieran que librarse de las personas a las que ahora cortejaban con tanto entusiasmo.
Danny estaba obsesionado con la conquista española, algo que sabía que sería un chollo, un chollo muy lucrativo y a largo plazo. Tenía la certeza de que eso lo pondría en la cima del mundo y aún más arriba; estaba tan convencido de eso como que la mujer que le había dado su única hija legítima jamás sería rubia natural. Había dado un gran paso introduciéndose en el mercado tan rápidamente, ocupándose de los trabajos menos importantes y asegurándose de que se les otorgaban a las personas que eran de su agrado y que se habían ganado su confianza. A lo largo de los años, se había buscado algunos enemigos, pues sabía que su personalidad tendía a creárselos, pero también sabía lo muy importante que era dar una buena comisión para hacerse de una buena banda. El siempre garantizaba un buen salario y, lo que era más importante, respaldo en caso de que las cosas no salieran como era debido.
Quiéreles u ódiales, ése era su lema, algo que Danny sabía que sus hombres apreciaban, pues, si alguno de ellos era arrestado, lo único que tenía que hacer era cerrar el pico y chuparse lo que le cayera encima. Si hacían eso, sus familias vivirían mejor de lo que habían vivido nunca, de eso ya se encargaban Danny y Michael. Por esa razón, la gente hacía cola con tal de formar parte de su familia, algo que resultaba muy gratificante, además de una buena publicidad para ellos. De hecho, ya no tenían que ir a buscar a nadie, sino sentarse y esperar a que la gente acudiese.
Danny se preguntó cómo podía tener una esposa tan bella y no sentir el más mínimo interés por ella. De hecho, de no haberle dado una hija, él no estaría allí, se habría ido a España hacía semanas. Sin embargo, esa hija suya lo fascinaba, lo embriagaba como nadie antes lo había hecho. Lo hacía sentir casi feliz, casi satisfecho, además de ablandar su corazón en algunos momentos.
– ¿Recuerdas cuando empezamos a salir y nos pasábamos el día riendo?
Mary asintió con tristeza. Llevaba el pelo sujeto y miró con interés al hombre que la torturaba cada vez que le apetecía. Mary se comportaba como esos perros que, a pesar de que los maltratan, siempre obedecen cuando sus dueños les llaman. Su lealtad era algo que jamás había puesto en entredicho.
– Te quiero, tú ya lo sabes, y también amo con toda mi alma a nuestra hija. Pero tengo muchas cosas en la cabeza y quiero que lo tengas en cuenta para el futuro. Ya sabes que soy el que trae el sustento a esta familia, por eso tengo que marcharme un tiempo.
Mary volvió a asentir, a sabiendas de que esa afabilidad podía desaparecer repentinamente y transformarse en odio. Hablaba en su propio interés, no en el de ellas. Mientras miraba hacia abajo y veía la cabeza de su hija, Mary deseó que se muriese, deseó que se marchase de su lado para darle el biberón a la niña como cualquier otra madre. Sin embargo, mantuvo una expresión neutral y esperó a ver qué le decía después. Había aprendido hacía mucho que pelear con él era inútil, dialogar una pérdida de tiempo y establecer contacto visual un error que posiblemente resultara fatal.
– ¿Estaréis bien mientras estoy fuera? ¿No te emborracharás y te olvidarás de tus deberes para con ella, verdad que no? ¿No esperarás que ella se dé de comer sola y se limpie el culo? La verdad es que aún no estoy seguro de poder dejarte sola.
Danny la miraba mientras las lágrimas empezaban a correr por sus mejillas, ya que su mayor temor era que le sucediera algo a su hija. Danny sabía que había acabado con cualquier posibilidad de vinculación entre Mary y la niña porque estaría demasiado preocupada por estropearlo todo y joderla, demasiado preocupada por él y por su regreso para concentrarse en cualquier otra cosa.
– Estaré bien, Danny Boy. ¿Cuánto tiempo piensas estar en España?
Danny sabía que deseaba que respondiera meses, que anhelaba que fuese el mayor tiempo posible. Sin embargo, en lugar de sentirse dolido, como solía ocurrir, sintió una oleada de afecto por ella. Danny era consciente de que la maltrataba con frecuencia, pero tenía la facultad de olvidarse de ello fácilmente. Sin embargo, había algunos momentos, como ése precisamente, que se sentía culpable y se daba cuenta de que lo que hacía estaba mal, no a sus ojos, pero sí a los de Dios, porque le preocupaba la inmortalidad de su alma. Se arrepentía de su forma de tratarla, pero era algo inevitable, ya que estaba convencido de que ella era su peor enemigo. Actuaba como si fuese superior a todo el mundo, cuando no tenía nada de eso.
– No tienes por qué saber cuándo regreso, Mary. ¿Quién coño te has creído que eres? ¿La policía? Volveré cuando me dé la gana y no antes. ¿Por qué me haces esa pregunta? ¿Acaso tienes otro hombre esperándote?
Danny sabía que lo que decía era una soberana tontería, pero, como siempre, en cuanto lo dijo se percató de que era un buen argumento de discusión y que probablemente no se había equivocado. Ella dependía de él y saberlo le agradaba; le satisfacía saber que sin él no era absolutamente nada, hasta se moriría de hambre. Se acercó a ella y se arrodilló en la cama. La niña estaba dormida, con su rollizo cuerpo acurrucado al lado de su madre. Danny besó su pequeña cabeza, respirando el aroma que emanaba su hija, admirando su perfección. Luego, cuando Mary la apartó cuidadosamente de su lado, observó cómo la ponía con sumo cuidado en la cuna, la cuna que los empleados de Harrods habían traído con toda la pompa y ceremonia que Mary pensaba que ella y su hija se merecían. Luego se metió de nuevo en la cama, con el rostro agitado y nervioso, a la expectativa. Danny se despojó de sus ropas con rapidez, dejándolas caer al suelo. Ella lo observó sin pronunciar palabra, en completo y total silencio. Danny sabía que tenía un buen físico, lo cual era una herramienta muy poderosa, y que era un hombre atractivo, tanto para los hombres como para las mujeres, pero también sabía que su esposa le tenía más miedo que a una plaga.
Se acostó a su lado, sintiendo la consternación que le producía que la tocase y luego la besó apasionadamente, metiéndole la lengua en la boca y sintiendo la suave textura de la suya mientras le apretaba con tanta fuerza los pechos que le hacía daño. Sintió el poder que le transmitía mientras la abría de piernas y, aunque Mary le dijo en susurros el dolor que sentía y le pidió que esperase unas semanas hasta que el médico le dijese que podía practicar el sexo, a pesar de que gritó porque aún tenía los puntos que le habían dado después de parir a su hija, él no se detuvo y la penetró sin el más mínimo cuidado, para luego poseerla como un semental. Danny sabía que lo que hacía no estaba bien, pero precisamente por eso disfrutó más. Estaba decidido a dejarle bien claro quién era el jefe antes de marcharse a España, decidido a que no se le olvidase ni por un momento lo que él significaba, tanto para ella como para su hija.
Cuando finalmente eyaculó, Mary lloraba en silencio. Danny miró su bonito rostro y luego vio que las sábanas estaban manchadas de sangre. En ese momento se dio cuenta de que no se había equivocado con ella. Si no hubiera sido por esa niña, seguro que se habría librado de ella en cuanto hubiese podido. Lo único que la salvaba en ese momento era que su hermano era su socio y su mejor amigo. Sin embargo, el asunto de España lo tenía preocupado porque eso significaría tener que viajar de vez en cuando, y su esposa parecía más contenta de lo que debía. Por esa razón, necesitaba recordarle de lo que era capaz si alguien se la jugaba. Mary estaba echada en la cama, acurrucada en su lado, llorando débilmente y con aspecto vulnerable, con el pelo esparcido a su alrededor como si fuese un halo. Una vez más le hizo el amor. Durante unos minutos la vio como la madre de su única hija, de su única hija legítima, la única que sería bautizada, querida y cuidada como si hubiese nacido en el seno de la realeza, lo cual, en muchos aspectos, era cierto. Al fin y al cabo, él formaba parte de la realeza delictiva y sus hijos serían tratados de acuerdo con ello. No obstante, seguía pensando que Mary continuaba siendo un desafortunado error y que habría sido mejor esperar un tiempo antes de unirse a ella para toda la eternidad.
Sin embargo, a lo hecho pecho, y ahora ella era su esposa y en su mundo no existía el divorcio. Él podía hacer lo que se le antojase, irse con quien le diera la gana, pero a ella no le quedaba otra opción que hacer lo que él le ordenase. Si se le ocurría abandonarla, ése era su problema, puesto que ningún hombre se atrevería a acercarse a ella, mucho menos a ponerle una mano encima.
Mary, sin embargo, sabía que jamás tendría esa suerte, porque la perseguiría y la acosaría hasta en su tumba. Danny pensaba que, como marido, la poseía y era su dueño, lo que en muchos aspectos era completamente cierto. Mary estaba deseando que las abandonase, tanto a ella como a su hija, aunque estaba segura de que no la dejaría marchar con la niña. De hacerlo, lo haría sola. Y sabía que sin Danny no duraría ni cinco minutos, pues no era hombre que admitiera desaires de ninguna clase, ni tampoco de los que estaban dispuestos a padecer más de lo necesario. Era consciente de que su imagen le importaba más que ella y que su hija, como también que era capaz de abandonarlas a las dos si se le antojaba. No se sentía segura de su afecto ni de su lealtad, a pesar de haberle dado una hija. Danny era muy capaz de pasar por encima de ambas, de ignorarlas por completo, y nadie que estuviera en su sano juicio se atrevería a cuestionar sus motivos. Su hermano no, desde luego, de eso estaba completamente segura. Mary sabía que si algo así sucedía, nadie acudiría en su ayuda. Sin él, sin Danny Boy, estaría acabada y eso le dolía más que nada. El nacimiento de su hija le había demostrado una vez más el enorme poder que él ejercía sobre su vida, y ahora tanto de la suya como de la de la niña. El se encargaría de dirigir y controlar sus vidas como había hecho con los suyos y con todo el que le rodeaba.
Su propia actitud frente a su marido le había demostrado lo muy cobarde que era al evitar cualquier tipo de confrontación, ya que resultaba completamente inútil. Danny Boy era capaz de borrarla del mapa y disfrutar mientras lo hacía. Él la consideraba simplemente una mierda y la veía tan sólo como a la hermana de su mejor amigo. De un amigo al que estimaba más que a nadie, incluso más que a su propia familia. Darse cuenta de ello la afectó porque ella seguía queriéndolo, algo que además él sabía, razón por la cual la trataba como al último eslabón de la cadena. Después de todo, como esposa de Danny Boy, ya tenía garantizado el respeto y la admiración de todas las personas que conocía. Si él no se lo daba en privado, al menos se aseguraría de que lo recibía en público.
La vida era demasiado dura y el nacimiento de su hija, de esa hija a la que le asustaba ponerle un nombre sin su permiso, había exacerbado ese miedo, ya que la había unido a un hombre que sabía que la odiaba, igual que odiaba a todas las mujeres. Un hombre que, sin embargo, ahora era el capo de los capos. Un capo de los de verdad.
El nombre de Danny se escuchaba en ciertos círculos y su reputación suscitaba la envidia de los que deseaban ser como él pero no podían. Esos hombres sabían, como ella, que no tenían las agallas suficientes para llegar a ser un capo, un verdadero capo, ya que requería más energía y más tiempo de los que ellos estaban dispuestos a conceder. Era algo que exigía estar al pie del cañón las veinticuatro horas del día y sabían que sólo estaba al alcance de unos pocos, de aquellos que estaban dispuestos a hacer lo necesario con tal de mantener su reputación intacta.
Los Danny Boy de este mundo no abundaban, pues eran excepciones. Para llegar hasta donde había llegado él, había que ser un puñetero egoísta, una de esas personas que sólo piensan en cómo se interpretan sus acciones y que normalmente son unos cabrones muy peligrosos con un ego enorme y un desprecio total por sus semejantes. Personas que quitaban de en medio a todo el que se interpusiera en su camino sin el más mínimo remordimiento porque, según ellos, se merecían todo lo que pedían, así de sencillo.
Mary estaba dolorida, se le habían roto los puntos y la sensación de picor y quemazón le resultaba insoportable. Había sangre por todas partes, y pensar que lo único que ansiaba era una copa la deprimía aún más. Danny Boy había conseguido lo que llevaba años deseando. Ella estaba acabada, física y mentalmente acabada. Y ambos lo sabían.
Danny Boy estaba de pie en el balcón de su suite. El hotel no sólo era de categoría, sino además muy discreto. Era de un lujo que no había experimentado en la vida. Miraba a la soleada playa, maravillado por el color azulado y cristalino del Mediterráneo. Veía una familia, los padres miraban a los niños correr a la par de las olas: era una vida que jamás había pensado que pudiera existir. Veía una familia que disfrutaba del sol. Mirándola se sintió feliz y en paz consigo mismo.
Danny esperaba emprender esa nueva aventura con un entusiasmo que impresionaría a todos sus contemporáneos. Estaba seguro de haber obrado acertadamente porque España, con todo lo que podía ofrecer, llegaría a ser una parte importante del escenario londinense. Instintivamente se dio cuenta de que era el paraíso de los paraísos.
Y él era el dueño de todo. Desde la multipropiedad hasta los bares y clubes que empezaban a destacar desde Marbella hasta Benidorm, Danny Boy era el principal benefactor de todas las personas que se ocultaban allí, personas que necesitaban un refugio seguro donde esconderse de las autoridades británicas. Se sentía en su salsa y, además, lo trataban como si fuese un miembro de la realeza.
Danny Boy estaba encantado porque, gracias al mundo en que vivían, Europa estaba a la espera de ser conquistada. Los Ab Dab, los Bubbls y los Squeak hacían cola para vender su mercancía a un público que no resultara sospechoso. Desde Marruecos hasta Atenas, gracias a British Telecom y a British Airways, el tráfico de drogas se extendía por todas partes. De hecho, estaba llegando a la otra punta del mundo. Sudamérica tenía mucho que ofrecer, especialmente los colombianos, que ya se habían adueñado del mercado americano y estaban dispuestos a suministrar al resto del mundo. La cocaína se había convertido en la droga de diseño por excelencia, algo que consumían todas las estrellas de cine y los cantantes de rock. Se la consideraba un estimulante sin efectos secundarios. Antes había sido una droga exclusiva de los ricos, pero ahora, gracias al transporte por mar y aire, estaba al alcance de cualquiera que tuviera dinero para pagarla. Los años ochenta eran los años de las grandes concesiones y de los grandes préstamos. Hasta los negociantes más escrupulosos prestaban con una facilidad y soltura que dejaban perplejos a los Danny y a los Michael por su estupidez. Ellos, por supuesto, también estaban dispuestos a prestar dinero, ya que era un buen negocio. Desgraciadamente, a diferencia de los Barclays y los Lloyd, reclamaban la devolución de sus préstamos con más diligencia que ellos y con más violencia de la necesaria.
Era una época gloriosa para todo el que estuviera en el meollo, pero también un buen momento para la reflexión. El dinero se conseguía en un santiamén y, además, lo conseguían personas sin la inteligencia suficiente para vender esa nueva fuente de riqueza. Solían armarse hasta los dientes, pero también tenían el desagradable hábito de pasarse el día esnifándose la mercancía que vendían. Eso permitía que Danny Boy recuperara su inversión inicial de forma gradual, recogiera los beneficios de su préstamo personal y, cuando se le antojaba, eliminara a las mismas personas que ahora, sin saberlo, se habían convertido en sus competidores. Era algo que le encantaba.
Su antagonismo natural convertía esa nueva aventura en un negocio muy apetecible y lucrativo. El proporcionaba a las personas todos los medios que necesitaban, es decir, el dinero y el acceso a las drogas para que pusieran en marcha su negocio, pero luego se los reclamaba cuando menos lo esperasen, recuperando no sólo el dinero invertido al principio, sino las posibles ganancias que habían obtenido. A él le gustaba España pero no le gustaba depender de nadie para obtener la mercancía. Sin embargo, sabía que no le quedaba más remedio que aceptarlo, como hacía todo el mundo. Aun así, odiaba no poder fabricar su propia mercancía, ya que eso lo hacía depender de otros para conseguirlo. Sin embargo, era algo que se proponía cambiar. Cuando terminara la década de los ochenta, Danny pensaba introducirse en el mundo de los suministradores, aunque eso le costase lo suyo. Estaba decidido a forjarse una reputación y sería el primer extranjero en financiar su propia cosecha. Él no se limitaría a perseguir al dragón hasta darle caza, sino que mataría a ese cabrón en cuanto pudiese. Jamás satisfecho de ocupar un puesto en la periferia y en contra de todos los consejos que había solicitado con tanto fervor, pensó que estaba en su derecho a pedir un porcentaje por sus ventas. De hecho, ya lo había conseguido con los jamaicanos por la hierba que movía, y con los turcos por la heroína. El mundo se había convertido en un verdadero mercado. Además, era tan reducido que se accedía al producto en cuestión de horas. Danny Boy no estaba hecho para sentarse en la fila de atrás y ser un simple participe, sino para invertir mucho dinero y convertirse en el traficante más importante de Europa.
En contra de los consejos de Michael, empezó a mover las cosas, creyendo, como siempre, que poseía un don especial para ver a un ganador en cuanto asomaba su fea cabeza. A punto de llegar el año 1990, Danny Boy no se daba cuenta de la animadversión que solía provocar su comportamiento. Se había convertido en el jefe de la jauría, en el capo de los capos. Por desgracia, no se había molestado en mirar cómo interpretaban sus acciones no sólo sus trabajadores, sino las personas con las que trataba a diario. Danny Boy pensaba que era invencible y, en muchos aspectos, estaba en lo cierto, pero tenía el don de hacerse enemigos donde no debía. Además, también tenía la habilidad de destruir a personas que podían suponer un peligro, por muy remoto que fuese. Su completa indiferencia por la situación económica de los demás tampoco le hacía ganar amigos, sino todo lo contrario. Tenía enemigos por todos lados, enemigos que le sonreían, pero que estaban deseando que diera un paso en falso. Danny Boy se había convertido en una persona sumamente peligrosa, una opinión compartida por todos los que le rodeaban. Incluida la pasma, algo que él sabía mejor que nadie, aunque no estaba dispuesto a abandonar.
En ese momento, oyó que alguien llamaba suavemente a la puerta. Se dio la vuelta y cruzó el salón para abrirla. Se quedó anonadado al ver a Carole, que entró en la habitación sin pronunciar una sola palabra, lo que le hizo saber de inmediato que algo terrible debía de haber sucedido.
– ¿Qué sucede? ¿Por qué has venido?
Carole suspiró pesadamente y respondió:
– Siéntate, Danny Boy. Ha sucedido un terrible accidente.
Carole le sostenía la mano y lo obligó a sentarse en el sofá que había estado admirando. Cuando se sentó y vio su rostro amable y cordial, sintió una oleada de afecto por ella, razón por la cual la habían enviado para que le comunicase la noticia, ya que probablemente era la única persona que podía decirle algo así sin esperar que se vengase de ella.
– ¿Qué ha sucedido? ¿Le ha pasado algo a mi madre? -preguntó Danny pensando que sólo por una razón así habría venido hasta España.
Carole negó con la cabeza.
– Ha sido la niña. Murió mientras dormía. Lo llaman muerte súbita. No ha sido culpa de nadie, Danny. Pero lo siento mucho.
Carole vio el gesto de horror que se dibujaba en su rostro, el terrible dolor que lo invadía, y deseó encontrar la forma de mitigarlo, pero era imposible. Haber conseguido tener un hijo después de tanto esfuerzo y luego perderlo debía de ser lo más horrible y doloroso que le pudiera pasar a nadie, especialmente a Mary, a quien no había forma de consolar.
Carole se sentía tan afectada como Danny, cosa que no le pasó desapercibida. Precisamente por esa razón había venido a decírselo, pues todo el mundo sabía que era la única persona que podía comunicarle una cosa así.
– Tienes que regresar y ocuparte de todo. Mary está acabada. Ha tenido una hemorragia y está otra vez ingresada en el hospital.
Danny asintió imperceptiblemente.
El daño estaba hecho y ya nadie podía repararlo. Se sentía profundamente culpable porque ni siquiera había dejado que Mary le pusiera un nombre, ya que pensaba hacerlo él cuando regresase. Pensó que resultaba gracioso ver cómo su esposa se devanaba los sesos buscando la forma de referirse a la niña sin pronunciar nombre alguno. Y todo porque estaba demasiado asustada como para preguntarle cómo pensaba llamarla o si ya había elegido un nombre para ella. Ahora su hija había fallecido sin nombre y eso le preocupaba enormemente. Lo invadió un sentimiento de pérdida tan inmenso que hasta él mismo se sintió sorprendido. Además de un sentimiento de culpabilidad, pues había cometido con la niña una grave injusticia que no se perdonaría jamás. Por primera vez en muchos años, se echó a llorar.
Libro cuarto
Sé un pecador y peca con fervor
pero ten más fervor por la fe de Cristo
y regocíjate de él.
Martín Lutero, 1483-1546
Capítulo 25
Jonjo estaba enfadado, muy enfadado, y no hacía nada por disimularlo, ya que escupía al hablar, claro síntoma de que estaba a punto de perder los estribos. Ahora era famoso por eso, por su mal carácter y por su escasa capacidad para atender a razones. Si no oía lo que le gustaba, la emprendía a golpes, y lo hacía de verdad.
Jonjo ya no era el muchacho de hace unos años, ya no era la misma persona que en su momento había necesitado de la aguja para sentirse satisfecho. Ahora se había convertido en un hombre grande y robusto con un temperamento que había alertado a más de un juez. De hecho, de no haber sido por los contactos que tenía, nadie habría impedido que pasara una buena temporada en la trena. Se había convertido en un tipo de cuidado y todo el mundo se había olvidado ya de su pasado, cosa que él agradecía, pues se sentía avergonzado de él y de su debilidad. Se había armado de valor y había superado su dependencia de la droga. Además, ahora todos le consideraban el brazo derecho de su hermano, algo que le proporcionaba un enorme placer. Jonjo había madurado y, gracias a su hermano, lo había hecho con una rapidez y una perversidad que lo habían convertido en una persona tan inestable y peligrosa como él. Carecía de sentimientos y se le consideraba el clon de su hermano, su sustituto y su doble, especialmente cuando tenía una copa de más.
Lo que en su momento había sido su talón de Aquiles, es decir, su carácter temeroso y su necesidad de evadirse del mundo real, ahora lo había transformado en un hombre al que no le importaban nada las personas a las que tenía que amenazar y cobrar algún dinero. Se había convertido en un chulo y disfrutaba de la libertad que dicha situación le concedía porque la utilizaba para sus propios fines. Jonjo había sucumbido a la forma de vivir de su hermano y hasta él mismo se había sorprendido de lo mucho que disfrutaba de ello. Además, no sólo gozaba de la aprobación de Danny, sino de los beneficios que le proporcionaba el estilo de vida de su hermano. Se sentía orgulloso de que lo considerasen un tarado, pues le encantaba ver el miedo que inspiraba a todo el que le rodeaba. Jonjo había llegado a la conclusión de que ésa era la única forma de soportar la vida que llevaba. Ganaba mucho dinero y el prestigio se había convertido en algo de lo que jamás podría prescindir.
Jonjo sonrió a los dos hombres que tenía delante. Eran camellos a pequeña escala, pero habían cometido el error de pedir más de la cuenta y sabía por experiencia que la habían repartido con algunos amigos con la esperanza de forrarse. Se la habían pasado a personas a las que habían considerado de total confianza, de las que esperaban que les devolvieran la pasta que ahora necesitaban con tanta urgencia y que en realidad se habían aprovechado de su estupidez. De no haber sido un asunto tan grave, se hubiera echado a reír. La verdad es que lo lamentaba por ellos, pues sabía que se la habían jugado, pero ése no era su problema. Habían hecho un acuerdo y, aunque la pasma los hubiese apresado y les hubiera quitado la mercancía, tenían la obligación de saldar su deuda. ¿Cuántos amigos suyos habían invertido una buena pasta en un cargamento que aún estaba por venir y que luego había sido apresado? lodos habían perdido el dinero, mucho o poco, con resignación, pero sabiendo que el trato seguía adelante y había que mantenerlo. Así eran las cosas. Así funcionaban las cosas en el mundo en que habían elegido vivir.
En la siguiente ocasión, esos dos se asegurarían de tratar con personas en las que pudieran confiar plenamente. La próxima vez procurarían no ser tan ambiciosos, controlarían más sus ganancias y, lo que es más importante, sabrían lo que significaba establecer un acuerdo financiero. Además, si tuvieran dos dedos de inteligencia, se encargarían de hacer su trabajo en el tráfico de drogas y serían lo bastante sensatos para ahorrarle el viaje y evitar muchos problemas. Pagarían en su debido momento y, de esa forma, se salvarían de un accidente imprevisto debido principalmente a la imposibilidad de que Jonjo admitiera excusas de ninguna clase, ya que, por mucho que lo deseara, era incapaz de escuchar a nadie. Además, su hermano era de la misma opinión que él. La cuestión era muy sencilla y la gente debía pensarlo antes de meterse en esos asuntos. La ambición rompe el saco y el tráfico de drogas, al parecer, suscitaba la ambición de todo el mundo, fueran camellos o adictos. Al ver el miedo que relucía en los ojos de ese par de idiotas, Jonjo pensó una vez más en lo estúpido que resultaba tratar con gente que quería vivir por encima de sus posibilidades. Jamás los tomaba en serio, jamás los consideraba dignos de confianza ni de respeto. Esos dos, además, eran aún peores, ya que no habían tenido la sensatez suficiente para asegurarse de que la gente con la que habían tratado tuvieran los medios suficientes para abonarles lo debido pasara lo que pasara. Los verdaderos camellos sólo trataban con gente de la que sabían que podía pagar sus deudas aunque surgieran problemas. Lo mismo sucedía con los apostadores y los jugadores. A menos que pudieran cubrir sus apuestas, era un juego de gilipollas, porque, ganasen o perdiesen, aún seguían debiendo el dinero. Y, aunque un apostador podía quedarse con tu dinero, rara vez ganaba porque, como ellos sabían, las circunstancias siempre son adversas para el apostador. Esos dos capullos habían entregado los ahorros de toda su vida a unas personas a las que habían considerado como un golpe de suerte, pero que jamás habían tenido ni la más mínima intención de pagarles, de lo que ahora se daban cuenta. Sin embargo, dejando esos asuntos al margen, seguían debiendo el dinero. La lección que pensaba darles formaba parte del aprendizaje, pero también serviría de ejemplo, como mensaje a otros de su misma calaña. En esta vida había que pagar y callar. Cuando Jonjo decidió actuar, le vino a la memoria su madre y la promesa de una buena cena aquella noche. Había descubierto que si pensaba en las menudencias de la vida, le resultaba más fácil realizar su trabajo. En ese momento, precisamente, la idea de una buena cena tenía para él más importancia que el destino de ese par de oportunistas.
Cuando acordó llevarse sus coches, junto con todo lo que se pudiera vender con suma facilidad, Jonjo pensó que él podía haber estado en su lugar de no haber sido porque su hermano lo había metido en vereda. Al contrario que ese par de gilipollas, que ya habían empezado a llorar, él era un hombre afortunado. Y ni siquiera tuvo que agredir a ninguno de los dos.
Carole estaba cansada pero se sentía feliz. Los niños ya estaban acostados y esperaba el regreso de su marido en cualquier momento. Michael había estado en Marbella durante unos cuantos días porque últimamente Danny Boy no soportaba la idea de ir solo a ningún lado. Resultaba curioso, pero necesitaba la compañía de alguien en todo momento. Aun cuando iba de compras o a la tienda de licores, le gustaba hacerlo en compañía. No era que tuviese miedo de que le hicieran daño físico, pues ¿quién se iba a atrever a semejante cosa? Carole rió de sólo pensarlo. No. Fuese lo que fuese, seguro que era por otro motivo, aunque ella lo desconocía.
Ange estaba sentada a la mesa de la cocina. Carole se acercó a ella, le apretó los hombros en señal de afecto y le dijo tranquilamente:
– ¿Quieres otra taza de té o prefieres una copa de verdad?
Carole sabía que a esas horas le apetecía darse un lingotazo de whisky, por eso ya había sacado un vaso y la botella. A ambas le gustaba jugar a ese juego de vez en cuando, pero esperó a que se lo confirmase y luego le sirvió la copa que tanto anhelaba. Ange sonrió y se la bebió con verdaderas ganas. Resultaba curioso, pero Ange era como de la familia en esa época. Pasaba mucho tiempo en su casa y la ayudaba mucho. Carole sabía que si Ange llamaba a la puerta era porque Danny Boy estaba otra vez haciendo de las suyas.
Carole pensaba que Ange era como una bendición para la pobre Mary, pero también sabía que no soportaba por mucho rato a su hijo Danny Boy, lo cual resultaba extraño, pues lo quería enormemente. Al igual que todos los que lo rodeaban, necesitaba librarse de él en ciertos momentos. A Michael le sucedía otro tanto, aunque jamás lo admitía porque era demasiado leal para eso.
Cuando volvió a llenarle el vaso, Carole le preguntó:
– ¿Ha llegado ya Danny Boy a casa?
Ange asintió ligeramente, preocupada por si metía la pata, ya que Michael aún no había hecho acto de presencia.
Carole se dio cuenta de lo que pensaba y se sintió molesta, como si Michael se la estuviera pegando. Michael tenía sus defectos, pero la infidelidad no era uno de ellos, gracias a Dios. Ella estaba plenamente segura de eso. Al contrario que Mary, que tenía dos hijas y un marido que venía intermitentemente, gozaba de una vida placentera. Michael era un hombre generoso y un padre maravilloso que pasaba todo el tiempo posible en compañía de su esposa y sus hijos. A él le encantaba estar con su familia y disfrutaba con ellos. Danny Boy, por el contrario, disfrutaba con sus dos hijas, pero aún no había encontrado la forma de perdonarle a Mary la pérdida de su primera hija y los abortos que había tenido. Les concedía a sus hijas todo lo que deseaban y necesitaban, salvo una vida estable. Al menos, eso era lo que ella creía. Aunque Mary jamás le había dicho una palabra, Carole sabía que las cosas no marchaban bien en esa casa. Ange también era de la misma opinión y era probable que estuviera más al tanto de la situación que ella.
Carole le sirvió otra generosa copa de whisky a Ange y, riendo, le dijo:
– Usted es como una madre para mí.
Lo decía sinceramente, aunque también porque sabía que esas palabras le agradarían a Ange enormemente. Desde que se había vuelto a pelear con Annie, se sentía muy desconsolada. En algunos momentos Carole había sentido deseos de hablar ella misma con Annie, pero había preferido no entrometerse, aunque a veces le resultaba difícil porque sentía que formaban parte de su vida. De hecho, los veía con más frecuencia que a su propia familia. No obstante, sabía lo importante que era a veces mantener la boca cerrada, pues, una vez que se decía algo, ya estaba dicho y no había forma de retractarse. En ocasiones, sentía una necesidad imperiosa de, por una vez en la vida, expresar sus opiniones honestamente, pero una vez más se dijo que no era asunto suyo, tal y como le había señalado en varias oportunidades su marido.
Leona y Lainey se negaban a irse a la cama y, como de costumbre, Mary estaba a punto de desistir, cuando Danny Boy entró en el enorme vestíbulo de mármol de su nueva casa y gritó:
– Idos a la cama de una vez, ¿de acuerdo?
Las dos chicas subieron a sus dormitorios sin decir una sola palabra. Mary las arropó y les dio un beso de buenas noches mientras se preguntaba por qué Danny Boy no había salido como de costumbre. De hecho, ni siquiera estaba vestido y, en lugar de prepararse para salir, llevaba un chándal de botones y una vieja camiseta de tirantes. Estaba viendo los deportes y no dejaba de pedirle cosas, desde que le preparase un té, café o sándwiches hasta una cerveza, brandy o sus puros. No había parado desde que había llegado y la única razón por la que les había llamado la atención a sus hijas era porque debía de querer quedarse en casa esa noche y ansiaba un poco de tranquilidad y sosiego. Mary, no obstante, se lo agradeció porque finalmente las niñas se habían acostado, algo que a ella le suponía siempre un enorme esfuerzo. Mary creía que se había convertido en su peor enemigo a ese respecto, ya que la única vez que les había gritado pidiéndoles que le obedecieran, Danny Boy la había sorprendido y le había dado una buena tunda delante de ellas. Desde entonces había perdido toda la autoridad sobre sus hijas. Se daban cuenta del miedo que le inspiraba su padre y lo utilizaban en contra de ella. Aun así, no las culpaba, pues, aunque le dolía, sabía que cuando uno vivía en esa casa utilizaba cualquier medio para sobrevivir. La madre de Danny se lo había enseñado y no le iba mal desde entonces.
Mary se dirigió lentamente a la cocina, pero Danny la llamó, y se preparó para una reprimenda antes de entrar en el enorme salón donde se encontraba echado en el sofá de seda japonés, viendo los deportes.
Se quedó de pie, como un chico de los recados, con el cuerpo tenso.
– ¿Qué quieres, Dan?
Mary sonreía amablemente, con la mirada alerta ante un posible cambio de humor, esperando que la atacase verbal o físicamente.
Danny la observó durante unos momentos antes de decirle tranquilamente:
– No permitas que te hablen de esa manera.
Mary se encogió de hombros con indiferencia, como si no tuviera nada que responder.
La forma en que las niñas le hablaban a su madre molestaba a Danny, aunque sabía que era el principal culpable de ello. Pensaba que su esposa debía imponerse más, pero sabía de sobra que era incapaz de hacerlo en lo que se refería a sus hijas o a él mismo. Danny deseaba en algunos momentos que opusiera cierta resistencia, que mostrara algo de pasión, pero él había acabado con todo ello hacía ya años. En momentos como ése se preguntaba por qué le inspiraba tanto odio, y deseaba empezar de nuevo, pero eso era irrealizable porque nadie es capaz de cambiar el pasado. De ser así, el mundo sería mucho más agradable, de eso estaba seguro.
Dando unos golpes en el asiento de al lado le pidió que se sentase. Mary obedeció, como esperaba que hiciese. Era como un cachorrito, un cachorrito admirable, la verdad. Aún seguía siendo una mujer sorprendentemente hermosa y eso le agradaba en cierta forma, aunque también le desagradaba. Era como una muñeca perfectamente maquillada, con el pelo recogido y vestida impecablemente. Tenía un gusto especial para vestirse y, lo más importante, también tenía el don de elegir bien su ropa. Él siempre dejaba que la eligiese y jamás olvidaba un detalle, por eso siempre iba tan elegante. Danny sabía que era una mujer que tenía todos los atributos que un hombre poderoso puede desear, pero eso le importaba un carajo. Ella era su esposa y eso era lo único que le permitiría ser.
Después de que la niña falleciera, no le había puesto una mano encima durante mucho tiempo. Luego, con ayuda de los médicos, había logrado quedarse embarazada y tener dos hijas más, aunque Danny sabía que ansiaba darle un hijo. Él jamás se molestó en quitarle esa idea de la cabeza pero, después de la muerte de su padre, jamás había sentido el menor deseo de tener un varón y estaba más que satisfecho con sus hijas. Un hijo, al menos eso pensaba, se convertiría en un rival más tarde o más temprano y, además, terminaría por ponerse del lado de su madre, como suele suceder. No, él prefería tener sus hijas, eran menos complicadas y más fáciles de controlar.
Danny se percató de que Mary no le había respondido y de lo incómoda que se sentía. De repente él miró y la vio tal como la veían los demás. Tenía unos ojos fascinantes, enmarcados en largas pestañas, capaces de dejar embelesado al hombre que quisiera, aunque ninguno en su sano juicio le daría los buenos días sin que él le hubiera concedido permiso para eso.
– Hablo en serio, Mary. Tienes que imponerte y demostrarles quién es la que manda.
Intentaba relajar las cosas y Mary se dio cuenta de ello. Muchos años antes hubiera apreciado su interés y habría agradecido que fuese tan amable, pero ya era demasiado tarde. Sonrió afablemente y, sin pensar en las consecuencias, respondió:
– Ellas saben perfectamente quién es el que manda en esta casa, igual que tú, y ésa no soy yo.
La tristeza de su voz lo abrumó durante unos segundos, por eso la acercó y la estrechó entre sus brazos. Cuando se comportaba de esa manera, Danny detestaba que ya no lo deseara y sabía que permanecía a su lado porque tenía demasiado miedo para rechazarlo. El, sin embargo, precisaba de su amor en ese momento, necesitaba ver que aún le deseaba. La besó en el pelo, sintiendo el suave olor de su perfume y el plácido tacto de su cuerpo.
– Qué pasa, Mary, ya sabes que te quiero.
La estrechaba con fuerza pero, como siempre, era sólo un gesto de pertenencia y posesión, más que de amor. Mary sonrió y respondió tristemente:
– Lo peor de todo, Danny, es que a veces creo que es verdad lo que dices.
Michael escuchaba al hombre que tenía delante con tal expresión de asombro que Arnold se echó a reír. Michael miró a su amigo y, suspirando, respondió:
– Arnie, no deberías decir eso de Danny Boy ni en broma. Él tiene a todo el mundo en nómina y, si alguien le comenta lo que acabas de insinuar, no sé… Dejó la frase sin terminar.
Arnold era un muchacho grande y fuerte que también se había forjado su reputación. Además, se había casado con la hermana de Danny y ya había tenido algunos hijos con ella, algo que, en su opinión, había hecho como un gesto de humanidad. También disponía de una serie de hombres en los que confiaba plenamente y, cuando se unió a la banda de Danny Cadogan, todos se montaron en ese carro con él. Ahora alguno le había proporcionado esa información y quería, o mejor dicho, necesitaba, comprobar si era cierto. Confiaba en Michael más que en ninguna otra persona de raza blanca, pues, en muchos aspectos, eran compañeros. Con el paso de los años, se había creado entre ellos una buena relación y, en muchas ocasiones, habían comentado en secreto las insensateces que cometía Danny Boy con sus actos violentos, por esa razón, no temió compartir con él esa información, pues sabía que Michael necesitaba tanto como él averiguar la verdad. Después de todo, si eso era cierto, tenía mucho más que perder que él.
Que Michael no dijera nada durante unos instantes le hizo pensar que hasta él creía que quizá hubiese algo de verdad en aquello. Arnold esperaba estar equivocado, pero había algo que le daba mala espina. Lo que le habían dicho de Danny Boy resultaba tan ultrajante, que resultaba difícil que no fuese cierto. Resultaba tan increíble que, tratándose de él, se hacía creíble.
– No creo semejante cosa de Danny Boy, Arnold. ¿Quién te ha dicho tal cosa?
Arnold suspiró pesadamente. Llevaba las trenzas más largas y gruesas que nunca y sus profundos ojos azules emanaban sabiduría y preocupación. Por su forma de comportarse, se veía que esperaba un sí o un no, pero en cualquier caso quería saber la verdad.
– David Grey sigue estando en su nómina y, aun después de su tropiezo con Danny Boy, sigue siendo su intermediario, aunque ahora quiere salirse. Dice que ya no puede seguir haciéndolo. Según él, Danny se ha quitado de encima a todos sus competidores chivándose de ellos y lo ha hecho con tanta cautela que nadie se ha percatado de ello. Se ha asegurado de que todos los que caigan estén fuera de su jurisdicción antes de que sean apresados. De esa forma se libra de toda sospecha. Su información le garantiza carta blanca. De hecho, puede matar a quien se le antoje sin que la pasma se atreva ni siquiera a acusarlo. Piensa en lo que te digo, porque Grey no tiene nada que ganar diciéndome una cosa así.
Michael escuchaba lo que decía y sus palabras parecían penetrar en su cráneo como un clavo de quince centímetros, aunque se debatía por no darles crédito. Era una acusación ultrajante que podía costarles la vida a los dos si llegaba a oídos de la persona equivocada.
Negó con la cabeza con tal decisión que no dejaba margen para la discusión.
– Eso es una mentira como un piano. Grey es un jodido embustero y no quiero saber más del asunto, ¿de acuerdo? Tú sabes tan bien como yo que la pasma anda detrás de ti. Si Danny Boy se entera de que has hablado con ese gil ¡pollas, te quitará de en medio en menos que canta un gallo, y con razón. Tú eres su cuñado, ganas una buena pasta trabajando para él ¿y ahora tienes los cojones de presentarte aquí y decirme cosas como ésa?
Arnold sintió que el miedo le recorría el cuerpo. No había esperado que Michael reaccionara de esa forma: había creído que sería de la misma opinión que él. Ahora, sin embargo, estaba tan enfadado que su amistad estaba en entredicho. Se dio cuenta de que Michael y Danny habían sido amigos desde muy pequeños y comprendía que él ocupaba un lugar secundario. La información se la había proporcionado un poli y le había creído al pie de la letra. De hecho, para ser sinceros, seguía creyéndole. Eso, sin embargo, ya no importaba. Ahora lo que tenía que hacer era tratar de enmendar la situación. Tenía que convencer a Michael de que lamentaba de verdad sus dudas. Era lo único que podía hacer para reducir el daño que había causado haciendo caso de semejantes habladurías. Además, tenía que buscar la forma de que Michael no le dijera nada a Danny. Si lo hacía, Annie se vería convertida en viuda y sus hijos en huérfanos. Se había equivocado con Michael Miles. Había pensado que eran amigos y creía que podía hablar sinceramente con él de ese asunto. ¡Qué equivocado estaba! Tanto, que ya se daba por muerto.
– Perdona, Michael. Me he vuelto un poco paranoico y creo que me he dejado llevar por las habladurías.
Michael agitó una mano en señal de enfado.
– No te preocupes. No le diré a nadie nada de este asunto y yo en tu lugar tampoco lo haría. Pero si vuelves a acusar a Danny Boy de algo semejante, yo mismo me encargaré de quitarte de en medio, ¿de acuerdo?
Arnold asintió con su enorme cabeza, deseando no haber dicho nada. Cuando Michael le hizo señas de que saliera de la habitación, lo hizo lo más rápido posible, aterrorizado por lo que podía haber provocado sin darse cuenta.
Michael se sentó en el sillón lentamente, tratando de asimilar lo que Arnold le había dicho. En su interior, sabía que tal vez fuese cierto. De hecho, lo había pensado en muchas ocasiones a lo largo de los años, aunque jamás había expresado sus dudas.
Michael había sospechado por primera vez que Danny estaba compinchado con la pasma cuando acusó a Louie Stein de ser un chivato. Se había odiado a sí mismo por pensar algo así de su amigo, aunque los rumores decían que había sido el padre de Danny Boy quien había levantado la liebre en aquella ocasión. Nadie había podido demostrar nada y por eso había dejado de pensar en ese asunto. Sin embargo, volvió a acuciarlo cuando Danny se empeñó en quitar de en medio a Frankie Cotton. Frankie no era una persona de las que pasan al olvido. El odio que sentía por él carecía de fundamento y de lógica, pero Danny lo veía como una amenaza en muchos aspectos. Luego lo quitó de en medio con su acostumbrada violencia, alegando además que era un chivato. Unos rumores que parecían ser ciertos, que tenían alguna base.
Danny Boy, sin embargo, no había temido en ningún momento las consecuencias de sus actos en lo referente a Cotton. Michael también había tenido sus dudas en ese momento, y hasta pensó en sonsacarle algo a Danny, pero el trato ya estaba hecho. Intentó por todos los medios olvidarse del asunto diciéndose que debía de estar mal de la cabeza pensando semejante cosa de su amigo. Sin embargo, sus sospechas se hicieron más acuciantes cuando Danny Boy logró apoderarse de las declaraciones firmadas por su padre ante la policía antes de morir. Lo que tenía en la mano no era una fotocopia, sino el original. Michael estaba seguro de que cuando Big Danny Cadogan decidió acusar a su hijo, esperaba que su información llegase a los de más arriba, pero de alguna forma había sido interceptada. La declaración estaba firmada, la había hecho en presencia de testigos y eso era algo que ya nadie podía frenar si no era proporcionando algo a cambio.
O eso, o que Big Danny Cadogan había sido víctima de un montaje, lo cual era de extrañar, ya que Big Danny Cadogan se había presentado ante la pasma por sus propios pies, sin saber que su hijo ya era un confidente de los gordos.
Grey también había recibido lo suyo de Danny y, sin embargo, eso sólo había servido para que se terminase de consagrar como su recadero. Michael pensó que tal vez Grey se hubiese convertido sin saberlo en parte de ese montaje y era posible que no se hubiese dado cuenta de ello hasta que fue demasiado tarde. Un poli corrupto no era algo que preocupase demasiado a la Metropolitana; cada vez que llevaban a cabo un atraco, apenas había presencia policial en las calles.
Michael se sintió sumamente asustado. Si lo que pensaba era cierto, ¿en qué lugar se encontraba él? De ser cierto, Danny Boy se vería obligado a venderlo a él también, por mucho que fuese su socio y el cerebro de la sociedad. ¿Sería el próximo de la lista? ¿Se chivaría de él cuando ya lo hubiese utilizado? ¿Acaso tenía los días contados?
Michael sabía que Arnold creía que dicha información era cierta, pero él no estaba dispuesto a comprometerse con nadie, por muy amigo que fuese. Tenía que actuar con inteligencia, comprobar esa información y luego buscar la forma de salir lo mejor librado posible. Sin embargo, aún le costaba trabajo creer que Danny Boy fuese un chivato, no podía admitir que fuese verdad. Michael cerró los ojos con fuerza y sintió una vez más ese incesante martilleo en la nuca que siempre era el inicio de una de las típicas migrañas que tanto le habían acuciado en los últimos años.
– Gracias, Carole, te lo agradezco de veras.
Carole abrazó a la anciana con ternura. A diferencia de los demás, ella no tenía nada en contra de Ange y la apreciaba sinceramente.
– Te acompaño hasta la puerta -dijo cogiendo del brazo a Ange y recorriendo con ella el camino que conducía hasta la entrada principal.
La luz de la casa estaba encendida y suspiró aliviada porque casi siempre tenía problemas para meter la llave en la cerradura.
Cuando llegaron a las escaleras que había en la entrada, Danny Boy abrió la puerta.
– Hola, mamá. Empezaba a pensar que te habías buscado un ligue.
Ange sonrió feliz al escuchar las palabras afables de su hijo.
La ayudó a entrar y dijo alegremente:
– La tetera está hirviendo, madre.
Luego, sonriéndole a Carole, preguntó:
– ¿Te quedas a tomar el té?
Carole negó con la cabeza e hizo un gesto con la mano en señal de molestia.
– Tengo que volver. Michael tiene una de sus migrañas y el pobre está que no puede más.
Danny Boy asintió y respondió en broma:
– Pobre soldadito.
Carole se rió mientras se dirigía al coche. Danny se despidió de ella teatralmente antes de cerrar la puerta con fuerza. Luego, dirigiéndose a la cocina, se sentó en la mesa y encendió un cigarrillo. Ange se dio cuenta de que estaba nervioso y, mientras preparaba el té, lo observó con cautela. Fumaba deprisa, dándole cortas caladas al cigarrillo, con el rostro tenso, como si estuviese concentrado en algo. Su enfado estaba a punto de desbordarse y dijo:
– Me he enterado de que has estado cuidando a las niñas mientras mi mujer estaba fuera. No lo niegues porque Lainey me lo ha dicho. Por lo que veo, mientras estoy en España intentando ganar un poco de pasta, mi esposa se dedica a salir por ahí. Y para colmo de males, mi madre hace de canguro.
Danny se levantó y Ange se apartó de él, ya que el miedo que le tenía era superior a su afición por las discusiones. Danny no sólo había terminado por someter a su pobre esposa, sino a ella también. Le tenía terror a su hijo y eso la entristecía. Lo amaba, pero también lamentaba la autoridad que ejercía sobre todos ellos. Danny se apartó de ella y Ange se dio cuenta de que el miedo la había hecho sentir avergonzada. Sirvió el té y, sin mirarlo, le respondió:
– Sólo fue a casa de Carole para pasar un rato con ella. A mí no me importó quedarme con las niñas. ¿Qué tiene eso de malo?
Hablaba como antaño, con una completa desconsideración por cualquier respuesta que pudiera darle. Mientras movía el té con la cucharilla, reinó un completo silencio. Luego, armándose de valor, miró a Danny y, sonriendo, añadió:
– Carole se sentía sola sin su marido y yo animé a Mary para que le hiciera compañía durante unas horas. Pensé que le vendría bien salir un poco de casa.
Danny Boy se quedó un tanto consternado, pues ver que su madre se ponía del lado de Mary le resultaba una revelación.
– Pregúntale a Carole si no me crees.
Danny seguía sin decir nada y se limitó a mirarla fijamente, preguntándose qué podía hacer con ella.
Ange estaba harta de esa situación y, haciendo acopio de todo su valor, añadió tranquilamente:
– Te pareces a tu padre, Danny. Siempre celoso por nada.
Danny Boy se apoyó en el respaldo de la silla y, sarcásticamente, respondió:
– ¿De verdad? ¿Antes o después de gastarse todo el dinero en bebida y apostando? Imagino que después. Porque si hemos de ser sinceros, cuando estaba sobrio te odiaba a más no poder. ¿Conque me parezco a ese hombre que echó por tierra nuestra vida en una partida de cartas? ¿El mismo que me obligó a ponerme a trabajar antes de que acabase la escuela? Si de verdad me parezco a él, ¿por qué no están mis hijas muriéndose de hambre como nosotros? ¿Cómo es que vives en esta bonita casa con todas las facturas pagadas y la nevera llena de comida? ¿Cómo es que no me paso la vida borracho y así me olvido de que tengo una familia? Respóndeme, madre. Me gustaría saberlo.
Ange no dijo nada y Danny sabía que no lo haría. La verdad dolía y él lo sabía mejor que nadie. De hecho, era justo lo que había pretendido.
– Además, si era tan celoso, ¿por qué lo recibías siempre con los brazos abiertos? Incluso después de habernos abandonado y haberme cargado la deuda de los Murray. Fui yo quien la pagó, ¿recuerdas? Él se largó con alguna vieja puta mientras yo tenía que hacerme hombre de la noche a la mañana y buscar la forma de que no os faltase de nada. ¿Por qué no me respondes a eso? Anda, vamos, quiero oír lo que dices. Y ahora déjate de rollos y contesta a lo que te he preguntado: ¿quién te ha dicho que puedes cuidar a mis hijas mientras mi esposa se va de parranda? Porque eso es lo que ha estado haciendo y los dos lo sabemos.
Danny representaba el papel del digno y su madre se preguntó cómo ese hombre que ahora adoptaba esa postura tan arrogante había sido en su momento la niña de sus ojos.
Capítulo 26
Annie estaba segura de que sucedía algo, pero no sabía qué. Arnold estaba tenso como un gato en un alambre y Michael demasiado callado, más que de costumbre. Danny Boy, por el contrario, parecía tan presuntuoso como siempre, pero también algo más extraño. Se pasaba el día preguntándole si había tenido que hacer de canguro mientras la pobre Mary salía, como si diera por sentado que su madre las había dejado solas durante toda la noche. Para él era una misión que se había impuesto y, por tanto, no se detendría hasta no comprobar que sus acusaciones eran ciertas.
Ella hasta se lo había jurado por la vida de sus hijos, pero él enarcó una ceja y respondió tranquilamente:
– Nunca jures por la vida de tus hijos, Annie. Sólo una puta haría algo así.
Resultaba obvio que no tenía el menor interés en saber la verdad.
Annie, desesperada, se echó a reír y le dijo:
– Pero es que te estoy diciendo la verdad. ¿Qué ganaría yo mintiéndote?
Danny la había mirado unos instantes, como si fuese una lunática, y luego se había marchado. Annie se preguntaba en muchas ocasiones cómo podía hacerle cambiar de opinión. Danny se había convertido en un puñetero obseso, en un cabrón vicioso y sádico. Ella lo sabía de sobra, pero aun así lo quería, pues sabía que era capaz de hacer cualquier cosa por su familia, incluso por ella, si llegaba el momento.
Arnold entró en la casa y ella le sonrió alegremente. Con el paso de los años había sabido ganarse su amor y ahora ya no imaginaba la vida sin él. Tenían dos hijos muy guapos y él los adoraba a los dos, aunque el mayor no se parecía en absoluto a él. De hecho, ella no estaba completamente segura de quién era el padre, pero era lo bastante negro como para satisfacer a Arnold y, por tanto, a ella. El más pequeño, por el contrario, era como el doble de su padre, hasta en esas trenzas que tardaba tanto tiempo en hacerle, así como en sus ojos azules y los labios tan finos que le hacían parecerse al pequeño Damian Marley. Era sumamente guapo y él era consciente de ello. Arnold, sin embargo, no se encontraba bien últimamente y no había duda de que algo le preocupaba. Siempre estaba callado y parecía ausente. De hecho, mostraba todos los síntomas de alguien que tiene una aventura, pero la verdad es que apenas salía de casa.
Mientras servía una copa para ambos, dijo alegremente: -Danny Boy cree que la pobre Mary se la está pegando. Últimamente está paranoico. Me he reído de él y de sus estupideces y creo que se ha molestado conmigo.
Se reía de nuevo, ya que le hacía gracia la reacción de su hermano. Esperaba que Arnold se riese con ella, como solía hacer, pero se quedó callado. Annie le preguntó seriamente:
– ¿Va todo bien, Arnold?
Arnold la miró y se dio cuenta de que de verdad la amaba; por muy loca que fuese, la amaba de verdad, lo mismo que a sus hijos. Estaba nervioso porque no sabía si había cometido un error con Michael y era posible que éste se la jugase diciéndole a Danny Boy lo que se le había pasado por la cabeza. Confiaba en que Michael no haría semejante cosa, pero el miedo a que eso sucediese siempre estaría presente. Arnold, con sus acusaciones, había roto una amistad que valoraba. Ahora, además, se veía en la obligación de decirle a David Grey que lo dejase en paz, que si se le volvía a acercar, él mismo le diría a Danny Boy lo que andaba diciendo de él. Con eso bastaría para mantenerlo a raya, o al menos eso esperaba. Si Danny Boy se enteraba de que lo había acusado de algo tan grave, lo mataría sin pensárselo dos veces. También temía que el inspector David Grey hablara con un tercero y pusiera su nombre en entredicho. Todo había salido mal desde el principio hasta el final. ¿Por qué no había guardado silencio? ¿Cómo se le había ocurrido pensar que su amistad con Michael podía estar por encima de la de Danny Boy? Los dos habían sido amigos desde la infancia y él, a su lado, era un perfecto extraño. Era cierto que estaba casado con la hermana de Danny, pero ahí se acababa el asunto. Pues bien, él sabía cómo retirarse, y también cómo cuidarse las espaldas.
Annie miró a su marido, vio la expresión tan cambiante de su apuesto rostro y, una vez más, se preguntó qué le preocupaba. Fuese lo que fuese, al parecer no estaba dispuesto a decírselo. Al contrario que Arnold, ella sabía lo difícil que resultaba tratar con su hermano y con su socio, pues conocía de sobra el miedo que inspiraban a todo el mundo. También sabía que Danny era un tipo de mucho cuidado y, aunque fuese su hermano, no confiaba en él, ni ahora ni nunca.
Mary estaba tendida en el sofá, le dolía la espalda y había bebido demasiado para que le fuera posible ocultarlo. Una vez más inventaría una enfermedad, pero, a pesar de lo borracha que estaba, sabía que esa excusa ya no colaría, que ya nadie la creería. Notó que los ojos se le llenaban de lágrimas de autocompasión. La noche anterior, Danny le había hecho verdadero daño. La había tirado al suelo de la cocina, diciéndole que era una borracha asquerosa de la que todos se reían. Al final, se quedó allí tirada, disfrutando del respiro que le daba y gozando del frío suelo en contacto con su piel. Danny se irritaba porque ella jamás parecía tan borracha como estaba. De hecho, les había preparado a todos la cena y le había salido de maravilla. Las niñas hasta repitieron. Sin embargo, su espalda la estaba matando y sabía que era probable que el dolor que sentía procediera de su hígado. Tenía las palmas de las manos enrojecidas y le picaban constantemente de tanto beber alcohol. Pero no podía evitarlo porque era la única forma de afrontar la vida. Ella cuidaba de las chicas, pero, por desgracia, empezaban a comprender lo dura que era su vida. Ahora que habían crecido y que él no podía controlarlas tanto, habían empezado a ver las cosas desde su propia perspectiva.
Escuchó sus pasos al entrar en la casa y, una vez más, notó que el miedo le oprimía el pecho. El corazón empezaba a latirle con tanta fuerza que ahogaba el resto de los sonidos. Esperó hasta que entró en el salón, esperó sus sarcásticos comentarios, pero esta vez se decepcionó.
Parecía sumamente cordial, como a veces se comportaba. Se arrodilló a su lado y la besó afablemente en los labios. Era terriblemente atractivo y, aunque ella lo despreciaba, comprendía que otras mujeres se sintiesen atraídas por él. Casi todo el mundo lo consideraba un hombre decente y honesto, y Mary se preguntó cómo era posible que una persona engañase a todo el mundo de esa manera, como había hecho con ella durante mucho tiempo.
– ¿Te duele la cabeza otra vez?
Mary asintió ligeramente, preguntándose si se abalanzaría encima de ella.
– ¿Te traigo algo? ¿Una aspirina, una cataplasma con hielo o prefieres un vodka?
Mary cerró los ojos con fuerza y esperó que le soltara la perorata, pero no lo hizo. Por el contrario, le trajo un vodka y dejó la copa en la mesita que estaba junto al brazo del sofá. Ella miró el vaso aterrorizada. Danny, poniendo esa sonrisa socarrona tan suya, dijo:
– Venga, bebe. Te prometo que no se lo diré a nadie. Te lo juro por la vida de Leona.
Parecía tan interesado, tan comprensivo.
Mary negó con la cabeza lentamente; el hielo de la copa había formado gotas de agua que se escurrían por el vaso y el aroma del vodka le impregnaba las fosas nasales, pero no se atrevió a cogerlo. Danny suspiró pesadamente. Estaba impecable. Desde las uñas de los pies hasta el pelo, sumamente cuidados.
– Escucha, Mary. Hoy he decidido que si te apetece una copa, te dejo que te tomes una, así que aprovéchate.
Danny cogió el vaso y se lo puso en la mano. Estaba frío y escurridizo y lo cogió con ambas manos porque le aterrorizaba tirarlo. Luego, con una sonrisa, Danny la ayudó a llevárselo a la boca mientras la animaba a que se lo bebiese con palabras afectuosas. Ella dio un sorbo y saboreó el vodka con su lengua.
– Vamos, Mary, bébetela de una vez y te sirvo otra -dijo.
Mary se la bebió lentamente pero sin pausa. Recibió el vodka como la llegada de un viejo amigo. Luego, mirando fijamente a Danny, le preguntó:
– ¿Por qué haces esto, Danny?
Balbuceaba, no tanto como para que un extraño se hubiese dado cuenta, pero sí lo bastante como para que los que la rodeaban se percatasen de que estaba más ebria de lo normal.
Danny se encogió de hombros con indiferencia.
– Espera y te traigo otra.
Cuando salió de la habitación, Mary cerró los ojos lentamente. Estaba convencida de que se traía algo entre manos, como siempre. Intentó enderezarse en su asiento, pero no atinó con el brazo del sofá y estuvo a punto de caerse varias veces. Se rió en silencio, alegrándose de que Danny no la hubiese visto. Luego logró enderezarse en su asiento, clavando los tacones en el otro brazo del sofá para darse impulso.
Cuando Danny Boy regresó con otra copa, estaba medio sentada y dispuesta a lo que viniese. Una vez más le tendió el vaso y, sentándose a su lado en el sofá de piel, le pasó el brazo por encima del hombro y dijo cariñosamente:
– Mirad, niñas. Ésta es vuestra madre cuando se emborracha.
Mary se dio cuenta de que sus dos hijas estaban sentadas en el sofá de enfrente, en silencio. La habían estado observando todo el tiempo y, por tanto, la habían visto beber.
Las dos tenían los ojos abiertos de par en par, de lo sorprendidas que estaban. Mary comenzó a emitir un gemido, un largo y prolongado gemido parecido al de un animal, como si algo le doliese en su interior. Las dos niñas continuaban mirándola, con sus bonitos rostros distorsionados por el miedo y la pena que inspiraban los gritos de su madre.
Danny se reía a carcajadas, como si le hubiese gastado una broma sumamente graciosa.
– Vamos, bebe. Desde la puerta he visto que no te dabas cuenta de que estaban tus hijas presentes y ni siquiera te has dado cuenta de que yo había llegado. Y eso que no soy nada pequeñito, ¿verdad que no? Casi todo el mundo me ve, menos mi esposa, que está más pendiente de lo que bebe.
Mary estaba casi histérica; se sentía tan humillada que creía que se iba a morir del dolor que sentía en su interior. Le colgaban los mocos y el maquillaje se le estaba corriendo, pero no podía dejar de llorar y cada vez lo hacía con más fuerza. Era como si se hubiesen abierto las compuertas de una presa y estaba derramando todas las lágrimas que había acumulado en muchos años, todas las que había contenido con una voluntad férrea.
– Mamá, cállate, me estás asustando.
La voz de Leona se elevaba por segundos. Les estaba transmitiendo el dolor y el desengaño a sus hijas, y ambas parecían muy conmovidas.
Cuando las dos niñas se echaron a llorar, asustadas por el sufrimiento de su madre, Danny se echó a reír a carcajadas. La hermosa casa que había comprado retumbaba con el ruido de su risa y los llantos de sus hijas. Fue entonces cuando Mary decidió que, de alguna forma, tenía que poner fin a todo aquello.
Jonjo saboreaba la cerveza que había pedido, ya que la primera del día era la que más disfrutaba. Al igual que cuando había estado enganchado a la heroína y el primer chute era el que mejor le sabía, sólo que ahora en lugar de terminar flotando en una nube tenía que ir con más frecuencia al aseo. Sabía mear lo que bebía y, por casualidad, había descubierto que disfrutaba tomándose una copa. Por eso, se había entregado a ese nuevo pasatiempo con un fervor que hasta a él le sorprendía. Cuando era adicto a las drogas, jamás había disfrutado del alcoholy sólo lo consumía cuando no tenía nada que pincharse. Ahora, sin embargo, le sentaba bien, pues le hacía sentirse alegre y le hacía disfrutar más de la música que salía de la máquina de discos. Le encantaba. Sin embargo, aunque no lo supiera, pertenecía a ese grupo de personas que no deben beber con ningún pretexto porque se convierten en seres agresivos, susceptiblesy, lo peor de todo, temerarios.
Sentado en el Blind Beggar, miró a su alrededor, a la clientela, y sonrió alegremente. En ese momento estaba de buen humor; normalmente era después, cuando ya iba por la décima cerveza, cuando empezaba a convertirse en una persona desagradable; es decir, cuando alguien le pedía que se marchase, o cuando una chica le decía que la dejase en paz y no la molestase, o cuando algún taxista se negaba a dejarle subir en el coche porque estaba vomitando en la acera. Entonces era cuando pensaba que todas esas personas, todos esos seres extraños, intentaban que se sintiera inferior. La errónea idea de que era feliz y todos los demás unos desgraciados se introducía en su psique de tal forma que, repentinamente, decidía que la única forma de solucionar ese problema era rompiéndole un vaso en la cara a alguien, dándole un cabezazo o estampándole un puñetazo, dependiendo de con quién se tuviera que pelear en cada momento. La única razón por la que siempre se libraba de que alguien le diera una paliza era por ser hermano de Danny Boy, aunque él seguía sin darse cuenta de ello. De momento, sin embargo, estaba contento, disfrutando del efecto que le hacía la primera cerveza y pensando si le sentaría bien tomarse un buen whisky luego.
Fuera hacía frío y él continuaba mirando cómo reía y hablaba la gente. Los vio quitarse el abrigo y disponerse a pasar la noche charlando y bebiendo. Notó el calor de la calefacción, unido a ese sentimiento de camaradería, y decidió tomarse otra cerveza antes de reunirse con su hermano en el pequeño club que solía frecuentar en el sur de Londres. Sabía que llegaría tarde, pero aun así optó por tomarse una cerveza primero.
Cuando Danny Boy entró con Michael, dos horas después, Jonjo ya estaba convencido de que habían acordado reunirse allí. Intentó excusarse ante su hermano, pero éste no le prestó la menor atención. Eso le molestaba, pero no mordió el anzuelo y así evitó una discusión con él.
Danny Boy no estaba de buen humor y Michael Miles aún menos. Jonjo se dio cuenta de que, en muchos aspectos, no se sentía nada contento. Al parecer, fuese por donde fuese, la gente parecía de todo menos feliz.
Ange estaba preparando un chocolate cuando oyó que la puerta trasera se abría. Danny Boy entró en la casa, llevando a rastras a Jonjo. Como de costumbre, estaba maldiciendo, pero ella prefirió guardar silencio mientras él lo conducía hasta la cama. El ruido que hicieron al subir las escaleras era como el chirrido de alguien que arrastra las uñas por una pizarra, lo que le provocó una enorme dentera. Los gritos y las quejas de Danny Boy terminaron por sacarla de quicio.
Ange se sentó en la cocina y, después de encender un cigarrillo, esperó pacientemente a que Danny bajase. Le había preparado un chocolate caliente, pues sabía que le gustaba cuando hacía frío.
Cuando entró en la cocina, reduciendo el tamaño de la habitación con su corpulencia, ella le señaló la taza y se alegró de que se sentara con ella un rato.
– Gracias, madre. Es justo lo que necesitaba.
Dio unos cuantos sorbos antes de mostrar su fastidio y decir:
– Me lo he tenido que traer porque estaba dando el coñazo a todo el mundo. Se quitó del caballo para echarse a la bebida. Es como el viejo. Si no le da por una cosa, le da por la otra.
Ange no le respondió, ya que se sentía amedrentada por su presencia. Danny se dio cuenta de ello, pero prefirió ignorar su gesto porque no quería reconocer que asustaba hasta a su madre. Sin embargo, lo sabía y eso le irritaba.
– Necesita que alguien lo meta en cintura, madre, y no va a quedar más remedio que sea yo.
Danny se rió de sus palabras y ella sonrió, siguiendo su ejemplo.
Danny dejó la taza en la mesa y, mirando de frente a su madre, le dijo:
– ¿Por qué no hablas conmigo, madre?
Parecía tan vieja y tan pequeña que Danny pensó que no viviría tanto como él deseaba. Estaba muy delgada, había perdido peso progresivamente y tenía el pelo cubierto de canas, de unas canas que ya ni tan siquiera se molestaba en disimular. Las arrugas de su cara eran más profundas y él también sintió el peso de la edad mientras la miraba.
– ¿De qué quieres que hable, hijo?
Le hablaba como si fuese un extraño, como si se estuviese riendo de él, y eso que era la mujer que lo había parido y la que más lo había querido.
Danny deseó repentinamente apoyar su cabeza en su pecho y echarse a llorar, tal como había hecho en muchas ocasiones cuando era un niño y alguien le había hecho daño. Su madre siempre había estado a su lado para consolarlo, para abrazarlo, siempre le había mostrado su amor cuando creía que nadie lo quería. Ella había trabajado el día entero para que no le faltase de nada y él jamás se lo había agradecido, más bien todo lo contrario. La había tratado mal y ahora deseaba no haber sido tan estricto a la hora de juzgarla. Sin embargo, cuando dejó que su marido se metiese de nuevo en su cama después de todo el daño que le había causado a la familia y después de todo lo que él se había visto obligado a hacer por culpa del egoísmo y la indiferencia de su padre, murió algo en su interior.
Esa noche, sin embargo, deseó con todas sus ganas no haber sido tan duro con ella, pues, después de todo, era su madre y ella le había dado su amor. El problema era que había amado más a su marido. De alguna manera, la comprendía y sabía que no era nada personal, sino fruto de su egoísmo, de ese egoísmo tan intenso que los había destruido a todos.
– Madre, lamento el daño que te he hecho y el sufrimiento que te he causado por culpa del viejo. Lo siento de veras.
Suspiró profundamente. La tristeza de su madre se le había pegado. Lo único que deseaba era que ella siguiera con su vida, que comprendiera lo que su padre les había hecho a todos ellos. Y también lo que él, Danny Boy, había hecho por ellos.
– Lo único que quise es que no os faltara de nada, madre. Que Jonjo y Annie no fuesen los más pobres de la clase. Que no los señalaran por ser los hijos de una mujer que lavaba la ropa. Quería que se nos conociese por algo más que por ser los hijos de un borracho y un juerguista. Quería que fuesen niños normales.
Ange sintió una oleada de lástima por su hijo porque sabía que era la responsable de que hubiese madurado tan rápidamente.
No se podía decir que su actitud para con ellos hubiese sido la más adecuada. Al fin y al cabo, ella lo había utilizado para conseguir lo que deseaba.
Le cogió la mano a Danny y se la llevó al pecho. Negó con la cabeza y dijo con tristeza:
– No sé qué hubiera sido de nosotros sin ti, Danny Boy. Lo sé perfectamente.
Tenía el corazón roto por el amor que sentía por su hijo.
Danny la abrazó con ternura y ella disfrutó de su abrazo como hacía muchos años que no lo hacía. Por unos instantes, volvió a ver al pequeño Danny Boy, el niño al que había adorado, ese chico amable que un día había desaparecido y que ya creía que nunca más volvería a ver. Estaba sumamente dolida por ese hombre grande y desgraciado en que se había convertido su hijo, ya que sabía que por dentro era un hombre roto, tanto que jamás volvería a ser el mismo. Algo le había estado carcomiendo todos esos años hasta convertirlo en una persona vengativa y rencorosa. Había llegado a ser un hombre cruel y despiadado, un verdadero y auténtico capo. Estaba repleto de odio, de ese odio encarnizado tan peculiar de los capos. Además, en el caso de Danny, ese odio se había desbordado y había impregnado todas las facetas de su vida, arrasando cualquier posibilidad de ser mínimamente feliz. Ahora era un chulo, un matón que no tenía el más mínimo escrúpulo en acabar con quien se interpusiera en su camino o en arruinar la vida de cualquiera, incluida su esposa y sus hijas. Ange pensaba que, de alguna forma, era responsable de ese odio y se juró a sí misma que intentaría ayudarlos, a él y a su familia, en todo lo que pudiera. Al fin y al cabo, era lo menos que podía hacer.
Michael recorría el casino saludando a los miembros más conocidos y dando la bienvenida a los nuevos. Estaba a tope y los lujosos sofás de cuero estaban repletos de chicas atractivas vestidas con trajes de noche esperando que algún apostante tuviera un golpe de suerte. Resultaba curioso ver cómo los verdaderos jugadores gustaban de ir acompañados de mujeres hermosas que no fueran sus esposas para que los animasen. Se había dado cuenta liada mucho de que era una cuestión de ego, una forma de demostrar el dinero y el poder a unas chicas que, en comparación con ellos, no tenían nada de nada. Para él, sin embargo, no significaban absolutamente nada, pues se limitaba a proporcionarles esa compañía, igual que les proporcionaba las ruletas y las mesas de póquer. Para él, todo era lo mismo, simple dinero.
Notó el olor peculiar del casino; es decir, un aroma a loción de afeitado y a perfume caro y, subyacente, el hedor del dinero. Sí, el dinero apestaba; era algo que sabía hacía tiempo. Era algo sucio porque pasaba de mano en mano; de hecho, un billete de cinco libras estaba más pasado que la jeringa de un yonqui. Se rió de la comparación pero estaba en lo cierto. Un mismo billete de cinco libras podía estar en manos de la propia reina de Inglaterra por la mañana y terminar en las mugrientas manos de un apostador de caballos por la noche. Por esa razón, por mucho que a él le gustase el dinero, consideraba que apestaba. De hecho, sabía que había enfermedades que se transmitían a través del dinero y, por esa razón, siempre utilizaba la tarjeta de crédito.
Mientras miraba alrededor vio a una chica morena, delgada y con la boca grande que metía la mano en las fichas de uno de los apostadores cada vez que éste miraba para otro lado. Michael le hizo señas a una camarera para que se acercase y le preguntó en voz baja quién era la chica. La camarera le respondió que no tenía ni idea, lo que le agradó porque eso significaba que no trabajaba para él, sino que había venido con el hombre al que estaba desplumando, o se había colado con alguno de los clientes habituales.
Michael se sentó en la barra y la estuvo observando un rato. Tenía unas muñecas huesudas y, por algún motivo, eso le hizo sonreír. Tenía el pelo moreno y largo, y los ojos ovalados y de color gris. Vestida con ese traje azul marino parecía una auténtica señorita, a pesar de que estaba robando descaradamente a su acompañante. Lo besaba, se abrazaba a él, aplaudía cuando apostaba y, mientras tanto, se metía las fichas en el bolso con una desenvoltura que denotaba que no era la primera vez que lo hacía, sino que era toda una profesional.
Mientras la veía actuar, observó que se estaba trabajando a otro hombre. Era uno de los clientes asiduos, un buen apostador y muy aficionado a la ruleta. Además, era un buen perdedor, algo de extrañar porque los buenos perdedores no abundaban y normalmente eran personas que se podían permitir perder ese dinero y pasar un buen rato. Eran personas verdaderamente ricas que disfrutaban saltando la banca.
Cuando la chica empezó a tirarle los tejos, Michael se acercó como quien no quiere la cosa. El hombre que la acompañaba no estaba muy contento con ese cambio de alianza y ahora estaba más pendiente de sus fichas. Le había estado toqueteando las fichas de cincuenta libras y se preguntaba si le habría birlado alguna. Un perdedor suele culpar a cualquiera menos a sí mismo, pero no podía demostrar nada porque no la había visto. Michael, sonriendo amistosamente, la cogió del brazo con fuerza y le dijo al oído:
– Disculpe, señorita, ¿podría hablar con usted un momento?
Ella lo miró durante varios segundos antes de negar con la cabeza y responder:
– Pues no. No puede.
La chica respondió en voz baja y modulada, pero se apartó de él como si le hubiera pedido que le enseñara las tetas. Michael sonrió, impresionado por su manera tan fría de comportarse.
– Deja que te diga una cosa, corazón, éste es mi casino y, si yo quiero hablar contigo, lo haré, te guste o no.
Empezaba a sentirse molesto por su actitud y elevó ligeramente el tono de voz.
Ella se dio la vuelta para mirarle y, enseñándole unos dientes tan blancos como los de los anuncios Colgate, respondió con altanería:
– ¿Va a tardar mucho?
Michael negó con la cabeza y ella fue lo bastante sensata para seguirle hasta la oficina sin rechistar. Una vez dentro, cerró la puerta con firmeza y, fríamente, le dijo:
– Dame el dinero.
La chica sonrió, fría como un témpano.
– ¿De qué dinero habla?
Michael respiró profundamente, resoplando antes de responder en voz alta:
– Abre tu puñetero bolso antes de que te lo arranque y te lo meta por la garganta. Te estoy avisando. No quiero verte por aquí robando a mis clientes. Y ahora abre el bolso antes de que me enfade de verdad.
La chica sonrió, aunque bajo la intensa luz de la oficina se dio cuenta de que no era tan joven como había creído. Seguro que por lo menos había cumplido los treinta y, por la forma de desenvolverse en la mesa, debía de tener mucha experiencia mangoneando. Resultaba un tanto extraño que una chica corno ésa frecuentase su local. La reputación de Danny y la suya deberían haber bastado para que no se hubiera atrevido a ello. El nombre de Cadogan y Miles echaba para atrás a los tipos más duros, por eso la presencia de una vulgar carterista resultaba irrisorio, casi un insulto. Sin embargo, prefirió callarse, ya que, como siempre, trataba de conservar la calma.
La chica abrió el bolso de ante y Michael vio que lo tenía repleto de fichas. En total tendría uno de los grandes, puede que incluso más. Michael se las cogió todas.
– Si te vuelvo a ver por aquí, te echo a patadas, ¿me entiendes?
La chica asintió, mirándolo con expresión arrogante y el descaro de alguien que se lo está pasando bien. Era una chica encantadora y muy guapa, pero era una lástima que adoptase esa actitud tan chulesca. Michael dedujo que también se dedicaba a la prostitución porque tenía ese aspecto que dejaba claro a todo el mundo que estaba disponible, siempre y cuando fuese por dinero, claro.
– La verdad es que creo que este lugar tiene un grave problema en lo que a protección se refiere. Yo me he colado sin ningún problema, así que te aconsejo que busques un par de porteros que merezcan la pena. Yo trabajo para Ali Farhi y él seguro que puede solucionarte ese problema.
Michael no sabía si echarse a reír o darle una bofetada, así que optó por lo primero.
– ¿Y quién coño es ese Ali Farhi?
Michael jamás había oído su nombre, por lo que dedujo que no sería nadie que mereciese la pena.
– Tu peor pesadilla -dijo la chica marchándose de la oficina y mostrándole al mundo que era una mujer de anchas caderas.
Sonriendo por su descaro, Michael se sirvió una copa de brandy y se olvidó del incidente. Sin embargo, tuvo que reconocer que en algo tenía razón: se había colado sin ninguna dificultad. Decidió que, cuando cerrasen, tendría unas palabras con sus empleados para recordarles para quién trabajaban. Estaba cabreado, pues era una vulgar puta y una ladrona, y no debería haber pasado de la entrada. La joven había dado en el clavo y eso le irritaba.
Danny Boy continuaba quejándose de la última fechoría de su hermano y decía que estaba decidido a darle un escarmiento. Cuando aparcó en la puerta de la casa de Louie Stein se preguntó en qué se había convertido su vida. Se quedó sentado unos minutos, observando la choza de Louie. Era una casa bien bonita, no un palacio ni nada parecido, pero sí acogedora. Danny pensó en la suya, que era opulenta, al menos para la gente que conocía, pero también odiosa. Mientras recorría el sendero que conducía hasta la puerta, Louie abrió la puerta y él entró en el calor de la casa, suspirando de alegría.
– Tienes la calefacción a tope. Cuando entras da gusto, pero luego no hay quien la aguante.
Louie se rió mientras se dirigía a la cocina. Encima de la mesa había una botella de brandy y un plato con sándwiches. Danny cogió uno antes incluso de sentarse. Se lo metió en la boca y lo sujetó entre los dientes mientras colgaba su pesado abrigo.
Louie sirvió un par de copas antes de decir alegremente:
– Tú siempre con hambre. Recuerdo cuando eras un niño. Comías como un león.
Danny Boy se rió con él.
– Y yo me acuerdo de que traías la comida de casa, por lo que yo solía irme a los Blooms a comer, aunque no era tan buena como la que preparaba tu mujer.
Louie sonrió.
– Mi padre siempre decía que una buena cocinera es mejor que un buen polvo. Y, si mal no recuerdo, también te lo advertí a ti. Un polvo es algo que se puede echar con cualquiera, pero una comida decente dura más y, a largo plazo, incluso resulta más gratificante.
Volvieron a reír. Danny Boy siempre había disfrutado de la compañía de Louie. Con él se podía relajar, pues lo conocía desde siempre, al menos desde que había empezado a trabajar. Aún estaba en contacto con mucha gente y le proporcionaba información que creía de su interés.
Una o dos veces al mes, Danny se pasaba por su casa, simulando que era por razones de trabajo, pero la verdad es que disfrutaba visitando a su viejo amigo. Danny sabía que Louie había sido sumamente generoso con él y eso jamás lo olvidaría. Cuando se hizo mayor, comprendió lo mucho que ese hombre había hecho en su favor, y ahora se sentía avergonzado de su arrogancia juvenil y de haberle arrebatado su medio de vida sin pensárselo dos veces, tan sólo porque se le había antojado. Le pagó un buen dinero, pero Danny sabía que el desguace lo había significado todo en su vida. Cuando llegaron a un acuerdo, pareció no importarle, pero desde que se había retirado, había envejecido mucho, se había empequeñecido y se había vuelto mucho más quisquilloso. Danny se daba cuenta de que deseaba seguir formando parte del mundo en el que se había movido y se preguntó si algún día él se vería en ese mismo lugar. Lo dudaba, pues pretendía seguir conservando la fuerza necesaria para mantenerse en la cima. De hecho, ya tenía bien agarrado todo el Smoke y, ahora que España también era suya, no tenía nada que temer en el futuro. Además, se sentía capaz de acabar con cualquier competidor.
– Venga, vamos, cuéntame.
Louie se encogió de hombros aparentando indiferencia. Danny sabía que aquello significaba que se había enterado de algo, pero que no se lo diría hasta que no llevasen media hora charlando de banalidades. Danny Boy no se molestó, pues conocía su juego y de hecho lo consideraba una de sus grandes virtudes, pues tenía la capacidad de escuchar banalidades como si pareciese interesado mientras dibujaba una sonrisa diabólica. También sabía que Louie se sentía solo y no le importaba concederle algo de tiempo.
– ¿Has oído hablar de los Williams de Dulwich?
Danny negó con la cabeza en señal de sorpresa.
Louie puso esa sonrisa de niño malo que ha ganado jugando a las canicas a sus compañeros de escuela.
– Les han robado. Y me refiero a robarles de verdad. No sólo se han llevado el dinero de las apuestas, sino que entraron en las oficinas que hay en la parte trasera. Ya sabes, donde se hacen las apuestas de verdad y donde guardan el dinero ganado con el blanqueo.
Danny frunció el ceño. Quienquiera que se hubiese atrevido a semejante cosa no se lo había mencionado y eso significaba que le debía un porcentaje, aunque, para ser sinceros, no les habría dado su consentimiento para seguir adelante. Los Williams eran viejos colegas suyos y habían hecho muchos tratos. Luego pensó que lo más probable era que creyesen que él estaba detrás del asalto. Por esa razón, no había oído nada. Se suponía que él se llevaba un pellizco de todo lo que se trajinaba en el Smoke. Absolutamente de todo.
– ¿Cuándo ha sucedido?
Louie tosió y dijo:
– Pensaba que lo sabías. Les han quitado una buena suma, más de un cuarto de millón de libras, y no tienen ningún seguro como los bancos. Los asaltaron ayer por la tarde, justo después de la hora punta. Al parecer, lo tenían muy bien planeado y lo llevaron a cabo a la perfección. Entraron sin que nadie se diera cuenta y llevaban armas y pasamontañas. Sabían dónde estaba el dinero. Alguien de dentro debe de haber estado involucrado porque fueron directamente al escondite que tenían en la parte de atrás de la chimenea. Ni tan siquiera yo sabía que guardaban el dinero allí. Vaya cabrones de mierda. Robarles a sus mismos colegas. ¿De qué coño va todo esto, Danny?
Danny negó con la cabeza, incrédulo.
– Vaya ultraje. Más me vale pasarme por allí y expresarles mis condolencias. Espero que no crean que he tenido nada que ver con eso.
Louie se encogió de hombros y volvió a llenar los vasos.
– Lo que tienes que hacer es encontrar al culpable. Si pasas por alto este asunto, la gente no te tomará en serio.
Danny asintió a pesar de estar preocupado. Nadie en su sano juicio le haría una cosa así a los Williams, pues eran unos tipos de cuidado, jamaicanos irlandeses con los dientes muy blancos y muy mala leche. Se sentía molesto, ya que podían pensar que estaba en el ajo. Sin embargo, no había oído nada y pensaba recurrir a sus trabajadores para ver si alguno se había enterado de algo. En cualquier caso, fuese quien fuese, debería ir pensando en tomarse unas largas vacaciones porque, si lograba ponerle la mano encima, probablemente no volvería a andar por sus propios pies.
– Bueno, venga, dime lo que me tienes que decir.
Louie lo miró a la cara y vio que tenía gesto de preocupación.
– ¿Pasa algo, Louie?
Louie sacudió la cabeza haciendo un gesto dramático y dijo:
– Los Farhi han salido del trullo y ya han vuelto a las añiladas.
Danny rió, sorprendido, y luego preguntó educadamente:
– ¿Y quién cojones son los Farhi?
Louie llenó de nuevo las copas y respondió con seriedad:
– Los Farhis son una terrible pesadilla, Danny Boy.
Capítulo 27
Eli Williams era un tipo grande y fuerte y hasta Danny Boy, que también lo era, tenía que reconocerlo. Era extraño que alguien le superase en altura y los que lo hacían no presentaban ningún problema para él. Danny pensó que era una completa estupidez plantearse una cosa así porque él siempre había sentido aprecio por Eli. Entre ellos siempre había existido una buena relación. Además, habían sido amigos desde que eran unos muchachos y habían realizado muchos trabajillos juntos, que ninguno de los dos quería que nadie conociera.
Eli tenía una cabeza enorme y un pelo espeso hecho trenzas y sumamente despeinado. Su piel lisa y sus prominentes pómulos le daban el aspecto de una escultura, además de un parecido con Bob Marley del que se aprovechaba con las chicas blancas. También tenía ese color chocolate que vuelve locas a todas las mujeres, blancas o negras. A Eli, además, le gustaban toda clase de mujeres, siempre y cuando fuesen guapas, estuviesen buenas y no resultase difícil tirárselas. Amaba a su chica y a sus hijos, pero vivía en un mundo donde lo extraño resultaba una tentación que siempre estaba dispuesto a saciar. Para la mayoría de las mujeres, resultaba un hombre sexy, algo que sabía perfectamente y utilizaba para sus propios fines.
Vistiendo, sin embargo, era bastante conservador y fumaba hierba a todas horas. Estaba permanentemente colocado, pero aun así podía hacer cualquier operación matemática. Era un genio para los números y, de haber nacido en otro ambiente, habría ido a una buena escuela e incluso a la universidad, donde seguro que habría destacado por su habilidad para las matemáticas. Al igual que muchos niños superdotados, había sido ignorado por su aspecto y su actitud. Por esa razón, había utilizado su habilidad natural para llevar el control del tráfico de drogas, desde un cuarto hasta un kilo. Y con las apuestas hacía otro tanto.
Eli era capaz de realizar cualquier cálculo respecto de un negocio mediante operaciones matemáticas. Como había dicho en cierta ocasión un poli, era un jodido genio. Con trenzas o sin ellas, para ellos era un completo enigma. Se tendría que haber sacado provecho de un chico así, debería haber sido elogiado por su inteligencia y haberle concedido la oportunidad de utilizar esa cabeza para el bien de los demás. Sin embargo, asistió a una escuela estatal donde su capacidad intelectual asustó a los profesores, que consideraban que un chico de sus características no se merecía tal cosa. Su inteligencia les hacía sentirse incómodos y, por eso, intentaron por todos los medios anularla. Finalmente, se vio solo, sentado en su pupitre, aburrido como una ostra mientras esperaba que los demás niños se pusieran a su ritmo, lo cual jamás sucedía. Por esa razón, se convirtió en uno más de esos alumnos olvidados y marginados por las escuelas estatales, esos que jamás lograban graduarse debido a sus antecedentes y su aspecto, esos que terminaban poniéndose al servicio de algún delincuente porque sabían que habían nacido para algo más que trabajar en un almacén.
Eli, además, era un buen tipo en opinión de Danny y se sentía ofendido de que hubiese pensado, aunque sólo fuese por un instante, que él estaba involucrado en el asunto. Aunque en realidad, puede que les hubiera dado luz verde. Por otro lado, comprendía que hubiese pensado una cosa así, pues no se hacía nada sin su previo conocimiento, aunque él no hubiera permitido semejante cosa, pues jamás habría actuado en contra de los intereses de sus amigos. Eso hubiera provocado un resquemor entre los que lo conocían y hubiera impedido cualquier tipo de reconciliación.
Por ese motivo, ambos se sentían muy enojados contra los puñeteros asaltantes y querían dar con ellos lo antes posible. Les resultaba increíble que alguien hubiera tenido los cojones suficientes para atracarlos, especialmente sabiendo que Danny Boy acabaría enterándose de sus nombres, direcciones y números de teléfono más tarde o más temprano, ya que consideraba semejante acto un insulto que resolvería personalmente. De hecho, se lo había tomado tan personalmente que ya había ofrecido una recompensa a quien pudiera decirle algo. Una recompensa, por cierto, que tentaría al más pintado.
Danny se había mostrado muy displicente al principio, pero luego había sentido la necesidad de manifestar su irritación y ofreció una recompensa por cualquier información. Estaba enfadado por el descaro y el atrevimiento que eso suponía, por el desprecio y la desconsideración que significaba frente a la comunidad. Danny se caracterizaba por poseer eso que se llama enfado lento.
Danny señaló con el dedo la cara de Eli y, con rabia contenida, dijo:
– Escucha, Eli. Te aseguro que alguien va a salir muy mal parado. Ahora cualquiera que tenga más dinero de la cuenta se convierte en un sospechoso. Piensa en eso. Cualquiera que disponga de un dinero que no se sabe de dónde procede será interrogado como si fuese un puñetero terrorista. Y me da igual si tienen a alguien en el talego, o si son de Guildford Tour o de Birmingham Six. Resolveremos este asunto antes de que cante un gallo, así que relájate y deja de atosigarme.
Eli se encogió de hombros, pero luego, con una pasión que Danny Boy pudo comprender, de haber estado en su lugar, dijo:
– Los quiero para mí solo, Danny Boy. Tenía a mi hijita de tres años en el regazo y los muy cabrones me pusieron una pistola en la cara. A mí, como si yo fuera un don nadie. Los quiero para mí solo, aunque les dejaré algo a mis hermanos. Esto es una cuestión personal, una cuestión de respeto. A mí nadie me toma el pelo.
Danny asintió en señal de acuerdo.
– Te comprendo, colega. Yo pienso lo mismo y me parece justo.
Sonrió con esa diabólica sonrisa que tantas puertas le había abierto en el mundo criminal.
– Sólo te pido una cosa, Eli. Quiero estar delante y quiero ver qué dicen al respecto.
Eli sonrió, mostrando sus dientes blancos por primera vez desde que se habían reunido.
– Sí, así me animas.
Danny asintió en silencio, mientras se devanaba los sesos pensando quién podía haber hecho semejante gilipollez. Fuese quien fuese, debía de estar enganchado a las drogas y haberse puesto hasta la gorra. Nadie con dos dedos de frente se habría atrevido a cometer una estupidez de ese calibre.
Danny Boy estaba tan intrigado como cabreado y deseaba ardientemente saber quién había sido y cómo se le había ocurrido tomarle el pelo de esa manera.
– ¿Sabes si eran blancos o negros?
Eli se encogió de hombros.
– No sabría decirte, Danny. Llevaban pasamontañas y guantes. No pronunciaron palabra alguna y se limitaron a encañonarnos con sus armas.
Danny asintió de nuevo. Fuesen quienes fuesen, lo habían llevado a cabo de forma muy profesional. Evidentemente, eran gente conocida, pues de no ser así no habrían sido tan cautos y astutos a la hora de guardar silencio. Estaba claro que no querían que se les reconociese la voz ni el acento. Era alucinante. No sabían nada de ellos y ni siquiera tenían la más mínima pista.
Danny Boy, sin embargo, sabía que había muy pocas personas que fuesen capaces de plantarle cara, tanto a él como a los hermanos Williams. Permaneció sentado en el asiento del coche. Se había quedado más de la cuenta porque era importante que lo viesen en casa de los Williams, así la gente pensaría que lo habían requerido para que resolviese el asunto. Y quería hacerlo, lo único que deseaba es hacerlo sin presión de ninguna clase. De momento, ninguno de sus trabajadores le había dicho nada. Nada de nada. Era un misterio que hasta la misma Agatha Christie se las hubiera visto negras para desentrañar. El, sin embargo, estaba dispuesto a llegar hasta el fondo aunque fuese lo último que hiciese en la vida.
Quienquiera que fuese la persona que había pensado que robar a los Williams era una opción viable debería de estar mal de la cabeza y necesitaba de un tratamiento psiquiátrico. Hasta él los tenía por buenas personas, hombres respetables que pagaban sus deudas y hacían todo lo posible para resolver sus problemas en privado, al margen de la opinión pública. Era una forma muy sensata de comportarse, especialmente en su mundo, donde la gente suele resolver sus asuntos a plena luz del día. No él, por supuesto. Eran los demás los que tenían que demostrar algo. Los don nadie siempre tenían que demostrar lo fuertes que eran, siempre convertían sus acciones en meras anécdotas de las que hablar en el pub y, si eran lo bastante afortunados, en algo que poder contar a sus nietos. Pensaban que con esos actos lograrían amedrentar a la pasma, pero lo único que conseguían era darle una razón para que se les echase encima y los jodiera legalmente. Así, todas las personas con las que se habían relacionado, incluso las que habían trabajado para ellos, eran vistas en la misma perspectiva. Era una auténtica gilipollez. Danny sabía que podía asesinar a una persona en plena calle y nadie se atrevería a abrir la boca, lo que no podía permitirse hacer ninguno de sus guardaespaldas, ya que, si llamaban la atención de la bofia, estaban perdidos.
Los Williams eran como él en ese aspecto; jamás cagarían en el mismo lugar donde se acostaban. Si tenían que llevar a cabo algún acto violento, lo hacían en privado y de forma decente y aceptable. De vez en cuando cometían algún crimen en público, pero sólo cuando era necesario sentar precedentes o dar ejemplo. Aun en esos casos, procuraban que los presentes fuesen las personas adecuadas; es decir, personas que hablarían de ello, lo comentarían, pero tan sólo entre los de su círculo. Sin embargo, lo sucedido resultaba un enigma. Fuese quien fuese quien lo hubiera planeado, o bien deseaba morir o bien se sentía tan seguro de sí mismo que no creía que sus acciones fuesen cuestionadas. Danny se inclinaba más por esto último, lo que convertía al sujeto en un gilipollas redomado, porque los Williams no eran personas que aceptaran ese tipo de bromas, ni él tampoco.
Michael estaba cansado, además de preocupado por los últimos acontecimientos. El sabía mejor que nadie lo temerario que era Danny Boy cuando se le antojaba. Además, estaba seguro de que con ningún pretexto permitiría que nadie interfiriera en sus negocios, por lo que no cesaba de buscar a los cabrones que se habían atrevido a meterse en su territorio. Era un ultraje que no podía pasar por alto.
Michael, lo mismo que Danny, tampoco tenía la más mínima intención de olvidarse del asunto. Había llegado el momento de darle a alguien una lección ejemplar y ambos estaban dispuestos a ser quienes la impartieran. Desgraciadamente, nadie parecía saber nada del robo, lo cual resultaba indignante, pues alguien tenía que saber algo. No cabía duda de que había sido perpetrado por personas que conocían bien las prácticas financieras de los Williams. Danny Boy, sin embargo, lo consideraba un insulto personal, una puñetera conspiración contra él, por eso estaba más paranoico que de costumbre. No obstante, estaba dispuesto a solucionarlo porque, si robarle a los Williams ya resultaba de por sí ultrajante, más lo era teniendo en cuenta que estaban bajo su protección.
Mientras Danny servía un par de tazas de té, Michael preguntó:
– ¿Quién crees que puede haber sido, Danny? ¿Quién coño puede atreverse a semejante cosa?
Danny suspiró profundamente. Exasperado y lleno de rabia respondió:
– Si lo supiera, ¿crees que estaría aquí sentado? He puesto a todos mis hombres a trabajar, pero ninguno sabe nada, por lo que deduzco que ha sido planeado por algún tío muy listo o por una nueva banda. Sea quien sea, cuando le ponga las manos encima, puede darse por muerto.
– Esto me da mala espina, Danny. Presiento que es un puñetero montaje. ¿Quién se iba a atrever a ponerse en tu contra?
Aquello era lo que Danny necesitaba oír, y Michael lo sabía muy bien. Lo único que pretendía era realzar su ego, como había hecho en otras ocasiones cuando deseaba llevar a cabo algo. Danny Boy tenía que darse cuenta de que aquello era un asunto muy serio, no sólo un juego en el que estaba involucrado su insaciable ego.
– ¿No te has parado a pensar que haya podido ser una amenaza directa contra nuestra empresa? Quien sea cree que estamos fuera de nuestra jurisdicción, que puede hacer lo que le dé la gana y nosotros nos quedaremos callados.
Danny Boy no respondió. Estaba asimilando lo que acababa de escuchar y no se sentía impresionado por ello. Luego, con suma tranquilidad, respondió:
– O sea, que tú piensas que lo han hecho para desafiarnos personalmente.
Parecía a punto de echarse a reír, pero Michael notó un ápice de preocupación en su voz. Finalmente lo había conseguido: había hecho que se tomase el asunto más seriamente que al principio. A Danny Boy jamás se le hubiera ocurrido pensar que nadie quisiera jugársela, pues se consideraba inmune a la opinión pública y, por tanto, aquello suponía una nueva forma de ver las cosas. Michael, sin embargo, había puesto el dedo en la llaga. Vio que Danny Boy se quedaba reflexionando unos minutos antes de preguntar:
– ¿Has oído hablar de los Farhi?
Michael dejó la taza de té en el escritorio con sumo cuidado, porque la pregunta lo dejó de lo más sorprendido.
– Ahora que lo dices, una chavala pronunció ese nombre en el casino. ¿Por qué?
– Louie me dijo algunas cosas sobre ellos. Son una familia de locos. Unos jodidos turcos. Ali, el mayor de los hermanos, acaba de salir de la trena. No aquí, sino en Bélgica. Por eso ha estado apartado un buen tiempo. Ahora, al parecer, está de nuevo en el Smoke y creo que si atamos los cabos… Louie dice que es un cabrón de mucho cuidado, un tipo que se cree el dueño del mundo.
Michael dio un sorbo de té, satisfecho de ver que Danny por fin se tomaba el asunto en serio. Que hubiese escuchado ese nombre ya en dos ocasiones no podía ser una simple coincidencia. Danny Boy lo había escuchado y había terminado por hacerle caso.
– Según Louie, Ali era un verdadero capo, un turco con un par de cojones que se había abierto camino. Por desgracia, o por fortuna, según cómo se mire, fue arrestado porque mató a su esposa. Al parecer, descubrió que había sido una prostituta, algo que lo cogió de sorpresa. Como casi todos los turcos, se dedicaba a chulear a las putas, además de al tráfico de drogas, y según tengo entendido, salió del trullo el mes pasado. Ha estado encerrado en Bélgica muchos años, pero ha salido porque apeló diciendo que la pasma no había hecho el trabajo debidamente. Su abogado argumentó que, puesto que era su marido, sus huellas estaban por todos lados. Según me ha contado Louie, al juez le han dado un buen pellizco por dejarlo en libertad. Sin embargo, antes de que lo arrestaran estuvo a punto de apoderarse del Smoke. Si te soy sincero, cuando me lo contó Louie no le presté demasiada atención porque, como tú sabes, le gusta mucho el chismorreo y exagera más de la cuenta. Sin embargo, ahora creo que bien puede ser el culpable, y no estaría de más que le hiciésemos una visita. ¿Tú qué opinas?
Michael asintió en señal de acuerdo, tal como esperaba Danny.
– Sabes que es hombre muerto, ¿verdad que sí?
Michael sonrió.
– Se me ha pasado por la cabeza. No importa lo que haya hecho, más vale que lo quitemos de en medio antes de que nos cause más problemas.
Danny rió. Su apuesto rostro ocultaba su verdadera personalidad. Su sonrisa le daba el aspecto de una persona normal, de alguien que puede compartir una broma o animar a alguien con un gesto y unas cuantas palabras amables. Parecía una persona tan amistosa, tan normal, tan ingenua. Michael lo quería como a un hermano; de hecho, más que a su hermano, ya que por éste no es que sintiera demasiado aprecio porque lo consideraba un pelele del que apenas se acordaba en ningún momento, cosa que admitía. Danny Boy, sin embargo, ocupaba su mente la mayor parte del tiempo. Quitando a Carole y a sus hijos, era la persona que más le importaba y pensaba en él desde que abría los ojos hasta que se iba a dormir. Ahora, además, iban a ir juntos a la guerra y, para colmo, contra los turcos. Hasta Michael se dio cuenta de que eso era un mal necesario, pues, aunque estuviesen equivocados, una advertencia no estaría de más porque todo el mundo terminaría enterándose más tarde o más temprano. Ese tal Ali Farhi había venido al lugar equivocado en el momento menos oportuno. Además, debía de tener muy buena opinión de sí mismo, lo que resultaba de por sí un ultraje, pues había que estar loco para pensar que un precursor iba a venir a llevarse todo lo que ellos habían conseguido. Lo último que necesitaba ahora era un puñetero mierda sobre sus conciencias, que es justo donde terminaría ese hombre si no tenía cuidado.
– ¿Sabes dónde vive?
Danny abrió los brazos de par en par, mostrando un gesto de completa incredulidad en el rostro.
– ¿Y tú qué crees? Louie jamás abre la boca si no sabe hasta el último detalle. Dios lo bendiga.
– De todas formas, creo que debemos entregárselo a los Williams y dejar que ellos se encarguen del asunto.
Danny asintió con tristeza, pues estaba deseando tener algún enfrentamiento. Sin embargo, se mostró complaciente porque sabía que no les vendría mal mostrar un poco de generosidad. Lo único que tenían que hacer era dejarse ver. Tanto si los turcos eran culpables como si no, había que quitarlos de en medio, pues así matarían dos pájaros de un tiro.
Arnold estaba ya en el bloque de pisos en Hackney cuando vio las luces del coche que giraba en la esquina. Sabía que era Michael porque las luces de su coche eran las de un Mercedes. En la oscuridad parecían dos ojos diabólicos. Cuando Michael aparcó, fue hasta el coche y se sentó en la parte de delante.
– ¿Todo bien?
Michael asintió. Aún se sentía incómodo desde su última conversación y entre ambos se palpaba la tensión.
– Sí. ¿Y tú? ¿Cómo andas?
Arnold se pasó las manos por entre las trenzas lentamente, un gesto que denotaba nerviosismo.
– Escucha, Michael. ¿Te importaría que olvidásemos ese asunto? Debí de estar loco pensando una cosa así y no sé cómo se me ocurrió hacer caso de las habladurías de un poli de mierda como ése.
Arnold se rió, al igual que Michael.
– Olvídate de eso, es agua pasada. Ahora, dime, ¿has visto a Ali o a alguno de su banda en la última media hora?
Arnold se sintió aliviado por sus palabras, ya que había vivido terriblemente asustado de que Danny Boy pudiera enterarse de sus acusaciones. De hecho, no había podido conciliar el sueño con esa preocupación. ¿Cómo se le había ocurrido pensar semejante cosa? Aun cuando fuese cierto, lo cual era muy probable, él no era el más indicado para decírselo a nadie.
– Está dentro, lleva ahí toda la noche. Hay un tipo enorme con él, que imagino que será su guardaespaldas. Quitando a ése, sólo hay una mujer y su hijo.
Michael asintió. Justo en ese momento llegó Danny Boy en un Range Rover. Se bajó del asiento del conductor con el aspecto de un hombre que se ha pasado la noche de juerga. Sonreía como un colgado y, cuando vio que Eli Williams y sus dos hermanos se bajaban del coche con un porro en la mano y los machetes escondidos en el abrigo, se echó a reír a carcajadas.
Arnold conocía muy bien a los hermanos Williams y se saludaron amistosamente. Hacía frío y se veía el aliento salir de sus bocas cuando hablaban.
– Está ahí dentro -dijo.
Michael asintió para confirmar lo que decía.
– A no ser que haya salido pitando por la puerta trasera, claro.
Eli sonrió; la verdad era que estaba deseando verle la cara a ese tío. Robarle ya había sido un ultraje, pero saber que el asalto lo había perpetrado un jodido turco de mierda le resultaba inconcebible. Era una tomadura de pelo que debía resolver lo antes posible. Además, quería recuperar el dinero.
La entrada del bloque estaba oscura, algo que no resultaba inusual en un barrio como ése, porque muchas veces eran los mismos inquilinos quienes rompían las bombillas. Cuando llegaron a los ascensores, se sintieron relajados. De hecho, el ambiente que reinaba entre ellos era parecido al de una fiesta. Eli y sus dos hermanos, un par de gemelos llamados Hector y Dexter, iban a la cabeza, algo que no molestaba a Danny Boy porque él era un mero observador que los acompañaba para dejar claro que no había tenido nada que ver en el asunto. No obstante, también quería dejar su sello y quería demostrarle a ese tío cómo funcionaban las cosas en Londres. Quería decirle que, sin su permiso, no debería haberse atrevido a mear en una esquina, mucho menos a cometer semejante fechoría. Cuando los Williams terminasen con él, tendría suerte si era capaz de mear en una bolsa de plástico; claro, si es que salía con vida.
Cuando el ascensor llegó a la planta doce todos salieron y soltaron una bocanada de aire; habían retenido la respiración todo el rato por ese hedor a orina y a desinfectante tan peculiar en los ascensores de esos barrios. A Danny le resultaba increíble que la gente que cogía esos ascensores fuese la misma que se meaba en ellos. Eran más asquerosos que los perros, ya que ni ellos cagan donde se acuestan. Los adolescentes que utilizaban esos ascensores como orinales deberían ser castrados, que es lo que él haría de vivir allí. El olor era nauseabundo, y que las mujeres y los niños tuvieran que soportar esa peste le resultaba irritante. Estaba convencido de que todo el mundo tenía derecho a vivir con unas mínimas condiciones higiénicas, por eso pensaba emprender una cruzada personal para que esa manía de mearse en los ascensores se acabase de una vez por todas.
El descansillo también estaba a oscuras; alguien había quitado las bombillas o las había roto. Danny Boy se sentía indignado al ver que había gente que consideraba esa forma de vivir como algo normal y aceptable. Los hombres que vivían en esos pisos deberían preocuparse de que sus casas fuesen un lugar seguro para sus mujeres y un lugar poco propicio para los merodeadores. Suspiró abochornado y llegó hasta el final del pasillo; una vez allí sonrió y, mientras miraba a los hermanos Williams, derribó la puerta de un puntapié.
Nadie de los pisos de al lado se molestó en salir para ver qué sucedía, tal como habían presagiado Danny y sus colegas. Las visitas de esa índole eran algo rutinario en los pisos de ese barrio. Cuando todos entraron en el vestíbulo, Danny vio al hombre que debía ser el guardaespaldas del turco hacerse a un lado con rapidez. Por su cara se veía que bajo ningún pretexto pensaba entrometerse en ese asunto y que nadie podía culparle por ello. Aunque era un tipo grande y fuerte, se veía que debía de haberse olido el asunto porque no parecía nada sorprendido de verlos. Se limitó a salir del piso lo más rápido y en silencio posible. Danny, en voz alta, le gritó:
– Gordo. Los ascensores apestan a meaos, te lo aviso.
Todos se rieron de él. Al abrir la puerta del salón, vieron a Farhi de pie, en la terraza, con el rostro aterrorizado y un bebé en los brazos.
Danny Boy levantó la mano para detener a los hermanos Williams.
– Dame el bebé, colega.
Farhi negó con la cabeza violentamente.
– Si me quieres a mí, te la tendrás que llevar a ella por delante.
Parecía estar regodeándose, como si creyera que el bebé que sostenía en los brazos iba a impedir que limpiasen el suelo con él. Danny retrocedió y le hizo señales a Eli para que hiciera lo mismo.
– ¿Dónde coño tienes mi dinero, cabrón de mierda?
Eli hablaba sosegadamente, pero con una frialdad que debería haber alertado al hombre de que estaba a punto de perder los estribos. Sus hermanos ya habían empezado a registrar el piso y estaban poniendo todo patas arriba buscando el dinero y las armas. No se vieron defraudados. Al retirar el sofá de la pared, vieron un montón de dinero apilado. Era el suyo; aún llevaba las fajas que ellos utilizaban. Había miles de libras que no habían sido tocadas. El sofá estaba viejo, raído y apestaba. En sus tiempos, debía de haber sido de dralón color verde, como se podía ver en el borde de abajo, pero la mugre y la suciedad acumulada por los años impregnaba sus brazos. El piso estaba hecho un asco, desde la moqueta hasta las marcas negras que había alrededor de los interruptores. Era uno de esos escondites que utiliza la gente que se quiere quitar de en medio por un tiempo. Uno de sus inquilinos seguro que había sido un yonqui porque las paredes estaban salpicadas de sangre, algo muy normal en los yonquis primerizos, ya que los experimentados procuran que no se les pierda nada de caballo. Era una casa de protección oficial que había sido subarrendada, pero fuese quien fuese el inquilino original estaba residiendo en otro lado y utilizando la renta que le pagaban como recurso hasta que le llegase el subsidio. Sucedía con frecuencia y solían convertirse en la residencia principal de mucha gente, especialmente de la que deseaba perderse por un tiempo. En las casas de protección oficial eso se convertía casi en una norma. Por esa razón muchas personas lograban quitarse de en medio y desaparecer.
Ali vio la cara de asco que ponían al ver cómo vivía y se sintió dolido en su orgullo. Que lo hubieran localizado personas que no eran nada amistosas ya resultaba una vergüenza, pero que encima lo hubieran apresado en un lugar tan pestilente como aquél lo sacaba de quicio, pues se consideraba un hombre de dinero y prestigio. También era un típico turco y, como tal, consideraba a la chica que estaba con él como su compañera de cama y la niña que le había dado como una forma de conservarla a su lado. Tenía hijos por todos lados, pues era su forma de adueñarse para siempre de una mujer. Tener un hijo con ellas le proporcionaba una ventaja, ya que era la forma de dejar su sello en las mujeres con las que se acostaba. Detestaba pensar que lo habían sorprendido en ese lugar, como si estuviese acostumbrado a vivir en ese antro, cuando era tan sólo un escondite. Sintió una vergüenza inmensa al ver que esos hombres lo despreciaban en lugar de respetarlo por sus hazañas pasadas, y no deseaba en lo más mínimo ser recordado como alguien que vivía como un cerdo. En Turquía vivía como un rey.
Ali apretó la niña contra su pecho. Se había convertido en su rehén, en su rescate. Su carácter agrio y odioso había salido a relucir y gritaba, incapaz de asumir lo que le había sucedido, lo que le iba a suceder ahora que lo habían pillado in fraganti.
– Fuera de mi casa, negros de mierda. Os mataré a todos. Ninguno de vosotros me dais miedo. Hablo en serio, Danny Boy, tú sabes que soy capaz de saltar con la niña en brazos.
Hablaba rápido y no decía nada más que tonterías. La cara y la calvicie le sudaban por el nerviosismo. Se dio cuenta de que el guardaespaldas lo había dejado solo con sus problemas. Sabía que era hombre muerto, pero estaba dispuesto a luchar por su vida. I labia sobrevivido en prisión y había soportado el aislamiento, por eso creía que también podría sobrevivir a esa situación.
Mientras lo miraban con desprecio, una chica entró en el piso. Al ver la puerta principal tirada en el suelo, se dio cuenta de que algo malo debía de pasar y su reacción instintiva fue correr en ayuda de su bebé. Entró en el salón y tiró los kebabs que acababa de comprar encima de una mesita de café. Al ver a los hombres que había dentro, se dio cuenta de que la situación era muy seria. Sabía que Ali estaba en apuros. Lo había visitado en la cárcel, había disfrutado de los vis a vis y había utilizado su embarazo como pretexto para poder salir de allí. Estaba claro que había esperado que le diese una vida decente, pero ahora veía que sus sueños se desvanecían y se quedaban en nada.
Los hombres se la quedaron mirando, ya que ninguno la esperaba. Todos se preguntaron qué hacía con ese mierda que bien podía ser su padre, con un tío que utilizaba a su hija como escudo para protegerse. El frío aire de la noche los había despertado a todos y se estaban dando verdadera cuenta de a quién se enfrentaban, lo que resultaba deprimente. La chica era una joven delgada con el pelo teñido de rubio y una buena capa de maquillaje para ocultar las numerosas cicatrices de acné que tenía en la cara. Tenía tanto colorete que parecía una extra de la película Trumpton. Era realmente joven y los hombres se quedaron consternados al verla llegar. De hecho, estaban fastidiados, pues sólo querían arreglar cuentas con él. Le dijeron que cogiera la niña y se fuese. Ella reaccionó dando tal grito que los dejó ensordecidos. Danny Boy, que empezaba a cabrearse de verdad, salió disparado al balcón, le arrebató la niña de los brazos a Ali y se la arrojó a la chica.
– Vete de aquí. Coge a la niña y vete de aquí. El muy cabrón estaba amenazando con tirarla por el balcón y, si te vuelvo a ver esta noche, te juro que lo haré yo.
La niña empezó a llorar y la joven, que no tenía un pelo de tonta, no se lo pensó dos veces. Quería marcharse y quería hacerlo de una pieza.
Ali vio cómo la chica salía del piso a toda prisa, olvidándose de los kebabs que aún estaban enrollados encima de la mesita. El aroma de la carne impregnaba el ambiente, haciendo la habitación al menos habitable. Los hermanos gemelos seguían registrando el lugar, tratando de encontrar el dinero que les faltaba y las armas que habían utilizado en el atraco. Ninguno de los dos quería formar parte de la matanza y se alegraron de dejar esa parte del entretenimiento a Eli; después de haber hablado tanto, ahora comprendían lo efímera que podía ser la vida si uno no cuidaba de sus intereses. Estaban consternados al ver cómo la vida de un hombre se derrumbaba en un santiamén y eso les daba mucho en qué pensar.
Ali había sido un serio oponente en otro tiempo, pero ahora se veía reducido a ser justo eso, un mierda que tenía que utilizar a su hija para protegerse. Resultaba increíble.
Eli se dirigió hacia el hombre que estaba en el pequeño balcón. Ali era diminuto a su lado y parecía un hombre incapaz de hacer ningún daño si no tenía un arma encima. Eli se percató de la diferencia de tamaño, de la diferencia de fuerza. Vio el miedo que emanaba de los ojos de su oponente y disfrutó con ello, del poder que ahora tenía sobre ese hombre que le había causado tantos problemas. El muy capullo había tenido el descaro de creer que era tan débil que podía robarle, intimidarle y salirse con la suya. El muy cabrón, además, había tenido la desfachatez de ponerle una pistola en la cara mientras sostenía en brazos a su hija. Una hija por la que él hubiera dado la vida sin pensarlo, no como ese mamón que estaba dispuesto a matar a la suya con tal de salir bien librado de esa situación. Una situación que él había provocado sin pensar en las consecuencias.
Cuando Eli levantó el machete por encima de la cabeza de Ali, éste levantó los brazos instintivamente para protegerse la cara y la cabeza. Ese gesto, al igual que el de utilizar a su hija como escudo, irritaron más a Eli. El turco no tenía agallas ni para defenderse ni para intentar arrebatarle el machete de las manos. Al parecer, no estaba dispuesto a morir peleando, sino protegiéndose como una mujer que consideraba al hombre que la estaba golpeando superior en fuerza y, sobre todo, en intelecto. Eli le estampó el machete con toda su fuerza y observó con fascinación cómo le cortaba el brazo a la altura de la muñeca. Vio caer la mano al suelo produciendo un sonido sordo y la sangre manar de la muñeca. Ali se quedó mirando la mano completamente perplejo, como si perteneciese a otra persona, incapaz de pronunciar palabra. Ver su mano tirada en el mugriento suelo le resultaba increíble. Luego lo abrasó el dolor. Con cada latido de su corazón, salía un borbotón de sangre, como si un hombre invisible se la estuviera ordeñando. Ahora había gente presenciando la escena. Las luces de otros balcones se habían encendido y ya empezaban a encenderse las de los restantes pisos. La humillación de Ali se convirtió en un espectáculo público.
– Negros hijos de puta.
– Vaya, encima racista. ¿Y qué pasa con nosotros, los blancos hijos de puta? -dijo Danny Boy.
Hasta Eli se rió. Ali no cesaba de llorar.
– Sois todos unos hijos de puta, cabrones…
Gritaba, con la voz impregnada de odio. Cayó de rodillas, sintiendo el tacto pegajoso de su propia sangre empapándole los pantalones. Había sangre por todos lados y no dejaba de brotar con cada latido del corazón. Había formado un charco tan grande que se escurrió cuando intentó apoyarse en los codos para levantarse. Era como una pesadilla ver su mano tirada en el mugriento suelo. Se quedó más consternado aún cuando oyó las voces que procedían de los pisos colindantes; abucheaban animando a sus enemigos para que utilizasen más violencia, así como una cacofonía de insultos por parte de un completo extraño que estaba disfrutando de verlo en esa situación. Danny Boy y los demás, sin embargo, no estaban interesados en la escena que estaban representando y lo único que querían era terminar lo antes posible. Aun así, ninguno creyó que llamasen a la policía. Nadie sería tan estúpido de hacer semejante cosa, porque si eran capaces de hacerle eso a un turco, entonces ¿qué serían capaces de hacerles a ellos? Especialmente a un chivato. Danny Boy sabía que sus identidades estaban a buen recaudo y que aquello quedaría como otra leyenda urbana que luego sería adornada y exagerada por todos los que habían tenido la suerte de presenciarla. Era una anécdota más que añadir a las otras. Ese anonimato lo entristeció en cierto sentido, aunque por otro lado le alegrara. La brutalidad del ataque sería suficiente para mantener a raya a la pasma.
– Venga, Eli, termina de una vez. No nos vamos a pasar aquí toda la noche.
Danny gritaba y la urgencia de su voz hizo que Eli levantara el machete y se lo clavara en la cabeza al hombre partiendo el cráneo por la mitad. Todos se quedaron mirando absortos cuando Eli trató de arrancárselo, pero no podía porque se le había quedado clavado en la cabeza.
En ese momento el hombre empezó a gritar de verdad, balbuceando palabras en turco que se oían a distancia, pues aullaba como un animal atrapado en un cepo. Intentaba levantarse de nuevo y caminar mientras Eli continuaba esforzándose por desclavarle el machete del cráneo. Eli estaba empapado en la sangre de Ali y éste no terminaba de darse por vencido. Era un tipo duro, de eso no cabía duda.
Danny Boy se dirigió hasta donde se encontraban los dos y, levantando a Ali del suelo como si fuese un mosquito muerto, le arrancó el machete de la cabeza. Luego, sin dudarlo un instante, lo cogió en brazos y lo tiró por el balcón como si fuese un balón de rugby. Devolviéndole el machete empapado de sangre a Eli, dijo:
– ¿Cuánto tiempo vas a tardar? Sois tres y él sólo uno. Ni que fuese tan difícil.
El enfado de Danny resultaba patente. Su cuerpo musculoso les recordó a todos lo fuerte que era. Era capaz de vencerlos a todos juntos sin sudar siquiera. Luego, cambiando de tono con sorprendente rapidez, como siempre, añadió:
– ¿Habéis encontrado lo que buscabais? ¿Habéis cogido vuestro dinero?
Los hermanos de Eli asintieron afablemente. Los acontecimientos los habían dejado sumidos en un total silencio.
– Entonces, vamos. Volvamos al desguace.
Cuando salían del piso, Danny cogió los kebabs y se los llevó. Ya en el ascensor, los miró y, alegremente, dijo:
– No había necesidad de desperdiciarlos, ¿verdad que no?
Los gemelos aún estaban consternados y Eli no sabía cómo sentirse por la interferencia de Danny Boy en ese asunto. Por un momento pensó que todo había sido un montaje, como si él no hubiera tenido todo el control de la situación. Habían recuperado el dinero, pero todo parecía planeado y un tanto artificial. El turco ni tan siquiera disponía de un guardaespaldas que mereciese la pena. Cuando por fin lo tuvo delante, se dio cuenta de que era un mierda que no tenía ni un par de hostias. ¿Cómo narices se le había ocurrido pensar que se la podía jugar a ellos?
Cuando salieron del bloque, oyeron la sirena de la ambulancia a lo lejos. Danny se rió de nuevo y, dándole un buen mordisco al kebab y con la boca llena de carne y ensalada, dijo:
– Como siempre, llegan tarde. Vaya servicio tiene la seguridad social.
Todos rieron; de pronto, se sentían contentos de que todo hubiese acabado.
Capítulo 28
Arnold Landers no dormía bien y eso le estaba afectando en su vida cotidiana. A veces se sentía tan cansado que no sabía cómo se las arreglaba para desempeñar su trabajo. Que Annie se hubiera percatado de ello también suponía un motivo de preocupación. Danny Boy la había acogido de nuevo en el seno familiar y, aunque jamás lo habían hablado entre ellos, sabía que éste había estado sumamente molesto con su hermana durante mucho tiempo. También sabía que su relación con él era lo que le había hecho cambiar de actitud, pues le mencionaba constantemente lo mucho que le agradecía que se hubiese encargado de su hermana, que la hubiese metido en cintura y que la hubiese convertido en una mujer respetable. Para Arnold, esos cumplidos eran una verdadera carga, especialmente porque no creía merecerlos. Además, suponían un obstáculo en caso de que quisiera dejarla, aunque de momento no era su intención. Sin embargo, saber que semejante cosa estaba fuera de toda duda suponía una barrera en su relación. Arnold quería a Annie, pero la presencia de Danny Boy estaba por todos lados, acechando desde el trasfondo de su vida diaria, recordándole lo precaria que podía ser su posición si Annie decidía ponerse en su contra.
Al principio, formar parte de la familia Cadogan le había parecido un chollo, pero ahora lo veía exactamente como lo que era: una condena. Con ellos nadie podía tener un pensamiento propio, ya que debías tenerlos presentes a todos antes de tomar cualquier decisión. Había que tener en cuenta todos los detalles, desde su forma de reaccionar hasta cómo podían interpretar tus opiniones, como si cualquiera que estuviese en desacuerdo fuese un anarquista desleal con la familia. La verdad es que se sentía mejor cuando Annie odiaba a su hermano y buscaba la forma de ponerse en su contra a cada momento. Ahora se aprovechaba de su buena relación con él para sacar todo lo posible.
Hasta Jonjo se había convertido en una persona algo más sociable últimamente. Era un borracho inútil que se pasaba el día colocado, pero aun así le seguían dando muchas responsabilidades. Responsabilidades de cuyo cumplimiento él, Arnold, tenía que asegurarse. A decir verdad, se había convertido en el guardaespaldas de Jonjo, lo que significaba que tenía que encargarse de la mayor parte del trabajo, tratar con los empleados y comprobar que todo funcionaba a la perfección. También tenía que garantizar que no se metía en líos y, sin embargo, seguían considerándolo el número dos, después de Jonjo, por supuesto, algo que sólo le daba cierto mérito a ojos de Danny Boy, y en privado, cuando se veían en los establecimientos repartidos por todo el Smoke. No era una situación ideal para nadie y estaba empezando a cansarse de ella. No estaba contento con el papel que le habían dado y había decidido dejarlo claro lo antes posible. Si Jonjo tuviera al menos una ligera idea de lo que debía hacer, la tarea no sería tan difícil, pero no se enteraba de nada. Jonjo era un completo ignorante de lo que se cocía delante de sus narices, desde los clubes de alterne hasta las deudas de los apostantes. Ni siquiera se daba cuenta de que una apuesta de siete contra dos en algo seguro era una forma muy profesional de que un jugador comprase dinero para sí mismo. Que pusieran siete libras para recuperar sólo dos le resultaba incomprensible. Para colmo, expresaba sus opiniones en voz alta delante de otros apostantes, además de hacer muchos comentarios que era mejor reservarse.
Jonjo era jodidamente torpe y no tenía ninguna posibilidad de salir adelante. Y él lo tenía a su cargo, debía hacer todo el trabajo importante y vigilar el funcionamiento diario de todo. El era quien se encargaba de que los beneficios no fuesen a manos ajenas, de que los empleados hicieran el trabajo como era debido. Supervisaba las apuestas, las legales y las no legales, además de procurar que los clubes estuvieran siempre en condiciones de aceptar cualquier tipo de inspección, fuese de Hacienda o de los inversores secretos. También se encargaba de que las deudas se cobrasen en el debido momento, y siempre con el menor ruido posible y la mayor eficacia. Ahora, sin embargo, todo eso empezaba a pasarle factura y se daba cuenta de que estaban abusando de él.
Danny Boy le había concedido la oportunidad de demostrar quién era, lo que ya había hecho, pero luego, contra sus expectativas, le había encargado que cuidase de ese gilipollas que tenía por hermano. Danny Boy tenía que saber que Jonjo se había convertido en un lastre, un capullo engreído que se creía alguien importante en la organización Cadogan. A pesar de que sabía que si no fuese por su hermano no duraría ni unos pocos días, seguía interpretando el papel de hombre importante y se comportaba como un jodido gángster. Además, creía que la gente estaba dispuesta a aguantar de él lo mismo que aguantaban de su hermano. Sin embargo, cada vez que surgía un problema, recurrían a él para que lo solucionase, no a Jonjo.
Cualquiera que tuviera dos dedos de frente se daba cuenta de cuál era su posición en el mundo en que vivía. Jonjo era un gilipollas con el que no pensaba seguir cargando por más tiempo. Para colmo de males, últimamente lo trataba como un lacayo en presencia de todos, le daba órdenes o le pedía dinero. En definitiva, que las cosas habían ido demasiado lejos y tenía que ponerles fin lo antes posible. El también tenía su reputación y no pensaba permitir que un gilipollas de mierda como Jonjo Cadogan lo tratase como si fuera un empleado, un don nadie en la organización.
Pues bien, hoy estaba decidido a descubrir qué lugar ocupaba exactamente. Al unirse a la banda de los Cadogan había llevado a muchos compinches con él y aún le seguían siendo leales. Además, tenía derecho a salirse de la banda cuando quisiera. A pesar de eso, estaba nervioso porque sabía que, si no hacía algo ahora, después sería mucho más difícil. Si permitía que las cosas siguieran por ese camino, luego sería demasiado tarde para rectificar. Y entonces dejaría de ser tan cuidadoso y leal con sus amigos, una estupidez que haría que la pasma empezase a vigilarlos y entonces ni el poli más corrupto impediría que la Brigada Criminal se les echase encima.
Michael era feliz. Estaba satisfecho con su trabajo matinal y, cuando entró con su automóvil en el desguace, iba canturreando. Danny ya estaba en la oficina, pero eso no le sorprendió porque sabía que algunas veces se quedaba a pasar la noche, él solo. No quiso pensar demasiado en ese asunto, pues no estaba muy interesado en conocer las razones que lo llevaban a ello. Salir del fresco que reinaba en el coche, gracias al aire acondicionado, al aire caliente de la tarde fue como un bofetón. Hacía tanto calor y el sol de agosto resultaba tan implacable que se preguntó si no procedería de toda esa chapa que ardía bajo su fulgurante luz. A veces se calentaba tanto que no se podía ni tocar, ni siquiera con guantes, por eso tenían que mojarla con una manguera si algún cliente quería comprarla.
Michael entró en la oficina a toda prisa huyendo del olor a aceite y gasolina. Había manchas de gasolina por todos lados y sabía que eso podía provocar que algún día aquel lugar saltara por los aires. Llevaba muchos años en funcionamiento y la tierra estaba empapada de toda clase de líquidos inflamables, razón por la cual mantenían a los perros en constante vigilancia; cualquier pirómano podía convertir aquel lugar en un infierno en cuestión de minutos.
Danny tenía tres ventiladores en la oficina, pero sólo servían para reciclar el aire rancio porque las ventanas siempre estaban cerradas, ya que Louie las había apuntillado hacía muchos años por razones de seguridad.
– ¡Joder! ¡Qué calor! Me he bebido todo lo que tenía en la nevera.
Michael dibujó una mueca y se sentó pesadamente.
– Tengo una caja de cervezas en el maletero, pero es probable que estén hirviendo.
Danny se rió, con esa risa profunda y sincera que hacía que la gente olvidase su cólera y su facilidad para enfadarse por nada, algo que cada vez sucedía con más frecuencia.
– Iré a cogerlas. Tú siéntate y relájate.
Mientras Michael observaba cómo Danny Boy iba en busca de las cervezas se sorprendió, como siempre, de que hiciera semejante cosa por él. Michael era la única persona por la cual Danny haría algo así y eso lo hizo sentir triste. A causa de su relación con Danny Boy, se veía sometido a una enorme presión. La gente recurría a él porque sabía que era la única persona que inspiraba cierto respeto a Danny. Michael apreciaba enormemente a su amigo, aunque a veces desease que viviera en el otro lado del mundo. Últimamente volvía a estar fuera de control, como si necesitase liberar la rabia y la frustración acumuladas, algo que llevaba a cabo mediante asesinatos de personas que él creía que necesitaban de una lección, personas que él utilizaba para sentar precedentes dentro de la comunidad delictiva. Aquello, por supuesto, era una simple excusa. Danny le cogía manía a cualquiera que supusiese una amenaza, cualquiera a quien considerase capaz de arrebatarle algún día lo que era suyo, cualquiera que en su opinión fuese más apuesto o más inteligente de lo que debía. La razón no importaba demasiado; una vez que se le metía entre ojos, no había forma de convencerlo de lo contrario. Le cogía manía a cualquiera por la razón más insignificante, igual que aceptaba a alguien en su banda por el mero hecho de que le hacía reír.
Danny podía estar tomando una copa con sus amigos, todos en armonía y dispuestos a invitarse los unos a los otros y, de pronto, le cogía manía a uno de ellos y decidía quitarlo de en medio. Lo convertía en su objetivo para desahogar su rabia y su frustración. Entonces decidía acabar con él y no había nadie que levantase un dedo para pararle los pies. Precisamente por eso, en ciertos momentos, Michael lo odiaba a pesar de sentir una enorme lástima por él, ya que su vida se había visto truncada hacía muchos años, cuando su padre lo había dejado a cargo de una deuda de juego, y su madre y sus dos hermanos habían tenido que depender de él para resolver la situación. Y lo hizo. Cuidó de ellos, pero en algún momento se convirtió en una persona rencorosa y llena de odio que ahora estaba a punto de emprender otra campaña contra alguien que ambos sabían que no lo merecía en absoluto.
Michael conocía los síntomas y haría lo imposible por evitar daños mayores, pero sería en vano. Cuando Danny Boy tenía un objetivo, nadie lo detenía. Mirándolo desde el lado positivo, una vez que había saciado sus deseos, se calmaba de nuevo y la vida volvía a su normalidad, hasta la próxima vez, claro.
Mientras Danny Boy metía las cervezas en el frigorífico, Michael se sentó en el viejo sofá y disfrutó del aire fresco que proporcionaban los ventiladores. Deseaba no saber demasiado acerca de ese hombre peligroso al que tenía por socio y al cual le debía tanto; no sólo su éxito, sino también la vida. El podía ser el cerebro de la sociedad, de eso no había duda, pero Danny Boy era el cabecilla. Sin él, nadie le hubiera dedicado ni su preciado tiempo. Michael no era un hombre violento, no, al menos, como Danny ni otros muchos conocidos. Michael era de esas personas que necesitan un motivo para pelear, un verdadero motivo, aunque, cuando lo tenía, luchaba encarnizadamente. Utilizaba la violencia cuando era necesario, pero en realidad le revolvía el estómago.
No obstante, Michael sabía que era una parte esencial en sus negocios, que el único motivo por el que estaban en la cima era porque tenían la reputación de eliminar a sus rivales de la forma más violenta y permanente posible. Danny Boy no era de los que hacía prisioneros; si te interponías en su camino, te borraba del mapa. Así de sencillo. Sin embargo, eliminar a los rivales era una cosa, pues se trataba a fin de cuentas de ellos o nosotros, pero los arrebatos que le daban a Danny Boy sin ninguna razón ni ninguna base sería algún día la causa de su derrocamiento. Michael estaba convencido de eso.
Cualquier día Danny Boy se toparía con su Némesis y se enfrentaría a alguien que resultaría ser tan fuerte y demente como él. Así funcionaban las cosas en el mundo en que vivían, y esa manía de Danny Boy de eliminar a cualquiera por la simple razón de que no le caía bien se volvería en su contra. Y eso significaría que también en la suya, por eso tenía un interés personal en ello. De momento, ya mostraba todos los síntomas de alguien que se ha fijado un objetivo y Michael rezó para que la persona en cuestión no fuese alguien importante cuya ausencia notara todo el mundo, sobre todo la pasma.
Mary aún estaba temblando y, por mucho que lo intentara, no lograba controlarse. Normalmente era capaz de hacerlo con fuerza de voluntad, pero hoy le resultaba imposible. De hecho, tenía la impresión de que iba a peor. Ya se había arreglado la cara, que es como denominaba al hecho de maquillarse, y se sentía más satisfecha. Una vez que se maquillaba, se sentía capaz de enfrentarse a la vida. Era como un disfraz que utilizaba para ocultar sus verdaderos sentimientos, para transformarse en otra persona. Sin su maquillaje ni su pintura de ojos se sentía sumamente vulnerable, como si estuviese desnuda. No obstante, los temblores que la dominaban últimamente la tenían preocupada. Eran tan intensos que apenas lograba controlarlos. Entró en el salón y abrió el mueble de las bebidas para servirse un vodka. El líquido parecía tan inofensivo en la botella que se podía confundir con agua de la fuente. Sin embargo, cuando se lo bebió de un trago, sintió el ardor que le llegaba al estómago y se mezclaba con la bilis que, a esas horas de la mañana, siempre amenazaba con salírsele por la boca.
Mary se metió la mano en el bolsillo de la bata y sacó un paquete de Rennies. Se metió un puñado en la boca y empezó a masticarlos sin pensar, tratando de calmar el ardor del estómago. Notó cómo éste se iba mitigando y respiró aliviada.
Luego se sirvió otra copa y se la bebió de un trago. Se dio cuenta de que cesaba el temblor y empezó a disfrutar de la tranquilidad que reinaba en la casa. Cerró los ojos y eructó suavemente, tapándose la boca con su delgada mano cubierta de anillos caros y con unas uñas muy bien cuidadas, como si ella tuviera los modales de una señorita. Cerró los ojos durante unos instantes, notando el efecto que le hacía el alcohol, esperando entrar en la siguiente fase de su rutina matinal, en la que perdía todo interés por lo que pudiera pasar durante el resto del día. Esta vez tardó más, pero sabía que si no perdía la paciencia siempre terminaba por llegar. Cuando por fin llegó, lo celebró con otra copa. Mary era una alcohólica funcional, lo sabía porque había leído acerca del tema.
Al contrario que su madre, que había sido una alcohólica normal y corriente, ella era de las denominadas funcionales. Era capaz de preparar la cena, limpiar la casa, hacer las compras, bañar a las niñas y, si era necesario, hasta follar con su marido. Era capaz de hacer todo eso sin el más mínimo interés o sentimiento. Había muchas personas como ella, personas que acudían todos los días a sus trabajos, dirigían sus empresas e incluso operaban cuando estaban borrachos como una cuba. Pensarlo le hizo sonreír. Sonreía con tan poca frecuencia que, cuando tenía un motivo, no lo desaprovechaba.
Mary subió las escaleras. Al llegar a su dormitorio se quitó la bata y, mirándose en el espejo, se vio los moratones de los brazos, recuerdo de la última visita de su marido. No le dolían, lo cual resultaba extraño porque tenían muy mal aspecto. Hacía mucho calor, pero se veía obligada a llevar camisetas de manga larga y pantalones.
Se sentó en el borde de la cama, de una cama que hacía en cuanto se despertaba. Estaba impecable. A veces imaginaba a Danny Boy tirando una moneda encima de ella como hacía el horrible sargento bocazas que salía en la mayoría de las películas de guerra antiguas con el fin de asegurarse de que la colcha estaba bien estirada y, por tanto, era digna de un hombre como su marido. De un hombre de ese calibre. Le entraron de nuevo ganas de sonreír, pero luego pensó que él no se merecía ni una sonrisa.
Mary permaneció sentada, aterrorizada ante la posibilidad de arrugar la cama y mirando la hermosa habitación que había decorado. Había imaginado, llevada por la fantasía, que un ambiente tan encantador haría que él se comportase de forma más cariñosa con ella. Se levantó lentamente. A pesar de los cardenales que le cubrían el cuerpo y de haber parido a sus hijas, aún tenía buena figura. Puede que no estuviese tan firme como en otra época, pero aún estaba segura de suscitar la envidia de muchas mujeres. No era vanidad ni arrogancia, sino la pura verdad. Sólo tenía que abrir las revistas y ver los cuerpos medio desnudos de otras mujeres, mujeres famosas además, y comparar el suyo con el de ellas. Ninguna la dejaba atrás. La pobre Carole ya tenía muchas estrías y una barriga como la de Buda, aunque su hermano Michael la seguía adorando. Al igual que su marido. Danny Boy quería a Carole con toda su alma y la consideraba la mujer perfecta, a pesar de sus caderas anchas y sus estrías. Al parecer, tener barriga y los tobillos hinchados era la mejor forma de conservar al marido.
Ella, sin embargo, había recuperado la figura después de cada parto. Al principio tenía la barriga un poco descolgada, pero desaparecía con suma rapidez en cuanto regresaba a casa. La matrona se había preocupado por ella la última vez que dio a luz, una chica joven sin ninguna experiencia que no tenía la menor idea de cómo funcionaban las cosas en el mundo real, salvo lo que había leído en los libros. Libros en los que había gastado una fortuna, pero que estaban escritos por hombres o, lo que es peor, por alguna de esas horribles mujeres que creen que tener hijos es una excusa para dejar de depilarse el cuerpo y utilizaban su embarazo para hacer sentir culpables a los hombres durante el resto de sus días. Las mismas que luego necesitaban con urgencia decirles a las demás cómo deberían sentirse. Las que sacaban tiempo para escribir el libro gracias a que disponían de uno de esos aparatos que lo cocinan todo y una asistenta. La matrona, esa estúpida, que es como se refería a ella en sus pensamientos, pensaba que Mary estaba demasiado delgada, demasiado feliz y con demasiada energía para ser madre. Le había preguntado infinidad de veces si se encontraba bien y Mary tuvo que contenerse para no romperle la cabeza con lo primero que pillase. Sin embargo, siempre había estado maquillada y, por tanto, bastante sosegada cuando se había presentado en su casa. La última visita había sido maravillosa; cuando por fin se marchó, Mary cerró de un portazo y echó la llave. Esperaba que se hubiese enterado de lo irritante que le resultaba su presencia.
Mary seguía contemplando en el espejo su cuerpo desnudo cuando vio que Leona la observaba desde la puerta, horrorizada de ver sus cardenales. Se puso la bata rápidamente y se acercó hasta su hija con toda serenidad. Leona la abrazó con suma ternura y le preguntó:
– ¿Qué te ha sucedido, mamá? ¿Te has caído de nuevo?
Mary se dio cuenta de que su hija sabía exactamente lo que le había sucedido, probablemente hasta el más mínimo detalle, pero ya había aprendido el idioma de las mentiras que se utilizaba como salvaguarda en aquella casa. Abrazó a su hija, sin sentir nada, pero lamentándolo por ella:
– No te preocupes. Mamá se pondrá bien. Tú ya sabes que soy muy torpe.
Sin embargo, las palabras de su hija habían acabado con el último resquicio de orgullo que le quedaba como madre y ya nada volvería a ser igual entre ellas.
Arnold estaba nervioso, pero decidido a hacer lo que debía. Estaba sentado con Danny Boy y Michael en la habitación trasera de un pub del que eran propietarios, en el este de Londres. Era una habitación pequeña y el papel de las paredes estaba tan viejo que la hacía parecer aún más reducida. Había una mesa, cuatro sillas y un armario de los años sesenta. Aun así, era un buen sitio para reunirse porque muy pocas personas sabían que existía. El pub estaba situado en una calle principal y siempre estaba lleno de gente, por lo que no resultaba difícil escabullirse y entrar en la habitación sin ser visto. Danny Boy parecía aún más grande en ese minúsculo espacio y, mientras les servía una copa, permaneció callado. Parecía presentir que le iban a decir algo que no era de su agrado.
Arnold se consoló a sí mismo diciéndose que tenía una reputación, que no era un pelele cualquiera, sino alguien que se había abierto paso y disponía de un buen currículo. De hecho, pensaba que podría conseguir un trabajo con quien quisiera, aunque si dejaba el trabajo con Danny Boy estaba seguro de que no le sería tan fácil. Si Danny decidía ponerlo en la lista negra, estaba acabado y él lo sabía. No obstante, y por mucho que le molestara, estaba decidido a manifestar su opinión, aunque eso significase tener que irse a otro país. No estaba dispuesto a seguir siendo un don nadie; eso bajo ningún pretexto. Tenía que hacerse respetar, aunque sólo fuese por conseguir un poco de sosiego mental.
Cuando cogió el vaso que le tendía Danny, Arnold notó el miedo que le aprisionaba el pecho. Danny Boy le sonrió amistosamente y Arnold se dio cuenta de que ese hombre lo apreciaba sinceramente. Michael también, de eso estaba seguro, pero cuando dijera lo que tenía que decirles, la reacción de Danny sería la que valdría, pues sabía por experiencia que Michael siempre esperaba la respuesta de Danny antes de dar la suya; la cual, por supuesto, siempre respaldaba la de Danny. Además, sabía que si Michael se oponía en algo, siempre se lo expresaba en privado, jamás en público. Al fin y al cabo, era la única persona a la que Danny permitía que cuestionase sus acciones, ya que lo consideraba la voz de la razón en medio de ese caos que constituía la mentalidad de Danny.
Ése era el motivo por el cual Michael era en realidad el más fuerte de los dos. La gente solía acercársele para consultarlo antes de plantearle algún trato a Danny Boy, y Arnold no estaba seguro de si no se daba cuenta o era lo bastante inteligente como para no demostrarlo. Conociendo a Danny Boy como lo conocía, suponía que se debía sobre todo a esto último. Danny Boy pasaba meses enteros sin padecer ningún episodio psicótico, pero cuando le daba alguno, cualquiera podía llegar a ser el objetivo de sus paranoias. Después de eso, recuperaba su estado normal y amistoso, y se comportaba como si nada hubiera sucedido. Sin embargo, se hablaba de sus fechorías durante meses, aunque su comportamiento y sus arrebatos sólo se comentaran en privado y con personas de confianza, no fuera a ser que se enterase y eso provocara una reacción adversa por su parte. A veces, las acusaciones resultaban tan ultrajantes que hasta los peores enemigos de sus víctimas dudaban que fuesen ciertas. Danny Boy se había forjado una reputación, pero no sólo por su habilidad para los negocios y por descubrir filones de oro, sino también porque era un elemento de mucho cuidado que había demostrado en más de una ocasión no estar bien de la cabeza. Y si bien eso le había servido para llegar a la cima, también había hecho que nadie confiara en él plenamente.
Arnold vio que Michael se echaba sobre el respaldo de la silla y, como siempre, guardaba silencio hasta que todo el mundo hubiera dicho la última palabra. Michael se había dado cuenta de que Arnold quería hablar con Danny de algún asunto personal, por eso sostuvo la copa entre las manos y esperó hasta que hablase. Danny Boy miraba a Michael, y Arnold tuvo la impresión de que le hacían gracia sus gestos. Dándose la vuelta y dirigiéndose al hombre que era la media naranja de su hermana, dijo:
– ¿Qué problema tienes, Arnold?
Danny Boy puso esa sonrisa que lo transformaba en un hombre apuesto y agradable. La verdad es que era un hombre bastante guapo, eso hasta Arnold tenía que admitirlo. Si no lo conociera bien, hubiera interpretado su sonrisa como un gesto de amistad.
Arnold, respirando profundamente y dándole un buen sorbo al brandy, dijo:
– No estoy nada contento, Danny Boy, y no me queda más remedio que decírtelo. Aunque no te guste, cosa que comprendo, tengo que hacerlo.
Danny asintió. Luego le hizo señas para que prosiguiera, sin dejar traslucir nada en su rostro.
– Me encanta mi trabajo, me gusta lo que hago y creo hacerlo bastante bien, pero no puedo con Jonjo. Me trata como si fuese un puñetero gilipollas cuando él sólo coge el dinero y no hace nada de nada. Se limita a interpretar el papel de mafioso; creo que ha visto demasiadas películas de Scorsese y hasta se pasea con el abrigo echado por encima de los hombros. Nos está costando una fortuna y me trata como si fuese un recadero. Yo no puedo trabajar de esa forma y hacerme respetar al mismo tiempo.
Arnold oyó un gemido y un tono quejoso en su voz que no le agradó ni a él mismo. Sin embargo, tenía que dejar clara la situación y lo que pensaba.
– ¿De verdad se pasea con el abrigo encima de los hombros? -preguntó Danny en voz baja e interesada.
Arnold asintió.
– ¿En mitad de agosto? Debe de estar derritiéndose. Menudo gilipollas, ¿verdad, Michael? Tenía que ser él; el más palurdo de toda Inglaterra.
Michael se echó a reír y Arnold no pudo evitar hacer otro tanto. Danny sacudía la cabeza y chasqueaba la lengua en señal de consternación. A veces resultaba muy gracioso y él lo sabía.
– Es un huevazos, ¿verdad que sí? He tratado de darle una oportunidad, pero no hay nada que hacer. Yo sabía que acabarías encargándote de todo. Imagino que alguna vez habrás intentado mantener una conversación con él y te habrás dado cuenta de que es corto de luces. Yo lo aprecio, es mi hermano, pero, dadas las circunstancias, puedo permitirme el lujo de prescindir de él, pero no de ti. Tienes razón, Arnold. Necesita que alguien le baje los humos y yo seré quien se encargue de eso. A partir de mañana, tú serás el jefe. Sé que tú no nos meterás en ningún lío. Eres un tipo listo y lamento si te han tratado como un gilipollas. No era nada personal. Si he de serte sincero, esperaba que a mi hermano se le pegase algo tuyo. Es muy duro tener que admitir públicamente que tu hermano es más tonto que un nabo. Pero ¿qué le vamos a hacer? Es como su padre, un puñetero inútil que sólo sirve para vivir de gorra.
Arnold se estremeció ante el curso que tomaban las cosas y hasta sintió ganas de abrazar a ese hombre que acababa de darle el equivalente a la llave maestra del Banco de Inglaterra. Estaba sorprendido de lo fácil que había sido, aunque lo lamentaba en parte por Jonjo porque no deseaba dejarlo en mal lugar.
– Gracias, Danny Boy. Quiero que sepas que no tengo nada personal en contra de Jonjo.
Danny sonrió.
– Por supuesto que es personal, y has hecho bien en decírmelo. Si tú piensas de esa manera, también lo harán otros y eso no es bueno para los negocios. Ya le buscaré algo, al fin y al cabo es mi hermano, pero presentía que no sabría hacerse valer por sí mismo. Es un puñetero gilipollas, pero no creo que se pueda hacer gran cosa al respecto, ¿verdad que no? Mi abuela siempre decía que si los sesos fuesen de pólvora, los suyos jamás explotarían.
Todos se rieron al escuchar el viejo proverbio.
Michael se echó hacia delante y, finalmente, se pronunció:
– Le daremos un club para que lo dirija. Eso alimentará su ego y no se necesita demasiada inteligencia para llevarlo. No creo que sea la persona más adecuada para trabajar bajo presión, Danny Boy.
Arnold escuchó la forma tan sosegada en que Michael expresaba siempre sus opiniones y se dio cuenta de que estaba de su lado, al menos a ese respecto. Se sintió aliviado porque la aprobación de Michael siempre era la guinda del pastel para Danny Boy.
– Sí, un club será lo mejor. Así podrá pasearse con su abrigo y hacerse el tipo duro. Ponlo en algún club de striptease durante un tiempo. Le diré que si no aprende a llevar las cosas como debe, se va a tener que buscar un trabajo en la Ford, como los perdedores. Necesita que alguien le dé un repaso, como solía decir mi viejo. Puede que así recupere el sentido.
Michael asintió en señal de acuerdo y los tres hombres charlaron amistosamente el resto de la noche. Arnold estaba que se salía al ver cómo habían ido las cosas y al pensar que por fin su vida empezaba a cambiar. Estaba deseando decírselo a Annie, pero consideró prudente esperar hasta que Danny Boy le diera su consentimiento. No quería bajo ningún pretexto ofenderlo en ese momento, mucho menos cuando le estaba preguntando muchas cosas acerca de su futuro. El suyo y el de su hermana; esa hermana a la que ahora veneraba y deseaba lo mejor. Danny Boy cambiaba como el tiempo y más le valdría tenerlo en cuenta para el futuro. Al igual que hacían todos los que le rodeaban.
Jonjo se encontraba en un club privado que Danny Boy había adquirido hacía muchos años como pago de una deuda. Una deuda muy pequeña en comparación con el pago que había exigido. Estaba de coca hasta el cogote y se estaba haciendo el duro cuando nadie esperaba que se comportase como tal. Se aprovechaba al máximo de su nombre para conseguir lo que se le antojaba y le encantaba sentirse poderoso, saber que podía hacer lo que le diera la gana sin que nadie le pusiera objeciones.
En su interior, sin embargo, sabía que esas personas a las que trataba de impresionar se reían de él y lo consideraban un pelele, un payaso. Precisamente por eso era tan ruin e impredecible. Y precisamente por eso odiaba a su hermano aún más que a sí mismo.
Esnifar coca y beber alcohol lo hacía sentirse capaz de cualquier cosa, pero no había suficiente coca ni alcohol en el mundo para ocultar la realidad de los hechos y él lo sabía mejor que nadie. Al menos, mejor que toda esa pandilla de gilipollas con los que estaba reunido.
Cuando Jonjo pidió otra ronda, otra que pagaría él, o mejor dicho, su hermano, sonrió alegremente a los que le rodeaban. Eran chorizos de poca monta, delincuentes de tercera clase que estaban a sueldo o servían como recaderos. Ninguno de ellos había sabido abrirse camino; en definitiva, más o menos como él.
Uno de ellos, un joven apuesto que tenía el don de sonsacarle a cualquiera unas cuantas libras, se reía con él. Jonjo, sin embargo, sintió una antipatía repentina por él. Miró sus dientes blancos y parejos, sus ojos azules de largas pestañas, y creyó que le estaba tomando el pelo. Era evidente que podía acabar con Jonjo sin hacer demasiados esfuerzos, pero probablemente no lo haría, dadas las circunstancias y sus conexiones familiares. El muchacho se llamaba Donald Hart y, cuando Jonjo lo amenazó, fue el primero en sorprenderse de su reacción.
– ¿Me estás tomando el pelo, Donald? Nadie te ha dado permiso para reírte.
Donald se dio cuenta de lo que pretendía y se encogió de hombros tratando de mantener una actitud pacífica. Sabía que Jonjo era un privilegiado en muchos aspectos, sobre todo en lo referente a darle un buen sopapo en la cara, pero Donald, al contrario que Jonjo, era un joven orgulloso que no estaba dispuesto a aguantarle esa falta de respeto ni que se desahogase porque se sintiera insatisfecho con su propia vida. Si Jonjo buscaba pelea, la encontraría, sin importarle las consecuencias. Era una cuestión de autoestima. Donald no tenía gran cosa en la vida, salvo su orgullo, y no pensaba permitir que un gilipollas como ése se lo pisoteara.
Donald negó con la cabeza y respondió tranquilamente:
– No creo que necesite de tu puñetero permiso para reírme, Jonjo. Y si quieres pelea, por mí no hay problema, pero entre tú y yo, de hombre a hombre.
Donald puso la copa en la barra y se apartó del grupo para flexionar la espalda y disponerse a pelear.
Jonjo se quedó perplejo por unos instantes; el hecho de que nadie interfiriera para impedir la pelea ya era una muestra de la poca consideración que le tenían esos que él llamaba amigos. En cierta ocasión, muchos años atrás, había escuchado que Danny le decía a su padre: «Quítale a esos que llamas amigos la A y añádele Ene y verás lo que te queda».
Hasta entonces no había entendido a qué se refería, pero ahora sí. Al igual que su padre, las personas que lo rodeaban no eran sus amigos, sino personas que lo utilizaban, que lo soportaban y que ahora se alegraban de ver su destrucción a manos de alguien que sí se había ganado su aprecio y al que respaldarían pasase lo que pasase. Danny, además, creería más la versión de ellos que la suya.
Donald esperaba pacientemente a que él iniciara la pelea que al parecer había reclamado con tanto descaro y sin medir las consecuencias. Esperaba como si fuese un don nadie, sólo un mierda que estaba a punto de rogar por su vida.
Donald no tenía la más mínima intención de pasar por alto su chulería. Al igual que Danny Boy Cadogan antes que él, prefería morir a ser considerado un cobarde o ser tratado como un pelele en público. De hecho, estaba deseando que empezara el espectáculo. Tenía algo que demostrar y pensaba hacerlo con la mayor saña posible, pues, al fin y al cabo, tenía muy poco que perder. Le daba igual que lo colgasen por matar una oveja que un cordero.
– ¿Qué pasa, Jonjo? ¿Me vas a tener esperando toda la noche?
Jonjo Cadogan se había encontrado con la horma de su zapato. Miró a los hombres que lo rodeaban, vio sus miradas llenas de ira y goce por poder presenciar la paliza que iba a recibir y, por primera vez en la vida, supo que estaba solo. En ese momento se dio cuenta de lo bien que le había protegido Arnold, de lo mucho que le había facilitado las cosas y de lo mal que él lo había tratado causando un incidente internacional antes de que la serie East Enders [7] apareciera en televisión. Él siempre provocaba a la gente sin medir las consecuencias. ¿Qué consecuencias? Él era el hermano de Danny Boy y sólo un lunático se atrevería a enfrentarse a él. Al igual que todos los cobardes, pensaba cómo salir airoso de esa situación cuando notó que el primer puñetazo lo golpeaba de lleno en la mandíbula. Cayó al suelo como un saco de mierda, al menos así es como lo describieron todos los que fueron testigos de su humillación. Era algo que se había visto venir desde hace tiempo y, al parecer, todo el mundo lo esperaba menos él.
Capítulo 29
– ¿Con que Donald te cogió desprevenido?
Jonjo asintió. Tenía la cabeza hinchada como un balón de fútbol, al menos así la sentía.
– Eres un jodido mentiroso, Jonjo. ¿Por qué me mientes?
– No te estoy mintiendo. Me atacó cuando menos lo esperaba.
Danny Boy levantó la mano como si ya hubiese oído lo suficiente, como si le aburriese el tema.
– Me han dicho que te tiró al suelo de un solo puñetazo, después, claro, de que tú lo insultaras y lo provocaras.
La voz de Danny Boy era neutral y Jonjo se dio cuenta de que aquello resultaba peligroso. Mientras Danny Boy hablase con cierta inflexión en la voz, uno se podía considerar a salvo, pero si hablaba como quien no quiere la cosa, entonces lo tenías claro. Jonjo sabía que ya le habrían contado la historia a su hermano y que él llevaba todas las de perder, así que más le valía reconocer los hechos y comportarse como un niño bueno.
Danny se sentó en el borde de su cama, de esa cama que su madre había hecho con tanto cuidado, y lo miró a los ojos antes de cogerlo por el cuello con todas sus ganas. Le enterró la cabeza contra las almohadas, esas que habían sido tan cuidadosamente apelmazadas por la mujer que los había engendrado a los dos y le apretó la garganta hasta dejarlo sin aliento. Luego lo soltó y, en voz baja, le dijo:
– Por lo visto, me has tomado por gilipollas, Jonjo. ¿Quién te has creído que eres? ¿Crees que puedes avergonzarme delante de mis amigos y, lo que es peor, de mis enemigos? Hasta Arnold ha acabado hasta los cojones de ti y eso que le pagué para que te vigilara. Todo el mundo está hasta las narices de ti, yo el primero.
Jonjo trataba de apartarse de su hermano y de su cólera. Que encima tuviera razón para estar cabreado empeoraba las cosas, pues ya no tenía argumentos que inventarse.
Arnold le habría garantizado que el incidente de la noche anterior no hubiese llegado a mayores, habría sabido salvar la situación. En ese momento deseaba haber apreciado más su ayuda cuando había tenido la oportunidad, pero ya era demasiado tarde porque lo había tratado como a un empleado, como a un don nadie.
– Voy a darte un club para que lo dirijas y salves el pellejo, el tuyo, no el mío, y más te vale que esta vez lo hagas bien porque, si no, te vas a ver más solo que la una. Te di una oportunidad y la has echado a perder. Ahora te doy otra, pero estás avisado.
Danny salió de la habitación sin decir nada más, aunque su cólera aún permanecía allí, como una descarga eléctrica que chisporroteara entre ellos. Jonjo sabía que era su última oportunidad, que debía buscar la forma de volver a ganarse a su hermano, y cuanto antes mejor. Sabía a ciencia cierta que él le importaba un carajo a su hermano. Oyó cómo Danny Boy bajaba las escaleras y daba un portazo que hizo temblar hasta los cimientos de la casa.
– ¿Podemos ver a mamá ahora? -preguntó Leona.
Su tono de voz, que no admitía discusiones, y su actitud tan firme hicieron que Danny estuviese a punto de echarse a reír. También lo hizo sentir orgulloso, orgulloso de que fuese tan leal. Era algo que había heredado de él, algo que él le había inculcado. Sabía, además, que no era la clase de niña que admitía un «no» por respuesta. Danny Boy la besó cariñosamente en la mejilla, pero ella se apartó y eso le dolió tanto como si le clavasen un cuchillo en el corazón.
– ¿Qué pasa? ¿Por qué te apartas de mí?
Leona miró a ese hombre enorme que era su padre, el mismo que aterrorizaba a todos los que tenía a su alrededor y, al notar el tono doloroso de su voz, respondió con la exasperación y la sinceridad propia de una niña:
– Hueles a cerveza y a tabaco. Es asqueroso. Hueles peor que mamá.
Respiraba pesadamente, su pequeño pecho subía y bajaba convulsivamente. Tenía los ojos empañados de lágrimas y su voz denotaba lo sola que se sentía.
Leona amaba a su madre, como también su hermana, y Danny sabía que así debía ser. Aun así, su rechazo le dolió.
Las había traído a casa de su amante con la esperanza de que les agradara estar allí, lejos de la borracha a la que tenían que soportar a diario, pero obviamente se había equivocado. Hacía falta algo más que unas pocas promesas y unos cuantos juguetes para romper esa alianza.
– Quedaros sólo esta noche y os aseguro que Michelle se encargará de que lo paséis mejor que nunca, ¿verdad que sí, Mish?
La joven asintió, tal como se esperaba que hiciese, tratando de parecer lo más agradable y simpática posible. Sin embargo, las dos niñas se negaron rotundamente.
– No -respondió Leona con terquedad-. Yo no quiero quedarme aquí. Yo quiero ver a mamá. Las dos queremos.
Lainey asintió al escuchar las palabras de su hermana, pues estaba demasiado asustada como para decir nada. Esa casa, con esos colores tan chillones y esa mujer aún más chillona, le daba miedo, al igual que pensar en quedarse allí.
– Por favor, papá. Llévanos a casa ahora.
Danny se fijó en los ojos de Lainey y estudió su reacción ante lo que veía. Notó que ninguna de sus hijas se sentía relajada en su presencia, y mucho menos en ese nuevo ambiente. Estaba molesto por su rechazo y ambas se daban cuenta, pero sabía que su enfado no las haría simular que se sentían bien. Ambas lo querían lo suficiente como para ser honestas con él, algo que apreciaba. También se dio cuenta de que ninguna de las dos estaba impresionada con la nueva casa que se había buscado.
– ¿No queréis quedaros aquí? ¿Preferís estar con la borracha de vuestra madre?
Leona asintió furiosamente, enarcando los ojos en señal de lo mucho que le molestaba su comentario.
– Bueno, al menos esa borracha es nuestra madre. Nosotras no queremos vivir con nadie más, ni siquiera contigo. Tú puedes quedarte a vivir aquí si quieres, pero no nos obligues a quedarnos. Nosotras queremos estar en nuestra casa con nuestra madre. El que tú no la quieras no significa que no la tengamos que querer nosotras.
Lainey asintió con tristeza. Como siempre, esperó a que su hermana tantease el terreno con su padre para luego intervenir:
– Sí, por favor, papá. Queremos ir a nuestra casa. A nuestra casa de verdad.
Empezó a llorar, derramando lágrimas como puños. Su hermosa voz sonaba distorsionada por el dolor y sus mejillas estaban encendidas por la angustia.
– Yo quiero estar con mi mamá, no con esa mujer. Por favor, papá, llévanos a casa.
Danny asintió y las llevó hasta el coche sin pronunciar palabra. Las colocó en el asiento trasero y les puso los cinturones de seguridad. Las dos niñas estaban calladas, con el rostro tenso y la mirada llena de miedo y preocupación. Danny se sentó en el asiento del conductor, pero no arrancó el coche. Con toda la amabilidad que pudo, les preguntó:
– Preferís estar con vuestra madre que conmigo, ¿verdad que sí?
Leona había contestado preguntas como ésa desde que nació y sabía jugar tan bien a ese juego que le podrían haber dado un diploma.
– No es eso y tú lo sabes. Sólo queremos ir a nuestra casa y estar con nuestra mamá y con nuestro papá, pero no con esa mujer ni con ninguna otra. Nosotros tenemos una madre y la queremos como te queremos a ti.
Danny arrancó y las llevó directamente a ver a su madre. Las miraba por el espejo retrovisor y vio que intercambiaban miradas de alivio. La manera en que ambas se agarraban de la mano lo dejó impresionado. Se quedó maravillado por esa lealtad y ese lazo de unión que existía no sólo entre las dos, sino también con la mujer que las había engendrado. Por mucho que quisiera acabar con esa relación, sería imposible. Al menos, mientras la necesitasen y la quisiesen hasta ese extremo.
El trayecto hasta su casa lo hicieron en silencio y, cuando las vio correr en dirección a su madre y estrecharla entre sus brazos, se quedó maravillado del lazo de unión que existe entre una madre y sus hijos, por muy mala que sea la madre.
Michelle le había dado un hijo, un hijo al que no quería en absoluto, o por lo menos no de la misma manera que quería a sus dos hijas. Al contrario que esas dos niñas, su hijo no le suscitaba el más mínimo sentimiento, ni tampoco los demás hijos que tenía. En realidad, no quería a ninguno de ellos, ni tampoco a sus madres, ni tan siquiera a la encantadora Michelle. No era nada personal, pues era una chica encantadora, pero las chicas encantadoras estaban a la orden del día en su mundo. Después de todo, cuando se había llegado a lo más alto, las chicas feas dejaban de ser una opción. Sin embargo, en su interior sabía que la borracha de su esposa siempre le provocaría un sentimiento que ninguna de sus otras amantes era capaz de despertarle. Eso lo obligó a afrontar una verdad que hasta entonces no había querido admitir, pero que siempre había estado presente en su vida. Ahora, al ver a sus dos hijas tan desesperadas por su compañía, por sus caricias y sus abrazos, se preguntó cómo había logrado que ellas la quisiesen tanto como él. Sí, él la amaba, aunque a su modo y cuando le convenía. Danny se marchó haciendo chirriar los neumáticos y derrapando en la gravilla, llevado por la rabia que empezaba a acumularse en su interior.
Michael y Arnold se encontraban en el pub North Pole en la calle del mismo nombre, en Shepherd's Bush. Estaban celebrando el nuevo puesto de Arnold, y Michael había acudido para darle algunos consejos acerca de su nueva situación dentro de la comunidad, aunque también para reforzar el lazo que se había establecido entre los dos; ambos se aseguraban de que ninguno dejaría al otro fuera de cualquier cuestión que supusiese un beneficio para los dos.
– Donald Hart te ha hecho un favor de los grandes. Hasta Danny Boy está hasta el gorro de Jonjo.
Arnold asintió. Su enorme cabeza, con esas trenzas tan gruesas, parecía demasiado pesada para su cuerpo, a pesar de que le daba un aspecto que atraía las miradas de algunas mujeres que estaban sentadas en el pub. Michael se acomodó en su asiento y las observó. A Danny Boy le sucedía lo mismo. Se quedaban prendadas de él nada más entrar en una habitación. Suponía que se debía a su tamaño, pero él tampoco era un hombre pequeño. La razón estribaba en que a Danny no le costaba en absoluto arrastrar su cuerpo y, además, tenía la ventaja de parecer siempre de cacería. Miraba a las mujeres de tal forma que les hacía pensar que ya les había echado el ojo y que eso podía cambiar sus vidas. Cosa que ocurría, aunque no en la forma que esperaban.
Arnold dio un sorbo a su cerveza negra y sonrió ligeramente.
– Aún no puedo creer que haya sido tan fácil. Pensé que Danny armaría un escándalo y me mandaría al carajo.
Michael negó con la cabeza.
– Una de las razones por las que Danny ha llegado tan lejos es porque jamás respalda a un perdedor. Te puso para que vigilases a su hermano, pero probablemente esté sorprendido de que hayas tardado tanto en quejarte de él. Danny Boy es cualquier cosa menos estúpido. Lo que me preocupa es que de nuevo está mostrando síntomas de andar mal de la cabeza. Le pasa con frecuencia y, cuando se le mete algo entre ceja y ceja, ya no hay quien le pare. Es un aviso que te doy. Si crees que has conocido su peor parte, te diré que hasta ahora no has visto nada.
Arnold suspiró profundamente; miraba a su alrededor, dando gracias a la vida por haberle dado tanto, cuando se hubiese conformado con mucho menos. Tosió y se llevó la mano a la boca como un caballero bien educado. En cierto sentido, había esperado que Michael le dijese algo parecido, pues comprendía perfectamente que deseara tenerlo como aliado. Después de su encontronazo, cuando acusó a Danny Boy de ser un chivato, recibía de buen grado y con suma alegría ese nuevo gesto de amistad. Aquello significaba que por fin era aceptado dentro de la organización Cadogan. Si Michael deseaba tenerlo de su lado, tendría la oportunidad de abrirse camino. En muchos aspectos, era una alianza secreta, ya que ambos sabían que se unirían para ponerse en contra del mismo hombre.
Arnold volvió a asentir. Miró de frente a Michael y levantó el vaso en señal de aceptación, un gesto que daba a entender que comprendía perfectamente lo que esperaba de él, que sabía lo que le estaba pidiendo y que estaba dispuesto a hacer lo necesario para salvaguardar sus vidas.
Todo el mundo sabía que Danny Boy estaba mal de la olla, que su violencia producía el efecto deseado en la mayoría de las personas. Sin embargo, también era sabido que esa misma violencia, cuando era incapaz de controlarla e iba dirigida a cualquiera a quien le hubiese cogido manía, podía ser algún día la causa de su derrocamiento.
Hasta ese momento, Michael había logrado contener los daños, pero cada día resultaba más difícil convencer a las partes implicadas. Danny Boy había eliminado a un poli y eso era algo que no pasarían por alto con facilidad, ni tan siquiera los polis corruptos con los que tenían que bregar a diario. Resultaba imposible tener una empresa de esa magnitud sin la aprobación oculta de las agencias gubernamentales. Todo el mundo necesitaba dinero y eso era precisamente lo que a ellos les sobraba. Desde que habían empezado a trabajar en España ganaban más que una empresa multinacional y vivían bien, aunque no tanto como hubiesen podido. No había necesidad de hacer público su éxito, ni de llamar la atención de Hacienda. Algún día vivirían como reyes y disfrutarían de lo acumulado, pero eso lo tenía planeado para el futuro, cuando ya estuviesen muy lejos de allí y nadie les pudiera hacer el más mínimo daño.
Por desgracia, muchos de los polis que tenían a sueldo tenían la desagradable costumbre de alardear demasiado de lo que ganaban, razón que provocaba que los más pobres y menos extravagantes investigasen sus ganancias. Su ostentosa forma de vivir les causaba muchos problemas y, de vez en cuando, necesitaban que alguien se lo recordase. Un Rolex o un nuevo Mercedes no encajaba en el aparcamiento de una comisaría de policía y, a menos que alguien de su familia hubiese fallecido y le hubiera dejado una fortuna, no había forma de explicar tal cosa. Eso llamaba la atención de todo el mundo y no resultaba beneficioso para los negocios. Por qué no se lo montaban más discretamente era algo que no alcanzaba a comprender. Era como si no pudiesen esperar hasta mejor momento para enseñarles a sus colegas sus posesiones. Colegas que podían ponerlos a buen recaudo por un tiempo. La verdad es que no era muy inteligente de su parte, pero tenían sus manías y, precisamente por ellas, se dejaban sobornar. Michael también comprendía que unas cuantas libras de más alterasen la vida de una persona que jamás se había visto en posesión de tanto dinero. Era normal, además de algo que tenía muy en cuenta antes de reclutar a nadie. El dinero, una bonita suma de dinero, era lo que los llevaba a la perdición y solía ser también la causa de su repentina muerte. Parecía que les quemara los bolsillos y, si no se controlabany empezaban a despilfarrar, había que meterlos en cintura. Esa repentina riqueza era lo que los convertía en personas ambiciosas, y había observado en muchas ocasiones lo rápido que se gastaban su primera paga y lo muy rápido que volvían a por más. Y lo mucho que estaban dispuestos a hacer con tal de ganarse un par de los grandes. Michael prefería a los jugadores porque jamás tenían el dinero suficiente tiempo como para ir alardeando y, si ganaban, lo apostaban de nuevo a un caballo, a un galgo o en una partida de cartas. Aun así, se estaba convirtiendo en un verdadero problema mantenerlos a todos a raya.
Ésa era otra de las razones por las que le había pedido a Arnold que se encontrase con él allí; pensaba tener una entrevista con alguien que les iba a ser muy útil en el futuro, pero que necesitaba de una seria advertencia antes de que los metiera a todos, él incluido, en un problema.
Justo en ese momento, el detective Jeremy Marsh entró en el pub. Era un hombre alto, delgado, con el rostro afilado, los dientes amarillos y un semblante que no inspiraba la menor confianza. Tenía el aspecto de un chulo de putas en su día libre. Desde su pelo cardado hasta su anillo decían lo que era: un jodido capullo, un completo idiota. Llevaba un traje tan caro como llamativo, quizá no muy adecuado, pues era dos tallas mayor de la apropiada. Michael dedujo que eso se debía a la adicción a la cocaína que había adquirido en los últimos seis meses. Tenía los ojos vidriosos de los cocainómanos, pero no de esos que toman la droga para romper con su rutina diaria o para mantenerse despierto, sino para ponerse hasta el cogote de ella.
Michael suspiró al ver los síntomas de un paranoico, al ver todos los indicios que advertían de que ese hombre ya no estaba dispuesto a recibir consejos amistosos de nadie. Se dio cuenta de que tenía delante un hombre con los días contados. Dejándose caer en una silla frente a ellos, Jeremy Marsh sonrió de oreja a oreja, abriendo completamente la boca, lo cual no resultaba agradable. Su mirada desorbitada y el sudor que le impregnaba la cara provocaba el rechazo de cualquiera. Se veía que estaba completamente colocado. Parecía brincar en el asiento y sus movimientos era tan compulsivos que apenas lograba encender un cigarrillo. Pidió una copa. La mano que sostenía el encendedor señalaba a la multitud mientras intentaba en vano encender el cigarrillo que le colgaba en la boca.
Inclinándose hacia delante, Michael, susurrándole, le dijo:
– Por si no te has dado cuenta, esto es un pub. Aquí no hay servicio de mesas.
Arnold contemplaba la escena con interés, tal como se esperaba de él. Michael lo había hecho venir para que presenciara el espectáculo y no estaba dispuesto a perder detalle. Que ese hombre estaba colgado y que era un poli resultaba más que evidente, era algo que se olía a distancia, desde su forma de peinarse hasta la suela de sus zapatos. Era obvio que pertenecía a los corruptos y que lo habían hecho venir para darle malas noticias.
El lenguaje corporal de Michael no invitaba a una charla amistosa. Estaba encogido, dispuesto a abalanzarse en cualquier momento, pero el hombre estaba tan colocado que ni siquiera se había percatado de ello. Arnold se levantó y dijo:
– Traeré algo de beber. ¿Qué tomas?
Marsh lo miró como si acabara de darse cuenta de su presencia, lo cual, realmente, era la verdad.
– Un Remmy doble.
Jeremy por fin había logrado encender el cigarrillo, algo que lo alegró enormemente. Lo tenía levantado a la altura de la cara de Michael, señalándolo como si acabase de descubrir la teoría de la relatividad de Einstein en la parte trasera de una caja de cerillas.
– Veo que te has buscado un mono para que te haga los recados. Nosotros también tenemos algunos. Me alegra ver que eres un empresario que cree en la igualdad de oportunidades. Todo el mundo necesita carne de cañón, ¿verdad que sí?
Mientras hablaba, Marsh se quitaba del traje pelusilla imaginaria. Los dedos que sostenían el cigarrillo estaban amarillentos y quemados y, además, los movía exageradamente, como los adictos.
– Ése al que tú llamas mono es el cuñado de Danny Cadogan, además de uno de mis mejores colegas. No sé lo que andas esnifando, pero espero que lleve algo de calmante porque algún día alguien te romperá la boca.
Jeremy Marsh empezó a sentirse más sobrio. Su cerebro había comprendido que acababa de insultar a sus anfitriones, lo cual no era lo más recomendable. Ahora se arrepentía de haberse pasado la noche entera despierto y esnifando. La arrogancia que suscitaba la cocaína se estaba transformando en miedo. Todo lo que le rodeaba parecía resaltar, desde el ruido que hacía la gente al hablar hasta los colores de las máquinas tragaperras. Eso también afectaba a su estado emocional. De pronto empezó a sentirse cohibido, asustado.
Arnold regresó con las bebidas y, al poner el brandy de Marsh encima de la mesa, se sorprendió cuando el policía se lo agradeció humildemente. Se le habían bajado los humos y parecía hundido. A Arnold no le pareció normal que se bebiera la copa de dos tragos. Arnold distinguía a un cocainómano a distancia, pues había vivido entre ellos toda su vida. Delante tenía a uno de enormes dimensiones. Tenía los nervios de punta y algo había cambiado desde el momento en que entró en el pub, se sentó, intentó encender un cigarrillo y se tomó la copa. Fuese lo que fuese, había provocado el efecto deseado. Ahora era una sombra del hombre que había entrado y Michael parecía estar a punto de cometer un asesinato.
Arnold se iba a sentar y le llamó la atención que Michael le dijera con toda seriedad:
– Lleva a este mono hasta el coche.
Luego se levantó y salió del pub sin mirar atrás.
Danny Boy se sentía molesto y, mientras esperaba pacientemente a que sus invitados se presentasen en el desguace, trató de desentrañar el último misterio de su vida. La reacción de sus hijas lo había afectado, especialmente la de la más pequeña, Lainey. Se había dado cuenta de que la lealtad que había tratado de inculcarles se había puesto en su contra, pues consideraban a su madre una opción más viable que la que podía ofrecerles él.
Fuese lo que fuese Mary, y no había duda de que era una borracha, una puta y un grano en el culo, no había duda de que sus hijas la adoraban. A él, en realidad, le agradaba que no quisieran quedarse en casa de Michelle, pues era una persona problemática, demasiado emocional para su gusto. Ciertamente, ya era agua pasada, pues tenía la barriga caída y esas estrías que siempre hacían que él terminase por olvidarse de ellas y de sus hijos. Él le daría dinero para el niño, pues era su deber, pero, quitando eso, ya sólo era un vago recuerdo en su memoria.
A él le gustaban las jovencitas, siempre había sido así, pero jamás se enamoraba de ellas, salvo las primeras semanas. Sin embargo, una vez que las poseía, perdía el interés por ellas. La única que de verdad le importaba era Mary Miles y se debía a que, en lo más hondo de su corazón, sabía que lo odiaba. Lo odiaba tanto como lo amaba. Lo quería porque era el padre de sus hijas, de esas hijas que él le había arrancado de su cuerpo a fuerza de violencia e intimidaciones, de esas hijas que él adoraba y veneraba. Resultaba curioso que esas dos hijas suscitaran en él un sentimiento tan profundo, y no sólo porque quisiera llegar a importarles más que su madre, aunque admitía que eso tenía mucho que ver, sino también porque las veía como una prolongación de sí mismo. Pequeñas Danny Boys que algún día serían mujeres y engendrarían hijos que llevarían su sangre. Al igual que Matusalén, su sangre pasaría de generación en generación, quizá durante novecientos años, lo cual le daba a uno mucho que pensar.
Dios siempre hace lo que debe. Danny sabía que cuando él creaba una dinastía, necesitaba de una línea sanguínea sólida y fuerte, algo que sin duda él tenía, aunque de los dos, la de Mary era la más poderosa. Para empezar, tenía que bregar con él y todo lo que eso implicaba. Además, era lo bastante honesto para admitir que ninguna de las mujeres con las que trataba a diario estaba a su altura, pues ella tenía algo de lo que carecían todas las demás: la fuerza necesaria para soportar a un hombre de su talla. Por muy borracha que fuese, aún estaba allí, a su lado, y esa lealtad era lo que impedía que acabase con ella, aunque lo deseara.
Mary tenía que aguantar mucho más de lo que creía la gente y, sin embargo, seguía teniendo una bonita figura, sabía vestirse y, lo más importante, sabía cuándo tenía que mantenerse al margen de los asuntos. El había visto en varias ocasiones su forma de reaccionar cuando se topaba con alguno de sus antiguos amantes. Ni siquiera los miraba, se comportaba como si fuese demasiado buena para ellos, como si tuviera tanto orgullo que no se daba ni cuenta de su presencia. No había duda de que sus hijas habían salido a la madre. Danny sintió una oleada de nostalgia y recordó a su Mary cuando se la arrancó, como si de una flor se tratase, al hombre que la hacía tan desgraciada pero con el que parecía decidida a casarse. Había optado por el dinero en lugar del amor, pero ¿quién la podía culpar por ello? Los hombres de su mundo encontraban el amor a la vuelta de la esquina y se libraban de sus esposas sin pensárselo dos veces, mujeres que habrían estado a su lado pasara lo que pasara. Formaba parte de la naturaleza y las mujeres se daban cuenta de cuándo habían sido reemplazadas. Era entonces cuando se convertían en madres y esposas ejemplares. Además, no venían nada mal, sobre todo si sabían cómo funcionaba el sistema legal. ¿Quién iba a querer una esposa tan tonta como para dejar que la pasma entrara sin poner resistencia?
Por lo que fuera, Mary había significado para él más que ninguna otra mujer. No importaba lo que le dijese o hiciese, ella se lo guardaba para sí misma. Ni siquiera su hermano, su mejor amigo, tenía la más remota idea de lo que se cocía en su casa. El la trataba como una escoria, pero aun así dejaba que se metiera en su cama. En muchos aspectos, era un hombre afortunado y él lo sabía mejor que nadie, aunque a veces necesitara un acontecimiento como ése para darse cuenta de la suerte que tenía.
Danny vio que se aproximaban las luces de un coche y se levantó expectante. Oyó que los perros ladraban y que el guardia acudía para atarlos con el fin de que sus invitados pudiesen entrar sin ser devorados.
Un suave golpe en la puerta le dibujó una sonrisa en la cara. Le gustaba la gente de buenos modales, siempre había sabido apreciar esa decencia que últimamente parecía estar perdiéndose. Abrió la puerta y, alegremente, respondió:
– Pasa, muchacho, y ponte cómodo.
Danny le hizo un gesto para que tomase asiento.
Donald Hart entró en la habitación con suma inquietud y vestido con su mejor traje. Resultaba evidente, no sólo por lo nuevo que estaba, sino por lo incómodo que parecía embutido en él. Aun así, se había esforzado y Danny le agradeció el gesto porque denotaba respeto, no sólo por él, sino por el muchacho en cuestión; una cualidad que Danny Boy sabía que le haría abrirse camino. Después de todo, estaba allí por haberse hecho valer, por haberle dado una buena tunda a Jonjo. A Danny no le podía haber causado mejor impresión si le hubiese traído la cabeza de un poli de la Brigada Criminal servida en una bandeja.
– ¿Todo va bien, Donald?
El muchacho asintió nerviosamente.
A Danny Boy le gustaba su aspecto. Ya le había demostrado que los tenía muy bien puestos y, por lo que se había enterado ese mismo día, el muchacho gozaba de una buena reputación. Al parecer, era de fiar y muy astuto. Además, tenía una retahíla de hermanos a los que cuidar. Su padre, un jamaicano, había desaparecido del mapa dejándolo al cuidado de tres hermanos que dependían de él para comer, además de su madre, una mujer de buen ver que, gracias a su hijo, se encontraba en una buena situación. Tenía una pequeña empresa que dirigía desde su casa y el muchacho le había proporcionado el dinero para ponerla en marcha, una empresa de limpieza que contrataba a muchas mujeres que necesitaban trabajo. También la ayudaba a pagar la hipoteca y las facturas. Su madre era muy conocida por su generosidad con la gente a la que la suerte no le sonreía y con aquellos que necesitaban un lugar seguro durante unos cuantos días. Tampoco se mostraba contraria a dar su dirección para que alguien lograse la libertad bajo fianza. Era una mujer muy versátil que le había transmitido su sabiduría a su hijo.
Danny Boy estaba más que impresionado con el muchacho y su decisión de abrirse camino en la vida. De alguna manera, era como si se viese a sí mismo. De hecho, ahora consideraba la humillación de su hermano como un regalo del destino, ya que le había hecho conocer a Donald. Pensaba ayudar a ese muchacho en todo lo que pudiese. Como decía la Biblia, «el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra».
Pues bien, el muchacho había pecado, ya que le había dado una tunda a su hermano. En su mundo, ése era un pecado mortal, un pecado muy grave. Sin embargo, él no tenía la menor intención de arrojarle ninguna piedra, sino todo lo contrario, lo iba a recompensar por tener tantas agallas. Comprendía los principios del muchacho y, hasta cierto punto, admiraba el modo en que había resuelto la situación. Cualquier otro se hubiese achantado, habría pensado en él, en Danny Boy, y no en su autoestima. El era un pecador reconocido, al igual que ese joven, y, cuando le enseñase todo lo que tenía que enseñarle, el chico sería un pecador de enormes proporciones.
Que sea la pasma la que tire la primera piedra si quiere, que Danny Boy, como siempre, estará dispuesto a tratar con ellos. Él contaba con una cualidad que muy pocos tenían, y era su habilidad para reconocer en quién podía confiar y en quién no. Y él confiaba en ese muchacho y pensaba cubrirlo de gloria porque sabía que le sería recompensado con creces.
Marsh llevaba un buen rato sin decir una palabra y Arnold empezaba a impacientarse.
– Dale un codazo, no vaya a ser que se haya muerto de una sobredosis.
La voz de Michael sonaba a mofa, ya que sabía que los cocainómanos podían pasar de un estado muy alterado a una situación de completo retraimiento.
– ¿Se encuentra bien, Michael?
– Por supuesto que sí. Lo único que le pasa es que está cagado de miedo. Sabe que se ha pasado de la raya y ahora teme el castigo.
Al contrario que Arnold, que estaba verdaderamente preocupado por su víctima, Michael interpretaba su papel.
Michael conocía por experiencia el poder de una amenaza. El miedo a que algo pudiera suceder era aún peor que un ataque personal, aunque a Marsh también le daría de esa medicina, ya que una amenaza no tenía ningún sentido si luego no se llevaba a cabo.
Michael estaba de acuerdo con Danny Boy en que las leyes no eran eficientes porque jamás se llegaban a cumplir en su totalidad. A menos que el delito implicase dinero o propiedad, el sistema judicial consideraba oportuno poner a la gente en libertad. Resultaba irrisorio permitir que los rateros y la gente de esa calaña estuvieran libres. Por eso, la gente joven ya no tenía límites ni pautas. El hecho de que fuesen jóvenes ya era más que suficiente para que saliesen con bien de cualquier delito, hasta del asesinato. Asesinatos sin razón ninguna, asesinatos de completos extraños por unas cuantas libras y un rifle en la nevera de la víctima antes de regresar a casa con papá y mamá. Resultaba ultrajante ver cómo esa gente se las apañaba para salir libre de cualquier asunto. Si le guardaban rencor a alguien era por una buena razón, y la persona en cuestión conocía de sobra el posible resultado de sus fechorías. Robar a una ancianita, aterrorizarla, arrebatarle su pensión, se consideraba un delito menor y se conseguía la libertad condicional. Sin embargo, si robabas una caja de ahorros, podías estar seguro de que no verías la luz del día al menos en doce años. No era justo, y hasta el público en general estaba llegando a considerarlo desde ese punto de vista. Un ratero apenas cumplía condena, a menos que asaltase la casa de un lord o alguien importante. Lo mismo les sucedía a los timadores que se aprovechaban de los ancianos. Eran chulos que debían ser encerrados y apartados de la sociedad, personas que, por sus propias acciones y por su completo y total menosprecio por los más débiles, habían perdido el derecho a deambular por las calles.
Pues bien, allí estaban ellos con uno de los llamados pilares de la sociedad, un poli cuya obsesión por el juego sólo era superada por su adicción a la cocaína. Un hombre que les había sido presentado por su jefe, otro poli corrupto que sólo se salvaba porque estaba de acuerdo con ellos en que la ley parecía favorecer a los peleles de la sociedad. Ese hombre era el responsable de proteger y cuidar a las personas honestas de la sociedad, personas a las que ni Michael ni sus colegas tenían el más mínimo interés en robar, si acaso todo lo contrario, pues serían los primeros en denunciar semejante ocurrencia. Sin embargo, los que eran considerados como la escoria de la sociedad eran ellos, no ese hombre ni los empleados de la compañía del gas que trucaban los contadores para robarle a la empresa. Los polis corruptos siempre lo ponían de mala leche, especialmente cuando se pasaban de la raya, cuando se creían más útiles de lo que eran en realidad, como el caso del que tenía delante, que era sumamente estúpido, bebía más de la cuenta y creía estar fuera de su jurisdicción. ¿Por qué los policías siempre creían controlar la situación, cuando aceptaban dinero suyo todas las semanas, y sólo por eso tenían que renunciar a cualquier recompensa que pudieran recibir por ser polis honestos? Eran unos rastreros que se sentían felices traicionando a las personas que trabajaban con ellos y a las personas a las que se suponía que debían proteger.
Michael se metió en una calleja bastante sucia y condujo bajo la luz de la luna. Arnold miró a su alrededor, interesado.
– ¿Dónde estamos?
Michael continuó por un pequeño sendero y aparcó el coche bajo un enorme roble.
– Estamos en una propiedad en la que ha invertido Danny Boy. Está completamente vacía, así que no importa el ruido que hagamos.
Se dio la vuelta para mirar a Marsh y le dijo:
– Puedes gritar todo lo que se te antoje, que nadie te va a oír.
Jeremy estaba terriblemente asustado, como Michael deseaba. Lo obligó a salir del coche y lo guió por los oscuros garajes de detrás de la casa. Ya dentro, encendió una luz y le indicó a Arnold que se dirigiese a un banco de trabajo y esperase hasta que él le diera instrucciones. Arnold obedeció, aunque se sentía nervioso; darle un aviso a un poli era una cosa, pero quitarlo de en medio era algo muy distinto. Al igual que Marsh, miraba con desconfianza las herramientas y los instrumentos colocados ordenadamente encima del banco. Había desde destornilladores hasta alicates, herramientas que podían causar mucho daño.
Michael sonrió. Luego, arrastrando una silla de cocina y sentándose en ella, dijo tranquilamente:
– Me pones de mala uva y tú lo sabes, ¿verdad que sí?
Jeremy asintió con la cabeza. Tenía los ojos saltones a causa del miedo y la falta de descanso.
– La gente no deja de hablar de ti y de tu nueva forma de vida. Gente muy mala pregunta de dónde sacas el dinero y eso es algo que no puedo permitir. Te has convertido en lo que se llama una carga, en un albatros que merodea por encima de lo que es mío. He recibido dos llamadas de tus colegas advirtiéndome de que llamas demasiado la atención, así que dime, ¿qué tienes que decir en tu defensa?
Jeremy estaba tan asustado que se había quedado mudo. El sudor le corría por la frente y le provocaba escozor en los ojos. Tenía la ropa empapada y pegada al cuerpo y el hedor a transpiración impregnaba el ambiente a pesar del intenso olor a polvo y gasolina que reinaba en el garaje. Parecía el protagonista de una película de miedo al ver al asesino acercarse con una sierra mecánica.
– Escucha, Mike. Sé a qué te refieres y te prometo que no volverá a suceder. Ya sabes que puedo seros muy útil a Danny Boy y a ti. De hecho, ya lo he sido. Danny y yo tenemos un acuerdo y, si no me crees, pregúntale a él. Pregúntale y te dirá lo que he hecho por él.
Michael y Arnold observaban al hombre con una fascinación mórbida; tartamudeaba de miedo. Sin embargo, parecía estar en posesión de algo que lo sacaría del apuro en que estaba metido.
– ¿Y qué coño has hecho que sea tan importante? -preguntó Arnold, que, para dar más énfasis a su pregunta, le propinó un puñetazo en la cabeza.
Observó con satisfacción que Marsh daba un respingo y hundía la cabeza entre los hombros cuando el puño se estrelló contra su cara. La oreja se le abrió y el pellejo se le quedó colgando; la sangre que brotaba empezó a empaparle la ropa. Se había echado a llorar y las lágrimas le corrían por las mejillas y se mezclaban con los mocos que le salían de la nariz. Estaba acabado y ellos lo sabían.
– Venga, dilo. ¿Por qué te consideras tan especial para Danny Boy?
Jeremy se dio cuenta de que estaba en un lío más grande de lo que había imaginado. Sabía que si quería salir de allí con vida, tendría que encontrar algo que le sirviera como moneda de cambio. Sólo contaba con eso y no comprendía por qué Michael actuaba como si no lo supiera, como si lo que él había hecho no tuviese el más mínimo valor.
– ¿Acaso no lo sabes, Michael?
La cuestión quedó en el aire y, por un momento, pensó que quizá fuese cierto que Michael no sabía nada al respecto. De ser así, contaba con una baza a su favor, una baza realmente importante. Irguiéndose, Marsh respondió con tono bravucón:
– Yo he reemplazado a David Grey. Soy el intermediario de Danny Boy.
Capítulo 30
Danny Boy se despertó en su casa; lo sabía por el olor, ya que siempre olía a perfume y lejía. Cuando abrió los ojos, notó el cuerpo delgado de su mujer pegado al suyo en aquella enorme cama. Él le había pasado el brazo por encima del hombro y supo que aún la conservaba porque no podía escapar de él. Que ya estaba despierta era obvio, pues jamás dormía cuando estaba a su lado, lo que le entristeció. La noche anterior le había hecho el amor, la había poseído y había tratado de disfrutar de ella todo lo posible. Su sumisión lo estimulaba. Disfrutaba de su completa obediencia, pues convertía el acto amoroso en algo sumamente excitante. Danny se comportaba como un director de orquesta que le indicaba todo lo que tenía que hacer en cada momento. Ella decía lo que él quería escuchar y fingía que se lo estaba pasando en grande. Abrazándola estrechamente, la besó en la nuca y le dijo amablemente:
– ¿Por qué no me preparas un té y algo de comer?
Su voz sonaba tan afable que Mary olvidó por un instante lo peligroso que era; aun así, agradeció la ternura que le mostraba. Se levantó de la cama y se puso la bata mientras él se sentaba y la observaba. Echándose de nuevo sobre las almohadas y supervisando su entorno como si fuese un toro, decidió mostrarse agradable, decidió olvidarse de sus defectos y pasar el día apaciblemente. Últimamente, Mary se había portado debidamente y él se había librado de otra de sus mujeres porque había sentido la necesidad de recuperar su vida matrimonial. Siempre se comportaba de la misma forma y Mary ya lo sabía más que de sobra. Regresaba a casa durante un tiempo, les hacía sentir a todos que eran una familia, pero luego volvía a sentir la necesidad de desaparecer durante semanas, a veces meses. Siempre la dejaba preguntándose cuándo volvería, aunque sólo fuera para cambiarse de ropa o darse una ducha y, lo más importante, cómo vendría y en qué estado cuando regresara al seno de la familia.
Mary respiró aliviada por su afabilidad, por su decisión de comportarse amablemente con ellas. Mientras se arreglaba el pelo, notó que la observaba, y sabía que esos detalles nimios, o que se le cayeran las lágrimas, a veces le provocaban arrebatos de cólera. Mary jamás sabía cómo reaccionaría y empezó a sentir que la tensión se apoderaba de su estómago. Mientras observaba cómo se arreglaba su pelo espeso, las niñas entraron en la habitación y, al verlo allí, recostado contra las almohadas y con una sonrisa en la cara, se detuvieron en seco. Un segundo después, Leona, siempre la líder, corrió a sus brazos, seguida de Lainey.
– Papá, ¿qué haces aquí?
La vocecita de Leona y su sincera pregunta hicieron que su madre se encogiera de hombros y rechinara los dientes de miedo. Danny Boy, sin embargo, estaba de buen humor aquella soleada mañana, como solía suceder de vez en cuando y, alegremente, respondió:
– Quería ver a mis niñas. Os echaba de menos.
Leona puso los ojos en blanco haciendo un gesto de exasperación que lo hizo reír aún más.
Carole estaba preocupada por su marido. Como de costumbre, había llegado tarde la noche anterior y se había quedado en el salón, sentado y con las luces apagadas. Lo había oído entrar, pues jamás lograba relajarse del todo hasta que no llegaba. Al ver que no se metía en la cama, se levantó y fue en su busca. Quería saber por qué no se había acostado con ella y por qué no había ido a ver a los niños. Él siempre iba a ver a los niños antes de acostarse y siempre regresaba a casa para estar a su lado. Carole no era ninguna estúpida y sabía perfectamente la vida que llevaba, pero también sabía que era una mujer afortunada porque él no era un oportunista, ni necesitaba dárselas de nada llevando a una jovencita colgada del brazo como le sucedía a Danny Boy. Michael era un hombre felizmente casado que disfrutaba de su familia. Precisamente por eso, su forma de comportarse la tenía asustada y preocupada. Se le veía preocupado por algo y Carole deseaba saber por qué. Su mayor temor era que lo pudieran arrestar. Sabía que era una posibilidad, aunque remota, considerando lo poderoso que era. Sin embargo, por esa misma razón, podía suceder, ya que en su vida no había nada definitivo, y si la pasma quería ir a por ellos, no dudaría en hacerlo. Por esa misma razón, además, necesitaban de vez en cuando bajarle los humos a alguien. Los negocios de su marido no eran precisamente legítimos y Carole sabía lo que eso implicaba. Al contrario que él, pensaba que por mucho poder y dinero que tuviesen, siempre había una posibilidad de que todo eso se acabase y fuesen encarcelados. Bastaba con que una persona empezase a mover las piezas. «Una larga condena hace hablar al más pintado», le había dicho Michael hacía muchos años; una frase que se le quedó grabada para siempre.
Su extraña conducta la había llevado a preguntarse qué le había sucedido en las últimas veinticuatro horas y por qué se comportaba de esa forma tan extraña.
Puso la tetera encima de la mesa y, sentándose enfrente de su marido, preguntó:
– Por favor, Michael, dime qué pasa.
– No puedo, cariño. No me atrevo a hacerlo.
La miró durante un rato, observando la gruesa bata que no ocultaba los michelines de su barriga, su rostro sincero, sus enormes ojos azules, ahora manchados de rímel por haberse despertado a media noche. Estaba despeinada y, como siempre, le hacía falta ir a la peluquería; sus manos temblaban por la preocupación. Michael deseaba confiar en ella como había hecho siempre, pero aquello era demasiado importante como para decírselo a nadie. Ni siquiera a su esposa Carole. Si alguien se enteraba, las consecuencias serían nefastas incluso para las generaciones venideras. Ya nadie sabría en quién confiar y eso provocaría muchas amenazas y represalias, tanto verbales como físicas. La suposición era tan peligrosa y arriesgada que dejaría a todos los involucrados en una situación sumamente precaria, ya que tanto sus negocios recientes en España como sus actividades diarias, se verían en peligro.
A Michael aún le costaba creer semejante cosa, a pesar de saber que era cierto. Hacía mucho que era consciente de que algo no encajaba, de que siempre eliminaban a sus enemigos en el momento más oportuno. Que Danny Boy se hubiera dejado llevar por uno de sus arrebatos y acabase con un enemigo, fuese real o imaginario, era lo que había impedido que se descubriese su secreto. A nadie en su sano juicio se le hubiera ocurrido acusar a Danny Boy de estar compinchado con la pasma. Para Michael, resultaba inconcebible acusar de tal cosa a Danny.
No obstante, en lo más hondo de su corazón, siempre había pensado que había algo sumamente sospechoso. Todas las personas con las que habían tenido el más mínimo roce habían desaparecido en el momento más conveniente. Todas habían sido arrestadas y puestas a buen recaudo mientras ellos se apoderaban de sus lucrativos negocios. Y no sólo eso; además se quedaban con todos sus empleados, quienes los consideraban sus salvadores.
Que Louie fuese el instigador de todo eso no le sorprendía lo más mínimo. Danny Boy le había mencionado hace muchos años que tenía acuerdos con la policía y, conociéndolo como lo conocía, sabía que era probable que lo hubiese considerado una vía de escape, una opción fácil. Siempre y cuando nadie sospechase que había sido él, claro.
El asunto era tan grave que Michael no sabía qué hacer al respecto. Afectaba a todo. Tal como había dicho Arnold, si se convertía en un asunto público, nadie estaría a salvo. Nadie confiaría en nadie nunca más. Temblarían los cimientos de su propia vida.
Danny jamás le había dado la más mínima muestra de no ser una persona auténtica y genuina. La verdad es que jamás había tenido motivos para pensar lo contrario. Aun así, sabía que en su interior siempre había habido una sombra de duda, pues tenía un don especial para librarse de los asesinatos. Por mucho poder y dinero que tuviera, nadie tenía tanta suerte.
Cuando Arnold le había hablado del asunto, tiempo atrás, no había querido escucharlo y había desechado la idea. Sabía que si llegaba a sus oídos, alguien lo lamentaría, y no quería ser esa persona. El quería a Danny Boy como a un hermano, a decir verdad, más que a cualquiera de su familia. Su hermana no significaba nada en comparación con Danny; por eso, enterarse de semejante cosa lo había dejado consternado.
Todo lo que habían conseguido en esos años, todas sus empresas y todo el poder que habían logrado se había construido sobre arenas movedizas y, por tanto, podía hundirse a causa de la traición de Danny. Ahora estaban de todo menos seguros. Si la pasma lo sabía, y tenía que saberlo, todos ellos estaban en peligro, en peligro de perder su nivel de vida y su jodida y anhelada libertad.
Michael ya estaba calculando qué dinero era accesible, qué dinero tenía por su cuenta y qué dinero era mejor no tocar. Era lógico pensar que la pasma estuviese al tanto de sus cuentas. Michael no sabía nada con certeza, pero comprendía que debía actuar con prudencia y suma cautela si quería salir ileso y con algo de dinero en el bolsillo. Sólo había una forma de salir de ese aprieto, tal como había dicho Arnold esa misma noche, sólo una que garantizase que no les ocurriría nada, pero no quería ni atreverse a pensar en ello.
– Tómate el té, Michael -dijo Carole.
Michael no le respondió y ella se dio cuenta de que ni siquiera la había oído.
Annie ya se había levantado y vestido, y tenía buen aspecto. Sabía que estaba guapa. Se sentía bien. La radio estaba puesta a todo volumen y la casa estaba limpia, aunque desordenada, como de costumbre. Los niños estaban preparados para ir a la escuela y ya se habían tomado el desayuno con la voracidad y rapidez de siempre. Annie era de las que preparan el desayuno con cereales. Creía que, en cuanto un niño era capaz de servirse sus propios cereales, eso era lo que debía tomar. Los niños se habían adaptado con facilidad a esa costumbre y así la dejaban tomarse su café y fumarse sus cigarrillos en relativa paz. No le importaba en absoluto preparar la cena, pero el desayuno se servía demasiado temprano para que ella pudiese ocuparse de tales menesteres. Siempre les decía a sus hijos que no era una persona de espíritu matinal. Ellos la querían mucho y no les costó trabajo asimilarlo. De hecho, les gustaba que los dejasen a sus anchas. Podían desayunar lo que se les antojase y su madre les compraba toda clase de cereales y pasteles, por lo que todos salían ganando.
Arnold estaba sentado en la mesa de la cocina cuando bajaron las escaleras, pero nadie se sorprendió porque solía llegar a casa justo en el momento en que ellos se iban a la escuela. Era una de sus normas y, por tanto, no era de extrañar.
Arnold miró a su familia y escuchó sus bromas y sus juegos. Sabía que su esposa, su encantadora esposa, se iba a sentir muy desolada en un futuro muy cercano. A él no le importaba lo que dijese Michael, sabía que algo había que hacer y cuanto antes mejor. Cuanto más tardaran en solucionarlo, más difícil sería. La cuestión estribaba en cómo hacerlo para no suscitar las sospechas de Danny Boy.
Danny Boy los borraría a los dos del mapa si llegaba a saber que se habían enterado; acabaría con ellos sin pensárselo y luego continuaría con sus negocios como si nada hubiese sucedido. Ahí estribaba la diferencia, tal como había dicho Michael Miles la noche anterior. A Danny Boy no le preocupaba en absoluto nada ni nadie; algo que se demostraba en el trato que daba a su mujer y a sus hijas.
La lealtad de Michael se había tambaleado porque Danny Boy no jugaba según las reglas, como todo el mundo. A él le gustaba jugar a su manera y con todas las de ganar. Siempre creaba en la gente la ilusión de que podía contar con su lealtad, de que era su aliado. En realidad, no ofrecía nada a menos que obtuviese algo a cambio.
Danny Boy, para colmo, estaba casado con la hermana de Michael y sabía que si Mary se enteraba de lo que pensaban, se pondría del lado de Danny sin dudarlo. En ese aspecto era igual que él; siempre se ponía del lado del ganador. Al menos, eso era lo que Arnold siempre había pensado de ella. Con su perfecta casa, su aspecto impecable, Mary siempre le había parecido irreal, demasiado callada y altanera para su gusto. En lo que se refería a Michael Miles, ella se había convertido en la garantía de su hermano. Mientras estuviese con ella, Michael estaba más allá de toda sospecha, y lo sabía tan bien como Danny Boy.
Pues bien, Arnold no pensaba quedarse con los brazos cruzados y esperar a que ese mamón se chivase de él cuando ya no le fuese útil. Arnold se proponía ser el primero en golpear e iba a hacerlo de inmediato, pues era la única forma de librarse y solucionar el problema. Estaba casado con su hermana, pero eso le importaba un carajo. Danny Boy era como un cáncer que debía ser extirpado lo antes posible.
La noche anterior habían quemado sus naves. La confesión que le había hecho Grey ya resultaba penosa de por sí, pero lo que les había dicho Marsh resultaba increíble. Ahora, además, tenían el problema añadido de ocultar a ese hombre hasta decidir qué hacer. Era un desastre, una ruina, una completa ruina.
Jonjo tomaba su desayuno tranquila y concienzudamente, su madre le había servido más comida y se sentía agradecido por ello. Agradecido por su amabilidad y por su lealtad para con él. Su derrocamiento había sido rápido y espectacular y sabía que tendría que hacer muchos méritos para reparar el daño que había hecho con su arrogancia y su pereza. Su humillación pública estaba en boca de todos y, la verdad, se había ganado demasiados enemigos para que algunos no disfrutasen con ella. En cierto sentido, lo aceptaba, pues a su manera era una persona realista y sabía que no había hecho muchos amigos debido a su mala actitud y su arrogancia.
Ese, sin embargo, era el menor de sus problemas. Ahora lo que tenía que hacer era buscar la forma de ganarse de nuevo a su hermano y sólo podía conseguirlo tratando de hacer las cosas como era debido. Lo primero que intentaría era sacar adelante el club que le había dado: un antro en el que poner papel higiénico ya significaría una mejora. Las strippers eran demasiado viejas para su gusto y estaba decorado como los antiguos restaurantes indios; es decir, moquetas moradas, papel raído y la pintura cayéndose a pedazos. Una reliquia del pasado. Olía a colillas, a cerveza derramada y a desesperanza, y las personas que lo frecuentaban eran jugadores que vivían del subsidio y alardeaban de astucia cada vez que ganaban una apuesta a los caballos. Jonjo estaba decidido a cambiarlo todo; de hecho, tenía algunas ideas para atraer una clientela mejor, pero tendría que esperar hasta que Danny Boy volviese a dirigirle la palabra. El sabía más de lo que la gente pensaba y ahora se había dado cuenta de que saber no implicaba poder. De hecho, como en cierta ocasión le había dicho alguien, saber demasiado puede resultar peligroso.
– ¿Te encuentras bien, hijo?
Jonjo sonrió afablemente a su madre. La verdad era que se había portado muy bien con él últimamente y él hubiera deseado corresponderle. Siempre había permanecido a su lado, pasara lo que pasara, y en varias ocasiones le había dicho que iba por mal camino, pero él la había ignorado, y no sólo eso, la había agredido verbalmente. Ahora se daba cuenta de que era la única amiga que tenía, algo que le deprimía tanto como le agradaba. Deseaba haber aprovechado mejor el tiempo cuando tenía la oportunidad, pero ahora era demasiado tarde para lamentarse. Jonjo, por mucho que lo necesitara para ganarse el sustento, odiaba a Danny Boy por la forma en que le había humillado. Ahora tenía que conservar la calma, pensar bien las cosas y tratar de ganárselo de nuevo.
El padre David Mahoney, como siempre, se alegró de ver a Danny Boy en la iglesia. No llevaba mucho rato allí, pero él conocía la historia de aquel hombre y también sabía que, por mucho que dijesen de él, era un devoto católico. Solía verlo en la misa de las seis de la mañana, solo, susurrando sus rezos en una iglesia en la que era casi el único. Normalmente comulgaba y después se quedaba un rato arrodillado en el banco, rezando en voz baja, con el cuerpo entero en posición de completa sumisión a su Señor. Era una persona anómala, pues dejaba su reputación de hombre duro en la puerta de la iglesia y, una vez dentro, siempre hablaba con voz comedida y respetuosa, especialmente cuando le hacía preguntas sobre la Biblia o le pedía su opinión sobre algo que había leído en ella, como si quisiera comprender la ley de Dios.
A veces se encontraba con otro hombre después de misa y ambos intercambiaban unas palabras. El hombre no era un asiduo asistente a la iglesia, pero ambos parecían conocerse bastante bien. De hecho, a veces los dejaba utilizar la sacristía para que hablasen más íntimamente. Las donaciones de Danny Cadogan eran tan frecuentes y tan generosas que no le parecía oportuno oponerse a tan pequeño favor. Era como si alguien le pidiese utilizar el teléfono, algo que no se le puede negar a un amigo. Aun así, no quería comprometerse y, por eso, jamás se lo había mencionado a nadie.
Cuando Danny se sentó en el banco de delante y levantó los ojos para mirar la cruz del Señor, se sentó a su lado y, poniéndole la mano en el regazo, le dijo:
– Me alegra verte, Danny Boy. ¿Cómo estás? El acento irlandés del padre Mahoney daba una textura de terciopelo a su voz. Su pelo espeso y moreno estaba empezando a encanecer y sus ojos marrones inspiraban una profunda tristeza. Danny Boy sentía aprecio por él, pues lo veía tal como debe ser un sacerdote. Grande, fuerte y amable.
– Bien, padre. Sólo he pasado para rezar un poco. Usted ya sabe que me encanta este lugar, me encanta la paz que me proporciona.
El padre asintió y miró a su alrededor con orgullo.
– Comprendo lo que quieres decir. Yo siento lo mismo. Lo miró a los ojos y, al ver ese vacío que a veces percibía cuando hablaba con él, le preguntó con tristeza:
– ¿De verdad te encuentras bien? Me da la impresión de que estás preocupado.
Danny Boy se echó sobre el respaldo y, mirando de nuevo el crucifijo que estaba encima del altar, respondió con una sonrisa:
– Estoy bien, padre. No soy yo, son los demás. Se rieron juntos por sus palabras. Luego Danny preguntó:
– ¿No ha venido mi amigo esta mañana?
– No. Nadie ha venido desde la misa de las nueve. De hecho, más vale que yo también me vaya. Se supone que tengo que decir misa para los niños dentro de veinte minutos. Me encantan los niños. Siempre se sienten intimidados por el poder de Dios y creen en él ciegamente.
Danny sonrió, con el rostro y el cuerpo más relajado.
– Dios es bueno, padre. Yo lo sé mejor que nadie. El siempre ha escuchado mis plegarias y siempre ha cuidado de mí.
El padre Mahoney lo dejó a solas, satisfecho de que su fe se hubiera visto recompensada y preguntándose qué le tendría preparada su ama de llaves para desayunar.
Danny Boy lo observó marcharse y se preguntó dónde estaría su amigo, con el que se había citado a las diez y media. Tenía muchas cosas que hacer y no podía perder el tiempo.
Michael estaba en el desguace cuando oyó que Danny Boy aparcaba el coche. Era casi la hora de almorzar y no lo esperaba tan temprano. Puso los papeles que había estado revisando dentro de la caja y la cerró con premura. Sintió una nueva oleada de culpabilidad.
Cuando Danny cruzó el umbral, sonrió nerviosamente y le preguntó:
– ¿Dónde te has metido?
Danny Boy sonrió y, alegremente, respondió:
– ¿Y a ti qué te importa? ¿Acaso eres de la pasma?
Era una respuesta prefabricada que normalmente le hacía reír. En esta ocasión, sin embargo, no le hizo la menor gracia. Danny se quedó parado delante de él, su enorme tamaño recordándole lo peligroso que era. Con seriedad, le preguntó:
– ¿Quién ha estado toqueteando la puñetera caja? ¿Acaso te has peleado con Carole?
Michael se encogió de hombros. Su corpulencia parecía menor al lado de Danny Boy, a pesar de ser un hombre bastante grande. Al menos, más grande que la mayoría, y con un cuerpo más firme. Danny Boy había engordado en los últimos años debido a la buena vida y a sus excesos con la bebida y las drogas. Aun así, seguía intimidándolo, pues no tenía ni remotamente su fuerza, cosa que siempre había sabido. Ni su fuerza, ni su carácter violento, ni su capacidad para hacer daño sin ningún motivo. Danny era un psicópata y ambos eran conscientes de ello.
Danny ya se había olvidado del asunto y se dirigió al frigorífico para coger dos latas de cerveza. Le arrojó una a Michael y se sentó detrás del escritorio. Abrió la lata y le dio un buen trago. Luego, eructando sonoramente, dijo:
– Creo que Eli nos está tomando por gilipollas. Michael abrió la lata de cerveza y, sentándose en el brazo del sofá, le dio algunos sorbos. Estaba pensando en lo que le había dicho y ambos lo sabían. Luego, con tranquilidad y tras soltar un prolongado suspiro, dijo:
– Un momento, Danny. Eli es colega nuestro. Danny no le respondió y se limitó a mirarlo fijamente. Michael conocía los síntomas, pues había pasado por esa situación muchas veces. Danny Boy no le haría ningún caso hasta que no hiciera lo que se le había metido en la cabeza, hasta que Eli no fuese nada más que un recuerdo para todo el mundo, su familia y sus amigos incluidos.
Michael se había preguntado quién sería la siguiente víctima de la cólera de Danny Boy, pero jamás se le había ocurrido pensar en Eli. No sabía por qué, pues ciertamente era un buen candidato, ya que era joven, un capo y una persona que se estaba haciendo un lugar dentro de la comunidad. Danny Boy odiaba que le hiciesen sombra y odiaba a todo aquel que algún día pudiera suponer una amenaza para él. Sin embargo, Eli no era ningún pelele y no se dejaría avasallar sin pelear. Él respetaba a Danny Boy y a Michael, y no ocultaba su respeto. Era un diamante en bruto, un puñetero cabecilla, además de un ganador que se había forjado una buena reputación en la ciudad. De hecho, Eli era uno de los mejores colegas que tenían, aunque Danny prefiriera olvidarse de eso porque le convenía. Ahora diría que había oído cosas extrañas de él, que se había enterado de que era un chivato, ya que ésa era normalmente la excusa que daba. Desde siempre había quedado claro que a ese respecto Danny Boy sabía más que él.
Michael se echó sobre el respaldo y dejó la lata de Stella sobre el escritorio. Miró fijamente a Danny y le respondió:
– Esta vez no te lo voy a permitir, Danny Boy. Tratándose de Eli, no.
Danny Boy ni pestañeó. Permaneció sentado, tan callado como un lirón y con una sonrisa en sus sensuales labios.
Michael le devolvió la mirada lleno de rabia. Su completo desprecio por Danny Boy estaba a punto de estallar.
Danny sonrió débilmente.
– No te estaba pidiendo permiso, Michael, sólo te expongo un hecho. Eli nos está tomando el pelo y, si no te das cuenta, es porque eres tan gilipollas como él.
Michael, enfadado, negó con la cabeza. Danny Boy se quedó consternado por su vehemencia y Michael se dio cuenta de que parecía satisfecho con ello.
– No, Danny, no pienso permitirlo.
Michael señalaba con el dedo a su amigo y estaba a punto de gritarle.
– Eli es un buen tío y nos ha demostrado su lealtad en más de una ocasión. No pienso dejar que lo hagas, así que más vale que te saques esa idea de la cabeza.
Danny Boy estaba tan sorprendido por sus palabras que pasó varios minutos sin decir nada; el silencio los envolvió como una mortaja. Luego respondió:
– ¿Quién coño te has creído que eres, Michael? ¿Crees que lo hago para divertirme? He sabido de buenas fuentes que ha estado mofándose de nosotros a nuestras espaldas.
Michael se levantó y, haciendo un gesto como si la conversación le estuviese aburriendo, gritó:
– ¿Quién ha sido el que te ha dicho tal cosa? Dime un nombre, o mejor dicho, por qué no lo llamas y le dices que venga a contármelo a mí en persona.
Michael aplastó la lata de cerveza ruidosamente; la rabia le hacía jadear de desesperación.
– No hagas eso, Danny. Te lo estoy pidiendo como colega. No lo hagas y no te pongas en mi contra esta vez.
Jamás lo había visto tan decidido. Normalmente, Michael terminaba por ponerse de su lado, por eso Danny Boy no estaba seguro de cómo reaccionar ante esa nueva situación. Siempre había logrado convencer a Michael y siempre había sido el encargado de dirigir y acabar con esos pequeños contratiempos, como él mismo decía. Empezaba a considerar a Eli como una verdadera amenaza, como su enemigo, especialmente ahora que Michael se ponía de su parte y se pasaba al equipo contrario. Al fin y al cabo, Michael y él eran socios y debía ponerse de su lado, no pasarse al bando enemigo. Eli sólo era un maldito gilipollas que se ganaba la vida a costa suya y que lo único que pretendía era utilizarlos como trampolín para una vida más acomodada.
– Jamás hubiera imaginado que me dirías una cosa así, Michael. No comprendo por qué defiendes a un gilipollas como ése y te pones en mi contra. Yo soy tu socio y tu mejor amigo.
Reía, incrédulo.
Michael suspiró de nuevo. Su cuerpo parecía abrumado por la rabia.
– Si le haces algo a Eli, hemos acabado, Danny Boy. Hablo en serio.
Danny se levantó de la silla y Michael se quedó inmóvil, esperando el puñetazo que estaba seguro iba a propinarle. Danny, sin embargo, no levantó la mano, aunque vio que Michael apretaba los puños y comprendió que estaba dispuesto a pelear con él por aquel asunto si era necesario; eso fue lo que más lo asombró.
Danny Boy se pasó la mano por el espeso pelo con el semblante totalmente distorsionado. Jamás antes había tenido una discusión tan fuerte con Michael. Michael, normalmente, trataba de hablarle, de hacerle cambiar de opinión, de razonar con él. Danny siempre le había escuchado y respetaba lo que tenía que decir. Pero eso era un asunto de negocios y librarse de un rival no era asunto de Michael. Normalmente, le había dejado hacer, por eso ese estallido de violencia le había dejado de lo más consternado. No se lo esperaba y no sabía qué hacer al respecto.
– Michael, más te vale reconsiderar tus palabras porque no pienso echarme atrás. Eli y sus hermanos nos están tomando por gilipollas, así que piénsatelo dos veces antes de amenazar, ¿de acuerdo? Te juro que no voy a retroceder ni por ti ni por nadie, así que considéralos historia, colega.
Michael miró a su antiguo amigo; vio en sus ojos que estaba decidido. Luego, asintiendo afablemente, dijo:
– Entonces no tengo más que decir.
Cuando se dio la vuelta para marcharse, Danny le gritó furiosamente:
– ¿Dónde coño crees que vas?
Michael no le respondió. Salió del despacho y miró a su alrededor como si fuese la primera vez que veía ese panorama. De pronto se le reveló el aspecto deprimente de aquel lugar. Había heces de perro por todos lados, restos de coches oxidados que llevaban años en el mismo sitio, pilas de neumáticos que parecían crecer cada día. Luego vio el pálido rostro del dueño de los perros y se percató de que los había oído gritar, aunque no supiera por qué.
En todos los años de su vida, jamás se había opuesto tan francamente a los deseos de Danny Boy, pero ahora las cosas habían cambiado. Cuando subió al coche, vio que Danny Boy lo observaba desde la ventana con la ira en el rostro y la espalda encorvada de rabia. Por primera vez en su vida, Michael no se preocupó por lo que pudiera sentir y eso le produjo una enorme sensación de alivio, como si se hubiera quitado un peso de encima. Condujo hasta su casa lenta y cuidadosamente, pensando en todo lo acontecido en los últimos días. Tenía que ver a Arnold y resolver ese asunto lo antes posible. Tenían a Marsh en un lugar seguro, pero no podrían retenerlo allí por mucho tiempo, mucho menos ahora que había roto con Danny Boy. Tenía que preparar sus defensas lo antes posible porque Danny Boy era de los que primero atacan y luego, mucho después, hace preguntas, especialmente si descubría que lo habían pillado. Había llegado el momento de actuar, ya no había forma de retroceder.
Danny Boy era incapaz de asumir lo que había sucedido. Cuando vio que Michael salía del desguace, sintió una enorme aprensión y experimentó un terrible sentimiento de soledad y desamparo. Se sirvió un brandy doble, se lo bebió de dos tragos y, después de llenar la copa de nuevo, se sentó en su escritorio y recapacitó sobre lo sucedido esa mañana. Jamás en la vida había tenido una discusión tan acalorada con Michael. Danny sabía que siempre había tenido que convencerlo, presionarlo y hasta fanfarronear para que cambiase de opinión, pero siempre había tragado porque sabía que en realidad no había querido ofenderle. Michael Miles era la única persona a la que Danny estimaba de verdad, la única a la que quería. Sabía que hasta su esposa, Mary, se guardaba sus problemas por la amistad que existía entre ellos. Si Mary le hubiera contado lo que sucedía entre ellos dos, su relación se habría acabado hace mucho tiempo. Precisamente, esa aceptación y conformidad ante sus arrebatos de cólera era lo que le suscitaba tanto desprecio por ella en ciertos momentos. Mary guardaba silencio para que su hermano no corriese ningún peligro a manos de su amigo. De ese amigo que tanto lo apreciaba y que tanto la despreciaba a ella por su debilidad. Michael era la única persona a la que Danny realmente quería. Además, dependía de él, siempre lo había hecho. Y creía que a Michael le pasaba otro tanto. Que ahora Michael reaccionara de esa forma le resultaba tan increíble como preocupante. La verdad es que no sabía cómo resolver la situación. En raras ocasiones se veía contrariado por nadie y la desconsideración que había mostrado Michael por su opinión era algo que no había experimentado jamás. Ni su padre ni su madre se habían atrevido a llevarle la contraria y lo que él decía era lo que se llevaba a cabo, al menos con las personas con las que tenía que bregar a diario. Danny estaba convencido de que eso se debía a que siempre tenía razón, ya que lo hacía por el bien de todos.
Michael, sin embargo, se había puesto en su contra, le había dado un ultimátum. Además, hablaba en serio, y eso le preocupaba, pues Michael era una persona bastante drástica. Cuando se le metía algo entre ceja y ceja, no había forma de que se echase atrás, ni por él, ni por nadie.
Danny pensó que debería ir a verlo cuando los ánimos se calmasen y aceptar sus condiciones. Tenían muchas cosas en común para echarlas a perder por algo tan nimio. Además, necesitaba a Michael para dirigir sus asuntos cotidianos, y se daba cuenta de lo mucho que dependía de él, de lo importante que era tenerlo de su lado.
Sonrió. Había una forma más astuta de resolver ese asunto. Estaba seguro de que se libraría de Eli, por mucho que le molestase a Michael. Sin embargo, esperaría el momento más oportuno y, cuando llegase, lo borraría del mapa, aunque fuese lo último que hiciera en esta vida. Hasta entonces, tenía que buscar la forma de hacer las paces con Michael y convencerlo de que había cambiado de opinión.
Eli Williams y sus hermanos estaban a salvo por el momento, gracias a Michael y a su errónea lealtad. Sin embargo, eso no significaba que no fuera a por ellos en el futuro. Ahora, lo importante era recuperar a Michael, a su amigo.
Capítulo 31
Tanto Mary como Carole estaban más que sorprendidas por la discusión que habían tenido sus maridos.
– Me parece increíble, Mary. Jamás había visto que se enfadasen de esa forma.
Mary negó con la cabeza. La noticia le había dejado trastocada.
– Mike entró y me dijo: «Si llama Danny, dile que no me has visto».
Carole asintió. Su cara redonda mostraba tanta preocupación como la de Mary.
– Dijo que le dieran por saco, ésas fueron sus palabras exactas, que le dieran por saco. Luego entró en su despacho y, cinco minutos después, salió de la casa y no le he vuelto a ver.
– ¿Qué aspecto tenía cuando se fue?
Carole se encogió de hombros.
– Jamás lo había visto tan enfadado. Llegó a asustarme, y yo jamás he tenido miedo de él. Es el hombre más pacífico que conozco. Me pregunto qué habrá sucedido.
Mary sacudió la cabeza; como siempre, tenía un aspecto estupendo.
– Danny quiere mucho a Michael. A veces creo que es la única persona a la que quiere de verdad, además de a las niñas. Algo ha debido de pasar, pero no tengo ni la más remota idea de qué puede ser. Danny no me cuenta nada.
Las dos mujeres se tomaron el café y Mary le añadió un poco de brandy. Tenía el presentimiento de que si su marido y su hermano habían roto, ella necesitaría toda la ayuda que fuera posible.
Cuando fue a encender un cigarrillo, Carole vio los cardenales que tenía en el antebrazo y se preguntó cómo era que Michael jamás se había dado cuenta de eso. Luego pensó que quizá se debiera a que Michael no concebía la idea de que Danny Boy pudiera maltratar a su esposa porque, por muy violento que fuese, pensaba que su hermana estaba exenta de semejante trato. También parecía ciego ante la afición de su hermana por la bebida, aunque era posible que supiese más de lo que mostraba. Al final, todo salía a relucir, como solía decir su abuela cada vez que se presentaba un misterio. Sin embargo, tenía un mal presentimiento y no sabía por qué. Lo único que sabía era que su marido echaba chispas y eso era algo que jamás había visto.
– Por favor, Danny, cálmate.
Danny Boy percibió el miedo que sentía su madre y eso le molestó. Era su madre y debía ser la última persona que le temiera. En ese momento no le preocupaba que la historia le hubiese demostrado lo equivocado que estaba, ya que, como siempre, estaba reescribiendo el pasado a su antojo. Era un don que tenía, que había heredado de su padre, aunque Ange jamás se hubiera atrevido a mencionárselo.
– ¿Está Jonjo o no?
Ange asintió y, empujando de mala manera a su hijo, le gritó:
– ¿Quieres sentarte de una vez que yo iré en su busca? Está en la ducha.
Danny se retractó al ver cómo reaccionaba y, como siempre, su ira se apagó tan rápidamente como se había encendido. Levantó las manos haciendo un gesto de horror y dijo:
– Relájate, mamá. Yo subiré a verle.
Mientras subía las escaleras a toda prisa, gritó:
– ¿Por qué no preparas una taza de té?
Jonjo estaba en el descansillo, esperándolo. Danny Boy le sonrió, sin prestar atención a los cardenales que tenía en el cuerpo como resultado de su último encuentro.
– Quiero hablar contigo un momento, Jonjo.
Jonjo lo siguió hasta su habitación y cerró la puerta al entrar. Danny Boy miró a su alrededor y, al ver lo abarrotada que estaba la habitación, dijo:
– ¡Joder! Sólo te falta un poster de Jane Jackson para que esto parezca la habitación de un adolescente.
Danny se dejó caer en la cama pesadamente, hundiendo el colchón con su enorme peso.
– ¿No te da vergüenza vivir todavía con tu mamá?
Jonjo permanecía inmóvil y escuchó atentamente la monserga que le soltaba su hermano. Sabía que resultaba inútil hablar con él; posiblemente hasta hubiera empeorado las cosas. Esperó a que se desahogara y luego se sentó en un taburete que había cerca de la cómoda.
– ¿Qué puedo hacer por ti, Danny Boy? -preguntó con el mayor respeto.
Danny se sintió satisfecho al ver la actitud de su hermano, pues era justo lo que necesitaba: un respeto incondicional, que se diese cuenta de quién lo controlaba todo. Era algo que necesitaba para superar la humillación que había sentido de niño, desde su ropa hasta su corte de pelo.
A Danny le encantaba ver que la gente se apartaba de su camino, que lo miraban con una mezcla de curiosidad, miedo y respeto. Lo necesitaba también de su familia, de ellos más que de ninguna otra persona.
– ¿Que qué puedes hacer por mí? Vaya pregunta que me haces, sabiendo que, al igual que cualquiera en esta casa, no vivirías en esta habitación de pordiosero si yo no quisiera.
Danny Boy se pasó la mano lentamente por la cara antes de decir con voz cordial:
– Aun así, creo que puedes ayudarme, muchachote. ¿Has visto o sabido algo de Marsh?
Jonjo bajó la cabeza hasta que la barbilla le tocó el pecho; se mordía el labio para no echarse a reír por el triunfo. Luego, suspirando afablemente, respondió:
– No, no he sabido nada. ¿Acaso Michael no te ha dicho nada?
Se sintió satisfecho al ver la cara que ponía Danny, de sorpresa y, si no se equivocaba, también de miedo.
– ¿A qué te refieres? ¿Por qué Michael iba a saber algo?
Jonjo se levantó, estirando el cuerpo al máximo. No era que se mostrase arrogante, pero se había desprendido de su aire sumiso.
– Según tengo entendido, estaba ayer por la noche en North Pole Road con Michael y Arnold. Creía que lo sabías.
Danny asimilaba la información mientras Jonjo parecía disfrutar por el aire de confusión que reflejaba el rostro de su hermano. Por una vez en la vida, Danny Boy no lo sabía todo y Jonjo disfrutaba como un cochino viendo que por fin estaba enterado de algo que ese hijo de puta desconocía.
– ¿Quién te ha dicho tal cosa?
Jonjo se encogió de hombros.
– Micky Johns. Estaba allí buscando algo de droga. Conocía a Marsh porque al parecer tuvo un roce con él.
– ¿Y estaba con Michael y Arnold?
Jonjo tardó en responder porque disfrutaba viendo a su hermano perplejo y consternado por lo que le decía y por lo que eso implicaba. Danny Boy, sin embargo, no estaba de humor para esperar respuestas. Se abalanzó sobre él y, cogiéndolo por el cuello, lo levantó prácticamente del suelo.
– Responde de una vez, maldito gilipollas. ¿Estaba con Michael? ¿Con mi Michael?
Jonjo asentía; estaba tan furioso que se le marcaban los músculos del cuello. Danny Boy lo tiró al suelo como si no pesase nada, como si fuese un niño chico, un niño chico e impertinente. Pasó por encima de él y salió de la habitación dando un portazo.
Jonjo se sentó y se frotó el cuello, pensando que eso era algo que jamás le había sucedido en el pasado. Se echó a reír al ver el problema en que estaba metido su hermano, pero Danny Boy abrió de repente la puerta y, al verlo, la emprendió con él a puñetazos y a patadas mientras le gritaba:
– ¿Qué coño estabas haciendo? ¿Riéndote de mí? ¿Qué pasa? ¿Te resulto muy gracioso? Maldito cabrón, te voy a matar…
Danny había perdido los estribos y lo último que Jonjo recordó antes de perder la conciencia fue a su madre intentando quitárselo de encima con la voz desgarrada por las lágrimas y diciéndole:
– Déjalo ya. Basta. Vas a matarlo.
Se había echado encima del cuerpo de su hijo pequeño para protegerlo y había recibido algunos golpes. Cuando Danny Boy la miró, supo que su madre era capaz de coger un martillo y machacarle la cabeza con tal de controlar su rabia.
– Levántate, mamá, levántate…
Su madre negó con la cabeza.
– No pienso hacerlo hasta que no te marches. Quiero que te vayas, que te vayas de mi casa.
Danny se echó a reír al ver que le pedía algo tan ridículo.
– Pero si ésta es mi casa.
Ange miró al hijo que había querido y despreciado en igual medida y le respondió gritando:
– Entonces puedes coger tu casa y metértela por el culo. Yo no quiero vivir aquí nunca más si tengo que soportar tus arrebatos. Prefiero ser una desgraciada y morirme en la calle.
Danny se dio cuenta del odio que emanaba de sus ojos mientras ella trataba de levantarse del suelo con dificultad, apoyándose en el borde de la cama. Se dio cuenta de lo mucho que había envejecido últimamente y del desprecio que mostraba su rostro cuando le dijo:
– No puedo seguir así ni un minuto más. Eres un jodido maniático, un demente. He tratado de hacer lo posible por ti y por todos mis hijos. Por ti he mentido a la pasma, a los profesores y al sacerdote, y jamás me había molestado hasta este momento. Pero esta gota ha rebasado el vaso. Te conozco mejor que nadie y sé que eres un chulo que tortura a esa pobre mujer con la que te casaste y que acosas a todo el que te rodea, también a mí, porque eres tan egoísta que sólo te preocupas por ti. Pues bien, eso se ha acabado ya.
Ange sollozaba. Tenía el corazón roto porque sabía que ese hombre al que había querido tanto jamás cambiaría, si acaso todo lo contrario. Ella ya no soportaba el terror que le daba seguir preguntándose qué era lo que iba a hacerles a continuación.
Se sentó en el taburete, con los hombros temblando por la fuerza de los sollozos y los ojos llenos de lágrimas que se mezclaban con sus mocos. Se tapó la cara con las manos y empezó a gemir de dolor. El dolor era tan sincero y conmovedor que, por primera vez en mucho tiempo, Danny lamentó lo que había hecho.
Danny Boy la miraba; jamás había visto a su madre en ese estado. Su madre jamás lo había echado de casa, jamás le había dicho que no quería verlo, por eso sus palabras lo hirieron como el tiro de una recortada. Alargó la mano e intentó tocarle el hombro, pero ella lo rechazó con todas sus fuerzas.
– Vete de aquí y no me toques. Sé lo que te traes entre manos. Hasta el pobre Michael está harto de ti. Carole me ha contado que os habéis peleado, me preguntó si sabía algo. Pero te diré una cosa: cuando me enteré, me alegré de que por fin él se haya dado cuenta de quién eres. Eres como una enfermedad, Danny Boy, y no quiero tener nada que ver contigo.
Se limpió los ojos y se arrodilló junto a su hijo menor para ver si aún tenía pulso.
– En cambio mi puñetero dinero sí lo coges, ¿verdad que sí?
Ange lo apartó de su lado, negando con la cabeza al oír sus palabras.
– Dejaste tullido a tu padre, pero ¿sabes lo que me dijo un día? Que quizá le hubieras tullido el cuerpo, pero tú tenías la mente tullida y en eso tenía toda la razón. No estás bien de la cabeza. Por muchas misas a las que asistas y por muchas veces que comulgues, estás endemoniado y manchas todo lo que tocas. Ahora lárgate de aquí y ojalá no te vuelva a ver nunca más.
Danny la golpeó en la boca con el dorso de la mano y la vio caer al suelo. Le había partido el labio y se le inflamó al instante. Durante unos segundos permaneció allí tirada, mirándolo con ojos cansados.
– Quien pega a una madre no merece nada. Para mí estás muerto, Danny Boy. Muerto para siempre. Ahora vete y déjame en paz.
Danny salió de la habitación, confundido por su ira y por las palabras de Ange. Si se quedaba, terminaría haciéndole daño, daño de verdad. Se dio cuenta de que el bofetón que le había propinado le causaría remordimientos toda la vida, pero se lo había ganado. Todos lo habían hecho. Vaya familia la suya; desde su padre hasta el último mono eran todos una pandilla de mentirosos. Cuando salió de la casa, vio que los vecinos estaban en la entrada de sus casas y fue hacia el coche con la cabeza bien alta. La vergüenza lo carcomía por dentro como un cáncer, avivando su furia de tal forma que ahora sólo podría apagarla matando a alguien, y ya sabía perfectamente a quién.
Arnold y Michael estaban en un almacén de Dalston. Estaban nerviosos, pero de alguna forma habían asumido lo que debían hacer. De todas las opciones, ésa era la menos dañina.
Jeremy Marsh los miraba sin vida por debajo de la cinta que le habían colocado en los ojos la noche anterior. Estaba rígido; estaba muerto y apestaba como un zorrino. Los dos se habían dado cuenta, pero ninguno quiso mencionarlo. Tenían muchas cosas que hacer. Probablemente se hubiera asfixiado en su propio vómito o hubiese muerto de una hemorragia interna por las patadas que le habían propinado. En cualquier caso, les había ahorrado esa molestia. Ahora, lo único que tenían que hacer era desprenderse del cuerpo. Cuando miraron el cadáver de Jeremy, con la cabeza cubierta de cinta aislante, se dieron cuenta de que habían quemado todos los cartuchos. El almacén estaba repleto de ropa y bolsos de imitación. Había desde modelos de Prada hasta zapatos de Gucci, vestidos de Dior y téjanos Wranglers. El mercado de las imitaciones proporcionaba millones de libras en manos de las personas adecuadas y ellos eran los que distribuían a todos los mercadillos y comerciantes de la zona. En algún momento, se llevaban un trozo de ese pastel, un trozo bastante sustancioso por cierto. Ahora no sabían si la policía estaba al tanto de sus ganancias, ni tampoco cuánto se estaba llevando, ni cuánto le pagaba Danny Boy por mantenerla de su lado, para asegurarse de que nadie les arrebatase su puesto. Resultaba increíble y, de sólo pensarlo, se ponían enfermos, pero era la verdad y había que atenerse a ella.
Mientras miraban el cuerpo inerte de Marsh, Arnold, sin ninguna mala intención, preguntó:
– ¿Cómo ha podido guardarlo en secreto tanto tiempo el muy puñetero? No quiero ser curioso, pero ¿jamás se te pasó por la cabeza? Jamás percibiste nada extraño?
Michael suspiró y, después de sentarse en un cajón, respondió honestamente:
– Lo pensé un par de veces, cuando vi que ciertas cosas no encajaban. Pero ¿cómo iba a creer algo así? Ahora no me queda más remedio que admitir que siempre supe que Danny sería incapaz de soportar que lo arrestaran. Danny Boy jamás habría soportado la rutina de la vida en prisión. Danny no está cortado por el mismo patrón que nosotros; él haría cualquier cosa con tal de evitarlo. Estar encerrado habría bastado para destruirlo, pero la humillación, el régimen, la gente habrían sido demasiado para él.
Arnold asintió en señal de acuerdo.
– Das la impresión de estar justificando el que se haya chivado de todo el mundo. No lo comprendo. Si esto sale a la luz, tú serás el que se lleve la peor parte. Tú eras su socio y sabes tanto o más que él de sus negocios.
– Sí, lo sé. Precisamente por eso digo que lo comprendo. Lo conozco mejor que nadie.
Arnold rió.
– No creo que lo conozcas tan bien; si no, no estarías aquí. Mira todo lo que ha provocado su miedo a estar encerrado. Sin embargo, no le ha importado encerrar a todo el que se le ponía por delante.
Michael apoyó la cabeza en la mano y, molesto por sus reproches, respondió:
– No he dicho que justifique su comportamiento. Lo único que he dicho es que lo comprendo porque lo conozco y sé cómo piensa y cómo siente.
Arnold empezaba a sentirse irritado y pensó que Michael era capaz de ponerse del lado de Danny. Adelantó el rostro y le replicó:
– Tú puedes entender lo que quieras, pero yo lo único que sé es que nos ha tomado por gilipollas y se cree que somos demasiado poca cosa para él.
Michael, molesto, sacudió la cabeza, con la mirada entristecida al ver la forma en que reaccionaba Arnold cuando había sido él quien le había preguntado qué pensaba. Trataba de enseñarle quién era el hombre con el que estaban tratando. Arnold se encogió de hombros, como si nada de lo que dijera Michael le sirviera de excusa. A él no le importaba para nada el miedo que tuviera Danny a estar encerrado, todos lo tenían y formaba parte del oficio que habían elegido; un oficio un tanto arriesgado, pues las sentencias por los delitos de los que podían acusarles eran muy severas. El gobierno no estaba demasiado preocupado por los rateros y los carteristas, pues había tantos que salían y entraban del trullo constantemente. No, el gobierno estaba interesado en los poderosos, en los que se llevaban un buen puñado de dinero. Resultaba irrisorio. La escoria de la sociedad, los timadores, los tironeros, los rateros salían en un santiamén. La gente como ellos, los peces gordos, cumplían largas condenas a pesar de que por el tamaño de sus empresas no trataban demasiado con la gente. No, a menos que tuvieran que venderle algo que necesitara o quisiera. Si se pensaba en ello detenidamente, era una desgracia para la nación, ya que ningún gobierno del mundo podría existir sin el mercado negro; formaba parte de la ley no escrita, de la verdad que no se menciona. ¿Cómo iba a poder la clase media disfrutar un poco de la vida si ellos no se la ponían a su alcance? ¿Cómo iban a convertirse en marcas famosas los puñeteros Christian Dior y Tommy Hilfiger, si ellos no fabricaban copias de sus productos? Los mismos que compraban las copias eran los que luego necesitaban comprarse el artículo legítimo.
La vida consistía en aprender a vivir, en saber estar en el lado apropiado, en hacer lo que debías y en cuidar tus espaldas. Danny Boy había arruinado la vida de mucha gente y Michael, al que Arnold apreciaba y respetaba, no debía seguir justificando sus acciones, pues no había forma de justificarlas. Al menos, no para él, ni para nadie que estuviese encerrado por su culpa.
¿Qué pasaba con la gente que estaba en prisión? ¿Cuántos había cumpliendo una condena sólo porque Danny Boy había decidido quitarlos de en medio?
– No pretendas que le encuentre alguna lógica ni comprenda lo que ha hecho porque me parece un ultraje, algo abominable.
Michael se tiraba del pelo y el dolor le hizo volver a la realidad.
– No estoy intentando excusarlo. Lo único que digo es que, a diferencia de ti y de mucha otra gente, entiendo el porqué. Yo estaba presente cuando su puñetero padre lo dejó en la estacada. Cuando se vio amenazado por los Murray y tuvo que asumir el papel de padre de familia. Lo único que digo es que, por muy cabrón que sea, no lo ha hecho porque haya querido. Se ha visto obligado a ello. Su padre…
Arnold sonrió.
– ¿Te refieres al padre al que dejó tullido? ¿Al que terminó suicidándose?
– Sí, ya sé que resulta extraño. Lo que quiero decir es que fue producto de ese medio. Como lo somos todos.
Arnold estalló cabreado:
– Por mí, puede ser lo que sea y me da igual si lo tiramos al mar o lo enterramos. En cualquier caso, es hombre muerto. No comprendo cómo puedes defenderlo después de lo que ha hecho; de verdad que no lo entiendo.
– Sé a qué te refieres, Arnold, no soy ningún gilipollas. Sólo trato de que entiendas por qué es así. Danny Boy no vive según las pautas normales. Te pondré un ejemplo. Cuando era muy joven, me enteré de que había matado a una prostituta. La mató a palos. Él no sabe que yo lo sé. Durante años traté de convencerme de que no había sido él, que había sido una coincidencia. Pero sabía que había sido él. Sabía que Danny, siendo como es, no toleraba el poder que ella había adquirido sobre él. Porque se la había follado. La mató por su propia debilidad, no por ella.
Arnold se reía como si le estuviese contando la historia más graciosa que había oído en su vida. Le contestó en tono irónico y sin ningún respeto:
– ¿Y eso lo justifica todo? ¿Quieres que celebremos una matanza en su honor como si fuese un aniversario de bodas, sólo que algo más morboso? O mejor aún. ¿Por qué no le organizamos una orgía para que él disfrute? Al fin y al cabo, ¿quién se preocupa de ellas? Abramos la veda contra las putas. Vaya, ahora al parecer es una lástima que hayan apresado al Destripador de Yorkshire, podía haberle dado algunos consejos a Danny.
Arnold miraba a Michael como si fuese una mierda de perro.
– Jamás había oído algo tan repugnante. Unas pobres muchachas se van al otro mundo porque Danny Boy se avergüenza de habérselas tirado. ¿Te das cuenta de lo que dices? ¿Jamás se te ha ocurrido pensar que lo que hace Danny Boy se sale de lo normal? Que sencillamente es un jodido loco, además de un chivato. Mi madre se dedicó a la prostitución durante un tiempo y yo la amo más por ello. Se sacrificó por sus hijos, procuró que no nos faltase de nada. Y sabes una cosa. Le estoy tan agradecido que no voy a dejar que ningún Danny Boy ni nadie parecido crea que ella es la culpable de sus mierdosas vidas y, por tanto, no creo que tengan derecho a vapulearlas sólo para que tipos como él se sientan mejor.
Se reía, pero ahora de incredulidad.
– Gracias, Michael. Gracias por ese estudio psicológico de Danny Boy Cadogan. Me sorprende que el Canal 4 no haya hecho un documental sobre él. Lo podíamos titular «Cómo se forma un loco».
Arnold sacudió la cabeza en señal de consternación, sus enormes trenzas casi bailando por la irritación que le provocaba la ceguera de su amigo.
– Escucha, Michael. Danny Boy no es la Madre Teresa, así que más vale que decidas si te atreves a llevar a cabo lo que hemos planeado. Por tu forma de hablar, no sé si puedo seguir contando contigo.
Michael comprendía el enfado de Arnold, sabía que estaba en su derecho. También esperaba que comprendiese de alguna forma su lealtad para con Danny Boy y lo difícil que le resultaba asumir esa duplicidad de su personalidad. Durante todos estos años había tenido sus dudas, pero siempre las había dejado pasar. Danny Boy había sido duro con él, pero también tierno y generoso. Danny Boy lo había sacado de quicio en muchas ocasiones, pero también le había enseñado lo que era la amistad. Para él, esto era lo más duro a lo que había tenido que enfrentarse. Iba en contra de lo que siempre había creído, de todo aquello en lo que siempre había confiado.
– No lo estoy defendiendo, Arnold, sólo te estoy explicando por qué es como es. Yo lo conozco bien. Lo conozco mejor incluso que su madre.
Arnold rió y, con todo el odio que era capaz de transmitir, le respondió:
– Hazme un favor, Michael. Déjalo ya. Creo que estás mal de la olla.
Arnold estaba a su lado con cara de rabia y recriminación. Pensaba que debería haber solucionado ese problema antes, cuando oyó por primera vez los rumores acerca de Danny Boy. Debería haber actuado cuando las cosas estaban tan calientes que le quemaban las manos. Sin embargo, lo había dejado pasar y eso le molestaba. Le había molestado durante mucho tiempo. Lo hizo sentir cobarde, como si fuese menos que Danny Boy, no lo bastante bueno para cuestionar sus acciones. Llegó a afectarlo, y no sólo a él, sino a todos los que tenía a su alrededor. Acercó el índice a la cara de Michael y le dijo:
– ¿Quién coño te has creído que eres? Danny Boy es un peligro para todo el que haya estado en contacto con él y tú lo sabes. Es un puñetero chivato, un jodido soplón, así que no me importa si el mismísimo jefe de la policía lo tenía pillado por los huevos. Nada puede justificar lo que ha hecho. Nada de nada. Lo hizo con una malicia premeditada y siempre creyendo que nadie iba a conocer su traición. Pues bien, nosotros lo hemos hecho y ya puede darse por hombre muerto, tanto si te gusta como si no.
Michael dejó de mostrarse comprensivo con Arnold y, con los dientes apretados, respondió:
– Sé lo que ha hecho, Arnold, lo sé mejor que nadie, así que no te hagas el listillo conmigo. Lo que intento explicarte es que no razona como los demás. Tú no puedes imaginar todo lo que tuvo que pasar. Sólo estoy tratando de encontrarle algún sentido a toda esta jodida mierda. Estoy tratando de encontrar una razón que me explique su traición, por mi propio bien. No olvides que ha sido mi mejor amigo desde que éramos niños. No me resulta fácil, Arnold. Debería serlo, pero no lo es.
Arnold no quería seguir escuchando más sandeces y no estaba dispuesto a dejar que Danny Boy se librara por las buenas. A él no le interesaban en absoluto las razones por las que Danny Boy tenía una doble vida. Para él no había razón alguna que justificara su deshonroso comportamiento y Michael debería saberlo mejor que nadie.
– ¿Entonces vas a dejar que sea yo el que me encargue de este asunto, Michael? ¿Es eso lo que me estás diciendo? ¿Se lo vas a perdonar a pesar de todo lo que hemos hablado? ¿Después de tanto hablar, ahora te echas atrás? ¿Lo estás protegiendo de alguna manera?
Michael estaba realmente enfadado por sus palabras y, por primera vez en su vida, Arnold se sintió amenazado por él. Por primera vez vio al Michael del que había oído hablar, pero que jamás había visto. Fue como si de repente aumentara de estatura, como si se inflamara de ira. Por fin parecía el hombre grande, fuerte, imprevisible y peligroso que era. Se había despojado de su aspecto agradable como si se tratara de una capa y había dejado de ser el hombre comprensivo al que todos recurrían antes de dirigirse a Danny Boy para solicitar algo o pedir clemencia. Arnold se dio cuenta en ese momento de que alguien que había conservado la amistad de Danny Boy tantos años debía de ser más fuerte y más valiente de lo que aparentaba.
Acercándose con cara de enfado, con aspecto demoniaco y la mano levantada como si negase las acusaciones que le estaba dirigiendo, Michael respondió:
– No se te ocurra cuestionarme, bajo ningún pretexto te creas más listo que yo. Yo sabía esto hace mucho tiempo, pero no quería creerlo, como no se lo creerá nadie, por eso tenemos que actuar con inteligencia. Pero si vuelves a insinuar algo parecido, maldito gilipollas, te juro que te rajo de arriba abajo.
Arnold ya se había apartado de él. Se había dado cuenta de que Michael no era tan pacífico como parecía, más bien todo lo contrario; un hombre realmente peligroso cuando se veía acorralado. Danny Boy se había dado cuenta de eso, no cabía duda. Michael era el cerebro de la sociedad, eso todos lo sabían, pero al parecer también era el que los tenía mejor puestos cuando llegaba el momento de demostrarlo. Arnold se percató de su completa lealtad a su amigo, de su honestidad, y se dio cuenta de que era capaz de hacer cosas que nadie hubiera imaginado de él.
En los últimos días había aprendido mucho, pero aquélla fue la lección definitiva. Jamás se debe juzgar a una persona por las apariencias. Arnold se dio cuenta de que Danny Boy se había aliado con él, no al revés, puesto que había sido el primero en darse cuenta de su coraje y su valía. Danny sabía que Michael era la persona capaz de tratar con todo el mundo, ganarse el respeto y la admiración necesarios para que su personalidad y su innata maldad destacasen aún más. Danny Boy jamás habría existido de no ser por Michael y su amabilidad. Era precisamente su influencia lo que había dado lugar a tan buena y fructífera combinación. Sin Michael, Danny Boy habría vivido una situación mucho más precaria. Arnold comprendió por fin que el antagonismo natural de Danny Boy jamás se habría abierto camino en su mundo de no ser controlado por la inteligencia y la sensatez de Michael, por su decencia y su honradez. La verdadera relación entre esos dos hombres le resultó tan obvia que se sorprendió de no haberse dado cuenta antes, pues ahora le resultaba tan patente que cualquiera con dos dedos de inteligencia debía comprenderlo.
Michael era, en muchos aspectos, el más fuerte de los dos. Danny Boy lo había sabido desde el principio, había entendido sus propias debilidades y se había aferrado al fuerte carácter de su amigo con la esperanza de que se le pegase algo, cosa que había logrado. La gente dependía del sentido común de Michael y de la violencia de Danny Boy cuando las cosas salían mal. Arnold sabía que ahora Michael era más consciente de eso que nadie.
Lo único que podía esperar Arnold era que Michael conservara su sentido de la justicia y su decisión de hacer lo apropiado para poner fin a esa situación. Tenían mucho que perder, y no sólo la libertad, sino también su posición en la comunidad, la cual les proporcionaba enormes ganancias. Nadie se había atrevido a ponerla en entredicho y así debía seguir siendo, ya que él había estado navegando en el mismo barco con ellos.
– Lo siento, Michael, me he pasado un poco. Pero es que no puedes ir por ahí justificando sus acciones después de lo que ha hecho.
Michael sabía que Arnold tenía razón, pero eso no facilitaba las cosas ni lo hacía sentir mejor. Ambos miraron el cadáver de Jeremy Marsh y se dieron cuenta de la gravedad de lo que habían hecho. Un poli muerto era un asunto muy serio, aunque fuese un poli corrupto como ése. La pasma mantenía una lealtad que no tenía nada que ver con la persona en cuestión, sino con los principios del propio cuerpo. Sabían que un poli corrupto afectaba a la opinión pública, por eso se cerraban en banda, pues la cuestión estribaba en salvar el pellejo y no permitir que por un poli corrupto se pusiera en entredicho a la policía.
– Lo entiendo, Arnold, mejor de lo que imaginas. Pero no se te ocurra volver a cuestionarme porque la próxima vez no te lo perdono. Por mucho que hables y digas, te juro que te mato.
Arnold no le respondió, se limitó a asentir. Sabía cuándo lo habían vencido y sabía que este hombre lo había derrotado mucho antes de que aquello empezara. Al contrario que él, Michael era plenamente consciente de lo útil y valioso que había sido y, al contrario que él, también era consciente de lo violento que podía ser llegado el momento. Formaba parte del aprendizaje.
Capítulo 32
Danny Boy sonreía y sabía que su sonrisa valía mucho dinero en el mundo que había creado. Su generosidad equivalía a tener una cuenta bancaria para cualquiera que fuese objeto de ella y de su buen humor. Estaba satisfecho de cómo había reaccionado Louie con sus problemas más recientes y confiaba en la opinión de ese hombre porque jamás le había aconsejado mal en los muchos años de amistad que habían mantenido. Danny sabía que era un chulo y, en su interior, sabía que esa chulería no tenía ninguna razón de ser, que la empleaba sólo porque disfrutaba con ello. Le encantaba ver el poder que le otorgaba y consideraba a los débiles culpables de ella. Creía que formaba parte del destino que las personas como él vivieran sencillamente para dominar a los más débiles. Era algo bíblico. Hasta en la Biblia había muestras de ese poder; de hecho, estaba basada precisamente en eso, en la supervivencia del más fuerte. Desde Caín hasta Abel, desde Herodes hasta los jodidos romanos. Hasta Cristo fue crucificado porque los fariseos pagaron una bonita suma para que lo considerasen culpable. Era muy parecido al sistema judicial británico, donde el que tiene la pasta sale libre. Era la ley de la selva, la supervivencia del más rico. Sin embargo, al contrario que Cristo, su padre se había dedicado a jugar más que un agente de bolsa y por eso él se había visto obligado a labrarse su propia suerte, cuidar de sus espaldas y convertirse en el número uno cuando nadie hubiera esperado semejante cosa. Al contrario que Cristo, su héroe, él no estaba dispuesto a sacrificarse por nadie. Por mucho que lo admirase, Danny Boy consideraba un error garrafal esa actitud, y era ése el aspecto de la religión que menos comprendía. Comprendía la lógica, pues no era ningún estúpido, le costaba creer que nadie pudiera ser tan jodidamente abnegado.
No tenía ningún sentido. Danny consideraba la Iglesia de Cristo como una banda de gángsters tras la misma meta: apoderarse de todo. Aun así, no le cabía en la cabeza que un hombre con el poder de curar a los enfermos y resucitar a los muertos pudiera morir, entregar el alma. Abandonar todo ese poder sin una segunda intención. El hecho de que aún se hablase de Él, y hasta se lo adorase dos mil años después de los hechos, era algo jodidamente serio. El jamás había predicado la sedición, sino el amor a todos. Ahí radicaba el escepticismo de Danny Boy. No podía creer que una persona no utilizase un poder así en su propio beneficio.
No obstante, seguía creyendo en Él, en su decencia y en su bondad. Sabía que Cristo no poseía instinto asesino, razón por la cual la Iglesia católica tenía que ser muy perspicaz en sus enseñanzas dados los tiempos que corrían. Con el bien no bastaba. La gente pedía más, la televisión se había encargado de ello. La venganza estaba a la orden del día y se pagaba. Muchos habían considerado a Danny un mártir por la forma en que se había encargado de cuidar a Louie, a pesar de haberse apoderado de sus medios de vida. Como su ídolo, Jesucristo; existía una similitud entre ambos. Aun así, creía que él estaba en lo cierto. Mantenía una estrecha relación con Louie, cuidaba de él y se aseguraba de que fuese tratado con respeto. Y lo hacía por el bien de Louie, no por el suyo. Sabía lo importante que era para el viejo la opinión de los demás. Danny Boy, además, no era un jodido filisteo y no tenía el más mínimo deseo de humillarlo. Lo único que había deseado era lo que consideraba suyo, ni más ni menos. Su artimaña en contra de Louie Stein le había servido para disfrutar de una posición frente a sus competidores, pues todos creían que lo había hecho por su bien, aunque en su interior sabían que no había sido así. Sin embargo, resultaba más fácil creer semejante cosa y pasarlo por alto, al menos en público.
Danny sabía mejor que nadie que se había apoderado del sustento de Louie, y que se lo había quitado, además, con una sonrisa en la boca. Louie no había tenido agallas para darle una lección, ni siquiera para poner objeciones, sino que había permitido que Danny Boy se apoderase de lo que él consideraba suyo, por lo que ambos se comportaron como si fuese algo de lo más normal. Pero no lo era. ¿Cómo iba a serlo? Danny Boy no sólo se había apoderado de su negocio, sino de su orgullo. Sin embargo, el miedo era un gran nivelador y el de enfrentarse a Danny Boy le había hecho guardar silencio, resignarse y aceptar su lugar, al igual que todos los que pertenecían a ese círculo de amigos. Su padre, cuando su madre le sorprendía con una puta, solía chillarle que no era la única guarra de la ciudad y en eso estaba en lo cierto. En todos los aspectos.
Louie, sin embargo, sabía cuál era su sitio y hablaba bien de Danny en todo momento, recordándole a todo el mundo el lugar de Danny Boy en este mundo. Danny se había encargado de ello, había procurado que Louie hablase de su generosidad y jamás mencionara que su joven amigo lo había despojado de todo.
Louie, además, se encargaba de transmitirle los chismorreos de los que se enteraba, que no eran pocos. Tenía el don de enterarse de todo y sus años de oficio le habían dado cierto caché en ese aspecto. La gente hablaba con él y él correspondía con el don de saber escuchar. Louie separaba el grano de la paja, o al revés, depende de lo que se estuviese hablando, algo que lo convertía en una persona indispensable. Últimamente se había rumoreado que Danny Boy le pagaba por enterarse de lo que sucedía, pero nadie tenía el valor de echárselo en cara. Aun así, se sabía. Louie había sido básicamente un soplón que cuando se chivaba a la pasma se consideraba con todo el derecho a hacerlo. Siempre se había chivado de la escoria, de los timadores, de los rateros, al menos eso se decía a sí mismo para consolarse.
Ahora, sin embargo, se dedicaba a contarle cosas que de verdad le quemaban, que lo hacían sentir verdaderamente mal. Pasaba una información que le estaba haciendo daño a él mismo. Se sentía culpable por la deslealtad con que obtenía esa información, aunque le pagasen por ello, dada su imperiosa necesidad. No es que le resultase extraño, pues de no haber sido él, lo habría hecho otra persona.
Todo el mundo necesitaba de alguien en quien confiar, alguien a quien contar lo que estaba sucediendo para no cargar en solitario con los asuntos. Eso ayudaba a conservar los pies en la tierra a medida que se ascendía en la escala corporativa y se usaban los puños contra las personas apropiadas. Era una labor rutinaria, una forma de mantener a distancia a tus enemigos. Louie, debido a sus malas acciones en el pasado, era el perfecto candidato para casi todo el mundo. Por eso conservaba su puesto, se mantenía alejado de los problemas. Se sabía que Danny Boy se había apoderado de todo lo suyo y todos se habían preguntado por qué lo había consentido de forma tan amistosa. Viéndolo desde el punto de vista de la objetividad, le había arrebatado todo lo que le pertenecía, y lo había hecho públicamente y sin escándalo ninguno. Y eso que Danny Boy tenía mucho que agradecer a ese hombre por todo lo que había conseguido en la vida. Resultaba cuando menos inusual. Fue un acuerdo un tanto extraño y, aunque nadie hablaba más de lo debido, todos se preguntaban cómo se había sentido realmente Louie cuando Danny le había arrebatado su desguace y cómo era posible que esa amistad perdurase a pesar de lo sucedido.
Ange sintió una extraña punzada en el pecho y, cuando se sentó en la bonita casa de su hijo para tomar el té y oír a las niñas jugar, se preguntó si estaba teniendo los síntomas de un ataque al corazón. Se le estaba durmiendo el brazo derecho y cambió de posición para sentirse más cómoda. La casa estaba relativamente silenciosa y eso le agradaba. Le gustaba oír a las niñas jugar en el jardín trasero. Eran unas niñas buenas, amables y bien educadas, gracias a la influencia de Mary, a pesar de su afición al alcohol. ¿Quién la podía culpar por ello? Era fácil que cualquiera que tuviese que tratar con Danny Boy a diario se diese a la bebida, pues era la única forma de soportar sus arrebatos y sus necesidades. Su vida misma, al igual que la de Mary, estaba repleta de problemas por culpa de la tiranía de su hijo. Su última víctima había sido su hermano. Danny no tenía tiempo para nadie, mucho menos para el pobre Jonjo, al que siempre había considerado un rival en lo referente a su afecto. Para Danny, todo el mundo era su enemigo, por una razón o por otra.
Que Dios tuviera piedad de ella, pero había momentos en que Ange odiaba a Danny Boy por la forma en que la hacía sentir.
Había llegado a desear su muerte. Ange sabía que eso era un pecado muy grave y que debería arrepentirse de ello, pero también había momentos en que creía que Dios estaba de su lado.
Danny Boy siempre había ido a misa y siempre había sido un fervoroso creyente en Dios, pero en algunas ocasiones Ange pensaba que sólo se debía a que probablemente se identificara con él. Danny siempre había pensado que estaba por encima de la ley y libre de todo castigo, siempre se había creído mejor que nadie, especialmente desde que había ocupado el lugar de su padre. Ahora había roto con Michael y eso le preocupaba porque era la única persona a la que Danny estimaba de verdad.
Danny había cambiado desde el momento en que su padre se había jugado un dinero que no tenía y Ange se sentía hasta cierto punto responsable por eso. Si ella no hubiese admitido de nuevo a su marido, se habría evitado mucha violencia y mucho odio, ya que su hijo jamás le había perdonado semejante traición.
Ahora que se había convertido en una mujer vieja y sola, aterrorizada de sus propios hijos y de lo que eran capaces de hacer, se dio cuenta del mucho daño que había hecho. Notó que las inútiles lágrimas de la vejez le caían por las marchitas mejillas, pero no hizo ni el más mínimo esfuerzo por secárselas. Su hija Annie, que debería haber sido su apoyo a esa edad, no quería saber nada de ella y nadie podía culparla por eso. Ella jamás le había prestado demasiada atención, ni a ella ni a Jonjo, y jamás había intentado ahondar en sus sentimientos. Ahora no le quedaba más remedio que pagar el precio de su apatía y de su negligencia. El dolor en el pecho era como una opresión que trató de mitigar echándose hacia delante, con el rostro retorcido por el dolor y los desengaños de la vida. El dolor era tan agudo como si le estuviesen clavando un cuchillo en el corazón, casi impidiéndole respirar. En esta ocasión, ni estar en la hermosa casa que le hacía olvidar la personalidad de su hijo le hizo ningún efecto. Sintió el miedo que padece una mujer ya inservible que había cometido el error de apostar todo al mismo caballo.
– ¿Te encuentras bien, abuelita? -preguntó Lainey asustada al verla tan pálida y con ese gesto de dolor.
Ange negó con la cabeza y dijo:
– Llama a tu madre, Lainey. No me siento nada bien.
La niña se alarmó por las lágrimas de su abuela y por ese brillo tan poco usual en sus ojos. Subió las escaleras a toda prisa para llamar a su madre.
– Creo que debes pensar detenidamente en ello, Danny Boy, y tratar de conservar a los Williams de tu lado, al menos por ahora. Yo no me enfrentaría a ellos personalmente antes de haber descubierto el paradero de Marsh y saber de qué ha hablado. Que les den por el culo a todos. Tú sabes tan bien como yo que Michael no es nadie sin ti, así que no te preocupes por él porque volverá dispuesto a chuparte el culo y más manso que un corderito.
Louie movía las manos en señal de rechazo y hablaba en voz alta y con enfado.
– Creo que le estás dando demasiada importancia al asunto; Eli querrá saber tu opinión al respecto, así que no olvides mantenerlo de tu lado.
Danny Boy asintió. Louie era muy astuto y llevaba en el ajo demasiados años para no saber de qué hablaba. Danny estaba dispuesto a seguir sus consejos, ya que, después de todo, ese hombre siempre le había ayudado a abrirse camino.
– Michael me ha cabreado de verdad. Te aseguro que si hubiese sido otra persona, lo…
Dejó la frase sin terminar, ya que sabía que, si se hubiese dejado llevar por uno de sus arrebatos, ahora sería el responsable de la muerte de su amigo, de su mejor y único amigo, aunque tampoco descartaba esa posibilidad.
Louie sonrió con tristeza y luego trató de explicar la situación de la forma más sucinta posible:
– No pasa nada, Danny. Es la primera bronca que has tenido con Michael en ¿cuánto tiempo? La mayoría de las sociedades que se forman en nuestro mundo se rompen a diario. Tienes que darte cuenta de que, después de treinta años trabajando juntos, una bronca es casi algo necesario. Michael no es ningún capullo y, si he de serte sincero, tú siempre has querido llevar las riendas, así que no te extrañe que él quiera imponerse en algún aspecto. Es la ley de la vida, colega. De hecho, me sorprende que haya tardado tanto. Así que relájate, ¿de acuerdo? Oye a Eli primero y luego toma una decisión al respecto, cuando lo hayas considerado todo detenidamente.
Danny escuchó atentamente lo que decía Louie y luego, con un odio que se podía palpar, respondió:
– Odio a Eli. Es un cabrón traicionero que se quiere pegar a mí para arrebatarme lo que es mío. Mío y de Michael. Y al parecer nadie se da cuenta. No obstante, por hacer las paces con Michael, estoy dispuesto a dejar mis sentimientos al margen. No puedo hacer nada más.
Louie sacudió la cabeza con tristeza, en señal de acuerdo. Aun así, y no por primera vez, se preguntó en qué planeta vivía Danny Boy porque, desde luego, no era la Tierra. Eli era una de las personas más dignas de confianza de todo el Smoke. Danny Boy siempre había encontrado faltas en sus colegas, pero en esta ocasión le había cogido manía a alguien que no sólo era respetado y apreciado, sino también temido. Eli no era el hombre más adecuado para tenerlo como enemigo, pues contaba con buenos amigos en todos los ambientes, aunque eso no preocupaba en absoluto a Danny Boy. Danny le había cogido manía por el mero hecho de que se le había metido entre ceja y ceja y eso ya era razón sobrada para quitarlo de en medio.
Sin embargo, en esta ocasión, se había tenido que enfrentar a Michael, que se había negado rotundamente a dejar que él diera rienda suelta a sus sentimientos. Michael se había apartado de Danny por Eli Williams y Louie sabía que Danny jamás lo olvidaría ni lo perdonaría. Louie le tenía tanto miedo a Danny como cualquier otro, pero para él resultaba aún peor porque le había arrebatado lo que era suyo. Sin embargo, Danny Boy había optado por olvidar el asunto, a pesar de haberse apoderado sistemáticamente de todo lo que tenía. Lo peor de todo es que ese muchacho al que un día había considerado como un hijo y un heredero lo había obligado a continuar de su lado por miedo. Louie sabía de sobra que Danny Boy no lo apreciaba en absoluto, ni se arrepentía de lo que le había hecho, ni la situación en que lo había dejado.
Danny Boy, por mucho que Louie lo quisiera, le había demostrado en repetidas ocasiones que era incapaz de apreciar a nadie en este mundo, salvo a sí mismo. Louie lo odiaba, y detestaba que esperase que él atendiera a sus peticiones con sólo chasquear los dedos. Louie estaba más enfadado de lo que Danny Boy creía y estaba harto de que creyese que lo podía utilizar como intermediario. Lo había convertido en su criado y eso duele, duele de verdad. Obviamente, no se había dado cuenta de ello, pues era demasiado estúpido como para creer que nada de lo que había hecho mereciera cierto castigo. Actuaba como si nada hubiese pasado y no le preocupaba en absoluto cómo se sentía. Danny Boy creía que el período para guardar luto ya se había acabado y todo el mundo debía volver a su rutina habitual. Sin embargo, Louie jamás había olvidado lo que le había hecho y jamás le perdonaría que lo hubiese utilizado como si fuese un puñetero adolescente, como si fuese un jodido recadero. Alegremente y dejando de lado sus sentimientos dijo:
– Vamos, Danny Boy. Veamos qué tiene que decirnos Eli. Danny miró su Rolex con diamantes y asintió, pero no estaba nada contento y eso se veía. Estaba dispuesto a olvidarse del asunto con tal de recuperar a Michael; pero una vez que lo hubiera conseguido, Eli y sus hermanos podrían darse por muertos.
– De acuerdo, pero con que diga una palabra que no me agrade, dalo por muerto. Michael no tiene razón para defenderle. Él sabe mejor que nadie que yo no diría nada si no tuviese pruebas de ello.
Louie asintió amablemente, tratando de no profundizar en ese asunto. Se levantó rápidamente y dijo:
– Venga, vamos. Hablemos de eso por el camino. Danny no le respondió, pues continuaba preguntándose por qué no era Michael quien venía a pedirle disculpas. Sin embargo, una vez más estaba dispuesto a quedar como el hombre generoso y ser quien pidiera perdón, pues, en su interior, tenía la certeza de que Michael jamás se pondría en su contra. Eran amigos desde hacía mucho tiempo y tenían demasiadas cosas en común para pelearse por una menudencia. No obstante, su drástica postura lo había sorprendido, sobre todo porque no la esperaba y parecía definitiva. Danny tampoco tenía el más mínimo deseo de dejarlo ir, no después de todo lo que había trabajado y conseguido a lo largo de los años. Era posible que Michael creyera que llevaba las de ganar, y tal vez él le hubiera dado a entender que así era, pero Michael sabía perfectamente que sin él y sin su reputación de hombre peligroso no habrían logrado nada. Michael Miles, por sí mismo, era tan peligroso como un skinhead solo en una estación a las dos de la madrugada; es decir, un pelele. Aunque Marsh hubiera abierto la boca y lo hubiera confesado todo, cosa que dudaba, Michael estaba demasiado involucrado para hacer nada sin sufrir él también las consecuencias. Danny pensó que Michael, pasara lo que pasara, jamás se pondría en su contra. La arrogancia volvió a ganarlo y se convenció de que nadie ni nada interferiría en sus planes.
Si fuese necesario, daría su brazo a torcer ante Michael, le explicaría las circunstancias y le dejaría tomar una parte más activa en los asuntos de ahora en adelante. Sí, probablemente eso sería lo mejor. Se sintió aliviado de haber encontrado la forma de solucionar sus diferencias. Sin su respaldo, sin sus conexiones con la policía, aún estarían viviendo como un par de chorizos de poca monta. Sin embargo, él, con las palabras adecuadas y un poco de dinero, había quitado a todos sus rivales de en medio.
Si lograba que Eli se embarcase en esa nueva aventura, Michael vería de lo que era capaz con tal de solucionar las cosas, comprendería lo mucho que había cedido con tal de ganarse su amistad de nuevo. Danny creía que, si Michael no se ocupara de la labor de campo, él no podría trabajar debidamente. Danny se daba cuenta de que lo necesitaba y eso le resultaba tan aterrador como verdadero.
Cuando salieron en su coche de la casa de Louie, estaba más animado e intuía que Michael se sentiría de la misma forma. En lo más oculto de su ser también sabía que cuando Michael se diese cuenta del error que había cometido, él personalmente le enseñaría lo muy estúpido que había sido, ya que, igual que Eli y sus hermanos, sería borrado de la faz de la tierra. Danny Boy lo consideraba algo inevitable y lo daba ya por muerto porque sabía perfectamente que jamás sería capaz de perdonarlo. La actitud de Michael se podía calificar de motín y eso era algo que Danny no era capaz de tolerar. Si permites que una persona interfiera en tus planes aunque sólo sea una vez, es como darle luz verde para que lo siga haciendo hasta el fin de sus días.
Por mucho que apreciase a Michael, y la verdad es que lo apreciaba aún más que a su familia, sabía que tenía los días contados y que algún día se vería obligado a quitarlo de en medio por la sencilla razón de que no quería que nadie pensase que se estaba debilitando con la edad. Por supuesto, eso no sucedería de inmediato. Antes tenía que guardar las apariencias y sabía que no era el momento más adecuado para librarse de él. Danny quería que creyera que era capaz de perdonarlo, porque lo necesitaba de forma urgente. Sin embargo, una vez que lo consiguiera, su orgullo le impediría dejar que Michael se saliera con la suya. Sabía que jamás aceptaría lo que él consideraba una traición por parte de Michael. Era pedirle demasiado, porque no era capaz de pasar por alto algo tan importante. Olvidarlo sería imposible, ya que le rondaría por la cabeza hasta que lo viese muerto. Ya no había forma de que Danny aceptase los términos del trato y olvidase el asunto para siempre.
Michael sabía demasiado, demasiado para dejarlo ir. En algún momento, Michael pagaría por todas las molestias que le había ocasionado. No importaba lo mucho que lo necesitara para el buen funcionamiento de sus negocios; en cuanto encontrase otro hombre que pudiera sustituirlo al frente, Michael estaría acabado. Y eso significaba que su esposa, la hermana de Michael, también iría detrás, razón suficiente de por sí para quitar de en medio a ese hombre al que tanto apreciaba. Michael era la única persona por la que había sentido verdadero aprecio, pero hasta entonces jamás le había llevado la contraria. Ahora, repentinamente, se había convertido en su enemigo y, cuanto más pensaba en ello, más plausible lo consideraba.
Louie lo miraba de reojo, sabiendo que Danny era incapaz de cumplir con las promesas que había hecho. A un perro viejo no se le enseñan nuevos trucos. Louie lo odiaba con toda su alma y ahora lo veía como el chulo que verdaderamente era. Cuando recordaba al joven muchacho al que había protegido y cuyo padre se la había jugado poniéndolo en manos de los Murray, se sentía tan triste y apenado que le entraban ganas de llorar. Cuando pensaba en aquel muchacho, sentía tanta lástima que no veía al hombre en que se había convertido, pues le resultaba imposible creer que aquel muchacho tan melancólico se hubiese transformado en un ser tan despiadado. Él sólo quería ver al muchacho sonriente y de buenos modales que había llegado a su desguace buscando trabajo.
Louie sabía que Danny Boy lo utilizaría hasta el último día de su vida, pues lo consideraba simplemente un chivato. También sabía que él no estaba preocupado porque descubriesen que se había ido de la lengua, ni creía que mereciese ningún reproche por lo que le había hecho a esas personas con las que había negociado, bebido y conversado. Lo consideraba simplemente como un medio para conseguir un fin; además, en cierto sentido, creía que, en parte, se lo merecían porque se habían interpuesto en su camino y a eso se lo llamaba daños colaterales. Danny Boy tenía el don de ver sólo lo que se le antojaba.
Louie Stein deseaba con toda su alma que lo partiese un rayo y así ya no tendría que tratar más con él.
Eli esperaba pacientemente a que Danny Boy llegase. Cuando por fin aparcó su Mercedes y se acercó hasta él con esa actitud chulesca de siempre, sintió la necesidad urgente de abalanzarse contra él y hacerle daño de verdad. Sin embargo, como siempre que trataba con Danny, dibujó esa amplia sonrisa y enseñó sus blancos dientes. Aquella sonrisa le había costado un ojo de la cara. Hasta su mismo dentista le había confesado que se había comprado una casa en la Costa del Sol y Eli tenía la sospecha que gran parte la había pagado a su costa. Sin embargo, su sonrisa se había convertido en el centro de admiración de sus colegas, pues tenía unos dientes perfectos. Sabía que esa sonrisa le daba un aspecto distinto, pues lo hacía parecer más amistoso de lo que en realidad era. Hasta su esposa se lo recalcó y ella lo conocía mejor que nadie.
Ahora, al ver acercarse a Danny Boy, sintió justo lo contrario. Había creído tan fervorosamente que era un hombre de prestigio que merecía ser respetado y admirado, que cuando se enteró de que estaba compinchado con la pasma se quedó completamente consternado. Ahora, al verlo acercarse con esos andares de gallito y ese aire de superioridad, lo único que deseaba era acabar con él, sin importarle si era cierto o falso lo que le habían dicho. Sintió un odio tremendo por él y lo único que deseaba era matarlo y terminar con esa historia lo antes posible. Sonriéndole, lo dejó entrar en el edificio y se alegró de la cara de sorpresa que puso al ver a Michael Miles y Arnold Landers esperando pacientemente su llegada.
Resultaba obvio que se había quedado de una pieza al verlos y que ahora se sentía intimidado. Había llegado tan seguro y confiado que jamás había pensado que le podían tender una trampa. Resultaba verdaderamente irrisorio.
Eli se colocó a sus espaldas para asegurarse de que no tendría ninguna escapatoria, disfrutando del momento.
Danny Boy recuperó la compostura de inmediato. Miró a Arnold y, por su lenguaje corporal, se dio cuenta de que no habría forma de hacerle cambiar de opinión. Se dio cuenta de que Eli estaba interpretando el papel de piquete, pues vigilaba la puerta e impedía que pudiera salir huyendo, como si fuese a hacer algo semejante. Sin embargo, supo que lo habían pillado y sabía que le iban a dar de su propia medicina. Su secreto había salido a la luz y ya no habría forma de remediar la situación, pues, por muy desesperada que fuese, nadie la aceptaría con ningún pretexto.
Danny Boy oyó que Louie se movía a sus espaldas, tratando de quitarse de en medio, y se dio cuenta de que había sido él quien le había preparado esa emboscada. Sin embargo, con el único que quería hablar era con Michael, la única persona que podía proporcionarle una vía de escape, que podía garantizarle que saldría de esa situación, ya que lo consideraba tan endeble como para ser capaz de perdonarlo. Sin embargo, al ver que él y Arnold estaban en primera línea, se percató de que su duplicidad ya estaba en boca de todos y que lo tenían bien pillado.
Danny Boy no era ningún estúpido y sabía que era hombre muerto. Sabía que ese día y esa posibilidad siempre habían estado presentes, ya que si vives cerca del río, no es de extrañar que te devoren los cocodrilos. Lo que pasa es que no esperaba que sucediese tan pronto, ni de forma tan ordinaria. Siempre había imaginado su muerte de forma noble, con un tiro en la cabeza o en el corazón, en uno de sus pubs o clubes, y con una sonrisa en la boca. Ese tipo de muerte le parecía aceptable, pues habría compaginado con su leyenda.
Hubiese aceptado una ejecución pública, pero no ésa. Aún era demasiado joven para morir; aún tenía muchos sitios adonde ir y muchas personas que conocer. Sabía que lo habían pillado, pero eso no facilitaba las cosas. Jamás se le había ocurrido pensar que todas esas personas que había eliminado a lo largo de los años debían de haberse sentido de esa manera: asustadas, aceptando su destino, pero principalmente engañadas. Hasta ese momento, jamás se le había pasado por la cabeza que esas personas aún pudieran tener sueños y deseos, además de hijos y una familia a la que les gustaría haber visto crecer.
Se percató de que todo lo que había conseguido a lo largo de los años iba a acabar allí, en un pútrido almacén, sin ninguna pompa y sin que nadie rezase por él. Esperaba al menos que sus hijas jamás llegasen a enterarse de eso. Su esposa se sentiría aliviada y sus hermanos se encargarían de enterrarlo dignamente, con toda la pompa y la ceremonia requeridas, pero sin lágrimas. Después de lo dura que había sido la vida, su muerte sería una experiencia vergonzosa y humillante para todos, especialmente para él.
Cuando Michael lo miró a los ojos, vio la profunda tristeza que irradiaban los suyos. Vio el amor que sentía por él y se sintió satisfecho de llevarse al menos eso consigo. Finalmente, comprendió ese dicho sobre los pobres y los reyes, ya que no importa el mucho dinero que uno tenga, ni el prestigio que se haya ganado con los años, todos morimos de la misma forma y eso nadie puede impedirlo. Sabía que su muerte era inminente, lo sabía porque, de haber estado en su lugar, él habría hecho lo mismo. Miró a Michael y dibujó una sonrisa, una sonrisa magnánima. Abrió los brazos de par en par, como si comprendiera perfectamente la situación, lo cual era completamente cierto. Sintió el aire fresco y percibió el aroma del polvo, del cuero barato y del algodón de las camisetas. Miró a su alrededor, vio a Eli y a Arnold mirándolo, deseosos de acabar con su vida. Se dio cuenta de que su muerte les serviría de trampolín para hacerse un lugar en el mundo delictivo, un lugar al lado de Michael, que sería quien se encargaría de llevar sus negocios y desviar el dinero. Parecía increíble pensar que, aun después de su muerte, todo seguiría funcionando de la misma manera, que nada se detendría por el mero hecho de que hubiese muerto. Danny no intentaba ni siquiera defenderse o buscar una forma de salir de allí. Eli tenía un machete que blandía alegremente y Arnold un cuchillo muy largo, una verdadera pieza de artesanía desde la empuñadura hasta su afilada hoja. Todos los presentes iban bien armados, menos él.
Michael y Danny se miraron nuevamente y Danny, amablemente, le preguntó:
– Formamos una buena sociedad, Michael. Llegamos a lo más alto. Somos capos, verdaderos capos.
Michael asintió, ya que comprendía las palabras de su amigo.
– Sí, Danny. Tú conseguiste lo que siempre habías soñado. Ser un capo, un famoso y respetado capo. De hecho, el más importante.
Danny añadió con tranquilidad:
– ¿Vas a ser tú quien me mate?
Miraba a su alrededor, buscando instintivamente una vía de escape. Los hermanos de Eli se habían colocado detrás y estaban armados y dispuestos a emprenderla en cuanto le diesen la orden. Danny se sintió satisfecho de verlos a todos armados hasta los dientes, pues eso significaba que lo consideraban sumamente peligroso. Eso acrecentaba su opinión de sí mismo y de lo que era capaz de llegar a hacer. Sin embargo, en ese momento ya nadie deseaba hablar y el silencio cayó como una losa. La atmósfera era electrizante. Todos se percataron de que Danny tensaba el cuerpo, como si esperase que la carnicería empezara de un momento a otro. Louie dio la orden. Tenía los nervios destrozados y sudaba abundantemente porque temía que Danny Boy encontrase la forma de resolver aquel dilema o, lo que es peor, que consiguiera salir de allí, pues sabía que era muy capaz de eso.
– Matadlo de una vez. ¿Qué coño estáis esperando?
Louie empezó a toser con tos de viejo. Era una tos pesada y húmeda y el escupitajo que soltó era como un trozo de caucho. Eso hizo estallar la situación. Danny Boy arremetió contra él como un rottweiler.
– Traidor de mierda.
Cuando Danny Boy corrió por el almacén, vio que Louie trataba de esquivarlo, pero logró atraparlo y, con todas sus fuerzas, lo estrelló contra el suelo. Louie cayó como un saco y sus viejos huesos crujieron. Michael vio que Eli y Arnold se echaban encima de su amigo. Mientras Eli le abría la cara con el machete como si fuese un melón, Arnold le clavó la hoja de su cuchillo una y otra vez en las costillas, buscándole el corazón. Michael observaba con una fascinación mórbida mientras Arnold le clavaba el puñal una y otra vez en la cabeza y la espalda, partiéndolo en pedazos como si fuese un trozo de carne. Había sangre por todos lados, le brotaba de las heridas; ya muerto y desangrándose sobre aquel suelo mugriento, Danny Boy seguía imponiendo. Aún seguía teniendo el aspecto de un capo, de un verdadero capo. Quizá fuese su tamaño, o quizá esa presencia que siempre había tenido, pero hasta muerto su arrogancia era palpable.
Michael estaba sorprendido por la forma en que Danny Boy había aceptado su destino, sin siquiera oponer resistencia. No es que pudiera, pero Danny era capaz de presentar verdadera batalla si llegaba el momento. Sin embargo, al verlo allí tirado, con toda su sangre derramada sobre el sucio suelo, comprendió que no habría soportado la vergüenza de ser considerado un chivato. Eli abrió una caja de camisetas y empezó a limpiarse las manos con ellas. La ironía radicaba en que las prendas llevaban una hoja de cannabis estampada en la pechera y un texto que decía «no pisar la hierba».
Arnold miraba fascinado el cadáver de Danny Boy; le resultaba sorprendente ver lo fácil que había sido acabar con él de una vez por todas. Un hombre tan peligroso y con esa enorme personalidad había sido borrado del mapa con una facilidad que les hizo pensar a todos lo sencillo que resultaba morir a manos de alguien.
Michael ayudó a Louie a levantarse del suelo. El anciano estaba terriblemente dolorido, pero también eufórico al ver que todo se había acabado. Por primera vez en muchos años, se relajó, se sintió liberado. Por fin se había librado de la que había sido su peor pesadilla. Los dos hermanos de Eli Williams habían encendido sus canutos trompeteros y el olor a hierba lo impregnaba todo. Una vez más reinó un completo silencio, sólo que esta vez impregnado de una sensación de alivio entre los presentes.
Louie carraspeó y escupió en lo que quedaba de cara de Danny Boy.
– Ya te lo dije, Danny Boy. Se recoge lo que se siembra -gritó.
Luego se echó a llorar, sus hombros encorvados y temblando por el sentimiento de culpabilidad y pena que lo abrumaba. Había querido a ese hombre como a un hijo y eso era algo que no se podía olvidar fácilmente. Michael lo estrechó entre sus brazos, pero Louie lo apartó bruscamente.
– Puede que fuese un chivato, pero era un capo. Le dije que no había necesidad de buscar atajos, pero lo quería todo y al instante. Como todos vosotros. Hoy en día ya nadie sabe esperar, lo queréis todo de inmediato. Por eso las cosas van como van y por eso todos acabaréis de la misma forma.
Señaló a Danny Boy y prosiguió:
– Lo queréis todo demasiado rápido. No sabéis esperar. Todo tiene que ser ahora, ya, al momento.
Trataba de recuperar la compostura, pero la pérdida de una vida lo estaba afectando. Era un anciano y temía la muerte. Ver a un hombre tan fuerte y decidido convertido en un desecho le resultaba ultrajante.
Eli sacudió la cabeza con tristeza. La adrenalina estaba disminuyendo y empezaba a sentirse relajado, incluso hambriento.
– Tranquilízate, Louie. Esto tenía que suceder más tarde o más temprano. Era un jodido chivato, un cabrón con doble cara. Ahora vete a casa y olvídate del asunto.
Michael estaba aún consternado. Danny siempre había parecido un hombre indestructible y ver su cuerpo destrozado y empapado de sangre impresionaba. Aunque también resultaba insignificante.
Eli suspiró.
– ¿Has traído la gasolina?
Arnold asintió, luego rió y respondió:
– Por supuesto que sí.
Michael le indicó por señas a Louie que se marchase y, mientras lo acompañaba hasta la puerta, dijo con tristeza:
– Se ha acabado una era. Danny Boy Cadogan encontró la muerte en un almacén lleno de ropa barata y con un poli corrupto a su lado. Será la novena maravilla.
Luego se dio la vuelta y, dirigiéndose a los demás, añadió:
– Os dejo que os encarguéis del fuego. Necesito una copa y dormir un poco antes de que se abran los cabarets.
Nadie respondió, sencillamente se despidieron como si nada pasara y empezaron lo que se llamaba la operación limpieza.
– ¿Te encuentras bien, Ange?
Vio el rostro preocupado de Mary muy cerca del suyo y se preguntó cómo la habían llevado hasta el sofá.
– Ya me siento mejor. Me he sentido algo indispuesta, pero eso es todo.
– He llamado a una ambulancia, así que quédate acostada y relájate.
Ange se irguió. Notó la sincera preocupación en la voz de su nuera y se sintió agradecida, pero, llevada por el pánico, respondió:
– ¡No! No necesito una ambulancia. Ya me siento bien, te lo prometo.
Ya se había sentado y Mary observó que tenía mejor aspecto.
– Me dio un fuerte dolor en el pecho, como si me clavasen un cuchillo, pero probablemente sólo fueron los gases. Me siento estúpida.
Le pedía a su nuera que no armase un escándalo, pues empezaba a sentirse mejor, como si se hubiese quitado un enorme peso de encima.
– ¿Estás segura de que te encuentras bien? Al menos deja que te echen un vistazo cuando vengan. Sólo para asegurarnos.
Lo último que necesitaba Mary era que la madre de su marido muriese en su casa y que él se enterase de que ella había cancelado la ambulancia. Eso sería como firmar su sentencia de muerte. Además, sentía aprecio por la vieja, ya que en muchos aspectos eran muy parecidas. Ambas tenían que vivir sometidas al estado anímico de un hombre al que odiaban, por mucho que dependiesen de él. La ambulancia llegó y Mary salió a recibirlos, satisfecha de haber tomado esa decisión.
Epílogo
Dulce sueño que haces olvidar todos los males,
hermano de la muerte…
John Fletcher, 1579-1625
Valentinian
Capítulo 33
Mary y las niñas estaban sentadas en la parte de delante de la iglesia; tenían un aspecto encantador y todo el mundo comentó lo bonitas que eran sus hijas. Las dos tenían esos rasgos delicados de su madre combinados con el ingenio sarcástico y sagaz de su padre. Iban vestidas, como siempre, como princesas, y estaban sentadas con la cabeza bien alta y la espalda recta. Mary tenía un porte distinguido y las miraba con orgullo y una sonrisa en los labios.
– Echaos un poco para allá y dejad que se siente la abuela.
Ange se sentó a su lado y las niñas sonrieron cuando ella les dio una pequeña bolsa de golosinas. Les guiñó un ojo, como si se tratase de una conspiración. Mary simuló no darse cuenta y vio que las niñas estaban entusiasmadas de formar parte de algo tan emocionante y secreto. Mary había dejado que hasta Gordon se sentase con su familia. Ahora que su marido estaba muerto, carecía de sentido seguir guardándole rencor. El día de su boda ya era agua pasada. Carole y Michael sonrieron al ver la escena, Carole sosteniendo a su nuevo hijo cerca de la pila de agua bendita mientras Arnold y Annie se sentaban a su lado. La iglesia estaba atestada; todas las personas importantes habían acudido y, cuando el sacerdote dio comienzo a la misa, se hizo un gran silencio. Mary miró a su alrededor y sintió el poderío de su recién recuperada libertad. Cuando su marido murió, fue como si hubiese nacido de nuevo. Había interpretado el papel de viuda afligida a la perfección y ahora estaba emergiendo de esa crisálida en la que había estado envuelta tantos años, algo de lo que la gente se alegraba.
La policía tenía su opinión acerca de lo sucedido, ella la suya, y Michael y los demás capos otra diferente, pero la verdad es que a nadie le importaba un comino. Lo único que Mary sabía era que las niñas se sentían felices y ella también. Era como si se hubiese quitado una losa de encima y volviera a ser una adolescente. Una adolescente sumamente rica que podía hacer lo que quisiera, cuando quisiera y con quien quisiera. Desgraciadamente, los hombres no estaban dentro de sus planes y jamás lo estarían. Odiaba a los hombres, no a todos, por supuesto, pero sí a aquellos que consideraba una amenaza. Esos que no dejaban de echarle el ojo y pensaban lo agradable que sería echarle un polvo a la viuda de Danny Boy. Aunque no lo supieran, tenían más probabilidades de que Juan Bautista les hiciera una mamada que de que ella se acostase con ellos. La gente decía que Danny Boy le había hecho no desear otro hombre nunca más y ella asentía como si estuviese de acuerdo, aunque no por lo que ellos pensaban.
Mary continuaba despertándose a media noche sudando y temblando al recordar las ultrajantes exigencias a las que la había sometido Danny Boy. Recordaba cómo había estado a punto de ahogarla, cómo le había hecho perder sus dos primeros hijos y cómo se había reído en su propia cara. El había visto el amor que esos hijos le habían inspirado a ella como un signo de debilidad, pero al mismo tiempo lo aterrorizaba tener un hijo varón porque eso hubiese supuesto una amenaza. Sin embargo, poder gastar el dinero a su antojo, darle de comer a las niñas lo que quisieran y utilizar todas las habitaciones de la casa era una sensación inexplicable, mejor que ganar la lotería. Ahora disponía de un móvil, cosa que Danny Boy no había dejado que nadie tuviera. Estaba convencido de que los móviles estaban pinchados y podían ser utilizados en su contra. Aunque tratándose de ella, era porque no quería que estuviese en contacto con nadie sin su previo consentimiento. Todas sus queridas se habían presentado en el funeral y un par de ellas incluso trajeron a sus hijos. Mary trató de ser lo más agradable posible con ellas y la gente no dejaba de comentarlo. La verdad es que lamentaba mucho la situación en que se habían quedado, pero en su testamento no los había mencionado. Todo se lo había dejado a ella, y su hermano Michael era el albacea. Michael se lo había entregado todo y ella no pensaba darle una mierda a ese manojo de putas. ¿Por qué iba a hacerlo? Ellas se habían acostado con él sabiendo que ella era su esposa, buscando una mejor posición. Mientras estaba vivo, no había podido hacer nada al respecto, pero ahora que estaba muerto podía sonreír, fingir amabilidad, pero por dentro se vengaría no dándoles absolutamente nada. Habían ascendido, las había engañado y utilizado; pues bien, bienvenidas a lo que había sido su mundo. Danny Boy le había pedido cuentas hasta de lo que gastaba en la frutería, la había obligado a explicarle en qué empleaba hasta el último penique, y eso justo después de haberle regalado una joya que valía miles de libras.
Lo odiaba enormemente y no pensaba sentirse abatida por su muerte; si acaso, todo lo contrario. Se sentía rejuvenecida de haber recuperado la soltería y eso le encantaba. Le encantaba saber que estaba en situación de hacer lo que le diera la gana sin que nadie la cuestionara. Aún bebía, pero estos últimos días lo había hecho por lo feliz que se sentía. Aún necesitaba tomar unas copas para seguir adelante, pero ya no tanto como antes. Las cicatrices de sus golpes estaban desapareciendo, tanto las físicas como las mentales, y el sentimiento de alegría se estaba aposentando al mismo tiempo que se desvanecía su tristeza.
Mary se estremeció al mirar la cruz de Cristo que había encima del altar. Tuvo que refrenarse para no reírse a carcajadas, para no abrir la tapa del ataúd y gritar a los cuatro vientos la felicidad y liberación que sentía por la muerte de su marido. Dios era bueno, pues había hecho la espalda para soportar el peso. Sin embargo, su carga era ahora pasto de los gusanos y eso bastaba para animarla en los momentos más tristes.
Mary sonrió a las niñas, feliz de que pudiesen vivir sus vidas sin ese cabrón arruinándoles todos los momentos felices aun antes de empezar a disfrutarlos. Esperaba que Danny viera desde el otro mundo su nueva vida, su nueva forma de comportarse, y deseaba que estuviera escupiendo de rabia. Le había dado su ropa a los desamparados y lo había enterrado en el mismo lugar que a su padre; dos cabrones unidos para la eternidad. La gente creía que había hecho tal cosa porque era una mujer generosa. Pues bien, que le dieran por saco a Danny y a todos los demás. Dios paga sus deudas sin dinero y ella hacía otro tanto.
Arnold y Annie estaban de pie, haciendo el papel de padrinos. Arnold se preguntaba cómo había sobrevivido su matrimonio a la muerte de su hermano. Arnold creía en algunos momentos que Annie sabía lo que había sucedido, pero lo atribuía a su sentimiento de culpa. No era que lamentase lo que había hecho, pero ella seguía siendo su esposa y él había sido partícipe directo de la muerte de su hermano. La verdad jamás se había insinuado.
Que se hubiese encontrado a Danny muerto al lado de un poli había dado mucho que hablar y muchos pensaban que había sido eliminado por alguno de ellos. No era la primera vez que la bofia emprendía una operación de limpieza, y se sabía que en más de una ocasión habían eliminado a algún capo cuando las cosas se ponían demasiado feas. Danny Boy seguía siendo un capo, aun después de muerto, y su nombre era sinónimo de mangoneo y corrupción. Nadie se atrevía ni tan siquiera a negarlo. Se lo consideraba un hombre que había tenido la desgracia de desaparecer del mapa a manos de una agencia gubernamental corrupta. La gente de la calle comentaba que Danny se había negado a pagar a esas agencias tan relevantes. Nadie manifestaba su desacuerdo con esas historias, pero tampoco le daban mucha credibilidad. Sabían que el silencio era la mejor arma para que la muerte de Danny Boy no repercutiera en nadie. Continuaba siendo un misterio, algo que a él le habría gustado y que todos aceptaban por su propio bien. A pesar de estar muerto, Danny continuaba manteniendo su prestigio y eso significaba que podían utilizarlo para apoderarse de todo lo suyo con el mínimo ruido posible. Sabían que mucha gente había suspirado de alivio al enterarse de la muerte de Danny, pues formaba parte de la naturaleza humana.
Que Louie había recuperado su desguace sólo se mencionaba a puerta cerrada, pues nadie quería llamar la atención en esos días.
Annie sonrió a su marido y él le devolvió la sonrisa. El sacerdote les estaba pidiendo a los asistentes que renunciasen al Diablo y Michael miró a Eli con una ligera sonrisa en la cara. Sabía que Eli estaba pensando lo mismo que él: que Satán se había ido.
Danny estaba muerto y Michael lo echaba de menos a pesar de habérselo quitado de encima. Aún echaba de menos la estrecha relación que habían tenido durante tantos años, ya que, por muy cabrón que fuese, por muy egoísta, también era un buen colega, al menos con él. Al contrario que mucha otra gente, Danny Boy lo había estimado sinceramente y siempre lo había protegido. Danny había descubierto hacía mucho que había sido su don para gestionar el dinero lo que los había hecho ascender tan rápido, pero él no ignoraba que sin sus contactos con la pasma tampoco lo habrían logrado. Jamás había querido pensar demasiado en ello, pero en su interior sabía que había algo extraño y, si hemos de ser honestos, tampoco había querido saberlo. Ahora, Danny estaba muerto, la gente empezaba a aceptarlo y todos trataban de limitar los daños que su muerte pudiera provocar.
Michael miró a su nuevo hijo y dio gracias a Dios por poder estar allí viendo a todos sus hijos crecer y hacerse hombres. Amaba a Carole, igual que había hecho Danny Boy, y ella aún seguía hablando de él con sincero afecto. Jamás había sido víctima de su ira ni de su acalorado temperamento, aunque siempre había sabido de lo que era capaz. Carole era consciente, al igual que él, de que su cuñada había vivido un infierno a su lado. Sin embargo, como la mayoría de las personas que le rodeaban, le estaba agradecida por su generosidad, algo que Danny Boy sabía hacer muy bien: cómo hacer que la gente se sintiera agradecida con él.
Eli había sido la gota que colmaba el vaso. Que Danny Boy quisiera eliminarlo le había parecido de lo más ultrajante, y que hubiera intentado hacerle creer que ni él ni sus hermanos eran trigo limpio fue lo que le hizo actuar. Eli era un tipo de fiar y nadie habría aceptado su muerte sin pedir explicaciones, especialmente sus hermanos y sus leales empleados. Nadie habría creído que pretendía ocupar el lugar de Danny Boy, pues Eli era demasiado astuto como para eso. No obstante, Michael sabía que Eli tenía los días contados, pues así funcionaban las cosas en su mundo. Michael sabía que no podía permitir bajo ningún pretexto dejar que se entrometiera en sus negocios y Arnold estaba de acuerdo con él. Eli, por mucho que le agradase y admirase, era hombre muerto, de eso no había duda. Michael se parecía mucho en ese aspecto a Danny Boy, y al darse cuenta de ello, esbozó una sonrisa. Michael tenía que proteger lo que era suyo y Eli, con ese instinto de superioridad que tenía, suponía una amenaza. Era una cuestión económica, nada más. La muerte de Danny Boy había sido demasiado pública y, después de que eliminase a Eli y sus hermanos, Louie sería el siguiente. Michael era demasiado astuto como para cometer los mismos errores que Danny Boy. Se sentía satisfecho de haberse asociado con Arnold, pues ambos hablaban el mismo idioma y cada uno sabía cuál era su lugar. Era una lástima, pero así funcionaban las cosas. Al ver a Eli con esa sonrisa en la cara y ese aire arrogante, Michael comprendió que no podía esperar, que tendría que eliminarlo en las próximas veinticuatro horas. Arnold tenía razón al decir que no era momento para sentimentalismos. La muerte de Danny Boy les había demostrado que si se posponen las cosas, el tiro puede salir por la culata. Eli era una persona demasiado ambiciosa como para permitirle que se acercara más de lo que ya lo había hecho. Michael sonrió al ver a su nuevo hijo. Pensó que, por él y por sus otros hijos, sería capaz de eliminar a cien Elis y a mil Danny Boys. Al igual que Danny Boy, ellos lo infravaloraban, incluso Arnold, que estaba deseando que lo convirtiese en su socio, o Eli, que lo consideraba tan poca cosa que no se molestaba ni en eliminarlo. Todas las personas a lo largo de su vida lo habían infravalorado. Pues bien, peor para ellos. Ahora la cuestión era salvar el pellejo y él salvaría el suyo aunque tuviera que eliminar a todo el que se le interpusiera en su camino. Mientras Michael escuchaba al sacerdote, pensó una vez más en ese hombre que tan importante había sido en su vida y que, sin embargo, había eliminado sin demasiado esfuerzo. Danny Boy Cadogan había sido su escuela y ahora se daba cuenta de que Londres era demasiado pequeño para ser compartido, especialmente para aquellos que sabían más de la cuenta.
Ange sostenía en brazos a su nieta. Se sentía más feliz de lo que se había sentido jamás y eso la sorprendía. Había perdido a su marido y a su hijo y se daba cuenta de que, sin ese par de albatros aferrándole el cuello, podía ser feliz, verdaderamente feliz. Cuando miró a su alrededor, sus ojos se posaron en Jonjo, el más inútil de sus hijos. Era una persona tan débil que, a su lado, Lily Savage parecía George Foreman. Ange sabía que tendría que cuidar de él el resto de su vida, pues, al igual que su padre, no daba palo al agua ni mostraba lealtad por nadie. Sabía que de nuevo había recaído en la heroína, por tanto, sólo era cuestión de tiempo que se pegase un chute más cargado de lo normal y se fuese al otro mundo. Lo peor de todo era que no creía que hubiera necesidad de evitar tal cosa. Era como orinar en el océano. Él estaba dispuesto a arruinar su vida y ella no haría nada para impedirlo, así que para qué alargar esa agonía. Ya había enterrado a un hijo, así que otro no sería muy diferente; puede que hasta fuese un alivio. De hecho, esperaba que algún día llamasen a la puerta para anunciarle su muerte, así que cuanto antes mejor. Su hijo, al menos, encontraría algo de paz.
Annie también era un caso perdido, como Jonjo, pero ella se sentía completamente responsable de eso. Annie estaba obsesionada con Arnold y, gracias a Dios, él seguía cuidándola cuando cualquiera la habría puesto de patitas en la calle. Era una pesadilla, una mujer celosa y llena de sospechas, como lo había sido ella años antes, cuando el sexo aún seguía importándole y el hombre con el que se había casado había ocupado el lugar preponderante en su vida solitaria. Si las jóvenes se dieran cuenta de lo frágil que era la vida, de cómo el hombre al que habían amado tanto y que había cuidado de ellas, de sus hijos incluso, algún día se apartaría de ellas física y mentalmente, se ahorrarían muchas humillaciones. Cuando se les acercaba una jovencita, se veía el desprecio que sentían por las madres de sus hijos tan claramente como si fuese un tatuaje grabado en la frente. Todos los hombres, por mucho que digan lo contrario, prefieren a una joven de veinte años a una de cuarenta, pues forma parte de su naturaleza y eso era algo que Annie debía aceptar. Y debía aceptarlo porque los hombres como Arnold siempre tienen un buen puñado de jovencitas merodeando a su alrededor, pues así funcionan las cosas en su mundo. Era algo que las mujeres más inteligentes de su círculo aceptaban e ignoraban. Annie, sin embargo, no podía porque se tenía en gran estima y se consideraba muy valiosa. Ella jamás había sido arrestada y jamás lo sería. Arnold la vería siempre como la madre de sus hijos, pero eso no era suficiente. Al igual que Danny Boy, sus otros dos hijos se consideraban superiores a todo el mundo. Ella, en realidad, jamás había conectado con sus dos hijos menores y, como alguien había dicho en cierta ocasión, la retrospectiva es algo maravilloso. Ella podía augurar lo que les esperaba, pero ellos no la escucharían, así que no valía la pena intentar ayudarlos. Ella los daba por acabados, por duro que resulte admitirlo.
Mary y sus hijas se habían convertido ahora en la razón de su existencia. Mary se había portado bien con ella, cosa que no merecía, pues jamás le había prestado demasiada atención. Jamás había sido amable, ni generosa, no al menos tanto como debiera. Ahora sólo sentía cierta emoción cuando estaba en casa de Mary viendo jugar a sus nietas. Danny Boy estaba muerto y eso ya era razón suficiente para alegrarse, además de que entraba más dinero para todos. Ella sabía mucho más de lo que la gente imaginaba.
Ange miró a Eli Williams y él le guiñó el ojo con picardía. Era un joven agradable que siempre le había caído bien, pero jamás había confiado en él, algo que le había comentado a Danny Boy, aunque él no le hizo ningún caso. Sin embargo, había algo en él que la hacía sospechar, un sentimiento que se había reforzado aún más después de la muerte, de la inexplicable muerte, de Danny Boy. Durante el funeral de su hijo sintió un enorme alivio, pero también presintió una muerte inminente, algo que no comentó con nadie, pues sabía de sobra que nadie estaría interesado en escuchar sus opiniones.
Ange aceptó su nuevo lugar en la vida y se sentía feliz de compartir los días que le quedaban con la gente a la que amaba y que sabía que la apreciaban.
Había parido y criado tres hijos, y había aceptado que había sido el catalizador de sus derrotas, pero había intentado hacerlo lo mejor posible y, tanto si les gustaba como si no, ésa era la verdad. Cada uno hace lo que puede y juega sus bazas a su manera. Por desgracia, la retrospectiva era algo maravilloso. Ange sostenía el rosario entre los dedos y susurraba el avemaria con una determinación que revelaba su desesperación, pero también su fe en Dios. Al igual que el resto de la familia, pensaba que la muerte de Danny Boy les ofrecía a todos nuevas perspectivas en la vida.
En cuanto a ella, se sentía en paz. Se había dado cuenta de que los sueños de grandeza de su hijo, esa necesidad de ser considerado un capo, lo habían llevado a la destrucción. Tras su muerte, por fin había podido conciliar el sueño, por fin había podido vivir sin miedo y sin sumisión. AJ igual que Mary, que, al ver que se había librado de un hombre que siempre la había tenido aterrorizada y coartada, empezaba a sentirse rejuvenecida, más confiada y con más deseos de disfrutar de la vida, algo que jamás podría haber hecho si su hijo no hubiese muerto violentamente. Lo que estaba sucediendo no era sino lo que se veía venir desde hace tiempo.
Eli observaba a la gente que se aglomeraba a su alrededor con una sonrisa arrogante, su tranquilidad habitual y sus buenos modales. Era un hombre apreciado por todos, cosa que lo satisfacía, pues valoraba la generosidad y sabía apreciar el carácter enfermizo de la gente. Sabía que Danny Boy había cometido el error de sentirse demasiado poderoso para ser eliminado. Pues bien, se había dado cuenta de que no, y lo había hecho de la peor manera, pues no hay nadie que esté libre de la venganza, mucho menos si no se valora a los que te han ayudado a ocupar una posición prestigiosa. Eli sabía lo importante que era la generosidad y también el valor que tenía la gente que arriesgaba su libertad. Esa gente debía ganar una buena pasta y tener la garantía de que, si los apresaban, sus familias estarían bien atendidas. Era una de las pocas cosas que había aprendido de Danny Boy, pues la verdad era que siempre cuidó de sus hombres. Por desgracia, él también había sido con frecuencia la razón por la que fueron apresados, pues había vendido a todo aquel que consideraba una amenaza, o simplemente le llevaba la contraria. Él, obviamente, no se había dado cuenta porque Danny era demasiado astuto para que eso se supiera. Sin embargo, al final pagó por sus pecados. Louie lo había introducido en el mundo del chivateo y eso sería algo que pagaría en el futuro. Los capos como él tenían los días contados, eran como jodidos dinosaurios. Ahora las cosas habían cambiado y Eli no tenía la menor intención de quedarse sentado hasta que llegase alguien con un jodido pasaporte jamaicano y un ejército de nigerianos dispuesto a quitarle de en medio y arrebatarle lo que era suyo. Ya no existía un submundo, eso era ya agua pasada. Unas cuantas familias de reconocido nombre no eran impedimento para que esa nueva horda de inmigrantes considerase Londres y Europa como un campo abierto para apoderarse de todo lo que pudiesen a cualquier precio.
Los capos como Michael, Danny Boy, e incluso él, eran reliquias de un mundo en que los hombres eran hombres y sus mujeres estaban orgullosas de eso. Esa época había pasado y ya no regresaría.
Michael estaba demasiado arraigado en esos viejos valores como para comprenderlo, por eso, cuando llegase el momento oportuno, Eli estaba dispuesto a eliminarlo y apoderarse del Smoke y de todos sus negocios en España. Era la única forma de conservar algo que realmente mereciese la pena. Sabía por la gente que tenía trabajando en las calles cómo estaban cambiando las cosas y lo rápido que lo estaban haciendo. Sabía por sus soplones que había una banda de jóvenes negros que empezaba a abrirse camino. Estaba formada por africanos, asiáticos y caribeños, y, además de ser de la misma raza, tenían otra cosa en común: el hambre. En ese preciso momento se estaban matando entre sí, pero no tardarían en darse cuenta de que juntos serían más fuertes que nadie. Y, cuando eso sucediese, él los estaría esperando.
Martina Cole